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3 de julio. SANTO TOMAS, APÓSTOL

De las homilías de san Gregorio Magno, papa, sobre los evangelios (Homilía 26, 7-9: PL 76, 1201-1202)

¡Señor mío y Dios mío!

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Sólo este discípulo estaba ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe, le muestra sus manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, que al oír dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?

Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección.

Palpó y exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído?” Como sea que el apóstol Pablo dice: La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, es evidente que la fe es la plena convicción de aquellas realidades que no podemos ver, porque las que vemos ya no son objeto de fe, sino de conocimiento. Por consiguiente, si Tomás vio y palpó, ¿cómo es que le dice el Señor: Porque me has visto has creído? Pero es que lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto, lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó, con todo y que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.

Y es para nosotros motivo de alegría lo que sigue a continuación: Dichosos los que crean sin haber visto. En esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros, que lo guardamos en nuestra mente sin haberlo visto corporalmente. Nos designa a nosotros, con tal de que las obras acompañen nuestra fe, porque el que cree de verdad es el que obra según su fe. Por el contrario, respecto de aquellos que creen sólo de palabra, dice Pablo: Hacen profesión de conocer a Dios, pero con sus acciones lo desmienten. Y Santiago dice: La fe sin obras es un cadáver.

4 de julio. SANTA ISABEL DE PORTUGAL

De un sermón atribuido a san Pedro Crisólogo, obispo (Sobre la paz: PL 52, 347-348)

Dichosos los que trabajan por la paz

Dichosos los que trabajan por la paz -dice el evangelista, amadísimos hermanos-, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Con razón cobran especial lozanía las virtudes cristianas en aquel que posee la armonía de la paz cristiana, y no se llega a la denominación de hijo de Dios si no es a través de la práctica de la paz.

La paz, amadísimos hermanos, es la que despoja al hombre de su condición de esclavo y le otorga el nombre de libre y cambia su situación ante Dios, convirtiéndolo de criado en hijo, de siervo en hombre libre. La paz entre los hermanos es la realización de la voluntad divina, el gozo de Cristo, la perfección de la santidad, la norma de la justicia, la maestra de la doctrina, la guarda de las buenas costumbres, la que regula convenientemente todos nuestros actos. La paz recomienda nuestras peticiones ante Dios y es el camino más fácil para que obtengan su efecto, haciendo así que se vean colmados todos nuestros deseos legítimos. La paz es madre del amor, vínculo de la concordia e indicio manifiesto de la pureza de nuestra mente; ella alcanza de Dios todo lo que quiere, ya que su petición es siempre eficaz. Cristo, el Señor, nuestro rey, es quien nos manda conservar esta paz, ya que él ha dicho: La paz os dejo, mi paz os doy, lo que equivale a decir: “Os dejo en paz, y quiero encontraros en paz”; lo que nos dio al marchar quiere encontrarlo en todos cuando vuelva.

El mandamiento celestial nos obliga a conservar esta paz que se nos ha dado, y el deseo de Cristo puede resumirse en pocas palabras: volver a encontrar lo que nos ha dejado. Plantar y hacer arraigar la paz es cosa de Dios; arrancarla de raíz es cosa del enemigo. En efecto, así como el amor fraterno procede de Dios, así el odio procede del demonio; por esto, debemos apartar de nosotros toda clase de odio, pues dice la Escritura: El que odia a su hermano es un homicida.

Veis, pues, hermanos muy amados, la razón por la que hay que procurar y buscar la paz y la concordia; estas virtudes son las que engendran y alimentan la caridad. Sabéis, como dice san Juan, que el amor es de Dios; por consiguiente, el que no tiene este amor vive apartado de Dios.

