José Ignacio Murillo

Al pensar en la religión, en todo aquello que se suele incluir bajo este término, pocos piensan en la libertad. En el imaginario contemporáneo la religión es más bien algo de lo que uno se puede o tal vez se debe liberar. Se considere un fenómeno positivo o negativo, lo primero que evoca son las obligaciones que imponen cualquier culto o unas determinadas creencias: lo pensamos unido a la obediencia y la renuncia. Resulta, por tanto, extraño a nuestros contemporáneos que la fe cristiana que es aquella que, aunque lejana y borrosamente, tiene como referente la cultura occidental, se haya presentado, en realidad, desde el principio como una liberación. Es comprensible esta extrañeza porque esa conciencia de libertad que sentían y manifestaban los primeros cristianos falta con frecuencia entre los que viven en nuestro tiempo. ¿A qué se debe este cambio? ¿Se han transformado de algún modo nuestra comprensión y nuestra vivencia de la libertad hasta facilitar o provocar este malentendido?

En la prelatura del Opus Dei la libertad no solo es algo que se respeta, sino que ocupa un lugar destacado en su tarea evangelizadora y en la vida de sus miembros, hasta tal punto que resulta casi imposible describir su peculiar lugar dentro de la misión de la Iglesia sin mencionarla expresamente. Recientemente el prelado del Opus Dei ha dedicado a este tema una de sus cartas pastorales [1], donde se hace eco de las numerosas enseñanzas de san Josemaría sobre la libertad. De hecho, el fundador del Opus Dei señalaba en una ocasión que es preciso «formar cristianos llenos de optimismo y de empuje capaces de vivir en el mundo su aventura divina compossessores mundi, non erroris (Tertuliano, De idolol. 14.); poseedores del mundo, con los otros hombres, no del error; cristianos decididos a fomentar, defender y amparar los intereses los amores de Cristo en la sociedad; que sepan distinguir la doctrina católica de lo simplemente opinable, y que en lo esencial procuren estar unidos y compactos; que amen la libertad y el consiguiente sentido de responsabilidad personal» [2].

En este artículo no se pretende llevar a cabo un estudio exhaustivo sobre el lugar de la libertad en el espíritu del Opus Dei y sobre todas sus consecuencias. Me limitaré a poner de relieve el lugar central que tiene en él la libertad y la coherencia que guarda este hecho con sus rasgos esenciales [3].

Filiación divina y secularidad

En cierto sentido, pienso que podríamos definir la vocación al Opus Dei como una llamada a la santidad que se caracteriza externamente por ser en el mundo o sea, la secularidad, e internamente por estar radicada en un esencial y profundo sentido de la filiación divina. Al menos así lo expresaba el beato Álvaro del Portillo: «Santidad en el mundo y, al mismo tiempo, enraizada y alimentada dentro de un esencial y profundo sentido de la filiación sobrenatural del cristiano en Cristo. Si el primer postulado darse en el mundo podría definirse como una cualidad externa definitoria de la vocación a la santidad anunciada por el beato Josemaría Escrivá, el segundo su radicarse en el sentido de la filiación divina — debe ser entendido como la cualidad interna definitoria por excelencia, la más característica, la más importante» [4]. Este énfasis se corresponde con la clara afirmación de san Josemaría de que la filiación divina o, como señalaba en otras ocasiones, el sentido de la filiación divina, es el fundamento de la vida interior de quienes buscan la santidad con el espíritu del Opus Dei [5].

Tomaré como guía esta «especie» de definición, pues pienso que las dos características que subraya permiten organizar de un modo adecuado los diversos aspectos que componen esta particular vocación, el espíritu que la anima y la institución que la promueve y preserva.

En concreto, el tema que nos ocupa, la libertad, se encuentra explícitamente conectado con ambas cualidades. Proponer la santidad en medio del mundo implica afirmar la condición secular de los llamados a ella y la mentalidad laical que les corresponde. ¿Qué caracteriza a esa mentalidad laical? Así responde san Josemaría: «Libertad, hijos míos, libertad, que es la clave de esa mentalidad laical que todos tenemos en el Opus Dei» [6]. Y, para comprobar la profunda unión entre la filiación divina y la libertad, basta considerar sus comentarios a las palabras de Jesús: “(...) veritas liberabit vos (Jn 8, 32), la verdad os hará libres. Qué verdad es esta que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y las criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y señorío propios de los que aman al Señor sobre todas las cosas” [7].

Esta íntima conexión de la libertad con el fundamento del espíritu del Opus Dei muestra por sí sola que la libertad penetra todas las dimensiones de esta peculiar vocación. Proponerla además como clave de la secularidad, que es otro de sus rasgos esenciales, añade a la noción una nueva nota de interés, y parece incluso sugerir una indicación para entender qué relación guarda el sentido de la filiación divina con la secularidad, como dos cualidades definitorias de la vocación al Opus Dei.

La historia y el progreso de la conciencia de libertad

El espíritu del Opus Dei ve la luz en un momento histórico en que la libertad ha cobrado tal importancia que se ha llegado a utilizar como categoría para explicar el sentido mismo de la historia universal. Así, ya para Hegel, «el fin último del mundo es que el espíritu tenga conciencia de su libertad y que de este modo su libertad se realice» [8]. Conviene señalar el inesperado paralelismo entre esta afirmación y otra de san Juan Pablo II: «En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo» [9]. Resumiendo esta inspiración, el prelado del Opus Dei afirma: «La pasión por la libertad, su exigencia por parte de personas y pueblos, es un signo positivo de nuestro tiempo» [10]. La conciencia de que el progreso en la conciencia de la libertad y en la exigencia de su realización es un signo positivo de los tiempos forma, por tanto, parte de una comprensión cristiana de la historia.

Esta toma de conciencia de la importancia de la libertad se encuentra unida con la secularización [11], entendida como el proceso por el que el mundo secular ha adquirido conciencia de su autonomía. La secularización, entendida como la afirmación de las leyes que rigen espontáneamente las actividades de los seres humanos y sus relaciones mutuas, puede considerarse una consecuencia de la afirmación de la naturaleza que, aun con vacilaciones a la hora de manifestarse a lo largo de la historia, se encuentra ya presente desde el principio en la vida y en la predicación cristianas [12]. Es esta una convicción a la que cabe atribuir, entre otras cosas, al menos en la cultura occidental, el reconocimiento de la autonomía de la política, el derecho y la ciencia, que han permitido la aparición de las sociedades modernas [13]. De hecho, es algo comúnmente aceptado que, en el proceso por el que la humanidad toma conciencia de la libertad, el cristianismo ocupa un lugar decisivo. Para algunos, sin embargo, este proceso conduce necesariamente a la secularización entendida en otro sentido, quizá el más común en el discurso público: la marginación del hecho religioso y sus manifestaciones, que llega a entenderse como requisito para realizar una sociedad plenamente libre. Esta última forma de comprender la libertad supone un largo y complejo desarrollo histórico.

En el mundo antiguo la libertad (eleuthería) tiene ante todo una connotación social y política, que se encuentra vinculada a las leyes que rigen la polis. No es libre quien es ajeno a la ley, sino quien es medido por ella. El hombre libre se contrapone así al esclavo, que no es reconocido como ciudadano de pleno derecho ni participa del fin colectivo de la polis, y cuya actividad se encuentra orientada a los fines de otro. Esta importancia del reconocimiento de la ley explica la gravedad que se atribuye a la condena al destierro, que priva al desterrado de la condición de posibilidad para el despliegue de la propia humanidad. Éste se encuentra muerto desde el punto de vista social [14].

La filosofía socrática formula un nuevo sentido de la libertad, para el que lo que hoy llamaríamos ser libre consiste ante todo en conocer o, al menos, buscar el verdadero bien, más allá de los deseos inmediatos. En consecuencia, lo que más se opone a la libertad es la ignorancia. La inspiración socrática se traduce en diversas propuestas para alcanzar el bien humano, que tienen como guía la búsqueda racional del verdadero bien y la determinación, también racional, de los medios adecuados para conseguirlo. Una de ellas extrema en sus manifestaciones, pero muy significativa, porque pone de manifiesto la limitación del orden social y los peligros que puede suponer para la vida buena es la que encarna el movimiento cínico, que propone seguir las tendencias que consideran naturales y rechazar las que nos imponen las convenciones sociales.

Con el helenismo, la polis pierde independencia y relevancia. Se cobra conciencia de que no es posible reducir la humanidad al estrecho ámbito de la propia sociedad y que la ley de esta no puede ser ya concebida como la medida de lo humano. En este contexto, en que falta una norma social que mida la acción, los estoicos formulan, en continuidad con la noción de libertad moral socrática, la noción de ley natural. El hombre no se entiende ya, en primer lugar, como ciudadano de una polis, sino como ciudadano del cosmos y sometido a la legalidad de este. El reconocimiento racional y la aceptación de esta ley superior nos libera de la necedad de quien no es capaz de ordenar sus deseos de acuerdo con la realidad.

Para los estoicos lo que corresponde al ser humano es aceptar el destino, aquello que no podemos cambiar, y actuar de acuerdo con la naturaleza, es decir, buscar el acuerdo de todas las tendencias con la parte más noble del hombre, la razón. En este contexto, entienden la libertad como apátheia (ausencia de pasión), y consideran que esta es un fruto de la virtud, que es la que hace al hombre dueño de sí. Ser libre es no encontrarse a merced de las pasiones, que provocan el descontrol de las fuerzas humanas y la someten a lo inferior, y no ser afectado por los acontecimientos externos.

Pero es el cristianismo el que va a poner la libertad en el centro de la comprensión de la realidad al afirmar que Dios crea libremente suscitando novedades que, a su vez, en el caso de las personas, pueden aceptar libremente su condición de criaturas y escoger su destino: «La Creación misma es una manifestación de la libertad divina. Los relatos del Génesis dejan entrever el amor creador de Dios, su alegría por comunicar al mundo su bondad, su belleza (cfr. Gn 1, 31), y al hombre su libertad (cfr. Gn 1, 26-29). Al llamarnos a cada uno a la existencia, Dios nos ha hecho capaces de elegir y querer el bien, y de responder con amor a su Amor» [15]. Ser libre coincide, para las personas humanas, con la capacidad de corresponder por propia iniciativa al amor de Dios y, en consecuencia, también con la independencia respecto de todo lo que pueda impedir la realización de ese sentido último de la libertad. La libertad humana es así el reflejo imagen de la libertad de un Dios que es comunión amorosa de personas y que crea sin necesidad alguna, por libre amor a sus criaturas.

La medida del hombre no es ya ser buen ciudadano de una polis constituida según leyes humanas, aunque la inspiración cristiana recoge y refuerza el carácter interpersonal implícito en aquella concepción antigua. Es lo que san Agustín denomina la Ciudad de Dios. Una de las características más señaladas de esta nueva comunidad que se realiza misteriosamente en la historia, pero cuya realización plena será escatológica, es que están llamados a pertenecer a ella todos los hombres.

También se recoge, dándole un nuevo sentido, la visión estoica de la libertad como independencia de todo lo exterior. Pero ser libre ya no se reduce a ser dueño de sí y no ser afectado por lo externo; ahora es la posibilidad de unirse a Dios, el bien supremo, participando así de su dominio soberano sobre el cosmos. Al ofrecerle un destino una destinación, diríamos más bien, para distinguirla del destino estoico, Dios no obliga al ser humano a renunciar a sus más profundas aspiraciones, sino que le insta a realizarlas: «El sentido de la filiación divina conduce por eso a una gran libertad interior, a una profunda alegría y al optimismo sereno de la esperanza: spe gaudentes (Rm 12, 12). Sabernos hijos de Dios nos lleva también a amar al mundo, que salió bueno de las manos de nuestro Padre Dios, y a afrontar la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el bien, vencer al pecado y llevar el mundo a Dios» [16]. La confianza en un Dios todopoderoso y benevolente cambia así el sentido de la libertad, que ya no se concibe como la capacidad de ajustar racionalmente los propios deseos a aquello que se encuentra en nuestro poder. Y es que para quien libremente decide corresponder al amor de Dios, todo coopera para bien (cfr. Rm 8, 28), de modo que se siente seguro para afirmar y reforzar sus deseos más profundos y para aspirar a la plenitud del bien. Por eso ahora aquello de que es preciso liberarse es, ante todo, el pecado, que es el responsable de la esclavitud del hombre, de su sometimiento a lo inferior y, en definitiva, del aislamiento que frustra su condición personal.

Aceptar la existencia de un Dios inteligente, libre y todopoderoso podría resultar terrible si no estuviera unido a la convicción de que nos mira con complacencia y quiere nuestro bien. Esta convicción puede quedar empañada por la conciencia del pecado, que, si no está unida a la esperanza, induce a huir de la divinidad, a negarla o a deformar su imagen. Pero es restaurada por la fe en Jesucristo. La libertad que Cristo nos ha ganado es la propia de los hijos, y el buen padre no ejerce su autoridad en beneficio propio sino del hijo: «Con la gracia, surge una nueva y más alta libertad para la que Cristo nos ha liberado (Ga 5, 1). El Señor nos libera del pecado mediante sus palabras y sus obras: todas tienen eficacia redentora. Por eso, “en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad” (Amigos de Dios, n. 25)» [17]. La seguridad de que el Dios que nos crea y nos ama a diferencia de las divinidades paganas, sometidas al destino es omnipotente y es el Señor de la historia garantiza una liberación absoluta y otorga a la dignidad humana un significado nuevo.

Aunque el fermento de esta nueva doctrina obra ya desde el primer momento en la vida espiritual de todos los cristianos, transformando su vida personal y su visión del mundo, hará falta tiempo para extraer todas sus consecuencias y aplicarlas a las diversas dimensiones de la vida personal y social.

Libertad cristiana y filiación divina

Pero este proceso no resulta pacífico. En la época moderna la libertad adquiere un nuevo protagonismo. Una manifestación política de esta sensibilidad son las revoluciones de finales del siglo XVIII, a la que sigue la expresión teórica, sobre todo en torno al idealismo alemán. Ambas inspiraciones, la política y la teórica, se traducirán en diversas iniciativas y movimientos a lo largo del siglo XIX, cuyas consecuencias llegan hasta el siglo XX y, a través de él, a nuestros días.

En concreto, en los tiempos modernos se descubre que la libertad significa también la capacidad de introducir novedades en la historia mediante la propia acción [18]. Esta capacidad se experimenta como posibilidad de progreso no solo moral y personal, sino también social. La formulación de este sentido de la libertad matiza el énfasis que los clásicos ponían en que la libertad consistía ante todo en seguir la naturaleza racional y en el perfeccionamiento propio a través de las propias acciones. Esta convicción se traducía en un cierto desdén por la actividad productiva y los beneficios que puede reportar, que quedaban relegados casi exclusivamente a posibilitar y garantizar la vida. En la modernidad, sin embargo, crece la confianza en la capacidad creadora y transformadora del hombre. De todos modos, junto con este descubrimiento, en ella toma cuerpo una nueva interpretación de la naturaleza y del dinamismo humano. La naturaleza se entiende como un ámbito desprovisto de fines y sujeto a leyes, y la libertad como la posibilidad de autodeterminarse. Esto conduce poco a poco a concebirla como simple independencia y a oponerla a la naturaleza, que aparece como un límite que es preciso dominar o superar.

Comprender la libertad como la independencia de un ser indeterminado capaz de autorrealizarse por sí mismo impide reconocerla como capacidad creada de responder libremente al amor y obliga a rechazar que exista una naturaleza que le pueda ofrecer criterios acerca de lo conveniente y de lo que no lo es. Se comprende que esta concepción de la libertad, que toma cuerpo en la modernidad, puede llegar a merecer la severa denuncia que le dirige Cornelio Fabro: «Faltándole un fundamento trascendente, la libertad se ha constituido en objeto y fin de sí misma: se ha convertido en una libertad vacía, en una libertad de la libertad, ley de sí misma porque es libertad sin más ley que la explosión de los instintos o la tiranía de la razón absoluta, que se revela después como capricho del tirano» [19]. En esta complicada historia, la reivindicación de la libertad parece separarse del cristianismo hasta el punto de llegar a enfrentarse con él y de inspirar sistemas de pensamiento y movimientos políticos abiertamente anticristianos o incluso ateos.

Es precisamente en este contexto, pleno de anhelos pero intelectualmente confuso, en el que san Josemaría reivindica el sentido cristiano de la libertad, convencido de que es el único capaz de abarcar y vivificar todos los sentidos legítimos que su mención evoca en los seres humanos: «Los cristianos afirma no tenemos que pedir a nadie el verdadero sentido de ese don, porque la única libertad que salva es cristiana» [20].

Donde quizá se muestra con más claridad su discrepancia con las concepciones modernas a que me refería es en la estrecha vinculación que, como hemos visto, defiende entre la libertad y la filiación divina; y es que «uno de los fenómenos más notorios de las ideologías modernas es el no querer ser hijo, el considerar la filiación como una deuda intolerable» [21]. Sin embargo, «cualquiera que sea la duración de su biografía, el hombre siempre es interpelado por la cuestión de su origen, interpelación que le encamina al reconocimiento de su ser generado, del que no puede hurtarse: no puede soslayarlo o sustituirlo. La identidad personal es, por tanto, indisociable de ese reconocimiento» [22].

Ese reconocimiento nos remite a nuestra condición de criaturas. En ocasiones se tiende a minusvalorar la doctrina cristiana de la creación, no negándola, pero sí tratándola como un «hecho» del que se puede prescindir a la hora de entender al ser humano. De este modo se soslaya que la criatura es absolutamente irreconocible al margen del acto creador de Dios [23] y que considerarla como independiente de él solo puede conducir a un espejismo. El pensamiento moderno ha sabido descubrir que la libertad es radical, pero a menudo, para defenderlo, ha considerado necesario negar toda dependencia y ha incurrido en el error a que se refieren autores como Fabro o Polo, que priva a la persona de identidad y destino, y la condena a convertirse en el resultado de su propia actividad.

Sin embargo, para un cristiano, depender de Dios es ser creado como libre, con la libertad de quien se sabe amado por sí mismo es hijo y dispone de un horizonte ilimitado Dios mismo para acoger su crecimiento y despliegue. Así, el reconocimiento de la identidad propia se resuelve en el de su filiación divina: «¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios! (Rm 8, 21)» [24]. Se trata de un descubrimiento lleno de consecuencias. Comentando las enseñanzas de san Josemaría, Polo afirma: «La interioridad más íntima desde la que vive el hombre transciende su ser entero. Esto significa: al retrotraerse se descubre la paternidad de Dios. Este descubrimiento nunca es bastante, pues si Dios es Padre, el hombre arranca de más acá de su yo [...]. Si Dios es Padre, nosotros somos hijos, no autores de nosotros mismos, pero sí colaboradores» [25]. De este modo, reconocer la dependencia de Dios equivale a afirmar la realidad de libertad y no a limitarla.

Pero no basta con ser consciente de esta riqueza de la filiación divina y de la libertad que la acompaña, sino que es preciso erigirla en norma de comportamiento, y esto exige volver constantemente sobre ella: «Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres» [26]. Y es que la vida auténticamente cristiana es un despliegue coherente con esa condición radical de hijo de Dios. De hecho, el prelado del Opus Dei, en su Carta pastoral del 9-I-2018, dedica especial atención a esta íntima relación entre libertad y filiación divina: «Nuestra filiación divina hace que nuestra libertad pueda expandirse con toda la fuerza que Dios le ha conferido. No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos. “El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima» (Amigos de Dios, n. 26): vive de espaldas a sí mismo, en conflicto consigo mismo. Por eso, qué liberador es saber que Dios nos ama; qué liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a nuestra verdadera casa (cfr. Lc 15, 17-24)» [27].

El cristiano es consciente de que vivir a la altura de su condición exige responder con una entrega amorosa a la llamada que lo constituye. Pero esa entrega no es una enojosa exigencia, sino la posibilidad inusitada de tratar a Dios de tú a tú, que se revela como el único modo de vivir que merece la pena. «Preguntémonos de nuevo, en la presencia de Dios: Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o rechazarte? Tú deseas que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? Y la respuesta diáfana, precisa: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37)» [28]. De este modo, la libertad adquiere un sentido digno de sí misma y la ley deja de verse como una constricción, para convertirse en el medio el lenguaje, podríamos decir para manifestar el amor, la correspondencia. «Por amor a la libertad, nos atamos. Únicamente la soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena» [29].

«Cuando se respira este ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud» [30]. Consiste en ponerse a merced de aquello de lo que hemos sido liberados. El que actúa así «ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad» [31]. Y es que, recordémoslo una vez más, es Dios el autor de la libertad y el único que le puede dar cumplimiento. Este riesgo compone el «claroscuro de la libertad» [32], un riesgo que, antes que del hombre, se trata de un riesgo de Dios [33].

Es cierto que el cristiano debe estar precavido frente a sí mismo, porque se sabe capaz de abdicar de su condición, empleando la libertad de un modo equivocado. Pero ni siquiera este carácter falible de la libertad despierta necesariamente un movimiento de miedo o pesadumbre, sino que también puede transformarse en un cántico agradecido: «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían (San Agustín, De vera religione, XIV, 27 (PL 34, 133). ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo» [34].

Libertad cristiana: responsabilidad y secularidad

Uno de los más importantes logros de este amor a la libertad que cultivó el fundador del Opus Dei consiste en volver operativa esta profunda concepción que tiene de ella y en encarnarla en la vida ordinaria. La exaltación de la libertad no es en él retórica sino vital y llena de consecuencias. Según Fabro, «después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente de su raíz» [35]. No se trata, por supuesto, de una revolución frente a la espiritualidad cristiana del pasado, sino de poner de relieve un aspecto que es patrimonio de toda ella. Pero este cambio de perspectiva y las consecuencias que de él se extraen no son una casualidad. Son una exigencia del mensaje y de la espiritualidad del Opus Dei, pues de él depende al menos la afirmación de uno de sus rasgos esenciales: la secularidad.

Algo que permite discernir la verdadera libertad de sus sucedáneos es que siempre se encuentra acompañada de la responsabilidad: libertad personal con personal responsabilidad. En ocasiones se tiende a ver la responsabilidad como el reverso negativo de la libertad, pero esta identificación se debe, en el fondo, a una concepción errada de ambas. Y es que, contra lo que puede parecer a primera vista, en muchas ocasiones lo más costoso es el ejercicio de la libertad. Esto tiene una gran relevancia en el espíritu del Opus Dei, que no tiende a suprimir el riesgo que acompaña a la decisión personal, sino a ofrecer luz para ejercerla con mayor radicalidad [36]. Además, conviene recordar que somos responsables ante todo de lo bueno, y no, como a veces se tiende a pensar, de lo malo, a pesar de nuestras malas acciones.

Si radicamos la libertad en la persona, queda claro que ser libre es precisamente ser capaz de responder. Poder actuar arbitrariamente o sin referencia alguna a los demás no puede ser la esencia de la libertad, porque, de ser así, la libertad sólo podría tener que ver y ejercerse respecto de lo inferior, respecto de aquello que tal vez podemos dominar, pero que en modo alguno puede corresponder. Pero la libertad sólo se emplea acabadamente, y adquiere su pleno sentido, en la relación interpersonal. Y para que esta relación se pueda establecer es preciso que la persona comparezca en sus actos, algo que solo ocurre cuando esta se responsabiliza de su actividad. Es en este punto donde la libertad parece alcanzar su sentido más profundo, pues Dios nos crea libres para responder a su llamada y entablar así con él un diálogo personal.

No es extraño que una de las primeras manifestaciones de la libertad errada, del pecado, sea que el hombre se encierre en sí mismo y busque excusas, incluso ante Dios, para evitar inútilmente las consecuencias de los propios actos [37]. En la vida psíquica esta actitud puede ser también una manifestación de inmadurez. Ante este peligro, la labor de formación que se desarrolla en el Opus Dei estimula a que cada cual acepte su propia responsabilidad, y su fundador invitaba a renunciar a las excusas del tipo «es que, creí que, pensé que», que denotan el rechazo y el miedo impropio de un hijo de Dios a asumirla.

Esta norma de comportamiento es una manifestación más de un modo de hacer que consiste en promover que se siga el mismo patrón de comportamiento con los hombres que con Dios. Se trata, en mi opinión, de una consecuencia de sostener que el lugar de santificación son las mismas realidades cotidianas, y, por tanto, es coherente con la aceptación radical del mundo como lugar en el que y desde el que alcanzar la santidad. Como esta no se adquiere mediante una vida interior separada de la vida común entre los hombres, sino a través de esa misma vida común, es preciso, para llegar a Dios, comenzar por vivir con los hombres las condiciones propias del diálogo con Dios. Así, por ejemplo, no es posible luchar por ser sincero con Dios si no se lucha al mismo tiempo por serlo con los hombres [38]. La sinceridad en la dirección espiritual a la que animaba san Josemaría es un ejemplo claro de esta norma de comportamiento. Abrir con claridad nuestra alma ante quien nos puede ayudar es el mejor camino para presentarnos ante Dios sin anonimatos, una condición que resulta necesaria para vivir con él un trato amistoso y filial, y no un formalismo hueco plagado de fórmulas estereotipadas: «La sinceridad en la dirección espiritual, que nos mueve a abrir libremente el alma para recibir consejo, nos mueve también a la iniciativa personal, a manifestar con libertad lo que vemos como posibles puntos para nuestra lucha interior por identificarnos cada vez más con Jesucristo» [39]. Por supuesto, la misma lucha por tratar a Dios sin anonimatos ayuda a ser sinceros con los hombres. Pero esta insistencia en la sencillez previa con los demás como camino para aprender a tratar a Dios parece algo propio del espíritu de la Obra y sumamente coherente con su carácter.

El mismo hecho de que quien está al frente del Opus Dei, el prelado, se presente ante todo como un padre tiene que ver también con este modo de convertir la vida cotidiana en medio de acceso a las realidades espirituales. En este contexto se aprende a vivir la filiación, y al mismo tiempo se ofrece un medio de comprender cómo la obediencia no esclaviza, porque la autoridad de un padre como recordábamos antes se ejerce en beneficio del hijo y no de unos objetivos externos. Si se vive de este modo la relación con quienes gobiernan, se abre una vía segura para adquirir un trato filial y confiado con Dios.

Puesto que la aceptación de la propia responsabilidad es el mejor punto de anclaje de la verdadera libertad, quienes ejercen la autoridad pueden reforzarla. Y el modo más eficaz de hacerlo es la confianza: «Mandar con respeto a las almas es, en primer lugar, respetar delicadamente la interioridad de las conciencias, sin confundir el gobierno y la dirección espiritual. En segundo lugar, ese respeto lleva a distinguir los mandatos de lo que son solo oportunas exhortaciones, consejos o sugerencias. Y, en tercer lugar y no, por eso, menos importante, es gobernar con tal confianza en los demás, que se cuente siempre, en la medida de lo posible, con el parecer de las personas interesadas. Esta actitud de quienes gobiernan, su disposición a escuchar, es una estupenda manifestación de que la Obra es familia» [40]. Quien nota que se confía en él se siente estimulado a ser responsable. Se trata de un estímulo dirigido directamente a la libertad, y en esto se distingue de la coacción. La coacción obliga a que la libertad se pliegue a hacer algo por motivos negativos, para evitar un mal, por miedo en definitiva. En cambio, la confianza refuerza la libertad, porque la induce a ejercerse respecto del bien, y cuando el cumplimiento del deber brota del fondo de la libertad, arrastra consigo a las demás fuerzas del hombre. Esto facilita la unidad de vida, sin la cual no se puede acometer la empresa de santificarse en medio del mundo [41].

La convicción de que Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad, y la exigencia cristiana de imitar el estilo divino de actuar «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48)—, exige que el hombre no sólo tolere, sino que respete, ame y fomente la libertad de los demás. Esto se aplica de un modo especial a las tareas de formación y de gobierno en que el ser humano colabora de un modo especial con la acción divina. Por eso san Josemaría recordaba la importancia de no imponer opiniones particulares y, ante la duda, estar siempre del lado de la libertad [42]. El fundador del Opus Dei no veía la libertad como un principio de desorden o anarquía, algo que debe ser controlado, sino, por el contrario, como un principio de organización y gobierno [43]: cada uno actúa por sí mismo con libertad y espontaneidad [44].

Como se ve, hay aquí un cambio de acento respecto al primado de la obediencia, pues esta viene después de la libertad, como un requisito necesario para conseguir aquello que se quiere. Por esta razón, lo importante es que aquello se quiera de verdad. Y esto es ya sobrenatural, es más, constituye el motivo más sobrenatural. «Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas» [45]. Se trata de una consideración que expresa con gran profundidad las relaciones entre la gracia y la libertad mostrando que no solo son compatibles, sino que se reclaman mutuamente. En el ejercicio pleno y radical de la libertad el ser humano entra en contacto de un modo particular con la gracia divina: Dios no quiere esclavos.

Lo expuesto hasta ahora no implica minusvalorar la obediencia. En efecto, así como la redención fue alcanzada mediante la obediencia de quien es Hijo por naturaleza, todo cristiano puede hacer suya esta actitud de aceptación confiada y gozosa de la voluntad del Padre, que no subyuga, sino que, en último extremo, libera. Esta voluntad comparece en la ley moral, pero también en toda autoridad legítima, que es obedecida sin renunciar a la propia inteligencia. Con su «obediencia inteligente» [46] usando una expresión de san Josemaría el hombre se identifica con Cristo, que no tiene que abdicar de su condición de Logos eterno para someterse, en cuanto hombre, también inteligente y libre, al Padre por amor.

A modo de conclusión

El Opus Dei propone una espiritualidad para aquellos que viven en medio del mundo que no entra en colisión con su condición secular sino que la refuerza, pues afirma la vida ordinaria y las circunstancias familiares y sociales de cada cristiano como medio y camino de santificación. Esto implica que la vocación no se edifica «en torno» a la secularidad como un adorno suyo, sino precisamente a través y por medio de ella: desde ella. Y esto se traduce en que, a un mayor empeño en la santidad, nunca le puede corresponder un abandono del mundo, sino una inmersión más profunda en él.

Pero, para que esto sea posible, la respuesta a la vocación respeta la espontaneidad, es decir, el obrar por propia iniciativa y en primera persona que caracteriza el comportamiento en el mundo, un ámbito con leyes propias, que se deducen de su propia naturaleza. Esto es incompatible con instrumentalizar las realidades humanas como medio para alcanzar una finalidad sobrenatural que les resultara externa. Una forma en que puede tomar cuerpo esta actitud consistiría en sentirse un mero instrumento de consignas que anularan o comprometieran la propia espontaneidad. De ahí que una de las manifestaciones del amor a la libertad en la Obra sea mostrar el máximo respeto a las opiniones de cada miembro, algo que reviste una importancia especial respecto del trabajo profesional y la actuación pública [47]. Lo contrario significaría instrumentalizar las actividades seculares, y, por lo tanto, desnaturalizarlas, con lo que dejarían de ser aptas en cuanto tales para convertirse en camino de santificación.

Por otra parte, para que un serio vínculo de obediencia en el ámbito espiritual y apostólico no entre en conflicto con la condición secular, es preciso que sea asumido con plena libertad, de tal modo que quien obedece esté en condiciones de aceptar lo que Dios le pide y llevarlo a cabo como una decisión propia. Pues, si para explicar la actuación del cristiano en la vida social fuera necesario mostrar públicamente un vínculo de naturaleza espiritual, la conducta de este aparecería como fruto de la renuncia a la propia iniciativa y, por lo tanto, como contraria a la identificación plena con la propia condición que comporta la mentalidad laical.

Al igual que otros condicionamientos familiares o personales libremente asumidos, la vinculación al Opus Dei forma parte de la dinámica de la propia libertad. Esto explica que en el Opus Dei la libertad no sea solo reconocida y respetada, sino que su constante ejercicio sea un fin de la formación: «El constante ejercicio de la libertad, en que se forma a los socios de la Obra afirma san Josemaría, está en la base de nuestra ascética, como algo connatural e íntimamente conexo con la condición secular de mis hijos, y con lo que es el quicio de nuestra vocación y el modo específico de nuestra dedicación» [48].

Resulta claro que una actitud como esta evita la comedia, el engaño o, peor aún, el autoengaño, en la medida en que la libertad se encuentra en su fundamento. Y esto sólo parece posible si ese fundamento es la condición filial del cristiano. El hijo trabaja en el campo del Padre según el espíritu del Padre, pero, a la vez también como en un campo propio. Probablemente sólo esta visión de la propia tarea permite conciliar el sometimiento rendido y amoroso a la voluntad de Dios con la soltura y espontaneidad necesarias para no usar las realidades del mundo entendido como el ámbito de las relaciones espontáneas entre los hombres, como meros instrumentos de un fin espiritual separado de ellas. Sólo la autoconciencia de la libertad de la gloria que poseen los hijos de Dios (Rm 8, 21) permite entender la propia actividad como transfiguración operada desde dentro, evitando el peligro de sucumbir a la presión del pecado que en ocasiones las deforma.

José Ignacio Murillo, en es.romana.org/

Notas:

[1] Cfr. Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9.I.2018.

[2] San Josemaría, Carta 2-X-1939, n. 6 (Archivo General de la Prelatura [en adelante, AGP], serie A.3, 91-5-2). Tanto por su temperamento como, sobre todo, porque lo veía como una exigencia irrenunciable de la llamada que había recibido de Dios amaba la libertad hasta el punto de que se consideraba «el último romántico. El santo aragonés se consideraba un continuador de los románticos del siglo XIX que luchaban por la libertad personal: “Pienso que soy el último romántico, porque amo la libertad personal de todos —la de los no católicos también—”», (Mariano Fazio, El último romántico. San Josemaría en el siglo XXI, Rialp, Madrid, 2018, p. 15).

[3] Se puede recurrir a otros estudios que tienen como objetivo exponer una panorámica de la concepción de san Josemaría sobre la libertad, como el de Francesco Russo, voz “Libertad”, en José Luis Illanes, (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo—Instituto Histórico san Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos—Roma, 2013, pp. 732-741.

[4] «Santità nel mondo e, allo stesso tempo, radicata e nutrita all’interno di un essenziale e profondo senso della filiazione soprannaturale del cristiano in Cristo. Se il primo postulato —l’essere nel mondo— potrebbe definirsi come una qualità esterna definitoria della vocazione alla santità annunciata dal beato Josemaría Escrivá, il secondo —il suo radicarsi nel senso della filiazione divina— va inteso come la qualità interna definitoria per eccellenza, la più caratteristica, la più importante” (Álvaro del Portillo, cit. en Santità e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 ottobre 1993), Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1994, p. 225. La traducción y el subrayado son del autor).

[5] «La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei» (san Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64). «El fundamento sólido por el que se mantiene todo en el Opus Dei y la raíz fecunda que vivifica todo es el sentido humilde y sincero de la filiación divina en Cristo Jesús» (Statuta, n. 80 §1).

[6] San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 55 (AGP, serie A.3, 94-1-3).

[7] Id., Amigos de Dios, n. 60.

[8] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 68.

[9] San Juan Pablo II, Discurso a la quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5-X-1995). (Original en italiano, traducción disponible en www.vatican.va).

[10]  Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9.I.2018, n. 1.

[11]  «Considero que la Modernidad puede ser identificada con un proceso de secularización, pero ésta tiene, al menos, dos significados esenciales. El primero de ellos equivaldría a una desclericalización del mundo medieval, a través del redescubrimiento de la autonomía relativa de lo temporal. El segundo, por el contrario, se identificaría con la afirmación absoluta del hombre, cortando todos los puentes con una posible instancia trascedente» (Mariano Fazio, Secularización y cristianismo. Las corrientes culturales contemporáneas, Universidad de Libros, Buenos Aires, 2008, p. 15). Sobre el concepto de secularización, cfr. José Ignacio Murillo, “Trabajo, santidad y secularidad. Una alternativa católica a la interpretación hegeliana de la divinización del mundo”, en Javier López Díaz y Federico M. Requena (eds.), Verso una spiritualità del lavoro professionale. Teologia, Antropologia e Storia a 500 anni dalla Riforma, EDUSC, Roma, 2018, pp. 335-349.

[12]   El Concilio Vaticano II reconoce la autonomía de las realidades temporales si se entiende por ella que «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco» (Gaudium et spes, n. 36). Cfr. Elisabeth Reinhhardt, “La legítima autonomía de las realidades temporales”, Romana, vol. 15 (1992/2), pp. 323-335.

[13]  Cfr. Martin Rhonheimer, Cristianismo y laicidad: historia de una relación compleja, Rialp, Madrid, 2009; Rémi Brague, La ley de Dios: historia filosófica de una alianza, Encuentro, Madrid, 2011.

[14]  Sirva como ilustración este comentario al Critias platónico, que relata el intento de convencer a Sócrates para que huya de Atenas y escape así a la condena a muerte que esta le ha impuesto: «Preferir la muerte al destierro es proclamar que la separación de la polis es más letal para lo específicamente humano que la muerte física. Semejante convicción implica que la racionalidad sólo alcanza a constituirse como principio operativo, como physis, en el seno de un espacio intersubjetivo por el reconocimiento, en una ciudad de hombres libres». Los esclavos, en cambio, «no están gestados y educados según norma, y no son reconocibles sino como lo extraño; no son de la estirpe de los hombres dependientes de la ley, y, por tanto, son “libres” respecto de ellas en el sentido de que pueden eludirlas sin incurrir en impiedad. Pero al precio de ser constitutivamente impíos, es decir, de ser esclavos, de carecer de linaje que venerar y de leyes que obedecer, de carecer de la medida de lo humano» (Higinio Marín, La invención de lo humano. La construcción sociohistórica del individuo, Iberoamericana, Madrid, 1997, p. 67).

[15]   Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9.I.2018, n. 2.

[16]   Ibíd., n. 2.

[17]   Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9.I.2018, n. 3.

[18]   Cfr. Leonardo Polo, Persona y libertad, Eunsa, Pamplona, 2017.

[19]    Cornelio Fabro, “El primado existencial de la libertad”, en Monseñor Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Eunsa, Pamplona, 1982 (2ª ed.), p. 342.

[20]   Amigos de Dios, n. 35.

[21]   Leonardo Polo, “El hombre como hijo”, en Juan Cruz Cruz (ed.), Metafísica de la familia, Eunsa, Pamplona, 1995, p. 320.

[22]   Ibíd.

[23]    Por sacar una consecuencia de esta afirmación, si el hombre para ser tiene que ser distinto de Dios, como dice Polo, la distinción Creador criatura es mayor que la distinción ser—nada, que sólo atañe a la criatura en virtud del acto creador, ya que Dios no tiene por qué distinguirse de la nada. Cfr. Leonardo Polo, Persona y libertad, Eunsa, Pamplona, 2007, pp. 43 y ss.

[24]   Amigos de Dios, n. 27.

[25]   Leonardo Polo, El concepto de vida en Josemaría Escrivá de Balaguer, en Anuario Filosófico, 1985 (XVIII), p. 13.

[26]   Amigos de Dios, n. 26.

[27]   Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9.I.2018, n. 4.

[28]   Amigos de Dios, n. 27

[29]   Ibíd., n. 31.

[30]   Ibíd., n. 37

[31]   Ibíd.

[32]   Ibíd., n. 24

[33]  «[...] Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad». La manifestación de este misterio aparece claramente ante la contemplación de Dios recién nacido: «(...) un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros» (Es Cristo que pasa, n. 113).

[34]   San Josemaría, Amigos de Dios, n. 33.

[35]   Cornelio Fabro, El primado existencial de la libertad, p. 50.

[36]    «La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad» (San Josemaría, Conversaciones, n. 93).

[37]   Cfr. Gn 3,12-13.

[38]   Cfr. Statuta, 90. Cfr. Amigos de Dios, n. 82. Esta afirmación de lo natural como camino que dispone a la gracia es clara en san Josemaría que, hablando de las virtudes humanas, afirma: «Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma» (Amigos de Dios, n. 91).

[39]   Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9.I.2018, n. 11.

[40]   Ibíd., n. 13.

[41]    Cfr. Antonio Aranda, La lógica de la unidad de vida. La identidad cristiana en una sociedad pluralista, Eunsa, Pamplona, 2000.

[42]   «En la duda, por la libertad; así siempre acertaréis. La libertad sólo se puede perder por Amor; yo otra clase de esclavitud no la comprendo» (San Josemaría, AGP, biblioteca, P.10, n. 168).

[43]   «Soy amigo de la libertad porque es un don de Dios, porque es un derecho de la persona humana, porque con libertad personal y responsabilidad personal se hubieran evitado la mayor parte de los crímenes del mundo» (San Josemaría, AGP, biblioteca, P.10, n. 170).

[44]   «La Prelatura pide a sus fieles una intensa y constante actividad apostólica personal, que ha de ejercerse en el mismo trabajo y ámbito social propios de cada uno, libre y responsable, totalmente imbuida de espontaneidad» (Statuta, 119). San Josemaría recurre al término «espontaneidad» para referirse a la actitud y a la actividad de los cristianos que se santifican en medio del mundo: «Damos una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno» (Conversaciones, n. 20).

[45]    San Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 38 (AGP, serie A.3, 94-1-2).

[46]    «Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente», Es Cristo que pasa, n. 17.

[47]    «En lo que atañe a la actuación profesional, así como a las doctrinas sociales, políticas, etc., cada uno de los fieles de la Prelatura, dentro de los límites de la doctrina católica de la fe y costumbres, goza de la misma plena libertad que los demás ciudadanos católicos. Por su parte, las autoridades de la Prelatura deben abstenerse totalmente incluso de dar consejos en estas materias» (Statuta, 88, 3).

[48]    San Josemaría, Carta 25-I-1961, n. 37 (AGP, serie A.3, 94-2-2). San Josemaría, para subrayar que la actividad más importante del Opus Dei es la que sus miembros llevan a cabo en nombre propio, llega a afirmar que «la Obra misma tiene por labor exclusiva la formación de sus miembros» (San Josemaría, Instrucción para la Obra de san Rafael, 9-I-1935, n. 11, AGP, serie A.3, 89-3).

Darris McNeely

Las celebraciones tradicionales son populares y atractivas, pero no consiguen satisfacer los deseos más básicos del corazón. ¿Cómo podemos lograrlo? Solo mediante la verdad, encarnada por el Cordero que fue sacrificado, Jesucristo.

Mientras escribo este artículo, se disipan lentamente los últimos ecos de la última temporada navideña. Y mientras usted lee este artículo, también se disipan los ecos de otra celebración popular: la Pascua de Resurrección.

En medio de la temporada de Navidad de este año entendí por qué a la mayoría de la gente no le preocupa saber los orígenes paganos de estas dos festividades, aun cuando es bien sabido que ambas tienen sus raíces en rituales y prácticas que no tienen nada que ver con el cristianismo ni con la Biblia.

Llegué a la conclusión de que la gente guarda estos festivales en un afán de infundir esperanza y gozo a sus vidas. Sin importar si los festivales tradicionales tienen un significado religioso o son únicamente un concepto sentimental basado en intereses comerciales, creo que la gente está ansiosa por llenar un profundo vacío en sus vidas, algo que el mundo moderno es incapaz de hacer. El hecho de que procuren satisfacer esa necesidad por medio de antiguas prácticas paganas, y que fracasen en el intento, es una trágica realidad de nuestros tiempos modernos. La esperanza y la felicidad verdaderas no se encuentran sino en Jesucristo de Nazaret, el Cordero de Dios que fue destinado desde antes de la fundación del mundo.

Las enseñanzas no bíblicas que afirman que Jesús nació en pleno invierno y posteriormente murió en Viernes Santo para resucitar un día y medio más tarde, durante la mañana del domingo, en realidad ocultan las verdades fundamentales de Dios, su propósito para la vida humana, y de por qué Jesús nació como hombre, vivió una vida sin pecado y después sufrió y murió para que el ser humano pudiera ser redimido por su Padre.

La verdad de la resurrección también está encubierta por un falso relato llamado “Domingo de Resurrección”. Usted necesita conocer la radiante esperanza y el gozo que encierra el hecho de que Jesús fuera el Cordero destinado a ser sacrificado desde el mismo principio.

“La preciosa sangre de Cristo, como de un cordero . . . destinado”

El Nuevo Testamento se refiere a Jesucristo como “el Cordero” de Dios en 31 versículos, de los cuales 26 se hallan en el libro que concluye la Biblia, Apocalipsis. ¡Obviamente, el Cordero de Dios es un tema de gran relevancia en este libro profético que habla sobre el futuro de la humanidad!

Jesús fue anunciado al comienzo de su ministerio como el Cordero de Dios que quitaría el pecado del mundo (Jn 1, 29-36). Además, 1P 1, 19-20 nos dice que somos redimidos, o sea, rescatados de la muerte, “con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”, y que él fue “destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado [revelado] en los postreros tiempos por amor de vosotros”.

De manera similar, Apocalipsis se refiere al “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”. ¿Qué significa la frase “desde el principio del mundo”? El inicio de este mundo habitado por seres humanos se remonta al libro de Génesis, donde encontramos que el hombre fue creado a la imagen de Dios (Gn 1, 26-27) y también que el mundo, o la sociedad, comenzó cuando Adán y Eva tomaron del árbol del conocimiento del bien y del mal, ubicado en el huerto que les servía de hogar (Gn 2, 9).

Este mundo ha sido gobernado por el pecado, que ha producido mucho sufrimiento y muerte. El pecado separa al hombre de Dios y le roba la esperanza y el gozo. Nuestro mundo comenzó con este acontecimiento en el huerto de Edén, cuando Adán y Eva rechazaron a Dios y decidieron vivir a su manera. Nosotros vivimos con el trágico resultado, que se manifiesta en las interminables guerras, crimen, sufrimiento y muerte que vemos por doquier.

En varios lugares de la Biblia encontramos la frase “fundación del mundo”. En 1ra Pedro 1:19-20, que citamos más arriba, vemos que Jesús, como el Cordero que ofrecería su propia sangre como sacrificio, fue “destinado desde antes de la fundación del mundo”. La palabra antes nos proporciona las claves para llegar a comprender en toda su magnitud el origen de la esperanza y el gozo que produce el conocimiento de lo que Dios está haciendo con la vida humana, y de dónde encajamos todos en el propósito que él está llevando a cabo aquí, en el ámbito físico.

Antes de esta era

Dios nos entrega solo breves atisbos de lo que sucedió antes de la fundación del mundo, que ahora se encuentra habitado por la creación física de animales y seres humanos, estos últimos hechos a su imagen. Estos “atisbos” se refieren a todo lo que ha existido y todo lo que ha ocurrido antes de la historia de Génesis: antes del comienzo, antes de que existiera el tiempo como lo entendemos.

Medimos el tiempo por la órbita y las revoluciones de la Tierra en conjunción con el Sol y la Luna. Pero hubo un “tiempo” en que estos astros y el resto del universo físico no existían. La ciencia en general ha adoptado la idea de una “gran explosión”, es decir, un momento inicial en el que apareció el universo. El efecto de este suceso puede ser medido, pero lo que existió y lo que sucedió antes de ese instante no puede verse ni medirse.

La Biblia, sin embargo, nos entrega información sobre lo que “era” o “estaba” (lo que existía) en aquel periodo. Lo que “era” en ese entonces eran el Verbo y Dios. Juan 1 lo expresa así: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios” (La Biblia de las Américas, vv. 1-2). Aquí se revela la asombrosa verdad de que había y hay dos Seres divinos que existían “en el principio”. Juan llama a uno de ellos “Dios”, y al otro, “el Verbo”, aunque “el Verbo” también “era Dios”. (Posteriormente se llegan a conocer en la Biblia como Dios el Padre y Jesucristo el Hijo).

Esto encaja perfectamente con Gn 1, 26, donde se revela a más de un Ser divino: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza . . .” Tanto el apóstol Juan como el libro de Génesis presentan a dos Seres divinos que existían “en el principio”. Esta es la clara enseñanza de la Escritura.

¿Cuáles eran su propósito y su plan?

¿Cómo existían estos dos Seres divinos? Un buen comienzo para entenderlo es Jn 17, 24. Aquí leemos que poco antes de su crucifixión, Jesús oró: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo”.

Ni Dios ni el Verbo fueron creados, sino que habían existido eternamente y tenían una relación de amor y unidad. Entre ellos había una absoluta unanimidad de propósito. Palabras tales como armonía, unidad, cooperación, preocupación, cariño y bondad mutua eran características de estos dos Seres en aquel ámbito prehistórico que precedió el tiempo según lo conocemos.

Otra manera de comprender esta relación entre ellos es la ausencia de conflicto, odio y envidia — todas las características humana sque vemos en el ámbito físico y que conducen al sufrimiento del hombre. Tales rasgos de pecado y maldad no existían entre Dios y el Verbo, porque ambos vivían como espíritus eternos y no creados, llenos de esplendor, majestad y vida eterna inherente.

