Laura Llevadot

1.       Abraham en una época de terror

La historia es conocida. Abraham ha escuchado la llamada de Dios que le pide el sacrificio de su hijo Isaac, el hijo de la promesa. A pesar de ser lo que más ama en el mundo, porque fue lo más esperado y lo más deseado, Abraham se dirige obediente hacia el monte Moria dispuesto a sacrificar a su hijo. En el momento de levantar el cuchillo, justo cuando se dispone a matar a Isaac, Dios interrumpe la escena y le brinda un carnero que será la ofrenda en sacrificio que sustituya a Isaac. Abraham ha tenido fe y Dios le ha recompensado. Todo no fue más que una prueba, ¿una prueba?

Kierkegaard dedica uno de sus textos más bellos y complejos [1] a tratar de explicar por qué esta historia bíblica no escenifica simplemente una prueba. Temor y temblor [Frygt og Bæven, 1843] trata de desentrañar la verdad que encierra la terrible historia de Abraham, la fábula de un padre dispuesto a ofrecer su propio hijo en sacrificio, una verdad que implica la prioridad de lo religioso sobre lo ético. La «suspensión de la ética» [Suspension af det Ethiske] (SKS 4, 148/TT, 77) es la noción que permitirá revelar el verdadero conflicto ante el que se encuentra Abraham y su necesidad de ir más allá de lo normativo. Abraham pone la fe por encima de la convención moral, prioriza su fe en Dios ante la exigencia ética del «no matarás». Por ello Abraham recibe el nombre de «padre de la fe», o como dice Kierkegaard, Abraham encarna al «caballero», el «caballero de la fe» (TT, 109/SKS 4, 171) capaz de superar, a través de un gesto inaudito, la posición ética.

No sorprenderá entonces que esta obra de Kierkegaard haya sido objeto de las más severas críticas. Acusado de irracionalismo, de filosofar con el martillo, de poner en peligro la relación ética que debe siempre mediar entre hombre y hombre, Kierkegaard será objeto de un cierto rechazo generalizado, y de un tratamiento específico aunque no menos crítico por parte de autores de prestigio tales como Buber o Levinas. Ya en un texto de 1963 titulado «Éthique et Existence» Levinas ensayaba una lectura crítica de Temor y temblor donde advertía de los peligros de este privilegio de lo religioso sobre lo ético:

«La violencia nace en Kierkegaard en el preciso instante en que la existencia, al rebasar el estadio estético, no puede quedarse en lo que toma por estadio ético cuando entra en el estado religioso, dominio de la creencia. Ésta ya no se justifica hacia fuera, e, incluso dentro, es a la vez comunicación y soledad y, por ello, violencia y pasión. Así comienza el desprecio por el fundamento ético del ser» [2].

El argumento de Levinas en este artículo es el siguiente: si bien Kierkegaard tiene el mérito de haber opuesto a la falsedad totalitaria del sistema hegeliano la afirmación de la singularidad irreductible, en este caso encarnada por la figura de Abraham, Kierkegaard yerra ahí donde dicha singularidad se atrinchera y se encierra en sí misma separándose de toda relación ética con la comunidad. El hecho de que Kierkegaard insista en que «Abraham no puede hablar» (TT, 151/SKS 4, 201) muestra cómo la afirmación de la singularidad en su relación individual con lo absoluto cierra al sujeto toda posibilidad de restablecer una comunicación ética con sus semejantes: «La verdad que sufre no abre al hombre a los otros hombres, sino a Dios en la soledad» [3]. La fe religiosa que Kierkegaard defiende, al parecer de Levinas, aísla al sujeto en su silencio y lo separa de aquellos a quienes debería amar, aquellos que son, para Levinas, el Otro a quien se le debe prioridad sobre la libertad espontánea del yo.

Unos años antes Buber argüía una crítica semejante. La acción de Abraham, tal y como es presentada en Temor y temblor «suprime la inmoralidad de lo inmoral» [4]. Buber puede aceptar que Abraham, con su acción, suspenda el ámbito de lo ético, pero lo que no puede admitir es que, justamente por ello, Abraham se presente como un modelo a seguir. Abraham es una excepción y debe permanecer como tal. No puede presentarse a Abraham, tal y como hace Kierkegaard, como un ejemplo a imitar, sino que bien al contrario, lo que Dios, según Buber, pide al hombre normal, y no excepcional, es «lo ético básico» [5].

No se tratará aquí de refutar la crítica que Buber y Levinas dirigen a Kierkegaard, no vale la pena dedicarse a medir sus posibles errores de lectura en la interpretación de un texto tan complejo como el que aquí nos atañe [6]. Bastará por el momento señalar que este tipo de lectura es siempre posible, que un texto como Temor y temblor sigue permitiendo esta suerte de interpretaciones. El nombre de Kierkegaard, como el de Nietzsche, sobrevive al «querer-decir» del autor, y el «querer-decir» no es nunca, como señala Derrida [7], el criterio de verdad que permite interpretar correctamente un texto. Por tanto, tan vano resulta defender el texto de Kierkegaard a partir de un supuesto querer-decir extra-textual que contradiría estas interpretaciones, como reprocharles un error de lectura atendiendo a una supuesta objetividad del texto, a una lectura modélica y fidedigna que pondría en cuestión estos juicios demasiado apresurados. Lo que nos interesa aquí, por el contrario, es atender a esta problemática que Buber y Levinas han sabido ver. Prueba de que esta problemática sigue abierta, de que Kierkegaard sigue planteándonos un enigma a resolver, son las advertencias que nos dirigen algunos autores contemporáneos [8] sobre la peligrosidad de Temor y temblor, las cuales todavía importunan nuestra sosegada lectura de este texto. Incluso la brutalidad de lo fáctico parece mostrar a través de los últimos acontecimientos mediático-mundiales que esta historia bíblica que fascinó a Kierkegaard encierra un regalo envenenado en su seno que habría que saber tratar. Así por ejemplo cuando uno de los terroristas suicidas que atentaron contra las Torres Gemelas reivindica en una carta abierta la herencia abrahánica que le inspira [9]. Por ello ni siquiera se escapan de esta inclemente prudencia los académicos más postmodernos que han tratado de llevar a cabo una lectura conjunta de la filosofía kierkegaardiana y la postrera ética de Derrida, algo que también aquí quisiéramos intentar. Incluso en este contexto favorable a una interpretación menos inquisidora de la relectura kierkegaardiana de la historia de Abraham podemos leer: «este es claramente uno de los puntos débiles de la ética de Kierkegaard y Derrida, que son demasiado subjetivas, y no suficientemente inequívocas para resistir la presión de las religiones e ideologías autoritarias (sean fundamentalistas o totalitarias)» [10]. Y el autor de estas líneas —en una obra, cabe insistir, dedicada al pensamiento de Kierkegaard y Derrida— se decanta seguidamente por la ética comunicativa de Habermas.

¿Qué quiere decir «demasiado subjetiva» cuando se trata de caracterizar una ética? ¿Por qué el autoritarismo, el fundamentalismo y el totalitarismo deberían ser combatidos desde posiciones «más objetivas», más «inequívocas»? No es el propósito de este trabajo el dar rienda suelta a las lecturas más o menos fáciles que se pueden hacer de una obra como Temor y temblor, pero tampoco se trata de rechazar en bloque este tipo de críticas por pereza o temor a pensar algo que no quisiera ser pensado. Se trata más bien de ver en el estatuto conflictivo de este texto algo que probablemente está también en la discusión entre Habermas y Derrida tras los acontecimientos del 11-S [11], a saber: la oposición entre una ética basada en las posibilidades conciliadoras del lenguaje y el diálogo, y la posibilidad de una «ética más allá de la ética», una ética que requiere el silencio vinculado a la «suspensión teleológica de la ética», y que Kierkegaard y Derrida han tratado de pensar.

Si se ha optado aquí por empezar recordando los peligros y malentendidos en los que pueden derivar ciertas lecturas de la historia de Abraham y de su reinterpretación por parte de Kierkegaard, no es ni para concederles legitimidad ni para iniciar una defensa aferrada de lo que Kierkegaard «realmente» quiso decir, sino para tener en cuenta la posibilidad de algo que, por ejemplo, Derrida reconoce en su lectura de un texto de W. Benjamin a propósito del cual afirma:

«Es en ese punto cuando este texto, a pesar de toda su movilidad polisémica y todos sus recursos de inversión, me parece finalmente que se asemeja demasiado, hasta la fascinación y el vértigo, a aquello mismo contra lo que hay que actuar y pensar, contra lo que hay que hacer y hablar» [12].

Aquí Derrida se está refiriendo a un texto de Benjamín sobre la violencia [Para una crítica de la violencia, 1921] en el que el joven Benjamín trata de distinguir entre una violencia divina fundadora y una violencia mítica de origen griego que sería meramente conservadora, entre una violencia judía legítima y una violencia griega ilegítima. Sin tratar de forzar demasiado la analogía, el texto de Kierkegaard que aquí nos atañe es también un texto sobre la violencia, el cual puede ser leído, ciertamente, como una justificación de la violencia religiosa, pero que al menos exige otro tipo de lectura. Podría decirse que Temor y temblor es, como el texto de Benjamín, un texto ambiguo, complejo, pero que trata de distinguir también entre una violencia judeo-cristiana, la violencia que Abraham encarna y que funda una nueva ética más allá de la ética, y la violencia inherente aunque inconfesada de la ética al uso, de una ética de origen griego que todavía resuena en las apelaciones al diálogo del discurso de Habermas. Lo que aquí se tratará de argumentar es pues la viabilidad de una interpretación de la historia abrahánica que abra la posibilidad de una ética más allá de la violencia que la ética encierra, una ética en cuyo centro el silencio juega un papel esencial. La lectura conjunta de Temor y temblor de Kierkegaard y de Fuerza de ley de Derrida ha de ayudarnos en esta tarea. Tal vez la historia de Abraham levantando el cuchillo ante la mirada aterrada de su hijo Isaac tenga todavía, aún en una época de terror, algo que enseñar. Pero cabe asumir también que quizás Temor y temblor, así como nuestra propia lectura de Kierkegaard y Derrida, se asemeje todavía demasiado, como el texto de Benjamín, a aquello mismo contra lo que habría que actuar y pensar. Trataremos de movernos en el filo de esta apertura.

2.       La suspensión de la ética

¿Qué es la «ética» en Temor y temblor? ¿Cuál es la ética que la acción de Abraham suspende? ¿Qué entiende Kierkegaard-Johannes de silentio por ética cuando hace que el ámbito de lo religioso la exceda y la sobrepase legítimamente? La parte dialéctica de la obra está estructurada en tres problemas [Problemata] fundamentales que tratan de dar respuesta a esta cuestión. El primer problema: «¿Se da una suspensión teleológica de la ética?» se plantea en los siguientes términos: «la ética es, en cuanto tal, lo general [det Almene]» (TT, 77/SKS, 148) y o bien se da «la paradoja según la cual el individuo está por encima de lo general» (TT, 79/SKS, 149), o bien Abraham es un asesino. El segundo problema: «¿Se da un deber absoluto para con Dios?» plantea la cuestión bajo nuevos términos: o bien se da una situación en la que «la interioridad es superior a lo externo» (TT, 95/SKS, 161), y existe un deber absoluto en el que «el individuo en cuanto tal se relaciona absolutamente con lo absoluto» (TT, 96/SKS, 162) de modo tal que el deber absoluto es previo y prioritario respecto al deber para con lo general o bien «Abraham está perdido» (TT, 97/SKS, 162).

En ambos problemata (dejaremos el análisis del tercero para más adelante) la ética se vincula a «lo general», «lo externo», y al «deber relativo», esto es, al deber para con «lo general externo». En su primera acepción, la ética definida como lo general, puede entenderse en sentido kantiano. La ética es, kantianamente, lo que vale para todos, el imperativo que aún siendo formal no permite ni excepciones ni intereses particulares. No dejarse determinar por objeto empírico alguno, no sucumbir a la inclinación o el interés particular, actuar según la universalidad de la razón, es para Kant, el requisito indispensable de toda acción moral.

«Lo general» señala aquí, por tanto, la universalidad de la razón que debe guiar la acción. Desde este punto de vista la acción de Abraham es no sólo inmoral sino que lo es por ser irracional. Irracionalmente, de manera inmoral pues, Abraham parece privilegiar su punto de vista individual sobre la razón general [13]. La crítica hegeliana a esta comprensión de la moralidad no modifica el punto de vista que Kierkegaard quiere someter a prueba en este texto. Si para Hegel la moral kantiana no sólo es meramente formal, sino que además aísla la subjetividad haciéndola creerse separada de la realidad efectiva, para Kierkegaard dicha subjetividad, por el contrario, no está suficientemente aislada. Hegel critica el imperativo categórico kantiano por permitir que la subjetividad se mantenga libre de todo vínculo con la realidad, que le baste con la intención, para determinar su acción como «moral» al margen de todo resultado. De ahí que Hegel considere necesario pasar de la moralidad [Moralität] a la eticidad [Sittlichkeit], siendo la eticidad la realización efectiva de la libertad moral en las instituciones, en la realidad social. La familia, la sociedad, el estado, devienen en Hegel, como es sabido, el marco efectivo para la realización positiva de la moralidad. Desde el punto de vista hegeliano no sólo es necesario liberarse de los impulsos naturales y la inclinación, cosa que ya proporcionaba el formalismo de la moralidad kantiana, sino también de la «subjetividad abstracta» condenada a vivir en el abismo que separa al «ser» del «deber ser» [14]. Por tanto, la determinación de «lo general» que en Kant señalaba la universalidad de la razón, se amplía aquí al ámbito de las instituciones, de la sociedad, de la realidad efectiva como marco de realización de toda acción, como ámbito del ser en el que el deber debe concretarse. Pero sin duda también desde este punto de vista Abraham «suspende la ética» en la medida en que no se somete a las leyes e instituciones que según Hegel deben regir la vida de los individuos para poder ser libres y morales. De ahí que Kierkegaard cite explícitamente a Hegel en este texto: «Si todo lo anterior es verdadero, entonces Hegel (…) tiene razón al considerar esta determinación como una forma moral del mal» (TT, 78/SKS, 148-149). La determinación a la que aquí Kierkegaard se refiere es precisamente a aquella que pone al individuo por encima de lo general [15], esto es aquella que según Kierkegaard define la fe como paradoja. Tanto desde el punto de vista de la moralidad kantiana como desde el punto de vista de la ética hegeliana, Abraham es un asesino, puesto que no actúa según los dictados universales de la razón y rompe con al ámbito institucional que debería permitir la realización de su libertad. «Levantar el cuchillo contra Isaac» es algo que ninguna concepción ética parece permitir.

Kierkegaard trata de mostrar la posibilidad, al mismo tiempo imposible, de comprender la acción de Abraham, toda vez que se ha asumido que el ámbito de inteligibilidad de dicha acción no lo proporciona la ética sino la fe. Ahora bien, ¿qué es la fe? Si desde el punto de vista religioso Abraham no es un asesino sino el «padre de la fe», no es sólo porque ponga al individuo por encima de lo general, porque privilegie irracionalmente el punto de vista subjetivo por encima del de la comunidad. La afirmación de la individualidad por encima de la generalidad viene acompañada, tal y como trata de expresarlo el segundo problemata, de un deber absoluto que suspende los deberes relativos para con la comunidad. Para mostrarlo Kierkegaard analiza otros casos en los que también la individualidad se afirmó por encima de la generalidad de modo tal que se suspendió el deber (el deber de no matar, y el de no matar al propio hijo especialmente). Son casos como el de Agamenón, capaz de sacrificar a su hija Ifigenia, con el fin de invocar al viento que ha de llevar sus naves a puerto. Ciertamente aquí Agamenón suspende el deber, el deber de amar a su hija, el deber de no matar. Pero no lo hace por fe, sino por otro deber superior al deber que sacrifica: su deber para con la ciudad, el estado, lo que Kierkegaard llama «la generalidad». La acción de Agamenón no sale así del ámbito de la ética. «La ética incluye dentro de su propio campo diversos grados» (TT, 81/SKS, 151). Se trata aquí de una ética trágica que se diferencia de la kantiana y de la hegeliana en la medida en que sí admite la subordinación de la subjetividad ética a un deber superior, la oposición del individuo a las normas generales. Sin embargo, como afirma Kierkegaard-Johannes de silentio, la acción trágica no tiene nada que ver con la acción de Abraham ya que:

«Quien reniega de sí mismo y se sacrifica al deber renuncia a lo finito para alcanzar lo infinito y no le falta seguridad. El héroe trágico renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto, y la mirada del que contempla sus hazañas reposa confiada y tranquila en las mismas. Pero, por contraste, ¿qué hace quien renuncia a lo general por una cosa superior que no es lo general?» (TT, 85/SKS, 153-154).

A diferencia de Agamenón, Abraham no levanta el cuchillo sobre Isaac para salvar a su pueblo, «exaltar la idea del Estado o colmar la cólera de los dioses irritados» (TT, 84/SKS, 153). No renuncia al deber por otro deber superior, sino por lo que Kierkegaard llama aquí el «deber absoluto», que no es otro que «el deber de creer», un deber superior a lo general. En la acción trágica hay una subordinación del acto transgresor a una suerte de saber. Como dice Johannes de silentio, el héroe trágico «renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto». Agamenón, a diferencia de Abraham, sabe cuáles serán las consecuencias de su acción. Sabe que si sacrifica a Ifigenia los dioses, a cambio, le serán favorables. Sabe que a pesar de lo terrible de su acción, sus motivaciones serán comprendidas por sus conciudadanos e incluso se le agradecerá el sacrificio, su hazaña podrá ser «contemplada». Sabe que sacrificando su amor finito por Ifigenia ganará lo infinito, gloria y reconocimiento por parte de lo general. Por el contrario Abraham no sabe nada, y en eso consiste la fe. Abraham no sólo no sabe qué sucederá cuando sacrifique a Isaac, sino que tampoco sabe por qué debe sacrificarlo. No entiende el qué ni el porqué de su acción, puesto que Dios no informa de sus razones. En la historia de Abraham nadie sabe nada, ni Abraham cuando se dirige al monte Moria ni Isaac, a quien su padre no puede hablar. Y, sin embargo, Abraham cree, tiene fe. Pero, de nuevo, ¿qué es la fe?, ¿qué es lo que cree Abraham? Kierkegaard es clarísimo al respecto: Abraham cree lo imposible, que es el único modo de creer:

«Durante todo el tiempo del viaje tuvo fe; creyó que Dios no le exigiría a Isaac, aunque estaba dispuesto a ofrecérselo en sacrificio si ese era el designio divino. Creyó en virtud del absurdo, porque todo aquello no tenía nada que ver con los cálculos humanos. Y el absurdo consistía en que Dios, que le reclamaba el sacrificio de Isaac, revocaría después esta exigencia. (…) Abraham creyó, creyó que Dios no le exigiría a Isaac. Sin duda que quedó sorprendido con el desenlace, pero en un santiamén había ya recobrado su estado primitivo mediante un doble movimiento y, por ese mismo motivo, recibió a Isaac con mayor alegría que la primera vez» (TT, 53/SKS, 131).

Si Abraham es capaz de andar el camino hacia el monte Moria, poner a Isaac sobre la pila y levantar el cuchillo no es por obediencia irracional al mandato divino ni por obtener un beneficio que compensaría lo sacrificado, sino por creer en todo momento y hasta el final que Isaac le será devuelto, que Dios finalmente no le exigirá a Isaac en sacrificio. Abraham hace el «doble movimiento»: renunciar a lo que más ama en el mundo —sacrifica a Isaac— y creer «en virtud del absurdo» que, a pesar de todo, lo sacrificado le será devuelto. Es precisamente este deber absurdo y absoluto, el deber de creer contra toda expectativa razonable, contra todo cálculo humano, lo que hace a Abraham heterogéneo a la ética. ¿Por qué Abraham hace lo que hace si no sabe ni entiende el porqué? Porque cree, sólo porque cree. Porque cree contra el saber, que es la única manera en que es posible creer. La historia de Abraham escenifica «la experiencia de la fe, del creer o de un crédito irreductible al saber» [16], dirá Derrida. Es esta creencia en virtud del absurdo, este deber absoluto que es el deber de creer contra toda expectativa razonable, la que implica la suspensión de la racionalidad y el saber, la suspensión, por tanto, de lo que tanto los griegos, como Kant y Hegel entendieron bajo el nombre de «ética».

Desde esta perspectiva pueden contestarse algunas de las objeciones que se dirigen contra la enseñanza abrahámica tal y como Kierkegaard la presenta. En primer lugar, la crítica que Buber esgrimía contra esta manera de leer el texto bíblico era que la suspensión de lo ético que Abraham encarna podía alentar a los peores fanatismos e idolatrías. Es en realidad la misma crítica que todavía hoy, desde posiciones diversas [17], se sigue dirigiendo a esta lectura kierkegaar, diana de la acción de Abraham. Sin embargo, Buber se interna en los vericuetos más espinosos de esta historia para complicar su interpretación: ¿Y si no es la voz de Dios la que se dirige a Abraham? ¿Y si no fuera Dios quien le pidiera a Abraham a su hijo Isaac en sacrificio sino solamente uno de sus imitadores, un Moloch que «imita la voz de Dios»? ¿Cómo puede estar seguro Abraham de que es divino y no satánico el mandato al cual obedece?:

«Pero Kierkegaard presupone aquí algo que no se puede presuponer en el mundo de Abrahán y mucho menos en nuestro mundo, pues no se da cuenta de que la problemática de la decisión de fe presupone la problemática del oír mismo: ¿De quién es esa voz que se oye? Para Kierkegaard, debido a la tradición cristiana en la que ha crecido, es evidente que quien exige el sacrificio no es sino Dios. Pero para la Biblia, al menos para el Antiguo Testamento, esto no es evidente sin más. En realidad, una cierta «instigación» para cometer una acción prohibida se atribuye a Dios en un pasaje (2S 24, 1) y a Satán en otro (1Cro 21, 1). (…) Por consiguiente, cuando se trata de la «suspensión» de lo ético se plantea, pues, la cuestión de las cuestiones, que es la antesala de cualquier otra, a saber: si se es realmente interpelado por el Absoluto o por alguno de sus imitadores» [18].

Cuando Buber sitúa la problemática de la acción de Abraham en el momento de la escucha, en el mandato divino, está centrando todo el problema en la cuestión de la obediencia [19]. Desde este punto de vista, la problemática de los dobles, del simulacro, de lo demoniaco, debe aparecer, puesto que nunca se estará seguro de haber entendido bien, de haber sido interpelado legítimamente, de haber oído realmente las palabras de Dios y no las de un imitador —hoy se diría las de la propia mente enferma, Dios como alucinación—. Sin embargo la lectura kierkegaardiana nos aparta de este falso problema, puesto que no plantea en ningún caso que Abraham actúe por obediencia sino por fe. Hay una diferencia radical entre la obediencia y la fe. Abraham no obedece a una autoridad por ser autoridad, sino porque cree en virtud del absurdo que aquello que se le manda hacer será de algún modo revocado, cree que la autoridad se desautorizará, que Dios se retractará. Este es el objeto de la creencia que supera con creces la obediencia. De hecho, a pesar de que Buber reprocha a Kierkegaard que su lectura cristiana no le haya permitido ver la problemática de la autenticidad de la voz divina, en realidad Kierkegaard sí contempló esta posibilidad. En los Papirer Kierkegaard anota una variación de la historia de Abraham que no incluyó en el capítulo introductorio de Temor y temblor, donde ensaya distintas versiones de esta historia. La variación a la que nos referimos plantea precisamente la posibilidad de que Dios haya gritado a Abraham que se detenga, justo en el momento de levantar el cuchillo. Abraham, sin embargo, no lo oye, cree que se trata de la voz de la tentación, y mata a Isaac. Dios, sin embargo, le perdona y le devuelve a Isaac, pero «Abraham no le mira ya con alegría: este no es Isaac» [20]. Esta versión, que cabe insistir, no es la que Kierkegaard defiende en Temor y temblor, centra ciertamente la cuestión en la obediencia: en esta variación Abraham «no oye» bien, en el último momento confunde la voz de Dios con la «voz de la tentación», que es la voz de la ética según Kierkegaard. Piensa que la orden de detenerse corresponde a la ética y no a Dios, y por tanto la desoye, no la escucha, porque ante todo quiere obedecer. Esta versión plantea pues la posibilidad de que Abraham pierda la fe precisamente por querer ser demasiado obediente. Pero que fe y obediencia no son lo mismo, que de hecho parecen contradecirse la una a la otra, se deja apreciar especialmente en una de las variaciones que sí aparecen en la introducción de Temor y temblor. Se trata de la segunda variación en la que Abraham hace lo que debe, no le dice nada a Isaac durante el viaje, Dios le ofrece el carnero en sacrificio y salva de este modo a Isaac. Es decir, todo ocurre como ocurre en realidad en la historia bíblica, y sin embargo Abraham pierde la fe:

«Sin despegar para nada los labios, preparó el altar del holocausto, ató a Isaac, lo puso encima de la leña y, callado como siempre, cogió el cuchillo. Entonces vio el carnero que Dios había proveído, lo sacrificó y regresó a su casa. Desde ese mismo día en adelante Abraham fue sólo un viejo y nunca pudo olvidar lo que Dios había exigido de él» (TT, 29/SKS, 109).

En esta variación del tema todo ocurre como es debido y, sin embargo, Abraham pierde la fe, no puede perdonar a Dios lo que le ha exigido, no puede perdonarse a sí mismo haber tratado de sacrificar a Isaac. ¿Por qué? Porque en esta versión Abraham actúa por deber, sólo por deber, por obediencia. Hace lo que Dios le pide, pero no tiene fe, no cree en virtud del absurdo que Isaac le será devuelto. Por eso cuando Dios le devuelve a Isaac no puede alegrarse, como tampoco lo hacía en la versión en que Dios le perdonaba no haberle escuchado en el momento en que le mandó detenerse. Es la obediencia la que debe plantearse a quién obedecer, la que debe asegurarse la legitimidad de la autoridad a la que se decide obedecer. Pero a la fe no debe preocuparle «quién» habla, porque cree en virtud del absurdo que es Dios quien habla, y también cree en virtud del absurdo en la revocación de lo que se le manda hacer. Así pues, la peligrosidad que Buber atribuye a la historia de Abraham en la medida en que podría inducir a fanatismo, se debe a que vincula la acción de Abraham a la problemática de la obediencia, y el fanatismo ciertamente tiene que ver con la cuestión de un obedecer «más allá de la ética». Pero no es ésta la suspensión de lo ético que se plantea en Temor y temblor. La creencia que Kierkegaard aquí defiende contra la ética es la creencia en esta vida, la creencia en lo imposible más allá de todo obedecer.

La segunda de las objeciones, relacionada también con la cuestión que Buber plantea tan claramente, es la que vincula la acción de Abraham con las acciones terroristas del 11-S, o con las acciones de los mártires musulmanes en general. ¿Puede considerarse la lectura kierkegaardiana de la historia de Abraham como una legitimación de las acciones terroristas que se comprenden a sí mismas como actos de fe más allá de las constricciones de la ética? La triple herencia abrahámica que comparten las religiones del libro puede inducir a pensar en una justificación kierkegaardiana de las acciones sacrificiales en su vertiente político-religiosa. Sin embargo, si algo enseña la narración de la historia de Abraham que nos ofrece Temor y temblor es precisamente a distinguir la acción fiduciaria de la acción ética. Las acciones terroristas, se revistan o no de un discurso religioso que las legitime, se inscriben en el seno de la ética trágica que Kierkegaard ejemplifica con el caso de Agamenón. Indudablemente, el mártir pone por encima del «deber general», del deber de no matar, un deber superior, más alto. Puede incluso dar la propia vida y dar la muerte a los otros en virtud de un alto deber, pero no se trata en caso alguno del deber absoluto, del deber de creer. El mártir, da y se da la muerte a sí mismo, para «exaltar a su pueblo», para «exaltar el estado» que probablemente no tiene todavía, o para asegurarse el cielo. El mártir «renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto», diría Kierkegaard, sabe por qué actúa, sabe las consecuencias de su acción, y sobre todo sabe que será comprendido por los suyos. Pero no es eso lo que enseña Abraham, bien al contrario. Dar la propia vida, aunque sea matando, no es en absoluto un acto de fe, sino precisamente la tentación ética en la que Abraham no cae. De hecho esta posibilidad es contemplada por Kierkegaard en Temor y temblor:

«Si Abraham hubiese dudado, habría obrado de manera diferente y realizado, a los ojos del mundo, algo grande y glorioso (…) Se habría dirigido al monte Moria, partido leña, encendido la pira y sacado el cuchillo. Y en ese mismo instante le habría gritado a Dios: ¡No desprecies este sacrificio, Señor! (…) Se habría clavado el cuchillo en su pecho. En este caso Abraham sería la admiración del mundo entero y su nombre tampoco sería olvidado. Mas una cosa es ser admirado y otra muy distinta ser la estrella que guía y salva al angustiado» (TT, 38/SKS, 117).

Lo que nos enseña la historia de Abraham es que la fe no consiste nunca en un auto-sacrificio, en darse muerte o «morir matando». Si Abraham hubiera escogido esta opción, darse a sí mismo en sacrificio, se hubiera convertido en un héroe trágico, hubiera sido comprendido por sus conciudadanos y hubiese alcanzado lo infinito, pero de este modo sólo habría demostrado que no tenía fe, fe en lo finito, fe en Isaac, en esta vida. La fe consiste, como dirá Derrida, en «dar la muerte», dar la muerte a lo que más se ama —y no a uno mismo—, pero sólo porque se cree en virtud del absurdo que lo amado no será nunca sacrificado. Esta es la distancia insalvable que separa la enseñanza de Abraham, tal y como Kierkegaard la presenta, de cualquier acción terrorista, por definición ético-política, por más que se revista con los ropajes de la religiosidad. En este sentido la postura de Kierkegaard se muestra suficientemente inequívoca como para «resistir la presión de las religiones e ideologías autoritarias (sean fundamentalistas o totalitarias)», tal y como parece exigir el pensamiento actual [21].

La tercera objeción a la suspensión de lo ético que la decisión de Abraham entraña, la que Levinas dirige a Kierkegaard cuando le reprocha confundir lo ético con el ámbito de la generalidad, requiere una mirada más atenta a la cuestión del silencio de Abraham. Levinas replica lo siguiente: «Pero no es cierto en modo alguno que lo ético esté donde él lo ve. Lo ético como conciencia de una responsabilidad para con el otro […] lejos de extraviarnos en la generalidad, nos singulariza, nos planta como individuo único, como Yo» [22]. De hecho, el lugar donde Levinas sitúa el ámbito de lo ético —en la relación singular en la que el yo es apertura al otro, respuesta a la demanda del otro que Levinas simbolizará con el «heme aquí», con el que el yo responde a la llamada— es en realidad el mismo lugar donde Kierkegaard está situando lo religioso en Temor y temblor. Abraham, como el yo al que Levinas aspira, responde a la llamada del otro —sea Dios o un imitador— con el «heme aquí» de la fe. Es decir, Abraham responde a través de una acción fiduciaria que Levinas entendería como relación ética [23]. Así mismo lo ha captado Derrida cuando explicita dicha relación asimétrica entre Kierkegaard y Levinas del siguiente modo:

«Ni uno ni otro pueden asegurarse un concepto consecuente de lo ético ni de lo religioso ni, sobre todo y por consiguiente, del límite entre ambos órdenes. Kierkegaard debería admitir, como recuerda Levinas, que lo ético es también el orden y el respeto de la singularidad absoluta, y no solamente el orden de la generalidad o de la repetición de lo mismo. No puede por tanto distinguir tan fácilmente entre lo ético y lo religioso. Pero, por su parte, tomando en cuenta la singularidad absoluta, es decir, la alteridad absoluta en su relación con el otro hombre, Lévinas ya no puede distinguir entre la alteridad infinita de Dios y la de cada hombre: su ética es ya religión» [24].

Si como afirma Derrida, la ética de Levinas es ya religión y el ámbito de lo religioso es ético, cabe entonces preguntarse acerca de la especificidad de lo ético que caracterizaría esta experiencia de la fe que Abraham encarna. De hecho, la apuesta de Derrida en Dar la muerte será precisamente la de leer la excepcionalidad religiosa de Abraham como la estructura cotidiana de la acción ética, pero de una ética que, a pesar de todo, «suspende la ética». Es decir, que Derrida al leer a Kierkegaard para contestar a Levinas, invoca una «ética más allá de la ética», una ética que suspendería tanto el ámbito de la moral kantiana, como el de la eticidad hegeliana, o la ética trágica. Pero precisamente, para poder distinguir la ética de Kierkegaard-Derrida, esta ética abrahámica, de la de Levinas, es necesario atender a la cuestión del silencio, es necesario tratar de comprender por qué Abraham no puede hablar.

Laura Llevadot en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      El propio Kierkegaard anotaba en su diario que ésta sola obra bastaría para hacerle inmortal. Ver Søren Kierkegaards Papirer, X 2 A 15, a cargo de A. Heiberg y V. Kuhr, Gyldendalske Boghandel Nordisk Forlag, MDCCCCXII (en adelante, Pap.). En lo que se refiere a la obra de Kierkegaard señalamos en el cuerpo del texto: en primer lugar la traducción española de Temor y Temblor de Demetrio Gutiérrez, Ed. Labor, Barcelona, 1992; seguidamente, damos la referencia de la nueva edición danesa de las obras de Kierkegaard, Søren Kierkegaard Skrifter, editado por Niels Jørgen Cappelørn, Joakim Garff et al., vol. 4, en el que se encuentra el texto original Frygt og Bæven, Gads Forlag, 1997, pp. 99-210 (en delante, SKS).

2      LEVINAS, E., «Existence et Éthique», en Noms Propres, Montpellier, Fata Morgana, 1976, p. 106 (pp. 99-109). Cito aquí la traducción de Jesús María Ayuso en Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Ediciones Encuentro, Madrid, 2005, p. 75 (pp. 69-80).

3      LEVINAS, E., «Existence et Éthique», p. 104.

4      BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético» (1951), en Eclipse de Dios, Ed. Sígueme, Salamanca, 2003, p. 139.

5      BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético», p. 143.

6      Para una crítica de este tipo remitimos a DOOLEY, M., «The Politics of Statehood vs. A Politics of Exodus: A Critique of Levina’s Reading of Kierkegaard», en Søren Kierkegaard Newsletter, 40, August 2000, pp. 11-17, así mismo ver también, VV.AA., Despite Oneself. Subjectivity and its Secret in Kierkegaard and Levinas, Claudia Weltz & Karl Verstrynge eds., London, Trurnshare Ltd., 2008.

7      DERRIDA, J., Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre, Galilée, Paris, 1984, pp. 49 y ss.

8      Así, por ejemplo, ZIZEC, S., The Ticklish Subject: The Absent Centre of Political Ontology, London, Verso, 2000, pp. 223, 321, 377-378; así como ROCCA, E., «If Abraham is not a Human Being», en Kierkegaard Studies Yearbook 2002, ed. Niels Jørgen Cappelørn et al., pp. 247-258.

9      Dicha carta fue publicada en Der Spiegel el 1 de octubre de 2001. Una traducción al inglés de esta «Carta a la posteridad» de Mohamed Atta puede hallarse en http://www.pbs.org/wgbh/pages/forntline/shows/network/personal/attawill.html, allí se puede leer: «Así quiero hacer lo que Abraham (el profeta) le dijo a su hijo que hiciera, morir como un buen musulmán».

10    MJAALAND, M. T., Autopsia. Self, Death and God after Kierkegaard and Derrida, Kierkegaard Studies. Monograph Series, 17, Ed. by Niels Jørgen Cappelørn, Berlin-New York, Walter de Gryter, 2008, p. 117.

11    BORRADORI, G., Philosophy in a Time of Terror. Dialogues with Jürgen Habermas and Jacques Derrida, Chicago and London, The University of Chicago Press, 2003.

12    DERRIDA, J., «Force of Law», en Cardozo Law Review, New York, v. 11, 1989-1990, p.1045 (pp. 920-1045) Seguimos aquí la traducción de Patricio Peñalver en DERRIDA, J., «Post-scriptum a Nombre de pila de Benjamín», en Fuerza de ley, trad. Patricio Peñalver, Madrid, Tecnos, 2008, p. 150.

13    Sobre la relación entre la ética kantiana y la ética que es suspendida en Temor y temblor, ver KNAPPE, U., «Kant’s and Kierkegaard’s Conception of Ethics», en Kierkegaard Studies Yearbook 2002, Berlin-New York, pp. 188-202.

14    HEGEL, F.G., Filosofía del derecho, &149, trad. A. Mendoza, México D.F., Juan Pablos Editor, 1998, pp. 151-152.

15    HEGEL, F. G., Filosofía del derecho, &140, pp. 145 y ss.

16    DERRIDA, J. «Fe y saber», en El siglo y el perdón seguido de Fe y saber, Ed. La Flor, Buenos Aires, 2006, p. 61.

17    Ver nota 7.

18    BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético», pp. 141-143.

19    Para una aproximación histórica y más detallada de las críticas que Buber dirige a Kierkegaard a lo largo de su obra remitimos a: AMOROSO, L., «Buber, Kierkegaard e la prova di Abramo», en Kierkegaard contemporáneo, Umberto Regina y Ettore Rocca (eds.), Morcellania, Brescia, 2007, pp. 247-263.

20    KIERKEGAARD, S., Pap. X4 A 338 (1851).

21    Este es el reproche que le dirigía M. Mjaaland. Ver nota 9.

22    LEVINAS, E., «Existence et Éthique», p.78.

23   Algunos intérpretes, de hecho, no ven diferencia alguna entre lo religioso tal y como  es presentado en Temor y temblor y la ética de Levinas; así, por ejemplo, M. Mjaaland cuando afirma: «When Kierkegaard’s text is read in this other way, it actually expresses the same responsibility that Levinas proposes and I believe that this is not an unreasonable or inadequate reading Fear and Trembling, since it locates the religious responsibility within the ethical horizon», en Autopsia, p. 111.

24    DERRIDA, J., Dar la muerte, traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Paidós, Barcelona, 2000, p. 38.

Francisco Suárez y Javier Yániz

Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. Por eso, es maestra de fe.

Tras meditar sobre diversos aspectos de la fe a través de la contemplación de la vida de algunas de las grandes figuras del Antiguo Testamento —Abraham, Moisés, David y Elías—, seguimos recorriendo esta historia de nuestra fe también de la mano de los personajes del Nuevo Testamento, donde, con Cristo, la Revelación llega a su plenitud y cumplimiento: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo» [1].

Icono perfecto de la fe

«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» [2]. En la actitud de fe de la Santísima Virgen se ha concentrado toda la esperanza del Antiguo Testamento en la llegada del Salvador: «en María (…) se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva» [3]. Al igual que Abraham —«nuestro padre en la fe» [4]—, que dejó su tierra confiado en la promesa de Dios, María se abandona con total confianza en la palabra que le anuncia el Ángel, convirtiéndose así en modelo y madre de los creyentes. La Virgen, «icono perfecto de la fe» [5], creyó que nada es imposible para Dios, e hizo posible que el Verbo habitase entre los hombres.

Nuestra Madre es modelo de fe. «Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cfr. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cfr. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cfr. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cfr. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cfr. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14; Hch 2, 1-4)» [6].

La Virgen Santísima vivió la fe en una existencia plenamente humana, la de una mujer corriente. «Durante su vida terrena no le fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: "bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron", el Señor responde: "bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 27-28). Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada» [7].

La Santísima Virgen «vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia» [8].

Maestra de fe

Por la fe, María penetró en el Misterio de Dios Uno y Trino como no le ha sido dado a ninguna criatura, y, como «madre de nuestra fe» [9], nos ha hecho partícipes de ese conocimiento. «Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima» [10].

La Virgen es maestra de fe. Todo el despliegue de la fe en la existencia tiene su prototipo en Santa María: el compromiso con Dios y el conformar las circunstancias de la vida ordinaria a la luz de la fe, también en los momentos de oscuridad. Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino «incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cfr. Lc 2, 35)» [11]. Su plena confianza en el Dios fiel y en sus promesas no disminuye, aunque las palabras del Señor sean difíciles o aparentemente imposibles de acoger.

Por eso, «si nuestra fe es débil, acudamos a María» [12]. En la oscuridad de la Cruz, la fe y la docilidad de la Virgen dan un fruto inesperado. «En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él» [13]. Su maternidad se extiende a todo el Cuerpo Místico del Señor. Jesús nos da como madre a su Madre, nos pone bajo su cuidado, nos ofrece su intercesión. Por ese motivo la Iglesia invita constantemente a los fieles a dirigirse con particular devoción a María.

Nuestra fragilidad no es obstáculo para la gracia. Dios cuenta con ella, y por eso nos ha dado una madre. «En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener —todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha—, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros (...), nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal» [14].

De la escuela de la fe, la Virgen es la mejor maestra, pues siempre se mantuvo en una actitud de confianza, de apertura, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor. Así nos la presenta el Evangelio: «"María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" [15]. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios» [16]. Su camino de fe, aunque en modo diverso, es parecido al de cada uno de nosotros: hay momentos de luz, pero también momentos de cierta oscuridad respecto a la Voluntad divina: cuando encontraron a Jesús en el Templo, María y José «no comprendieron lo que les dijo» [17]. Si, como la Virgen, acogemos el don de la fe y ponemos en el Señor toda nuestra confianza, viviremos cada situación cum gaudio et pace —con el gozo y la paz de los hijos de Dios—.