Observemos, por tanto, hermanos, estos mandamientos de vida; hagamos por mantenernos unidos en el amor fraterno, mediante los vínculos de una paz profunda y el nexo saludable de la caridad, que cubre la multitud de los pecados. Todo vuestro afán ha de ser la consecución de este amor, capaz de alcanzar todo bien y todo premio. La paz es la virtud que hay que guardar con más empeño, ya que Dios está siempre rodeado de una atmósfera de paz. Amad la paz, y hallaréis en todo la tranquilidad del espíritu; de este modo, aseguráis nuestro premio y vuestro gozo, y la Iglesia de Dios, fundamentada en la unidad de la paz, se mantendrá fiel a las enseñanzas de Cristo.

5 de julio. SAN ANTONIO MARÍA ZACCARIA, PRESBÍTERO

De un sermón de san Antonio María Zaccaria, presbítero, a sus hermanos de religión (J. A. Gabutio, Historia Congregationis Clericorum Regularium sancti Pauli, 1, 8)

El discípulo del apóstol Pablo

Nosotros, unos necios por Cristo: esto lo decía nuestro bienaventurado guía y santísimo patrono, refiriéndose a sí mismo y a los demás apóstoles, como también a todos los que profesan las enseñanzas cristianas y apostólicas. Pero ello, hermanos muy amados, no ha de sernos motivo de admiración o de temor, ya que un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo. Nuestros enemigos se hacen mal a sí mismos y nos prestan a nosotros un servicio, ya que nos ayudan a conseguir la corona de la gloria eterna, mientras que provocan sobre ellos la ira de Dios, y, por esto, debemos compadecerlos y amarlos en vez de odiarlos y aborrecerlos. Más aún, debemos orar por ellos y no dejarnos vencer del mal, sino vencer el mal con el bien, y amontonar las muestras de bondad sobre sus cabezas, según nos aconseja nuestro Apóstol, como carbones encendidos de ardiente caridad; así ellos, viendo nuestra paciencia y mansedumbre, se convertirán y se inflamarán en amor de Dios.

A nosotros, aunque indignos, Dios nos ha elegido del mundo, por su misericordia, para que, dedicados a su servicio, vayamos progresando constantemente en la virtud y, por nuestra constancia, demos fruto abundante de caridad, jubilosos por la esperanza de poseer la gloria que nos corresponde por ser hijos de Dios, y gloriándonos incluso en medio de nuestras tribulaciones.

Fijaos en vuestro llamamiento, hermanos muy amados; si lo consideramos atentamente, fácilmente nos daremos cuenta de que exige de nosotros que no rehusemos el participar en los sufrimientos de Cristo, puesto que nuestro propósito es seguir, aunque sea de lejos, las huellas de los santos apóstoles y demás soldados del Señor. Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús.

Los que hemos tomado por guía y padre a un apóstol tan eximio y hacemos profesión de seguidores suyos debemos esforzarnos en poner por obra sus enseñanzas y ejemplos; no sería correcto que, en las filas de semejante capitán, militaran unos soldados cobardes o desertores, o que un padre tan ilustre tuviera unos hijos indignos de él.

6 de julio. SANTA MARÍA GORETTI, VIRGEN Y MÁRTIR

De la homilía pronunciada por el papa Pío doce en la canonización de santa María Goretti (AAS 42 (1950), 581-582)

Nada temo, porque tú vas conmigo

De todo el mundo es conocida la lucha con que tuvo que enfrentarse, indefensa, esta virgen; una turbia y ciega tempestad se alzó de pronto contra ella, pretendiendo manchar y violar su angélico candor. En aquellos momentos de peligro y de crisis, podía repetir al divino Redentor aquellas palabras del áureo librito De la imitación de Cristo: “Si me veo tentada y zarandeada por muchas tribulaciones, nada temo, con tal de que tu gracia esté conmigo. Ella es mi fortaleza; ella me aconseja y me ayuda. Ella es más fuerte que todos mis enemigos.” Así, fortalecida por la gracia del cielo, a la que respondió con una voluntad fuerte y generosa, entregó su vida, sin perder la gloria de la virginidad.

