José Luis González Gullón  y  Jaume Aurell

Inicio de la Conferencia sacerdotal (1932)

El 1 de enero de 1932, viernes, en la iglesia de las esclavas, Lino presentó su amigo José María Vegas a san Josemaría. Según parece, sólo fue un encuentro breve pero agradable [205]. Al día siguiente, sábado 2 de enero, por la tarde, Josemaría y Lino se trasladaron al Hospital del Rey para que aquél conociera a José María Somoano. Después de saludarse, Escrivá le habló sobre el Opus Dei, y Somoano quedó gratamente sorprendido. En su diario escribió aquella noche: “me visitó por primera vez José Mª Escrivá acompañado por Lino. Me entusiasmó. Le prometí enchufes –enfermos orantes– para la O. de D. Yo entusiasmado. Dispuesto a todo” [206]. Don Josemaría, que como siempre había rezado y hecho rezar por aquel encuentro, tenía la misma sensación. De hecho, escribió en sus Apuntes íntimos dos días más tarde: “No fue inútil la oración y la expiación, ya pertenece este amigo a la Obra” [207].

El lunes 4, José María Vegas fue al Hospital del Rey para visitar a Somoano, y éste le insistió en que hablara con san Josemaría [208]. Al día siguiente, en una nueva visita de Vegas a Somoano, el capellán asturiano explicó con más detalle el Opus Dei, y José María Vegas se entusiasmó. Escrivá de Balaguer, mientras, había estado rezando “especialmente por el resultado de aquella conversación y pidió, como de costumbre, la oración y mortificación de otras personas” [209].

A partir de este momento, fue frecuente encontrarse en el Hospital del Rey –y alguna vez también en Porta Coeli–, con el cuarteto Josemaría Escrivá, Lino Vea-Murguía, José María Vegas y José María Somoano. En aquellas reuniones, “era el alma don Josemaría, que ponía un gran entusiasmo y un enorme espíritu en la labor con estudiantes, con enfermos y con sacerdotes” [210]. Tan frecuentes llegaron a ser las visitas al Hospital del Rey que Lino propuso a Josemaría Escrivá de Balaguer que aceptase la capellanía del Hospital de Incurables, situado junto al del Rey. Después de consultarlo con su madre, don Josemaría declinó la oferta [211].

El 26 de enero, escribía en su diario Somoano: “Me visitaron Escrivá y 4 más. Sigue el entusiasmo y parece que tiende a la perfección” [212]. Su tarea de atención a enfermos del Hospital del Rey tomó nuevos bríos; ahora les pedía que rezasen especialmente por una intención suya [213]. Era un aporte sobrenatural para el Opus Dei que el fundador consideraba como un haber rico y necesario: “Con José Mª Somoano hemos conseguido, como se dice por ahí, un enchufe magnífico, porque sabe nuestro hermano, admirablemente, encauzar el sufrimiento de los enfermos de su hospital, para que el Corazón de nuestro Jesús acelere la hora de su Obra, movido por tan hermosa expiación” [214].

El 2 de febrero, Josemaría Escrivá se acercó a la Parroquia de la Concepción. Deseaba conocer a José María García Lahiguera, otro de los sacerdotes a los que se había referido Lino en la reunión del 29 de diciembre. Cuando llegó, García Lahiguera estaba predicando con fervor un sermón, y Josemaría se quedó a escucharlo. Esa misma tarde acudió al seminario de Madrid para visitarle. Enseguida se estableció una relación cordial, y el fundador pasó a explicarle el Opus Dei. Años más tarde, mons. García Lahiguera todavía recordaba aquel encuentro:

Vino a verme a mi despacho de Director Espiritual del Seminario de Madrid, en Las Vistillas. La entrevista duró una hora y media o dos horas, y la recuerdo vivamente por la profunda impresión que me causó. Aunque entonces no le conocía, ni tenía de él referencia alguna, desde las primeras palabras que cruzamos, se estableció entre los dos una corriente de cordialidad [...]. Yo estaba firmemente conmovido con lo que iba oyendo y comprendí enseguida que el Padre estaba iniciando algo verdaderamente trascendental, de Dios. Era un panorama de apostolado y servicio a la Iglesia que atraía, maravilloso; la Obra de que me hablaba no era una cosa vaga, imprecisa, sino algo perfectamente real y concreto. [...] después de explicarme la Obra, sólo me pidió una cosa bien concreta: que rezase para que el Señor le ayudase a llevar el peso que Él mismo había echado sobre sus hombros. Prometí hacerlo de todo corazón y nos despedimos. Ese fue el comienzo de una amistad que ha durado tanto como nuestras vidas [215].

Josemaría Escrivá de Balaguer nunca planteó a García Lahiguera que se incorporase al Opus Dei, y en cambio sí lo hizo con sus amigos Somoano y Vegas. Las razones las desconocemos, y quizá queden para siempre en la intimidad de san Josemaría. Pero esta circunstancia demuestra que el fundador planteaba la llamada al Opus Dei sólo a aquellas personas a las que consideraba idóneas para seguir a Dios en ese camino.

Habían pasado dos meses desde aquella reunión con Norberto y Lino, y Josemaría podía contar ya con cinco sacerdotes a quienes había hablado del Opus Dei, y que estaban dispuestos a secundarle: Vea-Murguía, Cirac, Somoano, Vegas y, en primer lugar, Norberto Rodríguez. Él era quien llevaba más tiempo con san Josemaría –los años de trabajo como capellanes de las damas apostólicas–, y destacaba sobre el resto por su edad. Resultaba lógico que Josemaría le confiara cuestiones más personales o familiares, aunque en ocasiones sus criterios fueran distintos. De hecho, la enfermedad de Norberto le hacía tender al pesimismo, cosa que alguna vez dejó preocupado a Escrivá [216], o le condujo a sobreponerse a sus razonamientos [217].

La relación con esos sacerdotes, con todo, se estaba consolidando, y Josemaría Escrivá de Balaguer pensó que había llegado el momento de dar inicio a algún tipo de encuentro conjunto. La idea se materializó en la reunión semanal de los lunes en la casa de Norberto [218]. El primer encuentro tuvo lugar el 22 de febrero de 1932: “El lunes pasado nos reunimos por primera vez cinco sacerdotes. Seguiremos reuniéndonos: semanalmente, para identificarnos. A todos entregué la primera meditación, de una serie sobre nuestra vocación, para hacerla en la noche del jueves al viernes” [219]. A partir de entonces, en aquellas reuniones que don Josemaría denominaba Conferencia sacerdotal o conferencias de los lunes, el fundador del Opus Dei “les iba dando a conocer su espíritu y sus proyectos” [220] de modo que todos llegaran a “identificarse” con lo que Dios le pedía [221]: ser Opus Dei y hacer el Opus Dei [222].

Eran reuniones de sacerdotes seculares que acudían para crecer en su formación espiritual y en la fraternidad sacerdotal. Conocemos, por lo demás, los detalles de algunos encuentros. El lunes 4 de abril, por ejemplo, Lino comentó en la reunión que se había encontrado en el Hospital del Rey con una enferma grave y muy devota. Pensaba Lino, y así lo expuso a los demás, que María Ignacia García Escobar –era el nombre de aquella mujer– podría ser del Opus Dei. Después de comentar el caso, todos los presentes corroboraron la idea: “D. Lino ayer nos habló de una enferma del hospital del Rey, alma muy grata a Dios, que podría ser la primera vocación de expiación. De común acuerdo todos, Lino le comunicará nuestro secreto. Aunque muera antes de comenzar oficialmente –cosa probable, porque está mal– valdrán más sus sufrimientos” [223]. Una semana más tarde –lunes 11 de abril– se explicó en la reunión el resultado de la “gestión”: como todos los sábados, el día 9 Lino había recorrido las salas del Hospital del Rey para confesar a quien se lo pidiese. Cuando llegó a María, le planteó la posibilidad de entregarse a Dios en el Opus Dei [224]. Y “María –había anotado Somoano en su diario ese día; se ve que había hablado con Lino– aceptó complacida” [225]. Además también se dijo que otra mujer del Opus Dei, Carmen Cuervo, había pasado el día anterior por el Hospital para visitar a María Ignacia [226]. Comenzaban a llegar las primeras mujeres al Opus Dei, y Josemaría Escrivá de Balaguer propuso en aquella conferencia rezar un Te Deum [227].

Sin duda, el conocimiento del espíritu del Opus Dei espoleó el celo pastoral y la vibración interior de aquellos presbíteros. Al día siguiente, 12 de abril, Somoano “estuvo hablando con Antonia Sierra, otra enferma del hospital. Le propuso ser del Opus Dei y le habló del Fundador. La respuesta de Antonia fue también pronta y generosa” [228]. Las conferencias dejaban huella, también externa, en el capellán del Hospital del Rey: “Cuando volvía los lunes de asistir a las reuniones espirituales de nuestra Obra –escribe María Ignacia–, solamente al mirarle se le notaba lo contento y satisfecho que venía. Y el cuadernillo donde conservaba los apuntes de las meditaciones y demás cositas de esta, era su joya más preciada” [229].

Pero los acontecimientos de aquel primer trimestre de 1932 iban a sucederse con rapidez no sólo para aquellos sacerdotes, sino para toda la vida religiosa española. La disolución de la Compañía de Jesús y la incautación de sus bienes, la eliminación de la asignatura de religión en las escuelas, la ley del divorcio, y otras medidas de carácter laicista fueron aprobadas por las Cortes [230]. En mayo, las autoridades sanitarias intentaron expulsar a Somoano del hospital por motivos anticlericales. En aquellas circunstancias, Josemaría Escrivá le animó para que se abandonase totalmente en las manos de Dios. Después de la reunión del lunes el 2 de mayo, escribió Somoano en su diario: “Escrivá dice que Jesús me necesita y que para la tranquilidad mía me conviene postrarme en tierra y estar así en la presencia de Dios 5 ó 10 minutos” [231]. Y tres semanas más tarde, el lunes 23, volvía a conversar con el fundador y apuntaba: “La O. de D. va bien –El tiempo se aprovecha más y el espíritu más se sobrenaturaliza–. Hay dos nuevos –¡Señor, que sean santos y que perseveren!– ” [232].

No sabemos a ciencia cierta a qué dos nuevos se refería Somoano. Pero en estos primeros meses de 1932, y en un contexto igualmente hospitalario, el fundador del Opus Dei había conocido a Saturnino de Dios; el encuentro se produjo una tarde de domingo en la que Josemaría visitaba a los enfermos del Hospital General, un centro sanitario situado a pocos metros del convento de Santa Isabel [233]. Poco tiempo antes, Luis Gordon, ingeniero, de treinta y tres años, director de una maltería en Ciempozuelos, se había acercado al Opus Dei. Luis acudía a veces al Hospital General y allí, a través de su hermano y de Saturnino de Dios, entró en contacto con san Josemaría. En el mes de junio, Somoano tuvo ocasión de encontrarse con Gordon. Por la noche apuntó en su diario: “Completamente identificados. Muy fervoroso, con mucho espíritu de sacrificio. ¡Si hubiera miembros como Gordon! Gran adquisición” [234].

José María Somoano fue expulsado en junio de los locales reservados para el capellán en el Hospital del Rey, y fue a vivir a una casa cercana. Seguiría acudiendo al hospital, pero ya no resultaba nada sencillo invitar a amigos suyos –Lino, Vegas o Josemaría– para que le ayudasen en las tareas ministeriales. La situación era tensa. Escrivá de Balaguer le seguía animando para que pusiese toda su confianza en Dios. El día 5 de julio fueron a rezar ante una imagen del Sagrado Corazón. “Me emociona –escribió Somoano–. Escrivá, Vegas y yo rezamos a las llagas de Cristo” [235].

También la conferencia sacerdotal seguía adelante. El fundador buscaba modos de mejorarla, de modo que respondiera mejor a su fin formativo. El 11 de julio apunta: “Esta tarde acordaremos, con mis hermanos sacerdotes, una forma más provechosa de tener nuestras conferencias de los lunes” [236]. Aquel día les habló con verdadera fuerza de las nuevas perspectivas apostólicas que tenían por delante. Somoano, como siempre, se entusiasmó. No lo sabía, pero iba a ser para él su último encuentro sacerdotal. “¡Con qué entusiasmo oyó, en nuestra última reunión sacerdotal, el lunes anterior a su muerte, los proyectos del comienzo de nuestra acción!” [237], recordaría con elogio el fundador. En efecto, el 16 de julio José María Somoano moría tras una breve agonía; muchos pensaron que había sido envenenado por odio al clero [238]. Su fallecimiento supuso un duro golpe para todos. De modo especial para san Josemaría, porque Somoano había entendido bien el espíritu del Opus Dei; y para Vegas y Lino, que perdían un amigo entrañable del seminario. “El día 18 por la mañana –recordaba un hermano de José María– lo llevamos a enterrar al cementerio de Chamartín [...]. Estaba allí el Fundador del Opus Dei y varios sacerdotes amigos de mi hermano, muchos conocidos y gentes del hospital” [239]. El verano cayó sobre Josemaría en Madrid, dejándole por el momento sin muchos brazos. El 19 de julio escribe en Apuntes íntimos: “Ahora estoy solo: uno en Caspe [Sebastián Cirac], en Gijón otro [Saturnino de Dios], otro en Santander [Lino Vea-Murguía], Somoano... en el cielo” [240].

Escrivá envió unas letras a Vegas para comentar la triste nueva de la muerte de su amigo Somoano. José María Vegas respondió con al menos dos cartas. En la primera, fechada el 24 de agosto, recordaba que el año anterior Somoano y él habían decidido ofrecer sus vidas a Dios como reparación, pues si hubiese más sacerdotes que fuesen “víctimas de amor, la misericordia divina pronto se derramaría sobre España”. Y, concluía, “indudablemente Jesús le oyó antes que a mí” [241]. En la segunda epístola se explayaba más:

Solo ante el Sagrario derramé lágrimas y entonces tuve la osadía de preguntar a Jesús si había aceptado el ofrecimiento que le hiciera antes de ligarme, como tú me dices muy bien, con otra obligación y ofrecimiento, y Jesús que (te voy a ser franco) por el amor tan grande que me tiene, amor que siento mucho más desde que por su misericordia infinita estoy a vuestro lado en la gran Obra, aunque indigno, me dijo: ¡Cómo no voy a aceptar ese ofrecimiento! Pero me es más grato que [...] te inmoles con la oración, el sacrificio y el trabajo y sumisión, por mi Obra, que es de mi especial predilección. A Somoano le he llevado al Cielo precisamente por mi Obra, para que interceda por ella. Créeme, desde entonces (te vas a reír de mí) estoy más contento que nunca y con más ganas de ser santo, y de trabajar por la Obra de Dios, así que yo por lo menos, ya experimento el poder de nuestro hermano Somoano (q.e.p.d.) para con Jesús [242].

Acabado el verano, el lunes 26 de septiembre se reanudaron los encuentros sacerdotales. El primer recuerdo fue, lógicamente, para Somoano. “El lunes pasado –son palabras de Apuntes íntimos del miércoles 28– nos reunimos, con D. Norberto y en su casa, Lino, J. Mª Vegas, Sebastián Cirac y yo. Se habló de la O. y rezamos un responso por José María Somoano” [243].

Nuevos proyectos apostólicos (1933)

Pasaron los meses y, al despuntar el año 1933, las perspectivas apostólicas de Escrivá de Balaguer encontraban cauces precisos. El 21 de enero reunía a tres jóvenes universitarios y comenzaba unas charlas de formación para estudiantes que iban a tener una regularidad también semanal, en este caso los miércoles [244]. A la vez, atendía algunas catequesis en barriadas pobres [245]. Los domingos acudía con Lino al Colegio del Arroyo. Mientras el capellán del colegio celebraba la Misa de once de la mañana, Josemaría y Lino predicaban, alternándose, la homilía. Al acabar la Misa, daban clases de catecismo acompañados por algunos estudiantes que se dirigían con el fundador del Opus Dei [246].

La actividad de san Josemaría resulta desbordante. Por ceñirnos únicamente a su apostolado con sacerdotes, ayudaba a todos los que se lo solicitaban, aunque no asistiesen a las conferencias de los lunes. Pedro Cantero recuerda “los apuntes que me daba Josemaría sobre temas espirituales. Yo pasaba muchos ratos con él en la casa en que vivía con su familia, en la calle Martínez Campos [247], y a veces, después de un rato de charla, para ayudar a mi oración personal, me facilitaba pensamientos escritos en pequeñas fichas, de tamaño octavilla” [248].

Y la cruz también seguía haciendo acto de presencia. Después de meses con grandes sufrimientos, el 13 de septiembre moría María Ignacia García Escobar. Josemaría Escrivá de Balaguer presidió el entierro acompañado por otros presbíteros. Muy probablemente estaban todos los sacerdotes de la Conferencia sacerdotal, pues una hermana de María recordaba que “rezó el responso en latín. Luego unas oraciones que yo no conocía y que los demás sacerdotes contestaron. Entendí –o al menos me pareció oír– Opus Dei” [249].

Al mes siguiente, octubre, Vicente Blanco llegaba a Madrid proveniente de Miranda de Ebro. Deseaba finalizar en la Central los estudios de filosofía y letras que comenzara en Comillas. Pronto –quizá fue en la Casa Sacerdotal de la calle Larra, que todavía visitaba alguna vez Josemaría Escrivá, o a través de Pedro Poveda– conoció al fundador del Opus Dei. Tras mantener algunas conversaciones con él, se incorporó a las conferencias de los lunes con los demás sacerdotes.

DYA: la piedra de toque (1934)

Durante el curso académico 1933-34 vio la luz una empresa apostólica con la que Josemaría Escrivá de Balaguer soñaba desde hacía tiempo: una academia para estudiantes universitarios que facilitase el conocimiento y la formación de muchas personas [250]. El proyecto se hizo realidad en el mes de diciembre de 1933, con la apertura de la Academia DYA (Derecho y Arquitectura), situada en la calle Luchana, n. 33. Y, nada más instalarla, san Josemaría ya estaba pensando en ampliarla de modo que fuese también residencia de estudiantes. El 5 de enero de 1934, reunió a algunos miembros de la Obra –entre otros estaba Ricardo Fernández Vallespín–, y les propuso tener para octubre “instalada una residencia en una casa más grande, en la que algunos de nosotros podríamos vivir y, así, habría posibilidad de tener un oratorio” [251].

Al mismo tiempo, el fundador rezaba, pensaba, y trataba de unir más a la Obra a los sacerdotes que le seguían, de modo que acabaran por entender que todo era de Dios. Entre otras cosas, algunos se vincularon de modo más firme con el Opus Dei. En virtud de un “Compromiso” hecho en la Academia DYA el 2 de febrero de 1934, cinco sacerdotes se comprometieron formalmente a vivir la obediencia y a fomentar la “adhesión completa a la autoridad de la Obra” [252].

Como muestra de deferencia especial, Josemaría seguía pidiendo el parecer de Norberto para algunos temas. En los primeros meses de 1934, algunos de los universitarios que habían seguido al fundador del Opus Dei “fueron inquietados por diversos sacerdotes y por otras personas, que les vinieron a decir que su decisión carecía de todo valor” [253]. Por diversas razones, don Josemaría no había solicitado a quienes le seguían en el Opus Dei una formalización explícita de adhesión: bastaba con que le comunicasen el deseo de ser de la Obra y que él lo aceptara [254]. Pero como ahora algunos sembraban cizaña, consultó sobre este problema, entre otros, con Norberto Rodríguez y con el p. Sánchez, su confesor. “Todos convienen –escribía en marzo– en la necesidad de unirnos con un vínculo espiritual, que consistirá por ahora en hacer votos privados por un año” [255]. Lino Vea-Murguía le ayudaba de modo singular. En la Academia DYA, el fundador había mandado colocar una cruz de palo grande y sin crucificado, que sirviera como recordatorio a los estudiantes, para que ofrecieran todo lo suyo a Dios [256]. Pero también fue motivo de las maledicencias de quienes decían que se practicaban con aquella cruz extraños ritos. Para evitar escándalos farisaicos, san Josemaría no tuvo más remedio que desmontarla y dársela a Lino, que vivía en la calle Francisco de Rojas, a muy pocas manzanas de Luchana:

¡La Cruz de palo! También fue motivo de escándalo, primero –según oí de labios de D. Pedro Poveda– se escandalizó un santo sacerdote que tiene verborrea; después, el escándalo trascendió –ya lo apunté, en las catalinas– hasta el palacio episcopal. ¡Con qué pena, solito en la Casa del Ángel Custodio –en Luchana–, desarmé la pobre Cruz escandalosa! La envolví en papeles, y bien acondicionada, se guardó en casa de aquel santo sacerdote, del que hablé antes [257].

