El Housin Helal Ouriachen

Introducción

Este artículo no trata sobre las divergencias y contradicciones del Jesús teológico, sino sobre las fuentes literarias y materiales que han sido usadas para valorar la existencia de un personaje marginal pero especial, nacido en la Palaestina romana entre el año 6 y el 4 a.C., en vida de Herodes el Grande. No se sabe gran cosa sobre su infancia y, menos aún, tras cumplir los trece años de edad, cuando se impone un amplio silencio histórico hasta su reaparición en la vida pública con treinta años (1). Dieciocho años después, un tal Jesús comienza su prédica hasta su crucifixión, transcurso que habría abarcado tres años (2), de los cuales los últimos seis meses comprenden los hechos históricos y teológicos que suceden en Jerusalén (3), donde la mayoría de las fuentes escritas y materiales centran casi toda su información; a este respecto, cabe citar los siguientes documentos (4):

Literatura no cristiana

• Thallos, escrito (a. 52), citado por Julio Africano, Cronografía, 18.1 (s. III).

• Mara Bar Serapion, escrito (c.73; primera mitad del s. II; s. III), recogido en un manuscrito siriaco del s. VII.

• Flavio Josefo, Antiquitates iudaicae: XVIII.63; XX.200; Bellum Iudaicum: V.11.1 (aa. 90-95).

• Plinio el Joven, Epistolarum ad Traianum Imperatorem cum eiusdem Responsis liber X, 96 (aa. 111-112).

• Publio Cornelio Tácito, Anales: XV.44 (aa. 100-116).

• Cayo Suetonio Tranquilo, De Vita Caesarum. Divus Claudius, XXV.4 (aa. 120-121).

• Autor anónimo de origen judío, Acta Pilati (s. II), citado por Justino, Apología: I.35; y, por Eusebio, Historia Eclesiástica, I.IX; IX.V.

• Luciano de Samosata, Proteo; La muerte de Peregrino; Parábolas en Galerius, Numenius (aa. 160-180), escritos citados por Orígenes, Contra Celso (primera mitad del s. III).

• Galeno de Pérgamo, De pulsuum differentiis, ii.iii (aa. 150-200)

Las fuentes romanas y judías, que no serían partidistas, sólo ofrecen alusiones breves y generales sobre los cristianos y no tanto sobre Jesús, y, en algunos casos, contienen interpolaciones (5) e incluso resultan confusas, puesto que no aclaran a qué Mesías o

Cristo se refieren. De hecho, los pasajes de Flavio Josefo, las principales evidencias, no eran conocidas por los primeros padres patrísticos ni por Orígenes, es más, éste copia otro texto josefiano sobre un tal Jesús (6), mientras que Eusebio debió de haber tenido constancia sobre alguno de estos pasajes (7), cuya posición sería sumamente incierta en la estructura narrativa de las Antigüedades Judaicas, pues, no es la misma que se tiene actualmente; en todo caso, varios escritores cristianos, que recurrieron al testimonio flaviano entre los s. IV y VII, no dudaban de su autenticidad (8).

Escrituras esenias

• Libros sectarios, interestamentarios y del Tanaj (aa. 250 a.C.-66).

• Carta sobre la “Crucifixión Vista por un Testigo” (c. 37).

La literatura esenia menciona a un “Maestro de Justicia” que se ha intentado identificar con Jesús, si bien aquella figura vivió a principios del s. II a.C (9), además de ello, los rollos del Mar Muerto no contienen escritos neotestamentarios, salvo que se acepte la correspondencia del papiro 7Q5 con Marcos 6, 52-53; en cualquier caso, nada aporta al relato biográfico de Jesús. Si bien la carta esenia, de origen dudoso, fue redactada siete años después de la crucifixión, siendo su contenido coincidente con los hechos evangélicos, pero su explicación es racionalista, ya que presenta a un Jesús humano que fue rescatado de la cruz por sus seguidores esenios, muriendo finalmente por las heridas y por la terquedad a no reponerse de ellas (10). No obstante, dicha carta no da información para probar su veracidad, e incluso sus coincidencias resultan altamente sospechosas.

¿Posibles testimonios?

• Tablas del censo del gobernador Quirinius (a. 7).

• Silencio histórico en los escritos de Justo de Tiberíades, Filón de Alejandría y Matías, historiador y padre de Josefo (aa. 20-60).

• Fuente Q (aa. 40-60).

• Evidencias materiales: pórtico del templo bíblico, cerámicas, baños, monedas, espadas, sepulturas, sinagogas, palacio Asmoneo, estanques, torres, huerto de Getsemaní, osario de Santiago, hermano de Jesús, casa y restos funerarios del sumo sacerdote Caifás y un largo etcétera (s. I). Fuera de Jerusalén o de Aelia Capitolina, la casa de Pedro y una inscripción sobre Poncio Pilatos, prefecto de Judea (aa. 26-36), encontradas Cafarnaún y en Caesarea; y, por lo general, los yacimientos arqueológicos vinculados a la vida de Jesús, a saber, Escithópolis, Genesaret, Tiberíades, Nazaret, Belén, Cafarnaún, Betsaida, Séforis, Magdala, Corazeín, Naín, Jericó, Ramá y Gadara (11).

Lucas menciona un censo del Imperio bajo el emperador Augusto, aunque tales tablas carecen de confirmación literario-arqueológica, por lo que no pueden ser consideradas como una evidencia histórica; los escritores coetáneos no anotan nada sobre Jesús ni sobre sus seguidores, ya fuera por ignorancia u omisión, pero si se refieren a Pilatos y a ciertos grupos religiosos; y, la Quelle sería una hipotética reconstrucción científica de un documento en el cual se pudieron cimentar los evangelios sinópticos y el evangelio apócrifo de Tomás (12).

La mayoría de los vestigios materiales sólo permiten establecer cómo era el contexto histórico de la Jerusalén del s. I, mientras que el resto ha sido identificado con ciertos personajes y edificios que aparecen en los evangelios, si bien esto provocó enormes polémicas en algunos casos, como resultado del interés acientífico de la arqueología, de ahí que se haya podido hallar Nazaret, Cafarnaún y otras localizaciones, cuando no hay constatación de ellas en el Talmud, el AT, Flavio Josefo y en la patrística, porque serían objeto de invención o de tergiversación, precisamente, sí se tiene conocimiento sobre Nazaret a partir del sínodo de Nicea, de hecho, Eusebio de Cesarea ya la había citado a comienzos del s. IV, describiendo dicha población de manera confusa y nada concreta, cuando en realidad no es un concepto geográfico (13).

Tradición neotestamentaria

• Pablo de Tarso, siete epístolas de las 14 atribuidas en el NT: 1 Tesalonicenses, Filipenses, Gálatas, 1 y 2 Corintios, Romanos y Filemón (aa. 51-65).

• Fragmentos de San Marcos 7Q5, de Qumrán (c. 50).

• 2 Pedro, Hechos, Romanos, 1 Timoteo, Santiago, de Qumrán (aa. 50-68).

• Evangelio sinóptico de Marcos (aa. 68-71).

• Evangelio sinóptico de Mateos (aa. 80-90).

• Evangelio sinóptico de Lucas (aa. 85-90).

• Fragmento de la carta a los Hebreos de la Biblioteca Nacional de Viena (finales del s. I).

• Evangelio canónico de Juan (c. 100).

• Papiro P64 o Magdalene Gr-17 de Oxford, con capítulos de Mateo (aa. 45-65; a. 60; c. 75; a. 200).

• Papiro P52 o de John Rylands Library nº 457, con partes del evangelio de Juan (aa. 80-90; aa. 100-130).

• Papiro P45 de Chester-Beatty (aa. 85-150; antes del a. 250), con capítulos de los cuatro evangelios y de los Hechos de los apóstoles.

• Papiro P66 de la Bibliotheca Bodmeriana con gran parte del evangelio de Juan (a. 125; a. 200).

• Papiro P90 o de Oxyrhyncus nº 3523 con pasajes del evangelio de Juan (s. II).

• Papiro P4 de Paris (finales del s. II), con pasajes de Lucas.

• Papiro P67 de Barcelona (finales del s. II), con fragmentos de Mateo.

• Papiros Bodmer 14-15, designados como P75 (aa. 175-225), contienen partes de Lucas y de Juan.

• Papiro P46 de Chester-Beatty (a. 200), con las epístolas de San Pablo.

• Papiro P20 (s. III), con pasajes de Juan.

• Códice Sinaítico, Londres (c. 300).

• Códice Vaticano, Roma (c. 350).

• Papiro P37 (s. IV), con capítulos de Mateo.

• Papiro P. Duk inv. 811 (s. V), sólo la parte inicial del evangelio de Mateo.

• Códice Alejandrino, Londres (s. V).

• Códice Efrén Rescripto, Paris (s. V).

• Códice Bezae, Cambridge (s. V).

• Códice Freer (s. V).

• Papiro P73 de Bodmer (s. VII), con un texto de Mateo.

Literatura apócrifa

• Papiro de Oxyrhyncus nº 840 (s. I).

• Evangelio secreto de Marcos (aa. 125-175), citado por Clemente de Alejandría.

• Papiro Egerton 2 (anterior a. 150; c. 200).

• Evangelios judeocristianos (s. II).

• Los códices de Nag Hammadi (aa. 120-200; posteriores al a. 150; ss. IV-V) y, en particular, la Didaché y los evangelios de Felipe, Pedro, María Magdalena, Tomas y Judas, Diálogos del redentor, la carta de Santiago (finales del s. I y primera mitad del s. II); el Pistis Sophia, la Sabiduría de Jesús y los evangelios gnósticos de Marción, Taciano, Valentín y Ammomio (s. II); y, los evangelios árabe y armenio de la Infancia (s. V).

Esta documentación aporta un cierto grado de historicidad sobre Jesús y su contexto histórico, si bien los datos suelen ser superficiales, generales y, en ciertos casos, muy poco fiables a nivel biográfico, puesto que los primeros testimonios escritos surgen treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años después de la crucifixión, dependiendo de las cronologías establecidas, amplia demora que, entre las décadas finales del s. I y la primera mitad del s. II, fue explicada por Papías de Hierápolis, según este obispo, en los tiempos apostólicos, se prefería el testimonio oral que el libro escrito, es decir, el contacto directo, de primera mano, de aquellos que llegaron a conocer a Jesús, desde el inicio, y que luego se dedicaron a propagar su testimonio entre sus discípulos hasta su desaparición (14). Esto contrasta con las catorce epístolas atribuidas a Pablo y dos a Pedro, considerando a siete de ellas como pseudopaulinas, posteriores y sin autoría, y a la carta 1 Pedro como una copia del s. IV (15), mientras que la carta 2 Pedro 7Q10 fue escrita por Pedro y las otras siete por Pablo entre los años 51 y 64. En realidad, no es una cifra excesiva de años, pero Pablo comete errores y contradicciones que dan a entender el gran desconocimiento que éste tenía sobre el Jesús histórico, porque no conoció a Jesús ni la Palaestina de la primera mitad del s. I, pero tampoco menciona los discursos, sermones, milagros, personas y eventos de la Pasión, por estas causas, las referencias son escasas, superfluas y, en ciertos casos, colisionan con los pasajes evangélicos; pues, la idea paulina es la creación de un Jesús teológico que permita el acercamiento al mundo pagano desde los cultos mistéricos, en la misma línea, se encuentra la visión cristológica del evangelio de Juan. Por tanto, los “primeros escritos” hablan del Cristo cósmico, que aparece de manera general en la literatura cristiana del

s. II, y, no del Jesús humano que se describe en los evangelios sinópticos después de la generación apostólica; esto es, entre los años 65 y 95 (16).

Sin embargo, algunos sectores historiográficos han argumentado que el evangelio de Marcos, el más antiguo, se basó en la tradición oral y en un relato sobre la Pasión que habría sido redactado en el año 35; los evangelios de Mateos y Lucas se apoyaron en Marcos y en el documento Q, una fuente de dichos que fue reconstruida de manera científica a partir de la coincidencia entre ambos textos sinópticos, por esta razón, se ha argumentado una hipotética fuente común que habría sido escrita entre los años 40 y 60; y, a diferencia de los demás evangelios, la versión tardía de Juan fundamenta su discurso teológico en el supuesto “evangelio de los Signos”, confiriendo una compleja cristología de tradición eclesial que rompe con el Jesús humano, de ahí que el escrito Hechos de los apóstoles intente aunar la visión histórica de los evangelios sinópticos con el Cristo paulino-joanico (17).

Los evangelios del NT ofrecen pocos datos bibliográficos y, lo peor de todo, es que la información resulta sumamente contradictoria, además de ello, se sabe que ni Mateo ni Juan fueron apóstoles, y, los otros dos, Marcos y Lucas, no conocían Palaestina ni fueron discípulos, sino tan sólo serían acompañantes de unos supuestos apóstoles, tal y como ellos lo apuntan. Pero es que muchos Padres de la Iglesia no sabían quiénes eran los autores de los evangelios canónicos, de hecho, a mediados del s. II, Justino los designa como Memoria de los apóstoles, y, en el año 175, Tatiano redacto un texto con partes de cuatro evangelios que fue llamado Diatessaron, aunque, entre fines del s. I e inicios del s. II, Clemente de Roma, Policarpo de Esmirna, Ignacio de Antioquía y otros ni siquiera los citan, como si no supiesen de su existencia, quizás, careciesen de la divulgación necesaria, pues, hacia el año 180, Ireneo de Lyon fue quien les atribuyó de forma arbitraria sus respectivos nombres (18), con el objeto de que se difundiesen  a modo de bloque tetraédrico, decisión tardía que fue tomada cuando existían otros textos que tenían otras comunidades cristianas y que los Padres de la Iglesia habían aceptado hasta que los evangelios canónicos concluyeron eclipsándolos desde el año 190, siendo descartados en el concilio de Nicea, como consecuencia de una selección teológica trabada por el clero católico en el año 325, de ahí que fueran tratados como apócrifos, de los cuales cabe distinguir los gnósticos y los judeocristianos. Si bien la mayor parte de estos escritos no aportan información válida sobre Jesús, ya que son posteriores a la primera mitad del s. II, salvo el evangelio de Pedro, el papiro Egerton 2, el papiro de Oxyrhyncus nº 840, el evangelio secreto de Marcos y el evangelio de Tomás, sobre los que no hay una datación unánime, pero alguno de ellos se pueden fechar entre finales del s. I y principios del s. II, porque contienen datos auténticos de carácter fragmentario que se confirman en los evangelios canónicos (19).

Escritos patrísticos (ss. I-II)

• Escritos sin autoría: Didaché/Enseñanza del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles, epístola a Diogneto y carta a Barnabas (segunda mitad del s. I-primera mitad del s. II).

• Hermas, el Pastor de Hermas (primeras décadas del s. II).

• Papías de Hierápolis, Exposición de las Oráculos del Señor (primera mitad del s. II), escrito perdido, citado por Ireneo, adversus Haerenses, V.33.3.4 (finales del s. II); y, por Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, III.39 (s. IV).

• Ignacio de Antioquía, carta a los Trallianos: IX.1.2; carta a los Efesios: VII.1.2; carta a los Romanos: VI.1.3. (aa. 95-107).

• Arístides de Atenas, escrito apologético (aa. 120-130).

• Justino, Diálogo: 8, 6; Apología (aa. 130-155).

• Hegesipo de Jerusalén, Historia Eclesiástica (aa. 160-180), citada por Eusebio.

• Atenágoras de Atenas, Súplica a favor de los cristianos (c. 177).

• Teófilo de Antioquía, Autolycus (aa. 177-180)

• Ireneo de Lyon, adversus Haerenses (c. 180).

• Clemente de Alejandría, Epístolas 1 y 2 (a. 190).

• Tertuliano, Apologeticus; Adversus Iudaeos (aa. 170-200).

Los Padres apostólicos no mencionan a un Jesús histórico como base de su creencia, sino a un Jesucristo judeo-helenístico que nada tiene que ver con el Mesías judío, tal y como demuestran los escritos de Justino, donde Cristo es sólo un concepto filosófico del que no otorga referencia histórica alguna, pues, lo considera un invento mitológico de carácter platónico, pero nada dice del Jesús humano al igual que otros apologistas cristianos. En efecto, la patrística del s. II construye una filosofía cristiana que gira en torno a la conversión de un supuesto Mesías en Dios (20) y, que, a su vez, rebate las acometidas paganas, gnósticas y judías, de ahí, los escritos antijudíos de Justino y de Aristón de Pella, así como la refutación gnóstica de Ireneo de Lyon.

Por otro lado, Ireneo atestigua una tradición que decía que los superiores de la iglesia habían conversado con el discípulo Juan y otros apóstoles en Asia, y habían afirmado que Jesús no había sucumbido en la crucifixión, sino que había permanecido con ellos hasta alcanzar la vejez durante la época de Trajano. A esto, se le ha denominado “La declaración” y se lee como una adición escrita que trataba de explicar una continuidad existencial de Jesús en la referencia a Juan 8, 56-57, que extrañamente implica que Jesús, durante su ministerio palestino, estaba acercándose a la edad de 50 años. No es sabido por qué Ireneo anotó este dato y cómo lo asimiló dentro de su creencia en la resurrección, pero es probable que fuera un lapsus, siempre que el evangelio de Juan no haya sido retocado durante el sínodo de Nicea, pues, dicho texto canónico dice que Jesús seguía siendo joven y que éste aún estaba muy lejos de los cincuenta años; sin embargo, los padres antinicenos aceptaron la aserción extraordinaria de Ireneo (21) y, en consecuencia, ciertas facciones cristianas pudieron concebir de manera heterodoxa la figura jesuítica durante la romanidad tardía.

Literatura pagana (ss. II-III)

• Celso, logos alethes (finales del s. II).

• Flavio Filostrato, Apolonius de Tyana (a. 220).

• Porfirio, Contra los cristianos, 15; 68 (aa. 260-304).

Plinio, Tácito, Suetonio y Luciano de Samosata sólo aluden a los cristianos sin aportar información. Por lo general, no hay referencias históricas sobre el Jesús humano en los escritos paganos que documentaron de manera exhaustiva el contexto palestino, entre ellos, Juvenal, Petronio, Marcial, Lisias, Plutarco, Quintiliano, Hermógenes, Aulo Gelio, Estacio, Seneca, Dión Crisóstomo, Epicteto y Valerio Flaco, así que la literatura pagana no estuvo interesada en un personaje marginal de la historia y, menos aún, en las posteriores invenciones del cristianismo. De hecho, antes de finalizar el s. II, Celso, un filósofo pagano, cuestionaba la veracidad de los evangelios y atestiguaba que para esa época los hechos aludidos en los evangelios estaban generalmente aceptados como verdaderamente históricos; más tarde, en la segunda mitad del s. III, Porfirio dijo que los escritos estaban llenos de estupideces y que los evangelistas no eran más que unos inventores, no historiadores del Jesús humano, pues, cada uno de ellos escribió en desarmonía, principalmente, en lo que se refiere al relato de la pasión; más tarde, entre los años 361 y 363, las epístolas del emperador Juliano El apóstata advierten de las incontables contradicciones entre la Iglesia imperial y el Jesús histórico (22).

Por otra parte, Flavio Filostrato, autor pagano, confecciona un extenso relato biográfico sobre Apolonio, un mago, sabio o místico que realiza curaciones milagrosas y hechos portentosos durante la segunda mitad del s. I, retrato de un personaje que se hizo con sumo cuidado, aún así, ciertos cristianos indican una conexión con Jesús, paralelismo que fue conocido por Eusebio de Cesarea, denunciando a aquellos que escribieron de forma favorable sobre Apolonio. Si bien se ha pensado que ese personaje helenístico sería Pablo y que, a su vez, éste provendría de Saúl del AT, por lo que Saulo de Tarso y su revelación habrían conformado parte de una compleja invención literaria (23). En cualquier caso, después del segundo cuarto del s. III, los cuatro libros de Moragenes, apuntados por Orígenes, un discurso sobre retórica griega de Luciano y los textos del historiador Dión Casio confirman la importancia de Apolonio como figura histórica, por lo que no sería una ficción, exceptuando ciertos pasajes su biografía.

Fuentes patrísticas (s. III)

• Hipólito, Philosophumena (aa. 200-235).

• Orígenes de Alejandría, Sobre los principios; Contra Celso, Comentario a Juan (aa. 220-230).

• Novaciano, De Trinitate (primera mitad del s. III).

• Cipriano, La unidad de la Iglesia católica; ad Donatum (aa. 251-257).

• Minucio Félix, Octavius (aa. 240-260).

• Julio Africano, Cronografía (s. III).

En el s. II afluyeron al cristianismo muchísimos gentiles adiestrados en la filosofía, ya que estos admiraban la sabiduría helenística y opinaban que había similitudes entre la filosofía griega y las enseñanzas de las Escrituras, pues, la Sophia fue consideraba un don de Dios a los griegos por la vía del logos, tal y como las Escrituras lo eran para los judíos por la vía de la revelación directa. Por ello, la primitiva patrística emprendió la tarea sistemática de mostrar que, tras el lenguaje sencillo de los escritos sagrados, se ocultan doctrinas y nociones que serán reveladas mediante el discernimiento filosófico, de ahí, la asimilación de la terminología platónica y greco-pagana. Bajo este contexto, emergieron las scholae cristianas de Alejandría y Antioquía, donde se desarrolló tanto una labor apologética como un Jesucristo teológico que se fue distanciando del Jesús humano de los evangelios, por ejemplo, la parusía posapostólica o el milenarismo de la segunda venida de Jesús no se basa en las palabras del Jesús histórico, sino en la reinterpretación cristológica de la patrística, prueba de ello, son las numerosas obras de Orígenes, las cuales tuvieron una gran influencia desde mediados del s. III, si bien estaban llenos de equivocaciones y falsedades, debido a su intento de explicar todas las dificultades que pudieran presentarse ante la reflexión de las creencias cristianas, en unos tiempos en los que el dogma no estaba todavía fijado por completo. Por esta razón, los Padres de la Iglesia realizaron polémicos escritos teológicos y, en particular, un examen crítico de los evangelios que señaló enormes diferencias entre Juan y los restantes, por lo que muchos cristianos perdieron la fe en los evangelios tras dudar de la veracidad y precisión de unos textos que estaban supuestamente inspirados por un Espíritu divino (24). Todo esto provocó la aparición de herejías, cismas e incluso lapsi en la segunda mitad del s. III.

Respecto a Julio Africano, su Cronografía no tiene conexión con la literatura patrística, porque recoge muchas materias curiosas, entre ellas, las listas episcopales de Roma, Alejandría y Antioquía, así como un fragmento de una obra del historiador samaritano, Thallos, que escribió hacia el año 52 una teoría sobre las tinieblas que acompañaron a la crucifixión y muerte de Jesús, y que fueron explicadas como un eclipse de sol.

Literatura conciliar y patrística (s. IV)

• Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica; Crónica (aa. 300-340).

• Juvenco de Iliberri, Historia Evangélica (a. 324).

• Concilio de Nicea (a. 325).

• Concilio de Sardes (a. 346).

• Atanasio de Alejandría, Orationes contra Arianos (aa. 350-370).

• Hilario de Poitiers, De Fide adversus Arrianos o De Trinitate (aa. 356-361).

• Concilio de Laodicea (a. 363).

• Gregorio de Iliberri, Tractatus Origenis de libris SS. Scripturae (aa. 360-380).

• Gregorio de Nysa, De hominis opificio; Oratio de ditate filis et spiritus sancti (aa. 360-390).

• Jerónimo, De Fide; La Vulgata (aa. 370-392).

• Concilio de Hipona (a. 393).

• Epifanio de Salamis, Panarion (finales del s. IV).

• Prudencio, Peristephanon (antes del año 401).

El triunfo del Jesús paulino-joanico, que la patrística había estado consolidando desde el s. III, se logró con el apoyo y la supuesta conversión de Constantino al cristianismo, causando una imperialización institucional, económica e incluso doctrinal que afectó a una de las principales facciones del cristianismo. De hecho, en el concilio de Nicea, se tomaron grandes decisiones: por un lado, se descartó la tesis de que Cristo, el logos, estaba subordinado al Padre, afirmación que había sido unánime antes del estallido de la controversia arriana, o sea, a principios del s. IV, cuando se proclamo como herejía la opinión de Arrio, lo cual se corrobora en dicho sínodo (25); y, por otro, se elaboró un politizado corpus ortodoxo de acuerdo con el Kerigma apostólico y la Regula fidei del canon neotestamentario, con el fin de dotar de un carácter oficial al discurso universal y autoritario de la Iglesia constantina, cuyos dictámenes teológicos pretendían imponer una visión ortodoxa de la religión frente al pluralismo cristiano que había caracterizado al periodo preniceno. Por ello, la Catholicitas imperial fraguo el dogma de la Santísima Trinidad, careciendo del consentimiento doctrinal de las otras corrientes cristianas que creían poseer a su favor la autoridad de las Escrituras, de ahí que existiesen distintas percepciones cristológicas que no encajaban con la interpretación oficial y que fueron objeto de una profunda disensión religiosa, sin embargo, muchas facciones cristianas optaron por quedar fuera de la legalidad ideológica, siendo declaradas como herejías; precisamente, en la segunda mitad del s. IV, el Panarion aún recogía un gran número de ellas, pluralismo cristiano que la Iglesia católica intentará reducir a partir del reinado de Constantino, no sin grandes trabas, pues, en primer lugar, el arrianismo le disputará la ortodoxia hasta conseguir convertirse de modo temporal en la nueva religión política del Imperio romano durante el reinado de Constancio, para lo cual se celebró el sínodo de Sardes, y, en segundo lugar, el paganismo se restituirá con Juliano entre los años 360 y 363, periodo en el que este emperador dejo muy claro, fundándose en el Nuevo Testamento y en el neoplatonismo de Porfirio, que Jesús no se llamó a sí mismo Dios, y que no predicó sobre sí mismo, sino acerca del único Dios, el Dios de todos, si bien los seguidores de Jesús fueron quienes abandonaron sus enseñanzas e introdujeron sus propias interpretaciones en una nueva concepción en la cual Jesús no es el único dios venerado, de manera que Juliano recuperaba una cuestión perturbadora para los pensadores cristianos, revelando que la fe cristiana no se basaba en las palabras del Jesús histórico, sino en las ideas forjadas que sus discípulos y los padres de la Iglesia crearon para construir un Jesús teológico, respaldado por las memorias apologéticas, los escritos teológicos, la destrucción y prohibición que los libros apócrifos sufrieron en los concilios de Nicea y Laodicea, así como por el arraigo de los textos canónicos en el sínodo de Hipona.

Patrística y actas conciliares (ss. V-VII)

• Agustín, De consensu Evangeliarum libri IV (a. 400); Tractatus in evangelium Ioanis (aa. 408-419); De civitate Dei (aa. 413-426); De Trinitate libri XVI (a. 420).

• Sulpicio Severo, Chronicorum Libri Duo, II.27.5 (a. 403).

• Orosio, Historiae Adversus Paganos (416-417).

• Hidacio, Chronicon (427-469).

• Felipe de Side, Historia del cristianismo (c. 425).

• Concilio de Efeso (a. 431).

• Sozómeno, Historia Eclesiástica (aa. 440-443).

• Teodoreto de Ciro, Historia Eclesiástica (aa. 428-450).

• Sócrates, Historia Eclesiástica (antes del año 450).

• Concilio de Calcedonia (a. 451).

• Autor anónimo, prologó de las Actas Pilati (s. V, pero el cuerpo de la obra es anterior).

• Concilio de II Constantinopla (a. 553).

• Gregorio de Tours, Historia eclesiástica de los Francos; Comentario sobre los Salmos (aa. 560-594).

• Isidoro, Historia de regibus Gothorum, Vandalorum et Suevorum (aa. 619-624); Etimologías (a. 634).

• Concilio de III Constantinopla (aa. 680-681).

Resulta imposible hallar referencias históricas sobre Jesús tras el s. IV, salvo algunos pasajes de Sulpicio Severo, Orosio, Sozómeno y Casiodoro que estaban basados en Tácito, Suetonio o en Josefo, si bien sólo repiten unos datos poco o nada fiables que no tendrán un gran eco en la literatura eclesiástica entre el s. V y el s. VII (26), porque el Cristo de la fe ya se había consolidado entre la cristiandad, de ahí que los tratados, sermones y homilías tratasen de forma exegética los evangelios, sin llegar a poner en duda la historicidad de Jesús en un mundo totalmente cristiano, el cual estaba definido por los milagros divinos, los imitadores de Cristo y las disputas teológicas.

Posiblemente, esta última cuestión sea el principal elemento nuclear de la historia de la Iglesia entre los s. II y VII, cuando la cristología dedica su estudio a los eventos más extraordinarios de la vida de Jesús, como su nacimiento, su crucifixión y resurrección, hechos que estaban aceptados por la Societas fidelis Christi, si bien la encarnación formó parte de un enconado y violento debate que gravitaba en torno a la naturaleza y relación del Hijo-Dios; en este sentido, las herejías fueron la principal causa por la cual se celebraron varios sínodos ecuménicos, así como muchos textos en contra o a favor de los arrianos, priscilianistas, donatistas, pelagianos, monofisitas, nestorianos y otros heterodoxos. Así pues, la literatura eclesiástica no estaba interesada en los detalles biográficos de Jesús, sino en un Jesucristo canónico que fuera absolutamente acorde a la teología ortodoxa en detrimento del Christianisme de la discontinuité (27).

Por otra parte, los escritos hagiográficos e históricos tampoco pretenden indagar en la existencia de Jesús, ni si quiera se lo plantean, porque los primeros narran la vida de los mártires o santos a modo de imitatio Christi (28) y los segundos ubican la historia de la Humanidad y, en especial, de la Iglesia o de algún pueblo bárbaro en el contexto de una progresión lineal, partiendo de la creación bíblica y cuyo final sería el segundo advenimiento de Cristo (29), por esa razón, el Jesús histórico sólo aparece como una referencia cronológica o, en el mejor de los casos, como un argumento ad baculum en las Historias Eclesiásticas y en las Crónicas.

Tradición rabínica

• Talmud babilónico: Sanedrín 43a (70-200).

• Tosefta (a. 220).

• Escritos midrásicos (aa. 200-700).

Sus referencias no pretenden aportar nada a la existencia real de Jesús, porque son tardías y hostiles, dado que se encuadran en un periodo de confrontación religiosa, en el cual se distinguen dos fases: la primera sería entre la Sinagoga y las comunidades cristianas en los s. II y III (30), especialmente, en la última centuria, cuando los judíos apoyaron abiertamente la política anticristiana del Imperio romano; y, el segundo, entre la Iglesia imperial y las comunidades judías, es decir, entre los s. IV y VII, cuando se concibió el antijudaísmo cristiano, tal y como verifican las actas del concilio iliberritano, las homilías de Gregorio bético, el Excerptum Canonicum del III concilio hispalense y los ensayos isidorianos Isaiae testimonia de Christo Domino y De fide catholica contra Iudaeos. En líneas generales, el judaísmo prestó escasa atención a Jesús, salvo para denigrar su papel en la historia.

Tradición musulmana

• Corán (aa. 644-656).

El Corán es un escrito tardío que menciona más a Jesús que a Muhammad, y hay un capítulo dedicado entero a María, donde se le considera un profeta que nació de una virgen sin necesidad de padre y por orden de Dios, que hizo numerosos milagros y  que no fue crucificado, porque fue salvado y elevado por Dios, siendo la apariencia del hijo de María colocada sobre otra persona, y los enemigos de Jesús aprendieron a ese hombre creyéndolo el Mesías, y lo crucificaron. Los musulmanes también creen que Dios le revelo un libro sagrado a Jesús denominado al-Inyil, algunas partes del mismo puede que aún estén presentes en el NT (31).

Conclusión

Las evidencias sobre el Jesús histórico no son exhaustivas ni suficientes y, en muchos casos, no tienen legitimidad, porque derivan de copias de época tardorromana, donde se han detectado omisiones, interpolaciones, variantes y prestamos (32), de ahí que el grado de historicidad sea parco, no sólo en los textos canónicos o neotestamentarios, los cuales tienen como base una sucinta biografía de un Galileo que vivió de manera marginal en la Palaestina del s. I, sino también en los escritos de una patrística que, a lo sumo, conocía la vida y las palabras de Jesús mediante los evangelios oficiales, ya que muy pocos escritores de la Antigüedad Tardía manejaron otra fuente que no fuese de origen cristiano (33), incluso es muy probable que estas alusiones no sean más que retoques tardíos, puesto que el silencio de la literatura pagana resultante aplastante, salvo cuando Celso, Porfirio o Juliano denuncian las graves contradicciones del Jesús teológico que se estaba creando entre los s. II y IV. Por otro lado, no hay ningún texto cristiano que ponga en duda la existencia de Jesús, y pese a todas las diferencias en cuanto a facciones cristianas, todas ellas presuponen que el fundamento de su fe es el el nazareno o, mejor dicho, el Cristo, cuyo perfil se distancia del Jesús histórico de los evangelios sinópticos y de los apócrifos, cimentándose en la visión joanica-paulina, la teología patrística y en la filosofía pagana. En consecuencia, se fue creando una grieta radical e insalvable entre el conocimiento histórico acerca de Jesús y el conocimiento que de él se tiene a través de la fe (34), dualidad que sería insostenible, de ahí que la ruptura se afiance en la literatura cristiana durante la Antigüedad Tardía, periodo que proclama a un Jesús distinto, cuya reinterpretación teológica aligeró el peso que tenían los evangelios en beneficio de las concepciones paulinas, patrísticas y paganas, por lo que se produjo la oposición de algunas facciones y del monacato, aún así, el Jesús de las especulaciones y de las tergiversaciones triunfo sobre el Jesús histórico.

El Housin Helal Ouriachen, dialnet.unirioja.es/

Notas:

(1)       Klausner, J., Jesús de Nazaret. Su vida, su época, sus enseñanzas, Barcelona, 2005; Puig, A., Jesús. Una biografía, Barcelona, 2005.

(2)       Cf. Sanders, E. P., La figura histórica de Jesús, Estella, 2001: 101-119; Barbaglio, G., Jesús, hebreo de Galilea. Investigación histórica. Salamanca, 2003: 113-136.

(3)       Chilton, B., Rabbi Jesus. An Intimate Biographie, Nueva York: 2002: 3-22; Piñero, A., Jesús. La vida oculta según los evangelios rechazados por la Iglesia, Badajoz, 2007.

(4)       Para las fuentes cristianas y no cristianas, Piñero, A., Fuentes del Cristianismo. Tradiciones primitivas sobre Jesús, Córdoba 1993; O’Callaghan, J., Los primeros testimonios del Nuevo Testamento, Córdoba, 1995; Theissen, G.- Merz, A., El Jesús histórico, Salamanca, 1999: 35-81 y 83-110.

(5)       Cf. Meier, J. P., Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, Tomo I: Las raíces del problema y de la persona, Estella, 1997: 65-182.

(6)       Cf. Maas, A. J., The life of Jesus Christ according to the Gospel history, Toronto, 1891.

(7)       Eusebio, HE., II.VI.

(8)       Eusebio, HE, I.XI; Isidoro de Pelusium, Ep., IV.225; Jerónimo, Catalogo de Escritores Eclesiásticos, XIII; Sozómeno, HE, 1.1. Por otro lado, Tertuliano y Justino no utilizan el pasaje de Josefo acerca de Jesús, pero su silencio se debe posiblemente al desprecio con el que los judíos coetáneos consideraban a Josefo, y a la relativa poca autoridad que tenía entre los lectores romanos; de hecho, se presupone que los escritores de la edad de Tertuliano y Justino podrían apelar a testigos vivos de la tradición Apostólica.

(9)       Stegemann, H., Los esenios, Qumrán, Juan Bautista y Jesús, Madrid 1996.

(10)        Cf. Hassnain, F. A., La otra historia de Jesús, Barcelona, 2007: 105-115.

(11)        (11)      Charlesworth, J. H. (ed.), Jesus and Archaeology, Grand Rapids, 2006: 33-50, 206-222 y 236-282.

(12)        Allison, D. C., The Jesus Tradition in Q, Harrisburg, 1997: 60-62; Robinson, J. M. et alii, El documento Q en griego y en español. Con paralelos del evangelio de Marcos y del evangelio de Tomás, Salamanca, 2000.

(13)        Nazaret no es un locus, puesto que los cristianos son denominados Notzrim en hebreo, o sea nazarenos, subsecta esenia, pasando desacertadamente del Jesús el nazareo a Jesús de Nazaret.

(14)        Bauckham, R., Jesus and the Eyewitnesses. The Gospel as Eyewitness Testimony, Cambridge 2006: 30.

(15)        Reynier, C.- Trimaille, M., Les épîtres de Paul, III, Ephésiens, Philippiens, Colossiens, Thessaloniciens, Timothée, Tite, Philémon, Paris, 1997.

(16)        Cf. Wilson, A.N., Paul, the Mind of the Apostle, London, 1997; Martos, A., Pablo de Tarso ¿Apóstol o hereje?, Madrid, 2007.

(17)        Anneau, J. et alii, Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles, Madrid, 1983; Bultmann, R., Historia de la tradición sinóptica, Salamanca, 2000. Por otro lado, Jerónimo de Estridón declaró que los Hechos de los Apóstoles, el quinto libro del Nuevo Testamento, fue también "falsamente escrito”, (" Las Cartas de Jerónimo", Biblioteca de los Padres, vol. 5, Oxford, 1833-45: 445).

(18)        Ireneo de Lyon, Adversus Haerenses, 3.11.8.

(19)        Franzmann, M., Jesus in the Nag Hammadi Writings, Edinburgh, 1996; Pagels, E., Los evangelios gnósticos, Barcelona, 1996; Puente Ojea, G., El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia. Madrid, 1998; Melero, J. A., “Las fuentes cristianas sobre Jesús”, Ensayos 25, 2010: 175-187.

(20)        Pons, Guillermo (ed.), Jesucristo en los Padres de la Iglesia, Madrid, 1997.

(21)        Cf. Hassnain, F. A., Op. Cit., 2007.

(22)        Sanz Serrano, R., El paganismo tardío y Juliano el Apóstata, Barcelona, Madrid, 1991; Morillas Esteban, J., “La primera crítica filosófica al Cristianismo. Celso y el „Alethes Logos‟”, Daimon 34, 2005: 19-36; Ídem: “Contra Christianos: la crítica filológica de Porfirio al cristianismo”, Daimon 40, 2007: 145-166.

(23)        Garza, R., El verdadero Jesús, 2009: http://www.reocities.com/ragawi.geo/Jesus.html. Es verdad que hay muchos paralelismos, entre ellos, la versión latina de Apollonio es Paulus. Por cierto, Sossianus Hierocles, un funcionario imperial de inicios del s. IV, escribió una obra llamada Philaléthes Logos, si bien esta perdida, pero dos fuentes cristianas, Contra Hieroclem de Eusebio (¿de Cesarea?) y las Divinae Institutiones de Lactancio, recogen alguno de sus fragmentos, donde Hierocles considera a Apolonio como un personaje históricamente verídico, hecho que ponen en duda ciertos sectores de la historiografía. Sobre la invención de Apolonio, Sobre los paralelismos entre Jesús y Apolonio de Tiana, Price, R., Deconstructing Jesus, New York, 2000: 38-42.

(24)        Cf. Pagola, J. A., Jesús. Aproximación histórica, Madrid. 2007.

(25)        Loring García, M. I., “Alcance y significado de la controversia arriana”, Clío y Crimen 1, 2004: 87-114.

(26)        Sulpicio Severo, Crónica, II. 29.1-2; Orosio, Historia, VII.6.15; VII.13; Sozómeno, HE, 1.1. Sobre el testimonio flaviano en Casiodoro y en otros escritores cristianos durante la Tardo Antigüedad y el Alto Medievo, Whealey, A., Josephus on Jesus: The Testimonium Flavianum Controversy from Late Antiquity to Modern Times, Nueva York, 2003.

(27)        El cristianismo de la discontinuidad es una expresión concebida para referirse a los movimientos heréticos. Cf. Brown, P., “Pelagius and his supporters”, Journal Theological Studies 19: 107-111.