En la vida de esta humilde doncella, tal cual la hemos resumido en breves trazos, podemos contemplar un espectáculo no sólo digno del cielo, sino digno también de que lo miren, llenos de admiración y veneración, los hombres de nuestro tiempo. Aprendan los padres y madres de familia cuán importante es el que eduquen a los hijos que Dios les ha dado en la rectitud, la santidad y la fortaleza, en la obediencia a los preceptos de la religión católica, para que, cuando su virtud se halle en peligro, salgan de él victoriosos, íntegros y puros, con la ayuda de la gracia divina.

Aprenda la alegre niñez, aprenda la animosa juventud a no abandonarse lamentablemente a los placeres efímeros y vanos, a no ceder ante la seducción del vicio, sino, por el contrario, a luchar con firmeza, por muy arduo y difícil que sea el camino que lleva a la perfección cristiana, perfección a la que todos podemos llegar tarde o temprano con nuestra fuerza de voluntad, ayudada por la gracia de Dios, esforzándonos, trabajando y orando.

No todos estamos llamados a sufrir el martirio, pero sí estamos todos llamados a la consecución de la virtud cristiana. Pero esta virtud requiere una fortaleza que, aunque no llegue a igualar el grado cumbre de esta angelical doncella, exige, no obstante, un largo, diligentísimo e ininterrumpido esfuerzo, que no terminará sino con nuestra vida. Por esto, semejante esfuerzo puede equipararse a un lento y continuado martirio, al que nos amonestan aquellas palabras de Jesucristo: El reino de los cielos se abre paso a viva fuerza, y los que pugnan por entrar lo arrebatan.

Animémonos todos a esta lucha cotidiana, apoyados en la gracia del cielo; sírvanos de estímulo la santa virgen y mártir María Goretti; que ella, desde el trono celestial, donde goza de la felicidad eterna, nos alcance del Redentor divino, con sus oraciones, que todos, cada cual según sus peculiares condiciones, sigamos sus huellas ilustres con generosidad, con sincera voluntad y con auténtico esfuerzo.

10 de julio. BEATOS NICANOR ASCANIO Y NICOLÁS MARÍA ALBERCA, MÁRTIRES

De los sermones de san Agustín, obispo (Sermón 47 de los santos)

Las fiestas de los mártires son invitaciones al martirio

La celebración de las fiestas de los santos mártires nos da motivo para esperar conseguir, por su intercesión, los bienes temporales que nos ayudan a conseguir los eternos, como fruto de la imitación de los mismos mártires. Celebran con gozo verdadero las festividades de los mártires los que siguen los ejemplos dados por los mismos. Las fiestas de los mártires son invitaciones al martirio, a fin de que no nos asuste imitar a aquellos cuya celebración nos alegra.

Pero nosotros queremos alegrarnos con los santos y, no obstante, no queremos sufrir con ellos las tribulaciones del mundo. No puede alcanzar la felicidad de los santos mártires aquel que no quiere imitarles en cuanto esté de su parte. Es el apóstol san Pablo quien nos lo enseña: Si sois solidarios en los sufrimientos, también lo seréis en la consolación. Y el Señor en el Evangelio: Si el mundo os odia, sabed que primero me ha odiado a mi. Rehúsa pertenecer al cuerpo quien no quiere sufrir el odio con la cabeza.

Pero dirá alguno: «Y ¿quién es capaz de seguir los ejemplos de los bienaventurados mártires?» A éste le respondo que no sólo a los mártires, sino al mismo Señor, con su gracia, si queremos, le podemos imitar. Escuchad, no a mí, sino al Señor que anuncia: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Oye también la admonición de san Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo, para que sigamos sus huellas.

11 de julio. SAN BENITO, ABAD, PATRONO DE EUROPA

De la Regla de san Benito, abad (Prólogo, 4-22; cap. 72, I-12: CSEL 75, 2-5.162-163)

No antepongan nada absolutamente a Cristo

Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible, irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores perversos que han rehusado seguirlo a la gloria.

Por lo tanto, despertémonos ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora de despertarnos del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis el corazón; y también: Quien tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias.

¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, antes que os sorprendan las tinieblas de la muerte.

Y el Señor, buscando entre la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo, dirige a todos esta invitación: ¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad? Y, si tú, al oír esta invitación, respondes: “Yo”, entonces Dios te dice: “Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; guárdate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: Aquí estoy.”

¿Qué hay para nosotros más dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida.

Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquel que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras.

Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno, así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Éste es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, esto es: estimando a los demás más que a uno mismo; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

13 de julio. SAN ENRIQUE

De la Vida antigua de san Enrique (MGH, Scriptores 4, 792-799)

Proveía a la paz y tranquilidad de la Iglesia

El bienaventurado siervo de Dios, después de haber sido consagrado rey, no contento con las preocupaciones del gobierno temporal, queriendo llegar a la consecución de la corona de la inmortalidad, se propuso también trabajar en favor del supremo Rey, a quien servir es reinar: Para ello, se dedicó con suma diligencia al engrandecimiento del culto divino y comenzó a dotar y embellecer en gran manera las iglesias. Creó en su territorio el obispado de Bamberg, dedicado a los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, y al glorioso mártir san Jorge, y lo sometió con una jurisdicción especial a la santa Iglesia romana; con esta disposición, al mismo tiempo que reconocía el honor debido por disposición divina a la primera de las sedes, daba solidez a su fundación, al ponerla bajo tan excelso patrocinio.

Con el objeto de dar una muestra clara de la solicitud con que aquel bienaventurado varón proveyó a la paz y a la tranquilidad de su Iglesia recién fundada, con miras incluso a los tiempos posteriores, intercalamos aquí el testimonio de una carta suya:

“Enrique, rey por la gracia de Dios, a todos los hijos de la Iglesia, tanto presentes como futuros. Las saludables enseñanzas de la revelación divina nos instruyen y amonestan a que, dejando de lado los bienes temporales y posponiendo las satisfacciones terrenas, nos preocupemos por alcanzar las mansiones celestiales, que han de durar siempre. Porque la gloria presente, mientras se posee, es caduca y vana, a no ser que nos ayude en algún modo a pensar en la eternidad celestial. Pero la misericordia de Dios proveyó en esto una solución al género humano, dándonos la oportunidad de adquirir una porción de la patria celestial al precio de las posesiones humanas.

Por lo cual, Nos, teniendo en cuenta esta designación de Dios y conscientes de que la dignidad regia a que hemos sido elevados es un don gratuito de la divina misericordia, juzgamos oportuno no sólo ampliar las iglesias construidas por nuestros antecesores, sino también edificar otras nuevas, para mayor gloria de Dios, y honrarlas de buen grado con los dones que nos sugiere nuestra devoción. Y así, no queriendo prestar oídos sordos a los preceptos del Señor, sino con el deseo de aceptar con sumisión los consejos divinos, deseamos guardar en el cielo los tesoros que la divina generosidad nos ha otorgado, allí donde los ladrones no horadan ni roban, y donde no los corroen ni la polilla ni la herrumbre; de este modo, al recordar los bienes que vamos allí acumulando en el tiempo presente, nuestro corazón vive ya desde ahora en el cielo por el deseo y el amor.

Queremos, por tanto, que sea conocido de todos los fieles que hemos erigido en sede episcopal aquel lugar heredado de nuestros padres que tiene por nombré Bamberg, para que en dicho lugar se tenga siempre memoria de Nos y de nuestros antecesores, y se inmole continuamente la víctima saludable en provecho de todos los fieles que viven en la verdadera fe.”

