William E. May y Michael J. McGivney

I.- Las nuevas tecnologías reproductivas 

Las nuevas tecnologías reproductivas pueden dividirse en dos grandes categorías: (1) la fecundación artificial, que abarca (a) la inseminación artificial y (b) la fecundación in vitro y la transferencia de embrión, y (2) la reproducción agamética o clonación.

1.- Fecundación artificial 

La fecundación artificial ocurre cuando el semen masculino se une con el óvulo femenino, no a través del coito, sino por otros medios. En la inseminación artificial el semen masculino es introducido en el tracto reproductor femenino mediante una cánula u otros instrumentos, y la fecundación se produce cuando uno de los espermatozoides se fusiona con el óvulo de la mujer. La fecundación ocurre dentro del cuerpo de la mujer. En la fecundación in vitro el semen masculino y los óvulos femeninos son colocados en una placa de Petri y la fusión subsiguiente del espermatozoide y el óvulo y la fecundación ocurren fuera del cuerpo de la mujer.

Consiguientemente, el embrión en desarrollo puede ser implantado en la matriz de una mujer, que puede ser aquella cuyo óvulo ha sido fecundado u otra persona.

Estas dos formas de fecundación artificial -inseminación artificial y fecundación in vitro- pueden ser bien homólogas, cuando las células gaméticas utilizadas son suministradas por una pareja casada, bien heterólogas, que emplean células gaméticas de personas que no están casadas entre sí (aunque tanto una de las partes como las dos, cuyas células gaméticas se emplean, puedan estar casadas con otra persona) [1].

1.1. Inseminación artificial 

i. Inseminación artificial homóloga o IAH

La inseminación artificial homóloga o inseminación artificial por parte del esposo (IAH) introduce el semen del marido en el cuerpo de la esposa mediante el uso de una cánula u otros instrumentos. De ordinario, el semen del marido es obtenido por masturbación, aunque una alternativa sea el coito utilizando un condón perforado, o, en caso de obstrucción del conducto deferente, que sirve de conducto para los espermatozoides, la obtención quirúrgica del semen del epidídimo, donde se almacena el semen [2].

ii. Inseminación artificial heteróloga o IAD

Normalmente se hace referencia a la inseminación artificial heteróloga mediante el acrónimo IAD, que significa "inseminación artificial por parte de un donante". Pero, como Walter Wadlington observa correctamente, "el término "donante de semen" es una mala denominación, porque ha sido práctica habitual la compensación a personas que proporcionan semen [3]. Es más apropiado, por lo tanto, designar esta forma como "inseminación artificial por parte de un vendedor".

Tradicionalmente la inseminación artificial heteróloga ha sido empleada por parejas casadas de forma que la esposa pudiera criar a un niño propio, cuando su esposo era infértil o en casos de "incompatibilidad genética" entre la pareja, esto es cuando la pareja es portadora de un defecto genético recesivo y, por tanto, la probabilidad de que cualquier niño que concibiesen pudiera verse realmente afectado por ese defecto genético. Hoy, sin embargo, la inseminación artificial es empleada también por mujeres solteras que quieren tener un hijo y que, como Walter Wadlington señala, "no tienen un marido o una pareja heterosexual estable, o por una mujer asociada de por vida con otra mujer" [4]. Se emplea también para implementar los acuerdos de subrogación según los cuales una mujer concebirá y portará a un niño que devolverá al "vendedor" de semen u otras personas después del nacimiento.

1.2. Fecundación in vitro y transferencia de embrión 

En los últimos 70 Robert Steptoe y Paul Edwards lograron el nacimiento de un niño concebido in vitro y transferido pocos días después de la concepción a la matriz de la madre. Por tanto, con el nacimiento de Louise Brown el 25 de julio de 1978, un modo nuevo de reproducción humana se hacía realidad, la fecundación in vitro. Resulta irónico observar que Louise nació el décimo aniversario de la encíclica del Papa Pablo VI, Humanae Vitae, en la que afirmaba la "conexión inseparable, deseada por Dios y que el hombre no debe romper por propia iniciativa, entre los significados unitivo y procreador del acto conyugal".

La fecundación in vitro hace posible que la vida humana sea concebida fuera del cuerpo de la madre (genética), pero es todavía una forma de generar vida humana que es gamética, es decir, que es posible solamente por la fusión de una célula gamética masculina, el espermatozoide, con una célula gamética femenina, el óvulo. La nueva vida humana es concebida en una placa de Petri utilizando semen proporcionado por un hombre y óvulos proporcionados por una mujer. Aproximadamente dos días después de que el proceso de fecundación haya sido completado, el embrión, que para entonces se ha desarrollado hasta el estadio de 4-8 células, está preparado para ser transferido al útero, donde puede implantarse y, si la implantación tiene éxito, continuar el desarrollo intrauterino hasta el nacimiento.

Inicialmente la FIV-TE fue desarrollada obteniendo un único huevo (óvulo) de una mujer a través de una laparoscopia, un procedimiento que requiere anestesia general. Cuando se realiza una laparoscopia el médico aspira el huevo (óvulo) de la mujer a través de una aguja hueca colocada en el abdomen y guiada por un estrecho instrumento óptico llamado laparoscopio. Hoy es un procedimiento estándar sobre-estimular los ovarios con medicación ovulatoria de manera que la mujer produzca varios ovocitos para su obtención y subsiguiente fecundación. Una práctica corriente es recuperar los ovocitos (óvulos) que ella produce, no por medio de una laparoscopia, que requiere asistencia y anestesia general, sino por medio de una aspiración trans-vaginal guiada por ultrasonido, que puede llevarse a cabo sin anestesia general. Esto, por supuesto simplifica muchísimo el procedimiento. Hoy es también una práctica estándar fertilizar muchos huevos, mezclándolos en una placa de Petri con los espermatozoides (normalmente recogidos mediante masturbación), que han sido "lavados" para hacerlos más aptos para el éxito del proceso de fecundación. Esto se hace de forma que se puedan generar varios nuevos cigotos humanos y se deja que crezcan hasta el estadio primero de embrión. De estos embriones prematuros, se acostumbra ahora a trasladar de dos a cuatro a la matriz para incrementar la probabilidad de implantación y de la gestación y nacimiento subsiguientes, y congelar y almacenar los otros, de modo que puedan ser usados con propósitos de implantación en el caso de que los intentos iniciales de transferencia de embrión, gestación y nacimiento, no tengan éxito. Los embriones congelados "sobrantes" pueden ser también "donados" con fines de investigación. Finalmente, si las personas responsables de su producción no los reclaman ni son utilizados para investigaciones, los embriones congelados serán destruidos [5].

i. FIV homóloga y transferencia de embrión

Inicialmente la FIV homóloga y transferencia de embrión era usada casi exclusivamente en mujeres con las trompas de Falopio dañadas, para hacer posible que ellas y sus maridos tuvieran hijos propios. Sin embargo, las indicaciones para la FIV homóloga y transferencia de embrión se han extendido ahora hasta incluir el factor de la infertilidad masculina (oligospermia, por ejemplo), y otros casos en los que no se ha determinado ninguna causa precisa para la infertilidad de la pareja [6]. Como hoy es posible separar el semen masculino que lleva cromosomas Y (que produce hijos varones) del que lleva cromosomas X (que produce niñas), este procedimiento puede emplearse para evitar generar un niño con hemofilia (siempre en el sexo masculino) por parte de parejas con riesgo de tener un hijo hemofílico. Indudablemente, con los avances que permiten identificar las causas cromosómicas de patologías inducidas genéticamente, el uso de la fecundación in vitro y transferencia de embrión, para evitar la generación de niños afectados por tales patologías, se incrementará en el futuro.

ii. FIV heteróloga y transferencia de embrión

Obviamente la FIV y transferencia de embrión hace posible que las células gaméticas (óvulos y espermatozoides) de individuos que no están casados entre sí, sean usadas para generar nueva vida humana en el laboratorio. La fecundación in vitro heteróloga es usada a veces, por tanto, en lugar de la inseminación artificial, por un donante/vendedor en casos en que hay una incompatibilidad genética entre los esposos. Se usa también cuando la esposa carece de ovarios y en consecuencia no produce óvulos. Los óvulos pueden ser donados por otra mujer, fertilizados in vitro con los espermatozoides del marido, y el embrión implantado en la matriz de su esposa. También los embriones pueden ser "donados". De hecho, la "donación" del semen y del embrión es más fácil de manejar que la donación de un huevo en la medida en la que esta última resulta complicada por la necesidad de sincronizar los ciclos menstruales del donante y de la mujer en la que será implantado el embrión resultante concebido como in vitro. Tanto la FIV homóloga como la heteróloga pueden implicar la transferencia del embrión a la matriz de una mujer distinta de la que suministró el óvulo, así llamada madre subrogada [7].

Como puede verse de lo anterior, muchos cambios y combinaciones de generar vida humana son ahora técnicamente factibles como resultado de la fecundación in vitro, entre ellas procedimientos como el TCTF (traslado del cigoto a la trompa de Falopio), que ocurre cuando el cigoto resultante de la FIV es insertado en la trompa de Falopio en lugar de trasladar el embrión al útero; la TTEP (traslado tubárico en estadio pro-nuclear), que transfiere el embrión muy precoz a la trompa de Falopio por medio de una laparoscopia. Son posibles otras combinaciones e indudablemente se desarrollarán más en el futuro.

1.3. Tecnologías alternativas haciendo uso de células gaméticas masculinas y femeninas 

Ciertas técnicas contemporáneas no son, estrictamente hablando, variantes de la fecundación in vitro, en la medida en que la fecundación tiene lugar dentro del cuerpo de la madre y no fuera de él en una placa de Petri. Por tanto, técnicamente están más estrechamente relacionadas con la inseminación artificial que con la fecundación in vitro en cuanto métodos de fecundación artificial, pero su desarrollo fue estimulado por la investigación de la fecundación in vitro y de la transferencia de embrión. Ni tampoco en estos procedimientos es necesaria la unión sexual para unir las células gaméticas masculina y femenina.

Una técnica semejante es el TETF o traslado del semen a la trompa de Falopio. Se emplea a veces como una opción para parejas infértiles que no han concebido con la IAH. En este procedimiento los ovarios de la mujer son hiper-estimulados; la hiper-estimulación va acompañada de una laparoscopia con anestesia general para inyectar un concentrado preparado o "lavado" del semen del marido (o del "donante" si es necesario) en las trompas de Falopio de forma que la concepción pueda ocurrir allí [8].

Otro procedimiento de especial interés es el TGTF o traslado del gameto a la trompa de Falopio. Esto es similar a la FIV, en que los ovarios de la mujer son hiper-estimulados para producir múltiples óvulos. Los óvulos son obtenidos bien por laparoscopia, bien por procedimientos trans-vaginales guiados por ultrasonido. Se coloca un óvulo en un catéter con semen (proporcionado bien por masturbación, bien por el uso de un condón perforado durante el coito), que ha sido tratado y "capacitado", con una burbuja de aire separando los óvulos del semen, de forma que la fecundación no pueda darse fuera del cuerpo de la mujer. El catéter es insertado después en la matriz de la mujer, el óvulo (u óvulos) es sacado del catéter y la fecundación/concepción puede ocurrir entonces dentro del cuerpo de la mujer (que puede ser, por supuesto, la esposa del varón cuyo semen se ha empleado) [9].

2.- Clonación o reproducción agamética 

El número del 27 de febrero de 1997 de la revista Nature traía la noticia del nacimiento de la oveja Dolly gracias al trabajo de los investigadores escoceses Jan Vilmut y K. H. S. Campbell y sus asociados en el Instituto Roslin de Edimburgo. Ellos lograron generar una nueva oveja por medio de un proceso llamado "clonación" o, más técnicamente, "transferencia nuclear de la célula somática" [10]. Lo que hicieron fue producir a "Dolly" fusionando el núcleo de una célula somática (cuerpo) de una oveja adulta con un ovocito cuyo núcleo había sido extraído, esto es, un ovocito privado de su genoma materno. La identidad genética de la nueva oveja, Dolly, era derivada de una única fuente, a saber, la oveja adulta cuyo núcleo celular somático fue transferido a un ovocito sin núcleo para "provocar" el desarrollo de un nuevo individuo de la especie. Este procedimiento puede ser empleado, en principio, para generar nuevos seres humanos, y hacia finales de 1998 un equipo de científicos en Corea afirmó haber logrado generar una nueva vida humana por medio de la clonación. La clonación es un modo de generar vida a través de un procedimiento que es de naturaleza asexual o agamético. Por tanto, incluso desde una perspectiva biológica, la clonación es un modo bastante más radical de reproducción que la inseminación artificial o la fecundación in vitro y transferencia de embrión. Representa, como la Academia Pontificia para la vida ha observado, "una manipulación radical de la relacionalidad y complementariedad constitutivas que están en el origen de la procreación humana ... tiende a convertir la bisexualidad en un sobrante puramente funcional, dado que el óvulo debe ser empleado sin su núcleo para dejar paso al embrión clonado" [11].

II.- Enseñanza de la Iglesia sobre las tecnologías reproductivas 

Las principales fuentes para la enseñanza del Magisterio de la Iglesia sobre esas nuevas tecnológicas reproductivas se encuentran en cuatro discursos del Papa Pío XII y en la Instrucción acerca del respeto hacia la vida humana en sus orígenes y sobre la dignidad de la procreación, publicada por la Congregación para la doctrina de fe en febrero de 1987. El Catecismo de la Iglesia Católica resume, en esencia, la enseñanza de la Instrucción (cf. Catecismo..., nos. 2375-2378). Otro documento magisterial, importante porque trata la cuestión de la clonación, no considerada por Pío XII y observada (y rechazada) sólo brevemente por Donum Vitae, es Reflexiones sobre la clonación de la Academia Pontificia para la Vida, publicado a finales de junio de 1997.

Aquí daré un punto de vista más amplio sobre la enseñanza del Papa Pío XII, una explicación más detallada de la Instrucción acerca del respeto hacia la vida humana naciente y sobre la dignidad de la procreación (en adelante me referiré a ella por su título latino Donum Vitae), y concluiré considerando el documento de la Academia Pontificia para la vida.

1.- La enseñanza del Papa Pío XII (+1958) 

En cuatro de sus discursos, Pío XII consideró la moralidad de la inseminación artificial, aunque éste no era el tema central del que se ocupaba, y, en uno de estos cuatro, también trató la moralidad de la fecundación in vitro, que, en el momento de su discurso, era propuesta como un modo de reproducción humana, aunque no fuera entonces posible realmente [12].

La enseñanza de Pío XII es muy clara. La inseminación artificial, bien de una tercera persona, bien por el esposo, es intrínsecamente inmoral. Pío XII resumió las cuestiones en el siguiente pasaje. "La Iglesia", escribía:

"ha... rechazado la... actitud que pretendía separar en la procreación la actividad biológica de las relaciones personales entre esposo y esposa. El niño es el fruto de la unión matrimonial, que adquiere una expresión plena cuando convergen en la acción los órganos funcionales, las emociones sensibles a ello unidas y el amor espiritual y desinteresado que anima semejante unión; es en la unidad de este acto humano donde debe considerarse la condición biológica de la procreación. En ningún caso está permitido separar estos aspectos diferentes hasta el punto de excluir positivamente tanto la intención de procreación como la relación conyugal" [13].

Aquí Pío XII articula el principio de inseparabilidad, deseada por Dios y que el hombre no está autorizado a romper por su propia iniciativa, entre los significados unitivo y procreador del acto matrimonial.

Específicamente referidos a la inseminación artificial por el esposo, son muy pertinentes los siguientes comentarios de su discurso de 1951 a las matronas italianas:

"Reducir la vida común de esposo y esposa y el acto conyugal a una mera función orgánica de transmisión de semen no sería sino convertir el ámbito doméstico, el santuario familiar, en un laboratorio biológico. Por lo tanto, en nuestra alocución del 29 de septiembre de 1949 para el Congreso Internacional de Médicos Católicos, excluimos expresamente la inseminación artificial en el matrimonio. El acto conyugal es en su estructura natural una acción personal, una cooperación simultánea e inmediata de esposo y esposa, que por la naturaleza de los agentes y de la propiedad del acto, es expresión del don recíproco que, de acuerdo con la Sagrada Escritura hace efectiva la unión "en una (sola) carne". Esto es mucho más que la unión de dos genes, que puede efectuarse por medios artificiales, esto es, sin la acción natural de esposo y esposa. El acto conyugal, ordenado y diseñado por la naturaleza, es una cooperación personal, de la que esposo y esposa, al contraer matrimonio, intercambian el derecho" [14].

En uno de sus discursos, Pío XII condenaba explícitamente la fecundación in vitro, que en aquel tiempo era sólo una posibilidad y no una realidad. Tratando este problema, él declaraba en términos bien precisos: "Por lo que respecta a los experimentos de fecundación humana artificial 'in vitro' es suficiente observar que deben ser rechazados por inmorales y absolutamente ilícitos" [15]. Además, Pío XII intentaba proporcionar argumentos para demostrar porque la fecundación in vitro es absolutamente inmoral.

Aunque condenaba la inseminación artificial por el esposo como intrínsecamente inmoral, Pío XII declaraba que "esto no proscribe necesariamente el empleo de ciertos medios artificiales destinados únicamente a facilitar el acto matrimonial, o para asegurar el cumplimiento de la finalidad del acto natural llevado normalmente a cabo" [16]. Distinguía, en otras palabras, entre procedimientos tecnológicos que sustituyen al acto matrimonial (inseminación artificial, sea homóloga o heteróloga), y procedimientos que asisten al acto matrimonial para ser coronado por el don de la vida humana.

Esta distinción, como veremos ahora, es central para la enseñanza de la Donum Vitae.

2.- La enseñanza de la Donum Vitae 

Este extenso documento contiene una introducción, tres grandes secciones y una conclusión. La primera gran sección trata del respeto debido a los embriones humanos; la segunda, trata explícitamente las nuevas tecnologías reproductivas; y la tercera, se ocupa de los valores y las obligaciones morales que deben ser respetadas por la ley civil.

La norma básica que proporciona la Donum Vitae para evaluar moralmente las tecnologías reproductivas es la siguiente:

"La fecundación está lícitamente buscada cuando es el resultado de un "acto conyugal que es per se apropiado para la generación de hijos a la que el matrimonio se ordena por su naturaleza y por el que los esposos se vuelven una sola carne". Sin embargo, desde el punto de vista moral, la procreación es privada de su verdadera perfección cuando no es deseada como el fruto del acto conyugal, es decir, del acto específico de la unión de los esposos" [17].

Por acto conyugal "per se adecuado para la generación de hijos", el documento quiere decir el tipo o clase de acto a través del cual la nueva vida humana puede ser dada si las personas comprometidas en él son fértiles y las condiciones para la concepción, favorables.

La Donum Vitae llega a una conclusión de esta premisa normativa, a saber, que una tecnología reproductiva para hacer efectiva la fecundación "no puede ser admitida excepto en esos casos en los que los medios técnicos no son un sustituto del acto conyugal, sino que sirven para facilitar y ayudar, de manera que el acto alcance su propósito natural" [18].

La Instrucción incorpora aquí la enseñanza del Papa Pío XII: el principio básico para evaluar moralmente una tecnología reproductiva es si asiste o reemplaza al acto conyugal. Si reemplaza al acto matrimonial, es absolutamente inmoral; si asiste al acto, esto es, si ayuda a que el acto matrimonial mismo, alcance su fin natural y sea coronado con el don de la vida, entonces puede ser moralmente permisible.

La distinción hecha por Pío XII y la Donum Vitae entre procedimientos tecnológicos que sustituyen al acto matrimonial y aquellos que lo "asisten" para procrear vida humana, fue reafirmada más tarde por el Papa Juan Pablo II en un mensaje para sus colegas obispos, que se reunían para estudiar los asuntos relacionados con las nuevas tecnologías a la luz de la Donum Vitae. En su mensaje, el Santo Padre decía, tras citar un relevante pasaje de la Instrucción, que "es importante distinguir la fecundación artificial de las técnicas terapéuticas que tienen como objetivo remediar las deficiencias de la naturaleza" [19].

Después la Donum Vitae aborda con algún detalle la fecundación artificial heteróloga, primero, y la fecundación homóloga, después. Rechaza la fecundación heteróloga como inmoral porque viola la unidad del matrimonio, la dignidad de los esposos, y el derecho del niño a ser concebido y traído al mundo dentro del matrimonio y desde el matrimonio. Más aún, la fecundación de una mujer que no esté casada o sea viuda nunca puede ser justificada, sin importar quién fuera el donante [20].

Después trata el asunto de la fecundación artificial homóloga, es decir, la fecundación de la esposa [21], bien por medio de inseminarle artificialmente el semen de su propio esposo, bien por la extracción de óvulos de su cuerpo, fertilizándolos in vitro con el semen de su esposo. El principio moral clave invocado para demostrar porque la inseminación artificial homóloga es inmoral, es el señalado anteriormente que radica en la alianza íntima entre procreación y acto matrimonial: la procreación de una nueva persona humana debe ser "el fruto y el signo de la entrega mutua de los esposos".

El documento desarrolla después tres líneas de argumentación para apoyar su enseñanza sobre la grave inmoralidad de la fecundación homóloga. La primera (1) está basada en la conexión inseparable deseada por Dios y que el hombre no está autorizado a romper por su propia iniciativa, entre los significados unitivo y procreador del acto conyugal; la segunda (2), en la dignidad del niño concebido, que no debería ser tratado como si fuera un producto; la tercera (3), en el "lenguaje del cuerpo" [22].

La primera línea de argumentación basada en el vínculo inseparable entre los significados unitivo y procreador del acto conyugal, era, como observa la Donum Vitae, la razón dada por Pío XII para rechazar la inseminación artificial por el marido. Reafirmando esta conexión inseparable, la Donum Vitae declara después: "la fecundación artificial homóloga, en busca de una procreación que no es fruto de un acto específico de unión conyugal, objetivamente efectúa... una separación entre los bienes y los significados del matrimonio" [23].

La segunda línea de argumentación mantiene que la dignidad del niño como persona es violada por la fecundación artificial, aunque sea homóloga y no heteróloga. La dignidad del niño es violada porque el niño es tratado como si fuera un producto y no como una persona igual en dignidad a sus padres. Como señala la Donum Vitae, "la persona concebida debe ser el fruto del amor de sus padres. Él no puede ser deseado o concebido como el producto de una intervención de técnicas biológicas o médicas; eso sería equivalente a reducirle a un objeto de la tecnología científica. Nadie puede someter la venida al mundo de un niño a unas condiciones de eficiencia técnica, que deben ser evaluadas de acuerdo con estándares de control y de dominación" [24].

Al introducir esta tercera línea de argumentación la Instrucción vaticana se refiere a la enseñanza del Papa Juan Pablo II [25], quien ha escrito y hablado largamente sobre la verdad que los esposos mediante su único amor se expresan el uno al otro con el "lenguaje del cuerpo". Resumiendo su pensamiento, la Donum Vitae presenta la cuestión como sigue:

"El acto conyugal por el cual la pareja expresa mutuamente darse el uno al otro, al mismo tiempo expresa su apertura al don de la vida. Es un acto inseparablemente corporal y espiritual. Es en sus cuerpos y a través de sus cuerpos que los esposos consuman su matrimonio y son capaces de convertirse en padre y madre. Para respetar el lenguaje de sus cuerpos y su natural generosidad, la unión conyugal debe tener lugar con respeto de su apertura a la procreación; y la procreación de la persona debe de ser fruto y el resultado de un amor matrimonial. El origen del ser humano, por tanto, sigue a una procreación que está "ligada a la unión, no sólo biológica sino también espiritual, de los padres, hecha una por el pacto del matrimonio" [26].

3.- Reflexiones sobre la clonación 

Este documento de la Academia Pontificia para la vida fue publicado a finales de junio de 1997, tras el éxito del equipo Wilmut al clonar a "Dolly". Es el único documento magisterial que trata por extenso de la clonación como una tecnología reproductiva. Después de observar que la clonación "representa una manipulación radical de la relacionalidad y complementariedad constitutivas que están en el origen de la procreación humana tanto en los aspectos biológico como estrictamente personales", declara: "todas las razones morales que llevan a condenar la fecundación in vitro como tal y a la censura radical de la fecundación in vitro con propósitos meramente experimentales, deben también aplicarse a la clonación humana" [27].

William E. May y Michael J. McGivney, en unav.edu/

Notas

(1)    Resulta instructivo observar aquí que en su artículo sobre inseminación artificial en la prestigiosa Encyclopedia of Bioethics, Luigi Mastroianni incluye en fecundación "homóloga" procedimientos "que utilizan el semen del esposo o de un socio designado" (énfasis añadido) ("Tecnologías Reproductivas, Introducción", en Encyclopedia of Bioethics, ed. Warren T. Reich (2nd rev. ed.: New York: McGraw Hill, 1995, 2207). Puesto que esta edición de la Encyclopedia of Bioethics incluye ahora un ensayo titulado "Marriage and other domestics partnerships" (énfasis añadido) por Barbara Hilkert Anderson (pp. 1397-1402) la aparente equiparación de los esposos con "socios designados" no es demasiado sorprendente. Es tristemente una indicación de las actitudes contemporáneas occidentales.

(2)     Sobre esto, ver el texto citado: L. Mastroianni, Reproductive Technologies, Introduction, 2207.

(3)    Wadlington, Reproductive Technologies, Artificial Insemination, cit., 2220.

(4)    Wadlington, Reproductive Technologies, Artificial Insemination, 2217.

(5)    Sobre todo esto, ver Mastroianni, Reproductive Technologies, Introduction, 2209-2210; Andrea L. Bonnicksen, Reproductive Technologies, In vitro Fertilization and Embryo Transfer, en Encyclopedia of Bioethics, 2221-2224; y McLaughlin, A Scientific Introduction to Reproductive Technologies, 58-59.

(6)    L. Mastroianni, Reproductive Technologies, Introduction, 2211.

(7)    Ver Bonnicksen, Reproductive Technologies, In vitro Fertilization and Embryo Transfer, 2222.

(8)     Para estos y otros procedimientos ver McLaughlin, A Scientific Introduction to Reproductive Technologies, 60-62.

(9)    Ibid. Ver también L. Mastroianni, Reproductive Technologies, Introduction, 2211-2212.

(10)    "Somatic cell nuclear tranfer" es la expresión usada para describir clonación de mamíferos por la National Bioethics Advisory Commission en su documento, publicado en junio de 1997: Cloning Human Beings: The Report and Recommendations of the National Bioethics Advisory Commission. Un resumen de este informe está impreso en "Hastings Center Report", 1997, September-October, 7-9.

(11)    Pontifical Academy for Life, Reflections on Human Cloning, Libreria Editrice Vaticana, Vatican City, 10-11.

(12)    Los cuatro discursos son los siguientes: (1) Allocution to the Fourth International Conference of Catholic Doctors, September 29, 1949; text en Papal Teachings on Matrimony, ed. The Benedictine Monks of Solesmes, trans. Michael J. Byrnes, St. Paul Editions, Boston, 1963, 381-385; (2) Allocution to Italian Catholic Midwives, October 29, 1951; Papal Teachings ..., 405-434; (3) Allocution to the Second World Congress on Fertility and Human Sterility, May 19, 1956 Papal Teachings ..., 482-492; y (4) Allocution to the Seventh Hematological Congress, septiembre 12, 1958; Papal Teachings ..., 513-525. Él recogió la inseminación artificial, bien por un "donante" o por un esposo, en estos cuatro discursos, y en el número 3 él consideraba explícitamente el tema de la fecundación in vitro.

(13)    Pío XII, Allocution to the Second World Congress on Fertility and Human Sterility, May 19, 1956; en Papal Teachings ..., 485. Énfasis añadido.

(14)    Pío XII, Allocution to Italian Catholic Midwives, October 29, 1951, en Papal Teachings ..., 427-428.

(15)    Pío XII, Allocution to the Second World Congress on Fertility and Human Sterility, May 19, 1956; en Papal Teachings ..., 470.

(16)    Pío XII, Allocution to the Second World Congress of Catholic Doctors; en Papal Teachings ..., 559.

(17)    Congregation for the Doctrine of the Faith, Donum Vitae, II, B, nº. 4. La cita interna es del Código de Derecho Canónico, c. 1061.

(18)    Ibid, nº.6; énfasis añadido.

(19)    Juan Pablo II, "To my brother bishops from North and Central America and the Caribbean assembled in Dallas, Texas", en Reproductive Technologies, Marriage and the Church (Braintree, MA: The Pope John Center, 1988), p. xv.

(20)    Ibid., II, A, nº.2.

(21)    Ibid., II, A, nº.1.

(22)    Ibid., B, nº.4.

(23)    Ibid.

(24)    Ibid. nº.4.

(25)    En la nota a pie de página 43, Donum Vitae se refiere a la Audiencia General de Juan Pablo II del 16 de enero de 1980. Esta audiencia no fue sino una de las audiencias de los miércoles sobre "la teología del cuerpo" en un espacio de tiempo de varios años, desde el 5 de septiembre de 1979 hasta el 28 de noviembre de 1984. Estas audiencias están recogidas en una edición de un solo volumen, John Paul II, The Theology of The Body: Human Love in the Divine Plan, Pauline Books and Media, Boston, 1997.

(26)     Donum Vitae, II, B, nº. 4. La cita interna es de Juan Pablo II, Discourse to those taking part in the 35th General Assembly of the World Medical Association, October 29, 1983.

(27)    Pontifical Academy for Life, Reflections on Cloning, LEV, Vatican City, 1997, 10, 14.

M. Carmen Massé García

La mujer ha establecido una especial relación con el cuidado de la vida más vulnerable durante toda la historia de la humanidad hasta nuestros días. Siempre ha habido y hay, aunque en proporciones muy desigualmente repartidas, mujeres dedicadas al cuidado profesional y también al cuidado no remunerado domiciliario de las personas enfermas, ancianas, con alguna discapacidad, de los niños. En este estudio se ha llevado a cabo una constatación histórica y actual de esta realidad, marcando sus rasgos más característicos y significativos. Y, a partir de ahí, intenta responder a las cuestiones clave que surgen: las causas que han motivado este hecho, sus consecuencias sociales y, finalmente, las más importantes implicaciones de futuro para todos, hombres y mujeres que, tarde o temprano, seremos tanto cuidadores como necesitados de los cuidados en nuestra enfermedad.

1. Introducción

Desde los inicios de la humanidad, se ha constatado una inseparable relación que, a priori, no parece responder a ninguno de los motores que rigen el devenir de los pueblos: es la relación que ha vinculado a la mujer a toda vida vulnerable, enferma, en riesgo, dependiente. En un mundo en el que todo cambia, la especial relación de la mujer con la vida más necesitada de cuidados trasciende cualquier frontera geográfica o histórica.

En el presente estudio abordaremos esta cuestión con un doble objetivo. Por un lado, ofrecer datos que respalden esta afirmación que, para algunos, puede resultar meramente intuitiva o arbitraria. Datos de ayer y de hoy que nos hagan reconocer que esta relación trasciende toda contingencia histórica, política o social. Por otro lado, nos preguntaremos a qué puede deberse tal relación, qué consecuencias sociales ha tenido y, desde ahí, proponer algunas perspectivas de futuro que pueden incorporarse a la construcción social.

Antes de comenzar, es importante distinguir dos ámbitos claramente diferenciados en el cuidado de las personas enfermas y dependientes: el ámbito profesional y el domiciliario [1]. Dos ámbitos muy diferentes y con ciertas paradojas. Es claro que el cuidado del enfermo en el hogar ha sido y sigue siendo una tarea asumida mayoritariamente por la mujer. Por el contrario, la asistencia profesional de los enfermos por parte de las mujeres ha sido una realidad constante pero francamente minoritaria y una difícil conquista apenas integrada pacíficamente en la cultura en los últimos decenios del siglo XX. Sin embargo, la mayor parte de la atención política, económica y sanitaria ha estado centrada en el ámbito profesional del cuidado del enfermo; mientras tanto, la atención domiciliaria, altruista, callada, solidaria y constante apenas ha comenzado a tenerse en cuenta en algunos sistemas sanitarios. Se estima que el cuidado profesional de la salud supone un 12% del total del tiempo dedicado anualmente, mientras que el 88% restante lo emplean los familiares o cuidadores más cercanos [2] . Pero, paradójicamente, el eje de la asistencia sanitaria y social lo siguen constituyendo los profesionales y los cuidados ofrecidos en instituciones sanitarias, ámbito en el que se invierten la gran mayoría de los recursos económicos destinados a la salud.

Finalmente, quiero hacer una última aclaración sobre la finalidad de este trabajo. No trato de hacer un panegírico de la mujer y su labor social, no hay voluntad alguna de ensalzar el papel de ésta respecto del varón, ni de hacer valoraciones morales comparativas, tan molestas como estériles. Sólo pretendo visibilizar y sistematizar una realidad escondida en el interior de tantos hogares, al mismo tiempo que hacer un subrayado al logro común –de varones y de mujeres– que ha supuesto la incorporación de la mujer al ámbito profesional de las ciencias bio-sanitarias. Sin duda, éstas se han visto enriquecidas por la presencia de la mujer y el modo que ellas tienen de comprender la salud y su cuidado. Esperemos que también el cuidado domiciliario de las personas más vulnerables pueda verse igualmente enriquecido por la progresiva incorporación del varón a estas tareas, en una proporción mayor a la que ya, de hecho, está haciendo.

