Juan José Silvestre Valor

«La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26) lo ha redimido del pecado del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno y desea vivamente morar en el alma nuestra: “El que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23)» [1]. Estas palabras de una homilía de san Josemaría, fechada el Jueves Santo de 1960, reflejan su profunda compresión del misterio eucarístico como un derroche de amor de la Trinidad, que desea acercarse a los hombres.

Cada uno de nosotros está llamado a ser morada de Dios. Este sueño puede hacerse realidad, si nos transformamos en Cristo, si vivimos su vida [2] y nos hacemos una cosa con él. Esta identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía [3]. En la vida y enseñanzas de san Josemaría notamos una percepción de la fuerza transformadora de la Eucaristía, de la trascendencia de la Santa Misa para la existencia cristiana, como se refleja más adelante en la misma homilía: «Quizá, a veces nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros» [4].

«Aprender en la Misa a tratar a Dios». Se expresa así el convencimiento de que los ritos litúrgicos en los que se desenvuelve la celebración eucarística tienen un valor pedagógico para los creyentes [5]. Resulta lógico verlo así, porque «es en la Misa donde se pone de manifiesto de modo diáfano que la respuesta a la entrega de Dios ha de ser la de un amor total, con todo el corazón, con todas las fuerzas, hasta dar la vida» [6]. En este artículo nos proponemos poner de relieve la aguda conciencia que tuvo san Josemaría acerca de la fuerza transformadora de la liturgia de la Santa Misa para los fieles corrientes. Son vastas sus enseñanzas al respecto, y aparecen con frecuencia en sus escritos. Por eso, en este trabajo hemos elegido centrar nuestra atención especialmente en la homilía «La Eucaristía, misterio de fe y de amor» [7] donde, al hilo de las distintas partes de la celebración eucarística, san Josemaría propone consecuencias para la vida espiritual de los cristianos.

1. El valor mistagógico del rito

El fundador del Opus Dei sugiere un modo concreto de asistir a las lecciones de la escuela de vida que es la Eucaristía: «Permitidme que os recuerde lo que en tantas ocasiones habéis observado: el desarrollo de las ceremonias litúrgicas. Siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres» [8].

En cierto sentido se puede afirmar que san Josemaría se dispone a hablar a los fieles sobre la Misa, no de un modo discursivo, sino mistagógico, desde los ritos [9]. Es lógico que sea así pues la extensa y profunda realidad de los efectos espirituales de la Santa Misa no debe discurrir de modo autónomo e independiente de los textos y ritos que jalonan la celebración [10].

La atención al sentido de los ritos se ha hecho presente con frecuencia en el Magisterio de la Iglesia durante el siglo XX. Pío XII dice al respecto: «La liturgia no es una parte solo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos» [11]. Por el contrario, como recuerda la doctrina conciliar de la Constitución Sacrosanctum Concilium, en la liturgia, «obra por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En este ejercicio, los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» [12]. En esta misma línea, san Josemaría resaltó, desde los comienzos de su predicación, el potencial santificador del misterio del culto cristiano [13].

La liturgia es, por consiguiente, «el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien él envió, Jesucristo» [14]. Un encuentro que «se expresa como un diálogo, a través de acciones y palabras» [15], bajo los signos visibles que usa la sagrada liturgia, escogidos por Cristo o por la Iglesia, significando realidades divinas invisibles [16].

Así pues, las palabras y los gestos de la liturgia tienen una importancia particular que reclama la participación interior de los fieles, como se desprende del número 543 de Camino: «Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo mesa y ara, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta. Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» [17]. Y comenta Arocena: «El texto refleja la sensibilidad mistagógica del autor: los signos del misterio de Cristo conducen a él. Vivida con autenticidad, la celebración constituye la mediación y, a la vez, la catequesis más elocuente de su misterio» [18].

2. La Misa, encuentro filial de amor

Este epígrafe presupone dos consideraciones fundamentales. De una parte, que la Santa Misa, como todo encuentro, es cosa de dos: Cristo realmente presente y los participantes en la celebración que, cristificados por la efusión del Espíritu Santo, nos reconocemos hijos de Dios, hijos en el Hijo con el derecho y el deber de presentarnos y ofrecernos con Cristo al Padre. Se trata de un encuentro especial: un encuentro de enamorados. Por eso, san Josemaría describía la Santa Misa como una «corriente trinitaria de amor» [19], a la que el cristiano procura sumarse con «un amor filial empapado de espíritu sacerdotal» [20].

En efecto, en la Eucaristía «se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero» [21]. Por eso “la fe nos pide que estemos ante la Eucaristía con la conciencia de estar ante el propio Cristo. Precisamente su presencia da a las demás dimensiones de la Eucaristía convivial, de memorial de la Pascua, de anticipación escatológica un significado que trasciende, con mucho, el de un mero simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, por medio del cual se realiza de forma suprema la promesa de Jesús de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo” [22].

Toda esta maravilla nos manifiesta la cercanía, la preocupación, el amor de Dios por los hombres. San Josemaría, recuerda el prelado del Opus Dei, «nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y le contemplemos con los ojos de la fe como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa» [23].

Verdaderamente, en la Eucaristía el Señor nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida [24]. Por eso, el santo de lo ordinario la comprendía como una locura de amor, y aplicaba incluso una comparación audaz: «Ningún enamorado dice que no tiene tiempo para estar junto al ser querido, o que tiene prisa. Nuestros padres no tenían problemas de tiempo para estar siempre juntos, porque estaban enamorados» [25]. Y continuaba aconsejando: «No os importe llevar los ejemplos del amor humano, noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne no poseemos otro, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con él» [26].

3. Acercarnos al encuentro de amor

Si la Eucaristía es un encuentro de amor, entonces la preparación interior es un aspecto importante. Incluso también la exterior, como señala el fundador del Opus Dei rememorando escenas de la infancia: «Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor» [27]. En Forja, esta preparación externa se convierte en una imagen de lo que sucede en el ámbito espiritual: «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma» [28].

Al iniciar la Santa Misa, la conciencia de encontrarse en presencia de la Trinidad suscitaba en san Josemaría un amor y admiración que le llevaban a adentrarse con intensidad en la liturgia. Cada detalle cobraba un significado particular para él. Se dirigía al altar con alegría, «porque Dios está aquí. Es la alegría que, junto con el recogimiento y el amor, se manifiesta en el beso a la mesa del altar, símbolo de Cristo y recuerdo de los santos: un espacio pequeño, santificado, porque en esta ara se confecciona el Sacramento de la infinita eficacia» [29]. Por eso confesaba: «Yo beso apasionadamente el altar. Pienso que allí se renueva el Sacrificio del Calvario; y allí, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se vuelcan con la humanidad... Llenaos de deseos de amor, de reparación y de sacrificio. Él nos ha dado su Amor y amor con amor se paga. Que no me digan que Dios está lejos: está bien metido dentro de cada uno de nosotros» [30].

Ante ese encuentro con la grandeza y la bondad infinita de Dios, que tiene lugar en la liturgia, señalaba san Juan Pablo II, «la actitud apropiada no puede ser otra que una actitud impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios» [31]. Estamos ante Dios, llamados a ser sus hijos, convocados a su presencia mientras esperamos ser transformados en el Hijo por obra del Espíritu Santo. ¿No es lógico experimentar el deseo de examinar la propia vida, pedir el don de la conversión continua?

El rezo del Confiteor, prosigue el fundador del Opus Dei, «nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos ¡Gloria!, porque tú solo eres santo, tú solo Señor, tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre» [32].

4. Entablar un diálogo de amor

Acaba la oración colecta, con las palabras que tanto le gustaba repetir a san Josemaría pues le recordaban que la Trinidad entera actúa en el santo Sacrificio del Altar: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo nos dirigimos al Padreque vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Da comienzo a continuación la Liturgia de la Palabra en la que nos encontramos ante un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Este momento de la celebración posee, en efecto, un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor [33].

«Impresionaba mucho recuerda el prelado del Opus Dei, testigo de tantas celebraciones eucarísticas del fundador el tono con que leía los textos litúrgicos, con la nitidez propia de quien los pronuncia a la vez con la boca y con el corazón. Se metía tanto en estos textos, y concretamente en las lecturas, que si asistían otras personas no podía contenerse y, al término del Evangelio, exteriorizaba su sentimiento en una homilía» [34]. Vivía realmente, pues, las consideraciones que hacía sobre esta parte de la Santa Misa: «Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla» [35]. Este cumplirse la acción no es otra cosa que «la dimensión performativa de la Palabra celebrada: la liturgia realiza la actualización perfecta de los textos bíblicos, y lo que la Palabra anuncia lo realiza el sacramento» [36].

«La primera exigencia para una buena celebración enseña Benedicto XVI es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la Santa Misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios» [37].

Cabe afirmar que esta ruminatio es connatural a la compresión que san Josemaría tiene de los textos litúrgicos, y en especial de la Palabra de Dios proclamada en la Liturgia de la Palabra, que se convierte en oración y se proyecta sobre la vida. «Nada extraño, pues, que sus homilías y escritos recojan abundantes comentarios a la lex orandi, cuya vivacidad responde a la hondura bíblica y litúrgica de su experiencia celebrativa. En algunos pasajes, su estilo evoca la mistagogía de los Padres de la Iglesia» [38].

5. Encuentro de amor entre Cristo y su Iglesia

«Somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [39]. Estas palabras nos conducen a dar un paso más. La identificación con los sentimientos de Cristo supone una progresiva transformación en él por medio de la oración, pero ¿cómo aprender a rezar? La respuesta es clara: rezando con otros. En realidad no cabe separar a Dios Padre de su Pueblo: «Cada vez que clamamos y decimos: ¡Abba, Padre! es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia» [40]. Solo Jesús puede decir «Padre mío». Todos los demás nos dirigimos a Dios como Padre, siempre en comunión con aquel nosotros que Jesús ha inaugurado, haciendo posible por el Bautismo que seamos hijos en el Hijo.

La liturgia misma nos muestra de modo palpable esta realidad. Cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar centro de la liturgia eucarística [41], todos se preparan de un modo más inmediato para la oración común, que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo [42]. En esta parte de la celebración, el sacerdote habla al pueblo únicamente en los diálogos desde el altar [43], pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote como representante de la Iglesia entera y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: «Conversi ad Dominum» [44].

Concretamente, la posición de la cruz en el centro del altar indica la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística y la orientación precisa que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros, sino que miramos a aquél que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. En este marco se sitúa la disposición que san Josemaría escribía ya a inicios de 1935: «La Santa Cruz y el ara completamente aislada la mesa del altar ocupen el lugar sobresaliente» [45]. Es a Cristo, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia [46]. Como señala con sencillez el Papa Francisco: «Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino» [47].

En la medida en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, entraremos en consonancia interior y estaremos con la Iglesia en coloquio con Dios. En la celebración de los sacramentos el sacerdote habla con Cristo y a través de él con el Dios trino, y reza así con y por los demás. Como señala san Josemaría: «Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario» [48].

Si se puede afirmar sin temor a equivocarse que el cristiano, por la comunión de los santos, nunca está solo, en la liturgia esto se palpa continuamente. «Orate, fratres, reza el sacerdote porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque solo se halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones (Cfr. Ap 5, 9)» [49].

Ya en la Plegaria eucarística, esta universalidad adquiere su verdadera amplitud: «La tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre» [50].

Se entiende así que el cristiano no puede rezar a Dios de modo auténtico si vive espiritualmente aislado de los demás, sin abrirse a los otros. «La fe cristiana nunca es mera relación subjetiva o personalprivada con Cristo y su palabra, sino que es totalmente concreta y eclesial» [51]. De ahí que ningún cristiano ora solo: le acompaña siempre el Espíritu Santo. Su oración es siempre a dúo y a coro: resuena siempre en ella la invocación de la Iglesia en la epíclesis continua a su Señor. Por eso «vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos» [52].

Este sentido de la unidad informa toda la vida de cada fiel: «Nos hemos de esforzar, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia» [53]. La plegaria eucarística es un ejemplo elocuente de esta apertura del corazón hacia las intenciones de la Esposa de Cristo presente en toda la tierra: «Así se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios clementísimo. Le pedimos por la Iglesia y por todos en la Iglesia: por el Papa, por nuestra familia, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo entusiasta» [54].

A lo largo de la plegaria eucarística se vuelve en diversos momentos a la petición, y a veces se acude a los santos, pidiendo su intercesión. «Para que la petición sea acogida, hacemos presente nuestro recuerdo y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María y con un puñado de hombres, que siguieron los primeros a Cristo y murieron por él» [55]. Y con la intercesión, la petición: «Más peticiones: porque los hombres estamos casi siempre inclinados a pedir: por nuestros hermanos difuntos, por nosotros mismos. Aquí caben también todas nuestras infidelidades, nuestras miserias. La carga es mucha, pero él quiere llevarla por nosotros y con nosotros» [56].

Se acerca el instante de la Consagración. Se reitera aquí «la infinita locura divina dictada por el Amor» [57]. Estamos en el vértice de la plegaria eucarística, como señala la Instrucción General del Misal Romano: «Con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la Última Cena, cuando, bajo las especies de pan y vino, ofreció su Cuerpo y su Sangre, y se los dio a los apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio» [58].

El sacerdote junta las manos y pronuncia con claridad las palabras del Señor, tal y como lo requiere la naturaleza de las mismas [59]. Especialmente en este momento de la celebración, el sacerdote actúa in persona Christi, lo cual «quiere decir más que en nombre, o también, en vez de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie» [60]. Se trata para san Josemaría de una realidad diáfana: «Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el Altar! Renuevo incruentamente el divino sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que él purifique» [61].

«Termina el canon con otra invocación a la Trinidad Santísima: per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso..., por Cristo, con Cristo y en Cristo, Amor nuestro, a ti, Padre Todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, te sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos» [62]. Recordamos de nuevo que estamos metidos en la corriente trinitaria de amor de Dios por los hombres que es la Eucaristía. El canon concluye dirigiendo a la Trinidad una oración de alabanza, «la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» [63]. Si bien es cierto que toda la celebración eucarística es una magna acción de gracias dirigida a la Santísima Trinidad, sin embargo la doxología final de la plegaria eucarística resume y concentra la totalidad de esta alabanza.

A su vez, el gesto de elevar la patena y el cáliz pretende presentar al Padre, para ofrecérsela, la gran Víctima inmolada: Cristo, la expresión suprema del honor y de la gloria debidos a Dios. De hecho, la fórmula de la doxología final muestra que toda oración de alabanza «solo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él» [64].

En esta misma línea afirmaba san Josemaría: «En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: “Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso” ¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor! Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida» [65]. Las últimas palabras «incorpora esa realidad a tu vida», nos animan a hacer efectivo este gesto a lo largo de la jornada [66], porque «corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y el alma» [67].

6. La comunión: cuando el encuentro se hace adoración y unión

Parte esencial de la Misa es la Comunión. San Josemaría la recomendó frecuentemente en su predicación [68]. Ya en 1931, al señalar la praxis que deberían seguir los que se incorporasen al Opus Dei, escribió que «ordinariamente recibirán la Sagrada Comunión dentro de la Misa, porque ése es el sentir de la liturgia» [69]. De la misma época son también estas palabras: «La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Sacrificio unido al Sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa razonable?» [70].

El rito de comunión tiene como finalidad que los fieles, debidamente dispuestos, reciban el Pan del cielo y el Cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo [71]. Facilitar este cometido es el objetivo de los tres momentos de preparación inmediata: el Padrenuestro, el gesto de paz y la acción simbólica de la fracción del pan.

San Josemaría se refiere al Padrenuestro diciéndonos: «Jesús es el Camino, el Mediador; en él todo; fuera de él, nada. En Cristo, enseñados por él, nos atrevemos a llamar Padre nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo» [72]. Estas palabras nos introducen directamente en la realidad de la Comunión, que acrecienta nuestra unión con Cristo, nos une a él separándonos del pecado, y construye la Iglesia [73]. Unirnos a Cristo y por él a todos los hermanos; filiación en Cristo y fraternidad: son sentimientos que encontramos a lo largo de toda la celebración eucarística.

Señor no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme, esta oración que precede a la comunión son señal de contrición, de un dolor de amor adorante que arroja luz sobre lo que sucede en ese momento: «No es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación solo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a aquel a quien recibimos. Precisamente así, y solo así, nos hacemos uno con él» [74]. Por eso, el fundador del Opus Dei propone un contraste gráfico: «Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?» [75].

Concluye la Santa Misa: «Con Cristo en el alma [...] la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas» [76]. Aranda glosa así esta consideración: «De una manera natural y espontánea, viene una y otra vez a la mente y a la pluma del autor la formulación de su doctrina fundamental, fruto de los dones fundacionales impresos por Dios en su alma: la llamada de todos los fieles cristianos a la santidad en su propio estado y circunstancias de vida, y en particular la vocaciónmisión de los fieles laicos de santificar todas las nobles actividades humanas. La califica de tarea sencilla y normal, puesto que no desborda los cauces de la vida profesional y social ordinaria, sino que ha de desenvolverse en el interior de los deberes y obligaciones de cada uno» [77].

La Santa Misa se proyecta, de algún modo, en la vida entera de los fieles. «Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas» [78]. Esta coherencia cristiana que reclaman las celebraciones litúrgicas ha sido recordada por el Papa Francisco: «Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr. Rm 12,  1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura» [79].

Este breve recorrido que hemos hecho de la liturgia de la Santa Misa de la mano de san Josemaría nos ayuda a comprender por qué afirmaba que: «Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas» [80]. En la celebración, los fieles se pueden dirigir al Padre, en Cristo por la acción del Espíritu Santo: en este entrar en diálogo con las personas divinas, crece su vida cristiana. Un diálogo al que invita cada gesto y palabra propia del rito, que cobran así un significado especial. Nos vemos impulsados a cuidarlos con atención, con afán de seguir este camino de amor: «No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos pero que son siempre expresión de un corazón apasionado» [81].

Juan José Silvestre Valor, en romana.org/es

Notas:

[1]   San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica (por Antonio Aranda), Rialp, Madrid, 2013, n. 84d.

[2]   Cfr. Ga 2, 20.

[3]   Acerca del modo en que san Josemaría comprendía esta identificación a través de la Eucaristía, cfr. Ángel García Ibáñez, “Eucaristía” en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2013, p. 463.

[4]   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88b.

[5]   En este aspecto se percibe una sintonía de fondo entre el pensamiento de san Josemaría y la enseñanza de Benedicto XVI: «¿Qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado? Es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que Él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida». Benedicto XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 7-V-2006.

[6]   Ernst BurkhartJavier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid, 2010, vol. I, p. 555.

[7]   Como ya se ha dicho anteriormente, esta homilía se publicó en el libro Es Cristo que pasa; comprende los nn. 83-94. Sobre la historia de su redacción se pueden consultar las pp. 485-490 de la Edición crítico-histórica preparada por Antonio Aranda (vid. nota 1).

[8]   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88c.

[9]   Cfr. San Josemaría, Camino. Edición crítico-histórica (por Pedro Rodríguez), Rialp, Madrid, 20043, n. 529, nota 11, p. 678.

[10]    Cfr. José Antonio Abad, “Liturgia y vida espiritual”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 757.

[11]    Pío XII, Carta encíclica Mediator Dei, en Heinrich Joseph Dominicus DenzingerPeter Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona, 20002, n. 3843.

[12]    Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 7. La misma idea ha sido recogida en Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1070, 1089. Parece interesante notar que el texto latino dice: «Merito igitur Liturgia habetur veluti Iesu Christi sacerdotalis muneris exercitatio, in qua per signa sensibilia significatur et modo singulis proprio efficitur...» El antecedente de qua entendemos que es exercitatio y de este modo resulta claro que las acciones litúrgicas son ejercicio del sacerdocio de Cristo por medio de signos sensibles.

[13]    Cfr. Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 747.

[14]    San Juan Pablo II, Carta Apost. Vicesimus quintus annus, 4-XII-1988, n. 7.

[15]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1153.

[16]    Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 33.

[17]    San Josemaría, Camino, n. 543.

[18]    Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 749.

[19]    Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 85a.

[20]    Ernst Burkhart—Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, p. 556.

[21]    Concilio de Trento, Decr. De SS. Eucharistia, can. 1: DH, 1651; Cfr. cap. 3: DH, 1641.

[22]    San Juan Pablo II, Carta Apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 18.

[23]    Javier Echevarría, Carta 6-X-2004, n. 5.

[24]    Cfr. San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-IX-2003, n. 11.

[25]    San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 6-I-1972.

[26]    San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid, 1986, p. 75.

[27]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91c.

[28]    San Josemaría, Forja, Rialp, Madrid, 1987, n. 834.

[29]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88d.

[30]    Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Rialp, Madrid, 2000, p. 226.

[31]    San Juan Pablo II, Discurso a la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los sacramentos, 21-IX-2001.

[32]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88d.

[33]    Cfr. Misal Romano, “Instrucción General del Misal Romano”, n. 55. A partir de ahora IGMR.

[34]    Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, p. 226.

[35]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89a.

[36]    Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 753.

[37]    Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con sacerdotes de la diócesis de Albano, 31-VIII-2006.

[38]    Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 748.

[39]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89a.

[40]    Benedicto XVI, Audiencia general, 23-V-2012.

[41]    Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 73.

[42]    Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 78.

[43]    Cfr. “Pregare ad Orientem versus”, Notitiae 322, vol. 29/5 (1993) 249.

[44]    Efectivamente, «en la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: Conversi ad Dominum volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera». Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia pascual, 22-III-2008.

[45]    San Josemaría, Instrucción 9-I-1935, n. 254, en AGP, serie A.3, 90-1-1; citado en Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 750.

[46]    Benedicto XVI ha insistido en este punto. En 2002, el entonces cardenal Joseph Ratzinger señalaba que «la representación del sacerdote se realiza en el acto sacramental, en el que con respeto y estremecimiento se puede hablar y actuar en nombre de Cristo, pero esto no quiere decir que haya que mirar al sacerdote, como si él fuera en su figura física un icono de Cristo. Él debe intentar llegar a serlo por su vida, pero pertenece precisamente a ello que él, junto con los fieles, mire a Cristo para poder imitarlo. El traslado de la representación de Cristo a la forma física del sacerdote, que P. Farnés y otros nos ofrecen, lleva a la falsa divinización del sacerdote, de la que deberíamos liberarnos cuanto antes. No, cada vez me resulta más insoportable ver cómo la cruz se deja a un lado para que se pueda ver al sacerdote. El carácter esencial de la Iglesia como una procesión, como un caminar orante hacia el Señor, se oscurece así de una manera inadecuada». Joseph Ratzinger, “Respuesta del cardenal Joseph Ratzinger a Pere Farnés”, Phase 252 (2002) 511-512.

[47]    Francisco, Audiencia general, 5-II-2014.

[48]    San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, 80.

[49]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89d.

[50]    bíd. En otro momento, realiza una consideración similar, involucrando incluso a toda la creación en este movimiento de alabanza: «Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas, dando gloria al Señor la Creación entera. Y especialmente, diré con palabras del Concilio Vaticano II, nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial, comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, de San José, de los santos Apóstoles y Mártires y de todos los santos”. San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, p. 75.

[51]    Joseph Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid, 2004, p. 172.

[52]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88a.

[53]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145b.

[54]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90a. Es la oración de intercesión que, en palabras del Papa Francisco, «nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás [...] Interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño». FRANCISCO, Exh. apost. post. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 281.

[55]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90a.

[56]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90c.

[57]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90b.

[58]    Misal Romano, IGMR, n. 79 d).

[59]    El Papa Pablo VI sugirió, el 22 de enero de 1968, esta rúbrica sobre el modo de pronunciar las palabras del Señor (Cfr. Annibale Bugnini, La reforma de la liturgia (1948-1975), 408, nota 15). De este modo se «subraya la trascendencia del momento de la consagración, la expresividad y la diferencia de estas palabras sobre las restantes, como vértice que son de toda la plegaria eucarística e, incluso, de toda la celebración». Félix María Arocena, En el corazón de la liturgia. La celebración eucarística, Palabra, Madrid, 1999, p. 178.

[60]    San Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 24-II-1980, n. 8.

[61]    San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, p. 74.

[62]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90c.

[63]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2639.

[64]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1361.

[65]    San Josemaría, Forja, n. 541.

[66]    Ernst BurkhartJavier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, p. 557.

[67]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87c.

[68]    Cfr. José Antonio Abad, “Liturgia y vida espiritual”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pp. 758-759.

[69]    San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno V, n. 496, 23-XII-1931; citado en Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 536, p. 687.

[70]    Ibíd.

[71]    Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 80.

[72]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91a.

[73]    «Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia», Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1396.

[74]    Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 22-XII-2005.

[75]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91b.

[76]    Ibíd., n. 91d.

[77]    San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica, comentario al n. 91d, p. 512.

[78]    San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 11, citada en Ernst BurkhartJavier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, pp. 565-566.

[79]    Francisco, Mensaje a los participantes en el Simposio “Sacrosanctum Concilium, Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial”, 18-II-2014.

[80]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91e.

[81]    Ibíd., n. 92a.

Rubén González Fernández

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Mentiras prehistóricas: el pecado original. De los animales al hombre

La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Dios había hecho. Y dijo a la mujer: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?” Respondió la mujer a la serpiente: “Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte.” Replicó la serpiente a la mujer: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.” Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió.

Gn 3, 1-6

El pecado original del hombre según la Biblia parece ser la soberbia, la estimación excesiva de sí mismo que tiene el homo sapiens. Es la tentación humana de ser como Dios la que le arrastra a morder la manzana del árbol prohibido. El pecado tendrá su castigo divino, del mismo modo que Dios castigará la soberbia del hombre cuando quiere escalar al cielo a través de la Torre de Babel. Sin embargo la soberbia del hombre en el pecado original está instrumentada por una mentira: La mentira de la serpiente.

¿Acaso no será ese el verdadero pecado original de la humanidad? No, dirán los puristas. Quién miente es la serpiente, no el hombre. Pero, ¿mienten los animales?

Sin duda muchos etólogos y primatólogos modernos estarían dispuestos a defender que los animales mienten. Los ejemplos son numerosos: desde reptiles que hinchan sus membranas para parecer más grandes y peligrosos, hasta monos que ocultan intenciones. Ahí está la estrategia zoológica del camuflaje. Sin embargo también se encuentran ejemplos de plantas que dan a entender lo que no es, también las plantas “engañan”, como esas orquídeas que se disfrazan del insecto-hembra para tentar la cópula del insecto-macho y así impregnarle de polen esperando que caiga nuevamente en el engaño de otra flor carnavalesca a la que se busca fecundar. Es así que algunos hablan de la Inteligencia Verde, pero lo cierto es que nadie defiende una psicología de la mentira para las estrategias de supervivencia de los seres clorofílicos.

No cabe duda que en el caso de los animales los engaños son más variados, y van desde el color blanco de un oso polar que se confunde con la nieve (no muy distinto a los casos de engaño vegetal) hasta las complejas estratagemas de los chimpancés. Por medio están las estrategias de caza de algunos depredadores como lobos y leonas. Se diría, por tomar algún ejemplo, que las leonas utilizan la estrategia del disimulo (ocultación de la verdad) cuando eluden los ojos de su víctima ocultándose tras la hierbas, y ésta ya es en apariencia una mentira, pues siguiendo los preceptos agustinianos, el engaño incluye la voluntad de la fiera de engañar a su presa.

Más mentira, por más compleja, parece la de los chimpancés, como una de las que se cita en el libro de Volker Sommer Elogio de la mentira: “Un macho dominante estaba comiendo plátanos recogidos de un lugar que ningún otro miembro del grupo conocía. En ese momento apareció otro chimpancé. El macho dejó el plátano en el suelo, se alejó unos pasos y miró los árboles con cara de no saber nada. El recién llegado siguió caminando un poco, pero cuando el otro ya no podía verlo, se escondió. En el instante en el que el primer macho quiso seguir comiendo, el segundo macho salió de su escondite, hizo huir al otro y devoró los plátanos.” Tal cosa tiene la complejidad de engañar al que engaña y es difícil despojar a tal treta del calificativo de mentira.

Tomando los ejemplos anteriores cabría preguntarse cuál es la verdad de una leona que evita los ojos de su presa, porque ¿cómo podemos reconocer su mentira sin saber cual es su verdad? ¿Cuál es el engaño? Tal cosa sería la práctica de una mentira si al evitar los ojos de la presa la leona ocultara la verdad de su presencia a la vista de su presa, pero tal cosa no parece que suceda, pues la leona no reconoce la visión en los ojos de otro animal por mucho que reconozca su importancia y la importancia de eludirlos para su estrategia predatoria. Es entonces el caso de que la leona no tiene voluntad de engañar sino de ocultarse para cazar que no sería lo mismo.

Y qué decir de esos monos inteligentes. Aunque la treta es mucho más enrevesada la pregunta es la misma, ¿cuáles son las verdades sobre las que se miente? Parece sorprendente que el mono fuerte que se acaba llevando el plátano necesite engañar para descubrir la mentira del oponente y tenga una absoluta incapacidad para obligar a confesar por la fuerza la verdad a su rival. ¿En qué momento busca el mono ganador desmontar la mentira? Parece que en ningún momento se propone tal, y se limita a descubrir la trama a través de los comportamientos del otro, y esto incluye interpretar el “mirar para otra parte” del mono débil como una clave según la cual si evita los ojos del otro finalmente éste le revelará la localización del fruto. Sin duda esto incluye una elaboración muy compleja, pero ni la verdad ni la mentira se revelan. Sencillamente parecería más lógico dominar la mentira con la fuerza si el chimpancé triunfador se sintiera engañado, y ésta es una artimaña que no encontramos en la literatura de los primates. Los chimpancés no tienen un tratamiento político para la mentira y la mentira es un acto que solo podrá darse sobre un fondo socio-político. Será la humanidad al construir la cultura objetiva y su reversible, la subjetiva, las que abrirán la puerta definitivamente al acto de mentir, pues el acto de mentir solo podemos entenderlo sobre un fondo de verdad construido ya desde la cultura antropológica y no desde las culturas animales.

Así pues la mentira considerada función humana se vislumbraría por fin como un arte prehistórico, por ejemplo, en el contexto de las técnicas de caza que intuimos utilizaban los primeros hombres. Las técnicas hoy llamadas de aguardo, trampeo o reclamo y rececho parecen haber sido ya ejecutadas por los primitivos y muestran características sin parangón en otras especies. Muestran la ocultación a la vista de la presa y no meramente la huida de sus ojos cuando el cazador se disfraza y de muchos modos o permanece horas oculto y es capaz de hacerlo en muchos lugares, muestran el conocimiento de la subjetividad al producir trampas o reclamos estandarizados que no se resienten en su estructura formal por un mal resultado, atribuyendo éste a los elementos subjetivos que están en juego: percepción operada por la presa, comportamientos inadecuados de los cazadores, etc. Los cazadores prehistóricos, suponemos, podrían conservar o reproducir la esencia de la mentira adaptándola a las diversas situaciones porque algunas cosas eran verdades incontestables siempre y en todo lugar, y para mentir solo habría que disimular la verdad (esconderse en su sombra) o simularla a los ojos subjetivos siempre ingenuos a ella.

Las actividades de subsistencia de la caza y la recolección y más adelante la economía de trueque de las primeras colonias humanas, sin embargo, nos obligarán a acotar los límites aun prehistóricos de un arte tosco que será ya clásico cuando aparezcan en escena la agricultura, la ganadería y sobre todo las ciudades y el dinero.

La mentira clásica: el canon de un arte

Con la ciudad, el dinero como valor de cambio, con el desarrollo de la escritura y la complejidad religiosa, las ficciones podrán tomar ya masa crítica. Las sociedades humanas serán ya propiamente políticas y bajo la institucionalización y generalización de la verdad como instrumento de relación entre los hombres, la mentira queda institucionalizada y podrá habitar ya todos los rincones y con amplias texturas. En los albores de la historia comienzan a cuajar seguramente todas las formas de mentir y por tanto podemos decir que se construye el canon de este arte clásico, recogido especialmente durante la etapa de la Grecia antigua, en sus mitos. Los parámetros de este arte remiten al otro mundo, al Olimpo de la Verdad.

La mentira es en la mitología griega casi un divertimento divino. Los inmortales dioses se mienten entre ellos, pero sobre todo, esto es lo relevante, a pesar de su divinidad y poder sobrehumano, mienten a los hombres constantemente. Toman formas animales para arrebatar o seducir a mujeres, tientan a los hombres ofreciéndoles capacidades que luego no dan, etc. No, los dioses no tienen poderes para dominar por la fuerza a los mortales, los dioses tienen poderes para poder mentirles. Al respecto es sumamente interesante el diálogo que mantiene Sócrates con Hipias el Menor (afamado sofista) donde se sostiene que miente el que puede, a los efectos, el que sabe la verdad, de muestra un botón donde Sócrates pone el saber astronómico como ejemplo:

Sócrates: —Luego también en astronomía, si alguien es mentiroso, el buen astrónomo lo será más; él es capaz de mentir; no el incapaz, pues es ignorante.

Hipias: —Así parece.

Sócrates: —Por tanto, también en astronomía la misma persona es mentirosa y veraz.

Hipias: —-Parece que sí.

El diálogo socrático en el Hipias el Menor de Platón muestra los fundamentos clásicos del canon de la mentira, del arte de mentir. Los dioses y aún los humanos más avanzados e inteligentes como Ulises pueden mentir porque saben jugar con la verdad. Sin duda son sabios, dejando aparte valoraciones morales: el que miente con arte es el que sabe la verdad, y el que miente sin la verdad, no tiene arte para mentir. Este es el caso de las bestias al que nos referíamos en el punto anterior, sus mentiras no tienen título porque no conocen la verdad.

