Jorge Arturo Medina

I.       La Santidad

1.       Introducción

Me parece oportuno comenzar estas reflexiones recordando las recientes palabras del Santo Padre Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millennio ineunte:

«La santidad.

En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?

Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es, más que nunca, una urgencia pastoral.

Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la “vocación universal a la santidad”. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante: “descubrir a la Iglesia como ‘misterio’, es decir, como pueblo ‘congregado en la unidad del Padre,  del Hijo y del Espíritu Santo’, lleva a descubrir también su ‘santidad’, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el ‘tres veces Santo’ (cfr. Is 6, 3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual Él se entregó, precisamente para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado”.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”.

Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de  la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?

En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?”. Significa ponerle en el camino del Sermón de la montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 18).

Como el Concilio mismo lo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.   Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos, a muchos laicos que se  han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Tercio millenio ineunte, nn. 30-31).

2.         Jesucristo, el Santo

El nombre de SANTO y el atributo de la santidad son propios de Yavé: ¿Quién puede estar delante de Yavé este Dios santo?... es la pregunta que se hacen, heridas por una plaga, las gentes de Bet Semes (1S 6, 20). Esa santidad de Dios se demuestra ya en el Antiguo Testamento, en la misericordia y en el perdón: «... se han conmovido mis entrañas (dice Yavé). No llevaré a efecto el ardor de mi cólera... porque yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti, y no me complazco en destruir» (Os 11, 8s.). La santidad de Dios está a una distancia infinita de los hombres: «...¿Qué es el hombre para creerse puro, para decirse justo el nacido de mujer? Si (Dios) ni en sus santos se confía, ni los cielos son bastante puros a sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominable y corrompido, el hombre que se bebe como el  agua la impiedad!» (Jb 15, 14-16). Esa es la razón por la que el Sumo Sacerdote judío sólo una vez al año, y mediante un especial rito de purificación, pudiera entrar en el «santuario de la tienda de la alianza» (cfr. Lv 16, 1-31), llamado también «santuario de la santidad»  (cfr. Lv 16, 33). La santidad de Yavé se manifiesta en la gloria de sus apariciones o teofanías. En el Nuevo Testamento hay muchas referencias a la santidad de Dios Padre: Jesús mismo lo llama «Padre Santo» (Jn 17, 11); a él dicen los cuatro misteriosos vivientes: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene» (Ap 4, 8); santo es su nombre (Lc 1, 49), su ley (Rm 7, 12),

su alianza (Lc 1, 72), su templo, que somos nosotros (1Co 3, 17) y la Jerusalén celestial (Ap 21, 2). Jesús es Santo porque es el Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18. 20; Lc 1, 35). Al ser bautizado en el Jordán, recibió la unción del Espíritu Santo (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22; Hch 10, 38) y quedó lleno de él (Lc 4, 1). Tal es su santidad, que así como en el Antiguo Testamento la cercanía de Dios provocaba un sentimiento de la propia indignidad e impureza (cfr. Is 6, 5), así también sucede con Jesús: «viendo (el milagro), Simón Pedro se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy pecador» (Lc 5, 8), reacción muy natural ante aquel a quien nadie puede «argüir de pecado» (Jn 8, 46), «que no conoció pecado» (2Co 5, 21), «que no cometió pecado» (1P 2, 22), que es, definitivamente, «sin pecado» (Hb 4, 15), y que, por el contrario, «nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre» (Ap 1, 5). Cuando Jesús expulsa a los espíritus impuros, éstos, al reconocer el poder y la santidad de Dios en él, le dicen:

«¿Has venido a perdernos? Te conozco: eres el Santo de Dios» (Mc 1, 24); esos mismos espíritus «al verle, se arrojaban ante Él y gritaban diciéndole: Tú eres el Hijo de Dios» (Mc 3, 11), lo que sugiere la identidad de ambos nombres. Pedro le da también los nombres «Santo de Dios» (Jn 6, 69) y de «Mesías de Dios, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16).  En la predicación primitiva también se lo llama así: «vosotros —dice Pedro a los judíos— negasteis al Santo y al Justo» (Hch 3, 14), y se invoca al Padre «por el nombre de tu Santo siervo Jesús» (Hch 4, 30). De Cristo glorioso se habla así: «esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra y cierra y nadie abre» (Ap 3, 7), y a él se dirigen las almas de los que fueron «degollados por la palabra de Dios y por el testimonio que guardaban, y clamaban a grandes voces diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre...?» (Ap 6, 9s). La santidad de Jesús es la misma que la del Padre: «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros (lo somos)» (Jn 17, 11). Finalmente, la gran plegaría de Jesucristo al Padre, en la víspera de su pasión y muerte es: «Santifícalos (a los discípulos) en la verdad, como tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico en la verdad» (Jn 17, 17-19). Jesús se va a «santificar» entregándose a la muerte de cruz, de modo que su obediencia destruya la desobediencia de Adán. Esa obediencia es la causa de nuestra justificación y salvación, y por  lo mismo es la destrucción de la mentira que es inherente al pecado. La muerte de Cristo restablece la verdad, o sea, el reconocimiento de la santidad de Dios, ante quien somos pecadores, y esa verdad nos introduce en la vida de hijos del Padre. Esa obra de salvación se traduce en que los cristianos están «santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos» (1Co 1, 2), y son, en cierta medida, «santos» (Flp 1, 1), siendo su meta: «sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), mediante la gracia de Dios por la cual cada discípulo de Cristo puede hacer suyas las palabras de San Pablo: «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13) de manera que «nadie puede gloriarse ante Dios» (1Co 1, 29) sino que, como María, digamos humildemente: «mi alma glorifica al Señor y exulta mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva..., porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo» (Lc 1, 46-49).

El nombre de SANTO aplicado a Jesús tiene relación con los de MAESTRO, MEDIADOR, VIDA, JESÚS, SUMO SACERDOTE e HIJO DE DIOS, entre otros.

3.       ¿Qué es la santidad?

Hay no pocos textos de la Sagrada Escritura que describen la santidad. San Pablo dice que «somos nueva creatura, creados en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24). «Nueva creatura» es una oposición al «hombre viejo», pecador, que lleva en sí la imagen de Dios maltratada y desfigurada. Esa «novedad» es un retorno a la condición original del hombre, creado a «imagen y semejanza de Dios» (cfr. Gn 1, 27).

La carta a los Efesios nos enseña que el Padre «nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor... para alabanza y gloria de su gracia» (Ef 1, 4.6). Este texto subraya la santidad como la finalidad de la creación del hombre, e indica que la «atmósfera» de la santidad es el amor. Recalca también que la santidad es la glorificación de la gracia de Dios,  o sea, del don gratuito de la salvación y de la justificación.

En la segunda carta de San Pedro se nos dice que el poder divino del Padre nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad «... para que nos hiciéramos partícipes de la naturaleza divina, huyendo  de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (cfr. 2P 1, 3.4). Aquí hay una relación entre la «vida» y la «participación en la naturaleza divina», lo que es muy sugestivo, pues la vida en Dios es la verdadera vida. Esa participación en la naturaleza divina se hace posible por nuestra inserción en Cristo, la verdadera vid, de la que obtienen vida sus discípulos, comparados por Jesús a los sarmientos (cfr. Jn 15, 22). La santidad es la gracia y la vida verdadera, en tanto que el pecado es muerte (Jn 8, 21.24) y esclavitud (Jn 8, 34).

En la carta a los romanos San Pablo nos exhorta «por la misericordia de Dios, a que ofrezcamos nuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, porque tal será nuestro culto espiritual», y nos advierte que no nos acomodemos al mundo presente, antes bien que nos transformemos «mediante la renovación de nuestra mente,  de modo que podamos distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que es de su agrado, lo que es perfecto» (cfr. Rm 12, 1s). En este texto la santidad aparece en clave litúrgica, haciendo del cristiano una víctima sacrificial, consagrada y entregada totalmente a Dios, lo que no puede ser realidad sin un profundo cambio de mentalidad para repudiar la «sabiduría del mundo» y poder discernir lo  que es grato a Dios.

En la misma carta a los romanos, el Apóstol afirma que «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así es que ya vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7s).

Es posible interpretar el texto griego del bautismo (Mt 28, 19) como si su sentido fuera: «sumergidos en al agua para que muera el hombre viejo y para salir del poder de Satanás, a fin de ser consagrados para llevar una vida dedicada a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Entendida así, la fórmula bautismal no es otra cosa que una expresión del llamado a la santidad, don de Dios que es infundido mediante el sacramento del bautismo. La primera y fundamental consagración del cristiano, antes que la consagración sacerdotal o la de la vida religiosa, es, precisamente, la consagración bautismal, la que nos hace a todos iguales en cuanto a la meta común por alcanzar.

La bienaventuranza que proclama «dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8) invita a considerar la pureza como la perfecta transparencia frente a Dios, sin que haya nada que empañe su presencia ni su acción. Esta bienaventuranza hace alusión a los objetos materiales que son genuinos, sin mezclas ni impurezas, como la pureza de un diamante, o de un metal, o de un animal de fina raza. Pero insinúa también que la pureza perfecta es el resultado de un proceso de purificación a través del cual el corazón del hombre llega a ser genuino, verdadero, sin torceduras o, dicho de otro modo, capaz de buscar solamente la gloria de Dios y no la propia (cfr. Lc 1, 46; Jn 8, 50) y, por lo mismo, ajeno al pecado.

Vista así, la santidad es la condición normal del cristiano: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Es sinónimo de vida verdadera, de alegría, de realización, de coherencia con la fe, de perfecta comunión con todos los miembros de Cristo. No es una casualidad que uno de los calificativos dados a los cristianos de  las primeras generaciones haya sido el de «santos» (cfr. Flp 4, 21; 1Co 6, 1s; Rm 1, 7; Rm 12, 13; 1Tm 5, 10; 1Tm 15, 25; 1Tm 16, 15; Hch 9, 13; Ef 3, 18;Ef  6, 18; etc.).

Si se reflexiona sobre el Padrenuestro en sus diversas peticiones, se ve que cada una de ellas tiene relación con la santidad. La «santificación del nombre del Padre» no es otra cosa que buscar su gloria. La venida de su Reino es en definitiva que Él lo sea todo en todas las cosas (cfr. 1Co 11, 28), es decir que nada se sustraiga a su soberano señorío. El perfecto cumplimiento de su voluntad es, ante todo, nuestra santificación (1Ts 4, 3). El pan de cada día es la palabra de Dios (Lc 4, 4) y el cuerpo de Cristo que alimentan y transforman nuestra vida hasta que llegue a ser plena verdad la expresión de San Pablo: «yo vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El perdón que suplicamos es la reparación de las idolatrías, distorsiones y desamor que el pecado ha dejado en nosotros, así como el perdón que ofrecemos es el deseo ferviente de que nuestro corazón se asemeje al corazón misericordioso del Padre. Pedimos no caer en tentación porque el pecado es el peor de todos los males que nos puedan ocurrir, y pedimos ser libres del Malo porque su obra es conducirnos al pecado y, como consecuencia, a la muerte, destruir la santidad y lograr que se frustre en nosotros el designio de  la creación y de la redención.

El Apóstol San Pablo se explaya en la carta a los Gálatas en el tema de las obras de la carne y de las obras del Espíritu (Ga 5, 16-26).

Las obras del Espíritu son la expresión de la santidad, de la fuerza transformante del Espíritu que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5), en tanto que las obras de la carne son frutos del pecado y desfiguración del rostro interior del hombre llamado a ser hijo del Padre, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Así se ve como la moral cristiana es mucho más que una sujeción externa a preceptos y prohibiciones: es el modo de vida propio de quienes han sido llamados a la santidad, han recibido gratuitamente la gracia y la justificación, y tratan cada día, con la gracia de Dios, de poder decir en verdad «para mi la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

La frase de Jesús: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) es al mismo tiempo un llamado, un imperativo y una promesa posible porque la «sangre de Cristo nos limpia de todo pecado» (1Jn 1, 7), es decir es el precio y la prenda de la santidad.

Séame permitido hacer aquí una reflexión complementaria acerca de la santidad y la fe. Los teólogos distinguen tres formas de emplear el verbo «creo», «credo». «Credere Deum» es decir que creemos que Dios existe. «Credere Deo» es afirmar que creemos que lo que Dios dice es la verdad. «Credere in Deum» es profesar que el único sentido de la vida es Dios y que nada merece adhesión al margen de Dios. La expresión «Credo in Deum» es, pues, equivalente a una adoración que compromete toda la vida y cada momento de ella: es exactamente el mismo sentido de la expresión de San Pablo «nosotros vivimos para Dios».

4.       La vocación universal a la santidad en la iglesia

Es este el título del capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio ecuménico Vaticano II. En el primitivo proyecto este capítulo V y el VI eran uno sólo: la doctrina sobre la vida religiosa (actual capítulo VI) formaba un todo con la «vocación universal a la santidad», siendo la vida religiosa uno, no el único, de los caminos posibles hacia la santidad, meta de todo cristiano. Diversas consideraciones hicieron que el texto único se separara en dos, sin que por ello se modificara la redacción, la cual fue solamente separada en dos, introduciendo el título «los religiosos». En realidad el capítulo sobre la «vocación universal a la santidad en la Iglesia» está en cierta forma preanunciado en el capítulo II de Lumen gentium, y especialmente en el n. 9, donde se describen las características del Pueblo de Dios. Allí se lee: «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia (cfr. Hch 10, 35). Sin embargo (Dios) quiso santificar y salvar a los hombres no individual ni aisladamente, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (LG, II, 9).

Tomando como punto de referencia la santidad, se puede decir que ella es la finalidad de la creación, el motivo de la Encarnación, el fruto de la redención, la obra del Espíritu Santo, la razón de ser del hombre, su plenitud, su perfección y su consumación.

Uno podría preguntarse por qué ningún Concilio antes del Vaticano II ha hablado acerca de la «vocación universal a la santidad en la Iglesia». Una respuesta podría ser que esta verdad fue siempre profesada por la fe de la Iglesia, que afirma en el Símbolo su fe en la «comunión de los santos». Otra respuesta adicional podría ser que esta verdad de fe, tan claramente enunciada en las Escrituras, nunca fue directamente rechazada por alguna corriente herética. A ello se podría agregar que el Concilio de Trento, al exponer la doctrina sobre la «justificación» (DH 1520-1583), estableció una enseñanza íntimamente relacionada con la santidad. Por lo demás, la costumbre más que milenaria de la Iglesia de venerar entre sus hijos como santos o beatos a hombres y mujeres de las más diversas condiciones, edades y estados de vida, constituye una expresión válida de su fe en que la santidad es la meta de toda vida cristiana. La presencia de este tema en forma explícita en el cuerpo doctrinal del Concilio Vaticano II, y señaladamente en la Constitución Lumen gentium, tiene su explicación en la evolución homogénea de la eclesiología en los últimos cien años previos al Vaticano II y, muy especialmente, en la valoración del estado laical como forma auténtica y no secundaria de la vocación cristiana.

Es precisamente en el capítulo IV de la Constitución Lumen gentium (capítulo que en una primera etapa de la redacción formaba una unidad con el Cap. II) donde se lee que «el Pueblo elegido de Dios es, por tanto, uno: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5). Los miembros tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección», una misma gracia, una misma fe, un amor sin divisiones. En la Iglesia y en Cristo, por tanto, no hay ninguna desigualdad por razones de raza o nacionalidad, de sexo o condición social pues “no hay judío ni griego; no hay siervo ni libre; no hay hombre ni mujer. En efecto, todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28; cfr. Col 3, 11). Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo «todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cfr. 2P 1, 1)» (LG II, 32).

Hubo una época en que una interpretación defectuosa de los «estados de perfección» hizo pensar a muchos que quien quería de veras ser santo debía incorporarse a la vida religiosa y el Código de Derecho Canónico de 1917 exhortaba a los clérigos «a llevar una vida más santa que la de los laicos» (can. 124). Hoy, el Concilio Vaticano II ha vuelto a poner de relieve el dato bíblico del llamado universal a la santidad.

El Cap. V de Lumen gentium afirma sin ambages que «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o estén regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: “lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos” (1Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)». «Para todos, pues, está claro que todos los cristianos, de cualquier estado condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG V, 40). «El Señor Jesús, Maestro divino y modelo de toda perfección, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fueran, la santidad de vida de la que Él es autor y consumador: “sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto” (Mt 5, 48)» (LG V, 40).

El llamado universal a la santidad, ese destino común, fruto de la gracia y de la acción del Espíritu Santo, no implica, sin embargo, una total uniformidad. Si la meta es única, los caminos son variados. Si hay instrumentos y medios comunes a todos para avanzar por el camino de la perfección cristiana, ello no implica que los estilos de vida sean siempre idénticos. La vocación universal a la santidad se realiza, en concreto, a través de diversas vocaciones cristianas, como son la vocación al ministerio ordenado, la vocación al estado religioso u otros afines, la vocación al matrimonio, etc. E incluso se puede hablar de otras vocaciones como las que orientan al ejercicio de una profesión, al desarrollo de cualidades artísticas, a la investigación, al servicio de los que sufren, etc. Lo que es claro es que cada cual, en el lugar y actividad a que Dios lo llamó, allí debe responder al común llamado a la santidad. «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en Espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria. Sin embargo, cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva que suscita esperanza y se traduce en obras de amor» (LG V, 41).

5.       Los medios de santificación

Es natural que la afirmación de la vocación universal a la santidad plantee la pregunta de cómo se puede alcanzar esa meta, de qué medios disponemos, o mejor dicho, qué instrumentos pone a nuestro alcance la gracia y la misericordia de Dios para ajustarnos a su designio de santidad y plenitud.

No es ésta la ocasión de examinar en detalle los medios de santificación que el Señor nos ofrece. Quien desee tener una información acerca de la doctrina de la Iglesia al respecto, puede consultar el Catecismo de la Iglesia Católica que se refiere al tema en muy diversos lugares, como por ejemplo cuando habla de los sacramentos, de la oración, de los mandamientos, etc. Pero no sería conveniente, en una exposición sobre la vocación a la santidad omitir siquiera una mención rápida acerca de los medios de santificación. Se trata, en realidad, de todo lo que la fe cristiana y católica nos proporciona, como dones de Dios que necesitan ser acogidos con transparencia y gratitud, para que se cumpla en nosotros el designio de Dios que es de justificación, de salvación, de santificación.

Digamos, antes que nada, que todo el edificio de la vida cristiana tiene como cimiento la fe: «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6), y «el justo vive de la fe» (cfr. Rm 1, 17; Ga 3, 11; Hb 10, 38). La fe, que es ya un fruto de la gracia preveniente de Dios, abre  las puertas al don de la adopción divina, en virtud de la cual llegamos a ser verdaderamente «hijos de Dios» (1Jn 3, 1) y participantes de la naturaleza divina (2P 1, 4). La fe va normalmente acompañada por la esperanza de las cosas que no se ven (cfr. Heb 11, 1-3) y por la caridad (cfr. 1Co 13, 1-13). Toda vida cristiana es «vida teologal», es decir, vida de permanente y ojalá creciente ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad, sin descuidar por cierto las virtudes llamadas «cardinales» de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza.

La «atmósfera» de la vida cristiana es la oración, que asume muy diversas formas como son la lectura meditada de la Palabra de Dios, de la que la Virgen María es ejemplo (cfr. Lc 1, 46-55; L 2, 19.51), la recitación de los salmos, el rezo del Padrenuestro (cfr. Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), verdadero programa de los «intereses» de los hijos de Dios, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, el santo Rosario, el recorrido del Vía Crucis, etc. La «vida de oración» no se circunscribe a los solos momentos en que nos dedicamos exclusivamente a los ejercicios de piedad, sino que va impregnando todo el día mediante el recuerdo amoroso de Dios «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (cfr. Hch 17, 28), recuerdo que proyecta una luz vivificadora y purificadora sobre la actividad cotidiana. Para el cristiano orar es mucho más que el cumplimiento de un «deber»: es la satisfacción de una necesidad.

En la economía de la Nueva Alianza, es decir en el tiempo de la Iglesia, Jesucristo ha querido poner a nuestro alcance unos instrumentos particularmente eficaces de salvación y santificación: son los santos Sacramentos. Ellos son signos sagrados establecidos por voluntad salvífica de Jesucristo para comunicar a los hijos de Dios el don de la gracia. A través de signos compuestos de elementos sensibles y de palabras, los sacramentos, o bien comunican la gracia que aún no se tiene o se ha perdido, o bien fortalecen y acrecientan la que ya se posee. Es decir, son agentes de «divinización», de inserción cada vez más honda en Cristo, la verdadera Vid (cfr. Jn 15, 4s), de transformación en Él, para ir llegando a ser con verdad «alabanza de la gloria de la gracia de Dios» (Ef 1, 6.12.14). Cada sacramento confiere una gracia propia que mira a una especial situación y necesidad espiritual del hombre y por eso el cristiano se esfuerza por recibirlos, cierto de que a través de ellos se irá haciendo verdad lo que san Pablo decía de sí mismo «ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

El centro de los sacramentos y de la vida de la Iglesia es la celebración de la Eucaristía, el Sacrificio sacramental de la Nueva Alianza. Participando en la celebración eucarística nos incorporamos en la perfecta alabanza que rindió Cristo al Padre en la Cruz, alabanza que se hace presente en cada Misa. El sacrificio es la expresión ritual de la consagración a Dios, del reconocimiento de Dios como lo único absolutamente necesario, como el punto de referencia imprescindible para realizar correctamente todas y cada una de nuestras opciones. La ofrenda sacrificial es una expresión de absoluto rechazo al pecado: por lo mismo que el sacrificio es un acto de adoración, es consiguientemente y al mismo tiempo una expresión de consagración de la vida entera a Dios (cfr. Rm 14, 8) y un rechazo de todos los «ídolos» que a lo largo de nuestra existencia tratan de disputar a Dios lo que le corresponde solamente a Él, consiguiendo de los hombres que dividan su corazón, colocando a creaturas en el lugar que sólo corresponde a Dios. De ahí que el cristiano consciente de su llamado a la santidad, ve en la participación diaria en el santo sacrificio de la Misa una fuente irremplazable para conservar y acrecentar su vida para Dios, precisamente allí donde Dios lo ha colocado.

Todos los medios de santificación apuntan a la persona del cristiano y a su plenitud, que alcanzará su total dimensión en la vida eterna, en el Reino escatológico. Sin embargo esta dimensión personal no se vive en forma aislada e individualista, sino en el Cuerpo de Cristo (cfr. Rm 12,  5; 1Co 10, 17; 1Co 12, 12s.; Ef 4, 4.16; Col 1, 18), que es la Iglesia. La Iglesia es, por la acción del Espíritu Santo, el «lugar» de la santificación: ella nos comunica la Palabra de Dios que despierta la fe; en la Iglesia oramos y ella ora en nosotros; en comunión con ella se celebran los sacramentos y éstos nos vinculan más profundamente a ella. Por eso la santidad no es un asunto exclusivamente personal, sino que —en virtud de la «comunión de los santos»—, interesa a todo el cuerpo eclesial, así como el pecado no sólo es nocivo para la persona del pecador, sino que perjudica en cierta forma a la misma comunidad cristiana.

De todos los medios de santificación habló, en forma concisa y exigente, san Josemaría, y los recomendó con encarecimiento a los miembros de su familia espiritual. No podía ser de otro modo.

II.      La Santidad en la vida cotidiana

6.       Lo cotidiano

Tratando de describir «lo cotidiano» pareciera que es interesante evocar otras palabras que tienen un contenido semejante, aunque con matices, y asimismo algunos términos que insinúan un contenido contrario.

«Cotidiano» puede traducirse por «corriente», «ordinario», «común», «acostumbrado», «usual» y evoca hechos y comportamientos que no tienen especial relieve, que no causan de suyo admiración y que, por lo mismo, pasan habitualmente desapercibidos y no reciben una particular valoración.

Lo contrario de lo «cotidiano» es lo «excepcional», lo «espectacular», lo «desacostumbrado», lo que sale fuera de lo habitual y, que por lo tanto, suscita admiración, atrae la atención y suele recibir una alta valoración.

No se necesita una especial perspicacia para advertir que nuestras vidas se juegan, normalmente, en el nivel de lo cotidiano. En toda vida humana hay algunos componentes, quizás los menos, que pertenecen al nivel de lo excepcional: acontecimientos, opciones, desafíos; pero esos componentes extraordinarios no son lo habitual en la trama de la existencia. Es posible que en ciertos casos lo «extraordinario» sea más frecuente que en otros, pero lo normal es que constituya una proporción reducida de la actividad y de la historia personal.

Hasta aquí se ha hablado de «lo cotidiano» en clave de comprobación experimental: lo que se ve, lo que se puede, en algún modo, medir o comparar. Pero hay que tener en cuenta que bajo la corteza de «lo ordinario» puede ocultarse una realidad extraordinaria no referida a aspectos cuantitativos sino a dimensiones cualitativas, generalmente espirituales y, por lo mismo, no directamente comprobables. Y así es perfectamente posible que algo apreciado como «ordinario» o «cotidiano» sea en realidad «extraordinario», atendida su profundidad espiritual.

Los escritos de san Josemaría Escrivá de Balaguer presentan una nítida insistencia en «lo cotidiano» como marco habitual de la vida cristiana, pero insisten también con fuerza en la calidad «extraordinaria» en virtud de la intención, de la gracia de Dios y de conciencia de la vocación a la santidad.

Cuando se leen ciertas hagiografías, se tiene la impresión que sus autores han querido, deliberadamente, poner el acento en los relieves espectaculares del respectivo santo o bienaventurado, y se presenta su vida como una sucesión ininterrumpida de acontecimientos excepcionales, como una cadena de milagros y prodigios, que dan al santo un aspecto sobrehumano, inalcanzable, inimitable, más proprio para ser admirado que para servir de aliento y estimulo a sus hermanos en la vocación cristiana. Es cierto que la vida de algunos santos estuvo marcada por fenómenos sobrenaturales extraordinarios, pero no es menos cierto que esos mismos santos vivieron, paralelamente, una vida heroicamente anclada en lo cotidiano.

El ejemplo de san José, al que san Josemaría dedicó una hermosísima reflexión, es sumamente sugestivo. La vida del Patriarca transcurrió en un cauce ordinario: el de un artesano de pueblo, jefe de un hogar que no aparecía ante sus paisanos como extraordinario, pariente de sus parientes, sometido a la ley civil como todos, silencioso, justo, observante de los preceptos religiosos de los israelitas, reflexivo y sin plantear exigencias de consideraciones especiales ni de privilegios. Es cierto que en algunas oportunidades san José recibió mensajes de Dios para iluminar su conducta, pero esas revelaciones, habitualmente en sueños, constituyen momentos aislados de su vida, profundamente marcada por lo cotidiano: el trabajo, el sufrimiento, el sometimiento a las leyes religiosas y civiles, el desempeño delicado de sus responsabilidades de jefe de familia.

Para tomar otro ejemplo, muy distante en el tiempo del Patriarca san José, podríamos fijar nuestra atención en el santo padre Pío de Pietrelcina. Es cierto que fue objeto de un don sobrenatural particularísimo, como fue el de haber recibido la estigmatización, pero es también cierto que ese fenómeno tan excepcional no alteró su vida cotidiana de sacerdote, de confesor, de religioso observante. Incluso es sabido que hizo lo que estuvo a su alcance para que la estigmatización pasara desapercibida y poquísimas veces hizo referencia a ella en sus numerosos escritos.

En el año 2002 fue declarado santo Juan Diego, el humilde indio a quien se manifestó la Santísima Virgen María en la colina del Tepeyac. Es verdad que Juan Diego recibió cuatro o cinco manifestaciones sobrenaturales de la «Madre de Aquel por quien se vive», pero no es menos cierto que su vida transcurrió en la simplicidad de un modesto indígena, trabajador, atento a sus deberes religiosos, amante de su familia, humilde, paciente, obediente y que pasó los últimos años de su peregrinación terrenal dedicado al cuidado de la modesta ermita primitiva en que se conservó en los primeros tiempos la tilma que lleva impresa, con sus rasgos mestizos, la imagen de Santa María de Guadalupe.

No es del caso detallar la fuerte incidencia de lo cotidiano en la vida y escritos de san Josemaría, pero lo que sí debe decirse, con toda justicia, es que subrayó en sus escritos la condición de lo cotidiano como el marco en que todo cristiano debe responder al llamado que Dios hace a todos sus hijos a la santidad. Puede decirse que san Josemaría exorcizó la errónea tendencia de querer identificar la santidad con lo extraordinario, poniendo el énfasis en lo espectacular, en vez de situarlo allí donde realmente está: en la perfección de la caridad (1Co 12, 31-1Co 13, 13). No es que san Josemaría haya inventado una doctrina nueva: su intuición, se basa en la Sagrada Escritura, como se vio al principio, tiene en cuenta la riquísima experiencia de la Iglesia cristalizada en la variedad multiforme de aquellos de sus hijos que ella reconoce como santos. San Josemaría fue elegido por Dios para poner de relieve un tesoro siempre actual de la fe católica y precisamente poco antes de la coyuntura histórica del Concilio Vaticano II, que reactualizó la doctrina de la llamada universal a la santidad. Por eso la familia espiritual que reconoce a san Josemaría como su fundador tiene que contar necesariamente entre sus miembros a cristianos ubicados en todas las situaciones sociales y viviendo los más variados desafíos a que el discípulo de Cristo se ve enfrentado en el «hoy» de la historia. El mensaje del santo no se circunscribe a los miembros de su familia espiritual, sino que tiene validez para cualquier cristiano: su enseñanza es un acervo católico del que todos pueden sacar provecho para el bien espiritual de la persona y de la sociedad.

7.       Algunas características de «lo cotidiano»

Parece oportuno hacer un intento de describir algunas notas que son constantes en el «cotidiano» cristiano y que se entrelazan formando un tejido espiritual, a la manera como los hilos de un tapiz se entrecruzan y dan origen al bello efecto proprio de ese género artístico. Van a continuación algunas de esas características que creo merecen una especial atención.

a)       La oración

Un venerable testimonio de la antigüedad cristiana, la «tradición Apostólica» de san Hipólito, que refleja los usos de la Iglesia en Roma a fines del siglo II y comienzos del III, nos dice que en el programa cotidiano de los fieles se contemplaban seis o siete momentos de oración, y nótese que no era ese un uso proprio y exclusivo del clero, sino común a todos los fieles. Es posible que este testimonio tenga un ribete de idealización, pero lo que está fuera de dudas es que un cristiano de esa época oraba varias veces al día. Andando el tiempo, la oración oficial de la Iglesia, el Oficio Divino, el Opus Dei como lo llamaba san Benito, o Liturgia de las Horas como lo llamamos hoy, conserva, aunque reducido, el esquema de la alabanza de Dios distribuida en las principales horas del día. Hay que tener presente que la Liturgia de las Horas no está reservada exclusivamente al clero, pues aunque los sacerdotes y diáconos tienen la obligación canónica de recitarla diariamente, todos los fieles están invitados a tomar parte de ella, pública o privadamente, asociándose así a la Iglesia que eleva incesantemente su oración a Dios. Aparte de la Liturgia de las Horas, existen otras formas de oración recomendadas por la Iglesia y que los fieles practican según sus preferencias: el Santo Rosario, el Ángelus, el Vía Crucis, la meditación, la lectura de las Sagradas Escrituras y otras devociones más particulares de alguna escuela de espiritualidad. La oración es constitutivo imprescindible del cotidiano cristiano. «Es preciso orar siempre y nunca dejar de orar» (Lc 12, 1) y hacerlo en todo lugar (1Tm 2, 8).

b)       El trabajo

Las palabras ora et labora han sido tenidas siempre como un resumen condensado de la vida y de la espiritualidad benedictinas, pero son también expresión de dos características insustituibles de la vida cristiana. Es bueno tener presente que el trabajo pertenece al programa del hombre ya antes del pecado: Dios puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cuidara y lo labrara (cfr. Gn 2, 15); después del pecado el trabajo se hace duro y fatigoso y el hombre comerá el pan con el sudor de su frente (cfr. Gn 3, 17-19). Es legítimo afirmar que  el trabajo es una ley de la vida humana y no sólo un medio para asegurar la satisfacción de las necesidades. Por eso no debe extrañar que san Pablo subraye que no comía su pan de balde, sino que trabajaba día y noche con fatiga y cansancio, para no ser carga para los demás (cfr. 2 Ts 3, 8) y a continuación dice severamente que si alguno no quiere trabajar, que no coma (cfr. 2Ts 3, 10).

El trabajo, aunque pueda ser, con frecuencia, cansador y hasta doloroso, constituye, sin embargo, una fuente de alegría cuando el hombre que trabaja ve coronados sus esfuerzos con el éxito, llámese este cosecha, terminación de una obra, conocimiento más profundo de la naturaleza o frutos de la labor apostólica.

En el mundo actual, entre las plagas que amagan la existencia humana hay que contar ciertamente la desocupación, es decir, la imposibilidad para muchos de encontrar un trabajo. El trabajo no tiene sólo una significación en el plano natural y en el de la eficiencia técnica: para el cristiano es un medio de santificación, es decir, de cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios y de cooperación a sus designios sobre el mundo y,  en definitiva, sobre la salvación. No nos santificamos «a pesar» del trabajo, sino «en» y «por» el trabajo, a condición de que no lo realicemos con pereza y espíritu mercenario, sino con una perspectiva espiritual; «no para ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como quienes ...cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres» (Ef 6, 6s.). Visto así el trabajo, es natural que se realice con empeño, con competencia, a cabalidad, con la mayor perfección posible, con profesionalidad, sin engaño, con puntualidad.

c)       La alegría

«Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor» (Flp 3, 1). Tantas veces hemos oído decir que «un santo triste es un triste santo». Jesús exultó de alegría (cfr. Lc 10, 21); la Virgen expresó en su cántico todos sus sentimientos de alegría (cfr. Lc 1, 46-55). San Pablo tenía una alegría sobreabundante aún en medio de sus tribulaciones  (cfr. 2Co 7, 4). San Juan Bautista se alegró al ver la llegada de Jesús (cfr. Jn 3, 29). San Benito fue un santo con una alegría serena y discreta, como nos lo deja entrever su Regla monástica. San Francisco de Asís experimentó muchas veces la alegría, aún a causa de las cosas o circunstancias más simples, y nos dejó un verdadero tratado de la «perfecta alegría» en uno de los capítulos de las «Florecillas». San Juan Bosco fue alegre y festivo.

Ser alegre es ser capaz de encontrar alegría en Cristo, aún en medio de las tribulaciones. Ser alegre es ser capaz de comunicar alegría y optimismo aún en medio de circunstancias adversas. Ser alegres es ser capaz de vencerse a sí mismo, para no hacer o decir cosas que pudieran entristecer a los demás. Ser alegre es ser capaz de gozar de las pequeñas cosas que nos regala el Señor y no vivir centrados en las dificultades, las traiciones, los reveses, los fracasos. Ser alegre es ser capaz de tomar las demás personas como son, con sus valores y limitaciones, y no quedarnos rumiando sus defectos y facetas ingratas.

El anciano Simeón, cuando tuvo a Jesús en sus brazos, expresó una serena y profunda alegría de poder partir de este mundo habiendo visto al Salvador (cfr. Lc 2, 28s.) y mi compatriota la beata Laurita Vicuña, moribunda a los doce años y nueve meses de vida terrenal, afirmaba que moría contenta porque el Señor le había concedido la gracia de la conversión de su madre, por la que había ofrecido su vida.

Todos los santos, sin excepción, han conocido lo que es la verdadera alegría, esa alegría que es el meollo de las Bienaventuranzas, o  sea de la dicha y felicidad cristianas, no exactamente igual, por no decir muy diferente y ajena, a lo que el mundo considera como fuente  de alegría y de felicidad.

d)       La cruz

Jesús afirmó categóricamente que quien desea ser su discípulo debe tomar su cruz cada día y seguirlo (cfr. Mt 10, 38; Mc 8, 34). Conviene subrayar lo de «cada día», de modo que la cruz es un ingrediente cotidiano de la vida cristiana. Ser discípulo de Cristo y rechazar la cruz es una contradicción existencial. San Pablo se quejaba de ciertos cristianos que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo (cfr. Flp 3, 18) y que acaban siendo servidores de otros dioses (cfr. Flp 3, 19), verdaderos idólatras, incapaces de adorar a Dios en espíritu y verdad (cfr. Jn 4, 23s).

La cruz de Cristo tiene muchas formas y nombres. El martirio fue siempre un signo de la fidelidad en la Iglesia. Una Iglesia que ha tenido mártires tiene ejecutorias de autenticidad y de vitalidad. Cuando en una Iglesia no ha habido mártires, cabe preguntarse si ha sido capaz de ejercitar la bienaventuranza referida a quienes sufren persecución y calumnia por el nombre de Jesús. El cristiano debe al menos soportar la cruz y aceptarla. Más perfecto aún es amarla y abrazarla con alegría.

La cruz asume también la forma de las mortificaciones y penitencias voluntarias en la línea de lo que decía san Pablo que «completaba en su carne lo que falta a la pasión de Cristo» (cfr. Col 1, 24), y el mismo apóstol nos confidencia que «sujetaba su cuerpo y lo reducía a servidumbre» (cfr. 1Co 9, 27). El pecado original y nuestros pecados personales han dejado en nosotros huellas de desorden, de rebeldía, de concupiscencia, que deben sanar y no pueden serlo sino a través de la cruz: «los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (cfr. Ga 5, 16-25).

e)       El amor a la verdad

Jesús afirma que «la verdad nos hará libres» (cfr. Jn 8, 32) y se da  a sí mismo el nombre de Verdad (cfr. Jn 14, 6). Él mismo llama al demonio «padre de la mentira» (cfr. Jn 8, 14) y la Sagrada Escritura muestra a Satanás utilizando desde un principio el arma del engaño (cfr. Gn 3, 4s.). Es penoso comprobar hasta qué punto la vida de muchos hombres está marcada por la mentira y el engaño, y hay sociedades en que la mentira parecería estar erigida en sistema. Engañar a todo nivel y con cualquier pretexto; mentir como recurso ordinario que no provoca rechazo. Mentiras cotidianas, como con las que los mismos padres suelen enseñar a sus hijos pequeños, o mentiras clamorosas que esconden corrupción y deshonestidad. Mentiras que fortalecen el culto de las apariencias, de la vanidad, de lo falso. Todo un ambiente que no puede sino generar desconfianza y hacer ingrata la convivencia social. El hombre cristiano vive cotidianamente en el amor a la verdad, aunque por decirla tenga que soportar inconvenientes y hasta persecución, como le sucedió a Juan el Bautista (cfr. Mt 14, 3-10; Mc 6, 17-29; Lc 3, 19s). Ser fiel a la verdad puede constituir una pesada cruz en un mundo habituado a la falsedad y al engaño, pero es un testimonio muy importante de coherencia y honestidad, un aporte inapreciable a la convivencia en confianza y en respeto mutuos, porque la mentira es un menosprecio de la dignidad del interlocutor y una burla a su derecho a conocer la verdad.

f)        Lo pequeño

Es como decir «lo intrascendente», lo que no tiene relieve, lo que no llama la atención, lo que no aparece como «valioso». Es frecuente que los juicios sobre la importancia de cosas o acontecimientos sean equivocados, precisamente porque no se tienen conciencia de la importancia de las cosas pequeñas.

No valorar lo pequeño es muestra de gran superficialidad o de poquísima perspicacia. Pero no se trata sólo de valorar lo pequeño, sino de amarlo, de realizar los pequeños gestos poniendo en ellos tanto corazón y cuidado como si se tratara de cosas trascendentes. «Levantar del suelo un alfiler, por amor, puede salvar un alma» decía santa Teresa del Niño Jesús, esa santa monja que vivió en simplicidad su vida de carmelita, y en tanta simplicidad que, cuando estaba moribunda, otra monja de la comunidad expresó su preocupación acerca de qué cosa que mereciera destacarse podría decir la Priora cuando sor Teresa hubiera fallecido...

g)       Los otros

A lo largo de la jornada uno se encuentra con muchas otras personas: los que nos saludan, los que nos piden un servicio, aquellos a quienes nosotros pedimos algo; los que nos brindan un rato de compañía gratuita, los colegas de trabajo, los que llaman por teléfono, los que nos escriben una carta (pocos), los que nos expresan su apoyo, los que nos critican (rara vez de frente), los amigos, los adversarios, los que se adelantan en las «colas», los que nos hacen zancadillas, los que nos tratan con sinceridad, los que se acercan a nosotros cuando les conviene y se alejan cuando nuestra vecindad puede resultarles perjudicial.

En todos ellos tenemos que descubrir el rostro de Cristo, para servirlos, comprenderlos, no odiarlos, amarlos, valorarlos y poder convivir con ellos, no sólo como quien los soporta, sino como quien en algún modo los acepta y comprende que son parte del plan sabio y misericordioso de Dios.

Cada hombre que cruza nuestro camino o nos trae un mensaje de Dios, o espera de nosotros una actitud que le revele a Jesús. No viene simplemente para pasar desapercibido o para hacernos sacudir la cabeza en signo de molestia, sino porque en él se nos ofrece una presencia de Dios.

Los «otros» que cruzan nuestra jornada son un desafío, una llamada a descubrir a Jesús, a servirlo, a amarlo, a llorarlo desfigurado por la impronta terrible del pecado, pero así y todo llamado a ser redimido —¿Cómo podría ser discípulo de Jesucristo y prescindir de mis hermanos? ¿Cómo podríamos olvidar que, por acción u omisión, el Señor Jesús nos dirá un día «conmigo lo hicisteis» o no lo hicisteis (cfr. Mt 25, 40.45)? Lo cotidiano no es nunca puramente individual, sino siempre «personal» y, por lo tanto, marcado por una especial dimensión social, consecuencia inevitable de la doctrina paulina que nos ve como miembros de Cristo, solidarios unos de otros, no sólo por necesidad, sino por amor (cfr. 1Co 12, 12-13) y por intrínseca interdependencia de naturaleza y de gracia.

8.       Conclusión

En la obra escrita del bienaventurado Josemaría hay un acervo amplísimo de enseñanzas acerca del llamado a la santidad y de la santificación en el quehacer cotidiano. Aunque estoy muy lejos de ser un especialista en los escritos del santo me atrevería a decir que estos tópicos son recurrentes y que constituyen dos de los pilares que estructuran su doctrina espiritual, y ello hasta el punto de conferirle un matiz característico y distintivo.