2. La mujer y el cuidado de la vida: Un acercamiento a la realidad actual

Comenzaremos este análisis con una fotografía que refleje de forma más o menos fiel la realidad actual en este ámbito. La fotografía tendrá un doble enfoque: el cuidado profesional de la salud desde una perspectiva hombre-mujer y el creciente papel de la mujer en el mismo; y, al mismo tiempo, el sujeto que cuida en el ámbito privado de los hogares. La superposición de ambas imágenes nos ofrecerá un panorama más completo de tan compleja y apasionante realidad.

2.1. La mujer al cuidado profesional de la salud

El acceso de la mujer a la profesión médica ha sido una conquista en la cultura occidental del último siglo. La incorporación de la mujer a la Medicina ha pasado de ser casi anecdótica en la primera mitad del siglo, a ser mayoritaria en nuestros días. En 2016, el 70,71% de los estudiantes de todas las disciplinas que conforman las Ciencias de la Salud en España eran mujeres [3]. Si miramos el número de colegiados, la incorporación de la mujer a la profesión médica es también un hecho más que patente, pues ha pasado de ser el 1,06% de los colegiados en España en 1955 al 49,11% en 2015 [4].

El caso de los cuidados enfermeros es muy diferente. La profesionalización de la enfermería para la mujer se llevó a cabo en el pasado siglo, siendo una profesión prioritariamente femenina desde entonces hasta nuestros días. Los datos en España son llamativos: las mujeres enfermeras son un 84,24% del total en 2015; y cuando se trata de colegiados con título de matrona, llega a alcanzar en ese mismo año el 94,04% [5].

Pero no cualquier modo de ejercicio de la profesión médica es objeto de atención preferencial de la mujer. Un estudio evidenció que las especialidades más demandadas por las mujeres eran Pediatría (19,5%), Cardiología (8,9%) y Obstetricia y Ginecología (8,6%) [6]. Opciones muy diferentes a las de los varones al preferir Medicina Interna (12,6%) o Cirugía General (6,2%). Y la diferencia va más allá. Se ha cuantificado que las médicas de atención primaria dedican un 10% más de tiempo en la consulta que sus compañeros varones [7] o tienen una mayor predisposición a ofrecer consejos preventivos [8]. Las ginecólogas también dedican más tiempo a la educación en la prevención de enfermedades de transmisión sexual [9] o practican menos cesáreas que los ginecólogos [10].

Y algo parecido ocurre en la profesión enfermera. Un estudio realizado en el ámbito de la medicina intensiva puso de manifiesto importantes diferencias [11]. Los enfermeros valoran más la independencia y la autonomía que se alcanza por medio de un mayor dominio y nivel de conocimientos, lo que les reporta mayor competencia profesional y reconocimiento de su profesión que repercute en la calidad de la asistencia. Sin embargo, las enfermeras destacan más la importancia de la atención, la vigilancia, la seguridad y la protección, teniendo en cuenta –por supuesto– la competencia, pero sin otorgarle mayor relevancia. Sin embargo, en las encuestas de satisfacción de los enfermos y familiares suele valorarse más la calidad de la atención, el hecho de sentirse seguros, la relación de confianza, y no tanto la información sobre el proceso y la tecnología. Es lo que habitualmente más preocupa a las enfermeras, al incorporar más la valoración de la calidad asistencial que la toma de decisiones o el nivel de conocimientos.

Parece que, efectivamente, el cuidado profesional de los enfermos y vulnerables es diferente en la mujer respecto del varón en sus focos de interés, en sus motivaciones, en sus modos de ejercerlo e incluso en los factores determinantes de sus decisiones.

2.2. La mujer al cuidado de la salud en el hogar

Pero el papel fundamental de la mujer al cuidado de la vida más vulnerable no se juega en su ejercicio profesional remunerado. La mujer ha sido, es y previsiblemente seguirá siendo quien cuide de los niños, los ancianos, los enfermos y las personas con discapacidad en los hogares. En España, el perfil del cuidador de personas mayores dependientes es: mujer de 57 años, casada, hija o cónyuge de la persona cuidada, con la cual vive, con bajo nivel de estudios y poca actividad laboral, y con dedicación prácticamente exclusiva al hogar y al cuidado [12]. Las cifras hablan solas: las mujeres suponen el 60% de los cuidadores principales de personas mayores, del 75% de las personas con alguna discapacidad y del 92% de quienes precisan cualquier tipo de atención y cuidado [13].

En las mujeres, se observan unos valores especialmente significativos respecto a los señalados por los cuidadores varones. Existe en nuestro medio una experiencia generalizada –tanto en mujeres como en varones– de satisfacción por el deber cumplido. Se entiende que la familia es el ámbito “natural” para el cuidado de las personas dependientes, por lo que se genera una obligación moral inherente que debe asumirse de forma responsable. A ello se le suman en la mujer cuidadora los valores integrados como propios del cuidado femenino: el sacrificio y la entrega que se expresan con una mayor calidad emocional, frente a un cuidado menos emocional pero más práctico y solidario en los cuidadores varones [14]. Los cuidados que prestan las mujeres son, en general, más continuos y extenuantes respecto a los realizados por los varones [15]. Ellas trabajan más horas en el cuidado, se dedican a los cuidados más íntimos e integran estas tareas con otras responsabilidades familiares.

Pero todo esto tiene un precio vital. En un estudio realizado con más de mil cuidadores en Andalucía se pusieron de manifiesto las graves consecuencias que la entrega continuada al cuidado de la salud de los seres queridos enfermos o con alguna discapacidad tiene sobre las mujeres [16]: las cuidadoras mencionaban problemas de depresión o ansiedad en un 22%, de irritabilidad o tensión en un 23%, se sentían tristes y agotadas en un 32%; en más de 60% se aprecian problemas físicos crónicos, más frecuentemente invalidantes de tipo articular o circulatorio; y, a nivel laboral, se asume que el hecho de ser cuidadora principal ha condicionado en un 35% de ellas la exclusión definitiva del mercado laboral y en un 43% la exclusión temporal.

Efectivamente, la mujer es la clave de bóveda sobre la que sostener, en la mayoría de las ocasiones, un sistema deficitario de salud: deficitario a la hora de llegar a todos los que necesitan atención profesional y cuidados, y deficitario también en humanidad

3. La mujer al cuidado de la vida en la historia

La mujer siempre ha estado presente de manera significativa en el cuidado de la vida vulnerable. Su figura ha sido fuente de esperanza para los desesperanzados en figuras femeninas como diosas de la salud o protectoras de muchas enfermedades o de trances importantes en la vida del ser humano. También han sido mujeres las que se han dedicado casi en exclusiva a la atención de la salud de otras mujeres y de quienes no podían pagar un médico. Y, finalmente, tampoco han faltado nunca mujeres que se han formado para poder servir desde lo mejor que los conocimientos médicos de su época y cultura podían ofrecer, si bien de forma minoritaria.

3.1. Diosas, curanderas y doctoras: la mujer al cuidado de la salud en la época pre-cristiana

Las figuras femeninas de sanación no han faltado a lo largo de la historia, siendo más significativas en las culturas imperantes en la era pre-científica de las ciencias de la salud [17]. El número de deidades femeninas de sanación es incontable, si bien merece la pena destacar algunas por su relevancia en la historia o la cultura [18]: Inanna o Ishtar, diosa más importante de la cultura sumeria; Isis y Sekhmet en la cultura egipcia; en la cultura griega destacan Démeter, Perséfone, Genetilis, Afrodita, Artemisa y Atenea, entre otras; y, finalmente, en la cultura romana, cabe subrayar las figuras de Minerva, Diana y Bona Dea [19].

Pero la presencia femenina en el ámbito de la salud en las antiguas civilizaciones también incluye a madres, esposas, hijas o esclavas que han prestado sus habilidades o conocimientos sanadores a todos aquellos que a ellas acudían. Hay testimonio de mujeres sanadoras también en todas las culturas. En Egipto encontramos la primera mujer doctora de la que hay constancia escrita, grabado en la tumba de un sacerdote cuya madre era “Doctora Jefe”, en 2730 a.C. [20]. A partir de ahí, los testimonios egipcios de mujeres operando, circuncidando o curando son numerosos. En Grecia sí encontramos mujeres dedicadas a las artes médicas o sanadoras: Agameda (s. XII a.C.), experta en plantas medicinales con fines curativos; Phanostrate (350 a. C), conocida como “partera y médico”; Agnodike (s. IV a.C.) y Antioquia de Tlos [21].

En Roma, el papel de la mujer en el cuidado de la salud se reduce prácticamente al cuidado gineco-obstétrico de las mujeres. Sorano de Éfeso (s. I d.C.) define a la obstetrix como “mujer conocedora de todas las causas de las señoras y también experta en el ejercicio de la medicina” [22]. Hay también hasta diecinueve inscripciones de tumbas de mujeres romanas con referencias a su labor como médicas, la mayoría esclavas o libertas, también algunas mujeres libres, todas ellas dedicadas sobre todo a la ginecología. Hay constancia por Plinio el Viejo –en su obra Historia Natural– de trescientas veintisiete autoras griegas y cuarenta y seis romanas que practicaban la medicina en el s. I d.C. También encontramos a Olimpia de Tebas, Salpe, Sotira y Lais; y más tardea Metrodora, Origenia, Eugerasia, Margareta, Aspasia... sin duda muchas menos que las mujeres anónimas que en cada población atendieron a mujeres, niños y pobres en sus encuentros con el nacimiento, la enfermedad, el dolor o la muerte.

Para concluir, podemos sistematizar cómo en estos primeros siglos aparecen ya algunos rasgos significativos de la atención de la mujer hacia el mundo de la enfermedad y el dolor:

a) La mujer en el horizonte de esperanza de los enfermos: es la presencia ininterrumpida de diosas que han representado la esperanza de quienes no podían comprender las causas ni tampoco vislumbrar una salida posible a sus muchos sufrimientos.

b) La mujer preocupada por una formación adecuada en el arte de curar: aunque en menor número que los varones, no han faltado en este periodo mujeres que se han formado al más alto nivel –religiosa o profesionalmente– en el cuidado y curación de los enfermos.

c) Presencia casi exclusiva de la mujer en el nacimiento de una nueva vida: siempre ha habido matronas en todas las culturas y en todos los siglos. Es la mujer la que recibe la semilla de vida y otra mujer la que ayuda a traer a la vida al nuevo ser humano. También en la despedida de la vida, en sus cuidados, en su mortaja, la presencia femenina cobra un especial protagonismo.

3.2. Al cuidado de los des-cuidados: La mujer al cuidado de la salud en el cristianismo

Con el cristianismo, la mujer cobra un protagonismo especial en el cuidado de los enfermos, los pobres y menesterosos. Este protagonismo no le viene dado por sus conocimientos, por su especial formación en el arte curativo, ni siquiera por su especialización en partos o enfermedades ginecológicas. El rasgo diferenciador es, ante todo, la caridad. Son muchas las novedades que el cristianismo aporta al cuidado de la salud [23]: los cristianos no abandonaban a sus enfermos de peste o lepra, cuidaban de forma heroica a los enfermos, poniendo en riesgo sus propias vidas al exponerse al contagio; cuidaban no sólo a los suyos, sino a todos sin distinción de credos, nación o condición; y fueron los primeros en crear los llamados nosocomios, hospitales donde poder prodigar todos los cuidados necesarios a los enfermos.

En este contexto, las viudas y las vírgenes tenían un especial cometido: visitar a los enfermos, alimentarlos, asearlos y ofrecer todo tipo de cuidados para mejorar su salud [24]. San Jerónimo reflejó la importancia que tenía la formación médica para ciertas mujeres, destacando en la Roma de los siglos IV y V las figuras de Marcela, Fabiola, Paula y Eustaquia.

Los nombres de mujeres dedicadas en cuerpo y alma, y también con sus propios recursos económicos, a los enfermos son numerosos y sus ejemplos ciertamente heroicos [25]: Olimpia, al frente de una comunidad dedicada al cuidado de los enfermos; Antusa, madre de San Juan Crisóstomo, a quien ayudó a coordinar más de trescientos hospitales (s. IV); Mónica, madre de San Agustín, que cuidaba a enfermos ofreciendo sus propios medicamentos (s. IV); Escolástica, hermana de San Benito, que fundó hospitales y formó enfermeras (s. VI); la emperatriz Teodora, esposa de Justiniano, que fundó hospitales por todo el imperio bizantino (s. VI); así como reinas pusieron sus bienes al servicio de los enfermos, como Clotilde de Burgundia, esposa del rey franco Clodoveo I (s. V), o Radegunda, esposa del rey franco Clotario (s. VI).

Durante la Edad Media, la mujer siguió teniendo el protagonismo que siempre había tenido en el cuidado y la atención de los enfermos y desvalidos: cuidadora principal en el hogar y también en las enfermerías gestionadas en los miles de conventos que poblaron Europa, donde las embarazadas, los pobres y los enfermos tenían un lugar al que acudir. A nivel académico, bien conocida fue la Escuela de Salerno, fundada en torno al año 1000, donde estudiaban tanto varones como mujeres de cualquier origen, religión o lengua. Algunas graduadas fueron: Abella, Rebeca, Mercuria, Constanza y, la más famosa, Trota o Trótula. Otros nombres de mujeres relevantes en la atención profesionalizada a los enfermos son: Hildegarda de Bingen, que escribió importantes obras médicas en el s. XII; Eloísa, dedicada –entre otras cosas– al cuidado de los enfermos tras el infortunio con Abelardo; y Herrade de Ladsberg, abadesa de Alsacia, que escribió una enciclopedia sobre plantas.

Pero la presencia profesional de la mujer en el ámbito médico ha sido minoritaria. Se estima que en todo ese tiempo apenas ha supuesto el 2% de las personas dedicadas al cuidado de la salud profesionalmente [26]. Añadimos la persecución que han sufrido las mujeres sanadoras en la Edad Media, acusadas de brujería por el simple hecho de realizar prácticas curativas.

En definitiva, con la irrupción del cristianismo en la cultura en Occidente, han aparecido nuevos factores que han ido perfilando el rol femenino en la atención a los enfermos:

a) La atención a los enfermos como ministerio y envío: fue la tarea principal de viudas y vírgenes consagradas, de madres y hermanas de insignes fundadores y obispos con especial sensibilidad hacia los enfermos y despreciados, y de reinas que pusieron sus bienes y esfuerzos al servicio de los menesterosos.

b) El cuidado de los enfermos pobres: las mujeres sanadoras en conventos o en muchas poblaciones son la única esperanza de quienes no pueden permitirse los elevados honorarios de los médicos profesionales, reservados para las clases más pudientes de la sociedad.

c) La atención experta y profesional hacia las propias mujeres: en estos siglos muchos profesionales varones se preocuparon de la preparación rigurosa de mujeres para que pudieran ofrecer a otras mujeres los cuidados apropiados, a la altura de los conocimientos de la época.

d) El miedo social ante un poder sin control: son las sombras de un largo periodo de fecundidad sanadora para la mujer. Aunque en los conventos y en los hogares seguían cuidando enfermos, la sociedad y los poderes imperantes rechazaron sistemáticamente todo lo que no podían controlar ni explicar, como los conocimientos médicos sin formación reglada o las curaciones con remedios no descritos en los tratados convencionales.

3.3. La profesionalización del cuidado: la mujer al cuidado de la salud en la modernidad

A partir del s. XVI se produce el despertar de los conocimientos médicos en muchos ámbitos. Únicamente en las universidades italianas tenían acceso las mujeres al estudio de la Medicina y, en Inglaterra, podían ser nombradas ayudantes de médicos, sin ser reconocidas como médicos hasta tres siglos después [27]. Y mientras, la labor callada de sanadoras en pueblos y ciudades, atendiendo a los más pobres continuaba en toda Europa, incluso regulada en ciertos lugares como Inglaterra, donde se promulgó una ley en la que se permitía a las mujeres practicar la medicina únicamente entre los pobres [28].

Durante el s. XVII, el ejercicio sanador de las mujeres se redujo a tres ámbitos: (1) las que ofrecían cuidados enfermeros básicamente, monjas o mujeres que practicaban sencillas curas o cuidados; (2) las matronas, siempre presentes; y (3) las escasas mujeres doctoras que sólo podían ejercer su profesión entre pobres y sin recibir compensación económica. Y así fue hasta el s. XIX.

En el s. XIX se produce el despertar de la profesionalización biosanitaria de la mujer, cuya incorporación fuel lenta, gradual y, en no pocas ocasiones, traumática. Un primer paso fue la fundación de las Sociedades Fisiológicas Femeninas en Estados Unidos, con el objeto de enseñar a las mujeres conocimientos básicos de anatomía, higiene, dietas e incluso sobre control de la natalidad. En el ámbito preventivo y de higiene las mujeres encontraron el lugar más adecuado para su competencia [29]. Mientras, la formación médica académica estaba vetada a las mujeres en ese país [30]. Sólo a finales del s. XIX pudieron acceder a los estudios reglados en Medicina, pero fue muy minoritario, de forma que entre 1914 y 1960 apenas se pasó de un 4% de presencia femenina en las aulas de Medicina a un 5,8% [31].

En España, la primera mujer licenciada lo fue precisamente en Medicina, en 1882, en la Universidad de Barcelona, María Dolores Aleu Riera [32]. Pero en las décadas siguientes, el número de mujeres médicos seguía siendo anecdótico. En un primer momento, se pensó que la mujer quizá no tuviera capacidad suficiente para estudiar una carrera universitaria. Salvada esa cuestión con las primeras licenciadas, con rendimiento similar o incluso superior al de los varones, se planteó si el ejercicio de la medicina no atentaría contra el pudor de las mujeres y sus familiares, por lo que las escasas licenciadas no llegaban a ejercer la carrera.

Ha sido un largo recorrido que no está finalizado. Todavía queda mucho camino hasta alcanzar una sana igualdad en el ejercicio de la profesión, el acceso a los ámbitos de responsabilidad o gestión, la toma de decisiones o la investigación.

4. ¿Especificidad de la mujer en el cuidado de la vida?

Después de lo visto anteriormente, hay dos cuestiones que debemos preguntarnos. Por un lado, la pregunta que podría dotar de cierto sentido al análisis del tema del cuidado de la salud desde esta perspectiva: ¿existe realmente una especificidad en la mujer en lo concerniente al cuidado de la vida? ¿responde la historia y el presente analizados a una simple explicación de tipo sociocultural? Por otro lado, todos nosotros, varones y mujeres, pertenecemos a la especie humana, homo sapiens, moralis et liber, por tanto, ¿qué podemos aprender de esta actitud ancestral e inherente de la mujer ante el cuidado de la vida? Será lo que intentaré sistematizar de forma sencilla en las próximas páginas.4.1.

4.1. La voz de la mujer, ¿una voz diferente? Caroll Gilligan

Las reflexiones en torno a la «ética del cuidado» serán el eje vertebrador de este análisis. El punto de partida lo tomaremos del fecundo debate establecido a raíz de la publicación de la obra de Carol Gilligan, In a different voice [33], como respuesta y complemento a la teoría del desarrollo moral de Lawrence Kohlberg. El psicólogo estadounidense había descrito seis etapas en el desarrollo moral del hombre, desarrollo en el que parece haber una primacía de la justicia por el cumplimiento de los deberes y el ejercicio de los derechos, sostenidos en la universalidad y el respeto. Carol Gilligan, colaboradora de Kohlberg en su trabajo de investigación, hizo notar que muchas de las preocupaciones, actitudes, formas de relacionarse, empatizar o actuar de las mujeres quedaban directamente fuera del estudio. Y esto era así por una razón muy simple: la investigación se había realizado exclusivamente con varones. Desde esa constatación, enfoca su trabajo a partir de entrevistas a hombres y mujeres con el objeto de establecer las diferencias concretas –si es que las hubiera– a la hora de afrontar distintos conflictos morales.

Los resultados fueron claros: varones y mujeres afrontan de modos diferentes las cuestiones morales fundamentales. Ellos tienden a regir sus decisiones y comportamientos desde parámetros de imparcialidad y justicia, mientras que ellas lo hacen atendiendo al contexto desde la compasión y la empatía [34].

Con cierta cautela por el sesgo que esconde toda generalización, podríamos caracterizar la «ética de cuidado», más presente en el desarrollo moral de las mujeres , con los siguientes rasgos: se sostiene ante todo en el contexto, teniendo en cuenta las circunstancias concretas de cada caso más que los principios universales; entre estos principios, prioriza el conocido primum non nocere, entendido como evitar en todo caso hacer daño a la persona tanto por las propias acciones como por las omisiones; y, finalmente, cobra especial relevancia el sentido de la solidaridad, la colaboración y la promoción del individuo, frente a otros modelos basados en la igualdad y el respeto [35].

No es éste el lugar para hacer un desarrollo exhaustivo de la ética del cuidado, simplemente quisiera hacer un especial subrayado a las diferencias de entre hombre y mujer que pudieran estar detrás de tan grandes diferencias históricas y sociales en la atención al cuidado de la vida más vulnerable [36]. También es importante tener en cuenta una cuestión: ni la «ética de la justicia», por así llamarla, es privativa de varones; ni la «ética del cuidado» es de uso exclusivo de la mujer. Son dos modos de afrontar las grandes cuestiones éticas que interpelan a la vida de todo ser humano antes o después, dos modos presentes en mayor o menor medida en varones y mujeres y que han sido valorados y tenidos en cuenta en la comprensión social de la realidad de forma muy desigual.

Pero las conclusiones a las que llegó Caroll Gilligan no fueron ni mucho menos el punto final de tan difícil cuestión, sino simplemente el punto de partida para que psicólogos y psicólogas, filósofos y filósofas, varones y mujeres desde cualquier ámbito del pensamiento, abordaran estos estudios enriqueciendo en buena medida el debate. Más allá de las cuestiones metodológicas, de los interminables debates acerca de la desigualdad entre varones y mujeres, sigue estando la pregunta que nos ocupa en estas breves páginas: ¿es la voz de las mujeres realmente diferente? Tal y como se ha desarrollado en los apartados precedentes, parece ser una evidencia, pero ¿es una respuesta identitaria de lo femenino o una respuesta socio-histórica elaborada en una sociedad que así nos ha configurado?

4.2. Unas relaciones diferentes. Otras reflexiones en torno a la ética del cuidado

Encontrar una única respuesta satisfactoria e incluyente sobre el carácter identitario o sociohistórico del comportamiento de la mujer ante la vida vulnerable será una tarea ciertamente difícil. Algunos, como Linda Kerber, han criticado que en el trabajo de Gilligan se ha obviado la historicidad, no ha entrado en la construcción social del ser hombre y mujer, suponiendo directamente la diferencia de ellos en su construcción actual. Al parecer, el desarrollo de los estadios superiores de razonamiento moral está vinculado directamente a las oportunidades que se tienen para integrar diferentes roles y responsabilidades sociales, de tal forma que los roles que deben asumir varones y mujeres en una sociedad fuertemente marcada por las diferencias de género son francamente diversos, lo que constituiría un factor decisivo [37].

Otras autoras han abordado la ética del cuidado también desde la perspectiva de la mujer, elaborando propuestas incluyentes que pueden ser un punto de partida para romper los grandes debates sobre las diferencias entre el hombre y la mujer. Nel Nodding parte de la experiencia primigenia de cuidado que se basa en el «natural caring» o inclinación natural al cuidado [38]. Esta experiencia –según la autora- nace en la respuesta afectiva aprendida en el seno familiar y que se extiende al cuidado de otras personas, siendo más propia de la experiencia de la mujer como consecuencia de la asistencia que ha recibido en el hogar [39]. Aunque sea una experiencia más propiamente femenina, puede decirse que no es exclusivamente femenina, por lo que tanto varones como mujeres que hemos crecido en una infancia colmada de cuidados maternos y paternos podemos desarrollar igualmente esta inclinación natural al cuidado de los más vulnerables.

Otro acercamiento femenino a la ética del cuidado es el desarrollado por Sahara Ruddick [40]. Para esta autora, el hecho de cuidar suscita un verdadero cuidado materno en el que la razón y el sentimiento se unen, de tal manera que el cuidado de los hijos proporciona algo que va más allá de la mera ética y que tiene que ver con nuevos modelos de resolución de conflictos que evitan las actividades violentas. Ha sido un enfoque muy debatido por otras autoras que ponen en cuestión la visión idealizada de la maternidad. Más allá de estos debates, podemos preguntarnos si no cabe influencia alguna en el hecho diferenciador de la maternidad en el modo de establecer relaciones de cuidado con nuestros semejantes. Parece incuestionable que –al menos por ahora– sólo las mujeres tenemos la oportunidad de engendrar la vida en nuestro cuerpo, gestarla durante un periodo no pequeño, nueve meses de crecimiento y grandes cambios en la propia corporalidad y, finalmente, poder alimentar a la vida nacida de nuestras entrañas. Y esta posibilidad nos es recordada puntualmente cada mes durante un largo e importante periodo de nuestra vida. ¿Es posible que este hecho no configure de alguna manera nuestras relaciones con la vida más vulnerable? El dato de que las escasas incursiones en el cuidado a la vida en el ámbito profesional a lo largo de la historia haya sido fundamentalmente como matronas y pediatras no parece que sea casual o producto exclusivo de una convención social y cultural.

En esa misma línea, desarrolla su pensamiento filosófico Virginia Held, partiendo de una hipótesis moral: cómo pensar la construcción social si ésta se basara en una moralidad estrictamente femenina, en la que el paradigma de la economía y el poder fuera sustituido por las relaciones del tipo materno-filial [41]. Más allá del reduccionismo de llegar a proponer un único modelo de referencia para las relaciones interpersonales y sociales, la propuesta de Virginia Held señala una realidad que trasciende la mera biología: quien gesta, amamanta, cuida, educa a un niño está transformando la realidad social, comenzando por el mismo sujeto moral que lo ejerce y por quien lo recibe, de tal forma que genera un tipo de vínculos y comportamientos constructores de la sociedad [42]. La autora llega a afirmar que una “ética del cuidado, esencial como componente y quizá también como estructura portadora de moralidad, es insuficiente... si no se tiene en cuenta la justicia” [43]. Sin embargo, afirma que es necesario superar la primacía de la razón sobre los sentimientos. En este mundo cambiante, son muchas las muestras culturales que indican que algo está cambiando en la cultura en este sentido y, sin duda, las décadas venideras serán testigo de este difícil y lento tránsito pero prácticamente imparable en las sociedades occidentales.

Esta última reflexión en torno a la capacidad transformadora social de las relaciones desde la ética del cuidado desarrolladas por las madres apunta hacia una propuesta ética concreta. Se trata de una propuesta que no es ni mucho menos novedosa, sino que hunde sus raíces en la ancestral respuesta que tantas mujeres a lo largo de la historia han dado al sufrimiento, al dolor, a la discapacidad, desde sus mismos inicios en sus entrañas hasta el final en sus brazos. Dicen los expertos que el 90% de la violencia en el mundo es ejercida por los varones [44]. Independientemente de las consideraciones acerca de los mayores o menores niveles de testosterona, de la educación o la estructura patriarcal de la humanidad, conviene preguntarse si hay algo que, como seres humanos –racionales y libres, responsables y morales– podemos modificar en nuestro comportamiento y decisiones éticas, más allá de nuestro ser hombre o mujer. Las relaciones de cuidado, la mirada empática que se hace cargo de la realidad sufriente, la contextualización de los problemas en su abordaje, posiblemente no faciliten la redacción de depuradas constituciones nacionales con vocación de perpetuidad, ni pueda sostener una nueva declaración de derechos de la humanidad y para la humanidad. Pero, en todo caso, sí es un modo de enfrentar la vida y las relaciones que seguramente hará más viable y reconciliadora la vida familiar, laboral, profesional y social de todos nosotros.

5. Conclusiones

Desde que la humanidad tiene conciencia de sí misma y recoge su propia historia compartida, puede constatarse una realidad que trasciende a la geografía y a la cultura: allí donde hay dolor, enfermedad y sufrimiento, ha habido, hay y seguirá habiendo previsiblemente una mujer preocupada y ocupada en su cuidado y bienestar. La relación de la mujer con la vida y su cuidado, desde su misma concepción hasta la muerte, parece presentarse como una suerte de simbiosis capaz de dar esperanza y salud a unos e identidad y gratificación a otras.

Así lo ha mostrado la historia, con figuras femeninas que han encarnado la esperanza de los enfermos, con mujeres que han atendido sistemáticamente a otras mujeres en el momento de dar vida, con más mujeres consagradas al cuidado no remunerado de enfermos, ya sea en el ámbito privado del hogar o en las múltiples instituciones y obras de caridad para con los más pobres y necesitados y, finalmente, con mujeres que se has esforzado por formarse profesionalmente con los mejores medios a su alcance.

Comprobada la realidad intuida, subrayada la novedad histórica que vivimos en este ámbito, nos hemos hecho la pregunta ineludible, ¿qué significa este ancestral interés de la mujer por cuidar la vida más vulnerable? Varones y mujeres respondemos de forma diferente a las cuestiones que éticamente nos interpelan. Diferente no significa mejor, ni mayor, ni más importante, sino que la respuesta es simplemente eso, distinta, con otros acentos que enriquecen el ya de por sí complejo y vasto tejido social. Del mismo modo que no puede concebirse una sociedad que no se rija por principios universales, por los valores de justicia e igualdad, que no sea capaz de tomar distancia de la realidad para emitir juicios imparciales, no debiera poder concebirse una sociedad en la que la solidaridad, la contextualización, los afectos, la promoción del individuo o la colaboración no se privilegien en las relaciones humanas.

No podemos contemplar de forma dilemática la alternativa de seguir una «ética de la justicia» frente a una «ética del cuidado». Todos nosotros, varones o mujeres, hemos de aprender todos y todas a armonizar en nuestras opciones éticas la justicia con la solidaridad, la igualdad con la preferencia por los más desfavorecidos, la imparcialidad con el contexto. Y mucho más cuando abordamos el mundo de las relaciones establecidas desde la desigualdad intrínseca que hay entre cuidador y cuidado, entre sano y enfermo, entre profesional y paciente.

Ojalá, algún día, propuestas como ésta carezcan de sentido porque todos, varones y mujeres, del norte y del sur, sanos o enfermos, somos capaces de acercarnos a la vida vulnerable para ofrecerle los cuidados, la atención y la acogida que necesitan. Porque, no lo olvidemos, todos nosotros nos encontraremos algún día al otro lado de esta reflexión, esperando una mano amiga que nos cuide, sea hombre o mujer, su edad, su procedencia o su cultura.

M. Carmen Massé García: aebioetica.org

Notas:

1          Hernández, A. «El trabajo no remunerado de cuidado de la salud: naturalización e inequidad». Revista Gerencia y Políticas de Salud. 2009; 8(17), 175.

2      Durán, M. A. «Las demandas sanitarias de las familias». Gaceta Sanitaria. 2004; 18(1): 196.

Tomado del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. 2016.[Publicación en línea] <http://www.mecd.gob.es/educacion-mecd/areas-educacion/universidades/estadisticas-informes/estadisticas/alumnado/2015-2016_Av/Grado-y-Ciclo.html> [Consulta: 7/03/2017]

4       INE. 2016. [Publicación en línea] <http://www.ine.es/jaxi/Datos.htm?path=/t15/p416/a2015/l0/&file=s01002.px> [Consulta: 7/03/2017]

5       INE. 2016. [Publicación en línea] <http://www.ine.es/jaxi/Datos.htm?path=/t15/p416/a2015/l0/&file=s08002.px> [Consulta:7/03/2017]

6       Estudio realizado Barcelona en octubre de 2010 con 538 estudiantes de todos los cursos de medicina que asistieron a clase los días de la encuesta. En: Mena, G. et al. «Formación sanitaria especializada: preferencias y percepciones de los estudiantes de medicina». Medicina Clínica. 2013; 140(3); 135-138.

7       Roter, D. L., Hall, J. A., Aoki, Y. «Physician gender effects inmedical communication: a meta-analytic review». JAMA. 2002; 288,756-764.

8       Franks, P., Bertakis, K. D. «Physician gender, patient gender,and primary care». Journal of Women’s Health. 2003; 12: 73-80.

9       Maheux, B., Haley, N., Rivard, M., Gervais, A. «Do womenphysicians do more STD prevention than men? Quebec study of recently trained family physicians». Canadian Family Physician. 1997;43, 1089-1095.

[1]0        Mitler, L. K., Rizzo, J. A., Horwit, S. M. «Physician genderand cesarean sections». Journal of Clinical Epidemiology. 2005; 3,1030-1035.