13 de julio. SAN CAMILO DE LELIS, PRESBÍTERO

De la Vida de san Camilo, escrita por un colega suyo (S. Cicatelli, Vita del P. Camillo de Lellis, Viterbo 1615)

Servidor de Cristo en la persona de los hermanos

Empezaré por la santa caridad, raíz y complemento de todas las virtudes, con la que Camilo estaba familiarizado más que con ninguna otra. Y, así, afirmo que nuestro santo estaba inflamado en el fuego de esta santa virtud, no sólo para con Dios, sino también para con el prójimo, en especial para con los enfermos; y esto en tal grado que la sola vista de los enfermos bastaba para enternecer y derretir su corazón y para hacerle olvidar completamente todas las delicias, deleites y afectos mundanos. Cuando servía a algún enfermo, lo hacía con un amor y compasión tan grandes que parecía como si en ello tuviera que agotar y consumir todas sus fuerzas. De buena gana hubiera tomado sobre sí todos los males y dolencias de los enfermos con tal de aliviar sus sufrimientos o curar sus enfermedades.

Descubría en ellos la persona de Cristo con una viveza tal, que muchas veces, mientras les daba de comer se imaginaba que eran el mismo Cristo en persona les pedía su gracia y el perdón de los pecados. Estaba ante ellos con un respeto tan grande como si real y verdaderamente estuviera en presencia del Señor. De nada hablaba con tanta frecuencia y con tanto fervor como de la santa caridad, y hubiera querido poderla infundir en el corazón de todos los mortales.

Deseoso de inflamar a sus hermanos de religión en esta virtud, la primera de todas, acostumbraba inculcarles aquellas dulcísimas palabras de Jesucristo: Estuve enfermo, y me visitasteis. Estas palabras parecía tenerlas realmente esculpidas en su corazón; tanta era la frecuencia con que las decía y repetía.

La caridad de Camilo era tan grande y tan amplia que tenían cabida en sus entrañas de piedad y benevolencia no sólo los enfermos y moribundos, sino toda clase de pobres y desventurados. Finalmente, era tan grande la piedad de su corazón para con los necesitados, que solía decir: “Si no se hallaran pobres en el mundo, habría que dedicarse a buscarlos y sacarlos de bajo tierra, para ayudarlos y practicar con ellos la misericordia.”

15 de julio. SAN BUENAVENTURA, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA

De las obras de san Buenaventura, obispo (Opúsculo sobre el itinerario de la mente hacia Dios, 7, 1, 2, 6: Opera omnia 5, 312-313)

La Sabiduría misteriosa revelada por el Espíritu Santo

Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo, él, que es la placa de la expiación colocada sobre el arca de Dios y el misterio escondido desde el principio de los siglos. El que mira plenamente de cara esta placa de expiación y la contempla suspendida en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la Pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto, dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo.

Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos.

Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado y la misma muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y quedar con vida. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo. Bendito sea el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: “¡Amén!”

16 de julio. NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN

De los sermones de san León Magno, papa (Sermón 1 en la Natividad del Señor, 2. 3: PL 54, 191-192)

María, antes de concebir corporalmente, concibió en su espíritu

Dios elige a una virgen de la descendencia real de David; y esta virgen, destinada a llevar en su seno el fruto de una sagrada fecundación, antes de concebir corporalmente a su prole, divina y humana a la vez, la concibió en su espíritu. Y, para que no se espantara, ignorando los designios divinos, al observar en su cuerpo unos cambios inesperados, conoce, por la conversación con el ángel, lo que el Espíritu Santo ha de operar en ella. Y la que ha de ser Madre de Dios confía en que su virginidad ha de permanecer sin detrimento. ¿Por qué había de dudar de este nuevo género de concepción, si se le promete que el Altísimo pondrá en juego su poder? Su fe y su confianza quedan, además, confirmadas cuando el ángel le da una prueba de la eficacia maravillosa de este poder divino, haciéndole saber que Isabel ha obtenido también una inesperada fecundidad: el que es capaz de hacer concebir a una mujer estéril puede hacer lo mismo con una mujer virgen.

Así, pues, el Verbo de Dios, que es Dios, el Hijo de Dios, que en el principio estaba junto a Dios, por medio del cual se hizo todo, y sin el cual no se hizo nada, se hace hombre para librar al hombre de la muerte eterna; se abaja hasta asumir nuestra pequeñez, sin menguar por ello su majestad, de tal modo que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, une la auténtica condición de esclavo a su condición divina, por la que es igual al Padre; la unión que establece entre ambas naturalezas es tan admirable, que ni la gloria de la divinidad absorbe la humanidad, ni la humanidad disminuye en nada la divinidad.