(28)        González Marín, S., Análisis de un género literario: las vidas de santos en la Antigüedad Tardía, Salamanca, 2000.

(29)        Mitre Fernández, E., “Historia Eclesiástica e Historia de la Iglesia”, La iglesia en el mundo medieval y moderno, Almería, 2004: 13-28.

(30)        Evans, C., “Early Rabbinic sources and Jesus Research”, Society of Biblical Literature, Seminar Papers, 1995: 53-76; Osier, J. P., Jésus racconté par les juifs, Paris, 1999; Vermes, G., Jesus in his Jewish Context. Minneapolis, 2003; Varo, F., Rabí Jesús de Nazaret, Madrid, 2005: 115-127.

(31)        Khalidi, T., The Muslim Jesus: Sayings and Stories in Islamic Literature, Cambridge, 2001; Antequera, L., Jesús en el Corán, Málaga, 2006.

(32)        Ehrman, B. D., The Orthodox Corruption of Scripture: The Effect of Early Christological Controversies on the Text of the New Testament, New York, 1996

(33)        Tácito y Josefo eran conocidos y fueron utilizados, pues, aludían supuestamente al nazareno; sin embargo, sus obras pudieron ser retocadas por los escribas cristianos, no tanto para justificar la existencia de un tal Jesús, sino para integrarla en la historia del Imperio romano.

(34)        Schillebeeckx, E., Jesús, la historia de un viviente, Madrid, 2010: 60.

Lucas F. Mateo Seco y Juan Ignacio Ruíz Aldaz

I.         Introducción

En 1993, en un conocido trabajo, Giuseppe Marco Salvati estimaba que el tratado sobre Dios Uno y Trino se encontraba en plena «fase de reconstrucción» [1]. En una forma simple, pero que se aproxima a la realidad dentro de lo discutible que es toda simplificación, Salvati termiuaba su trabajo dividiendo en tres etapas el itinerario realizado hasta entonces por los manuales sobre Dios, afirmando: los años 60 fueron de profecía, los 70 de redescubrimiento, los 80 de florecimiento y de primera fructificación. Salvati concluía su trabajo augurando que, en los años 90, se entraría en un consolidado estadio de madurez [2].

Gilles Emery, eu su "crónica trinitaria" del año 2000, advertía que «es todavía demasiado pronto para hablar de madurez» [3] en el tratado. Argumentaba que se necesitan mucho tiempo y muchos esfuerzos para conseguir integrar en un tratado todos los temas y todas las cuestiones que deben ser estudiadas en él, sin excederse, además, ni en las cuestiones ni en el número de páginas.

En un trabajo publicado en el año 2005, Salvati volvía sobre este mismo asunto afirmando que se había cumplido aquel pronóstico que hiciera en 1993, es decir, que en lo que se refiere a este tratado hemos entrado en años de madurez [4].

Sin entrar en la cnestión de si el tratado ha llegado ya a la madurez, cuestión que será siempre discntible pues depende, entre otras cosas, de lo que se entienda por madurez, sí es claro que desde el ConcilioVaticano II hasta ahora hemos asistido a un notable florecimiento de manuales y de tratados sobre Dios Uno y Trino, y a un tácito acnerdo, que ha ido creciendo, sobre las líneas fundamentales de este tratado. Así lo atestiguan la notable cantidad  de libros publicados [5]  y la coincidencia en los temas considerados, incluso en el orden en que se presentan y que, en muchas ocasiones, influye decisivamente en el planteamiento y en el desarrollo de las cuestiones estudiadas.

Por un lado es evidente que la teología de la segunda mitad del siglo xx ha redescubierto la teología trinitaria como la cnestión central que ha de iluminar todo el quehacer teológico. Ha quedado superado aquel tiempo en que predominaba un cierto silencio en torno a esta cuestión [6]. Según Staglíanó la teología trinitaria se encuentra en un "presente feliz" si se le compara con su pasado reciente. Según él, en el ámbito de la teología, la catequética y la espiritualidad, se ha alcanzado una nueva etapa en comparación con el "monoteísmo indistinto" o el "monoteísmo  débilmente  cristianizado" que  deploraba  Rahner, hasta el punto de que se puede decir: «tutto oggi e trinitario» [7].

En estas notas sobre el tratado de Dios Uno y Trino nos proponemos describir el itinerario seguido desde los lejanos años sesenta, mando se encontraba dividido en dos, hasta la entrada del siglo XXI. Nuestro objetivo es anotar las adquisiciones más relevantes y, a nuestro parecer, más duraderas, alcanzadas en este itinerario tanto en la estructura y en el orden de las cuestiones, como en los temas que se tratan. Esos temas dependen e influyen a la vez en la estructura de nuestro tratado y son un buen exponente de las verdaderas proporciones de lo que se puede llamar con justicia una auténtica renovación. Centramos nuestra atención en los autores católicos, dejando para otra ocasión el análisis de la evolución del tratado en los autores pertenecientes a otras confesiones cristianas.

II. La reestructuración del tratado de Dios Uno y Trino

Este florecimiento de manuales y de tratados ha venido acompañado por numerosos estudios, por extensas notas críticas y por boletines biblíográficos, muchos de ellos de gran calidad y verdaderamente orientadores, sobre todo, en la cuestión que estamos analizando: la estructura y validez de los tratados sobre Dios [8].  El material  del que  se dispone en  cada uno  de los campos  que  afectan a las cuestiones sobre Dios Uno y Trino no resulta fácilmente abarcable. Dada esta abundancia de material, centraremos nuestro estudio en las convergencias existentes en la estructura de los tratados publicados y en los temas en los que más se ha hecho notar la renovación a partir del año 2000.

1. La ubicación del tratado sobre Dios Uno

Quizás con un poco de exageración, pero respondiendo a una realidad todavía existente en 1970, Pius Siller hacía un diagnóstico verdaderamente negativo de la situación del tratado sobre Dios. Conviene recordarlo. Según Siller, el tratado de Dios Uno «no se distingue en nada de la metafísica especial de la escolástica. La estructura del conjunto y la argumentación fundamental se han tomado de ella. Con esto, el progreso de tratados ulteriores y el método teológico se han encontrado gravemente entorpecidos» [9].

Siller enumera algunas consecuencias graves de esta situación, entre ellas, las siguientes: 1) Las propiedades o atributos divinos se deducen a priori a partir de una esencia metafísica obtenida por reducción; 2) El en sí de Dios da la impresión del ser que no ha salido nunca de sí mismo. Por lo tanto, se prescinde de toda relación de Dios con el mundo y la historia. Se trata de Dios de una manera abstracta, sin ningún vínculo de lo divino con el mundo; 3) Bajo estas condicio­ nes históricas, la doctrina sobre Dios debe aparecer como un cuerpo extraño a una teología de la revelación. La conclusión a la que llegaba Siller era ésta: «Por esta razón, A. Stolz, M. Schrnaus y K. Rahner han propuesto que su elaboración se realice incorporando la doctrina sobre Dios uno al tratado de la Trinidad» [10].

El diagnóstico de Siller hacía notar que el tratado de Dios Uno padecía un doble aislamiento dentro de la dogmática católica. Por una parte, estaba aislado del estudio de la Trinidad Santísima, que se estudiaba en otro tratado. Por otra parte, la casi exclusiva preocupación metafísica aislaba este tratado de su relación con la historia salutis: no estaba presente, fecundando el tratado, la consideración de las intervenciones de Dios en la historia, es decir, el hecho de que, al hablar de Dios, se está hablando del Dios de la Alianza. Siller concluía su estudio llamando la atención sobre los tres meritorios intentos de revitalizar el tratado de Dios, ya citados, por el procedimiento de nnirlo con el tratado sobre la Trinidad.

A la luz de estas observaciones de Siller, resulta paradójico que en el volumen que estamos citando, las cuestiones sobre Dios Uno y sobre Dios Trino no sólo aparecen encuadradas en dos tratados distintos, sino incluso redactadas por dos autores distintos. A pesar de la crítica de Siller, la separación entre los dos trata­ dos resultaba bien visible.

2. Las orientaciones teológicas del Concilio Vaticano II

Es claro que desde su dorado aislamiento en el conjunto de la dogmática el tratado sobre Dios ha pasado a ocupar un lugar central en la teología, y desde luego a estar inseparablemente unido al tratado sobre la Trinidad. Son muchas las concausas que han influido en la recuperación metodológica de la unidad del tratado sobre Dios. Se trata de causas profundas, hondamente percibidas, que auguran una gran estabilidad a esta nueva situación.

Entre esas causas se encuentra indiscutiblemente una concepción más perfilada y más amplia del quehacer teológico en la que se da un mayor relieve a la historia de la salvación, a la intervención de Dios en la historia, a la Alianza de Dios con los hombres, al misterio de Cristo [11]. En definitiva, la teología actual es más consciente de la necesidad de contemplar el misterio de Dios en la fuente donde Dios se ha revelado y en el acontecer mismo de esa revelación, es decir, en Jesucristo.

Así se pone de manifiesto en el Decreto Optatam totius del Concilio Vaticano II, en el que se propone que se establezca en todas las disciplinas teológicas un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de la salvación [12]. Esta nueva perspectiva resulta fructífera, pues facilita integrar la theologia y la oikonomia tantas veces excesivamente separadas en los manuales de Teología, especialmente en el tratado de Dios Uno y Trino. Los frutos de estos esfuerzos integradores se comenzaron a recoger muy pronto. Estos frutos venían inevitablemente propiciados por la energía con que se proclama a la Sagrada Escritura «como el alma de toda la teología», y por la exhortación a tener muy presentes a los Padres de las Iglesias de Oriente y Occidente [13].

La atención privilegiada a la historia de la salvación como marco del quehacer teológico se introdujo con naturalidad en los estudios teológicos por los fecundos avances en teología patrística, por la atención a la liturgia y, sobre todo, por el progreso de los estudios bíblicos al poner de relieve temas tan importantes para el tratado de Dios como la conciencia filial (el Abbá) de Jesús, o los rasgos esenciales del Dios de la Alianza.

Ya en 1958 se había publicado en Sources Chrétiennes la Epideixis de san Ireneo de Lyón, toda ella estructurada como un breve manual de historia de la salvación, y con unos impresionantes primeros capítulos en los que se describe acabadamente la estructura esencialmente trinitaria de la oeconomia salutis con ese conocido exitus-reditus trinitario tan típico del planteamiento ireneano y, en general, de las primeras oraciones cristianas: todo procede del Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo; todo vuelve al Padre a través del Hijo por el Espíritu Santo, pues aquellos «que son llevados por el Espíritu son conducidos al Verbo, esto es al Hijo, y el Hijo los presenta al Padre» [14].

3.         El Dios deJesucristo

Casi por estas mismas fechas se publicó el célebre libro de Joachim Jeremías sobre el Abbá de Jesús[15], destacando la personalisima relación de Jesús de Nazaret con el Dios de Israel. Se ponía así de relieve, desde una perspectiva muy sugerente, que la filiación divina de Jesús es clave al hablar de la identidad del Dios cristiano. Nuestra contemplación y nuestra predicación versan sobre el Dios de Jesucristo. Dicho de otro modo, se va afianzando cada vez más la convicción de que el tratado sobre Dios y la cristología son inseparables, pues se implican mutuamente. No decimos simplemente que Jesucristo es Dios, sino que Jesucristo es el Hijo de Dios y, por lo tanto, Dios. Y viceversa: en teología, todo el conocimiento filosófico sobre Dios es puesto en el contexto de cuanto Nuestro Señor ha dicho sobre su Padre.

Es significativo del ambiente teológico del momento el título que W. Kasper da a su  tratado sobre Dios: Der Gott Jesu Christi [16].  Josef  Ratzinger ha dado este mismo título a sus meditaciones sobre Dios [17]. El testimonio de Jesús sobre Dios comienza a recibir atención primordial en las nuevas redacciones del tratado sobre Dios, también en lo que se refiere al Dios revelado en el Antiguo Testamento.

Esta atención a la revelación del misterio de Dios en la Persona  y en la enseñanza de nuestro Señor coincide, además, con un cambio de acentos en la importancia que se otorga a la radical novedad que comporta el pensamiento bíblico con respecto a las culturas de su época y de su entorno, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo: ahora se destaca más la novedad que la continuidad.

Del Antiguo Testamento se ponen en primer plano dos cuestiones de gran importancia: 1) cómo el concepto de Alianza vertebra las relaciones de Dios con sn pueblo y el mismo concepto de Dios, y 2) cómo la creación ex nihilo, de estricta novedad con respecto al pensamiento filosófico, fundamenta la fe en la trascendencia divina sobre toda la creación, sobre la materia y sobre el tiempo, y da al concepto bíblico de Dios una personalidad inconfundible. Del Nuevo Testamento se subraya la radical novedad que comporta la filiación divina de Jesús, y la revolución que introduce en la teología del Antiguo Testamento, especialmente en lo que se refiere al misterio de la intin1idad divina, es decir, al misterio trinitario. Muchas más concausas podrían citarse como razones que convergen en el logrado conjunto de temas y enfoques que encontramos en muchos de los recientes tratados teológicos sobre Dios. De entre todas ellas, es de justicia mencionar la influencia del pensamiento de Karl Barth en su esfuerzo por subrayar la trascendencia de Dios y cómo el racionalismo impide todo acceso a ÉL La primera edición del volumen II de Die kirkliche Dogmatik, dedicado a la enseñanza sobreDios, es de 1958/1959 [18].

En este volumen, Barth insiste con toda la fuerza de su pasión teológica  en que Dios está más allá de todo concepto, de toda palabra, de toda formulación filosófica. En nuestro siglo, nadie como él ha sabido formular en todo su dramatismo las objeciones contra la compatibilidad entre el Dios de los filósofos y el Dios cristiano. K. Barth llama al Dios de los filósofos sencillamente un ídolo, un dios falso. En consecuencia, según Barth, la teología natural y el tratado teológico sobre Dios son incompatibles.

La posición de Barth tuvo una doble repercusión en lo que respecta a este tema tan propio del tratado teológico sobre Dios: por  una parte, obligó a los teólogos  a profundizar, por así decirlo, en la dimensión teológica del tratado teológico sobre Dios; por otra parte, ayudó a no perder nunca de vista la trascendencia divina al hablar de Dios, aunque se estuviesen utilizando razonamientos filosóficos. Con esta nueva sensibilidad se hizo más fácil detectar las desviaciones racionalistas que había sufrido el tratado de Dios, y se caminó hacia un nuevo planteamiento de lo que entonces se conocía como Tratado de Dios Uno. Al subrayar el concepto de autodonación de Dios al hombre en la revelación, Barth destaca también que la teología es un discurso  dentro  de la revelación  que  de  ninguna  manera puede quedar reducido a mera expresión de experiencias humanas sobre lo trascendente. En efecto, la teología está primero en Dios antes que en el hombre. Detrás de la revelación hay un sujeto divino que se abre al ser humano [19].

Únanse a estas observaciones de Barth sobre la trascendencia divina (muchas veces teñidas de un evidente matiz confesional), el conocimiento y el aprecio cada vez más profundo por la teología oriental en los tratadistas. La consideración detallada de autores corno Gregario de Nisa, Gregario de Nacianzo, Juan Damasceno, el Pseudo Dionisia, Gregario Palarnas, o los teólogos orientales del siglo XX, ayudaron a poner en primer plano, entre otras cosas, la importantísima verdad contenida en la teología apofática.

4.         La crítica de Karl Rahner al "deficit" de piedad trinitaria

La conocida crítica que hizo Karl Rahner en 1967 al déficit de doctrina y de pie­ dad trinitaria en muchos cristianos de su época y su propuesta de replantear la orientación del tratado sobre Dios, encontró en este ambiente de renovación teológica un terreno abonado, y tanto la crítica corno la propuesta fueron asumidas con entusiasmo por parte de muchos. Yendo más al fondo, la propuesta de Rhaner encontró un ambiente abierto a la búsqueda de una nueva estructuración del los tratados sobre Dios Uno y sobre Dios Trino. [20]

La crítica rahneriana no era una constatación inocente del déficit doctrinal de una época: esta observación era aducida para abrir el camino a la aceptación de su Grundaxiom, al que presentaba en el citado estudio corno la solución al problema planteado. Más aún, según Rahner, se había llegado a esta situación de indigencia trinitaria por no haber planteado y resuelto la cuestión que formulaba en el Grundaxiom.

Este axioma fandamental sintetiza lo más nuclear del pensamiento de K. Rahner en teología trinitaria. Aunque Rahner había esbozado ya algunas ideas al respecto en sus Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate" [21], el Grundaxiom como tal es formulado en el trabajo sobre doctrina trinitaria que publica en Mysterium Salutis II y que lleva corno título El Dios trino como principio tras­ cendente de la historia de la salvación [22]. Rahner vuelve sobre la doctrina trinitaria con una visión de conjunto en su Curso fandamental sobre la fe [23], sin alterar el Grundaxiom. La formulación del famoso axioma queda, pues, así: «La Trinidad económica es la Trinidad inmanente, y a la inversa (umgekehrt)» [24].

Las reticencias al «y a la inversa» del Grundaxiom fueron numerosas y procedentes de sectores muy diversos [25]. Sin embargo, la observación de que muchos cristianos permanecerían imperturbables si se hiciese desaparecer del Credo el misterio de la Trinidad, fue una poderosa llamada de atención a renovar el tratado sobre Dios hecha en el momento oportuno y en un terreno propicio para encontrar un eco inmediato. El mismo Rahner reconocía ya entonces que «hay teólogos que de una manera más refleja e intensa son conscientes de la obligación que les incumbe de entender y presentar la doctrina de la Trinidad de tal manera que se convierta en una realidad en la vida religiosa concreta de los cristianos (piénsese en la dogmática católica de M. Schmaus o en G. Philips)» [26].

La referencia de Rahner a la dogmática de Schmaus está motivada por su intento de integrar los tratados de Dios Uno y de Dios Trino. El esquema que establece Schmaus en el primer volumen de su Dogmática es muy significativo tanto de la atención que el autor presta a este asunto,  como  del logro obtenido en el intento de dar unidad a los dos tratados. Schmaus privilegia la perspectiva trinitaria y, en consecuencia, su dimensión teológica.

He aquí su división esencial: «1) La Revelación de Dios Uno y Trino respecto a su facticidad (existencia de Dios); 2) La Revelación de Dios Uno y Trino respecto a su mismidad personal (Trinidad personal); 3) La Revelación de Dios Uno y Trino respecto a la plenitud de su vida (propiedades de Dios)» [27]. El orden es, pues, éste: existencia de Dios, Trinidad, atributos divinos.

Nótese la prioridad que se da a la enseñanza bíblica y la integración que se consigue de ambos tratados. Con su redacción, Schmaus consigue además provocar en el lector la clara conciencia de que en ambos tratados se está hablando siempre de un mismo y único Dios que se ha revelado progresivamente en la historia, y que siempre, aun antes de la revelación del misterio trinitario, es trino en personas. Quizás por esta razón M. Schmaus apunta ya también al hecho de que la creación es obra de la Trinidad, adelantándose a una consideración que se hará general en las décadas posteriores. He aquí el título de uno de los subapartados: «Las obras divinas ad extra como acción unitaria de la mismidad Trinitaria divina» [28].

5.         Trinidad y creación

La dimensión trinitaria de la creación es una de los temas que ha recibido en los últimos años una atención esmerada y creciente por parte de los teólogos.

Juan Pablo II sintetizó la cuestión de modo conciso y sugerente:  «La  creación del mundo es obra del Amor: el universo, don creado,  fluye del Don increado, del Amor recíproco del Padre y del Hijo, de la Santísima Trinidad» [29]. A su vez, el Catecismo de la Iglesia Católica formula así esta cuestión: «la creación es la obra común de la Santísima Trinidad» (cfr. CEC 290-292). Se recupera en esta perspectiva la visión ireneana que, en el comienzo de la Epideixis, enlaza las creación del mundo por las tres divinas Personas con la dimensión trinitaria de la nueva criatura que surge de las aguas bautismales [30]. Se recupera también la importancia que tiene la afirmación ireneana de que en la obra de la creación el Hijo y el Espíritu son como las dos manos del Padre [31].

Son muy numerosos los escritos de estos últimos años sobre la Trinidad creadora que buscau un equilibrio en el desarrollo de estas dos proposiciones que parecen opuestas: 1) las obras ad extra son comunes ala Trinidad, pues el Padre, el Hijo y el Espíritu actúan corno un principio «único e indivisible de la creación» (CEC, 316); 2) en la obra de la creación cada una de las tres divinas Personas actúa conforme a sus propiedades, es decir, conforme a sus relaciones de origen: el Padre crea por medio del Hijo y del Espíritu, que es Señor y dador de vida [32].

El número y la seriedad de los trabajos sobre este asunto dejan bien claro que este es un asunto al que deben atender los manuales [33]. De hecho, ya se encuentra presente casi siempre tanto en los tratados sobre Dios corno en los tratados sobre la creación. Esto obliga indiscutiblemente a reflexionar aún más sobre la teología de las apropiaciones y a perfilar la distinción entre ellas y las propiedades.

Conviene recodar que la dimensión trinitaria de la creación está ya presente y de modo explicito en el comienzo de la Iglesia (por ejernpo, en el prólogo del evangelio de san Juan: todo ha sido hecho por el Verbo Jn 1, 1-3]; o en Col 1, 12-20: en Cristo fueron creadas todas las cosas). En los últimos siglos, para no poner en peligro la unidad de Dios, se había dejado este terna en la sombra con demasiada frecuencia, aunque los grandes teólogos siempre hablaron de los semina Verbi y de los vestigia Trinitatis en la creación.

La dimensión trinitaria de la creación puede considerarse ahora corno un tema totalmente recuperado. La teología trinitaria no se limita a desarrollar el orden de las Personas divinas en la obra de la redención, sino que aplica este mismo orden a la teología de la creación. En consecuencia, se muestra con nueva luz la dimensión cósmica de la teología trinitaria y la profundidad que contiene la afirmación de que el Spiritus Creator es "dador de vida" [34].

El principio de que el Dios Creador es el Dios trinitario ha sido la idea que ha llevado a algunos teólogos como Klaus Hemmerle a elaborar una "ontología trinitaria" [35]. Según Hemmerle, tanto la teología como la filosofía tienen necesidad de una ciencia del ser (ontología). Es necesario por tanto, elaborar una ontología a partir del dato de la fe, que sea coherente con las aportaciones de la razón. A su juicio, no basta una ontología en la que lo cristiano permanezca sólo como huésped, sin cambiar de fondo unos presupuestos que hubieran sido elaborados desde un punto de partida distinto. Intenta esbozar cómo habría que desarrollar una concepción de la realidad que tomase como punto de partida el hecho de que todo lo que el hombre vive, experimenta y conoce tiene su fuente en el misterio del Dios uno y trino, y que, por tanto, lleva un sello trinitario. Para el cristianismo, el estar-en-sí, la sustancia cerrada, no es lo que permanece. Ha descubierto que el amor es lo único que permanece y, por tanto, sitúa en el núcleo ontológico de las cosas la categoría del don de sí, el movimiento y la relación, entendida como mucho más que un accidente del ser. Lo único que permanece es el estar inmerso en la vida de Aquel que es la Agápe misma, don de sí. Es desde una fenomenología del amor desde donde hay que elaborar una ontología trinitaria. Desde este punto de vista, el ser en sí mismo, la sustancia, se encuentra más a sí misma en cuanto entra en relación con lo que existe más allá de sí. La identidad crece en la medida que se da. Es decir, la sustancia existe para la comunión [36].

6.         La naturaleza teológica del tratado sobre Dios Uno

Si en la época anterior al Vaticano II el tratado de Dios Uno ha podido confundirse no pocas veces con una teodicea adornada con algunas citas bíblicas y quizás con algún breve texto patrístico, ahora se plantea y desarrolla en una perspectiva estrictamente teológica, utilizando todo el utillaje de que se dispone, especialmente los ricos conocimientos bíblicos y patrísticos que tanto han progresado en este siglo. Es decir, se intenta ahora, en muchos casos con éxito, que el tratado sobre Dios Uno esté realmente fecundado por la revelación.

En consecuencia, se pone en primer plano la importancia de la Alianza en el Antiguo Testamento y su repercusión decisiva en el concepto veterotestamentario de Dios. El Dios de Israel es antes que nada el Dios de la Alianza, el que ha tomado la iniciativa de establecerla, el que ha elegido a su pueblo, el que es fiel al pacto sellado con Abrahán, con Moisés y conJosué, el que nunca fallará. Se estudian, en muchos casos genéticamente, los distintos atributos de Dios en la Sagrada Escritura, siempre al servicio de la teología de la Alianza. Así se ve, por ejempo, en la forma en que se habla de la omnipotencia divina, de la omnisciencia de Dios, de su conocimiento del futuro, de su amor, de su indefectibilidad: todos estos atributos se manifiestan en las actuaciones de Dios en la historia, y la teología que se contiene en ellos está al servicio de la teología de la Alianza. Más en concreto, están al servicio de la absoluta fidelidad de Dios a la Alianza, más firme y más estable que todo cuanto existe.

Toda esta teología queda enriquecida por la Persona, el testimonio y la predicación de Jesús de Nazaret, que lleva a su plenitud la revelación del Antiguo Testamento e instaura una nueva y eterna Alianza (Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1Co 11, 25; 2Co 3, 6). Baste recordar el modo en que Nuestro Señor describe los atributos divinos: la atención del Padre a todos los detalles de la creación, la misericordia de Dios, su paternidad. Los atributos divinos manifestados a lo largo de todo el Antiguo Testamento se revelan ahora, a veces paradójicamente, en el rostro del Crucificado: la Sabiduría divina se concreta en la locura de la cruz (1Co 1, 10 - 1Co 4, 21); el amor paternal de Dios hacia el pueblo y hacia el Mesías se con­ creta en nuestra adopción de hijos en el Hijo (Ga 4, 4).

La dimensión teológica del tratado de Dios Uno queda así esculpida ya desde las primeras páginas de este tratado.

7.         La teología de la creación y la trascendencia de Dios

Así sucede también con la teología de la creación presente ya en el Antiguo Testamento, que aparece enriquecida cuando se le sirúa en su contexto natural, que es la teología de la Alianza, y que es confirmada y llevada a plenitud en la enseñanza del Nuevo Testamento.

Gracias a la teología de la creación y de la Alianza, a lo largo del Antiguo Testamento va emergiendo paulatinamente un concepto de Dios de una sorprendente novedad y de una llamativa pureza, en especial en lo que se refiere al monoteísmo, al carácter personal de Dios y a su trascendencia sobre todo lo creado. El Dios del Antiguo Testamento  se nos presenta  con  unos rasgos - atributos-, que impiden cualquier confusión con todo otro concepto de Dios, especialmente con el concepto filosófico. Es un Dios que acrúa en la historia al mismo tiempo que la trasciende. Es un Dios todopoderoso, que de ningún modo puede confundirse con una pieza de este mundo, aunque esa pieza fuese el primer motor. El lenguaje antropomórfico, tan característico de las páginas veterotestamentarias, ayuda a esbozar la imagen de este Dios, a la vez cercano y trascendente, justo y misericordioso. Es el Dios al que Jesucristo llama su Padre, a quien revela plenamente, mostrándolo en total continuidad con el Antiguo Testamento en su condición de Creador del mundo. Nuestro Señor lleva también a plenitud la revelación del misterio de la creación. Su enseñanza sobre la Providencia divina en el Sermón del Monte es determinante.

8.         La propuesta de una "analogía caritatis"

En las últimas décadas ha adquirido gran protagonismo la teología de Ricardo de San Víctor, su originalidad y su significado para la teología trinitaria. Son abundantes los manuales que le dedican amplio espacio y, sobre todo, los que dan gran importancia a su figura y a su método teológico [37]. En la línea que va de san Agustín a santo Tomás de Aquino, Ricardo brilla con luz propia, mostrando unas perspectivas sugerentes que resultan novedosas sobre el planteamiento de san Agustín, sobre todo, en la definición de personaz y en  la convicción de que el más alto grado de amor -la caridad- exige que haya alteridad personal en Dios [38].

El camino emprendido por Ricardo [39] -tomar la naturaleza del amor como punto de partida para hablar de la Trinidad- recibe nuevo impulso con los análisis de la vocación de todo ser personal a la comunión. En esta línea se encuadran los intentos de contemplar el misterio trinitario a partir de la analogía caritatis. Se encuentra un buen ejemplo de esto en Piero Coda, que toma como fundamento de su reflexión trinitaria la afirmación joanea de que Dios es amor (cfr. 1Jn 4, 16) y la revelación de Dios como agápe trinitario en el misterio pascual. Coda se inspira en los logros de la teología agustiniana y, sobre todo, en la teología de Ricardo de San Víctor; propone asumir la definición joanea de Dios como amor, y pensar la vida intratrinitaria a partir de la dinámica del amor, como Aquel que ama, el Amado y el Amor, entrando así en el circulo de la teología trinitaria de Ricardo.

La novedad de este planteamiento se percibe mejor, si se tiene en cuenta la crítica que dirige a san Agustín. Según Coda, san Agustín señaló este camino con claridad, pero hizo discurrir su reflexión sobre la analogía psicológica y, por tanto intrasubjetiva, es  decir, a partir de la vida íntima del propio sujeto espiritual, sin adentrarse por la vía de la intersubjetividad [40]. Coda propone colocar el acento de la analogía trinitaria en la perspectiva intersubjetiva, es decir, en las relaciones que las personas distintas establecen entre sí [41].

También]. A. Sayés da gran importancia a Ricardo de San Víctor, que ha elaborado una teología trinitaria «basada en categorías más personalistas: el Padre entrega su amor y su ser entero al Hijo, el cual lo recibe del Padre, y ambos, al amarse, hacen surgir al Espíritu como fruto y culminación  de ese amor» [42].   Sayés dice que con esto se acerca a la teología griega, sobre todo, por partir de la teología del Padre para presentar el misterio trinitario. Al mismo tiempo, con la aplicación de la analogía en el.sentido de que el Padre y el Hijo, «al amarse, hacen surgir el Espíritu como fruto y culminación de ese amor» [43],  se muestra totalmente ubicado en el planteamiento latino.

Puede decirse que, en la aproximación al misterio trinitario, tanto el esfuerzo agustiniano-tomista utilizando la analogía psicológica, como el esfuerzo de Ricardo de San Víctor utilizando la analogía del amor, resultan fructíferos y complementarios. La analogía del amor explica muy bien la existencia en Dios de pluralidad de personas; no se puede decir lo mismo con respecto a la explicación del modo en que unas personas proceden de otras, es decir, a la diferencia existente entre generación y espiración. Ambas aproximaciones, sin embargo, convergen en el hecho de señalar lo relacional como constitutivo de las Personas, y ambas se enriquecen mutuamente. No en vano, Ricardo de San Víctor se encuentra inserto en la tradición agustiniana.

9.         La unidad de los dos Testamentos

Resulta muy importante la consideración unitaria de la enseñanza sobre Dios contenida en los dos Testamentos, especialmente, en el tratamiento de los atributos divinosy en todoloque mira a la relación entre Trinidad y Unidad. El Dios deJesús es el mismo del Antiguo Testamento; el hecho de que Dios sea trino en personas en nada entibia la confesión de monoteísmo realizada por el Antiguo Testamento. La atención prestada al concepto de Dios en el Nuevo Testamento [44] enriquece en gran manera cuanto la teología dice sobre la naturaleza de Dios y sus atributos.

El estudio del Antiguo Testamento debe facilitar la comprensión de que el Dios del que hablamos es ante todo el Dios de la Alianza, el que ha salido al encuentro del hombre, el que ha tomado la iniciativa de establecer la Alianza. Se trata de un ser personal cuya existencia, propiamente hablando, no es un descubrimiento del pensamiento humano, sino que es Alguien que ha salido a nuestro encuentro. La enseñanza sobre Dios contenida en el Antiguo Testamento ha ido cristalizando en sucesivos y continuados encuentros, es decir, se ha ido forjando a través de las manifestaciones divinas y de su acogida por parte de los hombres.

Las manifestaciones de Dios en el Nuevo Testamento comportan una radical novedad con respecto a las del Antiguo: la Alianza es nueva y también la epifanía divina, que tiene como centro la encarnación del Hijo y el envío del Espíritu Santo. La revelación trinitaria es, indiscutiblemente, una novedad radical con respecto a la revelación del Antiguo Testamento. Pero esta novedad, comporta también una nueva revelación de los atributos divinos, pues todos ellos son vividos en dimensión trinitaria. Pero es que, además, en la actuación de Jesús ha habido una manifestación nueva del ser de Dios. Así por ejempo, la Sabiduría divina se manifiesta en la locura de la Cruz, el poder divino en el anonadamiento, la providencia de Dios llega hasta los últimos detalles en el cuidado de todos los seres como se pone de manifiesto en el sermón del monte, la fidelidad de Dios llaga hasta el envío del Hijo, etc. En una palabra, Dios se ha manifiestado definitivamente en el rostro humano de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

En los tratados sobre Dios, la unidad de los dos Testamentos debe ser visible en el esfuerzo por presentar una síntesis de sn enseñanza, nada fácil, dada la riqueza doctrinal de tantos siglos de diálogo de Dios con los hombres. Pero este esfuerzo es de justicia: cuando Nuestro Señor Jesucristo o el mismo san Pablo hablan de Dios y de sus actuaciones en la historia de la salvación están pensando en el Dios único, en el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob que se manifestó a Moisés (Ex3, 16) y que habló por medio de los profetas (cfr. Hb 1, 1-2).

La unidad de los dos Testamentos lleva a evitar una dicotomía nada infrecuente en los manuales de décadas anteriores: el Antiguo Testamento era utilizado para describir los atributos divinos en el tratado de Dios Uno, y el Nuevo Testamento era utilizado para centrarse en el misterio de la Trinidad. Esto equivale a presentar una visión muy incompleta de la enseñanza bíblica sobre Dios.

Cuanto venimos diciendo, lleva a estas dos conclusiones prácticas: en primer lugar, la consideración de la naturaleza de Dios y de sus atributos, sin renunciar a los planteamientos filosóficos, ha de ser estrictamente teológica, es decir, ha de estar enraizada en las fuentes de la revelación, sin omitir ninguna de las cuestiones fundamentales que plantea la exégesis bíblica; en segundo lugar, las cuestiones sobre la unidad de Dios no pueden considerarse separadas de la consideración de la Trinidad divina, entre otras razones, porque, como M. Schmaus puso de relieve con la estructuración de su tratado, el misterio de la Unidad de Dios pertenece intrínsecamente al misterio de la Trinidad y viceversa.

10. Los esquemas "griego" y "latino"

Al llegar aquí, es oportuna una digresión sobre los esquemas utilizados en la estructuración y eri el desarrollo del misterio trinitario. Es un tópico y una simplificación, aunque no una falsedad, decir que la teología griega y la teología latina afrontan el estudio del misterio trinitario desde dos perspectivas diversas: los griegos irían desde la trinidad de personas a la unidad de naturaleza,  mientras que los larinos irían desde la unidad de naturaleza a la trinidad de personas.  Este tópico sintetiza dos formas distintas de proceder, en  un  intento por destacar las ventajas y las dificultades de dos esquemas ideales, que nunca se han dado realmente con esa pretendida nitidez, aunque efectivamente se trata de caminos diversos, que inciden en la teología trinitaria y notoriamente en la cuestión del Filioque.

Se trata de caminos diversos, pero que no pueden tomarse como incompatibles, ni siquiera como paralelos, sino como complementarios. Y mucho menos, si nos remontamos a la época patrística. La teología patrística griega parte de la confesión de fe bautismal y de la Sagrada Escritura en la que se despliega primero la doctrina sobre Dios y, después, su realidad trinitaria. Baste recordar el ejemplo de san Gregorio de Nisa que, en el Gran discurso catequético, comienza hablando de la unidad de Dios, para mostrar después que ese Dios tiene un lagos y un pneuma. A su vez, la patrística latina -y su principal representante, san Agustín- tiene como punto de partida la confesión de fe bautismal y la Sagrada Escritura y, aunque san Agusrin comienza su De Trinitate por la unidad de la esencia divina, tiene muy presente ya desde los primeros libros del De Trinitate la trinidad de personas y la teología de las misiones [45].

La oposición que se ha querido ver entre los dos itinerarios teológicos -el griego y el latino- es, en gran parte, ficticia. La realidad histórica es mucho más matizada [46]. En la época patrística, la teología griega y la teología larina estáu muy cercanas y no admiten semejantes dicotomías. Los planteamientos y los problemas son muy similares [47]. Más bien puede decirse que la teología latina, en su desarrollo, sigue a la teología griega sin contradecirla, aunque utilizando la analogía psicológica en un sentido parcialmente distinto: para Gregario de Nisa la analogía de la palabra es utilizada considerando que el Verbo es el contenido noético pronunciado por el Padre mientras que el Espíritu es el aliento en el que se pronuncia la palabra; para la teología latina el Verbo es el conocimiento al que sigue el amor.

Una de las adquisiciones más importantes y universal de los manuales sobre Dios consiste en un conocimiento más profundo y extenso del pensamiento trinitario griego, y en la clara conciencia de que ambos esquemas han de utilizarse como complementarios en la medida de lo posible.

11. El encuentro del hombre con Dios

Es obvio que el ateísmo contemporáneo, al que tanta atención prestó el Concilio Vaticano n, presenta al tratado de Dios graves y urgentes cuestiones. Quienes explican este tratado, aunque se encuentren alejados de los intereses de la teología fundamental, han de sentirse seriamente interpelados por el ateísmo contemporáneo, especialmente en lo que se refiere al encuentro del hombre con Dios. Sobre los teólogos pesa la responsabilidad de presentar una imagen verdadera y creíble de Dios y, por lo tanto, han de poner un gran esfuerzo por cuidar la coherencia y la credibilidad de su discurso sobre Dios [48].

En este sentido es paradigmático el final de El Dios deJesucristo, en el que W. Kasper llama la atención sobre la importancia que tiene  el misterio  trinitario para salir al paso del ateísmo contemporáneo, es decir, para hablar de Dios. Según Kasper, no es buen camino oponerse al ateísmo de nuestros dias con un teísmo que no tenga en cuenta al Dios trino. Esto es así, porque «el teísmo es una fe cristiana ya minada por la Ilustración y por el ateísmo, y degenera siempre y necesariamente en el ateísmo del que intenta preservar,  pero  cuyos  argumentos no es capaz de rebatir. Frente  al cuestionamiento  radical  de  la fe cristiana no sirve ya un teísmo tímido, general y vago, sino sólo el testimonio decidido sobre el Dios vivo de la historia, que se manifestó concretamente por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo» [49].

El diagnóstico del ateísmo contemporáneo realizado por Kasper y la terapia que propone son compartidos por muchos y, desde luego, es un argumento más a favor de que el tratado sobre Dios se conciba como un tratado auténticamente teológico, es decir, teniendo como programa -valga la redundancia- ofrecer una "teología teológica" sobre Dios.

Esto quiere decir que es muy importante que en este tratado queden armónicamente unidas las perspectivas bíblica, patrística, histórica, litúrgica y especulativa. De hecho, son abundantes los tratados en los que la convergencia de estas perspectivas es resaltada incluso estructuralmente, pues comienzan con una primera parte bíblica, prosiguen con un detenido estudio de la teología patrística y de los grandes teólogos hasta nuestros días, y terminan con una exposición sistemática de las cuestiones especulativas.

12. La estructuración del tratado sobre la Trinidad

La reestructuración del tratado sobre Dios ha afectado especialmente al antiguo tratado de Dios Uno pues lo ha introducido plenamente en un contexto trinitario. Desde este punto de vista, la nueva estructuración, en cuanto a la ordenación general de las cuestiones, ha afectado mucho más al tratado sobre Dios Uno que al tratado sobre la Trinidad, que siempre estuvo más cercano a los estudios bíblicos y patrísticos y que, en su dimensión especulativa, alcanzó en las Sumas medievales un orden lógico de gran perfección. En lo que respecta al tratado sobre la Trinidad se han mantenido las cuestiones típicas del tratado y se ha seguido con flexibilidad el orden ya establecido por santo Tomás, especialmente en lo que se refiere a la concatenación entre procesiones-relaciones-personas.

Dentro de esta estructuración, los tratadistas suelen prestar especial atención a la teología de las Personas divinas, especialmente a la teología del Espíritu Santo. En este terreno no hay innovación alguna en cuanto al orden -se sigue el ordo trinitarius- , pero sí existe una mayor riqueza teológica, especialmente en lo que se refiere a la Persona del Padre y a la pneumatología.

Son muchos los factores que inciden en este progreso de la teología de las Personas. Quizás el más importante sea el diálogo con los ortodoxos y las cuestiones suscitadas por el Filioque. A estas razones ha de sumarse la aportación trinitaria de Juan Pablo II con sus tres Encíclicas de temática trinitaria, cada una de ellas dedicada a una Persona divina, especialmente Dominum et vivificantem [50], sus Catequesis de los miércoles cuya estructuración las convierte en pequeños tratados de cada una de las Personas [51], los Discursos con motivo del centenario del I Concilio de Constantinopla [52].

A la vez que se concede una mayor importancia a cada una  de las Personas divinas, se ha prestado también una una mayor atención a la cuestión de la circuminsessio (de circum-insidere, sentarse) o circumincessio (de circum-incedere, avanzar) conjugando la connotación de quietud del primero de los términos latinos, con la de movimiento del segundo y del término griego perichóresis [53]. Como sucede con la teología griega, la atención a la perichóresis vuelve a poner en primer plano el marco de unidad en que ha de situarse la consideración de cada Persona.

Finalmente, y en proporción directa al interés que ha despertado todo lo relativo a la intervención de Dios en la historia, es decir, a la oeconomia salutis, ha cobrado mayor importancia la teología de las misiones, conjugando con gran fruto theologia y oikonomia.

Así, aunque en cuanto a su reestructuración el tratado de la Trinidad ha recibido menos cambios que el tratado de Dios Uno, de hecho, también este tratado se ha visto profundamente afectado por la renovación. Y esto no sólo porque los temas reciben una atención más esmerada, sino porque, al estar unido al tratado sobre Dios, participa con él de su más estrecha relación con la perspectiva bíblica e histórica. Dada la estrecha unidad en que se han fundido los tratados de Dios Uno y de Dios Trino, en cada una de las partes -la bíblica, la histórica y la especulativa- se suelen estudiar a la vez las cuestiones pertenecientes a ambos tratados.

Lucas F. Mateo Seco - Juan Ignacio Ruíz Aldaz, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   G. M. SALVATI, La dottrina trinit'aria nella teologia cattolica postconciliare, en A. AMATO (a cura di), Trlnitá in contesto, Roma 1993, 10.         

2   Ibidem, 24.

3   G. EMERY, Chronique de théologie trinitaire, «Revue Thomiste») 4 (2000) 603-654.

4   G. M. SALVATI, Desarrollos de la teología trinitaria. De la "Lumen Gentium" a nuestros días, «Estudios Trinitarios» 39 (2005) 3-22.

5   Una buena muestra dela variedad de temas de que se ocupa hoy la teología trinitaria es el elenco de títulos del número 2 de la revista de la Pontificia Academia de Teología (PATH: «Pontificia Accademia Theologica», 2 [2003] 3-237) dedicado a la teología trinitaria contemporánea.

6   Para describirlo, Bruno Forte utilizó la expresión «exilio trinitario» (Trinitd come storia, Cinisello Balsamo 1985, 13). Nicola Ciola ha hablado de (rnfasia trinitaria») (Teologia trinitaria. Storia -Met'odo ­ Prospettive, Bolonia 1996, 13).

7   Cfr. A. STAGLIANÓ, Teologia trinitaria, en G. CANOBBIO, P. CODA (edd.), La teologia del XX secolo: un bilancio, n. Prospettive sistematiche, Roma 2003, 90-91.

8   Cfr. por ejempo, A. Cozzí,  Bollettino  di  teologia  trinitaria.  Uno sforzo  di riconcettualizzazione alla luce della reciprocitti, «La Scuola Cattolica» 133 (2005) 185-213; E. DuRAND, V HOLZER, Les sources du renouveau de la théologie trinitaire au xxfme sifcle, París 2008; G. EMERY, Théologie trinitaire, «Revue 'fhomiste» 97 (1997) 718-741; lnEM, Chronique de théologie trinitaire, «Revue Thomiste» 98 (1998) 469-496; INEM, Bulletin de théologie trinitaire, «(Revue Thomiste)» 99 (1999) 549-594; lNEM, Chronique de théologie trinitaire, «Revue Thomiste» 100 (2000) 609-654; 101 (2001) 581-632; 103 (2003) 609-642; R. FERRARA, La Trinidad en el postconcilio y en el.final del siglo XX: método, temas, sistema, «Teología» 39 (2002) 53-92; M. GoNZÁLEZ, El misterio dela Trinidad en la preparación del gran jubileo, Buenos Aires 1998, 9-97; SALVATI, La dottrina trinitaria 9-24; Desarrollos de la teología trinitaria, 3-22; STAGLJANÓ, Teología trinitaria, 89-174.

9   P. SrLLER, Doctrina sobre Dios Uno, en H. VoRGRIMLER, R. VAN DER GucHT (edd.), La teología del siglo XX, m, Madrid 1974, 3. La edición original lleva como título Bilanz der Theologie im 20 Jahrhimdert, Freiburg in Brisgovia 1970. El trabajo de Siller pretende ser no sólo  una  descripción  de  la situación, sino  también un balance.      

10    SILLER, Doctrina sobre Dios Uno, 4.

11    En este contexto  resultan verdaderamente elocuentes  los  títulos que  Bruno  Forte  elige para  dos de sus libros :Jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios de la historia; ensayo de una cristología como historia, Madrid 1983; Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios de los cristianos, Salamanca 1988.

12    «Item ceterae theologicae disciplinae ex vividiore cum Mysterio Christi et historia salutis contactu instaurentuni» (CONCILIO VATICANO n, Decreto Optatam totius, [28.x.1965], n. 16).

13    lbidem.

14    SAN IRENEO DE LYON, Epideixis, 3-8, esp. 7 (Sources Chrétiennes 62), 31-44.

15    J. JEREMIAS, Abba: Studien zurneutestamentlichen Theologie und Zeitgeschichte, Güttingen 1966 (traducción española: Abbá y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1983).

16    W. KASPER, Der GottJesu Cristi, Mainz 1982 (traducción española: El Dios de Jesucristo, Salamanca 1986).

17    J. RATZINGER, Der Gott]esu Christi. Betrachtungen über den Dreieinigen Gott, München 1976 (traducción española: El Dios de jesucristo: meditaciones sobre Dios Uno y Trino, Salamanca 1980). Muchas de las  líneas  de  fuerza  de  este  libro  han  encontrado  un  ulterior  desarrollo   en]. RATZINGER-BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007.

18    K. BARTH, Die kirkliche Dogmatik: n, 1-2: Die Lehre von Gott. Zurich 1958/1959. (traducción francesa: Dogmalique, Geneve 1956-1958). Existe una edición italiana que recoge párrafos selectos ordenándolos por temas: L MANCINI (ed.), K. BARTH, Dogmatica ecclesiale, Bologna 1990. Los textos correspondientes a Dios están en las páginas 19-62.

19    Cfr. K. BARTH, Die kirchliche Dogmatik: l, 1: Die Lehre vom Wort Gottes. Prolegomena zur kirchlichen Dogmatik, Zürich 1952. (traducción francesa: Dogmatique, Geneve 1953).

20    Nos referimos al capítulo titulado El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación, en Mysterium Salutis, n, donde afirma: «Los cristianos, a pesar de que hacen profesión de fe ortodoxa en la Trinidad, en la realización religiosa de su existencia son casi exclusivamente monoteístas. Podemos, por tanto, aventurar la conjetura de que si tuviéramos que eliminar un día la doctrina de la Trinidad por haber descubierto que era falsa, la mayor parte de la literatura religiosa quedaría inalterada») (Mysterium Salutis, II-1, Madrid 1969, 361-362).

21    K. RAHNER, Escritos de Teología IV, Madrid 1967, 105-136. El título original es: Bemerkungen zum dogmatischen Traktat 'De Trinitate', (Festschrift für Bischof A. Stohr, Mainz 1960, 130-150), y se encuentra recogido en el volumen IV de Schriften zur Theologie, Einsiedeln 1962.

22    J. FEINER, M. LDHRER (a cura di), Mysterium Salutis, 11, Madrid 1969, 339-349. En la edición alemana (Einsiedeln 1967) se encuentra en las páginas 323-377.

23    K. RAHNER, Curso Fundamental sobre la fe: introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 1979 (Edición alemana: Grundkurs des Glaubens. Einfiihrung in den Begriff des Christentums, Freiburg in Brisgovia, 1976).    

24    RAHNER, El Dios Trino, 370.

25    Las reticencias  partían de  Y. Cangar,  W   Kasper, J.  H.   Nicolas,  y H.  U. von  Balthasar  entre  otros. Cfr. A. ARANDA, La propuesta de K. Rahnerpara una teología trinitaria sistemática, «Scripta Theologica» 23 (1991) 69-123; E. DuRAND, L'identité rahnérienne entre la Trinité économique et la Trinité immanente ti l'épreuve de ses applications, «Revue Thomiste» 103 (2003) 75-92; L. F. LADARIA, El Dios vivo y verdadero, Salamanca 1998, 31-39; L. F. MATEO-SECO, Dios Uno y Trino, Pamplona 2008, 719-724.

26    RAHNER, El Dios trino como principio y fandamento trascendente, 360.

27    M. Schmaus, Teología Dogmática I, La Trinidad de Dios, Madrid 1961, 206.

28    Ibidem, 443-446.

29    JUAN PABLO II, Audiencia General, 5.111.1986.

30    Cfr. SAN IRENEO DE LYÓN, Epideixis, 4-5, y 7-8 (Sources Chrétiennes 62, 33-38 y 41-45).

31    Cfr. SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, 4, 20, 1 (Sources Chrétiennes, 100, 624-626).

32    Símbolo Nicenoconstantinopolitano, DH 150.

33    Cfr. por ejempo, S. DEL CURA ELENA, Creación "ex nihilo" como creación "ex amore": su arraigo y consistencia en el misterio trinitario de Dios, «Estudios Trinitarios» 39 (2004) 55-130; G. EMERY, La Trinité créatrice: Trinité et création dans les commentaires aux Sentences de Thomas d'Aquin et de ses précurseurs Albert le Grand et Bonaventure, Paris 1995; A. GANOCZY, Der dreieinige SchOpfer: Trinitii tstheologie und Synergie, Darmstadt 2001 (traducción española: La Trinidad creadora: teología de la Trinidad y sinergia, Salamanca 2005); R. GERARDI (a cura di), La creazione. Dio, ilcosmo, l'uomo, Roma 1990; G. MARENGO, Trinitti e Creaz:ione. Indagine sulla teología di Tommaso d'Aquino, Roma 1990;]. ScHMID, Creatio ex amore. Zum dogmatischen Ort der SchOpfangslehre. Festscrift für A. Ganoczy znm 60 Geburstag, Würzburg 1989.

34    Este es precisamente el título de la pneumatología de H. U. voN BALTHASAR: Skizzen zur Theologie m: Spiritus creator, Einsiedeln 1999 (traducción española: Spiritus Creal'or, Madrid 2004). Cfr. también GANOCZY, La Trinidad creadora.

35    Cfr. K. HEMMERLE, Thesen zu einer trinitarischen Ontologie, Einsiedeln 1976; Partire dell'unitti: la Trinitti come stile di vita e forma di pensiero, Roma 1998; Tras las huellas de Dios: ontología trinitaria y unidad relacional, Salamanca 2005.

36    Esta línea de reflexión está siendo cultivada, entre otros, por P. CODA, Dios Uno y Trino, Salamanca 1993; y E. MALNATI, Dio nella teologia cristiana, Casale Monferrato 2005.

37    Cfr. por ejempo, M. ARIAS REYERO, El Dios de nuestrafe. Dios Uno y Trino, Santafé de Bogotá 1991, 312-345; LADARIA, E[ Dios vivo y verdadero, 250-253 y 264-266; MATEO SECO, Dios Uno y Trino, 309-313; J. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, Salamanca 1993, 45-48.

38    Comenta L. Scheffczyk: «Con la caracterización de la persona divina como incommunicabilis existentia se descarta respecto de las personas en la Trinidad el equívoco del sistere sub accidentibus nacido de la fórmula boeciana, a la vez que (con el concepto de existencia) se salvaguarda el sistere ex alio. Esto libera a las personas divinas del campo de los puros modi essendi y las presenta como modi obtinendi naturam divinam en perspectiva cercana a la perspectiva griega de los tropoi tes hyparxeos, L. SCHEFFCZYK, Formulación del Magisterio e historia del dogma trinitario, en J. FEINER, M. L6HRER (a cura di), Mysterimn Salutis, n, Madrid 1969, 184.

39    Ricardo se inspira a su vez en un pasaje célebre de san Gregario Magno: «Ecce enim binas in praedicationem discipulos mittit, quia duo sunt praecepta  charitatis,  Dei videlicet  amor et proximi, et minus quam ínter duos charitas haberi non potest. Nema enim proprie ad semetipsum habere charitatem dicitur, sed dilectio in alterum tendit, ut charitas esse possit», SAN GREGORIO MAGNO, Homilía 17, 1: PL76, 1139.

40  «Así pues, Agustín no  sólo renuncia a penetrar en  el  misterio de  la Santísima Trinidad  siguiendo la vía de la analogia caritatis, sino que se repliega en la analogía psicológica, tomando como punto de partida -para ilustrar el misterio trinitario- la unidad de esencia y la  triple facultad  del espíritu humano. Se trata de una opción fundamental y decisiva para el desarrollo posterior de la teología trinitaria que, a partir de este momento, sobre todo en Occidente, insistirá en  la vía psicológica,  llamada  también intrasubjetiva (que tiene en cuenta al sujeto humano en su constitución íntima y espiritual), para distinguirla de la intersubjetiva (relativa a la persona humana en su  relación con  las otras).  El peligro de esta segunda  analogía [... J es  evidentemente  el de no  salvaguardar la unidad de la esencia de  Dios y el de acabar así en el triteísmo.  Pero,  por otra  parte,  ¿acaso la revelación  de  Cristo no  está hecha en  términos  francamente,  aunque  misteriosamente, intersubjetivos?», CODA,  Dios Uno y Trino, 202.

41    Cfr. CODA, Dios Uno y Trino, 196-203.

42    J. A. SAYÉS, La Trinidad. Misterio de Salvación, Madrid 2000, 182.   

43    Ibídem.

44    Conviene recordar el conocido estudio Theós en el Nuevo Testamento de K. RAHNER (Escritos de Teología 1, Madrid 1963, 93-167), que tuvo una gran influencia a la hora de llamar la atención sobre la especificidad del concepto de Dios en el Nuevo Testamento y sobre su dimensión teológica.

45    No podía ser de otra forma, ya que san Agustín parte de la regula fidei y entre los textos claves de la Escritura en que se apoya se encuentra el mandato misional de Mt 28, 19.

46    Se trata, en efecto, de una misma fe cuya formulación teológica se va plasmando por caminos diferentes. La teología griega, cara al peligro de sabelianismo, afirma ante todo la realidad de la hypóstasis de cada una de las Personas, mientras afirma en segundo lugar la unidad de ousía; en cambio, la teología latina, para garantizar la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo en la unidad de Dios, tiende a afirmar sobre todo la unidad de la sustancia divina, en el seno de la cual tienen lugar las procesiones de las Personas. Pero ambas tradiciones -la oriental y la occidental-, a partir de puntos de vista diferentes, contienen los principios que llevan a distinguir entre lo que se refiere a la esencia divina y lo que concierne a la trinidad de Personas (cfr. F. BOURASSA, Questions de Théologie Trinitaire, Roma 1970, 29). Entre estos principios quizás ninguno tan decisivo como la fórmula de los Capadocios mia ousía, tres hypóstasis.

47    Cfr. A. MALET, Personne et Amour dans la thélogie trinitaire de saint Thomas d'Aquin, París 1956, 11.

48    Sobre este tema, cfr. J. RATZINGER, Dios. El hombre de hoy ante la pregunta por Dios, en Palabra en la Iglesia, Salamanca 1976, 73-83; IDEM, Cómo predicar hoy,sobre Dios, ibidem, 84-98; F. SEBASTJÁN AGUILAR, Hablar de Dios en la Iglesia del.futuro, en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL (ed.), La Iglesia en España 1950-2000,  Madrid 1999, 251-271.   

49    W. KASPER, El Dios de jesucristo, 356.

50    Esta encíclica del 18.5.1986 cierra la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, y es una amorosa meditación sobre la Persona y acción del Espíritu Santo, con intuiciones y sugerencias de gran significado teológico. De entre los comentarios  que se le dedicaron en  su día, cfr.  C. SCHBNBORN,  Es el Señor y da la vida, «Scripta Theologica» 20 (1988) 551-567; L. SCHBEECZYK, La Encíclica sobre el Espíritu Santo (Balance realista y mensaje de esperanza para eI siglo que comienza), en ibídem, 569-587; J. A. DOMÍNGUEZ, La Teología del Espíritu Santo, en ibídem, 587-626; J. MORALES, El Espíritu Santo "Creador" en la Encíclica "Dominum et vivificantem", en ibídem, 627-641.

51    Se trata de las Catequesis sobre el Credo que Juan Pablo II desarrolló en las audiencias generales de 1984 a 1991. Las Catequesis sobre el Espíritu Santo constituyen un breve e interesante tratado de pneumatología tanto en su esquema como en su desarrollo. Juan Pablo II las califica como "una catequesis sistemática", y eso es lo que son.

52    Cfr. entre otros escritos, la Carta Apostólica  en  el xv1 Centenario  de san Basilio (Carta  Apostólica Patres Ecclesiae, 2.1.1980), la Carta al Episcopado de la Iglesia Católica con ocasión del 1600 aniversario del Concilio I de Constantinopla y del 1550 aniversario del Concilio de Éfeso (25.m.1981), y el Discurso al Congreso internacional de Pneumatoiogía, (26.rn. 1982).

53    Cfr. CODA, Dios Uno y Trino, 205-208.

Juan Luis Bastero

7.    Origen doctrinal de las invocaciones marianas

Las fuentes doctrinales de donde se han tomado las jaculatorias marianas que constituyen cada una de las letanías, son muy diversas, pero se pueden sintetizar en cuatro:

a)   La Sagrada Escritura. Es la fuente primigenia y básica. Se podría afirmar que muchas invocaciones marianas no son sino variaciones diversas de la Salutación Angélica y de la Visitación a Sta. Isabel. Otras muchas están tomadas también de las acomodaciones marianas bíblicas.

En las diversas letanías marianas que presenta Meersseman [16] se advierten muchas invocaciones marianas que se derivan de la salutación Ave gratia plena:

Sancta Maria, gratia Dei plena

Sancta Maria, omni pietate plena

Sancta Maria, plena pietate et dulcedine

Sancta Maria, plena caritate

Virgo virginum, gratia Dei plena

Pulcherrima domina, hilaris et plena letitia

Virgo plena gratia

Virgo plena clementia

Omnium plena virtutum

Igualmente basta sustituir la frase «de mi Señor» en el texto lucano de la Visitación: —«¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?»— por expresiones equivalentes, para que se obtengan diversas invocaciones:

Mater Christi

Mater Redemptoris

Mater Creatoris

Mater Salvatoris

Mater eterni principii

Mater Christi sanctissima

Mater eterni Regis

Mater Christi et sponsa

Mater Conditoris omnium

Mater Redemptoris hominum

Mater pastoris ovium

Mater Jesu Christi, filium unigeniti Dei

Finalmente muchas invocaciones también proceden de analogías bíblicas tales como: arca de Noé, puerta del Paraíso, escala de Jacob, arco iris, zarza ardiente, vaso lleno de maná, candelabro de oro, vellocino de Gedeón, puerta cerrada, estrella, casa y templo del Señor, torre, etc.

Fons vere sapientiæ

Lumen recte scientiæ

Ianua vitae eternæ

Porta paradisi

Fons caritatis

Fons pietatis

Cœli scala

Stella cæli clarissima

Templum Spiritus Sancti

Cœlestis vitæ ianua

Flos patriarcharum

Stella maris firmissima

Fœderis archa

Speculum iustitiæ

Vas electionis, etc.

a)   Las homilías patrísticas. A partir del Edicto de Milán del 313, cuando la Iglesia se convierte en una religión aceptada por el Imperio Romano y en especial después de la definición dogmática de la Maternidad divina en el Concilio de Éfeso del año 431, los Padres, en las diversas fiestas marianas, pronuncian extensas homilías ensalzando a María en sus privilegios y virtudes. En esos panegíricos, a veces, se pronuncia un conjunto de khairetismoi (por iniciarse cada alabanza por el término Khaire,cuya versión latina es Ave o Salve, alégrate). He aquí uno de Teódoto de Ancira [17]:

«Comencemos por la aclamación de Gabriel, habitante del cielo, y digamos:

Salve, oh llena de gracia, el Señor es contigo.

Juntos con él continuemos diciendo:

Salve, oh gozo deseado por nosotros; salve, recuerdo muy venerable;

                    salve, vellocino salvador y del espíritu;

salve, madre del resplandor indeficiente, llena de luz;

salve purísima madre de santidad;

salve, limpísimo manantial de agua vivificadora;

salve, nueva madre que origina un nacimiento nuevo;

salve, madre sublime de impenetrable misterio;

salve, nuevo libro de la Escritura nueva;

salve, alabastro del óleo sagrado;

salve, excelsa comerciante del raudal de la virginidad;

salve, criatura unida al Creador;

salve, pequeña mansión que cobija al inabarcable.»

a)   Los himnos marianos. Quizá la fuente patrística más cercana a las letanías sean los himnos marianos y en especial el himno Akathistos, así llamado porque se recitaba de pie. Aunque se ha atribuido a diversos Padres y algunos piensan en Romano Melode (†518) como en su autor, la crítica moderna no encuentra razones suficientes para mantener esa hipótesis. Consta de veinticuatro estrofas iniciadas por cada una de las letras del alfabeto. Estekhairetis - moi pertenece al género himnográfico denominado kontakion, basado en el númeroy acento tónico de las sílabas [18]. Está dividido en dos partes. En la primera, de doce estrofas, se narran los relatos del evangelio de la infancia de Jesús. En la segunda, también de doce estrofas, se cantan los dogmas marianos y la cooperación de María en la Redención.

Este himno ha sido muy venerado en la Iglesia del Oriente y su traducción realizada por Cristóbal, obispo de Venecia, pasó al Occidente a finales del siglo VIII o principios del IX. He aquí la primera estrofa:

«Salve, por ti resplandece la dicha;

Salve, por ti se eclipsa la pena.

Salve, levantas a Adán, el caído;

Salve, rescatas el llanto de Eva.

Salve, oh cima encumbrada a la mente del hombre;

Salve, abismo insondable a los ojos del ángel.

Salve, tú eres de veras el trono del Rey;

Salve, tú llevas en ti al que todo sostiene.

Salve, lucero que el Sol nos anuncia;

Salve, regazo del Dios que se encarna.

Salve, por ti la creación se renueva;

Salve, por ti el Creador nace niño.

Salve, ¡Virgen y Esposa!»

Meersseman estudia, en el libro citado, la influenciadel Akathistos en las invocaciones de la letanía mariana, y reconoce que, así como este himno mariano ha influido mucho en los himnos y en la eucología mariana de Occidente, sin embargo su influencia en las letanías ha sido menor de lo esperado, quizá debido a que la estructura de estas letanías es dependiente de la de los santos y su contenido doctrinal es más cercano a la doctrina patrística del Occidente.

En toda la Edad Media proliferaron las laude marianæ, es decir, poesías en honor y alabanza a la Virgen [19]. Están construidas con frases cortas e incisivas que, a modo de jaculatorias, intentan cantar la grandeza de María. Estos himnos sirvieron de inspiración para muchas invocaciones litánicas. Mostramos unas estrofas de una alabanza a la Asunción de María [20] del siglo XI:

Estrella del mar.

Forma divina.

Consoladora de los suplicantes.

 ...

Templo virginal.

Don especial.

 ...

Alabanza eterna del justo.

...

Espejo de justicia.

Asiento de la Sabiduría.

a)   También durante la patrística y en toda la Edad Media se compusieron muchas oraciones en honor de Santa María y en petición de su ayuda, que después han servido de fuente inspiradora de las invocaciones litánicas. Veamos como ejemplo una oración de S. Ildefonso de Toledo [21]:

Señora mía,

dueña mía,

mi dominadora,

Madre de mi Señor,

sierva de tu Hijo,

engendradora del que creó el mundo,

...

tú la elegida de Dios,

asunta de Dios,

abogada de Dios,

cercana a Dios,

próxima a Dios,

íntimamente unida a Dios,

visitada por el ángel,

bendecida por el ángel,

glorificada por el ángel,

atónita en el pensamiento,

estupefacta por la salutación,

admirada por la promesa.

...

Bendita entre las mujeres,

íntegra entre las parturientas,

señora entre las doncellas,

reina entre las hermanas.

Como se aprecia, bastaría añadir la deprecación «ruega por nosotros» detrás de cada alabanza para convertir esta oración en una plegaria litánica.

8.    Tipos de letanías marianas

Las letanías de la Virgen, como ya se ha indicado, surgen a partir de la segunda mitad del siglo XII. Estudiando los diversos formularios de letanías marianas, entre ese siglo y finales del XVI, Meersseman [22] los clasifica en cuatro tipos: las letanías de Aquileya o venecianas, las deprecatorias, las de Maguncia y las lauretanas. De estas cuatro, sólo las letanías venecianas y las lauretanas tuvieron una mayor difusión en el tiempo.

8.1. 1. Las letanías de Aquileya o venecianas

Pueden denominarse también marcianas porque se han recitado en la basílica de S. Marcos de Venecia hasta el año 1820, en las solemnes procesiones de la Nicopeia. El manuscrito más antiguo de estas letanías se remonta a finales del siglo XII y se conserva en la Biblioteca de París. Su origen no está en Venecia, sino en Aquileya, sede del patriarcado y centro del rito aquilense, pero a la decadencia de esta ciudad pasó la sede patriarcal a Venecia. Este manuscrito contiene 42 invocaciones a la Virgen. A lo largo del tiempo fueron cambiando algunas alabanzas y Meersseman contabiliza hasta 76 distintas alabanzas a la Virgen [23].

Las invocaciones de estas letanías se caracterizan por una cierta extensión. Veamos, por ejemplo las letanías de los nn. 10 al 20 del elenco presentado por el prof. Meersseman [24]:

Santa María, madre y esposa de Cristo                            Ruega por nosotros.

Santa Maria, llena de toda piedad                          Ruega por nosotros.

Santa María, madre de misericordia                       Ruega por nosotros.

Santa María, fuente de la verdadera sabiduría                   Ruega por nosotros.

Santa María, luz de la ciencia recta                        Ruega por nosotros.

Santa María, puerta de la vida eterna                     Ruega por nosotros.

Santa María, madre del principio eterno                 Ruega por nosotros.

Santa María, madre de la fe verdadera                             Ruega por nosotros.

Santa María, madre de la verdadera alegría            Ruega por nosotros.

Santa María, madre del eterno día                         Ruega por nosotros.

Santa María, templo del Señor                              Ruega por nosotros.

Como se advierte por su simple lectura, parece que su autor intenta delimitar, matizar y precisar las alabanzas a María en sus justos límites y, por eso, recurre a una cierta discursividad en sus expresiones.

La fuente doctrinal de muchas de estas letanías, según este mismo estudioso, está en la parisina Salutatio Sanctae Mariae del siglo XI, que, a su vez, se inspira en la versión latina del himno Akathistos [25]. Es patente que no cabe fijar una ordenación teológica en estas alabanzas. Más bien, su disposición se debe a un cierto paralelismo eufónico. Este erudito intenta dar con los orígenes de cada invocación, pero no siempre es una tarea fácil.

8.1. 2. Las letanías deprecatorias

Tanto las letanías lauretanas como las venecianas son letanías laudatorias en las que el estribillo repetitivoadquiere un tono deprecativo. Sin embargo, ya a finales de la Patrística [26] y en especial a partir de la alta Edad Media encontramos oraciones —más o menos cortas— en las que se acude a María en tono de súplica y petición. A partir de la época carolingia proliferan muchas oraciones en las que se acude a la Madre de Dios para conseguir su mediación o intercesión ante las diversas dificultades, tales como la peste, el momento de la muerte, o diversas calamidades públicas (guerras, saqueos, venganzas, etc.). María es invocada repetida e insistentemente como madre que puede conseguir ante su Hijo el favor divino. De esta necesidad nacen las letanías deprecatorias, cuyo texto más antiguo se encuentra en un manuscrito de Maguncia del siglo XII, y después, hasta el siglo XV, aparecen en abundancia y en diversas regiones manuscritos con letanías del mismo corte.

Meersseman denomina a las invocaciones de este tipo de letanías «Notlitaneien» [27]. He aquí su estructura: comienza con las invocaciones preliminares comunes a toda letanía (Kyrie, Christe, etc.). Después tenemos las tres alabanzas marianas que presentan las letanía de los santos (Santa María, Santa Madre de Dios, Santa Virgen de las vírgenes). A continuación siguen unos elogios marianos en grado superlativo:

S. M., excellentissima et gloriosissima regina,                            intercede pro me

S. M., beatissima atque omni laude dignissima,                          «

S. M., clementissima necnon misericordiosissima,                       «

S. M., benignissima consolatio ad te confugientium,                     «

S. M., plena pietate et omni dulcedine,                                      «

La respuesta a las invocaciones, como se advierte, es claramente impetratoria —intercede pro me—.

Las letanías siguientes tienen una patente dimensión deprecatoria, unas veces por su propia estructura sintáctica y otras por su respuesta miserere mihi:

S. M., Dei genitrix, per misericordiam filii tui, qui ex utero tuo incarnari voluit, miserere mihi famulo tuo et ora por delictis meis.

S. M., virgo perpetua, per dilectionem filii tui, qui ita te dilexit, ut exaltaret te super choros angelorum, exaudi me.

S. M., adiuva me et intercede pro me, ut custodiat me Dominus ab omni malo preterito, presenti et futuro.

S. M., spes miserorum,                                                 miserere mihi

S. M., decoratrix virtutum,                                                      «

S. M., ducis consolatio tribulatorum,                                         «

S. M., mitissima, benignissima, misericordissima

et omni pietate pienissima,                                                «

S. M., stella maris lucida,                                                        «

Concluyen estas letanías con algo muy habitual en otras plegarias carolingias: la utilización de los verbos laudo et adoro al comienzo de cada frase, a los que siguen una petición o una exaltación:

Laudo et adoro altitudinem tuam.

Laudo et adoro beatitudinem tuam et pulchritudinem tuam.

Laudo et adoro gloriam tuam.

Laudo et adoro speciem tuam et sapientiam tuam.

Laudo et adoro virginitatem tuam et castitatem tuam.

Laudo et adoro misericordiam tuam, quia sola fuisti digna inter omnes feminas portare dominatorem cæli et terræ, maris et omnium quæ in eis sunt.

Laudo et adoro beata viscera tua, quæ portaverunt Deum et hominem.

Igual que en las anteriores, Meersseman intenta buscar los orígenes de cada invocación, aunque con pocos resultados. Lo que se advierte inmediatamente en estas letanías es el carácter individual (intercede pro me, miserere mihi, laudo et adoro); por tanto, parece que no se recitaban en las reuniones comunitarias, ni en los actos litúrgicos.

Estas letanías, por su carácter individual y por su cierta complejidad recitativa,no encontraron mucha aceptación y su recitación se abandonó de forma paulatina.

8.1. 3. Las letanías de Maguncia

Las investigaciones de Meersseman y de A. de Santis han llegado al resultado de que, hasta el momento, el texto más antiguo conocido sobre las letanías marianas es un códice manuscrito del siglo XII, de origen cartujano, que se encuentra en la biblioteca de Maguncia. A. de Santis fue el primero que lo estudió con más profundidad a finales del siglo XIX [28]. Su título es Letania de Domina nostra Dei genitrice virgine Maria. Oratio valde bona cotidie pro quacumque tribulatione dicenda est. Por su estructura se aprecia que está destinada a la recitación privada. Su génesis procede de las letanías de los santos acomodándolas a la Virgen. El texto litánico de este manuscrito es muy extenso y consta de tres partes diferentes [29]:

La primera (estrofas 1ª a 6ª): coincide exactamente con las de los Santos con un añadido mariano, véase por ejemplo:

Pater de cœlis Deus, qui elegisti Mariam semper

Virginem,                                                                    miserere nobis.

Filii redemptor mundi, Mariæ virginis filius,                      miserere nobis.

Spiritus Sancte Deus, qui illuminasti et obumbrasti

Mariam semper virginis,                                                miserere nobis.

Sancta Trinitas unus Deus, qui possedisti Mariam

semper virginem,                                                         miserere nobis.

La segunda parte consta de unas cincuenta estrofas. Todas comienzan por Sancta Maria y contienen de uno a cinco elogios marianos. La respuesta es siempre la misma: ora pro nobis bendictum ventris tui fructum. Mostramos algunas estrofas:

S. M., Dei genitrix gloriosa,                         ora pro nobis benedictum...

S. M., gaudium angelorum, iubilatio

omnium sanctorum,                                   ora pro nobis benedictum...

S. M., stirps patriarcharum,

vaticinium prophetarum,

solatium apostolorum, rosa martirum,

predicatio confessorum, lilium virginum,        ora pro nobis benedictum...

S. M., spes humilium, refugium pauperum,

Portus naufragantium, medicina infirmorum,  ora pro nobis benedictum...

La tercera parte la constituyen unas quince estrofas: unas semejantes a las obsecrationes (Per..., libera nos, Domine) y otras a las petitiones propias de las letanías de los Santos (Ut... digneris, te rogamus, audi nos) :

Per mundissimum virgineum partum tuum al omni

immunditia mentis et corporis,                              libera nos, Domine.

Per omnia sacramenta maiestatis et humanitatis,

crucis et passionis ac mortis, resurrectionis

et ascensionis suæ, et per sacramentum

virginitatis uteri tui,                                             libera nos, Domine.

Ut ecclesiam suam sanctam pacificare, custodire,

adunare et regere dignetur,                                  te rogamus, audi nos.

Ut cordis compunctionem uberemque fontem

lacrimarum nobis impendat,                                  te rogamus, audi nos.

Como se aprecia de forma patente, estas letanías están muy emparentadas con las letanías de los santos. Se podría decir que son «una imitación en clave mariana de las deprecaciones típicas de las letanías de los santos con evocaciones de episodios particulares de la vida del Señor y de su Madre» [30]. Su valor estriba en su antigüedad. Sin embargo, como ya se ha dicho, su estructura y amplitud no se adecuaban para recitación en las ceremonias públicas y menos aún para las procesiones penitenciales, y por eso, su utilización, al ser privada, se fue reduciendo de modo paulatino.

9.    Letanías lauretanas

Se denominan así las letanías que a finales del siglo XVI se recitaban en la Santa Casa de Loreto. Este Santuario se constru yó en el siglo XIV y, según una piadosa tradición, en su interior se encuentra la Santa Casa, donde nació la Virgen María y donde recibió el anuncio de la Encarnación del Hijo de Dios. Esa tradición narra que la Santa Casa fue trasladada por los ángeles en el año 1291 a Tarseto (Dalmacia, Croacia) y tres años más tarde, también por los ángeles, fue depositada en Loreto.

Este Santuario, debido a esa piadosa tradición, se convirtió en un centro extraordinario de peregrinación. Allí los peregrinos solían recitar unas letanías marianas que hicieron fortuna y fueron adoptadas por toda la Iglesia.

9.1. 1. Origen de la letanías lauretanas

Su origen, sin embargo, no está en Loreto. Según las investigaciones de De Santis y de Meersseman, la redacción más antigua de esas letanías se encuentra en un códice de finales del siglo XII localizado en la Biblioteca de París [31]. Este texto se puede decir que es el precedente más cercano e inmediato que tienen las letanías lauretanas, según la redacción actualmente vigente.

El manuscrito parisino consta de setenta y tres invocaciones, la mayor parte de ellas muy breves —de dos o tres palabras— y concretas; algunas de carácter poético y metafórico. Su disposición rítmica facilita su recitación, y su ordenación temática es bastante clara [32].

Las tres primeras son las tres jaculatorias marianas contenidas en las letanías de los santos (Sancta Maria, Sancta Dei genitrix, Sancta Virgo virginum).

De la 4ª a la 15ª se inician las invocaciones marianas por el título de Mater:

Mater Christi,                             ora pro nobis.

Mater castissima,                       ora pro nobis.

Mater piissima,                          ora pro nobis.

Mater inviolata,                         ora pro nobis.

Las invocaciones 16ª a la 19ª (ambas inclusive) está dirigidas a María como Magistra:

Magistra humilitatis,                ora pro nobis.

Magistra totius sanctitatis,        ora pro nobis.

Magistra obedientiæ,               ora pro nobis.

Magistra penitentiæ,                ora pro nobis.

De la 20ª a la 27ª se refieren a María como Virgen:

Virgo suavis,                      ora pro nobis.

Virgo fidelis,                      ora pro nobis.

Virgo potens,                      ora pro nobis.

...

Virgo veneranda,                ora pro nobis.

Virgo predicanda,                ora pro nobis.

A continuación viene un amplio grupo de invocaciones (de la 28ª a la 59ª) con expresiones metafóricas y simbólicas sobre María. Muchas de ellas de clarosabor bíblico:

Speculum justitiæ,     ora pro nobis.

Sedes Sapientiæ,                ora pro nobis.

Causa nostræ laetitiæ,         ora pro nobis.

...

Refugium reorum,               ora pro nobis.

Hymnus cœlorum,     ora pro nobis.

Luctus infernorum,     ora pro nobis.

Fons ortorum,           ora pro nobis.

Las trece últimas invocaciones hacen referencia a Santa María como Reina:

Regina angelorum,              ora pro nobis.

Regina spirituum sanctorum, ora pro nobis.

Regina XXIV seniorum,        ora pro nobis.

...

Regina virginum,                ora pro nobis.

Regina cœlorum,                ora pro nobis.

Regina omnium sanctorum,   ora pro nobis.

Meersseman, además, en su investigación descubrió un códice Procesional en Padua, del siglo XIV [33], que contiene unas letanías marianas, cuya estructura es casi idéntica a la del manuscrito de París. Las variantes estructurales entre ambas son las siguientes:

a)   En el códice de Padua desaparecen las invocaciones que comienzan por Magistra y por Virgo, y se amplía sensiblemente el número de las invocaciones que empiezan por Mater (pasan de 12 a 22).

b)   El número de invocaciones con títulos simbólicos —en especial bíblicos— disminuye de 32 en el texto parisino a 13 en el paduano.

c)   Por último, permanece en la práctica el mismo número de invocaciones que se inician por Regina (14 en el de París y 15 en el de Padua).

d)   El número total de invocaciones pasa de 73 a 53, y el contenido de las invocaciones de ambos códices guarda parecidas semejanzas con el actual.

Por lo que acabamos de exponer, advertimos que no hay ninguna duda sobre la concordancia entre estos dos manuscritos y las letanías lauretanas que conocemos. No sólo por la similitud de las invocaciones, sino también por su identidad estructural: poseen la misma ordenación temática —la única diferencia es que, en las letanías actuales, se han suprimido el grupo de invocaciones en las que se cita a María como Magistra—; la misma cadencia eufónica; idéntico recurso a la simbología bíblica. Podríamos decir que la diferencia mayor estriba en la reducción de invocaciones; reducción que, como hemos apreciado, se fue realizando conforme pasaba el tiempo. Es lógico que, poco a poco, se fuera depurando y disminuyendo el número de invocaciones, hasta llegar a unas letanías que constituyen una obra maestra de la piedad popular, por su sencillez, por el contenido de su doctrina, por su consonancia rítmica y por su facilidad recitativa.

Meersseman también ha intentado buscar las fuentes de las diversas invocaciones de las letanías lauretanas, y resumidamente podría decirse que los títulos marianos expuestos en ellas proceden de textos litúrgicos carolingios, de homilías de ese período y de autores como S. Efrén (s. IV), Venancio Fortunato (s. VI), Juan Geómetra (s. X) y el himno Akáthistos.

9.1. 2. La implantación de las letanías lauretanas

Según Besutti [34], se puede documentar que en el Santuario de Loreto se usaban las letanías ya en el año 1531 y que el papa Pablo III (1534-1549) instituyó en Loreto un coro de niños ad laudes Beatae Virginis de cantandas. Se sabe que las letanías se cantaban todos los sábados del año en la procesión que se celebraba en el Santuario.

Por otra parte, la crisis doctrinal y cultual provocada por la Reforma Protestante a mediados del siglo XVI y la subsiguiente celebración del Concilio de Trento (1545-1563), supusieron, en el ámbito del culto católico, un amplio movimiento de reforma litúrgica, que evidentemente tuvo repercusión en el campo de las prácticas de piedad. S. Pío V, prosiguiendo la reforma tridentina, suprimió las diversas preces que se rezaban en el Oficio de la Virgen.

Según los datos que en este momento poseemos, a principios del siglo XVII existían al menos 70 formularios litánicos marianos distintos utilizados en celebraciones públicas. La Santa Sede buscaba encauzar ese exceso de formularios —tanto más, cuanto que algunos tenían contenidos discutibles e incluso erróneos— y poner un poco de orden y cordura.

Por ello, con referencia a esos formularios la Sede Apostólica ord enó reducir su uso exclusivamente a uno sólo: el de las letanías lauretanas. Estas letanías habían sido aprobadas oficialmente e indulgenciadas previamente por Sixto V con la Bula Reddituri del 11 de julio de 1587 [35], y posteriormente fueron impuestas a toda la Iglesia latina por Clemente VIII con el decreto Quoniam multi del 6 de septiembre de 1601 [36]. La Sagrada Congregación de Ritos emanó diversos decretos (en los años 1631, 1821, 1839) en los que prohibía la adición de ninguna invocación a las letanías lauretanas sin su aprobación explícita. El texto publicado el año 1572, que coincide con el aprobado por Sixto V y después impuesto por Clemente VIII, contenía 44 invocaciones.

Después de estas disposiciones de la Santa Sede, se fue generalizando, poco a poco, por todo el mundo el uso de estas letanías marianas, convirtiéndose en una de las plegarias más populares en honor de la Virgen María.

9.1. 3. Adiciones a las invocaciones de las letanías

Con el paso del tiempo y con la autorización expresa de la Sagrada Congregación de Ritos fue aumentando el número de invocaciones marianas de estas letanías. Se asocia la invocación Auxilium christianorum a la batalla de Lepanto. Se dice que fue introducida por S. Pío V ante tal evento, pero la crítica actual niega esa vinculación; por los documentos existentes se sabe que esta jaculatoria fue incluida en las letanías poco después de esa victoria, pero su adición no se debió a una decisión papal, sino a la piedad popular, debida, en gran parte, a la exultación de los mismos soldados vencedores [37].

El año 1768, el Papa Clemente XIII, a ruegos del rey de España, Carlos III, autorizó con la Carta Eximia pietas, para España y para los territorios dependientes de la Corona española, la introducción de la invocación Mater inmaculata, después de Mater intemerata. Esta adición es fruto del fervor inmaculista español que comenzó el siglo XVII.

Aunque la inserción de la jaculatoria Regina sine labe originali concepta en las letanías fue concedida por Gregorio XVI [38] (1831-1846) a diversas diócesis e institutos religiosos, y después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (1854) por el beato Pío IX, de una forma natural y espontánea se generalizó su uso en todo el mundo.

León XIII, el Papa del Santo Rosario, ante las graves contradicciones que sufría la Iglesia a finales del siglo XIX, quiso que se incluyera en las letanías, a petición del General de los dominicos, la invocación Regina sacratissimi Rosarii [39]. Y a principios del siglo XX, en el año 1903, el mismo Papa [40] aprobó la adición de la jaculatoria Mater boni consilii. Por otra parte, este mismo Romano Pontífice decidió que el Santo Rosario finalizara con las letanías lauretanas [41], praxis que se ha hecho usual, a partir de entonces, entre el pueblo cristiano.

Posteriormente, el Papa Benedicto XV, en medio del terrible conflicto de la I Guerra Mundial, decidió el día 5 de mayo de 1917 [42], incluir en las letanías lauretanas la invocación Regina pacis, después de Regina sacratissimi Rosarii. En el año 1950, el Papa Pío XII [43], el día anterior a la solemne proclamación del dogma de la Asunción, decidió que se añadiera a las letanías marianas la jaculatoria Regina in cœlum assumpta.

El Papa Pablo VI, en el discurso de clausura de la tercera Sesión del Concilio Vaticano II, el día 21 de noviembre de 1964, quiso que el pueblo cristiano honrase a María bajo la advocación de Mater Ecclesiæ y «queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título» [44]. Posteriormente ya en el pontificado de Juan Pablo II, mediante una Carta de la Sagrada Congregación del Culto Divino, con fecha 13 de marzo de 1980 [45], se autorizaba la inserción de esta advocación en las letanías lauretanas.

Finalmente, Juan Pablo II [46], con ocasión del Año Internacional de la familia, quiso que se incluyera la invocación Regina familiæ, para que Nuestra Señora proteja la institución familiar tan maltratada y vilipendiada en los momentos actuales.

Juan Luis Bastero, dadun.unav.edu/

Notas:

16. Ibídem, 214-256.

17. TEÓDOTO DE ANCIRA, Homilía IV sobre la Madre de Dios y Simeón, PL 77, 1389. Cfr. ABRAHAM DE ÉFESO, Homilía de la Hipapanté, PO 16, 454; SOFRONIO DE JERUSALÉN, Homilía sobre la Anunciación, PG 87, 3237.

18. Cfr. G. PONS, Textos marianos de los primeros siglos, Madrid 1994, 174.

19. Cfr. CURIA GENERAL DE LA ORDEN DE LOS SIERVOS DE MARIA, Suppliche litaniche a Santa Maria, o. c., 43.

20. G.M. DREVES, Analecta Hymnica Medii Aevi, IX, Leipzig 1890, 55-56. Pueden verse muchos himnos en honor a la Virgen en las pp. 45-80.

21. S. ILDEFONSO DE TOLEDO, De virginitate, cap. 1, PL 96, 58-59.

22. Cfr. G.G. MEERSSEMAN, Der Hymnos Akathistos im Abendland, dos tomos, Freiburg Schweiz 1960.

23. G.G. MEERSSEMAN, Der Hymnos Akathistos im Abendland, o.c., II, 218-222.

24. 24. Ibidem, 214-215.

25. Ibídem, I, 130-132. En estas páginas puede verse el paralelismo entre ambos textos.

26. Cfr. S. MODESTO DE JERUSALÉN, Homilía II sobre la Dormición, 10, PG 86, 3303; S. GERMÁN DE CONSTANTINOPLA, Homilía sobre el cíngulo y los santos pañales, Biblioteca Patrística, n. 13, 147; S. JUAN DAMASCENO, Homilía I de la Asunción, 11, PG 96, 717.

27. G.G. MEERSSEMAN, Der Hymnos Akathistos im Abendland, o.c., II, 62-67.

28. A. DE SANTIS, Le litanie Lauretane. Studio storico critico, Civcat, Serie XVI, volumen 9º, 530-543.

29. Cfr. A. DE SANTIS, Le litanie Luretane. Studio storico critico, o.c., 530-531; G.G. MEERSSEMAN, Der Hymnos Akathistos im Abendland, o.c., II, 251-256; CURIA GENERAL DE LA ORDEN DE LOS SIERVOS DE MARIA, Suppliche litaniche a Santa Maria, o.c., 53-56.

30. G. BESUTTI, Letanías, en S. DE FIORES, S. MEO, Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, 1056. Pueden confrontarse también los siguientes libros: M.M. PEDICO, La vergine Maria nella pietà popolare, Roma 1993, 94-98; A.M. BUONO, Le più grandi preghiere a Maria Storia, uso, significato, Milano 2002, 115-139.

31. BIBLIOTECA NACIONAL DE PARÍS, Litania Sanctæ Mariæ, lat. 5267.

32. Cfr. G.G. MEERSSEMAN, Der Hymnos Akathistos im Abendland, o.c., II, 222-224.

33. Ibídem, 58-62 y 225-227.

34. Cfr. G. BESUTTI, Letanías, o.c., 1058.

35. Cfr. Bullarium Carmelitanum, II, 243, Roma 1718. Esta Bula estaba dirigida a los Carmelitas Descalzos y en ella se concedían 200 días de indulgencia a los fieles que recitasen las Letanías de la Virgen, pero precisaba que esas letanías debían ser las que se rezaban en la «Casa de la Virgen María».

36. Cfr. Magnum Bullarium Romanum, III, 169, Lugduni 1655.

37. Cfr. L. PASTOR, Storia dei papi, vol VIII, Roma 1929, 574, nota 1.

38. Cfr. H. MARIN, Documentos Marianos, Madrid 1954, 161.

39. Ibídem, 361. Este decreto tiene fecha de 10 de diciembre de1883.

40. LEÓN XIII, Acta XXII, Roma 1903, 334-336. La fecha exacta es el 22 de abril de 1903.

41. Cfr. LEÓN XIII, Enc. Supremi  apostolatus  officio,  n.  6,  en  H.  MARIN, Documentos Marianos, o.c., n. 336.

42. Cfr. AAS 9 (1917) 266. Es llamativo que ocho días después la Santísima Virgen se aparecía en Fátima, respondiendo a la invocación del Romano Pontífice y pidió el rezo del Rosario para ganar la paz del mundo y el fin de la guerra.

43. PÍO XII, AAS 42 (1950) 795.

44. PABLO VI, AAS 56 (1964) 1015.

45. Cfr. CONGREGACIÓN DEL CULTO DIVINO, Carta Circular del 13 de marzo de 1980, en Notitiæ 16 (1980) 159. En esta Carta Circular de la Congregación se permite la inserción de la invocación «Mater Ecclesiae» detrás de «Mater Christi» y antes de «Mater divinae Gratiae». Puede verse I. CALABUIG, «Mater Ecclesiæ» Nouva invocazione delle litanie lauretane, «Notitiae» 16 (1980) 220-231.

46. Cfr. CONGREGACIÓN DEL CULTO DIVINO, Carta Circular del 31 de diciembre de 1995 en «Notitiæ» 32 (1996) 189-190. Se permite invocar en las letanías lauretanas la jaculatoria «Regina familiæ» después de «Regina Sacratissimi Rosarii» y antes de «Regina pacis».

Juan Luis Bastero

1.    Concepto de letanías

La palabra letanía procede del vocablo griego image001.gif , que pasó al latín utilizado especialmente en su forma plural litaniae. Etimológicamente significa oración o súplica. El Diccionario de la Real Academia Española la define como «rogativa o súplica que se hace a Dios con cierto orden, invocando a la Santísima Trinidad y poniendo por medianeros a Jesucristo, la Virgen y los santos» [1]. En general las letanías son oraciones constituidas por una serie de breves invocaciones o súplicas a las que la asamblea responde con una concisa respuesta repetitiva.

Los estudiosos, analizando las diversas oraciones litánicas utilizadas a lo largo de la multisecular historia de la Iglesia, observan que esas oraciones se pueden agrupar en dos tipos:

a)   Las letanías de súplica, en las que tiene una prioridad absoluta la petición. Tal es el caso, en la liturgia reformada del Concilio Vaticano II, la así denominada «Oración de los fieles», que se recita antes de la presentación de los dones en la celebración de la Eucaristía. Como es bien conocido, consta de dos partes: una petición hecha por un monitor o el sacerdote y la respuesta del pueblo que es siempre la misma a toda petición. Pongamos un ejemplo [2]:

Por el Papa, los obispos y los sacerdotes,

roguemos al Señor.                                                      Te rogamos óyenos.

Por cuantos ejercen autoridad en el

mundo, roguemos al Señor.                                           Te rogamos óyenos.

Por los presos, los emigrantes, los desterrados

y los pobres, roguemos al Señor.                                    Te rogamos óyenos.

Por nosotros, por nuestros familiares, amigos

y conocidos, roguemos al Señor.                                     Te rogamos óyenos.

Lo mismo sucede en la segunda parte de las letanías de los Santos [3]:

De todo mal,                                                               Líbranos, Señor.

De todo pecado,                                                           Líbranos, Señor.

De la muerte eterna,                                                     Líbranos, Señor.

Por tu encarnación,                                                       Líbranos, Señor.

Por tu muerte y resurrección,                                         Líbranos, Señor.

Por el envío del Espíritu Santo,                                       Líbranos, Señor.

a)   Letanías de invocación en las que en su primera parte predomina la alabanza e invocación, y la parte repetitiva es deprecativao de petición:

Madre amable,                                                             Ruega por nosotros.

Madre admirable,                                                         Ruega por nosotros.

Madre del Buen Consejo,                                               Ruega por nosotros.

Madre del Creador,                                                       Ruega por nosotros.

Madre del Salvador,                                                      Ruega por nosotros.

A este tipo de letanías pertenecen la primera parte de los Santos, las del Santo Nombre de Jesús, las del Sagrado Corazón, las de San José, las letanías lauretanas, etc. De todas formas debe decirse que no cabe una oposición o separación total entre los dos tipos de letanías, porque, como ya hemos indicado, ambos tipos pueden coexistir en el mismo formulario, tal es el caso de la letanía de los Santos, que comienza siendo una letanía de invocación y finaliza con la letanía de súplica.

2.    Antecedentes bíblicos de las letanías

Podemos afirmar que la plegaria litánica es una oración cuyo origen se remonta al Antiguo Testamento, porque, en cierto modo, es connatural a la estructura psicológica y sobrenatural de la oración.

En efecto, el hombre creyente, al percibir por su fe la grandeza de la santidad divina y su pequeñez personal, siente la necesidad de acudir reiteradamente con la oración de petición y súplica a ese Dios tres veces Santo.

Por otra parte, el hombre, al ver que toda su fuerza espiritual proviene de Dios, y que sin Él nada puede, siente la necesidad de agradecer insistentemente reconociéndole su gozo y gratitud por la misericordia divina que siente en su corazón.

De ahí que suplique una y mil veces y agradezca a Dios por todos los beneficios que ha recibido. En esta reiteración del alma agradecida está basada la letanía.

De hecho el paralelismo de los salmos y en especial la textura de algunos cánticos y oraciones del Antiguo Testamento, presentan una estructura de plegaria litánica. Véase por ejemplo el Salmo 135:

Dad gracias al Señor porque es bueno:                  porque es eterna su misericordia.

Dad gracias al Dios de los dioses:                porque es eterna su misericordia.

Dad gracias al Señor de los señores:            porque es eterna su misericordia.

Sólo él hizo maravillas:                              porque es eterna su misericordia.

Él hizo sabiamente los cielos:                      porque es eterna su misericordia.

La misma estructura se observa en el Cántico de los tres jóvenes del libro de Daniel (Dn 3, 57-88):

Ángeles del Señor,                                     bendecid al Señor.

Cielos,                                                     bendecid al Señor.

Aguas del espacio,                                     bendecid al Señor.

Ejércitos del Señor,                                    bendecid al Señor.

Sol y luna,                                                bendecid al Señor.

Astros del cielo,                                        bendecid al Señor.

Lluvia y rocío,                                           bendecid al Señor.

Vientos todos,                                           bendecid al Señor.

Algunos estudiosos han encontrado también vestigios de la oración litánica en 1Tm 2, 1-3, cuando el Apóstol afirma: Te encarezco, pues, ante todo, que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y todos los que ocupan altos cargos, para que pasemos una vida tranquila y serena con toda piedad y dignidad. Todo ello es bueno y agradable ante Dios, nuestro Salvador. Esta perícopa encierra un planteamiento litánico por el carácter reiterativo de la petición común. De hecho algunos exegetas ven los orígenes de este texto paulino en una oración que se realizaba en las sinagogas y que consistía en impartir dieciocho bendiciones en las que se enumeraban las diferentes categorías sociales de personas y de intenciones por las que se rezaba.

3.    Las oraciones litánicas en la patrística y en la liturgia

Existen vestigios de estas oraciones en algunos textos de los Padres de la Iglesia, con frecuencia inspirados en el texto paulino citado. Así encontramos ejemplos en la Didaché, en la parte final de la Epístola a los Romanos de S. Clemente (†101), en la Carta de S. Policarpo (†155), en las Actas de su martirio y en las obras de S. Justino (†165). En especial los investigadores se fijan en la obra De mortibus persecutorum de Lactancio [4]. Allí se narra la siguiente plegaria que un ángel enseñó a Licinio —aliado de Constantino— en la noche precedente a la batalla contra el emperador Maximino:

Sumo Dios,                                               te rogamos.

Santo Dios,                                               te rogamos.

Toda justicia,                                            te encomendamos.

Nuestra salvación,                                     te encomendamos.

Nuestro Imperio,                                       te encomendamos.

Igualmente algunos estudiosos encuentran también oraciones litánicas, entre otros, en los escritos de S. Ambrosio (†397), de S. Agustín (†431), en las Aclamaciones que el pueblo de Éfeso elevó cuando se definió el dogma de la maternidad divina (431), en las invocaciones de Teódoto de Ancira (†446) y en la obra de Prósperode Aquitania (+ 455).

En la Liturgia también aparece con cierta frecuencia la oración litánica. De este tipo es, en las liturgias orientales, la «plegaria diaconal», así llamada porque está recitada por el diácono. Más frecuentemente recibe el nombre de «ectenia» (extensa), porque sus peticiones se extienden a todas las personas y a todas sus necesidades. El diácono enuncia la petición o súplica y el pueblo contesta Señor, ten piedad (Kyrie eleison).

Así, por ejemplo, la liturgia bizantina inserta varias letanías diaconales extensas (ectenias) y, a veces, más bre ves (synaptai) en las horas del ciclo catedralicio y en las Vísperas que preceden a la bendición final.

Ten piedad de nosotros, oh Dios, según tu gran

misericordia, te rogamos óyenos:                                   Señor, ten piedad.  

Te rogamos también por la misericordia, vida,

paz, salud, protección, perdón, y remisión de los

pecados de los siervos de Dios que están presentes:          Señor, ten piedad.

En la liturgia caldea encontramos la misma estructura al final del oficio de Vísperas:

Elevemos nuestras súplicas al Señor con alegría

diciendo: Señor, ten piedad de nosotros.       Señor, ten piedad de nosotros.

Oh Padre de las misericordias y Dios de todo

consuelo, te pedimos:                                Señor, ten piedad de nosotros.

Oh Salvador nuestro que te haces cargo de

nosotros y gobiernas todas la cosas:             Señor, ten piedad de nosotros.

Por la paz, la concordia, la estabilidad del

mundo entero en todas las Iglesias:              Señor, ten piedad de nosotros.

Por nuestro lugar, por todos los lugares y por

todos aquellos que en ellos viven la fe:                   Señor, ten piedad de nosotros.

Por la bondad del clima y la prosperidad de año,

por la cosecha de frutos y por la restauración

del mundo entero:                                     Señor, ten piedad de nosotros.

En las liturgias occidentales se desarrolla la «oración universal» de una forma pro gresiva. Primeramente, en la época que va de finales del siglo IV a finales del V, se traducen los textos litánicos de la liturgia oriental. Tal es el caso de las letanías Dicamus omnes (digamos todos) que se encuentran en el Misal de Stowe. A finales del siglo V, en tiempos del papa Gelasio, se revisan los textos para mejorarlos y para adaptarlos a las circunstancias nuevas, dando lugar a diversas oraciones litánicas en la liturgia milanesa y en la galicana, y posteriormente en la liturgia hispánica.

En la oración universal un lector o el mismo sacerdote recita la invocación y todo el pueblo repite una deprecación [5]. Son paradigmáticas las recitadas en la liturgia del Viernes Santo y que se han conservado hasta nuestros días.

Veamos como ejemplo del primer periodo la oración universal del Misal Stowe [6]:

Digamos todos con todo el corazón y con toda la

mente: Señor, óyenos y ten piedad.                       Señor, óyenos y ten piedad.

 Que miras la tierra y la hacer temblar te rogamos:  Señor, óyenos y ten piedad.

Por la paz y la tranquilidad de nuestro tiempo

te rogamos:                                                       Señor, óyenos y ten piedad.

Por la santa Iglesia extendida por todo el orbe

te rogamos:                                                       Señor, óyenos y ten piedad.

Por nuestro padre Obispo y por todos los obispos

y presbíteros y diáconos y por todo el clero

te rogamos:                                                       Señor, óyenos y ten piedad.

Mostramos también un ejemplo de la segunda época, tomado de la liturgia ambrosiana en lasacclamationes matutinas:

Jesús, siervo de Dios, que llevas la justicia a los

gentiles, Señor, ten piedad.                                  Señor, ten piedad.

Tú que no gritas y no haces oír tu voz en la

plaza, Señor, ten piedad.                                               Señor, ten piedad.

Tú que has crecido como raíz en tierra árida,

Señor, ten piedad.                                               Señor, ten piedad.

Tú que estás unido a nuestro dolor

Señor, ten piedad.                                               Señor, ten piedad.

Tú que abres los ojos a los ciegos y libras a los

prisioneros, Señor, ten piedad.                              Señor, ten piedad.

Jesús, siervo de Dios, alianza del pueblo y luz

de las naciones, Señor, ten piedad.                        Señor, ten piedad.

4.    Las letanías de los santos

El testimonio más antiguo que en este momento se conoce, invocando de forma colectiva a los santos, se remonta a principios del siglo V. Sin embargo, la estructura de las letanías de los santos tal como se presenta en la actualidad tiene un origen incierto. Algunos ven en el Sacramentario Gelasiano ( entre 628 y 715) una referencia a ellas, cuando el obispo, después del introito y la oración, se dirige a los participantes y «recitan todos el Kyrie eleison con las letanías». No obstante, es el sentir común de los investigadores que estas letanías no tienen la misma estructura que las conocidas actualmente, sino que constituyen un estadio primitivo, que por modificaciones y ampliaciones ha dado lugar a las actuales.

Se podría decir esquemáticamente que, a partir del siglo VII, cuando en la Iglesia latina deja de utilizarse la «oración de los fieles», para llenar su vacío se componen unas oraciones que reagrupan felizmente tres elementos que ya existían independientes: una serie de invocaciones a Cristo, una serie de alabanzas a los santos y una serie de peticiones.

El primer documento que se conoce con este tipo de oración es el Salterio de Athelstan [7]. En su último folio contiene unas letanías de los santos en griego. Parece que este manuscrito llegó a Inglaterra e Irlanda a finales del siglo VII y nos ofrece la base de unas letanías utilizadas en Roma —se sabe que en tiempo del papa S. Gregorio Magno (590-604) se celebraba en Roma una procesión el 25 de abril, donde se recitaba un esbozo de las letanías [8]—.

Según Bishop [9], las letanías de los santos pasaron rápidamente de las Islas Británicas al Continente y ya, a finales del siglo VIII, aparece en el Sacramentario Gellonense [10] y en el Ordo Romanum [11] un «ordo letaniæ maioris» para la procesión del 25 de abril, que contiene todos los elementos de la Letanía de los Santos, aunque no del todo desarrollados. Veamos su estructura:

Señor, ten piedad (tres veces)                              Señor, ten piedad.

Cristo, óyenos                                                    Cristo, óyenos.

Santa María,                                                      ruega por nosotros.

San Pedro,                                                         ruega por nosotros.

San Pablo,                                                         ruega por nosotros.

San Andrés,                                                       ruega por nosotros.

San Juan,                                                          ruega por nosotros.

San Esteban,                                                      ruega por nosotros.

San Lorenzo,                                                      ruega por nosotros.

Todos los Santos,                                                rogad por nosotros.

Sé propicio,                                                       perdónanos, Señor.

Sé propicio,                                                       líbranos, Señor.

De todo mal,                                                      líbranos, Señor.

Por tu cruz,                                                        líbranos, Señor.

Pecadores                                                         te rogamos, óyenos.

Hijo de Dios,                                                      te rogamos, óyenos.

Para que nos des la paz,                                       te rogamos, óyenos.

Cordero de Dios (tres veces)

Cristo, óyenos.                                                   Cristo, óyenos.

Señor, ten piedad.                                               Señor, ten piedad.

La senda está ya abierta para la inflación de las letanías por la multiplicación de nombres de santos y por la introducción de invocaciones nuevas o antiguas tomadas de las antiguas fórmulas de intercesión. Esa inflación serealiza especialmente a lo largo del siglo VIII, debido a la gran aceptación que adquirió esta oración por su carácter popular y por la variedad y libertad en la elección de los santos.

Se puede decir que «como otros formularios litúrgicos, las letanías de los santos han realizado un largo itinerario circular: partiendo de Roma, a finales del siglo VII llegan a las islas Británicas y a Irlanda, donde encuentran una gran aceptación; después en el siglo VIII pasan a las Galias y a los países germánicos, donde tienen un gran desarrollo; finalmente, muy enriquecidas vuelven a Roma hacia el siglo X-XI, época en la que la Urbe acoge en sus libros litúrgicos muchos elementos transalpinos» [12].

Ese carácter popular de las letanías de los santos explica la variedad de formularios diversos, según la sensibilidad religiosa del lugar. Se usaban en las procesiones penitenciales, en la vigilia pascual, en las ordenaciones, en las oraciones por los enfermos y moribundos, en las rogativas y en general en las fiestas religiosas. Podemos decir que cada región, catedral o abadía tenía sus propias letanías. La mayoría de esos formularios estaban redactados en prosa, aunque también existían algunos en verso.

5.    La Virgen en las letanías de los santos

Las letanías de los santos más arcaicas —como la mostrada anteriormente— contienen una sola invocación a Santa María colocada a continuación de la de Cristo. Estas letanías estaban muy vinculadas a la liturgia bautismal de la vigilia pascual.

Sin embargo, la singularidad de María, su excelsa dignidad por ser Mad re de Dios y sus eximios privilegios, junto a la devoción filial del pueblo cristiano llevaron a ampliar el número de invocaciones marianas. En primer lugar se añadieron dos: Sancta Dei genitrix y Sancta Virgo Virginum [13]. Con ello se confesaban públicamente los dos dogmas definidos por la Iglesia: la maternidad divina y la virginidad perpetua.

Progresivamente fueron añadidos otros títulos que hacen referencia a la relación de la Virgen con los hombres en la tierra y con los santos del cielo, como es el caso de Sancta Mater misericordiæ, Sancta Regina mundi, oSancta Regina cœlorum, etc.

Así, por ejemplo, presentamos un texto que se remonta a finales del siglo X [14]:

Sancta María,                                                     ora pro nobis.

Sancta Dei genitrix,                                             ora pro nobis.

Sancta Mater Domini,                                          ora pro nobis.

Sancta Virgo Virginum,                                        ora pro nobis.

Sancta Regina cœlorum,                                       ora pro nobis.

Sancta Mater misericordiæ,                                  ora pro nobis.

Este formulario es indicativo de cómo en el seno de las letanías de los santos se van fraguando las letanías marianas: conjuntando los diversos elogios marianos esparcidos en esas letanías más primitivas se podría obtener una primera estructura de las letanías de la Virgen.

6.    Las letanías de la Virgen

Aunque, como acabamos de exponer, desde un punto de vista estructural, estas letanías proceden de las de los santos, su proceso de gestación no ha sido tan inmediato como parece a primera vista. En efecto, para los cristianos de aquella época las letanías de los santos no sólo están compuestas por una serie de alabanzas o elogios, sino de invocaciones y deprecaciones. En la invocación se recurre a la Virgen o a los santos y en la deprecación se pide ayuda para las necesidades espirituales o materiales, y para alcanzarla se acude a los méritos de Jesucristo.

Por tanto, para formular unas letanías compuestas exclusivamente de elogios o alabanzas, como son las de la Virgen, era necesario cambiar toda una tradición litúrgica y esto sólo se podía realizar poco a poco pasando por estadios intermedios. Esos estadios son la utilización de tropos marianos y la múltiple repetición de la invocación Sancta María. El repetir la misma invocación es algo que se realizaba con frecuencia en la liturgia eucarística y procesional. Baste adve rtir el uso múltiple del Kyrie eleison en la Eucaristía o, en las procesiones penitenciales, la repetición de la misma invocación tres, cinco o siete veces, dando lugar a las Letanías ternarias, o quinarias oseptenarias.

Poco a poco se fueron simplificando hasta llegar a una letanía compuesta exclusivamente de alabanzas marianas (obtenidas por la acumulación de calificativos tributados a la Virgen) y en la que se han eliminado los tropos y las repeticiones del título Sancta María. Y se puede afirmar que ya en la segunda mitad del siglo XII existían letanías marianas completamente autónomas [15], que coexistían con letanías de los santos con un número elevado de invocaciones marianas.

Juan Luis Bastero, dadun.unav.edu/

Notas:

1.      REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la Lengua Española, Madrid 1992.

2.      COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA DE LITURGIA, Oración de los Fieles, Madrid 1968, Formulario común breve II, 46.

3.      Cfr. COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA DE LITURGIA, Ritual de Órdenes, Madrid 1977, 55.

4.      LACTANCIO, De mortibus persecutorum, X LVI, Sources Chretiennes 39, 129. Maximino había jurado a Júpiter exterminar de la tierra a los cristianos.

5.      La oración universal a partir del siglo VII fue reduciéndose, hasta llegar a desaparecer en las misas ordinarias. Ha sido en la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II donde se ha     vuelto a recuperar este tipo de oración.

6.      Cfr. P. DE CLERCK, L’«prière universelle» dans les liturgies latines anciennes, Münster 1977, 145ss.

7.      Este Salterio se encuentra en el Museo Británico de Londres, Cotton MS Galba A XV, f. 200.

8.      Algunos eruditos sostienen que el original griego de este esbozo de letanías procede de la Galacia o de Capadocia y se remontaría a finales del siglo IV o comienzos del V.

9.      E. BISHOP, The Litany of Saints of the Stowe Missal, en Liturgia histórica, Oxford 1918, 142-143.

10.    Este Sacramentario se encuentra en la Biblioteca Nacional de París, lat. 12048, f. 173v ss. 1 1. Biblioteca Nacional de París, lat. 974. Cfr. ANDRIEU, M., Les «Ordines Romani» du Haut

11.    Moyen Age, t. III, 239-240.

12.    CURIA GENERAL DE LA ORDEN DE LOS SIERVOS DE MARIA, Suppliche litaniche a Santa María, Roma 1988, 28-29.

13.    Existen diversas variantes de estas dos invocaciones. Por ejemplo: Sancta Mater Domini y Sancta perpetua Virgo o Sancta et perpetua Virgo Maria.

14.    Fragmentum Missae, PL 138, 1337-1338.

15.    Cfr. G.G. MEERSSEMAN, Der Hymnos Akathistos im Abendland, II, Freiburg Schweiz 1960, 214-215.

José  María Parra Ortiz

Enfoques en la educación de valores.

La educación en valores, como cualquier otra modalidad educativa, tiene su fundamentación teórica en una serie de presupuestos filosóficos, psicológicos o sociológicos, cada uno de los cuales tiene una determinada concepción sobre los valores y sobre el proceso de aprendizaje y de la intervención educativa, que hacen posible su adquisición.

A partir de las diferentes interpretaciones que de la conducta humana y de las  causas que la determinan han aportado la teoría conductista,  la teoría de la comunicación o la teoría cognitiva se han estructurado un conjunto de estrategias y de técnicas con el propósito de orientar la educación en valores en el aula. Tomando como referencia dichas corrientes de pensamiento psicológico las hemos clasificado en enfoque tradicional y enfoque innovador

Enfoque tradicional.

Bajo la denominación común de enfoque tradicional se recogen una serie de estrategias de educación en valores cuyos supuestos teóricos han sido formulados por la teoría conductista (estrategias basadas en refuerzos positivos o negativos), la  teoría del aprendizaje social (aprendizaje a través de  la imitación de  modelos) y la  teoría de la comunicación (comunicación persuasiva).

Desde un punto de vista pedagógico, el enfoque tradicional parte del supuesto de que existen unos valores objetivos, aceptados por todos, los cuales pueden transmitirse mediante la enseñanza y ser  adquiridos por el alumno por medio de  la  ejercitación y la habituación.

Se trata de métodos de la educación en  valores que siempre han estado presentes  en la educación general de una u otra forma, unas veces explícitamente, otras veces de forma oculta y que se han vinculado al proceso de socialización del individuo, siendo su objetivo principal contribuir a la cohesión del grupo social. Entre los métodos más practicados destacan:

1.         La instrucción. La enseñanza moral por medio de la lírica, la prosa o el teatro en forma de vida ejemplar de los grandes héroes de la mitología clásica o de los grandes personajes históricos estuvo siempre presente como método de enseñanza para la transmisión de valores a la juventud en la Grecia y en la Roma clásicas. Justamente el calificativo de "didáctico" aplicado a estos géneros literarios venía a testimoniar su carácter moralizante. Las fábulas y los apólogos medievales persistieron en  ese  propósito de moralizar las costumbres de la época.

Los dogmas religiosos fueron otros de los medios utilizados para adoctrinar las conciencias de los más jóvenes en todo tiempo y lugar, siendo presentados como principios incuestionables que había que creer y poner en práctica para asegurarse la salvación del alma como bien supremo.

En la mayoría de los casos se apelaba a la  conciencia personal,  a  la  voz  interior que anida en el corazón de todos los  hombres  con  el  fin  de  despertar sentimientos  de culpabilidad o remordimientos, si la conciencia de uno no actuaba de forma "correcta".

2.         Los reforzadores positivos o negativos. Los refuerzos positivos, como los premios y alabanzas son utilizados con la intención de que se produzca la respuesta deseada, es decir, promuevan dicha conducta. Los refuerzos negativos,  como los  castigos y la censura pretenden disminuir la frecuencia de la conducta no deseada.

La familia y la escuela han utilizado con  profusión este tipo de  refuerzo social con el fin de asegurar el respeto de las normas establecidas por la sociedad. Los reforzadores se constituyen, así, en un método habitual para generar actitudes o cambiarlas.

En opinión de Ortega (1986,54) "Este modo constante y sutil de socialización de los hijos es uno de los medios más eficaces de aprendizaje o formación de actitudes".

La escuela infantil utiliza esta modalidad de motivación extrínseca para la creación de actitudes por medio de las rutinas diarias que vertebran el programa escolar; en niveles educativos posteriores suelen utilizarse para contrarrestar la falta de interés por un tipo de aprendizaje como el escolar que le es impuesto al alumno y que no ha sido aceptado voluntariamente.

3.         El aprendizaje a través de la imitación de modelos. Se produce por la tendencia de los individuos a reproducir las acciones, actitudes o respuestas emocionales que presentan distintos modelos reales o simbólicos (Sarabia, 1992, 159).

A través del proceso de socialización el hombre aprende por imitación muchos comportamientos y actitudes de los modelos que se le presentan y que son significativos para él, entre ellos cabe destacar el modelo "padres", el modelo "maestro" y los líderes de todo tipo y, sobre todo, y a partir de una determinada edad, los iguales, sin querer reducir sólo a ellos el aprendizaje por imitación (Llopis y Ballester, 2001, 138).

Son de señalar por su fuerza, también, los  modelos televisivos. La televisión influye en los procesos de  aprendizaje social a través del  aprendizaje vicario, y tiene sobre el espectador efectos configurativos de carácter cognitivo, emocional y comportamental (Martínez y otros, 1996).

El aprendizaje con modelos encuentra en el contexto escolar un medio privilegiado de realización por varios motivos. Los alumnos aprenden de forma indirecta muchas cosas a partir de la valoración o reprobación de la  conducta de  sus compañeros; los alumnos conviven con las mismas personas durante un dilatado periodo de  tiempo lo que determina una mayor frecuencia de la exposición del modelo y consiguientemente mayores posibilidades de ser imitado; en relación con el maestro la coherencia entre su decir y su hacer le conceden más fuerza ante el alumno, que actúa como observador; la propia organización interna del aula favorece los procesos de imitación en el medio escolar, al darse en un contexto en los que hay numerosos modelos que hacen lo mismo.

4.         La comunicación persuasiva. La teoría de la comunicación persuasiva parte del supuesto según el cual la formación y cambio de opinión y de actitud son procesos de aprendizaje en los que la comunicación persuasiva logra inducir a otras personas a aceptar una opinión y a actuar consecuentemente con ella. Fruto del cambio de opinión surge la nueva actitud frente a tal objeto o situación sobre el que se ha dado el cambio.

Las actitudes están ligadas, pues, a las creencias u opiniones que se forma el sujeto sobre la realidad, de tal manera que el cambio de opinión, debida a nuevas informaciones recibidas por comunicación persuasiva, hace cambiar las creencias y las actitudes (Llopis y Ballester, 2001,143).

Rodríguez (1989,228) distingue cinco situaciones diferentes de comunicación persuasiva:

1)        situación de sugestión, en la que el mensaje se repite sin argumentos de  por qué o para qué;

2)        situación de presión a la conformidad ante figuras de autoridad;

3)        discusiones  de grupo;

4)        mensajes persuasivos;

5)        adoctrinamiento intensivo.

De las cinco situaciones analizadas sólo las discusiones de grupo y los mensajes persuasivos pueden considerarse educativas.

La crítica del enfoque tradicional ha sido formulada desde el ámbito del enfoque innovador, en general, y muy particularmente por el método de clarificación de valores.

Se acusa al enfoque tradicional de la imposición al alumno de un esquema predeterminado de valores carentes de significación para él, al no haber sido elegido libremente en respuesta a sus propósitos, aspiraciones, sentimientos y actitudes.

El centrar la atención en el producto más que en el  proceso para llegar a  ellos.  En un mundo que cambia tan rápidamente es más importante el proceso de  valoración  que sigue el sujeto, como estrategia de adaptación al cambio, que la adquisición de un esquema de valores cerrado y completo.

Su incapacidad para implicar en el proceso de valoración a toda la  personalidad  del sujeto; tanto sus instancias cognitivas, como afectivas, como comportamentales.

Su decidida apuesta por la inculcación de unos valore universales y absolutos, que olvida la determinación social e histórica del sistema de valores y su dimensión subjetiva. Lo que hace que un sistema de valores sea funcional para cada persona es su capacidad para ayudar a los alumnos a enfrentarse mejor con las complejidades de la vida moderna.

Todos los métodos tienen cierto aire de proselitismo y de instrucción tendenciosa. La idea de libre investigación, de meditación y de razonamiento parece ausente. El enfoque básico parece no ser cómo ayudar al niño a desarrollar el proceso de valoración,  sino,  más  bien,  cómo  convencer  al  niño  de  que  debe  adoptar  los  valores 11 correctos"(Raths y colaboradores, 1967, 45).

Enfoque innovador

Las estrategias que se agrupan bajo esta perspectiva se presentan como una alternativa a los modelos tradicionales. Su característica común es compartir una misma concepción constructivista del aprendizaje escolar y de la intervención educativa.

A diferencia del enfoque tradicional, el enfoque innovador parte de la consideración de que no existen valores objetivos, universales y absolutos, sino que los valores son totalmente relativos y, por consiguiente, una cuestión personalde cada uno.

Ningún educador está, por tanto, legitimado para inculcar valor alguno al educando, que habrá de construirlos de acuerdo con sus preferencias personales.

Entre los métodos que han alcanzado una mayor difusión destacamos los siguientes:

1.         El enfoque de la clarificación de valores de Raths y colaboradores (1967) constituye, sin duda alguna, el modelo de educación en valores más practicado en su país de origen, Estados Unidos, y el que mayor divulgación ha alcanzado entre los países occidentales.

El propósito de este modelo es ayudar a los alumnos a identificar sus propios valores y a cobrar conciencia de ellos, compartirlos con los demás y actuar de acuerdo con sus propias elecciones.

Según los autores de esta teoría, en una sociedad  democrática caracterizada por una pluralidad de opciones axiológicas no es ético inculcar a los alumnos un sistema predeterminado y rígido de valores, siendo más apropiado clarificar sus preferencias personales, ayudarles a reflexionar sobre ellas, asumir la responsabilidad de sus propias elecciones y enseñarles a actuar de acuerdo con los valores elegidos.

El proceso de formación de valores consta de tres momentos: la selección, la estimación y la actuación, cada uno de los cuales plantea unas determinadas condiciones (Raths, 1967,32):

Selección

1)        hecha con libertad,

2)        entre varias alternativas,

3)        tras considerar las consecuencias de cada alternativa.

Estimación

4)        apreciar la selección y ser feliz con ella,

5)        estar dispuesto a afirmarla públicamente.

Actuación

6)        actuar de  acuerdo con nuestra selección,

7)        aplicarla repetidamente en nuestra  vida.

Para conseguir en los alumnos su clarificación de valores, el modelo pone a disposición de los maestros una amplia variedad de estrategias, siendo las más importantes la respuesta clarificativa y la hoja de valores.

a)        La respuesta clarificativa consiste en que "se contesta al  alumno en una  forma que lo hace meditar sobre lo que ha elegido, lo que aprecia y lo que está haciendo. Lo estimula a aclarar su modo de pensar y su conducta y, de este modo, a clarificar sus valores" (Ibid, pág. 55)

b)        La hoja de valores consiste en una serie de preguntas que se formulan al alumno por escrito sobre situaciones o temas de interés para que reflexionen sobre ellas. Estas son contestadas individualmente por cada alumno y posteriormente se contrastan las opiniones con el resto de clase.

Otras estrategias que pueden adoptarse son la discusión para esclarecer valores, la interpretación de papeles, el incidente preparado, la lección en zigzag, el abogado del diablo, las hojas de pensamientos personales, oraciones inconclusas, una clave para analizar lo que escriben los alumnos, el cuestionario autobiográfico, la entrevista pública, la entrevista para tomar decisiones, trabajos de los alumnos, proyectos puestos en acción, etc.

2. El modelo de desarrollo moral de L. Kolhberg (1966) tiene su fundamentación en la teoría cognitivo-evolutiva sobre el desarrollo moral en el niño de J. Piaget (1932).

El desarrollo del juicio moral tiene lugar a través de la interacción dinámica entre el organismo y el contexto sociocultural en el que vive la persona, favoreciéndose un proceso que lleva al sujeto desde la heteronomía a la autonomía moral.

Dicho proceso consta de tres niveles: el preconvencional, el convencional y el postconvencional y un total de seis etapas que se corresponden con la infancia, la preadolescencia y la primera adolescencia, respectivamente.

Los niveles y etapas de desarrollo moral son los siguientes:

Nivel 1 Preconvencional

Etapa 1: Moralidad heterónoma (Obediencia a las normas y reglas impuestas por  los adultos)

Etapa 2: Individualismo (Orientación hacia la satisfacción de las necesidades principales del sí mismo)

Nivel 2 Convencional

Etapa 3: Reciprocidad de expectativas personales (Conformidad a las imágenes estereotipadas de buena conducta a fin de evitar la desaprobación de los  demás)

Etapa 4: Aceptación del sistema social y conciencia de ello (Orientación hacia la  "ley y el orden" y hacia las reglas fijas establecidas por la autoridad)

Nivel 3 Postconvencional

Etapa 5: Contrato social y reconocimiento de los  derechos humanos  (Conciencia del relativismo de los valores y conformidad con las normas en las cuales conviene toda la sociedad)

Etapa 6: Interiorización de los principios éticos universales (Orientación hacia los valores como la justicia, la igualdad de los derechos humanos, respeto por la dignidad del individuo)

Según la teoría de Kohlberg, el desarrollo del juicio moral de un individuo sigue siempre la misma secuencia, que es fija, universal e invariante para todos los hombres, con independencia de cual pueda ser su cultura, y su sucesión de un estadio al siguiente es progresiva, variando tan sólo el ritmo individual con  que  tiene  lugar el paso de un estadio al siguiente.

De acuerdo con este autor, el progreso de la moral heterónoma a la moral autónoma se ve estimulada por la creación de  conflictos cognitivo-morales-en el sujeto, siendo la presentación de episodios de dilemas morales la estrategia didáctica más utilizada en el aula. Los dilemas morales  pueden obtenerse de  supuestos hipotéticos que  son formulados por el educador, de temas seleccionados de las materias curriculares, especialmente de la Literatura y de las Ciencias Sociales, y de la propia vida de los alumnos.

3.         El modelo de aprendizaje activo tal como lo describieran R. Jones (1971), F. Newmann (1972) y A. Ochoa y P. Jonson (1975) parte del supuesto de que los valores se forman a partir del proceso interactivo que tiene lugar entre la persona y la sociedad.

En efecto, los valores son influidos por la sociedad, aunque se estimula al individuo a convertirse en un agente efectivo dentro de ella.

La técnica intenta proporcionar a los alumnos oportunidades de acción para que puedan experienciar sus propios valores a nivel personal y social. Para ello sitúa al educando frente a situaciones concretas en las que ha de tomar decisiones de acción según los valores.

El modelo de aprendizaje activo se presenta como una estrategia circular formada por seis etapas:

Etapa 1:         Tomar conciencia de un problema o cuestión.

Etapa 2:         Comprender el problema o la cuestión. Recabar y analizar información y tomar una actitud personal de valor sobre la cuestión.

Etapa 3:         Decidir si se debe actuar o no. Aclarar nuestros propios valores y tomar decisiones respecto a la participación personal.

Etapa 4:         Planear estrategias y medidas de acción: Discusiones rápidas, organizar medidas de acción posible, proporcionar habilidades, practicar y ensayar previamente.

Etapa 5:         Implantar las estrategias y tomar medidas por sí mismo o con un grupo.

Etapa 6:         Reflexionar sobre las acciones  que  se  pueden emprender considerando las siguientes etapas.

3.         El enfoque de análisis de valores propuesto por J. Fraenkel (1973) M.P. Hunt y L.E. Metcalf (1998), entre otros autores, tiene por objeto ayudar a los alumnos a hacer uso del pensamiento lógico y de la investigación científica para decidir sobre cuestiones referentes a los valores.

El enfoque de análisis de valores se centra más en los problemas y temas sobre valores sociales que en los problemas de carácter personal.

Es un modelo que cuenta con una gran aceptación en el campo de las Ciencias Sociales donde es utilizado para tratar temas como los problemas raciales, la contaminación ambiental, la discriminación en función del sexo, las tensiones raciales, la desestructuración familiar, la inmigración etc.

Hace uso de una amplia variedad de técnicas como son los estudios de casos, el debate, la investigación cooperativa y las pequeñas discusiones.

Independientemente del medio que se aplique para estimular a los alumnos, el propósito es siempre exigir que los estudiantes den motivos y evidencia de sus posiciones.

Tampoco el enfoque innovador se ha visto libre decrítica, especialmente el método de clarificación de valores.

Quintana Cabanas (1998,301 y ss.) pone en cuestión tanto la teoría axiológica que le sirve de base, como la teoría pedagógica, como el propio método de clarificación de valores.

Como teoría axiológica, frente al supuesto, según el cual, el proceso de formación  de valores en un individuo tiene lugar cuando éste selecciona personalmente sus propios valores, se adhiere emocionalmente a los mismos por el hecho de que le complacen y actúa de acuerdo a ellos de un modo constante, opone como argumento que la selección no tiene por que ser de iniciativa personal ( los valores se pueden recibir de otras personas, y esto es lo normal) y, por supuesto, los propios valores producen una satisfacción al sujeto, pues de otro modo ya no los tendría, pero hay que distinguir entre una satisfacción sensitiva  (  o  inferior)  y  una  satisfacción ideal (o superior). .

Como teoría pedagógica, su fallo principal reside en el vacío axiológico propio de esta concepción. Se trata no de formar valores en el niño, sino de hacer que este active un proceso de valoración subjetivo, lo que lleva a educar en valores pero sin los valores. Una educación en valores de tipo puramente "formal" es cosa que, en el fondo, no tiene posibilidad ni sentido.

Como método de clarificación de valores, Quintana Cabanas recoge  un  conjunto  de críticas de diferentes autores que han estudiado el tema, destacando entre las más significativas que:

está bien como un método inicial para el análisis de los valores, pero no es suficiente (J. Vilar, 1991, 37).

es un programa educativo incompleto y unilateral: incompleto por referirse exclusivamente a la dimensión cognoscitiva del educando, prescindiendo de aquellos elementos suyos afectivos y volitivos que más determinan su conducta; y unilateral por poner como objetivo principal de la educación moral su aspecto formal prescindiendo de los contenidos objetivos de los valores ( S. Uhl, 1996, 79).

Una propuesta metodológica integradora capaz de superar las limitaciones de los enfoques anteriores, debería, según Quintana Cabanas (1998, 313) tener en cuenta los principios siguientes:

1.         La objetividad y consistencia intrínseca de los valores ideales.

2.         La autoridad educativa del educador en la propuesta de los valores ideales.

3.         La consideración de que la valoración es un acto complejo, que afecta a varios ámbitos de la personalidad y, por consiguiente, no puede hacerse la  educación en valores sólo con algún método unilateral.

4.         No bastan por lo mismo, los  métodos puramente cognoscitivos,  de  enseñanza de los valores o de clarificación de los mismos.

5.         Se requiere, además, una habituación práctica en los valores, imbuida del sentimiento de estos.

6.         Dado que algunos valores resultan contrarios a ciertas inclinaciones naturales del individuo, será preciso reforzar la voluntad de este para que sea capaz de adquirir los valores con su esfuerzo personal.

7.         Parece que el método mejor y más indicado es la utilización conjunta de todos los métodos tradicionales y modernos en la educación en valores.

8.         Se recomienda, pues, el  método "combinatorio", que trabaja con la  conjunción o yuxtaposición de todos o algunos de los mencionados métodos.

Se supone, además, que se va a proporcionar al educando un ambiente rico en valores y estimulativo, de modo que se ejerza sobre él una comunicación difusa e informal de valores, y como por "impregnación" desde distintas instancias.

4.           Requisitos que ha de cumplir una propuesta  de  educación en valores.

Con demasiada frecuencia se olvida que los valores no pueden ser enseñados como se enseñan los contenidos disciplinares y la consecuencia inmediata es una "intelectualización" de los valores, al no caer en la cuenta de que junto al componente cognitivo (conocimiento y creencias) es indispensable considerar, asimismo, y de forma interrelacionada el componente afectivo (sentimientos y preferencias) y el componente conductual o conativo (acciones manifiestas y declaraciones de intenciones).

Los valores se perciben en las actuaciones de los otros, en la  relación de  cada uno con el resto; cada persona, debe construir su propio esquema de  valores y la función  de los educadores es colaborar en el proceso, permitiendo y desarrollando situaciones en el entorno de los alumnos para que los vivan y experimenten, y así, ser interiorizados por ellos.

Para que en un aula se perciban los valores y se sienta su necesidad, es condición que ocurran ciertos requisitos que posibiliten y alienten su desarrollo; entre los más significativos destacamos los siguientes:

1.         En relación con el  sistema de  valores que se pretende promover y desarrollar en el aula, se ha de procurar establecer una relación de congruencia entre los valores comunes que, por ser básicos, deben ser objeto de formación en todos los educandos; los valores del contexto sociocultural próximo en el que se  encuentra ubicado el  centro educativo; los valores diferenciales de cada educando que son expresión de sus preferencias personales y el sistema de valores que posee el educador y que le sirven para orientar su práctica educativa en el aula,

Sólo desde la convergencia en el sistema de valores se pueden desarrollar esquemas consistentes y estables y evitar la confusión y el caos a que se ven abocados nuestros alumnos.

2.         En relación con el clima social del aula, ha de fundamentarse en un estilo de interacción comunicativa entre profesores y alumnos y de estos entre sí que favorezca la autonomía del alumno, propiciando su iniciativa y la toma de decisiones, en un ambiente de seguridad y confianza donde las diferentes personalidades del  grupo-clase puedan manifestarse de forma auténtica y sin enmascaramientos y dónde se practique un tipo de relación interpersonal basada en la estima y el respeto mutuos.

Según S. Uhl (1996) la adquisición de valores requiere de un clima psicológicamente seguro donde se han de dar tres condiciones principales: una notable implicación personal y afectiva por parte de los  educadores; dar explicaciones de  un modo preciso y adaptadas a la capacidad de comprensión del alumno y la comunicación de estas últimas en un estilo cálido y cordial.

3.         En relación con la actitud del profesor hacia la educación de los valores ha de conocer los valores, estimarlos, sentirlos, practicarlos, deseo de transmitirlos y fuerza para hacerlo. Si a ello añadimos conocimiento de los métodos y habilidad en aplicarlos, tendremos al educador en valores perfecto. Cualidades especiales que no están al alcance de todo el mundo. Porque si bien es  cierto que el conocimiento de  los  valores y de los métodos para educar en ellos puede conseguirlo fácilmente cualquier educador mediante el estudio correspondiente, otra cosa  bien distinta es  que esté dispuesto a ponerlos en práctica.

Varias son las circunstancias que pueden llevar al profesor a una actitud de descuido o de inhibición con respecto a la práctica de los valores, siendo las más frecuentes: una sobrecarga de obligaciones docentes y de gestión académica y un compromiso prioritario con la enseñanza de los contenidos disciplinares del currículo; el  tiempo que requiere la puesta en práctica de las estrategias conducentes al desarrollo de los valores; la consideración de que la valoración de su actuación docente va a venir determinada más por el nivel de conocimientos y de habilidades alcanzados por los alumnos que por los valores, actitudes y normas, de más difícil comprobación y reconocimiento profesional; la creencia muy generalizada en  un gran sector del  profesorado  de que la educación en valores debe ser asumida por la familia y por otros agentes y fuerzas educativas.

4.         En relación con las variables de espacio y tiempo más adecuados para la práctica de los valores ha de aprovecharse cualquier circunstancia existencial que viva el educando. Nada hay más contrario al espíritu de la educación en valores que su "institucionalización académica", reservándose para ello un tiempo determinado en el calendario escolar, como está ocurriendo con el tratamiento dado en muchos centros a los Temas Transversales. "La Educación para la Paz", por ejemplo, queda limitada en el programa escolar a una semana de carácter conmemorativo, en  la  que participa toda  la comunidad educativa. Con tal motivo, se elaboran murales y slogans alusivos a la  paz con una intención concientizadora para el alumnado, se invita a alguna ONG comprometida con la ayuda a países en guerra, se aportan testimonios directos de personas que han sido víctimas de algún tipo de atentado,  pero,  paradójicamente, no se aprovechan las situaciones de conflictividad escolar para desarrollar en los alumnos actitudes no violentas.

5.         En relación con la organización dada al contenido didáctico, ha de fundamentarse en una estructura interdisciplinar que dé sentido a los problemas y situaciones controvertidas que se someten a debate. Si bien los estudios socialesson los más adecuados para proveer de temas de análisis relativos al mundo de los valores, cualquier otra asignatura del currículum puede convertirse en el núcleo integrador de las restantes disciplinas, siempre que sean planteadas por el profesor de forma controvertida y dilemática, tengan significado para el alumno y conecten con sus intereses, preocupaciones, y motivaciones dominantes.

En contra de lo que comúnmente se cree los valores y las materias de estudio pueden interrelacionarse. Así, por ejemplo, se puede emplear un problema de valores para introducir cierto tema de estudio, y puede usarse también un problema de valores para hacer culminar el estudio de un tema. Por ejemplo, un estudio sobre la salud puede terminar con un examen del problema de la pobreza en la comunidad local y, especialmente, sobre cuáles son los valores de cada alumno en relación con  dicho problema. y la clarificación de los valores puede, también, penetrar en un tema, como cuando el estudio de la inmigración incluye el meditar sobre que piensa cada alumno acerca de arrancar las raíces del país donde uno nació y realizar cambios importantes en lo que considera que es su responsabilidad, si tal es su actitud, hacia los inmigrantes recientes.

José  María Parra Ortiz, revistas.uam.es/

José  María Parra Ortiz

Introducción

En nuestra década la educación moral (o educación de los valores) se ha convertido en el problema estratégico número uno de la educación, y el debate axiológico ha centrado la atención de cuantos foros internacionales relacionados con la  educación se vienen celebrando en todo el mundo.

Dicho debate axiológico aparece centrado en dos cuestiones principales: ¿Qué factores determinan los conflictos en los sistemas de valores? ¿Qué pueden hacer la escuela y los educadores al respecto?

Los conflictos en los sistemas de valores se producen al intentar adaptar los principios de la moral tradicional a la sociedad actual, ignorando que un modelo social cambiante y de gran heterogeneidad cultural como el presente, exige la creación de un esquema de valores propio.

Algunos filósofos de la educación interpretan la agitación y confusión actual no como una destrucción de los valores antiguos, sino como una confrontación dialéctica entre lo antiguo y lo nuevo, que está haciendo aflorar inherentes contradicciones.

La elaboración de un proyecto personal de vida con  base en los  valores no  podrá ser asumido por la escuela al margen del contexto sociocultural en que actúa. La educación de los valores requiere de un amplio debate social para definir los valores que han de regir la conducta colectiva y un empeño de todos los agentes sociales y educativos para hacerlos efectivos.

1. El sentido de los valores en la educación

Cada sociedad, en un momento determinado de su historia, selecciona del sistema general de valores aquellos que considera más adecuados para satisfacer las necesidades sociales, siendo la escuela la institución encargada de su transmisión y desarrollo, por medio de la actividad educativa que se desarrolla en su seno.

La educación es, por tanto, aquella actividad cultural que se lleva acabo en un contexto intencionalmente organizado para la transmisión de los conocimientos, las habilidades y los valores que son demandados por el grupo social. Así, pues, todo proceso educativo está relacionado con los valores.

Por medio de la educación, todo grupo humano tiende a perpetuarse, siendo los valores el medio que da cohesión al grupo al proporcionarles unos determinados estándares de vida.

En todo tiempo y lugar, la escuela ha contribuido, de forma decisiva, al proceso de socialización de las jóvenes generaciones en los valores comunes, compartidos por el grupo social, con el fin de garantizar el orden en la vida social y su continuidad.

Si la transmisión de unos valores considerados como fundamentales, era indispensable en las sociedades tradicionales con el fin de preservar sus tradiciones y sus formas de vida -marcadas por su uniformidad- cuanto más complejas y plurales son las sociedades, como acontece en las sociedades democráticas actuales, tanto más necesaria se hace la tarea de una educación en valores para el mantenimiento de la cohesión social.

Según Brezinka (1990,121) en cita de Quintana Cabanas (1998,234), la educación en valores viene a ser una corrección de la democracia liberal a favor de ciertas virtudes cívicas imprescindibles y de los deberes fundamentales que los  individuos tienen con la colectividad. En este sentido, "las personas necesitan que en medio de todo cambio haya algo( relativamente) estable: unos bienes culturales transmitidos, tradición y, con ello, también unas formas (relativamente) permanentes de interpretar el mundo y unas normas fijas de regir la vida, además de una coacción social y unos controles, a fin de que los individuos adquieran y conserven un autocontrol según esas normas". Para  que sea posible y eficaz ese aprendizaje de valores se requieren tres condiciones principales: una relativa unidad y congruencia en los valores de los agentes educativos (familia, escuela y estado); la constancia de sus costumbres, y, el buen ejemplo de las personas con las cuáles uno convive efectivamente.

Analizado el tema desde una perspectiva estrictamente pedagógica, los valores aparecen formulados de forma prescriptiva en  los  currículos oficiales, reformulados en los proyectos educativos y en los idearios de cada centro educativo, dónde se acomodan a la cosmovisión de cada comunidad educativa, y se concretan y materializan en el proceso de intervención educativa que emprende cada profesor en el aula.

La construcción del currículum está, por tanto, sujeta a una opción por determinados valores, a su jerarquización, y a su sistematización y estructuración de  los  mismos. En cuanto praxis educativa deberá posibilitar la recreación y creación de valores, y la propia jerarquización por parte del educando (Llopis y Ballester, 2001).

Se trata, pues, en última instancia, y como fase terminal de un proceso educativo  que se inicia con las formulaciones de las metas establecidas para la educación obligatoria, de procurar que el educando vaya adquiriendo los valores adecuados y los interiorice y traduzca luego en un proyecto personal de vida que guíe sus obras como individuo y como ciudadano de una colectividad.

Aceptada, pues, la necesidad de una educación en valores de forma específica, dos son los problemas que el educador ha de asumir: qué valores y actitudes pueden y deben ser contenidos de la educación y por medio de qué técnicas y estrategias se pretenden transmitir.

2. La crisis actual del sistema de valores

Los cambios sociales y culturales promovidos por la revolución científica y tecnológica, han jugado un importante papel en la crisis de los esquemas de valores y de los sistemas de creencias de la sociedad actual.

Coombs (1985), sostiene que la crisis actual del  sistema de  valores tiene su  origen en la transformación social que se produjo en la civilización occidental, a  partir del siglo XIX. Las sociedades de Europa y de América del Norte, hasta ese momento mayoritariamente rurales, cambiaron sus formas de vida como consecuencia de la industrialización y el desarrollo de la urbanización que siguió a aquel periodo. El férreo control moral ejercido mancomunadamente por la familia, la escuela y la  iglesia sobre la infancia y la juventud empezó a relajarse sin que ningún otros agente o institución social las reemplazara.

En los años treinta, surgieron nuevas actitudes de carácter ideológico que contribuyeron a esa despreocupación por las cuestiones de tipo axiológico. La educación moral -confundida generalmente con la educación religiosa- era considerada como anacrónica por los ideólogos más destacados de la educación; sobre todo, en las sociedades cada día más pluralistas en las que la escuela pública deseaba dejar muy patente la separación entre educación y religión. Por otra parte, el avance científico desarrolló un optimismo desmesurado en la capacidad del pensamiento científico para resolver todos los problemas de la humanidad.

Se crea la impresión de que el conocimiento científico y el pensamiento crítico personal bastan ya para orientar la propia vida, desestimando los sistemas de creencias heredados.

A instancias del aumento y divulgación de los conocimientos científicos se desarrollan otros procesos sociales que tienen una indudable repercusión sobre los sistemas de valores establecidos.

El aumento del bienestar material, favorece el consumismo, la sobrevaloración del placer, la relajación de todo tipo de  normas, la liberación de  impulsos y sentimientos, el ansia de nuevas experiencias y sensaciones y un uso más personalizado del ocio  y del tiempo libre.

La ampliación de los derechos y libertades individuales promovidos y acrecentados por el Estado liberal trae consigo la contestación de cualquier forma de autoridad instituida. Se pierde e.l sentido de la obediencia a toda norma, la sumisión al deber, la aceptación de las responsabilidades y la disposición de servir. Se trata de una mentalidad individualista dispuesta a criticar todo lo que sean normas, tradición y autoridad, y preocupada sólo por una satisfacción subjetiva hedonista. Maestros y representantes de la autoridad temen ser criticados si defienden las normas, y ese ambiente favorece la indiferencia moral, política y educacional, permitiéndose cosas que deberían ser evitadas.

En cosmovisión, el reconocer un valor a todas las opiniones y el discutirlo todo lleva no a la solución del problema, sino a una duda fundamental y a una inseguridad axiológica en los puntos básicos de saber dirigir la propia vida dándole un sentido (Quintana Cabanas, 1998,257.)

La crisis del sistema de valores caló de forma profunda en todos los agentes  y fuerzas sociales, pero donde se planteó de forma más dramática fue en la escuela por efecto de la contradicción y del conflicto de valores que se vivió en  su  seno. A la fe en los valores cristiano-demócratas del desprendimiento, de la generosidad, de la  caridad, del amor al prójimo, de la honestidad, de la sinceridad, etc., se oponía de forma radical un sistema socioeconómico que premiaba y magnificaba la avaricia, el disimulo, el fraude, la corrupción, la envidia, el afán de poder. (Lauwerys, 1978).

El detonante de la crisis tiene lugar en los años setenta, fecha en que el panorama social sufrió una gran convulsión como consecuencia de la contestación juvenil y estudiantil en los campus universitarios de Europa y de Estados Unidos. Los vientos de revolución del "Mayo francés" con toda su carga de subversión de la sociedad y de los valores que la sustentaban, produjeron una profunda inquietud en los líderes políticos de Occidente, en los padres y en los educadores.

La opinión pública estimó que la causa primera de esta preocupante desintegración social era el fracaso de la escuela para imponer pautas de comportamiento elevadas y para conseguir que los jóvenes aprecien los valores morales tradicionales. La solución parecía obvia. Había que introducir la educación moral en las escuelas junto con los otros temas culturales básicos.

La crisis del sistema de valores llevó a los países más avanzados del mundo occidental a plantearse la necesidad de  un programa específico de  educación  en  valores. A la hora de plantearse el contenido específico de dicho programa cada país lo abordó teniendo en cuenta las circunstancias políticas, socio-históricas y culturales del momento.

En Estados Unidos, en la década de los setenta, se daban las condiciones socioeconómicas, culturales y políticas (heterogeneidad cultural, desarrollo industrial avanzado, conflictividad social, enfrentamientos raciales, etc.), que hacían necesario un cambio educativo centrado en una educación en valores. La orientación adoptada rompe con la imposición al estudiante de rígidas escalas de  valores y  propone, en  su  lugar, un enfoque basado en la organización sistemática de actividades formales e informales que ayuden al estudiante a definir, explicar y probar sus valores. Se configura así la denominada teoría de la "clarificación de valores" desarrollada por Raths y colaboradores que terminaría por imponerse en el país norteamericano. El éxito de esta teoría fue tal que en los años siguientes se extendería por otros muchos países.

Concebida para ser aplicada con un criterio de interdisciplinariedad en las áreas fundamentales del currículo, será, sin embargo, en el programa de estudios sociales dónde alcanza una mayor implantación con contenidos temáticos del tipo: educación ambiental, educación del consumidor, orientación vocacional, educación multicultural/multiétnica, educación global e internacional, educación jurídica, educación contra las drogas, educación familiar, que tanto nos recuerdan en su formulación a los Temas Transversales españoles.

Por la misma fecha, Alemania vive un proceso similar de renovación educativa centrada en valores, con objeto de frenar la conflictividad y la confusión reinante causada por los nuevos fenómenos sociales que se dan en el país (drogadicción, terrorismo, protesta estudiantil, individualismo, descuido de los deberes personales y colectivos, etc.).

El esquema elegido como en el caso estadounidense, se centró en la elección de un programa específico de educación en valores que tenía aspectos tan diversos como principios morales, instituciones, normas jurídicas, virtudes, sentimientos, actitudes, democracia y Estado de derecho.

En España, y coincidiendo con el periodo de  transición democrática,  se  establece en el nivel de Educación General Básica la asignatura de "Educación para la Convivencia" con el propósito de transmitir a los alumnos de esa etapa educativa nociones básicas sobre los derechos y libertades fundamentales, a punto de ser reconocidos por la Constitución de 1978. Pero, habrá que esperar a la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE, 1990) para encontrarnos con una propuesta operativa de educación en valores, cuyo propósito fundamental es sacar a esta dimensión educativa del ámbito del currículum oculto. El currículum de la Reforma establece una educación en valores y actitudes por medio de dos tipos de contenidos: los contenidos actitudinales y los Temas Transversales.

Los contenidos actitudinales, comprenden las actitudes, valores y normas y  figuran en todos los bloques de contenidos en que aparecen estructuradas las áreas curriculares con el propósito de que se programen y desarrollen conjuntamente con la enseñanza de los contenidos conceptuales y procedimentales.

Los Temas Transversales, llamados así porque cortan el currículum escolar en sus diferentes ámbitos de conocimiento, se configuran en  forma de  contenidos temáticos de carácter interdisciplinar de gran significación social  y cuyo aprendizaje se considera imprescindible para la formación integral de  los ciudadanos. Son la educación  moral y cioica, la educación para la paz, la educación para la salud, la educación para la igualdad entre los sexos, la educación ambiental, la educación sexual, la educación del consumidor y la educación vial.

En estas nuevas propuestas de educación en valores se observa una tendencia muy generalizada a prescindir de los grandes valores antropológicos y espirituales y considerar tan sólo aquellos valores que garantizan una convivencia democrática, tales como la libertad, la tolerancia, el respeto mutuo, la solidaridad y la participación responsable en las actividades e instancias sociales.

Junto a estos valores sociales, la escuela debe incluir en sus enseñanzas los distintos valores que existen no sólo en la sociedad española; sino en el mundo y  que  forman parte del patrimonio común de la humanidad, y exponer y someter a debate con los alumnos las consecuencias sociales e individuales que tiene la elección de unos valores determinados (Quintana Cabanas, 1998).

Tal es el propósito de algunas propuestas de organismos internacionales preocupadas por dar una dimensión universal a la educación en valores. Así, por ejemplo, la UNESCO, por medio del Informe Delors (1996, 28), formula un ideal social de la educación para el futuro dónde se afirma con rotundidad que estaremos al servicio de  la paz y de la compresión mutuas entre los hombres si valoramos la educación como espíritu de concordia, surgido de la  voluntad de  vivir juntos como miembros activos de nuestra aldea global, que piensan y se organizan por el bien de las generaciones futuras, contribuyendo así a una cultura de la paz. El mismo sentido tiene la  propuesta de una nueva ética global, sugerida por la Comisión Mundial sobre Cultura y Desarrollo (Pérez de Cuellar, 1997, 35-44), Ycuyos principios fundamentales son estos:

Derechos humanos y responsabilidades.

La democracia y los elementos de la sociedad civil. La protección de las minorías.

El compromiso para la solución pacífica de los conflictos y la negociación justa. La equidad en el seno de las generaciones y entre las generaciones.

El fenómeno de la globalización, con toda la serie de problemas que conlleva (movimientos migratorios expansivos, choque y contacto de grupos humanos con culturas diferentes y mentalidades colectivas contrapuestas) sitúa la crisis de valores en un nuevo contexto espacial de alcance planetario que va a exigir la redefinición y elaboración de un nuevo esquema de valores más antropológico, más centrado en la dimensión universal y humanizadora del hombre y menos etnocéntrico.

La formación y desarrollo de una sensibilidad cultural cosmopolita obliga necesariamente a una revisión en profundidad de los currículos de educación básica, en general, y de los contenidos actitudinales, en particular, que supere la estrechez de miras culturales que lo caracterizan en la actualidad  mediante el  contacto emocional y cognitivo con diferentes culturas.

3. El problema de la selección de los valores.

Una de las cuestiones principales que en este  momento centra el debate axiológico, a nivel mundial, es el siguiente: ¿Cuáles son los valores fundamentales a los  que deben someterse los ciudadanos para no desorientarse ante el rápido y fuerte cambio de valores que afecta a la sociedad actual? La respuesta dependerá de la postura ideológica que se adopte.

Para los tradicionalistas, de orientación objetivista en relación con los valores, la formación de la personalidad humana ha de fundamentarse sobre la base de los "valores absolutos", universalmente aceptados: los valores éticos, estéticos y religiosos, tales como, la  verdad, el valor, la justicia, la equidad, la libertad, la belleza, la bondad   o la compasión por el prójimo. Son valores predicados desde todos los contextos sociales y fomentados desde todas las instancias educativas: la familia, la escuela, la iglesia o el estado, aunque no siempre practicados. Se trata de una propuesta atemporal, abstracta, escasamente operativa y con dificultades para llevarse a la práctica.

La convicción de que la labor educacional ha de basarse, de forma exclusiva, en la inculcación de los "valores eternos" o universales es cuestionable por cuanto la formación del hombre no puede abstraerse de la realidad social concreta en el marco de  la cual discurre la existencia humana, no puede prescindir, en una palabra, de la  realidad del mundo actual. La llamada educación del "hombre eterno" ignora elcontenido de las categorías del"aquí" y del"ahora" que delimitan el terreno de la vida y de la' responsabilidad humanas.

Para los modernistas, defensores de la objetivación histórica de los valores, lo esencial de la educación moderna estriba en formar a  unos hombres capaces de enfrentar los problemas que les plantea la civilización moderna, capaces de aprovechar las oportunidades de desarrollo cultural y humano que les ofrece el mundo actual y de saber hacia que meta aspira y cómo alcanzarla.

Los modernistas pensaban que el hombre moderno ha de liberarse de los viejos valores tradicionales de orientación marcadamente religiosa, al igual que del espíritu de la cultura tradicional, que el hombre debe medirse totalmente con arreglo a las categorías objetivas de la acción eficiente, basada en la conquista de los éxitos materiales. Se trata de un enfoque racionalista, secularizado, empírico y pragmático donde predominan los valores racionales y tecnológicos de la eficacia y del rendimiento, estrechamente conectados con la productividad y las demandas del mercado de trabajo.

La "preparación para la vida" que subyace entre los partidarios de esta segunda tendencia, requiere de una definición histórica de los  valores que habrá de  adaptarse en cada momento a las demandas del contexto social y productivo.

Tampoco es muy acertado el criterio según el cual la actividad educacional debe limitarse estrictamente a una "preparación para la vida" entendida como la adaptación del hombre a las circunstancias del momento, pues la tarea de educar a los hombres es mucho más ambiciosa, ya que se trata de prepararlos para que sean capaces de asumir una actividad social valiosa y fecunda a través del desarrollo integral de su personalidad.

Para los subjetivistas, los valores se derivan de las  experiencias de  cada persona;  no hay, por tanto, valores objetivos y universales. Si no hay valores objetivos el proceso de valoración es propio de cada persona.

Frente a las exigencias objetivas y los requerimientos heterónomos de tradicionalistas y modernistas se defiende el respeto a los sentimientos, creencias, convicciones, preocupaciones, aspiraciones, intereses y  propósitos inherentes al  mundo  subjetivo de cada persona. El correlato didáctico que se deriva de esta tercera postura es que el educando ha de ser puesto en situación de experimentar sus propios valores y la exclusión de cualquier forma de imposición en la enseñanza.

Así perfilado, el conflicto no podía desembocar en una solución fructífera, puesto que obligaba a la elección de una sola postura. El conflicto no puede resolverse,  sin  más, con la conservación de los valores tradicionales ni por su destrucción y su sustitución por otros valores situacionales sino que debe resolverse a través de la reconstrucción de los valores mediante la actividad directa de los hombres encaminada a fraguar una civilización a la medida de la espiritualidad humana y, a la vez, un hombre armoniosamente integrado en su civilización y profundamente comprometido con los problemas de su tiempo.

Se abre así una tercera vía a la hora de afrontar el tema de la selección de los valores que pasa inevitablemente por el hecho de que cada persona adquiera con su esfuerzo  su propio esquema de valores, de los que la sociedad le ofrece en cada momento histórico, teniendo siempre como referente los valores espirituales.

Los valores que realmente influyen en la vida, de una manera consistente y duradera son aquellos que cada persona es capaz de construir por sí mismo, mediante un proceso de interacción y de confrontación crítica con las fuerzas dinamizadoras del mundo y de la cultura.

Llopis y Ballester (2001,62), nos ofrecen una visión de la relación entre los valores y la historicidad de los mismos que permite conciliar la teoría objetivista, la teoría historicista y la teoría subjetivista.

Para estos autores, la historia puede constituirse, y de hecho se constituye en un campo de instauración e iluminación de valores. Es en la historia, donde se crean y aparecen por la actividad del hombre y, aunque no se crean de  modo absoluto, es  en ella donde se clarifican y encarnan. De este modo, se hace compatible y  comprensible el carácter absoluto de la verdad y del valor y su condición histórica, pues en la historia se descubren y encarnan. Cada momento histórico y, posiblemente cada persona, sumergido en un modo de relacionarse participativa y creadoramente con la realidad descubre los valores, y a medida que el hombre desde sus posibilidades se sumerge creadoramente en ella instaura e ilumina nuevos valores.

Los valores, instaurados creadoramente a lo largo de la historia y asumidos por la sociedad, constituyen "realidades" a "crear" o "recrear"en cada  momento histórico por cada una de las personas y por el conjunto de la  sociedad que es  el  sujeto propio de la historia.

En cuanto a las fuentes o marcos de referencia utilizados para la selección de un patrón de valores con intencionalidad formativa pueden ser muy diversos, dependiendo de la cosmovisión, es decir, de la concepción del mundo, de la vida y del  destino personal del hombre asumidos por el contexto sociocultural en su conjunto y por cada comunidad educativa en particular. En ambos casos, las propuestas procedentes del ámbito de la Pedagogía axiológica pueden ser muy útiles.

Es clásica la escala de valores absolutos de Max Scheler (1941) con su clasificación dual en valores sensibles y espirituales:

Valores sensibles

1.         Valores hedónicos 2.Valores vitales

Valores espirituales

1.         Valores estéticos

2.         Valores morales

3.         Valores lógicos

4.         Valores religiosos

De mayor interés, desde un punto de vista didáctico, por su proyección sobre el currículum escolar de las instituciones educativas son los esquemas de  valores  que nos ofrecen ].M.Quintana Cabanas y R. Marín Ibáñez.

].M. Quintana (1992) clasifica los valores en:

1.         Valores personales: la felicidad, una sana ambición (que será fuente de motivaciones); la "competencia personal" para salir airoso ante las tareas y los problemas.

2.         Valores morales: la fidelidad, la capacidad de esfuerzo, la veracidad, la templanza, la responsabilidad, la  autodisciplina, la  obediencia a la  autoridad justa y el cumplimiento del deber.

3.         Valores sociales: el hábito de trabajo, la amistad, el amor y el espíritu de familia,

4.         Valores trascendentes: el cultivo de las creencias y la actitud de respetuoso asombro ante los enigmas del universo y de la vida humana.

R. Marín Ibáñez (1976) establece las siguientes categorías de valores a partir de las dimensiones del hombre, que vincula a las diferentes áreas curriculares:

1)        Dimensión de la supervivencia:

a)        Valores técnicos, o instrumentos a través de los cuales el hombre prolonpa y fortalece su acción para transformar el mundo en beneficio propio (Area tecnológica)

b)        Valores vitales, que comprenden la afirmación de la total realidad psicobiológica del hombre, esto es, sus motivaciones primarias, tendencias, impulsos, etc. (Educación física y deporte; Educación para la salud)

2)        Dimensión cultural:

a)        Valores estéticos ,es decir, aquellos en los que se manifiestan primordialmente la armonía y la sublimación de la realidad ( Expresión Plástica, Musical y Literaria)

b)        Valores intelectuales, o aquellos que buscan la estructura de los objetos y la penetración de los mismos, a partir de la realidad objetiva (Lenguaje, Matemáticas, Área de Ciencias Naturales, Área sociocultural)

c) Valores éticos, aquellos que dirigen al hombre como ser individual y  social ante el deber ser (Ética, Educación cívica).

3).       Dimensión trascendental:

a)        La cosmovisión o comprensión global del universo, en la que el hombre integra el sentido de la vida ( Filosofía)

b)        La religión, o valor supremo al que el hombre puede abrirse si es entendida como plenitud de la indigencia humana y respuesta última al sentido del mundo (Educación religiosa)

Según puede apreciarse, la solución al problema de la selección de los valores nos viene dada por la Pedagogía axiológica y a través de las propuestas integradoras como las aportadas por los autores anteriores.

La solución, por tanto, no puede venir dada por la exclusión de las aportaciones debidas a los objetivistas, historicistas o subjetivistas sino de la síntesis integradora de todas ellas.

En efecto, es legítimo y necesario que junto a los valores antropológicos y espirituales que dan sentido a la existencia humana y al destino personal del hombre y que son comunes a todos los educandos, la escuela transmita, asimismo, los valores democráticos que son exigidos por cada comunidad en respuesta a las necesidades propias de cada momento histórico, y promueva y desarrolle los valores diferenciales propios de cada educando que nacen de sus intereses y preferencias específicas.

José  María Parra Ortiz, revistas.uam.es/

 

Modesto Santos

La reflexión ética de nuestros días gira fundamentalmente en torno a la relación entre libertad y verdad de la acción humana. Podría decirse desde esta perspectiva que la articulación o contraposición entre estas dos notas constitutivas de la moralidad del obrar humano dan lugar respectivamente a una concepción unitaria de la ética o a una proliferación de “éticas adjetivadas”, dialécticamente contrapuestas entre sí.

Es esta unidad de la ética la que se resiente en algunas de las actuales conceptualizaciones de la moralidad en las que el valor de la libertad queda absolutizado, hipertrofiado, en detrimento de ese otro valor que es la verdad y sentido objetivo de toda acción auténticamente humana.

La contraposición entre “ ética formal y procedimental y de normas” y “ética material de bienes y de virtudes”; entre “ética privada y ética pública”; entre “ética civil y ética religiosa”; entre “ética de mínimos y ética de máximos”, por citar solo unos cuantos ejemplos, es un claro exponente de esta fragmentación.

El supuesto que tras esta fragmentación se advierte es una visión atomizada de la pluralidad de elementos que integran la unidad vital de la acción humana, con la consiguiente imposibilidad de ofrecer una propuesta ética universal, es decir, dotada de validez para toda persona humana, en cuanto fundada en el reconocimiento de los bienes fundamentales y valores básicos perfectivos de la dignidad común a todos y cada uno de los individuales existentes personales

La recuperación del nexo entre libertad y verdad; entre el ser, la verdad y el bien de toda acción humana, es decir, la visión integradora de los diversos elementos que intervienen en la configuración del ser y sentido de la acción humana, es hoy la tarea prioritaria de la reflexión ética.

Este el desafío que le plantea esta proliferación de éticas adjetivadas constituidas por propuestas parciales, sectoriales, de validez particular para los diversos ámbitos en que se desarrolla el obrar humano y las diversas motivaciones que la inspiran, constituidas como totalidades que se justifican por su respectiva lógica, dialécticamente contrapuestas entre sí como si de otras tantas “éticas” se tratara.

La conciliación entre la unidad y la pluralidad, entre la riqueza entrañada en lo uno y la unidad integradora de lo múltiple, ha sido y continuará siendo un permanente problema filosófico no siempre adecuadamente resuelto. Y que nos vuelve a aparecer en ese aparente conflicto entre una propuesta ética universal –inspirada en la unidad de la acción humana– y las propuestas éticas parciales –inspiradas en la pluralidad de elementos que la integran y de los diversos ámbitos que se ejerce–.

En mi opinión, la recuperación de la unidad de la ética frente a la fragmentación de los múltiples elementos que la integran exige ante todo como principio inspirador el respeto tanto a la libertad como a la verdad: a esos dos radicales de la inteligibilidad de la acción humana.

El respeto tanto a la libertad como a la verdad del obrar del agente humano habrá de ser el alma de los principios inspiradores de esa tarea urgente en nuestros días de devolver a la ética su unidad, fundamentada en ese centro de unidad que es la persona humana.

Ni la verdad ni el bien que el agente humano está llamado a alcanzar pueden ser entendidos desligados de la verdad y el bien de la libertad, como tampoco la libertad puede entenderse como un valor absoluto, desligado de la verdad y el bien que la realiza como auténtica libertad.

Y es justamente el valor de la verdad y su adecuada articulación con la libertad, según comencé diciéndoles a ustedes, la cuestión de fondo entre esos dos modelos éticos fundamentales en que se substancia en definitiva el debate ético actual.

La contraposición dialéctica entre verdad y libertad frente a su armónica articulación respetuosa con uno y otro valor indisolubles de toda auténtica acción humana –con anterioridad e independencia de los diversos ámbitos en que ésta se desarrolle y de las diversas motivaciones que la inspirense hace particularmente notoria en esa peculiar conceptualización, en ese pretendido nuevo marco teórico para la ética que, a juicio de algunos cultivadores de la filosofía práctica –ética, jurídica y política– demanda la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.

Una muestra de esa contraposición dialéctica entre verdad y libertad la ofrece el intento actual de elaborar una “ética civil” –propia de los ciudadanos de esta moderna sociedad–, nítidamente diferenciada, si ya no opuesta, a la “ética religiosa” –propia de los creyentes, de los adeptos a una determinada confesión religiosa–.

Constituye, a mi juicio, una expresión paradigmática de la fragmentación de la unidad de la ética a la que vengo refiriéndome.

Surge esta peculiar conceptualización con el intento de elaborar los principios éticos que deben regular la convivencia ciudadana en la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.

Estos rasgos de la sociedad moderna se consideran hasta tal punto determinantes de esta formulación de la «ética civil» que, privada ésta de su vinculación a este horizonte de la realidad social, carece, a juicio de sus propugnadores, de consistencia real.

Cualquier pretensión de elaborar una ética reguladora de la convivencia social en la que estas notas no tuvieran carácter determinante, queda excluida de esta propuesta.

La «ética civil» –se dice– exige de suyo la no confesionalidad social; es un concepto correlativo al pluralismo moral, y demanda la aceptación del sistema democrático como el único procedimiento adecuado para el establecimiento de las normas reguladoras de la convivencia social.

Semejante conceptualización de la «ética civil» da por sentado que el pluralismo moral, la democracia y el secularismo son de suyo indicadores indiscutiblemente positivos del desarrollo que la libertad y autonomía del ciudadano han alcanzado en la sociedad actual, frente a la imposición que sobre él ha venido ejerciendo una ética dotada de principios universales, pretendidamente fundados en la verdad del ser y el obrar humanos.

O, dicho de otro modo, que son valores morales que han de ser asumidos sin más como ingredientes constitutivos de una auténtica convivencia social.

A partir de la aceptación indiscriminada de este supuesto, esta propuesta de «ética civil» considera necesario establecer una distinción entre «ética pública» y «ética privada», y entre «ética laica», presidida por la racionalidad, y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad.

La «ética privada» vendrá determinada por aquellos contenidos de valor que el individuo decida libremente dar a su propio proyecto de vida, mientras que la «ética pública» habrá de ser una ética formal, sin contenidos; procedimental y de normas, sin otra finalidad que la de hacer posible que cada uno de los individuos pueda llevar a cabo su propia opción moral en la convivencia social.

Huelga advertir que en una sociedad que ha asumido el pluralismo moral como un valor moral indiscutible, carece de sentido exigir o invocar unos criterios racionales que permitan distinguir un proyecto de vida moralmente correcto del que no lo es.

Cualquier proyecto de vida es moralmente correcto por el simple hecho de haber sido libremente elegido; es igualmente aceptable, dado que no existe ninguno que pueda legítimamente alzarse con la pretensión de ser el verdadero y correcto.

Decir lo contrario supondría introducir un factor de dogmatismo, de intolerancia, incompatibles con la libertad y la absoluta autonomía de la que goza el ciudadano en una moderna sociedad civilizada.

Es precisamente este respeto al pluralismo moral el que exige, según este planteamiento, que la ética pública mantenga una absoluta neutralidad ética sobre los contenidos que el ciudadano deba dar a su propio proyecto de vida. Menos aún podrá esta ética pública dictar normas socialmente obligatorias, fundadas en valores morales de carácter substantivo.

Se limitará a establecer unas normas mínimas que la sociedad democrática decida darse a sí misma para que cada ciudadano, como ya se ha indicado, pueda elegir y llevar a cabo en la convivencia social su propia ética privada.

Pero la sociedad actual no es solo una sociedad pluralista y democrática. Es también una sociedad secularizada.

Ante este tercer rasgo –asumido al igual que los otros dos como un valor positivo de una auténtica convivencia social– se hace necesaria una nueva distinción entre «ética laica» y «ética religiosa».

La «ética laica» habrá de tener como principio inspirador la «racionalidad ética», entendida como una racionalidad dotada de una completa autonomía, es decir, independiente de cualquier fundamento natural o transcendente. Una racionalidad autoconstituyente de los principios y leyes que deben regular la praxis humana, individual y social.

Es una exigencia de la dignidad de que goza el sujeto-ciudadano –a diferencia del simple súbdito– el no obedecer otras normas que las que él se da a sí mismo desde ese poder soberano de autoafirmación que le constituye como tal. Y que habrán de ser aprobadas por consenso de la mayoría.

Esta «ética laica» habrá de excluir todo principio procedente de una «ética religiosa» por dos sencillas razones. Porque carece de sentido en una sociedad secularizada invocar o aceptar una instancia transcendente, religiosa, como fuente normativa de los contenidos y principios reguladores de la convivencia social. Y porque semejante pretensión introduciría de nuevo un factor de dogmatismo, de fundamentalismo e intolerancia incompatibles con el valor de la libertad.

«Confesionalidad religiosa» y «ética civil» (laica) son magnitudes que se autoexcluyen. La confesionalidad religiosa –se dice– origina una visión única y totalizante de la realidad. Se impone de un modo no racional. No tolera la justificación racional, por cuanto hace de las «personas», «creyentes» y de las valoraciones, «dogmas».

Ello no quiere decir que el individuo no pueda hacer una opción por esta «ética religiosa». Pero habrá de ser en todo caso una opción privada, que no puede comparecer en el discurso público con la pretensión de presentarse como una propuesta racional.

I.           Valoración

La valoración de semejante conceptualización de la «ética civil», a la luz de los elementos constitutivos de la verdad de la acción humana en su estructura y en su contenido moral específico, puede quedar condensada en los siguientes puntos.

1.         La ética, o da cuenta del ejercicio racional (libre) y razonable (verdadero) de la libertad del agente humano, o no es ética en absoluto: ni pública, ni privada, ni civil, ni religiosa.

2.         Este ejercicio racional y razonable de la libertad humana exige tanto el respeto a la libertad como el respeto a la verdad.

3.         La persona humana es principio y dueño de sus actos. Esa soberanía, ese señorío sobre sus actos, pertenece al haber natural de la persona humana. Nadie –ninguna instancia, ni civil ni religiosa– puede arrogarse el derecho de suprimirla mediante cualquier tipo de coacción aún en nombre de una presunta verdad, sin atentar eo ipso a la verdad real de la dignidad de la persona humana.

La persona ha de buscar la verdad y el bien que la perfeccionan, a través del libre ejercicio de su entendimiento y de su voluntad. Es decir, ha de tender, mediante un querer que tiene en el sujeto humano su principio, a un bien que es juzgado y comprendido como tal por el sujeto mismo. Determinarse al bien ejerciendo su capacidad de autodeterminación en que se expresa la condición racional y libre del obrar humano. La libertad no es solo condición sine qua non de la moralidad del obrar humano: es un imperativo ético. Pretender que el hombre obre el bien moral coaccionadamente es una contradicción en los términos. Obrar moralmente –perdónese la insistencia– no es sólo realizar el bien moral, sino realizarlo libremente mediante un conocimiento racionalmente fundado y libremente reconocido del bien en cuestión.

Este respeto a la libertad ha de ser, en consecuencia, el primer principio que debe presidir una auténtica convivencia social.

La conciencia particularmente intensa de los hombres de nuestro tiempo de la dignidad de la persona y de la libertad, del respeto a la conciencia en su itinerario en busca de la verdad –sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona–, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna [1].

Que la ética civil ha de respetar la libertad, como principio primero que ha de presidir e informar la convivencia ciudadana, es una afirmación positiva en el haber de la propuesta de «ética civil» que vengo examinando. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.

4.         La libertad es una nota constitutiva de la moralidad, pero igualmente constitutiva de ésta es la verdad. La libertad es verdad y se abre a la verdad. De ahí que la moral requiera igualmente respeto a la verdad.

Siempre he entendido la moral como la lógica, el logos, la verdad de la libertad.

La ética –la reflexión sobre la verdad de la libertad– es un todo armónico que se constituye como tal en la medida en que en sus principios y razonamientos respeta el imperativo de la libertad que atraviesa y corona el mundo de la moralidad.

Un imperativo que entiendo ante todo como dejar ser a la libertad lo que es. Respetarla en su ser. No violentarla, distorsionarla, manipularla ideológicamente. «Liberar la libertad» de las falsificaciones a que –por defecto o por exceso– viene siendo sometida en amplios sectores de la cultura actual es hoy una de las tareas más urgentes del pensamiento humano.

Y es en este punto donde esta propuesta de «ética civil» presenta su flanco más débil. El concepto de libertad que en ella se esgrime no responde a la verdad del ser de la libertad.

Entiende, en efecto, la libertad como una idea exenta de toda referencia a la verdad del ser humano en la que tiene su origen y de la que recibe su sentido. Propugna una idea de libertad «utópica», sin lugar, sin punto de partida ni meta; una libertad «subsistente», inspirada en un concepto de razón absolutamente autónoma, autoconstituyente y creadora de los bienes, valores y normas que deben presidir la praxis humana, individual y social.

Ese concepto de libertad no es la libertad real humana. Es una libertad meramente pensada, ilusoria, que lejos de hacer posible la autonomía del obrar humano desemboca en la más alienante de las heteronomías.

Entender al agente humano como creador y artífice de la verdad o falsedad de la realidad, del bien y del mal de su obrar, es desconocer la verdadera identidad del hombre. Perdida la identidad del hombre, la libertad queda desarraigada de su lugar originario e inicia con ello el camino de su propia disolución.

Dejada de lado la apertura natural a la verdad y al bien de la inteligencia y la voluntad en las que tiene su sede la libertad, ésta pasa a convertirse en puro poder arbitrario, erigido en árbitro supremo de todo comportamiento individual y colectivo.

A una sociedad entendida como una comunidad presidida por un diálogo racional y libre en busca de ese bien común que es la verdad, sucede una sociedad regida por unas relaciones de dominio del más fuerte sobre el más débil.

Una libertad desarraigada de la verdad queda privada de una referencia fija, estable, que le permita al hombre discernir objetivamente el bien del mal. Sólo le queda medir lo bueno y lo malo en función de sus intereses subjetivos: el dinero, el poder, o lo que en definitiva le asegure un bienestar egoísta e insolidario.

Verdad y libertad se reclaman mútuamente. La verdad no es un añadido extrínseco que se impone a la libertad presuntamente constituida como libertad con independencia absoluta de la verdad. La verdad es una dimensión constituyente y constitutiva de la libertad. Una libertad falsa –aun a riesgo de que parezca una tautología– es una falsa libertad, una libertad vacía de existencia real.

La libertad real –no la meramente pensada– es una potencia de la que el hombre dispone en su itinerario hacia su propio logro, hacia su propio perfeccionamiento personal. De ahí que necesite abrirse al verdadero bien que la actualiza y que no tiene dado de antemano, sino que ha de ser libremente conquistado.

Un bien que la razón le propone, no le impone coactivamente a la libertad. Un requerimiento que la razón le hace a la libertad, a la que lejos de destruir, la supone. Se trata, en definitiva, de una propuesta que incluye en sí misma –como propuesta racional, y no necesidad física–, una libre respuesta a esa exigencia objetiva en que consiste la obligación moral, a diferencia de la violencia a la libertad que la coacción entraña.

Pienso que es una deficiente comprensión tanto de la verdad como de la libertad la que explica la vinculación que en esta conceptualización de la «ética civil» se establece entre escepticismo y libertad como requisito indispensable para la tolerancia, y la que igualmente se propugna entre afirmación de la existencia de la verdad y dogmatismo e intolerancia.

La libertad, la autonomía y la tolerancia –es lo que en definitiva viene a decirse– son incompatibles con la afirmación de que existen unas verdades y unos valores dotados de objetividad real. Este planteamiento dialéctico entre verdad y libertad, como si de dos realidades antagónicas se tratara, es la que ha llevado a decir que “no es la verdad la que nos hace libres, sino que es la libertad la que nos hace verdaderos”.

Una tal interpretación de las relaciones entre verdad y libertad tiene tras de sí el miedo y desconfianza a la verdad, que tienen tal vez como trasfondo el temor a la «verdad sangrienta». A los atropellos que contra la libertad se han cometido a lo largo de la historia, y también en el presente, en nombre del pretendido derecho a imponer el “bien” de la verdad.

Tal imposición de la verdad es ciertamente un atropello a la libertad. A la libertad fundada en la dignidad de la persona humana, y de la que ésta no decae aun en el caso de que, dada la condición limitada y falible de su ser y de su obrar, incurra en el error y en el mal.

Pero el escepticismo gnoseológico y axiológico no es la respuesta adecuada a las agresiones a la libertad cometidas por el fanatismo, el fundamentalismo, o cualquier otra expresión contraria al modo apropiado a la dignidad de la persona de buscar y adherirse a la verdad: libremente, no mediante ningún tipo de coacción.

Negar, en nombre de la libertad, la existencia de la verdad y la capacidad que el hombre tiene de alcanzarla es una falta de respeto al ser humano: a ese formidable poder de su inteligencia y de su razón de que todo hombre goza por el simple hecho de serlo. Y la vía más directa para disolver la libertad en puro poder.

El escéptico hace alarde de una racionalidad menguada, reducida, y pretende imponerla a los demás. Si estos no le obedecen, no duda en calificarlos de fanáticos y dogmatistas intolerantes.

La aparente neutralidad ética profesada por el escéptico en nombre del valor de la libertad es, por otra parte, contradictoria en los términos.

Al afirmar que todas las creencias y estilos de vida son igualmente valiosos, por cuanto ninguno de ellos puede alzarse legítimamente con la pretensión de ser el verdadero y correcto, y que, por lo mismo, el pluralismo moral es un bien moral indiscutible que debe ser respetado por una sociedad civilizada, moderna, expresiva de una auténtica convivencia ciudadana, introduce subrepticiamente un criterio de valor que choca abiertamente con la neutralidad ética que, en nombre de la tolerancia, el escéptico dice profesar.

5.         Esta realidad de la libertad, este dominio que el hombre tiene sobre sus actos, tiene su fundamento en el modo racional propio del agente humano de tender al bien.

El agente tiende al bien mediante juicios de la razón. Y la razón no está determinada a ningún bien particular. No ve el bien desde un solo punto de vista, sino desde muchos. Son múltiples las concepciones que la razón puede tener del bien. De ahí que la pluralidad de opciones que el agente humano tiene ante sí es algo que emana de la propia condición racional del agente humano.

La pluralidad es, pues, una nota del obrar humano libre, por racional. “La raíz de la libertad –dice Tomás de Aquino– es la voluntad como sujeto, pero como causa, es la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos porque la razón puede formar diversas concepciones del bien. De ahí que los filósofos definen el libre albedrío diciendo que es «el libre juicio de la razón» como para indicar que la razón es la causa de la libertad” [2].

La pluralidad es, por ello, un valor expresivo de la riqueza de aspectos que el bien humano presenta. Una pluralidad de aspectos que reclama y potencia el diálogo racional y libre propio de una sociedad auténticamente humana.

Pretender sofocar esta pluralidad consecuente a la condición libre del hombre constituiría un atentado a la condición moral del obrar humano. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.

Claro es que en virtud de esta libertad de opción de que el hombre goza, éste puede configurar su propio proyecto de vida desde diferentes modos de entender la moralidad. Es decir, puede adoptar diversas concepciones sobre lo que constituye su verdadero bien, el bien específicamente moral. La multiplicidad de concepciones morales sostenidas por los hombres es un hecho histórico indiscutible. La historia no es sino el escenario de la libertad y de sus diversas expresiones correctas e incorrectas.

La afirmación de que un rasgo característico de la sociedad moderna es el pluralismo moral no se sostiene ni histórica ni conceptualmente. El pluralismo moral es –repito– una constante histórica del obrar humano.

Lo único que cabe decir en todo caso es que este pluralismo moral puede expresarse más libremente en una sociedad como la nuestra, en la que ciertamente hay un mayor reconocimiento de la libertad del hombre para vivir y expresar la opción que a su juicio le parezca buena, aunque realmente no lo sea.

Pero si este pluralismo moral se entiende, no como un concepto descriptivo de una realidad existente, sino axiológico y prescriptivo, es decir, si se afirma que todas estas múltiples concepciones morales son igualmente correctas, y por lo mismo todas deben ser asumidas como moralmente verdaderas, por el simple hecho de haber sido libremente elegidas, la reflexión ética resulta superflua.

¿Qué sentido tiene, en efecto, la pregunta por unos criterios encaminados a justificar racionalmente un comportamiento moralmente correcto del que no lo es, si todos ellos lo son por el hecho de ser libremente elegidos?

Si la pluralidad de opciones es un signo de la libertad sin la que no cabría calificar de moral el obrar humano, la aceptación del pluralismo moral como una tesis moralmente correcta deja privada de sentido la pregunta sobre la especificidad –la condición buena o mala– de este mismo obrar humano.

La aceptación axiológica del pluralismo moral entra en contradicción con la existencia misma de esa rama del saber humano que es la ética: un saber reflexivo encaminado a dar razón de los principios y normas que permitan discernir un comportamiento moralmente correcto del que no lo es.

Un saber reflexivo que tiene como supuesto de su propia existencia como tal la experiencia moral de todo agente humano sobre la posibilidad que su libertad de opción comporta de actualizarse de un modo moralmente positivo o negativo.

Semejante aceptación del pluralismo moral constituye una opción exponente del más neto conformismo social que entraña una pretensión neutralizadora de la función crítica, dinamizadora del progreso moral de los pueblos, que la reflexión ética ha venido desempeñando, y que le corresponde seguir haciendo, mediante el discernimiento adecuado de los valores morales positivos y negativos presentes en la sociedad.

No es congruente con la naturaleza de la ética ajustar sus principios a los «valores» vigentes de hecho en una situación determinada de la sociedad. La tolerancia, entendida como aceptación plena de cualquier tipo de creencia, conducta o estilo de vida, y que se inspira en el escepticismo, es paralizante, sofocadora del dinamismo impulsor de todo auténtico progreso humano.

Con esta actitud de resignada atenencia a una situación moral de hecho, el agente humano dejaría de ser sujeto, protagonista de la sociedad en la que vive, para ser objeto pasivo. Dejaría de hacer la historia para limitarse a sufrirla. Una actitud contraria a la vigorización de la moral de la convivencia social que esta propuesta de «ética civil» pretende promover.

Aspirar a una sociedad en la que todos los ciudadanos asuman libremente aquellos verdaderos valores morales propios de una auténtica convivencia digna del hombre, es una tarea siempre abierta a la reflexión ética y al quehacer libre de todos y cada uno de los ciudadanos que la integran.

No sería por ello una sociedad menos libre que una sociedad que aceptara pasivamente el pluralismo moral como expresión ligada conceptualmente a una sociedad auténticamente libre. Sociedad libre y pluralismo moral no son conceptos equivalentes.

Y ciertamente, una sociedad en la que hipotéticamente todos sus miembros aceptaran libremente los verdaderos valores dignificadores del hombre, lejos de sofocar el diálogo y la pluralidad de opciones dentro del respeto a estos valores fundamentales de la persona humana, los potenciaría en sumo grado.

La aceptación del pluralismo moral, del «politeísmo axiológico», conduce lógicamente al solipsismo, a la incomunicación. No hay modo de establecer un auténtico diálogo racional si no existe un mundo de valores comunes compartidos por los interlocutores, por cuanto cada uno de ellos se cerrará en su propio coto privado.

Invocar frente a este mundo común de valores, el derecho a la «diferencia», a reconocer al «otro» encierra una contradicción.

“En sentido estricto, el objeto del reconocimiento solo puede ser lo común, no lo diferente. Reconocer significa volver a conocer: volver a conocer en el otro lo ya conocido antes de conocer al otro, es decir, lo conocido en uno mismo. Significa, por tanto conocer al otro como igual, como otro yo: reconocer en él lo común.

La diferencia puede ser objeto de reconocimiento en la medida en que sea como una forma diferente de lo común, como una manera distinta de ser lo mismo.

Conocer la diferencia en cuanto que diferencia no es reconocer, sino desconocer, conocer al otro como un absolutamente otro. Tomado en cuanto otro, es precisamente como resulta imposible saber lo que le corresponde al otro. Reconocer su derecho a alguien exige previamente reconocer a ese alguien como uno de nosotros.

No es posible conocer lo que le corresponde al diferente en cuanto que diferente, sino solo en cuanto igual, en cuanto su diferencia se da en lo común. Para que sea posible el reconocimiento de las diferencias es decir, para que se posible conocer las diferencias como diferentes modos de lo común –y saber qué diferencias son ésas– es necesario en primer lugar definir y constituir lo que somos en común...” [3].

La aceptación del pluralismo moral como valor social supremo, lejos de ser un signo enriquecedor de la pluralidad, del legítimo pluralismo, contribuye al empobrecimiento de la convivencia social y política. Lejos de fomentar la vigorización moral de la sociedad civil, la debilita al reducirla a un colectivo social de intereses individuales.

6.         La democracia como ordenamiento que se propone asegurar y garantizar la participación de los ciudadanos en la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de modo pacífico, es ciertamente un positivo valor moral, a saber, el de la defensa de la libertad [4].

Pero el sistema democrático no es fuente de moralidad. No le corresponde decidir sobre lo que está bien o está mal moralmente. Ello supondría la aceptación de la libertad exenta de toda referencia a la verdad a la que vengo refiriéndome reiteradamente. No es necesario insistir más en este punto.

Me limitaré a incluir aquí algunos textos que, a mi juicio, sintetizan muy bien lo hasta ahora dicho.

En la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral.

Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos –que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos– exigiría que a nivel legislativo se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecúen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.

(...) La raíz común de estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que solo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y la intolerancia” [5].

Y la respuesta a semejante concepción de la democracia no puede ser más certera: “La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un substitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente es un «ordenamiento». Y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de la conformidad con la ley moral, a la que como cualquier comportamiento humano debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de los que se sirve. (...) El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna o promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política” [6].

“Si el criterio último y único fuera la capacidad autónoma de elección de los individuos o de los grupos ¿qué impediría que se llegase a decidir, según ese criterio, eliminar el mismo respeto a la libertad y a las conciencias? ¿No demuestra la historia que algunos sistemas totalitarios de nuestro siglo se han puesto en marcha sobre la base de decisiones avaladas por los votos? Si realmente todo fuera pactable, ¿por qué no lo iba a ser también –como por desgracia está sucediendo con lacerante «normalidad»– la vulneración de los derechos fundamentales de los hombres?” [7].

Carece de sentido la pretendida identificación entre sociedad democrática y ética civil. Una sociedad democrática no deja de ser, por democrática, una sociedad humana.

Y, en cuanto que humana, tendrá como principio inspirador de su configuración práctica-moral la defensa y promoción del verdadero bien de todos y cada uno de sus miembros y de los derechos fundamentales objetivos inherentes a la verdadera dignidad personal de cada uno de ellos.

7.         El agente racional y libre que es la persona humana es un ser constitutivamente moral por el simple hecho de ser persona. Se trata de una dimensión real que le es anterior a su adhesión a una concreta confesión religiosa o a su condición de ciudadano de una determinada sociedad. Ni el creyente deja de ser persona por el hecho de ser creyente, como tampoco deja de serlo el no creyente por no creer.

Toda norma moral, en cuanto que moral, está fundada en principios universalmente comprensibles y comunicables, es decir, susceptibles de fundamentación racional. La racionalidad es una nota interna a toda moral.

Una «moral religiosa» privada de racionalidad, no es ni «religiosa» ni «moral». Es sencillamente una contradicción ética y moral. Una acción humana privada de racionalidad es un constructo ininteligible incapaz de soportar una calificación moral.

Las exigencias éticas no se imponen a la voluntad como una obligación sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, en concreto, de la conciencia personal [8].

Atribuir al creyente una adhesión irracional a los principios y normas que le presenta su moral «religiosa» es una afirmación gratuita contraria al respeto a la dignidad de la persona humana y a las notas de inteligencia, razón y libertad que, en cuanto constitutivas de su obrar, han de presidir la adhesión del creyente a la moral religiosa. Decir lo contrario equivaldría a afirmar que el creyente se ve obligado para ser creyente a renunciar a su condición de persona, de agente racional, libre y razonable.

La contraposición entre ética «laica», propia de una sociedad secularizada, fundada en la «racionalidad ética», y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad, privada de justificación racional por cuanto hace de las personas «creyentes» y de las valoraciones «dogmas», carece de mínima base racional.

8.         Lo que a mi juicio subyace en esta peculiar forma de entender la «ética civil» es la profunda crisis que la racionalidad humana directiva de la praxis individual, social y política viene sufriendo en nuestros días.

La fragmentación de que vienen siendo objeto en un amplio sector de la literatura ética contemporánea los conceptos constitutivos de la verdad de la acción humana –en su estructura y en su contenido– es una muestra inequívoca de esta crisis.

Y tiene su expresión más nítida en esta proliferación de éticas «adjetivadas» dialécticamente contrapuestas entre sí: «ética privada / ética pública», «ética civil / ética religiosa», «ética material, de bienes y virtudes / ética formal y de normas», «ética de mínimos / ética de máximos».

Ciertamente la acción humana, cuya verdad y sentido moral específico se propone la ética esclarecer, fundamentar y justificar racionalmente, presenta múltiples aspectos. En la configuración inteligible del obrar humano entran aspectos materiales y formales, substantivos y procedimentales, así como los conceptos de bien, norma y virtud.

Es obvia, por otra parte, la pluralidad de ámbitos en que el agente humano desarrolla su obrar y cuya autonomía específica dentro del obrar humano habrá de ser cuidadosamente respetada.

Pero esta pluralidad de aspectos y ámbitos del obrar humano no justifica la «pluralidad de éticas» en las que la atención prestada al adjetivo se hace en detrimento, si no ya en olvido, de la «substantividad» de la ética: es decir, de la respuesta que ante todo la ética en cuanto tal ha de dar a esta verdad del obrar moral, en cuanto que radical obrar humano.

II.         Prospectiva

Frente a esta proliferación de éticas «adjetivadas» urge recuperar la unidad de la ética, de la ética sin adjetivos, que tiene como tarea la de dar cuenta y razón de la condición intrínsecamente moral de la acción humana y de su especificidad moral positiva o negativa.

Y ello requiere recuperar el nexo perdido entre ser, verdad y bien; entre verdad y libertad; entre bien, norma y virtud, en cuanto elementos constitutivos y mutuamente solidarios de la inteligibilidad de la acción humana en su estructura y contenido, frente a la atomización y dispersión de que son objeto en estas «éticas adjetivadas».

Una tarea semejante va más allá ciertamente del ámbito estricto de la ética.

Porque la crisis generalizada de la ética –tan reiteradamente denunciada en nuestros días– por la que atraviesa la cultura actual, es, antes que una crisis ética, simple corolario de la crisis del saber sobre el hombre: una crisis gnoseológica y antropológica.

El contenido genérico y específico de la moralidad del obrar humano es relativo a la verdad y al bien de la persona humana. Es por relación a esta verdad integral del ser y del obrar de la persona humana, y a las exigencias objetivas que de esta verdad dimanan, por lo que se determina de modo inmediato el comportamiento humano moralmente positivo o negativo.

El conocimiento de esta verdad y de estas exigencias objetivas es accesible a la razón de todo ser humano, y es la que debe inspirar ese diálogo, tan necesario y urgente entre todos los que compartimos la condición humana, en la tarea de elaborar una ética válida para todos las personas humanas –por el simple hecho de serlo–, en orden a configurar y consolidar una convivencia social y política respetuosa tanto de la verdad como de la libertad de quienes la integran.

Es esta verdad la que permite establecer los principios que deben presidir el obrar humano, individual y social.

La tarea más urgente que la cultura actual tiene ante sí es la de abrirse a la sabiduría: a la verdad integral del ser y del obrar humano, mediante la recuperación y fortalecimiento del poder de la inteligencia humana frente al escepticismo, «el cansancio de la razón», la «razón perezosa» que tanto se hace sentir en nuestro tiempo.

Desde esta libre apertura de la inteligencia y de la voluntad del hombre a la verdad, la belleza, y al bien que lo constituyen y perfeccionan, estará éste en condiciones de dar sentido a los contenidos morales inmediatos de su obrar, como de abrirse racional y libremente a Dios, fundamento último y garante absoluto de la verdad, libertad y bien que deben informar una auténtica convivencia social y política. Una sociedad auténticamente humana en la que los ciudadanos puedan desarrollar libremente, sin antagonismos innecesarios, su quehacer privado o público, civil o religioso.

Desde esta potenciación del dinamismo natural de la inteligencia y de la voluntad humanas hacia la verdad, la belleza y el bien, racional y libremente reconocidos y aceptados, tanto la llamada ética civil como la religiosa alcanzarán su interna dimensión moral: una expresión racional y razonable del obrar del agente racional y libre que es toda persona humana.

El debate civil, político y jurídico entre «ética» y «religión» tal como viene siendo planteado en nuestros días es una muestra fehaciente de que aun queda mucho camino por recorrer para el logro de esa vigorización de una auténtica sociedad civil a la que ciertamente, en nombre de la verdad y libertad que constituyen y perfeccionan la dignidad real del ser humano, debemos aspirar todas las personas-ciudadanos, por el simple hecho de serlo.

La consecución de este objetivo es uno de los retos prioritarios que el pensamiento humano tiene ante sí en los albores del siglo XXI.

Modesto Santos, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, nº 31.

2   Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.

3 Cruz, A., “¿Es posible la política del reconocimiento? “Una respuesta desde el republicanismo”, ponencia pronunciada en el Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias Sociales, Universidad de Navarra, Pamplona, 8-10 de noviembre de 1996.

4   Cfr. J. Pablo II, CA, n. 46a.

5   J. Pablo II, Evangelium vitae, AAS 86 (1994) nº 69, 70.

6   Ibidem, nº 71.

7   C. E. Española, Moral y sociedad democrática, (1996), nº 26.

8   Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, AAS 85 (1993), 1133-1228, nº 36.

Ricardo Muñoz Juarez

Capítulo II: Fundamento teologico de las guerras

Para tener una visión teológica de esta realidad humana de la guerra, que constituye el más espectacular y dilatado capítulo de la vida del hombre sobre la tierra, habría que trazar primeramente las líneas fundamentales de la teología del PECADO. Porque, si las guerras son un hecho humano, que plantea problemas de moral, antes hay que buscar su raiz en otra realidad: el dominio del pecado en el mundo.

La guerra permanecerá sobre la tierra en: la medida en que los hombres sigan siendo pecadores; y continuará ensangrentando a la humanidad "hasta el retorno de Cristo", según la fuerte expresión que emplean en este punto los Padres del Concilio VATICANO II [32]. Este es, en definitiva, el fundamento teológico de las guerras, que a continuación exponemos en sus diferentes aspectos.

1. El pecado del hombre

Reinado del pecado

El pecado inaugura su reinado en el mundo desde el principio. Los primeros capítulos del Génesis constituyen la primera página de este reinado. "Las grandes narraciones de las primeras páginas de la Biblia son los símbolos de toda la vida humana: la desobediencia (Adán), el fratricidio (Caín), la supervivencia (Noé), la escisión en la realización de las grandes obras (Babel). Todas ellas cobran en nuestros días dimensiones gigantescas. El mensaje de estas narraciones bíblicas es que la raíz de las actuales catástrofes está en nuestros pecados, y por tanto, el verdadero remedio consiste en redimirnos del pecado, del odio y de la desconfianza" [33].   La ininterrumpida cadena de pecados que han seguido a través de las generaciones sucesivas de hombres existentes en el tiempo y coexistentes en el espacio ha consolidado ese reinado. Porque el pecado no ha cesado de proliferar,  de crecer en extensión y profundidad.

La familia humana se ve afligida, a partir de ese momento, por una serie de desgracias individuales y colectivas, quedando siempre sorprendida por su amplitud y determinismo ciego. El eco de ese sufrimiento resonará por todas partes: guerras, hambres, injusticias. La ineludible fatalidad con que irrumpen en el mundo como tumores cancerosos, por un lado, y la incapacidad egoista de los hombres para amarse mutuamente, por otro, muestran la verdad de la frase de Sán Pablo: "El mundo entero es culpable ante Dios" [34]. Sin este enfoque teológico del mundo, la visión atormentadora del mismo resultaría superficial e inexacta.

Ruptura con Dios y con los hombres

A partir del primer pecado, rompe el hombre con Dios, atentando contra todos los derechos que el Creador tiene sobre él; y rompe consecuentemente con sus hermanos, los hombres, con los cuales ha de vivir en comunidad. De ahí que toda la actividad humana quedará desorientada y desquiciada desde entonces.

El pecado será el que  fomente el egoismo entre los hombres, siendo la fuente de la tiranía y la ambición. “Subvertida la jerarquía de valores -dice el Concilio VATICANO II-, y rnezclado el bien con el mal, no miran ya los hombres más que a lo suyo, olvidando lo ajeno" [35] ¿Qué rnotivos han determinado esta situación? ¿Quién nos rnantiene en este desequilibrio?

  Es el misterio del pecado, que va desbordando el mundo. "Perjuran, mienten, asesinan... Por eso está en luto el país" [36]. Es el hombre, no solo  cómo persona individual, sino también -y sobre todo- como sujeto de una multiplicidad de relaciones interpersonales, el que ha preferido la rebeldía a la sumisión, el egoismo al amor. El mal no puede venir de Dios, que cuando creó todas las cosas "vió que todo cuanto había hecho estaba muy bien" [37], sino que es obra de los hombres, abusando de su libertad desde el principio. "Es el pecado indica también el Concilio VATICANO II el que ha rebajado al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud" [38]. Por eso caminamos ante una profunda desarticulación universal, fruto trágico de la perversión que ha acumulado día a día una humanidad rebelde y desorientada.

Responsabilidad común

La culpa inicial de los hombres no es solamente la que carga con la responsabilidad de esta situación pecadora, de la que la humanidad  se siente esclavizada. Es toda la historia del pecado. Es el pecado del mundo. Sin duda, el pecado colectivo de las diversas épocas históricas y culturales, e igualmente   los pecados de los individuos  han podido ser muy diferentes  unos de otros. Pero todos han tenido en común el estar contra el amor: contra el amor a Dios y contra  el amor al prójimo. La humanidad se ha constituido libremente en un mundo cerrado, en el que las conciencias son hostiles  unas a otras; un mundo del que el amor está ausente. Y un mundo sin amor e impotente para amar es un mundo del que la Gracia y la paz, como fruto de la misma, están también ausentes [39].

Consideramos, pues, que siendo la guerra una realidad histórica hasta hoy tan duradera como la humanidad, y desempeñando una función penitencial, no por ello resulta ontológicamente necesaria para el hombre, sino que su existencia histórica es debida, sobre todo, a la naturaleza pecadora de los hombres. Y corremos el riesgo de identificar la fe cristiana con la no violencia idealista. Nuestra fe cristiana proclama de manera explícita e inequívoca que el pecado existe en la historia del mundo y en la vida del hombre. La Sagrada Escritura es una llamada constante a descubrir lo negativo de la oposición y el rechazo de Dios por parte del hombre y la condición de desgarro en que la humanidad vive; describe el conjunto de los actos en que estas situaciones se manifiestan y se expresan.Porque el pecado es un hecho radical que afecta a todo el hombre y determina una condición de desorden que va más allá del propio pecador. La infidelidad y la ofensa a Dios radican en haber paralizado su acción en la historia.

La realidad puesta en evidencia por la revelación ilumina la experiencia que el hombre tiene de sí y de los otros, cuando toma conciencia de su situación. A su vez, la exposición y descripción de la condición humana llevada a término por científicos y estudiosos permiten concretar la enseñanza de la revelación, mostrando las dimensiones históricas que asumen en el hombre la inclinación al egoismo y al deseo de imponerse, la incapacidad de convivir pacíficamente con los otros, de dialogar, de encauzar las propias energías hacia la afirmación del bien de todos.

El hombre nace inmerso en un mundo que, ya desde los albores de su historia, se desenganchó de Dios y sufrió el influjo del maligno. El no rechazo de esta situación -jamás definitivo ni total mientras viva el hombre- "hace que constituya una componente, que, en cierto modo, penetra y sitúa todas las actividades humanas. Porque el pecado constituye una dejadez en la acogida del plan de Dios, renunciando el hombre a plantear la vida en conformidad con el orden que dicho plan manifiesta e intentan do conseguir la felicidad al margen de Dios [40].

Desgajado de su origen, busca el hombre justificación para su comportamiento en el ambiente humano y cósmico, en la propia estructura psicofísica, en los influjos que sobre él ejercen las situaciones presentes y pasadas; y ciertamente, esto en parte es verdad. Pero el pecado está, sin embargo, tan unido con el abuso de la libertad dada por Dios a los hombres que, sólo, en el supuesto de que ésta faltase del todo o estuviese viciada y deformada en su orientación, eliminaría totalmente o en parte la participación personal en el desorden [41].

El planteamiento de la vida al margen del plan de Dios o contra Él (sea cual fuere el modo en que se conozca y la forma concreta en que se realice), implícito en todo pecado, sigue siendo un misterio que la mente humana no cesa de investigar y que es el origen del sufrimiento que acompaña al hombre en su camino en el tiempo. La luz sobre esta situación se hace cuando, desde la perspectiva de la fe, se la contempla encarnada en la realidad doliente que es la muerte de Cristo [42].

Estas líneas fundamentales del pecado nos hacen conscientes del carácter profundo del mismo. Porque las guerras pasadas, y todas las calamidades presentes y futuras, no han sido ni serán simplemente por motivos políticos, económicos, raciales, territoriales o simplemente ideológicos. Estos, algunos al menos, existen siempre como motivo de fricción y chispa de hoguera; pero han sido sólo ocasión y circunstancia. Su raíz, como hemos visto, es más profunda.

2. El designio de dios en las guerras

Providencia de Dios y Gobierno del mundo

El hombre y el mundo no son autárquicos. La Providencia y el Gobierno de Dios sobre el mundo es algo inevitables [43]. Precisamente porque el mundo es criatura de Dios, toda esa enorme tragedia de la humanidad (desequilibrio social, guerras hambre, etc.) hay que valorarla no por el solo dato inmediato y aparente, sino que hay que medirla en el plano teológico, único en el que encuentran explicación exacta todos los hechos de los hombres y de las naciones, puesto que Dios castiga y premia, purifica y prueba a éstas y aquellos, en orden al cumplimiento de sus planes sobre el mundo.

La tesis providencialista de la Historia fue sabiamente formulada en aquella expresión ya célebre: "La Humanidad camina, pero Dios la conduce". Y en este sentido dice la Sagrada Escritura: "El corazón del hombre medita su camino; pero es Dios quien asegura sus pasos" [44]. Por eso instintivamente dijeron siempre los pueblos: "la guerra es el azote de Dios", ya que la mayor parte de las calamidades públicas son en la providencia de Dios una justa "soldada" del pecado [45].

Y esto que fue ley universal en la historia pasada,es igualmente providencial para la humanidad futura, según la visión profética de San Juan [46]. En ella describe el apóstol el pecado futuro del mundo no es un estado determinado de la historia del mismo, sino teniendo en cuenta todas sus oscilaciones y balances de culpa, y personificado todo ello en un grandioso drama profético: los tres caballos y tres jinetes [47], a quienes fueles dado "poder para matar con la espada y con el hambre y con la peste", a causa del pecado de los hombres.

Las guerras en la Sagrada Escritura

Es sorprendente constatar que a todo lo largo de la Biblia, la guerra aparece como un hecho humano ligado al pecado del mundo, y cuya eliminación histórica nada permite prever. Antes incluso de que comience la edad de las naciones, la tierra  está ya llena de violencias [48]. Convertida  en un choque cada vez más formidable de masas humanas, la guerra será uno de los episodios precursores del fin de los tiempos [49].

La guerra aparece en la Sagrada Escritura como el estado normal de las relaciones entre los pueblos; más claramente aún que en nuestros días, en     que las convenciones humanas y acuerdos secretos entre las grandes naciones ocultan, en cierto sentido, este estado inicial de las cosas. "Hay un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz" [50]. Este realismo del Antiguo Testamento se asemeja al del Nuevo Testamento: "Oiréis hablar de guerras y de rumores de guerras. Cuidado no os alarméis. Porque eso tiene que suceder'' [51]. Es el estado normal, digamos fatal, de la humanidad salvada.

Parece que Dios se inserta en esta situación. En vano los imperios, en los periodos de gran civilización, firmarán tratados de paz perpetua . La evolución de los hechos no tardará en romper aquellos frágiles contratos [52]. Dios, en un primer estudio, acepta e incluso dirige la guerra santa, que se halla muy acentuada en los textos bíblicos. La prohibición del asesinato, según Ex 20, 13, no significaba una prohibición expresa de la guerra. Existe una prohibición de asesinar al prójimo, pero no de hacer la guerra. Por el contrario, con mucha frecuencia, y sin que podamos espiritualizar los combates, Dios, en medio de su pueblo en armas, es llamado "un valiente guerrero" [53]. Habita en el Arca Santa, y el arca es llevada a los luqares de combate. Yavé es llamado, con  toda naturalidad, "Señor de los ejércitos” [54]. Se habla de un libro perdido, cuyo título era "libro de las guerras de Javé." [55].

En tiempos de guerra existe en la Sagrada Escritura un estado particular de santidad. Así Urías, marido de Betsabé, no se acuesta con su mujer cuando vuelve a su casa, porque se halla en estado de santidad, a causa de la guerra en que participa [56]. Y hay una ceremonia que tiene lugar cuando se pasa del estado sagrado del guerrero al estado profano del hombre civil [57]. Es una insistencia sorprendente sobre la guerra, como acto sagrado ordenado por Dios, de tal modo que si el pueblo se niega a llevar a cabo esta guerra se vuelve infiel al mismo Dios. 

Es una insistencia sorprendente sobre la guerra, como acto sagrado ordenado por Dios, de tal modo que si él pueblo se niega a llevar a cabo esta guerra se vuelve infiel al mismo Dios.

La predicación de los Profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado de las naciones y de Israel, como origen de todas las catástrofes que afligen a los pueblos. Si Nabucodonosor impone su yugo a Israel y a la naciones, es en perspectiva de este designio de Dios, como efecto de su ira contra pueblos culpables [58]. Si tal o cual nación pagana conoce la ruina, es en virtud de un plan establecido por Dios y para que se manifieste el juicio divino [59].

Uno de los grandes escándalos para el racionalismo, enfáticamente virtuoso, del siglo XVIII consistió en que la Biblia fuese un libro lleno, no sólo de relaciones sexuales sino también de batallas . ¿Por qué los autores bíblicos se sirven de la historia guerrera para darle un significado dentro de las relaciones de alianza entre el pueblo y Dios? Es este un interrogante no aclarado del todo por los exegetas. Conviene, por tanto ver las motivaciones de este primer estadio de la Historia de la Salvación.

Dios suscita las guerras las permite, diríamos mejor con un sentido religioso, superior a las finalidad de establecer a Israel en la tierra prometida el de convertir al Pueblo escogido el de castigarle cuando ha pecado La historia de Israel, encuadrada en este marco del designio de Dios, implicará una experiencia, unas veces exaltadora y otras cruel de las guerras, revelándose éstas como un mal endémico en la tierra.

Es por ello por lo que, al comenzar cada año, los reyes "se ponían en campaña" [60], trasponiendo al dominio religioso los resultados de su experiencia social e introduciendo las guerras humanas en su representación del mundo divino. Fácilmente imaginaban en el tiempo primordial una guerra de los dioses, de la que todas las guerras de los hombres eran como prolongación e imitaciones terrestres.

De ahí que, como resultado del odio fratricida entre los hombres [61], las guerras están ligadas al destino de una raza pecadora. Azote de Dios, no desaparecerá de aquí abajo, sino únicamente cuando haya desaparecido también el pecado [62].

El fenómeno social de la guerra entró de hecho como necesario para la constitución del pueblo de Dios. Los Profetas no la condenaron como tal, aún cuando percibieron claramente la violencia de tal situación derivada, como los otros males de la humanidad, del inicial desorden del pecado, de la ira, de la venganza que alienta en el hombre histórico. Todas las promesas es catológicas de los Profetas acabarán con una maravillosa visión de paz universal. Por eso, al desaparecer el pecado con la implantación del Reino de Dios, llegará la paz mesiánica como el estado ideal que Dios ha previsto y provisto para el individuo y los pueblos todos [63]. Las guerras escatológicas señalarán el culmen de la malicia humana, y cuando la iniquidad sea barrida de sobre el haz de la tierra, florecerá la paz soberana, anhelo de todos los hombres [64)].

El Evangelio es en esta materia un acto de la confianza divina hecha al hombre y a sus milenarios futuros. Cristo hace alusión a las guerras, Él es nuestra paz [65], pero lo es en medio de un mundo que no ha querido reconocerle [66]. Y es la causa de que un mundo de guerra envuelva a la humanidad, porque se ha alejado de Dios.

La revisión, por tanto, de las prácticas de la guerra podrá dibujarse a partir de la manera como cada individuo viva lo que el Hijo de Dios ha enseñado a vivir. CRISTO dará a entender que el resultado de la paz no logrará afirmarse más que en la proporción en que la masa humana haya consentido de verdad en el Reino de Dios y en su verdadera justicia, luchando contra la guerra y los terribles azotes que trae consigo; pero esta lucha debe ser paralela a la lucha contra el pecado [67].

La no desaparición de la guerra y de sus amenazas atestigua el carácter todavía parcial e imperfecto de la conversión humana. Es este uno de los síntomas del desarrollo del "hombre de pecado", que el misterio de salvación no impide que siga creciendo, y que no será exterminado verdaderamente más que en el último día. Por eso, toda la Historia del mundo, entre la Ascensión y la Parusía o vuelta de Cristo se describe como la cadena de batallas de una guerra, que no es tanto física como metafísica [68] ¡y en la última lucha, dos grandes poderes se aprestan a la batalla "por el gran Día del Dios Omnipotente" [69]. Por lo demás , como en otros problemas de repercusi6n social, derechos de la mujer, esclavitud, etc.- el Evangelio no aporta una solución directa, pero sí los principios religiosos, sobre cuya base los problemas sociales encuentran su justa solución. No se condena el uso de las armas y se mira a los soldados hasta con simpatía por la sinceridad con que aceptan el mensaje evangélico.

Veamos ahora la conducta de los cristianos al aceptar los principios del Evangelio.Y ello nos hará avanzar en nuestra reflexión teológica.

Actitud de los primeros cristianos

Se ha pretendido condenar la licitud de la guerra en base a frases bíblicas o evangélicas y a la postura asumida por el cristiano de los primeros siglos de nuestra era [70]. Se alega el "no matarás" del Decálogo, con olvido de que ese precepto debe ser interpretado, como indica el P. Congar, "en el sentido en que el conjunto de la Escritura muestra que Dios lo dió. El mismo libro, que lo menciona, relata también que Israel guerreó e incluso -por mandato de Dios, o de acuerdo con las costumbres de aquel tiempo- exterminó a los prisioneros o a las poblaciones.

Por tanto matar se refiere a un asesinato y no a la acción guerrera invocando ese texto [71].

La realidad es que del Evangelio tampoco puede desprenderse el anatema de la guerra y de la profesión militar, pues, según razona el P. de Sorás, "el Evangelio que nos ilumina sobre los fines a proseguir a través de la existencia y de la historia, lo hace también bajo la condición real, de la que nos es preciso partir... El Evangelio que me dice "si se te pega en la mejilla izquierda, pon la derecha", no me dice si ves a tu prójimo injustamente golpeado en la mejilla derecha deja además que se le golpeé en la izquierda... El ejercicio de la caridad, aquí abajo, no se identifica pura y simplemente con la no violencia'' [72].

En el mismo momento inicial de la propagación del Evangelio, éste asume esa forma de vida humana que llamamos "vida militar"; y la asume tal cual es, sin exigir que cambie, sin exigir que deje de ser [73]. A otras formas de vida, precisamente, porque eran pecaminosas, las acoge misericordioso el Señor y misericordiosos los Apóstoles, para purificarlas y convertirlas, para que cambien.

Ya al principio, cuando Juan el Bautista, el Precursor, anuncia la proximidad del Reino de Dios y del Rey que lo instaura (“el Mesías"), y suscita en torno a Él un movimiento profundo, implacablemente exigente, de purificación y penitencia, de cambio de vida y mentalidad, es decir, de conversión, se le acercan entre otras categorías de personas,unos soldados preguntándole: "Y nosotros, ¿qué hemos de hacer?". Como han notado muy bien los comentarista , el Precursor -¡tan enérgico y exigente¡­ no les insinúa en modo alguno que deban cambiar de oficio. Se limita a recomendarles que no cometan abusos en el ejercicio de sus funciones: "No hagáis extorsión a nadie -les dice-, no denuncieis falsamente, contentáos con vuestra soldada" [74].

El propio Evangelio nos muestra a Cristo encomiando al centurión por su fe para ponerle de modelo, sin presentar el menor reproche a su cualidad de militar [75]. Cuando Jesús muere en el Calvario, entre el odio de unos, la indiferencia de otros y   el desánimo cobarde de algunos más, es también la fe de otro centurión, que mandaba a los soldados ejecutores de órdenes dadas por Pilatos, quien supo ver en el espectáculo de aquella agonía la marca de Dios: "Verdaderamente este hombre -dice- era justo", "Hijo de Dios" [76].

Cuando el Evangelio quiere traspasar las fronteras de Palestina y abrirse al mundo de los gentiles -momento impresionante de la historia cristiana-, Pedro, inspirado por el Señor, se dirige primeramente a Cornelio -el centurión de la Cohorte Itálica- que estaba de guarnición en Cesarea de Palestina, en la costa del Mediterráneo. Aquella familia de soldados constituye las primicias de la incorporación del mundo pagano a una Religión que muchos por entonces creían reservada a los judíos [77].

Otro momento significativo es la implantación de la primera Iglesia en Europa. El Apóstol Pablo, después de recorrer en peregrinaciones apostólicas toda Asia Menor (la actual Turquía), atraviesa la lengua de mar que separa Turquía de Grecia y va a pasar a Filipos, ciudad fundada por una colonia de soldados romanos veteranos ("jubilados" diríamos ahora), y con una interesante guarnición militar. Aquí logra Pablo constituir la primera comunidad cristiana de Europa. Una noche, estando Pedro en prisión, un terremoto produjo gran desconcierto entre todos sus acompañantes. El soldado encargado de la guardia, en vez de huir o agredir, se plantó ante los Apóstoles diciendo: "Señores, ¿qué he de hacer para ser salvo?", y Pablo lo evangelizó y lo bautizó con todos los de su casa.

Y llegamos finalmente a la meta de esta primitiva historia cristiana, que termina con la inserción del Evangelio en la ciudad de Roma, núcleo fundamental de todo el mundo civilizado antiguo. Pablo va a Roma (hacia el año 61) como ciudadano romano prisionero, pues había apelado al tribunal del César. Es conducido por una guardia, custodiado por soldados. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo Julio, el oficial de la Cohorte Augusta encargado de conducir a los presos, trató a Pablo con delicadísima humanidad, en momentos en que peligraba su vida. Ya en Roma, Pablo, todavía sometido a proceso, en una prisión que no le impedía la acción apostólica con sus visitantes, escribe una de sus cartas más afectuosas y gozosas a la comunidad de Filipos, a la que antes nos referíamos, contándoles cómo su prisión se había convertido en portavoz del Evangelio para todo el Pretorio, la gran estación militar de Roma; y envía saludos a la comunidad de Filipos de parte de muchos cristianos, que se había convertido al Señor, gracias a su palabra, en "la casa del César" [78].

Esta sucinta reseña histórica resulta impresionante, casi increible. Alguna afinidad, alguna sintonía espiritual tiene que haber entre el tenor de vida de aquellos paganos militares y el mensaje evangélico, para que se produzca, de manera tan ostensible, el acercamiento entre ambos en los momentos decisi­vos.

En resumen, el Evangelio -que, como tal, no se propaga por medio de la fuerza- asume con toda naturalidad a los soldados en su propio ámbito espiritual; señal de que asume en ellos valores positivos. Pero hay más. Desde el comienzo los Apóstoles, -Pedro y Pablo sobre todo-, aparte de acoger los soldados con toda naturalidad en la comunidad cristiana, proclaman la función que corresponde a la espada (a la fuerza canalizada por la autoridad legítima, a la fuerza militar): la espada no es solamente un instrumento de legítimas necesidades humanas, sino que, según la mente y la palabra de los Apóstoles, es expresión de la voluntad de Dios. Pedro y Pablo lo dicen con toda energía: "estad sumisos a las autoridades, porque por ellas actúa Dios. Por algo llevan la espada: mas no estéis sumisos sólo por temor, si no por conciencia" [79].

La espada legítima, en la concepción de los Apóstoles, no es un simple hecho bruto, de fuerza que se impone y con la que se tropieza, sino que es la expresi6n de un valor espiritual que afecta a la conciencia. Este espíritu absolutamente puro, absolutamente desinteresado, es el que marca desde los orígenes la actitud básica de la Iglesia ante la fuerza, ante el Ejército: sean cuales sean los vaivenes, las vicisitudes históricas y contingentes en que tal fuerza se manifiesta a lo largo de los siglos.

El cristianismo primitivo tuvo una actitud poderosamente original, que hemos de esclarecer. El sentido cristiano de repudiar la violencia se afirmaba en la exigencia de renunciar al estado militar. ¿Cómo se llegó a esta actitud?

En los tres primeros siglos de nuestra era, una serie de autores cristianos (Tertuliano, Orígenes, el obispo Cipriano, Lactancia y algunos más) parece ostentar en nombre del Evangelio un espíritu totalmente antimilitar; desaconsejan a los cristianos que tomen el oficio de soldados. Pero conviene enmarcar esta postura en su auténtico contexto [80]. Disuaden estos autores a los cristianos de que tomen el oficio de soldados, porque se trataba entonces de un oficio voluntario, que se ejercía en una atmósfera impregnada de idolatría, de cultos paganos, de fórmulas supersticiosas, ciertamente no recomendables. Pero esto no impedía que al mismo tiempo los mismos autores en páginas inmortales proclamasen su reverencia religiosa hacia el Imperio Romano y hacia el Ejército, que mantenía la paz y el orden en aquel Imperio; corno tampoco impedía que muchos cristianos fuesen de hecho soldados al servicio del Imperio [81].

Por eso lógicamente surge un cambio al llegar el siglo IV, tiempo de la paz religiosa. El oficio militar era antes respetable en sus funciones esenciales, pero voluntario y del que podían encargarse otros, sin que la pequeña comunidad cristiana tuviera que considerarlo como de propia responsabilidad. Cuando es ya cristiana, en casi todas sus líneas, la contextura del Imperio de Roma, entonces no sólo los cristianos seglares que ocupaban puestos directivos en el Imperio, sino también los teólogos y los prelados tenían que examinar más de cerca cúal era la función del cristianismo y el modo de ejercerla en ese sector inesquivable, que impone la vida misma, esto es, la organización y el uso de la fuerza militar. A partir de ese momento, con hombres tan lúcidos  como Ambrosio de Milán y  Agustín el de Africa, y  luego con todas las escuelas jurídicas y  teológicas de la Edad Media, se va formando una doctrina cristiana, que podrímos llamar oficial, acerca del valor y del sentido cristiano del Ejército.

De ahí que podamos afirmar que la renuncia al estado militar en el cristianismo primitivo no fue nunca una práctica general, y hubo muy pronto colectividades humanas ganadas a la fe cristiana, las cuales no estaban en situación de poder convertirse a la eliminación de la violencia guerrera [82]. La permanencia  dentro del Cristianismo, de la portación de la Sagrada Escritura, la visión religiosa de las peripecias guerreras por las que pasa el Pueblo de Dios, que allí aparece enseñada, permitían la acomodación de los casos que se presentaba. La influencia ejercida de este modo por el Antiguo Testamento sobre la Teología Cristiana de la Guerra, y más aún sobre la Pastoral, fue muy considerable.

La corriente pacifista, contraria al servicio de las armas, en gran parte fue motivada, como hemos indicado anteriormente, por el peligro de los actos idolátricos que la pertenencia a las legiones llevaba consigo implícita y, también, por un sentimiénto pacifista; pero, como esclarece el P. Congar, nunca representó un hecho general, al haber siempre cristianos en el Ejército [83]. Por otro lado, esta posición pacifista resultaba en cierto modo paradójica y no podía subsistir largo tiempo, ya que según indica un sociólogo contemporáneo [84]: "las legiones no eran defensoras de un orden nacional, sino universal. De hecho, la ley, la cultura, el orden y, después, incluso el catolicismo, sólo existían en el Imperio Romano, y fuera de él todo era caos, barbarie y paganismo. Por eso allí sí era cierto el ''si vis pacem, para bellum". Porque para el soldado romano el dilema era rotundo: o defender con las armas el Imperio, el Derecho y la Civilización, o dejar que estos valores se hundieran en el caos".

Estas ideas concuerdan con las ideas de Celso en el siglo II al tachar de malos ciudadanos a los cristianos, a causa de su negativa a enrolarse en la milicia, dado que "si todos los hombres hicieran lo mismo, el César quedaría completamente solo y abandonado, y el Imperio caería en manos de los bárbaros" [85].

La Iglesia se encontró muy pronto en la obligaci6n de avenirse con el poder civil constituido y, siguiendo el camino más realista, trazado por San Pablo desde sus orígenes, empieza a elaborar una doctrina de compromiso. El P. Congar nos explica que los cristianos primitivos, durante la primera época, bajo el régimen de las persecuciones, vivían la vocación cristiana, en toda su plenitud, al igual que los monjes contemporáneos. Poco numerosos, miraban a la comunidad eclesial corno el sitio de tránsito desde la Pascua a la Ciudad Eterna que anticipaban. "Observaban -dice- con respecto al Estado una actitud de obediencia leal en las cosas temporales, pero no creían tener que asumir, como cristianos, una búsqueda del bien temporal o terrestre de los hombres. Las cosas cambiaron evidentemente, en la situación de una sociedad ampliamente cristiana, donde los cristianos ocupan los más altos cargos civiles. La Iglesia se vió entonces obligada a hacer una experiencia que no había hecho, ni siquiera imaginado, durante la época de los Apóstoles y de los Mártires. Tuvo que desarrollar nuevos aspectos de la ética cristiana en materia temporal [86].

El cardenal Danielou parece abundar en idéntico pensamiento. Durante su intervención en el Congreso de la sección nacional gala del movimiento "Pax Christi", decía en 1955: "Nos hemos encontrado tres situaciones: la del Antiguo Testamento, donde la sociedad es teocrática y la vida religiosa es normal. La de los primeros siglos cristianos, que nos muestra a una minoría de cristianos ocupándose en la oración y en la misión en un Imperio pagano que asegura la paz temporal. La de los siglos de la Cristiandad, donde los cristianos deben asumir las responsabilidades de la ciudad terrestre y hallan en la Ley de Dios un freno al desenvolvimiento de la violencia [87].

Pronto se abandona la posición irenista, que va desapareciendo desde el momento en el cual el cristiano afronta las responsabilidades de la ciudad temporal donde se inserta, y se comienza a asentar las primeras doctrinas sobre la guerra, funda das en la ideología del Cristianismo [88].

Sin embargo, con la Teología aparecía algo nuevo en los horizontes del alma religiosa: el problema de un derecho del hombre a hacer la guerra. Es decir, la conciencia de ciertos deberes, cuya observancia se presentaba como deseable entre los pueblos. ¿En qué medida podía pensarse que las decisiones de tales deseos eran legítimas? [89]. Porque el Evangelio alimenta una estima absoluta de la paz, crea el ambiente en el que los teólogos, bajo la mayor seguridad, elaborarán una teología de la guerra. En esta teología, el rasgo característico de la Cristiandad será la consecución de la paz, la "tranquillitas ordinis". Hay que tener en cuenta, que San Agustín, elaborador de este teología de la guerra justa, es un ciudadano romano; y el orden, que constituye la sustancia de la paz, significa para él la prolongación terrestre del misterio cristiano.

Es un dato muy interesante a destacar que casi todas las sectas heréticas del cristianismo van a ser irenista, mientras que la Iglesia Católica, desde San Atanasio el Grande, San Ambrosio de Milán y, sobre todo, San Agustín -a partir del siglo V- defenderá la doctrina de la guerra justa, si por ella, cuando no sea posible por otros medios, se consigue restablecer la paz. La posición irenista, no obstante, permanece soterrada y latente, y resurgirá a través de diversos movimientos heterodoxos.

Siguiendo el irenismo de los montanistas y maniqueos, que consideran imcompatible la milicia con el cristianismo, declarando intrínsecamente ilícita la guerra, en el siglo XII son irenistas los valdenses, y en la centuria siguiente los albigenses, proclamando ambos que toda guerra es abominable. En el siglo XIV, el primer precursor de la Reforma protestante, Juan Viclef, proclama que toda guerra es ilícita en sí, y la secta que funda -los lolardos- prohibe verter sangre, condenando incluso la pena de muerte, como contraria al Nuevo Testamento. A finales del siglo XV, a través del inglés John Colet, influido por Wiclef, el irenismo y pacifismo integral se desarrolla entre los denominados reformadores de Oxford y, siguiéndoles, Erasmo de Rotterdam escribe en el siglo XVI: "No hay paz, aún injusta, que no sea preferible a la   más justa de las guerras". Erasmo influye con su pacifismo integral doctrinario (aún cuando, finalmente, ante el peligro turco rectifica) en católicos ortodoxos, como Tomás Moro y Juan Luis Vives, y también, sobre todo, eh Martín Lutero, que resucita un nuevo irenismo, que habrá de ser exaltado por varias sectas protestantes: los antitrinitarios cuyo jefe fue Miguel Servet; los anabaptistas y los mennonistas, que consideran que, no ya la guerra, sino el servicio militar son incompatibles con el cristianismo, y fundan el movimiento de los "objetores de conciencia", junto con los cuáqueros, apóstoles actuales de un antimilitarismo militante [90]. Estos últimos desempeñan el papel de eslabón entre los movimientos de la Era de la Reforma y los contemporáneos. Durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos permanecieron neutrales, en virtud del "Holy experiment", y su postura fue de suma importancia para que pervivieran los escrúpulos morales frente a la legitimidad del servicio militar [91]. El siglo XX ve nacer y desarrollarse el "Movimiento por la paz'', integrado principalmente por cuáqueros, metodistas, congregacionistas y presiterianos en Norteamérica; en Rusia por los dukhobors, quienes con los molocanos repudian el servicio militar. En la actualidad se oponen de manera destacada los Testigos de Jehová [92].

El concepto de la guerra en los Santos Padres

En el periodo patrístico es cuando comienzan a constituirse los primeros eslabones de una teología cristiana de la guerra. San Ambrosio, prefecto del Pretorio antes de ocupar la sede del obispado de Milán, será el precursor de la teoría sobre la guerra justa. San Agustín completará la tarea de aquél y escribirá al general del Imperio, Bonifacio: "La paz debe ser objeto de tu deseo. La guerra debe ser emprendida sólo como una necesidad y de tal manera que Dios, por medio de ella, libre a los hombres de esa necesidad y los guarde en paz. Pues no debe buscarse la paz para alimentar la guerra, sino que la guerra debe llevarse a cabo para obtener la paz. Pensamiento este últimoque se mantendrá constante en los tratadistas católicos.

Sólo a los monjes y sacerdotes se les eximía del servicio de las armas por San Ambrosio y San Agustín, quien escribiríá al mencionado general: "Rezarán por tí contra tus invisibles enemigos; debes luchar, en lugar de ellos, contra los bárbaros, sus enemigos visibles''. Los demás cristianos no encontrarán ninguna incompatibilidad u obstáculo moral entre sus creencias y el servicio de las armas. San Agustín, prefectamente consciente de la contradicci6n aparente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, desarrolla una teodicea que justifica la guerra en la medida en que puede ser expresión de la voluntad divina [93]. Al mismo tiempo que se establecían institutos y normas humanizadoras de la guerra -tregua de Dios, derecho de asilo, Orden de la Merced, órdenes de Caballería, prohibición de la deslealtad, traición , saqueo, uso de ciertas armas- va perfeccionándose por san Isidoro, el Decreto de Graciano, San Juan de Legnano y San Raymundo de Peñafort la tesis acerca de la guerra justa.

Elaboración de esta teología

El flujo ideológico que mana, definitivamente, de la doctrina de San Ambrosio y San Agustín, será perfilado por Santo Tomás de Aquino en la "Summa Theologica"         [95], donde encontramos una articulación sobria y sintética, que poprocionará durante mucho tiempo sus bases a las consideraciones más desarrolladas de los teólogos católicos, exigiendo tres requisitos para la guerra justa: autoridad del Príncipe, causa justa e intención recta. Estos requisitos serán la base de las condiciones, que la Teología Moral exigirá, para que una guerra pueda ser declarada lícita, como veremos más adelante.

La Teología concebirá desde el primer momento la guerra como aparición y consecuencia existencial del pecado: algo que en nuestro orden concreto de salvación no debería existir, y cuya progresiva eliminación debe ser la tarea constante y nunca plenamente acabada del cristiano. Pero, por otro lado, ve que la guerra es una realidad imposible de eliminar, precisamente en este orden concreto del pecado y de la gracia. Por lo que no será siempre posible evitar el recurso a ella.

Un análisis más detenido en este trabajo, nos llevará a la conclusión  de que la  utilización de la guerra deberá tender a la elirninación progresiva de la misma, aunque sepamos que ello no es plenamente alcanzable en la tierra. Porque por encima de la guerra está la paz, a la que aspira el Siervo de Yhavé. Paz que la Humanidad ha perdido en el Paraíso y que volverá a encontrar en los tiempos mesiánicos, después del gran caos escatológico. Si la guerra, en su absurdo, puede tener algún sentido, es en el único y riguroso servicio de la paz. Y sólo en función de la paz podrá el teólogo aprobar ciertas manifestaciones de guerra.

TEOLÓGIA DE LA GUERRA será entonces la ciencia teológica normativa que trate de la regulación moral de la utilización de la guerra, asi como del puesto de la guerra en la estructura social de hoy. Será aquella ciencia normativa que, a partir de la Revelación, se cuestione ante todo si la guerra tiene algún papel que jugar en el orden concreto de la creación y salvación en cuanto a su utilización. Y, en caso afirmativo, se pregunte de qué modo, con qué espíritu y en qué medida debe ser regulado el uso de la guerra, de modo que sea concordable con la marcha hacia la plena configuración de los hombres en Cristo, y con la construcción del Reino de Dios en la Paz de Cristo.

De esta forma podremos distinguir desde el primer momento, con toda precisión posible, entre aquello que constituye la última meta del "ethos" cristiano (la configuración de los hombres en Cristo y la construcción del Reino de Dios), y el problemático papel que la guerra puede jugar directa o indirectamente en ello, habida cuenta de sus características esenciales en este orden concreto de creación y salvación del hombre.

Según esto, descendamos a un nivel más concreto. Conozcamos las diferentes esferas de esta actividad humana, que es la guerra, con una mayor explicitación Y ello nos llevará a la entraña de esta teología.

Ricardo Muñoz Juarez, en defensa.gob.es/ceseden/

Notas:

32    Concilio VATICANO II: Constituciones, Decretos, Declaraciones          Constitución "Gaudium et Spes", núm. 78. B.A.C., Madrid 1965, 876 págs.

33    Nuevo Catecismo para adultos. Versión íntegra del Catecismo Holandés, pág. 408. Edit. Herder, Barcelona 1969, XXII, 512 págs.

34    Rm 3, 19

35    Concilio VATICANO II: Op. cit. núm. 37.

36    Os 4, 2-3.

37    Gn 1, 31.

38    Concilio VATICANO II: Op. cit. núm. 13.

39    Cfr. Baurmgartner, C.: El pecado original, col. El misterio cristiano, Edit. Herder, Barcelona 1971, 238 págs.

40    Scheffczyk, r.: Pecado, en Conceptos fundamentales de la teología, tom. 3°, Ediciones Cristiandad, págs. 378-398, Madrid 1966.

41    Bockle, F.: El pecador y su pecado, en La Nueva Comunidad. Autores Varios. Edit. Sígueme, Salamanca 1971, págs. 75-89.

42    Cfr. Lucena, C.: « Pecado y plenitud humana?, Edit. Perpetuo

43    Socorro, Madrid 1971.

44    Cfr. Tuya, M. de: Visión teológica de la actualidad mundial. Edit. Stvdivm, Madrid 1952, 249 págs.

45    Pro 16, 9.

46    Rm 6, 23.

47    Ap 6, 4-8.

48    Gn 6, 11.

49    Mt 24, 6-7; Ap 20, 8.

50    Qo 3, 8.

51    Mt 24, 6.

52    León-Dufour, X.: Vocabulario de Teología Bíblica. Art. Guerra págs. 325-329. Edit. Herder, Barcelona 1967, 871 págs.

53    Ex 15, 3; Sal 24, 10.

54    1S 17, 45.

55    Nm 21, 14.

56    2S 11, 11.

57    Nm 31, 24.

58    Jr 25, 15.

59    Jr 49, 20; Jr 50, 45.

60    2S 11, 1.

61    Gn 4.

62    Sal 46, 10; Ez 39, 9s.

63    Os 1, 7; Os 2, 18; Jr 21, 4; Is 2, 4-11 – Is 6, 9.

64    Za 14, 1-3; Dn 7, 19-25; Dn 11, 40-45; Dn 12, 1ss ; Dn 5, 15-16; Mt. 24, 6; Ap 12, 7; Ap 16, 14.

65    Jn 1, 11.

66    Allmen, J.J. von: Vocabulario Bíblico, Art. Guerra (H. Michaud), págs. 131-134. Edit. Marova, Madrid 1968, 366 págs.

67    Mt 19, 15-20; St 4, 1.

68    Ap 2 , 16; Ap 9, 16ss.; Ap 11 , 7; Ap 16 , 14.

69    Haag, H.: Diccionario de la Biblia. Art. Guerra, col, 786-787. Edit. Herder, Barcelona 1964, XVI, 1080 págs.

70    Fontaine, S.: Los cristianos y el servicio militar en la antigüedad, en "Concilium", Julio-Agosto 1965, págs. 118-131. Se recogen las investigaciones de historiadores, exegetas, patrólogos y teólogos en orden cronológico.    .

71    Congar, Y; y Folliet, J.: El Ejército, la Patria y la conciencia, pág. 69. Edit. Nova Terra, Barcelona 1966, 156 pags. Cfr. también el artículo de Jesús González Malvar, en "Incunable7 262-63 (1971), pág. 7-9, bajo el título "La objeci6n de conciencia".

72    Citado por Leandro García Rubio, en ¿Superación del problema de la objeción de conciencia? Revista de Derecho Militar, 6 (1958), pág. 44.

73    Guerra Campos, J.: Sentido cristiano del Ejército, Madrid 1970, 40 págs.

74    Lc 3, 14.

75    Mt 8, 5 13; Lc 7, 1-10.

76    Mt 27,  54; Lc 23,  47;         Mc 15, 39.

77    Hch, 10, 1-48; Hch 16, 25-34.

78    Hch 23, 17s; Hch 25, -12; Hch 27,1-3.43; Flp 4, 22; Flp 28, 16. Cfr. Bover, J.M.: Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana. Edit. Balmes, Barcelona 1941. Estudia: el centurión de Cafarnaún y Jesús, el centurión de Cesárea y San Pedro, los veteranos de Filipos y San Pablo.

79    Rm 13; 2P 2, 13-17.

80    Ver bibliografía en García Arias, L.: Servicio Militar y objeción de conciencia. Revista "Temis" (de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza) 4.20 (1966) págs. 11-44. Sobre el cristianismo primitivo y la doctrina clásica de la Iglesia, págs. 15-21.

81    Cfr., por ejemplo, Tertuliano: Apologeticum, 30,1 7 (oración de los cristianos por la prosperidad del Imperio y de su Ejército, garantía de la "tranquillitas"; 41("No somos inútiles). No somos hombres fuera del mundo. Nos acomodarnos a todo: somos marineros, soldados, labradores..., todas las artes. Si no frecuento tus ceremonias, no por eso dejo de ser hombre aquel día.

82    Bover, J. M.: Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana, en "Razón y Fe", 113   (1938) págs. 62-88.

83    Congar, Y. y Folliet, J.: Op. cit., pág. 70.

84    Busquets, J.: Ética. y Derecho de guerra, en "Revista Española de Derecho Militar: 21 (1966), pág. 82.

85    Contra Celsum, VIII, 68-69. Citado por Gonzalo Muñiz Vega en su artículo "La objeción de conciencia", en la Revista "Verbo", 101-103 (1972), pág. 134.

86    Congar Y. y Folliet. J.; Op. cit. págs. 70-71.

87    Cfr. García Rubio, L.: Op. cit., En "Revista Española de Derecho Militar" 6 (1958), pág. 42.

88    Cfr. Muñiz Vega, G.: Op. cit. pág. 132-136.

89    Dubarle, D.: La salvaguarda de la paz y la construcción de la comunidad nacional, en "La Iglesia en el mundo de hoy", tomo II, pág. 710. Edit. Taurus, Madrid 1970, 790 págs.

90    García Arias, L.: Servicio militar y objeción de conciencia, en "Revista Española de Derecho Militar", 22(1966), págs. 53-54.

91    Bainton, H.R.: Actitudes cristianas ante la guerra y la paz, págs. 172-175. Madrid 1963, citado por Gonzalo Muñiz Vega, en su artículo "La objeción de conciencia", Revista "Verbo", 101-102 (1972), pág. 154.

92    Muñiz Vega, G.: Op. cit. págs. 153-154.

Juan Luis Lorda

El ensayo de Congar ‘Verdadera y falsa reforma en la Iglesia’ es un clásico de la Teología del siglo XX. Nadie había estudiado teológicamente hasta entonces este aspecto de la vida de la Iglesia. Él lo hizo en un momento crucial

Ricardo Muñoz Juarez

Introducción

"En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra, hasta el retorno de Cristo”.

"Los que en servicio de la patria, se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de seguridad y libertad de los pueblos, pues, desempeñando bien esta función, realmente contribuyen a estabilizar la paz".

(Conc. VATICANO II.- Const. "Gaudium et Spes" N0s 78-79).

Cuando se quiere liquidar una época en la que los Papas consagraban a los Emperadores, y los Emperadores o los Reyes convocaban Concilios, elegían por medio de sus cardenales a los Papas y de un modo más directo a los obispos, en la que las "guerras" se bautizaban como "santas", una época que se ha caracterizado por las mutuas ingerencias de ambos campos, el político y el religioso, se observa cómo se habla de teología en todos los terrenos. Basta hojear libros y revistas de especialización teológica para encontrar numerosos títulos.

El movimiento, surgido principalmente en Alemania y Estados Unidos, se va extendiendo y afianzando, y encuentra amplia     audiencia en el mundo teológico. Algunos lo critican, queriendo ver en ello un modo de vender mejor la teología a un público, a quien no le interesan las especulaciones metafísicas ni le dice nada el lenguaje religioso. Pero, analizando el fenómeno religioso humano hoy, vemos que no es así. Porque no sólo indirectamente, sino directamente también constatamos una serie de realidades que están implicadas en la fe.

En la actualidad se quiere permanecer fiel a la fe, pero no se justifica una vida o una teología que no diga nada al hombre ni a la sociedad en que vive. Y hay temas candentes que problematizan la vida del cristiano. Temas que son ocasión de di visión, de enfrentamiento de posturas y de mala inteligencia entre los mismos creyentes. Porque con frecuencia se carece de ideas claras sobre el particular, debido quizá a prejuicios adquiridos que impiden una postura de creyentes adecuada y recta. Uno de estos temas es el de la GUERRA.

Al escribir esta obra pretendo llenar un vacío existente.   Porque es un hecho demostrado oue, en los períodos de in seguridad pública, los hombres tienden más que nunca a investigar las causas, probabilidades y riesgos que implican las guerras. No se trata por tanto de una concesión al actualismo, dentro de una técnica y un reclamo periodísticos.

Cuando, en un seminario sobre la teología del pecado, se despertó en mí el interés por el estudio teológico de la guerra, busqué afanosamente algo similar, y no lo encontré ni en castellano ni en otros idiomas de una manera completa. En mi búsqueda he tropezado con trabajos interesantes, e incluso alguno profundo, sobre aspectos particulares de las guerras (históricos, políticos, militares, jurídicos, económicos, sociales, etc.), pero con ninguno digno de mención, para adquirir una visión integral del problema.

   Una visión acabada de los problemas humanos constituye la aspiración de la moderna teología. Y es que la guerra es dificilmente cognoscible desde la postura sociol6qica de la humanidad, como se ha pretendido hasta ahora. Porque las guerras son ciertamente una manifestación social a encajar en el proceso evolutivo de la sociedad humana. Mas para conocer este fenómeno humano a fondo hay que encajarlo en sí mismo, comprender que pertenece a una ciencia más amplia que la sociología, ya que existe en este fenómeno un campo sin explotar, o que al menos no ha sido explotado suficientemente: ¿cuáles son las causas profundas de esta actitud humana?