[1]1        Via, G., Sanjuán, M., Martínez, et al. «Identidad de género y cuidados intensivos: influencia de la masculinidad y la feminidad en la percepción de los cuidados enfermeros». Enfermería Intensiva.2010; 21(3): 110-111

[1]2        Bover-Bover, A. «El impacto de cuidar en el bienestar percibido por mujeres y varones de mediana edad: una perspectiva de género». Enfermería Clínica. 2006; 16(2): 69-76.

[1]3        El 20,7% de los adultos españoles convive con algún familiar mayor al que cuida prestándole los cuidados necesarios para la vida diaria, pero con una diferencia importante: mientras que el 24,5% de las mujeres prestan esos cuidados, sólo el 16,6% de los varones lo hace. En: García-Calvente, M. M., y cols., op. cit. 85-86.

[1]4        Bover-Bover, A., op. cit. 70.

[1]5        Armstrong, P. “Las mujeres, el trabajo y el cuidado de los demás en el actual milenio”. En: Organización Panamericana de la Salud, La economía invisible y las desigualdades de género. La importancia de medir y valorar el trabajo no remunerado, OPS, Washington, 2008, 196.

[1]6        García-Calvente, M. M., y cols., op. cit. 87-89.

[1]7        Se considera inaugurada la medicina como téchnes a partirde Alcmeón de Crotona (540 a.C.), del que no se conservan sus escritos pero que influyó en gran medida en el pensamiento de Hipócrates, cuya obra, desarrollada entre los siglos V y IV a.C., constituye el inicio de la medicina contemporánea.

[1]8        Iglesias, P. Mujer y Salud: las Escuelas de Medicina de Mujeres de Londres y Edimburgo, Tesis doctoral de la Universidad de Málaga. Director: Dr. Juan Jesús Zaro Vera, 2003.

[1]9        Puede establecerse una legítima relación con la figura de María en el cristianismo, invocada hasta nuestros días como “salud de los enfermos” y venerada en santos lugares por enfermos que esperan de ella su curación.

20        Bernis, C. y Cámara, C. “La mujer en la constitución histórica de la Medicina”. En: Durán, M. A., Liberación y Utopía, Akal, Madrid, 1982, 207.

2[1]        Furst, L. R. Women Healers and Physicians Climbing a LongHill. The University Press of Kentucky, 1997, 133.

22        Hoyo Calleja, J. «La mujer y la medicina en el Mundo Romano». Asclepio.1987; 39, 137.

23        Jonsen, A. R. Breve historia de la ética médica. San Pablo-U.P. Comillas, Madrid, 2011, 51-52.

24        Rivas, F. La vida cotidiana de los primeros cristianos. Verbo Divino, Estella, 2011, 88-90.

25        Iglesias, P., op. cit., 168-170.

26        Ibid., 178.

27        Ibid., 181.

28        Ibid.

29        Ortiz-Gómez, T., Birriel-Salcedo, J., Ortega del Olmo, R. «Género, profesiones sanitarias y salud pública». Gaceta Sanitaria. 2004;18 (1): 191.

30        Iglesias, P. op. cit., 185.

31       Arrizabalaga P. y Valls-Llobet, C. «Mujeres médicas: de la incorporación a la discriminación». Medicina Clínica. 2005; 125(3):103.

32        Ibid.

33        Gilligan, C. In a different voice: psychological theory and women’s development, Harvard University Press, 1982.

34        Feito, L. Ética y enfermería. San Pablo-U. P. Comillas, Madrid, 2009, 145-150.

35        Ibid., 147.

36        Para un estudio detallado, remito al estudio sistematizado y exhaustivo de la Dra. Marta López: López Alonso, M. El cuidado: un imperativo para la Bioética. U. P. Comillas, Madrid, 2011.

37        Benhabib, S. «Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría moral». Isegoría. 1992; 6: 37-63.

38        Noddings, N. Caring: a Femenine Approach to Ethics and Moral Education, University of California Press, Berkeley, 1984.

39        López Alonso, M., op.cit. 29-30. Texto que seguiré en este análisis.

40        Ruddick, S. Maternal Thinking: Toward a Politics of Peace.Beacon. Press, Boston 1989

4[1]        Held, V. Etica femminista. Trasformazioni della coscienza efamiglia post-patriarcale, Feltrinelli, Milan, 1997.

42        López Alonso, M., op. cit. 33.

43        Held, V., op. cit. 50.

44        Cfr. Sánchez, X., Redolar, D., Bufill, E. y cols. ¿Somos una especia violenta? Universidad de Barcelona, Barcelona, 2014

Juan J. Padial

1.        La propuesta kantiana de una anthropologia trascendentalis

La propuesta de elaborar una “antropología trascendental” no es original de Leonardo Polo. En las Reflexionen zur Anthropologie, Kant plantea la necesidad de una “anthropologia transcendentalis” [1]. Se trata de una tarea inexcusable según el regiomontano y que se inserta con pleno derecho en su edificio crítico. La anthropologia trascendentalis es exigida para hacer frente al empirismo. De una parte, Kant escribe la Crítica de la razón pura a fin de contrarrestar el asociacionismo empirista de Hume. La constitución trascendental de la objetividad deshace la amenaza del sueño de la razón, de que nuestras ideas sean meras asociaciones arbitrarias, contingentes o ficticias de imágenes, cuyo valor cognoscitivo no sería otro que el que dimana de la costumbre. Para los empiristas, la teoría del conocimiento debería ser sustituida por la psicología empírica. Esta nueva psicología se apropiaría de la antigua metafísica, a la que de hecho suprimiría. Con la Crítica de la razón pura Kant restituye a la filosofía el terreno embargado por los empiristas.

Pero en este trance, la filosofía se transforma, pues el conocimiento teórico del que podemos tener garantías se ha de autolimitar a la aplicación de las categorías del entendimiento a objetos empíricos. Atenerse al objeto de experiencia implica para Kant una disolución de las pretensiones de la dogmática psicología racional y una transformación consiguiente de la antropología. Cabe ofrecer consistentemente con la razón un conocimiento del yo en tanto que determinado causalmente, es decir del yo empírico. Y éste es el primer objeto de la antropología en sentido pragmático. Pero una antropología trascendental parece ofrecer ya en su misma denominación un ascender –trans-scando– a un ámbito distinto.

¿Quizá el de la causa noumenon o inteligible de los fenómenos? ¿Cuál es el objeto de esta rara anthropologia trascendentalis que vislumbra Kant? Detengámonos en el texto de la Reflection 903.

Como todos los esfuerzos kantianos a partir del giro copernicano, la anthropologia trascendentalis es una respuesta a esta sustitución empirista de la metafísica por disciplinas empíricas. En este caso, a la sustitución de la pregunta filosófica acerca del ser humano por las ciencias humanas. Éstas, con frecuencia y según Kant, hacen de quien las cultiva un “cíclope”, un “erudito”, “un egoísta de la ciencia” [2], es decir, alguien que pretende monopolizar y reducir el saber del hombre al que se consigue desde su perspectiva metodológica especializada, desde su único ojo. En la citada reflexión 903 Kant pone algunos ejemplos de tales gigantes de un solo ojo, como los cíclopes médicos que pretenden reducir nuestro conocimiento del ser humano al que se obtiene naturalmente; los cíclopes jurídicos, que desde su perspectiva realizan una crítica del derecho y la moral; el cíclope teológico que critica desde su saber la metafísica. A todos ellos y a otros cíclopes les es necesario “otro ojo, el del autoconocimiento de la razón humana sin el cual no captamos la medida y dimensión de nuestro conocimiento” [3]. Lo que permite la visión binocular es la percepción de la profundidad, y con ella la captación de las tres dimensiones. El alcance y los límites de nuestro conocimiento no vienen dados por lo que presuntamente pasa por ciencia y saber en un área determinada y especializada. Se requiere una investigación del psiquismo humano y sus fuentes. Y éste es el cometido que Kant asigna, como es obvio, al discernimiento trascendental de la razón pura.

Pero Kant reclama una antropología trascendental frente a la multiplicidad, heterogeneidad y especialización de saberes empíricos sobre el ser humano. Se trata de una antropología trascendental y no meramente de una Crítica de la razón pura. A la antropología Kant dedicó gran parte de su producción: desde la Metafísica de las costumbres hasta la Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, pasando por La religión dentro de los límites de la mera razón. Todas estas obras estudian diferentes temas antropológicos, y lo hacen de modo no empírico. Es cierto que Kant también elaboró una antropología empírica: la Antropología en sentido pragmático y la Pedagogía. Un conocimiento es trascendental según Kant cuando aún no teniendo origen empírico permite referirlo a priori a objetos de experiencia. Y aquí nos encontramos con una aguda aporía, porque según Kant el yo libre es meramente inteligible, y teóricamente no podemos tener conocimiento de su realidad. De tal yo sólo cabe afirmar que está por encima de lo racional, que es meta-racional. No que sea irracional, sino que la libertad, la dignidad, la historia, el arte, la religión, en suma la subjetividad, conforman una esfera de temas que superan el alcance de nuestro conocimiento teórico. Más aún qué relación hay entre nuestro yo libre y el empírico es algo que también está vedado al conocimiento teórico. La aporía puede formularse entonces así: ¿Cómo referir a priori lo metarracional-trascendental al objeto de experiencia estudiado por la antropología? Sin esta referencia no tendría sentido la anthropologia trascendentalis.

Gran parte de la dedicación académica de Kant estuvo dedicada a la antropología. Dictó anualmente lecciones sobre esta materia entre el semestre de invierno de 1772-73 y su jubilación en 1796. Esta antropología era calificada por Kant como empírica –Beobachtungslehre, dirá en famosa carta a Markus Herz [4]–. Pero no por ello se encuentra esta disciplina en pie de igualdad con otras ciencias positivas sobre el ser humano. Los esfuerzos continuados de Kant por fundar y consolidar la antropología como disciplina académica [5], están dirigidos por la convicción de que esta ciencia descubrirá las fuentes de todas las demás ciencias [humanas] –“die Quellen aller Wissenschaften” [6]–.

Es preciso insistir en que esta antropología, a la que tantos esfuerzos dedica Kant, depende en su mayor parte de la observación. De la recolección de materiales sobre la conducta humana. Pero si se trata en su mayor parte de una disciplina empírica, entonces es preciso preguntarse qué relación tiene esta antropología en sentido pragmático con la antropología filosófica. Cabe dar una respuesta inicial y externa a esta pregunta si se tiene en cuenta que la antropología filosófica surgió a comienzos del siglo XX como una reflexión filosófica sobre los datos proporcionados por un abigarrado conjunto de ciencias empíricas sobre el ser humano. La antropología kantiana no es una antropología en sentido fisiológico, puramente empírica, y que observa lo que la naturaleza hace del ser humano. Más bien trata de observar lo que “el agente libre hace o debería hacer consigo mismo” [7]. Así es como comparecen dos temas de reflexión propiamente filosófica, la libertad y la autoconciencia. Pero abordar estos dos temas, exige según Kant, los ricos materiales empíricos sobre la acción humana en los que se manifiesta la libertad y autoconciencia humanas. Es decir, cabría suponer que el rendimiento de las obras de antropología estrictamente filosófica, metarracional, podría ser aplicado a los objetos empíricos tratados por la antropología en sentido pragmático y la pedagogía. En este sentido estos conocimientos conformarían una verdadera antropología trascendental, donde el uso del término trascendental sería kantiano strictu sensu.

La antropología trascendental no se confunde con ninguna de las tres críticas. Pero las presupone, y además abre un nuevo campo de estudio. Justamente aquél al que apuntaba la Crítica del Juicio: la unidad del sistema, de naturaleza y libertad. En la Crítica del juicio se advierte cómo “las antinomias nos fuerzan contra voluntad a ver más allá de lo sensible y buscar en lo suprasensible el punto de unificación de todas nuestras facultades a priori; porque no queda ninguna otra salida para hacer concordar la razón consigo misma” [8]. Así es como la libertad ha de devenir en Kant objeto de una investigación trascendental, y cómo esta investigación completa el sistema crítico. Y es que la libertad aparece como un concepto indispensable en la Crítica de la razón práctica pero absolutamente incomprensible según la Crítica de la razón pura.

Pues bien, si esto es así, entonces los parecidos entre la propuesta de Leonardo Polo y la de Inmanuel Kant son mucho mayores que las de una mera denominación. En primer lugar, tanto Kant como Polo piensan que la antropología trascendental trata de la libertad. En segundo lugar, tanto Kant como Polo piensan que la antropología trascendental es compatible con la filosofía primera. Para Kant esta filosofía primera es la filosofía trascendental, para Polo la metafísica. Si esto es así, entonces habría una continuidad entre la propuesta antropológica de Kant –o la de Hegel, en tanto que a su vez continúa a Kant– y la de Polo. Pero el propio Polo ha comentado la heterogeneidad entre su planteamiento y el moderno. Veamos por qué.

2.            Continuación de la filosofía y superación del planteamiento moderno según Polo

Parece obvio, a cualquier conocedor de la filosofía de Leonardo Polo, que la antropología trascendental responde a una ampliación y una rectificación del planteamiento clásico de los trascendentales. Y con esto entramos en un sentido de lo trascendental muy distinto del kantiano. Pero un planteamiento –el clásico– que Polo rectifica. Una rectificación porque a juicio de Polo no todos los trascendentales tenidos por tales en el pensamiento clásico lo son: así por ejemplo, el uno, o el aliquid no gozan, según Polo, de estatuto trascendental. Y es una ampliación porque aunque lo tuvieran, cabe distinguir los trascendentales metafísicos de los antropológicos, apenas barruntados por el pensamiento clásico. Ni son todos los que están en el elenco clásico –sistematizado en el artículo 1 de la primera cuestión del De veritate–, ni están ahí todos los que son. Mostrar esta tesis es el cometido de la primera parte del volumen primero de la Antropología trascendental.

Esta ampliación antropológica fue tan sólo barruntada por el pensamiento clásico. Por ejemplo, Aristóteles señala que la vida divina, es decir, su ser, es intelección. Esta intelección es así el acto primero, radical, su entelecheia, como también verá Hegel. Tomás de Aquino sostiene que el conocimiento por el que el alma se conoce a sí misma no es un accidente, un acto segundo, sino “un hábito inherente al alma como su propia sustancia (cfr. De veritate, q. 10, a. 8, c. y ad14)” [9]. Pero estos barruntos no fueron sino tímidos hallazgos cuyo desarrollo estaba internamente muy obstaculizado, dado el sustancialismo de la filosofía clásica. En la sustancia viva entelecheia y energeia se distinguen como actividades primera y derivadas. El arco que barren estas actividades segundas va desde el metabolismo hasta la intelección, pero en modo alguno se convierten con aquello por lo que primariamente somos y vivimos [10]. Si lo radical en el ser humano es su sustancia entonces la intelección o el amar no pueden ser trascendentales, por ser actos segundos, asentados y principiados por la sustancia. En este caso no hay unos trascendentales humanos distintos de los trascendentales que corresponden a toda otra entidad.

Dado que hay algunas indicaciones en el planteamiento clásico, Polo podía afirmar que su antropología trascendental es una propuesta de continuarlo. Pero hay que entender qué quiere decir Polo con continuar. Continuar no es un mero proseguir dejando intacto lo anterior, o sin atender al momento histórico presente y la altura del saber en él. Continuar es “acrecentar”, no meramente “repetir los temas medievales” [11]. Filosofar no consiste en “aceptar con un valor de perpetuidad alguna formulación dada, cifrando el filosofar en entenderla a ella, como si ella fuera el tema” [12]. La continuación del planteamiento clásico no es pues la mera aceptación de la filosofía clásica y medieval. Sino que exige las necesarias reformas para continuar “en profundidad” a la altura “de lo que hoy tenemos que decir del ser” [13]. Es decir, continuar exige “insistencia viva y profunda, iluminación y comprensión del fondo que alcanzó expresión en los textos” [14].

Para continuar es preciso, pues, atender a dos parámetros. Por una parte, un hallazgo del pasado que se estima válido. Esto implica la depuración del hallazgo, es decir su purificación, el limpiarlo de adherencias que enturbian, oscurecen u ocultan lo averiguado [15]. Por otra, hay que atender también a lo que por el tiempo transcurrido es posible y preciso decir para acrecentar el hallazgo. Esto implica atender a aquello que ha oscurecido ulteriormente aquel hallazgo y que impide proseguirlo, así como también atender a lo logrado entretanto y su posible repercusión en aquello que se debe continuar. Es decir, la continuación filosófica no se desentiende del propio momento histórico. Continuar no es el movimiento del que se refugia en un tiempo pasado que fue mejor, sino del que encara con coraje y sin vanidad su momento y desea desobturar el futuro.

Si no es así, continuar puede pasar por una muestra de humildad, que oculta las enormes dificultades y aporías que tuvo que vencer Polo para (I) advertir la existencia extramental des-logificando los principios reales, y separando el movimiento como persistencia o la actividad idéntica, de la sustancia; para (II) reducir la sustancia a ciertas formas de concausalidad, explicitando las causas físicas y su vinculación, y (III) de-sustancializar también el acto de ser humano y alcanzar los trascendentales personales en su diferencia con el trascendental no personal: la persistencia. Desde la perspectiva ganada con esta big picture se advierte la enorme talla intelectual de Leonardo Polo.

Podríamos sentar como primera tesis que la continuación no implica aceptación inerte y en bloque de un pasado. No es posible la continuación sin depuración, al igual que no cabe restaurar sin una previa labor de saneamiento. La continuación es crítica, discierne y atiende a las líneas de fuerza de lo legado por el pasado. Si esto es así, entonces la continuación poliana del planteamiento trascendental clásico y medieval implica y exige su reforma. No cabe rehabilitarlo sin reformarlo. Y esto es lo que hace Polo en su obra. Para ampliar los trascendentales, Polo reforma la física y la metafísicas clásicas. Y por ello, a Polo se le ha considerado un tomista rebelde.

3.        El enclave histórico de la investigación poliana

Pues bien, esto es muy parejo a lo que hace Kant, quien para hacerle sitio a la libertad reforma a su vez la metafísica racionalista. Y es que Kant advierte la inconsistencia del uso de categorías para la comprensión de la libertad. Es por ello que en la Crítica de la razón práctica señala que “la libertad ha de considerarse como un cierto tipo de causalidad” [16]. En efecto, ser una clase o un tipo de más que facultades. La denuncia de la sustancia como extrapolación de la actualidad del conocimiento objetivo fue llevada a cabo en El ser I. La existencia extramental. Y la interpretación de la sustancia como concasualidad, válida por tanto exclusivamente para cierto rango de lo físico, se realizó en el cuarto volumen de la teoría del conocimiento.

Volvamos a Polo, en el prólogo al primer volumen de la Antropología trascendental, expone su planteamiento antropológico como una continuación de la filosofía clásica y una superación de la moderna, en concreto del idealismo. Quizá por ello la conexión con el planteamiento trascendental moderno es menos nítida y se resalta más el aspecto crítico, minus-valorador y en confrontación con la modernidad. Conviene dilucidar también qué entiende Polo por superación. Tanto continuar como superar una línea histórica de planteamientos filosóficos es algo que Polo refiere a su propia investigación y a su enclave histórico. No se trata meramente de afiliarse o criticar una línea u otra. Mucho menos de optar intelectualmente.

Para entender los términos de la propuesta de la antropología trascendental del 99 uno ha de retrotraerse a las últimas páginas de El acceso al ser. Polo habla allí del límite del pensamiento, su relación con la distinción real; y justo antes de estructurar su investigación en cuatro dimensiones, habla del enclave histórico de su propuesta. Enclave es un término jurídico y de geografía política. Es aquel territorio rodeado completamente por otro de jurisdicción diferente. Así Berlín durante la Guerra Fría fue un enclave de la República Federal Alemana en la República Democrática Alemana. El Estado del Vaticano o San Marino son dos Estados enclavados en Italia. Por extensión, se puede afirmar que un territorio con una determinada predominancia cultural o étnica puede estar enclavado en un área cultural o étnica diferente: barrios chinos, guettos, etc. Al usar el término “enclave” Polo es consciente de que su propuesta filosófica está situada en un momento histórico del saber muy heterogéneo con aquél en que se logró realizar la distinción real. Un momento centrado en la libertad, la interioridad y la subjetividad humanas, y al que las especulaciones sobre la esencia y los objetos aparecen como restos de filosofia precrítica y dogmática. Además un momento cultural muy alejado del espíritu de la Edad Media. Ya los románticos experimentaron la enorme distancia que separa la modernidad Ilustrada de la Bella Hélade, o de la unidad espiritual de la Cristiandad Medieval. Por ello, entroncar con la distinción real parece algo extraño a la situación histórica. Y por ello también, la investigación poliana aparece como un enclave, cuya legitimación refiere más a la Baja Edad Media que al Zeitgeist moderno o contemporáneo.

¿Qué quiere decir Polo al hablar del enclave histórico de su propuesta filosófica o de su proyecto filosófico al redactar El acceso al ser? Parece que su investigación es un enclave temporal, no territorial. Que los títulos que la legitiman y por las que se gobierna hay que encontrarlos en los hallazgos de Avicena, Alberto Magno y Tomás de Aquino. Que él comprende o “ve” su proyecto vinculado a la continuación de la distinción real sobre todo en antropología. Y que por eso escribió esos dos volúmenes inéditos sobre la distinción real que fue su tesis doctoral. La deseable publicación de estos dos volúmenes arrojará luces decisivas para juzgar sobre su proyecto, su cumplimiento y su situación y oportunidad histórica.

Además, Polo realiza su propuesta filosófica “en un momento, tal vez final, de una época durante la cual el hombre ha andado habitualmente perdido en el ser” [17]. Es la libertad la que se encuentra perdida en el ser. La libertad la que no es tematizada adecuadamente desde categorías metafísicas. Polo no descalifica la modernidad como ayuna en metafísica. Más bien, al contrario, valora la multiforme fecundidad de la ontología en la modernidad. Si algo ha producido la filosofía moderna son sistemas metafísicos, y enfoques ontológicos de la subjetividad. Justamente su variedad y su valor excluyente son indicativos de éste estar perdidos en el ser. Como decía Max Scheler a propósito de la multitud de conocimientos sobre el hombre que ocultaban más que favorecían una imagen unitaria del mismo.

Quizá la historia de la filosofía moderna puede caracterizarse como un gigantesco esfuerzo de orientación. La nueva ciencia matematizada y experimental, el descubrimiento del nuevo mundo, el surgimiento de la alianza entre ciencia y tecnología, derribaron gran parte de los puntos de referencia inamovibles del pasado. Hemos visto que el mismo Kant busca puntos firmes con que orientarse tras la génesis y consolidación de la psicología empírica. Más aún, la tecnología implicó que mucho de lo considerado tradicionalmente como necesario, es decir que no podía ser más que de una manera, ahora dependía de la libertad humana, y por lo tanto era contingente y podía ser de muchas maneras. Ante el naufragio de la contemplación griega, los modernos respondieron buscando puntos inalterables, fundamentales. Y así interpretaron la subjetividad, la autoconciencia y la libertad. Esto es, por ejemplo, el sujeto trascendental kantiano, último fundamento de la pensabilidad y objetividad de la ciencia. Pero si la subjetividad no pudiese ser pensada en términos metafísicos, principales, esenciales o fundamentales, entonces el esfuerzo de orientación moderno terminaría a la postre en desorientación, en libertad que se ve a sí misma como una pasión inútil, en la angustia ante la ausencia de sí mismo como fundamento y en el tedio ante situaciones equipolentes por variadas que se presenten. Esto es lo que hay que superar. O en palabras de El acceso al ser: “la necesidad de proseguir ha de llenarse hoy con la tarea de superación de un estadio cultural” [18]. De un estadio cultural, la modernidad y postmodernidad.

La causa de esta desorientación es denominada por Polo la simetrización de la filosofía moderna. Es decir la comprensión de la subjetividad humana en términos fundamentales. El gran hallazgo de la modernidad es la libertad, la intimidad e interioridad, la subjetividad. Pero la forma de acercarse a tales temas es simétrica con la filosofía clásica. Es decir entendiendo lo nuclear en el ser humano como un principio, una sustancia pensante, un yo que es la condición de posibilidad del conocimiento apodíctico y de la norma moral, o una Idea que es el principio retroactivo de su constitución y de la racionalidad de toda realidad.

Así pues tanto la continuación de la filosofía clásica como la superación de la moderna implican la atención a lo hallado y su depuración. Es más, la antropología trascendental como superación no se despide de los temas modernos, para conectar con la temática trascendental clásica ampliada, sino que al alcanzar la persona y su intimidad “la investigación antropológica ha de llenar el objetivo de dar razón del centro desencadenante de la filosofía moderna” [19]. No se trata de una mera versión moderna de temas clásicos, sino de una depuración de temas, ya clásicos ya modernos, que permite la perennidad de la filosofía. Así es como la filosofía perenne no queda atada a una peculiar línea histórica, sino comprometida por la altura del saber. En estas páginas querría señalar algunos de los hallazgos modernos sobre la subjetividad y cómo Polo los depura de los caracteres principales que impiden una recta comprensión de la libertad. De este modo se accede a la antropología trascendental desde lo que hoy es preciso decir sobre el ser personal.

Estas páginas tienen pues un carácter propedéutico a la antropología trascendental y atienden a una dualidad en la historia de la filosofía: la que se da entre la altura del saber y la situación histórica. El término superior de esta dualidad es la altura del saber. Estas páginas intentan alcanzar ésta desde el término inferior, es decir, desde el enclave y la oportunidad. Ésta fue la estrategia adoptada por Polo en El acceso al ser y en las primeras redacciones –inéditas– de la antropología trascendental. La última redacción, la del 99, parte desde el término superior de la dualidad, es decir, desarrolla la distinción real en antropología y la conversión de los trascendentales personales con el intellectus ut co-actus directamente.

4.            El descubrimiento de la trascendentalidad de la existencia humana

En la Crítica de la razón pura Kant había tematizado la conciencia como la unidad de la apercepción, el “yo pienso” que ha de acompañar a todas mis representaciones. Y no sólo acompañarlas, sino que el yo pienso sintetiza activamente las diferentes representaciones conscientes. El yo pienso es una actividad –una acción del entendimiento, Handlung des Verstandes [20]– necesaria para cualquier objetivación. Pero no sólo es una actividad, sino una representación; precisamente la de que yo que tengo representaciones, las pienso, soy el que las objetivo. Se trata pues de una apercepción pura, no debida a la sensibilidad. El yo pienso, esta representación no es una mero haz de sensaciones. Es más bien la necesaria identidad del yo. Es necesaria una sola autoconciencia, que (I) esté presente en cada una de mis representaciones, pues las acompaña a todas; (II) que sea consciente de éstas sus representaciones; y frente a Hume, (III) que sea diferente de las representaciones de las que es consciente.

Esta distinción de la objetividad, la necesaria igualdad consigo de la apercepción trascendental y su indefectibilidad hacen necesaria la separación entre sujeto y objeto. Esto es recogido por Kant con la fórmula Ich denke überhaupt, yo pienso en general. El yo es una mera identidad general. Una identidad que abarca, o se extiende, a todas las representaciones. Cualquier representación cae bajo su unidad, pero ninguna objetividad puede tener la misma generalidad que ella. Y esto significa que la conciencia no puede reconocerse en ninguna objetividad. Es decir que el yo pienso no podrá reconocerse nunca en lo pensado, puesto que es imposible, según Kant, la mera coextensividad entre lo pensado y la conciencia trascendental. Ésta es siempre la generalidad mayor, y por lo tanto siempre una x, algo ignoto, una mera condición de posibilidad, la última y fundamental condición de posibilidad del conocimiento. Del yo sólo cabe afirmar que es (I) igual a sí, (II) que se mantiene igual a sí, (III) que no falta nunca en el conocimiento, y que (IV) está separado de cualquier objetividad.

Pero conviene dilucidar qué quiere decir que este sujeto es y se mantiene igual a sí. No quiere decir que sea permanente en el tiempo. Esta persistencia sería real, en cambio lo propio del sujeto trascendental es acompañar como representación a las demás representaciones. Es un sujeto mental sin el que no cabe objetivación alguna ni conciencia de lo objetivado. Es un sujeto éste, del conocimiento y cognoscente. No está causalmente determinado, no es empírico, sino más cercano a la reflexión que a la vida de un sujeto real. Como dirá Dilthey, “por las venas del sujeto conocedor construido por Locke, Hume y Kant no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera actividad intelectual” [21].

Lo mismo cabe decir de la libertad. No cabe predicar de ella tampoco que sea algo permanente realmente en el tiempo. Y esto porque no tenemos intuición sensible de la misma. Tan sólo tenemos constancia de su realidad por el hecho moral de la imputación de responsabilidad. Para la razón pura la libertad es inescrutable. No es algo ininteligible, justamente al contrario. En la Crítica de la razón pura aparece como causa inteligible, nouménica. Pero este uso del concepto de causalidad tan sólo puede ser analógico. Pensarla como causa implicaría no sólo su antecedencia a la acción libre, sino la imposibilidad de la acción libre, pues ésta habría de seguirse necesariamente. La libertad, que ha de ser admitida en la práctica por el simple y desnudo hecho de que imputamos a cada quién sus acciones, es incognoscible teóricamente. Incluso la admisión de un Faktum de la moral implica la incognoscibilidad de la naturaleza de tal hecho. El Faktum, el hecho de la moral, es que hay un x tal que es la causa del comportamiento imputable. De esa x que podía no haber actuado así, ha de predicarse la libertad. Pero esa causa no es empírica, sino nouménica, meramente inteligible. Una libertad admitida como hecho es una libertad de la que sólo sabemos que es, pero de la que ignoramus et ignorabimus qué es, es decir, su naturaleza y relación con el yo empírico.

Toda indagación teórica de la libertad humana está vedada. En este sentido el tema de la autoconciencia y el de la libertad son inalcanzables para la razón pura, son en rigor meta-racionales, o impenetrables para ella. Éste es el sentido que tiene la afirmación kantiana de que escribió la Crítica de la razón pura a fin de hacerle sitio a la libertad. Y es que la libertad expulsada del ámbito racional reaparece en las que hemos considerado como obras de antropología filosófica –la Metafísica de las costumbres, la Crítica de la razón práctica, etc.– por la puerta de atrás. Es decir, como exigidas por el Faktum de la moral, y por lo tanto con su realidad garantizada e innegable. Pero sucede que el fundamento de su realidad no es accesible teóricamente, sino prácticamente.

Desde esta realidad ahora garantizada aparece ahora la relación entre la antropología empírica y la filosófica en Kant. Por una parte, no cabe conocimiento teórico verificable sobre la naturaleza de la libertad y de la autoconciencia, ni del modo como éstas subyacen al yo empírico. Pero esto no significa que la causalidad libre nos sea totalmente ignota. Y es que “podemos considerar la causalidad de ese ser desde dos puntos de vista distintos: en cuanto causalidad propia de una cosa en sí misma, como inteligible por su acción; en cuanto causalidad propia de un fenómeno del mundo sensible, como sensible por sus efectos. […] Nada impide, por tanto, que atribuyamos a ese objeto trascendental, además de la propiedad a través de la cual se manifiesta, una causalidad que no sea fenómeno, aunque su efecto aparezca en un fenómeno” [22]. Los efectos y manifestaciones de la libertad son lo estudiado en la antropología empírica, ya fisiológica, ya pragmática, que por ello constituye el único modo de acceso a la causalidad inteligible.

En este sentido, cabe afirmar que la antropología empírica kantiana puede articularse con su antropología filosófica, pero no a la inversa. Es decir, es imposible un saber comprensivo desde lo inteligible, porque no hay tal saber verdadero del espíritu humano, sino sólo de sus efectos y manifestaciones. Pues bien, éste es el déficit que Leonardo Polo observa en el planteamiento kantiano, y por el que su antropología ha de ser superada. Superarla significa vencer los obstáculos y dificultades que plantea Kant para que la antropología trascendental se constituya efectivamente como saber comprensivo, teórico y verdadero acerca de la subjetividad y libertad humanas. La Antropología trascendental de Polo pretende ser un saber no sólo de los efectos y manifestaciones de la libertad, sino de la misma libertad y de aquellas propiedades humanas que con ella se convierten. En este sentido Polo no parte de los efectos y manifestaciones para acercarse al conocimiento de la causa inteligible. Más bien su camino es el inverso. Parte de la unidad del espíritu humano, del ser personal, y trata de ver el despliegue y entroncamiento de las manifestaciones esenciales humanas. Éste es también el sentido de la Urteilung, de la división originaria del espíritu humano según Hegel. Pero las diferencias entre el planteamiento antropológico de Hegel y el poliano no pueden ser el objeto de este texto.

Juan J. Padial, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   Cfr. I. Kant, Reflection 903, Ak. Ausgabe, XV, pp. 394-395.

2   I. Kant, Reflection 903, pp. 394-395.

3   I. Kant, Reflection 903, pp. 394-395.

4   Cfr. I. Kant, Ak. Ausgabe, X, p. 138.

5   Cfr. I. Kant, Ak. Ausgabe, X, p. 138.

6   I. Kant, Ak. Ausgabe, X, p. 138.

7   I. Kant, Anthropologie d’un point de vue pragmatique, Ak. Ausgabe, VII, p. 119.

8   I. Kant, Kritik der Urteilkraft, AA, V, p. 341.

9   L. Polo, Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 2006, p. 156.

10    Aristóteles, De anima, II, 3.

11    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, Eunsa, Pamplona, 2004, p. 294.