Imitar la fe de María

«Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado» [18]. En la Anunciación, la respuesta de la Virgen resume su fe como compromiso, como entrega, como vocación: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» [19]. Como Santa María, los cristianos debemos vivir «de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (...) del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero» [20].

Pero, ¿cómo responder siempre con una fe tan firme como María, sin perder la confianza en Dios? Imitándola, tratando de que en nuestra vida esté presente esa actitud suya de fondo ante la cercanía de Dios: no experimenta miedo o desconfianza, sino que «entra en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio» [21]. Al igual que la Virgen, procuremos reunir en nuestro corazón todos los acontecimientos que nos suceden, reconociendo que todo proviene de la Voluntad de Dios. María mira en profundidad, reflexiona, pondera, y así entiende los diferentes acontecimientos desde la comprensión que solo la fe puede dar. Ojalá fuera esa —con la ayuda de nuestra Madre— nuestra respuesta.

Imitar a María, dejar que nos lleve de la mano, contemplar su vida nos conduce también a suscitar en quienes tenemos alrededor —familiares y amigos— esa mayor apertura a la luz de la fe: con el ejemplo de una vida coherente, con conversaciones personales, de amistad y confidencia, con la necesaria doctrina, para facilitarles el encuentro personal con Cristo a través de los sacramentos y las prácticas de piedad, en el trabajo y en el descanso. «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios» [22].

***

Mirando a María, pidámosle que nos ayude a vivir de fe y reconocer a Jesús presente en nuestras vidas: fe en que nada es comparable con el Amor de Dios que nos ha sido donado; fe en que no hay imposibles para el que trabaja por Cristo y con Él en su Iglesia; fe en que todos los hombres pueden convertirse a Dios; fe en que pese a las propias miserias y derrotas podemos rehacernos totalmente con su ayuda y la de los demás; fe en los medios de santidad que Dios ha puesto en su Obra, en el valor sobrenatural del trabajo y de las cosas pequeñas; fe en que podemos reconducir este mundo a Dios si vamos siempre de su mano. En definitiva, fe en que Dios pone a cada uno en las mejores circunstancias —de salud o de enfermedad, de situación personal, de ámbito laboral, etc.— para que lleguemos a ser santos, si correspondemos con nuestra lucha diaria.

«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis(Mt 21, 22)» [23]. Impulsados por la fuerza de la fe, decimos a Jesús: «¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc1, 45)» [24]. «¡Madre, ayuda nuestra fe!» [25].

Francisco Suárez y Javier Yániz en opusdei.org

Notas:

[1]   Hb 1, 1-2.

[2]   Ga 4, 4.

[3]   Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 58.

[4]   Misal Romano, Plegaria eucarística I.

[5]   Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 58.

[6]   Benedicto XVI, Motu proprio Porta fidei, 11-X-2011, n. 13.

[7]   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 172.

[8]   Benedicto XVI, Audiencia general, 19-XII-2012.

[9]   Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 60.

[10]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 276.

[11]    Benedicto XVI, Audiencia general, 19-XII-2012.

[12]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 285.

[13]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 288.

[14]    Francisco, Homilía, 15-VIII-2013.

[15]    Lc 2, 19.

[16]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 285.

[17]    Lc 2, 50.

[18]    Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 58.

[19]    Lc 1, 38.

[20]    San Josemaría, Conversaciones, n. 112.

[21]    Benedicto XVI, Audiencia general, 19-XII-2012.

[22]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 281.

[23]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 203.

[24]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 204.

[25]    Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 60.

Amadeo de Fuenmayor

1.       La fundación del Opus Dei: el don y la tarea

El Fundador del Opus Dei fue el hombre elegido por Dios para transmitir un mensaje a los hombres y hacer realidad en el mundo una empresa divina. El mensaje: la llamada universal a la santidad en el trabajo y en las circunstancias de la vida ordinaria de cada hombre o mujer. La empresa: el Opus Dei, como fenómeno pastoral, que situaba el mensaje en un plano operativo.

Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica «Ut sit» de 28 de noviembre de 1982, por la que erige el Opus Dei en Prelatura personal, dice que el Siervo de Dios Josemaría Escrivá fundó el Opus Dei, «por inspiración divina». Y añade que «esta institución se ha esforzado, no sólo en iluminar con luces nuevas la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana, sino también en ponerla por obra» [1].

El mensaje y el fenómeno pastoral han nacido por inspiración divina; es decir, por un don del Señor, una gracia divina, un carisma, en beneficio de toda la Iglesia.

Ese don, esa inspiración divina, esa gracia, ese carisma, exigía en el Fundador una correspondencia, una actividad de ejecución; en una palabra: una tarea fundacional.

Según el testimonio de su más estrecho e inmediato colaborador, «las dificultades que Mons. Escrivá encontró a lo largo de toda su vida fueron gigantescas; sin embargo, la eficacia de la gracia de Dios en esa vida suya -a veces con gran dolor-, gastada gustosamente en correspondencia al don de Dios, fue asombrosa» [2].   Pero hoy, sin olvidar este heroísmo, lo que quiero comentar es la prudentia iuris que demostró en esa correspondencia, es decir, la prudentia iuris en su «tarea» de Fundador.

Esta tarea tiene diversas facetas: predicación, formación de los miembros del Opus Dei, etc. Y entre esas facetas, hay una de particular importancia y de gran dificultad, en la que me voy a detener: la consecución de un ropaje jurídico que fuera adecuado en todo al carisma recibido. Tarea difícil, por la novedad del fenómeno pastoral; y en la que Mons. Escrivá puso de manifiesto su talla de jurista, dotado de una prudentia iuris extraordinaria.

El fenómeno pastoral tenía por fin hacer operativo el mensaje, la doctrina de la llamada universal a la santidad. Pero de ese mensaje se dijo por muchos que era un despropósito. De ahí la dificultad de la tarea fundacional.

2. El itinerario jurídico del Opus Dei: un ejemplo de interacción entre carisma y derecho

«La seguridad que tenía Mons. Escrivá de que Dios mismo le había pedido la fundación del Opus Dei -escribe Pedro Lombardía-, nunca le llevó a sentirse dispensado de obtener el refrendo jerárquico. En su eclesiología vivida, aunque tuvo que soportar por ello sufrimientos muy grandes, no se planteó el conflicto entre carisma y derecho».

«Era llamativo ver cómo un hombre, que sabía de manera tan clara que su tarea le había sido confiada por Dios, se preocupaba con singular delicadeza de los sucesivos actos de la autoridad eclesiástica que jalonan la historia jurídico canónica del Opus Dei. ¡Cuánta oración y cuánto trabajo antes! ¡Qué alegre acción de gracias después de cada uno de ellos!» [3].

Existen textos sumamente expresivos de la función que el Fundador reconocía al derecho en relación con el carisma que el Señor le había confiado para que lo implantara con fidelidad en el seno de la Iglesia.

Los textos que voy a leer y otros muchos que podrían también traerse a colación son ya una elocuente expresión de la prudentia iuris del Fundador: «Primero es la vida, el fenómeno pastoral vivido. Después, la norma, que suele nacer de la costumbre. Finalmente, la teoría teológica, que se desarrolla con el fenómeno vivido. Y, desde el primer momento, siempre la vigilancia de la doctrina y de las costumbres: para que ni la vida, ni la norma, ni la teoría se aparten de la fe y de la moral de Jesucristo» [4].

Y, en el mismo sentido, este otro texto posterior: «... primero viene la vida; luego la norma. Yo no me encerré en un rincón a pensar a priori qué ropaje había que dar al Opus Dei. Cuando nació la criatura, entonces la hemos vestido; como Jesucristo, que coepit facere et docere (Act. I, 1), primero hacía y después enseñaba. Nosotros tuvimos el agua, y enseguida trazamos el canal. Ni por un momento pensé abrir una acequia antes de contar con el agua. La vida, en el Opus Dei, ha ido siempre por delante de la forma jurídica. Por eso, la forma jurídica tiene que ser como un traje a la medida; y si no fuera así sería porque nos habrían violentado, cambiando las medidas o cortándolas según un patrón ajeno» [5].

Las últimas palabras expresan la tensión que existe entre carisma y derecho, entre carisma e institución, en un supuesto como el que examinamos, en el que el ordenamiento eclesiástico no ofrecía un ropaje que se ajustase a las características fundacionales del Opus Dei, es decir, no disponía de un traje a la medida.

El itinerario jurídico del Opus Dei, en sus etapas sucesivas, es un ejemplo de interacción entre carisma y derecho, como vamos a ver seguidamente [6].

3.       Características del carisma fundacional del Opus Dei con relevancia jurídica: el concepto de «derecho peculiar»

¿Cuáles eran las características del carisma fundacional del Opus Dei, que necesitaban ser acogidas por el ordenamiento de la Iglesia, para conseguir una perfecta adecuación entre carisma y derecho?

Volvamos a la C.A. de 1982, por la que se erige el Opus Dei en Prelatura personal: «Habiendo crecido el Opus Dei, con la ayuda de la gracia divina, hasta el punto que se ha difundido y trabaja en gran número de diócesis de todo el mundo, como un organismo apostólico compuesto de sacerdotes y de laicos, tanto hombres como mujeres, que es al mismo tiempo orgánico e indiviso -es decir, dotado de una unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación espiritual-, se ha hecho necesario conferirle una configuración jurídica adecuada a sus características peculiares. Fue el mismo Fundador del Opus Dei, en el año 1962, quien pidió a la Santa Sede, con humilde y confiada súplica, que teniendo presente la naturaleza teológica y genuina de la Institución, y con vistas a su mayor eficacia apostólica, le fuese concedida una configuración eclesial apropiada».

El Opus Dei es descrito en el texto pontificio como «un organismo apostólico compuesto de sacerdotes y de laicos, tanto hombres como mujeres, que es al mismo tiempo orgánico e indiviso, es decir, dotado de una unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación espiritual». Este organismo apostólico tiene como finalidad la promoción de la plenitud de la vida cristiana en el mundo, con una espiritualidad radicalmente secular, vivida en unidad de vocación por clérigos y laicos.

La novedad del carisma del Opus Dei reside en el conjunto armónico que surge de la confluencia de estas tres características que acabo de indicar.

Por su finalidad, el Opus Dei no es una asociación de clérigos que llama a colaborar en sus tareas a unos cuantos laicos; ni tampoco una asociación laical que necesita de algunos clérigos como consejeros o capellanes. Es una labor que entraña la mutua cooperación de clérigos y laicos. El Espíritu Santo ha suscitado el Opus Dei en la Iglesia para hacer operativo el mensaje confiado a Mons. Escrivá el 2 de octubre de 1928: para difundir en todos los ambientes de la sociedad una viva y penetrante toma de conciencia de la vocación universal a la santidad y al apostolado en el trabajo ordinario y en el cumplimiento de los deberes ordinarios propios de cada uno.

Otro rasgo característico es la «secularidad radical». Este fenómeno -dice Mons. Escrivá en 1968- no es un desarrollo en la línea de evolución del estado religioso o estado de perfección, a través de un progresivo acercamiento al siglo; «sino que se sitúa en el proceso teológico y vital que está llevando al laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de la Iglesia» [7].

Una tercera característica singular es la profunda unidad del fenómeno vocacional que existe en el Opus Dei, dentro de la gran variedad de situaciones personales de sus miembros: clérigos y laicos, hombres y mujeres, célibes y casados. Todos tienen la misma vocación: viven el mismo espíritu, la misma intensidad de entrega, iguales son los medios y único el fin que persiguen.

Desde sus comienzos el Opus Dei aparece como un fenómeno pastoral unitario y universal, congregado en tomo al Fundador -depositario del carisma- que constituye el centro, el origen y la garantía de unidad y que es, por lo tanto, portador de un oficio destinado a perdurar en sus sucesores. La importancia de este oficio y su función decisiva en el régimen del Opus Dei se puso muy de manifiesto en el iter de la aprobación pontificia de 1950, y determinó que fuera objeto de cuida­ doso examen por parte de la Santa Sede.

La legislación y la práctica canónica de los años 1930 y siguientes no reconocían ninguna figura jurídica que se adecuase al carisma propio del Opus Dei. El ordenamiento canónico no ofrecía un traje a la medida.

Para tener sacerdotes propios y para disponer de un régimen inter-diocesano y universal (dos exigencias ineludibles en el desarrollo del Opus Dei) era necesaria -antes del Vaticano II- la referencia al «estado de perfección», que hoy se denomina «de vida consagrada». Pero esto podría dar lugar a que los miembros del Opus Dei fueran considerados de algún modo como religiosos: esta equiparación era a todas luces inoportuna por su contraste con el carisma fundacional. Para superar esa dificultad hubo que esperar a la nueva figura de las Prelaturas personales introducida por el último Concilio Ecuménico.

¿Cómo logró Mons. Escrivá sortear las dificultades que presentaba la legislación vigente, de modo que -sin desfigurar el carisma- pudiera extenderse el apostolado del Opus Dei y aumentar de modo muy considerable el número de sus miembros?

Mediante sucesivas configuraciones que constituyen la historia de las relaciones entre el ordenamiento canónico general y el llamado por el Fundador derecho peculiar del Opus Dei.

Dos palabras sobre este importantísimo concepto, que es una muestra más de la prudentia iuris de Mons. Escrivá. Pero antes debo indicar las manifestaciones que -en términos generales- puede presentar la interacción entre carisma y derecho, entre carisma e institución.

El derecho (me refiero al derecho establecido, al derecho vigente en un momento dado) sirve al carisma para comprobar su autenticidad; sirve para ofrecerle cauces que permitan su implantación en la vida de la Iglesia y sirve también para garantizar y custodiar a lo largo del tiempo la pureza originaria del carisma.

Por su parte, el carisma, cuando es auténtico, por ser un don hecho no sólo a la persona que lo recibe, sino a la Iglesia -un don hecho en la Iglesia y para ella- postula por sí mismo la dimensión de la juridicidad. En ocasiones, puede exigir la estructuración del adecuado cauce institucional, con unas reglas configuradoras ajustadas al carisma, que deberán ser establecidas por el competente legislador eclesiástico. Es decir, el carisma puede contener un «deber ser» que no encuentre, durante algún tiempo, las condiciones necesarias para ser acogido en el ordenamiento de manera adecuada. En este caso, el carisma puede llegar a ser un factor estimulante para la evolución del ordenamiento canónico.

A ese «deber ser» radicado en el carisma se refería Mons. Escrivá cuando hablaba -durante las etapas intermedias del iter jurídico- de un «derecho peculiar del Opus Dei». «La Obra crecía -escribió en una Carta de 1961, al repensar en su vida y en la del Opus Dei- por la virtud de Dios, y el fenómeno ascético promovido por el Señor en 1928 se con­ vertía también de hecho en universal. Con la gracia de Dios, iba yo elaborando poco a poco, tomando medidas a la Obra que crecía, las normas de nuestro derecho  peculiar» [8]. El derecho peculiar es, pues, expresión del carisma o, quizá más exactamente, determinación o concreción de las exigencias del carisma, alcanzada gracias a la experiencia, es decir, a esa realización viva del don divino fundante, que ha permitido discernir en la práctica lo que se ajusta al carisma y lo que se le opone. Ese derecho peculiar es, según lo define el Fundador en la Carta citada, «un derecho acomodado a nuestro espíritu, a nuestra ascética y a las necesidades de nuestros apostolados específicos» [9].

4.       Las etapas intermedias del iter jurídico: sus logros y deficiencias

El 12 de septiembre de 1970, en la Sesión Plenaria del Congreso General Especial del Opus Dei, del que luego hablaré con más amplitud, Mons. Escrivá se refirió a las etapas intermedias del iter jurídico con estas palabras: «Hijos míos, el Señor nos ha ayudado siempre a ir, en las diversas circunstancias de la vida de la Iglesia y de la Obra, por aquel concreto camino jurídico que reunía en cada momento histórico -en 1941, en 1943, en 1947-  tres características fundamentales: ser un camino posible, responder a las necesidades de crecimiento de la Obra, y ser -entre las varias posibilidades jurídicas- la solución más adecuada, es decir, la menos inadecuada a la realidad de nuestra vida».

Las sucesivas configuraciones jurídicas, en estas etapas intermedias, se vieron estimuladas -más bien, se vieron prácticamente impuestas- por el influjo de dos factores de muy diversa índole: por la existencia de un ambiente de incomprensión respecto de la Obra, que aconsejaba su defensa mediante las aprobaciones in scriptis de la autoridad eclesiástica, comenzando por la aprobación de 1941, como Pía Unión; y el gran desarrollo de la labor apostólica, que exigió primero resolver el problema de que la Obra contara con sacerdotes propios, procedentes de sus laicos (se erige, así, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en 1943, como sociedad de vida común sin votos), y obtener más tarde (lo que se consigue en 1947 y 1950, con la fórmula del Instituto Secular) un régimen jurídico de carácter universal y centralizado, que garantizase la unidad de gobierno, de espíritu y de apostolado.

Estas etapas intermedias, de carácter provisional, exigen una especialísima solicitud por parte del Fundador, que -a pesar del encasillamiento a que tiene que someterse la Obra- consigue la superación de las dificultades a través de caminos inadecuados (los únicos existentes entonces en el derecho de la Iglesia) que, paradójicamente, permiten un prodigioso desarrollo de la labor apostólica.

La aprobación diocesana como Pía Unión significó el reconocimiento por el derecho general de la Iglesia de la legítima existencia del Opus Dei, pero sólo una tímida acogida de su derecho peculiar; en 1943, se consiguen los sacerdotes, con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, pero quedan sombras sobre la unidad y la secularidad de la Obra.

La fórmula de Instituto Secular tiene positivamente gran importancia: la Obra queda aprobada por la Santa Sede de modo definitivo, con la admisión de miembros clérigos y laicos, hombres y mujeres, célibes y casados; y se consigue también un régimen inter-diocesano de carácter universal. Pero con un condicionamiento, que significa un serio obstáculo y que necesita ser superado. En el momento de la aprobación de la Obra como Instituto Secular, para poder establecer las estructuras y facultades que constituyen un régimen de carácter universal, se consideraba condición indispensable la profesión de los consejos evangélicos por parte de los miembros de la persona moral que se pretende erigir. Y, además, los Institutos Seculares estaban bajo la dependencia de la Sagrada Congregación de Religiosos. Esto llevaba, en la práctica, al peligro de identificar a los miembros del Opus Dei con los religiosos o con las personas a ellos equiparadas.

5.       Las cautelas de la «prudentia iuris»

¿Cómo consiguió Mons. Escrivá superar los efectos negativos de las normas del ordenamiento canónico vigentes durante las etapas intermedias del iter jurídico del Opus Dei?

Fundamentalmente acudió a un único remedio con varias aplicaciones prácticas. El remedio consistía en introducir en el derecho peculiar del Opus Dei, aprobado por la Santa Sede, normas, prescripciones, perfiles y distinciones que suponían una auténtica defensa y que neutralizaban, en muchos casos, las prescripciones de las normas del derecho general que no eran adecuadas al genuino modo de ser del Opus Dei.

Al aceptar normas del derecho general que no se acomodaban plenamente al carisma del Opus Dei, procuraba que en los documentos de aprobación o en los textos que esos documentos sancionaban, quedara constancia clara de la substantividad del Opus Dei, de su derecho peculiar, de tal manera que estas normas del derecho peculiar fueran criterios de interpretación de aquellas otras del derecho general. A este modo de actuar, Mons. Escrivá lo describirá, en ocasiones como «conceder, sin ceder, con ánimo de recuperar».

En Carta del 1961 ya citada se refiere a la configuración del Opus Dei como Instituto Secular y dice: « tal como había quedado definida y aprobada la Obra, su derecho peculiar estaba en perfecta  consonancia con la esencia de nuestro camino, salvo en aquellas cosas que hube de admitir, propias del estado de perfección, para quitarlas cuando Dios nos depare el momento» [10].

En esta Carta de 1961 añade: al mismo tiempo que aceptaba determinadas soluciones, «me sentía urgido a precisar nuestro derecho peculiar, para que lo que en sede de derecho general pudiera un día interpretarse de un modo ajeno a las características de nuestra vocación, en sede de derecho particular quedara claramente sancionado y de acuerdo con los rasgos esenciales de nuestro camino».

Es decir, el derecho peculiar del Opus Dei, tal como lo concebía Mons. Escrivá, se componía cie1tamente de normas jurídicas, pero a la vez comprendía inseparablemente realidades meta-jurídicas: comprendía también los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei, de manera que constituyeran una realidad que, desde el interior de la figura jurídica adoptada, contribuyera a su interpretación y a su desarrollo, a la promoción de formulaciones cada vez más adaptadas al carisma fundacional.

Y al seguir esta línea de conducta supo, además, proceder con un ritmo prudente, para evitar los riesgos propios de la impaciencia.

Bastará citar dos textos suyos de 1952 y de 1961. En el primero de ellos se refiere a las dos aprobaciones como Instituto Secular (en 1947 y 1950), en que tuvo que hacer algunas concesiones y, entre ellas, la aceptación del término «estado de perfección»: «Hijos míos, en aquel instante, no era posible conseguir más. Para coger agua de un chorro impetuoso y fresco, hay que tener la humildad, la sabiduría y la templanza de tomarla poco a poco, acercando al manantial solamente el borde del vaso; de lo contrario, se pierde el agua por la misma violencia de su caída y por el ansia de beber. Así nos enseñó Dios Nuestro Señor a obrar, guiándonos durante estos primeros años romanos, desde 1946 hasta que obtuvimos en 1950 la plena aprobación. El Señor nos ha llevado después a seguir acercando el vaso, para que -por medio de las declaraciones de la Santa Sede, que hemos procurado obtener- vayan quedando claros, para la Obra, puntos o disposiciones generales que otros interpretan menos rectamente, y casi siempre al margen de una auténtica condición secular» [11].

En el texto de 1961 explica la razón de haber tenido que seguir en el iter jurídico Un sendero no rectilíneo. El «sendero sinuoso» de las etapas intermedias es, para el Fundador, providencia de Dios: «Pero veréis qué bien hace el Señor las cosas. En los asuntos de gobierno, y especialmente cuando el gobierno es misión pastoral de almas, el camino más derecho no es siempre la línea recta. A veces hay que hacer un rodeo, andar en zigzag, retroceder un paso, para después dar un buen salto; ceder en algo accidental -con ánimo de recuperarlo en su momento-, para salvar valores más sustanciales. Este modo de obrar, hijos míos, no es hipocresía, porque no se aparenta lo que no se es, sino prudencia, claridad e, incluso muchas veces, deber de justicia» [12].

6.       El Vaticano II y el Congreso General Especial del Opus Dei

En el itinerario jurídico del Opus Dei, el Concilio Vaticano II representa el factor decisivo que permite encontrar el traje a la medida que resuelva las tensiones entre carisma y derecho.

El 10 de octubre de 1964 el Papa Pablo VI concedió al Fundador una audiencia en la que le manifestó que «aún no era posible encontrar, en base al derecho común entonces vigente, la deseada solución jurídica, pero dio a entender que los Decretos del Vaticano II -ya en pleno desarrollo- podrían quizá proporcionar, en el futuro, elementos válidos para resolver el problema institucional del Opus Dei» [13].

Muy poco después, el 21 de noviembre de ese mismo año, el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, acogió de modo solemne el mensaje de Mons. Escrivá -lo que había constituido el eje de su predicación desde los comienzos-, la proclamación de la llamada universal a la santidad, por cuya afirmación algunos lo consideraban ingenuo, loco o, incluso, sospechoso de herejía. Quedaba así -con esta solemne declaración del Concilio Ecuménico- despejado el camino en el plano de la doctrina teológica y ascética [14].

Un año después, será también el Concilio el que proporcione el traje jurídico adecuado, el traje a la medida, al sancionar en el n. 10 del Decreto Presbyterorum Ordinis (7.XII.65) la posibilidad de establecer Prelaturas personales para la realización de «obras pastorales peculiares».

Menos de un año después de la terminación del Concilio, el 6 de agosto de 1966, Pablo VI, para dar ejecución a los Decretos conciliares, promulgó el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, donde estableció las normas para la erección de las Prelaturas personales, propiciadas por el Concilio.

Acogiéndose a otra de las disposiciones del Motu proprio Ecclesiae Sanctae, Mons. Escrivá obtuvo de la Santa Sede la venia para la convocatoria de un Congreso General Especial con el fin de proceder a la revisión del derecho particular del Opus Dei, de acuerdo con los principios vividos desde la fundación y con la experiencia de los cuarenta años transcurridos desde el 2 de octubre de 1928. El Congreso habría de diseñar con trazo seguro los rasgos propios del Opus Dei, que necesitaban encontrar en la futura configuración jurídica un cauce adecuado que los acogiera, indicando a la vez aquellos elementos ajenos o contrarios a su naturaleza, que había sido necesario aceptar en etapas anteriores, por exigencias de la legislación entonces vigente, a fin de intentar eliminarlos por entero en el futuro.

El Congreso tuvo lugar en Roma, durante los años 1969 y 1970. De particular importancia es la comunicación dirigida por Mons. Escrivá, el 22 de octubre de 1969, al Cardenal Antoniutti, Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos: el Congreso General Especial «ha tomado en consideración, con vivo sentimiento de gratitud y de esperanza, que a raíz del Concilio Ecuménico Vaticano II puedan existir en el ordenamiento de la Iglesia, otras formas canónicas, con régimen de carácter universal, que no requieren la profesión de los consejos evangélicos, por parte de los componentes de la persona moral». Y se citan seguidamente los documentos sobre las nuevas Prelaturas personales: el n. 10  del Decr. Presbyterorum Ordinis y el n. 4 del M.pr. Ecclesiae Sanctae [15].

Esta comunicación es particularmente importante porque deja constancia del criterio del Fundador, respaldado por el Congreso General Especial, de que se acuda a la nueva figura de la Prelatura personal para la definitiva configuración jurídica del Opus Dei.

Llegamos así a la etapa final, que se lleva a cabo después del fallecimiento del Fundador y de acuerdo en todo con su criterio.

7.       La Constitución Apostólica « Ut sit»: la Prelatura personal

El 28 de noviembre de 1982, Juan Pablo II erige el Opus Dei en Prelatura personal mediante la C.A. Ut sit.

En su proemio leemos: «Desde que el Concilio Ecuménico Vaticano II introdujo en el ordenamiento de la Iglesia, por medio del Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 10 -hecho ejecutivo mediante el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, I, n. 4- la figura de las Prelaturas personales para la realización de peculiares tareas pastorales, se vio con claridad que tal figura jurídica se adaptaba perfectamente al Opus Dei. Por eso, en el año 1969, Nuestro Predecesor Pablo VI, de gratísima memoria, acogiendo benignamente la petición del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, le autorizó para convocar un Congreso General especial que, bajo su dirección, se ocupase de iniciar el estudio para una transformación del Opus Dei, de acuerdo con su naturaleza y con las normas del Concilio Vaticano II».

«Nos mismo ordenamos expresamente que se prosiguiera tal estudio, y en el año 1979 dimos mandato a la Sagrada Congregación para los Obispos, a la que por su naturaleza competía el asunto, para que, después de haber considerado atentamente todos los datos, tanto de derecho como de hecho, sometiera a examen la petición formal que había sido presentada por el Opus Dei».

«Cumpliendo el encargo recibido, la Sagrada Congregación para los Obispos examinó cuidadosamente la cuestión que le había sido encomendada, y lo hizo tomando en consideración tanto el aspecto histórico, como el jurídico y el pastoral. De tal modo, quedando plenamente excluida cualquier duda acerca del fundamento, la posibilidad y el modo concreto de acceder a la petición, se puso plenamente de manifiesto la oportunidad y la utilidad de la deseada transformación del Opus Dei en Prelatura personal».

Ha terminado la tensión entre carisma y derecho, al no tener que mantenerse el Opus Dei en el campo de las instituciones relativas a los estados de perfección. El carisma fundacional ha recibido su exacta institucionalidad fuera del marco asociativo y dentro del marco jurisdiccional de la estructura jerárquica de la Iglesia.

El Opus Dei ha encontrado el traje a la medida. Una declaración oficial de la Congregación para los Obispos, de la que ahora depende, de 23.VII.82, al exponer las características de la Prelatura personal, dice: «el acto pontificio mediante el cual el Opus Dei ha sido erigido como prelatura personal -con el nombre de Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei- mira directamente a favorecer la actividad apostólica de la Iglesia, pues hace que se traduzca en realidad práctica y operativa un nuevo instrumento pastoral, hasta ahora sólo previsto  y deseado en el derecho, y lo realiza mediante una institución que ofrece probadas garantías doctrinales, disciplinares y de vigor apostólico».

Podemos afirmar que el carisma del Opus Dei ha venido, finalmente, a enriquecer el ordenamiento canónico al haber contribuido de modo positivo al nacimiento de las Prelaturas personales, que constituyen una nueva figura del Derecho constitucional eclesiástico.

8.       El amor a la Iglesia de Mons. Escrivá: fortaleza y docilidad

Se ha dicho con acierto que una garantía de que un carisma es auténtico está en el hecho de que «el investido de tal misión soporta paciente y humildemente el inevitable sufrimiento que lleva consigo tal investidura carismática y no trata, para soslayar las dificultades, de edificar una Iglesia clandestina dentro de la lglesia» [16].

Para defender el carisma, Mons. Escrivá ha tenido que insistir -con tesón, con paciencia y con fortaleza heroica, una y otra vez- en la naturaleza de la vocación al Opus Dei. Fue una larga lucha para subrayar los peligros y confusiones que conllevaba el encajonamiento forzado de la Obra en un marco jurídico inadecuado.

En 1951 (refiriéndose a las aprobaciones de la Obra como Instituto Secular) escribe: «En medio de las incomprensiones, de las reticencias, de las calumnias, hemos debido luchar constantemente, siempre confiados en la gracia divina, para que nos otorgasen esas aprobaciones» [17].

El Fundador, después de esas aprobaciones, recurrió con fortaleza ante los diversos Dicasterios de la Curia Romana para salvaguardar la naturaleza y el espíritu propios del Opus Dei, en espera del camino nuevo que fuera acomodado al carisma fundacional. A lo largo de todo el itinerario jurídico, puso de manifiesto  una extremada docilidad para dejarse llevar por la luz de Dios recibida en su alma, con una certeza profundísima del querer divino. Mantuvo una actitud de acabada entrega a la Iglesia, confiando plenamente en el juicio de sus pastores, a los cuales compete la función de discernir los carismas; y supo esperar serenamente, con la seguridad de que la Iglesia, guiada por Dios, encontraría caminos para otorgar al Opus Dei una definitiva solución a su problema institucional.

Mons. Álvaro del Portillo, refiriéndose a Mons. Josemaría Escrivá, nos dice: »aun habiendo 'visto' la Voluntad de Dios sobre el Opus Dei -misión confiada exclusivamente a él-, buscó desde el inicio estar muy unido a la Jerarquía de la Iglesia; no quiso dar paso alguno sin su aprobación y bendición (... ). Afirmaba con desarman te sencillez que amaba el Opus Dei en la medida en que sirviera a la Iglesia. ¡Cuántas veces le hemos oído exclamar: 'Si el Opus Dei no sirve a la Iglesia, no me interesa'! Llegó a pedir al Señor que, si la Obra no era para servir a la Iglesia, la destruyera inmediatamente» [18].

El derecho particular que hoy configura el Opus Dei aparece como fruto del esfuerzo de su Fundador para explicitar y plasmar canónicamente las exigencias del carisma recibido, armonizando su empeño en defenderlo con una extremada delicadeza en vivir la comunión jerárquica.

Con esta luz se entiende todo el itinerario jurídico y con esta luz hay que examinar las concretas manifestaciones de la prudentia iuris de Mons. Escrivá.

Amadeo De Fuenmayor en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Cfr. AAS, 75 (1983), pp. 423-425.

2.      A. DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en «La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, XI Simposio Internacional de Teología», Pamplona 1990, p. 986.

3.      P. LOMBARDÍA, Amor a la Iglesia, en el volumen «Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer», Pamplona 1986, pp. 116 y 117.

4.      Carta, 19.IIl.1954, n. 9.

5.      Palabras de Mons. Escrivá, de 24.X.1966, citadas por A. DEL PORTILLO, Carta, 28.Xl.1982, n. 27.

6.      Cfr. A. DE FUENMAYOR-V. GÓMEZ-IGLESIAS-J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, 4ª ed., Pamplona 1990.

7.      Cfr. Conversaciones con Monseñor Escrivá  de  Balaguer,  17" ed.,  Madrid  1989, n . 20.

8.      Carta, 25.1.1961, n. 5.

9.      Carta, 25.1.1961, n. 20.

10.       Carta, 25.1.1961, n. 42.

11.       Carta, l 2.XII.1952, n. 5.

12.       Carta, 25.1.1961, n. 20.

13.       Cfr. A. DEL PORTILLO, Carta, 28.Xl.1982, n. 37.

14.       Al proclamar solemnemente la doctrina de la llamada universal a la santidad, la Iglesia ha querido hacer de ella, al decir de Pablo VI, «la característica más peculiar y la finalidad última de todo el magisterio conciliar. (Motu proprio Sanctitas clarior, 19.IIl.1969; AAS 61 (1969), p. 150).

15.       Carta de Mons. Escrivá al Cardenal Antoniutti, de 22.X.1969, informándole de la marcha del Congreso General Especial del Opus Dei.

16.       Cfr. P. LOMBARDÍA, Relevancia de los carismas personales en el ordenamiento canónico, en «lus Canonicum», IX (1969), p. 107.

17.       Carta, 24.XII.1951, u. 2.

18.       Cfr. A. DEL PORTILLO, Una vida para Dios: Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1992, pp. 105 y s.

Ignacio Martín-Baró

Olivier Maillard, o.f.m.

Para Maillard (1968), la primera evidencia es de orden práctico, ya que:

tomamos conciencia de la necesidad, de la urgencia, de la envergadura y de la radicalidad de la revolución a partir de conocimientos humanos y no sólo a partir de una ideología. Precisamente porque me encuentro ante problemas de orden económico, político y social (…) busco una solución y llego a la consecuencia de la necesidad, urgencia, envergadura y radicalidad de la revolución (Maillard, 1968).

Por revolución entiende Maillard (1968) lo mismo que nosotros, es decir, una situación provisional que “produce de manera deliberada, rápida y radical un cambio que alcanza a todas las estructuras de base jurídica, política, económica, social y cultural, y que corresponde a una ideología y a una planificación”. Existe, sí, un elemento de ruptura, pero la violencia no constituye un elemento esencial de la revolución.

Esta toma de conciencia en el plano del conocimiento humano acerca de la necesidad de una revolución, representa un proceso que para nosotros es idéntico, evidentemente, al proceso de nuestra fe (…) puesto que son la justicia, la paz y, en definitiva, la ciudad fraternal lo que están en juego (Maillard, 1968).

¿Cuáles son los móviles y límites de la revolución? Para poder conocerlos, dice Maillard, hay que entender primero el sentido con que se emplean ciertos términos. Porque, ¿qué significa hoy día amar realmente al hermano?

Yo entiendo, no solamente amar al pobre que se encuentra en la miseria, sino también al rico que nada en la opulencia (…) Y precisamente el mor más grande que yo puedo tener hacia el rico es el de oponerme a su riqueza (Maillard, 1968)

Esa riqueza que supone una injusticia social. No puede haber, pues, amor sin justicia. Mas la justicia implica a su vez algo más que dar pan al hambriento. La justicia es “el derecho a ser un hombre, a ser responsable” (Maillard, 1968), con todo lo que esto lleva consigo. Sólo donde reina la justicia, sólo donde todo ser humano puede realizarse como persona es posible una verdadera paz. Así “para nosotros la paz se encuentra al término de la justicia” (Maillard, 1968), y no antes. Para llegar a este punto nos queda todavía un largo camino por recorrer. Es el camino que pretende realizar la revolución. Estos tres términos, amor, justicia y paz, definen, pues, cuáles son y deben ser los móviles y los límites de una auténtica revolución.

Una vez comprobada la necesidad de na revolución, hay que pasar a la acción. “No existe un paso a la acción sin una elección política” (Maillard, 1968). Por lo tanto, el cristiano que quiera luchar por la justicia debe realizar una opción política. “Sólo a través de una realidad variada y compleja debemos intentar plantear las elecciones políticas, no porque sean un fin en sí mismas, sino porque son un medio de progreso hacia la justicia” (Maillard, 1968). Esta elección, hoy día, parece que tiene que ser de signo socialista (lo que no quiere decir necesariamente que haya que integrarse a un determinado partido socialista ya constituido).

En cuanto a la elección de medio para llevar a cabo la revolución, no se puede hacer de una vez por todas. Dice Maillard (1968): “Para mí esta elección de medios constituye una toma de conciencia en cada instante de la acción de la manera como se la está desarrollando”. En este sentido, el cristiano no se confronta con la violencia en general, sino con determinadas situaciones de violencia. Y, si se profundiza un poco el análisis, se encuentra con que no hay situación humana que esté totalmente libre de violencia. El problema no es pues la violencia como tal; el problema es cómo asumirla desde el interior mismo de la situación violenta. Por ello hay que rechazar las reflexiones puramente teóricas, como la de que “la violencia engendra la violencia”. Si esto fuera cierto, el mundo ya no existiría (como consecuencia de la prolongación creciente de las guerras mundiales).

“La no-violencia es para mí un camino fundamental, pero es posible que, en casos extremos, no sea el único” (Maillard, 1968). El cristiano, que debe optar por la revolución, ha de escoger personalmente el camino que considere más adecuado para llevarla a cabo. Pero, en todo caso, sin olvidar que “la vocación del cristiano consiste esencialmente en ser la fuerza de oposición” (Maillard, 1968).

Comentario: Más o menos semejante a Blaise, ya que percibe el conflicto entre justicia y amor. Concede na importancia primordial a la acción misma, y procura despejar las incógnitas que tradicionalmente han paralizado al cristiano. Es importante la afirmación sobre el juicio de moralidad que se hace sobre la elección de medios, siempre condicionada, ya que se hace desde el interior mismo de una situación violenta.

Richard Shaull

Para Shaull (1966), la historia de Occidente ha sido la historia de la revolución. “La mayoría de los movimientos más importantes hacia una sociedad más humana han sido resultado de estas revoluciones” (Shaull, 1968a, p. 1). Por desgracia, la Iglesia ha desempeñado por lo general un papel retrógrado. Se pregunta Shaull (1968a, p. 2): “¿Es que la misma naturaleza de la fe cristiana nos obliga a situarnos en favor del orden? ¿O tal vez nos ofrece elementos para la comprensión de una situación revolucionaria y la participación en una lucha por la reconstrucción social?” De hecho, es un axioma que:

nuestra herencia judeo-cristiana superó la concepción dominante de la historia como un proceso cíclico. En su lugar, introdujo la idea de que la existencia histórica del hombre se movía paulatinamente hacia un fin, y este fin era nada menos que la creación de una humanidad nueva, una nueva posibilidad de plenitud humana dentro de un orden social nuevo (Shaull, 1968a, p. 2).

Mas esta afirmación esperanzadora no nos da la clave del proceso histórico. Teológicamente se pueden afirmar dos cosas:

1.       “En la perspectiva de la fe cristiana, la historia humana es la historia de un proceso dinámico de liberación” (Shaull, 1968a, p. 4). Por una parte, las instituciones humanas pierden su carácter sagrado ante las palabras de Jesús: “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”. Por otra parte, el cristianismo revolucionó la concepción según la cual la sociedad humana era una mezcla de humano y divino (concepción ontogrática). Es decir, el cristianismo aportó una desacralización de la concepción social. “Es este contexto, la acción redentora de Dios en el mundo se entiende como un proceso continuo de liberación humana” (Shaull, 1968a, p. 4). De ahí que el hombre esté obligado a tomar el destino en sus manos. Esta voluntad de configuración del futuro la encuentra Shaull en el corazón de los nuevos movimientos revolucionarios del Tercer Mundo. “Y si en el núcleo de la acción de Dios se encuentra el transformar y enriquecer la vida humana y el llenarla de sentido, deberíamos sentirnos íntimamente identificados con esta lucha; la consecución de este objetivo debería ser nuestra preocupación central como cristianos de nuestro tiempo… Nosotros creemos en la acción redentora de Dios en el mundo. Vemos esta acción manifestada en estas luchas nuevas, y no tenemos más remedio, como cristianos, que apoyarlas y colaborar con ellas” (Shaull, 1968a, p. 4).

2.       “La narración bíblica introduce un segundo elemento en nuestra compresión del proceso histórico: la historia progresa hacia adelante, pero no hacia arriba, debido a que continuamente la acción de Dios por la liberación del hombre encuentra dificultades y obstáculos. (…) En este contexto, la historia progresa a saltos, cada vez que el poder de un orden antiguo es derribado, a fin de que pueda surgir uno nuevo” (Shaull, 1968a, p. 5). Desdichadamente, los que están en el poder se aferran al orden antiguo, incapaces de responder a las nuevas demandas. El cristiano debe ser consciente de esta realidad antes de definir sus responsabilidades en el trabajo por una reconstrucción social.

Frente a la realidad actual, ¿será la violencia la única alternativa posible, capaz de hacer progresas la acción de Dios en el mundo? Shaull sólo ve una posibilidad diferente, y ésta es que “los cristianos y la Iglesia se conviertan en la fuerza catalizadora en el desarrollo de un nuevo tipo de oposición al movimiento actual y a las estructuras del poder” (Shaull 1968a, p. 11).