Sin embargo la mentira como acto social, no puede prescindir de la nesciencia del que creyéndose poseedor de la verdad la ignora. La mentira tiene las patas cortas ante la verdad dominada por el otro, pero camina ligera en los bastos campos de la credulidad del engañado. Los dioses se divierten dándose un paseo por la caverna de Platón: el mundo de los mortales donde las percepciones son primariamente sombras de luz proyectada, sombras solo interpretadas por creencias sobre la verdad, no siendo la verdad misma. El dios Hermes muestra el perfil del problema de la ignorancia y del mito platónico. Hermes es el dios de las palabras, la elocuencia, la comunicación, el mensaje. Es el dios mediador entre inmorales y mortales. Y, ¿qué es la palabra, el mensaje? Es la sombra platónica proyectada sobre la conciencia humana, y si bien el contorno de la verdad es indudable en una proyección y en una palabra, la verdad en sí no se aparece, y es por eso que el dios mensajero (que transmite la verdad) es también el dios de la mentira, del engaño, del galanteo. Es el dios de la concordia, pero también el de los embusteros.

Por otra parte la dualidad clásica no solo se manifiesta en cuanto a la ontología de la inteligencia, también en cuanto a su axiología. Aún Aristóteles, incansable defensor de la verdad en su Ética, no dejará de reconocer en su Poética las virtudes pedagógicas o didácticas de lo inexacto, pues más allá de carácter falso de la mentira, no dejan de estar reconocidos en ella ciertos contenidos universales. El poeta, frente al historiador, usa la farsa por su carácter flexible para hacer entender lo que hay mas allá de los hechos ciertos. La verdad concreta de los hechos no transmite la verdad universal, pues la verdad habría de seguir siendo una con otros sucesos. La verdad universal es hija de la metáfora.

En todo, con la ciudad común, diría Aristóteles en su Política, se manifiesta lo propio, lo particular. La mentira prehistórica, quizás acotada como una estrategia del grupo o el clan, pasa a ser cuestión de gobierno personal o de gestión de uno mismo. Habrá quien tome el camino de la Ética (o la sinceridad) o el de la Poética (o la artimaña). Tal vez en un mundo enredado como el que desde entonces se ha construido, la virtud esté en su justo medio, pues la sinceridad exige artimañas para lograr éxitos y queda dicho que la artimaña no vive sin la verdad.

La verdad oscura: el hábito no hace al monje

Aunque el patrón de la mentira queda fijado ya en periodos anteriores, los contextos históricos perfilarán un estilo característico. El arte medieval podría caracterizarse por el férreo control de la verdad sobre la mentira. Quizá los dioses embriagados y juguetones de la época clásica necesitaban el látigo redentor del Dios cristiano. San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino podrían verse como los azotadores. No obstante tanto uno como otro azotador no dejarán de reconocerle a la farsa su vivir inevitable, y el último casi hasta su virtud para ciertos casos; y es que la verdad beata no puede disimular la mentira oculta en los hábitos.

El rigor de la moral cristiana habrá de hacer su cruzada contra el pecado de mentir. La propia consolidación de la institución eclesiástica conlleva la persecución del hereje a través de su desenmascaramiento. La iglesia se previene contra el falso testimonio y la falsificación de la creencia. Se levantan primero las gruesas murallas románicas contra la mentira y después las apologéticas cumbres góticas de la verdad pero cada piedra habrá de tener sus sombras.

El mundo inestable de invasiones, de avances y repliegues, de fragmentación fronteriza... disuelve en gran medida el mundo urbano en Occidente. La vida se simplifica en cuanto a las relaciones de sociedad en un mundo rural y campesino, la mentira pierde matices y colorido a costa de una verdad elemental. Pero la Ciudad de Dios sigue levantada en cada aldea y los clérigos sostienen las verdades heredadas junto con las sospechas de infamia. San Agustín había acertado a desconfiar del hombre, que por su voluntad miente. A la luz ilustrada de la Iglesia flotan las manchas oscuras, porque la figura pecadora del farsante refleja de la del honesto cristiano (cristiano puede traducirse aquí casi por ciudadano, aunque viva en el campo o en una villa).

Con los tiempos viene una secularización de los hábitos, y los hábitos tienen su aprovechamiento tanto para el que se disfraza como para el que repara en la vanidad del que se los pone. La verdad ensalzada como virtud de esta época emociona la vanidad del hombre y la mentira saca tajada. Al efecto nos alecciona la famosa fábula del Cuervo y el Zorro en El Conde Lucanor de Don Juan Manuel (la mentira es una treta que se aprovecha de la vanidad de un hábito tomado por verdad):

Una vez halló el cuervo un gran pedazo de queso, y se subió a un árbol para poder comérselo más a gusto, sin recelo y sin estorbo de nadie. Y cuando así estaba, pasó el zorro por el pie del árbol, y apenas vio el queso que tenía el cuervo se puso a tramar el modo de quitárselo. Y, por ello, empezó a hablar de esta manera:

—«Don Cuervo, hace mucho tiempo que oí hablar de vos y de vuestra nobleza y apostura. Y aunque os he buscado, no ha sido voluntad de Dios ni ventura mía el que os hallara hasta este momento. Y para que veáis que no os lo digo por lisonja, enumeraré tanto las aposturas que en vos veo como aquellas cosas en que, según las gentes, no sois tan apuesto.

Todas las gentes piensan que el color de vuestro plumaje, ojos y pico, patas y uñas es negro. Y dado que las cosas negras no son tan apuestas como las de otro color, y vos sois enteramente negro, opinan las gentes que ello constituye mengua de vuestra apostura. No se dan cuenta de que se equivocan pensando así. Pues si vuestras plumas son negras, es tan negra y brillante su negrura, que se vuelve de azul índigo como las plumas del pavo real, la cual es el ave más hermosa del mundo. Y aunque vuestros ojos son negros, en cuanto ojos son más hermosos que ningunos otros ojos; pues la propiedad del ojo no es sino ver; y puesto que toda cosa negra conforta la vista, los negros son los mejores; y por ello son más alabados los ojos de la gacela, que son más negros que los de cualquier otro animal. De igual manera, vuestro pico y vuestras patas y uñas son más fuertes que las de ninguna otra ave de vuestro tamaño. Y en vuestro vuelo tenéis tanta ligereza, que no os estorba el viento contrario, por recio que sea, cosa que ninguna otra me puede hacer tan ligeramente como vos. Y tengo por seguro, puesto que Dios hace todas las cosas razonablemente, que no consentiría que, siendo vos tan excelente en todo, tuvieseis el defecto de no cantar mejor que otra ave cualquiera. Y pues Dios me ha concedido la merced de veros, y compruebo que hay en vos mejor bien del que nunca oí, si me dejaseis oír vuestro canto, me tendría bienaventurado para siempre».

Y cuando el cuervo vio de qué modo le alababa el raposo, y cómo le decía verdad en algunas cosas, pensó que se las decía en todas, e imaginó que era su amigo, sin sospechar que era para quitarle el queso que llevaba en el pico. Y en vista de las muchas y buenas razones que le había oído, y por los halagos y por los ruegos que le había hecho, abrió el pico para cantar. Por lo cual cayó el queso en tierra, lo tomó el zorro y se fue con él. Y así quedó engañado el cuervo, por creer que su apostura y gallardía eran mayores que las que tenía de verdad.

Y aun la mentira podría colarse revestida de virtud, como a veces se dice de El libro del Buen Amor de Juan Ruiz; algunos interpretan que el propio autor construye un manual del embuste carnavalesco haciéndolo pasar por un catálogo del pecado como si fuese el canto de un juglar que, con licencia para moralizar hablando de blasfemias, habla de moral para blasfemar. Sin capacidad para descubrir la intención del autor, la dialéctica entre la virtud y el deseo, la verdad y la mentira se muestran a cada verso. La ambigüedad del libro podría ser el conflicto del hombre medieval con capacidad de elegir entre caer en los deleites del pecado a través de las sombras de la virtud o la de prevenirse al desenfreno poniendo luz al pecado.

Pero en cualquier caso, durante el medievo la mentira es la verdad oscura de una virtud monumental. Es cuando la mentira empieza a ser virtud, en el renacer del hombre, que hay un cambio de estilo. El Decamerón ofrece una historia límite de las dos tendencias. En la novela primera se narra las trampas últimas de un hombre de mala vida que miente astutamente a un fraile antes de su muerte, siendo finalmente el pecador bendecido y tendido por santo y sirviendo de mediador espiritual para el pueblo. Y concluye el cuento que “(...) grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia.” El crepúsculo medieval, los albores del renacimiento.

Renacimiento de la mentira, ¿había muerto?

La falsedad que da lugar al descubrimiento de América sirve metafóricamente para argumentar el nuevo brillo del embuste. El viaje, que no hubiese tenido lugar sin los cálculos erróneos de Colón sobre la base de los de Tolomeo, parece como presagiar el nuevo elogio a la mentira que renacerá entonces.

La sociedad se decanta definitivamente por el urbanismo y la mentira resulta necesaria en este ambiente y se convierte en un arte nuevamente respetado. Tomando como medida al hombre, ha de reconocerse que es de su inteligencia mentir y, por tanto, digna de consideración.

Ejemplo de obra renacentista es El Príncipe de Maquiavelo. Auténtico tratado de filosofía política, la mentira es en El Príncipe una figura de contornos bien visibles, de claridad absoluta que responde a los patrones artísticos de la época. El elogio a la mentira está justificado sobre la base del realismo. Funciona y es necesaria. Así como ya Platón justificara en su República el engaño al pueblo por su propio bien, lo mismo Maquiavelo, que recomienda a su Príncipe una serie de artimañas para el buen gobierno. No se trata de mentir para engordar al gobernante, se trata de comprender la necesidad imprescindible de dominar este arte ante la realidad cambiante y las veleidades del vulgo.

(...) el príncipe prudente, que no quiere perderse, no puede ni debe estar al cumplimiento de sus promesas, sino mientras no le pare el perjuicio, y en tanto que subsisten la circunstancias del tiempo en que se comprometió.

Ya me guardaría bien de dar tal precepto a los príncipes si todos los hombres fuesen buenos; pero como son malos y están siempre dispuestos a quebrantar su palabra, no debe ser solo el príncipe exacto y celoso en el cumplimiento de la suya.

El realismo renacentista surge del pesimismo sobre la verdad. El realismo pesimista toca todas las capas sociales. En todas se torna como necesaria y habitual la mentira, y acaso los perseguidores de la digna verdad son los seres más perdidos. Al respecto aparece y más después en el barroco el personaje del antihéroe en la novela renacentista española y por supuesto en El Quijote en su protagonista principal. Personajes que, atados por la pretensión de valores verdaderos y eternos, están sumidos en la irrealidad y la locura. En este contexto los que malviven, aunque sea en la miseria, son los pícaros (renacentistas aunque se hable de ellos en tiempos postreros), acostumbrados al ir y venir de las cosas y las circunstancias. La realidad cotidiana plantea un escenario donde mentir es ley de vida, si bien es un arte difícil en el juego de engaños y contra-engaños. Al respecto, la archi-famosa escena de las uvas de El Lazarillo de Tormes plantea con la crudeza del realismo de la naturaleza contingente y provisional de la picaresca mundana. La mentira de Lázaro es tan cotidiana y está tan en la calle que hasta un ciego la ve de curtido que está él mismo en estas tretas (“¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que comía yo dos a dos y callabas.”)

La mentira renacentista se caracteriza por la nitidez y hábito del mentir. La mentira adquiere la función de un plano general, un fondo, sobre el que transcurre la trama de la vida de las personas y personajes, y no cabe más que sumergirse en las turbias aguas para desenvolverse. Aún así una no hará sino introducir al personaje en otro charco, en un circuito indefinido donde unas mentiras se lavan con nuevas más gordas. Con el barroco la mentira habrá de depurarse hasta el punto en que permita nadar al tiempo que guardar la ropa.

La mentira compleja

Sin duda una sociedad cada vez más difícil y avisada sobre las artes diáfanas del engaño necesita formas más complicadas de engañar. Mientras que podríamos decir que la mentira renacentista se arregla para salvar las circunstancias, la mentira barroca consiste en arreglar las circunstancias para poder mentir. Ya no son personas o personajes que mienten episódicamente cada vez según convenga, son personas o personajes que trazan un plano equívoco donde poner los pilares para sostener sus mentiras a lo largo de todo un relato. El ascenso de la burguesía requiere la consolidación de máscaras sólidas y creíbles que garanticen sus ahorros.

La mentira pasa de ser el fondo vital reconocido en el renacimiento a ser el motivo sobresaliente del cuadro. La verdad se subordina para dar funcionalidad a la falsedad, limitada por la desconfianza durante la etapa anterior.

El personaje de Yago en Otelo representa fielmente esta complejidad. Yago, hombre codicioso que quiere ascender en el escalafón militar, halla los peldaños en la verdad, de la que trata de separarse poco para estafar la confianza amorosa que Otelo inicialmente deposita en Desdémona. Poco importa el amor sincero de ésta, porque el amor como cualquier cosa solo puede verse en algunas de sus partes aparentes. Yago procurará escoger las partes que más le interesen sin ser ninguna de ellas inventadas. Así, con la evidencia del sesgo, dirigirá astutamente la vista a Otelo y moldeará su personalidad hasta convertirlo en un celoso asesino. La mentira es un proyecto constante y coherente en Yago, un proyecto sólido, tanto que en su desenlace en la obra de Shakespeare muere de éxito. La mentira barroca no muere por tener las piernas cortas, muere por caminar demasiado, por su desmesura. Una nueva vuelta de tuerca en el modernismo romántico nos arroja a una estrategia de contención.

En esas tesituras Kant levanta su filosofía contra la mentira, contra toda forma de mentir. Es la resistencia de un “cura de la verdad” que en sus pretensiones idealistas acabará por engendrar a un hijo bastardo: Schopehauer, amigo de lo contrario. La mentira aún habrá de radicalizarse.

La mentira romántica: el baile de máscaras

La sociedad burguesa estalla con la revolución francesa. Adquiere especial importancia el concepto de plusvalía, no obstante presente ya desde los viejos tiempos. Las cosas definitivamente valen más de lo que verdaderamente son. La acumulación de determinada suma de dinero en manos de ciertas personas, con un alta capacidad para producir mercancías y la existencia de amplios grupos de población “liberada” del campo y de la propiedad, que les obliga a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, permite la explotación de la mano de obra con fin de abaratar los costes sin por ello necesariamente abaratar los precios. Este margen de ficción a costa del obrero repercute en un impulso a la mentira social, además de la económica. Descubrir que se puede vender por más de lo que vale, y a partir de entonces de forma generalizada y palpable, no puede ser inocuo para las mentalidades de entonces. El hombre está redescubierto desde del renacimiento y en estas fechas definitivamente sobrevalorado.

Las emociones humanas se tornan exageradas (incluso adulteradas sentimentalmente), y en su exageración muy cercanas a las virtudes puritanas, reveladas como una característica personal, como un elección de personas respetables muy dadas a la vanidad por su correcta manera de comportarse. Si ya desde el barroco se empiezan a construir verdaderas personalidades de ficción, ahora el carnaval es norma para todo el que mercadea, para todo el que posee, para todo el que tiene capital. Allá seguirán, con sus astucias, los pícaros y celestinas en las clases sociales más bajas. La careta personal, en cambio, es un arte refinado, signo de distinción, pero dificultoso y con avatares. Cierto es que si bien la careta se lleva dignamente, a todo momento está el “actor” en riesgo de desnudar la cara y enseñar las vergüenzas de su verdadero rostro. Yago está en riesgo de reconocerse finalmente ante el espejo público de los hipócritas, que no pasarán el descuido por miedo a reflejarse.

El giro del romanticismo es la vergüenza a la verdad, que a toda costa debe ser ocultada. La sociedad está montada sobre mentiras y su revelación destruye la estructura misma del alma enmascarada, destruye a la persona que lo es gracias a su antifaz. Las precauciones obligan al disimulo como técnica básica. Las fuerzas no se ponen en hacer eficaz la mentira con sofisticadas estrategias (signo barroco), sino en hacerla impermeable a la verdad. El personaje no se diseña para engañar, se diseña sobre todo para no ser descubierto.

El arte moderno y romántico se nos desvela en Las amistades peligrosas de Chordelos de Laclos, como genialmente ha sabido ver el psicólogo Marino Pérez en Ciudad, individuo y psicología. En la complicada trama de Laclos se suceden multitud de personajes, de sentimientos y pasiones a la vez distantes y linderas, multitud de argucias, de cotilleos, de intrigas, de secretos y evidencias; pero lo fundamental y original es el juego de espejos en el que consiste la Mentira sostenida en el libro, ideada por el personaje de la marquesa. Lo básico no es tanto mentir, las mentiras parciales son las mismas de siempre, lo original está en la construcción dramática de la historia dirigida por la marquesa, con intención de ir venciendo las resistencias de unas personas que se protegen en sus disfraces. Las tentaciones primarias son como verdades naturales disimuladas entre las ropas, pero que de un modo u otro han de mostrarse en algún momento. La mentira consiste en hacer perder la referencia del “correcto envoltorio” en que deben servirse las pasiones. Tal cosa es posible por la buena maña de la aristócrata, pero sobre la base de que cualquier envoltorio es distinto al contenido de lo envuelto.

La mentira romántica parte del reconocimiento por parte del artista de que el engañado a su vez engaña. En este sentido el mentiroso se dedica a confundir las referencias del engañador engañado tal que su representación resulte torpe e insegura y finalmente se descubra que interpreta haciéndose insoportable su degustación en el escenario social. Destruyéndolo como personaje quedará destruido como persona. El artista no puede mentir sin referencia a la verdad, y en el mundo romántico la manipulación consiste en hacer evidente la verdad manipulada por los otros sin acusar directamente, pues nadie está libre de pecado, ni puede salirse del escenario, ni desea prescindir de la utilidad de una buena interpretación.

El teatro y la obra seguirán ya en el mismísimo presente, pero dado el número de actores, personajes y guiones, la obra toma nuevas dimensiones.

La mentira en la vanguardia. La sofisticación delirante

La sociedad contemporánea nos descubre una nueva realidad económica: el producto- ficción, que cristaliza más que nunca en nuestros días. El producto no está ya sobreestimado, el producto es directamente falso, no tiene valor alguno por sí mismo. Es el trazo que nos dibuja Vicente Verdú en El estilo del mundo. Sin embargo la ficción del producto esconde una verdad casi irrenunciable, la de vivir a través de su consumo: vivir al hilo de una marca de vaqueros y de una lata de agua negra azucarada, pero vivir al fin y al cabo. Del capitalismo clásico donde unos cuantos acumulaban riquezas y la vendían, las comerciaban, pasamos a un capitalismo socializado, o lo que es lo mismo, a una sociedad consumo. El engorde de las carteras de la clase media supone una nueva posibilidad para el mercado que gana con el consumo de masas. La mayoría puede comprar y también, como corresponde, puede (necesita) vender y venderse. Esto tiene implicaciones evidentes en la vida de las gentes y en la condensación psicológica de sus personalidades. El “baile de máscaras” al que asistiría contemplativo y confuso un humilde operario en la etapa romántica, se convierte en un salón global en el que el ciudadano normal se ve forzado a coger el ritmo y a vestirse según corresponde. La vida es un show, el hombre un actor.

La generalización del producto-ficción como artículo de venta consagra definitivamente al envoltorio como decisivo, es más, el envoltorio es el producto y el contenido solamente una excusa. La funcionalidad de tal artimaña mercantil es la de hacer discurrir la trama de cada cual a través de la ficción para encontrarse con otro actor o actores en tramas tangenciales. Las relaciones interpersonales están tocadas completamente por la escena económica. Ya no unen los trabajos (ya de por sí atemporales) ni las desgracias (ahora individuales, psicológicas), une contingentemente la red de tramas en la que todos representan según las modas de estilo que se van imponiendo cada temporada. Porque el producto-ficción exige cantidad, el secreto del beneficio es precisamente ese. La optimización económica, alcanzado un punto en que resulta difícil o menos rentable conquistar nuevos mercados, se logra con una mayor tasa de venta resultado de acelerar (acortar) los tiempos de consumación. El éxito de una marca, vinculado al escaparate social del consumidor y al éxito que esa imagen puede tener para el individuo, renta en un cambio incesante de estilo, de línea, cambiando sin fatiga el aire o la expresión del consumidor, por más que interese que la marca y el individuo permanezcan constantes. El producto consiste en consumir al consumidor.

Con estos ingredientes el hombre contemporáneo está amenazado por la fragmentación personal, por la desrealización; es un actor en busca de un papel para comerse el día, pero que ha renunciado a interpretar el papel de su vida. El actor es preso de una aparente necesidad de sofisticación que le permita seguir una urdimbre complejísima, profunda, intensa... pero la obra (la verdad) es pobre, vulgar y obscena. El metrosexual, desfigurado de tanto perfilarse, es un personaje provisional que apenas puede desempeñar su papel una vez a terminado de acicalarse, pues de inmediato tiene que tomar el tren del día siguiente con nuevas pinturas. Y la verdad sigue siendo la misma para cada salida del sol, encontrarse con los demás, pero no parece posible sin las poses fingidas de unos aceites mutables y una metamorfosis continua. La pregunta “¿quién soy yo?” no está injustificada, pero incluso las respuestas disponibles son erráticas. El reencuentro con la identidad se vende en viajes a islas perdidas, en espectáculos cinematográficos, en el diván... lugares realmente diseñados para perderse y los trastornos psicológicos y psiquiátricos son epidemia, naturalmente.

La mentira de vanguardia es un cuadro abstracto y confuso. La ficción lo domina todo y la mentira, perdida casi la referencia de la verdad, es un arte que adquiere elementos de vulgaridad. La supervivencia social requiere más que nunca de la Mentira, con mayúsculas, porque casi consiste en inventarse una Verdad, porque la verdad clásica sobre la que se sustentaba la imagen o figuración representada en un cuadro ya no está referida en los contenidos pictóricos; la verdad ahora se reduce (como unidad mínima irrenunciable) a la estructura física (el lienzo, los pigmentos, el cuerpo biológico y las necesidades básicas). Si la verdad está en crisis, también lo está la mentira auténtica. La mentira de vanguardia es un subproducto, el autoengaño dramático (la enfermedad mental). El objetivo elemental ya no está tanto en el aprovechamiento de simular o disimular la verdad para robarle algo al otro, sino en poseer una verdad para uno mismo poseer algo.

La aventura contemporánea es la infructuosa de Alicia en el País de las Maravillas (y su complementaria Alicia frente al espejo) o la delirante de Neo en Matrix, ambos diluidos en un mundo cavernario de oscuras percepciones. Alicia, al introducirse en la madriguera y perseguir al conejo blanco descubre un mundo absurdo que pretende interpretar con lógica (Lewis Carroll era matemático). Alicia discute infatigable con los disparatados personajes que se va encontrando intentando comprenderles racionalmente. Por el contrario Neo descubre estar en un mundo irreal y su empeño más bien consiste en una incesante lucha por salirse al otro lado, más allá de las apariencias. Ambos, Alicia y Neo, reflejan la tensión neurótica y psicótica a la que invita el caos mundano. Alicia es una neurótica atrapada en el intento estéril de racionalización de las ficciones que se va encontrando, mientras que Neo es un psicótico que pretende desdoblar el mundo, que pretende superar la realidad-ficticia o la ficción-realidad en la que necesariamente tiene que moverse. Alicia opera como Miró, a brochazos, intentando descubrir una “buena forma”. Neo es un Kandinsky, un personaje iluminado por un plan geométricamente determinado, que habría de terminar loco de remate al descubrir que sin las ficciones generadas por Matrix no podría caminar hacia la verdad y que destruir Matrix es destruir el camino.

El autoengaño es la argucia delirante característica del sobrevivir en nuestros días. Es la búsqueda de una identidad consistente, que trascienda la articulación de cada cual en el mundo. El autoengaño opera, por tanto, un distanciamiento de la realidad y de la identidad personal para así escapar o evadirse de un funcionamiento irregular del entorno, para así evadirse irresponsablemente de la implicación que cada cual tiene al participar en la obra. Un papel adaptado al que no quiere interpretar, que sin embargo, paradójicamente le obliga a interpretar como figurante, y que también consume y es consumido por su papel mundano de enfermo o de espectador, de Don Nadie. Los figurantes también padecen las modas, las modas diagnósticas, las modas del espectáculo al que asisten. Y también pagan sus cheques.

Por tanto, y a modo de conclusión, la estrategia vital realmente inteligente puede que no sea otra que entender, asumir y sufrir/gozar (vivir) la verdad de la ficción. No cabe otra. Si acaso con la mesura o prudencia que sea posible para no vivir en la ficción, para no encasillarnos en un personaje absurdo, pero sin renunciar a cómo son las cosas y sin renunciar a nuestra identidad de pícaros que es la que en realidad nos caracteriza y a la que estamos un poco obligados.

Resumen

Este ensayo recorre la historia de la mentira. Un curioso e interesante itinerario por distintas épocas en las que el engaño, el disimulo y la verdad manipulada describen el devenir y la cotidianeidad de las sociedades humanas. Desde el principio, la mentira se convierte en un acto social, por tanto en una práctica que se transforma con las modas y circunstancias históricas. El ser humano necesita de la verdad y de la ficción para vivir. Lo difícil es saber distinguir una de otra sin perderse por el camino.

Rubén González Fernández, en redalyc.org/

Elvira Lorenzo López

Numerarias auxiliares: una llamada específica para cuidar y fortalecer los lazos familiares en el Opus Dei.

Jesús acaba de hablar de semillas, aves, espinos y tierra fértil. Estaba ilustrando las disposiciones de quienes le escuchan, tan distintas entre sí. Unas y otras se revelarán, con el pasar del tiempo, más o menos fecundas: «Lo que cayó en tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón bueno y generoso, la conservan y dan fruto» (Lc 8, 15). Probablemente el Señor tiene todavía en mente esta imagen cuando, al rato, alguien le interrumpe: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte» (Lc 8, 20). El Maestro responde entonces, para sorpresa de todos: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 20). Es uno de los momentos del Evangelio en que Jesús habla de una nueva forma de relación, más fuerte que la que lo unía visiblemente a su madre: el vínculo de la familia sobrenatural, que surge con la escucha y la aceptación de la palabra de Dios.

A imagen de un Dios que es comunión

La Iglesia es, en palabras del Catecismo, «la verdadera familia de Jesús» [1]. El Papa Francisco lo reafirma: «Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales» [2]. La fe tiene un poder de fecundidad tan fuerte que genera nuevas uniones reales. Y en el Opus Dei, que es una partecica de la Iglesia, sucede lo mismo: quienes han experimentado aquellos mismos «barruntos de amor de Dios» [3] de san Josemaría, pasan a formar parte de la pequeña familia que es la Obra. Una familia que respira en la intimidad de un Dios que no es soledad ni aislamiento, sino comunión entre personas, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; una familia llamada a mantenerse unida, tanto por ese amor de las entrañas de Dios que la vivifica como por la misión divina a la que han sido llamados cada uno de sus miembros: transmitir, cada uno en sus circunstancias cotidianas, que Dios nos quiere como hijos.

Durante los primeros años de la Obra, san Josemaría no tenía claro cómo debía materializarse este rasgo esencial del espíritu del Opus Dei que es su carácter familiar. Al poco tiempo, sin embargo, se dio cuenta de que su madre y su hermana estaban de hecho generando el clima que él buscaba para los centros de la Obra. Tras considerarlo en la oración, decidió pedirles esta ayuda insustituible. El beato Álvaro del Portillo explicaba, años más tarde, cómo aquellas dos mujeres «transmitieron el calor que había caracterizado la vida doméstica de la familia Escrivá a la familia sobrenatural que el Fundador había formado. Nosotros íbamos aprendiendo a reconocerlo en el buen gusto de tantos pequeños detalles, en la delicadeza en el trato mutuo, en el cuidado de las cosas materiales de la casa, que implican –es lo más importante– una constante preocupación por los demás y un espíritu de servicio, hecho de vigilancia y abnegación; lo habíamos contemplado en la persona del Padre y lo veíamos confirmado en la Abuela y en tía Carmen» [4].

¡En cuántas ocasiones, al ver a niños que crecen sostenidos por el afecto de sus padres, o al conocer ancianos que se saben acompañados por las caricias o palabras de sus nietos, hemos comprobado la necesidad vital de la familia! La vida no es igual sin este soporte familiar, por más éxitos que podamos cosechar. Una persona que se sabe querida es capaz de superar o de sobrellevar con alegría cualquier dificultad. La necesidad de saberse querido, de pertenecer a un hogar, es universal: forma parte de nuestra identidad más profunda. Los cuidados, la gratuidad que esto requiere «jamás podrán faltar, por mucho que progrese la humanidad» [5].

Cuando decimos que las personas del Opus Dei forman una familia, no se trata solamente de un simple ambiente familiar, que es posible conseguir en tantos otros lugares. Este entorno de familia ha de ser una realidad palpable con raíces sobrenaturales y con frutos cotidianos, materiales, afectivos, de cariño. Cada uno y cada una cultiva y fortalece esos vínculos, porque de todos depende que no solo se respire un entorno de familia, sino que seamos verdaderamente familia.

Con todo, el fundador del Opus Dei vio claramente la necesidad de contar con personas que, desde la sabiduría para conjugar lo material y lo intangible, cuidaran estos lazos de manera particular. Asegurar esta misión, incluyendo hasta los detalles materiales más pequeños, corresponde de un modo especial a las numerarias auxiliares. Se trata de una llamada específica, que surge entre las primeras mujeres del Opus Dei, para ser esas manos que unen lo más divino y lo más humano, imitadoras de otras manos: las de la Madre de Jesús, que conjugaron siempre ambas realidades para discernir y cumplir la voluntad de Dios.

Amor gratuito que afirma a la otra persona

Quizá la parte más externamente visible de la misión de una numeraria auxiliar sea la de organizar y planificar el cuidado de los centros, de modo que todos se sepan y se sientan responsables de su casa. Como en toda familia, las tareas se reparten con flexibilidad, según las posibilidades de cada uno. Se podría decir que las numerarias auxiliares tienen el hogar en sus manos para después darlo a los demás [6]. En algunos casos se podrá palpar esta entraña familiar a través de hechos concretos como la alimentación, la limpieza o la decoración, pero esta realidad nos conduce a otra que trasciende lo material: su principal misión, que es afirmar a cada persona en su identidad y en su misión apostólica.

«No se trata solo de realizar una serie de tareas materiales, que en diversas medidas podemos y debemos hacer entre todos –escribe el prelado del Opus Dei–, sino de preverlas, organizarlas y coordinarlas de tal manera que el resultado sea precisamente ese hogar donde todos se sientan en casa, acogidos, afirmados, cuidados y, a la vez, responsables» [7]. Por esto, san Josemaría consideraba a esta misión un «apostolado de apostolados», la «columna vertebral» que permite al Opus Dei moverse en el mundo con un espíritu de familia, o el «cañamazo» sobre el que tejen sus amistades todos los demás miembros de la Obra.

Con su vida diaria, una numeraria auxiliar trata de hacer palpables, en cierto modo, las palabras que rezamos en el Ángelus: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En su día a día procura una fuerte unión con la Eucaristía, para traer nuevamente a Dios al mundo y ponerlo ante los ojos de los demás: cada gesto, cada palabra, cada pensamiento y cada acción pretenden comunicar que Dios está presente en lo más cotidiano.

Como reflejo de la infinita fecundidad de María, un don que Dios ha regalado al Opus Dei es el celibato, raíz secreta de una auténtica paternidad y maternidad [8], a la que se añade, en el caso de las numerarias auxiliares, una manifestación específica: «Con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor» [9]. De aquí surge –y esto es lo más profundo de su misión– un amor gratuito, expresado en todas las dimensiones del ser; un amor dotado de «la espontaneidad jugosa de lo que está vivo, de quien busca ocasiones inéditas de manifestar que cree y ama» [10]; un amor que saca a cada uno del anonimato, renovando su vigor, dándole fuerzas nuevamente, pues le recuerda que es amado simplemente porque existe, y no por lo que tiene o por lo que hace.

Verdadero poder transformador de la sociedad

En un mundo que apuesta con frecuencia por la notoriedad y el ruido, el trabajo de una numeraria auxiliar puede parecer discreto y silencioso, pero está dotado de un verdadero poder transformador en la sociedad. No existen dispositivos para medir la energía que libera la disposición a dirigir constantemente la atención hacia las personas, colocándolas siempre en el centro, buscando enriquecer todos los aspectos de su vida: físico, mental, emocional, espiritual, social, etc. Este genuino interés por cada uno y cada una va calando en la sociedad, empezando por los fieles de la Obra, que llevan a su vez esa actitud humanizadora a su ambiente profesional propio. La misión de unir lo divino y lo humano, tan propia del Opus Dei, se prolonga como en círculos concéntricos a todas las personas que se acercan a esta familia, hasta llegar a la sociedad entera. «Con la gracia de Dios, si queréis –decía mons. Javier Echeverría a las numerarias auxiliares–, podéis ser como una central atómica espiritual, apostólica, capaz de extender sus efectos a todo el mundo» [11].

Cada numeraria auxiliar enriquece, con su personalidad propia, la vida y el trabajo en cada centro de la Obra. Asimismo, procura capacitarse con la necesaria preparación y competencia para llevarlo a cabo. Esta profesionalidad puede abarcar también los ámbitos de la gestión económica y empresarial, la optimización de recursos, el liderazgo de equipos, el conocimiento nutricional, la capacidad de adecuación a las personas de cada lugar, la sostenibilidad, etc. Todo esto supone un aprendizaje continuo, al compás de los avances de la sociedad y de los distintos sectores profesionales, pero sin perder de vista que lo esencial es mantener viva la sensibilidad hacia el cuidado de la familia. Una persona llamada a vivir esta vocación «pone la competencia profesional directamente al servicio de las personas, mostrando de modo práctico cómo el mismo espíritu puede materializarse en distintas circunstancias históricas; se convierte en un factor de humanización de la cultura, de vanguardia, y, por tanto, de inspiración para el trabajo profesional de todos» [12].

El cuidado de las personas y de la casa es un ámbito privilegiado de diálogo con el mundo contemporáneo. «Tenéis una misión entusiasmante», escribe el prelado del Opus Dei: «Transformar este mundo, hoy tan lleno de individualismo e indiferencia, en un auténtico hogar. Vuestra tarea, realizada con amor, puede llegar a todos los ambientes. Estáis construyendo un mundo más humano y más divino, porque lo dignificáis con vuestro trabajo convertido en oración, con vuestro cariño y con la profesionalidad que ponéis en el cuidado de las personas en su integridad» [13].