12    L. Polo, El acceso al ser, p. 295.

13    L. Polo, El acceso al ser, p. 294.

14    L. Polo, El acceso al ser, p. 296.

15    Polo habla también de “la inspiración que ha de alimentar la limpidez de la tarea” (L. Polo, El acceso al ser, p. 296). Así, la propuesta de ampliación del orden trascendental continúa con las necesarias reparaciones o saneamientos el planteamiento clásico. Había que proceder a eliminar los impedimentos que la primacía de la sustancia conlleva para hacer del intelecto y del amar algo causalidad implica serlo en cierto modo, pero no con propiedad y precisión. Y esto, de acuerdo con la Crítica del juicio significa serlo analógicamente. La libertad no puede ser considerada estrictamente como causa; tampoco se le puede aplicar legítimamente ninguna de las categorías válidas para los objetos intuidos sensiblemente. Por ello, la libertad tampoco puede ser pensada de acuerdo con el concepto de sustancia. En la doctrina kantiana de la analogía se encuentra el intento kantiano por pensar la libertad al margen de la sustancia o la causalidad. Intento plenamente congruente con la Crítica de la razón pura donde Kant descalifica, al exponer la tercera antinomia, la sustancialización de un ser libre. La pregunta que habrá que responder es hasta qué punto logró Kant ir más allá de la analogía, es decir, hasta qué punto su atenimiento al objeto de experiencia hace inviable cualquier investigación teórica de la libertad.

16    I. Kant, Crítica de la razón pura, Ak. A. V, p. 67.

17    L. Polo, El acceso al ser, p. 293.

18   L. Polo, El acceso al ser, p. 295.

19   L. Polo, El acceso al ser, p. 296.

20    Cfr. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, B133 y B143.

21    W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, FCE, México, 1949, p. 6

22    I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, A539/567.

Gonzalo Altozano

Hace ya más de un siglo se produjo una asombroso descubrimiento en unas ruinas en las montañas cercanas a Éfeso. Y para grabar una pieza sobre lo que allí ocurrió un equipo de La Contra TV se desplazó a Turquía para mostrar al mundo este gran hallazgo. Se trata de la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, según testimonio de la beata Ana Catalina de Emmerick. Lo sorprendente del caso es que la mística jamás pisó el lugar. De hecho, nunca salió de su país. Más aún: buena parte de su vida la pasó postrada en una cama. ¿Que cómo tuvo noticia entonces y noticia tan precisa?

Todo empezó en el año del Señor de 1891. Realmente, todo empezó mucho antes, pero ¿dónde está escrito que las narraciones han de seguir un orden lineal? Con que dejémoslo, de momento, en que todo empezó en 1891. Ese año, sor Marie de Mandat Grancey, superiora de las Hijas de la Caridad del hospital francés de Esmirna, en la actual Turquía, andaba enfrascada en la lectura y relectura de un libro en el que tenía puestos sus afectos y cuyas páginas la transportaban a otros tiempos y otros países y, en ocasiones, a otros mundos. Aunque en el libro se hablaba mucho de amor, vaya por delante que no se trataba, ni muchísimo menos, de una novelita de caballeros audaces y damas de las camelias; de ser así, una misionera de la ortodoxia de sor Marie no hubiera decretado, intramuros de su comunidad, la lectura de aquellas páginas en voz alta para sus monjitas. Tampoco se trataba, propiamente, de un libro de geografía e historia, por más que en él se detallaran, y con qué detalle, valga la redundancia, geografías e historias. Era, en resumidas cuentas, un libro tan maravilloso -por las maravillas sin fin que en él se relataban- como inclasificable. Y sin embargo…

Una casita en las montañas

Sin embargo, sor Marie creyó ver la manera de clasificar el libro, y para siempre, bien en el estante de los cuentos de hadas, bien en el de los libros de Historia. De Historia Sagrada, en este caso. El libro, como queda relatado, contaba mil y una historias, todas con un hilo conductor, y cada una encuadrada en un marco geográfico determinado. No se trataba de verificar sobre el terreno todas y cada una de aquellas historias, tarea imposible de llevar a cabo por una humilde misionera, por muy determinada que fuese su determinación, que lo era. Bastaba, más bien, con identificar un único escenario. Lo suficientemente importante en el relato, eso sí. Y también lo suficientemente cercano en el espacio; no más de unos días de viaje. Por ejemplo, la casita en las montañas, o lo que quedara de la misma, construida a los pies de una ladera, desde lo alto de la cual podía divisarse el mar, el mar Egeo, y las ruinas de la ciudad de Éfeso, tal como se describía en el libro.

Las lecturas de una religiosa emprendedora y con audacia para lanzar una expedición están en el origen de uno de los puntos más importantes de peregrinación mariana en el mundo: el lugar donde Nuestra Señora vivió sus últimos días.

Permiso de los superiores

La pregunta era cómo desplazarse desde el hospital francés de Esmirna hasta las montañas de Éfeso. Y no porque en 1891 el país no contara con la red de carreteras con que cuenta ahora, sino porque, como superiora de su comunidad, sor Marie tenía responsabilidades y no podía desatenderlas para perderse por los montes en busca de una casita que solo Dios sabía si existía o no. Lo que es casi seguro es que su prurito arqueológico no la atribuyó la religiosa a cosa del demonio. Si no, no le hubiera sugerido al capellán del hospital, el sacerdote lazarista padre Jung, que se aventurase él en busca de la misteriosa casita. No cabe duda de que el sacerdote conocía la existencia del libro. En caso de no haberlo leído, cosa improbable porque llevaba un tiempo causando furor en los círculos católicos del mundo, ya se habría encargado sor Marie, la más rendida prescriptora de sus páginas, de hacerle un resumen de las mismas. El problema era que el padre Jung, lo mismo que sor Marie, estaba sujeto a una serie de responsabilidades de las cuales solo podía librarle su superior, el padre Poulin. Quién sabe si este, a su vez, no ardía en deseos de saber si la consolación espiritual que le provocaba la lectura de las páginas del libro tenía un fundamento real o, más bien, la vaporosa consistencia de una superchería; quién sabe, decimos, porque dio permiso al padre Jung para que armase una expedición con la que sacar a todos de dudas.

Y fue así cómo el 27 de julio de 1891, una expedición compuesta por el padre Jung, otro sacerdote lazarista y dos laicos echó a andar (y no es este, no, un recurso metafórico) en busca de un hallazgo de incalculables proporciones, un tesoro, si se quiere, que, de encontrarse, en nada debería palidecer frente a otros expuestos en las vitrinas de los principales museos arqueológicos del mundo. Podría escribirse que al equipo del padre Jung se lo tragaron las espesuras de las montañas de Anatolia, que allí hubieron de enfrentar peligros sin cuento, enfrentándose a bestias mitológicas o casi, hasta que años después fueron encontrados al borde la inanición, tocados con unas de esas barbas apellidadas bíblicas, pero con la satisfacción de la misión cumplida. Podrían escribirse estas y otras cosas, pero toda la emoción que le aportarían al relato, se la restarían a la veracidad del mismo.

La Puerta de la Santísima

Porque lo cierto es que Jung y sus compañeros de aventura solo tardaron dos días en encontrar lo que andaban buscando. Y antes lo hubieran encontrado si, en lugar de pertrecharse como los exploradores que no eran, se hubiesen fiado únicamente de sus brújulas, de las descripciones contenidas en el libro causante de que se encontraran donde se encontraban y en los conocimientos acerca del terreno de las gentes del lugar. Pues fue tras preguntar a unas mujeres que laboraban en un campo de tabaco dónde podían beber agua, que estas les indicaron que cerca de las ruinas de una capilla no muy lejos de allí, a los pies de una loma desde lo alto de la cual podía contemplarse el mar Egeo y las ruinas de Éfeso. Un templo, por cierto, al que cada 15 de agosto, ojo con la fecha, y desde tiempos inmemoriales, acudían en peregrinación gentes de los alrededores, de confesión ortodoxa la mayoría, no en vano el lugar había sido bautizado por la tradición local como Panaghia Kapulu, en cristiano, y nunca mejor dicho, la Puerta de la Santísima, esto es, la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, antes de ser asunta al cielo, tal y como se sostenía en el libro responsable último y primero de aquella expedición.

Cientos de exvotos y peticiones en el interior del recinto, un complejo que incluye la Casa de la Virgen, el convento de las religiosas que lo atienden, una gendarmería y una cafetería. La casa ya era un lugar de peregrinación antes de ser descubierta e identificada en 1891.

El título del enigma

Si alguien ha llegado a este punto del relato intrigado por el título del libro del que aquí se ha hablado, no queda sino darnos la enhorabuena por la efectividad del recurso. Ahora bien, de mantener por más tiempo el secreto se corre el riesgo de que tal recurso pierda dicha efectividad y ese mismo alguien deje de seguir leyendo, hastiado ya de tanto enigma. Con que ahí va el título: La vida oculta de la Virgen María.

Universo Emmerick

El libro se trata de una detalladísima biografía de la madre de Cristo escrita sobre el papel pautado de los dogmas marianos, de ahí que abarque desde su concepción inmaculada hasta su asunción en cuerpo y alma a los cielos, pasando por su perpetua virginidad y su condición de madre de Dios, sin arrojar la más mínima sospecha sobre ninguna de estas verdades de fe. Como autora del libro, figuraba Ana Catalina de Emmerick, por más que la misma jamás estampó en una hoja una sola de las frases del libro, ciertamente voluminoso. Y si esto asombra a alguien, espérese a adentrarse en el universo Emmerick.

Cuando los autores de este reportaje se encontraban fotografiando el interior del templo durante el rezo del rosario por las religiosas, un grupo de turistas chinas protestantes entraron y respetuosamente se unieron a la oración a la Virgen.

¿Una infancia como otra cualquiera?

Nacida en la Westfalia de 1774, Ana Catalina de Emmerick pronto supo lo que eran las asperezas de la tierra, hija como era de unos pobres aparceros. No solo desde niña tuvo que arrimar el hombro para poner algo de comida encima de la mesa, sino que como quinta de nueve hermanos hubo de ejercer como madrecita de los más pequeños. Semejante cuadro de penurias explica que solo asistiera cuatro meses a la escuela. Poco importa si fue allí o en casa donde la niña

Emmerick aprendió a leer. El caso es que entre sus tempranas lecturas y relecturas favoritas ya se contaban el Kempis, los sermones de Tauler, la vida de Cristo del capuchino Martin de Cochem, aparte, claro está, de la Biblia. Esto quizás explique la frustración que la pequeña experimentaba cuando, por razón de edad, no podía acercarse a comulgar, la alegría que le entraba cuando su madre le llevaba al Vía Crucis y que, ya crecidita, terminara profesando en un convento de agustinas, el de Agnetenberg, en Düllmen. Porque, miserias a un lado, el hogar de los Emmerick fue un hogar piadoso, con unos padres que a las doce del mediodía interrumpían sus labores para componer una estampa como la del Angelus de Millet. Nada, por otro lado, extraño a tantísimas otras familias de la región y la época. En este sentido, la infancia de Ana Catalina fue una infancia como otra cualquiera. O eso pensaba ella.

Cien años antes del cinematógrafo

Eso pensaba Ana Catalina porque durante un tiempo anduvo convencida de que lo que ella veía lo veían los demás también. Pero qué va. Lo que ella veía, y los demás no, eran, sobre todo, estampas vivas de la Historia Sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, con especial detenimiento en la Pasión de Cristo y, como queda relatado, en la vida de María Virgen; y todo un siglo antes de que los hermanos Lumière inventaran el cinematógrafo, con que nadie podía afearle que viera demasiadas películas.

Cenicienta en el convento

Podría pensarse que un don como aquel era fruto de su gusto por el silencio y la oración, pero no era exactamente así. Podría también pensarse que tal don le abriría de par en par las puertas del convento, y tampoco. No solo tuvo que ejercer durante años de costurera itinerante por granjas y aldeas para allegarse fondos con que costear la dote que le exigirían en cualquier congregación, sino que una vez reunida la dote y profesados los hábitos, sus trabajos y sus días fueron los de una cenicienta rodeada de hermanastras. Ella, en lugar de devolver piedra por piedra, encajaba humilde los agravios de las otras monjas, con el ruego a Dios de que tuviera a bien imprimirle la cruz en su corazón, cosa que hizo, y en toda su literalidad. Que ya lo decía santa Teresa: se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

Una muerte serena, alegre y confiada

Porque Ana Catalina de Emmerick sería conocida como la monja de las cinco llagas por reproducir en su cuerpo los estigmas con los que, popularmente, se ha representado a Cristo a lo largo de la historia, esto es, uno en cada mano, uno en cada pie y el quinto en el costado. No fueron estos, en cualquier caso, los únicos padecimientos de la monja a su paso por la tierra. De hecho, murió -serena, alegre y confiada, al decir de los testigos- en 1824 de una tisis pituitosa con resultado de parálisis pulmonar, pero como pudo haber muerto en cualquier otro momento por causa de alguna de las incontables enfermedades del alucinante cuadro que padeció a lo largo de su vida.

Jugo de cereza

No fueron los estigmas, cabe insistir, los únicos sufrimientos de la monja, como no fueron tampoco los únicos dones sobrenaturales con los que fue bendecida. Para no ser exhaustivos, sirvan como ejemplo solo dos fenómenos cuyos nombres los señala en rojo el corrector de word cuando los escribes en el ordenador, de raros que son: la cardiognosis o facultad de leer lo que está oculto en los corazones, incluso en los corazones de los perfectos desconocidos, y la inedia o capacidad de vivir sin apenas probar bocado, con una dieta, en el caso de Emmerick, a base solo de agua y el pan de la Eucaristía, al menos entre 1813 y 1816, que en sus últimos años la enriquecería, y solo en contadas ocasiones, con una cucharada de caldo, una o dos de crema de avena o cebada, un poco de manzana cocida, o el jugo de una cereza que sorbía para enseguida escupir la piel, la pulpa y el hueso.

El olvido de sí

Siendo así las cosas, era lógico y normal pensar que la monja de Düllmen llamase la atención de las gentes y, con la de las gentes, las de las autoridades, eclesiásticas, por supuesto, pero también civiles y militares; ella, que tenía vocación de monja pero no de atracción de feria ni de conejillo de indias; ella, que sacaba del cuerpo las palabras justas y necesarias cuando de hablar de su propia persona tocaba, pues detestaba el “yo” (pero el “yo” suyo, no el de los demás); ella, en fin, que se había planteado la vida como una campaña permanente y sin cuartel de olvido de sí misma.

Las impresionantes ruinas históricas de la ciudad de Éfeso están declaradas por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, declaración que incluye la Casa de la Virgen.

¿Fraude? ¿Qué fraude?

Son tres las instituciones que, sucesivamente, iniciaron y concluyeron investigaciones alrededor de la yacente y doliente monjita de Düllmen, dejando en el proceso cajas y más cajas de pruebas documentales. Hablamos de la Iglesia católica, del invasor napoleónico y de la alta autoridad prusiana. Si la motivación de la primera era la de constatar la sobrenaturalidad o no de los fenómenos, la de las otras dos tenían que ver con razones de orden público. Sea lo que sea, las tres investigaciones procedieron, cada una en su momento, con enorme rigor (excesivo, en ocasiones), sin quitar el ojo a Ana Catalina día y noche, durante semanas y semanas. Ninguna, eso sí, ni siquiera aquellas que tenían el prejuicio como punto de partida, concluyó que se trataba de un fraude, más bien lo contrario.

Un asunto imperial

Así, el doctor Von Wyble, médico personal de Federico Guillermo III de Prusia, informaría a este, gran interesado en el asunto, de que no existía impostura alguna. Y lo mismo el comisario Garnier, máximo responsable de la nada sospechosa de clerical policía napoleónica en la Westfalia anexionada, y quien quedó convencido de la veracidad de los fenómenos, hasta el punto de que ni al final de sus días, en París, sería capaz de recordar a la monjita de Düllmen y contener la emoción al mismo tiempo. Cosa, por otro lado, nada extraña, pues sucedía con frecuencia que había quien iba a visitarla con la curiosidad morbosa de los estigmas, y salía de allí con estos en un segundísimo plano y, por decirlo de una manera cursi, la dulzura de Emmerick palpitándoles en el corazón.

Salones literarios

Si la fama de santidad de la monja había trascendido de las granjas de los alrededores de Düllmen a las principales cancillerías europeas y a los grandes centros de Teología, no es de extrañar que llegara también a los más exclusivos salones literarios de Berlín, donde brillaba con luz propia Clemens Brentano.

El factor Brentano

Cuando, tras mucho resistirse, y ante la insistencia de su hermano Christian, Clemens Brentano fue por fin a visitar a Ana Catalina de Emmerick, se produjo en él una suerte de epifanía: aquel era el lugar al que había estado encaminándose sin saberlo desde siempre y su misión en la vida no habría de ser otra ya que la de registrar para la posteridad las visiones de aquella monja, renunciando así a las pompas y circunstancias de una más que prometedora carrera literaria.

Un converso en la cacharrería

Su entrada en la casa donde desde hacía años reposaba la religiosa, sin embargo, fue como la de un elefante en una cacharrería. Que una cosa era su súbita conversión al catolicismo, de cuya sinceridad nadie dudaba, y otra que dicha conversión llevase consigo un perfeccionamiento total y automático de su carácter. Con el ardor propio del converso que no se detiene en barras, como si así pretendiera recuperar el tiempo perdido, Brentano quiso a Emmerick para sí y solo para sí, y cualquier persona o cosa, ya fueran su médico, su director espiritual, sus amigos, sus ratos de oración, sus labores de caridad, lo que fuera, en fin, que se interpusiera entre la mística y él y la misión que a sí mismo se había encomendado, habría de saber de las iras de tan enérgico caballero.

El noble oficio de amanuense

Cómo soportó Emmerick durante tantos años, ayuna de fuerzas como estaba, un carácter tan avasallador como el de Brentano solo se explica por razones de orden sobrenatural: la primera, la oportunidad que vio de ejercer con él, más todavía de lo que ya lo hacía con los demás, la caridad cristina; la segunda, por obediencia debida a la superioridad, la cual había considerado oportuno que las visiones se pusieran negro sobre blanco, para no habitar así durante siglos en la siempre modulable tradición oral. La cosa es que Brentano no se limitó al noble oficio de amanuense, sino que, escritor como era, dotó de contexto cuanto le contaba la monjita, dándole a todo un orden narrativo, y permitiéndose quizás alguna licencia menor en este pasaje o aquel, que para eso estaba inscrito el hombre en la escuela romántica. La que liaste, Clemens, la que liaste.

Ana Catalina en los altares

Sostiene José María Sánchez de Toca, el gran introductor de Emmerick en España, diga lo que diga su modestia, que si los católicos no se creen los artículos del Credo, difícilmente iban a creerse entonces la fenomenal historia de la monja de Düllmen. Lo dice, por cierto, con su finísimo humor, y al hilo del proceso de beatificación de nuestra protagonista. Porque Ana Catalina de Emmerick fue beatificada. Sucedió en 3 de octubre de 2004, siendo obispo de Roma Karol Wojtyla. Aquel día, volvió a quedar claro que los procesos de beatificación y canonización en modo alguno suponen un juicio sobre fenómeno sobrenatural alguno, sino que son, más bien, el reconocimiento oficial por parte de la Iglesia de la santidad de vida de uno de sus hijos, siendo tales fenómenos, en todo caso, el refrendo de unas virtudes ejemplares.

Literatura no es sinónimo de fantasía

Quiere decir lo anterior que para declarar la beatitud de Emmerick no fueron determinantes ni sus estigmas, ni sus éxtasis, ni sus inedias, ni sus visiones. De hecho, estas últimas fueron excluidas del proceso en fecha tan temprana como el 17 de mayo de 1927. La razón, cargada de lógica, era que los escritos de Brentano no podían considerarse la transcripción literal de lo que la religiosa le había contado. Lo cual no significa que se tratasen de una fantasía. De lo contrario, ¿cómo explicar el asombroso hallazgo de la casa de la Virgen en Éfeso en 1891? Y aquí retomamos con el principio de esta historia.

Rosario obsequio del Papa Benedicto XVI durante su visita a la casa de la Virgen en Éfeso el 29 de noviembre de 2006.

La visita de tres papas

Tan pronto tuvo noticia del descubrimiento, monseñor Timoni, arzobispo de Esmirna, ordenó la creación de una comisión multidisciplinar, la cual, con fecha 1 de diciembre de 1892, firmó un acta señalando la coincidencia, sin lugar a dudas, entre la descripción atribuida a Emmerick y las ruinas encontradas. Por si esto fuera poco sorprendente, tiempo después, unas excavaciones desenterrarían los cimientos de una casita edificada entre los siglos I y II de nuestra era, y cuyo plano correspondía a la descripción de Ana Catalina de la vivienda de María en Éfeso. Cómo no terminar declarando el lugar santuario mariano, el santuario de Meryem Ana (la Casa de María), y cómo no ser el mismo destino de millones de peregrinos de entonces acá, entre ellos, y para conjurar cualquier sospecha, tres papas de Roma: Montini en 1967, Wojtyla en 1979 y Ratzinger en 2006.

Gonzalo Altozano, en webcatolicodejavier.org/

Mª Dolores Nicolás Muñoz

Dios aúna en sí paternidad y maternidad

Andrés Ollero Tassara

1.- Clericalismo, laicos y creyentes

Personalmente estoy muy agradecido por la formación que he ido recibiendo desde joven. Una de las cosas que me han enseñado es a aborrecer el clericalismo. Como católico, pienso que el clericalismo es un vicio tan lamentable como arraigado. El asunto es complicado porque, si en la teología católica se entiende que la Iglesia es un Cuerpo Místico del que Jesucristo es su cabeza, el clericalismo, en la medida en que reduce a la Iglesia a su jerarquía, al clero, genera una especie de cuerpo truncado. Sin duda es indispensable y positivo el papel de la jerarquía eclesiástica y del clero; puede conseguir que ese cuerpo mantenga vivo el corazón. Pero me temo que así no consigue que se convierta en semoviente; o sea, que ande. A la hora de la verdad, los que más tienen que hacer andar ese cuerpo son los laicos; me temo que en eso andamos mal, por ambas partes. Hay clérigos que no logran entender a los laicos y hay laicos ─quizás cada vez menos─ a los que al parecer, en el fondo, les encantaría ser clérigos. Es una situación un tanto rara. Curas que aspiran a mangonear en todo lo que haya alrededor. Esto, la verdad, fue más acusado en los años sesenta: el cura obrero, el cura líder sindical... Siempre que había algún asunto que organizar, al parecer lo tenía que organizar el cura. Por otra parte, algunos seglares parecen soñar con que les dejen ser semi-curas. Les encanta estar en el presbiterio e incluso acompañan al cura en sus oraciones cuando no toca... Una especie de nostalgia por parte del seglar.

Ese es un aspecto del problema. Por otra parte, yo me siento personalmente expropiado cuando, para ser laico parece que uno esté obligado a comportarse como si fuera no creyente. Esa identificación se ha dado en el ámbito cultural en Italia, donde hay que elegir entre ser católico o laico; algunos juegan a imponer en España lo mismo. En Italia, quizás por la presencia de la Santa Sede, la actividad pública de los católicos es muy visible; parecen mucho más inclinados a dar la cara que en España. En Italia ante ciertos problemas ha sido habitual convocar referendos, que los católicos han ganado o han perdido. Aquí no se le pregunta a nadie nada; se hace lo que quiera el que manda y se acabó. Que para ser considerado laico uno esté obligado a comportarse como si no fuera creyente, no lo acabo de entender.

La ley natural contiene principios y exigencias éticas accesibles a la razón; por tanto no es preciso tener fe para conocerlas. Para asumir que no se puede matar a un ser humano no hace falta tener fe. Simplemente, dándole un poco juego a la razón ya se entiende; pero a veces somos un poco irracionales. Ha llegado a plantearse un recurso de amparo de una señora que quedó embarazada y le dijeron que el feto tenía unas malformaciones insuperables y que incluso era previsible que muriera antes de nacer; lo mejor era que abortara. Ella dijo que no; tenía sus ideas y como el niño naciera sería bien recibido. En efecto el niño nació muerto y ella se dispuso a enterrarlo. No fue posible. Según su peso, el derecho administrativo en vigor lo considerará un niño prematuramente fallecido o un mero residuo biológico que debe ser incinerado (como ocurre si a alguien le amputan el brazo). Habrá que dilucidar si ha podido vulnerarse su libertad religiosa e incluso su derecho a la intimidad. Parece un tanto absurdo que a una madre, que lo desea, no le permitan enterrar a su hijo, por muy muerto que haya nacido. Para plantearse esa duda no hace falta creer en nada; quizá el mero sentido común pudiera contribuir a despejarla.

No considero, por ejemplo, que haya una bioética cristiana. Como soy laico, mi bioética es indudablemente laica. No sé por qué no iba a serlo; no me dedico a fundamentar mi bioética en argumentos de autoridad o de dogma; la baso simplemente en razonamientos, como tantos otros.

Me parece muy positivo cómo el Tribunal Constitucional Español ha abordado ésta cuestión, al menos hasta ahora, en la jurisprudencia acumulada. Curiosamente en una sentencia en la que no parecía venir a cuento del todo; relativa a la popularmente conocida como secta Moon, es decir, a la Iglesia de la Unificación. Le habían negado la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas, por entender que se trataba en realidad de una secta. Había un informe del Parlamento Europeo muy negativo, que la acusaba de programar mentalmente a sus adeptos, pero el Tribunal Constitucional entendió que no estaba debidamente probado y autorizó que la incluyeran en el registro. Aparte de eso, que era el problema del que se trataba, sentaba doctrina y hablaba del concepto de laicidad positiva. Me parece muy interesante, porque lleva a entender que hay una laicidad negativa, que es la que suele llamarse laicismo: el intento de entender que lo religioso no debe estar presente en el ámbito público. Así como hay espacios libres de humo, quizá por vincular lo religioso al incienso, se pretende establecer que no es bueno que lo religioso se haga presente en el ámbito público... Por otra parte, habrá una laicidad positiva, que veremos en qué podría consistir.

2.- Laicidad: positiva y negativa

Para empezar, quisiera recordar que la laicidad es una novedad cristiana; antes del cristianismo no se concebía. En una primera  etapa  los  que  tenían  autoridad –es decir, auctoritas, que significa prestigio reconocido socialmente– solían ser los ancianos. Estos eran los que gobernaban y a la vez eran considerados sacerdotes. Hay un pasaje muy curioso de nuestra herencia judía; lo encontramos en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de Samuel. Se trata de un diálogo muy curioso entre el pueblo israelita y el profeta. Le dicen que, como está ya muy anciano y sus hijos no son como él, les debe dar un rey; como el que tienen las otras naciones. Quieren tener alguien con potestas, que ejerza el poder. Samuel ora a Dios, que le responde: “haz lo que te piden, no te están rechazando a ti, sino a mí, no quieren que yo sea su rey. Explícales… esto es lo que les pasará cuando tengan rey: el rey pondrá a los hijos del pueblo a trabajar en sus carros de guerra, o en su caballería o los hará oficiales de su ejército, a unos los pondrá a cultivar sus tierras y a otros a recoger sus cosechas, o a hacer armas y equipos para sus carros de guerra; ese rey hará que las hijas del pueblo le preparen perfumes, comidas y postres, a ustedes les quitará sus mejores campos y cultivos y les exigirá los tributos… ”.

La potestas pasa a sustituir a la auctoritas, pero enseguida tiende a divinizarse. Como consecuencia no se admitirá una cohabitación entre potestas y auctoritas, que es lo mismo que hoy ocurre con el laicismo. El laicista en España, con una hegemonía notable de una confesión religiosa, no concibe que pueda haber alguien con una autoridad moral que se permita expresar públicamente qué se debe moralmente hacer y qué no. Quien tiene el poder, dirá a través de la ley lo que se debe hacer y lo que no, y punto. Si uno va al Coliseo romano, quienes murieron allí, no fue por ser disidentes políticos, sino porque no estaban dispuestos a adorar al emperador; admitían su potestas, que respetaban, pero no estaban dispuestos a concederles una auctoritas religiosa.

3.- “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”

Es el cristianismo, es Jesucristo, el primero que dice: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”; algo que no se había dicho nunca. Establece que hay que saber distinguir ambos ámbitos. Cuando le preguntan si hay que pagar el tributo, aclarado que es del  César, dirá: págalo.

Es expresión de en qué medida un elemento decisivo dentro del catolicismo será el respeto a la libertad personal y, por tanto, a la autonomía de lo temporal. La Iglesia no tiene una doctrina que pormenorice cómo se resuelven, en concreto, los problemas sociales. Plantea simplemente unos principios, unos criterios; eso es lo que debe hacer su magisterio, difundido por la jerarquía. Tratándose de principios o criterios, por ejemplo sobre la actividad económica, tendrán que ser los laicos católicos expertos en economía los que los conviertan en una realidad practicable; no los curas, que de eso es lógico que no sepan demasiado. Esa autonomía de lo temporal y ese respeto a la libertad parte del convencimiento de que somos co-creadores. El Creador no ha dejado todo hecho hasta el último detalle, sino que se ha limitado a empezarlo; luego, pues aquí estamos... La misión del laico es colaborar creativamente. Todo eso en el marco, como es lógico, de un ecologismo ético. En la Biblia, el paraíso es el no va más de la libertad; pero también en el paraíso había que ser ecologista y por tanto no se podía hacer de todo: el árbol de la ciencia del bien y del mal no se toca. Curiosamente la tentación será la misma de hoy: “seréis como dioses”. Nuestra creatividad está delimitada; como consecuencia, la autonomía de lo temporal no significa que en su ámbito la ética no tenga nada que decir. Tiene sin duda muchísimo que decir y tendrán que concretarlo los ciudadanos, instruidos –en el caso de que sean creyentes– por su jerarquía o por su magisterio. Como cualquier otro ciudadano, lo harán aportando su punto de vista, con ese trasfondo; lo mismo que los otros lo harán con el suyo, porque trasfondo tenemos todos. Mi paisano Machado, en un libro que yo recomiendo siempre –el “Juan de Mairena”– da un buen consejo: "Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: ¿y cuál es mi zapato? Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?” En efecto, zapatos tenemos todos...

4.- Crítica al cristianismo

No le han faltado críticas al cristianismo. Feuerbach, en su libro “La Esencia del cristianismo” de 1848, indica que no es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre, en un intento cobarde y apocado de superar sus miedos y limitaciones, el que ha creado una imagen a la que llama Dios, para superarlos. De ahí que cuanto más engrandece el hombre a Dios, más se empobrece a sí mismo. La izquierda hegeliana consolidará ese planteamiento que en el fondo alimenta, de manera más o menos consciente, al laicismo actual. La religión en la vida pública no pinta nada; incluso no sólo no pinta nada, sino que estorba y es perturbadora.

Curiosamente el último documento que ha publicado la Comisión Teológica Internacional de la Iglesia Católica (en 2014) tiene un título que puede dejar asombrado, porque habla de la realidad trinitaria y de la relación entre religión y violencia. Sale al paso de autores que abordan la cuestión desde una perspectiva particularmente anti-religiosa. Para ellos, el monoteísmo lleva inevitablemente a un fundamentalismo que deriva hacia la violencia. De ahí que se ofrezca una argumentación teológica de por qué eso no es así. Si se parte de la idea de que negar a Dios es obligado para ser realmente humanos, evidentemente la consecuencia socio-política sería fácil. Recuerdo un chiste de Chumy Chúmez; dibujaba frecuentemente a un señor con chistera, que se suponía que era el poderoso, el capitalista, etc. y otro con boina. En uno de sus dibujos el de la chistera le decía al de la boina: “Y no olvides que hay que dar al César lo que es del César”. El otro respondía: “Sí, don César”... Me pareció muy laicista. Si el asunto se plantea así, mal andamos. Pienso que de ahí no saldrá nada positivo.

5. Laicidad y ley natural: cognitivismo ético

En el fondo la laicidad hay que vincularla, inevitablemente, a lo que los clásicos llamaron ley natural; o sea, a lo que de manera más técnica llamaríamos cognitivismo ético. Implica admitir que hay exigencias éticas con una realidad objetiva, racionalmente cognoscible; no expresan simplemente un elemento volitivo, emocional o sentimental, que tiene que ver con lo que uno quiera o desee y no con lo que uno pueda conocer racionalmente. Cuando la ley natural era compartida, de manera general, cumplía una función muy eficaz. En lo relativo a la relación entre religión y violencia, ayudó a superar en Europa las guerras de religión; el derecho natural sirvió de fundamento a un novedoso derecho internacional. El laico Grocio defendió lo aprendido de Francisco de Vitoria, que era un fraile. También la configuración del trato con los habitantes del mundo americano se irá basando en una igualdad ius-naturalista. Al margen de las vicisitudes de la historia concreta, Francisco de Vitoria lo tenía muy claro; de ahí su vanguardismo. También si hoy apareciera un selenita habría que plantearse si le afecta o no la Declaración de Derechos Humanos.

El problema es que ha entrado en crisis esa capacidad de encuentro. En la postguerra la querencia fenomenológica convirtió el derecho natural en Natur der Sache (naturaleza de la cosa), pero se estaba hablando de lo mismo: una realidad cognoscible racionalmente, que debe controlar cómo se ejercita del poder. En las constituciones que se promulgan después de la segunda guerra mundial, tras la triste experiencia del Holocausto, se da un giro muy relevante: los derechos no hay  ya que entenderlos en el marco de las leyes, entendiendo por derechos lo que las leyes nos concedan, sino que son las leyes las que deben ser interpretadas en el marco de los derechos. Para eso están los tribunales constitucionales, que dictaminarán que una ley es nula, si vulnera el contenido esencial de un derecho. Por supuesto que eso, sin no se es ius-naturalista, resulta difícilmente inteligible. De todas maneras, todo el mundo parece entenderlo muy bien, porque hoy día resulta más conveniente mostrarse contradictorio que parecer ius-naturalista.

Benedicto XVI ante el Bundestag (2011) dijo una frase que me impresionó, porque yo di mis primeros pasos en la docencia universitaria dando clases de derecho natural, que es como se llamaba entonces la asignatura conocida hoy como Teoría del Derecho. Dijo: “Después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara. En el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que  no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término.”

Esto dicho por un profesor de la categoría de Benedicto XVI, entonces Papa y hoy Papa Emérito, impresiona. Y esto ¿a qué se ha debido? Pienso que a dos factores: en primer lugar, a que nos encontramos con una ley natural cuya interpretación parece monopolizada por representantes de lo sobrenatural. Esto empieza a complicar la cuestión. En la Iglesia católica se entiende que la jerarquía, el magisterio, es intérprete auténtico de la ley natural; no la inventa ni la crea, pero fija su interpretación adecuada. Esto produce un solapamiento de lo natural y lo sobrenatural que genera cierta complicación. Si la ley natural parece elevarse más allá de lo natural, mal asunto. Por ejemplo, puede invitar al ciudadano a pensar que “no matar” es un precepto moral muy importante; que “no robar” es un precepto moral muy importante; “no mentir” sería otro precepto moral de importancia. Todos tan importantes moralmente como para que el derecho deba apoyar coactivamente su observancia práctica. Eso no lo veo tan claro. El hecho de que en el Sinaí se hablara de “no matar”, no quiere decir que se enunciara un precepto moral; se trataba de un precepto jurídico-natural. La moral nos invita a unas exigencias maximalistas que nos lleven a la perfección. El derecho, por el contrario, expresa un mínimo ético, indispensable para que podamos convivir. El “no matar” no es un maximalismo moral sino que pertenece a ese mínimo ético; no es un maximalismo ético de no se sabe qué religión, sino un mínimo ético para que todos mantengamos la cabeza en su sitio. Lo que ocurre es que, aparte de expresar un mínimo ético, es indispensable para convivir; esto es lo que genera una obligación moral. A nadie puede extrañar que todo maximalismo ético comience por respetar el mínimo ético. El precepto no es jurídico porque sea muy relevante moralmente; se ve acompañado por una obligación moral como consecuencia de su importancia jurídica; porque sin respetarlo no  se puede convivir y estamos moralmente obligados a convivir con los demás.

Situado en esta confusión, el católico radical exige que sea la jerarquía la que dé la cara cuando la ley natural sea cuestionada; se queja de que el obispo no habla, el obispo no dice; el obispo o el Papa... Se refugia en un puro clientelismo. Por otra parte, cuando la jerarquía cumple su obligación, que es instruir a sus fieles, nunca faltan otros ciudadanos que los acusan de estar practicando un intrusismo político, al ocuparse de algo más que de decir misa.

Añadamos a esto que se ha secularizado el fundamento de la dignidad humana. El mismo Grocio ya plantea que habría que obedecer al derecho natural, aunque Dios no existiera... De ahí pasamos a un decaimiento de la Ilustración, de la Aufklärung, que es lo que preocupa tanto a Habermas como a Ratzinger; por eso se pusieron de acuerdo con tanta facilidad en algunos aspectos. El problema es hoy en día que no parece haber nadie capaz de fundamentar racionalmente la dignidad humana. No es pequeño problema. La dignidad humana se ha convertido en un concepto vacío; algo que no significa nada. No es de extrañar que se soliciten derechos para los animales; si más de uno acaba tratando a su pareja como a un animal de compañía, o a los hijos (deseados, por supuesto) como si fueran su mascota. Pretender desde tal planteamiento que los animales tengan derechos, me parece un alarde de coherencia.

6.- Pretendida neutralidad del laicismo

El laicista suele erigirse en paladín de una presunta neutralidad. Nos habla de un ámbito –al que llama ética pública– que todos debemos compartir. No tendría nada que ver con la religión,  que sería un capricho privado; cada uno en su casa que practique la que quiera. A esto es a lo que llamo nacional-laicismo, porque se alimenta de los complejos derivados de la condena del nacional-catolicismo franquista. De ahí surge la expulsión de lo religioso del ámbito público, e incluso actitudes inquisitoriales claramente antidemocráticas, como indica nuestra Constitución. Quizá su epígrafe menos conocido sea el artículo 16.2: “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. No es raro que en el debate público, si alguien propone que la vida del no nacido debe ser respetada, le repliquen: “eso lo dirá usted porque es católico”. De acuerdo con el citado epígrafe a nadie le importa si yo soy católico o no. Si yo utilizara un argumento religioso, sería lógico que se considerara que no viene a cuento; pero, si no lo utilizo nadie puede descalificarme por el hecho de ser creyente. Eso sería una clara discriminación por razón de religión, opuesta al artículo 14.

7.- Tres autores no-católicos

He escogido tres autores, ninguno de ellos católico, para ver cómo intentan solucionar estas cuestiones.

John Rawls se convirtió en máximo exponente de la ética y filosofía política norteamericanas. No es nada laicista, ya que muestra mucho sentido común. Lo que no comparte son planteamientos metafísicos, incluida la ley natural en su versión clásica. Entiende que hemos de fundamentar nuestros planteamientos éticos en un consenso solapado, en el sentido de entrecruzado. Debemos armonizar lo que él llama doctrinas comprehensivas, o sea, visiones globales de la realidad y de la existencia humana, concepciones del mundo. Es preciso entrecruzarlas y tejer un consenso cuyo resultado sería la razón pública. ¿Quién es el intérprete de la razón pública?, ¿el Arzobispo de New York?: no. Para él, el intérprete de la razón pública será en su país el Tribunal Constitucional, o sea, el Tribunal Supremo. Las religiones en Norteamérica son muchas; no es como aquí, que hablar de religión es hablar de determinados obispos, siempre los mismos. Aportarán a ese consenso elementos de su ética comprehensiva y enriquecerán así la razón pública. Considera pues que expulsar lo religioso del ámbito público es empobrecer la vida social. Para él, es imposible entender a Martin Luther King y su lucha por los derechos humanos, si le obligáramos a prescindir de su religión; era precisamente el motor de sus sueños. Ser creyente no le impedía hacer uso de argumentos perfectamente compartibles por cualquiera con dos dedos de frente.

Rawls, aunque rechaza lo que llama el celo por la verdad absoluta, lo que rehúye es que una única concepción del mundo domine en toda la sociedad. Defiende la primacía de la consensuada “razón pública”, a la vez que considera que la existencia de un magisterio eclesiástico en una democracia es algo de lo más normal, que cualquiera que tenga razón, pública o privada, entiende fácilmente. “Cualesquiera que sean las ideas comprehensivas, religiosas, filosóficas o morales,...”; porque él trata por igual esas tres fuentes. Igual de absurdo sería desterrar la religión de lo público como desterrar la filosofía. No tiene sentido que si alguien afirma “creo que esto habría que resolverlo así”, se le puede alegar “es que usted es filósofo”...

“Las ideas comprehensivas, religiosas, filosóficas o morales que tengamos, todas son aceptadas libremente, políticamente hablando, pues dada la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos” [1]. Si un ciudadano quiere asumir una doctrina, ¿cómo se le va a negar esa libertad? ¿Va a tener que imponerse la doctrina de usted?...

En el caso de Jürgen Habermas lo que abordará es si las confesiones religiosas pueden aportar razones al debate público. Puede sorprender esta postura. Leí por primera vez a Habermas en 1970 en Alemania, cuando suscribía una teoría crítica marxista. Defendía la necesidad de teorizar movidos por un interés directivo del conocimiento emancipador. Habermas se encuentra ahora ante una sociedad con un déficit ético notable, totalmente economicista. Como era y sigue siendo anticapitalista, parece convencido de que de Wall Street no va a venir la solución de este problema. Aun siendo agnóstico, tiene la esperanza de que sean las religiones las que aporten los necesarios elementos al debate público; para superar, por ejemplo, la legitimación de la eugenesia. Afirma que la posibilidad de elegir el sexo del hijo es una postura antiética por definición. El diagnóstico pre-implantatorio le parece aún más éticamente rechazable que el aborto porque, partiendo de la igualdad de todos los seres humanos, no admite que alguien pueda planificar a otro... El problema no es solo que  se estén vulnerando los derechos del otro sino que se está traicionando nuestra auto-conciencia ética como seres humanos; no se trata de que no se respete la dignidad del feto, es que no respetaríamos la nuestra.

Se muestra muy crítico ante el laicismo. Plantea en qué medida los creyentes están siendo discriminados. Hasta ahora a los únicos a los que el Estado liberal ha exigido dividir su identidad en privada y pública, ha sido a los ciudadanos creyentes. Son ellos los que tienen que aprender a traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular, si aspiran a que sus argumentos encuentren una aprobación mayoritaria; mientras, los agnósticos no tienen que aprender nada. El estado liberal incurre así en una contradicción cuando imputa a todos los ciudadanos un ethos político, que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos. La institucionalización de la traducibilidad de las razones religiosas (usted tiene que traducir eso para que yo lo pueda entender) convive con la primacía institucional concedida a las razones de los agnósticos sobre las religiosas. Se exige a los ciudadanos creyentes un esfuerzo de aprendizaje y adaptación que se ahorran los ciudadanos agnósticos. ¿Cuál es su solución?: que aprendan unos y otros. Cuando Benedicto XVI va a Regensburg, olvidándose de que ya no es Profesor sino Papa, deja entrever que a la Iglesia Católica le ha costado siglos estar en condiciones de dialogar con la modernidad, mientras los islámicos lo tienen difícil; no asumen la ley natural y por tanto les resultará complicado ese diálogo, al no contar con un campo racional que les sirva  de punto de encuentro.

Mientras él decía esto, Habermas sugiere que también a los agnósticos les queda una tarea pendiente: tienen que hacerse a la idea de que ellos deben a su vez aprender a dialogar con los creyentes. No cabe entender como algo natural y sobreentendido que los ciudadanos agnósticos saben que viven ya en una sociedad post-secular y han superado el laicismo. Todos somos iguales y hay que compartir argumentos. Ajustar sus actitudes epistémicas a la persistencia de comunidades religiosas, requiere un cambio de mentalidad no menos cognitivamente exigente, para los agnósticos, que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más. Con arreglo a los criterios de la Ilustración, los ciudadanos agnósticos han de comprender su falta de coincidencia con las concepciones religiosas, como un desacuerdo con el que hay que contar razonablemente [2].

Rechaza en consecuencia todo intento de expulsar a lo religioso del ámbito público. Es preciso dar paso a un doble aprendizaje. No tiene sentido oponer un tipo de razón, la de los agnósticos, a las razones religiosas, en virtud del supuesto de que las razones religiosas provienen de una visión del mundo intrínsecamente irracional. La razón opera en las tradiciones religiosas igual que en cualquier otro ámbito cultural, incluida la ciencia. Afirmará que el criterio de lo verdadero y lo falso no lo fija es la ciencia, sino que esta forma parte de una historia de la razón a la que pertenecen también las religiones. A nivel cognitivo general sólo existe una  y la misma razón humana; los creyentes no son irracionales.

Por último, Ronald Dworkin, desde su individualismo ético mantiene un planteamiento muy distinto de los dos anteriores. Critica a Rawls, en el marco de la polémica de si la mayoría, en una sociedad democrática, puede imponer un determinado modelo ético de concebir la vida, porque le resulte así más fácil desplegar la vida dentro de su concepción  del bien [3]. Va a enfrentarse a lo que considera paternalismo. Consiste en obligar a alguien a hacer algo por su bien; prefiere que de su bien se ocupe cada cual. Lo lleva al extremo porque, como es individualista, llega a defender que en un debate sobre el aborto los varones no tienen nada que decir, hasta que no demuestren haberse quedado embarazados; lo cual hoy por hoy sigue siendo un poco complicado. Esto revela que ha perdido todo sentido de lo social; ante la realidad de que cabe eliminar a seres humanos, a mí me tiene que traer sin cuidado. El que, por ejemplo, casi no haya ya niños con síndrome de Down en España, no es algo que me deba afectar.

Considera que Rawls está influido por algunos filósofos y sociólogos que afirman que sólo se puede llevar una vida verdaderamente deseable en un ambiente de homogeneidad moral, y quizás incluso religiosa; lo que le parece fatal. Su propuesta es establecer una simetría entre lo ético y lo económico. Al igual que el mercado es el resultado de una serie de decisiones individuales, la ética pública debería serlo de actitudes individuales ajenas a normas impuestas. Si establecemos un paralelismo con el entorno ético, tenemos que rechazar la afirmación de que la teoría democrática atribuye a la mayoría el control total de ese entorno. Debemos insistir que en el entorno ético, como en el económico, es producto de decisiones individuales de las personas [4].

Lo complementará con otro detalle, también economicista, al aludir a las externalidades: entre las preferencias que tienen los ciudadanos hay unas personales, que tienen que ver con sus problemas individuales, mientras que hay otro tipo de preferencias, que él rechaza, relativas a cuestiones impersonales [5], que no le afectan directamente, por lo que no deberían tenerse en cuenta.

8.- Conclusión

Soy decidido partidario de una laicidad positiva, ajena a todo clericalismo. El laicismo no es sino clericalismo civil, dicho sea de paso, por lo que acaba convirtiéndose inevitablemente en una confesión religiosa más: incluso con sus ritos cuasi-sacramentales. Pienso que España experimenta en buena medida un laicismo auto-asumido por los propios católicos, por inhibición. Esto convierte al ejercicio del episcopado en deporte de alto riesgo; si el Obispo no habla, sus clericales fieles se lo echarán en cara y si habla peor…

El clericalismo civil, propio del laicismo, ignora derechos fundamentales y, a la hora de la verdad, en vez de situar el derecho fundamental de los ciudadanos a la libertad religiosa en el centro de la cuestión, reduce todo a una relación Iglesia Estado; todo dependerá del concordato de turno entre unos y otros mandamases, que tratan al ciudadano como súbdito o como oveja, lo que puede acabar siendo lo mismo.

Más allá de la mera aconfesionalidad, pienso que la clave de la laicidad positiva está en situar en el centro el derecho fundamental que la Constitución reconoce a todos los ciudadanos. No vendrá mal, por último, distinguir entre los derechos, que tienen fundamento en la justicia, y la tolerancia. Hay quien identifica indebidamente la tolerancia con el regalo de derechos. La justicia consiste en dar a cada uno lo que es suyo, su derecho. La tolerancia consiste en dar a uno lo que no es suyo; algo a lo que no tiene derecho sino mero fruto de la generosidad ajena. Quisiera por eso dejar claro que, como titular de un derecho fundamental (la libertad religiosa), no tolero que me toleren.

Andrés Ollero Tassara, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   RAWLS, J.: El liberalismo político Barcelona, Crítica, 1996, p.257.

2   HABERMAS, J.: La religión en la esfera pública. Los presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos y seculares en “Entre naturalismo y religión”, Barcelona, Paidós, 2006, p.147.

3   DWORKIN, R.: Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad, Barcelona, Paidós, 2003, p.169, nota 23.

4   DWORKIN, R.: Virtud soberana, op.cit., pág. 234.

5   Ibídem, p.27.

Hugo Emilio Costarelli Brandi

IV.    Vita contemplativa y belleza

Si es cierto que la belleza implica claridad y proporción, y que en el caso de las praxeis ella brota de la presencia ordenadora de la ratio en las potencias, entonces “en la vida contemplativa, que consiste en el acto mismo de la razón, se halla la belleza per se y esencialmente” [69]. Se ha visto que entre las virtudes de la vida activa, la templanza se destaca por adecuar al apetito que más puede desordenar al hombre. Sin embargo, cabe advertir que ella no es el orden humano mismo sino un caso.

Por el contrario, la vita contemplativa es el orden mismo, es intellectus [70], el conocimiento de las cosas en su causa última, la percepción del fin universal de todo ser y desde allí la inteligencia de las relaciones entre todas las cosas [71]. En breve, ella no es la instauración de un tipo o clase de orden sino la visión gozosa del orden mismo, que a su vez es principio de orden para toda otra potencia, y por ello es que se da allí la belleza humana por sí y no sólo dispositivamente [72].

Quizás pudiera pensarse que esta belleza de la vida contemplativa es meramente intelectual, ya que su sentido primero es la tensión “a la contemplación de la verdad” [73]. Tomás, por el contrario, advierte desde el inicio que ese orden implica la totalidad de la persona humana al involucrar tanto al afecto cuanto al intelecto. Hay que recordar que la vida activa es por la contemplativa [74], pues una dispone a la otra [75]. En tal sentido, la vida activa con todos sus afectos está reunida por la contemplativa desde el momento que ésta marca la proporción adecuada habitual entre las acciones y sus fines, unificando así el organismo de las virtudes al dirigirlas a su único y último fin.

Pero además, y de un modo más radical, la vida contemplativa nace del deseo, en cuanto ella quiere contemplar. El Aquinate lo explica del siguiente modo: “la vida contemplativa, en cuanto a la misma esencia de la acción pertenece al intelecto, pero en cuanto a lo que mueve a ejercer tal operación pertenece a la voluntad que mueve al intelecto y a todas las demás potencias a su acto” [76]. La vida contemplativa no es el acto de una potencia, es por el contrario la vida de un ser completo, y en tal sentido la doble dimensión de la vida humana, el conocer y el querer, se hallan presentes: no se puede concebir un ver que no quiera o un querer que no vea. La esencia de la vida contemplativa es un ver amante [77], o como afirma Pieper: “es un mirar que se despliega a partir de la inclinación amorosa y positiva, de modo que sólo así se puede formular de manera plena, sin mengua alguna, un sentido de la contemplación con pretensiones de ser conceptualmente completo” [78].

Tomás subraya aún más este aspecto al traer las palabras de Agustín quien habla de la caritas veritatis: “la vida contemplativa pertenece directa e inmediatamente al amor de Dios; en efecto, dice Agustín en el libro XIX, (19) de su De Civitate Dei que la caridad de la verdad, es decir de las cosas divinas, busca el santo ocio, es decir el que pertenece a la vida contemplativa” [79]. La contemplación como tal conlleva el deseo de Dios, implica al más alto de los amores, a la caridad, como aquella que ordena los deseos humanos dirigiéndolos al único y verdadero fin [80], es decir, a la contemplación de Dios. Y esta pertenencia de la vida contemplativa al amor sobrenatural trae nuevamente la atención al tema de la belleza.

En efecto, el Angélico advierte que “Gregorio funda la vida contemplativa en la caridad de Dios en cuanto alguien, a partir del amor de Dios se inflama para contemplar su belleza”  [81]. Esta última afirmación es llamativa. En el texto anterior, la caridad aparecía como motor de la tensión a la verdad; ahora también se torna en motor de la contemplación pero asociada a la belleza. Lo que el Aquínate parece subrayar con estas indicaciones es la unidad de la experiencia contemplativa donde ninguna dimensión entitativa queda relegada: el bien mueve a ver lo verdadero y al gozo de la visión de lo bello; y esto es posible gracias al orden generado por la caridad, que al informar a todas las otras virtudes pone belleza en el alma y con ello habilita la percepción y el deseo de bellezas aún mayores.

En efecto, esta dinámica de la vida contemplativa que nace del amor, se prolonga en un ver que augura amores más intensos. Tomás así lo indica al referirse a la unidad de la vida contemplativa: “[...] pues alguien se deleita en la visión de la cosa amada, y la misma delectación de la cosa vista [ipsa delectatio rei visae] excita aún más el amor” [82]. El texto vuelve –aunque de un modo no tan evidente– sobre la unidad de la experiencia de los trascendentales del ente en solidaria armonía con la plenitud humana: en primer lugar se destaca la visio intelectual que refiere al verum; luego, se menciona la delectatio rei visae –que parece remitir sin más al quae visa placent advertido al inicio de este trabajo– destacando así la presencia del pulchrum como aquel que inflama el amor, lo que remite en definitiva al bonum. En conclusión, la sinergia dinámica de la vida contemplativa, guiada por la caridad, transitando los trascendentales desde el ente hasta el Ente, redime la creación –según el mandato del Génesis [83]– al pronunciarla desde la experiencia humana como verdad-belleza-bien.

Ahora bien, este camino pulchrificante de la vida contemplativa supone en su término a la misma visio beatifica Dei; sin embargo, en su devenir implica diversas instancias de belleza que como escalones aproximan y colaboran dispositivamente. Tomás resume esta idea en un precioso texto:

[...] por esto, a partir de lo dicho, queda claro que en un cierto orden pertenecen a la vida contemplativa cuatro cosas: primero sin duda las virtudes morales, en segundo lugar, los otros actos distintos de la contemplación, en tercer lugar la contemplación de los divinos efectos y por último el que completa [los anteriores] es la misma contemplación de Verdad Divina [84].

Como ya se ha dicho, el ordenamiento de las virtudes morales es un paso dispositivo esencial para la contemplación; es, si se quiere, una primera instancia de belleza. Este primer estadio habilita la posibilidad de otras acciones intelectuales que colaboran también a la contemplación, como ser la captación de los primeros principios y la deducción de las verdades contenidas en esos prima [85]. Nuevamente aflora la belleza de este theoreïn que se caracteriza por la visión y aplicación a diversos aspectos del orden total.

Ahora bien, todo este proceso pulchrificante va preparando y disponiendo contemporáneamente la percepción y gozo de mayores bellezas. Es en este punto donde el universo comienza a ser escuchado, donde el Lógos presente en las cosas encuentra eco en el alma humana dispuesta. Es por ello que la contemplación de los efectos divinos se hace posible, cumpliéndose las palabras de San Pablo: “lo invisible de Dios desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” [86]. Por último, lo que pone el verdadero sentido a todo el movimiento es la misma contemplación de la Verdad Divina.

Sobre esto último, Tomás es muy claro. Advierte que la contemplación de esa Verdad sólo es posible de modo pleno en la Visión Beatífica [87], y que en esta vida “nos compete de un modo imperfecto, es decir, por medio de un espejo y como en enigma, haciéndosenos por esto una especie de incoación de la beatitud” [88]. Lo bello, pleno en la Visión, se presenta al viator como algo evidente y a la vez oscuro, como una plenitud que se esconde, o mejor, como algo demasiado luminoso para que nuestros ojos puedan verlo pero a la vez muy evidente como para negarlo. Es por ello que muchos han visto en ello la estructura propia de la esperanza, ya que en la contemplación posible a esta vida “no vemos o participamos de una consecución, sino de una promesa” [89].

Con todo, se debe advertir que esa contemplación, perfecta o imperfecta, opera la unidad total: ella es la que unifica la vida humana, sea en sí, sea en su relación con las cosas o con Dios. En tal sentido el Angélico destaca que “[el alma] hecha uniforme de un modo unitario, es decir integrada, con las virtudes unidas es conducida a lo Bello y a lo Bueno” [90].

Es por ello que la belleza máxima, en última instancia, se da en la felicidad. En efecto, todo el organismo de las virtudes tiene sentido por la felicidad, a la que corresponde de un modo más esencial la contemplación: “la felicidad consiste más principalmente en la vida contemplativa que en la activa” [91]. Las virtudes morales colaboran a la felicidad, de modo que la integran pero no en cuanto al acto mismo sino sólo como dispositivas. Por el contrario, el obrar mismo de la vida contemplativa es la felicidad y por ello es la máxima de las bellezas posibles: “Como la felicidad consiste en las operaciones de las virtudes se sigue que la felicidad es lo mejor, lo más bello y más deleitable” [92]. Esto sucede porque en ella se da la mayor de las armonías posibles, es decir, donde todo el orden generado por las virtudes morales se prolonga en el acto humano por excelencia, la visión, que en enigmas en esta vida y plena en el status comprehensoris esplende claridad al pronunciar lo que cada hombre debía ser.

V.           Gratia non tollit naturam, sed perficit

Cuando en el apartado anterior se indicaba, a propósito de la vida contemplativa, que su belleza –basada en el orden de la razón– en última instancia no era otra cosa más que el acto mismo de la felicidad –entendiendo en ello el obrar completo del organismo de las virtudes en miras de la visión amorosa de la verdad–, no se destacó de manera explícita uno de los puntos centrales de la vida moral cristiana que ahora conviene subrayar.

Es común que la lectura de la Ética Nicomaquea asombre por su claridad y practicabilidad. En especial, el primer libro consagrado a la felicidad, ofrece una mirada prolija y racional sobre lo que aquella es y cómo puede ser alcanzada. Sin embargo, al poner el acento en la práxis humana suele pasarse por alto un texto de gran importancia donde el Estagirita analiza la causa de la que procede la felicidad. En efecto, ella parece venir del aprendizaje y del ejercicio, pero hay una causa más alta aún que conviene destacar: “Pues si hay alguna otra dádiva que los hombres reciban de los dioses, es razonable pensar que la felicidad sea un don de los dioses, especialmente por ser la mejor de las cosas humanas” [93].

Tomás comenta dicho texto indicando que “es razonable que la felicidad sea un don del Dios supremo, ya que ella es lo óptimo entre los bienes humanos” [94]. Tanto la continuidad cuanto la diferencia de tono en las palabras de Tomás son llamativas. El Estagirita atina con su afirmación sobre la necesidad de que la causa de la felicidad sean principalmente los dioses; sin embargo, es claro que para el Aquinate esa causa es el Dios Trinitario mismo que en su donación inhabita el alma humana.

Desde la mirada cristiana, la felicidad ya no es sólo el ejercicio de la virtud sino la visio beatifica, que se inicia de modo imperfecto en esta vida mediante la inhabitación Trinitaria. Es sobre este supuesto que Tomás plantea la necesidad de un hábito que disponga dicho morar, y es en este punto donde la gracia cobra importancia: “[...] por medio de la gracia gratum faciens toda la Trinidad inhabita la mens según aquello de Jn 14, 23: A él vendremos y haremos morada junto a él” [95].

En el apartado anterior se advirtió que la caridad es la raíz de la vida contemplativa y con ello de su belleza. Sin embargo, este hábito sobrenatural es imposible sin la gracia ya que dadas las consecuencias del pecado original el hombre “sigue el bien propio si no es sanado por la gracia” [96]. Las consecuencias de aquella falta primera son tan extensas que Tomás afirma que ni la volición, ni la realización del verdadero bien [97], ni el cumplimiento de la ley natural [98] y mucho menos el conseguir la vida eterna [99], son acciones que estén al alcance de la natura caída. En breve, la necesidad de la gracia es total.

Ahora bien, conviene notar que “la misma luz de la gracia, que es una participación de la naturaleza divina, es algo anterior a las virtudes infusas, las cuales se derivan de aquella luz y a ella se ordenan” [100]. Esto significa que si hay belleza en la caridad y en las demás virtudes, ello se debe, en última instancia, a la belleza de la gracia: “En efecto, la belleza del alma consiste en su asimilación [assimilatione] a Dios, en miras de Quien debe ser formada [fomari] por medio de la claridad de la gracia [claritas gratiae] recibida de Él” [101].

El texto es de una exquisita densidad. En primer lugar, se advierte que la particular tarea pulcrificante de la gracia consiste en hacer similar a Dios en cuanto ella tiene el poder de formar. Esto significa que, la participación de la naturaleza divina produce una formación adecuada, una restauración del hombre que eleva su fin a lo sobrenatural y lo capacita para alcanzarlo. En tal sentido, es interesante notar que Tomás habla de forma, no sólo por todas las implicancias metafísicas y morales que tiene, sino también en relación a la belleza, ya que el pulchrum “propiamente pertenece a la razón de la causa formal” [102].

De hecho, lo hermoso será lo formoso o specioso. En segundo lugar, conviene notar también el papel de la claritas –analizado ya como momento de lo bello–. En este caso, la claridad, que pronuncia al hombre en su deber ser, habla de una plenitud iluminante que atendiendo a su Origen, es a la vez plena y plenificadora.

Pero además es preciso subrayar que este nuevo estadio de belleza moral habilita también la percepción de niveles aún más intensos de belleza: “la gracia restaura la belleza al alma humana pero a la vez hace posible una apreciación del bien como belleza [...]. Ella restablece la connaturalidad del bien, que es una condición previa del amor, y restaura la habilidad para percibir, tener deleite en ello, y apropiarse de la claritas o belleza radiante del bien que está presente en las virtudes” [103]. De este modo el hombre que ha sido pulcrificado por la gracia es capaz de consonar con mayores bellezas, o en otras palabras, el hombre virtuoso goza de la virtud de los otros. Mirando desde las virtudes teologales reconoce belleza allí donde otro no la ve o incluso donde podría decirse que hay fealdad [104].

Pero si se indaga aún más en el origen de esta belleza, se llega al seno de la Trinidad. A propósito de la semejanza operada por la gracia, el Aquinate observa que “el hombre es asimilado al esplendor del Hijo Eterno por medio de la claridad de la gracia [gratiae claritatem], que se atribuye al Espíritu Santo. Por ello, aún cuando la adopción es común a toda la Trinidad, se apropia sin embargo al Padre como autor, al Hijo como ejemplar y al Espíritu Santo como al que imprime en nosotros la similitud de su ejemplar” [105].

Las expresiones iniciales de este trabajo donde se afirmaba que la belleza del alma estaba vinculada a la proporción y claridad de la razón, encuentran aquí el punto conclusivo más elevado que pueda pensarse: la gracia, esa filiación divina que adelanta incoativamente la Bienaventuranza, responde a una actividad de Dios que se dona. El hombre es asimilado, y con ello aparece en él la posibilidad de todo otro orden que, como cascadas de luz, desciende hasta la sensibilidad misma. Brevemente, la Belleza Fontal, la Trinidad inhabitante, es la raíz última de cualquier decoro humano posible [106].

VI.         Conclusión

El recorrido planteado en el presente trabajo ha intentado evidenciar un itinerarium pulchri que manifieste algunos lugares metafísicos donde Tomás subraya la presencia de lo bello, especialmente en aquellos planos que no gozan de gran visibilidad como son los que integran la llamada belleza moral. En tal sentido, este camino se inició destacando la belleza del agere proporcionado según la ratio que esplende en claritas, para luego abordar aquella que pertenece a las virtudes tanto de la vida activa cuanto de la contemplativa. Por último, se destacó cómo Dios mismo es el Principio y Fin último de ese recorrido sea como Belleza Pura, sea como participación en el alma del justo.

Ahora bien, para concluir conviene advertir sobre lo dicho, dos cosas. En primer lugar, quisiera subrayar las particulares condiciones en las que Tomás ha planteado esta belleza moral. Los textos analizados en el presente trabajo siempre han seguido una misma línea argumentativa: la proportio de las potencias entre sí y de éstas con su fin, es decir la presencia de una ratio habitual que esplende en claritas la perfección humana, constituye el dispositivo lógico recurrente que transita el fondo de toda afirmación sobre la belleza de la vida moral [107]. Sin embargo, como se advirtió en la introducción, estas dos dimensiones del pulchrum que lo revelan, responden a un núcleo más radical que las fundamenta. Es aquí donde es preciso volver al quae visa placent tomasino como verdadera expresión que dice lo bello en su diferencia del bien. El intelecto, como capacidad humana que imagina al Creador, gozando en la visión del orden pronuncia lo bello de un modo existencial. Al placerse en lo visto no hace otra cosa más que celebrar al ente en su dimensión bella, y con esto reconoce todas las otras facetas donde el pulchrum se expresa, como son la integridad, la proporción y la claridad.

En efecto, esas dimensiones de lo bello no son sino sus manifestaciones: si la voluntad es perfeccionada por la caridad, por ejemplo, ese nuevo pondus que la regula es ella misma en plenitud. Dicho en otras palabras, la caridad bella esplende en orden, o mejor, la belleza de la caridad se expande en orden y armonía que el gozo del ver reconoce. Por ello, quien es virtuoso puede percibir esa belleza en el quae visa placent, pues la experiencia humana del pulchrum, es en última instancia el reconocimiento gozoso de una realidad misma, no de una dimensión suya, y que como tal –y en última instancia– remite a ese Ente que posibilita toda otra belleza, sea en el plano ontológico, sea en el plano moral.

