Fernando Ocariz

Introducción

Desde el 26 de junio de 1975, innumerables personas de países y condiciones diversas han venido expresando la profunda e indeleble huella que ha dejado en sus almas la vida y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Entre estas personas, están también quienes se dedican al cultivo de la ciencia teológica, testimoniando que las aportaciones del Padre —como le llamamos muchos miles de personas en todo el mundo— a la Teología,  en  su sentido  más pleno, hacen de sus enseñanzas un punto de referencia de primera magnitud para el quehacer teológico.

Con palabras de quien mejor puede orientarnos en la tarea de estudiar, bajo cualquier aspecto, la obra de san Josemaría Escrivá de Balaguer —su sucesor como Presidente General del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo—, entre las características de la predicación del Padre hay que destacar, «en primer lugar, la profundidad teológica. Las homilías no constituyen un tratado teológico, en el  sentido corriente de la expresión. No han sido concebidas como un estudio o una investigación sobre temas concretos; están pronunciadas a viva voz, ante personas de las más diversas condiciones culturales y sociales, con ese don de lenguas que las hace asequibles a todos. Pero esos pensamientos y consideraciones están tejidos en el conocimiento asiduo, amoroso de la Palabra divina.

«Nótese, por ejemplo, cómo el autor comenta el Evangelio. No es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados» [1].

Sin duda,  una  de esas luces  nuevas, de esos aspectos  que habían permanecido velados durante siglos, es el sentido de la filiación divina, entendida no como una simple verdad teórica entre otras muchas, sino contemplada y vívida como capital punto de apoyo, como fundamento, de toda la existencia cristiana.

Un eco del impacto vital de la novedad de esta enseñanza del Padre —vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva, diría—, lo encontramos, por ejemplo, en aquel punto de Camino: «"Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios!"

»Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la 'soberbia'» [2].

Somos hijos de Dios: una luz nueva que, con ímpetu divino y altura contemplativa, san Josemaría Escrivá de Balaguer hizo —antes que doctrina teológica, y no sin particular providencia de Dios—alma de su misma alma.

«Por motivos que no son del  caso  —pero que bien  conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo  y  de la humillación mía.

«Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.

El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres —leemos en la Epístola—, de mayor autoridad  es  el testimonio de Dios (1Jn 5, 9). Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 1-2)» [3].

Ese vivir como hijo de Dios siempre, ha informado también todo su hablar de Dios, de manera que en su enseñanza «el nervio central es el sentido de la filiación divina, constante en la predicación del Fundador el Opus Dei. El autor se hace continuamente eco de la enseñanza de San Pablo: "Los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal de que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados" (Rm 8, 14-17).

«En ese texto trinitario —la Trinidad Beatísima es otro de los temas frecuentes en estas Homilías—, se nos indica el camino que lleva, en el Espíritu Santo, al Padre. El Camino es Jesucristo, que es Hermano, amigo —el Amigo—, Señor, Rey, Maestro. La vida cristiana estriba entonces en tratar continuamente a Cristo; y ese trato tiene lugar en la vida diaria, sin apartar a nadie de su sitio» [4].

La existencia cristiana tiene así una característica radical, que la cualifica en todos sus aspectos: es la vida de los hijos de Dios. «La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» [5].

Precisamente, afirma el beato Álvaro del Portillo, «ésta es la idea central del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer: que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado y condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los  ambientes» [6]. Y la Obra que Dios encomendó al Padre —el Opus Dei— puede resumirse como «camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano» [7], es decir, en medio del mundo. Pero, en cualquier circunstancia, «la santidad, tanto en el  sacerdote  como  en el laico —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1945—, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» [8].

Se entiende, pues, que desde el principio el Padre  haya afirmado que «la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei» [9]. Un fundamento que, siendo el mismo que el de la vida cristiana en toda su riqueza, confiere a ese espíritu una universalidad por la que en él pueden encontrar su camino —y de hecho lo han encontrado—  multitudes de personas de toda raza y condición.

Este espíritu, que tiende a manifestarse primariamente en la vida interior de cada uno, informa consecuentemente la misma organización de los apostolados que el Opus Dei lleva a cabo corporativamente. En una de las entrevistas de prensa, recogidas en el volumen Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre señalaba, entre las características fundamentales de los apostolados del Opus Dei, «la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano» [10].

En estas páginas, se ofrece un primer esbozo de análisis y sistematización, que ayude a la comprensión de la riqueza teológica —verdaderamente impresionante— que contienen  las  enseñanzas  del  Fundador del Opus Dei sobre la filiación divina. Semejante  tarea es a la vez fácil y difícil. Fácil, porque los textos del Padre, junto a su profundidad, poseen una extraordinaria claridad y fuerza de  penetración  espiritual: no es necesario interpretarlos, y menos aún someterlos a vivisecciones que quizá les privarían de vida. Difícil, en cambio, porque de hecho la filiación divina lo informa todo en su espíritu y en su palabra, y no está circunscrita a unos cuantos pasajes de sus escritos, por numerosos que fuesen. En este sentido, no basta buscar y estudiar los párrafos o páginas en que figura la expresión filiación divina, o sus equivalentes y derivados. Si el Padre habla o escribe sobre la fe, se trata  de la fe de los hijos de Dios, así como  al predicar sobre fortaleza trata de la fortaleza de los hijos de Dios, y al contemplar la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano —y aun humano en general— está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios. Además, toda esta doctrina en sí misma —y  más cuando  se expresa  como fruto de  una  alta contemplación, y no de una simple especulación— escapa a cualquier sistematización entendida al modo racionalista.

No es éste el lugar  y momento  de intentar  siquiera  una aproximación a lo que podríamos llamar biografía espiritual de san Josemaría Escrivá  de Balaguer. Ciertamente seria una luz más poderosa que el simple análisis teológico objetivo, más académico, que nos ocupa en estas páginas. Sin embargo, la  excepcional  riqueza  —humana  y sobrenatural— de su alma enamorada de Dios, se  trasluce  constantemente en  todas sus palabras.

En cualquier caso, para disponernos a contemplar el misterio de nuestra filiación divina sobrenatural, guiados por san Josemaría Escrivá de Balaguer, sí parece muy conveniente narrar, aunque sea muy brevemente, un episodio concreto de su vida, de aquello que podríamos llamar su biografía espiritual.

El Padre desde el principio, desde niño, había vivido su trato con Dios con la confianza de quien ve en Él a un Padre amoroso y omnipotente. Pero fue en 1931 —en Madrid, mientras viajaba en un tranvía— cuando Dios quiso grabar a fuego en su alma y con una nueva luz, el conocimiento y el sentimiento de la filiación divina. Hacía apenas tres años desde que el Señor le había confiado la fundación del Opus Dei; una labor universal, de tal envergadura y novedad que las dificultades y la incomprensión formaban una barrera humanamente insuperable. Muchos años después, comentaría: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal II, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios».

Todas las páginas que seguirán son, en el fondo, un comentario —hecho en su mayor parte con palabras del mismo san Josemaría Escrivá de Balaguer— de este texto impresionante, en el que ya se adivina una inigualable riqueza no sólo ascética y mística, sino también teológico­ dogmática, a la vez que no puede dejarse de vislumbrar el don de Dios a un alma singularmente privilegiada y fidelísima en su correspondencia al Amor.

l.          Ser hijos de Dios

1.       El designio divino

Si buscamos una comprensión honda, radical y realista, de nuestra vida, antes que nada hemos de levantar nuestra vista hacia el Cielo, porque sólo en Dios, en su designio global sobre la historia nuestra, podemos encontrar el porqué y el para qué de la existencia. No sólo porque somos criaturas, sino que, además, «hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo» [11].

La naturaleza humana posee, en sí misma, una consistencia y una dignidad creatural. Sin embargo, el último porqué de su efectiva creación por parte de Dios está más allá de ella misma: Dios nos ha creado, porque ha querido, para darnos gratuitamente una dignidad superior, estrictamente sobrenatural: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su familia [12].

Es decir, «no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer  y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.

«Esa es la gran osadía de la fe cristiana —nos enseña san Josemaría Escrivá de Balaguer—: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo» [13].

Creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios..., para penetrar en la intimidad divina: he aquí la conexión inmediata en que se nos revela el designio de Dios sobre los hombres con el misterio supremo de la Santísima Trinidad. Por su infinita Bondad, Dios ha creado todas las cosas, y entre ellas algunas —las espirituales— las ha hecho de tal modo que pudieran ser introducidas en su intimidad familiar, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar, su propia naturaleza de criaturas. El modo de esa introducción, de esa adopción, es la filiación divina: entramos en comunión con Dios por la vía de la filiación, que en Dios es el mismo Hijo Unigénito del Padre.

Sabemos que, en los inicios mismos de la historia, «Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa —culpa feliz, dichosa— que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón Pascual).

«Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al  mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la  paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem flliorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad.  Y así se. ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1,20)» [14].

Esta es la historia real: por designio divino, nuestro ser hijos de Dios, o es efectivo  y actual  por la gracia, o  es rechazo —abandono  de la casa del Padre— por el pecado [15]. Un abandono de la intimidad familiar divina que supone una trágica desnaturalización —¡hijos desnaturalizados! —, porque la naturaleza del hijo de Dios es la naturaleza humana sanada y elevada por la gracia, que nos hace divinae consortes naturae [16].

Desde esa desnaturalización, en la que todos nacemos por el pecado original, sólo podemos ser regenerados, volver a ser aptos para participar en la intimidad divina de la Trinidad, si somos injertados en Cristo, que «nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres» [17].

2.       Hijos de Dios, partícipes de la Vida divina de la Santísima Trinidad

El modo en que Dios nos constituye miembros de su familia [18], es pues uno concreto: la filiación. Esta familiaridad divina no es, en nosotros, una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una real transformación —elevación, adopción—, pues «la fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado» [19], es decir metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina; de esa Vida que son las Procesiones eternas de la Santísima Trinidad: ésta es la esencia y la radical novedad de la nueva creación, del orden sobrenatural.

Al conocer —y, de algún modo, experimentar— esta realidad divina de nuestro endiosamiento, destaca siempre con fuerza su carácter de don gratuito, que se edifica sobre nuestra debilidad. Ser familiares de Dios no es una conquista nuestra, no es un humano progreso, de tal modo que «la conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertirla y se convertirla en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria» [20].

Por tanto, «aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos participes de la vida divina» [21].

Este participar, este tomar parte, posee el dinamismo eterno de las divinas Procesiones intra-trinitarias, al realizarse el prodigio sobrenatural de «la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre» [22]; es la maravilla inefable de nuestra filiación divina, que se nos manifiesta como nuestro modo de «participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino» [23]. Esta es la sustancia del orden sobrenatural: el misterio Trinitario proyectado en nosotros o, mejor aún, nosotros adoptados, introducidos, a vivir en El, a través de la Filiación, a través del Hijo. «Hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1967—, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo».

No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única  Filiación  divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: «ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1). Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). Hijos de la luz, hermanos de la luz: eso somos» [24].

Hermanos del Verbo hecho carne, de Cristo Señor Nuestro, no sólo porque El haya querido participar de nuestra humanidad, sino —sobre todo— porque, por don inefable de Dios, hemos sido hechos partícipes de su Filiación, de El mismo.

Aquí la razón no llega, no puede llegar, porque en fe caminamos y no en visión [25]. La teología necesita —especialmente en estas alturas del misterio— ser vida teologal, contemplación, y en su discurso racional iluminado por esa fe y esa contemplación, el  camino  de  la  analogía con el orden natural puede también ayudarnos.

Participar de la Filiación de quien es Unigénito —Hijo Único del Padre— nos habla de poseer parcialmente, limitadamente, lo que en El subsiste en Totalidad e infinitud, de modo que esa participación no multiplica ni menoscaba esa Unidad-Totalidad. Nos situamos así ante una donación  de Dios a nosotros análoga semejante y desemejante a la donación  del ser en que consiste la creación. Dios Es; El es el  Ser, en Totalidad intensiva y Unicidad. Nosotros somos por participación: tenemos ser, pero no somos el Ser; y la multiplicidad  de las criaturas  no multiplica ni menoscaba la Unidad-Totalidad de la Plenitud de Ser divina. Esta realidad de la creación comporta —lo conocemos por  la razón y nos lo confirma la fe— una íntima presencia divina en todas las cosas, un ser en Dios: in ipso enim vivimus, et movemur et sumus [26]. Análogamente, ser hijos de Dios en sentido estricto, pero parcial —es decir, participar de la Filiación del Verbo—, nos descubre que somos hijos de Dios en el Hijo, porque sin dejar de ser Unigénito es Primogénito entre muchos hermanos, pues Dios quos praescivit, et praedestinavit conformes fleri imaginis Filii sui, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus [27].

Al intentar avanzar en esta contemplación teológica, no podemos nunca olvidar que «tratando a cualquiera  de las tres Personas,  tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igual­ mente a un solo Dios único y verdadero» [28].  Este misterio  de nuestro ser hijos de Dios, se ilumina todavía más al considerar la realidad cristiana fundamental: el cristiano es, debe ser cada vez más, no sólo imitador de Cristo, sino, de modo misterioso pero real, el mismo Cristo: ipse Christus.

3.       Hijos de Dios en Cristo: ser «ipse Christus»

«Yo he sido por El constituido Rey sobre Sión, su monte  santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado  como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y  se dirige a ti y a mí, si  nos decidimos  a  ser  alter Christus, ipse Christus» [29]. La filiación divina es única: el Verbo, el Unigénito del Padre; y participando en Ella somos nosotros constituidos hijos de Dios. Misterio ciertamente insondable, meta inasequible y aun incomprensible para nuestra capacidad humana. Pero Dios, en su providencia amorosa, nos ha dado a Cristo —el Verbo encarnado— como  «el Camino, el Mediador; en El, todo; fuera de Él, nada» [30]. Toda la intimidad divina se nos abre en El, y sin El ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque El, Cristo  —Dios  y Hombre—, es esa  Filiación  en cuanto  Dios y la  posee plenamente  —por la unión  in Persona— en cuanto Hombre.

Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus. Nunca podremos alcanzar una completa comprensión de esta realidad. Sin embargo, saber que «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo» [31], como ha enseñado constantemente san Josemaría Escrivá de Balaguer, orienta decisivamente  nuestra  vida, nuestro modo de corresponder a la acción divina, que es la única capaz de hacemos más y más el mismo Cristo, y en  El, más  y más  hijos de Dios.

«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de  Nuestro Señor Jesucristo» [32].

El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por  su cuenta —por decirlo de algún modo—, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos.

Por la gracia y la filiación divina, «la vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí» [33].

Ser ipse Christus, teniendo los mismos sentimientos de Cristo. Esto nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito. Y en esa espiritual unión de nosotros con El, por la que participamos de su Filiación, somos en El hijos del Padre.

Toda esta realidad es primaria y esencialmente don gratuito de Dios, pero que requiere nuestra cooperación, nuestra correspondencia: nuestro amor, nuestro cumplimiento de su Voluntad, de sus mandamientos.

La  acción  divina salvadora  pasa por la  Humanidad  Santísima de Jesús, se proyecta en nosotros desde la Cruz de Cristo. Podemos quizá entender mejor ahora a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando nos comunicaba aquella luz de Dios: «tener la  Cruz es identificarse con Cristo,  es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios». Seguir al Señor para identificarnos con El, es en primer lugar acudir a la Cruz, que se hace presente en misterio, pero en eficacia, por los sacramentos, de modo  particular en el Bautismo, en la Eucaristía y en la Penitencia. Precisamente, «en el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo  y nos ha  enviado  el Espíritu  Santo» [34].   Y,  sobre  todo,  la  Eucaristía,  que es  la  renovación  del mismo Sacrificio de la Cruz, «introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor» [35]. Ser cristiano es ser ipse Christus, hijo de Dios, y esta identificación  nos viene de la fuerza salvadora de la Cruz; se entiende entonces que la Santa Misa —renovación sacramental de la Cruz— sea «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» [36].

Todo nuestro crecimiento en la identificación con Cristo —en nuestro ser hijos de Dios— supone el encuentro con la Humanidad de Cristo en la Cruz, y a este encuentro se dirige otra realidad —por designio divino, esencial— de la vida del cristiano: el ejemplo y la mediación de la Madre de Cristo, Madre de Dios y Madre Nuestra. «María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer—, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor —tú y yo— con el Hijo primogénito del Padre» [37].  Reconciliación que lleva a la identificación.

«En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que  ya lo habéis  encontrado,  y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20)» [38].

Es, pues, el amor a Cristo —que presupone la fe: omnes enim filii Dei estis per fidem, quae est in Christo Iesu [39]— lo que va formando en nosotros a Jesús mismo, lo que nos conforma con Cristo. Pero es un amor —caridad sobrenatural— que Dios mismo pone en nosotros; es nuestra participación en el Amor, en el Espíritu Santo, quia caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum, qui datus est nobis [40].

Podemos concluir estas consideraciones, afirmando que  somos hijos de Dios en Cristo, en el Hijo, y por tanto hijos del Padre. Sin embargo, el misterio sobrenatural presenta ulteriores riquezas y facetas, que —y es bien lógico— nos conducen a contemplar la función del Espíritu Santo en nuestra adopción sobrenatural; lógico, porque la filiación es nuestro modo de entrar a participar de la infinita plenitud de la vida trinitaria; participación que alcanzamos por la misión del Espíritu Santo —el Amor, el primer Don—, que el Padre y el Hijo  nos envían.

4.       Hijos de Dios por el Espíritu Santo

El primer fruto, el Don por excelencia, que nos proviene de la Cruz, Resurrección y Ascensión de Jesucristo, es el Espíritu Santo. Por eso, «cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3).

«La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (In Ioannis Evangelium tractatus, Jn 26, 13; Sal 35, 16-13)» [41].

Hechos una sola cosa con Cristo por la caridad —cristificados— es ser hijos del Padre. Pero esa caridad es consecuencia de la efusión del Espíritu Santo. «Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm  8, 15)» [42].

El Espíritu Santo nos hace hijos de Dios —del Padre en el Hijo— al cristificarnos, al hacemos ipse Christus. Y, además, el Paráclito nos enseña esta realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús  como Hijo  de Dios y que, al estar identificados con El, también nos reconozcamos a nosotros mismos, no como extraños, sino como hijos. El mismo Espíritu Paráclito nos reafirma, nos consolida en esa gozosa certeza, por medio  del  don  de  piedad [43].

Pero si hemos de afirmar que «el Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que El nos mereció en la tierra» [44], a la vez sabemos que toda acción divina en nosotros —por ser ad extra— es común a las tres Personas divinas, a ese «Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora» [45].

En consecuencia, si contemplamos el misterio desde el punto de vista de la causalidad eficiente, hemos de asegurar sin ninguna duda que es todo Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— quien nos constituye en hijos suyos. Podremos atribuir o apropiar a alguna de las Personas divinas esa eficiencia, como —por ejemplo— se atribuye al Padre la acción eficiente creadora. Concretamente, «la santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían» [46]. Pero, con estas breves palabras, san Josemaría Escrivá de Balaguer nos conduce a ver que esta apropiación o atribución de la eficiencia es precisamente el recurso que tenemos —por nuestra limitación, y que la misma Sagrada Escritura utiliza—, para expresar una realidad misteriosa: la de las misiones de las Personas divinas; atribuimos la santificación al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían...

Además de las misiones visibles del Hijo —Encarnación— y del Espíritu Santo —Pentecostés—, la gracia lleva consigo las misiones invisibles del Hijo y del Espíritu Santo a las almas. Estas misiones invisibles son la participación real —no  simples apropiaciones o atribuciones— de la criatura espiritual en las Procesiones eternas del Hijo y del Espíritu Santo [47].

A la luz de esta verdad de nuestro endiosamiento —nuestra participación en el Hijo y en el Espíritu Santo— por las misiones invisibles, llegamos a contemplar el hondo realismo sobrenatural de nuestro ser ipse Christus —por tanto, hijos del Padre— por el Espíritu Santo.

Podemos, pues, afirmar que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la Unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término —por tanto, en nosotros— de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina, nuestra unión con el Espíritu Santo y con el Hijo —enviados a nuestra alma, por tanto en cuanto Personas realmente distintas— en lo que son. El Espíritu Santo, Amor, nexo común del Padre y el Hijo, por la caridad —nuestra participación en Él— nos identifica con el Hijo, nos hace ipse Christus, y en Cristo, en el Verbo, nos constituye hijos del Padre. Porque, «hemos sido hechos hijos (...) de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado» [48].

Qué luminosa certeza sobrenatural, saber que, «por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara» [49].

Hijos, pues, del Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. O bien: hijos del Padre, en el Hijo —siendo  ipse Christus— por el Espíritu San­to. Con las dos expresiones se indica lo mismo: las palabras humanas resultan irremediablemente pobres.

Pero, a la vez, por la unidad de la acción divina que nos adopta como hijos de Dios, que nos hace domestici Dei [50] , podemos y debemos considerarnos —bajo este otro aspecto— hijos de la Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así, por ejemplo,  san Josemaría  Escrivá de Balaguer nos anima a tratar a Jesucristo, nuestro Hermano, como hijos suyos [51]. Porque en su Humanidad es el Mediador, desde su Corazón de Hombre —perfectus Deus, perfectus Horno— nos alcanza a nosotros la efusión del Amor Subsistente —del Espíritu Santo— que nos hace alter Christus, ipse Christus.

No debemos pretender eliminar racionalmente  —sería  falsamente, en este caso— ninguno de los aspectos aparentemente paradójicos con que, por nuestra limitación, se nos manifiesta el misterio de lo sobrenatural, contemplado en su realidad más honda y luminosa: nuestra filiación divina.

«No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades —nos dice también el Padre—, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús» [52].

5.       Hijos  de  Dios, hijos  de Santa  María  (y  de San José)

«Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con  corona  de doce estrellas sobre su cabeza —Vestido de sol—. La luna a sus pies (Ap 12, 1). María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón  infernal. Hija  de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios» [53].

Bastaría considerar la función de Santa María en nuestra Redención, y su inigualable endiosamiento, para procurar aprender de Ella a corresponder a la acción divina que nos constituye también a nosotros en domestici Dei, en familiares del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero aún san Josemaría Escrivá de Balaguer nos enseña más: «Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!» [54]. La Virgen Santísima nos consigue ser hijos de Dios, porque es siendo ipse Christus como lo somos. Santa María es, pues, verdaderamente Nuestra Madre precisamente en cuanto que somos hijos de Dios, hermanos de Cristo: nuestra filiación divina es a la vez filiación a Nuestra Señora. Y esto es así porque Dios lo ha querido: «Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27)» [55], de modo que «así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo» [56].

Dios es la única causa de nuestra gracia y de nuestra adopción sobrenatural, pero ha querido disponer que ninguna gracia nos venga si no es a través de María. De Ella recibimos —como Medianera, en íntima unión con su Hijo, único Mediador— el ser hijos de Dios; verdaderamente de Ella nacemos místicamente como hijos de Dios. Ser hijo de Dios es ser ipse Christus; ser ipse Christus es ser hijo de María.

Pero «no basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.

»Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo» [57].

Y, junto a María, está —también por querer  de  Dios—  San  José, pues «la vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decimos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, nos aconseja el Padre, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento (Gn 41, 55)» [58].

Por su peculiar intercesión, San José —que hizo las veces de Padre de Jesús— hace también de Padre para los que quieren identificarse con Cristo, para los hijos de Dios. Por tanto, «San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabemos parte de la familia de Dios» [59].

El trato filial con María y José nos conduce a Jesús, a vivir su vida, a identificarnos con El. Y en Jesús —Hijo Unigénito del  Padre— tenemos acceso a la intimidad divina de la Santísima Trinidad. Es el camino que san Josemaría Escrivá de Balaguer denominaba de la «trinidad» de la tierra, a  la  Trinidad  del Cielo. «Así irán transcurriendo nuestros  años —días de trabajo y de oración—, en la presencia del Padre. Si flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San José, Padre y Señor Nuestro, a quien  veneramos  tanto, que es quien más íntimamente  ha  tratado  en este mundo a la Madre de Dios y —después de Santa María— a su Hijo Divino. Y ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que El la convierta en fortaleza» [60].

6.       Hijos de Dios, hijos de la Iglesia (y del Romano Pontífice)

San Cipriano había declarado brevemente: «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre»  (De catholicae Ecclesiae unitate, 6: PL 4,502)» [61].

A la Iglesia, en efecto, confesamos como Santa Madre Iglesia. «Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía —exclamaba san Josemaría Escrivá de Balaguer—, porque te fundó el Hijo de  Dios,  Santo; eres Santa,  porque  así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma dé los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna» [62].

Y de esa santidad se deriva la maternidad de la Iglesia respecto a todos los cristianos. De Ella y en Ella nacemos a  la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos.

Esta filiación nuestra hacia la Iglesia tiene —también por designio divino— una continuación o manifestación  en la necesaria filiación de los cristianos con el Romano Pontífice. «San Ambrosio escribió unas palabras breves, que componen como un canto de gozo: donde está Pedro, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia no reina la muerte, sino la vida eterna (In XII Ps Enarratio, 40,30). Porque donde están Pedro y la Iglesia está Cristo: y El es la salvación, el único camino» [63]. Podemos y debemos decir, pues, que el Romano Pontífice es verdaderamente padre y maestro de todos los cristianos [64].

7.       Hijos de Dios, hermanos de todos los hombres

«Consumada la Redención, ya no hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra —no existe discriminación de ningún tipo—, porque todos sois uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28)» [65].

La común filiación de muchos a un mismo Padre establece necesariamente una correspondiente fraternidad. Si somos hijos de Dios, somos hermanos entre nosotros; y el realismo de esa filiación comporta un paralelo realismo para esa fraternidad, que entonces «ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio» [66].

Nuestro ser hijos de Dios en Cristo confiere a la fraternidad cristiana unas características sobrenaturales precisas. Esa fraternidad es unidad: todos somos uno en Cristo. A la luz del misterio de ser ipse Christus, de la realidad de la Comunión de los Santos, del Cuerpo Místico, la fraternidad entre los cristianos se manifiesta, no como una horizontalidad, sino como una verticalidad en Cristo. Nuestro real ser hermanos de todos los cristianos es, por tanto, algo mucho más estrecho, una ligazón mucho más fuerte que la simple hermandad derivada de la posesión de una misma naturaleza específica; supera incomparablemente a esa genérica fraternidad humana universal. De alguna manera —mística, pero real: con contenido metafísico—, los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus.

Y así como el amor, la caridad que el Espíritu Santo difunde en nuestras almas, es lo que nos constituye en ipse Christus, «la característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos  de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros  (Jn  13, 35)» [67].

Las manifestaciones que esta fraternidad —unidad  en  Cristo  y amor— debe tener en la  vida ordinaria, son innumerables.  Pero la  raíz de la que nacen no es otra que la filiación divina. «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.

«Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman! (Tertuliano, Apologeticum, 39: PL 1, 471)» [68].

Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: impresionante resumen, que nos da san Josemaría Escrivá de Balaguer, de las exigencias de la caridad fraterna, radicada en la filiación divina. Este fundamento sobrenatural confiere a las manifestaciones de la fraternidad entre los cristianos unas exigencias también de respeto —que no es frialdad, ni oficiosidad—, que le han de dar un tono de delicadeza humana: amor y respeto a los demás, que sea amor y respeto a la imagen de Cristo, a Cristo mismo, en ellos. Entendemos así el profundo contenido sobrenatural de aquel consejo del Padre: «Tú, hijo predilecto de Dios, siente y vive la fraternidad, pero sin familiaridades» [69].

Pero además, no sólo a los hombres que de modo actual están en gracia de Dios, sino a todos los hombres se extiende la fraternidad, por­ que todos en cierto modo son hijos de Dios —criaturas suyas— y, también todos, están llamados a la intimidad de la casa del Padre. De ahí que «hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante  curriculum, de una lucida carrera. Todos hemos de sentimos solidarios» [70]. Y, en sentido inverso, «el hambre de justicia debe conducimos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse  hijos  del Padre, hermanos» [71].

Por encima de cualquier distinción, los cristianos debemos tener siempre presente que «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros» [72].

8. Un «enemigo imponente»

Hijos de Dios; hijos de Santa María y de San José; hijos de la Iglesia y del Romano Pontífice; hermanos de todos los cristianos; hermanos de todos los hombres... La vida cristiana ha de desarrollarse en un clima preciso: el de la filiación y la fraternidad. La fe debe llevamos a sentimos siempre en familia, a pesar de que desgraciadamente el ambiente humano esté tantas veces lejos de ser informado por la caridad de Cristo.

La paternidad de Dios —de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra [73]— se difunde y manifiesta en la Maternidad de Santa María, de la Iglesia, en la paternidad del Papa, y en la de todos aquellos que, de un modo u otro, pueden decir con San Pablo: in Christo Iesu per Evangelium vos genui [74]. No sin emoción viene al pensamiento, en este instante con más fuerza, la fecundísima paternidad espiritual  de  san Josemaría  Escrivá  de Balaguer,  a  quien  bien  se  pueden  aplicar aquellas palabras dedicadas a los Patriarcas: genuit filios et filias [75]. Todos los niveles de la existencia cristiana, individual y social, de  una manera o de otra, crecen y se desarrollan en familia. Por eso, en el fondo, «en tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. Este es el enemigo imponente: tu falta de "filiación" y tu falta de "fraternidad"» [76].

Es indudable que las dificultades para que en el mundo impere la concordia, más aún la caridad auténtica, son grandes: «paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros (Ga 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen  de la ley (cfr. Col 3, 14 y Rm 13, 10)» [77].

Fernando Ocariz, en unav.edu

Notas:

1.    Álvaro DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa, Ed. Rialp, Madrid, 12.ª ed. 1976, pp. 10-11. Salvo los textos de la Sagrada Escritura, todas las citas en que no se mencione el autor son de san Josemaría Escrivá de Balaguer.

2.    Camino, Ed. Rialp, Madrid, 25.ª ed. 1965, n. 274.

3.    El trato con Dios (Homilía pronunciada el 5-IV-1964), Madrid  1976,  pp. 13-14.

4.    A. DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa,  p. 13.

5.    Es Cristo que pasa, n. 65.

6.    A. DEL PORTILLO, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, discurso en la Universidad de Navarra, 12-VI-1976, recogido en el volumen «En memoria de san Josemaría Escrivá de Balaguer», Eunsa, Pamplona 1976, p. 45.

7.    Del texto de la oración para la devoción privada a san Josemaría Escrivá de Balaguer.

8.    Citado en A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, en «Palabra» n.0 130, junio 1976, p. 9.

9.    Es Cristo que pasa, n. 64.

10.     Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1976, n. 22.

11.     Es Cristo que pasa, n. 100.

12.     Ef 2, 19.

13.     Es Cristo que pasa, n. 133.

14.     Ibídem, n. 65.

15.     Cfr. Ibídem, n. 64.

16.     2P 1 ,4.

17.     Es Cristo que pasa, n. 21.

18.     Ibídem, n. 48.

19.     Ibídem, n. 103. Cfr. Humildad (Hornilla pronunciada el 6-IV-1965), Madrid 1973, p. 9.

20.     Es Cristo que pasa, n. 133.

21.     Ibídem, n. 160.

22.     Conversaciones, n. 67.

23.     Vida de oración (Homilía pronunciada el 4-IV-1955), Madrid 1973, p. 38.

24.     Es Cristo que pasa, n. 66.

25.     2Co 5, 7.

26.     Hch 17, 28.

27.     Rm 8, 29.

28.     Es Cristo que pasa, n. 91.

29.     Ibídem, n. 185.

30.     Ibídem, n. 91.

31.     Ibídem, n. 96. Cfr. Conversaciones, n. 58; Sacerdote para la eternidad (Homilía pronunciada el 13-IV-1973), Madrid 1973, p. 10.

32.     Hacia la santidad (Homilía pronunciada el 26-XI-1967), Madrid, 3.ª  ed.  1973, p. 18.

33.     Es Cristo que pasa, n. 103.

34.     Ibídem,  n. 128.

35.     Ibídem, n. 155.

36.     Ibídem, n. 87.

37.     ibídem, n. 149.

38.     Hacia la santidad, pp. 18-19.

39.     Ga 3, 26.

40.     Rm 5, 5.

41.     Es Cristo que pasa, n. 87.

42.     Ibídem, n. 118.

43.     Cfr. Virtudes humanas (Homilía pronunciada el 6-IX-1941), Madrid, 3.ª ed. 1974, p. 34.

44.     Es Cristo que pasa, n. 130.

45.     Ibídem,  n. 86.

46.     Ibídem,  n. 85.

47.     Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 43.

48.     Con la fuerza del amor (Homilía pronunciada el 6-IV-1967), Madrid 1976, p. 22.

49.     Es Cristo que pasa, n. 116. Cfr. El fin sobrenatural de la Iglesia (Homilía pronunciada el 28-V-1972), Madrid 1973, p. 24.

50.     Ef 2, 19.

51.     Es Cristo que pasa, n. 165. Cfr. Para que todos se salven (Homilía pronunciada el 16-IV-1954), Madrid 1973, p. 30.

52.     Es Cristo que pasa, n. 169.

53.     Santo Rosario, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1971, p. 140.

54.     Es Cristo que pasa, n. 11.

55.     Ibídem, n. 171.

56.     Ibídem, n. 141.

57.     Madre de Dios, Madre nuestra (Homilía pronunciada el l l-X-1964), Madrid 1973, p. 39.

58.     Es Cristo que pasa, n. 56.

59.     Ibídem, n. 39. Cfr. Camino, n. 559.

60.     Vida de oración, pp. 44-45.

61.     El fin sobrenatural de la Iglesia, p. 20.

62.     Lealtad a la Iglesia  (Homilía  pronunciada  el 4-VI-1972),  Madrid  1973, p. 29.

63.     Ibídem, p. 33.

64.     Ibídem, p. 35.

65.     Es Cristo que pasa, n. 38.

66.     Con la fuerza del amor, p. 31.

67.     Ibídem, p. 16.

68.     Es Cristo que pasa, n. 36.

69.     Camino, n. 948.

70.     Virtudes humanas, p. 22.

71.     Es Cristo que pasa, n. 157.

72.     Ibídem, n. 106.

73.     Ef 3, 15-16.

74.     1Co 4, 15.

75.     Gn 5, 4 ss.

76.     Camino, n. 955.

77.     Es Cristo que pasa, n. 157.

Joseph Ratzinger

En 1921 Romano Guardini acuñó esta frase: «Un proceso de incalculable importancia ha comenzado: la Iglesia despierta en las almas». Tras el gran colapso de 1918, en Alemania había despertado un ambiente de nostalgia del mundo intacto y bien ensamblado de la Edad Media, un sentimiento romántico de comunidad, ya fuera en la sociedad o en la Iglesia. Se levantó así a favor de la Iglesia, anclada en el liberalismo del cambio de siglo y puesta a un lado como obsoleta, una oleada de un nuevo sentimiento, una oleada de nostalgia, de esperanza, de alegría, que nadie acertó a expresar de forma más excelsa que Gertrud von Le Fort en sus Himnos a la Iglesia.

Tras el colapso de 1945 la situación era totalmente distinta. El Reich que se hundió entonces había sabido utilizar en provecho propio el nuevo sentido de la autoridad y la comunidad, el romanticismo de lo perdido que iba a volver y el resentimiento antiliberal. En la cruel desilusión de 1945 se hundió también el romanticismo de la comunidad, que había sido defraudado de manera tan vergonzosa. El hombre comparecía también ante la Iglesia con una nueva actitud: ya no se cantaban himnos a la Iglesia; el nuevo tono, el tono del hombre que se había vuelto precavido y desilusionado, lo dio Ida Friederike Görres en la revista Franfkfurter Hefte con su «Carta a la Iglesia», que terminó poniendo en marcha todo un género literario: la crítica a la Iglesia.

Por lo tanto, en el tema «crítica a la Iglesia» se refleja sencillamente el espíritu de los tiempos, la peculiar actitud espiritual de una generación probada por dos hecatombes. Pero al igual que en aquel entonces, entre las guerras mundiales, no habría estado de más hacer unas cuantas preguntas de fondo al espíritu de los propios tiempos, recapacitar sobre la verdadera índole de esa nueva actitud romántica para ver si solo despertaba esperanza, o si contenía también elementos de un peligroso romanticismo que ponía el sentimiento por encima de la verdad, así también ahora lo que encontramos como espíritu de los tiempos nos llama a hacernos la pregunta autocrítica sobre qué debemos pensar de esta nueva actitud espiritual.

I.         Consideraciones de fondo

Ante la pregunta por la posibilidad y el derecho de una crítica a la Iglesia los espíritus se dividen hoy en dos direcciones distintas: el hombre típico de hoy no ve por qué no va a haber crítica a la Iglesia en la misma medida y del mismo modo que a las formas e instituciones del Estado, las cuales, ciertamente, parecen no menos fundamentales para las posibilidades efectivas de vida de los hombres. Si esas formas e instituciones tienen que demostrar su valía una y otra vez ante el foro de una crítica responsable y democrática, no se ve por qué las cosas deberían ser distintas en la Iglesia: parecería una cierta manifestación de comportamiento totalitario que rehúye la responsabilidad crítica.

Ahora bien, los eclesiásticos de la vieja escuela tienen una percepción muy distinta de este mismo asunto. No entienden cómo alguien que sea un cristiano creyente puede tener la desmesura de aplicar a la Iglesia, que debería serle profundísimamente sagrada, los modos profanos de la crítica, cómo frente a la Iglesia –«columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15) puesta por Dios mismo, «signo de Dios en el mundo» (Concilio Vaticano [I]), «esposa de Cristo» (Ap 21,9), a la que «le están confiadas las llaves del reino de los cielos» y que tiene «el poder de atar y desatar» (Mt 16, 19; Mt 18,18)– alguien que se diga creyente puede adoptar otra actitud que la veneración y la obediencia reverente, cómo puede posicionarse frente a ella con la actitud de la crítica, que no en vano cierra de antemano el acceso a la esencia de la Iglesia. Pues en ella precisamente no se barajan opiniones dispares para ver cuál prevalece, sino que, más bien, es el lugar en el que al hombre, en medio del caos de opiniones del mundo, le sale al encuentro la roca de la verdad, el lugar en el que, por tanto, en vez de opiniones humanas se hace visible la verdad divina, frente a la cual la actitud correcta es la aceptación obediente y el agradecimiento, no la crítica. Realmente reside ahí una preocupación auténtica: hoy nos amenaza una confusión de los límites que puede llevar a malentender lo distintivo de la Iglesia y, en consecuencia, a falsear los órdenes.

Por ello, efectivamente, es necesario empezar trazando con nitidez el límite de toda crítica, antes de que su sentido positivo y su verdadera posibilidad puedan salir a escena. El límite de la crítica, por un lado, y su justificación, por otro, ya han quedado expresados de suyo al enunciar el tema de esta intervención: la crítica está aquí decisivamente limitada de antemano por cuanto la Iglesia es la santa Iglesia; siempre será posible por cuanto esa misma Iglesia, la Iglesia santa, es y será siempre, no obstante, Iglesia de los pecadores.

1.El sentido de estos enunciados se clarifica si partimos de la comparación con el Antiguo Testamento. El Antiguo Testamento está caracterizado sustancialmente por la duplicidad de sacerdocio y profetismo, de institución y acontecimiento. A los sacerdotes les incumbía conservar; a los profetas, la crítica profética, una crítica frecuentemente demoledora, que penetraba hasta el núcleo de las cosas, que no se detenía ante lo aparentemente más sagrado y último, que no se arredraba a la hora de tildar de idolatría el culto entero o de anunciar la reprobación de la institución entera. Cabe decir, incluso, que el sentido del profetismo no reside en unas predicciones cualesquiera, sino en la protesta profética, en la protesta contra la autosuficiencia de las instituciones, y Cristo es el cumplimiento de los profetas precisamente porque cumplió la protesta profética y llevó a término la reprobación definitiva de la institución vetero-testamentaria.

