Juan Antonio Estrada

¿Qué podemos saber, hacer y esperar? Son preguntas básicas que se refieren a la cuestión clave de la antropología: ¿qué es el hombre? Este planteamiento ha marcado a la Ilustración. La metafísica, la ciencia, la moral y la política, y la misma religión remiten a la pregunta sobre el ser humano. No hay consenso sobre su identidad, ni una definición sobre su esencia, ni siquiera sobre su naturaleza. A lo largo de la historia han surgido distintas concepciones antropológicas, sin que ninguna se impusiera de forma definitiva y universal. Según la época y la cultura en la que se plantea la cuestión, así se han sucedido propuestas diferentes. El ser humano se cuestiona por sí, sin que ninguna definición le satisfaga. La demanda griega es el punto de partida para la filosofía, aunque la antropología como disciplina sólo se haya desarrollado en el siglo XX.

Las distintas antropologías son hermenéuticas del ser humano -destacando la hebrea, la griega y la cristiana- para plantear el concepto de persona y su identidad. Kant fue decisivo en la pregunta [1], mientras que cada época y cultura comprende de forma diferente la identidad personal [2]. Es decir, somos según la interpretación que hacemos de nosotros, condicionada, a su vez, por la sociedad en la que vivimos. No hay una esencia o identidad dada, sino que el hombre se comprende a sí mismo y se interpreta, definiéndose. El concepto del ser humano es cultural, acuñado por las ciencias del hombre desde el siglo XIX. Es decir, la persona es sujeto y objeto de estudio sobre sí misma, reflexiona sobre su condición y busca establecerla a partir de los distintos saberes culturales. El código cultural es el punto de partida para la reflexión filosófica y también para la teológica. Nietzsche anunció una nueva época histórica, marcada por el nihilismo epistemológico y moral, pero no veía la crisis cultural como negativa, porque abría un espacio nuevo para la creatividad. Foucault añadió que nuestra forma de pensar depende del código cultural en el que vivimos, del régimen de conocimiento al que pertenecemos [3]. Apuntaron a un hecho clave para la filosofía y para la teología: el concepto humanista clásico de persona ha dejado de ser plausible y significativo. Hay una crisis de identidad que comenzó con “la muerte de Dios”, a la que ha seguido “la muerte del hombre” [4]. El antropocentrismo ilustrado ha desechado a Dios como referente y fundamento último, y ha entrado en crisis la concepción humanista y lo que conocemos como antropología teológica. El Dios bíblico ha dejado de ser el fundamento y se ha hundido la idea del hombre vinculada a él.

La actual crisis se da en un momento histórico de transición, el final de la modernidad y el comienzo de la globalización postmoderna. Hemos asistido a una deconstrucción del humanismo cristiano, sin que los intentos de suplirlo por las ciencias hayan tenido éxito. Hemos dejado de ser cristianos al abordar qué es la condición humana pero no tenemos una teoría alternativa que genere un consenso mayoritario. De ahí la crisis de sentido actual [5], ya que la vieja cultura ha dejado de ser viable, sin que tengamos una alternativa que sirva de orientación y permita planificar el futuro. No sabemos hacia dónde orientarnos, porque no tenemos metas de la historia ni fines del progreso con los que todos podamos identificarnos. Así, se genera una crisis de sentido, abriendo espacio al absurdo. La sociedad científico técnica está condicionada por una asimetría fundamental, ya que el progreso material no ha ido acompañado por una evolución humanista, ética y religiosa pareja a la evolución científico técnica. Nos encontramos con una gran capacidad material para planificar el futuro y con carencias fundamentales para indicar qué es lo que queremos y hacia dónde caminar. Las necesidades humanas son materiales y espirituales, y la crisis de sentido actual es también de identidad y de valores. Tenemos que definir que somos y qué queremos ser, cómo deseamos vivir y cuáles son las metas a las que tienen que servir las ciencias y la tecnología. Cuanta más capacidad técnica tenemos, más echamos de menos un potencial de solidaridad y justicia, que canalice la productividad científica. Según la concepción del ser humano, de su identidad y necesidades, así también el proyecto de vida a realizar. Y para definirlo hay que tener en cuenta la aportación de los distintos saberes, entre ellos las contribuciones de las religiones y de las teologías.

La antropología judía

El judaísmo está marcado por una tensión constitutiva y no hay una perspectiva sistemática ni unificada, sino referencias puntuales. Parte de ‘adam’ (Gn 4, 25; Gn 5,1.3-5; 1Cro 1, 1), que designa a la especie humana (562 veces en la Biblia), al ser colectivo, resaltando su dimensión terrena y el aliento de vida que le sustenta (Gn 2, 7: Dios modela al hombre de la arcilla y lo vivifica). Otros conceptos menos frecuentes acentúan su finitud y temporalidad, su corporeidad. La concepción semita del hombre no es dualista, sino integral. Se habla de la persona como espíritu corporeizado y cuerpo espiritualizado, sin dicotomías ni tricotomías (espíritu, alma, cuerpo), resaltando lo racional-noético, lo corporal-emocional y la voluntad-vitalidad. La esencia de lo humano no está en la mente, ni se define a la persona como animal racional, ni se pone el acento en la dimensión cognitiva. Hay que recurrir al simbolismo del alma, del corazón y del amor como lo determinante. Conocer está marcado por la corporeidad y afectividad, tanto como por lo intelectivo. Podríamos hablar de una inteligencia integral emocional, en la que se combina la razón, la emoción y la libido. Esta síntesis lleva al pronunciamiento clásico de amar a Dios “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón todos los mandamientos” (Dt 6, 5). Esto se repite más de setecientas veces en la Biblia hebrea.

La persona se entiende desde la relación constitutiva con Dios, como ser creado. Existir  es un don y la referencia a la naturaleza está siempre marcada por el lugar de superioridad que Dios le ha dado en ella. El enfoque griego del hombre como parte de la naturaleza (como microcosmos), se enfrenta a esta concepción histórica, en la que no se pone el acento en el origen y las causas, sino en el futuro y el dinamismo histórico. El ser humano es el ente máximo, en el marco del cosmocentrismo, a diferencia del teocentrismo judío [6]. La condición humana está constituida por la naturaleza y la gracia, y ambas remiten al Creador. Hay un enfoque relacional, el ser humano como imagen y semejanza de Dios, en cuanto varón y mujer (Gn 1, 17). La relación personal con Dios está marcada por la ambigüedad: le ha sido dado el dominio sobre los seres vivos de la tierra (Gn 1, 26-30; Gn 2, 19-20) y por la libertad, haciéndole imagen y semejanza de Dios [7]. Se subrayan sus penalidades, esfuerzos y dificultades para ejercer el dominio que le ha sido dado (Gn 3, 14-19), ya que se ve la creación desde la perspectiva del pecado y de la alteración del orden cósmico. Lo que más se resalta es el protagonismo de la libertad, como alternativa al destino, que juega un papel trágico en la cultura griega. El énfasis en la libertad es la clave para comprender el pecado y la corrupción que introduce en un mundo ordenado por Dios (Gn 1, 31; Gn 6, 5.17; Gn 7, 11). Los salmos, y especialmente el libro de Job, son los que mejor expresan la ambivalencia de la libertad y de la relación con Dios, amado y temido al mismo tiempo. La libertad es un don y su primer ejercicio va contra el creador, siendo esa afirmación humana el origen de una historia marcada por el mal. Pero hay que ver la historia desde la perspectiva final, desde la promesa de futuro, desde una alianza escatológica.

La fe en la creación lleva a pedir a Dios que proteja de los peligros y amenazas para la vida. Lo primero no es el Dios creador, que sería lo que interesaría a una filosofía preocupada por el origen y causas del mundo, sino una experiencia de liberación en la que Dios se revela. Dios abre futuro al ser humano y el concepto de salvación pasa de la historia a la naturaleza, incluyendo el mundo. Del salvador histórico, surge la idea del creador del mundo. El ser humano es relacional, respecto del mundo, de las personas y de Dios. Somos con y en referencia a los otros, lo cual lleva a una concepción personalista de Dios, en contraste con la impersonalidad de las religiones que lo buscan en el cosmos. Cada persona vive en sus relaciones interpersonales, siendo la ética religiosa la determinante. La relación sujeto objeto, propia de la filosofía griega, orienta al dominio de las cosas, mientras que la vinculación entre sujetos hace del otro la mediación fundamental para la propia identidad. La religión hebrea es profética y personalista, siendo la ética y la política más importantes que la ciencia y la técnica.

En este marco hay que comprender la teología de la alianza, que conlleva una moralización de la historia, ya que el don divino, simbolizado en la elección como pueblo de Dios, implica un imperativo de fidelidad a sus mandatos. Israel vive del don y del mandamiento, en el que se integra la doble referencia a la libertad, que es lo más determinante, y a la inteligencia, siempre basada en las emociones, sentidos y corporeidad. La promesa de una nueva alianza se simboliza en que Dios infundirá un corazón y un espíritu nuevo, que quitará el corazón de piedra y dará uno de carne, para que Israel se  conduzca según los preceptos divinos (Ez 36, 26-27). No se asume la definición griega del hombre racional, sino la de un ser terrenal animado por el espíritu, realzando la simbiosis entre la corporeidad y la espiritualidad. En el marco de la literatura sapiencial, influida por la cultura helenista, se desarrolla el protagonismo del sujeto, que discierne y decide por sí mismo (Pr 10-30) bajo la inspiración divina. No hay miedo a la muerte tras una vida plena y consumada, sólo a la muerte temprana o la que llega tras una vida desgraciada (Pr 12, 25; Pr 13, 14; Pr 15, 13-15; Pr 17, 22). Esta concepción es realista, asume la finitud y temporalidad, el bien y el mal, como partes de la vida, oscilando entre el optimismo y la confianza en Dios, que es lo que prevalece, y el pesimismo tardío del Eclesiastés ante la vigencia de la muerte y del mal (Qo 2, 13-17; Qo 5, 9-16; Qo 6, 1-12; Qo 7, 20.29; Qo 8, 9-14, Qo 9, 3). El judaísmo bíblico tardío se acerca a la concepción griega, mucho más escéptica y atenta a la condición trágica del hombre, dentro de la que se integra un Dios más distante e inaccesible (Qo 5, 1; Qo 6, 10-12; Qo 7, 13-15). La catástrofe del exilio y luego las luchas para preservar la independencia de Israel hacen a la tradición bíblica más sensible a la dimensión negativa de la vida, siempre atemperada por la fe en la providencia y la confianza en la alianza con Dios. En la literatura bíblica tardía cobra cada vez más fuerza el problema de la teodicea y una visión pesimista sobre la vida humana.

La antropología griega

Si la relación con Dios es la dimensión constitutiva que mueve las relaciones interpersonales en la tradición hebrea, la filosofía griega es alternativa a este planteamiento. La perspectiva relacional pasa a un segundo plano en favor de una ontología de la sustancia, que lleva a definir al animal humano en sí mismo. La tradición se centra en la naturaleza y ve la persona como “microcosmos” en la tradición jónica. El ser humano es una entidad de naturaleza racional y un “animal social”, la sociedad se convierte en su segunda naturaleza [8]. En cuanto animal político, tiende a la comunidad (Aristóteles) y no puede considerarse al margen de ella. De esta forma, ocupa un lugar esencial en el orden natural, claramente subordinado al mundo de los dioses, pero también emparentado con ellos a partir del logos. En lugar del creacionismo bíblico está el mito de Prometeo: el hombre recibe el fuego sagrado de los dioses y la enseñanza de todas las artes, por eso es el ente máximo intramundano. Diógenes representa al hombre como la criatura erguida que mira al cielo (a los dioses), que tiene manos (instrumentos) y que habla (aprendizaje cultural, paideia) [9], estableciendo así su superioridad en el conjunto del cosmos. La identidad antropológica viene dada por la naturaleza y se orienta hacia su fundamento divino, como subraya la teología natural con la búsqueda de causas y principios que expliquen su origen y funciones.

De la misma forma que el hombre se naturaliza, al estar regido por el orden de la naturaleza, también el cosmos se subjetiviza. Se proyecta el espíritu humano, ya que el pensamiento, en cuanto esencia de lo divino, es el ser último que ordena la realidad mundana. Hay una correspondencia estricta entre el orden del ser y del pensamiento (Parménides). Los griegos han puesto las bases del idealismo occidental y del racionalismo antropológico, la versión griega del “homo sapiens”, en contraposición al acento hebreo en la libertad. El conocimiento se refiere fundamentalmente al mundo, a las realidades naturales. De ahí resulta una antropología objetiva, descriptiva y cosificante, que todavía hoy sirve de trasfondo para las antropologías cientificistas y las explicaciones naturalistas. La comprensión ética del hombre, lo que éste debe ser, está determinada por la naturaleza, cuyo orden inspira el comportamiento humano y las estructuras sociales. El derecho natural tiene aquí su punto de partida, siendo inicialmente una alternativa al creacionismo judío y cristiano.  De ahí vienen las acusaciones de “contra natura” al evaluar el comportamiento. Y es que el hombre forma parte de la naturaleza y no puede prescindir de ella, como si fuera un cheque en blanco. Se olvida que las concepciones de lo natural son ya interpretaciones culturales. Los hechos sin interpretación no existen y la subjetividad es proyectiva y constitutiva de los hechos que descubre.

Se ve al ser humano como microcosmos, lo cual favorece una perspectiva objetiva de la persona, ya desde la tradición jónica. Las corrientes contemporáneas que hablan del animal humano, subrayando la continuidad con los animales, tienen aquí una base precursora. Su debilidad instintiva y física respecto del resto de los animales, se contrapesa con la capacidad racional y el aprendizaje cultural, que hacen posible la técnica y la agricultura [10]. La debilidad biológica del hombre se compensa con el lenguaje, la racionalidad y su condición de animal bípedo, que puede utilizar las manos y crear instrumentos para dominar la naturaleza. Esta ontología sustancialista prepara la definición de Boecio: el hombre es una sustancia individual de naturaleza racional.

Ya no es el corazón sino la razón el elemento constitutivo del ser humano. Protágoras hace de él, el canon o medida de todas las cosas, subrayando el carácter unilateral de todo conocimiento. Hay que educar para la virtud, formar al individuo con la ética y la política, la filosofía y la retórica. Surge así un humanismo al servicio del Estado y de la sociedad, una técnica pedagógica que remueve los cimientos socioculturales y el imaginario religioso.  Según Jaeger, el concepto de naturaleza humana se debe a la educación y la medicina. El concepto de “physis” se traslada al individuo, poniendo el acento en la interioridad subjetiva, que debe ser cultivada (pasando de la agricultura a la “cultura animi”) [11]. Se parte de una raíz común entre la naturaleza cósmica y la humana, entre la política y la ética, a pesar de los intentos de algunos sofistas, como Antifón, por contraponer las leyes estatales y las exigencias prioritarias de la naturaleza. La pretensión de autosuficiencia racional es lo determinante. No hay que olvidar el trasfondo eleático de la cultura. El trasfondo de la identidad es la permanencia en el cambio. Se consigue orientando el alma a la contemplación de lo divino y al control y dominio de las pasiones. En Aristóteles hay una valoración positiva de lo individual, que tiene prioridad respecto de lo general y universal. Pero se mantiene la esencia ideal de las primeras sustancias, que deben vivir en las cosas para constituirlas, en lugar de mantenerlas separadas como en la tradición platónica.

Platón logra la estabilidad del yo, al vincularlo a las ideas divinas, haciendo del recuerdo la referencia orientadora en el mundo. Sabio es el que no se deja engañar por las apariencias y busca lo divino más allá de los fenómenos. La objetividad del mundo de las cosas se cuela en el espacio de lo espiritual divino, independiente de la subjetividad personal. Por eso hay un orden ontológico que se impone y que limita la espontaneidad del espíritu humano, a pesar de que el error (intelectual y moral) rompe la correspondencia entre ser y pensamiento. Hay una divinización de la razón: las ideas divinas y el pensamiento de pensamiento del dios aristotélico, corresponden a la racionalidad en el hombre. La filosofía, el amor a la sabiduría, y la “paideia” o educación son las actividades superiores. Por otra parte, se defiende el dualismo naturaleza alma, como resultado del influjo de corrientes como el orfismo, el pitagorismo y el platonismo, que han sido, en sus diversas variantes, determinante para el cristianismo. El alma tiene que dominar al cuerpo, que  se ve como su cárcel, y tiene tres dimensiones: apetitiva o sensorial, pasional y racional, que es la superior. Es el conocimiento y no el amor o la pasión lo que determina al ser humano, que se purifica al contemplar las ideas divinas y se libera del cuerpo, culminando con la muerte. Se defiende la inmortalidad del alma, que persiste tras la muerte del cuerpo y es juzgada en función de su comportamiento [12]. La ética de inspiración socrática es intelectual, el pecado se debe a una falta de conocimiento, y la concepción del hombre está marcada por una racionalidad teórica y práctica. De ahí deriva la subordinación de la mujer al varón, supuestamente más racional.

La persona pertenece al ámbito de la naturaleza y al de lo divino. El dualismo entre cuerpo y espíritu marca su ambigüedad, su inmanencia mundana y la trascendencia espiritual. El dualismo antropológico de tener un cuerpo y ser sustancialmente alma, marca la tendencia idealista de la antropología griega, que no es cuestionada por Aristóteles a pesar de su valoración positiva del cuerpo respecto a la desvalorización platónica. Porque el hombre es esencialmente espíritu (razón, entendimiento, inteligencia) y participa de las realidades divinas, a través de la reminiscencia platónica de trasfondo órfico (reencarnaciones del alma) o del ascenso platónico-aristotélico hacia la trascendencia divina. La filosofía griega está marcada por el rechazo a las proyecciones subjetivas. Esto es lo que determina la crítica a los antropomorfismos de la religiosidad popular y de las tradiciones mitológicas. Se busca un fundamento inconmovible, objetivo, y permanente, tanto en Parménides como en Heráclito. Los sofistas desconfían de las creencias y representaciones, como muestra la crítica de Jenófanes [13], lo cual no obsta al monismo ontológico y religioso de la tradición eleática[14]. Esta crítica religiosa amplía el rechazo al animismo mitológico. Pródico y Eurípides plantean el problema de la “proyección” religiosa, precursora de la crítica de Feuerbach. En la filosofía griega hay un progresivo desencantamiento del mundo, así como una relativización de lo religioso en Crítias y en el escepticismo materialista de Demócrito [15]. Contemplar las ideas divinas es la tarea máxima del hombre, el ser metafísico por excelencia, y la organización racional de la sociedad es la tarea moral y política. La Estoa recoge estas tradiciones en una síntesis en la que tanto el hombre como el mundo tienen un alma racional, estando el ser humano más cerca de los dioses que de los animales. El desarrollo personal y el de la especie llevan a una suerte de ciudadanía del mundo, precursora de Kant.

La antropología cristiana

En el Nuevo Testamento convergen tres tradiciones. Por una parte se mantiene el trasfondo de la concepción bíblica del ser humano unitario, corporal y espiritual que tiene como marco la historia. La relación con Dios sigue siendo el elemento constitutivo desde el que se interpreta su identidad. A esto se añade que la cristología se convierte en el modelo de la antropología, lo que es el hombre se establece desde Cristo. El tercer elemento es el peso de la concepción paulina que es determinante para el desarrollo posterior de la hermenéutica antropológica. Se desarrolla la concepción hebrea desde una doble perspectiva: hay una radicalización de la historia, en cuanto se parte de la idea de que ya está presente el tiempo mesiánico (Mc 1, 15-17). Se pasa del mesianismo escatológico al presente histórico y se muestra la trascendencia divina que incide en la historia y comienza a formar parte de ella. El rechazo hebreo a condensar las esperanzas escatológicas a un más allá de ultratumba, a pesar de que la idea de la resurrección comenzó a perfilarse, culmina ahora porque el reino de los cielos se actualiza en la sociedad judía [16]. No se trata de una realidad de ultratumba, la salvación en el más allá después de la muerte, sino irrupción en el más acá, ante la que hay que tomar partido. No se trata de prepararse para “ir al cielo”, sino que Dios viene  a la sociedad (Mt 13,38.41; Mt 22, 2.12-14; Mt 25, 34.41; Lc 10, 11-12). La esperanza de ultratumba es engañosa, si no hay constancia de que ese Dios puede salvar ya en el presente histórico. ¿Cómo confiar en una salvación futura, si no comienza ahora? Las teologías se basan en la memoria, en una razón anamnética que conserva los hechos realizados. Es una teología de la historia sobre lo que Dios ya ha hecho por su pueblo.  El proyecto del reino canaliza las necesidades humanas y se presenta como oferta de sentido universal, desde la que evaluar todos los códigos sociales y religiosos. Cuando irrumpe Dios, se desplaza la atención hacia las necesidades humanas, resaltando la invitación al banquete del reino como oferta divina.

Esto es lo que luego perdió peso y significado, en buena parte por obra de la teología paulina,  que no se centró en la vida y obra de Jesús, sino en su significado como Hijo de Dios y salvador. El fuerte carácter ético de la proclamación del Reino dejó paso a una antropología que presentaba a los cristianos como buenos ciudadanos y modelos morales: Se excluye a los injustos, a los fornicarios, idólatras, afeminados, ladrones, etc. (1Co 6, 9-11; 1Co 15, 50; Ga 5, 21; Ef 5, 5). La imitación de Cristo cobró un fuerte carácter moral, en tensión con el significado original de la buena noticia a los pecadores. Se apeló a la justicia divina para legitimar el rechazo de los pecadores, amorales y socialmente desviados, tendiendo a una antropología de virtudes y valores [17]. Hubo un cambio de orientación de las afirmaciones existenciales en favor de los pobres y marginados a las exigencias éticas (porque Cristo ha sido inmolado, vivamos una vida nueva: 1Co 5, 7; Rm 6, 2.12; Rm 13, 14; Ga 5, 25), cambiando la perspectiva cristológica y la antropología, cada vez más marcada por una moral individual acorde a la grecorromana.

Comenzó la síntesis entre lo judío y cristiano con lo griego, vinculando las exigencias éticas a la ley natural, a una conducta guiada por la razón (Rm 2, 14-16; 1Co 5, 1). El comportamiento ético cobró valor salvador en sí mismo (1Co 10, 32; Flm 4, 8; 1Ts 4, 10-12), vinculando cristología y código cultural, como fuente inspiradora del comportamiento (Rm 2, 14-15; Rm 13, 3; 1Co 5, 1).  Al acentuarse la responsabilidad y ejemplaridad individuales cobraba relieve la conducta, con peligro de dejar en segundo plano la economía de salvación: el don de Dios a los últimos de la sociedad. El buen ciudadano cristiano se convertía en el referente de la nueva sociedad. La posibilidad de poner el acento en las obras, en las virtudes, en lugar de la oferta universal de gracia a todos, aumentó por este desplazamiento, a pesar de que Pablo luchó contra la meritocracia y el absolutismo de la ley, resaltando la gratuidad de la justificación.

El mandato del amor, que Pablo presentó como “ley de Cristo” (Ga 6, 2), se transformó en un catálogo de virtudes (Ga 5,22) como los de la literatura moral del tiempo [18]. En Pablo está corregido por su fuerte cristocentrismo (1Co 8, 6) y por la lucha contra el sometimiento a la ley (Rm 14, 20; 1Co 10, 25-26), pero cobró relevancia porque se afirmaba, con entusiasmo, que Cristo ya había triunfado sobre los poderes mundanos (Col 2, 15) y había que vivir como una nueva criatura. La progresiva espiritualización del reino de Dios está relacionada con una moralización de la antropología, en la que se acentúa la perfección. De esta forma cambió la idea de salvación, enfatizando las obras ascéticas y éticas en una línea favorable al pelagianismo. Hay una tensión entre la inculturación en la cultura helenista, que lleva a compaginar las exigencias éticas culturales y las cristianas, y el radicalismo escatológico, que acentúa el contraste entre lo cristiano y lo grecorromano. [19] Comienza a perfilarse la tensión entre la naturaleza y la gracia, entre el don divino y la libertad autónoma, entre la moralización de la antropología y la pérdida de relevancia de la dimensión social.

En la cristología cobró relieve la muerte de Jesús respecto de su vida. El eje central de la revelación, el “evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1), pasó a ser el “de la muerte y resurrección de Cristo” (1Co 15, 1-11). Pablo habla de la resurrección como de ‘su evangelio’. Comienza una etapa nueva, en la que ya no se pone el acento en la construcción del reinado de Dios, sino en el Cristo vencedor de la muerte (“¿Dónde está muerte tu victoria?”: 1Co 15, 55-57). No se cuestiona el proyecto de sentido de Jesús, pero se puso el acento en la salvación de ultratumba. De ahí deduce Pablo la necesidad de vivir de forma diferente. La novedad es la relativización de la muerte, que pierde su significado último destructivo, el paso del ser a la nada. Así cambia la antropología, ya que la salvación se orienta hacia el más allá de la muerte, a costa de la antropología unitaria. Se mantiene el carácter constitutivo de la relación con Dios para el hombre, mediada por la cristología, pero se abre espacio a una espiritualización del cristianismo y a una reformulación de la salvación histórica.

Superar el dualismo antropológico

El paradigma griego y el judeo-cristiano son alternativos y, sin embargo, se fusionaron en una síntesis cultural. Del hombre como don del creador, se pasó al creador de sí mismo, que somete lo natural, lo sensorial y lo animal al control de la razón. De la concepción relacional del hombre en la historia, en el marco de una alianza con Dios, se pasó a una ontología sustancialista cósmica en la que prima el intelecto. Si los judeo-cristianos acentúan la importancia de la libertad, los griegos racionalizan la auto-determinación y la des-corporeizan, porque no se identifican con el cuerpo. La tradición griega tiende a una divinidad racional pero no personal, a la que se define como pensamiento de pensamiento, idea sustancial y arquetípica, motor inmóvil y causa última. Lo racional y lo cósmico impregnan el concepto de dios y del hombre, determinando las distintas hermenéuticas. Los caracteres impersonales y neutros de la metafísica del ser no son admisibles ni para la antropología ni para la teología y han generado problemas, todavía irresueltos, al fusionar la filosofía griega con las imágenes del Dios judeo-cristiano y de la cristología.

Esta síntesis ha sido superada en la actualidad. Contra la desmundanización se arranca hoy del ser en el mundo y del giro intersubjetivo de la filosofía, que hace del reconocimiento del otro el elemento fundamental para la propia identidad. Las antropologías behavioristas y conductivas asumen una perspectiva objetiva y corporal, que conecta directamente con la comprensión griega. El interiorismo de San Agustín persistió en las filosofías de la conciencia hasta Husserl. Es una filosofía reflexiva, que puede desembocar en el ensimismamiento idealista. Las ideas platónicas se transformaron en las representaciones mentales del sujeto, aunque Dios es el que garantiza la fiabilidad del cogito y al perderse se cuestionan las construcciones de la subjetividad. Ya no hay búsqueda de Dios por sí mismo, sino en función de garantizar la validez de las construcciones de la mente humana. Surge así la verdad como certeza, como representación mental del sujeto. Heidegger critica este antropocentrismo idealista, que hace del mundo virtual, construido por el sujeto, el único real, equiparando su ser pensante con su ser real [20]. La verdad dejó de ser el resultado de la adecuación de la mente a las cosas, para convertirse en certeza subjetiva. De esta forma, se estableció un dualismo radical entre la subjetividad personal y la objetividad del cuerpo. ¿Quién soy yo? se transformó en ¿cómo pienso? desde un yo abstracto, clausurado en sí mismo. Surgió una interioridad desvinculada de la realidad mundanal y corporal.

De la idea de Dios en el hombre se pasó a cuestionar si ésta tenía un referente ontológico, para negar que se pudiera fundamentar la existencia divina. Kant procedió en la misma línea cuando partió de la moral como un hecho de la razón, que tiene valor absoluto, aunque Dios no existiera. Dios es una mera idea regulativa, objeto de una fe racional, para que la moral tenga sentido. Hegel da un paso más rechazando la diferencia ontológica entre Dios y la especie humana, radicalizando la inmanencia divina y la trascendencia del hombre. Poco a poco se asume que la antropología es la clave de la teología (Feuerbach) y de que el Dios trascendente aliena al hombre de la historia (Marx), le quita creatividad y dominio de sí (Nietzsche) y confina al ser humano a la minoría de edad (Freud). El teocentrismo, la antropología creacionista, la gracia como don y el carácter relacional de la antropología cristiana se perdieron en este nuevo marco. Se pusieron las bases de la crisis del siglo XX. Hay una crisis de la teología porque se vincula a una tradición antropológica que no corresponde al código cultural actual. Las ciencias humanas han generado nuevas hermenéuticas que descalifican contenidos teológicos tradicionales. Es necesaria una transformación para que correspondan al código cultural del siglo XXI.  De lo contrario, el cristianismo entraría en un gueto cultural y social, rompiendo con la relación entre la fe y la cultura. Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona proclamó la vinculación de la fe y de la razón: “No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios” [21]. La fe que pregunta a la razón exige abrirse al código cultural en que se transmite.

Asistimos a una revalorización transformada de la comprensión griega del mundo y del hombre como microcosmos. Hay una vuelta a los orígenes y una búsqueda de las causas desde el nuevo paradigma evolucionista; desde un universo emergente y una integración del ser humano en su proceso de constitución.  Las ciencias humanas y naturales convergen en la comprensión científica. Ambas propugnan un naturalismo metodológico, en el que la referencia a Dios no sólo es innecesaria sino perjudicial para el conocimiento. La ciencia no necesita a Dios para explicar cómo se constituyó nuestro universo actual. El cosmos en el que vivimos es el resultado de una evolución desde el “big-bang” inicial, que ha producido un universo finito en expansión creciente. Somos el resultado de una explosión de vida abocada a la muerte térmica. El surgimiento de la vida en un cosmos que tiende al desorden y está amenazado por la muerte, según la segunda ley de la termodinámica, es lo primero que sorprende y es el origen de preguntas metafísicas y religiosas, acerca de su significado [22]. A partir de aquí surgen preguntas para la teología de la creación con consecuencias para la teodicea.  En ese marco juega un papel esencial el origen de la vida en el planeta  y la evolución hasta el animal humano [23]. La dinámica de constitución hay que comprenderla a partir de la teoría de selección natural, aunque el paradigma darwiniano haya sido corregido. El mundo en el que vivimos es el resultado de un proceso funcional y de adaptación, en el que se mezclan el determinismo y el azar, la necesidad genética y las variaciones útiles para el mantenimiento de la vida. Este proceso es creativo, sin que el diseño o plan de la naturaleza, en favor de la vida y abocado a una complejidad creciente, necesite de un diseñador externo. De ahí, las interrogantes que surgen a la teología creacionista y la impugnación del diseño inteligente como teoría científica, explicativa del universo y de la vida. La ciencia no necesita de la religión para explicar el mundo y el hombre, otra cuestión diferente es la de su significado y sentido para las que son competentes la filosofía y la religión.

El ser cósmico griego se ve desde el devenir, en el que se integran las nuevas antropologías. Hay una comprensión unitaria e integral de la persona, opuesta a los dualismos de cuerpo y alma, de materia y espíritu. Se parte de la corporeidad personal, no es que tengamos un cuerpo sino que somos corporales, volviendo a una percepción más cercana de la comprensión semita que de la griega. El animal humano está vinculado con el mundo animal y participa de su dinámica de instintos y condicionamientos. De ahí las antropologías de la animalidad, behavioristas y conductistas, que minimalizan la diferencia entre el hombre y los otros [24]. Se revalorizan los instintos, lo sensitivo y las emociones, en contra de la intelectualización. La definición de Zubiri sobre la “inteligencia sentiente” es un buen exponente [25]  Se muestra que el hombre es un animal carencial, que compensa su déficit con lo cultural, el aprendizaje, el lenguaje y el trabajo. Hay una vuelta a la objetividad científica, al análisis y descripción de lo humano, que muestran su plus cualitativo respecto del mundo animal y le definen como racional, libre y moral. La relación entre la naturaleza y la cultura está en el centro de las antropologías [26]. Unas tienden a las construcciones socioculturales como mera prolongación de la naturaleza, negando que lo humano sea distinto de lo animal. Otras afirman que las normas culturales rebasan la dinámica de los instintos. La libertad permite seleccionar, elegir, prever las consecuencias de las acciones, más allá del altruismo animal en pro de la supervivencia [27].

Se tiende hoy a una concepción evolucionista y emergentista desde un proceso inmanente de la naturaleza. Subsisten diferencias de criterios sobre si esa evolución tiene una finalidad o teleología innata, tendente a formas de vida superiores y más complejas, o si se trata de una dinámica sin finalidad propia, meramente estadística y funcional. Resurgen viejas disputas con nuevos nombres, sobre la relación entre alma y cuerpo, entre materia y espíritu [28].  Se considera el espíritu como un grado de complejidad superior en un universo material emergente. Así se mantiene una alteridad cualitativa entre lo humano y lo animal, y entre la mente y el cerebro. Hay bastante concordancia científica al analizar el animal humano, las diferencias subsisten al definirlo y darle un significado. El debate actual no es sólo filosófico sino cultural, ya que las distintas antropologías propuestas tienen como trasfondo los componentes culturales.

Juan Antonio Estrada, en blogs.comillas.edu/

Notas:

1 E. Kant, Logik: Kants Werke (Akademie Textausgabe) IX, 25. También, Crítica de la razón pura,  A 805-806; B 833-834.

2 C.H. Grave, “Mensch”: Historisches Wörterbuch der Philosophie V, Basel, 1980, 1059-1061; W. Hirsch, “Mensch. X Philosophisch”: Theologische Realenzyklopädie 22, Berlín, 1992, 567-577.

3 M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, 61974,1-10.

4 “Lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche no es tanto la muerte de Dios (…), como el final de su asesino; es la desaparición entre risas del rostro del hombre y el retorno de las máscaras”: M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, 31971, 373-374.

5 Juan Antonio Estrada, El sentido y el sinsentido de la vida, Madrid, 2010, 163-188.

6 J.B. Metz, Antropocentrismo cristiano, Salamanca, 1972.

7 R. Albertz-R. Neudecker, “Mensch II-III”: Theologische Realenyklopädie 22, Berlín,  1992, 464-481; Hanz W. Wolff, Anthropology of the Old Testament, Londres, 1974.

8 Demócrito VS 55 B 33-34: “La naturaleza y la educación son algo parecido, pues la educación sin duda configura al hombre, pero por medio de ella crea la naturaleza. El hombre es un mundo en pequeño”; Aristóteles, Polit.1332 a 38ss: “hay tres cosas que hacen al hombre bueno y virtuoso, estas son la naturaleza, la costumbre y el principio racional.”.

9 Jenofonte, Memorabilia I,4,14; Aristóteles, De partibus animalium, 687 a 5ss.

10 Anaxágoras, “En fuerza y rapidez nos parecemos a los animales, pero sólo nosotros sabemos usar de la experiencia, la memoria, la destreza y la habilidad” (VS 59 B 21b);

11 W. Jaeger, Paideia. México 1968, 280-86.

12 Platón, Fedón, 107c 2; 64c 4f; 95b- c.

13 Jenófanes, “Pero los mortales creen que los dioses han nacido y que tienen vestido, voz y figuras como ellos” (21 B 14); “Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros, los tracios que tienen ojos azules y pelo rojizo” (21 B 16).

14 W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker. Stuttgart 1953, 55-68.

15 Pródico, “¿Deja de existir alguna religión cuando afirma que todo lo que es provechoso para la vida del hombre se achaca a los dioses?” (84 B 5); Crítias, “Creo que alguien ha hecho primeramente creer a los hombres que hay una estirpe de dioses” (88 B 25).

16 Juan A. Estrada, De la salvación a un proyecto de sentido, Bilbao, 2013, 119-166.

17 E. Schweizer, “Gottesgerechtigkeit und Lasterkataloge bei Paulus”, en (Fesch.f. E. Käsemann), Rechtfertigung. Tubinga, 1976, 461-77; S. Wibbing, Die Tugend und Lasterkatalog im Neuen Testament. Berlín, 1959.

18 E. Gräβer, “Neutestamentliche Erwägungen zu einer Schöpfungsethik”: WPKG 68 (1979), 98-114; F. Hahn, “Neutestamentliche Grundlagen einer christlichen Ethik”: Trierer Theologische Zeitschrift 86 (1977), 41-51.

19 Juan A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999, 257-263.

20 M. Heidegger, Sendas perdidas. Buenos Aires, 21969, 80-99; La proposición del fundamento. Barcelona, 1991, 38-39.

21 Benedicto XVI, “Encuentro con el mundo de la cultura” (Martes, 12/9/2006), nº5.

22 Juan A. Estrada, La pregunta por Dios, Bilbao, 2005.

23 F.J. Ayala, Evolución, ética y religión, Bilbao, 2013.

24 K. Lorenz, La ciencia natural del hombre, Barcelona, 1993.

25 F. Mora, “El cerebro sentiente”: Arbor 162 (1999), 435-450; A. R. Damasio, El error de Descartes, Barcelona, 1996; D. Goleman, Inteligencia emocional, Barcelona, 191997.

26 A. Gehlen, Antropología filosófica, Barcelona, 1993; Urmensch und Spätkultur, Francfort, 62004.

27 F.J. Ayala, Evolución, ética y religión, Bilbao, 2013, 59-82; E. Wilson, Consilience, Barcelona, 1999.

28 P. Laín Entralgo, Alma, cuerpo, persona, Barcelona, 21998; Cuerpo y alma, Madrid, 1991; K. Popper-J.C. Eccles, El yo y su cerebro, Barcelona, 21982; A. Dou (Ed.), Mente y cuerpo, Bilbao, 1986; F. Mora, El problema cerebro-mente, Madrid, 1995.

Ofelia Manzi

Introducción

La iconografía contenida en el arte cristiano presenta la particularidad de depender del texto escriturario para su realización. En este contexto las representaciones pueden estar ligadas exclusivamente a un relato de corte histórico, o resultar de una exégesis que intencionalmente genera una relación entre episodios diversos. Esta forma es la que originalmente produjo las imágenes contenidas en objetos de uso funerario.

La distribución de las figuras es otro de los aspectos a considerar. Herederas de algún modo de los sistemas narrativos romanos, las imágenes que expresan visualmente los contenidos de las escrituras, aparecen organizadas de acuerdo con una estructura narrativa generada a partir de determinadas ideas rectoras según las cuales el relato queda expresado mediante la yuxtaposición de episodios. De acuerdo con lo que hemos reseñado, la necesidad de destacar algunos temas determina la existencia de conjuntos -que con ciertas diferencias mantienen una relativa homogeneidad– que podemos considerar característicos de la retórica en imágenes de los siglos III y IV.

Estas particularidades de la integración del repertorio iconográfico y formal de arte cristiano facilitan su consideración como fuente de conocimiento histórico. Tanto la selección de temas que actúan como referente de la imagen, como la utilización de diversos recursos plásticos, permiten identificar la intencionalidad con la que fueron realizados y reconocer las mentalidades que han sostenido intelectualmente la producción de conjuntos iconográficos cuyo elemento común es la pertenencia al ámbito cristiano. Esto se advierte independientemente de la época o el soporte elegido.

Formas de representación del tiempo

Desde las primeras manifestaciones del arte cristiano (a partir del siglo III), es factible establecer de qué manera se concibe la existencia de un eje temporal entre las escenas mediante las cuales se elabora un mensaje determinado. Para ilustrar esta particularidad se puede tomar en cuenta un conjunto de temprana realización en el que advertimos un incipiente manejo del tiempo concebido como el destino ineludible de la humanidad. Se trata de las pinturas murarias del Baptisterio hallado en las excavaciones de Dura Europos (GRABAR, 1967, 1980). En primer lugar, porque se trata de un edificio cuyas pinturas pueden ser datadas en las primeras décadas del siglo III [1], lo que constituye una producción muy temprana y por otra parte porque plantea la elaboración de un relato en el que se advierte una intención narrativa mediante la representación de circunstancias fundamentales en la historia de la salvación. En el luneto –hoy recuperado y ambientado en la Galería de Arte de la Universidad de Yale- que originariamente ocupaba el lugar principal en el baptisterio, aparecen en el ángulo inferior izquierdo –según el punto de vista del espectador- Adán y Eva. Estas figuras están apenas esbozadas mediante simples trazos, hoy apenas perceptibles. El espacio central superior está ocupado por una imagen del Buen Pastor, que lleva sobre sus hombros una oveja de considerable tamaño. El resto del rebaño se dispersa más allá de esta figura y hacia la derecha. La presencia de Adán y Eva marca el pecado original, desencadenante de la necesidad de la salvación. El Buen Pastor, por ello, se vincula tanto por su significado como, en una cierta proyección cronológica, con la consecuencia del acto pecaminoso y su superación. El hecho de que una iconografía de este tipo se encuentre en un edificio con esas características, en un espacio particular en el que seguramente se realizaban los primeros rituales cristianos, indica la preocupación por privilegiar un determinado discurso refrendado tanto por los textos como por la prédica que de ellos se hacía.

Del resto de la decoración de ese cubículo apenas se conserva la mitad. Diversas figuras aparecen colocadas en dos hileras superpuestas. En la parte superior los milagros de Cristo apenas esbozados; en la inferior, debajo de una cornisa de estuco, hay pinturas dispuestas sobre un fondo rojo y con grandes personajes. De este conjunto se ha conservado solamente una parte de la escena que representa a las Tres Marías portando mirra ante la tumba de Cristo. En la misma hilera hay otras dos escenas: el pozo de la Samaritana y la victoria de David sobre Goliat.

Este conjunto, aunque mutilado, permite extraer conclusiones acerca de la forma de la selección y del ordenamiento del texto para ser trasladado a la imagen y configurar un mensaje cuyo contenido quedará desentrañado a partir de recursos que otorgan al conjunto una significación determinada. Si bien la elección de ciertos motivos iconográficos estaba determinada por la lectura de pasajes diversos de las escrituras en los oficios bautismales, el sentido último de estas imágenes era la configuración del mensaje ‘caída-redención’ planteado como historia general de la humanidad. Por su parte, el triunfo de David sobre Goliat preanuncia el triunfo del cristianismo sobre el paganismo, en tanto que las Marías ante el sepulcro constituyen iconográficamente una de las formas de aludir a la resurrección, punto crucial de la nueva doctrina y uno de los pilares de sustentación de su rápida difusión. Por su parte, la decoración superior del muro particulariza la salvación por vía de los personajes privilegiados que la obtuvieron por mediación del propio Cristo.

Del análisis de estas imágenes tempranas resulta un modelo de elaboración textual y resolución iconográfica y formal que se constituyeron casi en una constante para el arte cristiano tardo antiguo. La secuencia cronológica tal como aparece en el texto referencial queda supeditada a una interpretación significativa. De este modo toda referencia a un tiempo de existencia real desaparece y los acontecimientos se yuxtaponen unidos por el hilo conductor de los significados que se pretende extraer de ellos.

Los numerosos ejemplos que proporcionan pinturas catacumbarias y sarcófagos de los siglos III a V exponen esa particular manera de organización del tiempo: episodios que de acuerdo con los textos sucedieron en momentos y ámbitos completamente distintos, resultan reunidos en escenas comunes tal como si sucedieran en una misma secuencia cronológica. Los episodios del Antiguo Nuevo Testamentos que relatan la historia de personajes que, de un modo u otro, fueron objeto de la intervención divina, quedan enlazados formando un recorrido ideal en un tiempo despojado de toda realidad concreta.

En líneas generales, se puede tomar un ejemplo como el citado como un modelo que la iconografía medieval mantuvo a lo largo del tiempo. La anulación de las referencias temporales concretas determinó la existencia de ciertas características específicas del arte de la Edad Media, tales como la yuxtaposición de escenas cuya secuencia cronológica no es sucesiva y/ o la representación de situaciones que por su temática se encuentran fuera de toda realidad históricamente determinada. La selección de episodios que responde al Ordo Commendationis Animae (GRAU-DIECKMANN, 2011, p. 166), al reunir bajo el mandato de “Libera Señor, su alma, como has librado […]” a personajes como Henoc y Elías, Noé, Abraham, Isaac, David, Daniel y Jesús por medio de sus milagros, expresa un tiempo sin correlato cronológico, con su consiguiente creación de una realidad virtual.

Calendarios

Uno de los indicios del alejamiento de la realidad sensible y de la consiguiente atemporalidad es la progresiva esquematización y posterior desaparición, casi completa, del paisaje en el arte medieval. Cuando a partir de la experiencia del arte denominado románico, a partir de las primeras décadas del siglo XI, se comienzan a representar calendarios en las fachadas de los edificios, la figuración de los trabajos (siempre vinculados al ciclo rural) carece de referencias concretas al espacio en el que se llevan a cabo.

En numerosos ejemplos de los siglos XI a XIV, la relación entre el calendario y las escenas que ilustran cada mes, se prioriza una significación trascendente del tiempo al supeditarlo a un tema que, en la mayor parte de los casos, alude a la apocalíptica cristiana. El tiempo real aparece supeditado a un devenir cuyo futuro es justamente la consumación de su propia realidad. Estos planteos iconográficos profundizan de manera rotunda -dada la posibilidad de comunicación social de las imágenes colocadas en espacios públicos- la promesa de trascendencia entendida como culminación del devenir histórico de la humanidad. Pasado, presente y futuro giran en torno de la presencia del Dios encarnado y el hombre tiene como objetivo único y primordial, la eternidad.

El calendario representa la secuencia del tiempo

terrenal, y la forma concreta de representación durante la Edad Media resulta de la confluencia entre la tradición antigua [2] y la interpretación cristianizada. En general, contiene personificaciones del año, de los meses y las estaciones, y la secuencia zodiacal acompañada de la correspondiente tarea rural (GRABAR, 1980) [3]. En los portales románicos y góticos la representación del calendario se realiza mediante una secuencia de medallones que se disponen en las arquivoltas que enmarcan el tímpano que corona la puerta de acceso al templo, generalmente en el arco más próximo al tímpano. En este tipo de disposición, la presencia de trabajos  y meses introduce la referencia al quehacer cotidiano que prepara el acceso a la eternidad. En los casos en los que la escena principal es el Juicio Final –como en la catedral de Autun-, la referencia al tiempo terrenal se une al destino supremo de la humanidad, uniendo mundo y transmundo.