Elección, entrega, felicidad

El discernimiento para descubrir la propia vocación como numeraria auxiliar no se basa principalmente en la inclinación a un tipo de tareas concretas, como lo son las más directamente relacionadas con el cuidado. Cualquier estudio o perfil profesional puede aportar en este anhelo por afirmar a la persona en su integridad. Dios da esta misión a quien quiere: basta el deseo de mirar a Cristo y, por Cristo, a los demás miembros de su familia y de su entorno.

Generalmente nada impide que las numerarias auxiliares puedan continuar su formación o su desarrollo personal en cualquier ámbito: se trata de una riqueza que les aporta valor a ellas mismas, y también a sus relaciones y a su trabajo. Lo importante es integrar ese desarrollo profesional y personal en su identidad más profunda, que echa raíces en una decisión firme y madura de fidelidad a la llamada de Dios.

Por otro lado, puede suceder también que la entrega de una numeraria auxiliar suponga la renuncia a una profesión anterior. Es algo que sucede a tanta gente, sobre todo a quienes deciden dedicar más tiempo a cuidar directamente de un hogar. Pero no se trata de un simple sacrificio ciego, sino de una decisión madura, fundamentada en la alegría de quien abraza algo que ama, en el gozo de quien elige dar vida. El Papa descubre esta realidad en la figura de san José: «La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza (…). Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio (…). Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración» [14].

La vocación de numeraria auxiliar es, como toda vocación en el Opus Dei, «omnicomprensiva», es decir, abarca todos los aspectos y momentos de la vida [15]. No se trata de una llamada profesional que se pone en acción solamente durante la jornada laboral. Esa misma misión de hacer palpable el amor de Dios anima los momentos de formación, de descanso, de convivencia familiar, de amistad, o en cualquier tipo de actividad. Dios quiere que haya en el Opus Dei personas que, enamoradas de Él, transmitan con su presencia el mismo cariño de Dios, el mismo cuidado hacia su Hijo encarnado y presente en la Eucaristía, y hacia los hombres y mujeres, hijos de Dios.

* * *

Cae la tarde. La gente se mantiene en pie escuchando cada palabra del Maestro. Jesús se compadece de su cansancio. Sabe que la mayoría se encuentra lejos de su casa, y pide a sus discípulos más cercanos que acomoden a los grupos en la hierba. Jesús obra el milagro de alimentarlos con solo cinco panes y dos peces, y todos reponen fuerzas para seguir su camino junto a Él: hombres, mujeres y niños (cfr. Jn 6, 1-15).

Más adelante, Jesús enviará de nuevo a los discípulos a preparar una comida. En el cenáculo, con el mismo gesto anterior de bendición y con la mirada al cielo, Jesús se da a sí mismo en el pan y el vino, antes de su Pasión (cfr. Mt 26, 17-27). El Señor materializa su inmenso amor en dos alimentos modestos, y asegura de este modo su presencia en la tierra hasta el fin de los tiempos, como anticipo del banquete del cielo. Desde ese amor escondido en el pan y el vino, presente en el sagrario de los centros de la Obra, las numerarias auxiliares protegen el espíritu de familia, resaltan el valor único de cada persona y enseñan al mundo a construir relaciones de afecto, servicio y apoyo.

Elvira Lorenzo López, en opusdei.org/es

Notas:

[1]     Catecismo de la Iglesia Católica, n. 764.

[2]     Francisco, Ángelus, 10-VI-2018.

[3]     San Josemaría, Homilía, 2-X-1968.

[4]     Beato Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador, Rialp, cap. 6: “Familia y milicia”.

[5]     Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 24-I-1990, n. 44.

[6]     Cfr. San Josemaría, Cartas 36, n. 33.

[7]     Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 14. El énfasis se encuentra también en el original.

[8]     Cfr. Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 13 y n. 22.

[9]     Cfr. Ibíd., n. 15.

[10]      San Josemaría, Cartas 36, n. 62.

[11]      Mons. J. Echevarría, Carta pastoral, 23-X-2005, p. 6.

[12]      “Reflexiones sobre la Administración en el Opus Dei: riquezas y perspectivas”, en Romana, n. 72, 2021.

[13]      Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 17.

[14]      Francisco, Carta apostólica Patris corde, n. 7.

[15]      Cfr. Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 8.

Llucià Pou Sabaté

La devoción de la Virgen de los Dolores tiene una antigua raigambre entre los cristianos, desde la Edad Media está documentada que esta devoción pertenece a la piedad popular. Algunos santos como san Pablo de la Cruz la han recomendado mucho: “por el bien de la Santa Iglesia en la salvación de las almas”, pedía poco antes de morir en 1775 a los suyos promover “en el corazón de todos la devoción a la pasión de Jesucristo y a los dolores de María Santísima”. En esta corriente de tradición de los santos vemos también a san Josemaría Escrivá.

Desde joven, Josemaría Escrivá tuvo mucha devoción a la Virgen de los Dolores, que se celebraba el viernes de Pasión, se le llamaba “Viernes de Dolores”, el anterior a Semana Santa; y era devoción extendida ese día en España y América. La devoción de Josemaría a Nuestra Señora irá creciendo con los años, y se plasma en la espiritualidad de la Obra de la que fue fundador: el plan de vida que él vivía y que luego fueron practicando los miembros del Opus Dei contiene muchas normas marianas diarias (ofrecimiento de obras que él rezaba acudiendo a María, el Ángelus o Regina coeli, rezo habitual del Acordaos, Santo Rosario, las tres Avemarías de la noche), uso del Escapulario del Carmen, y otras costumbres marianas periódicas (Rezo de la Salve u otras advocaciones, junto con una mortificación especial los sábados, Romerías en el mes de mayo)…

La madre de Josemaría se llamaba Dolores, y ese día celebraba su santo y preparaba un dulce especial hecho a base de hojas de espinacas rebozadas: “crespillos”. La devoción se unía así a la cocina, lo divino a lo humano.

Hay un momento culmen en el que la Virgen aparece como Dolorosa: cuando está al pie de la Cruz, donde el Señor nos la dio como madre: “La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: El... y tú”. Es el punto 506 de Camino, su obra más conocida (publicada en 1939 con material de sus apuntes íntimos y otros escritos anteriores). Ahí contempla también ese momento íntimo de corredención de María en la Cruz, cómo Jesús nos la da por madre, y cómo de su maternidad fluyen todas las advocaciones marianas, y también la Dolorosa.

Ya está todo anunciado en la profecía de Simeón… de ahí viene la devoción a los Siete Dolores, por la traducción que se hizo de la espada de siete filos… Siete es un número perfecto, que significa plenitud. Así María vive con plenitud su participación en la Pasión de su Hijo, y ahí, en esa devoción, hay una contemplación de la progresiva revelación que tuvo María de los dolores que sufriría acompañando a Jesús en su labor redentora.

Aquí veremos ese amor a María Santísima bajo la advocación de la Virgen de los Dolores, al hilo de los escritos del Fundador del Opus Dei. Pondré las citas de las obras del autor (Santo Rosario, Camino, Es Cristo que pasa, Vía crucis, Amigos de Dios, etc.) sin repetir el nombre del autor cada vez. Puede consultarse la reciente edición crítica de las citadas obras (que edita el Instituto histórico san Josemaría Escrivá de Balaguer a través de la editorial Rialp, Madrid).

Podemos aprovechar un modo de entrar en ambiente; en el Vía Crucis, obra póstuma con escritos de distintas fechas, Josemaría nos dice en la introducción un modo de meternos en ambiente de contemplación: “Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin ‘in libertatem gloriae filiorum Dei, en la libertad y gloria de los hijos’”.

1.        Primer dolor: la profecía de Simeón (Lc 2, 22-35)

Simeón anuncia que una espada traspasará el alma de María. El añadido al texto: “espada de siete filos” expresa que Ella, con un corazón grande, tierno, enamorado, sentirá traspasar su alma en una identificación a la misión de su hijo, sobre todo al pie de la Cruz. En la “obediencia de la fe” María va alzándose en santidad y poderosa intercesión (cf. Es Cristo que pasa, donde se recogen homilías de diversos años, n. 173).

Escrivá ve a María como “Maestra de caridad” y tan unida a la redención de su hijo que con razón la llamamos “corredentora”: “Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón ‘aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos’. La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: ‘nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos’.

”Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: "de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo" (Benedicto XV). Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: ‘stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre’” (Amigos de Dios, segundo tomo de homilías publicadas, obra póstuma, n. 287).

En Camino tratará más a fondo de esa intercesión universal de María por todos nosotros, que resume con las expresiones de “Madre” y “Señora” (por ej. puntos 493 y 512 y muchos otros que cita el comentario a esos puntos de la reciente edición crítica). 

Volverá sobre el tema de ese aprendizaje en la fe, al que se asocia también san José, cuando anota que “su padre y su madre escuchaban con admiración” (Lc 2,33: Cristo que pasa, 54) y “se maravillaron” (id, 48). En algunos comentarios a la compañía de María en la Cruz volverá san Josemaría sobre este pasaje de Simeón. No hace referencia sin embargo a ello en la consideración del correspondiente misterio gozoso en Santo Rosario (obra primitiva que escribió en 1931 y que luego retocó en 1945).

2.        Segundo dolor: La huida a Egipto (Mt 2,13-15).

San Josemaría contempla a la Virgen, en toda su vida, como la siempre disponible a lo que el Señor le pida: “¡María, Maestra del sacrificio escondido y silencioso!

”—Vedla, casi siempre oculta, colaborar con el Hijo: sabe y calla” (Camino, 509). Este sacrificio le unirá a lo largo de su vida a la misión de su hijo de un modo especial. Al comentar esta escena junto con otros episodios de su vida, en Amigos de Dios, Josemaría se centra primero, como hace habitualmente, en la maternidad de la Virgen: “María cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo. Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras”.

Luego subraya que Ella es Maestra de fe: “‘¡Bienaventurada tú, que has creído!’, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: ‘he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’. En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea”. Ese peregrinar en la fe de María, ese dolor suyo, tiene actualidad hoy, con matices de destierro, tanta gente maltratada, inmigrantes sin rumbo, sin integrarse, gente perdida en el camino de la vida…

Seguidamente, nos abre el sentido de esperanza, porque la cruz, todo dolor humano y dificultad, es camino de aprendizaje, de perfección en el amor, de santidad: “El Santo Evangelio, brevemente, nos facilita el camino para entender el ejemplo de Nuestra Madre: ‘María conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón’. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios” (Amigos de Dios, 284-285).

3.        Tercer dolor: Jesús perdido en el Templo (Lc 2, 41-50).

En Santo Rosario, Quinto misterio gozoso, Josemaría se centra en “el Niño perdido”: “¿Dónde está Jesús? —Señora: ¡el Niño!... ¿dónde está?

”Llora María. —Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. —José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y yo.

”Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé.

”Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar”. El texto tiene una gran unidad, mete de lleno en la escena, bajo la perspectiva del dolor de la pérdida de Jesús que padecemos con el pecado, y que luego se arregla con el propósito de volver: “Jesús, qué nunca más te pierda”… frase de gran contenido espiritual que arrastra a la enmienda, a la metanoia, por María: “A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María”, dirá en Camino, 495.

Ese sentido de encontrarse “perdido” podemos traerlo a nuestra memoria cuando recordamos alguna vez que nos sentimos perdidos en una gran ciudad, en un bosque, o solos cuando de pequeños nos faltó la cercanía de los padres en un ambiente desconocido. Todo eso nos da pistas para valorar lo que es sentirse encontrado. Y, en la vida espiritual, nos anima a volver ante Jesús perdido en nuestra alma. Esa idea se retoma en otra de las obras de Escrivá: “El Evangelio de la Santa Misa nos ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén enseñando en el templo. ‘María y José anduvieron la jornada entera, preguntando a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén en su busca’. La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más” (Amigos de Dios, 278).

Acaba así el punto del misterio del Rosario: “Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de Israel (Lc, 2, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial”. Aquí se toma el dolor de María como necesario para la misión de Jesús. Esta idea de dejarlo todo, al contemplar a Jesús con los Doctores, vuelve a aparecer en Camino: “‘Nesciebatis quia in his quæ Patris mei sunt oportet me esse?’ —¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?

”Respuesta de Jesús adolescente. Y respuesta a una madre como su Madre, que hace tres días que va en su busca, creyéndole perdido. —Respuesta que tiene por complemento aquellas palabras de Cristo, que transcribe San Mateo: ‘El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí’” (n. 907). Ese diálogo no está en su obra Santo Rosario, pero sí la idea, que ahora se centra en él: “¿no sabéis?” De manera que la perspectiva de ese dolor de María que comienza con “llora María”, que comenzó con la contemplación del pecado, avanza con nuestra conversión (va señalando al mirar la escena: “tú y yo”, cómo nos implicamos…), hacia una entrega totalizante a la misión apostólica siguiendo a Jesús.

En su predicación de la Legación de Honduras en Madrid (1937) ya trató este tema: “¿Cuál es el proceder de Jesús con sus padres? Narra el Evangelio que al verle se admiraron: 'et videntes admirati sunt. Et dixit mater eius ad illum: Fili, quid fecisti nobis sic? Ecce pater tuus et ego dolentes quærebamus te (Lc 2, 48); y le preguntó su Madre: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo te buscábamos angustiados’.

”Jesús responde: 'Quid est quod me quærebatis? Nesciebatis quia in his quæ Patris mei sunt, oportet me esse? (Lc 2, 49). ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?’ ¿Será esto despego? No: es, sencillamente, colocar a la familia en el plano que le corresponde».

4.        Cuarto dolor: María encuentra a su Hijo camino del Calvario

Esa escena no está en el Evangelio, pero sí en la tradición del Via Crucis; y en la contemplación de esa práctica comenta Josemaría: “Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde El pasa.

”Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo (…). Se ha cumplido la profecía de Simeón: ‘una espada traspasará tu alma’ (Lc 2,35).

”En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.

”De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre.

”Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra” (XIV Estación).

Contempla a María y su Hijo, en esa actitud de obediencia a los planes divinos, sabiendo que de ahí viene la salvación de muchos; y ahí podemos nosotros participar en ese plan redentor: “¿Qué hombre no lloraría, si viera a la Madre de Cristo en tan atroz suplicio?

”Su Hijo herido... Y nosotros lejos, cobardes, resistiéndonos a la Voluntad divina.

”Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios” (punto 1).

Contemplar el pecado que causó tanto dolor, y nuestro dolor para participar en la cruz: “Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.

”¿Necesitas más motivos para la contrición?” (punto 2).

Esa escena es la más tierna de la Pasión, porque resume todos aquellos episodios. Me imagino a los dos mirándose. En la película de Mel Gibson hay allí un recuerdo de la infancia de Jesús, cuando la Madre recoge al niño que se va a caer. Aquí también ella transmite ese “estoy contigo, hijo”. Esa idea es la que se refleja en otra de las frases de san Josemaría: “Ha esperado Jesús este encuentro con su Madre. ¡Cuántos recuerdos de infancia!: Belén, el lejano Egipto, la aldea de Nazaret. Ahora, también la quiere junto a sí, en el Calvario.

”¡La necesitamos!... En la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá!

”Así tengo yo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre!, ¡mamá!, no me dejes” (punto 3). Nos metemos en ese abrazo entre madre e hijo, para sentir esa ternura maternal de nuestra Madre en los momentos difíciles que pasamos. En Santo Rosario, al hablar de Jesús llevando la Cruz a cuestas, dirá que es necesario seguirle, “y de seguro, como El, encontrarás a María en el camino”.

5.        Quinto dolor: Jesús muere en la Cruz (Jn 19, 25-30)

En sus consideraciones para el rezo del Rosario dirá, al contemplar el misterio de la muerte de Jesús en la Cruz: “Ya está en lo alto... —Y, junto a su Hijo, al pie de la Cruz, Santa María... y María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Y Juan, el discípulo que Él amaba. Ecce mater tua! —¡Ahí tienes a tu madre!: nos da a su Madre por Madre nuestra”. En la cruz la Virgen se nos manifiesta como madre y medianera, san Josemaría la ve siempre como “Madre de Dios y madre nuestra”, y se dirigirá a ella con gran confianza gritando como un niño que tiene miedo, que la necesita, para sentir su intercesión mediadora: “¡Madre!, ¡mamá!”, de palabra y en sus escritos.

Acaba este punto de consideración del 5º misterio doloroso del Rosario con la sugerencia: “Niño bobo, mira: todo esto…, todo, lo ha sufrido por ti… y por mí. -¿No lloras?” Esa expresión: “bobo” la usa san Josemaría en su hablar con Dios, lo vemos aquí y en otros escritos también referidos al dolor sanador: “El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas —porque la carne es flaca—, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.

” —Jesús, que sea yo niño discreto” (Forja 329).

En un escrito sobre La Virgen del Pilar dirá que la Iglesia tiene devoción a santa María con muchas advocaciones, y entre otras “la aclama como Corredentora, Mediadora ante el Señor, indisolublemente unida a su Hijo, único Mediador entre Dios y la humanidad. La intervención de María, su corredención real no puede separarse de la Redención de Cristo. Mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, y allí, no sin designio divino, permaneció en pie, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de Madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado.

”‘Viendo Jesús a María y al discípulo amado, que estaba allí, se dirige a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después habla con el discípulo: ahí tienes a tu Madre. Desde aquel momento la recibió el discípulo por suya’”.

El dolor de María en la Cruz es contemplado también en el Via Crucis: “Anegada en dolor, está María junto a la Cruz. Y Juan, con Ella. Pero se hace tarde, y los judíos instan para que se quite al Señor de allí”. Entre Nicodemo y José de Arimatea “toman el cuerpo de Jesús y lo dejan en brazos de su Santísima Madre. Se renueva el dolor de María”. Luego trae la cita del Cantar: “—¿A dónde se fue tu amado, oh la más hermosa de las mujeres? ¿A dónde se marchó el que tú quieres, y le buscaremos contigo?” (Ct 5, 17). Y concluye: “La Virgen Santísima es nuestra Madre, y no queremos ni podemos dejarla sola” (XIII Estación).

Y en Camino: “admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza.

”—Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz” (508).

Y en Amigos de Dios, al paso que considera el dolor de María junto a Jesús, abre las puertas de la esperanza y de la salvación: “En el escándalo del Sacrificio de la Cruz, Santa María estaba presente, oyendo con tristeza a ‘los que pasaban por allí, y blasfemaban meneando la cabeza y gritando: ¡Tú, que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo!; si eres el hijo de Dios, desciende de la Cruz’. Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’ ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso —como una espada afilada— que traspasaba su Corazón puro.

”De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. ‘Stabat’: está en pie, junto al Hijo. Es entonces cuando Jesús la mira, dirigiendo después la vista a Juan. Y exclama: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre’. En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en El.

”‘Felix culpa’, canta la Iglesia, feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa, podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María. Ya estamos seguros, ya nada debe preocuparnos: porque Nuestra Señora, coronada Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre” (288).

6.        Sexto dolor: Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre (Mc 15, 42-46)

El Descendimiento de Jesús va unido a la meditación silenciosa: “Ahora, situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo” (Es Cristo que pasa, 96).

Es un recorrido circular el que nos propone san Josemaría: pasar del dolor de Jesús al nuestro, por compasión. Pasar del pecado de todos los hombres al nuestro, para convertirnos con propósitos de amor a una nueva vida, y participar en la misión corredentora de Jesús, de su Madre: “Es la hora de que acudas a tu Madre bendita del Cielo, para que te acoja en sus brazos y te consiga de su Hijo una mirada de misericordia. Y procura enseguida sacar propósitos concretos: corta de una vez, aunque duela, ese detalle que estorba, y que Dios y tú conocéis bien. La soberbia, la sensualidad, la falta de sentido sobrenatural se aliarán para susurrarte: ¿eso? ¡Pero si se trata de una circunstancia tonta, insignificante! Tú responde, sin dialogar más con la tentación: ¡me entregaré también en esa exigencia divina! Y no te faltará razón: el amor se demuestra de modo especial en pequeñeces. Ordinariamente, los sacrificios que nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan continuos y valiosos como el latir del corazón” (Amigos de Dios, 134).

7.        Séptimo dolor: Dan sepultura al Cuerpo de Jesús (Jn 19, 38-42)

La Virgen dolorosa se desprende de su hijo, para que lo sepulten. Ella sigue iuxta crucem Iesu, junto a la Cruz de Jesús, en su corazón medita los dos efectos que siente que la transforman en su interior: de una parte, ha culminado en la Pasión de Jesús su misión corredentora con él; y de otra, también al pie del Calvario ella recibe una plenitud de manifestación de su maternidad. No conocemos hasta qué punto los afectos que llenan su corazón de Madre de Jesús y de todos nosotros. Pero sí conocemos la tradición de la Iglesia, donde el Espíritu Santo nos da pistas para entrar en el corazón de nuestra Madre. Pienso que así como una buena foto necesita un encuadre, y el artista sabe esperar la mejor luz para captar un paisaje, así nosotros no tenemos mejor encuadre para la Cruz de Jesús, que el Corazón de su Madre. Y por eso la Iglesia conmemora ahora los dolores de Nuestra Señora al día siguiente de la Exaltación de la Santa Cruz para subrayar el núcleo central de la devoción de la Dolorosa; y así san Josemaría nos anima a vivir “una gran devoción a Cristo crucificado y una devoción tiernísima, filial, a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, que está de pie, fuerte, traspasada de dolor, sola o casi sola, junto a la Cruz.

”Hijos, pensad por vuestra cuenta, Decidle algo al Señor, y decidle algo a su Madre: lo que diríamos a la madre nuestra si la viéramos así: ofendida, maltratada, con los ojos de gente malvada sobre ella. Y todo, por el amor de su Hijo, crucificada con el deseo, llena de oprobios y de humillaciones” (meditación, 15-IX-1970).

Siempre vemos que san Josemaría pasa de la contemplación de la Pasión a participar del dolor de María, en una dinámica que nos lleva a la conversión. En Camino dirá sobre ese momento en que Jesús duerme y con él toda la creación: “Soledad de María. ¡Sola! —Llora, en desamparo. / —Tú y yo debemos acompañar a la Señora, y llorar también: porque a Jesús le cosieron al madero, con clavos, nuestras miserias” (503).

8.        Conclusión: la “Mater dolorosa” y yo, su protección maternal

Todo en María es amor, un amor que no alberga dudas, pues se identifica con la misión de su Hijo: “Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores detalles —‘no tienen vino’-, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor” (Amigos de Dios, 237).

Un último consejo de san Josemaría para lograr esos objetivos: ser muy mariano, ir de la mano de la Virgen: “Si quieres ser fiel, sé muy mariano. / Nuestra Madre –desde la embajada del Ángel, hasta su agonía al pie de la Cruz– no tuvo más corazón ni más vida que la de Jesús. / Acude a María con tierna devoción de hijo, y Ella te alcanzará esa lealtad y abnegación que deseas” (Vía Crucis, XIII, 4).Josemaría Escrivá.

Llucià Pou Sabaté, en researchgate.net/

José Barrado Barquilla

Hay un dicho célebre aplicado a San Bernardo que reza De Maria nunquam satis que es un doble consuelo para el que habla. Por un lado, porque nunca se dirá lo suficiente de la Virgen (lo que deja margen para que sigamos hablando sobre ella…) y, por otro, porque en esta ocasión, más que una conferencia “científica” sobre mariología y su relación con los pobres —de lo que no se deja de hablar y de escribir—, me limitaré llana y sencillamente a reflexionar en voz alta y a trasmitir algunos sentimientos, creencias y convencimientos apoyados, desde luego, en la experiencia personal de fe vivida desde el corazón y el sentir de la Iglesia sobre el tema inacabable de la Madre del Señor. Así, pues, avanzo ya que tampoco esta vez “pretendo grandezas que superan mi capacidad” (Sal 130). Sobre el tema en cuestión me limito a decir que no soy experto en mariología, y que por esa razón no voy a ofrecerles una disertación “científica” sobre la sierva y la Madre de nuestro Señor Jesucristo.

Dicho eso y agradeciendo la invitación que se me ha hecho a participar en este congreso, no puedo reprimir una sensación especial al encontrarme aquí, en Chiquinquirá, en una de las casas grandes y hermosas que la Madre de Dios tiene por tantos rincones del mundo.

A propósito del lugar, me viene ya a la memoria aquel cenáculo post-pascual —punto de arranque de la  Iglesia— (Fuentes Mendiola, 1989, p. 225)  en donde la Virgen María fue la “protectora” de aquel grupo de “pobres hombres pobres” por miedosos, escasos en esperanza, débiles en la fe, sin recursos, acurrucados como polluelos en torno a una mujer aparentemente débil, traspasada de dolor físico y espiritual —la profecía de Simeón llevada al paroxismo— (Lc 2, 35), porque acaba de perder trágicamente a su Hijo, lo único y lo mejor que tenía. Pienso que tal vez fue en aquel momento trágico y terrible cuando la Virgen Madre se sintió más pobre que nunca, cuando lo único que tenía le fue arrebatado con violencia y crueldad.

Desde esa experiencia radical, la de quedarse sin lo único y lo que más quería, la Mater dolorosa entiende perfectamente a “todos los pobres”, especialmente, si queremos, a los que sociológicamente apenas les queda memoria para recordar quiénes son y voz para quejarse. Sin embargo, ella también entiende, comprende y acoge —como madre que no hace  diferencias entre sus hijos— a aquellos otros pobres, que creyendo tenerlo todo son más pobres que los que apenas tienen algo, pues es bien sabido que la pobreza tiene muchas caras.

Pero la pobreza a la que ahora nos referimos está apoyada en la disponibilidad y en la fe más absolutas. María llegó poco a poco a este estado aprendiendo de la vida y del ejemplo del pobre más radical de todos: Jesucristo, en quien la pobreza evangélica adquiere todo su significado, sentido y valor. Bastaría con recordar mentalmente, entre otros, los testimonios de fe, de adoración y de alabanza de san Pedro, san Pablo y de otros testigos privilegiados [1] para salir de cualquier duda sobre el rebajamiento y anonadamiento, o sea, de esa “pobreza extrema, de máximo servicio por amor”, experimentada por Dios hecho Hombre [2].

Creo, pues, que la aparición de Dios encarnado en Jesucristo, el más pobre de los pobres y nacido de la Virgen María, es el punto alfa en el que comienza la historia de Su Madre.

No me parece necesario insistir en que María, desde su Inmaculada concepción hasta su gloriosa Asunción, lo es todo por su Hijo y su Dios Jesucristo. el primero y mayor mérito de la Virgen, irrepetible en toda la historia de la Salvación, radica en “haber sido elegida” para ser la Madre del Señor  y en “su respuesta de fidelidad absoluta al querer de Dios”. en esa simbiosis de fidelidad y de querer constantes a la voluntad divina se engarza y se apoya “la mayor pobreza” de la Santísima Virgen,  “su total  dependencia en libertad”, lo cual no contradice, como ser histórico que es,  su progreso  en la aceptación y comprensión del misterio de su Hijo a medida que Él se vaya manifestando, revelando, explicando, especificando. Comenzaremos a verlo cuando Jesús cumpla los doce años y presenciemos la escena del templo. Por eso María seguía guardando todo lo de Jesús en su corazón de madre y, más aún, de creyente.

He traído ya a colación una  de las últimas escenas del evangelio y a  la vez de las primeras de la Iglesia naciente —la del cenáculo [3]—, iluminada y sostenida por la incólume fe y esperanza de María en Dios, porque un Congreso sobre Ella y los pobres debería de convertirse como en un ágora o un cenáculo de fe, esperanza y caridad para tantos desheredados de casi todo en el alma y en el cuerpo. Con esto, adelanto ya que reflexionar sobre María y las pobrezas de todo tipo (sociológica, moral, cultural, espiritual) que azotan a tantos millones de personas debería de llevarnos inmediatamente  a hacer algo práctico para al menos suavizar y aliviar las plagas de infortunio que asedian y exterminan a tantísima gente. De lo contrario, me temo que los pobres seguirán sin entender qué es eso de que la Virgen María también fue pobre. Pero intentemos seguir un cierto orden.

¿Cuándo comenzó la Virgen a ser pobre y cuáles fueron las clases de pobreza que experimentó? en primer lugar podemos decir que el tema de la condición social de los padres de María, y a continuación, el de la familia de Nazaret está todavía necesitado de investigación y reflexión. Sin embargo, hay indicios suficientes en el Evangelio para descartar que la Sagrada Familia de Nazaret experimentase la pobreza sociológica que en su tiempo y, en grado extremo, padecían muchos de sus contemporáneos, y menos todavía como la que sufren hoy millones de seres humanos. Para verlo nos fijaremos en los datos, aunque escasos, del Nuevo Testamento intentando sacar de ellos la explicación de las pobrezas de María.

A pesar de lo que aparece en el evangelio según san Juan, algunos teólogos han llegado a decir que “María fue hija única” (Lagrange, 1999, p. 503) [4], ese hecho puede inducirnos a suponer que tuvo una infancia y juventud social y, económicamente hablando, modestamente desahogadas.

Antes de vivir con su esposo José, inmediatamente después de la Anunciación, la joven Myriam (nombre muy extendido por entonces en Israel) emprende un largo viaje —al parecer sola— que va desde Galilea hasta Judea en la zona de a Aim Karem. Un viaje de ida y vuelta, largo y presumiblemente costoso, porque los medios de comunicación de entonces, las caravanas, tenían que costar; y durante el trayecto había también que comer, descansar, hospedarse en fondas y pagarlas. Por otro lado, “tres meses de estadía” en la casa de Isabel [5] no parecen haber producido desequilibrio económico alguno, pues esta pariente de la Virgen María estaba casada con un funcionario del Templo de Jerusalén, el sacerdote Zacarías, cuya situación económica debía ser desahogada. De ser ello así, y parece que sí, María tenía parientes económicamente acomodados.

De regreso a Nazaret y viviendo ya con su esposo José, después de aceptar este la “milagrosa y embarazosa situación de su esposa”, ambos emprenden otro largo viaje, ahora a Belén, también en Judea, ayudados por un medio de transporte del que no todo el mundo disponía, un burro. Un viaje de aquellas características y con María en estado muy avanzado de gestación no pudo hacerse sin los medios adecuados, máxime sabiendo ya José lo que le había revelado el ángel [6]. ¿Tuvieron las mismas posibilidades y medios todos los que debían censarse para cumplir con la orden de empadronamiento del emperador César Augusto? [7].

Ya en Belén, está fuera de toda duda que José hizo lo imposible por conseguir un alojamiento decente y digno para su esposa, a quien le llegó la hora de dar a luz a su Hijo primogénito. No pudo ser, entre otras razones, porque el villorrio que era Belén estaba abarrotado de gente a causa del empadronamiento en Belén no cabía ya ni una aguja, no había sitio para nadie más aunque llevase una buena bolsa, ni siquiera para alguien que estaba a punto de dar a luz [8]. Por el momento, no hubo más remedio que acogerse al refugio de una cueva; esta era otra de las razones a las que antes aludí sin especificar; quiero decir que lo de la cueva era una “razón” de Dios.

Si los relatos evangélicos de la infancia, tal como nos los cuentan siguen un cierto orden cronológico, la visita de los pastores inmediatamente después al nacimiento del Mesías fue todavía en la cueva [9]. ¿Cuánto tiempo permaneció la Sagrada Familia en ese lugar? Habrá que dejar para mejor ocasión la exégesis de esta visita pastoril acompañada, como sabemos, de signos extraordinarios.

Por supuesto que para entonces la Virgen María ya había debido de preguntarse algunas cosas más, cuyo recuerdo conservará en su mente, memoria y corazón. Por ejemplo: ¿cómo es posible que el Emmanuel, el Mesías de Israel anunciado por el arcángel y nacido sin concurso de varón tenga que nacer en una cueva y que los primeros en visitarle sean unos rudos, simples y pobres pastores? ¿Pura y simple casualidad? No; en este caso Ella reflexionó y en la medida de lo posible comprendió y aceptó más en su calidad de creyente que de mujer-madre. Sin duda, concluyó María, eso fue designio del Altísimo Todopoderoso. y no se equivocaba.

María fue inspirada por el espíritu Santo y supo responder sabiamente a Dios: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mi según Tu palabra” (Lc 1, 38). Ella comenzó necesariamente a intuir que Dios, rico y todopoderoso y ahora también Hombre, traía otros planes, los suyos, ni siquiera los de su santísima Madre, y que esos planes el Emmanuel los llevaría a cabo a su estilo y manera, especialmente en sencillez de vida y en pobreza de medios.

A la Virgen María le queda claro “el signo” de la cueva y de los primeros visitantes. Pensándolo humanamente, ¡qué no habrían hecho la  Virgen y san José para que Jesús naciese en otro lugar! Pero, por otro lado, dejemos por un momento volar la imaginación.

Supongamos que el Niño-Dios hubiese nacido en un palacio rodeado de los máximos cuidados y atenciones, y que ella y su pobre esposo se hubiesen convertido de pronto en algo así como los reyes del príncipe heredero recién nacido. Pero eso hubiera sido pura magia; habría contradicho a la escritura sobre el modo de nacer y de vivir del Mesías. Además, siendo más prácticos y realistas, ¿cómo hubieran podido entrar en ese palacio unos pobres pastores para visitar a aquel Niño recién nacido? De ninguna manera, imposible; esas “fantásticas transformaciones de escenarios” estaban reservadas para la devoción, la piedad y la maestría de los artistas de los siglos venideros. Ahora, la realidad, no la virtual de siglos posteriores, era más sencilla al tiempo que más misteriosa. De ahí que “Lo único que se podía hacer era quedarse pasmado ante el plan de Dios y meditar sobre el porqué de las cosas y el desarrollo que estas tendrían” (Santiago, 1996, p. 98), y además, y por encima de todo, ¿acaso no seguía siendo la encarnación algo más real y al mismo tiempo más misterioso que cualquier imaginación?