Pues bien, hay una serie de teólogos protestantes que sostienen que esa función de la protesta profética sigue existiendo en el Nuevo Testamento exactamente igual que en el Antiguo y que el cristianismo evangélico es el que ha de administrar esa función profética: «protestar» –dicen– es, dando continuidad a la protesta profética, la permanente tarea de la cristiandad «protestante». Llegados a este punto se separan en todo caso los caminos. Es nuestra convicción que la esencia del Nuevo Testamento como tal consiste precisamente en que el profetismo, en el sentido específico del Antiguo Testamento como cuestionamiento de fondo de la institución, ha llegado a su fin; consiste en que ya no puede haber crítica con esa radicalidad última. ¿Cómo que ya no? Porque en la encarnación de su Hijo Dios ha decidido definitivamente el drama, hasta entonces abierto, de la historia humana.

La alianza con Israel es condicional, y ahí radica su naturaleza esencial de «antigua» alianza; la nueva alianza es absoluta, incondicional, y ahí radica su naturaleza esencial de nueva alianza. Esto significa que a Israel se le acepta con la condición «de que cumpláis la ley», «de que hagáis cuanto está escrito en las obras de Moisés» (cf. por ejemplo Dt 28). La alianza expresamente y de antemano es una alianza meramente condicional. Ambas partes contraen una obligación: Yahvé está dispuesto a dar la salvación a Israel, si Israel por su parte cumple la ley. La alianza está ligada, pues, a la condición de la moralidad humana. De ahí procede la función de los profetas: tienen que martillear una y otra vez esas condiciones y señalar que toda la gloria cúltica no sirve de nada si no se cumple la condición entera, es decir, si no se cumple la ley entera. Eso no ha sucedido nunca y no sucederá nunca, porque ningún hombre es enteramente bueno. Si la salvación depende de la moralidad humana solamente como condición estricta, no hay salvación para los hombres (Rm 4, 14). En esa medida, en el Antiguo Testamento el drama de la humanidad está abierto de momento: está por ver si no terminará sencillamente como tragedia, con una estridente disonancia, con la reprobación de todos los hombres.

En cambio, el Nuevo Testamento significa que Dios mismo se hace hombre y que, por mor del hombre Jesucristo, Dios acepta a la humanidad que cree en Jesucristo. De ese modo el drama de la historia universal queda decidido definitivamente en sentido afirmativo. Dios concierta una alianza nueva, y esta vez incondicional: la Iglesia, en calidad de nuevo pueblo de Dios, no ha sido aceptada por Dios condicionalmente, como el antiguo Israel, sino absolutamente; su aceptación y no rechazo ya no se apoya en la siempre tambaleante condición de la moralidad humana, sino en el absoluto de la obra salvífica y de gracia de Jesucristo (Rm 4, 16). La Iglesia ya no se apoya (como Israel) en la moralidad de los hombres, sino en la gracia dispensada contra la amoralidad de los hombres, en la encarnación de Dios. Descansa en un «incondicionamiento», en el «incondicionamiento» de la gracia divina, la cual ya no se ata a condición alguna, sino que se ha decidido definitivamente a salvar a los hombres. Por esa razón tenemos que, a diferencia de lo que sucedía con la comunidad de la antigua alianza, la Iglesia ya no es condicional, sino absoluta, pues descansa en la índole absoluta de Dios. Por ello es –desde su raíz, que es Jesucristo– definitiva, irreprobable, «santa» Iglesia para siempre: santa por el ya insuprimible «incondicionamiento» de la gracia divina.

Por eso la crítica profética en el sentido antiguo ha llegado a su fin, se ha quedado sin función, dado que ya no existe como tal el modo condicional en el que se engarzaba. En su núcleo la Iglesia representa el «incondicionamiento» de la gracia divina y, por tanto, un absolutum, la definitiva voluntad salvífica de Dios. Por ello, en su calidad de presencia concreta de ese «incondicionamiento» divino en el mundo, ella misma es absoluta, santa e insuprimible en su núcleo, no necesitada ni susceptible de crítica. ¿No debería ser la gran tarea del hombre de hoy volver a aprender realmente a oír y recibir en este punto, alegrarse de que aquí salga a su encuentro el absolutum de Dios, un absolutum que no necesita su sagaz crítica, sino que sencillamente le regala certidumbre que le es lícito recibir agradecidamente sin más?

2.De esa forma queda de manifiesto el límite de la crítica a la Iglesia, pero en el fondo ya se ve también por qué, con todo, puede seguir habiendo crítica, aunque con una función totalmente distinta, muchísimo más modesta que en el Antiguo Testamento. En la medida en que el «incondicionamiento» de la gracia divina es fijado y custodiado por hombres que son y nunca dejarán de ser pecadores, en esa misma medida, la santa Iglesia sigue siendo con todo, en el plano de lo concreto, Iglesia de los pecadores y, en esa medida, es susceptible de crítica y está necesitada de ella. Por ello, el elemento de lo profético puede y debe existir de una nueva forma, también ahora en el orden del Nuevo Testamento: el cristianismo primitivo no conoce solamente los ministerios, en los que se realiza el orden regular de la Iglesia; conoce junto a ellos y con ellos los carismas, en los que el Espíritu preserva su libertad de actuar, y desde el principio conoce, también entre los carismas necesarios para la Iglesia, el carisma del «profeta». El antiguo profetismo está tan muerto como el Antiguo Testamento mismo; el nuevo profetismo tiene que vivir como carisma, como don del Espíritu en la Iglesia. ¿En qué consiste? Ya hemos encontrado un criterio negativo: ya no puede significar la impugnación de la institución misma. Con otras palabras: ahora (a diferencia de lo que pasaba en el Antiguo Testamento) la crítica, hablando con exactitud, ya no es crítica a la Iglesia misma, sino a los hombres de la Iglesia. La Iglesia como Iglesia, en el auténtico núcleo de su ser Iglesia, está, de conformidad con lo que llevamos dicho, más allá de la crítica. En cambio hay y debe haber crítica a los hombres de la Iglesia (y también a las instituciones secundarias de la Iglesia, a las instituciones de Derecho eclesiástico): rechazar esa crítica sería igual de erróneo que afirmar la persistencia del profetismo y reivindicaría para la Iglesia lo que solo puede valer para el reino de Dios ya consumado.

Reflexionemos a ese respecto: la santidad de la Iglesia y, así, la superación de la época de la protesta profética se basan en el hacerse carne, en la encarnación del Verbo divino, la cual es la realización concreta del «incondicionamiento» de la gracia divina. Acabamos de intentar aclarar precisamente eso. Es de lamentar, no obstante, que también haya una exageración de la teología de la Encarnación que oscurece el claro núcleo del asunto al emplearla para todo tipo de propósitos paralelos. Estamos ante un abuso del principio encarnatorio cuando se quiere hacer definitivo y sustraer a la crítica todo canon, toda disposición que alguna vez haya sido útil y toda costumbre, haciendo pasar todo eso por parte de la encarnación del Verbo.

Prescindiendo ahora de todo lo demás que se puede objetar contra esa forma de proceder, hay que constatar cuando menos, desde lo más íntimo de la fe, que en el cristianismo la Encarnación no es, en modo alguno, lo último. El misterio de Cristo no termina con la Encarnación, sino que empieza con ella. Y es que el misterio de Cristo es un misterio de cruz; la Encarnación solo da comienzo al camino que en la cruz llega a su verdadero punto culminante. De la teología de la Encarnación forma parte tan necesaria la teología de la cruz que la una se tornaría falsa sin la otra. Es decir, para llegar a su verdadero cumplimiento, todas las instituciones terrenas tienen que pasar por la cruz, toda figura terrena es provisional. Expresado de otro modo: es sin duda erróneo poner a la Iglesia en el mismo nivel que el Antiguo Testamento haciéndola objeto de una crítica profética en el sentido total vetero-testamentario, porque descansa en el absolutum de la gracia divina y ahí tiene ella misma la índole de absoluta que la hace estar en su núcleo más allá de toda crítica. Pero no es menos erróneo presentar a la Encarnación como el todo y, en consecuencia, como el final, haciendo pasar a la Iglesia por el reino de Dios ya consumado y negando así, en la práctica, su gran futuro escatológico, la transformación que tendrá lugar en el juicio y al final del mundo, solamente para mantenerla al margen de cualquier crítica. No, su núcleo divino es administrado por hombres, y esos hombres están y estarán siempre sujetos a la crítica.

El «incondicionamiento» de la gracia divina, el cual lleva en sí el misterio precioso del carácter de definitivo, todavía no ha encontrado su figura definitiva, sino que está ligado al signo de la cruz, ligado a hombres que necesitan la cruz para así llegar a la gloria. Ya no sería un «incondicionamiento» si los hombres a los que va destinado y entre los que está presente no fuesen pecadores que necesitan la crítica, la crisis de la cruz. Precisamente el carácter absoluto de la gracia incluye la insuficiencia y la criticabilidad de los hombres a los que está referida. La Santa Iglesia es y será siempre en esta época del mundo una Iglesia de los pecadores, es mas, también los santos son pecadores...

3.Antes de tratar de extraer conclusiones prácticas de lo que llevamos dicho será útil, finalmente, observar algo más de cerca la expresión «crítica a la Iglesia» sencillamente como expresión: también esto nos llevará de nuevo a un conocimiento muy de fondo que después permitirá entrar directamente en las conclusiones prácticas. Si no se rehúye ese esfuerzo, se puede constatar que ahí el concepto «Iglesia» se emplea de un modo sumamente inexacto, es más, errado. En la práctica se está identificando a la Iglesia con las autoridades eclesiásticas. Se cae en el error de concebir a la Iglesia, pues, por analogía con el Estado: una confusión esta que, en verdad subyace en buena medida a toda la moda actual de la crítica a la Iglesia. Y es que ya es erróneo designar a la jerarquía eclesiástica (el Papa y los obispos) sencillamente como «la Iglesia»; pero es todavía más erróneo presentar bajo cuerda a la burocracia eclesiástica –que, sin duda, también tiene que existir en esta época del mundo– como «la Iglesia». Es este un grave abuso, que conduce a resultados tan cómodos como fraudulentos, y, sobre todo, a resultados que nunca nos conciernen a nosotros mismos, sino siempre solamente a los demás, lo cual es la característica básica de toda mala crítica, cuya condena atraviesa el Nuevo Testamento entero en diversas variaciones: «No juzguéis para que no seáis juzgados» (Mt 7, 1).

¿Qué es, entonces, la Iglesia realmente? Atengámonos a la regula fidei, al Credo. En él se profesa la fe en la Iglesia como communio sanctorum. En el lenguaje de los antiguos esto significa dos cosas distintas: por un lado, communio sanctorum equivale a communio sacramentorum, participación común en los santos sacramentos, y, por tanto, la previa donación divina, el absolutum de la gracia divina; pero después también significa communio sanctorum hominum (= fidelium), y, por tanto, la comunidad de los creyentes, de todos los hombres que son santificados por la participación común en la palabra y la realidad de Cristo y, así, por la fe y el bautismo son miembros de la Iglesia de Dios. Como es natural, no todos los miembros de la communio sanctorum tienen la misma posición ni la misma misión: se trata de una pluralidad orgánica, y unos representan su misterio esencial de forma más inmediata y directa que otros, por lo cual a unos se les puede atribuir el título «Iglesia» en sentido más fuerte y preferente que a otros. Sin embargo, las autoridades y los jerarcas nunca son sencillamente «la Iglesia», sino que, a lo sumo, representan de conformidad con su misión en mayor o menor medida la esencia de la Iglesia y están en mayor o menor medida a la altura de esa misión de representación. Así pues quien quiera criticar debe tener claro primero qué critica en realidad y que no puede criticar en modo alguno a «la Iglesia» sin criticarse a sí mismo. No existe la crítica a la Iglesia como tal, sino solamente la crítica a personas o instituciones de la Iglesia y esa crítica caerá en el peligro de resultar poco seria siempre que no incluya una autocrítica despierta, dado que nosotros mismos, cada uno a su modo, somos un trozo de la «debilidad» de la Iglesia.

II.       Consecuencias prácticas

1. La crítica (por principio y de forma totalmente general) nunca debe hacerse a la ligera. Tanto menos cuanto mayores sean el peso y la significación de la realidad contra la que se dirija. Aplicado a la Iglesia: la crítica en la Iglesia (como preferiría decir ahora, en vez de crítica a la Iglesia) tiene que ser examinada tanto más concienzudamente cuanto más central sea el lugar que ocupe la realidad criticada en la vida de la Iglesia. De otro modo, pero esto es lo mismo que había dicho siempre la propedéutica a la teología, que en la práctica siempre contaba con la crítica a la Iglesia, y al mismo tiempo le daba normas al crear una doctrina de los grados del asentimiento exigido en la Iglesia. La vieja doctrina de los grados de asentimiento en el fondo no es otra cosa que la versión positiva de una doctrina de los posibles niveles de crítica en la Iglesia, una doctrina que se puede obtener sin especiales dificultades, como huella en negativo, a partir de la estructura positiva de la teología escolástica.

Puede que al mismo tiempo nos dé que pensar que nosotros atribuyamos tanto valor a la posibilidad negativa, mientras que a generaciones anteriores les importaba ante todo el conocimiento de la tarea positiva. Con todo, si tratamos de aplicar la mencionada doctrina de los grados de asentimiento, cabe decir abreviadamente: la homilía de un coadjutor exige un tipo de asentimiento distinto que la carta pastoral de un obispo y esta, a su vez, un asentimiento diferente que un decreto de una congregación pontificia, el cual exige un asentimiento distinto que un syllabus papal, que por su parte requiere otro asentimiento que el dogma: únicamente este último es posible en el fondo, solo que ha de ser sometido a un examen de conciencia de tanto más peso cuanto más alto esté el objeto de la crítica. Si se critican por principio las homilías de un coadjutor y siempre se cree saberlo todo mejor que él, estamos ante un atentado más bien contra el tacto y la formación que contra la veneración y la fe. En cambio, cuando se condenan de antemano las encíclicas papales existe, sin duda, un atentado muy central contra la veneración creyente. Solo un examen muy a fondo, que esté dispuesto de entrada a someterse él mismo a la crítica a fondo y con dureza, podrá permitirse pasar a la crítica, y siempre habrá que preguntar si ya se ha admitido realmente la suficiente autocrítica y si no sería mejor dejarse corregir por la encíclica que corregir la encíclica. Con lo dicho queda acotado el campo de la crítica posible y su orden gradual. En lo que sigue vamos a intentar una tesis sobre el derecho a la crítica y otra sobre su límite. Comencemos por la última.

2. Cuando, tras un cuidadoso examen de conciencia, se ha llegado a la decisión de que está justificada y es necesaria la crítica de un asunto, se deben tener en cuenta al pasar al ejercicio concreto de la crítica, en el tipo y forma de su publicidad, los puntos de vista que san Pablo formuló en sus cartas a Roma y a Corinto con la mirada puesta en situaciones parecidas. Su aplicación podría permitir aproximadamente las siguientes afirmaciones:

a)Se debe tener especial consideración con los hermanos que sean débiles en la fe y estén más expuestos a los peligros para ella. Se debe preguntar siempre si la crítica no dañará considerablemente la actitud de fe de quienes se hallen en una posición relativamente periférica o tengan una menor capacidad de discernimiento (o cualquier otra debilidad) y así, al cabo, producirá más daño que beneficio.

b)Se debe tener especial consideración con los no creyentes. Si esa crítica les proporciona una legitimación aparente para su falta de fe, si quizá los refuerza de hecho en su rechazo, si los aleja más de la Iglesia, es necesario volver a preguntarse si en esas circunstancias se debe ejercer crítica.

c) Se debe tener especial consideración con la debilidad de la propia fe. Toda persona tiene razones para desconfiar de sí misma. La crítica puede empujar fácilmente a la amargura, llevar al aislamiento y, así, amenazar la propia capacidad de creer. Sobre todo, la Iglesia debe ser para cada uno el lugar en el que, más allá de los enfrentamientos de opiniones y del intrincado entrelazamiento de la crítica, encuentre las actitudes espirituales de fondo de la veneración y de la obediencia receptiva, el lugar en el que, más allá del hablar, aprenda a escuchar y aprenda a confiarse a lo que él no ha hecho, sino que le ha sido dado. Un exceso de crítica puede poner en peligro inadvertidamente y terminar por destruir esa decisiva actitud de fondo –que es la actitud de la fe– y, así, el núcleo de la existencia cristiana misma. Hay que procurar siempre que el hablar no pase tan a primer plano en nosotros que nos olvidemos de cómo se escucha. Por ello, precisamente quien ya haya criticado una vez no debe pensar que ha de hacerlo de continuo y erigirse en profeta. Precisamente deberá ejercitarse una y otra vez en el gran valor fundamental cristiano del escuchar y el recibir. Es imposible exagerar la decisiva importancia que posee en nuestra época esa tarea, una tarea a la que realmente nunca deberíamos hurtarnos a la ligera.

3. Frente a esas limitaciones hay que tener en cuenta ahora, no obstante y a la inversa, que existe un derecho propio de la verdad frente al amor y que existe una subordinación de la utilidad a la verdad, una subordinación de la cual fluye la auténtica necesidad del carisma profético en la Iglesia y de la cual, en correspondencia con ello, puede que en ocasiones surja también la obligación de criticar por mor de la verdad. Si en todos los casos hubiese que esperar para decir la verdad a que ya nadie la usase indebidamente o la malentendiese, nunca resonaría su voz. Por ello, las limitaciones mencionadas no pueden ni deben llevar a que al final el elemento profético sencillamente sea amordazado en la Iglesia. El sentido de las mismas estriba solamente en ordenar ese elemento en el conjunto orgánico del cuerpo de Jesucristo, en el que la ley de la verdad está tan vigente como la del amor. No cabe dar aquí una regla matemática absoluta: hay que hacer una ponderación nueva en cada caso. Karl Rahner ha señalado, en relación con este asunto, y con toda razón, que la Iglesia necesita algo así como una opinión pública y que siempre debe haber también «libertad de palabra en la Iglesia». La Iglesia también vive precisamente del clima del espíritu de la libertad al que Cristo nos ha llevado. Y necesita de continuo la aportación del pensamiento responsable de quienes son sus miembros, que no critican para hacer valer su sagacidad, que no critican porque han puesto a un lado el espíritu de aceptación, sino que critican porque quieren construir. Al mismo tiempo debería estar claro, sin embargo, que aquí hay que saber también dónde están los límites de la propia tarea. La tarea del laico será no tanto criticar en los campos propiamente teológicos cuanto aportar su pensamiento responsable, libre y crítico en los diversos planos de la referencia de la Iglesia al mundo. Ahí puede y debe ayudar a completar la información de los organismos eclesiásticos, a menudo insuficiente, aportando su pensamiento y su crítica en los campos que le competan, y así desempeñar con la crítica una tarea positiva real en la Iglesia, también cuando al principio no sea entendida sin más por sus ministros.

4. Una doble observación, antes de terminar, acerca del ethos de la crítica en la Iglesia: el ethos del crítico, primero, y después el ethos del criticado.

a) De la crítica también forma parte la valentía necesaria para arriesgarse a que a uno no le entiendan. Quien no tenga esa valentía, no debe atreverse a desempeñar esa tarea. Rectamente entendida, ninguna tarea exige más desprendimiento de sí, más fe, humildad y disciplina que la crítica. Puede suceder que en esta o aquella situación a alguien se le imponga la tarea de la crítica como su misión específica. Quien la asuma, deberá saber que, a su modo, está tomando la cruz sobre sus hombros. La crítica por afán de publicidad es indigna. La verdadera crítica demuestra que lo es en el ethos de la capacidad de soportar, en la actitud de quien está dispuesto a ser malentendido. Demuestra su legitimidad en la medida en que viva del propósito de servir al verdadero crecimiento del cuerpo de Cristo.

b) El ethos del criticado: resulta fácil concretar algo más quiénes son esos «criticados»: en el caso de la crítica en la Iglesia los criticados han sido hasta ahora, en especial medida, los clérigos, en su calidad de auto-representación de la Iglesia especialmente destacada. Para ellos, como ya dijimos al principio, la aparición de una crítica a la Iglesia que en la práctica era a ellos a quienes afectaba fue en buena medida un fenómeno enteramente nuevo, del que tomaron conocimiento con desconfianza y disgusto y que trataron de desenmascarar como parte de una actitud impía.

Si no queremos ser injustos, debemos tener muy en cuenta a ese respecto lo que sigue: en su calidad de guardianes de la palabra de Dios, que permanece pura aun cuando llegue a nuestras impuras manos, tienen, sin duda, un derecho específico a que se les proteja de una crítica precipitada, para que no suceda que a fuerza de hablar en voz demasiado alta de su debilidad humana se deje de prestar oído a su misión divina. Por otra parte, sin embargo, esto no debe llevar a esconderse tras una cómoda auto-identificación con la «Iglesia», que promete una protección demasiado fácil, la cual a su vez, según habría que admitir entonces, permitiría a los otros huir de la autocrítica y pasar a la crítica a la Iglesia, malentendida en el sentido de un aparato jerárquico-burocrático. En este punto se debe exigir a los clérigos verdaderamente, en mayor medida que hasta ahora, la modestia de negar una falsa equiparación con «la Iglesia». Esa modestia incluye luego, necesariamente, una disposición siempre despierta a criticarse a sí mismo, y por tanto también la disposición a examinar serenamente toda crítica proveniente de fuera para determinar si es seria y cuál es su peso.

Cabe preguntarse, por ello, si la reacción que se produjo en su momento ante la crítica «Carta a la Iglesia» fue realmente adecuada. ¿No sería más eficaz en un caso como ese no encargarse uno mismo de la defensa, sino (en la medida en que fuese necesaria) dejarla mejor a los laicos, a fin de no responder con la condena en lo que a uno mismo respecta, sino con el examen de conciencia? Hemos aprendido a posteriori a hacer examen de conciencia en representación de la «Iglesia» de la época de la Reforma; ¿por qué nos negamos a hacerlo sobre nosotros mismos? ¿No debería servirnos aquí de provechoso ejemplo el primer gran representante del ministerio eclesial, san Pedro, quien no tuvo empacho en aceptar la dura crítica de san Pablo –que había sido llamado más tarde que él– y cambiar de conducta en respuesta a la misma? (Ga 2, 11-14)?

En esa grandiosa escena, que en siglos posteriores probablemente ya solo rara vez habría sido posible, reside una enseñanza permanente para la Iglesia, de la que hemos vuelto a cobrar muy viva conciencia movidos por la situación espiritual de nuestro siglo. El encuentro de los dos grandes apóstoles en Antioquía será siempre un signo que debe hacernos meditar. En última instancia, todos juntos –clérigos y laicos– no deberíamos olvidar nunca que somos una comunidad de hermanos proveniente de Cristo, en la que siempre existirá también el derecho y el deber de la corrección fraterna (Mt 8, 15-17), pero que ha de demostrar su condición de cristiana dejándose atravesar por el espíritu de la verdadera fraternidad, «realizando la verdad en el amor» (Ef 4, 15).

Joseph Ratzinger, obras completas  en bac-editorial.es

Christian Schaller

«Había una extraordinaria expectación» [1]

El pensamiento y la obra de Joseph Ratzinger se unen de una forma muy estrecha con el Concilio Vaticano II. Con sólo 36 años fue nombrado asesor teológico personal del entonces cardenal arzobispo de Colonia, Joseph Frings, y desde noviembre de 1962 aceptado como perito conciliar en el exclusivo e internacional gremio de peritos. Textos decisivos del Concilio como por ejemplo Lumen gentium, Dei Verbum y Ad Gentes fueron perfilados por Joseph Ratzinger, entonces catedrático de Dogmática en la Universidad de Bonn [2]. Diseñó y escribió el borrador de once alocuciones, que el cardenal Frings, prácticamente ciego, dirigió al Sínodo sobre el tema de la Revelación, la misión de la Iglesia y el ecumenismo, y en total participó en cuatro debates sobre el esquema «De Ecclesia».

El trabajo para el cardenal Frings y su labor en las comisiones individuales como perito constituyen los dos ejes sobre los que se puede describir la labor concreta de Joseph Ratzinger durante el Concilio. En cuanto al modo de trabajo y al complicado proceso que se seguía para la elaboración de documentos y su redacción final, además de sobre el trabajo en común en los borradores, el mismo Joseph Ratzinger proporciona información en su prólogo al estudio de Thomas Weiler «Die Ekklesiologie Joseph Ratzingers und ihr Einfluss auf das Zweite Vatikanische Konzil», del año 1996. Ahí habla de la «contribución de muchas personas individuales» y del «encuentro de las personas» con el resultado de que en semejante «cooperación maduró una afirmación en la que el todo es esencialmente más que las partes individuales y en que lo especial de cada uno está inserto en una dinámica de ese todo que lo trasciende, que transforma también lo suyo propio y que lo ha incluido en la conformación de una síntesis que no proviene de él» [3].

Si bien estas palabras manifiestan la noble modestia del Papa emérito, no se debe infravalorar el trabajo y la influencia teológica del perito conciliar Joseph Ratzinger, documentada eficazmente por sus observaciones, sus borradores y sus opiniones, que hoy, 50 años después del comienzo del Concilio, lo presentan como asesor influyente de los padres conciliares. No hay duda de que J. Ratzinger, con su comentario y elucidación de las decisiones del Concilio, ha realizado una contribución importante en favor de la recepción e interpretación del Concilio; de igual modo, resulta patente su compromiso en la cuestión del Concilio como Concilio, esto es, en el gran tema de la hermenéutica del Concilio. Tanto en su conocido discurso de Navidad a la Curia Romana en 2005, como en su ya mencionado discurso al clero de la diócesis de Roma, lo que ha primado siempre es el orden histórico de las enseñanzas del Concilio en el conjunto de la doctrina de la Iglesia. No se trataba de «crear una nueva Iglesia, u otra iglesia distinta. Para eso ellos (los padres conciliares) no tenían ni poder ni mandato. [...] Por eso una hermenéutica de la ruptura, contra el espíritu y contra la voluntad de los padres del Concilio, es absurda» [4].

El año 2013, los editores españoles y el equipo de traducción de la BAC pudieron presentar al mundo hispánico, tan rápida como competentemente, estos tesoros sacados de la historia de la Iglesia y la teología: un signo de unión con el espíritu de Joseph Ratzinger y el auténtico espíritu del Concilio.

Joseph Ratzinger no sería Joseph Ratzinger –cuya vocación como maestro de la fe se refleja tan singularmente en sus escritos, sus conferencias, sus reflexiones y meditaciones y, finalmente, en su magisterio como obispo y Papa–, si él no hubiera acompañado al Concilio y a su enseñanza comentándola y acercándola a un amplio público. Así, por ejemplo, redactó cuatro retrospecciones a los periodos de sesiones [5] y permitió con ello echar una mirada al desarrollo del esquema «De Ecclesia» [6]. A su participación en la redacción de los documentos conciliares y del comentario que los acompaña, le siguió, una vez terminado el Concilio, un intenso análisis y un comentario extenso [7]. Todavía hoy su exhaustivo comentario a la constitución Lumen gentium, en el «Lexikon für Theologie und Kirche» de 1965, constituye, dentro del inventario de interpretaciones de este documento conciliar con un singular significado histórico, un modelo inigualable de exégesis profunda y centrada en el texto y en su intención [8].

De igual manera son iluminadoras sus intervenciones dedicadas a cuestiones singulares como: la colegialidad episcopal [9], la relación entre Iglesia local e Iglesia universal [10], la constitución Dei Verbum sobre la revelación [11], la constitución pastoral Gaudium et spes [12], el decreto Presbyterorum ordinis acerca del servicio y la vida de los sacerdotes [13], las declaraciones acerca de la misión [14] y de la libertad religiosa [15], etc. Hasta el final, como ya hemos mencionado, se interesará por la hermenéutica en conflicto entre ruptura y continuidad, como topos fundamental en la recepción del Concilio.

No deben quedar sin mencionar, sus intervenciones conmemorativas en los aniversarios del Concilio, en las que la actualidad del Concilio y de su enseñanza son puestas en primer plano. En ellas se expresa la creciente decepción por la no aceptación de los resultados que, por su contenido, tenían mucho que ver con la esperanza que se había depositado en el Concilio; y son siempre un intento de explicar por qué la doctrina del Concilio, tal y como se puede encontrar en los decretos y constituciones, no encontró adhesión en una Iglesia de posguerra, una Iglesia que, al fin y al cabo, era la única que podría responder a las preguntas que agitaban al hombre situado en una mezcla de prosperidad material y pérdida de transcendencia espiritual [16].

Para concluir esta primera parte introductoria que quiere mostrar las referencias personales de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI con respecto al Concilio, se puede decir, tomando palabras de Gerhard Ludwig Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y editor de las «Obras completas de Joseph Ratzinger»: «El Concilio tiene el sello de Benedicto XVI» [17]. En efecto, considerando los trabajos aquí brevemente presentados y sus enfoques en cuanto al contenido, tanto en el campo teológico como en el temporal del Concilio, se puede considerar a J. Ratzinger como un gran teólogo y un Papa, que ocupó un lugar relevante en la historia del Concilio Vaticano II, pues él entendió y dio forma a su pontificado desde este contexto. A partir del volumen de las obras de J. Ratzinger que venimos citando, «Sobre la Enseñanza del Concilio Vaticano II», este terreno se abre como una tarea pendiente para futuras investigaciones sobre el 21º Concilio Ecuménico y sobre la personalidad de Joseph Ratzinger.

El núcleo de la eclesiología de Joseph Ratzinger. El redescubrimiento de la esencia de la iglesia

A la hora de examinar la penetración de la eclesiología del Concilio Vaticano II en la obra de Joseph Ratzinger, se debe pensar también, que él mismo fue quien modeló de manera decisiva esta enseñanza del Concilio tal y como se formula en Lumen gentium, y que incluso se anticipó a ella parcialmente en su artículo «Iglesia» del «Lexikon für Theologie und Kirche» del año 1961, donde se encuentra la declaración programática: «En este sentido se podría dar una definición diciendo que la Iglesia es el pueblo que vive del Cuerpo de Cristo y que se convierte en Cuerpo de Cristo en la Eucaristía» [18]. Dos años más tarde formuló aún de manera más compacta en un estudio sobre la esencia y las limitaciones de la Iglesia: «La Iglesia es el pueblo de Dios que proviene del cuerpo de Cristo» [19].

El Concilio, que a menudo se ha tomado como un concilio sobre la Iglesia, de hecho fue percibido en sus orientaciones como una lucha por el lugar correcto de la Iglesia en el mundo. A juicio del papa Benedicto XVI: «Fue un momento de extraordinaria expectación. Algo grande tenía que suceder. Los concilios del pasado habían sido convocados casi siempre por una pregunta concreta a la que debían dar respuesta. Esta vez no había ningún problema determinado que resolver y por eso había en el ambiente una expectación general: el cristianismo, que había edificado y conformado el mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza plasmadora. Parecía haberse cansado, y el futuro parecía estar dirigido por otros poderes espirituales» [20]. Se trataba del esfuerzo general de oponer resistencia al predominio de nuevas filosofías, a la irrupción de ideologías y de revolucionarias interpretaciones de la historia, y todo ello en un momento en el que todavía había que quitar los escombros de la segunda guerra mundial; era un momento debilitado, pero lleno de ímpetu al mismo tiempo, que quería dar forma al futuro. En este contexto se trataba de la Iglesia, de su existencia y de su esencia. Y precisamente sobre esto dirigía su atención Joseph Ratzinger en su exposición sintética: una exposición que siempre contempla todo el conjunto, para ver el vínculo interno, el nexus mysteriorum, el elemento conjuntivo frente a lo aislado y especializado.

El tema de la Iglesia y su esencia no sólo fueron señalados como puntos del orden del día junto a otros aspectos a tratar. Enseguida estuvo claro, también en la opinión de Ratzinger en el primer año de las sesiones en Roma, que «según todas las previsiones, el esquema De Ecclesia constituiría el núcleo del trabajo conciliar» [21].

La historia de la imagen de la Iglesia, que se transmitió hasta los años 50, comienza ya en el siglo cuarto, antes, por tanto, de las diferencias entre las distintas tradiciones de las órdenes religiosas, las corrientes regionales o temporales, o acontecimientos históricos como pueden ser la reforma y la contrarreforma.

En el s. IV se pasa de una Iglesia perseguida, a una Iglesia a la que no se persigue, y que después incluso es privilegiada, cuya interconexión con la autoridad del estado y la acción política terminó desembocando en las disputas de la edad media entre el imperio y el papado. Una disputa de vasto alcance que giraba en torno a la cuestión de los derechos dentro de la variada comunidad de pueblos del occidente cristiano y que, desde dentro de la Iglesia, representaba una lucha legítima e ineludible por la libertad, la independencia y la autonomía. La cuestión de la «lucha por las investiduras» no basta para describir toda la dimensión de esta disputa secular, pero tomada como pars pro toto resulta fácilmente comprensible.

Con la dolorosa y letal experiencia de la primera guerra mundial, vuelven a primer plano acontecimientos que conmocionan al mundo y por tanto resultan de importancia vital para la Iglesia. Dentro de la teología y de la Iglesia influyen en múltiples movimientos de reforma:

–          el Movimiento Litúrgico –en el que influye Romano Guardini–;

–          el Movimiento Bíblico;

–          la nueva sensibilidad por el ecumenismo;

–          la relectura y la orientación interna de la Patrística;

–          el redescubrimiento que comenzó en el siglo XIX de la Iglesia del primer milenio, que estuvo eclipsada durante mucho tiempo por la neo-escolástica hasta el siglo XX.

En estos movimientos se puede situar también a Joseph Ratzinger –no por el deseo de constituir una reforma en el sentido de abolir los dogmas aprobados–, sino en el sentido de subrayar lo esencial, más allá de las construcciones de la Iglesia determinadas temporalmente, dirigidas ideológicamente o subjetivas en su conjunto. Su deseo era poner de relieve la esencia de la Iglesia que nos ha sido ofrecida desde su instauración por Jesús hasta nuestros días.

De aquí que las palabras de Romano Guardini «la Iglesia despierta en las almas» suenen como programáticas para una generación de teólogos que habían asistido a la disolución de una visión cerrada del mundo y que habían experimentado la angustia de las dos guerras mundiales; ellos experimentaban con profundo dolor la fragmentación confesional de la Iglesia y eran conscientes de la necesidad de superarla conforme a la voluntad de Jesús. Todo esto podía llegar a ser vencido con las aguas que se nutren de las fuentes y confluyen hacia la gran corriente de la tradición. Además eran conscientes de que los instrumentos teológicos de la primera mitad del siglo XX estaban todavía –con pocas excepciones– comprometidos con el estilo característico de la neo-escolástica y resultaban insuficientes para progresar en el retorno a lo originario y a lo auténtico.

El cuerpo de Cristo que es la Iglesia

Para «servir a una renovación de la eclesiología de comunión de la iglesia primitiva» [22], Joseph Ratzinger aporta ya en 1961 el pensamiento del Cuerpo de Cristo como eslabón entre lo visible y lo invisible, entre lo exterior y lo interior, como solución a la contraposición de las imágenes de la Iglesia [23]. Para Ratzinger el «Cuerpo de Cristo» es la denominación de «la particular visibilidad de la Iglesia, que se da de esta forma en el compartir la mesa de la celebración del banquete del Señor». Esto es lo especial de la Iglesia y de su naturaleza: «no es ni parte de los órdenes visibles de este mundo, ni civitas platónica de mera comunidad de espíritu, sino sacramentum, esto es, sacrum signum, visible y sin embargo no acabándose en la visibilidad, sino según su completo ser como otra cosa que no es sino una referencia a lo invisible y al camino que allí conduce» [24].

La tesis de la notable influencia de Ratzinger en la eclesiología del Concilio Vaticano II se ve apoyada por un borrador del discurso que el joven asesor conciliar preparó para el cardenal Frings y que se presentó el 30 de septiembre de 1963 en la 37ª reunión general del esquema «De Ecclesia». En ese documento Ratzinger alaba que en el esquema «De Ecclesia» se explique «positivamente el misterio de la Iglesia a partir de la plenitud de la revelación y, por tanto, de la Sagrada Escritura y de la Tradición de todos los siglos» [25]. Es bueno, prosigue Ratzinger, «que se hable en medida suficiente tanto del “Pueblo de Dios”, como del “Cuerpo de Cristo”, como también de otras imágenes que indican el misterio de la Iglesia. En primer lugar hay que alabar el hecho de que no se trata del pueblo de forma meramente jurídica ni tampoco del cuerpo en un sentido meramente místico, sino que ambos se explican en su sentido sacramental, que abarca tanto el elemento visible jurídico como el invisible [...] este pueblo se convierte verdaderamente en Pueblo de Dios en la mesa del Señor al comer el Cuerpo de Cristo y entrar así en la unidad del Señor» [26].

Se favorece aquí que surjan puntos decisivos a través del atractivo camino de la adoración: el misterio de la Iglesia y de su sacramentalidad; la Sagrada Escritura y la Tradición, como fuentes y punto de partida de toda reflexión sobre la Iglesia; las nociones de Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, como referencia al misterio de la Iglesia y a su esencia; y la Eucaristía y la Comunión, como admisión del hombre en la unidad del Señor.

En ese mismo año 1963, como ya se ha dicho, Ratzinger vio el corazón del trabajo conciliar en una intervención comentada en el preludio del segundo periodo de sesiones sobre el esquema «De Ecclesia». Allí, al mismo tiempo, da noticia de las cuestiones que se estaban planteando en Roma. En principio anticipa ahí los resultados de Lumen gentium: el Pueblo de Dios y el Cuerpo de Cristo no están uno junto al otro, no presentan por tanto oposición alguna, o incluso dos eclesiologías diferenciadas.

Sólo un acercamiento al Nuevo Testamento permite una forma auténtica de entender la esencia de la Iglesia. La eucaristía no es una memoria ritualizada, sino un «compartir la mesa con el Altísimo» sobre la que se crea el pueblo de Dios. Por tanto, «se puede decir –resume Ratzinger–, que la Iglesia, según la comprensión neo-testamentaria, es Pueblo de Dios desde el Cuerpo de Cristo, de manera que ambos conceptos no constituyen oposición alguna, sino que más bien expresan juntos –y sólo juntos– la esencia de la única Iglesia» [27].

A partir de aquí deben interpretarse las reflexiones de Ratzinger sobre la colegialidad episcopal, y también, por ejemplo, sobre el ecumenismo, cuestiones que sobrepasan el objetivo del presente trabajo [28]. Baste señalar que el ecumenismo no significa una fusión, sino más bien una orientación común a Jesucristo y a la confesión de fe de que en la Eucaristía Él se ofrece a sí mismo, reúne a su iglesia y constituye su propio cuerpo. Si la Iglesia es el Pueblo de Dios que vive del Cuerpo de Cristo y que se hace el mismo Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, entonces se puede explicar a partir de la communio sanctorum el doble sentido de la Iglesia como participación en Cristo y como comunidad de creyentes. Y al mismo tiempo queda claro que en la historia la Iglesia sólo puede darse como una única y la misma realidad histórica.

Hay que señalar por último que Ratzinger ya describe en su tesis doctoral sobre san Agustín lo entrelazados que se encuentran ambos conceptos, quedando así claramente como precursor de Lumen gentium: «La Iglesia es en Cristo, en cierto modo, el sacramento, es decir, símbolo e instrumento tanto para la unión más profunda con Dios como para la unidad de toda la humanidad».

La eclesiología del Concilio Vaticano II en la recepción de Joseph Ratzinger

Un largo capítulo del volumen 7 de las «Opera omnia» de J. Ratzinger está titulado con la palabra clave «recepción». Lo expuesto hasta ahora no ha pretendido ser una descripción exhaustiva del trabajo de Ratzinger en los textos del Concilio, y en especial en Lumen gentium. Por un lado, se ha de tener presente que cada texto del Concilio es obra de un sinnúmero de laboriosos colaboradores; sin embargo, por otro lado, se puede leer claramente que las tesis de Ratzinger aparecen en la redacción final del Concilio, como lo muestran tanto los temas que Ratzinger descubre por sí mismo y entrega a los padres conciliares a través del Cardenal Frings, como sus propios escritos, que preparan y acompañan al Concilio. Por eso se puede asegurar con buena conciencia, que la teología de Ratzinger ha impregnado la eclesiología del Concilio Vaticano II, tal y como fue formulada en Lumen gentium. Incluso algunas formulaciones parecen ser citas de Ratzinger; pero afirmarlo con seguridad excedería los límites de lo documentado.