El deseo de unidad en aquel conjunto de sacerdotes llevaba al fundador a tener siempre en cuenta a los que vivían fuera de Madrid por motivos pastorales (Eliodoro Gil y Sebastián Cirac). Además de rezar por ellos, les escribía con frecuencia, transmitiéndoles el espíritu del Opus Dei. Con Eliodoro era más difícil, porque vivía lejos, en León, pero aun así la correspondencia era frecuente [258]. A Sebastián podía verlo más veces cuando venía desde Cuenca; por otra parte, durante la primavera estuvieron en permanente contacto epistolar con motivo de la impresión de Consideraciones Espirituales, que fue editado en Cuenca [259].

Precisamente en esos meses en los que muchas labores apostólicas impulsadas directamente por el fundador del Opus Dei iban tomando cuerpo, empezó a producirse la contradicción por parte de algunos sacerdotes.

Cuando –recuerda durante la Guerra Civil– reunía yo a esos santos sacerdotes, los lunes, en lo que llamaba “Conferencia sacerdotal”, con el fin de darles el espíritu de la Obra, para que fueran hijos míos y colaboradores; cuando en 1932 ó 1933 [2-II-1934] voluntariamente, espontáneamente, libérrimamente varios de esos señores sacerdotes hicieron promesa de obediencia, en nuestra casa de Luchana, no podía pensarse que –con rectísima intención, sin duda– iban casi inmediatamente a desentenderse de la Obra [260].

El primer motivo de discrepancia fue la actitud ante las dificultades económicas para sacar adelante la Academia DYA, y el deseo del fundador de que fuese también una residencia. “Acabada de abrir la Casa del Ángel Custodio [así llamaba a DYA], ya me aconsejaba –lleno de apuro– un Hermano mío sacerdote que la cerrara, porque era un fracaso. Efectivamente (no contaré el proceso), no la cerré y ha sido un éxito inesperado, rotundo” [261]. Las dificultades, sin duda, eran grandes: los ingresos escaseaban y san Josemaría contaba con pocos recursos. Pero es que, a las dificultades económicas, se unía otra más profunda que puede resumirse en una idea: el espíritu del Opus Dei no era para aquellos sacerdotes vida de su vida. “Desgraciadamente [escribe en los ejercicios espirituales que hizo en el mes de julio en los redentoristas de Madrid], hasta ahora, sin ofensa para nadie –todos son muy santos– no he encontrado un sacerdote que me ayudara, dedicándose como yo, exclusivamente a la Obra” [262]. Hubiese querido que aquellos hombres le facilitaran la atención de las labores, pero no lo hicieron: “si los sacerdotes, mis H.H., me ayudaran...” [263], había apuntado.

Es en este preciso contexto donde el biógrafo Vázquez de Prada sitúa el problema de la atención de las mujeres del Opus Dei. Por falta de tiempo para todas las labores –por ejemplo, a mediados de 1933 atendía el “asilo de Porta Coeli, Colegio del Arroyo, a los chicos de la Ventilla, en la Institución Teresiana de la calle Alameda, en la Academia Veritas de la calle de O’Donnell, a las niñas del Colegio de la Asunción y a los fieles de la iglesia de Santa Isabel. Todo ello sin mencionar los enfermos y moribundos de los hospitales” [264]–, Escrivá de Balaguer había encargado a Norberto y a Lino que atendiesen a esas mujeres, y les explicaran el espíritu del Opus Dei [265]. Pero desde aquel año 1934, el problema estaba saltando a la palestra. “¿Cómo iban aquellos señores sacerdotes a transmitirles la formación y el espíritu propio de la Obra cuando ellos mismos no lo habían adquirido?” [266].

Los sacerdotes, con su mejor voluntad, no podían evitar que tuviesen “por su edad, hábitos muy arraigados en el comportamiento. Durante tres años don Josemaría se había empleado a fondo para infundir a un grupo de ellos el espíritu joven y sobrenatural del Opus Dei. Al parecer, no llegaron a entender del todo a don Josemaría y, en consecuencia, algunos se mantuvieron a cierta distancia” [267]. Pedro Cantero, con la perspectiva que otorgan los años, piensa que la edad y las experiencias anteriores de aquellos hombres fueron decisivas. “No sé, sin embargo, si supieron estar a la altura de lo que el Padre necesitaba. El horizonte que abría Josemaría era de tal amplitud que sólo podía entenderlo quien tuviese realmente la virtud de la magnanimidad. Me parece que los chicos jóvenes, con su audacia, seguían mejor lo que Josemaría tenía que realizar” [268].

Quien no cesaba de dar sugerencias al fundador era Norberto Rodríguez. Escrivá de Balaguer lo refleja en sus anotaciones de los ejercicios espirituales que realizó en el mes de julio:

Lo que es indudable que llegará [estaba esperando unas notas de su confesor] es una o varias cuartillas o papelotes (esto es más fácil) del buen D. Norberto: y allí, con desvergüenza (¿por qué no le habrá devuelto también la vergüenza mi querido Don Cruz? [269]), me dirá todas las cosas desagradables que se le antojen. Claro, que esto lo hace siempre con plena rectitud de intención, y yo se lo agradezco y hasta deseo que lo haga. Pero, como su visión es muy subjetiva, aunque me aprovechan sus desahogos, a veces no son muy atinados. ¡El Señor me lo ponga bien de los nervios! [270].

Salvando la rectitud de intención de Norberto, Josemaría encontraba en ocasiones que sus sugerencias eran mortificantes, debido a las secuelas de la enfermedad que padecía, que se manifestaban en su carácter y en sus expresiones escritas.

Nada más salir de los ejercicios, el fundador se lanzó con las obras de la Residencia DYA, que iba a estar situada en dos plantas de la calle Ferraz, n. 50. En agosto empezaban las obras de acondicionamiento, y para noviembre ya la habían ocupado los primeros residentes. En definitiva, fue esta nueva “audacia” del fundador del Opus Dei –la Academia-Residencia DYA– la que constituyó, en palabras de Vázquez de Prada, “la prueba de fuego”, “el paso del mar Rojo” que se presentó ante el futuro de los que seguían en ese momento a don Josemaría [271]. Era una prueba externa, pero incidía directamente en su actitud interior, en su fe en el Opus Dei. Y algunos de aquellos sacerdotes miraban el problema desde un punto de vista fundamentalmente humano. Visto así, la futura residencia resultaba una imprudencia colosal, una locura. Si no tenía medios económicos, ¿cómo pensaba afrontar la apertura de una residencia? ¿No era mejor esperar un año? Era un razonamiento diverso al de Josemaría Escrivá de Balaguer pues, cuando lo meditaba ante Dios, pensaba que no podía esperar: “Señor: el retraso, para la Obra, no sería de un año... ¿No ves, Dios mío, qué otra formación se podrá dar a los nuestros, teniendo internado, y qué otra facilidad habrá para conseguir vocaciones nuevas? [...] ¿Un año? No seamos varones de vía estrecha, menores de edad, cortos de vista, sin horizonte sobrenatural... ¿Acaso trabajo para mí? ¡Pues, entonces!...”[272].

Fin de la Conferencia sacerdotal (1935)

Uno de aquellos sacerdotes comentó por entonces que el proyecto de DYA era comparable “al que se tira desde gran altura sin paracaídas, diciendo: Dios me salvará” [273]. Ante esa y otras actitudes que manifestaban que no comprendían, san Josemaría acudió el 3 de enero a su director espiritual, Valentín Sánchez Ruiz, y a Pedro Poveda, para hablar con ellos. Poveda le dio la clave para entender todo el problema: “Me dijo: «ahora es cuando se consolida la Obra». –Iba yo, apenadísimo, la noche aquella y sin saber encontrar el porqué de tal Cruz, cuando, de pronto, vi claro: me había ofrecido víctima de Amor días antes... y Jesús aceptaba, apretando donde más dolía” [274]. Y Sánchez Ruiz también había sido directo, según recordaría años más tarde el fundador: es “una de las pruebas patentes de la divinidad de nuestra empresa” [275]. Todo aquello era una prueba del Señor, le repetían aquellos hombres de gran calado espiritual [276]. El Señor se estaba sirviendo de esos acontecimientos para hacerle partícipe de la cruz, y purificar su alma: esa fue la lectura que finalmente hizo san Josemaría. Dios permitía las contrariedades: “Los sacerdotes no colaboran... y los chicos se dan perfecta cuenta. No es que no quieran la Obra y a mí –me quieren– pero el Señor permite muchas cosas, sin duda para aumentar el peso de la Cruz” [277].

Las dificultades eran patentes y serias. A las deudas económicas se unía

la falta de residentes para DYA, con plazas libres todavía a principios de 1935. Pero de ahí a que Escrivá de Balaguer perdiera la confianza en Dios había un abismo. Desde entonces, cuando algún sacerdote le decía que la academia era “un fracaso, por qué he de esperar yo que Dios me haga un milagro. ¡La catástrofe! ¡Las deudas!” [278], san Josemaría respondía con la oración y la mortificación ante Dios. Al mismo tiempo, también se daba cuenta de que, en vez de colaboradores, algunos sacerdotes estaban pasando a ser una carga, pues se movían con miras demasiado humanas, y como no tenían un “empeño decidido de hacer cosa propia aquella empresa divina” [279], la labor formativa y apostólica se entorpecía: “¡Qué cosas tiene Dios! ¡Cómo permite que personas virtuosas hagan esos papelones de instrumentos del diablo, para santificar a todos! Tienen poca visión sobrenatural, y un amor pobre a la Obra, que para ellos es un hijo postizo, mientras para mí es alma de mi alma. ¡Oh, Jesús mío qué seguridad me das! Porque no es tozudez: es luz de Dios, que me hace sentirme firme, como sobre roca” [280].

Ante este panorama, debía tomar alguna resolución. Lo primero que hizo fue distanciar a los sacerdotes de los universitarios que acudían a DYA. En enero, dejó ya establecido: “los sacerdotes, por ahora –ya diré hasta cuando– deben limitarse a la administración de sacramentos y a las funciones puramente eclesiásticas” [281]. Por otra parte, desde el mes de febrero no insistió en reunirlos para tener la Conferencia sacerdotal. Este paso, verdaderamente difícil después de tres años de reuniones semanales, intentó darlo sin grandes traumas, pues quizá en el futuro las aguas podrían volver a su cauce primigenio: “Procuraré sacarles el partido posible, hasta ver si se maduran en el espíritu de la Obra” [282]. Era el caso de Saturnino y Eliodoro, que le ayudaban más y entendían mejor el espíritu del Opus Dei [283]: Saturnino, por ejemplo, había pedido dinero para DYA a personas conocidas, entre otras a la familia Ruiz-Ballesteros, de la que era capellán y preceptor [284]; además, estaba dando clases de Religión en DYA durante ese curso académico 1934-1935 [285].

Después de adoptar estas medidas, miró hacia delante. El Opus Dei se estaba desarrollando, y eran muchos los temas pendientes. De hecho, en esos años –entre 1930 y 1935–, el apostolado del Opus Dei, especialmente con varones, se desarrolló de manera muy significativa: Isidoro Zorzano, Ricardo Fernández Vallespín, Juan Jiménez Vargas, José María González Barredo, Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica, Pedro Casciaro, Francisco Botella… Sin contar ya con los sacerdotes, el 21 de febrero reunió a tres de los primeros miembros de la Obra –Ricardo Fernández Vallespín, Juan Jiménez Vargas y Manuel Sainz de los Terreros– y les planteó la futura expansión de DYA [286]. Los sufrimientos de meses pasados se trocaron en alegrías: el 19 de marzo, los primeros fieles del Opus Dei hicieron una ceremonia de fidelidad, renovando su entrega a Dios en la Obra para siempre; y el 31, bendijo el oratorio de DYA, dejando reservada la Eucaristía por primera vez en un centro del Opus Dei [287]. El día 20 de marzo recapacitaba sobre el sentido profundo de aquellos acontecimientos: “¡Bendito seas, Jesús, que haces que no falte en esta fundación el sello Real de la Sta. Cruz!” [288].

El 10 de marzo escribió en sus Apuntes íntimos: “Hace días que no es posible tener la Conferencia sacerdotal que veníamos teniendo cada semana desde 1931” [289]. Las circunstancias, por tanto, habían cambiado definitivamente; entonces, ¿qué hacer con los sacerdotes? Pedro Poveda y su confesor le habían sugerido que los dejara totalmente. Josemaría Escrivá de Balaguer, después de pensarlo, prefirió seguir esperando. Le movían a ello la caridad, el ver “si se maduran en el espíritu de la Obra” [290], y el convencimiento de que todos habían actuado de buena fe. Meses más tarde, concluirá que ese modo de proceder –que no interviniesen en los apostolados del Opus Dei, pero que prestaran servicios ministeriales– había sido acertado:

Sin seguir el consejo del P. Sánchez y del P. Poveda, (tácito, el primero; y muy claramente expreso, el segundo) de echar a los Sacerdotes, por razones que la caridad me vedó indicar en las catalinas a su tiempo, como yo veo las virtudes de todos y la buena fe innegable, opté por el término medio de conllevarles, pero al margen de las actividades propias de la O., aprovechándonos siempre que sea necesario su ministerio sacerdotal [291].

Según Flavio Capucci, pasado aquel trance de cruz, que se unía a otros como los problemas económicos de su familia, las dificultades para incardinarse en Madrid, o el anticlericalismo de la calle, “el Fundador estaba capacitado definitivamente para asumir el papel al que el Señor le había destinado, precisamente porque aquellas pruebas habían dado evidencia plena a la convicción –que ya era absoluta para él [...]– de no ser nada y de no poder nada” [292]. La humildad es la verdad, y por eso todo lo ocurrido servía para entender con más fuerza que debía defender el espíritu recibido de Dios. Poco después –mes de agosto– se lo explicará a uno: “Aproveché para decir que en la Obra no hay más cabeza que yo (Jesús: humildad es fortaleza), y que yo consultaré lo que quiera, y dejaré de consultar lo que me parezca: porque en la Obra no hay más que un camino: obedecer o marcharse. Todo esto, dicho muy afectuosamente” [293].

San Josemaría nunca pensó que la Conferencia sacerdotal había sido un error. Con este instrumento, había dado pasos adelante en el apostolado personal con sacerdotes y había pedido su colaboración en los apostolados del Opus Dei. Lo que es más difícil de determinar es hasta qué punto aquellos presbíteros calaron en las características y el aspecto sobrenatural de la institución. Años más tarde, en una carta comentando el primer aniversario de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, y el momento en que por primera vez iban a ser ordenados sacerdotes miembros del Opus Dei, el fundador glosaba así lo sucedido:

En los primeros años de la labor acepté la colaboración de unos pocos sacerdotes, que mostraron su deseo de vincularse al Opus Dei de alguna manera. Pronto me hizo ver el Señor con toda claridad que –siendo buenos, y aun buenísimos– no eran ellos los llamados a cumplir aquella misión, que antes he señalado. Por eso, en un documento antiguo, dispuse que por entonces –ya diría hasta cuándo– debían limitarse a la administración de los sacramentos y a las funciones puramente eclesiásticas.

Sin embargo, como no acertaban a entender lo que el Señor nos pedía, especialmente en el apostolado específico de la Sección femenina –dos o tres de ellos llegaron a ser como mi corona de espinas, porque desorientaban y sembraban confusión–, pronto tuve que prescindir de su ayuda. Llamé desde entonces ocasionalmente a otros sacerdotes, no vinculados de ningún modo a la Obra, para confesar a los de Casa y para la celebración de las ceremonias litúrgicas, hasta tanto que lográramos la solución adecuada a esta importante necesidad [294].

Aunque escape a lo estudiado en estas páginas, apuntamos que a lo largo de toda su vida, el trato del fundador del Opus Dei con aquellos presbíteros se mantuvo e incluso incrementó. Sí que mencionamos que, durante el curso académico 1935-36, Josemaría Escrivá encargó a Blas Romero que diese a los universitarios que vivían o acudían a DYA un curso de liturgia y canto litúrgico. Pedro Casciaro, por entonces residente de DYA, recordaba la gran aceptación que tenía “don Blas Romero Cano, un sacerdote manchego, de cincuenta y pocos años que, si no me falla la memoria, estaba adscrito a la parroquia de Santa Bárbara. Don Blas nos daba clase de canto gregoriano, porque el Padre deseaba que cuidásemos con el mayor esmero posible todo lo relacionado con el Señor y, muy en concreto, los actos litúrgicos”[295]. Vicente Blanco también tuvo a su cargo unas clases de apologética en la residencia [296]. Sebastián Cirac presentó en esos meses a un amigo suyo de Caspe, José María Albareda, a Escrivá de Balaguer [297]. Lino Vea-Murguía pasaba por DYA con frecuencia para estar con don Josemaría [298]. Y Eliodoro Gil permaneció vinculado al Opus Dei y con los años fue socio de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz[299]. Caso singular fue el de Norberto Rodríguez, que acudía a DYA todos los miércoles para almorzar, y era atendido por Josemaría Escrivá de Balaguer con gran delicadeza a pesar de que la enfermedad de ese presbítero a veces hacía difícil el trato [300].

Conclusiones

La fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928, hizo ver a san Josemaría que la Obra tendría que estar compuesta por presbíteros y laicos. En 1930, el fundador escribió que los sacerdotes incardinados en el Opus Dei provendrían de sus miembros laicos, afirmación que se hizo realidad a partir de 1944, año de la primera ordenación de miembros de la Obra, tras haber recibido de Dios otra luz fundacional el 14 de febrero de 1943, mediante la cual nació la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. A la vez, en 1950, san Josemaría entendió que podían adscribirse a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz también los sacerdotes diocesanos.

Históricamente, la primera experiencia concreta de formación de sacerdotes en el espíritu del Opus Dei se produjo en Madrid durante los años 1932-1935, coincidiendo con la Segunda República española. El interés por el estudio de este conjunto de presbíteros es grande, porque ayuda a entender con más precisión algunos aspectos relacionados con los comienzos del Opus Dei. En estas páginas hemos ofrecido un bosquejo a la luz de la documentación ya disponible y de la bibliografía publicada, aunque todo lo dicho deberá ser desarrollado con investigaciones más extensas, concretamente cuando se disponga de más documentación.

Como fundador del Opus Dei que era, Josemaría Escrivá de Balaguer atrajo a la Obra a unos cuantos sacerdotes gracias a su celo apostólico. Eran en total diez sacerdotes diocesanos: reunió a seis a lo largo del primer semestre de 1932 y, durante los dos años siguientes, tan sólo hubo cuatro nuevas incorporaciones. Este cambio de ritmo, a nuestro parecer, fue premeditado: después de conseguir una agrupación inicial, el fundador dedicó sus energías a darles formación. San Josemaría los consideraba como personas “pertenecientes de hecho al fenómeno pastoral que estaba tratando de poner en práctica, aunque por el momento faltara una fórmula jurídica precisa que permitiese la formalización de unos compromisos vocacionales específicos” [301].

Para formarles en el espíritu del Opus Dei, explicándoles con detalle lo que había recibido de Dios, Josemaría Escrivá los reunió semanalmente en casa de uno de ellos, Norberto Rodríguez, y desde 1933 en su propia casa de la calle Martínez Campos. Las reuniones comenzaron el 22 de febrero de 1932. El fundador del Opus Dei denominaba a la reunión Conferencia sacerdotal o conferencia de los lunes, porque tenía lugar ese día de la semana. Como el Opus Dei –en cuyo contexto hay que situar la Conferencia sacerdotal– no tenía un marco jurídico completo –reglamento, praxis de vinculación a la Obra, etc.–, el fundador pensaba que primero tenía que abrirse paso el carisma recibido, y después vendría la formulación jurídica precisa.

En 1934, las reuniones de sacerdotes entraron en crisis debido a diversas dificultades relacionadas –según ya señalamos– con la puesta en marcha de la Academia DYA. Como resultado, las conferencias finalizaron a principios de 1935. El problema de fondo se resume en una idea: no entendieron que Josemaría Escrivá de Balaguer era el depositario de una empresa sobrenatural que saldría adelante a pesar de las dificultades. Esta problemática tuvo varias manifestaciones. En primer lugar, algunos no reconocieron la autoridad única de san Josemaría como fundador del Opus Dei. En segundo lugar, hubo por parte de algunos de esos sacerdotes una falta de confianza, de fe, en las audaces obras apostólicas impulsadas por Escrivá de Balaguer, lo que se hizo especialmente patente –y doloroso– en la creación y desarrollo de la Academia-Residencia DYA. La tercera manifestación de esta falta de comprensión fue que en la atención de las primeras mujeres que se habían acercado a los apostolados de la Obra procedieron con buena voluntad, pero inspirándose en la vida religiosa. Estos fueron, en nuestra opinión, los principales motivos desencadenantes de la decisión de Josemaría Escrivá de Balaguer de apartar a esos sacerdotes de la intervención directa en los apostolados del Opus Dei, puesto que estaban empezando a hacer una labor distinta a la que él sabía que era la voluntad de Dios.

A principios de los años treinta, algunos de los que daban humanamente más esperanzas de ayudarle, faltaron. José María Somoano, plenamente identificado con el espíritu del Opus Dei –“entusiasmado”, había escrito San Josemaría tantas veces en su diario– murió en julio de 1932. La Conferencia sacerdotal, que llegó a reunir ocho presbíteros, tuvo que disolverse; y cuando estalló la Guerra Civil, el dinero familiar empleado en DYA también se perdió. El fundador del Opus Dei se quedó en 1936 sin las actividades apostólicas iniciadas con sacerdotes y con mujeres, sin dinero, y sin algunos de los primeros, que habían fallecido (como Luis Gordon o María Ignacia García Escobar) o se habían alejado de él, aunque otros perseveraron y en los años sucesivos se afianzaron en el camino emprendido: la fe de san Josemaría no se resquebrajó en ningún momento. Siguió trabajando, apoyándose en la filiación divina, y el amplio desarrollo apostólico del Opus Dei se convirtió en una realidad poco después.

José Luis González Gullón  y  Jaume Aurell, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

205         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 130.

206         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 130. “O. de D.”: Obra de Dios. En seguida Josemaría Escrivá de Balaguer pondría en marcha los enchufes. Ese mismo mes recogerá en sus Apuntes: “Lino y los dos José Marías [Somoano y Vegas] se han encargado, cada uno, de una vocación. He pedido que aprovechen, con este fin, la expiación del hospital del Rey” (Apínt. n. 545 [5-I-1932], cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 434).

207         Apínt. n. 541 (4-I-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 433. San Josemaría había encargado a la madre tornera del convento de Santa Isabel que ofreciera oración y mortificación por una intención suya.

208         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 131.

209         J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 132.

210         Testimonio de Leopoldo Somoano, 27-V-1978, en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 133.

211         Cfr. Apínt. n. 640 (7-III-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 434.

212         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 133.

213         Cfr. J. M. Cejas, La paz y la alegría..., pp. 96-99.

214         Apínt. n. 545 (5-I-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 433-434.

215         Testimonio de José María García Lahiguera, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 149.

216         “Yo, a consecuencia de la charla con D. Norberto en la mañana de ese día [2 de enero], andaba caído de fuerzas y estuve, por la tarde al charlar con Somoano, más premioso que de costumbre. Ya pertenece este amigo a la Obra” (Apínt. n. 541 [4-I-1932], cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 453).

217         Cfr. Apínt. n. 598 (15-II-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 403.

218         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 133.

219         Apínt. n. 613 (II-1932), cit. en Camino, ed. crít., p. 562.

220         Camino, ed. crít., p. 548.

221         Años más tarde –con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz– las conferencias o círculos de estudio se difundirían por todo el mundo, como un medio destinado a colaborar en la formación espiritual y en la fraternidad entre los sacerdotes. Cfr. Lucas F. Mateo-Seco – Rafael Rodríguez-Ocaña, Sacerdotes en el Opus Dei. Secularidad, vocación y ministerio, Pamplona, Eunsa, 1994.

222         Según Pedro Cantero, a aquellos sacerdotes “el Padre los informaba con el espíritu que había recibido del Señor. Recuerdo que don Norberto Rodríguez me contó que el Padre les consideraba como de la Obra” (Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 67). Al mismo Cantero, Josemaría Escrivá de Balaguer le entregó un largo escrito, fechado el 19 de febrero de aquel año 1932, en el que explicaba los fines y el significado del Opus Dei (cfr. Camino, ed. crít., p. 226, nt. 32).

223         Apínt. n. 685 (5-IV-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 434. Vázquez de Prada explica el sentido de la “vocación de expiación”: “El Fundador se sentía movido interiormente por el Señor para trabajar entre enfermos, poniendo el fundamento de dolor expiatorio, preciso para levantar la Obra” (ibid., p. 434).

224         Cfr. J. M. Cejas, La paz y la alegría..., p. 108.

225         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 147. María exultaba con su vocación al Opus Dei, como escribe dos días más tarde: “El 9 de abril de 1932, jamás podrá borrarse de mi memoria. De nuevo me eliges buen Jesús, para que siga tus divinas pisadas... ¿qué viste en mí, mi enamorado Amante, para dispensarme tan señalado favor? –Sé que no lo merezco... –Confundida y rebosando mi corazón de gratitud, te digo: ¡Gracias Jesús mío! gracias, por tanta bondad” (Diario de María Ignacia García Escobar, 11-IV-1932, AGP, serie A-5, leg. 214, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 239).

226         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 458.

227         Cfr. Apínt. n. 693 (11-IV-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 458, y J. M. Cejas, La paz y la alegría..., p. 112. Al día siguiente, aparecía José María Vegas por el Hospital del Rey para saludar a Somoano. Venía de estar en “misiones” por algunos pueblos de la diócesis de Madrid-Alcalá. Le contó a Somoano sus “impresiones malísimas del clero”, y aquello le produjo al capellán gran “indignación y lástima”. (Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 153).

228         J. M. Cejas, La paz y la alegría..., p. 115.

229         María Ignacia García Escobar, Del grande entusiasmo..., AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, p. 6, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., pp. 154-155.

230         Cfr. A. Montero Moreno, op. cit., pp. 25-33.

231         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 161.

232         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 161.

233         Cfr. Relación testimonial de Saturnino de Dios Carrasco, Gijón, 30-VIII-1975, AGP, serie A-5, leg. 208, carp. 2, exp. 12, p. 1.

234         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 170.

235         Diario de José María Somoano, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 174.

236         Apínt. n. 771 (11-VII-1932), cit. en Camino, ed. crít., p. 548, nt. 11.

237         Nota necrológica sobre don José María Somoano, 16-VII-1932, cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 624.

238         Vid. nt. 158.

239         Testimonio de Leopoldo Somoano, 14-II-1993, p. 5, cit. en J. M. Cejas, La paz y la alegría..., p. 141.

240         Apínt. n. 789 (19-VII-1932), cit. en F. Capucci, cit., p. 173.

241         Carta de José María Vegas a san Josemaría, 24-VIII-1932, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 194.

242         Carta de José María Vegas a san Josemaría, Sigüenza, 27-VIII-1932, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., pp. 194-195. Tanto Vegas como Somoano habían ofrecido su vida a Dios por España antes de su relación con san Josemaría (cfr. John F. Coverdale, La fundación del Opus Dei, Madrid, Ariel, 2002, p. 103). La realidad es que el fundador de la Obra no compartía el “victimismo” por ser ajeno al espíritu del Opus Dei. En el caso de José María Somoano, comentó expresamente que, de haber sabido su ofrecimiento, se lo hubiese prohibido (cfr. Testimonio de Leopoldo Somoano, 27-V-1978, en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 180). Sobre este tema, cfr. Camino, ed. crít., pp. 350, nt. 17 y pp. 373-374. Vid. también A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 315, nt. 163: “Nunca tuve simpatía ni a la palabra, ni al contenido del victimismo”.

243         Apínt. n. 834 (28-IX-1932), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 456.

244         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 481-482.

245         El 15 de enero había conseguido una nueva catequesis en el colegio Divino Redentor, situado en La Ventilla, también llamada Barriada de los Pinos: “Día 19 de enero de 1933 [...]. Estuve el domingo último en Pinos Altos o Los Pinos, donde hay un colegio de religiosas, en el que tendremos desde el próximo 22 nuestras catequesis. El martes, a pesar de la gran nevada, fuimos Lino y yo a ver el local y a saludar a las monjitas, que tienen muy buen espíritu, y al Capellán. Se pasmaron de vernos llegar entre la nieve: con tan poca cosa, nos hemos ganado al Señor” (Apínt. n. 907 [19-I-1933], cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 481).

246         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 482.

247         San Josemaría “alquiló el piso de Martínez Campos con la idea de no tener que recurrir a casa ajena para las reuniones con los estudiantes o con los sacerdotes” (A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 491). Residió en Martínez Campos, n. 4, desde diciembre de 1932 hasta el verano de 1934. Cfr., ibid., p. 478.

248         Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 71.

249         Relación testimonial de Braulia García Escobar, Hornachuelos, 29-VIII-1975, AGP, serie A-5, leg. 212, carp. 2, exp. 16, p. 4, cit. en J. M. Cejas, La paz y la alegría..., p. 166.

250         La idea venía de atrás, pero se le había hecho perentoria en el verano, durante su retiro espiritual en los redentoristas de Madrid: “¡Qué solo me encuentro a veces! Es necesario abrir la Academia, pase lo que pase, a pesar de todo y de todos” (Apínt. n. 1049 [12-VIII-1933], cit. En A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 505).

251         Relación testimonial de Ricardo Fernández Vallespín, Madrid 7-VII-1975, AGP, serie A-5, leg. 210, carp. 2, exp. 6, p. 12, cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 510.

252         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 534. Cita como referencia Apínt. nn. 1127 (2-II-1934) y 1037 (VII-1933).

253         A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 77.

254         Sobre el particular, cfr. A. de Fuenmayor et al., op. cit., pp. 74-78 (“En busca de nuevas formulaciones terminológico-conceptuales”).

255         Apínt. n. 1150 (III-1934), cit. en A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 77. La solución no se adecuaba a lo que el espíritu del Opus Dei reclamaba; de ahí el itinerario de oración y empeño que culminó con la erección del Opus Dei en Prelatura Personal (1982), momento desde el cual la relación de la prelatura con sus miembros tiene origen en un vínculo de carácter contractual. Cfr. A. de Fuenmayor et al., op. cit., pp. 321 y 472-474.

256         El sentido de esa cruz se encuentra expresado en el punto 178 de Camino: “Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú”. Este punto corresponde a la anotación en Apínt. n. 1102, de 5 de enero de 1934.

257         Apínt. n. 1285 (3-X-1935), cit. en Camino, ed. crít., p. 376. “Casa del Ángel Custodio”: la Academia DYA. “Santo sacerdote”: Lino Vea-Murguía.

258         Por ejemplo, en mayo, Eliodoro le contaba cómo vivía algunos aspectos del espíritu del Opus Dei: “No olvido que los Santos Ángeles juegan un papel importantísimo en la Obra” (Carta de Eliodoro Gil Rivera a san Josemaría, León, 8-V-1934, cit. en Camino, ed. crít., p. 714).

259         Cfr. Camino, ed. crít., pp. 41-48.

260         Apínt. n. 1435 (XII-1937), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 536-537.

261         Apínt. n. 1753 (VII-1934), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 510-511.

262         Apínt. n. 1751 (VII-1934), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 561.

263         Apínt. n. 1789 (VII-1934), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 561. “H.H.”: Hermanos.

264         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 501.

265         Felisa Alcolea, que pidió la admisión en la Obra en marzo de 1934, recuerda: “Tuvimos alguna reunión más con don Josemaría, pero poco después, como tenía mucho trabajo, fue don Lino Vea-Murguía el que se ocupó especialmente de nosotras” (Relación testimonial de Felisa Alcolea Millana, Madrid, 10-XI-1977, AGP, serie A-5, leg. 191, carp. 3, exp. 9, p. 2, cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 562). Sobre Felisa Alcolea, cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 561-564.

266         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 562.

267         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 534.

268         Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 68.

269         Sobre el término “desvergüenza” en Consideraciones Espirituales, cfr. Camino, ed. crít., p. 46. “Don Cruz”: Cruz Laplana, obispo de Cuenca.

270         Apínt. n. 1739 (16-VII-1934), cit. en Camino, ed. crít., p. 46, nt. 112.

271         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 535.

272         Apínt. nn. 1754-1755 (VII-1934), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 535-536.

273         Apínt. n. 1210 (I-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 535.

274         Apínt. n. 1213 (I-1935), cit. en F. Capucci, cit., p. 174.

275         Apínt. n. 1435 (21-XII-1937), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 536-537.

276         Cfr. Apínt. n. 1229 (II-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 540.

277         Apínt. n. 1217 (28-I-1935), cit. en F. Capucci, cit., p. 174.

278         Apínt. n. 1227 (II-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 540.

279         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 534.

280         Apínt. n. 1232 (21-II-1935), cit. en F. Capucci, cit., pp. 174-175, nt. 70.

281         Josemaría Escrivá de Balaguer, Instrucción, 9-I-1935, cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. II, p. 595, nt. 70.

282         Apínt. n. 1233 (II-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 541.

283         Cfr. Apínt. nn. 1217 y 1235 (II-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 541.

284         Cfr. S. Bernal, op. cit., p. 176.

285         Cfr. AGP, serie A-3, leg. 174, carp. 2, exp. 3, doc. 3, cit. en Camino, ed. crít., p. 43, nt. 104.

286         Cfr. Apínt. n. 1234 (II-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 541.

287         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 542-546.

288         Apínt. n. 1246 (21-III-1935), cit. en F. Capucci, cit., p. 175.

289         Apínt. n. 1243 (10-III-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 542.

290         Apínt. n. 1233 (II-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 541.

291         Apínt. n. 1277 (30-VIII-1935), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 542.

292         F. Capucci, “Croce e abbandono...”, cit., p. 175.

293         Apínt. n. 1303 (25-XI-1935), cit. en F. Capucci, cit., p. 175. San Josemaría había escrito en Consideraciones Espirituales, publicadas en diciembre de 1932: “El espíritu de la O. es obedecer o marcharse” (Camino, ed. crít., p. 1072). “O.”: Obra.

294         Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 14-II-1944, n. 9, cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. II, p. 595. “de Casa”: miembros del Opus Dei.

295         P. Casciaro, op. cit., p. 55. Continúa: “Nunca podré olvidar aquellas clases de canto, a primeras horas de la tarde, con don Blas. Venía los sábados, antes de que la Residencia comenzara a llenarse de estudiantes. Antes de llegar, le habíamos preparado el bonete y una buena dosis de bicarbonato, dos elementos mucho más importantes para el canto de lo que pueda parecer a simple vista: sin bonete no había clase, porque don Blas decía que se constipaba; y sin bicarbonato, no podía cantar; nos lo pedía con frecuencia, se lo dábamos y, entre canto y canto, se lo iba echando, primero en la mano y luego, con fuerza, a la garganta, mientras seguía dirigiendo el coro con gran vigor, incoando el canto del Salmo número 2” (ibid.).

296         Cfr. Ficha de personal, Madrid, 6-VII-1939, AGCAM, XV, A b.

297         Cfr. Camino, ed. crít., p. 54, nt. 9. Cirac pasaba unos días en España, pero estaba ese curso académico residiendo en Alemania.

298         Cfr. P. Casciaro, op. cit., pp. 54-55.

299         Cfr. Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 16 (2000), p. 109.

300         Cfr. P. Casciaro, op. cit., p. 56.

301         F. Capucci, cit., p. Cfr. también A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. III, p. 75, nt. 04.

José Luis González Gullón  y  Jaume Aurell

Saturnino de Dios Carrasco

A partir de noviembre de 1931, san Josemaría comenzó a atender enfermos en el Hospital General [112]. Entre los jóvenes que también acudían como voluntarios, y que se reunían en una hermandad –la Congregación de San Felipe Neri–, se encontraba Luis Gordon. En breve tiempo, Luis comenzó a tener dirección espiritual con el fundador del Opus Dei. A través de un hermano de Luis Gordon, Josemaría Escrivá de Balaguer conoció durante aquel curso académico 1931-32 [113] a Saturnino de Dios, sacerdote que acababa de llegar a Madrid. Saturnino recordaba el encuentro vagamente: “Tenía yo amistad con Ángel Gordon Picardo, compañero mío de estudios en Comillas. Creo que fue la amistad con esta familia la que me llevó a conocer y tratar con D. Josemaría en Madrid. Le conocí un domingo por la tarde en el Hospital General. Acompañaba a Luis Gordon a visitar y cuidar a los enfermos de aquel Hospital, que era de ambiente bastante sórdido” [114].

Saturnino había nacido el 14 de diciembre de 1906 en Arabayona de Mógica (Salamanca). Cuando cursaba su último año de primaria, fue a vivir con su tío, párroco de Vitigudino. Quizá fuese esta cercanía con la vida sacerdotal la que le decidió a estudiar teología. La solicitud de plaza en Comillas está redactada por su tío, y señala: “Los deseos de su Encargado son que se le enseñe y eduque stylo [sic] jesuítico, y para que sea un buen sacerdote o lo que Dios disponga el día de mañana” [115].

Saturnino concluyó sus estudios en 1931, y recibió la ordenación sacerdotal ese año, quedando incardinado en la diócesis de Salamanca. Nada más salir de Comillas, pasó a ser capellán de una familia acomodada residente en Gijón, los Ruiz-Ballesteros [116]. El matrimonio, que no tenía descendencia, había adoptado un niño inglés llamado Antonio Harrison Davies. Saturnino recibió el encargo de ser su preceptor. Y éstas fueron las circunstancias que facilitaron su entrada en Madrid, porque la familia Ruiz-Ballesteros se trasladó a la capital en el otoño de 1931.

Durante los años republicanos, los Ruiz-Ballesteros residieron en la calle O’Donell, n. 9, y más tarde en la calle Villanueva, n. 27. Cuando llegaba el verano, se mudaban a su quinta de Gijón; en todos estos desplazamientos, su capellán les acompañaba. Con tiempo libre por delante, Saturnino se matriculó en Madrid en la facultad de Filosofía y Letras de la Central, donde llegaría a conseguir el doctorado [117]. Además, como sus obligaciones de capellán y preceptor no eran numerosas, Josemaría Escrivá de Balaguer se apoyó en él para que colaborase en los comienzos de la Academia-Residencia DYA. En el curso 1934-35, Saturnino dio clases de religión a universitarios, y atendió las confesiones de quienes lo solicitaban [118].

En enero de 1935, Josemaría Escrivá solicitó al ministro de Trabajo, Sanidad y Previsión Social, José Oriol Anguera de Sojo, que Saturnino de Dios fuese nombrado capellán de Santa Isabel. La respuesta ministerial fue negativa y, con el paso de los meses, los planes se iban a torcer aún más. En verano de 1935, Saturnino concluía su tarea como capellán de los Ruiz-Ballesteros, y se trasladaba a Mieres (Asturias) para trabajar en el Liceo Mierense y licenciarse en historia en la Universidad de Salamanca. La distancia hizo que se alejase poco a poco del trato con Josemaría [119].

Aunque estaba establecido en Asturias, la Guerra Civil sorprendió a Saturnino en Madrid. Fue recluido en San Antón, colegio de los escolapios que había sido habilitado como cárcel, pero conservó la vida a pesar de ser sacerdote. Al acabar la guerra, obtuvo por oposición una canongía en la Colegial y Magistral del Sacro-Monte, Granada [120]. Saturnino de Dios falleció en 1981, a los setenta y cuatro años de edad.

Eliodoro Gil Rivera

Pedro Poveda, sacerdote y fundador de la Institución Teresiana [121], trabajaba en Madrid como secretario de la Procapellanía Mayor [122]. En su casa –Alameda, n. 7– se encontraba Josemaría Escrivá de Balaguer el 7 de diciembre de 1931. Ese día acudió al mismo domicilio Eliodoro Gil, sacerdote leonés conocido de Pedro Poveda. Años después, Eliodoro rememoraría aquel encuentro: “Yo había conocido a don Pedro Poveda, poco después de ordenarme –en Comillas, por León, en 1927–, en Oviedo [...]. El padre Poveda me presentó a Josemaría Escrivá como un sacerdote al que quería y veneraba mucho, a pesar de sus pocos años. [...]. Eso ocurría en la víspera de la Inmaculada del año 1931” [123].