Me limito aquí a citar unos poquísimos textos que pueden resultar sugerentes, sin pretender por cierto que sean los más notables ni los más apropiados.

El primero se lee en una homilía de 1960 y dice así: «Convenceos de que ordinariamente no encontrareis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio no os faltan ocasiones para demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. “También en lo diminuto —comenta san Jerónimo— se demuestra la grandeza de alma... Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores”».

En la homilía de la solemnidad de San José, pronunciada en 1963, encontramos los siguientes textos: «Sois hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas, formáis diversos hogares, pertenecéis a distintas naciones, razas y lenguas... Pues bien, os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente... Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora».

En el clásico Camino hay pensamientos brevísimos y sugerentes: «La santidad “grande” está en cumplir los “deberes pequeños” de cada instante» (n. 817). «Las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas» (n. 818). «Tu perfección está en vivir perfectamente en aquel lugar, oficio y grado en que Dios... te coloque» (n. 926). En Surco leemos: «Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande ni pequeña. Todo adquiere el valor del amor con que se realiza» (n. 487). En Forja se nos dice que «si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar, y ¡trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural» (n. 698).

Les ruego que me excusen por no haber estado a la altura de lo que ustedes esperaban, pero me queda el consuelo de haber procurado mostrar en qué gran medida la doctrina de san Josemaría se inscribe en la más pura tradición católica, y de haber hecho un esfuerzo por mostrar que su enseñanza no constituye una espiritualidad restringida a su familia, sino que es patrimonio de la Iglesia, como suelen serlo las enseñanzas de los grandes santos. Creo que se puede decir que el legado de Josemaría Escrivá de Balaguer está acreditado por una nota de universalidad y de catolicidad.

Jorge Arturo Medina, en cedejbiblioteca.unav.edu

Antonio Miralles

«Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad» [1]. Esta realidad de fe, expresada sucintamente por san Josemaría, nos hace pensar que la liturgia  ha ocupado un lugar relevante en su vida y en su pensamiento. Sin embargo no es fácil captarlo debidamente, porque sus escritos no contienen una exposición, más o menos sistemática, sobre la liturgia. Se encuentran referencias explícitas, con frecuencia sustanciosas, pero sobre todo hay que atender a su actividad, a su vida: a cómo vivió la liturgia e impulsó a que otros la vivieran. Contamos para ello con una variada documentación: ante todo, sus escritos, algunos ya publicados, otros inéditos, pero citados por autores que han tenido acceso a ellos, y aquí se pueden colocar también las notas de su predicación oral [2]; finalmente, los testimonios de quienes fueron testigos de actuaciones concretas de san Josemaría acerca de la liturgia y que se han recogido en diversas publicaciones.

Los límites de extensión impuestos a las comunicaciones del presente volumen impiden dar una respuesta completa al asunto que nos ocupa; de ahí la necesidad de restringir el estudio a un periodo limitado de la vida de san Josemaría. ¿Qué mejor que escoger los años anteriores al Concilio Vaticano II, que promovió una reforma general de la liturgia, más en concreto del rito romano? [3]. El estudio de su enseñanza y su vida en este período parece, además, necesario para alcanzar una justa comprensión de cómo recibió después la reforma litúrgica, la vivió personalmente y promovió que fuera acogida. El estudio necesariamente es provisional, hasta que todos los escritos de san Josemaría se hayan publicado y sea, además, posible una consulta completa de la documentación de archivo sobre su actividad de gobierno del Opus Dei en lo que atañe a la vida litúrgica. De todas formas los resultados ya son significativos.

1.       La médula de la liturgia

¿Qué es la liturgia? No encontraremos una respuesta definitoria de san Josemaría, pero sí una comprensión de hondo contenido teológico, que, si bien se refiere directamente a la Misa, arroja luz sobre toda  la liturgia: «Representación de todos los misterios de Cristo, tan viva y perfecta, que se renuevan y vuelven a efectuar misteriosamente en ella» [4]. Si es representación, quiere decir que la liturgia está compuesta de signos sensibles, por cuyo medio el misterio de Cristo, que se desglosa en misterios, se muestra y hace presente con toda su eficacia. La liturgia es mucho más que un recurso humano para expresar la relación cultual a Dios, es ante todo el misterio de Cristo, en el que se compendia toda la historia de la salvación, en el ahora celebrativo. De todas formas, la liturgia, como actuación sumaria del misterio de Cristo, no mira exclusiva o prevalentemente a la salvación de la humanidad, sino en primer lugar a la glorificación de Dios; por eso san Josemaría la resume como «el culto de Dios» [5].

La liturgia es el culto de Dios con una relación personal y filial del cristiano con Él, que, al mismo tiempo, es relación de toda la Iglesia, culto a Dios de todo el Cuerpo Místico: «[…] aun cuando pone en labios de los fieles unas determinadas oraciones, la Iglesia quiere que cada uno se dirija a Dios personalmente, con corazón de hijo; por eso, cuando les invita a rezar juntos, alrededor del sacerdote, es para que vivan la unidad del Cuerpo Místico, pero sin dejar de tratar confiada y filialmente a Jesucristo» [6]. La desarmonía entre piedad personal y oración litúrgica entorpece la santificación del cristiano: «El cristiano que se aísla en una piedad privada, no participa como conviene de la corriente santificadora de la Iglesia (vid y sarmiento)» [7]. San Josemaría asigna la primacía a la frecuencia de sacramentos sobre las devociones particulares: «Pocas devociones y constantes –Mejor, frecuencia de sacramentos» [8]. Igualmente prima la oración litúrgica sobre las oraciones privadas: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» [9]. En definitiva, como escribe en una de las cartas que dirige a los miembros del Opus Dei: «siempre os he enseñado a encontrar la fuente de vuestra piedad en la Escritura Santa y en la oración oficial de la Iglesia, en la Sagrada Liturgia» [10].

2.       Lo externo en la liturgia

La liturgia por su misma naturaleza es externa, no queda encerrada en la intimidad del espíritu humano, sino que el misterio celebrado se expresa por medio de signos que percibimos a través del cuerpo. Desde esta perspectiva exige unas cualidades que hay que respetar: «Pienso que las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las Iglesias estén digna e decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman» [11]. No es que san Josemaría propusiera un cuidado artificioso, sino al contrario, en contraste con usos muy extendidos, escribía: «¡Cuántos se han escandalizado al observar la sencillez de nuestros oratorios, la sobriedad del culto, la energía con que hemos intentado volver a la simplicidad primitiva de la liturgia, rompiendo con barroquismos y ñoñerías, que habían invadido la casa y el altar de Dios! Pero estoy seguro de que así agradamos a Dios –facilitamos a tantas almas que se acerquen a Él» [12]. En este sentido, es muy ilustrativo el siguiente punto de Camino:

«Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo –mesa y ara–, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.

–Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» (n. 543).

El interrogante final manifiesta una experiencia suya y de tantas otras personas que habían sido testigos de ese rigor celebrativo. En otro punto de Camino añade una razón antropológica: «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. –Cúmplelas fielmente. –¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» (n. 522). La transcendencia de Dios, con su magnitud y nobleza, se hace más perceptible a través de la severidad y rigor de los signos materiales. La corporeidad implicada en la liturgia no sólo está compuesta de gestos y palabras, sino que supone también un contexto material, que completa el signo litúrgico: el espacio litúrgico, el altar, el sagrario, los vasos sagrados, las vestiduras litúrgicas, etc.:

«Hijos, volvamos a la sencillez de los primeros cristianos: riqueza, cuanta podáis, pero jamás a costa de la liturgia. Arte serio, lleno de grave majestad. Nunca floripondios, ni luz eléctrica. El retablo, retro tabulam: a su sitio, detrás del altar, como algo accidental. La Santa Cruz y el ara –completamente aislada de la mesa del altar– ocupen el lugar sobresaliente» [13].

Estas líneas se complementan con un apunte del 3-VIII-1932:

«[…] muy bien podría haber al fondo del presbiterio y bajo un arcosolio, p.e., un altar con Sagrario, a fin de tener allí al Señor reservado, diciéndose en este altar la Sta. Misa una vez a la semana, para renovar las Formas. Y en medio del presbiterio, una mesa de altar aislada –verdadera mesa, riquísima, como todo–, en la que se celebre a diario la Misa de comunidad, consagrando un Copón, que se purifique a diario también» [14].

Estos deseos pudo llevarlos a cabo cuando se trasladó a Roma y promovió la construcción de los edificios de la sede central del Opus Dei, y en ellos el oratorio dedicado a los Santos Apóstoles, de estilo románico y con altar coram populo; se terminó en 1958 [15]. No se ciñó san Josemaría a un determinado estilo arquitectónico, pues también siguió de cerca, sugiriendo ideas a los arquitectos, la construcción del oratorio de Santa María de la Paz, terminado en 1959, que es la actual iglesia prelaticia: es de estilo basilical romano, con el presbiterio elevado sobre la nave y altar coram populo desde su construcción [16].

Le gustaba colocar reliquias insignes de mártires bajo los altares. Cuando regresó de su primer viaje a Roma, pocos meses antes de establecer su residencia en la Ciudad Eterna, llevó consigo a este fin los cuerpos de dos mártires [17].

Para el sagrario tenía una atención particular. Cuando, el 31-III-1935, pudo dejar el Santísimo Sacramento, con el permiso del Obispo de Madrid, en el oratorio de la Residencia universitaria de Ferraz no 50, refiere un testigo ocular: «Aquel sagrario era un sencillo tabernáculo  de madera que unas religiosas habían prestado al Padre. Junto a su alegría, experimentaba una pena grande: la de no poder dedicar al Señor un sagrario y unos vasos sagrados más dignos, porque quería siempre ofrecer a Dios “el sacrificio de Abel”, destinando lo mejor al culto divino» [18]. Así pues, no se contentó y un año después: «El 19 de marzo el Padre tuvo la alegría de poder estrenar un nuevo sagrario, más digno, hecho por el escultor Jenaro Lázaro» [19].

Por lo que se refiere a las vestiduras litúrgicas, es significativo este otro testimonio relativo al año 1940: «yo no había visto antes que el celebrante usara casullas góticas, sino las corrientes en aquellos tiempos, las llamadas “de guitarra”, por la forma de la parte delantera. En Jenner, con permiso del Obispo de Madrid, se empleaban casullas de ese otro estilo, amplias, que daban especial dignidad al acto sagrado» [20].

3.       Participación activa

Veíamos más arriba que la liturgia es culto a Dios de todo el Cuerpo Místico, lo que significa que todos los fieles están implicados en ella: «El sacrificio es ofrecido a Dios juntamente por el sacerdote y los fieles […] Los fieles son oferentes y ofrendas al mismo tiempo: ofrecen a Dios el sacrificio de Cristo, y se ofrecen con Cristo, de modo que es el sacrificio de Cristo y de todos» [21]. Se explica por eso este lamento de san Josemaría: «¡Catedral de Burgos! Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo» [22].

Su propuesta no era que los fieles simplemente asistieran, sino que participaran con la plenitud de la Comunión dentro de la Misa. Así, anotando el plan de vida espiritual de los fieles del Opus Dei, se refería a la participación en la «Santa Misa, comulgando después de la Comunión del sacerdote» [23], y en otro apunte de los años treinta escribía:

«La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. ‘Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre’. Sacrificio unido al sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa  razonable?» [24].  Todo  esto  llevaba  a la  Comunión frecuente:

«Se quedó para ti. –No es reverencia dejar de comulgar, si estás bien dispuesto. –Irreverencia es sólo recibirlo indignamente» [25].

La disposición más de fondo que resalta san Josemaría sobre la celebración de la Misa y la participación en ella bien se condensa en este punto del capítulo sobre la «Santa Misa» de Camino:

«“¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!”, decía, entre lágrimas, un anciano Prelado a los nuevos Sacerdotes que acababa de ordenar.

–¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!» (n. 531).

Tratar bien a Cristo, pero no entendiendo su presencia eucarística en sentido exclusivamente pasivo, pues se deja llevar de un sitio a otro y permite que se le ignore o se le trate como algo de poco valor, sino también activo, pues lo que ocurre en la celebración eucarística es ante todo obra suya, y la acción de la Iglesia no pasa de ser ministerial.

Otros aspectos de la participación de los fieles en la liturgia, aunque de menos relieve que la Comunión,  son  también  importantes.  Uno de los más significativos lo ofrece este testimonio, que se refiere a la Residencia universitaria de Jenner, nº 6, en 1940: «Se ajustaba [san Josemaría] cuidadosamente a las normas litúrgicas de la Iglesia. Dentro de éstas, procuraba que los asistentes participaran lo más activamente posible en el Santo Sacrificio. Diariamente se celebraba “dialogada”, es decir, no respondía sólo el ayudante, como era usual entonces en las iglesias, sino que todos contestábamos de modo pausado y al unísono» [26]. Entre otros aspectos se encuentran los que forman “la urbanidad de la piedad”:

«Hay una urbanidad de la piedad. –Apréndela. –Dan pena esos hombres “piado- sos”, que no saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el Sagrario

–sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora» [27].

San Josemaría era consciente de la necesidad de dar formación litúrgica: «Ha de comenzar a instruírseles –se refería a los fieles del Opus Dei– por lo que pudiéramos llamar “Urbanidad de la Casa de Dios”, que realmente serán nociones de Liturgia» [28]. Cuidó con ese fin de que se dieran clases de formación litúrgica, particularmente de canto, a los universitarios que residían o frecuentaban la primera residencia universitaria que abrió en Madrid en los años treinta [29]. No fue un episodio aislado de aquellos años, pues, una vez terminada la guerra civil española, cuando puso en marcha el primer Centro de Estudios para miembros del Opus Dei, en el curso 1941-42, siguió la misma línea formativa: «Preparábamos la celebración diaria de la Santa Misa con rigor litúrgico y cantos, que ayudaban a vivir hondamente el santo Sacrificio. Un piadoso sacerdote, don Enrique Masó, muy amigo del Beato Josemaría y muy perito en música sacra, fue nuestro profesor de canto» [30]. Eran manifestaciones prácticas de su convicción de fondo, que ha dejado plasmada en Camino:

«Canta la Iglesia –se ha dicho– porque hablar no sería bastante para su plegaria.

–Tú, cristiano –y cristiano escogido–, debes  aprender  a  cantar  litúrgicamente» (n. 523).

4.       Predicación litúrgica

Si san Josemaría deseaba y aconsejaba que la oración de cada uno fuera litúrgica, su predicación estaba informada por el mismo criterio. Esto se podrá estudiar detenidamente cuando se publiquen, con metodología crítico-histórica, sus meditaciones predicadas sobre la base de la abundante documentación existente [31]. Sin embargo, ya ahora, para los años anteriores al Concilio, disponemos de algunas publicadas [32]. La primera es una homilía basada en dos meditaciones sucesivas de un retiro del primer domingo de Adviento de 1951 [33]. Inicia con la consideración del verso del introito, que también lo es del gradual:

«Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me (Ps XXIV, 4); Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas» (n. 1).

La llamada de Dios nos pone en camino, siguiendo una senda que Él nos ha trazado. Esa llamada tiene un paralelo en la vocación de los apóstoles. Sigue luego la consideración de la Epístola:

«La Epístola de la Misa nos recuerda que hemos de asumir esta responsabilidad de apóstoles con nuevo espíritu, con ánimo, despiertos. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rom XIII, 11-12)» (n. 4).

Las palabras de san Pablo le dan pie para meditar sobre los obstáculos que se oponen a la vida nueva de la vocación: concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitæ (1Jn 2, 16). Se detiene en la lucha contra ellos y vuelve, luego, a la antífona del introito, que se repite en el ofertorio:

«Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios (Ps XXIV, 1-2), hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!» (n. 7).

En el resto de la meditación se contempla la misericordia de Dios, que pide por nuestra parte correspondencia, hecha de vida de oración y mortificación y de formación doctrinal. Para concluir san Josemaría recurre al evangelio de la Misa:

«Abrid los ojos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca (Lc XXI, 28) hemos leído en el Evangelio. El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza» (n. 11).

Sólo he presentado el itinerario de la meditación según el trazado que marcaban los textos litúrgicos. Otras cualidades habría que señalar –cristocentrismo, llamada a la santidad, lucha ascética, contemplación, etc.–, pero ahora se trata sólo de fijar la atención en la cualidad litúrgica. La redacción del texto definitivo, en vista de la publicación, se concluyó a comienzos de junio de 1972 [34]. El hilo de la homilía, que sigue el de  los textos litúrgicos, hace pensar que habrán caracterizado el desarrollo de la dos meditaciones que le sirven de base. Hay poco fundamento para suponer que se trate de un artificio literario del texto definitivo sin conexión con la predicación oral.

Del mismo volumen es la homilía del 2-III-1952, primer domingo de Cuaresma. De ese día se conservan apuntes de una meditación de san Josemaría, también en un retiro. La primera parte de la homilía corresponde a esos apuntes [35] y se desarrolla al hilo del introito de la Misa, cuyos tres versículos están también incluidos en el tracto, y de la epístola. A partir del introito [36] se fija en la conversión a que  llama la Cuaresma, apoyada en la ayuda de Dios. Seguidamente pasa  a considerar la epístola de la Misa (2Co 6, 1-10), en la que continúa   la llamada a convertirse, con la exhortación a superar las dificultades comportándonos como fieles servidores de Dios. Estos breves trazos no ponen de manifiesto las cualidades de la homilía, sino sólo cómo muestra ser una predicación verdaderamente litúrgica.

La predicación litúrgica de san Josemaría, que hemos considerado un poco más arriba, se basaba sobre las lecturas bíblicas y las antífonas, y es de suponer que eso fuera lo más frecuente. De todas formas en algunas ocasiones tenía un carácter más mistagógico, de explicación de los ritos, como resulta del guión de una meditación de 1935:

«La Santa Misa… Asisten los ángeles…  ¿Y los hombres? fuera el libro de Misa,  si no es un Misal litúrgico. Toda la vida cristiana: Introibo… Confiteor… Osculos. Introito y gloria… Kiries… Oraciones… Epístola… Munda cor meum: Evangelio (besarlo). Credo. Ofertorio, lavabo, Orate fratres… Sanctus (et ideo) Canon (Clemen- tissime Pater. . . Per Jesum) Memento vivos… Consagración. Memento… Per Ipsum omnis. Pater noster… Comunión… Ultimas oraciones… Bendición… Ultimo Evangelio… Preces finales. ¿Misa corta? ¡Que es Hijo de buena Madre! No amáis a Jesús, si no amáis la Misa… larga! Mi caso… » [37].

En consonancia con el final de este guión está escrito este otro punto de Camino: «La Misa es larga, dices, y añado yo: porque tu amor es corto» (n. 529).

El conjunto de las citas consideradas es insuficiente para poder presentar una adecuada visión de conjunto, aun sumaria, sobre la liturgia en la vida y en la enseñanza de san Josemaría. De todas formas, nos permiten concluir que su comprensión y experiencia de la liturgia en aquellos años explican su fiel acogida y puesta en práctica de la reforma litúrgica postconciliar.

Antonio Miralles en cedejbiblioteca.unav.edu

Notas:

1       Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa. Homilías: Edición crítico-histórica, A. Aranda (ed.), Rialp, Madrid 2013, n. 102. En adelante ECPECH.

2       Cfr. J. L. Illanes, Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «Studia et Documenta», 3 (2009), 203-276.

3       Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, nn. 1, 3, 21.

4       De un esquema de meditación sobre la Misa, 9-IX-1938, citado en Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino: Edición crítico-histórica, P. Rodríguez (ed.), Rialp, Madrid 20043, p. 676, nt. 5. En adelante CECH.

5       CECH n. 527.

6       Carta 30-IV-1946, n. 5: citada en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría: Estudio de teología espiritual, vol. III, Rialp, Madrid 2013, p.503. En adelante VCS.

7       Ficha de 1938, citada en CECH p. 677.

8       Apunte en un breve esquema de charla, anterior al 19-I-1933, citado en CECH p. 704; sobre la datación, cfr. CECH p. 705, nt. 7 y p. 365, nt. 10.

9       CECH n. 86; la primera edición de Camino es del 29-IX-1939.

10     Carta 6-V-1945, n. 29: citada en VCS p. 510.

11     Instrucción, 9-I-1935, nota 167, citada en VCS p. 509. La nota, escrita por Mons. Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, es anterior a 1967 y recoge las palabras citadas sin indicar la fecha, pero como enseñanza habitual de San Josemaría.

12     Carta 6-V-1945, n. 29, citada en VCS p. 506.

13     Instrucción, 9-I-1935, n. 254: citada en CECH p. 692.

14     Citado en CECH 691.

15     Cfr. F. M. Arocena, Liturgia: visión general, en J. L. Illanes (ed.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer – Monte Carmelo, Burgos 2013, p. 751.

16     Cfr. ibídem, pp. 750-751.

17     Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei: Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. III, Rialp, Madrid 2003, p. 55. En nota el Autor escribe: «Cuando se terminó el Santuario de Torreciudad, los restos de san Sinfero se trasladaron a su altar mayor.  El 12 de octubre de 1946 tuvo lugar la apertura de las urnas y el reconocimiento de las reliquias. Actuó como Notario eclesiástico don Juan Botella Valor, en presencia del Fundador» (Ibídem, p. 55, nt. 131).

18     P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos: Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Rialp, Madrid 19945, p. 26.

19     Ibídem, p. 68. «Nosotros damos al Señor lo mejor que tenemos: es el sacrificio de Abel. No podemos tener la piedad encogida de hacer para el culto de Dios los vasos sagrados y los instrumentos litúrgicos de barro de botijo» (Apuntes de la predicación, 24-XII-1956: citados en VCS pp. 508-509).

20     J. M. Casciaro, Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del Opus Dei: 1939-1942, Rialp, Madrid 1998, pp. 113-114. En adelante JMC.

21     Ficha de 1938, citada en CECH p. 677.

22     Apunte del 26-X-1938, citado en CECH p. 677. En la misma línea se mueve lo que escribe en una carta del 19-24 de abril de 1938: «[Sevilla] Visito la catedral [. . .] Es grandiosa. Lástima de coro en medio, y de presbiterio enjaulado, aunque la jaula de hierro dorado sea magnífica: no dejará participar del culto más que a los privilegiados» (citado por J. L. Gutiérrez Martín, Vida litúrgica en Camino (1932-1939). San Josemaría Escrivá y el movimiento litúrgico, en J. R. Villar [ed.], Communio et sacramentum. En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 430-431).

23     Anotación del 26-X-1931, citada en CECH p. 687, nt. 40.

24     Citado en CECH p. 686.

25     CECH n. 539.

26     JMC p. 113.

27     CECH n. 541.

28     Apunte del 14-III-1932, citado en CECH p. 690.

29     La carta de un residente, Emiliano Amann, a sus padres el 27-IV-1936, «hace referencia a la formación litúrgica y canto gregoriano que se impartía no sólo a los residentes, sino también a quienes participaban en los medios de formación de la residencia. Al menos, en la carta en que lo narra habla de treinta asistentes» (J. C. Martín de la Hoz – J. Revuelta Somalo, Un estudiante en la Residencia DYA. Cartas de Emiliano Amann a su familia (1935-1936), «Studia et Documenta», 2 [2008] 312). «Don Blas nos daba clases de canto gregoriano, porque el Padre deseaba que cuidásemos con el mayor esmero posible todo lo relacionado con el Señor y, muy en concreto, los actos litúrgicos» (P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, o. c., p. 55).

30     JMC p. 188.

31     Cfr. J. A. Loarte, La predicación de san Josemaría. Descripción de una fuente documental, «Studia et Documenta», 1 (2007), 221-231.

32     Se encuentran en el ya citado volumen ECPECH.

33     Cfr. ECPECH nn. 1-11. La terminología corresponde a la del Misal entonces vigente.

34     Cfr. ECPECH p. 149.

35     Cfr. ECPECH pp. 377-378 y nt 5.

36     «Invocabit me, et ego exaudiam eum: eripiam eum, et glorificabo eum: longitudine dierum adimplebo eum. Qui habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei cæli commorabitur» (Ps 90, 15-16.1 [Vg])

37     Citado en CECH pp. 677-678.

Juan Pedro Rivero González

Presentación

Para proceder a la canonización de un fiel se efectúa un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Es un tema que la Iglesia se toma muy en serio, pues en él se pone en juego tanto la infalibilidad del Santo Padre, como la verdad de la vida litúrgica de los fieles que piden la intercesión de los santos.

Quisiera agradecer a los organizadores de las Jornadas de Historia que hayan asumido este extraordinario tema como objeto de la presente edición. En ocasiones leemos la historia olvidando la vida real. Lo que en la narrativa civil han introducido las series y novelas históricas, ofreciendo la posibilidad de establecer el rostro del tiempo en sus personajes generales, más allá de los reyes y nobles, obispos y jerarcas, en los que se realiza la vida ordinaria.

La techumbre de una catedral, las vidrieras y artesonados, las columnas que los sostienen y la decoración artística de sus paredes, no son nada, ni se sostendrían siquiera, sin la invisible labor de soporte de los cimientos de esa catedral. Ha habido grandes personajes que con sus decisiones han modificado el rumbo del acontecer, claro que sí. Pero la historia de los pueblos la elaboran los pueblos, con sus gentes sencillas que cultivaban, que rezaban, que festejaban, que generaban esa hermosa dinámica que denominamos cultura. Son esos otros protagonistas de la historia, tantas veces olvidados, sin los que las grandes enciclopedias no se sostendrían.

Lo mismo ocurre con la historia de la Iglesia y la santidad. La Iglesia es santa por Jesús, el Santo de los santos, y por la historia de hombres y mujeres que hicieron de la comunión con Dios su identidad personal y fuente de amor al prójimo. La Iglesia es la historia de la santidad de sus miembros.

Hay santidad canonizada, y de ella queremos hablar hoy a petición de  la organización, pero hay santidad más allá del Calendario Romano que incluye la lista de hombres y mujeres que han vivido la santidad de vida en el silencio de un monasterio, en la radicalidad de la misión ad gentes, en el trabajo diario alimentado por las virtudes del Evangelio, en la generación y educación de los hijos, en la amistad fiel y en la generosidad con los más pobres de los pobres. Y muchas veces de manera anónima, sin que la prensa los cite o sin que los mismos obispos lo sepan.

Cuando un fiel cristiano es canonizado, o sea, declarado santo por un proceso canónico, es decir, canónicamente declarado santo, se convierte de alguna manera en un paradigma de otros miles y miles de hombres y mujeres que han vivido como él y que han compartido la heroicidad de sus virtudes. Alegra saber de ese ejército de santos anónimos que hacen rebosar de gracia la nave de la Iglesia y han dado color y sabor a la vida social.

Por canonización se entiende el acto pontificio por el que el Santo Padre declara que un fiel ha alcanzado la santidad. El proceso de canonización es uno de los procesos especiales que están regidos por una norma específica. Por la canonización se autoriza al pueblo cristiano la veneración del nuevo santo de acuerdo con las normas litúrgicas. La canonización actualmente es un acto reservado exclusivamente a la autoridad pontificia. Pero –sin dejar de ser de competencia exclusiva del Pontífice– al acto de la canonización precede un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Baste decir que una causa de canonización se desarrolla generalmente durante decenios, y no es extraño encontrar causas que han durado siglos; para llegar a la canonización de un fiel se siguen varios procesos ante diversos tribunales –muchas veces en países distintos– e intervienen diversos organismos de la Santa Sede. Con el paso de los años, hasta llegar a la declaración de canonización, pueden haber intervenido decenas de jueces y oficiales especializados de la Santa Sede que examinan con detalle todos y cada uno de los pasos que se han dado.

El canon 1403 declara que el proceso que se sigue en las causas de canonización se rige por una ley especial:

Canon 1403 § 1: Las causas de canonización de los Siervos de Dios se rigen por una ley pontificia peculiar.

El procedimiento que se debe seguir en las causas de canonización fue inicialmente recogido en la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, de 25 de enero de 1983 (AAS 75 (1983) 349-355) y en las Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum promulgadas por la Congregación para las Causas de los Santos el 7 de febrero de 1983 (AAS 75 (1983) 396-403). Estas normas modifican y actualizan lo relativo a las causas de canonización, normas que recogen a veces experiencias muy antiguas. Actualmente nos regimos por la Instrucción sobre el Procedimiento instructorio diocesano o Eparquial en las Causas de los santos, Sanctorum Mater, de 17 de mayo de 2007.

Veamos brevemente cómo es el proceso:

El proceso

Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado de manera heroica las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos  como modelos e intercesores [1]. Juan Pablo II decía que «Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia» [2].

Las etapas del proceso de Canonización son cuatro:

1.       Siervo de Dios

El Obispo diocesano y el Postulador de la Causa piden iniciar el proceso de canonización. Y presentan a la Santa Sede un informe sobre la vida y las virtudes de la persona. La Santa Sede, por medio de la Congregación para las Causas de los Santos, examina el informe y dicta el Decreto diciendo que nada impide iniciar la Causa (Decreto «Nihil obstat»). Este Decreto es la respuesta oficial de la Santa Sede a las autoridades diocesanas que han pedido iniciar el proceso canónico. Obtenido el Decreto de «Nihil obstat», el Obispo diocesano dicta el Decreto de Introducción de la Causa del ahora Siervo de Dios.

2.       Venerable

Esta parte del camino comprende cinco etapas:

a)       La primera etapa es el Proceso sobre la vida y las virtudes del Siervo de Dios. Un Tribunal, designado por el Obispo, recibe los testimonios de las personas que conocieron al Siervo de Dios. Ese Tribunal diocesano no da sentencia alguna; esta queda reservada a la Congregación para las causas de los santos.

b)       La segunda etapa es el Proceso de los escritos. Una comisión de censores, señalados también por el Obispo, analiza la ortodoxia de los escritos del Siervo de Dios.

c)       La tercera etapa se inicia terminados los dos procesos anteriores. El Relator de la Causa nombrado por la Congregación para las Causas de los Santos, elabora el documento denominado «Positio». En este documento se incluyen, además de los testimonios de los testigos, los principales aspectos de la vida, virtudes y escritos del Siervo de Dios.

d)       La cuarta etapa es la Discusión de la «Positio». Este documento, una vez impreso, es discutido por una Comisión de Teólogos consultores, nombrados por la Congregación para las Causas de los Santos. Después, en sesión solemne de Cardenales y Obispos, la Congregación para las Causas de los Santos, a su vez, discute el parecer de la Comisión de Teólogos.

e)       La quinta etapa es el Decreto del Santo Padre. Si la Congregación para las Causas de los Santos aprueba la «Positio», el Santo Padre dicta el Decreto de Heroicidad de Virtudes. El que era Siervo de Dios pasa a ser considerado Venerable.

3.       Beato o Bienaventurado

a)       La primera etapa es mostrar al «Venerable» a la comunidad como modelo de vida e intercesor ante Dios. Para que esto pueda ser, el Postulador de la Causa deber probar ante la Congregación para las Causas de los Santos:

-         La fama de santidad del Venerable. Para ello elabora una lista con las gracias y favores pedidos a Dios por los fieles por intermedio del Venerable.

-         La realización de un milagro atribuido a la intercesión del Venerable. El proceso de examinar este «presunto» milagro se lleva a cabo en la Diócesis donde ha sucedido el hecho y donde viven los testigos.

Generalmente, el Postulador de la Causa presenta hechos relacionados con la salud o la medicina. El Proceso de examinar el «presunto» milagro debe abarcar dos aspectos: a) la presencia de un hecho (la sanación) que los científicos (los médicos) deberán atestiguar como un hecho que va más allá de la ciencia, y b) la intercesión del Venerable Siervo de Dios en la realización de ese hecho que señalarán los testigos del caso.

b)       Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina el milagro presentado.

Dos médicos peritos, designados por la Congregación, examinan si las condiciones del caso merecían un estudio detallado. Su parecer es discutido por la Consulta médica de la Congregación para las Causas de los Santos (cinco médicos peritos).

El hecho extraordinario presentado por la Consulta médica es discutido por el Congreso de Teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos. Ocho teólogos estudian el nexo entre el hecho señalado por la Consulta médica y la intercesión atribuida al Siervo de Dios.

Todos los antecedentes y los juicios de la Consulta Médica y del Congreso de Teólogos son estudiados y comunicados por un Cardenal (Cardenal «Ponente») a los demás integrantes de la Congregación, reunidos en Sesión. Luego, en Sesión solemne de los cardenales y obispos de la Congregación para las Causas de los Santos se da su veredicto final sobre el «milagro». Si el veredicto es positivo el Prefecto de la Congregación ordena la confección del Decreto correspondiente para ser sometido a la aprobación del Santo Padre.

c)       En la tercera etapa y con los antecedentes anteriores, el Santo Padre aprueba el Decreto de Beatificación.

d)       En la cuarta etapa el Santo Padre determina la fecha de la ceremonia litúrgica.

e)       La quinta etapa es la Ceremonia de Beatificación.

4.       Santo

a)       La primera etapa es la aprobación de un segundo milagro.

b)       Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina este segundo milagro presentado. Se requiere que este segundo hecho milagroso haya sucedido en una fecha posterior a la Beatificación. Para examinarlo la Congregación sigue los mismos pasos que para el primer milagro.

c)       En la tercera etapa el Santo Padre, con los antecedentes anteriores, aprueba el Decreto de Canonización.

d)       La  cuarta etapa es el Consistorio Ordinario Público, convocado por   el Santo Padre, donde informa a todos los Cardenales de la Iglesia y luego determina la fecha de la canonización.

e)       La última etapa es la Ceremonia de la Canonización.

En el año 2005, el Vaticano estableció nuevas normas para ceremonias de beatificación. En octubre del año 2005, la Congregación para las Causas de los Santos dio a conocer cuatro disposiciones nuevas para las ceremonias de beatificación entre las que destaca su celebración en la diócesis que haya promovido la causa del nuevo beato.

Las disposiciones son fruto del estudio de las razones teológicas y de las exigencias pastorales sobre los ritos de beatificación y canonización aprobadas por Benedicto XVI.

La primera norma indica que mientras el Papa presidirá los ritos de canonización, que atribuye al beato el culto por parte de toda la Iglesia, los de beatificación –considerados siempre un acto pontificio– serán celebrados por un representante del Santo Padre, normalmente por el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

La segunda disposición establece que el rito de beatificación se celebrará en la diócesis que ha promovido la causa del nuevo beato o en otra localidad considerada idónea.

En tercer lugar se indica que por solicitud de los obispos o de los «actores» de la causa, considerando el parecer de la Secretaría de Estado, el mismo rito de beatificación podrá tener lugar en Roma.

Por último, según la cuarta disposición, el mismo rito se desarrollará en la Celebración Eucarística, a menos que algunas razones litúrgicas especiales sugieran que tenga lugar en el curso de la celebración de la Palabra y de la Liturgia de las Horas.

Pero miremos un poco a la historia con perspectiva eclesiológica:

La historia de un proceso

La Iglesia, Madre de los Santos, custodia desde siempre su memoria, presentando a los fieles esos ejemplos de santidad en la sequela Christi. A través de los siglos, los Romanos Pontífices han establecido normas adecuadas para facilitar que se alcance la verdad en esta materia tan importante para la Iglesia.

Desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente. Lo cual significa, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral. Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia.

Tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la Iglesia y de sus pastores, en el gobierno de la Iglesia. Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan. Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que no, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, «a quien únicamente compete el derecho de decretar» si el «siervo de Dios», en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para “la devoción y la imitación de los fieles.

Con todo esto queremos decir que la historia de las canonizaciones no  es un asunto que pueda interesar simplemente a la historia de la Iglesia. Ni que pueda afectar solamente a la espiritualidad, a la piedad o a la religiosidad de  los fieles. Todo eso es cierto, no cabe duda. Pero es un hecho mucho más profundo. Porque en realidad lo que en la historia de las canonizaciones se expresa, es una de las manifestaciones más claras y más fuertes de la eclesiología. Es decir, en los santos que la Iglesia canoniza o deja de canonizar, en ese hecho,  es donde seguramente se pone en evidencia con más fuerza el modelo de Iglesia que tenemos y, sobre todo, el modelo de Iglesia que se quiere proponer. Porque, cuando hablamos de los santos que se han canonizado o se han dejado de canonizar, no estamos hablando de teorías o de especulaciones teológicas, sino que nos estamos refiriendo a formas de vivir y de situarse en la sociedad. Formas de vida, que, en unos casos, se magnifican hasta glorificarlas y ponerlas como modelo. Y formas de vida, que, en otros casos, se marginan o simplemente se dejan caer en el olvido. He ahí la Iglesia que se quiere. Y también la Iglesia que se rechaza. En esto radica la importancia teológica más elocuente de las canonizaciones.

Como es lógico, la historia del fenómeno que acabo de describir de forma muy resumida, ha evolucionado notablemente a lo largo de los siglos. Pero también esta evolución es significativa en cuanto manifestación de una determinada eclesiología. En efecto, como es sabido, durante los primeros tiempos de la Iglesia, la decisión de venerar a un difunto tributándole culto público no dependía de ningún poder central de la institución eclesiástica, sino que provenía de los fieles. Es decir, era la comunidad creyente la que tomaba la decisión de venerar a los mártires. Cosa que se hacía casi espontáneamente. Más tarde, a partir del s. IV, cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos, lógicamente disminuyó el culto a los mártires. Y empezaron a ser considerados como santos determinados personajes (monjes, ascetas, hombres de Dios y mujeres piadosas) que, en una determinada región, eran tenidos como tales por la población creyente. Este procedimiento popular duró casi todo el primer milenio. Así consta en el calendario romano del 354 y en el primer martirologio que se conoce, del año 431. Lo mismo que en la recopilación de santos que, antes del 735, hizo Beda el Venerable o el que, hacia el 875, recogió Usardo de San Germán.

Fue en el año 993, cuando por primera vez un santo fue canonizado por un papa. Ocurrió con la canonización de san Ulrico, obispo de Ausburgo, que fue declarado santo por el papa Juan XV. Sin embargo, aun después de esta primera canonización papal, se siguieron designando santos por el tradicional procedimiento popular o, en algunos casos, por el reconocimiento de un obispo. Este estado de cosas se prolongó hasta el año 1171, cuando el papa Alejandro II prohibió a los obispos la designación de santos «sin la autoridad de la Iglesia Romana». Pero la regulación del procedimiento exclusivamente papal, para las canonizaciones, es mucho más reciente. La normativa sobre este asunto fue dictada por el papa Urbano VIII, en 1634 (Decretalium, lib. III, tit. 45, c. 1. Friedberg II, 650). Cosa que no parece casual. Eran tiempos de Contrarreforma, magnificados culturalmente por los esplendores del Barroco.

No hay, pues, que esforzarse demasiado para comprender que, con el paso de los tiempos, a medida que el poder se fue concentrando y enalteciendo en el papado, en esa misma medida la Iglesia Romana se fue alejando progresivamente de la sencillez del Evangelio y se fue auto-comprendiendo como un poder político y mundano. Como es lógico, en tales condiciones se vio necesario delimitar y fijar cuidadosamente las condiciones y cualidades que era necesario exigir, para proclamar a un cristiano difunto como ejemplo y modelo de lo que es y de lo que quiere ser la Iglesia. Sin duda alguna, este criterio estuvo presente y operativo, de forma más o menos consciente, en el control que, desde entonces, el papado viene ejerciendo en la canonización de los santos.

Así las cosas, se puede comprender que, desde que el papado asumió poder político, además de su autoridad estrictamente evangélica y espiritual, esta extraña y única forma de entender y ejercer el poder en este mundo se haya hecho sentir fuertemente, entre otros aspectos, en las canonizaciones de los cristianos que Roma ha propuesto como ejemplo. Bastan algunos ejemplos para ver hasta qué punto esto ha ocurrido así. Por ejemplo, cuando el papa Eugenio III canonizó, en 1146, al emperador Eugenio II de Baviera, en realidad, fueran las que fuesen las virtudes de aquel emperador, lo que parece bastante claro es que Roma quiso proponer un modelo de gobernante político, piadoso y sumiso a la Santa Sede, que respondía a lo que el papa esperaba del poder imperial. Por la misma razón, la canonización de Eduardo el Confesor por Alejandro III, en 1161, proponía un modelo de rey conforme a las pretensiones de la corte de un papa autoritario, que hizo todo lo posible para afirmar la preeminencia del poder pontificio sobre el poder imperial. Y cuando este mismo papa canonizó, en 1173, a Tomás Becket, solo tres años después de su muerte, todo el mundo entendió en Inglaterra que el papado elevaba a la dignidad de los altares a un obispo rebelde a la autoridad del rey Enrique II.

Otro ejemplo elocuente: una de las consecuencias de las Cruzadas fue la creación de una variante decisiva del ideal de santidad. Los santos militares muy populares, de los primeros tiempos de la Iglesia, habían adquirido su condición de tales renunciando a la guerra terrenal. A partir de las guerras contra los «infieles sarracenos», el hecho mismo de ser militar equivalía a alcanzar la santidad. Este espíritu se advierte en un fresco que todavía se puede contemplar en la cripta de la catedral de Auxerre, donde el obispo, un protegido del papa Urbano II, que tomó parte en la Primera Cruzada, encargó una pintura del Fin del Mundo en la que el propio Cristo aparecía retratado como soldado a caballo. Una imagen imposible de imaginar en los primeros siglos de la Iglesia. Los intereses de la Iglesia habían modificado radicalmente la imagen de la santidad. Eran los tiempos en los que en España se ensalzaba la imagen de Santiago, vestido de militar y montado en un caballo, matando moros con un fervor inimaginable. El «santo» era el «Caballero de Cristo», incluso el conquistador de todos los enemigos, como lo pinta san Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales.

Pero el caso más claro de la respuesta del papado, mediante la exaltación a la gloria de los altares, ante los peligros que Roma veía como amenazas a su poder, fue la canonización de Gregorio VII. Este papa murió en 1085, pero fue canonizado en 1728, o sea seis siglos y medio después de su fallecimiento. Como se sabe, con la mejor intención del mundo, Gregorio VII es el prototipo de la autoridad absoluta del pontificado. Este papa fue el que dio un giro completamente nuevo al ejercicio de la potestad papal en la Iglesia. De forma que, desde entonces, «obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa» (Y. Congar). Pues bien, ni siquiera el papado se atrevió a canonizar este posicionamiento durante más de seis siglos. Hasta que, en el s. XVIII, se produjo la recuperación de la Reforma, con la fuerza que consiguió el «pietismo» de hombres como August H. Franke (1663-1727) y más tarde Nikolaus L. G. Von zizendorf (1700-1760). El deslizamiento de la «luz interior» a la «luz de la razón» fue inevitable. Y la consecuencia fue el terreno abonado para que surgieran las ideas de Lessing, Kant, Schiller, Fichte, Höldering. Las armas que tenía el papado para ofrecer resistencia ante la incipiente modernidad eran muy escasas. Y pronto se vio que una de tales armas era precisamente la exaltación del propio papado. En estas condiciones, uno de los remedios que se encontraron fue recuperar y exaltar la memoria de un papa al que ya pocos podían recordar, pero que urgía dar a conocer. Fue entonces cuando Benedicto XIII canonizó a Gregorio VII.