«Aggiornamento»-Concilium-Communio

Tras el Concilio comenzó una recepción intensa. En un momento inicial esta recepción elogió eufóricamente los logros de una Iglesia que por fin miraba al mundo y, rechazando el carácter pastoral de la asamblea de Roma, malinterpretaba el «aggiornamento» como abandono de la tradición. Así se comprendía el futuro de la Iglesia como una reacción ante retos puramente contingentes. En la discusión teológica se trata de los conceptos «concilium» y «communio», esto es, de la pregunta eclesiológica fundamental: ¿es la Iglesia un concilio permanente, que sólo en la deliberación muestra la esencia?, o más bien –yendo más en profundidad–, ¿es ella comunidad eucarística, esto es, communio, comunidad de hombres en la comunidad con Dios? Ya en 1962 Ratzinger llegó a tratar esta pregunta fundamental en el análisis de la teoría de Hans Küng de una Iglesia como concilio permanente [29]. Si se debe exponer la contribución de Ratzinger a la eclesiología posconciliar, entonces es válido colocar en primera línea esta postura fundamental. Ratzinger reaccionó respecto a Küng haciendo referencia a una falsa etimología: «ecclesia» y «concilium» no tienen la misma raíz. ¿Es por eso la Iglesia sólo Iglesia, cuando se abre en la reunión del consejo episcopal, o es más bien comunidad eucarística en la que se le conceden al Concilio sólo unas funciones y competencias limitadas?

Como consecuencia de este debate, los seguidores de la «teoría concilium» se arremolinaron en torno a la recién fundada revista «Concilium», para dar una resolución previa ya a través del título. Igualmente consecuente fue Ratzinger cuando fundó en 1972 con Hans Urs von Balthasar y Henri De Lubac la «Revista teológica internacional» con el también pragmático subtítulo «Communio».

Autoridad de los concilios

En los años posteriores al Concilio –hasta los últimos días de su ministerio petrino– Ratzinger salió al paso una y otra vez de los desarrollos fallidos en la recepción del Concilio: por una parte se le reprocha al Concilio que hubiese extendido herejías y, por otra, se consideran las decisiones del Concilio como todavía no recibidas o pensadas en toda su profundidad.

Ratzinger se esfuerza por realizar una interpretación del Concilio, no sobre la base de las ciencias de la historia, sino como topos teológico leído en la tradición de la Iglesia. Los concilios se insertan en la Tradición. Son llevados adelante cada vez por la misma autoridad. Se fundan unos sobre otros. Con sus propias palabras: «Es imposible decidirse por el Vaticano II y contra Trento y el Vaticano I. [...] Resulta de igual forma imposible decantarse por Trento y el Vaticano I, pero contra el Vaticano II. Quien reniega del Vaticano II niega la autoridad que los otros dos concilios traen consigo, y con ello les despoja de su principio. Cada elección destruye el todo, que sólo se puede tener como unidad indivisible» [30].

Continuidad frente a discontinuidad

Junto a esto surge de forma vehemente el deseo de una «hermenéutica de la continuidad» en claro contraste con una «hermenéutica de la ruptura y de la discontinuidad» [31], que desearía, no se sabe muy bien por qué motivos, destruir los puentes con su propio pasado. Ratzinger demanda una continuidad con lo original, no sólo un seguir escribiendo del ayer, sino un movimiento de vuelta a las fuentes, a la Escritura, a la teología de los Padres, al Evangelio, a Jesucristo. La continuidad en la Iglesia es la mencionada gran corriente, que parte de estas fuentes y que debe seguir expresándose siempre en la actualidad del mundo: eso significa «aggiornamento». Es algo semejante a un río que baña las orillas de muchos países y siempre debe encontrar la distinta lengua de las personas que viven en sus orillas y, a pesar de eso, sigue siendo siempre agua que viene de la misma fuente.

De lo dicho hasta ahora se puede extraer lo siguiente:

– Que la pregunta sobre Ratzinger y el Concilio Vaticano II abarca un periodo de tiempo que comprende más de 50 años.

– Que su influencia es claramente perceptible y documentable.

– Que conceptos centrales y puntos teológicos fuertes de la eclesiología de Ratzinger estaban presentes en la discusión teológica mucho tiempo antes del Concilio y, sobre esta base, sus tesis se discutieron y dieron a conocer durante el Concilio.

– Que, en cuanto al contenido, hay coincidencias manifiestas entre los textos de Ratzinger y numerosos pasajes del Concilio. Particularmente esclarecedor resulta a este respecto –aun cuando no se trate de un tema estrictamente eclesiológico– su borrador para un nuevo esquema de la Revelación que se incluyó casi sin cambios en la Dei Verbum [32].

La Iglesia, receptora de la Revelación

En este contexto resultaría también importante referirse a la unión de los elementos dentro del esquema Revelación-Tradición-Escritura-Iglesia. Para Ratzinger la Revelación no es una dimensión material tangible, que pueda ser analizada como si fuese el objeto de nuestra curiosidad científica. La palabra se refiere al acto en el que Dios se muestra, no al objeto como resultado del acto. Por tanto la revelación le pertenece siempre a un receptor, que recibe esa palabra, porque «donde nadie percibe la “Revelación”, ahí no se da entonces ninguna Revelación, porque ahí nada se ha abierto»; y como consecuencia: «a la revelación le pertenece por el mismo concepto un alguien que la perciba» [33] –y ese alguien es la Iglesia–. La Escritura precede a la Revelación y se plasma en ella. Esto significa que la Revelación es siempre mayor que lo meramente escrito, y que tiene que haber una instancia que sea el sujeto del receptor que entienda: la Iglesia.

La Escritura es testigo de la Revelación, pero ésta es sin embargo algo dinámico, vivo, que va más allá del poder de expresión humano; pertenecen a su ser tanto el receptor como la recepción. Necesita de hombres a los que Dios quiere revelarse; reúne y agrupa a los hombres y, por tanto, la Iglesia y la Revelación no pueden separarse la una de la otra.

Perspectiva

En el desarrollo de nuestro tema las líneas principales son más importantes que los detalles que no podrían presentarse de modo breve. Decisivas resultan en cambio las coordenadas básicas de la eclesiología de Ratzinger que en parte han encontrado una continuación en el Concilio, y que al mismo tiempo han intentado una pertinente interpretación y recepción de la eclesiología del Concilio en los momentos posteriores a éste. Es manifiesta también la continuidad en el pensamiento de Ratzinger que sostiene, desde hace más de 60 años, la tesis fundamental de la sacramentalidad de la Iglesia y de un Pueblo de Dios sustentado en su sentido cristológico; y de que, a partir del nexo global de Revelación e Iglesia, se evidencia la necesidad de la Iglesia como depositaria e intérprete magisterial de la fe. La profundidad de su pensamiento descansa en la teología patrística y bebe de la revelación del Dios vivo atestiguada en la Escritura.

El momento decisivo de la eclesiología de Ratzinger se funda en el hecho de que encuentra la propia identidad de su ser en su orientación a Jesucristo.

Así se explica su forma de entender la liturgia (búsqueda del ser interior), su posición ecuménica fundamental (unidad en Cristo a través de la común confesión de fe en él), su coordinación de las nociones de «Pueblo de Dios» y «Cuerpo de Cristo» (orientados fundamentalmente en clave trinitaria); en última instancia todo es pensable en el momento en que se sale de los confines del pensamiento autosuficiente y se entra en la verdad que encontramos en Dios y que recibimos de él [34].

Para concluir recogemos una cita de Joseph Ratzinger, escrita diez años después del Concilio, y que es una especie de auto-descripción, que puede ofrecer una explicación de lo que sostiene el Concilio y de lo que lo hace perdurar en la historia, y puede mostrar a la Iglesia un camino para el futuro: «Se trata de una teología y una religiosidad que se edifica fundamentalmente a partir de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia y del gran patrimonio litúrgico de la Iglesia universal. Del Concilio surge esta teología para hacer que la fe sea más rica y viva, a la vez que más sencilla y abierta, no sólo a partir del pensamiento de los últimos cien años, sino a través del acercarse a la gran corriente que marca toda la Tradición» [35].

Christian Schaller, revistas.unav.edu/

Notas:

1      BENEDIKT XVI., «Das Konzil der Väterdas wahre Konzil. Ansprache bei der Begegnung mit dem Klerus der Diözese Rom am 14. Februar 2013 in der Audienzhalle des Vatikans “Paolo VI”», en VODERHOLZER, R., SCHALLER, Ch. y HEIBL, F.-X. (Hg.), Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI 6 (2013) 13-22, nt. 14. Para la interpretación del pontificado tiene una extraordinaria significación el hecho de que Benedicto XVI haya elegido el Concilio Vaticano II como tema para su última alocución ante el clero de la diócesis de Roma. Si se toma su prólogo al volumen 7 de los «Joseph Ratzinger Gesammelte Schriften» (abreviado aquí como JRGS 7), se puede ver una presentación e interpretación integral de los textos conciliares, así como un intento de dar respuesta a las preguntas fundamentales según la hermenéutica del concilio.

2      Cfr. Sobre los borradores de J. Ratzinger y su posición, véanse los textos publicados en parte por vez primera en JRGS 7, 125-238.

3      RATZINGER, J., Geleitwort [zu Thomas Weiler, Volk GottesLeib Christi, Mainz 1996], en JRGS 7, 640.

4      Para el debate sobre la hermenéutica del Concilio véase BENEDIKT XVI. UND SEIN SCHÜLERKREIS-KOCH, K., Das Zweite Vatikanische Konzil. Die Hermeneutik der Reform, Augsburg: St. Ulrich, 2012, especialmente 22-51.

5      Han sido entre tanto recogidas en JRGS 7: Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils (296-322), Das Konzil auf dem Weg. Rückblick auf die zweite Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils (359-410), Ergebnisse und Probleme der dritten Konzilsperiode (417-472), Die letzte Sitzungsperiode des Konzils (527-577).

6      RATZINGER, J., Die Entwicklung des Schemas «De Ecclesia» [1964], en JRGS 7, 411-416.

7      Cfr. RATZINGER, J., Teil E Kommentar und Teil F Rezeption, en JRGS 7, 645-1134.

8      JRGS 7, 645-659.

9      RATZINGER, J., Konkrete Formen bischöflicher Kollegialität, en JRGS 7, 348-358.

10      RATZINGER, J., Ortskirche und Universalkirche. Kommentar zu «Lumen gentium», Artikel 26, en JRGS 7, 696-698.

11      RATZINGER, J., Einleitung und Kommentar zum Prooemium, zu Kapitel I, II und IV der Offenbarungskonstitution «Dei Verbum», en JRGS 7, 715-793.

12      El capítulo sobre Pastoralkonstitution über die Kirche in der Welt von heute «Gaudium et spes», en JRGS 7, 795-896.

13      RATZINGER, J., Dienst und Leben der Priester, en JRGS 7, 897-918.

14      RATZINGER, J., Konzilsaussagen über die Mission außerhalb des Missionsdekrets, en JRGS 7, 919-954.

15      Ibíd., especialmente 941-954.

16      Véase RATZINGER, J., Zehn Jahre nach Konzilsbeginn-wo stehen wir?, en JRGS 7, 1032-1039; ID., Entrevista para Redención, en JRGS 7, 1026-1031; ID., Bilanz der Nachkonzilszeit-Misserfolge, Aufgaben, Hoffnungen, en JRGS 7, 1064-1078.

17      MÜLLER, G. L., Den Horizont der Vernunft erweitern. Zur Theologie von Benedikt XVI., Freiburg: Herder, 2013, 112 (la cursiva es del original).

18      RATZINGER, J., Art. Kirche, en JRGS 8, 205-219; nt. 210.

19      RATZINGER, J., Der Kirchenbegriff und die Frage nach der Gliedschaft der in der Kirche, en JRGS 8, 290-307; nt. 299.

20      BENEDIKT XVI., Vorwort, en JRGS 7, 5.

21      RATZINGER, J., Theologische Fragen auf dem II. Vatikanischen Konzil, en JRGS 7, 338.

22      RATZINGER, J., Die bischöfliche Kollegialität, 194.

23      RATZINGER, J., Art. Leib Christi, en JRGS 8, 286-289.

24      Ibíd., 289.

25      RATZINGER, J., Das verbesserte Schema-eine Arbeitsgrundlage, en JRGS 7, 250-256.

26      Ibíd.

27      RATZINGER, J., Theologische Fragen auf dem Zweiten Vatikanischen Konzil, en JRGS 7, 339.

28      Véanse a este respecto los artículos sobre el ecumenismo en Joseph Ratzinger en: SCHALLER, Ch. (ed.), Kirche-Sakrament und Gemeinschaft. Zu Ekklesiologie und Ökumene bei Joseph Ratzinger, Regensburg: Pustet («Ratzinger Studien» 4), 2011, 222-415.

29      Véanse, entre otros, KÜNG, H., «Das theologische Verständnis des ökumenischen Konzils», Theologische Quartalschrift 141 (1961) 50-77.

30      RATZINGER, J., Thesen zum Thema «Zehn Jahre Vaticanum II», en JRGS 7, 1060s.

31      BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2005.

32      RATZINGER, J., De voluntate Dei erga hominem. Gottes heilschaffender Wille für den Menschen [Entwurf eines neuen Offenabrungsschemas, Oktober 1962], en JRGS 7, 177-183.

33      RATZINGER, J., Aus meinem Leben. Erinnerungen (1927-1977), Stuttgart: DVA, 1998, 84.

34      Cfr. RATZINGER, J., Wendezeit für Europa?, Freiburg: Johannes, 2005, 125ss.

35      RATZINGER, J., Zehn Jahre nach Konzilsbeginn-wo stehen wir?, en JRGS 7, 1037.

Juan Pegueroles

Apuntes de Teología de la Historia

Hay en el hombre un hondo anhelo de unidad. El conocimiento analítico no le contenta plenamente. Ansía el todo, la síntesis. Contemplar en paz y en gozo un panorama  cósmico ordenado  y  armónico. Con un centro unificador y radiante. Contemplar en el mundo un Universo.

Nosotros, los cristianos, poseemos para  la  contemplación  y  para la poesía la síntesis más grandiosa y bella.

Todo se reduce a  Uno  en  Jesucristo.  Jesucristo  es  el  centro  de todas  las  cosas. Es  la  Unidad, la  Síntesis,  la  Armonía  suprema.  Es la Obra Bien Hecha de Dios.

Pimpollo es Jesucristo, escribió Fr. Luis de León glosando con exquisita poesía el pensamiento de San Pablo. Flor y Fruto de la Creación. «Cristo es llamado  Fruto,  porque es el fruto del mundo. Cristo es el fin de las cosas y Aquél para cuyo  nacimiento  feliz  fueron todas criadas y enderezadas». Porque así como en el árbol todo (raíz, tronco,  ramas  y  hojas)  se  endereza  y  ordena  para  el fruto,  así «estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos dan resplandor, y entre todas ellas esta fuente de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda  y  bellísima; la tierra pintada con flores  y las aguas pobladas de peces; los animales y los  hombres, y este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo  hizo  Dios  para fin  de hacer Hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto  común y general de todas las cosas» [1].

La flor y el fruto, además  de ser  fin  de la actividad  orgánica del árbol, son resumen y síntesis  del  mismo  árbol: «el  fruto el árbol todo contiene». «Así  también  Cristo... lo contiene todo en Sí y lo abarca y se resume en Él, y como  dice  San  Pablo,  en Él se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural» [2].

Jesucristo es el resumen y el fin de todas las cosas. Pero no acaba aquí la armonía. San Pablo ha hablado de un Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. En ese Cristo total, que forman Cristo y los cristianos, la Creación y la Historia encuentran su centro y su fin, su unidad y plena armonía.

El «Cristo total», centro de la creación

Para San Pablo, el alma del Evangelio, la flor de esa Buena Nueva es el Misterio de Cristo. Misterio de gozo, del cual es él heraldo iluminado e incansable.  

Este «mysterium», «sacramentum», el Misterio por antonomasia es «el gran secreto de Dios relativo a la incorporación de los hombres a Cristo en la unidad del Cuerpo Místico» [3].

Por la fe y el bautismo, los hombres no son sólo cristianos, son Cristo: «non solum christiani facti sumus, sed Christus» [4]. Un mismo Espíritu es el principio de una misma Vida sobrenatural en Jesucristo y en los cristianos. Ahora bien, todo lo que vive de un mismo y único Espíritu una misma y única Vida es un solo y único Ser vivo.

La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo. Jesucristo es la Cabeza de este Cuerpo. Jesucristo y los cristianos forman el misterioso Cristo total, «Christus totus» [5].

Este Cristo total, que ha de ir creciendo a través del tiempo, hasta alcanzar la madurez del varón perfecto, la plenitud de Cristo [6], es la síntesis del Universo. Es la Flor maravillosa de esa Planta inmensa.

Léanse las palabras ungidas de Jesús a los suyos, la noche en que era entregado. Todo allí es unidad y amor: unidad por amor. Habla Jesús de una Vid y unos sarmientos, una savia y una vida. Formula Jesús la ecuación maravillosa: «Yo en ellos y Tú en Mi» [7]. Dios y los hombres se unen, es decir, se hacen Uno en Jesucristo. «Como Tú, Padre, en Mi y Yo en Ti, que también ellos en nosotros sean uno» [8].

El Cristo místico es «nova creatura» [9], una nueva creación, nacida como la primera de las aguas y del Espíritu Santo.

Platón llamó al hombre «un microcosmos en el macrocosmos», es decir, «un mundo menor o un mundo abreviado... por causa de ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en si lo uno y lo otro» [10]. El hombre, es una síntesis parcial: síntesis del mundo natural.

El Cristo místico es la síntesis total: síntesis de lo natural y lo sobrenatural, de lo humano y lo divino, del hombre y de Dios.

«Si para San Pablo el objeto predominante y en cierta manera único del mensaje evangélico era Jesucristo, para el mismo Jesús es el Padre: su paternidad divina acerca del Hijo y su paternidad humana acerca de los hombres» [11]. La misión de Jesús es manifestar a los hombres el Nombre del Padre [12]. El Hijo de Dios se hizo Hombre para hacer a los hombres hijos de Dios [13]. «Mirad qué gran amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que nos llamemos y seamos hijos de Dios» [14]. Somos hijos de Dios porque participamos de la filiación del Unigénito, porque somos uno con Él.  «El Padre ama al Hijo» [15] y su amor nos abraza también a nosotros [16], porque también nosotros somos sus hijos, somos su HIJO.

He aquí finalmente el panorama cristiano:

Un solo Padre, Dios. Un Hijo único, el Cristo místico. «Porque los hijos de Dios son el Cuerpo del único Hijo de Dios. Y siendo, Él la Cabeza y nosotros los miembros, uno solo es el Hijo de Dios» [17].

El «Cristo total», fin de la historia

Escribió Balmes: «La Religión es la verdadera filosofía de la historia» [18]. Y con ello nos enseñaba que sólo una Teología de ¡a Historia puede desvelar el Misterio de la Historia [19].

¿Tiene la Historia un sentido? ¿Cuál es el sentido de la Historia? He aquí dos preguntas de verdades actuales y apasionantes. El tema de nuestro tiempo.

En esta materia, como en tantas otras, el maestro es San Agustín. San Agustín, al escribir La Ciudad de Dios, fundados nuevas ciencias: la Filosofía de la Historia y la Teología de la Historia.

La Historia es el resultado de dos fuerzas combinadas y jerarquizadas: la libertad humana y la Providencia divina. El hombre no es el dueño de los destinos de la Historia, pero tampoco es el juguete de un «fatum» inexorable e irracional. Bossuet, tras las huellas de San Agustín, dio con la fórmula exacta: «El hombre se mueve y Dios le guía».

La Historia tiene un sentido, pero este sentido no se lo da el hombre Es la Providencia de Dios quien ha señalado a la Historia su fin, su sentido. El hombre con toda su libertad no puede hacer fracasar la Historia. Este barco llegará a puerto. Tocamos aquí un misterio (como tantas veces al llegar al fondo de un problema humano), el misterio de la coordinación de la libertad del hombre con la  omnipotencia de Dios. No conocemos el cómo, pero el hecho es innegable: Dios, Creador, es Señor universal y el hombre, dotado de razones, por liberalidad del Creador, señor de sí mismo.

Ahora bien, puesto que la Historia tiene un sentido, toca preguntarnos: ¿cuál es este sentido de la Historia? Responde San Agustín: la Ciudad de Dios.

«Dos amores hicieron dos ciudades. El amor de Dios hasta el desprecio de si mismo hizo la ciudad celeste; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios hizo la ciudad terrena» [20]. La Ciudad de Dios, sociedad de todos los servidores de Dios de todos los tiempos y en todos los países del mundo, la Ciudad terrena o del demonio, sociedad de todos los enemigos de Dios, esas dos Ciudades morales edificadas por dos amores contrarios he aquí el verdadero objetivo de la Providencia. El triunfo de la Ciudad de Dios es el centro del plan divino [21].

Todo sucede en la Historia para bien de la Ciudad de Dios. Y la Ciudad terrena es, en manos de Dios, un instrumento de ese bien.

Aquí tenemos que hacer alto y exponer brevemente la solución del problema del mal en San Agustín.

San Agustín vivió con angustia el problema del mal moral. Si Dios es el origen de todas las cosas, lo será también del mal, y entonces Dios no es bueno. Y si el mal no viene de Dios, sino de un Principio malo adversario de Dios, entonces Dios ya no es el principio de todas las cosas y el Omnipotente, Dios ya no es Dios.

San Agustín formula la solución en dos principios luminosos. Primero el mal no viene de Dios, viene del hombre, de la libertad del hombre. Con esto sólo no queda resuelto todavía el problema: ¿por qué Creó Dios libre al hombre? ¿por qué Dios no impidió que existiera el mal? Contesta San Agustín con su segundo principio, profundo consolador: «Melius est de malis bene facere, quam mala esse sinere» [22]. Y en otra ocasión: «Siendo Dios sumamente bueno, de ningún modo podía permitir la existencia del mal en sus obras, si no fuese tan omnipotente, que pudiese sacar bienes aun de los males» [23].

Y ¿cómo realiza Dios esta portentosa alquimia: bene facere de malo? Ordenando el mal. Es como el color negro de la paleta de un pintor la comparación es de San Agustín). Es un color «malo», es la ausencia de color. Pero en las manos del artista, puesto en su lugar en el lienzo, ordenado, resalta la luz, sirve a la belleza total. Igual hace Dios con el mal: lo ordena poniéndolo al servicio del bien.

La Ciudad de Dios es el fin de la Historia. Es el fruto que Dios va madurando en el tiempo. Es el centro luminoso del acontecer humano, el por qué y el para qué de los planes de Dios. Para su bien lo ordena todo la Providencia divina. Y el principal instrumento de ese bien es, en manos de Dios, la Ciudad terrena. Los triunfos de los hijos del diablo contra los hijos de Dios son efímeros e incompletos. La Ciudad de Dios resulta al fin vencedora y purificada. La Ciudad terrena (el símil es también agustiniano) es la vara con que el Padre castiga las faltas de su hijo; la vara al fin es arrojada al fuego, y el hijo se sienta a la mesa del Padre (a).

Dios permitió el mal en la Historia, para cosechar más bien y más belleza en la Historia. Escribe San Agustín: «Dios no hubiera creado un solo ángel u hombre, que previese había de ser malo, si al mismo tiempo no conociese a qué servicios de los buenos los había de enderezar; para de esta manera aumentar, con el contraste del bien y el mal; el ornato de ese hermosísimo poema («pulcherrimum carmen»), que el curso de los tiempos» [24].

El Cristianismo nos da la clave del plan divino en la Historia al descubrir en el mundo una Ciudad de Dios que, mezclada con la Ciudad terrena y frecuentemente combatida por ella, marcha segura hacia sus eternos destinos [25].

Y la Ciudad de Dios es la Iglesia.

«Después de Sí mismo, Jesucristo es el fin principal a quien Dios mira en todo cuanto produce». [26].

Jesucristo es el fin de la Historia.

Pero Cristo y los cristianos son uno, el Cristo místico total.

Luego el sentido de la Historia, el fin de la Historia es ese Christus totus.

Y la Ciudad de Dios y Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, es también fin y fruto de la Historia.

Será esta seguramente para muchos una proposición sorprendente y enojosa. La persuasión de que «NPWv lVIOXOC MXVTOC xal npiv OUAEÚElV TÉTOCXTAI» («todo ha sido hecho por nosotros y para nuestro servicio»: Orígenes), ha sido escándalo para todos los no creyentes desde Celso hasta nuestros días» [27]. Los cristianos la creemos sencillamente verdadera, consecuencia lógica de otras verdades ciertas, respaldadas por las palabras de Dios. Y armónica y bella.

Hemos dicho que la glorificación de Jesucristo es el fin ineludible que la Providencia ha señalado a la Historia. Todo el acontecer humano ha de finalizar en la honra de Jesucristo.

Ahora bien, Jesucristo queda honrado y glorificado por el honor y la gloria de la Iglesia, que es su Obra y su Cuerpo, su Complemento [28].

Por esto decíamos que la Iglesia es el fin de la Historia. Todo acontece para ella.

Pero ¿cómo se logra este bien de la Iglesia a través de la Historia?

Hemos de citar aquí unas líneas densas y luminosas del P. Daniélou: «La Historia no está constituida por un progreso continuo, como quiere el evolucionismo, ni por una sucesión de civilizaciones discontinuas y heterogéneas, como quiere Spengler, sino por una sucesión de Kairoi, de crisis decisivas que son cada vez la explosión y el juicio de una civilización que ha pecado por exceso de hybris, y la renovación de la Iglesia a través de esta purificación» [29].

Es sabido que la concepción pagana de la Historia es cíclica «Concebir el tiempo y la Historia como serie unilineal e irrevertible, en la que los hechos vienen realmente unos tras otros, nunca se repiten e influyen una sola vez en el desenvolvimiento, nos parece hoy la cosa más obvia ... pero de hecho es una conquista cristiana. Para la filosofía helenista el rodaje del tiempo era cíclico... En la duración cósmica, que es perpetuo retorno, ningún punto significa principio ni fin, pues desde la eternidad y por toda la eternidad se repiten todos: sólo vale esa repetición, reflejo del absoluto» [30]. La Historia no tiene un fin, no marcha a una meta. Simplemente acontece.  Una vez más el pensamiento griego rehúye el concepto de infinitud.

En cambio el neo-paganismo moderno concibe la Historia como avance lineal indefinido. Flecha lanzada a un blanco inexistente. Teoría del progreso continuo y fatal de la humanidad, muy victoriana y decimonónica, arrinconada y fracasada en nuestros tiempos de guerras y ruinas. Es notable señalar que esta concepción en el

fondo es cristiana, pero laicizada. «Hegel, Burckhart y Marx están ciertamente bien lejos de San Agustín, pero también ellos hunden sus raíces profundamente en la tradición del pensamiento cristiano» [31].

* * *

La concepción cristiana de la Historia sigue un camino intermedio. Hay sucesión de civilizaciones y permanencia de la Iglesia. Es ingenuo hoy día hablar de progreso indefinido. El progreso técnico es seguramente indefinido y sobre todo fatal. Pero ya hoy se distingue bien el progreso técnico del progreso total, del progreso moral, del progreso humano. Vivimos una época de progreso técnico y de fracaso del hombre. El hombre fuera de la Iglesia no progresa. Empieza tiene un cenit y cae. Se desmoraliza.

Pero en la tierra hay una institución humana que progresa siempre. Avanza siempre hacia la meta. Porque no es sólo humana, marcha alentada por el Espíritu Santo. Es la Iglesia.

La Iglesia crece en la Historia. El Cristo total crece con nuevos miembros. Nuevas piedras edifican la Ciudad de Dios.

La Iglesia se santifica en la Historia. La Pasión de Cristo se renueva en ella casi constantemente. La Iglesia sale de las persecuciones más santa y más gloriosa con la santidad de la sangre derramada y la gloria de los mártires que triunfaron.

La Iglesia aprende en la Historia. La Iglesia se conoce más la sí misma a través de la Historia. Las circunstancias, la cultura ambiental, por contraste o por simpatía, es ocasión de que ella desarrolle, explicite en sí una doctrina o una norma de acción.

La Iglesia, finalmente, es evangelizada por la Historia. La Historia enseña a los hombres de buena voluntad que sólo salva la Iglesia. Que sólo en ella se da el verdadero humanismo, el progreso humano integral. La solución de los problemas que la humanidad va topando en su marcha por los espacios y por los siglos sólo se halla en ella. En épocas nuevas y ante  problemas nuevos ella descubre en sí virtualidades inexplotadas, aplicaciones nuevas y salvadoras de doctrinas antiguas. La Iglesia posee la solución del problema social, el remedio del espíritu técnico.

Nosotros, los hombres del siglo XX, tenemos ante los ojos un paradigma histórico elocuente para quien quiera ver y aprender. Acaba un proceso histórico que echó a andar el 1400 ó 1500. Yo confesaré que siempre me ha parecido este drama del humanismo ateo una gigantesca y escalofriante experiencia que Dios ha permitido a los hombres para que llegaran a una conclusión limpia y definitiva: los hombres necesitan de Dios. Hasta el siglo XIV es un hecho que se vivía bien con Dios. Vino el tentador: ¿no se vivirá mejor sin Él? se ensayó. ¿Resultado? «Cuando no hay Dios, no hay hombre tal es el descubrimiento experimental de nuestro tiempo» [32].

Según P. Wust la cultura occidental pasa hoy su Adviento. Debe renovarse, convertirse, pnatvoEio0cn y recibir a Jesús [33]. Es la consigna salvadora: Vuelta a Dios, vuelta a Jesucristo, vuelta a la Iglesia. El Cristianismo es el verdadero humanismo.

* * *

Antes de terminar, una nota.

Son los nuestros, tiempos de hipertrofia del Estado y atrofia del individuo. Depreciación de la persona.

Al teorizar sobre el fin de la humanidad a través de la Historia, se ha cometido frecuentemente el pecado de olvidar al individuo. Este queda escamoteado en la evolución ascendente del Espíritu en Hegel, en el marxismo dialéctico, en el totalitarismo de cualquier signo.

Bien está elucubrar sobre los fines del Universo. Pero no hay que olvidar al individuo. El individuo es insustituible. El bien del individuo es intransferible. El bien de la humanidad no es más que un nombre vacío, si no es el bien de cada uno de los hombres.

La concepción cristiana del fin de la Historia no cae en esta trampa. La Iglesia es un Cuerpo. La salud de un cuerpo está en función de la salud de cada miembro. La salvación de cada cristiano es la condición de la salvación del Cristo total. Cada cristiano al salvarse salva un poco a la Historia. Todos, las manos en el gobernable, pilotamos la gran Nave.

Conclusión

El «Cristo total», Cristo y los cristianos, es la clave de bóveda del Universo. Centro de la Creación y fin de la Historia.

La concepción cristiana del mundo y de la vida es orden, armonía y unidad.

Y gozo. Porque al hombre, incorporado a Cristo, le ha sido dada una dignidad inefable. «Admiraos, gozaos: hemos sido hechos Cristo» [34].

Juan Pegueroles en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     Los nombres de Cristo. En Obras completas castellanas (BAC Madrid 1944), p. 413.

2     Ibíd.,

3     F. PRAT, S, l., La teología de San Pablo, Primera parte (México 1947) pág. 109.

4     San Agustín, In loan. XXI 8 PL 35,1568.

5     San Agustín, in Ps XXX enarr PL 3 231,

6     Eph 4, 13. 

7     lo, 17, 23  

8     Ibíd. 21.

9     Ga 6, 15.

10      FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 412.

11      J. M. BOVER, S. l., Comentario al .Sermón de la Cena (BAC, Madrid 1951), pág. 165.

12      Io, 6.

13      Io1, 12

14      IIo 3, 1  

15      Io 3,35

16      «lpse pater amat vos». Io 16, 27

17      SAN AGUSTIN, In Epist, loan. ad Farthos X 3 PL 35 2055.

18      Obras completas, tomo V (BAC Madrid, 1949) p, 562.

19      J PIEPER, en su obra La fin des temps. a la pregunta «¿cuál será el fin de la evolución histórica». contesta: Es imposible dar una solución satisfactoria prescindiendo de la Teología. Una filosofía de la historia al margen de la Teología no llegará jamás a descubrir su verdadero objeto y señalar su finalidad

20      De civitate Dei XIV 28 PL 41 436.

21      E. PORTALIÉ, Saint Agustín, DTC 1290.

22      De Civitate Dei XXIII PL 41 752

23      Enchiridion II PL 40 236.

24      De Civitate Dei XI 18 PL 41 332.

25      E. PORTALIÉ, Saint Augustin, DTC 2290

26      FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 445.

(a) SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. LXXIII 8 PL 36 935,

27      M. FLICK y Z. ALSZEGHY, S. l., Teologia della Storia, en Gregorianum 35 (1954) 293. ÓRÍGENES, Contra Celsum IV, 23 PG 11 1059.

28      Eph 1, 23.

29      J. DANIELOU, El Misterio de la Historia (San Sebastián 1957, p. 51.

30      H. Ch. PUECH, citado por P. LETURIA, S. l., Las coordenadas de la historia universal en la historiología de San Agustín. en Misiones Extranjeras (1954), II p. 31

31      M. FLICK, l. c. p. 256.

32      N. BERDIAEF, Una nueva Edad Media (Barcelona 1938), p. 62

33      Testimonios de la fe. Relatos de conversiones (Patmos Madrid, 1953), páginas 193-198

34      SAN AGUSTIN, In loan. XXI 8 PL 35 1568. Seguramente serán oportunas dos observaciones: Primera: al exponer la doctrina del Cuerpo místico, no nos hemos detenido a explicar cómo esa unión y misteriosa. pero real, identificación de los cristianos con Cristo salva desde luego el escollo del panteísmo. Ese es, según Ch. Moeller, el tropieza de todas las tradiciones religiosas no cristianas: el monismo. Pero la personalidad del cristiano no queda suprimida, anegada en Cristo Dios. Remitimos al curioso lector a las obras de PRAT, MERSCH, etc.

Segunda: la Iglesia es la privilegiada y la elegida de Dios. Es verdad. Pero hay que añadir enseguida que este privilegio no es exclusión. Al contrario, es ofrecimiento y puertas abiertas a todos. Y hay que recordar todavía el pensamiento de San Agustín: «Muchos que parecen estar dentro (de la Iglesia) están fuera, y muchos que parecen estar fuera están dentro»

José Ramón Villar

I.         Introducción

La idea de autoridad se presenta problemática en nuestra época. No se trata de la dificultad práctica para aceptar el ejercicio de la autoridad con la correlativa obediencia. Esto no sería, en cuanto tal, algo verdaderamente nuevo. La novedad afecta  más bien a la articulación teórica de autoridad, obediencia y libertad. El discurso que ha llevado a esa problematicidad ha sido ya analizado en sus raíces filosóficas y culturales [1]. No volveremos aquí sobre el tema.

Interesa, en cambio, prolongar la reflexión desde la perspectiva teológica. Los conceptos de autoridad y obediencia son susceptibles de un análisis filosófico-jurídico, y aun político y sociológico. Sin embargo, hablar de autoridad y obediencia cristianas supone continuidad y discontinuidad con esas reflexiones. El adjetivo “cristianas” transforma a los sustantivos. En la Iglesia la articulación de autoridad, obediencia y libertad no puede reducirse sin más a combinar criterios puramente antropológicos, válidos — sin duda— en su ámbito. Ciertamente, en la Iglesia se ejerce la autoridad y se obedece en continuidad con lo que esto significa en la experiencia humana. De manera que una obediencia, por ejemplo, que no sea libre, no es cristiana por no ser humana. Pero el motivo, contenido y finalidad de la autoridad y obediencia cristianas transforma la experiencia humana con la misma discontinuidad que introduce en la historia la encarnación del Verbo. La teología dirá que la gracia de Cristo asume (continuidad), sana y eleva (discontinuidad) la naturaleza.

En consecuencia, las nociones cristianas poseen un aspecto propio a partir de la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo. Por esto, suele insistirse en que la Iglesia, siendo una comunidad de hombres y mujeres no es, sin embargo, una sociedad humana como otra cualquiera. Ahora bien, lo que hace distinta a la Iglesia de cualquier otra comunidad humana no es sólo una específica organización externa —con finalidad religiosa— constitucionalmente dada por su Fundador. Su “formalidad” consiste ante todo en que esa comunidad, así constituida, es portadora del despliegue en la historia de la acción salvífica de Dios, es decir, la comunión de los hombres con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, incoada en la tierra y llevada a plenitud en la Patria.

Esta formalidad salvífica de lo cristiano no significa ignorar otras perspectivas sobre autoridad y libertad, por ejemplo las relativas a la dignidad humana, o a la necesidad de dotar de un marco jurídico a la vida en la Iglesia. Por el contrario, la fe representa un nuevo título para atenderlas. Hay que saludar, en este sentido, que el CIC 1983 recoja en el primer título del Libro II dedicado al “Pueblo de Dios”, un epígrafe bien significativo: “De los deberes y derechos de todos los fieles cristianos”. Es esta una expresión que evoca el marco de garantías y libertades habitual en las constituciones políticas de los pueblos modernos. Con todo, esta formulación de derechos y deberes, o más ampliamente de libertades y obligaciones, condiciones de ejercicio de la autoridad, etc., habría resultado algo extraña a las primeras generaciones cristianas, si se entendiera al modo de una pura regulación legal de una comunidad humana, o una mera distribución de poderes.

No se insinúa con esto que el proceso de formalización técnico-jurídica (que dota de un marco legal a la autoridad y a la obediencia) suponga un alejamiento de la fraternitas evangélica, como han interpretado, de un modo u otro, las corrientes anti-nomistas que se han dado a lo largo del tiempo, bien sea oponiendo “carisma” y “derecho” (R. Sohm), o bien enfrentando “jerarquía” y “pueblo” (en versiones “liberacionistas” al uso), etc. Estas oposiciones desconocen —desde presupuestos diversos— la verdadera naturaleza de la Iglesia. La autoridad y la obediencia pertenecen a la experiencia originaria de la vita christiana in Ecclesia, y reclaman su institucionalización en marcos jurídicos oportunos. Pero tras esas exageraciones, que deprecian como no-cristiano lo jurídico o lo jerárquico, hay una percepción inconsciente y oscura de algo verdadero, a saber: que la autoridad y la obediencia, la jerarquía o las normas jurídicas, tienen un carácter instrumental al servicio de la finalidad salvífica de la Iglesia, que posee el primado ontológico. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —con sus aspectos morales y jurídicos— sólo se comprenden considerando su función en la economía de la salvación. Aún más, la tradición canónica —locus paradigmático de la autoridad y la obediencia en la Iglesia— ha visto acertadamente su lex suprema en la salus animarum, como hermenéutica salvífico-escatológica que dota de significado a unas determinaciones jurídicas que podrían parecer solo extrínsecas y que, sin embargo, son expresiones externas —históricas, sin duda, y por ello mudables en su concreción— del momento interior teológico (trinitario) y salvífico de la autoridad y obediencia cristianas.

Los problemas y debates actuales en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen, según parece, de no dar suficiente relevancia al sentido evangélico de estas realidades, para reducirlas a la cuestión de distribución de poderes o funciones, derechos y deberes, etc. Pero resulta incompleta toda reflexión sobre autoridad y libertad cristianas desarraigada de la nueva existencia del bautizado en Cristo y en el Espíritu. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —como cualquier otro elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Y es que la sola reflexión filosófica, jurídica, antropológica o cultural sobre la autoridad y libertad humanas —siendo tan importante—, no da razón total de la experiencia cristiana, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado “con autoridad” y “ha obedecido” libremente al Padre entregando su vida en la Cruz, haciéndose así salvación para la humanidad. Una autoridad y una obediencia que no salvan, no son las de Cristo, y carecerían de todo interés en la Iglesia.