Recobrada la calma en Belén y con posibilidades ya de mejor alojamiento, la Sagrada Familia cambió de sitio. Abandonaron la cueva, José alquiló una casa (dinero de por medio) y allí permanecen los tres hasta la huída a Egipto, no sin antes haber cumplido con los preceptos que marcaba la Ley de Moisés. O sea, que su estadía, viviendo de alquiler, pudo alargarse entre 40 y 50 días en Belén (o incluso parte de ese tiempo en Jerusalén, muy cercano al villorrio davídico). Todos los gastos salieron de sus dineros y/o del trabajo que eventualmente pudiese haber realizado José, artesano sin duda bien cualificado. A pesar de todo estaban escasos de dinero, lo pone bien de manifiesto la ofrenda que hicieron al Templo para rescatar al Niño: “un par de tórtolas o dos pichones” (Lc 2, 24).

Antes o después de la Presentación en la que Simeón y Ana, enlazando con la visita de los pastores, “descubren” algo asombroso en  aquel  Niño;  el hecho es conocido como el de los Reyes Magos. Como sabemos, es solo el evangelista Mateo (Mt 2, 1-12) quien relata el suceso. Lo traigo a colación, sobre todo, para volver sobre el nuevo alojamiento de la Sagrada Familia y sus supuestos haberes económicos. Mateo habla primero (Mt 2, 9) que la estrella que guiaba a los Magos se posó sobre un “lugar”, para inmediatamente después (Mt 2, 11) especificar que llegando a “la casa” vieron al Niño con María su madre.

Tampoco vamos a pararnos en la exégesis de estos versículos, porque no es esa mi intención ahora. Se me ocurre pensar que después de la visita de los pastores, la visita de aquellos personajes importantes y ricos debió suponer un “alivio” para María, que con razón seguía guardando, más que asombrada, todas esas cosas en su corazón.

y otra vez nos sale al paso lo del nivel social y económico de la Familia nazarena cuando de prisa y corriendo, de noche y apenas con lo puesto, como unos fugitivos —inmigrantes desesperados diríamos hoy— tienen que buscar refugio en Egipto para librar al Niño de la maldad del poderoso Herodes (Mt 2, 12-18). El viaje desde Belén a Egipto no les  debió salir gratis.  Si hacemos caso al llamado Evangelio secreto de la Virgen María, por boca de ella sabemos que aquel viaje fue difícil. Hicimos muchas escalas y conocimos a gente muy diversa. Nos movimos siempre en caravanas de judíos, pues el tráfico comercial entre Alejandría y Jerusalén era constante, dado que en la gran ciudad egipcia había una colonia judía muy considerable (Santiago, 1996, p. 121).

Narración nada extraña ni rara a pesar de la no canonicidad de ese supuesto evangelio mariano. y la santísima Virgen-Madre, una vez más, conservó todo aquello sin saber qué decirse. No es extraño que otra de las características de la pobreza de María a lo largo de toda su vida fue el silencio, desde donde mejor somos escuchados por Dios y podemos comprenden sus misterios. María es también en este importantísimo tema del silencio-escuchador la discípula aventajada de la Secuela Christi.

Terminado el exilio en Egipto,  regresados ya a Nazaret y recuperada   la antigua casa familiar y quizá alguna que otra cosa (por ejemplo, una pequeña herencia en el caso de que hubiesen muerto los padres de María y de José), Jesús, José y María viven tranquilos, confiando siempre en Dios y viviendo modesta y sencillamente de los trabajos que realizaba José ayudado sin duda, cuando llegó el caso, por el mismo Jesús.

Antes de terminar este apartado me gustaría hacer notar que del Nuevo Testamento tampoco podemos sacar la conclusión que la Sagrada Familia fuese pobre en cuanto a cultura y relaciones sociales, otras de las grandes carencias de los realmente pobres [10]. Por lo tanto, no será ningún desatino decir que José y María tenían su cultura, que vivían sus tradiciones, que sabían leer y escribir, que entendían las escrituras (reparemos en el Magníficat, con reminiscencia de varios textos, entre otros: Is 61, 10-62; Sal 33, 145) y que probablemente acudían a Jerusalén por las fiestas de Pascua todos los años porque eran judíos piadosísimos (Lc 2, 41). Por encima de todo, podemos dar por sentado que supieron educar a su Hijo, “educar a Dios”, pues como leemos en Lucas “Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 51).

Por tanto, ni hasta ahora ni de aquí en adelante el evangelio da pie para sospechar que nuestros egregios e irrepetibles vecinos de Nazaret pasaran calamidades a causa de la pobreza material. Así, pues, la Sagrada Familia no experimentó la pobreza entendida como la carencia de casi todo, consecuencia de una injusticia que clama a Dios, ello hubiese sido desdecir al Dios justo, compasivo y misericordioso, y como bien sabemos la Biblia rebosa de ternura y de compasión divinas especialmente con “los pobres de Yavé”. ¡Qué hermoso a este respecto el Salmo 85, entre tantos otros!.

La pobreza en el espíritu de la Virgen María

Según lo dicho, y no está dicho todo ni seguramente del mejor modo, la verdadera pobreza de María habrá que buscarla y encontrarla en otros acentos, desde otras perspectivas, sin olvidar nada de lo que conforma el poliedro maravilloso e inagotable de su vida.

La pobreza de María, la que ella experimentó y disfrutó de un modo especial es y se llama, como bien sabemos, pobreza evangélica, la que a su vez encierra en sí la mayor de las riquezas; una pobreza que todo cristiano debe experimentar y que está sintetizada en las Bienaventuranzas [11] —una de las radiografías preciosas de Jesucristo—. Nadie como su Santísima Madre fue comprendiendo, aceptando, viviendo y disfrutando, y por eso más que a nadie a ella la llamamos “bienaventurada” [12].

Es la pobreza rica, en el sentido de sabia de los pobres en el espíritu. No olvidemos que uno de los títulos que damos a María es precisamente el de sedes sapientiae, esta clase de sabiduría es gemela de otra gran virtud: la humildad, base de la santidad, y que también María vivió como reflejo imitador de la humildad y mansedumbre de su Hijo; de lo contrario la Encarnación no hubiera sido posible. No deja de llamar la atención las alabanzas que san Bernardo hace a la humildad de Santa María encomiando en ella esta virtud por encima del don de la virginidad (1998, pp. 40-45).

Sabemos también que la pobreza de María (y la ignorancia que encierra la misma pobreza) se enriquece poco a poco cuando el conocimiento es iluminado por la sabiduría divina, ella no lo supo todo de golpe y porrazo; sus “extrañezas”, pobreza de comprensión, que no dejaría ya de meditar durante toda su vida [13], comienzan inmediatamente antes de la concepción: ¿por qué la visitaba el ángel a ella y no a otras jóvenes de su pueblo? ¿Por qué era ella la elegida? y “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34). También están las extrañezas y sorpresas de pobreza en el espíritu (mente, inteligencia), las que se prolongarán a lo largo de la vida de Jesús hasta que también sobre ella —aunque llena de gracia (Lc 1, 28)— descendió el espíritu Santo (Hch 2, 1-4); una vez ocurre esto, ella puede comprender todo lo que previamente había aceptado y vivido por la fe, la esperanza y el amor, y es que sin fe no hay pobreza evangélica que valga, no se entiende la sabiduría amorosa del pobre y no hay recompensa alguna porque no existe la esperanza.

Dándole vueltas al misterio de María, uno no sabe qué fue primero en ella, si la gracia de la disponibilidad o el don de la fe. Habrá que suponer que ambas cosas se dieron al unísono y que en ella fueron inseparables. Hablando de la fe, san Agustín dice que “consiste en creer lo que no vemos, y la recompensa es ver lo que creemos”. La Virgen María cree y ve, pero a nadie se le escapan los esfuerzos de fe que tuvo que hacer para al mismo tiempo amar al Hijo de sus entrañas y creer y adorar al Dios que Jesús también era. Algunos pasajes evangélicos lo ponen bien de manifiesto.

La fe, entonces, supone el vaciamiento de cualquier tipo de seguridades, de presupuestos, de proyectos y de querencias; supone la aceptación de una pobreza total de espíritu, de una disponibilidad absoluta para dejar hacer a Dios en nosotros.

Esa pobreza liberadora y a la vez enriquecedora comenzamos a verla en María en el momento en que dice “hágase en mí Su voluntad”. Una voluntad que, de no haber tenido Dios otros planes, habría obligado a María a renunciar a la virginidad ofrecida a Dios antes de la encarnación, una virginidad que le privaba de tener más hijos —siendo así que tener hijos se consideraba una bendición de Dios en su contexto histórico—, una virginidad, en fin, que obligará a José a vivir con María en absoluta castidad desde el momento en que también a él, el último de los Patriarcas y el más importante y decisivo de todos, se le reveló el embarazo virginal de su esposa.

Apenas dicho y dado su “sí” a Dios, María se pone en camino. Su disponibilidad primero y sobre todo al Altísimo le hace comprender enseguida que ella debe llevarle y anunciarle, que el Mesías que nacerá de ella es para darlo, en su visita a Isabel, María comienza a presentarse ya como “socialmente” pobre, porque reparte su alegría, ayuda a su anciana prima, comparte con ella las maravillas que Dios ha obrado en ambas. Son los pobres los que más comparten porque son los más agradecidos. María se quedó con Isabel tres meses [14] hasta que su ayuda ya no fue necesaria. Tres largos meses nació el Mesías, y es que los pobres nunca tienen prisa, algunos porque quizá ya no esperan nada, otros, como María, porque ya lo tienen todo.

Y es en su visita a Isabel cuando la Virgen, rebosante de alegría magnifica al Señor con su famoso canto “liberador”. A partir del Concilio Vaticano II (1962-1965), este canto ha hecho correr mucha tinta, pues es el texto que formaría parte sustancial en la elaboración de la llamada teología de la liberación, una teología para liberar a los pobres socialmente hablando.

La mariología posconciliar vería especialmente en el Magníficat la dimensión social de María, tanto en su papel de Madre del Señor como en su misión de reivindicar los derechos de los pobres. y no cabe duda de que era necesario reconocer “eclesialmente” esa faceta de María integrándola a otras ya reconocidas, aceptadas y exaltadas, y sin la cual su figura quedaba un tanto incompleta.

Curiosamente, aunque también con toda razón y conocimiento de causa, será la Iglesia periférica, la tercermundista, la más pobre, la que del conjunto cristiano de tiempos del Concilio habrá de descubrir ese ser y misión tan importante de la Virgen en la vida de la Iglesia. La teología centroeuropea, sin problemas de subsistencia y en torno a la cual giró el Concilio, no reparó tanto en la suerte de los pobres y en cambiar las situaciones que multiplicaban la pobreza, como sí lo hizo en otros temas como las relaciones ecuménicas, la liturgia, el diálogo con el polifacético y complejo mundo moderno  y otras tareas [15]. Pero aquel aviso de los pobres no se lo llevó el viento. Poco después fue el gran papa Pablo VI (1963-1978) quien recogió el guante “olvidado” del Concilio y sorprendió a pobres y a ricos con su famosa encíclica Populorum progressio (26 de marzo de 1967), y fue el mismo Papa, el de la estupenda exhortación apostólica Marialis cultus, sobre el debido culto a la Virgen María (1974, 2 de feb) el que cuatro años antes había alzado una vez más su voz para decir de María: “acercándonos a ella, profetisa de la redención, escuchamos de sus labios angelicales el himno más valiente e innovador que se ha pronunciado jamás, el Magníficat; es Ella la que revela el designio transformador de la economía cristiana […]. Ella es la confianza de los pobres, de los humildes, de los que sufren” (Pablo VI, 1970) [16].

Pero sigamos acompañando a María en el camino de su pobreza en el espíritu, y reparemos de nuevo en su fe descomunal reconocida y alabada por otra agraciada especial como era Isabel. Al ver a María, Isabel, llena del espíritu Santo, exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí? […] dichosa  tú que has creído [17] que se cumplirá la palabra del Señor” (Lc 1, 41-45), en las confesiones de Isabel hay admiración, alabanza, fe y acción de gracias a Dios por María y su disponibilidad, porque la Madre del Señor se ha puesto enseguida a disposición de una necesitada, intuyendo sin duda que si Dios se ha servido de Ella, su misión, previendo ya el ejemplo de su Hijo, será la de servir.

Quien sirve como la Virgen se hace necesaria y conscientemente pobre. María tiene largos tiempos de ensimismamiento, de energía pasiva, de alta y profunda contemplación, de pensar, rumiar, reflexionar tantas cosas como le ocurrían. Pero la Virgen nazarena no es una estatua, un icono inerte; ella no se paralizó, ni enmudeció ni se amilanó. Tomó la palabra y le preguntó al ángel cuando la Anunciación-encarnación, profetizó la justicia y la misericordia de Dios para con los pobres en el canto del Magníficat, empujó a su Hijo a que hiciera su primer milagro en las bodas de Caná para sacar de apuros a unos recién casados. ¡Qué delicadeza y qué detallazo! y seguirá a Jesucristo adonde quiera que vaya, hasta recoger su cuerpo inerte e inmóvil en su regazo materno y entre sus brazos, como en un nuevo Belén, ahora de sangre, de luto y de llanto, esta energía “activa” de nuestra Madre y Señora, piedad que reparte amor por doquier, le hace decir al Concilio que María “no fue instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres libremente, con fe y obediencia” (LG. 56), y cooperando sigue desde el principio.

Sin volver de nuevo sobre los hechos ya aludidos en  torno  a  Belén  (la visita de los pastores y la “más gratificante” de los Magos), ni a las intervenciones proféticas de Simeón y de Ana en Jerusalén, ni a la huido a Egipto, conviene pararnos en otros momentos y circunstancias recogidos —no por azar— en el Evangelio y que reflejan claramente la situación de pobre y hasta casi “marginada” que con tanta disponibilidad, humildad y fe asumió la Santísima Virgen.

Son los pasajes, a primera vista desconcertantes, que leemos en Lucas (Lc 2, 49-50; Marcos (Mc 3, 33 y Juan (Jn 2, 4); pasajes tenidos como “anti o poco marianos” por la mariología en la medida en que la Madre del Señor parece quedar un tanto mal parada [18].

A pesar de que sobre María no se ha dicho nada esencialmente nuevo que no esté contenido explícita o implícitamente en la Sagrada escritura o apoyado en la Tradición de la Iglesia y avalado y declarado por su Magisterio, como decíamos al comienzo de Maria nunquam satis, la contemplación del misterio de la Santísima Virgen sigue siendo prácticamente inagotable. Se estudia su vida por referencia a su Hijo, al que Ella está íntimamente unida, pero ello no significa que de Ella no se puedan decir las mismas cosas, eso fue lo que hizo el Concilio Vaticano II y la “nueva” mariología salida de él: renovar el lenguaje adaptándolo a la contemporaneidad y haciéndolo más inteligible y accesible a la capacidad y sensibilidad de nuestro mundo. esto se hizo teniendo en cuenta que el hombre actual parece cerrarse cada vez más a cualquier tipo de “parábolas” que  no sean las técnicas, las exactas,  las de resultados inmediatos y eficaces. Pero, volvamos a lo nuestro, a las pobrezas de María.

Cuando Jesús cumplió doce años acompañó a sus padres a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua [19],  quizá no era esta la primera vez que   lo hacía, pero aprovechemos el hecho para volver sobre los recursos económicos de la Sagrada Familia, añadiendo ahora el gasto extra del nuevo viajero, era un viaje largo, en caravana, que solía hacerse en varias etapas hasta cubrir la distancia entre Nazaret y Jerusalén, unos ciento cuarenta y un kilómetros por la ruta actual [20]; y no hay que olvidar que la estadía en Jerusalén se prolongaba por varios días; lo que implicaba buscar alojamiento, comer, disponer de algún dinero para ofrendas cultuales, imprevistos, gastos varios, etc.

En su relato, Lucas quiere hacer constar que a sus doce años Jesús, “convirtiéndose de golpe en hijo de la Ley, tuvo que someterse también a esta observancia” (Gasnier, 1980, p. 127) de celebrar la Pascua. Pero sobre todo, hay que tener en cuenta que a esa edad Jesús ya sabía quién era Él, dónde tenía que estar, de qué debía ocuparse y lo que habría de responder cuando sus padres —lógicamente más que preocupados—  finalmente lo  encontrarán en el templo. La escena ya la conocemos; lo que importa ahora es destacar  el “trallazo” que debió suponerle a María la respuesta de su Hijo. Primero “¿Por qué me buscáis?” y para remate: “acaso no sabéis todavía que yo tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49) [21].

Perpleja y atónita por la salida de su Hijo, cabe preguntarse si a María se le pasó por la cabeza preguntarse: “¿y de las cosas de tu madre?”; “¿entonces yo, de quién soy madre?”, y caben más preguntas de parte de María desde el tabernáculo silencioso de su corazón, y de parte nuestra en voz alta. Por ejemplo, dada la absoluta normalidad en la que sin duda se desarrolló hasta ese momento la infancia y adolescencia de Jesús, ¿le habría dado pie esa normalidad a María para disminuir su comprensión y aceptación del misterio insondable que encerraba la persona de su Hijo? ¿Olvidó, acaso, aunque fuera solo por un instante que su maternidad seguía siendo el mayor don gratuito recibido de Dios, Padre de su Verbo eterno, con la mediación del espíritu Santo, y que ese don le había sido concedido a ella contando previamente con su humildad, disponibilidad, capacidad de servicio y gracias a una fe a toda prueba? ¡qué no se preguntaría María a partir de ahora! y ¿el bueno de José?, ni abrió la boca, como de costumbre; pero también él contemplaba la escena con temor y temblor meditándola en silencio [22].

Ya imaginan ustedes que el suceso en el templo, con su paralelismo temático y más crudo aún narrado por Marcos (Mc 3, 33), ha producido una literatura ingente como consecuencia de estudios exhaustivos y profundos. Pero a nosotros, intentando descubrir hasta dónde María se hace pobre, nos basta con verla humilde, callada, resignada, expectante siempre a la voluntad de Dios. Su Hijo, sin querer herirla, le recordó el oráculo de Simeón [23], y que aquella espada se le iría clavando en su corazón de madre a modo de pequeñas puñaladas; la del templo fue una de ellas.

En esa escena María, probablemente, también tembló al ver a su Hijo hecho ya un hombrecito y como con ganas de tomar su propio vuelo. ¡Lo que faltaba, perderle desde ya para siempre! ¿qué madre no tiene los mismos sentimientos? Pero María se repuso y se tranquilizó. Por fortuna para ella la “hora” de su Hijo tardará todavía en llegar. “Y se volvió con ellos a Nazaret y les estaba sujeto” (Lc 2, 51).

Se dice con razón que nadie conoce mejor a los hijos que sus propias madres, y es que

durante los meses de gestación el niño se forma física y psicológicamente en simbiosis con la madre. el feto no solo es alimentado físicamente por ella; también es el que polariza sus pensamientos, afectos y empeños. Así la madre modela misteriosamente la personalidad del hijo que nacerá. La verdad de la Encarnación postula estas funciones de María en la gestación de su Hijo (Espeja, 1990, p. 39).

Según esto, y después de muchos años de un trato dialogal e íntimo, amoroso, humano y espiritual entre Madre e Hijo, María conoció muy bien a Jesús. ¿Tanto como para pedirle que hiciera milagros, que el amor mutuo se hiciera público y eficaz a favor de los otros? ¿Había visto la Virgen hacer milagros a su Hijo antes de las bodas de Caná? No lo sabemos, pero ¿acaso no era Él para ella un milagro continuo?; lo cierto es que María estuvo segura de que podía hacerlos, de lo contrario no lo habría empujado a ello; y supo, además, que la “hora” de Jesús había comenzado; por lo tanto, solo quedaba empezar a demostrarlo.

Conocemos de sobra lo que sucedió en aquella ocasión. La mirada siempre atenta de María reparó que el vino se había acabado justo en la mejor parte de la fiesta. ¡Qué apuros, qué angustia, una fiesta sin vino! ¡“Tenemos que hacer algo! Oye, mira, fíjate, que se han quedado sin vino”, le susurra a Jesús. El Hijo, que también conoció muy bien a su Madre, esta vez parece como si no quisiera dañar su maternal sensibilidad como cuando el suceso del templo e intentó despreocuparla diciéndole “y ¿qué nos va a ti y a mí? somos invitados; además, todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2, 3-5) [24]. Pero ella, con la certeza de la fe que mueve montañas, se dirigió a los servidores  y les dijo lo que desde entonces no deja de repetirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Pillado entre la espada y la pared, Jesús no tuvo más remedio que adelantar su hora y demostrar que era un excelente y generoso “vinatero”, pues se sirvieron varios litros de vino de excelente calidad [25].

Pero esta vez el éxito de María también pasó por la prueba. No hay milagro sin fe. Cierto que no sintió la puñalada como cuando el suceso en el templo, pero de seguro que experimentó algo así como la punzada penetrante de una fina aguja. En la respuesta de Jesús, algo desdeñosa y dejando en suspenso lo que iba a hacer, María debió sentirse de nuevo algo pobre ante ese pronto de Jesús. Pero como el favor y la ayuda no eran para Ella, el Hijo no consintió que su Madre le insistiera y accedió con gusto a sus deseos. ¿Acaso no accedió a los ruegos de la cananea a pesar de advertirle que no había venido sino a las ovejas de Israel? [26]. Y, ¿se atrevería Él a poner a su Madre al mismo nivel que al de una mujer anónima?

Otro de los tragos fuertes que pasó María fue el que recoge el evangelista Marcos cuando Jesús responde y “¿quién es mi madre y mis hermanos?” (Mc 3, 33).

Bien sabemos que al igual que ocurre con otros pasajes evangélicos, tampoco a este podemos sacarle de su contexto ni ignorar sus paralelos sinópticos para comprender su mensaje final [27]; la exégesis más exigente hace tiempo que se hizo y aún no se ha cesado de hacerlo [28]. De cualquier forma, en ese estudio no vemos que haya una intención, como es nuestro caso ahora, de intentar saber, o al menos intuir, los sentimientos de la Virgen madre ante aquella respuesta de su Hijo, quien ya famoso “estaba rodeado de una multitud, que impedía acercarse a Él” (Mc 3, 20-21). Pareciera que Jesús no quiso dar importancia a la presencia de su Madre, a la cual ni siquiera saluda directamente. A este respecto Jean Guitton comenta:

Ces dures paroles comportent un profonde enseignement. Certes ni Luc ni Jean, qui rapportent (en les adoucissant, il est vrai) ces réprimandes du Christ, n´avaient l´idée que Jésus ait été un fils infidèle et severe. Mais ils devaient voir, dans ces épisodes où la mère de Jésus était place au rang commun, l´expression du message nouveau selon lequel désormais la chair ne sert de rien. La maternité selon la chair n´est rien, si elle ne s´accompagne pas de la maternité selon l´esprit. Le Christ appartenait à ce royaume d´Ésprit, hors de toute parenté charnelle (1957, pp. 58-59) [29].

Pero también es sabido y universalmente aceptado que Jesús está pensando implícitamente, antes que en nadie, en su Madre cuando a continuación corrobora: “el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 34-35); “gracias Padre porque has revelado estas cosas […] a los sencillos” (Lc 10, 21); “dichosa más bien quien cumple la voluntad de mi Padre” (11, 27) [30]. Porque de esa primacía en la fe y del acatamiento a la voluntad de Dios no hay la más mínima sospecha de que María es la primera y gran discípula de su Hijo, desde la Anunciación hasta Pentecostés, pasando por el Gólgota. La Iglesia lo ha defendido siempre porque así lo vio desde sus comienzos. El Concilio Vaticano II hizo eco de ello al decir que a lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el Reino de Dios por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan las palabras de Dios como Ella lo hizo fielmente (LG, 58) [31].

Comentando a Mateo 1(MT 2, 50), Pablo VI volvió a tratar el mismo tema cuando dice: “puesto que habiendo ella cumplido siempre la voluntad de Dios, mereció la primera el elogio que Jesús dirigió a sus discípulos” (Pablo VI, 1967, segunda parte, n. 1) [32].

Desde el punto de vista que ahora tratamos, no cabe duda de que esas “pullas” que Jesús dirige a su Madre en el templo, en las bodas de Caná y en el último episodio reseñado, son como avisos de recordación y preparación a la gran espada que muy pronto atravesará su alma y su corazón, según había profetizado Simeón. ¿Se habría olvidado María de ello? Desde luego que no, pero ¿sabía de antemano la cruda y dramática realidad que le esperaba? ¿el despojamiento total de su Hijo en la cruz en aquel Viernes santo irrepetible?, casi seguro que tampoco, aunque el menor sufrimiento de un hijo sea siempre un dolor grande para la madre. Sus “extrañezas”, dolores y angustias a causa de algunos gestos y palabras de Jesús no son más que fruto del misterioso drama interno que María experimenta en su doble realidad de Madre de su Hijo, quien al mismo tiempo es su Dios.

Y vengamos ya al paroxismo de la hora de ambos, sin olvidar la diferencia entre la del Hijo Redentor que muere por amor y la de la primera redimida, su Madre, que se muere de amor.

Los evangelistas sinópticos no singularizan a la Virgen María cuando se refieren al grupo de mujeres que desde más cerca o más lejos acompañan a Jesús durante su vía crucis hasta el Calvario [33]. Habrá que esperar al testimonio del testigo fiel [34], al discípulo a quien Jesús más quería y desde ahora el gran confidente de María, para verla junto a la cruz sorbiendo también Ella hasta las heces del cáliz de su Hijo.

Si cualquiera es capaz de conmocionarse por el dolor de una madre ante su hijo enfermo o muerto, podemos imaginar aquella estampa tantas veces repetida por los mejores pintores, escultores y músicos, donde aparece María contemplando a su Hijo en la cruz. Cuando ya apenas le quedaba voz, viendo que su Madre estaba junto a Él —¡¿cómo no iba a estar?!— y que a su lado estaba el discípulo amado, dijo las palabras que todos conocemos. “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y al discípulo “he ahí a tu madre” (Jn 19, 26-27), y así se realizó plenamente la cruenta profecía de Simeón [35].

Muerto y sepultado Jesús, ¿quién más pobre que María? ¿Hasta dónde no llegaría su fe en aquellos interminables tres días? y al mismo tiempo, ¿quién más fuerte y más necesaria ahora para aquel grupo de hombres, sillares angulares de la Iglesia que estaba a punto de echar a andar? Ante el dolor del Hijo muerto y la nueva maternidad espiritual que se le viene encima, María tal vez musitó para sus adentros algo más hermoso incluso que esa estrofa tan preciosa del Salmo 93: “Cuando me parece que voy a desfallecer, tu misericordia, Señor, me sostiene; cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos, Dios mío, son mi delicia”. Fe, obediencia, disponibilidad, amor hasta el final; lo sigue dando todo: he ahí su pobreza.

El “Ahí tienes a tu hijo” fue un gesto en que Jesús entregó su madre al discípulo que más quería —no a ningún otro—, lo cual significó que María se convirtió en la continuadora de su mensaje a partir de su maternidad espiritual de la nueva familia nacida de la redención de Cristo en la cruz: la Iglesia, la nueva Casa y la nueva Familia, la cual Dios quiere que también tenga Madre.

José Barrado Barquilla, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1        Cfr., por ejemplo los Himnos cristológicos paulinos.

2        Cfr., por ejemplo, 1 P. 2: 21b-24; Hch 8, 33-34; citando a Is 53, 7-8; Flp 2, 6-8; Mt 20, 28.

3        Cfr., Hch 1, 14.

4        Cfr., Jn 19, 25. Para el tema de la moderna exégesis católica, cfr. Montagnes (2010, p. 597).

5        Cfr. Lc 1, 56.

6        Cfr. Mt 1, 20.

7        Cfr. Lc 2, 1.

8        Cfr. Lc 2, 7.

9        Cfr. Lc 2, 11-12.

10         Cfr., por ejemplo, el relato de las bodas de Caná y el detalle que tiene Juan (2,1-2) cuando cuenta que allí estaba María. “[F]ue invitado a la boda, también Jesús con sus discípulos”, como queriendo resaltar con el “también” que la invitación había sido a ella y a través suyo a Jesús. Cfr., Lagrange (1999, p. 82). También podemos apreciar la amistad con Lázaro y sus hermanas, y tantas otras relaciones de Jesús iniciadas en Nazaret a la sombra y buena fama de María y José.

11         Cfr. Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-23.

12         Cfr. Lc 1, 48.

13         Cfr. Lc 2, 19.

14         Cfr., Lc 1, 56.

15         Cfr., espeja (1990, p. 27).

16         el resaltado es del autor. Cfr., Pablo VI (1998, p. 518).

17         el resaltado es del autor.

18         Cfr. espeja (1990, p. 21).

19         Cfr. Lc 2, 48.

20         Cfr. Lagrange (1999, p. 51).

21         el resaltado es del autor.

22         “y no tenemos que lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio […]. Se reconoce tan repleto de dones que solo el silencio le parece digno de sus acciones de gracias” (Gasnier, 1980, pp. 197-198).

23         Cfr., Lc 2, 35.

24         el resaltado es del autor.

25         Cfr. Jn 2, 6-10. Si eran seis tinajas iguales y la medida o metreta equivalía a unos cuarenta litros, sáquese la suma.

26         Cfr. Mt 15,24.

27         entre otros, Lc 8, 1-3. 15; 11, 28; Mt 13, 44-48.

28         Cfr. Lagrange (1999, pp. 150-152).

29         estas duras palabras tienen una enseñanza profunda. Ciertamente, ni Lucas ni Juan, quienes hacen (matizando, que es cierto), estos reproches de Cristo, no tenían la idea de que Jesús era un hijo ingrato y duro. Ellos deberían ver en estos episodios, en los que la madre de Jesús estaba en un rango común, la expresión del nuevo mensaje según el cual en adelante la carne no sirve para nada. La maternidad según la carne no es nada si no va acompañada de la maternidad según el espíritu. Cristo pertenecía a este reino del espíritu, sin ningún tipo de relación carnal (traducción del autor).

30         Cfr., Fuentes Mendiola (1989, p. 177).

31         el resaltado es del autor.

32         el resaltado es del autor.

33         Cfr. Mt 27, 56; Mc 15, 40-41; Lc 23, 27.

34         No olvidemos que “este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn 21, 24).

35         Cfr. Lc 2,

Manuel Martínez-Sellés

Creo que es muy importante el aclarar conceptos, porque cada vez con más frecuencia veo que se confunden distintos conceptos y a veces esto se hace de forma no intencionada y creo, lamentablemente, también con frecuencia se hace de forma malintencionada.

Un primer concepto, que  creo que  es muy importante  conocer, es  el concepto de la calidad de vida. Es un concepto que no es sencillo, es un concepto subjetivo, y esto lo aprendí, directamente, con una paciente.

Nosotros hicimos un estudio —como  ha  dicho  el  profesor  Chivato, he dedicado muchas de mis investigaciones a cardiología geriátrica, a ver el corazón de los ancianos—, hicimos un estudio que llamamos “4c”, de caracterización científica del corazón del centenario, en el cual a los centenarios por toda España, más de 120 centenarios, les hacíamos todo tipo de estudios, cardiacos, pero también a todos los niveles analíticos y también de calidad de vida. El estudio de calidad de vida era muy sencillo: les pedíamos a los centenarios que se atribuyeran un número a su calidad de vida, siendo 1 el peor y 10 la mejor situación.

Entonces, yo me acuerdo de que vino una paciente a mi consulta, lógicamente centenaria, muy caquéctica, muy demacrada, que entró en sillita de ruedas, y, después de hacerle las distintas exploraciones, yo le hice la prueba de calidad de vida, el test sencillo que hacíamos, y le pregunté qué calidad de vida se atribuía ella, y ella me dijo un 8; y a mí me llamó la atención que se diese un 8.

Entonces, teniendo el temor de que me hubiese entendido mal, le dije: “Bueno, 1 sería lo peor y 10 lo mejor”. Ella me dijo: “Sí, sí, yo me doy un 8 porque yo estoy muy contenta con mis nietos, con mis bisnietos”. La verdad es que era una señora que estaba cognitivamente perfecta, pese a su edad, y esto me hizo reflexionar hasta qué punto solo cada uno de nosotros sabemos la calidad de vida que tenemos. Tampoco es sencillo, cuando tenemos un enfermo delante, saber la calidad de vida que tiene.

Traía aquí cuatro ejemplos de cuatro películas: las que pueden ver a la izquierda son películas pro-eutanasia, y las que ven a la derecha son películas que defienden la vida. Es muy importante que seamos conscientes que la situación clínica de los enfermos es similar o, si acaso —de hecho, así es—, es peor en las películas de la derecha, que defienden la vida, que en las películas de la izquierda. Es decir, desde el punto de vista clínico, tienen una situación más avanzada los pacientes de la derecha.

Las cuatro están inspiradas en situaciones reales y es interesante ver cómo, ante una misma situación, puede haber pacientes que lo vivan de una forma y otros pacientes, que tienen esa misma situación, que lo viven de una forma totalmente distinta.

Entonces, yo pensaba: “Bueno, ¿cuál sería la situación clínica más extrema?”. No sé si es la más extrema, pero, seguramente, una de las más extremas, es lo que llaman los anglosajones locked-in syndrome, que en castellano se suele traducir por el ‘síndrome del enclaustramiento’ o el ‘síndrome del cautiverio’. Son pacientes que no tienen movimientos voluntarios cuando es completo; es muy raro el completo, el parcial es más frecuente.

Hay un personaje de un libro de Julio Verne que tiene este síndrome y solo consigue mover un dedo, y moviendo el dedo es capaz de comunicarse. Y en una de las películas que he puesto en la diapositiva anterior, hay un periodista francés, que es Jean-Dominique Bauby, que tiene un  infarto cerebral y solo consigue mover, voluntariamente, un párpado, y moviendo un párpado logra comunicarse. De hecho, dicta moviendo ese párpado el libro que es La escafandra y la mariposa, que es un libro muy recomendable, y en el libro se basa la película. Básicamente, lo que viene a decir es que su cuerpo es como una escafandra, pero que, con su imaginación, es la mariposa y él es feliz.

Pero hay pacientes que tienen situaciones aún más extremas, y los pacientes que tienen el síndrome del cautiverio completo no tienen ningún movimiento voluntario. Hasta hace tres años, nunca nadie había logrado comunicarse con estos pacientes, lógicamente porque no tienen movimientos voluntarios, y hace tres años, unos investigadores, con técnicas de neurofisiología, consiguieron comunicarse con ellos, porque resulta que cuando pensamos que “sí”, los cambios eléctricos que se producen en el cerebro son distintos que los cambios que se producen cuando pensamos “no”.

Entonces, básicamente, lo que hacían era que a los pacientes les hacían preguntas y ellos pensaban “sí” o “no”, y de esta forma conseguían contestar a las preguntas. Es gracioso que uno de ellos no quería que su hija se casase con el novio, se lo preguntan 20 veces y las 20 veces piensa “no” y, aun así, la hija se casó con el novio. Esto por decir que fueron capaces, de verdad, de comunicarse con estos pacientes de forma clara.

A mí lo que más me llama la atención del artículo —el artículo es un artículo complejo, porque habla de todos estos procedimientos neurofisiológicos— es que, de los cuatro pacientes, cuando les preguntan cómo ven ellos su situación, los cuatro contestaron que se veían felices, pese a estar en esta situación clínica tan extrema. Lo digo para que no prejuzguemos situaciones que a veces vemos. Los que somos médicos es verdad que vemos pacientes con situaciones muy avanzadas, pero que no prejuzguemos la situación que tienen.

De hecho, si nos vamos a la definición de la Organización Mundial de la Salud de lo que es la calidad de vida, esa definición refleja esto,  que es un concepto muy subjetivo, que habla de felicidad, de bienestar, de satisfacción, de sensación positiva. Claro, la definición de la Organización Mundial de la Salud nos dice que es “la percepción que tenemos de nuestro lugar en la existencia”, y es que esto es muy subjetivo. Además, claro, entraba ahí el contexto que tengamos no solo de la situación de salud, sino también de nuestra cultura, de nuestros valores, qué objetivos tenemos, qué expectativas tenemos. Entonces, es importante que solo uno puede decir la calidad de vida que tiene, es un concepto muy amplio y muy subjetivo.

¿Qué es lo que sucede? Que cada vez con más frecuencia se está usando de forma distorsionada, como si hubiese un umbral a partir del cual una situación no tuviese suficiente calidad como para que esa persona estuviese en condiciones de seguir viviendo.

No solo eso, a mí lo que me parece más grave es que se confunde la calidad de vida con la dignidad. Son dos conceptos que son distintos.

La dignidad humana es intrínseca a toda persona. Todos nosotros, simplemente por el hecho de ser seres humanos, tenemos una dignidad máxima que nadie nos puede quitar, y,  de hecho, la Declaración Universal de los Derechos Humanos se basa en eso: se basa en que todos tenemos la misma dignidad y, por muy discapacitado que sea un paciente o por muy avanzada que sea una enfermedad, esa persona siempre tendrá una dignidad máxima.

Olvidarse de este principio por visiones dramáticas de situaciones de minusvalías profundas, etcétera, nos hace ir hacia una situación peligrosa, en que alguien pudiese poner un control para ver hasta qué punto la  situación de un determinado paciente seguiría siendo digna o no.

Por lo tanto, todos tenemos esta dignidad máxima, pero sí es cierto que enfermos con situaciones avanzadas pueden no percibir esta dignidad, aunque todos la tenemos.

Pero también a mí me parece interesante que los estudios lo que han mostrado es que la dignidad que percibe el enfermo depende poco de su situación clínica tendería a pensar, bueno, pacientes que tengan situaciones muy avanzadas a lo mejor perciben menos esa dignidad, que —insisto— todos tenemos. Pues no, lo que se ha visto es que, ante situaciones clínicas similares, hay pacientes que sí perciben su dignidad y pacientes que no la perciben.

¿De qué depende? Depende mucho del entorno: depende de los médicos, de las enfermeras que están con estos pacientes. La situación que él nota, pues que los médicos y las enfermeras lo están cuidando, que la familia va a verle, que hay una preocupación, que hay un diálogo, que son todos compasivos... pues ese paciente se va a percibir como digno.

Mientras que si un paciente lo que nota es que el sistema sanitario le abandona, que la familia no va a visitarle, ese paciente, aunque tiene una dignidad máxima como todos tenemos, no la va a percibir, y esto es importante porque es una llamada de atención que todos tenemos que tener hacia los pacientes, sobre todo a aquellos pacientes que tienen situaciones avanzadas.

Y ya entrando de lleno en el tema de la eutanasia; como decía antes, hay mucha confusión terminológica, no solo entre la opinión pública, entre nuestros dirigentes, pero es que también entre los profesionales, y esto a mí me parece particularmente grave. Por lo tanto, necesitamos formación y necesitamos calificar conceptos.

Aquí tenemos el hándicap que ya la palabra eutanasia etimológicamente significa algo que es muy distinto al significado real, porque eutanasia significaría etimológicamente ‘buena muerte’.

Todas las definiciones que voy a dar son de la Organización Mundial de la Salud no porque defienda a la Organización Mundial de la Salud, pero sí porque creo que son definiciones universalmente aceptadas.

Entonces, uno se va a la definición de la Organización Mundial de la Salud y lo que nos dice es que “la eutanasia es la acción del médico que provoca, deliberadamente, la muerte del paciente”. Es decir, tenemos un paciente que está sufriendo y el médico, para evitar este sufrimiento, mata al paciente. Sería algo así como el homicidio por compasión. Esto es lo que significa la eutanasia. Por lo tanto, tiene que existir la muerte como objetivo buscado. Esto es muy importante porque luego, cuando tengamos dudas de si una acción es eutanásica o no, si el objetivo buscado ha sido la muerte o no. Si el objetivo buscado es la muerte, ha sido eutanasia.

Esto se puede hacer de una forma activa, la eutanasia por acción, que sería inyectar un veneno del paciente, pero también se puede hacer por omisión, es decir, si yo a un paciente le niego asistencia o la nutrición o la hidratación, y lo hago con el objetivo de matarle, eso también va a ser eutanasia. Por  eso digo que es muy importante saber cuál es la intención. Si   la intención es quitar la vida, eso es eutanasia.

Por lo tanto, tiene que haber una acción o, como he dicho antes, también puede ser una omisión que, efectivamente, cause o acelere la muerte. Si lo que yo hago no tiene la traducción de que el paciente se muera, eso nunca va a ser eutanasia.

El sujeto sobre el que yo practico la eutanasia tiene que estar  sufriendo; más que  nada  porque,  si  no,  sería  un  asesinato  —la  eutanasia  se supone que es porque quiere evitar el sufrimiento—, y tengo que tener esta doble intención: por un lado, causar o acelerar la muerte y, por otro lado, aliviar un sufrimiento se entiende —aunque, como luego veremos, no siempre es así— que importante.

Aquí estaría  también  el  concepto  del  suicidio  médicamente asistido, que, aunque éticamente y moralmente hay pocas diferencias, si es verdad que algunos países o algunos Estados han legalizado el suicidio médicamente asistido y no han legalizado la eutanasia. La  principal  diferencia es que en el suicidio médicamente asistido el médico no mata al paciente. El médico hace una receta de un veneno, el paciente va a la farmacia, compra ese veneno, va a su casa, se toma el veneno y se suicida.

Es importante también que en el suicidio médicamente asistido, además de los médicos, de las enfermeras, que están implicados en la eutanasia, están implicados también los farmacéuticos. El médico no provocaría directamente la muerte del paciente, sino que, simplemente, facilitaría los medios al suicidio.

¿Qué situación tenemos actualmente? ¿Cuál es nuestra situación en este momento? La verdad es que la eutanasia hoy en día está despenalizada en muy poquitos países. En Europa, solo Benelux, y, en el resto del mundo, Canadá y Colombia. Es decir, es una situación muy excepcional. Incluso si consideramos también el suicidio médicamente asistido, en Europa solo se sumarían Suiza y Alemania, y en el resto del mundo, poquitos países: Japón, algunos estados de Estados Unidos y uno de Australia. Es decir, incluso si consideramos ambas prácticas, menos del 3 % de la población vive en países donde se permitan estas prácticas de matar o facilitar la muerte de pacientes con enfermedades avanzadas.

Yo creo que esto nos da una idea de la perspectiva que tenemos que tener, porque, claro, últimamente, cuando uno lee la prensa, parece que somos la excepción de que no tenemos la eutanasia en España y es todo lo contrario. Lo que es raro es que uno viva en un país donde esté permitida la eutanasia. Por ejemplo, como he dicho antes, de los 27 países de la Unión Europea, solo se permite en el Benelux: en Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Además, también otra información que cada vez se dice con más frecuencia, otra asociación que yo cada vez veo con más frecuencia es de la eutanasia con las políticas progresistas o de izquierdas. Es otra gran mentira.

Es decir, hace un par de años en Portugal intentaron legalizar una ley de la eutanasia muy similar a la que ahora se está intentando legalizar en España —y que siguen también intentando en Portugal—, y el Partido Comunista portugués votó en contra de la legalización de la eutanasia. Es muy interesante leer las declaraciones que hicieron defendiendo o explicando el motivo por el cual votaban en contra de la eutanasia, porque, claro, la izquierda, en teoría, lo que tenía que hacer es defender a los más débiles, defender a aquellos que tienen una situación socioeconómica más delicada, y, como luego veremos, la eutanasia es particularmente peligrosa para esas personas, y por eso una gran mentira esa asociación que se ha intentado hacer de eutanasia con políticas progresistas. La eutanasia es todo menos de progreso.

No solo eso, sino que en los países en los que se ha legalizado la eutanasia, de forma prácticamente unánime, se ha podido ver lo que se llama la pendiente resbaladiza y, sobre todo, en los países que llevan más tiempo con la legalización, porque, claro, en Holanda se legalizó la eutanasia hace 18 años.

Es decir, en este primer tiempo se ha podido ir viendo cómo todas las medidas, en teoría, restrictivas y protectoras, que evitaban hacer eutanasias en aquellos pacientes que no lo hubiesen solicitado de una forma clara... es decir, cuando se legalizó la eutanasia en Holanda, el paciente tenía que tener un sufrimiento que no se pudiese controlar con las distintas técnicas médicas —que luego veremos que es una situación que es excepcional o que, incluso, podemos decir que hoy en día ya no existe—, pero es que, además, tenían que solicitarlo de forma clara, había que dejar un tiempo para que el paciente tuviese un tiempo de reflexión, tenía que venir un equipo médico distinto al equipo médico que llevaba a ese paciente a comprobar esta solicitud y a comprobar la situación cognitiva del paciente que, de verdad, permitiese solicitar eso.

¿Qué es lo que se ha visto? Que todas estas premisas se han ido cayendo y, hoy en día, en Holanda y en otros países, se ha comprobado que, una vez se legaliza la eutanasia, es incontrolable, y, actualmente, en Holanda se está realizando la eutanasia de ancianos con demencia, de niños con discapacidad, de pacientes que ya, incluso, por su propia situación clínica, no tienen la capacidad de solicitar la eutanasia. Esto es lo que se llama la pendiente resbaladiza que se ha comprobado de forma clara.

Una  situación  extrema  de  esta  pendiente  resbaladiza  es  el  hecho de que ya hay varios autores que han defendido —y traigo aquí en la diapositiva dos publicaciones, una del 2013 y otra del 2016— lo que llaman   el aborto postnatal. El aborto postnatal sería que nace un niño sano, pero a los padres socialmente o económicamente no les viene bien tener un hijo en ese momento, y estos autores defienden que se pueda matar a esos niños recién nacidos sanos.

Yo, cuando leí el primer artículo del año 2013, la verdad es que pensé que los autores lo escribían para provocar, es decir: el aborto no tiene ningún sentido, que se permita matar a los niños mientras están en el vientre materno, entonces, para poner una situación similar sería un niño recién nacido, ¿por qué se permite matarlo cuando está en el vientre materno y no se permite matarlo cuando acaba de nacer? Pero no, porque estos autores recibieron muchas cartas en relación con este artículo y ellos, de verdad, se reafirmaban en que no, que es que ellos defendían que se debía permitir matar a estos niños recién nacidos.

En el 2016, el otro artículo que traigo aquí básicamente es otro autor que defiende, nuevamente, el infanticidio de los recién nacidos sanos y también, además, dice que los argumentos que presentamos aquellos que defendemos la vida diciendo que eso es inaceptable, dice que a él no le convencen.

Nos da una idea de hasta dónde se puede llegar en esta pendiente resbaladiza por debajo, por así decirlo, al inicio de la vida, pero, actualmente, hay una propuesta de ley en Holanda, que están intentando sacar adelante, que es que cualquier individuo holandés con más de 70 años vaya a la farmacia con su DNI —yo tengo más de 70 años— y simplemente con eso,      le den un kit de suicidio para que pueda suicidarse en su casa.

Nos da una idea de hasta qué punto podemos llegar a estas situaciones peligrosas de pendiente resbaladiza si se llega a aprobar la ley de la eutanasia. Es cierto que algunos, pese a estas evidencias tan claras, siguen defendiendo que no hay pendientes resbaladizas.

Además, la eutanasia tiene unas implicaciones económicas claras. Como se ha dicho en la presentación del Congreso, tenemos, actualmente, un verdadero suicidio demográfico en Europa, en general, y en España, de forma muy particular. Se calcula, de hecho, que en 20 años, si lo permite la pandemia, vamos a ser el país más envejecido del mundo. Tenemos cada vez más ancianos, muchos de ellos que, además de cobrar sus pensiones, también necesitan cuidados médicos, con lo cual suponen un gasto importante, y, por otro lado, tenemos cada vez menos niños y menos personas jóvenes trabajando, con lo cual el sistema es insostenible.

Básicamente, a uno se le ocurren dos soluciones: uno sería apostar por políticas que favorezcan la natalidad, que yo, que tengo 8 hijos, puedo decir que, claramente, no es la situación que tenemos en este momento; y la otra solución que se está buscando, no digo que los defensores de la eutanasia defiendan la eutanasia únicamente por motivos económicos, pero es evidente que el aprobar la eutanasia tiene unas repercusiones económicas grandes.

No solo eso, actualmente ya hay empresas en España que, de forma ilegal, están facilitando el suicidio de algunas personas, cobrando unas medias en torno a 10.000 euros por cada vez que facilitan este suicidio. Entonces, hay algunos estudios de mercado que nos hablan de en torno a 116 millones de euros de mercado que habría para estas empresas que facilitan el suicidio de los pacientes.

¿Cuál es el marco legal que tenemos actualmente? Es probable que esto vaya también en poco tiempo. Todavía tenemos algunos la esperanza de que así no sea, pero es verdad que cada vez es más pequeña también esta esperanza. Nosotros tenemos  la   suerte   de   tener   una  Constitución en España que reconoce el derecho a la vida de todos y, además, nuestro Tribunal Constitucional ha negado que exista un derecho a morir. Tenemos también la suerte de tener un Código Penal que protege la vida humana. Aquí es verdad que tenemos la lamentable excepción del aborto,  pero,  en todas las demás situaciones, si alguien mata a una persona, va a la cárcel.

Por lo tanto, hoy por hoy todavía no tenemos ninguna regulación de la eutanasia, y, por lo tanto, en una situación de eutanasia la ley condenaría a las personas que lo practiquen por homicidio. Es cierto que hay un  artículo, que es el 4, 143, que tipifica la inducción al suicidio y aquí como que la pena, cuando hay un sufrimiento del paciente que ha solicitado una ayuda al suicidio, es menor y es un poco la puerta de entrada que se está utilizando para permitir legalizar la eutanasia.

De hecho, sabemos que ya en febrero el Congreso aprobó regular por ley la eutanasia, y estamos actualmente en plena pandemia, que parece particularmente cruel que, mientras  los  sanitarios  estamos  luchando  para salvar vidas humanas en nuestro día a día, que, aprovechando esta pandemia, en la cual además no nos podemos manifestar, etcétera, se esté tramitando este proyecto de ley.

Esto yo lo he visto alguna vez en pacientes míos con enfermedades avanzadas que querían tomar decisiones importantes, la más habitual  el testamento: tenemos un paciente que está al final de la vida, quiere modificar su testamento o quiere hacer un testamento, y nuestra normativa legal muchas veces no lo permite si el paciente no está en una situación cognitiva demostrablemente capaz. De hecho, tiene que venir un notario a certificar que el paciente sí tiene, en esa situación, la potestad para decidir sobre su testamento.

Entonces, es curioso que esta ley de la eutanasia va a permitir a pacientes con enfermedades avanzadas, muchos de ellos hasta el 90 %, con una depresión patológica, muchos de ellos que ya no tienen capacidades cognitivas, decidir sobre su propia vida, cuando la ley no permite que hagan otro tipo de actos legales o jurídicos.

La eutanasia es contraria a muchas normas internacionales. Pongo ahí algunas de las instituciones que, de forma clara, se han pronunciado contra la eutanasia, pero sí quiero destacar la Asociación Médica Mundial. La Asociación Médica Mundial, en su última  declaración  de  hace  un  año, tiene una declaración muy clara, muy contundente, diciendo que la Asociación Médica Mundial se declara en contra tanto de la eutanasia como del suicidio médicamente asistido. Esto, por otro lado, es lo esperable, ya que la eutanasia, como luego veremos, destruye la relación de confianza que hay entre el médico y el paciente.

¿Cuál es la alternativa ante esta situación, que tenemos pacientes que tengan enfermedades avanzadas, que estén sufriendo? Los cuidados paliativos. Nuevamente, traigo aquí la definición de la Organización Mundial de la Salud de qué son los cuidados paliativos: “Es un planteamiento que mejora la calidad de vida de estos pacientes con enfermedades avanzadas y que, además, hay que iniciar de forma precoz”. Son cuidados paliativos, son cuidados que deberíamos iniciar los últimos meses de vida de los pacientes, no deben ser cuidados moribundos. “Son cuidados que tienen como objetivo prevenir y aliviar el sufrimiento que tienen estos pacientes”, ojo, el sufrimiento: no solo el sufrimiento físico que puede ser el dolor, la falta de aire, las náuseas, los vómitos, también el sufrimiento a otros niveles: psicosocial, espiritual.

Esto es la definición de la Organización  Mundial  de  la  Salud.  Por eso, parecen, particularmente, inadecuados intentos que  ha  habido, por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, de retirar los pacientes o los capellanes de los hospitales.

Por lo tanto, si nosotros tenemos unos adecuados cuidados paliativos, lo que vamos a conseguir es que los pacientes con enfermedades avanzadas tengan mejor calidad de vida.

¿Qué es lo que sucede? Que el último Atlas Europeo de Cuidados Paliativos muestra que la situación en España es muy deficitaria. Tenemos unos cuidados paliativos que están infra-desarrollados: lo que se recomienda son dos servicios de cuidados paliativos por cada 100.000 habitantes; en  España no llegamos ni a la mitad, tenemos 0,6.

¿Qué significa esto? Que tenemos muchos pacientes con enfermedades avanzadas que no están recibiendo los cuidados paliativos adecuados, es decir, están sufriendo. Entonces, a cualquiera se le ocurre, ante esta situación, lo que urge es promover los cuidados paliativos. Pues no, también me parece especialmente cruel que, teniendo una situación  con pacientes sufriendo, que la única alternativa que se les vaya a dar es matarlos. Es decir, en vez de promover los cuidados paliativos, que es lo que necesitamos —y ahí sí hay una demanda social clara—, pues lo que vamos a hacer es legalizar la eutanasia.

No solo eso, no solo este dato que muestra hasta qué punto estamos mal en cuidados paliativos, sino que somos de los poquitos países de Europa, si quitamos los que tienen la eutanasia legalizada, que sería, como hemos dicho antes, el Benelux (Bélgica, Holanda y  Luxemburgo),  hay  en muy poquitos países en Europa donde no existe una especialidad oficial de cuidados paliativos, y nosotros somos uno de ellos. Es decir, cuando uno hace la carrera de Medicina, después de seis años de carrera, hace el examen MIR y ahí puede elegir una especialidad. Yo, como se ha dicho, elegí cardiología. No podría elegir cuidados paliativos, porque no tenemos esa especialidad oficial.

Además, es importante conocer  que  en  aquellas  situaciones extremas en las que no conseguimos controlar los síntomas de los pacientes con enfermedades avanzadas, siempre tendremos una alternativa a la eutanasia, que es la sedación paliativa.

¿Qué es la sedación paliativa? Yo ya no tengo manera de controlar los síntomas que tiene el paciente, lo que voy a hacer va a ser usar sedantes, usar analgésicos, aun a riesgo de que ese paciente pierda el conocimiento. Ahora bien, lo hago a las dosis mínimas para conseguir controlar los síntomas y, cuando ya los controlo, no sigo aumentando la dosis con el objetivo de matar al paciente. Por tanto, la sedación paliativa no tiene nada que ver con la eutanasia. En la eutanasia el objetivo es matar al paciente, en la sedación paliativa el objetivo es controlar los síntomas. Por lo tanto, en un lado, tendríamos la eutanasia, y en el otro, tendríamos aliviar el sufrimiento con sedación paliativa.

Mi experiencia es que, cuando los médicos hacemos sedación paliativa, no solo la situación clínica del paciente no suele empeorar, sino que muchas veces mejora, y esto yo lo he vivido personalmente: hacer sedación paliativa y ver que la situación clínica del paciente mejora, incluso podemos retirar la sedación paliativa.

Ahora bien, también es cierto que, en algunos casos, en mi experiencia de forma excepcional, pero también sucede que, cuando hacemos sedación paliativa, la situación clínica del paciente empeora y podemos incluso con la sedación paliativa acabar matando a nuestro paciente. Ahora bien, esa no  era nuestra intención, y sería algo así como si yo prescribo un antibiótico, el paciente tiene una reacción alérgica muy fuerte y acaba muriéndose por el antibiótico que yo he prescrito. Evidentemente, esa no era mi intención. Con lo cual, si el paciente se muere como un efecto secundario no deseado en el caso de la sedación paliativa no hemos hecho nada fuera de la ética. Yo lo que persigo es el control sintomático.

Por lo tanto, como alternativa a la eutanasia, que va a ser el mayor recorte en gasto sanitario de la historia de España, lo que tenemos que hacer son políticas que aumenten el gasto público en investigación, el gasto público en cuidados paliativos. Lo que necesitamos es una ley de cuidados paliativos que permita mejorar la situación deficitaria que tenemos actualmente.

Entonces, ¿qué es lo que es éticamente adecuado?, es decir, ¿qué es lo que hay que hacer? Lo primero es que a veces no es sencillo saberlo; yo, que he sido Vicepresidente del Comité de Ética Asistencial de mi hospital, y estando allí personas —todas las que estaban en mi época— con valores similares, etcétera, a veces discutíamos entre nosotros.

Creo que es muy importante saber que hay dos valoraciones distintas: una es la valoración que hacemos los profesionales, la evaluación que hace el médico; es una evaluación objetiva que nos va a permitir saber si el tratamiento es proporcionado y, por lo tanto, lícito o si el tratamiento es desproporcionado y, por lo tanto, ilícito, y esto solo lo puede decidir el médico. Ni el paciente ni la familia tiene los conocimientos para saber si un determinado tipo de quimioterapia mejora el pronóstico específico del cáncer que tiene ese paciente. Hay que estudiar oncología para saberlo. Con lo cual, los pacientes y los familiares no deberían entrar en este ámbito de decisión. Es el ámbito de decisión del profesional.

Si el tratamiento ha demostrado que mejora el pronóstico, es un tratamiento proporcional y, por lo tanto, un tratamiento que podemos utilizar.  Si  el  tratamiento  no  ha  demostrado  que  mejora el pronóstico de pacientes que estén en una situación similar a esa, es un tratamiento desproporcionado y, por lo tanto, es un tratamiento ilícito, un tratamiento que nunca se debería utilizar. Por ejemplo, un médico nunca debería prescribir preparados homeopáticos porque no han demostrado que mejoren ninguna enfermedad y, por lo tanto, son ilícitos.

Y aquí acabaría el papel del médico. Ahora bien, cuando yo le digo a un paciente “hay un tratamiento proporcionado que mejora su situación”, el paciente tiene que valorar si ese tratamiento es un tratamiento que él va a poder tolerar o si es un tratamiento tan agresivo, desde el punto de vista físico, psicológico, económico, social que él no lo puede tolerar.

Si el tratamiento es un tratamiento que al paciente no le supone algo muy excepcional que no pueda tolerar, sería un tratamiento ordinario. Por lo tanto, si el tratamiento es proporcionado y ordinario, sería un tratamiento no solo lícito, sino también obligatorio, porque todos tenemos el deber moral de curarnos y de hacernos curar.

Ahora bien, si el tratamiento que me están  proponiendo  como paciente es un tratamiento que, aunque sea proporcionado, aunque vaya a mejorar mi situación, yo creo que no voy a poder soportar porque es muy agresivo, es un tipo de cirugía muy agresiva, es un tratamiento que me es muy costoso, por el que sea el motivo, yo este tratamiento lo puedo considerar un tratamiento extraordinario y, por lo tanto, ahí ya no sería obligatorio.

Voy a poner un ejemplo: nosotros tenemos pacientes con insuficiencia cardiaca avanzada, que cada dos semanas, en una situación ya muy avanzada, tienen que ir al hospital a ponerse una infusión de un fármaco que mejora el funcionamiento cardiaco, cuyo efecto dura dos semanas. De esta forma, mejoramos la calidad de vida de estos pacientes con insuficiencia cardiaca avanzada. Ante dos pacientes con la misma situación de insuficiencia cardiaca avanzada, cuando yo les propongo esto, tengo pacientes que viven cerquita del hospital, con lo cual no les supone nada ir cada dos semanas al hospital a ponerse esta medicación, pero también tengo pacientes que viven, a lo mejor, a 60 kilómetros del hospital, que no tienen quien les lleve, que el tener que ir cada dos semanas al hospital en los últimos meses de su vida les supone un trastorno grande, que prefieren no ir a ponerse estas infusiones, y los dos tienen la misma situación clínica.

Por lo tanto, el uso adecuado de las medidas terapéuticas solo sirve para un paciente en concreto y para un momento en concreto. Aquí no se puede generalizar, hay que valorar los medios, el grado de dificultad que tienen los tratamientos, el riesgo —hay tratamientos que suponen un riesgo importante para el paciente, aunque vayamos a obtener un beneficio—, también, como he dicho antes, los gastos, la situación económica, la posibilidad de aplicación frente al resultado que esperamos.

Evidentemente, es lícito a los pacientes proponerles cosas extraordinarias o extremas, inclusiones en ensayos clínicos de tratamientos experimentales, etcétera, pero tampoco debemos pensar que existe un deber de agotar toda posibilidad de vida y, en concreto, siempre será lícito contentarse con los medios habituales que la medicina puede ofrecer. Es decir, nadie tiene que estar pensando “yo tendría que haber ido a Houston a operarme y tal”, siempre quedarnos con lo habitual es lícito.

Ya, por último, quería decir unas breves palabras sobre la relación de eutanasia y medicina, que es a mí lo que más me preocupa: lo primero, los médicos estamos, mayoritariamente, contra la eutanasia. Eso es muy evidente y, además, es particularmente claro en aquellos médicos que más peticiones de eutanasia reciben, que son los paliativistas.

Los paliativistas son aquellos que, mayoritariamente, están contra la eutanasia. ¿Por qué? Porque ellos saben que, cuando un paciente pide la Eutanasia, en el fondo lo que está pidiendo es otra cosa, lo que está pidiendo es que le cuiden, que le traten los síntomas, que estén pendientes de él, y, si lo hacemos, ese paciente deja de pedir la eutanasia.

Cuando yo tuve la oportunidad de presentar el libro, que ha comentado antes el profesor Chivato, en el Colegio de Médicos, fue muy interesante, porque hubo una compañera, médico de familia, que contó un episodio que a mí me llamó mucho la atención, y es que a ella una paciente, recientemente —esto fue a principios de año, lógicamente, antes de la aprobación probable y futura de esta ley de la eutanasia—, le había pedido a ella la eutanasia.

Entonces, claro, la paciente le pidió la eutanasia y esta compañera lo que hizo fue preguntarle a la paciente que por qué pedía eso. Resulta que la paciente tenía varios problemas médicos, además, también varios problemas sociales, y lo que hizo esta compañera fue darle un tratamiento adecuado para el control sintomático y también la puso en contacto con la asistente social, con la trabajadora social, de ese Centro de Salud, y a la semana esa misma paciente le llevó a mi compañera una tarta de manzana.

Ella lo que decía es “con la ley de la eutanasia aprobada, yo me hubiese quedado sin tarta de manzana”, porque, además, la ley de eutanasia es de obligado cumplimiento, para, en particular, los médicos de familia también.

De hecho, se apoya mucho en los médicos de familia. Que, evidentemente, uno puede hacer objeción de conciencia, pero con consecuencias probables en el ámbito laboral.

¿Esto por qué lo digo? Porque los médicos, cuando recibimos una petición de eutanasia, que, como ya digo, es algo muy excepcional, pero, cuando la recibimos, lo primero que tendremos que pensar es por qué este paciente está pidiendo la eutanasia. Es decir, probablemente sea un paciente que no estemos tratando de forma habitual.

El acto médico se basa en una relación de confianza y la eutanasia pone fin a esta relación de confianza, y, por lo tanto, unos médicos que hemos hecho un juramento hipocrático, que hemos jurado que jamás haremos daño de forma intencionada a nuestros pacientes, cuando un paciente va al médico, va al médico con mucha garantía, porque sabe que el médico solo va a defender su vida. Si yo hago eutanasia o si yo legalizo la eutanasia, quiebro esta relación de confianza médico-paciente. Además, se frenaría o se va a frenar el progreso de la medicina.

¿Quién va a estudiar tratamientos en el alzhéimer, en los cuidados paliativos? De hecho, como hemos comentado antes, los países en Europa que tienen la eutanasia legalizada son aquellos en los que los cuidados paliativos están menos desarrollados.

Además, la eutanasia, lógicamente, para quien es peor es para los pacientes, porque los matamos, pero también es muy mala para los médicos y varios estudios demuestran las alteraciones psicológicas y la afectación psicológica negativa que tiene en los profesionales.

Además, es que se quiebra la relación de confianza que existe ya no solo con el médico, sino con todo el sistema sanitario e incluso con la familia. Si yo le digo a mi padre: “Hola, papá, vamos al hospital o vamos al centro de salud”, mi padre sabe que yo le llevo al hospital para que le traten, porque tiene un problema y quiero que le curen. Pero si yo le digo, en un país con la ley de la eutanasia aprobada, “Papá, vamos al hospital”, mi padre lo mismo sale corriendo por la otra puerta, porque, claro, llega un momento que ya no tenemos confianza en el sistema.

Yo tengo un hermano que vive en Alemania. Las residencias de ancianos cercanas a la frontera con Holanda de Alemania se están llenando de ancianos holandeses. Claro, ya tienen miedo de quedarse en su propio país. Es muy triste esta situación en la que ya el paciente deja de fiarse del sistema y de la familia, porque, claro, lo mismo mi hijo lo que quiere es la herencia y por eso me quiere llevar al hospital.

Además, si un médico practica la eutanasia, ya es una situación de difícil retorno. Yo creo que los médicos tenemos una gran virtud y es que tratamos a los pacientes que tienen situaciones similares de forma similar, y eso yo creo que, en general, es bueno.

Yo, de hecho, trabajo en un hospital público, como os he dicho antes, que pilla dos zonas muy distintas de Madrid, tengo pacientes del barrio de Salamanca, pacientes de Vallecas. Entonces, seguimos teniendo en mi hospital habitaciones de dos, a veces tienes un ejecutivo y un trabajador humilde al lado y tratamos a los dos si tienen la misma patología, exactamente, de la misma forma. Es una virtud esto.

Pero, claro, ¿qué es lo que sucede? Que si un médico practica la eutanasia en mi paciente, cuando vuelva a tener un paciente similar, la tendencia va a ser hacer lo mismo. Es decir, esta virtud, en el fondo, lo que va a hacer es perpetuar situaciones de eutanasia, y esto me parece que también es peligroso.

Además, se les traslada el mensaje a los pacientes de que son una carga para la sociedad y de que son una carga para la familia. Esto a mí me parece que es muy paradójico; ¿por qué?, porque los partidarios de la eutanasia suelen defenderla desde el principio de la autonomía, es decir, de que el paciente sea capaz de tomar sus decisiones, y, curiosamente, cuando se aprueba la eutanasia, lo que sucede es que quitamos la autonomía a los pacientes y, precisamente, les presionamos a que soliciten la eutanasia bajo esta situación, sobre todo, como decía antes, en aquellos pacientes que tengan situaciones socioeconómicas más delicadas.

Si yo  tengo  mucho  dinero,  tengo  una  enfermedad  avanzada  y  voy  a una clínica privada, ya se encargarán de mantenerme con vida todo el tiempo que  se  pueda,  porque  allí estaré haciendo  mi  aportación.  Ahora, en pacientes que tengan situaciones económicas más débiles, que ellos tengan esta conciencia de que son una carga para sus familias, de cierta forma les vamos a estar presionando a solicitar la eutanasia, y, por lo tanto, la eutanasia se puede convertir en un arma de coacción.

Además, este clima  de  desconfianza  puede  acabar  por  estropear la cifra tan buena que tenemos de donaciones para trasplantes. Nosotros  tenemos la mayor cifra de donantes per cápita del mundo y esto es porque, cuando ha fallecido un paciente, preguntamos a las familias si podemos usar sus órganos, habitualmente la contestación es positiva; pero, claro, si  se aprueba la eutanasia, ya nos pueden entrar dudas si a lo mejor quieren eutanasiar a nuestro familiar para utilizar sus órganos, etcétera.

Ya, para concluir, quería un poco resumir los cuatro motivos por los cuales la eutanasia no debería ser nunca admitida. Hay muchos más, pero los cuatro principales.

A mí me da  mucho  miedo  la  pendiente  resbaladiza,  porque,  como he dicho, se ha ido comprobando en todos los países en los que se ha ido aprobando la eutanasia que todos los supuestos que inicialmente se ponen de control al final es imposible controlarlos, y, como decía, en Holanda  y en otros países se está haciendo eutanasia en pacientes que no la han solicitado.

El tema de la falta de autodeterminación real. Es decir, cuando un paciente pide la eutanasia, simplemente ese hecho de pedir la eutanasia, probablemente, no signifique que ese paciente no está enteramente en sus cabales, que tenga algún tipo de presión, que tenga algún tipo de psicopatología, que no esté en una situación cognitiva que le permita de verdad expresar este deseo de muerte.

La gran reducción o incluso desaparición de los cuidados paliativos. Si vamos a matar a los pacientes con enfermedades avanzadas, ya deja de tener sentido intentar que no sufran.

Y, por último, lo que a mí más me preocupa, como Presidente del Colegio de Médicos de Madrid, es la deformación del sentido médico. Es decir, la eutanasia destruye totalmente la integridad moral de la profesión médica, va contra, como he dicho antes, del juramento hipocrático y va a quebrar esta relación de confianza que hoy en día tenemos los médicos con nuestros pacientes.

Manuel Martínez-Sellés, en repositorioinstitucional.ceu.es/

Transcrito por audición del 22 Congreso de Católicos y Vida Pública

Josep Rambla

3.           Arte o mistagogía de la amistad

Henri Brémond afirmó, hace ya años, que los Ejercicios son la autobiografía ignaciana elaborada pedagógicamente. En lo que se refiere a la amistad, no podemos sostener que Ignacio haya elaborado una pedagogía, pero es cierto que su experiencia personal le ayudó, como hemos visto, a conducir a otros hacia la verdadera amistad. Puede,  pues, bien decirse que el autor de los Ejercicios Espirituales, gran pedagogo y mistagogo, también lo es de la amistad, un arte que necesita algún tipo de adiestramiento.

Antes de entrar en este campo del arte y pedagogía ignaciana de la amistad, se imponen unos presupuestos. En primer lugar, para Ignacio, Dios tiene la primacía en todo y es el centro de atracción de todas las cosas, es el medio divino integrador de todo. Por tanto, también la amistad, por lo menos en un sentido pleno y auténtico, tiene en Dios su centro o polo de atracción. En segundo lugar, hay que afirmar que esta primacía de Dios no implica ninguna forma de dualismo y menos de eliminación de lo humano, ya que para Ignacio, el Dios comunicado en Jesucristo es un Dios autor de la naturaleza y de la gracia, al cual servimos y damos gloria, cuando respetamos ambas esferas, que en él tienen su origen y punto de convergencia [55]. Y, en tercer lugar, no olvidemos que al hablar de amistad nos referimos a una realidad que es totalmente gratuita y que por lo tanto, se pueden ofrecer vías para que nazca y para alimentarla, pero no puede ser producida de modo infalible por ningún medio.

Teniendo en cuenta estos presupuestos, podemos distinguir en este arte ignaciano de la amistad dos aspectos estrechamente unidos, aunque diferenciados: por un lado, el uso de medios más explícitamente evangélicos o de fe y, por otro lado, el recurso a medios naturales. Y lo primero que Ignacio nos diría es que la amistad tiene un proceso lento y que es muy frágil. Esto es lo que le enseñó la experiencia de la relación con el primer grupo de compañeros que reunió ya en Barcelona y que le acompañaron en Alcalá y en Salamanca. Cuando en Roma, hacia el final de su vida, se interesa por ellos y hace un cierto balance de su historia posterior, el resultado no es muy brillante. Quizá también podría aplicarse a la amistad, lo que Ignacio decía de sus estudios antes de ir a París: «Porque, como le habían hecho pasar adelante en los estudios con tanta prisa, hallábase muy falto de fundamentos» [56]. Este fundamento de la amistad, lo pondría más adelante con los Ejercicios Espirituales, ciertamente realizados de manera completa, pues mediante ellos ganó a Fabro y Javier [57]. Y lo mismo cabe decir de los otros amigos.

ANEXO

1.           Pedagogía de la afectividad espiritual

1.1.      Experiencia afectiva de Dios

Se ha repetido muchas veces que los Ejercicios de san Ignacio son una pedagogía de la afectividad, incluso «una escuela superior del amor de Dios». El doctor Contarini halló en Ignacio «un maestro del amor» y en los Ejercicios una nueva teología, la teología del corazón. Fabro, por su parte, al dar Ejercicios al teólogo Cochleus, constató la alegría de éste porque había encontrado finalmente «un maestro del corazón».

Ya en el Principio y Fundamento, de manera discreta, pero real, se orienta al ejercitante en el sentido del amor: porque el hombre es criado «para», es decir, en orden a vivir una vida relacional, en la gratuidad, en el respeto y en el servicio al Otro. Esto equivale a decir que el sentido de la existencia humana se halla en el amor. En esta orientación de la vida, la persona humana ha de encontrar su salvación, es decir, la plenitud de su existencia, «salvar su ánima».

A lo largo de la experiencia de los Ejercicios Espirituales, el que los hace, trata de practicarlos desde el centro de su persona, incorporando toda su actividad imaginativa e intelectual, pero hasta llegar a «sentir y gustar internamente» (Ej. 2). Por lo mismo, la actitud  afectiva es la que ha de privar y vivirse con mayor delicadeza, puesto que es la manera de alcanzar una más íntima relación con Dios (cf. Ej. 3). Además, todas las contemplaciones de segunda, tercera y cuarta semana se dirigen a una relación profundamente afectiva, de verdadera amistad, con el Señor, conocido, amado, seguido hasta una compenetración en su dolor y gozo. Y todos los Ejercicios en su conjunto ayudan a disponerse para alcanzar aquella comunicación íntima, inmediata, con Dios, hasta dejarse abrazar por él (cf. Ej. 15). Así, la mistagogía de los Ejercicios Espirituales se sitúa en la perspectiva de la alianza amorosa de Dios con el ejercitante.

No es de extrañar que en momentos importantes de los Ejercicios, aparezca la amistad en sus mismos términos o equivalentes. Muy al comienzo de la experiencia, al describir el «coloquio» (Ej. 54), Ignacio lo presenta como la relación entre dos amigos: «Así como un amigo habla a otro». La misma palabra reaparece en el ejercicio de las dos Banderas al mostrar a Jesús que a todos sus siervos y amigos «a tal jornada envía, encomendándoles que a todos quieran ayudar» (Ej. 146). Nuevamente, en la cuarta semana, al presentar el oficio de consolar que realiza el Resucitado, dice que se ha de comparar «cómo unos amigos suelen consolar a otros» (Ej. 224). Finalmente, aunque la expresión usada es la de «amante», en la contemplación para alcanzar amor se explica el proceso de reconocimiento de los dones de Dios y la consecuente correspondencia a estos dones mediante la experiencia del amor y de la amistad: «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario,  el  amado  al  amante»  (Ej.  231) [58]. Estos cuatro pasajes están llenos de significación humana y espiritual.

En efecto, la amistad no sólo ilumina, sino que constituye de hecho la misma experiencia de cuatro realidades tan importantes de la vida cristiana como son la oración, el apostolado, la relación personal con Cristo y la alianza con Dios experimentada en la vida. Ignacio se anticipa a santa Teresa de Jesús al presentar la oración como una relación de amistad «como un amigo habla a otro» y así los Ejercicios Espirituales adiestran en esta vivencia de amistad, ya que recomiendan en cada ejercicio terminar con un coloquio, que es la manera de relacionarse amistosamente con el Señor. En el ejercicio de las Dos banderas, los apóstoles que Jesús envía son «amigos» y el apostolado se convierte en una relación de amistad para «ayudar».

Además, el Resucitado se hace accesible en actitud de consolador, lo más parecido a como los amigos se consuelan unos a otros, y así se vive la relación personal con Cristo en forma de amistad. Y la contemplación para alcanzar amor que prepara al ejercitante para prolongar en la vida la experiencia espiritual de los Ejercicios, le dispone a convertir el conjunto de su existencia en un descubrimiento agradecido de la abundancia de dones de Dios en la vida y de su entrega gratuita y, por consiguiente, a transformarla en una relación de respuesta amorosa al Señor. Una relación que habrá de vivirse en los hechos más que en las palabras. La amistad, pues, se halla en el corazón de la vida cristiana, según la pedagogía espiritual de Ignacio desarrollada en los Ejercicios Espirituales. Ignacio, al hablar de sus primeros amigos de París, indica de manera subliminal la relación entre la amistad y los Ejercicios: «Por este tiempo conversaba con Maestro Pedro Fabro y con Maestro Francisco Javier, a los cuales ganó después para el servicio de Dios, gracias a los Ejercicios» [59].

1.2.      «Que Cristo se vaya formando en vosotros»

1.2.1.   Contemplar

La divino-humanidad de Cristo va configurando al ejercitante a lo largo de la experiencia espiritual de los Ejercicios. Efectivamente, la constante y «repetida» relación con el Señor ya desde el primer coloquio de la primera semana y luego en las restantes se realiza con un modo de contemplación que invita a la inmersión plena en la vida del Señor, desde lo más exterior y humano hasta su misma intimidad. Las incesantes repeticiones ayudan a que el ejercitante progrese más en la conformación de toda su vida, en todas sus dimensiones, según el Señor. Los Ejercicios practicados con este proceso y con este modo de proceder son, pues, una mistagogía para que el ejercitante en su vida diaria, fuera de Ejercicios, haga presente al Señor, sea testigo de su vida, ame como él ha amado, con corazón de hombre y como revelación del Padre. La vida de una persona que hace los ejercicios según el modo ignaciano puede ser una vida profundamente humana, como la de Jesús, y hondamente epifánica, como la de Cristo, mediante una amistad «en el Señor».

1.2.2.   Orar «sobre las potencias del ánima» y «sobre los cinco sentidos corporales»

A este mismo proceso transformador de las semanas de Ejercicios, ayuda una de las maneras de orar, que propone como parte integrante de los Ejercicios Espirituales, orar «sobre las potencias del ánima» y «sobre los cinco sentidos corporales» (Ej. 246-248; cf. 4), ya que es un recurso oracional para guiarse en el uso de estas capacidades humanas por la manera humana de vivirlas el mismo Jesús. En el fondo, se trata de incorporar en la propia vida, la manera de sentir de Jesús (sus recuerdos, sus pensamientos y valores, sus afectos y opciones) y su manera de relacionarse (mirar y ver, escuchar y dialogar, tocar, la sensibilidad, los gustos y la manera de percibir y gozar de la naturaleza y las personas). Todo esto constituye una rica orquestación del mundo interior y de la relación con el exterior del ejercitante, que tiene una capital importancia en el desarrollo de una verdadera amistad en la que lo humano y lo espiritual se integren en una auténtica madurez.

Y, en este proceso de una madura integración, hay que tener en cuenta que, para Ignacio, los sentidos son las puertas de la persona, porque a través de ellos expresamos nuestro mundo interior y, a la vez, también a través de ellos, dejamos que nos penetre el mundo exterior. De aquí que se deba poner una atención especial en custodiar bien esta puerta, como forma privilegiada de abertura a los demás. En las Constituciones de la Compañía escribe: «Todos guardarán especialmente las puertas de sus sentidos de todo desorden (en particular los ojos, los oídos y la lengua)» [60].

Quizá no siempre somos conscientes de que unos Ejercicios bien practicados son un camino de auténtica humanización, al estilo de Jesús. Y en esta humanización, se da una verdadera simbiosis, una cierta unión hipostática, de lo humano y divino, propio de la verdadera concepción cristiana en la que estas dos dimensiones no se yuxtaponen.

1.3.      «La unción del Espíritu Santo»

El n. 414 de las Constituciones de la Compañía de Jesús aporta notable luz al tema de la relación humana madura que echa sus raíces en la acción del Espíritu en nuestros corazones:

«Aunque esto [el modo de comportarse un miembro de la Compañía en sus relaciones humanas] sólo lo puede enseñar la unción del Espíritu Santo […], se pueden ofrecer algunos consejos».

Este texto, que se refiere a la formación de los jesuitas para el apostolado, indica que se ha de prestar atención al modo de tratar a las personas que, de ordinario serán muy variadas (sexo, carácter, país, cultura, etc.). Aun concediendo que convendrá dar algunas orientaciones para proceder bien en esta relaciones, se afirma que la guía fundamental ha de ser la unción del Espíritu Santo. Es decir, para Ignacio, la relación verdaderamente humana ha de proceder de una raíz profundamente divina, pero ésta, a su vez, se manifiesta en lo humano de nuestras vidas, de modo que lo divino de nuestra condición no suple la atención que debemos prestar a lo más estrictamente humano y, por tanto, también hay que poner medios naturales.

Por tanto, la mistagogía ignaciana que acabo de exponer nos acerca más al sentido pleno, integrador de lo humano y lo divino, que se expresa en la frase «mis amigos en el Señor». Como dice Hugo Rahner, después de hablar de la amistad de Ignacio: «Su figura humana no necesita ningún dorado. Su humanidad irradia desde el interior, porque su corazón estaba lleno del resplandor de la humanidad de Cristo nuestro Señor» [61].

Ignacio se hallaría en sintonía con la afirmación tan diáfana de Elredo de Rieval: «La amistad nace en Cristo, en Cristo crece y por él se plenifica» [62]. Y, todavía más, glosando la expresión de la primera carta de Juan: «Dios es amistad» [63].

2.    Los medios naturales                                                                 

No consta que Ignacio conociese la obra clásica sobre La amistad espiritual de Elredo de Rieval. Tampoco tenemos constancia explícita de que Ignacio recurriese a la obra de Cicerón, de tanta influencia en la tradición cristiana, De amicitia o a los capítulos más antiguos de Aristóteles sobre la amistad en la Ética a Nicómaco, aunque es muy probable que tuviese conocimiento directo de estos escritos durante sus estudios en la Universidad de París. En cualquier caso, como he dicho más arriba, en el campo de la amistad no desarrolló una iniciación práctica al estilo de la que elaboró en los Ejercicios, para los cuales, además de su experiencia personal, ciertamente se sirvió de otras lecturas y conocimientos. Por tanto, parece inútil buscar influencias o dependencias de autores o teóricos de la amistad. Más bien, sus cualidades personales para la relación amistosa y su sentido pedagógico y práctico son las fuentes de donde nacía su arte de la amistad, es decir, los «medios naturales» con los cuales los hombres respondemos a Dios que «pide colaboración de sus creaturas» [64].

2.1.      El amor

El punto de partida de este arte es el verdadero amor a la persona. Si no se parte de esta actitud fundamental todo recurso humano es pura estrategia o quizá manipulación. El amor se expresaba en la extraordinaria afabilidad de Ignacio: «Esta afabilidad se manifestaba en que, cuando encontraba por la casa a algún Hermano, le mostraba un rostro tan risueño y le acogía tan bien, que parecía quererle meter en el alma. Con todos cuantos llegaban o iban de camino comía la primera o última vez, despidiéndose de cada uno con mucho amor» [65].

2.2.      Compartir lo espiritual y lo material

Desde esta disposición inicial y fundamental, el compartir es un paso indispensable, sobre todo cuando la convivencia o cercanía física lo permiten. Todos los testigos nos hablan de la comunidad de bienes que reinó en París y luego en Italia. La ayuda espiritual que Ignacio ofrecía con sus conversaciones, con sus orientaciones en la vida espiritual, y más tarde con los Ejercicios Espirituales, era una puerta de entrada a la amistad. Por este camino fue creando a su alrededor vínculos afectivos. Esta ayuda espiritual iba acompañada de la ayuda material a los compañeros, prestándoles ayuda económica, sirviéndose de las limosnas que recibía de Barcelona, o que más tarde recogía en sus desplazamientos veraniegos a Flandes y Londres. Ayuda también, no exenta de picardía, es la que Ignacio le prestaba al resistente Javier, procurándole alumnos para sus clases. Pero se daba la reciprocidad, ya que Ignacio, estudiante veterano, recibía apoyo de sus compañeros en los estudios. Incluso cuando al final de la etapa parisiense, Ignacio decide regresar a su tierra para reponerse de su salud a instancias de los compañeros, éstos le procuran el caballo para el viaje. Él, a su vez, visita a las familias de los compañeros en distintas poblaciones de España [66]. En buena síntesis, Alfonso de Polanco, después de hablar del primer modo mediante el cual creció la amistad, es decir, el compromiso espiritual y apostólico de Montmartre, añade:

«El segundo medio para la conservación de estos compañeros fue el trato mutuo y la frecuente comunicación entre ellos. Porque, aunque no vivían en un mismo lugar, unas veces en casa de uno, otras en casa de otro, solían comer juntos con caridad, y se ayudaban unos a otros en las cosas espirituales y también las temporales y, de este modo, se alimentaba y crecía entre ellos el amor en Cristo» [67].

2.3.      Comunicación: conversación y cartas

De modo especial, la amistad progresaba por esta forma privilegiada de compartir que es la comunicación de palabra o por escrito. En los encuentros que acabo de mencionar, es evidente que la conversación y diálogo entre los compañeros tenía una parte muy importante. Sin embargo, no toda comunicación tiene aquel grado de profundidad que, según santo Tomás, caracteriza la verdadera amistad, la comunicación de las vivencias más íntimas personales:

«Es verdadero signo de amistad que el amigo revele a su amigo los secretos de su corazón. Porque como los amigos tienen un solo corazón y una sola alma, no parece que el amigo ponga fuera de su corazón lo que revela al amigo» [68]. De aquí que un síntoma de la facilidad y profundidad que los amigos ignacianos habían alcanzado en la comunicación es la práctica de la deliberación en común que realizaron repetidas veces, en París, en Venecia, en Vicenza, en Roma. Deliberar en común para buscar la voluntad de Dios sobre el grupo y tomar decisiones compartidas supone una transparencia de unos con otros y una facilidad de comunicación que abarca todos los niveles de la vida personal, desde los más sencillos de lo cotidiano hasta las vivencias más hondas de la fe. La amistad de los compañeros iba progresando con la «comunicación de todas sus cosas y corazones», se nos dice. Y esto, «con suavísima paz, concordia y amor» [69].

Esta comunicación se mantenía mediante la correspondencia, cuando las distancias les separaban, como hemos visto anteriormente en los casos de Fabro y Javier.

Más tarde, cuando escriba las Constituciones de la Compañía de Jesús, Ignacio aconsejará como medio que contribuye mucho a la unión de los jesuitas  «la  mucha  comunicación» [70]. Puesto que la vida de los jesuitas, consagrada a menudo a trabajos en lugares muy distantes y en horas muy distintas, no permite los frecuentes encuentros de oración, ni la vida ordenada de un monasterio, «se ha podido decir que la correspondencia es de algún modo la liturgia que celebran los jesuitas» [71].

2.4.      Respeto exquisito a los hermanos

La actitud de respeto práctico que Ignacio tenía hacia todos es fundamental para el progreso de la amistad y vemos que nadie se podía sentir juzgado por él. Llamaba la atención que tenía una «gran simplicidad en el no juzgar a ninguno y en interpretarlo todo a bien» [72].  «Nuestro  Padre  de  todos  dice siempre bien» [73]. Y, además: «El Padre nunca cree nada de lo que le dicen en mal de otro y, si acaso, pide que se lo comuniquen por escrito» [74]. Y esta actitud de interpretar siempre bien las cosas de los demás era tan notable y tan del dominio común que, según Ribadeneira, «son ya como un proverbio entre los que le tratan las interpretaciones del Padre excusando faltas ajenas» [75].

La amistad se manifiesta también y se fomenta con los mil detalles, como los ya vistos más arriba en la manera que Ignacio tenía de relacionarse con sus hermanos. Puesto que no es preciso insistir más en dichos detalles, termino este capítulo sobre los recursos humanos de la amistad, recordando lo que dice Câmara sobre el modo propio de Ignacio para fomentar el afecto de sus hermanos: «1º La gran afabilidad del Padre. 2º El gran cuidado que tiene de la salud de todos, que es tan grande, que casi no se puede alabar como se merece. 3º El Padre tiene tal modo de proceder que las cosas de que se puede herir el súbdito, nunca se las dice, a no ser por medio de otro» [76].

Conclusión

De acuerdo con el análisis que ahora concluimos, el arte ignaciano de la amistad es un caso particular de la pedagogía espiritual propia de Ignacio, en la cual la integración de la dimensión de la fe y la dimensión natural, es una parte esencial. Quien siga esta iniciación espiritual avanzará en el camino de una amistad con los amigos con una fuerza divina, y de un amor a Dios con hondo calor humano.

La historia confirma esta especial capacidad de la pedagogía espiritual ignaciana para desarrollar la amistad y afectividad. Ya hemos dicho que los Ejercicios se han entendido desde sus orígenes como una pedagogía afectiva o del corazón y, como consecuencia, la teología de los Ejercicios de san Ignacio es considerada como theologia cordis. Además, por otro lado, se ha afirmado que el humanismo, que marca la pedagogía de la Compañía de Jesús, es «el humanismo del corazón» (François Charmot), contrapuesto al de la pura inteligencia o de los conocimientos. Sirvan estas constataciones como indicios del peso que han dejado lo afectivo y la dimensión de la amistad en el que hacer de la Compañía, continuadora de la obra inicial de los primeros amigos en el Señor, pues «Dios se nos comunica como un amigo».

Sin embargo, para terminar con una confirmación de todo lo que precede, quiero hacer mención de dos episodios personales y significativos de la historia de la Compañía de Jesús, Compañía que Javier definió como «Compañía de amor»: el apostolado de la amistad de Mateo Ricci y la mística de la amistad de Egide van Broeckhoven.

Mateo Ricci es bien conocido por su apostolado pionero de la inculturación y del diálogo intra-religioso, como llamaríamos hoy a su empeño apostólico, en el mundo muy selecto de la China. Matemático, astrónomo, lingüista, pensador y pastoralista valiente, se conquistó un prestigio notable en la capital china, en la corte, donde recibió un indiscutido reconocimiento y todo tipo de honores científicos. Ricci, en medio de su apostolado intenso y comprometido, escribió una obra sobre la amistad, uno de los obsequios más apreciados por la familia real, y llegó a reconocer que la amistad le había abierto más puertas en la China que su saber y su ciencia:

«Esta Amistad me ha dado más crédito a mí y a Europa que todo lo que he hecho. Porque las otras cosas dan crédito de cosas mecánicas o de obras manuales o de instrumentos, pero ésta da crédito de cultura, de ingenio, de virtud. Por esto, la obra ha sido leída y recibida con grande aplauso y ya se está imprimiendo en dos lugares distintos» [77].

En cuanto a Egide, jesuita obrero místico, muerto en plena fábrica (1967), tenemos el testimonio fehaciente de sus escritos íntimos que nos revelan cómo su privilegiada experiencia de la santísima Trinidad está del todo mediada por la experiencia avasalladora de la amistad humana. Esta identificación de la vivencia del misterio de amor de las personas divinas y de la relación amistosa humana es lo que lleva a Egide a decidirse definitivamente por la mística ignaciana de hallar a Dios en lo concreto de la vida humana, superando así la duda de si su vida debía inclinarse hacia la Cartuja. La amistad y la amistad con los pobres centran las hondas gracias místicas de Egide. Con referencias a la experiencia del Sinaí, clásica en la literatura mística cristiana, Egide nos comunica su vivencia de Dios en la amistad, en las amistades concretas:

«El lugar donde hallamos a Dios, la zarza ardiente, es el mundo de hoy y, en su corazón, todas las amistades...» [78].

Para Egide, la amistad verdaderamente humana es espiritual y ésta es siempre hondamente humana [79]. En consecuencia, el núcleo del apostolado y del anuncio activo del Reino es para Egide la amistad: «el apostolado es la amistad» [80].

No sería, así, nada ajena a su experiencia la expresión ignaciana “mis amigos en el Señor” y, por esto Egide, que muy posiblemente no llegó a conocerla, nos ofrece una excelente aproximación a su sentido, cuando escribe:

«Si tuviéramos la osadía de ver verdaderamente lo divino en la floración de lo humano, amaríamos a los hombres, a nuestros amigos, a nuestro trabajo, al arte, etc., con un ímpetu divino y a Dios con una espontaneidad humana. Pero nos paramos continuamente en nuestro amor humano por lo que consideramos amor a Dios y en nuestro amor a Dios por lo que consideramos amor humano» [81].

Que estas sumarias referencias a la experiencia apostólica y espiritual de unos jesuitas representativos de dos campos importantes del apostolado de la Compañía sirvan para corroborar cómo la amistad que Ignacio cultivó en «mis» amigos dejó un sello en la vida posterior de la Compañía y, cómo a su vez, la experiencia y el arte ignaciano de la amistad es fuente inspiradora de verdadera amistad humana para aquellas personas, jesuitas o no, que beban de la espiritualidad ignaciana. Esta tradición, mantenida hasta hoy, tiene sin duda su raíz en los Ejercicios ignacianos que culminan en la experiencia del Cristo presente hoy que sigue haciendo el oficio de consolar como un amigo, consuela a su amigo.

Josep Rambla, en cristianismeijusticia.net/es/

55.       Constituciones, n. 814.

56.       Autobiografía, n. 73.

57.       Ibid., n. 82.

58.       Dejemos, pues no hacen a nuestro caso, las otras tres referencias: a la necesidad de apartarse de amigos y conocidos para realizar los Ejercicios (Ej. 20), al hecho de que Pilatos y Herodes pasaron de ser enemigos a hacerse amigos, (Ej. 295) y a la prevención que se ha de tener en distribuir limosnas a parientes o amigos (Ej. 338).

59.       Autobiografía, n. 82.

60.       Constituciones, n. 250.

61.       RAHNER, Briefwechsel..., pág. 562. (Correspondance..., II, pág. 315).

62.       La amistad espiritual, I, 9; cf. II, 20, en: Caridad. Amistad, Buenos Aires, 1982, Editorial Claretiana, pág. 275 y 291.

63.       Ibid., I, 69-70, pág. 286.

64.       Constituciones, n. 134.

65.       Recuerdos Ignacianos, n. 89.

66.       Autobiografía, n. 87 y 90.

67.       De vita Sancti Ignatii, caput VII, n. 70: FN, II, 567; cf. FN, I, 184.

68.       In Ioannem, XV, 3.

69.       FN, IV, 233-235.

70.       Constituciones, n. 821; cf. n. 673, 675).

71.       L. GIRARD en: Ignace de Loyola, Écrits , Paris, 1991, Desclée de Brouwer-Bellarmin, Collection Christus, 76, pág. 621.

72.       ALBURQUERQUE, Diego Laínez…, pág. 208. (FN, I, 136).

73.       Recuerdos Ignacianos, n. 91.

74.       Ibid., n. 358.

75.       Ibid., n. 92.

76.       Ibid., n. 88.

77.       Opere storiche del P. Matteo Ricci, S. I., Macerata, 1913, Pietro Tacchi Venturi, S.I., vol. II: «Le Lettere dalla Cina», pág. 248.

78.       Josep M. RAMBLA BLANCH, Dios, la amistad y los pobres. La mística de Egide van Broeckhoven, jesuita obrero, Santander, 2007, Sal Terrae, pág. 175.

79.       «Dios está en el centro de lo que cada persona posee como más concreto, más humano, más atractivo»; «Buscar las  personas  en Dios no es alienarlas; lo que sí es alienante   es buscarlas fuera de él, como si estuvieran separadas de él. Esto es quedarse a las afueras de la ciudad»; «Como hay una vida divina en Dios, también hay una vida divina en nosotros, y tiene como centro la amistad a   los demás. El Amor de Dios en nosotros es esencialmente amor de todos en él y de él en todos» (Dios, la amistad y los pobres, pág. 53). «Mi amigo es un amanecer maravilloso del eterno amor de Dios. ‘Eterno’ no significa algo abstracto fuera del tiempo, sino algo existencial y místico, como lo es la intimidad más profunda de Dios, siempre nueva, siempre joven, ofreciendo inmensas perspectivas…» (Egide VAN BROECKHOVEN, Diario de la amistad, Madrid, 1972, Narcea, pág. 44).

80.       Diario de la amistad, pág. 67.

81.       Diario de la amistad, pág. 88-89.

Josep Rambla

En verdad el corazón desbordante de Ignacio

encontró eco en el de sus amigos;

si no se hiciese mención de estas

amistades desfiguraríamos el retrato de nuestro santo.

(Hugo Rahner)

Introducción: la amistad, ¿un tema menor?

La amistad en el cristianismo tiene buenos fundamentos en la vida y la palabra de Jesús. La imagen de Dios-Amor, la vida de los primeros cristianos tal como aparece en los Hechos de los Apóstoles y en algunas de las cartas del Nuevo Testamento son buena base para desarrollar la amistad en la vida de las comunidades cristianas. La historia del cristianismo nos ha dejado un buen legado de amistades notables que hace honor a la humanidad de Jesús a quien cristianas y cristianos tratan de seguir: Francisco y Clara de Asís, Jordán de Sajonia y Diana de Andalón, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Pedro Fabro, Teresa de Jesús y Jerónimo Gracián, Francisco de Sales y Juana de Chantal, por citar sólo algunos casos destacados. Sobre la amistad no han faltado estudios y publicaciones en el mundo cristiano.

Sin embargo, hace poco, Elisabeth Moltmann-Wendel afirmaba: «la amistad es una categoría olvidada en la fe y en la comunidad cristiana». Cierto, se habla y escribe bastante sobre la amistad. En la Iglesia y en las comunidades cristianas, el amor y la amistad tienen carta de ciudadanía, pero, a la verdad, no tanto la amistad, a pesar de echar raíces en la misma vida y mensaje de Jesús. La amistad no es un asunto con relieve especial en la reflexión sobre la fe o, por lo general, en las mismas relaciones dentro de la comunidad cristiana. En el mejor de los casos, parece que se trata de un tema menor para la teología o simplemente un sueño o una ilusión en la vida, que deben ser mantenidos al margen de lo cotidiano. Ciertamente, no faltan escritos sobre la amistad de diversa cualidad y extensión, incluso actualmente empiezan a abundar. Pero este hecho no quita la impresión de que la amistad sea una materia interesante, pero de supererogación, una especie de lujo humano.

Con todo, no podemos olvidar que la amistad no sólo ha sido objeto de aprecio y de ponderación considerables a lo largo de la historia, sino también de estudios que muestran su carácter sustancial para la existencia humana. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, consideró la amistad como la cosa más necesaria para la vida. En el tratado Sobre la Amistad, Cicerón mostró cómo la amistad es fundamental para la vida política (sí, ¡la política!). Michel de Montaigne, en sus ensayos, se adentra en la amistad desde la vertiente de la experiencia psicológica y subjetiva, a diferencia de pensadores anteriores que partían más bien desde la moral o desde la teología.

La teología actual no hace gran honor a la amistad, aunque al parecer de Eberhrad Jüngel, Dios que es amor es precisamente el objeto de la teología. Con todo, a lo largo de la historia, no faltan aproximaciones al tema desde la perspectiva de fe cristiana: Tomás de Aquino verá en la amistad una dimensión teologal, ya que, según él, la relación de amor con Dios es amistad; la teología espiritual ha ofrecido obras clásicas como La amistad espiritual de Elredo de Rielvaux o el Llibre de l'amic e l'amat de Ramon Llull. Recientemente, aunque no se han prodigado, hemos gozado de algunas obras de valor y de interés sobre el tema: Los cuatro amores, donde C.S. Lewis incluye un estudio sobre la amistad; Las grandes amistades de Raïssa Maritain, testimonio de las notables amistades que dejaron huella especial en su vida y en la de su marido, Jacques; Sobre la amistad, la obra de Pedro Laín Entralgo en la que nos conecta magistralmente con la historia de las muchas significativas aproximaciones del pensamiento al hecho fundamental de la amistad humana.

Pero, aunque la amistad sigue ocupando un espacio en el mundo de las publicaciones, es muy sintomática la confesión de Laín Entralgo a propósito de la primera edición de su obra sobre la amistad: «¿Se me permitirá ser por igual orgulloso y humilde, y decir sinceramente que me ha entristecido un poco la escasa resonancia de este libro?».

Todo lo que precede confirma, por un lado, la importancia reconocida constantemente del tema de la amistad, y, a la vez, el hecho de ser considerado en la práctica como un estudio relativamente secundario, por más que interesen las aproximaciones con un carácter práctico. No es, por tanto, superfluo realizar una nueva aproximación al tema desde el campo de la espiritualidad que no ha sido excesivamente generosa a la hora de abordarlo y, muy a menudo, sólo ha indicado márgenes peligrosos y ha levantado señales de alerta.

El estudio del tema que aquí realizo a partir de la persona de Ignacio de Loyola se justifica porque Ignacio fue gran amigo de muchas personas y ayudó a crear amigos y poner medios para el crecimiento de la amistad. Ciertamente, sobre la amistad no nos dejó ningún tipo de tratado (cosa que no era muy de su estilo) ni iniciación metódica y práctica al estilo de sus Ejercicios Espirituales, pero el modo cómo él captó amigos y cómo cultivó y promovió la amistad nos permite desvelar en Ignacio un estilo personal de amistad, y una manera de promoverla y de desarrollarla que nos legitima a llamarla “arte de la amistad”. Sin grandes elaboraciones antropológicas o psicológicas formales, ajenas al modo ser del santo, pero con una notable percepción profunda y práctica de la naturaleza del corazón y de la sensibilidad humana, Ignacio, aunque no nos ofrece una obra teórica de gran calado, sí que, con su vida y su manera de proceder, nos inicia en el camino de una sólida amistad.

En las páginas que siguen presentamos primero, cómo vivió la amistad Ignacio de Loyola y cómo la promovió, y, luego, sacaremos algunas consecuencias para el cultivo y desarrollo de «la cosa más necesaria para la vida» (Aristóteles). La cosa más necesaria y que merece un tratamiento afinado ya que, como se ha destacado recientemente en distintas publicaciones, la amistad es frágil [1].

1.           Una historia de amistad

Estos últimos años se ha hablado y escrito abundantemente sobre la amistad en relación con Ignacio de Loyola. La expresión «amigos en el Señor», que aparece únicamente en una de las cartas más antiguas, ha sido la que más a menudo ha centrado los estudios ignacianos sobre el tema. Sin embargo, no es que sean muchos los escritos que ahonden en cómo vivió Ignacio la amistad y, menos aún, en el modo en que él la fomentaba en sí y en los demás. Por esto, me ha parecido oportuno dedicar una reflexión especial a cómo Ignacio fue el núcleo del grupo de «mis amigos en el Señor» y qué arte, qué mistagogía, empleó para hacer brotar y hacer crecer la amistad.

Desde muy pronto, después de su conversión al apostolado ilustrado, al regresar de su peregrinación a Tierra Santa (antes de este viaje renunció a todo tipo de apoyo humano, incluso al de la amistad), Ignacio se ocupó de buscar compañeros, propiamente cordiales   colaboradores   del   proyecto de «ayudar a las almas». Sabemos muy bien cómo aquel primer grupo (Arteaga, Calixto, Cáceres, Juanico) no alcanzó el último objetivo de constituirse en una agrupación estable de amigos. Fue «un parto primerizo» al decir de Alfonso de Polanco. La primera lección que Ignacio nos transmitió sobre la amistad fue, así pues, que se trata de un proceso delicado, lento y frágil.

En cambio, a partir de 1529, en París, a donde se dirigió, entre otros motivos para buscar compañeros, empieza una etapa sólida de amistad que será la primera piedra de la Compañía de Jesús. Pedro Fabro, al rememorar los dones recibidos en su vida, da gracias a Dios por los bienes espirituales y materiales recibidos al compartir habitación, en el Colegio de Santa Bárbara, con Francisco Javier y particularmente, con Ignacio de Loyola: «Dios quiso que yo enseñase a este santo hombre, y que yo mantuviese conversación con él sobre cosas exteriores, y, más tarde sobre las interiores; al vivir en la misma habitación, compartíamos la misma mesa y la misma bolsa. Me orientó en las cosas espirituales, mostrándome la manera de crecer en el conocimiento de la voluntad divina y de mi propia voluntad. Por fin llegamos a tener los mismos deseos y el mismo querer» [2].

Cuando diez años más tarde, en Roma, el grupo de amigos se reunía para deliberar sobre cómo debía ser su futuro, se plantearán en primer lugar, antes de otras cuestiones, si el grupo debía disolverse o consolidarse en alguna forma de asociación. Decidirán con toda firmeza no disolverlo, ya que se trataba de una obra que Dios había realizado. El grupo de amigos no sólo había madurado, sino que había adquirido una densidad espiritual tal, que en adelante la amistad estará en la base de todas las decisiones de futuro que tomará el grupo reunido para deliberar.

Los amigos, a partir de 1540, empiezan a dispersarse para dar alguna respuesta a las exigencias apostólicas. Con todo, esta dispersión ocasionada por la misión no disminuyó la calidad de la verdadera amistad y, a la vez, dejó una serie de testimonios de cómo lo humano es constitutivo de una auténtica experiencia de amistad cristiana y espiritual. Sigamos, pues, la génesis y la evolución de esta amistad centrándonos en Ignacio de Loyola, núcleo del grupo de «amigos en el Señor».

2.           La amistad en la vida de Ignacio

Al emprender este estudio sobre Ignacio y la amistad, deberíamos preguntarnos cómo entendía la amistad Ignacio de Loyola, qué entendía por amistad. Nos lo debemos preguntar porque, por un lado, esta inclinación a la amistad fue produciendo con el tiempo, sobre todo después de su conversión, frutos de madurez humana y cristiana. Y, por otro, porque no resulta fácil dilucidar la calidad de su amistad cuando, a partir de 1541, su amor ha de pasar por el tamiz que impone su condición de Prepósito General, y no siempre se transparenta lo que hay en su corazón ya que, como él mismo confesó, según testimonio de Gonçalves da Câmara, «quien medía su amor con lo que él mostraba, que se engañaba mucho» [3]. Este comportamiento de gobierno amoroso practicado por Ignacio es la plasmación viva de lo que se expresó en la Fórmula o Regla de la Compañía de Jesús, que el Superior ha de acordarse siempre «de la bondad, de la mansedumbre y de la caridad de Cristo» [4].

2.1.      Una cuestión previa

De hecho, a partir de los datos que nos ofrece su biografía, podemos distinguir tres aspectos o niveles de la amistad en la vida de Ignacio. En primer lugar, el santo busca compañeros de apostolado. No excluye de ningún modo la relación amistosa, pero se preocupa sobre todo de ayudar a las ánimas, y para esto es importante el grupo de compañeros. Es el tipo de amistad que le movió a buscar los primeros compañeros de Barcelona y de Alcalá, y luego de París, aunque de hecho, la relación que acabó estableciéndose, alcanzó el tercer nivel del que hablaré luego. A esta amistad con, se le añade la amistad de aquellas personas que son destinatarias del apostolado. Así, Ignacio trata de hacerse amigas las personas, de ganárselas, pues el bien que ofrece no es algo que se ha de imponer, sino que se ha de recibir como un don, y por tanto ha de acogerse desde el corazón, desde una cierta amistad. Ésta es una amistad para. Finalmente, en Ignacio se da la amistad en el sentido más estricto del término:

la amistad «en el Señor», un modo de compartir lo más profundo de cada uno y en reciprocidad. Esta amistad se dará sobre todo entre compañeros jesuitas, pero no exclusivamente entre ellos y, además, aparecerá incluso antes de llegar a formalizar compromisos apostólicos. Es decir, la amistad no nace sólo del para y el con del apostolado, sino que en algunos casos sustenta el mismo compromiso apostólico. Y la propia amistad implica una reciprocidad en el conjunto de aspectos de la vida, tanto en los más espirituales como en los más humanos, incluso como en los materiales.

Dada la riqueza y complejidad que encierra el mismo concepto de la amistad, que ha sido objeto de profundos estudios —desde Aristóteles pasando por Cicerón, Tomás de Aquino, Kant, y así hasta nuestros días, por citar figuras muy señeras— aquí me ceñiré al sentido amplio y elemental, pero avalado por un uso acreditado, del término amigo: «Se aplica, en relación con una persona, a otra que tiene con ella trato de afecto y confianza recíprocos» [5].

2.2       Disposición de Ignacio para la amistad: los años anteriores a la conversión

Se puede decir que en Ignacio hay una cierta predisposición a la amistad, ya que los mejores testigos de su vida nos hablan de su cercanía con las personas, de su comprensión, de su gran capacidad de relación humana, de su pericia para concordar voluntades, de su actitud siempre desinteresada y de su benevolencia. Recordemos sólo algunos testimonios: se dice de él que era de «noble ánimo y liberal»; que en las batallas en las que participó y en todas las dificultades que vivió «nunca tuvo odio a persona ninguna»; que además destacaba en «saber tratar los ánimos de los hombres, especialmente en acordar diferencias y discordias» [6].

Todos estos datos nos hacen ya vislumbrar el sustrato humano afectivo de Ignacio, su «exuberante capacidad afectiva» [7] que  se  manifestará  de  distintas maneras en su polifacética vida y que se halla en la base del don para captar amigos y para cultivar una verdadera amistad. Sin embargo, por reacción a su excesiva confianza en sí mismo y en lo humano en general, su primera actitud, después de la conversión, es una tendencia a la soledad y a prescindir del apoyo de los demás. Así, en los pensamientos espirituales que le embargan durante su convalecencia en Loyola, «ofrecíasele meterse en la Cartuja de Sevilla, sin decir quién era para que en menos le tuviesen» [8]. Y, cuando está por embarcarse hacia Tierra Santa, no aceptará ningún compañero: «Y aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio» [9].

2.3.      «Amigos en el Señor»

Con todo, poco a poco, Ignacio es el núcleo de una verdadera amistad, porque aglutina verdaderos amigos en un sentido pleno, humano y espiritual. Éste es el significado de la amistad «espiritual» o «en el Señor», una amistad con hondas raíces en el corazón y con una irradiación a todas las zonas de la vida personal. Es decir, una amistad plena. En efecto, nadie duda de las hondas raíces de fe que tiene la amistad de Ignacio y de sus compañeros.

El testimonio antes citado de Pedro Fabro es buena prueba de ello. Para ceñirnos al primer grupo de verdaderos amigos, hay que recordar que todos, en París, han practicado los Ejercicios Espirituales, se han confirmado en propósitos de vida evangélica apostólica en Montmartre, han realizado prácticas de devoción juntos (por ejemplo, las visitas periódicas a la Cartuja de Vauvert), y más tarde, ya en Italia, se han entregado a la práctica del apostolado. Sin embargo, su vida no se ha limitado a esto, sino que los amigos se han ayudado en los estudios y también económicamente, han compartido comidas y conversación amable, han vivido momentos de trabajo intenso y también de solaz.

La descripción, tantas veces citada de Diego Laínez, sintetiza adecuadamente este carácter de amistad en el sentido pleno del que estamos hablando:

«De tantos en tantos días, nos íbamos con nuestras porciones a comer a casa de uno, y después a casa de otro. Lo cual, junto con el visitarnos a menudo y escalentarnos, creo que ayudase mucho a mantenernos. En este medio tiempo, el Señor especialmente nos ayudó así en las letras, en las cuales hicimos mediano provecho, enderezándolas siempre a gloria del Señor y a útil del próximo, como en tenernos especial amor los unos a los otros, y ayudarnos etiam temporalmente en lo que pudimos» [10].

2.4.      La deliberación en común, experiencia de amistad

Conviene resaltar la plenitud de esta amistad, que alcanza unos niveles de comunicación tan profundamente humanos, que llegan hasta compartir los sentimientos más profundos que son los de la misma experiencia de fe, es decir, los sentimientos más hondamente humanos. Por esto, el itinerario de los amigos está marcado por continuas deliberaciones «espirituales» que implican un grado sorprendente de transparencia de unos con otros. Así, ya antes de los votos de Montmartre (1534), han de deliberar a fondo sobre su proyecto de vida. Luego, en Italia, antes de las ordenaciones sacerdotales de la mayoría de ellos —y supuesta la demora de la peregrinación a Jerusalén (que finalmente se frustra) —, han de deliberar sucesivamente sobre los siguientes aspectos: su vida de pobreza y de oración, la preparación espiritual para las ordenaciones y primeras misas, sus ocupaciones apostólicas, las gestiones para el viaje, la visita al Papa para obtener su aprobación y bendición. Una vez cerrada la puerta para la peregrinación, reflexionan sobre el modo de ponerse a la disposición del Papa.

Todo esto supone una facilidad para la comunicación profunda, una disposición generosa para la escucha y la comprensión, una sinceridad sin reservas.

El relato detallado de la larga deliberación de tres meses en 1539, que concluyó con la decisión de fundar una nueva orden religiosa, nos transmite una buena información de la condición humano-espiritual del grupo de amigos: diversidad de países de origen y de pareceres, y a la vez unidad en el deseo de un objetivo único y compartido, deseo de buscar medios para resolver el problema planteado, supuesta la inminente dispersión de los pocos miembros del grupo, búsqueda libre y sincera de la voluntad de Dios, comunicación de las distintas vivencias y a veces opuestos pareceres personales, creación de medios para afrontar la cuestión más difícil de introducir la obediencia religiosa en su proyecto de vida, algunas discrepancias y tensiones solucionadas de modo práctico, etc. Todo ello nos revela la madurez humana y espiritual del grupo de amigos, «amigos en el Señor» [11].

De este modo, se fue realizando una simbiosis entre la experiencia de fe y la experiencia humana, que hace más comprensible la expresión de «amigos en el Señor». Y, debido a esta integración en la amistad de fe y vida, de vida interior y vida apostólica, «hasta la muerte del padre amado con todo respeto, esta amistad fue el alma de todas las obligaciones canónicas, de obediencia que se impusieron a sí mismos, durante las inolvidables deliberaciones de Vicenza y Roma» [12].

2.5.      «Mis amigos en el Señor»: Ignacio en el centro del grupo de amigos

Esta plenitud humana de la amistad es lo que Ignacio mismo, animador del grupo de amigos, vivía en sus relaciones habituales. Por esto, cuando Ignacio ha de ausentarse, se hace sentir lo humano de la amistad que él mismo, promotor del grupo de amigos, había fomentado y todos «sentían como es lógico la ausencia» de Ignacio, es decir del que había sido el alma de aquella amistad. Sin embargo, las raíces espirituales de la amistad junto con este sentimiento humano seguían vivas, ya que no fallaba el entusiasmo y la perseverancia en la realización de sus proyectos  de  vida  evangélica [13].  Es  decir,  se mantenía entre los amigos una auténtica amistad humana y espiritual.

Los testimonios sobre el carácter humano de la amistad de Ignacio son abundantes y coincidentes. Se nos dice que manifestaba tal afecto a la persona que trataba, que se la metía toda entera en el corazón: «Cuando quería agasajar a alguien, le manifestaba una alegría tan grande que parecía meterlo dentro de su alma. Tenía por naturaleza unos ojos tan alegres...» [14]. Además, todo el mundo se sentía querido por él, porque «siempre es más inclinado al amor, que todo parece amor; y así es tan universalmente amado de todos, que no se conoce ninguno en la Compañía que no le tenga grandísimo amor, y que no juzgue ser muy amado del Padre» [15].

Aunque por lo general en las expresiones era muy comedido, Javier nos dejó un precioso testimonio de la profunda amistad de que Ignacio era capaz, cuando en una de sus cartas recuerda con lágrimas en los ojos, cómo le llegaron al alma las tiernas palabras de su amigo:

«Entre otras muchas santas palabras y consolaciones de su carta, leí las últimas que decían: 'Todo vuestro, sin poderme olvidar en momento alguno, Ignacio'; las cuales, así como con lágrimas leí, con lágrimas las escribo, acordándome del tiempo pasado, del mucho amor que siempre me tuvo y tiene» [16].

Con toda verdad, Ignacio podrá hablar de «mis amigos en el Señor», ya que la amistad que se formó en París tiene una verdadera paternidad ignaciana. Todos los amigos sintieron pena cuando Ignacio tuvo que separarse de ellos para reponer su salud en España; y experimentaron alegría encontrándose de nuevo, en Venecia, al cabo de más de un año [17]. Cuando Polanco habló de «parto primerizo» al referirse al malogrado primer grupo de amigos de Ignacio, indicó indirectamente, pero con claridad, el papel de Ignacio en la gestación del grupo de amigos. Formados en la escuela de la amistad ignaciana, los compañeros, después de la dispersión de 1540, impuesta por la prioridad del servicio apostólico, siguen creciendo en esta relación profundamente humana.

2.6.      El testimonio de la amistad de Francisco Javier: Pedro Fabro

Son testimonio fehaciente de lo que precede, las letras de Fabro, que piden con ardor noticias de sus compañeros y donde se queja de la tardanza en recibirlas e incluso añora las notas de humor de Simón Rodríguez, dirigidas a éste y escritas un año antes de su muerte:

«Hermano mío, Mtro. Simón, yo os ruego que me escribáis a menudo, pues sabéis cuánto holgamos en el Señor con vuestras entrañas, con vuestras obras y con vuestros motetes» [18].

Como Ignacio con Pedro Fabro y Francisco Javier formaron el núcleo fuerte de la naciente Compañía de Jesús, es interesante recoger algunos datos que muestran cómo caló en ellos una honda amistad.

En las cartas de Javier nos encontramos con muestras de una amistad de gran hondura humana que desbordan la pura anécdota y son reveladoras de cómo lo divino se revela en lo humano, haciendo crecer a las personas en humanidad. El 27 de enero de 1545 escribía a sus compañeros de Roma:

«Dios nuestro Señor sabe cuánto más mi ánima se consolara en veros, que en escribir estas tan inciertas cartas. Pero esta virtud tiene la mucha memoria de las noticias pasadas, cuando son en Cristo fundadas, que casi suplen los efectos de las noticias intuitivas. Esta presencia de ánimo tan continua, que de todos los de la Compañía tengo» [19].

Parece que Javier tiene muy grabados en su corazón a sus compañeros, con sus rostros concretos, y guarda la memoria viva de todo lo que habían compartido. La experiencia de Cristo, profundamente arraigada en la experiencia humana, no sólo no debilita a la amistad humana, con una especie de espiritualismo muy poco cristiano, sino que la consolida y le permite desbordar los límites espaciales. A fines del mismo año, el 10 de noviembre, escribe así a Europa:

«Después, en Malaca, me dieron muchas cartas de Roma y de Portugal, con las cuales tanta consolación recibí y recibo (todas las veces que las leo) y son tantas las veces que las leo, que me parece que estoy yo allá, o vosotros, carísimos hermanos, acá do yo estoy, y si no corporalmente, saltem in spiritu» [20].

El recuerdo, el reavivar la presencia de los amigos, el complacerse una y otra vez en sus escritos o palabras, nos hablan claramente de una humanidad y de una sensibilidad que destacan el carácter profundamente humano de una amistad «en el Señor», como diría Ignacio. En definitiva, nos hablan de la humanidad de Dios. Lo que cuenta Javier en la carta escrita el 10 de mayo de 1546, refuerza esta impresión y convicción:

«Y para que jamás me olvide de vosotros, pro continua y especial memoria, para mucha consolación mía, os hago saber, carísimos hermanos, que tomé de las cartas que me escribisteis, vuestros nombres, escritos por vuestras manos propias, juntamente con el voto de la profesión que hice, y los llevo continuamente conmigo por las consolaciones que de ellos recibo» [21].

Lo humano es sensible, y la sensibilidad llega hasta la ternura, tanto más significativa cuanto Javier es el hombre de los grandes proyectos y de las grandes osadías. Nada de esto le lleva a deshacerse de una humanidad llena de sensibilidad y de ternura en la amistad mantenida y fomentada.

Pedro Fabro, un espíritu tan fino y sublime, vive también la amistad con registros muy humanos y sensibles:

«El placer, que con ellas [vuestras cartas] nos distes por acá in Xº, yo no lo he escrito ni podría al presente explicar» [22].

Esto lo escribía el 27 de septiembre de 1540. El 17 de noviembre de 1541, en una carta a Ignacio de Loyola, revela nuevamente este placer por saber de sus amigos:

«[…] el deseo que tenemos acá de saber de vosotros, y por vía de vosotros de todos los otros nuestros y nuestras cosas; que hasta ahora ninguna cosa sabemos, ni carta vuestra hemos visto donde Ratisbona» [23].

Pasan los años y la madurez espiritual de este hombre privilegiado no ahoga su sensibilidad humana y un tono incluso lúdico en su vivencia de la amistad.

Así, por un lado, la amistad tiene profundas raíces en una experiencia espiritual compartida y, a la vez, es también integradora de las distintas dimensiones de la persona (sensibilidad, necesidades materiales, convivencia, etc.). La amistad vivida por Ignacio y sus amigos coincide, entonces, con la clásica definición de la amistad de Cicerón: «Un acuerdo en todas las cosas divinas y humanas, acompañado de benevolencia y afecto» [24]. «Mis amigos en el Señor» decía Ignacio y, por los indicios que nos permiten descubrir estos amigos, la experiencia de amistad en el Señor es una síntesis vital, en la que la fe purifica y ahonda lo humano y la dimensión humana es floración de la calidad de la fe cristiana, que tiene al hombre Jesús, Cristo, como centro. Y, dentro del grupo, Ignacio es el inspirador y guía de esta amistad tan plena.

2.7.      Ignacio, Prepósito General

Sobre la amistad de los primeros compañeros  se ha escrito lo siguiente:

«Se puede constatar que la profundización de su solidaridad común en la fe, va a la par con una disminución de los lazos de amistad en el plano afectivo» [25]. No creo que esto se pueda afirmar de los compañeros en sus relaciones anteriores a la fundación de la Compañía. Sin embargo, es cierto que, a partir de la fundación de la Compañía, un nuevo tipo de relaciones se impone, tanto entre los compañeros (dispersos en distintas partes del mundo, e integrados en un cuerpo que va acrecentándose con la incorporación de nuevos miembros), como entre ellos y el Superior. ¿Querrá esto decir que la antigua amistad desaparece? ¿No será ya posible la amistad en el tipo de vida religiosa apostólica que se inaugura? ¿Cómo vive Ignacio esta nueva situación?

Creo que estas palabras que Karl Rahner puso en boca de san Ignacio orientan bien nuestro análisis sobre cómo fue la amistad de Ignacio, Prepósito General de la Compañía, y, sobre todo, la de los jesuitas: «Una Orden de ámbito mundial tiene un gobierno central y, por tanto, las relaciones entre sus miembros no pueden regularse sobre la exclusiva base de la amistad y el conocimiento mutuos». Y, más adelante, refiriéndose a la comunidad jesuítica, añade: «Una comunidad fraterna que no resulta falsa e ineficaz, por el hecho de ser sobria y objetiva y por exigir de cada uno, en verdad, una cierta renuncia al calor de nido» [26].

A partir de estas aproximaciones realizadas desde nuestro mundo actual, acerquémonos al Ignacio que aparece en sus escritos y testigos. Evidentemente, Ignacio deberá conjugar su rol de Superior General con la amistad que existía con sus antiguos compañeros de París e Italia. Además, Ignacio como jesuita mantendrá contactos con otras personas no jesuitas, con las que entabla una auténtica amistad. Veamos algo sobre cada uno de estos puntos.

El Ignacio Superior General era ciertamente sobrio en sus manifestaciones afectivas; era afable, pero no familiar, al parecer de Gonçalves da Câmara [27]. Sin embargo, su manera de gobernar no era fría y distante y todo el mundo captaba bien claramente su afecto, como lo certifican las palabras del mismo Câmara antes citadas: «No se conoce ninguno en la Compaña que no tenga grandísimo amor, y que no juzgue ser muy amado del Padre [28]. El rostro alegre de Ignacio sería uno de los dones que facilitaban su relación amistosa, Según testimonio de Diego Laínez, este rostro impresionó de tal modo a un endemoniado que definió así al santo: «Un españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos alegres» [29]. Estos ojos serían los que manifestaban tal alegría al acoger a alguien «que parecía querer metérselo en el corazón».

Pasando al afecto a personas concretas, recordemos la emoción de Javier al leer las palabras tan cariñosas de Ignacio. En el caso del cofundador Simón Rodríguez, que causó serias preocupaciones a la Compañía, Ignacio, «se encuentra atrapado entre su amistad con el antiguo compañero de los primeros días y lo que él cree que es su deber de General» [30]. El mismo Ignacio narra en su relato autobiográfico cómo, durante su estancia en Vicenza y estando enfermo con fiebre, se fue a visitar a su amigo Simón, grave a punto de muerte, que estaba en Bassano. Y Fabro, que le acompañaba, no podía seguir el paso de Ignacio que andaba con toda premura. Y dice el mismo Ignacio: «Al llegar a Basano el enfermo se consoló y en seguida se curó» [31].

Este afecto y delicadeza, los muestra también más tarde, en medio de los conflictos donde Simón sumió a Ignacio. Éste, como Superior, debía mantener el espíritu de la Compañía, sobre todo en la dirección de la formación y apostolado, que el comportamiento del jesuita portugués ponía en peligro. A pesar de mantenerse firme en sus decisiones respecto a Simón Rodríguez en atención al bien común de la Compañía, le manifiesta a su vez una extrema delicadeza, procura complacerle concediéndole que deje Barcelona y regrese a Portugal a sus aires naturales, en otra ocasión le deja escoger el lugar de residencia, y manda reservarle la mejor habitación en la casa de Roma. Todo esto acompañado de las más hondas muestras de cariño: «A ninguna criatura de las que están en la tierra doy ventaja en el amaros y desearos todo bien espiritual y corporal» [32]. Simón, en medio de las vacilaciones y resistencias a la obediencia, reconoce las delicadezas del santo y, ya a distancia de los hechos, recuerda con cariño un afecto tan hondo y tierno y, de modo especial, la visita tan excepcional de Ignacio a Bassano, donde Simón estaba a punto de muerte [33].

De ordinario, Ignacio, como Superior, seguía fielmente lo que él dejó estampado en los Ejercicios Espirituales: «El amor se debe poner más en las obras que en las palabras» [34]  y por esto expresaba su afecto con gestos y reacciones muy variadas. Veamos algunos ejemplos de estas muestras de amor: Con gran delicadeza deseaba dar gusto a los hermanos, de modo que al tomar una decisión procuraba que ésta fuese lo más acorde con sus preferencias [35]; evitaba guiarse por sus inclinaciones naturales hacia algunos, por tanto, si trataba algún asunto importante en el que la decisión podía interpretarse como acepción de personas, la sometía a la elección de otros [36]; pedía que le informasen sobre el número de jesuitas en el mundo y hasta de los mínimos detalles de la vida de los hermanos, sus costumbres y modos de comer y de vestir en Portugal y en la India, hasta tal punto que, para hacer entender el mucho interés que tenía por conocer la vida y circunstancias de sus hermanos, deseaba saber «cuántas pulgas les muerden cada noche» a sus hermanos [37]; sabía también apreciar y reír con humor los comentarios o episodios jocosos de la vida comunitaria [38]; tenía especial cuidado en acoger a los que venían de otras partes [39]; el interés por conocer la vida de los jesuitas y por ayudarles se manifestaba especialmente con los más jóvenes a quienes rodeaba de delicadezas y atenciones [40].

Si en su función de Superior religioso, que buscaba la madurez espiritual de todos, a veces tenía un rigor con sus mayores amigos, esto se debía, y así lo entendían ellos, a que quería forjarlos para las duras tareas que comporta un trabajo evangélico por el reino de Dios [41]. Y,  en  general,  se  las  ingeniaba para no dar ocasión «a ninguno de la Compañía para pensar que le tenía en menos estima» [42].

Finalmente, si queremos disipar toda duda sobre cómo Ignacio valoraba la amistad entre jesuitas, valga esta observación de Câmara: «Hacía grandes elogios del Padre Olave cuando hablaba con el padre Polanco, o del Padre Polanco cuando hablaba con el Padre Olave, porque sabía que eran muy amigos entre sí» [43]. Así podemos comprender lo que Ignacio entendería por las amistades particulares, tan denostadas en siglos posteriores. Se trataría de aquel tipo de amistad que hace diferencias injustas con los demás y que se cierra en un mundo hermético. Por esto, podría decirse que para Ignacio, la amistad particular, «es un problema de justicia y no de afectividad» [44].

2.8.      Amigos no jesuitas

Ya desde los días de Manresa, por lo menos una vez pasadas las semanas de soledad, de intensa penitencia y de tensiones espirituales, rodea al santo una devoción  con  rasgos  de  amistad [45].  En Barcelona, durante las primeras semanas antes de embarcarse para Tierra Santa y sobre todo a la vuelta, se forman alrededor de Íñigo algunos círculos de amistades, entre las que destacan algunas personas como el arcediano Jaume Cassador, Inés Pascual (conocida ya desde Manresa) e Isabel Roser. La amistad iniciada con el arcediano Cassador se muestra en el deseo que Ignacio manifiesta de verle, antes de empezar cualquier actividad posible en España:

«Acabado mi estudio, que será de esta cuaresma presente en un año, espero de no me detener otro para hablar de la palabra [de Dios] en ningún lugar de toda España, hasta en tanto que allá nos veamos, según por los dos se desea» [46]. Y en la misma carta Íñigo («de bondad pobre», como se define a sí mismo) resume la intensa amistad que le une a personas de Barcelona: «Me parece, y no dudo, que más cargo y deuda tengo a esta población de Barcelona que a ningún otro pueblo de esta vida» [47].

Su estela de amistades va creciendo poco a poco. Por ejemplo, poco después de partir de Barcelona en 1526, Ignacio habla de un doctor «muy amigo suyo» [48]. Sin embargo, las relaciones de Ignacio con personas que no son jesuitas constituyen un campo amplio y casi inexplorado, a no ser por las aportaciones muy valiosas, aunque fragmentarias de Hugo Rahner. Rahner enumera una larga lista de corresponsales de Ignacio, con quienes el santo parece haber tenido verdadera amistad, y llega a afirmar:

«En verdad el corazón desbordante de Ignacio encontró eco en el de sus amigos; si no se hiciese mención de estas amistades desfiguraríamos el retrato de nuestro santo» [49].

Entre estas amistades, Hugo Rahner ha estudiado la notable correspondencia con mujeres, entre las cuales destacan verdaderas amigas. Este conjunto de cartas es, dentro del epistolario ignaciano, de un volumen tan considerable que las hace particularmente significativas. En ellas, aunque se trata de un asunto que está por lo general relacionado con el apostolado, con los acontecimientos personales o familiares, se trasluce un afecto y una cordialidad propios de verdadera amistad.

El estilo con que se expresa la amistad responde al carácter sobrio y a la educación cortesana de Ignacio [50], pero en el fondo de esta amistad reluce aquel amor de Dios que hace más limpia y profunda la relación humana. Como dice también Hugo Rahner: «Se podría pensar que su amor por estas nobles señoras es un último momento de la transfiguración del amor caballeresco que, según confesión propia, el joven gentilhombre de Arévalo, sentía hacia una mujer, no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos» [51].

Una muestra del tono de profunda y sincera amistad con que se expresaba el santo son estas palabras de una carta a Isabel Vega: «A quien tengo y tendré siempre tan dentro de mi ánima, que en ninguna cosa, que fuese de servicio y consolación alguna en el señor nuestro de V. Señoría, querría ni podría faltar según mis pocas fuerzas» [52].

A una tal María, a quien él llama «mi muy querida hermana en Cristo nuestro Señor» y cuya identificación todavía no se ha conseguido, le escribe en un tono de amistosa queja: «Bien parece que más estáis en mi ánima que yo en la vuestra, pues pienso que la misma razón tenéis de acordaros de mí» [53]. Ignacio le pide su ayuda para sus amigos de París, que han de partir para hacer la peregrinación a Tierra Santa y espera que la amistad se traduzca en obras.

Finalmente, Íñigo, que a lo largo de los años de peregrinación compartió la vida de muchos pobres y, ya en Roma, acogió a varios centenares en la Casa de la Compañía, piensa que cultivar la amistad de los pobres es una de las formas más privilegiadas de amistad, ya que «la amistad de los pobres hace que seamos amigos del rey eterno» [54], como se expresa en la famosa carta, que por comisión suya, escribió su secretario Polanco.

Se puede concluir que, a pesar de que en la amistad de Ignacio pudieran descubrirse distintos grados o niveles y que esta amistad no era siempre recíproca, era una amistad profunda que arraigaba en un amor verdadero y auténtico, afectiva puesto que se manifestaba mediante una viva actitud de acogida humana y era una amistad sobria en sus expresiones, de acuerdo con la educación y las distintas circunstancias de la vida de Ignacio.

Josep Rambla, en cristianismeijusticia.net/es/

Notas:

Notas:

1.       El texto de este cuaderno EIDES-AYUDAR es fundamentalmente la intervención en el coloquio «L'amitié spirituelle», tenida en el Centre Sèvres -Facultés Jésuites de Paris, los días 13 y 14 de octubre de 2006 y publicada por Médiasèvres 2006, en Cahiers de Spiritualité, 138.

2.       Memorial 7-8, en En el corazón de la Reforma. «Recuerdos espirituales» del Beato Pedro Fabro, S.J., introducción, traducción y comentarios por Antonio Alburquerque, S.J., Bilbao - Santander, Mensajero - Sal Terrae, colección MANRESA, 7-8, pág. 115-116.

3.       Memorial, 105, en Recuerdos Ignacianos. Memorial de Luis Gonçalves da Câmara, versión y comentarios de Benigno Hernández Montes, Bilbao-Santander, 1992, Mensajero-Sal Terrae, colección MANRESA, pág. 95.

4.       Formula, capítulo 3.

5.       María MOLINER, Diccionario del uso del español, I, 164.

6.       Juan Alfonso DE POLANCO, Summarium hispanum, 5-6 (FN, I, 155). Véase en: Antonio ALBURQUERQUE, Diego Laínez, S.J. Primer biógrafo de S. Ignacio, Bilbao-Santander, 2005, Mensajero-Sal Terrae, colección MANRESA, pág. 129-130.

7.       J. GRANERO, San Ignacio de Loyola. Panoramas de su vida, Madrid, 1967, Editorial Razón y Fe, pág. 20.

8.       Autobiografía, n. 12.

9.       Ibid., n. 35.

10.       Diego LAÍNEZ, «Carta a Polanco de 16 de junio de 1547» (FN, I, 102-104), en: ALBURQUERQUE, Diego Laínez…, pág. 180-181.

11.       Todo esto está muy desarrollado en los documentos fundacionales (MHSJ, MI, I,  serie 3ª, t. I, pág. 1-7) y en abundantes comentarios modernos.

12.       H. RAHNER, Ignatius von Loyola. Briefwechsel mit Frauen, Freiburg, 1956, Verlag Herder, pág. 484. Traducción francesa: Ignace de Loyola. Correspondence avec les femmes de son temps, II, Paris, 1964, Desclée de Brouwer, pág. 224.

13.       Así lo recordaba uno de los primeros compañeros: «Los compañeros, aunque sintieron mucho su ausencia [de Ignacio], no por esto aflojaron en sus propósitos, pues toda su esperanza y fortaleza estaban puestas en Dios» (Simón RODRÍGUEZ, Origen y progreso de la Compañía de Jesús, estudio introductorio, traducción a partir de los originales portugués y latino y notas por Eduardo Javier Alonso Romo, Bilbao-Santander, 2005, Mensajero-Sal Terrae, Colección MANRESA, 21, pág. 60).

14.       Recuerdos Ignacianos, n. 180.

15.       Ibid., n. 86.

16.       29 enero 1552 (Monumenta Xaveriana, I, 668).

17.       Cf., por ejemplo, RODRÍGUEZ, Origen y progreso..., n. 21 y 42.

18.       10 de junio de 1545 (Fabri Monumenta, 328).

19.       Mon. Xav., I, 366.

20.       Mon. Xav., I, 388.

21.       Mon. Xav., I, 403-404.

22.       Fabri Monumenta, 44.

23.       Fabri Monumenta, 135.

24.       De Amicitia, 20.

25.       G. WILKENS, «Compagnons de Jésus. La Genèse de l'Ordre des Jésuites», Recherches, 14, Rome, 1978, CIS, pág. 190.

26.       K. RAHNER, «Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy», en K. RAHNER - P. IMHOF -H. NILS LOOSE, Ignacio de Loyola, Santander, 1979, Sal Terrae, pág. 29-30.

27.       Recuerdos Ignacianos, n. 89.

28.       Ibid., n. 86.

29.       Ibid., 180.

30.       André RAVIER, Ignace de Loyola fonde la Compagnie de Jésus, Paris, 1973, Desclée de Brouwer-Bellarmin, pág. 188.

31.       Autobiografía, n. 97.

32.       RODRÍGUEZ Origen y Progreso..., pág. 130, 132.

33.       Ibid., pág. 137.

34.       Ej 230, 2.

35.       Recuerdos Ignacianos, n. 103, 112, 114, 116, 263, 357.

36.       Ibid., n. 330.

37.       Ibid, n. 87.

38.       Ibid., n. 192-193, 218, 296, 302, 327.

39.       Ibid., n. 89.

40.       Ibid., n. 46-47, 67, 212, 215.

41.       Ibid., n. 104-107.

42.       Ibid., n. 330.

43.       Ibid. n. 103.

44.       Jean-Marie GUEUILLETTE, «Entre nous, le Christ», Christus, 209 (Javier 2006), pág. 68.

45.       Autobiografía, n. 34. Esta amistad puede comprobarse a través de la pervivencia de la relación con la familia de Inés Pascual, después de su salida de Manresa y al regreso de Tierra Santa. Y también por los testimonios presentes en los procesos de canonización, pues, aún a pesar de la tendencia de las personas devotas «a decir grandes cosas…y luego creció la fama a decir más de lo que era» (n. 18), en su conjunto dejan traslucir la profunda relación humana y amistosa que se consolidó entre el peregrino y bastantes personas de Manresa.

46.       Carta de 12 de febrero de 1536, en Obras de San Ignacio de Loyola, BAC, 5ª edición, pág. 726.

47.       Ibid.

48.       Autobiografía, n. 62.

49.       RAHNER, Briefwechsel..., pág. 485. (Correspondance..., II, p. 226-227). Véase en esta página 485 (225-226 de la edición francesa) una larga enumeración de personas con quienes Ignacio trabó amistad, con las referencias correspondientes de la correspondencia.

50.       Una muestra de ello es la manera como recibía en su mesa a los invitados: «Quédese vuestra merced con nos, si quiere hacer penitencia» (CÂMARA, Recuerdos Ignacianos, n. 185).

51.       RAHNER, Briefwechsel..., pág. 486. (Correspondance..., II, pág. 228).

52.       Carta de 4 de marzo de 1553 (Epistolae Ignatianae, IV, 265).

53.       Carta de 1 de noviembre de 1536, (Epistolae..., I, 724).

54.       Obras de San Ignacio..., pág. 819.

María Calvo

Durante las últimas décadas, la sociedad se está intentando reconstruir sobre nuevos fundamentos, alejados de las dimensiones universales y antropológicas. En este contexto, tendencias como la ideología de género han permeado social, política y jurídicamente sembrando las instituciones de inmadurez

Cristina García Pascual

3.        Aborto y estado de necesidad

En realidad, si dejamos a un lado la discusión en torno a la personalidad del feto, antiabortistas y defensores de la legalización del aborto podrían encontrar un punto de partida común en torno a su común preocupación y demanda de protección de la vida. Evitaríamos así la virulencia de la discusión, las graves imputaciones que tienden a equiparar a los defensores del aborto legal con una especie de teóricos del sadismo [20] y a los detractores con peligrosos fundamentalistas desalmados defensores de los óvulos fecundados por encima de la suerte de las mujeres. Ciertamente el reconocimiento del necesario respeto y protección de la vida humana, incluso antes del nacimiento, no constituye una premisa suficiente para que de ella podamos extraer una única conclusión. La discusión adquiere así una mayor complejidad y se nutre de múltiples matices.

Dice el teólogo español J.L. González Faus que “el feto todavía no es una persona humana en sentido pleno, como tampoco lo son el bebé recién nacido o incluso el niño antes del uso de razón” [21], pero esta constatación no le impide presentarnos el aborto como una lacra social o como una expresión de deshumanización moral. Desde luego las posiciones de González Faus se mantienen en la antípodas de las tesis extremadamente radicales de algunos defensores de los derechos de los animales como M. Tooley o Peter Singer. Para Tooley, por ejemplo, “un organismo tiene serio derecho a la vida sólo si posee la idea del ‘yo’ como sujeto continuo de experiencias y otros estados mentales, y cree que es en sí mismo una entidad continua” [22]. Un recién nacido no posee ciertamente esa auto-reflexividad, no tiene derecho a la vida y por lo tanto el aborto y el infanticidio pueden considerarse acciones permisibles o, lo es que más, acciones moralmente aceptables [23]. En cambio, el sacrificio de determinados animales que si tienen conciencia de su propia existencia sería moralmente inaceptable o en palabras de Tooley el asesinato de personas inocentes [24].

No creo que sea necesario detenerse demasiado en esta última argumentación, bastaría decir que, con independencia de que el feto no tenga autoconciencia o lo que Tooley denomina el concepto de ‘yo’ continuo, es más que dudoso que esa situación le equipare a un animal o, mirando el argumento por el otro lado, no creo, tampoco, que sea moralmente admisible la acción indiscriminada de matar animales con la única justificación de su falta de reflexividad.

Pero, como apuntaba, la afirmación de que el feto no es todavía una persona sólo excepcionalmente conduce a este tipo de planteamientos. Más habitual y a la vez más razonable parece considerar al feto si bien no como una persona, sí como un principio de vida o, como se ha sostenido, un “viviente humano” en la medida en que su vida está programada para ser humana [25]. Desde este punto de partida es posible construir una visión del aborto más compleja, que oriente las normas jurídicas no hacia el absurdo de equiparar el aborto a un asesinato sino a su valoración en relación a contextos y circunstancias. Este es el marco o el punto de partida presumiblemente de algunas normativas europeas que partiendo de la inmoralidad general del aborto consideran, que en situaciones límite, el derecho no debería perseguir ni condenar algunos supuestos concretos.

Dicho de otra manera, el aborto voluntario sin más sería una acción inmoral que no podría dejar de aparecer en el código penal. Un ordenamiento jurídico, sin embargo, no puede exigir a las mujeres un comportamiento heroico. En algunas situaciones límite la acción de abortar no sería condenable: allí donde las condiciones psicológicas o socioeconómicas de las mujeres sean realmente penosas o donde tener un hijo sea una carga objetivamente insoportable.

Esté fue sin duda el argumento más usado en muchos países en los años sesenta y setenta (ochenta en España) cuando se debatían leyes sobre el aborto y estás figuraban como uno de los elementos estelares en los programas electorales de los distintos partidos. También ha sido el argumento de humanidad de grandes sectores de católicos progresistas que, separándose de la postura oficial de la Iglesia, veían en muchas mujeres la representación de un sujeto débil al que la sociedad colocaba en situaciones de gran dificultad, de grave marginación. Un sujeto, cuya precaria situación, no merece un tratamiento penal [26].

Una argumentación de este tipo puede traducirse en términos jurídicos en una normativa que valora caso por caso. Ciertamente lo típico de las situaciones-límite es que no pueden universalizarse. Ante ellas, como se ha sostenido, “abogamos simplemente por el respeto…” [27]. El estado de necesidad se articula jurídicamente como una eximente de la responsabilidad que sólo se aprecia tras un juicio contradictorio. De este modo, si hay que valorar caso por caso y lo debe hacer un juez, tendríamos que someter a las mujeres (que presuntamente han abortado en una situación-límite) a un juicio y, si se apreciará estado de necesidad, el fallo de la sentencia sería la absolución. Este tipo de tratamiento jurídico me parece ciertamente cruel, humillante más aún en relación a mujeres que se encuentran en una difícil situación. Con independencia de lo denigrante que puede resultar para una mujer explicar su situación de necesidad ante un “tribunal”, si tenemos en cuenta la lentitud de la justicia y lo que significa de burocratización de una situación angustiosa, se trataría de una especie de tortura infligida justamente a aquellas mujeres cuya decisión dramática deberíamos “simplemente respetar”. Por ello, muchas normativas partiendo de la voluntad de no condenar el aborto cuando nos encontramos ante una situación especialmente gravosa para la mujer, articulan el estado de necesidad a través de una normativa que recoge aquellas situaciones en las que se considera lícito el aborto y por lo tanto tienen el amparo de la legalidad. La legislación española actual parece basada en esa idea [28]. Así, en el marco de una prohibición general del aborto, cuando un embarazo ha sido producido por una violación, cuando la salud física o psíquica de la mujer peligra si continua con la gestación o cuando el feto presenta graves malformaciones se permite el aborto en consideración a la difícil situación que las mujeres afrontan.

Se establecen así unos supuestos en los que se presume que la mujer embarazada tendrá graves dificultades en proseguir con la gestación. Se presume, por ejemplo, que a una mujer violada no se le puede reclamar obligaciones morales o jurídicas, no se la puede perseguir penalmente, se trata, se nos dice, de reconocer una situación que nadie falto de compasión podría condenar. De manera que el Estado de necesidad como eximente de la responsabilidad que se sustancia tras un proceso penal o como inspiración de leyes despenalizadoras de algunos supuestos de aborto, es el resultado de una valoración cuyo presupuesto es que existen unas condiciones suficientes para traer un hijo al mundo (cuando concurren no sería legitimo el aborto y no debería ser legal) y unas condiciones objetivas en que resulta evidente que la gestación y la maternidad resultarían una carga insuperable y aquí se deja a la mujer decidir. Creo que en cualquier caso el argumento del estado de necesidad parte de una mala compresión de lo que significa la gestación y la maternidad.

El embarazo puede ser querido, fruto de una decisión programada con antelación o por el contrario de una situación sobrevenida con la que no se había contado y que, sin embargo, se acepta o incluso se sobrelleva con resignación. Algunas mujeres están embarazadas y desean que la gestación siga adelante, otras se pliegan a una situación no deseada pero para la que no cabe a sus ojos realizar ninguna oposición. Tanto en un caso como en el otro el deseo, la aceptación o la resignación ante el embarazo responde a una decisión en gran parte subjetiva que difícilmente se puede juzgar desde fuera, y que no tiene que ver necesariamente con condiciones de estabilidad socioeconómica o con la razón por la que se ha producido el embarazo. Lo que para cualquiera de nosotros pueden ser condiciones adversas para tener un niño, para una mujer concreta puede ser el momento ideal, una posibilidad a aprovechar o una obligación moral de la que no se quiere sustraer. Son muchas las mujeres solas o de edad avanzada que deciden hacer frente a la maternidad y es una situación habitual en todos los tiempos la maternidad con escasos recursos económicos. La valoración del estado de necesidad exige, como apuntaba, condiciones de posibilidad e imposibilidad de la gestación objetivas y me temo que estas necesariamente terminan reducidas a condiciones económicas. Si una mujer está sola pero tiene dinero ¿por qué no podría sobrellevar una gestación? ¿por qué no podría hacerlo si es mayor pero tiene dinero? y ¿por qué debería abortar si está desequilibrada pero su familia tiene dinero? ¿y si el feto presenta graves malformaciones pero la gestante goza de una desahogada situación económica?

En este sentido, creo, pueden entenderse las palabras de González Faus cuando afirma que “no se puede hablar de aborto en general, sino que es preciso hablar del aborto de los ricos y aborto de los pobres. Pues el aborto de los ricos es siempre inhumano, pero el aborto de los pobres puede que no sea más que infra-humano” [29].

No creo que el deseo de ser madre, o la simple voluntad de dejarse llevar por una situación no deseada, no buscada, se pueda valorar económicamente. Entre otras cosas porque es un deseo o una decisión en cierta medida irracional, si tuviéramos que valorar los riegos que correrá nuestra salud, los sufrimientos y sacrificios que nos puede exigir la maternidad, el dinero que tendremos que gastar, la cantidad de niños que hay en el mundo sin padres o incluso la superpoblación mundial, tal vez sería más razonable desistir en nuestra pretensión. Y sin embargo sobre ese deseo, sobre ese dejarse llevar, se perpetúa la humanidad y se explica nuestra presencia en el mundo. Atribuimos ignorancia a cualquier mujer pobre (mayor, sola, con varios hijos pequeños…) que de nuevo queda embarazada y consideramos fría, calculadora, incluso delincuente, la mujer que sin problemas económicos desee abortar. Reducimos así la maternidad a cálculo económico en una sociedad como la nuestra en la que se pretende que todo tenga un precio, también los más íntimos deseos, los sentimientos, la fuerza interior que permite a las mujeres ver como se transforma su cuerpo, como cambian para el mundo, como se convierten en madres. Considero entonces que no es posible valorar la capacidad para afrontar un embarazo o la maternidad desde fuera, como quien juzga las condiciones ideales para realizar una actividad deportiva, o para afrontar un gran gasto. Resulta muy difícil juzgar sentimientos o deseos, tampoco parece que el derecho los pueda imponer. Si consideramos que hay situaciones en las que no se puede condenar a una mujer por abortar, antes que intentar tipificarlas deberíamos permitir a las mujeres expresar su decisión en la medida en que son ellas las que se encuentran en la mejor posición para valorar su presente y su futuro como madres. La violación, por ejemplo, nos recuerda Dworkin, “supone un desprecio repugnante y absoluto, pues reduce a una mujer a mero objeto físico, a ser una criatura cuya importancia se agota en su uso genital, alguien cuyo amor propio y sentido de sí mismo –aspectos de la personalidad que están particularmente en juego en el sexo– no tienen significación alguna excepto como vehículos de degradación sádica” [30]. Obligar a una mujer a tener un niño concebido tras una violación [31] sería “especialmente destructivo de su realización personal, porque frustra sus decisiones creativas no sólo en el sexo, sino también en la reproducción” [32]. En este sentido, socialmente parece justificable que una mujer violada quiera abortar, incluso es probable que una mujer en esa situación reciba presiones de su entorno, de su pareja o de su familia, para que “solucione” cuanto antes su situación. Pero incluso en un caso tan terrible como el de una violación lo que para la sociedad sería comprensible y aceptable para una mujer concreta podría ser inaceptable. Una mujer cuyo embarazo es el fruto de una violación podría asumir la maternidad sin la terrible angustia que otra mujer embarazada tras una relación sexual querida podría sentir.

4.        Sacralidad de la vida y libertad de las mujeres

La especial relación que se establece entre el feto y la madre es una relación única, un proceso que implica todo el equilibrio psíquico-físico de la mujer. El embarazo supone una manera diferente de estar en el mundo y a la vez una manera diferente de ser percibida por los demás. La naturaleza ha dado a las mujeres la capacidad de procrear y una larga tradición de sexismo, transversal a todas las culturas, las ha consagrado como principales encargadas del cuidado de los niños. Las mujeres, a menudo solas, hacen posible que los niños lleguen a la edad adulta tanto en los países pobres como en los países del primer mundo. Que el costoso proceso del crecimiento de los niños descanse sobre los hombros de las mujeres es un dato de sobra conocido y, sin embargo, pocos son los países que pueden ofrecer un sistema de sostén adecuado para este tradicional trabajo femenino. Frecuentemente el nacimiento y cuidado de los hijos es un tarea que desarrollan las mujeres contra la adversidad tanto en el primer como en el tercer mundo.

La prohibición del aborto conlleva así la imposición de una obligación; la de ser madre o al menos la de ser gestante. Ciertamente, algunos opinan que se trata de una obligación menor y, en todo caso, pasajera si el nacido es dado en adopción. Se trata de valoraciones sobre la procreación que niegan la realidad compleja del embarazo y del parto, que consideran a la mujeres como máquinas incubadoras o, como apuntaba antes, meros contenedores. Ignoran o no tienen en cuenta que el embarazo y parto son situaciones que difícilmente se afrontan sin una inversión de sentimientos y que, en algunos casos, puede ser más traumático dar a un hijo en adopción que la realización de un aborto.

Una regulación jurídica del aborto debe dar cuenta de la especial situación de las mujeres en relación a su capacidad generativa, y combinar el legítimo interés de protección de la vida en cada una de sus manifestaciones con el respeto a la autonomía de la mujeres y la tutela de la salud de las mismas.

Y aquí es donde la clásica reivindicación de las feministas resumida en el eslogan “mi cuerpo es mío” puede ser entendida. Primero como la negación del sometimiento del cuerpo femenino a decisiones heterónomas o que se justifican en intereses ajenos a la propia mujer. El cuerpo de las mujeres no pertenece a la sociedad. No es la sociedad quien a través de comités éticos, jurídicos o médicos puede imponer a una mujer la gestación y la maternidad. Sería como nos recuerda Ferrajoli “la lesión del segundo imperativo kantiano según el cual ninguna persona puede ser tratada como medio o instrumento —aunque sea de procreación— para fines no propios, sino sólo como fin en sí misma” [33]. Pero en segundo lugar, la reivindicación del propio cuerpo frente a injerencias externas constituye un llamamiento a la responsabilidad. El cuerpo no nos pertenece como una propiedad que se pueda alienar sino que ciertamente tiene sus hipotecas sociales. La capacidad de generar implica una gran responsabilidad, en principio, frente al embrión o feto y frente a una misma, pero también frente al varón, a la familia, a la sociedad o incluso frente a la especie humana [34].

Pero considerar que es el Estado quien debe regular la capacidad de generar de las mujeres a través de un tratamiento punitivo o de un sistema de permisos, no es más, como sostiene Tamar Picht, que la expresión del pertinaz desconocimiento del estatuto de sujetos plenamente morales de las mujeres a las que no se les puede confiar la tutela de la “vida” [35]. Es necesario o bien prohibir a las mujeres abortar, o bien obligarlas a justificar su decisión para obtener un permiso si cabe. Se trata a las mujeres como menores de edad, como personas necesitadas de tutela o, lo que es peor, como sujetos con temibles intenciones de las que se deben proteger a los niños e incluso a ellas mismas.

Como es sabido, en el marco de los Estados modernos, el reconocimiento de la autonomía de la persona implica la afirmación del valor intrínseco de la libre elección individual de planes de vida o de la adopción de ideales de excelencia humana. “El Estado (y los demás individuos) no deben interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución” [36]. Negar a las mujeres la autodeterminación en materia de procreación significa negarles el carácter de sujetos autónomos, puesto que pocas cosas como la gestación y la maternidad determinan tanto el proyecto o plan de vida de una mujer. De modo que el reconocimiento histórico de las distintas generaciones de derechos se detendría para las mujeres en los derechos de la primera generación, aquellos llamados de libertad o de autonomía, cada vez que no se tiene en cuenta su voluntad en relación a la maternidad [37].

¿Pero cómo afirmar la autonomía de la mujeres, tutelar su derecho a la salud y no desatender la protección de la vida como algo valioso en si mismo? o dicho de otro modo ¿qué tratamiento jurídico obtendríamos de esa triple preocupación?

En realidad, la reivindicación de autonomía, de libertad o del derecho a la privacidad como marco jurídico que ofrezca amparo a la autodeterminación de las mujeres en materia procreativa, plantea muchos problemas en el seno del pensamiento feminista.

Concretamente en EEUU, donde la legalidad del aborto se fundamenta en el derecho a la privacy, algunas notables feministas como Catharine MacKinnon renuevan su denuncia al Derecho como instrumento de opresión de las mujeres. El aborto amparado por la privacy queda abandonado, a los ojos de la jurista norteamericana, a la clásica distinción entre público y privado. Mientras lo público es el terreno por excelencia del derecho y el ámbito del varón, las mujeres ocupan el espacio privado donde reina la desigualdad y donde es posible la violencia sin la protección del derecho. Incluir el aborto en el terreno de la privacy significa, por otra parte, interpretarlo como un hecho privado que el Estado respeta pero no configura como una prestación debida. La decisión del aborto compete así solo a la mujer en una situación de desigualdad real y, por tanto, sin que se pueda exigir cobertura de la sanidad pública. Dicho en otras palabras, todo aquello que la privacy garantiza, la libertad en la propia intimidad, la integridad física, la libertad moral en las elecciones, no constituye la condición jurídica y social de las mujeres, al contrario la intimidad nos da la medida de su opresión. Puesto que es en la esfera privada donde las mujeres están especialmente subordinadas a los hombres a través de estructuras políticas, algunas feministas afirman que lo privado es público y lo personal es político. La no intervención del Estado en ese falsamente supuesto ámbito de libertad de las mujeres que es la esfera privada se concretaría en la penalización de las mismas o en su desamparo [38].

En este sentido, una parte del pensamiento feminista demanda una defensa del aborto no en términos de libertad sino de igualdad entre los sexos [39]. Los hombres no pueden quedarse embarazados en contra de su voluntad, ni pueden ser obligados a una gestación indeseada. Nos encontramos, entonces, ante el rechazo a construir el aborto tomando como referencia un sujeto asexuado y abstracto como si para abortar no fuera necesario ser mujer. Por otra parte de nuevo se nos recuerda (en modo similar a como se usa el argumento del estado de necesidad) que las mujeres no parten de una situación igual a la de los varones y que no se puede olvidar las dificultades sociales que encuentran a la hora de afrontar una maternidad, a la hora de acogerse a categorías jurídicas pensadas para el varón bajo el disfraz del sujeto abstracto.

El recurso a la privacy o a la autonomía de la voluntad como fundamento del derecho al aborto también conduce, se nos dice, al terreno poco propicio del “lenguaje de los derechos”. Si la acción de abortar se incluye en el derecho a la autodeterminación puede resultar ponderada o limitada legítimamente por otros derechos (el del narciturus o el del padre) o por el interés del Estado en la protección de la vida.

Ciertamente estamos ante discusiones que tienen como trasfondo el debate feminista contemporáneo, la añosa cuestión de la liberación de la mujer a través de la afirmación de su diferencia o de la proclamación de su igualdad. Y obviamente también ante la discusión en torno a la posibilidad de utilizar el derecho, tradicionalmente instrumento de pervivencia del patriarcado, ahora a favor de las mujeres. No puedo, ni pretendo en este artículo abordar profundamente estos problemas. Me mantengo no obstante en la idea de que el derecho es uno de los más contundentes instrumentos de cambio social y de que muchas de las discriminaciones que padecen las mujeres tienen que ver con su exclusión persistente y constante de la consideración de sujetos autónomos, mayores de edad o titulares de una plena ciudadanía.

Cuando se insiste en que de hecho la autonomía de las mujeres está seriamente menguada especialmente en el ámbito privado se olvida que la debida transformación de las circunstancias sociales, como ya indiqué en el epígrafe anterior, no terminaría por sí misma con la cuestión del aborto. En un mundo igual entre varones y mujeres donde la carga del cuidado de los niños no recayera sólo sobre estas últimas, se mantendrían las valoraciones personales de cada mujer, y hasta cierto punto subjetivas, sobre sus proyectos de vida, su capacidad para generar y tener hijos, su deseo o aceptación de la maternidad. Se mantendría, sobre todo, el hecho de que no existe desarrollo vital ni ser humano, sin la madre y tampoco fuera de la relación con la misma. De modo que el elemento de la libertad a la hora de configurar el aborto como una prestación que el Estado debe garantizar a las mujeres resulta del todo inevitable. Una libertad (o un derecho a la privacy al servicio de la libertad) que tiene una importante dimensión jurídica y que encuentra en el derecho el mecanismo más eficaz de protección.

En palabras de Dworkin “A veces la privacidad es territorial: las personas tienen derecho a la privacidad en el sentido territorial cuando les es lícito hacer lo que quieran en un espacio determinado, dentro de su propia casa, por ejemplo. A veces la privacidad alude a la confidencialidad: decimos que las personas pueden mantener sus convicciones políticas en privado, lo que significa que no tienen por qué revelar qué han votado. En ocasiones, sin embargo, la privacidad connota algo distinto de cualquiera de estos dos sentidos: significa soberanía en la toma de decisiones personales” [40]. En este último sentido incluir el aborto en la privacy o en el ámbito de libertad de las mujeres significa afirmar la soberanía de éstas sobre su propio cuerpo, por ejemplo, afirmar el derecho de la mujer a no ser violada o forzada sexualmente. Inviolabilidad del cuerpo y ámbito de decisión personal o dicho en otras palabras reconocimiento de la mujer como sujeto moral y jurídico.

Efectivamente, la autonomía de las mujeres se afirma así haciendo uso del “lenguaje de los derechos” y entra en el ámbito de lo ponderable pero de ahí no puede más que salir reforzada puesto que afirmar la autonomía conlleva la inmunidad del propio cuerpo frente a constricciones, la autodeterminación reproductiva y el reconocimiento, como apenas he apuntado, de la capacidad para tomar decisiones sobre la propia vida.

Una activa protección de la vida no tiene porque menguar la defensa de la libertad de las mujeres. Creo que en un Estado social, como se presentan todavía (véanse los textos constitucionales) tantas democracias contemporáneas, el derecho no tiene un fin meramente represivo ni siquiera prima facie. Una preocupación sincera por la vida, en cualquiera de sus manifestaciones, o por la infancia, antes que concretarse en limitaciones de los derechos de las mujeres, debería, para ser eficaz, traducirse en medidas educativas, de promoción y asistencia social. Un Estado o una sociedad preocupada por proteger la vida puede pretender legítimamente reducir el número de abortos y la vez permitir que las mujeres decidan sobre su presente y su futuro. En ese sentido, el derecho comparado nos indica cuáles son los sistemas donde se ha conseguido esta pretensión sin menguar los derechos de las mujeres. Sistemas, por ejemplo, como el holandés donde se combina una educación sexual temprana, que antes que banalizar las relaciones sexuales intenta desarrollar una actitud responsable frente a las mismas, con un adecuado sostén socioeconómico de las madres, con una protección de los derechos de la infancia y en definitiva, con una ley que establece un plazo dentro del cual es lícito abortar respetando la decisión de la mujer y reconduciendo los abortos a un periodo de tiempo donde el feto claramente no es viable fuera del útero materno.

Abortar no puede ser nacer y por lo tanto tampoco parece admisible una desregulación de la interrupción del embarazo en que no se diferencie entre las edades del feto en relación a su viabilidad. Reconducir los posibles abortos a un periodo inicial del embarazo es una exigencia derivada de la tutela de la vida y también de la tutela de la salud de las mujeres. Así, una normativa no penal debe permitir el aborto, sin necesidad de causa justificativa, en un periodo anterior a cualquier mínima posibilidad de viabilidad y debe exigir una seria justificación si estamos ante un feto viable. Si podemos extraer del reconocimiento de las mujeres como sujetos autónomos su derecho al aborto no podemos, sin embargo, afirmar en ningún caso que las mujeres tengan derecho a matar al nacido.

Ciertamente el límite de la viabilidad o de la capacidad de vida autónoma es siempre una cuestión discutible y sobre todo variable a medida que se producen avances médicos y se aplican a los mismos las nuevas tecnologías. En un ámbito de relativa y variable indeterminación la ley debe evitar los abortos tardíos. Pero estoy de acuerdo con Tamar Picht cuando afirma que este problema será muy extraño allí donde pongamos a las mujeres en situación de decidir a tiempo [41].

Una ley que extraiga la regulación del aborto del código penal y que establezca un plazo en el que se garantice a la mujeres el aborto sin necesidad de hacer manifiesta una justificación material no se podría defender si partiéramos de la consideración del feto como persona, tampoco si creyéramos que las mujeres son incapaces de decidir su futuro, no sería legitima si afirmásemos que el deseo o la aceptación de la maternidad está vinculado a condiciones económicas o elementos objetivables. En definitiva, no cabe defender una ley así cuando preferimos vivir en un mundo donde se hacen leyes para no ser obedecidas y la determinación de las mujeres de gobernar su propia vida transcurre en ámbitos de ilegalidad.

Cristina García Pascual, en corteidh.or.cr/

Notas:

20    Sobre la construcción de la imagen de los defensores del aborto libre como sádicos, vid L. LOMBARDI VALLAURI, Terre, Vita e pensiero, Milan, 1989, pp. 43 y ss.

21    J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer”, cit., p.6.

22  M. TOOLEY, “Aborto e infanticidio”, en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Debate, 1983, p.78.

23    “La preocupación menor es dónde hay que trazar el límite en el caso del infanticidio. No es problema, porque no hay seria necesidad de saber en qué punto exacto adquiere un niño el derecho a la vida; en la gran mayoría de los casos en los que desea el infanticidio, la cuestión es evidente poco después del nacimiento. Como es prácticamente seguro que un niño en esa etapa de su desarrollo no posee el concepto del ‘yo’ continuo, y por tanto no tiene un serio derecho a la vida, hay excelentes razones para creer que el infanticidio es moralmente permisible en la mayoría de los casos en que se desea. El problema moral práctico se puede manejar satisfactoriamente eligiendo algún periodo de tiempo, como una semana después del nacimiento, por ejemplo, como intervalo durante el que se permitirá el infanticidio…La preocupación seria es si los animales adultos pertenecientes a especies distintas de la humana no pueden tener también serio derecho a la vida”. (Ibid., pp.101 y 102).

24    Ibid., p. 102.

25    J. I. GONZALEZ FAUS, J. I, “El Derecho de Nacer…”, cit., p.6.

26    En parte la legislación española actual y la de otros países europeos responde a estas consideraciones. Se afirma la ilegalidad general del aborto con su penalización y se exceptúan tres supuestos concretos en los que sería legal la interrupción del embarazo. Es legal abortar para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la embarazada, cuando el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito de violación, cuando se presuma que el feto habrá de nacer con grave taras físicas o psíquicas. (art. 417 bis CP).

27    J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer…”, cit, p.12.

28    La jurisprudencia del TC en materia de aborto también se apoya en la justificación del estado de necesidad en el que pueden encontrarse las mujeres para admitir la constitucionalidad de algunos supuestos de aborto voluntario. Dice el TC: “el legislador…puede también renunciar a la sanción penal de una conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable, sin perjuicio de que, en su caso, siga subsistiendo el deber de protección del Estado respecto del bien jurídico en otros ámbitos. Las leyes humanas contienen patrones de conducta en los que, en general, encajan los casos normales, pero existen situaciones singulares o excepcionales en las que castigar penalmente el incumplimiento de la Ley resultaría totalmente inadecuado –la sanción penal– para imponer en estos casos la conducta que normalmente sería exigible, pero que no lo es en ciertos supuestos concretos” (Sentencia 53/1985, de 11 de abril, fundamento jurídico 9º)

29    Ibid., p.11. En un sentido similar, el TC considera que la falta de prestaciones asistenciales para el cuidado de personas con enfermedades o discapacidades psíquicas o físicas hace que el aborto justificado por las graves taras físicas o psíquicas del el feto no deba ser penado. Sostiene el TC: “En efecto, en la medida en que se avance en la ejecución de la política preventiva y en la generalización e intensidad de las prestaciones asistencias que son inherentes al Estado social se contribuirá de modo decisivo a evitar la situación que está en la base de la despenalización”. (Sent. 53/1985, de 11 de abril, fundamento jurídico 11º). Deberíamos imaginar que en un Estado que proporcionase la ayuda necesaria a las mujeres con niños discapacitados la reivindicación del aborto carecería de sentido.

30    Vid. R. DWORKIN, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, versión española de R. Caracciolo y V. Ferreres, Ariel, Barcelona, 1994, p.129.

31    No en vano durante el conflicto que tuvo lugar en la ex Yugoslavia una tortura a las mujeres musulmanas fue su confinamiento en “campos de violación” donde se las violaba repetidas veces y se las obligaba a tener hijos contra su voluntad. En el ámbito del derecho penal internacional se distingue como dos tipos diferente la violación del embarazo forzado y por otra parte se equipara este último a la esterilización forzosa (art. 7 Estatuto de Roma del Tribunal penal internacional). Si el embarazo forzoso es un tipo penal una especifica clase de tortura ¿cuál es la diferencia entre que venga impuesto por un particular o el Estado?

32    DWORKIN, R., Ibídem.

33    L. FERRAJOLI, Derechos y Garantías. La ley del más débil, Introducción de P. Andrés Ibáñez, trad. cast. de P. Andrés Ibáñez y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1990,p. 85.

34    PICHT, T. Un derecho para dos. La construcción jurídica de género, sexo y sexualidad, trad. cast. de C. García Pascual, Trotta, Madrid, 2003, p. 97.

35    Ibid., p. 99.

36    NINO, C.S., Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona, 1989, p. 204-205.

37    Como se ha sostenido desde el pensamiento feminista “la autodeterminación femenina por lo que respecta a la procreación tendría, entonces, dos significados. Determinaría la plena individuación femenina, el acceso de las mujeres al estatuto de pleno individuo, a través del reconocimiento a las mujeres de un dominio sobre su propia potencia generativa y sería a la vez un principio de ética pública. Se reconoce a las mujeres la competencia moral para decidir en este ámbito”. T. PICHT, op cit., pp. 100-101.

38    Catharine Mackinnon analiza la famosa sentencia Roe vs. Wade (1973) donde la Corte Suprema americana establece que los Estados no pueden dictar normativas que prohíban el aborto en cuanto que constituirían una violación del derecho a la privacy.(Cfr. C. MACKINNON, Feminism Unmodified. Discourses on Life and Law, Havard University Press, Cambridge, Massachusetts, London, 1987, p. 93 y ss). Cabe recordar que Roe vs. Wade, como señala Ronald Dworkin, es, sin duda, el caso más famoso que ha tratado la Corte Suprema de Estados Unidos y que en las cuestiones constitucionales que suscita se encuentra el nudo gordiano del sistema constitucional americano. Para un análisis pormenorizado de la sentencia véase también R. DWORKIN, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, cit.,, cap. VI –V, pp. 136 y ss. Vid. También M. R. MARELLA,”Appunti sull’influenza di Marx nel feminismo giuridico”, SWIF, 2001.

39    Aunque apoyarse en la igualdad antes que en la libertad no deja de ser un recurso a un principio que en su génesis también estuvo vinculado al varón, blanco y propietario.

40    R. DWORKIN, El dominio de la vida, cit., p.73.

41    “¿O es que alguna mujer puesta en condiciones de decidir a tiempo afrontaría un aborto tardío, o sea, un auténtico parto?”, (T. PICHT, op. cit. p. 103, nota 23).