Estos ejemplos que ponemos no significan que haya habido solo un proceso de manipulación de las canonizaciones y que fueran solo los intereses los que ofrecieran motivos de dichas canonizaciones. Pero son aspectos históricos que debemos considerar dentro de este itinerario histórico para no caer en el buenismo desinformado o en la inocente actitud ciega ante la realidad. Pero  más allá de estos motivos espurios, los santos han sido y son motores de vida cristiana para la Iglesia.

En nuestro tiempo, el Sumo Pontífice Juan Pablo II promulgó el 25 de enero de 1983 la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, en la que, entre otras cosas, daba disposiciones sobre la tramitación de los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales realizados por los Obispos en vista de la beatificación y de la canonización de los Siervos de Dios.

En la misma Constitución Apostólica, el Sumo Pontífice concedió a la Congregación de las Causas de los Santos facultad para establecer unas normas peculiares acerca del desarrollo de dichos procedimientos que se refieren a la vida, las virtudes y la fama de santidad así como de gracias y favores (fama signorum); o tratan de la vida, el martirio y la fama de martirio y de gracias y favores de los Siervos de Dios; o tienen por objeto los supuestos milagros atribuidos a la intercesión de los Beatos y de los Siervos de Dios; o, finalmente, si el caso lo pide, investigan sobre el culto antiguo tributado a un Siervo de Dios.

El Pontífice abrogó también las disposiciones promulgadas por sus predecesores y las normas establecidas en los cánones del Código de Derecho Canónico de 1917 acerca de las causas de beatificación y canonización.

El 7 de febrero de 1983, el mismo Sumo Pontífice aprobó las Normae servandae in inquisitionibus ab Episcopis faciendis in Causis Sanctorum, que contienen la normativa peculiar que ha de observarse en los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales sobre las causas de beatificación y de canonización. Después de la promulgación de la Constitución Apostólica y de las Normae servandae, la Congregación, con la experiencia adquirida, publica la Instrucción Sanctorum Magister en 2007 para favorecer una colaboración más estrecha y eficaz entre la Santa Sede y los Obispos en las causas de los Santos.

Esta Instrucción tiene como finalidad aclarar las disposiciones de las leyes en vigor sobre las causas de los Santos, facilitar su aplicación e indicar la manera de llevar a cabo lo establecido en ellas, tanto en las causas recientes como en las antiguas. Por lo tanto, se dirige a los Obispos diocesanos, a los Eparcas, a quienes son equiparados a ellos por el derecho y a cuantos participan en la fase instructoria del procedimiento. Para tutelar de modo eficaz la seriedad del procedimiento instructorio diocesano o eparquial, la Instrucción expone los pasos sucesivos del mismo, determinados por las Normae servandae, subrayando de manera práctica y por orden cronológico el modo de su aplicación.

Se expone en primer lugar cómo se han de instruir los procedimientos diocesanos o eparquiales que tienen por objeto las virtudes heroicas o el martirio de los Siervos de Dios. Antes de aceptar la causa, el Obispo deberá hacer algunas averiguaciones previas, para comprobar si es o no conveniente instruirla. Tomada la decisión de admitir la causa, dará comienzo al procedimiento propiamente dicho, ordenando que se recojan las pruebas documentales de la causa. Si no aparecen obstáculos insuperables, se procederá al interrogatorio de los testigos y, finalmente, a clausurar el procedimiento instructorio y a enviar las actas a la Congregación, donde tendrá lugar la fase romana de la causa, o sea la fase de estudio y de juicio definitivo acerca de la misma.

Por lo que se refiere a los procedimientos acerca de supuestos milagros, la Instrucción pone en evidencia y aclara algunos aspectos de la aplicación de las normas que, en los últimos veinte años, han planteado a veces problemas prácticos.

La Congregación de las Causas de los Santos esperaba que la Instrucción constituyera una ayuda valiosa para los Obispos, con el fin de que el pueblo cristiano, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, Divinus perfectionis Magister, testimonie al mundo el Reino de los Cielos. La Constitución dogmática del Concilio Ecuménico Vaticano II Lumen Gentium enseña:

Teniendo en cuenta la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, encontramos un motivo más para sentirnos estimulados a buscar la ciudad futura y, a la vez, aprendemos un camino segurísimo, por el que, a través de la mudable realidad del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la condición propia de cada uno.

Un inciso personal que ilumina

La incursión que hemos hecho en el estudio del Derecho Canónico nace de una necesidad. Nos propusieron actuar como colaborador externo en la Causa de Canonización de la Sierva de Dios Sor María de Jesús de León, una monja dominica de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, y sentíamos que la formación canónica era, entre otras, muy necesaria para responder adecuadamente a aquella solicitud. Por tanto, fue la santidad la que nos acercó al Derecho.

Por otra parte, en la actual coyuntura pastoral de la Iglesia, la santidad es la dimensión fundamental de la actual urgencia pastoral si queremos responder a la hora de Dios. Juan Pablo II nos propuso cruzar el umbral del tercer milenio con la mirada puesta en ella como aspecto fundamental de cualquier programación pastoral.

Por otra parte, considero que son cuantitativamente escasos los estudios al respecto, no solo en el ámbito canónico, sino en la reflexión teológica en general de este último decenio. De ahí que debemos cuidar mucho la relación entre Santidad y Derecho.

He dedicado algún tiempo a trabajar el tema de los «medios de santificación» por varios motivos. Los medios de santificación encierran un interés especial al que poder responder con la legislación canónica en la mano, especialmente en situaciones pastorales en las que, como es el caso de los divorciados en nueva unión, se les limita el acceso a la comunión eucarística proponiéndoseles la posibilidad de acceder a otros medios de santificación. Así concluía el Papa Juan Pablo II el nº 84 de Familiaris Consortio:

La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.

La imposibilidad de participar en la comunión eucarística no les expulsa de la Iglesia ni les impide seguir buscando la santidad de su vida cristiana, perseverando en los medios de santificación, las conocidas como obras de piedad –oración, ayuno y limosna–, como medios de acceder a la conversión y a la salvación. La santidad es, en la Iglesia, patrimonio de todos los bautizados. Todos, según su peculiar situación, hemos sido llamados a la santidad. La Constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, en su número 42 lo afirma con toda claridad desarrollando explícitamente a qué medios nos referimos al hablar de «medios de santificación»:

(...) todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo.

El mismo Papa Benedicto XVI lo indicaba en la Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis con claridad meridiana:

El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.

Terminamos dando gracias a quienes nos han permitido compartir estas ideas. Termino reconociendo que es en los santos donde se juega la verdadera identidad eclesial. Que serlo es la tarea, aunque no alcancemos la inmensa mayoría la gloria de los altares de culto. Pero la santidad de la puerta de enfrente, esa sí que la podemos alcanzar todos. Y desde ya…, con la misericordia del Señor.

Permítanme terminar con un poema de Marilina Rébora que nos ayude a desear…

Los santos...

Quisiera saber, madre, de san Marcos y el león;  de san Roque y su perro, san Francisco y las aves; san Huberto y el ciervo, san Jorge y el dragón; de san Pedro y el gallo, con sus signos y claves. De san Martín de Porres, que barriendo su alcoba a las graciosas lauchas se prodigaba tierno para que se durmieran tranquilas en la escoba, de sí mismo olvidándose, aterido en invierno. No me digas que no, ni te rías tampoco.

Háblame de los santos, di por qué se les reza; quisiera parecérmeles, conocerlos un poco, tener un corderito para mi compañía, llevar, lo mismo que ellos, un nimbo en la cabeza y estar en los altares contigo, madre, un día.

Juan Pedro Rivero González en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Cfr. CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 40. 48-51.

2      JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles Laici, 16, 3.

José Tomás Martín de Agar

3.       Contenido y alcance específico del derecho

Ya hemos visto que la libertad en lo temporal se configura como inmunidad de coacción, pero que este primario aspecto negativo se refiere a unas determinadas conductas positivas de los fieles, en las que la autoridad no debe intervenir para impedirlas o tratar de dirigirlas. Lo mismo que de la libertad religiosa surgen o derivan otros derechos que constituyen su contenido positivo (creencias, culto, apostolado, observancia, asociación, bienes, etc.), del derecho a la libertad en asuntos temporales se pueden también extraer muy variadas  consecuencias positivas. En concreto me parece importante resaltar:

a)       El derecho a mantener libremente cualquier opinión temporal que no sea contraria a la fe ni a la moral cristianas, a comunicarla, difundirla y actuar conforme a ella, y a cambiar de opciones temporales, de acuerdo con la propia conciencia. Sin que puedan ser impuestas canónicamente determinadas actitudes o modelos de actuación.

b)       El derecho de iniciativa, esto es, la facultad de unirse a otros ciudadanos (católicos o no) para llevar a cabo las  propias  ideas sobre la sociedad, creando instituciones o asociaciones civiles a tal fin. Esto implica negativamente que no se puede impedir o limitar al fiel el ejercicio de sus derechos de ciudadano, ni encuadrarle en determinados grupos o entes confesionales contra su voluntad.

3.a)    La especificidad de lo temporal

Pero más que intentar extraer una relación exhaustiva de los contenidos jurídico-positivos de la libertad en lo temporal (cosa por demás imposible), estimo que es imprescindible, para entender el alcance de este derecho, el reconocer la especificidad jurídica de la materia sobre la que versa: los asuntos temporales, la edificación de la ciudad terrena, materias que, en sí mismas, no están confiadas a la Iglesia, que constituyen los negotia saecularia que se definen precisamente por contraste con los negotia ecclesiastica. Esto es: que las materias sobre las que se realizan los aspectos positivos de la libertad en lo temporal, son materias que pertenecen al campo civil y se gobiernan  por  el  derecho  propio  de  ese ámbito [39].

La esfera de autonomía jurídica, que esencialmente constituye el derecho, señala el límite  del derecho canónico: lo que ocurre dentro de esa esfera es, por naturaleza,  civil. La  secularidad  que caracteriza a los laicos es la secularidad de los asuntos y problemas en los que están inmersos. Una secularidad que no se puede 'organizar' desde la Iglesia, que no consiente una 'canonización' porque dejaría de ser tal.

A la Iglesia le interesa y  compete  que los fieles laicos gocen  de  la justa libertad en lo temporal y de la libertad religiosa civil, precisamente como condición para que puedan desplegar con toda eficacia su vocación de ser sal, luz y fermento en la sociedad, unidos a los demás [40]. No es coincidencia que el redescubrimiento y potenciación del papel que corresponde a los laicos en la misión de la Iglesia, haya dado origen a una correlativa precisión y formalización canónica de esta libertad en cuestiones temporales.

Pero una vez delimitada canónicamente  esa esfera  de autonomía, a la Iglesia -al derecho canónico- no le interesa ni compete lo que sucede dentro de ella: las múltiples posibilidades concretas que  caben; eso es objeto del derecho civil.

Lo mismo que el Estado, al promover la libertad religiosa, no puede pretender organizar ni dirigir las prácticas inherentes a esa  libertad, sino que debe limitarse a garantizar un espacio de autonomía, dentro del cual es incompetente; la Iglesia, al promover la libertad temporal, no trata de «organizarla» creando unos cauces  canónicos para el ejercicio del pluralismo terreno, sino que se limita  a  proclamar que no intervendrá en esas materias, porque no son eclesiásticas sino seculares, civiles: «la gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión» [41].

Este es, a mi entender, el contenido específico del derecho a la libertad en lo temporal. Un contenido esencialmente formal: la Iglesia que reconoce que la realización del orden temporal, en  sí  mismo, como orden de lo creado, no pertenece a su  misión  religiosa  y que, por tanto, la condición de fiel no implica unos compromisos concretos (una opción) en cuanto al modo de comportarse en ese orden. Cualquier conducta que un cristiano adopte en esas materias es legítima, siempre que sea compatible con la fe y la moral cristianas y esté asumida con rectitud de conciencia.

3.b) Distinción de órdenes y de derechos y deberes en cada uno

El reconocimiento de esta especificidad de lo temporal es lo que reclama también el Concilio cuando, en varios momentos, recuerda a los laicos que «aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia  a la  Iglesia  y los que les competen en cuanto miembros  de la sociedad  humana»  (LG 36d) y «entre la acción que  los cristianos,  aislada  o  asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan en nombre de la Iglesia, en unión con sus pastores» (GS 76a); añadiendo  siempre  que tales  distingos no significan en absoluto separación, pues los fieles «en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia  cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios» (LG 36d) [42].

Los fieles laicos poseen un patrimonio jurídico integrado por sus derechos en cuanto ciudadanos y en cuanto fieles. Los ámbitos en los que surgen, se realizan y deben ser protegidos esos derechos son diferentes y marcan la distinción entre los órdenes jurídicos canónico y civil. La libertad en lo temporal del c. 227 significa, en este contexto, que en el ejercicio de sus derechos civiles el laico no está  determinado o comprometido por su condición  de  súbdito de la  Iglesia, que no corresponde al derecho canónico regular para los católicos el ejercicio de esos derechos civiles, ni -como hemos  dicho-  la  Iglesia puede asumir la representación o la  responsabilidad de los fieles ante  la sociedad política en esas materias.

Pero también significa que no puede transferirse la condición que se goza en un orden al otro. De una parte «el cristiano -dice Viladrich-, en cuanto miembro de la Iglesia o de sus instituciones apostólicas, no puede pretender realizar en ellas aquellas actividades que le corresponden como ciudadano de la comunidad política, ni puede intentar servirse de la Iglesia o de sus instituciones apostólicas para el cumplimiento de aquellos objetivos que el cristiano ha asumido en cuanto  miembro  del  orden  temporal  y de la  sociedad  política» [43]. De otro lado, el laico no puede valerse de su condición de tal ante la sociedad civil, es ese un título de orden eclesial. En  el ámbito secular el laico es igual que los demás hombres: su condición eclesial no le priva de los derechos ni le excusa  de los  deberes comunes  a  todos  los ciudadanos.

La libertad en lo temporal es un derecho del laico, que, como hemos dicho, surge en el ámbito canónico y en él debe ser respetada, pero no es un derecho civil, ni puede confundirse con la libertad de todo ciudadano -católico o no- en la comunidad política [44].

3.c)    Lo eclesiástico, lo católico, lo canónico, lo eclesial, lo civil

Esta distinción de ámbitos jurídicos -que es reflejo de la distinción entre el plano espiritual y el temporal y entre los órdenes sociales que se generan en  uno  y otro- puede resultar menos clara cuando se trata de materias o actividades que encuentran cauce para su desarrollo en uno y otro orden.

Efectivamente hay actividades seculares en sí mismas que, sin embargo, pueden ser realizadas por causa de religión, por ejemplo educativas, asistenciales, de prensa, culturales, etc. [45]. A la Iglesia (jerarquía o fieles en cuanto tales)  le interesa  promoverlas,  sobre  todo en determinados países y circunstancias, como medios auxiliares para el mejor cumplimiento de su misión.

En el seno de la sociedad  eclesiástica  está  reconocido a los fieles  el derecho de asociación y  de iniciativa (ce. 215, 216), en el ejercicio de los cuales, éstos  pueden  promover  y  dirigir  actividades  congruentes con la misión de la Iglesia (ce. 114, 298).

Según su distinta relación con el ministerio jerárquico y el modo de llevar a cabo sus fines, esas empresas podrán calificarse de públicas, privadas, jerárquicas, católicas, religiosas, seculares, etc. Pero, sin que estos títulos sean excluyentes entre sí ni sea necesario analizar aquí el contenido de cada uno, un factor los alcanza a todos: el canónico. Son obras que nacen y se desarrollan dentro del  derecho de la Iglesia, en el cual  encuentran  fundamento  positivo su existencia, las normas que los rigen y su mayor o menor dependencia de la autoridad eclesiástica. Su estatuto jurídico-civil se determina precisamente en base a su condición  canónica  (allí  donde  ésta  es reconocida)  o (en otros lugares) a su naturaleza y fines específicamente religiosos.

Pues bien, el derecho -canónico- a la autonomía en lo temporal es algo distinto. Mientras señala los límites entre los dos órdenes, está llamado a desplegar su eficacia positiva en el ámbito civil, en cuanto reconoce la autonomía de las opciones y actividades de los laicos como ciudadanos de la comunidad política. En la base de este reconocimiento está el respeto por el carácter propio -civil- de esas actuaciones.

El derecho civil de libertad religiosa exige que el  Estado  respete la autonomía de los ciudadanos en sus actividades de carácter religioso y dé cauce para el ejercicio -individual y colectivo- de estas actividades, respetando su naturaleza específica, sin intentar politizarlas, dirigirlas o de algún modo ponerlas a su servicio, porque no es competente en esta materia (salvo el orden público). De manera correspondiente, la libertad en lo temporal requiere que la jerarquía reconozca el carácter secular y la completa autonomía de las iniciativas que los laicos, en cuanto ciudadanos, emprenden en el ámbito de la sociedad civil, sin tratar de convertirlas en «asuntos eclesiásticos» o clericalizarlas directa ni indirectamente.

El carácter secular específico de esas iniciativas no se pierde por el hecho de que quienes las promuevan, o colaboren en ellas, sean católicos empeñados en llevarlas a cabo según el espíritu del Evangelio. Esas actividades no se convierten en católicas ni canónicas porque quienes las dirijan sean católicos ni porque -como consecuencia- tengan una inspiración cristiana y una motivación apostólica. Son fruto del ejercicio del derecho civil de iniciativa social que corresponde a todo ciudadano, en las que los laicos encuentran ocasión para ejercer su misión eclesial.

Esta distinción entre los dos campos jurídicos, en los que pueden los laicos ejercitar el apostolado y la iniciativa, está recogida en el n. 24 del Decreto Apostolicam actuositatem donde, tras describir distintas posibilidades de obras apostólicas que surgen en el ámbito canónico (y la relación de cada una de ellas con la jerarquía), termina refiriéndose a las iniciativas de carácter exclusivamente civil: «en lo que atañe a obras e instituciones del orden temporal, la función de la Jerarquía eclesiástica es enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que deben observarse en las cosas temporales; tiene también el derecho de juzgar, tras madura  consideración  y con  ayuda de peritos, acerca de la conformidad de tales obras e instituciones con los principios morales, y dictaminar sobre cuanto sea necesario para salvaguardar y promover los bienes de orden sobrenatural».

Por  tanto  estas  iniciativas  guardan con la jerarquía eclesiástica la misma relación que el  orden  temporal  en  el  que  nacen, o sea, la que deriva del hecho de que los laicos deben guiase en los aspectos morales de ese orden según las  enseñanzas del magisterio: no existe una dependencia jurídica, porque esas iniciativas no son oficial ni oficiosamente católicas [46].

4.       Límites

El c. 227, al reconocer la libertad temporal de los laicos advierte que éstos han de cuidar ut suae actiones spiritu evangelio imbuantur, et ad doctrinam attendant ab Ecclesiae magisterio propositam.  Se trata de una libertad basada en la verdad.

Efectivamente la autonomía de las realidades temporales no significa desconexión o independencia respecto del Creador; además estas realidades en cuanto se relacionan con el hombre -con su fin­ adquieren una dimensión moral que  constituye su mayor dignidad (AA 7b). El magisterio sobre estos aspectos éticos de lo temporal constituye el fundamento de la  distinción  entre situaciones  jurídicas de libertad y de sujeción de los cristianos.

La Iglesia «columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15), en cuanto tiene confiada la custodia y enseñanza dé la Revelación, conoce y enseña la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad en lo que atañe a la salvación, es decir: la ley divina (natural y positiva) sobre los asuntos temporales.

De estas leyes morales, aplicadas a las condiciones de vida de cada época, se deducen los principios fundamentales que deben inspirar la sociedad civil en su organización. El magisterio de fe y costumbres sobre estos principios es lo que se llama doctrina social de la Iglesia. Se trata de un magisterio que se construye sobre dos componentes diversas, que le dan unas características propias y peculiares. Un primer elemento es, como acabamos  de  decir, la ley divina sobre la dimensión social del hombre, que es inmutable y universal, como inmutable y universal es la naturaleza humana y su dimensión social. El segundo componente son las circunstancias históricas concretas a las que-ha de aplicarse esa ley, los signos de los tiempos (cf. GS 63e), que hacen aparecer problemas nuevos a los que hay que dar solución de acuerdo con aquella ley perenne. De todo esto se deduce que la doctrina social de la Iglesia debe ser estudiada y comprendida siempre en relación con los problemas concretos que pretende iluminar.

Precisamente por esto no se le puede pedir que anticipe respuestas siempre  válidas  y  actuales [47]. La Iglesia permanece atenta a los signos de los tiempos, pero  ella  misma  está inserta  en la historia  y  no la dirige (GS 11 y 40).

Si  se  pone  todo  esto en relación con cuanto hemos  afirmado antes, de que el cristianismo no contiene un modelo concreto y definido de orden temporal, se entiende que la Iglesia proponga su doctrina social no sólo a los católicos sino a todos los hombres de buena voluntad, pues los contenidos de esa doctrina son «principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (DH 14c), que no requieren ni presuponen la fe para ser comprendidos y aceptados [48]. Pero también señala el Concilio que no corresponde al magisterio eclesiástico aportar soluciones concretas a los problemas políticos, económicos, profesionales, técnicos, culturales, etc., que se plantean en la vida de la ciudad terrena. Porque esas soluciones  concretas no se encuentran en el Evangelio, sino que han de buscarse mediante el conocimiento de las materias específicas de cada tema, la competencia en esas áreas. Además son problemas que admiten soluciones muy diversas, compatibles con el mensaje cristiano.

En esta perspectiva puede decirse que el magisterio católico señala a los fieles el ámbito dentro del cual deben buscarse y encontrarse las soluciones a los  interrogantes que la vida plantea. Fuera de ese ámbito la solución sería ciertamente falsa. De ahí que los laicos guiados por el magisterio están más capacitados para colaborar en la construcción de la ciudad terrestre que quienes carecen de esa guía, de esa luz.

Pero, al mismo tiempo, como los demás hombres deben esforzarse por conocer los axiomas y leyes peculiares de las diversas áreas del quehacer terreno. Sin esa competencia científica o técnica tampoco sería posible contribuir a encontrar verdaderas soluciones, o a mejorar las situaciones actuales que lo requieran.

Desde el punto de vista técnico jurídico se puede afirmar, teniendo en cuenta estas premisas, que el límite del derecho a la libertad temporal de los laicos es el orden público eclesial [49], es decir: la comunión en materias de fe y costumbres, de sacramentos y de disciplina, que constituye la sociedad de la Iglesia. En este caso especialmente -puesto que no existe potestad de régimen en materias temporales­ las exigencias de obediencia al magisterio en lo referente al orden social (ce. 212 y 747 § 2).

Pero... el orden público, como ha puesto de relieve la doctrina jurídica y la misma  Iglesia (DH 7), no es nunca un límite arbitrario, ni puede entenderse dialécticamente, como recurso en manos de la autoridad para comprimir los derechos. Es factor de armonización de los principios fundamentales de un sistema jurídico.

En concreto, y por  lo  que  se  refiere a nuestro  tema, al  tratarse de un derecho de libertad, juega el principio de que ha de reconocerse a los laicos la máxima libertad posible con el mínimo de restricciones imprescindible (DH 7) [50].

La diversidad de soluciones y actitudes entre los fieles, que trae consigo la libertad  en  asuntos  temporales,  es  positiva  y  contribuye a hacer presente a la Iglesia en los más variados ambientes y grupos sociales; no puede considerarse de ningún modo contraria o perjudicial a la comunión eclesiástica, porque no la integra.

Precisamente, decía en 1967 el Fundador del Opus Dei, experto conocedor de la vocación laical, «este necesario ámbito de autonomía que el laico católico  precisa  para  no  quedar capiti-disminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por  todos los que en la  Iglesia  ejercemos  el sacerdocio ministerial. De no ser así -si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico- se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitaran enormemente las posibilidades apostólicas del laicado -condenándolo a perpetua inmadurez-, pero sobre todo se pondría en peligro -hoy especialmente- el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas» [51].

Por lo mismo, va también contra la unidad  clasificar  a los fieles en razón de categorías terrenas (políticas, sociales, económicas).

Es mejor considerar que, como concluye la Const. Gaudium et spes (92b), «las cosas que unen  a  los fieles son  más fuertes  que las que  los dividen», porque son de orden superior (la común filiación al Padre en Cristo, la fe y las demás virtudes, especialmente la caridad, etc.), de ahí la consecuencia: «sit in necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas» (ibíd.).

A su vez, la necesaria distinción de derechos y deberes en uno y otro orden, tiene aquí una concreta aplicación. Los límites de la autonomía temporal de los laicos, que dimanan de la necesaria comunión en materias de fe y moral, no pueden considerarse restricciones a la libertad religiosa, que es un derecho civil, no canónico. Es una confusión invocar un derecho extra-eclesial para fundamentar un supuesto derecho intra-eclesial a disentir del magisterio. Una nueva versión del clericalismo que intenta hacer valer en la Iglesia la condición ciudadana, para eludir las obligaciones que implica ser christifidelis, tan intolerable como lo sería invocar la propia condición eclesial para incumplir las leyes civiles justas [52].

5.       Realización del derecho

Ya hemos dicho que el reconocimiento de la legítima libertad temporal está relacionado con los demás derechos y deberes  de los laicos, y resume el matiz específico que, respecto de ellos, adquieren los comunes derechos fundamentales de todos los fieles, en orden al cumplimiento de su peculiar vocación: buscar la perfección cristiana a través de las tareas seculares, tratando de impregnar esas realidades del espíritu evangélico.

La realización del derecho a la libertad temporal, requiere al mismo tiempo la actuación de los otros contenidos que integran el estatuto canónico de los laicos. Especialmente aquellos que se relacionan más directamente con su objeto y finalidad.

Visto así, el derecho-deber a los auxilios espirituales (c. 213) y a una adecuada educación cristiana (c. 217), que incumbe a todos los fieles, adquiere matices concretos  en  relación con la santificación de las realidades terrenas que deben cumplir los laicos.

Puesto que han de realizar esta tarea guiados de su conciencia cristiana (GS 43b), todo lo  que  contribuya  a  la  adecuada formación de los laicos adquiere valor de medio para que pueda la Iglesia, a través de ellos, iluminar eficazmente al mundo con la luz del Evangelio. Ello implica, en definitiva, una adecuada atención  pastoral de  los laicos y el deber de éstos de recibir esos medios que les capacitan para el cumplimiento de su misión [53].

De nuevo nos encontramos ante la unidad de misión y diversidad de funciones, ante la mutua ordenación del sacerdocio ministerial y el sacerdocio real. La santificación del mundo es un aspecto esencial de la única misión de la Iglesia, en la  que cooperan todos los fieles. Su consecución exige no sólo el reconocimiento del papel principal que corresponde a los laicos y de su  libertad en esta tarea, sino  también la necesaria actuación de los pastores en relación con ella.

El Concilio ha resumido con claridad esta unidad y diversidad señalando los  respectivos papeles que, en este campo, corresponden a los miembros de la jerarquía y a los laicos: «Incumbe a  toda  la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Cristo. Toca a los Pastores enunciar claramente  los  principios  sobre  el fin de la creación y el uso del mundo, y proporcionar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales.

«Pero es preciso que los laicos asuman la instauración del orden temporal tamquam proprium munus, y actúen en él directa y concretamente, guiados por  la luz del Evangelio y la mente de la  Iglesia y movidos por la caridad cristiana; que cooperen como  conciudadanos con los demás, bajo su específica y propia responsabilidad; y busquen doquiera y en todas las cosas la justicia del reino de Dios. El orden temporal debe instaurarse de modo que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los superiores principios de la vida cristiana, y se adapte a las varias condiciones de lugar, tiempo y nación» (AA 7) [54].

Distingue este texto dos aspectos en la misión de los Pastores que están enlazados estrechamente, de modo que difícilmente pueden darse separados, pero que podemos -hecha esta advertencia- exponer separadamente en cuanto corresponden respectivamente a las funciones de enseñar y de santificar. Conviene observar que ambos constituyen la esencial misión de la jerarquía de «apacentar a los fieles y reconocer sus ministerios y carismas, de suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la tarea común» (LG 30a).

5.a)    Magisterio

La función de magisterio que compete a los pastores en relación con materias de la ciudad terrena, se extiende, como hemos leído hace un momento, a exponer con claridad los supremos principios morales del orden social [55]. Ya hemos visto también que se trata  de  contenidos de ley natural y, por eso, válidos para todos los hombres y que son principios inspiradores, no un modelo concreto de sociedad.

En este plano hablar de un orden social cristiano o de un modelo cristiano de sociedad, no significa la construcción de una ciudad terrena en base a contenidos fideísticos, con datos de origen revelado, que sólo los bautizados pueden conocer y compartir, sino de un orden social basado en el respeto a la naturaleza y la dignidad del hombre, cuya dimensión espiritual y cuyo fin trascendente han de tenerse principalmente en cuenta en las relaciones sociales y en el uso de las cosas creadas [56].

Son la certeza, inerrancia y autoridad con que la Iglesia conoce, interpreta y expone, en cada situación histórica «los valores naturales contenidos en la completa consideración del hombre redimido por Cristo» (GE 2), lo que constituye el núcleo de la aportación del cristianismo a la construcción de la sociedad temporal, junto a la ayuda espiritual necesaria para hacer vida esos principios. No  existe  por tanto una sociedad cristiana, sino que cualquier sociedad en cuanto  se estructura de acuerdo con la ley de Dios es cristiana.

Un matiz importante incluye el texto del Concilio que acabamos  de citar, respecto a la misión de los pastores: la claridad. Parece oportuno insistir en esta característica ya que de ella  depende la eficacia de la doctrina. En un mundo como el nuestro en el que la complejidad de los problemas, la tendencia al secularismo y la pluralidad de ideologías pueden fácilmente inducir a error, el cristiano que vive inmerso en esas realidades y tiene el deber de ordenarlas rectamente, tiene derecho a conocer con claridad las exigencias de su misión. El riesgo de que la falta de formación adecuada lleve a los laicos a «mundanizarse» renunciando «alla loro identita, assumendo criteri e metodi che la fede non puo condividere», de modo que su secularidad degenere en secularismo,  ha sido  también  puesto de  relieve en  los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos [57].

Claridad que debe llegar al esfuerzo por proponer las enseñanzas sobre el orden social de modo asequible, tempestivo y adecuado a la mentalidad y circunstancias de los destinatarios. Empeño arduo pero capital para evitar la falta de sintonía entre pastores y fieles que, a veces, ha podido detectarse.

En relación con cuanto acabamos de decir está otro aspecto de la función de magisterio sobre la vida temporal: el ius-onus de emitir juicios morales sobre situaciones e instituciones concretas, poniendo de relieve su conformidad o contradicción con el Evangelio, cuando estén en juego los derechos fundamentales de la persona o la salus animarum (GS 76e, AA 24g).

Estos pronunciamientos de la autoridad tienen en sí mismos naturaleza moral, no jurídica, y vinculan la conciencia de los fieles. Pero pueden dar lugar también, a veces, a concretas exigencias canónicas, en cuanto el deber, jurídicamente exigible, de obediencia al magisterio (c. 212 § 1), incluye también las enseñanzas sobre el orden social (c. 747 § 2).

Para que constituyan un vínculo jurídico es preciso, que esos juicios -aparte de referirse a materias competentes-, manifiesten la voluntad de imponer o prohibir a los fieles determinadas conductas externas y reúnan los requisitos sustantivos y formales de las normas jurídicas [58].

La doctrina se ha ocupado amplia y diversamente de este  tema, que representa una más completa concepción de la intervención de la Iglesia en asuntos temporales, en relación con teoría clásica de la potestas indirecta in temporalibus, que ha caracterizado las construcciones del Derecho Público Externo de la Iglesia prácticamente hasta el último Concilio [59].

En cualquier caso, como ha observado agudamente Lo Castro, la doctrina del Concilio sobre la actuación temporal de los laicos no significa -como alguien ha podido recelar- «la riproposizione ammodernata della vecchia tesi della potestas Ecclesiae in temporalibus ratione spiritualium: l'autorita ecclesiastica, anziche intervenire direttamente in forme che si pretenderebbero rilevanti giuridicamente se­ condo i postulati di quella tesi.. lo farebbe ora 'per ripercussione' attraverso l'opera dei fedeli-citadini, che si impegnerebbero nelle strutture secolari della societa seguendo gli indirizzi o i mandati  imperativi dell'autorita medesima ... non si avrebbe piu una iurisdictio in temporalibus, ma un potere magisteriale che toccherebbe la vita dello Stato attaverso l'azione dei fedeli citadini... » y concluye que «e necessario riuscire ad affrancarsi, all'interno dell'ordinamento canonico, dalla tendenziale impostazione, e non solo dalle concrete proposizioni, dello ius publicum ecclesiasticum externum in materia di rapporti Stato-Chiesa; all'esterno di tale ordinamento, e necessario evitare di guardare le moderne formulazioni del magistero ecclesiastico alla luce delle tesi del potere della Chiesa (diretto, indiretto, mediato o di qualsivoglia altra natura) nelle realta temporali. Ci si preclude  altrimenti la possibilita di ammetere un diritto de liberta dei laici nelle realta temporali da vantare e da difendere anche nei confronti della autorita ecclesiastica; ovvero l'afermazione di tale diritto restera priva di conseguenze a livello sia teorico sia pratico» [60].

Sólo añadiremos que estos juicios tienen más trascendencia práctica, mayor valor orientativo, cuando son de carácter negativo, esto es, cuando denuncian la incompatibilidad de una determinada actividad u organización con la norma moral, precisamente porque en estos casos se establecen con mayor precisión los límites de la autonomía de lo temporal y, consiguientemente, de la esfera subjetiva de libertad que corresponde a los laicos en su actuación en ese campo. En cambio el juicio positivo sobre un concreto orden de cosas o sistema, por sí solo no significará la exclusión de otras soluciones o métodos posibles y legítimos de afrontar situaciones semejantes. Aunque, sin duda, tiene también un valor de orientación y certeza.

5.b)    Auxilios espirituales

La gran perspectiva que se abre para la Iglesia al descubrir la necesaria corresponsabilidad de los laicos en la difusión de Evangelio en el mundo, constituye para la jerarquía un exigente compromiso de carácter pastoral.

Se trata de preparar y sostener la actuación de los laicos en sus fundamentos espirituales, para que sean eficaces instrumentos de renovación de la sociedad. Las consecuencias de este panorama son amplísimas y no es objetivo nuestro analizarlas ni siquiera brevemente. Sólo haremos algunas consideraciones que inciden más de cerca en el objeto de nuestro estudio.

La Iglesia presta su ayuda a todos los fieles principalmente mediante la predicación de la palabra de Dios y la celebración de los sacramentos. Es en este campo donde se resume también la actividad de la jerarquía respecto a los fieles laicos [61], toda vez que las demás facetas de su vida -como hemos visto- se desenvuelven en el ámbito civil.

El compromiso pastoral de que venimos hablando, no puede significar ni una extensión  de la  presencia  jurisdiccional de la  jerarquía a momentos de la vida de los fieles de naturaleza secular, ni tampoco una reducción de la presencia en el mundo de esos fieles [62]. Se trata  más bien de conseguir que estén dotados de la formación y atención suficientes que les permitan vivir coherentemente, como cristianos, todos los aspectos de su vida.

Las vías para lograr estos fines son variadísimas, desde la catequesis hasta la formación a nivel universitario en las ciencias sagradas; desde la creación de estructuras pastorales especializadas, hasta una adecuada predicación y celebración de los sacramentos, que forme profundamente su conciencia en las responsabilidades familiares, sociales, ciudadanas.

Ya se entiende que de estas consideraciones se desprenden consecuencias jurídicas relacionadas con el ejercicio de la libertad en lo temporal. Algunas han sido formuladas explícitamente en el CIC, como el derecho-deber primario de los padres sobre la educación  de  sus hijos (c. 226 § 2), o el deber de los pastores de cumplir diligentemente su ministerio en favor de  los  fieles  que  les  están  encomendados  (cf. p.e. ce. 383, 386, 387, 528 y 529).

Estas exigencias engarzan con el deber de todos los fieles de buscar la santidad personal y cooperar en el apostolado de la  Iglesia (ce. 210, 211) y también con el deber de adquirir una formación adecuada (c. 217), que el Código canónico reitera de modo específico también para los laicos en el c. 229.

Parece pues importante constatar que la pastoral de los laicos, más que en estructuras de acción o militancia cristiana de grupos dirigidos por la jerarquía, debe consistir en la eficaz realización de las funciones de enseñar y de santificar, en relación con la peculiar vocación que están llamados a realizar, para sostener y hacer operativa su vida cristiana. «Si la acción pastoral constituye la manifestación más genuina de los ministerios jerárquicos, al orientarse en  función  de estas exigencias, estará matizando la organización de la Iglesia en el sentido de servicio que el Concilio ha señalado como propio de los ministerios eclesiásticos» [63].

La libertad temporal de los laicos representa en términos  jurídicos un límite a la potestad jerárquica -que ahora queda formalizado positivamente en el c. 227- pero lejos de tener una significación meramente negativa, pone de manifiesto la gran tarea de los pastores de orientar y alentar con vigor y constancia a los laicos, para que desarrollen con responsabilidad el contenido de esa libertad [64]. Haciendo eficaz el principio formulado por el Concilio: «toca a la  conciencia bien formada de los laicos conseguir que la ley divina quede grabada  en la ciudad terrena» (GS 43b).

José Tomás Martín de Agar en https://dadun.unav.edu/

Notas:

39.     Esta es una de las más  importantes adquisiciones  del  magisterio  moderno, en cuanto supera la concepción de la Iglesia como «civitas  christiana» dentro de  la  cual  y bajo  la  potestad  espiritual de  los clérigos, han de realizar los laicos la recta ordenación de lo  temporal. Sobre la confusión Iglesia-mundo en la relación clérigos-laicos, vid. J. HERVADA, Tres estudios sobre el  uso  del término laico, Pamplona 1973, especialmente pp. 142-159.

40.     Si les faltara la libertad religiosa no podrían recibir los auxilios de la Iglesia ni realizar el apostolado que deben; si les faltara la libertad en lo temporal, y se les impusieran dogmas terrenos, serían un grupo de ciudadanos separado de los demás, no podrían ser fermento.

41.     C.D.F., Instr. Libertatis conscientia (22-III-86), n. 61.

42.     «Ambos órdenes, aunque  distintos, están  íntimamente  relacionados  en el único propósito de Dios... El laico, que es al tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y otro orden, siempre y sólo por su conciencia cristiana» (AA 5).

43.     Compromiso político..., cit., p. 26. El subrayado es del autor.

44.     Cf. ibíd., p. 56.

45.     En general las que corresponden al ejercicio de las obras de  misericordia (GS 42b).

46.     El CIC p. e., distingue entre escuelas en las que se imparte una educación católica  -que  no  tienen necesariamente un  estatuto canónico  (c.  798)­ de las escuelas católicas que define el c. 803.

Sobre este tema de la educación y las distinciones que la materia requiere, vid. J. M. GONZÁLEZ DEL VALLE, Comentarios a los ce. 793-821, en AA. VV., Código  de  Derecho  Canónico.  Edición  anotada, EUNSA,  Pamplona  1984. Cf. GE 8 y  9.

47.     En este sentido conviene recordar las palabras de GS 33b: «La Iglesia, que custodia el depósito de la palabra  de  Dios, del que manan los principios del orden religioso y moral, aunque no tenga siempre a mano respuesta a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación a todo el saber humano, para iluminar el camino que la humanidad ha emprendido recientemente».

48.     Un resumen precioso de la naturaleza y contenido fundamental de la doctrina social de la Iglesia, se encuentra en la citada Instrucción de la C.D.F., Libertatis conscientia, nn. 72-80.

49.     Lo mismo que el límite de la libertad religiosa es el orden público civil.

50.     En otros términos afirma FUENMAYOR que el Derecho de  libertad  en materias temporales «se presume,  mientras  no  se  demuestre  lo  contrario»  (El juicio moral , loe. cit., p. 124).

51.     Conversaciones  con  Mons.  Escrivá  de  Balaguer, 14.ª  ed., Madrid  1985, n. 12, p. 42.

52.     Cosa bien distinta es que la Iglesia, como grupo que integra la  sociedad civil, deba  respetar  -en  ese  ámbito  exterior  a  ella-  la libertad  religiosa de todos (DH 6a, c. 748). Pero aún en este contexto, no debe olvidarse que también la Iglesia es titular de libertad religiosa. Cuando su derecho entra en conflicto con el de otro sujeto, debe defenderlo.  Piénsese p. e.  en  el  derecho a la salvaguarda de su identidad, que le llevará  a  protegerse también civilmente, de quienes dicen obrar (enseñar, predicar, administrar los  sacramentos, etc.) en su nombre sin representación    legítima: de quienes se atribuyan , en definitiva, el título de católico sin consentimiento de la jerarquía.

53.     Sobre las características y exigencias concretas de estos derechos y deberes, vid. J. HERVADA, Comentarios a los ce. 213 y 217, en AA. W., Código de Derecho Canónico..., cit.

54.     Cf. GS 43.

55.     Cf et. IM 6; AA 24g.

56.     Como dice Viladrich «ante las exigencias de la dimensión moral de lo temporal -ajustarse al orden querido por Dios para la ciudad terrena- no sólo están obligadas las conciencias de los cristianos, sino las de todo hombre, por su condición de tal» (Compromiso político..., cit., p. 14). Vid. G. DALLA TORRE, Il laicato, loe. cit., pp. 195-196.

57.     Loc cit., p. 10.

58.     Sobre esta  posibilidad  y  sus  condiciones  de  ejercicio, J. M. GONZALEZ DEL VALLE, La autonomía..., cit., pp. 32-37 y 49-50.