II.       Libertad y obediencia en la revelación bíblica [2]

La Revelación habla de la “obediencia de la fe”, que entraña la libertad. La autoridad y la obediencia, en cuanto religiosas, sólo pueden ser vividas en libertad. Es una consecuencia de la naturaleza del acto de fe, que es un acto voluntario: significa adherirse a Cristo atraído por el Padre (Jn 6, 44), y así rendir a Dios el homenaje racional de la fe (Rm 12, 1). Aquí presuponemos este dato elemental, y haremos nuestras reflexiones dentro del dinamismo de una fe aceptada y vivida libremente.

Significado bíblico de la obediencia. Como es sabido, la Biblia hebrea ignora propiamente los términos “obedecer” y “obediencia”. En su lugar aparecen, significativamente, los términos “oír”, “escuchar” (latín, ob-audio). Esta asociación de ideas resulta coherente con la revelación de Dios por medio de su Palabra en la Ley y los Profetas. Yahvé no es un dios mudo y ciego, sino el Dios vivo, que ve y habla; “Oíd, cielos; escucha, tierra, porque habla el Señor” (Is 1, 2; Is 1, 10; Jr 2, 4; Jr 7, 21-28). La vida entera del hombre consiste en “escuchar” a Dios, acoger su palabra, y ponerse “debajo” de ella (sumisión) para ejecutarla fielmente. “Oír” y “obrar” están vinculados, de tal modo que es impensable oír a Dios y no ejecutar su voluntad. La prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser total. Lo contrario es cerrar los oídos a Dios: “Yo os he hablado incesantemente y no me habéis oído; os he llamado y no me habéis respondido” (Jr 7, 13; Os 9, 17). El culto a Dios consiste primariamente en esta obediencia, preferible a los sacrificios externos; en la obediencia se resume todo deber religioso y, fuera de ella, el culto resulta vacío (1S 15, 22; Sal 40, 7-9; Sal 50).

Correlativamente, el pecado es apartarse de la voluntad divina (Sal 51, 6), marchar fuera del camino señalado por Dios (Sal 1, 1; 1S 15, 22s.26; Jr 6, 16-18; Jr 7, 24). El apóstol Pablo —especialmente en la carta a los Romanos— interpreta la historia de la humanidad bajo esta tensión de obediencia y desobediencia a Dios. El drama del pecado original estriba en que Adán desobedece a Dios, y arrastra en su rebelión a sus descendientes (Rm 5, 19). La “carne” rechaza aquella sumisión a Dios que pide el orden de las cosas (cfr. Rm 8, 7), y de este modo somete la creación a la vanidad (Rm 8, 20) y rechaza el designio de Dios sobre el universo que Dios quiere edificar, que reclama la colaboración del hombre, la adhesión en la fe (en la Ley y la Alianza).

Pero Dios saca misericordiosamente al hombre de la “desobediencia” en la que ha sido encerrado (cfr. Rm 11, 32), y de la que él mismo —y esto es decisivo— es incapaz de salir (cfr. Rm 7, 14s). Sólo la obediencia de Jesús “libera” nuestra libertad. El hombre vuelve, por medio de la liberación del pecado, a la obediencia a Dios: obediencia de la fe y de la verdad (cfr. Rm 1, 5; 1P 1, 22).

Obediencia de Jesús y salvación. Dios revela por su “Palabra encarnada” en la plenitud de los tiempos el misterio salvífico de la obediencia —y, por tanto, de la libertad—, que arranca de la misteriosa kénosis de Cristo, de su entrega hasta la muerte (1). Por el camino de la la obediencia, Cristo alcanza el señorío universal, como cabeza gloriosa de la humanidad redimida (2).

(1)     Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios y sus designios (cfr. Mt 5, 17; Mt 17, 24ss; 2Mt 6, 39.42; Lc 2, 49). La encarnación misma es obediencia, sometimiento a la ley para liberar a los que están bajo la ley mosaica (Ga 4, 4; Hb 10, 5-10). El viene a cumplir la voluntad del que le envió (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 9, 4; Jn 10, 18; Jn 12, 49; Jn 15, 10; Jn 17, 4); cumple en todo la ley (Mt 5, 17). Las tentaciones de Satanás de distorsionar su misión mesiánica, terminan con la reafirmación de Jesús de su obediencia al Padre (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Debe seguir la palabra de Dios, no la de los hombres que, como Pedro, le quieren apartar de su misión (Mc 8, 33).

La perfecta obediencia de Jesús (cfr. Hb 10, 5; Flp 2, 8), nuevo Adán, repara la desobediencia del antiguo Adán: “Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rm 5, 19). Su obediencia al Padre celestial es causa de salvación, particularmente en su pasión y muerte “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Hb 5, 8). Esta dinámica de la obediencia de Jesús/salvación del hombre frente a la desobediencia de Adán/pecado y condenación, se constituye en clave de la obra salvífica de Jesucristo. La vida y muerte de Jesús es “obediencia”, y constituye objetivamente la salvación misma (cfr. Flp 2, 6-11).

(2)     Por su obediencia, Jesús, el “Siervo” es constituido en “Señor” (Flp 2, 5-11), y recibe “todo el poder (exousia) en el  cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), ante toda criatura. Él, “hecho perfecto, llegó a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Con su ofrenda perfecciona a los santificados por la fe en Él (Hb 10, 14), e inaugura un nuevo culto incorporando a toda la humanidad en su sacrificio grato a Dios, esto es, el de su obediencia amorosa al Padre (Hb 10, 5-10). Por su acto de obediencia se hace garante de la nueva alianza y consigue la salvación para aquellos que le obedecen (Hb 5, 9). A partir del momento de su tránsito pascual, la obediencia de Cristo al Padre, que causa la redención objetiva para la humanidad, se hace salvífica en cada hombre por medio de la obediencia subjetiva a Cristo, que ha recibido “todo el poder”.

Autoridad salvífica de Jesús y obediencia de fe. La obediencia-autoridad de Jesucristo (1) se torna salvífica para el hombre por la “obediencia de la fe” (2).

(1)     Jesús explica la Ley de Dios para los hombres como quien tiene autoridad (Mt 5, 21-48; Mt 7, 21; Mc 3, 31ss). Él dispone sobre todo igual que Dios (Jn 3, 35; Jn 10, 28; Jn 13, 3; Jn 17, 2s.). Tiene autoridad sobre los demonios, la enfermedad, la naturaleza y la muerte (Mc 1, 23ss; Mc 5, 12; Mc 5, 41; Mt 8, 27). La obediencia a Dios se torna, en la predicación del Reino, en obediencia a Jesús, en quien viene el Reino de Dios. La autoridad de Jesús reclama la adhesión a Él (1P, 1-2); el discípulo debe ajustar su voluntad a la de Cristo (Mc 8, 34-38). Los verdaderos discípulos de Cristo cumplen la voluntad del Padre (Mt 7, 21; Mc 3, 31-35; Jn 15, 10), y alcanzan la salvación mediante la obediencia (Jn 14, 15.23).

(2)     El hombre recibe la salvación mediante esta obediencia de la fe (cfr. Rm 1, 5), la obediencia al Evangelio (Rm 10, 6; 2Co 7, 15; 2 Ts 1, 8). El hombre se abre al misterio de la salvación, por medio de la obediencia al Evangelio y a la Palabra en la Iglesia (2 Ts 3, 14; Mt 10, 40). El fin de la predicación apostólica es la obediencia de los paganos (Rm 15, 18). Cristiano es, de este modo, quien obedece a la verdad (Rm 2, 8; Ga 5, 7); el que glorifica a Dios en la obediencia (2Co 9, 13); los cristianos están sustentados y definidos por la obediencia (Flp 2, 12); son hombres de obediencia (cfr. Rm 2, 7; 2Co 9, 13; 2Co 10, 5), una obediencia “en el Señor” (Ef 5, 22); Ef 6, 1; Ef 6, 5; Col 3, 18ss). Obedecer a Dios conduce a la vida; obedecer al pecado, es esclavitud para la muerte (Rm 6, 21-23). La autoridad de Jesucristo y la consiguiente obediencia del cristiano abarca la misma amplitud con que afecta al hombre la desobediencia, el pecado (cfr. Rm 6, 16-19), esto es, la radical oposición que hay entre vida y muerte. El cristiano es liberto de Cristo (1Co 7, 22-23), y fundamenta toda obediencia en el reconocimiento del señorío vivificador de Cristo. Él es la “ley” (1Co 9, 21).

La libertad cristiana en el Espíritu Santo. Pero el hombre no puede obedecer, pues está “encerrado” en la desobediencia, de la que es incapaz de salir. Para que la nueva “ley”, que es Cristo, pueda ser cumplida, Dios ha proyectado para los tiempos mesiánicos el pueblo nuevo que se adhiere a Él con obediencia total e interior. Para que la “ley” (Cristo) se encuentre grabada en el fondo del ser (Jr 31, 33), Dios concede la plena disposición interna para la obediencia, en imitación de Jesús. La obediencia procede de la libre determinación que es guiada por el Espíritu divino (Rm 6, 16-17). La obediencia en el Espíritu se basa en la condición filial, ajena a toda servidumbre (Rm 8, 14-17), como la entrega del Hijo encarnado también sucedió “en el Espíritu eterno”, que provoca, en el amor, la libre obediencia (Hb 9, 14). “Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Co 3, 17). La libertad es la ley interior del Espíritu, que hace posible la obediencia a la justicia, y libera nuestra voluntad para el bien y la vida. Así es “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).

III.     Consideración teológica

Este patrimonio bíblico sobre “obediencia” y “libertad” nos ofrece, en última instancia, el fundamento de la antropología y moral cristianas. Como es sabido, este fundamento se ha desarrollado en torno a la tradicional reflexión sobre la “nueva criatura” y la “ley nueva”, que resulta de interés para nuestras consideraciones.

En efecto, la tradición teológica habitualmente ha puesto de relieve en la “nueva ley” dos dimensiones: interior y exterior. santo Tomás de Aquino expuso de manera magistral estos dos aspectos de la vida cristiana en el régimen de la “nueva Alianza”, es decir, la lex nova. Recordémoslo brevemente [3].

De una parte, la “ley nueva” inaugurada por el Evangelio, la “ley de Cristo”, es principalmente la gracia del Espíritu Santo, que concede al cristiano el señorío y la libertad, la liberación de la ley mosaica y el despliegue de la fe que obra por la caridad. Es ésta una lex libertatis, un don del Espíritu infundido en el interior como principio ontológico que transforma y capacita operativamente a la voluntad para moverse libremente a la entrega a Jesucristo, al amor de Dios.

De otra parte, la “ley nueva”, la “ley de Cristo” también posee secundariamente una dimensión externa: unos preceptos y consejos, el Evangelio predicado por Jesús, su propia vida enseñada, transmitida y vivida en la Iglesia. Esta dimensión externa de la lex nova constituye objetivamente el contenido hacia el que se dirige la voluntad movida por la gracia del Espíritu Santo. De manera que la “nueva ley” indica lo que hay que hacer pero, sobre todo — y esto es lo formalmente “nuevo” de ley evangélica—, da la fuerza para cumplirlo.

Es conocida esta reflexión sobre la lex nova, y es innecesario desarrollarla aquí en toda su amplitud. En cambio, vale la pena observar que la articulación de los aspectos interior y exterior de la “ley nueva” esclarece igualmente las relaciones entre libertad y autoridad-obediencia, y más radicalmente permite comprender la asociación de la “obediencia” de Cristo y la “libertad” del Espíritu Santo para la realización de salvación en la Iglesia y en el cristiano. Esto resulta especialmente necesario cuando, en ocasiones, se contrapone dialécticamente la libertad del Espíritu y el carácter normativo de la ley evangélica, que reclama obediencia en actos externos determinados.

El contenido bíblico antes analizado supone que la “ley” evangélica es, ante todo, Cristo mismo: su predicación, vida, muerte y resurrección, como acto de obediencia al Padre en favor de los hombres. Ante la “Palabra” encarnada, cuya autoridad (todo poder en los cielos y en la tierra) se basa en la obediencia al Padre, surge el “oír-respuesta” humano, es decir, la “obediencia de la fe”. Esta obediencia del hombre se hace posible por la acción del Espíritu Santo que capacita para que, en la libertad de los hijos de Dios, el hombre rinda a Dios el homenaje racional de su inteligencia y voluntad. La “libertad del Espíritu”, no es la anarquía de la “carne”, sino el instinto interior de la gracia que configura la nueva criatura a Cristo en su obediencia, amor y ofrenda al Padre, en movimiento espontáneo provocado por el amor, la caritas. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15, y 21).

Fe-obediencia a Cristo —y en Cristo al Padre—, y libertad- amor en el Espíritu están implicadas una en la otra. La obediencia al mandato externo no es posible sin el movimiento interior del Espíritu Santo. Este conduce al cristiano a obedecer libre y espontáneamente, como desde dentro y movido por el amor, las prescripciones externas, que son el modo histórico —mientras peregrinamos hacia la casa del Padre— de la economía salvífica inaugurada con la encarnación del Hijo (en el régimen de la fe y de los medios salvíficos de la lex incarnationis).

De este modo, la “obediencia” y la “libertad” no resultan antitéticas e irreconciliables, sino que —por el contrario— la obediencia cristiana incluye, como un momento interno constitutivo, la libertad del Espíritu, que es su “perfección”: la voluntad espontánea. Y esto de modo análogo a como la obediencia de Jesús es perfecta porque perfectas son su libertad y amor al Padre en el Espíritu eterno. El Espíritu Santo actualiza en el cristiano “desde dentro” la obediencia salvífica de Cristo al Padre, cuya voluntad se manifiesta históricamente, para los hombres, en la autoridad de la nueva “ley” que es Cristo mismo.

IV.      Conclusión

La herencia ilustrada ha legado la idea de que la libertad es auténtica en la medida en que se apoya sobre el juicio individual. La libertad del individuo viene así enfrentada a una tradición recibida en una comunidad que se testifica y transmite por medio de unas Escrituras, instituciones y personas dotadas de autoridad. Esta autoridad resultaría, según esa idea, una intromisión en la autonomía individual, y la obediencia sería una abdicación de la conciencia.

Esta interpretación constituye, sin duda, un riesgo para una correcta idea de libertad. Pero también ofrece una ocasión para redescubrir el significado de la autoridad y obediencia cristianas. Obediencia no significa renunciar a la autodeterminación personal. La tradición teológica ha afirmado constantemente que la libertad supone obrar a partir de sí mismo, ex seipso agere, spontanea voluntate, según Tomás de Aquino. En el cristiano esto sucede como despliegue y autorrealización de la “nueva criatura” en Cristo y en el Espíritu Santo. No implica, pues, una renuncia negativa, sino una afirmación de libertad eminentemente positiva: la asunción voluntaria del proyecto de Dios sobre la propia vida. Nunca es sumisión pasiva, sino libre adhesión al diseño de Dios propuesto por la palabra de la fe. La obediencia es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios. No es un “límite” a la libertad (como lo entiende un individualismo reductivo), sino una libertad sostenida por el amor y puesta al servicio del amor a Dios y a los hermanos; enriquece y plenifica la persona para el servicio y la donación.

La obediencia y la autoridad en la Iglesia están al servicio de esta economía de la salvación. No se resuelven en la simple autoridad y obediencia de un hombre frente a otro. Toda obediencia sólo tiene sentido cuando se inserta en la obediencia salvífica de Cristo, y se identifica con la adhesión a Él. Sólo así puede entenderse una obediencia en la Iglesia realizada en la libertad del Espíritu, “no entre lamentos sino con alegría” (Hb 13, 17; 1Ts 5, 12; 1P 5, 5).

La afirmación de la responsabilidad personal y del carácter irrenunciable de la conciencia individual no supondrá un riesgo — muy al contrario— para quien advierte lúcidamente el carácter liberador de la obediencia al único Señor que puede merecer el don de la libertad humana, en lugar de los ídolos de este mundo. La libre obediencia es misterio de gracia y salvación. Ciertamente, esta percepción salvífica presupone madurez en esa fe por la que “el hombre se abandona totalmente a Dios, prestándole libremente el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad” (DV 5).

José Ramón Villar en unav.edu/

Notas:

1     Vid. J. RATZINGER, Freiheit und Bindung in der Kirche, en E. CORECCO, N. HERZOG, A. SCOLA (ed.), Les droits fondamentaux du chrétien dans l'Église et dans la société, Friburgo 1980, pp. 37-52.

2     W. MUNDLE, Oír, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1993, vol. III, pp. 203-209; A. STÖGER, Obediencia, en J. B. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 715-721; G.  GATTI, Obediencia, en L.  ROSSI- A. VALSECCHI (dir.), Diccionario Enciclopédico de  Teología  Moral,  Madrid 1974; H. RONDET, L’obéissance, problème de vie, mystère de foi, Lyon 1966.

3     Nos inspiramos en P. RODRÍGUEZ, Espontaneidad y legalidad en la ley nueva, en “Scripta  Theologica” 19 (1987) 375-385. El lector encontrará   en este denso trabajo —que incluye más perspectivas de las que aquí traemos— una bibliografía básica sobre la “ley nueva” y el fundamento de la moral cristiana. Los textos relevantes de santo Tomás sobre el tema se hallan en la S. Th., 1-2, qq. 106 y 108.

Martín Gelabert Ballester

El cristianismo (y el judaísmo) tienen su origen en una Palabra que Dios dirige al ser humano. Por eso, al contrario de lo que ocurre en otras religiones en las que importan los visionarios, en el cristianismo (y el judaísmo) importan los oyentes. Según el Nuevo Testamento la fe, o sea, la respuesta a la Palabra de Dios, nace de la escucha: fides ex auditu (Rm 10, 17). De ahí la permanente exhortación que se le hace al pueblo creyente: «Escucha Israel» (Dt 6, 4; Dt 9,1); exhortación que también encontramos en boca de Jesús: «escuchad» (Mc 4, 3, Mt 13, 18). Pero, además de invitar a la escucha, Jesús añadía: «quien tenga oídos para oír que oiga» (Mc 4, 9). La escucha requiere una cierta calidad del oído. De ahí que con frecuencia haya quienes «por mucho que oigan no entiendan» (Mc 4, 12). Según Jesús ese es el pecado de los judíos: «vosotros no podéis escuchar mi palabra» (Jn 8, 43). No podían porque se hallaban bajo la obediencia del diablo. Y la escucha de la Palabra de Dios requiere «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5; Rm 16, 26).

Así, pues, la escucha es la condición ineludible de la acogida de la Palabra de Dios. Pero la escucha no es un movimiento espontáneo, algo que acontece quieras que no cuando se emite un sonido. Requiere una serie de condiciones, ambientales y personales. Más aún, si de lo que se trata es de escuchar una Palabra que procede de Dios, además de las condiciones inherentes a toda escucha, habrá que preguntarse si el ser humano está en condiciones de acoger y comprender esta palabra. En efecto, una palabra, para poder ser escuchada, debe adaptarse a las condiciones del oyente. Pero si la palabra de Dios se hace humana, ¿estamos escuchando de verdad la palabra de Dios? Además convendrá plantear si el ser humano desea escucharla. En efecto, hoy el ser humano pretende bastarse solo. No necesita de nadie. Quiere ser señor de su vida. ¿No será alienante pedirle que escuche una palabra que viene de más allá? Son muchos los problemas que a propósito de la escucha se plantean. En esta reflexión que aquí les ofrezco voy a referirme a alguno de esos problemas. Comienzo haciendo una reflexión sobre el hombre moderno y las características que lo hacen diferente al de otras épocas. Pues él es el que hoy está llamado a escuchar desde su cultura, sus valores, sus anhelos y sus dificultades.

1.       Una soledad poblada de aullidos

Una imagen bíblica podría servir para describir la situación en la que se encuentran muchos de nuestros contemporáneos: la «soledad poblada de aullidos» (Dt 32, 10), con la que el libro del Deuteronomio recuerda la travesía del pueblo de Dios por el desierto del Sinaí. Ya sé que una buena descripción de la persona actual no puede limitarse a unas cuantas frases o imágenes. Entre otras cosas porque lo que existen son individuos concretos, complejos y distintos. Hablar de hombre moderno (o postmoderno) es una abstracción, que no existe en ninguna parte. Pero sí que es posible evocar algún rasgo en el que, de una u otra manera, podamos reconocer aspectos, sentimientos, preocupaciones o problemas que caracterizan y marcan a bastantes de las mujeres y varones que hoy vivimos en esta sociedad occidental. Uno de ellos es la soledad, que va estrechamente unida a la autosuficiencia.

En cierto modo, la soledad es consustancial a la condición  humana. El fondo último de cada persona es único e irrepetible y escapa a toda comprensión exhaustiva. Somos, como decía Unamuno,  «especies únicas». Nacemos solos y morimos solos. Hay lugares donde nadie puede acompañarnos. Pero cuando digo que la soledad es característica del hombre moderno occidental me refiero a otra cosa, a las dificultades que tiene este ser humano para convivir con los demás, a su proclividad a la depresión, a su egoísmo, a su ensimismamiento, a la superficialidad con la que maneja las relaciones humanas, a su falta de compromisos estables y, sobre todo, al profundo vacío existencial que le embarga. No se trata únicamente de que seamos únicos, se trata de que nos sentimos solos. Y ese sentimiento, por una parte es resultado de nuestro deseo de libertad egoísta, de que no soportamos ningún tipo de dependencia (ideológica, económica, jerárquica, afectiva); y, por otra, es un sentimiento que no nos satisface, que nos produce dolor. El tipo de ser que ha forjado la mentalidad moderna es el de un yo solo y solitario.

Sin embargo, el ser humano no puede vivir en soledad. Está hecho para la comunión. Los cristianos sabemos el motivo: la persona humana es imagen de un Dios que es Amor Trinitario y Comunión de Vida. Un Dios único, pero no solitario; un Dios que no es soledad, sino compañía. Creado a su imagen, incluso aunque no lo sepa, «el ser humano no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra  con el amor,  si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» [1]. De estas palabras quedémonos con esta idea: para comprenderse a sí mismo, el ser humano necesita que se le revele el amor. ¿Estará el ser humano en disposición de escucharle, caso de que esto acontezca?

El remedio de la soledad es el amor. Pero el hombre moderno no sabe amar. Y, por tanto, no está capacitado para escuchar las palabras del amor: oblación, desinterés, entrega, don de sí, perdón incondicional, esas palabras de las que habla el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. Las personas modernas tienen una gran incapacidad para amar. Son muy egoístas. No piensan en el otro. En ellas no hay rastro del «nosotros». Las relaciones amorosas son en muchas ocasiones efímeras y neuróticas. El ser humano no está dispuesto a dar y en lugar de buscar el bien del otro, termina por utilizarlo. No se le ha enseñado a amar. De joven cree que ama, pero más bien son las hormonas las que le confunden. La libido es más fuerte mientras más grande sea el vacío existencial. No sabe lo que es amor verdadero y las relaciones que establece, sin ninguna trascendencia, lo van dejando cada vez más vacío, más solo. No conoce la palabra compromiso. No está dispuesto a jugársela por el otro. Sólo busca el placer y la aventura. Se trata de relaciones superficiales, fácilmente sustituibles.

Para remediar su dolencia, a falta de amor, se buscan sucedáneos del amor, tales como el sexo (en ocasiones incluso sexo virtual, u orgías con desconocidos a los que nunca más se volverá a encontrar); alcohol y drogas (que producen una sensación de euforia, hacen olvidar la soledad y hasta parece que facilitan la relación). Y también sucedáneos menos fuertes, pero no menos aditivos, como el Chat (se trata de una compañía virtual, de una relación sin más realidad que la pantalla), o el pasarse el día pegado al teléfono móvil, sin establecer una verdadera comunicación personal, conversando de superficialidades. Más aún, se da la paradoja de que el intercambio que se establece con una persona conocida a través del teléfono móvil o incluso del correo electrónico, a veces no se es capaz de mantenerla en el cara a cara.

¿No estamos ante relaciones falsas? Si es así, no pueden llenar el vacío que reaparece en cuanto se apagan los aparatos electrónicos.

Otro modo de sentirse acompañado estando sólo, es huir del silencio. Nada mejor, pues, que buscar la estridencia, el ruido y el furor. Mucha gente tiene la televisión puesta sin prestarle atención. Esa televisión que se ha convertido en un concurso de gritos, de voces sin contenido. O se pasa el día con los auriculares puestos. Cualquier cosa antes que estar en silencio. El ser humano postmoderno no sabe estar consigo mismo. No sabe dialogar con su interior. Le teme a la soledad. Quizá en el fondo le da miedo enfrentarse a preguntas como estas: ¿quién soy?, ¿a dónde voy?, ¿qué estoy haciendo con mi vida? En estas condiciones es difícil, cuando no imposible, escuchar otra cosa que el vacío del propio yo. Es difícil encontrar un verdadero otro que no sea virtual, otro realmente distinto, que me interpele y me saque de mi mismo. En una soledad poblada de aullidos es difícil escuchar la voz de Dios, caso de que se dé.

2.       Si hoy escucháis su voz

          2.1.    La escucha como arte

La escucha no es algo espontáneo. Es un arte. Y bíblicamente hablando, es también obediencia [2], es fe. Como arte, la escucha requiere ejercicio, aprendizaje, tiempo, paciencia y, sobre todo, una serie de condiciones. Me detengo en estas tres: estar interesado, hacer silencio y reconocer la propia limitación.

1.       Mientras oír es, en primera instancia, percibir sonidos (cosa que puede hacerse aunque uno no quiera), escuchar es prestar atención a lo que se oye. Y solo se presta atención a quien dice algo que me interesa, algo que me resulta bueno, que está en sintonía con mis anhelos, con mis pensamientos, con mi vida. Mientras se oye sin atender, no se escucha sin atender. Se comprende ahora porque la Palabra de Dios se presenta como una buena noticia. Si no fuera así, no podría interesar ni ser escuchada [3]. El interés despierta el oído. De ahí que el orante pide al Señor que despierte su oído, para poder escuchar, como un buen discípulo (Is 50, 4). Cuando está limitado el interés, también lo está el conocimiento. Hay conocimientos que sólo llegan cuando se los desea: «el deseo capacita y prepara al que desea para conseguir lo deseado», dice Tomás de Aquino [4]. El cuarto evangelio dice que Dios se da a conocer al que le ama (Jn 14, 21), pues hay una sabiduría que sólo es hallada por los que la buscan y la desean (Sb  6, 12-13) Escuchar requiere percibir lo que se me dice como interesante y bueno para mí.

2.       Nótese el matiz: interesante para mí. Pues para interesar a alguien  no basta con darle buenas noticias. Es necesario que las perciba como tales. En ocasiones algunas buenas noticias se perciben como malas. Bien explica Tomás de Aquino que «el bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» [5]. Hay posturas, situaciones, lugares, que impiden o, al menos dificultan, determinadas escuchas. Ni todos los lugares están preparados, ni todas las personas están capacitadas para escuchar determinadas noticias, por muy buenas e interesantes que sean. Además del interés se necesitan unas circunstancias favorables que posibiliten la audición. Cuando las circunstancias que dificultan son personales, se necesita una conversión. El apóstol Pablo advertía que cuando se está instalado en los «dioses de este mundo» el entendimiento se ciega y no le resulta posible percibir «el resplandor glorioso del Evangelio de Cristo» (2Co 4, 4). De ahí la necesidad del silencio exterior, pero sobre todo del silencio interior, para poder escuchar. No hay que interrumpir al que habla antes de que concluya. Hay que dejar a un lado el ruido de tantas preocupaciones para concentrarse en lo que de veras vale la pena.

3.       Una tercera condición para la escucha es el reconocimiento de la propia limitación. No somos poseedores de la verdad, no lo sabemos todo, no tenemos siempre toda la razón. Hay mucho que aprender, mucho que recibir de los otros. Siempre nos falta algo. Quien piensa que todo lo sabe, que los demás son incapaces de aportarle nada, no está en disposición de escuchar nada. La paciencia, el deseo de aprender y, sobre todo, la humildad, la capacidad de autocrítica, son condiciones esenciales de toda escucha. Dicho de otro modo: para escuchar es necesario ser bien consciente de que uno no es Dios. Relacionado con esta actitud está el dejar que el otro sea otro, no seleccionar sólo aquellas opiniones que coinciden con las nuestras, no evaluar lo que el otro dice desde nuestros propios esquemas. Escuchar es también dejarse sorprender, ponerse en lugar de los demás, dejar a un lado los propios paradigmas y asumir que otros pueden ver las cosas de manera diferente. Escuchar, en definitiva, es estar dispuesto a convertirse, a cambiar.

          2.2.    La escucha como obediencia

Que escuchar sea estar dispuesto a cambiar, enlaza con la dimensión creyente de la escucha. Pues para el creyente, además de un arte, la escucha es obediencia. De hecho, la palabra latina obedio (de ob = por, a causa de, y audio = oír) significa dar oídos a alguno, escucharlo, seguir sus consejos. También el alemán gehorchen (= obedecer, responder) es un derivado de horchen (= escuchar). Escuchar es obedecer. No se trata de una obediencia opresora y temerosa, como la del esclavo con su amo, sino de una obediencia que brota de la confianza que me provoca el que habla. Si escuchar es obedecer, obedecer es creer, fiarse, como muy bien indica la palabra catalana creure (que significa, a la vez, obedecer y creer). El creyente está siempre buscando la voz de Dios, que se manifiesta de muchas maneras, porque está convencido de que Dios es de fiar, no puede engañar, «es imposible que mienta» (Hb 6, 18), y es fiel a lo que promete (Hb 10, 23). Y si sabe más, este saber está siempre orientado al bien de la persona. El saber de Dios me pone en el buen camino.

A la luz de lo dicho se comprende la exhortación del salmista: «si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón». Bíblicamente hablando el corazón es la intimidad de la persona, el centro del que brota lo que la define como buena o como mala: del corazón «salen las intenciones malas» (Mc 7, 21), pero también las buenas; del corazón brota la sensatez y la insensatez, la cordura y la locura. La persona que se resiste a convertirse, a escuchar con atención y amor la voz del Señor, que se empecina en su mal camino, tiene un corazón endurecido. Para escuchar a Dios se necesita un mínimo de apertura, disponibilidad y acogida de su gracia. Para encontrarle y oír su voz hace falta «abrirle las puertas» de nuestra casa. En este espacio de silencio que hay en mí, donde nadie puede entrar sino yo, no estoy yo solo, «me acompaña, en vela, la pura eternidad de cuanto amo» [6]. Invito a Dios a entrar, y estar conmigo, y conducir mi vida. Me dispongo a obedecerle porque me fío de Él.

La escucha de la voz del Señor no va en dirección única. Es dialogal. De ahí que la libertad es condición de la escucha. No hay peor sordo que el que no quiere oír. Hay una sordera cuya causa es la libertad del que se niega a oír. A esta sordera se refiere la Escritura cuando habla de sordos que no quieren oír (Mt 13, 13). De esta sordera vino a curarnos Cristo. La Iglesia es bien consciente de ello cuando, en el bautismo, recordando la palabra effetá (= abrete) que pronunció Jesús en la curación de un sordo (cfr. Mc 7, 34), dice tocando los oídos del recién bautizado: «el Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escucha su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre».

El libro de los Hechos describe a los que apedreaban a Esteban como gritando fuertemente y además tapándose sus oídos (Hch 7, 57). Esta posibilidad de no oír porque uno no quiere muestra que la libertad es condición esencial de la escucha. Y por tanto que la obediencia del que se decide a escuchar es libre. Se trata de una obediencia que no oprime, que no menoscaba la autonomía del que escucha, una obediencia que mueve a través de la libertad: «con correas de amor los atraía» (Os 11, 4).

3.       El deseo de la escucha

Tenemos que plantearnos ahora algunos de los problemas que surgen cuando hablamos de escuchar la Palabra de Dios.

La persona contemporánea parece solamente interesada en escucharse a sí misma. Toda su vida está centrada en el propio yo: yo escojo a mis amigos, yo decido mis estudios, yo busco mi pareja, yo construyo mi futuro, yo soy bueno, yo reivindico mi autonomía. Se resiste a que nadie le diga lo que tiene que hacer. Aspira a ser señor de sí mismo y a convertirse en norma de todas las cosas. A la teología actual se la plantea el problema de cómo hacer desear al ser humano el deseo de escuchar una palabra divina, una palabra que viene de más allá de uno mismo y me saca de mí mismo. Pues sólo si esta palabra responde a un deseo tendrá sentido para el ser humano.

¿Cómo interesar al hombre, cómo hacerle desear la Palabra de Dios? ¿Por qué debería interesarme escuchar una palabra proveniente de más allá de lo humano? Sólo sería digna de ser escuchada esta palabra si respondiera a los más profundos deseos de mi corazón, si me dijera quién soy, iluminándome a mí mismo, si me orientara hacia una vida feliz y eternamente dichosa.

Precisamente la gran tragedia del ser humano radica en que ni él mismo sabe para qué ha nacido. Apenas es consciente de que existe cuando ya se percata de que su vida termina con la muerte. La perspectiva de haber nacido para morir no le satisface, y por eso protesta en todos los tonos: «Con razón, sin razón o contra ella no me da la gana de morirme… Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella» [7]. «La no existencia no es apetecible», afirma Tomás de Aquino [8]. No puede el hombre aceptar que su vida sea un rayo de luz entre dos eternidades de tinieblas. De ahí que sueñe con un destino más halagüeño para su vida.

El ser humano busca  imperiosamente  una  salida  al  problema  que le plantea la muerte. Las soluciones parciales, búsqueda de una vida más longeva, dejar huella en hijos, obra o fama, no acaban de satisfacerle. Por eso, ante la muerte la inteligencia no descansa. Miguel de Unamuno dice que «en el punto de partida de toda filosofía hay un para qué», provocado por el hecho de que el filósofo «necesita vivir», «no quiere morirse del todo y quiere saber si ha de morirse o no definitivamente» [9]. Puesto que el filósofo, todo ser humano en realidad, quiere saber, la muerte da que pensar y provoca la búsqueda de respuestas de todo tipo: racionales, religiosas e incluso imaginativas (calificadas normalmente de científicas, en realidad pseudo-racionales y pseudo-religiosas). Como dice Fernando Savater, desde posiciones agnósticas, «la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador» [10]. Pensador, buscador, porque la muerte plantea una pregunta inevitable (pues, de un modo u otro, en algún momento de su existencia, todo ser humano se la hace), y decisiva (puesto que en ella se trata de lo más propio de cada uno), a saber: ¿tiene sentido la vida?

Hay dos tipos de respuestas a la cuestión del sentido de la vida, las racionales y las religiosas. Desde la razón empírica, materialista y autosuficiente, la respuesta es tajante: la vida no tiene sentido, salida o finalidad alguna, acaba definitivamente con la muerte. La razón, segura de sí misma, llega al punto de pretender probar la mortalidad del alma [11]. Una razón más crítica y cauta ofrece una respuesta más matizada: la muerte no es lo que parece, es un no saber, es lo desconocido. Con la muerte no sabemos a dónde vamos. La muerte es el «sin respuesta» [12]. La razón bien responde negativamente; bien, en el mejor de los casos, no responde. Así puede conducir a la desesperación, a la resignación, a la protesta, en todo caso a la inconformidad.

Detengámonos en la respuesta religiosa. A veces, de forma precipitada, muchos consideran que la aceptación de la existencia de Dios lleva por sí misma a una respuesta satisfactoria ante la muerte. Examinado el asunto más de cerca, resulta que no es así. De hecho, la Escritura judeo-cristiana, en sus primeros libros, muestra a unos hombres justos, temerosos de Dios, convencidos de su existencia y de su amor, y, sin embargo, convencidos también de que la vida terminaba definitivamente con la muerte. El Nuevo Testamento recuerda como los saduceos, buenos intérpretes de la tradición bíblica y creyentes en Yahveh, negaban que hubiera resurrección de los muertos (cfr. Mt 22, 23).

En parte de la revelación bíblica, la muerte es el fin total del hombre (Pr, Job, Qo 9, 2-6.10; Sal 39; Sal 49; Sal 88; Sal 90; Si 16, 27-Si 17,1; Si 38, 16-Si 33; Si 41, 1-4), el camino de toda la tierra (Jos 23, 14), la cita de todos los vivientes (Jb 30,23). Para los patriarcas, la muerte pertenece a la condición normal, natural del hombre. Esto es lo sensato, lo sabio, lo racional. Ninguna revelación ha desvelado aún el misterio. Todo lo que se desea es que la muerte llegue al cabo de una larga y dichosa vida. De ahí el escándalo de los justos del Antiguo Testamento cuando ven prosperar a los malos y morir precozmente a los buenos: ellos sabían de Dios y de su amor, se esforzaban en agradarle, pero esperaban la recompensa para esta vida, puesto que no conocían otra.

El proceder de la Escritura nos confirma que de la creencia en Dios no se deduce, sin más, la fe en una vida post-mortal. ¿Dónde encontrar, pues, una respuesta a este problema? El número 18 de la Gaudium et Spes nos indica una dirección. Comienza constatando la exigencia vital y la protesta ante la muerte de la que antes hablábamos: por una inspiración justa de su corazón, el hombre rechaza la ruina total y el definitivo fracaso de su persona. Pues bien: a esta inspiración justa del corazón del hombre, el Concilio responde con la revelación divina. Hay un lazo entre la pregunta por el destino y la pregunta por la revelación, por la Palabra de Dios, por el deseo de escucharle [13]. La línea del Concilio nos está indicando que la pregunta por el para qué de la existencia sólo tiene respuesta adecuada un paso más allá de la afirmación de la existencia de Dios. La respuesta viene de la palabra (o del silencio) de Dios, de la posibilidad de una revelación divina.

Fue precisamente el deseo profundo de tener una respuesta clara y tranquilizadora al ansia de trascendencia humana lo que constituyó la fuente y el motor de todas las religiones. Pues «siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte» [14]. Esta fue la razón por la que los hombres desearon que la divinidad se revelara. Si el hombre no podía resolver su propio enigma, los dioses le ayudarían a resolverlo, pues eran conocedores del futuro y de los secretos más ocultos: «los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón» [15].

El origen vital del preguntarse por la posibilidad de una revelación divina radica en que el ser humano no acepta la muerte como algo definitivo ni quiere dar de lado al problema que su trascendencia deseada plantea, sino que busca desesperadamente una solución. El ansia de responder a este problema de acuerdo con sus aspiraciones más profundas es lo que hace que la persona se pregunte por la posibilidad de escuchar una revelación que, al menos, le saque de la duda en que vive.

4.       La sacramentalidad de toda revelación

Otro problema que surge a propósito de la escucha de la Palabra de Dios es el de la posibilidad de que esta Palabra pueda llegar hasta nosotros. ¿Es posible la escucha? ¿Qué es en realidad lo que escuchamos cuando oímos la llamada «palabra» de Dios?

La revelación, si se da, tiene que acomodarse necesariamente al modo de ser del hombre, pues toda comunicación está condicionada por el receptor. Yo sólo puedo hacerme entender si me adapto a las condiciones de quién me escucha. Sin esta adaptación no hay comunicación posible. Más aún: la comunicación no sólo está condicionada por la capacidad del receptor, sino también por los medios de expresión de que dispongo para hacerle llegar mi pensamiento y por la manera como el receptor comprende estos medios de expresión. Ya Tomás de Aquino notaba que todo conocimiento se ajusta a la naturaleza del que conoce [16].

Dada la finitud del ser humano, Dios debe revelarse en estructuras finitas, lo que, desde nuestro punto de vista, implica la coexistencia de la revelación (puesto que Dios se manifiesta) y el ocultamiento de Dios (puesto que se manifiesta en formas limitadas, incapaces de contener totalmente al Infinito). O dicho de otro modo: el Dios que se desvela se vela al mismo tiempo,  al estar condicionado, en primer lugar, por unos medios de expresión que siempre son inadecuados para expresar su grandeza; y, en segundo lugar, por la limitada capacidad de comprensión de la persona humana.