En cuanto a la pintura, existen calendarios iluminados en códices pertenecientes al género Breviario, libro que contiene los oficios que deben recitar y cantar cotidianamente a determinadas horas los eclesiásticos desde el grado de subdiácono en adelante. Si bien este tipo de libro existió desde el siglo XI y, por sus características, tuvo una difusión notable, fue reconocido y autorizado oficialmente en la época del Papa Inocencio III (1198-1216). Un Breviario consta de varias partes inamovibles: Calendario’, Salterio, Temporal (liturgia dominical y la correspondiente a las fiestas del año litúrgico), Santoral (con oficios dedicados a un santo en particular en el día de su aniversario) y el Común de los Santos (o sea, la parte destinada a santos que carecen de oficio propio, es decir los que no tienen una atribución fija en el calendario) (LEROQUAIS, 1934).

Las características propias del Breviario condujeron al origen y la difusión de otro tipo de libro: el Salterio, libro destinado a la devoción privada, especialmente de laicos. A partir de fines del siglo XII, a este libro que contiene los Salmos se le agregaron distintas oraciones, particularmente vinculadas con el culto mariano, tales como el Pequeño Oficio de la Virgen, las vinculadas al Oficio de Difuntos, al Oficio de la Pasión y a diversos Sufragios de Santos. Este tipo de códice tuvo una gran resonancia particularmente en el norte de Francia, Flandes, Inglaterra y la región renana.

Todas esas nuevas secciones que constituyeron el Salterio se independizaron en el transcurso del siglo XIII para constituir el Libro de Horas, destinado exclusivamente a la devoción laica y que habría de tener gran difusión hasta principios del siglo XVI (HARTHAN, 1977, p. 11-19). Este tipo de libro contiene, al igual que el Breviario, un Calendario en sus primeros folios. En ambos  casos la iconografía difundida en el siglo  XIII sigue un patrón común: un par de miniaturas en cada mes, que representan el signo zodiacal y la actividad propia del mes [4].

El Breviario de Belleville [5]

Existe una excepción en materia de ilustración de calendarios que presenta un ejemplo significativo en relación con la forma de considerar el transcurrir del tiempo en un todo, de acuerdo con la corriente de pensamiento iniciada a partir del redescubrimiento de la obra de Aristóteles. La iconografía desplegada en el manuscrito, aparece como un testimonio del surgimiento de una concepción del tiempo ligada a la naturaleza, que se aleja paulatinamente de una visión exclusivamente teológica. Se trata de una obra producida en el taller parisino de Jean Pucelle entre 1323 y 1326, y que ha recibido el nombre de Breviario de Belleville (AVRIL, 1977). De acuerdo con las rúbricas existentes en el manuscrito, el mismo fue ilustrado para uso de un monasterio de la orden dominicana. El nombre con el que se lo conoce deriva del hecho de que en algún momento perteneció a Jeanne de Belleville, cuyos bienes fueron confiscados en 1343 en beneficio de la corona francesa , según lo atestigua el inventario de bienes realizado en 1380 a la muerte del rey Carlos V (AVRIL, 1977, p. 61).

El manuscrito está dividido en dos volúmenes: uno correspondiente a las oraciones de verano y otro para las de invierno. Cada uno está encabezado por su correspondiente calendario. El de verano -del que se conservan solamente dos folios- presenta la iconografía tradicional, en tanto que en el segundo -del que se conservan solamente los folios correspondientes a noviembre y diciembre- contiene una notable innovación en la interpretación del tiempo.

Por las características de este programa iconográfico excepcional es posible atribuir su autoría a un fraile dominico que, siguiendo las huellas de San Agustín, trata de establecer la concordancia entre el Antiguo y el Nuevo Testamentos (AVRIL, 1977; SAN AGUSTIN, 1990) [6]. El mismo autor incluye un texto aclaratorio bajo el título de Le exposition des ymages des figures qui sont au Kalendier et au Sautier et est proprement l’accordance du veil testament et au novel [7]. Esta exégesis escrituraria, que reconoce antecedentes desde los primeros autores cristianos, procura demostrar que el Nuevo Testamento se explica a partir del Antiguo, teniendo en cuenta que lleva a la concreción ciertos prototipos existentes en los escritos más antiguos. La existencia esta suerte de ‘ejemplaridad’ estaría justificada por la existencia de un plan divino de acuerdo con el cual los escritos sagrados presentan ‘tipos’ (contenidos en los más antiguos) que generan ‘antitipos’ -más perfectos- contenidos en los escritos nuevos. Estos últimos serían, de acuerdo con esta particular interpretación, ejemplares, toda vez que consagran el mensaje. Es esta tipología, ampliamente difundida por la patrística, la que justifica el programa iconográfico que se encuentra en los folios del Calendario del Breviario de Belleville. Asimismo, en la ilustración correspondiente a los respectivos meses, aparecen ciertos elementos anexos que contribuyen a crear un discurso en imágenes cuyo significado final contribuye a reforzar el sentido primigenio de la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Es en la inclusión de esas imágenes -secundarias desde el punto de vista del núcleo de la narración- en las que se advierte una novedad iconográfica que testimonia las transformaciones acaecidas en el pensamiento medieval a partir de la difusión del aristotelismo escolástico. Se trata de la aparición de pequeños paisajes, apenas esbozados, en los que la indicación naturalística es notable. Dado que los folios que se han conservado corresponden a dos meses de invierno, la indicación de la estación se realiza por medio de un paisaje totalmente despojado de vegetación. Desde el punto de vista formal, se puede considerar a estas pequeñas figuras del Breviario de Belleville como uno de los primeros paisajes independientes del arte medieval (CORTI, MANZI, 1985).

Es necesario organizar la lectura del folio iniciando el recorrido desde la parte inferior. Ese espacio marginal está ocupado por dos personajes: a la izquierda un profeta (identificado por su nombre, Zacarías) que extrae ladrillos de un edificio en ruinas situado a su lado. El profeta entrega el material al otro personaje, un apóstol, representado en el instante que levanta el velo que oculta la piedra (MÂLE, 1949). Junto a las figuras, sendas filacterias que parten de las manos, transcriben un fragmento de la profecía y el pasaje del credo que corresponde a cada apóstol [8]. El texto que acompaña a Zacarías, se encuentra muy fragmentado, pero dada la temática de su profecía, se refiere a la ruina de Jerusalén (cap. 9-14) y su futuro.

En la parte superior del folio, surgiendo de la puerta de una ciudad está la Virgen, que ostenta un pendón en el que se representa la resurrección de un muerto saliendo de su tumba. Esta figura se relaciona con el texto que el profeta entrega al apóstol, a quien corresponde la cláusula del credo vita aeternam. Junto a María está la puerta de la Jerusalén celestial ante la cual la Virgen hace entrega del pendón a San Pablo, quien realiza su prédica ante personajes que por sus vestimentas pueden ser identificados con los judíos.

Es destacable el contenido simbólico del conjunto que vincula a las figuras situadas en la parte inferior con las de la parte superior. Si consideramos la totalidad de las ilustraciones del calendario, el edificio en ruinas (la Sinagoga,) sirve por medio de sus ladrillos para construir la Iglesia. La relación entre ambos se materializa con la relación entre profetas y apóstoles. El triunfo de la Iglesia aparece representado por la Virgen triunfante ante la Puerta, ella misma convertida en el acceso a la Fe. Mediante la afirmación de la resurrección de la carne representada en el pendón, da origen a la difusión de la doctrina encarnada en la figura de Pablo, apóstol de los gentiles, que es quien desarrollará el tema de la resurrección de los muertos frente a las controversias que ese tema originó (I, Cor. 15 apud SANTA BIBLIA, 1985).

En la parte derecha, junto a las figuras de la Virgen y Pablo, aparece el signo zodiacal y lo que constituye una innovación en materia de ilustración de calendarios: en lugar de estar representada la actividad propia del mes, tal como se realizaba usualmente, hay un paisaje que, presuponemos, se tornaba cambiante a los largo de los meses. Así, de acuerdo con el mes de que se tratara, podrían aparecen viñas, arbustos bajo la lluvia, árboles en floración, arbustos, gavillas maduras en campos de trigo o ramas despojadas de sus hojas. En el mes de diciembre se encuentra un personaje en actitud de cortar madera en un paisaje notoriamente expresivo de la naturaleza invernal. Esto constituye una innovación propia de la época dada la representación naturalística del entorno.

El significado complejo de este folio permite una lectura bidimensional del tiempo. Por un lado, un transcurrir simbólico que implica el desarrollo de la fe cristiana desde el inicio de sus orígenes representados en el Antiguo Testamento y su posterior difusión en el mundo a partir del mensaje evangélico. Por otra lado, se refleja el tiempo cotidiano, el de los hombres, sujeto a las contingencias estacionales, cuyas variables se manifiestan a través de la cambiante naturaleza y los trabajos diversos que ella implica. El sentido del desmoronamiento del edificio, provocado porque sus materiales son entregados a un representante de la Nueva Fe, ejemplifica la base de la Iglesia según, Mateo 16, XVIII. Dicha resolución iconográfica visualiza la relación existente entre las profecías y los artículos de la fe cristiana. De acuerdo con esta interpretación, los Apóstoles se convierten en descendientes espirituales de los Profetas, al mismo tiempo que develadores del sentido último del Antiguo Testamento.

Dado el carácter muy fragmentario del Breviario de Belleville hemos recurrido a la comparación con el calendario de las denominadas Grandes Heures de Jean de Berry, París, Biblioteca Nacional, ms. lat. 919. c. 1409. El duque de Berry, además de hacer ilustrar otro de sus manuscritos, con una copia exacta del calendario, hizo representar en los vitrales de la Sainte Chapelle de Bourges la prolongación de las profecías en el credo apostólico. (THOMAS, 1971).

Conclusion

A partir de estas imágenes, el devenir temporal encarnado en la representación paisajística adquiere una nueva significación. El tiempo cotidiano, el que regula las actividades del hombre, forma parte del plan divino y se inserta en el tiempo sin el tiempo de la Redención.

Advertimos en esta representación iconográfica una síntesis de elementos diversos característicos del pensamiento medieval: por un lado, un ordenamiento escriturario realizado de acuerdo con un plan exegético determinado, y por el otro - y en este caso aparecen componentes tardo medievales - una interpretación de la naturaleza, de acuerdo con los parámetros impuestos por una lectura teológica de la realidad. De todos modos, aún considerando la impronta de la fuerte presión de una concepción religiosa del devenir humano, la presencia del tiempo cotidiano abre una vía de comprensión de la realidad que en la época de la ejecución del Breviario de Belleville estaba ya ampliamente sustentada en el pensamiento escolástico y en el nominalismo del siglo XIV.

Ofelia Manzi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.     Pinturas de principios del siglo III. Reconstrucción en Yale University Art Gallery (GRABAR, 1967).

2.     Un ejemplo es el Calendario de Filocarus, año 354, Biblioteca Vaticana, Barb. lat. 2154.

3.     Por ejemplo Calendario, Isidoro de Sevilla, Laón, Biblioteca Municipal, ms. 523, fol. 5v. y fol. 10 v. Signos del Zodíaco, Boulogne Sur Mer, Biblioteca Municipal, ms. 188, fol. 30.

4.     En breviarios de los siglos XI y XII la ilustración es poco frecuente y se limita a escasas iniciales historiadas y eventualmente a algunas miniaturas. Una excepción es el Breviario de Monte Cassino, París, Biblioteca Mazarine, ms. 364. La costumbre de desarrollar una iconografía acorde con el calendario se impuso tardíamente a partir del siglo XIII como lo atestigua, entre otros ejemplos, el Breviario de Metz, Biblioteca Municipal, ms. 1244.

5.     Para consultar la imagen ver <http:/www.artehistoria.jcyl.es/arte/obras/ 15150.htm>.

6.     “Quid enim quod dicitur Testamentum Vetus nisi occultatio Novi?. Et quid est aliud quod dicitur Novum nisi Veteris Revelatio” (SAN AGUSTIN, 1990, XVI, cap. XVIII).

7.     fol. 5 signatura antigua suppl. Lat. 700. Si bien la relación en primera persona podría suponer que el texto fue producido por el maestro de taller, la complejidad especulativa del mismo parecería indicar la presencia de un erudito en la materia.

8.     El Credo de los Apóstoles es la declaración concisa de la fe cristiana. La leyenda sostiene que cada uno de los Doce, antes de separarse para predicar, contribuyó con una cláusula.

César Castilla Villanueva

 

                      I.        Introducción

La persecución religiosa es aquella que tiene como objetivo hostigar a personas que tienen un credo que afecta a los intereses de aquel o aquellos que están en el poder o también por parte de algún grupo en particular que se encuentre al margen de la ley y que quiere imponer su creencia a la fuerza en detrimento de los demás. En pleno siglo XXI, aún existen Estados o grupos religiosos desviacionistas al margen de la ley que intentan asediar a minorías especialmente en África y Medio Oriente. El objetivo principal de esta investigación es demostrar como grupos extremistas incurren en esta práctica violentando el derecho de los demás sin que la Comunidad Internacional haga nada por resolver este problema.

       II.        El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa

Las persecuciones religiosas son un hecho execrable que por lo general atentan contra las minorías. Una de las más recordadas en la historia del mundo contemporáneo es aquella que sucedió en el Imperio Otomano, donde la Comunidad Internacional fue testigo del genocidio sistemático de la población no musulmana, llevado a cabo en contra de una minoría religiosa durante la segunda mitad del siglo XIX.

En esta época los principios islámicos habían influenciado el crecimiento del Imperio Otomano. Esto quiere decir que estos principios no solo moldeaban la fe de los musulmanes sino también otros aspectos como lo político y lo social. Por lo tanto, el carácter islámico de la teocracia otomana aparecía como un factor predominante en la organización legal del Estado otomano. Es aquí donde la figura del Sultán Califa ejercía una doble función. El hecho de ser sultán le permitía ejercer el poder sobre el plano político; y por ser Califa, tenía la misión de proteger el Islam.

La sinergia de estas dos funciones derivaba solo en una: velar por la aplicación de la Sharia (Revelación de la ley islámica al profeta Mahoma en el siglo VII d.C.) (Dadrian, 1995, pp. 29-30). En el imperio otomano la sociedad estaba dividida en musulmana y no musulmana creando una dicotomía entre ciudadanos de primera y segunda clase (dominantes y dominados). Esto había llamado poderosamente la atención de Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuestionando el tratamiento que el Imperio Otomano otorgaba a la población no musulmana, es decir las minorías cristianas. Lo cual influyó para que se dieran a cabo una serie de reformas en el seno del gobierno otomano (Tanzimat) entre 1839 y 1876.

Durante el mandato del Sultán Califa Abdul Hamid II (1848-1918) que asumiría el poder en 1876 se llevaron a cabo las peores masacres en contra de las minorías no musulmanas (masacres hamidianas o masacres armenias entre 1894 y 1896), provocando un enfrentamiento entre la comunidad musulmana y las minorías cristianas representada por los armenios en mayor cuantía. Es así que las potencias europeas empezaron a hacer un llamado para proteger a los armenios víctima del régimen opresor de Abdul Hamid II, lo que finalmente despertaría el nacionalismo turco y encendería aún más la represión en contra de los armenios cristianos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX a manos de los Jóvenes Turcos miembros del Comité Unión y Progreso (CUP) o Ittihad (Ittihad ve Terakki Cemiyeti).

Desde noviembre de 1894, los cables de noticias llegaban a  Inglaterra anunciando por primera vez las atrocidades cometidas en Samsun, donde el sultán Abdul Hamid negaba a toda costa los crímenes cometidos bajo sus órdenes que iban desde violaciones, mutilaciones, incendios, y masacres perpetuadas por soldados tanto regulares como irregulares. Es así que se decide llevar a cabo una investigación tardía en pleno invierno compuesto por un francés, un ruso y un inglés, dando como resultado que el criminal responsable habitaba en el castillo de Yildiz, el cual solo se limitaba a pagar una deuda mediante el dictado de una Orden Imperial de Liakat a su fiel servidor Zekhi Pasha, comandante del cuadragésimo sexto Cuerpo. A pesar de la visita de esta delegación europea, poco o mucho sirvió para frenar la masacre en contra de los cristianos armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En 1895, a pesar del plan de reforma para garantizar los derechos de los no musulmanes en particular de los armenios, propuesto por las seis potencias que reinaban en aquel sistema internacional de carácter eurocéntrico se elevaría ante las autoridades del imperio otomano el 11 de mayo de 1895, pero dos semanas después Abdul Hamid, el 3 de junio del mismo año presenta un proyecto oponiéndose a la petición europea, lo que significó que entre 1895 y 1896 el sultán rojo acabó con la vida de al menos trescientos mil armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En esta época las intervenciones entre las potencias europeas estaban basadas en un mínimo de cohesión hasta el tratado de Berlín de 1878 que sienta un precedente para la protección de algunas minorías y grupos religiosos, donde la presión de las grandes potencias de aquella época como Reino Unido y Rusia podía influir en el Imperio Otomano [1], ambos países eran firmantes de dicho tratado. Sin embargo, esta tentativa no  fue lo suficientemente eficaz ni eficiente para poder frenar el genocidio en contra de las comunidades no musulmanas (Dadrian, 1995, pp. 49-50).

Para noviembre de 1914, habían transcurrido los primeros meses de la Primera Guerra Mundial, es ahí cuando Mehmed V (1909-1918) declaró la Yihad contra los países de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y  Rusia). Por otro lado, la persecución hacia los armenios se había intensificado, es decir, el legado de Abdul Hamid II seguía presente, ya  que bajo su mandato avalo la matanza de más de 200.000 armenios entre 1894-96. Todo esto respondía a una política oficial de genocidio implementada en nombre del nacionalismo turco propuesto por el partido nacionalista y reformista “Comité de Unión y Progreso” también conocido como “Jóvenes Turcos”. Como resultado de esta persecución religiosa según la historiadora Nelida Boulgourdjian-Toufeksian afirma que de dos millones cien mil armenios censados en el Imperio Otomano en el transcurso del año 1912 según las estadísticas del Patriarca Armenio en Estambul, solo quedaron 77.435 en 1927 (Alfred de Zayas, 2010).

    III.        ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo [2] religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

Comenzando la década de los 90’s, se afianzaría la desconfianza en lo que respecta al entendimiento entre civilizaciones. Samuel Huntington escribe Clash of Civilizations en 1993, donde adopta una postura fatalista cuando se refiere a las relaciones entre Occidente y Oriente, enmarcándolas en un «choque de civilizaciones» donde la religión jugara un rol preponderante:

«La hipótesis de este artículo es que la principal fuente de conflicto en un nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica ni económica. El carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante de conflicto será cultural» (Huntington, 1993).

Para Huntington el origen del conflicto radicará en la profundización de las diferencias que mantienen las civilizaciones más importantes, que según él son la occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, ortodoxa, latinoamericana y finalmente también toma en cuenta a la africana. Las cuales tienden a diferenciarse por su historia, idioma, tradición y religión, elementos que a través de la historia han generado los conflictos más prolongados y violentos (Huntington, 1993).

Por otro lado, si las persecuciones religiosas de este siglo XXI no son producto de un choque de civilizaciones inminente ¿podrían estas tener su origen y agravarse por el desviacionismo religioso? Una vez desaparecida la guerra de ideologías políticas antagónicas es decir entre el capitalismo y el comunismo durante la última década del siglo XX, ve la luz un nuevo tipo de conflicto donde la relación Occidente y Oriente se ve involucrada.

El desviacionismo religioso del Islam ha conllevado a que organizaciones político-religiosas como los Talibanes, Al-Qaeda y el Estado Islámico se hayan nutrido principalmente de corrientes desviacionistas como el wahabismo y salafismo. El wahabismo resalta la unidad de Dios (Tawhid), es decir haciendo alusión al monoteísmo absoluto mientras todo lo que caiga fuera de este concepto debe ser denunciado como una innovación herética (Bida). En el caso del salafismo es un movimiento reformista ultra conservador dentro del islam sunita que propone que el Islam sea como se daba durante la vida del poeta; rechazando toda innovación religiosa (Bida) para finalmente adoptar la Sharia donde el común denominador es la lucha contra los “infieles” de Occidente y de Medio Oriente. Dentro de estas dos corrientes existe otra línea de pensamiento denominado takfirismo que consiste en la acusación de apostasía de la parte de un musulmán hacia otro musulmán o seguidor de cualquier otra fe de Abraham.

Por otro lado, la amenaza del desviacionismo religioso se extendió finalmente a otros continentes como África [3] y Asia a través de su proceso de contratación, creación y apoyo financiero de células terroristas. Al mismo tiempo, los enfoques de seguridad han cambiado considerablemente en los últimos años debido al aumento del número de amenazas, como por ejemplo el neo-realismo que incluye una amplia gama de nuevos conceptos como el terrorismo internacional, la guerra preventiva, y también la creación de alianzas de seguridad.

Esto afecta especialmente a Medio Oriente, donde poblaciones enteras se ven afectadas, por la insania de mentes extremistas dado que el derecho de las poblaciones a ser protegidas se desvanece ante la indiferencia de la comunidad internacional, que a falta de una voluntad política dejan pasar el tiempo mientras vidas inocentes pierden la vida a diario. Intervenir militarmente en un territorio que sea soberano con el fin de proteger a una población debería de dejar de ser un tabú, y contar con el visto bueno de los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

      IV.        Los Izadies víctimas de la persecución Takfirista del Estado Islámico (DAESH)

El origen del Daesh (داعش) se remonta a la invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003, cuando el Sheikh jordano Abu Musab al- Zarqawi [4] anunció su lealtad a los líderes más importantes de Al Qaeda: el Sheikh saudí Osama bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri en 2004. Abu Musab al-Zarqawi, antes de convertirse en el líder de Al-Qaeda en Irak (AQI), fue también el líder del Grupo de Monoteísmo y Yihad [5], que forma parte de la red de Al-Qaeda. Durante una breve estancia en Afganistán, decidió instalarse en el norte de Irak en 2002 (Ayad, 2014). Ciertamente, en el primer momento el objetivo principal de AQI era contrarrestar la invasión de Estados Unidos y sus aliados en territorio iraquí, para tal efecto este grupo se había ensañado con las fuerzas de seguridad iraquíes que cooperaban con los estadounidenses.

A principios del año 2006, AQI con otras organizaciones pro-yihad [6] creó el Consejo Consultivo de los muyahidín en Irak [7] y la Alianza de los perfumados [8], unificando así sus acciones; Abu Abdullah al-Rashid al- Baghdadi también conocido como Abu Omar al-Baghdadi, proclamó el Estado Islámico de Irak (ISI) en octubre de 2006 y se convirtió en el líder de esta organización hasta su muerte en 2010, cuando fue sustituido por Abu Bakr al-Baghdadi, quien inmediatamente cortó los vínculos con Al Qaeda.

Durante los años de la Primavera Árabe, Siria sufre el efecto boomerang de estos eventos que buscan un cambio de régimen desde marzo de 2011. El Estado Islámico de Irak (ISI) se envuelve en este conflicto y el nombre de esta organización se convierte en 'Estado Islámico en Irak y el Levante (ISIL) en abril de 2013 [9]. Esta vez se inicia la persecución en contra de las personas consideradas Rawafid (aquellos que rechazan la Sunna) por el ISIL y todos los partidarios del presidente sirio. ISIL con el apoyo financiero y militar de las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos y de la Unión Europea, trató de derrocar al régimen de Bashar al-Asad.

La proclamación del califato por el Estado Islámico (EI) es obviamente, un desafío a la autoridad de Al-Qaeda, la principal organización terrorista implicada en la Yihad en todo el mundo después de los ataques del 9/11. Pero a pesar de las diferencias surgidas entre el EI y Al-Qaeda desde abril 2013 a causa de su participación en Siria (Sallon, 2014), el EI se ha convertido en un grupo terrorista que ha superado en peligrosidad a Al-Qaida. No obstante, el Califato goza de un apoyo significativo entre los grupos muyahidines de Irak y Siria [10] y también se benefician de seguidores en Europa. Sin duda, el factor de motivación fue bien canalizado a través del uso de las redes sociales como Twitter, YouTube, etc., y también mediante la publicación de la revista Islamic State Report magazine (ISR) en idiomas árabe e inglés.

También hay que señalar que la presencia del EI se ha ampliado con el apoyo financiero de países como Arabia Saudita, que siempre ha apoyado organizaciones wahabitas, salafistas y yihadistas en el Magreb, Mashrek y Oriente Medio. El Reino de Bahréin también juega un papel clave en el apoyo del EI, ya que nunca ha aceptado y tolerado que los Chiitas puedan gobernar Irak. Por último, la complicidad de otros países, como Turquía, ya que este país considera que apoyando la causa del EI puede contribuir a derrocar al régimen sirio (Toscano, 2014).

Para la mayoría de los países sunitas, los Chiitas son una secta herética e Irán es considerado un Rogue State. También se debe de tomar en cuenta que el EI abraza el takfirismo y actúa bajo el apoyo de sus unidades de inteligencia que han sido esenciales para la toma de Mosul, área ocupada por los «apóstatas» (Islamic State Report, 1435) es decir politeístas, cristianos, izadíes y los dos principales grupos poblacionales de Irak: los Chiitas que están viviendo principalmente en el sur de Irak y los kurdos en el Kurdistán iraquí.

En este caso, son los Yazidies (Izadies), quienes fueron víctimas de persecución y eliminación sistemática por parte del EI por tan solo tener un credo completamente diferente a aquel que pregona y propaga el EI. Esto se inició prácticamente después de la inauguración de su Califato a fines de junio de 2014. Dicho credo es inclusive anterior al siglo VI d.C., es decir antes de la expansión del islam, los Izadies tienen sus raíces en la antigua Mesopotamia, actualmente Irak incluyendo al sur del Kurdistán iraní, en Kermanshah. Aunque muchos de ellos hayan nacido en el Kurdistán, niegan o no se identifican con este. Para el 2014, en Irak los Izadies totalizaban una población de 325.856 habitantes (un 1% de la población total) [11].

Los Izadies son monoteístas puesto que consideran a una sola deidad como su único Dios, el cual es Melek Taus [12], el ángel en forma de pavo real, es decir un ángel caído que para los musulmanes no es otro que Sheitan o Satanás. Bajo la óptica de los Izadies, Malek Taus no se rebeló contra Dios, todo lo contrario, se le ordenó que cuidara de la creación. Aunque con el transcurrir de los años fueron adoptando varias costumbres de distintas religiones (sincretismo) entre ellas el zoroastrismo (dualismo entre el bien y el mal), del islam, puesto que son herederos de Sheikh Adi, un místico sufí, fundador de una comunidad musulmana ortodoxa en el siglo XII que se instaló en el Kurdistán; e inclusive del cristianismo ya que creen en el bautismo (De Mareschal, 2014).

Para agosto de 2014, la situación se había complicado tanto que a mediados de este mes, la ONU había puesto a Irak en el nivel más alto de emergencia (nivel 3), debido a la catástrofe humanitaria por el avance impresionante del EI y la persecución de las minorías religiosas (Espinosa, 2014). Esto despertó el temor en los iraquíes puesto que miles de Izadies habían desaparecido o habían sido masacrados por los combatientes de EI, lo que podría ser un presagio de un retorno a la pesadilla sectaria de 2006 y 2007, cuando los vecinos se volvieron contra los vecinos.

Esta situación generó que más de 400.000 izadies, que siguen una religión antigua con raíces en las tradiciones cristianas, musulmanas y zoroastrianas, hayan decidido dejar sus hogares por miedo a ser eliminados (Ahmed, 2014). La verdadera pesadilla de los izadies comenzó el 3 de agosto de 2014 cuando los muyahidines del IS, toman Sinjar (ciudad situada en el noroeste de Irak, cerca de la frontera con Siria), debiendo huir hacia las montañas sin agua ni alimentos, teniendo que soportar temperaturas de hasta 50° C (Gillig, 2014). La situación se volvió tan tensa al punto que el papa Francisco invocó a la ONU a tomar cartas en el asunto a través de una intervención (Follorou, 2014).

Breen Tahsin, diplomático iraquí destacado en Gran Bretaña e hijo del príncipe Tahsin Saeed Bek, jefe de la comunidad yazidi, el 19 de agosto de 2014, denuncia en Ginebra que la Comunidad Internacional no había hecho nada para poner fin al genocidio de los Izadies de Irak por parte de los efectivos del IS. Según las cifras dadas por Tahsin, más de 3.000 Izadies fueron eliminados por el EI, y otros 5.000 fueron capturados por esta organización. Pero lo que más le preocupaba era la suerte de otras 4.000 familias en las montañas de Sinjar (Follorou, 2014, p. 3).

Entonces ante lo expuesto anteriormente porque ante el asedio y los crímenes en contra de los izadies, a través de asesinatos selectivos, entierros de gente aún con vida, torturas, etc.; por parte de los efectivos del Estado Islámico. La pregunta que debería hacerse es ¿Por qué el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contempló de forma indiferente esta situación? ¿Por qué no hubo una resolución por parte del Consejo de Seguridad que permita una intervención militar para proteger a esta minoría religiosa? ¿Porque solo se limitaron a condenar? ¿Por qué la mayoría de Estados tuvo que actuar en forma independiente y desorganizada? ¿Por qué aun en pleno siglo XXI el dialogo intercultural fracasa y la persecución religiosa se vuelve algo tan común en nuestro mundo contemporáneo?

        V.        ¿El diálogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

En la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de la UNESCO del 2 de noviembre de 2001, aprobada por 185 Estados Miembros, documento que consta de 12 artículos y dividida en 4 secciones donde principalmente trata de interrelacionar la diversidad cultural con algunas variables como pluralidad, derechos humanos, creatividad, solidaridad internacional; redefine la palabra cultura como:

«El conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» (UNESCO, 2001).

Este documento fue preparado para la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible, celebrada en Johannesburgo del 26 de agosto al 4 de setiembre de 2002, apunta a garantizar la existencia de la diversidad cultural, frenando toda tentativa segregacionista y fundamentalista que a partir de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en particular después del 11 de setiembre de 2001 se ha convertido en una amenaza contra la convivencia pacífica de las civilizaciones y atentando contra la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 así como a  los pactos internacionales sobre los derechos civiles y políticos; y el otro de los derechos económicos y culturales, ambos suscritos en 1966 (UNESCO, 2004). A comienzos del siglo XXI, el presidente de la República Islámica de Irán, Muhammad Jatami (1997-2005) de tendencia reformista, trata de retomar la fórmula del austríaco Hans Köchler, cuya propuesta  denominada Diálogo de Civilizaciones (Dialogue of Civilizations), fue el pionero en proponer un diálogo de tal naturaleza en 1972, a través de una carta dirigida a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Para la implementación y difusión de ésta propuesta, Köchler decide realizar un viaje (Global Dialogue Expedition) por algunos puntos del planeta sumando un total de 28 ciudades visitadas en 26 países, tales como el Reino de Jordania, India, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Tailandia, Indonesia, Senegal; que le toma desde marzo a mayo de 1974, con el fin de explicar y discutir su punto de vista acerca de la hermenéutica cultural con representantes de diferentes culturas. Durante la primera semana de este viaje, exactamente el 9 de marzo de 1974, organizó la primera conferencia internacional sobre “La Auto-Comprensión Cultural de las Naciones” (The Cultural Self- comprehension of Nations) en la Royal Scientific Society de Amman, actividad que persistiría por un par de décadas más (Koechler, 2002).

Por lo tanto, Jatami apoyándose en la filosofía islámica-chiita, desarrolló un enfoque, entre el mundo islámico en general y otras civilizaciones, especialmente aquellas de Occidente, alegando que ambas pueden crear las condiciones necesarias para que exista un diálogo eficaz y eficiente, con el objetivo de lograr un mayor entendimiento entre ambas partes. Es así que Jatami se convierte en el promotor de la idea para que el año 2001 sea elegido como el año del Diálogo entre Civilizaciones en el seno de las Naciones Unidas. A diferencia de Samuel Huntington en su famoso “Choque de Civilizaciones” (Clash of Civilisations), la visión con que Jatami encara de una manera optimista los desafíos de entablar una línea de diálogo entre civilizaciones en el nuevo milenio.

En su discurso “Como continuar el diálogo de las civilizaciones” pronunciado en Siria en enero de 2002, Jatami resalta la importancia de la relación entre la filosofía islámica y la tolerancia como instrumento para el entendimiento con otras ideologías existentes:

«El islam no solo ha crecido a lo largo de la historia por el diálogo mantenido entre sus distintas escuelas y sectas sino también ha dado cobijo  siempre a las ideas no islámicas. La filosofía griega llego a Irán y al mundo islámico a través de Alejandría por lo que la filosofía islámica por la tolerancia demostrada por los musulmanes hacia otras ideologías se convirtió pronto en una de las más ricas ramas de la filosofía» (Jatami, 2006).

Muhammad Jatami, años más tarde, después de terminar su periodo presidencial, se dedicó a difundir su propuesta de diálogo, a tal punto que en el año 2007 creó la Fundación para el Diálogo entre Civilizaciones (Foundation for Dialogue among Civilisations), con sede en Ginebra apostando por un diálogo regular a través del tiempo entre los pueblos, las culturas, las civilizaciones y las religiones del mundo con el fin de promover la paz, la justicia y especialmente la tolerancia además de poner en práctica las recomendaciones de las resoluciones pertinentes de la ONU (Foundation for Dialogue among Civilisations, 2013).

      VI.        La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el diálogo intercultural

Sin embargo, la tolerancia ha sido y será un elemento indispensable para una convivencia pacífica dentro de las relaciones interculturales; pero cuando se trata de ir más allá, y enfocarnos en las relaciones entre Oriente y Occidente, nos damos cuenta de que toda tentativa de dialogo ha sido en vano y poco fructífera, terminando siempre en un fracaso. A la tolerancia se le puede clasificar como valor o virtud, entendiéndose como valor (Muller & Halder, 2001) a aquella característica de un ser que le permite ser apreciado que por lo general va ligado a lo moral; y virtud (Ferrater Mora, 1998) en el sentido de hábito o manera de hacer una cosa gracias a que goza de una capacidad.

Desde el plano filosófico, la tolerancia se ha considerado como el hecho opuesto de adoptar una actitud contraria a la de preservar en la propia opinión con dureza y rigidez (Ferrater Mora, 1998, p. 3523). Y si quisiéramos profundizar más en el tema, nos tocaría recurrir a la ética, ya que siendo ésta una rama de la filosofía, tiene como objeto de estudio a la moral, donde los valores del ser humano se convierten en una de las principales tareas de estudio y la tolerancia cabria dentro de este campo (Hildebrandt, 1997). Sabiendo que los valores morales, son esencialmente valores personales y están cimentados en la libertad, es aquí donde el significado de la palabra tolerancia juega un rol esencial ya que demuestra el respeto a la forma diferente de pensar de los demás, lo único malo es que siendo algo tan personal no se pueden universalizar.

Ya en la práctica, la tolerancia, por lo general se espera que como una virtud transformada en actitud aplaque las diferencias que se puedan suscitar entre las religiones, ideologías políticas, aficiones de todo tipo, entre otros; permitiendo una convivencia pacífica la cual sería posible a través de un proceso de entendimiento y asimilación de personas con características diferentes a nosotros.

Aunque la tolerancia ha sido defendida por parte de algunos filósofos, también tuvo ciertos detractores como los filósofos tradicionalistas que sostenían que la tolerancia para con el error permite la expansión de este, por lo tanto, recomendaban que es mejor no comulgar con aquellos que no comulgan con la verdad. En el caso de Balmes, la tolerancia está acompañada con la idea del mal, puesto que la tolerancia genera malas costumbres (Ferrater Mora, 1998, p. 3524).

En el plano religioso, el término “tolerancia”, cobra vigencia ante la actitud mostrada por parte de algunos autores durante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de poder lograr una convivencia pacífica entre católicos y protestantes (Ferrater Mora, 1998, p. 3523).

En la antigüedad, la tolerancia contribuyó a que las poblaciones que vivían bajo el mandato del Imperio Persa alcancen una relativa armonía. Por “Imperio Persa”, debe entenderse a un conjunto de reinos o dinastías que gobernaron Persia, donde su administración principal era Persepolis (Περσέπολις) [13] o también llamada Takht-e-Jamshid (جمشيد تخت) [14], la que se ubicaría en lo que actualmente es la provincia de Fars, en el sudoeste de la República Islámica de Irán [15].

Las primeras civilizaciones que dieron vida al imperio persa, fueron descendientes de grupos indoeuropeos que colonizaron la parte meridional y septentrional de la meseta de lo que hoy en la actualidad se conoce como Irán. Estas civilizaciones pertenecían a la raza Aria, de la cual proceden la mayoría de pueblos europeos, caracterizados por haber sido criados en la pobreza y sin mayores necesidades se propusieron colonizar las poblaciones del Asia Occidental.

El imperio persa tiene sus orígenes en las antiguas civilizaciones Elamita (عيالم تمدن) [16] y luego en la Meda [17] abarcando ésta última poblaciones asentadas entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia, la cual terminó dominando a los persas hacia el siglo VII A.C. No obstante, el imperio persa alcanza su mayor esplendor en dos etapas, la primera con la dinastía Aqueménide fundada por Aquemenes (s. VII a.C.), bajo la dirección de Ciro II el Grande y la segunda con la dinastía Sasánida fundada por Ardacher I, bajo la dirección de Sapor II (s. II d.C.).

En el caso de la dinastía Aqueménide fue Ciro II el Grande 559-529 A.C., fundador y líder de éste imperio, que después de vencer a los Medos en el año 550 A.C., se caracterizó por tener una visión unificadora de los pueblos persas, extendiendo su liderazgo hacia territorios ubicados en Asia Menor, inclusive anexando algunas colonias griegas. Otra de sus hazañas fue la conquista de los territorios de lo que hoy es Pakistán entre los años 546-540 A.C. y la toma de Babilonia en el año 539 A.C., lo que incluía los territorios de Palestina y Siria, permitiendo que los judíos apresados por el rey Nabucodonosor en esta ciudad regresen a su país. De esta manera, Ciro II el Grande extendió el imperio persa por toda la parte del Asia occidental donde el mar Mediterráneo y Negro bañan sus costas.

La segunda etapa donde el imperio persa llega a alcanzar un desarrollo importante es con la dinastía Sasánida que ocupó Persia entre  los siglos III y VI d.C., tomando la posta de la dinastía Aqueménide en cuestión de liderazgo; reforzando así las estructuras del imperio persa, además de crear una órbita geopolítica importante, permitiendo también contrarrestar al poderío de los romanos en la región de Mesopotamia. A lo largo de sus aproximados 400 años de existencia, esta dinastía tuvo numerosas guerras con los romanos y con el imperio bizantino, pero también conquistó territorios en Mesopotamia, Siria y Asia Menor e invadió India y Armenia, para finalmente sucumbir a la conquista árabe.

Junto al desarrollo de los sasánidas también se dio originaron dos religiones iranias, donde la deidad principal era Zurvan [18] dios de lo infinito y del espacio, el cual previo sacrificio de mil años fue padre del dios del Bien Ahura Mazda y del dios del Mal Angra Mainyu creando un concepto dualista. Estos dos existen desde y para la eternidad ocupando cuadrantes opuestos en el cosmos, con características totalmente opuestas en su naturaleza; compartiendo algo en común, que ninguno de los dos es omnipotente y cada uno está limitado por la existencia y el poder del otro (Lincoln, 2012). Aunque es difícil precisar en qué momento la ortodoxia zurvanista o mazdea podía prevalecer una por encima de la otra. A pesar que el zurvanismo se impusiera después del siglo III A.C., Ardashir (Artajerjes) fue considerado el restaurador del zoroastrismo (Eliade & Couliano, 2008).

A partir de Darío I, la doctrina de Zoroastro (Zarathustra) [19], el culto a la deidad Ahura Mazda, en otras palabras, el Zoroastrismo se convirtió en una religión predominante cuyas fuentes fueron puestas por escrito en el libro sagrado Avesta a partir de los siglos IV o VI de la era cristiana. Dicho libro está dividido en nueve secciones Yasna (Sacrificios), Yasht (Himnos a las divinidades) Vendidad (Reglas de pureza), Vispered (El culto), Nyayishu y Gah (Oraciones), Khorda o Pequeño Avesta (Oraciones Cotidianas), Hadhokht Nask (Libro de las Escrituras), Aogemadaecha (Nosotros aceptamos) y Nirangistan (Reglas culturales) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). En este caso los soberanos de la dinastía aqueménides como Dario I (522-486 A.C.), Jerjes (486-465 A.C.), Artajerjes II (402-359 A.C.) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300), siempre tuvieron una actitud de respeto hacia las creencias o manifestaciones de índole religioso existentes en los diversos pueblos anexados por el imperio persa lo que significaba rendir culto a divinidades arias como Mitra y Anahita conjuntamente con las egipcias, babilonias e inclusive hebreas.

Cabe mencionar que esta fue una época caracterizada por fuertes tendencias nacionalistas, donde el rey concentraba el poder, el cual le permitía tener el control del ejército, la administración, la hacienda pública y la política exterior donde su principal preocupación era sin duda el imperio romano. Los reyes sasánidas fueron los responsables de la instauración del Zoroastrismo modernizado como religión oficial del imperio. Por tal motivo también proliferaron monumentos figurativos iranios durante Sapor I (241-272 d.C.) y Narses (292-302) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). No obstante, al principio las demás religiones fueron vistas como un elemento separatista (Planeta Sudamericana, 1981). Sin embargo, en el caso de Sapor I, probablemente zurvanita mostró simpatía en favor de Mani, profeta fundador del maniqueísmo que predico en Persia; a tal punto que sus hermanos Mihrshah y Peroz se convirtieron a esta religión. Hay que resaltar que Mani fue encarcelado por Bahram I y por Kerdir iniciando una persecución. Esta situación cambiaría con la llegada de Yezdigird (el Pecador), cuya tolerancia mereció el aprecio tanto de cristianos como de paganos (Eliade & Couliano, 2008, p. 303).

Entre sus principales reyes tenemos a Ardashir I, Sapor I y Cosroes I. Éste último fue considerado un monarca tolerante ya que según la historia no se dieron persecuciones de ningún tipo durante su reinado (Pisa Sanchez, 2011). En el periodo de Ardashir I en Ctesifonte (Capital del Imperio Sasánida), hubo mucha proliferación de judíos. En esta ciudad también se podía encontrar una escuela judía de alto nivel desde el siglo tercero d.C.; y el Exilarca [20] (גלות ראש), jefe de la comunidad judía en Babilonia también residió en la ciudad de Mahuz [21]. En el caso de Cosroes II (590-628) fue tolerante con el cristianismo, siendo Shirin, su esposa una princesa cristiana de Constantinopla (Ropero, 2010). Debido a esto, Cosroes II en un momento de su vida desarrolló una cierta afinidad con el cristianismo y los cristianos, los cuales podían ejercer libremente su fe. La construcción de Conventos e iglesias era permitida, por ejemplo, el Convento de Pethion que estuvo ubicado específicamente en Ctesifonte. En tiempos posteriores hubo dos iglesias, una con el nombre de Santa María y la otra llamada San Sergio ambas construidas bajo las órdenes de Cosroes II [22].

En ambos casos, es decir durante el reinado de estas dos dinastías hubo monarcas que desarrollaron la tolerancia en todo el sentido de la palabra incluyendo la religiosa. La tolerancia es un término demasiado complejo para poder definirlo, aunque por lo general es aplicado al comportamiento humano puede ser también interpretado como una virtud. Pero si nos basamos en la etimología latina tendríamos que centrarnos en el verbo Tolerare que significa resistir, sufrir, soportar, etc. (Cabedo Manuel, 2006). Para Max Müller y Alois Halder el término “tolerancia” es un concepto practico y no teórico, el cual tiene múltiples funciones como el de proteger al sistema dominante contra la disolución, protege al sujeto de la opinión minoritaria contra represiones físicas, sociales, mentales; y finalmente como una especie de preparación para una confrontación pacífica (Muller & Halder, 2001, pp. 426-427).

   VII.        Conclusiones

Las persecuciones de cualquier tipo son actos deplorables especialmente aquellas que son de tipo religioso porque limitan la libertad del ser humano en su relación con Dios. Lamentablemente la historia universal nos muestra que las persecuciones religiosas se han originado desde la edad antigua. Ante esto poco o mucho se ha podido hacer para evitarlas. En el presente artículo se ha puesto como ejemplo las masacres hamidianas llevadas a cabo por Abdul Hamid II (1894-1896) en contra de todo no musulmán, que sin duda alguna afectó principalmente a los Armenios. Sin embargo esto sólo fue el inicio, porque durante los años finales del Imperio Otomano, por el año 1915, la persecución religiosa por parte del Estado se intensificó.

En el siglo XXI, podemos encontrar persecuciones religiosas de toda índole, en especial promovidas por algunos Estados y grupos terroristas como el Estado Islámico en Medio Oriente, África y Asia, que tienen como objetivo a cristianos, musulmanes, Izadies y personas de otras creencias.

¿Estaremos siendo testigos de un clash de civilizaciones, como se refería Samuel Huntington en la década de los 90? Si es así, ¿qué se puede hacer para revertir esta situación y poder vivir en harmonía? Es exactamente aquí cuando el dialogo intercultural juega un rol fundamental, teniendo como objetivo principal promover una convivencia harmónica. El legado del austriaco Hans Köchler y del expresidente irani Jatami no debe olvidarse, sino, por el contrario, ha de continuarse con su ejemplo. Lamentablemente lo que no se conoce no se valora: por lo tanto, se debería seguir divulgando la obra de estos personajes que entregaron parte de su vida para lograr un mundo mejor.

A manera de conclusión, la pregunta que se debería plantear es: ¿que nos ha impedido poner en práctica la tolerancia? Sabiendo los beneficios que ésta puede aportar para alcanzar un nivel de convivencia óptimo, tanto al interior de una sociedad y como al exterior, esto nos permitiría desarrollar un enfoque sobre relaciones internacionales capaz de consolidar una política exterior que promueva el dialogo intercultural. Al parecer, en estas dos primeras décadas que están transcurriendo del siglo XXI, pareciera que resultara difícil ponerlo en práctica, y, por el contrario, todo lo que se ha conseguido hasta el momento es haber desencadenado un proceso de intolerancia al interior de países que están constituidos por diferentes etnias y credos, entre regiones que son completamente asimétricas.

César Castilla Villanueva, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   El Imperio Austro-Húngaro, Francia, el Imperio Alemán y el Reino de Italia también fueron firmantes de dicho tratado.

2.   Entendido como dar una interpretación diferente a una ortodoxia.

3.   Como se sabe, Al-Qaïda es una agrupación terrorista inspirada en el wahabismo, que fue liderada en sus inicios por Osama ben Laden. Se caracteriza por tener varias células como Al-Qaïda en el Maghreb islámico (AQMI), Al-Qaïda en Irak (AQI) o Al-Qaïda en la península Arábiga (AQPA).

4.   Abu Musab al-Zarqawi fue asesinado en 2006.

5.   al-Jihad. al-Tawhidw Jama'at  جماعة التوحيد والجهاد)

6.   Al-Qaïda en Irak (AQI), Jaysh Al-Taifa Al- Mansoura, KataebAnsar al-Tawhid, Sarayat

7.   al-Jihad al-Islami, Kataeb Al-Ahwal.

8.   (المطيبين  حلف)  Hilf  al-Mutaibin,  grupo  compuesto  por  el  Consejo  Consultivo  de  los Muyahidines en Irak y otras organizaciones como Jund Assahaba, Jaish Al Fatihin, Kataib Ansara Tawhidwa Sunna, y otros jefes de tribus.

9.   fī'l-'Irāqwa'sh-Shām. al-Islāmiyya Ad-Dawlat )الدولة االسالمية في العراق والشام

10.    AnsarBeit Al-Maqdisa, Al-Nosra.

11.    Cfr. Cia. Fact Book, 2014.

12.    ملك طاووس

13.    Denominada por los griegos de ésta forma, cuyo significado es “Ciudad de los Persas”.

14.    “Reino de Jamshid” en español.

15.    Fundada por el Ayatollah Imam Jomeyni en abril de 1979, después de la caída del Sha de Irán y largos años de opresión sobre el pueblo musulmán.

16.    Tamdan Eilam que en español significa “Civilización de Elam”.

17.    Μηδία o مادای en griego y persa respectivamente.

18.    Del avéstico zruvan, “tiempo”.

19.    Profeta del Siglo VII A.C., Irán.

20.    Líder laico de la comunidad judía de Babilonia, luego de la destrucción del reino de Judá, así como la consecuente deportación de los hebreos bajo las órdenes de Nabucodonosor II.

21.     ايران در زمان ساسانيان، آرتور کريستنسن، ص : ۳۱۵ 21 ensayo. (Traducción Del Español al Persa por este autor)

22.    Ibidem.


Gloria Lynch y María Julieta Oddone

(Un estudio del papel de la muerte en los cambios y eventos biográficos)

Introducción

Hablar de la muerte es intentar abarcar un mundo casi infinito de posibilidades. Su complejidad hace que su estudio pueda adoptar muy distintas perspectivas y, aunque morir es siempre un proceso individual, es también un acontecimiento que afecta a aquellos que se relacionan con quien muere, evidenciando una dimensión social y cultural. De allí que las actitudes y comportamientos que las personas adoptan ante la muerte sean el resultado de características y circunstancias individuales, por un lado, y del concepto y sentido de la muerte imperante en la sociedad, por el otro.

Precisamente, la sociología de la muerte procura analizar la relación entre las sociedades, las familias y los hombres con la finitud (Clavandier, 2009). Pero la dificultad para asir el sentido de la muerte derivó en abordajes indirectos, realizados a partir de la indagación de las diferentes maneras en las cuales los grupos sociales responden a su presencia e intentan mitigar la angustia que genera mediante el recurso de rituales, creencias y prácticas que enmarcan la percepción colectiva acerca de la muerte (Bloch y Parry, 1981; Metcalf y Huntington, 1991; Ariès, 1992; Thomas, 1983; Seale y van der Geest, 2004; de Miguel, 1995).

En este artículo, específicamente, nos proponemos describir la percepción que los individuos tienen de la muerte a lo largo de la vida, y las diferencias en términos de continuidad o disrupción que dicha percepción asume en las distintas etapas de las biografías personales.

En correspondencia con el mencionado objetivo, consideramos pertinente fundamentar nuestra indagación en el enfoque teórico del Life Course (Curso de la Vida) y ubicarlo en el contexto de un programa de investigación más amplio denominado CEVI (Changements et Événements au Cours de la Vie).

Este programa internacional fue concebido en el año 2003 por los profesores Christian Lalive d’Epinay y Stefano Cavalli. Radicada la coordinación, primero en el Centre Interfacultaire de Gérontologie (CIG) de la Universidad de Ginebra (Suiza) y, luego, a partir del año 2014, en el Centro Competenze Anziani, Dipartimento Sanità, de la Scuola Universitaria Professionale della Svizzera Italiana (SUPSI) de Suiza, se propuso estudiar la percepción que los adultos de diversos países tenían sobre los cambios ocurridos en su propia vida y en su entorno social desde de su nacimiento.

Luego de un primer trabajo de campo realizado en Ginebra, el programa se extendió a Argentina (2004), bajo la dirección de Liliana Gastrón (Universidad Nacional de Luján) y de María Julieta Oddone (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales - FLACSO), y posteriormente a México (2005), Canadá (2007), Chile (2008), Bélgica, Francia e Italia (2009), Brasil (2010) y Uruguay (2012) [1].

Dado que su propósito era generar información que permitiera realizar comparaciones internacionales alrededor de los temas de interés, en todos los países se llevó a cabo un trabajo de campo que, respondiendo al marco teórico del Life Course, consistió en la aplicación de un mismo cuestionario estandarizado y semiestructurado, organizado en tres partes principales y una general (características sociodemográficas).

La investigación se realizó sobre varones y mujeres distribuidos en cinco grupos de edad quinquenales, separados por una distancia de diez años, que, en conjunto, recorrían la vida adulta de manera completa. Se trabajó con una muestra intencional, estratificada por edad y sexo. El número de entrevistados, dependiendo del país, fue de entre 100 y 120 individuos en cada grupo de edad.

Desde su inicio, en Argentina, se llevaron a cabo dos ondas de la encuesta (la primera en 2004 y la segunda en 2011), y se hicieron múltiples presentaciones (pósters, conferencias, exposiciones, ponencias, etcétera) en distintos tipos de reuniones científicas nacionales e internacionales. Se publicaron a su vez artículos científicos, capítulos de libros, etcétera, generando un verdadero aporte al conocimiento disponible sobre diferentes temas de interés relacionados con el curso de la vida en el contexto argentino[2].

En esta oportunidad, nos centraremos específicamente en el tema de la muerte, de su percepción a lo largo de la vida, y del sentido que encarna para los individuos en relación con su edad y la etapa de la vida por la que atraviesan.

La muerte y el proceso de morir

La muerte es un fenómeno tan complejo, ambiguo y desconocido que escapa una y otra vez a los intentos de aprehenderlo intelectualmente. De allí que la pregunta sobre la muerte haya sido abordada desde las distintas disciplinas y desde múltiples perspectivas.

Philippe Ariès, uno de los especialistas más destacados en el estudio de la muerte, sostiene en varias de sus obras (Ariès, 1992) que la percepción de la muerte en Occidente ha atravesado dos grandes etapas. La primera de ellas, a la que denomina “la muerte domesticada”, abarca desde el siglo VI hasta el XVIII. Los individuos tomaban conciencia de su muerte ante la aparición de ciertos signos naturales y la esperaban confiados en Dios. La muerte consistía en una ceremonia pública en la que estaban presentes los familiares, incluidos los niños. Se aceptaba la muerte de una manera natural y sin expresiones extremas de emoción. En la segunda etapa, a la que denomina “la muerte invertida”, la muerte se oculta y cambia su sentido. El lugar en el que ocurre se desplaza desde el hogar familiar al hospital, y las ceremonias funerarias y los duelos devienen más discretos e íntimos. A partir de mediados del siglo XX (Seale y van der Geest, 2004), ese proceso de institucionalización de la muerte se profundizó. El proceso de morir (dying) —incluidos los rituales, en su función, tanto respecto del muerto como de los sobrevivientes— se profesionalizó. Al mismo tiempo, fenómenos tales como el aumento de la esperanza de vida, el envejecimiento de la población y otros relacionados han influido en que las personas ya no sean socializadas en la muerte. Tanto es así que Blanco Picabia y Antequera Jurado (1998) llegan a sostener que, en las sociedades occidentales actuales, se intenta silenciar e invisibilizar la muerte. Frente a ella, surgen como respuesta dos tipos de actitudes: una, definida por el rechazo y la desritualización; la otra, por la renovación del ritual y del cuidado de quien está por morir (Seale y van der Geest, 2004).

Esta consideración general respecto de la visión de la muerte en el mundo contemporáneo se ve enriquecida (al tiempo que restringida) con los aportes de Thomas (1991) en relación con el sentido personal de la muerte. Dicho sentido se construye por medio: a) del concepto que cada individuo tiene de la muerte en general (como evento que afecta a todo aquello que lo rodea, pero que solo lo involucra de una manera indirecta) y de la muerte en relación con sí mismo (lo que sucede cuando una persona llega a la vejez), y b) de las razones por las cuales el sentido personal de la muerte se torna paradójico. ¿Cuáles pueden ser esas razones? En primer término, es necesario mencionar que si bien la muerte en general, en abstracto, se acepta como algo cotidiano, la muerte propia siempre aparece como lejana, sobre todo en la juventud. Luego, la muerte se admite, en el plano consciente y racional, como un hecho natural, pero se vivencia en lo personal como un accidente, arbitrario e injusto, para el que nunca se está preparado. Otra razón es que aunque los estudios epidemiológicos dan pautas estadísticas sobre trayectorias de vida y ocurrencia de la muerte, se la concibe como algo aleatorio e indeterminable, ya que no se sabe cuándo y cómo sucederá. Por último, si bien sabemos que la muerte es universal, pues todo lo que vive esta destinado a morir o desaparecer, también es única, en tanto representa individualmente un acontecimiento sin precedentes e irrepetible.

En la misma línea, Kastenbaum y Aisenberg (1976) señalan que los individuos desarrollan antes la idea de muerte ajena que de la propia, a la que conciben como inevitable pero irreal.

Otras investigaciones empíricas (Elias, 1987) muestran que la mayoría de los individuos no se enfrenta con la muerte hasta muy tarde en el proceso vital, siendo su impacto diferente según el momento de la vida en el cual el hecho ocurre, ya que la carga traumática que tienen las pérdidas va disminuyendo a lo largo de la vida (Elder, 1998). Después de los 50 años, los individuos están más expuestos a enfrentar la muerte de personas de su entorno, lo que les hace sentir su propia finitud. Así, las personas ancianas son más conscientes de sus posibilidades de morir que los jóvenes. Y ese hecho es un importante factor en la manera en la que estructuran sus vidas y en el sentido que le dan. Norbert Elias, en su libro La soledad del moribundo (1987), dice que, dado que los ancianos van quedando solos, experimentan la muerte de los otros como una premonición.

Blanco Picabia y Antequera Jurado (1998), por su parte, comentan (también en relación con los ancianos, aunque podríamos extender sus consideraciones al resto de los grupos etarios) que “… queda claro que la manera de entender y conceptualizar la muerte (y por tanto, de comportarse ante ella) es muy distinta para cada anciano. Variará según se plantee la muerte como un fenómeno existencial (el fin), que la piense como un fenómeno natural (la terminación de un ciclo), que la piense como muerte de los demás (la pérdida y/o el vacío) o que esa muerte sea planteada como un fenómeno personal, como muerte propia, como la pérdida de todo lo que se es y se tiene para cambiarlo por algo absolutamente incierto. Planteamientos y conceptos estos que no son permanentes ni inmutables ni siquiera para cada ser humano, ya que en cada momento se mueve con uno de ellos saltando inconscientemente a otro cuando el primero le resulta excesivamente angustiante o molesto”. (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998, p. 384).

Esa angustia, según de Miguel (1995), se relaciona con el hecho de que una muerte sea considerada como natural (muertes naturales son aquellas que llegan a causa de la edad) o no natural. Por ejemplo, se supone que los niños no mueren y se espera que los hijos mueran después que los padres. Frente a estas muertes extemporáneas, las personas no saben cómo reaccionar ni cómo asimilarlas; son muertes “perversas”. El no respeto por ese orden para morir instituido socialmente genera, muchas veces, conflictos en las relaciones familiares y sociales.

Asimismo, sus trabajos indican que el impacto de la muerte es diferente según cuál sea el lazo que une a la persona con el muerto (de Miguel, 1995, p. 128). Por ejemplo, cuando se trata de los padres, aparecen sentimientos encontrados, el darse cuenta de lo que hicieron, el remordimiento y las culpas. Al dolor se suma la intensidad de los cambios experimentados en los roles, cuando la muerte de los padres ocurrió a corta edad. El recuerdo de la muerte del padre es más fuerte, en general, que el de la madre. Ligado, muy posiblemente, a una persistente preeminencia de las significaciones del rol paterno en sociedades fuertemente patriarcales (Elias, 1987).

Las investigaciones realizadas en el marco del estudio internacional CEVI, por su parte, muestran que los eventos relacionados con la muerte ocupan un lugar privilegiado en la reconstrucción autobiográfica del desenvolvimiento de las vidas individuales. La importancia concedida a este evento, como una las grandes articulaciones que modelan la vida, trasciende los contextos nacionales y parece formar parte de una “representación colectiva” del curso de la vida, cuyos hitos fundamentales serían los nacimientos, la pareja, la reproducción, la muerte (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009; Cavalli, et al., 2013).

Del recorrido que hemos realizado a través del conocimiento disponible, surge con claridad que la percepción de la muerte varía según se trate de la muerte en un sentido abstracto, de un otro significativo o de sí mismo, en tanto conciencia de finitud; de la edad; de la etapa de la vida en la cual se halla el sujeto, como así también de la construcción histórica del fenómeno. Sin embargo, no hemos encontrado estudios que hayan analizado esas diferencias en términos de continuidad o disrupción de las biografías personales.

De allí que nos preguntemos: ¿cuál es el lugar que ocupa la muerte a lo largo de la vida? ¿Cuáles son las muertes que más impactan en los individuos a lo largo de la existencia? Y, por último, ¿cuáles son los motivos por los cuales los individuos consideran importantes esos eventos? ¿Es posible que sean más o menos disruptivos de acuerdo a la edad?

Curso de la vida, trayectorias y transiciones

La muerte no es un fenómeno de fácil conceptualización. La acepción más aceptada, por lo evidente e innegable, es aquella que la considera como la cesación o el término de la vida.

En consecuencia, es en función del sentido del que se dote a la vida, el significado que adquirirá la muerte: como principio de una nueva existencia —la del alma despojada del cuerpo que la aprisiona— o como final de una etapa detrás de la cual no hay nada o, al menos, nada conocido (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998).

La complejidad de la muerte como fenómeno justifica que su abordaje teórico pueda adoptar distintas perspectivas. Por un lado, encontramos el conocimiento relativo a su naturaleza; por otro, el relativo a la percepción, introyección y re-creación que cada individuo realiza de ese suceso objetivo, que derivará en subjetivo a partir de las características de la personalidad de cada uno, y de las normas y las interpretaciones vigentes en la sociedad donde habita.

Esta mirada es la que adoptamos en este trabajo, entendiendo que la percepción puede definirse como el conjunto de procesos que estimulan los sentidos y mediante los cuales obtenemos información sobre nuestro hábitat, las acciones que realizamos en él y nuestros estados internos. La percepción encuentra su fundamento en el aprendizaje, ya que se forma a partir de la experiencia y de las necesidades, permitiendo dotar de significación a las sensaciones (Doron y Parot, 1998).

A los fines de avanzar hacia una conceptualización más precisa de nuestro objeto, resulta útil la identificación de las dimensiones constitutivas de la muerte que realizan Folta y Deck (1974, citado en Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998): el acto en sí (la muerte propiamente dicha), los diversos aspectos del proceso de morir (dying), y sus consecuencias (dado que se la considera un fenómeno metafísico que supone el final de algo o el principio de otro algo para el fallecido).

Considerando que la percepción encuentra su fundamento en diversos procesos relacionados con el aprendizaje, y teniendo en cuenta la necesidad de comprehender la muerte en su complejidad, decidimos optar por el abordaje teórico conocido como “paradigma del curso de la vida”, enfoque que propone estudiar el desenvolvimiento de las vidas humanas en su extensión temporal, en su multidimensionalidad y en su contexto sociohistórico (Lalive d’Epinay, et al., 2005) [3].

Los cursos de vida individuales están constituidos por un conjunto de trayectorias relativas a las distintas esferas o dimensiones en las cuales se desenvuelve la existencia humana —familia, pareja, trabajo, educación, etcétera— (Elder, Kirkpatrick Johnson y Crosnoe, 2003). Es posible definir el curso de la vida como “… una secuencia de eventos y roles sociales, graduados por la edad, que están incrustados (embedded) en la estructura social y el cambio histórico” (Heinz y Marshall, 2003). Las trayectorias de vida individuales se modelan y cobran sentido a partir de eventos, transiciones y puntos de inflexión. La revisión de la literatura indica que, en general, a las nociones de transiciones y puntos de inflexión se les asocia el término “cambio”, es decir, que ambas implican rupturas y discontinuidades (Hareven, 1996). Si esos “cambios” están de acuerdo con las normas, se habla de transiciones normativas, esperadas a una cierta edad, en un determinado tiempo y espacio. Son períodos de transformaciones y crecimiento, en los que las concepciones del sí mismo y de la propia vida se modifican. Si, por el contrario, los “cambios” suceden de manera impredecible, se trata de puntos de inflexión, es decir, eventos o transiciones que se tornan particularmente cruciales debido a su capacidad de desviar las trayectorias de vida.

Estos pueden redireccionar el curso de la vida y fortalecer la identidad, son esos momentos en los cuales la existencia cambia significativamente de rumbo.

Los estudios sobre eventos y transiciones han puesto el énfasis en la definición externa de los momentos de ruptura. Desde la perspectiva de este trabajo, resultaron más interesantes, sin embargo, los estudios sobre turning points (puntos de inflexión), debido a que ellos tienen en cuenta la percepción subjetiva de las discontinuidades de la vida (Clausen, 1993; Hareven y Masaoka, 1988).

Tanto los puntos de inflexión como las transiciones ocurren a ritmos diferentes (timing) según las esferas y las etapas de la vida involucradas. De ninguna manera se espera que determinados roles sigan a otros en un orden fijo; por el contrario, el curso de la vida es un proceso multidireccional, en tanto cada trayectoria se refiere al patrón individual que asume la sucesión de transiciones relacionadas con las diversas esferas de la vida.

Además, considerando el principio de linked lives (vidas vinculadas) (Elder, 1974), es posible advertir la interdependencia de las trayectorias de los miembros individuales respecto, no solo del contexto sociohistórico, sino también de su familia. Por ejemplo, cambios que afectan a la generación de los padres (pérdida del trabajo, mudanza, muerte) repercuten en las transiciones normativas y no normativas de los integrantes de las demás generaciones (Lüscher, 2005).

Surge de lo anterior que todo evento o transición puede ser definido en relación con una o más esferas de la vida implicadas, del tipo de función afectado, de su temporalidad, de su previsibilidad, de la posibilidad de control que el individuo puede ejercer sobre él, del grado de anticipación, de la probabilidad de que ocurra, de su deseabilidad, de su reversibilidad, de su correspondencia con la edad o del grado de adecuación con las normas y los imperativos sociales vigentes (Ariès, 2000). Así, en diferentes momentos del curso de la vida, aparecerán como más significativos los cambios ocurridos en algunas esferas, dado que esos ámbitos reflejan los modos de inserción en la vida y en la sociedad.

Cuestiones metodológicas

El enfoque del curso de la vida se caracteriza por el pluralismo teórico, metodológico y por su estilo interdisciplinario (Cavalli, et al., 2006). En este artículo, y teniendo en cuenta que nuestro objetivo es principalmente descriptivo, hemos optado por una estrategia cuantitativa.

Los datos en los cuales nos basamos surgen de la segunda parte del cuestionario aplicado en el ya mencionado Estudio CEVI - Cambios y Eventos en el Curso de la Vida. Dicho cuestionario constaba de cuatro partes: a) la primera estaba destinada a obtener datos acerca de la ontogénesis humana, solicitando a los entrevistados que mencionaran hasta cuatro cambios ocurridos en sus vidas en el año anterior y que los evaluaran en términos de ganancias o pérdidas; b) la segunda parte pretendía indagar acerca de las transiciones y puntos de inflexión personales; c) la tercera parte tenía como objetivo establecer la referencia entre las trayectorias individuales con el contexto sociohistórico, requiriendo de las personas la mención de aquellos cambios sociohistóricos que hubieran impactado en sus biografías; y d) la cuarta solicitaba datos sociodemográficos.

En Argentina, el cuestionario fue aplicado a 572 varones y mujeres residentes en el partido de Luján, provincia de Buenos Aires, distribuidos en cinco grupos de edad quinquenales, separados entre sí por un período de diez años. Los grupos se eligieron de manera tal que representaran posiciones diferentes y bien definidas en el curso de la vida[4]. Se trabajó con una muestra intencional, ya que el propósito de la investigación radicaba en la producción de teoría sustantiva, a partir de la comparación generacional, más que en la posibilidad de realizar generalizaciones descriptivas. En consecuencia, la selección de los casos fue no aleatoria, teniendo en cuenta cuotas por sexo y grupo de edad y una máxima diferencia respecto de variables socioeconómicas consideradas relevantes, tales como: nivel de instrucción, tipo de vivienda, ocupación y categoría ocupacional [5].

Las diferentes partes de este cuestionario constaban de preguntas abiertas y, por lo tanto, el entrevistado tenía la libertad de responder a ellas espontáneamente.

En la segunda parte, destinada a obtener información sobre la percepción subjetiva de las trayectorias de vida, se les pedía a los individuos que mencionaran hasta cuatro hechos significativos o puntos de inflexión que hubieran afectado sus vidas, así como también las razones por las cuales los consideraban importantes.

Esta ambigüedad en la manera de redactar la pregunta era intencional, en tanto permitía examinar en qué medida la persona definía su trayectoria en términos de continuidad o más bien en términos de ruptura.

La codificación de los cambios mencionados se realizó en dos etapas. La primera de ellas fue común a la totalidad de los estudios incluidos en el proyecto CEVI internacional. Partiendo del supuesto de que, en cada edad, los cambios dependerían del modo de insertarse en la vida y en la sociedad, se establecieron doce dominios o esferas de la vida que podían verse afectados (Ariès, 2000). Uno de los dominios considerados hacía referencia a la muerte, en cualquiera de las tres dimensiones (proceso, acto o consecuencia) que hemos considerado anteriormente[6].

En una segunda etapa, y a los fines específicos de este artículo, se clasificaron las respuestas previamente codificadas en el dominio “Muerte o decesos”, según el parentesco del entrevistado con la persona fallecida y, por último, se categorizaron las razones por las cuales se consideró que ese evento había sido importante en la vida personal. En función del objetivo de nuestra investigación, esta categorización diferenció aquellas razones que podían interpretarse como “cambios”, rupturas o discontinuidades, de aquellas que podían entenderse en términos de continuidad, en tanto daban cuenta de la carga emocional de la muerte más que de impactos en el desenvolvimiento de la propia vida.

La percepción de la muerte en el curso de la vida

En este trabajo, como ya se ha mencionado, nos interesó profundizar en el conocimiento de la manera que la muerte impacta en las biografías individuales a lo largo de la vida.

 En párrafos anteriores, sostuvimos que las trayectorias de vida son modeladas por el conjunto de “cambios”, sean estos transiciones o puntos de inflexión, que impactan de modo diferente en las distintas esferas de las vidas individuales, en función de la etapa de la vida que las personas se encuentran atravesando.

En primer término, haremos referencia, en consecuencia, a los hechos o eventos significativos mencionados por los entrevistados.

Cuadro 1.png

Los datos obtenidos señalan que la muerte fue mencionada al menos una vez por el 37% del total de las personas, ocupando el segundo lugar, luego de la dimensión más aludida que fue la familia, considerada por el 73% de los individuos. Siguen en orden, la educación y la profesión.

La omnipresencia de la familia en el diseño de las trayectorias de vida queda claramente expuesta por estos datos, sobre todo si tenemos en cuenta que eventos que hemos clasificado como pertenecientes a la dimensión “Muerte”, “Profesión”, etcétera, pueden, a su vez, estar relacionados con la esfera familiar. Por ejemplo, respuestas como: “Murió mi mamá y tuve que ocuparme de mis hermanos” o “Mi papá perdió el trabajo” remiten indirectamente a la situación familiar. Sin embargo, a los fines analíticos, se decidió mantener el código “Familia” para los hechos considerados constitutivos: matrimonios, divorcios y nacimientos[7].

En consonancia con los resultados obtenidos en otros países, que formaron parte del estudio CEVI, en todos los grupos de edad, la vida afectiva y familiar (es decir, la esfera de la vida privada) evidencia una pronunciada preeminencia sobre los eventos relativos a las trayectorias educacionales o profesionales (la esfera pública) en la reconstrucción autobiográfica (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009, p. 41).

La indagación en el interior de los distintos grupos de edad muestra importantes contrastes. En efecto, cada cohorte identifica como más significativos los cambios ocurridos en algunas esferas, reflejando los modos de inserción que cada grupo tiene en la vida y en la sociedad. En consecuencia, nuestro análisis debe avanzar hacia una comprensión de las situaciones que afectan las biografías individuales en su relación con los contextos familiar, grupal y social (Heckhausen, Dixon y Baltes, 1989).

 

Cuadro 2.png

En todos los grupos, los cambios relacionados con la familia siguen siendo los que ocupan el primer lugar; aun con diferencias en cuanto al peso relativo respecto de las demás esferas involucradas.

En relación con la percepción de la muerte, observamos que ocupa el tercer lugar entre los individuos de entre 20 y 24 años de edad, y el segundo lugar en los cuatro grupos restantes.

En el grupo de los más jóvenes, el segundo lugar está ocupado por la educación, que pasa al tercer puesto en el grupo siguiente. En el resto de las cohortes, el tercer lugar es ocupado por la profesión.

Hemos visto que algunos autores (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998; Clavandier, 2009) sostienen que, en las sociedades occidentales actuales, se intenta silenciar e invisibilizar la muerte mediante un doble movimiento: la profesionalización del proceso de morir (dying) y la acción de los procesos de sociabilización y socialización que intentan constituirse en barreras de protección frente a la muerte a partir del duelo reconcentrado en la intimidad. Sin embargo, los datos indican que estas modificaciones en el sentido y el tratamiento social de la muerte no significaron una prescripción subjetiva del impacto producido por ella, a tal punto que no deja de ser mencionado en todas las etapas del curso de la vida.

Mientras que, en los grupos más jóvenes, la muerte fue identificada como un evento impactante en las propias vidas por alrededor de un tercio de las personas que los componen, en la cohorte de 50 a 54 la cifra alcanza casi el 40%, y en los dos grupos de mayor edad supera ese valor. Como se ha mencionado, la experiencia de la muerte es progresiva y creciente.

La literatura gerontológica destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, cuando se produce “una personificación de la muerte” (Salvarezza, 2002). Este proceso supone que es vivida como una experiencia cercana. La pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real (Widera-Wysoczañska, 1999). Y la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir (Wahl y Kruse, 2006; Dittmann-Kholi, 2005).

Las personas que han llegado a la cuarta edad acumulan una trayectoria de pérdidas mayor que las personas más jóvenes y de mediana edad. Entre esas muertes se destacan aquellas que corresponden al cónyuge (Lalive d’Epinay y Spini, 2007; Caradec, 1998). La muerte, en un contexto de gran aumento de la esperanza de vida, se va desplazando hacia la última etapa vital a la que se percibe como “antesala de la muerte”(Durán, 2004).

En todos los grupos de edad, la historia de la vida afectiva y familiar (la esfera privada) prevalece sobre las trayectorias educativas y profesionales (la esfera pública) en la reconstrucción autobiográfica (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009, p. 41).

¿Cuáles son las muertes que más impactaron en las vidas de los entrevistados?[8]

En el Cuadro 3, puede observarse que casi la mitad del total de menciones se refieren a la muerte del padre, de la madre o de ambos; predominando la alusión al padre en todos los grupos de edad, excepto entre los más ancianos. Las razones pueden ser variadas, pero es necesario mencionar, por un lado, la mayor y más temprana mortalidad de los varones sobre las mujeres y, en segundo lugar, una persistente preeminencia de las significaciones del rol paterno en sociedades fuertemente patriarcales (Elias, 1987).

Cuadro 3.png

Sin embargo, es relevante mencionar las diferencias entre las distintas cohortes, ya que expresan con extrema claridad que los eventos inciden en las biografías personales en virtud de la inserción en el curso de la vida y en la sociedad. En efecto, mientras casi la mitad de los más jóvenes mencionaron la muerte de sus abuelos como un cambio significativo en sus vidas, los dos grupos que le siguen en edad mencionan al padre en primer lugar y las dos cohortes más ancianas, al cónyuge.

Así, es posible delinear una interpretación de estos datos a partir de los conceptos de timing y transiciones normativas. En este sentido, es posible pensar que la mayoría de los individuos tiende a mencionar como cambios significativos en su vida la muerte de familiares. Estas muertes son sin duda importantes para ellos, pero no dejan de ser “esperables” (los abuelos entre los más jóvenes, los padres en las generaciones intermedias, los cónyuges entre los más viejos), teniendo en cuenta el momento de la vida que atraviesa cada cohorte y las generaciones que la anteceden y la suceden.

Dicha interpretación se ve reforzada por las razones que elaboran los entrevistados para fundamentar la identificación de las muertes mencionadas, en tanto cambios significativos en sus biografías.

En efecto, alrededor de un 40% de los miembros de los distintos grupos de edad expresa haber mencionado esa muerte debido al dolor o al sentimiento de pérdida que le causó. Las alusiones a los “cambios” (categoría que incluye tanto transiciones como puntos de inflexión, ya sea en los roles desempeñados o en las posiciones ocupadas en las diferentes dimensiones de la vida) representan entre un 12% y un 14% en las tres primeras cohortes, aumenta a algo más del 20% en la de 65 a 69 años, y alcanza a un tercio del grupo de los más ancianos. Estos sectores son los que perciben los eventos mencionados en términos de discontinuidad en sus vidas.

Cuadro 4.png

En este sentido, nos preguntamos si la muerte puede considerarse un “cambio” capaz de incidir en el rumbo de las trayectorias biográficas. Teniendo en cuenta los datos obtenidos, parecería no haber nada en “la naturaleza” de un determinado evento (en este caso, la muerte) que lo convierta en disruptivo por esencia, sino que, por el contrario, es la percepción subjetiva (modelada individual y socialmente) lo que lo construye como tal. Asimismo, dicha percepción, anclada como sabemos en el aprendizaje, varía a lo largo de la vida, de acuerdo al momento en el cual el evento ocurre y en función de las consideraciones sociales asociadas al suceso.

Así lo expresan las diferencias que aparecen, en el sentido de discontinuidad o continuidad asociado a la muerte mencionada, a lo largo de la vida. Mientras que entre los jóvenes la muerte implicó una toma de conciencia (respecto de la propia finitud, del paso del tiempo, etcétera), o un reconocimiento de lo que esas personas muertas habían hecho por ellos en vida (“porque ella me crió”, por ejemplo), los grupos intermedios mencionan la “desprotección” que, en general, está relacionada con la muerte del “compañero/a de toda la vida”. Los más ancianos, por su parte, son los que más experimentaron la muerte como un cambio, cambio que pudo haber implicado: asumir nuevas responsabilidades, enfrentar la soledad, sufrir transformaciones en la situación económica, mudanzas, etcétera.

En síntesis, podría decirse que, en cada grupo de edad, las razones que expresan los entrevistados para explicar de qué manera la muerte afectó sus vidas están relacionadas con su inserción particular y la de la persona fallecida en el curso de la vida, en el momento de ocurrencia del hecho mencionado, así como con su inserción en el momento de rememorar lo ocurrido y los modelos para enfrentar la muerte, instituidos y trasmitidos mediante los procesos de socialización y sociabilización.

Mencionamos anteriormente que solo alrededor del 15% de los individuos pertenecientes a los tres primeros grupos de edad perciben la muerte en términos de disrupción o discontinuidad en su biografía personal, aumentando esa proporción en los grupos siguientes, y alcanzando un tercio entre los mayores.

La muerte, entonces, se inserta en las trayectorias de vida, mayoritariamente, con un sentido de continuidad, aun cuando no ha perdido (a pesar de las tendencias sociales hacia la invisibilización) su gran carga emocional para la subjetividad de nuestros entrevistados.

Conclusiones

Hemos mencionado que los resultados del estudio CEVI respecto de la reflexión sobre la relación entre los contextos macrosociales y las trayectorias individuales muestran que, contrariamente a una primera intuición que indicaría que los diferentes contextos sociohistóricos nacionales incidirían modelando trayectorias individuales diferenciadas. Sin embargo, las cosas suceden, más bien, como si la historia y las marcas geográficas se evaporaran a favor de una forma de uniformidad, tanto de esas trayectorias como de sus secuencias. Es decir, que perdurarían modelos culturales dominantes que seguirían revelando su peso sobre los destinos individuales (Cavalli, et al., 2013).

En ese marco general de interpretación, deben ser entendidos los resultados obtenidos en el componente argentino respecto de la percepción que los individuos tienen de la muerte. La primera evidencia a tener en cuenta es que la muerte de otras personas significativas tiene un sentido más ligado a la continuidad biográfica que a la disrupción. Sin embargo, debemos mencionar que la identificación de la muerte como punto de inflexión (o cambio y disrupción) se incrementa a medida que avanza la edad. Estos hallazgos están en consonancia con la literatura gerontológica, que destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, es decir, se produce una “personificación de la muerte”. La muerte es vivida como una experiencia cercana, y la pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real. La muerte del otro revela, a modo de espejo, la propia condición de mortales, y acerca a la experiencia de vulnerabilidad. Es entonces cuando la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir.

En relación con la cohorte de mayor edad, se destaca que en el curso de la vida ha padecido una mayor trayectoria de muertes y que, en un contexto demográfico de incremento de la esperanza de vida, la muerte se va desplazando hacia este grupo etario considerado como la última etapa de la vida y estereotipado en el imaginario social como de “decrepitud” y de “antesala de la muerte”.

Atendiendo a la significación de la muerte de familiares o allegados como punto de inflexión más destacado en las trayectorias biográficas, se demuestra que la muerte del otro adquiere un lugar central en el curso de la vida, la de los padres es la más citada en todas las cohortes comparadas, en tanto que la muerte del cónyuge es la segunda muerte más mencionada. La muerte del cónyuge es la más citada por la cohorte de 75 a 84 años de edad, e implica un punto de inflexión en la vida de estas personas, ya que modifica el estilo de vida, generando situaciones que van desde asumir la soledad, modificar el hábitat y las costumbres, hasta el traslado a una vivienda colectiva. La pérdida del cónyuge adquiere importancia como reflejo inmediato de la propia finitud, y la soledad es el sentimiento más referido en torno a esa muerte.

Por último, y en consonancia con los cambios poblacionales que impactan en las familias actuales, observamos que la coexistencia intergeneracional con abuelas y abuelos se incrementa en la generación más joven, por lo cual la referencia a la muerte de abuelos y abuelas adquiere sentido. Claramente el grado de intimidad y el tipo de relación establecida difiere de una cohorte a la otra. Las generaciones más jóvenes han tenido abuelos y abuelas que constituyeron referentes de identificación que, en muchos casos, han intervenido en sus cuidados y socialización. Esto las diferencia de las generaciones de la cuarta edad, en las cuales la posibilidad de compartir amplios períodos de la vida con los antecesores era mucho menor, y muchas de estas personas mayores apenas han tenido oportunidad de conocer a sus abuelos o ya habían fallecido cuando ellos nacieron.

En síntesis, los hallazgos más relevantes se refieren a la identificación creciente de la presencia de la muerte a lo largo de la vida, mostrando que las esferas de la vida involucradas en los cambios personales van modificándose en función de la etapa de la vida atravesada y de los roles predominantemente involucrados en dichas etapas.

Anexo:

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Cuadro 6.png

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Gloria Lynch y María Julieta Oddone, en scielo.edu.uy/

Notas:

[1] Para mayores detalles del estudio completo, se puede consultar la página de CEVI: <http://www2.supsi.ch/cms/cevi/>.

[2]    Ver, por ejemplo: Oddone y Lynch (2008, 2010);Oddone y Gastrón (2008); Lalive d’Epinay, Cavalli y Aeby (2008); Gastrón, Oddone y Lynch (2011, 2013); Najjar (2011); Cavalli, et al. (2013).

[3]   Para ampliar este concepto, ver Elder (1998).

[4]   Ver las cohortes de edad elegidas en el Cuadro 5 del Anexo.

[5]    Ver la distribución de los individuos entrevistados, según género y grupo de edad, en el Cuadro 6 del Anexo.

[6]   Ver los dominios establecidos en el Cuadro 8 del Anexo.

[7]   Ídem.

[8]  Los cuadros 3 y 4 hacen referencia solo a las personas que mencionaron al menos un hecho relacionado con la muerte. Ver distribución por género y edad en el Cuadro 7 del Anexo.

Ana  Marta  González

Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales

4. Lo extraordinario en lo ordinario

Así pues, tomar conciencia de que nuestra identidad más profunda es nuestra identidad de hijos de Dios, se constituye, para san Josemaría, en fuente de una esperanza que no anula el proceso ordinario —natural e histórico, cultural y social— por el que cualquier persona, en el lugar particular que le haya deparado la vida, llega a definir sus aspiraciones y adquiere una personalidad determinada, con sus particularidades y lealtades características. Pero, al mismo tiempo, la conciencia de la propia filiación divina tiene la virtualidad de orientar esos procesos en una dirección más alta, que conduce a sentir profundamente la solidaridad con todos los hombres, la responsabilidad por toda la creación: «Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra» [40].

Que tales consideraciones solo sean posibles desde la fe no las convierte en totalmente ajenas o irrelevantes a la reflexión filosófica. Pues a la filosofía le basta la posibilidad de una existencia edificada sobre estas convicciones para afirmar que otro mundo es posible y realizable, un mundo que, con la fuerza del espíritu, está dispuesto a combatir sin descanso la banalidad de una existencia mediocre, redimiendo el tiempo y desafiando la «reificación» de las estructuras enemigas de la persona y su libertad [41], desde el interior mismo de esas estructuras.

En efecto: “participar con todas la fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana”, como hace notar san Josemaría, significa ir más allá de un diagnóstico certero de los problemas que tiene planteado nuestro mundo; significa sentirse interpelado personalmente por tales problemas, y advertir, con nueva profundidad, el enorme potencial transformador de las estructuras que encierra el trabajo humano, cuando viene animado por un espíritu auténticamente cristiano, un espíritu de servicio que, como insiste el Papa Francisco, se despliega en beneficio del prójimo, especialmente de los más necesitados [42]. La clave de ese desafío la ofrece el muy citado punto 301 de Camino: «Un secreto.- Un secreto, a voces estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi”- la paz de Cristo en el reino de Cristo» [43]. Este punto expresa la confianza de san Josemaría en la fuerza históricamente transformadora  de la libertad, cuando se abre a la acción de Dios en la propia vida; refleja también, como observa Pedro Rodríguez, una visión de la santidad y la vida interior «en estricta e interna relación con la “actividad humana”, con los problemas de la sociedad humana». Esto nos invita a reflexionar expresamente sobre lo que san Josemaría designó en una ocasión como «materialismo cristiano», y que, según sus propias palabras, «se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» [44], así como a los espiritualismos desencarnados. En efecto: el «materialismo cristiano» es, para san Josemaría, directa consecuencia de la fe en la Encarnación del Verbo. Pues en este misterio se contiene el mensaje de que el mundo y la historia no son impermeables a la manifestación de Dios, ni opacos a su presencia. Por el contrario, cabe hablar, como lo hemos hecho, de una solidaridad de destino entre el mundo y el hombre, que no pone en peligro la referencia del hombre a Dios. Pues la conmensurabilidad entre el sujeto y el mundo no es perfecta: el mundo no es solo el correlato de la conciencia humana, sino también espacio para la manifestación y revelación de Dios, así como espacio de actos humanos que tienen a Dios, y no al mundo, como fin último.

Con ello se corresponde otro aspecto crucial del mensaje de san Josemaría: el aprecio por la contingencia como el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, precisamente porque es ahí, en ese espacio de contingencia, donde el hombre ejercita y materializa su libertad. Ambas cosas se contienen en la invitación de san Josemaría a encontrar el quid divinum [45] que se encierra en los detalles, y que toca a cada uno descubrir. No se trata solo de una recomendación piadosa, sino de advertir el kairós, la oportunidad y el valor del momento presente, en el que la presencia de Dios se nos hace material y de algún modo visible: hacer bien las cosas que tenemos entre manos no es ya solamente un requerimiento ético, derivado de nuestra posición en la sociedad humana, sino la oportunidad concreta que se nos ofrece de corresponder al don de Dios y de materializar su presencia en el mundo de los hombres, poniendo de manifiesto que no por ser ordinaria deja de ser transformadora.

Reconocer el horizonte trascendente que se abre al ejercicio de nuestra libertad, en el desempeño de las tareas más variadas, pertenece a la perfección de la existencia humana. Sin embargo, no se deriva de esto una distorsión de la lógica propia de esas tareas, sino una conciencia más clara de su interno requerimiento de salvación. Ahora bien, precisamente porque los asuntos humanos están sujetos a muchas contingencias, su perfeccionamiento y mejora no puede discurrir por cauces rígidos y prefijados, sino que ha de confiarse al discernimiento responsable de las personas. Por ello, precisamente, la confianza en la responsabilidad de las personas, que les lleva a buscar en cada caso las respuestas que se estimen mejores en conciencia, constituye un aspecto inseparable de la valoración de las realidades seculares, que san Josemaría tenía especialmente presente en su labor sacerdotal: «He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [46].

5. Una teoría vital de las instituciones y del cambio social

Esa misma certeza de la indeterminación de la historia explica otro aspecto que veo implícito en su modo de afrontar las realidades seculares y que, a falta de una expresión mejor, describiría como una «teoría vital» de las instituciones y del cambio social.

Sin duda, el hecho mismo de que cifre la respuesta a las crisis mundiales en la santidad, nos habla ante todo de la prioridad de la vida del espíritu [47]. Pero, como hemos apuntado, no debe entenderse en sentido espiritualista: la vida espiritual, tal y como él la entiende, conduce a implicarse en las realidades seculares con objeto de redimirlas, lo cual lleva consigo empeñarse en promover un mundo más humano. Indudablemente, esto comporta un momento negativo, de identificación de situaciones deshumanas. Ahora bien, con carácter general san Josemaría invita a afrontar esas situaciones en primera persona, estimulando la responsabilidad personal, procurando «ahogar el mal en abundancia de bien», cubriendo deficiencias, multiplicando las iniciativas que desarrollan o reorienten las energías implícitas en la situación que es preciso mejorar.

Sitúa en la «formación» la clave de todo desarrollo: una formación que ayude a sacar partido a los talentos recibidos, que ayude a los destinatarios a convertirse en protagonistas del progreso propio y del entorno. La clave, entonces, se llama trabajo: los criterios con los que impulsó innumerables iniciativas asistenciales y educativas en todo el mundo revelan un  modo profesional de afrontar la articulación práctica de los principios de subsidiaridad y solidaridad, así como una aguda percepción del modo en que se relacionan trabajo y sentido de la propia dignidad.

Sin embargo, la apuesta prioritaria por la formación y, en ese sentido, por la cultura, no significa que ignore los aspectos estructurales. San Josemaría es consciente de que, en el orden social, el desarrollo diferenciado de lo humano depende en gran medida de la diferenciación y calidad de las instituciones y de la organización del trabajo. De todos modos, está lejos de propugnar una visión estática del orden social; muy al contrario: advierte de muchas maneras que la vida precede a la norma, que la norma está al servicio del espíritu, y que, en el plano de la acción, es preciso, sí, ser previsores, pero sin fiar las cosas exclusivamente a la organización.

Para ilustrar la importancia que concede a las instituciones como pautas reguladoras de la vida social podemos remitir a Conversaciones. Respondiendo a una pregunta sobre la politización de la universidad, el fundador del Opus Dei hace notar que, allí donde faltan cauces institucionales para el ejercicio de la libertad política, esa legítima aspiración humana se canaliza por otras vías y se corre el riesgo de desnaturalizar la universidad [48]. De esta respuesta, pienso, se sigue la necesidad de contar con una esfera específicamente política, una esfera donde los ciudadanos puedan pronunciarse y participar en la propuesta de soluciones para los problemas que se refieren a la vida en común. Algo similar se podría decir de la economía: al tiempo que reconoce la legítima autonomía de la actividad económica [49], san Josemaría recuerda su carácter instrumental [50], alertando, por ejemplo, de que «las obras no dejan de salir por falta de medios; dejan de salir por falta de espíritu» [51].

De cualquier forma, reconocer el papel de las instituciones en la configuración del orden social es algo distinto a proponer una hiper-institucionalización [52] que ahogaría la espontaneidad de la vida y las iniciativas de la libertad.  Después de todo, las instituciones nacen como una exigencia de la naturaleza social del hombre, para dar forma a las inclinaciones que experimentamos hacia determinados bienes, para dar forma, también, al mismo impulso socializador.  Pero esto supone que la vida va por delante abriendo camino, como diría Simmel, buscándose una forma [53], tratando de proporcionarse un marco para el desarrollo de vínculos sociales seguros [54].

Precisamente en este último aspecto —la formación de vínculos seguros: la generación de confianza y el fomento de un clima de libertad— la vida y la predicación de san Josemaría ofrecen un valioso material que merecería la pena explorar más a fondo: porque en su predicación y en su vida se pone singularmente de manifiesto de qué manera las normas y pautas institucionales tienen sentido en la medida en que sirven a la expresión y al desarrollo diferenciado del espíritu [55].

En todo caso, la necesidad que tenemos de organizar socialmente nuestra vida explica que las crisis institucionales se traduzcan en cierto desorden de los bienes que ellas protegen, así como una pérdida de densidad en las relaciones humanas correspondientes, que dificulta la orientación ética y aun cualquier proyecto razonable [56]. Esta situación da lugar fácilmente a reacciones conservadoras, en las que acecha el riesgo de confundir el orden moral y las convenciones sociales que durante largo tiempo han servido para preservarlo. En tales casos conviene recordar que las crisis pueden ser también signo de esclerosis cultural: de que la institución ha cristalizado en una forma culturalmente anterior, que no hace justicia al dinamismo y las exigencias, siempre nuevas, de la vida. Aunque aquí acecha también el peligro de signo opuesto: pues advertir la necesidad de cambio puede conducir a un afán de adaptar las formas sociales a los tiempos, que arrastre sin discernimiento importantes bienes humanos.

Por eso la teoría de las instituciones ha de completarse y articularse con una teoría del cambio social y cultural, que atienda también a la cualidad ambigua característica de los periodos liminales [57], de transición cultural, y que permanezca alerta para identificar en cada caso los bienes que están en juego y el mejor modo de preservarlos. En este sentido, es posible argumentar que la esencia humana, en cuanto tal, tiene un carácter «liminal» [58], del que los ritos de paso y las épocas de transición cultural constituyen un reflejo. Más aún: cabría argumentar que, precisamente porque se dirige a la humanidad desnuda, sin hacer acepción de personas [59], el mensaje cristiano es particularmente relevante en esos momentos en los que las seguridades convencionales parecen quebrarse y los individuos se debaten en la incertidumbre. El evangelio se dirige a todos, sin discriminaciones [60], y también de todos pide conversión; una conversión que entre otras cosas justamente reclama el despojarse libremente de las seguridades falsas, a las que está asociada de ordinario la vida en este mundo, pues, como escribe san Pablo a los Corintios, «el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan de este mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa»(1Co 7, 29-31).

Pienso que estas palabras describen una forma específica de estar en el mundo, que coincide exactamente con la radical exigencia de la que es portavoz san Josemaría cuando exhorta a «vivir en el mundo sin ser mundano», es decir, sin permitir que los acontecimientos del mundo, por tristes o gozosos que pudieran ser, determinen la orientación fundamental de la existencia [61]. Ciertamente, sobre el modo concreto de conducirse en periodos de transición, san Josemaría no nos ha dejado reflexiones teóricas; pero nos ha dejado algo más elocuente, su modo de conducirse durante la guerra [62]; viviendo en una situación provisional como sino fuera provisional: sujetándose a un plan auto-impuesto, aprovechando el tiempo, preparándose mediante el estudio para un futuro humanamente incierto, atento a vislumbrar en todo momento la voluntad de Dios [63]. Es algo que se sigue de su revalorización de la contingencia: en realidad, nada es provisional: en el momento presente nos jugamos todo lo verdaderamente importante.

De ahí emerge una manera singular de afrontar la dimensión temporal de la existencia, con una urgencia que nace de la caridad, y que prácticamente se traduce en la virtud de la diligencia [64], igualmente alejada de planteamientos utópicos como del presentismo insustancial. «Aprovechar el tiempo»: en ello va implícita una manera constructiva de enfocar la cuestión del cambio social, precisamente a través del trabajo, con el que el hombre se edifica a sí mismo, mientras edifica el mundo.

La idea que san Josemaría tiene del trabajo —del trabajo santificado— como fuente de progreso y cohesión social hace que su visión de la sociedad y de las instituciones no sea simplemente estática, sino profundamente dinámica: un dinamismo que aparece vinculado a la acción del hombre sobre el mundo, en el curso de la cual el hombre no solo descubre nuevos caminos, que antes permanecían inéditos, sino que, ante todo, se forja a sí mismo. Por eso, al introducir esta reflexión, he querido subrayar que la de san Josemaría sería, en todo caso, una teoría vital de las instituciones. Con ello pretendo insistir en el hecho de que las instituciones encuentran su punto de partida en la vida, y han de ser medidas por referencia a las exigencias de la vida —en último término, la vida del espíritu—, y no simplemente por referencia a cualesquiera convenciones, costumbres o tradiciones. Ahora bien, la vida espiritual del hombre en el mundo se expresa en el trabajo.

Es verdad que no hay nada nuevo en ver el trabajo como fuente de progreso y cambio social. En gran medida, la filosofía y la teoría social moderna arrancan de advertir la conexión entre división del trabajo y progreso social. Lo peculiar de san Josemaría, sin embargo, reside en rescatar la visión teológica, de raíz bíblica, que no reduce el trabajo humano a su dimensión activa, transformadora del mundo, ni lo subordina al cambio de condiciones materiales [65]; él ve el trabajo enraizado en la contemplación: «Nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [66].  El amor —a Dios y al prójimo— es la fuente de la que mana la fuerza dignificante del trabajo, y a él, por tanto, debe remitir una teoría del cambio social capaz de abrirse a la acción del Espíritu en la historia, de modos a menudo sorprendentes.

San Josemaría no es un revolucionario social. Su mensaje puede ponerse en relación con los clásicos de la teoría social que, de maneras distintas, han reconocido la profesión como el enclave ético privilegiado de las sociedades modernas [67]. Sin embargo, sería ingenuo pensar que un mensaje espiritual como el suyo careciese de repercusiones prácticas y en la configuración de los estilos de vida.

Si bien al remitir la dignidad del trabajo al amor con que se realiza san Josemaría no se pronuncia sobre el diverso reconocimiento social que reciben los distintos trabajos, es cierto que, una vez introducido ese pensamiento, las formas sociales de valoración quedan relativizadas, y el avance hacia formas de reconocimiento social de todos los trabajos llega a ser imparable. Pienso, por ejemplo, en una cuestión tan concreta y tan querida a san Josemaría como el reconocimiento de la dignidad del trabajo doméstico, punto fundamental donde, como apunta Axel Honneth desde la teoría crítica, hoy se decide, a nivel social, la cuestión más general de la relación entre trabajo y reconocimiento [68].

Más en general, cabe decir que el mensaje de santificación del trabajo lleva aparejado una conciencia cada vez más viva de la importancia del trabajo en la vida humana, no solo en el plano individual sino también en el social; una conciencia de la que cabe esperar el florecimiento de las iniciativas más variadas, en especial, las encaminadas a promover condiciones dignas de vida y trabajo para todas las personas. En este contexto, considero oportuno citar un pasaje de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium donde el Papa Francisco sale al paso de una posible mala interpretación del mensaje de santificación del trabajo: «Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio,  nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” [69].

Si se entiende el trabajo en toda su profundidad humana, es decir, no solo como factor de perfeccionamiento individual sino como lugar estructurador de vida social, el trabajo se presentará en todas sus dimensiones; no simplemente como un lugar para la «auto-realización» individual, sino como plataforma desde la que desplegar, en toda su amplitud, la solicitud humana y cristiana por el prójimo y por las condiciones sociales que hacen posible su desarrollo.

Como ya hemos señalado anteriormente, el trabajo, para san Josemaría, «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [70]. En eso radica su mayor dignidad. Y precisamente porque ve en la libertad de amar a Dios la fuente de la dignidad humana no vacila tampoco en presentarse como «rebelde» [71] y describir la religión como «la mayor rebeldía del hombre, que se niega a ser una bestia». Esta es la razón última de que, llegado el caso, pueda hablar también de una forma legítima, santa, de rebeldía, cuando lo que está en juego es la libertad de las conciencias, libertad en la que el hombre, todo hombre, se juega su destino: a ninguna autoridad de la tierra le es lícito aherrojar el movimiento libre por el que los hombres tributan culto a su Creador. También por eso se niega a interpretar la religión, las exigencias del espíritu, con categorías simplemente políticas. Así, por ejemplo, preguntado sobre el papel de tendencias integristas y progresistas en la vida de la Iglesia, al término del concilio, contesta: «En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar  sobre el papel que pueden desempeñar en este momento porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división —que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar— me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer —con toda mi alma— en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere» [72].

Más que a descifrar la ley inexorable de la historia, el santo permanece atento a descubrir en ella los signos de la acción providente de Dios. Tal vez por esto pueda, en ocasiones, levantarse sobre los prejuicios de su propio tiempo. Un ejemplo lo encontramos en el modo positivo con el que entendió la condición de la mujer y su corresponsabilidad con el hombre en la construcción de la cultura [73]. Pienso que en esta cuestión, que hoy parece de sentido común, san Josemaría pudo sustraerse a las inercias y convenciones propias de su tiempo, pura y simplemente porque se dejaba guiar por el Espíritu de Dios [74].

Si tenemos en cuenta que los filósofos más ilustres no siempre supieron sustraerse a las inercias de su tiempo, entonces comprenderemos por qué el santo resulta particularmente intrigante para el filósofo. Le enfrenta con sus propios límites, y le muestra un modo distinto de trascenderlos.

Ana  Marta  González, en romana.org/

Notas:

40. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]

41. [El concepto de «reificación», inicialmente introducido por Luckacs, como un instrumento de análisis crítico de la cultura, ha sido recientemente revalorizado por Axel Honneth. Cfr. Axel Honneth, Reificación. Un estudio en la Teoría del Reconocimiento, Katz, Buenos Aires, 2007, pp.136-137.]

42. [Francisco, Evangelii Gaudium, nn. 187 y 193.]

43. [San Josemaría, Camino, n. 301. Remito a la explicación ofrecida por Pedro Rodríguez en la ed. crítica, donde se hace notar la estrecha conexión con Jn 12, 32 y el modo adecuado de interpretar la alusión al «Reino de Cristo».]

44. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115 a.]

45. [«Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». San Josemaría, Conversaciones, n. 114b.]

46. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]

47. [Cfr. Leonardo Polo, “El concepto de vida en Monseñor Escrivá de Balaguer”, Anuario Filosófico, 1985, vol. XVIII, 2, pp. 9-32.]

48. [«Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas. Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden —los que ahora estudian— no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea…». San Josemaría, Conversaciones, n. 77a y b.]

49. [Cfr. Encuentro con empresarios en el IESE, Barcelona 27-XI-1972. Algunos textos de este encuentro pueden verse en Javier Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, en “Revista de Antiguos Alumnos del IESE”, nº 87, septiembre 2002, pp. 12-13.]

50. [En el gobierno de estas obras, sabía conjugar la responsabilidad —hay que procurar que las obras se sostengan, con trabajo, pidiendo ayudas, etc.—, la pobreza —el cuidado de los instrumentos— con la magnanimidad y la confianza en la providencia: «Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gasta».]

51. [Apuntes tomados en una tertulia, 16-V-1960, citado en Javier Echevarría, Carta Pastoral, 1-II-2006.]

52. [Tomo el término de Axel Honneth, The pathologies of individual freedom, Princeton University Press, Princeton, 2010.]

53. [Cfr. George Simmel, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, Altamira, Buenos Aires, 2001.]

54. [Para una teoría sobre la distinción entre vínculos sociales seguros e inseguros vid. Thomas J. Scheff, Emotions, the social bond, and human reality. Part/Whole Analysis, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.]

55. [Pienso que eso se advierte de manera singular en el modo en que enfoca la relación entre sexualidad, maduración del amor y desarrollo de la personalidad. Hablando de sexualidad, san Josemaría suele indicar que de ordinario esta cuestión no ocupa el primer lugar en las preocupaciones de una persona. Y, en todo caso, cuando se presenta, debe contemplarse en relación con la maduración del amor personal: lo que al principio no es más que un impulso, un sentimiento, ha de convertirse en un amor electivo y pasar la prueba del tiempo para llegar a constituir, realmente, verdadero amor a la persona. Esta visión, que en modo alguno es exclusivamente cristiana (cfr. Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, Labor, Barcelona, 1933, p. 186), constituye el núcleo moral de la institución matrimonial; ésta, con sus exigencias de fidelidad recíproca no es el sepulcro del amor, sino que más bien expresa su cualidad específica, haciendo posible que gane en profundidad humana hasta alcanzar a la totalidad de la persona. Por lo demás, la institución como tal puede adoptar formas culturales muy variadas, más o menos igualitarias, como ya pudo apreciar Tocqueville en el siglo XIX, en su análisis de la democracia americana (cfr. Alexis de Tocqueville, Democracia en América, vol. II, Parte 3, cap. 8, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 164 y ss.).]

56. [Esto es obvio en el caso de instituciones políticas y económicas: cuando decae la confianza en las instituciones, los individuos se repliegan sobre sí mismos, y renuncian a proyectos de largo alcance. Algo similar ocurre también en otros campos.  Así, la desregulación de la vida afectivo-sexual, no solo afecta al desarrollo de la personalidad, dificultando la maduración del amor personal, sino que indirectamente, introduce en la vida social un factor de incertidumbre que distorsiona el desarrollo normal de relaciones humanas de amistad, confianza, etc., con el consiguiente empobrecimiento de la vida social y profesional.]

57. [Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 103-123.]

58. [«La esencia del hombre en su historia es más bien una interinidad constante como inquietud de su existencia temporal en todo momento inconclusa. No es la busca de la unidad de la época venidera lo que ha de servirle de algo, sino, acaso, el intento incesante de desvelar las potencias anónimas que al mismo tiempo se atraviesan ante el régimen existencial y el ser mismo». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 175.]

59. [«Dios no tiene acepción de personas» (Ga 2, 6); «Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres… Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol, cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, y que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!». San Josemaría, Surco, n. 303.]

60. [Ga 3, 26-29; 1 Co 12, 13; Rm 10, 12. «Escribió también el Apóstol que “no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos”. Estas palabras valen hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado… Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!». San Josemaría, Surco, n. 317.]

61. [No quiero dejar de apuntar la relación entre esta convicción y la importancia que san Josemaría concedía a un tema aparentemente trivial como la moda. Lejos de reducir el tema a una cuestión simplemente moral —como era frecuente entre algunos Padres de la Iglesia— pienso que advertía hasta qué punto el discernimiento en esta materia se relacionaba con modos más o menos acertados de comprender la secularidad: cómo ser del mundo sin ser mundano.]

62. [La guerra es característicamente uno de los periodos que cabe designar como liminares. Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, p. 105.]

63. [Vid. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid, 2002, pp. 62-124. Cfr. San Josemaría, Camino, n. 697.]

64. [La diligencia conduce a emplear el propio tiempo en cumplir con serenidad y calma los deberes del propio estado, y a ayudar al hermano sobrecargado de trabajo a cumplir con su tarea. Cfr. San Josemaria, Amigos de Dios, nn. 41 y 44.]

65. [La posibilidad de sustraerse a una visión puramente procesual del trabajo, la posibilidad de descubrir un sentido humano del trabajo, aparece apuntada también en Jaspers (Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 186). Pero en los escritos de san Josemaría, esta visión se trasciende y se eleva.]

66. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]

67. [Para ver una aproximación de Weber y Durkheim a la cuestión, cfr. Fernando Múgica, La profesión: enclave ético de la moderna sociedad diferenciada, Cuadernos de Empresa y Humanismo, Universidad de Navarra, 1998.]

68. [«Para el análisis posterior de la relación mutua en la que se hallan trabajo y reconocimiento reviste importancia, hoy sobre todo, el debate que se mantiene en conexión con el feminismo sobre el problema del trabajo doméstico no remunerado. A saber, desde dos perspectivas ha resultado claro en el curso de esta discusión que la organización del trabajo social está vinculada estrechísimamente con normas éticas que regulan el sistema de la apreciación social: desde el punto de vista histórico, el hecho de que la educación infantil y las tareas domésticas no hayan sido valoradas hasta ahora como tipos de trabajo social perfectamente válidos y necesarios para la reproducción solo se puede explicar con referencia al desdén social que se ha mostrado en el marco de una cultura determinada por valores masculinos; desde el punto de vista psicológico, resulta de las mismas circunstancias el hecho de que, bajo la distribución tradicional de los papeles, las mujeres solo pueden contar con posibilidades menores de encontrar, dentro de la sociedad, el grado de reconocimiento social que forma la condición necesaria para una autodefinición positiva…». Axel Honneth, La sociedad del desprecio, pp. 143-144.]

69. [Francisco, Evangelii Gaudium, n. 201.]

70. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]

71. [La rebeldía frente a lo que empequeñece el espíritu, en nombre de la nobleza entendida como autenticidad, es un tema presente en los filósofos de la existencia; esto se advierte por ejemplo en Jaspers («Se inicia hoy la última campaña contra la nobleza. En vez de tener por campo lo político y lo sociológico, tiene las almas mismas». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 189). Pero la autenticidad que Jaspers cree encontrar en la «vida filosófica» la encuentra san Josemaría en la santidad, en la plenitud de la filiación divina que no es otra cosa que la identificación con Jesucristo.]

72. [San Josemaría, Conversaciones, n. 23.]

73. [Durante muchos siglos, en contra de la igual dignidad que el mismo dogma cristiano reconoce a mujer y varón, la consideración de la mujer, en la práctica, ha sido inseparable de la idea de «tentación», posiblemente porque la mirada predominante ha sido siempre la del varón no redimido. Sin embargo, el enfoque de san Josemaría es radicalmente otro. Para él las mujeres son ante todo hijas de Dios, llamadas, al igual que los varones, a asumir libre y responsablemente la dirección de sus vidas, delante de Dios, y a realizarse en el don de sí por el amor en las distintas formas que presenta la existencia humana (matrimonio, celibato apostólico, etc.), pero en modo alguno encaminadas —como si fuera su único destino en la vida— a contraer matrimonio; capaces de formarse, gobernarse, y sostenerse económicamente a sí mismas, de asumir y desarrollar una vocación profesional, de participar en la vida pública.]

74. [Cfr. Mercedes Montero, “El papel de la mujer en la sociedad democrática. Edición crítica de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer”, Nuestro Tiempo, vol. LVIII, num. 677, (2012), pp. 92-95.]

Ana  Marta  González

Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales

1.    Introducción

¿En qué sentido pueden ser útiles las enseñanzas de san Josemaría Escrivá a la reflexión de un filósofo, sea o no cristiano?

Es posible que para contextualizar correctamente los términos y lugares teológicos de los que se sirve san Josemaría para difundir por todos los ambientes el mensaje de la vocación universal a la santidad, hayamos de estar familiarizados con la tradición del pensamiento cristiano en la que él mismo se formó. No obstante, aunque el hecho de que personas muy distintas, con muy diversa formación, no encuentren particulares dificultades para sentirse interpeladas por su mensaje sugiere que la clase de familiaridad que se precisa no se consigue necesariamente con erudición abundante.

Sin embargo, es patente que su predicación se abre a temas nuevos, específicamente modernos, tratados de manera especial por la filosofía de los dos últimos siglos: mundo, trabajo, tiempo, historia, vocación, cultura, libertad, ciudadanía, unidad de vida… Cuestiones todas que perfilan los contornos de lo que, recordando a Heidegger [1] y a Hannah Arendt [2], podríamos denominar una «teoría de la mundaneidad», y que, en la predicación y la vida de san Josemaría, aparecen articuladas con una sencillez y profundidad inusuales, de un modo que invita a poner en relación su mensaje con la reflexión filosófica y sociológica sobre estas cuestiones; una invitación que resulta especialmente oportuna en nuestro tiempo cuando, también desde un punto de vista filosófico y sociológico, la religión vuelve a estar en primer plano [3].

No se me oculta que, a primera vista, las restricciones metodológicas con las que se presenta la filosofía social contemporánea —principalmente no incorporar presupuestos antropológicos fuertes (sospechosos siempre de expresar posiciones particulares), ni, por supuesto, una filosofía de la historia que se sustraiga a toda posibilidad de falsación— podrían operar como un factor disuasorio, a la hora de reconocer en la vida y obra de un sacerdote católico algo relevante para el discurso filosófico.

No obstante, en la medida en que las convicciones religiosas, sin perder su especificidad [4], incorporan contenidos cognitivos, esta limitación de la filosofía social contemporánea constituye un obstáculo superable, sobre todo cuando el mismo discurso filosófico-social actual evoluciona en la línea de diagnosticar las patologías sociales atendiendo principalmente a las experiencias de opresión e injusticia, tal vez débilmente articuladas, pero no por ello menos reales, de personas corrientes, ajenas a las exigencias de coherencia y erudición de discursos teóricos que a menudo se presentan vinculados a posiciones elitistas [5]. Precisamente esta evolución, que pretende devolver legitimidad ética a discursos con frecuencia muy abstractos, podría conducir a reconocer, también, la relevancia de un mensaje que es acogido por gentes de muy diversa extracción social y cultural, y que para todos ellos se convierte en un modo, eminentemente positivo, de afrontar opresiones de muy diverso tipo. Que se trate de un mensaje fundamentalmente religioso no debería constituir un problema, desde el momento en que dicho mensaje se presta a una exposición articulada y comprensible de sus contenidos, que no comporta confusión alguna entre lo sabido y lo creído.

Ahora bien: ¿es legítimo acercarse a los textos y la vida de Josemaría Escrivá, tratando de identificar los temas filosóficos en ellos implícitos, obviando las cuestiones teológicas que plantean? Más aún: ¿es siquiera posible? ¿Y qué interés podría tener esta tarea? En lo que sigue no afrontaré directamente las dos primeras cuestiones. Pienso que el mejor modo de mostrar el alcance y los límites de un empeño semejante es poniéndolo por obra. Sin duda, como apuntaba anteriormente, desentrañar los temas filosóficos implícitos en un autor que de ningún modo pretendió escribir una filosofía requiere cierta familiaridad con las fuentes y la perspectiva desde las que escribe, que en este caso son fuentes teológicas. Ahora bien, ¿qué sentido podría tener ilustrarse sobre la teología con objeto de hacer explícitas las dimensiones filosóficas de un pensamiento? ¿No es esto un despropósito?, ¿no significa invertir por completo el dictum medieval, para hacer de la teología una ancilla philosophiae? Peor aún: ¿no significa degradar un mensaje espiritual, de forma y contenido marcadamente existencial, al estatuto de una teoría más, exponiéndola a correr el destino de cualquier otra teoría?

No en mi opinión. Pues si, como lo pienso, la predicación y la vida de san Josemaría Escrivá configura una manera peculiar de estar en el mundo, que hace justicia armónicamente a las distintas dimensiones humanas, profundizar en ese mensaje, explicitar las categorías y la articulación temática que en él se contienen y ponerlas en relación con las que ha acuñado el pensamiento filosófico y sociológico contemporáneo, puede resultar de interés para estas últimas ciencias, y, más en general, para todos aquellos que, con objeto de ganar una perspectiva sapiencial sobre la propia tarea, persiguen comprender la estructura y el dinamismo de la existencia humana en el mundo. Por lo demás: ¿no es lógico esperar que una predicación dirigida a resaltar el valor santificador de las realidades seculares tenga algo que decir a las ciencias humanas que se ocupan de esas realidades seculares?

2.    Una tensión constitutiva

Por de pronto, en el núcleo del mensaje de san Josemaría sobre la santificación de las realidades ordinarias, se encuentra la exhortación a «ser del mundo sin ser mundanos» [6]. Ahora bien, en esta expresión se anuncia una tensión a la que también, de un modo u otro, cualquier filósofo que reflexione sobre la condición humana ha de rendir cuentas, si no quiere simplificar indebidamente el contenido de la experiencia. A lo largo de la historia, los filósofos han expresado, consciente o inconscientemente, la tensión constitutiva de lo humano de maneras muy diferentes: como compromiso entre contemplación y acción (Aristóteles), como conflicto entre moralidad y felicidad (Kant), como discrepancia actual entre el interés a largo plazo e interés a corto plazo (Hume [7]) existencia propia o impropia (Heidegger)…; estas u otras tensiones no hacen otra cosa que expresar un rasgo derivado de nuestra finitud, a la que me gustaría llamar, metafóricamente, nuestra «herida constitutiva», que nada tiene que ver con la culpa original, sino que se relaciona con la apertura al infinito posible por nuestra racionalidad. Gracias a ello, el ser humano es «horizonte y confín» —en la expresión de Tomás de Aquino [8]—, un ser fronterizo, al decir de Simmel [9], irreductible a una función única (Jaspers), capaz, sin embargo, de trascendencia.

Es precisamente en esa «tensión constitutiva», que define nuestra condición de criaturas racionales, donde toma cuerpo la esperanza [10]; una esperanza que, nuevamente, puede adquirir formas distintas, dependiendo de cómo de profunda se conciba esa herida. Así, la esperanza alimentada por el pensamiento utópico es sin duda muy diversa de la alimentada por la fe cristiana, tanto al menos como lo es su visión del hombre [11].  Para san Josemaría, la identidad humana queda definida por nuestra condición de hijos de Dios [12], y la esperanza que surge de la conciencia de tal filiación [13]es una esperanza que, en tanto el hombre experimenta la realidad del pecado, no ya como transgresión actual de la ley, sino como olvido práctico de Dios [14], es una esperanza de redención consumada, que abraza también al mundo [15]. Pues, como dice san Juan, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos (cfr. 1Jn 3, 2), y mientras tanto —como diría san Pablo— el mundo sigue sujeto a vanidad (cfr. Rm 8, 20).

En este punto tiene importancia resaltar el plural: el mundo espera la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) [16], en plural. Porque la vanidad a la que está sujeto no es el producto de la acción de un solo hombre, sino de muchos [17]. En efecto: ¿en qué consiste esta vanidad? En último término, en el hecho de que los seres humanos viven replegados sobre sí mismos, lo cual, colectivamente, se plasma en estructuras auto-referenciales, opacas a la trascendencia [18]. Qué pertinentes resultan, en este sentido, las palabras del Papa Francisco, cuando alerta sobre la necesidad de superar rutinas y pensar en otros modelos de desarrollo [19]. Pues la redención del mundo pasa por la transformación de esas estructuras auto-referenciales, impulsando un modo de vida, individual y colectivo, animado, en su raíz, por un principio diferente:

«Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos solo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura» [20.]

Ciertamente, ya para san Agustín el amor de sí hasta el desprecio de Dios era principio fundador de una ciudad terrena, a la que habría de oponer otra ciudad diferente, fundada sobre el amor de Dios hasta el desprecio de sí. Ahora bien, al proponer su mensaje, san Josemaría no incide tanto en el desprecio de sí, ni del mundo, como en la posibilidad de cultivar un aprecio diferente de sí mismo y del mundo, un aprecio que remite a la mirada aprobatoria con la que Dios contempló su creación [21], y que resulta de nuevo posible para el hombre tras la redención obrada por Cristo. Lo que san Josemaría ofrece es una visión positiva del mundo y de las realidades humanas [22], que en último término deriva de la conciencia de la filiación divina. Ésta constituye, para san Josemaría, la clave de lectura desde la que afrontar la tensión constitutiva de la existencia humana.

En efecto: todas las realidades humanas, desde las más espirituales hasta las más materiales, quedan libres de la vanidad allí donde, liberado de rutinas [23], el hombre vive pendiente de Dios, como hijo suyo, y no para el mundo, como su esclavo: entonces el hombre arrastra consigo todas esas realidades —su mundo— a un destino más alto: las libera, con la libertad de los hijos de Dios:

«Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1Co 10, 31)» [24].

Este movimiento ascendente, que a través del hombre recapitula todas las cosas en Cristo, queda recogido de forma condensada y terminante en un texto que aparece en varios lugares de los escritos de san Josemaría: «Sólo hay dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural o se vive vida animal» [25].

Se trata de una expresión radical, que, a primera vista, parece pasar por alto la posibilidad teórica de una vida humana intermedia entre la animal y la sobrenatural. Sin embargo, esto es indicativo de que san Josemaría se dirige al hombre realmente existente, que nunca es solo un hombre natural, instalado en lo ya conseguido, sino en tensión constitutiva hacia algo más. Y el mensaje que le dirige es precisamente que la consistencia de lo humano y la belleza del mundo se preserva únicamente cuando el hombre vive por encima de sí mismo, según el don de Dios.

Formulada en estos términos, la idea tampoco es del todo extraña a la tradición filosófica. Ya Aristóteles exhortaba a «no tener pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino, en la medida en que no es dado, inmortalizarnos y vivir según lo más divino que hay en nosotros» (EN, X, 7). Y el propio Kant, después de haber trazado límites a la posibilidad del conocimiento metafísico, no puede dejar de referirse a los ideales de la razón, siquiera como ideales regulativos de nuestra experiencia, sin los cuales toda ella, la ciencia incluida, quedaría privada de sentido [26]. Frente a esto, el pretender vivir exclusivamente conforme a criterios humanos, extraídos de nuestra pobre experiencia cotidiana, no solo resulta humano, sino «demasiado humano» (no en el sentido de Nietzsche, sino en el de Aristóteles) [27].

En efecto: a la experiencia humana, como apunta Pascal, pertenece alguna forma de auto-trascendencia, lo cual significa que existe una auto-limitación contraria al dinamismo propio de la vida humana, pues ésta reclama concebirse a sí misma como expresión y posibilidad de algo más grande de lo que nos es dado realizar aquí y ahora. Aristóteles concebía este «más» como una vida contemplativa que, en su expresión perfecta, siempre quedaba fuera del alcance humano, pues era privilegio de los dioses. En todo caso, para él, este modo contemplativo y divino de vivir parecería separar al hombre de los avatares humanos. La filosofía moderna no ha continuado por lo general en esa dirección; en su lugar ha aceptado, a lo sumo, formas de trascendencia intra-mundanas, como las accesibles en el arte, o, de otro modo, en la moral.

Por contraste, en un mensaje radicalmente religioso, como el de san Josemaría, el mundo corre el destino del hombre, de los hombres, y la exhortación a llevar vida contemplativa y, en este sentido, vivir «por encima de lo humano», incluyendo esas formas intra-mundanas de trascendencia, alcanza una radicalidad inusitada: no como una forma cualquiera de «auto-trascendencia» natural, ni tampoco según un ideal cualquiera, simplemente humano, de «contemplación», sino como invitación a recibir el don de Dios.  Así, «ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros» [28].

En ello va implícita, también, una manera peculiar, estrictamente cristiana, de concebir la dimensión temporal de la existencia. San Josemaría remite con frecuencia al texto de san Pablo: «Caritas Christi urget nos» (2Co 5, 14) para iluminar el sentido profundo que tiene, para el cristiano, el «aprovechamiento del tiempo»: «Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad» [29].

Esta concepción de la temporalidad, penetrada por la urgencia de la caridad, está repleta de consecuencias estructurantes de la existencia y del vivir cotidiano, que en san Josemaría adquieren concreciones muy específicas [30]. En todo caso, es viviendo con esa radicalidad, concibiendo su vida ordinaria ante todo como correspondencia al amor de Dios manifestado en Cristo y, por tanto, procurando un activo desprendimiento de sí mismo, como el hombre, la mujer cristiana, sea cual sea su condición, contribuyen a liberar la creación entera de la vanidad a la que ha sido sujeta por el pecado; «ser contemplativos» y «santificar las realidades terrenas» son actividades propias de los hijos de Dios, inseparables entre sí, y que están al alcance de todos los hombres, sin excepción, porque no descansan simplemente en las posibilidades de la naturaleza humana, sino en el don sobrenatural de Dios [31].

En efecto: la exhortación a vivir vida sobrenatural no equivale a propugnar una contemplación filosófica al alcance de unos pocos privilegiados; ni es tampoco expresión de una virtud heroica producto del puro esfuerzo humano; sino que apunta sencillamente a vivir en el mundo como hijos de Dios, en Cristo, con la convicción esperanzada de que viviendo así, aceptando humildemente el don de Dios, y correspondiendo a él con todas las fuerzas, se lleva a término la redención, la liberación del mundo.

3.    La unidad radical de culto y cultura

Conviene advertir que en lo anterior va implícita una manera específicamente cristiana de entender la cultura, o, mejor dicho, la conexión original —hoy día frecuentemente olvidada— entre culto y cultura. Es verdad que el uso explícito que hace san Josemaría del término cultura está más próximo a la acepción clásica y moderna —cultura como cultivo, como civilización [32]— que a la más contemporánea —cultura como expresión de la subjetividad, como modo de vida de un pueblo, que se expresa en normas y símbolos compartidos [33]—. Sin embargo, en su mensaje se encuentran profundamente fusionados ambos sentidos, como lo requiere la acepción original. Pues en el núcleo de toda cultura hay un culto. Sin embargo, mientras que en las religiones no cristianas ese culto giraba en torno a ritos sacrificiales, mediante los cuales los hombres mostraban su dependencia de la divinidad, en el cristianismo es Dios mismo quien se ofrece en sacrificio por los hombres, para rescatarlos del mal y hacerles partícipes de la misma vida de Dios. Y es precisamente este sacrificio el que está llamado a constituirse en el centro y la raíz de una nueva cultura, en la que ya no hay lugar para más víctimas, y en la que por consiguiente puede, entre otras cosas, crearse un espacio propiamente político, no secuestrado por discursos victimistas [34].

Más radicalmente, ese acto sacrificial, revelador al mismo tiempo del amor de Dios por el hombre y del valor del hombre a los ojos de Dios, hace de los cristianos un único pueblo, con una misión específica en el mundo, pues constituye la fuente de ese otro culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23), que tiene por protagonistas a todos los cristianos, los cuales, conmovidos por el sacrificio de Dios en Cristo, aspiran a proyectar el mismo espíritu de Cristo en todas las actividades humanas, según la verdad que les es propia. Con ello enlaza directamente la exhortación de san Josemaría a santificar todas las realidades terrenas, cultivándolas según su lógica propia y en conformidad y prolongación del culto eucarístico [35]. Una exhortación en la que va implícita la importancia primordial del esfuerzo por adquirir las virtudes requeridas por nuestro lugar en el mundo, así como el rigor y la competencia profesional.

El mensaje de la santificación de las realidades terrenas invita a profundizar en el hecho de que la conexión entre culto y cultura, apuntada ya en las palabras del Génesis donde se dice que el hombre fue creado ut operaretur, para trabajar [36], encuentra realización efectiva en la vida ordinaria, cuando la práctica moral y la entera vida social están alentadas por la vivencia del misterio eucarístico; por supuesto esa conexión tiene lugar también allí donde el rigor del trabajo intelectual propio de cada ciencia permanece abierto a un horizonte sapiencial, que encuentra su último sentido en la búsqueda de Dios. Sin embargo, considero significativo que, no obstante reconocer el papel singular de los intelectuales en la configuración de la cultura, a la hora de enfocar la cuestión específica de la santificación de estas tareas, san Josemaría se refiera a ellas indistintamente también como «trabajo», haciendo notar que la unidad entre fe y ciencia, que el cristiano reconoce como posible por una cuestión de principio, no se alcanza con frecuencia fácilmente, sin mediar un «duro trabajo» [37].

Ésta —la de trabajo— es la categoría fundamental de la que se sirve san Josemaría para encauzar el culto que el cristiano está llamado a tributar a Dios en medio del mundo, precisamente al mismo tiempo que crea cultura. En efecto, en ese culto racional, agradable a Dios va implícita la búsqueda de la verdad, teórica y práctica, como una exigencia intrínseca del trabajo bien hecho: «Veritatem facientes in caritate» (Ef 4, 15). Y así, el culto que el cristiano tributa a Dios está en la base de su unidad de vida [38], y en último término también de la unidad misma de la cultura [39].

Ana  Marta  González, en romana.org/

Notas:

1. [Martin Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2ª ed, 2009.]

2. [Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.]

3. [Cfr. Hans Joas & Klaus Wiegandt (eds), Secularization and the world religions, Liverpool University Press, Liverpool, 2009. Cfr. Colin Campbell, The Easternization of the West. A Thematic Account of Cultural Change in the Modern Era, Paradigm Publishers, Boulder, 2007.]

4. [Como observa Hans Joas, las convicciones religiosas se distinguen de puras argumentaciones racionales, porque incorporan elementos que inciden profundamente en la propia identidad: por ello no se avienen a los mismos parámetros que rigen en discusiones puramente intelectuales. Sin embargo, eso no significa que se sustraigan a toda crítica racional; se trata más bien de acertar con el modo de hablar sobre la fe y el modo de exponer sus contenidos, un modo que haga posible analizarlos y tornarlos comprensibles, sin por ello intelectualizarlos. Cfr. Hans Joas, Einleitung, en Was sind religiöse Überzeugungen?, Wallstein Verlag, Göttingen, 2003, pp. 9-17.]

5. [Cfr. Axel Honneth, La sociedad del desprecio, Trotta, Madrid, 2011, pp. 63-73.]

6. [San Josemaría, Camino, n. 939. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid, 2002.]

7. [No obstante el inmanentismo psicologista que le define («We never really advance a step beyond ourselves», Treatise of Human Nature, Book I, Part II, Section VI), Hume refleja esa tensión en el orden práctico.]

8. [«Et inde est quod anima intellectualis dicitur esse quasi quidam horizon et confinium corporeorum et incorporeorum, inquantum est substantia incorporea, corporis tamen forma». Tomás de Aquino, ScG, lib. 2 cap. 68 n. 6.]

9. [«El hombre es el ser fronterizo que no tiene ninguna frontera». Cfr. George Simmel, “Puente y puerta”, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, ediciones Península, Barcelona, 2001, pp.45-53, p. 53.]

10. [La tensión que percibe Aristóteles entre felicidad sin más —que sería puramente contemplativa— y felicidad «humana» —mixta de contemplación y acción—, la reinterpreta Santo Tomás como felicidad perfecta y felicidad imperfecta. En todo caso refleja el hecho de que el hombre no es un animal clausurado sobre sí mismo, cuyo cumplimiento se sigue naturalmente, sino precisamente un animal racional, que anticipa una idea de perfección y aspira a más de lo que actualmente tiene [...] perfección que además no puede cumplir por sí solo. Por eso la racionalidad puede comparase con una «herida» abierta, y presentarse como el «lugar» donde arraiga, también en lo humano, cualquier esperanza, así como la apertura al don de Dios: en primer lugar, el don de la filiación divina. Cfr. S.Th.I.II.q. 5, a. 5, ad 1, donde Tomás de Aquino se pregunta: ¿puede alcanzar la felicidad el hombre por sus medios naturales? Y contesta que no, para decir que sin embargo puede dirigirse a Dios para que le haga feliz. Lo interesante es que para argumentar este punto cita a Aristóteles: «Lo que podemos por nuestros amigos es como si lo pudiéramos por nosotros mismos» (EN, III, 3, 1112b 27-28).]

11. [Cfr. Benedicto XVI, Spe Salvi, especialmente nn. 20-30.]

12. [Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vidacotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.]

13. [Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vidacotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.]

14. [Con ello puede relacionarse la frecuente exhortación de San Josemaría a evitar la rutina en la vida de piedad. Evitar la «rutina» es procurar un trato personal, no formulario, con Dios. Sería un modo de evitar recaer en lo que Heidegger llamaría la existencia impropia, donde el “se” impersonal toma las riendas de nuestra vida. Precisamente Heidegger se refiere a eso en términos de “caída” (Cfr. Martin Heidegger, Ser y tiempo, & 38).]

15. [«Cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de las iniciativas terrenas, ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios […]. Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morad eterna y el fin para el que hemos sido creados —amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo—, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas […] Sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por eso la esperanza no me separa de las cosas de la tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor». San Josemaría, Amigos de Dios, n. 208.]

16. [Cfr. San Josemaría, Forja, n.1: «Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine [...] De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».]

17. [Esta idea encuentra eco en las reflexiones modernas sobre el origen de la cultura. Concretamente, puede apreciarse una conexión con la observación de Kant —y antes de Rousseau— según la cual los «vicios de la cultura» se encuentran especialmente ligados al despliegue de la vida social (Cfr. Immanuel Kant, Religión dentro de los límites de la mera razón, 6: 27), en tanto que afectada por una debilidad original, que lleva a temer que los otros prosperen más que uno; debilidad que, según Kant, solo podría superarse en la medida en que la razón moral se hiciera cargo del progreso, y una comunidad ética viniera a contrarrestar los efectos negativos del principio malo en nosotros. (Ibíd., 6: 93 y ss.).]

18. [«Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales… abandonadas a sí mismas o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano —investigador, literato, científico, político, trabajador…— tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero —escribe el Apóstol— está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios». San Josemaría, Surco, n. 311.]

19. [Francisco, Laudato si’, nn. 43, 49, 191, 194.]

20. [San Josemaría, Amigos de Dios, n. 202.]

21. [«Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». San Josemaría, Conversaciones, n. 114a (Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de Jose Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012).]

22. [Cfr. José Luis Illanes, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Eunsa, Pamplona, 2003.]

23. [Cfr. Nota 15.]

24. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115c.]

25. [«Procuremos que aumente nuestra humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural». San Josemaría, “Vida de fe”, Amigos de Dios, n. 200. «No olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de él». San Josemaría, Amigos de Dios, n. 206.]

26. [«La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar su uso empírico y a aventurarse en un uso puro, mediante simples ideas, más allá de los últimos límites de todo conocimiento, a la vez que a no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por sí mismo. Preguntamos ahora: ¿se basa esta aspiración en el mero interés especulativo de la razón o se funda más bien única y exclusivamente en su interés práctico? [...] De acuerdo con la naturaleza de la razón, estos fines supremos deberán tener por su parte, una vez fundidos, la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior. La meta final a la que en definitiva apunta la especulación de la razón en su uso trascendental se refiere a tres objetos: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios» (KrV, A 797/B825; A 798/B826).]

27. [En efecto: para Nietzsche lo «demasiado humano» hace referencia a la necesidad de otro como referente de la voluntad, mientras que para Aristóteles sería «demasiado humano» —solamente humano— renunciar a cultivar lo más divino que hay en nosotros. Así, señala: «Es indigno del hombre no buscar la ciencia a él proporcionada» (Metafísica I, 982 b30) —aunque sea una ciencia divina como la metafísica, que podría excederle. Y en la Ética a Nicómaco, como ya se ha comentado en texto, aun reconociendo que vivir vida contemplativa excede las fuerzas humanas, argumenta que «no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo lo que esté a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros» (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 32-35).]

28. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 98.]

29. [San Josemaría, Amigos de Dios, n. 43.]

30. [Por ejemplo: el cristiano ha de ser diligente; no debe tener «preocupaciones», sino «ocupaciones», lo cual es también una manera de concretar el abandono en la Providencia. Debe organizar su tiempo de tal modo que pueda realizar con calma y serenidad sus deberes (incluyendo el descanso), y ayudar a sus hermanos, lo cual, en la práctica, supone imponerse un horario, de algún modo convirtiendo los «deberes imperfectos» en «deberes perfectos», pues de lo contrario hay tareas que absorberían toda la atención, y el “llevar los unos las cargas de los otros” no encontraría ocasión de materializarse.]

31. [Cfr. Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona, 1986.]

32. [San Josemaría habla claramente de que la cultura es medio y no fin (Cfr. Camino, n. 345). Pero además habla de «hacer del día una misa» (Apuntes tomados de una predicación, 19-III-1968, citado en Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa, Madrid 2010, p. 17), en lo que se apunta claramente la relación entre culto y cultura, culto en espíritu y verdad, etc; en alguna ocasión también comenta el texto de Rm 12, donde san Pablo habla del «culto racional». Y eso es muy importante: la cultura es medio y símbolo, pero desgajada del culto que le da sentido, termina por fragmentarse en mil pedazos. Con objeto de resaltar la continuidad con temas modernos, apuntaré que también el uso explícito que hace Kant del término es, sobre todo, el de «perfeccionamiento», y, más en general, el de mediación, en lo que se apunta levemente su aspecto simbólico (Cfr. Ana Marta González, Culture as mediation. Kant on nature, culture, and morality, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011, pp. 361).]

33. [Cfr. Ana Marta González, “Cultura y civilización”, en Ángel Luis González (ed.), Diccionario de Filosofía, Eunsa, Pamplona, 2010, pp. 265-268.]

34. [Cfr. Ana Marta González, “La víctima del destino. Ensayo sobre un tipo de nuestro tiempo”, en Lourdes Flamarique y Madalena D'Oliveira-Martins (eds.), Emociones y estilos de vida. Radiografía de nuestro tiempo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2013, pp. 157-177.]

35. [Cfr. Cruz González-Ayesta, «El trabajo como una Misa. Reflexiones sobre la participación de los laicos en el munus sacerdotale en los escritos del Fundador del Opus Dei», en Romana, n. 50 (2010), pp. 200-221.]

36. [«Porque el trabajo —lo vengo predicando desde 1928— no es una maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad antes de que Adán se hubiera rebelado contra Dios (Cfr. Gn 2, 15). En los planes del Señor, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación”. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 81.]

37. [«Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si él ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas. Yo soy la verdad. El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean… Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración… Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enreciar en una unidad de vida sencilla y fuerte». San Josemaría, Es Cristo que Pasa, n. 10.]

38. [Ibíd.]

39. [Se ha puesto de relieve en ocasiones que este concepto —unidad de vida— constituye una de las aportaciones más originales de san Josemaría al vocabulario ascético. Sin embargo, querría apuntar que la aportación trasciende con mucho el plano ascético, desde el momento en que lo vemos proyectado en el horizonte de la cultura. Para una visión panorámica de este concepto, cfr. Ignacio De Celaya, voz «Unidad de vida» en José Luis Illanes (coord.) Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo–Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos–Roma, 2015 (3ª ed) pp.1217-1223.]

Franco Andrés Melchior

Reflexiones sobre la configuración de la libertad religiosa a la luz del debate francés sobre es velo islámico

Introducción [1]

La numerosa inmigración islámica en los países europeos ha provocado, para muchos, un cambio de paradigma en el modo de entender la sociedad. Culturalmente, esta inmigración ha obligado a realizar numerosos cambios, pues no solo ha impuesto deberes de aceptación de conductas culturales muy diversas a las propias, sino también deberes de omisión de conductas culturales arraigadas hace muchos años, que han sido consideradas per se una agresión o una falta de respeto. Asimismo, dicha inmigración ha llevado a plantearse qué conductas y tradiciones de los nuevos ciudadanos son aceptables para la convivencia y el orden público del país receptor, y cuáles no pueden tolerarse.