59.     LOMBARDÍA plantea con  vigor  las  principales  cuestiones  que  surgen  en torno al tema en El Derecho público..., loc. cit., p. 407.  Vid. A.  FUENMAYOR, El juicio moral..., loc. cit., pp. 109-126; P. J. VILADRICH, Compromiso político..., cit., pp. 62-67; A. DE LA HERA, Posibilidades actuales de la teoría, en «Iglesia y Derecho», Salamanca 1965, pp. 245-270; G. SARACENI, La potestá della Chiesa  in  materia temporale e il pensiero degli ultimi cinque Potenfici,  Milano  1951;  P.  BE­ LLINI, «Potestas Ecclesiae circa temporalia». Concezione tradizionale e nuove prospettive, en «Ephemerides Iuris Cannonici» (1968), pp. 68-154.

60.     Ordine temporale, ordine  spirituale  e  promozione  umana,  en  «Il  Diritto Ecclesiastico» (1984), pp. 550-551.

61.     «Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios  y los sacramentos» (LG 37a). «Esta vida de íntima unión  con Cristo en  la  Iglesia  se alimenta  con los auxilios espirituales que son comunes a todos los fieles, principalmente la activa participación en la Sagrada Liturgia; los laicos deben emplearlos de tal modo que, mientras cumplen rectamente sus obligaciones del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen de su vida la unión con Cristo , sino que crezcan en ella, ejerciendo su trabajo según la voluntad de Dios Ni las preocupaciones familiares ni los demás negocios temporales  deben  ser  ajenos a su vida espiritual» (AA 4a; cf. c. 213).

62.     Sobre el peligro de una «fuga del mundo» de los laicos, como consecuencia de una incorrecta comprensión de la doctrina conciliar (GS 43), vid. Lineamenta, loe. cit., pp. 10.11.

63.     P. LOMBARDÍA, Los laicos..., loc. cit., p. 188.

64.     Cf. J. I. A RRIETA, Jerarquía y laicado, loc. cit., pp. 133-134.

José Tomás Martín de Agar

I.       Presupuestos fundamentales

1.       Santificación del mundo y misión de la Iglesia

La  misión  de  la  Iglesia  es  la   misma  que  Jesucristo  vino a  cumplir y le confió para realizarla en su nombre a  lo  largo  de  los siglos:  la salvación de las almas (AA 6a; cf.  LG  5).  Misión  que incluye,  como aspecto esencial e  inseparable,  la  restauración  del  orden temporal.  «La obra  redentora  de  Cristo,  aunque  de  suyo  se   refiere  a  la salvación  de los hombres, se propone también  la  restauración  de  todo  el  orden temporal. Por ello, la misión de la  Iglesia  no  es  sólo  ofrecer  a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino  también  impregnar y  perfeccionar  todo  el  orden  temporal  con  el  espíritu  evangélico»  (AA  5). Esta instauración de todas las cosas  en  Cristo  que constituye  un aspecto  esencial  de  la   única   misión  de  la   iglesia [1],   tiene como  centro y fuente  de  irradiación  al  hombre,  que  es  el  culmen  de la  creación visible y principal beneficiario de  la  redención.  De  ahí  que la  propagación del reino de Cristo en la tierra  consiste  en  «hacer  a todos  los hombres partícipes de la redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar realmente hacia Cristo todo el universo» (AA 2a; cf. GE proemio).

2.       La autonomía de lo temporal y su ordenación a Dios

Iluminar las realidades temporales con la luz del Evangelio, para ordenarlas al Creador y liberarlas del desorden introducido por el pecado, no significa sin embargo que la  Iglesia, como sociedad jurídica de orden espiritual, adquiera un poder sobre esas realidades, ni se proponga la construcción de un modelo concreto de orden  temporal (GS 43c). La misión de la Iglesia es exclusivamente religiosa, sobrenatural; no protende un dominio de carácter político, económico o social (GS 11 y 42), ni «quiere mezclarse de modo alguno en el gobierno de la ciudad terrena» (AG 12c) [2].

El orden temporal goza de una autonomía natural respecto  al orden religioso que no significa independencia del Creador. El recto orden de  lo creado exige, en primer  término, el  respeto  de sus  leyes y principios peculiares, impresos por Dios en él. La restauración cristiana del orden temporal  no consiste en sustituir esas leyes  por  otras de carácter sobrenatural, sino, conociéndolas lo mejor posible, conseguir que el dominio del hombre sobre esas realidades le sirva de me­ dio y camino para alcanzar su propia perfección y no lo aparte de ella (GS 35, 36).

Al igual que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana y eleva, la santificación de las realidades creadas requiere el respeto de su legítima autonomía, de su verdad y bien propios, que el hombre va conociendo progresivamente, y el uso adecuado de esas realidades según el designio de su Autor.

Además, las cosas temporales adquieren también una dimensión moral en cuanto se relacionan con el hombre, con su fin temporal y eterno. En esta dimensión encuentran ellas a su vez su más alta dignidad (AA 7b). Precisamente sobre estos aspectos morales de lo temporal se proyecta la acción de la Iglesia para elevarlo al plano sobrenatural: «las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en función de su orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida» [3].

3.       Unidad de misión y diversidad de funciones

La acción de la Iglesia  en  relación  a  las  cosas  terrenas  participa, en el modo de llevarse a cabo, de la estructuración fundamental de la Iglesia, que resume el n. 2 del Decreto Apostolicam actuositatem: «hay en la Iglesia diversidad de ministerios pero unidad de misión»; todos los miembros cooperan igualmente, en cuanto fieles, a su consecución, pero cada uno según su propia condición [4].

Esta participación constituye el aspecto dinámico de la común vocación cristiana a la santidad y al apostolado (AA 2a y 7d). En efecto, como enseña la Constitución dogmática Lumen gentium (40 b): «perspicuum est, omnes fideles cuiuscumque status vel  ordinis  ad vitae christianae plenitudinem et caritatis perfectionem vocari, qua sanctitate, in societate quoque terrena, humanior vivendi modus promovetur».

Pero la unidad de misión y diversidad de funciones que caracterizan la constitución social del Pueblo de Dios, tienen  respecto  de las relaciones Iglesia-mundo una proyección peculiar. Las raíces teológicas son ciertamente las mismas, la fe y los sacramentos (LG 11), pero las consecuencias jurídicas son distintas.

En el ámbito de la Iglesia como sociedad jurídicamente organizada, el sacramento del orden, al configurar a quienes lo reciben con Cristo Cabeza, constituye la jerarquía,  a  la  que corresponde  junto  a la dispensación de los misterios divinos (cf. 1Co 4, 1)  la  potestad de régimen, en virtud de la cual gobierna con poder jurídico a los demás fieles, en todo lo que concierne a la vida y a la misión de la Iglesia (los negotia ecclesiastica).

En esta perspectiva, a los fieles -laicos o no- les corresponde también la posición fundamental de súbditos, posición que no se identifica ni se agota en el hecho de ser meros sujetos pasivos de la actividad ministerial de la jerarquía. La participación en el sacerdocio común que todos han recibido por el bautismo, les confiere derechos, facultades, funciones activas, peculiares y propias en la vida litúrgica, sacramental  y apostólica de la  Iglesia  (LG 10-12) [5]; pero la  ordenación de esas materias corresponde a los pastores (LG 27) [6].

En la edificación de la ciudad terrena las posiciones jurídicas que derivan de la mutua ordenación sacerdocio común-sacerdocio ministerial son diferentes [7]. La misión de la jerarquía no comporta una competencia jurídica para dirigir o coordinar la actividad  de  los  laicos, sino que se extiende a «manifestar claramente los principios sobre el  fin de la creación  y  el uso del  mundo y  prestar  los  auxilios  morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales». Mientras que a los laicos «les incumbe tamquam proprius munus instaurar el orden temporal y actuar de forma concreta y  directa en dicho orden, guiados por la luz  del  Evangelio y la  mente de la Iglesia y movidos por la caridad» (AA 7d y e).

A lo largo de este trabajo nos hemos de detener sobre estas diversas funciones de la jerarquía y de  los laicos  respecto  al  mundo.  De la relación que se da entre ambas surgen derechos y deberes relativos, entre los que se encuentra la libertad en asuntos temporales: derecho que resume la posición del laico -en cuanto tal- en la sociedad eclesiástica, señala la línea de frontera entre los ordenamientos -canónico y civil- y es punto clave para una renovada visión canónica de la misión de la Iglesia en el mundo.

4.       La vocación específica de los laicos y la santificación del mundo

Al hablar de la vocación específica de los laicos se ha puesto repetidamente   de  relieve   la  necesidad   de  entenderla  sobre  la base común de su previa condición de fieles cristianos. Esta capital observación,  desde  un  plano  puramente  teórico,  puede  hacerse  con igual validez respecto de los clérigos y de los religiosos [8], pero tiene mayor significado respecto de los laicos por el hecho  de que esta  condición no se adquiere por un acto específico concreto distinto del bautismo, que constituye en fieles cristianos a quienes lo  reciben. Tiene,  a  la vez, la intención de resaltar que la condición laical es un modo específico de encarnar y cumplir la común dignidad y vocación cristiana, con un contenido propio, dentro de  la  única  e  igual  condición  de fiel. Es decir, la vocación laical se construye, sobre la base de la unidad de vocación y misión cristianas, en virtud del principio de variedad de ministerios, que vige en la Iglesia (LG 18).

Concretamente, la vocación de los laicos se determina por dos coordenadas fundamentales: a) su condición de fieles iguales a los demás en la dignidad y responsabilidad de miembros del Pueblo de Dios; b) su secularidad; es decir, el hecho de vivir y desenvolverse en las circunstancias y situaciones que derivan de su presencia en el mundo, de su condición de ciudadanos.

Son estos los parámetros que conjuga el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium (n. 31), al dar la conocida descripción funcional de laico [9]. En un primer momento los define comparativamente, como fieles (con todas las características de  esta  condición) que no han recibido el orden sagrado ni asumido el estado religioso, para añadir luego lo que constituye su característica específica positiva, de la que deriva su vocación: «los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el  pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.

«Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est (...) A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo  como  desde  dentro,  a  modo  de  fermento».  A ellos -los laicos­ «peculiari modo spectat iluminar y ordenar las  realidades  temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo  que  sin  cesar se realicen y progresen conforme a Cristo» (ibíd.), les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d) [10].

De esta definición conciliar de la condición y misión de los laicos se deducen variadas consecuencias, algunas de las cuales hacen referencia a nuestro tema y le sirven de fundamento.

En primer lugar es importante observar que la misión eclesial específica  de  los laicos no  consiste  en  ocupaFSe0  de   las    realidades  temporales, sino en santificarlas ordenándolas según la voluntad divina [11] La secularidad es una característica extra-eclesial, no se adquiere canónicamente. El título por el que un cristiano actúa en  el orden  temporal no es el bautismo, sino su condición de hombre, miembro de la sociedad [12].

El laico es el fiel que vive dedicado a los asuntos temporales, en relación a los cuales debe ejercitar la participación en el sacerdocio de Cristo recibida por el bautismo. Como ciudadano debe gestionar las cosas de la ciudad terrena, como fiel cristiano está llamado -por vocación propia, sin que necesite otro título- a realizar esa gestión según el querer de Dios, que incluye desde luego el respeto de los va­ lores y leyes propios del orden temporal, como medio necesario para su elevación sobrenatural (GS 43b, AA 7e).

De aquí se deduce que la misión de los laicos en el orden temporal es la parte que a ellos toca en la misión única de la Iglesia, pero no es una misión jerárquica, ni de representación de la Iglesia, ni da origen a un estado de vida canónico [13].

Sería un error traducir canónicamente la doctrina del Vaticano II sobre los laicos en el sentido de constituirlos en un estamento eclesiástico [14]. No puede extrañar por tanto que las normas codíciales relativas a los laicos continúen siendo pocas en comparación con los clérigos y religiosos, y muchas veces contengan sólo preceptos morales o exhortaciones, porque los laicos no son personas eclesiásticas. Su vida no es canónica, ni su misión es eclesiástica sino eclesial.

Estas características de la condición laical determinan las  bases  de su específico  estatuto  jurídico-canónico, que,  como dice Viladrich, «constituye  una  modalidad  jurídica  de  la  condición  común  de fiel; ... sus concretos derechos y deberes, que constituyen el estatuto laical, más que fruto de una consideración autónoma del laicado, son matizaciones que la nota de secularidad y el principio de autonomía de lo temporal producen en los derechos fundamentales del fiel» [15].

Articulados en tomo a estas bases se deducen los derechos y deberes propios de los laicos, entre ellos el de libertad en asuntos temporales, que está relacionado con los demás, cuyos perfiles jurídicos pueden deducirse a partir de la definición de laico estudiada.

Al ocuparse de las cosas temporales para elevarlas a Dios, los fieles laicos ejercitan la participación en los munera Christi que han recibido. No es esta una ocupación secundaria, que haya de subordinarse a las funciones y ministerios que los laicos pueden desempeñar en y para la Iglesia, sino su propia misión en la Iglesia y en el mundo (cf. AA 5a), pues en su condición de fieles y de ciudadanos están llamados a armonizar -sin confundirlos- el orden espiritual y el temporal. La promoción del laicado consiste principalmente en fomentar el pleno cumplimiento de su misión eclesial, no en buscar para los laicos un quehacer eclesiástico que les vincule a la organización de la Iglesia asimilándolos a los clérigos [16].

En la correcta inteligencia de los distintos aspectos de la vocación de los laicos, se sitúa el punto de partida de una adecuada atención pastoral, que les impulse a asumirla con plenitud. El problema está claramente planteado en los lineamenta preparatorios del próximo Sínodo de Obispos, cuando se detecta que «in determinate situazioni presenti in alcune chiese locali si registra una tendenza a ridurre l'attivita apostolica (de los laicos) ai soli 'ministeri ecclesiali' e ad interpretarli secondo una 'imagine clericale'. E cio puo comportare il pericolo di una qualche confusione nei giusti rapporti, che devono intercorrere tra il clero e il laicato nella Chiesa, e di un impoverimento della misione salvifica della Chiesa stessa, chiamata com'e -in modo specifico attraverso i laici- ad attuarsi 'nel' e 'per' il mondo delle realta tem­ porali e terrene». Y continúa citando la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (n. 70): «Il loro (dei laici) compito pri­ mario e inmediato non e l'istituzione e lo sviluppo della comunita ecclesiale -che e ruolo specifico dei Pastori- ma e la messa in atto di tutte le possibilita cristiane ed evangeliche nascoste, ma gia presenti e operanti nelle realta del mondo» [17].

De estas consideraciones arranca el derecho a la libertad en lo terreno. Siendo la instauración cristiana del orden creado misión pro­ pia de los laicos -no recibida de la  jerarquía-,  el ministerio  concreto en el que deben realizar su vocación cristiana, y gozando las realidades temporales de una legítima autonomía de principios, valores, leyes y métodos, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de libertad para orientarse en ese campo según sus propias opiniones y experiencias, con el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b, AA 5), libertad que han de respetar los pastores (LG 37c, PO 9b, c 275 § 2).

Las consecuencias de cuanto llevamos dicho, fundándonos sobre todo en los textos del Concilio, son de muy diversa naturaleza: teológicas, pastorales, ascéticas, etc. Nosotros hemos de ceñirnos sobre todo al propósito de desarrollar la autonomía temporal de los laicos en el derecho canónico (c. 227), que aunque tiene, por así decir, carácter instrumental respecto a otros derechos y deberes de mayor calado sustantivo [18], adquiere cualidad de principio  ordenador  en  relación  a la recta realización de éstos.

Sólo un cabal entendimiento  de  la  autonomía  de  los  laicos  en la vida secular, permitirá orientar adecuadamente los esfuerzos pastorales para impulsarlos a cumplir su misión y sostenerles en ella. Lo contrario podría tal vez presentar el atractivo aparente  de la  actuación social unitaria, compacta y dirigida, pero sería injusto para la Iglesia y para los fieles y, además, ineficaz.

II.      La libertad de los laicos en lo temporal como derecho fundamental

A la hora de analizar los elementos que configuran la libertad en asuntos temporales como derecho integrante del estatuto canónico de los laicos, nos parece asaz sugestiva la síntesis que hace Hervada: «La posición jurídica del laico ante la sociedad eclesiástica y la sociedad civil está configurada por dos derechos fundamentales: el derecho de libertad religiosa ante la sociedad civil, y el derecho de libertad en materias temporales ante la sociedad eclesiástica. En materias religiosas el Estado es incompetente, y en materias temporales lo es la Iglesia» [19].

Esta simetría entre libertad religiosa  y libertad  temporal  señala los trazos maestros de unas relaciones entre orden espiritual y orden temporal que tienen su centro en la persona. Al mismo tiempo nos puede ser muy útil metodológicamente para construir la figura jurídica de la libertad en lo temporal. En efecto, el c. 227 ofrece los elementos fundamentales, en una síntesis de magisterio  conciliar [20], pero el desarrollo y consecuencias de este derecho lo podremos tomar, en buena medida, del tratamiento -no exento de precisas referencias jurídicas- que hace la Declaración Dignitatis humanae de la libertad religiosa civil.

1.       Naturaleza jurídica

La libertad en los asuntos temporales es un derecho fundamental de los llamados derechos de libertad, cuyo contenido jurídico se expresa radicalmente en términos negativos, como inmunidad de coacción. Una esfera de actuación dentro de la que no puede ser  impuesta al fiel un conducta determinada, porque pertenece a su condición de ciudadano [21].

Esta libertad fundamental es configurada en el c. 227 como un derecho subjetivo erga omnes, lo que implica primariamente el correspondiente deber de la jerarquía  y de  los  demás fieles  de respetarla. Se trata de un derecho originario, nativo, que no está fundado en una concesión de la ley por causas coyunturales o de conveniencia táctica, sino que protege un bien que está por encima de  considera­ciones de ese tipo, por  eso, como  bien  expresa  el  tenor  del canon,  ha de ser reconocido [22].

Como hemos visto, el fundamento de este derecho está en la legítima autonomía de las cosas terrenas, respecto de la sociedad eclesiástica, que responde al querer divino. Y en la nota de secularidad que caracteriza a los laicos, que significa  tanto  como el reconocimiento de que su condición ciudadana constituye la base y como la  materia de su peculiar modo de vivir la común vocación de cristianos [23].

Por eso el c. 227, al señalar la extensión de esta libertad, determina con precisión que es ea quae omnibus civibus competit, ya que los laicos son ciudadanos iguales a los demás y su condición de fieles católicos no mediatiza ni restringe en absoluto aquella ciudadanía, al contrario, les obliga a asumirla plenamente. Y, para esto, la Iglesia les proporciona la asistencia pastoral adecuada.

Con esas palabras quae omnibus civibus competit, se está poniendo de manifiesto: a) que esta libertad tiene como titular la persona -el cives-, sea o no fiel; b) que este derecho de la persona no viene a menos porque ésta sea, además, fiel -miembro de la Iglesia-. Es decir: se trata de un derecho de la persona, que ha de ser reconocido en la sociedad eclesiástica [24].

Nos encontramos ante un derecho de libertad que surge en el ámbito canónico, del que los fieles gozan en el fuero eclesiástico, cuyo ejercicio debe ser regulado y garantizado por la  autoridad  de la Iglesia dentro del bien común (c. 223 § 2).

2.       Sujetos

La autonomía temporal, al constituirse como derecho público fundamental engendra situaciones jurídicas subjetivas, activas y pasivas, que afectan de alguna manera a cuantos forman parte de la  Iglesia como sociedad organizada, puesto que define la situación característica del laico entre los demás fieles y ante quienes ejercen funciones públicas. Se hace necesario pues, al  estudiar  los  sujetos,  distinguir las diversas situaciones.

2.a)    Titulares del derecho de libertad en lo temporal

El c. 227 está incluido sistemáticamente en el conjunto de cánones que constituyen el estatuto jurídico de los laicos, su mismo  texto se refiere explícitamente a esta clase de fieles. Esta delimitación subjetiva del derecho corresponde directamente a la situación normal de los distintos grupos de fieles, tal como se describe en el n. 31 de la Const. Lumen gentium [25].

En efecto, todos los cristianos participan  en la misión apostólica de la Iglesia en el inundo y, dentro de esa misión, a los laicos les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d).

Precisamente porque esa instauración del orden terreno debe llevarse a cabo «de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (ibíd.), es por lo que les corresponde  específicamente el  uso de la legítima autonomía de los asuntos terrenos, que incluye el deber de guiarse por su conciencia cristiana (AA 5). Hay que  advertir  que  los laicos gozan de esta libertad por su condición secular, no porque sean portadores de una misión  pública eclesiástica -ya  hemos visto  que no lo es-, sino como personas  privadas, cuyo actuación  no puede nunca atribuirse a la Iglesia, sino a ellos.

Los laicos gozan de esta libertad tanto individualmente como cuando unidos a otros, tratan de afrontar conjuntamente los  problemas de la sociedad civil (profesionales, familiares, económicos, culturales, políticos, etc.) y darles una respuesta conforme al espíritu cristiano (GS 43b). El ejercicio colectivo de la libertad temporal engendra consecuencias interesantes, de que habremos de ocuparnos de propósito más adelante, al hablar del derecho de iniciativa [26].

2.b)    Sujetos pasivos: la jerarquía y los demás fieles

El derecho a la libertad en lo temporal es un derecho público subjetivo erga omnes, cualquier otro sujeto de la sociedad eclesiástica está obligado a respetarlo.

Este respeto implica, primariamente, abstención de todo aquello que pudiera lesionado o menoscabarlo. Pero en un momento posterior la obligación de respetarlo exige además actuaciones positivas, que son diferentes según se trate de los poderes públicos -la jerarquía- o de los demás fieles.

Como portadora de las funciones públicas de la Iglesia, la jerarquía encuentra en el respeto a la libertad temporal de los laicos un límite preciso a su propia competencia jurídica: la necesidad de abstenerse de intervenir directamente en esa esfera de libertad que delimita el derecho. La inmunidad de coacción en que consiste determina, en primer lugar, un ámbito de incompetencia de la  jerarquía,  un espacio al que no alcanza el ministerio pastoral, dentro del cual no caben mandatos ni magisterio.

Como ha escrito Lombardía «Esto lleva consigo unos deberes negativos, de omisión, que pesan sobre la jerarquía  y sobre cuantos con ella cooperan -incluidos los laicos que actúen con mandato jerárquico-, de no incluir en el ejercicio de la misión de  regir  o  enseñar a los fieles cuestiones de índole temporal; es decir, decisiones políticas, sociales, económicas o técnicas u opiniones o conclusiones que sean fruto del cultivo de saberes o de aplicación de métodos que deban considerarse profanos» [27].

En varios lugares de los documentos conciliares aparecen expresados claramente estos límites a la función de los Pastores, quizá  el más expresivo sean estas palabras de la Constitución Gaudium et spes (43b): «De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poder dar inmediatamente solución  concreta  a  todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es esta su misión: asuman más bien los laicos su propia función ilustrados con la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio».

Este límite no es sino consecuencia de una adecuada comprensión de la misión exclusivamente religiosa de la Iglesia, y de su misma independencia respecto de las concretas formas de afrontar y resolver los problemas de la ciudad terrena, que exige que la Iglesia se presente ante esos problemas sólo como Iglesia, portadora de un mensaje trascendente del que derivan luz y fuerza para la recta construcción de la vida social, pero que no incluye un modelo social específico ni unas respuestas concretas a aquellos problemas (GS 42).

La Iglesia, como dice Viladrich, «no es el nuevo orden temporal,  ni siquiera el nuevo orden moral de lo temporal» [28], porque la dimensión moral es intrínseca a las cosas creadas y su respeto obliga a todo hombre. La Iglesia conoce y enseña con certeza esas exigencias morales, a la luz de la Revelación, pero no las constituye.

Esta incompetencia postula en primer término el deber de abstenerse de toda acción que coarte la libertad de los fieles en sus opciones temporales. Concretamente, y sin ánimo exhaustivo, pueden señalarse las siguientes exigencias:

a)       No tratar de imponer opciones temporales concretas (ideológicas, económicas, políticas, profesionales, etc.);

b)       ni siquiera emitir opiniones sobre esas materias  libres, pues los fieles podrían confundir esos pronunciamientos con actos de magisterio y sentirse vinculados por ellos: la iglesia no posee un programa o proyecto propio en esas materias [29].

c)       que la jerarquía no se presente como representante de los ciudadanos católicos en asuntos temporales, ni trate de utilizar el peso social de éstos para influir en el gobierno de la comunidad política;

d)       no hacer acepción de personas en la Iglesia en razón de sus ideas en asuntos terrenos, que sería discriminatorio.

Pero junto a este deber primario de abstención, como consecuencia, aparecen también exigencias de actuación positiva, que pueden resumirse diciendo que a la jerarquía corresponde promover y garantizar la verdadera libertad temporal de los fieles, y esto tanto en el ámbito interno de la sociedad eclesiástica como en las relaciones institucionales que, como sociedad jurídica, mantiene la Iglesia con la comunidad civil.

Internamente corresponde a la autoridad eclesiástica delimitar el contenido material y alcance  de este derecho,  promoverlo y otorgarle la protección jurídica conveniente de modo que sea efectivo. Lo cual, en definitiva, corresponde a la misión esencial de los pastores: formar con sus enseñanzas las conciencias de los fieles y sostener su acción apostólica con los auxilios espirituales; y también tutelar jurídicamente, en el seno de la comunidad eclesial, la libertad de los cristianos. Externamente hemos afirmado que la Iglesia no representa a los ciudadanos católicos en asuntos temporales, pero sí los representa (y esta representación compete a la jerarquía) en cuanto sujeto colectivo del derecho civil de libertad religiosa [30].

Desde esta perspectiva la afirmación inicial del c. 227 de que los «laicos tienen derecho a que se les reconozca, en los asuntos de la ciudad terrena, la misma libertad que a todos los demás ciudadanos», adquiere también un significado de Derecho Público Externo, en cuanto la condición de católico no puede ser origen de restricciones o discriminación, -tampoco de privilegios- en la sociedad civil [31]. Los católicos tienen el mismo  derecho  que  los  demás  ciudadanos  a que no se les impongan obligaciones civiles contra su conciencia ni se les impida actuar conforme a ella, dentro del respeto al orden público.

En resumen: toca también a  la  jerarquía  eclesiástica  procurar que sea respetada la libertad religiosa de los cristianos, como parte muy principal de la libertas Ecclesiae. Lo cual implica que al  tratar  de establecer el estatuto jurídico civil de la Iglesia ante un determinado Estado o comunidad política, se entienda por Iglesia (y por misión de la Iglesia) no sólo la jerarquía, ni sólo las entidades jurídicas canónicas (públicas o privadas), sino también todos los fieles laicos, en cuanto su actuación como ciudadanos constituye, al mismo tiempo, inseparablemente, su modo propio de realizar su vocación de cristianos y de cooperar en la misión de la Iglesia. Cualquier traba, discrimen o restricción a su condición  civil,  que  tenga  por  causa la fe que profesan o la finalidad de impedir que la practiquen, es –además de una lesión a un derecho de la persona- un  obstáculo  a  la misión de la Iglesia [32]. Libertas Ecclesiae es un concepto más amplio que el de libertas hierarchiae.

Estos nuevos horizontes en las relaciones Iglesia-Estado, que aporta la comprensión de la común participación de todos los fieles en la misión de la Iglesia, de la principal función que en esas relaciones corresponde a los laicos, de la libertad religiosa, tendrá sin duda manifestaciones jurídicas en el Derecho Público Externo. De hecho los más modernos concordatos -en el sentido amplio del  término- [33] reflejan ya esta apertura cuando no se limitan a asegurar en sus cláusulas la autonomía jurisdiccional de la Iglesia sino, ante todo, el ejercicio libre de las actividades que  exige  su  misión  apostólica,  entre las que, desde luego, se encuentra el ministerio jerárquico, pero también las iniciativas de los católicos en el uso de sus derechos civiles [34] a través del cual tratarán de construir una sociedad cristiana [35].

Un ejemplo de esta sensibilidad constituyen también los ce. 793 y 796-799, qua concretan un aspecto eclesial del derecho natural de los padres sobre la educación de sus hijos (c. 226 § 2). En  efecto, el CIC de 1917 solamente reivindicaba los derechos de la Iglesia-institución (CIC 17 c. 1375); ahora estos mismos derechos se reclaman también, en primer lugar, para los padres, como un derecho civil suyo.

Mas el deber de respetar la libertad temporal de los laicos no incumbe sólo a los Pastores, sino a todos los fieles individualmente o en grupo. El Concilio ha sido claro al respecto [36] y la insistencia del magisterio se ha reflejado en el derecho canónico positivo: el c. 227 termina, en efecto, advirtiendo que nadie puede «proponer como doctrina de la Iglesia su propia opción en materias opinables» [37].

En efecto, si antes hemos visto que los  Pastores  no  representan en lo temporal a los ciudadanos católicos, más motivo hay para que ningún otro fiel trate de aprovechar la unidad de la Iglesia  en  materias de fe y moral o de régimen, para extenderla a las cosas opinables, pretendiendo presentar sus propias opiniones terrenas como las soluciones católicas [38].

De aquí deriva que tampoco puede ningún fiel o grupo de fieles monopolizar determinadas actividades temporales (políticas, familiares, culturales, etc.) pretendiendo que la jerarquía le atribuya la exclusiva sobre ellas. Ni siquiera es lícito al católico pretender que la jerarquía «bendiga» sus posiciones particulares, en los aspectos técnicos o prudenciales, puede sí -y deberá en algunos casos- pedir consejo o juicio a los pastores sobre la moralidad de dichas posturas, para poder decidir personal y responsablemente con mayor certeza de conciencia.

José Tomás Martín de Agar en https://dadun.unav.edu/

Notas:

1.     Sobre  la   unidad   de   misión   de   la   Iglesia   y   sus   diversos   aspectos,   vid. A DEL PORTILLO; Fielesy laicos en la Iglesia, 2." ed., Pamplona 1981, p. 35; P. RO­ DRÍGUEZ, Iglesia y ecumenismo, Madrid 1979, pp. 173-220.

2.     «Las energías que la Iglesia puede infundir a la sociedad humana actual consisten en esa fe y en esa caridad, aplicadas a la vida práctica; no en un dominio exterior ejercido con medios meramente humanos (...) en virtud de su misión y de su naturaleza (la Iglesia) no  está  ligada  a  ninguna  forma  particular de cultura ni sistema político, económico o social» (GS 42cd).

Esta doctrina significa la superación de cualquier planteamiento que traduzca en términos de potestad jurídica o supremacía política, la indudable excelencia de las dimensiones espiritual, eterna y sobrenatural sobre lo meramente terreno, temporal o humano, en sus respectivas manifestaciones institucionales.

3.     Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22.III.1986, n. 62.

4.     Cf. LG 13, 32, 46b. Sobre este tema, vid. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos, cit., pp. 33-45.

5.     Y la capacidad de colaborar en el ejercicio del munus hierarchicum.Cf. L. PORTERO SÁNCHEZ, El papel del laicado en la Iglesia, en AA. VV., «Temas fundamentales en el nuevo Código», Salamanca 1984, pp. 169-185.

6.     Cf. J. I. ARRIETA, Jerarquía y laicado, en «lus Canonicum» (1986), p. 123.

7.     «Que los laicos no pertenezcan a la sagrada jerarquía no quiere decir, que su misión eclesial específica consista  en  ejecutar  en  la  ordenación  de  lo temporal los proyectos de la "Ecclesia  regens".  La  razón  es  mucho  más  profunda: los laicos no tienen en la Iglesia una misión de poder, porque su  tarea  específica no tiene un sentido jerárquico, ya que la  Iglesia  no  gobierna  las  estructuras temporales». (P. ·LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, pp. 170-171).

8.     Así p. e., J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 14. ed., Madrid 1985, n. 9; A. DEL PORTILLO, voz Laicos (l. Teología), en Gran  Enciclopedia  Rialp,  Madrid 1973, tomo 13, p. 849; P. LOMBARDÍA, Los laicos..., loe. cit., pp. 153-158, 162-166; J. HERRANZ, The juridical Status of  the  Laity: The  Contribution of  the  Conciliar  Documents  and  the  1983  Code  of  Canon   Law,   en   «Communicationes» (1985), p. 294.

9.     El concepto de laico que maneja el Concilio no pretende ser tanto una definición teológica cuanto una descripción tipológica. De  todas  formas,  la  riqueza de  aspectos  y  consecuencias  que  ese  concepto  contiene,  constituyen  la base para construir una definición esencial. Vid. p. e. la valoración de esta tipificación que se hace en los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos;  (Vocaizane e missione dei laici nella Chiesa e nel mondo a vent'anni dal Concilio Vaticano JI. Lineamenta, n. 22, Libreria Editrice Vaticana 1985, pp. 20-21. En adelante   Lineamenta).  Cf.   «Communicationes»  (1985),  pp.   168-174;   A.  DEL   PORTILLO, El Obispo diocesano y la vocación de los laicos, en AA.·vv., «Episcopale Munus», Assen 1982, p. 190; G. DALLA TORRE, Il laicato; en <ill Dirittb nel mistero della  Chiesa»  II,   Roma  1981, pp.  183-186.

10.     Por ser esta  la  condición  propia  de  los  laicos,  el  Concilio  establece  en ese mismo punto el contraste con los  clérigos  y  religiosos,  cuya  situación  canónica, de ordinario, no les permite ocuparse -por distintas razones- en los saecularia negotia (cf. LG 46b). Es  claro pues que  la  secularidad  de  la  que  habla aquí el Concilio, distingue a los laicos, tanto de los clérigos  como  de  los religiosos. Cf. AA 2b, 9G 21.

11.     Cf. A. DEL PORTILLO, voz Laicos, loc. cit., p. 850.

12.     Cf. P. J. VILADRICH, Compromiso político, mesianismo y cristiandad medieval, Pamplona 1973, p. 29.

13.     La mayor  parte  de los  aspectos  de  la  vida  de los  laicos  corresponde  a su condición de ciudadanos, por  tanto  las relaciones  de  justicia  que  derivan de ellos se rigen por el derecho civil, no por el derecho canónico. El derecho canónico incide en la vida de los laicos en razón de su condición de fieles (recepción de los medios de santificación: sobre todo munus docendi y munus sactificandi), y también cuando legítima y voluntariamente intervienen en los negotia  ecclesiastisca (cf. A. DEL  PORTILLO,  Fieles y  laicos..., cit., pp. 176-177).

14.     Que conduciría, dice GONZÁLEZ DEL VALLE, a «identificar la elevación de las actividades terrenas al orden sobrenatural con la clericalización del orden temporal»  (La  autonomía  en lo  temporal, en  «lus  Canonicum»  n.º  24,  XII (1972), p. 41). LOMBARDÍA observa que «no deja de ser significativo que sean precisa­ mente los laicos, es decir aquellos miembros del Pueblo de Dios privados de poder eclesiástico, quienes tengan confiada -por el mismo Cristo, no por misión o mandato de la jerarquía  eclesiástica- la tarea de dar un sentido cristiano al orden temporal. Es necesario, por tanto, dejar  sentado  que la edificación de la ciudad terrena no es una labor eclesiástica  -propia  de la  jerarquía-, aunque sea una misión eclesial, relacionada con la participación en el "munus regale" de Cristo del sacerdocio común de los simples fieles. Consideración esta que me parece fundamental para comprender el sentido de la posición del laico en la Iglesia» (El Derecho público eclesiástico según el Vaticano JI, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, p. 396).

15.     Voz Laicos (III. Derecho Canónico), GER, Madrid 1973, tomo 13, p. 857.

16.     La Constitución Gaudium et spes (GS 43b), afirma la preeminencia de esta misión  peculiar  de  los  laicos  sobre  cualquier  otro  tipo  de  cooperación que puedan asumir en la Iglesia, porque es la suya, la que les impone su  condición secular: «a los laicos corresponde propiamente, aunque  no  exclusivamente, saecularia officia et navitates». También la Constitución Lumen gentium (35d) advierte que «si algunos de ellos, cuando  faltan los sagrados  ministros o cuando éstos se ven impedidos por un  régimen  de  persecución,  les  suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la  acción  apostólica,  es  necesario,  sin  embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo».

17.     Lineamenta, n. 8, p. 9.

18.     Vid. p.c., los de los ce. 225 y 226.

19.     Comentario al c. 227, en AA. VV., Código de  Derecho  Canónico.  Edición anotada, EUNSA, Pamplona 1984.

20.     Cf. G. FELICIANI, Le basi del diritto canonico, Bologna 1984, pp. 132-133.

21.     Pero tanto la libertad religiosa como la autonomía  en  asuntos  temporales tienen, a nivel ontológico, un  significado  radicalmente  positivo,  que  les sirve de fundamento: el del respeto a la persona en el último  e  infranqueable ámbito de la conciencia  y  en  los  compromisos  que  -por  ser persona-  adquiere en relación a la verdad y a su realización.

Ambas libertades señalan  el derecho  de la  persona  (que es un  deber  moral) a conformar su conducta a la ley de Dios, según los dictados de la propia conciencia, sin que  pueda  ser  suplantada  por  ninguna  potestad.  Es,  en  definitiva, el problema de la libertad, que no excluye la ley pero  tampoco  puede  ser  suplida por ella.

Los nn. 16 y 17 de la Constitución Gaudium et spes son una síntesis muy expresiva de lo que aquí consideramos. Especialmente tienen interés las palabras siguientes: «La conciencia es el núcleo más  secreto y el  sagrario  del hombre, en él éste se siente a solas  con  Dios, cuya  voz  resuena  en  el  recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la  que  de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con  los  demás  hombres  para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al  individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es  el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas  y  las  sociedades para apartarse del ciego capricho y  para  someterse a  las normas objetivas de la moralidad» (n. 16).

22.     Cf. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos..., cit., pp. 66-67.

23.     LOMBARDÍA ha expresado eficazmente esta relación afirmando que «el  reconocimiento  de  la  dignidad  y responsabilidad  de  los laicos  en  la  Iglesia  y el de la libertad  en  el  orden  temporal  son,  sustancialmente,  dos  únicos  aspectos de la cuestión» (Los laicos . en ... , loe. cit., pp. 166-167).

24.     Vid. «Communicationes» (1985), pp. 175-176.

25      Vid. sup. nota 9. Como explica GONZÁLEZ DEL VALLE, esta sistemática responde a  un  planteamiento  tipológico de los derechos  fundamentales,  ligado  a la misión eclesial propia de cada  tipo  de fiel;  (La autonomía  en  lo  temporal, cit., pp. 45-48).

Esto no impide que, en ocasiones, los clérigos y los religiosos puedan ocuparse también de tareas seculares, con licencia de la autoridad. Entonces deberá también reconocérseles la misma autonomía que a los laicos, para desempeñarlas según su carácter propio y bajo su responsabilidad. Pero esa autonomía no constituye un componente característico del estatuto canónico de clérigo o de religioso, por el contrario, esas personas, por su vocación, están llamadas a apartarse -bien que por razones teológicas diversas-  de los negocios seculares (cf. entre otros los ce. 278 §  3, 285,  286, 287,  289,  573,  607 §  3 Y 671). Vid. et. P. J. VILADRICH, La declaración de derechos y deberes de los fieles, en AA.VV., «El proyecto de Ley Fundamental de la Iglesia», Pamplona 1971, p. 157.

26.     Cf. infra, 3.c).

27.     Los laicos en..., loe. cit., pp. 167-168.

28.     Compromiso político..., cit., p. 14.

29.     No nos referimos  aquí  al  derecho-deber  de  la  jerarquía  eclesiástica de emitir juicios morales sobre situaciones o instituciones temporales concretas , valorando su conformidad con el Evangelio, que es parte de la misión de orientar y formar la conciencia de los fieles (cf. infra 5.a), sino a la  toma  de postura en cuestiones opinables.

30.     También los laicos, individualmente o unidos a otros, pueden y deben reivindicar, como ciudadanos, su libertad religiosa ante el Estado.

31.     En este sentido L. SPINELLI-G. DALLA TORRE, Il Diritto Pubblico Ecclesiastico dopo il Concilio Vaticano II, 2ª ed. Milano 1985, p. 60.

32.     Cf. O. FUMAGALLI-CARULLI, Liberta di scelta religiosa: principio fondamentale dello «ius publicum ecclesiasticum» e della revzswne concordataria italiana, en  AA.VV.,  «Les  Droits  Fondamentaux  du  Chrétien  dans  l'Eglise  et dans la Société»; Fribourg (Suise) 1981, pp. 883-884.

33.     Que se entienden como convenciones, no ya entre «dos Poderes», sino entre los representantes de dos órdenes sociales distintos pero inseparables, que se encuentran en el común empeño -deber- de servir al hombre (GS 16c).

34.     En este sentido los Acuerdos con España (1976-1979)  y con  Italia  (1984). Es interesante  contrastar  p. e. el  Art. 11.1. Del Concordato español  de  1953,  con el Art. I.1 del Acuerdo sobre asuntos jurídicos de  1979; y el Art. 1 del  Concordato italiano de 1929, con el Art. 2 del Acuerdo de 1984.

35.     Estas precisiones son importantes pues persisten ideologías y grupos que, mientras proclaman la libertad religiosa, quisieran reducirla a una mera libertad de cultos y de conciencia;  y  consideran  fanatismo  el  legítimo  empeño de los católicos por imbuir en las instituciones y en el ordenamiento civil su visión cristiana.

36.     «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que  otros  fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen  de  la  intención de  ambas  partes,  muchos  tienden  fácilmente  a  vincular  su  solución  con el mensaje evangélico. Entiendan todos que, en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» (GS 43c).

37.     A esto se añade la gran cautela y sentido restrictivo con que se regula en el Codex el uso del título «católicos» para llamar a determinadas iniciativas (cf. ce. 216, 300, 803, 808). La autoridad, al permitir u otorgar esta calificación canónica, deberá dejar a salvo la libertad temporal de los fieles, en el sentido de que esas iniciativas que surgen en el campo canónico, no excluyen otras que, sin ese título, pueden promover los cristianos en la  sociedad  civil, bajo su responsabilidad, sin involucrar a la Iglesia

38.     Sería un doble error: vincular a la Iglesia con determinadas soluciones o sistemas y tratar de representarla en esas inexistentes  opciones  temporales. Cf. GS 42d.