Por ello, si se busca la explicación última de este orden moral bello, se arriba a la donación Divina que, asimilando al alma humana, pone la medida habitual en todas las potencias. En Dios no puede haber proporción, al menos si se la piensa como una multiplicidad de partes ordenadas; sin embargo, Él sí es ratio y proporción para todo lo demás. [108] Pero dicha proporción resulta en la pulcrificación del alma por Su presencia; y es el hombre mismo quien esplende, pronunciando así en el mismo obrar, como cascadas de luz, aquella Belleza que siempre era.

En segundo lugar, quisiera notar también que el recorrido propuesto por los textos tomasinos permite afirmar que quien realiza el ideal de belleza humana es, en el status comprehensoris, el bienaventurado y en el status viatoris, el justo. En efecto, la Visio Beatifica conlleva la actualización humana plena, su ordenamiento máximo en torno al gozo vidente de Dios, y con ello el máximo esplendor posible a cada hombre.

Por otra parte el viator, bonificado por la gracia en esta vida, se torna un caso particular de belleza donde todas las demás son reunidas. En el cuarto apartado de este trabajo, se indicaba el camino ascendente que sigue la vida contemplativa al reconocer los vestigia pulchri como instancias de la belleza total; pero con ello se subrayaba también la imprescindible necesidad de purificar la mirada por medio de las virtudes, pues sin ello se podía malograr al pulchrum reduciéndolo a una mera forma inmanente.

Dostoievsky había insistido en este punto cuando por boca del príncipe Mischkin afirmaba: “Por la belleza es difícil juzgar; yo aún no estoy preparado. La belleza es un enigma” [109]. Se ha recordado en este trabajo el papel que tiene la gracia respecto de la salvación y cómo sin su auxilio las acciones humanas buenas pueden no llegar a realizarse o al menos a carecer del mérito conveniente al orden sobrenatural. Es por ello que la belleza, incluso en la exquisita escala que recorre la phýsis y la moral, puede frustrarse tornándose en ocasión de caída pues, como advierte Agustín, “la filocalia, [...está...] destronada de su cielo por el apego al placer y [permanece] encerrada en la espelunca del vulgo” [110]. La mirada vulgar, es decir la que no ha sido elevada por la gracia, tiende a cerrar el sentido de la belleza reduciéndolo al placer sensible complicando así su posibilidad redentora: “cuando uno ama la belleza en las cosas del sentido, mucho más que la belleza de la sabiduría, ella (filocalia) queda cautiva en una trampa y es capturada por el objeto de su amor” [111].

Esta ambigüedad es lo que deja perplejo a Dostoievsky. El mismo Platón lo había advertido también en el Fedro al subrayar que lo bello atrae y como tal tiene una faceta que puede ser mal entendida por el hombre cuando éste pretende poseer lo que sólo ha nacido para ser gozado en la visión [112]. Como afirma Guardini: “Después, empero, que sobrevino el pecado, asumió asimismo la belleza el poder de seducir” [113].

Por ello se ha insistido más arriba en que lo bello es justipreciado por quien ha sido embellecido por la gracia. Es la mirada renovada por la participación en la naturaleza Divina la que pulcrifica los ojos haciéndolos aptos para reconocer la verdadera belleza. Es allí, entonces, donde aquella deja de ser enigmática y, saneada, rebrota en la vida del hombre bueno: “la belleza natural es real, aunque frágil. Por eso, en la cima del ser se encuentra la belleza personalizada en un santo que se convierte en el centro hipostasiado de la naturaleza en cuanto «microcosmos» y «microthéos». La naturaleza espera gimiendo que su belleza sea salvada a través del hombre hecho santo” [114].

Por último, conviene señalar cómo la totalidad de la belleza reflejada en el cosmos, redimida en el justo y en el bienaventurado finalmente es pronunciada junto a los coros angélicos en la Visión donde el plan divino, revelándose completo, hablará eternamente de esa Belleza Absoluta que siempre es:

[...] se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán Ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Único para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto [115].

Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

69    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 2 ad 3: “in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo”.

70    Cf. Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, trad. Alberto Pérez Masegosa et al. (Madrid: Rialp, 1998), 301: “contemplación no es un conocer pensante, sino mirante. No corresponde a la ratio, a la felicidad del pensar silogístico y demostrativo, sino al intellectus, a la potencia de la simple mirada”.

71    Interesa notar en este punto cómo Tomás precisa los actos propios de la vida contemplativa. Esencialmente éste es uno solo, es decir, la contemplación de la verdad en el modo que se ha descripto. Sin embargo, dada la condición humana, ese acto final es alcanzado por medio de muchos otros que lo disponen: “[...] vita contemplativa unum quidem actum habet in quo finaliter perficitur, scilicet contemplationem veritatis, a quo habet unitatem, habet autem multos actus quibus pervenit ad hunc actum finalem. Quorum quidam pertinent ad acceptionem principiorum, ex quibus procedit ad contemplationem veritatis; alii autem pertinent ad deductionem principiorum in veritatem cuius cognitio inquiritur; ultimus autem completivus actus est ipsa contemplatio veritatis” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 3 c).

72    Cf. Edgar De Bruyne, Estudios de Estética Medieval. Tomo III. El siglo XIII (Madrid: Gredos, 1959), 329: “[...] nada puede ser más bello, como dirá Dante, que la mirada luminosa del que contempla a Dios”.

73    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 1 co. :” [...] quidam homines praecipue intendunt contemplationi veritatis”.

74    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 2 co. : “Dispositive autem virtutes morales pertinent ad vitam contemplativam. Impeditur enim actus contemplationis, in quo essentialiter consistit vita contemplativa, et per vehementiam passionum, per quam abstrahitur intentio animae ab intelligibilibus ad sensibilia; et per tumultus exteriores. Virtutes autem morales impediunt vehementiam passionum, et sedant exteriorum occupationum tumultus. Et ideo virtutes morales dispositive ad vitam contemplativam pertinent”.

75    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182 a. 3 co.: “Alio modo potest considerari vita activa quantum ad hoc quod interiores animae passiones componit et ordinat. Et quantum ad hoc, vita activa adiuvat ad contemplationem, quae impeditur per inordinationem interiorum passionum”.

76    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 1 co.: “[...] vita contemplativa, quantum ad ipsam essentiam actionis, pertinet ad intellectum, quantum autem ad id quod movet ad exercendum talem operationem, pertinet ad voluntatem, quae movet omnes alias potentias, et etiam intellectum, ad suum actum”.

77    Cf. Andereggen, Contemplación filosófica y contemplación mística..., 231: “La explicación de Santo Tomás hace entender cómo lo principal de la vida contemplativa [...] consista en el amor. Es la vida de los que intentan –tendiendo– la contemplación de la verdad”.

78    Josef Pieper, Filosofía, contemplación y sabiduría, trad. A. Capbosq (Buenos Aires: Ágape, 2008), 31.

79    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182 a. 2 co.: “Vita autem contemplativa directe et immediate pertinet ad dilectionem Dei, dicit enim Augustinus, XIX de Civ. Dei, quod otium sanctum, scilicet contemplativae vitae, quaerit caritas veritatis, scilicet divinae”.

80    El Angélico destaca que la caridad es la forma de las virtudes, ya que por medio de ella “se ordenan los actos de todas las demás virtudes. Y por esto ella da la forma a los actos de todas las demás virtudes” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 23 a. 8 co.).

81    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 1 co.: “[...] Et propter hoc Gregorius constituit vitam contemplativam in caritate Dei, inquantum scilicet aliquis ex dilectione Dei inardescit ad eius pulchritudinem conspiciendam”.

82    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 7 ad 1: “[...] scilicet aliquis in visione rei amatae delectatur, et ipsa delectatio rei visae amplius excitat amorem”.

83    Cf. Gn 2, 19-20: “[...] Formatis igitur Dominus Deus de humo cunctis animantibus agri et universis volatilibus caeli, adduxit ea ad Adam, ut videret quid vocaret ea; omne enim, quod vocavit Adam animae viventis, ipsum est nomen eius. Appellavitque Adam nominibus suis cuncta pecora et universa volatilia caeli et omnes bestias agri” (ed. Nova Vulgata, http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/novavulgata_vt_genesis_lt.html#2).

84    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “Sic igitur ex praemissis patet quod ordine quodam quatuor ad vitam contemplativam pertinent, primo quidem, virtutes morales; secundo autem, alii actus praeter contemplationem; tertio vero, contemplatio divinorum effectuum; quarto vero completivum est ipsa contemplatio divinae veritatis”.

85    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 3 co.: “Sic igitur vita contemplativa unum quidem actum habet in quo finaliter perficitur, scilicet contemplationem veritatis, a quo habet unitatem, habet autem multos actus quibus pervenit ad hunc actum finalem. Quorum quidam pertinent ad acceptionem principiorum, ex quibus procedit ad contemplationem veritatis; alii autem pertinent ad deductionem principiorum in veritatem cuius cognitio inquiritur; ultimus autem completivus actus est ipsa contemplatio veritatis”.

86    Rm 1, 20: “[...] Invisibilia enim ipsius a creatura mundi per ea, quae facta sunt, intellecta conspiciuntur”, ed. Nova Vulgata, http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/nova-vulgata_nt_epist-romanos_lt.html#1

87    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “[...] Quae quidem in futura vita erit perfecta, quando videbimus eum facie ad faciem, unde et perfecte beatos faciet”.

88    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “[...] contemplatio divinae veritatis competit nobis imperfecte, videlicet per speculum et in aenigmate, unde per eam fit nobis quaedam inchoatio beatitudinis”.

89    Pieper, Las virtudes fundamentales, 508: “Goethe dijo una frase maravillosamente densa y bastante acertada en cuanto a lo que pensaba Platón: «lo bello no es tanto lo que da cuanto lo que promete»”.

90    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 6 ad 2: “[...] sicut uniformis facta, unite, idest conformiter, unitis virtutibus, ad pulchrum et bonum manuducitur”.

91    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 10, n. 9. Corpus Thomisticum: “[...] quod felicitas principalius consistit in vita contemplativa quam in activa”.

92    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 13, n. 7. Corpus Thomisticum: “Cum igitur in operationibus virtutum consistat felicitas, consequens est quod felicitas sit optimum et pulcherrimum et delectabilissimum”.

93    Aristóteles, Ética Nicomaquea, l. 1, c. 9, 1099b, 11-14ed. bilingüe, trad. María Araujo y Julián Marías (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989).

94    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 14, n. 3: “[...] rationabile est quod felicitas sit donum Dei supremi, quia ipsa est optimum inter bona humana”.

95    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 43 a. 5 c.: “[...] per gratiam gratum facientem tota Trinitas inhabitat mentem, secundum illud Ioan. XIV, ad eum veniemus, et mansionem apud eum faciemus.”.

96    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 3, c.: “[...] propter corruptionem naturae sequitur bonum privatum, nisi sanetur per gratiam Dei”.

97    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 2, c.

98    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 4 c.

99    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 5 c.

100    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 110 a. 3 co.: “[...] ipsum lumen gratiae, quod est participatio divinae naturae, est aliquid praeter virtutes infusas, quae a lumine illo derivantur, et ad illud lumen ordinantur”.

101    Tomás de Aquino, Super Sent., lib. 4 d. 18 q. 1 a. 2 qc. 1 c.: “[...] Pulchritudo autem animae consistit in assimilatione ipsius ad Deum, ad quem formari debet per claritatem gratiae ab eo susceptam”.

102    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, 5, 4 ad 1: “[...] pulchrum proprie pertinet ad rationem causae formalis”.

103    Hibbs, Virtue’s splendor. 206-7.

104    Aún cuando no sea éste el momento adecuado para abordar el tema que sólo menciono, sin embargo atiéndase, por caso, a la belleza del Cristo crucificado, o a la muerte de los santos donde la mirada común no reconoce belleza mientras que el ojo elevado por la fe advierte allí una de gran intensidad. Como subraya el salmista: “Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum eius” (Ps. 116,15).

105    Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 23 a. 2 ad 3: “[...] Assimilatur autem homo splendori aeterni filii per gratiae claritatem, quae attribuitur spiritui sancto. Et ideo adoptatio, licet sit communis toti Trinitati, appropriatur tamen patri ut auctori, filio ut exemplari, spiritui sancto ut imprimenti in nobis huius similitudinem exemplaris”.

106    Llegados a este punto puede destacarse también que el Aquinate aparece como un fiel vocero de la tradición patrística. En efecto, como afirma Pinckaers, “el tema de la belleza no queda limitado en los Padres a una estética en el sentido moderno del término. Más allá de las formas visibles, esta belleza afecta al interior de los seres y de las acciones y los califica en su propia substancia” (Servais Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, trad. Juan José García Norro (Pamplona: EUNSA, 1998), 61).

107    Cf. Umberto Eco, Arte y Belleza en la estética Medieval (Barcelona: Lumen, 1997), 118: “Todas las observaciones se fundan, como se ha visto, sobre el principio que el valor estético reside en el organismo concreto en toda su complejidad de relaciones”.

108    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 c.: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom. ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.

109    Fiodor Dostoyevski, El Idiota, I, VII, trad. Juan López-Morillas (Buenos Aires: Alianza, 1999), 53.

110    S. Agustín de Hipona, Contra Académicos II, 3, 7, ed. bil., trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1971).

111    Carol Harrison, Beauty and Revelation in the Thought of Saint Augustine (Oxford: Clarendon Press, 1992), 14.

112    Cf. Platón, Fedro 250e, trad. Luis Gil y María Araujo (Madrid: Sarpe, 1985): “[...] el que no está recién iniciado, o se ha corrompido ya, no se traslada con rapidez de este mundo allá, a la belleza misma, cuando contempla lo que aquí lleva su nombre, de modo que no siente veneración al dirigir hacia ello sus miradas sino que, entregado al placer, intenta en seguida cubrir y fecundar [...]”. Las cursivas son nuestras.

113    Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, trad. Alberto Luis Bixio (Buenos Aires: Emecé, 1958), 272.

114    Paul Evdokimov, El arte del Icono. Teología de la belleza, trad. Laura García Gámiz (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1991), 45.

115    Tolkien, El Silmarillion, 1

Hugo Emilio Costarelli Brandi

I.         Lo bello y sus lugares

Quien se inicia en el estudio de la Belleza en Tomás de Aquino suele constatar, conforme lo señala buena parte de la bibliografía especializada [1], la presencia de una serie de categorías clásicas que parecen definirla. La base textual que sustenta dicha afirmación es la de aquel conocido texto de la Summa Theologiae donde se indica que,

[...] para que [haya] belleza se requieren tres condiciones: primero la integridad o perfección, ya que lo inacabado es por ello feo; segundo, la debida proporción o consonancia. Y por último la claridad, de donde se dice que son bellas las cosas que tienen color nítido [2].

Estas estructuras tradicionales, presentes ya en el pensamiento griego [3], y comunicadas a lo largo del medioevo por diversos autores como el mismo Agustín de Hipona [4], tienen en el siglo XIII una profunda resonancia. Sin embargo, dichas formas no parecen constituir, al menos en el caso del Aquinate, el núcleo central y original de sus afirmaciones sobre el pulchrum, sino que por el contrario, ellas se proponen como instancias de comprensión que manifiestan aspectos o momentos de lo bello sin decirlo propiamente [5]. Al respecto Gilson afirma que dichas dimensiones,

[...] no debieran concebirse como señalando tres elementos distintos que entraran en la estructura de lo bello según lo concibe nuestro entendimiento. Primero viene lo bello, y cuando ya está allí, la posible pluralidad de nuestros puntos de vista relativos a él aparece en conjunto. Que esto es así puede señalarlo el hecho de que todo intento de definir una de estas nociones tomada en sí misma implica de modo inevitable a las demás [6].

La armonía, la proporción y la integridad junto con la claritas sólo aparecen como momentos una vez que lo Bello se ha hecho presente. De esta manera delimitar la esencia del pulchrum sólo por este camino no puede sino resultar, probablemente, en un conocimiento reducido.

Es por ello que algunos estudiosos han optado por recorrer otra vía donde se destaca el carácter trascendental del pulchrum [7] al describirlo como quae visa placent [8], subrayando así la particular relación de lo bello con aquel ente que puede, como dice Aristóteles [9], ser de alguna manera todas las cosas, esto es, con el hombre, quien como ente logicón es capaz de apreciar lo común presente a toda realidad [10]. De este modo, lo bello destacaría un aspecto de todo ente que no está explícitamente señalado en su noción, es decir, su faceta intellectivo-gozosa [11].

Ahora bien, si es cierto que lo bello es un trascendental [12], entonces es posible reconocerlo en todo lo que es. Habitualmente se lo vincula con facilidad a la belleza natural, que es uno de los lugares donde aparece con mayor evidencia. Un atardecer en la montaña, el esplendor de una mañana de primavera, la exuberancia de una cascada, no son sino casos de belleza natural que asaltan y detienen la mirada humana. Con todo, la belleza de las cosas creadas alcanza un grado superior en la belleza corpórea del hombre como síntesis del universo. Ya Platón había advertido sobre este asunto al recordar que más allá de las cosas bellas era preciso ascender de un cuerpo humano bello a los cuerpos humanos bellos [13], y Agustín lo había refrendado al indicar que aquello que alabamos en el cuerpo humano no es “otra cosa que la hermosura. Y ¿qué es la hermosura del cuerpo? Proporción de partes, con cierta suavidad de color” [14]. Con todo, el arte representa aún una instancia de belleza más intensa pues en ella la actividad del logos creado plasma en la materia su propia inteligibilidad [15]. En tal sentido, Plotino había señalado que una “piedra transformada por el arte en belleza de forma aparecerá, sí, bella, mas no por el hecho de ser piedra [...], sino por la forma que el arte infundió en ella” [16].

Pero donde la belleza emerge con más intensidad, aunque no sea tan evidente como en los casos anteriores, es en el plano de las acciones humanas. En efecto, las llamadas práxeis agathaí, que resultan ser el centro neurálgico del obrar ético, y el theoreín, como caso arquetípico del movimiento energético [17], han constituido y constituyen para los filósofos un particular locus pulchri que como tal esplende produciendo gozo al ser intuido [18]. Es justamente en este punto donde el presente trabajo quiere situarse, recorriendo así, bajo la óptica tomasina, la belleza presente en la vida activa y en la contemplativa como uno de sus lugares paradigmáticos.

II.         La belleza de las acciones humanas

La belleza de las práxeis, más aún, la belleza de los hábitos que originan esas acciones, es decir de las virtudes, ha sido para los antiguos y medievales un especial locus pulchri. Recuérdese, como mínima muestra, a Platón quien en su Symposium proponía una exquisita escala que al ascender desde la belleza corporal hasta lo Bello en sí, ponía como escalones intermedios tanto a la virtud, cuanto a las ciencias y en especial a la filosofía [19]; o bien considérese al Hiponense quien, en la misma línea argumentativa, había insistido en que la belleza del alma estaba dada por la instauración del orden operado por las artes liberales y la filosofía, pero también por la plenitud ética consiguiente a dicho orden [20].

Es en esta venerable tradición en la que Tomás parece incluirse. En efecto, ocupándose de la diferencia entre la belleza corporal y espiritual –a propósito de lo honesto y el decoro–, precisa: “la belleza espiritual consiste en que la actividad convertiva del hombre, es decir su agere, esté bien proporcionada conforme a la claridad espiritual de la razón” [21]. Quizás sea conveniente, antes de seguir adelante, efectuar al menos tres mínimas consideraciones en el texto que se acaba de proponer.

Nótese en primer lugar, la sutil observación sobre el tipo de acciones a las que se refiere: ellas no son las vinculadas al orden del facere, es decir al de las acciones externas o poiéticas, sino que el Aquinate alude a esa clase de acciones humanas que ponen en juego la vida moral, es decir a las que conforman la llamada vida práctica donde es posible el perfeccionamiento o deterioro de la persona en cuanto tal:

[...] en efecto, facere y agere difieren, pues el agere es conforme a la operación que permanece en el mismo agente, como el elegir, el inteligir y las demás que les son similares; y por ello las ciencias activas son llamadas ciencias morales. El facere por el contrario, refiere la operación que va a lo más exterior de la materia para transformarla, como el cortar, el quemar y las otras acciones de este tipo [22].

En segundo lugar, conviene advertir también que esa actividad convertiva es bella cuando guarda proporción con la claridad espiritual de la razón.

Como se indicó al comienzo de este trabajo, Tomás reconoce que la proportio es una de las dimensiones fundamentales que manifiestan lo bello, haciéndose así eco de una larga tradición tanto griega cuanto romana. En tal sentido, conviene recordar las palabras de Platón quien en acalorada discusión con Hipias le obliga a “admitir que lo que es adecuado a cada cosa, eso la hace bella”, [23] o bien aquellas del Estagirita para quien “la belleza parece ser un cierto equilibrio de los miembros” [24], o incluso las del mismo Cicerón quien hablando también de la belleza del cuerpo y el alma dice: “Porque así como la hermosura y la buena disposición de un cuerpo [apta compositione membrorum] deleita por la gracia y armonía con que están hermanados unos miembros con otros, así este decoro que se percibe en nuestra conducta por el orden, igualdad y arreglo de nuestras acciones y palabras concilia la atención de todos aquellos con quienes vivimos” [25].

Con todo, se debe notar también que la proporción aparece en el texto vinculada a la claritas. Para comprender dicha relación es preciso advertir que este concepto, heredado del neoplatonismo, presenta un doble aspecto. Por una parte, la luz es la realidad misma del ente, aquello que lo constituye específicamente, su principio formal de ser. En tal sentido Tomás, comentando a Dionisio, afirma que “toda forma por la cual la cosa tiene el esse, es cierta participación de la claritas divina” [26]. Así entendida, la Luz Divina “ilumina todas las cosas que pueden recibir su luz, las crea, da vida, mantiene en su ser y perfecciona” [27]. Más aún, esa luz entitativa es la verdad del ente, ya que dice a todo otro ser inteligente que pueda concebirla lo que dicho ente es. Por ello el del Areópago afirma que Dios “con su plenitud inunda de luz toda inteligencia, sea en este mundo, en el universo o en los cielos” [28], y así “arroja toda ignorancia y error que haya en el alma” [29].

Por otra parte, la claritas como luz, implica también la perfección de una realidad: ella remite al estado de un ente que ha alcanzado su deber ser, y así, en el télos esplende su sentido; dicho de otro modo, sólo el ser perfecto es inteligibilidad pura, sólo aquel ente que ha llegado a ser sí mismo es principio de comprensión para todo otro que pertenezca a su misma especie, y en ese sentido es claridad [30]. Por ello, no todo agere es claritas, ya que es posible pensar cómo robar o cómo mentir. De allí que las práxeis bellas sean sólo aquellas que están relacionadas convenientemente –de un modo proporcionado– con una razón ordenada.

Tomás atribuye a la razón la capacidad de ser la raíz de una doble actividad: la de ver y la de establecer la debida proporción de algo. En efecto, es conocida la expresión aristotélica donde se dice que es propio del sabio ordenar [31]. En tal sentido, toda ordenación supone dos cosas: “[...] el conocimiento de la relación y proporción de los ordenados entre sí, y el de la [relación y proporción] que guardan con lo más elevado que es su fin, pues el orden de algunos seres entre sí depende de su orden hacia el fin” [32]. Estas dos características tocan a la perfección y con ello a la claridad: por una parte la razón es la que puede hacer manifiesta la luz de todo ente; el intelecto como tal es capaz de revelar, de sacar de su mutismo a todo lo que es, ya que brinda su luz para que toda otra luz se manifieste. Pero al tener la posibilidad de comprender algo, por ello mismo está en condiciones de percibir su adecuación o inadecuación, es decir la proporción que guarda con su propio fin, con los otros entes y con el fin último, pudiendo así ordenarlo convenientemente; en breve: la razón humana puede percibir lo que una cosa es, su sentido, y en ello sus relaciones adecuadas al todo. Por ello, respecto de esta doble capacidad intelectual es que puede entenderse la belleza de la razón, que conlleva su claridad:

[...] la belleza, como se dijo, consiste en cierta claridad y en la debida proporción. Ahora bien, ambas cosas se hallan de modo radical en la razón a la que corresponde tanto la luz capaz de manifestar [a todo ente] cuanto el ordenar a los otros [entes] según la debida proporción [33].

De este modo, sólo cuando la razón –entendida en su doble dimensión cognitivo-volente–, siendo plenamente ella, informa de un modo adecuado el obrar práctico, entonces digo, ese obrar se revela como un momento manifestativo del hombre mismo en su deber ser, como una epifanía del bien humano que en cuanto tal se ofrece en belleza a los ojos que se han preparado para verla.

Quizás pueda pensarse que dicha belleza práctica se cierra sobre sí misma al pronunciar de un modo luminoso al hombre. Sin embargo, conviene notar que la luz, como tal, no es producida completamente por el obrar humano sino que, en un sentido radical, ella es participada por Dios. A propósito de ello Tomás, comentando a Dionisio destaca que “corresponde a la razón propia de lo bello –o del decoro– tanto la claritas cuanto la debida proporción, en efecto dice [...el Areopagita...] que Dios es llamado bello como causa universal de consonantia y de claritas” [34]. La plenitud energética del obrar humano es un caso de belleza donde la luz recibida esplende. Sin embargo, tal esplendor no se agota en sí sino que precisamente por hallarse en tal estado es capaz de insertarse en una totalidad luminosa mayor donde la plenitud de la parte hace a la belleza del todo. Es por ello que Dionisio habla de Dios no sólo como causa universal de claritas sino con ello de consonantia. Tomás lo sintetiza del siguiente modo:

[...] en efecto, la claritas pertenece a la consideración de la belleza, pues toda forma por medio de la cual una cosa tiene el esse es cierta participación de la Claritas Divina [...]. De un modo similar, también se dijo que la consonantia pertenece a la ratio de la belleza, por lo cual todas las cosas que de alguna manera pertenecen a la consonantia proceden de la Belleza Divina [35].

Esta doble faceta de la Belleza Única explica mejor cómo la belleza práctica concurre con una belleza metafísica. Las bellas acciones humanas presentan este doble aspecto: son consonantes con el fin humano, lo pronuncian en su deber ser, son luz, pero también colaboran y completan la belleza del universo de un modo más intenso que la mayor de las bellezas corpóreas; sus partes esplendentes –como en una orquesta– se integran, con-suenan, en un todo cuya belleza es aún mayor a la de las partes [36].

Por último y en tercer lugar, conviene notar también la cuidadosa relación establecida por Tomás entre la belleza y el bien. Se trata de una cuestión no menor ya que si es cierto que hay belleza en esa ordenación racional del agere no lo es menos que esa misma ordenación es buena. La pregunta que surge entonces es si no se incurre en definitiva en una identificación, al modo clásico, del bien y la belleza, aquello que expresaba la exquisita palabra griega kalokagathía.

Una vez más el Angélico muestra aquí su profunda adhesión a la tradición, aunque en ello aporta, no obstante, esa particular luz otorgada por el ingenio del siglo XIII. El problema había sido formulado como objeción por Alberto Magno quien, a propósito de la relación honestum-pulchrum afirmaba que “[...] la belleza espiritual consiste en la virtud. Pero como según Cicerón la virtud es una especie de lo honesto, luego lo bello es idéntico a lo bueno” [37]. Por otra parte, Dionisio había insistido también en que “lo bueno y lo bello es para todos amable” [38], diluyendo así cualquier posibilidad de distinción.

En la Summa Theologiae, Tomás responde citando otra autoridad, como es la de Agustín, para con ello plantear tanto la unidad cuanto la diferencia. Si es cierto que la belleza espiritual conlleva la ordenación de la razón sobre el agere, entonces ella “pertenece a la ratio de lo honestum, la cual se dijo que era lo mismo que la virtud, que modera todas las cosas humanas según la razón” [39].

Una primera aproximación subraya la unidad: si hay una identidad entre bien y belleza en las acciones humanas, ella se da en el plano del bien honesto, es decir en el de la virtud. Allí, lo bello es bueno, destacándose la unidad trascendental de toda entidad [40]: “puesto que esta belleza es deseable para la facultad cognitiva como un fin, y que la honestidad de la virtud es su aspecto atractivo como fin, se sigue entonces que la honestidad de la virtud es idéntica a su belleza espiritual” [41].

Con todo, es otro el lugar donde el Aquinate terminará de perfilar esta idea:

[...] debe decirse que el objeto que mueve al apetito es el bonum aprehensum. En efecto, en la misma aprehensión que aparece el decoro, se [lo] percibe también como conveniente y bueno, y por ello Dionisio dice en el capítulo IV de Los Nombres Divinos que “lo bueno y lo bello son amables para todos”. De donde lo honesto mismo, en cuanto tiene decoro espiritual, se vuelve apetecible [42].

Tomás advierte que si bien es cierto que el bien mueve al apetito, para ello necesita de una previa percepción de la bondad pues lo que mueve es el bonum aprehensum. Esto significa que dicha aprehensión conlleva dos facetas: por una parte aparece el decoro o belleza (quae visa placent) pero en esa misma aprehensión, por otra parte, se percibe la convenientia que revela la faceta amable de lo bello (quod omnia appetunt). De este modo, la unidad entitativa es conservada pues en la misma aprehensión de lo mismo, es decir del mismo ente, es posible percibir dimensiones diversas; y esto es lo que permite arribar a una distinción de razón entre estos trascendentales: lo bello está vinculado a la dimensión cognitiva y lo bueno a la tensión hacia el fin y a lo que lo promueve.

Dicho de otro modo, lo que opera la unión conservando la diferencia es la convenientia [43]. En el particular caso, esta dimensión de lo bello es la que revela la adecuación no sólo del acto en sí (es decir, del orden luminoso que se ofrece a la luz intelectual manifestado en la conveniente relación de las partes con el todo), sino que en ello mismo se percibe su adecuación para con la misma naturaleza humana puesta delante de Dios; y es en este punto donde lo bello transita hacia lo bueno: la acción convenientemente humana revela su faceta perfeccionante para el hombre, esa que lo bonifica, y es por ello deseable.

La explicación del Aquinate, entonces, no confunde ni separa: preocupada por el complejo tenor de lo real ofrece una inteligente propuesta que conserva ambas dimensiones entitativas en unidad mediante la convenientia [44].

III.        Pulchrum y vida activa

Ahora bien, en este camino de belleza posible a la vida humana, el Aquinate sigue un orden preciso que recorre tanto la llamada vida activa cuanto la contemplativa, a las que caracteriza y distingue del siguiente modo:

[...] acerca de la vida humana se da esta división que atiende al intelecto. En efecto, el intelecto se divide en activo y contemplativo porque el fin del conocimiento intelectual o es el mismo conocimiento de la verdad, lo que pertenece al intelecto contemplativo, o es alguna acción exterior, lo que pertenece al intelecto práctico o activo. Y por ello la vida se divide suficientemente en activa y contemplativa [45].

Una vez que Tomás ha explicado el organismo de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, procede en su Summa Theologiae a la consideración de aquello que en especial toca a cada hombre [46]. Es en ese punto donde aborda la cuestión de los modos de vida activos y contemplativos tomando como criterio los dos fines del intelecto, es decir o bien la acción, o bien la contemplación misma de la verdad [47]. Pero antes de continuar analizando la belleza de estas vidas, parece conveniente hacer tres observaciones.

En primer lugar, se debe entender que cada una de estas vidas, distinguidas con precisión en el orden conceptual, no se excluyen en el orden real, puesto que llevar vida activa no significa carecer completamente de contemplación: “Aunque la vida de la contemplación es superior a la virtud moral, la actividad de la contemplación, hablando en sentido estricto, no puede constituir una vida en toda su integridad” [48], y por ello conviene tener siempre presente que esta división analítica queda unificada en la misma experiencia vital donde “el ejercicio de la vida activa colabora con la [vida] contemplativa porque aquieta las pasiones interiores de las que vienen los fantasmas por los cuales es impedida la contemplación” [49].

En segundo lugar, se debe advertir también que cada una de estas vidas está asociada a ciertas acciones –prácticas o teoréticas– que responden a determinadas virtudes tratadas por el Aquinate con anterioridad. Para el caso de las virtudes cardinales, Tomás indica explícitamente su pertenencia a la vida activa aunque con matices. En efecto, “es manifiesto que entre las virtudes morales no se busca principalmente la contemplación de la verdad sino que [éstas] se ordenan al obrar [...] de donde es manifiesto que las virtudes morales pertenecen esencialmente a la vida activa” [50]; y en relación a la prudencia observa que como su conocimiento “se ordena a las operaciones de las virtudes morales, pertenece directamente a la vida activa” [51]. Sea como fuere, indicará Tomás, “en sí misma, la virtud es una consonancia que participa en la claridad de la razón y que nos atrae por su esplendor” [52], y por ello, siempre esplenderá en claridad, o como afirma en otro lugar, “la virtud del alma es su belleza” [53].

Por último, conviene subrayar también que el Aquinate vincula la belleza tanto a la vida activa cuanto a la contemplativa, estableciendo en ello, sin embargo, una diferencia gradual que pone el mayor peso en la segunda:

“[...] en la vida contemplativa, que consiste en el acto de la razón, se halla de suyo y esencialmente la belleza. Por el contrario, en las virtudes morales la belleza se halla de un modo participativo en cuanto [éstas] participan el orden de la razón” [54]. Atiéndase por ahora a lo indicado sobre las virtudes morales, dejando para el siguiente apartado la consideración de la belleza de la vida contemplativa.

El fragmento que se acaba de citar remite rápidamente a lo señalado más arriba sobre la proporción de la claridad de la razón. En aquella oportunidad se indicó que tal claridad destacaba el estado de perfección nacido de un obrar proporcionado a la razón entendida como la que determina lo adecuado [55], lo que debe hacerse en cada caso, es decir, como aquella que ordena el agere o, en otras palabras, a la razón en su carácter prudente:

[...] corresponde a la prudencia que sea considerativa de las obras humanas a partir de las cuales el hombre es feliz. Pero parece que por tenerla no necesariamente el hombre tiene también la obra. En efecto, la prudencia es acerca de aquellas cosas que son justas en comparación a otros, y bellas —es decir honestas—, y buenas —es decir útiles por sí mismas—, que pertenecen sin duda al obrar del varón bueno. Pues no parece que alguien sea operativo de las cosas que son según algún hábito por [el sólo hecho de] que las conozca sino porque tiene el hábito hacia aquellas cosas [56].

La característica esencial de la prudencia es la consideración de la obra a realizar hic et nunc, y en eso consiste su carácter justo, bello y bueno. Ella, al estimar la acción adecuada para el caso singular, lo que se llama su término medio, prescribe el orden de la razón y con ello mismo promueve la belleza del obrar práctico. Con todo, ella sola no basta para la bondad completa sino que precisa de las otras virtudes cardinales que moderan bajo su imperio las demás dimensiones humanas. Por lo pronto, lo que conviene notar aquí es que si hay posibilidad de belleza en alguna otra virtud es porque primero hay belleza en la razón prudente que en su perfección comunica claridad a todas las virtudes cardinales.

Esta adecuación prescripta por la prudencia, halla en el desorden apetitivo uno de sus mayores obstáculos. Como acaba de advertir el texto, ella sólo conoce lo que se debe hacer pero su ver, no obstante, no implica de suyo la obra acorde. Este es el motivo de que Tomás destaque, además de la prudencia, la necesidad de las demás virtudes morales y con ello de otros niveles de belleza en la vida activa donde el desorden sea llevado a la unidad de la proporción. Y un caso particular es el de la templanza, aquella virtud cardinal que “reprime los deseos que oscurecen en grado máximo la luz de la razón” [57].

Ocupada en la regulación del apetito concupiscible, la temperantia goza frente a las demás virtudes morales, de una posición singular como locus pulchri. El Angélico lo subraya del siguiente modo:

[...] aunque la belleza convenga a cualquier virtud, se atribuye, no obstante, en un grado de excelencia a la templanza por una doble razón. En primer lugar sin duda, atendiendo a la ratio común de la templanza a la que pertenece cierta proporción moderada y conveniente en la que consiste la ratio de la belleza [...]. En segundo lugar, porque aquellas cosas a las que refrena la templanza son las ínfimas en el hombre, [aquellas] que le convienen según la naturaleza bestial, como se dice más abajo, y así el hombre resulta ser afeado-deshonrado máximamente por ellas. Y por ello la belleza se atribuye en grado máximo a la templanza ya que principalmente quita la fealdad-vileza-deshonra [58].

Puede decirse que, en relación a la belleza, la templanza presenta una doble faceta: una en la que comulga con las demás virtudes morales al poner la medida de la razón en el apetito, y otra más específica que deriva de su particular sujeto, es decir del apetito concupiscible.

Respecto de la primera faceta, el Aquinate vincula nuevamente la belleza a la proporción. La templanza, al igual que las demás virtudes morales, busca ordenar y disponer al bien. En ese sentido Tomás no le da un lugar preponderante en el organismo de las virtudes si se atiende a su importancia per se, ya que ella sólo es dispositiva para el ejercicio de las demás conservando el orden del apetito concupiscible y absteniéndose del mal [59]. Sin embargo, en ello radica también su belleza ya que al realizar su acto propio manifiesta y favorece el ordenamiento de la razón.

Atendiendo a la segunda faceta destacada, se debe advertir que la destemplanza, en su desorden, desnaturaliza al hombre, constriñendo su mundo al que es propio de las bestias; por ello la medida humana desaparece y con ella la claridad. De este modo, para el Angélico, la intemperantia que afea al hombre merece toda descalificación ya que “máximamente repugna a la claridad y belleza de éste, en cuanto en las delectaciones acerca de las que versa la intemperancia, menos aparece la luz de la razón, de la cual [proviene] toda la claridad y belleza de la virtud” [60].

En este punto, puede llamar la atención el particular lugar otorgado a la templanza, en miras de la belleza, sobre todo si se atiende al orden jerárquico de las potencias humanas. Parecería más adecuado exaltar la belleza de la razón ordenada que la del apetito concupiscible. Sin embargo, el Angélico está preocupado aquí en subrayar la importancia del orden sensible como condición y ocasión de órdenes más elevados.

En efecto, si bien Tomás afirma la existencia de un orden jerárquico entre las potencias humanas no obstante también advierte que el influjo entre ellas tiene que ver con la intensidad de sus actos y/o de sus pasiones, al punto que “la vehemencia del acto o de la pasión de una potencia impide que otra realice el suyo” [61]. Pero entre las pasiones más vehementes, es decir aquellas que por su intensidad pueden oscurecer en mayor grado a la razón, se hallan los movimientos propios del apetito sensible quienes abren la posibilidad de que el hombre juzgue como bueno aquello que no lo es [62]:

[...] hay una redundancia desde las potencias inferiores hacia las superiores; de manera que cuando la ratio, por la vehemencia de las pasiones que existen en el apetito sensible se oscurece, entonces juzga como un bien simpliciter aquello acerca de lo cual el hombre es afectado por la pasión [63].

Si la capacidad de oscurecer la razón está principalmente radicada en el desorden del apetito sensible, toda vez que la virtud perfeccione a dicho apetito ordenándolo, se dará allí un momento de luz, es decir se asistirá a la manifestación del orden de ese apetito en sí y de él con relación a todo el hombre gracias al triunfo de la ratio. En otras palabras, habrá allí una epifanía de belleza que invita y augura bellezas mayores.

Esto último permite comprender también que las virtudes no son sólo belleza en sí sino además una disposición para su percepción ya que “el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas como en lo que le es similar” [64]; es decir que sólo lo ordenado es capaz de percibir el orden, o como advierte Pieper, “sólo una sensibilidad que es casta capacita, por ejemplo, para percibir la belleza de un cuerpo humano como pura belleza y para gozarla en sí misma” [65]. Es por ello que para algunos hombres “la excelencia de la belleza del alma no puede ser conocida así de fácil como la belleza del cuerpo”, [66] ya que carecen del orden necesario para apreciarla [67]. Así lo afirmaba también Plotino en un exquisito pasaje de las Enéadas:

Pero así como, en el caso de las bellezas sensibles, no les sería posible hablar sobre ellas a quienes ni las hubieran visto ni las hubieran percibido como bellas —por ejemplo, a los ciegos de nacimiento—, del mismo modo tampoco les es posible hablar sobre la belleza de las ocupaciones, de las ciencias y demás cosas por el estilo a quienes no la hayan acogido, ni sobre el «esplendor» de la virtud a quienes ni siquiera hayan imaginado cuan bello es el «rostro de la justicia» y de la morigeración, tan bello que «ni el lucero vespertino ni el matutino» lo son tanto [68].

Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1    A modo de mínima muestra, Cf. Pascal Dasseleer, “Esthétique «thomiste» ou esthétique «tomasienne»?”, Revue Philosophique de Louvain, 97 N°2 (1999): 316 y ss; Cf. Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la Estética. II. La estética medieval, trad. Danuta Kurzyka (Madrid: Akal, 2002), 263-265; puede verse tb. Juan Plazaola, Introducción a la estética. Historia. Teoría. Textos (Madrid: BAC, 1973) 51.

2    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 39, a. 8, c, en S. Thomae Aquinatis opera omnia, ed. Roberto Busa (SJ), en Corpus thomisticum, Subsidia studii ab Enrique Alarcón collecta et edita, Pompaelone ad Universitatis Studiorum Navarrensis, 2000, web edition by Eduardo Bernot and Enrique Alarcón, accessed enero 2016, www.corpusthomisticum.org: “Nam ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem, integritas sive perfectio, quae enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio sive consonantia. Et iterum claritas, unde quae habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur”. Las sucesivas traducciones del texto latino del Aquinate que se hallan en este trabajo son nuestras y están hechas en todos los casos sobre la versión indicada.

3    Tómese por caso a Aristóteles quien afirmaba que “las principales formas de la belleza son el orden, la proporción y la limitación” (Aristóteles, Metafísica 1078a 31, ed. trilingüe, trad. Valentín García Yebra (Madrid: Gredos, 1990)), o el mismo Platón quien recordaba a Hipias que lo bello consiste en lo conveniente: “Examina lo adecuado en sí y la naturaleza de lo adecuado en sí, por si lo bello es precisamente esto” (Platón, Hipias Mayor 293e, trad. J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo, G. García Gual (Madrid: Gredos, 2000)).

4    Cf. S. Agustín de Hipona, De Vera Religione, 30, 55, edición bilingüe, trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1975): “como en todas las artes agrada la armonía, por la cual todas las cosas son seguras y bellas; y la misma armonía exige a la igualdad y unidad o [por] la similitud de las partes iguales, o por la proporción de las desiguales”.

5    En este sentido es conocida la discusión de Plotino con las afirmaciones aristotélicas que radican lo bello en la proporción. El autor afirma que ella no es el núcleo central de la belleza sino que la forma, una vez presente, realiza todas las proporciones que manifiestan al tó kalón: “Y, una vez que ha sido ya reducido a unidad, es cuando la belleza se asienta sobre ello dándose tanto a las partes como a los todos. Porque cuando toma posesión de algo uno y homogéneo, da al todo la misma belleza que a las partes” (Plotino, Eneadas I, VI, 2, 23-25, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1982)).

6    Etienne Gilson, Pintura y realidad, trad. Manuel Fuentes Benot (Madrid: Aguilar, 1961), 166. La cursiva es nuestra. En la misma línea, señala Lobato, “Integridad, proporción y claridad no son elementos dispersos e incoherentes, sino más bien estratos escalonados de lo bello, mutuamente implicados. Los exteriores soportan y manifiestan a los interiores, en los cuales a su vez radican” (Abelardo Lobato, Ser y Belleza (Barcelona: Herder, 1965), 101). También puede verse lo afirmado por Umberto Eco: “la investigación sobre los tres criterios formales de lo bello, reconciliada continuamente con este concepto, reconocerá en la forma el natural soporte ontológico y psicológico de la condición constitutiva del valor estético” (Umberto Eco, Il problema estético in San Tommaso (Torino: Edizioni di «Filosofia», 1956), 58).

7    En atención a la trascendentalidad de lo bello, no es posible abordar aquí un tema cuyo estudio presenta aristas tan abundantes y que ha involucrado a intelectuales de enorme talla tanto a favor cuanto en contra. Como mínima muestra no debe olvidarse entre los primeros el espléndido trabajo de Umberto Eco (Il problema estetico in San Tommaso), ni aquél fundacional como es el de Jacques Maritain (Arte y Escolástica, trad. María Mercedes Bergadá (Buenos Aires: Club de Lectores, 1983)). Por otra parte, entre los segundos, conviene recordar el de Jan Aertsen, (Medieval Philosophy and the trascendentals. The case of Thomas Aquinas (Leiden - New York - Köln: E. J. Brill, 1996)), o aquel de principios de siglo pasado perteneciente a Thus M. de Munnynck (“L'Esthétique de Saint Thomas d'Aquin”, en San Tommaso d'Aquino , miscelánea, (Milán, 1923), 217-239). Para un estado de la cuestión abarcativo de buena parte del siglo XX conviene Cf. Luis Rey Altuna, “Fundamentación ontológica de la belleza”, Anuario Filosófico 19 (1986): 113-121.

8    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 1: “[...] Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam, pulchra enim dicuntur quae visa placent”.

9    Cf. Aristóteles, Tratado del Alma III, 8, 431b, ed. bil., trad. A. Ennis (Buenos Aires-México: Espasa-Calpe, 1944): “Recapitulando lo que hemos dicho sobre el alma, repetiremos que ella es, en cierto modo, todas las cosas”.

10     Cf. Tomás de Aquino, De Veritate q. I, a. 1, c.: “Si autem modus entis accipiatur secundo modo, scilicet secundum ordinem unius ad alterum, hoc potest esse dupliciter. [...] Alio modo secundum convenientiam unius entis ad aliud; et hoc quidem non potest esse nisi accipiatur aliquid quod natum sit convenire cum omni ente: hoc autem est anima, quae quodam modo est omnia, ut dicitur in III de anima”.

11     Cf. Hugo Costarelli Brandi, Pulchrum: Origen y originalidad del quae visa placent en Santo Tomás de Aquino (Navarra: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2010), 147: “[...] sólo a lo bello toca explicitar que todo ente por el sólo hecho de ser de un modo determinado puede vincularse al hombre como un conocimiento statim gozoso, y que esto hunde sus raíces en la entidad misma y no sólo en un mero aparecer estético. Esto es, en última instancia, lo especial que lo bello dice respecto del ente”.

12     Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 32-33: “[...] el Aquinate consideraba a lo Bello un trascendental, una estable propiedad del ente: todo ente es tal que puede ser visto como bello [...]; todo ser tiene en sí la estable condición de belleza”.

13     Platón, Symposium 210 a-b, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985): “Es menester —comenzó—, si se quiere ir por el recto camino hacia esta meta, comenzar desde la juventud a dirigirse hacia los cuerpos bellos y, si conduce bien el iniciador, enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en el otro y que, si lo que se debe perseguir es la belleza de la forma”.

14     Agustín de Hipona, Cartas. T. VIII, Epistola 3, 4, Carta a Nebridio, trad. Lope Cilleruelo OSA (Madrid: BAC, 1986).

15     No es oportuno abordar en este punto el controvertido tema del arte y la belleza, sin embargo, conviene notar al menos que dicha actividad humana, en la línea posible a la naturaleza de la materia artística, le otorga un universal concreto, hace de la obra un particular que dice a su modo un universal que puede ser leído por otro logos. Es por ello que Heidegger afirma que “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas” (Martín Heidegger, Arte y poesía (México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1958), 51)).

16     Plotino, Eneadas V, VIII, 1, 13-15, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1998).

17     Cf. Aristóteles, Metafísica, IX 1048b 23, trad. Tomás Calvo Martínez (Madrid: Gredos, 1994): en la enérgueia, “se da el fin y la acción. Así, por ejemplo, uno sigue viendo (cuando ya ha visto), y medita (cuando ya ha meditado), y piensa cuando ya ha pensado”.

18     Muchos son los ejemplos que podrían aducirse en este punto. Tómese por caso el de Plotino quien afirma: “Hay que acostumbrar, pues, al alma a mirar por sí misma, primero las ocupaciones bellas; después cuantas obras bellas realizan no las artes, sino los llamados varones buenos; a continuación, pon la vista en el alma de los que realizan las obras bellas”. (Plotino, Enneadas I, VI, 9, 5-10).

19     Cf. Platón, Symposium 210 b-c, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985).

20     Cf. Agustín de Hipona, De Ordine II, 50-51, trad. Victorino Capanaga (Madrid: BAC, 1969), 686-7: “Pues al que considera la potencia y la fuerza de los números le parecerá grande miseria y cosa lamentable que [...] su vida y su propia alma se deslice por caminos tortuosos y que dé un estrépito discordante por dominarle las pasiones carnales y los vicios. Mas cuando el alma se arreglare y embelleciera a sí misma, haciéndose armónica y bella, osará contemplar a Dios”.

21     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “pulchritudo spiritualis in hoc consistit quod conversatio hominis, sive actio eius, sit bene proportionata secundum spiritualem rationis claritatem”. Es preciso advertir que Tomás usa aquí el término actio en su adecuado significado de acción interior vinculado a las praxeis en oposición a facere vinculado al ámbito de la poíesis.

22     Tomás de Aquino, Sententia Metaphysicae, lib. 6 l. 1 n. 9: “[...] Differunt enim agere et facere: nam agere est secundum operationem manentem in ipso agente, sicut est eligere, intelligere et huiusmodi: unde scientiae activae dicuntur scientiae morales. Facere autem est secundum operationem, quae transit exterius ad materiae transmutationem, sicut secare, urere, et huiusmodi”. Cf. también: Summa Theologiae I-II, q. 57 a. 4 co: “Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys. factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi”.

23     Platón, Hipias Mayor, 290d.

24     Aristóteles, Tópicos, 116b, trad. Miguel Candel Sanmartín (Madrid: Gredos, 1982).

25     Marco Tulio Cicerón, Los oficios, I, XXVIII, 98, trad. D. Manuel de Valbuen (Madrid: Librería de los sucesores de Hernando, 1910). Se ha tenido a la vista el texto latino según The Loeb Classical Library (Londres: William Heinemann Ltd, 1928).

26     Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis”.

27     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 4, 697d, trad. Pablo Cavallero (Buenos Aires: Losada, 2007).

28     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 6, 701a.

29     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 5, 700d.

30     Eric D. Perl, Theophany. The Neoplatonic Philosophy of Dionysius the Areopagite (Albany: State University of New York Press, 2007), 8: “cualquier cosa, evento, acción o proceso sólo puede ser entendido intelectualmente en términos del bien que es su último por qué. Y todo lo que puede ser así entendido, todo lo que es inteligible, es así sólo debido a que y en cuanto está ordenado sobre la base de la bondad”.

31     Cf. Aristóteles, Metafísica, l. 1, c. 2 982a 15-20.

32     Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 2 cap. 24 n. 4; “[...] ordinatio enim aliquorum fieri non potest nisi per cognitionem habitudinis et proportionis ordinatorum ad invicem, et ad aliquid altius eius, quod est finis eorum; ordo enim aliquorum ad invicem est propter ordinem eorum ad finem”.

33     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a. 2 ad 3: “[...] pulchritudo, sicut supra dictum est, consistit in quadam claritate et debita proportione. Utrumque autem horum radicaliter in ratione invenitur, ad quam pertinet et lumen manifestans, et proportionem debitam in aliis ordinare”. Conviene advertir que el Aquinate usa el término ratio en sentido amplio, es decir implicando en ello no sólo a la dimensión cognitiva sino la volente.

34     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom., ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.

35     Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] claritas enim est de consideratione pulchritudinis, ut dictum est; omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis; [...]. Similiter etiam dictum est quod de ratione pulchritudinis est consonantia, unde omnia, quae, qualitercumque ad consonantiam pertinent, ex divina pulchritudine procedunt”.

36     No es posible olvidar en este punto aquel pasaje espléndido de J. R. R. Tolkien donde se condensa de un modo bellísimo todo lo indicado: “Entonces les dijo Ilúvatar: —Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. Y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agrado que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción” (John R.R. Tolkien, El Silmarillion, trad. Rubén Masera y Luis Doménech (Bogotá: Minotauro, 1993), 13).

37     Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 72, 10-14, trad. Hugo Costarelli Brandi, en Alberto Magno, Tomás de Aquino y Ulrico de Estrasburgo. Tres lecturas dominicas en torno a lo bello (Mendoza: CEFIM - SS&CC, 2014). La respuesta de Alberto a esta objeción, no transitará el camino de Tomás. Para el Magno, la solución es posible a partir de las diversas rationes que implican estas dimensiones del ente: si hay identidad, ella es sólo atendiendo al subiectum, pero ello es como la identidad en el género que puede hallarse entre el hombre y el asno. Por el contrario, lo que muestra a cada uno en cuanto tal es la diferencia, es decir, esa particular ratio que los dice en su ser. Así, lo bueno quedará signado por la apetición y lo bello por el conocido splendor formae: “[...] debe saberse que es [propio] de la razón de lo bueno que sea el fin del deseo que lo mueve hacia sí mismo [que lo atrae], y por ello es definido por el Filósofo [así]: «lo bueno es lo que todas las cosas desean». Lo honesto, por el contrario, agrega sobre lo bueno el que por su fuerza y dignidad atrae el deseo; lo bello, por último, agrega sobre esto cierto esplendor y claridad sobre ciertas partes proporcionadas”. (Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 77, 40-50).

38     Dionisio Areopagita, De Divinis Nominibus, IV, 7, [152].

39     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co. : “Hoc autem pertinet ad rationem honesti, quod diximus idem esse virtuti, quae secundum rationem moderatur omnes res humanas. Et ideo honestum est idem spirituali decori. Unde Augustinus dicit, in libro octogintatrium quaest., honestatem voco intelligibilem pulchritudinem, quam spiritualem nos proprie dicimus”.

40     Cf. Christopher Scott Sevier, “Thomas Aquinas On the Nature and Experience of Beauty” (PhD diss., University of California, 2012), 343: “What is shown here is that Aquinas does not deviate in any significant way from that tradition, beginning with Plato and Aristotle, and running through Cicero, Augustine, Dionysius and Albert the Great, namely, of linking the beautiful and the good”.

41     Alice Ramos, Dynamic Transcendentals. Truth, Goodness & Beauty from a Thomistic Perspective (Washington DC: The Catholic University of America Press, 2012), 192.

42     Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIª-IIae, q. 145 a. 2 ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod obiectum movens appetitum est bonum apprehensum. Quod autem in ipsa apprehensione apparet decorum, accipitur ut conveniens et bonum, et ideo dicit Dionysius, IV cap. de Div. Nom., quod omnibus est pulchrum et bonum amabile. Unde et ipsum honestum, secundum quod habet spiritualem decorem, appetibile redditur”.

43     Como tal, la convenientia constituye un aspecto de lo real que remite indistintamente a ambos trascendentales: es conveniente con el fin humano una acción y por ello atrae, y es conveniente la composición de colores de un atardecer. Sin embargo, lo que da la diferencia formal en un sentido o en otro de la convenientia no es ella misma sino la relación al conocimiento (gozo en el conocer) o a la apetencia (gozo en el poseer o deseo de posesión).

44     No es la intención de este trabajo abordar en este punto y con toda la profundidad necesaria la identidad y diferencia de estos trascendentales, ya que ello ameritaría un trabajo aparte. Sin embargo, conviene tener presente el conocido texto de la Summa Theologiae (I, q. 5, a. 4 ad 1) donde se precisa la distinción en función de la diversa relación del ente con las actividades humanas: allí se advierte que lo bueno destaca la dimensión apetecible del ente (“quod omnia appetunt”) y lo bello su carácter visivo placentero (“quae visa placent”). La distinción formal propuesta por Tomás se mantiene también en el plano de la virtud, donde se apela nuevamente a la doble dimensión, cognitiva por una parte (lo aprehensum) y apetitiva por otra (bonum).

45     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 2 co. “[...] divisio ista datur de vita humana, quae quidem attenditur secundum intellectum. Intellectus autem dividitur per activum et contemplativum, quia finis intellectivae cognitionis vel est ipsa cognitio veritatis, quod pertinet ad intellectum contemplativum; vel est aliqua exterior actio, quod pertinet ad intellectum practicum sive activum. Et ideo vita etiam sufficienter dividitur per activam et contemplativam”.

46     Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 171 proem. : “Postquam dictum est de singulis virtutibus et vitiis quae pertinent ad omnium hominum conditiones et status, nunc considerandum est de his quae specialiter ad aliquos homines pertinent. [...] Alia vero differentia est secundum diversas vitas, activam scilicet et contemplativam, quae accipitur secundum diversa operationum studia”.

47     El presente trabajo no pretende abordar ni discutir en profundidad el criterio utilizado por Tomás para tal división, ni su particular visión de la llamada vida mixta, siendo la intención principal considerar sólo la belleza de la vida activa y de la contemplativa. Para un panorama más acabado del problema conviene revisar el trabajo de Giuseppe Turbessi (La vita contemplativa, dottrina tomistica e sua relazione alle fonti (Roma: Pia Soc. S. Paolo, 1944)) y más contemporáneamente el de Ignacio Andereggen (Contemplación filosófica y contemplación mística. Desde las grandes autoridades del siglo XIII a Dionisio Cartujano (Buenos Aires: EDUCA, 2002)).

48     A. Thomas S. Hibbs, Virtue’s splendor. Wisdom, prudence and the human good (New York: Fordham University Press, 2001), 17.

49     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182, a. 3, c: “Ex hoc ergo exercitium vitae activae confert ad contemplativam, quod quietat interiores passiones, ex quibus phantasmata proveniunt, per quae contemplatio impeditur”. No obstante, Tomás advierte en el mismo artículo que si se atiende a la actividad misma, ella sí puede impedir la contemplación ya que “impossibile est quod aliquis simul occupetur circa exteriores actiones, et divinae contemplationi vacet”.

50     Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 181 a. 1 co.: “Manifestum est autem quod in virtutibus moralibus non principaliter quaeritur contemplatio veritatis, sed ordinantur ad operandum, [...] unde manifestum est quod virtutes morales pertinent essentialiter ad vitam activam”.

51     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 181, a. 2, c: “[...] cognitio prudentiae, quae de se ordinatur ad operationes virtutum moralium, directe pertinet ad vitam activam”. Conviene notar, sin embargo, que la prudencia, considerada en un sentido general, es decir sin atender a la especificidad de su acto, queda asociada a la vida contemplativa: “[...] Si autem sumatur communius, prout scilicet comprehendit qualemcumque humanam cognitionem, sic prudentia quantum ad aliquam sui partem pertineret ad vitam contemplativam”.

52     Ramos, Dynamic Transcendentals, 192.

53     Tomás de Aquino, In symbolum apostolorum a. 4: “[...] quia sicut virtus animae est pulchritudo eius, ita peccatum est macula eius”.

54     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “[...] in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo. [...] In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis”.

55     Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 63: “[...]  existe una proporción moral como continuación de la acción o del pensar ordenado según la ley ética proporcionado a los dictámenes superiores de la razón divina”.

56     Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, lib. 6, lect. 10, n. 3: “[...] prudentia habet (hoc), quod scilicet sit considerativa operationum humanarum ex quibus homo fit felix. Sed non propter hoc videtur quod homo habeat opus ipsa. Est enim prudentia circa ea quae sunt iusta in comparatione ad alios, et pulchra idest honesta, et bona idest utilia homini secundum seipsum, quae quidem operari pertinet ad bonum virum. Non videtur autem aliquis esse operativus eorum quae sunt secundum aliquem habitum ex eo quod scit ipsa, sed ex eo quod habet habitum ad ea”.

57     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis, et praecipue in temperantia, quae reprimit concupiscentias maxime lumen rationis obscurantes”.

58     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 141 a. 2 ad 3: “[...] quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis [...]. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit”.

59     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 157 a. 4 co.: “[...] Perfectius autem est consequi bonum quam carere malo. Et ideo virtutes quae simpliciter ordinant in bonum, sicut fides, spes, caritas, et etiam prudentia et iustitia, sunt simpliciter maiores virtutes quam clementia et mansuetudo”.

60     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 142 a. 4 co: “[...] quia maxime repugnat eius claritati vel pulchritudini, inquantum scilicet in delectationibus circa quas est intemperantia, minus apparet de lumine rationis, ex qua est tota claritas et pulchritudo virtutis”.

61     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 123 a. 8 ad 1.: “[...] vehementia actus vel passionis unius potentiae impedit aliam potentiam in suo actu”.

62     Tomás indica que el ímpetu de la pasión puede obnubilar el juico de la razón y hacer que se la siga por diversos motivos. Llama la atención que el Aquinate asocie tales movimientos a los diversos temperamentos: “[...] debe decirse que por el ímpetu de la pasión sucede que alguien la siga inmediatamente antes que al consejo de la razón. En efecto, el ímpetu de la pasión puede provenir o bien de la velocidad, como en los coléricos, o bien de la vehemencia, como en los melancólicos que a causa de su complexión terrestre se inflaman con gran vehemencia” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II- II, q. 156 a. 1 ad 2: “Ad secundum dicendum quod ex impetu passionis contingit quod aliquis statim passionem sequatur, ante consilium rationis. Impetus autem passionis provenire potest vel ex velocitate, sicut in cholericis; vel ex vehementia, sicut in melancholicis, qui propter terrestrem complexionem vehementissime inflammantur”).

63     Tomás de Aquino, De veritate, q. 26 a. 10 co.: “[...] ex viribus inferioribus fit redundantia in superiores; ut cum ex vehementia passionum in sensuali appetitu existentium obtenebratur ratio ut iudicet quasi simpliciter bonum id circa quod homo per passionem afficitur”.

64     Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 5, a. 4, ad 1: “sensus delectatur in rebus debite prportionatis, sicut in sibi similibus; nam et sensus ratio quaedam est, et omnis virtus cognoscitiva”.

65     Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, trad. Rufino Gimeno Peña (Madrid: Rialp, 1980), 249.

66     Tomás de Aquino, Sententia Politicorum, lib. 1, l. 3, n. 18: “[...] excellentia pulchritudinis animae, non ita de facili potest cognosci, sicut pulchritudo corporis”.

67     Cf. Agustín de Hipona, De Libero Arbitrio, c. 16, 384, 16, trad. Evaristo Seijas OSA (Madrid: BAC, 1951): “[...] Pero las sombras, cuando se aman, causan más debilidad en los ojos del alma y la hacen más incapaz de gozar de tu vista, por lo cual tanto más y más se hunde el hombre en las tinieblas cuanto con más gusto sigue todo aquello que más dulcemente acoge su debilidad”. Cf. tb. Antonio Ruiz Retegui, Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la Antropología cristiana (Madrid: Rialp, 1998), 96: “[...] pero esa hermosura no es de tipo epidérmico o meramente externo. Se refiere a realidades que aun estando en un ámbito sensible no se dejan dominar por los sentidos”.

68     Plotino, Eneadas I, 6, 5-11.

Dietrich von Hildebrand

La importancia del respeto como actitud general

El respeto puede ser considerado como madre de todas las virtudes (mater omnium virtutum), pues constituye la actitud fundamental que presuponen todas ellas.

El gesto más elemental del respeto consiste en la respuesta a lo existente como tal, a la en sí misma pacífica majestad del ser, en contraposición a toda mera ilusión o ficción; constituye la respuesta a su propia consistencia interior y a la realidad positiva, así como a su independencia respecto de nuestro arbitrio. En el respeto “conformamos” nuestro criterio al valor fundamental de lo existente; lo reconocemos, damos en cierto modo a lo existente la oportunidad de desplegarse, de que nos hable, de que fecunde nuestro espíritu. Por eso, la actitud básica que supone el respeto constituye ya de por sí algo indispensable para un entendimiento adecuado. La profundidad, la abundancia, y sobre todo el arcano misterioso de lo real sólo se descubre al espíritu respetuoso. El respeto es, por otra parte, un elemento constitutivo del asombro (thaumátsein) que, según Platón y Aristóteles, constituye un presupuesto ineludible del filosofar. La falta de respeto es la fuente principal de errores filosóficos. Si es un fundamento necesario para cualquier conocimiento auténtico y adecuado, es aún más indispensable para una captación y comprensión de los valores. Solamente al respetuoso se le abre el mundo sublime de los valores, en tanto se siente inclinado a reconocer la existencia de una realidad superior a la que se abre, estando dispuesto a callar y a dejarla hablar. Se entiende así por qué el respeto es la madre de todas las virtudes, pues cada virtud contiene en sí misma una respuesta actualizada al valor de un determinado sector del ser, y supone entonces la comprensión y el entendimiento de los valores.

La respuesta apropiada a lo existente que en su valor se capta contiene a su vez un elemento de respeto. Esa nueva manifestación del respeto responde no sólo al valor de lo existente como tal, sino también al valor particular de un ente determinado, y a su rango en la jerarquía de los valores. Esta nueva forma de respeto abre nuestros ojos al descubrimiento de nuevos valores.

Así, el respeto es, de un lado, un presupuesto para entender y captar los valores y, de otro, una parte central de la adecuada respuesta de valor. De ahí que represente una condición necesaria y, al mismo tiempo, un elemento esencial de todas las virtudes. Es como si en el hombre individual el respeto fuese algo inherente a su esencial carácter de persona creada. Constituye la suprema grandeza del individuo el ser capaz de Dios (capax Dei). Podemos entenderlo en otro sentido: el hombre tiene la capacidad de concebir algo que es más grande que él, de ser atraído y fecundado por ello, y él mismo puede entregarse a ese bien mediante una pura respuesta de valor nacida de su propio querer. Esa esencial trascendencia del hombre lo distingue de una planta o de un animal, ambos exclusivamente inclinados a desplegar su propia esencia. Sólo el hombre respetuoso ratifica conscientemente su verdadera condición humana y su situación metafísica. Asume una actitud ante lo existente que actualiza sólo por su facultad receptiva y su capacidad cognoscitiva, a través de la cual puede ser fecundado por una realidad superior.