Comentario: Shaull concede una gran importancia al aspecto histórico de la fe cristiana. Su concepción de la historia como camino hacia la realización del Reino de Dios se basa en una teología actual de la creación. Es muy interesante ver que esta realización se concretiza, para Shaull, en una progresiva humanización. Ahora bien, ¿es esta visión específicamente cristiana? O ¿puede ser compartida con cualquier sano humanismo? El papel del cristiano y de la Iglesia como catalizadoras de las fuerzas dinámicas en la sociedad es un punto muy valioso en la teoría de Shaull.

Camilo Torres

La figura de Camilo Torres es demasiado conocida como para insistir aquí sobre su personalidad y vida. Anotemos, sin embargo, cómo, de una manera semejante a Martin L. King, en Camilo Torres la teoría va inseparablemente ligada a la acción y cómo, también él, cayó víctima de su generosa lucha contra el desorden establecido.

Es muy importante subrayar la unión total que hay en Camilo Torres entre su cualidad de sacerdote católico y de sociólogo. La ciencia y la religión no son en él dos campos discordantes, sino dos facetas complementarias de su realidad humana. Un hombre para quien la idea no sirve sino en función de su realización vital. La ciencia le lleva a la comprobación del desorden establecido; la religión le exige un amor efectivo para con los hombres, amor que no se puede realizar sino en una sociedad más justa. A ciencia le añade que esa sociedad más justa, donde el amor fraterno exigido por el cristianismo pueda ser una realidad, sólo podrá alcanzarse mediante la revolución. He ahí, brevemente expuesta, la vida revolucionaria de Camilo. Una selección de algunos de sus principales escritos nos mostrará, mejor que nada, este proceso (Torres, 1968).

En un estudio sobre el problema de la violencia [2] en Colombia, del 10 de marzo de 1963, escribe Camilo:

En los países no industrializados, la pequeña minoría que detenta el poder constituye un grupo bastante cerrado y que tiene el grado más elevado de seguridad en el seno de la sociedad. El único medio de perder esta seguridad sería el cambio de estructuras, que originaría la pérdida del control social (Torres, 1968, p. 151).

Son muy importantes, para su futura evolución, las dos comprobaciones de tipo social que hace Camilo en el mismo estudio:

1.       Se puede decir que la violencia ha constituido el cambio socio-cultural más importante en los campos colombianos desde la conquista española. Por su mediación, las comunidades rurales se han integrado en un proceso de urbanización, en sentido sociológico, con todo lo que eso implica: división del trabajo, socialización, mentalidad de cambio, despertar de la curiosidad social y utilización de los métodos de acción para obtener una movilidad social a través de caminos previstos por las estructuras existentes, contactos socio-culturales. La violencia ha establecido igualmente los sistemas necesarios para la estructuración de una subcultura rural, de una clase campesina y de un grupo de presión constituido por esta clase, de tipo revolucionario.

2.       Aunque es muy difícil hacer predicciones, es muy poco probable que los cambios de estructuras puedan ser realizados por la iniciativa única de la clase dirigente actual (Torres, 1968, p. 156).

El 5 de mayo de 1964, Camilo ve ya como un imperativo urgente en la realidad política de Colombia la creación de un grupo de presión. En septiembre de 1964, en un trabajo titulado “La revolución, imperativo cristiano”, escribe Camilo:

En el mundo actual, es imposible ser cristiano sin tener conciencia del problema de la miseria material. Y si el problema de la miseria material exige el concurso de todos los hombres, resulta que, fuera del caso de una vocación especial o de circunstancias personales excepcionales, los cristianos no pueden sustraerse a las obras exteriores y materiales. Como política de conjunto, el apostolado debe orientarse por prioridad hacia las obras materiales en favor del prójimo, para situarse en una perspectiva de caridad efectiva y actual (Torres, 1968, p. 79).

En el mismo escrito realiza ya una fuerte crítica de la Iglesia institucional colombiana:

A través del poder económico, los poderes cultural, político y militar, la clase dirigente controla los otros poderes. En este país en que la Iglesia y el Estado están unidos, la Iglesia es un instrumento de la clase dirigente. Cuando, por otra parte, la Iglesia posee un vasto poder económico y un poder en el dominio de la educación, participa en el poder de la minoría dirigente (Torres, 1968, p. 189).

¿Qué es la revolución para Camilo?

La presión que se ejerce a fin de obtener un cambio revolucionario es aquella que tiende a cambiar las estructuras. Se trata sobre todo de un cambio en la estructura de la propiedad, del ingreso, de las inversiones, del consumo, de la educación y de la organización política y administrativa. Pretende, igualmente, un cambio en las relaciones internacionales de naturaleza política, económica y cultural (Torres, 1968, p. 196).

Así, Camilo llega a las siguientes conclusiones:

•        Los cambios de estructura en los países subdesarrollados no podrán producirse sin una presión de la clase popular.

•        Las oportunidades de revolución pacífica están ligadas a la previsión de la clase dirigente, pues su voluntad de cambios es difícil de obtener.

•        La revolución violenta es una alternativa que se presenta como bastante probable, vista la dificultad de la clase dirigente para prever (Torres, 1968, p. 199).

Ante la realidad social y las exigencias de su fe:

el cristiano debe adoptar una actitud que no traicione la práctica de la caridad (…) Como Cristo, debe encarnarse en la humanidad, en su historia y en su cultura. Por eso debe buscar la aplicación de su vida sobrenatural en las estructuras económicas y sociales, sobre las que debe actuar (Torres, 1968, p. 201).

¿Y los medios? Se presenta un problema moral:

Cuando hay fines malos como consecuencia del fin esencial, o cuando se utilizan prácticamente medios malos. En esta hipótesis, el rechazo o la abstención no son siempre necesarios, mientras no se haya probado el género de mal que se evita y cuál es la relación de causalidad entre los fines malos y los buenos - causalidad eficiente, total, esencial, etc. En la realidad histórica de los países subdesarrollados, estas circunstancias son difíciles de comprobar. La revolución es una empresa tan compleja que sería artificial situarla en un sistema de causalidades y finalidades tan uniformemente malo. Los medios pueden ser diferentes y, en el curso de la acción, es fácil realizar modificaciones (Torres, 1968, p. 206).

Al fin, en 22 de mayo de 1965, Camilo lanza su famosa plataforma:

Motivos:

1.       Las decisiones necesarias para que la política colombiana se oriente en beneficio de la mayoría y no de las minorías, tendrían que partir de los que detentan el poder.

2.       Los que poseen actualmente el poder real constituyen una minoría de carácter económico que produce todas las decisiones fundamentales de la política nacional.

3.       Esta minoría nunca producirá decisiones que afecten sus propios intereses ni los intereses extranjeros a los cuales está ligada.

4.       Las decisiones requeridas para un desarrollo socio-económico del país en función de las mayorías y por la vía de la independencia nacional afectan necesariamente los intereses de la minoría económica.

5.       Estas circunstancias hacen indispensable un cambio de la estructura del poder político para que las mayorías produzcan las decisiones.

6.       Actualmente las mayorías rechazan os partidos políticos y rechazan el sistema vigente, pero no tienen un aparato político apto para tomar el poder.

7.       El aparato político que debe organizarse debe aprovechar al máximo el apoyo delas masas, debe tener una planeación técnica y debe constituirse alrededor de los principios de acción más que alrededor de un líder para que se evite e peligro de las camarillas, de la demagogia y del personalismo (Torres, 1968, pp. 227-228).

A final de la plataforma, se encuentra el siguiente anexo:

El Padre Camilo Torres ha declarado que es revolucionario en tanto que colombiano, sociólogo, cristiano y sacerdote:

•        Como colombiano porque no puede permanecer ajeno a las luchas de su Pueblo.

•        Como sociólogo, porque, gracias al conocimiento científico que tiene de la realidad, ha llegado al convencimiento de que no puede haber soluciones técnicas y eficaces sin una revolución.

•        Como cristiano, porque la esencia del cristianismo es el amor al prójimo, y el bien de la mayoría no puede obtenerse más que por la revolución.

•        Como sacerdote, porque el don de sí mismo al prójimo que exige la revolución es una condición de caridad fraterna, indispensable para la realización digna de su misión (Torres, 1968, p. 231).

En su declaración sobre la carta escrita al Cardenal Concha, del 25 de junio de 1965, dice:

Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia combatir esas circunstancias, aun a costa de su posibilidad de celebrar el rito eucarístico que no se entiende sin la entrega de los cristianos.

En la estructura actual de la Iglesia se me ha hecho imposible continuar el ejercicio de mi sacerdocio en los aspectos del culto externo. Sin embargo, e sacerdocio cristiano no consiste únicamente en la celebración de los ritos externos. La Misa, que es el objetivo final de la acción sacerdotal, es una acción fundamentalmente comunitaria. Pero la comunidad cristiana no puede ofrecer en forma auténtica el sacrificio si antes no ha realizado en forma efectiva el precepto del amor al prójimo.

Yo opté por el cristianismo por considerar que en él encontraba la forma más pura de servir a mi prójimo. Fui elegido por Cristo para ser sacerdote eternamente, motivado por el deseo de entregarme de tiempo completo al amor de mis semejantes. Como sociólogo he querido que ese amor se vuelva eficaz, mediante la técnica y la ciencia; al analizar la sociedad colombiana me he dado cuenta de la necesidad de una revolución para poder dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo y realizar el bienestar de las mayorías de nuestro pueblo. Estimo que la lucha revolucionaria es una lucha cristiana y sacerdotal. Solamente por ella, en las circunstancias concretas de nuestra patria podemos realizar el amor que los hombres deben tener a su prójimo (Torres, 1968, pp. 248-249).

¿E justificable la intervención activa y revolucionaria de un  sacerdote en la política, más aún, en la revolución incluso violenta? Veamos la respuesta de Camilo en un trabajo sin fecha, cuyo título es La Iglesia de América Latina en la encrucijada:

Ver a un sacerdote mezclado en las luchas políticas y abandonando el ejercicio exterior de su sacerdocio es algo que repugna nuestra mentalidad tradicional. A pesar de todos, pensamos verdaderamente que pueden existir razones de amor para con el prójimo y de testimonio, auténticamente sacerdotales, y que fuerzan a este compromiso, si se quiere estar en paz con la propia conciencia y, por lo tanto, con Dios.

Cuando los cristianos vivan fundamentalmente para el amor y para permitir a los demás amar, cuando la fe sea una fe inspirada en la vida y, más concretamente, en la vida de Dios, de Jesús y de la Iglesia, cuando el rito externo coincida con la verdadera expresión del amor en la comunidad humana, entonces podremos decir que la Iglesia es fuerte, no por el poder económico o político, sino por la caridad.

Si el compromiso temporal de un sacerdote en las luchas políticas puede contribuir a ello, su sacrificio es justificable. (Torres, 1968, pp. 276-277).

Finalmente, copiemos su mensaje a los cristianos, del 26 de agosto de 1965, ya con ciertos tonos demagógicos, y que resume mejor que nada su opción revolucionaria:

Las convulsiones causadas por los acontecimientos políticos, religiosos y sociales de estos últimos tiempos han sumido probablemente a los cristianos de Colombia en la más grande confusión. Es preciso que en este momento decisivo de nuestra historia, los cristianos nos mantengamos firmes en las bases esenciales de nuestra religión. La principal, en el catolicismo, es el amor al prójimo. “Quien ama a su prójimo ha cumplido la ley” (Ro 13, 8).

Para que este amor sea verdadero, hay que buscar la eficacia. Si la beneficencia, la limosna, las pocas escuelas gratuitas, el pequeño número de planes de urbanismo, todo eso que se ha llamado “la caridad” no basta para dar de comer a todos los hambrientos, ni vestir a la mayoría de los que están desnudos, ni para enseñar a los que no saben, debemos buscar medios eficaces para el bienestar de las masas.

Las minorías privilegiadas que detentan el poder no van a buscar esos medios, pues por lo general los medios eficaces obligan a las minorías a sacrificar sus privilegios… Por lo tanto, es preciso quitar el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres. Que esto se realice rápidamente es lo esencial de una revolución. La revolución puede ser pacífica si las minorías no oponen una resistencia violenta.

Así, la revolución es la manera de obtener un gobierno que dé de comer al hambriento, que vista al desnudo, que enseñe al que no sabe, que cumpla con su deber caritativo,

con su deber de amor al prójimo, no sólo de una manera ocasional y transitoria, no sólo para algunos, sino para la mayoría de nuestros semejantes. Por eso la revolución no es algo solamente permitido, sino obligatorio para los cristianos, quienes ven en ella la única manera eficaz de realizar el amor a todos. Es cierto que “no hay autoridad que no venga de Dios” (Rm 1, 1). Pero Santo Tomás  explica que la atribución de la autoridad procede concretamente del pueblo.

Cuando se instaura una autoridad contra el pueblo, esta autoridad no es legítima y se llama tiranía. Los cristianos podemos y debemos luchar contra la tiranía. El gobierno actual es tiránico, pues se apoya, no en el pueblo, sino en un 20% de los electores, y porque sus decisiones provienen de las minorías privilegiadas.

Las faltas temporales de la Iglesia no deben escandalizarnos. La Iglesia es humana. Lo importante es creer igualmente que es divina y que si los cristianos cumplimos nuestro deber reforzamos la Iglesia.

Yo he dejado los deberes y los privilegios del clero, pero no he dejado de ser sacerdote. Creo que me he entregado a la revolución por amor al prójimo. He dejado de decir la misa para realizar ese amor al prójimo en el terreno temporal, económico y social. Cuando mi prójimo no tenga nada contra mí, cuando la revolución se haya realizado, volveré a ofrecer la Misa, si Dios me lo permito. Creo seguir así el mandato de Cristo: “Si vas, pues, a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda, ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Después de la revolución, los cristianos seremos conscientes de haber establecido un sistema fundado sobre el amor al prójimo (Torres, 1968).

Comentario: Como en el caso de Martin L. King (y de una forma más acusada, si cabe) es muy difícil juzgar la postura de Camilo Torres, ya que su doctrina va indisolublemente ligada a su vida y a la situación concreta que le tocó vivir. Valgan dos rasgos que nos parecen fundamentales: 1) Camilo cree poder realizar una revolución violenta, no sólo con amor al contrario, sino incluso por amor. 2) Aun suponiendo que no eligiera los medios más convenientes desde el punto de vista de la eficacia, la vida y pensamiento de Camilo quedan indudablemente como un auténtico testimonio profético. En esto, suscribimos el juicio de F. Houtart (1968, p. 151):

Se puede pensar lo que se quiera sobre su eficacia política;

se puede estar o no de acuerdo con su plataforma política;

se pueden hacer objeciones sobre la forma de hacer

evolucionar su movimiento, pero jamás se podrá negar el

carácter profético del papel sacerdotal de Camilo Torres.

Conclusiones

A manera de resumen final, podemos sacar de esta rápida revisión de teorías sobre una posible teología y praxis cristiana de la revolución algunas conclusiones que parecen imponerse como evidencia común.

El cristiano debe comprometerse con el mundo histórico

Es una exigencia fundamental de su misma fe. Dios “abandona” el mundo en manos de los hombres, para que estos lo sigan creando. Desde el punto de vista cristiano, para que vayan dando forma al Reino de Dios, cuya culminación supondrá el fin de los tiempos. Por lo tanto, la fe tiene exigencias concretas y determinadas, según las circunstancias sociales y humanas en que toque vivir a cada cristiano. Por otra parte, la utopía escatológica y la radicalidad absoluta y única de Dios impiden cualquier idolatría de un determinado orden mundano ya establecido. En este sentido, la actitud del cristiano ha de ser necesariamente profética y revolucionaria.

La conciencia de que se trabaja por una utopía (una escatología) no permite en ninguna manera la evasión espiritualista del cristiano. Tampoco el saber que trabaja “a largo plazo” le exime de la necesidad de una opción “a corto plazo”. Porque este tiempo “corto” es históricamente capital (Cousso, 1966). Es el tiempo político, el de las guerras y revoluciones, donde se juega la supervivencia concreta de un estado. El cristiano no puede ignorar este tiempo corto, pues está en el origen del tiempo largo.

El mundo actual exige una revolución urgente

La injusticia institucionalizada, el desorden legalizado, en el que sólo una minoría ínfima pueden ser verdaderamente hombres, mientras la gran masa de seres humanos se debate en la miseria más infamante, no admiten dudas ni demoras. Existen en nuestra sociedad una violencia permanente, amparada por una legislación que nada justifica. La revolución es, pues, una exigencia inaplazable, y tal vez la primera cosa que exija esta revolución sea la toma de conciencia por parte de todos (pobres y ricos) de su necesidad absoluta.

El espíritu cristiano en la revolución

Tanto por su realidad de hombre como por exigencias de su fe, el cristiano está obligado a tomar parte activa en esta revolución. En sus manos está el desempeñar un papel personal y dar a la revolución el espíritu del que tal vez otros hombres carecen (o que, por lo menos, a él se le presenta como más evidente, puesto que tiene el módulo de la Palabra de Dios revelada). En este sentido, si del Antiguo Testamento el cristiano puede sacer el espíritu profético, por el que se ha de oponer a todo tipo de idolatría (e idolatría es la absolutización de cualquier sistema establecido), el Nuevo Testamento le enseña la fuerza revolucionaria del verdadero amor. Tal vez la síntesis de este espíritu se encuentra en la violencia pacífica: la llamada no-violencia.

El cristiano debe buscar una acción revolucionaria eficaz

Admitida la necesidad de la revolución, el problema se cifra en la elección de los medios más adecuados para conseguir el fin. No se puede condenar a priori la violencia (entendida como presión o fuerza incluso física), ya que la violencia se encuentra ya en la sociedad establecida. Ni tampoco hay necesidad de acudir al concepto tradicional de legítima defensa como justificación, que supondría un enfrentamiento del amor propio al amor del prójimo y, por lo tanto, una concesión a cierto egoísmo. La violencia puede estar justificada desde el momento en que hay un estado de injusticia y, por consiguiente, el valor justicia se encuentra en colisión con el valor amor al prójimo. Es verdad que la violencia debe quedar siempre como una opción última y provisional. Pero es precisamente la eficacia la que, en las circunstancias actuales nos hace optar por la no-violencia, ya que la fuerza del poder establecido tiene capacidad más que suficiente para aplastar cualquier brote revolucionario directamente violento. En este sentido, usar la violencia armada puede ser la disculpa que el poder establecido espera para proceder a la represión más salvaje (y estas circunstancias las estamos viviendo ya por doquier).

El cristiano no puede absolutizar la revolución

La revolución no es un fin en sí misma, sino un medio para conseguir una sociedad más justa, una sociedad más próxima al Reino de Dios escatológico. Por ello, el cristiano no puede absolutizar el valor de la revolución. Si su postura ante el orden establecido ha de ser crítica, crítica ha de ser también su postura ante su propia opción revolucionaria. Olvidar esta realidad, sería incurrir en una nueva idolatría. Esto ha de tenerse muy principalmente en cuenta si en un momento determinado se opta por el empleo de la violencia armada.

La Iglesia debe comprometerse como Institución

No sólo al cristiano como tal compete el adoptar una postura revolucionaria. La misma Iglesia como Institución debe tomar partido en la lucha histórica contra todo tipo de idolatría. Y esto por dos razones: 1) Por su función esencialmente escatológica –de donde su testimonio profético y su oposición a todo tipo de absolutización. 2) Por justicia histórica. La Iglesia debe necesariamente reparar el inmenso pecado de omisión que ha cometido a lo largo de la historia con los pobres, olvidándose de ellos, dándoles de lado, predicándoles una fe conformista e inhumana, aliándose con el poder político y económico. Esta reparación es de una gran urgencia, y cualquier tipo de disculpa o reticencia no haría sino agravarlo todavía más.

Pasar a la acción

Todo lo dicho hasta acá no servirá de nada si se queda en palabras. Porque la “teología de la revolución” sólo tiene valor en función directa de una acción. En este sentido, el testimonio de Camilo Torres, de Martin L. King o de Monseñor Helder Câmara debe servirnos de ejemplo. La Iglesia ha hablado ya demasiado. El mundo –aunque aparentemente pregunte de una manera teórica– sólo espera de nosotros una respuesta, la única que necesita: que la Iglesia actúe, que se ponga en movimiento. Que ame realmente.

¿Y yo?

Esta es la pregunta que necesariamente debemos formularnos cada uno de nosotros. La peor de las conclusiones sería una aprobación teórica, en el plano intelectual, pero una dimisión práctica a la hora de ponerse en movimiento. No podemos eludir nuestra responsabilidad personal. Nuestra situación concreta no es ninguna excepción. Y no lo es, porque también cada uno de nosotros necesita convertirse personalmente (revolución personal, interior), y transformar el ambiente que nos rodea, la estructura social en que vivimos (revolución social). Hay que ponerse en marcha inmediatamente, hoy mismo, en este momento…

Ignacio Martín-Baró, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

2      La violencia en Colombia es un fenómeno peculiar, originado por las luchas entre los grandes partidos políticos (Liberal y Conservador), a raíz del asesinato del líder popular Gaitán. No se trata, pues, propiamente de la guerrilla como tal, aunque actualmente haya evolucionado hacia ella (Nota de IMB).

Ignacio Martín-Baró

Principales teorías

Pablo VI

El término violencia no es, propiamente, ni marxista ni cristiano. Tradicionalmente, el cristiano ha hablado, no de violencia, sino de “insurrección legítima”. Pero “el derecho de insurrección no puede ejercerse de manera permanente, sino en condiciones estrictamente limitadas (Bigo, 1968, p. 575). Por lo tanto,

si se llama violencia un estado permanente de guerrilla fuera de estas condiciones, hay que decir que “la violencia no es ni cristiana ni evangélica” (Pablo VI en Bogotá)… En este sentido, si se quiere, hay una condenación cristiana de la violencia (Bigo, 1968, p. 575).

En Populorum Progressio, Pablo VI (1967) aborda francamente el tema:

Hay situaciones cuya injusticia exige en forma tajante el castigo de Dios… Es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injusticias contra la dignidad humana (Nº 30)

Sin embargo, ya se sabe: la insurrección revolucionaria – salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del país– engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor (Nº 31).

El P. Bigo realiza el siguiente análisis de este párrafo:

1.       No es la violencia, sino la insurrección la que puede ser legítima en un caso: el de una “tiranía evidente”.

2.       El inciso: “salvo el caso…” alude directamente a la doctrina tradicional, expresando una de las condiciones de la insurrección legítima: la tiranía. El pueblo debe estar en legítima defensa contra una tiranía que puede compararse con una verdadera agresión.

3.       El Papa no habla de un tirano, sino de una tiranía. Aquí insinúa lo que afirmaron los obispos en Medellín, es decir que la tiranía puede provenir “ya de una persona, ya de estructuras evidentemente injustas” o sea de “una violencia institucionalizada”

4.       En el texto de la encíclica, el Papa, mucho más que a la eventual legitimidad, es sensible a los males atroces que provoca toda insurrección, aún legítima.

5.       En otro párrafo (nº 32) invita a “transformaciones audaces que renueven radicalmente las estructuras (Bigo, 1968, pp. 575-576).

En su discurso del 24 de agosto de 1968, dirigido a los obispos presentes en Bogotá, el Papa les dice que no pueden “ser solidarios con sistemas y estructuras que encubren y favorecen graves y opresoras desigualdades entre las clases”. Pero recalca: “ni el odio, ni la violencia son la fuerza de nuestra caridad” (Bigo, 1968). Fuera de ello, en otros diversos discursos, condena clara y rotundamente la violencia y la revolución.

¿Se puede decir que Pablo VI se contradice en estos discursos con respecto a la Populorum Progressio? El P. Bigo opina que no, sino que, al mismo tiempo que insiste en la condena de la injusticia social, no alude nunca en ellos a la eventualidad de una insurrección legítima, lo que no significa su exclusión. Quizás –dice Bigo (1968, p. 577)– Pablo VI “prefirió no hablar del caso excepcional que mencionaba su encíclica” porque algunos comentaristas, “citando solamente el famoso inciso y olvidando todo el resto, habían presentado sus palabras como un permiso dado y casi una invitación a la violencia”.

Comentario: Es muy arriesgado emitir un juicio sereno sobre la enseñanza de Pablo VI en materia de revolución. Mientras que Populorum Progressio es, en este aspecto, bastante clara, sus discursos de Bogotá (a pesar de las explicaciones del P. Bigo) nos parecen decir lo contrario. No es cuestión de hacer filigranas a fin de hacer decir al Papa lo que nadie entendió que dijo. En otras palabras, si sus discursos y afirmaciones pueden salvarse mediante equilibrios escolásticos, su actitud pública junto a las autoridades políticas (el poder establecido) no deja duda alguna sobre su sentido obvio. El principio de la insurrección legítima no nos parece apropiado moralmente apara juzgar la conveniencia y valor de la revolución. En todo caso, Pablo VI se muestra demasiado ambiguo en su doctrina sobre la revolución, y parece avanzar a base de contradicciones. Dolorosa comprobación: cuando la Iglesia ha tenido que salir históricamente en defensa de sus “intereses” no ha dudado en justificar moralmente la guerra santa. Pero a la hora de salir en defensa del pobre y del oprimido, y de oponerse al poderoso, parece que –al menos en declaraciones oficiales– le cuesta aplicar el mismo patrón.

A. Z. Serrand

Traeos a Serrand como representante de una línea teórica, claramente definida en el seno del cristianismo. Serrand hace partir su análisis de una cuádruple distinción terminológica: constreñimiento (“contrainte”), violencia, no-violencia y dulzura. Es constreñimiento:

el uso de cualquier fuerza de presión para provocar en una persona –o en un grupo de personas– un comportamiento contrario, o al menos extraño, a su voluntad inmediata. Llamaremos violencia esa clase particular de presión que, con la misma finalidad, emplea o despliega medios físicos de presión, apropiadas para disminuir o aniquilar, a menudo con brutalidad, la libertad, la integridad corporal, los bienes materiales. Llamaremos no-violencia ese tipo de acción o, más a menudo de reacción que, sin recurrir a los medios brutales físicos de presión, busca objetivamente neutralizar o cambiar una situación juzgada como insoportable. Será dulzura una renuncia semejante a los medios violentos, que rechaza toda preocupación inmediata por presionar al contrario (Serrand, 1968, p. 26)

Según Serrand (196), la Palabra de Dios profetiza para el fin de los tiempos, de una parte oleadas de violencia, de otra, una época más tranquila (?), en la que una justa presión mantendrá sumisos a los enemigos del Reino de Dios. Pero antes de conocer esta violencia divina, de la que se beneficiarán, los fieles cristianos conocerán la violencia satánica, de la que serán presa. Según Serrand (1968), ante esta violencia satánica, sólo hay dos actitudes posibles para el cristiano: o la huida, o la dulzura. En ningún caso, según Serrand (1968), se debe reaccionar por la violencia, lo que constituirá un testimonio contra los mismos opresores.

Por otra parte, el tiempo evangélico es definido por Jesús como una situación de violencia (Mt 11, 12), es decir, como na exasperación de la vieja lucha contra los poderes malignos. En este tiempo evangélico, los cristianos deben permanecer en el mundo sin ser de él, a fin de dar testimonio. La única lucha que puede mantener el cristiano debe ser contra los “poderes malignos”. Pero a la violencia que sufra tanto como ciudadano que como cristiano debe someterse. De ahí que al cristiano no le quede más respuesta que la dulzura, ya que su vista se encuentra puesta en un Reino que no se realizará sobre esta tierra.

En definitiva, el Nuevo Testamento nunca anima la revolución o la protesta política contra las injusticias.

Se diría que para él estas injusticias son, en cierto sentido, fatales, que remite su juicio sobre ellas para después, que por el momento prefiere el orden (…) Su revolución, importada desde lo alto, le hace desinteresarse de cualquier otro tipo de revolución (Serrand, 198, p. 31).

Comentario: Serrand se inclina, a través de una exégesis tradicional, ahistórica y barata, por un pacifismo a ultranza. No explica en qué consisten esos “poderes malignos” de que habla, que nunca llegan a encarnarse de una forma palpable en este mundo. El Reino de Dios no es más que un ideal evasivo, que desliga al cristiano de este mundo, dejando el campo libre al “enemigo”. Una interpretación demasiado literal de ciertos pasajes bíblicos le llevan a una concepción de la autoridad y, por consiguiente, de la obediencia, totalmente estática y ahistórica. Permanece en un individualismo espiritualista que, desgraciadamente, ha tenido mucha vigencia en la Iglesia, y la ha conducido a graves errores históricos. Ese supuesto respeto absoluto del evangelio por el orden (el orden-desorden) no está muy en concordancia con el testimonio vital de los profetas –ni tampoco de Jesús– y sí parece contener mucho de idolatría.

Jean Lasserre

Jean Lasserre se enfrenta con el mundo en su estado actual de injusticia y de violencia, y se pregunta por el papel que el cristiano puede y debe desempeñar en él. En ningún momento admite Lasserre que el cristiano se pueda marginar de la situación histórica en que se encuentra, ya que, si es cierto que Cristo ganó “la primera batalla”, y que ganará la última, el problema se sitúa en quién ganará esta segunda batalla planteada a los hombres. Es decir, el problema se cifra en la lucha histórica en la que se halla sumergido el hombre actual. De hecho, los cristianos han aceptado “sin vergüenza un desdoblamiento de la moral” y han encontrado “normal, natural, hacer como ciudadanos u hombres de negocios, lo contrario de lo que hacen en cuanto padres de familia o miembros de la ‘Iglesia’” (Lasserre, 1965, p. 11). Actitud inadmisible, ya que:

Cristo no se contenta con una parte de nuestro corazón, de nuestra vida, con un sector limitado de nuestras actividades sino que quiere reinar sobre la totalidad de nuestra existencia de hombres, incluida nuestra vida de ciudadanos y nuestras actividades políticas (Lasserre, 1965, p. 12).

De ahí que el cristiano deba enfrentar con toda seriedad, a partir de la Palara de Dios, la realidad concreta en que vive. Esta actitud se especificará de dos maneras: mediante un testimonio profético, y –llegando el caso– mediante una desobediencia política a las autoridades, mantenedoras de la situación injusta. Es decir, mediante una revolución no-violenta.

Admitida, en una circunstancia histórica determinada (como la actual, por ejemplo), la necesidad de una revolución, el problema que preocupa a Lasserre (1965) es el de los medios que debe usar el revolucionario cristiano. En primer lugar, hay que distinguir entre fuerza y violencia. La fuerza es una presión ejercida sobre el contrario, pero una presión de tipo neutro, mientras que la violencia supone una dominación despiadada del contrario, que lleva en sí misma un elemento destructivo y que manifiesta un desprecio por la persona del rival.

Mientras que la presión se opone a un acto, pasado o posible, considerado como nefasto o criminal, para sancionarle o prevenirle, la violencia se dirige contra la persona misma de aquel a quien pretende reducir a la impotencia, con riesgo de matarle. Mientras que la presión permite e incluso supone el diálogo, en el cuadro de la legalidad, la violencia, por definición, se ejerce más allá de todo diálogo, que rechaza, despreciando igualmente la ley, jurídica o moral, y llegando enseguida a considerar al otro como una bestia malhechora que hay que exterminar, o como na cosa que hay que liquidar (Lasserre, 1965, pp. 07-08).

Hay que distinguir también la violencia de la no-violencia, dentro del plano de los medios revolucionarios. Con una comparación brillante, Lasserre (1965) afirma que la no-violencia es a la violencia, lo que la seducción a la violación, con la diferencia de que la no-violencia es algo noble, mientras que la seducción no lo es.

¿En qué consiste la no-violencia, como medio de acción revolucionaria? Según Jean Lasserre (1965; 1968), la no violencia tiene cinco rasgos característicos:

1.       La no-violencia distingue entre la injusticia y la persona que ejerce  la injusticia. Ataca la injusticia misma, no a las personas que son los instrumentos de esa injusticia.

2.       Respeta al adversario como ser humano que es, y le considera como interlocutor de un posible diálogo. En este sentido, la lucha no- violenta trata no sólo de vencer, sino también de convencer.

3.       La lucha no-violenta expresa necesariamente a una llama dirigida a la conciencia del adversario, cuya libertad respeta absolutamente. “Mientras que la violencia, como la violación, prescinde por reducirle a su interés, la no-violencia busca apasionadamente el convencer a sus adversarios, para conducirles a descubrir la injusticia de su empresa, y a que se decidan por sí mismos, libremente, a renunciar a ella” (Lasserre, 1965, p. 204).

4.       “Una acción no-violenta implica necesariamente una desobediencia precisa a las leyes del adversario. Por ello, la no-violencia se distingue claramente de la pasividad, de la no-resistencia, y hasta de l resistencia pasiva. La no-violencia se concretiza en una acción por el hecho mismo de que se comete una infracción o que se desobedece abiertamente a una ley” (Lasserre, 1965, p. 205). Esta desobediencia se realiza, precisamente, por respeto a uno mismo y por respeto al legislador. Es una manera de apelar a su conciencia sin amenazar su persona.

5.       Finalmente, la no-violencia supone una disposición para el sufrimiento, que se sabe de antemano llegará, como efecto de la desobediencia al legislador, sin tratar de responder a su vez al adversario con otro sufrimiento físico o moral (fuera de la molestia que se produce deliberadamente en su conciencia).

Existen, según Jean Lasserre (1965), numerosas razones, tanto de orden espiritual como de orden práctico, por las cuales el cristiano debe rechazar el empleo de la violencia. Por el contrario, existen muchas razones positivas para que el cristiano adopte la no-violencia como arma revolucionaria. Para Jean Lasserre, el motivo fundamental de esta elección está en el carácter esencialmente evangélico de la no-violencia. Cristo es el prototipo del hombre no-violento, cuyo mensaje es profundamente revolucionario, y cuya victoria pasa por la muerte en la cruz. El amor, núcleo de la doctrina cristiana, es incompatible con el empleo de la violencia, mientras que se adecúa perfectamente al uso de la no-violencia.

Comentario: La postura es perfectamente consecuente con el planteo. El problema sería ver si la definición de violencia no es demasiado artificial o si, en otras palabras, no se puede dar una violencia amorosa. En efecto, para Lasserre se pasa de la fuerza (admisible) a la violencia (inadmisible) en el momento en que se desprecia a la persona del adversario (Lasserre, 1965). ¿No es concebible, sin embargo, una violencia sin este desprecio?

¿No puede darse una situación en la que, el estado de alienación del opresor sea tal, que sólo una acción violenta constituya una llamada a su conciencia y, a la vez, el único camino expedito para el restablecimiento de la justicia? En todo caso, si es cierto que una justicia sin amor no es cristiana, también es cierto que no puede haber verdadero amor donde no reina la justicia. En este sentido, podría darse una situación donde la búsqueda del amor presuponga una violencia, instauradora de la justicia. Siempre, claro está, que no traspase sus límites de medio provisional. La vida no es el valor máximo, aunque sí el valor fundamental. En un conflicto de valores, podría llegarse a la situación de tener que matar por amor para hacer reinar la justicia. Aunque, juzgando con realismo, es difícil que una acción violenta continuada pueda conservar en el que la realiza un clima psicológico de amor. Y este es el punto fuerte de Jean Lasserre.

Martin Luther King

No es necesario subrayar la personalidad de Martin L. King, mártir de la no-violencia, premio Nobel de la paz, y una de las figuras cristianas más extraordinarias de nuestro tiempo. Él ha sido la cabeza y el motor principal del movimiento por los derechos cívicos del negro en Estados Unidos, movimiento que ya cuenta en su haber con numerosas victorias.

Para Martin L. King el problema se plantea al enfrentar las exigencias evangélicas con la realidad social actual. En efecto:

el evangelio bien comprendido interesa a la totalidad del hombre, no sólo a su alma, sino también a su cuerpo, no sólo a su bienestar espiritual, sino también a su bienestar material. Una religión que se diga preocupada por las almas de los hombres y que no lo esté igualmente por las chabolas que les condenan, las condiciones económicas que les estrangulan y las situaciones sociales que les paralizan, no es más que una religión espiritualmente moribunda (King, 1968a, p. 225).

Por otra parte, una mirada al mundo que nos rodea nos hace comprender inmediatamente la existencia de un desorden social institucionalizado. Un desorden que Martin L. King encuentra en su propia nación, los Estados Unidos de Norteamérica. Como negro, debe respirar “en una atmósfera donde las falsas promesas son una realidad cotidiana, donde la realización de los sueños es aplazada cada noche, donde la violencia hacia los negros se ejerce impunemente y constituye incluso un modo de vida” (King, 1968b, pp. 36-37). La segregación, ya no legal, pero no por ello menos real, se extiende a todos los planos de la vida: trabajo, alojamiento, educación, vida religiosa… Lo más desdichado de este desorden es precisamente su institucionalización social, su consagración como orden establecido. De ahí que los más peligrosos adversarios de la justicia “no sean el fanático del Ku-Klus-Klan, o de la John Birch Society, sino más bien el blanco liberal, más preocupado por el ‘orden’ que por la justicia, más defensor de la tranquilidad que de la igualdad” (King, 1968b, p. 107).

Este desorden establecido, evidente en la nación más desarrollada del mundo contemporáneo, se hace todavía más estridente al contemplar el conjunto de naciones de todo el mundo. En este sentido, Martin L King, como norteamericano, reconoce su propia falta:

Nosotros, occidentales, no debemos olvidar que los países pobres lo son más que nada porque notros les hemos explotado a través de un colonialismo político o económico. Los americanos en particular deben ayudar a su país a repudiar su neo-imperialismo económico (King, 1968c, p. 96).

Contraponiendo este estado del mundo con la exigencia evangélica, Martin L. King llega a la consecuencia de que es necesario realizar una revolución, a escala nacional primero, a escala mundial después. Si el evangelio, enfrentado a esta situación de desorden que reina en el mundo, no tiende a cambiarlo, es falso. El cristiano, la Iglesia entera como institución deben estar por la revolución. Esta revolución, para que sea evangélica, debe ser na revolución constructiva, una revolución de amor.

El amor que no se preocupa de su deuda de justicia no merece tal nombre. No es más que un afecto sentimental, como el que se tiene a un animal familiar. En el mejor sentido del término, amar es hacer aplicar la justicia (King, 1968b, p. 109).

De hecho, Martin L. King encontró que este amor se lo inspiraba Cristo, y así pudo afirmar de toda su acción que estaba imbuida por el espíritu de Cristo.

Ahora bien, a la hora de realizar esta revolución de amor, no hay que olvidar que una revolución se mide por sus efectos, y no por sus deseos. En este sentido, King comprendió que debía elegir los medios más eficaces para llevar a cabo su revolución (su lucho por los derechos cívicos del negro en Estados Unidos). Es precisamente su deseo de eficacia lo que lleva a King a rechazar la violencia y a escoger el camino de la no-violencia:

Ser eficaz, tal es uno de los problemas esenciales del negro que quiere conquistar su libertad. ¿Cómo hacer para llegar al término tan deseado? (…) Es un hecho innegable, una verdad inexorable, que toda tentativa de los negros para librarse de su opresor por medio de la violencia está avocada al fracaso (King, 1968b, p. 71)

Por ello “no tenemos más que una arma para luchar contra los retrasos, la duplicidad, el ‘tokenismo’ y el racismo: la acción no-violenta masiva y las elecciones” (King, 1968b, p. 154). La no-violencia no es pasividad ni violencia, sino una síntesis de las dos.

De acuerdo con el método persuasivo, admitimos que no hay que destruir por la violencia ni la vida ni la propiedad de nadie, pero, de acuerdo con los partidarios de la violencia, afirmaremos que hay que obrar contra el mal. Así evitaremos la falta de resistencia del primero y el exceso del segundo. La resistencia no-violenta nos permite rechazar el mal para transformarle en bien, sin por ello acudir a la violencia (King, 1968b, p. 154).

La única violencia de la no-violencia (su fuerza) consiste en “hacer presión sobre las autoridades para que cedan a las exigencias de la justicia” (King, 1968c, p. 32), una presión sobre “las estructuras de las que se sirve la sociedad” (King, 1968c, p. 92). Por lo demás, la acción no-violenta constituye una llamada a la conciencia pública, puesto que hace salir a la luz la violencia establecida, la hace salir a la calle, e incita así al ciudadano medio y a la opinión mundial a una reflexión sincera. “Es preciso que los liberales blancos comprendan que no es el oprimido quien crea la tensión al luchar por sus derechos. El no hace más que poner en evidencia una realidad subyacente” (King, 196b, p. 110).

Según King (1968c, p. 51) “el verdadero valor de la no-violencia consiste en que nos ayuda a ver el punto de vista del enemigo, a escuchar sus preguntas, a conocer el juicio que tiene sobre nosotros”, es decir, que posibilita un auténtico diálogo. King admiraba los efectos extraordinarios de la revolución no violenta de Gandhi en la India, y aspiraba a realizar algo análogo en los Estados Unidos. Por lo demás, esta lucha no-violenta a escala nacional (y de la que King terminó siendo mártir), debe extenderse al mundo entero, a fin de hacer reinar la justicia (King, 1968c).

Muy importante para Martin L. King es el papel que la Iglesia como institución debe realizar en esta acción revolucionaria.

Como entidad, la Iglesia (…) ha concedido a menudo su bendición a un estado de cosas que había que denunciar y ha confirmado un orden social que había que reformar. Por ello, la Iglesia debe ahora confesar sus faltas, reconocer que ha sido débil y que ha vacilado en su testimonio y faltado a menudo a su vocación de servicio (King, 1968b, pp. 116-117).

En otras palabras, “corresponde a la Iglesia tomar la dirección de la reforma social. La Iglesia debe descender a la arena y combatir para salvaguardar la santidad de su misión y conducir a los hombres por el camino de la verdadera integración” (King, 1968b, p. 120). Si no lo hace, la Iglesia habrá fracasado en su misión de portadora del mensaje evangélico, y se convertirá en un “club social anacrónico” (King 1968b, p. 120).

Comentario: No se puede juzgar a Martin L. King desde un plano puramente teórico. Para él la teoría estaba encarnada en la acción misma. Sin embargo, es de alabar la sinceridad evangélica de su compromiso, que le hizo vivir personalmente lo que consideró como exigencia cristiana, y que le llevó a morir en el campo de batalla. Es interesante subrayar cómo las dos razones fundamentales por las que King rechaza la violencia no son de tipo bíblico: la eficacia y la convicción de que sólo el amor puede engendrar la paz y la justicia. Muy importante es su concepción del papel de la Iglesia en la acción revolucionaria. Para él, este papel es consecuencia de dos motivos: 1) el evangelio se dirige al hombre concreto; 2) la Iglesia debe reparar el mal que ha hecho al haber bendito y consagrado el desorden establecido. Una y otra razón abonan la trascendencia que tiene el aspecto histórico del mensaje divino. Es decir, la concepción histórica de la Palabra de Dios lleva al cristiano y a la Iglesia a constituirse en oponentes de todo desorden establecido, sea cual sea.

Helder Câmara

El planteamiento de Monseñor Helder Câmara es en todo semejante al de Martin L. King. También para él el problema se sitúa en el encuentro entre la Palabra de Dios y la situación de desorden de nuestro mundo (para él, la situación de miseria e injusticia existente en el Brasil).

¿Cómo olvidar que la vida divina es anunciada a auditores que viven en condiciones inhumanas? (…) Insistir en una pura evangelización espiritual equivaldría a dar en breve plazo la idea de que la religión es una teoría desplegada de la vida, incapaz de unirse a ella y de modificarla en lo que tiene de absurdo y de falso. Sería, entre otras cosas, dar aparentemente razón a quienes mantienen que la religión es la gran alienada y la gran alienadora, el opio del pueblo. Al evangelizar en nombre de Cristo regiones como la nuestra, se llega a una plena humanización (Câmara, 1968a, p. 24).

Es evidente que en el mundo subdesarrollado existe un estado escandaloso de violencia, socapa de legalidad. “Las masas en situación infrahumana son violentadas por los pequeños grupos de privilegiados, de poderosos… ¡El orden-desorden! (Câmara, 1968a, p. 158).

Ante esta confrontación evangélica con la sociedad actual, se impone la necesidad de la revolución. Y esto precisamente en nombre del cristianismo, que nos compromete con el hombre concreto. “Si nosotros, los cristianos de América Latina, asumimos nuestra responsabilidad frente al subdesarrollo del continente, podemos y debemos ayudar a promover cambios profundos en los dominios de la vida social particularmente en la política y en la enseñanza” (Câmara, 1968a, p. 155).

Revolución, pue, a escala nacional, liberando al pobre de su esclavitud y al rico de su alienación. La primera labor revolucionaria que se impone es la “concientización”, tanto del rico (despertando su conciencia) como del pobre (haciéndole consciente de sí mismo y de su situación), del poderoso como del miserable, “pues si las mentalidades no llegan a cambiar en profundidad, las reformas de estructuras, las reformas de base, quedarán sobre el papel, ineficaces” (Câmara, 1968a, p. 163). Monseñor Câmara insiste mucho sobre esta toma de conciencia en los países desarrollados, donde parecería que las cosas ya marchan bien. En efecto, también os países de la abundancia “tienen necesidad de una revolución cultural que aporte una nueva jerarquía de valores, una nueva visión del mundo, una estrategia global del desarrollo, la revolución del hombre” (Câmara, 1968a, p. 163). Revolución, por lo tanto, a escala internacional, puesto que:

esta revolución social no será posible en el mundo subdesarrollado más que si el mundo del progreso tiene la humildad de comprender y de aceptar el hecho de que la revolución social en África, en Asia, y en América Latina presupone necesariamente una revolución social en Europa y en América del Norte (Câmara, 1968a, pp. 98-99).

Así, por ejemplo, “no haremos más que jugar al desarrollo en tanto que no obtengamos una reforma profunda de la política internacional del comercio” (Câmara, 1968a, p. 42).

Ahora bien, esta revolución ha de ser una revolución de amor ya que “sólo el amor es creador. El odio y la violencia no sirven más que para destruir” (Câmara, 1968a, p. 42). Una revolución de amor que debe estar inspirada por el mensaje evangélico: “Es preciso que el cristianismo nos inspire la mística de servicio para que, progresando en nuestro desarrollo, no nos volvamos egoístas ni violentos” (Câmara, 1968a, p. 14).

Es este espíritu evangélico, pero también la urgencia y la necesidad de eficacia, lo que determina la elección de los medios. Y, hoy, por hoy, el único medio viable de acción revolucionaria para América Latina es el de la no-violencia.

Nosotros, cristianos, estamos del lado de la no-violencia, que no es ni mucho menos una elección de debilidad ni de pasividad. La no-violencia es creer, más que en la fuerza de las guerras, de los asesinatos y del odio, en la fuerza de la verdad, de la justicia, del amor… Pero la opción por la no-violencia si por una parte se enraíza en el Evangelio, se funda también en la realidad. ¿Queréis realismo? Entonces yo os digo: Si en no importa qué parte del mundo, pero sobre todo en América Latina, una explosión de violencia debiera estallar, podéis estar seguros de que, inmediatamente llegarán los Grandes –incluso sin declaración de guerra– las Super-Potencias estarán allá y tendremos un nuevo Vietnam (Câmara, 1968a, p. 162; cfr. También, 1968b).

También para Monseñor Câmara, como para Martin L. King, la Iglesia debe jugar un papel importante en este movimiento revolucionario. En efecto:

la Iglesia está llamada a denunciar el pecado colectivo, las estructuras injustas y rígidas, no solamente juzgándolas desde fuera, sino incluso reconociendo su propia parte de responsabilidades y faltas. La Iglesia debe tener el valor de sentirse responsable al mismo tiempo que los demás de este pasado y, para el presente y el futuro, hacer prueba de una solidaridad más grande (Câmara, 1968a, p. 129).

Dentro de la Iglesia, tanto la jerarquía, como los sacerdotes y laicos, deben participar en la revolución. Nadie puede rehuir sus responsabilidades. Es interesante observar, a este propósito, cómo Monseñor Câmara concreta en diversos puntos la labor que debe realizar la jerarquía, siempre tan temeroso de enfrentarse con los poderosos” (Câmara, 1968a, p. 68).

Comentario: Es admirable la capacidad de Monseñor Câmara de vislumbrar la complejidad del problema de la injusticia, y su sensibilidad práctica para concretar y realizar puntos de acción realista (Câmara, 1968b; 1968c; 1968d). Por otra parte, aunque juzga la no-violencia como evangélica, admite la posibilidad de que un cristiano llegue a juzgar la violencia como necesaria, y respeta su conciencia. “Personalmente yo prefiero mil veces que me maten a matar” (Câmara, 1968a, pp. 161-162). Es muy importante el reto que Monseñor Câmara lanza a la moral cristiana, al desenmascarar una serie de principios que justifican aparentemente situaciones abominables: principios como el del valor del orden, la propiedad privada y la dignidad humana que esconden a menudo la injusticia, la explotación o la defensa de intereses inconfesables (Câmara, 1968a). Las dificultades que afronta hoy día el movimiento de Helder Câmara contra la dictadura militar imperante en el Brasil y el neofascismo de un cristianismo paternalista y explotador, muestran hasta qué punto su acción es auténtica y ha puesto el bisturí en la llaga.

Michel Blaise, o.f.m.

Para Blaise (1966) enfocar el problema de la violencia a partir de los movimientos armados de América Latina es plantearlo al revés. De hecho, la violencia no es un problema sino un hecho, un proceso en el que unos ejercen la violencia (los ricos) y otros la sufren (los pobres). Por lo tanto, hay que partir de la comprobación de un estado actual de violencia legalizada. Son los ricos quienes hacen de la violencia un problema (de la violencia contra el orden-desorden), porque afecta sus intereses propios.

Tradicionalmente los católicos se han opuesto a la violencia en nombre de la persona humana (Blaise, 1966). Pero esta postura católica,

¿proviene del evangelio o de otras motivaciones ajenas a la fe? De hecho, una cierta concepción de la Iglesia, que erige en fin la institucionalidad jerárquica –lo que no es más que un medio histórico de la Iglesia– le ha llevado a comportarse como un reino de este mundo, y a solidarizarse así con un orden que favorecía o toleraba esta pretensión eclesiástica. La violencia de los pobres se presenta entonces como una amenaza contra la institución de la Iglesia.

Por otra parte, la Iglesia ha buscado a menudo una justificación teológica para conductas puramente humanas. Así, ha llegado a hacer de la fe una defensa del orden establecido; del amor a la persona, una disculpa para sostener situaciones injustas; de la caridad, un sistema paternalista y apologético. En estas circunstancias, la moral se convierte en una defensa de la institución y la ley se hace el instrumento  privilegiado de la autoridad. El fiel busca la seguridad en el legalismo, sujeto siempre al dictamen del clero (clericalismo). El legalismo engendra a su vez el individualismo y el idealismo utópico, alejando al cristiano –presa de un formalismo paralizador– de las realizaciones temporales: la fe se convierte en un opio.

Cristo murió a manos de los ricos, de los establecidos socialmente. Su muerte tiene un carácter político, ya que su doctrina ponía en peligro las estructuras político-religiosas de los poderosos. Por desgracia, han sido los cristianos quienes, a lo largo de la historia, se han alineado de parte de los ricos, en contradicción expresa con la voluntad de Cristo.

La Iglesia admite la violencia en caso de una tiranía evidente. El problema que se plantea a todo católico es cuándo se da la tiranía. Por desgracia, los moralistas ponen tales y tantas condiciones que, para cuando hubiera podido dar una respuesta a tales condiciones, el cristiano se encontraría con que ya era tarde. Y, en todo caso, difícilmente podría superar el sentimiento de estar haciendo algo malo que le dejaría un tal proceso.

Sin embargo, la violencia supone una singularidad peculiar, ya que cada situación de violencia es diferente. A menudo sólo se puede dar un juicio sobre ella después de realizada. En este sentido, habríamos que propugnar, no una moral de situación, sino una moral en situación (Oraison). No es cuestión de justificar la violencia por el recurso a la legítima defensa –lo que sería oponer el amor al prójimo al amor propio y, por lo tanto, una concesión al egoísmo. Lo que está en juego en las situaciones de violencia es un dilema entre el amor al prójimo y la justicia, dilema no de conciencia, sino de situación social. Es decir, es la situación de la sociedad actual la que puede conducir en ocasiones a la disyuntiva entre la justicia y el amor al prójimo, un dilema entre dos valores auténticamente evangélicos. Ante esta colisión de valores, si el cristiano opta por la violencia en favor de los pobres, no escoge la violencia por sí misma. Lo que escoge es la justicia. Y, al usar la violencia, lo hace consciente de que se trata de un medio extremo y relativo. Con ello, opta por un mundo en el que la justicia y el amor podrán ir a la par.

Comentario: Es muy valioso el enfoque histórico y concreto del problema de la violencia, aunque quizá ésta quede vagamente definida. Lo más valioso de Blaise (1966) es el planteo moral: se considera cómo, en una situación concreta, dos valores evangélicos pueden entrar en colisión, sin que sea posible eludir el dilema. Lo cual supone una relativización sana de la moral, relativización por supuesto en función de Cristo, que llama al cristiano en su vida concreta. Es el principio de la “ponderación de bienes” expuesto por Schüller (1966).

Ignacio Martín-Baró, en dialnet.unirioja.es/

Ignacio Martín-Baró

Ce qui ne va pas, c’est que l’Eglise parfois proclame l’Evangile en paroles, alors qu’elle devrait le proclamer en actes.

Dr. Carson Blake

Introducción

A 1968 se le ha calificado periodísticamente como el año de la violencia. Numerosos acontecimientos, cuyo último sentido a menudo se nos escapa y que, dentro de nuestra limitación histórica, a veces dejamos olvidados en las páginas de los periódicos y revistas sensacionalistas, confirman este calificativo. Guerras crueles, convertidas a menudo en auténticos genocidios: Vietnam, Biafra, Oriente Medio. Guerrillas y contraguerrillas en América Latina. Ocupación violenta de Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia. Revoluciones estudiantiles, a veces tan sangrientas como la de México, o tan absolutas, como la de mayo-junio francés. Asesinatos llamativos, como el de Martin L. King o Robert F. Kennedy. Y, so capa de una legalidad hiriente y un orden mitificado, la continua violencia de los pobres y de los oprimidos. La violencia que se hace a los treinta millones de personas que cada año mueren en el mundo por falta de alimentación. La violencia de la discriminación racial (Rodesia, Estados Unidos…), política (España, Grecia, países comunistas…), religiosa (Irlanda…), etc. Año de la violencia, sí, pero porque nuestro mundo, nuestra sociedad actual se funda básicamente en la violencia de los unos para con los otros.

No es fácil intentar una reflexión cristiana (¿teológica?) sobre la violencia. Y no es fácil, tanto porque el término violencia es de una ambigüedad desconcertante, como porque el cristiano se halla enfrentado a una de las crisis más radicales de toda su historia, y a duras penas logra percibir lo que el auténtico mensaje de Cristo pide de él en nuestros días y en nuestro mundo. Pero la dificultad del problema no hace sino agudizar la necesidad de una respuesta, quizá no tanto en el plano teórico como en el plano existencial, en el plano de la vida concreta.

La urgencia con que el cristiano se encuentra confrontado con el problema de la violencia proviene de la confluencia de dos fenómenos, posiblemente los más importantes de nuestra época. Por una parte, la toma de conciencia generalizada de que la sociedad en que vivimos es fundamentalmente injusta y, por ende, violenta. Saber que el 85% de os hombres se hunden en la miseria más horrible para hacer posible el super-confort de un 15% –y la proporción tiende a agudizarse todavía más– es algo que golpea rabiosamente la conciencia del cristiano, tradicionalmente tranquilo en su caparazón de ritos y reflexiones piadosas ultramundanas. Por otra parte, el fenómeno llamado de la secularización sitúa al hombre ante el mundo actual, y le recuerda que él y sólo él es el responsable de su estructuración. Así, el cristiano cae en la cuenta de que su fe no le permite aplazar para un más allá problemático la obra que debe realizar aquí, en este momento. Si existe injusticia en el mundo, el cristiano –como todo hombre– es corresponsable de ella. La sociedad de mañana, justa o injusta, será obra de sus manos. En definitiva, el fenómeno de la secularización recuerda al cristiano que su vocación de hijo de Dios no le exime de su tarea como hombre, antes bien la hace más urgente. Por lo tanto, el cristiano no puede en ninguna manera evitar el enfrentamiento con la situación del mundo actual, sino que tiene que adoptar necesariamente una postura y una conducta, consecuente con su realidad de hombre y de cristiano –que es decir lo mismo bajo otro aspecto–, si pretende ser fiel a sí mismo.

Henos, pues, enfrentados con el problema de la violencia. Pero, ¿qué es la violencia? ¿Qué diferencia hay entre violencia y revolución? ¿O son una misma cosa? Demos algunas definiciones, quizá no totalmente satisfactorias, pero que, al menos, nos servirán para emplear con propiedad estos términos a lo largo de estas páginas.

De una manera hoy día generalizada, se entiende por revolución: “El cambio producido deliberadamente, rápido y profundo, que afecta a todas las estructuras básicas (políticas, jurídicas, sociales y económicas) y corresponde a una ideología y a una planificación” (Snoek, 1966).

Se diferencia de la evolución por la rapidez y por la intencionalidad del proceso. Así concebida, nada tiene que ver con la cartelada, ni con el golpe político. Implica, en su propio concepto, un elemento de ruptura con el orden vigente y la elaboración de un nuevo orden. La insurrección y la violencia pueden acompañar al movimiento revolucionario, pero no constituyen su esencia (Snoek, 1966).

Si la revolución implica un cambio radical en los diversos órdenes fundamentales de la vida humana, es importante subrayar como lo hace Swomley Jr. (1967) que la calidad revolucionaria de un suceso no se ha de medir tanto por las intenciones de sus promotores cuanto por el resultado final, es decir, “saber si, en realidad, el orden de cosas ha sido invertido y si se ha realizado un cambio social creador” (p. 9).

Una revolución puede ser violenta o no violenta. Por lo tanto, el problema de la violencia se plantea al nivel de los medios, no de los fines. Ya hemos dicho que violencia es un término sumamente abstracto y de una gran ambigüedad. En efecto, todos los estudios parecen llegar a la conclusión de que no se puede hablar de violencia en general, sino de situaciones violentas. En este sentido, la violencia no es algo de lo que se pueda hablar en abstracto, sino encarnado en una situación concreta. De hecho, y hasta un cierto punto, todos los aspectos de la vida manifiestan violencia: hay violencia tanto en el que mata como en el que se contiene para no matar; hay violencia en el hablar (la formulación en un lenguaje determinado violenta y constriñe el pensamiento), como la hay en el silencio; en la misma dinámica del ser humano hay violencia, y todo crear es al mismo tiempo un destruir (¿no habría que profundizar aquí el sentido profundo de lo que Freud dio en llamar instinto tanático o de muerte?); hay violencia, en definitiva, en toda vida, que se va consumiendo en una continua auto-violencia, para terminar en la gran violencia de la muerte. Si admitimos esta extensión total de la violencia a la esencia misma de lo vital, habremos de admitir también que todo empleo del término violencia será por necesidad convencional –si quiere ser significativo–, y ha de decir relación a un estado o situación concreta.

En nuestros días (desdichadamente) se suele entender púbicamente por violencia todo ataque armado contra el “orden establecido”, toda oposición vigorosa a la institución social, sea de la dimensión que sea. Y, en efecto, hay aquí una violencia. Pero reducir el término violencia a toda acción contra el “orden establecido” y sólo a ello, supone un cinismo demasiado interesado (o alienado), que da por supuesto que no existe violencia en la legalidad. Pero –como muy bien señala Ellacuría (1968)– hay que desenmascarar la violencia tremenda que se puede ocultar bajo ordenamientos jurídicos admitidos. ¿Quién podrá negar que existe una violencia inhumana, bajo visos de leyes muy cultas, en todas aquellas poblaciones donde sólo una minoría puede disfrutar de una vida digna del ser humano –a costa del hambre, sufrimiento y esclavitud de la gran mayoría? En este sentido, hay que ir mucho más lejos. No es violencia únicamente aquella acción que se realiza con las armas en la mano, sino también toda acción o toda situación que entraña una injusticia. Estamos de  acuerdo  con  Ellacuría  (1969 [1])  cuando  afirma  que  “la  verdadera violencia es aquella que oprime derechos humanos, aun dentro de una justificada legalidad, no la que los promueve, usando por necesidad métodos de fuerza” (p. 1099).

Si admitimos esta estrecha dependencia entre violencia e injusticia, se sigue necesariamente una distinción (como lo hacen muchos autores) entre violencia y fuerza. La violencia crea la injusticia, la fuerza es necesaria para salir de ella. Una y otra pueden implicar destrucción, pero la valoración moral es diferente, como lo es en su intención. Si tenemos presente este aspecto axiológico, podemos admitir la definición que J. Freund (citado por Le Guillou, 1968) nos da de violencia, como “la explosión de fuerza que se dirige directamente a la persona o a los bienes de otros (individuos o colectividades) con el fin de dominarlos por la muerte, la destrucción, el sometimiento o la derrota” (p. 54). En esta definición nos permitiríamos únicamente subrayar la palabra dominación, que es la que da la coloración valorativa.

Saquemos la conclusión de que, desde este punto de vista, no se puede definir simplemente la violencia como el empleo de fuerza material o física que afecta la realidad corporal del hombre (Domergue, 1966).  Existen numerosas modalidades de violencia, que no parecen afectar directamente la realidad corporal del hombre y que incluso, como la propaganda, le dejan la ilusión de ser libre en su proceder.

La violencia es, pues, una modalidad de relación entre hombres o grupos de hombres, en la cual una de las partes niega a la otra algún aspecto de su realidad humana (de sus derechos en cuanto hombre), creando con ello una situación de injusticia.

Qué sea la no-violencia, se puede deducir claramente de lo dicho hasta ahora. En efecto, la no-violencia será la reacción del hombre (o grupo de hombres) que sufre la injusticia, reacción que no invierte los papeles, es decir, que no responde a la violencia con la violencia, sino que respeta la realidad humana del “agresor”.

Evidentemente, puede haber dos tipos de no-violencia: el uno pasivo (cuando el que sufre la injusticia se resigna a ella y no hace nada por cambiar la situación), el otro activo (cuando el que sufre la injusticia busca por todos los medios liberarse de ella, sin crear con su proceder una violencia en sentido inverso). Mientras el no-violento pasivo acepta su situación inhumana, el activo no.

Si tenemos presente todos estos términos (en lo que respecta a la violencia, convencionales hasta cierto punto), comprenderemos inmediatamente que una revolución puede ser violenta o no violenta, de la misma manera que lo pueden ser un proceso de evolución o un orden determinado.

Con estas aclaraciones por delante, ya podemos adentrarnos más directamente en nuestro tema.

El mundo y la iglesia

Estado actual del mundo

Una mirada sin prejuicios ni intereses establecidos sobre el mundo que nos rodea, sobre la constitución y organización de la sociedad actual, pone en evidencia una situación fundamental de injusticia. Una situación en la que tan sólo una minoría disfruta de todos los bienes de la tierra y de la civilización moderna, mientras que la mayoría se hunde en una miseria realmente increíble. Algunos datos nos mostrarán, mejor que nada, la veracidad de nuestra afirmación.

Alimentación

Se sabe que tan sólo una tercera parte de la población mundial consume diariamente una cantidad de calorías suficiente para la conservación de la vida humana. Así, según estadísticas de la FAO, se sabe que

De los cincuenta millones de personas que mueren cada año, para cerca de 35 millones la causa de la muerte es el hambre, bien directamente, bien indirectamente, debido a enfermedades que encuentran un terreno propicio en los organismos debilitados por una alimentación insuficiente o mala (Câmara, 1968, p. 64).

Renta per cápita

Si nos fijamos en los ingresos medios por persona en los diferentes continentes, nos encontramos con los siguientes datos, que van precisando el contorno de lo que se ha dado en llamar “El mapa del hambre” o, en términos más sociológicos, “el Tercer Mundo”.

Cuadro I: Renta per cápita en el período 1953-1965 (Toaldo, 1968)

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Traducidos al lenguaje vulgar, estos datos quieren decir sencillamente que, mientras unas pocas naciones nadan en la abundancia, la gran mayoría de los países (el llamado Tercer Mundo incluye ochenta y ocho) se sumen en una pobreza, cada vez más radical. Este estado de pobreza aumenta paulatinamente por el conocido fenómeno de la explosión demográfica y por la ordenación del comercio internacional, que hace a las naciones pobres cada vez más pobres, y a las ricas cada vez más ricas. Se da el dato tristemente curioso de que,

en el curso del período 1950-1961 los capitales extranjeros investidos en América Latina se han elevado a 9.600 millones de dólares; durante el mismo período las sumas que han vuelto de América Latina a los países prestamistas se han elevado a 13.400 millones de dólares. Por consiguiente, es América Latina la que ha prestado a los países ricos, y el monto de este préstamo a los ricos se ha elevado a 3.300 millones de dólares. Y si se tiene en cuenta lo que las pérdidas sufridas debido al descenso de los precios de las materias primas y de la alza de los precios de los productos manufacturados han alcanzado, en el mismo período, 10.000 millones de dólares, se comprueba en definitiva que los dólares que han ido, durante estos años, de América Latina hacia los países ricos han llegado a la suma de 13.900 millones (Blardone citado en Câmara, 1968a, pp. 64-65).

Educación

Mientras que en los países desarrollados la educación primaria es obligatoria y generalizada, la secundaria igualmente común para todos, e incluso, prácticamente, todos aquellos que lo desean pueden acceder a la educación superior, en los países del Tercer Mundo no se ha superado todavía ni siquiera la fase del analfabetismo. Así, en América Latina se calcula que el analfabetismo alcanza proporciones de un 40 a 50% de la población (Diaz, 1962). Más concretamente, en Haití la proporción es del 89%, del 71% en Guatemala, del 68% en Bolivia, del 56% en Honduras. Tan sólo cinco países latinoamericanos tienen una proporción de analfabetos inferior al 30%: Cuba, Costa Rica, Chile, Uruguay y Argentina.

A la vista de todos estos datos –un ínfimo botón de muestra– cabe preguntarse sobre la sociedad actual, sobre el orden establecido. ¿Qué “orden”, qué justicia, qué legalidad es ésta, que condena a la gran mayoría de los hombres a no ser hombres, para que unos pocos puedan disfrutar de todo? ¿Cómo vamos a aceptar un “orden” en el que unos pocos tienen un futuro vital de 70 a 75 años, mientras que los más consideran ya los 25 como la vejez, y los 30 como el dintel de la muerte? (En Irlanda la esperanza de vida es de 76 años o más, mientras que en el Gabón es de 25 años.) ¿Cómo vamos a aceptar un “orden” social en el que se emplean millones de dólares diarios para producir armas destructivas y mantener poderosos ejércitos, mientras se regatea y escatima el centavo del hambriento? “¿Qué orden social?” –se pregunta Dom H. Câmara (1968a, p. 55): “Yo no conozco los países desarrollados; pero en lo que toca a los países subdesarrollados hay que decir que lo que se llama ‘orden social’ no es más que un conjunto de injusticias codificadas”. Ciertamente, hablar de orden es una ironía, por más perfecta que sea su institucionalización, por más bella que aparezca su codificación legal. Mientras impere en el mundo un tal “orden”, documentos como la “Declaración de los derechos del hombre” no pasarán de ser un terrible sarcasmo. ¿Orden establecido? No. Desorden establecido. Un repugnante desorden social.

El papel de la iglesia

No es fácil entrar a juzgar el papel desempeñado por la Iglesia en esta sociedad desordenada, sin incurrir en demagogia. Nuestro análisis debería comenzar por un reconocimiento de lo mucho que la Iglesia ha realizado en beneficio de los pobres, de los pueblos subdesarrollados. Sin embargo, una apologética eclesiástica constantiniana y mal orientada, ha aireado ya por activa y por pasiva, del lado cristiano, lo que la Iglesia ha hecho, cuidándose muy bien de no hacer la más mínima referencia al cómo lo ha hecho, o a lo que ha dejado de hacer. Tal vez, en los grupos más avanzados, la tendencia hoy es inversa y se tiende a resaltar más bien lo que la Iglesia no ha hecho, olvidando incluso lo que ha realizado. Tendencia bien explicable si se piensa en la urgencia de reconocer los propios pecados –hasta hoy dejados de lado– en vista de un cambio total de actitud, de una conversión. En este sentido trataremos de juzgar la actitud tradicional, no de ciertos cristianos u organizaciones particulares, sino de la Iglesia institucional, de la Iglesia como cuerpo jerárquico. Y nos fijaremos tanto en el “qué” de esta actitud, como en el “cómo”.

Nuestra afirmación es doble (válida en conjunto, aunque admitamos que habría que matizarla):

a)       En cuanto la Iglesia en gran parte se ha olvidado de las inmensas masas de pobres, aliándose con la sociedad establecida y rica, y ofreciendo como consuelo a los abandonados por la fortuna una religión piadosa y un consuelo ultramundano, ha ofrecido efectivamente un opio al pueblo.

b)       En cuanto la Iglesia ha tratado de ayudar a los pobres e intentado aliviar su situación, lo ha realizado con una mentalidad caritativa en sentido peyorativo, es decir, con una mentalidad asistencial, paternalista, consagrando con ello el estado de hecho, y cometiendo un grave pecado (objetivo) contra la dignidad del pobre.

Es quizá duro reconocerlo, pero ambas afirmaciones se nos presentan como evidentes. ¿Quién puede negar que la Iglesia ha estado del lado de los ricos, más aún, ha buscado ella misma la riqueza, en amplias regiones de Latinoamérica, por ejemplo? El representante de la Iglesia –el sacerdote– era considerado como una más de las autoridades civiles (de la sociedad establecida), y su doctrina no hacía más que suavizar la  injusticia de la situación, ofreciendo al pueblo el alivio de una repartición “ultra-terrena” de los bienes más equitativa que la presente. La religión se convertía en una simple droga, en un opio que mantenía al rico en su riqueza y al pobre en su pobreza inhumana. “Bienaventurados los pobres de espíritu”, predicaba, mientras buscaba para ella honores y riquezas. “A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, meditaba, y con ello procuraba aplacar su conciencia. La condena radical de la doctrina comunista en el momento de su aparición, ¿no se debe en gran parte a que la Iglesia se encontraba identificada con el mundo explotador, capitalista?

Pero más triste y evidente es, si cabe, la segunda afirmación. En efecto, cuando la Iglesia ha tomado conciencia de la pobreza que le rodeaba, y de lo injusto de la situación, su postura se ha reducido a una simple ayuda de tipo asistencial, paternalista, buscando incluso en esta ayuda su propio beneficio. Insisto, porque me parece importante, que no se trata aquí de dar un juicio sobre muchos representantes y miembros de la Iglesia, que han llegado a sacrificar sus vidas por estos pobres. No juzgo sobre sus conciencias, sino sobre su actitud objetiva. Y, las más de las veces, ésta no ha hecho sino apagar el fuego de quienes reclamaban justicia con el agua bendita de una caridad paternalista. La Iglesia rica dejaba que sus migajas alimentaran el hambre de la Iglesia pobre. No era cuestión de cambiar la situación –la providencia de Dios había establecido así las cosas–, sino de ofrecer al rico la oportunidad de ejercer sus sentimientos “caritativos”. Con ello, el estado de hecho –el desorden institucionalizado– quedaba consagrado, bendito por la Iglesia. Y si algún pobre se atrevía todavía a levantar la voz, después de haber recibido “la caridad”, el cristiano (o el sacerdote) rico llegaba a exclamar sorprendido: “Pero, ¿qué más quiere? Es un desagradecido…”.

Con esta doble y triste actitud errónea, la Iglesia se ha convertido históricamente en uno de los elementos estabilizadores de la sociedad capitalista, y en una de sus fuerzas más reaccionarias. Cuando en nombre de Dios se ha bendito por activa y por pasiva este “desorden codificado”, ¿quién se atreverá a llevar la contraria a Dios?

Esta Iglesia, verdaderamente comprometida con el mundo, pero en el mal sentido, ha sido una auténtica “tumba de Dios”. No basta rechazar y condenar las acusaciones que le hace el comunismo. Un auténtico cambio efectivo se impone: una verdadera "metanoia“. Dice Helder Câmara (1968a, pp. 54-55):

Hay que modificar una cierta mentalidad; por ejemplo, la que reduce todo el problema del hambre y de la miseria en el mundo a un problema de asistencia. Los cristianos tienen esta mentalidad que yo llamaré “asistencial” y que cree resolver todos los problemas sociales por la caridad o la asistencia de los pobres. Hay que cambiar esta mentalidad: ¡por lo que hay que luchar es por la justicia social! Reconozco que la caridad privada y pública, la asistencia a los pobres, serán siempre necesarias, pues siempre habrá desgraciados, abandonados, fracasados, personas que se han equivocado. Pero un verdadero orden social y cristiano –y los cristianos tienen el deber de instaurar este orden en la vida civil– no puede fundarse sobre la asistencia, sino sobre la justicia.

El cristiano y la política

Actitud tradicional

No pretendemos hacer una historia de la actitud que el cristiano ha tomado ante la política a lo largo de sus veinte siglos de existencia. Es evidente que, en este terreno, las posiciones han sido muy diversas, según las épocas, lugares y personas. Nos limitaremos, simplemente, a reflejar la actitud política que el cristiano del siglo XX ha adoptado por lo general, quizás movido a ello por una serie de circunstancias históricas, como han sido los movimientos antirreligiosos, la revolución técnica e industrial, el modernismo, y la pérdida del poder político y geográfico de la Iglesia.

Sea lo que sea de las causas que han motivado histórica e intelectualmente su actitud, el hecho es que el cristiano ha mirado con recelo a lo político, las más de las veces se ha vuelto de espaldas a ella y, cuando ha tenido que intervenir, lo ha hecho manteniendo un abismo, una separación total entre sus creencias y su actitud política, ya que su fe –su moral, diríamos mejor– no le ofrecía nada que pudiera orientar su actividad práctica en este terreno (a no ser recelos y condenas). El resultado ha sido que la sociedad civil se ha creado, orientado y fortalecido con independencia absoluta de cualquier tipo de sentido cristiano. Y, lamentablemente, allí donde los cristianos como tales han salido de la sacristía, no ha sido más que para reclamar y obtener beneficios y privilegios para la Iglesia. Frente a las demás realidades, el cristiano –con su ausencia o con su anuencia– ha mantenido un conformismo lamentable con el poder establecido, incapaz e impotente para oponerse al poder establecido en sus estructuras fundamentales. Lo que se dice de los cristianos, hay que decirlo también (como regla general) de la Iglesia institucional. Allá donde sus “derechos” no eran heridos, la Iglesia mantenía la sonrisa y la connivencia con el desorden establecido, aunque ese desorden supusiera la esclavitud de los pobres. Pero ¿qué importaba la justicia, con tal de que se pudiera practicar libremente la religión, la única actividad verdaderamente importante del hombre sobre la tierra?

La secularización

Todo este planteamiento ha sido sacudido desde sus raíces más profundas por el viento secularizador. Dos concepciones principalmente, la de creación y la de historia, han transformado una teología abstracta, ultramundana y teorizante, en una teología concreta, mundana y práctica, que obliga al cristiano a enfrentarse valientemente con las cosas y problemas del hic et nunc (aquí y ahora). Digamos dos breves palabras sobre estas concepciones.

Frente al inmovilismo de la noción tradicional de creación, hoy se ha llegado a una concepción mucho más dinámica y evolutiva. En efecto, tradicionalmente se concebía la creación como un acto de Dios, mediante el cual, el mundo había sido establecido esencialmente tal y como lo vemos. Las cosas, las mismas organizaciones (e incluso las instituciones) habían sido creadas directamente por Dios. Es decir, Dios había creado la naturaleza en sus facetas más diversas, y, por lo tanto, todo lo que había que hacer era encontrar esa naturaleza, definir la esencia de las cosas, y ver qué formas, estados e instituciones correspondían a esa naturaleza. Por todas partes se aludía al concepto de natural, dando por supuesto que una conformidad con esa naturaleza era una conformidad con los designios de Dios.

Por el contrario, hoy día los conceptos de naturaleza y natural se nos presentan como algo muy oscuro y ambiguo. El mundo es una realidad evolutiva, en continuo cambio, tendiente siempre hacia más, y no algo estable y terminado. Argumentar que los cambios son meramente accidentales, pero que las sustancias permanecen, es una argucia escolástica que remite el problema al terreno abstracto. Ahora bien, en el orden concreto no existe una substancia absolutamente independiente de sus accidentes. Por lo tanto una modificación de los accidentes puede llegar a constituir una modificación sustancial. Esto si nos situamos en un plano escolástico, que nos parece totalmente inadecuado. En un plano más realista, la experiencia es evidente. Científicamente nadie puede negar hoy el fenómeno de la evolución de las especies, como no se puede afirmar, por ejemplo, que el paso de los homínidos al hombre no hay sido más que un cambio accidental. El mundo es, pues, una realidad en continua evolución.

De ahí surge la necesidad de elaborar una nueva concepción teológica de la creación. Una concepción liberada del estatismo escolástico (sustancias hechas, esencias definidas), de tipo teleológico, que mire más al final (al esjaton) que al comienzo. Las cosas, los seres, no son estados simplemente dados, inmóviles, sino que están en un continuo despliegue de sí mismos. En este sentido, nada está dado definitivamente y, por lo tanto, nada puede ser considerado como un absoluto final. Existe una auténtica autonomía de lo mundano, autonomía que manifiesta precisamente la grandeza de Dios, el “radicalmente otro”, que las crea. No existe una creación instantánea, realizada de una vez para siempre: la creación es un continuo hacerse. No hay creación, sino un irse creando (de la misma manera que Teilhard de Chardin afirmaba que no se puede hablar de espíritu, sino de espiritualización).

Ya podemos vislumbrar las graves consecuencias que esta concepción implica para la actividad del hombre. Porque todo lo que haga el hombre sobre esta tierra será verdaderamente un colaborar positiva o negativamente a esa obra de la creación. Si el hombre vislumbra las realidades terrestres en función de un fin, de una utopía, del esjaton cristiano, y no en función de naturaleza o estados ya definidos, se ve obligado a relativizar esas mismas realidades, precisamente porque el único absoluto es Dios. Todo esfuerzo por consagrar definitivamente cualquier realidad terrestre no es más que una idolatría, una divinización idólatra de un ser temporal. Que es lo que, desgraciadamente, ha sucedido en el terreno político. La Iglesia ha idolatrado ciertos tipos de estructuras y organizaciones sociales, considerándolas como establecidas y queridas directamente por Dios. De ahí su despreocupación ante la evolución del tiempo, ante las nuevas exigencias que se iban manifestando a través de la realidad social y humana. De ahí su fixismo larvado, y su incapacidad creativa. De ahí su traición a la labor querida por Dios.

Junto a este concepto nuevo de creación, el factor histórico ha jugado un papel trascendental en la transformación de la teología. En efecto, tradicionalmente se había perdido el punto de vista histórico en las concepciones teológicas, como si Dios e hubiera revelado al hombre fuera del tiempo. Hoy se ha regenerado esta concepción de la Palabra de Dios como realidad histórica, concepción profundamente bíblica. La Palabra de Dios tiene una dimensión temporal y, por lo tanto, humana. Es decir, en cuanto trasmitida al hombre y por el hombre, es una palabra siempre y en todo lugar encarnada, una palabra situada en un tiempo y en un lugar (hasta la culminación definitiva, que fue la Encarnación de la Palabra de Dios: Jesucristo).

Como la Palabra de Dios, así también la Iglesia, su portadora, tiene una dimensión histórica y, por lo tanto, social. De ahí, una vez más, la imposibilidad de fijar definitivamente la Palabra (dogmas estáticos), o una realización concreta de la Iglesia (estructuras estáticas), como algo absoluto. Tanto la Palabra divina como la Iglesia son realidades que responden a un momento histórico y, por lo tanto, en cuanto concretizadas sujetas a una necesaria evolución. La Iglesia no puede considerarse bajo ningún aspecto como el Reino de Dios definitivo, sino como el pueblo de Dios peregrino que camina por la historia hacia la realización última de la Palabra divina. Por ello, esta realización, que tendrá lugar al final de los tiempos, se va determinando en cada momento de la historia. La Iglesia se debate en una tensión de “ya”, pero “todavía no” con respecto al Reino de Dios; de presente sí, pero que en su mismo ser presente está ya exigiendo dinámicamente la realización del futuro. Nunca puede decir sin más la Iglesia: ¡Ya! ¡Al fin! Porque cada meta se convierte en punto de partida en el mismo momento de ser alcanzada. En este sentido, el cristiano se encuentra con la grave responsabilidad de ir respondiendo a las necesidades de cada momento histórico con todas sus energías, aunque siempre con la vista puesta en el ideal final, en el esjaton. Creer que se puede mirar al final dando la espalda al presente es un error grave. Ese final no existe sino en la medida en que se va realizando en el momento presente. De ahí la grave responsabilidad del cristiano frente a toda realidad terrestre.

Tanto la teología de la creación como la de la historia obligan al cristiano a definirse frente a este mundo. Es decir, le fuerzan a comprometerse (s’engager dicen los franceses con una palabra muy expresiva) con las realidades humanas, científicas y sociales, a introducirse en el proceso histórico. No existe posibilidad de escapismo para el cristiano. Precisamente porque cree en un final está obligado a trabajar en el presente, en la creación histórica de ese final.

Muy especialmente hay que incluir en este compromiso el aspecto político, ya que la sociedad se orienta básicamente a través de las fuerzas económico-políticas (la misma economía puede ser determinada en gran manera por el régimen político). Naturalmente, el cristiano tiene que correr el riesgo de poderse equivocar, de escoger erróneamente. Toda opción humana es fundamentalmente ambigua. Como dice Houtart (1968, p. 150),

en esto consiste el misterio del pecado y de la gracia, el misterio de la muerte y de la Resurrección. Y todos nosotros vivimos sumergidos en esa realidad. Esta ambigüedad no es algo que exista fuera de nosotros, en una realidad puramente objetiva. Esta ambigüedad pasa por el centro mismo de nuestro ser; es el dilema de todos los hombres.

Por ello, toda elección humana supone un riesgo. Pero es más valioso el error en la sinceridad, que el absentismo por un miedo paralizante. En todo caso, la moral tradicional cristiana miraba con tal recelo el sector político que, a la hora de elegir, el cristiano se encontraba maniatado por las dudas y, o bien lanzaba su cristianismo por la borda en las decisiones puramente políticas, o bien se marginaba como espectador.