Felipe  Toral Valero

1.       Vida y obra

Conocí hace ya mucho tiempo, y así lo tengo asumido, que nunca se debe cerrar la mano, ni negarse a servir los propios conocimientos a los demás, porque la mejor manera de disfrutar de lo que uno sabe y tiene es dándolo. Es por ello por lo que hoy me encuentro sentado delante de un teclado para cumplir con el deseo requerido de escribir este trabajo. Y porque tuve la enorme satisfacción y la suerte de conocer en vida a un hombre genial, extraordinario artista y, sobre todo, persona encantadora, al que dediqué más de doce años de investigación. Me refiero a Francisco Palma Burgos, a quien la parroquia de El Salvador encargó la talla de la venerada imagen del Cristo del Clavo, como es llamado en Santa Cruz de La Palma. Difícil se me hace resumir en unas líneas toda su trayectoria, teniendo en cuenta que el fruto de mis pesquisas fue un monográfico de más de trescientas páginas [1]. Sólo espero que al término de su lectura se conozca mejor a Paco Palma, alejándome para ello de frases grandilocuentes, en base a una literatura fácil, entendible y comprensible para todos.

Francisco Palma Burgos nació en Málaga en la residencia de sus padres de la calle Cobertizo del Conde n. 17, el 12 de febrero de 1918. Primogénito de una familia de siete hermanos (Purificación, Dolores, Mario, Victoria, Carmen —a la que se dio el nombre de otra hermana fallecida— y José María, el menor), fruto del matrimonio de los antequeranos Francisco Palma García y Purificación Burgos Fernández.

Necesariamente y por la relevancia posterior en la vida de nuestro personaje, se debe dejar referencia sobre la de su padre, el citado Palma García, ya que su ejercicio profesional como escultor fue la razón que determinó la educación y enseñanza de su hijo Paco en este mismo campo [2]. Palma García nació en Antequera, aunque por razones laborales y tras su matrimonio estableció su definitiva residencia en Málaga, toda vez que sus ocupaciones de tallista y profesor en la Escuela de Artes y Oficios malagueña aconsejaron su traslado definitivo a la capital de la Costa del Sol. La categoría y la acreditación como escultor de Palma García eran ciertamente más que evidentes. Baste decir, como simple muestra de sus conocimientos artísticos, que la fachada del Ayuntamiento de Málaga salió de su taller, entre otras muchas obras (sobre todo, civiles) que la capital sureña enseña al ciudadano. Asimismo, en el taller de Palma García se celebraban a diario tertulias con la más alta intelectualidad de Málaga. Así, eran continuas las visitas de Salvador Rueda, Esteban Pérez Bryan, Prados López, Antonio Baena, entre otros muchos, todos con un elevado índice cultural. Lo anterior tiene importancia por la sencilla razón de que es obvio pensar que desde su infancia Palma Burgos vivió, participó y, sobre todo, se aprovechó de esas tertulias como complemento a su educación cultural y artística, adquiriendo con ello conocimientos añadidos. Piense el lector, por tanto, que nuestro autor creció como artista y como persona rodeado de gubias y pinceles, de bocetos y armazones, de maderas piedras y escayolas, que lógicamente propiciaron que de una forma muy precoz aprendiera las técnicas del oficio.

Palma Burgos fue un estudiante ejemplar ciertamente aventajado, como lo refrenda su periplo educativo. Así, se puede decir que fue curioso que aún residiendo en Málaga capital su padre quisiera que hasta la edad de prepararse para su primera comunión estudiase en Antequera —de donde provenía la familia—, en el colegio de su íntimo amigo José Villalobos. Posteriormente y ya de nuevo en Málaga, con 12 años continuó sus estudios en el colegio de Celestino Martín Palma. Se inscribe en Artes y Oficios Artísticos de la calle Carretería y en la Escuela de Bellas Artes de San Telmo, examinándose de ingreso en la Escuela de Comercio, siguiendo su bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de la calle Gaona [3]. No quiso desaprovechar la oportunidad que le brindó el Ayuntamiento de Málaga, que le subvencionó la adquisición de la laurea en Roma, donde estudió durante tres años en periodos muy cortos que le sirvieron para perfeccionar sus conocimientos y conseguir relaciones para su futuro. Además, durante esta época se tituló en la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid.

Era tal el grado de preparación adquirido que, a una edad muy temprana y como consecuencia de su genialidad artística, ya ganaba los primeros premios en concursos, bien fuesen de pintura bien de escultura. Además, a los 13 años, con su precoz vocación, ayudaba a su padre en trabajos y operaciones propias de un adulto. No seré prolijo en explicar sus excelencias artísticas mencionándolas todas. Indicaré solamente dos a nivel nacional por la repercusión posterior que implicaron: la Virgen de Nazaret, una talla completa que se encuentra en Úbeda, propiedad de la Cofradía del Santo Entierro, y la ejecución del trono o paso madrileño para el Cristo de Medinacelli, en durísima competencia ambas con los artistas más consagrados de la época.

En realidad, su vida no fue un camino fácil, toda vez que ciertos acontecimientos le golpearon con cierta crudeza. Piense el lector que a una edad muy temprana (sólo 19 años) tuvo la obligación de hacerse cargo de su casa, su familia y su taller tras la repentina muerte de su padre, cuyo maltrecho corazón no soportó las vicisitudes vividas, las penalidades pasadas y las extraordinarias consecuencias que supuso la tremenda guerra civil española, después de la cual llegó a ser injustamente encarcelado, siendo testigo junto a su hijo Paco de la quema de las iglesias malacitanas con todas sus imágenes.

También su vida sentimental fue ciertamente convulsiva. No tuvo suerte, no se amoldó a una convivencia matrimonial de cierta normalidad, a pesar de casarse en 1944 con una malagueña, María Luisa Maresca. La pareja se amaba, pero su esposa no llevaba de buen grado las largas ausencias del escultor por motivos de trabajo. Por otra parte, era excesivamente celosa y la jovialidad, buen aspecto físico de su marido y su consabido don de gentes la martirizaban en exceso, llegando la inevitable ruptura matrimonial. Tuvieron un hijo, del que Palma Burgos no conoció el triste final en un accidente de motocicleta, al morir el escultor un año antes de que lo hiciera su hijo. Unidas a sus desventuras, podría añadirse una vida errante y bohemia, con unas ideas clarísimas de independencia. Tanto es así que llegó a desechar proposiciones muy interesantes, como fueron la asesoría artística de la Casa de Medinacelli o la de la Embajada de España en Italia.

Hilvanando lo anterior con su propia vida como artista, también sufrió y padeció las envidias y las desidias de la ciudad que lo vio nacer. Paco Palma no fue profeta en su tierra. Una vez que falleció su padre, se derrumbaban sus proyectos y se hizo cargo del taller paterno con todos sus empleados. A pesar de su corta edad, cumplió con los compromisos que su progenitor tenía asumidos, hasta el punto de que a los trece días del fallecimiento de su padre inició el encargo que tenía este de tallar el Cristo de los Milagros para la ermita de la Zamarrilla, para la que posteriormente haría su última obra en vida: el Cristo del Suplicio. Continuó con los encargos, tallando para la Semana Santa el grupo escultórico de La Piedad y el Cristo de la Buena Muerte, réplica del desaparecido de Pedro de Mena. Dos obras —estas últimas— que representaron una magnífica crítica y una acreditación extraordinaria. De inmediato, Málaga siguió encargándole imágenes, como el Crucificado de la Sangre y el Cristo de la Humillación, más algún trono o paso, retablos de iglesia y un Sagrado Corazón para la catedral. Como consecuencia de la devastación que la guerra civil produjo, la provincia de Málaga comenzó a solicitar su intervención y fueron numerosas las imágenes que con cierta prisa realizó. En este sentido, conviene dejar constancia de que, en la mayor parte de las ocasiones, el autor recibía únicamente una fotografía de la imagen desaparecida para hacer una copia exacta, método poco riguroso que no le agradaba.

Pero he aquí que, pasado un corto espacio de tiempo, la Semana Santa malagueña y sus cofradías comenzaron no sólo a buscar a otros imagineros locales —que los había, aunque pocos—, sino que optaron por solicitarlos de otras latitudes, preferentemente sevillanos, lo que molestó mucho a nuestro personaje. Fue el momento de comenzar su vida errante y recoger la recomendación que en su día le hizo el insigne escultor Mariano Benlluire: «Paco, abre fronteras y no te encasilles solamente en tu Málaga; conocimientos no te faltan». Y eso es lo que hizo: se marchó a Madrid, donde estuvo relativamente poco tiempo, ya que fue contratado por Regiones Devastadas, una empresa estatal encargada de solucionar los daños que la guerra civil produjo en el país. De esta forma, recaló en la provincia de Jaén, en concreto, en la ciudad de Andújar. Luego se trasladaría definitivamente a Úbeda.

Un paréntesis importante para dejar constancia de la cualidad humana de Palma Burgos, en la que posteriormente me extenderé, porque mucho tuvo que ver en el devenir posterior de nuestro personaje. Palma tenía otro «don» especial al margen de su inteligencia: su facilidad para hacer amigos. Su cultura y su forma de ser encantaban. Un simple dato: generalmente, cuando hablaba solía colocar su mano en el hombro de su interlocutor en prueba de su entrega, lo conociera o no. Hábil él como nadie, consiguió que una de sus amistades más arraigadas fuese precisamente la del obispo de la diócesis de Jaén, Rafael García y García de Zúñiga, quien le encargó un gran número de retablos de iglesias y de imágenes para la provincia giennense. Su fama crecía cada vez más. El Ayuntamiento y la propia sociedad se beneficiaron de su arte. No había cuestión artística que no se le consultara, tanto en realizaciones civiles como religiosas. Por ello se le ofreció la iglesia de Santo Domingo (cerrada al culto), donde instaló su propio taller. En él llegó a contar con casi cincuenta operarios, quienes posteriormente aprovecharon su enseñanza, siendo hoy artistas consagrados de los que Úbeda sigue beneficiándose. De allí salió la impresionante fachada en piedra de la iglesia de Cristo Rey, el mausoleo, la estatua y la capilla de San Juan de la Cruz. Diseñó la ornamentación de la famosa plaza de Santa María y talló gran parte de la imaginería de la Semana Santa de Úbeda: los cristos de la Entrada de Jesús en Jerusalén, Columna, Yacente, Noche Oscura, Resucitado, las vírgenes de Nazaret, Caridad y Dolores y un gran número de tronos y pasos. Además, ejerció como profesor en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos y en el Colegio de Padres Salesianos de Úbeda.

Pero la vida siguió ofreciéndole sinsabores y a finales de 1959 decidió su definitiva marcha a Italia. Y es que cuando más arraigado se encontraba en esta ciudad, se le privó de ciertos trabajos de importancia. Por mencionar algunos, me puedo referir a un monumento a los Caídos, donde el jurado plagado de «amigos» desechó su concurso, o las imágenes de la Cofradía de la Santa Cena, a pesar de haber sido precisamente él quien propició su creación. Esta es una cuestión de cierto sentido, pero es que además se unió una serie de acontecimientos que precipitaron su traslado al país transalpino, como fue la muerte en ese año de su madre. Por otro lado, en España se instauró la Seguridad Social, lo que representaba una carga económica dado el elevado número de empleados de su taller.

Palma Burgos conocía Italia por su etapa estudiantil. Visitó Castel de S. Elia, el bello pueblo de la provincia de Viterbo, donde su alcalde, Nazzareno Mazzolini, le facilitó su vivienda en una especie de castillo en el que estableció su estudio. Dedicado preferentemente a la pintura, montó una escuela que no quiso masificar (sólo cinco o seis alumnos participaban a diario), todo ello por la idea marcada de disfrutar de cierta independencia. Y es que Palma Burgos quiso llevar una vida más bien monacal, sin compromisos que le obligasen a un trabajo que agobiara su convivencia de reclusión. De todas formas, como consecuencia de sus conocimientos artísticos, no le resultó difícil abrirse camino rápidamente. Para ello y casi de inmediato, se presentó a los premios nacionales de pintura más importantes, logrando el primer premio del Leonardo da Vinci y el Dante Aligheri, que le reportaron cierta acreditación. Su fama y buen cartel no tardaron en fructificar, llegando a ser académico de la Escuela de Bellas Artes de Roma. Llegó a ser considerado uno de los mejores policromadores de Europa, dándosele opción a trabajar en el propio Vaticano en alguna restauración puntual. Habrá que hacer mención de la facilidad y maestría que disponía para el mezclado de colores. Llama la atención la composición de esas mezclas, por las que lograba tonos desconocidos de cierta belleza.

Muy ligado a la Embajada Española, en muchas ocasiones dio muestras de su patriotismo, llegando a tallar en la entrada de su vivienda un mosaico en piedra con el escudo nacional. Desde la distancia, en esa misma vivienda solía celebrar cualquier festividad española. Sin agobios económicos, se sintió una persona reconocida. Piénsese que recibió en muchas ocasiones distinciones que así lo acreditan, como prueban la obtención de las medallas de oro de ocho localidades italianas. Larga fue la estancia de nuestro personaje en ese país (casi veinticinco años), aunque es verdad que Palma Burgos no desaprovechaba la oportunidad para su regreso a España, en algunas ocasiones, en prolongados intervalos.

Llegado el año 1985, su salud comenzó a deteriorarse. Un problema hepático precipitó su definitivo regreso, máxime cuando desde España sus amistades le comprometían a tallar de nuevo (como es el caso de la imagen del Cristo del Clavo), principalmente con objeto de que cuando llegara el momento de su fallecimiento, su cuerpo reposara entre los suyos. A finales de 1985 fue ingresado en el Hospital Carlos Haya de Málaga, siendo trasladado a Úbeda —según sus propios deseos—, donde entregó su vida el 31 de diciembre. Fue enterrado el 1 de enero de 1986 en el nicho 213, propiedad de la Cofradía de la Columna, la misma para la que en vida había tallado algunas imágenes.

2.       El Cristo del clavo

La imagen del Cristo del Clavo se debe a un cúmulo de situaciones. Y es curioso que las causas viniesen por mediación de un grupo de peninsulares que llegaron a convivir simultáneamente en La Palma: Andrés Moreno Siles, un ingeniero técnico de Obras Públicas destinado en 1979 al puerto de Santa Cruz de La Palma, nacido y venido de Úbeda, persona que llegó a ejercer el cargo de presidente de la Agrupación de Cofradías de Semana Santa en la ciudad de los Cerros; Alberto Pérez Benítez, que ejerció en La Palma la gerencia del Parador Nacional de Turismo y que procedía también de Úbeda, quien le solicitó la talla del Cristo como muestra de agradecimiento a los amigos que dejó en la Isla tras su marcha; y, por último, José María Gallo Moya, militar de origen malacitano. En los tres casos, vinculados con nuestro escultor. Es probable que estos tres hombres recogieran el deseo del párroco de El Salvador, Manuel González Méndez, de proveer al templo de un nuevo Cristo Yacente para el culto del Viernes Santo.

No obstante, las dificultades para que ello se concretara hacían el proyecto prácticamente insalvable. Y lo era por varias razones de peso. Desde Italia, donde el autor residía, era difícil exportar obras de arte. A pesar del ofrecimiento de D. Alberto de que interviniera el Ministerio de Turismo en las gestiones de su traslado, la realidad fue otra. En una visita turística desde Santa Cruz de La Palma a Italia, un grupo de feligreses pertenecientes a la parroquia trasladó la imagen en un autobús, aposentándola en el avión que desde Barcelona los traía de vuelta a la Isla.

Por otra parte, en Italia, Palma Burgos se dedicó preferentemente a la pintura, relegando el trabajo escultórico, si bien es verdad que en momentos puntuales esculpió tallas por encargo. Así, es sabido que realizó un monumento a Garibaldi o que contribuyó a la reconstrucción del palacio de los Borgia en labores de talla. Sea como fuere, es evidente que no olvidó del todo la imaginería procesional. Cuando recibía algún compromiso de trabajo se desplazaba a España para su factura, como fueron los casos del Yacente en 1963 y del Cristo de la Noche Oscura en 1966, ambas imágenes solicitadas para la Semana Mayor de Úbeda. Entre los años 1983 y 1985, talló las imágenes del Cristo del Perdón para Almería y del Cristo del Suplicio para Málaga. Aunque Palma Burgos se desplazaba con frecuencia a España, la duración de su estancia en Italia fue muy extensa, permaneciendo entre 1960 a 1985, año de su fallecimiento.

De ahí que el encargo del Cristo del Clavo posea unas connotaciones muy especiales y cierta dificultad añadida. No en vano, fue el único que no talló en España, no contó con ayuda y en su taller no requería de los medios necesarios para lograr un tratamiento escultórico medianamente acondicionado, ya que no disponía de medidas ni compases que le auxiliasen. De ello resulta el enorme mérito iconográfico que posee el Cristo del Clavo. Es preciso significar que sólo a su genialidad artística puede deberse la impresionante planta que muestra esta bella imagen. Al autor no le agradó que la espalda exigida en el encargo fuese plana, aduciéndose que se trataba de una imagen destinada, en principio, para el culto, no para procesionar, como posteriormente ocurrió.

Como consecuencia de las carencias de su taller (compases, escayolas, yesos, etcétera), Palma Burgos asumió el Cristo del Clavo con un interés inusitado. Se trataba de un reto, de un compromiso para su genio profesional. En un primer momento, el autor optó por tallarlo en piedra —mármol—, material que no le daba la opción de marcar y perfeccionar los detalles anatómicos. Así pues, reconsideró repetirlo en su estado actual. En su conjunto, todas estas cuestiones dotan a la pieza de un valor escultórico sobreañadido. Sumemos una consideración muy importante. El autor no quiso aplicar la policromía en Italia. En su lugar, optó por desplazarse a La Palma. Allí la terminó guardando una absoluta intimidad. A fin de cuentas, el policromado de sus obras, que tanto caracterizan su genio, era uno de sus mejores secretos. El importe de la talla así como la del Suplicio (Málaga) sirvieron para cancelar un préstamo hipotecario de su esposa, de quien se había separado hacía muchos años. El impago del embargo la obligaba a dejar su casa.

La producción de Palma Burgos abarca cincuenta y cuatro cristos de distintas advocaciones, veinte y cuatro vírgenes, treinta y tres tronos, treinta y dos retablos y altares de iglesias, once monumentos, ocho sagrarios, doce bustos, además de otras series de figuras menores, restauraciones, bocetos e innumerable cantidad de cuadros. Fue académico numerario de Bellas Artes en Málaga y en Roma.

Felipe  Toral Valero en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.     TORAL VAQUERO, Felipe. Vida y obra de Palma Burgos. Úbeda: Grupo El Olivo, 2004.

2.            Sobre Palma García y el ambiente cultural de la capital malagueña, véanse: SAURET GUERRERO, Teresa. «El “Revival” Pedro de Mena en la Málaga del siglo XIX». En: Simposio Nacional Pedro de Mena y su época. [Málaga]: Junta de Andalucía, D. L. 1990, pp. 99-121.

3.            Conviene resaltar que era un niño serio e introvertido. Fue generoso en todos los aspectos, amigo de los amigos; para él no había nadie malo, todo lo disculpaba y perdonaba. Fue engañado a sabiendas de que lo hacían; muy formal para su edad juvenil; no le gustaban las bromas pesadas ni las peleas, ni la violencia. Cuando jugaba a la pelota en la calle, siempre se ponía de portero.

Carlos Espí Forcén

“El procurador [1], tomando la palabra, les dijo: ¿A quién de los dos queréis que os suelte?, respondieron ellos: A Barrabás. Replicóles Pilatos: ¿Pues qué he de hacer de Jesús, llamado el Cristo? Dicen todos: Sea crucificado. Y el procurador: Pero  ¿qué  mal  ha  hecho?  Mas  ellos  gritaban  más, diciendo: Sea  crucificado. Y viendo Pilatos que nada adelantaba, antes bien que cada vez crecía el tumulto, tomando agua, se lavó las manos a vista del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de esta sangre; vosotros veréis. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” (Mateo 27, 21-25).

Las palabras de San Mateo son un claro exponente de la inculpación de la muerte de Cristo a los judíos, culpa de la que los romanos quedan eximidos a través de la figura de Pilatos. Son fruto de la competencia entre el cristianismo y el judaísmo en un momento de expansión de ambas religiones y semilla de muchos estallidos de violencia [2]. Pilatos se declara inocente e intenta reiteradamente salvar a Jesucristo, contra sus intenciones se opone el odio inusitado de un tumulto de judíos, que  no  sólo  clama por la crucifixión de Jesús, sino que además  asume  la herencia de la culpabilidad en el deicidio para sus descendientes. Esto implicará que se pueda acusar a los judíos medievales de ser responsables de haber matado al Mesías. Al presentarnos a los judíos sedientos de la sangre de Jesús, los Evangelios sentencian  su  culpabilidad  en  la  Crucifixión  de  Cristo.  Durante  toda  la  Edad Media, ningún cristiano la pondrá en duda, lo único que variará, según los periodos, será el grado de responsabilidad atribuido a los judíos en la muerte de Jesús [3].

En lugar de una crónica histórica, hemos de considerar los Evangelios una obra literaria, los cuatro Evangelios canónicos fueron escritos entre los siglos I y II y ninguno de los evangelistas conoció directamente a Jesús, luego el valor histórico de los Evangelios podría ser, en algunos aspectos, equiparable al valor histórico del Cantar de Mío Cid para el estudio de la figura de Rodrigo Díaz de Vivar [4]. Se ha  llegado  incluso  a  afirmar  que  la  historia  de  Jesús  existía  incluso  antes  de  su nacimiento, ya que la biografía que se narra en los Evangelios puede ser considerada una interpretación de las profecías del Antiguo Testamento [5]. En el periodo de redacción de los Evangelios, el incipiente cristianismo comenzaba a rivalizar con el judaísmo. Para poder derrotar el credo rival, los cristianos tuvieron que estigmatizarlo y ofrecer un corpus teórico que demostrase su superioridad. Partiendo del profetismo judío, defendieron que Jesús era el Mesías y que los judíos no sólo no se habían dado cuenta, sino que incluso eran los responsables de su muerte [6]. Además, los evangelistas habrían minimizado la participación de los romanos en el deicidio para no provocar represalias por parte de quienes ostentaban el poder. Ello supuso una tergiversación del papel que jugó Poncio Pilatos en el ajusticiamiento de Jesús, que se declara inocente de la sangre de Cristo, y la aparición de una muchedumbre de judíos sedientos de su sangre. No parece posible que Pilatos se viese arrastrado por los judíos a actuar en contra de su voluntad. Un prefecto [7] romano en Palestina habría impuesto siempre su autoridad sin tolerar que los judíos le dijesen cómo había de proceder [8].

El Pilatos descrito en los Evangelios contrasta además con el gobernador arrogante y violento que describen otras fuentes. Contemporáneo a Pilatos, el judío Filo de Alejandría lo describió como un gobernador salvaje, violento, inflexible y autoritario. Filo nos informa de que tenía la costumbre de ejecutar prisioneros sin que hubiese un juicio previo, lo que nos da una idea de la escasa oposición que podría haber ofrecido a la ejecución de Cristo. Del carácter violento de Pilatos nos habla incluso San Lucas, al relatar la masacre que hizo de unos galileos: “En este mismo tiempo vinieron algunos y contaron a Jesús lo que había sucedido a unos galileos, cuya  sangre  mezcló  Pilatos  con  la  de  los  sacrificios  que  ellos  ofrecían” (Lucas 13, 1) [9]. Aunque estos pasajes nos ofrezcan una visión parcial, sí que podemos intuir que Pilatos fue un severo administrador de justicia, que impuso su autoridad sin temor de aplicar la espada o la cruz en los momentos en los que le fuese necesario. Jesús fue torturado por sayones romanos y crucificado al más puro estilo romano, luego la culpabilidad de los romanos y de Pilatos hubo de ser mucho mayor que la descrita por los evangelistas. En este contexto hemos de entender la cita del pasaje de San Mateo y la ansiedad de los judíos para que condenasen a Jesús en lugar de a Barrabás.

La  participación  activa  de  los  judíos  en  la  condena  y  sacrificio  de  Cristo se ponía de manifiesto en las imágenes desde los primeros momentos de la Pasión. La escena del juicio de Jesús ante Pilatos fue utilizada para inculpar a los judíos  de  la  muerte  de  Jesús. La  figura  del  prefecto  romano  presentó  un  aspecto muy variopinto a lo largo de la Edad Media. Como hemos visto al inicio de este capítulo, San Mateo nos presenta a Poncio Pilatos reticente a condenar a Cristo y son en cambio los judíos los que insisten en que lo condene a muerte, ya que ellos mismos no tenían la potestad de aplicar la pena capital [10]. Dicha intención de Pilatos de liberar a Jesús permitió una cierta ambigüedad a la hora de calibrar al romano como un personaje positivo o negativo. De hecho, la iglesia etíope lo incluye en su santoral desde el siglo VI por su reticencia a participar en la muerte de Jesús, la iglesia copta reserva un día para celebrar la santidad de Pilatos y su mujer Prócula, mientras que la iglesia griega ortodoxa celebra únicamente la santidad de su mujer [11]. La mujer de Pilatos aparece únicamente en el Evangelio de San Mateo, donde ni siquiera se menciona su nombre, advirtiendo a su marido de no mezclarse en los asuntos de ese hombre justo, puesto que había sufrido en un sueño por su causa (San Mateo 27, 19). El personaje se fue desarrollando de forma apócrifa y se le dio el nombre de Claudia Prócula, que en algunas leyendas aparece incluso como nieta del emperador Octavio Augusto por medio de su hija Julia [12]. En algunas imágenes y dramas de la Pasión de la Baja Edad Media el instigador del sueño de Prócula habría sido el propio Satanás, quien habría inspirado este sueño con el fin de evitar que se produjese la redención de la humanidad por la muerte de Cristo en la cruz [13].

En realidad, tras la escritura de los Evangelios, sobre todo durante la Antigüedad tardía, la fgura de Pilatos se fue dulcificando con el fn de eximir a los romanos de la culpa de la muerte del Mesías. De este modo, Tertuliano o Eusebio de Cesárea nos ofrecen una visión de Pilatos como hombre bueno, que incluso se convirtió al cristianismo. Esta caracterización de Pilatos es la que se desarrolla ampliamente en un texto apócrifo originado probablemente en el siglo IV y conocido como Hechos de Pilatos o Evangelio de Nicodemo. Se trata de un Evangelio supuestamente escrito por Nicodemo, el seguidor fariseo de Jesús (San Juan 3, 1-21), en el que se narra con  detalle  el  juicio  de  Jesús  ante  Pilatos  y  el  descenso  a  los  infernos  de  Cristo después de su muerte. El texto fue muy popular durante la Edad Media y dejó una fuerte impronta en obras bajomedievales como la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine o el Speculum Historiale de Vicente de Beauvais. En los Hechos de Pilatos, el prefecto romano cree en todo momento en la inocencia de Cristo frente a las constantes vejaciones de los judíos, que lo acusan de ser un hijo ilegítimo, producto de la fornicación, y de haber curado a enfermos por medio de la hechicería durante el sabbat. Pilatos propone que lo juzguen ellos, pues él sólo ve a un hombre justo, pero los judíos insisten una y otra vez que quieren que sea crucificado (Hechos de Pilatos 2-4). El romano se erige de este modo como un hombre bueno, comprensivo, temeroso y humilde, que contrasta radicalmente con la maldad y perfidia de los judíos, culpables absolutos de la muerte de Jesús. En una de las partes de los Hechos de Pilatos, el prefecto escribe una carta al emperador romano Tiberio informándole de todo lo ocurrido:

“XXX.  1.         Poncio Pilatos a Claudio Tiberio César, salud.

2.         Por este escrito mío sabrás que sobre Jerusalén han recaído maravillas tales como jamás se vieran.

3.         Los judíos, por envidia a un profeta suyo, llamado Jesús, lo han condenado y castigado cruelmente, a pesar de ser un varón piadoso y sincero, a quien sus discípulos tenían por Dios.

4.         Lo había dado a luz una virgen, y las tradiciones judías habían vaticinado que sería rey de su pueblo.

5.         Devolvía la vista a los ciegos, limpiaba a los leprosos, hacía andar a los paralíticos, expulsaba a los demonios del interior de los posesos, resucitaba a los muertos, imperaba sobre los vientos y sobre las tempestades, caminaba por encima de las ondas del mar, y realizaba tantas y tales maravillas que, aunque el pueblo lo llamaba Hijo de Dios, los príncipes de los judíos, envidiosos de su poder, lo prendieron, me lo entregaron y, para perderlo, mintieron ante mí, diciéndome que era un mago, que violaba el sábado, y que obraba contra su ley.

6.         Y yo, mal informado y peor aconsejado, les creí, hice azotar a Jesús y lo dejé a su discreción.

7.         Y  ellos  lo  crucificaron, lo  sepultaron, y  pusieron  en  su  tumba, para  custodiarlo, soldados que me pidieron.

8.         Empero, al tercer día resucitó, escapando a la muerte.

9.         Y, al conocer prodigio tamaño, los príncipes de los judíos dieron dinero a los guardias, advirtiéndole: Decid que sus discípulos vinieron al sepulcro, y robaron su cuerpo.

10.       Mas, no bien hubieron recibido el dinero, los guardias no pudieron ocultar mucho tiempo la verdad y me la revelaron.

11.       Y yo te la transmito, para que abiertamente la conozcas, y para que no ignores que los príncipes de los judíos han mentido. (Hechos de Pilatos 30, 1-11)”.

En esta carta Pilatos se muestra en todo momento como un devoto y ferviente cristiano, enfurecido con los judíos por haberlo engañado para que condenase a Jesús. Manifiesta claramente que la motivación principal de los judíos para crucificar a Cristo fue la envidia que le profesaban [14]. En realidad, la visión que Pilatos nos ofrece de los acontecimientos en torno a la muerte de Jesús fue la de los padres de la iglesia en la Antigüedad tardía. La popularidad de este texto en la Edad Media propició, no obstante, una atenuación de la maldad del romano y un recrudecimiento del anti-judaísmo.

Este texto pudo influir incluso en las representaciones medievales de Pilatos. La representación del prefecto romano frente a la Flagelación de Cristo en uno de los tímpanos románicos del Pórtico de las Platerías de la catedral de Santiago de Compostela, pudo estar basada precisamente en la benevolente descripción del romano en los Hechos de Pilatos.

Normalmente en esta escena aparece Pilatos con rasgos negativos o neutros [15]; no obstante, a pesar del contexto negativo de la Flagelación, la escena presenta la peculiaridad de que el romano, sentado en un trono, está siendo coronado por un personaje, lo que indica una intención de resaltar su realeza. Justo detrás de Pilatos se ha representado el milagro de la curación del ciego. La imagen podría explicarse por la inclusión en los Hechos de Pilatos de un juicio contra Jesús en el que varios testigos hablan a su favor, entre ellos Nicodemo, la Verónica, así como un paralítico, un ciego y un leproso, que habían sido curados por él (Hechos de Pilatos 6, 4). La aparición del milagro de la curación del ciego induce a pensar que se trata de una alusión a uno de los personajes que posteriormente intervendría a favor de Jesús en el momento del juicio según narra la fuente apócrifa [16].

Independientemente de la clemencia con que se representa a Pilatos en la escena del pórtico de las Platerías, resulta difícil considerarla antisemita debido a la ausencia de una incriminación explícita de los judíos en la muerte de Cristo. La  ambigüedad  de  Pilatos  como  hombre  bueno  o  malvado  se  refleja  en  obras  de teatro medievales sobre la Pasión. En un buen número de dramas de la Pasión encontramos cómo el gobernador romano es amigo de los judíos y está dispuesto incluso a cooperar con ellos en la muerte del Salvador. De este modo, en algunas escenas, Pilatos pedirá consejo a Anás o Caifás sobre la deliberación que ha de tomar respecto a Cristo o cooperará con los judíos en la decisión de crucificar a Jesús con clavos o a escoger una cruz especialmente pesada para su camino al Calvario. Por el contrario, en otras obras teatrales, Pilatos maldecirá a los judíos por haberle obligado a condenar a Cristo y no vacilará en señalar su malicia y falta de compasión.

En una escena de la Flagelación, el gobernador romano espetará incluso a los judíos que se encarguen ellos de dicha labor, cosa que él no estaba dispuesto a hacer, puesto que se había opuesto a castigar a Cristo [17].

Desde los inicios del arte cristiano en el Imperio romano, el rasgo que más caracterizó la iconografía de Pilatos fue el gesto de lavarse las manos, recogido únicamente en el Evangelio de San Mateo y en los textos apócrifos. En sarcófagos romanos del siglo IV y en las puertas de Santa Sabina de Roma del siglo V encontramos una escena del juicio de Cristo ante Pilatos, en la que el romano está entronizado en el gesto de lavarse las manos [18].

Es posible que la benevolencia con la que se juzgaba la figura de Pilatos en los escritos de los padres de la Iglesia y en los apócrifos Hechos de Pilatos determinase el afianzamiento de la iconografía del lavatorio de las manos, por la que la culpa de la muerte de Jesús recaía exclusivamente sobre los judíos [19]. Tertuliano interpretó el gesto de lavarse las manos delante de Cristo como un bautismo en el que Pilatos aceptaba a Cristo y se convertía en uno de los primeros cristianos. Eusebio de Cesárea creyó igualmente que Pilatos se hizo cristiano y que intentó incluso convertir al emperador Tiberio [20]. Testimonio de esta mentalidad sería la supuesta carta enviada a Tiberio, que se recoge en los Hechos de Pilatos.

El cristianismo de Pilatos, tal y como es expuesto por los padres de la Iglesia, recalcaría una vez más su ausencia de maldad y, como consecuencia de ello, la ignominia de los judíos. Movido quizás por la oleada antisemita que había provocado la crisis iconoclasta, en la que los judíos representaban los enemigos por excelencia de las imágenes, a partir del siglo IX el arte bizantino recalcó asimismo la culpabilidad de los judíos en la muerte de Cristo. La escena del juicio ante Pilatos fue cada vez menos frecuente en favor de la iconografía del juicio de Jesús ante el Sanedrín y, cuando se representaba el juicio de Pilatos, se introducía normalmente la presencia de varios sacerdotes judíos que presionaban al romano para que crucificase a Jesús [21].

En el arte occidental de la Alta Edad Media encontramos algún ciclo de la Pasión, como por ejemplo en las puertas de San Miguel de Hildesheim de principios del siglo XI, en las que quien asesora a Pilatos para que condene a Cristo es un demonio [22].

Este terrible papel quedará reservado a los judíos en el arte de la Baja Edad Media. El arte italiano bajomedieval recibió la herencia del arte bizantino no sólo en su estilo, sino también en su iconografía, por lo que es frecuente encontrar la escena del juicio ante Pilatos con el romano representado como un rey medieval e inducido por un malvado judío con larga barba y capucha a condenar a Jesús [23]. Lo mismo ocurrirá en el arte catalán de influencia italianizante. Unas pinturas murales del monasterio de Pedralbes de la primera mitad del siglo XIV han sido tradicionalmente atribuidas a Ferrer Bassa, aunque hoy se propone que podrían haber sido realizadas por un pintor italiano contratado por este pintor [24]. En la escena del juicio de Pilatos observamos al romano al estilo de un rey medieval incitado por una pareja de judíos con larga barba, capucha y capa, a que condene a un Jesús golpeado por sayones [25].

Podemos saber exactamente lo que los judíos le estarían diciendo a Pilatos a través de obras de teatro medievales de la misma época. Un drama litúrgico de la Pasión en catalán, de principios del siglo XIV, contiene muchos pasajes acusatorios contra los judíos de haber matado a Jesús. Entre ellos, adquiere relevancia el juicio ante Pilatos, en el que una pareja de judíos con los nombres de Jorias y Dalfnat dicen expresamente al procurador romano: “Nos te dizim que deu murir” (v. 1223) [26]. No se trata de un hecho aislado; en los dramas litúrgicos de la Pasión de siglos posteriores, tanto en catalán como en castellano, se incidirá una y otra vez en la culpabilidad de los judíos en la muerte y crucifixión de Jesucristo [27].

La visión positiva de la figura de Pilatos alcanzará también a la teología de la Baja Edad Media y temprana Edad Moderna. Durante el siglo XV, en la Corona de Aragón, Francesc Eiximenis insistirá en su Vita Christi en la figura de un Pilatos bueno y ansioso por creer en Cristo, que se esfuerza por no condenarlo, pero que, sin embargo, cede finalmente ante la presión y obstinación de los judíos por miedo al estallido de una revuelta en Palestina [28].

Muchas de las imágenes de la época se harán eco de esta situación, prueba de ello sería una predella dedicada a la Pasión de alrededor del siglo XV, conservada en el Museo Municipal de Pollença y realizada para un retablo de la parroquia de la Madre de Dios, que presenta un juicio ante Pilatos con un judío asesorando al prefecto romano [29].

Pilatos está sentado en su trono y levanta su mano derecha en señal de una toma de decisión. Detrás de él aparece la figura de un consejero judío que le empuja a ordenar el fatal desenlace. El hebreo cumple a la perfección el canon iconográfico de representación bajomedieval de los judíos en la Corona de Aragón. Es este consejero un hombre entrado en la madurez, su avanzada edad se refleja a través de su larga y blanca barba, mientras que su indumentaria se compone de una capa o manto alrededor del cuerpo y una capucha que le cubre la cabeza. La imagen de este “pérfido judío” asesorando al gobernante pudo servir también como signo de advertencia a monarcas y señores de las graves consecuencias que podía acarrear rodearse y dejarse aconsejar por los judíos. Como propiedad directa de los gobernantes, los judíos fueron constantemente defendidos por ellos de los ataques del pueblo, que fue consciente de su labor como instrumento de extorsión económica del señor [30].

En el arte centroeuropeo de la Baja Edad Media es igualmente frecuente que Pilatos aparezca en el juicio de Jesús acompañado de un asesor hebreo de rasgos grotescos, que le anima a que resuelva el caso con una condena a muerte [31]. El rostro del judío suele contrastar brutalmente con la serenidad y comprensión mostrada por Pilatos. El gobernador romano cumple así el papel de un hombre bueno, arrastrado por las circunstancias y la mala voluntad de los judíos a actuar del modo en que lo hizo [32]. No obstante, la innegable implicación de Pilatos en la muerte de Jesús, pudo llegar incluso a convertir al romano en judío en un intento de ofrecer un nuevo repertorio de propaganda antisemita. Este parece haber sido el caso de la predella de Joan Rexach. En dicha obra encontramos dos juicios: el primero es el de Jesús ante Caifás, el sacerdote judío y su séquito llevan una indumentaria oriental que los vincula tanto a judíos como a musulmanes, los otros grandes enemigos de la fe cristiana. De hecho, el propio Caifás lleva un turbante y un largo gorro apuntado, una fusión de los tocados que identificarían a los seguidores de Moisés y de Mahoma [33]. Una segunda escena contiene el juicio ante Pilatos en el momento en que el romano se lava las manos y los sayones se llevan a Cristo con una soga al cuello.

El gorro de Pilatos en esta segunda escena es similar al de Caifás, pero esta vez las perlas han desaparecido y se puede identificar una banda de escritura pseudo-hebrea, lo que transforma al romano en un hebreo, pues la escritura hebrea o pseudo-hebrea fue uno de los recursos de los pintores medievales para identificar al personaje como judío [34].

Uno de los momentos que mejor ilustran la voluntad de Pilatos por librar a Cristo de la pena capital y su imposibilidad de hacerlo ante la insistencia de los judíos para que muera en la cruz es el instante en el que el romano exhibe a Jesús después de haber sido azotado y torturado ante los judíos diciendo: “Ecce homo”; es decir, “He aquí el hombre”. Con ello, el prefecto romano agotaba un último intento frustrado de salvar la vida de Jesús; no obstante, la imagen de un apaleado y demacrado Jesucristo tampoco lograría apiadar a la muchedumbre judía. El ejemplo más antiguo que conocemos de la iconografía del Ecce homo en el contexto hispánico aparece en la Biblia de Ripoll [35]. Se trata de un ejemplo aislado, pues la iconografía del Ecce homo disfrutó de un auge de popularidad a partir del siglo XIV [36]. En la Península Ibérica será Castilla el reino en el que con más frecuencia se represente el tema. Un ejemplo temprano en dicho reino son los frescos que Nicolás Francés pintó en el trascoro de la catedral de León en la década de 1450. En ellos se vuelve a incidir en la inocencia de Pilatos, de cuya boca sale el texto del Evangelio de San Juan: “He aquí que lo saco fuera, para que sepáis que no hallo en él culpa alguna” (Juan 19, 4), mientras los judíos le responden: “Nosotros tenemos la ley y según la ley debe morir el que se proclama hijo de Dios” (Juan 19, 7) [37]. El texto y la imagen se ponen claramente de acuerdo para inculpar una vez más a los judíos de la muerte de Jesús.

Concluimos, por lo tanto, que desde los inicios del Imperio Romano, la competencia entre el judaísmo y el cristianismo condujo a que los cristianos intentasen demonizar al credo rival. Para ello, eximieron de la culpa de la muerte de Jesucristo a los romanos y la concentraron sobre los judíos. Esto hizo que en los primeros siglos del cristianismo existiese una visión positiva de Poncio Pilatos en los escritos de los padres de la Iglesia y en fuentes apócrifas como los Hechos de Pilatos o Evangelio de Nicodemo. Pilatos deja de ser un sanguinario crucificador y se convierte en el símbolo de un monarca fatalmente asesorado por envidiosos hebreos. No obstante, la figura de Pilatos gozó siempre de una relativa ambigüedad y no faltan las fuentes que condenen su maldad junto a la de los judíos instigadores de la muerte del Mesías.

Carlos Espí Forcén en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1                                La versión más extendida en castellano del Evangelio de San Mateo se refiere a Poncio Pilatos como procurador”, cuando en realidad fue “prefecto” de Judea. “Prefecto” es el nombre que recibía el cargo de gobernador en el Imperio romano entre el año 6 y 41 d.C., es decir el periodo de Pilatos. A partir del año 44 d.C. el nombre de “prefecto” se sustituyó por el de “procurador”. De hecho, el único resto arqueológico que nos ha quedado de Pilatos es una inscripción en una pie- dra, que fue reutilizada posteriormente en la construcción del anfiteatro de Cesárea, en la que se menciona que Pilatos fue prefecto de Judea en época de Tiberio (Colum Hourihane, Pontius Pilate. Anti-semitism, and the Passion in Medieval Art, Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2009, pp. 40-42, 393, n. 2)

2                                Aunque tradicionalmente se ha considerado que el Evangelio de San Mateo era el más antiguo de los cuatro canónicos, hoy se mantiene que el de Marcos sería más antiguo y que Mateo y Lucas beberían de esta tradición. Cfr. J. D. CROSSAN, Te Historical Jesus. Te Life of a Mediterranean Jewish Peasant, San Francisco: Harper, 1992, pp.XXX-XXXIII (para una traducción española, El Jesús de la historia: vida de un campesino judío, Barcelona: Crítica, 2007).