Gran parte de la experiencia humana está marcada por el sufrimiento. Tristemente, la paz, la armonía y la buena voluntad que desearíamos ver entre las naciones prácticamente no existen. Sin embargo, ellas eran la esencia misma de la existencia que Dios y el Verbo compartían; para expresarlo en una sola palabra, su vínculo inquebrantable era el amor. En 1Jn 4, 8.16 se nos dice que “Dios es amor”. Eso es lo que ellos son y comparten en una gloriosa existencia espiritual, alejada de los seres humanos.

Pero lo más importante para nosotros, increíblemente, es lo que ellos decidieron compartir.

Momento trascendental en el plan de Dios

En algún momento “antes de la fundación del mundo”, estos dos Seres tomaron la decisión más trascendental de toda la eternidad: compartir su gloria. Determinaron extender la vida espiritual, la esencia misma de su existencia, más allá de sí mismos.

Ello se llevaría a cabo mediante una creación única de seres hechos a la imagen de Dios: como él en muchos aspectos importantes pero, no obstante, compuestos de materia física y creada, no de espíritu. Estos seres físicos llamados seres humanos, muy inferiores a Dios y al Verbo, tendrían el potencial de compartir la gloriosa existencia espiritual de estos dos Seres eternos. Mediante un proceso llamado redención, o salvación, se establecería un sistema para que la creación humana pudiera optar por participar de una gloriosa relación y existencia espiritual con Dios.

Pero el hecho de permitir que otros seres compartieran su gloria no podía ser posible sin que uno de ellos se ofreciera para despojarse de su gloria y crear un camino a la salvación. ¿Cuál de los dos haría tal cosa? ¿Cómo decidieron quién sería? La Biblia no lo dice; solo sabemos que sí sucedió, y este conocimiento nos revela la relación más altruista, generosa y amorosa de toda la eternidad.

Recuerde que anteriormente leímos que Jesús, el Cordero que ofrecería su sangre, fue destinado desde antes de la fundación del mundo. En ese mismo momento se determinó que el Verbo, quien más tarde llegaría a ser Jesucristo, sería el medio por el cual la humanidad podría alcanzar la gloria de la vida eterna.

Sin embargo, el precio sería exorbitante y exigiría que el Verbo eterno se convirtiera en carne y viviera una vida perfecta como ser humano. Se iba a necesitar que él experimentara todas las tentaciones a las que estamos expuestos en esta vida (Hb 4, 15). Pero, más que nada, requeriría que este Ser perfecto sufriera, derramara su sangre y muriera por los imperfectos seres humanos.

El Verbo, a través del cual Dios creó el mundo y la humanidad (Jn 1, 3; Col 1, 16; Hb 1, 2), sería el medio por el cual la creación alcanzaría la unidad con Dios. Para las mentes modernas, desacostumbradas a conceptos teológicos tan profundos como este, algo así es muy difícil de entender. Sin embargo, esto es precisamente lo que debemos comprender cuando pensamos en Dios y en su propósito para la vida que puso aquí en la Tierra. Las falsas enseñanzas respecto a la Navidad y la Pascua de Resurrección ni siquiera explican tales conceptos; por el contrario, los encubren.

Dios decide convertirse en hombre

Jn 1, 14 nos dice que “aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. El Ser conocido como el Verbo había decidido mucho antes de esto llegar a ser parte del mundo físico —convertirse en un ser humano—, hecho de carne y sangre.

El momento de decisión,este instante crucial antes del inicio de la creación humana cuando se determinó que el Verbo se convirtiera en el Cordero, estableció un rumbo, un propósito inalterable. Desde su ámbito eterno, el Verbo y Aquel que más tarde sería conocido como Dios el Padre (llamado “Anciano de días” en Dnl 7, 9, Dn 13-Dn 22) decidieron que el Verbo pasara a integrar el tiempo y el espacio físico y viviera como parte del orden creado en la forma de un ser humano hecho del polvo de la Tierra.

Esta decisión del Verbo fue extraordinariamente generosa y exenta de egoísmo. El apóstol Pablo fue inspirado a escribir sobre esto en Flp 2, 5-8: “Tengan la misma actitud que tuvo Cristo Jesús. Aunque era Dios, no consideró que el ser igual a Dios fuera algo a lo cual aferrarse. En cambio, renunció a sus privilegios divinos; adoptó la humilde posición de un esclavo y nació como un ser humano. Cuando apareció en forma de hombre, se humilló a sí mismo en obediencia a Dios y murió en una cruz como morían los criminales” (Nueva Traducción Viviente).

El Verbo tenía el mismo estatus de Dios, pero voluntariamente, por decisión propia, se despojó a sí mismo de su gloria. Este fue un acto supremo de humildad y, debido a que estuvo dispuesto a llevarlo a cabo, el Padre le ha dado autoridad sobre todas las cosas “para que, ante el nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra” (v. 9).

La encarnación: Dios se convierte en carne

El proceso del Verbo convirtiéndose en carne quedó registrado en los evangelios, y aunque tradicionalmente se le da gran relevancia durante la temporada navideña, lamentablemente es muy malentendido en muchos sentidos. Jesucristo no nació un 25 de diciembre, en pleno invierno. Este es un hecho muy bien conocido y corroborado por muchos eruditos bíblicos. Sin embargo, como se indicó al comienzo de este artículo, a la mayoría de la gente esto simplemente no le importa. Estamos viviendo un periodo de “noticias falsas”, ¡y las tradiciones navideñas se encuentran entre las noticias más falsas de todas!

La importancia del nacimiento de Jesús es algo que debemos contemplar cada día de nuestras vidas y no solamente una vez al año. No solo es uno de los grandes acontecimientosde la historia, sino que además nos abre la oportunidad de una vida llena de propósito que trasciende nuestro momento en el tiempo.

Dios registró los hechos y acontecimientos relacionados con la concepción y el nacimiento de Jesucristo para mostrarnos el profundo significado de que el Verbo se convirtiera en carne. Cuando nuestras mentes examinan la verdadera razón detrás de este suceso, es como sondear el misterio más profundo del universo.

En el relato de Mateo, un ángel se aparece a José en un sueño y le dice “no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es” (Mt 1, 20). Dios el Padre hizo posible que María concibiera mediante su Espíritu Santo, y con este milagro cumplió una importantísima parte de su propósito eterno.

El anuncio a María agrega más detalles: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado hijo de Dios” (Lc 1, 35).

La idea de una virgen que da a luz es muy difícil de entender y creer para las mentes modernas. Muchos teólogos rechazan la clara enseñanza bíblica, pero al mismo tiempo intentan explicar lo que es la fe. Pero este acontecimiento, la concepción del Verbo divino para que se convirtiera en carne y sangre en el vientre de una virgen, demuestra el compromiso de Dios para compartir su gloria con la humanidad.

La Biblia muestra una continuidad ininterrumpida desde cuando el Verbo se movía dentro del vientre de su madre hasta su nacimiento como Jesús de Nazaret, hijo de María e hijo adoptivo de José. Cuando ya era adulto, Jesús les dijo a los judíos: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn 8, 58). Esta es una clara referencia al Dios que se le apareció a Moisés en la zarza ardiente y que, frente a la pregunta de cuál era su nombre, respondió: “Yo soy el que soy. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envió a vosotros” (Ex 3, 14). Él era, de hecho, el Dios que había interactuado con los seres humanos antes de su nacimiento físico.

Jesús existió y existe por toda la eternidad. No fue creado, y fue Dios con Dios el Padre en el principio. Esta es la clave de nuestra esperanza: Dios convertido en carne y morando entre nosotros.

A fin de poder ser encarnado, este Espíritu no creado fue colocado en un vientre creado. Jesús es llamado “el unigénito” (Jn 1, 14-18), es decir, él es el único que comenzó su vida humana de esta manera. Esta fue la única vez en toda la eternidad que algo así sucedió. Dios se convirtió en hombre y el Espíritu se convirtió en carne para que la humanidad hecha de carne pudiera tener la oportunidad de convertirse en espíritu y compartir la gloria de Dios. ¡Este es el propósito eterno de la vida humana!

Todos deseamos tener esperanza y vivir una vida llena de gozo y confianza. Al comienzo de este artículo comenté que la gente observa los festivales de Navidad y Pascua de Resurrección con la intención de hallar felicidad y esperanza. Sin importar si sus motivos son o no religiosos o simplemente nostalgia por un tiempo y lugar que nunca fueron, cada año, cuando estas fiestas se acercan, despiertan algo dentro de la gente: unas ansias urgentes por encontrar en ellas algún significado o propósito.

Para muchos, sin embargo, la esperanza de cada año jamás se materializa. El frenesí de gastos y compras que ocasionan estas fiestas lleva a la gente a endeudarse desmedidamente, cuando la única deuda que en realidad debemos tener es con Dios el Padre y Jesucristo por algo que nunca podremos ganar ni comprar.

Jesús dijo que la verdad nos hará libres. Solo la verdad espiritual de Dios puede liberarnos de las cadenas del miedo, la inseguridad y la ignorancia que nos ha infundido el falso conocimiento, las “falsas noticias” de hoy.

Salvados por la vida de Jesús

Las tradiciones de Pascua de Resurrección como los conejos, los huevos y las celebraciones del Viernes Santo y del Domingo de Resurrección (que no encajan con la declaración de Jesús en Mt 12, 40 de que estaría en la tumba tres días y tres noches) son solo más falsificaciones, que lo único que hacen es esconder las verdades llenas de gozo implícitas en los eventos de la semana en que murió y resucitó Cristo, según relatan los evangelios.

Volvamos a 1P 1, 19-20, que leímos anteriormente. Este pasaje afirma que somos redimidos por la sangre de Jesús el Cordero, el cual fue predestinado para cumplir este papel antes de la fundación del mundo. Su muerte fue el cumplimiento de este acontecimiento profetizado. Ya nunca más la humanidad carecería de un medio para reconciliarse con Dios.

Ahora el pecado podría ser perdonado mediante la sangre derramada de Jesucristo, y la pena irrevocable por el pecado (Rm 6, 23) había sido eliminada gracias al sacrificio del Cordero de Dios en nuestro lugar. Por medio del arrepentimiento y la fe en este sacrificio se abrió una nueva oportunidad para todos y se hizo posible el acceso a la presencia de Dios en el cielo (Hb 4, 14-16). Pero esto no es todo.

Jesús resucitó después de tres días y tres noches en la tumba. Cuando las mujeres fueron al sepulcro al amanecer del primer día de la semana, encontraron que la piedra que sellaba la entrada había sido retirada y que la tumba estaba vacía. Un ángel les dijo: “No está aquí, pues ha resucitado, como dijo” (Mt 28, 6). Por el poder del Espíritu, el Padre resucitó a Jesús y le restauró la gloria que antes habían compartido (Ef 1, 19-20).

Antes de su muerte, Jesús le pidió al Padre que le devolviera “aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Jn 17, 5). La Escritura nos dice que Jesús tuvo que ascender al Padre (Jn 20, 17), en cumplimiento del ritual de la ofrenda de la gavilla mecida que simbolizaba este acontecimiento (vea Lv 23, 10-14). Esto ocurrió el día después de su resurrección y debe haber sido un momento magnífico en la eternidad. ¡El Verbo había retornado! Pero había retornado como el Cordero de Dios que había sido destinado antes de la fundación del mundo para ser sacrificado.

Y aun cuando la Escritura no nos da detalles al respecto, podemos unir las piezas de manera lógica e imaginar lo que sucedió y cómo debe haber sido el extraordinario momento en que él, que había sido el Verbo, el Cristo, el Cordero sacrificado ahora devuelto a la gloriosa inmortalidad, llegó hasta donde estaba su Padre para recibir “dominio, y gloria y reino . . . dominio eterno, que nunca pasará” (Dn 7, 14).

Podemos imaginarnos a Jesucristo llegando al trono de gloria “por su propia sangre, [entrando] para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hb 9, 12), y voces angelicales que dicen a gran voz: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra y la alabanza” (Ap 5, 12). ¡Los ecos de este jubiloso momento todavía deben escucharse en la eternidad!

Un vistazo al trono de Dios

Apocalipsis 4 y 5 registran el relato de una visión del trono de Dios en el cielo. Vemos aquí ángeles y otros seres espirituales que aparentemente cumplen roles claves en la implementación y monitoreo del propósito y las actividades de Dios a través del universo. En el centro de todo ello hay un gran mar de cristal y en él un trono, sobre el cual se sienta Aquel que vive por todos los siglos, el Padre.

Y de pie en el mismo lugar hay un Cordero que parece haber sido sacrificado. Sus múltiples cuernos y ojos parecen representar el poder y la penetrante visión del Espíritu de Dios que reúne todo el conocimiento del mundo. Él es digno por la vida de sacrificio que llevó. El precio por la redención de la humanidad ha sido pagado y esperamos el momento en que el plan eterno de Dios pase a la siguiente fase, trayendo consigo juicio y rescate.

Para el Cordero que fue destinado desde antes de la fundación del mundo para ser sacrificado, el tiempo y la eternidad están garantizados. La creación espera la revelación de la gloria de Dios en este mundo, cuando el Cordero sacrificado venga a la Tierra por segunda vez a revelar el propósito de Dios a toda la humanidad, y a ofrecer el don de la salvación de Dios a todos los seres humanos. 

Darris McNeely, en espanol.ucg.org/

Miguel Angel Tabet

I.   Los  textos   de Jn  8, 34 y Rm 7, 14 ss en la Const. Past. «Gaudium et Spes»

El pecado en el hombre se presenta como una realidad compleja, que se puede describir desde diversas  perspectivas.  Radicalmente  es un rechazo de Dios; no reconocer a Dios como Dios y vivir en conformidad a ese conocimiento, que implica una total dependencia del hombre respecto a Dios. Siempre se ha señalado  que el  pecado  no es un mal cualquiera, sino el único verdadero mal en el que puede  incu­ rrir la criatura libre y racional.  Es el mayor  desacierto  que el hombre es capaz de realizar, y, al perpetrarlo, hace  el  más  desordenado  uso del mayor don que ha recibido  en  el orden  natural, la libertad,  a la  que  dirige  fuera  de  su  original  finalidad,  contra  Dios,  rechazando su amor. Esto es válido aun en el caso de que se trate del pecado venial, por el que el hombre, aunque no rompe el lazo de unión que la gracia establece entre él y Dios, y que le hace partícipe del Bien in­ finito, ofende  sin  embargo  a  su  Creador  y  Padre,  desviándose  de los medios que le encauzan hacia el gozo del Sumo Bien.

Una de las expresiones más radicales con  que  el  Espíritu  Santo nos ha querido dar a conocer la degradación  que el pecado produce en el hombre es la de que por él quedamos hechos «siervos del pecado», esclavizados bajo el imperio de ese único verdadero mal. Esta expresión la encontramos contenida esencialmente en  diversos  lugares del Nuevo Testamento;  principalmente en  labios  de  Jesús  (Jn  8, 34) y, a modo de claro eco, en la Epístola de San Pablo a los  Romanos (Rm 6, 16-20; Rm 7, 14). Los textos son los siguientes:

Jn 8, 34: «Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: Todo el que comete pecado, esclavo es del pecado».

Rm 6,1 6: «¿No sabéis que ofreciéndoos a uno para obedecerle os hacéis esclavos de aquel a quien os sujetáis, sea del pecado para la muerte, sea de la obediencia para la justicia?».

Rm 6, 20: «Cuando érais esclavos del pecado, estábais libres respecto de la justicia».

Rm 7, 14: «Porque sabemos  que la  Ley  es espiritual,  pero  yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado».

Antes de internarnos en el estudio del texto que nos ocupa, hagamos una consideración previa. De estos textos señalados,  dos  de ellos los encontramos en los párrafos más importantes de los documentos del Concilio Vaticano II sobre la doctrina del pecado; concretamente, en la Const. Past.  «Gaudium  et  Spes».  Jn  8, 34  aparece en el capítulo I de la Parte I de la Constitución, n. 13, titulado «La dignidad de la persona humana». Tiene el siguiente  contexto  próximo: «Luego, el hombre está en sí mismo  dividido. Por  eso  toda  la vida de los hombres, individual y colectivamente,  se  presenta  como una lucha dramática entre el bien y el mal, entre la  luz  y  las  tinieblas. El hombre se encuentra incluso incapaz  de  combatir  por  sí mismo con eficacia los ataques del mal. Pero  el Señor  mismo  vino para  liberar  al  hombre  y  darle  fuerzas,  renovándole  en  su  interior  y expulsando  fuera  al  príncipe  de  este  mundo  (cfr.  Jn  12, 31),  que le sujetaba a la servidumbre  del  pecado».  A  continuación  viene  la cita de Jn 8, 34. Este pasaje es considerado así como  el  texto  bíblico por excelencia para fundamentar la doctrina de que  el  pecado  produce en el hombre una servidumbre.

El otro texto citado es el  de  Rm  7, 14 ss. Esta  vez  en  el  n. 10 de la Constitución. El contexto es algo diferente al de Jn 8, 34, pues ahora no se trata de un  parágrafo  dedicado  íntegramente  a  proponer la doctrina sobre el pecado, sino que nos encontramos en la «Exposición preliminar», amplia introducción que describe minuciosamente la situación del hombre  en  el  mundo  actual;  y, concretamente, en el número dedicado a  delinear  los  más  profundos  interrogantes en que se debate el  género  humano.  Leamos  el  pasaje  que  nos interesa: «Pues en el interior  mismo  del hombre  varios  elementos pugnan entre sí, ya que,  mientras  por  una  parte,  como  criatura,  se sabe limitado de muchas maneras, por otra, sin embargo, se siente ilimitado en sus aspiraciones y llamado a  una vida superior.  Atraído por múltiples solicitaciones, continuamente tiene  que  escoger  algunas de ellas y renunciar a otras. Es más, débil y pecador, con  fre­ cuencia hace lo que no quiere y lo que quiere no lo hace». Aquí se sitúa el texto de Rm 7, 14 ss. Esta perícope es citada como fundamento escriturístico de la realidad q1.1e se está describiendo, es decir, que en el interior del hombre se debate una aguerrida lucha a consecuencia del pecado, que tiende a  esclavizarlo  y  a  producir  en  él una inclinación contraria al más alto anhelo de su libertad. Es una escisión que se produce en el interior del hombre y que tiende a alienarlo y a hundirlo en el error.

El hecho de que los textos de  Jn  8, 34  y  Rm  7, 14  ss.  hayan  sido elegidos en la Const. Dogm. «Gaudium et Spes», muestra la importancia  que  se  les  atribuye  como  lugares  escriturísticos  sobre la doctrina del pecado. El primero de ellos aparece ya en el «Textus Recognitus» [1] y permanece en la redacción definitiva del documento conciliar. Ninguna explicación dio la Comisión doctrinal acerca del recurso a esta cita. Sólo se puede notar que en el texto «Denuo Recognitus», en lugar del tiempo presente «sujeta» («retinet»)  se  prefirió usar el imperfecto («retinebat»); «que le sujetaba a la  servidumbre del pecado» [2]; pues el parágrafo  hace mención  de la libertad que Cristo nos alcanzó por su obra redentora, consiguiéndonos las gracias suficientes y abundantes para vivir en el estado de hijos  de Dios. Ciertamente, cada hombre ha de aplicar a su propia alma los méritos de la Pasión de Cristo, pero esos méritos ya han sido con­ quistados y ganados para los hombres. Por eso, se puede afirmar propiamente que el demonio «sujetaba»  («retinebat»)  en  servidumbre a las almas, aunque ahora también ejerza su dominio sobre quienes  se  privan  de  los  méritos  que  Cristo  conquistó  en   la   Cruz para que viviéramos en amistad con Dios.

Del  segundo   texto  se   puede  señalar   que  aparece  en   el   texto «Denuo Recognitus» gracias a la sugerencia de un Padre conciliar. Pedía que en el esquema III, después  del  verbo  «facit»,  se introdujera  explícitamente  la cita de Rm  7,  singularmente  los  vv. 24-25, ya implícitos en el esquema.  Quería  así  que quedase  subrayado  que el único remedio a  la  insuficiencia  humana  es  la  gracia  de  Cristo. La sugerencia fue tenida en cuenta, si bien  se  amplió  el  texto  de  Rom a toda la  perícopa  que comienza  en  el  v. 14, es  decir,  se citó  en nota Rom 7,14 ss. [3]. De este modo quedaba incluido Rm 7, 24-25, pero también se recogían los versículos anteriores que son los que expresan vivamente esa situación del hombre que, como enfermo y pecador, no rara vez  hace lo  que  no  quiere  y  deja  de  hacer  lo que su voluntad intentaba llevar a cabo.

Quizá podemos terminar esta parte introductoria  señalando  que esos textos de Jn 8, 34 y Rm 7, 14 ss han sido recogidos en el Instrumentum laboris. De reconciliatione et Paenitentia in missione  Ecclesia (21.1.1983), que servirá de relación base de los trabajos del próximo Sínodo de Obispos del mes de  septiembre [4]. El  uso,  pues, que el Magisterio más reciente ha hecho  de  estos  textos,  y  el  tema del presente Simposio, fueron las causas principales que motivaron nuestra comunicación. Esperamos que pueda servir de válida  ayuda para conocer mejor la noción bíblica capital de «esclavitud del pecado». En nuestro estudio nos pareció de especial interés tener singularmente presente la doctrina del Doctor Angélico  sobre  el  pecado, y en concreto, la exposición que hace en sus  Comentarios Bíblicos al Evangelio de San Juan  y  a  la  Epístola  a  los  Romanos. No ha sido indudablemente nuestra única fuente, pero sí ha  constituido en todo momento el pqnto  de  referencia  primordial  de  nuestras consideraciones.

II.El contexto de Jn 8,34: El diálogo sobre la verdadera esclavitud

El versículo Jn 8, 34 se puede situar en la unidad mm1ma  Jn 8, 31-38 [5]. Así lo acota Santo Tomás en su Comentario al Evangelio de San Juan. Algunos autores incluyen el v. 30 [6]; otros reducen el pasaje hasta el v. 36 [7]. La inclusión del v. 30 tiene su lógica -según Schnackenburg- en que este versículo introduce una nueva circunstancia que parece enmarcar de modo inmediato el diálogo que sigue a continuación de Jesús con los  judíos:  el  hecho  de  que  «muchos de los que le escuchaban creyeron en él» (v. 30). Pensamos, sin embargo, que la anotación de San Juan intenta mostrar más bien, a modo de conclusión, el efecto que había producido la primera parte del discurso de Jesús en sus oyentes, que fue la conversión de muchos judíos a la fe [8]. El v. 31, por su parte, ya recoge suficientemente la nueva circunstancia, precisando además que las palabras que Jesús dice acto seguido iban dirigidas, de intento, exclusiva­ mente, a los que habían creído en El. El participio perfecto «ltemaeuxóac;» parece dar a entender que no se trata solamente de los que poco antes se habían convertido, sino también  de  los  que  desde tiempo atrás habían abrazado la fe [9].

Ciertamente, toda la sección hasta finalizar el c. 8 tiene una clara unidad,  pues  se  trata  de  un  mismo  discurso  de   Jesús  pronunciado «en el templo» y «en el gazofilacio» [10],  en la fiesta de los Tabernáculos o en días muy próximos a ella, meses antes  de que Jesús concluyera con su muerte redentora su paso por la tierra; además, hay  una clara unidad interna, ya que los diversos temas que  surgen  -el verdadero linaje de Abraham, la superioridad de Jesús  sobre  Abraham, la eternidad de Cristo, etc.- se  van  enlazando  unos  a  otros como eslabones de una misma  cadena.  Sin  embargo,  el  tema  central  sobre  la  verdadera  libertad  y  la  esclavitud   del  pecado  sólo  se encuentra en los vv. 31-38, o  más  exactamente  en  los  vv.  32-36; pero esta sección más corta está reclamando como necesario complemento la unidad completa señalada. Se pondrá  de  manifiesto  a  lo largo de nuestra exposición.

Desde un punto de vista formal, Schnackenburg anota que el v. 37 está enlazado con el 31b mediante el término «mi palabra» y la idea de que el creyente debe acoger,  conservar  y cumplir  la  palabra  de Jesús. Hay además una secuencia quiástica, pues Jesús responde primero a la segunda parte de la objeción formulada por los judíos («nunca hemos sido esclavos»), para pasar después a la primera («descendientes de Abraham») [11].

En relación al contenido, hay varias ideas que confluyen y enmarcan adecuadamente el texto de Jn  8, 34. Empecemos  por  señalar que el punto de partida del diálogo, como dijimos más arriba, es el hecho de que muchos de los que escuchaban a Jesús habían  comenzado a abrazar la fe. Que esa fe era todavía débil, producida por un entusiasmo   superficial   -«superficie    tenus»-,   especifica   Santo   Tomás [12],    lo  muestran  las  palabras  de  Jesús  que  siguen  a  continuación. Jesús, en efecto, va a precisar que para ser verdaderamente discípulos suyos no basta una adhesión meramente momentánea y superficial a su doctrina, síno  que  es  necesario  «permanecer»  en  ellas  (v. 31).  El  verbo  utilizado  aquí  por  «permanecer»   (µévEw),  es un término que reviste una connotación característica en  el  lenguaje  del  cuarto  Evangelio:   significa   una  unión  fuerte  y  vital  con aquello  a  lo  que  se  une [13]. «Es  instalarse  en  la   palabra,  recibir su savia, vivir de ella» [14]; «significa que el creyente ha de meterse por completo en el círculo  de  influencia  y  acción  de  la  palabra  de Cristo y dejarse conducir por ella a la profunda  vinculación  con  Cristo» [15]. Santo Tomás comenta que  esta  «permanencia»  se  realiza por una fe estable, por medio de una continua meditación  de la  palabra de Dios y un amor ferviente, que  lleve  a  poner  en  la ley  de Dios  la  propia  voluntad [16]. San  Agustín  añade que  permanece  en las palabras del Señor el que no cede ante las tentaciones [17]. «Permanecer» es, en resumen, en labios de Jesús, dejar que su doctrina informe plenamente la vida para siempre.

Jesús da ahora un paso más en  su  enseñanza.  Va  a  entrar  de  lleno en  el  tema  de la  verdadera  libertad.  Al  que  permanece  en sus palabras Jesús hace una promesa: el privilegio único de ser verdadero discípulo suyo, y, por consiguiente, dos grandes bienes, el conocimiento  de la  verdad -como su  fruto más  valioso- y  una  vida auténticamente libre. El conocimiento de la verdad al que se refiere Jesús, precisa Santo Tomás, abarca además del conocimiento de su doctrina, la participación de la gracia  vivificante  de  la  que  El es autor [18]. Aquí  encontramos  la  noción  bíblica  del  término  «verdad». El  «concepto  joánico  de  lHluhw  -escribe  Schnackenburg-  tiene sus raíces en el campo judío y significa la verdad divina, revelada por Dios, la verdad que afecta a la salvación del  hombre  (cfr.  Jn 17, 17),  y más en concreto la revelación salvífica escatológica que  ha  traído Jesús, como enviado de Dios (cfr. Jn 18, 37) (... ). Como la verdad  procede de Dios y sólo resulta comprensible para quienes son  'de Dios' o 'de la verdad' (cfr. Jn 8, 46 ss; Jn 18, 37), 'reconocer  la  verdad'  significa acoger interiormente la verdad salvífica traída por Jesús (Jn 8, 40.45ss; Jn 14, 6), apropiándosela (cfr. 1Jn 1, 8;  1Jn 2, 4)  y  poniéndola  en  práctica (cfr. Jn 3, 21; 1Jn 1, 6). La promesa puesta en el futuro yvricrecrlh se esclarece sobre  todo  con  Jn 7,17:  quien  cumple  la  voluntad  del  Padre y  acoge  la  'doctrina'  de Jesús  en la fe y en los hechos  reconocerá   su origen  y  fuerza  salvífica  divinos» [19]. El  conocimiento  de  la  verdad, en definitiva, es el conocimiento de la  verdad  salvífica  que  Cristo vino a mostrar  en su  plenitud;  pero un conocimiento  que  no se queda sólo en una percepción intelectual y  abstracta  de la  verdad,  sino que se hace vida en el hombre por la «maduración en el alma de la semilla de la Revelación divina» [20].

«Y la verdad os hará libres» (v. 32). El  conocimiento  de la  verdad que Jesús promete tiene garantizado como más precioso fruto la consecución de la libertad. Esta enseñanza iba  a  descubrir  horizontes inesperados a los judíos. Santo Tomás comenta el profundo contenido de estas palabras del Señor  del  siguiente  modo:  «liberar  en este  pasaje  no  se  refiere  a  quitar  cualquier  angustia  (...  )  sino que propiamente significa hacer libre, y esto de tres modos: primero, la verdad de la doctrina nos hará libres del error de la falsedad ( ... ); segundo, la verdad de la gracia  librará  de  la  esclavitud  del  pecado: 'la ley del espíritu de  vida  que  está  en  Cristo  Jesús  me  ha  librado de la  ley del  pecado  y  de la  muerte'  (Rm  8, 2); tercero,  la verdad de la eternidad en Cristo Jesús  nos  librará  de  la  compunción  (cfr. Rm 8, 21)» [21]. La magnífica fórmula  utilizada  por  Jesús  habla  así en su más alto significado  del don otorgado  por  Dios capaz  de liberar al hombre de la más profunda esclavitud que puede aherrojar su existencia  humana,  la  del error  y  del  pecado,  y  que  le concede participar  de  «la  libertad  del  Espíritu  y  en  la  gloria  de  la   vida   de Dios» [22]. El  tiempo  futuro  en  que se  expresa  la  promesa -(hará libre)- no se refiere a un acontecimiento puramente escatológico venidero. «Significa el cambio radical  y  efectivo  que se realiza  ya en el presente, desde  una  existencia  hundida  en las tinieblas y en la muerte a la región de la  luz  y  vida  divinas (cfr. Jn 5, 24)» [23]. Jesús ha hablado de verdad y libertad en su más alto significado.

Sus palabras luminosas produjeron, sin embargo, una reacción de incomprensión  en  la  multitud  que  le  escuchaba,   «no  de  los  que  ya  eran  creyentes,  sino de los  que  entre la  multitud  todavía  no   habían  creído» [24]. La  promesa  de  una  liberación  suponía  un  estado de servidumbre en los judíos. Jesús les hablaba de que  ellos  no  eran libres sino esclavos; pero en un sentido más alto, que sus oyentes no alcanzaban o no  querían  entender.  Por  eso  replican  con  resuelto  aire de «presunción», como anota Santo Tomás [25], que ellos eran descendientes de Abraham, vanagloriándose así de su origen según la carne,  y  niegan  que  se  encontrasen  en  estado  de  servidumbre, más aún, aseveran de modo tajante que jamás habían sido «esclavos de nadie»  (v.  33).  Es  una  respuesta  ciertamente  extraña.  Por  una parte -observa   San   Juan  Crisóstomo- [26], si  había   algún  motivo  de indignación tenía que ser por las palabras de Jesús «conoceréis  la verdad», pues la ley y los conocimientos divinamente  revelados  que los judíos habían recibido en herencia no eran falsedades ni mentiras. Pero no fue éste el objeto de su solicitud. Sus disposiciones les cerraban el paso a consideraciones sobrenaturales. Dejado  de lado el  tema de la verdad, discuten el de la libertad, pero entendida en un plano terreno, no espiritual [27].

Pero la respuesta también resulta extraña si se considera que no pocas veces en su historia, el pueblo de Israel había sufrido servidumbre ante el dominio de otras naciones y que en ese tiempo sufrían la dominación romana. Por eso San Agustín señala que en su respuesta «se manifestaron mentirosos» [28]. Quizá se podría entender la objeción en el sentido de que los judíos no pretendían negar que  en más de una ocasión habían sido dominados por un poder político extranjero, sino sólo insistir en que siempre habían conservado la libertad interior y no habían inclinado jamás la cabeza bajo un yugo externo, es decir, no pensaban tanto en una libertad externa y política, sino «en la postergación de su conciencia de hombres libres. Pese a toda opresión política, se saben  hijos libres  de Abraham, que internamente jamás se han doblegado a un dominio extranjero» [29]. Por esto habrían mencionado antes su filiación a Abraham, pues esa pertenencia material era el origen tanto de su orgullo nacional como uno de los fundamentos más firmes de la certeza de su salvación. Semejante actitud -señala Schnackenburg- está bien testificada [30]. Así, por ejemplo, según Baba Qamma VIII,6, R. Akiba (muerto hacia el 135) habría dicho «Incluso a los pobres de Israel se les considera como gente ilustre, que hubiera venido a menos en su situación econom1ca. Porque son hijos de Abraham,  Isaac  y Jacob». Lo sevangelios sinópticos reflejan esta actitud de los judíos en el otro aspecto. El Bautista les advierte «No os forjéis ilusiones diciendo: tenemos  a  Abraham  por  padre» [31],  como  si  la  descendencia  carnal de Abraham asegurase la salvación. Esta era  una  actitud  caracterís­ tica de los fariseos, a los que se dirigía preferentemente Jesús [32].

III.       El texto de Jn 8, 34: El pecado y su servidumbre

La importancia capital de lo que Jesús va a afirmar ahora, en su respuesta a la objeción de los  judíos,  se  pone de especial  relieve  por el énfasis con que  introduce  la  frase  y  por  el  carácter  universal  de la sentencia que pronuncia [33]. Jesús habla «ahincadamente» [34], repitiendo el «amén», [35] palabra  hebrea  que  significa  «verdaderamente», «es cierto», «os aseguro». San  Agustín  comenta  que  de  este modo Jesús «encarece altamente lo que afirma,  pues es,  por  decirlo así, como un juramento suyo  (... ). Y no  una, sino  dos veces  aseveró el Señor: 'amén,  amén',  para  que  por  la  repetición  os  deis  cuenta  de  su  encarecimiento.  Recomienda,   inculca,  excita  en  cierto  modo a los que duermen; quiere que estén atentos, no quiere ser menospreciado» [36]. Las   versiones   suelen   traducir   el   doble   «amén» por «De verdad os aseguro», «En verdad, en verdad», o mediante otras fórmulas semejantes. Este énfasis, indica Santo  Tomás,  queda  todavía más reforzado por el carácter  universal  de  la  sentencia  de Jesús:   «todo  el  que»,  «sea  judío,  sea  griego,  rico  o pobre, emperador  o mendigo» [37]. Nuestro Señor  trasciende  así  unas circunstancias o un grupo de personas para establecer  un  principio  absoluto  y universal sobre la verdadera esclavitud: el hombre cae en la verdadera esclavitud por el pecado.

Antes de considerar en qué consiste esa esclavitud, conviene que nos detengamos un momento para examinar las palabras «el que comete pecado». Notemos primero que Jesús alude a una condición estable de pecado. El verbo «חטא», en presente (participio), designa o bien un acto repetido que engendra una costumbre (presente frecuentativo) o una acción que empezó anteriormente y todavía dura en el momento en que se habla. No se trata, por tanto, de un acto aislado, sino más bien de una  actitQd  habitual o estado de pecado [38]. Pasemos ahora a un segundo punto, ¿a qué pecado se refiere Jesús? ¿A algún pecado en particpular o a cualquier clase de pecado? Pensamos que al menos en un primer momento, atendiendo a su contexto más inmediato, la afirmación se deba referir al pecado de incredulidad frente a Jesús; pecado radical que consiste en la cerrazón del hombre frente a la verdad del Dios encarnado, la no aceptación de los signos que manifiestan esa realidad e inducen a una adhesión plena, el no querer  creer  en  el  misterio  del  Hijo  de Dios. Es el pecado que se menciona en el v. 24 como pecado que impide que el hombre pueda convertirse a Dios: «os he dicho que moriréis en vuestros pecados: si no creéis que 'Yo soy', moriréis en vuestros pecados». De hecho Santo Tomás ha unido muy estrechamente la doctrina de Jn 8, 31-38 a la del v. 24, explicando que en este versículo Jesús revela el modo de salvar el abismo que media entre El y sus oyentes, por la fe en El creyendo que es verdadero Dios, y  en los vv. 31-38 muestra los bienes que se siguen de esa fe y la necesidad que tenían sus interlocutores de lograr tan gran don sobrenatural para lograr la liberación del pecado [39].

Pero si bien el «חטא של חוסר אמונה» de nuestro texto parece aludir primariamente al pecado de incredulidad frente a Jesús, resulta también conforme al sentido literal de las palabras afirmar  que  Jesús  se  refiere al pecado en una acepción más amplia, entendido como  «rebeldía frente a Dios,  rechazo  de  su  oferta  salvífica,  endurecimiento en  la  obstinación   humana» [40]. Tal  vez  la  exégesis   mencionada del v. 24 ayuda a entender mejor la perspectiva que parece encerrar el término «חטא של חוסר אמונה» en el v. 34. En el v. 24  nos  encontramos  el  plural  «moriréis  en vuestros  pecados» [41].  Es una amenaza  de Jesús atempetada por la fórmula en condicional que la  introduce: «sino  creéis que 'Yo soy'». Hay así un íntimo  nexo  entre el pecado de incredulidad y los demás pecados. «La  incredulidad  como  la  fe  se  inscriben en el interior del hombre para darle una existencia en la luz o en tinieblas, como hijos de Dios (Jn 1,12)  o del demonio  (Jn 8, 44),  para  llenar su vida de obras buenas o de pecado de toda suerte», como comenta Lazure [42] Por eso, pensamos que por « באמת, באמת, אני אומר לכם: כל החוטא הוא עבד» en Jn 8, 34 se puede entender la deficiencia moral en general,  pero aludiendo  y  en  labios de Jesús al desorden más radical y profondo que la origina: la incredulidad frente al Hijo de Dios [43].

Ahora podemos abordar la parte central  de  las  palabras  de  Jesús. Jesús compara el hombre en  pecado  al  siervo  que  está  sometido a las  órdenes  de  su  Señor.  Pero,  ¿qué  significa  que  el  hom­ bre se hace «esclavo del pecado»? [44] Santo Tomás explica  la  naturaleza de esa  servidumbre  a  partir  de  una  objeción  que  introduce y que  sin  duda  sigue  conservando  hoy  día  toda  su  actualidad.  Es  la vana presunción de los que consideran  el  pecado  como  fruto  y signo de su libertad. Dice la objeción: «el siervo  no  actúa  por  su propia voluntad, sino por mandato de su amo; ahora bien  el  que  comete pecado, por el  contrario,  se  mueve  por  sí  mismo,  y  por  tanto no es esclavo» [45]. En su respuesta Santo Tomás comienza por precisar lo que  es  propio  de  la  servidumbre:  «a  cada  uno  pertenece lo que  conviene  a  su  naturaleza.  Por  eso,  cuando  algo  extraño lo mueve, no actúa por sí mismo, sino  bajo  el  impulso  de  otro. Esto es servidumbre». El Aquinate aplica a continuación  este  principio al caso del hombre: «El hombre es por  naturaleza  un  ser  racional. De  ahí  que,  cuando  actúa  según  la  razón,  se  mueve  por  sí mismo, y opera según lo que es; señal clara de su libertad. Pero cuando peca, actúa contra la razón, y entonces se  mueve  como  llevado   por   otro,   retenido   por   términos   ajenos,  y  por   esto 'el  que comete  el  pecado,  siervo  es  del  pecado'» [46].  Aquí  está  el  núcleo de la argumentación teológica: el pecado hace al hombre siervo porque su actuación es contraria a lo que al hombre conviene por su naturaleza, por su inclinación propia,  y  a lo que  exige  su  razón; por lo que al acometerlo, el hombre actúa como llevado por otro, aunque no recapacite en esta realidad. Piensa  quizá  que  hace  lo que quiere, pero de hecho su libre albedrío  está siendo arrastrado  por inclinaciones que anidadas fraudulentamente dentro de él combaten la propia orientación  de su  naturaleza  y  ofuscan  la  luz  de su razón; inclinaciones, por tanto,  que  impiden  el  buen  ejercicio de su libertad  y la inclinan  a actuar  en contra  de su, verdadero  fin.

Santo  Tomás  completa  su  razonamiento   anterior  añadiendo  que «cuanto más el hombre actúa  bajo  un  impulso  ajeno,  tanto  más queda reducido en esclavitud; y  tanto  más  es  vencido  por  el  pecado,  cuanto  menos  tiene  de  actuación  propia,  a  saber,  conforme  a su razón. Por eso,  en  la  medida  en  que  más  libremente  se  hacen  las cosas perversas  que  se  quieren,  y  con  menos  dificultad,  tanto más el hombre se encuentra sometido al servicio del pecado. Esta servidumbre es gravísima, pues no se puede evitar, ya que a donde quiera que el hombre va, tiene  el  pecado  dentro  de  sí,  aunque  el  acto y la delectación pasen  (...  ).  La  servidumbre  corporal,  al  menos, se puede evitar» [47]. San  Agustín  se  extiende  en  esta idea, de la que el comentriao de Santo Tomás es una  síntesis,  diciendo:  « ¡Oh  miserable  esclavitud!  Con  frecuencia  los   hombres que tienen malos amos se ponen en  venta,  no  para  dejar  de  tener amo,  sino  para  cambiarlo.  ¿Qué  hará  quien  es  esclavo  del pecado?

¿A  quién  apelará?  ¿A  quién  recurrirá?  ¿A  quién   se   venderá? Otras veces el esclavo, cansado de los  malos  tratos  de  su  señor,  busca un  descanso  huyendo;  pero  el  esclavo  del  pecado,  ¿a  dónde huirá? Consigo lleva el pecado adondequiera que va. La mala conciencia  no  puede  conseguir  de  sí  misma.  No  puede  el  hombre ir  a  ninguna  parte sin  que  le siga,  nunca  se separa  de él,  pues  dentro de él se encuentra el pecado cometido» [48]. Se entiende así  la  gravedad de la esclavitud del pecado.

El significado de la sentencia de Jesús sobre la verdadera esclavitud alcanza su natural complemento en las palabras que siguen. Tratan del modo de  alcanzar  la  verdadera  libertad:  «Pero  el  esclavo no queda en casa  para  siempre;  el  hijo  sí  queda  para  siempre. Por consiguiente, si el hijo os librase,  seréis  verdaderamente libres» (vv. 35-36). En esta frase Jesús habla de la liberación de la servidumbre. Su argumentación presenta tres  momentos:  primero,  utiliza una imagen para describir la condición del que es siervo, enlazando así  con  el  versículo  anterior  (v.34);  a  continuación  señala cuál es la condición del hijo en su casa, muy diversa  a la del  siervo;  por último, concluye  declarando  la  potestad  que  tiene  el  hijo,  con  el que Jesús ahora se identifica, para salvar.

La   condición   del  siervo  se  puede  definir  como   «transitoria   y mudable» [49]      pues  no  goza   de   ningún   derecho   a   permanecer para siempre en la casa de  su  amo.  La  condición  del  hijo  es  distinta:  el sí tiene derecho a quedarse para siempre en la casa como dueño y heredero natural de la misma.  La  expresión  «quedarse  para  siempre» indica el  poder  y  la  autoridad  del  hijo  sobre  todas  las  cosas  de  la  casa [50].  «En  la  imagen  -comenta  Schnackemburg-   se   supone una comunidad  doméstica,  en la  que hay esclavos  sin libertad y el hijo del padre de familia. Los  criados  o esclavos  abandonan  la casa en un determinado momento, mientras  que  el  hijo  y  el  heredero  siempre  vive  allí. Esta  situación  se  daba  tanto  en  Palestina como  en  el  mundo  helenístico» [51]. Pasando  de  la  breve  imagen   a  su contenido, Jesús concluye aseverando que el Hijo conduce a la verdadera libertad.

Quizá para entender esta conclusión, que  aparentemente  se presenta como inesperada y no del todo bien relacionada con las premisas, se deba acudir a Gn  21, 10-12,  citado  también  en  Ga  4, 30. Es  la  orden  que  Dios  da a Abraham   de  echar   de  su  casa a la esclava Agar y a su hijo Ismael: «echa a la esclava y a su hijo, pues el hijo de  la  esclava  no  participará  en  la  herencia  con  el hijo de la libre», Isaac [52]. Las palabras esclavo e hijo evocan esa relación entre el texto de Génesis y Jn 8, 35. Santo Tomás no duda en es­ tablecerla [53]. Algunos autores más recientes  la  siguen.  La  idea  parece ser ésta: los judíos  que  se  oponen  a  Jesús  pretenden ser  los hijos libres de Abraham, pero eran sólo descendencia carnal y  «en realidad  son  esclavos,  servidores  del  pecado.  Como  tales no  tienen derecho a  quedarse  en la  casa  de Dios.  El  verdadero hijo libre, el que tiene morada permanente en la casa, es Cristo, el genuino descendiente de Abraham (Ga 3, 16); él es el  único  que,  precisamente por ser Hijo, puede otorgar  la  libertad  (cfr.  Ga  5, 1;  Rm 8, 2).  Esta  libertad  viene  de  Dios  mismo,  y  por  eso  es  la  única que merece plenamente el nombre de tal» [54]. De este modo  Jesús subraya la  idea  central  de  que  el  camino  que  conduce  a la  verdad y a la libertad verdadera pasa a través  del  Hijo;  es  el  mismo Hijo, que  por  su  autoridad  y  poder,  con  su  revelación   y uniéndonos  a su persona, nos alcanza  la  libertad  genuina,  la  interior,  que es  el fruto de la gracia, de un nacimiento a una nueva vida. Cristo, como Hijo, consubstancial  al  Padre,  da  el  «poder  para  ser  hijos de Dios, a los que creen  en  su  nombre,  que  no  han  nacido  de  la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios» [55]. Esta interpretación se corrobora en el versículo que cierra nuestro contexto: «Yo sé que sois linaje de Abraham y,  sin  embargo, buscáis darme muerte porque mi palabra no tiene  cabida  en  vosotros» (v. 37).  Jesús  no  niega  que  los  judíos  fueran  descendientes del santo Patriarca, pero  esa  era  una  descendencia  natural,  según la carne. Prueba de que era meramente carnal, y por  tanto  carente de valor, es el hecho de que sus palabras  y sus obras  delataban  un origen distinto: actuaban en contra de la ley que prohibía matar («buscáis darme muerte») y no se movían por una razón  de  justicia sino en  virtud  de  su  dureza  de corazón  («mi  palabra  no tiene cabida en  vosotros») [56].   «Eso  no  lo  hizo  Abraham»   (v.  40):   Abraham  se había  alegrado  de ver  al Mesías [57],   por  su  fe había  sido justificado [58], y su  fe había  movido  a  llevar  una conducta  consecuente [59]   por  esto alcanzó el gozo de la felicidad eterna [60]. Los judíos, con su actitud, demostraban  claramente,  que  eran  «hijos  de  Abraham   sólo  según la carne, no a semejanza de la fe» [61]  y  que el espíritu  que  informaba sus obras provenía de otro, o sea, del diablo (v. 44).

IV.      Textos paralelos de Jn 8, 34: El reino del pecado y  la lucha contra su dominio

La sentencia de Jesús recogida en  Jn  8, 34  ha  pasado  de  diversos modos a los restantes  libros  del  Nuevo  Testamento,  encontrando en ellos un amplio desarrollo. Pero es sobre todo en los textos de Rm 6, 16-20 y Rm 7, 14 donde se descubren  expresiones  que  constituyen un claro eco de las palabras de Jesús. En esos textos hay  dos ideas que se formulan con especial rigor. Son  enseñanzas  que  ponen de manifiesto aspectos contenidos  implícitamente en la sentencia  de Jn 8, 34 y que nos ayudan a  entenderla  mejor: el  pecado como  rey que exige obediencia en sus súbditos y el pecado como principio radical que mueve al hombre a hacer lo que no quiere.

a.       El pecado, rey que exige obediencia en sus súbditos (Rm 16-20)

En la unidad Rm 6, 1-11, San Pablo desarrolla la idea de que  el  cristiano  por  el  Bautismo  ha  roto  con  el  pecado.  Toda  la  perícopa  siguiente,  Rm  6, 12-23,  de  carácter  eminentemente   exhortativo, «gira en torno a esta antítesis: antes  estuvisteis  al  servicio  del  pecado,  que  lleva  a  la  'muerte';   ahora  habéis  de  estar  al  servicio   de Dios, quien  os  dará  la  'vida'» [62]. Se  trata  de la  elección  radical entre Dios  y  el  pecado. Nadie puede servir a dos señores [63]. El  servicio de uno es incompatible con el servicio del otro.

Para acentuar el contraste, San Pablo llega a  utilizar  en  el v. 22 una frase del todo inusual en él, pero en extremo  expresiva,  «esclavos de Dios» (עבדים של אלוהים). No parece que a San Pablo le gustase emplear la palabra  «esclavitud»  aplicada  a  nuestra  ordenación a Dios,  pues  prefiere  hablar  más  bien  de  «libertad»  cristiana [64].  Por  eso  se  excusa   de  tener   que   emplearla   aquí   («hablando al modo humano»: v. 19). Pero  la  consideraba  conveniente  para  inculcar en sus destinatarios  la  idea  de  que  después  del  Bautismo  debían poner al servicio de la «justicia» (צֶדֶק) al menos lo mismo que habían puesto antes al servicio del «pecado».

