Un hombre que mata dentro de sí la conciencia del mal, es un ser humano que se ha arrancado lo ojos para no ver nada
Al final de su vida en la tierra, Eugene Ionesco, quizá recordando la carga de los Rinocerontes, o la vaciedad de La cantante calva, se animó a escribir una especie de confesión, que termina con una declaración de Fe: “Creo en Dios, porque existe el mal”.
Santos Juliá ha escrito hace unos días un artículo sobre Destruir el recuerdo del ‘mal radical’, a propósito de un tuit de alguien que es ahora concejal del Ayuntamiento de Madrid. En el tuit pretendía hacer un “chiste” a propósito de las cenizas de los judíos muertos en el holocausto y, con el “chiste”, banalizar el “mal radical” de los hechos.
Santos Juliá comenta con toda razón: “Lo que pretende ese tuit no es eso (banalizar el mal radical); es machacar, pulverizar, destruir las voces que nos llegan de aquel horror para convertirlas en cenizas de cigarrillos depositadas en el cenicero de un coche. Lo de menos es que rebase o no los límites de la libertad de expresión, que su contenido sea o no insultante, o que manifieste un gusto deplorable; todo eso, para el caso, es irrelevante. Lo que importa es que con ese procedimiento narrativo destruye la memoria del “mal radical”: el exterminio de los judíos, así contado, es recibido con una carcajada por el público al que va destinado”.
Me pregunto: ¿Consigue ese tuit, destruir realmente, la memoria del “mal radical”, que el autor, siguiendo a Hannah Arendt, considera que han sufrido esas “masas humanas encerradas en campos de concentración, sometidas a la peor tortura imaginable: vivir como si ya hubieran muerto”?
En mi opinión, esa destrucción sólo sería posible si por “mal radical” se entiende lo que han considerado Arendt y Semprún, según señala el autor: “un acto político, una práctica de poder total sobre la vida y sobre la muerte”.
Pero, esa práctica del “mal radical”, ¿es eso solamente? ¿Toda la realidad del “mal radical” puede quedar encerrado en la esfera política?
Si así fuera, ya no sería un “mal tan radical”. Ni siquiera alcanzaría una “consideración moral”, y el hombre podría destruir su memoria. Si todo es política, ese mal sería también pura política, o sea, un ejercicio abusivo del poder, y como el poder sería el límite de todo, nadie estaría en condiciones de juzgar sus acciones. No tendría, por tanto, que preocupar a nadie; y nadie se tomaría la carga de forzar el olvido de su memoria: se olvidaría sola.
Pero esos asesinatos son algo más que “actos políticos”; son acciones de una rebelión del hombre contra el hombre. No son sencillamente “acto políticos”, ni siquiera bajo la perspectiva de que “todo es política".
Precisamente porque “no son sencillamente un acto político”, preocupan. Y el concejal, al tratar de “reírse” de esa manera de lo sucedido en todos los campos de concentración, está tratando de convertir esos asesinatos en “pura política” de la que se puede reír tranquilamente.
Pero su acción, su “reírse”, descubre algo más: el límite de su capacidad como ser humano, aunque a él ni siquiera se le haya pasado por la cabeza pensarlo.
El hombre tiene la posibilidad de borrar de la memoria un “acto político”, y de ahí no puede pasar. Tiene la capacidad de hacer el “mal radical”; no tiene, sin embargo, la capacidad de destruir la memoria de su acción. ¿Por qué no puede? Sencillamente porque la acción afecta a una realidad, la vida de otros hombres y mujeres, que él no se ha inventado; y señala otra realidad, el “mal radical” del asesinato de unas vidas, que no le pertenecen, que no pertenecen a ninguna esfera política.
En la pretensión de reírse, y de destruir así la memoria, de una acción tan directa contra el ser humano, el “prójimo”, ese individuo no hace otra cosa que descubrir el vacío profundo de sí mismo, que queda al descubierto al pretender arrasar de lo más hondo de su “yo” la conciencia del mal.
Y quizá sueñe en llenar el vacío con el insulto y el desprecio al hombre; y con el hombre al creador del hombre, a Dios; pero lo único que consigue es “destruirse” a sí mismo, al no descubrir en los asesinatos de los que pretende burlarse la profunda maldad de los hombres que los han perpetrado. Un hombre que mata dentro de sí la conciencia del mal, es un ser humano que se ha arrancado lo ojos para no ver nada.
Hannah Arendt fue capaz de vislumbrar ese “mal radical”, porque en el fondo de su alma latía −quizá sin que ella misma se diera cuenta− la luz del Dios de Israel, y no se “ríe” del holocausto, y se asusta de la “banalización del mal” que pretendió vivir Otto Adolf Eichmann en el tribunal de Jerusalén, descargando sus acciones en las “órdenes recibidas”. Hannah Arendt mantiene esa “memoria del mal radical”, no obstante las contradicciones que se encontró al hablar de la “banalidad”.
Memoria del mal, que hizo posible a Ionesco su retorno a la fe en Dios, y que quizá le permitió descubrir la acción de Dios ante el mal en el episodio bíblico de Caín y Abel. Dios castiga a Caín por el asesinato de Abel; y, a la vez, le da el tiempo de redención y no lo abandona a su suerte, ni a los deseos de venganza de quienes se puede encontrar en su camino.
Me atrevo a decir −y soy consciente de que puede ser una sencilla suposición− que Ionesco cree en Dios porque se da cuenta de que el mal sólo se vence redimiéndolo, y el único que puede redimirlo es Dios.
Ese concejal −no “todo es política”− no alcanza a destruir la “memoria” del “mal radical”. Destruye su capacidad de destruir ese mal, destruye su capacidad de descubrir a un Dios redentor, aniquila su capacidad de ser redimido, y no encuentra otra salida a su fracaso que inventar un “chiste”.
Y así se convierte a sí mismo, a su propia vida, en un “chiste”; ni siquiera en una “pasión”, a lo Sartre; en un “chiste”, y en un “chiste” tan “inútil” como la “pasión” de Sartre.
Ernesto Juliá Díaz, en religionconfidencial.com.
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