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Las edades de la envidia

Cuando descubro que hay personas más...: las aplaudo y las elogio de todo corazón

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Kloster me hizo ayer una extraña confidencia. Yo le pregunté si no le parecía envidiable el talento de una tercera persona.

    —¿Envidiable? —Almudi.org - Noblezame respondió— No, colega; yo ya he superado la edad de la envidia.

    —Así que, según tú, la envidia tiene una edad.

    —Naturalmente. Yo a los siete años envidiaba el mecano de mi primo; a los catorce, envidiaba a mi hermano porque él había dado el estirón y yo seguía siendo bajito; a los dieciocho envidiaba a todos los que hablaban con las chicas sin ponerse colorados; a los cuarenta envidiaba a mi amigo Pepe, que ganaba un pastón y tenía un mercedes; a los sesenta y tantos empecé a envidiar a los que gozaban de buena salud y comían de mariscos impunemente. Y ahora, cuando ya estoy cerca de los noventa he llegado a la conclusión de que lo único realmente envidiable era el mecano de mi primo. Lo demás se va deprisa y es mejor no lamentarse. El tiempo nos convierte en memos, feos y gruñones. Por eso, cuando descubro que hay personas más inteligentes, más jóvenes, más ricas o más simpáticas que yo, ni me sorprendo ni me lamento: las aplaudo y las elogio de todo corazón. Uno ya no está en el mercado de los envidiosos; se me ha pasado la edad.

    —Ya. ¿Y desde cuándo estás así?

    —Desde la semana pasada. Y he comprobado que ha mejorado notablemente mi tensión arterial; mis digestiones son casi perfectas, pierdo menos pelo y no me enfado por nada. ¿Qué te parece?

    —Envidiable, amigo Kloster, envidiable.