La cuestión de la política europea y el multiculturalismo es, por tanto, el marco histórico y social donde se inscribe este trabajo. Dentro de dicha temática aquí se partirá de un punto concreto, cual es el problema de las niñas que se visten con hijab (foulard islamique) en las escuelas públicas francesas, para realizar a tenor del mismo diversas reflexiones sobre el laicismo y el liberalismo. Se verá que el paradigma liberal francés se instaura como "aproximación valorativa" a las normas constitucionales y legales, así como a los tratados internacionales de derechos humanos que protegen y regulan derechos y deberes [2] determinando un modo concreto de entender las relaciones entre la libertad religiosa de las personas y la vida social.

Se realizará, asimismo, un análisis de la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos al respecto de la problemática francesa y se examinarán los criterios que utiliza para articular la relación entre religión y Estado.

Para llamar la atención sobre dicho modo de aproximarse a las normas internas que resguardan los derechos y regulan las potestades del Estado, junto a los tratados internacionales de derechos humanos, aquí se intentará estudiar el laicismo francés y su pretensión de neutralidad, y su desarrollo en sociedades liberales como la de Francia, analizando la coherencia del concepto de libertad que mantienen dichas sociedades con la aplicación práctica de los principios que profesan.

Conviene señalar que se hace foco en el laicismo francés, pues es la doctrina "madre" del laicismo. Este ha tenido luego derivaciones en otros países, algunos de los cuales presentan grandes diferencias con aquel, como es el caso de Estados Unidos [3]. Pero esas derivaciones no deben hacer olvidar que es en Francia donde, según los mismos laicistas, se presenta esta corriente de pensamiento en su forma más completa [4]. Es una tradición que se concreta en la Revolución Francesa y tiene su culmen con la Ley de 1905 sobre separación entre Iglesia y Estado. Por eso las reflexiones de este trabajo se dirigen principalmente a estudiar el "ideal" laicista francés, o de cuño francés, y su innegable incoherencia práctica, en la comprensión de que dicho análisis es naturalmente extensible a toda manifestación de laicismo.

En el desarrollo del trabajo, y a los fines de lograr mayor objetividad, se procura definir el laicismo como los laicistas lo hacen. Tras esto, se utilizan sus frases y conceptos para confrontarlos a la luz de los hechos. Se recurrirá  someramente a visiones no laicistas del laicismo.

En lo atinente a los aspectos que el trabajo busca dilucidar se exponen también, escuetamente, algunas posiciones y teorías actuales muy influyentes, como las de Rorty, Habermas y Rawls, pues dichos autores reflejan similares formas de ver la realidad política, tanto entre sí, como con el laicismo.

A partir de lo anterior se analiza la aplicabilidad y coherencia del liberalismo laicista francés, y se concluye en la necesidad de que el Estado, sin mezclarse con la religión, no la rechace, sino que la acepte como un valor personal y social, cuya vivencia y manifestación enriquece la comunidad, en lugar de lesionarla.

1.    El velo de la discordia: los hechos y el derecho en Francia

Todo comenzó cuando niñas islámicas se presentaron en las escuelas públicas francesas con un "pañuelo" (foulard islamique en francés, hijab en árabe). Si bien la palabra hiyab en su formulación originaria hacía referencia a toda clase de velo, hoy en día se utiliza para referirse al paño de tela que a modo de una "extensa bandana" cubre la cabeza y el cuello, dejando descubierto el rostro. En rigor, por tanto, este "pañuelo" estrictamente mal puede llamarse velo, si como tal se entiende algo que solo deja ver los ojos, o una tela que cubra la cara de alguna manera; es diferente al niqab, que cubre todo el rostro salvo los ojos, y al burqa, que cubre todo el cuerpo, incluso los ojos. Por otro lado podríamos nombrar al chador, vestimenta iraní que se coloca sobre la cabeza y cubre todo el cuerpo menos el rostro.

El problema francés es que el uso del hijab fue y sigue siendo una manifestación religiosa [5]. De esta manera, cuando la población que profesa la religión islámica fue creciendo en ese país, en determinado momento el gobierno se hizo oír.

El 10 de julio de 1989 se promulgó la Ley marco sobre la Educación (89-486) [6], también conocida como Ley Jospin por el entonces ministro de Educación, Juventud y Deportes Lionel Jospin. Esta ley produjo numerosas modificaciones en  el régimen escolar francés, pero en lo que hace al desarrollo del presente trabajo vale citar el segundo párrafo de su artículo 10: "En los colegios y escuelas secundarias, los estudiantes tienen, en el respeto al pluralismo y el principio de neutralidad, libertad de información y libertad de expresión. El ejercicio de estas libertades no pueden perjudicar las actividades de enseñanza" [7].

Tal norma constituyó la primera medida y justificó intervenciones posteriores de las autoridades francesas. Así, en  1989 llegó el avis del Consejo de Estado 346.893 [8], que con cita, entre otras normas, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, de la Constitución Francesa del 4 de octubre de 1958, del Convenio Europeo de Derechos Humanos y de la "Ley marco", se avoca al tema que nos ocupa.

Dicha norma establecía, por un lado, que la libertad de conciencia de los jóvenes incluye la posibilidad de manifestar sus creencias en el ámbito escolar. Por otro lado, prescribía que tal libertad tiene limitaciones. Se dispuso que el uso de signos distintivos de la propia creencia no es en sí mismo violatorio del principio de laicidad, pero se hizo la salvedad  de que no son tolerables muchos de ellos. Se trata en concreto de los siguientes:

"[Aquellos que] por su naturaleza, por la forma en que serían llevados individual o colectivamente, o por su carácter ostensible (ostentatone) o reivindicatorio, constituyan un acto de presión, de provocación, de proselitismo o de propaganda, usarlos atente contra la dignidad o la libertad del alumno o de otros miembros de la comunidad educativa, comprometan su salud o su seguridad, perturben el desarrollo de las actividades de enseñanza y el rol educador de los docentes, o en fin perturbaran el orden en el lugar o el funcionamiento normal del servicio público" [9].

La norma autorizaba a los colegios a realizar una reglamentación al respecto. Y para dar más precisiones explicaba que un alumno podría ser expulsado por no respetar dichos criterios y que tal expulsión no violaba el derecho a la  educación porque podía ser inscrito en los regímenes previstos para educación a distancia. Lo que sí se encontraba vedado, entre otras cosas, según el Consejo de Estado, era la existencia de una prohibición general (criterio que será aplicado con posterioridad en numerosas Decisiones por este órgano).

Pasado menos de un mes de la resolución del Consejo de Estado, Lionel Jospin dictó la Circular del 12 de diciembre para ejecutar dicha norma [10]. La Circular estaba dividida en tres partes: la primera sobre la portación de signos religiosos por los alumnos, la segunda sobre el carácter obligatorio de las clases, y la tercera sobre las obligaciones de secularidad de los profesores.

En una parte introductoria, después de recordar la imposibilidad dispuesta por el avis del Consejo de Estado de establecer prohibiciones generales, comienza sosteniendo lo siguiente:

"En la escuela, como en otros sitios, las creencias religiosas del individuo son una cuestión de conciencia individual y, por tanto, de la libertad. Pero en la escuela, donde se encuentran los jóvenes sin ninguna discriminación, el ejercicio de la libertad de conciencia, el respeto al pluralismo y la neutralidad del servicio público exigen que el conjunto de la comunidad educativa viva libre de toda presión ideológica o religiosa" [11].

En el apartado primero, haciendo una interpretación propia del avis 346.893, y como consecuencia razonada de la idea anterior, explicaba que no deben permitirse: "[...] los actos de proselitismo que excedan las simples convicciones religiosas y que se dirijan a convencer a los otros alumnos y a los demás miembros de la comunidad escolar y a servirles de ejemplo".

En el segundo apartado insistía en la obligatoriedad de las clases y del contenido de los programas. Los alumnos deben cumplir las tareas inherentes a sus estudios y respetar las reglas de funcionamiento y de la vida colectiva de los colegios, agregando: "La libertad de expresión reconocida a los alumnos no podrá contravenir estas obligaciones".

A los docentes, en la tercera parte de la Circular, se les impuso esta obligación: "Deben imperativamente evitar toda marca distintiva de naturaleza filosófica, religiosa o política que atente contra la libertad de conciencia de los menores y el rol educativo de las familias".

Finalmente, puede leerse una frase que se aplicaría a cualquier sistema político y a casi cualquier concepción filosófica actual: "eljoven debe aprender y comprender que el respeto a la libertad de conciencia del otro requiere de su parte una reserva personal". Naturalmente, el problema que se debe resolver es el contenido de la "reserva personal".

Resulta significativa la Decisión del Consejo de Estado en un caso que resolvió en 1992. En el caso, tres niñas habían sido expulsadas de un colegio por usar el hijab. El Consejo de Estado dispuso la nulidad de la expulsión recurriendo como núcleo constitucional a tres importantes normas en las que basó su sentencia. La primera es el artículo 10 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en virtud de la Constitución de 1958 es parte del bloque de constitucionalidad francés actualmente vigente: "Nadie podrá ser molestado por sus opiniones, incluso religiosas, siempre que su manifestación no perturbe el orden establecido por la ley pública".

El Consejo de Estado también recurrió para fundar su decisión al artículo 2 de la Constitución de 1958, que dispone: "Francia es [...] laica [y...] garantiza la igualdad ante la ley para todos los ciudadanos sin distinción de origen, raza o religión y respeta todas las creencias" [12].

Finalmente, cita el párrafo segundo del artículo 10 de la Ley marco arriba nombrada.

Luego, en los mismos términos del avis citado con anterioridad, repitió la idea de que se encuentran permitidos los signos que no sean: "por su naturaleza, las condiciones en las que se puede usar de forma individual o colectiva, o por ser ostensible o reivindicatorio, constituyan un acto de presión, provocación, proselitismo o propaganda" [13].

El Consejo de Estado concluyó que la expulsión resultaba ilegítima porque estaba fundada en una prohibición general y absoluta, lo cual resultaba incompatible con los principios antes nombrados de libertad de expresión y de  manifestación de las creencias religiosas [14]. De esta manera, el tribunal inició una jurisprudencia que se mantendrá estable hasta 2004, cuando entró en vigencia la modificación del Código de Educación.

Años después otro ministro de Educación, François Bayreou, en la Circular 1649, del 20 de septiembre de 1994, expuso que:

"La idea francesa de la nación y de la República es, por naturaleza, respetuosa de todas las convicciones. [...] Sin embargo, excluye la desintegración de la nación en comunidades segmentadas, indiferentes entre sí, que no consideran más que sus propias reglas y sus propias leyes. [...] La nación no es solamente un conjunto de ciudadanos que detentan derechos individuales. Es una comunidad de destino".

Unos párrafos más adelante afirma: "El ideal laico y nacional es la sustancia misma de la escuela de la República y el fundamento del deber de educación cívica que le es propio".

No obstante afirmarse que en Francia se respetaban todas las creencias -según los términos antes citados-, se "aclara" luego que el principio de laicidad obliga a afirmar que: ". no es posible aceptar en la escuela la presencia y la multiplicación de signos ostensibles cuya significación sea precisamente la de separar a algunos alumnos de las reglas de vida común de la escuela".

Estas frases, en conjunto con la Circular enviada por Jospin, dejan claro, además, que la manifestación de las  creencias religiosas no justifica de ninguna manera la "modificación" de los contenidos curriculares o de los modos de impartirlos para adaptarlos a los estudiantes, por más pequeña que pueda resultar tal modificación. Según surge de estas normas, no se permite adaptar la enseñanza escolar para que los niños puedan realizar actividades diferenciadas del resto o efectuar trabajos que, acordes a sus creencias, puedan resultar igualmente formativos y exigentes que los del resto de los estudiantes. Esta consideración, que resulta acorde también con la última oración del artículo citado de la Ley 89-486, tendrá su más notable aplicación en las clases de educación física.

Finalmente, la Circular "solicitaba amablemente" la instrumentación de dichos principios y, por tanto: "la prohibición de tales signos ostensibles, mientras que el uso de signos más discretos que manifiesten solamente la adscripción a una convicción personal no puede ser objeto de las mismas reservas" [15].

Luego de esta Circular se sucedieron numerosos casos de niñas sancionadas por el uso de la hijab. Llegados los casos al Consejo de Estado, este se manifestó, en general, siguiendo el criterio de que no son legítimas las prohibiciones abstractas y generales del uso de distintivos religiosos. Sostuvo que no puede preverse una exclusión sin más de tales símbolos, ya que los derechos en juego exigen que en los colegios se plasmen los principios generales y se atienda caso por caso, tal como lo había dicho en la Decisión citada anteriormente. De esta manera, declaró en numerosas oportunidades la nulidad de las expulsiones de niñas cuando la medida extrema había sido producto del incumplimiento directo de una norma del establecimiento que disponía expresamente la prohibición de llevar el hijab, entre otros signos [16].

Hubo expulsiones de niñas "rebeldes" confirmadas por el Consejo de Estado, pero solo fueron admitidas por este cuando se alegó y probó en concreto una razón específica que justificaba la decisión de echar a la estudiante en virtud del velo [17].

En el 2003 se convocó a una serie de expertos para tratar el tema, en lo que fue conocido como la Comisión Stasi. Dicha Comisión elaboró un Informe que constituyó la base para la redacción de un "Proyecto de ley relativo a la aplicación del principio de laicidad en las escuelas, los colegios y los liceos públicos". Tal proyecto fue aprobado por la Asamblea Nacional en el año 2004.

La ley aprobada, cuyas disposiciones fueron introducidas en el art. 141, 5, 1 del Code de l'éducation, dispuso en su art. 1°: "En las escuelas, colegios y liceos públicos, quedan prohibidos los signos y vestimentas que manifiestan ostensiblemente la pertenencia religiosa de los alumnos" [18].

A partir de ese momento, las decisiones del Consejo de Estado sufrieron un gran cambio, y ya no resultó tan estricto en el estudio de las razones que justificaran la expulsión en el caso concreto. En numerosas decisiones se expuso la siguiente frase como fundamento decisivo:

"Se desprende de estas disposiciones [fundamentalmente el art. 141, 5, 1 del Código de Educación] que si los alumnos de las escuelas, colegios y liceos públicos pueden llevar símbolos religiosos discretos, sin embargo están prohibidos, por una parte, los símbolos o atuendos, tales como un velo o un pañuelo islámico, una kippa o una gran cruz, cuya portación, por sí misma implica una manifestación ostensible a una pertenencia religiosa, y, por otra parte, aquellos cuya portación no manifiesta ostensiblemente una pertenencia religiosa más que en razón del comportamiento del alumno" [19].

Esta nueva posición del Consejo de Estado es la que se mantiene en la actualidad. Por este motivo, hoy son muchos más los casos en los que se confirma la expulsión del establecimiento que aquellos en los que se anula la disposición escolar que dispone la salida del estudiante.

Por tanto, el liberalismo francés postula que en las escuelas públicas nadie puede expresar ostensiblemente de cualquier manera simbólica sus creencias religiosas. Si alguien lo hace ofende al ideal laico, liberal. Es así, una visión de la libertad que, inficionada de laicismo, lleva paradójicamente a que no se ejerza la propia autonomía y libre desarrollo, en un aspecto tan importante y delicado como es el de la religión.

2.    El debate sobre el velo ante la Corte Europea de Derechos Humanos

La Corte Europea de Derechos Humanos ha generado una interesante doctrina sobre los símbolos religiosos, el principio de laicidad y los deberes de los Estados miembros de garantizar los derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH). Para analizar dicha postura se verán diferentes casos que han suscitado gran atención en el ámbito jurídico. Primero se expondrá el leading case Leyla Sahin v. Turky [20]. Dicho caso fue seguido luego por el resto de las decisiones que aquí se analizan. Se verá a continuación una serie de sentencias de la Corte pronunciadas en situaciones en las que Francia ha sido parte. Finalmente, se estudiará el reciente pronunciamiento en Lautsi v. Italy [21].

2.1 . El caso Sahin v. Turky 2005): el contexto estatal interno como justificación en el uso de la discrecionalidad de los Estados y la prohibición de adoctrinamiento como límite

En Layla Sahin v. Turky la accionante reclamaba al Estado turco porque, por el principio de laicidad que rige allí desde hace tiempo, no se le permitía asistir a la universidad con velo. Para ella tal actitud violaba ciertos derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos; más precisamente, sostenía, violentaba los derechos de intimidad (art. 8), libertad de conciencia (art.9), libertad de expresión (art. 10), igualdad y no discriminación (art. 14) y a la educación (art. 2 del Protocolo Adicional 1). De las normas citadas conviene transcribir las dos que guardan un interés principal con relación al caso. Se trata de los artículos 9 del Convenio y 2 del Protocolo Adicional 1, que respectivamente disponen:

"Artículo 9. Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos.

1.   La libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás".

"Art. 2°. A nadie se le puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas".

Llegado el caso a la Corte Europea, fue resuelto por la Cuarta Sección el 2 de julio de 2002. La Cuarta Sección rechazó las pretensiones de la peticionante con los mismos fundamentos que luego desarrollará más in extenso la Corte en pleno. Allí dijo que la restricción a la libertad de culto se encontraba justificada como necesaria en una sociedad democrática y era una medida razonable de cara a sus objetivos de resguardo de las libertades de los demás y del orden público.

El tema se replanteó luego ante la Corte en pleno, es decir, ante la Gran Cámara. La Corte hizo primero un análisis de las exigencias del artículo 9 del CEDH a los fines de resolver la cuestión central. Para ello dividió su análisis en cuatro:

a) si había o no una lesión a la libertad religiosa; b) si esta se encontraba prescrita por ley; c) si tal lesión dispuesta por el Derecho interno tenía un objetivo legítimo; y d) si la violación instituida por ley, además de fundarse en un objetivo legítimo, constituía una "medida necesaria en una sociedad democrática".

En lo que hace a los primeros dos aspectos, la Corte entendió que existía una lesión legal de los derechos consagrados en el artículo 9 relativo a la libertad religiosa, que resultaba evidente en razón de que el velo era una vestimenta cuyo uso era motivado por una creencia religiosa de la accionante. Tal lesión era dispuesta por una "ley" interna en los términos a que refiere el Convenio Europeo de Derechos Humanos, ya que, para la Corte, si bien la ley que disponía la prohibición con claridad meridiana era posterior a la lesión (circular del 23 de febrero de 1998), sin embargo, existía una normativa que, aunque en sus términos no resultaba tan explícita (sección 17 de la Ley 2547), había sido interpretada en el sentido de que prohibía el velo por la Corte Constitucional francesa. Para fundar esta argumentación recurrió a una interpretación amplia de la expresión "ley" en los términos del Convenio, haciendo un análisis sistemático del término en la misma. Concluyó, como había hecho en muchos otros precedentes sobre otros derechos, que la palabra "ley" para el Convenio significa el Derecho vigente en el país conforme lo han determinado los  tribunales del mismo, lo que comprende la normativa interna de cualquier rango que los tribunales crean vigente y aplicable, incluso el mismo Derecho judicial [22].

Sobre el tercer aspecto, la Corte afirmó que surge de las leyes internas que la injerencia estaba fundada en razones de protección de los derechos de los demás y en el orden público. El principal argumento al respecto es el que la Corte ofreció sobre la necesidad de la medida en una sociedad democrática. En este punto, el tribunal aclaró que la libertad religiosa es uno de los principios fundantes de una sociedad democrática y que tal derecho implica la posibilidad de manifestar las propias convicciones. Sin embargo, el tribunal de Estrasburgo señaló que el artículo 9 del Convenio Europeo no protege todo acto fundado en una convicción religiosa. Por eso, el Estado debe armonizar ese derecho con el de los demás ciudadanos, la seguridad pública y el orden público. Además, y para que ese derecho pueda vivirse en una sociedad democrática, el Estado debe garantizar neutralidad e imparcialidad, pues ello garantiza el pluralismo. No obstante, tal extremo por garantizar depende mucho del contexto doméstico de cada Estado; las decisiones que tomen estos sobre el modo de articular sus relaciones con las religiones deben ser especialmente consideradas, porque son ellos los que pueden articular mejor los derechos de sus ciudadanos y tomar mejores decisiones de acuerdo con el tiempo y el espacio [23]. Este contexto le da a los Estados un margen nacional de apreciación y la Corte debe controlar si las medidas tomadas en el marco de ese margen están fundadas en un principio que las justifique y que las mismas son proporcionadas. Ese es el control que la Corte, según ella misma, puede realizar sobre los actos que el Estado efectúa dentro de ese margen de apreciación o discrecionalidad [24].

Finalmente, la Corte Europea de Derechos Humanos entendió que las acciones del Estado turco resultaron justificadas por las finalidades ya nombradas, y que eran proporcionadas para lograr esos fines buscados en un país tan particular como Turquía, donde las manifestaciones de fundamentalismo han atentado contra la paz social y el desarrollo de la democracia [25].

En lo que refiere al artículo 2 del Protocolo, la Corte sostuvo que existía una interferencia con el derecho a la  educación, pero supeditó la justificación de la injerencia en el derecho de la accionante a lo que se había resuelto   sobre el artículo 9, considerando por tanto que le corrían las mismas consideraciones y que no había una afectación ilegítima ni desproporcionada al mismo, a pesar de que la estudiante había cursado más de cuatro años con el velo, sin ningún incidente [26].

Nótese que aquí no se trataba de que la manifestación religiosa de una persona pueda implicar un acto de proselitismo muy influyente por la falta de elementos para defenderse que podrían llegar a tener los niños, por ejemplo, sino que  se trató precisamente de personas adultas y de un ámbito especialmente propicio para el análisis crítico de posturas y visiones, como lo es el universitario.

2.2 . Los seis casos de 2009 contra Francia: se justifican las expulsiones de las escuelas por usar el velo islámico

Luego de la modificación al Código de Educación francés (hubo otros casos con la legislación anterior, que serán  citados con posterioridad), le cupo intervenir a la Corte Europea de Derechos Humanos en seis casos contra el Estado francés iniciados por padres de menores expulsados; dos de ellos eran niños que fueron sancionados por usar un kippa (pequeño turbante), y los otros cuatro casos correspondieron a niñas que fueron excluidas por el uso de un velo.

Nuevamente, estaban principalmente en juego, y en lo que a este trabajo atañe, el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y el artículo 2 de su Protocolo Adicional 1 [27].

Los seis casos fueron decididos el 30 de junio de 2009 por la Quinta Sección de la Corte Europea. Se trató de los casos R. Singh c. France [28], J. Singh c. France [29], Aktas c. France [30], Bayrak c. France [31], Gamaleddyn c. France [32] y Ghazal c. France [33]. Los mismos resultan, a lo menos, curiosos.

En los dos casos Singh, los kippa fueron considerados por la Corte como no ostensibles en sí mismos, pero (y esto hace referencia a la última frase de las Decisiones del Consejo de Estado citadas más arriba) [34]. Ese fue siempre el criterio del Consejo de Estado, tal idea ya se encuentra en el avis 346.893 ("qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif..."). sí resultaban ostensibles por el comportamiento de los alumnos. Aconteció lo mismo con respecto a algunas de las niñas en los otros casos, que ofrecieron reemplazar el velo por una boina o gorra. En todas estas situaciones la Corte Europea entendió que, si bien en sí mismos el turbante, la boina o la gorra no manifestaban ostensiblemente una afiliación religiosa, sí lo hacían en razón del comportamiento del alumno o la alumna.

La Corte rechazó las peticiones en los seis casos concluyendo que estaban "manifiestamente mal fundados", aprobando, de esta manera, el proceder del Estado francés [35]. Para resolver, la Corte, en lo que hace a la libertad religiosa, dividió su análisis en las mismas partes que lo había hecho en el nombrado caso Layla Sahin aunque su análisis es más breve y menos estructurado y claro [36].

En esta lógica la Corte entendió que la expulsión por el uso de un símbolo que manifiesta una pertenencia religiosa constituía una injerencia a la libertad religiosa en los términos del segundo párrafo del artículo 9 del Convenio [37]. La lesión nombrada estaba prevista por la ley, ya que se encontraba dispuesta por el artículo 141-5-1 del Código de Educación de Francia, por lo que restaba analizar si tal disposición legal era justificada, es decir, si constituía una medida "necesaria en una sociedad democrática".

Al resolver el centro del problema, la Corte recordó primero tres doctrinas suyas: que el artículo 9 no protege cualquier acto motivado por la pertenencia a una religión; que en una sociedad democrática resulta necesario limitar las libertades para conciliarlas con los diferentes grupos de personas; y que la preservación del orden público y los derechos de los demás en tales sociedades exige respetar un margen de discrecionalidad para cada Estado. La Corte entendió que las expulsiones no eran desproporcionadas, y que los alumnos podían seguir educándose por correspondencia.

Por los argumentos dados, y en lo que se refiere a la libertad religiosa y de enseñanza, la Corte dijo:

"Por lo tanto, en estas circunstancias, y teniendo en cuenta el margen de apreciación que debe dejarse a los Estados en esta materia, la Corte concluye que la injerencia [del Estado en la libertad religiosa del menor] estaba, en principio, justificada y era proporcional al objetivo, por lo que esta queja debe ser desestimada por estar manifiestamente infundada" [38].

2.3 . Tres antecedentes sobre el velo en Francia en el tribunal de Estrasburgo

Como se dijo, las decisiones analizadas no fueron las primeras intervenciones de la Corte Europea de Derechos Humanos en lo que hace al principio de laicidad en Francia. Hubo varios casos anteriores.

Entre esos casos merece la pena nombrar El Morsli c. France [39], por ser uno donde la medida estatal se justifica en motivos razonables de seguridad, muy diferentes a la protección de la laicidad en los derechos de los demás y del Estado. En este caso, a una mujer casada con un ciudadano francés se le exigió quitarse el velo a fin de permitir su identificación para poder ingresar en el Consulado General en Marruecos, donde quería obtener una visa para ir a Francia. Ella se negó, y por esto se le denegó el acceso al mismo, impidiéndole como consecuencia obtener el visado necesario. Aquí la Corte Europea entendió que el caso debía ser rechazado, pues la exigencia de quitarse el velo resultaba razonable a los fines de la identificación de las personas para resguardo de la seguridad del Consulado, y denegó la petición de El Morsli.

Otros casos importantes, que son citados por la Corte en las seis resoluciones nombradas en el apartado anterior, y que tienen mayor relación directa con el problema del velo en las escuelas, son las decisiones en Dogru c. France [40] y Kervanci c. France [41]. La cuestión central del supuesto de hecho llevado al tribunal radicaba en que la negativa de las niñas a quitarse el velo impedía, a juicio de la escuela, que desarrollaran correctamente las clases de educación física; ello, luego de diferentes instancias, concluyó con la expulsión de las alumnas. Aquí el tribunal efectuó paso por paso el análisis ya expuesto para dilucidar si existe o no una violación injustificada del artículo 9 del Convenio.

Luego de entender que existía una violación en los términos del artículo 9 de la CEDH, la Corte analizó el Derecho interno francés. El tribunal aceptó legitimar la violación a la libertad de conciencia y religión mediante normas  francesas de jerarquía inferior a las leyes (nombra las circulares y las disposiciones del Consejo de Estado), ya que los hechos transcurrieron con anterioridad a la inclusión del artículo 141-5-1en el Código de Educación. Para ello recurrió a su doctrina en el sentido de que la palabra ley del párrafo segundo del artículo 9 del CEDH hacía referencia a la ley en sentido "sustantivo" y no "formal" [42].

La Corte analizó con posterioridad el fin u "objetivo legítimo" de las expulsiones, diciendo brevemente que la medida se encontraba fundada en la defensa de los derechos y las libertades de los otros y del orden público. Para finalizar su razonamiento, citó el caso Leyla Sahin v. Turky, ya expuesto, y se avocó a justificar la medida en un país democrático en términos muy similares al caso citado (siendo Estados tan distintos en este punto), diciendo que se justifican injerencias en la libertad religiosa en el resguardo de los derechos y las libertades de los otros, y de la seguridad y del orden públicos. Después de citar numerosos casos sobre distintos derechos en los que por diferentes razones resolvió validar medidas del Estado demandado, sostuvo que las sanciones de expulsión no parecían desproporcionadas, pues eran un modo razonable de alcanzar los objetivos propuestos de protección de los derechos y las libertades de los demás y el orden público, aclarando además que las expulsiones no se basaban en objeciones a las creencias de los niños [43].

2.4 El caso Lautsi v. Italy (2011): un cambio jurisprudencial que considera que los símbolos religiosos no dañan a otros

Hasta el momento se han expuesto casos en los que la Corte Europea aplicó el principio de laicidad bajo los objetivos de neutralidad e imparcialidad, y donde el proceder de los Estados se justificó por considerar que las medidas tenían una finalidad legítima suficiente, eran proporcionadas a dichos objetivos y existía un margen nacional de apreciación sobre la situación.

Para concluir este apartado se analizará el caso Lautsi and others v. Italy, de marzo de 2011, donde la situación es diferente, y donde la posición de la Corte parece cambiar [44]. Allí se discutió si el hecho de tener crucifijos en las escuelas públicas afectaba los derechos humanos.

Este caso resulta relevante por tres razones: a) es la decisión más reciente; b) el pleno del tribunal europeo revocó  una decisión tomada por la Sección Segunda, algo que resulta excepcional, y "casó" la sentencia, unificando la jurisprudencia de toda la Corte; y c) la decisión aprobó el proceder del Estado italiano en lo referente a la obligatoriedad de la existencia de crucifijos en las instituciones públicas de enseñanza. Es decir, es un caso en el que la Corte reafirma su doctrina del margen de apreciación, pero esta vez convalidando una acción estatal de larga data que es claramente incompatible con el principio de laicidad al estilo francés.

En el caso, una madre finlandesa y sus dos hijos (Dataico y Sami Albertin), residentes en Italia, luego de que fuera infructuoso su recurso en las instancias internas posibles, interpusieron ante el tribunal europeo el correspondiente libelo contra el Estado de Italia porque, a su entender, la presencia de crucifijos en las escuelas públicas violaba el principio de secularidad que exige la correcta aplicación de las normas del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Los tribunales superiores italianos rechazaron su petición haciendo especial referencia a que la existencia de cruces en las aulas es una manifestación de la cultura e idiosincrasia italianas. Señalaron que el crucifijo puede tener numerosos significados, y que en un contexto no religioso como el aula no implica un signo religioso en sí; en ese contexto más que violar el principio de laicidad representa sus valores (respeto mutuo, tolerancia, valorización de la persona, etc.), valores que caracterizan a la civilización italiana, colaborando a la formación de los niños [45].

El 3 de noviembre de 2009 la Sección Segunda de la Corte Europea de Derechos Humanos resolvió en favor de la petición de los tres accionantes. Para ello sostuvo que la presencia de los crucifijos en las escuelas italianas violaba los derechos consagrados en el Convenio y el Protocolo Adicional ya nombrados, porque la ostensible presencia de estos en el aula no solo implicaba un acto de proselitismo, sino que también afectaba emocionalmente a los niños que no profesaban esa religión, generando disturbios [46].

Cuando el caso llegó año y medio después a la Gran Cámara de la Corte Europea, esta mantuvo la doctrina de la Sección Segunda, según la cual el crucifijo es claramente un signo religioso y que no pueden dársele otros significados. Sin embargo, contrariamente a la Sala preopinante, entendió que la decisión italiana sobre los crucifijos parecía ser  una razonable aplicación, de acuerdo con el contexto interno del Estado italiano, del principio de autonomía de los Estados al que la Corte refiere mediante el margen de apreciación estatal.

La Corte sostuvo, en su fallo de 2011, que los Estados miembros son responsables de asegurar, mediante la neutralidad e imparcialidad el libre ejercicio de varias religiones, de acuerdo con las exigencias que surgen del artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos [47]. Pero el deber de respeto al ejercicio de los derechos por parte de los particulares, en el ámbito de confluencia con el artículo 2 del Protocolo Adicional 1, varía considerablemente en cada caso, porque se deben tener en cuenta las particulares circunstancias que se presentan en cada Estado miembro. O sea que el modo de aplicar los principios receptados en la normativa referida varía de acuerdo con el lugar y el momento [48].

Luego de dejar clara la discrecionalidad del Estado para ciertas decisiones adaptadas a sus circunstancias particulares, la Corte Europea aclaró mejor los límites de la conjugación de las normas nombradas. Explicó que los derechos reconocidos a los individuos no impiden al Estado dar conocimientos o principios directa o indirectamente religiosos a través de la formación o educación pública. Los padres de los niños no pueden objetar tales enseñanzas si los Estados miembros procuran que dicha enseñanza se imparta de manera objetiva, crítica y pluralista, permitiendo que los alumnos de otras religiones puedan desarrollar una "mentalidad crítica" en una atmósfera pacífica y "libre de cualquier proselitismo" [49].

Como se adelantó, la Corte entendió que la relación entre Estado y religión no encuentra una respuesta única en Europa, y que la gran variación de circunstancias internas de los Estados y los modos particulares en los que estos resuelven sus problemas permite sostener que la cuestión de los crucifijos en las escuelas entra dentro del margen de apreciación propia de cada Estado [50].

2.5 Algunas conclusiones sobre la jurisprudencia de la Corte Europea

La postura adoptada por el pleno de la Corte Europea de Derechos Humanos en Lautsi intenta parecer coherente con las resoluciones tomadas con anterioridad, subrayando el margen nacional de apreciación. En el fallo se hace numerosa referencia a casos anteriores y, principalmente, al caso Layla Sahin, ya estudiado. De todos modos, puede observarse un cambio importante en la actitud de la CEDH, que ha pasado de entender que es proporcionado que un Estado decida expulsar de la universidad turca a una estudiante de quinto año de Medicina por llevar un pañuelo en la cabeza, o echar de la escuela a menores de edad en Francia por igual motivo, dado que en esos casos la razón por la que usaban el velo era religiosa, manifestando su religión, a considerar legítimo con relación a la imparcialidad y neutralidad que se ponga en toda escuela pública un símbolo claramente reconocido como religioso, y aún así enseñar directa o indirectamente religión de modo objetivo, no proselitista, pacífico y admitiendo el pluralismo crítico, sin que estas sean medidas que violenten los derechos de los demás ni el orden público [51].

De las distintas resoluciones de la Corte Europea solo parecen compatibles con la libertad religiosa las decisiones tomadas en El Morsli y Lautsi, pues en ellos resulta realmente justificada la injerencia y proporcionada la medida con relación al fin buscado.

En primer lugar, resulta razonable exigir que una persona, por razones de seguridad se quite el velo, a los fines de identificarla, pues de otra manera muchas personas, so pretexto de sostener una religión que imponga esta vestimenta, podrían violar muchas medidas de seguridad, en un mundo que se ha vuelto especialmente inseguro.

Por el lado de la sentencia a favor del Estado italiano, la justicia resulta clara, pues la decisión implica una razonable armonización de los derechos en juego y parece subyacer un correcto entendimiento de lo que es el hombre como persona y el ejercicio de su libertad. Implica una correcta aplicación de los principios de neutralidad e imparcialidad, pues ellos no podrían excluir manifestaciones propias de la idiosincrasia y cultura milenaria de un Estado, y se subraya que debe respetarse la mentalidad crítica y el pluralismo, junto a que no puede alegarse que ver un símbolo religioso pueda causar daños a los derechos de los demás.

Es también en este último pronunciamiento donde parece existir una correcta idea de proselitismo, pues el acto de proselitismo que debe prohibirse es aquel que implica realmente una afectación a la libertad del otro, como manifestación de un abuso de la propia libertad, sea del Estado o individual. Esto ocurre cuando se exigen, por ejemplo, bajo amenaza determinados actos o el seguimiento a determinado líder, o cuando se muestra una sola visión en una escuela pública, sin dar espacio a los menores de edad para ejercer su libertad religiosa.

El resto de las decisiones, en cambio, infortunadamente no cumplen con los requisitos que exige una correcta articulación de las relaciones entre la religión y el Estado, por un lado, y la libertad religiosa con los derechos de los demás, y constituyen claras afectaciones a los derechos de ejercer y manifestar la propia religión reconocidos y consagrados por el Derecho interno constitucional o infraconstitucional de los países y por las convenciones internacionales de derechos humanos. Se observan en estas decisiones los mismos problemas que se detectan en el laicismo entendido de modo negativo según se expondrá en los apartados siguientes. Párrafo aparte merecen los casos de expulsiones de niñas en las que el Estado había alegado la imposibilidad de éstas para desarrollar las actividades de educación física por el uso del hijab. Resulta difícil imaginar supuestos en los que se vean perjudicadas las actividades físicas realizadas con esta clase de pañuelos, de hecho no son pocos los casos de deportistas profesionales que practican con un pañuelo de estas características. Suponiendo que tal dificultad pueda ser real, le corresponde a la institución educativa la carga de probar dicho extremo. En todo caso, debe permitirse que las niñas desarrollen  algunas de las decenas de actividades deportivas que pueden ejecutarse vistiendo el velo.

3.    EL LAICISMO POR LAICISTAS

La cuestión más difícil que se presenta en este trabajo es determinar cuál es la definición de laicismo, pues existen muchas controversias al respecto. Por ello se ha optado por definir laicismo como lo hacen algunos laicistas (entre  estos mismos hay serias controversias) y hablar de las características que según ellos tiene para, finalmente, comparar su "idea" de laicismo con la realidad; esto último, sobre todo, analizando el país que, a su entender, es el paradigma  del laicismo, la sociedad que más "vive" los principios de esta posición filosófica.

Philippe Grollet, presidente del Centro de Acción Laica de Bélgica de 1998 a 2007, en una conferencia dada en Chile sostuvo:

"El Estado laico es el que realiza una separación efectiva entre el espacio público y sus instituciones (que representan el patrimonio común) y las iglesias y convicciones religiosas o filosóficas diversas (que conciernen la esfera privada de los ciudadanos). [Implica una] exigencia de imparcialidad y de perfecta independencia de los poderes públicos respecto a las convicciones religiosas o filosóficas".

Grollet se refiere también a un aspecto "personal" de la laicidad, diciendo que implica "una concepción de vida de la que los fundamentos no-confesionales son extranjeros a toda referencia divina, sobrenatural o transcendente" [52].

Los autores laicistas coinciden en que la independencia entre las religiones y el Estado es el núcleo central del laicismo. No obstante, desde sus mismos inicios existían divergencias sobre si laicismo implicaba también una imparcialidad en  lo que a posturas filosóficas se refiere. Aunque suene coherente la afirmación citada de Grollet, el mismo Jules Ferry (considerado "el padre del laicismo escolar" por ser el principal impulsor de las leyes que establecieron el laicismo en Francia) sostuvo en 1883: "Hemos prometido la neutralidad religiosa, no hemos prometido la neutralidad filosófica [...] la neutralidad confesional no implica de ninguna manera la neutralidad filosófica" [53].

Otro importante referente de la visión secularista europea, Cifuentes Pérez, expone lo que a su parecer son los "elementos que configuran el verdadero rostro del laicismo": 1) La libertad de conciencia individual como primer elemento configurador de la laicidad y la base del laicismo, dicha en un sentido más abarcativo que la libertad religiosa. 2) La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. No debe admitirse la discriminación por motivos de conciencia, moral o religión. Así, en el ámbito escolar ningún niño o niña puede ser discriminado por su pertenencia a una religión o a una ideología distinta a la mayoritaria en el país. 3) Un tercer elemento de la laicidad europea es la total separación del Estado y las iglesias en el ámbito jurídico y político. La máxima expresión de esta disociación total es la Ley francesa de 1905 por la que se estableció esa clara separación entre ambos poderes, el civil y el eclesiástico.

4) Defensa de la tolerancia y del diálogo intercultural e interreligioso [54].

Gran número de pensadores diferencian los conceptos de laicismo y laicidad, entendiendo la segunda como una "sana" separación entre las autoridades políticas y las autoridades religiosas, entre los ámbitos de "acción" de cada uno de estos sectores (fundados en el principio de autonomía y separación). Al primero, sin embargo, lo entienden como una expresión negativa de las relaciones entre la vida social y lo religioso, al punto de intentar relegar a lo religioso al ámbito privado o de instaurar una "lucha" por disminuir la más mínima expresión de lo religioso del ámbito público [55].

Últimamente se hace referencia a otra distinción, entre un laicismo "negativo" (lo que se viene exponiendo) y otro "positivo", que se trataría de una "sana" separación Estado-Religión, sin ver en el fenómeno religioso un elemento social negativo.

Es en el marco del llamado laicismo negativo en el que se inscribe la problemática del hijab, pues como se verá, un laicismo positivo nada tiene que objetar a las manifestaciones religiosas que no afecten la dignidad de las personas. La razón es que está fundado en una concepción diferente de libertad que le permite respetar toda manifestación religiosa, e incluso todo proselitismo religioso que no atenten contra la dignidad de las personas.

4.    RAÍCES ANTROPOLÓGICAS DEL LAICISMO

Los orígenes del laicismo pueden verse ya en el Renacimiento, en el paso de la divinidad de Dios a la divinidad de la razón. Su crecimiento pertenece, sin embargo, a la Ilustración y está imbuido de sus principios. En este sentido, Comellas García-Llera se refiere a las raíces del laicismo diciendo:

"Los principios laicistas, sin embargo, son consecuentes con una mentalidad que desborda ya la ideología romántico-liberal, y que se impone en la segunda mitad del siglo XIX, enraizada en las concepciones del materialismo y del positivismo. Por esta razón, es fácil encontrar en el laicismo un fundamento ideológico, propio de los nuevos tiempos, en tanto que, como actitud 'oficial', cuenta ya con la tradición secularizadora y estatalista del racionalismo y el liberalismo" [56].

Comparte la postura anterior María Martha Peltzer, quien afirma también que el laicismo tuvo los influjos del liberalismo, el racionalismo, el materialismo y el positivismo [57].

Resulta clara la influencia que tuvieron sobre el laicismo, por lo menos el laicismo de tradición francesa -que para la mayoría de los laicistas es el verdadero laicismo- [58], la modernidad y la Ilustración, con su concepción del hombre y la libertad. Los principales abanderados del laicismo francés formados en el siglo XIX, como Jules Ferry, Jean Jaurés y Fernando Buisson, manifiestan ideas del liberalismo -tanto económico como político-, del racionalismo y del positivismo [59].

5.    La incoherencia práctica del ideal laicista

5.1 La imposibilidad de llevar a cabo el proyecto de la neutralidad

Cifuentes Pérez expone una frase muy significativa, pues hace específica referencia a las culturas y las religiones, y pone el límite en el respeto de los derechos humanos:

"De ningún clero ni de ninguna iglesia, ya que los Estados y los poderes públicos deben ser neutrales en materia de creencias religiosas. El ideal de laicidad del Estado exige que se garantice a todos la libertad de conciencia, no solamente la libertad religiosa, y por tanto no es admisible que el clero de ninguna  confesión religiosa utilice los mecanismos y poderes del Estado para hacer prevalecer sus creencias y para intentar imponer a todos sus normas y sus valores morales [...]. Por todo ello la laicidad y el laicismo se pueden presentar en el mundo actual como un puente de diálogo entre las culturas y las religiones, ya   que promueven la tolerancia positiva de las diferencias culturales y el respeto a todos los estilos de vida siempre que no atenten contra los derechos humanos" [60].

En línea similar, un laicista de los primeros años, Francisco Giner de los Ríos, explica:

"Según este principio, la escuela debe ser neutral, como la educación en todos sus grados; no a la verdad con esa neutralidad indiferente del vulgo, que se encoge de hombros y confunde en el mismo desdén a cuantos por diferentes caminos se afanan por sacarlo de su embrutecimiento... sino con la firme conciencia de que aun los más graves errores aportan su contingente de verdad, por densas que sean las tinieblas que los oscurecen" [61].

Como puede observarse, el principio de neutralidad en materia religiosa es esencial para el laicismo [62]. En el ámbito de lo que nos ocupa, se busca dar una enseñanza "exenta" de todo dogma pero alejada también de apreciaciones personales, experiencias de vida, visiones personales de lo que las cosas son o deberían ser que puedan surgir de un modo u otro de los "dogmas" de alguna religión.

La cuestión por debatir aquí es ¿es esto realmente posible? Es decir, ¿es realmente posible que tanto a nivel cultural, como religioso, filosófico, etc., pueda enseñarse algo sin hacer referencia, de algún modo, a experiencias, opiniones o sensaciones personales tan profundas como las que definen el modo de vida (como son las creencias religiosas)? Esta es una pretensión tomada de la exigencia de neutralidad, de aproximación a-valorativa a las ciencias del positivismo y las ideas de la Ilustración.

La imposibilidad de ser absolutamente neutros es algo que, aunque aún pretendido por algunos, ya no tiene aceptación en los ámbitos científicos; y con ello se hace referencia a casi todas las ciencias aunque sobre todo a las sociales, pues donde deba haber una decisión del hombre, donde deba optar entre una opción u otra, ahí, en esa decisión estará imprimiendo, aunque no lo desee, una escala de valores sobre lo que es mejor, más urgente, importante, útil, aleccionador, etc. Y esta escala de valores está fuertemente marcada -en algunos casos casi determinada- por la convicción religiosa personal.

Aplicado esto a la educación resulta, como en todo ámbito, imposible. Desde los valores y las convicciones que imprime el ministerio correspondiente al decidir sobre la aprobación de los programas que cada uno de los colegios presenta [63], hasta las convicciones que difícilmente puedan obviar los maestros y profesores al momento de dictar las clases, pasando por directivos, comisión de padres y todos aquellos que de un modo u otro influyen sobre el modo de impartir la educación [64].

5.2 La necesidad de sostener valores públicos y la religión del Estado laico

Neutralidad no significa que el Estado no promueva valores, pues ello es imposible, como ya se ha visto. Algunos laicistas fueron conscientes de ello. Tal es el caso de Jean Jaurés, que criticando a aquellas corrientes laicistas que preconizaban una absoluta neutralidad, afirmaba: "La más pérfida maniobra de los enemigos de la escuela laica consiste en asimilarla a lo que ellos llaman la neutralidad y condenarla por ello a no tener ni doctrina, ni ideas, ni eficacia intelectual ni moral. De hecho, solo hay una cosa que es neutra: la nada." [65]

Pero una cosa es que en un intento de neutralidad deban aceptarse ciertos conceptos y valores que necesariamente se "infiltran", y otra bien distinta es generar una religión del Estado (con todo lo que ello implica) que ocupe la posición  de las demás religiones.