Eliodoro había nacido el 27 de octubre de 1903 en Villada, pueblo de la provincia de Palencia y diócesis de León. Se trasladó a Comillas (Cantabria) en 1915, y allí permaneció doce años, hasta que completó sus estudios de bachillerato y de teología con buenas calificaciones (su nota media fue de meritissimus, la más alta [124]). Una vez licenciado, recibió la ordenación sacerdotal el 25 de julio de 1927 a título de patrimonio. Dedicó un año más a ampliar estudios, yendo a la Universidad Pontificia de Valladolid, donde consiguió en enero de 1928 el doctorado de teología. Ese mismo mes fue hasta Oviedo “a fin de desempeñar el cargo de Capellán Preceptor de la familia de d. José Antonio Caicoya” [125].

En octubre de 1929, Eliodoro regresó a su tierra, y recibió el encargo de ser durante unos meses coadjutor de la parroquia de San Martín. A partir de febrero de 1930 se produjo un corte en lo que habitualmente se denominaba la “carrera eclesiástica”, pues dejó de tener cargos durante tres años. Hay que tener en cuenta que Eliodoro tenía bienes familiares suficientes para sustentarse –su ordenación a título de patrimonio así lo indica–, y que son, además, los años en los que se desplaza con frecuencia a Madrid, conociendo allí, entre otras personas, a Josemaría Escrivá de Balaguer.

El 15 de febrero de 1933 obtuvo un nuevo nombramiento por parte del obispado de León: coadjutor de la Parroquia de San Marcelo. En realidad, Eliodoro acudió poco a San Marcelo porque la parroquia tenía una filial, la iglesia de San Juan de Renueva, que fue la que atendió. De hecho, cuando en 1940 San Juan fue elevada a la categoría de parroquia, Eliodoro Gil se mantuvo allí como ecónomo. Dos años más tarde, dejó San Juan y ocupó el puesto de capellán del colegio de las religiosas asuncionistas. Y en 1944 sirvió en el Seminario de León como Mayordomo o encargado de la administración [126].

Hasta entonces, Eliodoro había residido en León con su madre y una hermana, ayudando a la diócesis en diversas tareas. Pero en septiembre de 1944 se trasladó a la diócesis de Tuy para ocupar una canonjía y ser canciller secretario del obispo de aquella ciudad, el agustino José López Ortiz. Allí permaneció con su familia hasta febrero de 1969, año en que fray José ocupó la sede del vicariato castrense, en Madrid. Eliodoro fue con mons. López Ortiz a la capital –su madre y su hermana habían fallecido– y allí se estableció definitivamente hasta su muerte, que se produjo siendo ya muy anciano –tenía 96 años–, el 26 de abril de 2000 [127].

José María Vegas Pérez

El 1 de enero de 1932, en la iglesia de las esclavas, Lino Vea-Murguía presentó a Josemaría Escrivá de Balaguer un amigo del seminario que se llamaba José María Vegas [128]. Había nacido en la calle del Carmen, en Madrid, el 22 de octubre de 1902, el mismo año que san Josemaría [129]. Su padre, Miguel Vegas y Puebla Collado, natural de Madrid, regentaba la cátedra de geometría analítica en la Facultad de Ciencias de la Universidad Central; era un hombre de gran prestigio [130]. Su madre, María de la Piedad Pérez Peñalver, era natural de Arenas de San Pedro (Ávila). Una característica de la familia Vegas Pérez fue, sin duda, su profunda fe cristiana. El padre era segundo presidente de la Junta Central de Acción Católica, cargo en el que sucedió al marqués de Comillas, fallecido con fama de santidad; y la madre fue una mujer muy piadosa, que supo educar en la fe a sus doce hijos.

El itinerario de José María Vegas puede trazarse siguiendo los diversos estudios y trabajos que realizó: a los 16 años empezó el seminario, cursando dos años de latín, dos de filosofía, y cuatro de teología [131]. Recibió la ordenación sacerdotal el 11 de junio de 1927, y quedó incardinado a servicio de la Diócesis de Madrid-Alcalá. Al día siguiente recibió las oportunas licencias para celebrar Misa en cualquier iglesia o parroquia de la diócesis. Resulta significativo, por lo extraordinario, que el obispado no le hubiese dado un encargo pastoral lejano a la capital, como era habitual por entonces cuando se trataba de los primeros destinos pastorales [132]. Quizá influyó en este caso el prestigio profesional de su padre. Lo cierto es que vivió siempre en casa de sus padres –calle del Pez, n. 1–, y que comenzó a trabajar como capellán auxiliar de la cercana Parroquia de San Martín. Allí estuvo tres años hasta que recibió su primer nombramiento oficial como capellán tercero de una capilla célebre de Madrid: el Santísimo Cristo de San Ginés.

Conocemos algunos detalles de la personalidad de José María. Tenía un carácter optimista, que le llevaba a ser audaz y alegre, con sentido del humor. A la vez, era un hombre piadoso. Profesaba gran devoción al santo cura de Ars, cuyas obras leía con frecuencia, según recordaba el p. Royo Marín, que le conoció en 1932 [133].

Vegas permaneció en San Ginés desde 1930 hasta abril de 1935. Como la atención de la capellanía no le llevaba excesivo tiempo, su celo le movió a buscar más trabajo sacerdotal. Fue “Consiliario de la Juventud Femenina de A. C. de S. Ginés, Capellán Penitenciario de la Real Congregación del Santísimo Cristo de San Ginés, cuyos cargos alternaba con varias obras de celo en las que ponía todo el entusiasmo y el ardor de que era capaz aquella alma gigante saturada del Amor de Cristo y deseosa sólo del bien de las almas” [134].

La llegada de Somoano a Madrid procedente de la Sierra parece estar relacionada con el comienzo de una labor evangelizadora más intensa de José María Vegas con los necesitados. En el primer trimestre de 1932, fue de misiones por algunos pueblos de la provincia de Madrid. Era la primera vez que salía de la capital para ejercer su ministerio, y sacó mala impresión de la situación del clero en la Sierra [135]. De la época republicana hay constancia de los ejercicios espirituales que realizó en el verano de 1932, desplazándose al convento de los carmelitas descalzos de Segovia del 31 de julio al 6 de agosto. Lógicamente, fue renovando periódicamente sus licencias para celebrar la Misa, confesar y predicar [136].

En el año 1935 obtuvo un puesto de cierto relieve entre el clero madrileño, aunque no exento de grandes peligros, dadas las circunstancias del momento: el 28 de abril tomó posesión como rector del Cerro de los Ángeles [137]. Lo cuenta una breve biografía suya que se encuentra entre la documentación del archivo diocesano:

Nombrado en 1934 [sic] Rector del Santuario del Cerro de los Ángeles, desarrolló sus energías, a pesar de ser tiempos muy difíciles. Desde los primeros momentos de la revolución, se sabía que el Cerro de los Ángeles, por lo que simbolizaba, habría de ser objeto de las iras marxistas, como ya lo había sido meses antes en que intentaron derribar el monumento del Sagrado Corazón y asesinar a los sacerdotes que allí prestaban sus servicios [138].

La realidad no hizo más que confirmar las funestas sospechas. Una vez comenzada la Guerra Civil, José María Vegas encontró refugio en casa de sus padres [139]. Éstos hicieron varias pesquisas, y concluyeron que el mejor sitio para mantener escondido a su hijo era la comisaría de policía, porque podía quedar en calidad de detenido, a resguardo de males mayores. Así se hizo, pero al cabo de unos días la policía lo trasladó a la Cárcel de San Antón. Allí fue incluido en la “saca” del 27 de noviembre de 1936 [140], para ser fusilado en Paracuellos del Jarama [141].

José María Somoano Berdasco

El 1 de enero de 1932, el fundador del Opus Dei había conocido a José María Vegas. Al día siguiente se producía otro encuentro que también iba a forjar una sólida amistad: Lino le presentaba a José María Somoano, capellán del Hospital del Rey.

A diferencia de los demás sacerdotes de los que hemos tratado hasta el momento, tenemos la suerte de contar con una excelente biografía de José María Somoano [142]. Su padre, Vicente, era abogado, y oriundo de Cuadroveña (Oviedo). Su madre, María, era madrileña. Los Somoano Berdasco contrajeron matrimonio en junio de 1901, y tuvieron doce hijos, ocho varones y cuatro mujeres. José María fue el primogénito de la saga. Arriondas, pueblecito asturiano de ganaderos y agricultores, le había visto nacer el 4 de febrero de 1902. Allí realizó sus primeros estudios hasta que, en otoño de 1915, se trasladó a Alcalá de Henares (Madrid) para comenzar a estudiar humanidades y filosofía en el seminario menor. Sus padres decidieron que acudiera a la diócesis de Madrid-Alcalá después de ponerse en contacto con Manuel Fernández Díaz, sacerdote asturiano y abad de la Colegiata de Alcalá de Henares [143].

A comienzos del curso académico 1922-1923, José María pasó de Alcalá a Madrid, donde continuó su formación en el seminario conciliar. Hizo cuatro años de teología –hasta el verano de 1926– y uno de derecho canónico. Sus calificaciones fueron buenas, pero no sobresalientes: la nota dominante de la carrera, tanto en filosofía como en teología, fue Benemeritus [144]. El 11 de junio de 1927, junto con otros catorce jóvenes, José María Somoano recibió la ordenación sacerdotal de manos del obispo Leopoldo Eijo y Garay, y quedó incardinado en la Diócesis de Madrid-Alcalá.

Inmediatamente después de su primera Misa, antes incluso de tener licencias para confesar y celebrar, fue sorteado para hacer el servicio militar y fue destinado a Ceuta. Durante el curso 1927-28 sirvió como capellán auxiliar del hospital de Alcazarquivir (Marruecos). De regreso a la península, fue nombrado ecónomo de San Mamés y su anejo Navarredonda, pueblos de la provincia de Madrid, situados en el valle del Lozoya. Tomó posesión el 24 de noviembre, pero duró poco en el cargo, pues a los seis meses, el 11 de abril de 1929, el obispado le nombró capellán del madrileño asilo Porta Coeli, una institución creada en 1915 por el canónigo Francisco Méndez con el fin de acoger a “golfillos” de la calle, enseñarles un oficio manual, y educarles en la fe cristiana [145].

La llegada a la capital no mejoró su posición económica. El capellán de Porta Coeli percibía 150 pesetas mensuales –1.800 anuales–, con pensión completa [146]. Era un sueldo muy justo para vivir: el jornal de un obrero en Madrid en 1931 era de 5 pesetas; es decir, 1.825 pesetas anuales si trabajaba todos los días [147]. En cambio, estar en Madrid facilitaba el encuentro con más personas. A finales de 1929, se reunió con Lino Vea-Murguía, José María Vegas y José María García Lahiguera, sacerdotes amigos de la época del seminario, y formaron la aludida Congregación Mariana Sacerdotal [148].

Somoano permaneció en Porta Coeli dos años. Durante ese periodo no limitó su actividad pastoral al asilo, pues en el año 1930 realizó una misión entre los enfermos del Hospital del Rey, junto con Lino Vea-Murguía. Tenía Somoano un verdadero interés por la atención de las personas necesitadas, y ese desvelo le condujo a solicitar un cambio de trabajo. El 28 de febrero de 1931 recibió el nombramiento de capellán del Hospital Nacional de Infecciosos –conocido vulgarmente como Hospital del Rey–, localizado en Chamartín de la Rosa, pueblo colindante con Madrid. El hospital –que todavía hoy se encuentra al norte de la Ventilla, barrio de Tetuán de las Victorias– estaba situado en una zona llena de traperos que tenían unas viviendas pobrísimas mezcladas con un inmenso basurero [149]. Desde allí se divisaba el cercano pueblo de Fuencarral [150], y si se deseaba ir a Madrid, hacía falta tomar el ferrocarril de Colmenar, que acercaba a Cuatro Caminos en poco más de una hora.

El hospital tenía varios pabellones. Uno de ellos, inaugurado en 1926, estaba destinado exclusivamente a tuberculosos y no dependía de la dirección del hospital, sino de la Liga Antituberculosa; se denominaba Enfermería para Tuberculosos Victoria Eugenia [151]. Somoano fue nombrado capellán de esta enfermería, aunque también ocupó interinamente la capellanía del Hospital del Rey, celebrando Misa diariamente en la capilla del hospital [152]. 80 personas componían la plantilla del Hospital, entre las que había 17 religiosas enfermeras [153].

El capellán residía en el hospital, y percibía una cantidad anual de 1.250 pesetas. Desde un punto de vista económico no se entiende que Somoano hubiese dejado Porta Coeli, porque se le reducían en un treinta por ciento sus ingresos, ya insuficientes. Como queda dicho, la razón para aceptar tal encargo hay que buscarla en su deseo de atender física y espiritualmente a los enfermos [154].

José María Somoano era un hombre de fe profunda, cosa que se manifestaba en primer lugar en las acciones litúrgicas. Recordaba san Josemaría en enero de 1933: “Nada me extrañó [lo] que, hace unos días, me decía una religiosa: ¡qué santo era el Sr. Somoano! ¿Le trató Vd. mucho?, le pregunté. No –me dijo–, pero le oí una vez decir la Misa” [155]. Somoano tenía en alta consideración la llamada al sacerdocio, y sufría cuando sabía de presbíteros que no actuaban de modo coherente. Cuando Vegas le contó en abril de 1932 que en sus misiones por pueblos de la provincia había visto conductas poco ejemplares entre el clero, José María quedó tan afectado que pasó una noche entera en oración pidiendo por ellos [156].

Además de las apreturas económicas, desde su llegada al Hospital del Rey, Somoano se las vio con el anticlericalismo, que fue haciéndose cada vez más virulento. La primavera de 1932 resultó especialmente difícil para el capellán: el 15 de abril recibió un oficio por el que cesaba de cargo y sueldo en la enfermería desde el primero de ese mes; y cinco días más tarde, se le dieron instrucciones que limitaban sus actuaciones dentro del hospital. La Dirección General de Sanidad le comunicaba:

Podrá permitirse la celebración de la misa para los enfermos que lo deseen y puedan asistir, los domingos y fiestas de guardar, siempre en local apropiado. Los gastos que esto ocasione no podrán cargarse nunca a los presupuestos del Establecimiento, pudiendo sufragarlos los enfermos que lo deseen. Cuando un enfermo grave pida los auxilios espirituales esa Dirección se servirá avisar a la parroquia más próxima [157].

Desde entonces, José María Somoano residió fuera del hospital, acudiendo a él sólo cuando se le llamaba para prestar atención pastoral sin remuneración alguna. Tres meses más tarde, José María regresaba al hospital, esta vez para ingresar como paciente. Lo habían encontrado en su habitación aquejado de unos fuertes espasmos y vómitos repentinos. Sólo estuvo dos días enfermo: después de una breve pero sufrida agonía, moría el 16 de julio. Quienes estaban más cerca de él pensaron que era muy posible que hubiese sido envenenado por odio a la fe [158].

La ley de secularización de cementerios disponía que sólo quienes lo hubiesen solicitado de modo expreso tendrían enterramiento de carácter religioso. Cuatro meses antes de su muerte, José María Somoano había firmado una cuartilla en la que indicaba expresamente: “Dispongo de modo terminante y expreso que a mi cadáver se le dé sepultura eclesiástica en tierra sagrada, con todas las ceremonias, ritos y bendiciones de la Iglesia Católica” [159]. Así se hizo el 18 de julio de 1932 en el cementerio de Chamartín de la Rosa [160].

Vicente Blanco García

Un joven sacerdote de la diócesis de Calahorra y La Calzada (Logroño) llegó a Madrid en octubre de 1933. Se llamaba Vicente Blanco y tenía intención de frecuentar las aulas de la Central con el fin de obtener el doctorado en filosofía y letras. Pronto entró en contacto con Josemaría Escrivá de Balaguer. No sabemos exactamente las circunstancias, pero quizá fue con motivo de su residencia –Vicente vivía en la Casa Sacerdotal de la calle Larra, lugar donde había habitado anteriormente san Josemaría– o por razón de encargo pastoral con las teresianas, conocidas también por el fundador del Opus Dei gracias a su amistad con Pedro Poveda.

Vicente Blanco era cuatro años menor que Josemaría. Había nacido el 28 de agosto de 1906 en Sobrón, pueblecito alavés a diecisiete kilómetros de Miranda de Ebro. Huérfano de padre y madre desde muy joven, fue criado por su tío Arturo García del Río, notario de Miranda de Ebro. Allí cursó primaria y secundaria en el colegio de los Sagrados Corazones, hasta que en 1924 fue a Comillas para estudiar la carrera de teología [161]. Coincidiendo con el final de los estudios, recibió el orden sagrado el 25 de julio de 1932 en Comillas, y quedó incardinado como sacerdote diocesano de Calahorra y La Calzada.

Nada más ordenarse, hizo gestiones para trasladarse a Madrid porque tenía el deseo de concluir la carrera de filosofía y letras que había comenzado en la Universidad Pontificia de Comillas. Tuvo que sortear las conocidas trabas que se ponían a todos los sacerdotes extradiocesanos que solicitaban residencia en la capital española: desde Miranda de Ebro, envió dos instancias al obispado de Madrid-Alcalá –la primera fue rechazada– explicando que la especialidad de filosofía sólo podía cursarse en Madrid o Barcelona, y añadiendo que no iba a ser gravoso para la diócesis [162].

Llegado a Madrid en octubre de 1933, cursó en la Universidad Central “cinco asignaturas (las últimas para la Licenciatura)” [163]. En primavera de 1934 ya era licenciado en filosofía y letras [164], y pasó a matricularse en el doctorado. Su director de tesis fue Agustín Millares Carlo, catedrático numerario de paleografía y diplomática de la Universidad Central. Probablemente en su relación con Millares está el origen del giro académico de Vicente Blanco, pues dejó la filosofía y se centró en la lengua latina, que sería su especialidad definitiva. Un año más tarde, en 1935, viajó a París para seguir sus estudios de doctorado [165].

Vicente Blanco tuvo dos encargos eclesiásticos en el Madrid de los años republicanos: fue capellán adscrito a la parroquia de la Almudena, y confesor de las teresianas. Durante este periodo, residió en la Casa Sacerdotal de las damas apostólicas, calle de Larra, n. 3 [166].

Ya en los años cuarenta –había conseguido el doctorado en filosofía y letras antes de la Guerra Civil– buscó el modo de situarse en la Central de Madrid. Comenzó por ser profesor encargado de curso durante el año académico 1940-41. Como los ingresos que percibía en la universidad eran escasos, supo a través de san Josemaría que podía solicitar al vicario general de la diócesis, Casimiro Morcillo, algún cargo como profesor de religión [167]. La solicitud fue aceptada, y le fue concedido en septiembre de 1941 un puesto en el Instituto Isabel la Católica.

A los pocos meses –febrero de 1942– conseguía regresar al ámbito académico. Obtuvo la cátedra de lengua y literatura latinas en la Universidad de Oviedo, y allí estuvo hasta su traslado a la Universidad de Zaragoza, donde fijaría su residencia definitiva [168]. Vicente Blanco falleció en el año 1975.

Prosopografía sacerdotal

Las diez sucintas biografías que hemos presentado nos permiten hacer un compendio prosopográfico. Las características comunes de estos sacerdotes son fácilmente identificables, así como los elementos diversos [169]. Nos parece que estas conclusiones son de interés, pues no sólo se refieren al contexto específico que estamos analizando –los sacerdotes que trataron más intensamente a Josemaría Escrivá de Balaguer durante los años treinta– sino que también pueden aportar alguna luz para el contexto más general del clero madrileño de la Segunda República.

La primera característica común es la edad. Si tomamos como referencia 1932 –año en el que se conocen muchos de ellos porque el fundador del Opus Dei los aglutina–, observamos que nueve –entre ellos san Josemaría– oscilan entre los 25 y los 31 años; y que dos sobrepasan en mucho estas edades: Norberto Rodríguez tiene 52, y Blas Romero, 50.

Cuadro 1.png

En cambio, el origen geográfico de los presbíteros es de lo más diverso. Los hay nacidos en Madrid –Lino Vea-Murguía y José María Vegas–, y abundan los de provincias foráneas: Álava, Ciudad Real, Oviedo, Palencia, Salamanca, Zaragoza. Respecto a los segmentos sociales que ocupaban las familias de los sacerdotes, bastantes estaban bien situadas: eran hijos de catedráticos (José María Vegas), de abogados (José María Somoano), de notarios (el tío que crió a Vicente Blanco), de terratenientes (Lino Vea-Murguía) o de agricultores (Pedro Cantero).