3                                G. DAHAN, Les intellectuels chrétiens et les juifs au Moyen Âge, París: Cerf, 1999, pp. 562-563 ; J. COHEN, “Te Jews as the Killers of Christ in the Latin Tradition, from Augustine to the Friars.” Traditio 39 (1983), pp. 1-27; idem, Christ Killers. Te Jews and the Passion. From the Bible to the Big Screen, Nueva York: Oxford University Press, 2007. Kurt Schubert señala el citado pasaje de Mateo, junto con Marcos 15:14, “¿Pues qué mal ha hecho? Mas ellos gritaban con mayor fuerza: Crucifícale”, como el origen del antisemitismo por la acusación de deicidio (K. SCHUBERT, “Gottesvolk- Teufelsvolk-Gottesvolk”, en Die Macht der Bilder. Antisemitische Vorurteile und Mythen, Viena: Jüdisches Museum, 1995, p. 35).

4                                John Dominic Crossan ofrece probablemente el mejor análisis del Jesús histórico desde las distintas vertientes con las que podríamos interpretarlo hoy, esto es, Jesucristo como un profeta, un mago, un curandero, un campesino o un rebelde revolucionario. Véase J.D. CROSSAN, Te Historical Jesus… op. cit. El estudioso judío Jeremy Cohen compara el valor histórico de los Evangelios al que puede tener La Odisea de Homero o el libro bíblico del Génesis. Véase, J. COHEN, Christ Killers… op. cit. p. 19.

5                                M. PERRY - F.M. SCHWITZER, Antisemitism: Myth and Hate from Antiquity to the Present, Nueva York: Palgrave MacMillan, 2002, p. 20.

6                                Actualmente se mantiene por una parte de la historiografía que los Evangelios no pueden analizarse como un documento histórico sino como una profecía historiada. La teología cristiana partiría del judaísmo en la elección de Cristo como el Mesías y la visión de la Crucifixión como el sacrificio último de la Pascua. Véase J. COHEN, Christ Killers…op. cit. pp. 15-28 y 37-53. Ya en la Epístola a los Romanos de San Pablo se considera que los judíos no tienen necesariamente que seguir siendo el pueblo predilecto de Dios. Para ello se utiliza la historia de Jacob y Esaú del Génesis. A pesar de que Esaú es el mayor de los hermanos, pierde sus derechos de primogenitura por un plato de lentejas que prepara Jacob. Según San Pablo, Esaú representaría al pueblo judío por no reconocer al Mesías y delega el favoritismo divino en los cristianos representados por Jacob (Epístola a los Romanos 9: 6-12). Cfr. I.J. YUVAL, Two Nations in your Womb: Perceptions of Jews and Christians in Late Antiquity and the Middle Ages, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 2006, pp. 3-26.

7                                Véase la nota 1.

8                                M. Perry – F. M. SCHWEITZER, Antisemitism: Myth and Hate… op. cit., pp. 27-28. Hoy se afirma que los principales responsables de la muerte de Jesús fueron los romanos. Cristo pudo haber sido sentenciado por Poncio Pilatos por haber retado la autoridad del Imperio en Judea como líder de masas, de ahí que se le condenase como Ihesus Nazarenus Rex Iudeorum. Pudo haber sido condenado por acciones como cuando arremetió contra los mercaderes del templo, que supondrían un reto a la potestad de los romanos (ibid., pp. 32, 34). Una visión más acorde con el Evangelio mantiene que el Sanedrín ideó la condena de Jesús por haberse proclamado el Mesías y lo condujeron a Poncio Pilatos, que lo sentenció a morir en la cruz. Véase, K. SCHUBERT, “Die Juden und die Römer”, en W. P. ECKERT - E. L. EHRLICH (eds.), Judenhass. Schuld der Christen?!, Essen: Hans Driewer, 1964, pp. 102-110.

9                                No obstante, hay que tener en cuenta que Filo de Alejandría está intentando negativizar la figura de Pilatos como enemigo del pueblo judío en oposición a la virtud, encarnada en el emperador Tiberio. Otro contemporáneo de Poncio Pilatos, el historiador judío Flavio Josefo, no hará una descripción tan negativa del prefecto romano. Flavio Josefo lo cita con motivo de la revuelta que se provocó por la erección de unas efigies de César que violaban el aniconismo judío y del conflicto que supuso en la comunidad judía la construcción de un costoso acueducto. En el Testimonium Flavium encontramos un pasaje en el que Flavio Josefo señalaría a Pilatos como el responsable de la crucifxión de Jesús; sin embargo se cree que este pasaje fue alterado posteriormente por autores cristianos. Véase, C. HOURIHANE, Pontius Pilate, Anti-Semitism, and the Passion in Medieval Art, Princenton University Press, 2009, pp. 13-22; C. THOMA, “Der Prozess Jesus im Religionsunterricht”, en W. P. ECKERT - E. L. EHRLICH (eds.), Judenhass. Schuld der Christen?!... op. cit. pp. 128-130.

10                                       J. COHEN, Christ Killers… op. cit., p. 20.

11                                       D. ROKÉAH, “Te Church Fathers and the Jews in Writings Designed for the Internal and External Use”, en S. ALMOG (ed.), Antisemitism through the Ages, Oxford y Nueva York, Pergamon Press, 1988,p. 42; C. HOURIHANE, Pontius Pilate…op. cit. p. 4.

12                                       C. HOURIHANE, Pontius Pilate… op. cit. pp. 126-142.

13                                       R. MELLINKOFF, “Pilate’s Wife”, en J. F. HAMBURGER - A. S. KORTEWEG (eds.), Tributes in Honor of James Marrow. Studies in Painting and Manuscript Illumination of the Late Middle Ages and Northern Renaissance, Turnhout, Brepols, 2006, pp. 338-340.

14                                       Para la visión de Pilatos en los Hechos de Pilatos, véase C. HOURIHANE, Pontius Pilate…op. cit., pp. 31-34, 80-82; E. VON DOBSCHUTZ, Christusbilder. Untersuchungen zur christilichen Legende (Beilagen), Leipzig, 1899, pp. 163-190.

15                                       En la obra de Colum Hourihane encontramos una gran colección de imágenes de Pilatos ante la fagelación, en las que el romano tiene rasgos negativos o neutros (C. HOURIHANE, Pontius Pilate…op. cit.).

16                                       J.L. SENRA GABRIEL Y GALÁN, “Los tímpanos de la catedral de Santiago en su contexto histórico artístico”, en R. SÁNCHEZ AMEIJEIRAS – J.L. SENRA GABRIEL Y GALÁN (eds.), El tímpano románico. Imágenes, estructuras y audiencias, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 2003, pp. 41-44.

17                                       La amistad de Pilatos con Anás y Caifás se manifiesta en escenas como una invitación por parte de Pilatos a Anás a que coma con él o una escena en la que Caifás acude a visitar a Pilatos y le pide disculpas por despertarlo de la siesta. En cuanto a las escenas de la flagelación, en algunas obras teatrales aparece la figura de un judío llamado Rufus, que anima a los judíos a que fustiguen a Jesucristo. Véase R. VON STOEPHASIUS, Die Gestalt des Pilatus in den mittelalterlichen Passionspielen, Wurzburgo, Wissenschaftlicher Werke Konrad Triltsch, 1938, pp. 54-58. Curiosamente, la figura de Rufus podría tener paralelos en el arte bajomedieval alemán, pues es frecuente encontrar judíos flagelando a Cristo en una escena yuxtapuesta al juicio de Pilatos.

18                                       J. MARTÍ I AIXALÀ, “La escena pro tribunali, Jesús ante Pilatos en los sarcófagos de Pasión”, en Studi di Anti- chità Christiana. Historiam pictura refert. Miscellanea in onore di Padre Alejandro Recio Veganzones O.F.M. Ciudad del Vaticano, Pontifcio Istituto di Archeologia Cristiana, 1994, pp. 1-14; C. HOURIHANE, Pontius Pilate…op. cit., pp. 57, 67, 75-78.

19                                       J. MARTÍ I AIXALÀ, “La escena pro tribunali…” op. cit., pp. 5-10.

20                                       Ibid., pp. 68-72 y 80.

21                                       A. DERBES, Picturing the Passion in Late Medieval Italy. Narrative Painting, Franciscan Ideologies, and the Levant, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, pp. 79-80.

22                                       C. HOURIHANE, Pontius Pilate…op. cit. pp. 144-145.

23                                       A. Derbes, Picturing the Passion in Late Medieval Italy… op. cit. pp. 72-93.

24                                       J. YARZA LUACES, “Ferrer Bassa revisado”, en Studi in onore di Angiola Maria Romanini, Roma, Sintesi Informazione, 1999, pp. 715-725. Véase también, F. ESPAÑOL, El gótico catalán, Manresa, Angle, 2002, pp. 217 y 220-222. Una escena parecida se encuentra también en el Políptico Morgan de Arnau Bassa, hijo de Ferrer Bassa. Cristo es presentado ante Pilatos por un malicioso judío (ibíd., pp. 217-219). El ejemplo hispánico más temprano que conocemos de la iconografía del juicio de Pilatos, en el que el romano es asesorado por un hebreo, se encuentra en la pintura del siglo XIII de la techumbre de la catedral de Teruel (P. RODRÍGUEZ BARRAL, La imagen del judío en la España medieval, Edicions Universitat de Barcelona, Barcelona, 2009, pp. 112-113).

25                                       Para el ciclo de pinturas murales de Pedralbes véase también, J. GUDIOL – S. ALCOLEA I BLANCH, Pintura Gótica Catalana, Barcelona, Polígrafa, 1986, pp. 43-45, 294-295.

26                                       El verso procede de la Pasión Didot del siglo XIV de la Biblioteca Nacional de París. Véase P. RODRÍGUEZ BARRAL, “El judío en el drama sacro bajomedieval hispánico.” La Corónica 36 (2007), pp. 247-249 (reeditado en P. RO- DRÍGUEZ BARRAL, La imagen del judío en la España medieval… op. cit. pp. 96-109).

27                                       P. RODRÍGUEZ BARRAL, La imagen del judío… op. cit. pp. 96-109. Las obras teatrales medievales fueron un caldo de cultivo antisemita. En ellas se incide una y otra vez en la culpabilidad de los judíos en la Pasión en todas las escenas del ciclo, muchas veces con gran virulencia. Para obras similares en el mundo germánico véase, H. C. HOLDSCHMIDT, Der Jude auf dem Teater des Deutschen Mittelalters, Emsdetten, Heinr. & J. Lechte, 1935; N. BREMER, Das Bild der Juden in den Pasionsspielen und in der bildenden Kunst des deutschen Mittelalters, Frankfurt a. M., Peter Lang, 1986; E. WENZEL, “Do worden die Judden alle geschant”. Rolle und Funktion der Juden in spätmittelalterlichen Spielen, Munich: Wilhelm Fink, 1992.

28                                       C. ROBINSON, “Preaching to the Converted: Valladolid’s Cristianos nuevos and the Retablo de don Sancho de Rojas”, en Speculum 2008, pp. 135-137. El artículo de esta autora pretende demostrar la influencia de la obra de Francesc Eiximenis en las imágenes devocionales castellanas de la Pasión en la Baja Edad Media, centrándose en el retablo que el arzobispo de Toledo Don Sancho de Rojas donó al convento de San Benito de Valladolid en 1415. Cfr. Ibid. pp. 112-152.

29                                       T. SABATER, La pintura mallorquina del segle XV, Palma de Mallorca, UIB, 2002, p. 56, fig. 13a.

30                                       R. CHAZAN, Church, State and Jew in the Middle Ages, Nueva York, Behrman House, 1980, pp. 60-88.

31                                       J. MARROW, “Circumdederunt me canes multi: Christ’s Tormentors in Northern European Art of the Late Middle Ages and Early Renaissance”, en Art Bulletin 59, 1977, pp. 171-172.

32                                       R. MELLINKOFF, Outcasts: Signs of Otherness in Northern European Art of the Late Middle Ages, Los Angeles, University of California Press, 1993, vol. 1, p. 128, vol. 2, fg. VI., p. 27.

33                                       Para la identificación de Pilatos y de otros personajes romanos con judíos y musulmanes por su indumentaria oriental véase, M. MORENO BASCUÑANA, Las huellas del otro: el Islam y el Judaísmo en la pintura gótica valenciana, Tesis de Licenciatura, Universidad de Valencia, 2006, pp. 80-85. Cfr. VV.AA., La impronta florentina y flamenca en Valencia. Pintura de los siglos XIV-XV. Valencia, Museo de Bellas Artes de Valencia, 2007, pp. 106-115.

34                                       Colum Hourihane cree que podemos encontrar imágenes en las que Pilatos aparece como un judío ya en el siglo XI, como por ejemplo en el hecho de que tenga barba, posea una tez negruzca o porte un gorro judío. Cfr. C. HOURIHANE, Pontius Pilate… op. cit. pp. 146-153. Para la escritura pseudo-hebrea como elemento de identifcación de los judíos, véase R. MELLINKOFF, Outcasts: Signs of Otherness…op. cit., vol. 1, pp. 97-119. Las escenas de la Pasión de Cristo no son las únicas en las que aparece un romano con rasgos hebreos e islámicos. El retablo de Santa Engracia pintado por Bartolomé Bermejo probablemente para el monasterio de San Francisco de Daroca en la segunda mitad del siglo XV, muestra al emperador romano Daciano con una vestimenta oriental muy similar a la del Pilatos de Reixach en la escena de la flagelación de Santa Engracia. Daciano presenta, además del gorro apuntado con turbante, una tez negruzca y una barba que en un intento de identificación con los musulmanes. Véase, M. MORENO BASCUÑANA, Las huellas del otro… op. cit., pp. 101-102. Para el retablo de Santa Engracia véase VV.AA., La pintura gótica hispano flamenca. Bartolomé Bermejo y su época, Barcelona: Museo Nacional de Arte de Cataluña, 2003, pp. 148-159. De la misma época y también en Valencia, Francesc D’Osona realizará una tabla con Jesús ante Pilatos en la que Pilatos no porta la indumentaria judía del Pilatos de Reixach, pero sí que aparece un judío al lado de Pilatos según la tradición más temprana de judíos induciendo al romano a que condene a Cristo (X. COMPANY (ed.), El Món dels Osona. ca. 1460- ca. 1540, Valencia: Museu de Belles Arts Sant Pius V, 1995, pp. 136-137).

35                                       W. NEUSS, Die Katalanische Bibelillustration um die Wende des ersten Jahrtausends und die altspanische Buchmalerei, Bonn y Leipzig, Kurt Schroeder, 1922, p. 125, fg. 142; C. HOURIHANE, Pontius Pilate… op. cit. p. 123; José Martí i Aixalà interpreta el gesto de Pilatos ante Cristo en un sarcófago romano de Arlés como una posible alusión a la escena del Ecce homo ( J. MARTÍ I AIXALA, “La escena pro tribunali…” op. cit. p. 8).

36                                       C. HOURIHANE, Pontius Pilate… op. cit. pp. 220-226.

37                                       P. RODRÍGUEZ BARRAL, La imagen del judío… op. cit. pp. 159-160. Rodríguez Barral cita varios ejemplos más de la iconografía del Ecce homo en Castilla (ibíd., pp. 159-169). Hourihane recoge igualmente un buen repertorio de imágenes similares centro-europeas del Ecce homo (C. HOURIHANE, Pontius Pilate… op. cit. pp. 335-346).

Martín Gelabert Ballester

Siguiendo la línea habitual de sus intervenciones, Benedicto XVI se ha centrado, en su primera encíclica [1], en lo más esencial de la fe cristiana: «quién es Dios y quienes somos nosotros» (2a). En efecto, el amor define lo que Dios es y lo que es el cristiano: Dios es amor (1Jn 4, 16), y cristiano es «el que ama», el que ama a Dios (1Jn 4, 7) y el que ama a su hermano (1Jn 2, 10); y al amar realiza el ser imagen de Dios.

Ahora bien, definir «lo cristiano» (el Dios revelado en Jesucristo y la persona cristiana) por el amor plantea, al menos, dos dificultades. Una se refiere a la ambigüedad de la palabra amor: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de amor? La otra dificultad es debida a que el amor es una realidad antropológica, antes de ser una realidad religiosa y, por tanto, el cristianismo no puede pretender tener la exclusiva del amor. Surge entonces la pregunta de si el concepto antropológico de amor y el cristiano son iguales, distintos, contrarios, contradictorios o compatibles.

1.       El amor, una realidad plurivalente

La encíclica comienza notando la primera de las dificultades a las que acabo de aludir: «El término amor se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes» (2a). Para ejemplarizarlo el Papa habla del «amplio campo semántico de la palabra amor» (a los padres, a la patria, a la profesión, etc.). Podemos añadir también el amplio campo ideológico. En efecto, el significado del amor puede ir de lo sexual a lo espiritual, de lo interesado a lo desinteresado, de la codicia a la caridad. En suma, con la palabra amor designamos actitudes y comportamientos no sólo bien distintos, sino, a veces, incluso incompatibles (amor al dinero, amor al pobre). El amor abarca un campo tan amplio como el que va del interés al desinterés. De ahí que según cuál sea la idea que uno se hace del amor, puede considerar que la idea que otros tienen es o bien una profanación, o bien una mistificación irreal del amor.

Benedicto XVI precisa que «en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer» (2b). Este amor hay que calificarlo de interpersonal y es el que verdaderamente nos interesa. En este amor intervienen todas las dimensiones de la persona y en él «se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor» (2b). Surge entonces la pregunta de si todos estos tipos de amor se unifican en uno sólo o si estamos hablando de realidades totalmente diferentes. La pregunta orienta ya hacia la respuesta que interesa al Papa: hay diferentes tipos y especies de amor. Si se absolutizan pueden resultar incompatibles. Pero también pueden y deben integrarse, sobre todo en el amor interpersonal y en el amor del ser humano a Dios, para realizar la plenitud y belleza del amor. Dejamos aquí indicada esta cuestión para retomarla más adelante.

2.       El amor, dimensión antropológica fundamental

El amor define al cristiano. En realidad, el amor, sobre todo el interpersonal, es la esencia de lo humano. El ser humano es un ser hecho para el amor. La fe cristiana ratifica esta dimensión fundamental de la existencia que es el amor, y le da su sentido más auténtico.

El amor no aparece en un momento dado de la existencia. El amor nace con nosotros. Todos nacemos como seres hechos para el amor. La prueba de que nacemos para el amor está en la necesidad que todos tenemos de superar la soledad. La necesidad del amor nace del sentimiento innato de separación y del deseo de superarlo mediante una experiencia de unión. Dicho de una forma muy sencilla: todos sentimos que nos falta algo, no sabemos el qué, pero buscamos eso que nos falta. El niño, en cuanto deja el seno materno, siente su falta, y por eso busca la piel y los pechos de la madre. Todos, en muchos momentos de la vida, aún estando rodeados de gente, sentimos una angustiosa sensación de soledad. Y, para huir de ella, buscamos esa mano amiga que nos haga sentir acompañados. Nos falta, como dice la sabiduría popular, nuestra «media naranja».

Yo mismo he escrito algunas páginas sobre este asunto [2], y ha sido grande mi alegría al leer las observaciones de Benedicto XVI al respecto. El Papa se refiere al mito de los andróginos, contado por Platón y al texto del Génesis sobre la creación del varón y la mujer (11). Según cuenta Platón (en su obra El banquete), antaño nuestra naturaleza no era como ahora, sino muy diferente. Nuestros antepasados eran dobles (cuatro manos, cuatro piernas, dos órganos reproductores, dos rostros, aunque una sola cabeza para el conjunto de estos dos rostros opuestos el uno al otro) y poseían una unidad perfecta de la que ahora carecemos. La dualidad genital explica que hubiera tres géneros en la especie humana: los varones (que tenían dos sexos de hombre), las mujeres (que tenían dos sexos de mujer) y los andróginos que poseían un sexo de hombre y otro de mujer. Todos ellos poseían una valentía y una fuerza tan excepcionales que intentaron escalar al cielo para luchar contra los dioses. Zeus, para castigarlos, decidió cortarles en dos, de arriba abajo. Esto significó el fin de la plenitud, de la unidad, de la felicidad. Desde entonces cada individuo no tiene más remedio que buscar su mitad, expresión que hay que tomar al pié de la letra: antes «formábamos un todo completo…, antes éramos un solo ser»; pero hemos sido «separados de nosotros mismos buscando sin descanso ese todo que éramos»; «el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor», que es por añadidura lo que nos hace felices. Lo interesante del mito platónico es que expresa de manera gráfica esa necesidad imperiosa que todos tenemos del otro, pues sólo otro «tú» puede colmar nuestra radical soledad y equilibrar nuestro yo.

Otra historia, la de Adán y Eva, también manifiesta esta necesidad de superar la soledad mediante el encuentro con otro ser, igual y diferente al mismo tiempo. Es importante eso de «igual y diferente». A propósito de ello quisiera ofrecer una curiosa observación que hace Tomás de Aquino. No se refiere para nada a Platón, pero se diría que está pensada como una respuesta al mito que acabamos de narrar. Observa Tomás de Aquino que en Gn 1, 27 se lee «los creó macho y hembra», y comenta: «dice en plural los para evitar el que se entienda que ambos sexos se daban en un solo individuo» [3]. El amor se da entre dos seres distintos, iguales y diferentes. Iguales, porque sin la igualdad el otro sería un objeto, una cosa para mi servicio. Diferentes, porque sin la diferencia, en el otro sólo encontraría un reflejo de mí mismo. En cualquiera de los dos casos, la soledad no sería superada. En realidad, la androginia humana, no como metáfora, sino en sentido estricto, es la destrucción del amor. El deseo del otro no se traduce en necesidad de identificarme con él, sino en comunicarle este deseo sin buscar que desaparezca en mi misma identidad. Desear al otro es desear que el otro sea verdaderamente otro.

Pero sigamos con la historia de Adán y Eva. En los inicios de la humanidad, después de haber preparado un jardín frondoso para que la vida fuera posible y gratificante, Dios creó a un ser humano para que lo habitara. Apareció Adán. Pero muy pronto Adán noto que le faltaba algo esencial. Se encontraba solo. Se paseaba por el universo y admiraba su belleza. Pero las plantas, los animales, las estrellas, no hablaban su misma lengua. No podía comunicarse con ellos. Dios se dio cuenta: Adán no estaba bien, un hombre solo no es una buena creación: «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Entonces de «una de las costillas» del hombre, Dios «formó una mujer» (Gn 2, 21-22). De modo que la mujer «ha salido del hombre». Por eso hay en el uno y la otra una tendencia innata a ser de nuevo «una sola carne» (Gn 2, 23-24) por el amor, en la distinción, la diferencia y el respeto a la alteridad. Aparece también en esta historia lo que ya hemos encontrado en el mito anterior: el hombre ha perdido una parte de sí mismo y no se encontrará a sí mismo hasta que no encuentre lo perdido.

La parte perdida ―o mejor, lo que el varón necesita para sentirse completo― es la mujer, que Dios presenta ante Adán para que, si aprende a amarla, encuentre lo que busca, se sienta colmado, su soledad se convierta en compañía del otro igual y diferente. Digo bien si Adán aprende a amarla. Porque la prueba de que el amor es un aprendizaje, que exige tiempo y paciencia, se encuentra en la primera dificultad que tuvieron que superar Adán y Eva. Después de enfrentarse con Dios, en vez de pedirse perdón el uno al otro por haberse incitado mutuamente contra Dios, o de tratar el uno de defender al otro, como se defienden los que se quieren, se enfrentaron entre ellos, manifestando un amor poco sólido, inmaduro y egoísta: el hombre acusó a la mujer, y la mujer no quiso responsabilizarse de lo ocurrido (Gn 3, 12-13). La consecuencia de este enfrentamiento la expresa el libro del Génesis (Gn 3, 16) con una frase tajante, dicha por Dios a la mujer: «él te dominará». El dominio sustituye al vivir para el otro.

Ambas historias, la de Platón y la del Génesis, coinciden en lo fundamental, a saber, la necesidad que tenemos los humanos de superar la soledad. Porque estamos hechos para amar. Hasta el punto de que el ser humano permanece para sí mismo un misterio incomprensible si no se encuentra con el amor [4]. Interesa, pues, introducir ya la verdadera razón teológica de por qué el ser humano está hecho para amar. Esta razón última, que la fe nos descubre, es que el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor.

3.       Imagen de Dios, que es Amor

En el libro del Génesis encontramos la clave de comprensión (desde la fe) de lo que es todo ser humano: un ser con una dignidad sin igual, porque ha sido creado a imagen de Dios (Gn 1, 27).

Esto significa que para comprender a fondo lo que es el ser humano hay que saber algo del modelo a partir del cual ha sido creado, o sea, de Dios. Antes y después de su elevación al Pontificado, el Papa ha insistido en que el Dios cristiano es Razón y Amor. El Logos (término griego que significa palabra y razón) entra en la definición del Dios cristiano. Dios como Logos ha creado la razón y al mismo tiempo crea por amor. Así, Dios no es compatible con fundamentalismos, supersticiones y arbitrariedades. En su encíclica el Papa insiste en la segunda de las características fundamentales del Dios cristiano, a saber, el Amor. Con esta característica nos encontramos ante una «nueva imagen de Dios» (son palabras del Papa, en 9a), necesaria para comprender quién es el ser humano. Aquí «nueva» hay que entenderlo en relación a la imagen que ofrecen de Dios otras concepciones religiosas y filosóficas de la antigüedad. Y también nueva (añado yo), o al menos original, en relación a la que ofrecen otras religiones: para el Islam, Dios es Señor y no Amor. Veamos esta «nueva imagen de Dios».

3.1.    Dios es amor

No cabe una definición de Dios. Dios es indefinible. Todo intento de definirlo lo empequeñece. Por eso, cuando la revelación, sobre todo la del Nuevo Testamento, y más en concreto los escritos joánicos, parece que ofrece definiciones de Dios («Dios es espíritu»: Jn 4, 24; «Dios es luz»: 1Jn 1, 5) se trata de fórmulas que ponen de relieve un valor esencial de Dios.

La «definición» de Dios como Amor (1Jn 4, 8.16) es reconocida como la mejor y más apropiada, porque este valor que pone de relieve es determinante de todo lo que es y hace Dios. Dios y el amor son inseparables y se califican el uno al otro. Aquí no se dice que en Dios hay amor, sino Dios es amor. El ser de Dios es irrevocablemente definido como amor. Y de la misma forma que «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1, 5), Dios es amor y en él no hay nada más que amor, sin ningún asomo de no-amor. El amor no es una actividad más de Dios entre otras (Dios crea, juzga, gobierna, etc.). Es la razón de ser, el motivo de todo lo que hace, lo que connota toda su actividad y todas sus relaciones. El amor se identifica con su ser. Todo su ser es ser amor.

Sólo el amor le ocupa [5]. No es algo suyo, es Dios mismo, su substancia, de tal modo que es imposible que Dios no ame. Como muy bien dice San Bernardo en su Carta sobre la caridad a los hermanos de la Cartuja, si la caridad no fuera la misma substancia divina, sino una cualidad o accidente, «sería decir que en Dios hay algo que no es Dios».

¿Cómo llegó el autor de la primera carta de Juan a esta «definición»? No especulando sobre la naturaleza divina, sino contemplando las manifestaciones de Dios a través de la historia, sobre todo en la persona y vida de Jesús: «en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1Jn 4, 9). Ya a lo largo del Antiguo Testamento, Dios se manifestó como la bondad misma, que socorre a los suyos en la aflicción y que perdona a cuantos se arrepienten. Pero en Jesús, el amor del Padre se manifestó con una generosidad inigualable: en Cristo, Dios ama a sus enemigos, llega a decir Rm 5, 10. Los escritos atribuidos al apóstol Juan descubren quién es Dios en función del misterio de Cristo, puesto que el Padre y el Hijo son una sola cosa (Jn 10, 30), y viendo al Hijo se ve y se conoce al Padre (Jn 8, 19; Jn 14, 7.9). Así, pues, «el discípulo que Jesús amaba», habiendo comprendido todo el amor que existía en el corazón de Cristo (Jn 13, 1), manifestado en su muerte (cfr. Jn 15, 13), ha concluido que en Dios existía un amor idéntico al que él había descubierto en Jesús. Por eso afirma sin dudar: «Dios es Amor».

3.2.    Un amor apasionado y gratuito

¿Cómo es el amor de Dios? ¿Cómo describirlo en nuestros términos humanos? Para responder a esta pregunta seguimos de cerca la encíclica papal, pues ella nos reserva una sorpresa al describir el cómo de ese amor.

El Dios bíblico manifiesta en primer lugar su amor por su Palabra creadora. El hecho mismo de crear manifiesta que quiere a la criatura. Al contrario de lo que ocurre con la divinidad aristotélica, que «no necesita nada y no ama, sólo es amada», el Dios bíblico «ama personalmente». Para calificar humanamente un amor incalificable, Benedicto XVI no duda en recurrir al término eros usado por el Pseudo Dionisio [6]. Se indica así que el amor de Dios es un amor apasionado, que brota de lo más profundo de sus entrañas y le impulsa, le mueve a salir de sí mismo, como si no pudiera estar sin el hombre (9a); se diría que es un amor «que se impone». Los profetas Oseas y Ezequiel han descrito esa pasión de Dios con imágenes eróticas audaces, la del noviazgo y la del matrimonio (9b). Ahora bien, nota el Papa, el Pseudo Dionisio califica a la vez a Dios como agapé. Pues si el amor de Dios es apasionado, no por eso es necesitado, es totalmente desinteresado, gratuito y, por este motivo «es un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia» (10a). En efecto, la justicia exige castigar al pecador. Pero en Dios, su amor va más allá de la justicia: «la misericordia se siente superior al juicio» [7] llega a decir la carta de Santiago (St 2, 13). En suma, en el Antiguo Testamento, el Creador de todas las cosas «es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor». Esta concepción bíblica podría traducirse filosóficamente diciendo que «el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé» (10b).

El Nuevo Testamento prolonga esta concepción ya insinuada en el Antiguo: Cristo da carne y sangre a los dos conceptos de eros y agapé, manifestando un Dios que va tras la oveja perdida, y se comporta como un padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza. En la cruz de Cristo «se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo» (12). Este acto de entrega de Jesús se perpetúa en la Eucaristía (13). Se entiende así que «el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros» (14).

4.       La imagen del ser humano

4.1.    Un amor «agápico» que integra el amor «erótico»

Relacionada esencialmente con la imagen de Dios encontramos en la Biblia la imagen del hombre, como ser para el amor, creado a imagen de Dios. Ya hemos visto que el ser humano ha sido creado para el amor. Las pregunta que ahora nos hacemos es: ¿cómo es el amor humano y cristiano a imagen del amor de Dios? Si el amor de Dios es una conjunción de eros y agapé, lo mismo ocurrirá en el amor humano. Esta relación de eros y agapé es, posiblemente, lo que más ha llamado la atención en la encíclica. El Papa la plantea a partir de la siguiente dificultad: el cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros? (4a). Dicho de otro modo: el amor cristiano ¿es acaso un amor frío, en el que los sentimientos, la sensibilidad y la pasión están ausentes, un amor que en realidad no es amor sino obediencia? ¿Cómo es el amor humano y cristiano a imagen del amor de Dios? De hecho el Nuevo Testamento ha relegado la palabra eros, para calificar al amor cristiano, y privilegiado, casi de forma exclusiva el novedoso vocablo agapé. En realidad, el agapé (amor desinteresado) no anula el eros (amor apasionado), sino que lo integra, purificándolo. Lo que antes hemos dicho a propósito de Dios (calificado a la vez de eros y agapé) se realiza en el cristiano.

Para comprender la asunción del eros por el agapé, hay que recordar que en el ser humano coexisten íntima e inseparablemente una dimensión corporal y otra anímica o espiritual. El hombre es él mismo en la unidad íntima de ambas dimensiones. «El desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación». Si el hombre quiere ser sólo espíritu y rechaza la carne, ambos, espíritu y cuerpo pierden su dignidad. Al contrario, si repudia el espíritu para considerar el cuerpo como su realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. Pues «ni la carne ni el espíritu aman». Es «la persona la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte cuerpo y alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el eros puede madurar hasta su verdadera grandeza» (5b).

El Papa reconoce que puede haber algo de cierto en el reproche que  se hace al cristianismo de ser adversario de la corporeidad. Pero no es menos cierto que hoy el eros se degrada en puro sexo (olvidando que las dimensiones sensibles y sensuales, corporales de la persona, son más que encuentro genital), se convierte en mercancía, en objeto. Sin embargo, el sexo sólo encuentra su más auténtico sentido como expresión de amor. Entonces es humano y humanizador. El cuerpo que exaltan muchos de nuestros contemporáneos (joven, estilizado, bello, etc.), es un cuerpo para el consumo. Hay que respetar todos los cuerpos, todos sin excepción. Cuando así ocurre el eros empieza a purificarse, supera el egoísmo y puede nacer el amor que se ocupa y preocupa por el otro. El amor que no se busca sólo a sí mismo, sino que ansía el bien del amado.

No puede contraponerse, por tanto, el eros, como amor mundano, y el agapé, como amor fundado en la fe. El agapé está profundamente enraizado en lo humano y lo mundano, y no puede desvincularse «de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana» (7b). Y el eros, al vivirse en el contexto del amor que busca el bien del otro, trabaja por la felicidad del otro y desea «ser para» el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial. Por otra parte, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente de un amor oblativo y desinteresado. «No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don» (7b). Eso es incluso cierto en el terreno estrictamente sobrenatural: el hombre sólo puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cfr. Jn 7, 37-38), si bebe siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cfr. Jn 19, 34). En resumen, el amor es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero nunca pueden separarse completamente la una de la otra. Cuando se separan se produce una forma mermada o una caricatura del amor (8).

4.2.    El amor como mandamiento

En el texto papal encontramos esta pregunta: ¿se puede mandar el amor? (16). ¿Por qué la escritura judeo-cristiana dice que el amor es un mandamiento?

¿No es más bien un sentimiento? De nuevo la relación entre eros y agapé puede iluminar esta cuestión. Pues el sentimiento no agota la totalidad del amor. Tampoco la atracción inicial (eros). Mientras los sentimientos van y vienen y la atracción desaparece, el mandamiento da estabilidad al amor.

El amor como sentimiento es muy restrictivo. Los que «no me caen bien» no pueden ser objeto de mi amor. Sin embargo, el evangelio habla de un amor universal. Si es universal tiene que ser posible amar a los que no me gustan. Ahora bien, si el amor es un gusto, una sensación agradable y placentera, está claro que no puedo amar a quien no me gusta. El amor como sentimiento es limitado. Tampoco es constante ni duradero, ni siquiera es fácil, como lo prueba la gran cantidad de divorcios y separaciones. En el amor como sentimiento deja de ser verdad eso de que el amor todo lo puede.

La comprensión del amor como sentimiento es insuficiente. En realidad, el amor (incluso a niveles humanos) es una actitud, resultado de una capacidad que exige aprendizaje. Si el amor es una capacidad, la cuestión ya no es encontrar alguien que me ame o que me guste, sino poner en práctica mi capacidad de amar. Más que una cuestión de objeto, el amor es una actitud, una orientación del carácter, un ejercitar una facultad, una expresión de mi vida. Cierto, cuando yo amo, puede entonces ocurrir la maravilla de despertar en el otro el amor, y de ser también yo amado. Hay un lazo muy estrecho entre el desarrollo de la capacidad de amar y el desarrollo del objeto del amor. Así ocurre, en el caso ideal, en el amor de la madre por su hijo. El niño es ante todo objeto de un amor gratuito. Él es, en primer lugar, amado. Y amado incondicionalmente. Poco a poco, este amor primero e incondicional, despierta en el niño la capacidad de amar, de responder a su vez a este amor. Y de pasar de una primera etapa en la que la madre es absolutamente necesaria, a una etapa más madura en la que el niño trata de complacer a su madre y de «ganarse» su amor.

El evangelio va más allá del amor como sentimiento y como actitud. Habla del amor como mandamiento. Ya hemos dicho que el mandamiento da estabilidad y permanencia al amor. Pero entender el amor como mandamiento plantea alguna dificultad. El sentimiento es espontáneo,   las actitudes son libres, el mandamiento es obligado. ¿Podemos hacer del amor una obligación? Entonces, ¿por qué es mandamiento? Porque amor y mandamiento son lo mismo. El mandamiento es expresión de la voluntad de Dios. Y el amor es unión de voluntades, consiste en hacer la voluntad del amado, pues los amantes tratan de complacerse el uno al otro. Cuando el amor es codicioso la voluntad ajena se opone a la propia. Pero hay un amor en el que se realiza el milagro de que la voluntad propia coincide con la ajena. Si dos seres humanos se aman, ¿no se repiten constantemente el uno al otro: «se hará como tú quieras»? Cuando se trata del amor del ser humano por Dios, el complacer a Dios se traduce en conformidad con la Voluntad divina, en la búsqueda constante de lo que place a Dios, en definitiva, en cumplir la voluntad de Dios: «el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos» (1Jn 5, 3; Jn 14, 15). Si uno mi voluntad a la de Dios, entonces puedo amar a la persona que no me agrada, porque esa persona es amada por Dios: «su amigo es mi amigo» (18).

5.       La imagen de la Iglesia

Tras haber tratado del amor como lo que define a Dios y lo que define a la persona, la Encíclica trata de la Iglesia como comunidad de amor. El amor es, pues, la nota distintiva de la Iglesia. Pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia, situándose al mismo nivel que el anuncio de la Palabra de Dios o la celebración de los Sacramentos (25a). La Iglesia es la comunidad de aquellos que aman a Dios y que aman a los hermanos. Y toda su actividad es expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano (19).

Al ser la Iglesia una comunidad de personas, el amor de y en la Iglesia precisa de una organización. Benedicto XVI cita Hch 2, 44-45. En este texto se describe el ideal de vida de la primitiva comunidad: lo compartían todo, los bienes, las oraciones, la eucaristía, la enseñanza de la Palabra. El Papa nota que «a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión material» (20). Me pregunto si, al menos en su intención y en su deber ser, la vida consagrada no ha sido y no es el modo de mantener «esta forma radical de comunión». Si es así, entonces, la vida religiosa es necesaria en la Iglesia, como estímulo y recuerdo permanente de lo que ella debe ser.

Ahora bien, si la Iglesia es una comunidad de amor, el amor no la encierra en sí misma, supera los límites de la Iglesia (25b), se abre a todos los seres humanos. De ahí la importancia y la necesidad de la acción caritativa de la Iglesia. A propósito de esta actividad caritativa, la Encíclica aprovecha para clarificar algunos problemas relacionados con ella.

5.1.    Justicia y caridad

Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia: los pobres no necesitan obras de caridad, sino justicia. Las llamadas obras de caridad serían el modo que tienen los ricos de eludir la justicia y acallar su conciencia. El Papa reconoce la parte de verdad que hay en esta argumentación, pero denuncia también sus errores. Nota también el Papa que con la aparición de la sociedad industrial, la cuestión decisiva es la de la relación entre capital y trabajo (26). Sin duda, la doctrina social de la Iglesia se ha ocupado de esta cuestión, pero ―y esta es una observación importante― sus «orientaciones se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo» (27). La Iglesia no tiene ella sola la palabra en estas cuestiones.

La relación entre el compromiso necesario por la justicia y el servicio de la caridad precisa tener en cuenta dos situaciones de hecho:

a)       La búsqueda de una sociedad justa es tarea principal de la política  y, por tanto, de los Estados. Esto implica, por parte de la Iglesia, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales (28 a 1). Sin duda, la Iglesia tiene el derecho de entrar en el debate de qué es la justicia, argumentando «desde la razón y el derecho natural» (28 a 4; 28 a 5), porque esto es una cuestión ética, pero no pretende con eso abrogarse «un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento» (28 a 3). «No es tarea de la Iglesia que ella misma haga valer políticamente su doctrina». Su tarea es servir a la formación de las conciencias (28 a 4). He aquí unas orientaciones lúcidas, que merecerían una profundización teniendo en cuenta la situación política de cada país.

b)       Incluso en la sociedad más justa, el amor siempre es y será necesario. Ningún orden estatal hace superfluo el servicio del amor. Porque el amor llega a donde no puede llegar la justicia, llega a lo más personal y entrañable, llega a este lugar en donde el ser humano necesita sentirse personalmente comprendido y acogido. El hombre no sólo vive de pan (Mt 4, 4) (28b).

5.2.    La actividad caritativa propia de la Iglesia

La Iglesia tiene sus propias organizaciones caritativas (29a), que deben utilizar todos los medios que ofrece la técnica para el servicio del prójimo y la solidaridad (30 a 1 y 30 a 2), y colaborar con otras organizaciones que tienen fines similares a los suyos (30b 1 y 30b 2).

De este modo la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá  de las fronteras de la fe cristiana. De ahí la importancia de que la acción caritativa de la Iglesia sea cada vez más fuerte y esplendorosa. Resulta, pues, pertinente la pregunta: ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial? (31):

a)       La caridad cristiana es ante todo la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: hambre, enfermedad, etc. Esto requiere, por una parte, competencia y formación profesional; y, por otra «formación del corazón», o capacidad de humanidad y atención cordial (31a).

b)       La actividad caritativa de la Iglesia es independiente de partidos e ideologías. No está al servicio de estrategias políticas (31b). Puede ocurrir que, a veces, la estrategia política no responda a las necesidades inmediatas, buscando mantener una situación de desamparo para obtener réditos políticos de esos que están desamparados.

a)       La caridad no ha de ser un medio de proselitismo. El amor es gratuito. Por eso, la Iglesia, al ejercer la caridad, no trata de imponer su fe a los demás, aunque tampoco la oculta (31c).

En este contexto recuerda el Papa que el obispo es el primer responsable de la caridad. Esta es su primera tarea. Sería importante que todos lo notasen. En su ordenación episcopal promete expresamente ser acogedor y misericordioso con los más pobres (32). Más adelante, el Papa propone como modelo de caridad a un monje-obispo, Martín de Tours (40), uno de los santos con más Iglesias dedicadas en Europa. La mayoría sólo conocen de él que compartió su capa con un pobre. Pocos saben que era criticado porque se ocupaba de los más necesitados, mientras los otros obispos banqueteaban con el Emperador.