Esta antítesis, que recorre toda la unidad Rm  6, 12-23, se sitúa  antes, en el  v.  16,  a  nivel  del   vocablo   «obediencia» (צִיוּת): entre la «obediencia al pecado» (ציות לחטא) y la «obediencia para la justicia» (ציות למען צדק). Las dos significan sometimiento,  pero  la  primera  consiste  en  someterse «al servicio de  la  impureza  y  la  iniquidad  para  la  iniquidad» (v. 19); la otra, por el contrario, es una ordenación de la voluntad «al servicio de la justicia para la santidad» (v. 19). Señalemos ya aquí que si San Pablo resalta la idea de «obediencia» se debe probablemente a que  quiere  subrayar  que  nuestro  paso  al  servicio  de  Dios es un acto  libre  de  nuestra  voluntad  que  hemos  hecho  de  corazón (v. 17).

La expresión «obediencia al pecado» cobra  especial  fuerza  dentro de la imagen del reino con que se introduce la unidad  Rm  6, 12-23: «Que no reine, pues, el pecado  en  vuestro  cuerpo  mortal,  de suerte que obedezcáis a sus concupiscencias, ni prestéis vuestros miembros como arma de iniquidad al servicio del  pecado».  Es  una viva exhortación al cristiano a vivir de modo tal que el  pecado  no pueda recuperar en él  el  dominio  que  perdió  por  el  Bautismo.  En las palabras de San Pablo se sobreentiende  la  idea  de  que  aunque bajo el régimen de la gracia la inclinación y la fuerza del pecado ha quedado disminuida, eso no significa  que el cristiano  no  pueda  caer de nuevo en «esclavitud» y volver a ser vasallo que obedece al pecado. Santo Tomás, siguiendo el  texto  del  Apóstol,  explica  que  de un doble modo  puede  el  pecado  reinar  en  el hombre:  primero,  por el consentimiento interior de la inteligencia y la voluntad («ut obediatis concupiscentiis eius»), pues -dice- «obedecer por el consentimiento a las concupiscencias es  permitir que el pecado  reine en  nosotros» [65] de otro modo,  por  la  ejecución de  las  obras, pues «cuando  el  hombre  comete  pecado  con  sus  miembros  está prestándolos como armas en favor de la  iniquidad, restituyendo  el dominio del pecado que se apodera de nosotros por la costumbre  de  pecar» [66]. Es un reino, por tanto, interior y exterior, que se establece por el consentimiento y la ejecución.

Para no caer de nuevo en esa servidumbre de obediencia al pecado, San Pablo indica un camino: ofrecerse  de una vez y para siempre [67] «a Dios, como quienes muertos han vuelto a la vida, y ofreced   vuestros   miembros   a   Dios,   como   instrumentos   de  justicia» (v. 13). A los dos modos de obediencia al pecado -comenta Santo Tomás- corresponden así otros dos para alcanzar la libertad de los hij'os de Dios: por el ofrecimiento  interior  a Dios de la inteligencia y la voluntad; y prestando los miembros como instrumentos de la justicia traída por el Evangelio, fuerza de Dios para la salvación de los hombres [68]. Y es por la «gracia»  (v. 14) de Dios, que confieren los sacramentos de la Nueva Ley, por la que el hombre puede lograr esa liberación  en la que ya no queda lugar  para la esclavitud [69].

Dos consideraciones más podemos  hacer  para  cerrar  el  estudio  de esta perícopa: el tema  del  fruto  de la  obediencia  al  pecado  y  el de la libertad ante el pecado. La primera se resume en  el  siguiente texto: «Pues cuando erais esclavos del pecado, estabais  libres  respecto de la  justicia.  ¿Y qué frutos obtuvisteis  entonces?. Aquellos de  que  ahora  os avergonzáis,  porque su fin  es la  muerte»  (v. 20-21).

Mientras el hombre es esclavo del pecado -parece  decir  San  Pablo-  puede  pensar  que  goza de libertad, al  no encontrarse ligado a las obligaciones de  la  «justicia»,  es  decir,  del orden establecido por Dios. Pero  esta  libertad  es  una  ilusión. Para  juzgar su valor no basta detenerse en el placer momentáneo que ella puede  procurar. Hay que mirar  los  resultados a los que lleva. Entonces  se  puede  conocer  el  verdadero  significado  de  esa  pretendida   libertad. El resultado  es  el  desorden  que  avergüenza  y  que  conduce  a ese  otro  desorden  final  que  es  la  muerte  eterna. Por el contrario, la obediencia a Dios puede resultar costosa  en  algunos  momentos,  pero produce frutos salvíficos que permanecen y que  conducen   a la vida imperecedera [70]. Por  esto  añade  San  Pablo:  «Pero  ahora, libres del pecado y hechos esclavos de Dios, tenéis por fruto la santificación y por fin la vida eterna» (v. 23). Es necedad -parece decir- arrojar los frutos de la obediencia a Dios para recaer en la esclavitud humillante y mortífera del pecado.

El resumen  es  éste:  «la  soldada  del  pecado  es  la  muerte;  pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo» (v. 23). Según el señor al que se sirve, se recibe diverso  estipendio.  La muerte es la paga que el pecado  da  al  que  le  sirve.  San  Pablo  recoge  aquí la imagen de la paga militar (שכר צבאי) para designar la «muerte» como la «soldada» o salario con que el pecado retribuye a sus servidores [71]. Por el contrario, la obediencia a  Dios  conduce  a  la  vida eterna. «San  Pablo  no  habla  de  'soldada'  sino  de  don  (xlipurµa), pues Dios no nos da la vida  eterna  como  simple  sueldo,  sino  como un don, ya que es El quien con su gracia eleva el valor de  nuestras  obras para que sean merecedoras de tal recompensa» [72].

Ahora bien -y es nuestra segunda consideración-, como todo acto de obediencia, también la obediencia al pecado es libre. La esclavitud del pecado no significa un dominio tiránico que el hombre puesto a su servicio no pueda rechazar para  tomar -con  la ayuda de la gracia- el camino de la justicia. Es una idea presente en toda nuestra perícopa, que como hemos visto, es una exhortación de San Pablo a permanecer al servicio de Dios y a no dejar que el pecado vuelva a reinar en el alma. No es posible la tiranía total del demonio al modo como la concebía Lutero [73]. El libre  albedrío  del  hombre no puede quedar anulado por  el  poder  del  pecado.  Santo  Tomás comenta los vv. 20-21 afirmando que «el hombre posee por su naturaleza un  libre  albedrío,  por  su  inteligencia  y  voluntad.  Este don natural no puede sufrir coacción, pero sí puede ser inducido o inclinado por alguno: el hombre permanece siempre libre  de  coacción, aunque no de  inclinación.  Si  el  libre  albedrío  se  inclina  al bien por el hábito de la gracia o de la justicia, entonces tiene la servidumbre de la justicia y es libre  del  pecado.  Si es  inclinado  al  mal  por  el hábito de pecar, entonces  es siervo del  pecado  y libre de la justicia» [74]. Aun considerando  la esclavitud  en su forma  más  tiránica, es evidente que ningún señor puede dominar la íntima libertad de su siervo, aunque pueda coaccionarlo  para  que  exteriormente  actúe  de un modo determinado. Tampoco el pecado puede aherrojar de modo absoluto la libertad. El hombre siempre la conserva para dejarse inclinar al bien por la gracia y romper las ataduras del pecado.

b.       El pecado, potencia dañina que inclina al hombre a hacer lo que no quiere (Rm 7, 14 ss)

Si el pasaje de Rm 6, 12-25 nos habla  de la esclavitud  del  pecado como obediencia a su ley, el texto de Rm 7, 14  ss  hace  un  análisis penetrante del  modo como  el  pecado  busca  someter  al  hombre a su obediencia y esclavitud. Es éste uno de los lugares de las  Epístolas de San Pablo en que la descripción de la lucha interior que está planteada en el corazón de cada hombre a causa del pecado, que intenta dominar, alcanza su máxima expresividad.

El capítulo 7 de Romanos se articula sobre  el  binomio  pecado­ley. San Pablo expone paso a paso esta doctrina: si la ley antigua fue causa de muerte espiritual para el hombre no se debió a la ley misma, que como don de Dios era espiritual  y santa, sino al  pecado, que mostró toda su potencia de mal al haber tomado ocasión de algo  que era bueno de por  sí  para  convertirlo  en  motivo  de  tropiezo.  Es la conclusión a la  que  lleva  en  el  v. 13:  «¿luego  lo  bueno  vino  a ser para mí muerte? ¡Eso no! Mas el pecado, para mostrar toda su malicia, por lo bueno me dio la muerte, haciéndose por el precepto sobremanera pecaminoso». A partir del v. 14 el Apóstol entra  en  el tema central de la lucha espiritual. Según Santo Tomás, aunque la perícopa pueda referirse al hombre que vive en pecado, mejor es entenderla, como hace San Agustín en su libro Contra Iulianum, del hombre en gracia [75]. Seguiremos esta línea.

El texto clave en nuestro estudio es el siguiente:  «pues  sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado» (v. 14). Reaparece aquí claramente el  tema  de la  esclavitud del pecado de Jn 8, 34. El resto de la perícopa  permite  una  fácil división  en  tres  partes:  vv.  15-17; vv. 18-20; vv. 21-25.  La  separación entre las dos primeras se debe al hecho de que son  dos  series  idénticas más que paralelas, en la que la segunda repite los mismos argumentos que la primera con ligeros  cambios  de  palabras  o  frases. Aquí, como en otras ocasiones, San  Pablo  ha  querido  dar  énfasis a su pensamiento exponiendo la doctrina en dos series casi simétricas, una a continuación de la obra [76]. Este énfasis denuncia la importancia del tema. La tercera parte se presenta a  modo  de  conclusión. Trata de la sicología moral del hombre ante el pecado y del remedio de la gracia. Para  el  objetivo  que  perseguimos  basta  que  nos limitemos esencialmente a los vv. 14-17. Tenemos la siguiente sucesión de ideas: a)  el  hombre  se  encuentra  «vendido  al  pecado» (v. 14); b) descubre en su interior una perturbadora anomalía, pues quiere hacer el bien y obra el mal; c) la última raíz de esa escisión interior no puede estar sino en el pecado (vv. 16-17).

Comencemos por la primera afirmación. San Pablo utiliza una expresión de incomparable fuerza  para  designar  la  triste  condición  en que se encuentra el hombre respecto al pecado: «נמכר לחטא» (vendido al pecado). Su significado es éste: la de un esclavo  vendido  (o  que se vende a sí mismo) en el mercado para servir a las órdenes del  comprador  y  estar  sujeto  a  sus  exigencias  más  imperiosas [77].  En este caso el comprador  es  el  pecado.  El  participio  perfecto  subraya la estabilidad de la  condición.  El  hombre  es  descrito  así,  vivamente, en un primer momento, en la humillante situación del que es esclavo, y esclavo del más  nefasto  dueño,  que,  por  el  poder  adquirido en la compra, ha recibido un derecho a tratar a sus siervos  a  su antojo e inducirles a las más  perversas  acciones  que  con  su  voluntad deploran. Esta esclavitud a la que se ve  encadenado  el  hombre tiene una  causa  muy determinada:  deriva  del hecho  de ser  «carnal»  o «de carne» (של בשר;  חוּשָׁנִי). El término escogido  por San Pablo no parece tener en sí un sentido peyorativo [78], pues indica solamente una de las partes que constituyen al hombre, la carne, como opuesta al espíritu;  sin  embargo,  el  hecho  de  que San  Pablo  defina al hombre por su  parte  más  débil  («Yo  soy  de  carne»),  y  el  tenor de la frase en que se coloca «carne» (אני בשר), sugieren  que el Apóstol habla de la carne como lugar en que se  halla  la  raíz  del  mal,  donde se individuan las tendencias esclavizantes  que  btentan  aherrojar el alma y se oponen al anhelo más alto del espíritu  hacia Dios.

Santo Tomás comenta, en este sentido, que la fórmula de  San  Pablo, «yo soy carnal», en el caso de que se hable del  hombre  en gracia, se refiere a la rebelión de la carne contra el espíritu que se introdujo en el hombre a consecuencia del pecado original; en el caso contrario, de que se aplique el pasaje al hombre en pecado, la expresión se estaría refiriendo más bien a esa  otra  carnalidad  que  comporta el sometimiento del hombre a la carne a consecuencia de sus propios pecados personales. La frase «vendido como esclavo del pecado»  se  puede  entender,  por  tanto,  como  venta  del  hombre  al mal, ya sea por razón del pecado original o por los propios pecados personales [79]. Esta venta, indudablemente, en ningún caso implica  la enajenación completa de la libertad, y  el  mismo  San  Pablo,  al  final de la  perícopa,  hablará  de  la  posibilidad  que  la  gracia  ofrece al hombre  para  huir  de  la  esclavitud  del  pecado.  A  este  respecto  se puede notar también  que  la  debilidad  significada  en  el v. 14  por el atributo «de carne» no se aplica a todo el hombre, pues en el versículo paralelo, v. 18, San Pablo distingue entre «su carne» de la que afirma que «no habita nada bueno», y su «querer» el bien. «Parece establecer -dice San Bernardo- alguna  distinción  en  sí  mismo cuando dice 'en  mí',  refiriéndose  con  esta  palabra  a  su  carne;  de este modo significa la guerra y  contradicción  que  experimenta  de parte de ella a causa de la ley que en ella  mora» [80].  Santo  Tomás precisa que «puesto que no está hablando  del  hombre  pecador,  sino del cristiano en estado de gracia, fue conveniente que San Pablo aclarase que lo bueno solamente no habita en  la  carne,  pues  en  su  corazón sí que está presente la gracia y el amor de Dios» [81].

Pasemos ahora a la segunda idea. Que el dominio del pecado  es algo bien real lo muestra el desacuerdo que media entre lo  que  se quiere y lo que  se  hace:  «Porque  no  reconozco  lo  que  hago;  pues no pongo por obra lo que  quiero,  sino  lo que  aborrezco,  eso  hago» (v. 15). A nadie se le ocultan las fuertes y llamativas  expresiones  de San Pablo. Para  expresar  bien  su  enseñanza  utiliza  frases  con  un alto índice de radicalidad. El Apóstol, comenta  Santo  Tomás,  se  refiere aquí a la lucha interior  del  hombre  que  incluso  enriquecido por la gracia, siente dentro de él la fuerza irrumpente de la concupiscencia desordenada de su parte sensitiva. Esta brota sin la advertencia del entendimiento, pues precede a su juicio, que  al darse  impide el acto desordenado [82]. Es este el significado preciso de la situación de «venta» en que el pecado original dejó al hombre y que permanece en  él  incluso  sanado por la gracia: en que hay  dentro de él una rebelión, de modo que encuentra tendencias desordenadas sobre las que no tiene pleno dominio y que no se someten siempre fácilmente al imperio de su razón  y su  voluntad;  que hay  acciones,  por tanto, que no proceden de un conocimiento previo y deliberado y sobre las que el hombre siente que no ejercita un dominio  de hombre  «verdaderamente  libre».  Lo  expresa  de  modo   vehemente   el uso del verbo «אני לא מזהה מה אני עושה» antecedido del advervio de negación: «no reconozco lo que hago». Es la perplejidad ante el asalto  no  pretendido, como observa San Juan Crisóstomo, que  considera  la  expresión del Apóstol como un ejemplo del  lenguaje  coloquial:  «no  sé  cómo me pasa esto» [83].

En la segunda parte del v. 15, 15b, San Pablo insiste como con nuevo brío en esa oposición interior, entre la decisión de la voluntad hacia el bien y la resistencia que encuentra en su  ejecución,  resaltando así esa antítesis  entre el «yo carnal»  y el «yo recto»,  radicado  en la razón: «pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco eso hago» [84]. El mejor comentario sigue siendo el de  San Agustín: «Estas palabras prueban también que  el  libre  albedrío  ha sido viciado  por  el mal uso que de él se ha  hecho. Antes del pecado,  el hombre disfrutaba de la alegría del  paraíso,  tendía  hacia  el  bien con  gran  facilidad,  (...  ).  Pero  al  hablar  así,  el  Apóstol atestiguaba el debilitamiento del libre arbitrio, el  doblegamiento  de  la  naturaleza, y el deseo que la gracia de Dios le libere de  este  cuerpo  de muerte que le impide hacer el bien que quiere y le fuerza  a  hacer  el mal que detesta» [85].

Llegamos ahora a la última afirmación. San Pablo parece preguntarse: ¿si la inclinación al mal no procede de  la  voluntad,  que quiere hacer el bien, de dónde procede? No puede provenir de la ley, pues lo que él hace y detesta es a la  vez contrario  a la ley y a su  propia voluntad. Hay un acuerdo  fundamental  entre la ley y la  voluntad. Se reconoce así que «la ley es buena» (v. 16), que ella conviene al hombre, que ella ha sido dada realmente  para  conducir  a  la  felicidad. No es la ley, exclama San Pablo, «sino  el pecado»,  el «pecado  que habita en  mí»  (v. 17), en  mi  cuerpo,  o  mejor,  en  mi  carne.  Es el fornes peccati, en el caso del hombre en gracia, explica  Santo Tomás [86]. Esta es la potencia contraria, que ataca al  hombre  en  su debilidad y le quiere mantener bajo su yugo. Es tan fuerte su poder considerado en sí que San Pablo llega a exclamar:  « ¡Desdichado  de mí!  ¿Quién  me librará  de  este  cuerpo  de  muerte?»  (v.  24).  Dejado a merced del pecado, el cuerpo es un «cuerpo de muerte» por la esclavitud en que encierra al hombre y que tiene por fruto la muerte espiritual y corporal. El hombre se descubre así  incapaz  de combatir por sí mismo con eficacia contra el pecado. Pero en auxilio del hombre viene «Dios por medio de Jesucristo»  (v.  25),  quien,  con  su gracia, trae la fuerza que libera  al  hombre,  «por  la cual no sólo quiero el bien, sino que también hago lo bueno, pues me opongo a la concupiscencia y obro contra ella guiado por  el  espíritu»Por  eso San Pablo im:i.mpe en un hacimiento  de gracias  ante la  misericordia de Dios (v. 25). No estará de todos modos nunca al alcance del hombre en esta vida, advierte Santo Tomás, lograr ese bien que consiste en ordenar totalmente todas sus fuerzas interiores según la razón; sin embargo -podemos añadir- permaneciendo en el hombre esa inclinación hacia el mal, puede convertirlo en materia de ganancia espiritual por medio de la lucha interior y en el marco de una vida totalmente orientada hacia Dios, abierta a su gracia.

Al terminar estas consideraciones que hemos hecho sobre la «esclavitud del pecado», una conclusión se impone. El pecado, en la vida del cristiano, es radicalmente el único verdadero  mal contra  el  que hay que combatir, pues es  la  causa  última  de  que  en  el  hombre haya una profunda escisión de su ser, y la fuerza maligna que forcejea contra el deseo de bien de la vofontad para  hacerlo  ineficaz.  El pecado toma dentro del hombre la actitud de una potencia vigo­ rosamente agresiva que le ataca en su debilidad e intenta mantenerle bajo su pesado yugo para llevarle a su antojo.  En  los  textos  que  hemos examinado de Jn 8, 34 y par. hemos visto  cómo la  «esclavitud» que el pecado intenta instaurar para ejercer su pleno dominio reviste varias formas: es rigl!rosa obediencia a sus órdenes por el consentimiento interior de la voluntad y la inteligencia, y por la prestación de los propios miembros al servicio del mal en orden a construir su reino de iniql!idad; es inclinación a una actuación contraria a lo que al hombre le conviene por su dignidad y en confor­  midad a lo que exige su razón;  es  peso  muerto  que  arrastra  al hombre a hacer el mal ql!e no quiere  y que  no le deja  hacer  el bien que  quiere;  es  aguijón  que  espolea  las  tendencias  carnales   para que ahoguen los altos anhelos de la libertad humana.

IV.Pero el término  «esclavo  del  pecado»  se  debe  considerar  a  la luz más amplia de una teología de la  gracia.  En  los  textos  de  San Juan y Romanos la «esclavitud» del pecado nunca es delineada como u.na situación irreformable que no sea posible contrarrestar. La «esclavitud» no puede ser tiranía absoluta, porque el hombre conserva siempre dentro de él su libertad, que si bien puede ser inducida o inclinada al bien o al mal, no puede sufrir coacción. La  última  decisión siempre es suya. El hombre permanece libre, aunque por la costumbre de pecar  la libertad  pueda  quedar  envuelta  en una  densa y asfixiante red que le impida moverse conforme a  su  dignidad  y quede así encadenada a actuar contra sus anhelos de bien. Pero la gracia de Dios no falta. Si en Rm 6 San Pablo exhorta a dejar la esclavitud del pecado para estar al servicio de Dios, tanto mejor «esclavitud» en cuanto que su fruto es la «santificación y  su  fin la vida eterna» (v. 23), en Rm 7 pronuncia un gozoso hacimiento de gracias, por medio de nuestro  Señor  Jesucristo,  pues  descubre  que hay una liberación para su «cuerpo  de muerte»;  una oferta salvífica  que le viene a dar vida y a liberar  de la esclavitud:  «Gracias  a  Dios por Jesucristo muestro Señor» (v. 25).

Miguel Angel Tabet, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.   De la Conts. Past. «Gaudium  et Spes»  se elaboraron  cuatro  esquemas,  previos  al texto definitivo. El primero  de  ellos,  «Textus  Prior»,  fue  aprobado  por  Pablo  VI el día 3 de julio de 1964 e introducido in aula el 20 de octubre de 1964 en la tercera sesión conciliar (14 septiembre 21 noviembre de 1964). Este texto fue totalmente modificado. El 28 de mayo de 1965, Pablo VI aprobó el llamado «Textus Receptus», presentado a los Padres conciliares el 21 de septiembre de 1965. Sobre este texto se elaboraron otros dos, el «Textus Recognitus» y el «Textus Denuo Recognitus», propuestos a los Padres también en la cuarta y última sesión del Concilio (14.IX-8.XII/ 1965). El «Textus Denuo Recognitus» coincide exactamente con la Constitución Pas­ toral «Gaudium et Spes», promulgada el 7 de diciembre de 1965 en la IX  Sesión Pública del Concilio.

2.   Cfr. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani 11, typis poliglottis Vaticanis, IV, 7, 380.

3.   Cfr. Acta Synodalia, IV, 7, 368.

4.   Aparecen respectivamente en los nn. 7 y 9 de dicho documento. Los textos también se citan en los Lineamenta. De reconciliatione et Penitentia in missione Ecclesia (1982), en los nn. 6 y 8.

5.   Para facilitar la lectura de nuestra comunicación copiamos a continuación la perícopa: «Decía Jesús a los judíos que habían  creído en  él:  Si vosotros  permanecéis en mi palabra, sois de verdad discípulos míos, conoceréis  la verdad,  y  la  verdad  os hará libres. Le respondieron:  Somos linaje de Abraham  y  jamás hemos sido esclavos  de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: Todo el que comete pecado, esclavo  es  del  pecado.  El  esclavo  no  queda  en  casa  para  siempre;  mientras  que  el  hijo  queda  para  siempre   pues,  si  el  Hijo os librase, seréis verdaderamente  libres.  Yo  sé  que  sois  linaje  de  Abraham  y, sin  embargo,  buscáis  darme  muerte  porque  mi palabra  no tiene cabida  en vosotros».

6.   Cfr. R. ScHNACKENBURG. El Evan?.elio se?.Ún San Juan, II, versión y comen­ tario,  pp. 257-264,  Barcelona,  Herder,  1980.  A. WICKENHAUSER,  El  Evangelio según San Juan, Herder, Barcelona, 1967, pp. 269-272.

7.   Cfr. R. ScHNACKENBURG, o.e., p. 257.

8.   Santo  Tomás  comenta  de  este  modo  el  v.  30:   «Consequenter   cum  dicit  Haec ' illo loquente, multi crediderunt in eum, ponitur effectus doctrinae, qui est conversio multorum ad fidem ex auditu <loctrinae Christi; Rom X, 17:  'Pides  ex auditu;  auditus autem per verbum Christi'» (Super Evangelium S. Ioannis Lectura, c. VIII, lect. 3, n. 1193. Los números son los de la edición Marietti).

9.   Probablemente, por el modo como los judíos polemizan con Jesús, hay que suponer que entre la muchedumbre que  rodeaba  al  Señor  había  también  un  grupo  que le rechazaba, hasta el punto de querer darle muerte (vv. 37.40). Estos estarían mezclados entre los que habían creído.

10. Parece  del  todo  cierto  que  la  parte   del  discurso  de  Jesús   que  comienza   en el v.  21  corresponda  a  las  mismas  circunstancias  de  lugar  que  la  anterior,  que  San Juan sitúa expresamente en el «gazofilacio, enseñando en el Templo» (v. 20).

11. Cfr. o.e., p. 258.

12. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1195.

13. Cfr. M. DE TUYA, Biblia comentada, V, Evangelios,  2.ª  ed.  BAC.  Madrid,  1971, p.  436.  Se  puede  leer  a  este  propósito  los  pasajes  Jn  6, 56; Jn 14, 21.23; Jn 15,4-7; 1Jn 2, 6.24.27; Jn 3, 6; Jn 4, 15.

14. M. T. LAGRANGE, Évangile selon saint Jéan, Gabalda, París, 1948, p. 241.

15. R. SCHNACKENBURG, o.e., p. 259.

16. «Si  manseritis,  scilicet  per  fidei   stabilitatem,   per   continuam   meditationem, Ps  I.2:  'In  lege  eius  meditabitur  die  ac  nocte';  et  ferventem  affectionem  (ibid.):   'In lege Domini fuit voluntas eius'» (Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1195).

17. Cfr. In Ioannis Evangelium tractatus, 40,8.

18. «Cognoscetis veritatem, scilicet doctrinae, quam ego doceo;  infra  XVIII, 37: 'In hoc natus sum, et ad hoc venit, ut testimonium perhibeam  veritati'.  Item gratiae  quam fado; supra VIII, v. 17: 'Gratia et veritas per  Iesum  Christum  facta  est'.  Et  dicitur gratia  veritatis  per  comparationem  ad  figuras  veteris  legis.  Item  aeternitatis in  qua  permaneo;  Ps.  CXIII,  89:  'In  aeternum,  Domine,  permanet   verbum   tuum, in generatione et generatione veritas sua'» (Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1198).

19. 19. O.e., p. 259.

20. LA  SAGRADA  BIBLIA  DE  LA  UNIVERSIDAD  DE  NAVARRA,  Evangelio   según  San Juan, EUNSA, Pamplona, 1980, p. 213.

21. «Liberare autem, in hoc loco, non importar exceptionem a quacumque angus­  tia ( ... ) sed proprie dicit Iiberum facere. Et hoc a tribus: quia  veritas doctrinae  Liberabit ab errore falsitatis; Prov. VIII, 7: 'Veritatem meditabitur  guttur  meum,  et  labia mea detestabuntur impium; veritas gratiae, Iiberabit a servitute peccati'; Rom VIII, 2: 'Lex autem spiritus vitae in Christo Iesu, liberabit me a lege peccati et  mortis';  sed veritas  aeternitatis,  in  Christo  Iesu,  liberabit  nos  a  corruptione;   Rom   VIII,  21: 'Ipsa creatura liberabitur  a  servitute  corruptionis'»  (Super  Ioannem,  c.  VIII,  lect.  4, n. 1199).

22. R. ScHNACKENBURG, o.e., p. 260.

23. Ibídem.

24. SAN AGUSTÍN, o.e., 41,2.

25. Cfr. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1201

26. Cfr. In loannem homiliae, 54, l.

27. La teología judía, basada en la revelación veterotestamentaria. sí tenía una doctrina sobre la libertad y el pecado. Esta teología conocía una libertad de orden religioso. En este sentido acuñaron el término «yeser hara' » para designar las malas inclinaciones. El que estaba dominado por el  «yeser  hara' » era  un  esclavo.  Abraham se presentaba como modelo de hombre justo por su  señoría  sobre  el  «yeser  haríi'». Esta doctrina, sin embargo, había cedido su lugar a la interpretación más bien política de «esclavitud» que  predominaba  entre  los  judíos  en  tiempos  de  Nuestro  Señor. (Cfr. N. LAZURE, Les valeurs morales de la théologie Johannique,  J. Gabalda,  París, 1965, p. 297).

28. O.e., 41, 2; dr. S. TOMÁS, Super loannem, c. VIII, lect. 4, n. 1201.

29. R. SCHNACKENBURG, o.e., pp. 261-262; A. WrCKENHAUSER, o.e., p. 271;

30. M. DE TUYA, o.e., p. 436. 30. Cfr. o.e., p. 262.

31. Mt 3,9; Le 3,8.

32. Otros  grupos  religioso-políticos,  como  los  «zelotes»   extremaban   la   postura de los fariseos buscando la libertad exterior con la fuerza de las armas.  Era una  forma  radical de rebeldía e insumisión al poder romano.

33. Cfr. S. TOMÁS, Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1203.

34. R. SCHNACKENBURG, o.e., p. 262.

35. Esta  expresión  aparece  con  frecuencia  en  los  cuatro  Evangelios:   30  en   Mt, 13 en Me, 6 en Le y 25 veces en  Jn;  siempre  reduplicada  en  el  cuarto  Evangelio.  Con este término Cristo presentaba su palabra como digna de atención y de todo crédito.

36. O.e., 41,4.

37. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1202.

38. Cfr. C. SPICQ, Teología  moral  del  Nuevo  Testamento,  EUNSA,  Pamplona, 1970, p. 173. Original francés, Théologie Morale du Nouveau Testament, Coll. Etudes Bibliques, Gabalda, París, 1965.

39. Cfr. Super Ioannem, c. VIII, lect. 3, nn. 1177 y 1179; lect. 4, n. 1194.

40. R. SCHNACKENBURG, o.e., p. 262.

41. N. LAZURE ha hecho notar que el empleo de «חטא של חוסר אמונה» en plural es muy poco frecuente en el Evangelio de San Juan: 4 textos solamente sobre 17 (Jn 8, 24 dos veces; Jn 9, 34; Jn 20, 23): cfr. o.e., p. 289.

42. 42. Cfr. o.e., p. 296.

43. Cfr. Ibidem, pp. 295-296; R. SCHNACKENBURG, o.e., pp. 26263.

44. El genitivo «'t"ñc áµClrnlm;» lo omiten algunos manuscritos (D; b; sy) y algunos Padres de  la  Iglesia.  Tal  vez  en  su  forma  corta  gana  en  fuerza  la  expresión; pero la lección más larga está mejor atestiguada, y se explica por  la  conveniencia  de mbrayar el tipo de esclavitud.

45. Super loannem, c. VIII, lect. 4, n. 1204.

46. «Unumquodque est illud quod convenit ei secundum suam naturam: quando ergo movetur ab aliquo extraneo, non operatur secundum se, sed ab impressione alteTius; quod est servile. Horno autem secundum suam  naturam  est  rationalis. Quando ergo movetur secundum rationem, proprio motu movetur, et secundum se operatur, quod est libertatis; quando vero peccat, operatur praeter rationem, et tune movetur quasi  ab  alio,  retentis  terminis  alienis:   et  ideo  qui   facit   peccatum  servus  est  peccati; II   Petr  II,19:  'A  quo quis  superatus  est,  eius  servus  addictus  est'»  (Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1204).

47. «Sed quanto quis movetur  ab extraneo,  tanto  magis  in  servitutem  redigitur; et tanto magis vincitur a peccato, quanto minus habet  de proprio motu, scilicet rationis, et magis efficitur servus. Unde  quanto aliqui  liberius  peragunt  perversa  quae  volunt, et minori difficultate, tanto peccati servitio obnoxius obligantur, ut  Gregorius  dicit. Quae quidem servitus gravissima est, quia vitari non potest: nam quocumque horno vadat, peccatum intra se  habet,  licet  actus  et  delectatiocias  transeat:  Is  XIV,  2: 'Cum requiem dederit tibi Deus... a servitute tua dura', scilicet peccati, 'qua  antea servisti'. Servitus autem corporalis, saltem fugiendo, evadi potest» (Ibídem).

48. 48. O.e., 41,4.

49. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1206.

50. Cfr. S. JuAN CRISÓSTOMO, o.e.. 54,1.

51. R. SCHNACKENBURG, o.e., p. 263.

Los judíos habían oído muchas veces en sus reuniones  litúrgicas  (cfr.  Ga 4, 20) el caso de Agar y Sara, de que nos habla el Antiguo Testamento. Ambas eran esposas de Abraham, y las dos tuvieron hijos de él; pero Agar era esclava, y lo mismo su hijo Ismael; mientras que Sara era  de  condición  libre,  e  igualmente  Isaac, nacido en virtud de la  promesa  (v.  23),  por  intervención  especial  de  Dios. Sólo  al  hijo de Sara quedó reservada  la  promesa,  teniendo  Abraham  que  expulsar  de  su  casa  a Ismael y a su madre.

52. Cfr. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, nn. 1.206-1.208.

53. A. WRCKENHAUSER, o.e., p. 272;

54. cfr. N. LAZURE,  o.e., p. 296. 

55. Jn 1, 12-13.

56. Cfr. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, nn. 1.214-1.215.

57. Cfr. Jn 8, 56.

58. Cfr.  Roro  4, 1 ss.

59. Cfr. St 2, 21-24.

60. Cfr. Mt 8,11; Lv 16,24.

61. Super Ioannem, c. VIII, lect. 4, n. 1.212.

62. L. TURRADO, Biblia comentada, VI, Hechos de los Apóstoles y  Epístolas  Paulinas, BAC, Madrid, 1965, p. 301.

63. Cfr. Mt 6,24.

64. Cfr. 2Co 3, 17; Ga 5, 1, etc.

65. Super Epistolam ad Romanos Lectura, c. VI, lect. 3, n. 494.

66. Ibídem. El texto completo de Santo Tomás es el siguiente: «Circa quod considerandum est, quod dupliciter peccatum regnat  in  homine.  Uno  modo  per  interiorem consensum mentís. Et hoc removendo dicit ut  obedíatis  concupiscentiís  eius. Obedire enim per consensum mentís  concupiscentiis  peccati  est  peccatum  regnare  in nobis. Eccli XVIII, 30: 'Post concupiscentias tuas non eas'. Secundo modo regnat in nobis peccatum per operis executionem. Et ad hoc excludendum  subdit  sed  neque  exhibeatís  membra  vestra  peccato,  id  est  fomiti  peccati, arma  iníquitatís,  id  est  instrumenta  ad   iniquitatem   exequendam.   Horno   enim   cum per membra sua peccatum exequitur, ad iniquitatem exequitur: et hoc ipso  impugnare  videtur ad restituendum dominum peccati, per consuetudinem  peccati  in  nobis  convalescit. Ez XXXII, 27: 'Cum armis suis ad inferos descenderunt'».

67. Es el sentido que sugiere (exhíbete), en aoristo.

68. «Cum dicit Sed exhíbete vos Deo, etc. exhortatur ad contrarium, ut scilicet exhibeamus nos Deo. Et primo quantum ad interiorem affectum, cum dicit sed exhibeatís vos  Deo,  ut  scilicet  mens  vestra  ei  subdatur. Deut  X ,12:  'Et  nunc  Israel, quid Dominus Deus tuus requirit a te, nisi  ut  timeas  Dominum  Deum  tuum,  et ambules in viis eius?'. Et hoc facere debetís tamquam ex mortuís viventes, id est  tamquam reductí ad vitam gratiae de morte culpae. Nam  et ideo iustum  est  ut  'qui  vivit, iam non sibi vivat, sed ei qui pro omnibus mortuus est' II Cor V, 15. Secundo,  quantum  ad  exteriorem  actum,  unde  dicit:  Exhíbete  membra  vestra  Deo, id est ad eius obsequium, arma íustítíae, id est instrumenta quaedam ad iustitiam exequendam, quibus scilicet pugnetís contra inimicos Dei.  Ef  6, 11:  'Induite  vos armaturam Dei, ut possitis stare adversus  insidas  diaboli'»  (Super  Epistolam  ad  Romanos, c .VI, lect. 3, n. 495).

69. Ibídem, n. 498.

70. Cfr. A. VRARD, Épitre aux Romains, en la Sainte Bible de L. Pirot - A. Clamer, Ed. Letouzey et Ané, Paris 1951, p. 84.

71. Cfr. L. TURRADO, o.e., p. 302.

72. Ibidem, p. 303.

73. Es  conocido  que  Lutero  para  justificar  su  falta  de  fuerza   para  luchar  contra el desorden de las pasiones, y no queriendo  combatirlas,  llegó  a  afirmar  que  no  era posible dominar la concupiscencia, pues la naturaleza humana estaba totalmente co­  rrompida, y que la salvación del hombre no exigía el dominio  sobre  la concupisciencia, sobre el mal, sino sólo se exigía en  él  una  confianza  ciega  en  la  acción  salvífica  de Cristo (Cfr. L. F. MATEO SECO, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, col. Crítica Filosófica, EMESA, Madrid 1978).

74. «Horno  naturaliter  est  liberi  arbitrii,  propter  rationem  et   voluntatem,   quae cogí non potest, inclinari tamen ab aliquibus potest. Semper ergo horno, quantum  ad arbitrium rationis, remanet liber a coactione, non tamen  est  liber  ab  inclinatione. Quandoque enim liberum arbitrium inclinatur ad  bonum  per  habitum  gratiae  ve!  iustitiae: et  tune  habet  servitutem  iustitiae  et  est  liber  a  peccato.  Quandoque  autem arbitrium  inclinatur   ad  malum   per  habitum   peccati:  et  tune  habet  servitutem   peccati et Iibertatem iustitiae,  servitutem  quidem  peccati  qua  trahitur  ad  consentiendum  peccato, contra iudicium rationis» (Super Epistolam ad Romanos, c. VI, lect. 4, n. 508).

75. Cfr. Ibidem, n. 558. En su Comentario, Santo Tomás expone el  pasaje  también a partir del supuesto  de  que  San  Pablo  hable  del  hombre  que  vive  en  estado de pecado.

76. Cfr. F. VARO, El pecado en la Epístola de San Pablo a los Romanos, Pamplona, 1982, tesis doctoral de la Universidad de Navarra, pro manuscrito, pp. 232-233.

77. En el lenguaje profano, el verbo  «הובלה למכירת שבויים ועבדים»  significa  «transportar  para vender prisioneros y esclavos». Este significado se encuentra en textos del Antiguo Testamento (cfr. Dt 28, 68; Est 7, 4). En  el  Nuevo  Testamento  aparece  en  Mt  18, 25, cuando  el  deudor  insolvente  es  condenado  a  esclavitud,  «como  no  podía  pagar,  el señor mandó que fuese vendido  (נמכר)  él  con  su  mujer  y  sus  hijos  y  todo  lo  que tenía».  En  su  acepción  religiosa,  evoca  la  traición  y  la  corrupción  del  que  se vende  para  hacer  el  mal.  Con  este  sentido  aparece  en  1R  cuando  Elías  exclama: «No hubo nadie como Ajab que se vendiera (מכירה) para hacer el mal  a los ojos de Yahvéh» (1R 21, 20.25; cfr. 1M 1, 16) (Cfr. F. VARO, o.e., p. 190).

78. El término «crixplvóc;» tiene como vocablo casi sinónimo «crixpxxóq>. Pero este último parece tener  un  significado  más  peyorativo. El  primero  significa  literalmente «de carne»; el segundo «carnal» como  opuesto a espíritu, subrayando  la  debilidad del  hombre  (cfr. 2Co  10, 4)  y  su  oposición  a  la  gracia  de  Dios  (cfr.  Rm  1,12; 1 Pe 2,11). Cfr. C. SPICO, o.e., p. 177, nota 102.

79. Cfr. Super Epistolam ad Romanos, c. VII, lect. 3, nn. 559-561.

80. S. BERNARDO, Sermones in Cantica Canticorum, LXXXI, 10: PL 183,11.

81. Super Epistolam ad Romanos, c. VII, lect. 3, n. 574. «Alío modo potest intelligi de eo qui est in  gratia  constitutus.  Qui  quidem operatur malum, non ouidem exequendo in opere vel consentiente mente, sed solum concupiscendo  secundum  passionem  sensibilis  appetitus,  et  illa  concupiscentia  est praeter rationem et intellectum, quia prevenit  eius  iudicium,  quo  adveniente  talis  operatio impeditur. Et ideo signanter non dicit 'Intelligo non  esse  faciendum',  sed  'non intelligo', quia scilicet intellectu nondum deliberato, aut percipiente talis operario concupiscentiae insurgit» (Super Epistolam ad Romanos, c. VII, lect. 3, n. 563).

82. Cfr. K. LrMBURG, Las homilías de San Juan Crisóstomo. tesis doctoral de la Universidad de Navarra, pro manuscrito, pp. 143-144. Pamplona 1979. S. Agustín pre­ fiere  entender  las  palabras  por  «no  apruebo»,  que,  aunque  se  apartan   un   poco  de la literalidad, profundizan en el pensamiento del Apóstol (Cfr. Sobre diversas cues­ tiones a Simpliciano, I, 1, n. 8). Es cierto que «ידע אינטלקטואלי» también podría entenderse como  «conocimiento  intelectual».  Es  el  sentido  que  habría  que  aclarar  la  palabra en el caso de que San Pablo se estuviera refiriendo al hombre sujeto al pecado. Pero conviene tener  en  cuenta  que  aunque  ese  significado  lo  admite  el  término  priego, no siempre aparece con ese  matiz  en  el  Nuevo  Testamento.  Así  en  2Co  5, 21  se dice de Cristo: «El que no había conocido (חטא ידוע) el pecado, se hizo pecado por nosotros». No hay duda de  que  Cristo  «conocía  intelectualmente»  qué  es  el  pecado. En  este caso  «conocer»  tiene el sentido  de conocimiento  experimental  o  práctico (cfr. F. VARO, o.e., p. 243). Por otra parte, el verbo «מה שאני עושה» (lo que hago) no tiene siempre la  acepción  más  radical  de  «poner  por  obra»,  sino  que  puede  tener también el sentido más  moderado  de  una  «acción  pasiva»,  «dar  ocasión  a  algo»  (cfr. Rm 5, 3; Rm 4, 15; Rm 7, 8.13; 2Co 7, 10; St 1, 3 etc.).

83. El texto paralelo a 156, 196, sustituye «aborrezco» por «no quiero», aclarando así que el aborrecimiento del mal  no  es  un  mero  movimiento  impulsivo,  sino que procede claramente de una decisión de  la  voluntad.  San  Pablo  utiliza  siempre  para el «querer» de esta perícopa el mismo verbo «אני לא רוצה», en  vez  de  los otros  dos verbos que también pueden tener  un  significado  parecido:  «לְתַעֵב». La diferencia está en que «מעשה רצון מכוון» hace referencia a un acto deliberado de la voluntad, precedido por tanto de un análisis de la razón que empuja  hacia  la consecución  de  un  fin  determinado.  «המטרה שנקבעה»,  por   el  contrario,   tiene  el  sentido   más  de un «deseo» que el de una voluntad determinada. Se puede traducir por «desear ardientemente».   «תשוקה בוערת»,   por  su  parte,  sin  expresar   una  opción  o  preferencia como,  sí  connota  una  intención  perfectamente  determinada   y  trasluce  la  idea de  los  esfuerzos  que   tienden  a  un   fin.  Equivale  con  frecuencia   a  nuestro  «yo quiero». «En  el  contexto  de  la  perícopa  que  estamos  examinando  se  entiende  perfectamente que San  Pablo  diga siempre,  pues  no se está  refiriendo  a simples deseos  sino a decisiones voluntarias,  pero que no son de fácil e inmediata  ejecución  debido  a que  las potencias inferiores no están perfectamente sometidas a las superiores, sino que requieren un esfuerzo positivo por llevarlas a la práctica» (F. VARO, o.e., pp.  249-250).

84. Contra Iulianum, 6: PL 45,1524.

85. «Et hoc quidem recte ad faciliter potest intelligi  de  homine  sub  gratia  constituto, quod enim concupiscit malum secundum appetitum sensitivum ad carnem  pertinentem, non  procedit  ex  opere  rationis,  sed  ex  inclinatione  fomitis.  Illud  autem  horno dicitur operari quod ratio operatur, quia horno est  id  quod  est  secundum  rationem: unde motus concupiscentiae, qui non  sunt  a  ratione  sed  a  fomite,  non  operatur  horno  sed fornes peccati, qui hic peccatum  nominatur.  Iac  IV,  1:  'Unde  bella  et  lites  in  vobis? Nonne ex concupiscentiis vestris quae militant in membris  vestris?»  (Super  Epistolam ad Romanos, c. VII, lect. 3, n. 570).

86. «Per quam quidem gratiam non  solum  volo  bonum,  sed  etiam  aliquid  boni  fado, quia  repugno  concupiscentiae  et  contra  eam  ago  ductus  spiritu,  sed  non  invenio in mea potestate quomodo istus bonum perficiam, ut scilicet totaliter concupiscentiam excludam.  Et  per  hoc   manifestatur,   quod   bonum   gratiae  non  habitat   in  carne,  quia si in carne habitaret, sicut babeo facultate volendi  bonum  per  gratiam  habitantem  in  mente, ita haberem facultatem  perficiendi  bonum  per  gratiam  habitantem  in  carne» (Super Epistolam ad Romanos, c. VII, lect. 3, n. 580).

Alberto F. Roldán

 

“El motivo último de la Encarnación que contiene la posibilidad de la salvación se descubre a nosotros: la Encarnación del Verbo es su revelación, su venida a nosotros. […] La carne misma en cuanto tal es revelación”. Michel Henry

“La declaración ‘Dios se hizo carne’ ( Jn 1,14) es el anuncio de una abismal fenomenología de la encarnación…”. Mario Lipsitz

Introducción

El tema de la carne ha sido recuperado en las recientes filosofías y teologías. Uno de los aportes más significativos es el del filósofo francés Michel Henry que, desde un enfoque fenomenológico, profundiza en los alcances de la carne y la encarnación como ejes centrales no solo del misterio cristiano, sino también de la filosofía. El presente trabajo consiste en una exposición de lo que Michel Henry desarrolla en su obra Encarnación, a partir de lo que denomina “una inversión fenomenológica”. Se observará cómo Henry procura encontrar en la Vida el archiprincipio que adviene a la carne como medio esencial para la realización de la salvación de la humanidad a partir de la osada afirmación joánica: “El Verbo se hizo carne”. En primer lugar, exponemos lo que Henry quiere decir con la “encarnación” como objeto de estudio y método; en segundo término, definimos en qué consiste lo que Henry denomina “inversión fenomenológica”; en tercer lugar, analizamos la fenomenología de la vida tal como la expone el filósofo francés; en cuarto lugar, seguimos el tránsito que Henry hace de la concepción helénica del cuerpo a la fenomenología de la carne, según los aportes de Tertuliano e Ireneo; en quinto término, resumimos su recapitulación de lo expuesto; en sexto lugar, analizamos la derivación de la encarnación al cuerpo místico de Cristo; y en el séptimo lugar, reflexionamos sobre las relaciones entre filosofía y teología a partir de la inversión fenomenológica realizada por Henry. Terminamos con algunas conclusiones y desafíos que Henry ofrece tanto a la filosofía como a la teología.

La encarnación: objeto de estudio y método

Michel Henry, filósofo francés nacido en Vietnam, desarrolla una serie de textos filosóficos en perspectiva fenomenológica, enfocando su reflexión sobre todo en el cuarto Evangelio. Es autor, entre otras muchas obras, de Palabras de Cristo, Yo soy la vida, Encarnación: una filosofía de la carne y Fenomenología de la vida. A los fines de nuestro tema, nos remitimos mayormente a este último libro. En la introducción, Henry advierte que el tema de la encarnación “se sitúa en el centro de una constelación de problemas que nos proponemos abordar en este ensayo”. [1] Henry distingue entre “cuerpo inerte” y nuestro cuerpo. Apelando a la observación de Heidegger, dice que la mesa no “toca” la pared. Lo propio de un cuerpo como el nuestro es sentir cada objeto próximo, percibir cualidades, colores, etcétera. A partir de ello, hay dos sentidos para “cuerpo”: uno, un cuerpo u objeto inerte del universo; y otro, el nuestro. A partir de esa distinción, resuelve designar los términos del siguiente modo:

Llamaremos carne al primero, reservando el uso de la palabra cuerpo para el segundo. Esto es así porque nuestra carne no es otra cosa que aquello que, al experimentarse, sufrirse, padecerse y soportarse a sí mismo y, de este modo, gozar de sí según impresiones siempre renacientes, es susceptible, por esta razón, de sentir el cuerpo exterior a sí, de tocar así como el ser tocado por él. Cosa de la que por principio es incapaz el cuerpo exterior, el cuerpo inerte del universo material. [2]

Más adelante, Henry pone de manifiesto que su propósito es elucidar sistemáticamente el tema de la carne, el cuerpo y la relación entre ambos permitiendo con ello “abordar el tema de nuestra investigación: la Encarnación en sentido cristiano. Esta tiene por fundamento la alucinante proposición de Juan: ‘Y el Verbo se hizo carne’ ( Jn 1,14)” [3]. El autor destaca la importancia que ha tenido esta palabra extraordinaria, desde la reflexión de Pablo, los padres de la Iglesia, los herejes y sus críticos y los concilios. Pero señala que la secuencia decisiva entre filosofía y teología, que en sus comienzos estaban unidas, desapareció de las producciones intelectuales, víctimas de un gigantesco naufragio que acontece en el enfrentamiento entre quienes intentaban comprenderla y quienes la rechazaban de forma incondicional por ser incompatible con la filosofía griega. Para hacer más clara la importancia que el concepto tiene para el cristianismo, dice Henry:

Por otra parte, la incompatibilidad radical del concepto griego de Logos con la idea de su eventual encarnación alcanza su paroxismo tan pronto como esta última reviste la significación que le es propia en el cristianismo, la de conferir la salvación. Tal es, en efecto, la tesis que se puede afirmar como “crucial” del dogma cristiano y el principio de toda su “economía” [4].