El modo como Dios se revela deberá respetar tanto su trascendencia inabarcable como la finitud humana y su captación necesariamente limitada.

Por una parte, Dios es infinito, inabarcable, nada finito puede contenerlo. Por otra, el ser humano conoce por medio de los sentidos y de la experiencia sensible. De ahí que Tomás de Aquino notase que «en las divinas Escrituras lo divino es descrito metafóricamente con realidades sensibles» [17]. El problema que entonces se plantea podría formularse así: Si Dios se da a conocer tal cual es, ¿cómo puede el ser humano entenderle? Si se adapta a nuestro modo de conocer, ¿conocemos en realidad a Dios? Y la respuesta sonaría así: cuando Dios se manifiesta, el hombre le entiende como entiende todas las cosas, a saber, al modo humano. Y si Dios se adapta a nuestro modo de entender, nos encontramos ante una manifestación de su inmenso amor y de su infinita sabiduría. Para resguardar su trascendencia, garantizar su intimidad y moderar su fuerza, Dios se expresa a nuestra manera. En este sentido, que el misterio sea accesible por medio de adaptaciones, resulta expresión de amor y plenitud más que de defecto.

Dios, para adaptarse y hacerse entender, utiliza mediaciones. En realidad, todo encuentro con Dios desde nuestra condición humana, se da a través de mediaciones. Jesús es el modo humano de ser y de actuar de Dios, es la mediación de Dios por excelencia en las condiciones de nuestra humanidad. Quien le ve a él, ve a Dios, quien a Jesús oye, oye a Dios. El es el que pronuncia las palabras de Dios: «la gente se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios» (Lc 5, 1). Ahora bien, Jesús ya no está entre nosotros, está resucitado, a la derecha de Dios. Sigue presente entre nosotros, pero de un modo nuevo, distinto. Está presente por medio del Espíritu. El encuentro con Jesús resucitado se realiza también a través de mediaciones, fundamentalmente la mediación de la Iglesia. En el Nuevo Testamento encontramos algunos textos muy significativos que se refieren a nuestro encuentro con Dios a través de la mediación de Jesús y de nuestro encuentro con Jesús a través de una mediación humana: «quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado» (Jn 13, 20); «el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado» (Mc 9, 37). De mediación en mediación nos encontramos con Dios. Así ocurre también en la escucha de su palabra. Para nosotros, la Escritura es la mediación humana que permite escuchar la palabra de Dios.

Esta mediación, teológicamente hay que calificarla de sacramental. El sacramento es una realidad creada, finita. Pero es también realidad simbólica, que remite más allá de sí misma; es transparencia hacia Dios. Puesto que lo finito a quién pone límites es al hombre y no a Dios, Dios puede hacerse presente en lo finito. Pero cuando Dios se hace presente en lo finito, el ser humano le capta «en espejo, en enigma» (1Co 13, 12; cfr. St 1, 23 en donde se compara la Palabra de Dios con un espejo). Podría entonces entenderse el sacramento como un espejo en el que Dios se refleja, y en el que el hombre ve un enigma; por ver un enigma necesita para entenderlo cabalmente una palabra que lo interprete. El que tiene las claves de acceso al espejo –el que posee el Espíritu de Cristo, el que lee la Escritura en Iglesia– escucha la palabra de Dios en forma humana.

Debemos descartar la falsa ilusión de conocer divinamente. Conocemos humanamente, pero conocemos de verdad a Dios. El conocimiento de Dios, por muy absoluto y divino que sea, toma la forma de un enunciado humano y, por tanto, está sometido a la debilidad, complejidad, lentitud, perfectibilidad y desarrollo del conocimiento humano. Nuestro conocimiento de Dios está sometido a las mismas condiciones que cualquier otro conocimiento. Cuando Dios se revela en formas humanas nos encontramos ante la mayor aproximación a lo divino que permite nuestro estado actual: se trata de la verdad en la medida en que nuestra mente puede recibirla; la verdad hasta cierto punto y bajo las condiciones impuestas por la debilidad humana [18].

El Dios infinito toma proporciones humanas cuando decide intervenir en el mundo de los hombres. Su Palabra debe abreviarse sin que por eso disminuya. Los escritores judíos y de la antigüedad cristiana se complacen en destacar la condescendencia de Dios, su pedagogía, la manera cómo se adapta a nuestra naturaleza. Un comentario judío a Ex 25, 22, dice así:

«Un samaritano dijo a R. Méir: ¿Cómo es posible que Aquel del que está escrito: ‘¿los cielos y la tierra no los lleno yo?’ (Jr 23, 24) haya hablado a Moisés entre las dos barras del arca? – Tráeme un gran espejo, le dijo. Lo trajo. – Mira tu retrato. Era grande. – Tráeme ahora un espejo pequeño. Lo trajo. – Mira tu retrato. Era pequeño. Entonces R. Méir replico: Si tú, que eres carne y sangre, puedes cambiarte como quieres, con cuánta más razón podrá Aquel que por su Palabra ha creado el mundo. Así, cuando El lo desea, llena el cielo y la tierra y, cuando lo desea, habla a Moisés entre las dos barras del arca» [19].

La condescendencia de Dios culmina en la Encarnación de Jesús: «En los últimos tiempos, cuando todo lo recapituló en él, nuestro Señor vino a nosotros, no tal como el podía venir, sino tal como nosotros éramos capaces de verlo… Fue su venida como hombre» [20]. Si Dios envió su Verbo fue para que los seres humanos escucharan su palabra. Cuando Dios habla quiere un interlocutor que comprenda su mensaje. Para  que esto fuera posible su Palabra se hizo carne (Jn 1, 14). Jesús es el sacramento, el necesario sacramento de Dios. El es el que permite en nuestra circunstancia humana lo que humanamente resulta imposible: escuchar esa voz que en sí misma resulta ininteligible y sólo mediada por Jesús puede entenderse (cfr. Ex 20, 19).

5.       Escuchar el silencio de Dios

Acabamos nuestra reflexión fijándonos en un problema al que es muy sensible el hombre contemporáneo, incluso muchos creyentes: en realidad, más que la Palabra de Dios, lo que muchos escuchan hoy es el silencio de Dios. Creyentes y no creyentes se quejan de este silencio y preguntan, a la vista de situaciones intolerables e indignas del ser humano, dónde está Dios. Si hay Dios y si se interesa de verdad por nosotros, sobre todo por las víctimas y los desheredados, ¿cómo es posible que no reaccione? No podemos tocar ahora el espinoso problema del mal, porque eso nos desviaría de nuestro tema [21]. Pero sí queremos ofrecer una interpretación del silencio de Dios.

El tema del silencio de Dios tiene muchas vertientes. Fundamentalmente está relacionado con la pregunta de si resulta coherente y con sentido un «mundo sin Dios». Entiéndase bien: desde el punto de vista creyente no se trata de sostener que Dios no existe o que no resulta razonable su afirmación, sino de no ignorar la posibilidad de comprender racionalmente la realidad de un mundo sin Dios. No podemos considerar esta posibilidad como absurda. Tiene una coherencia racional suficiente y puede tener su sentido. En esta perspectiva, la experiencia del silencio de Dios puede ser reconocida como la inevitable consecuencia de la renuncia de Dios a imponer su presencia. De hecho, no se perciben signos evidentes de su completo dominio sobre las cosas. Es preciso caer en la cuenta que si estuviera presente en el mundo como Dios, su presencia se impondría de modo ineludible. El hombre no tendría más alternativa que someterse. La afirmación de la existencia de Dios no sería libre, sino impuesta. La sumisión a Dios sería la condición inevitable de la existencia humana.

Pero la situación no es esta, porque Dios ha querido abrir un espacio de libertad para el hombre. Ha dejado en el mundo signos suficientes de su existencia. Pero ha renunciado a imponer su presencia, al precio de dejar abierta la posibilidad racional de negar su existencia y vivir como si no existiera. La existencia de un verdadero espacio de libertad para el hombre, es inseparable de la posibilidad racional de comprender la realidad como mundo sin Dios. Por todo ello la experiencia del silencio de Dios adquiere un profundo sentido. Es la consecuencia de una acción de Dios a favor del ser humano, la acción que otorga al hombre una verdadera libertad [22].

Ahora bien, en la perspectiva de nuestra reflexión este silencio tiene otro sentido. Pues, al menos para el creyente, puede ser un silencio elocuente. Es un silencio hablante, que el creyente está invitado a escuchar e interpretar adecuadamente. No es sólo resultado del hecho de que Dios no quiere imponerse. Es también el modo como Dios escucha con atención vigilante nuestra palabra y nos deja decirla con acierto, después de haberla reflexionado. Pues él, como dice 1P 5, 7, se interesa por nosotros. El silencio no es simplemente callar. Es también atender al otro, escucharle, comprender su problema.

El silencio de Dios es expresión de su gran respeto por el ser humano. El respeta lo que tenemos que decirle y deja que nos expliquemos hasta el final: nuestra vida, toda entera, eso es lo que tenemos que decirle y él escucha con atención, sin interrumpir, de modo que su silencio facilita nuestra explicación y nuestra palabra. Nuestra vida es el momento de nuestro hablar en este coloquio de amor que desde siempre Él establece con nosotros. Por eso, el silencio de Dios es el silencio del que deja hablar. Se trata de un silencio hablante, cargado de sentido, «pues el que calla para examinar al discípulo también habla; y el que se calla para probar al amado también habla; y el que se calla para facilitar una comprensión más profunda cuando llegue el momento, también habla». El silencio de Dios no es un silencio vacío, «sólo es el momento del silencio en la profundidad misma del coloquio». Por eso, Dios «ya calle o ya hable, siempre es el mismo padre; el mismo corazón paterno, cuando nos guía con su voz o nos eleva con su silencio» [23].

Con su silencio, Dios nos pregunta personalmente: ¿qué haces por mí, qué haces por los hermanos?, ¿qué dices de mí, qué dices de tus hermanos? Y él escucha con mucha atención. ¿Sabremos nosotros escuchar este silencio?

6.       Palabras finales

En resumen, la escucha es una actitud fundamental de todo ser humano y de todo cristiano. El cristiano está llamado a escuchar la voz de Dios. Pero las mujeres y varones de hoy no parecen estar preparados para esta escucha. El mundo está lleno de ruido y de furor y el hombre contemporáneo es fundamentalmente egoísta. Nada de esto facilita la escucha. Hay que aprender a escuchar, ejercitarse en el arte de escuchar. Y, para el cristiano, hay que abrirse a Dios con confianza, pues sin fe no es posible escuchar la posible Palabra de Dios.

Plantear a la mentalidad actual la escucha de una Palabra que provenga de Dios requiere resolver una serie de problemas, precisamente para mostrar que esta escucha no es alienante y no es un absurdo racional. Es lo que hemos buscado hacer en nuestros epígrafes sobre el deseo de la escucha y la sacramentalidad de la revelación.

Nuestra reflexión termina preguntándose si además de la Palabra no deberá también el ser humano estar en disposición de escuchar el silencio de Dios y sobre el sentido que ese silencio tiene para el creyente.

Martín Gelabert Ballester, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      JUAN PABLO II: Redemptor Hominis, 10.

2      Cabría hacer un paralelismo con el amor, que también es arte y mandamiento. Cfr. M. GELABERT: Vivir en el amor. Amar y ser amado. San Pablo, Madrid 2005, 26- 63.

3      Hay ahí una seria advertencia para la Iglesia y los encargados de transmitir esta Palabra: si no la presentan como buena noticia, dejará de interesar. Y el hecho de que hoy parezca no interesar a mucha gente tiene que llevar a la Iglesia a preguntarse por su propia credibilidad y por los motivos por los que su predicación no es percibida como buena. Con todo, este es un problema complejo que no puede resolverse apelando únicamente a la culpabilidad de los mensajeros. No podemos desarrollarlo aquí. Lo hemos hecho en M. GELABERT: “Actitudes del evangelizador en una sociedad post-cristiana”, en Teología Espiritual (2005), 265-280.

4      Suma de Teología, I, 12, 6.

5      De caritate, 12.

6      Himno de la liturgia de Vísperas del jueves de la semana II.

7      M. DE UNAMUNO: Obras completas (ed. preparada por Manuel García Blanco), Escélicer, Madrid, 1966 ss., t. VII, 186.

8      Suma de Teología I, 5, 2, ad 3; cfr. De malo 5, 5: «La muerte y la corrupción es para nosotros contra naturaleza».

9      O. c. en nota 7, págs. 126 y 129.

10      F. SAVATER: Las preguntas de la vida. Ariel, Barcelona 1999, 31.

11      «No hay manera alguna de probar racionalmente la inmortalidad del alma. Hay, en cambio, modos de probar racionalmente su mortalidad», M. DE UNAMUNO: o. c. en nota 7, 156.

12      Cfr. E. LEVINAS: Dios, la muerte y el tiempo. Ediciones Cátedra, Madrid 1993, 19 y 25.

13      También el Vaticano I relaciona la necesidad de la revelación con la cuestión del destino del hombre a la felicidad eterna (DS 3005).

14      Y por esa razón el ser humano «nunca jamás es del todo indiferente ante el problema religioso» (Gaudium et Spes, 41).

15      Nostra aetate, 1.

16      Suma de Teología, I, 12, 4

17      Suma de Teología, I, 12, 3, ad 3.

18      Cfr. J. H. NEWMAN: Teoría del desarrollo doctrinal (traducción de Aureli Boix, introducción de Josep Vives, Cuadernos “Institut de Teologia Fonamental”, nº 16), nn. 32-35 y 43 b.

19      Cfr. F. MANNS: L’Israël de Dieu. Essais sur le christianisme primitif. Franciscan Printing Press, Jerusalem, 1996, 43-44

20      SAN IRENEO, Adv. Haer. 4, 38, 1.

21      Sobre el problema del mal, puede verse M. GELABERT: “El mal como estigma teológico”, en Moralia (1999), 191-222.

22      A este respecto resulta muy útil leer a JOSÉ M. MILLÁS: La fe cristiana en un mundo secular. Cuadernos “Institut de Teologia Fonamental”, San Cugat del Vallès, nº 43.

23      S. KIERKEGAARD: Diario, VII A 131.

Rafael Lazcano

“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).

I.         Introducción

La beatificación de Ana Catalina Emmerick, el domingo 3 de octubre de 2004, por Juan Pablo II, ha puesto de manifiesto una vez más la importancia del sufrimiento humano y el significado redentor de la pasión de Cristo. Ana Catalina protagonizó insólitos fenómenos, muy llamativos, tanto en su época como en la nuestra, inexplicables a la luz de la razón y en los que se mueve con desconcertante facilidad, como de ello testifican sus coetáneos. La santidad de vida ha sido reconocida oficialmente por la Iglesia 180 años después su muerte [1].

Desde la adolescencia Ana Catalina tuvo especiales conocimientos de la verdad de la fe, a través de constantes y sobrenaturales visiones de la vida y pasión de Jesucristo, de la Santísima Virgen y de los santos. Ella misma nos lo explica: “Las muchas y admirables visiones concernientes al Antiguo y al Nuevo Testamento y las innumerables imágenes de la vida de los santos me fueron otorgadas por la misericordia de Dios, no sólo para mi instrucción, sino también para que las publicara, para que declarara muchas cosas ignoradas y escondidas. Siempre me fue inculcado este mandado…. Él ha escrito todo [Clemente Brentano]: a mí me toca únicamente el anunciar mis visiones. Y cuando el Peregrino lo haya ordenado todo, y todo esté acabado, luego morirá también él” [2].

Ana Catalina era consciente de haber adquirido esta responsabilidad delante de Dios, la de “referir todo lo que vea, aunque se burlen de mí y no pueda comprender el provecho que se siga de esto. También he conocido que nunca ha visto nadie estas cosas con el grado y medida en que las he visto yo, y que no son cosas mías, sino de la Iglesia” [3]. El instrumento para transmitir las visiones, lo sobrenatural, de un modo sensible por medio de los sentidos y la luz profética de Ana Catalina fue “el Peregrino”, nombre con que designaba al poeta Clemente Brentano [4].

Desde los últimos días de julio de 1820 empezó Ana Catalina a referirle a Brentano las visiones y revelaciones, que él anota, redacta y trascribe en sus puntos principales, en un cuaderno, a modo de secretario docto y fiel [5]. Las visiones y revelaciones que Ana Catalina veía se las contaba luego en conversación mantenida en el dialecto de Westfalia. Además de la vida interior de visiones que consigue trasmitir con todo lujo de detalles, no se olvida del mundo propiamente en el que vive, una realidad turbada y profundamente dolorosa. Los escritos de Brentano llevan su estilo y sello literario propio de la lengua alemana; las visiones, la fuerza y la verdad de la sabiduría, por así decir, corresponden a Ana Catalina Emmerick [6].

Diez años después de la muerte de Ana Catalina publicó Brentano una parte de sus escritos bajo el título: La dolorosa pasión de Nuestro Señor Jesucristo [7]. Esta obra alcanzó de inmediato una gran difusión. El resto de revelaciones quedaron manuscritas a la muerte de Brentano (+ 1842). Los manuscritos llegaron a manos del provincial de los Padres Redentoristas, Carlos Erardo Schmöger, quien comenzó en 1858 la publicación de la Vida de Nuestro Señor Jesucristo. A este autor se debe también una biografía completa en tres tomos de Ana Catalina Emmerick [8], pronto traducida al francés [9] e italiano [10]. La obra principal que ahora utilizo en esta primera aproximación a Ana Catalina es mayormente un resumen de la biografía extensa de Schmöger, organizada con los escritos de Brentano, y cuya edición abreviada también se encuentra traducida al inglés [11]. Los textos de Brentano nos ayudarán a descubrir el verdadero rostro de una mujer enteramente entregada a Dios y al servicio del prójimo.

II.       Nacimiento e infancia (1774-1786)

Ana Catalina nació el 8 de septiembre de 1774 en Flamschen, aldea situada a media legua de la ciudad de Coesfeld, diócesis de Münster (Alemania). Fue el quinto hijo, de los nueve que tuvo el matrimonio formado por Bernando Emmerick, de profesión labrador, y de Ana Hillers. El mismo día de su nacimiento la llevaron a la iglesia parroquial de Santiago de Coesfeld para ser bautizada. La niñez de Ana Catalina trascurrió con sencillez e inocencia, ayudando en casa, en el trabajo del campo y guardando vacas. La asistencia a la escuela de Falmschen, que regía un anciano labrador, fue escasa y más bien corta [12]. Ya por entonces sus padres y hermanos mayores apreciaron en Ana Catalina una clara inclinación a las cosas religiosas y hacia la vida de oración, mostrando conocimientos de diferentes pasajes de la Sagrada Escritura que no acaban de explicase quienes la escuchaban.

Aquella niña que se juzgaba con severidad y que nunca se enfadaba con sus padres [13], de tez pálida, cabellos oscuros, voz delicada y ágil expresión hablaba de cosas que nadie la había enseñando y que parecían secretas y misteriosas. Dios la había agraciado con un don sobrenatural, no aprendido por boca de maestros ni de lecturas de libros. Las visiones y revelaciones no abandonarán nunca a Emmerick, primero relativas al Antiguo Testamento, luego completadas con la vida de Jesucristo. Con igual familiaridad habla de Roma que de Tierra Santa, el Vaticano, el palacio de David, el Templo de Jerusalén, el Cenáculo y los santos lugares de Jerusalén. De modo claro y penetrante, incluso en los más leves detalles, instruye y enriquece las visiones que de continuo acompañaron a Ana Catalina sobre los misterios de la fe. Visiones y contemplaciones, como veremos, siempre seguidas de padecimientos físicos y espirituales, que vividos con diversa intensidad según las miserias y necesidades del mundo, nos dan a entender el carácter y significado de cada uno de ellos.

III.     Vaquera y costurera con aspiración a la vida religiosa (1786-1794)

Con doce años de edad, una vez hecha la primera comunión, se fue a servir a casa de un labrador de la familia Emmerick, residente también en la aldea de Flamschen, donde permaneció durante tres años. Un primo suyo dio el siguiente testimonio delante de la autoridad eclesiástica el 8 de abril de 1813: “Cuando Ana Catalina tuvo doce o trece años estuvo en mi casa y guardaba las vacas [14]. Se mostró afable y complaciente hacia todos, y nunca tuve nada que reprenderla... era muy devota, aplicada, fiel y callada. De todos hablaba bien, y decía que no quería que ella le fuera bien en el mundo... Tenía muy buen corazón; ayunaba con mucha frecuencia, y lo disimulaba diciendo que no tenía apetito. Cuando yo la disuadía de su propósito de ser monja, porque era preciso que renunciara a todo su haber, me respondía: “No me habléis de esto si queréis ser amigo mío; yo debo y quiero ser religiosa” [15].

Una vez finalizada la estancia en casa de los Emmerick permaneció con sus padres y hermanos, ocupada en faenas del campo durante algunos meses. Quizá llegase a ocuparse del cuidado de los sarmientos para protegerlos del hielo [16]. Con frecuencia caía enferma y estaba triste. Su mayor deseo era llevar una vida penitente y contemplativa. Este propósito iba creciendo en ella hasta tal punto que se conmovía con el sólo hecho de ver un hábito de alguna congregación religiosa. Así lo recuerda una amiga de juventud. Ana Catalina proyectaba ser religiosa. Esta misma amiga la acompañó al monasterio de clarisas en la ciudad de Münster [17]. Más familiar le resultaba el convento de la Anunciación de Coesfeld, donde solía ir con su padre todos los años cuando éste llevaba a las monjas un ternero cebado [18], e incluso una religiosa de la Anunciación, de nombre Juana, habló con ella en una visión cuando todavía era adolescente y guardaba el ganado. Cuando volvió de la visión dice Ana Catalina: “hice por vez primera voto de ser religiosa, en el convento de la Anunciación” [19].

Pero la vida religiosa según sus padres no era la apropiada para su hija Ana Catalina, e intentaron disuadirla de su propósito con dos razones: tenía una delicada salud y carecía de bienes para poder entrar en el convento [20]. En esta situación, su madre la llevó a Coesfeld, con el fin de que aprendiera el oficio de costurera y se relacionase con jóvenes de su edad [21]. Dos años no completos permaneció aprendiendo este oficio con una maestra de cortar y coser, para irse luego a casa de otra costurera en calidad de oficial de costura. Aquí permaneció tres años, de los diecisiete a los veinte años. Por entonces sintió una gran sequedad espiritual, atribuido por Ana Catalina a su propia tibieza espiritual. A los dieciocho años recibió el sacramento de la confirmación, administrado por el obispo auxiliar de Münster, Gaspar Maximiliano de Droste-Virchering. “Cuando fui ungida sentí fuego que penetraba por mi frente y me llegaba al corazón, y me sentí fortalecida” [22]. Sin embargo, las fuerzas corporales disminuían a causa de sus continuas enfermedades, y su deseo de ser religiosa se hacía más difícil de cumplir. Los días los pasará trabajando como costurera y las noches dedicada a la oración, aplicando a su cuerpo penitencias voluntarias, esto es, azotes, cilicios y cuerdas. En esta situación, apenas podía desempeñar los trabajos ordinarios de costurera.

Ana Catalina seguía aspirando a la vida consagrada. Por entonces contactó con el convento de agustinas de Borken; también se interesó en las trapenses de Darfeld, idea que desechó por consejo de su confesor, al no compaginarse bien su delicada salud con el estilo de vida trapense. En su lugar, el mismo confesor de Ana Catalina le indicó que si era su deseo ser religiosa era preferible el convento de las clarisas de Münster. Allí se presento la candidata para expresar su deseo, pero como el convento era pobre y ella no tenía dote, la admitiría con la condición de que aprendiera a tocar el órgano de la comunidad [23].

IV.      Aprendiz de órgano y coronada de espinas (1794-1802)

A la edad de 20 años Ana Catalina regresó a la casa de sus padres. No estuvo mucho tiempo ocupada en las labores del campo. Pronto resolvió ir de nuevo a Coesfeld a aprender a tocar el órgano. Fue a casa de un piadoso organista y cantor de nombre Söntgen, y cuya hija Clara había conocido durante los años anteriores. “Yo era la criada, dice Ana Catania, y nunca aprendí, porque apenas paraba en la casa, pues buscaba la manera de ayudar a los que padecían trabajos y miserias; servía como criada, hacía todas las cosas, y daba todo lo mío. A tocar el órgano nunca llegué” [24]. El dinero ahorrado de costurera y el trabajo de ahora no fueron suficientes para procurarse la subsistencia. “Todo lo que había ganado cosiendo voló, y llegué a pasar hambre” [25].

En 1799, encontrándose una tarde arrodillada delante de un crucifijo en la iglesia de los jesuitas de Coesfeld, “vi salir –dice Ana Catalina– del altar y del tabernáculo donde estaba el Santísimo Sacramento, y llegarse a mí, a mi celestial Esposo bajo la forma de un mancebo resplandeciente. En la mano izquierda tenía una guirnalda de flores, y una corona de espinas en la derecha: me ofreció una y otra para que yo eligiera. Yo tomé la corona de espinas, y Él me la puso en la cabeza, contra la cual me la oprimió con ambas manos. Jesús desapareció, y yo comencé a sentir vivo dolor alrededor de la cabeza... Una amiga mía que estaba arrodillada junto a mí, debió haber notado alguna cosa de mi estado. Cuando llegamos a casa le pregunté si había alguna herida en mi frente, y le referí en general la visión que había tenido y el dolor que sentía desde entonces. Ella no vio nada... Al día siguiente tenía la cabeza hinchada por encima de los ojos y por las sienes hasta las mejillas, y sentía vivísimos dolores...” [26]. Desde aquel año de 1799 sentirá permanentemente Ana Catalina los dolores de la corona de espinas de Jesucristo.

V.        Religiosa del convento de Agustinas en Dülmen (1802-1812)

Como era tanto el interés y afán que mostraba Ana Catalina por ingresar en un convento, que el famoso organista Söntgen quiso favorecer su entrada en la vida religiosa. En este sentido, “determinó el no permitir que entrara su hija en ningún convento si con ella no fuera Ana Catalina” [27]. Clara y Ana Catalina tenían la misma edad; ambas llamaron a las puertas de varios monasterios para ser admitidas. En unos le parecía exigua la dote; en otro sólo querían a Clara Söntgen. Finalmente, el convento de agustinas de Dülmen necesitaba una organista, y las dos fueron aceptadas.

5.1.    Noviciado y profesión religiosa

En septiembre de 1802, Ana Catalina Emmerick, hija de un labriego y sin dote, ingresó en el convento de religiosas agustinas de Agnetenberg, fundado por las religiosas agustinas de Marienthal (Münster), en 1547 en Dülmen [28]. Los días anteriores los pasó en Flamschen, despidiéndose de sus padres [29]. El convento atravesaba por circunstancias muy difíciles de pobreza. Cada religiosa tenía que atender a su propia subsistencia con su dote o con el trabajo de sus manos. Las religiosas vivían en el convento como huéspedes; sólo el hábito diferenciaba a las religiosas del resto de personas que vivían fuera del claustro. El convento de Dülmen era igual de pobre que los otros de la comarca de Münster. La decadencia espiritual y la relajación de costumbres también eran lo usual en las comunidades religiosas de este tiempo, lo que había provocado la supresión de muchos conventos.

Vestida de seglar pasó los primeros meses Ana Catalina en el convento. Ella y su amiga Clara ocupaban la misma celda. Ana Catalina trabajó de costurera para atender a sus cortas necesidades y los gastos de la toma de hábito. El 13 de noviembre de 1802 recibió el hábito de la orden agustiniana y fue admitida al noviciado [30]. En el convento de Dülmen residía un grupo de religiosas francesas que habían huido de su nación. Por diferentes motivos, en más de una ocasión la convivencia no resultó fácil para Ana Catalina, pagando la inocencia de su comportamiento caritativo con inculpaciones injustificadas [31]. En la Navidad de 1802 experimentó agudos dolores en el corazón y cerca del estómago que la atormentaban e impedían realizar los trabajos ordinarios, teniendo que guardar algunos días de reposo. El médico del convento, el doctor Krauthausen, la visitó por vez primera. De ella dijo que padecía convulsiones. La salud la recobró, como en casa de sus padres, con la ayuda de plantas medicinales, pero la comunidad religiosa la creía débil y decaída, incapaz de asumir los trabajos del convento, por lo que a las monjas les parecía mejor despedirla ahora, antes de la emisión de los votos. Estos pensamientos leía Ana Catalina en los corazones de las religiosas de comunidad, y la penetraban y herían sobremanera su corazón [32]. Ciertamente, la causa de su mal era espiritual, y tan solo los medios espirituales podían aliviarle los dolores. Con penitencia y oración, humildad y amor quería Ana Catalina vencer los obstáculos que las religiosas le oponían a la emisión de los votos religiosos [33].

El informe de la maestra de novicias, cuando se acercaba el fin del año de prueba, fue el siguiente: “Ana Catalina siempre está contenta con la voluntad de Dios; con frecuencia llora, pero no quiere decir la causa de su llanto porque no se atreve. Nada particular veo en ella digno de censura” [34]. Las religiosas opuestas a que profesase alegaban que en breve no le sería posible trabajar, lo que significaba una carga para el convento. La superiora sentenció que esa no era razón suficiente para despedir a Ana Catalina, pues además de ser muy discreta se mostraba hábil e ingeniosa, y por lo tanto podría ser útil para la comunidad. Así, una vez terminados los preparativos, no sin dificultad hasta que consiguió la cantidad económica requerida, emitió la profesión religiosa el 13 de noviembre de 1803 como religiosa agustina en el convento de Agnetenberg en Dülmen [35]. El día de la profesión estuvo radiante y feliz, derramando lágrimas de alegría, por haber celebrado su unión espiritual con Jesucristo, el Esposo celestial. Los padres de Ana Catalina, que asistieron a la misa solemne, profesión y convite, se conmovieron de tal manera que ahora sí les era evidente que su hija había sido llamada por Dios a la vida religiosa.

5.2.    Labores conventuales: orar, trabajar, sufrir

Las oraciones en común las hacía según lo prescrito en la Regla de San Agustín, lo mismo que otros rezos de la comunidad, si bien prefería la meditación o conversación con Dios, al modo que lo hace un hijo con su padre. También acudía a tratar con Jesucristo y con su madre, la Santísima Virgen, causándole en su espíritu gracia y alegría. A menudo participaba en la misa y recibía la comunión los jueves en honor del Santo Sacramento, intensificando la frecuencia durante algún tiempo respecto al resto de sus hermanas religiosas [36].

En octubre de 1805 sufrió un accidente cuando ayudaba a otra religiosa a subir una canasta de ropa recién lavada al lugar donde había de secarse. Ana Catalina se cayó al suelo de espaldas y la canasta de ropa dio contra su cadera izquierda, produciéndole lesiones de cierta gravedad y fuertes dolores físicos. Hasta enero de 1806 permaneció en cama como consecuencia de esta caída. Por entonces le aumentaron los dolores en la boca del estómago, aliviándose a veces para repetirse luego cuando trabajaba con mayor violencia, vomitando sangre. En esta situación ayudaba a la sacristana del convento, y también a tocar la campana, e igualmente prestaba su colaboración en trabajos de jardinería, lavandería, planchado y costura de ropa [37].

Fue hasta Coesfeld en 1807 para visitar a sus padres. En la iglesia de Lambert, detrás del altar y delante de la cruz permaneció en oración durante un par de horas, suplicando a Dios la conservación del convento de Dülmen, y que en él reinara la paz, al tiempo que pedía a Jesús su disponibilidad para participar de todos sus sufrimientos. Desde entonces comenzó a sentir dolores que procedían de ella misma, tanto en las manos como en los pies [38].

Dada su delicada salud, las continuas enfermedades y dolores corporales que padecía, que aliviaba en lo posible con infusiones de flores y tallos, no le fue confiado cargo de especial relevancia en la comunidad. Su deber era ayudar a otras religiosas del convento, mostrándose en todo servicial, amable y prudente. Ana Catalina tenía clara conciencia de que su consagración era para servir a Dios a través de sus propios dolores, penas expiatorias que sufría amorosamente por su Salvador [39].

VI.      Moradas de Ana Catalina Emmerick

6.1.    En casa de la viuda de Roters, Dülmen (1812-1813)

El 3 de diciembre de 1811 fue suprimido el convento y cerrada la iglesia de Agnetenberg. Ana Catalina enfermó gravemente, temiendo algunas religiosas por su vida, pero entonces tuvo una aparición de la Madre de Dios, que le dijo: “Todavía no morirás. Aún se ha de hablar mucho de ti; no te aflijas, suceda lo que suceda, siempre serás socorrida” [40]. Como estaba tan enferma y débil no pudo abandonar su celda hasta la primavera de 1812. El abate Juan Martín Lambert, capellán del convento agustino, permaneció al lado de Ana Catalina, y cuando ya no podía residir por más tiempo en el convento, la llevó consigo todavía enferma, en calidad de ama de llaves, a casa de la viuda de Roters, en Dülmen [41].

6.1.1.  Heridas sangrantes

Dispuso en casa de la viuda de Roters de una habitación pequeña, en la planta baja, situada junta a la calle, con una ventana y una puerta de entrada. Su deseo era vivir escondida e ignorada de la gente [42]. En la cuaresma de 1812 Ana Catalina empeoró rápidamente, creyendo inevitable su muerte. El dominico Joseph Aloys Limberg la confesó, pues el confesor ordinario, el agustino P. Crisanto, acababa de morir. El religioso Limberg conocía a la sacristana Ana Catalina de cuando iba a celebrar misa al convento agustino. Sin embargo, será a partir de este momento el confesor y director espiritual de Ana Catalina hasta su muerte. Por de pronto, descubre que lleva un cilicio de alambre y un escapulario de penitencia hecho con cerdas de caballo, que le manda se quite cuanto antes. En Pascua tuvo una pequeña mejoría, lo que le permitió levantarse e ir a la iglesia parroquial para comulgar. La situación cambió, y el 2 de noviembre de 1812 ya no pudo levantarse [43].

La hija de la dueña de la casa cuando entró en la habitación de Ana Catalina, a eso de las tres de la tarde del día 29 de diciembre de 1812, observó que de la palma de las manos le brotaba sangre. En principio creyó que era debido a un accidente casual, y Ana Catalina le dijo que no comentara a nadie lo que había visto [44]. Dos días después cuando Joseph Aloys Limberg le dio la comunión observó las heridas sangrantes en la parte exterior de las manos. Este hecho extraordinario, inexplicable a los ojos humanos, también lo conoció por aquellos días el abate Lambert; ambos sacerdotes guardaron silencio acerca de las llagas de Ana Catalina [45].

6.1.2.  Contemplación de la pasión de Cristo

Cuando el jueves 8 de febrero de 1813 se encontraba en oración, a eso de las once y media de la mañana, dice Ana Catalina: “Fui arrebatada en éxtasis y trasportada a la contemplación de la pasión de Cristo, y he visto con mis propios ojos el curso de ella con tanta exactitud, como si realmente hubiera sucedido en mi presencia... Este espectáculo conmovió mi alma; sentí tristeza y al mismo tiempo alegría. Vi a la Madre de Dios y a muchos de los suyos. Seguí adorando al Señor, mi Salvador, y pidiéndole gracia para mí y para mis prójimos. Entonces me dijo Él: “¡Eh aquí mi amor, mi amor sin límites¡ ¡Venid, pues todos a mis brazos, y a todos os haré dichosos!” [46].

El 28 de febrero de 1813 Clara Söntgen conocía el fenómeno de las llagas de Ana Catalina, cuya noticia comunicará a otras personas de la ciudad de Dülmen [47]. Ahora, el hecho ya no podía ser ocultado ni negado. De las llagas que padecía Ana Catalina comenzó a hablarse en la parroquia, regida por el deán Rensing, a quien comunicó una visión [48]. El asunto de las llagas fue investigado y registrado por el confesor Joseph Aloys Limberg, el médico Krauthausen, y habiendo llegado a oídos del doctor Guillermo Wesener los fenómenos extraordinarios, también éste decidió visitar a Ana Catalina en calidad de médico el 21 de marzo de 1813. Estaba en la cama, sin conocimiento, y cuando volvió en sí le saludó con afabilidad [49]. Al día siguiente quedó levantado el expediente de lo observado en el cuerpo de Ana Catalina: “En el lado exterior de ambas manos hemos observado costras de sangre coagulada; debajo de esta costra estaba rota la piel... Las mismas costras se observaban en la parte superior y en el centro de la palma de los pies. Estas costras eran sensibles al tacto y por la del pie derecho había salido sangre hacía poco tiempo... En el hueso del pecho vimos unos rasgos circulares que formaban una cruz aspada [50]; y algo más adentro una cruz ordinaria formada de rayas como de media pulgada... En el paño con que ella se ciñe la frente, se veían muchos puntos de sangre” [51].

El vicario general de Münster, luego arzobispo de Münster, Clemente Augusto Freiherr Droste zu Vischering (+1845), en compañía del deán Overberg y del consejero de medicina Drufel, sabio y afamado profesor, llegaron a Dülmen el 28 de marzo de 1813 para examinar con rigor y detalladamente los fenómenos observados en Ana Catalina. El desarrollo del procedimiento duró más de tres meses. Con este examen impedirían la propagación de falsas noticias que podían perjudicar a la fe cristiana y a la autoridad espiritual de la Iglesia. Todas estas personas coincidieron en que aquellas llagas no eran ficticias ni tampoco que habían sido causadas externamente por su aspecto y porque de ellas salía sangre [52].

6.1.3.  Inedia o ayuno sobrenatural

Según atestigua Overber el 12 de mayo de 1813 estuvo durante cinco meses aproximadamente sin comer ni siquiera la cantidad equivalente a medio guisante. Ni sopa, ni café, ni chocolate soportaba su estómago, y como mucho tomaba media cucharada de caldo [53]. Este fenómeno recibe el nombre de inedia, o lo que es lo mismo: ayuno sobrenatural o abstinencia de cualquier alimento.

Una vez pasado el verano de 1813, el sacerdote Lambert y el dominico Limberg están decididos a buscar otro alojamiento para Ana Catalina. La actual morada, además del ruido de la calle presentaba el inconveniente de la accesibilidad de los visitantes, cuando no la mirada al interior desde la ventana. En casa de la viuda de Roterss permaneció hasta el 23 de octubre de 1813.

6.2.    En casa de la viuda Wenning, Dülmen (1813-1821)

Desde que el dominico Joseph Aloys Limberg se fijara en Ana Catalina se mostró interesado en atenderla lo mejor posible. En principio quiso que resida en casa de su hermano, el panadero y cervecero Clemente Limberg, pero luego cambió de idea, e irá a la vivienda de su hermana, la viuda de Wenning. En la segunda planta de la espaciosa casa encontrará Ana Catalina un apartamento. Aquí llegó el 23 de octubre de 1813 para permanecer ocho años, hasta el mes de agosto de 1821. La nueva habitación da al jardín de su antiguo convento.

En esta casa vivió sujeta a las palabras de su confesor en asuntos de vida espiritual. Quienes con ella habitaban se acostumbraron a considerarla como a una enferma que no necesitaba cuidados especiales ni particular asistencia. Esto comentó a Brentano: “Por la noche tuve mucho que padecer, pero si puedo sufrirlo en paz, todo me parece muy suave. Es muy dulce pensar entonces en Dios. Un solo pensamiento dirigido a Dios tiene a mis ojos más valor que el mundo entero. Las medicinas no me aprovechan, y yo no podía tolerarlas” [54].

6.2.1.  Visiones y revelaciones en medio de amargas penas

En estas circunstancias Ana Catalina fue favorecida con visiones, y con vivos y continuos dolores, sin que ello fuese motivo para perder la alegría y afabilidad, la sencillez y la paciencia. Por espacio de seis años llevó sobre sí el peso y el dolor que le causaba la forma rebelde y punzante de comportarse su hermana menor, Gertrudis, a quien había llamado para que la atendiese y cuidase también del anciano y enfermo sacerdote Lambert, el más fiel amigo de Ana Catalina, que vivió también en la misma casa hasta su fallecimiento a primeros de noviembre de 1823 [55].