La educación de estos sacerdotes presenta algunos paralelismos. Por supuesto, todos han tenido una experiencia de seminario durante años. Tres de ellos –Somoano, Vea-Murguía y Vegas– han sido condiscípulos en el seminario de Madrid durante cuatro cursos (1922-1926). Y cuatro –Pedro Cantero, Eliodoro Gil, Saturnino de Dios y Vicente Blanco– han estudiado en años distintos en el lugar que quizá tenía más prestigio por aquel entonces como centro de formación eclesiástica en España: la Universidad Pontificia de Comillas.

Una vez que reciben la ordenación sacerdotal, percibimos una distinción académica entre los presbíteros: cuatro han cursado también una carrera civil –Blanco, de Dios, Cirac y Cantero–; y seis se han dedicado a la labor pastoral desde el primer momento –Gil, Rodríguez, Romero, Somoano, Vea-Murguía y Vegas. Los primeros conseguirán con el tiempo doctorados civiles, mientras que los segundos dejarán los estudios una vez ordenados para dedicarse a tareas pastorales.

La edad de ordenación sacerdotal resulta especialmente significativa. Todos han recibido el sacramento del Orden entre los 23 y los 26 años, sin que haya ningún caso de ordenación tardía. Y su incardinación tampoco presenta sorpresas: han quedado incorporados al presbiterio de sus respectivas diócesis y al servicio de éstas, excepto Eliodoro Gil y Lino Vea-Murguía, ordenados a título de patrimonio. Por supuesto, todos, como era preceptivo, renuevan oportunamente las licencias de celebrar y confesar, y hacen ejercicios espirituales al menos cada tres años.

La posición económica en Madrid resulta holgada para algunos y paupérrima para otros. Como línea general, durante la Segunda República consiguieron lo suficiente para sobrevivir pero sin grandes holguras. Vivían con más tranquilidad Lino Vea-Murguía –debido a las rentas de su patrimonio–, Saturnino de Dios –capellán de la rica familia Ruiz-Ballesteros–, y Sebastián Cirac, canónigo y archivero de Cuenca. Apurada, en cambio, era la situación del propio Josemaría Escrivá de Balaguer, así como las de Norberto Rodríguez y José María Somoano. Ocho de los once sacerdotes estudiados –incluimos a san Josemaría– eran extradiocesanos. Los motivos por los que acudieron a Madrid y consiguieron establecerse fueron en esencia dos: a) por razón de estudios universitarios en la Central, cinco presbíteros: Josemaría Escrivá (derecho), Vicente Blanco (filosofía y letras), Pedro Cantero (derecho), Saturnino de Dios (filosofía y letras), Sebastián Cirac (filosofía y letras); b) por razón de actividades pastorales, los dos de más edad: Norberto Rodríguez –que vivía además con su familia– y Blas Romero (Eliodoro Gil acudía de modo esporádico a Madrid desde León). Por tanto, Josemaría Escrivá de Balaguer se fijó más en sacerdotes que no estaban sujetos a labores pastorales ordinarias, como las parroquias o las rectorías: disponían de más tiempo y podía pedirles que lo dedicaran a los apostolados que impulsaba.

Adentrándonos un poco más en las relaciones entre los presbíteros y sus intereses personales encontramos otros elementos más importantes. En primer lugar, observamos que el futuro conjunto de sacerdotes que reunirá Josemaría Escrivá de Balaguer se forja fundamentalmente por la amistad que éste tiene con cada uno: que el fundador del Opus Dei fue el elemento de unión de los sacerdotes lo demuestra el itinerario de amistades:

Cuadro 2.png

El esquema evidencia que no se conocían entre ellos con anterioridad, salvo los que han estudiado en el Seminario de Madrid-Alcalá (Vea-Murguía, Vegas y Somoano) y el tándem Norberto-Lino. San Josemaría es quien busca y elige a aquéllos que iban a participar de las reuniones sacerdotales para conocer el espíritu del Opus Dei.

La ocupación sacerdotal durante la Segunda República aclara todavía más las ideas expuestas. Aunque casi todos habían tenido experiencias anteriores en parroquias, sólo hay tres presbíteros –Romero, Vegas y Gil (en León)– que pertenezcan a la estructura parroquial. Sus trabajos durante la República se pueden resumir de modo esquemático:

Cuadro 3.png

Las tareas que desarrollaban estos sacerdotes eran ocupaciones estables y reconocidas por el obispado. A la vez, se trataba de trabajos –sobre todo las capellanías no parroquiales– que permitían disponer de tiempo libre, algo necesario para san Josemaría: en el pensamiento del fundador del Opus Dei, esos sacerdotes deberían atender los apostolados del Opus Dei, actividad que tendrían que desempeñar sin abandonar sus respectivos cargos pastorales.

Aunque Escrivá de Balaguer les influía espiritualmente, no llevaba la dirección espiritual de estos sacerdotes. Deseaba que fuesen otros quienes atendieran sus confesiones. Así, él mismo se confesaba desde julio de 1930 con Valentín Sánchez Ruiz, jesuita. Norberto Rodríguez se confesaba con el p. Joaquín, carmelita [170]; Lino Vea-Murguía, con el p. Gil, redentorista; y Pedro Cantero empezó a hacerlo con Norberto Rodríguez [171]. No hay, por tanto, un criterio uniforme en la elección de los confesores, ya que éstos provienen de diversas familias espirituales (jesuitas, carmelitas, redentoristas y clero secular).

Sí que es común en estos sacerdotes su solicitud apostólica por transmitir el Evangelio, y su desvelo por los más necesitados. Con este motivo –como ha quedado expuesto anteriormente–, Vegas, Somoano y Vea-Murguía habían tenido una experiencia de asociacionismo sacerdotal, organizando en diciembre de 1929 la Congregación Mariana Sacerdotal con la finalidad de ayudarse entre sí y atender a personas necesitadas. Será poco más tarde, a principios de 1932, cuando se configure el Hospital del Rey –lugar de trabajo pastoral para Somoano– como espacio emblemático, porque allí atenderán a enfermos Josemaría Escrivá de Balaguer, Somoano, Vea-Murguía y Vegas.

Al problema político que planteaba la Segunda República, los sacerdotes dieron una respuesta de orden espiritual, que les llevó a impulsar aún más sus ímpetus apostólicos [172]. En la documentación revisada apenas hemos encontrado referencias políticas; todo lo más, un genérico rechazo de la política y los partidos radicales de izquierdas, sobre todo cuando se producían desmanes anticlericales, como por ejemplo la quema de conventos en mayo de 1931, o la revolución de Asturias en octubre de 1934.

Durante los años 1931-1936, estos sacerdotes, incluido san Josemaría, sufrieron, como todos los demás, el anticlericalismo con insultos, persecuciones y violencia callejera. Uno de ellos –José María Somoano–, como ha quedado expuesto más arriba, murió probablemente envenenado en julio de 1932; y de los nueve restantes, dos –Lino Vea-Murguía y José María Vegas– fueron asesinados al comenzar la Guerra Civil, y el resto conocieron los horrores de la persecución. Estadísticamente se cumplió en este colectivo, de modo aproximado, lo que pasó en Madrid capital: de los 1.000 sacerdotes seculares residentes, fueron asesinados 306 [173].

Después de la Guerra Civil, cada uno siguió su propio itinerario sacerdotal, que fue muy diverso entre sí. Pedro Cantero llegó a ser arzobispo de Zaragoza. Eliodoro fue canciller-secretario en el obispado de Tuy. Sebastián Cirac y Vicente Blanco acabaron en la universidad civil; el primero como catedrático de filología griega, y el segundo como catedrático de lengua y literatura latina. Norberto siguió como capellán de religiosas hasta su muerte. Saturnino consiguió una canonjía en Granada; y Blas Romero regresó a tareas parroquiales en su diócesis. Josemaría Escrivá de Balaguer dedicó todas sus energías al desarrollo del Opus Dei, trasladándose a Roma en 1946 y dedicándose a una labor de resonancias apostólicas universales.

Sólo la mitad de estos sacerdotes pudieron celebrar sus bodas de oro sacerdotales. Además de los tres que murieron antes de 1939, hubo dos que fallecieron relativamente jóvenes: Sebastián Cirac con 67 años, y Vicente Blanco con 69.

Participación y colaboración en las actividades formativas del Opus Dei

Una vez que hemos analizado brevemente el itinerario biográfico y pastoral de los componentes del colectivo de sacerdotes que es objeto de nuestro estudio, llega el momento de focalizar la atención en los años treinta y, más concretamente, en la participación que tuvieron en las actividades formativas del Opus Dei, y en el tipo de colaboración que prestaron a san Josemaría. El relato será ahora sincrónico, de modo que podamos ver su evolución conjunta.

El punto de partida para entender la formación de este conjunto de presbíteros se encuentra en el mismo nacimiento del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. Ese día fundacional, Josemaría Escrivá de Balaguer entendió que Dios quería que la institución a la que debía dedicar su vida incluyera laicos y sacerdotes [174]. Por eso, cuando empezó a poner por obra el querer de Dios, fue abriendo horizontes de entrega a Dios a chicos jóvenes –universitarios muchos de ellos, aunque no todos–, a mujeres que se acercaban a su confesionario –el 14 de febrero de 1930 supo que el Opus Dei estaba también abierto a mujeres–, y a sacerdotes.

Nos encontramos ante unos años calificados por el propio fundador como “periodo de gestación” [175], ya que la Obra tal como la había visto el 2 de octubre de 1928, no estaba todavía plenamente desarrollada. Eran momentos en los que sobre todo hacía falta gran fe en él, en sus palabras, porque estaba todo por hacer. “En estos años, don Josemaría, al hablar a los que atraía hacia la Obra, no les presentaba una cosa hecha, sino un panorama, unos objetivos, un rumbo, una llamada de Dios que es preciso secundar” [176]. Él, como fundador, tendría que ser quien decidiera quiénes podían ser del Opus Dei, cuándo podía empezar a hablar del Opus Dei con ellos, y cómo debía vincularlos a la misión que había recibido de Dios. Fueron aspectos que tomaron cuerpo y se articularon a lo largo de los primeros años de la Obra y que en buena medida coinciden cronológicamente con los años de la Segunda República española (1931-1936).

Como tal, la etapa que debemos estudiar comprende los años 1932 a 1935, periodo en el que Josemaría Escrivá de Balaguer dio vida a una reunión que denominaba Conferencia sacerdotal, encuentro semanal de presbíteros a los que transmitía el ideal apostólico del Opus Dei. Esos tres años tienen unos antecedentes que se remontan a la fundación del Opus Dei (1928-1931), y una continuación que, de modo más inmediato, concluye con el estallido de la Guerra Civil (1935-1936). Vaya por delante que, durante toda su vida, el fundador del Opus Dei mostró un especial desvelo por la atención de los sacerdotes diocesanos. Hay varios episodios de su vida que demuestran esta realidad [177]. Sin entrar en detalles de la historia posterior, ahora nos referiremos a los años treinta.

Una última aclaración que nos parece necesaria. El relato que sigue ni desea ni puede analizar de modo exhaustivo toda la desbordante actividad desarrollada por san Josemaría a lo largo de estos años: capellán –luego rector– de un patronato, atención de enfermos, profesor particular de derecho, impulsor de una residencia universitaria; además, en el Opus Dei atendió a otras personas, como los chicos de la Residencia DYA, o las mujeres que se iban acercando a sus apostolados. Nuestro estudio sólo trata de los principales pasos de la llamada Conferencia sacerdotal, a la luz sobre todo de la documentación ya publicada y de los datos que hemos podido obtener de los archivos utilizados para la elaboración de los itinerarios sacerdotales [178].

Los primeros años del Opus Dei (1928-1930)

Después de la fundación del Opus Dei el 2 de octubre de 1928, Josemaría Escrivá de Balaguer comenzó a rezar y a pensar cómo poner en práctica esa misión divina recibida. Entre otras luces, aquel día había entendido que habría sacerdotes en la Obra –él ya era el primero [179]–, pero no tenía conciencia sobre los particulares que harían realidad ese hecho. Una de las primeras personas con las que habló del Opus Dei fue Norberto Rodríguez García. Los dos se conocían por ser capellanes del Patronato de Enfermos. Habían tenido ocasión de tratarse desde que Josemaría ocupase la capellanía del patronato en 1927, e incluso habían adoptado alguna devoción particular: por ejemplo, en marzo de 1929 se habían inscrito en la Unión sacerdotal de hermanos espirituales de Santa Teresita [180].

A finales del año 1929, Escrivá explicó el Opus Dei a Norberto [181]. Días más tarde –el 14 de febrero de 1930–, san Josemaría recibió una nueva luz fundacional. Dios le hizo entender que el Opus Dei también era para mujeres. Don Josemaría rememorará un año más tarde sus conversaciones con Norberto en aquellos momentos: “cuando, con cierta congoja, una noche le comuniqué el secreto [el Opus Dei], esperaba yo que me dijese: usted es un visionario, un loco. Y sucedió que, acabadas de leer por mí las antiguas cuartillas, contagiado de chifladura divina, con el tono más natural del mundo, me dijo: lo primero que hay que hacer es la Obra de los varones” [182]. Desde entonces –señala Vázquez de Prada– Norberto “se autovinculó a la Obra antes de que le invitase a ello el Fundador” [183].

Es en ese periodo cuando, en ocasiones, podía verse a Josemaría y a Norberto charlando por la calle. Asunción Muñoz, maestra en el noviciado de Chamartín de las damas apostólicas, recordaba que

don Josemaría venía muchos domingos a vernos. Teníamos la casa-noviciado en el Paseo de la Habana de Madrid y había allí un campo muy grande con una huerta hermosa. Él venía con otro sacerdote, don Norberto Rodríguez García, que también ayudaba en la capellanía del Patronato de Enfermos. Era un sacerdote mayor y enfermo que vivía en lo que fue Patronato antiguo. Yo creo que don Josemaría le llevaba para poder ayudarle: para que se sintiera útil y apreciado. Hablaba con él y le hacía pasar un buen rato [184].

Josemaría Escrivá de Balaguer vivía un tiempo muy intenso pues, además de realizar una labor encomiable como capellán de las damas apostólicas –sobre todo con visitas a enfermos en sus casas, algunas situadas en los suburbios, o en los hospitales–, rezaba constantemente para que se hiciera realidad el Opus Dei. Dios le ayudaba con nuevas luces fundacionales que recogía en los Apuntes íntimos. A fines de 1930, escribió una aclaración tajante para el futuro: “los socios sacerdotes han de salir de los socios laicos” [185]. Esta expresión quedó apuntada, y con los años sería una realidad [186]. Después, en 1950, se abriría a los sacerdotes diocesanos la posibilidad de pedir la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, asociación de clérigos intrínsecamente unida al Opus Dei. Pero antes, entre 1932 y 1935, y siguiendo siempre lo que veía que era voluntad de Dios, el fundador ya había procurado vincular a su tarea a algunos sacerdotes.

Hacia un trato más íntimo (1931)

En vísperas de la Segunda República, Josemaría Escrivá sumaba tres miembros del Opus Dei: “5-Abril-1931: ayer, domingo de Resurrección, D. Norberto, Isidoro, Pepe y yo rezamos las preces de la Obra de Dios” [187]. “Ese era todo el personal de que se componía la Obra –comenta Vázquez de Prada–: un joven estudiante, un ingeniero, un sacerdote maduro y enfermo y, a su frente, don Josemaría” [188].

Fue aquel 1931 un año plagado de acontecimientos importantes para el fundador: nuevas luces fundacionales, dificultades económicas, incorporaciones de más personas a la Obra, etc. No podemos ahora reunir todos estos acontecimientos, pero mencionamos explícitamente uno: el cambio de ocupación pastoral, por el que Josemaría pasó de la capellanía del Patronato de Enfermos a la de las religiosas del Patronato de Santa Isabel. La decisión que originó el traslado fue su deseo de poder dedicar más tiempo al Opus Dei, algo que resultaba incompatible con la solicitud por las numerosas tareas que le daban las damas apostólicas. Después de varios meses de complejas gestiones, el 21 de septiembre celebró su primera Misa como capellán interino del Patronato de Santa Isabel [189].

Durante este año, había hablado sobre el Opus Dei con varios sacerdotes que podrían entender su espíritu. Uno de ellos era Lino Vea-Murguía, gran amigo de Norberto Rodríguez porque ambos habían trabajado juntos en el Patronato de Enfermos antes de que Escrivá llegara a Madrid. Norberto, además de explicar a Lino el Opus Dei, le invitó a formar parte de la Obra, y dio luego cuenta de los hechos consumados a san Josemaría [190].

Pedro Cantero era otro de estos sacerdotes. El fundador del Opus Dei lo había conocido a mediados de 1930 en la Universidad Central. Un año más tarde, el 14 de agosto de aquel año 1931, le explicó la Obra. Antes de ir a verle, pidió oraciones a otras personas para que Cantero entendiese el Opus Dei [191]. Poco después –en septiembre–, Cantero empezó a trabajar con intensidad en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y en el Instituto Social Obrero, actividades que le ocuparon gran parte de su tiempo. Además, también eran muy absorbentes sus estudios en la Central [192]. Parece ser que fue ésta la razón por la que, desde mediados de 1932, Pedro Cantero no volverá a aparecer entre los sacerdotes vinculados con Josemaría Escrivá de Balaguer, aunque siguió siendo gran amigo suyo y acompañándole en ocasiones a visitar enfermos en hospitales [193]. Muchos años más tarde, en 1976, Cantero rememoraba su gran amistad con san Josemaría, pero no recordaba que se hubiese vinculado de algún modo al Opus Dei [194].

Y un tercer sacerdote con el que había hablado Josemaría Escrivá de Balaguer era Sebastián Cirac. Se habían conocido a finales de 1930 en el Patronato de Enfermos porque Cirac, aunque vivía en Cuenca por ser canónigo, se acercaba con frecuencia a Madrid para acudir a la Central, y en esas ocasiones se alojaba en la Casa Sacerdotal de las damas apostólicas. A lo largo del año, don Josemaría le fue explicando el Opus Dei hasta que, en otoño de 1931, Sebastián decidió incorporarse a la Obra [195].

Así pues, a finales del año 1931 Josemaría Escrivá había acercado a la Obra a varios sacerdotes. Con Norberto y Lino –los primeros con los que había hablado– tenía un trato más intenso, según se deduce de los pasajes de los Apuntes íntimos ya publicados. A Norberto le comentaba en septiembre cómo debían ser los comienzos de la empresa sobrenatural que estaba surgiendo: “Ya se dijo, pero bueno es volverlo a recordar, como lo hacíamos anoche con D. Norberto, que somos los primeros de la Obra de Dios, el grano de trigo, de que habla el Evangelio. Si no nos enterramos y morimos, no habrá fruto” [196]. Y a Lino le explicaba a principios de diciembre una costumbre cristiana que se implantaría en el Opus Dei: “Hoy dije a D. Lino –y le pareció muy bien– que debe cantarse solemnemente la Salve a Nuestra Señora todos los sábados. Así se hará en las casas de la Obra de Dios sin excepción” [197]. Al mismo tiempo, seguía conociendo a más presbíteros, algunos de los cuales se acercarían con el tiempo a la Obra; la víspera de la Inmaculada –7 de diciembre– Pedro Poveda le presentó en su casa a un sacerdote leonés que se llamaba Eliodoro Gil. Desde el primer momento, surgió entre los dos nuevos conocidos una gran amistad y afecto [198].

Ese mismo año el fundador había escrito que los sacerdotes en el Opus Dei “serán solamente –y no es poco– Directores de Almas” [199]. Su labor pastoral sería un verdadero “apostolado oculto” [200], mediante el servicio ministerial a los fieles de la Obra. Y así lo enseñó y lo puso por obra cuando, por ejemplo, comenzó el trabajo apostólico con mujeres. Josemaría Escrivá de Balaguer encomendó la atención sacramental de aquellas primeras mujeres a Norberto Rodríguez y a Lino Vea-Murguía. De este modo, confiaba a los dos sacerdotes una tarea a la que no llegaba fácilmente por falta de tiempo, pues eran innumerables las labores en las que estaba presente [201].

También fue a finales de 1931 cuando, con la experiencia de los meses anteriores, decidió que había llegado el momento de fortalecer y ampliar el conjunto de los sacerdotes que le seguían [202]. Parece que el punto de partida en orden a la acción hay que situarlo en el martes 29 de diciembre. Ese día, Josemaría se reunió con Norberto y Lino. Hablaron de quiénes podían entender el espíritu del Opus Dei. Y Lino se acordó de los amigos de seminario que ahora residían en Madrid. A uno de ellos –José María Somoano– Lino ya le había hablado de la Obra; otros amigos eran José María Vegas y José María García Lahiguera. Decidieron que Lino se los presentaría a Josemaría en las próximas jornadas [203].