El autor comenta el hecho de que, cuando el cristianismo sale de su matriz hebraica y se dispone a conquistar una cultura más universal, se enfrenta precisamente al desafío de los griegos. Y agrega: “... para decirlo ahora con más precisión: la realidad del cuerpo de Cristo como condición de la identificación del hombre con Dios. Se va a confiar a los conceptos griegos la comprensión de la verdad más antigriega. Tal es la contradicción en la que los Padres y los Concilios se encontrarán más de una vez” [5]. Todo el combate se suscitó desde fines del siglo I en torno al tema del cuerpo real de Cristo, carne real semejante a la nuestra, como la única posibilidad de que en ella se pudiera concretar nuestra salvación.

La encarnación no solo es importante para la salvación, sino que también es el medio de revelación, luego, también, de manifestación. Explica Henry: “El motivo último de la Encarnación que contiene la posibilidad de la salvación se descubre a nosotros: la Encarnación del Verbo es su revelación, su vida a nosotros. […] La carne misma en cuanto tal es revelación” [6]. El filósofo francés se pregunta si existe alguna ciencia que nos permita acceder a este tema de la revelación de Dios en la carne del Logos. Y responde:

Ahora bien, esa ciencia existe: es la fenomenología. Por tanto, vamos a preguntar a la fenomenología el modo de aproximación apropiado al tema de nuestra investigación. La fenomenología inventada por Husserl a principios de este siglo ha suscitado uno de los movimientos de pensamiento más importantes de este tiempo y, quizá, de todos los tiempos. Las breves notas de esta introducción nos permiten por lo menos saber a condición de qué una filosofía podría servir de vía de acceso a la intelección de estas realidades que son, por un [sic] parte, la carne y, por otra, la venida a esta carne, la encarnación y especialmente la Encarnación en sentido cristiano. [7]

En síntesis, el autor escoge la fenomenología como el método por el cual va a interpretar la encarnación en sentido general y en sentido específico: el cristiano. Antes de terminar su introducción, aclara que el ensayo aborda tanto la filosofía como la fenomenología y la teología, disciplinas que se encargarán de explicar cada vez que las utilice en su análisis del tema. A continuación, analizamos algunos aspectos que consideramos más importantes al tema de la encarnación en sentido cristiano, dejando de lado otros que, aunque merecerían un análisis, tienen una extensión que supera con creces los límites del presente trabajo.

La inversión de la fenomenología

Henry comienza su investigación con un análisis del término de su método escogido: la fenomenología. Se trata de dos palabras de origen griego: phainomenon y logos. Luego, el primer término cualifica el objeto de esa ciencia y el segundo indica el modo de tratamiento que se aplica a ese objeto. Citando el § 7 de Ser y tiempo de Martín Heidegger, dice que fenomenología se deriva “del verbo phainesthai, que significa mostrarse, fenómeno designa “lo que se muestra, el mostrarse, lo manifiesto” [8]. Aplicado a las formas verbal y sustantiva, la condición de fenómeno significa desvelar, descubrir, aparecer, manifestar, revelar. Y, en forma sustantiva, donación, mostración, fenomenización, desvelamiento, descubrimiento, aparición, manifestación, revelación. Para entender acaso más claramente de qué trata la fenomenología, quizás sea oportuno citar al propio Heidegger: “Fenomenología es el modo de acceso y de determinación evidenciante de lo que debe constituir el tema de la ontología. La ontología sólo es posible como fenomenología. El concepto fenomenológico de fenómeno entiende como aquello que se muestra el ser del ente, su sentido, sus modificaciones y derivados” [9].

Se trata del aparecer, de la fenomenicidad pura, del cómo aparece el ente a nuestra vista. Y de allí, se trata de ver de qué modo viene el Verbo al mundo. Más específicamente, pregunta Henry:

Si él es la revelación de Dios, si, por otra parte, ha tomado una carne semejante a la nuestra, ¿no llevamos, en nuestra propia carne, a Dios mismo? Revelación de Dios en su Verbo, revelación del Verbo en su carne, estas epifanías puestas en línea en la Archi-inteligibilidad joánica, ¿no se descubren solidarias o, para decirlo de manera más radical, no toman carne en nosotros de la misma manera? [10].

Henry aclara lo que los fenomenólogos llaman “fenómeno reducido”. Se trata de los fenómenos que son reducidos a su contenido fenomenológico efectivo, es decir, lo que aparece y el modo en que aparece. “Ir a las cosas mismas, tomadas en su sentido, consiste en considerar este dato inmediato en su inmediatez, eliminadas las interpretaciones y saberes sucesivos que corren el riesgo de recubrirlo, de interponerse entre nosotros y él” [11]. Otro término clave en el planteo de la fenomenología es la “intuición.” Citando a Husserl, dice Henry que “toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho del conocimiento” [12]. Comenta: “‘Intuición’ es un concepto fenomenológico: no se refiere a un objeto sino a su modo de aparecer. Es por esto por lo que se dice ‘en que se da’, porque un modo de aparecer es un modo de donación” [13]. Tenemos ya una serie de términos clave en lo que hace a la fenomenología.

Fenómeno – intuición – aparecer – donación − revelación

Sobre el último término, que por cierto tiene también una connotación teológica, dice Henry: “Dado que es esta venida afuera lo que produce la fenomenicidad, la revelación que opera la intencionalidad queda definida de forma rigurosa: se cumple en esta venida afuera y coincide con ella. Revelar es semejante venida afuera, en una puesta a distancia, es hacer ver” [14].

Ahora bien, ¿a qué denomina Henry “inversión de la fenomenología”? Define que “es el movimiento del pensamiento que comprende aquello que lo precede, a saber: la autodonación de la Vida absoluta en la que ella misma adviene a sí” [15]. Henry no se queda con el fenómeno en sí, sino que apunta a lo que precede al fenómeno, la Vida en sentido absoluto, de la cual dependen todos los seres o entes, en palabras de la teología joánica: del Logos en el cual estaba la vida y se nos manifestó.

La fenomenología de la vida

Henry parte del axioma de que ninguna impresión se trae por sí misma o se funda a sí misma. Se trata de la Vida, que no es de este mundo. Es “el aparecer de la Vida, que es la Vida en su fenomenización originaria” [16].

¿Cómo se experimenta la vida? Henry responde categóricamente: en un pathos considerando como “una Afectividad originaria y pura, una Afectividad que denominamos transcendental porque, en efecto, es la que posibilita el experimentarse a sí mismo sin distancia en el sufrir inexorable y en la pasividad insalvable de una pasión” [17]. La fenomenología de la vida conduce al tema de la fenomenología de la carne. La Vida se ofrece en forma absoluta y adviene a sí. “Es siempre la vida la que hace posible su auto-objetivación en el pensamiento, en calidad de condición interna de este pensamiento y de su objeto” [18]. Para la fenomenología de la vida, existen dos modos de aparecer: el del mundo y el de la vida. Henry comenta que generalmente atribuimos a los mismos cuerpos sus cualidades sonoras, táctiles, de colores, su rugosidad, su suavidad, etcétera. Pero todas esas cualidades solo son proyecciones en ellos de las sensaciones e impresiones. Es cierto que se experimentan así, pero las cualidades que poseen no son materia de esos cuerpos “que en realidad no sienten ni han sentido nunca nada, sino, precisamente, la materia fenomenológica pura de la vida, la carne afectiva de la que no son más que modalidades” [19]. Por otra parte, nacer significa venir a la carne, donde toda carne viene a sí en lo que Henry denomina: “la Archi-Carne de la Vida” [20]. Y agrega:

Es así como la fenomenología de la carne remite invenciblemente a una fenomenología de la Encarnación. La fenomenología de la Encarnación debería preceder lógicamente a la de la carne, puesto que eso que llamamos “carne” no puede comprenderse más que a partir de la venida a sí en la venida a sí de la Vida absoluta […][21].

En Fenomenología de la vida, serie de ensayos y conferencias para ser publicadas en español por Mario Lipsitz, Michel Henry define lo que quiere decir con “vida”. Afirma: “Vivir significa ser. El concepto de vida es bruscamente rescatado de su aparente indeterminación cuando circunscribe al mismo tiempo el campo y la tarea de una ontología, es decir de la filosofía misma” [22]. En crítica al existencialismo, dice que implicó una tentativa de rechazar el racionalismo, pero envejeció prematuramente al no saber encontrar la vía que conduce a la vida. Y explica: “Pues la vida permanece en sí misma; carece de afuera, ninguna cara de su ser se ofrece a la aprehensión de una mirada teórica o sensible, ni se propone como objeto de cualquiera acción. Nadie ha visto nunca a la vida y tampoco la verá jamás. La vida es una dimensión de inmanencia radical” [23].

De la concepción helénica del cuerpo a la fenomenología de la carne: Tertuliano e Ireneo

El § 24 es fundamental para nuestro tema. Allí, Henry contrasta la visión griega del cuerpo con la fenomenología de la carne tomando como referente a Tertuliano de Cartago. La fenomenología de la carne, señala Henry, nos pone frente a dos tipos de correlaciones: la de la carne y la Vida, y la de la carne y el nacimiento. Esa doble correlación es difícil de pensar cuando la vida deja de ser un mero ente para transformarse en el aparecer puro. La rotunda afirmación de Juan de que “el Verbo fue hecho carne” irrumpe en el mundo antiguo de modo desafiante y establece la confrontación entre pensamiento griego y pensamiento cristiano. Explica Henry: “La violencia de la confrontación entre la concepción griega del cuerpo y la concepción cristiana de la carne va a estallar en el mundo antiguo desde la primera difusión de la nueva religión, cuyo tenor esencial es la afirmación de la venida de Dios a la condición humana bajo la forma de su encarnación” [24].

Así surge la lucha encarnizada de los padres de la Iglesia frente a la herejía que negaba la verdadera humanidad de Jesús. Henry, entonces, toma en consideración a dos de esos padres: Tertuliano de Cartago e Ireneo de Lyon. El primero afirmó que no hay nacimiento sin carne ni carne sin nacimiento. Y comenta: “Lo que reprochó [Tertuliano] a la herejía en el caso de Valentín y sus seguidores fue precisamente ‘reconocer la carne y el nacimiento pero dándoles un sentido diferente” [25]. Henry se pregunta a partir de qué presupuesto fenomenológico y ontológico Tertuliano comprende el nacimiento y la carne de Cristo. Siguiendo las reflexiones del teólogo africano, Henry se pregunta qué tipo de carne debería ser para que Cristo, con su muerte, lograra la salvación del mundo. Y su respuesta —siguiendo las intuiciones de Tertuliano— es que debía ser una carne abocada o destinada a la muerte, una carne hecha de la materia del mundo, en otras palabras, una carne terrestre. Para decirlo de modo más rotundo, amplía Henry:

Nacido de las entrañas de una mujer, Cristo toma de ella su carne, una carne terrestre y humana, que él ha vivido como los humanos: alimentarse, fatigarse, dormir, en suma, compartir el destino de los hombres en primer lugar –para poder cumplir el suyo, que era ser crucificado, morir, ser amortajado— y después –sólo después— resucitar [26].

De ese modo, se afirma el carácter humano y mortal de la carne de Cristo rechazando la herejía que sustituía esa carne verdadera por una carne “celeste”, “astral”, “psíquica” o “espiritual”. Resulta interesante observar la ironía que marca Henry en cuanto a los términos utilizados por Tertuliano en su argumentación, que son de raigambre hebraica, pero apelan a la medicina y al saber griegos.

No dejará de observarse que las metáforas de que se sirve Tertuliano a la hora de establecer contra la herejía la realidad de la carne es [sic] de origen hebraico, que remiten al texto del Génesis más que a cualquier tratado griego. Pero ello no tiene precisamente más que un valor metafórico. La descripción mucho más precisa, casi objetiva, del parto en las invectivas dirigidas contra Marción, está apoyada sobre la medicina griega, sobre el saber griego, sobre la herencia griega. Cierto texto de Tertuliano –“los músculos semejantes a capellones de tierra”– indica por otra parte claramente la asimilación que tenía lugar en su espíritu entre la herencia griega, con sus conocimientos objetivos pre-científicos, y las metáforas bíblicas: unos y otras remiten al contenido de este mundo, contenido que remite a su aparecer, a la exterioridad primitiva de la naturaleza y de la creación en que se nos muestra, fuera de nosotros, la tierra y su limo, así como los desagradables procesos que tienen lugar en el vientre de las mujeres [27].

De este modo, Henry pone de manifiesto lo que muchos han observado en cuanto a la incoherencia de Tertuliano en su rechazo a la filosofía griega —“¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?”— y su utilización del pensamiento y las ciencias procedentes de Grecia. Lo que se cuestiona en todo este debate entre Tertuliano y Marción es si Dios es impasible, como decía Aristóteles, o si un Dios eterno puede sufrir y aun morir. Tertuliano se empecina en demostrar que la encarnación de Cristo es real y su pasión es real, porque la carne que asimiló era “una carne como la nuestra, regada por la sangre, montada sobre los huesos, surcada por venas” [28].

El § 25 está consagrado a Ireneo de Lyon. Vuelve a suscitarse la polémica con la gnosis, la cual no quería reconocer en Cristo una carne real como la nuestra, terrestre, material, porque tal consideración era demasiado trivial para esa perspectiva. Frente a ello, comenta Henry: “La asignación incondicional de la carne a la Vida, en la que reside su efectuación patética, encuentra en Ireneo una profundidad extraordinaria” [29]. La vida de Dios mismo, autorrevelada en el Verbo, es la que se hace carne. Henry explica la inversión que Ireneo hace del postulado gnóstico:

La inversión de la gnosis radica en dos proposiciones fundamentales que expresamos como sigue: lejos de ser la vida incapaz de tomar carne, es su condición de posibilidad. Lejos de ser incapaz de recibir la vida, la carne es su efectuación fenomenológica. En el lenguaje de Ireneo: “Dios puede vivificar la carne” –y sólo Dios, añadimos nosotros—, “La carne puede ser vivificada por Dios” –y sólo puede ser vivificada por él, añadimos—. “Si no vivificase lo que está muerto, Dios dejaría de ser poderoso.” Lo muerto es el cuerpo inerte del que Dios hace una carne en él comunicándole la vida –su Vida, la única que existe—. Y de ahí que la donación de la primera carne al primer hombre prefigure su salvación. “El que en el comienzo ha hecho […] lo que no había, podrá, si quiere, restablecer en la vida lo que ha existido” –resucitar la carne, la cual no toma nunca su condición de carne más que de su propia vida en él—. Derivada de la primera, la segunda proposición es más que inteligible –archi-inteligible—. Precisamente porque la Vida es la condición de posibilidad de la carne, la carne es posible en ella, y no es posible más que en ella. La carne puede recibir la Vida como aquello mismo que hace de ella una carne y sin lo cual no sería en modo alguno –como aquello mismo que es—. “La carne –dice Ireneo en una proposición fundamental, será capaz de recibir y contener el poder de Dios” [30].

Para Ireneo, la carne no es excluida del arte, de la sabiduría y del poder de Dios, “sino que el poder de Dios, que procura la vida, se despliega en la debilidad de la carne”. [31] Esa debilidad significa que la carne toma vida no de sí misma, sino de la donación de la Vida absoluta. Dice Henry:

Con la inmanencia en la carne de la Vida que constituye su realidad, le es comunicada la Archi-inteligibilidad de la Vida. De donde resulta la propuesta de una de las tesis más inauditas que ha formulado el pensamiento humano: la interpretación de la carne como portadora en sí ineluctablemente de una Archi-inteligibilidad, la de la Vida en la que se da a sí misma, en la que ese hace carne [32].

También comenta que Ireneo critica a quienes pretenden que la carne es incapaz de recibir vida porque, si tal es el caso, ellos mismos, los gnósticos, no serían vivientes, ya que desarrollan acciones propias de los vivos. Henry amplía la crítica de Ireneo a otras expresiones más allá de los gnósticos, al decir: “Nos equivocaríamos si pensásemos que estas secuencias de absurdos que denuncia Ireneo pertenecen a la gnosis y a sus tesis específicas. Las volveríamos a encontrar por doquier allí donde la revelación de la carne no se atribuya a la revelación de la vida misma, comprendida como su auto-revelación” [33].

Recapitulación

A modo de recapitulación de los resultados de la inversión fenomenológica, Henry reafirma el sentido final de esa inversión: “… sustituir el aparecer del mundo en el que se nos muestran los cuerpos por el de la vida, en cuya afectividad transcendental es posible toda carne” [34]. Henry vuelve a referirse al comienzo de su reflexión, a partir de dos palabras joánicas: “Al principio era el Verbo” y “el Verbo se hizo carne”. Las dos afirmaciones se refieren al Verbo, la primera, conectándola con la vida, la segunda, con la carne. Entonces, intenta determinar la implicación que está en juego en esas afirmaciones.

La cuestión de la Encarnación es una de las más graves, por cuanto que pone en tela de juicio a la vez la naturaleza de la relación del hombre con Dios, la de Cristo y, en fin, la posibilidad de la salvación. Pero también, decíamos, la posibilidad de la culpa y de la perdición. Esta ambigüedad de la carne, capaz de significar tanto la salvación como la perdición del hombre, ha sido señalada y explícitamente formulada por los primeros pensadores cristianos. Ireneo afirma esta doble potencialidad, con una claridad y una fuerza singulares: “Por lo tanto, en esos miembros en los que perecíamos por el hecho de llevar a cabo las obras de la corrupción, en esos mismos miembros somos vivificados en el momento en que llevamos a cabo las obras del Espíritu”. [35]

Luego, Henry reflexiona sobre el “yo puedo” afirmando que “Todo poder tropieza en sí mismo con aquello sobre y contra lo que no puede nada, con un no –poder absoluto” [36]. Ilustra esa realidad con el caso de Pilato que hace alarde de su poder de condenar o soltar a Jesús.

La brutal respuesta de Cristo –“No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto’ ( Jn 19, 10.11)— descalifica de manera radical, no sólo la idea que espontáneamente nos hacemos de un “poder”, sino todo poder real y el nuestro en particular, vaciándolo de su sustancia, de la capacidad que lo define, precisamente la de poder, independientemente de su especificidad, de su objeto y de su modo de ejercerse. “Ningún poder”… No hay ningún poder que sea tal, pues sólo es verdadero poder el que toma su poder de sí mismo, y no es poder más que   por esta razón [37].

El poder concedido es simplemente una donación de lo alto. De allí que, aplicado a la salvación, ella no puede obtenerse más que por una intervención de un poder soberano y superior: el de Dios. El medio que Dios ha escogido para realizar esa salvación es la encarnación como presupuesto para la cruz. “Encarnándose, el Verbo ha tomado por tanto sobre sí el pecado y la muerte inscritos en nuestra carne finita y los ha destruido, muriendo él mismo sobre la Cruz” [38]. Esto nos conduce al último punto que deseamos subrayar de la exposición de Henry: el cuerpo místico de Cristo.

Relación con el otro: el cuerpo místico de Cristo

En el parágrafo § 48, último del texto, Michel Henry se refiere a la relación con el otro como identificación plena y el cuerpo místico de Cristo. Hablando de la reciprocidad entre el Padre y el Hijo, recogida por Juan en el Evangelio, dice:

[…] la interioridad fenomenológica del Padre con el Hijo se encuentra constantemente planteada como interioridad del Hijo con el Padre: “Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti”; “De este modo podrías reconocer que el Padre está en mí yo en el Padre”; “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?” ( Jn 17, 24; 17, 21; 10, 28; 14,10, respectivamente) [39].

Lo sorprendente es que ese proceso de estructura interna de la Vida absoluta no se da solo en la relación del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre, sino que se amplía a los otros vivientes que entran en comunión con el Mesías. “Esta unión ha sido llamada deificación porque al repetirse la interioridad fenomenológica recíproca de la Vida y de su Verbo cuando el Verbo mismo se hace carne en Cristo, toda unión con ésta es idénticamente una unión con el Verbo y, en éste, con la Vida absoluta” [40].

De allí pasa Henry a referirse a la doctrina del cuerpo místico de Cristo que implica una cabeza y diversidad de miembros según la teología paulina expresada en 1Co 12.

El elemento que edifica, la “cabeza” de ese cuerpo, es Cristo. Sus miembros son todos aquellos que, santificados y deificados en y por él, le pertenecen en lo sucesivo hasta el punto de devenir partes de ese mismo cuerpo, precisamente sus miembros. En la medida en que él es la Encarnación real del Verbo, Cristo edifica primero cada Sí transcendental viviente en su Ipseidad originaria, que es la de la Vida absoluta, lo une a sí mismo [41].

La unidad y la identificación de la cabeza, Cristo, con el cuerpo, los creyentes, es de tal dimensión que Pablo llega a expresar: “Ahora me alegro de padecer por vosotros, pues así completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1,24). Eso es posible porque Cristo es uno que está unido a un cuerpo extendido: el cuerpo místico. Por tal razón, dice Henry:

[…] los miembros de su cuerpo, a cada uno de los que, dados a sí mismos en la auto-donación del Verbo, sólo vivirán de la Vida infinita que se experimenta en ese Verbo, a aquéllos que se aman en Él de tal manera que es a Él a quien aman en sí mismos, a Él y a todos aquéllos que están con Él, les será dada la Vida eterna. En esta Vida que llega a ser la suya, serán salvados [42].

De esta reflexión sobre el cuerpo místico de Cristo, Michel Henry pasa a su conclusión.

Más allá de la fenomenología y la teología

A modo de conclusión de su amplia y profunda exposición, Michel Henry dedica un espacio a las relaciones y las diferencias entre filosofía y teología. En esta conclusión, el interés del autor radica en distinguir entre ambas disciplinas que no compiten entre sí, ya que son distintas y, tal vez, se complementan [43]. Pero establece una diferencia importante. “La diferencia radica en aquello que la teología toma como punto de partida, más aún: en el objeto mismo de su reflexión, las Escrituras […]” [44].Al fundamentarse sobre una Palabra de Verdad, la teología tiene una ventaja decisiva sobre la filosofía. En contraste, Henry expresa: “La filosofía resulta entonces singularmente desprotegida e indigente; se encuentra en su comienzo en una situación errática, sin saber qué es la Verdad, ni cómo conducirse para llegar hasta ella” [45].

Por otra parte, según Henry, no existe diferencia en cuanto al método utilizado tanto por la filosofía como por la teología. En ambas disciplinas se trata de un movimiento del pensamiento que se desarrolla mediante evidencias y “llega a ciertos resultados que son otras tantas adquisiciones progresivas, constitutivas de una teoría siempre en devenir” [46]. Tomando distancia del planteo de Heidegger, Henry dice que no es el pensamiento de “el ser-en-el-mundo” lo que da acceso a la vida sino que la Vida misma da acceso al pensamiento. “Sólo la Vida absoluta lleva a cabo esta autorrevelación del Comienzo” [47].

Volviendo al tema central de su investigación, Henry se refiere al carácter crucial del problema que el cuerpo ha planteado, que es “la sustitución del cuerpo material por esta carne viva que realmente somos y que hoy nos compete redescubrir a pesar del objetivismo reinante […]” [48].Ese objetivismo se expresa en reemplazar la carne por un cuerpo reducido a objeto que se ofrece a la investigación y a la manipulación científica.

Incluyéndose dentro de los fenomenólogos poshusserlianos, Henry dice que este presupuesto cristiano adquiere una significación decisiva. La nueva inteligibilidad exige elaborar de nuevo la concepción del cuerpo “dado que nuestro cuerpo no es un cuerpo sino una carne […] Originariamente y  en sí, nuestra carne real es archi-inteligible, revelada en sí en esta revelación anterior al mundo propia del Verbo de la Vida del que habla Juan” [49].

¿Qué consecuencias se derivan de este nuevo planteo que sustituye el cuerpo como mero objeto por la carne como sustancia real e inteligible? La primera es que la aporía griega de la venida del Logos se disipa en el planteo joánico y es totalmente diferente a la concepción griega de un Logos que es Razón y posibilidad de lenguaje de los hombres porque “el Verbo de Vida es la condición fenomenológica transcendental, última y radical, de toda carne posible” [50]. En segundo lugar, la encarnación del Verbo no significa solamente que el Verbo se haya hecho carne, sino que “en el Verbo mismo se cumple el hacerse carne fuera del cual ninguna carne, ningún Sí carnal vivo, ningún hombre ha sido nunca posible” [51]. Cuando él lo crea a su imagen y semejanza, no pone fuera de sí un mero cuerpo material inerte y ciego, sino que “lo que genera en él es una carne, fuera del mundo, en el proceso de su auto-generación de su Verbo. ‘En él todo ha sido hecho y sin él nada de lo que ha sido hecho hubiera sido hecho” [52]. Estableciendo una vez más el contraste con la filosofía griega, Henry dice:

Por eso la carne no miente. No miente como lo hace el pensamiento verídico que dice lo que ve o cree ver, incluso cuando no hay nada, como en los sueños. Pensamiento que no miente, aunque podría hacerlo, voluntaria o inadvertidamente, incluso por ignorancia. La carne no miente porque no puede mentir, porque en el fondo de sí misma, allí donde es captada por la Vida, es la Vida la que habla, el Logos de Vida, la Archi-inteligibilidad joánica [53].

A estas conclusiones, Henry agrega dos notas más: la archignosis y el archigozo. Lo primero, tiene que ver con que Juan, oponiéndose a la gnosis que negaba la verdadera encarnación del Logos, plantea una gnosis superadora. A modo de pregunta retórica, dice Henry: “¿No es la Archi-inteligibilidad joánica una forma superior de conocimiento, un conocimiento de tercer género, dado solamente a aquellos que en virtud de un esfuerzo inaudito del intelecto, o gracias a ciertos dones excepcionales, se han elevado hasta ella? El cristianismo, es preciso reconocer esto, es una Archi-gnosis” [54].

La carne que somos se manifiesta de modo patente cuando estamos despojados de todo y especialmente en medio de los sufrimientos. Pero cuando ese sufrimiento llega a la situación límite de la esperanza es cuando la mirada de Dios nos socorre. Haciendo referencia a Dios, Michel expresa en términos poéticos: “Nos sumerge la embriaguez sin límites de la vida, el Archi-gozo de su amor eterno en su Verbo, su Espíritu. Todo lo que ha sido rebajado será levantado. Dichosos los que sufren, los que quizás no tienen nada más que su carne. La Archi-gnosis es la gnosis de los simples” [55].

Conclusiones

El planteo de Henry se inscribe dentro de la fenomenología. Pero es una fenomenología poshusserliana que propone tomar la “carne” como el núcleo central de esa fenomenología y que es común tanto a la teología como a la filosofía. Para Henry, hay una radical incompatibilidad entre el concepto griego de Logos y lo que postula y afirma, escandalosamente para los griegos: un Logos hecho carne. Esa afirmación es crucial del dogma cristiano y el principio de su oikonomía de la salvación [56].

La inversión de la fenomenología consiste en el movimiento del pensamiento que comprende una realidad que precede a lo que se manifiesta: la autodonación de la Vida absoluta que viene a la carne. De la Vida dependen todos los seres porque la Vida misma estaba en el Logos y todo fue hecho en él. Henry sostiene que, según la fenomenología, hay dos modos de aparecer: el del mundo y el de la carne. Es esta última, la fenomenología de la carne, la que nos remite a una fenomenología de la encarnación. La encarnación del Logos es, para Henry, esencial no solo para la salvación de la humanidad, sino también como centro de revelación. Dice Henry: “La Revelación de Dios, condición de la salvación de los hombres, sería Cristo encarnado, hecho carne. Y eso supondría también la venida a ese mundo de Cristo, quien sería la revelación de Dios y la salvación de los hombres” [57].

Henry distingue entre “cuerpo” y “carne”. Ambos conceptos son ambiguos, ya que “cuerpo” puede referirse tanto a un objeto inerte del universo como a nuestro propio cuerpo. Insiste en evitar la objetivación del cuerpo para centrar el análisis en la carne que somos, la que siente, sufre y padece. Pero la carne también es un término ambiguo, aun en el Nuevo Testamento, donde puede ser residencia del mal, pero también residencia de la Vida de Dios en un hombre: Jesús. Como bien interpreta Philippe Capelle, Henry invierte la relación entre carne y cuerpo ya que no es el análisis de este lo que nos permite el análisis de la carne y en el principio de su explicación, sino que “lo que es verdadero es lo contrario: sólo nuestra carne nos permite conocer (…) algo como un cuerpo” [58].

Uno de los aportes más significativos de la investigación de Michel Henry consiste en el análisis de los padres de la Iglesia frente al desafío del gnosticismo y su negación de la realidad del cuerpo de carne de Jesucristo. La encarnizada lucha —¡justamente por la carne!— que entablan tanto Tertuliano como Ireneo para refutar esa herejía muestra de modo palmario la importancia que tenía la afirmación de que el Logos fue hecho carne, y carne real. La fuerza del lenguaje utilizado por Tertuliano, que afirma que la carne de Cristo era igual que la nuestra, por estar regada por la sangre, montada sobre los huesos y surcada por las venas, pone de manifiesto la importancia decisiva que tenía afirmar la realidad de la carne del Verbo y de la cual dependía la salvación de la humanidad. En el caso de Ireneo de Lyon, se destaca la asignación de la carne a la Vida, ya que en el Verbo se autorrevela y se manifiesta la Vida misma de Dios y, de ese modo, la carne, en su fragilidad y debilidad intrínsecas, puede recibir y contener el poder de Dios.

La inversión fenomenológica referida al Verbo de Vida, el Cristo, implica también superar la gnosis griega por una archignosis. No es una gnosis solo para iniciados, sino una dación de Dios para todo aquel que cree en el Verbo y experimenta así el nacimiento “de arriba”. Ya que “la carne no miente”, mientras sí puede mentir la filosofía con sus argumentos, en el Logos es la Vida misma la que habla en toda su radicalidad y su pasión.

Esto conduce al tema del sufrimiento como experiencia de la carne que, llegado a su paroxismo, conduce a los creyentes al archigozo que se produce en la donación que Dios hace de su Vida en el Verbo encarnado. De ese modo, la encarnación así entendida se constituye en el tema común tanto para la filosofía —en su acepción fenomenológica— como para la teología cristiana. Para esta última, la carne del Verbo es el locus tanto de la revelación (phainomenon) como de la redención.

Alberto F. Roldán, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.    Michel Henry, Encarnación: una filosofía de la carne, trad. Javier Teira, Gorka Fernández y Roberto Ranz (Salamanca, ES: Sígueme, 2001), 9.

2.   Henry, Encarnación, 10. Cursivas originales.

3.   Ibíd., 12. Hay varias formas de traducir la expresión joánica καί ό λόγος σάρξ έγένετο: “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Reina Valera 1960); “Y la Palabra se hizo carne” (Biblia de Jerusalén); “Y la Palabra se hizo hombre” (Nueva Biblia Española); “Y la Palabra se hizo carne” (La Biblia Latinoamérica); “Y el Verbo se hizo hombre” (Nueva Versión Internacional); “Y el Logos se hizo carne” (Biblia Textual). Para Mario Lipsitz, esta declaración es el anuncio de una abismal fenomenología de la encarnación y constituye la revelación de una verdad fundamental que estaba oculta en el Génesis. Mario Lipsitz, Eros y el nacimiento fuera de la ontología griega: Emmanuel Levinas y Michel Henry (Buenos Aires, AR: Prometeo Libros, 2004), 63.

4.   Ibíd., 13.

5.   Ibíd., 16-17. Cursivas originales. También es antigriego el concepto joánico del Verbo. Mario Lipsitz explica: “El hijo es también Verbo (Logos), palabra de Dios, pues en él, el Padre se expresa y se experimenta. Logos cristiano, pathos, y no logos estático griego” (Lipsitz, Eros y el nacimiento, 64. Cursivas originales).

6.   Henry, Encarnación, 24. Cursivas originales.

7.   Henry, Encarnación, 30. Efectivamente, Edmund Husserl, filósofo nacido en lo que hoy se llama República Checa, fue el iniciador de la fenomenología, profesor del propio Martín Heidegger. Algunas de sus obras son La idea de la fenomenología, Investigaciones lógicas, Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica, Meditaciones cartesianas y Las crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Una excelente introducción a la fenomenología de Husserl en comparación con la filosofía de Heidegger es el libro de Emmanuel Levinas, Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, trad. Manuel E. Vázquez (Madrid, ES: Síntesis, 2005).

8.   Henry, Encarnación, 35. Cursivas originales.

9.   Martín Heidegger, Ser y tiempo, trad. Jorge Eduardo Rivera (Madrid, ES: Biblioteca Nacional, 2002), 50. Cursivas originales.

10. Henry, Encarnación, 40. Cursivas originales. En otro texto, Henry define la revelación de Dios como autorrevelación. Dice: “Dios es la revelación pura que no revela nada distinto de sí. Dios        se revela. La revelación de Dios es su auto-revelación. Si por ventura la ‘Revelación de Dios’ se dirigiese a los hombres, no consistiría en el desvelamiento de un contenido ajeno a su esencia y transmitido, no se sabe cómo, a algunos iniciados. Revelarse a los hombres no podría significar para Dios más que darles como herencia su auto-revelación eterna. El cristianismo no es, en verdad, más que la teoría sorprendente y rigurosa de esta donación de la auto-revelación de Dios heredada por los hombres”. Michel Henry, Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo, trad. Javier Teira Lafuente (Salamanca, ES: Sígueme, 2001), 35. Cursivas originales.

11. Henry, Encarnación., 43.

12. E. Husserl, Idées directrices pour une phénoménologie, tomo I, trad. Paul Ricoeur (París: Galimard, 1950), 78, cit. en ibíd., 47.

13. Ibíd.

14. Ibíd., 49.

15. Ibíd., 125.

16. Ibíd., 79.

17. Ibíd., 84. Interpretando estos conceptos de Henry, dice Ricardo Óscar Díez: “La Vida se auto-dona, se auto-revela instaurando una nueva palabra. Verbo que no tiene distancia con el acontecer, que no es indiferente y que es esencialmente creativo. Para escuchar la Palabra de la Vida no hay que ‘mirar atrás’, sino sentir lo que acontece en la carne que nos fue dada y por la que somos”. Ricardo Óscar Díez, “Michel Henry, fundador de la fenomenología de la vida”, en Acta fenomenológica latinoamericana, vol. 3 (Lima, PE/Morelia, MX: Pontificia Universidad Católica del Perú/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2009), 242.

18. Henry, Encarnación, 126.

19. Ibíd., 134.

20. Sobre el prefijo “archi” aplicado a carne, pathos, hijo y gozo, explica Lipsitz: “El prefijo archi refiere en Henry en un sentido amplio a lo comenzante, a lo no mundano y a lo eterno. El Hijo es Archi-Hijo porque ‘es tan antiguo como el Padre (y) como él se halla en el comienzo’” (Eros y nacimiento, 65). Cursivas originales.

21. Henry, Encarnación, 164

22. Michel Henry, Fenomenología de la vida, trad. Mario Lipsitz (Buenos Aires, AR: Prometeo libros, 2010), 19.

23. Ibíd., 26.

24. Henry, Encarnación, 165-166. Cursivas originales.

25. Ibíd., 166. La frase entre comillas corresponde a Tertuliano, La Chair du Christ (París, FR: Éditions du Cerf, 1975), 213. Cursivas de Henry.

26. Ibíd., 167.

27. 27 Ibíd., 169-170. La frase entre comillas corresponde a Tertuliano, La Chair du Christ, 253.

28. Tertuliano, Op. Cit., 229, cit. en ibíd., 172. Sobre la impasibilidad de Dios, véase la refutación de Jürgen Moltmann en Trinidad y Reino de Dios [trad. Manuel Olasagasti (Salamanca, ES: Sígueme, 1983), 35-74], donde el teólogo reformado destaca a Orígenes de Alejandría como el único de los padres griegos y latinos que se atrevió a reflexionar teológicamente sobre “el sufrimiento de Dios”. Ibíd., 48.

29. Henry, Encarnación, 174.

30. Ibíd., 175-176. Cursivas originales. La cita entre comillas corresponde a Ireneo de Lyon, Contre les hérésies, 383-384; 576-577. A esta descripción de la carne elaborada por Henry, se debe agregar la aguda aclaración de Mario Lipsitz: “La carne es más verbal que substantiva, es el obrar silencioso que instala interiormente nuestros poderes en ellos mismos para que entonces, pudiéndose, apoderándose de sí, puedan poder efectivamente” (Eros y nacimiento, 73). Cursivas originales. Por supuesto, que la carne sea más verbal que sustantiva no se fundamenta en el modo en que algunas versiones bíblicas vierten Logos por Verbo, porque tales versiones remiten al latín verbum, es decir, palabra.

31. Henry, Encarnación, 176. Para un análisis del enfoque de la carne en la teología de Ireneo de Lyon en relación con la encarnación y la imago Dei, véase José Granados, Teología de la carne: el cuerpo en la historia de su salvación (Burgos, ES: Monte Carmelo-Disdáskalos, 2012), 124-128.

32.  Henry, Encarnación, 177. Cursivas originales. La inteligibilidad y la manifestación del Verbo están declaradas en el lenguaje joánico cuando, respecto al Verbo que es vida, afirma: “Esta vida se manifestó (kai h zwh ejanerwqh)”.

33. Henry, Encarnación., 178.

34. Ibíd., 221.

35. Ibíd., 225. La cita entre comillas corresponde a la obra de Ireneo ya citada, 550, subrayado de Henry. Para un estudio de la ambigüedad del término sárx en el Nuevo Testamento, véase Alberto F. Roldán, “El carácter ambivalente de los conceptos carne y carnalidad en la teología cristiana”, Enfoques 22, n.º 1 (otoño 2010): 53-69.

36. Henry, Encarnación., 227. Cursivas originales.

37. Ibíd., 228. Cursivas originales.

38. Ibíd., 304.

39. Henry, Encarnación, 318.

40. Ibíd., 319. Cursivas originales.

41. Ibíd., 324. Cursivas originales.

42. Ibíd., 326. Cursivas originales.

43. Para un planteo de las relaciones entre filosofía y teología en los sistemas de Paul Tillich y Wolfhart Pennenberg, véase Alberto F. Roldán, Atenas y Jerusalén en diálogo. Filosofía y teología en la mediación hermenéutica (Lima, PE: Puma, 2015), 13-39.

44. Ibíd., 327.

45. Ibíd.

46. Ibíd., 328.

47. Ibíd, 329. Para un análisis comparativo entre Heidegger y Henry, véase Mario Lipsitz, “Ontología y fenomenología en Michel Henry”, Enfoques 57, n.º 2 (primavera 2005): 149-158.

48. Henry, Encarnación, 330.

49. Ibíd., 330-331. Cursivas originales.

50. Ibíd., 331.

51. Ibíd.

52. Henry, Encarnación, 332.

53. Ibíd., 332-333.

54. Ibíd., 337. La idea de una “archignosis” puede encontrar su paralelo en la expresión del griego del Nuevo Testamento que aparece en pasajes como 2P 1, 3; Rm 3, 20 y Col 2, 2.

55. Ibíd., 339. Sobre los receptores de esta archignosis, sintetiza Lipsitz: “El cristianismo es una archignosis, afirma Henry. Gnosis por el logos cristiano, que no requiere ni dones excepcionales del intelecto ni esfuerzo particular. Gnosis de la carne, ‘gnosis de los simples’, escribe el filósofo. Y la fenomenología de Henry parece, sobre el filo de Incarnation, tomar el paso nuevamente sobre la metafísica en este pasable notable cuyo sentido no admite ambigüedad: ‘Sólo aquel que escucha en él el ruido de su nacimiento –que se experimenta como dado a sí en la auto-generación de la vida absoluta en su Verbo-, aquel que, dado a sí en esta autodonación del comienzo, no se experimenta más, en rigor él mismo, sino que experimenta en sí sólo el Sí que lo dona a sí, sólo aquel puede decir a este Sí del Verbo: ‘tengo la certeza de la verdad que hay en Ti’” (Eros y nacimiento, 68). Cursivas originales.

56. Sobre la oikonomía de la salvación y su influencia en la teoría política moderna véase Alberto F. Roldán, Hermenéutica y signos de los tiempos (Buenos Aires, AR: Teología y Cultura Ediciones, 2016), 27-48.

57. Henry, Yo soy la verdad, 96.

58. Philippe Capelle, Fenomenología francesa actual, trad. de Gerardo Losada (Buenos Aires, AR: UNSAM-Jorge Baudino Ediciones, 2009), 55. Jean-Luc Marion amplía la visión de la carne de Cristo en el Nuevo Testamento: “el Verbo no vino a la humanidad sino simplemente a la carne. Literalmente ha tomado ´carne´: ‘El Verbo se hizo carne’ (Juan 1,14), ‘…vino a la carne’ (1 Juan 4,2), al punto que el Padre ‘envió a su propio hijo para asimilarse a carne de pecado’ (Romanos 8,3)”. Jean-Luc Marion, Acerca de la donación. Una perspectiva fenomenológica, trad. Gerardo Losada (Buenos Aires, AR: UNSAM-Jorge Baudino Ediciones, 2005), 74. Cursivas originales. En otro texto, Marion reflexiona sobre la carne como receptáculo del sentir: “La carne no puede sentir nada sin sentirse ella misma y sentirse que siente (que es tocada e incluso herida por lo que toca); también puede ocurrir que sienta no sólo sintiéndose sentir, sino además sintiéndose sentida (por ejemplo, si un órgano de mi carne toca otro órgano de mi propia carne). […] Nunca puedo entonces ponerme a distancia de mi carne, distinguirme de ella, alejarme de ella, mucho menos ausentarme de ella”. Jean-Luc Marion, El fenómeno erótico. Seis meditaciones, trad. Silvio Mattoni (Buenos Aires, AR: Ediciones Literales-El Cuenco de Plata, 2003), 50.

Guadalupe Arbona Abascal y Juan José Gómez Cadenas

A sus ochenta y ocho años, José Jiménez Lozano charla, ríe e ironiza, incansable. Es un escribidor pequeñito, alegre y sabio. Pasa de la broma y el chiste a hacer un comentario histórico fundamentado de nuestra «tierra de conejos», que es como le gusta llamar a España. Es premio Cervantes y otras muchas cosas. Ha publicado veintisiete novelas, doce libros de cuentos, nueve poemarios y siete diarios. Es el maestro de Alcazarén y hasta este pueblecito de Valladolid vienen a charlar amigos de todas partes —Rusia y Estados Unidos, Islandia y República Checa, Alemania e Italia, México e Inglaterra—. Nos recibe en su casa, hecha de ladrillo mudéjar y suelo ajedrezado, como de estancia holandesa, en la que se oye el cacareo de las gallinas del licenciado y se disfruta del jardín de Dora, su mujer. Nos acomodamos en torno a la mesa en la que escribe, rodeados de libros y de complicidades —una candela, varios pájaros, un baldosín árabe, una menorá judía, un retrato antiguo o la imagen de una virgen románica—. Del estudio, pasamos a una salita, Dora nos ha preparado un magnífico aperitivo, nos sentamos en la mesa camilla debajo de un inmenso retrato de Juan Massana. Nuestros ojos van del Jiménez Lozano real al del cuadro. El pintado tiene una mirada, intensa y pensativa. El de carne y hueso tiene unos ojillos atentos, descubridores y alegres. Es la mirada que se transparenta en sus escritos. Y de esa mirada una lengua que nos traslada a la época de un español recién nacido y hablado por la gente para decirse. Da gusto escuchar su cadencia. Empezamos la entrevista yendo hacia atrás, hasta su nacimiento en 1930.

Habla de su nacimiento como un traumatismo ¿Por qué lo describe así?

Me contó un médico de la familia que asistió a él que fue un parto muy difícil y que la anoxia del recién nacido fue tremenda. Lo demás, lo de las angustias existenciales, literarias o filosóficas lo dice Otto Rank, y yo lo he repetido simplemente, pero no de tal manera como para hacerlo mío. Les diré que Francisco Javier Higuero tituló su tesis doctoral: La imaginación agónica de Jiménez Lozano; pero otro crítico de mis poemillas ha escrito, a propósito de La estación que gusta al cuco, publicada cuando yo cumplía ochenta años que «mientras las obras de sus contemporáneos, y también de las generaciones posteriores, se ensombrecen hundidas en el pozo del paso del tiempo y se agotan en el bucle de la idea de la muerte, la poesía de Jiménez Lozano rezuma en cada libro mayor optimismo vital».  Al reaccionar en la hora de aquel mi difícil nacimiento, decidí encontrar al mundo bastante interesante.

Yo soy físico, mi formación es de científico y me creo poco lo del nacimiento traumático. Usted tiene una alegría de vivir y unas ganas de reírse con el mundo y hasta un poquito del mundo. Deme una razón para esto.

Ya lo pensaré un poco, pero creo que usted está en lo cierto. Ese es mi talante pero, además, es que a mí me parece que el mundo moderno es una desgracia, porque entre otros aspectos es bastante triste, no encuentra motivos para vivir. Y hay demasiados modernos así. No hace mucho me encontré con alguien muy conocido que había cumplido cuarenta años y me dijo, a mí con ochenta y siete, que no paraba de pensar que se tenía que morir, y le contesté: «Toma y yo también, ¿es que eres tonto?» y me respondió: «Ya, pero yo no tengo motivos para vivir». Y esta es una mera anécdota, pero aterradora porque la vida no necesita motivos para vivirse y parece como si la naturaleza de esa vida fuese la finalidad misma de ser vivida. Como el pez en el agua. Es la conciencia de lo insuficiente de la propia vida, o la amenaza a esta las que se interponen entre la vida y nosotros.

Y, en otro orden de cosas, son los demiurgos de nuestro tiempo, hombres de pensamiento y ciencia, señores del nacer y del morir, quienes piensan que no hay razón alguna para que la especie humana, de la que tienen una pésima opinión, continúe sobre la tierra. Es un botón de muestra del famoso antihumanismo. Y algunos han lamentado que no se aprovechase para ello la crisis, en 1983, de los cohetes Pershin americanos en la República Federal Alemana. Estas son las cosas que solo ocurren, creo yo, después de un desolador desastre en nuestro pensamiento y en el interior más profundo de nuestros ser donde parece que ya no llega la alegría de vivir.  Pero yo creo que merece la pena vivir porque hay personas, porque hay pájaros, porque hay cosas que están muy bien, excelentemente bien.

Y, de repente, me acuerdo de que en la Biblia de Ferrara según va haciendo el Creador a las criaturas, dice: « ¡Qué bueno!», mientras otras biblias traducen: «Y vio que era bueno» como diría un inspector o un aduanero. Va un mundo entre aquella traducción y las corrientes. En el XV la vida sería difícil pero la alegría de vivir era desbordante, y esto se refleja en toda la literatura medieval.

Usted habla de tres mujeres en su infancia: su madre, su madrina y la criada de su casa, y hay una historia muy interesante que tiene que ver con esta madrina que se enfrenta a los fusiladores. Me da la impresión de que su madrina es uno de sus primeros personajes literarios, que se funde con el personaje real. 

La recreación de mi madrina, o más bien bautizadora, como personaje es mía. Yo a esta mujer la conocí poco, por lo visto fue quien me bautizó, porque como nací tan mal, antes de que llegara el párroco me bautizaron por si acaso, y ella fue quien me bautizó. Murió siendo muy anciana. No la traté mucho, y su comportamiento de Antígona me fue contado siendo ya mayorcito. Fue en el tiempo de la guerra civil. Y parece que había causado impresión a aquellos a quienes se dirigió, porque no les suplicó, sino que les reprochó su conducta, y les recordó que no se podía ir a buscar a alguien para matarle. El comentario que yo oí de los que me contaron el hecho es el de que al fin aquellos fusiladores se fueron, y otros también se irían si alguien tuviera el valor de aquella mujer. Mi madre me dijo que me había regalado el devocionario para cuando hiciera la primera comunión, al año siguiente, y todavía le conservo.

La segunda es la muchacha que les ayudaba en casa: la María.

He personificado, al escribir, a muchachas y a un par de mujeres de mediana edad que estuvieron en casa ayudando a mi madre o llevando la casa cuando ella no podía, y solo una de ellas se llamaba María, pero las recuerdo muy bien, y lo que decían. Y lo bien que se portaron conmigo, y lo que me enseñaron, especialmente en cuanto a lenguaje. Por ejemplo, una de ellas que tuvo un día unas palabras con la vecina que era muy morena, oí que mientras yo leía de buena mañana en la cama, la concluyó llamando «blanca flor de chimenea», y ahí quedó la cosa. Así que esta María tenía una imaginación gongorina, ciertamente.

Usted cuenta de María, la criada, que en una secuencia le dice: «tú mira a los mendigos siempre a los ojos porque son como Cristo».

Sí, estas cosas es lógico que ahora parezcan raras, pero eran muy normales. No hay que olvidar que tenemos una cultura basada en el cristianismo y esta circunstancia ha conformado muchos dichos populares. Hace un tiempo, en una corrección de texto se propuso corregir la frase «no quiero pasar por más calvarios», que pronuncia uno de los personajes de la novela, cambiando «calvario» por «cuesta». Me quedé boquiabierto, porque una cuesta no es un calvario, el calvario implica una connotación de sufrimiento ausente en la palabra cuesta. Y no es lo mismo oír a alguien decir que estaba desamparada para significar que cobraba ninguna pensión, porque la hondura y la sonoridad sentimental de la realidad que lleva consigo la palabra «desamparo» no es la misma que se evoca con el término burocrático. Por eso la poesía solamente la entienden las gentes con inteligencia y sensibilidad y cuyo lenguaje no se haya burocratizado o tecnificado, o se haya hecho televisivo.

La expresión «hacer novillos» me recuerda a mi niñez, y me dicen: ¡pero es que ya nadie usa esa expresión!

Conozco a un excelente filólogo, que hace diccionarios, y me dice que en la editorial donde imprimen esos diccionarios han cambiado a la gente del taller y asegura que se tendrá que ir a otro sitio porque le tachan lo que no entienden. Yo creo que el lenguaje ha desaparecido como expresión y se emplea para fabricar una realidad de cartón como el conde de Potemkin hizo aldeas de cartón.

En Estados Unidos a un basurero se le llama ingeniero de medio ambiente.

Ahora también es así aquí y los vehículos transportadores de basura se llaman más o menos así. Parecen trasuntos de «las cultas latiniparlas» de Quevedo o «las preciosas ridículas» de Molière y nos reímos; pero los camaradas llamaban a la pena de muerte «defensa suprema de la vida»; y durante nuestra guerra civil se llamaba «paseo» al traslado de un detenido para ser asesinado de ordinario junto a una tapia o en el campo, más o menos como sus soldados dicen a Tucídides en la guerra de Corcira y aquel encuentra intolerable. Pero ahora mismo hablamos de «violencia de género» para no llamar asesinato lo que es un asesinato, no sea que nos perturbe o no nos valga para hacer política de masas.

El problema es que el que no sabe describir sus sentimientos al final se hace oscuro para sí mismo.

Ciertamente es así, una persona que no tiene o pierde el lenguaje que nombra ni puede hablar ni pensar por su cuenta, sino por cuenta de otros, digamos con un lenguaje político o comercial, o televisivo, pongamos por caso. Es un lenguaje construido con tópicos, conceptos y hasta frases hechas de los que se echa mano al hablar para no decir nada, o no se quiere decir ni escuchar nada. 

Cuando santa Teresa no sabía muy bien cómo expresar exactamente lo que pensaba o sentía, escribía: «a esto llamo yo». Y esto es lo mismo que yo oigo todavía en el habla de la gente del campo. Es Gente independiente, como dice el título de la estupenda novela de Halldör Laxness, no una masa pastoreada, a comenzar por la lengua, y quizás está entre la poca gente que va quedando que entiende las ironías.  

La tercera mujer de la que hablábamos es su madre…

Como mi madre estaba mucho tiempo en la cama, o levantada, pero sin poder hacer otra cosa que coser, bordar o leer, hablé mucho con ella. También me leyó mucho, libros piadosos: santa Teresa o el Kempis sobre todo, aunque no solo estos. También era bonito lo de Amado Nervo: «¡Ah Kempis, Kempis, asceta yermo! /¡Ah Kempis, Kempis, asceta triste! / Ha muchos años que estoy enfermo, / y es por el libro de tú escribiste!».

Y también me leía mi abuela, y en alguna parte he contado lo que me impresionaban las páginas de una escena que he contado en varias ocasiones, la del enterrador del que habla fray Luis de Granada que daba un azadonazo a una calavera que bien podía ser la de Alejandro Magno.

Se le ha llamado el maestro de Alcazarén. Vive aquí retirado entre sus libros y recibiendo a los amigos. Atribuye gran parte de su formación a la figura del maestro y, sin embargo, se puede decir que su formación es principalmente autodidacta. Usted ha leído mucho, primero compartía sus lecturas con Jacinto Herrero, luego con otros amigos. ¿Cómo describiría su formación?

Está bien esto de «maestro» como los antiguos pintores, o como ahora se dice a un albañil o a un carpintero, y el apelativo solo quiere decir que tiene un cierto oficio y edad. De los maestros de escuela de mi infancia recuerdo sobre todo la geometría y la geografía o la historia sagrada. Pero en Langa había un sacerdote psíquicamente enfermo, pero de ordinario muy tranquilo, aunque tenía alguna vez algún momento de descontrol un tanto dramático, según he oído después; pero era hombre muy cultivado y que nos reveló a los chicos —a quien le interesara escuchar— la maravilla de la literatura. Se sabía tiradas enteras de la Divina Comedia y hablaba familiarmente de sus diversos pasajes. Se sabía bastantes romances y poemas medievales y del Siglo de Oro, y parlamentos de Shakespeare, y la poesía de Unamuno; y parece que le estoy escuchando: «Aldebarán / rubí encendido en la divina frente», y declamado por aquel hombre rodeado de nosotros, los chicos, frente a Aldebarán.

Era fascinante, y esto es una educación literaria, que incluía a Verdaguer, a Maragall y a Costa y Llobera, o La puerta de paja, de don Vicente Risco, en una malísima edición que perdonábamos enseguida que fuera tan mala. Y versos de Virgilio y Garcilaso. Y luego estaba un hermano mayor de Jacinto Herrero que estudiaba Derecho y que leía literatura, porque entonces los estudiantes leían literatura y, según mi experiencia, sobre todo los de Medicina. Más que los de letras. La literatura, por lo tanto, no me llegó autodidácticamente, sino como pasión; no por vía de enseñanza, sino de conversación con otros estudiantes y algún profesor de letras, pero fuera de clase. Azorín entró así en nuestras vidas, la de Jacinto Herrero y la mía, y con Azorín, entraron Cervantes y los demás de quienes él hablaba.

¿Por qué dice usted que leían más sus amigos estudiantes de Medicina?

Simplemente porque fue mi experiencia. En un mundo en el que leer era una cosa normal, y más si se era estudiante. Entre mis amigos en Valladolid los que estudiábamos Derecho éramos siete, y cinco estudiaban Medicina y leían mucho más ellos que nosotros y que los dos amigos de letras. Seguramente fue que todos éramos lectores, y nada más.

Háblenos de Jacinto Herrero; es su amigo de la infancia y su compañero en el descubrimiento de los libros.

Él y yo nos teníamos como repartidas las lecturas: Jacinto leía la poesía y el teatro, y yo la prosa: narraciones y ensayo. Poesía los dos. Uno leía lo que le tocaba y lo pasaba luego al otro, con lo que a cada uno le había parecido. El ayuntamiento tenía su bibliotequita y allí leímos sobre todo los escritores contemporáneos, y a los del 98 y el 27 sin prestigio todavía, y esto es importante. Tú no podías decir que no te gustaba Virgilio, porque ya era un clásico, pero podías decir que no te gustaba Unamuno con toda libertad, o que nos gustaba Rubén Darío. Muchos años después, además de saber mucha gramática como buen alumno de don Rafael Lapesa, resultó ser Jacinto un excelentísimo poeta, que ya se verá, porque estas cosas se ven tarde.

Que uno pudiese leer a Unamuno y decir que no le gustaba da la impresión de que le dio una libertad tremenda.

Uno leía lo que le daba la gana. Un amigo me dijo: «si vas a escribir, yo te diría que no lo hagas, pero si escribes tienes que ser como una mujer de la calle que se ponga el mundo por montera, y el primero que te diga que está muy bien, lo mandas a paseo, desconfía de ti y de los demás, haz lo que te dé la gana». No había corrección política de ningún tipo. Yo veía que a los de letras, se les preguntaba siempre sobre lo que habían leído aquella semana, y a lo mejor uno decía: «una novelilla pequeña de Cervantes y no he sido capaz de terminarla», y contestaba el profesor: «¡Bueno, ya le gustará!».

Eso hace que la literatura entre como un amigo.

Exacto, esa es la verdad, era como un pariente, como uno más de la casa, y por eso las bibliotecas buenas son desordenadas, no tiene nada que ver un libro con otro, le puede gustar Sófocles y Luis Taboada, no tiene importancia ninguna. Son amigos nuestros y ya está, no hay más razón.

La pobreza, la nada y la desnudez de Castilla ¿son sugerencias para la escritura? Como para san Juan de la Cruz o santa Teresa…

No lo sé, pero ahora me parecen mucho más complicados estos asuntos, y no relacionaría tan claramente una escritura con su ámbito geográfico ni biográfico. La infancia misma es tan determinante, porque en sí es un periodo en general feliz, pero también se redora cuando se evoca por eso mismo: nunca se será más feliz que entonces. Se suele decir que es algo terrible ver la guerra o la pobreza por parte los niños, pero la verdad es que según y cómo. Era formidable ir a manifestaciones con antorchas por la noche, ver un avión o un carro de combate por dentro como en un museo, ver militares de uniforme. El personaje real, Juan de la Cruz quizás veía pobreza en su hogar muy venido a menos antes de que él naciera, pero no necesitaba ni de la Castilla pobre ni de la pobreza de su madre para saber lo que era pobreza. Hasta la Teresa, que era una señorita, quedaba aterrada, cuando Juan le hablaba del desprendimiento total y la renuncia total.

En ese sentido ha dicho que Ávila le parecía Constantinopla…

Sí, sí. Sabíamos incluso que Constantinopla tenía tres murallas como tres anillos de la ciudad. Y gracias a esta literatura familiar no era extraño que cuando iba a Ávila pensara en Constantinopla, leíamos «la intemerata» sobre cruzadas, pero no comprendíamos por qué la guerra civil se llamaba cruzada, si no había caballeros templarios.

Ha comparado Ávila con la estepa rusa. La nevada de hoy me recuerda a Miguel Strogoff, me recuerda a la estepa rusa. ¿A usted le gustó Miguel Strogoff?

Sí, claro. Me gustaba mucho, porque paseaba por Rusia y la literatura hace soñar. El primer problema de un niño pequeño, cuando quiere representar la realidad, es que echa mano, por ejemplo, de un tubo de pasta de dientes o de otra cosa cualquiera que le sirve de avión, de coche, gato o de ratón, y juega con su imaginación. Y eso le pasa con las lecturas, pero si le traes la realidad lo que ha imaginado su desilusión es profunda, y cuando ve un juguete que se mueve lo toma de la mano y quiere moverlo él, y lo mismo ocurre con la lectura: la nieve de «El correo del Zar» era más bonita que la de verdad.

Ha señalado que el mundo se le ofrecía por primera vez en sus viajes de niño a Ávila, ¿qué significa esto? A partir de esta visión de Ávila, usted recupera la historia de España en ese valor de la convivencia entre mudéjares, judíos y cristianos. ¿Por qué le ha fascinado y ha vuelto tantas veces sobre esa época de España en la que convivían? ¿Qué valor tiene?

Dando vueltas a las cosas de pequeño se ven muchas más después, porque las relaciones son historias entre individuos, no entre colectivos que son entes abstractos. La convivencia de las tres leyes fue posible mientras se trató de personas. Hablar de convivencia de civilizaciones o culturas es una vaciedad porque estos son puros nombres, y la libertad como el respeto es para las personas. Cuando ocurre el aupamiento social de los cristianos, y estos son la parte dominante de la población como en Europa entera, se comenzó a imponer el principio abstracto de que la religión que tenía el príncipe o gobernante  debía de ser la de sus súbditos; pero hasta entonces islámicos y judíos eran los «otros españoles». Los europeos se extrañaban de que fueran tan libres nuestros judíos y nuestros moros, y aquí no hubiera guetos. Pero lo que quiero decir al evocar estas extrañezas europeas es que, desde tiempo atrás, las capas ilustradas europeas y españolas que sabían hablar latín ya tenían decidido que nuestras «extrañezas» tenían que acabar.

En la catedral de Sevilla la tumba de Fernando III tiene cuatro inscripciones funerarias en su tumba, y solo una de ellas diferente, que es la latina, lengua europea y de la élite cultivada de los reinos de las Españas. En dos de los epitafios, escritos en hebreo y árabe, se dice que el rey allí enterrado «quebrantó y destruyó a todos sus enemigos»; en el epitafio escrito en romance castellano se dice lo mismo: «rompió e destruyó todos sus enemigos»; pero en la inscripción latina está escrito que «aplastó y exterminó la protervia de casi todos sus enemigos». Américo Castro, que es quien con razón se muestra extrañado de esta diferencia, comenta, sin embargo, simplemente que «protervia» equivale a desvergüenza o impudor, y añade: «o sea, de los musulmanes que ocupaban Córdoba y Sevilla», que serían así aludidos solo para los que entendían el latín. Pero me parece que aquí hay algo mucho más significativo. Porque, por lo pronto, el uso de los verbos «aplastó y exterminó» explicita la violencia más extrema, con la  palabra «protervia» que pertenece al vocabulario teológico y clerical que designa la maldad de la herejía o «herética pravedad» en la enunciación misma de la institución inquisitorial Y esta es la violencia que se oculta a quienes no saben latín entre los cristianos, y a judíos e islámicos; esta es la violencia como teología, ideología, y sentimiento de quienes redactaron esos epitafios, y es lo que se sentía en toda Europa.

¿Y la Inquisición? Somos conocidos en el mundo entero como los más terribles inquisidores. ¿Qué significa en nuestra historia? ¿Por qué se ha interesado por la Inquisición?

La acción procesal tan arbitraria ya fue reprochada en su tiempo a esta inquisición, llamada «castellana» porque se acordó en Medida del Campo a finales del siglo XV. Y, por ejemplo, por un proceso de la Inquisición de Sigüenza sabemos que un cura rural de Soria, ante la noticia de que se están quemando judíos en Zaragoza, comenta: « ¿Por pensares? El pensamiento no delinque, que yo me sé bien mis bolonias».

Lo terrible no es solo el arbitrio procesal, y ni siquiera la barbarie de la tortura que se hacía en cualquier proceso civil, sino la materialización de los signos de la fe o la conversión del cristianismo en biología y signo de casta, conformando una sociedad demagógica de denuncia fácil racial y popular, y torna en un signo de la fe cristiana comer tocino y el miedo a leer, y de ello se ríe Cervantes con razón.  Pero fray Luis de León lo sufrió en su alma y en su carne, y se refería a estos cristianos, que venían al igual que él de «mala casta, como “ganado roñoso” y generación de afrenta que nunca se acaba». Solo hay que pensar en sus problemas y en las otras tragedias familiares como la de Luis Vives, con  la quema de su padre y de los huesos desenterrados de su madre junto a una estatua de cartón que se hizo de ella. Y Teresa de Jesús sabía muy bien lo que había pasado en su familia y seguiría pasando en gran parte, y también en sus conventos. Por eso su interés en recalcar que ella y las otras monjas solo sabían coser y no tenían estudios.

La pena es que en muchos casos las cosas eran confusas, porque  los inquisidores eran sacerdotes.

Y la inmensa mayoría de sus procesados y condenados de aquella sociedad demagógica también eran clérigos, altos eclesiásticos y obispos, y hasta un arzobispo de Toledo: Carranza, que estuvo dieciocho años en la cárcel inquisitorial. Solo si se era hidalgo vasco o se venía de casta de labradores se podía estar tranquilo; si se era cobrador de tributos, comerciante o banquero, o se tenía un oficio sentado, que le permitía hablar mientras estaba trabajando, o distinguido en lecturas y discursos, había razones para tener miedo. «Ni judío torpe, ni liebre perezosa», se decía. El carácter esencialmente político de la Inquisición española resulta del hecho de que es un  tribunal de la pureza de la casta cristiana vieja sin la que no se era español a parte entera, y el inquisidor general era el segundo poder del Estado.

Y qué nos dice que dos de nuestros grandes escritores sean ejemplo de la derrota de la Inquisición: santa Teresa era descendiente de conversos judíos y san Juan de una morisca…

Lo de la madre morisca de Juan de la Cruz es una hipótesis poco clara, pero los abuelos de Juan y de Teresa sí fueron judíos, y morisca la madre de Alonso de Gudiel, el hebraísta, catedrático de la Universidad de Osuna; y como queda dicho también algunos algún antepasado de fray Luis, y bien caro lo pagaron todos los que venían de ellos, y para eso se guardaba «memoria histórica» en los sambenitos colgados en las iglesias. Y hay resistencias cristianas y eclesiásticas contra la Inquisición, pero esta fue siempre poderosa hasta que fue suprimida. Y lo fue, primero por Napoleón y después por los liberales, que nunca la distinguieron de la Iglesia, y la presentaron como un tribunal de Iglesia contra los pensadores y el pueblo, y pensaban que fray Luis de León era un librepensador.

En toda su obra siempre está presente la libertad, la libertad frente a los poderes políticos, religiosos, de los medios o de los caciques… ¿El acceso a la verdad nunca puede ser forzado?

En realidad, la idea de la igualdad y la libertad humanas y de que todo hombre es hombre, y no puede ser nunca y por ninguna razón más ni menos y, por lo tanto, que también los indios como todos los hombres son hombres con mente racional está formulada, siglos antes de que estas palabras se conviertan en verborrea política, en una iglesita de los dominicos de La Española, por el padre Antonio de Montesinos en su homilía del Cuarto Domingo de Adviento de 1511 y llevada a la práctica administrativa magistral, en los años siguientes, por el obispo Vasco de Quiroga. Y así se liquidan las viejas imaginaciones teratológicas de hombres, tal y como aparecen en la imaginería fantástica de la época.

Pero otra fecha que debemos apuntar los españoles es la de 1812 en que la Constitución implanta las libertades republicanas, mientras media España está luchando contra ellas para defender el trono y el altar. Y todavía no hemos salido de aquí, ninguno de los dos partidos enfrentados pensó ni quiso verdaderamente la igualdad y la libertad, sin que estas fuesen como productos suyos y llevasen los adjetivos correspondientes. Eran banderías medievales en el fondo. La idea que se llevó a los indios y que todavía no parece estar muy clara entre nosotros es que la libertad va en el hecho de ser hombre, sin más dobleces ni adjetivos.

¿Qué quiere decir con que la libertad y la igualdad no tengan que ser adjetivadas?

Quiero decir que la libertad y la igualdad son esenciales al ser humano, y no se  puede hablar de ellas como conquistas o concesiones y adjetivos otorgados por la bandera ideológica o política de un propio grupo. Ni tampoco se puede rechazar como maldad ya que las enarbola un grupo distinto o contrario. Es decir, siempre se juega con sobrentendidos. En el XIX, en algunas casas de la España no liberal se ponía esta inscripción: «Viva la fe de Dios y muera la libertad» para proclamar que se estaba en contra de la libertad de la que hablaban los liberales. Y los liberales o constitucionalistas estimaban que los que no estaban de acuerdo con ellos estaban contra la libertad. Es el mal del siglo. Ser liberal o ser realista era más que ser hombre. El añadido o adjetivo valía más que la entitatividad de ser hombres.

Usted dice que era todo bandería.

En general, llamaban a los partidos banderías, y no desgraciadamente no les faltaba razón.

Estas banderías siguen gozando de buena salud en la España de ahora, ¿no?

Claro, la bandería simplemente es estar bajo una bandera o ideología y defender lo que diga la bandera y se ha acabado. La razón y el discurso lógico o la misma verdad material y visible no cuenta para nada.

¿Qué libros le acompañan? ¿Qué libros no querría dejar de leer nunca?

No puedo contestar así de repente. El pasado verano me ha hecho feliz releer Los caballeros las prefieren rubias que yo leí con unos veinte años, y la única persona que me he encontrado que también recuerda esta novela desde su juventud ha sido Victoria Howell, a quien usted conoce. El humor de la simple entrevista de la protagonista de esa novela con el doctor Froid, como ella lo pronuncia y cree que se escribe, ha influido más en mi que la teoría de Otto Rank acerca de la asfixia del nacimiento. 

Los clásicos. De entre los clásicos a quién elige: Safo, Sofócles, Homero… ¿Por qué?

A Eurípides, sobre todo, y a Aristófanes. Le acompañan a uno, le gustan. Le hacen ver el mundo y al ser humano. Lo que no quiere decir que no se lean otras cosas, pero ese proceso de familiaridad intelectual o sentimental, o las dos cosas, se da en unos casos y no en otros.

¿El primer libro que compró?

El primer libro que yo compré fue Elogio de la locura, pero lo debí de leer diez años más tarde y luego ya pasó al departamento de filosofía. Quizás le compré por la portada, aunque era una mala fotografía de Erasmo de Holbein. Pero me quedo en una duda, pensándolo bien, no sé si el primer libro que compré fue El correo del zar, y este sí lo leí, y muchas veces.

¿Y la Biblia?

El descubrimiento de la Biblia como literatura, relatos como los de José o Ruth o y también los poemas de Isaías y Jeremías, los introdujo en mí la escuela con su historia sagrada, aunque la lectura religiosa sobre estas literaturas las rebajó bastante desde el punto de vista literario, y me impresionaban menos, pero luego en traducciones más antiguas resultaban mucho más hermosas e impresionantes.

Usted dice que en la Biblia hay una estupenda novela o muchas novelas. Yo en la Biblia veo dos grandes obras literarias: el Antiguo Testamento y el Nuevo.

Claro está que eso es evidente, hay un cambio hasta en la manera de escribir, hay un cambio en el mirar la realidad, y el ser humano mismo. El Antiguo Testamento pertenece a una cultura hebrea y oriental y el Nuevo Testamento a una cultura griega, e incluso el Antiguo Testamento nos llega en conceptuaciones y verbalizaciones helénicas. Son dos culturas, distintas obviamente, más histórica y existencial la primera, más intelectual y analítica la civilización helénica. Por ejemplo Qohélet o el Eclesiastés comienza diciendo del mundo: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», pero lo que dice el hebreo es: «Humo de humos y todo humo». Y «vanidad» es un concepto moral que significa vaciedad e inutilidad, pero la palabra hebrea significa «humo, vapor de agua», una materia como la niebla, y esta sería la consistencia del mundo, su total realidad, lo que es mucho más impresionante y dicho más poéticamente, que si se define como vanidad; y, por eso, los judíos dijeron ante la traducción del hebreo al griego, hecha en Alejandría poco antes de la era cristiana y llamada de «Los Setenta», que los ángeles habían llorado.

Además de la Biblia ¿qué nos dice de sus amigas las inglesas?

Con Emily Dickinson tengo una mezcla de amistad académica y de familiaridad personal, la amistad con las Brontë es con todas, pero mucho más cercana con Emily, y desde luego con la americana Flannery. La primera vez la leí en francés y también sus cartas, que yo creo que deberían traducirse La costumbre de vivir, y no sé inglés suficiente, pero no tiene ningún sentido, no tratándose de un texto heideggeriano o derridiano, la traducción al español de El hábito de ser o al francés que es la misma.

Y de las escrituras, vamos a las pinturas. Usted habla de sus visitas tempranas al Prado, empieza ahí su afición por la pintura. Era un chaval, ¿lo que hay en el Prado le puede interesar a un chaval? ¿Por qué ha contado las historias de las bobas y mujercillas de corte?

De muchacho íbamos a ver al Prado a lo que iba el noventa por ciento o más de los visitantes sin intereses intelectuales: La maja desnuda, el Cristo de Velázquez que estaba reproducido en los recordatorios de los abuelos, Las meninas, más bien por María Bárbola y por el perro, y los bufones o bobos de Corte, pero no para reírnos, precisamente. Cuando algún ser de desgracia que era pordiosero entraba en la escuela nos poníamos de pie y saludábamos como cuando iban allí el alcalde, el señor inspector y el señor obispo. Una vez me dijo alguien que esto era una educación aristocrática.

¿Y de la pintura flamenca qué es lo que más le gusta?

Sin duda la cotidianidad, la tranquilidad, la calma. Es lo que he buscado siempre y no un retiro, es la vida la que me gusta. Y me da igual una aldea que una ciudad pero que sea grandísima. Esas pinturas producen una soledad muy parecida. Y es la que me gustaría a mí producir con algunas de mis narraciones.

Creo que usted ha puesto palabras a las candelas, los rojos y los barros del pintor francés La Tour, ¿cómo nace este maridaje entre literatura y pintura?

No sé si es porque uno se pone a escribir porque no sabe pintar, o porque en la pintura se encuentra el mundo propio, y muy bien construido, como uno no sería capaz de hacerlo.

Cuéntenos del acierto de las exposiciones Las edades del hombre. ¿Qué es lo que se quiso con ellas?

La excelente recepción, si es a esto a lo que llama usted el acierto de Las edades del hombre, está en primer lugar porque en general quien iba allí descubría que había muchas hermosuras y que en realidad era la primera vez que reparaba en ellas. Lo que se ofrecía no era en sí mismo una banalidad y, se quisiera o no, el visitante se preguntaba, a veces sobre muchas cosas que no sabía formular, y mirando, obtenía un poco de paz, felicidad y libertad tan intensas y gratuitas como cuando jugaba. Se eligieron ciertos momentos de la historia del sentimiento religioso y se los teatralizó y dramatizó con imágenes —pintura, escultura o alguna reconstrucción— que expresasen ese asunto. Por ejemplo, tras la crisis del siglo XIV, en el gran desespero que se alzó vino con el terror de la peste negra y la injusta condena de los templarios que tanta impresión causó, abunda el arte que representaba la muerte de Cristo, pero pusimos junto a esa angustia la esperanza y la consolación en este mismo Cristo bajado de la cruz y muerto, como ocurrió en la época. O tratamos de explicar la estética del Cister etc.

Con la exposición de libros el asunto era diferente porque un libro ni siquiera se puede hojear, pero se le rodea de arte y objetos hermosos contemporáneos de los diversos libros. Se explicaron un poco las cosas, y pudimos exponer hasta la Enciclopedia, que en el XVIII había estado incluso en la biblioteca de los seminarios, cuya educación ilustrada —dando de lado, como era lógico la parte filosófica— se regulaba por el concordato de 1753. En resumen, nuestro interés era mostrar con aquellas exposiciones el patrimonio de la Iglesia sin ninguna pretensión ideológica ni siquiera catequística, sino hacer que la gente reconociera algo que formaba parte del culto y que era suyo, era hermoso y era para todos. Y en esa hermosura que mostrábamos y la historia que contábamos estaba también toda la teología más allá de una catequesis de formulaciones intelectuales.

Conecta a Dostoievski y Cervantes porque son outsiders. Dostoievski por romántico, porque era romántico cuando nadie era ya romántico y Cervantes porque no era barroco cuando todo el mundo era barroco.

Sí, ambos estuvieron al margen de la corriente del uso.  En Dostoievski ya era un postromántico y tiene una conciencia moderna pero inquieta de ser un escritor de «después de la muerte de Dios»; y en Cervantes no hay nada de barroquismo, que imperaba totalmente en su tiempo. Cervantes es de la época de Cisneros y escribe como se escribía en su juventud, porque de otro modo escribiría como Quevedo y todos los demás. A mí me parece que lo que Bataillon y Américo Castro hicieron para enfatizar la figura de Cervantes al nivel de las mayores expresiones literarias europeas fue un intento magnífico de hacer de Cervantes lo que era: un grande de la cultura europea, pero creo que hicieron de él una especie de Motaigne, un moderno; y Cervantes no lo es, ni tampoco depende de necesariamente Erasmo como también se ha hecho. Digamos solamente que Erasmo y Montaigne eran dos «hombres de filosofía o teología y cultura» y Cervantes un escritor. Son dos mundos.

Dostoievski y Cervantes, ¿son genios porque van a contracorriente o a pesar de que van a contracorriente?

No sé si los genios existen, no lo sé, pero si son genios los que nos acompañan y nos descubren el mundo y el laberinto que somos, y tienen un pensamiento propio y un modo de sentir profundo —«el dolorido sentir» que empapa y trastorna la vida humana que decía Garcilaso— ellos lo son. No pueden ir en una multitud, y no por ningún aristocratismo sino porque no podrían prescindir de contrariar a la «ratio» y la alegría de vivir.

Se ha dicho que la literatura cervantina es oral, que hay estructuras circulares propias de la lengua popular, repetición del «que»: «qué digo yo», «que vaya usted a saber», «que así se lo dijeron y así lo cuenta». Las historias que se engarzan unas dentro de otras. Además, sus protagonistas son gentes corrientes… ¿Qué valor tiene esta lengua de Cervantes?

Todo esto es una maravillosa lengua, una lengua carnal y verdadera, no una lengua «ahí-a-la-mano», prefabricada e instrumental e instrumentalizada según normas abstractas y externas al pensar y al sentir. Algunos de estos modismos son recursos del habla, otros pueden ser tópicos, pero algunos otros acompañan a una formulación que no es exacta si no están esos modismos. Las gentes por lo demás, por herencia de siglos, tienen una hermosa sintaxis y las formulaciones son claras. Toda la lucha de Luis Vives fue para mostrar que el español era válido también para los más complejos pensamientos y su formulación. Ahora parece que nos resulta despreciable, y que es una lengua «vehicular», que es algo perfectamente imbécil o siniestro, porque parece indicar que la lengua es un mero instrumento comunicativo.

Es un español hecho a medida de las televisiones y las tertulias. ¿A qué atribuye esta pérdida de frescura, de expresividad, de incapacidad de nombrar las cosas? ¿Se puede perder el español? ¿Cómo se puede recuperar para las generaciones más jóvenes?

Es obvio que ha habido una decadencia o, más bien, rápido descenso o liquidación cultural, perfectamente calculada, y que ha obtenido un gran éxito de última moda. Pero esto no tiene mucha solución. Primeramente, porque nuestra nueva cultura triunfante reclama para sí el derecho de decidir lo que debe ser la realidad, y cómo debe llamarse. Es un puro comportamiento totalitario, la verdad es el resultado de la decisión de 50+1, o la pura fuerza de una ley decidida por una minoría poderosa. O nada es nada y no significa nada. O todo significa todo, que es lo mismo. El lenguaje se hace cada vez más abstracto y puramente nominalista e insufriblemente pedante, y usurpando constantemente términos del lenguaje científico para decir vaciedades o necedades.

¿Qué significan para usted los premios?

Los  premios le alegran a uno, pero deberían entregarse por correo o, de otro modo, siempre pueden ofrecer o sacárseles una aroma de triunfo para el que le toca y de fracaso para los demás, algo que no deberían tener, pero en los premios se supone que hay —porque no es un concurso de méritos— un don o regalo que hay que agradecer y que tienen que sonar para convertirse una especie de medio de acceso a un mayor número de lectores o espectadores. Entonces el premiado aparece como la mujer barbuda atado con una cadena, y paseado para que la gente vea lo prodigioso que es. Pero todo este asunto hace mucho ya que lo controla la llamada industria político-cultural. Lo que esta diga.

El primer premio le llega en 1988, con cincuenta y ocho años, el Cervantes con setenta y dos. ¿Por qué un reconocimiento tan tardío?

Pues puede ser asunto de la escalera de subir al gallinero, puede ser cuestión de la escalera, del que sube, o de otros. Un crítico escribió en su reseña de una de mis novelas que «hay otras (razones), y desde luego una fundamental que le ha sido negada muchas veces por razones que nada tienen que ver con la literatura». Y ¡ojalá fuera así! Otras veces, y en este caso de trata de críticos extranjeros, sí adelantan algo más convincente, como el de que mi escritura está en el ámbito de la escritura tradicional o clásica de la que es la moda renegar, etc. En este mundo tan liante y liado de la literatura es mejor dejar de lado todos los laberintos. Usted lo sabe mil veces mejor que yo.

Entremos en su obra, dice que para escribir hay que despedirse del propio yo y salir de la propia vida, para ser otros, y vivir la vida de estos otros: los personajes de las historias que se narran y los sucesos que les ocurren. ¿Cómo se hace eso?

Pues haciendo lo posible para no tomarse en serio, y mucho menos como centro del mundo, y desconfiando del «odioso yo» que decía Pascal que sería algo que ni la cristiandad ni la civilidad podían admitir. Algo que tras cuatro o cinco mil años de escritura cae por su peso. Otra cosa es que sin la experiencia y aventura de un yo no pueda haber literatura; pero esto es otro asunto.

Los seres que sustentan sus historias son los pobres, las mujeres, los mendigos, los seres de desgracia, los inocentes… ellos se llevan la mejor parte, mientras que los poderosos son siempre presentados en sus mezquindades. ¿Por qué?

Hace ya bastantes años creo que escribí en La balsa de la Medusa, o dije a alguien que me preguntaba sobre este asunto, que los protagonistas son seres de desgracia que de algún modo presiden y reciben, durante la hechura y la lectura, toda la atención y el amor que se les había negado o negaba a los seres reales de los que eran trasunto los personajes literarios. Aunque ya sé de antemano, porque lo ha dicho Simone Weil, que solo los grandes genios de la literatura han sido los únicos capaces de hablar de los seres de desgracia.

No digo que los utilice, pero sí que se inclina ante ellos o les dedica sus mejores páginas. Eso lo vemos los lectores. En una de sus últimas novelas describe como el protagonista les cuenta a sus sobrinos que ha visto llorar al ángel de la historia por cómo está el mundo, dice así «y un día le había visto él sentado y llorando, tapándose la cara con las manos, y aunque él, tío Pedro, se había acercado para consolarle, el ángel le dijo que no podía, porque se había roto (…) [Y] tampoco habéis visto lo enrojecida que está esa esfera en algunas partes». ¿Tiene un sentido trágico de la historia?

Es que la historia es trágica, y tiene pocos respiros realmente, aunque yo no quiero tener ningún sentido trágico. Pero la tragedia está ahí, aunque las mañanas y esperanzas también.

Eso es, a pesar de esta esfera del mundo enrojecida, para usted la alegría es irreductible. En sus poemas se ve cómo cada mañana vuelven a acontecer las cosas nuevas. ¿Cuál es el origen de esta alegría?

Pues esa alegría se la puede regalar a uno el cuco, un apretón de manos, una sonrisa, una tarde maravillosa con sol doramembrillos, un gato y desde luego el sonido de una campana que, como decía el señor Hegel, trata de recordarnos que la historia tiene sentido y nuestra vida también. Y esta sí que es una alegría extraordinaria.

Usted ha dicho muchas veces que el relato tiene que ser un acontecimiento, ¿qué significa eso? ¿Qué componentes tiene que tener el acontecimiento para que llegue al lector?

La idea me viene de Lévinas, que distingue entre un texto como documento —o testigo de algo que ha pasado y es res acta—, de la narración, texto o palabra que, cada vez que narra o se lee, sucede de nuevo al lector o a quien escucha. «Cuéntamelo otra vez», dicen los niños para vivirlo otra vez como nosotros leemos o escuchamos para revivir. No preguntamos «cómo fue» a menos que preguntemos a un historiador o a un atestado judicial.

En 1971 escribe su primera novela. Es una historia sobre la libertad frente al poder —se publica durante la dictadura— es una historia de monjas —nada más raro en nuestras literaturas de esa época— y en la Francia de la Modernidad. No cabe duda de que es un comienzo singular, con tres componentes extraños: ¿cuál es el origen de esta primera novela?

Esta novela nace de la memoria un tanto lejana de la lectura de una biografía de Pascal escrita por Mauriac y del Port-Royal de Saint-Beuve, leída mucho más tiempo atrás, el necesario y suficiente para ser libre con respecto a la historia, pero sin traicionarla. Y también de mi preocupación por la libertad personal y de los demás, pero nunca he creído que a los españoles les preocupe mucho la libertad sino llamarse el bando de la libertad. 

Me preguntaba, pongamos por caso, si la dictadura también tenía clara una cosa así, porque permitió tranquilamente que se proyectara Un hombre para la eternidad, una película en la que Tomás Moro les decía a sus jueces parlamentarios que, en otro tiempo, se les preguntaba a los acusados ante un tribunal si tenían algo que alegar y se les invitaba a defenderse. Pero tampoco se les ocurría a los espectadores luchadores contra la dictadura, voces en la calle, apoyar a Tomás Moro con un aplauso. Pero ¿desde cuándo en España la literatura o el cine han tenido que ver con la realidad? Con la política sí, y quizás los censores del régimen también pensaron que nadie podía pensar que Moro criticaba una autoridad personal y la de un parlamento obsequioso. Pero aquí seguía mirándose lo que pasaba en la película como decía el predicador del chiste a sus feligresas: «No lloréis porque esto hace mucho tiempo que pasó y vaya usted a saber si será verdad».

Tiene una colección de textos sobre la guerra civil: La salamandra (1973), Un hombre en la raya (2000), Retorno de un cruzado (2013), Se llamaba Carolina (2016). ¿Qué significa esta presencia reiterada y desde diferentes puntos de vista de la guerra civil?

La guerra civil está, desde luego, en La salamandra y en otras cuantas historias tiene también su buena presencia, y hay una tesis doctoral en la universidad romana La Sapienza sobre narraciones mías que tienen relación con aquella guerra. Necesariamente, sus historias formaron parte del imaginario de mi adolescencia y de mi narración, y ahí siguen. Nos preguntábamos cómo era posible que la gente se hubiera matado. No sabíamos cómo responder ni queríamos preguntar a nadie.

En los libros de poesía percibo dos etapas. Los que se refieren a, cómo llamarlo, la sangre de la historia, y una segunda época en la que sus visitantes son mucho más ligeros y alegres, son los pájaros del cielo y los lirios del campo. ¿Es así?

Sí, ciertamente creo que es así. Quizás la poesía primera está algo encajada en la moda existencial y otros críticos están de acuerdo con usted, Y, si esto es así, está muy bien, es un don y tengo que agradecerlo.

Nos ha hablado de la Biblia. Háblenos ahora de su Sara, de su Jonás, de su Abram, de su Esther o de los visitantes que van a Belén. ¿De dónde nacen?

Vienen de mi escuela, como dije, y luego de una larga, larga lectura y convivencia. Con episodios divertidos o disparatados a veces como en el caso de mi narración Palabras y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda que enfureció a algún historiador norteamericano y a otro español, un poco apresurados: el primero por considerarme un falsificador de la historia, y el segundo por falsificar los fondos del Archivo de Kafka. Pero también el señor Miguel de Cervantes aseguró que había recibido el manuscrito en la alcaná de Toledo de Cide Hamete Benengeli, un morisco, y el señor Miguel tiene la culpa de que yo haya hecho estos cándidos fraudes y otros.

Los medievales distinguían entre lo admirable, lo milagroso y lo fabuloso. ¿Dónde situaría usted sus historias Relación topográfica (1992), Maestro Huidobro (1999) y Un pintor de Alejandría (2010)?

Desde luego en el apartado de lo fabuloso. Aunque toda historia literaria es fabulosa, creo yo, pero la fábula es un andar por países interiores y es una total transfiguración de la realidad. Para verla de verdad, digamos que en sus invisibles ribetes o muy dentro.

¿Se podría decir que algunos de sus maestros se convierten en personajes? Me refiero a san Juan de la Cruz, Miguel de Cervantes y santa Teresa en El mude jarillo (1992), Las gallinas del licenciado (2005) y Precauciones con Teresa (2015), respectivamente y ha escrito también una biografía a fray Luis de León (2001).

En vez de mis maestros debería decir algunos de mis amigos y cómplices, pero sí es como usted dice.

Hoy parece que la lucha por la libertad es más sutil, ¿o siempre ha sido así? Usted cuenta historias de personajes arrinconados o despreciados por nuestra cultura de lo políticamente correcto, viven en los márgenes, por voluntad propia o porque hasta allí los ha arrinconado. La boda de Ángela (1993), Ronda de noche (1998), Las señoras (1999), Carta de Tesa (2004).

Se trata más bien de pura hipocresía, y de juegos verbales o hasta acciones de obvia injusticia, cubiertos por la supuesta necesidad de proteger un bien oral, como señala René Girard respecto a las filosofías de género y de las discriminaciones positivas que ya vienen de bastantes años atrás. Los camaradas prohibían estudiar a muchachos cuyo padre había sido un burgués y no se arreglaba nada, pero los afectados por esa medida, y el país, pagaban el pato. La injusticia en el pasado ya no tenía ningún remedio, pero los que causaban este daño aparecían como justos vengadores. El juego prosigue en casi todos los planos de la vida.

Vivimos en un mundo de abstractos y de decir y pensar o hacer lo que nos digan que es correcto, y lo correcto y verdadero es afirmar que las aldeas de Potemkin son de verdad y no de cartón. Es puro totalitarismo. Es la verdad dictada por el Ministerio de la Verdad de la ficción de Orwell, o por Pravda, que también significa La Verdad, como señalaba Simone Weil.

Yo leo sus diarios, o libros de cavilaciones como usted los llama, un ejemplo de vida, una especie de resistencia que la vida sea humillada por un racionalismo orgulloso. ¿Es así?

Pretende ser así por lo menos, pero la verdad es que el racionalismo no parece tan serio, sino más bien el «diktak» del iluminismo enciclopedista. Es decir, luz y resplandores para los demás que viven en las tinieblas de la superstición religiosa, por ejemplo. Así que, como dice Jacques Lacan, estos caballeros de la peluca encendieron una palmatoria, las tinieblas huyeron, y la palmatoria todavía ilumina y da resplandores. Pero nada más.

¿Qué es para usted la educación? ¿Es necesaria o la abandonamos para que los chicos aprendan de las magníficas oportunidades de internet?

Hay hasta quien se cree cosas así, pero está clarísimo que internet o cualquier máquina no puede tener conciencia de la historia y solo puede tener información, e información meramente material y mecánica, y solamente la expresable en números y signos matemáticos. Pero el hecho es que los poderes de nuestro tiempo, señores del mundo, han destruido y vuelto a destruir, y con general aplauso, un nivel de educación heredado, todo lo precario que se quiera pero que obedecía a un cierto ideal de educación que se tuvo durante siglos y dio magníficos frutos, haciendo menos vergonzosa la historia de la especie; pero, hoy, todo eso se ha barrido y, como pasa con el Derecho, estamos en el modelo alternativo de educación o destrucción de la historia entera. La educación ha sido hasta ahora tratar de entregar lo más y lo mejor posible de unos cuatro o cinco mil años de historia y sensibilidad. Ahora se trata de destrucción de todo eso y arrear a las gentes con la política de la gran granja. Por nuestro bien, naturalmente.

Sin embargo, respecto a la cultura ya no hay tanto acuerdo, en realidad se piensa que es un adorno para algunos privilegiados o para los que no saben hacer cosas útiles que aporten valor al mundo. Usted se ha dedicado toda la vida a leer y escribir, ¿qué valor tiene la cultura?

La cultura hace a un individuo y a una sociedad que viven bajo el signo de la razón y con el disfrute de la belleza, partiendo de su posibilidad real de tiempo e instrumentos para todos, pero siempre es para los privilegiados que, ciertamente, se han interesado y han trabajado para tenerla, porque no se puede comprar sin más, ni se puede transmitir por los medios de comunicación, aunque sí puede ser destrozada por esa comunicación, exactamente como el mundo de lo religioso.

Dios es el gran ausente de nuestras sociedades. ¿Dios importa? Usted ha puesto en el trasfondo de algunas de sus narraciones la perdida de Dios en Europa, su retirada de la vida y de la cultura, incluso de la teología, como un trasto inservible. ¿Es así?

Cierto es que la ciencia y la filosofía —y por lo visto hasta la teología— han tratado de matar a Dios o de decir que ha muerto, pero el señor Nietzsche ya comprobó que a los que estaban en el mercado y a los que anunció la muerte de Dios, se lo tomaron broma, o no les importó nada. Y esto ha ocurrido al mundo entero, aunque a veces los hombres se ponen a pensar y se preguntan qué pasaría de verdad si Dios no estuviera ahí y el asunto se comprobara, pero parece que al solo rumor de que Dios ha sido asesinado ha aparecido enseguida toda una multitud de dioses sucesores que sin duda nos introducirán nuevamente en los más sangriento de las antiguas luchas mitológicas: luchas por el trono, rebeliones contra Zeus y maldiciones sobre la Casa de Layo etc. Toda la repetición inacabable del fatum pagano; así que parece que es mejor no jugar con este asunto del que se asegura, además, que no importa a nadie.  

En el siglo XIX y primeros del XX en algunas salas de anatomía los profesores abrían un cadáver en canal y llamaban a acercarse a los alumnos para que vieran que no había alma, pero algunos alumnos judíos, que ya lo sabían por la Biblia, se levantaron y explicaron que la palabra «alma» es griega y la Biblia habla del hálito divino que dio ser y vida al hombre. 

Hay algo muy curioso que ocurre hoy. ¿Es que este mundo se va a venir abajo porque alguien crea en Dios? No será así, pero lo parece. El señor Sartre, que aseguraba que si Dios existía él no podía ser libre, parece haber convencido a todo el mundo; e incluso creo que la ONU o la UE lo declararían un asunto de «interés prioritario». Aunque se diría que hay un exceso de dioses, pero el viejo Jonathan Swift se empeñaba especialmente en que no convenía suprimir el cristianismo porque «abolido el cristianismo ¿cómo les será posible a los librepensadores, a los grandes dialécticos, y a los hombres sesudos un tema tan apropiado en todos sus aspectos para el ejercicio de sus facultades?… Nos quejamos a diario de la decadencia del ingenio en nuestra sociedad, ¿y entonces vamos a suprimir el más importante tema, acaso el único que nos queda?». Y esto es irónico, pero quizás no deja de tener razón en más de un punto.

¿Quién es Dios para usted?

Después de lo dicho no me va a pedir usted que yo me ponga a construir otro Dios. Diré que tengo confianza en el Dios de Abram, de Isaac y de Jacob, por emplear la formula pascaliana, pero que es el encuentro con la palabra de Cristo, tal y como me ha llegado, la que ha dejado sin sentido toda especulación filosófica o teológica sobre Dios. Así que no me meto en estos laberintos. Teraj, el padre de Abram, tenía una tienda de ídolos. Pero mucho mejor surtidos y mucho más bonitos son los bazares o grandes almacenes modernos al respecto, verdaderamente abundantes. Hasta hace poco eran tiendas ordenaditas y un poco hegelianas, pero ahora son estancias más bien coloristas, bien iluminadas y con hilo musical.

Me parece sorprendente que usted se ponga —iba a decir que a estas alturas de la película— en la línea de salida, es decir junto Abram y su historia, la de una conmovedora e inexplicable elección de Dios… Y, ¿se da usted cuenta de que esto ya lo ha superado la Ilustración, es decir, que una historia particular pueda ser la clave de una creencia razonable? Nosotros no estamos iluminados.

Ya sabemos que la Ilustración es un camino de iluminación, o una iluminación general de la historia para aquellos lugares más oscuros pero lo inaceptable es que como señala Brandsfield, refiriéndose exclusivamente al mundo del arte, impidieron llevar a los demás la vida que ellos habían elegido y destruyeron importantes instituciones y numerosos lugares del pasado. Y como comentario de defensores de la tolerancia es algo notable.

Y respecto al argumento de que una historia particular no puede fundar una creencia razonable parece no entender bien lo que es el cristianismo. Hace ya años que señalaba Karl Löwit que la historia particular de Jesucristo es al mismo tiempo una historia universal de salvación. Es decir, que un hecho temporal vale para siempre. Y que, si esto no lo han visto los filósofos ni tampoco los cristianos modernos, eso ha sido porque confundían o confunden la fe cristiana con la religión cristiana, que se desarrolla y es visible en la historia profana, y ciertamente entonces la respuesta particular de Jesucristo quedaría bajo las leyes de la profanidad. Pero la persona y la palabra de Cristo son el centro de la historia de la fe.

