Es impresionante ver que Dios, queriendo llamar al pueblo a la conversión, no le amenaza con el castigo, sino que evoca su misericordia, como para mover el corazón y la inteligencia del hombre
La imagen esponsal hace presente el hecho de que Dios ha amado a su esposa, mientras que la respuesta de ésta es, paradójicamente, una traición. A pesar de ello Dios sigue amando a su esposa infiel.
Es en los profetas donde la misericordia de Dios alcanza, en el Antiguo Testamento, su más alta expresión; únicamente es sobrepasada por la revelación de Jesucristo. En los profetas se encuentran las dos imágenes más fuertes y más apropiadas, al nivel de la experiencia humana y de las relaciones interpersonales, que son capaces de expresar el amor de Dios: se trata de la imagen filial y de la imagen nupcial.
La imagen filial
La imagen del amor paterno es presentada en los profetas de maneras diferentes, que son otros tantos matices de una misma imagen. En ciertos textos, se evoca esta imagen para afirmar que el Señor, habiendo creado Israel, lo considera como un hijo al que está profundamente apegado, y cuyas infidelidades le hacen sufrir mucho. El capítulo 11 del profeta Oseas establece una analogía con el rechazo del amor paternal y maternal: «Cuando Israel era joven lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí. Sacrificaban a los baales, ofrecían incienso a los ídolos. Pero era yo quien había criado a Efraín, tomándolo en mis brazos; y no reconocieron que yo los cuidaba»(Os 11, 1-3).
Es impresionante ver que Dios, queriendo llamar al pueblo a la conversión, no lo hace por medio de la amenaza del castigo, sino evocando su misericordia, sentimiento “incontrolable” que brota de la profundidad de su Ser como para tocar y conmover el corazón y la inteligencia del hombre, y provocar su conversión y su regreso sincero hacia su Dios y Padre: «¿Cómo podría abandonarte, Israel? […] Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas»(Os 11, 8). Israel es, así pues, un hijo muy querido y hasta preferido por Dios; Él se acuerda siempre de él con afecto, sintiendo por él una profunda ternura (cfr. Jr 31, 20). Este afecto es eterno e irrevocable: «Con amor eterno te quiero»(Is 54, 8). El amor misericordioso de Dios, fuente de agua viva (Jr 17, 13), vivifica y recrea al hombre que ha caído en la idolatría y en el pecado.
El fuerte simbolismo de este lenguaje se amplía y enriquece cuando son los propios profetas, o los orantes, los que sufren con sentimientos “maternales”, a causa de las desdichas y los pecados del pueblo: «¡Ay mis entrañas, mis entrañas! Me duelen las paredes del corazón, me palpita con fuerza, no puedo callar. […] El país ha quedado devastado»(Jr 4, 19-20).
También en los salmos encontramos el tema de la misericordia de Dios. Como ejemplo, baste mencionar uno de los salmos más queridos por la piedad hebrea, que es asimismo uno de los más importantes en la liturgia católica. En el salmo 51 encontramos la expresión de la profunda experiencia del perdón de Dios que David ha podido hacer después de haber cometido dos pecados muy graves: el homicidio y el adulterio. Tan pronto como David reconoce y confiesa su pecado, acompañándolo del arrepentimiento, el anuncio del perdón llega inmediatamente por medio de la voz del profeta Natán: «David respondió a Natán: “He pecado contra el Señor”». Entonces Natán dijo a David: «También el Señor ha perdonado tu pecado»(2 Sam 12, 13). En su confesión David invoca la misericordia y el amor de Dios con un íncipitmuy intenso desde el punto de vista teológico, que nosotros aquí leemos en una traducción más literal, que nos permite “gustar” más la fuerza de las expresiones hebreas: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad[ḥesed] y, por tu inmensa compasión[raḥamîm] borra mi culpa». La gran importancia de este salmo en la historia de la espiritualidad cristiana resulta confirmada por su presencia frecuente en la oración oficial de la Iglesia católica: la Liturgia de las Horas. De hecho, la encontramos en las Laudes del Viernes Santo y en las de cada viernes de las cuatro semanas, así como en las Laudes del Oficio de difuntos. Esto significa que, en los momentos más importantes del año litúrgico y de su vida personal, los fieles se dirigen a Dios, por la mañana, para implorar su misericordia en tanto que comunidad eclesial y también cada uno personalmente.
Imagen nupcial
La imagen nupcial-esponsal, a la que han recurrido todos los grandes profetas de Israel para explicar la intensidad y la naturaleza de la relación gracias a la cual Dios ha querido unirse a su pueblo, es todavía más fuerte y más frecuente en el Antiguo Testamento. El simbolismo nupcial hace presente en la historia de la salvación –y, por tanto, en nuestra historia espiritual personal– el hecho de que Dios ha amado a su esposa, mientras que la respuesta de esta última a un amor tan intenso es paradójicamente una traición y un adulterio (se trata de relaciones adúlteras con otros dioses). A pesar de ello, Dios sigue amando a su esposa infiel. En el contexto de esta metáfora, los profetas califican de prostitución el pecado de idolatría.
El primero que utiliza con realismo la imagen nupcial de Dios con su pueblo es Oseas. Llega a afirmar que el pecado cometido por Israel al dar culto a los ídolos no es solamente una prostitución, sino un adulterio. Oseas considera la Alianza del pueblo con Dios como una verdadera Alianza nupcial. En la línea de las acciones simbólicas descritas en los libros proféticos, la vida misma de estos hombres de Dios se convierte en un instrumento de la revelación de su designio misterioso. Para mostrar que Dios considera a Israel como una esposa infiel, dice a Oseas: «Ve, despósate con una mujer ligada a la prostitución […] porque el país no hace sino prostituirse»(Os 1, 2). El dolor que experimenta un marido ante la traición de su esposa amada, lo siente Dios también a causa de los pecados de su pueblo. Y como un marido indignado se aleja de la esposa infiel, así también Dios se aleja de Israel. Las hijas del profeta, cada una llamada por un nombre fuertemente simbólico, sirven para expresar esta tragedia personal, donde Dios se expresa su decepción y su amargura a causa de la infidelidad de su pueblo: «Ella volvió a concebir y dio a luz una hija. Y el Señor le dijo:“Ponle de nombre ‘No compadecida’, porque ya no tendré más compasión de la casa de Israel ni les soportaré más”» (Os 1, 6).
Afortunadamente, Dios no se detiene en el adulterio, ni en el dolor de su amor traicionado; no se empecina en el odio, sino que intenta de todas las maneras posibles e inimaginables convencer a la mujer infiel para que vuelva a él, y, cuando lo consigue la acoge con el ardor de los primeros amores y la colma de bienes: «Por eso, yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón, le entrego allí mismo sus viñedos, y hago del valle de Acor una puerta de esperanza. Allí, responderá como en los días de su juventud»(Os 2, 16-17). Puesto que Dios nos ama, hemos de desprendernos de nuestros ídolos, de nuestras pasiones desordenadas, de nuestros pecados, para volver a Él como una esposa vuelve a su esposo para siempre. La potencia y la misericordia de Dios permiten dejar atrás y olvidar todas las infidelidades de Israel, hasta el punto de que el nuevo pacto nupcial se caracteriza por una bienaventuranza eterna: «Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura»(Os 2, 21). Los hijos nacidos de este amor reciben nombres nuevos, portadores de un simbolismo opuesto al de los tiempos de la infidelidad: «Decid a vuestros hermanos: “Pueblo mío”, y a vuestras hermanas: “Compadecida”»(Os 2, 3).
Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino.