Ramiro Pellitero

Los especialistas suelen decir que es difícil comprender a un enfermo mental, a menos que hayas pasado por su enfermedad. Esto puede suceder no sólo con los enfermos mentales, sino con todos los enfermos y aún los sanos. Cada uno es muy sensible a lo que le afecta de verdad, pero a veces ¡tan poco! sensible por lo que afecta a los demás. Pero no hay que caer en el pesimismo: es difícil comprender, no imposible, sobre todo para un cristiano que se esfuerce en vivir la caridad.

Comprender: tarea difícil, pero no imposible

      Según el diccionario, “hacerse cargo” significa tomar sobre sí un asunto, formarse la idea de algo, considerar todas las circunstancias de un caso. Cuando se trata de personas hay que suponer que, en principio, no terminamos de “hacernos cargo” totalmente de la situación de las otros, aunque hayamos vivido largo tiempo con ellos. Y es que somos diferentes de carácter, quizá hemos sido educados de forma diferente, tenemos experiencias diferentes, ilusiones diferentes y las heridas nos han dejado cicatrices diferentes. Por eso nos enfadamos con frecuencia si nos llevan la contraria, o al menos, nos desconcertamos. No comprendemos.

Atención, oración, acción

      Por eso, antes de juzgar a una persona –suele citarse como proverbio indio–, hay que caminar tres lunas en sus mocasines. Se requiere un esfuerzo continuo –que no cuesta tanto si uno la quiere de verdad– apoyado en la oración, para ponerse en el lugar del otro. Y seguir luego reflexionando y observando, ¡rezando y actuando!, quizá en detalles que él o ella no percibirán, para poder ayudarle de verdad. Y tal vez pasado el tiempo se puede llegar a comprender mejor aquello que no se comprendía, porque no se sabían los antecedentes, las circunstancias, los contextos. Y entonces puede que se descubra que aquella persona no podía pensar de otra forma, o debía actuar así y tenía mucho mérito al hacerlo. O no se descubre del todo, porque una parte de ese misterio que cada uno lleva dentro sólo la conoce Dios y cuenta con eso (¡la cruz!), para cambiar cosas que no pueden ser cambiadas de otra manera.

      En cuanto a los enfermos, decía el doctor don Eduardo (Ortíz de Landázuri) que el paciente siempre tiene razón. Y así es, porque, aunque no se tratara de un problema orgánico, su dolencia puede ser psicológica, o tal vez espiritual. En todo caso necesita ayuda y se la deben especialmente quienes le atienden en un hospital o en su casa.

Respeto, coherencia, responsabilidad

     La educación, la experiencia y una vida coherente contribuyen mucho en este “hacerse cargo” de las personas y sus situaciones. Esto se espera, desde luego, de un cristiano que hace oración. Escribe GustaveThibon: “Cuando te digo: ‘rezo por ti’, esto no significa que de vez en cuando musite algunas palabras pensando en tu recuerdo, sino que quiero cargar sobre mis espaldas con toda tu responsabilidad, que te llevo dentro de mí como una madre lleva a su hijo, que deseo compartir, y no sólo compartir, sino atraer enteramente sobre mí todo el mal, todo el dolor que te amenaza, y que ofrezco a Dios toda mi noche para que Él te la devuelva transformada en luz” (1). ¿No es eso lo que hizo Cristo?

     Josemaría Escrivá señalaba: “Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama” (2). Sin pretender una exclusividad, el “hacerse cargo” es característico del cristianismo coherente.

    En su segunda encíclica, sobre la esperanza (Spesalvi), dice Benedicto XVI: “La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad” (3).

Comprender y ayudar

    Según Guardini en su libro sobre las virtudes (4), comprensión quiere decir capacidad para entender la realidad y poder así ayudar al otro. Eso pide atención, sensibilidad, perspicacia para saber mirar detrás de lo que aparece en la superficie; pide integrar los gestos o actitudes en la línea de la trayectoria vital de esa persona; aprovechar la experiencia propia para hacer el bien, sin clasificar a las personas en dos cajas: amigos o enemigos; intentar ver al otro en lo que es, dejándole libre y permaneciendo uno mismo libre.

    Quien carece de comprensión, le falta suficiente experiencia de la vida y de sus caminos. "Quien ve la vida con demasiada simplicidad cree expresar la verdad mientras que, por el contrario, la daña. Por ejemplo, dice de otro: '¡Ese es un perezoso!' En realidad, ese hombre no tiene lo propio de quien está seguro de sí mismo: es de conciencia miedosa, y no se atreve a actuar. El juicio parece acertado, pero quien lo pronunció carecía de conocimiento de la vida, pues, si no, habría comprendido en el otro las señales de su cohibimiento. O bien el juicio es que el otro es un atrevido, mientras que, por el contrario, es tímido y trata de superar sus obstáculos interiores…" (5).

    Las otras virtudes requieren comprensión: "Por ejemplo, no es posible ninguna paciencia sin comprensión: sin saber el modo como va la vida. Paciencia es sabiduría, comprensión de lo que significa: tengo esto, y nada más; soy así, y no de otro modo; la persona con que estoy vinculado es así y no como todos los demás. Cierto que me gustaría que fuera de otro modo, que también se podrá cambiar mucho con tenaz esfuerzo; pero, en principio, las cosas están como están, y tengo que aceptarlo. Sabiduría es comprensión del modo como tiene lugar la realización; de cómo un pensamiento se hace real en la sustancia de la existencia partiendo de la imaginación; de qué lento es el proceso y en cuántos sentidos puesto en riesgo; de qué fácilmente se engaña uno a sí mismo y se va de la mano" (6).

    Por el solo hecho de la existencia, el otro "tiene derecho a ser como es, de modo que también hemos de concedérselo. Y no sólo teóricamente, sino en nuestra disposición de ánimo y en nuestros pensamientos, en el trato y la actividad de cada día. Y eso, ante todo, en nuestro círculo más próximo: la familia, las amistades, el trabajo. Sería justicia comprender al otro partiendo de él mismo y conduciéndose con él en consecuencia. En vez de eso acentuamos la injusticia de la existencia aumentando y envenenando las diferencias con nuestros juicios y acciones" (7).

    También la comprensión necesita, a su vez, de otras virtudes, por ejemplo, la fidelidad, la bondad y la fortaleza: "La vida quiere ser comprendida, pero esto fatiga. Requiere ayuda; pero sólo puede ayudar realmente quien comprende, y quien comprende precisamente este dolor: quien encuentra las palabras que aquí son necesarias y ve lo que debe ocurrir para suavizarlo. ¡Ay de la bondad si es débil, por más que tenga buena intención! Le puede ocurrir que se deshaga sólo en compartir sentimientos o, por el contrario, que se vuelva violenta para defenderse. La auténtica bondad implica paciencia. El dolor vuelve una vez y otra, queriendo ser comprendido: una vez y otra las faltas del prójimo se hacen per¬ceptibles, y éste se vuelve insoportable precisamente porque se le conoce de memoria. Una vez y otra la bondad debe ofrecerse y aplicarse" (8).

    Basta contemplar, por ejemplo, las historias narrada en la película “Amor bajo el espino blanco” (Z. Yimou, 2012) o “Diarios de la calle” (R. LaGravenese, 2007). Eso es difícil en la vida misma, y clave para el educador.

    El creyente, en su relación yo-tú con Dios puede "aprender a comprender" los acontecimientos y las personas desde Dios y colaborar a llevarlos hacia Dios. La condición para todo ello es lo que Guardini llama "concentración" y otros "recogimiento", dedicando un tiempo concreto a la oración (diálogo con Dios) y algunos minutos al examen de conciencia.

    Pues "¿cómo ha de ser posible eso, si el hombre vive en constante dispersión; siempre atraído hacia fuera, llevado de acá para allá por las impresiones que se agolpan contra él? En efecto, esa existencia en diálogo sólo la puede realizar si el centro que hay en él está vivo: si está atento, escuchando, y escuchando de un modo que se transforma en acción, esto es, 'en obediencia'" (9).

    Así es, porque la raíz de la obediencia es la escucha: ob-audire, la escucha a Dios, a los demás, a la realidad.

    "Nadie –señala el Papa Francisco– es más paciente que el Padre Dios, nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr (10).

Comprender para discernir

    Ya se ve la importancia de la comprensión para captar y valorar la realidad; y, por tanto, para el discernimiento. Se podría decir que la comprensión es una virtud "icónica" del discernimiento. Y esto, como muestra Francisco en su exhortación Evangelii gaudium, tanto en las múltiples relaciones que comporta la vida corriente, como más concretamente en la educación y, en particular la pedagogía de la fe (11): en el uso del lenguaje, en la formación de los jóvenes (12) y de los demás según la edad y las circunstancias de cada uno; en el trato con los hijos y con los padres; en el apostolado personal y en la evangelización de las culturas (13), en la enseñanza de la religión (14), en la predicación (15), la catequesis (16) y el acompañamiento espiritual (17); en la justicia (18) y los demás aspectos de la ética y de la Doctrina social de la Iglesia.

    Todo ello –así comenzábamos– especialmente en el trato con los enfermos, los niños y los más débiles y necesitados.

    En el momento sociocultural y eclesial presente, la comprensión es necesaria para gestionar los conflictos, ofrecer soluciones –y no solo críticas– y avanzar en la sinodalidad.

   Y para quien se adentra en caminos de vida interior, le puede llevar hasta comprender a Cristo (19).

Ramiro Pellitero en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/

Notas:

(1)   G. Thibon, en Nuestra mirada ciega ante la luz.

(2)   San Josemaría, Es Cristo que pasa, 22.

(3)   Benedicto XVI, enc. Spe salvi, 38

(4)   Cf. R. Guardini, " Comprensión", capítulo XII de Una ética para nuestro tiempo (original alemán Tugenden, 1963), obra publicada en español como segunda parte de La esencia del cristianismo, ed. Cristiandad, Madrid 2006.

(5)   R. Guardini, Ibíd., capítulo II.

(6)   Ibíd., capítulo IV. 

(7)   Ibíd., capítulo V.

(8)   Ibíd., capítulo XI.

(9)   Ibíd., capítulo XVI.

(10)    Francisco, exhort. ap. Evangelii gaudium, 153.

(11)    Cf. Ibíd., 39, 41-45.

(12)    Cf. Ibíd.., 105.

(13)    Cf. Ibíd., 118.

(14)    Cf. Ibíd., 146 ss.

(15)    Cf. ibíd., 156 ss.

(16)    Cf. Ibíd., 165 ss.

(17)    Cf. Ibíd., 171.

(18)    Cf. Ibíd., 179.

(19)    Una primera versión de este texto fue publicada en www.ssbenedictoxvi.org -México- el 17-IX-2008, y reproducida en el libro " Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios" ed. Eunsa, Pamplona 2010.

Gloria M. Comesaña Santalices

Procreación/Producción

Por otra parte, la procreación deja tras de sí un producto: el hijo(a). Marx nos dice que procreación es la "producción de " vida extraña" [45] que asegura la supervivencia de la especie. Aunque esto pueda resultar chocante si se lo toma al pie de la letra, no podemos menos que reconocer que aquí se aplican también los criterios que estamos manejando de duración y "valor de cambio". En efecto, la vida del hijo(a), no sólo permanece en el tiempo durante un lapso determinado, como toda vida humana [46], sino que, dada la sociedad mercantil en que vivimos, está destinada a entrar en el mercado de labor/trabajo a cambio de un salario. Así señalábamos en otra oportunidad:

"En efecto, en una economía basada siempre en la producción de valores de cambio y en la cual a los valores de uso se les reconoce una importancia sólo accesoria, la maternidad no podía dejar de ser afectada. El hijo se transforma entonces en un producto, en el producto de la función biológica procreadora de la mujer. Poco importa que se diga que aquí no ha habido trabajo [47] productor que condujese a la elaboración de la mercancía: durante nueve meses el cuerpo de la mujer ha hecho el trabajo, dejándola además libre para ocuparse en otros quehaceres, domésticos o labores y trabajos por los cuales se perciba un salario. Ahora bien, el hijo se convierte en producto, y eso debe quedar claro, por la apropiación que sobre él ejerce originariamente el padre a través del Derecho paterno, o en último caso el Estado, el Capital y a veces hasta la mis ma madre a instancias insidiosas del Sistema  [48]."

Está claro que la apropiación de la que aquí se habla sólo puede darse por el carácter duradero de la vida humana, en este caso del hijo(a). Por otra parte, como se percibe en el texto citado, la fuerza de labor del hijo(a), ha de ingresar también en el mercado laboral, a cambio de un salario. En ese sentido tiene en efecto un "valor de cambio" y es el producto de la procreación, "producción" de vida extraña según Marx. Así se cumplen aquí también, como venimos señalando, los criterios que hemos estado utilizando para caracterizar al producto como tal: la durabilidad y el "valor de cambio".

Revalorización de la Labor. Crítica de la desvalorización arendtiana de la misma

A partir de esta nueva revalorización de la labor que estamos aquí haciendo del resultado de la labor, podemos ya bosquejar una consideración más valorizante y por supuesto menos peyorativa de la misma. El criterio de futilidad, según el cual la labor no deja nada tras de sí, no produce nada, no puede seguir utilizándose. Aunque el bien de consumo que es su resultado inmediato no dura mucho [49] y desaparece en aras de la subsistencia del cuerpo, a partir de su consumo, la vida, fuerza de labor, se mantiene y permanece como producto. Y aquí ya podemos apreciar en toda su dimensión la fertilidad y la productividad extraordinarias de la labor que tanto destacaron todos los autores que hemos citado. En efecto, esta fertilidad de la labor es tal que  no sólo produce la propia vida como producto, sino que por el "superávit" de fuerza de labor que le es propio, por lo general produce también como productos suyos, muchas otras vidas que subsisten a partir de su único esfuerzo. Así, la fuerza de labor de un sólo individuo, reproduce su vida y la de muchos otros. La labor pues, lejos de ser fútil tiene una utilidad [50] y un valor (valía y valor de cambio) considerables. Lo que deja tras de sí es igualmente durable, utilizable e intercambiable.

Más difícil es hacer desaparecer el concepto de fardo o pesada carga que desde tiempos inmemoriales afecta a la labor; la idea de que a través de ella, es el "sometimiento a la necesidad" lo que nos afecta y nos impide ser libres.

Sin embargo, aquí también podemos argumentar en contra de la exageración de dicha interpretación, que depende en buena medida de épocas e ideologías. En efecto, es evidente que con el avance en artefactos y tecnologías, muchos duros aspectos de la labor, incluso de la que se refiere a la procreación, se han suavizado y aliviado un poco, como bien lo reconoce Arendt:

"Es cierto que el enorme progreso de nuestros instrumentos de labor (...) ha hecho más fácil y menos penosa la doble labor de la vida: el esfuerzo para su mantenimiento y el dolor del nacimiento" [51].

Y más adelante señala:

"Útiles e instrumentos disminuyen el dolor y el esfuerzo y, por lo tanto modifican las maneras en que la urgente necesidad inherente a la labor se manifestó anteriormente. No cambian la necesidad; únicamente sirven para ocultarla de nuestros sentidos. [52]"

Sin embargo, manteniéndose en una línea pesimista, Hannah Arendt insiste en considerar que "esto no ha eliminado el apremio de la actividad laboral o la condición de estar sujeto a las necesidades de la vida humana" [53], (lo cual es cierto); no obstante, unas líneas después sin temor a la incoherencia y marcando aún más este pesimismo, escribe:

"(...) a diferencia de la sociedad esclavista, donde la "maldición" de la necesidad seguía siendo una vívida realidad, debido a que la vida de un esclavo atestiguaba a diario que  la "vida es esclavitud",  esta condición ya no está plenamente manifiesta y su no-apariencia la ha hecho más difícil de observar y recordar. El peligro es claro. El hombre no puede ser libre si no sabe que está sujeto a la necesidad, debido a que gana siempre su libertad con sus intentos nunca logrados por entero de liberarse de la necesidad. Y si bien puede ser cierto que su impulso más fuerte hacia esa liberación procede de su "repugnancia por la futilidad", también es posible que el impulso pueda debilitarse si esta "futilidad"  se muestra más fácil, requiere menos esfuerzo. [54]"

De modo que, si bien primero nos dice que los instrumentos que facilitan la labor, no eliminan la sujeción a la necesidad y siempre sentiremos la urgencia de ésta, unas líneas después nos dice lo peligroso que puede ser el que la condición de esclavitud de la vida no esté plenamente manifiesta, pues esto haría aparentemente menos intensa la lucha por la libertad, que por lo que se ve es siempre una lucha contra la necesidad, pero una lucha que es mejor no ganar. Estas contradicciones nos parecen consecuencia de una interpretación negativa y peyorativa de la labor, que sin embargo es reconocida como elemento de la condición humana y como contraparte dialéctica necesaria para que la posibilidad de libertad de la realidad humana se manifieste por completo.

¿Por qué no asumir entonces, la labor, y es lo que nos proponemos, según el modelo bíblico del Antiguo Testamento, al cual con tanto agrado se refiere la misma Arendt?:

"La bendición o "júbilo de la labor" es el modo humano de experimentar la pura gloria de estar vivo que compartimos con todas las criaturas vivientes, e incluso es el único modo  de  que  también  los  hombres  permanezcan y giren contentamente con el prescrito ciclo de la naturaleza, afanándose y descansando, laborando y consumiendo, con la misma regularidad feliz y sin propósito con que se siguen el día y  la  noche, la  vida  y la muerte. La recompensa a la fatiga y molestia radica en la fertilidad de la naturaleza, en la serena confianza de que quien ha realizado su parte con "fatiga y molestia", queda como una porción de la naturaleza en el futuro de sus  hijos y de los hijos de estos. El Antiguo Testamento, que a diferencia  de la  antigüedad clásica,  sostiene que la  vida es sagrada y , por lo tanto, ni la muerte ni la labor son un mal (y menos aún un argumento contra  la vida), muestra  en las historias de los patriarcas la despreocupación de éstos por la muerte, su no necesidad de inmortalidad individual y terrena , ni de seguridad en la eternidad de su alma, y cómo la muerte les llegaba bajo el familiar aspecto de sereno, nocturno y tranquilo descanso a una "edad avanzada y cargados de años" [55]".

Según este modelo, a diferencia del modelo de la antigüedad clásica, el "júbilo de la labor" es la forma humana de experimentar el gozo de estar vivo. A través de la labor realizada repetitivamente, el individuo humano se siente parte de ese cíclico ir y venir de la naturaleza, de su regularidad "sin propósito", dice Arendt, dejando aquí surgir una expresión que refleja bien la mentalidad racionalista y utilitaria en la cual, (a pesar de criticar sus excesos), ella se ubica. ¿Por qué todo habría de tener un propósito? ¿Acaso lo tiene la contemplación, que es la suprema aspiración del ser humano?

La labor y sus fatigas, desde esta otra perspectiva, no son vistas como esclavizantes, ni la satisfacción de las necesidades como una sumisión, ya que nos sentimos, al laborar y estar vivos, como parte integrante de la realidad natural que nos sostiene [56]. El cansancio que queda después de la labor, y la labor misma, son recompensados con la fertilidad de la naturaleza, con las buenas cosas que ella nos entrega, y con la beatitud del descanso, que quizás está emparentada con la beatitud de la contemplación. Así mismo, la "serena confianza" de quedar "como una porción de la naturaleza en el futuro de sus hijos y de los hijos de éstos" es también una recompensa [57] y no una de las menores, de las que componen el cuadro del júbilo y gozo de la labor.

Este cuadro se complementa con la serenidad con la que el laborante, en armonía con la naturaleza, espera la muerte, como los patriarcas del Antiguo Testamento de los que habla H. Arendt. En este sentido creemos pertinente recordar un párrafo de Rosemary Radford Ruether, en la obra que recomendamos en una cita anterior:

"El reconocimiento de este profundo parentesco (con la naturaleza y aún el universo)  debe  ayudarnos a sobreponer las arrogantes barreras que los humanos hemos erigido para aislarnos no sólo de otros animales conscientes, sino también de animales más simples, de las plantas y de la matriz abiótica de vida de las rocas, los suelos, el aire y el agua. Como Francisco de Asis, gran místico de la naturaleza, debemos a aprender a dar la bienvenida a nuestros hermanos y hermanas, lobo y cordero, árboles y pastos, fuego y agua, y aún a la santa muerte, medio por el cual todas las cosas vivientes regresan a la tierra para ser regeneradas como nuevos organismos" [58].

Si asumimos esta visión de la labor, y no la de la antigüedad clásica, tan cara al parecer a Arendt, veremos la labor no como algo abyecto, ni como una terrible maldición y servidumbre, sino como la forma más normal y fundamental de "asentarnos" en la tierra (¿madre?) que condiciona éste nuestro estar aquí y nuestra posibilidad de trabajar para fabricar un mundo de objetos duraderos en medio de los cuales podamos habitar. A partir de todo ello podemos luego adentrarnos en el mundo de la acción, único según ella en el cual la libertad humana puede realmente aparecer y hacer eclosión sostenida por la condición de la pluralidad. Pero esto sería tema para otro trabajo [59].

Descargarse de la Labor: violencia e injusticia

En todo caso, de esta consideración negativa y peyorativa de la labor, se deriva a su vez la interpretación según la cual todo el que puede trata de liberarse de su yugo, descargándolo en otros individuos (esclavos, sirvientes, y aunque ella no lo menciona, mujeres):

"La carga de la vida  biológica, que lastra y  consume el período de vida humana entre el nacimiento y la muerte, sólo puede eliminarse con el empleo de sirvientes, y la función principal de los antiguos esclavos era más llevar la carga de consumo del hogar que producir para la sociedad en general" [60].

"La institución de la esclavitud en la antigüedad (...) no era un recurso para obtener trabajo barato o un instrumento de explotación en beneficio de los dueños, sino más bien el intento de excluir la  labor de las condiciones de la vida del hombre" [61].

Evidentemente, esta liberación del yugo de la necesidad y de la labor, no se da sin violencia:

"Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas pre-políticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis,(la gente)del hogar y la vida familiar, con ese tipo de gente en que el cabeza de familia gobernaba con poderes despóticos e indisputados..." [62].

En numerosos párrafos aparece claramente lo injusto, pero también al parecer lo inevitable de esta violencia que permitía a algunos descargarse del duro esfuerzo de la labor y su abyección. Ella se ejercía pues, para los griegos, particularmente en la privacidad, en la vida doméstica, hacia quienes, privados de formar parte de la polis como ciudadanos, estaban sometidos a aquellas actividades "no humanas" que exige el servicio de la vida biológica y sus necesidades. Todas estas personas sometidas a la férula del paterfamilias, los esclavos, las mujeres y los niños, no podían ser considerados, de ninguna manera como sus iguales, pues sólo entre los ciudadanos de la polis existía la igualdad. Por el contrario, entre los miembros de la familia reinaba la "más estricta desigualdad", lo cual según Arendt no debe entenderse en el sentido de nuestro moderno concepto de justicia.

"La polis se diferenciaba de la familia en que aquella sólo conocía "iguales", mientras que la segunda era el centro de la  más  estricta  desigualdad. Ser libre significaba no estar  sometido a  la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado. Así pues, dentro de la esfera doméstica la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar  el hogar  y  entrar  en  la esfera política, donde todos eran iguales.

Ni que decir tiene que esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad: significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de "desiguales" que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población de una ciudad-estado. Por lo tanto la igualdad, lejos de estar relacionada con la justicia, como en los tiempos modernos,  era la propia esencia de la libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse en una esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados"  [63].

Rol de las mujeres y liberación de la carga de la labor. Crítica a la posición arendtiana.

Sin embargo, ¿cómo no considerar injusto un régimen en el cual la libertad de unos se compra a expensas de la violencia que implica obligar a la mayoría a laborar en su lugar, encerrándolos en la denigrada vida privada y excluyéndolos de toda participación ciudadana? ¿Cómo puede, en nombre de la libertad y de la más humana condición de la acción, mantenerse a la mayoría en situación de desigualdad y de violencia? Para Arendt, el desagrado y la natural repugnancia del hombre por la futilidad [64] de la vida explican y en cierto modo justifican que éste someta a otros con tal de verse libre de la pesada carga de la labor a fin de ser más propiamente humano. Además de rechazar por parcial esta interpretación [65], creemos que es preciso hacerle a Arendt una crítica que nos parece fundamental: se refiere a su omisión del rol que siempre se ha asignado a las mujeres en esta liberación de la carga de la labor y del sometimiento a la vida biológica. Hannah Arendt sólo ha rozado tangencialmente esta problemática. Quizás las condiciones conceptuales de su época no lo facilitaban [66], pero debe decirse también en descarga de la autora, que el pensamiento filosófico siempre fue reacio a plantear este tipo de cuestiones, que por referirse a la condición femenina eran consideradas de poca monta e indignas del discurso filosófico.

Sin embargo, en muchas partes de su obra, las mujeres aparecen mencionadas como tales, quedando claro que la autora ve el lugar que les ha sido atribuido en la sociedad patriarcal. Así, por ejemplo, en este texto en el cual queda clara la ubicación de las mujeres con los esclavos y su reducción a la privacidad, debido a su consagración a la procreación y eventualmente a la labor:

"(...) resulta sorprendente que desde el comienzo de la  historia hasta nuestros días siempre haya sido la parte corporal de la existencia humana lo que ha necesitado mantenerse oculto en privado, cosas  todas relacionadas con la necesidad del proceso de la vida, que antes de la Edad Moderna abarcaba todas las actividades que servían para la subsistencia del individuo y para la supervivencia de la especie. Apartados estaban los trabajadores, quienes "con su cuerpo atendían las necesidades (corporales) de la vida", y las mujeres, que con el suyo garantizaban la supervivencia física de la especie. Mujeres y esclavos pertenecían a la misma categoría y estaban apartados no sólo porque  eran  la  propiedad de alguien, sino también porque su vida era "laboriosa"", dedicada a las funciones corporales. (...) El hecho de que la Edad Moderna emancipara a las mujeres y a las  clases  trabajadoras casi al mismo momento histórico, ha de contarse entre las características de  una  época que ya no cree que las funciones corporales y los intereses materiales tengan que ocultarse"  [67].

Según este texto, Arendt ha visto con bastante agudeza la sumisión de las mujeres junto con los esclavos, debido sobre todo a su dedicación a la supervivencia de la especie, aunque luego se refiere a su existencia "laboriosa" [68], dando a entender que quizás también percibió la dedicación de las mujeres a las labores domésticas. Sin embargo, salvo esta mención, pareciera que para ella el rol "atribuido" a las mujeres es sólo el  de la procreación, pues al hablar de lo que corresponde a cada sexo, insiste constantemente en ello [69]. Si, como creemos, captó la relación de "atribución" entre las mujeres y las labores domésticas, no reflexionó sobre esto ni se percató de su verdadera dimensión, pues insiste más en el hecho de que las labores las cumplen esclavos o sirvientes [70]. Un elemento que nos motiva a creer que entendió la "destinación" de las mujeres a las actividades domésticas, es el hecho de que en la cita anterior, junto con la "emancipación" de los trabajadores en la época Moderna, habla de la "emancipación" de las mujeres, si bien no queda claro qué significa para ella esta emancipación. Es evidente que no era esto asunto de su interés, probablemente por las razones que ya señalamos.

La mujer: privacidad y domesticidad

Sin insistir mucho sobre esto, pues ya lo hemos mencionado en otros trabajos [71], creemos que debemos incidir en el análisis de la reducción de la mujer a la esfera doméstica y privada. Y lo primero que es preciso decir, y esto lo reconoce la autora, es que esta reducción no se hace sin violencia [72], y nosotros añadimos que es por ende injusta. Tanto más injusta cuanto que atraviesa todas las épocas. En efecto, esta interpretación de las mujeres como destinadas a la domesticidad, se apoya arbitrariamente en su condición biológica, sobre la cual se elabora una estructura artificial de género. Según esto, la mujer, por ser tal, estaría consagrada a la procreación y por ello a las labores domésticas de producción y reproducción de la vida. Hasta el esclavo o el siervo, al igual que el trabajador explotado, pueden a su vez oprimir a su mujer. Todo esto se agrava por el hecho de que, no sólo la labor doméstica de la mujer no es valorada en ningún sentido, ni se le confiere ningún interés económico a escala social, sino que además, tal como lo hace Arendt, que aquí refleja la ideología corriente, las labores domésticas son consideradas como inferiorizantes y abyectas, razón por la cual, unida a la comodidad, los hombres huyen de ellas.

Sin embargo, y tal como lo hemos estado manteniendo en este trabajo, pensamos que la labor doméstica de la mujer tiene desde todo punto de vista un valor fundamental. Sobre esta labor, reproductora y productora, de la mujer, reposa el más fácil funcionamiento de todas las economías sociales, de la índole que sean. El esfuerzo invisibilizado de la mujer en el hogar, no reconocido y no pagado, permite a todos los sistemas económicos mantenerse en pie con mayor comodidad. Sobre la opresión de la mujer y la explotación de su fuerza de labor, se han construido todos los sistemas económicos que conocemos. La división sexual del trabajo es así universal, tanto temporal como espacialmente.

Reflexión sobre la invisibilidad e importancia de la labor femenina

Si desglosamos la labor femenina nos encontramos con un enorme e injusto sistema de aprovechamiento de la fuerza de labor de unas, para el beneficio de todos. En efecto, la mujer, en la privacidad y el aislamiento de la vida doméstica, labora en muchos sentidos. Básicamente elaborando los bienes de consumo que permiten la producción y reproducción de la fuerza de labor/trabajo de los integrantes de la familia, y procreando-reproduciendo la vida de nuevos individuos, que han de ingresar también en el mercado de la fuerza de labor/trabajo. Y todo ello sin recibir ningún tipo de reconocimiento y retribución como no sea simbólico, por lo cual su esfuerzo, como diría Arendt, parecería afectado por una "futilidad" sin límites.

A todo ello tendríamos que añadir el trabajo "emancipado" asalariado de la mujer que trabaja o labora fuera de su hogar, el cual se suma a sus labores y obligaciones domésticas como una doble o triple jornada. Todo ello como consecuencia de la arbitraria asimilación entre el sexo femenino y las labores requeridas para mantenerse en vida. Sobre todo esto las investigadoras feministas y algunos pocos teóricos(as) de la economía han reflexionado bastante en los últimos tiempos, sin que aún se vean reflejados en lo concreto, en la situación real de las mujeres, los resultados de estas investigaciones. Puestas así las cosas, es preciso destacar que las mujeres han sido y son, el grupo humano "de elección", (más que esclavos o sirvientes), sobre el cual ha recaído la obligación de la labor, sobre todo entendida como labor doméstica; el peso de la liberación de los hombres como grupo para dedicarse a tareas "más humanas". Y si bien las mujeres también pueden dedicarse a estas tareas "más humanas", no por ello dejan de estar obligadas a asumir la responsabilidad del  ámbito doméstico. Lo que hace a ésta más terrible, es el hecho de su universalidad, en la medida en que en todas las culturas, épocas y sistemas, la labor doméstica ha recaído sobre las mujeres, mediante una acomodaticia y arbitraria confusión entre su biología y esta actividad laborante, donde la una se hace derivar de la otra como algo "natural". A partir de allí las mujeres han sido siempre las "vigas de carga" invisibles de la economía de todas las sociedades. Y ello, como hemos dicho antes, y por eso utilizamos la palabra "invisibles", sin que su actividad sea reconocida y valorizada como debe serlo. Es por eso por lo que, además de lo dura y exigente que pueda ser la labor doméstica, es tan peyorativamente considerada.

Ya hemos dicho antes que la labor puede ser considerada de una manera más positiva, siguiendo el modelo bíblico más que el modelo de la antigüedad clásica. Sin embargo, esta consideración positiva de la  labor doméstica y aún más en nuestro tiempo, no se dará sin un previo reconocimiento a nivel teórico, por parte de la ciencia económica oficial, de los productos de la labor doméstica como tales con su consiguiente "valor de cambio", y sin que se le asigne a ésta a su vez, el "valor de cambio" que en justicia le corresponde. Tal es el "rescate" que actualmente hay que pagar para que la labor doméstica recupere la dignidad que nunca debió perder. En cuanto a los otros casos en que puede hablarse de labor dentro del concepto arendtiano, las labores del campo o el equivalente de la labor doméstica hecha a escala industrial, por ejemplo, hace tiempo que entraron a formar parte del mercado de cambio y de las transformaciones que el mundo industrializado impone a la labor.

Conclusión

A modo de conclusión queremos añadir, que el problema no reside en la dureza o la dificultad, o incluso en el carácter cíclico y repetitivo de la labor, que indudablemente no puede dejar de reconocerse. Todo reside en la ideología a partir de la cual consideramos esta actividad como algo abyecto de lo que debe huirse, o como algo a través de lo cual asumimos y experimentamos el goce de estar vivos. El trabajo también es duro y penoso, también requiere difíciles esfuerzos, y aunque esto no es en él un carácter fundamental y propio, también es y de hecho ha devenido algo repetitivo y en cierto sentido, "cíclico". Lo que sin embargo redimía al trabajo de una consideración tan negativa como la de la labor, era según Arendt su carácter mundano, su carácter de constructor del artificio humano, de la mundanidad como mundo de objetos en el cual la existencia humana habita y encuentra una identidad estable y segura. Era así su ser fabricante de productos estables y duraderos, objetos del mundo, lo que garantizaba al trabajo su mayor dignidad. Sin embargo, como ya hemos  visto, la labor también deja productos tras de sí, y no de menor importancia que los productos del trabajo. Se trata nada menos que de nuestra vida (fuerza de labor/trabajo) y de la vida de nuestros hijos (a su vez fuerza de labor-trabajo) y de muchas otras vidas reproducidas en toda su "fertilidad" por la labor. A partir de allí, una vez sustentada nuestra vida y asentada en el habitat creado por el artificio humano, podremos pasar al ámbito de la acción, en el cual nos realizamos mediante la palabra y el acto en el seno de la vida pública. Pero este es tema para un análisis posterior.

Una última reflexión: tal es la imbricación actual entre labor y trabajo en el seno de la condición humana, que a veces es imposible distinguirlos en el sentido deseado y a partir de los criterios desglosados por Hannah Arendt, que como hemos visto, no siempre nos han convencido. Y aunque seguimos creyendo en la pertinencia de su distinción para hacer un análisis más verídico de la condición humana, pensamos que ahora cabe preguntarse sobre la necesidad, en la vida práctica, de que ambas esferas de actividad sean vistas como algo radicalmente separado. En la actualidad creemos que ello es imposible, como no sea en función de análisis como los que hemos venido haciendo. En este sentido pensamos, y con ello concluimos, que labor es aquella actividad de la que no podemos quedar exentos [73] so pena de perder nuestra vida biológica, mientras que el trabajo es aquello sin lo cual eventualmente podríamos pasar, sin vernos tampoco en la necesidad de encontrar quién lo asumiese por nosotros. En todo caso, labor y trabajo son actividades fundamentales que caracterizan la humana condición, y, so pena de no ser plenamente todas nuestras posibilidades, no deberíamos, aunque elijamos desarrollar más alguna otra esfera de la vida activa, o dedicarnos a la vida contemplativa, eximirnos de ellas.

Gloria M. Comesaña Santalices, en maytemunoz.net/

Notas:

45        Arendt, H. Op. cit., p.117.

46        La esperanza de vida en países como el nuestro, si nada externo (violencia) interfiere, es de alrededor de 70 años o más. Es aún mayor en los países industrializados.

47        Ahora diríamos labor, siguiendo a H. Arendt.

48        Cfr. Comesaña. S. Gloria. Mujer, Poder y Violencia. Op. cit., pp.49-50.

49        Ya vimos que al convertirse en ciertos casos en un valor de cambio, tenemos que considerarlo como producto.

50        Criterio utilizado por Arendt para caracterizar básicamente a los productos del trabajo.

51        Arendt, H. Op.cit., p.130.

52        Ibíd., p.134.

53        Ibíd., p. 130.

54        Ibídem.

55        Ibid., p.118. Este texto trae una pertinente cita que dice así: "En ninguna parte del Antiguo Testamento figura la muerte como "salario del pecado". Ni la maldición que expulsó al hombre del Paraíso le castiga con el trabajo y el nacimiento; únicamente hizo más dura su labor y penoso el nacimiento. Según el Génesis, el hombre (Adam) fue creado para que cuidara el suelo (adamah), como su nombre, forma masculina de "suelo", indica (véase Gén.II.5.15). "Y Adam no tenía que cultivar adamah... y El, Dios, creó a Adán del polvo de adamah... Él, Dios, tomó a Adán y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase " (sigo la traducción de Martín Bubery y Franz Rosenzweig, Die Schrift, Berlin, sin fecha). La palabra que indica "cultivar", que más tarde se convirtió en la que indicaba laborar en hebreo, leawod, tiene el sentido de "servir". La maldición (III.17-19) no menciona esta palabra, pero el significado es claro: "el servicio para el cual fue creado el hombre se convirtió en servidumbre. El corriente y popular malentendido de la maldición se debe a una inconsciente interpretación del Antiguo Testamento a la luz del pensamiento griego. Dicho malentendido suelen evitarlo los escritores católicos. Véase, por ejemplo, Jacques Leclerq, "Travail, Propriété", en Lecons de Droit Naturel, 1946, vol. IV. parte 2, pág.31: " La peine du travail est le résultat du péche original...L homme non déchu eüt travaillé dans la joie mais il eüt travaillé" o J. Chr. Nattermann, Die Moderne Arbeit,soziologisch und theologisch betrachtet, 1953, pág. 9. En este contexto resulta interesante comparar la maldición del Antiguo Testamento con la en apariencia similar explicación de la rudeza de la labor en Hesíodo. Este dice que los dioses, para castigar al hombre, le escondieron la vida (véase n.8) y tuvo que ir en su busca, mientras que antes sólo tenía que recoger los frutos que la tierra le proporcionaba en campos y árboles. Aquí la maldición no sólo consiste en la rudeza de la labor, sino en la propia labor.

56        Véase a este respecto, el extraordinario libro de la Teóloga católica norteamericana Rosemary Radford Ruether: Gaia y Dios: una teología ecofeminista para la recuperación de la tierra. Ed. Demac, México. 1993. Sobre todo en el Cap.2: "Las Leyes de la Naturaleza y la Ética humana" y el Cap.7: "El Desprendimiento ascético de la tierra y La Reforma y la revolución científica".

57        Quizás equivalente al hecho de considerar al hijo(a) como fuerza de labor (producto) cuya vida es producida y reproducida básicamente por la labor (doméstica) de la madre y excepcionalmente (raro aún hoy en día) del padre.

58        Radford Ruether, R. Gaia y Dios... Ed. cit., p.60.

59        Así como su insistente distinción entre la esfera pública y la esfera privada. A esta última, que ella afecta, siguiendo a los griegos, con una cierta cualidad vergonzosa, pertenecían la labor y el trabajo, que no debían aparecer públicamente. Siendo actividades serviles o en todo caso una esclavitud y servidumbre a la que estamos sometidos, no tendrían dignidad para presentarse en la esfera pública. Esta última está reservada solamente a la acción, que para los griegos era la vida política en la polis, o las grandes hazañas guerreras. Hoy en día, hay muchas otras actividades que pueden signarse como acción y presentarse como parte de nuestra aparición pública. Todo eso por supuesto sin afectar a la vida privada de ningún carácter de indignidad o vergüenza.

60        Arendt, H. La Condición Humana. Op. cit., p.128. Negritas mías.

61        Ibíd., p.100. Negritas mías.

62        Ibíd., p.40.

63        Ibíd., pp.44-45.

64        Ibíd., p.128.

65        Pensamos que, más que liberarse de la necesidad de la vida biológica y de la labor, lo que lleva a los individuos a someter a otros es básicamente una voluntad de poder y de afirmación personal acrecentadas por organizaciones sociales e ideológicas justificatorias de las mismas. El disponer de la fuerza de labor y de la fuerza de trabajo de otros es sólo una manifestación de esta misma voluntad de la que venimos hablando.

66        Permítasenos sin embargo añadir, con todo el respeto y la admiración que sentimos por toda la obra de Hannah Arendt, que para cuando La Condición Humana fue escrita (1958),ya una obra tan fundamental para la consideración de la situación de la mujer, como lo fue el Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, publicada en 1949, tenía nueve años de carrera pública mundialmente exitosa.

67        Arendt, H. Op.cit., p.78.

68        Sin embargo las comillas parecieran indicar que no se refiere a las labores domésticas en sí mismas, sino al hecho de que las funciones corporales al servicio de la vida, en este caso la procreación, son "laboriosas", es decir, asimiladas a la labor.

69        Por ejemplo, Arendt, H, Op.cit., p.43.

70        Por ejemplo, Ibíd., pp. 99, 100, 102,128 y 131.

71        Comesaña, S. Gloria. M. "La Alteridad, estructura ontológica de las relaciones entre los sexos", en Revista de Filosofía.Vol.3. (198O). CEF-LUZ. pp. 82-112.

72        Cfr. Arendt, A. La Condición Humana. Op. cit., p.1O3: "Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse (la labor) de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos."

73        A menos que busquemos a alguien que la realice en nuestro lugar. Esto plantea el problema ya analizado de la violencia y la injusticia contenidas en el acto de atribuir a cualquier grupo humano, por la razón que sea, la exclusividad de la labor. Lo correcto en este caso sería reconocer el "valor de cambio" de la labor realizada y pagar por ella.

Gloria M. Comesaña Santalices

La Condición Humana

¿De qué habla Hannah Arendt cuando escribe condición humana? Desde el primer momento debe quedar claro que no se trata aquí, con estos términos, de desentrañar la "esencia" o la "naturaleza" de lo humano. Para nuestra autora está desde el principio claro que semejante pretensión concluirá en un fracaso. "Nada nos da derecho a dar por sentado que el hombre tiene una naturaleza o esencia en el mismo sentido que otras cosas" [1], escribe. Condición designa para ella entonces un conjunto de constantes que, a pesar de los cambios históricos que puedan afectarlas, acompañan siempre la relación entre el ser humano y el mundo, entre lo humano y la naturaleza. Precisamente, esa relación entre el ser humano y el mundo (natural o cultural), es planteada por ella en términos de condicionalidad: "El choque del mundo de la realidad sobre la existencia humana se recibe y siente con fuerza condicionadora [2]".

En la medida en que la realidad humana no surge ni actúa en el vacío sino dentro de unas determinadas coordenadas o contexto, la existencia humana será siempre condicionada, siempre habrá unas constantes que podemos develar o analizar. Las condiciones básicas a partir de las cuales se construye la existencia humana, son así para Arendt, la vida misma, la natalidad, la mortalidad, la mundanidad, la pluralidad, y la tierra. Sobre esas condiciones básicas se constituyen los dos ejes a partir de los cuales el ser humano afronta, necesaria o libremente, su realidad. Estos dos ejes son la "vita activa" y la "vita contemplativa", uno que hunde sus raíces en la condición humana, y otro que trata de escapar de ella. En efecto, la contemplación, que es lo propio del filósofo, lo pone en contacto con lo eterno, con lo indecible y transcendente, y lo aleja de la pluralidad y lo mundano. Esta aspiración hacia lo que se llamó la Verdad, alcanzada sólo en la absoluta quietud de la contemplación, aunque originariamente según Arendt fue lo propio de la experiencia filosófica, se impuso definitivamente como fin superior de la existencia humana, al devenir el cristianismo la "religión exclusiva de la humanidad occidental [3] ".

Pero no es la vita contemplativa [4], casi arrogante en su siempre alabada superioridad lo que interesa a Hannah Arendt en el libro La Condición Humana, sino la vita activa, cuyo designio, nos dice en abierta contradicción con la tradición, no es superior ni inferior al interés fundamental que sirve de base a la vita contemplativa, sino simplemente diferente.

La Vita Activa

Mientras que la perfecta contemplación nos pone en contacto con la eternidad, con la transcendencia, la vita activa es una constante lucha del ser humano por alcanzar la inmortalidad, por escapar a las limitaciones y al olvido que inevitablemente aquejan a las actividades humanas. Así pues, la vita activa, tradicionalmente sometida a la vita contemplativa, es reivindicada en esta obra, no sólo en toda su riqueza y variedad, en igualdad de méritos con la contemplación, sino en la medida en que la búsqueda de la permanencia en el tiempo, la inmortalidad, le confieren todo su peso y su grandeza.

Es pues a partir de la noción de  inmortalidad, como mejor  puede accederse a la reflexión sobre la vita activa, sobre los aspectos fundamentales de la condición humana elaborando así simultáneamente un análisis basado en la noción temporal de la duración, tal como lo hace Paul Ricoeur en el prefacio a la edición francesa del libro de Arendt [5]. La inmortalidad vendría entonces a ser el tiempo mismo considerado en toda su extensión posible como un tiempo sin fin, como una idea directriz a partir de la cual, "deshaciendo" la madeja, podemos develar algunos de los aspectos fundamentales de la condición humana. Pero no podemos entender el tiempo sin fin, la duración o la permanencia  es  decir la inmortalidad, sin referirnos  a sus  contrarios:   la  mortalidad,  el transcurrir limitado, la finitud. Entre esos dos extremos la condición humana, en su aspectos constantes (otra vez relación al tiempo),se juega y se define. Y se construye progresivamente en tres esferas que coexisten y se imbrican inevitablemente, aunque no lo queramos, unas a otras.

Estas tres esferas, son, nos dice la autora, "labor, trabajo y acción". Son fundamentales porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra " [6].

Aunque esta clasificación ha valido a Arendt algunas críticas de quienes dudan de la coherencia y del rigor de sus análisis para distinguir estos tres aspectos de la condición humana, nosotros la consideramos válida y pertinente, pues no sólo abarca, como ella misma dice, "las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra" [7],sino que además le permite analizar filosóficamente, actividades humanas de las que poco se había ocupado hasta entonces el pensamiento filosófico. Y de las cuales pensamos, que aún hoy en día hace caso omiso la "reflexión sobre las primeras y últimas causas", ocupada como está por asuntos de "mayor envergadura y nobleza". Así los análisis de Arendt, que en algunos casos se quedan cortos, nos  permiten ahondar aún más en aspectos fundamentales de la condición humana.

De cada una de ellas, desde el primer capítulo de su obra, Hannah Arendt nos da una definición más o menos escueta, salvo al tratarse de la acción, en cuyo caso se extiende un poco más, pareciendo indicar de antemano entre las tres esferas una jerarquía ascendente que en ella culminaría.

"La labor -nos dice- es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida. La condición humana de la labor es la misma vida   [8]".

En cuanto al trabajo, afirma:

"(...) es la actividad que corresponde a lo no natural de la existencia del hombre, que no está  inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad  queda compensada por dicho ciclo. El trabajo proporciona un "artificial" mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus límites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condición humana del trabajo es  la mundanidad   [9]".

Diferencia Labor-Trabajo

La labor y el trabajo que en otros tiempos se distinguían tan radicalmente como lo expresan las definiciones de Hannah Arendt, no pueden ya, debido a la manera como la modernidad, y aún más nuestro tiempo, las han confundido, estudiarse por separado. De modo que, aunque cada una de estas esferas de la humana condición es analizada en un capítulo aparte, esta separación es sólo aparente. Constantemente, las reflexiones sobre cada una de ellas remiten a la otra, en casi molesta imbricación. Así, no tiene nada de sorprendente que Arendt inicie el capítulo sobre la labor ,diciendo que, "en este capítulo se crítica a Karl Marx" [10],el más importante entre los autores modernos, que al ocuparse de la actividad humana para él fundamental, constantemente pasa de la labor al trabajo, mezclando características que claramente se refieren a esferas diferentes.

Arendt argumenta a favor de su distinción entre labor y trabajo, el hecho de que las lenguas europeas, antiguas y modernas, contengan en su vocabulario dos palabras "etimológicamente no relacionadas" [11] para referirse a estas actividades, lo cual prueba que hay en ellas muchas características que permiten distinguirlas. Y es en efecto lo que ella se aplica a hacer en este libro, a pesar de que muy pocos autores se han preocupado por hacer esta distinción, tanto en la tradición pre-moderna como entre los modernos.

Ni siquiera muchos que como Locke, Smith o el mismo Marx encontraron en sus reflexiones la diferencia entre labor-trabajo, la captaron y desarrollaron, de modo que a causa de ello su obra aparece en este sentido atravesada por una contradicción fundamental, particularmente en el caso de Marx.

La mejor manera de establecer esta diferencia consiste en destacar el carácter mundano de la cosa producida, ya sea por la labor o el trabajo. Así nos dice Arendt:

"Parece que  la  diferencia entre labor y trabajo que nuestros teóricos tanto se han obstinado en olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte simplemente en una diferencia de grado si el carácter  mundano de la cosa  producida -su lugar, función y tiempo de permanencia en el mundo- no se tiene en cuenta. La diferencia entre un pan , cuya "expectativa de vida" en el mundo es  apenas  de más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que la distinción entre un panadero y un carpintero" [12].

De modo que si solamente nos detenemos a observar a un laborante, o a un trabajador (animal laborans u homo faber, según la insistencia de la autora),no captaremos quizás en toda su acuidad, la diferencia profunda entre las actitudes de ambos, notando a lo máximo entre ellas una diferencia de grado que de todas formas ya es, aunque mínima, una distinción... Si nos detenemos por el contrario ante el resultante de la acción de laborar o trabajar, se nos hará de inmediato evidente que lo producido [13], en su relación al mundo, en su carácter duradero o efímero, es decir, en su mayor o menor mundanidad, implica en su origen, actividades bastantes diferentes. Detrás de estas distinciones: laborar-trabajar, resultado de la labor y resultado del trabajo, encontramos de nuevo al tiempo, concepto que, hemos dicho antes, es fundamental para entender mejor la vita activa y sus articulaciones.

Podemos pues acceder a la real distinción entre labor y trabajo a través del análisis de lo que en cada una de estas actividades el ser humano produce. Y como veremos, este término mismo: producir, requiere de una clarificación que la misma autora, sin duda preocupada por otras demostraciones, no elabora en su texto. Mientras que los productos del trabajo permanecen, son duraderos objetos de uso que permiten al individuo recuperar su unicidad, dando "al artificio humano la estabilidad y solidez sin las que no merecería confianza para albergar a la inestable y mortal criatura que es el hombre" [14] los productos de la labor son "fútiles y no duraderos" [15];"son los bienes de consumo que aseguran a la vida los medios para su propia supervivencia" [16]. Estos bienes de consumo, aunque son: "necesarios para nuestro cuerpo y producidos por su laborar, pero sin propia estabilidad (...) aparecen y desaparecen..."  [17] casi sin dejar huella, más que la vida nutrida y crecida que dejan tras de sí.

Productividad, Fertilidad

Aunque a partir de la etimología de las palabras y luego del concepto temporal de duración de lo producido, Arendt parece tener muy clara la diferencia entre estas dos actividades humanas que analizamos, encontramos sin embargo en ella los ecos de muchas de las dificultades que enfrentaron los autores que ella crítica.

La clave de todo está en la forma como se usa el concepto de productividad y las implicaciones que ello tiene para una correcta caracterización de las actividades analizadas y de su significación. Con respecto concretamente a la labor, nos dice: "En efecto, signo de todo laborar es que no deja nada tras de sí, que el resultado de su esfuerzo se consume tan rápidamente como se gasta el esfuerzo" [18] La labor pues sólo "produce" [19] algo inestable, inmediatamente consumido, en otras palabras, desde el punto de vista temporal, no duradero, efímero. Y a ese bien de consumo efímero, pero del cual "depende la propia vida" [20] lo califica, poco apropiadamente nos parece, como fútil.

Sin embargo, unas líneas más adelante, y dándole el mayor mérito a Marx, escribe, sin notar la contradicción, y sin sacar luego todas las posibles consecuencias de sus observaciones:

"(...)  Un  hecho  más   significativo  a  este  respecto   ya observado por los economistas clásicos y claramente descubierto y analizado por Karl Marx, es que la propia actividad laboral, (...) posee una "productividad" suya, por fútiles y no duraderos que sean sus productos. Dicha productividad no se basa en los productos de la labor, sino en el "poder" humano, cuya fuerza no queda agotada cuando ha producido los medios para su propia subsistencia y supervivencia, que es capaz de producir un "superávit", es decir, más de lo necesario para su propia  "reproducción".  Debido  a que lo  que  explica la productividad de la labor no es ésta en sí misma, sino el superávit del "poder de la labor" humana (Arbeitskraft), la introducción de este término por Marx constituyó, como Engels señaló acertadamente, el elemento más original y revolucianario de todo su sistema. A diferencia de la productividad del trabajo, que añade nuevos objetos al artificio humano, la productividad del poder de la labor sólo  produce  objetos de  manera incidental y fundamentalmente se interesa  por  los medios  de su propia reproducción; puesto que su poder no se agota una vez asegurada su propia reproducción, puede usarse para la reproducción de más de un proceso de vida, si bien no "produce" más que vida. Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos"[21].

Henos aquí en el corazón del problema. Todo se debe al "descubrimiento" de la productividad de la labor como una peculiar productividad, la cual no depende de los productos fútiles e inestables que entrega, sino del "poder" que tiene esta productividad de proporcionar un "superávit", un plus que va más allá de sí misma.  En efecto, la labor, no sólo proporciona lo necesario para su propia subsistencia, para su propia reproducción, sino que puede proporcionar los productos necesarios para la subsistencia de otros laborantes. En otras palabras, lo que aquí aparece destacado es lo que Marx, genialmente llamó la fuerza de la labor (Arbeitskraft), es decir, la capacidad de la labor de producir más que lo necesario para su propia subsistencia. La  palabra que mejor refleja esa característica de la labor es fertilidad, y no tarda Arendt en señalarlo refiriéndose a Marx:

"Quizá nada indica con más claridad el nivel del pensamiento de Marx (...) que el hecho de basar toda su teoría en el entendimiento del laborar y procrear como dos modos del mismo fértil proceso de la vida. Para él, labor era la "reproducción de la propia vida de uno" que aseguraba la supervivencia del individuo, y procreación era la producción de "vida extraña" que aseguraba la supervivencia de la especie. Cronológicamente, esta percepción es el origen nunca olvidado de su teoría, que luego  elaboró sustituyendo la fuerza de labor de un organismo vivo por la "labor abstracta" y entendiendo el superávit de labor como esa cantidad de fuerza laboral que aún queda después de haber sido producidos los medios para la propia reproducción del laborante" [22].

Disgresión en torno al carácter esclavizante de la labor y su reparto desigual

La labor pues, aunque aparentemente no deja tras de sí un producto durable como cosa mundana destinada al uso, se caracteriza por su fertilidad, por una productividad extraordinaria que, a partir de los objetos efímeros que entrega, produce, reproduciéndola, la vida, la fuerza de labor, no sólo la suya sino la de muchos más. Sobre esta posibilidad de la labor se ha asentado desde tiempos inmemoriales la enorme injusticia que siempre significó su reparto desigual:

"Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, el poder de la labor puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos" [23].

Efectivamente, es lo que siempre ha sucedido. Los esclavos y las mujeres en la antigüedad, los diferentes tipos de laborantes y las mujeres después, siempre ha habido algunos(as), la mayoría, que portan el "fardo" de la labor de todos, dejando siempre libre a una minoría privilegiada.

Porque aunque aún no lo hemos señalado, la labor es vista como un "pesado fardo" para la condición humana. Este carácter y su relación con la necesidad, lo cual la ha hecho siempre despreciable a los ojos filosóficos, marcan con un terrible estigma a la labor. Así encontramos en Arendt, que no escapa a esta tradición, expresiones como las siguientes:

"El desprecio hacia la labor, que originariamente surge de la apasionada lucha por la libertad, mediante la superación de las necesidades, y del no menos apasionado rechazo de todo esfuerzo que no dejara huella, monumento ni obra digna de ser recordada..."[ 24].

"(...) la labor de nuestro cuerpo, requerida por sus necesidades, resulta abyecta. De allí que las ocupaciones que no consistían en laborar, cuando se emprendían no por su propio fin sino para hacer frente a las necesidades de la vida, se asimilaban al status de la labor..." [25]

"Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana" [26].

Aunque en todos estos casos ella resume la interpretación que la antigüedad clásica, básicamente los griegos, hicieron de la labor, puede verse a lo largo del texto, que ella misma acepta, al igual que Marx, este concepto de labor como un peso, una sumisión de la que hay que liberarse. En ningún momento argumenta ella algo en otro sentido. Incluso, al analizar la confusión marxista entre labor y trabajo, confusión propia de la modernidad, la cual acompaña la elevación del status de la labor, su aparición con nivel de dignidad en la esfera pública (cuando antes estaba recluida en lo privado), nos hace ver que Marx está proponiendo algo que, de realizarse, como de hecho está sucediendo, nos sometería a todos al fardo implacable de la necesidad.

Esto según ella, forma parte de las contradicciones en las que el propio Marx cayó al confundir labor y trabajo y al destacar los méritos de la labor. Por eso, nos dice, "la actitud de Marx con respecto a la labor, que es el núcleo mismo de su pensamiento, fue siempre equívoca". En efecto, añade unas líneas después:

"Mientras que (la labor) es una "necesidad externa impuesta por la naturaleza" y la más humana y productiva de las actividades del hombre, la revolución, según Marx, no tiene la misión de emancipar a las clases laborales, sino hacer que el hombre se emancipe de la labor; sólo cuando ésta quede abolida, el "reino de la libertad" podrá suplantar al "reino de la necesidad". Porque el "reino de la libertad sólo comienza donde cesa la labor determinada por la necesidad y la externa utilidad", donde acaba el gobierno de las necesidades físicas inmediatas"  [27].

Queda claro pues que para Marx la labor, a pesar de ser "la más humana y productiva de las actividades del hombre", es una esclavitud hasta tal punto, que sólo liberándonos de ella podremos alcanzar el reino de la libertad. Y está claro también que tal es la opinión negativa de Hannah Arendt. Esta es otra de las interpretaciones que no compartimos plenamente, y más adelante volveremos sobre ello. Por ahora continuemos con el análisis de la productividad.

Productividad del Trabajo; 'productividad' (fertilidad) de la Labor

En el caso de Marx y de quienes como él confundieron labor y trabajo, deslumbrados en parte por la fertilidad de la labor, de la cual ya hemos hablado, esta confusión no les impide ver que esta productividad de la labor se vuelve agua que corre entre los dedos comparada con la productividad del trabajo [28], que es la que verdaderamente "fabrica la interminable variedad de cosas cuya suma total constituye el artificio humano" [29]. Estas cosas son principalmente objetos para el uso, duraderos y estables.

Así, "su adecuado uso no las hace desaparecer y dan al artificio humano la estabilidad y solidez sin las que no merecería confianza para albergar a la inestable y mortal criatura que es el hombre"  [30]. Al lado de la durabilidad, estabilidad y utilidad de los productos del trabajo, que quedan en el mundo para dar testimonio de nuestra  actividad,  la  labor  no  deja  nada  tras  de  sí,  como  no  sea  la  reproducción  de  la  propia  vida        (y eventualmente, gracias al superávit del poder de la labor, la reproducción de otras vidas), lo cual para los economistas clásicos y Marx, e incluso para Arendt, no parece ser suficientemente importante como para redimir un poco a la labor de su carácter de fardo y de su desvalorización.

Por el contrario, como hemos visto, frente a la durabilidad de las cosas del mundo, productos del trabajo, los productos de la labor son fútiles, es decir de poco valor e importancia. Este carácter de futilidad [31] de los bienes de consumo producto de la labor es constantemente destacado por Arendt:

"... El peligro radica en que tal sociedad, deslumbrada por la abundancia de su creciente fertilidad y atrapada en el suave funcionamiento de un proceso interminable, no sea capaz de reconocer su propia futilidad, la futilidad de una vida que "no se fija o realiza en una circunstancia permanente que  perdure una vez transcurrida la (su) labor " [32].

Como puede apreciarse, la vida misma es fútil, como su actividad elemental, la labor, si no deja nada tras de sí, y ese es según Arendt y los economistas clásicos (ella cita entre otros a A. Smith), el defecto que aqueja a los bienes de consumo producto de la labor [33]. La durabilidad del producto es lo que le confiere dignidad e importancia, tanto a él como a la actividad correspondiente. Así, frente a la labor fútil e improductiva desde este punto de vista, se eleva el trabajo, realmente productivo y merecedor de estima. Tanto, que si el laborante es con toda propiedad para ella, sólo "animal laborans" ,el trabajador es ya, con todo derecho, " homo faber ".

Sin embargo, está claro para Arendt, como lo estaba para Marx, que la labor es un elemento fundamental de las actividades humanas, sin el cual la vida no puede mantenerse. Así como Marx, ella, mientras que considera a la labor como un peso del que hay que liberarse, por otra parte destaca la "productividad " de la labor, su fertilidad, que produce y reproduce vida, gracias al "superávit" de la fuerza de la labor. Todo esto, como ella reconoce, fue "claramente descubierto y analizado por Karl Marx" [34], para quien además, como ya hemos visto, la "labor era la "reproducción de la propia vida de uno" que aseguraba la supervivencia del individuo, y procreación era la producción de "vida extraña" que aseguraba la supervivencia de la especie" [35].

Análisis crítico de los conceptos de productividad y producto

Hay aquí pues un manejo de los conceptos de productividad y producto a cuatro niveles todos en nuestra opinión igualmente importantes:

a)       la "cosa del mundo", duradera y estable, producto del trabajo del homo faber;

b)       el "bien de consumo", de efímera permanencia en el mundo, producto de la labor;

c)       la "vida biológica" (fuerza laboral) como consecuencia o producto de la labor, que mediante los "bienes de consumo" que produce, la reproduce [36],

d)       la "procreación", que, como el mismo Marx entrevió, es la producción de "vida extraña", de otra vida, la del hijo, que de alguna manera también es producto [37].

Por lo general, sin embargo, el término producto se aplica sólo al resultado del trabajo del homo faber, a la "cosa del mundo" duradera y estable, que además tiene un valor de cambio en el mercado. Esta es la manera en que lo utilizan los economistas. Para la mayoría de los filósofos que tocan el tema, incluidos los economistas clásicos, Locke, y el mismo Marx, el producto es lo que dura, de modo que la reificación, la construcción de un mundo de cosas para ellos era fundamental si se quería hablar propiamente de productividad. Los otros sentidos de los términos productividad o producto son escasamente utilizados, básicamente en sentido metafórico o como equivalentes al término "resultado".

Nosotros pretendemos aquí proceder de otra manera. Ciertamente admitimos que el carácter de durabilidad es fundamental a la hora de caracterizar algo como producto. Sólo donde la actividad humana deja algo que la trasciende puede hablarse de productividad. Posteriormente, ese elemento durable y permanente, la cosa mundana, adquiere otra característica relacionada estrechamente con la productividad y con la durabilidad: es el "valor de cambio", la posibilidad de entrar en el juego del mercado para ser intercambiada por otra. En efecto, el homo faber nos dice Arendt, "está plenamente capacitado para tener una esfera pública propia (...) Su esfera pública es el mercado de cambio donde puede mostrar los productos de sus manos y recibir la estima que se le debe" [38].

Es propio del homo faber relacionarse con otras personas mediante el intercambio de productos. Y en una sociedad de productores que ha hecho del intercambio de productos la forma pública de relacionarse los humanos, es evidente que, como ya lo señaló repetidamente Marx, "incluso los laborantes, debido a que se enfrentan a "dueños de dinero o de artículos de primera necesidad", pasan a ser propietarios, "dueños de su propia fuerza de labor" [39].

Siendo el mercado de cambio la esfera pública propia del homo faber, lo que éste produce, más que objetos de uso son objetos de cambio. Aparece entonces junto al valor de uso, el valor de cambio". Este, es diferente del valor intrínseco, de la valía, que es una cualidad objetiva de la cosa, independientemente de la apreciación que alguien pueda hacer de ella. De esta valía o valor intrínseco Arendt distingue el valor, siempre "valor de cambio", consecuencia de la aparición pública de la cosa en la relación del mercado. Así dice ella tratando de aclarar confusiones,

"Se ha observado con frecuencia y por desgracia se ha olvidado a menudo que el valor, al ser "una idea de proporción entre la posesión de una cosa y la posesión de otra en la concepción del hombre", "siempre significa valor de cambio". Porque sólo es en el mercado de cambio en el que todo puede permutarse por otra cosa, donde todas las cosas, (...) se convierten en "valores [40]".

El producto por excelencia, según todas estas doctrinas, es pues el resultado del trabajo, la cosa mundana duradera y dotada de un "valor de cambio". Comparados con ella, todos los resultados de la labor, son productos sólo por extensión quizás un poco abusiva del término, pues aparentemente no satisfacen los criterios que hemos asumido, de duración y "valor de cambio". Sin embargo, si analizamos esto con más precisión y rigor, y menos parcialidad, veremos que también en esos casos puede hablarse de productividad y de producto, manteniendo los criterios antes mencionados, excepto en el caso del "bien de consumo".

En efecto, éste considerado en sí mismo, es un resultado de la labor que, como la segunda parte de su nombre así lo indica, está destinado a ser consumido, vale decir devorado y destruido para pasar a asimilarse a nuestro ser biológico en vistas a su mantenimiento y crecimiento. En sí mismo pues, el "bien de consumo", por mucho que pueda hoy en día, gracias a las nuevas tecnologías de conservación y almacenamiento, durar, está destinado básicamente a desaparecer, mezclándose, consubstanciándose, con nuestro cuerpo. En este sentido, sólo metafóricamente podría llamársele producto, si tomamos en cuenta el criterio de la duración. No dura lo que se consume. Sin embargo, si aplicamos el criterio moderno del "valor de cambio", el "bien de consumo" ya sería producto con un poco más de derecho. Una lata de vegetales en conserva, (que puede guardarse varios años antes de utilizarse), o una botella de buen vino añejado y valorizado con el tiempo, que se adquieren en el mercado a cambio de dinero, son, al menos para los fabricantes de los mismos, un producto. Lo mismo habría que decir si se toma el "bien de consumo", aún perecedero, como algo que va a ponerse a la venta, a intercambiarse por dinero. En dicho caso habría también un "valor de cambio" y sería por ende también producto.

En este caso, debido a la complejidad y ambigüedad del asunto, nos vemos en la obligación de señalar que aquí la originaria labor de elaboración del alimento, debido tanto a las modernas tecnologías que alargan su duración, como a su ingreso en el mercado de cambio a causa de la industrialización, ha llegado a convertirse prácticamente en el equivalente de un trabajo [41].

Así también el trabajo, por su fragmentación adquiere visos de labor, tal como lo considera Arendt:

"(...) La revolución industrial ha reemplazado la artesanía por la labor, con el resultado  que las cosas del Mundo Moderno se han convertido en productos de la labor cuyo destino natural consiste en ser consumidos en vez de productos del trabajo destinados a usarlos. De la misma manera que los útiles e instrumentos, aunque procedentes del trabajo, siempre se emplearon también en los procesos de la labor, así la división de ésta, enteramente apropiada y concertada con el proceso laboral, ha pasado a ser una de las principales características de los procesos del trabajo moderno,(...). La división de la labor, más que la creciente mecanización, ha reemplazado a la rigurosa especialización que anteriormente requería la artesanía" [42].

Y más adelante, dice:

"El caso es distinto por completo en la corriente transformación moderna del proceso de trabajo por la introducción del principio de la división de la labor. Ahí, la misma naturaleza del trabajo queda modificada y el proceso de producción, aunque en modo alguno produce objetos para el consumo, asume el carácter de labor" [43].

La imbricación actual entre labor y trabajo es tal, que en muchos casos el análisis se hace casi imposible. En última instancia, lo que vendría esencialmente a diferenciarlos, sería el hecho de que la labor (la hagamos nosotros o la asuman otros en nuestro lugar), es imprescindible para nuestra subsistencia como cuerpos; mientras que, eventualmente, podríamos vivir sin trabajar y sin que otro(s) trabaje(n) para o por nosotros.

Vemos pues, volviendo al carácter del "bien de consumo", que según se emplee el criterio de duración o el del "valor de cambio", podrá ser considerado o no propiamente como producto. Sin embargo, si bien en su caso su denominación como tal es ambigua, no ocurre lo mismo con la vida reproducida que deja tras de sí. Esta vida, cuyas necesidades quedan satisfechas y cuya subsistencia es garantizada por la labor y los bienes de consumo que ella elabora, adquiere carácter de producto si pensamos en ella como lo hizo Marx y lo hace el capital, como fuerza de labor que además de durar en el tiempo, tiene un "valor de uso", tal como las cosas mundanas, y un "valor de cambio", al ponerse al servicio del capital a cambio de un salario. El capital se sirve de la fuerza laboral a cambio del salario [44].

Gloria M. Comesaña Santalices, en maytemunoz.net/

Notas:

1       Cfr. Arendt, H. La Condición Humana. Ed. Paidós, Barcelona. 1993. p. 24.

2       Ibíd., p, 23.

3       Ibíd., p, 33.

4       De la cual se ocupa en su obra póstuma e inacabada La Vida del Espíritu.

5       Paul Ricoeur, Prefacio a Arendt, H. Condition de l Homme Moderne. Calmann-Levy. París. 1988. p.16 ss.

6       Arendt, H. Op.cit., p. 21. Negritas mías.

7       Ibídem.

8       Ibíd., p.21. Negritas mía.

9       Ibídem.

10        Ibíd., p.97.

11        Ibíd., p.98. Hubiese sido muy ilustrativo que Arendt se refiriese no sólo al inglés, al alemán y al francés, sino que incluyese en su reflexión a otros idiomas.

12        Ibídem. p.107.

13        Y luego veremos que este término amerita de una detenida consideración.

14        Ibíd., p.157.

15        Ibíd., p.103.

16        Ibíd., p.107.

17        Ibídem.

18        Ibíd., p.102. Negritas mías.

19        Ibídem.

20        Las comillas las utiliza también la propia autora en el texto, quizá no con la misma finalidad que nosotros, sino para indicar al parecer, que no es ésta una verdadera productividad. Nosotros queremos por el contrario, llamar la atención sobre el término en función de las aclaratorias que haremos más adelante.

21        Ibíd., p.103.

22        Ibíd., p.118. Negritas mía.

23        Ibíd., p.103.

24        Ibíd., p.99. Negritas mías.

25        Ibídem. Es de advertir que, guiándonos por la traducción francesa hemos corregido la traducción castellana, la cual nos parece bastante deficiente. Donde dice "cuando se emprendían", decía "aunque se emprendieran" con lo cual el texto resultaba incoherente y además mal redactado.

26        Ibíd., p.100.

27        Ibíd., p.116. Hemos corregido, siempre a partir de la traducción francesa, este texto. En la primera línea se dice en la versión castellana: "mientras fue" "una necesidad...". Nuestra versión hace más comprensible el texto. Cursivas en negritas mías.

28        Ibíd., p.114. A Marx en efecto, el "deslumbramiento" ante el carácter productivo y fértil de la labor, no le impidió darse cuenta de la importancia de la durabilidad del producto, de modo que, aunque definió al hombre como "animal laborans", hubo de admitir que la productividad de la labor, propiamente hablando, comienza con la reificación (...) con "la erección de un objetivo mundo de cosas".

29        Ibíd., p.157.

30        Ibídem.

31        Es de advertir que fútil viene del latín futilis que quiere decir frágil, quebradizo //vano, ligero, frívolo, fútil, sin autoridad // inútil, sin efecto. Cfr.  Diccionario Ilustrado Latino-Español. Spes, Barcelona.1970.

32        Arendt, H. La Condición Humana. Op. cit., p.142.

33        Hablando de la necesidad de escapar a la esclavitud biológica de la labor mediante el empleo de sirvientes o  de esclavos en la antigüedad, Arendt añade: "El motivo de que la labor del esclavo desempeñara tan enorme papel en las sociedades antiguas y de que su improductividad y carácter antieconómico no se descubriera radica en que las antiguas ciudades-estado eran principalmente "centros de consumo" ".Arendt, H. Op.cit., p.128. Está claro que para ella la labor es improductiva, porque sólo produce "bienes de consumo".

34        Ibíd., p.103.

35        Ibíd., p.117.

36        Es de aclarar que en este caso puede tratarse, como en general se trata, no sólo de una, sino de muchas, o en todo caso de varias vidas biológicas que subsisten con la labor de una sola persona. Esta es la situación en la que se encuentra, precisamente, el trabajo doméstico de las mujeres, del que hablaremos más adelante.

37        Esta interpretación del hijo como producto, que a muchos puede resultar chocante, la exponemos y justificamos ampliamente en nuestro libro Mujer, Poder y Violencia. Ediluz, Maracaibo.1991.

38        Arendt, H. La Condición Humana. Op.cit., p.178.

39        Ibíd., p.18O. Lo cual fortalece nuestra tesis de considerar la "fuerza de labor" como producto de la labor, que dura e incluso se convierte en "valor de cambio" que se entrega a cambio de un salario. Sobre esto volveremos más adelante.

40        Ibíd., p.181.

41        Está claro que aquí no sólo hablamos del ingreso del producto de la labor en el mercado de cambio, sino de la labor misma en cuanto adquiere un valor de cambio y se realiza "a cambio" de un salario.

42        Arendt, H. Op.cit., p.133. Negritas mía.

43        Ibíd., p.134. Negritas mías.

44        No es nuestra intención hablar aquí de lo justo o injusto de este sistema de intercambio, ni mucho menos de los factores que puedan degradarlo o volverlo alienante y explotador.

Nicola Bux

Hasta el 26 de abril de 1996, el episcopado argentino era uno de los pocos del mundo en continuar a rechazar la práctica introducida al final de los años ’60 en franca oposición a la voluntad del Papa Pablo VI, de distribuir la Santa Comunión en la mano de los fieles. Recién ese día se obtuvieron en la Asamblea de la Conferencia Episcopal Argentina los votos suficientes para poder pedir a Roma el indulto que permitiera introducir esta práctica contraria a la ley universal de la Iglesia. Roma otorgó inmediatamente dicho indulto, pero lo hizo “ad normam” de la “Instrucción sobre el modo de administración de la Santa Comunión, Memoriale Domini”, en la cual se estipulaba claramente que la prohibición de dar la comunión en la mano debía conservarse universalmente, pero que, allí (y sólo allí) donde el uso ya se había introducido abusivamente y había arraigado de modo que los obispos de la conferencia episcopal local considerasen que no había más remedio que tolerarlo: “El Santo Padre [...] concede que, dentro del territorio de vuestra Conferencia Episcopal cada obispo según su prudencia y su conciencia, pueda autorizar en su diócesis la introducción del nuevo rito para distribuir la Comunión.». El entonces Obispo de San Luis (Argentina) Juan Rodolfo Laise, juzgó que según su prudencia y conciencia esas circunstancias no se daban en su diócesis por lo que no consideró adecuado hacer uso de ese indulto. Esta decisión fue inmediatamente interpretada por muchos como una ruptura de la unidad del episcopado y hasta como una “rebeldía” contra una disposición litúrgica que de ahí en adelante estaría vigente. El Obispo de San Luis consultó sobre esto a los diversos dicasterios Romanos competentes que unánimemente aprobaron su decisión. El pasado 22 de julio se cumplió un año de la desaparición de Mons. Juan Rodolfo Laise quien, una vez convertido en emérito, regresó a la vida conventual de su Orden, los Capuchinos, y desde 2001 se retiró al convento de San Giovanni Rotondo (el lugar en donde vivió y donde ahora se venera al santo Padre Pío, al que el obispo argentino tuvo una gran devoción). Allí Mons. Laise ejerció su ministerio confesando a los peregrinos todos los días durante casi dos décadas, hasta unos meses antes de su muerte a los 93 años. Existen muchos aspectos de su figura, como religioso, sacerdote y obispo, que se podrían evocar, pero nos centraremos en el libro que publicó para explicar su posición en el episodio que hemos mencionado; libro que, a su pedido, he tenido el honor de presentar (https://lanuovabq.it/it/comunione-sulla-mano-unadisobbedienza-legittimata) hace unos años con ocasión de su edición italiana (Comunione sulla mano, Documenti e storia. Cantagalli, 2016) en un acto tenido en el Aula Magna del Instituto Patrístico (Augustinianum) de Roma. Se trata probablemente del primer libro específico s obre la Comunión en la mano que se haya nunca publicado. En él profundiza los aspectos históricos, canónicos y teológicos del modo de comulgar y su influencia en la devoción y la vida espiritual de los fieles. El libro está estructurado como un comentario detallado (párrafo por párrafo) de los documentos en los que está expresada la legislación vigente sobre la forma de comulgar, al que se añade un apéndice con aspectos históricos que nos sitúan en el contexto en el que nacieron aquellos documentos. Todo esto nos permite entender la “mens legistoris”; es decir, la intención del legislador (Pablo VI en este caso), que es un elemento clave al momento de interpretar una ley. Por fin, luego de responder a los principales argumentos utilizados con frecuencia para justificar la introducción del uso de la comunión en la Mano, concluye con una serie de reflexiones en las que se hace una aplicación concreta de los elementos expuestos a lo largo del libro. A continuación veremos los más importantes de estos elementos son verdades olvidadas que contrastan con ciertas ideas recibidas: que en muchos casos Puede sorprender a algunos, por ejemplo, el enterarse, leyendo este libro, de que esta forma de comulgar no fue tratada y ni siquiera fue mencionada en el Concilio y que tampoco forma parte de la reforma litúrgica posterior. En efecto, este uso, contario a las normas, fue introducido sin autorización en ciertas regiones en la mitad de los años '60 y si bien el Papa Pablo VI hizo comunicar inmediatamente (ya en 1965) a los obispos de esas regiones, que debían volver inmediatamente al único uso lícito, es decir, en la boca, éste y otros reclamos de la autoridad suprema no tuvieron ningún efecto. Puesto que la resistencia a estas directivas se mostró inquebrantable, en 1968 se comenzó a considerar la posibilidad de conceder un indulto puntual para los casos concretos que no estaban dispuestos a obedecer, si bien se veía que este uso era en la práctica “muy discutible y peligroso” y se sabía que, en caso de errar en la manera d e resolver el asunto existía “debilitar la fe del pueblo en la presencia eucarística”. Fue así que Pablo VI quien, según sus propias palabras “no podía dejar de considerar la eventual innovación con evidente aprensión”, hizo hacer una consulta “sub secreto” al episcopado mundial a propósito de cómo enfrentar mejor esta desobediencia desafiante. El resultado de la consulta fue que una gran mayoría de los obispos veían peligrosa cualquier concesión. En consecuencia el Papa ordenó a la Sagrada Congregación para el culto divino que preparara un proyecto de documento pontificio en el cual confirmara el pensamiento de la Santa Sede (Las ediciones en español actualmente accesibles son: Comunión en la mano. Documentos e historia, Buenos Aires, Vórtice, 2005; en USA, con el mismo título, fue publicado por Preserving Christian Publications, New York 2014 en España, el título, levemente modificado es La Comunión en la mano. Didackbook, 2020, que también se puede adquirir en formato Kindle. Se puede bajar en Documentos de historia en PDF gratuitamente) acerca de la inoportunidad de la distribución de la sagrada comunión sobre la mano de los fieles indicando las razones (litúrgicas, pastorales, religiosas, etc.). Así fue que el 29 de mayo de 1969, la Congregación para el Culto Divino publicó la instrucción Memoriale Domini, en la que está contenida la legislación que sigue aún ahora vigente y que podría resumirse de esta manera: la prohibición de la comunión en la mano sigue siendo la norma universal y se exhorta firmemente a los Obispos, sacerdotes y fieles a que se sometan diligentemente a esta ley nuevamente confirmada. Sin embargo, donde este uso introducido ilícitamente hubiera arraigado, la Instrucción preveía la posibilidad de otorgar un indulto a aquellos sectores que no estuvieran dispuestos a obedecer a esta exhortación papal de respetar el derecho universal. En esos casos, para “ayudar a las Conferencias Episcopales a cumplir su oficio pastoral, con frecuencia más difícil que nunca a causa de la situación actual” el Papa dispuso que las conferencias episcopales respectivas (con la condición de haber obtenido la aprobación de dos tercios de sus miembros) habrían podido pedir un indulto a Roma para que cada obispo miembro de esa conferencia, según su prudencia y conciencia, pudiera permitir la práctica de la Comunión en la mano en su diócesis. Mons. Laise toma los detalles para la reconstrucción histórica del precioso relato de los hechos que hace, en sus memorias La Riforma liturgica 1948-1975, Mons. Annibale Bugnini quien no solo fue testigo sino también protagonista de ellos. Según los documentos transcritos en este libro, esta concesión tenía como objetivo sobre todo evitar que "en estos tiempos de fuerte impugnación (...) la autoridad no se vea derrotada al mantener una prohibición que difícilmente habría sido respetada en la práctica". De hecho, al considerar las diversas soluciones posibles se había hecho la siguiente advertencia: « ha de preverse también una reacción violenta en algunas zonas y una desobediencia más bien difundida donde el uso ya esté introducido ». Por otra parte, la voluntad evidentemente restrictiva del legislador. El razonamiento de la Instrucción de la Santa Sede es fundamentalmente el siguiente: “Al celebrar el memorial del Señor, la Iglesia atestigua a través del rito mismo la fe y la adoración dirigidas a Cristo, que está presente en el sacrificio y se da como alimento a los que participan de la mesa eucarística. Por esta causa mucho le importa que la Eucaristía se celebre de la manera más digna posible y se participe del modo máximamente fructuoso (cf. Memoriale Domini, números [1] y [2]). Ahora bien, el modo de dar la comunión, en la boca “es propio de la preparación que se requiere para recibir el Cuerpo del Señor del modo más fructuoso posible” [8]. Pues con él “se asegura más eficazmente que la Sagrada Comunión sea distribuida con la reverencia, el decoro y la dignidad que le son debidas de modo que se aparte todo peligro de profanar las especies eucarísticas” [10]. En consecuencia “este modo debe ser conservado, no solamente porque se apoya en un uso transmitido por una tradición de muchos siglos, sino, principalmente, porque significa la reverencia de los fieles cristianos hacia la Eucaristía [8] ya que posibilita, “que se guarde con diligencia el cuidado que la Iglesia ha recomendado siempre aún acerca de los fragmentos del pan consagrado” pues bajo las especies “de modo singular está presente todo y entero Cristo, Dios y hombre, de manera substancial y permanente” [10]. Por eso se considera que “un cambio en un asunto de tanta importancia que se apoya en una antiquísima y venerable tradición, además de lo que toca a la disciplina, puede también traer consigo peligros”, que se puede temer que surjan si se cambiara el modo de administrar la Sagrada Comunión, a saber: “el que se llegue ya a una menor reverencia hacia el augusto Sacramento del altar, ya a la profanación del mismo Sacramento, ya a la adulteración de la recta doctrina”. [12]. El texto completo de la Instrucción puede consultarse al final de este documento (página 12) manifestada claramente en el documento, debería haber hecho que la concesión se interpretase y aplicase de modo que favoreciera lo menos posible la difusión del rito. Esta legislación nunca fue modificada posteriormente, ni las posibilidades de introducir la comunión en la mano fueron nunca ampliadas, sin embargo las solicitudes hechas por las conferencias episcopales por más que no se cumplieran las condiciones exigidas para solicitar el indulto ; la insistencia en reconsiderar el problema en lugares donde ya se había verificado previa mente la ausencia de esas condiciones restrictivas; la demasiado fácil concesión por parte del dicasterio correspondiente y, sobre todo, el absoluto silencio que se hizo posteriormente sobre la irreductible desobediencia que, como bien explica Mons. Laise, fue precisamente la única razón por la que otorgó la concesión; hicieron que la práctica se extendiera casi universalmente. Un segundo punto del estudio de Mons. Laise que puede llamar la atención es cuando demuestra que la nueva praxis no es propiamente un "redescubrimiento" de una "antigua tradición", de "volver a comulgar como en la Iglesia de los orígenes y de los Padres", oye decir con frecuencia. como se A este respecto, expuse ante Mons. Laise la convicción de que el Evangelio de Juan y los escrito s de algunos padres, así como el código purpureo de Rossano (siglo V), de origen siríaco, muestran en cambio que Jesús dio la Comunión a los Apóstoles en boca. En la Instrucción Memoriale Domini está claramente por explicado cómo, si bien en el primitivo la Sagrada Comunión se recibía normalmente en la mano, “con el correr del tiempo se fue profundizando en el conocimiento de la verdad del misterio Eucarístico, de su eficacia y de la presencia de Jesucristo en él de modo que, tanto por el sentido de reverencia hacia este Sacramento como por el sentido de humildad con el que es preciso que sea recibido, se introdujo la costumbre de que la Sagrada Forma sea puesta por el sacerdote en la lengua del comulgante”. Fue así que, en un momento determinado, un uso terminó reemplazando al otro, hasta el punto de que el primero no solo fue abandonado sino incluso explícitamente prohibido. En el contexto, se ve claramente que para Pablo VI este cambio fue un progreso real: el paso de un modo imperfecto a uno más perfecto. Y con razón, en efecto, los antiguos textos patrísticos no mencionan ninguna ventaja específica que se siga del viejo modo de comulgar, ni tampoco hay elogios de los escritos de los Padres referidos a este modo en cuanto tal, sencillamente describen el único modo que conocían; por el contrario, como dice Mons. Laise, al alertar reiteradamente sobre los peligros que conllevaba este modo de comulgar, ponen de manifiesto una imperfección inherente a éste. Por eso dice el autor que se podría afirmar que la comunión en la mano fue, ciertamente, el modo de comulgar que tuvieron los Santos Padres, pero la comunión en la boca es el modo que hubieran deseado tener. Siglos más tarde el uso de comulgar en la mano, “neutro” en la edad patrística, fue retomad o por los Protestantes pero esta vez con una clara connotación doctrinal: Por ejemplo, Martín Bucero, asesor de la Reforma anglicana, afirma que la práctica de no dar la comunión en la mano se debía a dos "supersticiones": “el falso honor que se pretende tributar a este sacramento” y la "creencia perversa" de que las manos de los ministros, por la unción recibida en su ordenación, son mas santas que las manos de los laicos. A partir de este momento, el gesto de recibir la comunión en la mano conllevará un s entido marcadamente polémico que la contrapone a la comunión en la boca como expresando una doctrina opuesta y esto en dos 4puntos fundamentales que distinguen la posición protestante de la católica: la presencia real y el sacerdocio. En adelante esta implicación no podrá ser ignorada. Es por eso que, cuando en la segunda mitad del siglo XX, el uso de dar la Comunión en la mano empezó a penetrar en los círculos católicos, ya no se trataba de un mero retorno a un gesto primitivo. No es casual por lo tanto, c omo destaca Mons. Laise, que justamente en uno de los primeros lugares en que la comunión en la mano comenzó a imponerse, hay sido publicado poco antes el llamado "Nuevo Catecismo", más conocido como "Catecismo Holandés", al cual la santa Sede tuvo que imponer numerosas modificaciones (14 principales y 45 menores) para corregir graves errores doctrinales. En este libro, encargado por el Episcopado holandés y presentado por medio de una "pastoral colectiva" del mismo, se ponía en duda, entre otras cosas, la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía, se daba una explicación inadmisible de la transubstanciación y se negaba cualquier clase de presencia de Jesucristo en las partículas o fragmentos de Hostia que se desprendían después de la consagración; por otra parte había una confusión entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Un tercer aspecto que el llorado obispo argentino pone adecuadamente de relieve es que, aún donde está permitido el dar la comunión en la mano, no se trata de una opción más propuesta por la Iglesia con el mismo valor que el otro uso en vigor. En efecto la posición de la Santa Sede respecto del modo de comulgar no es indiferente: la comunión en la boca es el único modo autorizado por la legislación universal de la Iglesia y está claramente recomendado mientras que el otro, fruto de un indulto, es solamente tolerado (y esto como consecuencia de lo que Laise llama la "desobediencia más grave a la autoridad papal en los últimos tiempos" debiendo tomarse ), , en el caso de utilizarlo, una serie de precauciones, en especial en lo que se refiere a la limpieza de las manos y a la asidua diligencia y cuidado con respecto a las partículas (prescripciones que, por otra parte, no suelen ser tenidas en cuenta en la práctica). Según se afirma en la Instrucción Memoriale Domini, el documento que contiene la legislación vigente, esta forma de comulgar, que desde hace un milenio desplazó universalmente a la comunión en la mano, "es propia de la preparación que se requiere para recibir el cuerpo del Señor del modo más fructuoso posible" y "asegura mas eficazmente que la Sagrada comunión sea distribuida con la reverencia, el decoro y la dignidad que le son debidas, apartando así todo peligro de profanar las especies Eucarísticas … guardando con diligencia el cuidado que la Iglesia ha recomendado siempre aún acerca de los mas pequeños fragmentos de la Sagrada Forma" con la comunión en la mano, en cambio, se necesitaría un milagro para que, en cada comunión, no caiga alguna partícula al suelo o quede adherida en la mano del fiel. Por esta razón Pablo VI recordaba, en la encíclica Mysterium Fidei, que Orígenes que "los fieles se creían culpables conservándolo con todo, dice y con razón, si, habiendo recibido el cuerpo del Señor, con cuidado y veneración, algún fragmento caía por negligencia". En efecto, Mons. Laise, luego de repasar la legislación vigente y el modo como se impuso este modo de comulgar en las últimas décadas, termina su libro diciendo “Por todo esto creemos poder afirmar que la introducción y difusión por todo el mundo de la práctica de la Comunión en la mano constituye la más grave desobediencia a la autoridad papal de los últimos tiempos.” (Comunión en la Mano. “Requidem vera fideles reos se P. 152. credebant, et merito quidem, ut memorat Origenes, si corpore Domini suscepto, et cum omni cautela et veneratione servato, aliquid inde per neglegentiam decidisset ( In Exod. fragm .; PG 12, 56) Las expresiones de los Padres, el cambio de modo de comulgar al fin del primer milenio, y los argumentos de Pablo VI al negarse a permitir la reintroducción del modo arcaico de comulgar reflejan todos la única fe de la Iglesia que es siempre la misma: la Fe en la presencia real, sustancial y permanente, aún en las mas pequeñas partículas que exige cuidado y adoración6. Estos son, en resumen, los temas centrales del libro. Pero alguien se preguntará tal vez si un libro escrito hace un cuarto de siglo no será ya obsoleto. Las sucesivas ediciones y reimpresiones (17 en total), con varias actualizaciones y en diversas lenguas y formatos (seis ediciones en español (1a a 3a 1997, 4a 2005 (Buenos Aires), 5a Nueva York, 2014, 6a España, 2020, 7ª para Kindle), dos francesas (París, 1999-2001), dos italianas (Cantagalli, 2015), una Polaca (Cracovia, 2007) y cinco inglesas (2010, 2011, 2013, 2018, 2020), prueba que, como ya había señalado el propio autor, más allá de las circunstancias vinculadas al tiempo y al lugar que motivaron este estudio, hay, en efecto, aspectos permanentes que aún pueden interesar al lector y proporcionar: a) acceso a legislación auténtica relacionada con este asunto, absolutamente desconocida entre los fieles y también por numerosos pastores; b) la situación histórica en la que de produjo esta legislación, también desconocida c) indicios para comprender las dramáticas consecuencias que la práctica de la comunión en la mano puede tener sobre la fe en la presencia real y la piedad eucarística; d) elementos que ayudan a reflexionar sobre la relación entre el obispo y su Conferencia Episcopal y su independencia en lo que respecta al gobierno de su diócesis; e) una reflexión sobre el funcionamiento de algunos "mecanismos de presión" dentro de la Iglesia, capaces de revertir una decisión papal, que reflejan una forma de actuar que fue y aún ahora es usada en otros dominios. 391). (Pablo VI, Mysterium Fidei”, http://www.vatican.va/content/paul_vi/la/encyclicals/documents/hf_pvi_enc_03091965_mysterium.html ). Dice a propósito de esto Mons. Laise (Comunión en la Mano… Pg. P. 69-70: “Alguno podría, con todo, preguntarse qué debe entenderse aquí por “fragmentos”; ante dudas planteadas en este sentido, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha respondido con claridad: “Después de la sagrada comunión, no sólo las hostias que quedan y las partículas de hostia que se han desprendido de ellas y que conservan el aspecto exterior del pan deben ser conservadas o consumidas respetuosamente, a causa del respeto debido a la presencia eucarística de Cristo, sino que también para los otros fragmentos de hostia (quoad alia hostiarum fragmenta) se debe observar lo prescrito sobre la purificación de la patena y el cáliz en las Normas Generales del Misal Romano...”. El texto original y un comentario a éste pueden verse en la revista oficial de la Congregación de Culto Divino “Notitiae” (75, Vol 8 (1972) Num. 7: pp 227–230): DE FRAGMENTIS EUCHARISTICIS. Cum explanationes ab Apostolica Sede petitae sint circa modum se gerendi quoad fragmenta hostiarum, Sacra Congregatio pro Doctrina Fidei, die 2 maii 1972 (Prot. n. 89/71), declarationem dedit, quae sequitur: «Cum de fragmentis quae post sacram Communionem remanserint, aliqua dubia ad Sedem Apostolicam delata fuerint, haec Sacra Congregatio, consultis Sacris Congregationibus de Disciplina Sacramentorum et pro Cultu Divino, respondendum censuit: Post sacram Communionem, non solum hostiae quae remanserint et particulae hostiarum quae ab eis exciderint, speciem panis retinentes, reverenter conservandae aut consumendae sunt, pro reverentia quae debetur Eucharisticae praesentiae Christi, verum etiam quoad alia hostiarum fragmenta obeserventur praescripta de purificandis patena et calice, prout habetur in Institutione generali Missalis romani, nn. 120, 138, 237-239, in Ordine Missae cum populo, n. 138 et sine populo, n. 31. (Cf. Institutio generalis Missalis romani, n. 276)».

Nicola Bux, infocatolica.com

Jorge Arturo Medina

I.       La Santidad

1.       Introducción

Me parece oportuno comenzar estas reflexiones recordando las recientes palabras del Santo Padre Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millennio ineunte:

«La santidad.

En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?

Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es, más que nunca, una urgencia pastoral.

Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la “vocación universal a la santidad”. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante: “descubrir a la Iglesia como ‘misterio’, es decir, como pueblo ‘congregado en la unidad del Padre,  del Hijo y del Espíritu Santo’, lleva a descubrir también su ‘santidad’, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el ‘tres veces Santo’ (cfr. Is 6, 3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual Él se entregó, precisamente para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado”.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”.

Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de  la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?

En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?”. Significa ponerle en el camino del Sermón de la montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 18).

Como el Concilio mismo lo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.   Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos, a muchos laicos que se  han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Tercio millenio ineunte, nn. 30-31).

2.         Jesucristo, el Santo

El nombre de SANTO y el atributo de la santidad son propios de Yavé: ¿Quién puede estar delante de Yavé este Dios santo?... es la pregunta que se hacen, heridas por una plaga, las gentes de Bet Semes (1S 6, 20). Esa santidad de Dios se demuestra ya en el Antiguo Testamento, en la misericordia y en el perdón: «... se han conmovido mis entrañas (dice Yavé). No llevaré a efecto el ardor de mi cólera... porque yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti, y no me complazco en destruir» (Os 11, 8s.). La santidad de Dios está a una distancia infinita de los hombres: «...¿Qué es el hombre para creerse puro, para decirse justo el nacido de mujer? Si (Dios) ni en sus santos se confía, ni los cielos son bastante puros a sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominable y corrompido, el hombre que se bebe como el  agua la impiedad!» (Jb 15, 14-16). Esa es la razón por la que el Sumo Sacerdote judío sólo una vez al año, y mediante un especial rito de purificación, pudiera entrar en el «santuario de la tienda de la alianza» (cfr. Lv 16, 1-31), llamado también «santuario de la santidad»  (cfr. Lv 16, 33). La santidad de Yavé se manifiesta en la gloria de sus apariciones o teofanías. En el Nuevo Testamento hay muchas referencias a la santidad de Dios Padre: Jesús mismo lo llama «Padre Santo» (Jn 17, 11); a él dicen los cuatro misteriosos vivientes: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene» (Ap 4, 8); santo es su nombre (Lc 1, 49), su ley (Rm 7, 12),

su alianza (Lc 1, 72), su templo, que somos nosotros (1Co 3, 17) y la Jerusalén celestial (Ap 21, 2). Jesús es Santo porque es el Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18. 20; Lc 1, 35). Al ser bautizado en el Jordán, recibió la unción del Espíritu Santo (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22; Hch 10, 38) y quedó lleno de él (Lc 4, 1). Tal es su santidad, que así como en el Antiguo Testamento la cercanía de Dios provocaba un sentimiento de la propia indignidad e impureza (cfr. Is 6, 5), así también sucede con Jesús: «viendo (el milagro), Simón Pedro se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy pecador» (Lc 5, 8), reacción muy natural ante aquel a quien nadie puede «argüir de pecado» (Jn 8, 46), «que no conoció pecado» (2Co 5, 21), «que no cometió pecado» (1P 2, 22), que es, definitivamente, «sin pecado» (Hb 4, 15), y que, por el contrario, «nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre» (Ap 1, 5). Cuando Jesús expulsa a los espíritus impuros, éstos, al reconocer el poder y la santidad de Dios en él, le dicen:

«¿Has venido a perdernos? Te conozco: eres el Santo de Dios» (Mc 1, 24); esos mismos espíritus «al verle, se arrojaban ante Él y gritaban diciéndole: Tú eres el Hijo de Dios» (Mc 3, 11), lo que sugiere la identidad de ambos nombres. Pedro le da también los nombres «Santo de Dios» (Jn 6, 69) y de «Mesías de Dios, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16).  En la predicación primitiva también se lo llama así: «vosotros —dice Pedro a los judíos— negasteis al Santo y al Justo» (Hch 3, 14), y se invoca al Padre «por el nombre de tu Santo siervo Jesús» (Hch 4, 30). De Cristo glorioso se habla así: «esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra y cierra y nadie abre» (Ap 3, 7), y a él se dirigen las almas de los que fueron «degollados por la palabra de Dios y por el testimonio que guardaban, y clamaban a grandes voces diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre...?» (Ap 6, 9s). La santidad de Jesús es la misma que la del Padre: «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros (lo somos)» (Jn 17, 11). Finalmente, la gran plegaría de Jesucristo al Padre, en la víspera de su pasión y muerte es: «Santifícalos (a los discípulos) en la verdad, como tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico en la verdad» (Jn 17, 17-19). Jesús se va a «santificar» entregándose a la muerte de cruz, de modo que su obediencia destruya la desobediencia de Adán. Esa obediencia es la causa de nuestra justificación y salvación, y por  lo mismo es la destrucción de la mentira que es inherente al pecado. La muerte de Cristo restablece la verdad, o sea, el reconocimiento de la santidad de Dios, ante quien somos pecadores, y esa verdad nos introduce en la vida de hijos del Padre. Esa obra de salvación se traduce en que los cristianos están «santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos» (1Co 1, 2), y son, en cierta medida, «santos» (Flp 1, 1), siendo su meta: «sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), mediante la gracia de Dios por la cual cada discípulo de Cristo puede hacer suyas las palabras de San Pablo: «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13) de manera que «nadie puede gloriarse ante Dios» (1Co 1, 29) sino que, como María, digamos humildemente: «mi alma glorifica al Señor y exulta mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva..., porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo» (Lc 1, 46-49).

El nombre de SANTO aplicado a Jesús tiene relación con los de MAESTRO, MEDIADOR, VIDA, JESÚS, SUMO SACERDOTE e HIJO DE DIOS, entre otros.

3.       ¿Qué es la santidad?

Hay no pocos textos de la Sagrada Escritura que describen la santidad. San Pablo dice que «somos nueva creatura, creados en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24). «Nueva creatura» es una oposición al «hombre viejo», pecador, que lleva en sí la imagen de Dios maltratada y desfigurada. Esa «novedad» es un retorno a la condición original del hombre, creado a «imagen y semejanza de Dios» (cfr. Gn 1, 27).

La carta a los Efesios nos enseña que el Padre «nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor... para alabanza y gloria de su gracia» (Ef 1, 4.6). Este texto subraya la santidad como la finalidad de la creación del hombre, e indica que la «atmósfera» de la santidad es el amor. Recalca también que la santidad es la glorificación de la gracia de Dios,  o sea, del don gratuito de la salvación y de la justificación.

En la segunda carta de San Pedro se nos dice que el poder divino del Padre nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad «... para que nos hiciéramos partícipes de la naturaleza divina, huyendo  de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (cfr. 2P 1, 3.4). Aquí hay una relación entre la «vida» y la «participación en la naturaleza divina», lo que es muy sugestivo, pues la vida en Dios es la verdadera vida. Esa participación en la naturaleza divina se hace posible por nuestra inserción en Cristo, la verdadera vid, de la que obtienen vida sus discípulos, comparados por Jesús a los sarmientos (cfr. Jn 15, 22). La santidad es la gracia y la vida verdadera, en tanto que el pecado es muerte (Jn 8, 21.24) y esclavitud (Jn 8, 34).

En la carta a los romanos San Pablo nos exhorta «por la misericordia de Dios, a que ofrezcamos nuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, porque tal será nuestro culto espiritual», y nos advierte que no nos acomodemos al mundo presente, antes bien que nos transformemos «mediante la renovación de nuestra mente,  de modo que podamos distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que es de su agrado, lo que es perfecto» (cfr. Rm 12, 1s). En este texto la santidad aparece en clave litúrgica, haciendo del cristiano una víctima sacrificial, consagrada y entregada totalmente a Dios, lo que no puede ser realidad sin un profundo cambio de mentalidad para repudiar la «sabiduría del mundo» y poder discernir lo  que es grato a Dios.

En la misma carta a los romanos, el Apóstol afirma que «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así es que ya vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7s).

Es posible interpretar el texto griego del bautismo (Mt 28, 19) como si su sentido fuera: «sumergidos en al agua para que muera el hombre viejo y para salir del poder de Satanás, a fin de ser consagrados para llevar una vida dedicada a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Entendida así, la fórmula bautismal no es otra cosa que una expresión del llamado a la santidad, don de Dios que es infundido mediante el sacramento del bautismo. La primera y fundamental consagración del cristiano, antes que la consagración sacerdotal o la de la vida religiosa, es, precisamente, la consagración bautismal, la que nos hace a todos iguales en cuanto a la meta común por alcanzar.

La bienaventuranza que proclama «dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8) invita a considerar la pureza como la perfecta transparencia frente a Dios, sin que haya nada que empañe su presencia ni su acción. Esta bienaventuranza hace alusión a los objetos materiales que son genuinos, sin mezclas ni impurezas, como la pureza de un diamante, o de un metal, o de un animal de fina raza. Pero insinúa también que la pureza perfecta es el resultado de un proceso de purificación a través del cual el corazón del hombre llega a ser genuino, verdadero, sin torceduras o, dicho de otro modo, capaz de buscar solamente la gloria de Dios y no la propia (cfr. Lc 1, 46; Jn 8, 50) y, por lo mismo, ajeno al pecado.

Vista así, la santidad es la condición normal del cristiano: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Es sinónimo de vida verdadera, de alegría, de realización, de coherencia con la fe, de perfecta comunión con todos los miembros de Cristo. No es una casualidad que uno de los calificativos dados a los cristianos de  las primeras generaciones haya sido el de «santos» (cfr. Flp 4, 21; 1Co 6, 1s; Rm 1, 7; Rm 12, 13; 1Tm 5, 10; 1Tm 15, 25; 1Tm 16, 15; Hch 9, 13; Ef 3, 18;Ef  6, 18; etc.).

Si se reflexiona sobre el Padrenuestro en sus diversas peticiones, se ve que cada una de ellas tiene relación con la santidad. La «santificación del nombre del Padre» no es otra cosa que buscar su gloria. La venida de su Reino es en definitiva que Él lo sea todo en todas las cosas (cfr. 1Co 11, 28), es decir que nada se sustraiga a su soberano señorío. El perfecto cumplimiento de su voluntad es, ante todo, nuestra santificación (1Ts 4, 3). El pan de cada día es la palabra de Dios (Lc 4, 4) y el cuerpo de Cristo que alimentan y transforman nuestra vida hasta que llegue a ser plena verdad la expresión de San Pablo: «yo vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El perdón que suplicamos es la reparación de las idolatrías, distorsiones y desamor que el pecado ha dejado en nosotros, así como el perdón que ofrecemos es el deseo ferviente de que nuestro corazón se asemeje al corazón misericordioso del Padre. Pedimos no caer en tentación porque el pecado es el peor de todos los males que nos puedan ocurrir, y pedimos ser libres del Malo porque su obra es conducirnos al pecado y, como consecuencia, a la muerte, destruir la santidad y lograr que se frustre en nosotros el designio de  la creación y de la redención.

El Apóstol San Pablo se explaya en la carta a los Gálatas en el tema de las obras de la carne y de las obras del Espíritu (Ga 5, 16-26).

Las obras del Espíritu son la expresión de la santidad, de la fuerza transformante del Espíritu que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5), en tanto que las obras de la carne son frutos del pecado y desfiguración del rostro interior del hombre llamado a ser hijo del Padre, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Así se ve como la moral cristiana es mucho más que una sujeción externa a preceptos y prohibiciones: es el modo de vida propio de quienes han sido llamados a la santidad, han recibido gratuitamente la gracia y la justificación, y tratan cada día, con la gracia de Dios, de poder decir en verdad «para mi la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

La frase de Jesús: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) es al mismo tiempo un llamado, un imperativo y una promesa posible porque la «sangre de Cristo nos limpia de todo pecado» (1Jn 1, 7), es decir es el precio y la prenda de la santidad.

Séame permitido hacer aquí una reflexión complementaria acerca de la santidad y la fe. Los teólogos distinguen tres formas de emplear el verbo «creo», «credo». «Credere Deum» es decir que creemos que Dios existe. «Credere Deo» es afirmar que creemos que lo que Dios dice es la verdad. «Credere in Deum» es profesar que el único sentido de la vida es Dios y que nada merece adhesión al margen de Dios. La expresión «Credo in Deum» es, pues, equivalente a una adoración que compromete toda la vida y cada momento de ella: es exactamente el mismo sentido de la expresión de San Pablo «nosotros vivimos para Dios».

4.       La vocación universal a la santidad en la iglesia

Es este el título del capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio ecuménico Vaticano II. En el primitivo proyecto este capítulo V y el VI eran uno sólo: la doctrina sobre la vida religiosa (actual capítulo VI) formaba un todo con la «vocación universal a la santidad», siendo la vida religiosa uno, no el único, de los caminos posibles hacia la santidad, meta de todo cristiano. Diversas consideraciones hicieron que el texto único se separara en dos, sin que por ello se modificara la redacción, la cual fue solamente separada en dos, introduciendo el título «los religiosos». En realidad el capítulo sobre la «vocación universal a la santidad en la Iglesia» está en cierta forma preanunciado en el capítulo II de Lumen gentium, y especialmente en el n. 9, donde se describen las características del Pueblo de Dios. Allí se lee: «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia (cfr. Hch 10, 35). Sin embargo (Dios) quiso santificar y salvar a los hombres no individual ni aisladamente, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (LG, II, 9).

Tomando como punto de referencia la santidad, se puede decir que ella es la finalidad de la creación, el motivo de la Encarnación, el fruto de la redención, la obra del Espíritu Santo, la razón de ser del hombre, su plenitud, su perfección y su consumación.

Uno podría preguntarse por qué ningún Concilio antes del Vaticano II ha hablado acerca de la «vocación universal a la santidad en la Iglesia». Una respuesta podría ser que esta verdad fue siempre profesada por la fe de la Iglesia, que afirma en el Símbolo su fe en la «comunión de los santos». Otra respuesta adicional podría ser que esta verdad de fe, tan claramente enunciada en las Escrituras, nunca fue directamente rechazada por alguna corriente herética. A ello se podría agregar que el Concilio de Trento, al exponer la doctrina sobre la «justificación» (DH 1520-1583), estableció una enseñanza íntimamente relacionada con la santidad. Por lo demás, la costumbre más que milenaria de la Iglesia de venerar entre sus hijos como santos o beatos a hombres y mujeres de las más diversas condiciones, edades y estados de vida, constituye una expresión válida de su fe en que la santidad es la meta de toda vida cristiana. La presencia de este tema en forma explícita en el cuerpo doctrinal del Concilio Vaticano II, y señaladamente en la Constitución Lumen gentium, tiene su explicación en la evolución homogénea de la eclesiología en los últimos cien años previos al Vaticano II y, muy especialmente, en la valoración del estado laical como forma auténtica y no secundaria de la vocación cristiana.

Es precisamente en el capítulo IV de la Constitución Lumen gentium (capítulo que en una primera etapa de la redacción formaba una unidad con el Cap. II) donde se lee que «el Pueblo elegido de Dios es, por tanto, uno: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5). Los miembros tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección», una misma gracia, una misma fe, un amor sin divisiones. En la Iglesia y en Cristo, por tanto, no hay ninguna desigualdad por razones de raza o nacionalidad, de sexo o condición social pues “no hay judío ni griego; no hay siervo ni libre; no hay hombre ni mujer. En efecto, todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28; cfr. Col 3, 11). Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo «todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cfr. 2P 1, 1)» (LG II, 32).

Hubo una época en que una interpretación defectuosa de los «estados de perfección» hizo pensar a muchos que quien quería de veras ser santo debía incorporarse a la vida religiosa y el Código de Derecho Canónico de 1917 exhortaba a los clérigos «a llevar una vida más santa que la de los laicos» (can. 124). Hoy, el Concilio Vaticano II ha vuelto a poner de relieve el dato bíblico del llamado universal a la santidad.

El Cap. V de Lumen gentium afirma sin ambages que «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o estén regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: “lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos” (1Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)». «Para todos, pues, está claro que todos los cristianos, de cualquier estado condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG V, 40). «El Señor Jesús, Maestro divino y modelo de toda perfección, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fueran, la santidad de vida de la que Él es autor y consumador: “sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto” (Mt 5, 48)» (LG V, 40).

El llamado universal a la santidad, ese destino común, fruto de la gracia y de la acción del Espíritu Santo, no implica, sin embargo, una total uniformidad. Si la meta es única, los caminos son variados. Si hay instrumentos y medios comunes a todos para avanzar por el camino de la perfección cristiana, ello no implica que los estilos de vida sean siempre idénticos. La vocación universal a la santidad se realiza, en concreto, a través de diversas vocaciones cristianas, como son la vocación al ministerio ordenado, la vocación al estado religioso u otros afines, la vocación al matrimonio, etc. E incluso se puede hablar de otras vocaciones como las que orientan al ejercicio de una profesión, al desarrollo de cualidades artísticas, a la investigación, al servicio de los que sufren, etc. Lo que es claro es que cada cual, en el lugar y actividad a que Dios lo llamó, allí debe responder al común llamado a la santidad. «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en Espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria. Sin embargo, cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva que suscita esperanza y se traduce en obras de amor» (LG V, 41).

5.       Los medios de santificación

Es natural que la afirmación de la vocación universal a la santidad plantee la pregunta de cómo se puede alcanzar esa meta, de qué medios disponemos, o mejor dicho, qué instrumentos pone a nuestro alcance la gracia y la misericordia de Dios para ajustarnos a su designio de santidad y plenitud.

No es ésta la ocasión de examinar en detalle los medios de santificación que el Señor nos ofrece. Quien desee tener una información acerca de la doctrina de la Iglesia al respecto, puede consultar el Catecismo de la Iglesia Católica que se refiere al tema en muy diversos lugares, como por ejemplo cuando habla de los sacramentos, de la oración, de los mandamientos, etc. Pero no sería conveniente, en una exposición sobre la vocación a la santidad omitir siquiera una mención rápida acerca de los medios de santificación. Se trata, en realidad, de todo lo que la fe cristiana y católica nos proporciona, como dones de Dios que necesitan ser acogidos con transparencia y gratitud, para que se cumpla en nosotros el designio de Dios que es de justificación, de salvación, de santificación.

Digamos, antes que nada, que todo el edificio de la vida cristiana tiene como cimiento la fe: «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6), y «el justo vive de la fe» (cfr. Rm 1, 17; Ga 3, 11; Hb 10, 38). La fe, que es ya un fruto de la gracia preveniente de Dios, abre  las puertas al don de la adopción divina, en virtud de la cual llegamos a ser verdaderamente «hijos de Dios» (1Jn 3, 1) y participantes de la naturaleza divina (2P 1, 4). La fe va normalmente acompañada por la esperanza de las cosas que no se ven (cfr. Heb 11, 1-3) y por la caridad (cfr. 1Co 13, 1-13). Toda vida cristiana es «vida teologal», es decir, vida de permanente y ojalá creciente ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad, sin descuidar por cierto las virtudes llamadas «cardinales» de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza.

La «atmósfera» de la vida cristiana es la oración, que asume muy diversas formas como son la lectura meditada de la Palabra de Dios, de la que la Virgen María es ejemplo (cfr. Lc 1, 46-55; L 2, 19.51), la recitación de los salmos, el rezo del Padrenuestro (cfr. Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), verdadero programa de los «intereses» de los hijos de Dios, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, el santo Rosario, el recorrido del Vía Crucis, etc. La «vida de oración» no se circunscribe a los solos momentos en que nos dedicamos exclusivamente a los ejercicios de piedad, sino que va impregnando todo el día mediante el recuerdo amoroso de Dios «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (cfr. Hch 17, 28), recuerdo que proyecta una luz vivificadora y purificadora sobre la actividad cotidiana. Para el cristiano orar es mucho más que el cumplimiento de un «deber»: es la satisfacción de una necesidad.

En la economía de la Nueva Alianza, es decir en el tiempo de la Iglesia, Jesucristo ha querido poner a nuestro alcance unos instrumentos particularmente eficaces de salvación y santificación: son los santos Sacramentos. Ellos son signos sagrados establecidos por voluntad salvífica de Jesucristo para comunicar a los hijos de Dios el don de la gracia. A través de signos compuestos de elementos sensibles y de palabras, los sacramentos, o bien comunican la gracia que aún no se tiene o se ha perdido, o bien fortalecen y acrecientan la que ya se posee. Es decir, son agentes de «divinización», de inserción cada vez más honda en Cristo, la verdadera Vid (cfr. Jn 15, 4s), de transformación en Él, para ir llegando a ser con verdad «alabanza de la gloria de la gracia de Dios» (Ef 1, 6.12.14). Cada sacramento confiere una gracia propia que mira a una especial situación y necesidad espiritual del hombre y por eso el cristiano se esfuerza por recibirlos, cierto de que a través de ellos se irá haciendo verdad lo que san Pablo decía de sí mismo «ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

El centro de los sacramentos y de la vida de la Iglesia es la celebración de la Eucaristía, el Sacrificio sacramental de la Nueva Alianza. Participando en la celebración eucarística nos incorporamos en la perfecta alabanza que rindió Cristo al Padre en la Cruz, alabanza que se hace presente en cada Misa. El sacrificio es la expresión ritual de la consagración a Dios, del reconocimiento de Dios como lo único absolutamente necesario, como el punto de referencia imprescindible para realizar correctamente todas y cada una de nuestras opciones. La ofrenda sacrificial es una expresión de absoluto rechazo al pecado: por lo mismo que el sacrificio es un acto de adoración, es consiguientemente y al mismo tiempo una expresión de consagración de la vida entera a Dios (cfr. Rm 14, 8) y un rechazo de todos los «ídolos» que a lo largo de nuestra existencia tratan de disputar a Dios lo que le corresponde solamente a Él, consiguiendo de los hombres que dividan su corazón, colocando a creaturas en el lugar que sólo corresponde a Dios. De ahí que el cristiano consciente de su llamado a la santidad, ve en la participación diaria en el santo sacrificio de la Misa una fuente irremplazable para conservar y acrecentar su vida para Dios, precisamente allí donde Dios lo ha colocado.

Todos los medios de santificación apuntan a la persona del cristiano y a su plenitud, que alcanzará su total dimensión en la vida eterna, en el Reino escatológico. Sin embargo esta dimensión personal no se vive en forma aislada e individualista, sino en el Cuerpo de Cristo (cfr. Rm 12,  5; 1Co 10, 17; 1Co 12, 12s.; Ef 4, 4.16; Col 1, 18), que es la Iglesia. La Iglesia es, por la acción del Espíritu Santo, el «lugar» de la santificación: ella nos comunica la Palabra de Dios que despierta la fe; en la Iglesia oramos y ella ora en nosotros; en comunión con ella se celebran los sacramentos y éstos nos vinculan más profundamente a ella. Por eso la santidad no es un asunto exclusivamente personal, sino que —en virtud de la «comunión de los santos»—, interesa a todo el cuerpo eclesial, así como el pecado no sólo es nocivo para la persona del pecador, sino que perjudica en cierta forma a la misma comunidad cristiana.

De todos los medios de santificación habló, en forma concisa y exigente, san Josemaría, y los recomendó con encarecimiento a los miembros de su familia espiritual. No podía ser de otro modo.

II.      La Santidad en la vida cotidiana

6.       Lo cotidiano

Tratando de describir «lo cotidiano» pareciera que es interesante evocar otras palabras que tienen un contenido semejante, aunque con matices, y asimismo algunos términos que insinúan un contenido contrario.

«Cotidiano» puede traducirse por «corriente», «ordinario», «común», «acostumbrado», «usual» y evoca hechos y comportamientos que no tienen especial relieve, que no causan de suyo admiración y que, por lo mismo, pasan habitualmente desapercibidos y no reciben una particular valoración.

Lo contrario de lo «cotidiano» es lo «excepcional», lo «espectacular», lo «desacostumbrado», lo que sale fuera de lo habitual y, que por lo tanto, suscita admiración, atrae la atención y suele recibir una alta valoración.

No se necesita una especial perspicacia para advertir que nuestras vidas se juegan, normalmente, en el nivel de lo cotidiano. En toda vida humana hay algunos componentes, quizás los menos, que pertenecen al nivel de lo excepcional: acontecimientos, opciones, desafíos; pero esos componentes extraordinarios no son lo habitual en la trama de la existencia. Es posible que en ciertos casos lo «extraordinario» sea más frecuente que en otros, pero lo normal es que constituya una proporción reducida de la actividad y de la historia personal.

Hasta aquí se ha hablado de «lo cotidiano» en clave de comprobación experimental: lo que se ve, lo que se puede, en algún modo, medir o comparar. Pero hay que tener en cuenta que bajo la corteza de «lo ordinario» puede ocultarse una realidad extraordinaria no referida a aspectos cuantitativos sino a dimensiones cualitativas, generalmente espirituales y, por lo mismo, no directamente comprobables. Y así es perfectamente posible que algo apreciado como «ordinario» o «cotidiano» sea en realidad «extraordinario», atendida su profundidad espiritual.

Los escritos de san Josemaría Escrivá de Balaguer presentan una nítida insistencia en «lo cotidiano» como marco habitual de la vida cristiana, pero insisten también con fuerza en la calidad «extraordinaria» en virtud de la intención, de la gracia de Dios y de conciencia de la vocación a la santidad.

Cuando se leen ciertas hagiografías, se tiene la impresión que sus autores han querido, deliberadamente, poner el acento en los relieves espectaculares del respectivo santo o bienaventurado, y se presenta su vida como una sucesión ininterrumpida de acontecimientos excepcionales, como una cadena de milagros y prodigios, que dan al santo un aspecto sobrehumano, inalcanzable, inimitable, más proprio para ser admirado que para servir de aliento y estimulo a sus hermanos en la vocación cristiana. Es cierto que la vida de algunos santos estuvo marcada por fenómenos sobrenaturales extraordinarios, pero no es menos cierto que esos mismos santos vivieron, paralelamente, una vida heroicamente anclada en lo cotidiano.

El ejemplo de san José, al que san Josemaría dedicó una hermosísima reflexión, es sumamente sugestivo. La vida del Patriarca transcurrió en un cauce ordinario: el de un artesano de pueblo, jefe de un hogar que no aparecía ante sus paisanos como extraordinario, pariente de sus parientes, sometido a la ley civil como todos, silencioso, justo, observante de los preceptos religiosos de los israelitas, reflexivo y sin plantear exigencias de consideraciones especiales ni de privilegios. Es cierto que en algunas oportunidades san José recibió mensajes de Dios para iluminar su conducta, pero esas revelaciones, habitualmente en sueños, constituyen momentos aislados de su vida, profundamente marcada por lo cotidiano: el trabajo, el sufrimiento, el sometimiento a las leyes religiosas y civiles, el desempeño delicado de sus responsabilidades de jefe de familia.

Para tomar otro ejemplo, muy distante en el tiempo del Patriarca san José, podríamos fijar nuestra atención en el santo padre Pío de Pietrelcina. Es cierto que fue objeto de un don sobrenatural particularísimo, como fue el de haber recibido la estigmatización, pero es también cierto que ese fenómeno tan excepcional no alteró su vida cotidiana de sacerdote, de confesor, de religioso observante. Incluso es sabido que hizo lo que estuvo a su alcance para que la estigmatización pasara desapercibida y poquísimas veces hizo referencia a ella en sus numerosos escritos.

En el año 2002 fue declarado santo Juan Diego, el humilde indio a quien se manifestó la Santísima Virgen María en la colina del Tepeyac. Es verdad que Juan Diego recibió cuatro o cinco manifestaciones sobrenaturales de la «Madre de Aquel por quien se vive», pero no es menos cierto que su vida transcurrió en la simplicidad de un modesto indígena, trabajador, atento a sus deberes religiosos, amante de su familia, humilde, paciente, obediente y que pasó los últimos años de su peregrinación terrenal dedicado al cuidado de la modesta ermita primitiva en que se conservó en los primeros tiempos la tilma que lleva impresa, con sus rasgos mestizos, la imagen de Santa María de Guadalupe.

No es del caso detallar la fuerte incidencia de lo cotidiano en la vida y escritos de san Josemaría, pero lo que sí debe decirse, con toda justicia, es que subrayó en sus escritos la condición de lo cotidiano como el marco en que todo cristiano debe responder al llamado que Dios hace a todos sus hijos a la santidad. Puede decirse que san Josemaría exorcizó la errónea tendencia de querer identificar la santidad con lo extraordinario, poniendo el énfasis en lo espectacular, en vez de situarlo allí donde realmente está: en la perfección de la caridad (1Co 12, 31-1Co 13, 13). No es que san Josemaría haya inventado una doctrina nueva: su intuición, se basa en la Sagrada Escritura, como se vio al principio, tiene en cuenta la riquísima experiencia de la Iglesia cristalizada en la variedad multiforme de aquellos de sus hijos que ella reconoce como santos. San Josemaría fue elegido por Dios para poner de relieve un tesoro siempre actual de la fe católica y precisamente poco antes de la coyuntura histórica del Concilio Vaticano II, que reactualizó la doctrina de la llamada universal a la santidad. Por eso la familia espiritual que reconoce a san Josemaría como su fundador tiene que contar necesariamente entre sus miembros a cristianos ubicados en todas las situaciones sociales y viviendo los más variados desafíos a que el discípulo de Cristo se ve enfrentado en el «hoy» de la historia. El mensaje del santo no se circunscribe a los miembros de su familia espiritual, sino que tiene validez para cualquier cristiano: su enseñanza es un acervo católico del que todos pueden sacar provecho para el bien espiritual de la persona y de la sociedad.

7.       Algunas características de «lo cotidiano»

Parece oportuno hacer un intento de describir algunas notas que son constantes en el «cotidiano» cristiano y que se entrelazan formando un tejido espiritual, a la manera como los hilos de un tapiz se entrecruzan y dan origen al bello efecto proprio de ese género artístico. Van a continuación algunas de esas características que creo merecen una especial atención.

a)       La oración

Un venerable testimonio de la antigüedad cristiana, la «tradición Apostólica» de san Hipólito, que refleja los usos de la Iglesia en Roma a fines del siglo II y comienzos del III, nos dice que en el programa cotidiano de los fieles se contemplaban seis o siete momentos de oración, y nótese que no era ese un uso proprio y exclusivo del clero, sino común a todos los fieles. Es posible que este testimonio tenga un ribete de idealización, pero lo que está fuera de dudas es que un cristiano de esa época oraba varias veces al día. Andando el tiempo, la oración oficial de la Iglesia, el Oficio Divino, el Opus Dei como lo llamaba san Benito, o Liturgia de las Horas como lo llamamos hoy, conserva, aunque reducido, el esquema de la alabanza de Dios distribuida en las principales horas del día. Hay que tener presente que la Liturgia de las Horas no está reservada exclusivamente al clero, pues aunque los sacerdotes y diáconos tienen la obligación canónica de recitarla diariamente, todos los fieles están invitados a tomar parte de ella, pública o privadamente, asociándose así a la Iglesia que eleva incesantemente su oración a Dios. Aparte de la Liturgia de las Horas, existen otras formas de oración recomendadas por la Iglesia y que los fieles practican según sus preferencias: el Santo Rosario, el Ángelus, el Vía Crucis, la meditación, la lectura de las Sagradas Escrituras y otras devociones más particulares de alguna escuela de espiritualidad. La oración es constitutivo imprescindible del cotidiano cristiano. «Es preciso orar siempre y nunca dejar de orar» (Lc 12, 1) y hacerlo en todo lugar (1Tm 2, 8).

b)       El trabajo

Las palabras ora et labora han sido tenidas siempre como un resumen condensado de la vida y de la espiritualidad benedictinas, pero son también expresión de dos características insustituibles de la vida cristiana. Es bueno tener presente que el trabajo pertenece al programa del hombre ya antes del pecado: Dios puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cuidara y lo labrara (cfr. Gn 2, 15); después del pecado el trabajo se hace duro y fatigoso y el hombre comerá el pan con el sudor de su frente (cfr. Gn 3, 17-19). Es legítimo afirmar que  el trabajo es una ley de la vida humana y no sólo un medio para asegurar la satisfacción de las necesidades. Por eso no debe extrañar que san Pablo subraye que no comía su pan de balde, sino que trabajaba día y noche con fatiga y cansancio, para no ser carga para los demás (cfr. 2 Ts 3, 8) y a continuación dice severamente que si alguno no quiere trabajar, que no coma (cfr. 2Ts 3, 10).

El trabajo, aunque pueda ser, con frecuencia, cansador y hasta doloroso, constituye, sin embargo, una fuente de alegría cuando el hombre que trabaja ve coronados sus esfuerzos con el éxito, llámese este cosecha, terminación de una obra, conocimiento más profundo de la naturaleza o frutos de la labor apostólica.

En el mundo actual, entre las plagas que amagan la existencia humana hay que contar ciertamente la desocupación, es decir, la imposibilidad para muchos de encontrar un trabajo. El trabajo no tiene sólo una significación en el plano natural y en el de la eficiencia técnica: para el cristiano es un medio de santificación, es decir, de cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios y de cooperación a sus designios sobre el mundo y,  en definitiva, sobre la salvación. No nos santificamos «a pesar» del trabajo, sino «en» y «por» el trabajo, a condición de que no lo realicemos con pereza y espíritu mercenario, sino con una perspectiva espiritual; «no para ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como quienes ...cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres» (Ef 6, 6s.). Visto así el trabajo, es natural que se realice con empeño, con competencia, a cabalidad, con la mayor perfección posible, con profesionalidad, sin engaño, con puntualidad.

c)       La alegría

«Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor» (Flp 3, 1). Tantas veces hemos oído decir que «un santo triste es un triste santo». Jesús exultó de alegría (cfr. Lc 10, 21); la Virgen expresó en su cántico todos sus sentimientos de alegría (cfr. Lc 1, 46-55). San Pablo tenía una alegría sobreabundante aún en medio de sus tribulaciones  (cfr. 2Co 7, 4). San Juan Bautista se alegró al ver la llegada de Jesús (cfr. Jn 3, 29). San Benito fue un santo con una alegría serena y discreta, como nos lo deja entrever su Regla monástica. San Francisco de Asís experimentó muchas veces la alegría, aún a causa de las cosas o circunstancias más simples, y nos dejó un verdadero tratado de la «perfecta alegría» en uno de los capítulos de las «Florecillas». San Juan Bosco fue alegre y festivo.

Ser alegre es ser capaz de encontrar alegría en Cristo, aún en medio de las tribulaciones. Ser alegre es ser capaz de comunicar alegría y optimismo aún en medio de circunstancias adversas. Ser alegres es ser capaz de vencerse a sí mismo, para no hacer o decir cosas que pudieran entristecer a los demás. Ser alegre es ser capaz de gozar de las pequeñas cosas que nos regala el Señor y no vivir centrados en las dificultades, las traiciones, los reveses, los fracasos. Ser alegre es ser capaz de tomar las demás personas como son, con sus valores y limitaciones, y no quedarnos rumiando sus defectos y facetas ingratas.

El anciano Simeón, cuando tuvo a Jesús en sus brazos, expresó una serena y profunda alegría de poder partir de este mundo habiendo visto al Salvador (cfr. Lc 2, 28s.) y mi compatriota la beata Laurita Vicuña, moribunda a los doce años y nueve meses de vida terrenal, afirmaba que moría contenta porque el Señor le había concedido la gracia de la conversión de su madre, por la que había ofrecido su vida.

Todos los santos, sin excepción, han conocido lo que es la verdadera alegría, esa alegría que es el meollo de las Bienaventuranzas, o  sea de la dicha y felicidad cristianas, no exactamente igual, por no decir muy diferente y ajena, a lo que el mundo considera como fuente  de alegría y de felicidad.

d)       La cruz

Jesús afirmó categóricamente que quien desea ser su discípulo debe tomar su cruz cada día y seguirlo (cfr. Mt 10, 38; Mc 8, 34). Conviene subrayar lo de «cada día», de modo que la cruz es un ingrediente cotidiano de la vida cristiana. Ser discípulo de Cristo y rechazar la cruz es una contradicción existencial. San Pablo se quejaba de ciertos cristianos que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo (cfr. Flp 3, 18) y que acaban siendo servidores de otros dioses (cfr. Flp 3, 19), verdaderos idólatras, incapaces de adorar a Dios en espíritu y verdad (cfr. Jn 4, 23s).

La cruz de Cristo tiene muchas formas y nombres. El martirio fue siempre un signo de la fidelidad en la Iglesia. Una Iglesia que ha tenido mártires tiene ejecutorias de autenticidad y de vitalidad. Cuando en una Iglesia no ha habido mártires, cabe preguntarse si ha sido capaz de ejercitar la bienaventuranza referida a quienes sufren persecución y calumnia por el nombre de Jesús. El cristiano debe al menos soportar la cruz y aceptarla. Más perfecto aún es amarla y abrazarla con alegría.

La cruz asume también la forma de las mortificaciones y penitencias voluntarias en la línea de lo que decía san Pablo que «completaba en su carne lo que falta a la pasión de Cristo» (cfr. Col 1, 24), y el mismo apóstol nos confidencia que «sujetaba su cuerpo y lo reducía a servidumbre» (cfr. 1Co 9, 27). El pecado original y nuestros pecados personales han dejado en nosotros huellas de desorden, de rebeldía, de concupiscencia, que deben sanar y no pueden serlo sino a través de la cruz: «los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (cfr. Ga 5, 16-25).

e)       El amor a la verdad

Jesús afirma que «la verdad nos hará libres» (cfr. Jn 8, 32) y se da  a sí mismo el nombre de Verdad (cfr. Jn 14, 6). Él mismo llama al demonio «padre de la mentira» (cfr. Jn 8, 14) y la Sagrada Escritura muestra a Satanás utilizando desde un principio el arma del engaño (cfr. Gn 3, 4s.). Es penoso comprobar hasta qué punto la vida de muchos hombres está marcada por la mentira y el engaño, y hay sociedades en que la mentira parecería estar erigida en sistema. Engañar a todo nivel y con cualquier pretexto; mentir como recurso ordinario que no provoca rechazo. Mentiras cotidianas, como con las que los mismos padres suelen enseñar a sus hijos pequeños, o mentiras clamorosas que esconden corrupción y deshonestidad. Mentiras que fortalecen el culto de las apariencias, de la vanidad, de lo falso. Todo un ambiente que no puede sino generar desconfianza y hacer ingrata la convivencia social. El hombre cristiano vive cotidianamente en el amor a la verdad, aunque por decirla tenga que soportar inconvenientes y hasta persecución, como le sucedió a Juan el Bautista (cfr. Mt 14, 3-10; Mc 6, 17-29; Lc 3, 19s). Ser fiel a la verdad puede constituir una pesada cruz en un mundo habituado a la falsedad y al engaño, pero es un testimonio muy importante de coherencia y honestidad, un aporte inapreciable a la convivencia en confianza y en respeto mutuos, porque la mentira es un menosprecio de la dignidad del interlocutor y una burla a su derecho a conocer la verdad.

f)        Lo pequeño

Es como decir «lo intrascendente», lo que no tiene relieve, lo que no llama la atención, lo que no aparece como «valioso». Es frecuente que los juicios sobre la importancia de cosas o acontecimientos sean equivocados, precisamente porque no se tienen conciencia de la importancia de las cosas pequeñas.

No valorar lo pequeño es muestra de gran superficialidad o de poquísima perspicacia. Pero no se trata sólo de valorar lo pequeño, sino de amarlo, de realizar los pequeños gestos poniendo en ellos tanto corazón y cuidado como si se tratara de cosas trascendentes. «Levantar del suelo un alfiler, por amor, puede salvar un alma» decía santa Teresa del Niño Jesús, esa santa monja que vivió en simplicidad su vida de carmelita, y en tanta simplicidad que, cuando estaba moribunda, otra monja de la comunidad expresó su preocupación acerca de qué cosa que mereciera destacarse podría decir la Priora cuando sor Teresa hubiera fallecido...

g)       Los otros

A lo largo de la jornada uno se encuentra con muchas otras personas: los que nos saludan, los que nos piden un servicio, aquellos a quienes nosotros pedimos algo; los que nos brindan un rato de compañía gratuita, los colegas de trabajo, los que llaman por teléfono, los que nos escriben una carta (pocos), los que nos expresan su apoyo, los que nos critican (rara vez de frente), los amigos, los adversarios, los que se adelantan en las «colas», los que nos hacen zancadillas, los que nos tratan con sinceridad, los que se acercan a nosotros cuando les conviene y se alejan cuando nuestra vecindad puede resultarles perjudicial.

En todos ellos tenemos que descubrir el rostro de Cristo, para servirlos, comprenderlos, no odiarlos, amarlos, valorarlos y poder convivir con ellos, no sólo como quien los soporta, sino como quien en algún modo los acepta y comprende que son parte del plan sabio y misericordioso de Dios.

Cada hombre que cruza nuestro camino o nos trae un mensaje de Dios, o espera de nosotros una actitud que le revele a Jesús. No viene simplemente para pasar desapercibido o para hacernos sacudir la cabeza en signo de molestia, sino porque en él se nos ofrece una presencia de Dios.

Los «otros» que cruzan nuestra jornada son un desafío, una llamada a descubrir a Jesús, a servirlo, a amarlo, a llorarlo desfigurado por la impronta terrible del pecado, pero así y todo llamado a ser redimido —¿Cómo podría ser discípulo de Jesucristo y prescindir de mis hermanos? ¿Cómo podríamos olvidar que, por acción u omisión, el Señor Jesús nos dirá un día «conmigo lo hicisteis» o no lo hicisteis (cfr. Mt 25, 40.45)? Lo cotidiano no es nunca puramente individual, sino siempre «personal» y, por lo tanto, marcado por una especial dimensión social, consecuencia inevitable de la doctrina paulina que nos ve como miembros de Cristo, solidarios unos de otros, no sólo por necesidad, sino por amor (cfr. 1Co 12, 12-13) y por intrínseca interdependencia de naturaleza y de gracia.

8.       Conclusión

En la obra escrita del bienaventurado Josemaría hay un acervo amplísimo de enseñanzas acerca del llamado a la santidad y de la santificación en el quehacer cotidiano. Aunque estoy muy lejos de ser un especialista en los escritos del santo me atrevería a decir que estos tópicos son recurrentes y que constituyen dos de los pilares que estructuran su doctrina espiritual, y ello hasta el punto de conferirle un matiz característico y distintivo.

Me limito aquí a citar unos poquísimos textos que pueden resultar sugerentes, sin pretender por cierto que sean los más notables ni los más apropiados.

El primero se lee en una homilía de 1960 y dice así: «Convenceos de que ordinariamente no encontrareis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio no os faltan ocasiones para demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. “También en lo diminuto —comenta san Jerónimo— se demuestra la grandeza de alma... Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores”».

En la homilía de la solemnidad de San José, pronunciada en 1963, encontramos los siguientes textos: «Sois hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas, formáis diversos hogares, pertenecéis a distintas naciones, razas y lenguas... Pues bien, os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente... Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora».

En el clásico Camino hay pensamientos brevísimos y sugerentes: «La santidad “grande” está en cumplir los “deberes pequeños” de cada instante» (n. 817). «Las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas» (n. 818). «Tu perfección está en vivir perfectamente en aquel lugar, oficio y grado en que Dios... te coloque» (n. 926). En Surco leemos: «Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande ni pequeña. Todo adquiere el valor del amor con que se realiza» (n. 487). En Forja se nos dice que «si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar, y ¡trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural» (n. 698).

Les ruego que me excusen por no haber estado a la altura de lo que ustedes esperaban, pero me queda el consuelo de haber procurado mostrar en qué gran medida la doctrina de san Josemaría se inscribe en la más pura tradición católica, y de haber hecho un esfuerzo por mostrar que su enseñanza no constituye una espiritualidad restringida a su familia, sino que es patrimonio de la Iglesia, como suelen serlo las enseñanzas de los grandes santos. Creo que se puede decir que el legado de Josemaría Escrivá de Balaguer está acreditado por una nota de universalidad y de catolicidad.

Jorge Arturo Medina, en cedejbiblioteca.unav.edu

Antonio Miralles

«Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad» [1]. Esta realidad de fe, expresada sucintamente por san Josemaría, nos hace pensar que la liturgia  ha ocupado un lugar relevante en su vida y en su pensamiento. Sin embargo no es fácil captarlo debidamente, porque sus escritos no contienen una exposición, más o menos sistemática, sobre la liturgia. Se encuentran referencias explícitas, con frecuencia sustanciosas, pero sobre todo hay que atender a su actividad, a su vida: a cómo vivió la liturgia e impulsó a que otros la vivieran. Contamos para ello con una variada documentación: ante todo, sus escritos, algunos ya publicados, otros inéditos, pero citados por autores que han tenido acceso a ellos, y aquí se pueden colocar también las notas de su predicación oral [2]; finalmente, los testimonios de quienes fueron testigos de actuaciones concretas de san Josemaría acerca de la liturgia y que se han recogido en diversas publicaciones.

Los límites de extensión impuestos a las comunicaciones del presente volumen impiden dar una respuesta completa al asunto que nos ocupa; de ahí la necesidad de restringir el estudio a un periodo limitado de la vida de san Josemaría. ¿Qué mejor que escoger los años anteriores al Concilio Vaticano II, que promovió una reforma general de la liturgia, más en concreto del rito romano? [3]. El estudio de su enseñanza y su vida en este período parece, además, necesario para alcanzar una justa comprensión de cómo recibió después la reforma litúrgica, la vivió personalmente y promovió que fuera acogida. El estudio necesariamente es provisional, hasta que todos los escritos de san Josemaría se hayan publicado y sea, además, posible una consulta completa de la documentación de archivo sobre su actividad de gobierno del Opus Dei en lo que atañe a la vida litúrgica. De todas formas los resultados ya son significativos.

1.       La médula de la liturgia

¿Qué es la liturgia? No encontraremos una respuesta definitoria de san Josemaría, pero sí una comprensión de hondo contenido teológico, que, si bien se refiere directamente a la Misa, arroja luz sobre toda  la liturgia: «Representación de todos los misterios de Cristo, tan viva y perfecta, que se renuevan y vuelven a efectuar misteriosamente en ella» [4]. Si es representación, quiere decir que la liturgia está compuesta de signos sensibles, por cuyo medio el misterio de Cristo, que se desglosa en misterios, se muestra y hace presente con toda su eficacia. La liturgia es mucho más que un recurso humano para expresar la relación cultual a Dios, es ante todo el misterio de Cristo, en el que se compendia toda la historia de la salvación, en el ahora celebrativo. De todas formas, la liturgia, como actuación sumaria del misterio de Cristo, no mira exclusiva o prevalentemente a la salvación de la humanidad, sino en primer lugar a la glorificación de Dios; por eso san Josemaría la resume como «el culto de Dios» [5].

La liturgia es el culto de Dios con una relación personal y filial del cristiano con Él, que, al mismo tiempo, es relación de toda la Iglesia, culto a Dios de todo el Cuerpo Místico: «[…] aun cuando pone en labios de los fieles unas determinadas oraciones, la Iglesia quiere que cada uno se dirija a Dios personalmente, con corazón de hijo; por eso, cuando les invita a rezar juntos, alrededor del sacerdote, es para que vivan la unidad del Cuerpo Místico, pero sin dejar de tratar confiada y filialmente a Jesucristo» [6]. La desarmonía entre piedad personal y oración litúrgica entorpece la santificación del cristiano: «El cristiano que se aísla en una piedad privada, no participa como conviene de la corriente santificadora de la Iglesia (vid y sarmiento)» [7]. San Josemaría asigna la primacía a la frecuencia de sacramentos sobre las devociones particulares: «Pocas devociones y constantes –Mejor, frecuencia de sacramentos» [8]. Igualmente prima la oración litúrgica sobre las oraciones privadas: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» [9]. En definitiva, como escribe en una de las cartas que dirige a los miembros del Opus Dei: «siempre os he enseñado a encontrar la fuente de vuestra piedad en la Escritura Santa y en la oración oficial de la Iglesia, en la Sagrada Liturgia» [10].

2.       Lo externo en la liturgia

La liturgia por su misma naturaleza es externa, no queda encerrada en la intimidad del espíritu humano, sino que el misterio celebrado se expresa por medio de signos que percibimos a través del cuerpo. Desde esta perspectiva exige unas cualidades que hay que respetar: «Pienso que las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las Iglesias estén digna e decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman» [11]. No es que san Josemaría propusiera un cuidado artificioso, sino al contrario, en contraste con usos muy extendidos, escribía: «¡Cuántos se han escandalizado al observar la sencillez de nuestros oratorios, la sobriedad del culto, la energía con que hemos intentado volver a la simplicidad primitiva de la liturgia, rompiendo con barroquismos y ñoñerías, que habían invadido la casa y el altar de Dios! Pero estoy seguro de que así agradamos a Dios –facilitamos a tantas almas que se acerquen a Él» [12]. En este sentido, es muy ilustrativo el siguiente punto de Camino:

«Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo –mesa y ara–, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.

–Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» (n. 543).

El interrogante final manifiesta una experiencia suya y de tantas otras personas que habían sido testigos de ese rigor celebrativo. En otro punto de Camino añade una razón antropológica: «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. –Cúmplelas fielmente. –¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» (n. 522). La transcendencia de Dios, con su magnitud y nobleza, se hace más perceptible a través de la severidad y rigor de los signos materiales. La corporeidad implicada en la liturgia no sólo está compuesta de gestos y palabras, sino que supone también un contexto material, que completa el signo litúrgico: el espacio litúrgico, el altar, el sagrario, los vasos sagrados, las vestiduras litúrgicas, etc.:

«Hijos, volvamos a la sencillez de los primeros cristianos: riqueza, cuanta podáis, pero jamás a costa de la liturgia. Arte serio, lleno de grave majestad. Nunca floripondios, ni luz eléctrica. El retablo, retro tabulam: a su sitio, detrás del altar, como algo accidental. La Santa Cruz y el ara –completamente aislada de la mesa del altar– ocupen el lugar sobresaliente» [13].

Estas líneas se complementan con un apunte del 3-VIII-1932:

«[…] muy bien podría haber al fondo del presbiterio y bajo un arcosolio, p.e., un altar con Sagrario, a fin de tener allí al Señor reservado, diciéndose en este altar la Sta. Misa una vez a la semana, para renovar las Formas. Y en medio del presbiterio, una mesa de altar aislada –verdadera mesa, riquísima, como todo–, en la que se celebre a diario la Misa de comunidad, consagrando un Copón, que se purifique a diario también» [14].

Estos deseos pudo llevarlos a cabo cuando se trasladó a Roma y promovió la construcción de los edificios de la sede central del Opus Dei, y en ellos el oratorio dedicado a los Santos Apóstoles, de estilo románico y con altar coram populo; se terminó en 1958 [15]. No se ciñó san Josemaría a un determinado estilo arquitectónico, pues también siguió de cerca, sugiriendo ideas a los arquitectos, la construcción del oratorio de Santa María de la Paz, terminado en 1959, que es la actual iglesia prelaticia: es de estilo basilical romano, con el presbiterio elevado sobre la nave y altar coram populo desde su construcción [16].

Le gustaba colocar reliquias insignes de mártires bajo los altares. Cuando regresó de su primer viaje a Roma, pocos meses antes de establecer su residencia en la Ciudad Eterna, llevó consigo a este fin los cuerpos de dos mártires [17].

Para el sagrario tenía una atención particular. Cuando, el 31-III-1935, pudo dejar el Santísimo Sacramento, con el permiso del Obispo de Madrid, en el oratorio de la Residencia universitaria de Ferraz no 50, refiere un testigo ocular: «Aquel sagrario era un sencillo tabernáculo  de madera que unas religiosas habían prestado al Padre. Junto a su alegría, experimentaba una pena grande: la de no poder dedicar al Señor un sagrario y unos vasos sagrados más dignos, porque quería siempre ofrecer a Dios “el sacrificio de Abel”, destinando lo mejor al culto divino» [18]. Así pues, no se contentó y un año después: «El 19 de marzo el Padre tuvo la alegría de poder estrenar un nuevo sagrario, más digno, hecho por el escultor Jenaro Lázaro» [19].

Por lo que se refiere a las vestiduras litúrgicas, es significativo este otro testimonio relativo al año 1940: «yo no había visto antes que el celebrante usara casullas góticas, sino las corrientes en aquellos tiempos, las llamadas “de guitarra”, por la forma de la parte delantera. En Jenner, con permiso del Obispo de Madrid, se empleaban casullas de ese otro estilo, amplias, que daban especial dignidad al acto sagrado» [20].

3.       Participación activa

Veíamos más arriba que la liturgia es culto a Dios de todo el Cuerpo Místico, lo que significa que todos los fieles están implicados en ella: «El sacrificio es ofrecido a Dios juntamente por el sacerdote y los fieles […] Los fieles son oferentes y ofrendas al mismo tiempo: ofrecen a Dios el sacrificio de Cristo, y se ofrecen con Cristo, de modo que es el sacrificio de Cristo y de todos» [21]. Se explica por eso este lamento de san Josemaría: «¡Catedral de Burgos! Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo» [22].

Su propuesta no era que los fieles simplemente asistieran, sino que participaran con la plenitud de la Comunión dentro de la Misa. Así, anotando el plan de vida espiritual de los fieles del Opus Dei, se refería a la participación en la «Santa Misa, comulgando después de la Comunión del sacerdote» [23], y en otro apunte de los años treinta escribía:

«La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. ‘Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre’. Sacrificio unido al sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa  razonable?» [24].  Todo  esto  llevaba  a la  Comunión frecuente:

«Se quedó para ti. –No es reverencia dejar de comulgar, si estás bien dispuesto. –Irreverencia es sólo recibirlo indignamente» [25].

La disposición más de fondo que resalta san Josemaría sobre la celebración de la Misa y la participación en ella bien se condensa en este punto del capítulo sobre la «Santa Misa» de Camino:

«“¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!”, decía, entre lágrimas, un anciano Prelado a los nuevos Sacerdotes que acababa de ordenar.

–¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!» (n. 531).

Tratar bien a Cristo, pero no entendiendo su presencia eucarística en sentido exclusivamente pasivo, pues se deja llevar de un sitio a otro y permite que se le ignore o se le trate como algo de poco valor, sino también activo, pues lo que ocurre en la celebración eucarística es ante todo obra suya, y la acción de la Iglesia no pasa de ser ministerial.

Otros aspectos de la participación de los fieles en la liturgia, aunque de menos relieve que la Comunión,  son  también  importantes.  Uno de los más significativos lo ofrece este testimonio, que se refiere a la Residencia universitaria de Jenner, nº 6, en 1940: «Se ajustaba [san Josemaría] cuidadosamente a las normas litúrgicas de la Iglesia. Dentro de éstas, procuraba que los asistentes participaran lo más activamente posible en el Santo Sacrificio. Diariamente se celebraba “dialogada”, es decir, no respondía sólo el ayudante, como era usual entonces en las iglesias, sino que todos contestábamos de modo pausado y al unísono» [26]. Entre otros aspectos se encuentran los que forman “la urbanidad de la piedad”:

«Hay una urbanidad de la piedad. –Apréndela. –Dan pena esos hombres “piado- sos”, que no saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el Sagrario

–sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora» [27].

San Josemaría era consciente de la necesidad de dar formación litúrgica: «Ha de comenzar a instruírseles –se refería a los fieles del Opus Dei– por lo que pudiéramos llamar “Urbanidad de la Casa de Dios”, que realmente serán nociones de Liturgia» [28]. Cuidó con ese fin de que se dieran clases de formación litúrgica, particularmente de canto, a los universitarios que residían o frecuentaban la primera residencia universitaria que abrió en Madrid en los años treinta [29]. No fue un episodio aislado de aquellos años, pues, una vez terminada la guerra civil española, cuando puso en marcha el primer Centro de Estudios para miembros del Opus Dei, en el curso 1941-42, siguió la misma línea formativa: «Preparábamos la celebración diaria de la Santa Misa con rigor litúrgico y cantos, que ayudaban a vivir hondamente el santo Sacrificio. Un piadoso sacerdote, don Enrique Masó, muy amigo del Beato Josemaría y muy perito en música sacra, fue nuestro profesor de canto» [30]. Eran manifestaciones prácticas de su convicción de fondo, que ha dejado plasmada en Camino:

«Canta la Iglesia –se ha dicho– porque hablar no sería bastante para su plegaria.

–Tú, cristiano –y cristiano escogido–, debes  aprender  a  cantar  litúrgicamente» (n. 523).

4.       Predicación litúrgica

Si san Josemaría deseaba y aconsejaba que la oración de cada uno fuera litúrgica, su predicación estaba informada por el mismo criterio. Esto se podrá estudiar detenidamente cuando se publiquen, con metodología crítico-histórica, sus meditaciones predicadas sobre la base de la abundante documentación existente [31]. Sin embargo, ya ahora, para los años anteriores al Concilio, disponemos de algunas publicadas [32]. La primera es una homilía basada en dos meditaciones sucesivas de un retiro del primer domingo de Adviento de 1951 [33]. Inicia con la consideración del verso del introito, que también lo es del gradual:

«Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me (Ps XXIV, 4); Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas» (n. 1).

La llamada de Dios nos pone en camino, siguiendo una senda que Él nos ha trazado. Esa llamada tiene un paralelo en la vocación de los apóstoles. Sigue luego la consideración de la Epístola:

«La Epístola de la Misa nos recuerda que hemos de asumir esta responsabilidad de apóstoles con nuevo espíritu, con ánimo, despiertos. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rom XIII, 11-12)» (n. 4).

Las palabras de san Pablo le dan pie para meditar sobre los obstáculos que se oponen a la vida nueva de la vocación: concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitæ (1Jn 2, 16). Se detiene en la lucha contra ellos y vuelve, luego, a la antífona del introito, que se repite en el ofertorio:

«Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios (Ps XXIV, 1-2), hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!» (n. 7).

En el resto de la meditación se contempla la misericordia de Dios, que pide por nuestra parte correspondencia, hecha de vida de oración y mortificación y de formación doctrinal. Para concluir san Josemaría recurre al evangelio de la Misa:

«Abrid los ojos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca (Lc XXI, 28) hemos leído en el Evangelio. El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza» (n. 11).

Sólo he presentado el itinerario de la meditación según el trazado que marcaban los textos litúrgicos. Otras cualidades habría que señalar –cristocentrismo, llamada a la santidad, lucha ascética, contemplación, etc.–, pero ahora se trata sólo de fijar la atención en la cualidad litúrgica. La redacción del texto definitivo, en vista de la publicación, se concluyó a comienzos de junio de 1972 [34]. El hilo de la homilía, que sigue el de  los textos litúrgicos, hace pensar que habrán caracterizado el desarrollo de la dos meditaciones que le sirven de base. Hay poco fundamento para suponer que se trate de un artificio literario del texto definitivo sin conexión con la predicación oral.

Del mismo volumen es la homilía del 2-III-1952, primer domingo de Cuaresma. De ese día se conservan apuntes de una meditación de san Josemaría, también en un retiro. La primera parte de la homilía corresponde a esos apuntes [35] y se desarrolla al hilo del introito de la Misa, cuyos tres versículos están también incluidos en el tracto, y de la epístola. A partir del introito [36] se fija en la conversión a que  llama la Cuaresma, apoyada en la ayuda de Dios. Seguidamente pasa  a considerar la epístola de la Misa (2Co 6, 1-10), en la que continúa   la llamada a convertirse, con la exhortación a superar las dificultades comportándonos como fieles servidores de Dios. Estos breves trazos no ponen de manifiesto las cualidades de la homilía, sino sólo cómo muestra ser una predicación verdaderamente litúrgica.

La predicación litúrgica de san Josemaría, que hemos considerado un poco más arriba, se basaba sobre las lecturas bíblicas y las antífonas, y es de suponer que eso fuera lo más frecuente. De todas formas en algunas ocasiones tenía un carácter más mistagógico, de explicación de los ritos, como resulta del guión de una meditación de 1935:

«La Santa Misa… Asisten los ángeles…  ¿Y los hombres? fuera el libro de Misa,  si no es un Misal litúrgico. Toda la vida cristiana: Introibo… Confiteor… Osculos. Introito y gloria… Kiries… Oraciones… Epístola… Munda cor meum: Evangelio (besarlo). Credo. Ofertorio, lavabo, Orate fratres… Sanctus (et ideo) Canon (Clemen- tissime Pater. . . Per Jesum) Memento vivos… Consagración. Memento… Per Ipsum omnis. Pater noster… Comunión… Ultimas oraciones… Bendición… Ultimo Evangelio… Preces finales. ¿Misa corta? ¡Que es Hijo de buena Madre! No amáis a Jesús, si no amáis la Misa… larga! Mi caso… » [37].

En consonancia con el final de este guión está escrito este otro punto de Camino: «La Misa es larga, dices, y añado yo: porque tu amor es corto» (n. 529).

El conjunto de las citas consideradas es insuficiente para poder presentar una adecuada visión de conjunto, aun sumaria, sobre la liturgia en la vida y en la enseñanza de san Josemaría. De todas formas, nos permiten concluir que su comprensión y experiencia de la liturgia en aquellos años explican su fiel acogida y puesta en práctica de la reforma litúrgica postconciliar.

Antonio Miralles en cedejbiblioteca.unav.edu

Notas:

1       Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa. Homilías: Edición crítico-histórica, A. Aranda (ed.), Rialp, Madrid 2013, n. 102. En adelante ECPECH.

2       Cfr. J. L. Illanes, Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «Studia et Documenta», 3 (2009), 203-276.

3       Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, nn. 1, 3, 21.

4       De un esquema de meditación sobre la Misa, 9-IX-1938, citado en Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino: Edición crítico-histórica, P. Rodríguez (ed.), Rialp, Madrid 20043, p. 676, nt. 5. En adelante CECH.

5       CECH n. 527.

6       Carta 30-IV-1946, n. 5: citada en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría: Estudio de teología espiritual, vol. III, Rialp, Madrid 2013, p.503. En adelante VCS.

7       Ficha de 1938, citada en CECH p. 677.

8       Apunte en un breve esquema de charla, anterior al 19-I-1933, citado en CECH p. 704; sobre la datación, cfr. CECH p. 705, nt. 7 y p. 365, nt. 10.

9       CECH n. 86; la primera edición de Camino es del 29-IX-1939.

10     Carta 6-V-1945, n. 29: citada en VCS p. 510.

11     Instrucción, 9-I-1935, nota 167, citada en VCS p. 509. La nota, escrita por Mons. Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, es anterior a 1967 y recoge las palabras citadas sin indicar la fecha, pero como enseñanza habitual de San Josemaría.

12     Carta 6-V-1945, n. 29, citada en VCS p. 506.

13     Instrucción, 9-I-1935, n. 254: citada en CECH p. 692.

14     Citado en CECH 691.

15     Cfr. F. M. Arocena, Liturgia: visión general, en J. L. Illanes (ed.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer – Monte Carmelo, Burgos 2013, p. 751.

16     Cfr. ibídem, pp. 750-751.

17     Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei: Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. III, Rialp, Madrid 2003, p. 55. En nota el Autor escribe: «Cuando se terminó el Santuario de Torreciudad, los restos de san Sinfero se trasladaron a su altar mayor.  El 12 de octubre de 1946 tuvo lugar la apertura de las urnas y el reconocimiento de las reliquias. Actuó como Notario eclesiástico don Juan Botella Valor, en presencia del Fundador» (Ibídem, p. 55, nt. 131).

18     P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos: Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Rialp, Madrid 19945, p. 26.

19     Ibídem, p. 68. «Nosotros damos al Señor lo mejor que tenemos: es el sacrificio de Abel. No podemos tener la piedad encogida de hacer para el culto de Dios los vasos sagrados y los instrumentos litúrgicos de barro de botijo» (Apuntes de la predicación, 24-XII-1956: citados en VCS pp. 508-509).

20     J. M. Casciaro, Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del Opus Dei: 1939-1942, Rialp, Madrid 1998, pp. 113-114. En adelante JMC.

21     Ficha de 1938, citada en CECH p. 677.

22     Apunte del 26-X-1938, citado en CECH p. 677. En la misma línea se mueve lo que escribe en una carta del 19-24 de abril de 1938: «[Sevilla] Visito la catedral [. . .] Es grandiosa. Lástima de coro en medio, y de presbiterio enjaulado, aunque la jaula de hierro dorado sea magnífica: no dejará participar del culto más que a los privilegiados» (citado por J. L. Gutiérrez Martín, Vida litúrgica en Camino (1932-1939). San Josemaría Escrivá y el movimiento litúrgico, en J. R. Villar [ed.], Communio et sacramentum. En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 430-431).

23     Anotación del 26-X-1931, citada en CECH p. 687, nt. 40.

24     Citado en CECH p. 686.

25     CECH n. 539.

26     JMC p. 113.

27     CECH n. 541.

28     Apunte del 14-III-1932, citado en CECH p. 690.

29     La carta de un residente, Emiliano Amann, a sus padres el 27-IV-1936, «hace referencia a la formación litúrgica y canto gregoriano que se impartía no sólo a los residentes, sino también a quienes participaban en los medios de formación de la residencia. Al menos, en la carta en que lo narra habla de treinta asistentes» (J. C. Martín de la Hoz – J. Revuelta Somalo, Un estudiante en la Residencia DYA. Cartas de Emiliano Amann a su familia (1935-1936), «Studia et Documenta», 2 [2008] 312). «Don Blas nos daba clases de canto gregoriano, porque el Padre deseaba que cuidásemos con el mayor esmero posible todo lo relacionado con el Señor y, muy en concreto, los actos litúrgicos» (P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, o. c., p. 55).

30     JMC p. 188.

31     Cfr. J. A. Loarte, La predicación de san Josemaría. Descripción de una fuente documental, «Studia et Documenta», 1 (2007), 221-231.

32     Se encuentran en el ya citado volumen ECPECH.

33     Cfr. ECPECH nn. 1-11. La terminología corresponde a la del Misal entonces vigente.

34     Cfr. ECPECH p. 149.

35     Cfr. ECPECH pp. 377-378 y nt 5.

36     «Invocabit me, et ego exaudiam eum: eripiam eum, et glorificabo eum: longitudine dierum adimplebo eum. Qui habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei cæli commorabitur» (Ps 90, 15-16.1 [Vg])

37     Citado en CECH pp. 677-678.

Juan Pedro Rivero González

Presentación

Para proceder a la canonización de un fiel se efectúa un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Es un tema que la Iglesia se toma muy en serio, pues en él se pone en juego tanto la infalibilidad del Santo Padre, como la verdad de la vida litúrgica de los fieles que piden la intercesión de los santos.

Quisiera agradecer a los organizadores de las Jornadas de Historia que hayan asumido este extraordinario tema como objeto de la presente edición. En ocasiones leemos la historia olvidando la vida real. Lo que en la narrativa civil han introducido las series y novelas históricas, ofreciendo la posibilidad de establecer el rostro del tiempo en sus personajes generales, más allá de los reyes y nobles, obispos y jerarcas, en los que se realiza la vida ordinaria.

La techumbre de una catedral, las vidrieras y artesonados, las columnas que los sostienen y la decoración artística de sus paredes, no son nada, ni se sostendrían siquiera, sin la invisible labor de soporte de los cimientos de esa catedral. Ha habido grandes personajes que con sus decisiones han modificado el rumbo del acontecer, claro que sí. Pero la historia de los pueblos la elaboran los pueblos, con sus gentes sencillas que cultivaban, que rezaban, que festejaban, que generaban esa hermosa dinámica que denominamos cultura. Son esos otros protagonistas de la historia, tantas veces olvidados, sin los que las grandes enciclopedias no se sostendrían.

Lo mismo ocurre con la historia de la Iglesia y la santidad. La Iglesia es santa por Jesús, el Santo de los santos, y por la historia de hombres y mujeres que hicieron de la comunión con Dios su identidad personal y fuente de amor al prójimo. La Iglesia es la historia de la santidad de sus miembros.

Hay santidad canonizada, y de ella queremos hablar hoy a petición de  la organización, pero hay santidad más allá del Calendario Romano que incluye la lista de hombres y mujeres que han vivido la santidad de vida en el silencio de un monasterio, en la radicalidad de la misión ad gentes, en el trabajo diario alimentado por las virtudes del Evangelio, en la generación y educación de los hijos, en la amistad fiel y en la generosidad con los más pobres de los pobres. Y muchas veces de manera anónima, sin que la prensa los cite o sin que los mismos obispos lo sepan.

Cuando un fiel cristiano es canonizado, o sea, declarado santo por un proceso canónico, es decir, canónicamente declarado santo, se convierte de alguna manera en un paradigma de otros miles y miles de hombres y mujeres que han vivido como él y que han compartido la heroicidad de sus virtudes. Alegra saber de ese ejército de santos anónimos que hacen rebosar de gracia la nave de la Iglesia y han dado color y sabor a la vida social.

Por canonización se entiende el acto pontificio por el que el Santo Padre declara que un fiel ha alcanzado la santidad. El proceso de canonización es uno de los procesos especiales que están regidos por una norma específica. Por la canonización se autoriza al pueblo cristiano la veneración del nuevo santo de acuerdo con las normas litúrgicas. La canonización actualmente es un acto reservado exclusivamente a la autoridad pontificia. Pero –sin dejar de ser de competencia exclusiva del Pontífice– al acto de la canonización precede un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Baste decir que una causa de canonización se desarrolla generalmente durante decenios, y no es extraño encontrar causas que han durado siglos; para llegar a la canonización de un fiel se siguen varios procesos ante diversos tribunales –muchas veces en países distintos– e intervienen diversos organismos de la Santa Sede. Con el paso de los años, hasta llegar a la declaración de canonización, pueden haber intervenido decenas de jueces y oficiales especializados de la Santa Sede que examinan con detalle todos y cada uno de los pasos que se han dado.

El canon 1403 declara que el proceso que se sigue en las causas de canonización se rige por una ley especial:

Canon 1403 § 1: Las causas de canonización de los Siervos de Dios se rigen por una ley pontificia peculiar.

El procedimiento que se debe seguir en las causas de canonización fue inicialmente recogido en la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, de 25 de enero de 1983 (AAS 75 (1983) 349-355) y en las Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum promulgadas por la Congregación para las Causas de los Santos el 7 de febrero de 1983 (AAS 75 (1983) 396-403). Estas normas modifican y actualizan lo relativo a las causas de canonización, normas que recogen a veces experiencias muy antiguas. Actualmente nos regimos por la Instrucción sobre el Procedimiento instructorio diocesano o Eparquial en las Causas de los santos, Sanctorum Mater, de 17 de mayo de 2007.

Veamos brevemente cómo es el proceso:

El proceso

Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado de manera heroica las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos  como modelos e intercesores [1]. Juan Pablo II decía que «Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia» [2].

Las etapas del proceso de Canonización son cuatro:

1.       Siervo de Dios

El Obispo diocesano y el Postulador de la Causa piden iniciar el proceso de canonización. Y presentan a la Santa Sede un informe sobre la vida y las virtudes de la persona. La Santa Sede, por medio de la Congregación para las Causas de los Santos, examina el informe y dicta el Decreto diciendo que nada impide iniciar la Causa (Decreto «Nihil obstat»). Este Decreto es la respuesta oficial de la Santa Sede a las autoridades diocesanas que han pedido iniciar el proceso canónico. Obtenido el Decreto de «Nihil obstat», el Obispo diocesano dicta el Decreto de Introducción de la Causa del ahora Siervo de Dios.

2.       Venerable

Esta parte del camino comprende cinco etapas:

a)       La primera etapa es el Proceso sobre la vida y las virtudes del Siervo de Dios. Un Tribunal, designado por el Obispo, recibe los testimonios de las personas que conocieron al Siervo de Dios. Ese Tribunal diocesano no da sentencia alguna; esta queda reservada a la Congregación para las causas de los santos.

b)       La segunda etapa es el Proceso de los escritos. Una comisión de censores, señalados también por el Obispo, analiza la ortodoxia de los escritos del Siervo de Dios.

c)       La tercera etapa se inicia terminados los dos procesos anteriores. El Relator de la Causa nombrado por la Congregación para las Causas de los Santos, elabora el documento denominado «Positio». En este documento se incluyen, además de los testimonios de los testigos, los principales aspectos de la vida, virtudes y escritos del Siervo de Dios.

d)       La cuarta etapa es la Discusión de la «Positio». Este documento, una vez impreso, es discutido por una Comisión de Teólogos consultores, nombrados por la Congregación para las Causas de los Santos. Después, en sesión solemne de Cardenales y Obispos, la Congregación para las Causas de los Santos, a su vez, discute el parecer de la Comisión de Teólogos.

e)       La quinta etapa es el Decreto del Santo Padre. Si la Congregación para las Causas de los Santos aprueba la «Positio», el Santo Padre dicta el Decreto de Heroicidad de Virtudes. El que era Siervo de Dios pasa a ser considerado Venerable.

3.       Beato o Bienaventurado

a)       La primera etapa es mostrar al «Venerable» a la comunidad como modelo de vida e intercesor ante Dios. Para que esto pueda ser, el Postulador de la Causa deber probar ante la Congregación para las Causas de los Santos:

-         La fama de santidad del Venerable. Para ello elabora una lista con las gracias y favores pedidos a Dios por los fieles por intermedio del Venerable.

-         La realización de un milagro atribuido a la intercesión del Venerable. El proceso de examinar este «presunto» milagro se lleva a cabo en la Diócesis donde ha sucedido el hecho y donde viven los testigos.

Generalmente, el Postulador de la Causa presenta hechos relacionados con la salud o la medicina. El Proceso de examinar el «presunto» milagro debe abarcar dos aspectos: a) la presencia de un hecho (la sanación) que los científicos (los médicos) deberán atestiguar como un hecho que va más allá de la ciencia, y b) la intercesión del Venerable Siervo de Dios en la realización de ese hecho que señalarán los testigos del caso.

b)       Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina el milagro presentado.

Dos médicos peritos, designados por la Congregación, examinan si las condiciones del caso merecían un estudio detallado. Su parecer es discutido por la Consulta médica de la Congregación para las Causas de los Santos (cinco médicos peritos).

El hecho extraordinario presentado por la Consulta médica es discutido por el Congreso de Teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos. Ocho teólogos estudian el nexo entre el hecho señalado por la Consulta médica y la intercesión atribuida al Siervo de Dios.

Todos los antecedentes y los juicios de la Consulta Médica y del Congreso de Teólogos son estudiados y comunicados por un Cardenal (Cardenal «Ponente») a los demás integrantes de la Congregación, reunidos en Sesión. Luego, en Sesión solemne de los cardenales y obispos de la Congregación para las Causas de los Santos se da su veredicto final sobre el «milagro». Si el veredicto es positivo el Prefecto de la Congregación ordena la confección del Decreto correspondiente para ser sometido a la aprobación del Santo Padre.

c)       En la tercera etapa y con los antecedentes anteriores, el Santo Padre aprueba el Decreto de Beatificación.

d)       En la cuarta etapa el Santo Padre determina la fecha de la ceremonia litúrgica.

e)       La quinta etapa es la Ceremonia de Beatificación.

4.       Santo

a)       La primera etapa es la aprobación de un segundo milagro.

b)       Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina este segundo milagro presentado. Se requiere que este segundo hecho milagroso haya sucedido en una fecha posterior a la Beatificación. Para examinarlo la Congregación sigue los mismos pasos que para el primer milagro.

c)       En la tercera etapa el Santo Padre, con los antecedentes anteriores, aprueba el Decreto de Canonización.

d)       La  cuarta etapa es el Consistorio Ordinario Público, convocado por   el Santo Padre, donde informa a todos los Cardenales de la Iglesia y luego determina la fecha de la canonización.

e)       La última etapa es la Ceremonia de la Canonización.

En el año 2005, el Vaticano estableció nuevas normas para ceremonias de beatificación. En octubre del año 2005, la Congregación para las Causas de los Santos dio a conocer cuatro disposiciones nuevas para las ceremonias de beatificación entre las que destaca su celebración en la diócesis que haya promovido la causa del nuevo beato.

Las disposiciones son fruto del estudio de las razones teológicas y de las exigencias pastorales sobre los ritos de beatificación y canonización aprobadas por Benedicto XVI.

La primera norma indica que mientras el Papa presidirá los ritos de canonización, que atribuye al beato el culto por parte de toda la Iglesia, los de beatificación –considerados siempre un acto pontificio– serán celebrados por un representante del Santo Padre, normalmente por el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

La segunda disposición establece que el rito de beatificación se celebrará en la diócesis que ha promovido la causa del nuevo beato o en otra localidad considerada idónea.

En tercer lugar se indica que por solicitud de los obispos o de los «actores» de la causa, considerando el parecer de la Secretaría de Estado, el mismo rito de beatificación podrá tener lugar en Roma.

Por último, según la cuarta disposición, el mismo rito se desarrollará en la Celebración Eucarística, a menos que algunas razones litúrgicas especiales sugieran que tenga lugar en el curso de la celebración de la Palabra y de la Liturgia de las Horas.

Pero miremos un poco a la historia con perspectiva eclesiológica:

La historia de un proceso

La Iglesia, Madre de los Santos, custodia desde siempre su memoria, presentando a los fieles esos ejemplos de santidad en la sequela Christi. A través de los siglos, los Romanos Pontífices han establecido normas adecuadas para facilitar que se alcance la verdad en esta materia tan importante para la Iglesia.

Desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente. Lo cual significa, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral. Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia.

Tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la Iglesia y de sus pastores, en el gobierno de la Iglesia. Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan. Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que no, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, «a quien únicamente compete el derecho de decretar» si el «siervo de Dios», en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para “la devoción y la imitación de los fieles.

Con todo esto queremos decir que la historia de las canonizaciones no  es un asunto que pueda interesar simplemente a la historia de la Iglesia. Ni que pueda afectar solamente a la espiritualidad, a la piedad o a la religiosidad de  los fieles. Todo eso es cierto, no cabe duda. Pero es un hecho mucho más profundo. Porque en realidad lo que en la historia de las canonizaciones se expresa, es una de las manifestaciones más claras y más fuertes de la eclesiología. Es decir, en los santos que la Iglesia canoniza o deja de canonizar, en ese hecho,  es donde seguramente se pone en evidencia con más fuerza el modelo de Iglesia que tenemos y, sobre todo, el modelo de Iglesia que se quiere proponer. Porque, cuando hablamos de los santos que se han canonizado o se han dejado de canonizar, no estamos hablando de teorías o de especulaciones teológicas, sino que nos estamos refiriendo a formas de vivir y de situarse en la sociedad. Formas de vida, que, en unos casos, se magnifican hasta glorificarlas y ponerlas como modelo. Y formas de vida, que, en otros casos, se marginan o simplemente se dejan caer en el olvido. He ahí la Iglesia que se quiere. Y también la Iglesia que se rechaza. En esto radica la importancia teológica más elocuente de las canonizaciones.

Como es lógico, la historia del fenómeno que acabo de describir de forma muy resumida, ha evolucionado notablemente a lo largo de los siglos. Pero también esta evolución es significativa en cuanto manifestación de una determinada eclesiología. En efecto, como es sabido, durante los primeros tiempos de la Iglesia, la decisión de venerar a un difunto tributándole culto público no dependía de ningún poder central de la institución eclesiástica, sino que provenía de los fieles. Es decir, era la comunidad creyente la que tomaba la decisión de venerar a los mártires. Cosa que se hacía casi espontáneamente. Más tarde, a partir del s. IV, cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos, lógicamente disminuyó el culto a los mártires. Y empezaron a ser considerados como santos determinados personajes (monjes, ascetas, hombres de Dios y mujeres piadosas) que, en una determinada región, eran tenidos como tales por la población creyente. Este procedimiento popular duró casi todo el primer milenio. Así consta en el calendario romano del 354 y en el primer martirologio que se conoce, del año 431. Lo mismo que en la recopilación de santos que, antes del 735, hizo Beda el Venerable o el que, hacia el 875, recogió Usardo de San Germán.

Fue en el año 993, cuando por primera vez un santo fue canonizado por un papa. Ocurrió con la canonización de san Ulrico, obispo de Ausburgo, que fue declarado santo por el papa Juan XV. Sin embargo, aun después de esta primera canonización papal, se siguieron designando santos por el tradicional procedimiento popular o, en algunos casos, por el reconocimiento de un obispo. Este estado de cosas se prolongó hasta el año 1171, cuando el papa Alejandro II prohibió a los obispos la designación de santos «sin la autoridad de la Iglesia Romana». Pero la regulación del procedimiento exclusivamente papal, para las canonizaciones, es mucho más reciente. La normativa sobre este asunto fue dictada por el papa Urbano VIII, en 1634 (Decretalium, lib. III, tit. 45, c. 1. Friedberg II, 650). Cosa que no parece casual. Eran tiempos de Contrarreforma, magnificados culturalmente por los esplendores del Barroco.

No hay, pues, que esforzarse demasiado para comprender que, con el paso de los tiempos, a medida que el poder se fue concentrando y enalteciendo en el papado, en esa misma medida la Iglesia Romana se fue alejando progresivamente de la sencillez del Evangelio y se fue auto-comprendiendo como un poder político y mundano. Como es lógico, en tales condiciones se vio necesario delimitar y fijar cuidadosamente las condiciones y cualidades que era necesario exigir, para proclamar a un cristiano difunto como ejemplo y modelo de lo que es y de lo que quiere ser la Iglesia. Sin duda alguna, este criterio estuvo presente y operativo, de forma más o menos consciente, en el control que, desde entonces, el papado viene ejerciendo en la canonización de los santos.

Así las cosas, se puede comprender que, desde que el papado asumió poder político, además de su autoridad estrictamente evangélica y espiritual, esta extraña y única forma de entender y ejercer el poder en este mundo se haya hecho sentir fuertemente, entre otros aspectos, en las canonizaciones de los cristianos que Roma ha propuesto como ejemplo. Bastan algunos ejemplos para ver hasta qué punto esto ha ocurrido así. Por ejemplo, cuando el papa Eugenio III canonizó, en 1146, al emperador Eugenio II de Baviera, en realidad, fueran las que fuesen las virtudes de aquel emperador, lo que parece bastante claro es que Roma quiso proponer un modelo de gobernante político, piadoso y sumiso a la Santa Sede, que respondía a lo que el papa esperaba del poder imperial. Por la misma razón, la canonización de Eduardo el Confesor por Alejandro III, en 1161, proponía un modelo de rey conforme a las pretensiones de la corte de un papa autoritario, que hizo todo lo posible para afirmar la preeminencia del poder pontificio sobre el poder imperial. Y cuando este mismo papa canonizó, en 1173, a Tomás Becket, solo tres años después de su muerte, todo el mundo entendió en Inglaterra que el papado elevaba a la dignidad de los altares a un obispo rebelde a la autoridad del rey Enrique II.

Otro ejemplo elocuente: una de las consecuencias de las Cruzadas fue la creación de una variante decisiva del ideal de santidad. Los santos militares muy populares, de los primeros tiempos de la Iglesia, habían adquirido su condición de tales renunciando a la guerra terrenal. A partir de las guerras contra los «infieles sarracenos», el hecho mismo de ser militar equivalía a alcanzar la santidad. Este espíritu se advierte en un fresco que todavía se puede contemplar en la cripta de la catedral de Auxerre, donde el obispo, un protegido del papa Urbano II, que tomó parte en la Primera Cruzada, encargó una pintura del Fin del Mundo en la que el propio Cristo aparecía retratado como soldado a caballo. Una imagen imposible de imaginar en los primeros siglos de la Iglesia. Los intereses de la Iglesia habían modificado radicalmente la imagen de la santidad. Eran los tiempos en los que en España se ensalzaba la imagen de Santiago, vestido de militar y montado en un caballo, matando moros con un fervor inimaginable. El «santo» era el «Caballero de Cristo», incluso el conquistador de todos los enemigos, como lo pinta san Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales.

Pero el caso más claro de la respuesta del papado, mediante la exaltación a la gloria de los altares, ante los peligros que Roma veía como amenazas a su poder, fue la canonización de Gregorio VII. Este papa murió en 1085, pero fue canonizado en 1728, o sea seis siglos y medio después de su fallecimiento. Como se sabe, con la mejor intención del mundo, Gregorio VII es el prototipo de la autoridad absoluta del pontificado. Este papa fue el que dio un giro completamente nuevo al ejercicio de la potestad papal en la Iglesia. De forma que, desde entonces, «obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa» (Y. Congar). Pues bien, ni siquiera el papado se atrevió a canonizar este posicionamiento durante más de seis siglos. Hasta que, en el s. XVIII, se produjo la recuperación de la Reforma, con la fuerza que consiguió el «pietismo» de hombres como August H. Franke (1663-1727) y más tarde Nikolaus L. G. Von zizendorf (1700-1760). El deslizamiento de la «luz interior» a la «luz de la razón» fue inevitable. Y la consecuencia fue el terreno abonado para que surgieran las ideas de Lessing, Kant, Schiller, Fichte, Höldering. Las armas que tenía el papado para ofrecer resistencia ante la incipiente modernidad eran muy escasas. Y pronto se vio que una de tales armas era precisamente la exaltación del propio papado. En estas condiciones, uno de los remedios que se encontraron fue recuperar y exaltar la memoria de un papa al que ya pocos podían recordar, pero que urgía dar a conocer. Fue entonces cuando Benedicto XIII canonizó a Gregorio VII.

Estos ejemplos que ponemos no significan que haya habido solo un proceso de manipulación de las canonizaciones y que fueran solo los intereses los que ofrecieran motivos de dichas canonizaciones. Pero son aspectos históricos que debemos considerar dentro de este itinerario histórico para no caer en el buenismo desinformado o en la inocente actitud ciega ante la realidad. Pero  más allá de estos motivos espurios, los santos han sido y son motores de vida cristiana para la Iglesia.

En nuestro tiempo, el Sumo Pontífice Juan Pablo II promulgó el 25 de enero de 1983 la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, en la que, entre otras cosas, daba disposiciones sobre la tramitación de los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales realizados por los Obispos en vista de la beatificación y de la canonización de los Siervos de Dios.

En la misma Constitución Apostólica, el Sumo Pontífice concedió a la Congregación de las Causas de los Santos facultad para establecer unas normas peculiares acerca del desarrollo de dichos procedimientos que se refieren a la vida, las virtudes y la fama de santidad así como de gracias y favores (fama signorum); o tratan de la vida, el martirio y la fama de martirio y de gracias y favores de los Siervos de Dios; o tienen por objeto los supuestos milagros atribuidos a la intercesión de los Beatos y de los Siervos de Dios; o, finalmente, si el caso lo pide, investigan sobre el culto antiguo tributado a un Siervo de Dios.

El Pontífice abrogó también las disposiciones promulgadas por sus predecesores y las normas establecidas en los cánones del Código de Derecho Canónico de 1917 acerca de las causas de beatificación y canonización.

El 7 de febrero de 1983, el mismo Sumo Pontífice aprobó las Normae servandae in inquisitionibus ab Episcopis faciendis in Causis Sanctorum, que contienen la normativa peculiar que ha de observarse en los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales sobre las causas de beatificación y de canonización. Después de la promulgación de la Constitución Apostólica y de las Normae servandae, la Congregación, con la experiencia adquirida, publica la Instrucción Sanctorum Magister en 2007 para favorecer una colaboración más estrecha y eficaz entre la Santa Sede y los Obispos en las causas de los Santos.

Esta Instrucción tiene como finalidad aclarar las disposiciones de las leyes en vigor sobre las causas de los Santos, facilitar su aplicación e indicar la manera de llevar a cabo lo establecido en ellas, tanto en las causas recientes como en las antiguas. Por lo tanto, se dirige a los Obispos diocesanos, a los Eparcas, a quienes son equiparados a ellos por el derecho y a cuantos participan en la fase instructoria del procedimiento. Para tutelar de modo eficaz la seriedad del procedimiento instructorio diocesano o eparquial, la Instrucción expone los pasos sucesivos del mismo, determinados por las Normae servandae, subrayando de manera práctica y por orden cronológico el modo de su aplicación.

Se expone en primer lugar cómo se han de instruir los procedimientos diocesanos o eparquiales que tienen por objeto las virtudes heroicas o el martirio de los Siervos de Dios. Antes de aceptar la causa, el Obispo deberá hacer algunas averiguaciones previas, para comprobar si es o no conveniente instruirla. Tomada la decisión de admitir la causa, dará comienzo al procedimiento propiamente dicho, ordenando que se recojan las pruebas documentales de la causa. Si no aparecen obstáculos insuperables, se procederá al interrogatorio de los testigos y, finalmente, a clausurar el procedimiento instructorio y a enviar las actas a la Congregación, donde tendrá lugar la fase romana de la causa, o sea la fase de estudio y de juicio definitivo acerca de la misma.

Por lo que se refiere a los procedimientos acerca de supuestos milagros, la Instrucción pone en evidencia y aclara algunos aspectos de la aplicación de las normas que, en los últimos veinte años, han planteado a veces problemas prácticos.

La Congregación de las Causas de los Santos esperaba que la Instrucción constituyera una ayuda valiosa para los Obispos, con el fin de que el pueblo cristiano, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, Divinus perfectionis Magister, testimonie al mundo el Reino de los Cielos. La Constitución dogmática del Concilio Ecuménico Vaticano II Lumen Gentium enseña:

Teniendo en cuenta la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, encontramos un motivo más para sentirnos estimulados a buscar la ciudad futura y, a la vez, aprendemos un camino segurísimo, por el que, a través de la mudable realidad del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la condición propia de cada uno.

Un inciso personal que ilumina

La incursión que hemos hecho en el estudio del Derecho Canónico nace de una necesidad. Nos propusieron actuar como colaborador externo en la Causa de Canonización de la Sierva de Dios Sor María de Jesús de León, una monja dominica de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, y sentíamos que la formación canónica era, entre otras, muy necesaria para responder adecuadamente a aquella solicitud. Por tanto, fue la santidad la que nos acercó al Derecho.

Por otra parte, en la actual coyuntura pastoral de la Iglesia, la santidad es la dimensión fundamental de la actual urgencia pastoral si queremos responder a la hora de Dios. Juan Pablo II nos propuso cruzar el umbral del tercer milenio con la mirada puesta en ella como aspecto fundamental de cualquier programación pastoral.

Por otra parte, considero que son cuantitativamente escasos los estudios al respecto, no solo en el ámbito canónico, sino en la reflexión teológica en general de este último decenio. De ahí que debemos cuidar mucho la relación entre Santidad y Derecho.

He dedicado algún tiempo a trabajar el tema de los «medios de santificación» por varios motivos. Los medios de santificación encierran un interés especial al que poder responder con la legislación canónica en la mano, especialmente en situaciones pastorales en las que, como es el caso de los divorciados en nueva unión, se les limita el acceso a la comunión eucarística proponiéndoseles la posibilidad de acceder a otros medios de santificación. Así concluía el Papa Juan Pablo II el nº 84 de Familiaris Consortio:

La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.

La imposibilidad de participar en la comunión eucarística no les expulsa de la Iglesia ni les impide seguir buscando la santidad de su vida cristiana, perseverando en los medios de santificación, las conocidas como obras de piedad –oración, ayuno y limosna–, como medios de acceder a la conversión y a la salvación. La santidad es, en la Iglesia, patrimonio de todos los bautizados. Todos, según su peculiar situación, hemos sido llamados a la santidad. La Constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, en su número 42 lo afirma con toda claridad desarrollando explícitamente a qué medios nos referimos al hablar de «medios de santificación»:

(...) todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo.

El mismo Papa Benedicto XVI lo indicaba en la Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis con claridad meridiana:

El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.

Terminamos dando gracias a quienes nos han permitido compartir estas ideas. Termino reconociendo que es en los santos donde se juega la verdadera identidad eclesial. Que serlo es la tarea, aunque no alcancemos la inmensa mayoría la gloria de los altares de culto. Pero la santidad de la puerta de enfrente, esa sí que la podemos alcanzar todos. Y desde ya…, con la misericordia del Señor.

Permítanme terminar con un poema de Marilina Rébora que nos ayude a desear…

Los santos...

Quisiera saber, madre, de san Marcos y el león;  de san Roque y su perro, san Francisco y las aves; san Huberto y el ciervo, san Jorge y el dragón; de san Pedro y el gallo, con sus signos y claves. De san Martín de Porres, que barriendo su alcoba a las graciosas lauchas se prodigaba tierno para que se durmieran tranquilas en la escoba, de sí mismo olvidándose, aterido en invierno. No me digas que no, ni te rías tampoco.

Háblame de los santos, di por qué se les reza; quisiera parecérmeles, conocerlos un poco, tener un corderito para mi compañía, llevar, lo mismo que ellos, un nimbo en la cabeza y estar en los altares contigo, madre, un día.

Juan Pedro Rivero González en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Cfr. CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 40. 48-51.

2      JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles Laici, 16, 3.

José Tomás Martín de Agar

3.       Contenido y alcance específico del derecho

Ya hemos visto que la libertad en lo temporal se configura como inmunidad de coacción, pero que este primario aspecto negativo se refiere a unas determinadas conductas positivas de los fieles, en las que la autoridad no debe intervenir para impedirlas o tratar de dirigirlas. Lo mismo que de la libertad religiosa surgen o derivan otros derechos que constituyen su contenido positivo (creencias, culto, apostolado, observancia, asociación, bienes, etc.), del derecho a la libertad en asuntos temporales se pueden también extraer muy variadas  consecuencias positivas. En concreto me parece importante resaltar:

a)       El derecho a mantener libremente cualquier opinión temporal que no sea contraria a la fe ni a la moral cristianas, a comunicarla, difundirla y actuar conforme a ella, y a cambiar de opciones temporales, de acuerdo con la propia conciencia. Sin que puedan ser impuestas canónicamente determinadas actitudes o modelos de actuación.

b)       El derecho de iniciativa, esto es, la facultad de unirse a otros ciudadanos (católicos o no) para llevar a cabo las  propias  ideas sobre la sociedad, creando instituciones o asociaciones civiles a tal fin. Esto implica negativamente que no se puede impedir o limitar al fiel el ejercicio de sus derechos de ciudadano, ni encuadrarle en determinados grupos o entes confesionales contra su voluntad.

3.a)    La especificidad de lo temporal

Pero más que intentar extraer una relación exhaustiva de los contenidos jurídico-positivos de la libertad en lo temporal (cosa por demás imposible), estimo que es imprescindible, para entender el alcance de este derecho, el reconocer la especificidad jurídica de la materia sobre la que versa: los asuntos temporales, la edificación de la ciudad terrena, materias que, en sí mismas, no están confiadas a la Iglesia, que constituyen los negotia saecularia que se definen precisamente por contraste con los negotia ecclesiastica. Esto es: que las materias sobre las que se realizan los aspectos positivos de la libertad en lo temporal, son materias que pertenecen al campo civil y se gobiernan  por  el  derecho  propio  de  ese ámbito [39].

La esfera de autonomía jurídica, que esencialmente constituye el derecho, señala el límite  del derecho canónico: lo que ocurre dentro de esa esfera es, por naturaleza,  civil. La  secularidad  que caracteriza a los laicos es la secularidad de los asuntos y problemas en los que están inmersos. Una secularidad que no se puede 'organizar' desde la Iglesia, que no consiente una 'canonización' porque dejaría de ser tal.

A la Iglesia le interesa y  compete  que los fieles laicos gocen  de  la justa libertad en lo temporal y de la libertad religiosa civil, precisamente como condición para que puedan desplegar con toda eficacia su vocación de ser sal, luz y fermento en la sociedad, unidos a los demás [40]. No es coincidencia que el redescubrimiento y potenciación del papel que corresponde a los laicos en la misión de la Iglesia, haya dado origen a una correlativa precisión y formalización canónica de esta libertad en cuestiones temporales.

Pero una vez delimitada canónicamente  esa esfera  de autonomía, a la Iglesia -al derecho canónico- no le interesa ni compete lo que sucede dentro de ella: las múltiples posibilidades concretas que  caben; eso es objeto del derecho civil.

Lo mismo que el Estado, al promover la libertad religiosa, no puede pretender organizar ni dirigir las prácticas inherentes a esa  libertad, sino que debe limitarse a garantizar un espacio de autonomía, dentro del cual es incompetente; la Iglesia, al promover la libertad temporal, no trata de «organizarla» creando unos cauces  canónicos para el ejercicio del pluralismo terreno, sino que se limita  a  proclamar que no intervendrá en esas materias, porque no son eclesiásticas sino seculares, civiles: «la gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión» [41].

Este es, a mi entender, el contenido específico del derecho a la libertad en lo temporal. Un contenido esencialmente formal: la Iglesia que reconoce que la realización del orden temporal, en  sí  mismo, como orden de lo creado, no pertenece a su  misión  religiosa  y que, por tanto, la condición de fiel no implica unos compromisos concretos (una opción) en cuanto al modo de comportarse en ese orden. Cualquier conducta que un cristiano adopte en esas materias es legítima, siempre que sea compatible con la fe y la moral cristianas y esté asumida con rectitud de conciencia.

3.b) Distinción de órdenes y de derechos y deberes en cada uno

El reconocimiento de esta especificidad de lo temporal es lo que reclama también el Concilio cuando, en varios momentos, recuerda a los laicos que «aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia  a la  Iglesia  y los que les competen en cuanto miembros  de la sociedad  humana»  (LG 36d) y «entre la acción que  los cristianos,  aislada  o  asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan en nombre de la Iglesia, en unión con sus pastores» (GS 76a); añadiendo  siempre  que tales  distingos no significan en absoluto separación, pues los fieles «en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia  cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios» (LG 36d) [42].

Los fieles laicos poseen un patrimonio jurídico integrado por sus derechos en cuanto ciudadanos y en cuanto fieles. Los ámbitos en los que surgen, se realizan y deben ser protegidos esos derechos son diferentes y marcan la distinción entre los órdenes jurídicos canónico y civil. La libertad en lo temporal del c. 227 significa, en este contexto, que en el ejercicio de sus derechos civiles el laico no está  determinado o comprometido por su condición  de  súbdito de la  Iglesia, que no corresponde al derecho canónico regular para los católicos el ejercicio de esos derechos civiles, ni -como hemos  dicho-  la  Iglesia puede asumir la representación o la  responsabilidad de los fieles ante  la sociedad política en esas materias.

Pero también significa que no puede transferirse la condición que se goza en un orden al otro. De una parte «el cristiano -dice Viladrich-, en cuanto miembro de la Iglesia o de sus instituciones apostólicas, no puede pretender realizar en ellas aquellas actividades que le corresponden como ciudadano de la comunidad política, ni puede intentar servirse de la Iglesia o de sus instituciones apostólicas para el cumplimiento de aquellos objetivos que el cristiano ha asumido en cuanto  miembro  del  orden  temporal  y de la  sociedad  política» [43]. De otro lado, el laico no puede valerse de su condición de tal ante la sociedad civil, es ese un título de orden eclesial. En  el ámbito secular el laico es igual que los demás hombres: su condición eclesial no le priva de los derechos ni le excusa  de los  deberes comunes  a  todos  los ciudadanos.

La libertad en lo temporal es un derecho del laico, que, como hemos dicho, surge en el ámbito canónico y en él debe ser respetada, pero no es un derecho civil, ni puede confundirse con la libertad de todo ciudadano -católico o no- en la comunidad política [44].

3.c)    Lo eclesiástico, lo católico, lo canónico, lo eclesial, lo civil

Esta distinción de ámbitos jurídicos -que es reflejo de la distinción entre el plano espiritual y el temporal y entre los órdenes sociales que se generan en  uno  y otro- puede resultar menos clara cuando se trata de materias o actividades que encuentran cauce para su desarrollo en uno y otro orden.

Efectivamente hay actividades seculares en sí mismas que, sin embargo, pueden ser realizadas por causa de religión, por ejemplo educativas, asistenciales, de prensa, culturales, etc. [45]. A la Iglesia (jerarquía o fieles en cuanto tales)  le interesa  promoverlas,  sobre  todo en determinados países y circunstancias, como medios auxiliares para el mejor cumplimiento de su misión.

En el seno de la sociedad  eclesiástica  está  reconocido a los fieles  el derecho de asociación y  de iniciativa (ce. 215, 216), en el ejercicio de los cuales, éstos  pueden  promover  y  dirigir  actividades  congruentes con la misión de la Iglesia (ce. 114, 298).

Según su distinta relación con el ministerio jerárquico y el modo de llevar a cabo sus fines, esas empresas podrán calificarse de públicas, privadas, jerárquicas, católicas, religiosas, seculares, etc. Pero, sin que estos títulos sean excluyentes entre sí ni sea necesario analizar aquí el contenido de cada uno, un factor los alcanza a todos: el canónico. Son obras que nacen y se desarrollan dentro del  derecho de la Iglesia, en el cual  encuentran  fundamento  positivo su existencia, las normas que los rigen y su mayor o menor dependencia de la autoridad eclesiástica. Su estatuto jurídico-civil se determina precisamente en base a su condición  canónica  (allí  donde  ésta  es reconocida)  o (en otros lugares) a su naturaleza y fines específicamente religiosos.

Pues bien, el derecho -canónico- a la autonomía en lo temporal es algo distinto. Mientras señala los límites entre los dos órdenes, está llamado a desplegar su eficacia positiva en el ámbito civil, en cuanto reconoce la autonomía de las opciones y actividades de los laicos como ciudadanos de la comunidad política. En la base de este reconocimiento está el respeto por el carácter propio -civil- de esas actuaciones.

El derecho civil de libertad religiosa exige que el  Estado  respete la autonomía de los ciudadanos en sus actividades de carácter religioso y dé cauce para el ejercicio -individual y colectivo- de estas actividades, respetando su naturaleza específica, sin intentar politizarlas, dirigirlas o de algún modo ponerlas a su servicio, porque no es competente en esta materia (salvo el orden público). De manera correspondiente, la libertad en lo temporal requiere que la jerarquía reconozca el carácter secular y la completa autonomía de las iniciativas que los laicos, en cuanto ciudadanos, emprenden en el ámbito de la sociedad civil, sin tratar de convertirlas en «asuntos eclesiásticos» o clericalizarlas directa ni indirectamente.

El carácter secular específico de esas iniciativas no se pierde por el hecho de que quienes las promuevan, o colaboren en ellas, sean católicos empeñados en llevarlas a cabo según el espíritu del Evangelio. Esas actividades no se convierten en católicas ni canónicas porque quienes las dirijan sean católicos ni porque -como consecuencia- tengan una inspiración cristiana y una motivación apostólica. Son fruto del ejercicio del derecho civil de iniciativa social que corresponde a todo ciudadano, en las que los laicos encuentran ocasión para ejercer su misión eclesial.

Esta distinción entre los dos campos jurídicos, en los que pueden los laicos ejercitar el apostolado y la iniciativa, está recogida en el n. 24 del Decreto Apostolicam actuositatem donde, tras describir distintas posibilidades de obras apostólicas que surgen en el ámbito canónico (y la relación de cada una de ellas con la jerarquía), termina refiriéndose a las iniciativas de carácter exclusivamente civil: «en lo que atañe a obras e instituciones del orden temporal, la función de la Jerarquía eclesiástica es enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que deben observarse en las cosas temporales; tiene también el derecho de juzgar, tras madura  consideración  y con  ayuda de peritos, acerca de la conformidad de tales obras e instituciones con los principios morales, y dictaminar sobre cuanto sea necesario para salvaguardar y promover los bienes de orden sobrenatural».

Por  tanto  estas  iniciativas  guardan con la jerarquía eclesiástica la misma relación que el  orden  temporal  en  el  que  nacen, o sea, la que deriva del hecho de que los laicos deben guiase en los aspectos morales de ese orden según las  enseñanzas del magisterio: no existe una dependencia jurídica, porque esas iniciativas no son oficial ni oficiosamente católicas [46].

4.       Límites

El c. 227, al reconocer la libertad temporal de los laicos advierte que éstos han de cuidar ut suae actiones spiritu evangelio imbuantur, et ad doctrinam attendant ab Ecclesiae magisterio propositam.  Se trata de una libertad basada en la verdad.

Efectivamente la autonomía de las realidades temporales no significa desconexión o independencia respecto del Creador; además estas realidades en cuanto se relacionan con el hombre -con su fin­ adquieren una dimensión moral que  constituye su mayor dignidad (AA 7b). El magisterio sobre estos aspectos éticos de lo temporal constituye el fundamento de la  distinción  entre situaciones  jurídicas de libertad y de sujeción de los cristianos.

La Iglesia «columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15), en cuanto tiene confiada la custodia y enseñanza dé la Revelación, conoce y enseña la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad en lo que atañe a la salvación, es decir: la ley divina (natural y positiva) sobre los asuntos temporales.

De estas leyes morales, aplicadas a las condiciones de vida de cada época, se deducen los principios fundamentales que deben inspirar la sociedad civil en su organización. El magisterio de fe y costumbres sobre estos principios es lo que se llama doctrina social de la Iglesia. Se trata de un magisterio que se construye sobre dos componentes diversas, que le dan unas características propias y peculiares. Un primer elemento es, como acabamos  de  decir, la ley divina sobre la dimensión social del hombre, que es inmutable y universal, como inmutable y universal es la naturaleza humana y su dimensión social. El segundo componente son las circunstancias históricas concretas a las que-ha de aplicarse esa ley, los signos de los tiempos (cf. GS 63e), que hacen aparecer problemas nuevos a los que hay que dar solución de acuerdo con aquella ley perenne. De todo esto se deduce que la doctrina social de la Iglesia debe ser estudiada y comprendida siempre en relación con los problemas concretos que pretende iluminar.

Precisamente por esto no se le puede pedir que anticipe respuestas siempre  válidas  y  actuales [47]. La Iglesia permanece atenta a los signos de los tiempos, pero  ella  misma  está inserta  en la historia  y  no la dirige (GS 11 y 40).

Si  se  pone  todo  esto en relación con cuanto hemos  afirmado antes, de que el cristianismo no contiene un modelo concreto y definido de orden temporal, se entiende que la Iglesia proponga su doctrina social no sólo a los católicos sino a todos los hombres de buena voluntad, pues los contenidos de esa doctrina son «principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (DH 14c), que no requieren ni presuponen la fe para ser comprendidos y aceptados [48]. Pero también señala el Concilio que no corresponde al magisterio eclesiástico aportar soluciones concretas a los problemas políticos, económicos, profesionales, técnicos, culturales, etc., que se plantean en la vida de la ciudad terrena. Porque esas soluciones  concretas no se encuentran en el Evangelio, sino que han de buscarse mediante el conocimiento de las materias específicas de cada tema, la competencia en esas áreas. Además son problemas que admiten soluciones muy diversas, compatibles con el mensaje cristiano.

En esta perspectiva puede decirse que el magisterio católico señala a los fieles el ámbito dentro del cual deben buscarse y encontrarse las soluciones a los  interrogantes que la vida plantea. Fuera de ese ámbito la solución sería ciertamente falsa. De ahí que los laicos guiados por el magisterio están más capacitados para colaborar en la construcción de la ciudad terrestre que quienes carecen de esa guía, de esa luz.

Pero, al mismo tiempo, como los demás hombres deben esforzarse por conocer los axiomas y leyes peculiares de las diversas áreas del quehacer terreno. Sin esa competencia científica o técnica tampoco sería posible contribuir a encontrar verdaderas soluciones, o a mejorar las situaciones actuales que lo requieran.

Desde el punto de vista técnico jurídico se puede afirmar, teniendo en cuenta estas premisas, que el límite del derecho a la libertad temporal de los laicos es el orden público eclesial [49], es decir: la comunión en materias de fe y costumbres, de sacramentos y de disciplina, que constituye la sociedad de la Iglesia. En este caso especialmente -puesto que no existe potestad de régimen en materias temporales­ las exigencias de obediencia al magisterio en lo referente al orden social (ce. 212 y 747 § 2).

Pero... el orden público, como ha puesto de relieve la doctrina jurídica y la misma  Iglesia (DH 7), no es nunca un límite arbitrario, ni puede entenderse dialécticamente, como recurso en manos de la autoridad para comprimir los derechos. Es factor de armonización de los principios fundamentales de un sistema jurídico.

En concreto, y por  lo  que  se  refiere a nuestro  tema, al  tratarse de un derecho de libertad, juega el principio de que ha de reconocerse a los laicos la máxima libertad posible con el mínimo de restricciones imprescindible (DH 7) [50].

La diversidad de soluciones y actitudes entre los fieles, que trae consigo la libertad  en  asuntos  temporales,  es  positiva  y  contribuye a hacer presente a la Iglesia en los más variados ambientes y grupos sociales; no puede considerarse de ningún modo contraria o perjudicial a la comunión eclesiástica, porque no la integra.

Precisamente, decía en 1967 el Fundador del Opus Dei, experto conocedor de la vocación laical, «este necesario ámbito de autonomía que el laico católico  precisa  para  no  quedar capiti-disminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por  todos los que en la  Iglesia  ejercemos  el sacerdocio ministerial. De no ser así -si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico- se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitaran enormemente las posibilidades apostólicas del laicado -condenándolo a perpetua inmadurez-, pero sobre todo se pondría en peligro -hoy especialmente- el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas» [51].

Por lo mismo, va también contra la unidad  clasificar  a los fieles en razón de categorías terrenas (políticas, sociales, económicas).

Es mejor considerar que, como concluye la Const. Gaudium et spes (92b), «las cosas que unen  a  los fieles son  más fuertes  que las que  los dividen», porque son de orden superior (la común filiación al Padre en Cristo, la fe y las demás virtudes, especialmente la caridad, etc.), de ahí la consecuencia: «sit in necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas» (ibíd.).

A su vez, la necesaria distinción de derechos y deberes en uno y otro orden, tiene aquí una concreta aplicación. Los límites de la autonomía temporal de los laicos, que dimanan de la necesaria comunión en materias de fe y moral, no pueden considerarse restricciones a la libertad religiosa, que es un derecho civil, no canónico. Es una confusión invocar un derecho extra-eclesial para fundamentar un supuesto derecho intra-eclesial a disentir del magisterio. Una nueva versión del clericalismo que intenta hacer valer en la Iglesia la condición ciudadana, para eludir las obligaciones que implica ser christifidelis, tan intolerable como lo sería invocar la propia condición eclesial para incumplir las leyes civiles justas [52].

5.       Realización del derecho

Ya hemos dicho que el reconocimiento de la legítima libertad temporal está relacionado con los demás derechos y deberes  de los laicos, y resume el matiz específico que, respecto de ellos, adquieren los comunes derechos fundamentales de todos los fieles, en orden al cumplimiento de su peculiar vocación: buscar la perfección cristiana a través de las tareas seculares, tratando de impregnar esas realidades del espíritu evangélico.

La realización del derecho a la libertad temporal, requiere al mismo tiempo la actuación de los otros contenidos que integran el estatuto canónico de los laicos. Especialmente aquellos que se relacionan más directamente con su objeto y finalidad.

Visto así, el derecho-deber a los auxilios espirituales (c. 213) y a una adecuada educación cristiana (c. 217), que incumbe a todos los fieles, adquiere matices concretos  en  relación con la santificación de las realidades terrenas que deben cumplir los laicos.

Puesto que han de realizar esta tarea guiados de su conciencia cristiana (GS 43b), todo lo  que  contribuya  a  la  adecuada formación de los laicos adquiere valor de medio para que pueda la Iglesia, a través de ellos, iluminar eficazmente al mundo con la luz del Evangelio. Ello implica, en definitiva, una adecuada atención  pastoral de  los laicos y el deber de éstos de recibir esos medios que les capacitan para el cumplimiento de su misión [53].

De nuevo nos encontramos ante la unidad de misión y diversidad de funciones, ante la mutua ordenación del sacerdocio ministerial y el sacerdocio real. La santificación del mundo es un aspecto esencial de la única misión de la Iglesia, en la  que cooperan todos los fieles. Su consecución exige no sólo el reconocimiento del papel principal que corresponde a los laicos y de su  libertad en esta tarea, sino  también la necesaria actuación de los pastores en relación con ella.

El Concilio ha resumido con claridad esta unidad y diversidad señalando los  respectivos papeles que, en este campo, corresponden a los miembros de la jerarquía y a los laicos: «Incumbe a  toda  la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Cristo. Toca a los Pastores enunciar claramente  los  principios  sobre  el fin de la creación y el uso del mundo, y proporcionar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales.

«Pero es preciso que los laicos asuman la instauración del orden temporal tamquam proprium munus, y actúen en él directa y concretamente, guiados por  la luz del Evangelio y la mente de la  Iglesia y movidos por la caridad cristiana; que cooperen como  conciudadanos con los demás, bajo su específica y propia responsabilidad; y busquen doquiera y en todas las cosas la justicia del reino de Dios. El orden temporal debe instaurarse de modo que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los superiores principios de la vida cristiana, y se adapte a las varias condiciones de lugar, tiempo y nación» (AA 7) [54].

Distingue este texto dos aspectos en la misión de los Pastores que están enlazados estrechamente, de modo que difícilmente pueden darse separados, pero que podemos -hecha esta advertencia- exponer separadamente en cuanto corresponden respectivamente a las funciones de enseñar y de santificar. Conviene observar que ambos constituyen la esencial misión de la jerarquía de «apacentar a los fieles y reconocer sus ministerios y carismas, de suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la tarea común» (LG 30a).

5.a)    Magisterio

La función de magisterio que compete a los pastores en relación con materias de la ciudad terrena, se extiende, como hemos leído hace un momento, a exponer con claridad los supremos principios morales del orden social [55]. Ya hemos visto también que se trata  de  contenidos de ley natural y, por eso, válidos para todos los hombres y que son principios inspiradores, no un modelo concreto de sociedad.

En este plano hablar de un orden social cristiano o de un modelo cristiano de sociedad, no significa la construcción de una ciudad terrena en base a contenidos fideísticos, con datos de origen revelado, que sólo los bautizados pueden conocer y compartir, sino de un orden social basado en el respeto a la naturaleza y la dignidad del hombre, cuya dimensión espiritual y cuyo fin trascendente han de tenerse principalmente en cuenta en las relaciones sociales y en el uso de las cosas creadas [56].

Son la certeza, inerrancia y autoridad con que la Iglesia conoce, interpreta y expone, en cada situación histórica «los valores naturales contenidos en la completa consideración del hombre redimido por Cristo» (GE 2), lo que constituye el núcleo de la aportación del cristianismo a la construcción de la sociedad temporal, junto a la ayuda espiritual necesaria para hacer vida esos principios. No  existe  por tanto una sociedad cristiana, sino que cualquier sociedad en cuanto  se estructura de acuerdo con la ley de Dios es cristiana.

Un matiz importante incluye el texto del Concilio que acabamos  de citar, respecto a la misión de los pastores: la claridad. Parece oportuno insistir en esta característica ya que de ella  depende la eficacia de la doctrina. En un mundo como el nuestro en el que la complejidad de los problemas, la tendencia al secularismo y la pluralidad de ideologías pueden fácilmente inducir a error, el cristiano que vive inmerso en esas realidades y tiene el deber de ordenarlas rectamente, tiene derecho a conocer con claridad las exigencias de su misión. El riesgo de que la falta de formación adecuada lleve a los laicos a «mundanizarse» renunciando «alla loro identita, assumendo criteri e metodi che la fede non puo condividere», de modo que su secularidad degenere en secularismo,  ha sido  también  puesto de  relieve en  los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos [57].

Claridad que debe llegar al esfuerzo por proponer las enseñanzas sobre el orden social de modo asequible, tempestivo y adecuado a la mentalidad y circunstancias de los destinatarios. Empeño arduo pero capital para evitar la falta de sintonía entre pastores y fieles que, a veces, ha podido detectarse.

En relación con cuanto acabamos de decir está otro aspecto de la función de magisterio sobre la vida temporal: el ius-onus de emitir juicios morales sobre situaciones e instituciones concretas, poniendo de relieve su conformidad o contradicción con el Evangelio, cuando estén en juego los derechos fundamentales de la persona o la salus animarum (GS 76e, AA 24g).

Estos pronunciamientos de la autoridad tienen en sí mismos naturaleza moral, no jurídica, y vinculan la conciencia de los fieles. Pero pueden dar lugar también, a veces, a concretas exigencias canónicas, en cuanto el deber, jurídicamente exigible, de obediencia al magisterio (c. 212 § 1), incluye también las enseñanzas sobre el orden social (c. 747 § 2).

Para que constituyan un vínculo jurídico es preciso, que esos juicios -aparte de referirse a materias competentes-, manifiesten la voluntad de imponer o prohibir a los fieles determinadas conductas externas y reúnan los requisitos sustantivos y formales de las normas jurídicas [58].

La doctrina se ha ocupado amplia y diversamente de este  tema, que representa una más completa concepción de la intervención de la Iglesia en asuntos temporales, en relación con teoría clásica de la potestas indirecta in temporalibus, que ha caracterizado las construcciones del Derecho Público Externo de la Iglesia prácticamente hasta el último Concilio [59].

En cualquier caso, como ha observado agudamente Lo Castro, la doctrina del Concilio sobre la actuación temporal de los laicos no significa -como alguien ha podido recelar- «la riproposizione ammodernata della vecchia tesi della potestas Ecclesiae in temporalibus ratione spiritualium: l'autorita ecclesiastica, anziche intervenire direttamente in forme che si pretenderebbero rilevanti giuridicamente se­ condo i postulati di quella tesi.. lo farebbe ora 'per ripercussione' attraverso l'opera dei fedeli-citadini, che si impegnerebbero nelle strutture secolari della societa seguendo gli indirizzi o i mandati  imperativi dell'autorita medesima ... non si avrebbe piu una iurisdictio in temporalibus, ma un potere magisteriale che toccherebbe la vita dello Stato attaverso l'azione dei fedeli citadini... » y concluye que «e necessario riuscire ad affrancarsi, all'interno dell'ordinamento canonico, dalla tendenziale impostazione, e non solo dalle concrete proposizioni, dello ius publicum ecclesiasticum externum in materia di rapporti Stato-Chiesa; all'esterno di tale ordinamento, e necessario evitare di guardare le moderne formulazioni del magistero ecclesiastico alla luce delle tesi del potere della Chiesa (diretto, indiretto, mediato o di qualsivoglia altra natura) nelle realta temporali. Ci si preclude  altrimenti la possibilita di ammetere un diritto de liberta dei laici nelle realta temporali da vantare e da difendere anche nei confronti della autorita ecclesiastica; ovvero l'afermazione di tale diritto restera priva di conseguenze a livello sia teorico sia pratico» [60].

Sólo añadiremos que estos juicios tienen más trascendencia práctica, mayor valor orientativo, cuando son de carácter negativo, esto es, cuando denuncian la incompatibilidad de una determinada actividad u organización con la norma moral, precisamente porque en estos casos se establecen con mayor precisión los límites de la autonomía de lo temporal y, consiguientemente, de la esfera subjetiva de libertad que corresponde a los laicos en su actuación en ese campo. En cambio el juicio positivo sobre un concreto orden de cosas o sistema, por sí solo no significará la exclusión de otras soluciones o métodos posibles y legítimos de afrontar situaciones semejantes. Aunque, sin duda, tiene también un valor de orientación y certeza.

5.b)    Auxilios espirituales

La gran perspectiva que se abre para la Iglesia al descubrir la necesaria corresponsabilidad de los laicos en la difusión de Evangelio en el mundo, constituye para la jerarquía un exigente compromiso de carácter pastoral.

Se trata de preparar y sostener la actuación de los laicos en sus fundamentos espirituales, para que sean eficaces instrumentos de renovación de la sociedad. Las consecuencias de este panorama son amplísimas y no es objetivo nuestro analizarlas ni siquiera brevemente. Sólo haremos algunas consideraciones que inciden más de cerca en el objeto de nuestro estudio.

La Iglesia presta su ayuda a todos los fieles principalmente mediante la predicación de la palabra de Dios y la celebración de los sacramentos. Es en este campo donde se resume también la actividad de la jerarquía respecto a los fieles laicos [61], toda vez que las demás facetas de su vida -como hemos visto- se desenvuelven en el ámbito civil.

El compromiso pastoral de que venimos hablando, no puede significar ni una extensión  de la  presencia  jurisdiccional de la  jerarquía a momentos de la vida de los fieles de naturaleza secular, ni tampoco una reducción de la presencia en el mundo de esos fieles [62]. Se trata  más bien de conseguir que estén dotados de la formación y atención suficientes que les permitan vivir coherentemente, como cristianos, todos los aspectos de su vida.

Las vías para lograr estos fines son variadísimas, desde la catequesis hasta la formación a nivel universitario en las ciencias sagradas; desde la creación de estructuras pastorales especializadas, hasta una adecuada predicación y celebración de los sacramentos, que forme profundamente su conciencia en las responsabilidades familiares, sociales, ciudadanas.

Ya se entiende que de estas consideraciones se desprenden consecuencias jurídicas relacionadas con el ejercicio de la libertad en lo temporal. Algunas han sido formuladas explícitamente en el CIC, como el derecho-deber primario de los padres sobre la educación  de  sus hijos (c. 226 § 2), o el deber de los pastores de cumplir diligentemente su ministerio en favor de  los  fieles  que  les  están  encomendados  (cf. p.e. ce. 383, 386, 387, 528 y 529).

Estas exigencias engarzan con el deber de todos los fieles de buscar la santidad personal y cooperar en el apostolado de la  Iglesia (ce. 210, 211) y también con el deber de adquirir una formación adecuada (c. 217), que el Código canónico reitera de modo específico también para los laicos en el c. 229.

Parece pues importante constatar que la pastoral de los laicos, más que en estructuras de acción o militancia cristiana de grupos dirigidos por la jerarquía, debe consistir en la eficaz realización de las funciones de enseñar y de santificar, en relación con la peculiar vocación que están llamados a realizar, para sostener y hacer operativa su vida cristiana. «Si la acción pastoral constituye la manifestación más genuina de los ministerios jerárquicos, al orientarse en  función  de estas exigencias, estará matizando la organización de la Iglesia en el sentido de servicio que el Concilio ha señalado como propio de los ministerios eclesiásticos» [63].

La libertad temporal de los laicos representa en términos  jurídicos un límite a la potestad jerárquica -que ahora queda formalizado positivamente en el c. 227- pero lejos de tener una significación meramente negativa, pone de manifiesto la gran tarea de los pastores de orientar y alentar con vigor y constancia a los laicos, para que desarrollen con responsabilidad el contenido de esa libertad [64]. Haciendo eficaz el principio formulado por el Concilio: «toca a la  conciencia bien formada de los laicos conseguir que la ley divina quede grabada  en la ciudad terrena» (GS 43b).

José Tomás Martín de Agar en https://dadun.unav.edu/

Notas:

39.     Esta es una de las más  importantes adquisiciones  del  magisterio  moderno, en cuanto supera la concepción de la Iglesia como «civitas  christiana» dentro de  la  cual  y bajo  la  potestad  espiritual de  los clérigos, han de realizar los laicos la recta ordenación de lo  temporal. Sobre la confusión Iglesia-mundo en la relación clérigos-laicos, vid. J. HERVADA, Tres estudios sobre el  uso  del término laico, Pamplona 1973, especialmente pp. 142-159.

40.     Si les faltara la libertad religiosa no podrían recibir los auxilios de la Iglesia ni realizar el apostolado que deben; si les faltara la libertad en lo temporal, y se les impusieran dogmas terrenos, serían un grupo de ciudadanos separado de los demás, no podrían ser fermento.

41.     C.D.F., Instr. Libertatis conscientia (22-III-86), n. 61.

42.     «Ambos órdenes, aunque  distintos, están  íntimamente  relacionados  en el único propósito de Dios... El laico, que es al tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y otro orden, siempre y sólo por su conciencia cristiana» (AA 5).

43.     Compromiso político..., cit., p. 26. El subrayado es del autor.

44.     Cf. ibíd., p. 56.

45.     En general las que corresponden al ejercicio de las obras de  misericordia (GS 42b).

46.     El CIC p. e., distingue entre escuelas en las que se imparte una educación católica  -que  no  tienen necesariamente un  estatuto canónico  (c.  798)­ de las escuelas católicas que define el c. 803.

Sobre este tema de la educación y las distinciones que la materia requiere, vid. J. M. GONZÁLEZ DEL VALLE, Comentarios a los ce. 793-821, en AA. VV., Código  de  Derecho  Canónico.  Edición  anotada, EUNSA,  Pamplona  1984. Cf. GE 8 y  9.

47.     En este sentido conviene recordar las palabras de GS 33b: «La Iglesia, que custodia el depósito de la palabra  de  Dios, del que manan los principios del orden religioso y moral, aunque no tenga siempre a mano respuesta a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación a todo el saber humano, para iluminar el camino que la humanidad ha emprendido recientemente».

48.     Un resumen precioso de la naturaleza y contenido fundamental de la doctrina social de la Iglesia, se encuentra en la citada Instrucción de la C.D.F., Libertatis conscientia, nn. 72-80.

49.     Lo mismo que el límite de la libertad religiosa es el orden público civil.

50.     En otros términos afirma FUENMAYOR que el Derecho de  libertad  en materias temporales «se presume,  mientras  no  se  demuestre  lo  contrario»  (El juicio moral , loe. cit., p. 124).

51.     Conversaciones  con  Mons.  Escrivá  de  Balaguer, 14.ª  ed., Madrid  1985, n. 12, p. 42.

52.     Cosa bien distinta es que la Iglesia, como grupo que integra la  sociedad civil, deba  respetar  -en  ese  ámbito  exterior  a  ella-  la libertad  religiosa de todos (DH 6a, c. 748). Pero aún en este contexto, no debe olvidarse que también la Iglesia es titular de libertad religiosa. Cuando su derecho entra en conflicto con el de otro sujeto, debe defenderlo.  Piénsese p. e.  en  el  derecho a la salvaguarda de su identidad, que le llevará  a  protegerse también civilmente, de quienes dicen obrar (enseñar, predicar, administrar los  sacramentos, etc.) en su nombre sin representación    legítima: de quienes se atribuyan , en definitiva, el título de católico sin consentimiento de la jerarquía.

53.     Sobre las características y exigencias concretas de estos derechos y deberes, vid. J. HERVADA, Comentarios a los ce. 213 y 217, en AA. W., Código de Derecho Canónico..., cit.

54.     Cf. GS 43.

55.     Cf et. IM 6; AA 24g.

56.     Como dice Viladrich «ante las exigencias de la dimensión moral de lo temporal -ajustarse al orden querido por Dios para la ciudad terrena- no sólo están obligadas las conciencias de los cristianos, sino las de todo hombre, por su condición de tal» (Compromiso político..., cit., p. 14). Vid. G. DALLA TORRE, Il laicato, loe. cit., pp. 195-196.

57.     Loc cit., p. 10.

58.     Sobre esta  posibilidad  y  sus  condiciones  de  ejercicio, J. M. GONZALEZ DEL VALLE, La autonomía..., cit., pp. 32-37 y 49-50.

59.     LOMBARDÍA plantea con  vigor  las  principales  cuestiones  que  surgen  en torno al tema en El Derecho público..., loc. cit., p. 407.  Vid. A.  FUENMAYOR, El juicio moral..., loc. cit., pp. 109-126; P. J. VILADRICH, Compromiso político..., cit., pp. 62-67; A. DE LA HERA, Posibilidades actuales de la teoría, en «Iglesia y Derecho», Salamanca 1965, pp. 245-270; G. SARACENI, La potestá della Chiesa  in  materia temporale e il pensiero degli ultimi cinque Potenfici,  Milano  1951;  P.  BE­ LLINI, «Potestas Ecclesiae circa temporalia». Concezione tradizionale e nuove prospettive, en «Ephemerides Iuris Cannonici» (1968), pp. 68-154.

60.     Ordine temporale, ordine  spirituale  e  promozione  umana,  en  «Il  Diritto Ecclesiastico» (1984), pp. 550-551.

61.     «Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios  y los sacramentos» (LG 37a). «Esta vida de íntima unión  con Cristo en  la  Iglesia  se alimenta  con los auxilios espirituales que son comunes a todos los fieles, principalmente la activa participación en la Sagrada Liturgia; los laicos deben emplearlos de tal modo que, mientras cumplen rectamente sus obligaciones del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen de su vida la unión con Cristo , sino que crezcan en ella, ejerciendo su trabajo según la voluntad de Dios Ni las preocupaciones familiares ni los demás negocios temporales  deben  ser  ajenos a su vida espiritual» (AA 4a; cf. c. 213).

62.     Sobre el peligro de una «fuga del mundo» de los laicos, como consecuencia de una incorrecta comprensión de la doctrina conciliar (GS 43), vid. Lineamenta, loe. cit., pp. 10.11.

63.     P. LOMBARDÍA, Los laicos..., loc. cit., p. 188.

64.     Cf. J. I. A RRIETA, Jerarquía y laicado, loc. cit., pp. 133-134.

José Tomás Martín de Agar

I.       Presupuestos fundamentales

1.       Santificación del mundo y misión de la Iglesia

La  misión  de  la  Iglesia  es  la   misma  que  Jesucristo  vino a  cumplir y le confió para realizarla en su nombre a  lo  largo  de  los siglos:  la salvación de las almas (AA 6a; cf.  LG  5).  Misión  que incluye,  como aspecto esencial e  inseparable,  la  restauración  del  orden temporal.  «La obra  redentora  de  Cristo,  aunque  de  suyo  se   refiere  a  la salvación  de los hombres, se propone también  la  restauración  de  todo  el  orden temporal. Por ello, la misión de la  Iglesia  no  es  sólo  ofrecer  a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino  también  impregnar y  perfeccionar  todo  el  orden  temporal  con  el  espíritu  evangélico»  (AA  5). Esta instauración de todas las cosas  en  Cristo  que constituye  un aspecto  esencial  de  la   única   misión  de  la   iglesia [1],   tiene como  centro y fuente  de  irradiación  al  hombre,  que  es  el  culmen  de la  creación visible y principal beneficiario de  la  redención.  De  ahí  que la  propagación del reino de Cristo en la tierra  consiste  en  «hacer  a todos  los hombres partícipes de la redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar realmente hacia Cristo todo el universo» (AA 2a; cf. GE proemio).

2.       La autonomía de lo temporal y su ordenación a Dios

Iluminar las realidades temporales con la luz del Evangelio, para ordenarlas al Creador y liberarlas del desorden introducido por el pecado, no significa sin embargo que la  Iglesia, como sociedad jurídica de orden espiritual, adquiera un poder sobre esas realidades, ni se proponga la construcción de un modelo concreto de orden  temporal (GS 43c). La misión de la Iglesia es exclusivamente religiosa, sobrenatural; no protende un dominio de carácter político, económico o social (GS 11 y 42), ni «quiere mezclarse de modo alguno en el gobierno de la ciudad terrena» (AG 12c) [2].

El orden temporal goza de una autonomía natural respecto  al orden religioso que no significa independencia del Creador. El recto orden de  lo creado exige, en primer  término, el  respeto  de sus  leyes y principios peculiares, impresos por Dios en él. La restauración cristiana del orden temporal  no consiste en sustituir esas leyes  por  otras de carácter sobrenatural, sino, conociéndolas lo mejor posible, conseguir que el dominio del hombre sobre esas realidades le sirva de me­ dio y camino para alcanzar su propia perfección y no lo aparte de ella (GS 35, 36).

Al igual que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana y eleva, la santificación de las realidades creadas requiere el respeto de su legítima autonomía, de su verdad y bien propios, que el hombre va conociendo progresivamente, y el uso adecuado de esas realidades según el designio de su Autor.

Además, las cosas temporales adquieren también una dimensión moral en cuanto se relacionan con el hombre, con su fin temporal y eterno. En esta dimensión encuentran ellas a su vez su más alta dignidad (AA 7b). Precisamente sobre estos aspectos morales de lo temporal se proyecta la acción de la Iglesia para elevarlo al plano sobrenatural: «las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en función de su orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida» [3].

3.       Unidad de misión y diversidad de funciones

La acción de la Iglesia  en  relación  a  las  cosas  terrenas  participa, en el modo de llevarse a cabo, de la estructuración fundamental de la Iglesia, que resume el n. 2 del Decreto Apostolicam actuositatem: «hay en la Iglesia diversidad de ministerios pero unidad de misión»; todos los miembros cooperan igualmente, en cuanto fieles, a su consecución, pero cada uno según su propia condición [4].

Esta participación constituye el aspecto dinámico de la común vocación cristiana a la santidad y al apostolado (AA 2a y 7d). En efecto, como enseña la Constitución dogmática Lumen gentium (40 b): «perspicuum est, omnes fideles cuiuscumque status vel  ordinis  ad vitae christianae plenitudinem et caritatis perfectionem vocari, qua sanctitate, in societate quoque terrena, humanior vivendi modus promovetur».

Pero la unidad de misión y diversidad de funciones que caracterizan la constitución social del Pueblo de Dios, tienen  respecto  de las relaciones Iglesia-mundo una proyección peculiar. Las raíces teológicas son ciertamente las mismas, la fe y los sacramentos (LG 11), pero las consecuencias jurídicas son distintas.

En el ámbito de la Iglesia como sociedad jurídicamente organizada, el sacramento del orden, al configurar a quienes lo reciben con Cristo Cabeza, constituye la jerarquía,  a  la  que corresponde  junto  a la dispensación de los misterios divinos (cf. 1Co 4, 1)  la  potestad de régimen, en virtud de la cual gobierna con poder jurídico a los demás fieles, en todo lo que concierne a la vida y a la misión de la Iglesia (los negotia ecclesiastica).

En esta perspectiva, a los fieles -laicos o no- les corresponde también la posición fundamental de súbditos, posición que no se identifica ni se agota en el hecho de ser meros sujetos pasivos de la actividad ministerial de la jerarquía. La participación en el sacerdocio común que todos han recibido por el bautismo, les confiere derechos, facultades, funciones activas, peculiares y propias en la vida litúrgica, sacramental  y apostólica de la  Iglesia  (LG 10-12) [5]; pero la  ordenación de esas materias corresponde a los pastores (LG 27) [6].

En la edificación de la ciudad terrena las posiciones jurídicas que derivan de la mutua ordenación sacerdocio común-sacerdocio ministerial son diferentes [7]. La misión de la jerarquía no comporta una competencia jurídica para dirigir o coordinar la actividad  de  los  laicos, sino que se extiende a «manifestar claramente los principios sobre el  fin de la creación  y  el uso del  mundo y  prestar  los  auxilios  morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales». Mientras que a los laicos «les incumbe tamquam proprius munus instaurar el orden temporal y actuar de forma concreta y  directa en dicho orden, guiados por la luz  del  Evangelio y la  mente de la Iglesia y movidos por la caridad» (AA 7d y e).

A lo largo de este trabajo nos hemos de detener sobre estas diversas funciones de la jerarquía y de  los laicos  respecto  al  mundo.  De la relación que se da entre ambas surgen derechos y deberes relativos, entre los que se encuentra la libertad en asuntos temporales: derecho que resume la posición del laico -en cuanto tal- en la sociedad eclesiástica, señala la línea de frontera entre los ordenamientos -canónico y civil- y es punto clave para una renovada visión canónica de la misión de la Iglesia en el mundo.

4.       La vocación específica de los laicos y la santificación del mundo

Al hablar de la vocación específica de los laicos se ha puesto repetidamente   de  relieve   la  necesidad   de  entenderla  sobre  la base común de su previa condición de fieles cristianos. Esta capital observación,  desde  un  plano  puramente  teórico,  puede  hacerse  con igual validez respecto de los clérigos y de los religiosos [8], pero tiene mayor significado respecto de los laicos por el hecho  de que esta  condición no se adquiere por un acto específico concreto distinto del bautismo, que constituye en fieles cristianos a quienes lo  reciben. Tiene,  a  la vez, la intención de resaltar que la condición laical es un modo específico de encarnar y cumplir la común dignidad y vocación cristiana, con un contenido propio, dentro de  la  única  e  igual  condición  de fiel. Es decir, la vocación laical se construye, sobre la base de la unidad de vocación y misión cristianas, en virtud del principio de variedad de ministerios, que vige en la Iglesia (LG 18).

Concretamente, la vocación de los laicos se determina por dos coordenadas fundamentales: a) su condición de fieles iguales a los demás en la dignidad y responsabilidad de miembros del Pueblo de Dios; b) su secularidad; es decir, el hecho de vivir y desenvolverse en las circunstancias y situaciones que derivan de su presencia en el mundo, de su condición de ciudadanos.

Son estos los parámetros que conjuga el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium (n. 31), al dar la conocida descripción funcional de laico [9]. En un primer momento los define comparativamente, como fieles (con todas las características de  esta  condición) que no han recibido el orden sagrado ni asumido el estado religioso, para añadir luego lo que constituye su característica específica positiva, de la que deriva su vocación: «los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el  pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.

«Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est (...) A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo  como  desde  dentro,  a  modo  de  fermento».  A ellos -los laicos­ «peculiari modo spectat iluminar y ordenar las  realidades  temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo  que  sin  cesar se realicen y progresen conforme a Cristo» (ibíd.), les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d) [10].

De esta definición conciliar de la condición y misión de los laicos se deducen variadas consecuencias, algunas de las cuales hacen referencia a nuestro tema y le sirven de fundamento.

En primer lugar es importante observar que la misión eclesial específica  de  los laicos no  consiste  en  ocupaFSe0  de   las    realidades  temporales, sino en santificarlas ordenándolas según la voluntad divina [11] La secularidad es una característica extra-eclesial, no se adquiere canónicamente. El título por el que un cristiano actúa en  el orden  temporal no es el bautismo, sino su condición de hombre, miembro de la sociedad [12].

El laico es el fiel que vive dedicado a los asuntos temporales, en relación a los cuales debe ejercitar la participación en el sacerdocio de Cristo recibida por el bautismo. Como ciudadano debe gestionar las cosas de la ciudad terrena, como fiel cristiano está llamado -por vocación propia, sin que necesite otro título- a realizar esa gestión según el querer de Dios, que incluye desde luego el respeto de los va­ lores y leyes propios del orden temporal, como medio necesario para su elevación sobrenatural (GS 43b, AA 7e).

De aquí se deduce que la misión de los laicos en el orden temporal es la parte que a ellos toca en la misión única de la Iglesia, pero no es una misión jerárquica, ni de representación de la Iglesia, ni da origen a un estado de vida canónico [13].

Sería un error traducir canónicamente la doctrina del Vaticano II sobre los laicos en el sentido de constituirlos en un estamento eclesiástico [14]. No puede extrañar por tanto que las normas codíciales relativas a los laicos continúen siendo pocas en comparación con los clérigos y religiosos, y muchas veces contengan sólo preceptos morales o exhortaciones, porque los laicos no son personas eclesiásticas. Su vida no es canónica, ni su misión es eclesiástica sino eclesial.

Estas características de la condición laical determinan las  bases  de su específico  estatuto  jurídico-canónico, que,  como dice Viladrich, «constituye  una  modalidad  jurídica  de  la  condición  común  de fiel; ... sus concretos derechos y deberes, que constituyen el estatuto laical, más que fruto de una consideración autónoma del laicado, son matizaciones que la nota de secularidad y el principio de autonomía de lo temporal producen en los derechos fundamentales del fiel» [15].

Articulados en tomo a estas bases se deducen los derechos y deberes propios de los laicos, entre ellos el de libertad en asuntos temporales, que está relacionado con los demás, cuyos perfiles jurídicos pueden deducirse a partir de la definición de laico estudiada.

Al ocuparse de las cosas temporales para elevarlas a Dios, los fieles laicos ejercitan la participación en los munera Christi que han recibido. No es esta una ocupación secundaria, que haya de subordinarse a las funciones y ministerios que los laicos pueden desempeñar en y para la Iglesia, sino su propia misión en la Iglesia y en el mundo (cf. AA 5a), pues en su condición de fieles y de ciudadanos están llamados a armonizar -sin confundirlos- el orden espiritual y el temporal. La promoción del laicado consiste principalmente en fomentar el pleno cumplimiento de su misión eclesial, no en buscar para los laicos un quehacer eclesiástico que les vincule a la organización de la Iglesia asimilándolos a los clérigos [16].

En la correcta inteligencia de los distintos aspectos de la vocación de los laicos, se sitúa el punto de partida de una adecuada atención pastoral, que les impulse a asumirla con plenitud. El problema está claramente planteado en los lineamenta preparatorios del próximo Sínodo de Obispos, cuando se detecta que «in determinate situazioni presenti in alcune chiese locali si registra una tendenza a ridurre l'attivita apostolica (de los laicos) ai soli 'ministeri ecclesiali' e ad interpretarli secondo una 'imagine clericale'. E cio puo comportare il pericolo di una qualche confusione nei giusti rapporti, che devono intercorrere tra il clero e il laicato nella Chiesa, e di un impoverimento della misione salvifica della Chiesa stessa, chiamata com'e -in modo specifico attraverso i laici- ad attuarsi 'nel' e 'per' il mondo delle realta tem­ porali e terrene». Y continúa citando la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (n. 70): «Il loro (dei laici) compito pri­ mario e inmediato non e l'istituzione e lo sviluppo della comunita ecclesiale -che e ruolo specifico dei Pastori- ma e la messa in atto di tutte le possibilita cristiane ed evangeliche nascoste, ma gia presenti e operanti nelle realta del mondo» [17].

De estas consideraciones arranca el derecho a la libertad en lo terreno. Siendo la instauración cristiana del orden creado misión pro­ pia de los laicos -no recibida de la  jerarquía-,  el ministerio  concreto en el que deben realizar su vocación cristiana, y gozando las realidades temporales de una legítima autonomía de principios, valores, leyes y métodos, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de libertad para orientarse en ese campo según sus propias opiniones y experiencias, con el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b, AA 5), libertad que han de respetar los pastores (LG 37c, PO 9b, c 275 § 2).

Las consecuencias de cuanto llevamos dicho, fundándonos sobre todo en los textos del Concilio, son de muy diversa naturaleza: teológicas, pastorales, ascéticas, etc. Nosotros hemos de ceñirnos sobre todo al propósito de desarrollar la autonomía temporal de los laicos en el derecho canónico (c. 227), que aunque tiene, por así decir, carácter instrumental respecto a otros derechos y deberes de mayor calado sustantivo [18], adquiere cualidad de principio  ordenador  en  relación  a la recta realización de éstos.

Sólo un cabal entendimiento  de  la  autonomía  de  los  laicos  en la vida secular, permitirá orientar adecuadamente los esfuerzos pastorales para impulsarlos a cumplir su misión y sostenerles en ella. Lo contrario podría tal vez presentar el atractivo aparente  de la  actuación social unitaria, compacta y dirigida, pero sería injusto para la Iglesia y para los fieles y, además, ineficaz.

II.      La libertad de los laicos en lo temporal como derecho fundamental

A la hora de analizar los elementos que configuran la libertad en asuntos temporales como derecho integrante del estatuto canónico de los laicos, nos parece asaz sugestiva la síntesis que hace Hervada: «La posición jurídica del laico ante la sociedad eclesiástica y la sociedad civil está configurada por dos derechos fundamentales: el derecho de libertad religiosa ante la sociedad civil, y el derecho de libertad en materias temporales ante la sociedad eclesiástica. En materias religiosas el Estado es incompetente, y en materias temporales lo es la Iglesia» [19].

Esta simetría entre libertad religiosa  y libertad  temporal  señala los trazos maestros de unas relaciones entre orden espiritual y orden temporal que tienen su centro en la persona. Al mismo tiempo nos puede ser muy útil metodológicamente para construir la figura jurídica de la libertad en lo temporal. En efecto, el c. 227 ofrece los elementos fundamentales, en una síntesis de magisterio  conciliar [20], pero el desarrollo y consecuencias de este derecho lo podremos tomar, en buena medida, del tratamiento -no exento de precisas referencias jurídicas- que hace la Declaración Dignitatis humanae de la libertad religiosa civil.

1.       Naturaleza jurídica

La libertad en los asuntos temporales es un derecho fundamental de los llamados derechos de libertad, cuyo contenido jurídico se expresa radicalmente en términos negativos, como inmunidad de coacción. Una esfera de actuación dentro de la que no puede ser  impuesta al fiel un conducta determinada, porque pertenece a su condición de ciudadano [21].

Esta libertad fundamental es configurada en el c. 227 como un derecho subjetivo erga omnes, lo que implica primariamente el correspondiente deber de la jerarquía  y de  los  demás fieles  de respetarla. Se trata de un derecho originario, nativo, que no está fundado en una concesión de la ley por causas coyunturales o de conveniencia táctica, sino que protege un bien que está por encima de  considera­ciones de ese tipo, por  eso, como  bien  expresa  el  tenor  del canon,  ha de ser reconocido [22].

Como hemos visto, el fundamento de este derecho está en la legítima autonomía de las cosas terrenas, respecto de la sociedad eclesiástica, que responde al querer divino. Y en la nota de secularidad que caracteriza a los laicos, que significa  tanto  como el reconocimiento de que su condición ciudadana constituye la base y como la  materia de su peculiar modo de vivir la común vocación de cristianos [23].

Por eso el c. 227, al señalar la extensión de esta libertad, determina con precisión que es ea quae omnibus civibus competit, ya que los laicos son ciudadanos iguales a los demás y su condición de fieles católicos no mediatiza ni restringe en absoluto aquella ciudadanía, al contrario, les obliga a asumirla plenamente. Y, para esto, la Iglesia les proporciona la asistencia pastoral adecuada.

Con esas palabras quae omnibus civibus competit, se está poniendo de manifiesto: a) que esta libertad tiene como titular la persona -el cives-, sea o no fiel; b) que este derecho de la persona no viene a menos porque ésta sea, además, fiel -miembro de la Iglesia-. Es decir: se trata de un derecho de la persona, que ha de ser reconocido en la sociedad eclesiástica [24].

Nos encontramos ante un derecho de libertad que surge en el ámbito canónico, del que los fieles gozan en el fuero eclesiástico, cuyo ejercicio debe ser regulado y garantizado por la  autoridad  de la Iglesia dentro del bien común (c. 223 § 2).

2.       Sujetos

La autonomía temporal, al constituirse como derecho público fundamental engendra situaciones jurídicas subjetivas, activas y pasivas, que afectan de alguna manera a cuantos forman parte de la  Iglesia como sociedad organizada, puesto que define la situación característica del laico entre los demás fieles y ante quienes ejercen funciones públicas. Se hace necesario pues, al  estudiar  los  sujetos,  distinguir las diversas situaciones.

2.a)    Titulares del derecho de libertad en lo temporal

El c. 227 está incluido sistemáticamente en el conjunto de cánones que constituyen el estatuto jurídico de los laicos, su mismo  texto se refiere explícitamente a esta clase de fieles. Esta delimitación subjetiva del derecho corresponde directamente a la situación normal de los distintos grupos de fieles, tal como se describe en el n. 31 de la Const. Lumen gentium [25].

En efecto, todos los cristianos participan  en la misión apostólica de la Iglesia en el inundo y, dentro de esa misión, a los laicos les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d).

Precisamente porque esa instauración del orden terreno debe llevarse a cabo «de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (ibíd.), es por lo que les corresponde  específicamente el  uso de la legítima autonomía de los asuntos terrenos, que incluye el deber de guiarse por su conciencia cristiana (AA 5). Hay que  advertir  que  los laicos gozan de esta libertad por su condición secular, no porque sean portadores de una misión  pública eclesiástica -ya  hemos visto  que no lo es-, sino como personas  privadas, cuyo actuación  no puede nunca atribuirse a la Iglesia, sino a ellos.

Los laicos gozan de esta libertad tanto individualmente como cuando unidos a otros, tratan de afrontar conjuntamente los  problemas de la sociedad civil (profesionales, familiares, económicos, culturales, políticos, etc.) y darles una respuesta conforme al espíritu cristiano (GS 43b). El ejercicio colectivo de la libertad temporal engendra consecuencias interesantes, de que habremos de ocuparnos de propósito más adelante, al hablar del derecho de iniciativa [26].

2.b)    Sujetos pasivos: la jerarquía y los demás fieles

El derecho a la libertad en lo temporal es un derecho público subjetivo erga omnes, cualquier otro sujeto de la sociedad eclesiástica está obligado a respetarlo.

Este respeto implica, primariamente, abstención de todo aquello que pudiera lesionado o menoscabarlo. Pero en un momento posterior la obligación de respetarlo exige además actuaciones positivas, que son diferentes según se trate de los poderes públicos -la jerarquía- o de los demás fieles.

Como portadora de las funciones públicas de la Iglesia, la jerarquía encuentra en el respeto a la libertad temporal de los laicos un límite preciso a su propia competencia jurídica: la necesidad de abstenerse de intervenir directamente en esa esfera de libertad que delimita el derecho. La inmunidad de coacción en que consiste determina, en primer lugar, un ámbito de incompetencia de la  jerarquía,  un espacio al que no alcanza el ministerio pastoral, dentro del cual no caben mandatos ni magisterio.

Como ha escrito Lombardía «Esto lleva consigo unos deberes negativos, de omisión, que pesan sobre la jerarquía  y sobre cuantos con ella cooperan -incluidos los laicos que actúen con mandato jerárquico-, de no incluir en el ejercicio de la misión de  regir  o  enseñar a los fieles cuestiones de índole temporal; es decir, decisiones políticas, sociales, económicas o técnicas u opiniones o conclusiones que sean fruto del cultivo de saberes o de aplicación de métodos que deban considerarse profanos» [27].

En varios lugares de los documentos conciliares aparecen expresados claramente estos límites a la función de los Pastores, quizá  el más expresivo sean estas palabras de la Constitución Gaudium et spes (43b): «De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poder dar inmediatamente solución  concreta  a  todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es esta su misión: asuman más bien los laicos su propia función ilustrados con la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio».

Este límite no es sino consecuencia de una adecuada comprensión de la misión exclusivamente religiosa de la Iglesia, y de su misma independencia respecto de las concretas formas de afrontar y resolver los problemas de la ciudad terrena, que exige que la Iglesia se presente ante esos problemas sólo como Iglesia, portadora de un mensaje trascendente del que derivan luz y fuerza para la recta construcción de la vida social, pero que no incluye un modelo social específico ni unas respuestas concretas a aquellos problemas (GS 42).

La Iglesia, como dice Viladrich, «no es el nuevo orden temporal,  ni siquiera el nuevo orden moral de lo temporal» [28], porque la dimensión moral es intrínseca a las cosas creadas y su respeto obliga a todo hombre. La Iglesia conoce y enseña con certeza esas exigencias morales, a la luz de la Revelación, pero no las constituye.

Esta incompetencia postula en primer término el deber de abstenerse de toda acción que coarte la libertad de los fieles en sus opciones temporales. Concretamente, y sin ánimo exhaustivo, pueden señalarse las siguientes exigencias:

a)       No tratar de imponer opciones temporales concretas (ideológicas, económicas, políticas, profesionales, etc.);

b)       ni siquiera emitir opiniones sobre esas materias  libres, pues los fieles podrían confundir esos pronunciamientos con actos de magisterio y sentirse vinculados por ellos: la iglesia no posee un programa o proyecto propio en esas materias [29].

c)       que la jerarquía no se presente como representante de los ciudadanos católicos en asuntos temporales, ni trate de utilizar el peso social de éstos para influir en el gobierno de la comunidad política;

d)       no hacer acepción de personas en la Iglesia en razón de sus ideas en asuntos terrenos, que sería discriminatorio.

Pero junto a este deber primario de abstención, como consecuencia, aparecen también exigencias de actuación positiva, que pueden resumirse diciendo que a la jerarquía corresponde promover y garantizar la verdadera libertad temporal de los fieles, y esto tanto en el ámbito interno de la sociedad eclesiástica como en las relaciones institucionales que, como sociedad jurídica, mantiene la Iglesia con la comunidad civil.

Internamente corresponde a la autoridad eclesiástica delimitar el contenido material y alcance  de este derecho,  promoverlo y otorgarle la protección jurídica conveniente de modo que sea efectivo. Lo cual, en definitiva, corresponde a la misión esencial de los pastores: formar con sus enseñanzas las conciencias de los fieles y sostener su acción apostólica con los auxilios espirituales; y también tutelar jurídicamente, en el seno de la comunidad eclesial, la libertad de los cristianos. Externamente hemos afirmado que la Iglesia no representa a los ciudadanos católicos en asuntos temporales, pero sí los representa (y esta representación compete a la jerarquía) en cuanto sujeto colectivo del derecho civil de libertad religiosa [30].

Desde esta perspectiva la afirmación inicial del c. 227 de que los «laicos tienen derecho a que se les reconozca, en los asuntos de la ciudad terrena, la misma libertad que a todos los demás ciudadanos», adquiere también un significado de Derecho Público Externo, en cuanto la condición de católico no puede ser origen de restricciones o discriminación, -tampoco de privilegios- en la sociedad civil [31]. Los católicos tienen el mismo  derecho  que  los  demás  ciudadanos  a que no se les impongan obligaciones civiles contra su conciencia ni se les impida actuar conforme a ella, dentro del respeto al orden público.

En resumen: toca también a  la  jerarquía  eclesiástica  procurar que sea respetada la libertad religiosa de los cristianos, como parte muy principal de la libertas Ecclesiae. Lo cual implica que al  tratar  de establecer el estatuto jurídico civil de la Iglesia ante un determinado Estado o comunidad política, se entienda por Iglesia (y por misión de la Iglesia) no sólo la jerarquía, ni sólo las entidades jurídicas canónicas (públicas o privadas), sino también todos los fieles laicos, en cuanto su actuación como ciudadanos constituye, al mismo tiempo, inseparablemente, su modo propio de realizar su vocación de cristianos y de cooperar en la misión de la Iglesia. Cualquier traba, discrimen o restricción a su condición  civil,  que  tenga  por  causa la fe que profesan o la finalidad de impedir que la practiquen, es –además de una lesión a un derecho de la persona- un  obstáculo  a  la misión de la Iglesia [32]. Libertas Ecclesiae es un concepto más amplio que el de libertas hierarchiae.

Estos nuevos horizontes en las relaciones Iglesia-Estado, que aporta la comprensión de la común participación de todos los fieles en la misión de la Iglesia, de la principal función que en esas relaciones corresponde a los laicos, de la libertad religiosa, tendrá sin duda manifestaciones jurídicas en el Derecho Público Externo. De hecho los más modernos concordatos -en el sentido amplio del  término- [33] reflejan ya esta apertura cuando no se limitan a asegurar en sus cláusulas la autonomía jurisdiccional de la Iglesia sino, ante todo, el ejercicio libre de las actividades que  exige  su  misión  apostólica,  entre las que, desde luego, se encuentra el ministerio jerárquico, pero también las iniciativas de los católicos en el uso de sus derechos civiles [34] a través del cual tratarán de construir una sociedad cristiana [35].

Un ejemplo de esta sensibilidad constituyen también los ce. 793 y 796-799, qua concretan un aspecto eclesial del derecho natural de los padres sobre la educación de sus hijos (c. 226 § 2). En  efecto, el CIC de 1917 solamente reivindicaba los derechos de la Iglesia-institución (CIC 17 c. 1375); ahora estos mismos derechos se reclaman también, en primer lugar, para los padres, como un derecho civil suyo.

Mas el deber de respetar la libertad temporal de los laicos no incumbe sólo a los Pastores, sino a todos los fieles individualmente o en grupo. El Concilio ha sido claro al respecto [36] y la insistencia del magisterio se ha reflejado en el derecho canónico positivo: el c. 227 termina, en efecto, advirtiendo que nadie puede «proponer como doctrina de la Iglesia su propia opción en materias opinables» [37].

En efecto, si antes hemos visto que los  Pastores  no  representan en lo temporal a los ciudadanos católicos, más motivo hay para que ningún otro fiel trate de aprovechar la unidad de la Iglesia  en  materias de fe y moral o de régimen, para extenderla a las cosas opinables, pretendiendo presentar sus propias opiniones terrenas como las soluciones católicas [38].

De aquí deriva que tampoco puede ningún fiel o grupo de fieles monopolizar determinadas actividades temporales (políticas, familiares, culturales, etc.) pretendiendo que la jerarquía le atribuya la exclusiva sobre ellas. Ni siquiera es lícito al católico pretender que la jerarquía «bendiga» sus posiciones particulares, en los aspectos técnicos o prudenciales, puede sí -y deberá en algunos casos- pedir consejo o juicio a los pastores sobre la moralidad de dichas posturas, para poder decidir personal y responsablemente con mayor certeza de conciencia.

José Tomás Martín de Agar en https://dadun.unav.edu/

Notas:

1.     Sobre  la   unidad   de   misión   de   la   Iglesia   y   sus   diversos   aspectos,   vid. A DEL PORTILLO; Fielesy laicos en la Iglesia, 2." ed., Pamplona 1981, p. 35; P. RO­ DRÍGUEZ, Iglesia y ecumenismo, Madrid 1979, pp. 173-220.

2.     «Las energías que la Iglesia puede infundir a la sociedad humana actual consisten en esa fe y en esa caridad, aplicadas a la vida práctica; no en un dominio exterior ejercido con medios meramente humanos (...) en virtud de su misión y de su naturaleza (la Iglesia) no  está  ligada  a  ninguna  forma  particular de cultura ni sistema político, económico o social» (GS 42cd).

Esta doctrina significa la superación de cualquier planteamiento que traduzca en términos de potestad jurídica o supremacía política, la indudable excelencia de las dimensiones espiritual, eterna y sobrenatural sobre lo meramente terreno, temporal o humano, en sus respectivas manifestaciones institucionales.

3.     Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22.III.1986, n. 62.

4.     Cf. LG 13, 32, 46b. Sobre este tema, vid. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos, cit., pp. 33-45.

5.     Y la capacidad de colaborar en el ejercicio del munus hierarchicum.Cf. L. PORTERO SÁNCHEZ, El papel del laicado en la Iglesia, en AA. VV., «Temas fundamentales en el nuevo Código», Salamanca 1984, pp. 169-185.

6.     Cf. J. I. ARRIETA, Jerarquía y laicado, en «lus Canonicum» (1986), p. 123.

7.     «Que los laicos no pertenezcan a la sagrada jerarquía no quiere decir, que su misión eclesial específica consista  en  ejecutar  en  la  ordenación  de  lo temporal los proyectos de la "Ecclesia  regens".  La  razón  es  mucho  más  profunda: los laicos no tienen en la Iglesia una misión de poder, porque su  tarea  específica no tiene un sentido jerárquico, ya que la  Iglesia  no  gobierna  las  estructuras temporales». (P. ·LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, pp. 170-171).

8.     Así p. e., J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 14. ed., Madrid 1985, n. 9; A. DEL PORTILLO, voz Laicos (l. Teología), en Gran  Enciclopedia  Rialp,  Madrid 1973, tomo 13, p. 849; P. LOMBARDÍA, Los laicos..., loe. cit., pp. 153-158, 162-166; J. HERRANZ, The juridical Status of  the  Laity: The  Contribution of  the  Conciliar  Documents  and  the  1983  Code  of  Canon   Law,   en   «Communicationes» (1985), p. 294.

9.     El concepto de laico que maneja el Concilio no pretende ser tanto una definición teológica cuanto una descripción tipológica. De  todas  formas,  la  riqueza de  aspectos  y  consecuencias  que  ese  concepto  contiene,  constituyen  la base para construir una definición esencial. Vid. p. e. la valoración de esta tipificación que se hace en los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos;  (Vocaizane e missione dei laici nella Chiesa e nel mondo a vent'anni dal Concilio Vaticano JI. Lineamenta, n. 22, Libreria Editrice Vaticana 1985, pp. 20-21. En adelante   Lineamenta).  Cf.   «Communicationes»  (1985),  pp.   168-174;   A.  DEL   PORTILLO, El Obispo diocesano y la vocación de los laicos, en AA.·vv., «Episcopale Munus», Assen 1982, p. 190; G. DALLA TORRE, Il laicato; en <ill Dirittb nel mistero della  Chiesa»  II,   Roma  1981, pp.  183-186.

10.     Por ser esta  la  condición  propia  de  los  laicos,  el  Concilio  establece  en ese mismo punto el contraste con los  clérigos  y  religiosos,  cuya  situación  canónica, de ordinario, no les permite ocuparse -por distintas razones- en los saecularia negotia (cf. LG 46b). Es  claro pues que  la  secularidad  de  la  que  habla aquí el Concilio, distingue a los laicos, tanto de los clérigos  como  de  los religiosos. Cf. AA 2b, 9G 21.

11.     Cf. A. DEL PORTILLO, voz Laicos, loc. cit., p. 850.

12.     Cf. P. J. VILADRICH, Compromiso político, mesianismo y cristiandad medieval, Pamplona 1973, p. 29.

13.     La mayor  parte  de los  aspectos  de  la  vida  de los  laicos  corresponde  a su condición de ciudadanos, por  tanto  las relaciones  de  justicia  que  derivan de ellos se rigen por el derecho civil, no por el derecho canónico. El derecho canónico incide en la vida de los laicos en razón de su condición de fieles (recepción de los medios de santificación: sobre todo munus docendi y munus sactificandi), y también cuando legítima y voluntariamente intervienen en los negotia  ecclesiastisca (cf. A. DEL  PORTILLO,  Fieles y  laicos..., cit., pp. 176-177).

14.     Que conduciría, dice GONZÁLEZ DEL VALLE, a «identificar la elevación de las actividades terrenas al orden sobrenatural con la clericalización del orden temporal»  (La  autonomía  en lo  temporal, en  «lus  Canonicum»  n.º  24,  XII (1972), p. 41). LOMBARDÍA observa que «no deja de ser significativo que sean precisa­ mente los laicos, es decir aquellos miembros del Pueblo de Dios privados de poder eclesiástico, quienes tengan confiada -por el mismo Cristo, no por misión o mandato de la jerarquía  eclesiástica- la tarea de dar un sentido cristiano al orden temporal. Es necesario, por tanto, dejar  sentado  que la edificación de la ciudad terrena no es una labor eclesiástica  -propia  de la  jerarquía-, aunque sea una misión eclesial, relacionada con la participación en el "munus regale" de Cristo del sacerdocio común de los simples fieles. Consideración esta que me parece fundamental para comprender el sentido de la posición del laico en la Iglesia» (El Derecho público eclesiástico según el Vaticano JI, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, p. 396).

15.     Voz Laicos (III. Derecho Canónico), GER, Madrid 1973, tomo 13, p. 857.

16.     La Constitución Gaudium et spes (GS 43b), afirma la preeminencia de esta misión  peculiar  de  los  laicos  sobre  cualquier  otro  tipo  de  cooperación que puedan asumir en la Iglesia, porque es la suya, la que les impone su  condición secular: «a los laicos corresponde propiamente, aunque  no  exclusivamente, saecularia officia et navitates». También la Constitución Lumen gentium (35d) advierte que «si algunos de ellos, cuando  faltan los sagrados  ministros o cuando éstos se ven impedidos por un  régimen  de  persecución,  les  suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la  acción  apostólica,  es  necesario,  sin  embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo».

17.     Lineamenta, n. 8, p. 9.

18.     Vid. p.c., los de los ce. 225 y 226.

19.     Comentario al c. 227, en AA. VV., Código de  Derecho  Canónico.  Edición anotada, EUNSA, Pamplona 1984.

20.     Cf. G. FELICIANI, Le basi del diritto canonico, Bologna 1984, pp. 132-133.

21.     Pero tanto la libertad religiosa como la autonomía  en  asuntos  temporales tienen, a nivel ontológico, un  significado  radicalmente  positivo,  que  les sirve de fundamento: el del respeto a la persona en el último  e  infranqueable ámbito de la conciencia  y  en  los  compromisos  que  -por  ser persona-  adquiere en relación a la verdad y a su realización.

Ambas libertades señalan  el derecho  de la  persona  (que es un  deber  moral) a conformar su conducta a la ley de Dios, según los dictados de la propia conciencia, sin que  pueda  ser  suplantada  por  ninguna  potestad.  Es,  en  definitiva, el problema de la libertad, que no excluye la ley pero  tampoco  puede  ser  suplida por ella.

Los nn. 16 y 17 de la Constitución Gaudium et spes son una síntesis muy expresiva de lo que aquí consideramos. Especialmente tienen interés las palabras siguientes: «La conciencia es el núcleo más  secreto y el  sagrario  del hombre, en él éste se siente a solas  con  Dios, cuya  voz  resuena  en  el  recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la  que  de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con  los  demás  hombres  para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al  individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es  el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas  y  las  sociedades para apartarse del ciego capricho y  para  someterse a  las normas objetivas de la moralidad» (n. 16).

22.     Cf. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos..., cit., pp. 66-67.

23.     LOMBARDÍA ha expresado eficazmente esta relación afirmando que «el  reconocimiento  de  la  dignidad  y responsabilidad  de  los laicos  en  la  Iglesia  y el de la libertad  en  el  orden  temporal  son,  sustancialmente,  dos  únicos  aspectos de la cuestión» (Los laicos . en ... , loe. cit., pp. 166-167).

24.     Vid. «Communicationes» (1985), pp. 175-176.

25      Vid. sup. nota 9. Como explica GONZÁLEZ DEL VALLE, esta sistemática responde a  un  planteamiento  tipológico de los derechos  fundamentales,  ligado  a la misión eclesial propia de cada  tipo  de fiel;  (La autonomía  en  lo  temporal, cit., pp. 45-48).

Esto no impide que, en ocasiones, los clérigos y los religiosos puedan ocuparse también de tareas seculares, con licencia de la autoridad. Entonces deberá también reconocérseles la misma autonomía que a los laicos, para desempeñarlas según su carácter propio y bajo su responsabilidad. Pero esa autonomía no constituye un componente característico del estatuto canónico de clérigo o de religioso, por el contrario, esas personas, por su vocación, están llamadas a apartarse -bien que por razones teológicas diversas-  de los negocios seculares (cf. entre otros los ce. 278 §  3, 285,  286, 287,  289,  573,  607 §  3 Y 671). Vid. et. P. J. VILADRICH, La declaración de derechos y deberes de los fieles, en AA.VV., «El proyecto de Ley Fundamental de la Iglesia», Pamplona 1971, p. 157.

26.     Cf. infra, 3.c).

27.     Los laicos en..., loe. cit., pp. 167-168.

28.     Compromiso político..., cit., p. 14.

29.     No nos referimos  aquí  al  derecho-deber  de  la  jerarquía  eclesiástica de emitir juicios morales sobre situaciones o instituciones temporales concretas , valorando su conformidad con el Evangelio, que es parte de la misión de orientar y formar la conciencia de los fieles (cf. infra 5.a), sino a la  toma  de postura en cuestiones opinables.

30.     También los laicos, individualmente o unidos a otros, pueden y deben reivindicar, como ciudadanos, su libertad religiosa ante el Estado.

31.     En este sentido L. SPINELLI-G. DALLA TORRE, Il Diritto Pubblico Ecclesiastico dopo il Concilio Vaticano II, 2ª ed. Milano 1985, p. 60.

32.     Cf. O. FUMAGALLI-CARULLI, Liberta di scelta religiosa: principio fondamentale dello «ius publicum ecclesiasticum» e della revzswne concordataria italiana, en  AA.VV.,  «Les  Droits  Fondamentaux  du  Chrétien  dans  l'Eglise  et dans la Société»; Fribourg (Suise) 1981, pp. 883-884.

33.     Que se entienden como convenciones, no ya entre «dos Poderes», sino entre los representantes de dos órdenes sociales distintos pero inseparables, que se encuentran en el común empeño -deber- de servir al hombre (GS 16c).

34.     En este sentido los Acuerdos con España (1976-1979)  y con  Italia  (1984). Es interesante  contrastar  p. e. el  Art. 11.1. Del Concordato español  de  1953,  con el Art. I.1 del Acuerdo sobre asuntos jurídicos de  1979; y el Art. 1 del  Concordato italiano de 1929, con el Art. 2 del Acuerdo de 1984.

35.     Estas precisiones son importantes pues persisten ideologías y grupos que, mientras proclaman la libertad religiosa, quisieran reducirla a una mera libertad de cultos y de conciencia;  y  consideran  fanatismo  el  legítimo  empeño de los católicos por imbuir en las instituciones y en el ordenamiento civil su visión cristiana.

36.     «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que  otros  fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen  de  la  intención de  ambas  partes,  muchos  tienden  fácilmente  a  vincular  su  solución  con el mensaje evangélico. Entiendan todos que, en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» (GS 43c).

37.     A esto se añade la gran cautela y sentido restrictivo con que se regula en el Codex el uso del título «católicos» para llamar a determinadas iniciativas (cf. ce. 216, 300, 803, 808). La autoridad, al permitir u otorgar esta calificación canónica, deberá dejar a salvo la libertad temporal de los fieles, en el sentido de que esas iniciativas que surgen en el campo canónico, no excluyen otras que, sin ese título, pueden promover los cristianos en la  sociedad  civil, bajo su responsabilidad, sin involucrar a la Iglesia

38.     Sería un doble error: vincular a la Iglesia con determinadas soluciones o sistemas y tratar de representarla en esas inexistentes  opciones  temporales. Cf. GS 42d.

Felipe  Toral Valero

1.       Vida y obra

Conocí hace ya mucho tiempo, y así lo tengo asumido, que nunca se debe cerrar la mano, ni negarse a servir los propios conocimientos a los demás, porque la mejor manera de disfrutar de lo que uno sabe y tiene es dándolo. Es por ello por lo que hoy me encuentro sentado delante de un teclado para cumplir con el deseo requerido de escribir este trabajo. Y porque tuve la enorme satisfacción y la suerte de conocer en vida a un hombre genial, extraordinario artista y, sobre todo, persona encantadora, al que dediqué más de doce años de investigación. Me refiero a Francisco Palma Burgos, a quien la parroquia de El Salvador encargó la talla de la venerada imagen del Cristo del Clavo, como es llamado en Santa Cruz de La Palma. Difícil se me hace resumir en unas líneas toda su trayectoria, teniendo en cuenta que el fruto de mis pesquisas fue un monográfico de más de trescientas páginas [1]. Sólo espero que al término de su lectura se conozca mejor a Paco Palma, alejándome para ello de frases grandilocuentes, en base a una literatura fácil, entendible y comprensible para todos.

Francisco Palma Burgos nació en Málaga en la residencia de sus padres de la calle Cobertizo del Conde n. 17, el 12 de febrero de 1918. Primogénito de una familia de siete hermanos (Purificación, Dolores, Mario, Victoria, Carmen —a la que se dio el nombre de otra hermana fallecida— y José María, el menor), fruto del matrimonio de los antequeranos Francisco Palma García y Purificación Burgos Fernández.

Necesariamente y por la relevancia posterior en la vida de nuestro personaje, se debe dejar referencia sobre la de su padre, el citado Palma García, ya que su ejercicio profesional como escultor fue la razón que determinó la educación y enseñanza de su hijo Paco en este mismo campo [2]. Palma García nació en Antequera, aunque por razones laborales y tras su matrimonio estableció su definitiva residencia en Málaga, toda vez que sus ocupaciones de tallista y profesor en la Escuela de Artes y Oficios malagueña aconsejaron su traslado definitivo a la capital de la Costa del Sol. La categoría y la acreditación como escultor de Palma García eran ciertamente más que evidentes. Baste decir, como simple muestra de sus conocimientos artísticos, que la fachada del Ayuntamiento de Málaga salió de su taller, entre otras muchas obras (sobre todo, civiles) que la capital sureña enseña al ciudadano. Asimismo, en el taller de Palma García se celebraban a diario tertulias con la más alta intelectualidad de Málaga. Así, eran continuas las visitas de Salvador Rueda, Esteban Pérez Bryan, Prados López, Antonio Baena, entre otros muchos, todos con un elevado índice cultural. Lo anterior tiene importancia por la sencilla razón de que es obvio pensar que desde su infancia Palma Burgos vivió, participó y, sobre todo, se aprovechó de esas tertulias como complemento a su educación cultural y artística, adquiriendo con ello conocimientos añadidos. Piense el lector, por tanto, que nuestro autor creció como artista y como persona rodeado de gubias y pinceles, de bocetos y armazones, de maderas piedras y escayolas, que lógicamente propiciaron que de una forma muy precoz aprendiera las técnicas del oficio.

Palma Burgos fue un estudiante ejemplar ciertamente aventajado, como lo refrenda su periplo educativo. Así, se puede decir que fue curioso que aún residiendo en Málaga capital su padre quisiera que hasta la edad de prepararse para su primera comunión estudiase en Antequera —de donde provenía la familia—, en el colegio de su íntimo amigo José Villalobos. Posteriormente y ya de nuevo en Málaga, con 12 años continuó sus estudios en el colegio de Celestino Martín Palma. Se inscribe en Artes y Oficios Artísticos de la calle Carretería y en la Escuela de Bellas Artes de San Telmo, examinándose de ingreso en la Escuela de Comercio, siguiendo su bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de la calle Gaona [3]. No quiso desaprovechar la oportunidad que le brindó el Ayuntamiento de Málaga, que le subvencionó la adquisición de la laurea en Roma, donde estudió durante tres años en periodos muy cortos que le sirvieron para perfeccionar sus conocimientos y conseguir relaciones para su futuro. Además, durante esta época se tituló en la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid.

Era tal el grado de preparación adquirido que, a una edad muy temprana y como consecuencia de su genialidad artística, ya ganaba los primeros premios en concursos, bien fuesen de pintura bien de escultura. Además, a los 13 años, con su precoz vocación, ayudaba a su padre en trabajos y operaciones propias de un adulto. No seré prolijo en explicar sus excelencias artísticas mencionándolas todas. Indicaré solamente dos a nivel nacional por la repercusión posterior que implicaron: la Virgen de Nazaret, una talla completa que se encuentra en Úbeda, propiedad de la Cofradía del Santo Entierro, y la ejecución del trono o paso madrileño para el Cristo de Medinacelli, en durísima competencia ambas con los artistas más consagrados de la época.

En realidad, su vida no fue un camino fácil, toda vez que ciertos acontecimientos le golpearon con cierta crudeza. Piense el lector que a una edad muy temprana (sólo 19 años) tuvo la obligación de hacerse cargo de su casa, su familia y su taller tras la repentina muerte de su padre, cuyo maltrecho corazón no soportó las vicisitudes vividas, las penalidades pasadas y las extraordinarias consecuencias que supuso la tremenda guerra civil española, después de la cual llegó a ser injustamente encarcelado, siendo testigo junto a su hijo Paco de la quema de las iglesias malacitanas con todas sus imágenes.

También su vida sentimental fue ciertamente convulsiva. No tuvo suerte, no se amoldó a una convivencia matrimonial de cierta normalidad, a pesar de casarse en 1944 con una malagueña, María Luisa Maresca. La pareja se amaba, pero su esposa no llevaba de buen grado las largas ausencias del escultor por motivos de trabajo. Por otra parte, era excesivamente celosa y la jovialidad, buen aspecto físico de su marido y su consabido don de gentes la martirizaban en exceso, llegando la inevitable ruptura matrimonial. Tuvieron un hijo, del que Palma Burgos no conoció el triste final en un accidente de motocicleta, al morir el escultor un año antes de que lo hiciera su hijo. Unidas a sus desventuras, podría añadirse una vida errante y bohemia, con unas ideas clarísimas de independencia. Tanto es así que llegó a desechar proposiciones muy interesantes, como fueron la asesoría artística de la Casa de Medinacelli o la de la Embajada de España en Italia.

Hilvanando lo anterior con su propia vida como artista, también sufrió y padeció las envidias y las desidias de la ciudad que lo vio nacer. Paco Palma no fue profeta en su tierra. Una vez que falleció su padre, se derrumbaban sus proyectos y se hizo cargo del taller paterno con todos sus empleados. A pesar de su corta edad, cumplió con los compromisos que su progenitor tenía asumidos, hasta el punto de que a los trece días del fallecimiento de su padre inició el encargo que tenía este de tallar el Cristo de los Milagros para la ermita de la Zamarrilla, para la que posteriormente haría su última obra en vida: el Cristo del Suplicio. Continuó con los encargos, tallando para la Semana Santa el grupo escultórico de La Piedad y el Cristo de la Buena Muerte, réplica del desaparecido de Pedro de Mena. Dos obras —estas últimas— que representaron una magnífica crítica y una acreditación extraordinaria. De inmediato, Málaga siguió encargándole imágenes, como el Crucificado de la Sangre y el Cristo de la Humillación, más algún trono o paso, retablos de iglesia y un Sagrado Corazón para la catedral. Como consecuencia de la devastación que la guerra civil produjo, la provincia de Málaga comenzó a solicitar su intervención y fueron numerosas las imágenes que con cierta prisa realizó. En este sentido, conviene dejar constancia de que, en la mayor parte de las ocasiones, el autor recibía únicamente una fotografía de la imagen desaparecida para hacer una copia exacta, método poco riguroso que no le agradaba.

Pero he aquí que, pasado un corto espacio de tiempo, la Semana Santa malagueña y sus cofradías comenzaron no sólo a buscar a otros imagineros locales —que los había, aunque pocos—, sino que optaron por solicitarlos de otras latitudes, preferentemente sevillanos, lo que molestó mucho a nuestro personaje. Fue el momento de comenzar su vida errante y recoger la recomendación que en su día le hizo el insigne escultor Mariano Benlluire: «Paco, abre fronteras y no te encasilles solamente en tu Málaga; conocimientos no te faltan». Y eso es lo que hizo: se marchó a Madrid, donde estuvo relativamente poco tiempo, ya que fue contratado por Regiones Devastadas, una empresa estatal encargada de solucionar los daños que la guerra civil produjo en el país. De esta forma, recaló en la provincia de Jaén, en concreto, en la ciudad de Andújar. Luego se trasladaría definitivamente a Úbeda.

Un paréntesis importante para dejar constancia de la cualidad humana de Palma Burgos, en la que posteriormente me extenderé, porque mucho tuvo que ver en el devenir posterior de nuestro personaje. Palma tenía otro «don» especial al margen de su inteligencia: su facilidad para hacer amigos. Su cultura y su forma de ser encantaban. Un simple dato: generalmente, cuando hablaba solía colocar su mano en el hombro de su interlocutor en prueba de su entrega, lo conociera o no. Hábil él como nadie, consiguió que una de sus amistades más arraigadas fuese precisamente la del obispo de la diócesis de Jaén, Rafael García y García de Zúñiga, quien le encargó un gran número de retablos de iglesias y de imágenes para la provincia giennense. Su fama crecía cada vez más. El Ayuntamiento y la propia sociedad se beneficiaron de su arte. No había cuestión artística que no se le consultara, tanto en realizaciones civiles como religiosas. Por ello se le ofreció la iglesia de Santo Domingo (cerrada al culto), donde instaló su propio taller. En él llegó a contar con casi cincuenta operarios, quienes posteriormente aprovecharon su enseñanza, siendo hoy artistas consagrados de los que Úbeda sigue beneficiándose. De allí salió la impresionante fachada en piedra de la iglesia de Cristo Rey, el mausoleo, la estatua y la capilla de San Juan de la Cruz. Diseñó la ornamentación de la famosa plaza de Santa María y talló gran parte de la imaginería de la Semana Santa de Úbeda: los cristos de la Entrada de Jesús en Jerusalén, Columna, Yacente, Noche Oscura, Resucitado, las vírgenes de Nazaret, Caridad y Dolores y un gran número de tronos y pasos. Además, ejerció como profesor en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos y en el Colegio de Padres Salesianos de Úbeda.

Pero la vida siguió ofreciéndole sinsabores y a finales de 1959 decidió su definitiva marcha a Italia. Y es que cuando más arraigado se encontraba en esta ciudad, se le privó de ciertos trabajos de importancia. Por mencionar algunos, me puedo referir a un monumento a los Caídos, donde el jurado plagado de «amigos» desechó su concurso, o las imágenes de la Cofradía de la Santa Cena, a pesar de haber sido precisamente él quien propició su creación. Esta es una cuestión de cierto sentido, pero es que además se unió una serie de acontecimientos que precipitaron su traslado al país transalpino, como fue la muerte en ese año de su madre. Por otro lado, en España se instauró la Seguridad Social, lo que representaba una carga económica dado el elevado número de empleados de su taller.

Palma Burgos conocía Italia por su etapa estudiantil. Visitó Castel de S. Elia, el bello pueblo de la provincia de Viterbo, donde su alcalde, Nazzareno Mazzolini, le facilitó su vivienda en una especie de castillo en el que estableció su estudio. Dedicado preferentemente a la pintura, montó una escuela que no quiso masificar (sólo cinco o seis alumnos participaban a diario), todo ello por la idea marcada de disfrutar de cierta independencia. Y es que Palma Burgos quiso llevar una vida más bien monacal, sin compromisos que le obligasen a un trabajo que agobiara su convivencia de reclusión. De todas formas, como consecuencia de sus conocimientos artísticos, no le resultó difícil abrirse camino rápidamente. Para ello y casi de inmediato, se presentó a los premios nacionales de pintura más importantes, logrando el primer premio del Leonardo da Vinci y el Dante Aligheri, que le reportaron cierta acreditación. Su fama y buen cartel no tardaron en fructificar, llegando a ser académico de la Escuela de Bellas Artes de Roma. Llegó a ser considerado uno de los mejores policromadores de Europa, dándosele opción a trabajar en el propio Vaticano en alguna restauración puntual. Habrá que hacer mención de la facilidad y maestría que disponía para el mezclado de colores. Llama la atención la composición de esas mezclas, por las que lograba tonos desconocidos de cierta belleza.

Muy ligado a la Embajada Española, en muchas ocasiones dio muestras de su patriotismo, llegando a tallar en la entrada de su vivienda un mosaico en piedra con el escudo nacional. Desde la distancia, en esa misma vivienda solía celebrar cualquier festividad española. Sin agobios económicos, se sintió una persona reconocida. Piénsese que recibió en muchas ocasiones distinciones que así lo acreditan, como prueban la obtención de las medallas de oro de ocho localidades italianas. Larga fue la estancia de nuestro personaje en ese país (casi veinticinco años), aunque es verdad que Palma Burgos no desaprovechaba la oportunidad para su regreso a España, en algunas ocasiones, en prolongados intervalos.

Llegado el año 1985, su salud comenzó a deteriorarse. Un problema hepático precipitó su definitivo regreso, máxime cuando desde España sus amistades le comprometían a tallar de nuevo (como es el caso de la imagen del Cristo del Clavo), principalmente con objeto de que cuando llegara el momento de su fallecimiento, su cuerpo reposara entre los suyos. A finales de 1985 fue ingresado en el Hospital Carlos Haya de Málaga, siendo trasladado a Úbeda —según sus propios deseos—, donde entregó su vida el 31 de diciembre. Fue enterrado el 1 de enero de 1986 en el nicho 213, propiedad de la Cofradía de la Columna, la misma para la que en vida había tallado algunas imágenes.

2.       El Cristo del clavo

La imagen del Cristo del Clavo se debe a un cúmulo de situaciones. Y es curioso que las causas viniesen por mediación de un grupo de peninsulares que llegaron a convivir simultáneamente en La Palma: Andrés Moreno Siles, un ingeniero técnico de Obras Públicas destinado en 1979 al puerto de Santa Cruz de La Palma, nacido y venido de Úbeda, persona que llegó a ejercer el cargo de presidente de la Agrupación de Cofradías de Semana Santa en la ciudad de los Cerros; Alberto Pérez Benítez, que ejerció en La Palma la gerencia del Parador Nacional de Turismo y que procedía también de Úbeda, quien le solicitó la talla del Cristo como muestra de agradecimiento a los amigos que dejó en la Isla tras su marcha; y, por último, José María Gallo Moya, militar de origen malacitano. En los tres casos, vinculados con nuestro escultor. Es probable que estos tres hombres recogieran el deseo del párroco de El Salvador, Manuel González Méndez, de proveer al templo de un nuevo Cristo Yacente para el culto del Viernes Santo.

No obstante, las dificultades para que ello se concretara hacían el proyecto prácticamente insalvable. Y lo era por varias razones de peso. Desde Italia, donde el autor residía, era difícil exportar obras de arte. A pesar del ofrecimiento de D. Alberto de que interviniera el Ministerio de Turismo en las gestiones de su traslado, la realidad fue otra. En una visita turística desde Santa Cruz de La Palma a Italia, un grupo de feligreses pertenecientes a la parroquia trasladó la imagen en un autobús, aposentándola en el avión que desde Barcelona los traía de vuelta a la Isla.

Por otra parte, en Italia, Palma Burgos se dedicó preferentemente a la pintura, relegando el trabajo escultórico, si bien es verdad que en momentos puntuales esculpió tallas por encargo. Así, es sabido que realizó un monumento a Garibaldi o que contribuyó a la reconstrucción del palacio de los Borgia en labores de talla. Sea como fuere, es evidente que no olvidó del todo la imaginería procesional. Cuando recibía algún compromiso de trabajo se desplazaba a España para su factura, como fueron los casos del Yacente en 1963 y del Cristo de la Noche Oscura en 1966, ambas imágenes solicitadas para la Semana Mayor de Úbeda. Entre los años 1983 y 1985, talló las imágenes del Cristo del Perdón para Almería y del Cristo del Suplicio para Málaga. Aunque Palma Burgos se desplazaba con frecuencia a España, la duración de su estancia en Italia fue muy extensa, permaneciendo entre 1960 a 1985, año de su fallecimiento.

De ahí que el encargo del Cristo del Clavo posea unas connotaciones muy especiales y cierta dificultad añadida. No en vano, fue el único que no talló en España, no contó con ayuda y en su taller no requería de los medios necesarios para lograr un tratamiento escultórico medianamente acondicionado, ya que no disponía de medidas ni compases que le auxiliasen. De ello resulta el enorme mérito iconográfico que posee el Cristo del Clavo. Es preciso significar que sólo a su genialidad artística puede deberse la impresionante planta que muestra esta bella imagen. Al autor no le agradó que la espalda exigida en el encargo fuese plana, aduciéndose que se trataba de una imagen destinada, en principio, para el culto, no para procesionar, como posteriormente ocurrió.

Como consecuencia de las carencias de su taller (compases, escayolas, yesos, etcétera), Palma Burgos asumió el Cristo del Clavo con un interés inusitado. Se trataba de un reto, de un compromiso para su genio profesional. En un primer momento, el autor optó por tallarlo en piedra —mármol—, material que no le daba la opción de marcar y perfeccionar los detalles anatómicos. Así pues, reconsideró repetirlo en su estado actual. En su conjunto, todas estas cuestiones dotan a la pieza de un valor escultórico sobreañadido. Sumemos una consideración muy importante. El autor no quiso aplicar la policromía en Italia. En su lugar, optó por desplazarse a La Palma. Allí la terminó guardando una absoluta intimidad. A fin de cuentas, el policromado de sus obras, que tanto caracterizan su genio, era uno de sus mejores secretos. El importe de la talla así como la del Suplicio (Málaga) sirvieron para cancelar un préstamo hipotecario de su esposa, de quien se había separado hacía muchos años. El impago del embargo la obligaba a dejar su casa.

La producción de Palma Burgos abarca cincuenta y cuatro cristos de distintas advocaciones, veinte y cuatro vírgenes, treinta y tres tronos, treinta y dos retablos y altares de iglesias, once monumentos, ocho sagrarios, doce bustos, además de otras series de figuras menores, restauraciones, bocetos e innumerable cantidad de cuadros. Fue académico numerario de Bellas Artes en Málaga y en Roma.

Felipe  Toral Valero en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.     TORAL VAQUERO, Felipe. Vida y obra de Palma Burgos. Úbeda: Grupo El Olivo, 2004.

2.            Sobre Palma García y el ambiente cultural de la capital malagueña, véanse: SAURET GUERRERO, Teresa. «El “Revival” Pedro de Mena en la Málaga del siglo XIX». En: Simposio Nacional Pedro de Mena y su época. [Málaga]: Junta de Andalucía, D. L. 1990, pp. 99-121.

3.            Conviene resaltar que era un niño serio e introvertido. Fue generoso en todos los aspectos, amigo de los amigos; para él no había nadie malo, todo lo disculpaba y perdonaba. Fue engañado a sabiendas de que lo hacían; muy formal para su edad juvenil; no le gustaban las bromas pesadas ni las peleas, ni la violencia. Cuando jugaba a la pelota en la calle, siempre se ponía de portero.