Tal postura resulta incluso sostenida y buscada explícitamente por numerosos laicistas, como son los casos de los precursores principales de las leyes de educación laica en Francia: Jules Ferry y Jean Jaurés [66]. Pero no solo a fines del siglo XIX (Ferry), ni en autores socialistas a principios del siglo XX (Jaurés era el jefe del Partido Socialista) se ven esta clase de posturas, sino también en autores actuales. Así, Cifuentes Pérez sostiene: "Esa forma de espiritualidad laica, muy propia del republicanismo francés, debería ser el ingrediente esencial de esa nueva ética humanista y laica propia de las sociedades secularizadas actuales" [67].

Curiosamente, este autor se refiere al tema que nos ocupa en este apartado diciendo:

"No se puede convertir el laicismo, como algunos pretenden, en una nueva religión civil válida para todos los ciudadanos. La libertad de conciencia es el eje básico del laicismo y de la ética laica y por ello el ateo es libre de elegir su propia filosofía del mundo y del ser humano, pero no puede creerse en posesión de la verdad" [68].

Comellas García Llera sostiene que lo que mejor expresa la intención de fondo de la doctrina laicista es "la búsqueda de unas bases éticas 'neutras' ante la religión y ante la metafísica sobre las que edificar la convivencia político- social" [69].

Nótese primero que varios de los autores citados propugnan, a la vez que exigen neutralidad religiosa "no-estatal", no solo la defensa de los derechos humanos, sino la defensa de los valores que, cada país entiende, dimanan de ellos, dándole a los valores "escogidos" el contenido que a cada país le parece [70].

Las ideas de que un Estado sustituya los valores morales y las creencias religiosas por unos valores -y prácticas adecuadas a los mismos- que imponga el Estado son cada vez más sostenidas por pensadores de todos los países.

En el presente trabajo hemos decidido analizar las posturas que al respecto tienen Jürgen Habermas, Richard Rorty y John Rawls. Es claro que no son los únicos pensadores actuales que sostienen esta posición, pero son de especial relevancia, y en el caso de alguno de ellos, como Rorty, sus ideas han influido también en las jóvenes y en los jóvenes del mundo árabe [71]. Y he aquí otra curiosa paradoja. Por un lado, en Francia se vive un laicismo que, a nuestro entender, en determinados aspectos ha llegado a ser una religión de Estado, y en razón de ello, la mayoría del pueblo francés cree que utilizar el hiyab afecta el principio de laïcité, causando un gran revuelo social, incluso a nivel mundial [72]. Por el otro, muchos jóvenes árabes adhieren a teorías que sostienen la necesidad de un Estado laico y una "religión del Estado" fundada en "valores sociales", sin referencia alguna a las religiones verdaderas, mucho menos al Corán [73].

Estos autores comparten la "utopía socialdemócrata" -como les gusta llamarla- la cual, básicamente, implica que las actividades solidarias realizadas por los miembros de las religiones sean realizadas por instituciones sociales y los ciudadanos en general (Habermas llama a esto "patriotismo constitucional"). Ese "reemplazo" no es mero activismo, sino que debe surgir de unas convicciones más profundas, de valores sociales que encuentran su imperativo moral en el libre consenso de los ciudadanos, consenso [74] que conel paso de los años va formando una tradición moral específicamente secularista que ocupa en el Estado el valor y el rol de las religiones. En la entrevista citada, Rorty reconoce la influencia de John Dewey, quien afirmaba la necesidad de sustituir la religiosidad cristiana con una fuerte adhesión a las instituciones democráticas [75].

Es interesante la postura de Jürgen Habermas, pues en su libro dedicado a la problemática del multiculturalismo, sobre todo fundado en inmigración [76], dice que la posición que se debe tomar frente a los inmigrantes de diferentes culturas es integrarlos políticamente de tal manera que esa integración sea compatible con su cultura de origen. Pero, a continuación, aclara que para que esa "mera integración política" se realice, es dable exigir a los inmigrantes que compartan la ética común pública (cuyos principios responden a lo que el autor llama razón práctica y a un acuerdo entre los ciudadanos al respecto), la cual va más allá de la cultura política común, para ser una suerte de valores morales que se pueden posicionar entre (como un nivel intermedio) las éticas privadas y esa cultura política común, siendo una fuente de deberes sociales.

Entendemos que, llámese como se lo quiera llamar (en los ámbitos intelectuales suele llamarse religión civil [77], un sistema que involucre una "ética de valores" o valores éticos que son sostenidos, enseñados, promovidos y defendidos incluso con actitud beligerante, además de unas prácticas exteriores de culto a las instituciones políticas y un sistema de sanciones que pene a quien peca u ofende a estos valores que, en definitiva, deben ser vividos por todos para no ser sancionados (de diferentes maneras, por ejemplo expulsando de los colegios públicos), no solo implica una religión de Estado, sino un fundamentalismo de Estado cuando se llega al punto de ser esta la única religión capaz de ser vivida públicamente.

Rivas Palá, en su trabajo sobre el mismo problema, afirma en estos términos las ideas que se han querido exponer: "Algunas de las expresiones que se han empleado en el debate en Francia muestran que a veces la laicidad adquiere el tono de una religión del Estado. Porque parece tener elementos típicos de una religión. [...] De esta forma, estaríamos más bien ante un curioso fundamentalismo laicista. En efecto, de la misma forma que, en los países donde la ley islámica coincide con la ley civil, se prohíbe la manifestación pública [...] de la pertenencia a otra religión; ahora, se prohíbe toda manifestación pública del propio credo religioso, esta vez en aras supuestamente de la supervivencia de la nación" [78].

En línea con lo anterior, conviene analizar una sugerente frase de Cifuentes Pérez:

"[Francia ha] elaborado un estatuto de laicidad para todas las instituciones públicas, una ética de lo público que está claramente al margen de las opciones individuales religiosas y de cualquier fe en la Trascendencia. Se trata de una ética autónoma basada en los derechos humanos y en los ideales de la Ilustración plasmados en el lema revolucionario: 'libertad, igualdad y fraternidad' [79].

Se sostiene que este estatuto no es otra cosa que un sistema de valores comparable a una religión, se crea o no en la trascendencia, pues la cosmovisión (una forma de entender la vida, las cosas y lo que está bien o mal) propia de una religión, y de la que los laicistas pretenden defenderse, se encuentra igualmente plasmada en esta ética de lo público, y la radicalidad en sostenerla no permite, de ninguna manera, vivir esos valores de liberté, égalité y fraternité.

Es interesante tratar aquí otro aspecto de la idea laicista de la separación entre el Estado y la religión; la idea que surge de lo que para los laicistas es uno de los elementos esenciales de esta corriente como lo hemos visto en el apartado segundo: la religión debe limitarse a unas creencias y prácticas privadas que no deben traspasar al ámbito público (ello surge claro de las normas francesas citadas en ese epígrafe). Tal es la idea de relegar al ámbito familiar e interno la manifestación religiosa que autores laicistas como Fernando Buisson, quien ejecutó las leyes de enseñanza laica que, promovidas por Ferry desde su puesto de director de Enseñanza Primaria, pretendían que la única escuela que debía existir en Francia era la escuela nacional y laica, la enseñanza religiosa y su vivencia solo debía estar relegada a la familia y la Iglesia, y no debía haber enseñanza religiosa en ninguna institución de enseñanza, ni en institutos privados [80].

Es un error pretender limitar las opciones de vida al ámbito de lo privado exigiendo en lo público adherir a un sistema de normas fundadas en valores que muchas veces se oponen a la opción de vida escogida. No se opone a lo dicho la exigencia de ciertos comportamientos mínimos para el establecimiento de la vida social, pero cuando los principios básicos llegan al punto de limitar de tal modo las libertades individuales que terminan por impedir la manifestación de las opciones de vida, de la filosofía o la religión escogida, deja de ser un presupuesto básico para convertirse en la consecuencia práctica de un valor elegido por los gobernantes y cuyo contenido es particularmente determinado por los mismos. Cuando esas exigencias avasallan las opciones de vida que son inofensivas para los derechos y las libertades de los demás, se transforman en exigencias que pretenden modificar, al menos en el ámbito público, la religión de una persona por prácticas religiosas (sean acciones u omisiones) de una ética pública.

Sin embargo, no solo quienes promueven una filosofía laicista sostienen estas ideas. Es aquí donde entra en juego  John Rawls [81]. Aunque no sea correcto igualar a este autor con las posturas desarrolladas anteriormente [82], existe entre el laicismo y el profesor de Harvard un punto en común. En efecto, este autor, al tiempo que se pregunta ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable entre ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?, sostiene que debe existir una diferenciación entre lo ético público (que debe surgir del libre acuerdo entre los ciudadanos, gracias a la colaboración pública y recíproca, y versar sobre cosas en las que ninguno tenga una posición invariable contrapuesta al resto) y la privada, donde cada uno posee absoluta autonomía [83].

No puede mencionarse este aspecto de la teoría rawlseana sin hablar de la razón pública, la cual permite que a través de los debates públicos pueda llegarse a una concepción política y liberal de justicia, excluyendo los argumentos fundados únicamente en ideas perfeccionistas o utilitarias -que podrían ser válidas en el ámbito privado-. En definitiva, esa razón es aquello que permite, al elaborar esta concepción política y liberal de justicia, asegurar la primacía de la libertad por sobre otros intereses utilitarios o perfeccionistas [84].

Según el autor, la razón pública se funda, por un lado, en la idea de que los hombres son libres e iguales y capaces de regular su comportamiento de acuerdo con razonables concepciones sobre lo que es el bien, y por otro, en la idea de la sociedad como un sistema equitativo de cooperación entre estos ciudadanos capaces de elaborar una concepción política de justicia.

Por otro lado, el nombrado ámbito privado de autonomía se ve intrínsecamente relacionado con la idea de teorías comprensivas del bien (teorías vinculadas a cuestiones filosófico-morales y religiosas sobre las que imperan visiones irresolublemente opuestas), pues estas deben ser excluidas del ámbito público de debate para que, en definitiva, una sociedad pluralista pueda perdurar en el tiempo. Cuando los valores que pretende imponer el laicismo llegan a tales extremos, resulta más coherente que sostener una neutralidad religiosa sostener lisa y llanamente una religión del Estado o religión civil, tal como lo sostenía Jean Jacques Rousseau, cuya influencia en esta corriente laicista francesa es innegable [85].

El reemplazo de las convicciones religiosas por otros valores laicos se manifiesta claramente en el problema del velo islámico que nos ocupa, pues lo que el Estado francés logra con sus imposiciones (sea o no buscado directamente) es imponer un ateísmo práctico y unos valores sociales, dando el contenido que el Estado quiere a valores tales como respeto, solidaridad, etc. Además, y aunque no sea el objeto de este trabajo, no puede dejar de mencionarse que debe ser tomado también en consideración el enorme daño que se produce a las niñas que, fieles a su fe, prefieren vivirla como entienden que es correcto hacerlo y terminan fuera del sistema institucional de enseñanza. Es decir, la finalidad de incluir a las mujeres en el sistema francés, de integrarlas a la sociedad, concluye en su exclusión y confinamiento a sus casas, negándoles recibir educación en las mismas condiciones que al resto, pues se ven relegadas a recibir una diluida educación a distancia o a mudarse del país (lo que viola no solo el derecho a la educación, sino también el derecho a la igualdad).

Contra la postura criticada se han manifestado numerosas personalidades y pensadores. Sirva por todos una referencia de Juan Pablo II, líder de la Iglesia Católica, que es una de las principales instituciones involucradas en este debate. En una conferencia dictada el 24 de enero de 2005 expresó: "El laicismo [es una] ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública" [86].

Juan Pablo II agregaba luego: "Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad" [87].

6.    El centro del problema: una visión de la religión como elemento nocivo en la vida social y cuya manifestación es atentatorio contra los derechos de los demás

Hasta aquí se ha visto que en Francia la actividad estatal, aunque con pretensiones de neutralidad (que por otra parte sería imposible de llevar a la práctica) prohíbe manifestar las propias convicciones religiosas en público. Utilizando conceptos indeterminados como ostensible y proselitista, que pueden ir desde llevar una cruz pectoral hasta comentarle a un amigo que uno es católico o cristiano, invitarlo a ir a misa o al culto, etc., dependiendo siempre de lo que la Corte de turno entienda por ostensible y proselitista.

Esto responde, como se ha visto, a que tales manifestaciones violan una serie de valores éticos provenientes sobre todo de la Ilustración que le dan contenido al concepto de laicidad. Entonces, el laicismo, en el fondo, termina por imponer una serie de valores, o el "contenido" a una serie de valores, según unos criterios propios, y obliga a los ciudadanos a respetarlos y a vivir "en público" de acuerdo con estos, llegando a entender que las prácticas religiosas "que se noten" violan tales principios porque pueden perturbar la elección de vida pública (impuesta), que es a-religiosa, que en los hechos se hace antirreligiosa [88].

Esta visión ha sido refrendada, como se ha visto, en las decisiones de la Corte Europea relativas al velo con referencia a Turquía y a Francia, aunque se ve matizada con referencia a la última sentencia sobre los crucifijos en las escuelas italianas. Llama la atención lo anterior, porque viene a contravenir directamente la letra del artículo 9.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos relativo a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión:

"Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos".

Y no puede menos que llamar la atención, pues puede percibirse una interpretación distorsionada de las normas pertinentes, violando así también la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados [89]. Allí se establece en su artículo 31 que la interpretación de las normas convencionales debe llevarse a cabo de buena fe y conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de estos, teniendo en cuenta su objeto y fin. Si el Convenio Europeo tiene por fin proteger los derechos, entre los que está la libertad religiosa, tutelándose expresamente la manifestación de la misma, en público o en privado, por medio de sus prácticas, entre las cuales se incluye para muchos musulmanes el uso del velo, ¿cómo es que el resultado viene a ser el totalmente contrario, vedándose la manifestación de la religión, por ser "ostensible"? ¿Qué diferencia existe para el Convenio Europeo entre que se manifieste ostensible o no ostensiblemente la religión, cuando se protege precisamente dicha manifestación?

La pregunta es entonces la siguiente: si alguien va a la escuela con una cruz pectoral de tres o de diez centímetros, ¿por qué el Estado se cree con la autoridad de prohibirlo, incluso haciendo hincapié en el respeto de la libertad religiosa?

Recuérdese aquella manifestación del ministro francés François Bayreou en la que dice que pretende lograr una Nación no sectorizada, sino una comunidad con unidad de destino. Resulta, al menos, curioso que con pretextos de protección de la libertad pretendan una suerte de unificación de las conductas externas sociales en lo que hace a sus manifestaciones religiosas. Esa neutralidad externa exigida implica el intento de imponer una religión "sin religión", un agnosticismo o un ateísmo práctico en la vida social, que en definitiva cercena la libertad religiosa. De esta forma se termina por lograr que un sector, "el que pretende que todos actúen públicamente como si no existiera Dios", se imponga al resto, dividiendo aún más la sociedad.

Claro lo anterior, cabe volver a hacerse la pregunta de por qué el Estado liberal y laico francés, enarbolando la bandera de la libertad de conciencia y religión, se cree con la autoridad suficiente para prohibir a una niña concurrir a la escuela con un pañuelo en la cabeza.

Rivas Palá concluye en su trabajo que el laicismo al estilo francés es incompatible con el liberalismo que el mismo Estado profesa. Dice que la actitud francesa es paternalista y ello es incompatible con un liberalismo bien entendido que respete los principios de autonomía y daño [90]. Tal posición no se comparte; no obstante, sí se comparte lo que este autor expresa en la siguiente frase:

"Parece claro que el laicismo en su sentido francés manifiesta un claro paternalismo en la medida en que juzga que los individuos no son capaces de discernir el hijab como un simple signo de pertenencia a una religión, sino que más bien lo juzgarán siempre como una intrusión en sus conciencias, que no serán capaces de resistir y que les conducirá inevitablemente a la misma profesión de fe que ejercen quienes lo llevan" [91].

Sin embargo, no parece que deba seguirse la idea de Rivas de separar el liberalismo vivido en Francia (el mismo que es vivido en varios países europeos), del laicismo francés (que según los laicistas europeos es la mejor forma de vivir esta doctrina). La actitud francesa al respecto del hijab impulsó la respuesta de muchos intelectuales que viendo el laicismo vivido actualmente reclaman que se viva la "cultura laica" como realmente debería ser, como fue concebida. En este orden, Norberto Bobbio, en un artículo realizado "en respuesta" al manifiesto laico que firmaron ciertos intelectuales italianos con motivo del velo islámico, expresa:

"Cuando una cultura laica se transforma en laicismo, pierde su inspiración fundamental, que es la de no encerrarse en un sistema de ideas y de principios definitivos de una vez por todas. El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido [...]. No existe una ética laica [...]. Hay muchas éticas laicas" [92].

Como se ha visto, en este trabajo se ha hecho alusión a varias de las cuestiones nombradas por el renombrado autor italiano. Su anhelo de convivencia es encomiable, pero quizá nunca se alcanzará si se concibe al laicismo como aquel producto de la modernidad, del liberalismo. Es ahí donde puede encontrarse la causa de la imposibilidad de "practicar" una "cultura laica".

Por eso parece claro que el laicismo al estilo francés es perfectamente compatible con las ideas liberales de autonomía y daño, según fueron concebidas en la Europa moderna. El principio según el cual la libertad de uno termina donde empieza la del otro, que se efectiviza a través de los dos principios nombrados, es perfectamente compatible con lo hecho en Francia, pues el problema de esa frase es que, al no hacer referencia a ninguna idea fuera de la libertad en sí, se transforma en un círculo indescifrable. Nunca se puede saber claramente cuándo empieza y cuándo termina la libertad de una persona en concreto, menos aún cuando la idea de daño implica, o hace referencia a "dañar una libertad" (en este caso, supuestamente, el ejercicio de la libertad de expresión y religiosa de las niñas viola la libertad de conciencia del resto de los compañeros de la escuela).

John Stuart Mill, uno de los padres del liberalismo, y propulsor de las ideas de autonomía y daño, termina en la práctica por llegar a conclusiones que hoy serían miradas de la misma manera [93]. Es más, el mismo John Rawls (calificado por la gran mayoría de los autores como liberal) admite la posibilidad de tomar actitudes de mayor cuidado-"paternalistas"- cuando se da una pérdida evidente o la ausencia de razón y de voluntad.

Parece claro que la visión laicista y liberal al estilo francés es incapaz de lograr los fines de orden social y respeto por las libertades individuales que se propone por el mismo hecho de ser "esa clase" de liberalismo y laicismo. Es decir, el liberalismo francés, tal como fue su origen, por el mismo hecho de estar imbuido en las ideas modernas e ilustradas sobre el hombre y sobre su libertad y capacidad de sociabilidad, no puede determinar los verdaderos alcances de la libertad del hombre en cada caso concreto, y menos aún cuando las circunstancias sociales y culturales presentan estas complicaciones.

El criterio según el cual las libertades de unos terminan donde empiezan las libertades de los otros, que debe aplicarse mediante los principios de autonomía y daño, es también incapaz para resolver los problemas sociales.

La concepción moderna e ilustrada del hombre que se adoptó en Francia, la cual posee una concepción de libertad entendida más como ausencia de límites exteriores, incluso en las cuestiones más íntimas como la libertad de conciencia, y una concepción individualista y material del hombre, de un hombre que es a-religioso, son las verdaderas causas del problema. Por eso, parece claro que los dogmas del laicismo son que la religión es o debería ser un asunto personal, privado, y que se rechace toda autoridad religiosa exterior a la conciencia individual.

7.    Conclusiones: quitar coercitivamente la religión de la esfera pública vuelve inhabitable a la sociedad

Se ha considerado importante denunciar unas prácticas actuales cada vez más frecuentes que terminan por ser, de hecho, incoherentes con sus principios o, por un error en sus mismos principios, lesivas a los derechos constitucionales que pretenden proteger. Así, como se establece en el artículo 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada por la Asamblea en 1789, "Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, incluso religiosas, a condición de que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley".

En la interpretación de los derechos y las libertades que las constituciones, el derecho infraconstitucional y los tratados internacionales reconocen es un peligro claro y constante el modificar su "contenido" y darle una extensión u otra de acuerdo con las concepciones antropológicas, filosóficas o políticas que el intérprete posea. En relación al punto concreto tratado en este escrito el problema que produce este modo de entender la libertad atenta finalmente contra todo el conjunto de derechos reconocidos, pues en definitiva ellos resguardan la libertad. Por lo dicho, se plantea aquí un cambio de paradigma al momento de aproximarse a la interpretación de una norma constitucional o de tratados internacionales de derechos humanos relativa a la libertad religiosa o las relaciones entre religión y Estado. En efecto, las concepciones de libertad del liberalismo y del laicismo no pueden responder adecuadamente a las circunstancias actuales pues, aunque su visión nunca resultó adecuada, su deficiencia para atender los complejos conflictos sociales contemporáneos resulta evidente.

La intención de relegar al ámbito privado la vivencia religiosa personal recuerda el llamado de atención que hace Chesterton en su libro La esfera y la cruz, escrito en épocas en que el laicismo se desarrollaba. Allí, utilizando una "parábola" que cuenta fray Miguel a Lucifer, retrata la actitud de un "racionalista". Ese hombre racionalista dejó de "tolerar" en un principio el crucifijo en su casa, al que no admitía "ni siquiera pintado, ni pendiente del cuello de su mujer". Su intolerancia fue creciendo hasta que enfermó y quiso quitar los crucifijos de la ciudad, de los caminos, etc. Su intolerancia llegó al punto de destruir todo aquello que tuviera forma de cruz. Volviendo a su casa notó que una verja, hecha de tablas era como "un ejército interminable de cruces, ligadas unas a otras de la colina al valle". Por eso la destruyó. Al llegar a su casa se dio cuenta de que las cosas hechas por el hombre tenían "el diseño maldito". Por lo tanto, encendió su casa hasta que se consumió. Fray Miguel concluye: "Es la parábola de todos los racionalistas [...]. Empiezan rompiendo la cruz y concluyen destrozando el mundo habitable".

La actitud del racionalista del relato de Chesterton se asemeja "demasiado" al proceder del gobierno francés. Se comenzó por sacar las cruces de las escuelas públicas, hace ya muchos años, y hoy se la "saca" de los pechos de los niños que van a las escuelas públicas si estas son "ostensibles", o constituyen una "actitud proselitista" (ambos son términos jurídicos indeterminados cuyo contenido dependerá de la visión concreta de aquel al que le toque aplicar la norma). El día de mañana quizás también quiten las cruces de las iglesias, rompan las empalizadas y los muebles... Pretender relegar a lo privado, a un ámbito que prácticamente no tenga expresión pública, a toda manifestación religiosa no solo coarta las libertades individuales, sino que resulta imposible de realizar, y en su intento puede destruirse la misma sociedad puesto que, como se señala en el Prólogo a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que es parte de la actual Constitución francesa, "la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos".

No puede privarse a ninguna persona del uso de los distintivos religiosos (en este caso los velos de las niñas), so pretexto de que afecta la libertad religiosa o la libertad de conciencia de los demás. Esos distintivos son parte del ejercicio de la libertad de creencias, y son, a la vez, parte del derecho a la libertad de expresión que mantiene toda su fuerza en materia religiosa, como manifestación de la propia fe. Los encargados de velar en última instancia por esas libertades, en este caso la Corte Europea, no pueden tomar una actitud negativa y restrictiva de los derechos, como hizo en el caso de Turquía y en los casos sobre expulsiones de niños y niñas en Francia. El uso de ningún distintivo puede violentar la libertad de conciencia y de religión de los otros estudiantes, a la vez que de ninguna manera se puede menoscabar el derecho a la libertad religiosa de quienes usan un objeto como señal de pertenencia a una fe. En lo que a esto respecta, la Corte Europea ha sido permisiva de las restricciones estatales, cediendo en su rol de protectora de los derechos individuales. Afortunadamente, en su última decisión sobre las relaciones entre Estado y religión, de marzo de 2011, rectificó implícitamente sus pasos, y consideró que un símbolo religioso en escuelas públicas no viola el principio de neutralidad y de imparcialidad estatal, y que los terceros no tienen fundamento en sentirse dañados por observar tal símbolo, no pudiendo ampararse en la tutela de los "derechos de los demás".

El principio de laicidad del Estado no puede llevar a la conclusión de que nadie puede manifestar sus creencias religiosas en la esfera pública. Es una conclusión que excede las premisas: tal actitud implica no entender al hombre ni a su libertad, además de negar la letra expresa del Convenio Europeo de Derechos Humanos. En aras de la libertad se termina otorgando una libertad religiosa acotada, "una libertad religiosa sin libertad", y una libertad de pensamiento sobreprotegida, paternalista, que mantiene a los ciudadanos a cubierto, para evitar que algo externo pueda dañarlos, causando también el efecto adverso de impedirles "ver la luz" de la verdad que se descubre en el intercambio de ideas y argumentos en el libre mercado de las ideas de que ya hablaba Stuart Mill.

Si la argumentación contra el velo hubiera sido en torno a una supuesta afectación de la dignidad de la mujer, dicho argumento sería por lo menos discutible caso por caso, pues las manifestaciones religiosas que afectan la propia dignidad de la persona (algo que en un liberalismo ilustrado tampoco sería óbice, en virtud del principio de autonomía), o la dignidad personal de otros lesionando, por ejemplo, su integridad psíquica, o la seguridad común por no poder ver claramente el rostro de la persona, podrían ser atendibles cuando tal afectación es clara y no meramente especulativa. No obstante, aquí tales afectaciones no son claras. Es más, privar a las niñas del uso de tales distintivos, impidiendo que vivan un deber religioso que las obliga en conciencia, es violentar su propia dignidad y ponerlas en la situación de decidir entre su conciencia y lo que pretende el Estado en el que viven. Se trata, indudablemente, de una "violencia" muchas veces insuperable para niñas pequeñas.

A lo expuesto en el párrafo anterior debe sumarse, como ya se ha dicho, la afectación del derecho a la educación de esas menores, y la frustración del deseo de integrarlas a la sociedad francesa, justamente por la segregación a que las condena la expulsión escolar.

No es con el igualitarismo arreligioso que se logra la unidad de la Nación (si es que ello pretende el Estado francés al hablar de comunidad de destino). Dicha unidad se logra con el respeto por las diferencias y la promoción pacífica de las libertades personales en un ámbito propicio para el desarrollo de los derechos.

Las actitudes estudiadas llevan a recordar una frase que se atribuye a madame Roland mientras era conducida al cadalso en la "irónica" Plaza de la Concordia: "¡Liberté, que de crimes on commet en ton nom!" La conocida expresión llama a la reflexión en el contexto de este trabajo, porque con la bandera de una libertad mal entendida se destruye la verdadera, ahora como entonces, pues como se ha dicho la situación actual le debe mucho a la Revolución Francesa.

Aquí no se pretende negar la necesidad de un Estado fundado en el respeto de las libertades individuales. Al contrario, en una concepción personalista del hombre tales valores, con un profundo respeto por la libertad, son esenciales para el desarrollo de la sociedad. Aún más, solo desde un liberalismo personalista, y un laicismo positivo, como legítima separación de Iglesia y Estado, o, en un contexto más amplio, de religión y Estado, es dable comprender y solucionar los problemas culturales actuales y darle a la dimensión religiosa del hombre el lugar que le corresponde. Solo desde esas concepciones es dable una interpretación de las normas constitucionales y legales que permita comprender bien los derechos y "delimitar" correctamente las libertades.

El Estado tiene una legítima autonomía de la religión, y viceversa. Pero dicha autonomía no debe ser rechazo ni persecución; por el contrario, el Estado y la sociedad civil deben aceptar a la religión como algo que posee un valor tanto individual como social, cuya vivencia y manifestación aportan a la construcción de la comunidad, en lugar de agredirla o violentarla. Esa lesión a la sociedad por parte de la manifestación individual o asociada de la religión es un mero prejuicio laicista, puesto que el daño no ha sido de ninguna manera demostrado, ni podrá serlo. En este orden, debe recordarse que esa vivencia religiosa y su manifestación mediante determinados símbolos no es un mero capricho, sino que es el ejercicio de un derecho humano, el de la libertad religiosa, que está reconocido en todos los tratados internacionales y a lo ancho y largo de las constitucionales nacionales.

En este contexto, es auspicioso recordar aquí que el 12 de septiembre del año 2008, con motivo de la visita de Benedicto XVI a Francia, el presidente Nicolas Sarkozy dio un discurso que implica un importante avance, pues se refirió a la laicidad positiva y a su anhelo de llevar a su país por esos caminos [97]. Que ese anhelo se concrete, inshá Alláh.

Franco Andrés Melchior, en scielo.org.co/

Notas:

1  Deseo agradecer las diversas objeciones y sugerencias que realizó a este trabajo el profesor Fernando Toller, de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral de Buenos Aires. Asimismo, agradezco a la profesora Miryan Serroels de Toller su valiosa colaboración con algunos pasajes complejos en francés.

2  La interpretación constitucional no escapa a aquellos principios que se predican de toda interpretación jurídica. Una aproximación avalorativa de sus normas resulta imposible, máxime cuando las normas constitucionales suelen presentarse muchas veces en forma de principios, no solo como reglas, y cuando sientan en sus bases un modelo de país. Ver sobre esto Pilar Zambrano, "Aproximación avalorativa al Derecho y Derechos constitucionales", en Dikaion, 15-10 (2001) pp. 37-51, en especial pp. 42-46; y, más ampliamente, Luigi Lombardi Vallauri, Corso di Filosofia del Diritto, Padova, Cedam, 1981, passim.

3  Esta diferenciación entre el laicismo francés y laicismos diferentes, como el estadounidense, es más o menos pacífica. Para un estudio particular de tal diferencia puede verse Jeremy Gunn, "Religious Freedom and Laïcité: A Comparison of the United States and France", Brigham Young University Law Review, 2 (2004) pp. 419-506.

4  Si bien todos los autores entienden que es en Francia donde el laicismo tiene mayor desarrollo, existen algunos autores entre estos que aún no ven en este país una expresión perfecta del mismo. Ver, entre otros, el texto de Philippe Grollet, "Conferencia" dada en Santiago de Chile el 29 de octubre de 1999, Université Libre de Bruxelles, en http://www.ulb.ac.be/cal/laicismo/www/conferencia1999.htm, Fecha de consulta: 30 de julio de 2011, sobre todo el punto 1.

5  La obligatoriedad del uso del hijab en la religión musulmana es discutida. En la mayoría de los países de tradición islámica no se ve como una imposición expresa y concreta del Corán, pues —entienden—, lo que allí se exige es que cuando las mujeres "salgan" se "cubran desde arriba con sus vestidos", para que "se las reconozca y no se las ofenda (Corán 33:59, Arabia Saudita, traducción encargada por el príncipe Walid bin Talal bin Abdul Aziz Al Saud, de Arabia). Suele considerarse como una razón de pudor, de reserva, que en un gran número de países se deja a la "discreción" de la mujer el llevarlo o no. Sin embargo, existen otros países, como Afganistán, en los que resulta obligatorio no ya el  uso del hijab, sino del burqa. De lo que no caben dudas es que aquellas mujeres que lo usan, sea por propia voluntad  o por imposición, lo hacen totalmente, o en gran medida, como cumplimiento de una exigencia que consideran religiosa. Ver al respecto Omar Ahmed Abboud, La mujer en el Islam, Colección Cultural Islámica, Buenos Aires, ed.

  Centro Islámico de la República Argentina, 2005; e I. A. Ibrahim, A Brief Illustrated Guide to Underestanding Islam, 2 ed., North California, IIPH Raleigh, 2004. Para una interpretación negativa del uso del velo puede verse la intervención de Chahdortt Djavann (autora de un libro titulado "Abajo los velos") en la Comisión Stasi, quien sostuvo que el velo degrada la dignidad de las niñas por diferentes razones, por ejemplo culpándolas de los desenfrenos en los que puedan incurrir los hombres si las niñas no usan el hijab pues, se entiende, el cuello y el pelo son provocativos; Cfr. Grupo Eleuterio Quintanilla, 2003, en http://www.equintanilla.com/web_nueva/privado/imagenes/intervencion_de_chahdortt_djavann_en_la_comision_stasi.pdf, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

6  En el sitio oficial Legifrance.gouv.fr, en http://www.legifrance.gouv.fr/affichTexteArticle.do;jsessionid=314CD AF83D2B8443D8698AFAEEDADE9F.tpdjo07v_3?idArticle=LEGIARTI000006434865&cidTexte=JORFTEXT000

000509314&categorieLien=id&dateTexte=20000622, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Dicho artículo estuvo vigente hasta el 23 de junio de 2000.

7  "Dans les collèges et les lycées, les élèves disposent, dans le respect du pluralisme et du principe de neutralité, de la liberté d'information et de la liberté d'expression. L'exercice de ces libertés ne peut porter atteinte aux activités d'enseignement". En adelante solo se expondrá el texto francés en las frases cuya traducción presente especiales dificultades o aquellas que muestren especial relevancia

8  Ver sitio oficial del Consejo de Estado francés, en http://www.conseil-etat.fr/cde/media/document//avis/346893.pdf , Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

9  Todos los resaltados de las disposiciones que se citarán son añadidos. "... qui, par leur nature, par les conditions  dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou  revendicatif, constitueraient un acte de pression, de provocation, de prosélytisme ou de propagande, porteraient atteinte à la dignité ou à la liberté de l'élève ou d'autres membres de la communauté éducative, compromettraient leur santé ou leur sécurité, perturberaient le déroulement des activités d'enseignement et le rôle éducatif des enseignants, enfin troubleraient l'ordre dans l'établissement ou le fonctionnement normal du service public".

10  Publicada en Journal Officiel de la Repúblique Française, diciembre 15, 1989, p. 15577. Puede verse en Università degli Studi Roma Tre, en http://host.uniroma3.it/progetti/cedir/cedir/Lex-doc/Fr_cir_12-12-89.pdf, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. párrafo 2.Ibid., Conseil d'État, 2 de noviembre de 1992, Decisión 130394. Puede consultarse en la página oficial del Consejo de Estado: http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/, poniendo en el buscador el número de Decisión. El texto francés reza: "Considérant qu'aux termes de l'article 10 de la Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen du 26 août 1789: "Nul ne doit être inquiété pour ses opinions, même religieuses, pourvu que leur manifestation ne trouble pas l'ordre public établi par la loi"; qu'aux termes de l'article 2 de la Constitution du 4 octobre 1958: "La France est une République indivisible, laïque, démocratique et sociale. Elle assure l'égalité devant la loi de tous les citoyens sans distinction d'origine, de race ou de religion. Elle respecte toutes les croyances".

11  Ídem. "qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif, constitueraient un acte de pression, de provocation, de prosélytisme ou de propagande".

12  Idem. "Que, par la généralité de ses termes, ledit article institue une interdiction générale et absolue en méconnaissance des principes ci-dessus rappelés et notamment de la liberté d'expression reconnue aux élèves et garantie par les principes de neutralité et de laïcité de l'enseignement public; que les requérants sont, par suite, fondés à en demander l'annulation".

13  La frase completa reza en francés: "Je vous demande donc de bien vouloir proposer aux conseils d'administration, dans la rédaction des règlements intérieurs, l'interdiction de ces signes ostentatoires, sachant que la présence de signes plus discrets, traduisant seulement l'attachement à une conviction personnelle, ne peut faire l'objet des mêmes réserves, comme l'ont rappelé le Conseil d'État et la jurisprudence administrative". Puede verse dicha Circular en Assemblèe Nationale, en http://www.assemblee-nationale.fr/12/dossiers/documents-laicite/document-3.pdf [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

14  Tal es el caso de las decisiones 170398, 172718, 172717, 170343 (del 20 de mayo de 1996). En todos estos casos puede leerse la siguiente frase: "ne pouvait en revanche justifier légalement une interdiction générale du port du foulard dans l'établissement": "sin embargo, no se puede justificar legalmente una prohibición general de portar el foulard dentro del establecimiento". Esas decisiones pueden consultarse en la página oficial del Consejo de Estado: http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/.

15  Esto puede verse en el caso de dos niñas que fueron expulsadas del colegio por el uso del hijab, pero el argumento usado por los directores y entendido como razonable por el Consejo de Estado fue que el velo les impedía realizar de una manera segura educación física. Consejo de Estado, Decisión 159981, del 10 de marzo de 1995. Disponible en http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/.

16  La ley fue aprobada el 15 de marzo de 2004 y promulgada en el Journal officiel de la République Française el 17 de marzo de 2004. El artículo en francés reza: "Dans les écoles, les collèges et les lycées publics, le port de signes ou tenues par lesquels les élèves manifestent ostensiblement une appartenance religieuse est interdit". La versión facsímil de la página de ese día donde se encuentra la ley puede consultarse en Wikimedia, 2004, en http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/8/8a/French_law_on_secularity_and_conspicuous_religious_symbols_in_schoo fecha de consulta: 18 de octubre de 2011; una versión en castellano puede consultarse en Grupo Eleuterio Quintanilla, http://www.equintanilla.com/web_nueva/privado/imagenes/proyecto_de_ley_de_aplicacion_del_principio_de_laicidad.pdf privado/imagenes/proyecto_de_ley_de_aplicacion_del_principio_de_laicidad.pdf [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

17  El mismo párrafo se encuentra, por ejemplo, en las Decisiones 285395, 295671, 285396 y 285394, del 5 de diciembre de 2007, y 306833, del 10 de junio del 2009 del Consejo de Estado. Disponible en http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/.

18  "Considérant qu'il résulte de ces dispositions [fundamentalmente el art. 141, 5, 1 del Código de Educación] que, si les élèves des écoles, collèges et lycées publics peuvent porter des signes religieux discrets, sont en revanche interdits, d'une part, les signes ou tenues, tels notamment un voile ou un foulard islamique, une kippa ou une grande croix, dont le port, par lui-même, manifeste ostensiblement une appartenance religieuse, d'autre part, ceux dont le port ne manifeste ostensiblement une appartenance religieuse qu'en raison du comportement de l'élève".

19  European Court of Human Rights, Grand Chamber, Leyla Sahin v. Turky, 44774/98, CEDH 2005-XI. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011]. Un análisis de este caso y algunos otros precedentes puede verse en Javier Martínez-Torrôn, "La cuestión del velo islámico en la jurisprudencia de Estrasburgo", Delta Publicaciones, 2009. Disponible en http://www.deltapublicaciones.com/derechoyreligion/gestor/archivos/07_10_41_980.pdf [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

20  European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011]. Cfr. European Court of Human Rights, Grand Chamber, Leyla Sahin v. Turky, 44774/98, CEDH 2005-XI, §§ 76 al 98.

21Ibíd., §§ 104 - 109.

22Ibíd., §§ 110 y 111.

23 Ibíd., §§ 109 y 111-116.

24 Ibíd., §§ 158-162.

25  Existieron otros argumentos enarbolados por algunos de los padres de los menores, tales como la prohibición de doble punición por mismo acto (art. 4 del Protocolo 7), la libertad de expresión (art. 10 del CEDH), el derecho al debido proceso legal (art. 6.1 CEDH) y el derecho a la igualdad (art. 14 CEDH).

26 Cour Europeene des Droits de'l Homme, R. Singh c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 27561/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852664&portal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

27  Cour Europeene des Droits de'l Homme, J. Singh c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 25463/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852662&po rtal=hbkm&source=externalbydocnumber&table=F69A27FD8FB86142BF01C1166DEA398649 [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

28  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Aktas c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 43563/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp? action=html&documentId=852651&portal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

29  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Bayrak c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 14308/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852655&po rtal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

30  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Gamaleddyn c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 18527/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852656&po rtal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

31  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Ghazal c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 29134/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852658&portal=hbkm& source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

32  Ese fue siempre el criterio del Consejo de Estado, tal idea ya se encuentra en el avis 346.893 ("qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif.").

33  La frase se encuentra en los seis pronunciamientos: "...la requête est manifestement mal fondée et doit être rejetée".

34  Cfr. Leyla Sahin v. Turky, 44774/98, ya citado, referido por la Corte Europea en estos seis rechazos de los casos franceses. Resultan también citadas por la Corte para resolver estos casos las sentencias Cour Europeene des Droits de'l Homme, Dogru v. France, 27058/05, y Kervanci v. France, 31645/04, que se analizarán en el siguiente epígrafe.

35  Puede leerse casi a la letra en todas estas seis decisiones rechazando las presentaciones contra Francia en virtud de la expulsión de los menores de las escuelas: "En l'espèce, la Cour estime que l'interdiction faite à l'élève de porter une tenue ou un signe manifestant une appartenance religieuse et la sanction y afférente, est constitutive d'une restriction au sens du second paragraphe de l'article 9 de la Convention".

36  En similares términos se expresa en las seis Decisiones: "Ainsi, eu égard aux circonstances, et compte tenu de la marge d'appréciation qu'il convient de laisser aux Etats dans ce domaine, la Cour conclut que l'ingérence litigieuse était justifiée dans son principe et proportionnée à l'objectif visé et que ce grief doit être rejeté pour défaut manifeste de fondement.".

37  Cour Europeene des Droits de'l Homme, El Morsli c. France, 15585/06. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-fr, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

38  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Cinquième Section, Dogru c. France, 27058/05, Arrêt 4 décembre 2008. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-fr, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

39  Cour Européenne des Droits de l'Homme, Cinquième Section, Kervanci c. France, 31645/04, Arrêt 4, décembre 2008. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-fr, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

40  Ver al respecto los §§ 55 a 59 de ambas decisiones.

41  Ver al respecto especialmente los §§ 64 a 76 de ambas decisiones.

42  Cfr. European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

43  Ver al respecto la sentencia 556/2006 del Consiglio di Stato, Sección Sexta, citado por la Corte Europea en el § 16 del fallo referido de la Grand Chamber.

44  Ver European Court of Human Rights, Second Chamber, Lautsi v. Italy, Judgment of November 3, 2009, especialmente los §§ 47 y 55-57. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en.

45  Cfr. European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011, § 60. Esta frase de "neutrality and impartiality" había sido extensamente desarrollada en el fallo Leyla Sahin v. Turky, ya expuesto, caso que cita la Corte en el referido parágrafo.

46  Ver European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011, §§ 61 y 62.

47  Cfr. ibíd., § 62, párrafos segundo y tercero.

48  Cfr. ibíd., §§ 64 - 70. Este margen de apreciación que admita la religión ha sido criticado por varios autores, entre los que puede verse, por todos, Carla M. ZoetHouT, "Religious Symbols in the Public School Classroom: A New Way to Tackle a Knotty Problem", en Religion and Human Rights, 6 (2011) pp. 285-290.

49  Para una visión crítica sobre la resolución de la Corte puede verse la posición de José Ignacio Solar Cayôn en su artículo "Lautsi contra Italia: sobre la libertad religiosa y los deberes de neutralidad e imparcialidad del Estado", en Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, 23 (2011) pp. 566-586. No obstante su oposición a la sentencia de la Corte, este autor coincide en que bajo una aparente coherencia con la jurisprudencia anterior (porque deja la resolución bajo el "margen de discrecionalidad" de los Estados), existe un cambio de doctrina, la sentencia actual resulta incompatible con la doctrina anterior.

50  Philippe Grollet, ob. cit.

51  Jules Ferry, "Discurso dado al duque de Broglie", mayo de 1883, citado por María Marha Peltzer, "Separación de la Iglesia y el Estado", Enciclopedia Jurídica Omeba, t. XXV, Buenos Aires, 1968, p. 414.

52  Cfr. Luis María Cifuentes Pérez, "La laicidad y la nueva Europa", Laicismo, 2011. Disponible en http://www.laicismo.org/detalle.php?pk=10948. , punto 2 titulado: "El verdadero rostro del laicismo en Europa", Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. En adelante, cuando se haga referencia a este autor se hará referencia a este trabajo; no obstante, Cifuentes manifiesta ideas similares en "Sociedad secularizada, ética laica y morales religiosas", Cuadernos de Pedagogía, 366, 2007, pp. 62-65, entre otros escritos.

53  Ver, por ejemplo, Juan Bacigalüppi, "El parlamento escocés decidió censurar los textos de la reflexión religiosa", Arbo.net, 2005, en http://arvo.net/laicidad-y-laicismo/mordaza/gmx-niv132-con10208.htm, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Sobre el punto conviene consultar también JUAN PABLO II, "Discurso al cuerpo diplomático", 12 de enero de 2004, Vaticano, 2004, en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/2004/january/documents/hf_jp- ii_spe_20040112_diplomatic-corps_sp.html, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011, entre otros lugares; y BENEDICTO XVI, "A los participantes en el 56 Congreso nacional organizado por la Unión de Juristas Católicos Italianos", 9 de diciembre de 2006. Vaticano, 2006, en www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2006/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20061209_giuristi- cattolici_sp.html, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Entre otros muchos puede verse también Roberto Bosca, "Glosario de la nota doctrinal", Diálogo Político, 4 (2003) voces "Laicidad" y "Laicismo", publicación trimestral de la Konrad-Adenauer-Stiftung A.C.

54  José Luis Comellas García-Llera, voz "Laicismo", Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, Rialp, 1973, p. 846. Que el laicismo es, principalmente, producto de la ilustración, es algo reconocido y aceptado por todos (ver por ejemplo la conferencia de Philippe Grollet, ya citada). Pero no todos están de acuerdo con la influencia de la época renacentista y, sobre todo, de Maquiavello al respecto.

55  Cfr. María Martha Peltzer, ob. cit., pp. 414-415.

56  Ello no se encuentra en duda por ningún autor, al punto de que existen estudiosos que definen al laicismo como una manera francesa original de pensar la organización política, cfr. sobre esto Catherine Kintzler, Tolerancia y laicismo, Buenos Aires, Ediciones del Signo, trad. por María Elena Ladd, 2005, pp. 13-17.