Al día siguiente, 30 de diciembre, las monjas de Santa Isabel dejaron a su capellán una imagen de un Niño Jesús para que se la llevara a casa. Josemaría visitó, entre otros, a Norberto “para que viera al nene” [204]. Acababa el año, y los planes de acción apostólica de Josemaría Escrivá de Balaguer iban envueltos y animados por su trato confiado con Dios.

José Luis González Gullón  y  Jaume Aurell, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

112         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 425.

113         La documentación manejada no nos permite fijar ni el día ni el mes en que se produjo el encuentro.

114         Relación testimonial de Saturnino de Dios Carrasco, Gijón 30-VIII-1975, AGP, serie A-5, leg. 208, carp. 2, exp. 12, p. 1.

115         Cuestionario de ingreso en el Seminario y Universidad Pontificia de Comillas, Vitigudino (Salamanca), 17-VI-1919, AHUPCO 117, Expediente personal de Saturnino de Dios Carrasco.

116         La fortuna de la familia provenía de la mujer, María Ballesteros, mejicana, que había recibido una herencia millonaria. El matrimonio cooperaba económicamente con las necesidades de la Iglesia. En alguna ocasión había acogido en su casa de Gijón a Francisca Javiera del Valle, autora del Decenario al Espíritu Santo, que falleció en enero de 1930. Cfr. Camino, ed. crít., pp. 748-749.

117         Cfr. Guía de la Iglesia en España, Secretariado del Episcopado Español, Madrid, 1963, p. 188.

118         Cfr. AGP, serie A-3, leg. 174, carp. 2, exp. 3, doc. 3; citado en Camino, ed. crít., p. 43, nt. 104.

119         Relación testimonial de Saturnino de Dios Carrasco, Gijón, 30-VIII-1975, AGP, serie A-5, leg. 208, carp. 2, exp. 12.

120         Cfr. Licencias transitoriales, Granada, 5-VI-1957, en Expediente personal de Saturnino de Dios Carrasco, AGCAM, XV, A d 3.1.

121         Pedro Poveda Castroverde (1874-1936) fue canonizado por Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003.

122         El pro-capellán mayor tenía una jurisdicción propia denominada habitualmente palatina, porque había sido creada para la atención del culto y el servicio espiritual de la familia real y su servidumbre. Su jurisdicción abarcaba en Madrid dos grandes instituciones: el Palacio Real y los Reales Patronatos. Entre 1927 y 1933, fue pro-capellán mayor el obispo Ramón Pérez Rodríguez (cfr. Anuario Eclesiástico, Barcelona, Eugenio Subirana, 1931, p. 429).

123         Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, Madrid, 23-IV-1996, AGP, serie A-5, leg 215, carp. 2, exp 1.

124         Cfr. Libro de personal, n. 2, p. 326, en Secretaría, Obispado de León.

125         Cfr. Libro de personal, n. 2, p. 326, en Secretaría, Obispado de León.

126         Cfr. Libro de personal, n. 2, p. 326, en Secretaría, Obispado de León.

127         Cfr. Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 16 (2000), p. 109.

128         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 130.

129         Tres días más tarde recibía el Bautismo en la parroquia de Nuestra Señora del Carmen y San Luis. Cfr. Certificado de bautismo, Madrid, 10-XI-1924, AHDM, Expediente de órdenes. 1927, José María Vegas Pérez.

130         Los Vegas Pérez mantenían buenas relaciones sociales. Los padrinos de Confirmación de José María fueron los marqueses de Montalbo, Nicolás Fernández de Córdoba y María Maritorena de Bolland. Cfr. Certificado de confirmación, Madrid, 10-XI-1924, AHDM, Expediente de órdenes. 1927, José María Vegas Pérez.

131         Tuvo como notas dominantes de la carrera Meritissimus en filosofía y Benemeritus en teología. Cfr. Ficha de personal, Madrid, s/f, AHDM, P.A., n. 49, José María Vegas Pérez.

132         Vid. nota 96.

133         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 241.

134         Manuscrito, s/f, AGCAM, XV, H 1, “Sacerdotes asesinados”. “A. C.”: Acción Católica.

135         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 153.

136         La documentación conservada de sus licencias es muy precisa: se le concedieron por seis meses en dos ocasiones, después por un año, luego por tres, y finalmente por seis. Para renovar las licencias, en todas las ocasiones tuvo que superar un examen ante el correspondiente tribunal eclesiástico constituido para la ocasión. Cfr. AHDM, Expediente de órdenes. 1927, José María Vegas Pérez; y AHDM, Licencias ministeriales, Libro 4, p. 289.

137         Cfr. notificación de la toma de posesión, 29-IV-1935, AHDM, P.A., n. 49, José María Vegas Pérez.

138         AGCAM, XV, H 1, “Sacerdotes asesinados”.

139         El relato de la detención de José María lo hizo su hermano Ángel en J. M. Cejas, José María Somoano..., pp. 195-196.

140         En la “saca” había otros sacerdotes diocesanos, y religiosos agustinos, hermanos de San Juan de Dios, y hermanos de las Escuelas Cristianas. Cfr. A. Montero Moreno, op. cit., pp. 330-331.

141         El 4 de octubre de 1939, su hermano Ángel declaró en el juzgado que no tenía noticias de su paradero, que pensaba que había sido asesinado, y que no sospechaba de nadie, pero hizo constar que “la portera de la casa número uno de la calle del Pez donde vivía la víctima y su familia, dio cuenta a la policía roja de donde estaba escondido el que luego fue asesinado, aunque por fortuna este dato no fue conocido por las milicias” (AHN, F.C. Causa General, Leg. 15571, p. 291).

142         J. M. Cejas, José María Somoano...

143         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 31.

144         Cfr. Ficha de personal, Madrid, s/f, AHDM, P.A., n. 46, José María Somoano Berdasco.

145         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., pp. 101-105.

146         Cfr. Apunte manuscrito, Madrid, s/f, AHDM, P.A., n. 46, José María Somoano.

147         Cfr. Mundo Gráfico, 19-VIII-1931, cit. en José Luis Fernández-Rua, 1931. La Segunda República, Madrid, Giner, 1977, p. 509.

148         Congregación Mariana Sacerdotal de Madrid, Estatutos Generales, AGCAM, XVIII, J 4, “Asociaciones 1925-1929”.

149         Cfr. Juan Torres Gost, Medio siglo en el Hospital del Rey, Madrid, Biblioteca Nueva, 1975, p. 17.

150         Fuencarral era la población más cercana donde vivía otro sacerdote, el párroco Valeriano Mateo Gómez. Cfr. AGCAM, XV, A m 8.1, Expediente personal de Valeriano Mateo Gómez.

151         Con la llegada de la República pasó a denominarse Enfermería de Chamartín. Cfr. J. Torres Gost, op. cit., p. 67.

152         Cfr. Ficha personal, Chamartín de la Rosa, s/f, AHDM, Carpeta E. Serie V. Estadística Sacerdotal Parroquial, 1931.

153         La plantilla estaba compuesta por 17 facultativos, 13 auxiliares, 41 personas en enfermería –entre éstas estaba la comunidad de Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl– y 7 en la administración. Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 235, nt. 10.

154         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 114.

155         Apínt. n. 913 (25-I-1933), cit. en Camino, ed. crít., p. 676.

156         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 153.

157         Borrador, Madrid, 20-IV-1932, AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., pp. 158-159.

158         “Murió, víctima de la caridad y quizá del odio sectario, nuestro h. José María” (Nota necrológica sobre don José María Somoano, de Josemaría Escrivá, en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 623); “h.”: hermano. En el año 1983, Juan Ángel Martínez Jareño, médico forense, realizó un dictamen médico sobre el caso, y concluye su informe: “Por exclusión cree el informante, que el agente etiológico es el arsénico, en su forma clínica de Intoxicación Hiperaguda, que reviste el aspecto de una gastroenteritis de tipo coleriforme” (J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 182).

159         Cfr. AGP, serie A-5, leg. 244, carp. 1, exp. 1, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 143. Como testigos firmaban Lino Vea-Murguía y Rafael Pazos, Prefecto de disciplina en el Seminario de Alcalá de Henares.

160         J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 180.

161         Cfr. Cuestionario de ingreso en el Seminario y Universidad Pontificia de Comillas, Miranda de Ebro, 1-VIII-1924, AHUPCO 119, Expediente personal de Vicente Blanco García.

162         Carta, Miranda de Ebro, 3-IX-1933; y Carta, Miranda de Ebro, 6-IX-1933, AGCAM, Expediente personal de Vicente Blanco García, XV, A b 4.1.

163         Carta a Leopoldo Eijo y Garay, Miranda de Ebro, 3-IX-1933, AGCAM, Expediente personal de Vicente Blanco García, XV, A b 4.1.

164         Cfr. Carta de san Josemaría a Eliodoro Gil, Madrid, 11-VI-1934, AGP, serie A-3.4, leg. 253, carp. 2, carta 340611-01.

165         Cfr. Carta de san Josemaría a Francisco Morán, Madrid, 18-VI-1935, AGP, serie A-3.4, leg. 253, carp. 3, carta 350618-01, cit. en P. Rodríguez, “El doctorado... ”, p. 71.

166         Cfr. Solicitud de licencias, Madrid, 4-X-1934, en Expediente personal de Vicente Blanco García, AGCAM, XV, A b 4.1.

167         “Perdone V. Ilma. que me tome esta libertad fundada en su bondad y en el interés que en un ruego mío puso D. José Mª Escrivá. Me dijo que V. Ilma. podía disponer de una auxiliaría para prof. de Religión, mucho le agradecería que se acordara de este un servidor, pues como la remuneración de la Universidad es tan escasa y el nuevo curso se aproxima hay que ir pensando en poder aumentar algo los ingresos, sin la fatiga que suelen proporcionar las clases particulares” (Carta, Madrid, 30-VII-1941, en Expediente personal de Vicente Blanco García, AGCAM, XV, A b 4.1).

168         Cfr. Guía de la Iglesia en España, Secretariado del Episcopado Español, Madrid, 1963, p. 128. En estos años, cuando se trasladaba a Madrid, Vicente Blanco celebraba misa en las Calatravas (cfr. Solicitud de licencias, Madrid, 12-VIII-1957, en Expediente personal de Vicente Blanco García, AGCAM, XV, A b 4.1).

169         No hemos analizado todavía –será objeto del próximo epígrafe– el elemento central que aglutinó a todos ellos: las reuniones que tuvieron con san Josemaría durante los años 1932-1935 para que éste les explicara el espíritu del Opus Dei.

170         Cfr. Apínt. n. 528 (30-XII-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 414.

171         Cfr. Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 64.

172         Ya en 1929, Somoano, Vea-Murguía y Vegas, junto con García Lahiguera, habían establecido en su Congregación Mariana Sacerdotal: “Persuadidos de que la pasión política es ruina de la caridad, jamás se hablará de política, y en la acción social, la Congregación seguirá enteramente las normas que emanen de la autoridad eclesiástica” (Congregación Mariana Sacerdotal de Madrid, Estatutos Generales, art. 14, AGCAM, XVIII, J 4, “Asociaciones 1925-1929”).

173         Cfr. J. L. Alfaya, op. cit., pp. 104-105.

174         Cfr. Amadeo de Fuenmayor – Valentín Gómez-Iglesias – José Luis Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei: historia y defensa de un carisma, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1989, p. 29.

175         “En esos años, la Obra atravesaba lo que el propio Fundador ha definido como «el periodo de gestación». La semilla, el germen, había sido depositado por Dios el 2 de octubre de 1928, y confirmado en ocasiones sucesivas, pero el cuerpo, el organismo completo, estaba aún en proceso de formación: la Obra no era todavía una realidad plenamente desarrollada” (A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 37).

176         A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 37.

177         De los años anteriores a la Guerra Civil, recordaba Pedro Cantero: “En aquellos años la labor apostólica del Padre era amplísima. Su primera preocupación eran los jóvenes, pero, inmediatamente después, los sacerdotes” (Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 67). “Padre”: san Josemaría Escrivá de Balaguer. Y, en 1941, escribía san Josemaría al obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo y Garay: “Si el Señor no me hubiera marcado de modo tan terminante otro camino [hacer la Obra], sería cosa de no hacer nada más que trabajar y sufrir y orar por mis hermanos los Sacerdotes Seculares..., que son mi otra pasión dominante” (Carta, Pamplona, 25-VI-1941, en EF-410625-1, cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. II, Dios y audacia, Madrid, Rialp, 2002, p. 596, nt. 72).

178         El artículo no analiza el modo en el que estuvieron vinculados esos sacerdotes con el Opus Dei en unos años en los que la Obra no tenía aún ningún reconocimiento formal, ni estatutos. Se trata de un problema de orden teológico y jurídico que es necesario abordar, pero que queda para un estudio posterior que maneje toda la documentación disponible en los archivos. Sobre este particular, remitimos por el momento a lo expuesto en A. de Fuenmayor et al., op. cit., pp. 74-78 (“En busca de nuevas formulaciones terminológico-conceptuales”).

179         Cfr. A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 29.

180         Cfr. Camino, ed. crít., p. 950.

181         Cfr. A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 29.

182         Apínt. n. 354 (26-X-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 447.

183         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 447.

184         Relación testimonial de Asunción Muñoz González, Daimiel 25-VIII-1975, AGP, serie A-5, leg. 228, carp. 3, exp. 10, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 110.

185         Apínt. n. 138 (26-XII-1930), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. II, p. 596. Vázquez de Prada añade: “También se hace alusión, indirectamente, a los futuros sacerdotes, salidos de entre los laicos de la Obra, en los Apuntes, n. 101, de XI-1930, y n. 867, del 9-XI-1932” (ibid., p. 596, nt. 71). Saturnino de Dios indica: “recuerdo que el Padre alguna vez me dijo, que los sacerdotes que eran menester para atender a las personas y los apostolados de la Obra, habían de salir de los socios del Opus Dei, porque veía muy difícil que de otro modo comprendieran en su integridad el espíritu de la Obra” (Relación testimonial de Saturnino de Dios Carrasco, Gijón, 30-VIII-1975, AGP, serie A-5, leg. 208, carp. 2, exp. 12).

186         La primera ordenación de fieles del Opus Dei tuvo lugar en junio de 1944, pero ya antes de la Guerra Civil española, san Josemaría preguntó a algunos miembros de la Obra si estarían dispuestos a ser ordenados en el caso de que fueran llamados al sacerdocio. Pedro Casciaro –miembro del Opus Dei que con el tiempo fue presbítero– recuerda que el fundador le preguntó en mayo de 1936 si estaba disponible para ser presbítero, explicándole que el sacerdote debía ser como una alfombra, pues “está para servir; más aún, está para que los demás pisen blando” (P. Casciaro, op. cit., p. 69).

187         Apínt. n. 187 (6-IV-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 448.

188         A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 448. “Un joven estudiante”: José Romeo Rivera, estudiante de Arquitectura; “un ingeniero”: Isidoro Zorzano Ledesma, que residió en Málaga durante la República por motivos laborales.

189         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 378.

190         Cfr. Apínt., nn. 354 (26-X-1931) y 412 (XI-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 455, nt. 93.

191         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 454.

192         Cfr. Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., pp. 66-67.

193         Cfr. Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 69.

194         “A mí nunca me habló de una dedicación [al Opus Dei] de este estilo. Es posible que al saber mi colaboración con los Propagandistas –en la que él, indirectamente, al remover sacerdotalmente mi alma, tanta parte había tenido–, consideró que mi camino apostólico estaba ya determinado” (Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 68).

195         “Hasta ahora, dato curioso, todas las vocaciones a la O. de D. han sido repentinas. Como las de los Apóstoles: conocer a Cristo y seguir el llamamiento [...]. El Día de San Bartolomé, Isidoro [Zorzano]; por San Felipe, Pepe M.A. [Muñoz Aycuéns]; por San Juan, Adolfo [Gómez Ruiz]; después, Sebastián Cirac: así todos” (Apínt. n. 354 [26-X-1931], cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 449).

196         Apínt. n. 302 (30-IX-1931), cit. en Camino, ed. crít., p. 1000.

197         Apínt. n. 453 (4-XII-1931), cit. en Camino, ed. crít., p. 673.

198         “Le conocí en casa de don Pedro Poveda –hoy también beatificado–, donde estaba también la casa central de las teresianas, en la calle Alameda, n. 7. [...] En aquel día no hubo más que una simple presentación, pero fue el inicio de una amistad que se iría haciendo mayor con el tiempo y duraría toda la vida” (Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, Madrid, 23-IV-1996, AGP, serie A-5, leg. 215, carp. 2, exp. 1).

199         Apínt. n. 158 (II-1931), cit. en A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 44.

200         Apínt. n. 158 (II-1931), cit. en A. de Fuenmayor et al., op. cit., p. 44.

201         Cfr. Apínt. n. 434 (30-XI-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 458. Cfr. Apínt. n. 381 (8-XI-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 459. A esta atención se refiere Pedro Cantero: “pudo contar con sacerdotes que procuraron ayudarle en la atención de las personas que trataba” (Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 67).

202         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 433.

203         Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., op. cit., p. 128.

204         Cfr. Apínt. n. 528 (30-XII-1931), cit. en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 414.

José Luis González Gullón  y  Jaume Aurell

El presente estudio desea analizar el itinerario vital y espiritual de los sacerdotes que colaboraron más estrechamente en las iniciativas impulsadas por Josemaría Escrivá de Balaguer en el Madrid de la Segunda República [1]. Entre los numerosos proyectos y acciones promovidos por el clero de la capital [2], comenzaba a desarrollarse uno que había nacido en las manos de un joven sacerdote secular, Josemaría Escrivá de Balaguer [3]. Dentro del extenso número de los presbíteros que trataron al fundador del Opus Dei durante los años treinta –en concreto, desde su llegada a Madrid en 1927 y hasta el estallido de la Guerra Civil en 1936–, y sin ánimo de ser exhaustivos, pueden distinguirse cuatro grupos, según el momento en que los conoce y la relación que tienen con el Opus Dei:

a)        En primer lugar, los clérigos seculares y los religiosos residentes en otras ciudades españolas, especialmente aquellos relacionados con su etapa de seminarista en Logroño y Zaragoza (1915-1925), con los que había tenido trato antes de su llegada a Madrid; relación que mantendrá, habitualmente a través del correo postal, al menos hasta julio de 1936: el claretiano Prudencio Cancer; Roberto Cayuela, jesuita; Pedro Baldomero Larios Fanjul; Luis Latre Jorro; Francisco Javier de Lauzurica, futuro obispo de Vitoria; José López Ortiz, futuro obispo de Tuy y amigo suyo, agustino; José María Millán Morga; José Pou de Foxá; Vicente Sáez de Valluerca; Calixto Terés Garrido; Francisco Javier Vidal Bregolat; Eladio España.

b)        Un segundo grupo, amplio, sería el de los clérigos que conoce en su primera etapa madrileña (1927-1937), con los que mantiene un trato sacerdotal no necesariamente relacionado con el Opus Dei. Entre otros, estarían aquí Joaquín Ayala, doctoral de Cuenca; Ángel Ayllón, profesor de la Academia Cicuéndez; José Cicuéndez, director de la misma academia; los sacerdotes Avelino Gómez Ledo y Fidel Gómez Colomo, residentes de la Casa Sacerdotal, de la Congregación de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón; José Huertas Lancho, rector de Real Patronato de Santa Isabel; Marcelino Olaechea, salesiano, que fue después nombrado obispo; José Suárez Faura, rector del Real Colegio de Nuestra Señora de Loreto; Pedro Siguán y Luis Tallada, religiosos de la Sagrada Familia; Plácido Verde, rector del Real Patronato de la Encarnación.

c)         El tercer grupo es el de aquellos sacerdotes y religiosos que conoce a su llegada a Madrid y a los que va hablando del Opus Dei, pidiéndoles habitualmente oraciones para que sea capaz de realizar el encargo divino que tiene encomendado: José María Bueno Monreal, fiscal general del obispado de Madrid- Alcalá y futuro arzobispo de Sevilla y cardenal; José María García Lahiguera, director espiritual del seminario de Madrid, y que con el tiempo fue arzobispo de Valencia; Juan Hervás, profesor de la Casa del Consiliario, y futuro obispo de la Diócesis Priorato de Ciudad Real; Juan Francisco Morán, vicario general de la diócesis de Madrid-Alcalá; Juan Postius, claretiano, que será su confesor durante unos meses en 1932; Pedro Poveda, fundador de las teresianas; Valentín Sánchez Ruiz, jesuita, que sería su confesor durante los años republicanos.

d)        Y, por fin, algunos sacerdotes seculares que trató en Madrid a principios de los años treinta, con quienes intentó llevar a cabo un trabajo más hondo, con el deseo de transmitirles el espíritu que había procurado encarnar desde la fundación del Opus Dei, de modo que pudieran ayudarle en la formación de los jóvenes que se le iban acercando. Normalmente, les pedía que le acompañaran en su actividad de atención de los hospitales de Madrid, sobre todo a los que ya tenían encargos pastorales allí, o acudían con frecuencia.