Kierkegaard diría, de todos modos, que él era cristiano porque la historia particular de Cristo se la había contado su padre, y a este el suyo, y así hasta llegar a esta historia particular; y toda la obra de Kierkegaard consistió en negar rotundamente la identificación hegeliana del cristianismo con la historia universal.

¿Y sobre la censura?

Realmente me encanta la censura, obliga a pensar en cómo saltarse al señor censor, diciendo lo mismo que se quiere decir pero de un modo que supere las posibilidades del oficio censorio. Si se logra hacerlo bien, hay que reconocer que no hay cosa más interesante que la censura. Naturalmente no la barbarie silenciadora de toda voz con la muerte, que hemos visto en el pasado siglo XX, y que colea.

Por lo pronto, si en una censura se dice que no se puede hablar de tal cosa, ni de tal otra, es que se puede hablar de todo lo demás, y entonces se habla de ello y, con un cierto retintín, polisemia y cantilenación, se puede hacer llegar a decir lo que no se podía. La censura es difícil que pueda impedir silencios y modos de decir que son guiños a quien escucha o al lector. Y esto es todo un ejercicio de escritura muy de agradecer. La censura permite enterarse de la verdad, simplemente pensando en las realidades contrarias a las que se dicen, y así pudo decir Simone Weil que ella siempre estuvo al corriente de lo que pasaba en la URSS, con solo leer las noticias tan excelentes y paradisiacas acerca de esta que publicaba L´Humanité.

Lo malo es cuando se dice que hay libertad total y, si se habla o escribe lo que no conviene o no gusta, el partidario de la libertad total le hace la vida imposible a quien así habla o escribe. Pero, si no hay censura, ello puede ocurrir que sea por algo verdaderamente terrible, y es que no se necesite, porque todo el mundo abre la boca del mismo modo, porque piensa del mismo modo. Es decir, en una sociedad ya totalitaria construida por una enseñanza y una comunicación mayoritarias y poderosas, que pueden permitirse como reserva de «antiguallas» una libertad de ironía o alusiones «demodées», que ya no son entendidas

Y en cuanto a lo de escribir literatura, en fin, ya dijo el señor Faulkner que el escritor no necesita ninguna clase de libertades, solo un lápiz y un papel. Y así es.

Guadalupe Arbona Abascal y Juan José Gómez Cadenas, en jotdown.es/

Leonardo Almazán

Introducción

A través de este Tercer Congreso Internacional de Teología Mariana se han empleado diversas metodologías para responder a esa pregunta. Mi presentación tomará en cuenta los datos hasta ahora recibidos (especialmente los datos bíblicos y antropológicos experienciales) para hacer una lectura ético-teológica de María como madre y hermana de los pobres.

Siendo mi área de investigación el área de la moral social y especialmente el campo de los derechos humanos, mi presentación buscará describir a María, madre y hermana de los pobres, usando dos adjetivos calificativos que son propios de esa área de estudio: madre mediadora [1] y hermana solidaria [2]. La mediación solidaria que nos ofrece María será abordada en tres momentos históricos: la Galilea del siglo primero, la época de la Colonia en Colombia y la época actual.

Mi intención es no olvidar que todo esfuerzo de reflexión teológica debe tener una obligada vertiente de aplicación práctica y que, por tal motivo, nuestra reflexión debe acercar nuestras vidas, nuestras condiciones concretas y nuestras necesidades a Dios, y que María, nuestra mediadora solidaria, es una ayuda inestimable en esta labor.

Por tal motivo, la primera parte de nuestra reflexión consistirá en una brevísima presentación histórica de las condiciones políticas, económicas, sociales y religiosas en las que vivió María de Nazaret, seguida por un análisis bíblico-teológico de cuatro momentos de la vida de María, según nos los presentan los evangelios de Lucas y Juan.

La segunda parte de esta reflexión conectará brevemente a María de Nazaret con Nuestra Señora de Chiquinquirá.

La última parte esbozará una aplicación ético-práctica de nuestra devoción a María por medio de la categoría de filiación, aplicada a nosotros, y las de mediación y solidaridad, aplicadas a María, quien sigue intercediendo de manera solidaria a favor de esta bella tierra y de su gente.

Después de una breve sesión de preguntas y comentarios, concluiremos nuestra reflexión conjunta con una oración a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Comencemos pues analizando la figura histórica de María de Nazaret.

María de Nazaret

Análisis histórico [3]

Gracias a diversos estudios comparativos históricos, arqueológicos, sociológicos y antropológicos contemporáneos, poseemos abundante información acerca de la antigua Galilea del tiempo de Jesús, así como de la situación política, económica, social y religiosa en la que vivió María de Nazaret.

Gracias a los evangelios sabemos que María de Nazaret fue una mujer judía que vivió en la región de Galilea en las décadas de antes y después del llamado “año uno” de la era Cristiana, y que vivió según las expectativas que le impusieron las costumbres y leyes que regían la vida en ese tiempo y espacio.

Aspecto personal [4]

Basados en la información que nos dan los evangelios y en los estudios apenas mencionados, podríamos pensar que: a) como toda niña judía, María aprendió de su círculo familiar y en especial de su madre todo lo relacionado a las tareas propias del hogar y a los roles propios de una mujer judía; b) como hija, tuvo la obligación de asistir a su madre en todas las labores del hogar y de alimentar a su papá, darle de beber, lavarle la cara, las manos y los pies, vestirlo, cubrirlo y, durante su edad avanzada, sacarlo y meterlo de casa; c) como futura esposa, tuvo que aceptar el compromiso de matrimonio que sus padres hicieron con el carpintero José y su familia; al mismo tiempo, María tuvo que lidiar con las consecuencias de quedar embarazada (aún cuando fue, como bien sabemos, por obra y gracia del espíritu Santo) antes de vivir con su esposo; d) como madre y esposa fue la encargada de los deberes domésticos: de cuidar a su hijo y de atender a José, su esposo (lo cual implicaba tareas tales como lavarle la cara, las manos y los pies al regresar del trabajo, prepararle su bebida preferida, etc.); y e) finalmente, como viuda quedó desamparada, sobre todo después de haber perdido a su único hijo de una manera ignominiosa. De modo que la vida de María de Nazaret, hija, esposa, madre y hermana fue un caminar plenamente humano, con sus búsquedas, ansiedades, e incomprensiones.

Por esa razón, no debiéramos nunca pensar que, por el hecho de que María fue elegida para ser la madre de Jesús, estuvo eximida de las experiencias comunes de tedio, lágrimas, aflicciones, amarguras, agonías y muerte.

Para entender esto basta imaginar el hecho de que María tuvo que sepultar a sus propios padres y más tarde a san José, su castísimo esposo, y es suficiente con recordar el anuncio profético de Simeón que le vaticina que una espada de dolor le traspasará el alma, lo cual se cumplirá en la cruenta experiencia de la crucifixión. Al mismo tiempo, María participó de las alegrías y satisfacciones de la vida de toda mujer y enfrentó con el mismo coraje, fuerza y grandeza las vicisitudes de la vida.

Esta manera de percibir su figura nos invita a reflexionar profundamente en la grandeza de María, quien en su total humanidad camina solidariamente con nosotros e intercede a nuestro favor, sabiendo cabalmente en qué consisten nuestras penas y nuestras alegrías [5].

Aspecto político y económico [6]

Como es el caso para todo ser humano, los rasgos personales de María se vieron afectados por su entorno político, económico, social y religioso; por ello es importante que nos detengamos brevemente ahora a considerar cómo eran el tiempo y el espacio en los que vivió la madre de nuestro Salvador.

La tierra que vio nacer y crecer a María fue Nazaret, un pueblito localizado en la región de Galilea. Durante la vida de María, Galilea era una región agrícola y pastoril ubicada en el ahora llamado Medio Oriente, y que al tiempo estaba ocupada y colonizada por las fuerzas imperiales romanas [7].

Dada la ocupación romana, la situación política era sumamente complicada en toda Galilea y en especial en Nazaret: el Imperio romano gobernaba sus territorios conquistados por medio de representantes locales y les permitía mantener su propio culto religioso e incluso sus propias estructuras internas de gobierno, siempre y cuando pagaran impuestos y obedecieran los decretos del emperador romano (MacMullen, 1974).

Una doble dependencia política, por un lado del  Imperio romano y  por el otro de las autoridades locales, acarrearon desastrosas consecuencias económicas para los galileos, ya que ello significaba que tenían que pagar dobles impuestos: un alto impuesto al Imperio romano y un impuesto a las autoridades locales, tanto civiles como religiosas.

La carga onerosa de un doble impuesto afectó directamente a los habitantes de toda la región. Dadas las condiciones de penuria y miseria en que se vieron sumidos los habitantes, no es de extrañarse  que  los pobladores  de esos entornos se rebelaran con frecuencia en contra del poder invasor. Invariablemente, esas revueltas eran violentamente reprimidas por el poder imperial (Richardson, 1996).

Dado que todo esto sucedió durante el tiempo en el que María vivió en Nazaret, es posible vislumbrarla experimentando el terror de la represión imperial, traducida en la destrucción de las aldeas y poblados circundantes; es posible imaginarla compartiendo el dolor y la desolación causados por los asesinatos y ejecuciones de los rebeldes (generalmente, por medio de la crucifixión), así como la esclavización de los amigos y familiares de estos; y es posible adivinar su reacción al presenciar el consiguiente saqueo, pillaje, violación de mujeres y asesinato de niños y ancianos a manos de los soldados romanos.

Desafortunadamente, el sufrimiento de los galileos y  nazarenos nunca acababa con la violenta supresión de cada rebelión, ya que para poder reconstruir y al mismo tiempo pagar los nuevos (y más altos) impuestos a Roma, los pobladores de esa región se vieron frecuentemente obligados a pedir préstamos a usureros inescrupulosos que constantemente terminaban apoderándose de sus ahorros, de sus tierras y a veces, cuando no podían pagar el préstamo por el alto rédito, hasta de sus personas y las de sus familias.

María de Nazaret, testigo presencial de esta terrible situación, llena de penurias y dificultades, tuvo que haber sido parte activa del proceso de reconstrucción. Una vez restablecida la calma, acudió al auxilio de sus amigos y familiares.

Pero más aún, moviéndose fuera de su círculo familiar, tuvo que haberse solidarizado con todos aquellos hombres y mujeres que sufrían en carne propia a causa de la pobreza generalizada, la usura, la explotación, el desplazamiento y la esclavitud y especialmente con aquellas mujeres que habían perdido padres, esposos, hermanos o hijos a causa de la violencia causada por el poder ilegítimo opresor (Daino, 1995).

Aspecto social y religioso

Respecto a las condiciones sociales de su tiempo (Meyers, 1998) María de Nazaret vivió y trabajó en un ambiente comunitario, rodeada de parientes   y amigos. Su casa fue seguramente humilde, sin espacios privados, ruidosa, desordenada, llena de gente platicando, riéndose, discutiendo, ya fuera en casa de sus padres o en casa de los padres de José, María era una más de las mujeres que se mantenían ocupadas produciendo, procesando y conservando comida; moliendo grano y horneando pan; cociendo, hilando, tejiendo o lavando ropa; enseñando, entrenando y cuidando a los niños.

Seguramente, había una pequeña huerta con árboles frutales, viñas, vegetales y hierbas en la que ocupaba gran parte de su día. Posiblemente, ayudaba a José a vender los productos que él hacía en su carpintería doméstica; indudablemente, participaba en las fiestas comunitarias en las que ayudaba a su preparación previa; servía a los comensales durante la celebración, y ayudaba a limpiar y recoger al terminar la fiesta —recordemos las famosas bodas de Canaán, de las que hablaremos más tarde—.

Su jornada de trabajo, como la de la mayoría de mujeres pobres de su tiempo, sería de más de diez horas al día y requeriría de un buen nivel de experiencia, habilidad y capacidad organizativa (wordelman, 1998).

en lo relacionado al aspecto religioso (Sanders, 1994), María era una joven judía, es decir, heredera de las promesas hechas por Dios a su pueblo, especialmente en sus dos momentos culminantes: la promesa de tierra y descendencia dada por Dios a Abraham, y la promesa de liberación de la esclavitud y de una tierra prometida dada por Dios a Moisés en el monte Sinaí.

La situación de opresión y conquista del pueblo judío durante la vida de María de Nazaret tuvo que darle mayor relevancia a la lectura y meditación comentada de esos dos eventos clave de la religión judía y a su celebración litúrgica.

A pesar de las restricciones cúlticas y culturales, María participó de las oraciones y ritos diarios [8] (destacadamente en la preparación de la celebración semanal del Sabbat), los festivales (singularmente aquellos que requerían un peregrinaje a Jerusalén) y los códigos éticos judíos (particularmente expresados en los llamados Diez Mandamientos).

María recibió su formación religiosa en la sinagoga doméstica y aprendió ahí, por medio de la tradición oral y de la memorización [9], todo lo que debía saber acerca de las bendiciones otorgadas de parte de un Dios que, leal a sus promesas, lleno de bondad, deseoso de perdonar, liberó al pueblo elegido de la esclavitud de Egipto. Momento privilegiado para recordar y festejar esa historia de liberación era la celebración del sacrificio de la Pascua judía, con su carácter alegre y solemne, familiar y comunitario.

María de Nazaret tenía la responsabilidad de ayudar en la preparación ritual de esa fiesta y de responder a los dones recibidos de parte de Dios con la asidua escucha de las Sagradas escrituras (la Torah), la participación en las subsecuentes deliberaciones, el canto de salmos e himnos de acción de gracias y la meditación personal, que debía traducirse en acciones concretas (Osiek, 1998). No debe entonces sorprendernos que, llegado el momento culminante, María de Nazaret, la joven y devota judía, respondiera positivamente a la invitación de Dios a participar en su plan de salvación, gracias precisamente a su fe en el Dios de Israel y a su confianza en la promesa de un Mesías.

y no debemos pasar por alto el hecho de que fue en la sinagoga doméstica de Nazaret, a los pies de María, que  Jesús aprendió de  memoria sus primeras oraciones y que, observando a María preparar la celebración del Sabbat en compañía de las otras mujeres de la familia, Jesús aprendió a compartir libre y abiertamente con ellas, quizás fue ahí, en casa, con María  y José, que Jesús aprendió lo que aplicaría más tarde durante su ministerio público; es decir, a tratar a las mujeres como iguales y a darles un papel preponderante en su actividad ministerial.

Este breve recorrido del aspecto político, económico, social y religioso en el que creció y se desenvolvió María de Nazaret nos da ya suficientes pistas para entender mejor sus atributos como madre y hermana de los pobres, como una mujer de carne y hueso.

Antes de continuar, me gustaría que hiciéramos dos o tres minutos de silencio para responder a las siguientes preguntas: de todo lo que acabo de escuchar acerca de la vida de María, ¿hay algo con lo que me identifico? ¿Las mujeres que conozco (madre, esposa, hermana, hija) poseen rasgos similares a los apenas descritos?

Análisis bíblico-teológico (Royo Marín, 1997) [10]

El análisis anterior nos permitió conocer mejor la historia de María de Nazaret, una mujer de carne y hueso, con una historia concreta que se desenvolvió en un lugar determinado, en una cultura específica y en condiciones políticas, económicas, sociales y religiosas particulares.

Para entender todavía mejor las atribuciones de María como madre intercesora y hermana solidaria de los pobres, es necesario que ahora vayamos a las fuentes principales de la historia que conocemos de María: los santos evangelios.

Un análisis bíblico de la figura de María debe tomar en cuenta que los evangelios son piezas separadas de un mismo rompecabezas; es decir, de acuerdo con la distintiva teología de cada evangelista y a las necesidades específicas de la comunidad desde la cual y para la cual cada uno de los evangelistas escribió, obtenemos un retrato particular de María que enfatiza ciertos elementos y deja de lado otros. Por ello debemos recordar que los evangelios son documentos de fe y no biografías o textos de historia en el sentido moderno de esas palabras.

Por el contrario, los evangelios [11] tienen una finalidad misionera y fueron escritos para ayudar a construir y sostener en sus luchas a la comunidad creyente; es decir, los evangelios son documentos que testimonian la bondad misericordiosa de Dios Padre, que se manifiesta en su único Hijo, Jesucristo, y que se nos ofrece por medio del espíritu Santo para ayudarnos a seguir avanzando en el camino, es decir, en nuestra pertenencia a la comunión de los santos que es la Iglesia.

Dado que varios de los conferencistas han hecho alusión directa o indirecta a los pasajes que utilicé para esta presentación (el Magníficat, el nacimiento de Jesús, las bodas de Canaán y la Crucifixión), por cuestiones de tiempo reduciré mi análisis a aquellos aspectos que difieren o concuerdan con los análisis que hemos escuchado hasta ahora.

El Magníficat [12]

en los dos primeros capítulos del evangelio según san Lucas encontramos los llamados “relatos de la infancia” (Lc 1, 5–Lc 2, 52). De una manera magistral, el evangelista establece un paralelo entre el anuncio del nacimiento de Juan el Bautista y el de Jesús (Lc 1, 5-25; Lc 1, 26-38), así como entre el nacimiento del precursor y el del Salvador (Lc 1, 57-80; Lc 2, 1-20) [13]. La historia de la Visitación, que incluye el Magníficat, sirve como puente entre estas dos historias (Lc 1, 39-56). La presentación del niño Jesús y la historia del niño perdido y hallado en el templo (Lc 2, 21-40 y Lc 2, 41-52) concluyen los relatos de la infancia en Lucas.

Teniendo en mente la Anunciación y la Visitación, veamos algunos elementos importantes del cántico de María en presencia de su prima santa Isabel.

el Magníficat es la bella canción que canta María, la llena de gracia, como respuesta al saludo de su prima Isabel (Lc 1, 46-55). Recordemos que, en el momento de la visitación, el anuncio del nacimiento (tanto del Bautista como del Hijo de Dios) se ha vuelto realidad. Ante la constatación maravillosa de semejante prodigioso a favor de su anciana prima y de ella misma, la joven virgen María prorrumpe jubilosa en canto.

Imaginemos una vez más la escena: María, una joven judía embarazada, es decir, llena del dador de vida por obra y gracia del espíritu Santo, abraza a su prima, una anciana quien había sido considerada maldecida por Dios durante toda su vida, ya que no podía tener hijos, y helas aquí: muestra fehaciente de la grandeza de un Dios compasivo, bondadoso, todopoderoso y misericordioso.

Por ello, y en sintonía con la larga  tradición de  mujeres judías (como  la María del Éxodo, Débora, Hannah y Judit) que le cantan a Dios llenas de asombro y de gratitud (Reid, 1996), María de Nazaret canta una canción de salvación que fluye como un torrente de gratitud por la misericordia del Dios de Israel que elige estar en solidaridad con los que sufren y con los insignificantes, que les sale al encuentro y los cura, los redime, los libera. Sin lugar a dudas, el cántico de María declara que la tan esperada era mesiánica ha iniciado (Terrien, 1995).

La canción/proclamación de María resume la Ley (respecto al doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo) y los Profetas (en la llamada a la espiritualidad y a la justicia social). En términos modernos, el cántico de María es una llamada a la contemplación y a la acción, al misticismo y a la resistencia (Callaway, 1986).

El Magníficat inicia con una proclamación lírica que describe una experiencia íntima de la relación de una mujer pobre con su Dios. Al mismo tiempo, la alegría proclamada por María contrasta con el dolor de su entorno; por tanto, el gozo de María es un gozo mesiánico, pascual, que toma en consideración las duras batallas (a veces hasta la muerte), pero que permanece esperanzado y enraizado en el gran “sin embargo” de Dios que es la última palabra y que conduce de la muerte a la vida, en otras palabras, en medio del sufrimiento y de la crisis, María proclama que Dios está siempre presente, que es capaz de cambiar las cosas, y que tiene y tendrá siempre la última palabra.

este es un mensaje sumamente importante, especialmente para aquellos entre nosotros que de vez en cuando nos sentimos defraudados, abandonados, no escuchados por Dios: María proclama a viva voz lo que Dios le ha dicho y nos recuerda que Él tiene un plan y que nosotros somos parte de ese Plan de Salvación.

María se ha dado cuenta del inmenso regalo que es contar con la presencia de Dios; ha experimentado ya la grandeza de su promesa, que ahora yace tranquilamente en su seno virginal, adivina la magnificencia de sus planes y por ello se siente elevada, abrazada por la bondad de Dios, capaz de vislumbrar las delicias escatológicas, es decir, el triunfo de Dios sobre el mal, sobre la injusticia, sobre la opresión, sobre el dolor, sobre la enfermedad y sobre la muerte. y no puede evitar el explotar en canto, en alabanza, en adoración y en acción de gracias. Pero no olvidemos que esta es la canción de una mujer pobre que ha visto y vivido la miseria, el dolor, la persecución y la opresión (Gutiérrez, 1992).

el Magníficat es el canto de una mujer, joven, embarazada antes de vivir con su esposo; es el canto de una mujer que es parte de una sociedad oprimida y explotada, amenazada por la violencia; es el canto de María de Nazaret, una mujer que es pobre no solamente porque no tiene posesiones materiales, sino también porque no participa en la vida pública y porque su pobreza es el resultado de las injusticias estructurales en el orden sociopolítico y económico.

Por ponerlo en una sola frase, el Magníficat es el canto de una persona que es doblemente oprimida: por ser pobre y por ser mujer (Radford, 1980), y he aquí lo increíble de la historia: Dios ha tomado la iniciativa y ha decidido elegir a una mujer pobre, del siglo primero, de un pueblito llamado Nazaret de Galilea, en tiempos de ocupación y persecución, que lucha por sobrevivir con dignidad en contra de la victimización de la que es objeto, para que sea la madre del Mesías prometido por medio del cual se llevará a cabo la gran obra de nuestra redención.

Si tomamos todo esto seriamente en cuenta, no debería sorprendernos el que María prorrumpa en un canto de alabanza y de acción de gracias: Dios ha mirado su situación de opresión y de miseria y la ha liberado, y con ella, a la humanidad entera (Chaberg, 1998).

embarazada de Jesús, María canta la transformación del orden antiguo, aun cuando ella misma vive en medio de la miseria y el sufrimiento; su canto es parte esencial del anuncio de la venida del reino de Dios.

Continuando con nuestra presentación de la figura de María, madre y hermana de los pobres. Consideremos ahora la breve y sencilla narración de la historia del nacimiento de Jesús que nos regala el evangelista Lucas:

El nacimiento de Jesús (Lc 2,1-20) [14]

“Mientras se encontraban en Belén”, nos dice Lucas, “le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales  y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue”.

Recordemos que Jesús nace en un ambiente precario: María y José tienen que viajar a un lugar lejano para registrarse, cumpliendo con el mandato del poder opresor; cuando llega el momento de dar a luz, María debe hacerlo como toda mujer pobre, que se encuentra  lejos de casa, que  debe  tener a  su primer hijo posiblemente sin ayuda alguna y en un lugar desconocido e incómodo.

Una vez que María da a luz, debe usar un pesebre, es decir, el lugar donde comen las bestias, para reposar a su recién nacido, en lugar de una cuna. Los primeros en visitar a su hijo (según el Evangelio de Lucas) son los pobres entre los pobres, es decir, los pastorcillos de los alrededores [15].

El mensaje es claro: el Mesías que acaba de nacer es pobre entre los pobres y su madre es la primera en experimentar la profundidad y el desconcierto de este acontecimiento sagrado: ¿cómo es posible que el Mesías esperado nazca pobre entre los pobres? y en este como en muchos otros momentos de la vida de Jesús, María se nos presenta como una discípula ejemplar; es decir, en vez de quejarse o renegar de sus circunstancias, “guarda todas estas cosas en su corazón”. en otras palabras, con una actitud orante, abierta, sin esperar respuestas definitivas, María confía en la voluntad del Padre, medita los acontecimientos (aun cuando no los comprende del todo) y decide continuar colaborando con el plan de salvación que Dios ha trazado desde antiguo para redimir a toda la humanidad (Brown et al., 1978).

Gracias a los dos pasajes que hemos analizado hasta este momento, el Magníficat y la historia del nacimiento de Jesús, entendemos cómo María, madre del Salvador, pasa del fiat al factum, de la aceptación de fe a las acciones concretas.

Partícipe de nuestra experiencia humana, María se solidariza con nosotros en el sufrimiento y en el discernimiento de la voluntad de Dios por medio de la fe, e intercede para que no desfallezcamos en medio de las duras pruebas de la vida.

en este sentido, María, hermana nuestra, nos enseña a ser verdaderos seguidores de Jesús, a ser aquellos que caminan confiados en la Divina Providencia y en la bondad de Dios, aun en medio de las dudas y de las incertidumbres de la vida.

Otro momento importante de la relación maternal de María con Jesús y de su solidaridad con sus hermanos y hermanas nos lo presenta el evangelio de Juan.

Las bodas de Canaán (Jn 2, 1-11) [16]

¿Qué mejor escenario que el de una boda para volvernos a encontrar con Jesús, ahora un joven adulto, y con su madre? La escena nos resulta familiar: se trata de un sencillo banquete de bodas en el que la gente come, platica, se divierte; quizás alguien canta y algunos bailan; quizás ya hay dos o tres que han bebido un poco más de la cuenta. Y en medio de la fiesta y la algarabía, se les acaba el vino.

Como vimos en la breve presentación histórica, la familia es muy importante y el sentido de familia se extiende más allá de la familia nuclear, llegando a incluir parientes lejanos y amigos cercanos dentro del círculo familiar. También vimos que esos eran tiempos difíciles, de extrema necesidad económica. Teniendo esto en cuenta es posible imaginar a María de Nazaret ayudando a las mujeres de la casa a servir comida y vino a los comensales y, por tanto, siendo de los primeros en enterarse del gran problema.

María, atenta a las circunstancias y solidaria con la pareja pobre que acaba de casarse, menciona su predicamento a Jesús, toma la iniciativa, busca una solución. Gracias a su decisión y a su persistencia, una sobreabundancia de vino es otorgada a todos los comensales y así una situación vergonzosa se evita; la carestía se torna en abundancia y la momentánea tristeza se torna en mayor júbilo (Brown, 1966, pp. 97-112).

Gracias a la intercesión de María a favor de los pobres, esa noche la comunidad de Canaán se convirtió en el lugar donde la gloria de Dios se hizo presente y donde hombres y mujeres tomaron vino, se alegraron y celebraron la boda de sus amigos o familiares, y la boda simbólica del pueblo de la Nueva Alianza con el Nuevo Moisés, con el Mesías prometido, Jesucristo, nuestro Dios y Salvador (Dillon, 1992, pp. 268-296).

Este pasaje del evangelio nos muestra claramente a María como hermana de los pobres: es parte del grupo que no tiene vino y se solidariza con los “sin vino”, con los pobres, se compadece de sus necesidades. De esta manera y hasta nuestros días, María, madre y hermana de los pobres, se solidariza con nuestras necesidades e intercede por nosotros ante su Hijo bien amado. Pasemos ahora a la última escena de esta breve reflexión bíblico-teológica: la crucifixión.

La crucifixión y muerte de Jesús (Jn 19, 25-27) (cf. Brown, 1993)

Así como Lucas describe el nacimiento de Jesús usando unas breves frases, Juan, con unas escuetas palabras, nos ofrece una ventana al interior del corazón de aquella que, de pie junto a la cruz, experimenta la desolación de perder a su amado único hijo. Y es que ¿cómo se puede describir el dolor que siente una madre ante la situación antinatural de sobrevivir la muerte de un hijo? Los evangelistas permanecen silenciosos al respecto.

La Dolorosa no es un ícono, una imagen para nuestra piedad popular: María de Nazaret, una madre judía, es testigo de la violenta y deshonrosa ejecución pública de su único hijo a manos del tiránico poder imperial romano (Schüssler, 1984). Por ello, a través de todas las generaciones y hasta el día de hoy, María se solidariza con las mujeres de todo el mundo y de toda la historia, y en especial con las madres colombianas que han perdido hijos e hijas: María se solidariza con las madres del Holocausto nazi, de la Plaza de Cinco de Mayo, de Centroamérica, de México, el sufrimiento de María la convierte en hermana solidaria y madre intercesora en favor de cualquier madre que haya perdido a un hijo o a una hija por la razón que sea (Flusser, 2005). Y al mismo tiempo, la presencia de María y del discípulo amado al pie de la cruz es un recordatorio para todos aquellos que matan al amor y lo pisotean por medio del odio y la violencia: en la figura del discípulo amado, el Hombre-Dios que pende de la cruz nos ofrece a todos una última invitación: reconózcanse como hijos e hijas de Dios, bajo la amorosa y maternal protección de María, ¡mi madre, su madre! y, reconociéndose como tales,  vivan  en paz y armonía, procurándose unos a otros, perdonándose unos a otros, amándose como yo los he amado, hasta el grado de estar dispuestos a dar su propia vida por quienes los injurian, los persiguen y los matan [17].

Del nacimiento a la cruz, del canto al llanto, la historia personal de María le permite solidarizarse con todos y cada uno de nosotros y su amor maternal la impulsa a interceder continuamente a nuestro favor.

Nuestra Señora del Santo Rosario de Chiquinquirá

El recorrido histórico y bíblico-teológico que acabamos de hacer nos permite reconocer en María a una persona de carne y hueso, a una madre que intercede por nosotros delante de su amado Hijo, a una hermana que se solidariza con nuestros éxitos y fracasos, en otras palabras, es para nosotros una persona real y no solo una figura histórica del pasado o una mera presencia espiritual, es decir, es una con nosotros, no en una manera teológica o espiritual abstracta, sino en la forma más concreta posible [18].

y es que María de Nazaret, al aceptar la invitación de Dios a participar en la historia de la salvación, aceptó desempeñar un papel de mediación y de intercesión a favor de toda la humanidad y a través de todos los tiempos. Por esa razón se ha manifestado en diversos tiempos y lugares, como por ejemplo en México y Colombia durante la época de la Colonia o en Francia y Portugal en tiempos más recientes. Así, es conocida con diversos nombres a través de la historia, nombres famosos como: “Nuestra Señora de Guadalupe”, “Nuestra Señora del quinche”, “Nuestra Señora Aparecida”, “Nuestra Señora de las Lajas”. y por esto decidió ser conocida en estas hermosas tierras colombianas como “Nuestra Señora del Santo Rosario de Chiquinquirá”.

De Nazaret a Chiquinquirá

Desde el punto de vista histórico, sociopolítico, económico y religioso, las similitudes entre el tiempo en el que vivió María de Nazaret y la época de  la restauración milagrosa del cuadro de Nuestra Señora de Chiquinquirá son sorprendentes: recordemos que la Galilea del siglo primero de la era cristiana estaba sometida al yugo del Imperio romano y que la imposición de impuestos empobreció y esclavizó a gran parte de la población; dieciséis siglos más tarde, el llamado proceso de colonización podría ser descrito de manera similar: este período se caracterizó por un choque de culturas en el que los españoles buscaron dominar y controlar el territorio de América y sus habitantes con el fin de apropiarse de sus riquezas, mientras que los indígenas lucharon por preservar su cultura, defender sus derechos y adaptarse a las exigencias de su nuevo entorno [19].

En pocas palabras, los habitantes de la Galilea del siglo primero y de la Colombia del siglo XVI sufrían gracias a la ocupación, la opresión, la lucha sociopolítica y las graves carencias económicas, enfrentadas principalmente por los más pobres de ambas sociedades. y es en ese contexto en el que la restauración milagrosa del cuadro de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá ocurre [20].

La historia es bien conocida, se ha estudiado extensivamente [21] y se ha mencionado ya repetidamente durante este congreso; sin embargo, cabe destacar el hecho de que la restauración milagrosa es testificada por una mujer que se asemeja a María: en otras palabras, María de Nazaret, una mujer judía pobre, decide elegir como testigo del milagro de la restauración de su imagen a una mujer indígena pobre. La solidaridad de María de Nazaret con Isabel de Chiquinquirá es sobresaliente.

Es indudable que la renovación milagrosa del cuadro de Nuestra Señora del Santo Rosario de Chiquinquirá envió un mensaje inconfundible a los indígenas, a los esclavizados y a  los explotados; un mensaje de dignidad,  de esperanza, de fe y de solidaridad que les motivaría años más tarde en su lucha por la liberación.

Por esa razón, el amor y la gratitud por la presencia de María, madre y hermana de los pobres en la cultura y religiosidad del pueblo colombiano, se expresan desde entonces de un modo especial, como se mencionó el día de ayer en las presentaciones de la religiosidad popular en Colombia. La clave para entender esta profunda devoción a Nuestra Señora de Chiquinquirá se encuentra sobre todo en la dimensión de la maternidad de María que, en el caso de la milagrosa renovación del cuadro, se trata de una maternidad muy concreta: es la maternidad con referencia al pueblo amerindio (aunque se extienda a todos) que aparece en un momento bien concreto de la historia: la Colonia en Colombia (López Hernández, 1999).

La figura de María durante la Colonia es la de una madre cercana y no dominadora; es una madre hogareña que reconoce la dignidad de sus hijos e hijas, aunque estos se encuentren humillados por los infortunios de la vida; es una madre que quiere reconstruir la familia deshecha, se preocupa por la situación y necesidades de sus hijos y participa de las dificultades de los más pobres y afligidos; es una madre que se fía y les da encargos a sus hijos más débiles e indefensos, prefiriéndolos a aquellos que pueden ser socialmente más importantes; es una madre fuerte y poderosa que sabe construir un nuevo hogar sobre las ruinas (Temporelli, 2005).

La restauración milagrosa del cuadro de Nuestra Señora de Chiquinquirá dio inicio a una nueva comprensión del papel de María, tanto en la historia como en la evangelización de Colombia, pues, después de la milagrosa restauración, los ricos y poderosos fueron llamados a la “periferia” para encontrarse con la Madre de los oprimidos, con aquella que libera a los más pobres y es solidaria con ellos.

Aunque el papel de Nuestra Señora de Chiquinquirá durante la Independencia se ha explicado ya ampliamente, cabe solamente resaltar que Bolívar fue ejemplo de gran devoción mariana, pues tenía por costumbre postrarse ante la imagen de Nuestra Señora del Santo Rosario de Chiquinquirá cada vez que visitaba su hermoso santuario [22].

María cumple así con su papel de intercesora solidaria a través de los siglos y se hace presente en estas tierras, especialmente en tiempos de gran sufrimiento y necesidad, y como hizo en las bodas de Canaán, sigue intercediendo solidariamente a favor de los más pobres y necesitados.

De madre y discípula de Jesús a madre y hermana nuestra

Nuestro recorrido histórico-teológico de la vida de María nos ha permitido establecer un nexo entre María de Nazaret y Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Antes de concluir esta presentación, me gustaría establecer una última conexión: la conexión entre María de Nazaret y el momento actual.

De Galilea a Colombia

Si bien es cierto que la situación actual de Colombia no es como la de la Galilea del primer siglo de la era cristiana o la de la Colombia del siglo XVI, también es cierto que nuestra era presenta sus propios retos y desafíos [23] y que ahora, más que nunca, necesitamos la poderosa intercesión y la amorosa solidaridad de María.

María intercede hoy por las mujeres de todo el mundo y en especial por las mujeres colombianas que luchan por obtener justicia para sus hijos e hijas. Las palabras pronunciadas en las bodas de Canaán siguen resonando en nuestros días: “No tienen vino”; es decir, sus hijos y en especial sus hijas no tienen seguridad de no ser violentadas, no tienen acceso adecuado a la educación, a atención médica suficiente, a un trabajo digno, a una adecuada participación política, al respeto, a la dignidad que les corresponde por ser hijos e hijas de Dios [24].

María, madre judía de un hijo ejecutado por el poder tirano de su tiempo, se solidariza hoy con las madres y padres de hijos e hijas víctimas de estados corruptos, de la brutalidad, de la guerra, del terrorismo; con las madres y padres que comparten el calvario de tener hijos e hijas masacrados o privados de la libertad por motivos políticos; con todas las madres y padres que han perdido hijos e hijas, y acompaña a todas las madres y abuelas que buscan saber qué ha pasado con sus seres queridos desaparecidos. María intercede ante su Hijo por todas las madres y padres de Colombia y del mundo y se solidariza con su grito de:

¡No más!

¡No más asesinatos y desapariciones de nuestros hijos e hijas!

¡No más guerra y tiranía!

¡No más avaricia brutal y represión homicida!

¡No más… no más… no más!

María: madre y hermana nuestra

Según la crónica de la restauración milagrosa del cuadro de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, el milagro más grande y más frecuente que Dios hace por medio de la intercesión de María, nuestra madre y hermana, es el de la conversión (Ariza, 1694). Es este un rasgo específico del amor de una madre por sus hijos: el no desfallecer ante sus tropiezos y equivocaciones, no desistir, no escatimar esfuerzos para traer de regreso a la oveja descarriada, perdonarlos, aun cuando sea lastimada por sus acciones malvadas, y amarlos, así ellos la rechacen y lastimen al lastimarse y odiarse unos a otros, en este sentido, la profundidad del amor de María, madre intercesora y hermana solidaria, puede ser expresada con el bello poema de Vicente Balaguet denominado “Balada Catalana” (en zarzosa y Alarcón, 1970). Dice el poema:

Rugiente pasión ardía en el alma del doncel;

fuera de ella nada había en el mundo, para él.

— “¡Lo que a tu capricho cuadre”

—dijo a su amada— “lo haré; si las joyas de mi madre

me pides, te las daré”.

y ella, infame como hermosa, dijo en horrible fruición:

— “¿Sus joyas? ¡Son poca cosa!

¡yo quiero su corazón!”

en fuego impuro él ardiendo hacia su madre corrió

y al punto su pecho abriendo el corazón le arrancó.

Tan presuroso volvía

la horrible ofrenda a llevar, que, tropezando en la vía, fue por el suelo a rodar.

y brotó un acento blando del corazón maternal,

al ingrato preguntando:

—“Hijo, ¿te has hecho mal?”

El mensaje es claro: María, nuestra madre, no solo no desfallece ante nuestros tropiezos y equivocaciones, sino que no desiste de ofrecernos su amor. ¿Cómo podemos responder al amor maternal que nos ofrece María? Siguiendo el mandato supremo de su Hijo de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado y de reconocernos como hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas en Cristo.

Al mismo tiempo, María, nuestra hermana, nos invita a seguir su ejemplo y a ser verdaderos seguidores de Jesús, solidarizándonos con las luchas y necesidades de nuestros hermanos y hermanas, aun de aquellos que consideramos “enemigos”, el reto mayor para nosotros, entonces, es el de amar de modo solidario a nuestros hermanos y hermanas, especialmente durante aquellos momentos en que nos sentimos tentados a seguir el camino del odio, del rencor, de la venganza y de la violencia en vez de seguir el camino del perdón, de la reconciliación, de la justicia y de la paz.

Durante esos momentos de dificultad, recordemos a la Dolorosa de pie junto a la cruz: el evangelista Juan no nos muestra a María insultando y maldiciendo a los soldados romanos o a las autoridades responsables por el asesinato de su único Hijo; por el contrario, observamos a María que, a pesar del dolor de haber perdido a Jesús, acepta ser la madre del discípulo amado y, con él, de toda la humanidad.

De esta manera, el don de la filiación, es decir, el poder ser llamados hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas en Jesús, nos conecta íntimamente al amor de la madre de Nuestro Salvador y nos sitúa a todos y cada uno de nosotros de manera simbólica en el lugar del discípulo amado, aquel a quien Jesús confía al amoroso cuidado de su madre y en quien deposita el cuidado reverente de aquella que lo acompañó de la cuna a la cruz.

Mirando a María al pie de la cruz, sorprende la crudeza de los hechos: el Hijo amado pende de la cruz. ¿Su crimen? Predicar la verdad, la justicia   y el amor. ¿Su castigo? La tortura y la muerte cruenta. ¿Sus verdugos? Los poderosos y los que tenían la obligación de llevar al Pueblo a Dios. ¿y los llamados “amigos” de Jesús? Ausentes, escondidos por temor a sufrir la misma suerte de su maestro.

María, sin embargo, se mantiene al pie de la cruz, su mirada fija en el rostro de su Hijo, pendiente de cada agonizante respiro, de cada palabra susurrada con dificultad. ¿Acaso llora? Quizás en silencio. ¿Acaso maldice  a los verdugos, a los cobardes que abandonaron a su Hijo o a Dios por semejante injusticia y dolor? ¡No! Acepta la locura de la cruz,  sabiendo que  es sabiduría de Dios y salvación para todos: verdugos, asesinos, cobardes, sufrientes, pobres y condenados incluidos [25].

La escena, aparte de profundamente conmovedora, nos recuerda una vez más que gracias a María podemos ver el rostro de Dios en la persona del Hijo y recibir el inmenso regalo de convertirnos en hijos e hijas en el Hijo, hermanos y hermanas en la fe. Pero no olvidemos que la filiación es algo que se vive, que se comparte, que se brinda. Por esa razón, miremos en este momento dentro de nuestros corazones y con sincera humildad reconozcamos que hay al menos una persona en nuestra familia, en nuestro trabajo,  en nuestra comunidad religiosa, en nuestro círculo de amigos o en nuestro grupo eclesial o social a quien no consideramos como hermano o hermana, como hijo o hija de Dios. Y si están pensando en alguien que les ha causado un mal o que les ha hecho mucho daño, recuerden de nuevo el ejemplo de aquella que vio a su Hijo colgado de una cruz: no es con odio que se vence al odio, ya que la violencia solo engendra más violencia y la venganza no devolverá la vida a nuestros muertos.

Finalmente, existen otras maneras de vivir la filiación que, precisamente  porque son parte esencial pero no exclusiva de nuestra  fe,  nos acercan   a aquellos que no la comparten e incluso a aquellos que dicen no profesar ninguna. en lenguaje moderno, el reconocimiento y el respeto a nuestra común dignidad, igualdad y libertad y la promoción y defensa de los derechos humanos (Mardones, 1993, pp. 152-154) es una forma de reconocer a todo ser humano como un hermano o hermana, como un hijo o una hija de Dios.

Por esa razón, los católicos trabajamos incesantemente en favor de la justicia, de la paz y de la promoción de los derechos de los más pobres y necesitados, ya que al hacer eso trabajamos a favor de nuestros hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios. Este reconocimiento demanda de nosotros que, a ejemplo de María, vivamos en una actitud de solidaridad, y que con fe unamos nuestras súplicas a las de ella para obtener de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, lo que más necesitamos. en otras palabras, a ejemplo de María, madre intercesora y hermana solidaria, unimos nuestras oraciones a nuestras acciones, especialmente en favor de los más pobres y desamparados entre nosotros.

Leonardo Almazán, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   El concepto de la mediación de María ha sido ampliamente desarrollado en: Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Mater [Sobre la Bienaventurada Virgen María en la Vida de la Iglesia Peregrina], (25 de marzo de 1987), http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/encyclicals/ documents/hf_jp-ii_enc_25031987_redemptoris-mater_sp.html (consultada el 20 de septiembre del 2012) y Ratzinger, J. (1999). María, Iglesia Naciente. Madrid: editorial encuentro, pp. 39-44.

2.   El concepto de solidaridad es una de las ideas fundantes de la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Para un análisis detallado de este concepto, ver: Pontificio Consejo “Justicia y Paz”. (2005). Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Ciudad del Vaticano: Libreria editrice Vaticana, núm. 192-196.

3.   Para la elaboración de esta sección he seguido cuidadosamente las ideas presentadas en Johnson (2003).

4.   Para una descripción de la vida de las mujeres durante el tiempo de Jesús, ver Kraemer R. y Rose D'Angelo, M. (1998), y witherington, B. (1988).

5.   Para una descripción detallada de este y otros aspectos que desarrollaré en esta ponencia: Gebara I. & Bingemer, M.C. (1989).

6.   Ver Strange, J. F. (1997).

7.   Ver: Reed, J. L. (2007). Ver también el clásico estudio sobre la vida económica en la Palestina de tiempos de Jesús: Safrai, S. et al. (eds.). (1975).

8.   Un libro interesante respecto al rol de liderazgo que algunas mujeres desempeñaron en las sinagogas del tiempo de Jesús es: Brooten, B. (1982).

9.   Esta afirmación es importante porque subsecuente iconografía representará a María —especialmente durante la Anunciación— leyendo un texto de la Sagrada escritura, lo cual contradice lo que los datos históricos, sociales y religiosos nos ofrecen. Cf. Schreiner, K. (1994). Ver especialmente el capítulo titulado “María, die Intellektuelle”.

10. Ver especialmente el capítulo primero.

11. Una excelente introducción al estudio de la Sagrada escritura en general y de los evangelios en particular se puede encontrar en Junco Garza, C. (1990).

12. De gran valor histórico, teológico y espiritual es la obra de Calderari de Vicenza, C. (1597).

13. Uno de los mejores comentarios sobre los relatos de la infancia en los evangelios de Mateo y Lucas sigue siendo: Brown, R. e. (1999).

14. Para desarrollar esta sección seguiré el texto de Brown, R. e. (1999).

15. Un análisis interesante del significado del pesebre se encuentra en Giblin, C. H. (1967).

16. Ver R. Michael D. Coogan (ed.). (1994). The New Oxford Annotated Study Bible (New Revised Standard Version). New york: Oxford University Press. Una obra excelente de reflexión sobre la no violencia y los esfuerzos en pro de la paz desde una perspectiva ética es poder (2009) y Stassen, Nation y Hamsher (cap. 2).

17. Esta idea es desarrollada por Goizueta (1995) al hablar de la Virgen de Guadalupe.

18. Ver especialmente pp. 70-76.

19. Una narración interesante de los acontecimientos que se sucedieron a la Conquista se nos ofrece en Sánchez Coronado, G. (2009).

20. Para mayor información ver: Nuestra Señora de Chiquinquirá (s.f.).

21. Ver: Ariza, A. e. (1694).

22. Escribiendo acerca de la disolución de la Convención de Ocaña (20 de junio de 1828),  el historiador Peralta Barrera escribe: “Allí, arrodillado ante la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia, [Bolívar] oró por el futuro de la patria en crisis” (Peralta Barrera, 1986, p. 108).

23. Para profundizar en el tema, ver: Gobierno de Colombia (s.f.).

24. Ver: Human Rights watch (s.f.).

25. Una excelente fuente de inspiración y de espiritualidad mariana es López F., T. (2007). Ver especialmente la  oración del  25  de junio titulada:  “María, reina  de la  paz  verdadera”  (p. 111).


Samuel Forero Buitrago

 

María se muestra en su multiforme pobreza cercana a la experiencia real del pueblo y de los fieles. Su experiencia de fe y de vida estuvo marcada por las situaciones reales de los suyos, de su familia, de su contexto, sobre todo de su rol particular como mujer y madre. es necesario que no pase desapercibida la historicidad real de María, pues “la humanidad de María implica su pertenencia a un pueblo particular, el pueblo judío” (Groupe des Dombes, 1999, p. 72). En el Evangelio de san Lucas, ella misma se define como esclava y pobre (Lc 1, 38.48). Más aún, su manera de actuar está sumida en la total reflexión: “Todo esto lo meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Con su pobreza halló gracia delante de Dios.

A partir del reconocimiento de su propia humanidad y de sus propios límites, María, virgen y madre, como en una especie de afirmación de vaciamiento interior, de pobreza, de disponibilidad total, fue capaz de reconocer la grandeza y el poder de Dios, ella se mostró disponible a una obra que solamente la fe puede dar, ella se dispuso a ser la esclava del Señor en una dimensión de fe que posibilitó entonces el punto de partida del nacimiento de lo divino, de la encarnación, de hacer la voluntad de Dios, del Sí (Fiat). Estos rasgos antropológicos reconocidos en María resitúan y redefinen la problemática de la mariología y constituyen también un hecho significativo para la reflexión teológica posterior.

María virgen  y  madre  del  Redentor  es  la  mujer  de  su  tiempo  en  la historia de la salvación. ella no requiere de un cúmulo de títulos para exaltar y honrar su nombre, su única riqueza se halla en el reconocimiento de su humanidad redimida por Cristo, ella es así la  primera redimida por  el Señor, pues llevó en su seno santísimo al mismo autor de la redención. Schillebeeckx afirma:

Por única que sea María y  por  muy universal que  sea su  papel  en  el plan divino de la salvación, sigue siendo verdad, que todos los hombres, con excepción de Cristo, el Dios-Hombre y Redentor, son esencialmente personas redimidas” (1969, p. 10).

María, por ser la madre del Señor, no se excluye de esta gracia de redención; por el contrario, ella es la primera redimida.

A partir de este acercamiento de una lectura histórica de María y de su total confianza en Dios, que el cántico del Magnificat ya proclama, consideraré tres puntos básicos sobre la mariología, los cuales abren de alguna manera el contexto de la problemática de este III Congreso Internacional de Teología Mariana:

1.       María, la sierva del Señor.

2.       María, madre de los creyentes.

3.       María, un cántico de exaltación.

María, la sierva del Señor

María no ejerció ningún oficio relevante en el marco del pueblo de Israel.  Su nombre indicaba la referencia de un nombre común el cual lo llevaron muchas mujeres de su tiempo, como María la hermana de Marta, María la madre de Santiago o María Magdalena. Péguy evocaba a María como “una pobre judía de Judá y como la más humilde de las creaturas” [1] (Groupe des Dombes, 1999, p. 72). Esta pobreza no es otra cosa que la confianza en Dios, traducida en una total fidelidad. María, “a pesar de la humildad y pobreza de su vida, Dios ha puesto su mirada en ella y por eso será llamada dichosa. Dios se sirve muchas veces de lo sencillo y humilde para hacer presente su salvación en la historia humana” (Guijarro y García, 1995, p. 194). La pobreza de este primer momento contenida en el ser de María, en el reconocimiento de su propia vaciedad frente al Dios Altísimo, no es la pobreza alienante que daña y frustra el futuro inmediato de una persona. es más bien el reconocimiento de considerarse como una obra de barro que será moldeada y hecha por Dios. es la conciencia del límite de la creatura frente al Creador o de una vida dedicada a Dios.

Este reconocimiento antropológico de despojo personal frente a la presencia de Dios es un acto de aceptación total de María de hacer siempre la voluntad de Dios y de no poner obstáculos a esta pedagogía divina. en este aspecto es necesario afirmar la realidad objetiva del crecimiento y del desarrollo de la fe de María desde el momento mismo del anuncio del Ángel en la Encarnación del Hijo de Dios (Schillebeeckx, 1969, p. 40). Este crecimiento de fe en María, nos dice Schillebeeckx, fue el resultado de su íntima cercanía y cotidiana asociación con su Hijo en el progresivo conocimiento de la revelación de su misterio.

De aquí se desprende entonces que la obra de María y de su vida personal no puede ser leída o estar disociada de la obra de Cristo. La mariología está íntimamente ligada a la cristología, y por tanto no se puede comprender la persona de María sin referencia total y directa a la persona de Cristo. Desde esta clave hermenéutica, las pobrezas de María como mujer y madre inserta en la historia particular de su pueblo alcanzan un valor histórico, psicológico y religioso muy importante, sobre los cuales no voy a profundizar. Además de esta actitud interior de pobreza en María, quien tiene un corazón de pobre a semejanza de otros justos del Nuevo Testamento como zacarías, Isabel, Simeón, Ana, etc., también se suman otras alocuciones bíblicas que hacen referencia a otro tipo de pobreza que reclama justicia.

La situación social que vive María no es la de una familia de potentados. Los lugares descritos por los textos bíblicos se familiarizan siempre con la pobreza y la sencillez. Son lugares sin gloria. Su esposo José es un  artesano carpintero que vive en Nazaret alejado de la gran ciudad, Jerusalén. Al lado de todas estas situaciones, el cántico del Magnificat en su segunda parte (Lc 1, 50-53) da cuenta de todos estos hechos en un paralelismo antitético en donde se pueden ver con claridad los ricos y los pobres, los poderosos y los humildes, los que cuentan y los que son despreciados. Así, los pobres y humildes de los que habla María son los que solo cuentan con Dios en su corazón, todos aquellos a los que el Salmo 34 cita como los pobres de yahvé: los humildes, los que temen a Dios, los que se refugian en él, los que le buscan, los corazones quebrantados y las almas oprimidas (Descalzo, 1992, p. 104).

Esta segunda parte del cántico es llamada también canto de pobreza y allí se registra la existencia de un grupo que es reconocido plenamente por Dios, los pobres, los anauim. y María se hace entonces la sierva del Señor en total consonancia con los pobres de yahvé. en contraposición a los pobres están los que detentan las grandezas humanas, los cuales están en conflicto con Dios: el orgullo (Lc 1, 50-51), el poder (52), y la riqueza (53). Pero Dios invierte las situaciones (Gélin, 1994, p. 74) porque se apiada de los pobres. María con su canto da la bienvenida a la realización comunitaria de salvación. Su canto es el himno también de la Iglesia que le recuerda su acción profética de anunciar la liberación mesiánica y la reconciliación de los hombres entre sí.

Al respecto, y a modo de recordación, es necesario reconocer el esfuerzo de las reflexiones teológicas de la teología de la liberación y las constantes apreciaciones que la religiosidad popular nos ofrece con respecto a los pobres. También las investigaciones del feminismo que hasta el momento han tratado sobre esta problemática. Todo ello tiene algo que decirnos de la figura de María a través de los siglos.

La teología vive y se sustenta de la vida de fe que llevan los miembros de la comunidad de la Iglesia. y los teólogos deberían experimentar que esta vida es más poderosa que todos los débiles esfuerzos llevados a cabo por la teología (Schillebeeckx, 1969, p. 12). En todo caso, vale la pena interrogarnos: ¿qué contenido teológico sobre María brindamos a nuestros creyentes que frecuentan nuestros santuarios marianos y cristológicos? ¿qué imagen de María predomina en nuestra concepción de fe? ¿Cuál es nuestro grado de compromiso con los pobres y los humildes?

María, madre de los creyentes

Una de las diferencias principales con respecto a las demás mujeres del tiempo de María es que ella vivió como mujer la experiencia de virgen y madre. Como virgen es, de alguna manera, la evocación veterotestamentaria para calificar y personificar al pueblo de Israel: “La virgen hija de Sion” (2R 19, 21). Como madre, esta interpretación se hacía en una doble definición. En primer lugar, a Sion se le reconocía como la madre de las naciones reunida en un único pueblo de Dios (Sal 137, 8), que luego será Jerusalén quien reciba esta denominación, como la madre de una posteridad numerosa (Is 54, 1-3). en segundo lugar, se reconoce como la mujer embarazada que trae  al mundo un niño (Is 66, 7-13), lo cual es la personificación del pueblo entero (Grelot, 1984, p. 411). en este sentido, María es reconocida en su humanidad como la representación de un pueblo con un significado de salvación y al mismo tiempo en quien se obra la recepción del Salvador.

María es considerada también como la mujer que podía disponerse en matrimonio para transmitir la vida. La virginidad no era para los judíos un objetivo en sí mismo, sino una disposición total de la persona para la fecundidad como bendición. Sabemos también, por los escritos bíblicos, que la tensión que habitaba en muchas mujeres contemporáneas de María era el deseo y la esperanza de dar la vida al Mesías. De este modo, para cualquier mujer la experiencia de la esterilidad, como oposición a la fecundidad, era una maldición que cerraba las puertas a la vida y a la perpetuidad del pueblo elegido. “el hecho de la virginidad de María en la  concepción de Jesús se afirma en Mt 1, 18-23 y Lc, 26-38” (George, 1993, p. 509), de igual manera se subraya la virginidad como un hecho fundamental para la filiación divina de Jesús.

Desde el inicio del cristianismo, la Iglesia en su experiencia de fe reconoció en María la maternidad del Hijo de Dios. El nombre de Théotokos es la constatación de la afirmación de su misión respecto a Cristo.

Lentamente el concepto de madre nuestra brota de la reflexión teológica. San Ireneo observa que María es como Eva que regenera a los hombres en Dios. La idea de madre de la nueva generación de vivientes permanecerá desde entonces constante (Ossanna, 1988, p. 1205).

Es de reconocer también un nuevo acento que es puesto en María, en un sentido de universalidad, como madre común, pues ya en el siglo X Juan el Geómetra afirma que María no es solamente la madre de Dios, sino nuestra madre común, porque ella profesa a todos los hombres afecto e inclinación […] y toma a todos en sus brazos, y la llama “la nueva madre común”[…], madre de todos nosotros juntamente y de cada uno. San Bernardo dice:  la madre de Dios es madre nuestra (citado en Ossanna, 1988, p, 1205).

Es importante saber que los evangelistas no presentaron a María en sus grandezas y exaltaciones, sino que la dejan ver como la primera creyente. Los textos bíblicos nos dejan ver claramente que desde el inicio podemos encontrar en María un sí de creyente, pues ella se mostró desde el principio como la mujer que fue obediente a Dios en una aceptación total del plan de Salvación. Augustin George afirma: “Los evangelistas, lejos de hacer consistir la grandeza de María en luces excepcionales, la muestran en su fe, sometida a las mismas oscuridades, al mismo proceso que el más humilde de los fieles (Lc 1,45)” (1993, p. 511).

El Pueblo de Dios antes que todo es una comunidad de creyentes. y esto aparecerá como típico en la fe de la persona en la que quede personificada la fe de todo el pueblo. Como nos lo recuerda la Lumen Gentium, ella es madre de la Iglesia y madre de los hombres. María como madre de los hombres es la primera creyente y a la vez la madre de los creyentes que va a ser recordada por generaciones de generaciones. Su ejemplo de madre que abraza  en su corazón la obra de Dios nos enseña que su papel no es estrictamente de la mediación redentora reservada exclusivamente a Cristo, sino que su mediación está dada en la solidaridad de enseñarnos a reconocer a Cristo. Consagrarnos a  ella no es más que una  manera excelente de consagrarnos  a su Hijo. En este sentido de mediación, desde unas características bíblicas, María permite que todos los hombres que buscan a Dios participen de esa solidaridad: “La ‘mediación’ de María ha de entenderse en el plano de la solidaridad de todos los hombres necesitados de la gracia” (Schmaus, 1973, tomo IV 4, p. 437).

María, cántico de exaltación

El Magnificat se inscribe en la liturgia cristiana como un cántico de alabanza de María que recoge la esperanza, la luz y los dones mesiánicos prescritos en el Antiguo Testamento. Su estructura y elementos esenciales se inspiran en el cántico de Ana (1S 2, 1-10) y de otros pasajes de la escritura en una acción de gracias. Las gracias proclamadas por María se relacionan con Abraham, el padre de los creyentes, y entre ellos dos aparece con fuerza la comunidad de los pobres, de los predilectos y los salvados por Dios (Lc 1, 50-54). Desde ese momento este cántico también es el anticipo de las bienaventuranzas.

María se descubre entonces como un cántico de exaltación, de alabanza a Dios. en este sentido, la Iglesia en su liturgia se une a ese primer momento fecundo de María, quien por su boca canta a Dios la acción de gracias del pueblo de Israel. en consecuencia, la Iglesia encuentra en esta alabanza el mejor ejemplo de su liturgia y es allí donde quizás la Iglesia reconoce con mayor claridad a María como su madre (O’Donnell y Pié-Ninot, 2001, p. 698), ya que en Cristo recibe su origen y su eficacia. En la Iglesia ortodoxa la devoción mariana es esencialmente litúrgica:

Evocar a María, Madre de Dios, lleva a contemplar su misterio en la oración litúrgica o privada en unión estrecha con Cristo y en la memoria de los acontecimientos de la salvación. María tiene un lugar eminente con respecto a los otros seres creados y ella es orada y cantada con fervor por los fieles [2] (Jeanlin, 2012, p. 9).

Desde estos elementos esenciales de la tradición eclesial y de los relatos bíblicos, aportaremos algunos elementos nuevos para clarificar cuál es la liturgia celebrada y rendida a María.

Con justa causa fue a partir del siglo II que comenzó el culto a María después de la celebración de los mártires en el ciclo de los santos. ello se explica por el hecho del recelo de los primeros cristianos de identificar, dentro del contexto sociocultural y religioso del momento, a María como una diosa. María no era una diosa del mundo mediterráneo helenizado a quien se le podían rendir los mejores honores humanos. De esto se desprende que la celebración tardía de  las fiestas marianas de raigambres bíblicas y doctrinales no puede ser relacionada con un pasado pagano. También vemos que algunos elementos litúrgicos con referencia a María son tardíos, pues hay que esperar hasta el siglo IV para nombrar a María en el canon de la misa (Laurentin, 1985, p. 459); y las primeras oraciones en occidente dirigidas a María no datan sino hasta la mitad del siglo

V. Los evangelios son parcos en hablar de María y solamente es Lucas quien la pone a la luz pública. Por otro lado, desde el texto bíblico, notamos que el evangelista Lucas pone en claro cuál es la justa causa de alabanza de María: “porque Dios ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamaran bienaventurada” (Lc 1, 48). Su humildad y sencillez alcanzó gracia ante Dios. En este sentido, ser esclava del Señor significa que María de Nazaret es la creyente y la esclava modelo que responde con todo el corazón al plan de Dios, y es también la precursora de la galería de gentes de mala fama, es decir, de mujeres, de pecadores y gente sencilla, de los que nadie esperaría que respondiesen favorablemente a la revelación de Dios (Brown, 2004, p. 141).

En este doble movimiento de reconocimiento y exaltación de María en el Magnificat, podemos ver a una mujer de su tiempo y a una mujer en particular en un momento histórico que discierne y hace la voluntad de Dios. ¿La imagen de mujer que tenemos de María en la Iglesia se identifica realmente con María, la madre de Jesús de Nazaret? La tentación de los cristianos a través de la historia es intentar mostrar una figura de María inflamada y enaltecida a raíz de nuestros propios poderes e intereses, hasta tal punto de rendirle culto y de divinizarla. Durante épocas la Iglesia ha tenido que hacer el esfuerzo de purificar la imagen de María:

Eso llevó poco a poco a precisar en qué sentido la Virgen se honra como Madre de Dios, y a distinguir el culto de adoración (latría) debido a Cristo del honor que se rinde a las criaturas […] Por esta razón, en su rigor, el creyente “no ruega” a María, sino se encomienda a su oración: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros […] [3]. (Jourjon, 1998, p. 714).

Bien lo señala santo Tomás cuando se refiere a la adoración (latría), indicando que es exclusiva para adorar a Dios y no a la creatura. en este sentido, por el hecho de que María es ser creatura racional, a ella le rendimos veneración de dulía, y por su dignidad de ser la Madre de Dios le brindamos una veneración de hiperdulía (ST, III, q. 25, a. 5).

Al respecto, quiero traer una reflexión muy válida de Schillebeeckx con respecto a conferir falsos títulos a María, hecho que se dio en la edad Media con la pretensión de honrar a María con más de mil nombres, cosa que es inoficiosa; pues dice el teólogo dominico que ella está suficientemente honrada con los gloriosos títulos que son suyos de veras.

Como ejemplos, citaremos al seudo-Alberto: ‘No pretendemos adornar a la gloriosa Virgen con nuestras mentiras’. San Bernardo dice: “el honor de la Reina exige únicamente fidelidad; la Virgen regia no necesita falso honor, ya que está abundantemente dotada de verdaderos títulos de honor y adornada con la corona de muchas glorias. y San Buenaventura: “No deberíamos inventar nuevos títulos de honor en alabanza de la Virgen, la cual no necesita nuestras mentiras, ya que está ricamente adornada de verdadera gloria”[…] (1969, p. 13), en este contexto y más recientemente, en su discurso pronunciado en víspera del Congreso Mariano celebrado en Roma en noviembre del año 1954, el papa Pío XII advertía también a sus oyentes del peligro de exageración que puede haber en nuestra actitud hacia María (en el estudio teológico, en el fomento exagerado de devociones o en el puro sentimentalismo). y señaló también el peligro de empequeñecimiento del misterio mariano por una racionalización extrema (2000, pp. 40-41).

De esto podemos concluir que es necesario como creyentes revisar nuestra manera de dirigirnos y de honrar a la Santísima Virgen, no con suspiros y falsas devociones, sino uniéndonos a su intercesión ante Dios a la cual está ella siempre solícita.

En efecto, cabe destacar que nuestra oración mariana va dirigida a Cristo en donde el creyente, en sus iniciativas y en su experiencia particular de fe, ora a Dios por medio de María, pidiendo “¡Hágase tu voluntad!”. Por ejemplo, “[el] valor de la oración del rosario consiste en su concentración sobre el misterio salvífico de la redención. Pero María está activamente presente en y asociada con todo el conjunto de este orden histórico de la salvación” (Schillebeeckx, 2000, pp. 40-41). y continúa: “en realidad, no hay verdadera diferencia entre la forma psicológica de la oración del rosario y la de la oración del breviario. Las dos son formas vocales de oración y, al mismo tiempo, son una oración interior” (1969, p. 248).

Finalmente, es interesante saber que la oración cristiana durante siglos ha recogido del Antiguo Testamento algunas imágenes bíblicas para realzar la figura de María, especialmente para evocar sus virtudes y su misión.

Prueba de esta constatación son las letanías lauretanas a la Virgen María que datan desde 1587. Las comparaciones allí contenidas y tomadas de los grandes momentos de la historia de fe del pueblo de Israel expresan esta continuidad en la persona de una mujer elegida por Dios, figuras tales como: arca de la alianza, espejo de justicia, trono de la sabiduría, torre de David, puerta del cielo, etc. estos atributos comparativos puestos en María la hacen merecedora de ser “puente de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento” (1994, p. 70) como bien lo afirma Albert Gélin, de igual manera, ella es  el centro donde confluyen los ruegos de los orantes de la tradición cristiana: María será el eco instantáneo de una larga cadena de orantes: su espíritu refundirá todo el deseo de recibir al Dios que se aproxima y resumirá toda esta esperanza que constituye la dimensión espiritual de Israel que, por fin, va a engendrar a Cristo (1994, p. 70).

Así pues, en María, en su humanidad, encontramos la expresión más límpida de un cántico de exaltación que ella misma hace en su vida de creyente para la humanidad. en palabras del mismo autor, “María averigua cuáles son nuestras necesidades y, con franca sencillez de una madre, se las presenta a Dios, quien en Jesús, fue y sigue siendo su Hijo” (Gélin, 1994, p. 70).

Para puntualizar

Luego de haber expuesto algunos elementos esenciales de la mariología, especialmente aquellos que conciernen al conocimiento y a la veneración de  la Madre del Salvador, quiero ahora puntualizar sobre el título del presente Congreso de Teología Mariana, el cual aborda la problemática titulada: María, madre y hermana de los pobres.

Un buen comienzo académico es señalar desde ahora la necesidad de distinguir la relación existente entre los dos calificativos de madre y hermana dados a la Virgen María. en principio y en el orden de la genealogía, la relación de madre y hermana a nivel humano puede ser sospechosa porque se detentan dos relaciones asimétricas muy diferentes e inconciliables en una misma persona. La primera, señala la causa o el origen de algo, el cual le corresponde en este caso al apelativo de madre; y el segundo, en una relación proporcionada, la correlación de hermano. San Lucas nos puede ilustrar al respecto: “Se presentaron donde él su madre y sus hermanos, pero no podían llegar hasta él a causa de la gente. Le anunciaron: ‘Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte’” (Lc 8,19-20). Madre y hermanos no se identifican. En este caso, si los términos no se distinguen ellos pueden llevarnos fácilmente a la confusión.

Seguidamente, en este grado de la distinción, el apelativo madre y hermana puede ser entendido desde la analogía para indicar dos relaciones esenciales posibles que se dan, uno en el orden de la naturaleza y el otro en el de la comparación o en el sentido figurado. En este caso lo vemos claramente en la respuesta de Jesús a sus interlocutores: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). en este caso  no se desmiente lo real de la maternidad y la hermandad de los sujetos. este tipo de relación puede ser visto con otro ejemplo: en su sermón Sobre los pastores, san Agustín dice:

Por ello debo tener presente dos cosas, distinguiéndolas bien, a saber: que por una parte soy cristiano y por otra soy obispo. el ser cristiano se me ha dado como don propio; el ser obispo, en cambio lo he recibido para vuestro bien” (Liturgia de las Horas según el rito Romano, p. 224).

En este sentido literal, María es madre en el orden de la generación y de la fe como don propio de su naturaleza por ser la Madre del Hijo de Dios, pero es hermana nuestra por el beneficio que ha recibido de su pertenencia al grupo de los creyentes, los redimidos.

Por último, este esfuerzo de la distinción tiene como fin situar esta relación de madre y hermana de los pobres en un sentido espiritual. ello implica entonces una claridad terminológica para no encasillar a María en unas imágenes de nuestra experiencia familiar, las cuales quizás de manera particular nos ha tocado vivir; aquí la maternidad y la hermandad de María con respecto a nosotros los creyentes exigen una purificación de nuestras propias figuras de madre y hermano.

María no es un eslabón entre Dios y nosotros, sino el seno privilegiado que nos engendra como hermanos de Cristo. María es el cofre en el que tiene lugar nuestro encuentro directo con Cristo. Si nuestra  docilidad a la gracia, si nuestras oraciones a Cristo, las insertamos en el “fiat” mariano que hace suyas todas nuestras súplicas: entonces ese “fiat” se convierte en el medio todopoderoso de que nuestras oraciones sean escuchadas (Schillebeeckx, 1969, p. 215).

En una sana reflexión teológica de la mariología y en el aspecto figurativo, María es para nosotros madre de los creyentes y en el orden de la redención una hermana porque formó su humanidad en la gracia. ella nos presta su voz para dirigimos a su Hijo y para cantar las alabanzas de nuestras propias fragilidades, pues en ella no hay mentira. Para finalizar, hago mía la oración de Herder Cámara a la Virgen de la Liberación:

¿qué hay en ti, en tus palabras, en tu voz, cuando anuncias en el Magnificat

la humillación de los poderosos y la elevación de los humildes,

la saciedad de los que tienen hambre y el desmayo de los ricos,

que nadie se atreve a llamarte revolucionaria ni mirarte con sospecha?

¡Préstanos tu voz y canta con nosotros! (Descalzo, 1992, p. 105).

Samuel Forero Buitrago, en dialnet.unirioja.es/

José Antonio Riestra

 

1.        La obra de la Encarnación

La asunción de la naturaleza humana de Cristo por la Persona del Verbo es obra de las tres Personas divinas. La Encarnación de Dios es la Encarnación del Hijo, no del Padre, ni del Espíritu Santo. No obstante, la Encarnación fue una obra de toda la Trinidad. Por eso, en la Sagrada Escritura a veces se atribuye a Dios Padre (Hb 10, 5; Ga 4, 4), o al Hijo mismo (Flp 2, 7), o al Espíritu Santo (Lc 1, 35; Mt 1, 20). Se subraya así que la obra de la Encarnación fue un único acto, común a las tres Personas divinas. San Agustín explicaba que «el hecho de que María concibiese y diese a luz es obra de la Trinidad, ya que las obras de la Trinidad son inseparables» [1]. Se trata en efecto de una acción divina ad extra, cuyos efectos están fuera de Dios, en las criaturas, pues son obra de las tres Personas conjuntamente, ya que uno y único es el Ser divino, que es el mismo poder infinito de Dios (cfr. Catecismo, 258).

La Encarnación del Verbo no afecta a la libertad divina, pues Dios podía haber decidido que el Verbo no se encarnara, o que se encarnara otra Persona divina. Sin embargo, decir que Dios es infinitamente libre no significa que sus decisiones sean arbitrarias ni negar que el amor sea la razón de su actuar. Por eso los teólogos suelen buscar las razones de conveniencia que se pueden vislumbrar en las diversas decisiones divinas, tal como se manifiestan en la actual economía de la salvación. Buscan tan sólo poner de relieve la maravillosa sabiduría y coherencia que existe en toda obra divina, no una eventual necesidad en Dios.

2.        La Virgen María, Madre de Dios

La Virgen María fue predestinada para ser Madre de Dios desde toda la eternidad juntamente con la Encarnación del Verbo: «en el misterio de Cristo, María está presente ya “antes de la creación del mundo” como aquella que el Padre ‘ha elegido’ como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad» [2]. La elección divina respeta la libertad de Santa María, pues «el Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cfr. 61)» (Catecismo, 488). Por eso, desde muy antiguo, los Padres de la Iglesia han visto en María la Nueva Eva.

«Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56)» (Catecismo, 490). El arcángel San Gabriel, en el  momento de la Anunciación, la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). Antes de que el Verbo se encarnara, María era ya, por su correspondencia a los dones divinos, llena de gracia. La gracia recibida por María la hace grata a Dios y la prepara para ser la Madre virginal del Salvador. Totalmente poseída por la gracia de Dios, pudo dar su libre consentimiento al anuncio de su vocación (cfr. Catecismo, 490). Así, «dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cfr. LG 56)» (Catecismo, 494). Los Padres orientales suelen llamar a la Madre de Dios «la Toda Santa» y «la celebran “como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura” (LG 56). Por la gracia de Dios María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida» (Catecismo, 493).

María ha sido redimida desde su concepción: «es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: “… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” (DS 2803)» (Catecismo, 491). La Inmaculada Concepción manifiesta el amor gratuito de Dios, pues ha sido iniciativa divina y no mérito de María sino de Cristo. En efecto, «esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante de su concepción” (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (LG 53)» (Catecismo, 492).

Santa María es Madre de Dios: «en efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (cfr. DS 252)» (Catecismo, 495). Ciertamente no ha engendrado la divinidad, sino el cuerpo humano del Verbo, al que se unió inmediatamente su alma racional, creada por Dios como todas las demás, dando así origen a la naturaleza humana que en ese mismo instante fue asumida por el Verbo.

María fue siempre Virgen. Desde antiguo, la Iglesia confiesa en el Credo y celebra en su liturgia «a María como la (…) “siempre-virgen” (cfr. LG 52)» (Catecismo, 499; cfr. Catecismo, 496-507). Esta fe de la Iglesia se refleja en la antiquísima fórmula: «Virgen antes del parto, en el  parto  y  después  del  parto».  Desde  el  inicio,  «la  Iglesia  ha  confesado  que  Jesús  fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso; Jesús fue concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc. Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo» (Catecismo, 496). María fue también virgen en el parto, pues «le dio a luz sin detrimento  de  su  virginidad,  como  sin  perder  su  virginidad  lo  había  concebido  (…)

Jesucristo nació de un seno virginal con un nacimiento admirable» [3]. En efecto, «el nacimiento de Cristo “lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre (LG 57)» (Catecismo, 499). María permaneció perpetuamente virgen después del parto. Los Padres de la Iglesia, en sus explicaciones de los Evangelios y en sus respuestas a las diversas objeciones, han afirmado siempre esta realidad, que manifiesta su total disponibilidad y la entrega absoluta al designio salvífico de Dios. Lo resumía San Basilio cuando escribió que «los amantes de Cristo no admiten escuchar que la Madre de Dios haya dejado de ser virgen en algún momento» [4].

María fue asunta al Cielo. «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» [5]. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una anticipación de la resurrección de los demás cristianos (cfr. Catecismo, 966). La realeza de María se fundamenta en su maternidad divina y en su asociación a la obra de la Redención [6]. El 1 de noviembre de 1954, Pío XII instituyó la fiesta de Santa María Reina [7].

María es la Madre del Redentor. Por eso su maternidad divina comporta también su cooperación en la salvación de los hombres: «María, hija de Adán, aceptando la palabra divina fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la

salvación humana por la libre fe y obediencia» [8]. Esta cooperación se manifiesta también en su maternidad espiritual. María, nueva Eva, es verdadera madre de los hombres en el orden de la gracia pues coopera al nacimiento a la vida de la gracia y al desarrollo espiritual de los fieles: María «colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza  y  ardiente  amor,  para  restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por  esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» [9] (cfr. Catecismo, 968). María es también mediadora y su mediación materna, subordinada siempre a la única mediación de Cristo, comenzó con el fiat de la Anunciación y perdura en el cielo, ya que «con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna… Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» [10] (cfr. Catecismo, 969).

María es tipo y modelo de la Iglesia: «La Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” (…) de la Iglesia (LG 63)» (Catecismo, 967). Pablo VI, el 21- 11-1964, nombró solemnemente a María Madre de la Iglesia, para subrayar de modo explícito la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano [11].

Se comprende, a la vista de cuanto hemos expuesto, que la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen sea un elemento intrínseco del culto cristiano [12]. La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos,  se  venera  a  la  Santísima  Virgen  con  el  título  de  “Madre  de  Dios”,  bajo cuya protección de acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades… Este culto…

aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» [13]. El culto a Santa María «encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios (cfr. SC 103) y en la oración mariana, como el Santo Rosario» (Catecismo, 971).

2.        Figuras y profecías de la Encarnación

Hemos visto en el tema anterior cómo tras el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, Dios no abandonó al hombre sino que les prometió un Salvador (cfr. Gn 3, 15; Catecismo, 410).

Tras el pecado original y la promesa del Redentor, Dios mismo vuelve a tomar la iniciativa y estableció una Alianza con los hombres: con Noé tras del diluvio (cfr. Gn 9-10) y después sobre todo con Abraham (cfr. Gn 15-17), a quien prometió una gran descendencia y hacer de ella un gran pueblo, dándole una nueva tierra, y en quien un día serían bendecidas todas las naciones. La Alianza se renovó después con Isaac (cfr. Gn 26, 2-5) y con Jacob (cfr. Gn 28, 12-15; Gn 35, 9-12). En el Antiguo Testamento, la Alianza alcanza su expresión más completa con Moisés (cfr. Ex 6, 2-8; Ex 19-34).

Momento importante en la historia de las relaciones entre Dios e Israel fue la profecía de Natán (cfr. 2S 7, 7-15), que anuncia que el Mesías será de la descendencia de David y que reinará sobre todos los pueblos, no sólo sobre Israel. Del Mesías se dirá en otros textos proféticos que su nacimiento tendría lugar en Belén (cfr. Mi 5, 1), que pertenecería a la estirpe de David (cfr. Is 11, 1; Jr 23, 5); que se le pondría por nombre «Enmanuel», esto es, Dios con nosotros (cfr. Is 7, 14); que se le llamará «Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la Paz» (Is 9, 5), etc. Junto a estos textos que describen al Mesías como rey y descendiente de David, hay otros que relatan, también de modo profético, la misión redentora del Mesías, llamándolo Siervo de Yahvé, siervo de dolores, que asumirá en su cuerpo la reconciliación y la paz (cfr. Ef 2,14-18): Is 42, 1-7; Is 49, 1-9; Is 50, 4-9; Is 52, 13-Is 53, 12. En este contexto es importante el texto de Dn 7, 13-14 sobre el Hijo del hombre, que misteriosamente a través de la humildad y el abajamiento supera la condición humana y restaura el reino mesiánico en su fase definitiva (cfr. Catecismo, 440).

Las principales figuras del Redentor en el Antiguo Testamento son el inocente Abel, el sumo sacerdote Melquisedec, el sacrificio de Isaac, José vendido por sus hermanos, el cordero pascual, la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto y el profeta Jonás.

3.        Los nombres de Cristo

Son muchos los nombres y títulos atribuidos a Cristo por teólogos y autores espirituales a lo largo de los siglos. Unos se toman del Antiguo Testamento; otros, del Nuevo. Algunos son utilizados o aceptados por Jesús mismo; otros le han sido aplicados por la Iglesia a lo largo de los siglos. Veremos aquí los nombres más importantes y habituales.

Jesús (cfr. Catecismo, 430-435), que en hebreo significa «Dios salva»: «en el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión» (Catecismo, 430), es decir, El es el Hijo de Dios hecho hombre para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). El nombre de Jesús «significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (cfr. Hch 5, 41; 3Jn 7) hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cfr. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación» (Catecismo, 432). El nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana (cfr. Catecismo, 435). Cristo  (cfr.  Catecismo,  436-440),  que  viene  de  la  traducción  griega  del  término hebreo «Mesías» y que quiere decir «ungido». Pasa a ser nombre propio de Jesús «porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de El» (Catecismo, 436). Éste era el caso de los sacerdotes, los reyes y excepcionalmente de los profetas.  Éste  debía  ser  por  excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para  instaurar definitivamente su Reino. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (cfr. ibíd.). Jesús «aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cfr. Jn 4, 25-26; Jn 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cfr. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cfr. Jn 6, 15; Lc 24, 21)» (Catecismo, 439).

Jesucristo es el Unigénito de Dios, el Hijo único de Dios (cfr. Catecismo, 441-445). La filiación de Jesús respecto a su Padre no es una filiación adoptiva como la nuestra, sino la filiación divina natural, es decir, «la relación única y eterna de Jesucristo con Dios, su Padre: El es el Hijo único del Padre (cfr. Jn 1, 14.18; JN 3, 16.18) y El mismo es Dios (cfr. Jn 1, 1). Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios (cfr. Hch 8, 37; 1Jn 2, 23)» (Catecismo, 454). Los evangelios «narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su “Hijo amado” (Mt 3, 17; Mt 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como el “Hijo único de Dios” (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna» (Catecismo, 444).

Señor (cfr. Catecismo, 446-451): «en la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cfr. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza  en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cfr. 1Co 2, 8)» (Catecismo, 446). Al atribuir a Jesús el título divino de Señor, «las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cfr. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cfr. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de “de condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cfr. Rm 10, 9; 1Co 12, 3; Flp 2, 11)» (Catecismo, 449). La oración cristiana, litúrgica o personal, está marcada por el título «Señor» (cfr. Catecismo, 451).

4.        Cristo es el único mediador perfecto entre Dios y los hombres. Es Maestro, Sacerdote y Rey.

«Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de su Persona divina: por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres» (Catecismo, 480). La expresión más profunda del Nuevo Testamento sobre la mediación de Cristo se encuentra en la primera carta a Timoteo: «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1Tm 2, 5). Se presentan aquí la persona del Mediador y la acción del Mediador. Y en la carta a los Hebreos se presenta a Cristo como el mediador de una Nueva Alianza (cfr. Hb 8, 6; Hb 9, 15; Hb 12, 24). Jesucristo es mediador porque es perfecto Dios y perfecto hombre, pero es mediador en y por su humanidad. Esos textos del Nuevo Testamento presentan a Cristo como profeta y revelador, como sumo sacerdote y como Señor de toda la creación. No se trata de tres ministerios distintos, sino de tres aspectos diversos de la función salvífica del único mediador.

Cristo es el profeta anunciado en el Deuteronomio (Dt 18,18). Por profeta tenía la gente a Jesús (cfr. Mt 16, 14; Mc 6, 14-16; Lc 24, 19). El mismo inicio de la carta a los Hebreos resulta paradigmático a estos efectos. Pero Cristo es más que profeta: Él es el Maestro, es decir, aquel que enseña por propia autoridad, con una autoridad desconocida hasta entonces que dejaba sorprendidos a quienes le escuchaban. El carácter supremo de las enseñanzas de Jesús se fundamenta en el hecho de que es Dios y hombre. Jesús no sólo enseña la verdad, sino que El es la Verdad hecha visible en la carne. Cristo, Verbo eterno del Padre, «es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta» (Catecismo, 65). La enseñanza de Cristo es definitiva, también en el sentido de que, con ella, la Revelación de Dios a los hombres en la historia ha tenido su último cumplimiento.

Cristo es sacerdote. La mediación de Jesucristo es una mediación sacerdotal. En la carta a los Hebreos, que tiene como tema central el sacerdocio de Cristo, Jesucristo es presentado como el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, «único Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec» (Hb 5, 10; Hb 6, 20), «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7, 26), «que, “mediante  una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hb 10, 14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz» (Catecismo, 1544). Del mismo modo que el sacrificio de Cristo –su muerte en la Cruz- es único por la unidad que existe entre el sacerdote y la víctima –de valor infinito-, así también su sacerdocio es único. Él es la única víctima y el único sacerdote. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran figura del de Cristo y recibían su valor precisamente por su ordenación al de Cristo. El sacerdocio de Cristo, sacerdocio eterno, es participado por el sacerdocio ministerial y por el sacerdocio de los fieles, que ni se suman ni suceden al de Cristo (cfr. Catecismo, 1544-1547).

Cristo es Rey. Lo es no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. La soberanía de Cristo es un aspecto fundamental de su mediación salvífica. Cristo salva porque tiene el poder efectivo para hacerlo. La fe de la Iglesia afirma la realeza de Cristo y profesa en el Credo que «su reino no tendrá fin», repitiendo así lo que el arcángel Gabriel dijo a María (cfr. Lc 1, 32-33). La dignidad real de Cristo ya había sido anunciada en el Antiguo Testamento (cfr. Sal 2, 6; Is 7, 6; Is11, 1-9; Dn 7, 14). Cristo, sin embargo, no habló mucho de su realeza, pues entre los judíos de su tiempo estaba muy difundida una concepción material y terrena del Reino mesiánico. Sí lo reconoció en un momento particularmente solemne, cuando contestando a una pregunta de Pilato, respondió: «Sí, tu lo dices. Yo soy Rey» (Jn 18, 37). La realeza de Cristo no es metafórica, es real y comporta el poder de legislar y de juzgar. Es una realeza que se fundamenta en el hecho de que es el Verbo encarnado y en que es nuestro

Redentor [14]. Su reino es espiritual y eterno. Es un reino de santidad y de justicia, de amor, de verdad y de paz [15]. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y resurrección (cfr. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28)» (Catecismo, 786). Todos los fieles «participan de estas tres funciones de Cristo y tienen las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas» (Catecismo, 783).

5.        Toda la vida de Cristo es Redentora

Por lo que se refiere a la vida de Cristo, «el Símbolo de la fe no habla más que de los misterios de la Encarnación (concepción y nacimiento) y de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos, resurrección, ascensión). No dice nada explícitamente de los misterios de la vida oculta y pública de Jesús, pero los artículos de la fe referentes a la Encarnación y a la Pascua de Jesús iluminan toda la vida terrena de Cristo» (Catecismo, 512).

Toda la vida de Cristo es redentora y cualquier acto humano suyo posee un valor trascendente de salvación. Incluso en los actos más sencillos y aparentemente menos importantes de Jesús hay un eficaz ejercicio de su mediación entre Dios y los hombres, pues son siempre acciones del Verbo encarnado. Esta doctrina la entendió con especial profundidad San Josemaría, que ha enseñado a transformar todos los caminos de la tierra en caminos divinos de santificación: «llega la plenitud de los tiempos y, para cumplir esa misión (…) nace un Infante en Belén. Es el Redentor del mundo; pero, antes de hablar, ama con obras. No trae ninguna fórmula mágica, porque sabe que la salvación que ofrece debe pasar por el corazón del hombre. Sus primeras acciones son risas, lloros de niño, sueño inerme de un Dios encarnado: para enamorarnos, para que lo sepamos acoger en nuestros brazos» [16].

Los años de la vida oculta de Cristo no son una simple preparación para su ministerio público, sino auténticos actos redentores, orientados hacia la consumación del Misterio Pascual. Tiene gran relevancia teológica el hecho de que Jesús compartió durante la mayor parte de su vida la condición de la inmensa mayoría de los hombres: la vida cotidiana de familia y de trabajo en Nazaret. Nazaret es así una lección de vida familiar, una lección de trabajo [17]. Cristo también realiza nuestra redención durante los muchos años de trabajo de su vida oculta dando así todo su sentido divino en la historia de la salvación a la labor cotidiana del cristiano, y de millones de hombres de buena voluntad: «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino» [18].

José Antonio Riestra, en opusdei.org/es

Notas:

1.   SAN AGUSTÍN, De Trinitate, 2, 5, 9; cfr. Concilio Lateranense IV: DS 801.

2.   JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 8; cfr. PIO IX, Bula Ineffabilis Deus; PÍO XII, Bula Munificentissimus Deus, AAS 42(1950)9768; PABLO VI, Exh. Ap. Marialis cultus, 25; CIC, 488.

3.   SAN LEÓN MAGNO, Ep. Lectis dilectionis tuae, DS 291-294.

4.   SAN BASILIO, In Christi generationem, 5.

5.   CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, 59; cfr. la proclamación del dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por el Papa Pío XII en 1950: DS 3903.

6.   Cfr. PÍO XII, Enc. Ad coeli reginam, 11-10-1954: AAS 46(1954)625-640.

7.   Cfr. AAS 46(1954)662-666.

8.   CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, 56.

9.   Ibídem, 61.

10. Ibídem, 62.

11. Cfr. AAS 56(1964)1015-1016.

12. Cfr. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, 56.

13. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, 66.

14. Cfr. PÍO XI, Enc. Quas primas, 11-11-1925, AS 17(195)599.

15. Cfr. MISAL ROMANO, Prefacio de la Misa de Jesucristo, Rey del Universo.

16. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, 36.

17. Cfr. PABLO VI, Alocución en Nazaret, 5-1-1964: Insegnamenti di Paolo VI 2(1964)25.

18. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, 14


Jesús de las Heras Muela

La síntesis del Adviento en un decálogo

1.- Adviento es una palabra de etimología latina, que significa “venida”.

2.- Adviento es el tiempo litúrgico compuesto por las cuatro semanas que preceden a la Navidad como tiempo para la preparación al Nacimiento del Señor.

3.- El adviento tiene como color litúrgico al morado que significa penitencia y conversión, en este caso, transidas de esperanza ante la inminente venida del Señor.

4.- El adviento es un periodo de tiempo privilegiado para los cristianos ya se nos invita a recordar el pasado, vivir el presente y preparar el futuro.

5.- El adviento es memoria del misterio de gracia del nacimiento de Jesucristo. Es memoria de la encarnación. Es memoria de las maravillas que Dios hace en favor de los hombres. Es memoria de la primera venida del Señor. El adviento es historia viva.

6.- El adviento es llamada vivir el presente de nuestra vida cristiana comprometida y a experimentar y testimoniar la presencia de Jesucristo entre nosotros, con nosotros, por nosotros. El adviento nos interpela a vivir siempre vigilantes, caminando por los caminos del Señor en el justicia y en el amor. El adviento es presencia encarnada del cristiano, que cada vez que hace el bien, reactualiza la encarnación y la natividad de Jesucristo.

7.- El adviento prepara y anticipa el futuro. Es una invitación a preparar la segunda y definitiva venida de Jesucristo, ya en la “majestad de su gloria”. Vendrá como Señor y como Juez. El adviento nos hace proclamar la fe en su venida gloriosa y nos ayuda a prepararnos a ella. El adviento es vida futura, es Reino, es escatología.

8.- El adviento es tiempo para la revisión de la propia vida a la luz de vida de Jesucristo, a la luz de las promesas bíblicas y mesiánicas. El adviento es tiempo para el examen de conciencia continuado, arrepentido y agradecido.

9.- El adviento es proyección de vida nueva, de conversión permanente, del cielo nuevo y de la tierra nueva, que sólo se logran con el esfuerzo nuestro -mío y de cada uno de las personas- de cada día y de cada afán.

10.- El adviento es el tiempo de María de Nazaret que esperó, que confío en la palabra de Dios, que se dejó acampar por El y en quien floreció y alumbró el Salvador de mundo.

Noción del Adviento

“El adviento es un tiempo de preparación para la navidad, donde se recuerda a los hombres la primera venida del Hijo de Dios… Es un tiempo en el que se dirigen las mentes, mediante este recuerdo y esta espera a la segunda venida de Cristo, que tendrá lugar al final de los tiempos” (Misal Romano, Nº 39)

“El adviento tiene una triple dimensión: histórica, en recuerdo, celebración y actualización del nacimiento de Jesucristo; presente, en la medida en que Jesús sigue naciendo en medio de nuestro mundo y a través de la liturgia celebraremos, de nuevo, su nacimiento; y escatológica, en preparación y en espera de la segunda y definitiva venida del Señor”.

“El adviento, en su mismo término, en su palabra, es <presencia> y <espera>… El adviento es tiempo de esperanza gozosa y espiritual. No es tanto un tiempo como la cuaresma de penitencia, sino de gozo, de espera y esperanza gozosa. Toda la liturgia de este tiempo persigue una finalidad concreta: despertar en nosotros sentimientos de esperanza, de espera gozosa y anhelante”. (Vicent Ryan)

“El adviento es un tiempo atractivo, cargado de contenido, evocador, válido… Vivir el adviento cristiano es revivir poco a poco aquella gran esperanza de los grandes pobres de Israel… Vivir el adviento es ir adiestrando el corazón para las sucesivas sementeras de Dios que preparan la gran venida de la recolección, recolección exitosa para todos los que desde su lucidez o ignorancia aportan su lucecita de amor y de ternura… La vida es todo adviento o hemos perdido la capacidad de que algo nos sorprenda grata y definitivamente… La esperanza es la virtud del adviento. Y la esperanza es el arte de caminar gritando nuestros deseos”. (Vicent Ryan)

El origen del Adviento

Sobre el origen del adviento es preciso remontarse al siglo IV. “El Concilio de Zaragoza (año 380) habla de un tiempo preparatorio a la navidad, que comprende desde el 17 de diciembre, es decir, ocho días antes de la gran fiesta del nacimiento de Jesús, y obliga a los cristianos a asistir todos los días a las reuniones eclesiales hasta en día 6 de enero.

En Francia, San Gregorio de Tours, menciona un período de ayuno a celebrar a partir del 11 de diciembre, lo que confirió al adviento un carácter marcadamente penitencial… Nos consta en la Iglesia de Roma en el siglo IV una gran celebración de la fiesta de la navidad… Progresivamente, según se va enriqueciendo de contenido teológico el memorial de la “nativitas domini”, así se va diseñando el adviento como una auténtica liturgia.

San León magno, Obispo de Roma en el siglo V, piensa el misterio de la navidad como una preparación para la pascua: el pesebre es premonición de la cruz y la llegada del Mesías asumiendo la humanidad es evocación de la segunda venida del Señor, revestido de poder y gloria.

De ahí que, con el paso del tiempo, el adviento en Roma revistiera esa doble perspectiva y que se mantiene hasta el día de hoy: celebración de la parusía del Señor que ha de venir y también celebración de aquel misterio de Cristo, su salvífica encarnación, que culmina en el misterio pascual, realizado por la muerte y resurrección del Señor. Así, pues, adviento que en cuanto vocablo pagano no significa más que venida o llegada, o aniversario de una venida, asume un nuevo valor semántico: el de espera y el de preparación”.

Contenidos y actitudes del Adviento

1.- El adviento es, en primer término, tiempo de preparación a la Navidad, donde se recuerda a los hombres la primera venida del Hijo de Dios.

2.- Es asimismo tiempo en el que se dirigen las mentes, mediante este recuerdo y esta espera, a la segunda venida de Cristo, que tendrá lugar al final de los tiempos.

3.- Por ello, el adviento tiene una triple dimensión: histórica, en recuerdo, celebración y actualización del nacimiento de Jesucristo en la historia; presente, en la medida en que Jesús sigue naciendo en medio de nuestro mundo y a través de la liturgia celebramos, de nuevo, su nacimiento; y escatológica, en preparación y en espera de la segunda y definitiva venida del Señor.

4.- El adviento es, ya en su mismo término o vocablo, <presencia> y <espera>. Es tiempo, no tanto de penitencia como la cuaresma, sino de esperanza gozosa y espiritual, de gozo, de espera gozosa. Toda la liturgia de este tiempo persigue la finalidad concreta de despertar en nosotros sentimientos de esperanza, de espera gozosa y anhelante.

5.- El adviento es un tiempo atractivo, cargado de contenido, evocador, válido… Vivir el adviento cristiano es revivir poco a poco aquel gran esperanza de los grandes pobres de Israel desde Abraham a Isabel, desde Moisés a Juan el Bautista… Vivir el adviento es ir adiestrando el corazón para las sucesivas sementeras de Dios que preparan la gran venida de la recolección… La vida es siempre adviento o hemos perdido la capacidad de que algo nos sorprenda grata y definitivamente.

6.- Durante este tiempo del adviento se han de intensificar actitudes fundamentales de la vida cristiana como la espera atenta, la vigilancia constante, la fidelidad obsequiosa en el trabajo, la sensibilidad precisa para descubrir y discernir los signos de los tiempos, como manifestaciones del Dios Salvador, que está viniendo con gloria.

7.- A lo largo de las cuatro semanas del adviento debemos esforzarnos por descubrir y desear eficazmente las promesas mesiánicas: la paz, la justicia, la relación fraternal, el compromiso en pro del nacimiento de un nuevo mundo desde la raíz.

8.- El adviento nos dice que la perspectiva de la vida humana está de cara al futuro, con la esperanza puesta en la garantía del Dios de las promesas.

9.- Adviento es el camino hacia la luz. El camino del creyente y del pueblo que caminaban entre tinieblas y encuentran la gran luz en la explosión de la luz del alumbramiento de Jesucristo, luz de los pueblos.

10.- La esperanza es la virtud del adviento. Y la esperanza es el arte de caminar gritando nuestros deseos: ¡Ven, Señor Jesús!

Los personajes del Adviento

Cuatro son los grandes personajes del adviento en espera, en preparación y anuncio del Dios que llega, del Señor que se acerca. El primero de ellos es el profeta Isaías. En el Nuevo Testamento destacan María de Nazaret y su esposo José y Juan el Bautista, auténtico prototipo del adviento.