Los momentos que de día o de noche se encontraba mejor los empleaba en trabajos de modista, de cuyas hábiles manos salían camisas, vestidos y otras prendas para pobres, enfermos y niños [56]. Por Brentano sabemos que el 13 de diciembre de 1819 Ana Catalina “estaba extraordinariamente alegre. Trabajaba con mucha diligencia en hacer gorritos y vendas para la cabeza, para dárselas a los niños y a las mujeres pobres el día de Navidad. Estaba contenta con su obra; sonreía y la alegría irradiaba su semblante. En su rostro claro y sereno se veía la expresión bondadosa y complacida de aquel que quiere sorprender a otros descubriéndole de repente a uno de sus mejores amigos, a quien tenía escondido” [57]. Durante este mes de diciembre consiguió un aumento de dinero para hacer frente a los gastos de mantenimiento. Cosió y preparó ropa para niños pobres de vestidos viejos que le habían traído de Coesfeld [58].

Vivos dolores y padecimientos soportó durante el mes de abril de 1820. “Lástima causa verla”, escribe Brentanto sobre el día 18. “El confesor ha rogado al párroco de Haltern que venga a orar por la enferma y a bendecirla, pues con esto siente alivio”. Al día siguiente señala: “Toda la noche la ha pasado con violentísima fiebre sin querer beber nada. Hoy ha venido el pastor de Halttern y le ha causado alivio orando por ella y bendiciéndola. El Peregrino la halló en el hecho enteramente mudada, después del mediodía... No cesaba de dar gracias a Dios por aquellos dolores, pues se sentía entre las ánimas benditas” [59]. Su hermana, que no conocía la ternura, al verla padecer aquellos dolores insufribles no pudo menos de romper a llorar.

6.2.2.  Labores de viñador

Los padecimientos de Ana Catalina continuarán sin descanso. El 20 de junio de 1820 los ofrecerá en forma de verdaderas labores de viñador. “Fui conducida por mi guía a una viña situada al occidente de la casa nupcial. Se hallaba esta viña en lamentable estado... Las vides se hallaban entre ortigas, algunas muy altas y otras pequeñas. Allí donde la cepa era buena, las ortigas crecían altas y recias, pero no punzaban tanto como las muy pequeñas que en gran número cercaban y consumían vides más endebles... Lástima causaba ver la viña, mas se me dijo que yo tenía que trabajar en ella. Había allí un cuchillo en forma de hoz, con dos filos, para podar las parras, una azada para cavar y un cesto donde llevar los abonos. Me señalaron el trabajo que yo había de hacer. Esta labor era al principio muy penosa, pero al fin más llevadera... Desde que empecé a trabajar en la viña, los dolores que siento son de otra manera” [60].

El trabajo en la viña continuó durante los días siguientes. El 2 de julio dijo: “El trabajo de la viña ha terminado. Las ortigas de la viña significan las pasiones de la carne. Mi guía me dijo: ‘Has trabajado bien; ahora tendrás algún descanso’. Pero ese descanso nunca me llega”. Sin embargo, el 10 de agosto refiere Ana Catalina: “Esta noche tuve que trabajar mucho en las viñas a causa de la falta de caridad en el clero. Mi trabajo era semejante a los padecimientos que vinieron sobre mí en el jardín de Clara de Montefalco, la cual también aquí me acompañó y me mostró un cuadro cubierto de maleza... Como no sabía yo la manera de arrancarlas, Clara me dijo que me arrojara sobre ellas, y que en premio de este trabajo obtendría las hierbas buenas que crecían en medio de las malas... Me arrojé sobre la maleza y fui desgarrada por las espinas. Los dolores que sentí fueron tan agudos que no pude menos de gritar” [61].

El 22 de mayo de 1820 se le aparecieron San Agustín, y también las religiosas Santa Rita de Casia y Santa Clara de Montefalco [62]. Éstas la prepararon a padecer dolores semejantes a los que ellas habían sufrido en su tiempo por el Santísimo Sacramento. Una vez concluida la visión acerca del Santísimo Sacramento, Ana Catalina se levantó de la cama con el rostro radiante de alegría. Manteniéndose de pie, firme y segura, levantó las manos y recitó con voz tranquila todo el Te Deum. Nadie recuerda haberla visto en pie desde hacía cuatro años. Al día siguiente comentó que “San Agustín estaba a mi lado... Estaba conmovida y muy contenta en su presencia, y me acusaba de no haberle honrado especialmente. Pero él me dijo: ‘Te conozco y eres mi hija’. Le pedí que me concediera algún alivio en mi enfermedad, y él me dio un ramillete en que había una flor azul... Luego añadió: ‘Nunca sanarás por completo porque tu camino es camino de dolor; pero si me pides consuelo y auxilio, me acordaré de ti y te ayudaré siempre” [63].

6.2.3.  En el jardín espiritual de Santa Clara de Montefalco

Los trabajos en el jardín espiritual, que le había anunciado Clara de Montefalco, los empezó a padecer la víspera de la fiesta de la Santísima Trinidad y duraron hasta el miércoles 7 de junio de 1820. Así refiere el comienzo: “Cuando supe que muchos reciben el sacramento de la penitencia sin la debida preparación, renové mis súplicas, pidiendo a Dios que se dignara darme algo que padecer para bien de ellos. Entonces empezaron a venir exteriormente sobre mí estos padecimientos. Aprecié que me herían agudas flechas de dolor. Finalmente, por la noche sentí en mi interior una pena tan viva como nunca la había sentido... Hacia las doce ya no podía soportar aquel tormento. En aquel trance con filial confianza acudí a mi padre San Agustín... El Santo no dejó de oírme: se mostró muy amorosamente, y me dijo por qué padecía yo aquellos dolores, y que no podía librarme de ellos, pues debía padecerlos en los dolores de Jesús... Yo padecí entonces sin intermisión, pero con gran consuelo interior, considerando que padecía por amor en los padecimientos de Jesús, y que satisfacía por otros a la divina justicia. Conocí que con mis dolores prestaba auxilio a otros... con sincera confianza en la misericordia del Padre celestial” [64].

Tras el último trabajo en el jardín todos los miembros de Ana Catalina fueron martirizados con dolores insoportables y desfallecimiento. La misma Clara de Montefalto se le apareció y le dijo: “Has cultivado y ordenado el jardín del Santísimo Sacramento, y tu trabajo ya ha terminado. Pero estás muy abatida y quiero darte algún consuelo. Vi entonces, manifestó Ana Catalina, en aquel mismo instante a la Santa descender resplandeciente del cielo, trayéndome un bocado triangular, en dos de cuyas caras había impresa una imagen. Luego, en aquel punto desapareció. Comí aquel bocado con gran consuelo. Me pareció muy suave y me confortó mucho. Me fue mostrado todo cuanto había trabajado en aquellos días, las deudas que había satisfecho, los castigos que había expiado. Todo esto lo vi en una procesión con el Santísimo Sacramento” [65].

6.3.    En casa de Clemente Limberg, Dülmen (1821-1824)

El consejero Diepenbrock invitó a Ana Catalina y a Joseph Aloys Limberg para que se instalasen en la propiedad que él tenía en Horst, cercana de Bocholt. El ofrecimiento le hacía con el fin de limitar las visitas inoportunas y beneficiarse de la ayuda de su confesor, que también sería capellán de la familia. Luego, el P. Limbert propuso a Ana Catalina la casa de su hermano Clemente, panadero y cervecero, viendo en ello la voluntad de Dios. Durante la noche del 6 al 7 de agosto de 1821, el doctor Wesener trasladó a Ana Catalina a la casa de Limberg, situada en las proximidades de donde había vivido hasta entonces. Aquí pasará el resto de sus días [66].

6.3.1.  Llagas y dolores, tormentos y crucifixión

En abril de 1822 la maltrecha salud de Ana Catalina empeoró. Además de la tos, los vómitos y dolores en el bajo vientre, padece agudos dolores en el rostro. Los labios los tiene hinchados. No puede hablar ni beber. El médico le receta alguna medicina pero que no alivian a Ana Catalina. En esta situación permanecerá durará siete días [67]. En agosto de 1822 padecerá agudos dolores de cabeza que la hacían delirar, indicando varias veces haber sido herida de un tiro en el cráneo porque le parecía que se le hacía pedazos. Un día de agosto de este mismo año refirió: “Por la tarde había yo ofrecido mis dolores por los que están en peligro, para que éste se les convierta en bien... Entre tanto gemía fuertemente, sintiendo mi cabeza destrozada” [68]. Los arduos, violentos y sufridos trabajos de Ana Catalina, a modo de crucifixión, continuaron dando su fruto en los meses siguientes [69].

6.3.2.  Expiación por enfermos y moribundos

Llena de paz y en un estado de postración mortal transcurrieron los últimos meses de vida de Ana Catalina. Además de referir los misterios de la vida de Jesús, continúa relatando las visiones que tenía al tiempo que expiaba con sus padecimientos a enfermos y moribundos. “He visto, decía, por qué he padecido tantas enfermedades. He visto la imagen de Cristo, grande, gigantesca, entre el cielo y la tierra... Vi rayos de varios colores, pero todos significaban dolor, llanto y ayes que descendían sobre muchos hombres de todo género de estados y condiciones. Cuando yo me compadecía de alguna desdicha y hacía oración, aquellos rayos de dolor venían a herirme, afligiéndome con toda suerte de penas; la mayor parte de ellas las recibí de mis conocidos. Aquella imagen era de Jesús; estaban también allí la Santísima Trinidad, que aunque no la vi, sentí su presencia” [70].

Antes de la fiesta del Corpus de 1823 padeció duros y violentos dolores que creyó encontrarse al final de la vida. El día del Corpus temía que los vómitos le impidieran comulgar, pero pidió esta gracia a Dios, y sus ruegos fueron escuchados. Súbitamente sintió mejoría y pudo recibir la comunión [71]. Cada día que pasaba los padecimientos aumentaban. Así lo describe Brentano: “Entra en un martirio espantoso a favor de la Iglesia. Es atormentada, crucificada. Se le hinchan el cuello y la lengua; los dolores desfiguran sus miembros: padece por los que no quieren hacer penitencia. Bárbara y Catalina están a su lado. No pierde el ánimo: ha tomado sobre sí estas penas y ha de soportarlas hasta el fin... Cuando ora, obtiene algún consuelo, pero luego le vuelven los dolores. Está muy enferma; a los dolores en los ojos se añaden los vómitos. Padece hasta perder el conocimiento; ya no ve ni puede hablar” [72]. El 6 de enero de 1824 padece fiebre, dolores reumáticos y convulsiones. Su espíritu ora por las necesidades de la Iglesia y los moribundos. Sobre el 12 de enero escribió Brentano: “¿Quién podrá describir su espantoso estado de dolor? Sólo puede concebirse alguna idea de él, oyendo sus constantes ayes, sus roncos gemidos con que clama a Dios en busca de auxilio, sus entrecortadas plegarias pidiéndole consuelo, ella que ordinariamente no despegaba los labios en medio de los más violentos dolores. El médico decía que la muerte era de esperar de un momento a otro” [73].

6.3.3.  “Mil gracias te doy, oh Señor, por todo el tiempo de mi vida”

La situación de Ana Catalina empeoraba y sus dolores se acrecentaban cada día que pasaba, con mayor severidad. Gime de día y de noche. La espalda la tiene completamente llagada a causa de la inmovilidad en que se halla. No puede dormir; permanece medio sentada, medio acostada; los ojos constantemente cerrados. A finales de enero de 1824 recibe la visita de sus hermanos y sobrinos, con quienes sólo puede hablar unas pocas palabras. El día 27 de enero la fiebre colorea sus mejillas; las manos las tiene muy blancas y los estigmas brillantes como plata. Este mismo día recibió con pleno conocimiento el sacramento de la extremaunción. Respiraba con mucha dificultad. El 7 de febrero, en medio de los dolores, oró diciendo: “Mil gracias te doy, oh Señor, por todo el tiempo de mi vida. No como yo quiero, oh Señor, sino como quieras Tú” [74].

El último día de su vida, 9 de febrero de 1824, Ana Catalina consintió diciendo: “Pronto habrá concluido todo; entretanto permaneceré en la cruz”. El mismo Brentano asentó en su diario: “A eso de las cinco y media llegó el Peregrino a la habitación de la moribunda, en el momento en que el confesor decía: ‘Esto toca a su fin’. Se hallaban en la estancia la hermana, el hermano y la sobrina de la moribunda, el vicario Hilgenberg, la hermana del confesor y la dueña de la casa anterior, la señora de Clemente Limberg. Todos estaban de rodillas en oración... Ya habían encendido el cirio de la agonía. Estaba la enferma reclinada en su cama, respirando con respiración muy corta. Su rostro tenía una expresión muy grave y profunda. Sus ojos elevados miraban al crucifijo... El confesor la consolaba dándole a menudo a besar la cruz. Ella buscaba siempre con los labios los pies del crucifijo, muy humildemente, sin tocar la cabeza ni el pecho, y los retenía entre los labios... Aquélla fue la última vez que la vio con vida el Peregrino. Cuando volvió a la habitación inmediata donde los otros se hallaban sentados o de rodillas en oración, estaban dando las ocho... El confesor rezó las preces de los agonizantes. Ella suspiraba diciendo muchas veces: “Ayúdame, Señor; ayúdame, Señor! Le puso el confesor en la derecha la vela de la agonía y tocó una campanilla de Loreto, según era antigua costumbre en el convento de Agnetenberg siempre que expiraba alguna religiosa, y dijo: ‘Ya se muere’. Eran las ocho y media [de la tarde].” [75].

El cuerpo de Ana Catalina fue sepultado cuatro días más tarde, el 13 de febrero. Numerosas personas asistieron al entierro en Dülmen. Todas estaban emocionadas y lamentaron la muerte de su intercesora ante Dios, Ana Catalina Emmerick [76].

VII.     Ana Catalina, o el sello del amor crucificado

La siguiente confesión de Ana Catalina desvela el secreto de toda su vida: “Me había entregado enteramente a mi celestial Esposo, y Él hizo de mí lo que fue su voluntad. Poder sufrir tranquilamente me ha parecido siempre el estado más digno de ser deseado en esta vida, pero a este punto nunca llegué” [77]. Las enfermedades, dolores y aflicciones nunca le faltaron, y las recibió siempre con gratitud y amor a Jesucristo, su divino Esposo, y a la Iglesia. Todos los dolores, penas y sufrimientos tenían una significación espiritual [78].

“Esta mujer, escribió su primer biógrafo, fue marcada con el sello del amor crucificado para dar testimonio de este amor en el desierto de una época sin fe.

¡Qué difícil misión, llevar ante los ojos del mundo y de los siervos del príncipe del mundo, el sello del Hijo de Dios vivo, de Jesús de Nazaret... Ser pobre; padecer sin auxilio alguno una enfermedad misteriosa, sufrir verdadero martirio; no ser comprendida de los que inmediatamente la rodeaban, los cuales por esto mismo, muchas veces involuntariamente, se habían con ella mal; estar poseída del sentimiento de su soledad, tanto mayor cuanto eran mayores las continuas exigencias de los curiosos; experimentar todo género de contradicciones y sospechas; y en medio de tantos y tales trabajos no perder la paciencia ni siquiera un momento, permaneciendo siempre afable, humilde, benigna, prudente y edificante: es empresa verdaderamente gigantesca” [79].

Dijo Jesús a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 20, 27). Este fenómeno muestra la eficacia de la salvación de Jesucristo en la cruz, y continúa repitiéndose de manera particular en el signo de los estigmas. Ana Catalina Emmerick, en su pequeñez, aceptó llevar en su cuerpo la cruz de Cristo, cuyo sentimiento de crucifixión experimentó a través de dolores punzantes e incisivos, y cuyo centro estaba en las llagas o estigmas. Desde la fe, el amor y la esperanza en su divino Esposo vivió con entereza y fortaleza aquella aflicción. Sus llagas no curaron nunca, como tampoco cesaron sus múltiples dolores, que los ofrecía en expiación por los demás. Los casos que recoge Clemente Brentano son numerosísimos. De todos ellos se desprende idéntica idea y consecuencia: aceptación de los males, penas y sufrimientos ajenos, y la caridad emprendida para que los males, odios y enemistades se conviertan en bienes y gracia ante Dios. La vida de Ana Catalina fue una Cruz con mayúsculas, un icono vivo de Jesús crucificado [80].

Rafael Lazcano, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   En 2004 el nombre de Ana Catalina Emmerick también apareció en los medios de comunicación con ocasión del estrenó de la película “La Pasión de Cristo”, dirigida por Mel Gibson. Para rodarla, además de los Evangelios, el afamado director de cine tuvo presentes las páginas de La amarga pasión de Cristo, de Ana Catalina Emmerick, testigo visual de la misma. La Pasión de Cristo fue estrenada, a pesar de la polémica suscitada por algunos miembros de la comunidad judía, en la primavera de 2004.

2.   Cf. SCHMÖGER, Carlos E., Vida y visiones de la venerable Ana Catalina Emmerich. Ed. Sol de Fátima. Madrid 1999, p. 200.

3.   Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 200-201.

4.   Clemente Brentano nació el 8 de septiembre de 1778 en Frankfurt. Su padre era un rico comerciante que pretendió educar a su hijo para los negocios. Fue un hombre culto, amigo de las letras más que de los negocios, novelista y poeta romántico, además de escritor de obras de teatro. En 1817 visitó a Ana Catalina, en Dülmen, Cristiano Brentano, hermano de Clemente, quien hubo de aumentar el interés por conocerla. Era inquieto y apasionado, al estilo de San Agustín, y famoso en toda Europa cuando el jueves 24 de septiembre de 1818 llegó a Dülmen. Este hecho cambiará su modo de vida. Tras el primer encuentro, en el que Ana Catalina le reconoció de inmediato puesto que le había visto en visión y esperaba la visita de “El Peregrino”, no se alejará de Dülmen hasta 1824, año del fallecimiento de Emmerick. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 202-203.

5.   Desde el primer momento se constata que hubo una verdadera empatía entre Ana Catalina y Clemente Brentano. “Todo lo que dice es breve, sencillo y llano, pero profundo y henchido de amor y vida. Yo estaba en aquella misma disposición y por esto lo entendía y recogía cuanto pasaba en torno mío”, escribió Brentano tras el primer encuentro con Ana Catalina. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 203.

6.   6. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 221-222.

7.   Das bittere Leiden unsers Herrn Jesu Christus. nach den Betrachtungen der gottseligen Anna Katharina Emmerick [verf. von Clemens Brentano] nebst dem Lebensumriss dieser Begnadigten. J. E. von Siedel. Sulzbach 1834, VII – 408 pp.

8.   SCHMÖGER, Karl Erhard, Das Leben der gottseligen Anna Katharina Emmerick. Herder Verlag. Freiburg 1867-1870, 2 vols. en 3 tomos.

9.   SCHMÖGER, K. E., Vie d’Anne Catherine Emmerick. Traduite de l’allemand par Edmond de Cazalès. Lib. Ed. Pierrre Téqui. Paris 1923, 3 vols.

10.    SCHMÖGER, K. E., Vita della serva di Dio Anna Caterina Emmerick. Tradotta dall’originale dal marchese Cesare Boccella. Ed. Marietti. Torino 1869-1871, 3 vols.

11.    SCHMÖGER, K. E., Life of Anne Catherine Emmerick. Fresno, California 1956, 2 vols. xxxiii, 599 pp.; x, 698 pp.

12.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 96.

13.    “En mi juventud, dice Emmerick, era yo vehemente y caprichosa, por lo cual mis padres me castigaban con frecuencia... Como mis padres me reprendían tantas veces y nunca me alababan, y por otra parte oía yo a otros padres alabar a sus hijos, me tenía por la hija más desgraciada del mundo... Pero cuando veía que otros niños disgustaban a sus padres, me afligía; mas luego cobrara ánimo considerando que podía esperar en Dios, pues eso no era yo capaz de hacerlo”, SCHMÖGER, o.c., p.58.

14.    “En cierta ocasión estaba yo guardando una manada de vacas a las dos de la tarde; era un día muy caluroso del verano... Yo me hallaba muy apurada porque no sabía qué hacer con aquella manada de cerca de cuarenta vacas, que a mí, débil niña, me daban no poco cuidado, cuando corrían a las zarzas... Siempre que yo las guardaba estaba en oración o en contemplación, caminando a Jerusalén o a Belén, donde en verdad era más conocida que en mi propia casa”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 101.

15.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 86.

16.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 309.

17.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 93.

18.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 100.

19.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 102.

20.    “La negativa de mis padres me llegó tan a lo vivo, que mi enfermedad se agravó y hube de quedarme en cama”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 103.

21.    “Mis padres, declaró Ana Catalina a Overberg, me hablaron también de matrimonio, hacia el cual sentía yo grande aversión”. SCHMÖGER, o.c., p. 109.

22.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 89.

23.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 110.

24.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 110-111.

25.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 111.

26.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 92-93. Sobre este punto testimonió Clemente Brentano. “Por espacio de cuatro años, durante los cuales conversé diariamente con Ana Catalina, he presenciado muchas veces la efusión de sangre y los dolores de cabeza que padecía; pero como nunca la tenía descubierta en mi presencia, no pude ver salir directamente de su frente las gotas de sangre. Pero vi por bajo de la venda las gotas que corrían en abundancia por su rostro...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 191.

27.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 111.

28.    El convento de Dülmen, después de un periodo ’ad experimentum’ por la instauración en 1471 de la clausura monástica, fue anexionado oficialmente y de pleno derecho a la Orden de San Agustín en 1514.

29.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 112-113.

30.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 116.

31.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 117-118.

32.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 121.

33.    En febrero de 1803, tras una visión de la cruz de Cristo ensangrentada le fue concedido el don de lágrimas para que las derramase por las ofensas cometidas contra el Señor. Ana Catalina quiso revelar que su pesadumbre era la compasión. “Era muy sensible, dice Overberg, a lo que le hacían padecer sus hermanas, porque veía y oía en espíritu los sentimientos de sus corazones, y lo que hablaban entre sí de ella y lo que deliberaban con el fin de humillarla y curarla de lo que tenían por capricho y pereza”, SCHMÖGER, o.c., p. 124. Llegó un momento en que cada vez que lloraba era corregida, y como seguía el llanto y el derramamiento de lágrimas en la misa, a la novicia Ana Catalina le fueron impuestos diferentes castigos y humillaciones por parte de la superiora y maestra de novicias, dando muestras de paciencia y caridad. Cf. Idem, pp. 120, 122-123.

34.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 127.

35.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 129.

36.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 142, 146.

37.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 133-136.

38.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 187.

39.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 141.

40.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 151.

41.    El sacerdote Lambert tuvo que huir de Francia por no jurar la Constitución. A la diócesis de Münster llegó en 1794, siendo destinado para el ejercicio de su ministerio al palacio del duque de Croy, en Dülmen. En esta misma ciudad estuvo encargado de celebrar la misa en el convento agustino de Agnetenberg. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 129, 151-152.

42.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 152, 185.

43.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 154-155.

44.    El 4 de octubre de 1820 tuvo Ana Catalina una visión sobre sus llagas, y vio cómo las había recibido. “Antes no lo sabía. Hallábame sola en mi habitación en casa de Roters, tres días antes de año nuevo [1812], próximamente a las tres de la tarde. Había meditado en la pasión de Cristo, y le había pedido que me concediera participar de sus dolores, rezando cinco Padrenuestros en honor de sus cinco llagas... Vi descender sobre mí una luz, que venía de arriba oblicuamente. Era un cuerpo crucificado, vivo y transparente, pero sin cruz; sus heridas brillaban más que aquel cuerpo; eran cinco aureolas, las cuales salían de la gloria... luego descendieron, primero de las manos y después del costado y de los pies de la imagen, tres rayos rojos y brillantes, acabados en flechas, sobre mis manos, sobre mi costado y sobre mis pies...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 190.

45.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 179-180.

46.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 252.

47.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 180.

48.    La visión tuvo lugar en la Pascua de 1813. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 250-251.

49.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 166.

50.    “La cruz del pecho, reveló Ana Catalina en la visión que tuvo el 4 de octubre de 1820, hace largo tiempo que la tengo. la he recibido alrededor de la festividad de San Agustín”, SCHMÖGER, o.c., p. 190. Una profunda impresión recibió Brentano cuando por vez primera vio las llagas de Ana Catalina. “Es cosa que traspasa el alma ver tales señales en el miserable cuerpo demacrado de esta paciente”, Idem, pp. 206-207.

51.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 181-182.

52.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 183-184. La misma conclusión obtuvo el segundo examen ordenado seis años más tarde por la autoridad civil. El conde Federico Leopoldo Stolberg y su esposa, acompañados por Overberg, visitaron a Ana Catalina el 22 de julio de 1813. “Era viernes, y de las llagas de las espinas le había salido mucha sangre...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 185.

53.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 192.

54.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 210.

55.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 160-162, 192-193, 205-206. Por error Schmöger fija la muerte el 7 de febrero de 1821. Ídem, p. 565

56.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 176-177.

57.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 345-346.

58.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 368.

59.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 364.

60.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 439.

61.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 441-442.

62.    Dice así Ana Catalina. “Después me acompañó mi guía a la Jerusalén celestial. Subí a una gran montaña, y llegué a un jardín, del cual cuidaba Clara de Montefalco. En las manos tenía esta Santa llagas resplandecientes, y en la cabeza una brillante corona de espinas... Me refirió las gracias que había recibido el día de la Santísima Trinidad, y me dijo que con ocasión de esta fiesta debía yo prepararme a un nuevo trabajo...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 405-406; además, las páginas 414, 416 y 419. Sobre los estigmas del corazón de Santa Clara véase la reciente obra de TRINIDAD, G. DE LA [= Anglés Monroig], Clara de Montefalco. Vida y reto. (Col. Historia y Vida, 30). Ed. Revista Agustiniana, Guadarrama 2008, pp. 193-198.

63.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 403-404.

64.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 407-408.

65.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 420-421.

66.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 369.

67.    Cf. SCHMÖGER, o.c. pp. 505-506.

68.    Cf. SCHMÖGER, o.c. p. 513.

69.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 516.

70.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 568.

71.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 568.

72.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 569.

73.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 570.

74.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 573.

75.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 577-576.

76.    Este mismo día un extranjero, en representación de un médico holandés, se presentó al deán Rensing, ofreciéndole dinero a cambio del cuerpo de Ana Catalina, siendo rechazado. Por el lugar corrió una voz de que se había robado el cadáver. Se abrió la tumba la noche del 21 al 22 de marzo de 1824; el cadáver estaba enteramente incorrupto y las llagas de los pies eran todavía visibles. Cf. BOUFLET, J., Ana Catalina Emmerick. Vivió la Pasión de Cristo, Ed. Palabra. Madrid 2005, p. 345. Posteriormente los restos fueron depositados en el Hospital de las Hermanas de la Caridad, y definitivamente al cementerio. Sobre ella colocaron la misma losa y encima una cruz, con esta inscripción. ANNA CATHARINA EMMERICK Ordinis St. Augustini. Nata 8. Septemb. 1774 – Obiit 9. Februar. 1824.

77.    Cf. SCHMÖGER, o.c. p. 131.

78.    “O los había pedido a Dios para librar de ellos a otros y padecerlos del todo o en parte por los demás, o los había recibido de Él en expiación de culpas ajenas..., viniendo sobre ella las enfermedades del cuerpo de la Iglesia, esto es, los pecados y las faltas de estados enteros y de personas influyentes, para llevarlos sobre sí en forma de enfermedades y dolores varios y satisfacer por ellos...”, SCHMÖGER, o.c., pp. 132-133.

79.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 196-197.

80.    “Este es el sentido y el significado último de los estigmatizados: presentar a los hombres de buena fe hechos tan admirables como incomprensibles, convirtiéndose así en predicadores mudos, pero elocuentísimos, de la verdad. La razón se resiste a creer, y para que los ojos del alma se abran a la luz necesitamos de la ayuda sobrenatural. Y uno de los muchos medios que el Señor emplea es el de los estigmatizados, que les permite a los hombre de hoy la misma comprobación que Cristo facilitó a los de ayer: la realidad tangible de sus llagas abiertas donde, como Santo Tomás, podamos palpar y meter los dedos”, SÁNCHEZ VENTURA Y PASCUAL, V., Estigmatizados y apariciones. Zaragoza 1966, pp. 135-136.

Joseph Ratzinger

Cuando en el 1975 me pidieron, desde distintos lugares, que hiciera un balance diez años después del Vaticano II, mi pensamiento retornó a los días del comienzo del Concilio. El cardinal Frings me había invitado, el 10 de octubre de 1962, víspera de la sesión inaugural, a presentar, alos obispos de lengua alemana, los problemas teológicos que se iban a plantear a la reflexión en el Concilio. Estaba buscando una introducción adecuada que, de alguna forma, recogierala esencia de lo que el mismo Concilio tenía que hacer visible.

Me encontré, entonces, con un texto de Eusebio de Cesarea, padredel primer Concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, Nicea, celebrado el año 325, que resumía su opinión sobre estas asambleas de la Iglesia de la siguiente manera: «Se reunieron los primeros siervos de Dios de todas las Iglesias de Europa, África y Asia. Yuna sola Iglesia, mundialmente extendida, através de la gracia de Dios, se hizo presente a sirios, sicilios, fenicios, árabes y palestinos. También a egipcios, tebanos, africanos y mesopotámicos. Incluso un Obispo persa estaba en el sínodo. Tampoco faltaba un escita en ese coro. Ponto y Asia, Capadocia y Galacia, Frigia y Panfilia enviaron a los más selectos. También llegaron tracios, aqueos, epirotas y personas que vivían más lejos. [...] Incluso un español, por cierto, famoso, fue uno de los numerosos participantes en al Asamblea» [1]. En el fondo de esta declaración entusiasta, que remite a la formulada por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, en Pentecostés, está también la declaración teológica que Eusebio recoge en su informe: Nicea era un nuevo Pentecostés, el verdadero cumplimiento del signo pentecostal, pues la Iglesia ahora realmente habla en todos los idiomas y con ello confiesa una fe y se convierte así en Iglesia del Espíritu Santo.

El Concilio, un nuevo Pentecostés; esta era una idea que se correspondía con nuestros sentimientos de entonces, no sólo porque el papa Juan lo hubiera formulado como un deseo, como una oración, sino porque era la reproducción de nuestra experiencia a la llegada al aula conciliar: encuentro de los obispos de todos los países, de todas lenguas, muchas más de las que Lucas y Eusebio podían imaginar e, igualmente, experimentar la catolicidad real con su esperanza pentecostal; este era el signo lleno de esperanza en este primer día del Vaticano II.

Así era en aquel entonces. A modo de introducción de la presente visión retrospectiva, un texto como este, un tanto triunfalista, ya no serviría hoy. El estado de ánimo ha cambiado básicamente.Ahora tengo ante los ojos otro texto de los Padres, escrito cincuenta años después, y con un cambio muy notable de perspectiva que refleja algo similar a lo que nos ha pasado también a nosotros. El autor es Gregorio Nacianceno, uno de los herederos de Nicea y, él mismo, padre conciliar en el Concilio de Constantinopla, en el año 381, que complementa la formulación de Nicea con la declaración expresa de la divinidad del Espíritu Santo. En el año 381 nodio tiempo a concluir las discusiones y el emperador, a través del funcionario Procopio, cursó en el año 382 una invitación oficial, a Gregorio, el Obispo y teólogo más importante de aquella época, para una especie de segundo nuevo período de sesiones en Constantinopla. La negativa de Gregorio fue lacónica y se basaba en los siguientes motivos. «A decir verdad, pienso que se debería huir de todo Concilio de obispos, pues yo jamás vivi un final feliz de ningún Concilio; tampoco he visto que se hayan eliminado circunstancias negativas; [...] siempre, en cambio, he visto la ambición o lalucha en torno a lo que ha de hacerse» [2].

Martín Lutero, que en sus comienzos había pedido apasionadamente un Concilio libre y general, retomó este texto en 1539, en su obra: De los concilios y de las Iglesias. En esta obra ha reflejado su opinión más tardía sobre los valores y los contravalores de los concilios.

Ahora bien, este distanciamiento de primitivo entusiasmo por el Concilio hasta el escepticismo conciliartiene en Lutero, sus propias razones, que un católico seguramente no compartirá [3]: Lutero había reconocido que un concilio tenía que confirmar la doctrina eclesial y que, consecuentemente, no podían darle la razón a él, porque él no solo se había puesto en contra de los abusos, sino en contra de la doctrina misma de la Iglesia: por eso, lucha por la superioridad del poder secular en el que vio su oportunidad. Pero, aunque uno no pueda quizás recomendar mucho el juicio negativo de Lutero sobre los concilios en su significado, sí que tiene peso el de un gran padre de uno de los concilios del siglo IV, cuando se formuló la ortodoxia eclesial. Ahora bien, se puede argumentar en contra, sin embargo, que aunque Gregorio, como teólogo, fue realmente grande, como ser humano fue un hipocondríaco de una naturaleza hipersensible [4].

Pero, entonces, pesa en todo caso el hecho de que también una de las mayores figuras del siglo de los grandes Concilios, Basilio, amigo de Gregorio, haga un juicio aún más duro. El habla de un «desorden y confusión espantosos», a raíz de la disputa del Concilio, de un «incesante parloteo» que llena toda la Iglesia [5].

A partir de esa especie de mirada macroscópica de la historia de la Iglesia con la que nosotros hoy miramos el entonces, se debería contradecir la opinión de los dos obispos: precisamente estos grandes concilios de los siglos IV y V se han convertido en los faros que han iluminado a la Iglesia, que han indicado el camino al núcleo de las Sagradas Escrituras y, al definir su interpretación, han clarificado igualmente la identidad de la fe en el giro de los tiempos. Pero, aun cuando el juicio de la historia en general es diferente, manifestando, desde la distancia, que sólo lo grande parece haber pervivido y viceversa que lo que fue duradero fue lo grande, los contemporáneos parecen estar expuestos siempre a la misma experiencia que estos testigos del siglo de las grandes decisiones fundamentales han verbalizado. Frente al punto de vista macroscópico se encuentra el microscópico, es decir, el más cercano. Y, desde cerca, no se puede negar que casi todos los concilios han actuado, primeramente, como perturbadores del equilibrio y como factores de crisis. El Concilio de Nicea que formuló, definitivamente, la filiación divina de Jesús, fue seguido de una batalla agotadora que trajo el primer gran cisma de la Iglesia, el arrianismo, que destrozó a la Iglesia durante décadas.

Lo mismo sucedió después del Concilio de Calcedonia, en el que se definió la verdadera divinidad y la humanidad de Jesús. La herida, abierta entonces, no se ha cerrado hasta hoy. Los verdaderos herederos del gran obispo, Cirilo de Alejandría, se sentían traicionados por las fórmulas que se oponían a las de su sagrada tradición; son los monofisitas, cristianos de Oriente, minoría significativa que aún hoy día pervive; su existencia, simplemente, nos muestra la dureza de aquellas batallas. Cuando nos situamos cerca de la época actual, la memoria se retrotrae al Vaticano I; como secuela suya, quedó rota la unidad de la mayoría de las facultades de teología católica en Alemania, cuyas heridas tardaron décadas en cicatrizar.

Así, el desarrollo crítico que siguió al Vaticano II tenía ya una larga historia. Podía sorprender únicamente porque con el entusiasmo de los comienzos se había borrado en gran medida la experiencia histórica, quizá, también porque se pensó que todo se había hecho de forma diferente y mejor: un Concilio que nada dogmatizó ni a nadie excluyó, parecía no herir a nadie, ni dejar fuera a nadie y sólo podía ser capaz de atraer a todos. La verdad es que no era muy diferente a las asambleas eclesiales anteriores. Nadie duda hoy, seriamente, que indujo a la aparición de la crisis. Ciertamente, quedan claros los efectos positivos, de los que nadie puede dudar: el Concilio, por citar sólo los logros teológicos más importantes, ha insertado la doctrina del primado, que había estado desgajada peligrosamente, en la totalidad de la Iglesia; ha integrado, también, un pensamiento jerárquico, también aislado, en el único misterio del cuerpo de Cristo; ha entretejido una mariología hasta entonces aislada, también, en el gran tejido de la fe; ha dado a la Palabra bíblica su rango propio; igualmente, ha hecho que la liturgia sea más accesible; con todo esto ha dado un paso valiente hacia la unidad de los cristianos.

Es posible que, en una posterior mirada macroscópica del período del Vaticano II, sólo entren en la balanza los resultados positivos y haya personas que hablen y juzguen únicamente a partir de ahí.Pero para el contemporáneo, que asume la responsabilidad de su hora, no puede ser determinante únicamente la visión macroscópica por sí sola, él está todos los días expuesto a lo pequeño y allí tiene que decidir las opciones correctas. Para esta visión cercana, posiblemente, los factores negativos, innegables, sean, en gran medida, graves y preocupantes. Aquí indicamos solamente algunos: nuestras Iglesias, nuestros seminarios, nuestros monasterios se han quedado vacíos en estos diez años, se puede mostrar lo que dicen las estadísticas para quien no se da cuenta por sí mismo; que el clima en la Iglesia es, a veces, ya no sólo frío, sino también mordaz-agresivo, tampoco necesitará ser demostrado; el hecho de que en todas partes las facciones dividen la comunidad pertenece a nuestras experiencias diarias que amenazan la alegría del cristiano.

El que diga estas cosas será acusado rápidamente de pesimista y le marginarán de la conversación, pero aquí están los hechos empíricos y negarlos significa, no ciertamente pesimismo, sino una desesperación silenciosa. El ver los hechos no es pesimismo, sino objetividad. Sólo después vienen las preguntas: qué significan estos hechos, de dónde proceden y cómo darles respuesta. Esto significa que debemos seguir adelante respondiendo a dos cuestiones: la primera sobre los motivos del desarrollo; la segunda, sobre la respuesta correcta.

1.   ¿Cómo fue el desarrollo posconciliar?

Para dar una explicación de lo que pasó hago, en este contexto, primeramente, algunas advertencias. En primer lugar, hay que ser conscientes de que la crisis posconciliar de la Iglesia católica, al menos en el mundo occidental, ha coincidido con una crisis espiritual global de la humanidad; no todo lo que apareció en la Iglesia, en estos años, es consecuencia del Concilio. La conciencia humana está caracterizada ahora no solo por las decisiones voluntarias de los individuos, sino, en gran parte, conformada por las condiciones externas causadas por factores económicos y políticos. Las palabras de Jesús «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos» son una advertencia inequívoca en este marco. Voy a dar solamente un ejemplo tomado de nuestra propia historia. El colapso de la vieja Europa en la I Guerra Mundial acabó cambiando el panorama intelectual; también el de la teología cambió sustancialmente. El liberalismo, antes floreciente, producto de un mundo seguro en sí, rico, había perdido sentido de repente a pesar de lo que sus grandes representantes vivían y enseñaban. La juventud ya no siguió a Harnack, sino a Karl Barth: una teología de estricta fe revelada, una teología que quería ser, deliberadamente, eclesial, formada en las aflicciones del mundo transformado. La vuelta de la prosperidad en los años sesenta trajo un cambio similar de pensamientos. La nueva riqueza y la mala conciencia se unieron: esa curiosa mezcla de liberalismo y dogmatismo marxista sacaron a la luz lo que todos hemos vivido. Por ello, no hay que exagerar la aportación del Vaticano II en los recientes desarrollos; el cristianismo evangélico habría tenido que enfrentarse, con o sin Concilio, a una crisis similar, y los partidos políticos tienen que hacer frente a fenómenos de origen semejante. Desde el punto de vista opuesto, el Concilio ha sido uno de los factores que ha contribuido al desarrollo histórico mundial [6]. Ciertamente, cuando una estructura tan arraigada en el alma como la Iglesia católica es conmovida en sus fundamentos, el temblor alcanza a toda la humanidad. ¿Cuáles son los factores críticos que provienen del Concilio?