El presente trabajo versa de modo específico sobre este último grupo. Gracias a la documentación disponible, podemos delimitar con precisión que fueron diez los sacerdotes que tuvieron una mayor vinculación con las iniciativas apostólicas impulsadas por el fundador del Opus Dei. Son los presbíteros a los que Josemaría Escrivá de Balaguer hizo partícipes del espíritu del Opus Dei en sus años iniciales, para que también lo vivieran. En 1937, el fundador de la Obra recordaba: “Llegué a reunir, muerto Somoano, ocho Srs. Sacerdotes” [4]. Este cómputo tenía en cuenta que uno de ellos había fallecido en julio de 1932 –José María Somoano– y otro –Pedro Cantero– se dedicó desde 1932 a actividades distintas. Enumerados alfabéticamente son: Vicente Blanco García; Pedro Cantero Cuadrado; Sebastián Cirac Estopañán; Saturnino de Dios Carrasco; Eliodoro Gil Rivera; Norberto Rodríguez García; Blas Romero Cano; José María Somoano Berdasco; Lino Vea-Murguía Bru; José María Vegas Pérez [5].

Las fuentes primarias que hemos utilizado han sido diversas. Por una parte, los archivos eclesiásticos de las diócesis donde los presbíteros nacieron, disfrutaron de algún beneficio, tuvieron un encargo pastoral o fallecieron (el material más interesante se encuentra en los expedientes de órdenes y en los expedientes personales). Por otra parte, los archivos donde hay constancia de su trabajo pastoral o social –por ejemplo, el Archivo General del Patrimonio Nacional, el Archivo Histórico Nacional o el Archivo General Militar–; y, por fin, la documentación publicada del Archivo General de la Prelatura del Opus Dei, que conserva los escritos de san Josemaría y otra documentación que sirvió para su proceso de canonización, como es el caso de las testimoniales sobre su vida.

Respecto a la bibliografía, las semblanzas publicadas hasta el momento sobre Josemaría Escrivá de Balaguer analizan el periodo de la Segunda República (1931-1936) desde el punto de vista de la primera gestación y progresiva maduración del Opus Dei [6]. El carácter provisional de los logros alcanzados por las primeras biografías se debe, en buena medida, a que las fuentes utilizadas por sus autores eran todavía muy reducidas. Más reciente y mejor documentada es la biografía de Andrés Vázquez de Prada [7], así como la dedicada a uno de aquellos sacerdotes, José María Somoano [8]. También ha sido de gran utilidad la consulta de la edición crítico-histórica de Camino, realizada por Pedro Rodríguez [9]. Para enmarcar el contexto histórico se han utilizado las obras de consulta general sobre la época republicana, las pocas que hay acerca del clero de Madrid en esos años [10], y los boletines oficiales de las diócesis correspondientes.

La primera parte del artículo, elaborada con la documentación de los archivos eclesiásticos, traza el perfil biográfico de cada sacerdote, precedido de las circunstancias que envolvieron su encuentro en Madrid con el fundador del Opus Dei; esta parte concluye con un análisis prosopográfico del conjunto de presbíteros, engarzándolo con el contexto del Madrid republicano de los años treinta. La segunda parte focaliza su atención en las actividades que desarrollaron esos sacerdotes para atender los apostolados e iniciativas impulsadas por san Josemaría, así como en el tipo de colaboración y diferente grado de adhesión que le prestaron; el grueso de la documentación utilizada en este apartado corresponde al Archivo General de la Prelatura, publicada ya en su mayor parte en algunas de las biografías sobre san Josemaría que han ido apareciendo estos últimos años.

Perfiles biográficos

El 19 de abril de 1927, Josemaría Escrivá llegó a Madrid. El sacerdote aragonés preveía pasar unos cuantos años en la capital porque su traslado tenía como primera finalidad la obtención del doctorado en la Facultad de Derecho de la Universidad Central. Pocos meses más tarde, esos planes se vieron trastocados por una luz divina explícita: el 2 de octubre de 1928, recibía en su alma la semilla del Opus Dei. Desde entonces, su permanencia en Madrid, hasta su traslado a Roma en 1946, estuvo dedicada a poner por obra la misión recibida, orientando todas sus actividades al cumplimiento de esa empresa sobrenatural. La llegada a Madrid supuso para san Josemaría una nueva etapa de su biografía [11]. Ordenado sólo dos años antes –28 de marzo de 1925–, contaba con veinticinco años. Era un presbítero joven y extradiocesano en una gran ciudad para él inexplorada. Además, conocía muy poca gente allí. En su haber poseía unas dotes humanas extraordinarias. Como ya le sucediera entre las personas de su familia, en las escuelas que frecuentó durante la infancia y juventud, y también entre sus condiscípulos de los seminarios por donde pasó, arrastraba con su palabra y, sobre todo, con su afecto y alegría [12]. Era capaz de tratar indistintamente con gente más joven que él o con los que eran mayores, como sucedió con algunos miembros de la jerarquía o sacerdotes que encontró a su llegada a la capital y con quienes entabló una verdadera y duradera amistad. Ahora, en sus primeros meses madrileños, los amigos más importantes que iba a tener serían presbíteros. Entre ellos iba a encontrar personas con las que compartir su solicitud por aquello que constituía el centro de su vida y actividad: el ser y vivir como sacerdote. Tanto en los temas genéricos de reflexión intelectual o de aspectos de la cultura, como en los estrictamente eclesiásticos, tener un interlocutor que también fuese presbítero facilitaba la comunicación y hacía posible entablar una relación profunda en poco tiempo.

El sacerdote español de los años treinta tenía una aguda conciencia de pertenecer al estamento clerical y, dentro de éste, al conjunto de personas que habían recibido el segundo grado del orden sacerdotal, el presbiterado. La mayoría de los sacerdotes diocesanos poseían numerosos elementos en común: una familia de tradición católica que había secundado o incluso alentado la vocación sacerdotal de uno o varios de sus hijos; una formación intelectual y eclesiástica recibida durante años en el seminario; y, sobre todo, el orden sacerdotal, que configuraba su ser y su vivir, desde lo más prosaico –como el tipo de vestidura o determinados comportamientos sociales –hasta lo más interior– su experiencia de lo sagrado a través de la celebración litúrgica, su mundo intelectual.

A estas similitudes más o menos profundas, se unió en el caso de Josemaría Escrivá de Balaguer otra circunstancia coyuntural, pero decisiva: durante los primeros siete meses de residencia en Madrid –del 30 de abril a finales de noviembre de 1927 [13]– habitó en una residencia sacerdotal [14], uno de esos “centros de sociabilidad” que tanto han interesado a los historiadores de la religiosidad en las últimas décadas [15]. El lugar, denominado Casa Sacerdotal, era una obra benéfica inaugurada pocos meses antes y regentada por las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Estaba localizada en la zona universitaria –calle de Larra, n. 3– y tenía capacidad para 31 personas [16]. Una vez situado, Josemaría congenió más con los presbíteros de su edad, como Fidel Gómez Colomo y Justo Villameriel Meneses, que preparaban oposiciones para el clero castrense; Avelino Gómez Ledo, coadjutor de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, o Antonio Pensado Rey, que deseaba residir en Madrid pero no tenía ningún cargo eclesiástico [17]. Se trataba de sacerdotes que pasaban una temporada en Madrid o que estaban incardinados en la diócesis pero no eran originarios de la capital, y aguardaban el momento de encontrar una solución más estable en cuanto a su residencia y actividad pastoral.

Junto a los sacerdotes conocidos en la residencia, surgió otra fuente de amistad, debida a motivos de trabajo pastoral. Al mes de residir en la Casa Sacerdotal, la fundadora de las damas apostólicas –Luz Rodríguez Casanova– solicitó al obispo de Madrid-Alcalá que Josemaría Escrivá fuese capellán primero del Patronato de Enfermos, institución también regentada por las damas apostólicas [18]. Josemaría intimó enseguida con el capellán segundo, Norberto Rodríguez, que llevaba ya tres años trabajando en ese lugar. Con él se inicia ahora el análisis del perfil biográfico de los diez sacerdotes que colaboraron de modo más estrecho, durante los años treinta, con el fundador del Opus Dei. El orden en el que irán apareciendo se basa en el criterio cronológico de su encuentro con san Josemaría.

Norberto Rodríguez García

Natural de Astorga –provincia de León–, Norberto Rodríguez había visto la luz el 26 de abril de 1880. Recibió la formación académica y sacerdotal en el seminario astorgano, excepto dos años que pasó en el Colegio de Calatrava de Salamanca [19]. El 29 de septiembre de 1905 fue ordenado sacerdote por manos del obispo de Astorga, y quedó incardinado en su diócesis [20].

Durante los primeros cinco años de sacerdocio, Norberto tuvo varios encargos en parroquias rurales. Comenzó por ser coadjutor de Paradaseca (Quiroga), pueblo gallego que formaba parte de la diócesis de Astorga. Seis meses más tarde –mayo de 1906–, se trasladó como coadjutor a Puebla de Sanabria, a 96 kilómetros de Astorga [21]. Y también fue, como él mismo indica en una ficha de personal, “profesor de latín en una Preceptoría anexa al Seminario de Astorga [...]. Cura Ecónomo en una parroquia de Ascenso inmediata a Astorga hasta 1910” [22].

En julio de 1910, Norberto solicitó al obispo de Astorga su traslado a Madrid. La razón principal de la solicitud estribaba en el deseo de vivir con su familia que, desde seis años atrás, ya habitaba en la capital [23]: “Me trasladé a Madrid, porque mi familia (padres y hermanos) residían aquí” [24]. Nada más llegar –probablemente fue durante el otoño de aquel año– se encontró con numerosas cortapisas para residir en la capital, cosa habitual para los presbíteros extradiocesanos [25]. Pero Norberto contaba con dos intercesores poderosos: el ministro de Gracia y Justicia, conocido de su padre, y el mismo obispo de Astorga, que en una carta al ordinario de Madrid, le rogaba que hiciese una excepción [26]. Por la documentación manejada, parece ser que el obispado de Madrid accedió a regañadientes. De hecho, Norberto Rodríguez no tuvo un nombramiento oficial para un puesto eclesiástico hasta la conclusión de la Guerra Civil, casi treinta años después de su llegada a Madrid [27]. Además, siempre tuvo que andar pendiente de renovar sus licencias o permisos, ya fuesen las licencias de residencia fuera de su diócesis –otorgadas por el obispo de Astorga–, ya las de celebración de sacramentos en Madrid –concedidas por el ordinario de Madrid-Alcalá– [28].

Norberto desarrolló una enfermedad psiquiátrica  –psiconeurosis depresiva, según el neurólogo– en 1914, por lo que necesitó tratamiento médico especializado [29]. Nunca llegó a restablecerse del todo. Diez años más tarde dirá que, una vez curado su “agotamiento nervioso”, se le declaró otra enfermedad “que me ha imposibilitado más que la primera, entorpeciendo mucho mi vida física en sus manifestaciones internas y externas, sobre todo mi cabeza (con dolores, opresiones...) y por consiguiente sus funciones cerebrales, dejándome inútil para el estudio” [30]. Estos males de carácter neuronal le imposibilitaron sobrellevar cargos eclesiásticos importantes o trabajos pastorales de envergadura, como los que había tenido en su etapa astorgana. Sólo pudo dedicarse a tareas eclesiásticas que exigieran menos esfuerzo físico, como por ejemplo la atención de fieles en el confesionario.

Debido a las dificultades para tener una ocupación estable, son pocos los datos que se tienen de sus primeros años en la Villa. Ha de pasar la década 1914- 1923 para que la documentación nos lo sitúe ocupando el puesto de capellán de la iglesia del Sagrado Corazón y San Francisco de Borja, regentada por los jesuitas. Al año siguiente, 1924, consiguió por vía de hecho un encargo pastoral que mantuvo durante algunos años, el de capellán segundo del Patronato de Enfermos de las damas apostólicas, calle Santa Engracia, n. 13 [31]. Parece que fue entonces cuando Norberto pudo desarrollar una actividad pastoral más intensa, sobre todo confesando en el Patronato de Enfermos y en los pequeños colegios sostenidos por éste, que eran unos treinta. Además, también administró sacramentos en el Hospital General: cuando rellene la ficha de personal de la diócesis de Madrid-Alcalá en junio de 1939, especificará dentro de los “méritos y servicios”, el de “enseñar la Doctrina y confesar a los enfermos del Hospital General durante varios años (mientras lo permitió mi estado de salud). Pertenecía a la Congregación de la Doctrina, establecida en ese Centro” [32].

El 3 de enero de 1927, el padre de Norberto mantuvo una entrevista con el vicario general de la diócesis de Madrid-Alcalá, Juan Francisco Morán. Discutieron sobre la situación laboral y económica de Norberto y la familia. Morán propuso que Norberto se trasladara a El Escorial, pues había allí una capellanía de monjas disponible, con su sueldo correspondiente. Después de hablar con su padre, ese mismo día Norberto escribió a Juan Francisco Morán. Agradecía la atención del vicario, pero no deseaba el traslado: no se iban a resolver así los problemas económicos de la familia; al contrario, se incrementarían, pues tendrían que sostenerse todos con la pensión del sacerdote (Norberto vivía entonces con sus padres y dos hermanas) [33]. El vicario no insistió, y los Rodríguez García quedaron para siempre en la capital. A lo largo de treinta años, ocuparon cuatro domicilios, mudándose a alojamientos cada vez más confortables: primero vivieron en la calle Toledo, n. 64; después pasaron al comienzo en la calle Sagasta, n. 4, 3º izda.; en 1923 estaban en la calle Ponzano, n. 18, entresuelo; y desde 1931 residieron en Viriato, n. 20.

Ocho años llevaba Norberto Rodríguez en el Patronato de Enfermos cuando, en diciembre de 1932, cambió su encargo pastoral. Pasó a ser capellán segundo de las religiosas esclavas del Sagrado Corazón, calle Martínez Campos, n. 8. El cargo no le ocupaba excesivo tiempo, y además se acomodaba bien a su quebrantada salud. Quienes le conocieron en estos años, recuerdan que era un hombre penitente, un sacerdote piadoso que facilitaba el encuentro con Dios. A la vez, reconocen que la enfermedad le afectaba al carácter, pues en ocasiones resultaba algo adusto, sobre todo para aquellos que le encontraban por primera vez [34]. Antes de la Guerra Civil, tuvo como director espiritual al p. Rubio y, al fallecer éste, se dirigió con el p. Joaquín, carmelita [35]. También están documentados unos ejercicios espirituales que realizó durante la época republicana: fueron en mayo de 1934 con los padres redentoristas de Madrid, calle Manuel Silvela, n. 14 [36].

No sabemos si salió de Madrid o dónde se cobijó durante la Guerra Civil [37]. Lo cierto es que Norberto reaparece en 1939 como capellán de las carmelitas descalzas de la calle Conde de Peñalver, y residente, junto con una hermana, en la calle General Álvarez de Castro, n. 23 [38]. En Conde de Peñalver celebró alguna vez la Misa, y otras en la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel, hasta que en octubre de 1942 consiguió su primer nombramiento oficial concedido por el obispado de Madrid-Alcalá: capellán del convento de las religiosas carmelitas de la calle Aranaz, n. 8 [39]. A partir de entonces, la ya escasa fuerza física de Norberto fue mermando. En los años cincuenta, como dice por carta al obispo auxiliar de la diócesis, ya no podía asistir a los retiros que se organizaban [40]. Sí que mantuvo hasta el final de sus días el encargo de capellán de monjas porque no le resultaba muy gravoso [41]. Norberto Rodríguez murió el 8 de mayo de 1968, a los 88 años de edad [42]. Había vivido en Madrid desde que tenía 30, y fue toda su vida un presbítero incardinado en la diócesis de Astorga.

Pedro Cantero Cuadrado

Nada más llegar a Madrid, san Josemaría buscó la manera de conseguir un mínimo de ingresos que facilitaran el traslado de su madre viuda y de sus hermanos a la Villa y Corte [43]. La nómina del Patronato de Enfermos no era suficiente para conseguirlo, por lo que comenzó a impartir algunas clases particulares, como ya había hecho antes en Zaragoza. Encontró un puesto de profesor de derecho romano e instituciones de derecho canónico en una academia de repaso –la Academia Cicuéndez–, situada en la calle San Bernardo [44]. En la misma calle estaba la Universidad Central, lugar al que acudía Josemaría para cursar las asignaturas previstas en los cursos de doctorado [45]. En definitiva, era una zona donde era usual ver al joven sacerdote, acompañado en ocasiones de algún alumno de la academia.

A principios del curso académico 1930-31, Josemaría Escrivá de Balaguer se encontró en la universidad con un sacerdote para él desconocido. Como no era tan frecuente que hubiese presbíteros por los pasillos de la Central –no llegaban a veinte los sacerdotes alumnos–, se acercó para saludarle [46]. Pedro Cantero, co-protagonista del suceso, recuerda el suceso:

Conocí a Josemaría hacia el mes de septiembre de 1930. Yo estaba estudiando Derecho en la Universidad Central y esperaba en aquel momento la convocatoria para un examen de Hacienda. Me encontraba, pues, en el edificio de San Bernardo, cuando apareció él, acompañado por un muchacho joven, posiblemente un alumno de la Academia Cicuéndez donde Josemaría daba clases de Derecho Romano. En cuanto me vio, al distinguir a un sacerdote, se dirigió hacia mí con una sonrisa amplia y abierta. Entablamos la primera conversación. Yo no sabía nada de él, hasta aquel momento. Éramos simplemente dos sacerdotes de la misma edad y bastó eso para que se estableciera entre nosotros una corriente de mutua confianza. Hablamos sobre el trabajo y los estudios. Al darse cuenta de que acababa de instalarme en Madrid, se ofreció para todo cuanto pudiese necesitar. Nos dimos nuestras direcciones. Así empezó una amistad que duraría toda la vida [47].

Pedro Cantero había nacido el 23 de febrero de 1902 en Carrión de los Condes (Palencia). Cursó la primera enseñanza en el colegio de los hermanos maristas de su pueblo natal, y estudió humanidades en el colegio de los jesuitas. A los catorce años se trasladó a la Universidad Pontificia de Comillas, pues deseaba ser sacerdote. De 1916 a 1921 lo más probable es que hiciese dos años de latín y tres años de filosofía, realizando a continuación, entre 1921 y 1925 los estudios de teología; obtuvo un doble doctorado en las facultades de Filosofía y Teología, con nota Nemine discrepante en ambas [48]. Meses más tarde, a los veinticuatro años de edad, recibía la ordenación sacerdotal: era el 22 de marzo de 1926.

Poco sabemos de la actividad de Pedro Cantero durante sus primeros años de sacerdocio, salvo que estaba incardinado en Palencia y que residió en Valladolid, comenzando, junto al jesuita p. Nevares, algunos trabajos pastorales en el ámbito social. Concretamente, ocupó los cargos de inspector delegado de la Federación Católico Agraria, y de propagandista de la Unión de Federaciones Agrarias Castellano-Leonesas [49].

En el verano de 1930 se trasladó a Madrid para concluir la licenciatura de derecho en la Universidad Central, a la vez que ayudaba como inspector del Colegio de Huérfanos de la Armada [50]. Finalizada la carrera, en julio de 1931 empezó la tesis, pues creía que “el Derecho me ayudaría a una futura actividad en el campo de la acción social, poniendo un fundamento jurídico a mis afanes” [51]. Pero, tras una conversación con Josemaría Escrivá de Balaguer, sintió la comezón de empeñarse con intensidad en alguna tarea pastoral [52]. Este deseo se hizo realidad al mes siguiente, cuando Ángel Herrera le propuso colaborar con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Por un tiempo, “abandonó su orientación a cátedras universitarias para dedicarse a la Acción Social Obrera” [53]. Vivió el comienzo y primer desarrollo del Instituto Social Obrero (ISO), dando clases en sus aulas de doctrina social católica. Además, durante esos años Cantero tuvo una experiencia internacional notable, pues asistió como pensionado a un curso de estudios corporativos organizado por la Universidad Católica de Milán, y estudió las doctrinas económico-sociales en diversos países europeos (Francia, Suiza, Inglaterra y Países Bajos) [54].