“El gran pedagogo del adviento es Isaías. Habría que leerle con una gran paz interior, dejando que sacuda nuestras conciencias dormidas, aliente a la esperanza, anime a la conversión, promueva gestos claros de paz y de reconciliación entre los hombres y entre los pueblos… Adviento es también el mes de María; es litúrgicamente más mariano que ninguno otro a lo largo del año. El icono de María gestante, o de la expectación, personifica a la Iglesia madre que está llena de Cristo y lo pone como luz en el mundo, para que el resto de sus hermanos habiten tranquilos hasta los confines de la tierra, pues él será nuestra paz -Mi 5, 2-5-”

“María de Nazaret es la estrella del adviento… Ella llevó en su vientre con inefable amor de madre a Jesucristo… Ella vivió un adviento de nueve meses en su regazo materno y virginal, en su mente y en su corazón… ¡Qué largo y hermoso adviento!… Ella es la “mater spei”, el modelo de la espera y de la esperanza. Supo, como nadie, preparar un sitio al Señor, el Hijo que florecía en sus entrañas… En Ella se realizó la promesa de Israel, la esperanza, después, ahora y ya para siempre, de la Iglesia… ¿No debería ser, pues, diciembre el mes de María?”. (José Manuel Puente)

Los lugares y los símbolos del Adviento

1.- El desierto, el ámbito donde clama la voz del Señor a la conversión, donde mejor escuchar sus designios, el lugar inhóspito que se convertirá en vergel, que florecerá como la flor del narciso.

2.- El camino, signo por excelencia del adviento, camino que lleva a Belén. Camino a recorrer y camino a preparar al Señor. Que lo torcido se enderece y que lo escabroso se iguale.

3.- La colina, símbolo del orgullo, la prepotencia, la vanidad y la “grandeza” de nuestros cálculos y categorías humanas, que son precisos abajar para la llegada del Señor.

4.- El valle, símbolo de nuestro esfuerzo por elevar la esperanza y mantener siempre la confianza en el Señor. ¡Qué los valles se levanten para que puedan contemplar al Señor!

5.- El renuevo, el vástago, que florecerá de su raíz y sobre el que se posará el Espíritu del Señor.

6.- La pradera, donde habitarán y pacerán el lobo con el cordero, la pantera con el cabrito, el novillo y león, mientras los pastoreará un muchacho pequeño.

7.- El silencio, en el silencio de la noche siempre se manifestó Dios. En el silencio de la noche resonó para siempre la Palabra de Dios hecha carne. En el silencio de las noche y de los días del adviento, nos hablará, de nuevo, la Palabra.

8.- El gozo, sentimiento hondo de alegría, el gozo por el Señor que viene, por el Dios que se acerca. El gozo de salvarnos salvados. El gozo “porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro” son quebrantados como en el día de Madían; el gozo y la alegría “como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín”.

9.- La luz, del pueblo del caminaba en tinieblas, que habitaba en tierras de sombras, y se vio envuelto en la gran luz del alumbramiento del Señor. Esa luz expresada hoy día en los símbolos catequéticos y litúrgicos en la corona de adviento, que cada semana del adviento ve incrementada una luz mientras se aproxima la venida del Señor.

10.- La paz, la paz que es el don de los dones del Señor, la plenitud de las promesas y profecías mesiánicas, el anuncio y certeza de que Quien viene es el Príncipe de la paz, el arbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. “De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas”. “¡Qué en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente!”

Todos estos lugares, todos estos símbolos, conducirán, como un peregrinar, al pesebre de Belén, la gran realidad y la gran metáfora del adviento.

El decálogo de la corona de Adviento: Memoria, Símbolo, Profecía

1.- Noción: Se trata de una corona de ramas verdes, en la que se fijan cuatro velas vistosas, generalmente violáceas. Suele colocarse sobre una mesita, o sobre un tronco de árbol, o colgada del techo con una cinta elegante. En principio, no se pone encima del altar, sino junto al ambón o en otro lugar adecuado como, por ejemplo, junto a una imagen o icono de la Virgen Madre, siempre Santa María del Adviento. La corona de Navidad es así el primer anuncio de la Navidad.

2.- Orígenes e inculturación: Es una costumbre originaria de los países germánicos y extendida a América del Norte, ya convertida en un símbolo del Adviento en los hogares  cristianos y de las parroquias y comunidades.

Durante el frío y la oscuridad del final del otoño los pueblos germánicos precristianos recolectaban coronas de ramas verdes y encendían fuegos como señal de esperanza en la venida del sol naciente y de la primavera.

Ejemplo, pues, de cristianización de la cultura donde lo viejo toma ahora un nuevo y pleno sentido, la Corona de Adviento encuentra un espléndido referente en Jesucristo, la luz del mundo, el vencedor de la oscuridad y de las tinieblas.

3.- Los contenidos de la Corona de Adviento: Una corona circular, ramas o follaje verde, cuatro velas y algún adorno sobre ellas como manzanas rojas y el listón rojo.

4.- La Corona circular: El círculo hace presente la figura perfecta que no tiene principio ni fin, evocando la unidad y eternidad del Señor Jesucristo que es el mismo ayer, hoy y siempre (cfr. Heb 13, 8). Es señal del amor de Dios que es eterno, sin principio ni fin. Es asimismo interpelación para que también nuestro amor a Dios y amor al prójimo tampoco finalice nunca.

5.- El follaje verde perenne: Las ramas verdes pueden ser de ramas de pino, abeto, hiedra…. Representan a Cristo eternamente vivo y presente entre nosotros.

6.-Los adornos: Son unas manzanas rojas y un listón rojo. Las manzanas representan los frutos del jardín del Edén con Adán y Eva. Hablan, pues, del pecado de la expulsión del paraíso y el anhelo permanente del hombre de regresar a él. Por eso el listón rojo significa el amor de Dios que nos envuelve y nuestra respuesta también de amor a ese amor de Dios.

7.- Las cuatro velas: Representan los cuatro domingos que jalonan este tiempo de vigilante espera. Nos hacen pensar en la oscuridad provocada por el pecado que ciega al hombre y lo aleja de Dios. Y así con cada vela que encendemos, la humanidad se iluminó y sigue iluminando con la llegada de Jesucristo a nuestro mundo.

8.- El encendido de las velas: Como expresión de alegre expectación, cada semana, se realiza el rito de encender las velas correspondientes: el primer domingo de Adviento, una, el segundo, dos, el tercero, tres, el cuarto y último, las cuatro.

El progresivo encendido de estos cirios nos hace tomar conciencia del paso del tiempo en el que esperamos la última y definitiva venida del Señor. Este itinerario, acompañado de alguna oración o canto, nos marcará los pasos que nos acercan hasta la fiesta de Navidad, y nos ayudará a tener más presente el tiempo en que nos encontramos.

9.- El rito del encendido de las velas: El rito encendido de la corona se puede realizar en todas las misas dominicales de la parroquia, incluyendo la vespertina del sábado. En las comunidades religiosas, en cambio, será mejor hacerlo en la celebración que inaugure cada semana: las primeras Vísperas.

La Corona que se ha instalado en la iglesia parroquial, se puede bendecir al comienzo de la Misa. La bendición se hará después del saludo inicial, en lugar del acto penitencial.

10.- La metáfora, el significado global de la Corona de Adviento: Este sencillo lucernario es a la vez memoria, símbolo y profecía.

** Es memoria de las diversas etapas de la historia de la salvación antes de Cristo.

** Es símbolo de la luz profética que iba iluminando la noche de la espera, hasta el amanecer del Sol de justicia.

** Es profecía de Cristo, luz del mundo que volverá para iluminar definitivamente al mundo y a quien esperamos con las lámparas encendidas.

El Adviento en los prefacios de la Misa

Para que podamos recibir los bienes prometidos que, ahora, en vigilante espera, esperamos alcanzar.

El Prefacio es la parte de la plegaria eucarística de la Santa Misa, previa a la consagración, en la que el sacerdote, en nombre todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de la salvación o por algunos de sus aspectos particulares, según las variantes del día, fiesta o tiempo litúrgico.

En el actual Misal Romano hay cuatro Prefacios generales de Adviento. Los Prefacios 1 y 3 se rezan desde el primer domingo de Adviento hasta el 16 de diciembre, y los Prefacios 2 y 4, del 17 al 24 de diciembre. La lectura y meditación de los cuatro nos muestra espléndida y hermosamente la identidad del Adviento de sus signos, símbolos, praxis y principales personajes como María, y siempre en unidad íntima con la Navidad hacia donde se encaminan.

En seis bloques temáticos agrupamos ahora estos Prefacios, algunos de los cuales podrían repetirse en su emplazamiento en razón de la riqueza y hondura de su contenido:

1.- Memoria de la primera venida del Señor:

“Quien al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación”.

“A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre”

2.- El Señor sigue viniendo a nosotros:

“El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino”

3.- Espera y preparación de su venida definitiva

“Para que cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, podamos recibir los bienes prometidos que, ahora, en vigilante espera, esperamos alcanzar”

“Tú nos has ocultado el día y la hora en que Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia, aparecerá revestido de poder y de gloria, sobre las nubes del cielo. En aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva”

4.- Actitudes de Adviento

“Vigilante espera”

“Prepararnos con alegría”

“Velando en oración y cantando su alabanza”

“Recibir al Señor en la fe, testimoniarlo en el amor y esperar confiados en su reino”

5.- Santa María la Virgen, el modelo de Adviento

“A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres”

“Porque, si del antiguo adversario nos vino la ruina, en el seno virginal de la hija de Sión ha germinado aquel que nos nutre con el pan de los ángeles, y ha brotado para todo el género humano la salvación y la paz. La gracia que Eva nos arrebató nos ha sido devuelta en María. En ella, madre de todos hombres, la maternidad, redimida del pecado y de la muerte, se abre al don de una vida nueva. Así donde creció el pecado, se ha desbordado tu misericordia en Cristo, nuestro Señor”

6.- Los dones que el Señor que viene nos traerá

“El pan de los ángeles”

“La salvación y la paz”

“La gracia recuperada”

“El don de la vida nueva”

“El desbordamiento de la misericordia”

El decálogo de la Vigilancia en Adviento de la mano de Benedicto XVI

¿Qué significa la llamada de la Palabra de Dios y de la Liturgia a la vigilancia durante el Adviento.

1.- Justo desapego de los bienes terrenos.

2.- Sincero arrepentimiento de los propios errores.

3.- Humilde confianza en las manos de Dios nuestro Padre, tierno y misericordioso.

4.- Apertura a los signos de los tiempos y a saber descubrir y discernir los acontecimientos grandes y los hechos sencillos desde un corazón abierto a la Providencia.

5.- Gozosa, íntima y orante actitud de acogida, escucha y de la contemplación de la Palabra de Dios para ver la realidad, el mundo y el prójimo con ojos nuevos, vivir con esperanza fiable y actuar con caridad efectiva.

6.- La vigilancia cristiana es seguir al Señor, caminar hacia el encuentro con Cristo que está continuamente visitándonos.

7.- La vigilancia cristiana es elegir lo que El eligió.

8.- Es amar lo que El ha amado y ama.

9.- Es configurar la propia vida con la suya.

10.- Es recorrer cada minuto de nuestra vida y de nuestro tiempo en el horizonte de su amor sin dejarnos abatir por las dificultades pequeñas o grandes, cotidianas o extraordinarias

Jesús de las Heras Muela, en revistaecclesia.com/

José Cantón Duarte, Mª del Rosario Cortés Arboleda y Mª Dolores Justicia Díaz

Dificultades de adaptación de los hijos de divorciados

Los hijos de divorciados, comparados con los que viven con ambos progenitores, es más probable que presenten problemas de adaptación. Sin embargo, las estadísticas pueden estar ocultando el hecho de que la mayoría afronta con éxito las transiciones matrimoniales de sus padres.

Durante el año que sigue a la separación, tanto los hijos como las hijas presentan unas tasas superiores de problemas externalizantes (agresión, delincuencia, consumo de drogas) que los de hogares intactos, aunque son más frecuentes y parecen persistir durante más tiempo en los varones.

Concretamente, los niños de familia monoparentales a cargo de la madre es más probable que presenten puntuaciones más elevadas en conducta agresiva, comportamiento antisocial, conducta delictiva y consumo de alcohol y drogas (Cantón y Justicia, 2002a).

Por ejemplo, según Simons y Chao (1996), los adolescentes de ambos géneros que viven en hogares monoparentales presentan más conductas delictivas (robos en hipermercados, citación judicial, persistencia en actos delictivos) que los de hogares intactos. Además, aunque los varones puntúan el doble que las chicas en conductas delictivas, las adolescentes de hogares monoparentales cometen más actos delictivos que los varones de hogares intactos.

Asimismo, en las familias monoparentales se dan índices superiores de consumo de drogas, con independencia del estatus socioeconómico. La presión de los iguales y la exposición a modelos desviados se relaciona, en general, con este consumo de drogas, explicando un 39%, pero la relación es más fuerte en las chicas que en los chicos y en los/as adolescentes a los que les falta el padre (Farrell y White, 1998).

Por lo que respecta al desarrollo de problemas internalizantes, el 26% de las adolescentes y el 30% de los adolescentes hijos de divorciados obtienen puntuaciones extremas en depresión, situándose en el rango del 20% superior (Conger y Chao, 1996). No obstante, los adolescentes que viven en hogares intactos pero con escaso interés del padre por ellos tienen una menor autoestima que los de hogares monoparentales en su situación (Clark y Barber, 1994).

Estudios recientes indican que la madurez que parecen presentar los hijos de divorciados puede estar ocultando una inversión de roles o parentificación, instrumental (tareas del hogar, cuidado de sus hermanos) o bien emocional (actuar como consejero o confidente o incluso prestar apoyo emocional al progenitor necesitado).

Los resultados de los estudios indican que, en general, los divorciados asignan a sus hijos adolescentes más tareas y les obligan a asumir más responsabilidades que los padres de hogares intactos. No obstante, son las hijas que viven en hogares monoparentales con una elevada conflictividad entre sus padres las que presentan una mayor parentificación emocional con uno u otro progenitor (Hetherington, 1999).

La parentificación instrumental y emocional de las hijas hacen que presenten unos mayores niveles de depresión y ansiedad, mientras que la parentificación emocional de los hijos varones que viven con el padre les lleva a una mayor depresión. Además, el contenido de las revelaciones que las madres hacen a las hijas es importante de cara a su adaptación. Las confidencias referentes a sus relaciones íntimas y sexuales se asocian con un inicio de actividades sexuales a una edad más temprana y con más problemas externalizantes de conducta, mientras que las relativas a problemas de empleo, situación económica, sobrecarga de tareas o soledad se relacionan con una mayor responsabilidad social y depresión de las hijas (Hetherington, 1999).

En cuanto a la influencia de la separación de los padres sobre la calidad de las relaciones entre hermanos, se han formulado dos modelos teóricos: la teoría de la compensación (se produce un mayor acercamiento en respuesta a las dificultades con los padres) y la teoría de la congruencia (similitud de las relaciones padres-hijos y entre hermanos).

Sin embargo, los datos aportados por los estudios apoyan, en general, la hipótesis de la congruencia. La ruptura matrimonial aumenta las interacciones negativas entre hermanos (mayor hostilidad y coerción), que se van desentendiendo mutuamente, llegando a producirse una pérdida de afecto y de apoyo. No obstante, cuando uno de los hermanos es una adolescente se produce un mayor afecto y apoyo (Conger y Conger, 1996).

Los hijos/as de hogares monoparentales, comparados con los de hogares intactos, comienzan a una edad más temprana las actividades sexuales y las realizan con más frecuencia (Whitbeck et al., 1996); las hijas tienen más probabilidad de convertirse en madres adolescentes.

También es más probable que practiquen el absentismo escolar, tengan un menor rendimiento académico, presenten una menor motivación de logro y menos aspiraciones educativas, y, finalmente, que no terminen los estudios de secundaria y no consigan alguna titulación universitaria (McLanahan, 1999).

Los adolescentes que han vivido una, dos o más transiciones matrimoniales de sus padres es más probable que presenten una menor aceptación, autonomía y supervisión, más conflictos familiares, más conductas disruptivas en el aula y una inferior calificación final global (Kurdek, Fine y Sinclair, 1995). Por el contrario, la aceptación familiar proporciona el contexto adecuado para que el niño adquiera las habilidades interpersonales y cognitivas necesarias para integrarse y permanecer en un grupo de iguales que valore los éxitos académicos (Kurdek, Fine y Sinclair, 1995).

Procesos de adaptación a la separación

Diferencias de género.

En general, se han encontrado unas peores consecuencias en los niños, especialmente durante los dos años siguientes a la separación, mientras que la adaptación de las niñas es más rápida y sus problemas menos visibles (Cantón y Justicia, 2002b). Por ejemplo, Elder y Russell (1996) informaron que las adolescentes tenían mejor rendimiento académico y Morrison y Cherlin (1995) encontraron que las niñas no presentaban problemas significativos de conducta o de rendimiento en lectura.

Por otra parte, se han demostrado unos efectos diferenciales de la ausencia del padre (Mott, Kowaleski-Jones y Menaghan, 1997). La ausencia reciente del padre influye en más problemas externos de los niños varones, con independencia de las variables familiares y de la madre. La ausencia prolongada tiene un modesto efecto sobre niños y niñas, explicándose sus problemas más por características de la madre y familiares asociadas a la ruptura.

En algunos estudios también se ha informado de una reacción diferente de niños y niñas (Allison y Furstenberg, 1989; Mazur et al., 1992). Los niños suelen presentar más problemas conductuales y las niñas malestar psicológico, depresión, ansiedad y baja autoestima. Las adolescentes es más probable que abandonen los estudios de bachillerato o universitarios, y, aunque los y las adolescentes tienen la misma probabilidad de convertirse en padres, les afecta más negativamente a las chicas, con un mayor declive de estatus socioeconómico (McLanahan y Sandefur, 1994).

Diferencias en función del nivel evolutivo.

Los preescolares tienen menos capacidad para evaluar las causas y consecuencias, para afrontar las circunstancias estresantes y para utilizar los recursos extrafamiliares. Además, es más probable que experimenten ansiedad de abandono y autoinculpación (Zill, Morrison y Coiro, 1993). Los niños que viven la separación antes de los 8 años de edad, durante la preadolescencia presentan ansiedad, hiperactividad, agresiones físicas en el contexto escolar y desobediencia y conductas desafiantes (Pagani et al, 1997).

Otros investigadores insisten en la mayor vulnerabilidad del adolescente debida a los cambios personales y en sus relaciones. Así, se ha informado de una mayor probabilidad de abandono de los estudios, dificultades para encontrar trabajo, inicio de relaciones sexuales más temprano, relación con iguales antisociales y actividades delictivas y consumo de drogas (Conger y Chao, 1996; Demo y Acock, 1996; Elder y Russell, 1996; Whitbeck et al., 1996).

No sólo la edad en el momento de la separación, sino también el tiempo transcurrido puede moderar los efectos de la separación (Wallerstein, Corbin y Lewis, 1988). Los preescolares inicialmente experimentan un trastorno profundo, conductas regresivas e intensa ansiedad por miedo al abandono. Dieciocho meses después, la mitad de los varones presenta más problemas que al principio (iguales, hogar), mientras que la mayoría de las niñas parece recuperarse. Cinco años después la adaptación está en función de la calidad de vida de la familia. Transcurridos diez años, cuando están en la adolescencia, recuerdan poco de la ruptura y cómo era la familia antes de producirse la separación. La mayoría habla con pena de las privaciones económicas y emocionales sufridas y evoca con melancolía la vida más afectuosa y protectora de los hogares intactos. Los preescolares que viven la separación de los padres son el grupo más afectado a corto plazo, pero a largo plazo se adaptan mejor que los mayores, probablemente por su inmadurez en el momento de la ruptura y porque después recuerdan menos los conflictos familiares y malos momentos por los que atravesaron (Wallerstein, Corbin y Lewis, 1988).

Los preadolescentes inicialmente se sienten impotentes y temerosos ante la separación. Experimentan una cólera intensa contra uno o ambos progenitores por la ruptura y tienden a ponerse de parte de un progenitor. Alrededor de la mitad baja su rendimiento académico, y este descenso se mantiene durante el año que sigue a la separación. Los adolescentes inicialmente se caracterizan por sufrir una depresión aguda y por presentar comportamiento antisocial, conductas regresivas (aislamiento social y emocional en colegio, carencia de amistades en otros ámbitos) y ansiedad por su futuro. Dieciocho meses después de la separación se produce un empeoramiento de los niños mayores, preadolescentes y adolescentes que al principio parecían haberse adaptado a la situación provocada por la ruptura, presentando más problemas de conducta y de rendimiento, especialmente los varones. Finalmente, y lo mismo que en el caso de los preescolares, cinco años después de la separación la adaptación de los hijos depende fundamentalmente de la calidad de vida general de la familia.

Personalidad y temperamento del niño

Un temperamento difícil o problemas de conducta restan capacidad de adaptación ante la negatividad de los padres y para la consecución de apoyos (Cantón y Justicia, 2002b). La inmadurez y los problemas de conducta y afectivos previos a la separación se relacionan con hiperactividad y déficits de atención, sobreansiedad y depresión y conducta de oposición (Kasen, Cohen, Brook y Hartmark, 1996).

La emotividad negativa (frecuencia e intensidad de cólera, miedo) ante sucesos estresantes relacionados con el divorcio (discusiones entre padres, interferencia en visitas, críticas al otro, no cumplir régimen de visitas) hace que el niño los perciba como más amenazantes y que opte por una estrategia de afrontamiento de evitación (no pensar, distanciarse), presentando mayor depresión y problemas de conducta (Lengua, Sandler, West, Wolchik y Curran, 1999).

Cognición Social

Los niños con errores cognitivos negativos valoran los sucesos de un modo más negativo, exagerado y pesimista, y esta forma de pensar puede conducir a una sintomatología depresiva y ansiosa (Cantón y Justicia, 2002b). Su valoración de los sucesos del divorcio como intencionados y nocivos contra ellos les puede llevar a usar estrategias de afrontamiento negativo (Kendall et al., 1990; Lazarus, 1991).

Los errores cognitivos negativos de los niños sobre la separación de sus padres (expectativas catastróficas, autoinculpación) a partir de los diez años hacen que experimenten más depresión y ansiedad y presenten una menor autoestima y más problemas conducta (Mazur et al., 1992;1999). Por el contrario, los niños con errores positivos (excesiva autovaloración, ilusión de control y visión optimista) tienen menos conductas agresivas y un nivel inferior de depresión (Mazur et al., 1992).

Estrategias de Afrontamiento

Los niños capaces de reconstruir los sucesos estresantes incontrolables del divorcio de forma positiva (minimizar su impacto, centrarse en lo positivo, reafirmación cognitiva) se adaptan  mejor  (Radovanovic,  1993).  Por  el  contrario, aquellos que  optan por  el afrontamiento de evitación presentan niveles superiores de depresión, ansiedad y problemas de conducta (Lengua y Sandler, 1996; Sandler, Tein y West, 1994).

El afrontamiento por evitación impide que el niño trabaje activamente para cambiar la situación problemática o que se centre cognitivamente en la misma para abordarla de un modo más positivo. Resulta especialmente ineficaz en situaciones crónicas de estrés (como las que tienen que afrontar los hijos de divorciados) en las que hay que encontrar una forma de hacerles frente (Cantón y Justicia, 2002b).

Procesos familiares y adaptación de los hijos

Según Hetherington, Bridges e Insabella (1998), el impacto de los factores de riesgo (características negativas del niño, estrés parental, cambios de estructura familiar, problemas socioeconómicos) se encuentra mediatizado por las disrupciones en las relaciones e interacciones familiares provocadas por el divorcio.

Entre estos procesos familiares se incluyen las relaciones del niño con los padres, las prácticas de crianza, los conflictos interparentales y las alteraciones en el ejercicio de las funciones parentales (Chase-Lansdale y Hetherington, 1990).

La influencia de los padres

La negatividad de la madre en las interacciones con los hijos se relaciona directamente con los problemas externalizantes que éstos presentan y también indirectamente al facilitar su alejamiento de la familia y vinculación con iguales desviados. Probablemente esto contribuye a explicar el hecho de que alrededor de la cuarta parte de los hijos adolescentes termine desimplicándose de su familia (Hetherington, 1999).

El mantenimiento de una relación positiva con la madre protege a los niños mayores y adolescentes de la influencia de iguales desviados y disminuye el riesgo de consumo de drogas. Por el contrario, las malas relaciones, el rechazo o el escaso control los hace más vulnerables a la presión de los iguales y al consumo de drogas (Brody y Forehand, 1993; Mason et al., 1994).

Por otra parte, algunos estudios han encontrado que las actitudes y conductas sexuales más liberales y permisivas en algunos casos de las divorciadas tienen un efecto modelador sobre el comportamiento sexual de hijos e hijas. De hecho, los mecanismos que mejor explican la mayor actividad sexual de los hijos de divorciados son una mayor permisividad sexual y unas prácticas de crianza ineficaces que les llevan a implicarse con iguales desviados (Whitbeck et al., 1996).

La influencia de los iguales

Existe una relación fuerte y consistente entre juntarse con iguales desviados y problemas externalizantes de conducta en la adolescencia. La exposición a modelos desviados y la presión de los iguales se relaciona con el consumo de drogas entre los adolescentes, aunque esta relación se encuentra moderada por el género, la ausencia del padre y la relación con la madre (Cantón y Justicia, 2002c).

Los adolescentes varones, que carecen de la figura del padre y que mantienen unas relaciones tirantes con la madre son más vulnerables a la presión de los iguales para que consuman droga. Una relación estrecha con la madre actúa como factor de resistencia capaz de reducir la influencia de iguales en consumo de drogas (Farrell y White, 1998; Mason et al., 1994).

Los adolescentes de hogares monoparentales que mantienen con la madre una relación basada en el afecto y la comunicación, y que resuelven adecuadamente los problemas que surgen entre ellos, se resisten más a la influencia de los iguales desviados. Sin embargo, es más probable que exista una mala relación con la madre en el caso de los adolescentes hijos de divorciados (Cantón y Justicia, 2002c).

Estructura familiar y prácticas de crianza.

En el período inmediato a la separación se suele producir un deterioro de las prácticas de crianza, caracterizándose éstas por la irritabilidad, la coerción, un menor afecto y control, y por la inconsistencia (Conger et al., 1995; DeGarmo y Forgatch, 1999).

Las madres divorciadas y las depresivas tienen menos habilidades de resolución de problemas familiares y es más probable que provoquen conflictos con los hijos por el uso de una disciplina coercitiva (DeGarmo y Forgatch 1999). El divorcio se relaciona con una mayor presión económica y depresión de la madre que, a su vez, la pueden llevar a una menor supervisión de los hijos y a aplicar unas estrategias de disciplina menos eficaces (hostilidad, castigos físicos, inconsistencia). Estas prácticas de crianza se relacionan con el estado de ánimo depresivo de los hijos y con una mayor hostilidad entre los hermanos (Conger y Chao, 1996; Conger y Conger, 1996).

La madre en un hogar monoparental dedica menos tiempo a la supervisión diaria del trabajo escolar de los hijos (Astone y McLanahan, 1991) y esta falta de implicación y de supervisión del progenitor con la custodia se relaciona con el fracaso escolar y con el abandono de los estudios (McLanahan, 1999). Por el contrario, un mejor estatus socioeconómico de las madres divorciadas (ingresos, estudios, ocupación) se relaciona con unas prácticas de crianza más adecuadas y éstas, a su vez, con la realización de actividades constructivas en casa y con un mejor comportamiento en la escuela de los hijos. Las actividades en casa y la buena conducta predicen un mayor logro académico (DeGarmo, Forgatch y Martínez, 1999).

Las prácticas de crianza ineficaces (hostilidad, baja supervisión, inconsistencia) aumentan la probabilidad de que los adolescentes hijos de divorciados se comporten de manera impulsiva, desafiante, y que se sientan atraídos por actos de carácter delictivo (Florsheim, Tolan y Gorman-Smith, 1998). La separación de los padres afecta negativamente a las prácticas de crianza (baja supervisión y estrategias inadecuadas de disciplina), lo que facilita el acercamiento de sus hijos adolescentes con iguales desviados y el desarrollo de conductas delictivas (Simons y Chao, 1996).

Los niños y adolescentes que viven en un hogar monoparental a cargo de la madre corren un bajo riesgo de desarrollar problemas de conducta cuando ésta aplica estrategias de disciplina eficaces, establece un ambiente organizado y predecible, permite un cierto funcionamiento autónomo y facilita el establecimiento de relaciones de apoyo entre los hijos y un varón adulto en la familia (Florsheim et al., 1998).

La estructura familiar desempeña también un papel moderador sobre los efectos de las prácticas de crianza. Las prácticas democráticas se relacionan con una mayor competencia social y menos problemas de conducta de niños y adolescentes (Steinberg et al., 1994), aunque su influencia varía en función de la estructura familiar, perjudicando más las prácticas inadecuadas a los que viven en hogares monoparentales (Gerard y Buehler, 1999).

Conflictos entre los padres y adaptación

La cooperación, el apoyo mutuo y la no confrontación entre los ex-cónyuges tiene unos efectos positivos en padres e hijos; sin embargo, sólo un 25% de divorciados consigue establecer este tipo de relación. Entre un 15-20% de los divorciados con hijos tiene un elevado nivel de conflictos, incluso dos años después de la separación, siendo temas comunes de discusión el reparto de bienes, la residencia de los hijos, el régimen de visitas y la manutención (Cantón y Justicia, 2002c).

Los conflictos que guardan relación con el niño, los que le hacen sentirse amenazado físicamente o involucrado, los que implican violencia o los que quedan sin resolver son los que más perjudican su desarrollo. Los hijos/as mayores responden más negativamente a los conflictos y tratan más de intervenir cuando implican violencia, habiéndose encontrado también diferencias de género en la respuesta a los conflictos entre los padres: las hijas tienden a autoinculparse y los hijos a no verse involucrados (Hetherington, 1999).

Cuando los excónyuges recurren a la agresividad verbal para resolver las cuestiones relativas a la crianza de los hijos, éstos presentan un comportamiento más agresivo y una menor autoestima y conducta prosocial, siendo menos probable que ocurra cuando mantienen una relación de cooperación (Camara y Resnick, 1989).

Las prácticas de crianza democráticas reducen en gran medida los efectos de los conflictos. No obstante, en un hogar monoparental con alta conflictividad entre los excónyuges y con un estilo no democrático de la madre con la custodia, las prácticas democráticas del padre no residente no amortiguan los efectos negativos del estilo educativo de la madre. En los hogares monoparentales las prácticas de crianza de la madre son más determinantes que las del padre para la adaptación de hijos e hijas. Sin embargo, cuando las visitas se producen en un contexto de baja conflictividad interparental y el padre no residente se encuentra bien adaptado y usa un estilo democrático, sus visitas frecuentes resultan beneficiosas para la adaptación de los hijos (Hetherington, 1999).

Durante los dos años siguientes a la separación, con alto o bajo nivel de conflictos, los hijos tienen más problemas que los de hogares intactos altamente conflictivos. Sin embargo, a los dos años de la ruptura, si los excónyuges mantienen un bajo nivel de conflictividad, sus hijos/as están mejor adaptados que los de intactos con conflictos. No obstante, también hay que tener en cuenta que los hijos varones de hogares monoparentales con bajo nivel de conflictos presentan más problemas que los de hogares intactos también poco conflictivos (Hetherington, 1999). Sin embargo, dos años después de la separación los niños de hogares intactos pero con alto nivel de conflictos interparentales tienen más problemas de adaptación y de autoestima que los de familias intactas o divorciadas con bajo nivel de conflictos (Amato y Keith, 1991).

Disposiciones de custodia y adaptación de los hijos

Madre con la custodia.

Según Kitson (1992), el aspecto cualitativo más importante del hogar monoparental a cargo de la madre es la mayor frecuencia e intensidad de sucesos vitales negativos y el estrés económico (muchas veces unido a un aumento de horas de trabajo y el cambio de residencia). Cuatro años después de la separación aún siguen experimentando más cambios vitales negativos.

Estos sucesos estresantes le pueden provocar un desequilibrio psicológico reflejado en conducta colérica, impulsividad, depresión, ansiedad, soledad, sensación de estar controlada desde fuera y labilidad emocional (Hetherington, 1993). Las divorciadas puntúan más en síntomas depresivos (autoinculpación, soledad, inseguridad ante el futuro), debido a la presión económica que soportan, el estrés laboral, los sucesos negativos (cambio de residencia, muerte de ser querido, robos) y la falta de apoyo (Lorenz, Simons y Chao 1996; O’Connor et al., 1998). A su vez, los problemas emocionales provocan disrupciones en el funcionamiento familiar: menor disponibilidad psicológica, irritabilidad y prácticas de crianza coercitivas, menos contacto con el padre sin la custodia y más problemas de conducta de los hijos (Hetherington, 1995).

Aunque las madres de hogares intactos insatisfechas con su matrimonio es más probable que utilicen unas prácticas de crianza disfuncionales (hostilidad, coerción, castigo físico, falta de supervisión, críticas, inconsistencia), las divorciadas recurren a ellas con más frecuencia debido al estrés económico y la depresión (Simons y Johnson, 1996). No obstante, el empleo desempeña un papel moderador en la relación entre depresión de la divorciada y el empleo del castigo físico, de manera que las divorciadas depresivas que trabajan fuera de casa recurren menos a él.

Los hijos desarrollan o no problemas de conducta en función del contexto en que se produce el castigo físico, es decir, según que lo perciban como una consecuencia de su conducta o como un resultado de la depresión o estrés de la madre (Jackson et al, 1998). Por otra parte, el divorcio y la depresión materna tienen un efecto interactivo sobre las expectativas educativas de las hijas: las hijas de divorciadas depresivas tienen unas expectativas educativas más bajas que las de hogares intactos Tannenbaum y Forehand, 1994).

Padre con la custodia.

Mientras que los problemas de las divorciadas con sus hijos tienen que ver fundamentalmente con su dificultad para controlarlos y disciplinarlos, los problemas del divorciado con ellos son sobre todo de comunicación, de establecimiento de relaciones de confianza y de supervisión de actividades y tareas. Especial dificultad parece tener con la supervisión de las hijas adolescentes, hasta el punto de que es más probable que éstas se involucren en actividades delictivas cuando están bajo custodia paterna que cuando residen con la madre (Buchanan et al., 1992).

En general, sin embargo, los estudios realizados sobre la custodia paterna indican que estos hogares cuentan con una serie de ventajas frente a los hogares monoparentales a cargo de la madre. Los separados que piden y obtienen la custodia de sus hijos tienen una mayor disponibilidad económica; disfrutan de una mejor vivienda, vecindario y colegio; utilizan unas prácticas de crianza más eficaces; tienen menos hijos a su cargo; la madre tiene más contacto con ellos que el padre en su misma situación (con lo que esto representa de apoyo emocional para el niño y de menor conflictividad entre los padres) y, finalmente, el separado suele contar con un mayor apoyo emocional por parte de sus familiares y amigos (Clarke-Stewart y Hayward, 1996). Además, el padre que desde el principio del proceso solicita la custodia de los hijos se caracteriza por haber mantenido unas relaciones más intensas con los hijos antes del divorcio, haber conseguido un mayor nivel educativo y tener a su cargo niños mayores o adolescentes (Hetherington y Stanley-Hagan, 1997).

Al padre separado con la custodia también le cuesta adaptarse, como demuestra el hecho de que sólo el 18% se sienta seguro y confortable con su nuevo rol, mientras que un 25% manifiesta encontrarse muy o bastante desorientado, a disgusto o irritado; no obstante, la mayoría se sienten satisfechos de haber pedido y obtenido la custodia (Nieto, 1993).

El divorciado se involucra más en actividades con los hijos cuando solo tiene varones, cuando son menos en número o mayores y cuando en su infancia tuvo una figura de padre. Además, los de mayor nivel educativo les leen y ayudan más con los deberes escolares. Algunos estudios han informado también de diferencias étnicas en estas relaciones, siendo los divorciados con custodia afroamericanos los que dedican más tiempo a hablar con ellos, leerles y ayudarlos con sus deberes, mientras que los hispanos comparten más actividades recreativas. Estos resultados son importantes porque los hijos que comparten más actividades con el padre custodio son los que tienen, por ejemplo, un mejor rendimiento académico (Cooksey y Fondell, 1996).

Los resultados de los estudios indican que los hijos e hijas bajo custodia paterna presentan menos problemas de conducta y personales (mayor autoestima y menor depresión, ansiedad o comportamiento problemático) y se muestran menos negativos con la madre con la que no residen. No obstante, también hay que tener presente que se encuentran mejor adaptados emocionalmente cuando también lo está el progenitor con la custodia, que las relaciones entre ambos son más positivas cuando las visitas a la madre son más prolongadas y que los niños que mantienen una relación negativa con la madre es más probable que presenten problemas (Clarke-Stewart y Hayward, 1996).

No se pueden generalizar, por tanto, los resultados de los estudios sobre custodia paterna y concluir que es más beneficiosa para los hijos que la materna. En primer lugar, hay que tener en cuenta que los datos son correlacionales (el padre puede pedir la custodia de los niños cuando se encuentran mejor adaptados). Por otra parte, y aunque, en general, los hijos bajo custodia paterna se encuentran mejor, no sucede así cuando se les compara con los que residen con la madre y mantienen un contacto de alta calidad con el padre (Clarke-Stewart y Hayward, 1996).

Progenitor sin la custodia.

Los principales desafíos a los que se enfrenta el progenitor no residente son la búsqueda de una nueva residencia, el establecimiento o mantenimiento de sus redes sociales, la separación física de los hijos y no intervención directa en los aspectos cotidianos de su crianza, la consecución de acuerdos sobre el régimen de visitas y el tipo de relación que mantendrá con el otro progenitor a fín de mantenerse informado sobre aspectos cruciales de la crianza (Hetherington y Stanley-Hagan, 1997).

Un dato importante en el que coinciden los estudios es el de que la divorciada sin la custodia tiene aproximadamente el doble de contactos con sus hijos que el divorciado en su misma situación, siendo también menos probable que decida apartarse definitivamente de su vida o que disminuya su contacto con ellos por las nuevas nupcias de ella o del excónyuge (White, 1994).

El padre, por el contrario, al sentirse marginado y obligado a un contacto intermitente es más probable que encaje más la situación y que opte finalmente por el distanciamiento progresivo de los hijos. El hecho es que unos dos años después de la separación entre un 30-40% de los niños no ve al padre y sólo entre un 20-30% lo ve una vez a la semana (King, 1994).

El primer año después del divorcio es un periodo de reorganización durante el que se van configurando las pautas de involucración del padre y de relaciones padre-niño, de modo que si no se establece una relación positiva ambos pueden llegar a adaptarse a su mutua pérdida y esto repercutir en una futura desvinculación (Ahrons y Miller, 1993). Por consiguiente, la intervención encaminada a conseguir una mayor implicación del padre no residente se debe producir en los primeros momentos de la ruptura matrimonial y centrarse en el establecimiento de una relación de cooperación entre los padres para una crianza más eficaz (Hetherington y Stanley-Hagan, 1997).

Los resultados de los estudios indican que la frecuencia de contactos entre el padre y los hijos es mayor cuando éste pertenece a un estatus socioeconómico superior, cuando ninguno de los progenitores tiene nueva pareja, cuando hay un bajo nivel de conflictos entre los excónyuges y éstos se han adaptado bien al divorcio, cuando son conscientes de su responsabilidad como padres y, finalmente, si los hijos están en edad escolar o en la adolescencia y son varones (Nord y Zill, 1996; Chase-Lansdale y Hetherington, 1990). Cuando los hijos presentan problemas emocionales o conductuales el padre suele optar por uno de dos patrones extremos de comportamiento, bien aumentando el grado de implicación al pensar que en estas condiciones lo necesitan más o bien desvinculándose del todo al tener ellos mismos sus propios problemas que resolver (Hetherington y Stanley-Hagan, 1997).

Cuando existe un elevado nivel de conflictos entre los padres o uno de ellos es incompetente o se encuentra trastornado psicológicamente las visitas frecuentes del progenitor sin la custodia probablemente tendrán unos efectos negativos en los hijos, perdiéndose el posible efecto beneficioso de esta relación (Amato y Rezar, 1994). De hecho, si la madre con la custodia no está satisfecha con las visitas, los niños se encuentran peor adaptados y con más problemas de conducta aunque el padre los visite con frecuencia (King y Heart, 1999; Buchanan et al., 1997).

Para que se adapten bien es necesario que ambos progenitores se impliquen activamente en la crianza en un clima de colaboración (Simons et al., 1994). Si no ocurre así y el padre sin la custodia no se involucra (no actúa como guía de los hijos, no mantiene relaciones afectuosas con ellos, no comparte actividades, no habla sobre el futuro, no establece unas relaciones de intimidad y de confianza), los adolescentes presentan más problemas, especialmente los varones (Thomas, Farrell y Barnes, 1996).

El padre sin la custodia influirá positivamente en la adaptación de los hijos en la medida en que siga desempeñando adecuadamente su función parental. Cuando les ofrece su apoyo, usa un estilo de crianza democrático y existe un bajo nivel de conflictos entre los padres, sus visitas tienen un efecto beneficioso para la adaptación del niño, especialmente si es de su mismo género (Amato, 1993; Amato y Gilbreth, 1999). Los niños que cuentan con el apoyo y estímulo del padre presentan una mayor autoestima y menos problemas de depresión y ansiedad (Zimmerman, Salem y Maton, 1995).

Cuando tiene hijos adolescentes y habla con ellos, les proporciona apoyo emocional, se interesa por su opinión, argumenta sus decisiones, les explica las normas, usa el razonamiento inductivo y el refuerzo de conductas positivas, los adolescentes presentan menos problemas conductuales y personales (Simons et al., 1994). Si mantiene unas relaciones afectuosas con ellos y ejerce un elevado nivel de control presentan un mejor rendimiento académico, sobre todo las hijas, y menos conductas escolares problemáticas (Coley, 1998).

Sin embargo, es la calidad de la relación y no tanto la frecuencia de los contactos lo que influye en una mejor adaptación. Cuando el padre comparte con los niños una serie de actividades rutinarias (ir de compras, leerles, llevarlos de visita, ayudarles con los deberes, ver juntos la TV) y pasa con ellos las vacaciones estos se adaptan mejor a la ruptura matrimonial de sus padres (Clarke-Stewart y Hayward, 1996).

Recursos económicos, apoyo social y adaptación de los hijos

Recursos económicos de los hogares monoparentales

Los hogares a cargo de madres divorciadas o solteras disponen de menos recursos económicos que los intactos (McLanahan, 1999) y esta disminución de medios puede significar menos oportunidades de éxito para los hijos. Las circunstancias son especialmente difíciles en el caso de aquellas mujeres cuyos ingresos antes del divorcio ya eran inferiores a  la  media.  En  Estados  Unidos,  por  ejemplo,  la  tasa  de  pobreza  de  las  familias monoparentales a cargo de la madre es del 44%, cinco veces mayor que la de los matrimonios intactos con hijos (U.S. Bureau of the Census, 1995). Incluso en familias bien situadas económicamente, la pérdida de ingresos provocada por la separación suele ser del 50% aproximadamente (McLanahan, 1999).

El impago, total o parcial, de las manutenciones es uno de los aspectos más importantes de los problemas económicos de estas familias. Poco más de la mitad de los padres sin la custodia y menos de la mitad de las madres en su misma situación paga la manutención asignada, aunque se haya fijado de manera proporcional a los ingresos (Hetherington y Stanley-Hagan, 1999).

Según Meyer y Bartfeld (1996), se produce un mayor cumplimiento de las órdenes de manutención cuando hay ejecución forzosa (retención directa de la nómina, interceptación de devoluciones de la renta o embargo de bienes), la tramitación del cobro la realizan organismos públicos, el progenitor no residente tiene un mayor nivel de ingresos y educativo, se acordó un porcentaje no elevado (la tasa más alta de cumplimiento se produce cuando la manutención es de un 10-20% de los ingresos), el apego emocional a los hijos después de la separación (los padres que antes de la ruptura se involucran más en sus vidas y que después siguen manteniendo contacto es más probable que paguen todo o parte), un divorcio no contencioso, la mayor duración del matrimonio, más edad de los hijos (niñez versus primera infancia, aunque el cumplimiento disminuye en familias con hijos adolescentes) y, finalmente, que la madre con la guarda y custodia no haya contraído nuevas nupcias. Por el contrario, no influyen en el pago de la manutención ni el número de hijos ni las nuevas nupcias del padre no residente.

Recursos económicos y adaptación de los hijos

La disminución de medios económicos lleva a los niños a experimentar circunstancias (por ejemplo, traslado de residencia con la consiguiente pérdida de apoyos) que hacen difícil su vida después de la separación de los padres. La pérdida de ingresos de la madre con la custodia suele ir acompañada de un exceso de trabajo, altos índices de inestabilidad laboral y de una movilidad residencial hacia barrios con peores colegios, servicios inadecuados y a menudo con grupos de iguales desviados y altas tasas de delincuencia (McLanahan y Sandefur, 1994). Por otra parte, la necesidad de la madre de buscar trabajo para aumentar los ingresos repercute en un menor tiempo de dedicación a los hijos.

Los indicadores de desajuste económico o de movilidad (especialmente en las familias situadas en los índices de pobreza) reducen los efectos atribuidos a la ruptura matrimonial. McLanahan (1999), por ejemplo, encontró que las circunstancias socioeconómicas moderaban los efectos del hogar monoparental sobre los problemas de conducta y el logro académico. Una prueba más de la importancia de los aspectos socioeconómicos son los hogares monoparentales a cargo de madres solteras, donde el capital económico y educativo es aún menor y el rendimiento académico de los niños es más bajo que el de los hijos de padres separados.

Las nuevas nupcias suponen el restablecimiento de una familia nuclear y una mejora de los recursos económicos, permitiendo a muchas madres salir de una situación de pobreza. Sin embargo, la mejora económica no se refleja en una mejor adaptación de los hijos porque a menudo nuevos factores estresantes asociados a las nuevas nupcias (conflictos en torno a la crianza, disponibilidad del dinero, relaciones familiares) los contrarrestan (Demo y Acock, 1996). Aunque el nivel de ingresos de estos hogares reconstituidos es comparable al de los intactos, puede que los ingresos del padrastro no estén tan disponibles y que el padre sin la custodia decida no seguir contribuyendo a la educación de los hijos. Esto explicaría, por ejemplo, el hecho de que, independientemente del nivel de ingresos familiar, los hijastros se matriculen menos en la universidad que los de hogares monoparentales (Cantón, Justicia y Cortés, 2002).

Apoyo Social

La pérdida de ingresos económicos que normalmente acompaña a la separación matrimonial disminuye las posibilidades de que la familia pueda residir en una comunidad con buenos recursos sociales, influyendo así negativamente en la adaptación de los hijos.

Parte de la desventaja de vivir en un hogar monoparental con frecuencia también se debe a tener que trasladarse de vecindario, desconectándose de su comunidad y teniendo más dificultades para acceder a los recursos comunitarios. Además, el traslado suele implicar para los hijos un cambio de colegio, que es un fuerte predictor del fracaso escolar (Teachman, Paasch y Carver, 1996).

No obstante, cuando el motivo de la movilidad es la consecución de un mejor empleo las consecuencias positivas del traslado superan a las negativas, mientras que se producen los efectos contrarios cuando se debe a la escasez de medios. La tasa de movilidad involuntaria entre las familias monoparentales es el doble (34%) que la de los hogares intactos (McLanahan, 1999).

A los padres divorciados les resulta difícil prestar a sus hijos la atención y el apoyo que necesitan, de manera que amigos, vecinos y profesores pueden constituir una importante fuente de apoyo (Wills, Blechman y McNamara, 1996). Las personas de confianza que más apoyo prestan a la madre son mujeres en casi el 70% de los casos y principalmente amigos (47%), familiares (24%) o nuevo compañero sentimental (29%). Sin embargo, comparados con amigos o parientes, los compañeros sentimentales suelen mostrarse más negativos y apoyarlas menos (DeGarmo y Forgatch, 1997).

La disponibilidad de apoyo social puede repercutir positivamente sobre la calidad de las prácticas de crianza. Las conductas de apoyo (ayuda en los problemas personales y en la crianza de los hijos) contribuyen a una mayor habilidad de resolución de problemas y mejores estrategias de disciplina de la madre que, a su vez, se relacionan con menos conductas antisociales de los hijos (DeGarmo y Forgatch, 1999; Simons y Johnson, 1996).

Finalmente, los padres de hogares intactos, además de charlar más con sus hijos sobre las cuestiones del colegio, suelen participar también más en las actividades del centro escolar y conocer a un mayor número de padres de compañeros de sus hijos. Tanto el interés por las tareas escolares como las relaciones sociales con otros padres se asocian a un mayor rendimiento académico. El tipo de comunidad escolar más perjudicial para el logro de los hijos de divorciados es aquella en que se combina la alta concentración de familias monoparentales y de nuevas nupcias con un bajo nivel de relaciones entre los padres de los alumnos (Suet-Ling Pong, 1997).

José Cantón Duarte, Mª del Rosario Cortés Arboleda y  Mª Dolores Justicia Díaz, en dialnet.unirioja.es/

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