Finalmente, el Papa hace una serie de consideraciones sobre aquellos que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia. A ellos les apremia el amor de Cristo (2Co 5, 4) (33). Su modo de servir les hace humildes. No adoptan una posición de superioridad ante el otro, a ejemplo de Cristo que en la cruz ocupó el último puesto en el mundo (35). Su servicio encuentra el mejor estímulo y apoyo en la oración, en el contacto vivo con Cristo (36 y 37).

6.       El corazón de la fe cristiana

Como afirma la encíclica de Benedicto XVI, la caridad es el corazón de toda la vida cristiana. Eso significa que la caridad mueve toda la actividad del cristiano y que, en la vida cristiana, donde hay amor, todo vale; y donde no hay amor, nada sirve. En este sentido, la Encíclica papal recuerda un texto bien significativo: «podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1Co 13, 3). El amor no es una simple actividad filantrópica, ni es un precepto más al lado de los otros preceptos. Es una participación en la vida divina que hace cristianas todas las actitudes, lo que procura a todos los actos su bondad fundamental, al orientarlos a su verdadero fin, que es Dios.

Esta primera encíclica de Benedicto XVI ha apuntado, como suele   ser habitual en este Papa, a lo fundamental. Por eso, esta encíclica tiene aplicaciones en todos los ámbitos de la vida, y sirve de inspiración para todos los estados de vida cristiana: el matrimonio, la soltería, el celibato, la virginidad por el Reino de los cielos, etc. Se puede notar la importancia de que el Magisterio de la Iglesia haya aclarado que el amor cristiano lejos de destruir el amor humano (con sus dimensiones sensuales incluidas), lo integra, lo purifica, lo eleva, y sobre él se construye. Pero más allá de su oportunidad y del gran interés de esta reflexión sobre la relación del eros y del agapé, esta encíclica tiene un valor permanente, al menos en su intención fundamental: confesar quién es Dios (Dios es Amor), afirmar quién es cristiano (el que ama), y manifestar lo que da sentido y valor a toda la actividad del cristiano, tanto a nivel individual (en todas las dimensiones y aspectos de su vida), como a nivel socio-eclesial.

7.       Algunas sorpresas

El apartado anterior bien pudiera ser conclusivo. Pero, a modo de apéndice, quisiera añadir algunas sorpresas que depara la encíclica.

La aparición de un filósofo como Nietzsche en un texto del Magisterio solemne de la Iglesia es algo totalmente nuevo, nunca visto hasta ahora. Sin duda el Papa lo hace para discrepar de él. Pero eso no impide que reconozca que el filósofo alemán expresa una apreciación muy difundida a la que la Iglesia debe ser sensible, a saber, si la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, no convierte en amargo lo más hermoso de la vida (3).

Otra sorpresa es la reivindicación de la memoria de Juliano el Apóstata. Un pagano es presentado como estímulo para que los cristianos vivan más intensamente la caridad (24).

Junto con esta reivindicación de una figura pagana, el Papa reconoce que en la crítica marxista a la acción caritativa de la Iglesia hay «algo de verdad» (26). Sobre esto último hace una especie de confesión de culpas y señala que los errores son quizás explicables porque «los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba (en la sociedad industrial del s. XIX) de un modo nuevo» (27).

Finalmente, indica que «no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente su doctrina» (28 a 4). Más aún, que «la sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política» (28 a 5). La Iglesia, añade, «es una de estas (soy yo quien subraya) fuerzas vivas que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio» (28 b).

He ahí una muestra de elementos que muchos no esperaban de este Papa, que ofrecen un estilo nuevo de pronunciarse en el Magisterio, y que dan prueba del sentido crítico, así como de la calidad intelectual y humana de Benedicto XVI.

Martín Gelabert Ballester en  https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      BENEDICTO XVI, Deus caritas est. En adelante, cuando dentro de mi texto aparezca un paréntesis con un número, se trata de una referencia al número de esta encíclica.

2      Cfr. M. GELABERT: Vivir en el amor. San Pablo, Madrid 2005, 11-15, en donde me refiero con cierta amplitud al mito de los andróginos y al relato bíblico del Génesis sobre la creación del ser humano.

3      Suma de Teología, I, 93, 4, ad 1.

4      Cfr. JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, 10

5      JUAN DE LA CRUZ pone en boca de la Esposa unas palabras que también podría decir el Esposo: «ya no guardo ganado,/ni ya tengo otro oficio,/que ya sólo en amar es mi ejercicio» (Cántico espiritual, estrofa 28).

6      Para el Pseudo Dionisio «eros es un término más digno de Dios que agapé» (De divinis nominibus IV, 12). Para este autor la palabra eros expresaría  la intimidad y el ardor  del amor. La palabra agapé sería apropiada para designar el amor al prójimo; mientras que el eros tendría la ventaja de expresar con más fuerza las prerrogativas del amor divino. Cfr. mi libro Para encontrar a Dios. Vida teologal, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 2002, 210-211. Allí hago notar, dando las referencias adecuadas, que la fórmula del Pseudo Dionisio es asumida por Tomás de Aquino.

7      Al respecto, M. GELABERT, «La misericordia se siente superior al juicio», en Teología Espiritual, 2000, 280.

David Hidalgo Rodríguez

1.       Las tres oleadas democratizadoras [2]

El establecimiento de sistemas de ordenamiento político democrático en los tiempos modernos ha cumplido un ciclo gradual en el que pueden distinguirse tres grandes fases. Las revoluciones liberales inglesas del siglo XVII, la Revolución Francesa y la Guerra de Independencia Norteamericana entre finales del XVIII y principios del XIX, son los focos originarios de la primera de ellas. Su influencia se trasladará paulatinamente a países como España, Argentina, Suiza o Uruguay, que experimentarán la aplicación de tales modelos hasta el primer tercio de siglo XX. Siendo las razones esgrimidas para explicar este impulso inicial, el consenso mínimo alcanzado en torno a la organización del Estado, la extensión de la educación y, sobre todo, el desarrollo económico basado en el impulso industrializador, la urbanización y evolución de los transportes, que contribuyen a generar la aparición del segmento social llamado a ser el gran protagonista de la moderna democracia liberal, las clases medias, cuya importancia irá aumentando en el espacio político frente a los absolutismos monárquicos o los sectores aristocráticos u oligárquicos junto con la fuerza motriz de tal crecimiento, la clase obrera.

Los avances de la democracia se verán amenazados por su propia incapacidad para evolucionar ante los cambios bruscos que propone el capitalismo al que parece irremediablemente vinculada, a la persistencia de estructuras de poder tradicionales muy arraigadas en algunas naciones que intentan su advenimiento y, además, en el plano exterior, a la irrupción de dos grandes alternativas, el fascismo y el comunismo, que se proyectarán de forma agresiva hacia el resto del concierto internacional (sin que haya en esto, por cierto, mucha diferencia respecto a la actitud expansionista de las referenciales potencias democráticas, Estados Unidos, Reino Unido y Francia) [3].

La segunda fase democratizadora, la segunda ola, fue consecuencia directa de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. De ella derivaron tres categorías de países que accedieron a la democracia: los vencidos (Alemania occidental –RFA–, Japón, Italia o Austria); los que fueron colateralmente arrastrados por su ejemplo (Argentina, Venezuela, Turquía, Grecia, Brasil, Perú, Ecuador, Colombia, etc.), y todas aquellas naciones liberadas a causa del proceso de descolonización posterior (destacando por encima del resto las ubicadas dentro del continente africano). Sin embargo, aquella victoria no fue del todo completa y menos aún definitiva. El comunismo persistió durante toda la Guerra Fría como alternativa frente los regímenes democráticos. Además, la avalancha que había sucedido a los años inmediatos de postguerra fue diluyéndose poco a poco (provocada en buena medida por ese enfrentamiento contra el comunismo), hasta hacer que en África, pongamos por muestra, entre treinta y treinta y cinco democracias recién creadas después de la descolonización pasasen a ser sistemas autoritarios de 1956 a 1975. Del mismo modo que en América Latina, donde sucesivos golpes militares dieron al traste con sistemas legalmente constituidos haciendo que, nueve de los diez países latinoamericanos de origen español que eran democráticos en 1960, cayesen bajo la égida del autoritarismo trece años después (a excepción de dos, Colombia y Venezuela, y de Brasil, aunque de ascendencia portuguesa también autoritario desde 1964). Pakistán, Filipinas, Taiwán, nuevamente Grecia, etc., fueron algunos otros ejemplos de que la democracia continuaba siendo todavía un proyecto inviable en ciertas regiones del mundo.

El 25 de abril de 1974 la «Revolución de los Claveles» portuguesa inaugura oficialmente el tercer gran ciclo democratizador. Alrededor de una treintena de países adoptaban de este modo regímenes democráticos. Véanse algunos de ellos clasificados por áreas geográficas:

–        Europa meridional: aparte del mencionado Portugal, España, Turquía y Grecia.

–        Europa central y del este (bajo anterior dominio soviético a distintos niveles): Letonia, Lituania y Estonia en el Báltico, República Democrática Alemana, Polonia, Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Bulgaria, Rusia, Bielorrusia, Ucrania, etc.

–        Europa balcánica: países de la extinta confederación yugoslava como Serbia, Eslovenia, Croacia, Bosnia–Herzegovina, etc.

–        América Latina (desde Centroamérica hasta América del Sur): Guatemala, el Salvador, Nicaragua, Panamá, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Ecuador, Bolivia, Perú, etc.

–        Asia: India, Filipinas, Pakistán o Corea del Sur.

–        África: Argelia en el norte y Sudáfrica y Nigeria en el Sur.

–        Próximo Oriente: Jordania o Egipto.

En el seno de la tercera ola suelen identificarse además dos sub-fases. Las transiciones democráticas anteriores a 1989, como la española, argentina, etc., en la que los países democratizados pertenecen mayoritariamente al radio de acción occidental (o mejor dicho, norteamericano) y, a partir de esas fechas, los procesos de cambio político que suceden al derrumbamiento de las antiguas URSS y Yugoslavia (sin olvidar excepciones como Chile, Panamá o Nicaragua, que transitan hacia la democracia durante este posterior sub-ciclo aún perteneciendo a la órbita del bloque pro-occidental).

A diferencia de las dos anteriores oleadas democráticas, la tercera se produjo sin la utilización previa de la violencia como fórmula de acceso a la misma. Las transiciones de fin de siglo fueron procesos de cambio político negociados entre los integrantes/representantes/defensores del régimen no democrático anterior y la oposición contraria al status quo autoritario. Recorrió territorios con múltiples diferencias culturales, sociales, económicas y, por supuesto, políticas. Los nuevos sistemas recién constituidos también han evolucionado hasta hoy de forma distinta pero, ninguno de ellos o, muy pocos, fenecieron por muy crítica que haya sido su estabilidad hasta el día de hoy. Desde entonces se interpretó la llegada de la democracia en clave de victoria definitiva sobre otras alternativas de regulación y convivencia política, celebrando con ello de paso, el simbólico y tan controvertido «fin de la historia». ¿Dónde residía o en qué consistió esta victoria definitiva de la democracia?

2.       Teorías existentes sobre la democratización y elaboración de un modelo interpretativo propio desde la historia.

A grandes rasgos pueden señalarse dos grandes perspectivas teóricas que hayan abordado el análisis de los procesos de cambio político hacia la democracia. Por un lado el enfoque funcional o estructural, que advierte la imprescindible presencia de motores culturales, sociales o económicos como factores generadores de la democratización. Por otro, el enfoque genético o estratégico, de marcado carácter politológico y, según el cual, son las élites políticas (a través de su dinámica negociadora y, concretamente, de la batalla entre las estrategias que las diferentes fuerzas emplean entre sí para vencer la «pacífica» batalla del cambio: quién resultará más beneficiado en un hipotético futuro, lejano o cercano, con el cambio de reglas de juego), y no los condicionamientos estructurales quienes protagonizan verdaderamente ese tránsito [4].

Ambos marcos teóricos son a pesar de sus defectos compatibles y, desde nuestro punto de vista, contienen elementos válidos para confluir en la realización de un análisis rigurosamente científico de cada caso. La posibilidad de combinar ambas estrategias de análisis para afrontar el examen riguroso de la democratización es una necesidad contemplada incluso desde el propio seno de las ciencias políticas actuales (Del Campo, 1992: 87). A continuación realizaremos un breve repaso crítico de los dos citados grandes enfoques para, a partir del mismo, explicar qué elementos y cuáles no resultan a nuestro juicio beneficiosos o perjudiciales para acometer el estudio de la referida área temática.

Los aportes de la politología al campo de estudios que tratamos son especialmente notables y significativos. Sin embargo, pensamos, sus esfuerzos no se han orientado hacia una comprensión o explicación global del fenómeno sino tan solo a señalar una serie de respuestas cuya validez únicamente cobra sentido dentro de su propio ámbito disciplinar. Han subrayado, en efecto, cuál es la puerta a través de la cual puede comenzarse el análisis de la democratización a finales del siglo XX, esto es, las élites políticas, pero, en nuestra opinión, no han utilizado la misma de forma adecuada [5].

Las élites protagonistas de las transiciones democráticas, bajo nuestro punto de vista, poseen una naturaleza muy diferente a la de los gobernantes pretéritos que, en gran medida, están relacionados con el régimen autoritario del que desean librarse. Ahora estamos ante técnicos, administradores del poder que, bajo un régimen de limitaciones condicionantes variadas según el caso, representan una gama (más o menos amplia) de intereses ubicados en el seno del sistema político. Comenzar a entender la democratización en todos esos países implica, por extensión, identificar, reconstruir tales segmentos de intereses y comprobar su evolución interactiva a lo largo del proceso de cambio dentro del marco restrictivo en el que operan. Comprender la democratización conlleva, en definitiva, utilizar un prisma científico que nos permita situarnos en la piel de sus protagonistas para aprehender el proceso democratizador. Empero, ¿cómo hacerlo si tan sólo tenemos ante nuestra vista la punta del iceberg, esto es, actores con nombres y apellidos que, en un tiempo reducido y abonados además al secreto para proteger aquellos intereses hasta el final, pactan la llegada de la democracia? [6].

Nuestra propuesta para la revisión de los procesos de democratización de finales de siglo XX es proyectar su examen a partir de la perspectiva que introduce una nueva tendencia historiográfica, la «historia del tiempo presente» (Aróstegui, 2004); elaborando en virtud de ella el modelo de análisis que aplicaríamos a uno o varios casos específicos (haciendo uso de la metodología comparada si la elección fuese plural). Esto es, desde la óptica que ésta sugiere o, mejor dicho, pensamos sugiere, plantearíamos un marco interpretativo que aprovecha las aportaciones introducidas por las dos grandes corrientes especializadas y antes mencionadas pero que las emplearía en función de la opción historiográfica referida.

¿Por qué hemos decidido establecer una especie de tercera vía sobre el análisis de la democratización durante el último tercio de siglo XX, a raíz de los aportes que introduce la «historia del presente»? Las razones que nos han empujado a hacerlo son múltiples y, aunque nos limitaremos a comentar algunas de las que nos parecen más relevantes en sucesivas líneas, queremos destacar la razón que consideramos más determinante: las respuestas que persigue la historia del presente (dirigidas a la comprensión de la época que vivimos actualmente y su explicación a través del discurso histórico), en nuestra opinión, pueden albergar gran parte de satisfacción a través del análisis de la democratización de finales de siglo XX e, igualmente, la comprensión de estos procesos desde el punto de vista de sus protagonistas (esfuerzo en el que creemos debe basarse esta investigación) es un objetivo al que es posible aspirar a partir de la «historia del tiempo presente».

Desde la perspectiva señalada, las transiciones de fin de siglo (dentro de las cuales el derrumbamiento del sistema comunista adquiere un rol protagónico), representan uno de los capítulos determinantes para entender la realidad contemporánea de un grueso generacional importante. Sus consecuencias directas o las reflexiones planteadas a lo largo de estos procesos, son parte integrante de nuestro mundo actual. Resultan necesarias para afrontar su comprensión. Por otro lado, la historia del presente ha introducido un conjunto de ventajas metodológicas importantes, debido al enorme caudal de información con el que contamos para las épocas más recientes y la posibilidad de tratarlo sistemáticamente con mayor rigor (Cuesta, 1993).

Dada la propia evolución que la historiografía ha seguido hasta la actualidad, nuestra disciplina es hoy, paradójicamente, una herramienta de análisis de la realidad totalmente pragmática y funcional. El retroceso de los grandes paradigmas historiográficos que durante los siglos XIX y XX dominaron el panorama profesional de nuestra disciplina institucionalizada, ha provocado que el objeto o problema de estudio pueda prevalecer siempre como la cuestión prioritaria en lugar del modelo de análisis que se desea aplicar sobre él. Aspecto que, unido a su vinculación menos estrecha con los poderes establecidos, por su teóricamente menor utilidad práctica en última instancia, puede facilitar una visión menos condescendiente o menos permeable a la influencia del universo político reinante.

A nuestra positiva opinión acerca de la oportunidad de interpretar las incógnitas que formula el presente a través de la historia, desde un punto de vista científico y lo más objetivo posible, es necesario añadir la existencia de una gama muy amplia de recursos expuestos a nuestro alcance para corroborarlo de esta forma. El testimonio oral, la literatura, el cine, la prensa..., sin pasar por alto el tradicional uso de los archivos con información concerniente al tema de estudio elegido o la más novedosa utilización de Internet. Todos ellos, empleados dentro de un marco teórico formulado en base al examen o prospección previa del tema y susceptible siempre de modificación por las particularidades que cada proceso histórico contiene podrán, no sólo proyectarnos hacia las conclusiones que el análisis específico requiere en cuestión, sino que también nos introducirán en sugerentes debates con una trascendencia fundamental para la actualidad.

En adelante propondremos, a modo de ejemplo, un hipotético marco teórico a partir del cual comenzar el desafío que supone el análisis de la democratización a finales de siglo XX. El mismo contiene los elementos que, bajo nuestro punto de vista, debería contemplar cualquier estudio referido al tema en base a la óptica expuesta, pero que no guarda otra esperanza más que la de despertar el interés por una etapa histórica que todavía sigue representando toda una auténtica incógnita.

2.1. Origen del proceso: el régimen no democrático.

Los procesos de cambio político hacia la democracia durante el último tercio del siglo pasado se desarrollan, a primera vista, bajo un esquema de fuerzas similar en casi todos los casos: ni la oposición al régimen no democrático posee la capacidad o voluntad de derribarlo por la vía directa, ni el propio régimen vigente tiene solución de continuidad incluso haciendo uso del monopolio de la violencia. Se produce una especie de empate técnico que empujará a unos y a otros hacia la negociación, como único camino posible para la resolución del conflicto político. Lo cual conlleva que no se produzca un cambio radical, un corte abrupto entre un sistema y otro. ¿Dónde situar entonces el origen del proceso democratizador?

Nuestra opinión es que a pesar de que pueda observarse una relación de fuerzas similar e incluso insistirse en la naturaleza consensual de las transiciones democráticas de tercera oleada, el origen de la transición política es el punto que comienza a establecer las diferencias de cada caso, puesto que ese origen está localizado en los distintos sistemas no democráticos dentro de los cuales comienza a gestarse la democratización de forma gradual, a partir de la progresiva desintegración del sistema no democrático precedente.

Conocer al sistema no democrático y los componentes de su crisis va a situarnos sobre la pista, no sólo de las posibles razones que provocan el comienzo del cambio, sino a explicarnos muchos de los factores, condiciones y problemas de cada ejemplo práctico. Pero quizás, lo que es más importante, nos pondrá en contacto en primer lugar, con los segmentos integrantes del régimen no democrático, que son quienes tienen la verdadera llave para el cambio de ciclo y, en segundo término, con las raíces del movimiento opositor y las repercusiones sociales por la pervivencia del sistema anterior. En conclusión, la piedra de toque inicial para el análisis de la democratización a finales de siglo XX remite, desde nuestro punto de vista, al estudio de algunos frentes significativos dentro del régimen no democrático precedente. Estos podrían ser algunos de ellos [7]:

–        Causas del establecimiento del sistema no democrático: apoyos nacionales e internacionales, circunstancias que favorecen su irrupción y continuidad.

–        Naturaleza o características generales (para ello es especialmente valiosa la obra de Juan J. Linz que establece una tipología de los regímenes no democráticos: autoritarios, totalitarios, burocrático-autoritarios, sultanísticos, etc., con sus principales rasgos distintivos).

–        Duración y relación en el tiempo respecto a otros sistemas de tipo no democrático (tradición democrática o no democrática del país elegido y el entorno).

–        Características e impacto de la represión (relación de las Fuerzas Armadas –FFAA– con la represión, índice de víctimas, evolución de la represión, etc.).

Las transiciones del Cono Sur latinoamericano, por ejemplo, partieron de regímenes no democráticos muy distintos a los de la Europa meridional, central u oriental porque, para comenzar, las circunstancias que provocaron su irrupción tampoco fueron las mismas. Si en España, Portugal, la ex URSS o ex Yugoslavia y los antiguos PECOs, hemos de retroceder hasta verdaderos acontecimientos bélicos a escala nacional o internacional, a partir de los cuales queda enclavada la legitimidad tradicional de sus sistemas no democráticos, los regímenes burocrático-autoritarios latinoamericanos acudirán al auxilio de la civilización cristiana occidental, amenazada por la subversión revolucionaria de los años sesenta-setenta. De este modo, los regímenes burocráticos autoritarios latinoamericanos contarán desde su inicio con una legitimidad sensiblemente inferior a la de los sistemas totalitarios soviéticos o autoritario luso y español (aunque la presencia cíclica de los militares en el poder no suponga tampoco una novedad en la historia política latinoamericana) (Rouquié, 1984). Máxime en países como el Uruguay, pongamos por muestra, donde la verdadera tradición era la democracia y no el intervencionismo militar en la vida política [8].

Tras su irrupción, los regímenes burocrático-autoritarios latinoamericanos aplicaron una doble estrategia política (Garretón, 1994). La primera, la dimensión reactiva expresada en las Doctrinas de Seguridad Nacional, relacionó de forma directa y en un breve período de tiempo, a las FFAA con el exterminio de una parte ingente de población llamada a participar en la arena política en décadas sucesivas (llegando incluso algunos autores a afirmar la idea de la eliminación de toda una auténtica contra-élite nacional). Sin embargo, esa dimensión no se expresó del mismo modo en Argentina, donde previamente se había producido un cuestionamiento total de las élites que gobernaban los dos niveles de su sistema político (lo cual provocó una persecución feroz e indiscriminada por parte de las FFAA) (Cavarozzi, 1994), que en Uruguay, donde, de hecho, uno de los herederos de aquellas funestas décadas (el Frente Amplio), servirá como llave para desbloquear la situación hacia la re-democratización del país. Así, la actitud de los gobiernos post-estalinistas de Jruschev y Breznev, de Tito e incluso Franco desde mediados de siglo en cuanto a la represión de la oposición política, podrá «reactualizarse» sin causar los mismos daños a la democratización futura que la represión ejercida en el Cono Sur donde, todavía a día de hoy, impide cerrar el consenso de la sociedad sobre el pasado (una de las piezas clave para entender la democratización) [9].

En cuanto a la segunda estrategia, esto es, la dimensión constructiva, destacan los casos chileno (Garretón, 1998) y brasileño (D´Alva, 1998), donde los regímenes autoritarios implementan una completa reestructuración económica del país a partir de los modelos neoliberales (recuérdese el caso de los «Chicago Boys» chilenos), asimilados también tanto por uruguayos como por argentinos. Ello les permitirá granjearse un apoyo más estable sobre determinados grupos en torno al hecho de la eficacia económica (que curiosamente es otra de las claves para entender la duración del sistema comunista en la antigua Yugoslavia y la URSS) (Fusi, 1991), pero también depender de un mercado internacional en fase de reestructuración dentro del cual ocupan una posición nada favorable.

Un dato interesante en el tratamiento de las transiciones democráticas relacionado con la constitución del régimen no democrático pretérito, es el que se refiere a las particularidades derivadas de su propia evolución institucional. Mientras en el caso chileno destaca la presencia de una personalidad que aglutina todo el poder del sistema autoritario (nos referimos a Pinochet claro), en otros casos latinoamericanos nos vamos a encontrar con gobiernos militares que comparten el poder de forma colegiada contando con la colaboración de civiles que jugarán un papel clave en la transición. En Uruguay y Argentina, la participación en el poder de segmentos militares con diferentes perspectivas políticas, practicará una división apreciable en el interior de las propias FFAA, sirviendo como elemento desestabilizador de estos sistemas. Pero lo que resulta quizás más interesante dentro de esa composición interna es el «plan de salida» que algunos gobiernos autoritarios latinoamericanos van fraguando y que les permiten afrontar la transición controlando los cauces por los cuales se desenvuelve (véanse los cronogramas políticos de los regímenes chileno o uruguayo en los que la ciudadanía rechazará su perpetuación –el establecimiento de una especie de «democraduras»– a través de sendos plebiscitos populares en 1980 y 1989) (Brunner, 1990 y Solari, 1991). Planes que van desde la participación encubierta de elementos autoritarios en las fuerzas políticas que recogerán el testigo democrático (como en el caso brasileño), hasta la eliminación de adversarios políticos en las primeras elecciones democráticas (como en el caso uruguayo). Todo lo cual resalta con los ejemplos de la ex-yugoslavia o España, donde la súbita desaparición de las figuras que condensaban el poder (y por tanto las claves para su reinstitucionalización futura) durante la década de los setenta, genera un vacío que forzará el reacomodo en los cimientos de estos regímenes.

El segundo apartado relevante en el estudio de los regímenes no democráticos es el relativo a la coyuntura crítica que obligará a sus integrantes a buscar el reciclaje en un nuevo ordenamiento político. Desde aquellos que directa o indirectamente aceleran su propia desintegración, como los casos argentino y griego tras sendas huidas hacia adelante con la Guerra de las Malvinas y la Guerra turco-chipriota respectivamente, portugués (tras un golpe militar en el seno mismo del gobierno autoritario) [10], o el ejemplo soviético por su formulación combinada de la perestroika (reestructuración) y la glasnost (transparencia) (Hobsbawm, 1995: 459-495; Palacios, 2003: 137-173; Berstein, 1996: 214-224), hasta otros que contienen el proceso de cambio aún a costa de su propia asfixia (véanse los ejemplos español, chileno, boliviano, brasileño, etc.).

Podemos rastrear los diferentes aspectos de esas crisis en función de tres o cuatro grandes direcciones que nos permitirán después adoptar caminos diversos. La más destacable, seguramente, sea la situación económica de todos los gobiernos no democráticos a partir de la década de los setenta. Ha de valorarse que, aproximadamente desde la crisis del petróleo en 1973, comienza un periodo de reajuste en el sistema económico internacional que resultará bastante dañino a todos estos gobiernos caracterizados por la falta de permeabilidad en cuanto a los vaivenes cíclicos de la economía. Es el final del gran ciclo que comenzase tras la Segunda Guerra Mundial y que llevó a un crecimiento constante de la economía mundial, para pasar a la que es denominada como fase postindustrial del capitalismo (Hobsbawm, 1995: 403-432). Cambio que, irónicamente, golpeará con más fuerza si cabe a los sistemas autárquicos que, en teoría, se hallan aislados del sistema capitalista (como el soviético).

Ese aspecto, el de la crisis económica, va a coaligarse con otra de las direcciones que podemos tomar, la sensible variación que se da en el campo de las relaciones internacionales (Pérez Llana, 1987). Si tomamos los ejemplos de la Europa meridional y central, observaremos la importancia que adquiere la integración al mercado común europeo, para el cual el eje rector franco-alemán no concede pasaporte de ingreso sin la carta democrática. Por otro lado, los países no democráticos más relacionados con la órbita norteamericana, léanse los casos latinoamericanos, verán cómo la llegada al poder de la administración Carter supondrá un freno evidente a sus aspiraciones de continuar vigentes, al cortar el apoyo geopolítico y militar a las dictaduras del Cono Sur (teledirigido posteriormente por Reagan hacia el hinterland centroamericano) (Paramio, 1984 y Peitras, 1989).

En cuanto a los factores de crisis intra-sistémica, podríamos volcarnos en la investigación de los diferentes proyectos políticos dentro de los segmentos intra-régimen, del grado de cohesión en las instituciones que cimientan al sistema no democrático (obviamente con especial fijación a las FFAA), de los sucesos coyunturales que lo van golpeando (véase la importancia que tiene el asesinato del número dos del régimen en España, el almirante Carrero Blanco), etc., etc.

2.2. El tránsito

Percibida la sorda debilidad del régimen no democrático, abierto ese periodo de incertidumbre institucional, el análisis, en nuestra opinión, ha de trasladarse a varias cuestiones de interés: composición de los campos de fuerza (conocimiento de los «duros» y los «blandos», de la oposición democrática, no democrática, moderada, radical, etc., en términos de O´Donell, 1994), papel de la sociedad (poniendo especial acento en la labor ejercida por los medios de comunicación, los intelectuales, etc.), y construcción de los sucesivos acuerdos que servirán para formular la matriz del cambio democratizador (el consenso poliárquico sobre las reglas de juego).

En cuanto al primer vector, sería imprescindible hacer una breve clasificación, siempre flexible, que nos sirva como referencia a lo largo del proceso de negociación. Sobre todo para apercibirnos de cuáles son las diferencias existentes entre el discurso inicial de las élites y de qué forma va siendo modificado por las concesiones o aportes que genera la negociación con otros actores. Debe hacerse el esfuerzo de huir de clichés que sólo conceden su importancia al peso que tienen las élites políticas y ampliar el campo de rastreo ya que, en no pocas ocasiones, vamos a encontrar ejemplos en los que la participación de sujetos a primera vista «no políticos», resulta vital para la compresión del fenómeno transicional. Así ocurre en los casos brasileño, polaco y español, en los que la Iglesia Católica adquiere un rol capital dentro del proceso de cambio. En el polaco, el sentimiento anti-ruso tradicionalmente arraigado entre la población, enlazará con la colaboración de una Santa Sede dirigida, precisamente por un polaco, Juan Pablo II, quien no será extraño a los apoyos recibidos por Solidaridad de Lech Walesa (De Cueto Nogueras, 2001: 73-137). En España, la Iglesia Católica comenzará tras el II Concilio Vaticano una labor de desestabilización permanente al régimen franquista a través del que es uno de sus principales responsables en España, el cardenal Tarancón, quien trasladará su apoyo durante el cambio al rey Juan Carlos I, verdadera correa de transmisión entre el sistema no democrático y el democrático. En definitiva, las instituciones que tradicionalmente han conservado el poder en determinadas regiones dependiendo de su evolución histórica particular, son agentes elementales durante el proceso de cambio porque condensan la adhesión de un conjunto de segmentos sociales muy amplio. Pero no sólo hemos de tornar nuestra vista hacia instituciones tradicionales como la Iglesia, la Monarquía, las aristocracias, etc., etc. El sistema económico internacional, por ejemplo, también ha generado las suyas propias (véase el caso de la transición boliviana en función de la problemática que plantea la relación de su régimen no democrático con el mercado de la coca o los recursos mineros) (Whitehead, 1994) [11].

Concluyendo, personas, partidos políticos, instituciones, todos deben ser analizados lo más pormenorizadamente posible. Especialmente en el caso de los grandes liderazgos como los de Lech Walesa, Felipe González, Václav Havel etc., etc. Y con más motivo, si cabe, en cuanto a los políticos que sirven desde dentro del sistema no democrático como nexo impulsor de la democratización (léase Adolfo Suárez, Constantin Karamanlis...) [12].

La sociedad, obviamente, es otro punto de referencia que debemos escrutar en profundidad. Cuando el sistema no democrático facilita mediante la apertura o deshielo social la aparición de actos de protesta (también llamado proceso de liberalización), la pelota pasa a estar en el tejado de la población. Los episodios de la politécnica en Atenas, el «Obeliscazo» uruguayo, la «revolución de terciopelo checa»..., existe una gama muy amplia de actos insurreccionales en los que, por ejemplo, los movimientos sindicales cobran gran relevancia (Esteban, 1994). También la labor ejercida desde la prensa escrita que se convierte en cauce para expresar el desacuerdo a la vez que articular adhesiones a las futuribles fuerzas que pugnarán por la abierta o reabierta arena política. Movimientos organizados, como las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina, o verdaderas explosiones sociales (como la que pudimos constatar en la Rumanía de Ceacescu contra su figura dictatorial) [13].

El pacto, el acuerdo, es el nudo gordiano de los procesos de democratización de fin de siglo. En cada proceso de democratización existe una secuencia de acuerdos que puede rastrearse y va construyendo progresivamente el consenso final sobre las reglas de juego político. Una de las grandes ventajas de seguir un método exhaustivo de análisis para el estudio de la democratización se revela en este ítem, porque en las transiciones democráticas resultan tan importantes o más que los grandes pactos paradigmáticos, los acuerdos secretos tejidos en las residencias personales de los políticos, despachos o simples cafés. Tras los Acuerdos de la Moncloa, en España, o el Pacto del Club Naval en Uruguay, existe toda una verdadera trama de negociaciones entre bastidores de la que no tenemos más información que la que deseen ofrecernos algunos protagonistas en sus conferencias o memorias (fuentes estas harto sospechosas, pues no deja de ser la versión subjetiva de un sólo integrante a bastantes años vista del fin del proceso democratizador).

Grosso modo, podría afirmarse que existe un primer gran pacto inicial, un pacto sobre el pasado que intenta enterrar la memoria oscura del régimen no democrático. El recuerdo de su labor represiva reviste en cada caso una complejidad enorme. En el español (y también ruso como puede verse en Hobsbawm, 1995: 485) la vastedad temporal del régimen autoritario implicó que se produjese una renovación generacional que actuó como elemento galvanizador entre la población y el recuerdo de la Guerra Civil o las purgas estalinistas respectivamente. La herida que planteaba el pasado fue relativamente más fácil de suturar que en Chile, Argentina o Uruguay, donde la proximidad generacional de los hechos hacía del olvido algo completamente imposible.

El segundo gran acuerdo no escrito es el que la propia transición impone sobre las reglas de juego provisionales. Un pacto mutuo de no agresión entre las fuerzas integrantes del régimen no democrático y la sociedad que se despliega bajo él, en el que las élites que aspiran a reconducir el orden político poseen un rol trascendental. Además de transmitir seguridad a ciertos actores vitales, como el Ejército, las élites políticas deben asegurar la no alteración de los términos de desarrollo capitalista, ya que en ambos agentes residiría el peso de una hipotética regresión en la democratización (Przeworski, 1991: 86) [14]. A todo lo cual cabría añadir el no desequilibrio de las condiciones que rigen el marco geopolítico internacional. La Revolución que los jóvenes oficiales portugueses desataron en 1974, debido a los tintes socialistas que al menos logró transmitir de cara al exterior, provocó que se reactivasen mecánicamente los resortes diplomáticos del contexto de la Guerra Fría. Circunstancia, encima, que modificó de forma sensible el proceso de cambio político español.

En último lugar viene el gran acuerdo sobre el futuro. La negociación que crea o recrea las normas del orden político poliárquico al que todos prometen respeto absoluto en el futuro, y de cuyas instituciones están dispuestos a admitir cualquier resultado, victoria o derrota, en caso de tener que dirimir sus conflictos o disputas. En este punto es necesario disponer de las materias calientes que centran el peso de la negociación sobre las nuevas reglas (residiendo en diferentes áreas según el caso: sistema electoral, forma del Estado, relaciones Iglesia-Estado...), y poner especial atención en cuál es el texto constitucional definitivo (a quién beneficia o perjudica, en qué aspectos, etc.). El estudio de la vertiente social para la comprensión de los procesos de democratización cobra mucha relevancia en la presente vertiente de su análisis, debido a que muchos de los clivajes o líneas de tensión sociales representan el telón de fondo de tales negociaciones, trasladándose incluso al período de consolidación democrática posterior [15].

2.3. Elecciones fundacionales y posterior proceso de consolidación y normalizacióndemocrática

Las elecciones fundacionales cerrarían el ciclo formal de la democratización tal y como entienden las teorías transitológicas actuales, pero lo cierto es que más allá de esta formalidad legal se extiende un periodo de tiempo en el que es puesta a prueba la fortaleza del nuevo sistema poliárquico. Diez años después de que los diputados españoles fuesen secuestrados en el Congreso ante la mirada estupefacta de todo un país anclado frente al televisor, la imagen de Boris Yeltsin defendía a la nueva Rusia libre del comunismo sobre los tanques del Ejército soviético.

El estudio de los resultados de los primeros comicios electorales es fundamental para percibir varias cuestiones interesantes: el conservadurismo social en función de la elección de claras figuras opositoras o de opciones continuistas relacionadas con el régimen no democrático anterior; la integración que ha habido entre las fuerzas políticas y la sociedad durante el proceso democratizador en función de los índices de abstención, etc., etc. Las elecciones son un buen termómetro social para pulsar la opinión y ánimo general sobre la democratización.

A continuación debemos fijarnos en dos líneas de acción: los posibles intentos de atentar contra el nuevo orden político y la resolución de algunos conflictos todavía no zanjados definitivamente entre el sistema saliente y el entrante.

Otra cuestión interesante es observar el recorrido que adquieren hasta el presente las personalidades y fuerzas participantes en la transición (los «padres fundadores»). Y lo es todavía más contrastar su discurso o el análisis actual que hacen sobre el proceso de cambio político con los datos que de ellos nos ha reportado nuestra investigación. En definitiva, el periodo de consolidación y normalización democrática posterior es una superficie excelente para comprobar el grado de compromiso o habilidad política que se ha empleado durante la negociación del cambio político (porque en cierto modo es el momento en el que se ponen muchas de las cartas anteriormente ocultas sobre el tapete).

Una de las grandes ventajas que permite el estudio de la democratización a finales de siglo XX desde la perspectiva histórica que hemos venido proponiendo, es que poco a poco vamos a ir señalando en cada ejemplo práctico muchos de los problemas fundamentales que más tarde van a actuar como obstáculos para la consolidación de la democracia en según qué regiones. De este modo, no sólo detectaremos los problemas de democratización en los distintos espacios que analicemos sino que, además, entraremos en contacto con la realidad actual de los mismos [16].

Algunos breves comentarios finales

Los procesos de democratización de la tercera ola son episodios fundamentales de la historia actual. De ellos afloran multitud de factores y problemas significativos, gracias a los cuales puede conocerse la evolución de las distintas sociedades, su estado, etc., manifestándose como un sugerente ejercicio para la comprensión del presente y del pasado (quizás porque ambos se dan cita a la vez durante un período relativamente corto de tiempo). Contienen el elemento más atractivo para la historia: el cambio. Y es bastante lo que se expone cuando de lo que se trata es de un cambio en las reglas de juego político.

Entre la tercera fase democratizadora, la tercera oleada, y las dos primeras fases, existe una diferencia notable: la democracia no es precedida por el derramamiento de sangre. Este es un indicador de madurez por parte del mundo actual, hastiado de un siglo XX repleto de situaciones conflictivas, pero también de debilidad, por cuanto la democracia tiene más de concesión de poder que de conquista social. Para hacerse una buena idea de ello, basta con comprobar qué significado ha tenido el establecimiento de sus respectivos regímenes democráticos desde entonces, en áreas como Centroamérica (Torres-Rivas, 89; Benítez Manaus, 89 o Padilla, 89) Próximo Oriente (Khalidi, 2004) o los territorios nacionales de la antigua Unión Soviética (Kapuscinski, 1994).

En la Europa central y oriental, el derrumbamiento del sistema comunista obligó a una «triple transición» sin parangón en el resto de casos. Además de la específicamente poliárquica, el área hubo de afrontar un reajuste económico a la órbita capitalista justo cuando la propia economía capitalista estaba, a su vez, en plena crisis de transformación. Y en segundo término, dicho espacio fue testigo también de problemas de integración territorial y nacional que oscilaron desde la pacífica separación de Checoslovaquia y Eslovaquia (De Cueto Nogueras, 2001: 137-205) hasta el estallido de la Guerra de los Balcanes a mediados de los noventa (Palacios, 2003: 265-305) [17].

En América Latina se puso fin a dictaduras militares especialmente sangrientas que gozaron de impunidad para hacer de sus países auténticos laboratorios vivientes, tanto de sus métodos de represión como de sus proyectos políticos. Los gobiernos de seguridad nacional aseguraron la transición desde «el desarrollo sin democracia hasta la democracia sin desarrollo» (Pajín, 2004), llevando así a cabo la adaptación de América Latina al nuevo milenio.

En España, modelo de transición democrática según los enfoques estratégicos, si hiciésemos caso de las continuas reivindicaciones de académicos, escritores, politólogos, etc., etc., estaríamos ya por la tercera o cuarta transición (léanse sin ir más lejos los comentarios del día martes 30 de noviembre de 2004 al respecto que, desde dos medios de comunicación de diferente orientación política, realizan dos reputadas opiniones españolas también de diferente orientación política, como Santiago Carrillo o Paco Umbral). ¿Será entonces que la primera transición no fue tan buena como se hace creer?

Tras la victoria que simbolizó la democratización de finales de siglo XX, se esconde un no tan positivo panorama para los jóvenes sistemas «poliárquicos» recién constituidos o recuperados. ¿Por qué tantos problemas? Recomendamos desde aquí la lectura de un artículo de Václav Havel, protagonista de la transición checa, sobre las lecciones que la democracia debería haber tomado del derrumbamiento comunista. ¿Hemos comprendido bien, entonces, qué significó o qué fue la democratización durante el último tercio de siglo pasado? La ciencia, suele considerarse, es la historia de las buenas preguntas. Hoy, muchas de nuestras preguntas sobre el presente están contenidas en enclaves históricos como el de los procesos de democratización que acaecieron durante el último tercio de siglo XX.

David Hidalgo Rodríguez [1] en https://dialnet.unirioja.es/

1.     Becario de investigación adscrito a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca.

2.     La breve reconstrucción de las tres fases o tres oleadas de democratización que ofrecemos a continuación, ha sido elaborada a partir de las obras de S. P. HUNTINGTON (1994) y S. BERSTEIN (1996). En ambos autores pueden encontrarse reflejadas de forma más extensa las características generales que definen a cada una de ellas.

3.     A las dos primeras fases u oleadas de democratización sucederán sus correspondientes contra-fases o contra-oleadas, esto es, periodos caracterizados por el retroceso u abandono de la democracia en aquellas áreas donde antes se había instaurado.