Esta actitud debe cambiar radicalmente. Como muy bien dice Michel Rondet (1968, p. 480):

En el combate que le solicita en nombre mismo de la autenticidad de su fe, de su esperanza y de su caridad, el cristiano encuentra diversas ideologías que le proporcionan instrumentos de análisis económico y político, movimientos que le presentan un cuadro posible de acción. ¿Deberá acaso esperar para comprometerse a que se disipe toda ambigüedad sobre los medios elegidos y sobre los fines perseguidos en común? Esto supondría, la mayoría de las veces, condenarse a una inacción cómplice de la injusticia. El cristiano debe escoger a menudo en el estrecho terreno de lo posible el campo y los medios políticos de su fidelidad evangélica. Pero debe guardarse de absolutizar una elección necesaria y contingente. Su compromiso debe ser plenamente leal con respecto a aquellos con quienes combate; pero no puede ser incondicional hasta el punto de conducirle a la idolatría, siempre tentadora en el tiempo del combate, de una ideología o de un movimiento. La referencia a Cristo es para él de tal peso, que le hace libre frente a los medios y caminos que elija (Ga 5, 1-24). Por lo tanto, debe permanecer consciente de ello y manifestárselo a los otros, si es preciso. Esto, no para evitar el riesgo del compromiso, sino para ser auténtico con sus compañeros de lucha y fiel a su fe.

Por una teología de la revolución

¿Es posible una teología de la revolución?

Numerosos autores se preguntan hoy día si es posible estructurar una teología de la revolución, es decir, dar una fundamentación enraizada en la Palabra de Dios sobre los movimientos sociales revolucionarios. Las respuestas, naturalmente, son muy diversas. Ya veremos algunas de ellas al examinar las diferentes teorías. Señalemos cómo, a partir de la misma revelación cristiana, se puede llegar a conclusiones totalmente distintas.

Así, por ejemplo, para Michel de Certeau (1968) no se puede hablar propiamente de una teología de la revolución.

La teología de la revolución corre el peligro de esconder, bajo una etiqueta nueva, cosas muy viejas y una generosidad no demasiado inocente; poniendo una antología de textos bíblicos al servicio de una “profecía” creada a la imagen del presente; incapaz, a causa de eso mismo, de medir el sentido falso que realiza subrepticiamente su reinterpretación del pasado; víctima inconsciente de ese mismo pasado cuando quiere determinar sus compromisos políticos a partir de principios religiosos, se puede convertir en un barniz engañoso. Esta hermosa teología cubriría solamente con palabras lo que cree entender. No habría servido más que a la mala conciencia, encubriéndola; así, demasiados “clérigos”, al defender la guerrilla (que cada vez menos se presenta como el camino fundamental de la revolución en América Latina), no hacen más que expresar su malestar, en lugar de deducirlo del análisis económico, social y político de una situación nacional. Por lo tanto, la revolución para el teólogo no es tanto aquello de lo que  habla, como aquello en función de lo que debe hablar. Es el acontecimiento que desplaza las sociedades y frente al cual se debe solucionar la interrogante abierta, a través de la experiencia del riesgo y de la muerte, por la palabra de Dios. Pronto tendríamos una teología del alunizaje o de la pesca submarina. La teología no sabría ya ni de qué habla (Certeau, 1968, p. 97).

Por el contrario, para un González Ruiz (1968) la palabra de Dios es una palabra encarnada y, por lo tanto, tiene una implicación social  directa. El pecado original hay que concebirlo como una estructura social y, por consiguiente, la redención debe tener asimismo una dimensión social, es decir, que la redención exige una sanatio de las estructuras sociológicas contaminadas por el pecado original. La misma actitud de Jesucristo, al denunciar las estructuras sociales de su tiempo, puede servir de modelo a la actividad política del cristiano y de la Iglesia. Por todo ello, la teología de la revolución para González Ruiz (1968) es, no sólo posible, sino inevitable.

Entre estas dos posturas extremas, existe toda una gama de matices sobre la teología de la revolución. En definitiva, tal vez no sea más que un asunto de palabras, ya que en el fondo aquello que interesa al cristiano actual es una justificación cristiana de su actividad política (y, llegado el caso, revolucionaria). En síntesis –se pregunta Lochmann (1968)– ¿no se trata más de un problema ideológico que teológico?

Personalmente, creemos que no se puede hablar de teología de la revolución en el sentido de que la Palabra de Dios exija directamente al cristiano ser un revolucionario. Como dice Blanquart (1968, p. 142), “si se es revolucionario, no es porque se sea cristiano, sino porque se utilizan ciertos instrumentos racionales que hacen comprender que la revolución es la única solución posible a los dramas y callejones sin salida de la situación social”. Habría que añadir a estas palabras de Blanquart el que, en un determinado momento histórico, también la fe cristiana puede ayudar a descubrir la falsedad de una determinada estructura social y, por lo tanto, impulsar a la revolución. Es decir, en el cristiano no se puede hacer una separación demasiado tajante entre su ser de hombre situado histórica y socialmente, y su ser cristiano.

Pero sí se puede hablar de una teología de la revolución, en el sentido de que la fe cristiana exige al hombre una toma de posición frente a todo tipo de idolatría histórica y, por lo tanto, frente a las estructuras sociales de un momento y lugar determinado. Por ello, hay que subrayar con Metz (1968) que el papel de las “reservas escatológicas” cristianas es el de subrayar el carácter provisorio de todo estatuto histórico de la sociedad, es decir, que toda teología escatológica debe adoptar una actitud crítico-social frente a cualquier tipo de estructuras dadas. En este sentido, el amor de la Iglesia debe ser un factor revolucionario-crítico, es decir, debe tener una dimensión propiamente social.

Hecha esta aclaración, examinemos algunas de las respuestas más significativas dadas a nuestro problema, para sacar, al final de este trabajo, las conclusiones más evidentes.

Ignacio Martín-Baró, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      En el manuscrito Martín-Baró ofrece las siguientes informaciones sobre esta referencia: IV Semana de Teología Bilbao, octubre 1968, en Hechos y Dichos, Zaragoza, diciembre 1968, p. 1099. A partir de estas informaciones hemos llegado al texto “Violencia y cruz” publicado en 1969. Por esto, en este momento, se ha hecho una pequeña edición en el manuscrito con la finalidad de ofrecer una referencia más accesible [Nota del Editor].

Mónica Codina

Una homilía no es un tratado teológico, sin embargo, cuando ésta es pronunciada por quien ha tenido gran conocimiento de la teología y una honda experiencia espiritual que ilumina de modo vivo algún aspecto de la vida cristiana o de la vida de la Iglesia, no es infrecuente que contenga una penetración intuitiva en las verdades de la fe y en el espíritu del evangelio que ofrezca un modo de entender que anima a la reflexión teológica aunque ésta no fuese la intención del autor. Este es el caso de san Josemaría Escrivá.

El fundador del Opus Dei tuvo una experiencia espiritual por la que comprendió con especial hondura qué significa ser hijo de Dios [1]. Percibió así cómo la conciencia de la filiación divina ilumina todos los aspectos de la vida humana, haciendo referencia directa a la capacidad que tiene el hombre de reconocer su identidad como hijo de Dios y, por tanto, al sentido de su libertad.

El 10-IV-1956 san Josemaría pronuncia una homilía que después se publicará con el título La libertad, don de Dios [2], singular expresión de su meditación sobre la doctrina paulina acerca de la libertad y el pecado. Las afirmaciones que fundamentan su exposición son las siguientes. La libertad es entendida, en su sentido radical, como la capacidad que Dios otorga al hombre de tomar posición ante Él. Como consecuencia inmediata se pone de relieve que sólo desde la fe se alcanza el pleno sentido de la libertad. Por último, se afirma que la voluntad de Dios para el hombre, incluso cuando aparece bajo el signo del dolor, es su libertad.

La libertad como posición del hombre ante Dios

Dios ha creado al hombre. Esta es la verdad que funda la existencia humana. Una verdad de carácter metafísico que señala la radical dependencia que el hombre tiene respecto al Creador. Este es el modo de la existencia humana, haber tenido origen en la libertad de Dios. «En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor» [3].

Tanto hay en Dios de libertad como de amor. Y lo mismo en el hombre —salvo por la inclinación al pecado—, creado a su imagen y semejanza. Crea Dios libre al hombre, para que sea capaz de amar: «Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres» [4].

Por esta razón la libertad es un don que engrandece al hombre, pues le sitúa en el plano de la relación personal con Dios, lo realiza como «persona», le llama a ser hijo. Pero, sobre todo, este don habla de la grandeza de Dios, que abre una puerta hacia Él al regalar al hombre la libertad. Por eso la libertad se debe recibir como un don que mueve al agradecimiento. «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias

a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creados impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre!» [5].

La libertad es don, esto es, regalo de Dios que no quiere forzar el amor de la criatura. Pero si la libertad es don, sólo permanece como tal, con su verdadero significado, cuando el hombre es capaz de reconocer su propia verdad: «La verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre (...). El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» [6]. Se abre el hombre a la conciencia de una existencia en la que todo es don. Entiende la existencia como algo recibido —no puede ser de otro modo para el hombre— y como posibilidad de donarse libremente. Esta verdad de ser hijo y no sólo criatura, introduce al hombre dentro de una paradoja llena de sentido: sólo puede ser libre reconociendo su dependencia. Sólo puede cumplir su verdad más íntima, alcanzar la plenitud de su identidad, si libremente se reconoce hijo. ¿Cómo es esto posible?, ¿cómo se percibe y acontece?

En el origen del mundo, cuando éste todavía era el Paraíso, el hombre estaba en comunión inmediata con Dios, podía reconocer sin dificultad su condición de hijo. Este reconocimiento no significaba otra cosa que saber con verdad quién es Dios y quién es el hombre, entender el modo adecuado de su relación, agradecer el don recibido y confesar la legitimidad de la dependencia como verdad de su relación con el Creador, tenerse el hombre a sí mismo en lo que es y mostrar su agradecimiento. Se trataba de un profundo reconocimiento de su filiación, que queda oscurecido después del pecado. El pecado consistió en querer dejar de saberse imagen para querer ser origen, significó la pérdida del Paraíso, de la comunión inmediata con Dios. Desde entonces la inteligencia y la voluntad, heridas en su propia capacidad, se resisten a aceptar una dependencia que parece imponerse desde fuera.

Ahora bien, aceptar la dependencia de Dios no constituye una opción extrínseca a la persona, una elección posterior a su existencia, sino rendir tributo a la propia verdad, a la verdad de haberme recibido, y por esta razón se puede aceptar en un contexto de agradecimiento. Es propio de la naturaleza humana corresponder espontáneamente con amor al que ama ¿y no es la entrega de la propia existencia —no esclavizada— una manifestación clara de amor? Sin embargo, después del pecado la dependencia de Dios queda de tal modo desdibujada que ya no se percibe de modo inmediato su sentido de amistad o filiación. Por eso el hombre busca —debe buscar— el sentido de su libertad.

Escoger la vida

El hombre ha sido creado de tal modo que puede dar libremente gloria a Dios. Reconocer su verdad en su condición de imagen, ahí reside su dignidad: el hombre es la única criatura —junto al ángel— capaz de amar a Dios. «Las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios (...). Pero, en medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros los hombres —no hablo aquí de los ángeles— nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esta posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana» [7].

El hombre demuestra su amor en la obediencia, en el sometimiento, al amor divino que manifiesta su voluntad a modo de invitación. Son tres los ejemplos que señala san Josemaría: el joven rico, María y Cristo. Los tres son significativos acerca del modo en que se relacionan vocación —voluntad de Dios— e identidad —cumplimiento—.

El joven rico, afirma Josemaría Escrivá, «perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios» [8]. ¿Cuál es el motivo de una tristeza tan profunda? Su falta no consistió en negar a Dios una cosa concreta sino que radica en que no supo «escoger la vida», decidirse por Dios.

La Virgen pronuncia su fiat como inicio del cumplimiento de una voluntad de Dios a la que es fiel hasta llegar al Calvario pero cuyo sentido no puede percibir hasta el final. Vive en el «claroscuro de la fe». En ella se realiza perfectamente su identidad porque ha cumplido la voluntad de Dios, ha sabido «escoger la vida». Su vida es «el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios» [9].

Cristo es el ejemplo perfecto de libertad en el sometimiento. Su muerte en la Cruz es el misterio de Dios: «El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento (...): por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla (Ioh X, 17-18)» [10]. «Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa —infinita— como su amor» [11].

De esta secuencia de ejemplos se desprenden tres características de cuanto significa el cumplimiento de la voluntad de Dios: para el hombre la obediencia a la voluntad de Dios hace referencia a la realización de la propia identidad; el sentido de la voluntad de Dios queda en cierta manera velado para la criatura durante el transcurso de su vida terrena; el cumplimiento de la voluntad de Dios asocia al hombre al misterio de la cruz de Cristo.

La voluntad de Dios no se impone. Se expresa en forma de un dialogo abierto y no cerrado incluso para aquellos que no atienden a lo que Dios les pide. Así el cumplimiento de la voluntad de Dios no significa sometimiento a una voluntad despótica, sino aceptación amorosa de una voluntad que encierra la propia verdad.

Ser libre es propio del hombre, imagen y semejanza de un Dios libre. La razón de la libertad en Dios es el amor; la razón de la libertad en el hombre es el amor. Ahora bien, si el amor es una forma de entrega, ¿no volvemos a encontrarnos envueltos en la paradoja de que la libertad exige su pérdida?, ¿qué entrega es capaz de hacer más libre al hombre?

«La libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía» [12], se afirma rotundamente. El hombre no es libre para ser libre. La libertad es una condición de la persona que significa su capacidad de determinarse hacia algo, su capacidad de reconocer una verdad acerca de su ser. Elegir es elegirse. San Josemaría usará la expresión «escoger la vida» para indicar el modo en que uno se define por la identidad del hijo o la del esclavo.

El sentido cristiano de la libertad

El hombre es creado libre, pero también debe conquistar su libertad. Así es descrita la situación en que queda el hombre cuando hace entrega de su libertad a un contenido que no lo libera: «¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí —no obstante las apariencias— todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado» [13].

Todo hombre se convierte en esclavo de aquello que persigue, aun cuando se trate de un bien material o un fin noble y también cuando busca la satisfacción de sus propias pasiones. «Esclavitud por esclavitud —si, de todos modos hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, esa es la condición humana—, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos» [14]. Se alcanza la libertad más grande, la libertad de vivir en la propia verdad y poder dar cumplimiento a la propia identidad.

La libertad humana no significa mera autonomía. ¿Qué significa ser autónomo para un ser creado para amar? Tampoco la libertad se identifica exclusivamente con la capacidad de elección. No es así ni en Dios. La libertad del hombre lo es de un ser abierto y finito que al escoger la vida en sentido radical asiente o contradice a su propia verdad. Si el obrar sigue al ser, el ser del hombre es ser hijo. Pero, ¿cómo obrar con adecuación a lo que somos si no somos capaces de reconocer nuestra filiación?

El que se reconoce hijo, no se encuentra atado a la esclavitud de su propia decisión, no tiene ya que dotar de sentido a la realidad que le rodea, sino más bien abrirse al sentido que Dios Padre le ofrece. De este modo, puede trascenderse a sí mismo y vivir libre de sí, de su único horizonte y posibilidad. Pero eso significa introducirse en el misterio y vivir dentro de él. ¿Cómo podría el hombre liberarse del pecado? Es más, ¿cómo podría alcanzar la libertad respecto de sí, si sólo él fuese la fuente creadora de sentido? ¿Acaso no necesita el hombre de la acción de Dios, de la gracia? «“Apártate de mí Señor que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Una verdad —no me cabe duda— que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin ti no puedo hacer nada bueno» [15].

«Por amor a la libertad, nos atamos» [16], por eso no hay «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad» [17]; es más, sólo desde la libertad se puede permanecer en la entrega, porque sólo puede amar quien es libre. «La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo» [18], y el amor es la vocación del hombre.

Si la libertad es escoger la vida, la libertad significa en primer lugar responsabilidad: «nadie puede elegir por nosotros» [19]. Cada hombre debe situarse ante el juicio de su propia conciencia donde puede percibir su propia verdad. Y de modo inmediato la conciencia nos sitúa frente a Dios, porque «somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente» [20].

Esto no significa sólo que el hombre deba saberse situado ante Dios, sino también que debe respetar la conciencia de cada hombre, tal y como Dios la respeta. Por esta razón el seguimiento de Cristo no se puede imponer por medio de la coacción física ni moral [21]. Se trata de respetar al hombre igual que Dios le respeta al querer que la obediencia a la fe sea un acto de entrega libre. Esto es lo que expresa san Josemaría con la distinción entre libertad de la conciencia y libertad de las conciencias. Si el hombre no puede prescindir de la referencia al Creador, pues en ésta radica su verdad, tampoco puede imponer a otros la verdad. «No es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios (...). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios (...). Pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo una fe de la que carece» [22].

La voluntad de Dios es la libertad

«La Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que sólo reside en Dios y en sus designios» [23]. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede la voluntad de otro ser mi libertad? Es más, ¿cómo puede hacerme libre la voluntad de otro que consiente en mi sufrimiento? Respecto del hombre la voluntad de Dios es libertad y respecto de la creación material es necesidad. Volvamos a un dato fundamental: Dios quiso al hombre hijo y no esclavo. Sin embargo, esta libertad, siendo verdadera, permitiendo al hombre determinarse ante Dios —escoger la vida—, es una libertad dependiente. La libertad de un ser que no es todo su ser. Se podría deducir de ahí que la voluntad de Dios es la libertad en cuanto que es asumida libremente, pero detrás de esta afirmación se esconde mucho más. Se afirma que es el propio contenido de la voluntad de Dios lo que hace al hombre libre.

Cómo se concilian voluntad de Dios y voluntad del hombre, omnipotencia divina y libertad humana, es un problema que la teología ha afrontado durante siglos sin alcanzar una solución clara. Se trata de un problema que supera las fuerzas del espíritu finito. Reconocer la incapacidad de la inteligencia humana para resolver de modo definitivo este problema es adentrarse en la verdad de la existencia humana haciendo un acto de humildad y, por tanto, de adoración. No podemos conceptualmente descifrar este misterio, pero desde la fe no aparece como un sinsentido. La voluntad de Dios no es una fuerza que mueve al hombre como la piedra es movida por una palanca sino que la voluntad de Dios mueve al hombre por la fuerza de su verdad. Una verdad que se impone interiormente al creyente y que éste libremente abraza, reconociendo en ella su propia verdad.

Un Dios que es Padre amoroso sólo puede querer para sus hijos aquello que les hace ser lo que son. Dios no sólo respeta la libertad que ha otorgado al hombre sino que se esfuerza por desvelar esa libertad. Por esta razón se puede afirmar que la voluntad de Dios es la libertad y que conduce al hombre hacia el cumplimiento de su verdad. En esa entrega el hombre gana en libertad, pues al reconocer lo que es y obrar según es, camina bajo la dirección del amor del Padre, lo que le dirige al cumplimiento de su propia identidad como hijo. No hace libre al hombre sólo el hecho de asumir la voluntad de Dios, sino también el contenido de esa voluntad. Esto es posible porque Dios conoce y ama al hombre mejor de lo que el hombre se conoce y se ama. Por esto también se puede decir que la voluntad de Dios es amor y el amor es libertad.

Ahora bien, la voluntad de Dios es la libertad también «cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere», afirma el san Josemaría. ¿Por qué esto es así? Sólo se puede responder a esta pregunta desde el misterio de Cristo.

El pecado significó la pérdida del Paraíso, la ausencia de la comunión inmediata con Dios, la dificultad para reconocer la propia filiación y por tanto la esclavitud de no vivir en la verdad. Dios quiso redimir al hombre, que no quiso ser imagen sino origen, con la obediencia —probada hasta la muerte— del que no quiso ser otra cosa que Hijo.

«La elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo, ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida» [24]. Ahora bien, forma parte del misterio de Cristo la redención por el dolor. Por esta razón, ser hijo en el Hijo significa estar asociado a un misterio que no se puede desvelar. Y el dolor es cruz que libera al hombre del pecado. «El yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz» [25].

El dolor es redentor si me reconozco hijo y amo, como hijo, la voluntad no de otro sino de mi Padre. La propia libertad se entrega al reconocimiento de su condición de hijo y permanece en el amor al Padre, esto es, en el cumplimiento de su voluntad, libremente, por amor. Vuelve a aparecer la paradoja. El dolor es necesario para el amor, el dolor rescata del pecado que impide al hombre reconocer su filiación, el dolor es camino hacia la libertad. Paradoja que no se puede resolver conceptualmente pero que desde la vida de fe aparece llena de sentido.

«Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros —aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja— una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna» [26]. Sólo la vida de fe introduce al hombre dentro de esta lógica divina que, si bien desconcierta a la lógica humana, existencialmente se puede percibir como llena de sentido.

Mónica Codina en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, A., El fundador del Opus Dei. ¡Señor, que vea!, I, Rialp, Madrid 1997, pp. 389-391.

2.     Esta homilía se publicará revisada por el autor con el título La libertad, don de Dios, en Folletos Mundo Cristiano. Más tarde se reedita formando parte de un compendio de homilías en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977. Se citará por el título y numeración del texto.

3.     La libertad, don de Dios, 25.

4.     La libertad, don de Dios, 33.

5.     La libertad, don de Dios, 33.

6.     La libertad, don de Dios, 26.

7.     La libertad, don de Dios, 24.

8.     La libertad, don de Dios, 24.

9.     La libertad, don de Dios, 25.

10.     La libertad, don de Dios, 25.

11.     La libertad, don de Dios, 26.

12.     La libertad, don de Dios, 26.

13.     La libertad, don de Dios, 29.

14.     La libertad, don de Dios, 35.

15.     La libertad, don de Dios, 23.

16.     La libertad, don de Dios, 31.

17.     La libertad, don de Dios, 30.

18.     La libertad, don de Dios, 31.

19.     La libertad, don de Dios, 27.

20.     La libertad, don de Dios, 36.

21.     Cfr. La libertad, don de Dios, 37.

22.     La libertad, don de Dios, 32.

23.     La libertad, don de Dios, 28.

24.     La libertad, don de Dios, 26.

25.     La libertad, don de Dios, 31.

26.     La libertad, don de Dios, 33.

Magdalena Bosch

1.       Claves filosóficas de la contemplación de la belleza

La belleza ha ocupado un lugar privilegiado en la historia de la filosofía occidental. Su contemplación se considera una actividad genuina del alma humana y manifestación de su espiritualidad. También se reconoce la belleza como reflejo de lo eterno y lo perfecto, revelación del bien y de Dios. Esta perspectiva encuentra acogida dentro del pensamiento cristiano, donde se explicita la relación personal del Creador con las criaturas, y se adopta la vía de la belleza como un camino de encuentro con Dios. San Josemaría propone una noción original de vida contemplativa y con ella enseña que amando a Dios se vislumbra la belleza de lo cotidiano, incluso de lo más prosaico. Se podría decir que su doctrina revela la belleza divina de lo humano.

En la Modernidad y, especialmente tras la Ilustración, ha prevalecido un concepto de contemplación centrado sólo en el conocimiento. En el esquema kantiano, hallamos únicamente razón en la parte intelectiva y el apetito es sólo sensible. La reducción de las facultades superiores a la razón, provoca la dificultad en comprender la naturaleza del amor. La capacidad de querer a alguien con un deseo que supera el placer y el interés queda obviada.

Por otro lado, durante más de veinticinco siglos la filosofía ha considerado la contemplación de la belleza como manifestación inequívoca de la espiritualidad humana, incluyendo la dimensión amorosa: desde la armonía celeste pitagórica, hasta la belleza celestial a la que se refiere Schelling en el Sistema del Idealismo Trascendental o Hölderlin en Hiperión:

«He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo, yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el círculo de la naturaleza humana y de las cosas.

Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, sólo que ahora está más oculto en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he conocido.

¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y todo?

Su nombre es belleza» [1].

La belleza es símbolo de lo más elevado y lo mejor, es una extraña presencia de lo eterno dentro del mundo espacial y temporal. Con cierta perspectiva histórica, merece especial atención la aportación de Platón y Aristóteles en la historia del pensamiento en Occidente. Por lo que   se refiere a Platón, la contemplación de la idea de belleza significa la realización máxima de la actividad contemplativa del hombre y de su alma. En el Banquete, la dimensión amorosa queda explícita y clara. Expone, además, el proceso de elevación del alma, por la fuerza del amor, desde la belleza corporal hasta la idea de Belleza: la belleza en sí, imperecedera, ingénita e inmortal, sin partes, toda ella completamente perfecta [2]. La perfección de la belleza y el lugar que ocupa en el mundo de las ideas revela su identificación con el Bien. Esta identidad de bien y belleza perdura en autores posteriores, tomando connotaciones y matices diversos.

En las referencias de Aristóteles a lo bello, la importancia del amor no es tan explícita como en el texto platónico mencionado. Habría que subrayar, de un modo que no se ha hecho aún, dos aspectos clave. El primero, que toda la ética aristotélica –podemos centrarnos en Ética Nicomaquea– se centra en la filia. En efecto, está estructurada de tal modo que en los primeros libros se prepara la exposición de la amistad. Pero hay  que notar que si bien “amistad” es una traducción correcta;  el desarrollo de la idea de filia sobrepasa los límites de la amistad y puede entenderse como amor, en sentido más amplio. En segundo lugar, habría que desmentir la reducción de la función humana a la razón. Esta reducción no está en el texto Aristotélico, sino que al describir la función propia del hombre se dice, literalmente, que es una actividad “conforme a la razón o no sin razón”: “katá logón, e mén anéu logón” [3]. De modo que no reduce la función humana a una sola facultad. En el contexto de la Ética Nicomaquea vemos que en la parte más alta del alma esta también el amor, cuando supera el placer y el interés.

La belleza, por su naturaleza, habla directamente de la inmensidad: cada cosa bella está remitiendo a la belleza en sí, a un absoluto o un infinito. Como en los demás trascendentales, el encuentro del alma humana con ellos se realiza a través de lo limitado, pero bien, verdad y belleza son infinitos de elocuente presencia en aquellos cuerpos que los participan. La belleza, que también es percibida a través de cosas delimitadas, es ella misma sin límite. El gozo de lo bello presente nos hace intuir la inmensidad del gozo de lo bello ausente, intangible, eterno. En toda la historia del pensamiento, se suceden los autores y los textos que siguen una línea neoplatónica; en el sentido de reconocer la belleza como objeto de contemplación espiritual, entendiendo por espiritual lo que concierne a las facultades superiores del alma: entendimiento y voluntad o amor más allá de lo sensible. En esta tradición reconocemos el valor de las Enéadas de Plotino, el amor de la belleza en Ficino, la exultación de lo bello en el Idealismo; a veces apasionada, pero otras veces muy íntima y serena. Se podría destacar la espiritualidad de Novalis o de Schiller, por ejemplo. En la obra de Schiller resulta representativa la distinción entre Venus y Urania: la primera, diosa de la belleza sensible; la segunda, diosa de la belleza celestial. Esta distinción enseña a ver la diferencia entre el amor sensible y el amor espiritual, a descubrir su relación y complementariedad; a comprender que el espíritu humano está formado de entendimiento y voluntad, es decir, de conocimiento y amor. La contemplación exige la convergencia de ambos.

En efecto, la contemplación filosófica ha señalado los puntos más altos de la actividad humana. La contemplación es de lo bello, de lo infinito, de Dios. . . pero es un ejercicio sólo humano. El ser humano emprende su elevación, y gracias a sus facultades superiores puede acercarse a lo más alto hasta ver  aquello que es «la belleza en sí, que  es siempre específicamente única, mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella» [4]. En cambio, la contemplación cristiana es   un don de Dios. Ya no es sólo el ser humano el que actúa. «En la contemplación filosófica está presente el amor al bien y el gozo por la percepción de la belleza, pero no como en la contemplación cristiana. Ésta es un don de Dios que consiste en un sencillo conocimiento –un simplex intuitus– que deriva del amor sobrenatural y lleva a conocer a Dios y sus designios de salvación de un modo simple y profundo, y a gozarse en ellos» [5].

Podemos concluir que la aproximación filosófica a la contemplación de lo bello ha iluminado la identidad de bien y belleza, ha desvelado el gozo estético como algo genuino del espíritu humano y ha manifestado la apertura a lo infinito y a Dios que la belleza propicia.

2.       Contemplación del PULCHRUM en la tradición cristiana

Dentro de la tradición cristiana, además de los aspectos que muestra la filosofía, se descubre la acción de un Dios personal relacionándose amorosamente con el ser humano. La belleza juega un papel excepcional en esa relación de Dios con los hombres. Se suceden a lo largo de la Sagrada Escritura bellas imágenes de ese amor, sea como padre: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo [. . .] enseñé a andar a Efraím yo lo llevé en mis brazos» [6]; o como esposo: «yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón» [7].

A lo largo de la historia del pensamiento cristiano sobresalen algunos hitos que hacen brillar esta dimensión con una luz especial. En este sentido, resultan emblemáticos algunos textos de San Agustín en los que directamente emplea el nombre de belleza o hermosura para hablar con Dios. San Agustín asume la idea platónica de participación de la Belleza: todo lo bello existe porque está en Dios. Pero este es ahora un Dios personal, creador; y todas las cosas bellas, criaturas suyas que le revelan, pero también pueden poner una distancia:

«¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en  ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti» [8].

Todos los términos empleados por San Agustín en este conocido fragmento son términos amorosos: describe el encuentro con Dios como el descubrimiento de la belleza y el inicio de una relación amorosa. Pero hay otro aspecto que puede llamar la atención: las cosas creadas “le retenían lejos de Dios”. Así se ve que las cosas creadas son mensaje de Dios. Pero depende del ser humano escucharlo. En esta ocasión, parece que el autor gozaba de la belleza creada sin advertir la presencia de Su Autor. Las tomaba como término de su atención y su gozo. Pero en otros momentos no es así. El mismo San Agustín lo expone: «De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: “He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena!”» [9]. En el segundo caso sí se alcanza a adivinar el reflejo divino en la creación, se reconoce la presencia de Dios en lo creado.

Otro hito, incomparable por su impacto posterior, es la obra de Tomás de Aquino. Encontramos un escollo en la doctrina de la deducción de los  trascendentales, pues se refiere solamente al  uno, algo, verdad  y bondad; sin hacer mención expresa de la belleza [10]. Si se describe, en cambio, cómo el ente es en cierto modo completo en su entidad y es imposible añadirle nada. Los trascendentales son modos de decir, según nuestro conocimiento del ente y según su relación con las facultades del alma. Por eso, tras afirmar que entendemos que es “uno” y es “aliquid”, se describe como «en el alma se da la potencia cognoscitiva y apetitiva», por lo que decimos que el ente es bueno o verdadero. Esta omisión del Pulchrum en De Veritate, es muy lógica, puesto que no hay una facultad humana propia para la contemplación del Pulchrum. Sin embargo, en el conjunto de la obra de Sto. Tomás hay una doctrina sobre el Pulchrum; que es definido como aquello que «al conocerlo agrada» [11]. Luego, en la contemplación de la belleza se unen conocimiento y amor. Porque en  la contemplación, «la esencia de la acción pertenece al entendimiento; pero, en cuanto al impulso para ejercer tal operación, pertenece a la voluntad» [12].

En la historia más reciente destacan los últimos pontífices, que  han reconocido y subrayado la importancia de la belleza en el camino cristiano. Juan Pablo II recordó la identidad de bien y belleza y su raíz griega: «La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» [13]. Pero también destaca su papel en el camino hacia Dios: «La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable» [14].

Ratzinger, por su parte, señaló explícitamente el poder salvador de la belleza, aclarando que la auténtica belleza viene de Dios y remite a Él. La belleza salvadora es la belleza de Cristo:

«Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: “¿Nos salvará la Belleza?”. Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz» [15].

En continuidad con estos precedentes, en el año 2006, el Pontificio Consejo para la Cultura llevó a cabo una reflexión profunda sobre este aspecto. Como resultado de este estudio, redactó un documento en que se expone la relevancia y el papel de la Belleza para la vida de fe: «La vía de la belleza responde al íntimo deseo de felicidad que habita en el corazón de todos los hombres. Ella abre horizontes infinitos que empujan al ser humano a salir de sí mismo, de la rutina y del instante efímero que pasa, a abrirse a lo transcendente y al misterio, a desear como último fin de su deseo de felicidad y de su nostalgia absoluta, aquella Hermosura original que es Dios mismo, Creador de toda belleza creada» [16].

En este trabajo se recogen diversos aspectos de la belleza y se analiza el modo en que ésta deviene camino de encuentro con Dios. Especialmente se destaca la belleza de la naturaleza, la belleza del arte y la belleza de Cristo. Son tres caminos de encuentro con Dios, si se descubre en la belleza su trasfondo divino, si se intuye su dimensión trascendental, si es mirada con la disposición abierta de que nos conduzca al bien y a la verdad.

3.       Noción de contemplación en san Josemaría

La contemplación adquiere en las enseñanzas de San Josemaría un sentido peculiar y novedoso. En efecto, en sus escritos la contemplación tiene un significado espiritual muy preciso: se trata de convertir todo en oración, en diálogo con Dios. «Las obras de un hijo de Dios, si son cumplimiento perfecto de sus deberes, por amor a Dios y a las almas, son oración» [17]. Ser contemplativos, como lo fueron San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, significa amar a Dios y orientar toda la vida a Él; alcanzar la unión con Dios identificándose con Jesucristo. Pero el mundo y la actividad humana son ahora el núcleo, la base, el lugar propio de la vida contemplativa. Se trata de ser amigos de Dios, manteniendo un diálogo continuo con Él. Ese diálogo mismo es la contemplación, que viene a ser una amorosa mirada desde el alma: «El diálogo, a veces, no es más que mirarse [. . .] puede bastar una mirada de paz que no es con los ojos de la carne» [18]. Lo más original en su predicación es que esa contemplación, a la vez que verdadero amor de Dios, es algo al alcance de todos los cristianos y posible de ejercer en la vida corriente.

Su mensaje puede resumirse en la afirmación de que los cristianos hemos de ser «contemplativos en medio del mundo» [19]. Esta expresión encierra toda una doctrina de la vida espiritual, cuya característica propia y original es precisamente que el mundo –la creación, las realidades humanas, y muy especialmente el trabajo– son lugar y ocasión adecuada para la vida contemplativa. «En la enseñanza del fundador del Opus Dei trabajo y oración se unen, y se unen hasta tal punto que desembocan en esa cúspide que es la vida contemplativa» [20].

En este sentido resulta clave la homilía a la que puso el significativo título de “Amar al mundo apasionadamente”. Ahí se describe cómo el mundo y concretamente el trabajo humano, es directamente un lugar de encuentro con Dios. La condición es precisamente ser “almas contemplativas”. Es decir, no son las cosas externas las que por sí mismas llevan  a Dios, sino que el contemplativo “ve” en ellas la ocasión del diálogo con Dios, ve a Dios mismo. Dentro de este marco y, como veremos más adelante, la belleza es algo que el alma contemplativa puede adivinar de forma privilegiada: es propio del alma enamorada descubrir cosas hermosas, en medio de lo más corriente, incluso con la apariencia más común, pero que son ocasión y objeto de su amor. Es decir, se ve algo que resulta bello porque se advierte su relación con Dios, se descubre que es algo divino:

«Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» [21].

El mismo mensaje se repite, con distintas palabras: «Nosotros vivimos en la calle, ahí tenemos la celda: somos contemplativos en medio del mundo» [22]. El significado y alcance de esta afirmación va más allá de la posibilidad de encontrar a Dios, digamos, “en ese lugar”. Se trata de algo mucho más profundo: la posibilidad de encontrar a Dios a través y por medio de las tareas ordinarias. En cierto modo la oración es trabajo y el trabajo es oración. El trabajo oración porque conversación con El. Pero oración trabajo: «toda actividad intelectual, aun la más contemplativa, exige al menos el esfuerzo de atención, que implica al cuerpo y bien puede denominarse trabajo» [23].

La contemplación es un hábito del alma, que se ha hecho “amiga de Dios”. La amistad y el amor, son hábitos (solemos decir virtudes) por los cuales se da una disposición permanente de la voluntad y el afecto hacia el objeto de su amor. Esta disposición de ver y querer a Dios a través de las cosas humanas, de las realidades ordinarias, hace posible la unidad de vida. Es decir, facilita que el trato con Dios sea continuo y penetre las más diversas actividades. Por este motivo no es tarea exclusiva de cada ser humano, sino que es hecha posible por la acción del Espíritu Santo: logramos ser «Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo» [24]. De este modo la vida de relación con Dios está completamente identificada con la vida profesional, familiar, social. Ser contemplativo no es algo que se reduzca a un momento o lugar concreto, como si dependiera de algo externo; sino que es una inclinación interior que arraiga por el trato personal habitual con Dios. La vida contemplativa se cultiva como se cultiva una amistad. El efecto es que esa luz interior ilumina todo cuanto hacemos, la vida entera.

«¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que    no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay  una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene  que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [25]. Esta valoración de lo material lleva a emplear la expresión “materialismo cristiano” que significa aprecio por lo material, pero de modo opuesto a los materialismos cerrados al espíritu [26].

Este materialismo cristiano encierra una doctrina que se remonta al Génesis: «Dios vio que todo lo que había hecho era bueno, y por eso   la materia es capaz de esa apertura, y el trabajo es capaz de convertir en trascendente lo corporal [. . .] por eso se descubre en la materia algo que hasta el momento nunca se había afirmado: un quid divino» [27]. La condición para reconocer esto es presentar el trabajo como acto propio del alma racional, Por tanto, como acto libre, en que hay una acción del alma y del cuerpo. Se apunta a una dimensión inédita de la unión de materia y espíritu [28].

Esta unión de materia y espíritu hace posible la acción del alma a través de lo corpóreo. La acción humana libre y amorosa, puede realizarse a través de lo material. La materia se convierte en algo apto para percibir la presencia de Dios y corresponder a Su amor a través de la actividad humana. Y así ocurre con la Belleza, que no es ella misma visible pero se deja ver a través de lo material o sensible.

4.       Contemplación de la belleza en san Josemaría

La originalidad del mensaje de San Josemaría, revelando que el mundo material y el trabajo es ocasión verdadera y propia de encuentro con Dios, hace descubrir la belleza de lo prosaico. En expresión suya: Convertir en endecasílabos la prosa diaria: «El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional» [29].

Contemplar la belleza forma parte de esa vida contemplativa que hemos descrito, porque al amar a Dios, se reconoce Su bondad en todo lo bueno que existe y la bondad se presenta en formas bellas. Por eso ser amigo de Dios, lleva a descubrir la belleza de su amor y su reflejo en las personas y las cosas.

La belleza de Dios es “visible” por el amor. Reconocer la belleza de Dios ya es manifestación de amor, un signo de enamoramiento. El modo en que San Josemaría trata del amor de Dios está penetrado de ternura: en diversas ocasiones se refiere a la grandeza de Dios subrayando el matiz de su hermosura. Como para hacer “visible” que Dios merece ser amado. Como para hacer más próxima su Bondad, en un modo que  los seres humanos somos capaces de comprender y que hace más fácil orientar el corazón hacia Él. Así lo vemos, por ejemplo, en este pasaje de Es Cristo que pasa:

«Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre. . . Tú eres mío. Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos» [30].

Además del amor, la belleza de Dios expresa su perfección y su grandeza. Toda una tradición teológica y filosófica reconoce en Dios la máxima Belleza como consecuencia natural de su condición de Acto Puro y Ser Subsistente. La plenitud del ser es plenitud de los trascendentales y la belleza es uno de ellos: «Como era en un principio y  ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. El Señor no cambia; no necesita moverse para ir detrás de cosas que no tenga; es todo el movimiento y toda la belleza y toda la grandeza. Hoy como antes» [31]. Esta observación se repite en varias ocasiones [32], también hablando de la trinidad: «Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad. . .» [33].

También son varias las ocasiones en que se refiere a la belleza de Jesucristo. Los comentarios de textos del Evangelio reflejan una rica imaginación que ha penetrado los detalles que recogen los evangelistas, ha recreado las escenas con profundidad y ha contemplado la Humanidad Santísima de Cristo con Admiración. Uno de los textos más elocuentes es el que se refiere a la Transfiguración y a la apariencia gloriosa de Cristo. Puesto que es propio de la belleza despertar el deseo de contemplación, lo verdaderamente hermoso enciende un deseo de permanecer mirándolo, pues produce un gozo espiritual. Estas características propias de la contemplación de la Belleza quedan bien reflejadas en este texto: «¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!» [34]

De la belleza de Dios participa el hombre y la creación entera. La naturaleza refleja, en su orden, la acción de la providencia. Los seres humanos, cuando actúan según el orden de la Ley natural se unen al orden bello de lo creado. Pero además, por la vida de la gracia, son capaces de reflejar con más nitidez, por una mayor proximidad, su vínculo con Dios. La unión con la Divinidad hermosea el alma.

Cuando un alma ama a Dios, Él mismo «dará al amante la hermosura, la ciencia, y el poder» [35]. El amor, todo lo embellece en la lucha por mantener esa amistad con Dios, Él presta su favor y su gracia preciosa:

«¡Gracias Señor, porque –al permitir la tentación– nos das también la hermosura y la fortaleza de tu gracia, para que seamos vencedores!» [36]. La vida de entrega, una vida de amor a Dios y a los demás es bella: «¿has considerado despacio la hermosura de “servir” con voluntariedad actual?» [37], «Imaginabas la hermosura de morir como grano de trigo» [38]. La fe abre una perspectiva completamente distinta de una vida que se vive cara a Dios: «La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos» [39].

Toda esta vida, de entrega y de trabajo, el modo de enfocarla y comprenderla; pero sobre todo, el modo de vivirla junto a Dios, tienen su culminación en la belleza del Cielo: «¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?» [40].

Hay otro modo de resumir la relación de Dios con el ser humano: es amorosa y cercana, y Él mismo plasma la Belleza de la Bondad en el corazón que desea serle cercano. Es una verdadera participación en la vida divina, operada por Dios, concedida por él a quienes quieren ser fieles a la Gracia:

«Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios» [41].

La admiración de San Josemaría por lo bello destaca en los textos dedicados a la Virgen, por el modo abierto de enaltecer su belleza y por el cariño que rebosan los comentarios sobre Ella: «Toda la bondad, toda la hermosura, toda la majestad, toda la belleza, toda la gracia adornan a nuestra Madre. –¿No te enamora tener una Madre así?» [42].

Pero no es sólo Dios, Cristo, La Virgen y el amor de los hombres: el mundo es también precioso cuando se considera lugar de encuentro con Dios, donde transcurre la vida del cristiano, donde se hace santo, donde lleva a los demás a un encuentro con Cristo. Por eso las referencias al mundo son positivas, denotan una valoración y aprecio hondos, y es considerado bello. En primer lugar se reconoce como rasgo propio del cristianismo valorar de modo positivo todas las cosas humanas buenas y nobles: «Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» [43]. En efecto, una consecuencia lógica al considerar la Creación es apreciar la bondad del mundo, puesto que salió de Sus manos. La palabra mundo tiene otros significados en algunos momentos de la Sagrada Escritura. Sin contradicción ninguna con ellos, el mundo creado invita a la celebración y la alegría:

«La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno» [44].

Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso  y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a El, si aprendemos a arrepentirnos [45].

Un aspecto especial de la relación del mundo con Dios es el culto, por ese “materialismo cristiano” del que hablábamos antes, en el que se valora lo material como parte de lo humano, como ocasión de trabajo, como lenguaje. Las cosas materiales tienen un significado, y en el culto a Dios, es lógico prestar atención a ese elemento que puede ser expresión de amor o de desidia. Por esto afirma San Josemaría que «Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco» [46] y que «el cuidado de la liturgia, nos hace intuir la belleza de los misterios de la Religión» [47]. Porque el alma se expresa a través del cuerpo; porque hay una relación íntima de lo divino y lo humano; las cosas materiales pueden ser expresión de amor. Del mismo modo que las maneras externas de presentarse las personas son reflejo de sus actitudes interiores. Por esto son importantes y por esto, en Camino y otros escritos se dé importancia a la elegancia, al tono humano, a las “maneras”: «Modales bruscos, facha ridícula. . . » [48]. La facilidad por descubrir, gozar y manifestar realidades de hermosura sencilla se evidencia en muchos de los escritos de San Josemaría. Cuida la belleza formal de sus escritos, emplea citas de personajes importantes de la literatura [49]: Bécquer, Maragall, Machado. . . pero no como un preciosismo o cultismo; sino como modos de escritura que responden realmente a lo que quiere expresar. Conoce fórmulas bellas, las recuerda y las emplea con naturalidad, porque él mismo las aprecia. Se hace patente, además, una fina sensibilidad por parte del autor, al describir escenas reales que poseen cierto encanto o ternura, imágenes evocadoras de algo que resulta bello por el modo en que el autor las capta y relata: alusiones a elementos de la naturaleza: al mar, a las estrellas; a personajes de la realidad o del Evangelio: los rudos pescadores que se dejan ayudar por un niño, la imagen de los apóstoles cogiendo espigas de trigo por el camino, los amigos de Jesús, la mirada de Cristo, la belleza de María.

5.       La belleza divina de lo humano

«Todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece» [50]. El trasfondo espiritual de esta afirmación es mucho más profundo de lo que pueda parecer en una primera impresión. De alguna manera resume toda una teología de santificación a través de lo ordinario, de encuentro con Dios precisamente en el mundo y a través de las realidades que lo componen. Todas las acciones de la persona contemplativa se transforman. Todo lo que hace se embellece por su unión con el Amor.

Illanes ha empleado la voz esplendor para designar este embellecimiento y observa que «Dante tiene una intención teológica al usar este término, en sus escritos el vocablo esplendor remite, directa o indirectamente, a la divinidad. Algo parecido ocurre también en los textos de Josemaría Escrivá de Balaguer» [51]. Cada acción se convierte en manifestación de cariño y así abandona su posible insignificancia para adquirir brillo, luz, valor eterno; porque el amor a Dios, y los actos movidos por ese amor, se abren a la eternidad divina.

En esta propuesta se asumen dos condiciones. En primer lugar, entender la contemplación en su sentido más amplio. No reducida a la contemplación –como se entendía en al pensamiento clásico– de las cosas y el mundo, la naturaleza; presuponiendo que la actividad más alta del ser humano es improductiva [52]. Aquí se acepta que la contemplación es la actividad más alta del ser humano, pero es verdadera actividad; incluso verdadero trabajo. En segundo lugar, esta espiritualidad, enfocada a descubrir “el valor divino de lo humano”, admite cierta presencia de lo infinito en lo finito. Así se ve cierto paralelismo entre el contemplativo y el artista. El artista es siempre un contemplativo de la belleza, pero además puede ser un «evangelizador de la cultura» [53]: mostrando la belleza, presentándola a los demás, facilita el camino al bien y a la verdad [54].

La expresión acerca de lo infinito y su presencia en la realidad finita han marcado uno de los hitos más importantes de la historia del pensamiento estético. Es la definición de belleza propia de los románticos, de algunos autores del idealismo alemán; San Juan Pablo II la empleó en la Carta a los artistas. Se trata de una definición de belleza que remite a Dios. En efecto, bello es lo que siendo limitado, refleja lo que no tiene límites; lo que, siendo material, es capaz de evocar lo que trasciende la materia; lo que, estando presente, evoca lo invisible y la inmensidad. Bello es lo imperfecto capaz de reflejar perfección. Schelling, a lo largo de todo el Sistema del idealismo trascendental trata de esa contradicción entre lo finito y lo infinito, y la reconoce irresoluble. Sin embargo, al final del texto y a modo de conclusión, explica que es en la belleza donde se resuelve [55] y es el artista el artífice de esa superación de lo que parece contradictorio [56]. Lo infinito es, además, una aspiración humana. La belleza, además de la infinitud, revela que el ser humano es capaz de esa intuición y que tiene deseos de lo eterno. El alma humana tiene la capacidad de adivinar lo infinito y a la vez, cierta necesidad de ello. «En última instancia –el ser humano aspira a algo más que a una felicidad superficial y pasajera–, mediante la radiación en un bien y en un valor que, dotados de virtualidad infinita, permiten unificar los múltiples y variados hilos de la historia» [57]. Pero ¿cómo puede lo infinito estar presente en lo limitado? ¿Cómo, la actividad cotidiana, tener valor de eternidad? Y ¿cómo, lo humano, adquirir un valor divino? La respuesta es doble. Por un lado, se ha de ver la presencia natural de lo divino en la creación y en el ser humano. Dios como ser subsistente mantiene todo en el ser, como creador es principio de todo lo que existe, como Perfección es participado por todo lo bueno. El segundo aspecto, se centra en el ser humano y presupone la libertad. «El núcleo último del acontecer no radica en cuanto rodea al hombre, sino en el hombre mismo, en su capacidad para auto-determinarse y para decidir, o sea, en su libertad» [58]. Mediante la libertad Dios se hace presente en el ser humano. Eligiendo el bien, y especialmente en la oración, nos abrimos a la vida de la gracia que nos hace partícipes de la naturaleza divina. «La oración como diálogo con Dios presupone la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma –la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo– el contacto con Dios establecido por la participación en la naturaleza divina por la gracia» [59]. Y una de las dimensiones de la gracia y del amor es su belleza, que, por su poder de evocar lo perfecto, refleja lo infinito. Además, se puede ver un parecido entre la inspiración artística y la gracia: «lo que tienen en común es que no tenemos el poder sobre ellos» [60]. La actitud contemplativa exige la admiración, exige por su propia naturaleza reconocer la personal pequeñez ante la inmensidad.

La belleza de los idealistas, lo infinito presente en lo finito, manifiesta lo eterno, incluso en cierto modo de lo divino; pero no marca un itinerario personal. Esto difiere en la predicación de San Josemaría sobre el amor –que siempre es necesariamente personal– que engrandece todo, y que santifica cada acción. Así todo adquiere la belleza del encuentro personal con Dios, de Su presencia. Descubrir el valor divino de lo humano es descubrir la belleza de Dios iluminando la vida corriente, hermoseando la actividad cotidiana.

Magdalena Bosch en cedejbiblioteca.unav.edu/

Notas:

1    F. Hölderlin, Hyperion, oder der Eremit in Griechenland 1797, vol. I, lib. 2, carta 3.

2   Cfr. Platón, Banquete, 210 e.

3   Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 7, 1098a 5

4   Platón, Banquete, 211 b.

5   E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, Rialp, Madrid 2010, p. 313.

6   Oseas 11,1 y 3.

7   Oseas 2,16.

8   San Agustín, Confesiones, libro 7, capítulo 10.

9   Ibíd., capítulo 5.

10  Cfr. Santo Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1

11  Santo Tomás de Aquino, S.Th., I-II, q. 27, a. 1, ad 3

12  Id., II-II, q. 180, a. 1, c.

13 «La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La  belleza es  en  un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: “kalokagathia”, es decir “belleza-bondad”. A este respecto escribe Platón: “La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello”». San Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 3.

14 Ibíd., n. 16.

15  “La auténtica belleza salvará al mundo”. J. Ratzinger, Mensaje a los asistentes al Meeting por la amistad entre los pueblos, Rimini, agosto de 2005.

16  Pontificio Consejo para la Cultura, “Via Pulchritudinis”, Asamblea plenaria 27-28. III.2006.

17  E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad, o. c., vol. I, p. 310.

18  San Josemaría, Apuntes de la predicación, 21.II. 1971, citado en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad. . . , o. c., vol. 1, p. 312.

19  Es Cristo que pasa, nn. 65 y 174.

20  J.L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, Madrid 1980, p.112

21  Homilía Amar al mundo apasionadamente (Pamplona 8. X.1967), en Conversaciones, n. 114.

22  Carta 31-V-1954, n. 7 (texto citado en J.L. Illanes, La santificación del trabajo, cit.,     p. 113).

23  J.I. Murillo, “El trabajo como manifestación de Dios”, en Aa.Vv., Trabajo y Espíritu. Actas del cuarto simposio internacional sobre Fe cristiana y cultura contemporánea, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2005

24  Citado por E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, cit., p. 321.

25  Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, (Pamplona 8. X.1967), en Conversaciones, n. 114.

26  Cfr. Conversaciones, n. 115; H. Thomas (ed.), Creatividad artística, Congreso internacional “La grandeza de la vida corriente”, Edusc, Roma 2003, p. 24.

27  M.P. Chirinos, Humanismo cristiano y trabajo. Reflexiones en torno a la materia y al espíritu, en: Aa.Vv., “Trabajo y Espíritu”, cit., vol. 37, p. 62.

28 Cfr. ibíd., pp. 60-63.

29 Es Cristo que pasa, nn. 49 -50.

30 Ibíd., n. 32.

31  Amigos de Dios, n. 190.

32  «Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas». Ibíd. n. 111.

33 Ibíd., n. 277.

34  Santo Rosario, Cuarto misterio de luz, n. 20. Apuntes de la predicación oral, 4. VI. 37

35  Forja, n. 298.

36 Ibíd., n.313.

37  Camino n.293.

38  Surco, n. 617.

39 Ibíd., n. 166.

40  Camino, n. 891.

41  Es Cristo que pasa, n. 134.

42  Forja, n. 491.

43  Es Cristo que pasa, n. 24.

44 Ibíd., n. 99.

45  Cfr. Amigos de Dios, n. 219.

46  Camino, n. 527.

47 Ibíd., n. 382.

48 Ibíd., n. 661.

49  No nos detenemos en este análisis. Seoane ha realizado ya un estudio sobre esta cuestión. (M.J. Alonso Seoane, Homilías y escritos breves. Algunos aspectos de la retórica literaria, en: M.A. Garrido, (ed.), La obra literaria de San Josemaría, Eunsa, Astrolabio, Pamplona 2002)

50  Camino, n. 429.

51  J.L. Illanes, Esplendor del trabajo, en: Aa.Vv., Trabajo y espíritu, cit., p. 67.

52  Cfr. J.I. Murillo, El Trabajo como manifestación de Dios, cit., p. 140.

53  Cfr. I. Azcárraga, La potencia creadora de una mirada contemplativa, en: H. Thomas (ed.), Creatividad artística, cit., p. 101.

54  Cfr. ibíd., p. 110.

55  Cfr. F. Schelling, System des transzendentalen idealismus, párrafo 466 (edición de Meiner).

56  «. . . el arte concilia una contradicción infinita». Ibid. Párrafo 469 (edición de Meiner).

57  J.L. Llanes, El esplendor del trabajo, en: Aa.Vv., Trabajo y espíritu, cit., p. 77.

58  Ibíd., p. 76.

59  E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad. . . , cit., p. 311.

60  N. Schapfl, Being children of god lend us to Truth and Beauty, en: H. Thomas, (ed.) Creatividad artística, cit., p. 63.

Ramón de la Campa Carmona

APÉNDICE I. PROPIO DE ESPAÑA

Nuestra Señora de Montserrat (27 de abril)

Por rescripto de León XIII Pecci de once de septiembre de 1881 se declaraba Patrona de Cataluña a la Virgen de Montserrat y se establecía su fiesta litúrgica el día veintisiete de abril, fecha en la que se sigue conmemorando en esta comunidad autónoma española como solemnidad. Dos días antes había sido coronada canónicamente en la explanada del monasterio a ella dedicado, que señalaba el renacer de esa devoción multisecular tras los sucesos traumáticos del siglo XIX.

Wifredo el Velloso, primer Conde de Barcelona (874-898), reconquistada esta comarca, cedió el macizo montañoso primero a las benedictinas y después a los benedictinos de Santa María de Ripoll, y se construyó allí una ermita dedicada a Santa María. Asentados allí los monjes de Ripoll desde finales del siglo IX, el Abad Oliva fue el que en el siglo XI puso los cimientos de su monasterio, que llegaría a ser uno de los más florecientes de Europa en la Edad Moderna.

Una cofradía de devotos de la Virgen fue creada en el siglo XII y aprobada por decreto de Clemente III Scolari (1187-1191). Los milagros atribuidos a la Virgen de Montserrat fueron cada vez más numerosos y los peregrinos que iban hacia Santiago de Compostela los divulgaron. Así, por ejemplo, en Italia se han contado más de ciento cincuenta iglesias o capillas dedicadas a la Virgen de Montserrat.

La imagen de la Virgen es de talla completa realizada en madera de álamo blanco, estofada y policromada. Es románica del siglo XII, de la iconografía de la Majestad de Santa María. Fue sobrevestida durante una gran etapa de su historia.

El veinticinco de julio de 1811 fue destruido el monasterio por las tropas francesas. Suprimida la comunidad en 1835, fue restablecida por Real Decreto en 1844, que señaló la vuelta de los monjes y de la imagen a un edificio en ruinas y que poco a poco ha sido reconstruido, hasta afirmarse como el corazón del catalanismo cristiano.

La Virgen María, Mediadora de todas las Gracias (8 de mayo)

La mediación universal de la Santísima Virgen María es una doctrina deducida de la enseñanza tradicional de la Iglesia, a partir de la solicitud maternal de María por todo el género humano en la misión redentora de su Hijo, que forma un todo con ella, y se extiende a todas las gracias que nos ha adquirido Cristo.

Aunque es una verdad no definida, viene siendo aceptada por el pueblo cristiano desde tiempo inmemorial: ya a San Germán de Constantinopla, en el siglo VII, se le llama el Doctor de la Mediación de María.

Son múltiples las advocaciones marianas que reflejan la mediación de María: Amparo, Auxiliadora, Consolación, Gracias, Merced, Milagro, Misericordia, Patrocinio, Providencia, Refugio, Remedio, Socorro... En la Edad Media, el franciscano San Bernardino de Siena, insigne predicador, contribuyó ostensiblemente a extender la doctrina de la distribución de María de todas las gracias. En el mismo sentido, toda la himnología medieval occidental canta el papel de María como abogada y mediadora.

Así mismo la proclamamos intercesora en la segunda parte del avemaría, de composición eclesiástica, oración base, por otra parte, del Ángelus y del Rosario.

En la Península Ibérica, el título de mediadora e intercesora se patentiza ya en su liturgia hispánica autóctona. A comienzos de la Edad Moderna, influyó mucho la predicación del agustino Santo Tomás de Villanueva, Arzobispo de Valencia, que entreteje su reflexión teológica en torno a imágenes y tipos bíblicos, recogiendo la herencia de la piedad medieval.

Incluso el Rey Felipe IV, a propuesta de la Real Junta de la Inmaculada, movida por el jesuita P. Nieremberg, estableció, como comentamos en otro apartado, la Fiesta del Patrocinio de la Santísima Virgen para España y sus dominios por carta del veinte y ocho de septiembre de 1655, confirmada por el Papa Alejandro VII Chigi por el Breve Praeclara charissimi del veinte y ocho de julio del año siguiente, para un domingo de noviembre. Un decreto real en 1664 la fijó el segundo. Se extendió por otros lugares en el siglo XVIII.

En la segunda mitad del XIX el Cardenal Mercier (+1926), Arzobispo de Malinas, Bélgica, promovió en la Iglesia un movimiento mariano mediacionista. En 1913 elevó a San Pío S Sarto una petición para que declarara dogma de fe la Mediación Universal de María en la dispensación de todas las gracias, firmada el episcopado belga, clero, fieles, universidades católicas, órdenes religiosas…

Ya en este siglo, el Papa Benedicto XV Della Chiesa, llama a la Virgen Omnipotencia suplicante, y afirma que la ha tomado por Patrona desde el comienzo de su pontificado [24].

Este mismo pontífice, el veinte y uno de enero de 1918, a petición del Cardenal Mercier, concedió a toda la nación belga Oficio y Misa de Santa María Virgen Mediadora de Todas las Gracias, que es por tanto una fiesta que hace referencia a una verdad teológica y que la Sede Apostólica ha ido concediendo a muchas diócesis e Institutos Religiosos que lo han solicitado, habiéndose hecho casi memoria general. El propio Cardenal Mercier escribió para ello a todos los obispos católicos.

Se celebraba el treinta y uno de mayo hasta 1954, en que pasó a la Octava de la Inmaculada. En el Vaticano II se califica expresamente a María Mediadora [25].

El Concilio Vaticano II ha escrito sobre esta condición de mediadora de la Santísima Virgen: “María, asunta a los cielos, no ha dejado su misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador” (LG 62).

Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Pero Él, no por necesidad sino por benevolencia, ha querido asociarse otros mediadores. Entre ellos, María. La mediación de María fluye de un doble hecho: primero, su maternidad espiritual. Ésta exige no sólo la transmisión de la vida sobrenatural, sino también su conservación. Y segundo: su corredención maternal, que requiere la aplicación de la redención a cada uno de los redimidos.

En 1971 la Sagrada Congregación para el Culto Divino aprobó la Misa de la B.V.M. Madre de la Gracia y Mediadora, conjuntando el papel maternal de María con su mediación, cuyos textos eucológicos se encuentran en el Misal de la Virgen con el número 30.

La titulada La Virgen María en Caná, la número 9, última del Tiempo de Navidad, nos transmite la continuación de la labor mediadora de la Madre de Jesús en favor de la Iglesia en el cielo, donde reina Asunta y Gloriosa, que inició en las bodas de Caná, y de Su misión ejemplarizante y salvadora de conducir a Cristo en comunión con los fieles.

Aunque no está en el calendario universal, se celebra en múltiples diócesis, así en las de Cuenca, Pamplona y Tudela como memoria libre, y congregaciones religiosas, entre las que contamos a los Monfortianos y Reparadores, como memoria obligatoria, y Servitas, como memoria libre.

En la Diócesis de Sevilla se celebra en esta jornada por aprobación de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino de cinco de agosto de 1980 (Prot. n. CD 1320/80), a petición del 30 de mayo de dicho año del Cardenal Arzobispo José María Bueno Monreal con el grado de memoria obligatoria.

Nuestra Señora del Pilar (doce de octubre)

La leyenda, tal está atestiguada por primera vez en unos documentos del siglo XIII que se conservan en la Catedral de Zaragoza, se remonta a la época inmediatamente posterior a la Ascensión de Jesucristo, cuando los apóstoles, fortalecidos con el Espíritu Santo, predicaban el Evangelio. Se dice que, por entonces (ca. 40), el Apóstol Santiago el Mayor, hermano de San Juan e hijo de Zebedeo, predicaba en España.

Los documentos dicen textualmente que Santiago, “pasando por Asturias, llegó con sus nuevos discípulos a través de Galicia y de Castilla, hasta Aragón, el territorio que se llamaba Celtiberia, donde está situada la ciudad de Zaragoza, en las riberas del Ebro. Allí predicó Santiago muchos días y, entre los muchos convertidos eligió como acompañantes a ocho hombres, con los cuales trataba de día del Reino de Dios, y por la noche, recorría las riberas para tomar algún descanso”.

En la noche del dos de enero del año 40, Santiago se encontraba con sus discípulos junto al río Ebro cuando “oyó voces de ángeles que cantaban Ave, María, gratia plena y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol”. La Santísima Virgen, que aún vivía en carne mortal, le pidió al Apóstol que se le construyese allí una iglesia, con el altar en torno al pilar donde estaba de pie y prometió que “permanecerá este sitio hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio”.

Desapareció la Virgen y quedó ahí el pilar. El Apóstol Santiago y los ocho testigos del prodigio comenzaron inmediatamente a edificar una iglesia en aquel sitio y, con el concurso de los convertidos, la obra se puso en marcha con rapidez. Pero antes que estuviese terminada la iglesia, Santiago ordenó presbítero a uno de sus discípulos para servicio de la misma, la consagró y le dio el título de Santa María del Pilar, antes de regresar a Judea. Esta fue así la primera iglesia dedicada en honor a la Virgen, estando Ésta aún viva.

Muchos historiadores e investigadores defienden esta tradición y aducen que hay una serie de monumentos y testimonios que demuestran la existencia remota de una iglesia dedicada a la Virgen de Zaragoza. El más antiguo de estos testimonios es el famoso sarcófago de Santa Engracia, que se conserva en Zaragoza, datado en el siglo IV, cuando la santa fue martirizada. Algunos interpretan en un bajorrelieve del sarcófago el descenso de la Virgen de los cielos para aparecerse al Apóstol Santiago.

Así mismo, hacia el año 835, un monje de San Germán de París, llamado Almoino, redactó unos escritos en los que habla de la Iglesia de la Virgen María de Zaragoza, "donde había servido en el siglo III el gran mártir San Vicente", cuyos restos fueron depositados por el obispo de Zaragoza en la iglesia de la Virgen María. También está atestiguado que antes de la ocupación musulmana de Zaragoza (714) había allí un templo dedicado a la Virgen.

Desde el siglo XV los textos litúrgicos celebran la dedicación de esta iglesia a la Virgen. Pero la devoción del pueblo por la Virgen del Pilar se arraigó tanto entre los españoles y desde épocas tan remotas, que la Santa Sede permitió el establecimiento del Oficio del Pilar en el que se consigna la aparición de la Virgen del Pilar como "una antigua y piadosa creencia".

En 1438 se escribió un Libro de milagros atribuidos a la Virgen del Pilar, que contribuyó al fomento de la devoción hasta el punto de que el Rey Fernando el Católico dijo: "creemos que ninguno de los católicos de occidente ignora que en la ciudad de Zaragoza hay un templo de admirable devoción sagrada y antiquísima, dedicado a la Santa y Purísima Virgen y Madre de Dios, Santa María del Pilar, que resplandece con innumerables y continuos milagros".

Pero el más famoso de los milagros atribuidos a la Virgen el Pilar es el de Miguel Pelicer, el Cojo de Calanda (1640). Se trata de un hombre a quien le amputaron una pierna. Años más tarde, mientras soñaba que visitaba la basílica de la Virgen del Pilar, la pierna volvió a su sitio. Era la misma pierna que había perdido. Miles de personas fueron testigos y en la pared derecha de la basílica hay un cuadro recordando este milagro.

El Papa Clemente XII Corsini sancionó en el siglo XVIII la fecha del doce de octubre para la festividad particular de la Virgen del Pilar. El diez de octubre de 1613, el Concejo de Zaragoza había acordado guardar anualmente este día, con lo que la fiesta religiosa había pasado a ser también festividad civil. En el siglo XIX fue extendida a todas las Iglesias de España y el Venerable Pío XII Pacelli lo hizo a las naciones hispanoamericanas.

La oración colecta de la fiesta de Nuestra Señora del Pilar es una obra maestra de síntesis teológica y sencilla plegaria y resume su simbolismo: “Dios todopoderoso y eterno, que en la gloriosa Madre de tu Hijo has concedido un amparo celestial a cuantos la invocan con la secular advocación del Pilar, concédenos, por su intercesión, fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor”.

Patrocinio de Nuestra Señora (segundo domingo de noviembre)

La Iglesia ha invocado a la Virgen María "con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora" ya que su función maternal perdura sin cesar en la economía de la gracia y "con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (Lumen Gentium, nº 62).

Juan en su evangelio nos relata cómo Jesús, cuando iba a morir, nos hizo entrega a todos los cristianos de María como madre en la figura del discípulo amado (Jn 19, 26-27) con estas palabras: "Ahí tienes a tu madre". Desde este momento los fieles están llamados con Juan a acoger a María Santísima, amándola e imitándola y experimentando su especial ternura materna.

Esta filiación con María es camino privilegiado para que se encuentren los fieles con Jesús y una ayuda eficaz para avanzar y vivir en plenitud la vida cristiana. En el título de Patrocinio se resalta especialmente esta maternidad espiritual de María. La madre de Dios es la madre de los fieles: madre de la Iglesia y de todos sus miembros.

Patrocinio significa también protección y amparo. En María encuentran los fieles una madre que protege y gracia y amparo en vida y en muerte, en las tentaciones y luchas diarias. Ella es, pues, protección, amparo, auxilio, mediadora, abogada, modelo, estímulo, estrella, norte y guía.

Algunas congregaciones religiosas, en acción de gracias por la intercesión mariana, introdujeron en sus calendarios propios, como fiesta devocional, una fiesta del Patrocinio de la Virgen sobre su instituto. Es el caso de los dominicos. Como afirma su cuarto Maestro General, el Venerable Fray Humberto de Romans (1200-1277): "La Virgen María fue una grande ayuda para la fundación de la Orden y se espera que la lleve a buen fin" (Opera, II, 70-71). Vemos así como la Orden de Predicadores reconocía desde sus inicios la protección de la Virgen.

La celebración del Patrocinio de María sobre la Orden de Predicadores se celebró en la liturgia en coincidencia con el aniversario de la bula de fundación de la Orden el veintidós de diciembre de 1216, pero ante la debida preferencia de las ferias de Adviento inmediatas a Navidad, se ha transferido su celebración al ocho de mayo, pues también en este día diversos calendarios litúrgicos de otros propios ya celebraban diversos títulos de María.

Pero esta fiesta en España, celebrada en noviembre, fue iniciativa de la monarquía. El Rey Felipe IV, recordando los favores que a lo largo de los siglos habían recibido sus antecesores por mediación especial del patrocinio de la Virgen María y en medio de los numerosos problemas que afligían a los dominios hispánicos por entonces, acordó poner su Corona bajo el Patrocinio de la Santísima Virgen, a sugerencia de la Real Junta de la Inmaculada, presidida por el jesuita Padre Nieremberg.

Habiendo acudido a la Santa Sede, accedió Alejandro VII Chigi, el veintiocho de julio de 1656, a que se estableciese la fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora en un domingo de noviembre. Suele ser el segundo. El Breve que publicó el arzobispo de Toledo, don Baltasar de Moscoso y Sandoval, basta para dar una idea exacta de esta festividad puramente española y su especial origen.

La Real Cédula en que se comunicó este Breve a todas las autoridades, encargando su más puntual cumplimiento, decía así: "El Rey. En la devoción que en todos mis Reinos se tiene a la Virgen Santísima, y en particular con que yo acudo en mis necesidades a implorar su auxilio, cabe mi confianza de que en los aprietos mayores ha de ser nuestro amparo y defensa; y en demostración de mi afecto y devoción, he resuelto que en todos mis Reinos se reciba por Patrona y Protectora, señalando un día, el que pareciere, para que en todas las ciudades, villas y lugares de ellos se hagan novenarios, habiendo todos los días Misas solemnes con sermones, de manera que sea con toda festividad, y asistiendo mis Virreyes y gobernadores y Ministros, por lo menos un día, haciéndose procesiones generales en todas partes, con las imágenes de mayor devoción de los lugares, para que con gran solemnidad y conmoción del pueblo se celebre esta fiesta".

Quedaron, pues, desde entonces debajo del Patrocinio de María cincuenta y cuatro millones de católicos, que formaban entonces la monarquía española en toda la superficie de la tierra, o lo que es lo mismo, más de la cuarta parte del catolicismo que se calculaba escasamente en unos doscientos millones.

Expectación del Parto (dieciocho de diciembre) [26]

Esta memoria, llamada también Fiesta de la Esperanza, es una fiesta memorial nacida en España. Se estableció como fiesta principal de la Virgen de la liturgia hispánica, en conmemoración de la Encarnación del Verbo, en el X Concilio de Toledo, presidido por San Eugenio III Obispo de Toledo, celebrado el 656 durante el reinado de Recesvinto. Fue confirmada, así mismo, por su sucesor, San Ildefonso de Toledo, pues el anterior prelado murió al año siguiente de la promulgación, al que erróneamente se le atribuye el título que hoy tiene, pero al que pertenecen casi todos los textos eucológicos de la fiesta.

Puesto que la observancia cuaresmal o la fiesta de Pascua imposibilitaban señalarla el veinticinco de marzo, nueve meses antes de Navidad, se decidió instaurarla en el contexto del Adviento, en la octava anterior a la celebración de nacimiento, fundamentándose en el ejemplo de Iglesias lejanas, quizás a la copta y a la etiópica. Fue la única fiesta mariana de la liturgia hispánica hasta que sobre el siglo IX se introdujo la de la Asunción.

Recibe también el nombre popular de Fiesta de la O porque desde su víspera hasta el veintitrés se cantan solemnemente al Magníficat unas antífonas, que se hicieron muy populares, y que empiezan siempre por la exclamación latina O (español, Oh), para mostrar el perpetuo asombro del hombre por el nacimiento del Dios humanado.

En la Iglesia de Inglaterra se adelantó ya en el medievo esta práctica al día dieciséis, señalando para el día veintitrés una octava antífona de tinte mariano: O Virgo virginum, que dice así: “Oh, Virgen de Vírgenes, ¿cómo ha de ser esto? / Ya que nunca antes hubo una como vos, ni la volverá a haber./ Hijas de Jerusalén, ¿por qué os maravilláis de mí? / Lo que vosotros admiráis es un misterio Divino”. Ésta pasó a utilizarse en la fiesta de la Expectación cuando se introdujo en el Rito Romano.

Cuando se impuso en la Península Ibérica el Rito Romano a partir del siglo XI, se mantuvo como fiesta particular hispana, con el título con que actualmente la conocemos, al tiempo que la festividad romana de la Anunciación del veinticinco de marzo pasó a ser introducida en el Missale Gothicum.

En la reforma pos-tridentina del Rito Romano esta fiesta fue aprobada por Gregorio XIII Buoncompagni en 1573 con la categoría de doble mayor en el Propio de Toledo. Las lecciones del breviario se tomaron del tratado De perpetua virginitate del citado San Ildefonso de Toledo. Esta Iglesia consiguió incluso el privilegio, aprobado el veintinueve de abril de 1634, de celebrarla incluso en concurrencia con el IV Domingo de Adviento. De aquí se extendió a casi todas las diócesis hispánicas.

Del ámbito hispano pasó a otras Iglesias y congregaciones, a las que se les concedió: a Venecia y Tolouse en 1695, a los cistercienses en 1702, a Toscana en 1713, incluso a los Estados Pontificios en 1725 por Benedicto XIII Orsini.

APÉNDICE II. FIESTAS DE CALENDARIOS PARTICULARES

Nuestra Señora, Reina de la Paz (veinticuatro de enero)

Ya entre los Padres Griegos, San Epifanio exclama a María: “por Ti ha sido entregada al mundo la paz celeste” [27], y San Efrén la llama Paz del Mundo.

En nuestra patria, en 1632, Pedro Manrique, Arzobispo de Toledo, había instituido la Fiesta de Nuestra Señora de la Paz, a la que se une la memoria de la descensión de Nuestra Señora para imponer la casulla a San Ildefonso, en honor de una imagen que había sido entronizada en una iglesia restituida al culto cristiano con la Reconquista en el 1085, lugar donde se había celebrado el IX Concilio de Toledo y que se había consagrado el primer año del reinado de Recaredo con el nombre de Sancta María in Cathedra.

El siete de septiembre de 1658 el Papa Alejandro VII Chigi, a ruegos de Luis XIV de Francia, había así mismo concedido a su reino la Fiesta de la Virgen Reina de la Paz. Pero quien dio un impulso decidido a esta advocación fue el Papa Benedicto XV Della Chiesa con ocasión de la I Guerra Mundial: en 1915, en la felicitación de Navidad a los Cardenales conmina a orar a María, Reina de la Paz, por el cese de las hostilidades, y él mismo, el uno de mayo de 1917, añadió a las Letanías Lauretanas el título que las cierra, Reina de la Paz [28].

Su memoria litúrgica se celebra el veinte y cuatro de enero en algunos sitios, y en otros el cuarto domingo de octubre. A este título se dedica el formulario número cuarenta y cinco para el Tiempo Ordinario del Misal de la Virgen.

En palabras del Misal de la Virgen, “a causa de esa íntima y estrecha unión con Su Hijo, ‘Príncipe de la Paz’ (Is IX, 6), la Santísima Virgen ha sido venerada cada día más como Reina de la Paz: en algunos calendarios de Iglesias particulares y de Institutos Religiosos se halla la memoria de la Santísima Virgen Reina de la Paz” [29].

En sus textos, tomados a excepción del prefacio del Propio de las Diócesis de Savona y Noli, “se conmemora la cooperación de la Virgen en la reconciliación o paz” entre Dios y los hombres realizada por Cristo: en el misterio de la Encarnación [...], el misterio de la Pasión [...], en el misterio de Pentecostés [...]. Al celebrar la memoria de la Virgen María, Reina de la Paz, la asamblea de fieles pide a Dios que, por su intercesión, conceda a la Iglesia y a la familia humana: el Espíritu de caridad [...], los dones de la unidad y de la paz [...], la tranquilidad en nuestro tiempo” [30].

Desposorios de Santa María Virgen (veintitrés de enero)

Jean Charlier, llamado Gerson, discípulo de Pierre d'Ailly, Canciller de la Universidad de París (+1420), propagador de la devoción en honor de San José por influencia de su maestro, intentó instituir una fiesta votiva especial el jueves de témporas en Adviento para conmemorar los esponsales virginales de María y José, lo que parece que logró con un legado de un canónigo de la Catedral de Chartres, Henri Chicoti, para la cual compuso un Oficio.

Tras este intento medieval, pasamos al primer dato seguro de esta fiesta que data del veintinueve de agosto de 1517, también en el ámbito francés, en que León X Médici la otorgó, junto a otras nueve fiestas marianas, a las monjas de la Anunciación, fundadas por Santa Juana de Valois. Se celebraba el veintidós de octubre como doble de segunda clase. Pero ya no está centrada, como la de Gerson, en la figura de San José, sino en la de la Virgen.

Con este enfoque de fiesta mariana les fue concedida a los Menores el veintiuno de agosto de 1537 para el siete de marzo como doble mayor, y por el mismo tiempo a los servitas para el día siguiente, ocho de marzo. Se recitaba el Oficio de la Natividad sustituyendo la palabra nativitas por desponsatio. Arras fue la primera diócesis que la adoptó por decreto del veintitrés de enero de 1556.

Fue compuesto un Oficio propio por el dominico Pierre Doré (+1569), confesor del Duque Claudio de Lorena. En él, volviendo a la línea de Gerson, se exaltaba la figura de José junto a la de María. En 1546 suplicó sin éxito a Paulo III Farnese la extensión de esta fiesta a toda la Iglesia Latina. A pesar de todo se siguió extendiendo.

Desde que el Papa San Pío V Ghislieri abolió el Oficio de Pierre Doré e introdujo el oficio moderno, es otra vez fiesta de María. La conmemoración de San José en la Misa, laudes y vísperas sólo se puede hacer por un privilegio especial establecido en el decreto del 5 de mayo de 1736.

Durante algún tiempo no se aprobó la adopción de la fiesta; así en 1655 se le negó al Rey de España. Pero se volvieron a aprobar peticiones en el último tercio del XVII: se le concedió a Austria el veintisiete de enero de 1678 para el veintitrés enero, a España el trece de julio de 1682 trasferida al veintiséis de noviembre (porque el veintitrés de enero estaba ocupado por San Ildefonso de Toledo), a todo el Imperio Germano en 1680, en 1689 a Tierra Santa, en 1702 a los cistercienses, en 1720 a la Toscana y en 1725 a los Estados Pontificios. En nuestros días se celebra el veintitrés de enero, y en los países hispanos el veintiséis de noviembre.

Nuestra Señora de Gracia (ocho de mayo) [31]

La advocación de Nuestra Señora de Gracia evoca el saludo del Arcángel Gabriel a María: "Dios te salve María, llena eres de gracia". Para los cristianos esta advocación no hace más que resaltar la cooperación excelente de María en el plan salvífico de Dios, para el que estaba predestinada.

Esta advocación de Gracia, junto a la de Consolación y Correa, la del Buen Consejo y la del Socorro, centran la devoción mariana particular de la orden agustina, y aun podemos decir que es la más antigua de todas. Desde tiempo inmemorial el culto a la Virgen de Gracia floreció en los ámbitos agustinianos, pero desconocemos dónde y cómo surgió. El porqué de la elección de tal título y del culto particular que se empezó a tributar a la Virgen con él, las circunstancias históricas que lo envolvieron en los comienzos de la Orden y su origen espacio-temporal, se desconocen totalmente. Lo cierto es que, aunque con lentitud, pero progresivamente, la advocación fue cobrando resonancia en las devociones comunitarias y litúrgicas agustinas.

Había sido norma generalizada que las órdenes religiosas aprovecharan devociones antiguas ya establecidas en el corazón de los cristianos y las acomodaran a su peculiar manera de pensar y carisma. No olvidemos que San Agustín, el padre espiritual de la orden, es llamado el Doctor de la Gracia. Como él pone de manifiesto, en nuestro camino de salvación es necesario el auxilio de la Gracia, que recibimos en el bautismo.

María venerada como Madre de la Gracia o de la Divina Gracia presenta la oportunidad de incardinar la mariología en la cristología. Probablemente sea ésta la explicación más verosímil de lo que aconteció respecto a la arraigada devoción agustiniana por Nuestra Señora de Gracia.

Entre los agustinos la devoción a este prestigioso título se desarrolló encontrando adecuadas expresiones en algunas antífonas, plegarias e himnos recomendados u ordenados por las constituciones de la Orden y sus capítulos generales, como las antífonas Benedicta tu, llamada también Vigiliae B. M. V., porque se recitaba o cantaba por la tarde, el Ave Regina coelorum, Mater regis angelorum, que se canta en la primera mitad del día, normalmente después de mediodía, o el himno Maria Mater Gratiae, al término de las procesiones.

Ya en el Capítulo General de Orvieto de 1284 se recomienda el rezo o canto diario de la citada antífona Benedicta tu en honor de la Virgen de Gracia. En el Capítulo General de 1327 fue decretado el rezo diario del versículo Maria Mater Gratiae después del himno Memento salutis auctor, lo que se recordó en 1385 y 1388.

Otra noticia históricamente documentada del culto de la Orden a esta advocación es del año 1401 y se refiere a una cofradía homónima organizada en los conventos de San Agustín en Valencia (España) y Nuestra Señora de Gracia en Lisboa (Portugal).

Aunque ya venía de antiguo la recitación del himno Ave Regina caelorum, Mater Regis angelorum también en honor de la Virgen de Gracia, se prescribió este uso en las Constituciones de 1551 tras la misa solemne, lo que el Capítulo General acordó que nunca debía ser suprimido en las iglesias de la Orden, y lo que se recordó en disposiciones posteriores.

A partir del siglo XVI la devoción estaba consolidada en toda la Orden; se empezaron incluso a edificar conventos con este título, sobre todo en Italia e Hispanoamérica, y también se difundió la leyenda de que la Virgen de Gracia habría impedido que el Papa quitara a la Orden el hábito blanco que se vestía entonces en su honor.

A partir del siglo XVII la advocación es considerada ya como propia de la Orden, aunque quedó en parte oscurecida por la de Consolación y Correa y la del Beun Consejo.

Si bien el culto general, como vemos, es antiguo, la liturgia específica no fue concedida hasta 1807. En esta fecha, el Papa Pío VII Chiaramonti, a instancias del Padre José Bartolomé Menocchio (+1823), sacristán pontificio y confesor del papa, y del Vicario General, concedió a la Orden de San Agustín facultad para incluir en su liturgia la festividad en honor de la Virgen Nuestra Señora de Gracia, con Misa y Oficio propios, a celebrar el uno de junio.

A partir de una reforma del calendario propio en 1965 se empezó a celebrar el veinticinco de marzo, en clara alusión a la escena de la anunciación del ángel a María, pero con ello se oscureció una significativa tradición agustiniana. A partir de la inclusión con el número 30 en el Misal de la Bienaventurada Virgen María de 1987 de la misa Madre de Gracia, Mediadora de Gracia, en el calendario de la Orden del 2002 se rescató esta memoria y se le señaló el ocho de mayo.

María Auxiliadora (veinticuatro de mayo)

El primero que llamó a la Virgen María con el título de Auxiliadora fue San Juan Crisóstomo, en Constantinopla, en al año 345: "Tú, María, eres auxilio potentísimo de Dios". San Sabas en el año 532 nos transmite que en Oriente había una imagen de la Virgen que era llamada Auxiliadora de los Enfermos, porque junto a ella se obraban muchas curaciones. San Juan Damasceno, en el año 749, fue el primero en propagar la jaculatoria: "María Auxiliadora, ruega por nosotros". Y añade que la Virgen es "auxiliadora para evitar males y peligros y auxiliadora para conseguir la salvación".

En Ucrania, Rusia, se celebra la fiesta de María Auxiliadora el uno de octubre desde el año 1030, pues en ese año libró a la ciudad de la invasión de una terrible tribu de bárbaros paganos. En 1558 ya figuraba en las letanías que se acostumbraban recitar en el santuario de Loreto, Italia, la invocación: "Auxilio de los cristianos, ruega, por nosotros", y en el año 1572, San Pío V ordenó oficialmente su adición en las letanías porque a su intercesión milagrosa se atribuyó la victoria cristiana en la batalla de Lepanto del domingo siete de octubre de 1571.

En el año 1600 los católicos del sur de Alemania hicieron una promesa a la Virgen de honrarla con el título de Auxiliadora si los libraba de la invasión de los protestantes y hacía que se terminara la terrible Guerra de los Treinta Años. La Madre de Dios les concedió ambos favores y pronto había ya más de setenta capillas con el título de María Auxiliadora de los cristianos. En 1683 los católicos al obtener la inmensa victoria en Viena contra los enemigos de la religión, fundaron la Asociación de María Auxiliadora, la cual existe hoy en más de sesenta países.

Pío VII Chiaramonti, fue el segundo papa que daría una gran importancia a esta advocación mariana. En 1806 el Papa se negó a sumarse a la exigencia de Napoleón de bloquear a Inglaterra, lo que condujo a una invasión francesa de los Estados Pontificios y puso en prisión al anciano Papa de setenta y siete años de edad, primero en Savona, y luego en Fontainebleau, en 1809.

En su cautiverio, situación ésta que le causó un gran sufrimiento y deterioró bastante su salud, el Papa prometió a la Virgen que si recuperaba su libertad y volvía a Roma, declararía ese día como solemne en honor de María Auxilio de los cristianos. Bien pronto la suerte de Napoleón cambió y Pío VII recuperó su libertad. Llegó a Roma el veinticuatro de mayo de 1814 y cumplió su promesa. De este acontecimiento, viene la tradición de la conmemoración de María Auxiliadora cada veinticuatro de mayo.

En 1860 la Santísima Virgen se apareció a San Juan Bosco y le dijo que quería ser honrada con el título de Auxiliadora, y le señaló el sitio para que le construyera en Turín un templo. Tres años después, en 1863, Don Bosco comienza la construcción de la iglesia en Turín. Todo su capital era de cuarenta céntimos, y esa fue la primera paga que hizo al constructor.

Cinco años más tarde, el nueve de junio de 1868, tuvo lugar la consagración del templo. Lo que sorprendió a Don Bosco primero y luego al mundo entero fue que María Auxiliadora se había construido su propia casa, para irradiar desde allí su patrocinio. Don Bosco llegó a decir: "No existe un ladrillo que no sea señal de alguna gracia". Desde aquel Santuario comenzó a extenderse por el mundo la devoción a María bajo el título de Auxiliadora de los Cristianos.

Hoy, salesianos y salesianas, fieles al espíritu de sus fundadores, y a través de las diversas obras que llevan entre manos siguen proponiendo como ejemplo, amparo y estímulo en la evangelización de los pueblos a María con el consolador título de Auxiliadora, y celebran extraordinariamente como solemnidad su memoria litúrgica.

También es celebrada con el rango de solemnidad en Ciudadela, y como memoria libre por las diócesis de Córdoba, Jerez, Menorca y Sevilla, y por los barnabitas, mientras que los monfortianos como memoria obligatoria.

María, Madre del Buen Pastor (Sábado anterior al IV Domingo de Pascua) [32]

El ocho de septiembre de 1703, en la Alameda de Hércules hispalense, el Venerable Padre Fray Isidoro de Sevilla, capuchino, presentó al pueblo sevillano una novedosa y consoladora advocación mariana que, desde la Ciudad del Betis, como el más precioso tesoro que esta ciudad ha hecho a la Iglesia, había de arraigar en todo el orbe católico: la Divina Pastora.

Indisolublemente unido al origen de este venerado título mariano está el de su Primitiva y Real Hermandad, que habría de ser el cauce escogido por el capuchino fundador para consolidarlo y difundirlo: arzobispos, reyes, nobles, junto al pueblo de Sevilla, la honrarían y se honrarían desde entonces al inscribirse en sus filas.

En un principio, el Padre Isidoro escogió la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María como la memoria litúrgica más apropiada para conmemorar a la Divina Pastora: María, plenamente glorificada y coronada, ejerce su pastorado sobre el cuerpo místico de su Hijo.

Consciente de la ventaja de tener una fiesta propia, en 1781 el Beato Diego José de Cádiz terminó un Oficio entero de la Divina Pastora, que envió al Ministro Provincial, José Félix de Sevilla, para que lo presentara en el Capítulo General de 1782 y se acordase pedir su aprobación y uso a la Sagrada Congregación de Ritos. Pero la gestión quedó infructuosa.

Seis años después, en 1788, habiendo repasado sus textos eucológicos, que componen un segundo Oficio, decidió presentarlos a la Sagrada Congregación de Ritos para su aprobación, acompañados de un documento postulatorio razonando la oportunidad de la nueva fiesta, para lo que buscó el apoyo regio, pero la muerte primero del Confesor del Rey y a continuación la de este mismo frustró sus proyectos.

Habiendo de celebrarse en Roma Capítulo General de la Orden Capuchino en mayo de 1789, por lo que les hace llegar a los vocales de su Provincia de Andalucía el expediente completo. El Padre Definidor de Lengua Española, Nicolás de Bustillo, se encargó de gestionarlo ante la Santa Sede, pero el asunto se quedó estancado.

Intentó de nuevo el Beato Diego conseguir el apoyo regio, que se presentaba casi indispensable, presentando un memorial a la Reina María Luisa, fechado en Ronda, el siete de junio de 1793, en el que amplió su petición: no sólo a los capuchinos, sino a todo el clero secular y regular de España.

La Reina debió consultar con el Rey Carlos IV, su marido, y remitieron el expediente a su primer ministro Manuel Godoy, que lo pasó al Inquisidor General, Manuel Abad y Lasierra, para que diera su parecer, que aconsejó desestimar la petición.

La actitud regia debió cambiar a raíz de su Memorial a Carlos IV de 1794, sobre los medios espirituales necesarios en la guerra entablada contra la Francia revolucionaria en 1793, que resultó favorable a España.

Fue finalmente Pío VI Braschi el que por el rescripto del uno de agosto de 1795, gracias al impulso del Beato Fray Diego José de Cádiz como vemos, el segundo gran apóstol de la Pastora, concedió a los capuchinos de España una fiesta con Oficio y Misa propios como Patrona de sus misiones para la Segunda Dominica de Pascua titulada Bienaventurada Virgen María, Madre del Buen Pastor Jesucristo con rito doble mayor, a los que se les dio rápidamente el regium exequátur.

Este Oficio fue ampliado, a instancias del P. Nicolás de Bustillo, entonces General de la Orden, por rescripto de Pío VII Chiaramonti de once de enero de 1806 con las lecciones del primero y tercer nocturno de maitines como también la misa, si no obra del Beato Diego sí dependiente de su doctrina, todo revisado por el Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos y por el Promotor de la Fe.

De los textos, sabemos que la oración colecta fue compuesta por el citado capuchino Nicolás de Bustillo, y las lecciones son de San Bernardo, y no de San Ildefonso o de San Antonino como en los textos del Beato Diego, y en 1817 se nos transmite una noticia de que los Oficios del Beato Diego están pendientes de aprobación en Roma desde 1796; quedan por lo tanto en el anonimato.

Por decreto de diez de enero de 1801 el mismo Pío VII citado concedió al episcopado del Gran Ducado de Toscana para el primer domingo de mayo con el rito de doble mayor que se pudiera rezar de la Bienaventurada Virgen María con el título de Madre del Pastor Divino.

Esta devoción había arraigado la devoción gracias a uno de los oradores capuchinos italianos más importantes de su época, el P. Claudio de la Pieve, que la había adquirido en un viaje suyo a España.

La súplica al Papa había sido dirigida el uno de diciembre de 1800 por el Obispo de Colle di Val di Elsa, provincia de Siena y diócesis sufragánea de Florencia, en representación de los obispos del Estado de Toscana, en acción de gracias por haberse librado del traumático azote napoleónico.

El Oficio y misa propios presentados por el episcopado toscano fueron revisados también por el Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos y por el Promotor de la Fe, y se extendieron a casi todos los sitios que celebraban la fiesta, incluidos los capuchinos, que abandonaron los suyos.

El Beato Pío IX Mastai Ferretti concedió la fiesta a muchas diócesis y congregaciones: a los alcantarinos de Nápoles por el Breve Omnibus de doce de junio de 1849, que fue extendida a petición de Fernando II Rey de las Dos Sicilias a todo su reino, fijándola en veintiuno de mayo; a las religiosas del Buen Pastor y a las benedictinas de Campo Marzio, en Roma, en 1859; al Obispado de Bagnoreggio, Italia, en 1860; a los de Linares y Guadalajara, Méjico, en 1861.

Por decreto de ocho de enero de 1863 de la Sagrada Congregación de Ritos, con la anuencia del citado Beato Pío IX, tras petición firmada por diez cardenales, seis patriarcas, treinta arzobispos, noventa y cinco obispos, dieciocho generales de órdenes y congregaciones religiosas, nueve procuradores y tres comisarios apostólicos de otras tantas, fue establecido que se concediera esta fiesta con rito de doble mayor a todas las diócesis y familias religiosas que lo solicitaran, con los textos eucológicos toscanos.

Entre las concesiones a partir de entonces podemos citar las siguientes: a los monasterios cistercienses de Francia en 1863; a la Diócesis de Alatri, Italia, en 1866; a los Misioneros de la Preciosísima Sangre para el primer viernes de junio; a los Mínimos para el primer domingo de octubre; a los Redentoristas y a las Religiosas del Buen Pastor para el tres de septiembre, pero con el Oficio de los capuchinos españoles; a los Euditas, que lo habían pedido en 1874, en 1895.

No habiéndose instaurado la fiesta todavía en Sevilla, la cuna de la devoción, el presbítero José de la Fuente y Zabalegui, comisionado por el cabildo de oficiales del veintidós de mayo de 1875 de la Primitiva Hermandad de la Divina Pastora, dirigió una petición al Cabildo Catedral el dos de febrero de 1876 para que instara al Arzobispo lo solicitara de Roma.

Tras haber sido examinada la petición por la Diputación de Ceremonias, acordó el Cabildo elevarla al Cardenal Arzobispo de la Lastra y Cuesta para el domingo segundo después de Pascua con rito de doble de segunda clase. El prelado expidió sus letras para ello al Papa el ocho de abril de 1876. Pero menos de un mes después, el cinco de mayo, murió dicho cardenal, por lo que hubo de esperarse al plácet de su sucesor.

Habiendo tomado posesión su sucesor, Joaquín Lluch y Garriga, y obtenido de él el plácet, en este caso se extravió en Roma la petición citada, y fue preciso enviar un certificado de ella. El decreto fue expedido por fin el uno de febrero de 1878.

Aunque se pidieron y fueron concedidos el Oficio y la misa de los capuchinos españoles aprobados en 1806, los textos que finalmente se instauraron fueron los toscanos. Por fin en 1882, se celebró el veintitrés de abril en Sevilla la Fiesta de la Madre del Divino Pastor, señalada en el II Domingo después de Pascua, con rito de segunda clase.

El veintinueve de octubre de 1885 el Procurador General de los Menores Capuchinos, Bruno de Vinay, a instancias del que hasta entonces había sido Comisario Apostólico de España, en nombre de sus súbditos, pidió al Papa la concesión a toda su Orden de la fiesta de la Madre del Pastor Divino para el segundo domingo después de Pascua con el rito mayor de segunda clase, con la misa y Oficio aprobados para los capuchinos españoles y de otras provincias. Fue aprobada la petición por rescripto de León XIII Pecci de diecinueve de noviembre de dicho año 1885, que el cuatro de diciembre de 1894 concedió a la Orden Capuchina, pero con el Oficio y misa de Toscana.

En el actual Propio de la Diócesis de Sevilla, aprobado el diecisiete de junio de 1977 por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, está inserta como memoria libre para el sábado anterior al Domingo IV de Pascua, del Buen Pastor, La Bienaventurada Virgen María, Madre del Buen Pastor.

Los textos eucológicos actuales se encuentran en el Misal Franciscano en español, aprobado por Decreto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino el 17 de junio de 1980 para uso de las familias franciscanas hispanas (Prot. N. CD 892/79).

Éste señala para el sábado anterior al Domingo IV de Pascua para la Orden Capuchina la Fiesta de la Divina Pastora, Madre del Buen Pastor.

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro (veintisiete de junio)

El veintisiete de junio es la conmemoración de esta hermosa advocación de la Santísima Virgen María relacionada con un antiguo icono oriental, del siglo XIII o XIV, de autor desconocido, y que se ciñe al modelo iconográfico de la Stratsnaya o Virgen de Pasión, y que los Redentoristas celebran como fiesta.

Se muestra a la Virgen y al Niño Jesús, quien observa, aterrado, a dos ángeles que le muestran los instrumentos de su futura pasión. Se agarra fuerte con las dos manos de su Madre que lo sostiene en sus brazos y lo observa con mirada melancólica. Esta imagen nos recuerda la maternidad divina de la Virgen y su amor y cuidado por Jesús desde su concepción hasta su muerte en Cruz.

Durante siglos, la imagen original se veneró en Constantinopla, hasta la toma de los turcos en 1453, durante la que fue destruida. En ese siglo XV, una bella copia de la pintura perdida de Nuestra Señora se encontraba en manos de un comerciante cretense, cristiano piadoso y devoto de la Virgen María, que deseaba evitar a toda costa que el icono mariano se destruyera como tantas otras imágenes religiosas que corrieron con esa suerte durante la expansión musulmana hacia occidente.

Para escapar con ella, se embarcó rumbo a Roma; pero ya en el mar se desató una violenta tormenta que puso en grave peligro al barco en que viajaba. Cuando ya todos a bordo se preparaban para lo peor, el mercader sostuvo en alto el icono de Nuestra Señora implorando socorro. La Virgen respondió a su oración con un milagro: la tormenta cesó de inmediato y las aguas se calmaron. Todos llegaron a Roma sanos y salvos. Luego, este devoto comerciante profetizaría que llegaría el tiempo en que en todo el mundo se veneraría a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, tal como sucede hoy en día.

Pasado un tiempo, el mercader se enfermó de gravedad. Al sentir cercana la muerte, desde su lecho llamó a su amigo de más confianza y le rogó que le prometiera que se encargaría de colocar la pintura de la Virgen en una iglesia ilustre para que fuera venerada públicamente.

La cosa fue que el amigo no cumplió la promesa por complacer a su esposa que se había encariñado con la imagen, pero la Divina Providencia no había llevado la pintura a Roma para que fuese propiedad de una familia, sino para que fuera venerada por todo el mundo.

Nuestra Señora se le apareció al hombre en tres ocasiones, diciéndole que debía poner la pintura en una iglesia. El hombre discutió varias veces con su esposa para cumplir con la Virgen, pero ella se salió con la suya burlándose de él, diciéndole que alucinaba.

Un día, después de la muerte del esposo, la hijita de la familia, de seis años, vino hacia su madre apresurada con la noticia de que una hermosa y resplandeciente Señora se le había aparecido mientras estaba mirando la pintura. La Señora le había dicho que les dijera a su madre y a su abuelo que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro deseaba ser puesta en una iglesia.

La madre de la niña prometió obedecer a la Señora, pero una vecina ridiculizó todo lo ocurrido e intentó convencer a su amiga de que se quedara con el icono, animándola a no hacer caso de sueños y visiones. En cuanto terminó de decir esto, comenzó a sufrir dolores tan terribles, que creyó que moriría allí mismo. Entonces invocó a Nuestra Señora pidiendo perdón y ayuda. La vecina tocó la pintura con corazón contrito, y la Virgen escuchó su oración, por lo que fue sanada instantáneamente. Ahora urgía a la viuda para que obedeciera a Nuestra Señora de una vez por todas.

Con la intención de cumplir, ahora sí, con el mandato de Nuestra Señora, la viuda se preguntaba en qué iglesia debería poner la pintura. Entonces volvió a aparecérsele la Virgen a la niña y le dijo que quería que la pintura fuera colocada en la iglesia que queda entre la Basílica de Santa María la Mayor y la de San Juan de Letrán. Esa iglesia era la de San Mateo Apóstol.

Los frailes agustinos, encargados de dicho templo, después de investigar todos los milagros y circunstancias relacionadas con la imagen, dispusieron que fuera llevada a la iglesia en procesión solemne el veintisiete de marzo de 1499. Durante la procesión, un hombre tocó la pintura y le fue devuelto el uso de un brazo que tenía paralizado. Colocaron la pintura sobre el altar mayor de la iglesia, en donde permaneció casi trescientos años. Amada y venerada por todos los fieles de Roma, sirvió como medio de incontables milagros, curaciones y gracias.

En 1798, Napoleón y su ejército tomaron la ciudad de Roma. Exilió a Pío VII Chiaramonti y fueron destruidas treinta iglesias, entre ellas la de San Mateo, que quedó completamente arrasada. Junto con la iglesia, se perdieron muchas reliquias y estatuas venerables. Uno de los agustinos, justo a tiempo, logró poner a salvo el icono.

Cuando el Papa regresó a Roma, le dio a los agustinos el monasterio de S. Eusebio y después la casa y la Iglesia de Santa María in Posterula. Una pintura famosa de Nuestra Señora de la Gracia estaba ya colocada en dicha iglesia por lo que la pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fue puesta en la capilla privada de los Padres agustinos.

La imagen permaneció allí sesenta y cuatro años, casi olvidada, hasta que, a instancias del Papa, el Superior General de los Redentoristas estableció su sede principal en Roma, para lo que fueron construidas una casa y la Iglesia de San Alfonso. Uno de los Padres, el historiador de la casa, realizó un estudio acerca del sector de Roma en que vivían. En sus investigaciones, se encontró con múltiples referencias a la vieja Iglesia de San Mateo, sobre cuyas ruinas se elevaba la de San Alfonso, y a la pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

El Padre Michael Marchi, al hilo de ello, le comunicó que se acordaba de haber servido muchas veces en la Misa de la capilla de los agustinos de Posterula cuando era niño. Ahí, en la capilla, había visto la pintura milagrosa. Un viejo hermano lego que había vivido en San Mateo, y a quien había visitado a menudo, le había contado muchas veces relatos acerca de los milagros de Nuestra Señora y solía añadir: "Ten presente, Michael, que Nuestra Señora de San Mateo es la de la capilla privada. No lo olvides". Así los redentoristas supieron de la existencia de la pintura.

Ese mismo año, a través del sermón inspirado de un jesuita acerca de la antigua pintura de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, conocieron los redentoristas la historia del icono y del deseo de la Virgen de que esta imagen suya fuera venerada entre la Iglesia de Santa María la Mayor y la de San Juan de Letrán.

El jesuita lamentaba que el icono, que había sido tan famoso por milagros y curaciones, hubiera desaparecido sin revelar ninguna señal sobrenatural durante los últimos sesenta años. A él le pareció que se debía a que ya no estaba expuesto públicamente para ser venerado por los fieles. Les imploró a sus oyentes que, si alguno sabía dónde se hallaba la pintura, le informaran al dueño lo que deseaba la Virgen.

Los redentoristas desearon ver el milagroso cuadro nuevamente expuesto a la veneración pública y que, de ser posible, sucediera en su propia Iglesia de San Alfonso. Así que instaron a su Superior General, Nicolás Mauron, para que tratara de conseguir el famoso cuadro para su Iglesia. Después de un tiempo de reflexión, decidió solicitarle la pintura al Papa Beato Pío IX Mastai Ferretti.

Como era muy mariano y había orado de niño ante la imagen, dictaminó que el cuadro milagroso de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fuera devuelto a la Iglesia entre Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. También encargó a los Redentoristas que hicieran que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fuera conocida en todas partes. Así apareció y se veneró, por fin, de nuevo, el cuadro de Nuestra Señora.

Ninguno de los agustinos de ese tiempo había conocido la Iglesia de San Mateo. Una vez que supieron la historia, gustosos accedieron a la petición papal. Habían sido sus custodios y ahora se la devolverían al mundo bajo la tutela de otros custodios.

A petición del Papa, los redentoristas obsequiaron a los agustinos con una buena pintura para reemplazar a la milagrosa. La imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fue llevada en procesión solemne a lo largo de las vistosas y alegres calles de Roma antes de ser colocada sobre el altar, construido especialmente para su veneración en la Iglesia de San Alfonso. Empezó a venerarse de una manera especial el dieciséis de junio.

El veintitrés de junio de 1867, la imagen fue coronada canónicamente por el Deán del Capítulo Vaticano. El veintiuno de abril de 1866, el Superior General Redentorista había ya dado uno de los primeros ejemplares de copia del icono al Beato Pío IX. Se fijó su fiesta, como doble de segunda clase, el domingo antes de la fiesta de la Natividad de San Juan Bautista, en conmemoración de su coronación canónica, y por un decreto de mayo de 1876, se aprobó su Oficio y misa para la Congregación del Santísimo Redentor. Este favor más adelante se fue extendiendo, a la par que su Archicofradía, fundada en la Ciudad Eterna ese mismo año de 1876.

En 1913 se señaló su fiesta el veintisiete de junio, la fecha más cercana a su coronación libre en el calendario litúrgico, aunque en muchos lugares siguieron conservando por privilegio la celebración dominical, hasta que éste cesó definitivamente en 1973.

Hoy en día, la devoción a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se ha difundido por todo el mundo. Se han construido iglesias y santuarios en su honor, y se han establecido archicofradías. Su retrato es conocido y amado en todas partes.

Nuestra Señora de los Ángeles (dos de agosto)

Es fiesta propia de la Orden Franciscana, vinculada al famoso Perdón de Asís o Jubileo de la Porciúncula. En la segunda mitad de julio de 1216, San Francisco de se presentó con Fray Maseo ante el papa, y le pidió “una indulgencia especial para los que visitaren la ermita, sin necesidad de limosnas”. El papa se sorprendió, pues la ayuda económica era imprescindible en estos casos. Con todo, le ofreció un año, más de lo habitual, pero al Santo le pareció poco, y replicó: “Plazca a vuestra santidad concederme almas, no años”. Y, ante la extrañeza del pontífice, le explicó: “Quiero, si place a vuestra santidad, por los beneficios que Dios ha hecho y aún hace en aquel lugar, que quien venga a dicha iglesia confesado y arrepentido quede absuelto de culpa y pena, en el cielo y en la tierra, desde el día de su bautismo hasta el día y hora de su entrada en ella”.

La perplejidad del papa estaba más que justificada: el Concilio Lateranense IV, pocos meses antes, había limitado a un año la indulgencia para la dedicación de una iglesia, y a sólo cuarenta días para el aniversario, con el fin de favorecer la única indulgencia plenaria que existía entonces, la de Ultramar, establecida por el Concilio de Clermont (1095) con motivo de la Primera Cruzada. En un principio estaba reservada a los peregrinos de Tierra Santa y a los cruzados, pero el Concilio acababa de hacerla extensiva a quienes colaboraran materialmente con la Cruzada. Por tanto, una indulgencia plenaria sin riesgo físico ni coste económico, con la sola condición de acudir a la Porciúncula sinceramente arrepentidos, era algo inconcebible; de ahí que el papa respondiera: “Mucho pides, Francisco. La Iglesia no suele conceder tales indulgencias”. A lo que él replicó: “lo que pido no viene de mí, es el Señor quien me envía”. Entonces el pontífice exclamó, por tres veces: “¡Me place que la tengas!”.

Pero los cardenales, temiendo el golpe que tal indulgencia podía suponer para la Quinta Cruzada que se estaba organizando, hicieron notar enseguida al pontífice que tal concesión echaba por tierra la de Ultramar, mas él argumentó: “Se la hemos concedido y no podemos echarnos atrás, pero la limitaremos a un solo día natural”, y así se lo comunicó a San Francisco, quien, por respuesta, hizo una reverencia y se dispuso a marcharse, pero el Papa lo detuvo, diciéndole: “¡Simple! ¿A dónde vas sin documento alguno?”. “Me basta vuestra palabra -replicó él, alérgico como era a los privilegios-. Si es de Dios, ya se encargará de manifestarla. No quiero documentos. Que la Virgen sea el papel, Cristo el notario y los ángeles, testigos”.

Logrado su objetivo, Francisco regresó, contento, a Asís. Al llegar a Collestrada se detuvo a descansar y a orar junto a la leprosería. Poco después llamó al Hermano Maseo y le dijo: “De parte de Dios te digo que la indulgencia concedida por el papa ha sido confirmada en el cielo”. Los biógrafos más antiguos no mencionan expresamente esta importante concesión pontificia, pero cuentan que un hermano muy espiritual, a quien San Francisco quería mucho (probablemente fray Silvestre), antes de su conversión, soñó que en torno a la ermita de la Porciúncula había una multitud de personas ciegas, de rodillas, con el rostro y las manos levantadas al cielo y pidiendo a Dios, con lágrimas, luz y misericordia. Y, de repente, un gran resplandor del cielo los envolvió y les devolvió la vista.

La referencia explícita más antigua y autorizada sería una carta de San Buenaventura, ministro general entre 1257 y 1273, hoy desaparecida, inventariada en 1375 en la biblioteca papal de Aviñón bajo el título: “De indulgentia Beatae Mariae Portuensi (léase Portiunculae) Assisii”. Pero los testimonios más importantes fueron los recogidos por fray Ángel de Perugia, ministro de la provincia umbra de San Francisco (1276-7), que sirvieron de base para el Diploma del obispo Teobaldo de Asís (1310), que es el relato más completo y autorizado.

Entre los testigos estaba Pedro de Zalfano, presente el 2 de agosto de 1216 en la Porciúncula, donde “oyó predicar a San Francisco en presencia de siete obispos, y llevaba un papel en la mano, y dijo: Os quiero llevar a todos al paraíso, y os anuncio una indulgencia que tengo de boca del sumo pontífice. Y todos los que vengan hoy, y los que vendrán cada año, este mismo día, con corazón bueno y contrito, tendrán la indulgencia de todos sus pecados. Yo la quería para ocho días, pero sólo pude conseguir uno”. Aunque Pedro de Zalfano hace coincidir la proclamación con “la consagración”, según una nota del Sacro Convento de Asís, de la primera mitad del siglo XIII, y el testimonio de Giacomo Coppoli, que se lo oyó decir a fray León, lo que se celebraba ese día era el primer aniversario de la consagración.

La concesión, por voluntad de San Francisco, nunca estuvo avalada por ninguna bula, de ahí que, años más tarde, algunos dudaran de la misma, y fue por ese motivo por el que frailes y fieles de Asís se vieron obligados a recoger testimonios jurados de los pocos testigos directos e indirectos que aún vivían. Sin embargo, ningún papa se manifestó nunca contrario, más bien la confirmaron y, poco a poco, la fueron haciendo extensiva a otras muchas iglesias.

Además, la ignorancia sobre el tema unos siglos después llevó a creer que la Indulgencia se podía obtener en la Porciúncula todos los días del año, y también esto fue aceptado por diversos pontífices, no sólo para Santa María, sino también para la Basílica de San Francisco. En cierto modo se han cumplido las palabras del Santo, cuando dijo: “Si es obra de Dios, ya se encargará él de manifestarla”.

Nuestra Señora de Consolación (cuatro de septiembre) [33]

Esta advocación es muy antigua en el seno de la Orden agustina y fue declarada su Patrona. Según la leyenda, Santa Mónica derramaba muchas lágrimas ante Dios en favor de su hijo San Agustín, desviado de la fe que ella le transmitiera en su infancia, y la Virgen la consoló en su oración ferviente anunciándole la vuelta de su hijo a la Iglesia y le exhortó a expresar su penitencia vistiendo hábito negro y ciñéndose con una correa del mismo color.

Según los datos históricos, en su origen, ningún lazo especial relaciona a esta advocación con la Orden Agustiniana. Consta que a mediados del siglo XV los agustinos veneraban en el norte de Italia una imagen de María bajo este nombre.

En 1439 obtuvieron los agustinos la facultad de erigir para los laicos la Cofradía de la Cintura. En 1575 el Prior General Tadeo Guidelli unió la cofradía fundada en Bolonia para dar culto a la Virgen de Consolación, que había sido fundada en 1495, a la de los Cinturados de San Agustín, con la ratificación de Gregorio XIII Buoncompagni. La archicofradía adoptó entonces el título de Cinturados de San Agustín y de Santa Mónica bajo la advocación de Nuestra Señora de la Consolación.

Al año siguiente el mismo papa, boloñés de nacimiento, le otorgó numerosas indulgencias y el título de archicofradía con poder de agregar a otras cofradías, reservando la concesión de las patentes de agregación al General de la Orden. Se le concedió así mismo a la Orden fiesta de este título mariano con misa y Oficio propios.

A partir de entonces la devoción y el culto a esta advocación se propagaron constantemente, favorecidos por los papas y por el celo de los agustinos, aún en lugares donde no había conventos de la Orden. La iconografía tradicional nos muestra a la Virgen con el Niño en brazos, ofreciendo la correa del hábito agustino a San Agustín y a su madre Santa Mónica, ambos arrodillados a sus pies.

La Orden de San Agustín en sus tres ramas celebra en su liturgia propia la festividad de la Virgen bajo su advocación de Nuestra Señora de la Consolación el día cuatro de septiembre, una semana después de la solemnidad de San Agustín, con el rango de solemnidad.

Ramón de la Campa Carmona, en revistas.unav.edu

Notas:

24    Epístola Decessorem nostrum (1-IV-1915): A. A. S. VII, 201.

25    Constitución dogmática Lumen Gentium, VIII, nº62.

26    VILLEGAS, Alonso de, Flos Sanctorum nuevo, Venecia 1588, fol. 251v-252v.; RIBADENEIRA, Pedro de, S.J., Flos Sanctorum… Primera Parte, Madrid 1616, pp. 875 ss.; QUINTANADUEÑAS, Antonio de, S.J., Santos de la Ciudad de Toledo y su Arzobispado, Madrid 1651, pp. 523 s.; TAMAYO SALAZAR, Juan, Anamnesis sive Conmemorationis Sanctorum Hispanorum, Lyon 1659, t. VI, p. 483 ss.; MIRAVEL Y CASADEVANTE, José de, El Gran Diccionario Histórico, Libreros Privilegiados, París 1753, t. IV, p. 104; GARCÍA RODRÍGUEZ, Carmen, El culto de los santos en la España romana  y visigoda, CSIC, Madrid 1966, pp. 125 ss.; IBÁÑEZ, Javier, y MENDOZA, Fernando, María en la Liturgia Hispana, EUNSA, Pamplona 1975.

27    Hom.de laudibus B.V.M.: P. G. XLIII, 502.

28    A. A. S. IX, 265.

29    p. 202.

30    p. 202.

31    BENÍTEZ SÁNCHEZ, Jesús Miguel, O.S.A., “Advocaciones marianas en la Orden de San Agustín”, en: Advocaciones Marianas de Gloria, San Lorenzo del Escorial 2012, pp. 595-620.

32    ARDALES, Juan Bautista de, O.F.M. Cap., La Divina Pastora y el Beato Diego José de Cádiz, Imprenta de la Divina Pastora, Sevilla 1949; HERMANOS MENORES CAPUCHINOS DE ANDALUCÍA, Santa María Pastora nuestra. III Centenario de la Advocación Divina Pastora 1703- 2003, El Adalid Seráfico, Sevilla 2004.

33    BENÍTEZ SÁNCHEZ, Jesús Miguel, O.S.A., “Advocaciones marianas en la Orden de San Agustín”, op. cit., pp. 595-620; MARTÍNEZ CUESTA, Ángel, O.A.R., “María en la espiritualidad y apostolado de los agustinos recoletos”, en: Agustinos recoletos. Historia y espiritualidad, Avgvstinus, Madrid 2007,  pp. 479-509.

Ramón de la Campa Carmona

DOGMÁTICAS Y TEOLÓGICAS

Santa María, Madre de Dios (uno de enero)

La primitiva memoria litúrgica de Santa María giraba en torno a su maternidad divina, juntamente con su perpetua virginidad, y en la Iglesia de Roma, antes de la introducción de las cuatro primitivas fiesta marianas orientales (Natividad, Anunciación, Purificación y Asunción), se celebraba el uno de enero, Octava de la Navidad [19], a mediados del siglo VI, como Natale sanctae Mariae.

Posteriormente pasó a centrarse esta jornada en la Circuncisión del Señor, por influencia galicana, en la segunda mitad del siglo VII, lo que justifica la estación en Sancta Maria ad Martyres (Panteón), referida en el Sacramentario Gregoriano, y el tinte mariano de los textos pese al cambio de conmemoración, rastreable ya en el Gelasiano.

No podía ser de otra manera: como reacción ante las grandes herejías cristológicas, que ponían en tela de juicio la maternidad divina, se fue desarrollando, a la par que la teología sobre María, la Virgen Madre, una eucología propia derivada de ella.

En Occidente, con posterioridad, se empezó a celebrar, por lo menos, a partir del siglo XI, una fiesta particular de la maternidad divina y se extendió en los siglos XIII-XIV. El veintiuno de enero de 1751 Benedicto XIV Lambertini la concedió a Portugal, fijándola en el primer domingo de mayo y componiéndole Oficio y Misa. A partir de aquí se extendió a otros lugares, como Nápoles, Perugia, Toscana, Inglaterra… y a institutos religiosos.

En 1914 empezó a celebrarse el once de octubre en vez de el segundo domingo de dicho mes. En 1932 fue extendida para toda la Iglesia Latina para esa fecha esta fiesta de la Maternidad de María por Pío XI Ratti, en conmemoración del XV centenario del Concilio de Éfeso (año 431), en que se definió como dogma dicha verdad teológica.

En la reforma del calendario de 1969 se reubicó en la Octava de Navidad, rescatando esa fiesta mariana de la primitiva liturgia romana. No podemos olvidar, como nos recuerda el Papa Pablo VI Montini en su Marialis Cultus nº 5, que “el tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de aquélla cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador […]”.

Santa María, Reina (veintidós de agosto)

Aunque ya en los congresos marianos de Lyon de 1900, de Friburgo en 1902 y de Einsiedeln de 1906 se había solicitado la instauración de una fiesta de la realeza universal de María como colofón del mes de mayo mariano, su creación fue paralela a la de Cristo Rey, instaurada por Pío XI Ratti en 1925.

En 1933 María Desideri fundó en Roma el movimiento internacional Pro regalitate Mariae con ese fin, y se recogieron innumerables peticiones, entre ellas de obispos y personalidades católicas, que se presentaron en doce volúmenes al Venerable Pío XII Pacelli.

Finalmente este papa, tras publicar la Encíclica Ad coeli Reginam del once de octubre de 1954, instituyó la fiesta el uno de noviembre de dicho año, con motivo del I centenario de la definición dogmática de la Inmaculada, para el treinta y uno de mayo, como culminación del Mes de María.

En la reforma del calendario de 1969 fue transferida del treinta y uno de mayo a la Octava de la Asunción. El Papa Pablo VI Montini justifica perfectamente el cambio de fecha: “la solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después, y en la que se contempla a aquélla que sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre” [20].

DEVOCIONALES

Santa María en Sábado

Semanalmente tenemos un culto sabatino mariano. Como dice el Directorio de Piedad Popular y Liturgia, en el nº 188: “Entre los días dedicados a la Virgen Santísima destaca el sábado, que tiene la categoría de memoria de santa María. Esta memoria se remonta a la época carolingia (siglo IX), pero no se conocen los motivos que llevaron a elegir el sábado como día de santa María. Posteriormente se dieron numerosas explicaciones que no acaban de satisfacer del todo a los estudiosos de la historia de la piedad”.

En el ritmo semanal cristiano de la Iglesia primitiva, el domingo, día de la Resurrección del Señor, se constituye en su ápice como conmemoración del misterio pascual. Pronto se añadió en el viernes el recuerdo de la muerte de Cristo en la cruz, que se consolida en día de ayuno junto al miércoles, día de la traición de Judas.

Al sábado, al principio no se le quiso subrayar con ninguna práctica especial para alejarse del judaísmo, pero ya en el siglo III en las Iglesias de Alejandría y de Roma era un tercer día de ayuno en recuerdo del reposo de Cristo en el sepulcro, mientras que en Oriente cae en la órbita del domingo y se le considera media fiesta, así como se hace sufragio por los difuntos al hacerse memoria del descenso de Cristo al Limbo para librar las almas de los justos.

En Occidente en la Alta Edad Media se empieza a dedicar el sábado a la Virgen. El benedictino anglosajón Alcuino de York (+804), consejero del Emperador Carlomagno y uno de los agentes principales de la reforma litúrgica carolingia, en el suplemento al sacramentario carolingio compiló siete misas votivas para los días de la semana sin conmemoración especial; el sábado, señaló la Santa María, que pasará también al Oficio.

Al principio lo más significativo del Oficio mariano, desde Pascua a Adviento, era tres breves lecturas, como ocurría con la conmemoración de la Cruz el viernes, hasta que llegó a asumir la estructura del Oficio principal. Al principio, este Oficio podía sustituir al del día fuera de cuaresma y de fiestas, para luego en muchos casos pasar a ser añadido.

En el X, en el monasterio suizo de Einsiedeln, encontramos ya un Oficio de Beata suplementario, con los textos eucológicos que Urbano II de Chantillon aprobó en el Concilio de Clermont (1095), para atraer sobre la I Cruzada la intercesión mariana.

De éste surgió el llamado Oficio Parvo, autónomo y completo, devoción mariana que se extendió no sólo entre el clero sino también entre los fieles, que ya se rezaba en tiempos de Berengario de Verdún (+962), y que se muestra como práctica extendida en el siglo XI. San Pedro Damián (+1072) fue un gran divulgador de esta devoción sabatina, mientras que Bernoldo de Constanza (+ca. 1100), poco después, señalaba esta misa votiva de la Virgen extendida por casi todas partes, y ya desde el siglo XIII es práctica general en los sábados no impedidos.

Comienza a partir de aquí una tradición devocional incontestada y continua de dedicación a la Virgen del sábado, día en que María vivió probada en el crisol de la soledad ante el sepulcro, traspasada por la espada del dolor, el misterio de la fe. El sábado se constituye en el día de la conmemoración de los dolores de la Madre como el viernes lo es del sacrificio de su Hijo. En la Iglesia Oriental es, sin embargo, el miércoles el día dedicado a la Virgen.

San Pío V, en la reforma litúrgica postridentina avaló tanto el Oficio de Santa María en sábado, a combinar con el Oficio del día, como el Oficio Parvo, aunque los hizo potestativos. De aquí surgió el Común de Santa María, al que, para la eucaristía, ha venido a sumarse la Colección de misas de Santa María Virgen, publicada en 1989 bajo el pontificado de San Juan Pablo II Wojtyla.

Nuestra Señora de Lourdes (once de febrero)

En este día, once febrero, del año 1858, la Virgen se apareció a Santa Bernardette Soubirous, cuando ésta tenía catorce años, la primera de las dieciocho apariciones que tuvieron lugar durante los seis meses siguientes, hasta el dieciséis julio de ese mismo año.

El mensaje de Lourdes es un mensaje para la conversión de los pecadores que, estando apartados de Dios, se encuentran fuera de su amor y, por consiguiente, no pueden ser objeto de la bondad divina. La Virgen repitió continuamente a Bernardette que había que hacer penitencia y orar por los pecadores, y le pidió que hablara con los sacerdotes para que construyeran una capilla en aquel mismo lugar, adonde la gente acudiera en procesión para rezar por los pecadores.

El sacerdote del lugar, el Padre Peyramale, no quiso dejarse engañar y reclamó a Bernardette que preguntara a la Visión su nombre: “Soy la Inmaculada Concepción”, responde la Santísima Virgen. Ante esta respuesta, considerando el sacerdote que Bernardette, sin ninguna instrucción, no podía comprender el significado de las palabras pronunciadas por la Virgen, quedó plenamente convencido del carácter sobrenatural divino de las apariciones. Es necesario recordar que el dogma de la Inmaculada Concepción había sido definido por el Beato Pío IX Mastai-Ferretti sólo cuatro años antes, mediante la bula Ineffabilis Deus del ocho diciembre 1854.