Me parece que dos actitudes, que adquirieron cada vez más importancia, jugaron un gran papel en la conciencia de los padres conciliares, de los asesores, y de los relatores. El Concilio, que se vio como un examen de conciencia de la Iglesia católica, finalmente quiso ser un acto de arrepentimiento, de conversión. Esto se refleja en las confesiones, en la pasión por acusarse a sí misma, que no sólo se refería a los puntos neurálgicos como la Reforma y el proceso a Galileo, sino que se manifestaba fundamentalmente en la idea de la Iglesia pecadora en general, y en que todo lo que parecía alegría por la Iglesia, por lo hecho y por lo permanente, se temía como un triunfalismo. A esta marginación atormentada de lo propio iba conectada una disposición servil y temerosa a tomar en serio todo el arsenal de acusaciones contra la Iglesia, y a no rechazar nada. Esto también significó, al mismo tiempo, el deseo ansioso, frente a los otros, de no culpabilizarles de nuevo, de aprender donde fuera posible de ellos, y sólo buscar y ver, en ellos, el bien.

Esta radicalización de las exigencias bíblicas fundamentales de conversión y caridad fraterna condujo a una inseguridad sobre la propia identidad que fue profundamente cuestionada pero que, sobre todo, condujo a una relación de ruptura, en profundidad, frente a la propia historia, que parecía manchada, por lo que se debía buscar un nuevo comienzo más radical como remedio urgente.

En este momento es cuando se sitúa el segundo motivo que quera examinar. En el Concilio se respiraba algo de la era Kennedy, una especie de optimismo ingenuo del concepto de gran sociedad [7]: podemos crear cualquier cosa; basta con que queramos y tengamos los medios para ello. Precisamente la ruptura en la conciencia histórica, la atormentada despedida del pasado, dio a luz la idea de una hora cero en la que todo comenzaba de nuevo y donde todo lo que anteriormente se había hecho mal, ahora por fin se podía enderezar. El sueño de la liberación, el sueño de algo totalmente diferente, que asumió, poco después, en la revuelta estudiantil, la forma de batalla, estuvo, en cierta medida, también en el Concilio. Ello fue lo que primeramente entusiasmó a la gente y luego la decepcionó.Así como el examen de conciencia público, primero, causó alivio y, posteriormente, repugnancia.

El proceso que acabo de describir del espíritu del Concilio podría servir como prueba magistral para un psicólogo sobre cómo las virtudes, exagerándolas, se convierten en lo contrario. La penitencia es una necesidad para el individuo y para la comunidad. La penitencia cristiana no significa la negación de sí mismo, sino el encuentro consigo mismo. De los testimonios antiguos sobre los mártires se deduce enfáticamente que de su boca nunca salió una palabra contra la creación [8]. Por lo tanto, se diferencian de los gnósticos porque en ellos se pervirtió el arrepentimiento cristiano en odio a la gente, en odio a la propia vida, en odio a la realidad misma. La condición interna del arrepentimiento es precisamente la afirmación de sí mismo, la afirmación de la realidad como tal.Su contraposición moderna la encontramos en unas expresiones del gran pintor Max Beckmann: «Mi religión es arrogancia contra Dios, mi desafío a Dios. Desafío porque él nos ha creado, porque no nos podemos amar. En mis obras reprocho a Dios todo lo que él ha hecho mal» [9]. Aquí, se pone de manifiesto algo esencial: el desprecio radical de sí mismo, que, contra sí mismo, ruge, y rechaza la creación, en uno mismo y en los demás; esto, precisamente, ya no es penitencia, sino arrogancia.

Cuando se anula el «sí» fundamental al ser, a la vida, a sí mismo, entonces la penitencia se disuelve y se convierte en insolencia. Pues la penitencia presupone precisamente esto, que la persona se puede autoafirmar. La penitencia es, en su esencia, una búsqueda, hasta llegar al sí, eliminando todo aquello que oscurece el sí. Consecuentemente, la verdadera penitencia remite al Evangelio, es decir, a la alegría, también a la alegría por uno mismo. La forma de autoacusación a la que se llegó en el Concilio respecto a la propia historia, no se ha percatado suficientemente de esto y así, de esta manera, se llegó a síntomas neuróticos.

Que el Concilio cancelara formas equivocadas de engrandecimiento terrenal de la Iglesia y que, respecto a la historia de la Iglesia, haya disuelto la obsesión por defender todo lo existente y, con ello, una autodefensa errónea, ha sido bueno y necesario. Pero ahora habrá que despertar, de nuevo, la alegría por la realidad intacta de la comunidad de la fe que radica en Jesucristo. Debe volver a descubrirse el sendero luminoso, que se ha expresado en la historia de los santos y en la historia de la belleza, en que la alegría del Evangelio se ha expresado de forma irrefutable a través de los siglos. A quien de toda la Edad Media ve únicamente la inquisición habrá que preguntarle hacia dónde realmente está mirando. ¿Habrían podido surgir esas catedrales, esos cuadros de la eternidad, de plena luz y dignidad tranquila, si la fe de las personas fuera únicamente fuente de amenaza? En una palabra, debe quedar claro, una vez más, que la penitencia no exige el desgarro de la propia identidad, sino el encuentro. Pero donde crece de nuevo una relación positiva con la historia, desaparece por sí mismo el utopismo que cree que todo lo que se ha hecho hasta ahora estaba mal y que todo lo que se hará desde ahora estará bien. Los límites de lo posible se han puesto de manifiesto, a través del final de la era Kennedy, y una parte de la pacificación anímica que creemos percibir, hoy en día, proviene, probablemente, del hecho de que el hacer y el mantener, el cálculo y la reflexión han alcanzado un mayor equilibrio.

2.   ¿Qué tenemos que hacer?

Menos aún que a la primera pregunta se podrá, aquí, responder exhaustivamente a esta segunda. Los grandes problemas de la pastoral corriente se deberían aquí debatir. Quiero tocar en este contexto sólo dos aspectos que me parecen importantes. En primer lugar, quisiera decir algo sobre la correcta clasificación de los concilios, y, en segundo lugar, desearía ensayar un comentario sobre la correcta recepción del Vaticano II en torno a dos de sus tendencias básicas.

a)   Significado y límites de los concilios

¿Qué importancia tiene realmente un concilio en la Iglesia? Nos situamos, una vez más, en el punto de partida de nuestras reflexiones. Gregorio Nacianceno y Basilio han hablado ambos desde la experiencia; tenían razón en que un concilio como asamblea de muchas personas y con los debates necesarios conlleva siempre circunstancias molestas, la ambición, la lucha y las heridas que permanecen. Para la purificación de males profundamente arraigados es necesario cargar con tales daños colaterales, como los medicamentos que, a pesar de los efectos secundarios, son necesarios para curar un mal mayor. Los concilios son, de vez en cuando, una necesidad; responden siempre a una situación extraordinaria en la Iglesia y no pueden ser vistos como modelos de vida, en absoluto, y tampoco como el contenido ideal de su existencia. Ellos son la medicina, no la comida ordinaria. La medicina debe ser asimilada y tiene un poder inmunizante que se mantiene en el cuerpo, pero, por lo demás, demuestra su eficacia precisamente en el hecho de que se puede prescindir de ella ya que es algo excepcional. Dicho ya sin imágenes, el concilio es un órgano de consulta y decisión. Como tal no es un fin en sí mismo, sino instrumental para la vida [10].

El contenido real del cristianismo no es la discusión sobre los contenidos cristianos y sobre las tácticas de su realización; el contenido del cristianismo es la comunidad de la Palabra, de los sacramentos y de la caridad, a la que pertenecen, fundamentalmente, la justicia y la verdad. El sueño de hacer de toda la vida una mesa redonda, que ha llevado temporalmente a nuestras universidades al borde de su incapacidad funcional, ha calado también a fondo en la Iglesia bajo la etiqueta «conciliar». Si el concilio se convierte en modelo de cristianismo, entonces la constante discusión sobre temas del cristiano aparece como el contenido mismo de lo cristiano; pero, precisamente, entonces, se pierde el sentido del ser cristiano.

b)   Sobre la cuestión de la correcta recepción del Vaticano II

Un análisis de la historia posterior a la constitución sobre laIglesia en el mundo actual me había llevado en el año 1975 al diagnóstico de que la recta recepción del Concilio no había comenzado [11]. Pero ¿cómo tenía que aparecer? Me sirvo, como ya he dicho, de dos motivos básicos del Concilio para ejemplificarlo. Con ello se pondrá de manifiesto que el Concilio ciertamente formula sus enseñanzas con su propia autoridad, pero que su significado histórico se determina, sólo, a través de un proceso de clarificación y de selección que se lleva a cabo en la vida de la Iglesia. De este modo, la Iglesia entera participa en el Concilio; no puede llevarlo a caboúnicamente la asamblea de los obispos.

Uno de los lemas del Concilio fue la colegialidad. Con esta fórmula se entiende inmediatamente que el ministerio de Obispo es un ministerio en comunidad con otros, pues los obispos individuales no siguen a apóstoles individuales, sino que el colegio de obispos sucede al colegio de los apóstoles. De esta forma, nunca se es obispo en solitario sino, esencialmente, con los demás. Lo mismo puede aplicarse al sacerdote. Tampoco el presbítero llega a serlo en solitario. Por el contrario, llegar a ser sacerdote significa entrar en una comunidad presbiteral unida al obispo. Por último puede decirse que estamos ante un principio básico del ser cristiano que siempre aparece. También el cristiano está siempre en la asamblea de todos los hermanos y hermanas de Jesucristo, no hay otra realidad.

El Concilio ha buscado traspasar el contenido de este principio básico a la realidad práctica creando órganos a través de los cuales la integración de los individuos en la totalidad se convierte en el principio básico de toda la actuación de la Iglesia. Esto dio origen, en lugar de las reuniones informales de obispos, a las conferencias episcopales, una forma burocrática cuidadosa y legalmente constituida. Se dio origen, igualmente, a la representación de la común pertenencia de todas las conferencias episcopales en la comisión de obispos, una especie de concilio sustitutivo, regular y permanente.

Se introdujeron los sínodos nacionales y se expresó su intención de convertirse en una orientación permanente de la Iglesia de su país. Fueron creados consejos presbiterales, consejos pastorales en las diócesis y consejos locales en las parroquias.

Nadie puede negar que el pensamiento básico es correcto y que la realización comunitaria de la misión de la Iglesia es necesaria. Nunca nadie va a negar que se hizo mucho bien con la puesta en marcha de los diversos gremios. Pero tampoco se podrá negar que la proliferación no coordinada de agrupaciones ha conducido a un exceso de duplicaciones, a una nube de papeles sin sentido y a una carga que ha frenado la marcha, donde las mejores fuerzas se gastan en discusiones interminables, que nadie quiere, pero que parecen haberse convertido en algo inevitable según los nuevos modos. El límite de este cristianismo del papel y de la reforma de la Iglesia a través de documentos salta a la luz. Ha quedado claro que la colegialidad es una cara, pero que otra es la responsabilidad personal y la intuición personal, que no pueden ser reemplazadas ni aplastadas. Colegialidad es un principio del cristianismo, de la Iglesia; personalidad es el otro. Por lo que una de las lecciones básicas a aprender de esta década es que sólo el recto equilibrio entre ambas puede crear libertad y fecundidad.

Pasemos ahora a otro de los principios básicos del Concilio, su conocido principio: «simplicidad». «Simplicidad» es uno de los lemas de la constitución sobre la liturgia, entendida siempre como la transparencia, apertura a la comprensión de forma que la gente entienda. Consecuentemente, podemos decir que una racionalidad bien entendida pertenece a las ideas principales del Concilio. Hoy día hay que advertir, cada vez más, que el Concilio se ha situado así en la línea de la Ilustración europea [12]. Ahora bien, ese deseo tuvo en los Padres conciliares otra motivación. Este deseo arranca de lateología de los Padres de la Iglesia, donde, por ejemplo, Agustín contrapone con gran énfasis la sencillez cristiana a las grandes pompas, vacías, de la liturgia pagana [13]. Pero se puede decir, también aquí, que una apertura al espíritu de la modernidad se llevó a cabo después de que los primeros intentos de tal encuentro con los argumentos del siglo XIX habían llegado a un punto muerto.

También en este campo estamos hoy en mejores condiciones para valorar las pérdidas y las ganancias. En el avance de la historia habrá que podar siempre de nuevo lo que crece y habrá que intentar avanzar hasta el núcleo más sencillo; el esfuerzo por hacerse entender es indispensable para una religión misionera. Pero el hombre no sólo entiende a través de la razón, sino también con los sentidos y el corazón, y esto lo habíamos olvidado un poco; también ahora comenzamos a comprender mejor el hecho de que la poda debe diferenciar entre lo que hay que dejar crecer y lo que hay que cortar, y que no debe tomar al embrión como medida, sino que debe dejarse guiar por la ley de lo que está vivo.

Con ello el proceso de recepción ya se ha abordado: se trata de mantener la palabra en la vida y conferirle, en una ardua lucha, la univocidad que no puede tener en cuanto mera palabra. Este proceso de discernimiento está plenamente en marcha, con todo el sufrimiento y las dificultades del proceso de nacimiento en el que el ser humano mismo está en juego. Por otro lado, quedan siempre fenómenos de resolución que no hay que trivializar. Para unos se trata más de una exclusiva y, consecuentemente, ciega racionalidad, que diluye y relativiza el misterio; para otros, es la pasión política y social, que reduce la fe a un catalizador del cambio revolucionario. Estoy muy lejos de negar los nobles impulsos que también puedan darse aquí. La fe cristiana, que se toma en serio el Sermón de las Bienaventuranzas, no puede aceptar tranquilamente el contraste ricos y pobres como un fruto de la variable económica, no puede considerar la guerra y la opresión, encogiéndose de hombros, como subproductos estadísticamente inevitables del proceso. Pero cuando la fe se convierte en un mesianismo terrestre que justifica la irracionalidad de la destrucción y recorta la esperanza de los hombres solo hacia lo factible, allí se da una traición al cristianismo y una traición a las personas. Por otra parte, hoy vemos un nuevo integrismo, el único que aparentemente garantiza la pertenencia a la Iglesia católica, pero que, en realidad, lo echa a perder todo desde la mismaraíz. Hay una pasión por las sospechas, cuyos rencores están muy lejos del espíritu del Evangelio. Hay una fijación con la literalidad que pretende invalidar la liturgia de la Iglesia y, por tanto, se sitúa fuera de la Iglesia. Aquí se olvida que la validez de la liturgia no depende principalmente de las palabras específicas, sino de la comunidad de la Iglesia; bajo el pretexto de lo católico se niega así su principio más propio y la costumbre se sitúa en el lugar de la verdad.

En un espacio intermedio lleno de incertidumbres pero también lleno de seria lucha y lleno de esperanzas, se sitúan los movimientos, en los que se dibuja la expresión del indestructible deseo de lo verdaderamente religioso, de la cercanía de lo divino: los movimientos de meditación, los movimientos pentecostales, ambos cargados con ambigüedades y peligros, pero ambos también llenos de posibilidades y de bondades. Finalmente hay también toda una serie de movimientos específicamente eclesiales, que prometen nuevas posibilidades: focolares, Cursillos, Comunión y Liberación, movimientos catecumenales, nuevas estructuras comunitarias. Aquí se expresa una búsqueda de lo central, que desmiente el diagnóstico del fin de lo religioso y abre nuevos caminos de vida para la fe, en los que se preserva renovada la fecundidad inagotable de la fe de la Iglesia.

Vamos a intentar ofrecer un balance sumario. Karl Rahner hacía al final del Concilio la siguiente comparación: se necesitan ingentes cantidades de uranita para extraer un poco de radio, que sólo se obtiene a través de este proceso. Así, el gran esfuerzo del Concilio es, en última instancia, valioso aunque sea muy pequeño el plus de fe, de amor y de esperanza que se pone de manifiesto. Entonces, no podíamos, probablemente, valorar la enorme seriedad de estas palabras en todo su alcance. De todos modos, entre el radio y la uranita hay una relación necesaria: donde hay uranita, allí hay radio aunque la relación de las cantidades sea deprimente. Sin embargo, no es esta misma relación necesaria de la uranita, la que tienen las palabras y el papel con la realidad cristiana vivida. Que el Concilio sea una fuerza positiva, en la historia de la Iglesia, depende sólo indirectamente de los textos y documentos que hay en él. Será decisivo, si hay personas santas que usándola obtienen una vida personal nueva. La decisión final sobre el valor histórico del Concilio Vaticano II depende de si las personas salen victoriosas en el drama humano de la separación del trigo y la cizaña, y si, consiguientemente, con ello, confieren al conjunto la positividad que no se puede adquirir desde las simples palabras.

Lo que podemos decir ahora es esto: el Concilio, por una parte, ha abierto caminos que, desde las diversas ramas y las individualidades, apuntan verdaderamente al centro del cristianismo. Pero, por otra parte, también, tenemos que ser lo suficientemente autocríticos y reconocer que el optimismo ingenuo del Concilio y el exceso de confianza que muchos sostuvieron y propagaron, justifican de manera aterradora los diagnósticos oscuros de eclesiásticos anteriores sobre el peligro de los concilios. En la historia de la Iglesia no todos los Concilios válidos fueron concilios fecundos. De algunos sólo queda al final un gran vacío [14].  Todavía no se ha dicho la última palabra sobre el alcance histórico del Concilio Vaticano II, a pesar de todo lo bueno que hay en sus textos. Si se podrá contar finalmente entre los puntos luminosos de la historia de la Iglesia, eso dependerá de las personas que traduzcan la palabra en la vida.

Joseph Ratzinger, en cedejbiblioteca.unav.edu/

(Obras completas VII/2. BAC, Madrid. p. 1004-1018)

Notas:

[1]      EUSEBIO, VConst III 7 (ed. Heikel, 80); citamos según DALLMAYR, Die grossen vier Konzilien 33 ss.

2      GREGORIO DE NACIANZO, Ep. 130 ad Procopium (ed. Gallay, GCS 53, 59s). Sobrela clasificación histórica del texto, GALLAY, XXVIII, sobre el más importante de los Concilios de Constantinopla 381y 382 en COD2 21ss.

3      LUTERO, Von den Konzilis Kirchen, en Martin Luthers Werke (Weimarer Ausgabe[WA]), vol. 50, 509-553, 604; sobre el orden en el pensamiento de Lutero, 488-509. Sobre el texto citado de Gregorio y el tratamiento que de el ha hecho Lutero, cf. H. KUNG, Verständnis des ökumenischen Konzil, 65. ol

4      Un hermoso retrato de Gregorio en el que se pone de manifiesto la grandeza de este hombre, lo encontramos en HAMMAN, Die Kirchenväter, 104-113.

5      BASILIO, Spir XXX 76 C y 77 (SCh 17bis, 522,28s y 524, 42s); citado por BLUM, 113 (65b) y 115n (66c). Sobre lo dicho por Basilio, cf. HAMMAN, Die Kirchenväter, 94-103.

6      En otro lugar he tratado este tema, cf. RATZINGER, Diez años después del Concilio, ¿dónde estamos?

7      Sobre este concepto cf. KÜNG, Christ sein, 3ss.

8      Cf, PETERSON, Zeuge der Wahrheit, 203 y 222; cf. También PIEDER, Zustimmung zur Weh, 48.

9      Citado por HÜBNER, Vor ersten Menschen wird erzählt, 156 y 157.

10      He puesto de manifiesto la terminología del Concilio y de la teología de la antiguaIglesia en RATZINGER, Sobre la teología del Concilio. La tesis contraria en KÜNG, Strukturen, que basa, en errores filológicos de las fuentes, como he mostrado, la condena, que vino en la dirección equivocada, de toda interpretación adicional.

11      Cf. RATZINGER, Iglesia y mundo

12      CE. RATZINGER, La eclesiología del Concilio Vaticano II.

13      Cf. la bella exposición de VAN DER MEER, Augustinus, 329-470, fundamentalmente37-381 («el tren puritano»).

14      En este contexto vale la pena citar el Concilio Lateranense V, celebrado entre 1512-1517, que no hizo una contribución efectiva para la superación de la crisis que se desarrollaba.

Juan Antonio Jiménez Sánchez

Es bien conocida la importancia que el mundo de la higiene -lo que podríamos denominar la cultura del baño- tuvo en la Antigüedad romana. Ejemplo de ello son las abundantes termas, públicas y privadas, repartidas por todo el territorio del Imperio. Algunos de estos edificios, como las célebres termas de Caracalla, nos causan todavía hoy impresión al visitarlos. No se trataba únicamente de un lugar adonde ir a tomar un baño. Los mayores monumentos eran auténticos complejos en los que, aparte de las habituales salas de agua fría, templada y caliente, se podían hallar espacios dedicados al ocio, como gimnasios y palestras, pórticos y jardines para pasear, reposar y dialogar, bibliotecas  o  incluso  letrinas en  las que  hablar con el vecino mientras se cumplía con la naturaleza. En fin, lo que podría  llamarse todo un centro social.

En consecuencia, acudir a las termas era para  un  romano  algo  más que un mero acto de necesidad  higiénica;  era  una  prueba  de su  integración  en la sociedad, por lo que  el  mismo edificio pasó a ser, a su  vez, un símbolo  de la vida urbana. Es casi seguro que los primeros cristianos continuaron frecuentando las termas. Al fin y al cabo, se trataba de una  parte más de su herencia cultural y la gran mayoría de ellos no vería ningún tipo de contradicción –ni tan siquiera relación- entre una visita  a los baños y su fe en Cristo. H. Leclercq señala acertadamente que una  renuncia total de los cristianos a los baños públicos habría supuesto «se séquestrer de la société», por lo cual éstas siguieron siendo visitadas durante mucho tiempo [1]. Sin embargo, algunos de sus correligionarios -los más rigoristas, varios de ellos con una gran autoridad moral y/o eclesiástica- criticaron esta costumbre y prácticamente propugnaron que no se debía tener más contacto con el agua que con la puramente bautismal. Es a ellos, sobre todo, a quienes dedicaremos nuestra atención en las próximas páginas [2].

Eremitismo y suciedad

Los principales ataques contra los hábitos higiénicos de los romanos provinieron de los eremitas de Oriente [3]. Evidentemente, no se trataba de la postura oficial de la Iglesia, sino tan sólo de iniciativas de carácter personal carentes de todo tipo de autoridad legal, salvo la que le otorgaba el propio prestigio de quienes formulaban los postulados. Cuando se estudia el modo de vida de estos primeros anacoretas se tiene la impresión de que el ascetismo está reñido con la higiene. Y es que, en efecto, estos individuos la contemplaron como una herencia de la cultura clásica con la que intentaban romper [4]. Así pues, renunciaron a los baños y al agua.

Ya en los Evangelios se hallan muestras de este criticismo hacia la higiene puramente corporal, mientras que el espíritu permanecía "sucio". Así, en el Evangelio de Juan vemos que Jesús dice que el que ya se ha lavado posteriormente no necesita sino lavarse los pies, pues por lo demás ya está todo limpio [5] Tal vez es una forma de decir metafóricamente que quien ya se ha acercado a Dios -a través del bautismo, el lavacro sagrado- ya no tiene necesidad de bautizarse de nuevo para seguir cerca de Dios, sino realizar algunas penitencias para "lavar" sus pecados.

También podemos recordar otros pasajes de los Evangelios en los que se censura la obsesión de los fariseos por la limpieza del cuerpo frente al descuido del alma. De este modo, Jesús les critica que limpien lo de fuera del vaso y del plato, mientras que dentro están llenos de rapiña y de injusticia, por lo que les recomienda que purifiquen primero la copa por dentro para que ésta también quede limpia  por fuera [6]. Aquí Jesús ataca sin duda los estrictos  ritos de purificación  prescritos y practicados  por  los fariseos antes de las comidas -ritos registrados por Marcos- [7]  y que sus discípulos no seguían [8]. Con todo, la crítica que acabamos de ver podría haber sido interpretada más tarde como una alusión a la limpieza corporal en general.

El nuevo ideal de pureza espiritual de los ermitaños es conocido como alousia y fue practicado en primer lugar por los anacoretas orientales, quienes intentaban alcanzar el mayor grado de santidad mediante la renuncia total al baño y a todo cuidado  de la  apariencia  física [9]. Las termas eran vistas como un símbolo del lujo y la depravación reinantes en las ciudades, males de los que estos individuos intentaban escapar. Así, el ermitaño se caracteriza por vivir completamente -o casi- desnudo, con la piel endurecida como cuero curtido y por llevar el cuerpo cubierto de vello, de un modo que nos recuerda a la iconografía del horno sylvestris medieval. Así pues, los anacoretas, con su vida retirada en el desierto al modo de los "salvajes", se presentaban como la mejor alternativa cristiana a la polis y a la supuesta decadencia del mundo antiguo [10].

La historia de Onofre, muy difundida  durante  la Edad  Media, es una de las versiones más populares de esta especie de santo salvaje. Onofre fue un monje asceta del siglo IV que ya desde su nacimiento se vio rodeado de circunstancias milagrosas. En efecto, su padre era un jefe abisinio pagano que se hallaba ausente en el nacimiento de Onofre, por lo que sospechó que éste era un bastardo. Para probar su legitimidad, echó al recién nacido al fuego: si sobrevivía es que era legítimo. El pequeño se salvó del fuego y entonces un ángel ordenó a su padre que lo bautizara. Años más tarde, fue educado en un monasterio egipcio, de donde partió para retirarse como un solitario a una cueva cercana a Tebas. Vivió como un asceta durante sesenta años, alimentándose sólo de pan y dátiles que obtenía de forma milagrosa. Su cuerpo desnudo se cubrió de una espesa pelambre que sustituía así a la ropa. Tornaba la comunión cada domingo de las manos de un ángel. Como en otras historias de eremitas,  ya próximo  a morir  recibió la visita de otro santo varón, Pafnucio,  quien  asistió a la muerte de Onofre [11]. Una versión femenina del santo velludo es María Egipcíaca, una pecadora que expió sus pecados en el desierto durante cuarenta y siete años, desnuda y con el cuerpo cubierto de vello [12]

Paladio señala en su Historia Lausiaca cómo algunos de estos anacoretas jamás se bañaron durante todo el tiempo que duró su retiro. Así, de Isidoro, presbítero de la iglesia de Alejandría, dice que hasta el momento de su muerte no usó ropa de lino, ni se bañó ni tomó carne [13]. El mismo autor pone en boca de su maestro Evagrio unas palabras en las que reconoce que mientras vivió en el desierto y en la montaña de Nistria (Egipto) -durante diecisiete años-, no había probado legumbres tiernas, fruta ni carne, y que además jamás había tomado un baño [14]. Según Atanasio, el célebre Antonio siempre llevaba el mismo ropaje de piel, y nunca lavaba su cuerpo para limpiarlo, ni siquiera los pies, que sólo mojaba en caso de necesidad [15]. Jerónimo nos dice que Hilarión únicamente se cortaba los cabellos una vez al año, el día de Pascua, que jamás lavó el vestido de saco que llevaba -pues afirmaba que no se debía buscar limpieza en un cilicio-, y que no se cambiaba de ropa hasta que la anterior estaba completamente rota [16]. Jerónimo fue, por su  parte, el  principal  defensor de este rigorismo  extremo en  Occidente [17]. En una de sus cartas,  llega  a afirmar  que quien se había bañado una vez en Cristo [18]  no tenía necesidad de un segundo baño [19].

Esta epístola fue escrita en el 376 / 377 y estaba destinada  a Heliodoro [20] un amigo y condiscípulo suyo. En ella, Jerónimo intentaba convencer a su compañero para que le siguiese en su retiro al desierto mediante la presentación de las grandezas de la vida eremítica, aunque infructuosamente, puesto que Helíodoro no abrazó este género de vida. El texto tuvo un considerable éxito entre otros ascetas. Un buen ejemplo es Fabiola [21]  quien la conocía  de memoria [22]. Aproximadamente unos veinte  años después (en el 394), la actitud de Jerónimo es bastante diferente. En una carta escrita a Nepociano [23] (un sobrino de Heliodoro) para aconsejarle acerca de la vida ascética, el Estridonense juzgaba la misiva anterior tan sólo como una obra de juventud  y como  un  trabajo  retórico [24]   por lo que podemos  pensar en una cierta relajación en los severos principios de este autor. Con todo, los ataques a la costumbre del baño son muy abundantes en su obra epistolar [25]. Paulino de Nola también se distinguió como defensor de un monaquismo riguroso. Paulino alaba a los monjes que habían desdeñado la apariencia física recibida al nacer con el fin de cultivar su interior. Para ello, éstos se esforzaban en degradarse, de tal modo que su rostro, su ropa y su olor provocaban las náuseas en aquéllos acostumbrados a la vida cómoda [26].

Un  tratado  atribuido  erróneamente  a Atanasio  de Alejandría,  el De uirginitatis, también  aborda  este sujeto. El  autor  recomienda  a las mujeres que no vayan a los baños en el caso de estar sanas, ni siquiera en un caso de extrema necesidad. Aconseja que no se sumerja todo el cuerpo en el agua, porque ésta es santa para el Señor. Igualmente arremete contra los cosméticos, considerados por él como cosas mundanas que contaminan la carne. Aclara que tan sólo se pueden lavar la cara, las manos y los pies. Además, recuerda a las mujeres que, cuando se laven la cara, no podrán utilizar las dos manos, ni frotarse las mejillas ni aplicarse hierbas ni nada similar, puesto que eso es lo que hacen las mujeres vanas, sino que únicamente deberán utilizar agua limpia [27].

Con  todo, algunas vírgenes  cristianas  iban  todavía  más  allá  de estos severos preceptos. Un buen ejemplo lo supone Silvania, quien, según Paladio, decía de sí misma que jamás se había lavado más que las extremidades de las manos, y que el agua jamás había tocado ni sus pies, ni su cara, ni ninguna  otra  parte de su cuerpo, y ni siquiera  enferma  y obligada por los médicos había querido acceder a ello [28]. Seguramente, si Silvania accedía a lavarse únicamente los dedos era para recibir la sagrada forma durante la eucaristía.

Este rechazo del baño se debe, en buena parte, al deseo de evitar la exhibición -o incluso  la contemplación- del propio cuerpo desnudo, a fin de evitar las tentaciones de la carne, a pesar de que en ocasiones algunos anacoretas sean descritos desnudos y cubiertos únicamente por su cabello. Así, Atanasio dice de Antonio que jamás nadie le vio desnudo, salvo tras  su muerte, cuando prepararon su cadáver para el entierro [29].

La ideología del cristiano "de a pie"

Por su parte, la Iglesia nunca pronunció explícitamente ninguna prohibición relativa al uso de los baños o contra la higiene en general. En teoría, las termas podían seguir utilizándose, y de hecho, muchas de ellas se mantuvieron en uso. Los cristianos continuaron visitándolas frecuentemente.

En principio, el destino que los cristianos daban a las termas era diferente del que le daban los paganos. El único baño permitido era el que se llevaba a cabo con una intención meramente medicinal. Fuera de este baño terapéutico, el resto estaba originado por el placer y la lujuria, y en consecuencia era pecado [30]. Así, la regla de Pacomio prohibía a los monjes lavarse salvo en caso de enfermedad, al igual que lavarse o ungirse entre ellos si no habían recibido la autorización [31] De igual modo, la Syntagma doctrinae o Syntagma ad monachos -escrito atribuido erróneamente a Atanasio- recomienda al monje que no se muestre desnudo ante nadie salvo si le fuera necesario bañarse en el caso de necesidad o de una extrema debilidad, pero advierte asimismo que si el monje está sano no tiene necesidad de bañarse [32]. Por su parte, Agustín, en una carta del año 423, destinada a las vírgenes consagradas, recuerda a las religiosas que un baño al mes era suficiente, a menos que una enfermedad obligara a tomarlos más a menudo [33].

Es lógico, por tanto, que tales posturas provocaran las dudas en algunos cristianos, quienes llegado el momento no sabrían si bañarse en lugares que tenían una clara conexión con el paganismo. En efecto, algunos eclesiásticos comenzaron pronto a ver las termas como nuevos centros de idolatría, lo que provocó en ellos la necesidad de destruirlas y exorcizarlas. La razón de esta nueva desconfianza hacia los espacios termales es muy sencilla. Como es bien sabido, en las termas se exhibían esculturas de divinidades paganas. Además, a finales del siglo IV, tras la prohibición del paganismo y el cierre de los templos, muchas de las esculturas de los dioses que se hallaban en  los templos -consideradas ya como simples objetos de arte- se reubicaron en nuevos emplazamientos a fin de salvarlas de las iras de los más fanáticos si llegaban a caer en sus manos. En  muchas ocasiones,  las termas fueron  el lugar escogido para alojar las figuras de las antiguas divinidades del paganismo,  espacios  que Claude  Lepelley calificó de "museo de las estatuas divinas" [34]. Esto explica que muchos eclesiásticos las consideraran como templos en la sombra y anhelaran su cierre o destrucción.

Regresando a las dudas de los cristianos acerca de visitar estos edificios supuestamente  paganos, sin duda el mejor ejemplo es Agustín y la correspondencia que mantuvo con  Publícola [35]. Éste planteaba al obispo de Hipona la cuestión relativa a si un cristiano  podía  bañarse  en  las  termas en  las que se habían realizado sacrificios o compartir los baños con los paganos que en un día de fiesta hubieran acudido a una fiesta en honor  de  los númenes (y, por tanto, estuvieran contaminados con el pecado de la idolatría). De la primera pregunta se deduce que en  algunas  termas  no  sólo había esculturas de divinidades, sino que incluso existían altares o aediculae en los que se realizaban pequeños sacrificios, tal vez a las ninfas, númenes relacionados con el elemento acuático. Agustín, como de costumbre, es pragmático, y no ve ningún conflicto en el uso de las  termas,  pese  a  que éstas puedan tener algún tipo de relación con el paganismo.

Una historia narrada por Quodvultdeo, y que  veremos  a  continuación, nos informa de que incluso las vírgenes consagradas a Dios iban  en ocasiones a las termas.

La postura de los clérigos de ciudad: obispos perpetuadores y exorcistas

La actitud pragmática de Agustín no era, sin embargo, la misma de otros muchos obispos, quienes, como ya hemos dicho, anhelaban la destrucción de lo que consideraban templos en la sombra.

Un buen ejemplo nos lo proporciona Quodvultdeo, quien nos narra una historia muy significativa al respecto. Los hechos tuvieron  lugar en Cartago, en el año 434, y, según Quodvultdeo, se trataba de una historia conocida por todos. Según nos cuenta, una joven que llevaba los hábitos de las vírgenes consagradas a Dios estaba bañándose en las termas cuando contempló una estatua de Venus e  imitó su  actitud. En seguida fue poseída  por  el diablo. A partir de ese momento, la joven fue incapaz de comer y de beber -una especie de ayuno diabólico, según  el autor-. Transcurrieron así setenta días sin que la joven diera muestras de debilitamiento. Los padres  recurrieron  a  un  sacerdote  -identificado  por  los  investigadores que han  estudiado  este  episodio  con  el obispo  de  Cartago,  Capreolo  [36] Delante suyo, la joven confesó que un pájaro la alimentaba durante la noche. El obispo la encerró en un monasterio femenino, donde fue incapaz de entrar esta ave diabólica. Después  de dos semanas  en el  monasterio -en las que se prolongó el ayuno- se llevó a cabo un ritual de exorcismo. Una mañana de domingo,  la  joven fue llevada  ante el altar, donde se la obligó a comer un pedazo de hostia consagrada empapada en vino. Como era incapaz de tragar, se le aplicó un cáliz sobre la garganta, lo que produjo el efecto deseado: el diablo abandonó el cuerpo de la joven mientras ella tragaba la forma sagrada. Al mismo tiempo, un diácono, llevado por la inspiración divina, retiró la estatua de Venus de su emplazamiento y la redujo a polvo [37].

Por otro lado, es normal que cuando algunas termas fueran abandonadas se intentara  re-aprovechar  sus estructuras para la construcción de iglesias, tras la debida ceremonia  purificatoria [38]. En efecto, como ya hemos dicho, las termas llegaron a ser vistas como templos paganos en la sombra, por lo que el objetivo final de todo este proceso era exorcizar un espacio considerado morada de demonios. La iniciativa de cambiar el uso de los antiguos baños públicos partía seguramente del obispo, quien en época tardía asumió el poder fáctico en las ciudades, de tal  modo que se convirtió  en el nuevo evergeta municipal. Así, dado que era él quien decidía en gran medida qué edificios debían ser restaurados y cuáles no, la existencia de las termas dependía de la voluntad del obispo, quien podía condenarlas al olvido si así lo deseaba. De igual modo, si sobrevivían, era a él a quien debían su perduración. Esto es especialmente significativo en algunos baños asociados a complejos religiosos construidos por los obispos mismos, como se observa en Rávena, donde los Balnea Panta se hallaban bajo la custodia del obispo de la ciudad, o Pavía. Dichos baños estaban reservados para el uso exclusivo de los eclesiásticos, y aunque dicho uso tuviera una excusa terapéutica, delata en realidad la continuidad de la costumbre romana del baño entre algunos eclesiásticos [39]. Así pues, el ideal de abandono del físico preconizado por determinados cristianos rigoristas tan sólo fue seguido por un  número  bastante  reducido  de los seguidores  de esta  religión, quienes llevaron al grado máximo el principio de mortificación corporal [40] pero que no representaron en ningún momento a la gran masa de sus correligionarios, los cuales continuaron con los modos de vida comunes a sus conciudadanos paganos.

Resumen

Los primeros siglos de la historia del cristianismo contemplaron la aparición del ascetismo, un movimiento que propugnaba el abandono de los modos de vida típicamente urbanos que caracterizaron el mundo grecolatino con el que los ascetas deseaban romper. Los hábitos higiénicos simbolizaban en buena medida este mundo del que deseaban alejarse. Así, los relatos de vidas de eremitas están llenos de  referencias a esta  ruptura con la cultura del baño. Jerónimo, gran defensor del anacoretismo, critica la higiene, en más de una ocasión, con palabras que recuerdan a ciertos pasajes de los Evangelios. La prohibición del baño también se encuentra en las primeras reglas monásticas. Estas posturas extremistas no representaban la opinión oficial de la Iglesia ni la de la gran masa del vulgo que profesaba la religión cristiana, quien continuaba frecuentando las termas. Los obispos de algunas ciudades, incluso, fueron los responsables de que determinadas termas públicas continuaran en uso.

Juan Antonio Jiménez Sánchez, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   H. Leclercq, «Thermes», DACL, XV, 2, 1953, 2271-2272, 2271.

2   Sobre la relación entre la religión cristiana y el baño, ver H. Dumaine, «Bains», DACL, 11, 1, Paris, 1925, 72-117.

3   H. Dumaine, «Bains», 87-89.

4   Así, podemos recordar que Cicerón afirmaba que se debía practicar la higiene, de tal  manera que se eliminara todo aspecto  tosco e  incivil, y  que lo  mismo debía  hacerse  respecto a los vestidos (Cícero, De off., I, 36, 130, ed. Testard, I, 172-173).

5   Jn 13, 10.

6   Mt, 23, 25-26.

7   Mc, 7, 3-4.

8   Mt, 15, 1-20; Mc, 1, 1-23.

9   F. Yegül, Baths and Bathing in Classical Antiquity, Cambridge (Mass.)-London, 1992, 318.

10    R. Bartra, El salvaje en el espejo, Barcelona, 1996, 83-95.

11    Id., El salvaje..., 90.

12    J.-M. Sauget, «Maria Egiziaca», BSS, VIII, Roma, 1966, 981-991.

13    Palladius, Hist. Laus., 1, 2, ed. Bartelink, 18.

14    Id., Hist. Laus., 38, 12, ed. Bartelink, 200-202.

15    Athanasius, Vit. Ant., 47, 2, SC, CD, 262.

16    Hieronymus, Vit. Hilar., 10, PL, XXIII, 32.

17    Acerca de la higiene y el mon¡lquismo occidental, ver H. Dumaine, «Bains», 90-93.

18    Al realizar esta clara alusión al bautismo como un baño tras el cual ya no había necesidad de un segundo baño, es posible que Jerónimo  tuviera en  mente el pasaje mencionado del evangelio de Juan (Jn, 13, 10), en el que Cristo  advierte  a sus discípulos que todo aquel  que ya se ha lavado lo único que necesita es lavarse los pies.