4.     Es decir que, entienden la democratización como un producto, primero, de los encuentros, desencuentros, acuerdos, etc., que se desarrollan entre las élites políticas dando lugar a la progresiva construcción del consenso final (de ahí que se denomine también genético) dentro del marco de la negociación sobre el cambio y, segundo, del grado de aceptación o respeto que hacia ella guarden o hagan guardar aquéllas en adelante. El enfoque «genético» o «estratégico» elaborado durante los albores de la tercera ola, irrumpió desde las ciencias políticas a partir de figuras como D. A. RUSTOW (1970) o G. DI PALMA (1990), hasta ser hoy el punto de vista predominante dentro del referido campo temático. Dicha vía teórica que, como se ha dicho nació intrínsecamente vinculada a los procesos de democratización de finales del siglo XX, sucedió también a otras dos anteriores generaciones teóricas que habían tratado el referido objeto de estudio desde un punto de vista estructural. La primera, condensada en las tesis «culturalistas» de A. Verba y Pye o «desarrollistas» de Lipset, Johnson o Solari; mientras que la segunda está representada por la escuela dependentista de autores como S. Amin, F.H. Cardoso o G. Frank. Todas ellas pueden encontrarse lo suficientemente desglosadas en S. MARTÍ I PUIG (2001).

5.     Y no lo han hecho entre otros motivos, creemos, porque la formulación de cada modelo, corriente, perspectiva, etc., teórica, responde también a unos intereses concretos según el caso, no sólo en lo que respecta al ámbito científico sino también ideológico o precisamente político. Así, esta tercera corriente teórica polítológica parte de presupuestos eminentemente liberales al conceptualizar la democracia en función del cumplimiento de una serie de requisitos o procedimientos institucionales mínimos (como elecciones libres y competitivas, libertad de expresión…) tras los cuales quedaría instaurado de hecho y derecho un sistema poliárquico que crece en cada caso por sendas diferentes teniendo siempre como referencia la democracia (concepto utópico o ideal al que se asimila con los postulados más morales, éticos o sociales de la Grecia clásica y, en todo caso irrealizable en su totalidad desde un punto de vista pragmático). Una visión que pretende ofrecerse como neutra, al margen de los posicionamientos políticos social-democráticos que son aquéllos a los que precisamente achacan una visión más social de la democracia; objetiva, puesto que dan el protagonismo a los sujetos, a los individuos en la figura de los principales responsables políticos, en vez de a las abstractas «estructuras»; y eminentemente política puesto que conceptualizan el fenómeno como esencialmente político al margen de cualquier otro tipo de condicionamientos.

6.     En efecto estos análisis no examinan, por ejemplo, los motivos que originan o dan pie a un hipotético escenario de negociación. No mencionan los recursos, las cartas con las que cuentan los actores así como el estado de los mismos en ese momento. Tampoco los límites dentro de los cuales operan, la jerarquía temática de su agenda negociadora o el saldo (positivo / negativo) de los regímenes no democráticos anteriores. Y lo que es más grave, obvian las diferencias históricas que caracterizan a cada contexto y hacen que cada proceso esté sujeto a un desarrollo distinto. Desatendiendo finalmente las características de cada sistema poliárquico, como ellos mismos reconocen, siempre sujeto a factores, actores, problemas, etc., etc., formantes de regímenes políticos, todavía dentro de las pautas institucionales mínimas a partir de las cuales se considera instaurado un sistema democrático, con una composición, protagonistas, funcionamiento, etc., interno diverso.

7.     Los dos primeros guiones, de hecho, están presentes en los análisis de la perspectiva estratégica (M. ALCÁNTARA, 1992).

8.     No cabe duda de que las características de los conflictos que dan pie al nacimiento del régimen no democrático del que partirá el proceso democratizador posterior representan el primer mojón para comenzar el análisis de este último. Pero incluso existen excepciones significativas como las de los casos centroamericanos en los que el estudio de dicha conflictividad resulta todavía más necesaria por cuanto esta desemboca directamente en el proceso de democratización (véase si no el caso nicaragüense en M. ORTEGA, 1998).

El examen de las circunstancias que dan acceso al régimen no democrático precedente facilitan la pista inicial en cuanto al sistema del que parte la democratización (en parte porque encierran los componentes que conforman su legitimidad política) y, en no pocos casos, se trasladarán al seno mismo del escenario de negociación final, cuando la debilidad del sistema impuesto despierte algo más que los viejos fantasmas del pasado. Muchos de los factores históricos que en tiempos pretéritos han provocado la irrupción de una alternativa no democrática compondrán del mismo modo las raíces de su derrumbe (léase el caso boliviano en R. A. MAYORGA, 1998).

Además, este origen trazará diferencias fundamentales sobre la democratización al revelarnos la determinante inexistencia histórica de una cierta tradición liberal, por ejemplo, en los territorios que componían la antigua URSS, frente a otros casos europeos o latinoamericanos en los que dicha tradición podría contribuir de modo distinto al cambio político.

9.     La relación directa y cercana que vincula a los militares latinoamericanos con la represión, contrasta con los casos de la Europa meridional o las repúblicas ex-soviéticas y la antigua federación yugoslava, donde el terror implantado primero por la contundencia de su irrupción e inmediatamente después durante los orígenes de sus regímenes y, más tarde, por la presencia de la policía política o los potentes servicios de inteligencia nacionales, desvinculaba a los gestores directos del poder con la represión a la vez que permitió la desactivación de cualquier oposición por el miedo a las reacciones que se pudiesen tomar desde el poder. En la antigua Unión Soviética, de hecho, las FFAA estaban desvinculadas de ambas instancias, es decir, tanto de la gestión sistemática de la represión como del poder (en manos de los miembros del apparattik o líderes de la gran estructura burocrática del Estado) (C. GONZÁLEZ y C. TAIBO, 1996), representando de ese modo un papel de menor trascendencia en cuanto a la democratización que otras FFAA, léase el caso de las latinoamericanas.

10.     Contragolpe militar (mismo origen que en el Paraguay de Stroessner) (E. ACEVEDO, 1991) que, por cierto, tiene sus orígenes en el proceso de descolonización de las últimas posesiones portuguesas en el continente africano (C. OLIVEIRA, 1998).

11.     En nuestra opinión el estudio de los actores que protagonizan la democratización, además de centrarse en la constitución, estrategias, etc., de las élites nacionales protagonistas, deben dirigirse al mismo en tiempo en dos direcciones muy olvidadas y sin embargo al tiempo muy necesarias. Por una banda, las ya citadas instituciones o grupos de poder tradicionales que la evolución histórica de cada región haga de por sí interlocutores naturales del proceso. Por otro, los líderes del área geopolítica a la que pertenece o dentro de la cual está encuadrado el país en cuestión. No olvidemos que estos procesos acontecen durante la Guerra Fría y, la pertenencia a uno u otro bloque determinará de forma trascendental el desarrollo de la democratización. Punto éste en el que el trabajo de los historiadores sigue resultando fundamental (y para el cual recomendamos empezar con dos obras clave de la historiografía sobre el mundo actual: G. PROCACCI, 2001 y P. CALVOCORESSI, 1999). En todo caso el ámbito de las relaciones internacionales representa una estación de parada obligatoria para el estudio de la democratización a finales de siglo XX (C. PÉREZ LLANA, 1987).

12.     El estudio del liderazgo es un ítem igualmente fundamental en el estudio de la democratización a finales de siglo XX puesto que es uno de los motores elementales del mismo (en los estudios politológicos, de hecho, supone un vector de análisis prioritario). La presencia o ausencia de liderazgos fuertes y de calidad es, por ejemplo, otro de los puntos que más diferencias establecen entre los casos de la tercera ola.

13.     Las fórmulas de resistencia social componen por sí solas un área de trabajo independiente. El ingenio se pone en marcha para canalizar el descontento de la población a través de manifestaciones que sin incurrir en la ilegalidad portan contenidos de reivindicación política contrarios al orden establecido. La música popular, el cine o la literatura están repletos de estas expresiones, pero cuando la astucia se convierte en la única arma blandible, hasta los limpiaparabrisas de un automóvil pueden servir como herramienta de condena.

14.     Resulta muy interesante comprobar como en Chile, el acuerdo más determinante alrededor del cual pudo fraguarse el cambio democrático fue de naturaleza eminentemente económica. S. BERENSZEIN (1994) afirma que el acuerdo sobre las reglas de juego político solo fue posible gracias al consenso en cuanto a la continuación del modelo de acumulación implantado durante el pinochetismo. De este modo, la burguesía capitalista se integró al camino de la negociación política y también económica (al reconocer la necesidad de un cierto grado de cooperación por el bien del funcionamiento general de la maquinaria capitalista).

15.     Aunque sin lugar a dudas, el aspecto que quizás resulte más interesante dentro de este punto, será el de analizar a los actores que son reconocidos como interlocutores válidos en la mesa de negociación. Descubrir quién negocia y por qué (esto es, quién está habilitado para establecer las nuevas reglas y porqué), nos situará sobre la pista de cuál es la naturaleza real del nuevo sistema político y qué sectores o grupos van a adquirir un papel de protagonismo o dominio en el futuro marco democrático.

16.     Aunque la naturaleza histórica, económica, etc., de los factores de consolidación, es un aspecto nuevamente reconocido incluso desde el ámbito politológico (M. A. GARRETÓN, 1998). Sus estudios, sobre todo los referidos a los países en vías de desarrollo, siguen insistiendo en resaltar la necesidad de cambios exclusivamente dirigidos a modificar la estructura interna del sistema político. La continuación lógica de sus análisis en clave política tras el cambio, vuelve a incurrir en el error de creer que la permuta del presidencialismo al parlamentarismo, a otro tipo de sistema electoral, etc., etc., son las soluciones que darán a estos países la llave para la construcción de una democracia fuerte, estable y duradera. Perspectiva que vuelve a revelarse irreal e ineficaz, cuando el presente actual demanda soluciones como las que verbigracia estos días se han formulado desde Bolivia, Ecuador o Venezuela.

17.     Los problemas de raíz étnica en los enclaves pertenecientes al gran imperio soviético, continúan siendo a día de hoy, el mayor obstáculo para la pacificación y democratización del área (F. LETAMENDÍA, 1989). Problemas con raíces históricas profundas que no tendrán solución si continuamos insistiendo en la visión etno-céntrica del homo occidentalis que perpetúan los estudios politológicos generados la más de las veces desde el entorno norteamericano. Esos estudios, poseen una intencionalidad fundamentalmente práctica basada en la instrumentalización de dichos conflictos en beneficio de las potencias que lideran el mundo actual (y que no persiguen más que la fórmula de inmovilizar a bajo costo poblaciones enteras bajo eufemísticas etiquetas como las de los “desafíos a la goberISSN: 1698-7799.

Cristina Hermida del Llano

4.        Una obra que vincula la Política a la Religión a través de la Justicia

Es realmente vasta la producción religiosa y de carácter jurídico-política de Tomás Moro [55]. Aquí nos detendremos a examinar algunas obras del pensador que revelan cómo la política se fusiona con la religión a través de la justicia, entendida ésta como justicia natural desvinculada de la ley positiva o social.

Una de esas obras es Contra Lutero o Reivindicación de Enrique VIII, que fue redactada bajo el pseudónimo de Guillermo Roseus, y en la que Moro muestra su rechazo a Lutero y su apoyo a Enrique VIII. Creo que esta obra debería ponerse en relación con otra: Carta a un monje. Aunque se desconoce la fecha exacta en la que Moro redactó esta obra, posiblemente lo hiciera en verano de 1519 cuando llevaba ya algo de tiempo trabajando al servicio de Enrique VIII. En ella defiende el trabajo grandioso de Erasmo y por ello se convierte en un texto de referencia para entender su defensa del erasmismo, esto es, su retrato como humanista (defendiendo las humanidades), al menos hacia 1519. La obra salió a la luz en 1520 con dos ediciones en distintas imprentas [56]. Moro no disimula su respeto y aprecio por el trabajo de Erasmo en esta obra, en lo que a la investigación filológico-bíblica se refiere.

Tengamos en cuenta que entre 1506 y 1507, Moro, junto con Erasmo, habían traducido al latín Los diálogos de Luciano. De hecho, ambos resaltan y admiran su argumentación anti-tiránica. Concretamente, Moro se ocupó de traducir El Cínico, centrado en el desprecio de las riquezas y la oposición radical a cualquier forma de codicia; El Menippo, y la Necromancia, sátira sobre el concepto de poder; y El Tiranicida, el cual se ocupaba del importante tema de la legitimidad del tiranicidio. Como el propio Moro reconocería, Luciano era  el mentor que le ayudaba a combatir y soportar la necedad humana, su propia necedad y la de los otros [57]. Como apunta Poch:

«En una Responsio, que Moro añade, describe con las más negras tintas al tirano, equiparándolo a las bestias que ignoran todo vínculo natural, que, apartadas de toda sociabilidad (sociabilitas), no aceptan colaboración, ni siquiera con el que está ligado por vínculos de sangre. El tirano lo es, pues, por ilegitimidad de origen, ex defectu tituli, pero en mayor medida lo es todavía más por ilegitimidad de ejercicio, ex exercitio. Es por lo que también el tirano muere siempre intestado, tanto pública como privadamente» [58].

La obra Historia del rey Ricardo III (1513) se inserta en este mismo planteamiento moriano. Tanto es así que Shakespeare se sirvió de esta trama para construir su obra dramática que lleva este mismo nombre, llegando a decir   de Ricardo IIII que éste «pondrá en aprendizaje al facineroso Maquiavelo» [59]. Pensemos que Ricardo, Duque de Gloucester, asesina al hermano mayor, Jorge, Duque de Clarence, y, más infamemente todavía, a los hijos menores de Eduardo IV.  En el fondo esta crítica fuerte al tirano que representa Ricardo  III nos permite pensar que de modo indirecto Moro ponía sus ojos en Enrique VII Tudor y Enrique VIII. La tesis de esta obra resulta bien clara: la tiranía destruye cualquier forma de vida civil, aunque nos pretenda engañar queriéndonos hacer creer que es tutora del bienestar social y armoniza al conjunto de la sociedad.

Aunque no sea una obra estrictamente política, hay que destacar también la traducción que en 1506 hizo Moro de la Vida del Conde Juan Pico de la Mirandola (1463-1494) [60], figura importante del renacimiento italiano, ilustre re-descubridor y gran admirador de Platón, ardiente defensor del pensamiento hermético y de la cábala, que trató de conciliar humanismo y cristianismo [61]. Moro lo tuvo como ejemplo por reunirse en él numerosas virtudes, ser el teorizador más conocido de la doctrina de la dignidad del hombre, coincidir en su gusto por las ciencias naturales, su profundo sentimiento religioso, y su actitud altruista y generosa hacia los más necesitados [62].

De alguna manera Moro debió sentirse fascinado por las tesis que defendió Pico de la Mirandola en torno al milagro de ser hombre y que podríamos resumir así:

«Todas las criaturas están ontológicamente determinadas, por la esencia específica que les ha sido dada, a ser aquello que son y no otra cosa. En cambio el hombre es la única criatura que ha sido colocada en la frontera entre dos mundos y que posee una naturaleza no predeterminada, sino constituida de un modo tal que sea él mismo quien se plasme y se esculpa de acuerdo con la forma previamente elegida. Así el hombre puede elevarse hasta la vida de la pura inteligencia y ser como los ángeles, e incluso subir todavía más. La grandeza y el milagro del hombre residen, pues, en ser, artífice de sí mismo, autoconstructor» [63].

En realidad, esta aproximación nos hace entender al hombre como un  ser camaleónico, en donde se encuentra la huella de Pitágoras, que permanece abierto a todas las vidas: planta, animal racional, animal irracional o ángel. Veamos el famoso pasaje de Pico de la Mirandola en el que se acerca con claridad a estas cuestiones:

«No te he dado, oh Adán, un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa específica, para que de acuerdo con tu deseo y tu opinión obtengas y conserves el lugar, el aspecto y las prerrogativas que prefieras. La limitada naturaleza de los astros se halla contenida dentro de las leyes prescritas por mí. Tú determinarás tu naturaleza sin verte constreñido por ninguna barrera, según tu arbitrio, a cuya potestad te he entregado. Te coloqué en el medio del mundo para que, desde allí, pudieses elegir mejor todo  lo que hay en él. No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que elijas. Podrás degenerar en aquellas cosas inferiores, que son irracionales; podrás, de acuerdo con tu voluntad, regenerarte en la cosas superiores, que son divinas» [64].

A Tomás Moro se le conoce, fundamentalmente, por su obra de 1516 Utopía (Sobre la mejor condición del Estado y sobre la nueva isla de Utopía) [65]. Utopía (De optimo republicae statu deque nova insula Utopia libellus). La redacción de este libro se produjo durante la primera embajada de Tomás Moro a Flandes. Curiosamente, el autor redactó antes la segunda parte, menos crítica, (1515) que la primera (1516) –«de ahí esa cierta desigualdad en el estilo» [66]–, aun cuando en ambas Moro esbozase las bases de una nueva sociedad, fundamentada en una suerte de comunismo cristiano [67].

La elección del título de la obra fue ciertamente un éxito de dimensión histórica, «porque acuña definitivamente este género político narrativo» [68]. Con el término ‘Utopía’ pretendería el autor expresar que «no está en ninguna parte y, se podría decir, que es Ucronía, que no acontece en ningún sitio» [69]. Platón ya se había aproximado a esta acepción de Moro, al escribir que la ciudad perfecta a la que se refiere en La República no existe «en ninguna parte sobre la tierra». Aun cuando la obra tiene un carácter lúdico, creo que no sería justo reducirla a una mera bagatela literaria [70]. Estaría por ello de acuerdo en que «se hizo necesaria la creación semántica de Moro para llenar una laguna lingüística» [71], al situarse en ese ámbito entre lo real y lo irreal o ideal, de lo cual sería una expresión acertada el término ‘utopía’.

A pesar de ser una obra utópica y ucrónica, como hemos señalado sin lugar ni tiempo real, Moro se sintió muy influido en su redacción por la era de los descubrimientos ibéricos. Moro conocía bien la obra de Américo Vespucio y buena prueba de ello es que su personaje protagonista, Rafael Hitlodeo, fuese un navegante luso que se suponía había participado en las navegaciones vespucianas y había visto la isla de Utopía. Es a Rafael Hitlodeo, personaje imaginario, a quien Moro confía la tarea de exponer las costumbres y las instituciones del pueblo de Utopía. Como precisara Huisman:

«Este viajero, lleno de ciencia y de experiencia, es así el principal interlocutor de la conversación que ocupa el libro primero de la obra. Mas este artificio literario no debe confundir al lector: Rafael no es más que el portavoz de Tomás Moro, y su insistencia en describir los beneficios de la paz y los horrores de la guerra en las dos partes de la Utopía revela una sátira amarga de la política belicosa de Enrique VII y de Enrique VIII (...)

A lo largo de sus páginas, el lector encontrará alusiones apenas disimuladas a las guerras de Enrique VIII, emprendidas, sea por pasión de gloria militar, sea con la esperanza de una anexión o de beneficios comerciales para la nueva burguesía mercantil de Inglaterra. Sucesión de guerras continuas en Europa, sucesión de injusticias sociales engendradas por el poderío del dinero y la propiedad, tales son los temas mayores de la Utopía, tomados como contrapunto en la parte negativa (libro primero) y en la parte positiva de la obra (libro segundo)» [72].

Estamos, pues, ante una obra profunda y compleja, a pesar de su aparente simplicidad. Se contrapone al aspecto lúdico del texto, una profunda y acervada crítica socio-política a la Inglaterra y la Europa de su tiempo (el siglo XVI), cada una con sus complejas tradiciones y dramas sociales internos [73]. No es así casual que la isla Utopía se encuentre cerca del continente europeo, dividido por guerras:

«Allí, en efecto, Rafael Hitlodeo, con la conformidad y a la anuencia de mismo Moro como interlocutor, examina y describe, con negras tintas, la situación económica y social de Inglaterra: el hambre y estado de servidumbre de los campesinos; la invasión del ganado ovino (como en la Mesta castellana), que desplaza y agota los terrenos de labor; los agricultores y retornados de la guerra, obligados por las circunstancias a dedicarse al robo y al pillaje; la crueldad de la represión judicial del simple robo, castigado siempre con la horca; los altos precios de oligopolio; la holgazanería, el egoísmo y la petulante prepotencia de las clases privilegiadas...» [74].

Como ha precisado Huisman:

«En la primera parte de la obra, el autor pinta un cuadro enérgico de Inglaterra, con sus campesinos empujados hacia las ciudades, sus bandas de salteadores, su justicia ciega y cruel, su realeza ávida de riquezas y dispuesta siempre a la guerra. En Tomás Moro se dan cita varios hombres: un discípulo de Platón temeroso de ver al gobierno de los hombres alejarse más y más de la razón, un cristiano que aspira a un cristianismo unitario, un humanista abierto, como los de su tiempo, a las ideas nuevas sobre la felicidad terrestre, pero también un hombre de orden, respetuoso de las jerarquías, al que repugna el espectáculo de una monarquía que se envilece por el afán de dinero, preparando así contra ella inevitables desórdenes. Por otra parte, Tomás Moro tiene ese retraimiento de la vida propio del filósofo, que le persuade de que el reino de la propiedad individual y del dinero es incompatible con la felicidad» [75].

Tomás Moro revela en esta obra lo influido que se sentía por el optimismo humanista, ya que en Utopía se revela la confianza que se alberga en  la razón y en la bondad humana. No se puede decir que estemos en la etapa del racionalismo moderno, pero sí hay atisbos que profetizan las etapas posteriores. Se puede hablar, eso sí, de optimismo vital humanista, moralizante y anti-maquiavélico. Moro se siente convencido de que:

«bastaría con seguir la sana razón y las más elementales leyes de la naturaleza, que están en perfecta armonía con aquélla, para evitar los males que afligen a la sociedad. Utopía no presentaba un programa social de obligada realización, sino unos principios destinados a ejercer una función normativa, los cuales, mediante un hábil juego de alusiones, señalaban los males de la época e indicaban los criterios que servían para curarlos» [76].

La obra despertó un enorme interés por la forma dramática en que había sido redactada. Verdaderamente, estamos ante una obra narrada en forma de diálogo. Se deja entrever aquí la clara influencia no sólo de Platón y de Luciano sino también de sus inicios en la dramaturgia desde una temprana edad. Como ha precisado Poch:

«La Utopía es, pues, un diálogo, en el que el discurso (logos) se va desplegando, dialogalmente, en un tempo dramático y no sólo es dialogal, y quizás dialógica, sino dialéctica; porque el discurso se va construyendo, continuada e ilativamente en posiciones y contraposiciones, propias del pensar dialéctico» [77].

Esto precisamente provocaría que se haya hecho difícil averiguar cuándo es la propia opinión de Moro la que se expresa y cuándo la de aquellos que con él dialogan, en especial, Hitlodeo. De algún modo, se puede afirmar que se olfatea en el humanista inglés la metodología que haría célebre al gran filósofo de la dialéctica, Hegel, aunque también se rastrea en él la huella agustiniana. Este indisimulado interés por San Agustín será, sin duda alguna, otro punto   de unión con Luis Vives.

Aunque las fuentes a las que se remonta Tomás Moro son, fuertemente platónico-agustinianas, también se reconocen matices del estoicismo, tomismo y erasmismo [78], de tal manera que se puede afirmar que las fuentes principales se remontan a la Antigüedad griega y latina. Son, en efecto, fuente de inspiración principal para Moro tanto Platón, a través de su obra La República, como Tácito, con La Germania [79].

Tomás Moro nos describe en Utopía un Estado ideal, en el que por influencia platónica introdujo las ideas de la comunidad de bienes [80], de la igualdad entre hombres y mujeres y del rango supremo de la sabiduría en el gobierno. Ahora bien, también se observan diferencias con Platón si tenemos en cuenta que Moro extendió la comunidad de bienes a toda la sociedad, partiendo de una concepción de la estructura social radicalmente distinta; mientras la República platónica está formada por clases y está altamente jerarquizada, la utopía de Tomás  Moro elimina las clases o las castas sociales puesto que,   a su juicio, una vez desaparecidas las distinciones de riqueza, desaparecerían también las diferencias de status social [81]. Dicho esto, a mi modo de ver, el hecho de que Moro aboliera la propiedad privada no debiera hacer pensar que constituye un precedente del materialismo histórico como, por otra parte, han llegado a apuntar algunos autores [82].

Tomás Moro fue además un defensor de la tolerancia, oponiéndose a toda persecución por motivo de creencias, aunque hiciese una inamovible excepción con quienes negaban la existencia de Dios y la inmortalidad del alma; éstos no tenían, a su juicio, lugar en el «Estado óptimo». En el fondo, lo que late en su pensamiento es la idea de que se puede honrar a Dios de muy diversos modos y es posible la convivencia en paz desde una comprensión y aceptación recíproca de esa diversidad religiosa [83].

Deberíamos tener en cuenta que cuando escribió esta obra la caza de brujas y las hogueras corrían parejas con los castigos sangrientos infligidos a los vagabundos. Si lo pensamos, lo que hace Moro es una inversión de las reglas, quedando terminantemente prohibido torturar a nadie en nombre de la religión. Más bien al contrario, la intolerancia y el fanatismo son castigados con el exilio y la esclavitud.

Pensemos que el pueblo tiene libertad para profesar la religión que desee, hasta el punto de que conviven en Utopía diversos cultos: cultos solares y lunares, culto a los héroes legendarios, culto a un ser supremo creador y providencia a la vez, culto cristiano (este último introducido en la isla y por el cual los habitantes de Utopía sienten de modo natural una atracción creciente). Los que viven en Utopía están tan habituados a la diversidad religiosa y a la tolerancia que ello implica, que se reúnen en vastos templos en donde los sacerdotes practican el ecumenismo y no emiten más que palabras susceptibles de convertir a todos, siendo la meta principal el poder llevar una vida moral [84]. Parece así claro que, como ha apuntado Poch, «los aspectos religiosos de Utopía, tal como Moro nos lo narra, no responden a sus íntimas y muy sólidas convicciones religiosas. La religión de Utopía es, simplemente, una religión natural, y no la revelada de Moro» [85].

Me gustaría llamar la atención sobre un dato. A pesar de la imagen humanista y tolerante que el autor nos revela en su obra Utopía, y que viene siendo la más conocida del filósofo, algunos han preferido presentar una imagen completamente diferente del autor, advirtiendo que «Moro se convirtió en un notable defensor de la persecución de la herejía cuando ésta se extendió en Inglaterra» [86].

Pero ¿qué deberíamos entender por Estado óptimo? Como explica Ferrater Mora:

«El ‘Estado óptimo’ no se halla en parte alguna, pero constituye el ideal de todos los Estados. Fundamental en él es la estrecha unión de la religión y la moral, del bien y la virtud. El ‘Estado óptimo’ está fundado en la virtud. Moro introdujo en su utopía numerosos detalles de organización del Estado, como las formas de distribución del trabajo. Gracias a éstas, se elimina toda servidumbre económica y se da la oportunidad para el ocio moral e intelectual. El placer moderado, en el sentido epicúreo, desempeña un papel importante en la utopía de Moro. Los ciudadanos son felices porque pueden gozar de los placeres simples y no tienen ninguna ansia por obtener cosas superfluas» [87].

Hasta el día de hoy los intérpretes no saben lo que está escrito en serio   y lo que es broma, donde está el punto final de la burla de las condiciones y opiniones y cuando empieza la burla de sí mismo. Lo que parece indudable es que Utopía se sitúa en las antípodas de la «razón de Estado».

Es en la obra Epigramas [88] en la que se revela con gran claridad el pensamiento moriano anti-absolutista. Tengamos en cuenta que para él constituye una forma de expresar pensamientos y sentimientos de forma similar a como lo hace en su correspondencia. La colección de Epigramas, publicada por primera vez en Basilea (1518), junto con la última edición de su obra Utopía y unos poemas de Erasmo de Rotterdam, fue corregida en la tercera edición de 1520. Como se ha precisado: «Sin ser la más conocida, esta obra encierra un bagaje ideológico, cultural y de perspectiva vital enormemente interesante, y necesario para conocer al Moro completo» [89].

Aunque la temática es variada, se conforma por una tipología que deriva de la vida real y lo que la rodea: la muerte, las formas de gobierno y la soberanía política, la guerra, la fugacidad de los perecedero y el orgullo, el uso de la riqueza, la cultura y el arte, los cambios de la fortuna, la mujer, la belleza, el amor, etc [90]. Entre todos los temas tratados, me gustaría destacar aquellos que reflejan ideas de su pensamiento jurídico-político, como la de su oposición al origen divino de la autoridad, al sostener que la soberanía reside en el pueblo, anticipándose en ello, entre otros, a John Locke [91]. De hecho, en el epigrama 121 afirma lo siguiente: «Cualquier hombre que gobierna a muchos debe su autoridad a aquellos a quienes gobierna. No debe tener el gobierno un instante más de lo que deseen sus súbditos. ¿Por qué los soberanos sin poder son tan orgullosos? ¿Por qué gobiernan en precario?»[92].

La raíz de la tiranía reside para Moro en la avaricia. Como explica Poch:

«Pero la avidez de riquezas y la de dominio o poder se excitan y se alimentan mutuamente; la avaricia produce la ambición de extender el poder, y la extensión del poder despierta nueva avaricia: he ahí el círculo infernal que el moralizante Moro quiere cortar y erradicar. y así como en la avaricia y en la desatada ambición de dominio se identifica al tirano, en la recta administración, que es limitado ejercicio de poder, se expresa la fuerza ideal del buen monarca» [93].

Metafóricamente, para Moro, el rey habría de comportarse con sus súbditos como lo hace el padre con sus hijos, conforme indica en Epigramas. Además unos y otros forman un cuerpo orgánico unido: «El reino es como un solo hombre, está orgánicamente unido por el amor: el rey es su cabeza, el pueblo compone los otros miembros». Moro conoce muy bien las diferencias entre el príncipe bueno y el príncipe malo o tirano: la primera es que el buen príncipe atiende las necesidades del pueblo como si de hijos se tratara y «ahuyenta a los lobos», que no son más que los que intentan ejercer o ejercen como tiranos. El propio Moro afirma: « ¿Qué es un buen soberano? Es un perro guardián del rebaño, que con su ladrillo hace huir a los lobos ¿Qué es uno malo? El propio lobo» [94].

Fundamental para el pensador es no someter a los súbditos a la voluntad del tirano, subyugando la libertad individual de aquéllos. Más bien al contrario el buen príncipe ha de aumentar el grado de libertad de los súbditos a través del ejercicio de poder. Literalmente Moro precisará: «Aquellos que el tirano señorea como siervos, el rey los estima como hijos».

En cuanto a la forma ideal de gobierno, Moro parece decantarse por la república frente a la monarquía. Ahora bien, si tenemos presente la situación socio-histórica de su época, podemos decir que termina optando por la «monarquía limitada», esto es, por el príncipe frenado por la ley y el Parlamento. Veamos  lo que señaló en el Epigrama 198 (titulado «Cuál es la mejor forma de gobierno») en donde Moro se pregunta sobre la cuestión de si es preferible una monarquía o una forma de gobierno parlamentaria:

«Preguntas quién gobierna mejor: un rey o un senado. Ninguno si –como frecuentemente es el caso– ambos son malos. Pero si uno y otro son buenos, pienso que el senado, por número de sus miembros, es el mejor y que el mayor bien está en numerosos hombres buenos. Quizá es difícil encontrar un grupo de hombres buenos, pero con más frecuencia es fácil que uno solo sea malo. Un senado ocuparía una posición entre el bien y el mal, pero casi nunca tendrás un rey que no sea ni bueno ni malo. Un senado malvado está influido por el consejo de hombres mejores que él, pero un rey es él mismo  el gobernante de sus consejeros. Un senador es elegido por el pueblo que va a gobernar; un rey consigue este fin por nacimiento. En este caso rige el ciego azar,  en el otro un acuerdo razonable. Uno entiende que fue hecho por el pueblo, el otro entiende que el pueblo fue hecho para él, de modo que tiene súbditos que gobernar. Un rey en su primer año es por supuesto muy suave, pero el cónsul cada año será como un nuevo rey. Después de mucho tiempo un rey codicioso corroerá a su pueblo mientras que si un cónsul es malo hay esperanza de mejora. No me persuade la conocida fábula que recomienda que uno soporte a la mosca bien alimentada no vaya a ser que la hambrienta ocupe su lugar. Se equivoca quien cree que un rey codicioso se satisface; tal sanguijuela nunca deja la carne hasta que está consumida. ‘Un serio desacuerdo –dices– impide las decisiones de los senadores mientras que nadie contradice a un rey, siendo peor este mal. Porque cuando hay diferencia de opinión en asuntos importantes...’. ¿Pero qué te hizo empezar estas indagaciones? ¿Hay en alguna parte un pueblo sobre el que tú, por tu propia decisión, puedas imponer un rey o un senado? Si esto está en tu poder, el rey eres tú; deja de pensar ya a quién le darías poder; la pregunta previa es si eso facilitaría las cosas» [95].

5.        A modo de conclusiones

Tomás Moro se presenta ante nosotros enfrentado radicalmente a Maquiavelo o, más aún, al maquiavelismo como corriente política también existente antes y después del propio Maquiavelo. De hecho, es impensable que Moro hubiera podido conocer la obra El Príncipe, por razones aunque sólo fueran cronológicas. Como precisa a este respecto Poch, comparando a los dos grandes pensadores: «Frente al amoralismo, el primado de la moral, frente a la fuerza, los deberes éticos y las normas jurídicas, frente a la voluntad irracional de dominio, la razón suasoria, frente al Estado, como obra de puro ‘arte político’, la Comunidad humanista» [96]. Moro sostiene una defensa a ultranza de la Humanitas Cristiana. Esta convicción la compartía con Erasmo: «‘el príncipe cristiano’, de poderes limitados y sometido a derecho. Primado de la Ética sobre la Fuerza, del Ethos sobre el Kratos» [97].

De lo que no parece quedar duda es que Moro fue un precursor del principio de la tolerancia religiosa y un convencido de las exigencias de la justicia natural por encima incluso del respeto al imperio de la ley positiva. Así lo manifestó, por ejemplo, en una carta escrita a su querida hija Margaret:

«Pero, Margaret, primero y por lo que se refiere a las leyes del país, aunque todo hombre nacido y viviendo en él está obligado a obedecerlas en cada caso bajo pena de castigo temporal, y en muchos casos bajo pena  de disgustar a Dios también, aun  así  ningún  hombre  está  obligado  a  jurar que toda ley está bien hecha, ni tampoco está obligado, bajo pena de disgustar a Dios, a poner en práctica tal punto de la ley si fuera de verdad injusto» [98].

Tomás Moro dejaba claro que frente a una ley injusta era legítimo desobedecer, apelando a la conciencia individual [99]. Así lo explica en otra carta dirigida a su hija Margaret:

«pensaba que no podría hacerlo así, porque en mi conciencia éste era uno de los casos en los que estaba obligado a no obedecer a mi príncipe, dado que cualquier cosa que otros pensaran en el asunto (cuyas conciencias y conocimientos no quería condenar ni juzgar), con todo, en mi conciencia la verdad parecía estar del otro lado» [100].

Tomás Moro fue así un precursor de la objeción de conciencia, al señalar que por encima de la ley positiva están los dictados que emanan del alma. A través del repaso de su biografía y de sus obras principales conseguimos vislumbrar cómo el binomio política-religión no se explica sin la referencia a la justicia natural en su pensamiento jurídico-político.

Cristina Hermida del Llano, en revistas.unav.edu

Notas:

55    Entre otras obras, cabría citar: Las cuatro últimas postrimerías; La súplica de las almas; La confusión de Tyndale; La Carta a Juan Frith; La debelación de Salem y Bizancio; La apología de Sir Thomas Moro, Caballero; Diálogo del consuelo frente a la tribulación; Respuesta sobre la Cena del Señor; y, por último, el Tratado sobre la Pasión de Cristo y el Tratado para recibir el Sagrado Cuerpo, tratados que escribe durante los días en que fue prisionero en la Torre de Londres.

56    La carta fue publicada en Epistolae aliquot eruditorum en mayo de 1520 en Antwerp; en el mes de agosto salió otra edición en Basilea que no se publicó hasta 1760, en donde se recoge dentro de la biografía de Erasmo escrita por John Jortin, Londres, 1758-1760. La edición crítica del texto se encuentra en In Defense of Humanism: Letter to Martin Dorp, Letter to the University of Oxford, Letter to Edward Lee, Letter to a Monk. Ed. Daniel Kinney, New Haven&Londre: Yale University Press, 1986. Volumen nº 15 de las obras completas de Moro. La obra Carta al monje había visto la luz en la colección de Elisabeth F. Rogers: The correspondence of Sir Thomas More, op. cit., carta nº 83, pp. 165-206. En otro tomo de cartas, Thomas More: Selected Letters. New Haven: yale University Press, 1961, también editado por Rogers, sólo se imprimió la segunda parte de la carta. Hay una versión francesa de Henri Gibaud y Germain Marc’Hadour: «Réponse de Thomas More à un moine anti érasmien», Moreana, 27-28 (1970), pp. 31-82.

57    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit., p. 25.

58    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. LIII.

59    Enrique VI, tercera parte, acto III, escena II.

60    Gabrieli, V., «Giovanni Pico and Thomas More», Moreana, XV (1967), pp. 43-57; La Cultura, IV (1968), pp. 313-332.

61   Pico  de  la  Mirandola  formuló  las  famosas  900  Tesis   inspiradas  en  la  filosofía,  la  cábala  y    la teología, en las que debían unificarse aristotélicos, platónicos, filosofía, religión, magia y cábala.  Tal  y  como  precisan  reale,  G.  y  antiseri,  D.,  en  Historia del pensamiento filosófico y cientítico, vol. II. Del Humanismo a Kant, Herder, Barcelona, 1ª ed., 5ª reimpr. 2016: «Algunas   de estas tesis fueron juzgadas como heréticas y, por lo tanto, condenadas. Como consecuencia, Pico de la Mirandola padeció una serie de desventuras y llegó a ser encarcelado en Saboya, mientras huía hacia Francia. Más  tarde  fue  liberado  por  Lorenzo  el  Magnífico  y  perdonado por Alejandro VI en 1493. El Discurso sobre la dignidad del hombre, que se hizo muy famoso y  que constituye uno de los textos más conocidos del humanismo, debía servir como premisa general de las Tesis», p. 81.

62    Se cuenta que murió sin poder haber visto cumplida su última voluntad, que era profesar en la orden dominica y repartir todos sus bienes entre los pobres.

63    Reale G. y Antiseri, D., en Historia del pensamiento..., op. cit., p. 81.

64    Vid. ibíd., p. 82.

65    Esta obra tan importante de Santo Tomás Moro lleva por título, en su original latino: De optimo reipublicae statu deque nova insula utopia libelle uere aureus, 1516 [ed. con Epigrammata de Tomás Moro y de Erasmo].

66    Carta de Erasmo a Ulrich von Hutten, escrita en Antwerp, 23 de julio de 1519, publicada y citada por la versión de Cabrillana, de la obra de T. Moro: Epigramas, op. cit., p. 44. Erasmo no podía sospechar cuando escribía esta carta que U. von Hutten se convertiría con el tiempo en un enemigo directo de Tomás Moro, al defender unos ideales y métodos completamente opuestos a los suyos.

67    Adomeit, K., «Die Utopie des Thomas Morus», Rechts-und Staatsphilosophie II, Rechtsdenker der Neuzeit, C.F. Müller Verlag, 2 Auflage, Heidelberg, 2002, pp. 15-26.

68    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía, Tomás Moro, op. cit., p. LVI.

69    Vid. ibíd., p. LVII.

70    Con acierto, se ha señalado que la obra Utopía de Tomás Moro responde a la necesidad de decir no. La necesidad -radical vital- de no sancionar lo dado, sentando las bases de la ficción utopista incluso hasta el presente. Vid. Tomás Moro. Utopía, con textos de Leguin, U. K. e «Introducción» de MiéVille, Ch., Ariel, Barcelona, 2016.

71    Reale, G. y Antiseri, D., en Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

72    Huisman, D., Diccionario de las mil obras clave del pensamiento. Traducción de Carmen García Trevijano, Tecnos, Madrid, 2ª ed., 2007, p. 644.

73    Vid. Reale, G. y Antiseri, D., en Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

74    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., pp. LVII-LVIII.

75    Huisman, D., Diccionario de las mil..., op. cit., pp. 643-644.

76    Reale, G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

77    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., pp. LX.

78    Reale, G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

79    Huisman, D., Diccionario de las mil..., op. cit., p. 643.

80    Platón en su obra República había resaltado que la propiedad divide a los hombres mediante la barrera de lo ‘mío’ y lo ‘tuyo’, mientras que la comunidad de bienes devuelve la unidad. Donde   no existe la propiedad, nada es ‘mío’ ni ‘tuyo’, sino que todo es ‘nuestro’. Reale, G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

81    Vid. ibíd., p. 125.

82    Así, por ejemplo, Kautsky lo sostiene en su obra Thomas Morus und seine Utopie, Stuttgart, 1888.

83    Reale G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 126.

84    Huisman, D., Diccionario de las mil..., op. cit., pp. 643-644.

85    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. LXV.

86    Vid. Estudio preliminar a la obra de locke, J., Escritos sobre la tolerancia, Edición de Luis Prieto Sanchís y Jerónimo Betegón Carrillo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, p. XVIII. Según reza la cita 18 de este estudio preliminar: «El argumento anti-tolerante de Moro se desarrolla en el «Diáloge concerning Tyndale», recogido en Grande Antología Filosófica, dirigida por M.F. Sciacca, Marzorati, Milano, vol. VII, pp. 931 y ss.

87    Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía, op. cit., p. 2277.

88    Cabrillana, C., «Introducción, edición, versión española y notas», a Tomás Moro. Epigramas, op. cit.

89    Vid. ibíd., p. 21.

90   Vid. ibíd., p. 25.

91   Vid. ibíd., p. 26.

92   Vid. ibíd., p. 93.

93    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. LII.

94    Epigrama 115. Vid. Cabrillana, C., Tomás Moro: Epigramas, op. cit., p. 91.

95    Epigrama 198. Vid. Cabrillana, C., Tomás Moro: Epigramas, op. cit., pp. 126-127.

96    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía, Tomás Moro, op. cit., p. LXII.

97    Ibid., p. LXII.

98    Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro..., op. cit., pp. 146-147. Carta nº 206 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., p. 524.

99    Nigg, W., Thomas Morus..., op. cit.

100    Vid. Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro..., op. cit., p. 146. Carta nº 200 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., p.505.


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