El individuo que se acerca a lo existente sin respeto, bien con una actitud de superioridad insolente, presuntuosa, o bien tratándola de una manera superficial y sin tacto, se convierte en una persona ciega para la comprensión y entendimiento adecuados de la profundidad y de los secretos de lo existente y, sobre todo, para una percepción real de los valores. Se comporta como quien se aproxima tanto a un árbol o a un edificio que ya no consigue verlos. En lugar del espacio espiritual que nos distancia del objeto merecedor de respeto, y en lugar del respetuoso silencio de la propia persona que hace posible que lo existente se exprese, el individuo irrespetuoso irrumpe de manera indiscreta e impertinente, con una conversación incesante, sonora y pretenciosa.

El respeto juega un papel especial en el reino de la pureza. La castidad supone esencialmente una actitud respetuosa en relación al secreto del amor entre el hombre y la mujer, una conciencia que impregna la esfera de lo sexual con santo recato, y a la que debiera uno aproximarse sólo con la expresa sanción de Dios. La castidad es incompatible con una actitud general presuntuosa frente a lo existente, ya asuma un carácter frívolo y cínico, ya pueda convertirse en una aproximación íntima, obtusa, ingenua y pagada de sí misma respecto a los secretos del cosmos. La castidad exige estima a la persona amada, a su cuerpo, y profundo respeto a la honda y misteriosa unidad de dos almas en una sola carne, así como al misterio del alumbramiento de una nueva persona.

Puede que no se valore suficientemente la importancia del respeto como actitud fundamental en materia de la educación de la castidad. No podemos esperar que un hombre joven asuma la actitud correcta en la esfera de lo sexual si desatendemos su educación en materia de respeto.

Los impedimentos específicos para el desarrollo del respeto         

Antes de analizar con detalle los medios para el desarrollo del respeto, hemos de examinar brevemente las concretas dificultades para una educación orientada en este sentido, dificultades que en parte surgen durante la pubertad, y en parte provienen de la mentalidad de nuestra época. Los jóvenes, principalmente entre los quince y dieciocho años, tienen el peligro de incurrir en una actitud que pudiéramos denominar histeria de la independencia y del aparentar más de lo que son. El hombre joven demanda independencia y, ante todo, desea imponerse al otro con su superioridad y con su independencia. No quisiera tener que confesar que algo le puede conmover, producir una consideración extrema o sorprender. Se preocupa convulsivamente de jugar el papel del “hombre independiente”, del que todo lo adivina, de quien está por encima de todo haciendo ostentación de una seguridad imperturbable. Pero cuanto mayor es su pretensión de exhibir esa seguridad, más inseguro resulta ser en realidad. Realmente depende por completo del otro, incluso de una manera ilegítima. Imita indiscriminadamente a otros hombres que le suelen imponer por su virilidad, independencia y seguridad, y que le hacen sentir precisamente su dependencia. Confía en conseguir su independencia y superioridad imitándolas en todos sus aspectos. Es el tipo mismo de lo que Dostoievsky ha descrito tan magistralmente en El idiota y en Los hermanos Karamazov. Esa mezcla de complejo de inferioridad, de sufrimiento por sentir que no se ha crecido todavía del todo, de deseo de impresionar exteriormente, como si esa combinación de orgullo e inseguridad y esa inmadurez específica pudiera imponerse con fanfarronería… Todo ello constituye claramente la antítesis del respeto. Esa clase de disposición moral ve en toda respetuosa abnegación un menoscabo, una minimización de la virilidad y de la superioridad verdaderamente independientes. El hombre joven dominado por esa disposición moral se empeña en mostrar una actitud irrespetuosa frente a todo lo que normalmente demanda respeto, sumisión y estima. Propende, además, a hablar de modo irreverente sobre la Santa Iglesia, las obligaciones morales, el matrimonio, etc. Este peligro general del joven, incluso después de la pubertad, constituye uno de los grandes obstáculos a los que se enfrenta la educación para el respeto.

El otro principal inconveniente es la tendencia hacia la falta de respeto propia de la mentalidad de nuestra época. El hombre ya no quiere reconocer su condición de criatura ni quiere confesar su esencial vínculo con algo que está por encima de él. Rechaza la sumisión a obligaciones que no se deriven de su libre consentimiento. Se resiste a considerar de forma respetuosa los grandes bienes como el matrimonio, los hijos y su propia vida. Frente a ellos, no quiere asumir el papel de un mero administrador, sino que por el contrario se arroga un poder soberano y arbitrario respecto de ellos. Contrae matrimonio y se divorcia después como si se tratara de ponerse un guante tras otro. Ya no ve en los hijos un don de Dios, sino que desea establecer por sí mismo su número, controlando los nacimientos. Considera justo acortar su propia vida y la de otros por medio de la eutanasia, si piensa que no son felices. El hombre moderno ya no quiere reconocer a la Providencia sino decidirlo todo por sí mismo. Se orienta hacia un modo de vida en el que ya no se dan ni regalos ni sorpresas, sino que todo lo que le sucede proviene de un plan establecido por él mismo. Rechaza toda autoridad auténtica en la vida social y rehúsa afirmar cualquier autoridad que no se deriva de su propia voluntad, en cuya creación no haya intervenido él mismo.

En este intento moderno de desechar la índole creatural del hombre, de renegar de su condición metafísica, se manifiesta claramente la antítesis del respeto. Dicha mentalidad, que encuentra su expresión filosófica en el existencialismo de Sartre, penetra la vida moderna hasta sus entretelas más sutiles, y el hombre joven respira a cada momento la atmósfera nociva de la falta de respeto. El utilitarismo progresista y el pragmatismo de nuestra vida diaria, la desvalorización del espacio y el tiempo a causa de la técnica moderna, así como el sobredimensionamiento de todo lo individualista, destruyen la conciencia de una realidad autónoma que se nos impone, y aumentan la insana sensación de una ilimitada soberanía del hombre.

A menudo, la destrucción de la actitud respetuosa se provee de canales cuya peligrosidad pasa por alto el educador católico; quizá acontece más bien que no se le antojan como destructivos del respeto.

El educador se queja ciertamente de determinados males: divorcios, control de natalidad, eutanasia, frecuentes suicidios, creciente desvergüenza en la relación que se da entre ambos sexos… Pero probablemente no reconoce la falta de respeto en la raíz de esos males, o bien sólo lo hace cuando pone de manifiesto una amenaza o desconsideración hacia Dios y hacia los valores morales. No percibe claramente la existencia de muchas presiones en nuestra vida moderna que alimentan una actitud irrespetuosa contra cosas que no están directa y expresamente conectadas con la religión y la moral.

Ahí tenemos, por ejemplo, la actitud del hombre moderno hacia el arte y la belleza en general, o la tendencia continuada a apreciar escasamente las formas exteriores, a tomar las cosas a la ligera, a dejarse llevar y, en fin, nuestra forma cotidiana de hablar, las formas descuidadas de expresarse. El hombre moderno ya no encuentra la belleza en la naturaleza y en el arte con el profundo respeto que debiera, como un reflejo de un mundo más elevado y situado sobre él. No se esfuerza por prepararse para una verdadera comprensión de la obra de arte; elude el sursum corda (¡arriba los corazones!) que nos reclama cada “ser encontrados” y cada “ser regalados” por una gran obra de arte. Desearía le fuera ofrecida la belleza como un alimento, como algo que se puede comer, mientras él mismo se relaja corporal y espiritualmente y se pone cómodo. Se mueve entre grandes obras de arte como si constituyeran una simple fuente de placer; no se espanta de transformarlas caprichosamente, de hacer de un cuarteto una pieza de orquesta, o de una novela un guión cinematográfico. Tal actitud respecto de los valores estéticos aparenta ser algo más bien inofensivo en primera instancia, desde el punto de vista moral o religioso, pero en realidad representa un síntoma espantoso de la creciente falta de respeto. El hombre constituye una unidad, y si la falta de respeto descompone un sector de la vida, toda nuestra personalidad se contagia de esa carencia. La falta de respeto y la desidia que tan estrechamente la acompaña, el rechazo a todo esfuerzo mental para entrar verdaderamente en contacto con una gran obra de arte, la renuncia a percibir la belleza sublime de la naturaleza, la aversión contra el indispensable recogimiento espiritual, o la resistencia a emerger de lo periférico y superficial, todo eso es la venenosa semilla que se hará presente, incluso en nuestra vida moral y religiosa.

Esto vale también para la actitud moderna respecto de las formas exteriores en general. El saludo a nuestros prójimos con un apretón de manos, o con el gesto de quitarse el sombrero, constituye una profunda expresión de la exigencia interior de dirigirnos a los otros como personas por un acto comunicativo anterior a la conversación con ellos sobre cualquier tema. Sustituir esa entrega, ese darse, por un ¡Hola! –precisamente la resonancia de aquella actitud descuidada en –passant– o incluso abandonar totalmente esa ofrenda constituye un síntoma típico de la falta de respeto hacia nuestros semejantes, de la conformidad presuntuosa y del abandono.

La camaradería en la relación entre los dos sexos como sustitutivo de la caballerosidad que supone una respuesta auténtica al secreto de lo femenino; la falta de cortesía, virtud que erróneamente se contempla como comportamiento blando y superficial; todo esto constituye igualmente un signo de la pérdida del sentido del respeto. No queremos pasar por alto la influencia destructiva que posee tal descuido de las formas exteriores, tanto de nuestra postura corporal como del ritmo vital de nuestro comportamiento físico. No en vano la liturgia en la oración exige una actitud corporal decorosa; no en balde atribuye San Benito una gran importancia al hecho de que el comportamiento exterior del monje respire dignidad y aquel habitare secum (morar consigo mismo), lo que supone la antítesis de cualquier modo de negligencia y descuido. El comportamiento exterior no es solamente expresión de una actitud interior, sino que posee al mismo tiempo una influencia directa sobre la misma y, cuando menos, facilita la formación de una actitud interior de respeto.

Dos factores representan las raíces de la disolución de las formas en nuestra vida moderna: el utilitarismo, la actitud pragmática que considera todo en función de la consecución de un determinado objetivo, a veces más superfluo que necesario y, en segundo lugar, el ídolo de la comodidad, la persecución desenfrenada del “camino fácil”, que exige el mínimo esfuerzo físico y mental. No obstante, sería completamente desacertado hacer responsable de la falta de virilidad y dominio de sí mismo al ídolo del confort. Nuestra época se distingue, muy al contrario, por los grandes records deportivos y por conceder un valor especial a la educación física. Más bien es la actitud irrespetuosa y soberbia que teme cualquier fatiga y, antes que nada, cualquier esfuerzo espiritual que no haya sido libre y voluntariamente decidido por nosotros la responsable y contraria a lo que nos exigiría el auténtico valor del objeto en cuestión. La liquidación del habitare secum, la difusión de una actitud reservada y la disminución del recogimiento en nuestro comportamiento exterior ha contribuido a esa decadencia de las formas. Por eso hay que tomar más en serio tales factores como algo más que una simple falta de disciplina. Aplicar exclusivamente un entrenamiento hacia el exterior o una disciplina militar nunca podría evitar ese mal. Por el contrario, resulta necesario despertar el sentido de las formas externas como expresión adecuada de la actitud interior del respeto, del comedimiento y de la discretio, formas que nos ayudan, a la vez, a permanecer en esa disposición interior de ánimo.

Pero ante todo, nuestra propia forma de expresarnos, es decir, la manera en que hablamos de las cosas grandes y sublimes, constituye una puerta falsa, causante de la descomposición de nuestra actitud hacia el respeto. Y en esto es el propio educador religioso muchas veces el culpable. En el desafortunado, aunque bien intencionado intento de hacer a los hombres más cercana la esfera religiosa, se traslada el mundo sublime de lo sobrenatural a una forma trivial de hablar que contribuye a socavar la discretio y el respeto. Se conversa sobre las cosas santas en jerga, en lugar de seguir el ejemplo de la liturgia, que se acerca a lo divino con palabras llenas de veneración respetuosa y elevada, que nos alza sobre nuestra propia estrechez y nos introduce en la luz de Cristo (lumen Christi), convocándonos a un sursum corda.

¡No nos engañemos! Aunque podamos destacar todavía muy frecuentemente la necesidad del respeto a Dios y al conjunto de la esfera sobrenatural y religiosa, en realidad sucede que las expresiones y la falta de respeto, que se extienden y que conducen a una presuntuosa confianza con Dios, hurtan al mismo tiempo su sustancia, la que deseamos edificar en el alma del hombre joven. De esta forma, desbaratamos nuestro propio empeño.

Los medios para el desarrollo del respeto        

A la vista de las dificultades mencionadas, sólo podemos esperar que se renueve y conserve el respeto en los jóvenes si los rodeamos de una atmósfera llena de respeto hacia todas las cosas que lo merecen. Tenemos que abstenernos de todo uso del idioma y de toda expresión que suene a irreverente, y desistir de todos los compromisos con las múltiples formas modernas de presentación de la falta de respeto, mostrando a los jóvenes un estilo de vida impregnado de una profunda actitud favorable al respeto debido.

Además, deberíamos guardarnos cuidadosamente de cualquier compromiso con la obsesión por la independencia y el afán de aparentar antes descritos. El educador no debe servirse de una jerga descuidada con objeto de hacerse comprender mejor por la gente joven. Muy al contrario, debería esforzarse en todo momento por hacer desaparecer esa especie de encogimiento, y ese estar cautivo de los respetos humanos que le llevan a hacer el ridículo al querer ser visto como “mamaíta” ante el niño mimado, con toda esa pseudo-masculinidad y apocamiento.

El ideal de imponerse a otros por medio de la independencia y la superioridad debiera hacer patente siempre que en realidad nos encontramos ante la consecuencia obligada de una completa dependencia respecto de la opinión de otros, como fruto del respeto humano y como un encerramiento en la propia persona sin sentido alguno. Debiéramos igualmente presentar a los jóvenes, una y otra vez, la grandeza de la humildad, del arrepentimiento, de la obediencia y de la auténtica libertad, que solamente poseen los humildes y temerosos. Deberíamos ser conscientes del peligro que resulta de fortalecer en los jóvenes el ídolo de su masculinidad, mediante una insistencia exagerada en el auto-dominio y en la apelación a su honor para motivar un comportamiento moral. El temor a mostrar cualquier tipo de emoción honda –aquella actitud que muestra el llanto como algo de lo que uno debería avergonzarse con independencia de su causa y modo– debería no sólo no ser apoyado sino más bien combatido. Indudablemente ese ídolo de masculinidad será utilizado como medio y contribuirá a la obtención de ciertos resultados. Con ello puede conseguirse el objetivo inmediato, pero esa motivación a la que servimos para evitar riesgos mayores se manifestará a la larga como algo funesto.

Aún hemos de desarrollar todos los puntos anteriores en relación a la castidad de manera pormenorizada. El significado fundamental del respeto en esta materia ya ha sido mencionado anteriormente. Quisiera añadir que la mayor parte de los desvaríos cometidos hoy en materia del sexto mandamiento no hay que achacarlos a la desbordante vitalidad y a los indomables instintos, sino a una falta de respeto. Por eso, una de las tareas más importantes de la educación en la castidad es volver a despertar una actitud respetuosa ante el misterio que rodea la esfera sexual. A esto pertenece, en primer lugar, el modo en el que el niño toma conocimiento de esa esfera. Toda explicación “neutral”, que exponga esta materia desde puntos de vista predominantemente biológico-científicos, es incapaz de producir tal actitud de respeto; más bien al contrario, destruye el sentido del misterio propuesto en ese campo. Semejante interpretación no conseguirá acallar la especial fuerza de atracción de esa esfera, ni tampoco situar el punto de vista neutral que se utiliza de forma temática, por ejemplo, en medicina, en lugar de su peligroso encanto. Tal interpretación, por otro lado, tampoco sería deseable desde el punto de vista moral y religioso. Se trata de un intento de superar el riesgo moral de la impureza desde abajo en lugar de desde arriba, lo que en todo caso constituye una actitud equivocada. El enfoque exclusivamente biológico y neutral en este campo no considera, en primer lugar, los riesgos emergentes que amenazan una visión verdadera y auténtica, y exige una actitud no deseable; en segundo lugar, se trata incluso de un medio incapaz para guardar la castidad.

Por el contrario, debería enseñarse al niño esa esfera, según su capacidad moral, cuando haya alcanzado la edad correspondiente y resulte imprescindible explicarle ciertas cosas. Se le debe anunciar como la expresión misteriosa del amor supremo entre hombre y mujer, como la unión más elevada a cuya hondura y belleza está permitido acercarse sólo con una sanción especial de Dios. Deberá presentarse a la luz del matrimonio y su carácter sacramental, bajo la analogía de la unión de Cristo con su Iglesia.

La necesidad de mantener dicha esfera a una distancia respetuosa deberá destacarse y presentarse sobre el fondo de la belleza del sentido que Dios le ha dado, y de la unidad entre el amor, la pasión y el sentimiento. Solamente a través de una estima reverente ante la grandeza y profundidad del misterio que este dominio encierra en el lugar asignado por Dios, en la comprensión de su valor positivo, se podrá descubrir el misterio de maldad (mysterium iniquitatis) que todo abuso en ese campo comporta de suyo.

No debemos comenzar con la mera insistencia sobre el pecado que encierra cada acto ilegítimo en este ámbito. No debemos hablar sobre ello con los jóvenes, utilizando expresiones que convierten toda esta esfera en el reino del diablo. Una actitud de ese tipo no puede constituir jamás el fundamento de la castidad auténtica y verdadera. ¿Cómo podría ensalzarse algo tan negativo y elevarlo a la dignidad propia de un sacramento? Muy al contrario, sólo en la medida en que se ilumine la grandeza misteriosa de esta esfera, en su función de donación propia, suprema y recíproca, y en el aspecto de la unión de dos individuos en una sola carne, podrá aparecer con claridad el carácter terrible de cada apartamiento de ese dominio, así como la pecaminosidad de toda aproximación a él no sancionada expresamente por Dios.

En esta materia, nuestra meta debe ser no hurtar el carácter misterioso ni inmunizar su peligrosidad tentadora mediante reflexiones científicas, sino imprimir un santo temor y respeto hacia ella en el alma de los jóvenes; llevarles a considerar todo esto como un huerto cerrado (hortus conclusus), hasta que Dios les llame para entrar en el misterioso terreno del matrimonio.

Dietrich von Hildebrand, dialnet.unirioja.es/

Traducido por: José María Barrio Maestre

Daniel Tirapu Martínez

I.           Planteamiento

Resulta interesante comprobar que tanto el Código de Derecho Canónico de 1983 como el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica tienen su puerto común en el Concilio Vaticano II.

La Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulga el Código reconoce con toda claridad que las aportaciones del Concilio Vaticano II exigían la reforma del Código de 1917, que finalizaría en la promulgación de un nuevo Código [1]. En este sentido el nuevo Código es un instrumento que pretende ajustarse a la naturaleza de la Iglesia tal y como es presentada por el Magisterio del Concilio Vaticano II, de modo especial en su doctrina eclesiológica. Por ello, las notas de  novedad presentes en su doctrina eclesiológica, constituyen también la novedad del Código. Entre estas aportaciones merece la pena destacar: a) la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, y a la autoridad jerárquica como un servicio; b) la doctrina que presenta a la Iglesia como communio, especialmente en las relaciones que se dan entre Iglesia universal e Iglesias particulares, entre la Colegialidad y el Primado; c) finalmente, de vital importancia para nuestro tema, la doctrina de que todos los miembros de la Iglesia, participan del triple oficio de Cristo, doctrina que enlaza con la que se refiere a los derechos y deberes de todos los fieles, especialmente de los laicos [2].

La Constitución apostólica Fidei Depositum para la publicación del Catecismo de la Iglesia católica explica cómo el Concilio Vaticano II se fijó «como principal tarea la de conservar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para esto, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino ante todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la fe» [3].

En la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada el 25 de enero de 1985, los Padres del Sínodo expresaron el deseo de «que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en los diversos países. La presentación de la doctrina debía ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» [4].

La misma Fidei Depositum pone en  estrecha relación las aportaciones del Código y del Catecismo, precisamente por su vinculación con el Concilio Vaticano II: «tras la renovación de la liturgia y el nuevo Código de Derecho canónico de la Iglesia latina y  de los cánones de las Iglesias orientales católicas, este Catecismo es una contribución importantísima en la obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II» [5].

Por ello puede ser de interés analizar la doctrina sobre los laicos que presenta el nuevo Catecismo y su relación con el Código de 1983 [6].

Téngase además en cuenta que prácticamente hasta el Concilio Vaticano II había primado en la doctrina canónica y teológica una definición negativa del laico: bautizado que no es clérigo, ni religioso. Con sentido del humor se ha dicho que la posición del laico, hasta hace poco, se caracterizaba por dos notas: hallarse bajo el púlpito y de rodillas ante el altar. Algunos añadían una tercera nota: echar la  mano al bolsillo para la colecta.

El Vaticano II, principalmente en las Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pone las bases para un tratamiento digno y correcto del estatuto y misión de los laicos en la Iglesia, redescubriendo precisas conexiones con la dignidad y acción apostólica de los primeros cristianos.

II.         Definición, vocación y misión de los laicos en el nuevo catecismo

Por laico se entiende a todo cristiano, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, por tanto, cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de  Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el Pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo [7].

Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. De modo especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza de Dios [8].

La iniciativa de los laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir los medios para que las exigencias de la doctrina y la vida cristiana impregnen las realidades sociales, políticas y económicas [9]. Es precisamente a través de las relaciones y su trabajo en el mundo donde encuentran su punto de unión las difíciles  relaciones entre Iglesia-mundo. Las realidades  familiares, profesionales, sociales, políticas y económicas no  son tareas eclesiales, pero adquieren la nota de eclesialidad en la medida que constituyen la vocación y misión propia y genuina de los laicos.

Dos son los peligros que acechan al quehacer del laico: a) el laico dedicado a tareas exclusivamente eclesiales, abandonando sus responsabilidades profesionales, sociales, económicas, culturales y políticas; b) la separación en el laico entre Fe y vida, entender la Fe como actividad de conciencia y separarla de la vida social [10].

Como todos los fieles, los laicos están llamados por Dios al apostolado por virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen el derecho y el deber, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje cristiano sea conocido y recibido por todos los hombres. En la  Comunidad eclesial su acción es tan necesaria que sin ella, el apostolado de los Pastores no puede obtener su plena eficacia [11].

Los laicos participan, según su condición, en la triple misión sacerdotal, profética y real de Cristo:

a)        Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo a través de todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el espíritu, incluso las molestias de la vida, asumidas con paciencia; todo ello se convierte en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo cuando se unen a la ofrenda del Señor en la celebración de la Eucaristía, consagrando el mismo mundo a Dios [12]. De modo muy especial los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos [13]. También los laicos, con las condiciones requeridas, pueden ser admitidos a ciertos ministerios [14].

b)        Los laicos también participan de la misión profética de Cristo, evangelizando con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. Esta evangelización de los laicos adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo [15].

Los fieles laicos idóneos y formados para ello pueden colaborar en la formación catequética (CIC cc. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (CIC c. 229), en los medios de comunicación social (CIC c. 823, 1). Tienen también el  derecho e incluso el deber de manifestar a los pastores su opinión sobre el bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, con el debido respeto y salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres (CIC c. 212, 3) [16].

c)         Finalmente, los laicos participan en la misión real de Cristo. Los fieles laicos han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, impregnando de valores morales la cultura y las realidades humanas [17].

Los laicos pueden ser llamados a colaborar con sus pastores en tareas propiamente eclesiales: pueden cooperar a tenor del derecho  en el ejercicio de la potestad de gobierno (CIC c. 129,2), con su presencia en los Concilios particulares (CIC c. 443, 4), en los Sínodos diocesanos (CIC c. 463), en los Consejos Pastorales (CIC cc. 511, 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (CIC c. 517, 2), en la celebración de los Consejos de asuntos económicos (CIC c. 492, 1); la participación en tribunales eclesiásticos (CIC c. 1421, 2) [18].

En cualquier caso los fieles deben aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía recordando que en cualquier cuestión temporal han de  guiarse por la conciencia cristiana. Ninguna actividad humana puede sustraerse a la soberanía de Dios, así todo laico es testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma [19].

III.        Derechos del fiel en el nuevo código

Los derechos del cristiano en la Iglesia han sido tema de creciente atención   para   los  canonistas a partir de los años 50, con la inicial preocupación por la posibilidad de existencia del derecho subjetivo en la Iglesia; será con las aportaciones del Vaticano II cuando la cuestión tome carta de naturaleza entre los canonistas [20]:

a)        En primer lugar estarían quienes, preferentemente preocupados por el orden eclesial, verían en los derechos del fiel el riesgo de su instrumentalización, poniendo en entredicho el principio jerárquico. Tales posturas olvidan que los derechos responden a la condición jurídica primaria del fiel en la Iglesia, y que son expresión del orden fundacional y fundamental del Pueblo de Dios.

b)        Otros autores llegan a considerar los derechos del fiel desde un punto de vista exclusivamente historicista, asimilando sin más la doctrina del positivismo iluminista de los derechos políticos en la comunidad eclesial.

Si hubiera que valorar la respuesta que el reciente Código ha dado al tema de los derechos del fiel, es bien clara en sentido afirmativo. La Sacrae Disciplinae Leges indica que una de las principales aportaciones del Código y de la eclesiología del Concilio, es la consideración de la igualdad radical de los miembros del Pueblo de Dios y los derechos y deberes de los mismos recogidos en los cc. 208 y siguientes.

Entre tales derechos podemos enunciar los siguientes:

1. Todos los fieles cristianos son verdaderamente iguales en dignidad y acción en la edificación de la Iglesia (c. 208);

2. Tienen derecho a evangelizar y extender el mensaje cristiano (c. 211);

3. Tienen derecho a manifestar a los pastores de la Iglesia sus necesidades y manifestar sus opiniones para el bien de la Iglesia (c. 212);

4. Derecho a recibir de los Pastores la Palabra de Dios y los sacramentos;

5. Derecho a tributar culto a Dios según su propio rito, elegir y practicar su propia forma de vida espiritual (c. 214) conforme con la doctrina de la Iglesia; 

6. Derecho de asociación y de reunión para fines cristianos (c. 215);

7. Derecho a participar, promover y sostener la acción apostólica con iniciativas propias (c. 216);

8. Derecho a una educación cristiana en sus aspectos religioso y humano (c. 217);

9. Libertad de investigación y difusión de sus opiniones teológicas o canónicas, con la debida sumisión al Magisterio de la Iglesia (c. 218);

10. Inmunidad de coacción en la elección del estado de vida (c. 219);

11. Derecho a la buena fama y a la propia intimidad (c. 220);

12. Derecho a reclamar y defender sus derechos en la jurisdicción eclesiástica, a un juicio justo, a no ser sancionado con penas canónicas, si no es conforme con la norma legal (c. 221).

Entre los principales deberes de los fieles estarían:

1. Obligación de mantener la comunión con la Iglesia y cumplir las leyes eclesiásticas (c. 209);

2. Deber de esforzarse en llevar una vida santa, cada uno según su propia condición, así como extender el mensaje cristiano (cc. 210- 211);

3. Deber de observar con obediencia cristiana el Magisterio de la Iglesia (c. 212);

4. Deber de ayudar con sus bienes a la Iglesia en sus necesidades, promover la justicia social y ayudar a los pobres (c. 222).

Además de los derechos y obligaciones referidos a los fieles, los laicos (cc.  224-231) están llamados de modo específico a impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del evangelio, mediante su propio trabajo y en el ejercicio de sus tareas cotidianas. Tienen un especial deber, quienes han contraído matrimonio, de dar testimonio en el mundo a través del matrimonio y la familia: son los primeros responsables en la educación cristiana de sus hijos.  Los fieles laicos tienen libertad en cuestiones temporales, pero han de actuar siempre con conciencia cristiana y evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables (c. 227). Tienen, finalmente, capacidad para ser llamados a determinados oficios eclesiásticos, derecho a obtener grados académicos en las Facultades eclesiásticas, y quienes se dedican de modo permanente o temporal a un servicio especial de la Iglesia tienen derecho a una correcta retribución (c. 231).

Para finalizar quisiera exponer tres puntos de vista en la actual formalización del estatuto jurídico de los laicos:

a)        Para algunos autores el carácter fundamental de los derechos del fiel se habría visto empañado al no haberse promulgado la Ley Fundamental de la Iglesia. La ausencia en la Iglesia de  una constitución formal no impide discernir en el nuevo Código el especial relieve de los contenidos materiales de Derecho constitucional canónico. El problema surge de que en el nuevo Código, los contenidos constitucionales están mezclados con normas no constitucionales, y por ello, existe el peligro de una captación de los contenidos de todos los cánones en el mismo plano, prescindiendo del nivel material-formal de las normas contenidas en el mismo. Como señaló Lombardía «para la solución de este problema es necesario delimitar, ante todo, el ámbito de lo constitucional en un sentido material; es decir, cuáles son los principios del Derecho canónico que tienen la virtualidad de constituir al conjunto del Pueblo de Dios  en una sociedad jurídicamente organizada. En este sentido puede afirmarse, en líneas generales, que son constitucionales  aquellas normas que definan la posición jurídica del fiel en la Iglesia, en cuanto que formalizan sus derechos y deberes fundamentales. También son constitucionales las normas que fijan los principios jurídicos acerca del poder eclesiástico y de la función pastoral de la jerarquía, constituyendo así a la Comunidad de los creyentes en una sociedad ordenada jerárquicamente. Finalmente son también  constitucionales las normas fundamentales que aseguran, tanto la tutela de los derechos y la exigibilidad de los deberes de los fieles, como un régimen jurídico del ejercicio del poder, para que tal función no dé ocasión a la prepotencia de los gobernantes respecto de los gobernados; sino que por el contrario, el ejercicio del poder sea una función de servicio a la comunidad» [21].

b)        Una cuestión capital para comprobar la verdadera eficacia de los derechos del fiel es la de los sistemas de garantías y recursos de tales derechos; de ahí la necesidad de contrastar el cotidiano ejercicio del poder eclesiástico con el carácter fundamental y prevalente de los derechos de los fieles. Tales derechos constituyen una manifestación de la necesidad de regular ordenadamente el ejercicio del poder. Es por ello «que la mejor vía para la defensa de los derechos fundamentales son los recursos jurídicos. Al respecto debemos señalar que la situación deja mucho que desear. No hay medios rápidos y eficaces para garantizar los derechos de los fieles (…). Puede hablarse de una acusada indefensión de los derechos del fiel. Faltan recursos y falta sensibilidad en los jueces» [22].

c)         Finalmente, conviene destacar la presencia de algunos derechos del fiel que son verdaderos derechos humanos, o derechos naturales en el ordenamiento canónico. En el Código actual  se recogen algunos de esos derechos naturales con plena vigencia en la Iglesia; por ejemplo los reconocidos en los cc. 220 y 221: el derecho a la buena fama, a la intimidad y el derecho a la protección judicial.

Daniel Tirapu Martínez, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.         Cfr. Const. Ap. Sacrae Disciplinae Leges, en «Código de Derecho Canónico», Pamplona 1983, p. 33.

2.         Cfr. ibídem, pp. 39-41.

3.         Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo de la Iglesia Católica», Madrid 1992, p. 7.

4.         Declaración final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre 1985, II, B, a, n. 4: Enchiridion Vaticanum, vol. 9, p. 1758.

5.         Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo… cit.», p. 9.

6.         Vid. D. TIRAPU, Los derechos del fiel como condición de dignidad y libertad del Pueblo de Dios, en «Fidelium Iura», 2 (1992), pp. 31 y ss.

7.         Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 897.

8.         Cfr. Catecismo… cit., n. 898.

9.         Cfr. Catecismo… cit., n. 899.

10.          Cfr. Christifideles laici, n. 8.

11.          Cfr. Catecismo… cit., n. 900.

12.          Cfr. Catecismo… cit., n. 901.

13.          Cfr. Catecismo… cit., n. 902; CIC c. 835,4.

14.          Cfr. Catecismo… cit., n. 903. «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la Sagrada comunión, según las prescripciones del Derecho» (CIC, c. 230,3).

15.          Cfr. Catecismo… cit., n. 905.

16.          Cfr. Catecismo… cit., nn. 906-907.

17.          Cfr. Catecismo… cit., n. 909.

18.          Cfr. Catecismo… cit., n. 911.

19.          Cfr. Catecismo… cit., nn. 913-914.

20.          Vid. para toda esta cuestión, Les droits fondamentaux du Chrétien et dans l'Église dans la societé, Friburgo 1981; especialmente P. LOMBARDÍA, Los derechos fundamentales del cristiano en la Iglesia y en la Sociedad, en «Les droits…» cit., pp. 15 y ss.

21.          P. LOMBARDÍA, Lecciones de Derecho canónico, Madrid 1984, pp. 74-75.

22.          J. HERVADA, Pensamientos de un canonista en la hora presente, Pamplona 1988, pp. 124-125.