57  Cfr. María Martha Peltzer, ob. cit., pp. 414-417.

58  Luis María Cifuentes Pérez, ob. cit., pto. 1 (énfasis agregado).

59  Citado por Antonio Jiménez-Landi, La Institución Libre de Enseñanza y su ambiente, t. III, Periodo escolar 1881- 1907, Madrid, Editorial Complutense, 1996, p. 189.

60  Debe recordarse que algunos de los autores citados promueven además la neutralidad filosófica, no solo la religiosa, tanto en sus inicios como en la actualidad; sin embargo, la neutralidad religiosa que exigen ambas posturas llega a oponerse a la manifestación de visiones o concepciones que, pudiendo ser filosóficas, surjan de algún "dogma" (los dogmas son los que los "asustan") religioso. En la actualidad, la sociedad europea realiza esfuerzos por incluir en los contenidos curriculares ciertos "valores cívicos" que consideran importantes para el desarrollo de la sociedad, esa circunstancia viene a confirmar lo que se sostiene en este apartado y aquello que se verá en el siguiente. cfr. Emiliano Mencía, Educación Cívica del ciudadano europeo. Conocimiento de Europa y actitudes europeísticas en el currículo, Madrid, Narcea, 1996, principalmente pp. 53-65.

61  De manera similar se manifiesta Pedro Rivas Pala en un artículo dedicado al tema del foulard, titulado "Laicismo y sociedad liberal", en Revista del Poder Judicial, 73 (2004) pp. 217-232. Jean Jaurés, en su "Discurso de 1906", transcrito por Henri Peña Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, Antología Laica, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2009, p. 253.

62  En lo que hace a Jules Ferry puede verse su "Carta a los maestros", de 1883, en Henri Peña Ruiz y César Tejedor De La Iglesia, ob. cit., pp. 256 y ss. Resulta interesante el discurso citado dado a los maestros, pues explica en cosas prácticas y concretas cómo debe el maestro abstenerse de la religión sobrenatural, y al mismo tiempo, transmitir unos valores promovidos por el Estado. Puede verse también el discurso ya citado de Jean Jaurés, para quien la neutralidad no era un valor del laicismo, sino solo la radical separación, casi oposición, a todo poder religioso -en sentido amplio-. Ver "Discurso de 1906", en Henri Peña Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, ob. cit., pp. 243 y ss. En este autor, aunque fuera uno de los exponentes máximos del laicismo francés en sus inicios, su oposición a la religión se encontraba muy influenciada por su filosofía socialista, al punto de que María Matha Peltzer dice que "sostiene un laicismo de combate, oponiéndose a toda idea de neutralidad", ob. cit., p. 418.

63  Luis María Cifuentes Pérez, ob. cit., pto. 1.4, titulado "Laicidad, secularización e indiferentismo religioso". Este autor ha sido citado al referirnos a la exigencia de neutralidad en este apartado, pues aunque parezca contradictorio,  muchos laicistas (ya se ha dicho) entienden neutralidad como exclusión de todo aspecto religioso no-estatal, pero no de lo que ellos sostienen que es filosófico.

64  Ibíd., pto. 1.3, titulado "Laicidad y ateísmo".

65  José Luis Comellas García-Llera, ob. cit., p. 847.

66  Esto es claro en Jaurés (ver el discurso citado por Henri PEÑA RUIZ y César Tejedor de la Iglesia, ob. cit.), Cifuentes Pérez, ob. cit., Grollet, ob. cit. y Ferry, discurso citado por Henri peña Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, loc. cit.

67  De hecho, hemos escogido una entrevista que realiza Danny Postel a Richard Rorty -la última entrevista que dio en su vida-. Allí le consulta su opinión acerca de la causa de su enorme influencia en el mundo árabe, la cual se tornó patente en su visita a Teherán en el 2004, donde pudo comprobar que sus libros tenían gran difusión entre los jóvenes e incluso se habían traducido al persa. Cfr. Danny Postel, "Last Words from Richard Rorty", The Progressive, june 10, 2007 en http://www.progressive.org/mag_POSTEL0607, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Una traducción en castellano, realizada por Germán Toyos, puede verse en la revista Letras libres, México, D.F., agosto de 2007, pp. 44- 46

68  Una encuesta realizada en febrero de 2004 por CSA para Le Parisien demostró que el 69% de la población francesa estaba a favor y el 29% en contra de la legislación; por su parte, la población musulmana se encontraba mayoritariamente en contra (53%) que a favor (42%). Un dato curioso de esta encuesta es que el 49% de las mujeres musulmanas se encontraba a favor de la ley y solo un 43% en contra. La encuesta puede verse en la nota editorial  'The war of the headscarves", en The Economist, ¿del 5/02/2004?, en http://www.economist.com/node/2404691? story_id=2404691, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

69  Esto se nombra en la entrevista realizada a Rorty por Danny Postel, cit.

70  Algunos autores entienden que es diferente la manera de formar ese "consenso" en Rorty y Habermas, pero explicar esas diferencias no es el objeto de este trabajo.

71  Las frases en cursiva fueron extraídas textualmente de la traducción castellana de la entrevista a Rorty, son frases que le pertenecen; ver la entrevista en Germán Toyos, Letras libres, cit., p. 44.

72  Cfr. Jürgen Habermas, La inclusión del otro. Estudios sobre Teoría Política, trad. Juan Carlos Velazco Arroyo, Barcelona, Paidós, 1999, título II completo, especialmente la conferencia 3 .

73  Es el título que Rousseau puso al capítulo 8, libro 4, de El contrato social. Uno de los autores que se hace eco de tal terminología es Robert Bellah, "Civil Religion in America", disponible en http://www.robertbellah.com/articles_5.htm [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011]. Este autor expone elementos actuales en los cuales se manifiesta dicha "religión civil" en Estados Unidos. Estas reflexiones son válidas para cualquier estado que posea los mismos "síntomas".

74  Pedro Rivas Palá, ob. cit., punto 1, primer párrafo.

75  Ese fue siempre el criterio del Consejo de Estado, tal idea ya se encuentra en el avis 346.893 ("qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif...").

76  María Martha Peltzer, ob. cit., pp. 414-417.

77  Es posible que quien siga a Rawls sostenga que en el ámbito público esos problemas no pueden darse, pues la idea del debate político requiere ciertos presupuestos que lo impiden (dentro de ellos la capacidad de llegar a acuerdos, "contratos", sobre puntos básicos en el ámbito público -entra aquí el concepto de equilibrio reflexivo- dejando los puntos "problemáticos" o irremediables para el debate moral, que no debe inmiscuirse en el político); todo lo público sería para Rawls punto de "contacto" o coincidencia de visiones fundada en la razón pública (criterio que en el fondo determina que en lo público puede vivir cualquier conducta que no escape a lo razonable).

78  Escapa al propósito del trabajo una referencia completa a la comparación que el mismo Habermas realiza entre su postura y la de Rawls en su libro La inclusión del otro, Estudios sobre Teoría Política, ob. cit. De hecho, la idea de la cultura política común la toma de Rawls (ver ob. cit., título II, capítulo 3, pto. IV). Para esta comparación puede verse también lo dicho por Habermas en Jürgen Habermas y John Rawls, Debate sobre el liberalismo político, Barcelona, Paidós, trad. de G. V. Roca, 1998; y el trabajo de María Elôsegui, "La inclusión del otro. Habermas y Rawls ante las sociedades multiculturales", en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 98 (1997) pp. 59-84.

79  Existen muchos puntos de contacto entre Rawls y las posturas analizadas. Sin embargo, las teorías rawlsianas carecen de la claridad necesaria al respecto. En efecto, John Rawls varió tanto su doctrina desde su primer libro hasta Liberalismo político, que muchos autores hablan de un primer y un segundo Rawls. En este sentido ver, entre otros, Suzanne Islas Azais, 'Treinta años de Teoría de la justicia", en Signos filosóficos, 9 (2003) pp. 173-189. Puede relacionarse, por ejemplo, la pretendida neutralidad del Estado laico con la pretendida neutralidad del concepto de justicia "política" de Rawls y su idea de justicia como imparcialidad, pero darle un análisis mayor a esas posiciones escapa al propósito de este trabajo.

80  Cfr. Pilar Zambrano, "La razón pública en Rawls", en Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, 5 (2001) pp. 871-883; y Mario Silar, "Liberalismo político y razón pública: una aproximación a John Rawls desde la teoría de la Ley Natural", en Ética & Política, X-1 (2008) pp. 272-285.

81  Cfr. Jean Jaques Rousseau, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993, Libro 4, cap. 8. En este capítulo el autor dice: "Hay, según esto, una profesión de fe puramente civil cuyos artículos puede fijar el soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, y sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito".

82  Juan Pablo II, "Discurso a un grupo de Obispos españoles en visita ad limina", 24 enero de 2005. Vaticano, 2005 en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/2005/january/documents/hfjp-ii_spe_20050124_spanish - bishops_sp.html , Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

83  Ibíd.

84  Pedro Rivas Palá, cit., punto 1, párrafo tercero, expresa la misma idea de esta manera: "De ahí que en este caso pueda hablarse de religión civil no tanto por la presencia de ritos o símbolos, sino por el carácter dogmático del principio de laicidad entendido al modo francés".

85  Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, UN Doc A/CONF.39/27 (1969), 1155 U.N.T.S. 331, entrada en vigencia 27 de enero de 1980.

86  Cfr. Pedro Rivas Palá, cit., en especial los dos últimos párrafos.

87  Idem (énfasis agregado).

88  Norberto Bobbio, "Cultura laica y laicismo", El Mundo, 17 de noviembre de 1999, republicado en www.scribd.com/doc/16187188/Bobbio-N-Cultura-laica-y-laicismo, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2001.

89  John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Orbis, 1980, cap. V.

90  Cfr. John Rawls, Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, trad. de María Dolores González, 1a ed. en inglés 1971, 1a ed. en español 1979, 2a ed. en español 1995, 2006, pp. 234 y 235. Al citar aquí a Rawls se podría cometer, para algunos, el error de mezclar dos corrientes liberales muy diversas; sin embargo, es ilustrativa la idea de que en "liberalismos tan diversos", al poseer ciertos fundamentos comunes puedan caer en similares "contradicciones". Se coincide con quienes sostienen que ambos forman parte de dos diferentes tradiciones del liberalismo que, por ejemplo, se diferencian en la manera de entender la religiosidad del hombre. De todos modos, no resulta posible saber con exactitud la postura que tomaría Rawls en este caso. Por sus escritos, y por su gran preocupación por el multiculturalismo, podría sostenerse que no estaría de acuerdo con la actitud francesa.

91  Cfr. María Martha Peltzer, ob. cit., p. 416a.

92  Cfr. Gilbert K Chesterton, La esfera y la cruz, 6a. ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1972, cap. 1.

93  Una traducción de este discurso puede verse en http://www.revistaecclesia.com/index.php? option=com_content&task=view&id=6002&Itemid=246 , Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

 

José Miguel Odero

Uno de los temas que, sin duda, ha suscitado el actual interés por la teología de las religiones es el de la salvación en su aspecto cuantitativo. La pregunta por el alcance más o menos universal de la salvación es tan antigua como las narraciones evangélicas. Quedó explicitada en ellas de forma paradigmática como una inquietud que un anónimo personaje expuso ante Jesús: «Señor, ¿son pocos los que salvan?» (Lc 13, 23). Este interrogante probablemente no es suscitado por mera curiosidad teórica ni por una imaginación demasiado viva, sino que, atendiendo a su contexto literario, esta cuestión planteada en el Evangelio de Lucas parece originarse de forma natural ante la neta exigencia de santidad que Jesús planteaba a sus discípulos: «Quienes le oyeron decían: —Pues, ¿quién se podrá salvar?» (Lc 18,  26).

Resulta significativo descubrir que usualmente el motivo que hace surgir este tipo de inquietud es la inequívoca enseñanza de Jesús sobre la necesidad de evitar el deseo prioritario de confort y seguridad: sus prevenciones acerca del deseo de acumular bienes y dinero. Dicha doctrina debía causar estupor incluso en una sociedad cuyo nivel de vida era ínfimo comparado con el de muchos países industrializados de la actualidad: «Al oír esto, los discípulos se asombraban mucho y decían: —Entonces ¿quién se podrá salvar?» (Mt 19, 25) [1].

En la segunda mitad del siglo XX este mismo tema de la extensión de la salvación se plantea en un contexto muy diverso al evangélico. Lo suscita la conciencia de que, veinte siglos después de Cristo, los cristianos hemos sido y somos aún una minoría en el conjunto de una Humanidad cuya globalidad —tanto sincrónica como diacrónicamente— se convierte cada día en un factor más relevante para nuestras vidas. La vivencia de compartir una aldea global se presenta como un signo característico de nuestro tiempo histórico, de la situación desde la cual podemos pensar.

En este sentido, lo que resulta chocante para muchos cristianos, familiarizados con la fe en un Dios-Amor lleno de misericordia por los hombres, es la hipótesis de que sean pocos los que salven. Conviene notar que esta preocupación es típicamente cristiana, pues otras religiones universales (el Islam, el budismo) no comparten tan sentida y unánimemente esa noción explícita de Dios-Amor.

1.        La salvación en la «teología pluralista» de las religiones

Un ejemplo especialmente claro de cómo la opinión pública (el Zeitgeist) afronta la cuestión mentada son los múltiples escritos de John Hick. Dicho autor se caracteriza por una incansable y reiterada actividad para propugnar y defender ciertas tesis religiosas acudiendo una y otra vez a los mismos tópicos. Por ello, detenerse a encontrar variantes de sus postulados a lo largo de su extensa bibliografía resulta una tarea inútil.

Según él, el concepto cristiano de salvación —«ser perdonado y aceptado por Dios a causa de la muerte de Jesús en la cruz»— supondría algo inaceptable para su teoría: «que sólo el Cristianismo conoce la salvación y que sólo éste es capaz de predicar cuál es la fuente de la salvación» [2].

Por ello, como alternativa, define la salvación «como un cambio real en el hombre, una transformación gradual que lleva desde el natural egoísmo (self-centeredness), fuente de muchos males, hacia una orientación radicalmente nueva: centrada en Dios y manifestada en el fruto del espíritu». ¿Cuál es la ventaja de esta nueva definición? Que descartaría cualquier juridicismo respecto a la salvación, subrayando su esencia moral-espiritual, junto a su relevancia política y social; de este modo se podría observar cómo la salvación divina opera igualmente en todas las religiones. Hick reconoce que su definición «no se fundamenta en una teoría teológica», pero sostiene que puede encontrar apoyo «en realidades observables de la vida humana» [3].

Dichas realidades, que permiten reconocer la acción soteriológica divina, consistirían en «frutos humanos» de carácter ético [4]. Por el contrario, Hick no reconoce ninguna autoridad distintiva en el plano religioso a los testimonios de la revelación contenidos en la Biblia (los cuales son evidentemente contrarios a su irrenunciable perspectiva pluralística) [5].

De hecho su concepto de salvación —al identificarse con «los frutos humanos» de la salvación— resulta ser paradójicamente anacrónico, tan diverso del de Jesús como el que mantenían los zelotes. En efecto, Hick equipara cuatro nociones: «salvación / liberación / ilustración / plenitud» [6]. Adopta así la figura de un zelote ilustrado, que ha renunciado a la violencia para adaptarse a los valores humanos que desde el siglo XVII se han ido poniendo de moda: autonomía ética (en su sentido más radical), liberalismo intelectual («librepensamiento», con lo que conlleva de relativismo religioso), autorrealización del individuo (pero sin una perspectiva personalista ni comunitaria).

Para Hick salvarse consiste en una conversión ética, en la cual la persona deja de ser egoísta para adoptar una actitud filantrópica. No parece, pues, improbable que dicha conversión pueda ser concebida como un proceso fundamentalmente intramundano, de modo que ni la intervención especial de un Dios salvador es necesaria ni el término del proceso salvador entraña una relación personal con Dios.

En este sentido ha escrito McGrath que «la afirmación de que todas las religiones proporcionan la salvación no es sino una tautología»; es como afirmar que en todos los continentes el hombre puede aspirar a una vida más decente [7].

El verdadero apoyo de la teoría de Hick reside en su capacidad para evocar una fuerte pasión: el sentimiento de horror ante la imagen de que la mayoría de la Humanidad estaría destinada a la condena eterna [8]. Un cristiano resulta particularmente apto para horrorizarse ante esta perspectiva y buscar otra alternativa, pues —como afirma C.H. Pinnock, en la misma línea de Hick— los cristianos se caracterizan por su especial sensibilidad ante la misericordia divina [9].

2.        Cristo y la salvación

La actitud indiferentista de Hick se origina a partir de una fuerte certeza subjetiva en la cual su mente reposa: la certeza de que todo hombre —empezando por judíos y cristianos— puede permitirse el lujo de prescindir de la Biblia para entender qué es la salvación y cómo incide ésta en la Humanidad. Dicha postura no deja de tener un cierto sabor a la suficiencia de los sofistas que Sócrates desenmascaró. En realidad, sorprende que un eclesiástico tan culto como él —con independencia de que haya deambulado por diversas confesiones protestantes—, no dedicara una reflexión atenta a la actitud de Jesús ante las preguntas sobre la salvación mencionadas al inicio de esta Comunicación.

Ante la desesperanza de sus discípulos, que entendían el crudo realismo de la renuncia a un espíritu consumista, posesivo y ansioso de seguridades terrenas, Cristo les reconforta afirmando: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26) [10]. Esta respuesta es un cierto resumen de toda la teología bíblica veterotestamentaria acerca de la salvación, la cual se centra en esta afirmación: —Sólo Yahvé es el Salvador (Ex 14, 13), sólo Él puede llevar a cabo aquello por lo cual suspira lo más hondo del corazón humano. En realidad, Él es la Salvación (Ex 15, 2), «el Dios de nuestra salvación» (1Co 16, 35), porque sólo Yahvé tiene la fuerza necesaria para salvar al hombre [11].

Entonces, ¿se salvan muchos o pocos? Según Lucas, Jesús no satisfizo la curiosidad de quien le interrogaba. Cabe suponer que en esta ocasión —como en algunas otras similares (p.ej., cuando sus discípulos le preguntaban acerca de la fecha de la Parusía)— la ausencia de una contestación directa contiene implícitamente una enseñanza y una denuncia. Jesús advierte a los suyos que la actitud inquisitiva al respecto no es pertinente e incluso indica que es dañina para el hombre; es decir, denuncia una curiosidad malsana. San Agustín —y análogamente otros muchos Padres— descubriría en esta curiosidad la incoación de un gnosticismo («temeraria professio scientiae») que no respeta el arcano de los misterios divinos [12].

En cualquier caso, parece evidente que Jesús desea que el hombre se enfrente a la cuestión aludida con otro espíritu diverso del que guiaba a sus interlocutores, desde otra perspectiva. Así responde: «Esforzáos por entrar por la puerta estrecha, porque —os digo— muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13, 24). Lo que Cristo propone es afrontar con urgencia el tema de la salvación desde una perspectiva práctica, que mire directamente a la conversión del corazón hacia Dios; dicho en otras palabras: Jesús propone pedir a Dios una auténtica fe sobrenatural, que comprometa mi propia vida, mi actitud actual al respecto, las acciones que voy a realizar inmediatamente.

Como toda praxis, ésta también presupone un contenido teórico. Jesucristo habla de esfuerzo, describe la salvación como una «puerta estrecha» y afirma positivamente que no todos los hombres se salvan. Estos son los supuestos principales de su respuesta. La expresión «muchos pretenderán entrar y no podrán» no debe entenderse como una respuesta a la pregunta de si son muchos o pocos quienes se salvan. Precisamente por esa sensibilidad típicamente cristiana ante la Misericordia divina —una sensibilidad cuya raíz se halla sin duda en el ejemplo mismo de Jesús—, es factible y razonable entender este texto en el sentido de que sea cual fuere el número y la proporción de quienes no se salvan, el número de los no salvados siempre resultará demasiado alto para el Dios Trino: éstos siempre le parecerán «muchos».

Esta tradición evangélica sitúa, pues, la extensión de la salvación humana en el ámbito de los misterios inescrutables —aunque en cuanto mero dato sólo sea un «misterio sobrenatural in quantum modo»—. Ello conlleva una importante consecuencia para la teología: Cristo descalifica esta cuestión como ámbito digno del esfuerzo que comporta la investigación teológica. Jesús advierte que las especulaciones al respecto nunca serán fructíferas, señalando a la vez el peligro de que el investigador fascinado por este tipo de enigmas fácticos se olvide de colaborar real y efectivamente en la ardua tarea de su propia salvación personal.

El Nuevo Testamento contempla simultáneamente otra convicción amplísimamente documentada en el mismo: la mediación cristológica como condición de salvación. Desde la teología bíblica resulta evidente que «los términos redención, salvación y liberación están entrelazados entre sí. Para el AT puede decirse, en términos generales, que la redención es la acción realizada por Dios para salvar a Israel, de modo ejemplar, liberándolo de la esclavitud de Egipto y constituyéndolo así en el pueblo de su propiedad. Para el NT la redención ha sido obrada por Jesucristo, que es el Salvador, en cuanto nos redime o rescata del pecado y de toda iniquidad» [13].

No vamos a extendernos ahora en este punto, ni tampoco discutiremos si esa mediación salvífica de Cristo ha de ser epistemológica además de ontológica. Lo que deseamos resaltar es la frivolidad que supone poner entre paréntesis un punto tan evidente y relevante, sacrificando esta convicción evangélica a un irenismo interreligioso. En este sentido, Hick y sus seguidores realizan una reducción tan radical del núcleo de la fe cristiana que, paradójicamente, hacen imposible un serio diálogo interreligioso. En efecto, dialogar sólo tiene sentido para quienes reconocen la diversidad de sus posturas respectivas y tienen la fortaleza de exponerlas con toda sinceridad.

Hick, al dejarse llevar frenéticamente por el deseo compulsivo de abrir paso de inmediato a la unidad religiosa mundial, acaba por imponer dicha unidad a golpe de postulados como si ésta ya fuera un fait accompli. Pero de este modo impide que el diálogo interreligioso propiamente dicho pueda haberse establecido legítimamente y con autenticidad; ¿para qué dialogar, si en el fondo ya estamos todos de acuerdo?

Es fácilmente comprensible que sus teorías no hayan tenido eco alguno significativo entre los musulmanes. La actitud de Hick es un caso de cómo el deseo puede obnubilar la percepción de realidades casi evidentes. Por ejemplo, que la fe cristiana, el Islam y el budismo mantienen conceptos muy diversos sobre la esencia de la salvación; basta con observar comparativamente sus respectivos rituales para constatarlo. Pero Hick suprime la evidencia al respecto dejándose llevar por un apriorístico espíritu homogeneizador de las religiones [14].

Lo que Hick denomina —con expresión propagandística— «teología pluralista de las religiones», lejos de abrir un espacio dialogal realmente pluralista, ha sido denunciado como una forma ladina de «imperialismo teológico». Porque, de hecho, Hick mantiene un concepto genérico de la divinidad que no es resultado de una fenomenología de las religiones sino de su propia formación cristiana; e intenta imponer esa noción como algo que se encuentra en todas las religiones. Algo análogo sucede con la dimensión ética de su concepto de salvación.

Si John Hick se atuviera más fielmente a los datos, acabaría por reconocer que los cristianos sólo sabemos en qué consiste la salvación a través de la Palabra de Dios que la Iglesia conserva y predica. Aceptaría el hecho de que Cristo y sus discípulos nos han proporcionado la información más precisa de que disponemos al respecto y que la figura de Cristo resucitado es el espejo más fiel de lo que pueda ser un hombre salvado. Sin sus palabras, qué significa ser salvado quedaría en una penumbra similar a la del Hades grecolatino. Como ya vislumbró Wittgenstein, la referencia a la praxis eclesial acerca de las vías de salvación es la brújula más concreta para entender «desde dentro» cuál es la noción cristiana de salvación.

3.        Qué significa en general «salvación»

Quienes se ocupan de estudiar la historia de las religiones saben de la enorme dificultad para encontrar en los ámbitos del budismo o del islamismo una noción equivalente a «salvación». ¿Qué se entiende exactamente en castellano mediante el uso de este término?

Procedente de la palabra latina salvatio, significa en primer lugar la «acción y efecto de salvar o salvarse». Es notable la equivocidad que entraña, pues, este palabra respecto a la cuestión de quién tiene el protagonismo de la salvación: ¿Dios o el hombre? Cada uno de nosotros, ¿se salva o es salvado? Esta cierta ambigüedad puede quizá entrañar cierta sabiduría y no mera indiferencia: el reconocimiento de que la acción salvífica divina y la respuesta humana a la misma forman una unidad operativa, en la cual el observador —e incluso el propio interesado— se ve incapaz de discernir con exactitud cuáles son los límites entre el actuar de Dios y el del hombre.

En cualquier caso, para dilucidar qué significa salvación es preciso remitirse a la acción de salvarse o ser salvado. Ambas formas verbales tienen igualmente una raíz latina: salvare. Salvar a alguien consiste en librarle «de un riesgo o peligro, poniéndole en seguro». Existe también la acepción salvar un obstáculo: «evitar un inconveniente, impedimento, dificultad o riesgo»; a menudo, superar dicho obstáculo comporta un gran esfuerzo. Ambos significados —salvar a alguien y salvar un obstáculo— están en estrecha relación, pues librar a algún otro de peligro se logra sólo con la fortaleza suficiente de quien está capacitado para salvar los obstáculos que se interpongan en su tarea.

En el lenguaje castellano, salvar tiene además una connotación religiosa —consecuencia de la inculturación multisecular de la fe cristiana—; por eso, constituye un hecho evidente que nombrar sin más la salvación y la acción de salvar conlleva la mención de «dar Dios la gloria y bienaventuranza eterna» y, simultáneamente, significa también la consecución de la gloria y bienaventuranza eternas. En definitiva, salvarse consiste en «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo».

Cierta influencia teológica cabe intuir en otra acepción de salvar, a saber, la acción de «exculpar, probar jurídicamente la inocencia o libertad de una persona o cosa». El sentido del término parece tener estrecha relación con el concepto de la salvación en cuanto acto expiatorio, como acción de Cristo por la cual el hombre es justificado y liberado de sus pecados.

En resumidas cuentas, cabe hablar de que el término salvar se mueve en dos niveles fundamentales:

a)       Dentro del idioma castellano hablar de salvar o de salvarse, sin más, remite a la realidad teológica de la salvación cristiana: a Dios que nos salva y justifica en Cristo, librándonos del pecado y de la muerte.

b)       Para significar otras acciones menos trascendentes mediante el verbo salvar (es decir, para referirse a algún tipo de salvación intramundana), es preciso añadir algún predicado concreto, que designe el peligro del cual uno ha sido salvado o la parte del propio ser que fue objeto de salvación [15].

Por su parte, el término castellano salvación posee esencialmente un sentido teológico neto, de raíz indudablemente cristiana [16]. De ahí que resulte tan difícil traducirlo adecuadamente a muchas lenguas orientales, desarrolladas en una cultura no conformada por la fe cristiana.

Semánticamente ligada con la noción de salvación se halla la de salud. Este término procede de otra raíz latina: salus. Y originariamente mienta una situación fisiológica: aquel «estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones», o bien las «condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado». Es decir, tener salud significa en principio tener buena salud, encontrarse bien desde el punto de vista terapéutico.

Un sentido más genérico —actualmente arcaizante— relacionaba la salud con el bienestar en general, que en el caso del hombre está íntimamente ligado a la expansión de su ser mediante la libertad [17].

Por la incidencia de la fe cristiana en la forja de la lengua castellana, también antiguamente se solía hablar de la salud para referirse a «la salud del alma», es decir, al «estado de gracia espiritual». Igualmente arcaico es el sentido anejo a éste, según el cual salud se identificaba con «consecución de la gloria eterna, salvación». Pues en la gloria —bien espiritual supremo del hombre— culmina el don de la gracia.

Dentro de este mismo campo semántico se hablaba del «XX año de nuestra salud», para referirse al tiempo que mediaba entre una fecha determinada y el comienzo de la obra salvadora de Cristo, mediante la Encarnación del Verbo y el nacimiento de Jesús («Salvador») [18]. En efecto, como consecuencia del proceso de inculturación ya mencionado, resulta que el adjetivo verbal salvador (el que salva) lo aplica nuestro idioma por antonomasia a Jesucristo, «a quien también se nombra Salvador del mundo, por haber redimido al hombre del pecado y de la muerte eterna».

El análisis semántico que se ha realizado muestra, en definitiva, que en la lengua castellana actualmente se da un nexo inquebrantable entre el significado del término salvación y la realidad de la revelación cristiana.

Eso explica que la pregunta por si puede darse otro tipo de salvación diverso al enseñado por la Iglesia de Cristo carezca propiamente de sentido. Aunque ello no prejuzgue la cuestión de si el misterio de la salvación se opera también entre los no bautizados.

4.        Reflexiones sobre la noción de «salvación» y el diálogo interreligioso

Sería ridículo pretender tratar en estas pocas páginas la complejidad que entraña la noción cristiana de salvación. Vamos a centrarnos tan sólo en señalar algunos de sus rasgos más distintivos, con el propósito de mostrar lo que antes ha sido enunciado —que dicha noción difiere de la budista y de la islámica—, facilitando así un fructífero diálogo interreligioso que se funde —como cualquier diálogo debe hacerlo— en la autenticidad de cada participante en el mismo.

a)       Concepción budista de la salvación

Es de sobra conocido cómo en el budismo la aspiración suprema del creyente consiste en escapar del dolor, de esa ley de sufrimiento que empapa el ser del hombre y del mundo [19].

Por su lado, la fe cristiana no pretende ser un analgésico. El signo cristiano por excelencia —la Cruz de Cristo— pone constantemente ante los ojos de los fieles que el sufrimiento no es el mal supremo, aquello que debe ser temido y evitado a toda costa. Por el contrario, el dolor asumido libremente por amor a Dios a imagen de Cristo, es la puerta de la auténtica salvación [20].

Así pues, respecto a la esencia de la salvación budismo y fe cristiana divergen netamente. El creyente cristiano ve en el sufrimiento una vía para unirse misteriosamente con Cristo y superar con él y mediante su poder el dominio de la muerte y sus secuelas.

b)       Concepción islámica de la salvación

Las traducciones usuales de «El Corán» no suelen emplear el término salvación, aunque bastantes de sus pasajes se refieran a contenidos de la fe islámica relacionados con esta noción. Según «El Corán», Dios resucitará a los hombres y los someterá a Juicio según su fe y sus obras de fe; en este punto Mahoma acoge la revelación judeo-cristiana [21]. Muchos —añade el fundador del Islam— serán condenados al infierno; otros, por el contrario, serán llevados a «un Paraíso de ensueño» (LXXXII, 13).

Dicho Paraíso es descrito a menudo como un «jardín» u oasis, semejante al Paraíso de Adán pero aún más delicioso; será «un refugio: villas y parras, mujeres ubérrimas de su misma edad, y copas repletas». Aunque enseguida añade que los así recompensados «no dirigirán la palabra» a Dios, el Clemente (LXXVIII, 31-37), que permanece siempre en un lejano más allá.

Por tanto, en el Islam salvarse significa ser salvado por Dios del Infierno —no tanto del pecado—, para gozar un modo de vida que, siendo excelente, no se halla empero a un nivel cualitativamente diverso de la vida presente. Resulta sumamente ilustrativo que el Islam, a diferencia de la fe cristiana, no conciba que la salvación conlleve un cambio sustantivo en las relación del hombre con Dios, el cual permanecería igualmente inaccesible respecto a la vida humana [22].

c)       Esencia de la noción cristiana de «salvación»

Por el contrario, la fe cristiana no contempla la beatitud como un mero estado de felicidad asegurada (tal como se entiende este término usualmente) [23]. Tampoco la gloria es simplemente un gran don perpetuo que se sume a otros bienes naturales que el hombre recibe de Dios, ni consiste en la mera ausencia de pena y de castigo.

Salvación significa en castellano y en otras lenguas occidentales «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo» (cielo no es fundamentalmente sino un sinónimo de ese estado de gloria eterna). La gloria es un estado cualitativamente diverso del estado de gracia (y, desde luego, del estado de pecado).

En el Nuevo Testamento, en qué consista la salvación sólo se describe gráficamente en el Libro del Apocalipsis; y en este caso ha de destacarse la ausencia de términos eudaimonistas: se habla de un culto perpetuo otorgado a Dios en Cristo por un Pueblo santo de reyes-sacerdotes. San Pablo, por su parte, declara sencillamente siguiendo la tradición profética de Israel que la gloria es inefable (1Co 2, 9), es decir, resulta propiamente indescriptible.

Conceptualmente la gloria es caracterizada por Cristo como el advenimiento definitivo y absoluto del Reino de Dios. Por encima de una miope perspectiva individualista, Jesús concibe la salvación como la compleja realización de un plan divino que surca la historia de la humanidad.

Pero quizá lo más característico y distintivo de la gloria a la que seremos elevados gratuitamente por Yahvé es que «veremos a Dios cara a cara» (1Co 13, 12), plenificándose así el más arcano y profundo anhelo que Dios ha puesto libremente en el hombre: el desiderium naturale videndi Deum, según la expresión clásica y bien conocida.

Y, si podemos ver a Dios a quien sólo el Hijo conoce, es que entonces seremos ontológicamente deificados: rehechos según una semejanza impensable, unidos de modo íntimo con Aquel de quien ya somos imagen: «hechos partícipes de la naturaleza divina» (2P 1, 4). Seremos hechos hijos en el Hijo, hijos de Dios por medio del Hijo Unigénito a semejanza suya: el Verbo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser deificado. La deificación de los bienaventurados es posible sólo gracias a un proceso de cristificación que se va incoando ya aquí en la vida terrena [24].

El pecado es el gran obstáculo para que arraigue en nosotros la vida divina que Cristo nos ha conseguido. Por eso Cristo nos salva redimiéndonos y justificándonos.

La resurrección forma parte de la gloria por la misma razón que el pecado trajo consigo la muerte y sus secuelas (enfermedad, sufrimiento, autodestrucción). Resulta lógico, pues, que las curaciones de enfermedades aparezcan así en el NT como signos especialmente adecuados de que la salvación está próxima y de que es Jesús quien nos la comunica. Al redimirnos del pecado, Cristo nos gana la vida eterna, que es un nuevo modo de vida —un modo divino de vivir— y no simplemente una prolongación del tiempo presente [25].

En el testimonio apostólico acerca de Cristo resucitado se encuentra el núcleo más sólido para presentir qué será vivir como salvados, ser bienaventurados elevados a la gloria. La Humanidad de Cristo es, en efecto, «la primicia» de la humanidad salvada» (1Co 15, 20-23). Jesús es quien primero recorre el camino de la gloria. Desde esta perspectiva cobra un tinte nuevo su afirmación tajante: «Yo soy el Camino … y la Vida» (Jn 14, 6) [26].

Después de todo lo dicho, la hipótesis de que todas las religiones conciben de igual modo la salvación aparece en todo su descarnado y burdo simplismo. Un simplismo que de hecho resulta ser un obstáculo imponente —una fuente de confusión, ambigüedad y malentendidos— para el sincero diálogo interreligioso.

José Miguel Odero, dadun.unav.edu/

Notas:

1.      La misma pregunta se halla en Mc 10,26.

2.      Four Views on Salvation in a Pluralistic World, D.L. OKHOLM-T.R. PHILLIPS (ed.), Grand Rapids 1996, p. 43.

3.      Ibidem.

4.      Ibidem, p. 44.

5.      Así se lo hacen notar varios colaboradores en esta obra colectiva: Alister E. McGrath (pp. 163 ss.), citando a otros muchos autores.

6.      J. HICK, The Second Christianity, London 1983, p. 86.

7.      Four Views on Salvation…, p. 174.

8.      Cfr. ibidem, p. 249.

9.      Cfr. ibidem, p. 254.

10.        Cfr. Mc 10, 27; Lc 18, 26.

11.       Cfr. S. H. SIEDL, Salvación, en Diccionario de teología bíblica, J.B. BAUER (ed.), Barcelona 1967, p. 962; J. DÍAZ Y DÍAZ, Salvación, en Enciclopedia de la Biblia, A. DÍEZ MACHO-S. BARTINA (ed.), IV, Barcelona 21969, pp. 407-412.

12.       «De Deo loquimur, quid mirum si non comprehendis? Si enim comprehendis, non est Deus. Sit pia confessio ignorantiae magis quam temeraria professio scientiae. Attingere aliquantum mente Deum magna beatitudo est, comprehendere autem omnino impossibile»: S. AGUSTÍN, Sermones, 117, 3, 5.

13.       J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo, Salvador de la humanidad. Panorama bíblico de la salvación, Pamplona 1996, pp. 109 s.

14.       Cfr. Four Views on Salvation…, pp. 156-162; 165 s.: 170-175.

15.       Por ejemplo: —«La salvó de ahogarse»; —«Por pura casualidad me salvé de caer en el precipicio»; —«Te ha salvado la vida»; —«Gracias a la sangre fría del médico se salvó mi mano».

16.       Otros usos profanos de la noción de salvación nunca se expresan con este término (salvación): p. ej., se suele hablar de «equipo de salvamento»; en otros casos, para significar salvaciones de peligros, se acude al recurso de sustantivar el verbo salvar: —«Salvar a alguien de las llamas de un incendio es una acción heroica».

17.       Así también se habla de salud como «libertad o bien público o particular de cada uno».

18.       Cfr. Mt 1, 21.

19.       Cfr. H. DE LUBAC, Aspetti del buddismo, Milano 1980; Buddismo et Occidente, Milano 1987;K. MIZUNO, I concetti fondamentali del buddismo, Assisi 1990; U. SCHNEIDER, Der Buddhismus. Eine Einführung, Darmstadt 41997; M. BRÜCK-W. LAI, Buddhismus versus Christentum: Geschichte, Konfrontation, Dialog, München 1997.

20.       «Solamente el cristianismo ha convertido a la muerte en salvación»: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la religión, § 12, México 1964, p. 103.

21.       Los temas escatológicos —aludidos con frecuencia a lo largo de todo el libro— son muy explícitamente tratados en las azoras LVI-LXXXIX.

22.       Cfr. G. FINAZZO, I musulmani e il cristianessimo. Alle origini del pensiero islamico, Roma 1980; A. KHOURY, Los fundamentos del Islam, Barcelona 1981; Encyclopaedia of Islam, T.W. ARNOLD (ed.), Leiden 1986 ss.; R. LEUZE, Christentum und Islam, Tübingen 1994; D. WAINES, El Islam, Madrid 1997.

23.       En este sentido la referencia con que comienza Van der Leeuw el análisis de la esencia de la salvación, definiéndola como felicidad donada, no es fiel al auténtico uso del término felicidad: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología…, § 11, p. 93.

24.       Cristo es la condición necesaria para alcanzar la salvación (1Tm 2,15).

25.       La pedagogía divina se encamina a darnos «como Dios… la vida eterna»: CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protréptico cap. I; PG 8, 61 C.

26.       «Rm 4, 25 es la clave en la teología de la salvación divina en Cristo: “El cual fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación”» (J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo…, p. 367).

Martín Kriele

El contexto cultural de la ilustración política fue el Derecho Natural racionalista. Se trataba de conocer las condiciones según las cuales el hombre puede vivir como hombre, no reducido o disminuido, sino de acuerdo con su naturaleza propia. Ahora bien, ¿qué es lo propio de la naturaleza humana?

Esta pregunta se puede contestar  de dos maneras: considerando al hombre naturalísticamente, es decir, de modo empírico-biológico, como un animal complejo dotado de cualidades específicas, en especial con un entendimiento técnico-científico capaz de organización, o bien, introduciendo en  el  concepto  de naturaleza humana los ideales de autorrealización de la persona, independientemente de con qué frecuencia y de qué modo dichos ideales se hayan realizado. En este caso, el concepto de naturaleza humana se orienta en torno a modelos individuales, por ejemplo, en torno al sabio, al que ama, al que crea, al que ayuda, al sacrificado, al que busca la verdad y la justicia, etc. En este sentido, el concepto abarca la vida espiritual, religiosa, jurídica,  artística, cultural, -en definitiva todo aquello que el hombre consideraba y considera como bueno, hermoso, verdadero, sagrado, justo, etc.- como posibilidades innatas a la naturaleza humana, cuya actualización es deseable [1].

La ilustración política se desarrolló a partir del Derecho Natural «ideal». Su eje era la dignidad del  hombre. Pues  ésta es la razón  por la que existe en definitiva una obligación respecto al otro. El término expresa que el hombre también ha de ser interpretado -aunque no solamente- de modo «naturalístico», y que por eso no puede ser considerado como un objeto más de la Naturaleza a la hora de actuar. Antes al contrario, debe ser respetado al mismo tiempo como sujeto. De aquí se desprende, desde el punto de vista político, la exigibilidad de la libertad como condición de que el desarrollo de las mejores capacidades de cada hombre sea posible. El principio básico de la ilustración política era, así pues, el siguiente: Cada hombre tiene el mismo derecho a la libertad y a la dignidad. Este principio plantea una exigencia intelectual y una exigencia moral. Intelectualmente, se trata de determinar las condiciones concretas de la realidad necesarias para la realización de ese derecho. Moralmente, la efectuación de aquellas condiciones presupone solidaridad y compromiso: sentir la injusticia, la indigencia o la miseria de los demás como pro­ pias y luchar por conseguir reducirlas. La ilustración política es, pues, una combinación de realismo y solidaridad. Ambos elementos se complementan mutuamente. Un realismo descarnado que desplazase la moralidad hacia la determinación abstracta de los fines y considerase los medios únicamente bajo el prisma de su utilidad inmediata, lesionaría tanto los requisitos de la solidaridad, como lo hace un moralismo no realista.

Contra el concepto de «naturaleza humana» se suele  argumentar que contiene implicaciones valorativas y que, por  lo  tanto,  únicamente se deducen de él aquellos postulados en él previamente introducidos. Se podrían considerar interpretaciones  opuestas  y  derivar de ellas consecuentemente las teorías sobre el Derecho Natural más contrarias, legitimadoras de modelos políticos  absolutamente  distintos [2], La respuesta clásica a esta objeción indica que no se pretende conseguir la realización de cotas máximas, sino la libertad y auto­ determinación que convierten al hombre  y  a  los  pueblos,  de objetos en sujetos de su propio destino. En cierta medida, se supera así la objeción. Pues es algo radicalmente distinto el que el Estado  determine los valores que han de ser realizados o si, por el contrario, únicamente se preocupa de garantizar los fundamentos políticos y económicos necesarios para la realización del individuo.

Bajo el concepto de ilustración política entendemos, pues, aquella tradición de pensamiento que responde a la pregunta ¿qué es lo propio de la naturaleza humana? con un cheque en blanco: la libertad. La fijación del contenido de la respuesta depende de una autodeterminación responsable. Precisamente porque debe orientarse  según los problemas que se plantean, y han de ser resueltos, en cada situación concreta, los problemas planteados por los demás hombres, por el Poder, por la ignorancia o la indigencia. Ir más allá de este criterio genérico y pretender contestar a la pregunta sobre lo que es propio de la naturaleza humana con algo que obliga a los demás sería absurdo, una contradicción en los términos. Significaría no solamente pretender saber lo que no se puede saber porque únicamente cada hombre, cada pueblo y cada generación en particular puede juzgar según las circunstancias y posibilidades determinadas. Significaría también, incluso en el caso de que se supiera cómo juzgar, sojuzgar al hombre y privarle de su libre capacidad de autodeterminación, que  es cabalmente lo propio de su naturaleza. Pues lo específicamente humano, sobre lo que los ilustrados insistían, es que el hombre no debe seguir siendo un ser tribal, nómada o gregario sino que es capaz de formar una comunidad social en libertad. La vida humana se halla determinada en mucha menor medida que la vida animal por la especie. Cada hombre tiene una biografía propia, grande o pequeña, dramática o vulgar, pero individual. El hombre es libre en la medida en que no se halla condicionado por su destino a través de las circunstancias externas de modo absoluto, sino en cuanto que las configura él mismo. Es cierto que cada  decisión  que toma  a lo largo  de su vida limita su libertad según las circunstancias respectivas: por ejemplo, decidirse por una profesión, una persona, un compromiso político,  religioso,  artístico  o social, supone, igual que en el caso  de realizar una promesa determinada, asumir unas obligaciones específicas. Este tipo de reducciones del ámbito de la libertad no vienen impuestas, sin embargo, desde fuera, sino personalmente: significan únicamente que se ha fijado la meta del viaje y que lógicamente hay que mantener  el  curso.  Estas  decisiones  son,  además, la base de toda actividad continuada y de toda actividad social: es decir, la autolimitación de la libertad se compensa a través de una ampliación del ámbito de la libertad en un campo determinado. En definitiva, la tesis fundamental de la ilustración política es primariamente que «el hombre debe vivir como hombre»: debe poder auto­ determinarse en el máximo grado.

En este contexto, el concepto de libertad  no  es  sustituible  por el de felicidad, porque una felicidad impuesta supone una enajenación de la persona; porque, con otras palabras, el concepto de «felicidad impuesta» en realidad es un contrasentido. Con mayor razón, cuando el concepto de felicidad, de acuerdo con la definición aristotélica -la eudemonía-, se identifica con la idea  de la  perfección moral o, de modo más expreso, cuando según la interpretación cristiana se identifica con la salvación del alma. En la historia de la libertad religiosa ha jugado un papel clave la tesis de que la salvación eterna no pueda ser impuesta, precisamente porque supone una libre decisión del hombre a favor de Dios. Esta tesis fue una aplicación teológica del argumento ético general, según el cual la perfección moral sólo puede basarse en una decisión libre. Por eso, no son oponibles la felicidad y la moralidad a la libertad. Pues aunque la libertad no sea lo mismo que la felicidad, aquélla es su condición imprescindible.