El carácter sobrenatural de las apariciones se puso de manifiesto casi de inmediato con la realización de milagros. Pero lo decisivo del mensaje de Lourdes es la necesidad de penitencia y oración por los pecadores.

Esta fiesta fue concedida por León XIII Pecci a Francia y a algunos lugares y familias religiosas en 1891, con misa y Oficio propios con el título Aparición de la Bienaventurada Virgen María Inmaculada. Su celebración se extendió a la Iglesia Latina el trece de noviembre 1907 por San Pío X Sarto, con ocasión del L aniversario de las apariciones de Lourdes (1858), y se fijó el once de febrero, fecha de la primera aparición.

En el calendario actual es memoria libre y se le ha mudado el título a Nuestra Señora de Lourdes. Es, por un lado, una fiesta menor de la Inmaculada, en que junto a su perfección ejemplar como prototipo de la criatura de la Nueva Creación, une su mensaje de la necesidad de oración y penitencia para una auténtica conversión.

Viernes de Dolores (viernes de la IV semana de cuaresma)

En primer lugar debemos decir que la advocación de los Dolores de María se encuentra entre los títulos soteriológicos de la Madre de Dios, vividos a lo largo de toda su vida, en torno a los misterios de su Maternidad Divina (nacimiento, infancia y vida pública de Jesús) y de su Compasión (Pasión y Muerte del Señor).

Aunque los dolores de María aparecen en las Sagradas Escrituras y la reflexión sobre ellos se remonta a la época patrística, esta devoción sólo ha tenido un desarrollo litúrgico en Occidente.

En Oriente sólo los Católicos Rutenos tienen una fiesta de la Madre Dolorosa el Viernes posterior a la Octava del Corpus Christi, aunque en la iglesia bizantina el recuerdo de la Dolorosa está muy presente en el oficio del Viernes Santo y todos los miércoles y jueves del año, en que se conmemora el sacrificio del Calvario de una manera especial, y se reza una antífona mariana llamada staurotheotókion, que canta a María al pie de la Cruz.

Esta memoria mariana se gestó en el corazón de Europa. Fue preparada por la literatura ascético-mística renana de los siglos XII y XIII, en la que, insistiendo en la humanidad de Cristo, revaloriza también la figura de María, indisolublemente unida a Él, sobre todo en lo referente a la pasión: junto al Varón de Dolores, se contempla a la Reina de los Mártires.

La conmemoración litúrgica de los dolores de Nuestra Señora, en la opinión más extendida, se remonta al siglo XIV, con Alemania como foco principal. En principio fue colocada en diversas fechas y recibió distintos nombres: Angustias, Compasión, Conmiseración, Desmayo, Lamentación de María, Llanto de María, Martirio del Corazón de María, Pasmo, Piedad, Siete Dolores, Transfixión, Traspaso...

Mas los testimonios más antiguos de una fiesta litúrgica anual provienen de Iglesias locales. Los encontramos en la Fiesta de la Transfixión, establecida por el Obispo Lope de Luna en Zaragoza el año 1399, y en el Concilio Provincial de Colonia, presidido por el Arzobispo Teodorico de Meurs, que el veintidós de abril de 1423 instituye la Commemoratio angustiae et doloris B. Mariae Virginis, para el viernes posterior al domingo Jubilate, actual cuarta semana de Pascua, por decreto sinodal, como desagravio de los sacrílegos ultrajes de los herejes husitas a las imágenes de Cristo y de la Virgen, y para venerar exclusivamente los dolores de María en el Calvario.

En 1482 el Papa Sixto IV della Rovere introdujo en el rito romano una misa centrada en los sufrimientos de María al pie de la cruz, denominada de Nuestra Señora de la Piedad, que se fue extendiendo por todo Occidente.

A fines de la Edad Media una fiesta de María Dolorosa estaba establecida en las diócesis del norte de Alemania, Escandinavia y Escocia, con diferentes denominaciones y fechas, la mayoría movibles (durante el tiempo pascual o poco después de Pentecostés), aunque algunas eran fijas (sobre todo en julio: el dieciocho en Merseburg; el diecinueve en Halberstadt, Lübeck o Meissen, el veinte en Naumberg). Sus textos eucológicos son variados, limitándose desde la consideración de las angustias de María durante la Pasión hasta extenderla a todos los dolores de la vida de la Madre de Dios.

Durante el siglo XVI, esta memoria de la Compasión de la Virgen se va extendiendo por toda la Iglesia Occidental con sus varias denominaciones y fechas. En 1506 fue confirmada a las monjas de la Anunciación bajo el título de Pasmo de la Bienaventurada Virgen María para el lunes siguiente al Domingo de Pasión. En el Breviario de Erfurt, impreso en Mainz (Maguncia) en 1518, encontramos la fiesta con el título de Commendatio B. Mariae Virginis el viernes después del Domingo in Albis (actual Segundo de Pascua).

En algunos lugares se le asignó el día que luego se extendería, el viernes anterior al Viernes Santo, como el caso de la concesión en 1600 a las monjas servitas de Valencia bajo el título de Bienaventurada Virgen María al pie de la Cruz; en otros se coloca el sábado siguiente, día por excelencia de la Virgen, o incluso un día fijo, el dieciocho de marzo, ocho días antes del veinticinco, que es el día en que la Tradición señala la muerte de Cristo.

En Francia se hizo popular esta fiesta en el siglo XVII, y la llamaban de Nuestra Señora del Pasmo o Nuestra Señora de la Piedad, celebrándose el viernes de la Semana de Pasión. Clemente X Altieri (1670-6) concedió esta memoria de los Dolores de Nuestra Señora a toda España. Esta misma fecha fue asignada a todo el Imperio Alemán en 1674.

El dieciocho de agosto de 1714 el Papa Clemente XI Albani la concede a los Siervos de María. El Papa Benedicto XIII Orsini, a petición de éstos, el veintidós de agosto de 1727, la extendió a toda la Iglesia Romana, con el nombre de Fiesta de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María, fijándola el Viernes de la Semana de Pasión o Quinta de Cuaresma.

En este día la celebraban la fiesta los servitas y los dominicos, Orden a la que pertenecía el Pontífice, así como los franceses, españoles y alemanes. Esta jornada acaba recibiendo el nombre popular de Viernes de Dolores. A pesar del título de la fiesta, contempla la compasión de María al pie de la cruz.

Suprimida como una duplicación en la reforma del calendario de 1969 en beneficio de la del quince de septiembre, aunque fuera más antigua para no oscurecer la austeridad cuaresmal, en la última edición del Misal Romano se ha rescatado esta memoria, tan arraigada en nuestra tierra, en una colecta alternativa a la del día. “Señor Dios, que en este tiempo ayudas con bondad a tu Iglesia: concédenos imitar a la Santísima Virgen María en la contemplación de la Pasión de Cristo, con un corazón sinceramente entregado. Te pedimos, por la intercesión de la misma Virgen, unirnos en estos días con firmeza a tu Hijo Unigénito, y así poder llegar a la plenitud de su gracia”. Los servitas la siguen celebrando como fiesta con el título de Santa María al pie de la Cruz.

Nuestra Señora de Fátima (13 de mayo)

Se celebra este día en recuerdo de la primera de las seis apariciones a Lucía, Jacinta y Francisco en 1917, a tres kilómetros de Fátima, Portugal, en el lugar de Cova de Iría, que suponen un llamamiento a la oración, a la penitencia y a la conversión espiritual.

El culto a la Virgen de Fátima surgió con la primera capilla a Ella dedicada en 1919. Ha sido incluida esta advocación como memoria libre en la última edición del Missale Romanum, mientras que los Heraldos del Evangelio la celebran como fiesta.

Cuenta con la siguiente oración colecta: “Señor Dios, que nos diste a la Madre de tu Hijo como Madre nuestra, concédenos que perseveremos en la oración por la salvación del mundo y procuremos promover pacientemente el Reino de Jesucristo, tu Hijo”.

Inmaculado Corazón de María (Sábado posterior al Corazón de Jesús)

La devoción al Purísimo Corazón de María nos remite de manera directa al Sagrado Corazón de Jesús, pues en María todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de Jesús y María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad por el misterio de la maternidad divina. Su veneración, no obstante, se mantuvo mucho tiempo en el campo de la devoción privada, sin desembocar en un culto oficial.

San Juan Eudes (+1680), al par que la devoción al Corazón de Jesús, difundió la del Corazón de María. Le compuso misa y oficio e hizo celebrar su primera fiesta pública el ocho de febrero de 1648 en la Catedral de Autun, con sanción del Ordinario de Lugar. Varios obispos de Francia aprobaron los textos litúrgicos, pero los jansenistas, obviamente, estaban en completo desacuerdo.

En el segundo tercio del XVII cofradías consagradas a su culto obtuvieron aprobación pontificia, tanto de Alejandro VII Chigi en 1666 como de Clemente IX Rospigliosi entre 1667 y 1669, con el título de Purísimo o Santísimo Corazón de María.

En el año 1668, la fiesta del día dos de junio y sus textos litúrgicos obtuvieron la aprobación del Cardenal Legado para Francia, aunque al año siguiente, 1669, se pidió a Roma la ratificación, pero la Congregación de Ritos dio una respuesta negativa a los textos, aunque no a la fiesta.

En diferentes ocasiones se pidió a la Santa Sede la aprobación de la fiesta. Una de ellas fue hecha como petición formal por el padre jesuita Gallifet en el 1726, conjuntamente con la del Corazón de Jesús.

Esta causa fue tratada por Próspero Lambertini, futuro Benedicto XIV. La Congregación de Ritos llegó a responder por primera vez en 1727 con un non proposita, pues presentaba dificultades doctrinales. Luego de esta respuesta, Gallifet sin perder esperanzas volvió a enviar la petición, pero hubo una respuesta oficial tajante y negativa el treinta de julio de 1729. A pesar de ello el citado Benedicto XIV (papa entre el 1740 y el 1758) permitió que se celebrara la fiesta a la cofradía de la iglesia romana de San Salvatore in Onda.

Fue ya a finales del XVIII cuando la fiesta empezó a obtener el plácet definitivo. Pío VI Braschi el veintidós de marzo de 1799 la concedió a Parma, y, definitivamente, en el pontificado de Pío VII Chiaramonti, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del treinta y uno de agosto de 1805, aprobó concederla a todos los que la solicitaran, con los textos eucológicos de la festividad de las Nieves (cinco de agosto). A partir de aquí se elevaron numerosas peticiones de diócesis y familias religiosas.

Siendo Papa el Beato Pío IX Mastai Ferretti, el veintiuno de julio de 1855, la Congregación de Ritos aprobó para la celebración del Corazón Purísimo de María nuevos textos para la misa y el oficio, utilizando algunas partes de los de San Juan Eudes.

En 1914, con ocasión de la reforma del Misal Romano, la fiesta del Corazón de María fue trasladada del cuerpo del misal a un apéndice del mismo, entre las fiestas pro aliquibus locis. Hubo muchas peticiones para que esta fiesta se extendiera a toda la Iglesia, en especial de los Claretianos, que la tienen por patrona.

En el marco de la II Guerra Mundial, el treinta y uno de octubre de 1942, en radiomensaje, y luego, de manera solemne, el ocho de diciembre en la basílica vaticana, cumpliéndose el XXV aniversario de las apariciones de Fátima, el Venerable Pío XII consagró la Iglesia y el género humano al Inmaculado Corazón de María. El adjetivo Inmaculado se le empezó a aplicar tras la definición dogmática de la Inmaculada y pasó a la liturgia por influencia de las apariciones de Fátima.

Su fiesta litúrgica fue extendida a la Iglesia Latina dos años después, el cuatro de mayo de 1944, por el decreto de la Sagrada Congregación de Ritos Cultus liturgicus, con la categoría de doble de segunda clase, con Oficio y misa propios, señalando su fiesta el veintidós de agosto, Octava de la Asunción. En la reforma del calendario de 1969 fue transferida del veintidós de agosto a su actual emplazamiento.

Colocada al día siguiente de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la contigüidad de las dos celebraciones es ya, en sí misma, un signo litúrgico de su estrecha relación: el mysterium del Corazón del Salvador se proyecta y refleja en el Corazón de la Madre que es también compañera y discípula.

Así como la Solemnidad del Sagrado Corazón celebra los misterios salvíficos de Cristo de una manera sintética y refiriéndolos a su fuente —precisamente el Corazón—, la memoria del Corazón Inmaculado de María es celebración resumida de la asociación “cordial” de la Madre a la obra salvadora del Hijo: de la Encarnación a la Muerte y Resurrección, y al don del Espíritu. Recibió notorio impulso con las apariciones de Fátima.

Nuestra Señora del Carmen (dieciséis de julio) [21]

La conmemoración de la Virgen del Carmen tiene su origen en la Orden homónima. Ésta remonta sus orígenes míticos a los hijos de los profetas que habitaron el Monte Carmelo en Tierra Santa. En época de la cruzadas fueron estableciéndose allí un grupo de anacoretas que levantaron un templo a la Virgen María en la cumbre del monte Carmelo, que veían prefigurada la maternidad divina en la nube que desde allí viera Elías, anunciando el fin de la sequía [22]. Estos religiosos se llamaron Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, a los que San Alberto de Vercelli, también conocido por su nombre secular, Alberto Avogadro (+1214), Patriarca de Jerusalén, escribió una normativa de vida entre 1206 y 1214.

Pasaron a Europa en el siglo XIII, aprobando su regla Inocencio IV Fieschi en 1245, bajo el sexto Prior General de la Orden, San Simón Stock (+1265), que los adaptó a la vida mendicante. Este papa es el primero que los llama, en 1252, Hermanos Ermitaños de la Orden de Santa María del Monte Carmelo.

Viendo éste en peligro el futuro de la Orden en Occidente, cuenta la tradición que el dieciséis de julio de 1251, según la versión oficial fijada en el siglo XVII, la Virgen María se le apareció en Cambridge y le entregó el hábito que había de ser su signo distintivo, cuya versión reducida es el escapulario marrón, y le prometió: “Este será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará”. Desde Inglaterra se extendió esta devoción a toda la Orden y, por su labor, a todo el mundo.

Al principio los carmelitas celebraban a la Virgen en las fiestas del calendario general, sobre todo, en el siglo XIII, la Anunciación, que cedió su lugar, a partir de 1306, a la Inmaculada Concepción, que se convirtió en la fiesta mariana oficial de la Orden. Sin embargo, a comienzos del siglo XV, parece que los carmelitas intentaron buscar una celebración mariana propia acomodada a su carisma.

Esta parece que tiene su origen en el rito jerosolimitano primitivo de la Orden, que a una conmemoración solemne de la Resurrección del Señor semanal había unido una de la Virgen María, especialmente solemnizada la del Adviento, que naturalmente se identificaba con su Asunción como glorificación plena de María. Por primera vez encontramos esta fiesta celebrada en Oxford en 1387 y en un calendario astronómico de Nicolás de Lynn. Poco a poco va apareciendo en diferentes misales (Londres, 1387-93) y breviarios (Oxford 1375-93) y extendiéndose muy lentamente por el continente.

Pero con la difusión del escapulario, catapultada por la famosa Bula del privilegio sabatino, en algunas partes, sobre todo en Inglaterra, se relacionó esta commemoratio solemnis, a partir de la celebración de los beneficios recibidos de su Patrona, -con tal devoción, dando lugar a la solemne conmemoración de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

Su fijación en julio parece depender de la fecha de la última sesión del II Concilio de Lyon, celebrada el diecisiete de julio de 1274, en que se decretó que las órdenes carmelitana y agustina, que corrían peligro de ser suprimidas, permanecieran en su estado mientras no se decretara otra cosa, aunque la aprobación definitiva no llegaría hasta 1298 con Bonifacio VIII Gaetani en 1298.

Esta fiesta de acción de gracias a la Virgen se adelantó en el siglo XV al dieciséis de julio. Sixto V Peretti aprobó la fiesta del dieciséis de julio en 1587, y en el Capítulo General carmelitano del 1609, habiéndose preguntado a todos los capitulares qué festividad debía tenerse como titular o patronal de la Orden, todos unánimemente contestaron que ésta, sin duda alguna.

A pesar de haberse dictado algunos decretos restringiéndola, esta fiesta, que ya se había difundido por Inglaterra, Italia, España y América, se fue propagando rápidamente en el siglo XVII por el resto de Europa y algunas zonas de Oriente. España fue la primera nación en obtener del papa Clemente X Rezzonico, en 1674, el permiso para celebrar esta festividad en todos los dominios del Rey Católico.

A esta petición siguieron otras muchas, hasta que el veinticuatro de septiembre 1726 Benedicto XIII Orsini, tras haberla impuesto el año antes en los Estados Pontificios, la extendía a toda la cristiandad con rito doble mayor y con la misma oración y lecciones para el segundo nocturno que desde el siglo anterior rezaban ya los religiosos carmelitas.

En la reforma del Beato Juan XXIII Roncalli de 1960 fue reducida a simple conmemoración, y en el calendario del uso ordinario es memoria libre. También fue introducida en los ritos ambrosiano, caldeo, maronita, mozárabe y greco-albanés.

Dedicación de la Basílica Santa María la Mayor (cinco de agosto)

Fiesta conocida popularmente por Santa María de las Nieves o la Blanca por la leyenda de la fundación de la basílica de Santa María la Mayor de Roma: el patricio romano Juan tuvo una visión de la Virgen en el 358 que le ordenaba edificar una iglesia en un solar que encontraría cubierto de nieve, lo que comunicó al Papa Liberio, que trazó el plano del nuevo templo en la cumbre del Esquilino, nevada prodigiosamente, por lo que se la conoce como Basílica Liberiana.

Se la encuentra ya registrada en el calendario jeronimiano, pero por ser una celebración local romana, no aparece en los sacramentarios. Hasta el siglo XIV fue una fiesta exclusiva de la basílica, en que se extendió a todas las iglesias de Roma y a otras diócesis. Fue extendida definitivamente a la Iglesia Latina en 1570 por San Pío V Ghislieri, que determinó incluso sepultarse allí, y Clemente VIII Aldobrandini (+1605) la elevó a doble mayor. En el calendario de 1969 fue incluida memoria libre.

Aparte de la historicidad de la leyenda, el conmemorar la dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma nos invita a reflexionar que María es imagen y tipo de la Iglesia, su origen como la primera creyente del nuevo orden salvífico y su representación en el Calvario y ante el sepulcro, así como la esperanza escatológica eclesial de la futura glorificación consumada en su Asunción. El templo material de María, que alberga a Jesús Eucaristía es signo del cristiano, templo vivo del Espíritu Santo.

Dulcísimo Nombre María (12 de septiembre)

La propagación de la devoción al Santísimo Nombre de Jesús por parte de dominicos, con las Hermandades del Dulce Nombre, y de franciscanos en sus predicaciones populares, tales como las de San Bernardino de Siena, abrió naturalmente el camino para una conmemoración similar del Santo Nombre de María.

Fiesta de origen ibérico, fue aprobada con Oficio propio por Julio II della Rovere en 1513 para la Diócesis de Cuenca, y señalada el quince de septiembre, Octava de la Natividad. Suprimida en la reforma litúrgica de San Pío V Ghislieri, por decreto de Sixto V Peretti de dieciséis de enero de 1587, fue rehabilitada y trasladada al diecisiete de septiembre.

En 1622 fue extendida a la Archidiócesis de Toledo por Gregorio XV Ludovisi. Aunque después de 1625 la Congregación de los Ritos titubeó durante un tiempo conceder más extensiones de la fiesta, sabemos que era celebrada por los trinitarios españoles en 1640 y que fue concedida a Austria como doble de segunda clase el uno de agosto de 1654. En 1666 los Carmelitas Descalzos recibieron la facultad de recitar el Oficio del Nombre de María cuatro veces al año con la categoría de doble. Finalmente, fue concedida a toda España, al Reino de Nápoles y al Milanesado el veintiséis de enero de 1671.

Inocencio XI Odescalchi la introdujo en el calendario general de la Iglesia Latina con la categoría litúrgica de duplex majus por decreto del veinticinco de noviembre de l683 tras la victoria de Viena sobre los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia, y la asignó al domingo después de la Natividad de María.

De acuerdo al decreto del ocho de julio de 1908, cuando la fiesta no pudiera ser celebrada en su propio domingo porque éste lo ocupara una fiesta de mayor jerarquía, debería trasladarse al doce de septiembre, el día aniversario de la victoria de Sobieski, fecha en que fue fijada en la reforma del calendario de San Pío X Sarto de 1911.

Aunque esta fiesta fue suprimida en el Misal Romano de 1969, se repuso en la edición del año 2002, bajo San Juan Pablo II Wojtyla, entre las memorias libres marianas.

La oración colecta de la misa es la siguiente: “Concédenos, Dios omnipotente, que el glorioso nombre de la bienaventurada Virgen María que ahora celebramos, nos obtenga los beneficios de tu misericordia”.

La superoblata: “Por la intercesión de la siempre Virgen María, te pedimos, Señor, que aceptes estos dones que te presentamos, y nos transformes a quienes veneramos tu Santo Nombre”.

La postcomunión: “Concédenos, Padre, alcanzar la gracia de tu bendición por intercesión de María, la Madre de Dios, para que, quienes hemos celebrado su nombre venerable obtengamos su auxilio en todas nuestras necesidades”.

Dolores de María (15 de septiembre)

Una segunda conmemoración de los Dolores de Nuestra Señora surge al calor de la Orden de los Siervos de María, pero en este caso considerando globalmente los sufrimientos de la Virgen a lo largo de toda su vida por su íntima asociación a la Obra de la Redención, y no sólo centrándose en el Calvario, aunque éste fuera el momento culminante.

Esta Orden, los servitas, es la institución eclesial que más ha contribuido a expandir la devoción a los Dolores de María. Fundada en el Monte Senario, Florencia, en 1233 con un marcado tinte mariano, ésta arraigó en ella y se fue acrecentando, hasta el punto que declararon como Patrona a Nuestra Señora de los Dolores el ocho de agosto de 1692.

Constituida como instituto mendicante, está compuesta de tres Órdenes: Primera, la de los frailes; Segunda, la de las monjas de clausura, y Tercera, la de los laicos, que fue la gran difusora, junto con las cofradías servitas, agregadas a la Orden, de la devoción a Nuestra Señora de los Dolores y a su hábito, el negro de su viudez, propio del instituto, en forma de escapulario, pues éstas llegaron donde no alcanzaron ni la primera ni la segunda rama, además de que no fueron afectadas, por su carácter seglar, por las exclaustraciones de la Edad Contemporánea.

Los servitas solían tener una reunión con los Hermanos de su Compañía del Hábito de los VII Dolores de la Virgen el tercer domingo de cada mes. A principios del siglo XVII comenzaron a solemnizarse estas reuniones, escogiéndose la de septiembre como la principal, hasta que llega a considerarse todo el mes de septiembre como consagrado a la devoción de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María; por ejemplo, el Papa León XIII Pecci concede indulgencia plenaria en la forma acostumbrada cualquier día de septiembre o del día uno al ocho de octubre.

El nueve de junio de 1668, el Papa Clemente IX Rospigliosi concedió para ese día, tercer domingo de septiembre, a la Orden de los Siervos de María celebrar Fiesta de los Siete Dolores de la Virgen, con rito doble y octava, y un formulario similar al de 1482, que fue el introducido en lo esencial en el Misal de San Pío V Ghislieri para el Viernes de Dolores.

El dieciséis de septiembre de 1673 la otorgó a la Diócesis de Córdoba el Papa Clemente X Altieri. Fue confirmada por Inocencio XI Odescalchi en 1688, y poco a poco se va extendiendo por toda la Iglesia.

A todos los territorios españoles fue extendida por el Papa Clemente XII Corsini, a petición del Rey Felipe V, el veinte de septiembre de 1735, tras el parecer favorable de la Sagrada Congregación de Ritos, fechado tres días antes.

El Papa Pío VI Braschi, en 1777, concedió a la Diócesis de Méjico indulto perpetuo de rezar Oficio y Misa de los Siete Dolores de Nuestra Señora con rito doble de segunda clase. En 1785, autorizó Misa votiva de los Siete Dolores todos los sábados en la iglesia de los Mínimos de Mallorca. En 1786, concedió a la Diócesis de Santa Fe (Argentina) rezar el Oficio de los Siete Dolores propio de la Orden de Siervos de María.

Pío VII Chiaramonti, muy influido por los servitas, la declaró en 1801 fiesta de precepto de segunda clase para la isla de Cerdeña, la concedió a la Archidiócesis de Sevilla en 1807, así como a la Toscana, como doble de segunda clase con octava, y finalmente la extendió a toda la Iglesia Latina el ocho de septiembre de 1814, en memoria de su liberación del cautiverio que le infringió Napoleón, adoptando la misa y oficio de los servitas.

En 1908 el Papa Pío X Sarto la incluyó entre las dobles de segunda clase. Los servitas la celebraban como de primera clase con octava y vigilia, como los Pasionistas, y en Florencia, donde había surgido la Orden de los Siervos de María, y Granada, cuya patrona es Nuestra Señora de las Angustias.

En la reforma litúrgica de este mismo Pontífice de 1914, con el fin de despejar el ciclo dominical, se fijó el quince de septiembre, día en que ya se celebraba en el rito ambrosiano por no tener octava la fiesta de la Natividad de la Virgen, haciendo pareja con la del día anterior: la Exaltación de la Santa Cruz. Contemplamos desde la perspectiva de la glorificación los frutos de la Redención de la pareja salvadora, Cristo, Nuevo Adán, y María. Nueva Eva.

Tras ser reducida a simple conmemoración optativa la fiesta del Viernes de Dolores en el Calendario Universal de 1960, fue suprimida en el actual de 1969 según los criterios de simplificación y eliminación de las duplicaciones, quedando sólo la de septiembre, para dejar lo más libre posible el último tramo cuaresmal, como memoria obligatoria, bajo el título de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Su ubicación, en opinión de muchos autores, le perjudica al quedar desarticulada del ciclo pascual.

El antiguo título de Compasión es conservado por la Diócesis de Hildesheim con una fiesta el sábado posterior a la Octava del Corpus, y con la denominación de la Bienaventurada Virgen María de la Piedad, con un bonito Oficio de origen medieval, existe una conmemoración en Goa (India) y en Braga (Portugal) el tercer sábado de octubre.

Nuestra Señora de las Mercedes (24 de septiembre)

La Virgen de la Merced o Nuestra Señora de las Mercedes es una advocación, que deriva del latín merces, que significa: dádiva, gracia, por lo que puede entenderse como Nuestra Señora de la Misericordia.

San Pedro Nolasco, un joven mercader de telas de Barcelona, empezó a actuar en la compra y rescate de cautivos, vendiendo cuanto tenía en 1203. Se dice que el uno de agosto de 1218, fiesta de San Pietro ad Vincula, tuvo una visita de la Santísima Virgen, dándose a conocer como La Merced, que lo exhortaba a fundar una Orden religiosa con ese fin principal de redimir a cristianos cautivos de los musulmanes y piratas sarracenos.

San Pedro Nolasco consumó la creación de la Orden de la Merced en la Catedral de Barcelona con el apoyo del rey Jaime I el Conquistador y el asesoramiento del dominico canonista San Raimundo de Peñafort, el diez de agosto de ese mismo año 1218: recibieron la institución canónica del obispo de Barcelona y la investidura militar del rey Jaime I el Conquistador. El Papa Gregorio IX de Segni, quien aprobó la orden el diecisiete de enero de 1235, con la Regla de San Agustín. En 1245, muere el fundador.

Se tienen testimonios de esta advocación mariana en medallas desde mediados del siglo XIII. En las primeras Constituciones de la Orden, de 1272, redactadas en Capítulo General, la Orden recibe ya el título de Orden de la Virgen de la Merced de la Redención de los cristianos cautivos de Santa Eulalia de Barcelona.

La devoción a la Virgen de la Merced se difundió a partir de la fundación de la Orden como un reguero de pólvora por Cataluña y por toda España, incluida Cerdeña, por Francia y por Italia, con la labor de redención de estos religiosos y sus cofrades.

Con la evangelización de América, en la que la Orden de la Merced participó desde sus mismos inicios, la devoción se extendió y arraigó profundamente en todo el territorio americano.

La fiesta dedicada a su patrona fue instituida a instancias de los mercedarios como acción de gracias por la fundación de la Orden. La primera concesión a los mercedarios de un Oficio para esta fiesta se hizo el cuatro de abril de 1615.

Inocencio XI Odescalchi la extendió a la Iglesia española en 1680 e Inocencio XII Pignatelli a toda la Iglesia Latina el doce de febrero de 1696. Reducida en 1960 a simple conmemoración en la reforma del Beato Juan XXIII, fue suprimida del calendario universal e incluso nacional de España en el del uso ordinario de 1969.

Nuestra Señora del Rosario (7 de octubre) [23]

Esta fiesta, ligada al ejercicio piadoso del rezo del salterio mariano, tiene su origen en las Cofradías del Rosario, que florecieron en la segunda mitad del siglo XV, las cuales acostumbraban a solemnizar el primer domingo de octubre con la misa de la Virgen Salve radix sancta del Rito Dominicano.

El diecisiete de marzo de 1572 inscribió San Pío V Ghislieri en el Martirologio Romano en el día siete de octubre el título de Santa María de la Victoria para conmemorar la victoria de Lepanto, que había acaecido el domingo siete de octubre del año anterior, 1571.

Dos años más tarde, Gregorio XIII Boncompagni, por la Bula Monet Apostolus de uno de abril de 1573, permitió que se celebrase una fiesta en honor del Santísimo Rosario el primer domingo de octubre en las iglesias o capillas que venerasen tal advocación mariana en memoria de la intercesión mariana en la victoria naval.

Fue extendida a toda la Iglesia Latina el tres de octubre de 1716 por Clemente XI Albani tras la victoria sobre los turcos en Peterwardein. Benedicto XIII Orsini, dominico, le introdujo lecciones propias. León XIII Pecci, gran devoto y propagador del rosario le concedió Oficio propio en 1888. Fue fijada en la fecha actual el año 1913 en la reforma del calendario de San Pío X Sarto y en el 1969 figura como memoria obligatoria.

Aparición de la Medalla Milagrosa (veintisiete de noviembre)

Esta memoria hace referencia a la devoción a la Inmaculada Milagrosa y su medalla, que tiene como divulgadora a Santa Catalina Labouré, que atribuyó a inspiración divina. En el año 1830, en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en París, Francia, narró que la Virgen se le había aparecido en tres ocasiones cuando era una humilde y piadosa novicia. En las tres, Catalina vio a la Virgen, recibió mensajes y fue tratada con amorosa y maternal atención.

La primera visión fue hacia las 11,30 horas de la noche del dieciocho de julio, en que oyó que alguien la llamaba por su nombre: “Sor Labouré, Sor Labouré, ven a la capilla. Allí te espera la Santísima Virgen”. Quien la llamaba era un niño pequeño y él mismo la condujo hasta la capilla. Catalina se puso a rezar y después de oír un ruido semejante al roce de un vestido de seda, vio a la Virgen sentada al lado del Altar.

Catalina fue hacia Ella, cayó de hinojos apoyando sus manos en las rodillas de la Santísima Virgen y oyó una voz que le dijo: “Hija mía, Dios quiere encomendarte una misión... tendrás que sufrir, pero lo soportarás porque lo que vas a hacer será para Gloria de Dios. Serás contradecida, pero tendrás gracias. No temas”.

La Virgen señaló al pie del Altar y recomendó a Catalina acudir allí en los momentos de pena a desahogar su corazón pues allí, dijo, serían derramadas las gracias que grandes y chicos pidan con confianza y sencillez.

En la segunda visión, hacia las 5,30 horas de la tarde del veintisiete de Noviembre, la Virgen comunicó a su vidente el mensaje que le quería transmitir. Esta aparición tuvo tres momentos distintos. Oyó nuevamente el ruido semejante al roce de la seda y vio a la Virgen.

En un primer momento, Ésta estaba de pie, sobre la mitad de un globo, aplastando con sus pies a una serpiente. Tenía un vestido cerrado de seda aurora con mangas lisas; un velo blanco le cubría la cabeza y le caía por ambos lados. Como vemos, presentaba la iconografía habitual de la Inmaculada.

En sus manos, a la altura del pecho, sostenía un globo con una pequeña cruz en su parte superior. La Virgen ofrecía ese globo al Señor, con tono suplicante. Sus dedos tenían anillos con piedras, algunas de las cuales despedían luz y otras no. La Santísima Virgen bajó la mirada. Y Catalina oyó: “Este globo que ves, representa al mundo y a cada uno en particular. Los rayos de luz son el símbolo de las gracias que obtengo para quienes me las piden. Las piedras que no arrojan rayos, son las gracias que dejan de pedirme".

Cuando el globo desapareció, las manos de la Virgen se extendieron resplandecientes de luz hacia la tierra; los haces de luz no dejaban ver sus pies. Se formó un cuadro ovalado alrededor de la Virgen y en semicírculo, comenzando a la altura de la mano derecha, pasando sobre la cabeza de Ella y terminando a la altura de la mano izquierda, se leía: "OH MARÍA SIN PECADO CONCEBIDA, RUEGA POR NOSOTROS, QUE RECURRIMOS A TI". Catalina oyó una voz que le dijo: “Haz acuñar una medalla según este modelo, las personas que la lleven en el cuello recibirán grandes gracias: las gracias serán abundantes para las personas que la llevaren con confianza”.

El cuadro se dio vuelta mostrando la letra M, coronada con una cruz apoyada sobre una barra y debajo de la letra M, los Sagrados Corazones de Jesús y de María, que Catalina distinguió porque uno estaba coronado de espinas y el otro traspasado por una espada. Alrededor del monograma había doce estrellas.

En el curso del mes de diciembre del mismo año, Catalina fue favorecida con una nueva aparición, similar a la del veintisiete de Noviembre. También durante la oración de la tarde. Catalina recibió nuevamente la orden dada por la Virgen de hacer acuñar una medalla, según el modelo que se le había mostrado el día citado, y que se le mostró nuevamente en esta aparición.

Quiso la Virgen que su vidente tuviera muy claros los simbolismos de su aparición, por eso insistió de una manera especial que el globo, que Ella tenía en sus manos, representaba al mundo entero y cada persona en particular; en que los rayos de luz que arrojaban las piedras de sus anillos, eran las gracias que Ella conseguía para las personas que se las pedían, que las piedras que no arrojaban rayos, eran las gracias que dejaban de pedirle; que el Altar era el lugar a donde debían recurrir grandes y chicos, con confianza y sencillez, a desahogar sus penas.

Después de vencer Catalina todos los obstáculos y contradicciones que le había anunciado la Santísima Virgen, en el año 1832, las autoridades eclesiásticas aprobaron la acuñación de la medalla. Una vez acuñada, se difundió rápidamente. Fueron tantos y tan abundantes los milagros obtenidos a través de ella, que se la llamó, la medalla que cura, la medalla que salva, la medalla que obra milagros, y finalmente la medalla milagrosa. La Iglesia aprobó esta devoción con el decreto de institución de la fiesta de la Medalla Milagrosa, el veintisiete de noviembre, sancionado por León XIII Pecci.

Nuestra Señora de Guadalupe (doce de diciembre)

El sábado nueve de diciembre de 1531, un indio llamado Juan Diego iba muy de madrugada del pueblo en que residía a la ciudad de México a asistir a sus clases de catecismo y a oír misa. Al llegar, al amanecer, junto al cerro llamado Tepeyac escuchó una voz que lo llamaba por su nombre.

Él subió a la cumbre y vio a una Señora de sobrehumana belleza, cuyo vestido era brillante como el sol, la cual con palabras muy amables y atentas le dijo: "Juanito: el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive. Deseo vivamente que se me construya aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen. Ve donde el Señor Obispo y dile que deseo un templo en este llano. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo".

El Obispo, sin embargo, no lo atendió. De regreso a su pueblo, Juan Diego se encontró de nuevo con la Virgen María y le explicó lo ocurrido. La Virgen le pidió que al día siguiente fuera nuevamente a hablar con el obispo y le repitiera el mensaje. Esta vez el Obispo, luego de oír a Juan Diego, le dijo que debía ir y decirle a la Señora que le diese alguna señal que probara que era la Madre de Dios y que era su voluntad que se le construyera un templo.

De nuevo, Juan Diego halló a María y le narró los hechos. La Virgen le mandó que volviese al día siguiente al mismo lugar, pues allí le daría la señal. Juan Diego no pudo volver al cerro pues su tío Juan Bernardino estaba muy enfermo. La madrugada del doce del dicho diciembre Juan Diego marchó a toda prisa para conseguir un sacerdote a su tío pues se estaba muriendo. Al llegar al lugar por donde debía encontrarse con la Señora, prefirió tomar otro camino para evitarla.

De pronto María salió a su encuentro y le preguntó a dónde iba. El indio avergonzado le explicó lo que ocurría. La Virgen dijo a Juan Diego que no se preocupara, que su tío no moriría y que ya estaba sano. Entonces el indio le pidió la señal que debía llevar al Obispo. María le dijo que subiera a la cumbre del cerro donde hallaría rosas frescas para llevarle al prelado.

Poniéndose la tilma, cortó cuantas pudo y se las llevó envueltas en ella al Obispo. Una vez ante Zumárraga, Juan Diego desplegó su manta y cayeron al suelo las rosas, y en la tilma estaba pintada la imagen de la Virgen de Guadalupe. Viendo esto, el Obispo llevó la imagen santa a la Iglesia Mayor y edificó una ermita en el lugar que había señalado el indio, origen de los templos actuales.

Empezó a celebrarse en la fiesta de la Natividad de María. Su devoción no sólo se extendió por América, sino que pronto cruzó el Atlántico. El canónigo Francisco de Siles pidió infructuosamente a la Sagrada Congregación de Ritos, en el pontificado de Alejandro VII Chigi, la concesión de un Oficio y misa propios para una festividad dedicada a ella el doce de diciembre, porque faltaba documentación que respaldara dicha petición, por lo que se realizó un proceso jurídico formal para recoger las tradiciones que la avalaran.

En 1737 la Santísima Virgen María de Guadalupe es elegida como Patrona de la Ciudad de México. En 1746 el patronazgo de Nuestra Señora de Guadalupe es aceptado para toda la Nueva España, la que entonces comprendía las regiones desde el norte de California hasta El Salvador.

Por bula del veinticinco de mayo de 1754 Benedicto XIV Lambertini aprueba el patronazgo de Nueva España y otorga una Misa y Oficio para la celebración de la fiesta el doce de diciembre. En 1757 la Virgen de Guadalupe fue declarada Patrona de los ciudadanos de Ciudad Ponce en Puerto Rico. En 1895 se lleva a cabo la Coronación canónica de la imagen por un legado pontificio ante gran parte del Episcopado del continente.

Pío X Sarto en 1910 la proclamó Patrona de toda la América Latina; Pío XI Ratti, de todas las Américas, extendiendo su patronazgo a Filipinas en 1935; el Venerable Pío XII Pacelli, Emperatriz de las Américas en 1946, y San Juan XXIII Roncalli, la Misionera Celeste del Nuevo Mundo y la Madre de las Américas en 1961. La imagen de la Virgen de Guadalupe se sigue venerando en México con grandísima devoción, y los milagros obtenidos por los que rezan a la Virgen de Guadalupe son extraordinarios.

La celebración litúrgica de Nuestra Señora de Guadalupe del doce de diciembre fue elevada al rango de fiesta en todas las diócesis de los Estados Unidos en 1988. Sane Juan Pablo II, en 1999, durante su tercera visita al santuario, le otorgó el mismo rango litúrgico de fiesta para todo el continente de las Américas. En el resto de la Iglesia Latina es memoria libre.

El doce de febrero de 2004 el mismo papa quiso que se añadiese a la fiesta de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe el grado de memoria libre en el calendario general, y que se añadiese también la celebración de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, nacido de la raza de los indígenas del territorio que se llama hoy México, el cual dio testimonio del gran amor de la Madre de Jesús, beatificado en 1990 y canonizado en el 2002, para que, todos los años, sea también celebrada el nueve de diciembre, con el grado de memoria libre.

Ramón de la Campa Carmona, en revistas.unav.edu

Notas:

19 En un estadio anterior, antes de establecerse una memoria litúrgica dedicada a la Virgen, se cargó de un indudable tinte mariano el IV Domingo de Adviento, como podemos deducir de los textos eucológicos y de la Carta 61 de San León I Magno (+361) [Patrología Latina t. 54, col. 697], así como Catro Sermones de la Anunciación de San Pedro Crisólogo (+ca. 450) para este domingo [Patrología Latina 52]. En la liturgia ambrosiana se llama a esta jornada Domingo VI de Adviento o de Santa María.

20    Marialis cultus, nº 6.

21    RUIZ MOLINA, Antonio, O. Carm., “La devoción mariana en la Orden del Carmen y la advocación Virgen del Carmen”, en: Advocaciones marianas de gloria, San Lorenzo del Escorial 2012, pp. 53-74.

22    1R, 18, 41 ss.

23    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro del Rosario, Edibesa, Madrid 2003; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., La Virgen del Rosario y Santo Domingo, en el arte, Edibesa, Madrid 2003.