Albert Einstein se planteó el problema en estos términos: "¿existe algún medio de librar a la humanidad de la amenaza de la guerra?". Y la pregunta  se la dirigió a Segismund Freud en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, sin ánimo de que le ayudase a resolver sus preocupaciones. "Los hombres -le contesta el célebre vienés- no encuentran fácil vivir sin satisfacer esa tendencia a la agresión que está en ellos". El famoso físico le replica:  “El hombre tiene dentro de sí un deseo de odio y de destrucci6n,.. Esta pasión sólo sale a la luz en circunstancias excepcionales ... ¿Es posible controlar las evoluciones mentales del hombre hasta el punto de convertirle en una especie de muralla frente a las psicosis de odio y de destrucción?". Freud le desengaña y le precisa que el poder y la violencia son casi una misma cosa y están en perfecta correlación [1)].

Es cierto que la filosofía, con más razón que la sociología, podría aducir sus derechos a comprender dicho campo. Pero aquí no se trata de una cuestión de derecho, sino de hecho. En lugar de aducir derechos, dígase qué es la guerra, inténtese definirla, cuáles son realmente sus causas. Esto es lo que trata de poner en evidencia está obra sobre la teología de la guerra, introduciendo al lector en un estudio serio de la misma.

Sintetizar los conocimiento básicos de algo es fácil, cuando se dispone de tratados sintetizables, pero no es este nuestro caso. Para sintetizar ha sido preciso construir previamente, investigando los fundamentos  teológicos  del fenómeno guerra. Y esta síntesis lo es de investgaciones personales mucho más amplias: la teología del pecado. La dificultad de esas investigaciones ofrece su compensación. El trabajo se puede ver recompensado con resultados satisfactorios, precisamente  porque el terreno no está muy tríllado. En esta obra se presenta esa importancia del pecado en el estudio teológico de esta realidad humana que azota a la humanidad. Quiero precisamente evidenciar la implicaci6n en la fe del estudio de la guerra.

Los antiguos romános decían: "si quieres la paz, prepárate para la guerra". Esto, que normalmente se ha interpretado hasta ahora en un sentido material, tiene sobre todo un gran valor en el orden espiritual. Por eso este estudio de la teología de la guerra es pacifismo sano, aunque no encuentra la aprobación del enfermizo. El apóstol Santiago lo expresa claramente en su carta" :¿Qué conduce a la guerra y a las querellas entre vosotros? Os diré lo que a eso os conduce: los apetitos que infestan vuestros cuerpos mortales" (St 4, 1). Son los valores esperituales y morales, dentro de la jerarquía de valores humanos, sobre los que ha de construirse el gran templo de la auténtica y verdadera comunidad humana, donde la verdad, la justicia, la libertad y la paz reinarán realmente sobre los hombres.

La viejísima aspiraqión de aquel pueblo que llamaba a veces a una paz que carecía (Za 13, 10) no es ni más ni menos que la nuestra. Lo prueba esa cascada de discursos y declaraciones, de propuestas y de mensajes que en clave política, religiosa, militar o civica estamos escuchando cada día. Porque vivimos a escala cósmica la obsesi6n de la paz. De una paz nunca tan anhelada y nunca tan fragil, nunca tan preciosa y nunca tan precaria. "Pero es la renovación de la sociedad, en la proclamaci6n de aquella paz, que solamente en Dios encuentra la propia realización y defensa, y que hoy falta en el mundo justamente porque no se encuentra el coraje de recurrir a Dios, autor de la paz; porque solamente la victoria sobre el pecado y sobre los egoismos personales puede traer consigo la paz" [2]

Intentamos, por tanto, en nuestro escrito dar los criterios teológico-morales fundamentales sobre la guerra y la paz. El tema, como apuntábamos al principio, es de gran actualidad, dado que vivimos en un momento crítico de la historia, en uno de esos periodos de transición de una era a otra. De ahí el florecer de sistemas  sociales y  políticos distintos y contrapuestos.  Y no es que todo vaya a cambiar, porque existen unos principios morales y jurídicos de validez universal, que los encontramos lo mismo en el hombre más primitivo que en nuestras sociedades desarrolladas. Sin que esto quiera decir que desconocernos el carácter histórico y por tanto variable del hombre y de la sociedad,  así como de sus códigos de conducta.

Pero juzgamos que nadie puede fundamentar la convivencia pacífica, si no es desde el uso auténticamente humano de la razón y por la práctica del respeto solidario de los otros, realidades ambas que, para todo creyente, han de estar iluminadas  por la instancia de la FE.

Capitulo I: ¿por qué una teologia de la guerra?

Se ha escrito mucho sobre este tema y, sin embargo, es uno de los capítulos menos perfilados con profundidad en el campo de la Teología. No existen estudios serios desde la reflexión de la fe, como en otros campos de las ciencias humanas los hay en esta materia. Los teólogos han relegado el problema de la guerra a un segundo plano en su labor investigadora.

Por otro lado, la humanidad vive un momento histórico  y crítico muy ambiguo en esta materia. Porque existe la angustia constante que provoca  la  inestabilidad  internacional, el temor de asistir a una conflagración universal de caracteres apocalípticos, por el previsible empleo de las nuevas armas que la ciencia ha puesto a disposición de los ejércitos. De ahí que nuestro mundo se debata en una inquietante situación de miedo y terror, de luchas antagónicas por ideas políticas y religiosas, con desbordamientos de ambiciones y egoismos, de odios y envidias, que convierten a la raza humana en una masa semejante a los seres irracionales.

Desde que se inició la que se ha llamado "era atómica'', una época de subconsciente inseguridad, reforzada con la que se ha llamado "guerra fría”,         lejos de disminuir el peligro, con el tiempo lo va aumentando. "El hombre de hoy -dice Juan Pablo II- vive  en un incomprensible estado de inquietud, de miedo consciente e inconsciente, que de varios modos se comunica a toda la familia humana contemporánea y se manifiesta bajo diversos aspectos" [3]. En su mensaje a la UNESCO el 2 de Junio de 1980 decía: "El futuro del hombre y del mundo está radicalmente amenazado porque los rnaraviliosos resultados de la investigación científica son explotados contínuarnente, con desprecio de los imperativos  éticos, para  fines de destrucción         y de muerte" [4]. Y en su segunda encíclica dice: “Aumenta el temor existencial, ligado sobre todo a la perspectiva de un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales atómicos, podría significar la autodestrucción parcial de la humanidad [5].

Y es que siguen resonando las palabras de Sartre al conocer la noticia de Hiroshima: "Después de la muerte de Dios, he aquí que se anuncia la muerte del hombre". Porque estamos marcados por un mundo de violencia y de guerras. Los japoneses utilizan en su idioma una distinción interesante a este respecto. Tienen la palabra "seizonsha" para designar las personas supervivientes de aquel desastre atómico; pero la sustituyen a veces por la palabra "higaisha", que significa la víctima herida o tocada, es decir, la que no perdió la vida, pero lleva en si el sello de la tragedia.

Evitar la guerra y edificar un mundo a escala planetaria, tal es el reto que lanza al hombre de nuestros días la coyuntura histórica en que vivimos. Por eso, cuando en 1932 la Sociedad de Naciones y el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual solicitaron a Einstein que eligiera el problema más importante para discutirlo con la persona que él escogiera, el célebre  físico no lo dudó un instante: "el problema de nuestro tiernpo, el problema del hombre, es la guerra" [6].

Pero ¿qué significa la guerra con relación a la paz? Porque la noción de paz es también compleja y ambigua, y puede ser interpretada corno base de significaciones contrapuestas. La exigencia de combatir la guerra, de evitar su crueldad, nos señala ciertamente una incompatibilidad. Guerra y paz se oponen totalmente. Y, sin embargo, al considerar como auténtica paz la ausencia de guerrar nos hace reflexionar sobre la posibilidad de una guerra justa, de una guerra  al servicio, precisamerite, de la paz. Pues, como dice Karl Jaspers: "Si se quiere evitar la guerra a toda costa, se está expuesto a quedar a merced de los otros, con lo que aún sin guerra, será destruido o esclavizado" [7].

Es esta, por tanto, una encrucijada constante en el caminar peregrino de la humanidad. Y su ambigüedad nace de la misma actitud que el cristiano pueda adoptar ante ella.

1. El problema de la guerra

Punto de partida

La historia no es más que la reconstrucción del pasado. Su ambición es elevarse desde los hechos hasta su explicación. Bajo la corteza de los acontecimientos busca la savia que los produce. En el fondo abraza toda la aventura humana y se esfuerza por taladrar su misterio y por juzgar a sus actores. Lo que supone una escala de valores, una clave universal.

Para todo cristiano, la historia ha sido hecha por los hombres con la libertad que Dios les ha dado. Y la guerra entre los hombres es un hecho trágicamente constante en la historia [8]. Tan es así, que muchos han llegado a  afirmar que la historia de la humanidad se ha edificado sobre los cimientos y pilares de las batallas. Porque las guerras han ido trazando fronteras, creando vínculos sobre las sociedades humanas e impulsando el progreso tecnológico de los pueblos [9].

Unos, como el filósofo Hobbes, creen que la guerra es inherente a la humanidad, por la ferocidad natural del hombre.

Otros, como Hegel, la conceptúan como un instrumento esencial e irreemplazable, ligado a la existencia de las sociedades políticas. Y alguno, como el general von Bernardhi, considera que tiene una razón de ser biológica: la ley de la lucha por la vida, que vale tanto para el individuo, como para el Estado [10]. Y es que el hombre es como un producto de vida sometido a variación, y por tanto sus movimientos como sus extremidades parecen siempre dirigidas a la agresión o a la defensa.

Este curioso animal que es el hombre representa, pues, la violencia con todo lo malo y lo que de bueno pueda haber en ella, ya que ha vivido y sigue viviendo como atacado por un extraño síndrome, que podría denominarse "el malestar del bienestar", o como le llama Carmen Llorca: "el malestar de la paz" [11]. Nuestra historia, la historia de la humanidad, es triste y esencialmente guerrera. Las ideas, expresión y reflejo, como tantas veces de los hechos, subrayan esta posición, al tiempo que avalan la afirmación de Wanty: "Hasta entrado el siglo XX un anaquel de biblioteca bastaba para contener la bibliografía existente sobre la guerra. Después de la segunda guerra mundial, y solamente en los Estados Unidos, se han censado más de cien mil libros, artículos e informes consagrados a los problemas de guerra y paz" [12].

El filósofo Enmanuel Kant considera la guerra, como un ensayo misterioso, seguramente querido por la Providencia para realizar, o al menos, preparar, la convivencia pacífica entre los hombres [13]. Por eso plantea un problema de tal magnitud para el cristiano (para el que la paz es signo decisivo del Reino de Dios), que lo convierte en un enigma insoluble, irreductible en todo caso y a pesar de toda casuística, a una visión homogénea de la Historia de la Salvación.

Y, sin embargo, es esta una realidad terrena que no puede considerarse fuera de los planes de Dios y, en consecuencia, tampoco puede considerarse fuera de las consideraciones del teólogo, aunque sea una realidad lamentable. Porque, si ciertamente la guerra no entraba en el orden natural creado por Dios para el hombre, y ha sido este quien mediante el pecado ha violado el orden divino, turbando la paz y engendrando la guerra y por eso -como explicará San Agustín-, la guerra es permitida por Dios, ya que mediante ella realiza su justicia y su obra, bien dando la victoria a los justos, bien permitiendo su derrota para su purificación meritoria y fecunda-, puede concebirse que llegue un día en que la humanidad, vuelta hacia Dios, siga los caminos de una estructuración orgánica del mundo que le lleve a la PAZ.

La teologia de la guerra, que presentamos a través de estas páginas plantea este problema. Porque reclamar para la guerra su licitud puede sonar en la mente de muchos el querer pensar que las guerras sean necesarias por el hecho de que su historia está ligada a la evolución, tan compleja y siempre cambiante, de las estructuras económicas, sociales y políticas de la humanidad. Como si el hablar de la licitud de la guerra fuera sinónimo de querer asegurar que la cesación absoluta de las guerras se traduciría en un estancamiento de la civilización. Es esta la opinión de los que creen necesarias las guerras, porque el movilizar las capacidades todas de los contendientes (los hombres y los armamentos, las inteligencias y las voluntades, las economías e industrias), son consideradas como el medio de eficacia contundente para revolucionar las ciencias y las artes, para producir los formidables adelanto técnicos que todos conocemos y para ocasionar la transformación social profunda que en el mundo se ha venido operando.

No es este el problema. Nuestro trabajo tenderá a considerar este fenómeno complejo que es la guerra desde el punto de vista de constituir un acto humano, que emana de seres libres y responsables   , y por ello susceptible de un juicio de valor. Porque la guerra  la hacen  los hombres, aunque  ella los deshaga. Y no tiene sentido hablar de la guerra, que es un tremendo hacer, sino en conexión  con el sujeto del hacer y las circunstancias del mismo. El mal, o acaso el bien, de la guerra no puede estar aisladamente en ella, sino en su conexión  total.  ¿Cómo  entender y cómo superar esta realidad? He aquí el reto al que la humanidad está lanzada, buscando cada día una solución. ¿La encontrará?

Estudio de las guerras

El Papa Juan Pablo II, con motivo de su visita a lo Estados Unidos, se expresaba así en su discurso a la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas: "Al objetivo de la paz debe servir una constante reflexión y actividad que tienda a descubrir las raíces mismas del odio, de la destrucción, de todo lo que hace nacer la tentación de la guerra" [14)]. Y es que las guerras tienen unas causas profundas, reflejan un estado de cosas, simbolizan una actitud humana. El concepto de las mismas es hoy ciertamente difícil, y no tiene una significación unívoca, clara e inequívoca.

Este fenómeno catastrófico, que azota y acompaña al hombre desde antes de la historia misma, debe tener unas causas primarias indescifrables. Porque de haber sido descubiertas, es muy posible que se hubiera conseguido eludir la sucesión de enfrentamientos bélicos.

De ahí que esta problematicidad del concepto de las guerras haga necesaria una reflexión teológica esclarecedora. Un estudio profundo, que utilizara las convergencias de las diferentes ciencias humanas, es posible e indispensable. ¿Nos atrevemos a decir que este estudio se ha realizado ya? La guerra y la paz constituyen dos polos entre los cuales oscila la vida social. Pero la autonomía dista mucho de ser total: más bien habría que considerar que los conceptos de guerra y paz son algo relativo, de contenido más bien psicológico. Es más, no sólo se trata de conceptos relativos, sino que las diferencias de definición son tales que a menudo se cae en la tentación de definir simplemente la guerra como la ausencia de paz o al revés [15]

La guerra se convierte cada vez más en una locura. Y, sin embargo, los hombres se dejan seducir por ella constantemente. ¿Por qué en ciertos casos Jefes de Estado y pueblos se hacen sordos a las voces de la moderación, pierden hasta la facultad de imaginar los peligros y los sufrimientos humanos? Tal es el mayor problema de la polemología [16].

Es el problema de las causas de la guerra. "Pourquoi la guerre?" pregunta Jean Jolif [17] ¿Dónde están las causas? ¿Excitación agresiva explicada actu lmente por una expansión de­ mográfica deséquilibrada? ¿Rivalidades económicas e imperialistas, como opina el marxismo?

Las causas de las guerras han sido descuidadas en sus estudios por los autores que han analizado los conflictos bélicos con profundidad digna de mención. Parece como si la mayor parte de ellos considerara que el estudio de la finalidad, en el que se extienden, llevara implícito el de las causas. Pero no es así, y las diferencias son muy importantes. Tanto, que dificilmente se concibe una guerra sin finalidad más o menos definida. Sin embargo, las causas reales del conflicto quedan sin definir o, lo que es peor, se definen erróneamente. nas la guerra existe por las causas, y no por el fin: y sólo actuando sobre las causas se la podría impedir o abortar.

Es cierto que, metafísicamente hablando, el fin es causa de las cosas. Pero en la guerra, al hablar de causas, no nos solemos referir a la razón de ser absoluta del fenómeno, sino a los motivos eficientes de los conflictos concretos, igual que al explicarnos un accidente aéreo por la rotura de un ala del avión (motivo), hacemos abstracción de la causa real (acción de la gravedad), que la produjo. El motivo se puede calificar de eficiente, porque está supuesta la existencia de la causa Y es desde este punto de vista, desde el que tratamos de negar el carácter causal a la finalidad concreta de una guerra.

En el orden sobrenatural, la guerra es permitida por Dios, que seguramente se vale de ella para determinados fines, pero de ningún modo se puede considerar que Dios sea su causa eficiente, sino, más bien, que la libertad concedida al hombre dentro de ciertos límites, lleva consigo la posibilidad de las guerras, o si se quiere la seguridad práctica de que van a existir en tanto el hombre no use adecuadamente de esa libertad. Dios no es causa propia de ninguna guerra, sino que ordena los accidentes indeseables hacia un bien; aprovecha providencialmente tales accidentes hacia una finalidad de orden sobrenatural, no claramente visible. Y esto es así, porque resulta humanamente problemática toda explicación que se pueda dar (corno las señaladas por San Agustín al tratar del antiguo imperio romano), de la forma en que Dios utiliza, la guerra para que se cumplan sus ocultos designios. Sin embargo, a pesar de no ser claramente visible la finalidad sobrenatural que cumple una guerra concreta, se puede asegurar que esa finalidad existe, corno consecuencia de los atri butos que se integran en la esencia del Ser Supremo.

Las causas eficientes de la guerra son, por tanto, de orden natural, y aún en éste, la teleología no pasa de ser un motivo, una razón accidental. El que la guerra no exista sin finalidad, no liga un fin concreto con un conflicto determinado, con relación de causa necesaria. Un fin mueve, e incluso origina,  las guerras; pero la finalidad  puede variar durante el desarrollo de la conflagración. Y si las finalidades pueden dejar de existir, sin que la guerra termine, es porque ninguna  determinada constituye causa eficiente de su existencia. No todo lo que pertenece a la esencia  de algo contribuye a causarlo, al menos en cierto sentido. La finalidad es, seguramente,  tan esencial a la guerra, corno el movimiento al transporte de mercancías, pero  ni aquélla ni éste causan en concreto los respectivos  fenómenos.  [18].

El motor de las guerras, aquello que las hace comenzar, subsistir y terminar, no es otro que la voluntad humana. Mas en la guerra no debemos olvidar nunca que debe haber algo que umueva" la voluntad, y ese algo no es otro que el desbordamiento pasional. A la guerra la forma se la da el hombre con sus pasiones y sentimientos.

Toda una corriente de pensamiento pesimista alimenta una actitpd acusadora del hombre. "La humanidad -escribía Bergson en 1932- gime aplastada bajo el peso de sus propios progresos". Y el "Nobel" Herman Hesse, que huyó del confuso mundo que precedió a la segunda querra mundial al retiro de una Suiza aséptica, escribía en su Demian: "El hombre, tal como hoy es, quiere morir, quiere hundirse y se hundirá".

Se han desarrollado diversas teorías respecto a la causa última de las guerras. La tesis, que pudiéramos llamar naturalista, que achaca el fenómeno a la esencia de la Naturaleza y    los instintos agresivos de las criaturas que la pueblan: la lucha por la existencia, donde la muerte de unos se hace vida para otros; donde cada individualidad es enemiga, potencial y efectiva, de las demas criaturas, porque en tal enemistad encuentra el procedimiento para su supervivencia: "el hombre es un lobo para otro hombre" (homo homini lupus) [19]. Baltasar Gracián lo sentenciaba así: "Si ya no es peor ser hombre". Y Saavedra Fajardo dirá a este respecto: "Ningün enemigo mayor del hombre que el hombre. No acomete el águila al águila, ni un áspid a otro áspid, y el hombre siempre maquina contra su misma especie" [20]. Es la  constante de la naturaleza agresiva del hombre ayer y hoy. Recordemos a Freud en su correspondencia con Einstein: "El instinto de agresión pertenece a la esencia de la humanidad y su expresión más espontánea y constante es la guerra. En la vida humana hay una fuerza interior que arrastra al hombre hacia la destrucción… y no veo fácilmente la manera de desarraigarla'' [21]. "El hombre de Pekín -dice Konrard  Lorenz-  el Prometeo  que aprendió a conservar el fuego, lo utilizó para "echar en la hoguera" a  sus hermanos. Junto a las huellas de la primera utilización regular del fuego, yacen los huesos mutilados y calcinados del mismo "sinantropus pequinensis" [22].

Según otros el acto bélico es un producto de la patología social: la dispersión geográfica, los muy diferentes imperativos del medio ambiente y las limitadas posibilidades de comunicación de que disponía el hombre al iniciar el edificio social, impidieron que la sociedad humana fuese un todo. Y así nacieron y se desarrollaron en el tiempo múltiples grupos humanos con muy diversos rasgos caracteriológicos, costumbristas y éticos. Cada uno de ellos llegó a constituir una individualidad que recibió, de sus componentes, los caracteres de agresvidad y las pasiones de ambición y envidia. Inevitablemente pelearon entre sí, porque sus ambiciones y sus envidias les llevaron al enfrentamiento. A partir de este momento -dicen- nació la guerra [23].

¿Puede decirse que existe una sociedad enferma? La discusión para encontrar respuesta sería árdua y, muy posiblemente, poco efectiva. Ni la psicología, ni la sociología son ciencias exactas, que permitan una concreción absoluta; su meta es la aproximación, sus respuestas opinables, sus argumentos discutibles, pero no producen dogmas de fe. El camino de estas ciencias, y con mayor insistencia el de la sociología, es muy resbaladizo y en algunas zonas confuso. Tan es así, que resulta muy sencillo perder el camino de la ciencia para adentrarse en el bosque de la especulación, el cual, indefectiblemente, desemboca en el laberinto de lo tópico.

El hecho de proponer una teología de la guerra sobre el mundo, en el contenido de la ley evangélica del amor, no deja de ser una paradoja, si no se tiene en cuenta la existencia colectiva del PECADO. Las guerras comienzan en el espíritu de los hombres. Los Papas contemporáneos han insistido frecuentemente en la causalidad psíquica, en la que el pecado, y por consiguiente, la libertad está presente por debajo de los desequilibrios psicoafectivos del hombre. Creemos, por tanto, que una teología de la guerra, como tal, ha de ser pensada, desde este ángulo del pecado. "Es mi profunda convicción -dice Juan Pablo II-, es una  constante en la Biblia y del pensamiento cristiano, es así lo espero, una intuición de muchos hombres de buena voluntad, que la guerra nace en el corazón del hombre" [24]

Y continúa diciendo el Papa: "Es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles. En la medida en que los hombres se dejan seducir por sistemas que ofrecen una visión global exclusiva y casi maniquea de la humanidad y hacen de la lucha contra los otros, de su eliminación o de su dominio la condición del progreso, quedan encerrados en una mentalidad la guerra que endurece las tensiones, haciendose casi incapaces de dialogar".

'' Más allá de los sistemas ideológicos propiamente dichos son múltiples las pasiones que desvían el corazón humano, inclinándolo a la guerra. Por esta raz6n los hombres pueden dejarse arrastrar por un sentimiento de superioridad racial y un odio hacia los demás, también por la envidia, por la codicia de la tierra y de los recursos de los demás o en general, por el afán de poder, por el orgullo o por el deseo de extender el propio dominio sobre otros pueblos a quienes menos aprecian".

"Es cierto que las pasiones nacen muchas veces de frustraciones reales de individuos y pueblos, cuando ven que otros se han negado a garantizarles la existencia, o cuando los sistemas sociales estan atrasados con relación al buen funcionamiento de la democracia y de la participación en los bienes. La injusticia es ciertamente un gran vacio en el corazón del hombre… La guerra difícilmente se desencadena si las poblaciones de una parte y otra no sienten fuertes sentimientos de hostilidad recíproca, o si no se persuaden de que sus pretensiones antagónicas afectan a sus intereses vitales. Esto es precisamente lo que explica las manipulaciones ideológicas provocadas por una voluntad agresiva… Por tanto, el hecho de recurrir a la violencia y a la guerra proviene, en definitiva, del pecado del hombre, de la ceguera de su espíritu o del desorden de su corazón, que invocan la injusticia como motivo para desarrollar o endurecer la tensión o el conflicto. Sí, la guerra verdaderamente nace en el corazón del hombre que peca, desde que la envidia y la violencia invadieron el corazón de Caín contra su hermano Abel".

Una afirmación fundamental

Hay que rechazar, de antemano y de plano, toda solución simplista del problema pacifista y belicista, como inadecuada. La complejidad de las dificultades en la convivencia humana, la debilidad e incoherencia del mismo hombre, nos obligarán a proceder en este terreno con toda objetividad. Es preciso superar un análisis sentimental o de puro dramatismo popular.

En la marcha dialéctica de la humanidad sobre los rieles de paz y guerra, la guerra es contundente, afirmativa, mientras que la paz es por naturaleza un proyecto, una conjunción de posiciones relativas. La paz sufre ya desde el principio una inferioridad. Esta inferioridad se agrava aún más por el hecho de que sobreviene obviamente después de la guerra, como consecuencia de sus resultados, como dictado más o menos velado del vencedor; carece por tanto de personalidad auténtica. En segundo lugar, guerra y paz se mueven en planos distintos; la guerra actúa y decide con hechos dirigidos por la "lógica" de la violencia y el furor. Hegel dice que "lo verdadero en ella es el delirio báquico, en el cual no hay ningún miembro que no esté ebrio". La paz se construye en la calma, casi en la irrealidad, en salones cerrados y sobre mapas geométricos que desconocen las reales pasiones humanas. Entre ambas, paz y guerra, no pueden haber, por tanto, una adecuación constructiva de terceras soluciones, una síntesis que ahogue los elementos antitéticos que un día lucharon y otro día, pasando por encima de la paz, volverán a luchar. [25]

Los filósofos, los juristas, los políticos y los teólogos han sabido justificar la guerra. El juego cierto de las fuerzas irracionales en el subconsciente humano no es una razón para que la inteligencia no trate de ver claro en la causalidad de las guerras.

Tratemos de abrirnos camino. La historia de la guerra es la historia de la humanidad que la teme y odia -pero en ella sistemáticamente-, pese a sus desastrosas consecuencias, impulsada por intereses y pasiones encubiertos por razones de pretendida justicia. "Hasta el presente -escribe Martens- cuantas tentativas se han hecho para evitar las guerras,       sólo han servido para probar la insuficiencia de los recursos del hombre, la inconstancia del orden internacional y la inestabilidad de las relaciones humanas" [26]. Sin embargo, el mismo autor dice también que "un tiempo vendrá en que la guerra sea un hecho excepcional por haber encontrado los Estados un medio más conveniente para solucionar sus conflictos”. Nosotos, menos optimistas, tememos, al contemplar las recientes realidades de la vida internacional, que sólo un invencible temor recíproco puede mantener la paz entre las naciones.

Juicios sobre la guerra

Hombres de acción y recoletos pensadores, desde el más genial estrateqa, al más sutil filósofo, han emitido su juicio sobre la guerra. Unos abogando por ella, otros condenándola. Lo que nos pone de manifiesto la ambigüedad del problema, a que, anteriormente aludíamos; y por otro lado la necesidad perentoria de una visión esclarecedora de este azote de la humanidad, que cual espada de Damocles pesa sobre el hombre.

Entre sus apologistas, Barnis opina que "ni la religión, ni la moral, ni la felicidad, ni la naturaleza, ni la justicia, ni el progreso se oponen a la guerra", la cual para el general von Bernardhi "es una necesidad biológica de primordial importancia, un elemento regulador en la vida de la humanidad, una obligación moral, y corno tal, un factor indispensable de la civilización". De Maistre la encuentra "divina en la gloria misteriosa que la rodea y en el atractivo no menos explicable que nos lleva hacia ella"; y para Donoso Cortés, "la guerra y la conquista han sido siempre los instrumentos de la civilización del mundo". Hegel la juzga "bella, buena, santa y fecunda, creadora de la moralidad de los pueblos. Maragall la identifica con el Estado mismo, cuya personalidad "sólo encuentra su total eficacia y completa garantía en la guerra, por la que nacen, viven y mueren casi siempre los hombres". Y Moltke afirma que "sin ella el mundo se perdería y se pudriría en el materialismo" [27].

Desde remotos tiempos figuran también sus detractores, entre los que se citan cerebros fecundísirnos. Herodoto piensa  que "nadie será bastante insensato para preferir la guerra a la paz; durante la guerra los padres entierran a sus hijos: durante la paz son los hijos los que entierran a sus padres". "Sólo para aquellos que no la han experimentado es buena la guerra", -diría Erasrno-, porque corno afirma Melo, "la guerra, aunque se encamine a fines justos, siempre obra por instrumentos y modos violentos, inhumanos, llenos de sangre y horror". Aún muestran mayor repugnancia ante la guerra civil otros autores: Homero decía que "el que arna la guerra civil es un hombre sin lazos familiares, sin ley, sin hogar"; y siglos después reconocía Cicerón que -"cualquier género de paz entre los ciudadanos me parecía preferible a una guerra civil", sin duda porque en ésta, como diría Corneille, "La muerte de los vencidos enflaquece a los vencedores y el triunfo más espléndido está regado de lágrimas”. Plinio aconseja que "la guerra ni temerla ni provocarla", quizá porque, como dice Rowe "es el instrumento y último resorte de la inminente bancarrota" [28].

Todos los autores, apologistas o no, la aceptan como hecho irremediable. Para Dryden "la paz misma no es sino la guerra enmascarada", coincidiendo con Maragall, que la ve como un armisticio más o menos largo". El conocido  pensamiento  de Vegecio “si vis pacem, para bellum" (si anhelas la paz, prepara la guerra) y el análogo de Remy de Gourmont "tenemos paz, sólo cuando podemos imponerla", también lo encontramos  en Fenelon, según el cual "es preciso estar siempre aprestado a declarar  la guerra,  para que no nos veamos jamás obligados a la desgracia de tener que aceptarla". Porque realmente existe un círculo vicioso que liga a la guerra y a la paz, señalado por Geiler von Keysersberg: "La paz da origen a la riqueza, la riqueza a la         soberbia, la soberbia a la guerra; la guerra trae miseria, la miseria da paso a la humildad, y la humildad trae nuevamente paz". Martens hace referencia  a este pensamiento, al decir que "en todo tiempo la guerra ha puesto las bases de la paz por venir; en todo tiempo ha sido en la guerra donde se han manifestado las fuerzas vivas de los pueblos, determinando el valor de cada una en medio de los grandes aconte cimientos históricos" [29].

Efectos de las guerras

En la actualidad los efectos son siempre correlativos a sus causas. Además de las causas tradicionales (ambiciones, rivalidades, revanchismos, disputas dinásticas, etc.), se han agregado las económicas y las político-sociales. Ambas enfervorizan a las naciones, poniendolas por entero al en pie de guerra para combatir con las armas o para colaborar de algún modo en la retaguar dia, y son más difíciles de evitar que las tradicionales, suelen propagarse a otras naciones de iguales intereses o ideologías, y se resisten a las fórmulas conciliatorias antes del total aniquilamiento del adversario.

Las áreas beligerantes y la participación ciudadana en las conflagraciones se han ampliado, por tanto, progresivamente hasta llegar a la "guerra total" y a la "guerra mundial", que junto al asombroso perfeccionamiento de las armas, cuyo alcance, precisión y potencia destructora han alcanzado límites ya difícilmente superables, y han producido el incremento, con vertiginoso ritmo, de sus catastróficas consecuencias, son efectos a tener en cuenta en el estudio que estamos haciendo.

Fenómeno tan permanente y transcendental, como la gue rra, ha preocupado, por tanto al hombre en todas sus actividades, promoviendo directa o indirectamente el progreso técnico y científico en todas las tacias del saber, incluso inspirando algunas de las más famosas creaciones artísticas. Filósofos, teólogos, juristas, sdciológos e historiadores, han dedicado tratados enteros a su estudio. Físicos, químicos, matemáticos, ingenieros y arquitectos se han esforzado en contribuir al alocado culto rendido a Marte. Economistas, financieros, políticos y diplomáticos, han permanecido en vigilia para posibilitar los gigantescos presupuestos de guerra, o procurarse el apoyo o la alianza de otras naciones. Quizá no haya exiitido ser humano que no haya participado de algún modo dé la guerra, y que no haya pensado o se haya preocupado por ella. Por fortuna, todo el progreso científico, técnico e industrial promovido por la guerra ha resultado más tarde, tras sus desastrosos efectos, más provechoso para la subsiguiente paz.

¿Cómo iluminar esta realidad humana tan contradictoria, que es la guerra, con la fe cristiana? Este es el objetivo al que nos encaminamos a través de nuestra reflexión teológica. Veamos la respuesta que nos da la teología.

2. La respuesta de la teologia

Precisiones

Esta reflexión acerca de la teología de la guerra no se propone ofrecer un tratado completo y exhaustivo sobre esta realidad humana, sino que trata de estudiar la cuestión -una cuestión que se está planteando sin cesar y que hoy resulta insoslayable- acerca del punto de partida de lo que son las guerras y de la orientación de la respuesta teológica de la fe: las guerras son consecuencia dél pecado.

Por lo tanto, toda esta realidad de la guerra, que toma hoy nuevo cuerpo, desde la violencia a lo no-violencia, pasando por la objeción de conciencia, cabe planteársela a un triple nivel, que llamaríamos: nivel teórico, nivel teórico-práctico y nivel práctico.

Nivel teórico

Este primer nivel, el teórico, trataría de desarrollar una "visión teológica" de la realidad de las guerras: qué son, qué papel ocupan, cómo se inter-iluminan con otras realidades.

Podríamos llamarle el aspecto dogmático de la guerra.

Nivel teórico-práctico

El segundo nivel, el teórico-práctico, intentaría definir qué actitudes morales corresponden al hombre, que ha hecho suya esta actividad; qué principios de acción y qué posturas comporta en concreto. Intentaría ver si ha habido un cambio de acento en la apreciación de lo que es la guerra. Sería el aspecto moral.

Nivel práctico

El tercer nivel, el práctico, buscaría elevar al hombre concreto frente a esta realidad de la guerra: le hablaría de cómo mover a buscar la paz, cuáles serían los primeros pasos, qué dificultades y soluciones encontrarían. Sería el aspecto pastoral.

Estado actual de estos niveles

El tercer nivel ha sido en los últimos tiempos ampliamente desarrollado en otros campos de la teología. Prácticamente la pastoral de los movimientos cristianos está muy inspirada en este aspecto.

También el primer nivel se ha desarrollado algo, primero quizá corno una iniciación compañera de viaje del nuevo estilo de acción, en una serie de trabajos pioneros del sentido "adivinado" de las cosas [30]: teología del mundo, teología de las realidades terrenas, teología política, teología de la violencia, teología de la liberación, etc.

Ha sido el segundo nivel, el moral, el que apenas si se ha tocado. De hecho, la Teología Moral ha ido con retraso a este respecto con otras ciencias teológicas en la revisión de sus principios y conclusiones [31]. Por lo que se refiere a este tema de la guerra, el proceso de renovación en que vive la humanidad exige ahora un diálogo con el pensamiento filosófico moderno, con las ciencias jurídicas y sociales, con la experiencia humana contemporánea y con el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo en el mundo de hoy.

Ricardo Muñoz Juarez, en defensa.gob.es/ceseden/

Notas:

1   Einstein, A: Escritos sobre la paz. Traduce. de Jordi Solé Tura, Edit. Península, Barcelona 1967, 495 págs.

2   JUAN PABLO II: Discurso al Sagrado Colegio de Cardenales y a la Curia Romana, con motivo de la Navidad. Rev.  "ECCLESIA". Núm.  2.156 (1984), pág, 18.

3   Juan Pablo II: Encíclica "Redemptor hominis", núm. 15.

4   Juan Pablo II: Mensaje a la UNESCO, en Revista "Ecclesia" (1980), pág. 725..

5   Juan Pablo II: Encíclica "Dives in misericordia", V, 11.

6   Einstein, A.: Escritos sobre la paz. Traduc. Jordi Solé Tu­ ra, Edit. Península, Barcelona 1967, 495 pags.

7   Cfr. Diaz de Villegas, J.: La guerra política, Madrid 1966, pgs.

8   Flores, A.: Nuevo concepto de guerra química, en Revista "Ejército", 290 (1964) pág. 15. Inicia su trabajo con esta afirmación: "Se han llevado a cabo estudios curiosísimos, que demuestran con rigor matemático, que son certísimos, prácticamente despreciables, los periodos durante los cuales el mundo ha gozado de paz

9   González Ruiz, E.: La misión del Ejército en la sociedad con temporánea, pag, 7º Edit. Magisterio Español, Madrid 1976, 160 págs.

10    González Ruiz, E.: Op. cit. pág, 16.

11    Llorca, C.: El malestar de  la paz, en el Diario  "La Verdad", 1 oct. 1980.       ,

12    Wanty, E.: La historia de la humanidad a través de las guerras. Ediciones Alfaguara, Madrid 1972, Tomo I,XI.

13    González Ruiz, E.: Op. cit. pág. 16.

14    Juan Pabló II: Discursó a XXXIV Asamblea General de las Na­ ciones Unidas,·en "Ecclesia" (1979); pág. 1308.

15    Verstrynge, J.: Una sociedad para la guerra, pág. 32. Centro de. Investigaciones sociológicas; Madrid 1979, 404 págs.

16    Con este nombre se designa la ciencia de la guerra en general: el estudio de sus formas, causas, efectos y funciones como fenómeno social, para distinguirla de la ciencia de la guerra, tal como se enseña en las escuelas militares y en los estados mayores. Cfr. "Larousse mensuel", 401, (1946), pág. 11.

17    Jolif, J. Y.: Pourquoi la guerre?, en "Lumiere et vie", 38 (1958) pág. 21. "Ou sónt les causes? Les structures objetives ne suffisent jamais tout a fait a expliquer le phénomene de la guerre, elles ne sont des raisons valables qu'au prix d"un surcroit desens que l'homme y projette. Il faut done que la guerre vienne de l'homme. Mais de quelle profondeur obscure en lui, s'il est  vrai qu'on ne saurait y voir le  mouvement de la liberté qui s'affirme et qui se posse? On ne peut repondre           cette question sans évoquer les structures irrationnelles et les abimes les plus obscurs de l'homme. La querre, en définitive, échappe toute comprénhension par ce que l'impulsion qui porte l'homme vers elle vient de la région pleine d'ombre que se laisse discerner, mais non élucider par la conscience".

18    Cfr. Cano Hevia, L: Introdcción al estudio racional de la guerra. Editora Nacional, Madrid 1964, 224 págs.

19    Hobbes: Leviathan, II, 17.

20    Citados por Alfonso García Valdecasas, en "La guerra en la naturaleza y en la historia del hombre", págs. 9-10. Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1962, 180 págs.

21    Einstein, A. Escritos sobre la país Traduc. de Jordi Solé Tura, Edit. Península, Barcelona, 1967, 495 págs.

22    Wanty, E.: Op. cit. pág. XIII.

23    Cfr. González Ruis, E.: Op. cit. pág. 13.

24    JUAN PABLO II: Mensaje para la XVII, JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ "ECCLESIA" 1984, núm. 2.156, pág. 9.

25    Cfr. Wanty, E.: Op. cit. XV.

26    Cfr. Gran Enciclopedia Rialp. Art. Guerra. Tomo XI, pág. 421. Ediciones Rialp. S.A., Madrid 1972, 870 págs.

27    Citado en la Gran Enciclopedia Rialp p. Art. Guerra, Tomo XI, pég. 421

28    Cfr. Gran Enciclopedia Rialp. Art. Guerra, Tomo XI, pág. 421.

29    Cfr. Gran Enciclopedia Rialp. Art. Guerra, Tomo XI, pág. 422.

30    Cfr. a modo de ejemplo, Ranher, K.: El cristianismo y el hombre nuevo, en "Escritos de Teología", Tomo V, pág. 157, Edit. Taurus, Madrid 1964, 562 págs.

31    Curran, Ch.: ¿Principios absolutos en Teología Moral?, col. Teología y Mundo actual. Edit. Sal Terrae, Santander 1970, 316 págs.