Sobre este principio se construyó la típica distinción de la Ilus­ tración entre Derecho y Moralidad. El Derecho, como orden coactivo heterónomo no puede obligar al cumplimiento de todas las reglas morales, sino que obliga a un «mínimo ético» (Georg Jellinek) [3]. Ahora bien, este mínimo ético exige el respeto de las condiciones de la libertad. Pues la libertad es el requisito previo para que el hombre llegue a ser idéntico consigo mismo y pueda desarrollar y realizar sus mejores potencialidades. No se persigue, por lo tanto, la consecución de elevados valores o lo que autoritariamente se entienda como tal, sino de crear las condiciones jurídicas y económicas necesarias para el mejor desenvolvimiento del hombre y de los pueblos. Para la Ilustración, la libertad se hallaba condicionada y limitada: las limitaciones de la libertad están justificadas si son necesarias para la realización de una idéntica capacidad de libertad en los demás. El equilibrio entre libertad y limitaciones de la libertad se articula  sobre la base de aquellas  condiciones  que posibilitan el que «la libertad de uno puede permanecer junto a la libertad de todos los demás» (Kant) [4]. Al perseguir la misma libertad  para los demás, no  se pretende lógicamente producir una lucha de intereses o  en  pos  del poder, que supondría la reducción de la libertad de los más débiles, sino la configuración de sociedades guiadas por el Derecho que protegen la libertad del individuo y que conducen democráticamente a la construcción de Naciones según sus elementos, tradiciones y características específicas. A la idea de la libertad pertenece el deber de respetar la dignidad del otro, es decir, una responsabilidad política, social y moral. Ambos elementos son imprescindibles: la libertad se destruye a sí misma sin su complementación por medio de la responsabilidad. Un actuar responsable precisa, por otra parte, de libertad.

Las raíces de la dignidad humana

Los ilustrados no podían, por todo lo anterior, interpretar la naturaleza del hombre de modo puramente empírico-biológico. Sobre la base de una consideración puramente naturalística el concepto de «dignidad humana» pierde su contenido específico y es imposible fundamentar la imprescindible' exigencia de respetar la dignidad del hombre. ¿Por qué ha de ser respetada, en última instancia, la digni­ dad humana? Kant resume la obligación moral de la que depende toda la ética de la Ilustración en el axioma de que el hombre merece respeto en cuanto hombre, precisamente porque nunca debe ser contemplado únicamente como medio, sino también como fin. ¿Pero por qué merece este respeto? La fundamentación kantiana del imperativo categórico presupone el deber de respetar la dignidad humana, y la fundamentación de la dignidad humana presupone, al mismo tiempo, la obligatoriedad del imperativo categórico [5]. Dicho con otras palabras: la conexión entre dignidad humana y moralidad es el punto final, en el que confluye el análisis de la Ilustración. Esta conexión  se puede explicitar únicamente conceptualmente, pero no puede ser fundamentada racionalmente de nuevo. Este es el axioma clave de toda ética basada en el derecho natural, donde lo esencial es que estos contenidos éticos tengan validez en la moralidad vigente. Si esta vigencia no es real y se llega a las últimas conclusiones de una consideración puramente naturalista del hombre, Ausschwitz y el archipiélago Gulag son una consecuencia necesaria: porque entonces no hay ninguna razón para no tratar al hombre únicamente como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo.

El concepto «dignidad humana» presenta implicaciones que, aunque no sean fundamentales racionalmente, son fáciles de imaginar. Este concepto conlleva un curioso tono de solemnidad, una honda dimensión que muchas veces permanece oculta.  Los ilustrados  del siglo XVIII hablaban de la dignidad de «todo aquel, que posee rostro humano». Esta conceptualización es, dado el racionalismo  intelectual del mundo actual, un cuerpo extraño, en  cierta  medida  una  expresión procedente de un contexto intelectual muy distinto. En esta expresión se hallaba nítidamente presente la idea de que  el hombre  es algo específicamente diverso del animal; diverso no  únicamente  a  causa del lenguaje y de su racionalidad técnica, sino especialmente gracias a sus potencialidades ideales, aquellas que  permiten  considerar que «todo aquel, que posee  rostro  humano»,  posee  el derecho  a ser libre. La idea de la dignidad humana deriva por otra parte, del derecho natural estoico y de la doctrina cristiana,  según  la  cual  todos los hombres son  imagen  de Dios. Hijos  del  mismo Padre  y, por  lo tanto, hermanos con los mismos derechos.

Cuando Kant interpretaba la religión en el sentido de identificar nuestros deberes morales con los mandamientos divinos, estaba presuponiendo la existencia de deberes morales.

Este supuesto era únicamente legítimo, porque existía una moral común aceptada en los círculos ilustrados.  Esta  moral  es impensable sin sus condicionantes históricos, entre los que se cuentan raíces metafísicas y religiosas.  Si  Kant  deducía  («postulaba»)  la  religión  de las reglas morales,  ello  era  solamente  posible  precisamente  porque de hecho se encontraban allí de forma condensada.

A partir de la  idea  de la  dignidad  humana  el derecho  natural  de la Ilustración dedujo que no existen esclavos por naturaleza, que todo trato desigual exige una justificación determinada y que cualidades diferenciadoras no son en principio factibles para legitimar un trato desigual.

Para el desarrollo político de la idea de la igualdad fundamentada en la dignidad del hombre, puede haber sido históricamente importante el que, como afirmaba Tocqueville, el absolutismo de los siglos XVII y XVIII redujese el poder de la nobleza y vaciase de contenido a la estructura feudal, preparando así su destrucción. Posiblemente jugó también un papel importante, como ha expuesto Luden Goldmann, la extensión del trueque y del mercado, dado que al comercio le es indiferente si el comprador es cristiano o pagano, blanco o negro, libre o esclavo [6]. De este modo se configuraron condiciones históricas que posibilitaron la incidencia política de la idea de la dignidad humana. La idea en sí, es, sin embargo, ininteligible sin sus raíces metafísicas y religiosas.

En la tradición cristiana se hablaba de la imagen divina del hombre. Los ilustrados del siglo XVIII eran -dada la situación ocasionada por el deseo de dominio de las diferentes Iglesias- anticlericales frente al Estado confesional, y muchos de ellos se confesaban deístas o ateístas. Pero vivían como algo perfectamente natural dentro del clima de la ética de la tradición, que era el que conformaba  la cultura moral y política de su época. Su idea de la dignidad humana se manifestaba inequívocamente por medio de su ineludible deber con respecto al hombre. La idea de la dignidad humana contenía para los ilustrados del siglo XVIII una tradición religiosa; la sensación de que el hombre es un ser eterno, indestructible en su dimensión espiritual, cuya vida terrena tiene un sentido que va más allá de lo terreno. Lo que la Ilustración política conllevaba era ese recuerdo, o, por lo menos, el recuerdo del recuerdo: una metafísica reducida a una simple «intuición», a un genérico respeto y código morales, pero que no fueron nunca desechados. Pues, como afirma Hans Welzel: «si no hubiera Trascendencia, es decir, si la obligación moral y el deber transcendente a la existencia, son únicamente la proyección ilusoria de hechos psicológicos o sociológicos, entonces el hombre se encontraría en cuerpo y alma indefenso frente a un poder superior. De nada sirven entonces los posibles retrasos que pueda causar a su destrucción un génerico equilibrio de fuerzas: en el momento en que el poder de un bloque sea ilimitado, dependerá de él no sólo físicamente sino también intelectualmente» [7].

Esta argumentación no demuestra la necesidad de la  Metafísica. Una «defensa de la Metafísica sobre la base de su pérdida»  (Marquard) [8] no consigue salvar a la Metafísica. En este punto estriba para siempre la atacabilidad práctica y política de la Ilustración política, su talón de Aquiles. Hacia este punto se dirige la flecha de la concepción

«naturalística» del hombre, y esta herida puede  ocasionarle  la muerte. Ahora bien, cualquier intento de salvaguardar la  Ilustración  política fundamentando la misma ética ilustrada sobre la base de la concepción naturalística del hombre acaba lógicamente por fracasar.

Es cierto que ha  habido  intentos  de  fundamentar  la  moral  en  una concepción naturalística. En especial, los utilitaristas pretenden derivar  la  moral  de  un  puro  cálculo  egoísta [9].   Pero  estos  intentos no son concluyentes en modo alguno: no consiguen explicar la obligatoriedad misma de la moral, ni la solidaridad con las minorías -a las que es preferible no pertenecer, aunque cambien las condiciones ambientales-; tampoco alcanzan a  explicar  el compromiso  entusiasta en favor de los derechos humanos de los demás, por los que se está dispuesto a luchar e incluso morir, ni consiguen tampoco entender el tono de solemnidad con el que se pronuncia el término «dignidad humana». El intento más genérico de fundamentar la ética racionalmente lo constituye la teoría del discurso de  Habermas.  Se  trata  de una tesis originariamente consecuente. Sin embargo, se basa sobre el principio de que «el  otro»  se  halla  legitimado  como  un  debatiente  en igualdad de condiciones. Este principio no  puede  ser  fundamentado por la teoría del  discurso,  sino  que  se  presupone [10].  Es  cierto  que quien discuta este principio expresamente,  empieza  a  debatir  y, por lo tanto, desmiente su propia crítica. Frente  a quien, sin embargo,  no quiera debatir, sino que,  por  el  contrario,  pretende  ejercer  o  ejerce de hecho el Poder sin razonarlo, no cabe  defender  este  principio por medio de argumentos, sino únicamente estando dispuestos a establecer y defender las condiciones jurídicas de la  libertad  a  través de medios políticos.  El  conflicto  entre  las  concepciones  naturalística y metafísica sobre la naturaleza del hombre es insoslayable, es un conflicto netamente «político». Mientras dure, el sueño de una superación definitiva de toda tensión amigo/enemigo por medio del discurso racional no es otra cosa que una esperanza inalcanzable.

Martín Kriele, en dadun.unav.edu/

Notas:

*  Ponencia presentada a las Jornadas Internacionales de Filosofía  Jurídica  y Social, celebradas en Pamplona los días 6  y  7  de febrero  de 1981. Traducción  de  José M, Beneyto.

1.   Hans  Welzel  distingue  en  un  sentido  similar  entre  derecho  natural   existencial  (o  natural-físico)  y  un  derecho  natural  ideal  que  surge  continuamente   a lo largo de toda la historia de la filosofía del derecho y del Estado con  variaciones  diversas.  Este problema fundamental lo desarrolla su obra «Derecho  natural  y  justicia  material» (4." edic. Gottingen 1962).

2.   WELZEL, ibid., pág. 241.

3.   GEORG ELLINEK, El sentido ético social del Derecho. 2.ª edic. Berlín 1908, pág. 45.

4.   Introducción a la metafísica de las costumbres. Edic. en Darmstadt  de  las Obras Completas, 1956, editado por W. Weschedel, vol. IV, pág. 315.

5.   De una parte  el imperativo  categórico:  «Actúa  de  tal  manera  que consideres a  la  humanidad,  tanto  referido  a  tu  persona,  como  en  lo  referente   a  la  persona  de todos los demás, siempre como un fin, nunca solamente como medio». Por otra parte, la dignidad humana: «Nuestra voluntad individual considerada idealmente, es decir rigiéndose únicamente con sus propias reglas generales, es el auténtico objeto que merece respeto; y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en  esa  capacidad  de hacer  reglas generales  bajo la condición  de someterse a ellas». (Edic. Darmstadter de las Ohnlís Completas, 1956, editado por W.  Weischedel, vol. IV, págs. 61 y 74).

6.   Lucien GOLDMANN, El ciudadano cristiano y la ilustración, Neuwied-Berlin 1968, en especial págs. 21 y ss.

7.   WELZEL, ibid., págs. 238-239.

8.   Ono MARQUARD, Método escéptico en relación con Kant, Friburgo-Munich 1958, pág. 14, 54 y SS.

9.   KRIELE, Introducción a la teoría del Estado. Reinbek 1975, § 5

10. Ampliamente expuesto por el autor en: Derecho  y  razón  práctica.  Gottingen 1979, párrs. 5 y 6, también 12-14.

Diego Poole

5.        La virtud moral como disposición hacia el bien común

La virtud humana es esencialmente disposición hacia el bien común. Esta afirmación, que puede desconcertar incluso a muchos que se consideran tomistas, es congruente con toda la filosofía de Santo Tomás. Si el hombre es parte de un conjunto, la perfección de algo o de alguien que  es parte de un todo, hay que apreciarla por la relación que guarda con el todo del que forma parte. Hasta tal punto es así, que Santo Tomás llega a decir que el bien común es más amable que el bien propio, porque cada parte ama más el bien del todo que el bien exclusivamente propio (es muy significativo que, en este punto, Santo Tomás traiga a colación la cita de de la Escritura: "la caridad no busca su propio interés") [32]. Esta prioridad del amor natural a lo común se puede experimentar con lo que podríamos llamar el dilema de ser el último hombre sobre la tierra: si yo fuera ese hombre y se me presentara la disyuntiva entre vivir unos cuantos años más pero agotando conmigo la especie humana, o morir inmediatamente peto dejando descendencia, muy posiblemente elegiría esta segunda opción. Esta consideración no despersonaliza al individuo, sencillamente muestra que la categoría de persona no está reñida con la tendencia de la naturaleza, operativa en cada individuo, a preservar el todo. A este dinamismo natural de cada individuo hacia la unidad del todo, cuando se verifica en las relaciones interpersonales, le llamamos solidaridad. Para el Aquinate, esta disposición  hacia el bien común  no es fruto de una voluntad que se niega a sí mima porque, todo el movimiento apetitivo del hombre está naturalmente dispuesto en vista de ese fin. La virtud moral consiste precisamente en llevar a término, mediante el control de la parte racional, este impulso natural de los apetitos, moderándolos, no sofocándolos, es decir, ajustándolos para que todos jueguen a favor del fin último, fin en vista del cual ya están de forma incoativa naturalmente dispuestos. La razón de ser de las virtudes morales -incluida la justicia-, reside en que, cada una, en su nivel de mayor o menor ultimidad, contribuye a disponer adecuadamente todas las partes del hombre hacia su fin último.

Muchos de los autores que, en supuesta continuidad con Aristóteles  y Santo Tomás, han reflexionado sobre la justicia, han subrayado excesivamente la noción de justicia particular, dejando un  poco de lado la noción de justicia general, cuando resulta que ésta es una pieza clave  para  entender toda la filosofía aristotélico-tomista sobre  las virtudes.  El concepto de justicia según Santo Tomás, es un concepto analógico, cuyo concepto central, referente, o más clásicamente, analogados principal, es la justicia; general, entendida como la rectitud de la voluntad apoyada, o al menos, no impedida,  por los demás apetitos.  Esta  consideración  de la justicia  general como concepto central, nos permite comprender las demás acepciones de la justicia. La justicia es en primer término una virtud personal, como lo son la fortaleza o la templanza, y por lo tanto, se predica en primer lugar del hombre mismo, y más en concreto, de su voluntad (la justicia es en primer término la rectitud de la voluntad). Sólo secundariamente y por analogía se habla de justicia del orden normativo, en cuanto que dicho orden tiende a producir la justicia en el hombre; y, por su parte, un acto se dice que es justo en cuanto que manifiesta cierta justicia en el hombre. Y cuando se habla de justicia objetiva, hay que entenderla en un sentido derivado, como efecto habitual de una voluntad justa, pero que también podría ser provocada por una voluntad injusta. Lo que algunos llaman justicia objetiva no es sino lo que Santo Tomás llamaba lo justo, que es precisamente el objeto de la justicia, que puede darse con virtud o sin ella, porque hay quien paga sus deudas sin ningún deseo de hacer bien al acreedor, incluso, a veces, con ánimo de estafarle más fácilmente después [33].

Por otra parte, aunque el Aquinate distinga analíticamente diferentes virtudes, todas son aspectos de un mismo proceso perfectivo, por el que cada hombre se va disponiendo adecuadamente, y, en cierta manera, va anticipando progresivamente, la realización del fin último. Aristóteles lo explica, y Santo Tomás lo repite, comparando las virtudes con las artes que se subordinan entre sí en orden a la consecución del fin del arte principal [34].

Puesto que la realización personal no se logra en solitario, sino en comunidad, es preciso que el hombre, por medio de las virtudes, se disponga también adecuadamente a la convivencia con los demás. Y el hábito por el cual el hombre se dispone adecuadamente para la convivencia es la justicia. Dicho con otras palabras, si la virtud perfecciona al hombre, llevando a término la labor incoada por la naturaleza, y el hombre es naturalmente un ser social, la justicia en cuanto que perfecciona la dimensión social del hombre, perfecciona al hombre mismo. Y puesto que los hombres, debido a su naturaleza corporal, sólo se comunican por medio de acciones y cosas exteriores, la justicia versará sólo sobre las cosas exteriores con las que se relacionan las personas entre sí.

Si con las demás virtudes morales cada hombre afina sus pasiones para que respondan adecuadamente a la propia razón; por la justicia lo que se afina es la propia voluntad para que quiera el bien del prójimo. Se trata de un proceso perfectivo continuo, en el que la justicia es como el último paso de la virtud, de una virtud que comienza a formarse y afianzarse por la templanza  y  la fortaleza,  pero que culmina  en  la justicia.  Dicho con otras  palabras,  las pasiones  interiores -disciplinadas por  las demás  virtudes morales-  no se ordenan  de suyo  al  prójimo,  pero sí sus  efectos,  las operaciones exteriores, que son ordenables a otro, y esto se logra mediante la : virtud de la justicia.

Cuando Aristóteles  dice que la justicia  general  es la virtud  moral  completa o perfecta, nos está diciendo que la justicia general no es una virtud entre otras, sino que es el conjunto  de todas  las virtudes  en acción  desde  la perspectiva del bien común.  Por  la justicia  general,  el  orden  impreso  por la razón en los apetitos, tiene razón de medio para la adecuada disposición: de la voluntad hacia el fin último, que es un bien común. Dicho con otras palabras, el orden impreso en los apetitos por las demás virtudes morales se realiza en vista de las acciones exteriores, y éstas mantienen su rectitud gracias a la virtud de la justicia. En este sentido hay que interpretar el adagio clásico Iustitia in se omnem virtutem complectitur [35], porque la justicia presupone siempre otras virtudes. Inversamente, también podemos decir que en la raíz de casi toda injusticia hay siempre una inmoralidad de otra especie distinta a la injusticia. Por ejemplo, muchos asesinatos se cometen por no haber podido moderar la ira; la mayor parte de las violaciones se realizan por una incapacidad habitual de controlar el instinto sexual. Sólo aquellas acciones voluntarias lesivas del prójimo no motivadas por ninguna pasión sensitiva, son debidas a la pura injusticia, y a esto propiamente lo llamamos "malicia", que es una perversión de la misma voluntad. Entre las muchas consecuencias que se pueden derivar de esta consideración, podríamos destacar que el educar para la justicia, que es educar para la ciudadanía, presupone educar los afectos o apetitos, enseñando a vivir otras virtudes que aparentemente no tienen trascendencia social. Este planteamiento también pone en entredicho buena parte de las teorías modernas que distinguen entre "ética pública" y "ética privada" [36].

El bien del otro es también mí bien; el bien común es al mismo tiempo un bien personal. Presupone reconocer que el otro forma parte del mismo conjunto que yo. Puesto que la justicia versa sobre las operaciones mediante las cuales el hombre se ordena no sólo en sí mismo, sino también en relación a los demás, es incompleta la proposición clásica "la justicia tiene por objeto el bien del otro". Es incompleta por dos motivos: primero porque -como acabamos de ver- el bien del otro es también el bien del sujeto agente, ya que el bien de una parte (que es el individuo) presupone que las demás partes estén también adecuadamente dispuestas; y segundo, porque la virtud de la justicia manifiesta la perfección de las demás virtudes morales en el sujeto agente.

Las demás virtudes morales -presupuestos de la justicia y de la prudencia- consisten en una cierta impresión del orden racional en los apetitos sensitivos; apetitos que, considerados cada uno aisladamente, sólo pueden tender hacia sus bienes parciales respectivos. Por ejemplo, el apetito nutritivo inclina al hombre a alimentarse cuando siente hambre; el apetito sexual le inclina a una relación camal cuando se dan determinadas circunstancias... En la medida en que los apetitos son moderados  por  las virtudes, son integrados en el conjunto de la personalidad, son  como  domesticados para que apetezcan cuando deben y como deben,  esto  es,  conforme  a  la recta razón (que es recta cuando dispone hacia el fin para el cual el  hombre fue creado). En cambio, en la justicia todas las virtudes están implicadas, porque la justicia presupone el orden en los demás apetitos. Por  la  prudencia, se eligen con facilidad los medios más adecuados para  lograr  la propia plenitud (que, como hemos visto, se verifica  en  ese  saber  formar parte de un conjunto), lo cual presupone una cierta habilidad  de  la  mente para discernir el bien del prójimo. Mientras la prudencia  es una perfección  que radica principalmente en la inteligencia,  la justicia  es una virtud  propia de la voluntad. Y, como la voluntad humana no es una potencia apetitiva desencarnada, sino que se fortalece o se debilita por la disposición de los apetitos sensitivos, la justicia presupone  la disciplina que se logra mediante la fortaleza y la templanza. En suma, la virtud moral presupone  una  rectitud de todas las potencias, porque  en el obrar  humano  no es sólo un apetito: el que entra en juego, sino el hombre mismo con todos sus apetitos, por lo que, en el discurso moral, más que rectitud del apetito, sería más adecuado hablar de la rectitud del dinamismo apetitivo.

Obviamente el reconocer el-bien-del-otro como  objeto  de  la  virtud de la justicia, presupone reconocer que hay otros seres humanos que forman parte de la misma comunidad, con el mismo título que yo. Retomando el ejemplo de la orquesta, cuando vemos al otro como parte del conjunto, le reconocemos los medios que le son necesarios para integrarse y mantenerse correctamente en la comunidad, y por ella realizarse. Cuando estos bienes que cada cual necesita sólo se pueden poseer o ser mantenidos en su posesión  a través de la intervención  de mi voluntad  (de hacer o de no hacer),  entonces  me encuentro en posición de deudor, y cuando tengo el hábito de saldar mis deudas, entonces tengo la virtud  de la justicia [37].

Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, explica que, si bien la función común de toda justicia es la de ordenar al hombre con relación a otro, esto puede  ser  de dos  maneras: a  otro considerado  individualmente, o a  otro considerado en común, en cuanto que quien sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen [38]. Cuando la acción se elige en orden al bien de una persona considerada individualmente, entonces hablamos de justicia particular como especie de justicia. Y cuando se elige motivado en primer término por el bien de la comunidad en su conjunto, entonces hablamos formalmente de justicia legal como otra  especie de justicia. La diferencia no depende de la materialidad del acto, sino de la intencionalidad próxima de la acción. Los actos de todas las virtudes -ya ordenen el hombre hacia sí mismo, ya lo ordenen hacia otras personas singulares, como es el caso de la justicia particular- son ordenables al bien común de dos maneras: una con intención secundaria, y otra con intención principal. Sólo en este segundo caso estamos ante un acto específico de justicia legal [39]. Ciertamente, tanto Santo Tomás como Aristóteles inducen a confusión al manejar el concepto de justicia legal o general en diversos sentidos, y con una afinidad muy grande entre ellos. Un sentido es el que acabamos de ver: la justicia legal como virtud específica cuando la motivación próxima es el bien común. Pero también utilizan la expresión justicia legal o general para referirse a la forma general de toda justicia, porque toda justicia ordena siempre, inmediata o mediatamente, al bien común (la mayor parte de las veces mediatamente).

La doctrina tomista, especialmente la que se desarrolla a partir del siglo XVII, al tratar el tema de la justicia, se ha centrado especialmente la noción de justicia particular, y poco a poco ha ido olvidando de la justicia general, que en el mejor de los casos, se ha considerado como una noción religiosa vinculada con la santidad de vida. Por todo lo que hemos dicho hasta ahora, creemos que una interpretación fiel del pensamiento tomista -y más todavía, de Aristóteles- no nos permitiría esta separación. Ciertamente la justicia que interesará a los juristas es la justicia particular, tanto en los repartos como en los intercambios. Pero sin comprenderla en el contexto de la justicia general, sólo se tendrá una visión fragmentada y parcial de la justicia. Cuando Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sienta las bases de la noción de justicia, deja claro que una nota específica de la justicia particular es una cierta igualdad o equivalencia, mientras que la justicia general se mueve más en lógica de la perfección y de la solicitud sin tasa por el bien común. La imagen de la diosa Diké con una balanza en la mano y una espada en la otra, es apropiada para la justicia particular, especialmente la que se verifica en los intercambios, donde la condición personal está en un segundo plano, porque los términos de la comparación son principalmente los bienes o servicios intercambiados. Esta justicia particular, luego llamada "conmutativa", se representa ciega porque mide impersonalmente los bienes intercambiados, o la lesión y su reparación. Dentro de la justicia particular está también la que se verifica en los repartos, la "justicia distributiva", que mide la igualdad atendiendo principalmente a la condición personal, o mejor dicho, a la relación o proporción entre la condición personal y el bien que se reparte [40].

Para resumir el pensamiento de Santo Tomás sobre la justicia en relación con el bien común podríamos decir lo siguiente: Todas las virtudes: son aspectos de la realización personal. La realización personal sólo se completa en la convivencia, que actúa como catalizador de las posibilidades personales. La justicia manifiesta el arraigo de las demás virtudes, porque, por ella, se manifiesta hacia los demás, adecuándose a ellos, la recta ordenación de todos los apetitos. Esta adecuada comunicación se puede hacer atendiendo primariamente al bien del conjunto o atendiendo en primer término al bien de algún miembro particular. Cuando se hace mirando primariamente al bien del conjunto, esto es, atendiendo directamente al  bien común, entonces  hablamos de "justicia  legal", y cuando se hace atendiendo primariamente al bien de un miembro del conjunto considerado individualmente, entonces hablamos de "justicia  particular". A su vez, esta justicia particular se puede verificar en los repartos y en los intercambios, dando así lugar a  dos subespecies,  que  se diferencian  por el modo de medir la cantidad justa: la "justicia distributiva" y la "justicia conmutativa". Y es común a toda justicia el contribuir al bien común, directa o indirectamente [41].

¿Entonces, podríamos decir que -según Santo Tomás- al legislador humano sólo le interesan los actos de la virtud de la justicia? En cierta manera sí porque, como ya hemos visto, sólo por la justicia el hombre se ajusta con su comportamiento al bien de otro. Los hombres nos comunicamos entre nosotros y conformamos la comunidad política mediante actos exteriores (y no con el mero pensamiento). A la comunidad política sólo le afectan los buenos o malos deseos de las personas cuando se traducen en acciones exteriores. Por eso, sólo serían susceptibles de regulación jurídica los actos de justicia -y no todos-. Los actos de otras virtudes sólo interesan al legislador en la medida en que repercuten en la justicia de la vida social. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la legislación educativa podría interesar fomentar el orden y la templanza en los jóvenes; o alentar  la valentía de los soldados; o incentivar la diligencia de la policía en sus investigaciones; o promover la castidad de los maestros en la relación con sus alumnos. En este contexto se podrían ubicar muchos temas difíciles de la ciencia jurídica y política, como por ejemplo el tratamiento que deba : darse al tema de la pornografía [42].

Cuando John Finnis explica que la conveniencia  de que la ley civil inculque virtudes, aduce que para que la ley funcione como garante de la justicia y de la paz, es preciso  que  los ciudadanos  interioricen  sus  normas: y requerimientos y, más importante todavía, que adopten el propósito de la ley de promover y preservar la justicia. Finnis explica que no es posible garantizar adecuadamente el bien común político si la gente es desconfiada, vengativa, insolidaria... Para la conservación del bien común político se necesita gente con virtudes humanas, con la disposición interior de la justicia. Y si esto es un legítimo objetivo, entonces debe existir al menos un legítimo interés por parte de los gobiernos en que los ciudadanos tengan virtudes humanas. La racionalidad  práctica -dice Finnis- está hecha toda de una pieza, por lo tanto, aquellos  que en su vida  privada  violan o descuidan los dictámenes de la prudencia, tienen menos motivos racionales y  menos disposiciones para seguir sus dictámenes en elecciones con trascendencia pública o que afecten a otras personas [43].

En cualquier caso, la ley civil y el gobierno tendrían que desempeñar un papel secundario (o "subsidiario") en el desarrollo virtuoso de los ciudadanos en orden a preservar los derechos humanos. El papel primario ha de corresponder a las familias, a las instituciones religiosas, a las asociaciones privadas, y a otras instituciones que, trabajando estrechamente con los individuos, colaboran en la difusión de la moralidad promoviendo las virtudes humanas. "Cuando las familias, las organizaciones religiosas y otras instituciones de 'la sociedad civil' no cumplan (o sean incapaces de desempeñar) su misión, -escribe Robert George- difícilmente las leyes serán suficientes para preservar la moral pública. De ordinario, por lo menos, el papel de la ley es apoyar a las familias, las entidades religiosas y similares. Y, por supuesto, la ley funciona mal cuando desplaza a estas instituciones y usurpa su autoridad'' [44].

No desarrollo aquí los motivos que justifican la autoridad, pero basta recordar que toda comunidad humana necesita una autoridad, de una instancia que sirva de medio para coordinar las acciones de los miembros en favor del grupo [45] Hemos visto antes que un gobernante será tanto mejor cuanto más y mejor promueva el fin de la comunidad. Y puesto que la comunidad significa unión para lograr un fin, no se promueve el fin cuando no se promueve también la unidad de los miembros que se asocian para lograr ese fin. En el caso de la sociedad política, los hombres se asocian para el intercambio recíproco de bienes y servicios, pero entre esos bienes está el mismo estar juntos. El hombre busca por naturaleza la compañía con sus semejantes. Dicho inversamente, el hombre sólo, aun suponiendo que fuera capaz de satisfacer por sí mismo todas sus necesidades materiales, no se basta para desplegar todas sus potencialidades. La convivencia no es un bien meramente instrumental, no es sólo un medio para lograr fines ulteriores: es también un bien en sí mismo.

Compete al legislador disponer el mejor modo posible en que los súbditos puedan contribuir al bien común, e incumbe a los ciudadanos cumplir tales disposiciones. Sin embargo, la contribución al bien común no se agota en el cumplimiento estricto de la ley. Semejante postura supondría la aceptación de un paternalismo incompatible con la responsabilidad personal y social que han de tener todos los ciudadanos. La ley marca el umbral mínimo de solidaridad, de contribución al bien común, que puede ser exigido coactivamente. Pero, los ciudadanos que son conscientes de la dimensión naturalmente solidaria de su existencia, asumen responsabilidades no exigidas por la ley, que contribuyen indudablemente al bien común.

6.        Conclusión

A lo largo de este trabajo he tratado de explicar de qué modo la noción de bien común no se circunscribe al bien de la comunidad política, y cómo ésta constituye sólo un bien intermedio en el contexto del bien común universal de la Creación en su conjunto. La filosofía tomista sobre el bien común se enmarca, por lo tanto, en una cosmología en cuyo contexto encuentra su pleno sentido. Quizá se me pueda reprochar que me he alejado demasiado del planteamiento que hacía en la introducción, donde decía que iba a tratar de la relación entre los derechos humanos y el bien común, pero creo que no es así: he tratado de exponer  las razones que justifican la noción de bien común como un bien personal; he tratado de justificar que el bien común no es un límite que restrinja los derechos individuales en aras de la convivencia, sino un elemento fundamente y definidor de los propios derechos. He querido explicar que la noción liberal de la ley como una restricción necesaria a la libertad, que se desarrolla especialmente a partir del racionalismo, pero que hunde sus raíces en la filosofía de Ockham, es incapaz de comprender la noción clásica de bien común que he desarrollado en este trabajo, ya que, en el mejor de los casos, dicha filosofía liberal tiende a identificar el bien común con la noción administrativa de bien público. La idea tomista de la libertad como intrínseca indiferencia activa, fundamentada en la potencia apetitiva de la voluntad, que sólo puede ser satisfecha por el bien sin restricción -somos libres porque el objeto natural de nuestra voluntad es inmenso- me ha llevado a la consideración de la ley en general, no como un freno a la libertad, sino como una ayuda en la determinación de la voluntad hacia el bien en vista del cual fue creada. La ley humana es sólo una ayuda humana en este caminar del hombre hacia su fin. El gobernante no es responsable de la realización integral de los administrados, pero sí ha de garantizar las condiciones indispensables para que los ciudadanos, por su cuenta  o asociados,  puedan  desarrollar al máximo su posibilidades, que en esto consiste precisamente la perfección moral (ya he dicho que, según  la filosofía  tomista,  la inmoralidad es esencialmente renuncia a la propia plenitud, es un vivir por debajo de las propias posibilidades). El fin último del hombre, según Santo Tomás, consiste en el "común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna". Ciertamente el objeto de la ley humana no es éste, es mucho más modesto, pero en la medida en que una ley es justa, colabora en ese proceso perfectivo en qué consiste la vida moral del hombre. En este sentido es muy ilustrativa la siguiente afirmación de Santo Tomás: "Hay dos géneros de personas a quienes una ley se impone: De éstos, unos son duros y soberbios, que por la ley han de ser reprimidos y domados, y otros buenos, que por la ley son instruidos y ayudados en el cumplimiento de lo que intentan" [46].

Creo que el tema más original -aunque no he pretendido serlo- de este trabajo es el replanteamiento de la idea de virtud humana como disposición hacia el bien común. El renacimiento del individualismo -y también  de un cierto personalismo- de los últimos cuarenta años, en parte justificada como reacción pendular frente a los colectivismos del siglo XX, tanto fascistas como marxistas, ha motivado que incluso entre muchos pensadores cristianos se haya perdido de vista la importancia que la noción de comunidad y de bien común tenía en el contexto de la filosofía tomista. Por otra parte, la noción de justicia que se ha ido desarrollando especialmente a partir del siglo XVII, ha invertido los términos al tomar la parte por el todo: se ha tendido a desarrollar una filosofía moral de la justicia a partir de la versión restringida de la justicia jurídica y política. La idea de la justicia como virtud completa se ha perdido de vista hasta el punto de resultar extraña incluso para muchos pensadores que se dicen tomistas.

Y, en fin, la cuestión del bien común me ha llevado a replantear de nuevo la dimensión naturalmente solidaria que tiene el hombre, sin la cual creo que la humanidad no se comprendería a sí misma. En la introducción apuntaba que el argumento fundamental sobre la obligatoriedad de la naturaleza no puede estar en ella misma: ¿qué razón hay para plegarse a una naturaleza puramente casual?, ¿qué razón justifica la obligatoriedad de la vida en común por muy natural que ésta sea? Por eso he sugerido volver a la reflexión sobre la noción de criatura, y por tanto, sobre la idea de un Creador que ha pensado y amado a su criatura, cuyo bien consiste en la fiel realización de ese pensamiento, y que, a su vez, se percibe en el propio dinamismo de la naturaleza. La tendencia natural del hombre hacia la convivencia es una inclinación hacia su propia realización, cuya obligatoriedad no es sino la expresión de la necesidad del fin en cuya consecución el hombre alcanza su plenitud [47].

Casi todo lo que hemos dicho en este trabajo es principalmente un discurso moral. Se me podría objetar -el profesor Ollero lo hace con frecuencia- que esto tiene poco que ver con el Derecho. Creo que ese prejuicio deriva de la preocupación por la neutralidad, propia de los estados liberales modernos. Estoy convencido de que la distinción radical, propia de la Modernidad, entre moral y derecho, es imposible en la práctica: si no se trasmite una moral común, sólo queda el Derecho como criterio de conducta, que tiende a ocupar todo el espacio que antes se confiaba a la moral. En el fondo, se trata de invertir el orden: antes la moral, que se nutría de la tradición, de la religión, de la cultura de un pueblo, determinaba el contenido del Derecho; ahora se pretende que sea al revés: el Derecho se coloca en primer lugar, y luego se proyecta sobre la educación, la cultura, la familia, la religión  (aunque  sea para impedirla)... hasta  tal punto, que, a falta de criterios "morales", se termina apelando al Derecho para sol­ ventar los conflictos morales más básicos. Y así, lo cierto es que la moral cristiana, que impregnaba las costumbres de los pueblos de Occidente, su ' educación, su vida familiar, su comercio... es expulsada en nombre de una supuesta neutralidad del poder dominante, que termina imponiendo su moral en todos los ámbitos de la vida social [48]. Esta obsesión por la neutralidad moral del poder político, supone también la destrucción de la verdadera comunidad, que se funda sobre valores morales compartidos, fomentados y protegidos también por la autoridad política. Lo cierto es que el Estado moderno, como forma institucional impersonal, no es una comunidad en el sentido que Mclntyre atribuye a término. Pero, donde existen vínculos de verdadera comunidad, moral y derecho van de la mano, precisamente porque hay un bien común realmente compartido, porque allí las virtudes morales informan todas las actividades de la vida comunitaria, desde las más básicas hasta la práctica del gobierno político. Cuando se desintegra la virtud, cuando se niega la continuidad o el dinamismo unitario de la virtud, se da paso a la desvinculación entre poder político y moral. Se me podría objetar, al menos, que el cometido del jurista o del político es mucho más modesto: al político o al jurista le interesa la efectividad de los actos justos, hechos con virtud o sin ella, y, además sólo unos pocos: aquéllos que se consideran imprescindibles para la cohesión de la sociedad. Ciertamente, pero si admitimos que todo el dinamismo moral es un movimiento centrípeto de solidaridad creciente, y que al derecho positivo le compete la determinación del umbral mínimo de cohesión o solidaridad exigible a los ciudadanos, por debajo del cual se entiende que la vida en comunidad ya no valdría la pena, el discurso moral afianza y perfecciona el discurso jurídico en la misma medida en que la moral afianza y perfecciona las exigencias de la ley humana. El derecho positivo, con sus sanciones, se justifica precisamente porque la convivencia vale la pena (también en sentido literal). Además, en la medida en que la ciencia jurídica (incluida la filosofía jurídica) no es sólo ciencia del ius conditum, sino también del ius condendum, si cultiva la ciencia moral, estará en mejores condiciones de justificar con argumentos extralegales nuevas realidades susceptibles de regulación jurídica.

Diego Poole, en revistas.unav.edu/

Notas:

32.Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 11-11, q. 26, a. 4, ad. 3. Sto. Tomás desarrolla  esta idea en su Tratado sobre la caridad, concebida como la virtud del fin último. Para Sto. Tomás, el amor del fin último fortalece el amor de todos los bienes intermedios.  Hasta  tal punto·   es así, que llega a decir que "Si por un imposible Dios no fuera el bien del hombre, no tendría  motivo el amor, porque Dios es el motivo de amar  todo  lo que amamos,  incluso el amor que nos tenemos a nosotros  mismos, porque el  bien del  hombre es la unión con Dios" (cfr. 11-11,  : q. 26, a. 13, ad. 3). El motivo fundamental del amor al prójimo es el común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna, en que consiste el fin  último (cfr.  Il-11, q.: 26, a. 5, s).


 

39.  El que Aristóteles utilice indistintamente los términos justicia legal y justicia general para referirse a esta especie de justicia referida inmediatamente al bien común, se debe a la noción de ley que él maneja, que se caracteriza por ser una ordenación de los actos de todas las virtudes al bien común.

40.  Sobre la justicia distributiva es especialmente sugerente la exposición que hace HERVADA, Javier, en el cap. V, II, de su Introducción Crítica al Derecho Natural, Eunsa, Pamplona, 2007 (1Oª ed.) donde distingue cuatro criterios del reparto, que entrarán en juego en distinta medida según sean los bienes repartidos y el fin del reparto. Estos criterios son la condición (que actuaría más como una presunción de los otros tres criterios), la capacidad, la necesidad y la aportación. La presentación de la justicia distributiva como "la justicia del gobernante" induce a confusión (es el caso, por ejemplo del prestigioso filósofo alemán Joseph Pieper en su estudio sobre la virtud de la justicia Über die Gerechtigkeit [1954), recogido en castellano en una recolección de trabajos suyos sobre las virtudes en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990). Si hay una justicia específica del gobernante esa es la justicia legal como justicia específica. La justicia distributiva es la que vive cualquiera que tenga que repartir bienes que son comunes. El origen de la interpretación errónea del pensamiento del Aquinate -extendida entre muchos autores supuestamente tomistas- se encuentra en el famoso comentario del Cardenal Cayetano a II-II, q. 61, a 1, donde Sto. Tomás distingue la justicia conmutativa y la justicia distributiva. "En su comentario a este artículo -escribe Finnis- Cayetano introdujo una nueva interpretación del entero esquema aristotélico-tomista, en el cual la justicia se dividía en  'general' (o 'legal') y 'particular'; y la justicia particular, a su vez, en distributiva y conmutativa". El atractivo del nuevo análisis de la justicia de Cayetano estaba en que empleaba toda la terminología del antiguo análisis, y que, a primera vista, parecía fundarse precisamente sobre un razonamiento del Aquinate, pero, sobre todo, su constante atractivo era la aparente simetría: "Existen tres especies de justicia [decía Cayetano], así como tres tipos de relaciones en cada 'todo': las relaciones de las partes entre sí, las relaciones del todo hacia las partes, y las relaciones de las partes hacia el todo. Y de la misma manera existen tres justicias: legal, distributiva y conmutativa. Pues la justicia legal ordena las partes al todo, la distributiva el todo a las partes, mientras, que la conmutativa ordena las partes una a la otra". [Cayetano "Comentaría in Secundam Secundae Divi Thomae de Aquino", 1518, in 11-11, q.61] En poquísimo tiempo, concretamente en el tiempo del tratado De Justitia et Jure (1556) de Domingo de Soto, se manifestó la lógica interna de la síntesis de Cayetano. De esta manera, ha llegado hasta nuestros días la interpretación del pensamiento del Aquinate. Como botón de muestra Finnis cita un pasaje del moralista Merkelbach, 8.-H., Summa theologiae moralis, Paris 1938, vol. 11, n. 252, p. 253 escribe: "Triples exigitur ardo: ardo partiun ad totum, ardo totius ad partes, ardo partís ad partem. Primum respicit justitia legalis quae ordinal subditos ad republicam; secundum, justitia distributiva, quae ordinal republicam ad subditos; tertium, justitia commutativa quae ordinal privatwn ad privatum".

41.  FINNIS, John, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press, 1996 (1982), Oxford, New York, n. 26, p. 185.

42.  En este sentido Sto. Tomás explica que "cualquier objeto de una virtud puede ordenarse tanto al bien privado de una persona cuanto al bien común de la sociedad. Un acto de fortaleza, por ejemplo, puede hacerse, ya sea para defender la patria, ya sea para salvar el derecho de un amigo, etc. Mas la ley se ordena al  bien común, según  ya expusimos  (l-II, q.90 a.2). No  hay, por lo tanto, virtud alguna cuyos actos no puedan ser prescritos por la ley. Pero esto no significa que la ley humana se ocupe de todos los actos de todas las virtudes, sino sólo de aquellos que se refieren al bien común, ya sea de manera inmediata, como cuando se presta directamente algún servicio a la comunidad, ya sea de manera mediata, como cuando el legislador adopta: medidas para dar a los ciudadanos una buena educación que les ayude a conservar  el  bien común de la justicia y de la paz". (ST. l-ll: q.96, a.3, s.). "Y como  los hombres  se comunican unos con otros por los actos exteriores, y esta comunicación pertenece a la justicia, que propiamente es directiva de la sociedad humana, la ley humana no impone preceptos, sino actos de justicia; y si alguna cosa manda  de las otras virtudes,  no es sino considerándola  bajo la  razón de justicia, como dice el Filósofo en V Ethic.  En cambio  la comunidad  que rige  la  ley divina [y también la ley natural] es de los hombres en orden a Dios, sea en la vida presente, sea en la futura; y así la ley divina  impone preceptos  de todos aquellos actos  por los cuales los hombres se ponen en comunicación  con  Dios. El hombre se une con  Dios por la mente, que es imagen  de Dios, y así la ley divina impone preceptos de todas aquellas cosas por las que  la  razón humana se dispone debidamente, y esto se realiza por los actos de todas las virtudes. Pues las virtudes intelectuales ordenan los actos de la razón en sí mismos; las morales los ordenan en lo tocante a las pasiones interiores y a las obras exteriores". (ST. l-11: q. 100, a. 2, s.).

43.  Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 232.

44.  GEORGE, Robert, Para hacer mejores a los hombres, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2002 (1993), p. 205

45.  Sto. Tomás en la Parte I de la Suma Teológica, q.96, a.4, s, justifica la existencia de la autoridad precisamente por el bien común. De ahí que incluso en el estado de naturaleza (anterior al pecado original) también existiría autoridad: "el dominio libre coopera al bien del sometido o del bien común. Este dominio es el que existía en el estado de inocencia por un doble motivo. 1) El primero, porque el hombre es por naturaleza animal social, y en el estado de inocencia vivieron en sociedad. Ahora bien, la vida social entre muchos no se da si no hay al frente alguien que los oriente al bien común, pues la multitud de por sí tiende a muchas cosas; y uno sólo a una. Por esto dice el Filósofo en Politic. 13 que, cuando muchos se ordenan a algo único, siempre se encuentra uno que es primero y dirige. 2) El segundo, porque si un hombre tuviera mayor ciencia y justicia, surgiría el problema si no lo pusiera al servicio de los demás, según aquello de 1P 4,10: El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros. Y Agustín, en XIX De Civ. Dei 14, dice: Los justos no mandan por el deseo de mandar, sino por el deber de aconsejar. Así es el orden natural y así creó Dios al hombre".

46.  DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, l-11, q. 98, a. 6, s.

47.  Desde una perspectiva cristiana, escribía el profesor Ratzinger: "El ser humano ha sido creado con una tendencia primaria hacia el amor, hacia la relación con el otro. No es un ser: autárquico, cerrado en sí mismo, una isla en la existencia, sino, por su naturaleza, es relación. Sin esa relación, en ausencia de relación, se destruiría a sí mismo. Y precisa mente esta estructura fundamental es reflejo de Dios. Porque Dios en su naturaleza también es relación, según nos enseña la fe en la Trinidad. Así pues, la relación de la persona es, en primer lugar, interpersonal, pero también ha sido configurada como una relación hacia lo Infinito, hacia la Verdad, hacia el Amor". RATZINGER, Joseph, La fiesta de /aje, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999,p.37

48.  Esto ya lo denuncia MciNTYRE, Alasdair, "Social Structures and Their Threads to Mor­ al Agency", Philosophy: The Journal of the Royal lnstitute of Philosophy, n. 74 (289) (Jul.l 1999), pp.311-329.