Los grandes cambios están hechos de pequeños gestos
La criatura humana ya no es capaz de la verdad ni del amor. Ha mutado nuestro genotipo, impidiendo lo auténtico y lo duradero. Ya solo puedo afirmar que, por hoy, te quiero un poquito
Las afirmaciones absolutas y contundentes están expuestas bajo la lupa crítica en la civilización contemporánea. La expresión coloquial “¡Tí@, ¡qué fuerte!” lo acompaña casi todo. Es la reacción espontánea ante lo consistente, lo absoluto, lo cierto. Nos gustan los matices, los acentos, las componendas. Si escuchamos de alguien una afirmación rotunda, nos ponemos nerviosos. Ya no apostamos por lo sólido; lo líquido es más digestivo y, mucho más, lo gaseoso.
Las afirmaciones absolutas están bajo sospecha: se perciben como simplificaciones que ignoran los hechos. El relativismo, el escepticismo y el miedo a la verdad dejan huella. Hemos delegado la verdad exclusivamente a los científicos. Una nueva pandemia, un virus contagioso, nos ha debilitado. La criatura humana ya no es capaz de la verdad ni del amor. Ha mutado nuestro genotipo, impidiendo lo auténtico y lo duradero. Ya solo puedo afirmar que, por hoy, te quiero un poquito.
Westley, el protagonista de La princesa prometida, arriesga gustosamente su vida por Buttercup. La película hace del “amor verdadero” su estandarte, y lo hace con humor, ingenio y ternura. Es un canto al amor verdadero, y la frase predilecta de Westley es: “Como desees”. Así se expresa el amor: con la ilusión de agradar al amado.
Una película actual que contrasta fuertemente con la visión épica y romántica del amor en La princesa prometida es Los juegos del amor (2024), una comedia romántica de Netflix protagonizada por Gina Rodríguez y Damon Wayans Jr. Aquí, los protagonistas buscan ligar sin comprometerse; el amor es un juego de sensaciones, placeres y emociones. Se queda en puro éter: ya no es la roca sobre la que se apoya una vida. Es pasajero, frágil, interesado.
Es gaseoso porque no tiene forma definida, se oculta tras excusas y se transforma según el momento. La única regla es la satisfacción personal. En todo caso, se respeta el consentimiento, pero no la verdad del amor. Parece libre, pero no lo es, ya que no hay una decisión inteligente, estudiada y querida. Hay un mero deseo, un “me apetece”.
En este contexto social, difícilmente se puede entender la afirmación evangélica: “Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26-27). “¡Qué fuerte!”, dirán muchos. Y no pocos añadirán: “¿De qué va?”. Los más “cultillos” pontificarán sobre lo exagerados que son los cristianos, lo fuera de lugar que está la Iglesia.
Cristo, para poner a Simón como cabeza de su Iglesia, le cambió el nombre: Pedro, piedra. “Sobre esta roca edificaré mi Iglesia”. La familia de los hijos de Dios, los llamados a la libertad y a la felicidad —aquellos que han de tener como norma el amor— no pueden afincar sus vidas en el mero sentimiento u opinión. Son los seguidores de Cristo: Camino, Verdad y Vida. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos”, nos dirá.
Cuando nos pide seguirle así, no está descalificando el amor humano —esponsal, familiar o de amistad—; lo está poniendo en valor. Lo eleva a la categoría del absoluto, de aquello que vale la pena, de lo sólido, de lo duradero y fuerte. Nos está diciendo que hay Alguien que está sobre todo, porque es el origen de todo. El Amor quiere ser amado con amor verdadero. El Amor es el fundamento y origen de todo amor.
La frase “El amor no es amado” se atribuye tradicionalmente a san Francisco de Asís, porque encarna perfectamente su espiritualidad: un amor apasionado por Cristo, una vida de pobreza radical y una sensibilidad profunda ante el sufrimiento de Dios por la indiferencia humana. Aunque no sea históricamente verificable, la frase refleja el corazón del santo.
Si somos capaces de amarle así, amaremos a los demás a lo grande. Esto supone no limitarnos a cumplir los mandamientos, a ir a misa y rezar todos los días, sino conocerle, fiarnos de Él. Buscar formarnos para que, conociéndole, podamos amarle. Podemos trasladar al amor de Dios los parámetros del amor humano: quererle y tratarle cómo podemos amar a una criatura en la tierra.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es