19    Hieronymus, Ep., 14, 10, CSEL, LIV, l, 60: scabra sine balneis adtrahitur cutis? Sed qui in Christo semel lotus est, non illi necesse est iternm lauare. Ver: R. Braun, Quodvultdeus. Livre des promesses et des prédictions de Dieu, 11, SC, CII, Paris, 1964, 604, n. 3; A. H. M. Jones, The Later Roman Empire, II, Oxford, 1973, 976-977; J. N. D. Kelly, Jerome. His Life, Writings, and Controversies, London, 1975, 44, 47-48, 52, 93 y 180; F. Yegül, Baths..., 314 y 318; Id., «Bathing», Late Antü¡uity. A guide to the postclassical world, Cambridge (Mass.)-London, 1999, 338. Acerca de las ideas de Jerónimo respecto al monaquismo, ver P. Antin, «Le monachisme selon S. Jéróme», Recueil sur Saint Jérome (Latomus. REL, 95), Bruxelles, 1968, 101-133.

20    PCBE, 11, 1, 965-967, Heliodorns 2.

21    Ibid., II, l, 734-735, Fabiola 1; PLRE, l, 323, Fabiola.

22    Hieronymus, Ep., 77, 9, CSEL, LV, 2, 46.

23    PCBE, II, 2, 1535-1536, Nepotianus.

24    Hieronymus, Ep., 52, 1, CSEL, LIV, 1, 413-414.

25    A título de ejemplo, podemos recordar la siguiente afirmación contenida en una carta destinada a Asela (año 385): Hieronymus, Ep., 45, 5, CSEL, LIV, 1, 326: tibi placet lauare cotidie, alius has munditias sordes putat. Ver H. Dumaine, «Bains», 90-91.

26    Paulinus Nol., Ep., 22, 2, CSEL, XXIX, 155.

27    Ps.-Athanasius, De uirg., 11, PG, XXVIII, 264. Ver: G. Clark, Women in Late Antiquity, Oxford, 1993, 93; M. MAAS, Readings in Late Antiquity. A sourcebook, London-New York, 2000, 39.

28    Palladius, Hist. Laus., 55, 2, ed. Bartelink, 250.

29    Athanasius, Vit. Ant., 47, 3, SC, CD, 264.

30    F. Yegül, Baths..., 314-317; Id., «Bathing», 338; A Fuentes, «Las termas en la Antigüedad Tardía: reconversión, amortización, desaparición. El caso hispano», Termas romanas en el Occidente del Imperio. Coloquio internacional, Gijón, 2000, 135-145, 136-137.

31    Pachomius, Reg., 92-93, PL, XXIII, 74-75. Se trata de la traducción latina realizada por Jerónimo en el 404 a partir de la versión griega. Ver H. Dumaine, «Bains», 87.

32   Synt. doctr., 2 y 6, PG, XXVIII, 837 y 841.  Ver  H. Dumaine,  «Bains», 87.

33    Augustinus, Ep., 211, 13, CSEL, LVII, 4, 367: lauacrnm etiam corpornm ususque balnearum non sit assiduus, sed eo, quo sole temporis internallo tribuatur, hoc est semel in mense. Cuius autem infirmitatis necessitas cogit lauandum corpus, non longius differatur; fiat sine murmure de consüio medicinae, ita ut, etiam si noli iubente praeposita faciat, quod faciendum est pro salute. Ver H. Dumaine, «Bains», 91.

34    a. Lepelley, «Le musée des statues divines. La volonté de sauvegarder le patrimoine artistique pai'en a l'époque théodosienne», Cahiers archeologiques, 42, 1994, 5-15.

35    Augustinus, Ep., 46, 15, CSEL, XXXIV, 2, 127 (Publícola a Agustín [a. 3981): si Christianus debet in balneis lauare uel in thennis, in quibus sacrificatur simulacris? Si Christianus debet in balneis, quibus in die festo suo pagani loti sunt, lauare siue cum ipsis siue sine ipsis?; Id., Ep., 47, 3, ibid., 132 (a Publícola): item si de area uel torculari tollatur aliquid ad sacrificia daemoniontm sciente Christiano, ideo peccat, si fieri pennittit, ubi prohibendi potestas est. Quod si factum comperit aut prohibendi potestatem non habuit, utitur mundis reliquis frnctibus, unde illa sublata sunt, sicut fontibus utimur, de quibus hauriri aquam ad usum sacrificiontm certissime scimus. Eadem est etiam ratio lauacrontm.

36    R. Braun, Quodvultdeus..., 606, n. l.

37    Quodultdeus, Lib. prom., Dim. temp., 6, 9-10, CCL, LX, 196-197.

38    J. A. Jiménez - J. Sales, «Termas e iglesias durante la Antigüedad Tardía: ¿re-utilización arquitectónica o conflicto religioso? Algunos ejemplos hispanos», Sacralidad y Arqueología. Homenaje al Profesor Thilo Ulbert al cumplir 65 años ( = Antigüedad y Cristianismo, 21), Murcia, 2004, 185-201.

39    H. Dumaine, «Bains», 101-105; A. Fuentes, «Las termas...», 138-139.

40    H. Dumaine, «Bains», 78

Esperanza Bosch Fiol, Raquel Herrezuelo, Victoria A. Ferrer Pérez

Introducción

Partiendo de un punto de vista culturalista, podemos considerar que el amor es una construcción social y cultural, que ha variado a lo largo de la historia y depende en gran medida del proceso de socialización (Bosch, Ferrer, Ferreiro, y Navarro, 2013). Desde este punto de vista, en el momento actual el amor romántico sería aquel que se caracteriza por (Esteban y Tavora, 2008; Ferrer y Bosch, 2018; Luengo y Rodríguez-Sumaza, 2009; Moreno-Marimón y Sastre, 2010; Sanpedro, 2005; Rivière, 2009): un inicio súbito (amor a primera vista); la importancia que se otorga al proceso de enamoramiento; las dificultades para conquistar a la otra persona o para materializar el amor; el sufrimiento por la ausencia o por la presencia de la otra persona; la necesidad de sacrificarse por el otro y de dar pruebas o muestras de amor continuas; la renuncia a los propios deseos para colocar por delante los de la otra persona; la sublimación, o colocar el amor por encima de todo; el temor a perder a la persona amada; y, en definitiva, las expectativas mágicas, como encontrar un ser absolutamente complementario (la media naranja), vivir en una simbiosis (la fusión con el otro, el olvido de las propias necesidades y de la propia vida), tener necesidad uno del otro para respirar o moverse, o la (supuesta) fuerza arrolladora de los sentimientos.

En resumen, según esta concepción, el amor romántico es monógamo y hetero-centrista, se basa en la creencia de un yo incompleto que busca en la otra persona la plenitud (la “media naranja”), vincula indisolublemente el romanticismo, la pasión y el erotismo, y es perpetuo, incondicional y no vinculado a la voluntad (Tenorio, 2012). Estas claves, que definen y caracterizan al amor romántico, se sustancian básicamente en los llamados mitos románticos (Ferrer, Bosch, y Navarro, 2010; Giráldez y Sueiro, 2015; Moreno-Marimón y Sastre, 2010), y una relación de pareja basada en dichos mitos conlleva un riesgo importante de crear falsas expectativas sobre lo que es o ha de ser la pareja (Bosch y Ferrer, 2014; Bosch et al., 2008, 2012, 2013).

Pero esta experiencia no es neutra, sino que el amor está fuertemente generizado (Calvo, 2017; Esteban 2011; Esteban y Tavora, 2008; Leal, 2012; Schäfer, 2008; Tenorio, 2012). Así, los mandatos de género tradicionales, transmitidos a través de la socialización diferencial, condicionan aspectos tales como la elección del objeto de amor, su vivencia,  o la importancia o centralidad del amor y la pareja en nuestras vidas, otorgando a estas cuestiones un rol central, y vinculado a la entrega, la sumisión y la renuncia en el caso de las mujeres, y un rol más periférico, y vinculado al dominio en el caso de los varones. No es pues extraño que el amor haya sido considerado como una clave analítica fundamental desde el análisis en clave feminista (Jonásdóttir, 1993; Jonásdóttir y Fergusson, 2013; Millet, 1969/1995) pues, como resume Marcela Lagarde (2012):

La opresión de las mujeres encuentra en el amor uno de sus cimientos. La entrega, la servidumbre, el sacrificio y la obediencia, así como la amorosa sumisión a otros, conforman la desigualdad por amor y es forma extrema de opresión amorosa (pp. 44-45) (…) Al sacrificio, la entrega y la capacidad de vivir-para-los-otros se les ha convertido en virtudes y en dimensiones del amor de las mujeres, convertido en esencia (p. 46).

Desde la psicología y la psicología social, el amor ha sido entendido y analizado como actitud, emoción, y conducta (Sangrador, 1993), y se han realizado gran número de estudios que han abordado diferentes temáticas desde múltiples aproximaciones conceptuales, teóricas y epistemológicas (García y Montenegro, 2014), incluyendo: la metodología cuantitativa y la utilización de cuestionarios, lo que ha permitido recoger la experiencia de amplias muestras de mujeres y alcanzar un amplio grado de visibilidad; la metodología de carácter cualitativo y la utilización de diversas técnicas al uso (entrevistas en profundidad y semi-estructuradas, historias de vida, narrativas, etc.), que han permitido un acercamiento en profundidad y la visibilización de nuevas temáticas y aspectos, dando, además, protagonismo a la vivencia de las mujeres; y también la combinación de metodologías cuantitativas y cualitativas, que se enriquecen mutuamente.

Por lo que se refiere a las temáticas, se han realizado estudios para analizar cuestiones como: las formas diferenciales por género de comprender y caracterizar el amor (Caro y Monreal, 2017; Fernández, 2017; García, Hernández, y Monter, 2019; Hernández, González, y Regino, 2016; Leal, 2007; Moreno-Marimón y Sastre, 2010); la intensidad del amor (Cuenca, Graña, y O’Leary, 2015); la relación entre estilos de amor y satisfacción marital (Álvarez y García, 2017); las actitudes hacia el romanticismo (Thompson y Sullivan, 2012); la vigencia y persistencia de los mitos románticos (Bosch et al., 2008, 2012; García y Soriano, 2017; Giráldez y Sueiro, 2015; Rodríguez, Lameiras, Carrera, y Vallejo, 2013); o la relación entre el amor, los mitos del amor romántico y la violencia contra las mujeres en la pareja (Bonilla, Rivas, García, y Criado, 2017; Bonilla, Rivas, y Vázquez, 2017; Caro, 2008; Caro y Monreal, 2017; Cubells y Calsamiglia, 2015; Cubells, Albertín, y Calsamiglia, 2010; Hester, Fahmy, y Donovan, 2010; Papp, Liss, Erchull, Godfrey, y Waaland-Kreutzer, 2017; Ruiz-Repullo, 2016; Smith, Nunley, Martin, 2013).

En el contexto de este estudio, resulta de particular interés mencionar la tipología de John A. Lee (1976), que describe la existencia de seis tipos de amor, de entre los cuales dos, Eros y Ágape, aportan claves descriptivas importantes para este estudio. Así, el tipo Eros, o amor pasional se refiere al amor sensual, romántico, caracterizado por una pasión irresistible, con sentimientos intensos, intimidad, fuerte atracción física y actividad sexual. Por su parte, el tipo Ágape o amor altruista (definido como un estilo secundario, compuesto de Eros y Storge) se caracteriza por dar antes que obtener, por el auto-sacrificio por el bienestar de la pareja, por ser un amor de renuncia absoluta y entrega totalmente desinteresada, más bien idealista, en el que la sexualidad y la sensualidad no son relevantes.

El diseño y posterior uso de la Love Attitudes Scale (LAS, Hendrick y Hendrick, 1986) ha dado lugar a gran cantidad de trabajos y estudios para determinar la vigencia de estos estilos de amor descritos por Lee (e.g., Costa, Oishi, Pereira, Wirtz, y Esteves, 2014; Cramer, Marcus, Pomerleau, y Gillard, 2015; Díaz, Estévez, Momeñe, y Linares, 2018; Ferrer, Bosch, Navarro, y Ramis, 2008; Galicia, Sánchez, y Robles, 2013; Lascurain, Lavandera, y Manzanares, 2017; Rocha, Avendaño, Barrios, y Polo, 2017; Rodríguez-Santero, García-Carpintero, y Porcel, 2017).

Estos trabajos coinciden, básicamente, en señalar que el estilo de amor mayoritariamente aceptado, tanto en general, como por los hombres y las mujeres de diferentes edades y condiciones es Eros, es decir, coinciden en que el estilo de amor romántico es el que despierta mayor aceptación entre la población. Pero, más allá de esta coincidencia general, diversos trabajos (e.g., Caycedo et al., 2007; Galicia et al., 2013; Regan, 2016; Rocha et al. 2017; Rodríguez-Santero et al., 2017) muestran que, tras Eros, el estilo de amor más aceptado  por las mujeres y las chicas es Ágape, es decir, el amor altruista. También algunos estudios cualitativos (Caro y Monreal, 2017; Marroquí y Cervera, 2014), que no emplean la LAS pero sí aplican la tipología de Lee, apuntan estos mismos resultados, esto es, que entre las chicas predominan los estilos Eros y Ágape, mientras que entre los chicos predominan Ludus (amor como juego) y Pragma (amor pragmático). Sin embargo, en otros casos se obtienen resultados contradictorios, siendo los varones quienes muestran preferencia por el estilo Ágape (Cramer et al., 2015; Ferrer et al., 2008; Jonason y Kavanagh, 2010; Regan, 2016).

Como se ha señalado, la mayoría de estos estudios se centran en determinar cuál  es el estilo de amor más aceptado por chicos/varones o chicas/mujeres. En este estudio cualitativo se empleó metodología de corte cualitativo puesto que el objetivo fue comprender un profundizar en el contenido y alcance de las renuncias y el sacrificio personal que chicas y chicos están dispuestas/os a realizar por la pareja, y que constituyen el núcleo central del estilo de amor Ágape o amor altruista. Considerando que el amor es una experiencia fuertemente generizada, y considerando el contenido de los mandatos de género tradicionales, se hipotetiza que las chicas estarán dispuestas que los chicos a realizar más renuncias y sacrificios en nombre del amor y la pareja.

Método

Participantes

Este estudio se realizó sobre una muestra de conveniencia de 260 estudiantes pre-graduados de una universidad pública española, incluyendo 64 varones (24,52%) y 196 mujeres (75,09%), de diferentes titulaciones (54% estudiantes de psicología, 30% de pedagogía, y 16% de educación social), con una edad media de 20.4 años (rango 18-35 años).

Instrumentos

Los resultados de diferentes estudios previos sobre el tema (Bosch et al., 2012; Ferrer et al., 2008) llevaron a considerar que el amor y la pareja inciden particularmente sobre la toma de decisiones de la persona en relación a cuatro grandes áreas o ámbitos de la vida cotidiana: la elección del lugar de residencia, el empleo, las amistades y el proyecto de vida futura. En base a estos resultados previos, para obtener información relativa al objetivo de este estudio se elaboró un formulario de respuesta ad hoc, encabezado por un título (¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor?), que incluía cuatro preguntas abiertas sobre estas renuncias, formuladas del modo siguiente: a) ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de ciudad?, b) ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de trabajo?, c) ¿Estarías dispuesto/a a renunciar a tus amistades?, d) ¿Estarías dispuesto/a a seguir a la persona amada en su proyecto vital o laboral, aunque para ello tuviera que renunciar en todo o en parte al tuyo? Además, se pidió a las personas participantes que indicaran su sexo, edad, y la titulación que estaban cursando.

Procedimiento

Previa autorización del profesorado, las personas participantes fueron invitadas a colaborar en el estudio respondiendo a estas preguntas en el contexto del aula. En todos los casos, las personas participantes fueron debidamente informadas del carácter voluntario y anónimo de su participación en el estudio y de los objetivos del mismo, y aceptaron voluntariamente participar en el mismo sin recibir ninguna compensación a cambio. Cabe remarcar que todo el alumnado que fue invitado a participar, aceptó hacerlo.

Análisis de datos

Las personas participantes fueron invitadas a responder a las preguntas formuladas de forma lo más sincera posible, y del modo y en el formato que consideraran más conveniente. Es decir, las personas participantes podían responder una y/o varias de las preguntas formuladas, dejando, en su caso, en blanco aquellas que no desearan responder. Además, podían dar tanto una respuesta dicotómica (Si/No) como razonada (es decir, explicar los motivos por los cuales estarían o no dispuestos/as a renunciar) y no se estableció limitación en cuanto al número de palabras de cada respuesta.

Tras la recogida de información se realizó una lectura en profundidad de las respuestas obtenidas que permitió obtener información para efectuar dos tipos de análisis: En primer lugar, se categorizaron todas las respuestas en afirmativas (esto es, la persona sí estaba dispuesta a renunciar), negativas (esto es, la persona no estaba dispuesta a renunciar), y dubitativas (esto es, la persona no sabía y/o no estaba segura de sí estaría dispuesta a renunciar). A partir de esta información se realizó un recuento de respuestas, un análisis descriptivo de las mismas (frecuencias y porcentajes), y una comparación entre las respuestas ofrecidas por chicas y chicos (mediante la prueba Chi-cuadrado). En segundo lugar, la lectura en profundidad realizada mostró que en las respuestas razonadas (es decir, cuando la personaba indicaba los motivos por los cuales estaría o no dispuesta a renunciar) emergían las categorías siguientes: a) consecuencias de la renuncia (positivas / negativas); b) tipo de consecuencias (económicas, emocionales, etc.); c) a quién afectan esas consecuencias (a la persona que renuncia, al otro miembro de la pareja, a la pareja en sí, etc.).

Cabe remarcar que, dado el objetivo y características del estudio realizado, de las tres formas básicas de argumentación usuales en la presentación de resultados cualitativos (Suárez, del Moral y González, 2013), esto es, descriptiva, explicativa e interpretativa, en el presente caso se realizará una presentación descriptiva de los resultados centrada en exponer la posición discursiva de los/as participantes.

Por otra parte, y de acuerdo con los procedimientos al uso (Suárez et al., 213), el rigor de los datos se aseguró mediante controles de credibilidad (particularmente, la consulta de investigaciones previas sobre el tema), y triangulación entre investigadores/as (para lo cual, todas las repuestas fueron leídas, analizadas y categorizadas primero de forma individual por cada una de las 3 firmantes del artículo, y, posteriormente, se procedió a cotejar los resultados obtenidos y, en caso de no acuerdo, a la revisión y categorización por consenso).

Resultados

A continuación se muestran los resultados obtenidos para cada una de las preguntas formuladas. Así, en la Tabla 1 se incluyen las respuestas a la pregunta si estarían dispuestos/as a cambiar de ciudad por amor.

Tabla 1. ¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor? ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de ciudad?

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De acuerdo con estos resultados, casi un 90% de las personas participantes estarían dispuestas a cambiar de ciudad por amor, y sólo en torno a un 9.5% no lo haría. No hay diferencias estadísticamente significativas entre chicas y chicos en cuanto a esta respuesta (Chi-cuadrado (1, 259) = 2.19, p= .1385), siendo un 88.77% de chicas y un 92.18% de chicos quienes responden afirmativamente a esta cuestión.

Cabe señalar, sin embargo, que el análisis de las respuestas razonadas muestra algunos matices interesantes y diferentes entre las respuestas de ellas y ellos. Así, ellas manifiestan una mayor predisposición al sacrificio y tratan de encontrar en el cambio alguna consecuencia positiva, tanto para ellas como para sus parejas, incluyendo en sus respuestas expresiones como “sólo por un futuro mejor para ambos”. Algunos ejemplos serían:

“Si, no me importaría cambiar de ciudad con la persona que quiero, ya que puedo continuar con mis cosas allá a pesar de dejar otras tales como familia y amigos” (Chica, 21 años, Psicología).

Un matiz interesante que cabe subrayar en estas respuestas es que las participantes están condicionando la posibilidad de realizar la renuncia a las características de la relación, y, especialmente, a la estabilidad de la relación y a la intensidad del amor:

“Si, porque si lo quiero no me importaría comenzar una nueva vida en otra parte, siempre que sea con él” (Chica, 20 años, Pedagogía).

“Sí, porque si estoy realmente enamorada sería una oportunidad de conocer una nueva ciudad y un entorno diferente” (Chica, 24 años, Educación Social).

Los chicos, por su parte, centran, en general, sus reflexiones en lo beneficioso que podría resultar un cambio de ciudad para su propio proyecto vital o laboral, viéndolo, incluso, como una oportunidad personal. Así, en sus respuestas aparecen expresiones como: “siempre que no afecte de manera negativa a mi vida”, “siempre que pueda continuar con mis objetivos”, “depende de la ciudad de destino”, “siempre que el cambio también sea beneficioso para mí”, “puede ser una oportunidad”). Algunos ejemplos serían:

“Si siempre que en esta ciudad pueda continuar con mis estudios, o realizarme para conseguirlos” (Chico, 21 años, Pedagogía).

“Si, siempre que el cambio no sea a peor, siempre que la ciudad me enriquezca ola persona que tenga al lado sea un pilar inamovible” (Chico, 27 años, Pedagogía).

Cabe, además, resaltar aquellos casos en los que los chicos dan una respuesta aparentemente favorable a la renuncia, pero condicionan ésta a sus intereses, esto es, afirman que sí renunciarían, pero sólo si no hubiera impedimentos para ello:

“Si, excepto que circunstancias mayores me lo impidan, como puede ser el trabajo de mi vida” (Chico, 23 años, Pedagogía).

“Si, si no hay nada que me retenga en mi ciudad actual” (Chico, 23 años, Psicología).

Otra cuestión remarcable que emerge del análisis de las respuestas de los chicos es el uso de una mayor número de pronombres personales en 1ª persona, lo que apunta que, aunque la pregunta se refiere a un cambio motivado por el amor, ellos realizan una lectura en clave más personalista que ellas.

Por lo que se refiere al cambio de trabajo (Tabla 2), los resultados obtenidos indican que alrededor de un 60% de las personas participantes estarían dispuestas a cambiar de trabajo por amor, mientras un 40% no lo haría. Cabe señalar que las respuestas de chicas y chicos son significativamente diferentes (Chi-cuadrado (1, 259) = 10.47, p= .0012), siendo los chicos quienes se muestran más proclives a realizar este cambio (78.12% de los varones responden afirmativamente, frente sólo un 55.10% de las chicas).

Tabla 2. ¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor? ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de empleo?

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El análisis de las respuestas razonadas muestra, por una parte, que, en el caso de algunas participantes, sigue pesando la idea de que el trabajo y la satisfacción laboral de sus parejas son más importantes que los suyos propios:

“Si, ya que si las circunstancias son porque sus motivos pesan más que mi trabajo, renunciaría y me adaptaría a él” (Chica, 19 años, Educación Social)

“Cambiaría de trabajo si pensara que mi pareja estuviera descontenta o amargada en el suyo, siempre que fuera para mejorar ambas partes, si tuviera que cambiarme a un trabajo que me gustara menos, pero para ello mi pareja consiguiera un trabajo en el que esté más a gusto, sería un cambio mejor para la pareja” (Chica, 20 años, Psicología)

“Si, si fuera porque mi pareja se tiene que trasladar a otro lugar, yo iría con él, por tanto cambiaría de trabajo” (Chica, 21 años, Educación Social)

Por otra parte, en esta pregunta emerge la relación que algunas chicas establecen entre la renuncia y la consecución de la felicidad:

“Cambiaría de trabajo si pensara que puedo ser más feliz con esta persona, empezar una nueva vida” (Chica, 22 años, Psicología)

Una cuestión relevante es que no pocas chicas señalan lo importante que es para ellas  la profesión en la que se están formando, por lo que son más reacias a renunciar  a un hipotético empleo debido al alto nivel de expectativas que depositan en su consecución. Esto quedan de manifiesto en frases como: “nunca cambiaría aquello por lo que he luchado y que me llena”, “no, porque es un aspecto de mi vida muy personal”, o “sería una forma de anular mi personalidad e identidad”. Es importante tener en cuenta que las participantes son estudiantes de ramas sociales y de la salud, profesiones estrechamente ligadas al estereotipo femenino tradicional, que incorpora como uno de sus ejes principales el cuidado a los demás, y la potenciación del afecto y la empatía, pero también un fuerte componente vocacional.

En el caso de los chicos destacan, por una parte, la mayor relevancia dada a las motivaciones laborales de carácter material, la proyección profesional, o la calidad del trabajo y, sobre todo las respuestas en las que, aunque la respuesta dada parece favorable a la renuncia, la motivación señalada indica que, en realidad, sólo estarían dispuestos a cambiar si la alternativa es mejor:

“Si, siempre que no sea mi trabajo soñado o cuando haya conseguido el objetivo que me puse al aceptarlo” (Chico, 21años, Pedagogía)

“Si, si el nuevo trabajo nos beneficiara a los dos tanto en disponibilidad de horario o en cuanto a sueldo, no tendría ningún problema, siempre que el trabajo sea de mi agrado” (Chico, 21 años, Pedagogía)

“Si, aunque depende de si la alternativa laboral me convence” (Chico, 23 años, Pedagogía) “Si y no, estaría dispuesto siempre que el trabajo sea parecido y en unas condiciones aceptables” (Chico, 27 años, Pedagogía)

“Solo si hay la posibilidad de encontrar un trabajo de iguales condiciones o mejores” (Chico, 23 años, Psicología)

Por lo que se refiere al cambio de amistades (Tabla 3), los resultados obtenidos indican que sólo un 12% de las personas participantes estarían dispuestas a cambiar de amistades por amor, mientras un 88% no lo estaría. No hay diferencias estadísticamente significativas entre chicas y chicos en cuanto a estas respuestas (Chi-cuadrado (1, 259) = 0.03, p= .8697).

En términos generales, y a diferencia de lo que sucedía con las dos preguntas anteriores, en este caso se observa no sólo un amplio rechazo a la renuncia, sino también una cierta exaltación de la amistad que podría estar relacionada con la edad de la muestra estudiada. Este rechazo se halla presente tanto en las chicas como en los chicos, pero es manifestado de modo más vehemente por ellos:

Tabla 3. ¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor? ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de amistades?

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“No, opino que una cosa no puede perjudicar a la otra, es decir, que la pareja y los amigos se tiene que llevar bien, si tu pareja te planea el dilema de elegir entre ella o un amigo , creo que elegiría al amigo” (Chico, 20 años, Educación Social)

“No, mis amigos de verdad, son pocos, son personas prioritarias en mi vida, y entre ellos y un posible amor de mi vida, no puedo elegir” (Chico, 21 años, Pedagogía)

“No, las amistades es lo que te queda si el amor fracasa (y también la familia)” (Chico, 19 años, Pedagogía)

“No, la pareja, tanto como las amistades pueden ser temporales, pero aquellas amistades que han estado siempre nunca renunciaría a ellas” (Chico, 20 años, Pedagogía)

“Renunciar a amistades nunca, lo que podría hacer es que si la persona amada no quiere estas amistades, yo las visitaría o vería solo” (Chico, 20 años, Psicología)

En el caso de las chicas, aunque predomina también el rechazo a este tipo de renuncia, este aparece más matizado o, incluso, como condicionado a la opinión de la pareja:

“Si esas amistades influyeran negativamente en mi relación y encuentro que es necesario y que a mi pareja le hace daño, si” (Chica, 20 años, Psicología)

“Depende de las circunstancias por las que tenga que pasar. Renunciar para siempre no, alejarme, si” (Chica, 27 años, Educación Social)

“No, siempre y cuando mis amigos no sean una mala influencia o me perjudicaran de alguna manera, en este caso, si mi pareja me lo hiciera ver de manera justificada, si” (Chica, 20 años, Educación Social)

De hecho, algunas chicas llegan al punto de dar por sentado que esta renuncia va ligada a otras y/o es inevitable y normal:

“Si, ya que si cambiara de ciudad las dejaría aquí, pero tendría contacto con ellas” (Chica, 19 años, Educación Social)

“Si, de hecho creo que normalmente pasa” (Chica, 19 años, Educación Social)

Finalmente, por lo que se refiere a la posibilidad de seguir a la persona amada en su proyecto vital o laboral, incluso renunciando al propio (Tabla 4), los resultados obtenidos indican que, aproximadamente, la mitad de las personas participantes estaría dispuesta a ello, mientras algo menos de la mitad rechaza esta posibilidad, y en torno a un 3% tiene dudas al respecto. Estas respuestas no son significativamente diferentes entre chicas y chicos (Chi-cuadrado (1, 259) = 1.42, p= .2338).

Tabla 4. ¿Estarías dispuesto/a a seguir a la persona amada en su proyecto vital o laboral, aunque para ello tuvieras que renunciar en todo o en parte al tuyo?

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En general, las respuestas obtenidas muestran una cierta predisposición femenina al auto-sacrificio por la persona amada y renunciar, al menos, a una parte del proyecto vital propio:

“Si, en una relación a veces se han de hacer algunos esfuerzos por ambas partes” (Chica, 20 años, Educación Social)

“Si, ya que la felicidad compartida es mejor y no me importaría porque se habría establecido una conversación previa” (19 años, Educación Social)

Cabe, sin embargo, remarcar que en algunos casos las chicas ponen ciertas condiciones a este sacrificio:

“Si este proyecto fura muy importante y le hubiera costado mucho esfuerzo y dedicación sí que renunciaría, en parte, a mis planes. Esto es cosa de dos y supongo que igual que yo, después él me apoyaría en mis proyectos” (Chica, 19 años, Psicología)

“Si, si económicamente pudiera permitírmelo” (Chica, 20 años, Psicología)

En el caso de ellos, aparecen con más fuerza las condiciones y limitaciones a la posibilidad de renunciar, y, nuevamente, encontramos respuestas que, aunque aparentemente aceptan la renuncia, de hecho, la están rechazando y/o condicionando a los intereses propios:

“A veces las personas han de renunciar a una parte de sus proyectos, pero si implica no poderlo seguir nunca más, no” (21 años, Psicología)

“Si, si la otra persona también está dispuesta a renunciar a una parte del suyo” (19 años, Psicología)

“Estaría dispuesto si con el cambio yo fuera feliz junto con mi pareja y pudiera trabajar de lo mío” (19 años, Psicología)

“Depende, si puedo formar parte de su proyecto y si forma parte de mis gustos, o que pueda hacer otro tipo de proyectos que me haga feliz” (24 años, Pedagogía)

Conclusiones

Los resultados obtenidos permiten alcanzar el objetivo previsto ya que suponen un avance en el conocimiento del contenido y alcance de las renuncias y el sacrificio personal que las y los jóvenes están dispuestas/os a realizar por la pareja, que constituyen el núcleo central del estilo de amor Ágape o amor altruista, y, al mismo tiempo, abren nuevas vías de investigación.

Así, en primer lugar, se observa que las personas participantes de ambos sexos aceptan y manifiestan tener algunas creencias que son propias y características del amor romántico (Esteban, 2011; Esteban y Tavora, 2008; Ferrer y Bosch, 2018; Luengo y Rodríguez-Sumaza, 2009; Moreno-Marimón y Sastre, 2010; Sanpedro, 2005; Rivière, 2009), tanto en lo relativo a las renuncias y sacrificios, por los que se preguntaba directamente, como en lo relativo a la centralidad del amor, que emerge en sus respuestas. Sin embargo, es importante recordar que en el contexto de este estudio no se preguntó a las personas participantes por su situación sentimental o por el número y características de sus relaciones de pareja previas, lo que puede suponer que algunas de sus respuestas estén siendo dadas en un plano más teórico que real, y, por tanto, estén más ligadas al ámbito de los deseos que a la realidad.

Una segunda constatación es que, en general, todas las personas participantes, sean chicos o chicas, aceptan la idea de que determinados aspectos de sus vidas pueden ser sacrificados por amor, esto es, manifiestan una aceptación, más o menos importante, de lo que Lee denominó el estilo Ágape. De hecho, en torno al 90% estaría dispuesto/a a cambiar de lugar de residencia, el 60% a cambiar de empleo, y el 50% a asumir el proyecto vital del/la otro/a, y sólo aparece una clara resistencia al cambio en el caso de las amistades (siendo sólo el 12% de las personas participantes las que estarían dispuestas a asumir renuncias en este respecto, lo cual podría relacionarse con la edad de las personas participantes y la importancia otorgada a la amistad en ese momento vital). Ciertamente, algunas de estas cuestiones podrían estar muy relacionadas con las circunstancias vitales actuales. Así, por ejemplo, un cambio de residencia es visto con mucha mayor normalidad por las personas jóvenes en relación a generaciones anteriores; y, en el caso del cambio de empleo, algunas de las resistencias observadas se refieren más al contexto económico actual que a las relaciones personales o de pareja. En cualquier caso, cabe remarcar que los resultados obtenidos coinciden básicamente con los descritos en la literatura sobre  el tema en cuanto a la aceptación del estilo Ágape (Caro y Monreal, 2017; Caycedo et al., 2007; Cramer et al., 2015; Ferrer et al., 2008; Galicia et al., 2013; Jonason y Kavanagh, 2010; Marroquí y Cervera, 2014; Rocha et al. 2017; Rodríguez-Santero et al., 2017).

Sin embargo, uno de los aspectos a destacar de estos resultados es que los resultados cuantitativos obtenidos contradicen la hipótesis planteada. Así, al igual que sucede en algunos estudios previos (e.g., Cramer et al., 2015; Ferrer et al., 2008; Jonason y Kavanagh, 2010; Regan, 2016), el análisis cuantitativo (de frecuencias y porcentajes y de comparación estadística entre ambos) muestra que, al contrario de lo hipotetizado en base al contenido de los mandatos de género tradicionales, serían los varones afirmarían estar dispuestos a realizar más sacrificios por amor, en comparación con las mujeres que han participado en el estudio, es decir, serían ellos quienes, en mayor medida, aceptarían el estilo Ágape, o amor altruista.

En este sentido, autores como Peter K. Jonason y Phillip Kavanagh (2010) ya advirtieron que es importante manejar los datos con cautela puesto que los resultados que señalan que los varones son más auto-abnegados o auto-sacrificados que las mujeres son inconsistentes con algunas investigaciones previas, y con la realidad, podríamos añadir. Así, la socialización (en general y en relación con el amor) sigue siendo a día de hoy diferencial, y coherente con los mandatos de género tradicionales, que posicionan a los varones y a las mujeres en ámbitos diferentes, de modo que las decisiones de ellos tienen, en general, más peso que las de ellas, favoreciendo una mejor situación personal para ellos que para ellas (Álvarez, Sánchez, y Bojó, 2016; Lagarde, 2012). En este contexto, las chicas se socializan aprendiendo a idealizar el amor y a valorar positivamente la renuncia a la propia individualidad y a la satisfacción personal, la entrega a los deseos y la felicidad del otro (estar ahí cuando el otro te necesite para cuidarle y/o darle lo que quiera), y el sacrificio (darlo todo sin esperar nada a cambio), que se unen a la tolerancia y el perdón, aceptando, en definitiva, que el “amor verdadero” lo “aguanta todo”; mientras los chicos aprenden que pueden amar sin renunciar a sus proyectos personales, y manteniendo su individualidad, y se hallan menos dispuestos a la renuncia total y al sacrificio personal, de modo que, finalmente, las renuncias de ellos suelen ser menores y en territorios menos importantes que las de ellas (Burín y Meler, 2010; Hernández et al., 2016; Lamas, 2005; Moreno-Marimón y Sastre, 2010).

Los efectos de esta socialización no se manifiestan en los resultados cuantitativos obtenidos, pero sí emergen en las respuestas razonadas. Es decir, el estudio cualitativo que permite profundizar en el análisis de las motivaciones aportadas por ellos y ellas muestra diferencias entre unas y otros en dichas motivaciones e, incluso, en el propio lenguaje con el que las expresan, y abre una reflexión importante, que va en la línea de lo sugerido por Peter K. Jonason y Phillip Kavanagh (2010): aunque digan lo mismo, el significado puede ser diferente en uno y otro caso. Un ejemplo de ello lo encontramos al observar que, tal y como ya sucedía en el trabajo de Barbara Gawda (2008), también en este caso las narrativas de ellos y ellas se articulan de modo diferente. Así, las respuestas de los participantes se formulan más a menudo como “Sí, pero…”, es decir, ellos, afirman que sí renunciarían y/o cambiarían por amor, pero, al profundizar en esta idea, ponen más condiciones, mostrando que, en realidad, sólo estarían dispuestos a realizar esa concesión siempre que ello les reportase algún beneficio (un nuevo reto profesional, una oportunidad, o, incluso, una aventura), lo cual no constituye, ciertamente, un sacrificio o renuncia. Ellas, en cambio, formulan más a menudo sus respuestas en términos de “Sí, porque….”, es decir, tratan de justificar sus respuestas y, muy a menudo, lo hacen en base a sus sentimientos y/o a la cohesión de la pareja.

En definitiva, entendemos que la principal fortaleza de este trabajo se halla en los resultados cualitativos obtenidos, que van en la misma dirección que los de la literatura previa sobre el tema, señalando la vigencia de los estilos de amor romántico y altruista entre las personas jóvenes, con la carga de mitos y creencias erróneas que ello  supone, y poniendo de manifiesto que esto ocurre incluso entre aquellas personas con elevados niveles formativos, como es el caso del alumnado universitario. Esta constatación es especialmente importante en el caso de las chicas y de cara al trabajo de intervención preventivo puesto que la combinación entre Eros y Ágape, que las podría llevar a “darlo todo” y “olvidarse de sí mismas”, las podría colocar también en una situación particularmente vulnerable en la pareja, muy especialmente en aquellos casos en los que se enfrenten a relaciones abusivas, y/o en las que la violencia contra las mujeres en la pareja llegue a hacer su aparición (Ferrer y Bosch, 2013; Galicia et al., 2013).

Sin embargo, y a pesar de ello, este trabajo no está exento de limitaciones. De hecho, su propia naturaleza cualitativa es, al tiempo que una fortaleza, también una limitación, en tanto en cuanto, como es usual en estos casos, no permite extraer conclusiones más robustas y/o generalizables a otras poblaciones. Otras limitaciones vienen dadas por las propias características de la muestra, tanto en cuanto a su tamaño, como en cuanto a su homogeneidad (puesto que incluye mayoritariamente mujeres, alumnas universitarias, de edades similares, y de unas ciertas titulaciones). Cabe por tanto, remarcar la necesidad de seguir profundizando en este tema, con estudios que combinen metodologías cualitativas y cuantitativas, y amplíen las muestras de estudio.

En cualquier caso, entendemos que los resultados obtenidos abren nuevas vías de trabajo que cabe considerar relevantes y, entre ellas, una no menor por la relevancia que puede tener en el estudio de este y otros temas es si, dados los diferentes procesos de socialización vividos y los diferentes modelos de comportamiento a los que éstos conducen, los hombres y las mujeres estamos refiriéndonos a lo mismo aun cuando, aparentemente, así sea. Resultados como los obtenidos en este trabajo parecen indicar de un modo claro la necesidad de seguir profundizando en esta cuestión, así como de relacionar los conceptos estudiados (el estilo de amor Ágape, la renuncia, el sacrificio, el altruismo) en el contexto del mandato de género femenino tradicional (el amor auto-sacrificado) con otros como el auto-silenciamiento, que fue descrito por Dana C. Jack (2011) para analizar los mecanismos vinculados con las normas sociales impuestas a las mujeres que podrían explicar la depresión, como sería, entre otros, la pérdida del sentido de la propia identidad, o la exigencia de disponibilidad para el cuidado altruista, más allá de las propias necesidades.

Esperanza Bosch Fiol, Raquel Herrezuelo, Victoria A. Ferrer Pérez, en dialnet.unirioja.es/