Quedando, pues, a salvo el carácter propio de cada una de las naturalezas, y unidas ambas en una sola persona, la majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible, Dios verdadero y hombre verdadero se conjugan armoniosamente en la única persona del Señor; de este modo, tal como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres pudo a la vez morir y resucitar, por la conjunción en él de esta doble condición. Con razón, pues, este nacimiento salvador había de dejar intacta la virginidad de la madre, ya que fue a la vez salvaguarda del pudor y alumbramiento de la verdad.

Tal era, amadísimos, la clase de nacimiento que convenía a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios; con él se mostró igual a nosotros por su humanidad, superior a nosotros por su divinidad. Si no hubiera sido Dios verdadero, no hubiera podido remediar nuestra situación; si no hubiera sido hombre verdadero, no hubiera podido darnos ejemplo.

Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Ellos ven, en efecto, que la Jerusalén celestial se va edificando por medio de todas las naciones del orbe. ¿Cómo, pues, no habría de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella un gozo tan intenso?

21 de julio. SAN LORENZO DE BRÍNDISI, PRESBÍTERO Y DOCTOR DE LA IGLESIA

De los sermones de san Lorenzo de Bríndisi, presbítero (Sermón cuaresmal 2: Opera omnia 5, 1, Núms. 48. 50. 52)

La predicación es una función apostólica

Para llevar una vida espiritual, que nos es común con los ángeles y los espíritus celestes y divinos, ya que ellos y nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, es necesario el pan de la gracia del Espíritu Santo y de la caridad de Dios. Pero la gracia y la caridad son imposibles sin la fe, ya que sin la fe es imposible agradar a Dios. Y esta fe se origina necesariamente de la predicación de la palabra de Dios: La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo. Por tanto, la predicación de la palabra de Dios es necesaria para la vida espiritual, como la siembra es necesaria para la vida del cuerpo.

Por esto, dice Cristo: Salió el sembrador a sembrar su semilla. Salió el sembrador a pregonar la justicia, y este pregonero, según leemos, fue algunas veces el mismo Dios, como cuando en el desierto dio a todo el pueblo, de viva voz bajada del cielo, la ley de justicia; fue otras veces un ángel del Señor, como cuando en el llamado “lugar de los que lloran” echó en cara al pueblo sus transgresiones de la ley divina, y todos los hijos de Israel, al oír sus palabras, se arrepintieron y lloraron todos a voces; también Moisés predicó a todo el pueblo la ley del Señor, en las campiñas de Moab, como sabemos por el Deuteronomio. Finalmente, vino Cristo, Dios y hombre, a predicar la palabra del Señor, y para ello envió también a los apóstoles, como antes había enviado a los profetas.

Por consiguiente, la predicación es una función apostólica, angélica, cristiana, divina. Así comprendemos la múltiple riqueza que encierra la palabra de Dios, ya que es como el tesoro en que se hallan todos los bienes. De ella proceden la fe, la esperanza, la caridad, todas las virtudes, todos los dones del Espíritu Santo, todas las bienaventuranzas evangélicas, todas las buenas obras, todos los actos meritorios, toda la gloria del paraíso: Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.

La palabra de Dios es luz para el entendimiento, fuego para la voluntad, para que el hombre pueda conocer y amar a Dios; y para el hombre interior, el que vive por la gracia del Espíritu Santo, es pan y agua, pero un pan más dulce que la miel y el panal, un agua mejor que el vino y la leche; es para el alma un tesoro espiritual de méritos, y por esto es comparada al oro y a la piedra preciosa; es como un martillo que doblega la dureza del corazón obstinado en el vicio; y como una espada que da muerte a todo pecado, en nuestra lucha contra la carne, el mundo y el demonio.