Conocemos el director espiritual de Pedro Cantero durante la etapa republicana: “un día [Josemaría Escrivá de Balaguer] me planteó la conveniencia de tener un director espiritual y le pedí que me aconsejase alguien con quien hablar y confesarme regularmente. Me habló entonces de don Norberto Rodríguez como un sacerdote muy de Dios. Yo acepté su consejo y tuve a don Norberto como director espiritual, al menos durante unos años” [55].

Cuando estalló la Guerra Civil sirvió como alférez-capellán en el Ejército Nacional. Su movilidad fue grande:

el mismo día 19 de julio de 1936 salió voluntario [desde Carrión de los Condes] hacia el frente nacional, como Capellán de 300 paisanos suyos, a quienes animó para que ellos empuñasen las armas. Él no ha disparado un solo tiro. Ha permanecido durante toda la Campaña voluntariamente y siempre en la primera línea del Frente Nacional. En los ocho primeros meses de la guerra, como Capellán de Falange Palentina. A partir del 9 de abril de 1937 en que apareció en el Boletín Oficial del Estado su asimilación a Alférez, fue destinado al 2º Grupo de Escuadrones del Regimiento Villarrobledo, que era el que estaba de Guarnición en Palencia. Hizo las campañas de Santander, Asturias, Teruel, Valencia, pasó el Ebro, y después en el Alto Tajo. Terminada la Guerra, después de desfilar ante el Caudillo en Valencia, pidió la desmilitarización cuya concesión aparece en el Boletín de fecha 11 de Junio de 1939. Posee tres recompensas: Cruz de Guerra. Cruz Roja. Medalla de la Campaña [56].

Los tres primeros años que siguieron a la Guerra Civil, permaneció en Madrid como asesor nacional de cuestiones morales y religiosas de “Auxilio Social”. En el año 1942 ocupó el puesto de rector del Real Patronato de Loreto, cargo de cierto renombre y posición. Movido por sus inquietudes sociales, y con la relativa disponibilidad de tiempo que le facilitaba su nuevo cargo, se interesó por el mundo de la comunicación. Fue redactor religioso del diario Ya, y colaboró con otros diarios y revistas, como Ecclesia, Escorial, Pueblo, Arriba o África. “Ya por entonces –le recordarán años más tarde– quedaban perfectamente definidas las trayectorias más acusadas de su personalidad y de su actividad pastoral: de un lado, el apostolado social, inclinación innata plenamente desarrollada año tras año. De otro, el periodismo, vocación fecunda mantenida y desarrollada durante su pontificado al frente de la Junta Nacional de Prensa Católica” [57].

Llevaba diez años como Rector de Loreto cuando, en diciembre de 1951, le comunicaron que había sido nombrado obispo de Barbastro [58]. Su consagración tuvo lugar el 24 de abril del año siguiente [59]. Pese al interés que le despertó la diócesis aragonesa, no estuvo allí mucho tiempo, pues el 23 de octubre de 1953 fue trasladado a la Diócesis de Huelva, de nueva creación. Allí impulsó numerosas actividades pastorales, y algunas dieron lugar a asociaciones de diverso tipo: la promoción de la prensa católica le llevó a dirigir la Junta Nacional de Prensa Católica; la preocupación por los obreros hizo que crease el denominado Secretariado Diocesano de Formación Profesional de la Iglesia [60]; y la atención de los más pobres le condujo a establecer un Plan Nacional de Alfabetización en la diócesis [61]. Tras pasar diez años en Andalucía, el 20 de mayo de 1964 fue promovido a la sede arzobispal zaragozana [62]. Permaneció en Zaragoza hasta su renuncia por motivos de edad el 3 de junio de 1977, siendo sustituido por mons. Elías Yanes Álvarez. Poco más de un año llevaba jubilado cuando, el 19 diciembre en 1978, Pedro Cantero moría a los 76 años de edad.

Blas Romero Cano

Los sacerdotes que trabajaban en las parroquias –párrocos, coadjutores y capellanes–, conocían a los presbíteros que vivían o tenían tareas pastorales dentro de la circunscripción territorial de su parroquia pues, entre otras razones, se reunían todos una vez al mes para las collationes o conferencias sacerdotales [63] Pensamos que ésta fue la razón por la que Josemaría Escrivá de Balaguer conoció a Blas Romero: el Patronato de Enfermos, donde permaneció el fundador del Opus Dei como capellán hasta el verano de 1931, estaba enclavado dentro de la circunscripción territorial de la Parroquia de Santa Bárbara, que contaba a Romero entre sus capellanes [64].

Blas Romero Cano había nacido el 1 de marzo de 1882 en Membrilla (Ciudad Real). Después de estudiar en los seminarios de Orihuela (Alicante) y Ciudad Real, fue ordenado el 25 de mayo de 1907, a los veinticinco años, y quedó incardinado en Ciudad Real [65]. Durante sus primeros años de presbítero atesoró una experiencia pastoral amplia: pasó unos meses de capellán en el hospital de Herencia (Ciudad Real); luego fue nombrado ecónomo de Anchuras de los Montes y Enjambre, donde estuvo desde agosto de 1908 a marzo de 1909; y después ocupó la plaza de vicario de Alhambra durante otro año y medio más, hasta noviembre de 1910.

Cuando, al acabar la guerra, Blas tuvo que rellenar en la secretaría del obispado una ficha de personal, a la pregunta por sus “aptitudes especiales”, responde: “Algo aficionado a la Música y al Canto Gregoriano” [66]. Esta pasión le había conducido hasta Antequera (Málaga) en diciembre de 1910: consiguió el puesto de cantor de su colegiata, junto con la capellanía del hospital local. En abril de 1913 pasó a la Catedral de Cádiz como capellán de coro, con cargo de primer bajo de capilla y segundo salmista. Dos años más tarde –mayo de 1915–, regresó a su tierra, sin que tengamos noticia de los motivos por los que abandonó Cádiz. Recibió el nombramiento de arcipreste de Horcajo de los Montes (Ciudad Real), y tres años más tarde –era ya septiembre de 1915–, pasó a ser párroco de Villar del Pozo, en la misma provincia, por permuta con otro sacerdote.

Hasta el momento, Blas Romero había seguido una trayectoria parroquial ordinaria, a la que había añadido unos años de dedicación a la música sacra. De repente, en septiembre de 1921, dio un giro a su vida y se trasladó a Madrid. Las causas de semejante decisión parece que fueron económicas. Cuando escribe al vicario de la Diócesis de Madrid-Alcalá para solicitar alguna tarea pastoral, alega la necesidad de una atención médica especializada por parte de un oculista, pero también envuelve entre líneas los motivos pecuniarios: “Tengo causa natural y en mi concepto, ninguna ley se opone a que yo esté aquí en la Corte, donde solo puedo vivir (dada mi enfermedad, técnicamente probada), porque solo aquí puedo ganar para vivir y curarme. Verdaderamente sería triste que yo, a quien falta lo necesario en su diócesis, muriera o cegase, por negarme en ésta lo superfluo” [67]; “solo en la Corte se hallan médicos de fama y ayuda económica para la vista” [68].

Blas contaba con el permiso del obispo-prior para residir en Madrid, pero tuvo que forcejear con el obispado madrileño que, fiel a las indicaciones de la Santa Sede para que no permitiera una afluencia masiva de presbíteros extradiocesanos en la capital, le puso numerosas dificultades [69]. Consiguió las licencias en 1926, de modo que estuvo cinco años en Madrid sin poder celebrar regularmente en ninguna institución eclesiástica. Parece que fue una carta suya la que hizo cambiar de actitud al vicario general de la diócesis. En su epístola decía: “Yo no daño ni perjudico a nadie; antes favorezco a Iglesias que me buscan, por la escasez de clérigos. ¿No es deplorable que lo que se concede a tantos otros, cuya sacerdotal conducta me permito dudar que sea mejor que la mía, se me niegue a mí, solo quizá por tesón?” [70].

También esperó mucho tiempo antes de que el obispado le otorgara un nombramiento oficial. Durante los primeros ocho años en la Villa y Corte celebró Misa en diversas iglesias no parroquiales, como San Andrés de los Flamencos o San Antonio de los Alemanes. Finalmente, el 16 de mayo de 1929 recibió el cargo de capellán de la parroquia de Santa Bárbara. Este sería su trabajo pastoral hasta el inicio de la Guerra Civil.

Los años madrileños le vieron cambiar tres veces de domicilio. Al menos desde 1923 residió en la calle Carretas, n. 45. A partir de 1925, vivió en la Pensión Domingo, situada en la calle Alfonso XII, n. 11, entresuelo centro. Cuando la pensión cambió de sede en 1928, yendo a parar a la calle Mayor, n. 19, segundo, Blas Romero también lo hizo. Respecto a los ejercicios espirituales que haya podido realizar durante los años de la Segunda República, sólo se conserva una referencia a los que hizo en octubre de 1935 en la Abadía de Samos (Lugo) [71].

Acabada la guerra, el obispado le nombró ecónomo de Cenicientos, pueblo madrileño situado a 86 kilómetros de la capital, en el límite provincial con Ávila y Toledo. Blas Romero no se acomodó con facilidad a ese sitio, tanto por las dificultades para evangelizar a algunos feligreses como por el frío intenso que pasó durante el invierno [72]. Quizá fueran éstas las razones que le hicieron pensar en volver a su diócesis de origen, pues en 1940 volvió a La Mancha. Fue nombrado, sucesivamente, ecónomo de Malagón, Miguelturra y Madre de Dios de Almagro. Enfermo y débil de salud, se trasladó a finales de los cincuenta al Sanatorio del Montepío del Clero Diocesano, de Ciudad Real. Allí falleció el 28 de marzo de 1958, a los 76 años de edad.

Sebastián Cirac Estopañán

A finales del año 1930, Josemaría Escrivá de Balaguer conoció en el Patronato de Enfermos a un sacerdote de su misma tierra, un caspolino llamado Sebastián Cirac [73]. Parece ser que el trato comenzó porque, cuando acudía a Madrid, Sebastián se alojaba en la Casa Sacerdotal de las damas apostólicas [74]. Además, ambos tenían un amigo común, Joaquín María de Ayala, doctoral del cabildo de Cuenca [75].

Sebastián Cirac había nacido en Caspe (Zaragoza), el 17 de septiembre de 1903. Pronto sintió la llamada al sacerdocio, pues de octubre de 1917 a junio de 1921, hizo los cuatro años de Gimnasio en el seminario menor de Belchite [76]. Trasladó su residencia a Zaragoza el curso académico siguiente y comenzó primero de filosofía en el seminario conciliar [77]. No tenemos datos claros sobre sus desplazamientos posteriores, pero sabemos que Cirac concluyó los estudios sacerdotales en Roma, donde obtuvo dos doctorados, uno de filosofía y otro de teología [78].

La ordenación sacerdotal tuvo lugar el 17 de marzo de 1928, y a continuación pasó a servir a la diócesis como ecónomo de diversas parroquias rurales: Lahoz de la Vieja, Santel y Val de San Martín. En 1930, Cirac ganó una canonjía en el cabildo de Cuenca. El obispo de la ciudad, Cruz Laplana y Laguna, le nombró también archivero de la diócesis. Con estos cargos, Cirac estaba bien situado en la carrera eclesiástica. Pero sus intereses eran variados, pues también quería acercarse al mundo académico y opositar a cátedras. Por este motivo, se matriculó en filosofía y letras en la Central de Madrid [79], aunque hacía los exámenes en la Universidad de Zaragoza, ciudad en la que alcanzó el doctorado.

Acabada la carrera, el obispo Cruz Laplana le autorizó que ampliase estudios en el extranjero. Cirac se decantó por Alemania, trasladándose a Munich en octubre de 1934. Su estancia en la capital bávara fue más larga de lo previsto debido al comienzo de la Guerra Civil española, pero tuvo mucho fruto. Sebastián regresó en 1939 con su cuarto doctorado, esta vez en filología. Una vez situado en España, opositó y ganó la cátedra de filología griega en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona. Era el 7 de noviembre de 1940. Sus sueños académicos se habían hecho realidad, y a partir de entonces quedó vinculado al mundo universitario, llegando a ocupar el cargo de decano de la facultad.

Hombre de gran cultura, publicó numerosas obras de alto nivel científico, a pesar de los relativamente pocos medios con que se podía contar en la España de postguerra. Destaca sobre todo su Manual de gramática histórica griega [80] que, dividido en cuatro volúmenes, resume toda la morfología y sintaxis griega. También realizó algunos estudios de carácter histórico, que versan sobre varios acontecimientos de la historia de España. Un tema que le atraía especialmente era la cultura bizantina –a principios de los cincuenta fue director de la sección de filología griega y bizantinística del CSIC–, y publicó, entre otros, Bizancio y España: el legado de la basilissa María y de los déspotas Thomas y Esaú de Joannina [81]; Bizancio y España: la caída del Imperio Bizantino y los españoles [82]; Bizancio y España. La Unión, Manuel II Paleólogo y sus recuerdos en España [83]. Otro aspecto histórico que analizó fue la Inquisición; aprovechando la documentación del archivo eclesiástico de Cuenca, del que había sido director, y usando también el de Toledo, escribió Aportación a la historia de la Inquisición española: los procesos de hechicería de Castilla la Nueva [84]. Y, como homenaje al obispo de Cuenca y a los sacerdotes asesinados durante la Guerra Civil, Cirac publicó Vida de D. Cruz Laplana, y el Martirologio de Cuenca [85].

Sus actividades académicas se compaginaron con las pastorales. Fue siempre capellán de monjas: del Asilo de las Religiosas Trinitarias (1944), director de la Pía Unión de San José de la Montaña (1948), capellán de las trinitarias de Vía Augusta (1953). Sebastián Cirac falleció en Barcelona el 17 de marzo de 1970, día en el que cumplía 42 años de sacerdocio [86].

Lino Vea-Murguía Bru

En junio de 1927, Josemaría Escrivá comenzó a trabajar como capellán primero del Patronato de Enfermos. Sustituía en este puesto a Lino Vea-Murguía, un sacerdote madrileño que se había ausentado para realizar el servicio militar. Podemos suponer que el otro capellán del patronato –Norberto Rodríguez– le habló de Lino. Y también es muy probable que, cuando Josemaría conoció a Lino en 1931 [87], fuese Norberto quien se lo presentara, pues en aquel año Vea-Murguía y Rodríguez eran capellanes de la misma institución, las Esclavas del Sagrado Corazón.

Lino había nacido el 24 de abril de 1901 en Madrid [88]. Su padre, Antonio Lino, era cántabro y tenía una posición económica holgada; la partida de su matrimonio indica que era “propietario” [89]. Su madre, María de la Trinidad, era sevillana, y dejó una impronta andaluza en el nombre de su primogénito: Lino Octavio Gregorio de la Caridad y del Señor del Gran Poder. Un conocido de Lino la recordaba como “una mujer viuda, pequeña de estatura, con una gran vivacidad, muy simpática, muy comprensiva” [90]. La documentación ofrece pocos detalles sobre la familia, pero sí anotamos el origen foráneo de los cónyuges, algo habitual en una capital que estaba sufriendo un verdadero aluvión humano [91]; y con más razón en el caso de los Vea-Murguía, pues la familia tenía ascendientes militares [92].

Lino no tuvo hermanos. Pronto despertaron en él algunos rasgos característicos de su personalidad, como la alegría, y también las aspiraciones profundas de su alma, entre las que descolló el deseo de ser sacerdote. A los 18 años entró en el seminario conciliar de Madrid para empezar los estudios de los “latines”, que dieron paso después a los tratados de filosofía y teología. Allí se hizo muy amigo de otros tres seminaristas de su edad: José María Vegas, José María Somoano y José María García Lahiguera [93].

La ley eclesiástica exigía que, antes de recibir la ordenación, cada candidato poseyera un título canónico, es decir, que tuviese los suficientes bienes y emolumentos que aseguraran su sustentación futura [94]. Lino Vea-Murguía planteó en el obispado la posibilidad de ser ordenado a título de patrimonio dada la buena posición económica de su familia. El obispo accedió, y Lino entregó en la administración del obispado doce mil quinientas pesetas nominales en títulos de la deuda perpetua interior del Estado. Esta cantidad produciría una renta anual de cuatrocientas pesetas, cifra que se estimó suficiente para su sustento [95].

Lino recibió la ordenación el 18 de diciembre de 1926, a los veinticinco años. Pocas semanas después –28 de marzo de 1927– fue nombrado capellán del Patronato de Enfermos de las damas apostólicas. Sin duda, el patronato se adecuaba a sus características, pues Lino era un hombre de gran celo, y estaba apartado del circuito de ascensos ordinarios en la diócesis debido a su ordenación a título de patrimonio [96]. En julio de ese año 1927 realizó el examen obligatorio para renovar las licencias de confesar, predicar y celebrar [97]. Para entonces había dejado ya la capellanía del Patronato de Enfermos porque debía cumplir el servicio militar. En efecto, al comenzar el otoño viajaba a Melilla como capellán castrense [98].

De nuevo en Madrid, el obispado lo nombró capellán del Internado Divino Maestro en octubre de 1928. Durante dos años se dedicó a la educación religiosa de los que iban a ser formadores de niños en la capital. A finales de 1929, se reunió con Somoano, Vegas y García Lahiguera, amigos de la época del seminario, y decidieron formar una Congregación Mariana Sacerdotal, con la finalidad de ayudarse entre ellos con la “caridad fraterna”, y “excitarse mutuamente al celo apostólico para los ministerios de las obediencia, de las obras de supererogación, y en la evangelización de los barrios extremos de Madrid” [99]. Erigida por el obispo Eijo y Garay el 8 de diciembre de 1929, tuvo una vida muy corta, pero les sirvió como experiencia concreta de asociacionismo clerical [100].

A petición de Dolores Montiel, religiosa de las esclavas del Sagrado Corazón, el obispo nombró a Lino capellán de esa comunidad el 1 de junio de 1930. Las esclavas tenían su sede en la calle Martínez Campos, n. 8, y allí permaneció Vea-Murguía como capellán hasta su muerte.

Lino era un hombre activo, con gran afán de transmitir la doctrina, y poseía una especial debilidad por los más necesitados. A través de José María Somoano empezó a acudir de modo voluntario al hospital del Rey para atender enfermos: en 1930 predicó una “misión” a los pacientes del hospital [101]; desde entonces fue frecuente verle pasear junto a Somoano por las salas del hospital para atender espiritualmente a todo tipo de pacientes que quisiesen, también los infecciosos [102].

Desde su ordenación, Lino residió en casa de su madre, Francisco de Rojas, n. 3, donde tenía erigido un oratorio privado [103]. Como la calle estaba bajo la jurisdicción de la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel, el párroco le conocía y le dio algunos encargos, entre otros el ser consiliario de la Juventud Femenina de la Acción Católica de la parroquia [104]. Lino siempre cuidó que estuvieran en regla las licencias para confesar y predicar que le otorgaban en el obispado de Madrid. También asistió con regularidad a los ejercicios espirituales, generalmente en casas de los redentoristas: en Santander, años 1928, 1929, 1930 y 1932; en Miranda de Ebro (Burgos), en 1933; y en Madrid –Perpetuo Socorro–, en 1934. El año 1935 fue distinto, porque acudió al monasterio cisterciense de La Oliva (Navarra)[105].

Durante estos años su director espiritual fue el p. Gil, de la comunidad redentorista de la calle Manuel Silvela. El aprecio por esta congregación venía de atrás. El p. De Felipe, C.Ss.R., recuerda “aquel piso de la calle de Francisco de Rojas, que tan bien conocíamos todos los redentoristas de Madrid” [106]. Según él, Lino era “redentorista de corazón, que, aconsejado por los mismos Padres redentoristas, no ingresó en la Congregación mientras que el Señor no llevara a su piadosa madre, pues siendo hijo único, doña Trinidad, que ya tenía quebrantada la salud hacía años, al marchar él hubiera quedado sola” [107].

Los últimos años de la República vieron el nacimiento de la primera obra apostólica del Opus Dei, la Academia DYA que, inaugurada en diciembre de 1933, se transformó en Academia-Residencia meses más tarde [108]. Lino acudía con frecuencia, y los chicos que vivían o asistían en la residencia a medios de formación cristiana rememoraban años más tarde: “Don Josemaría Escrivá tenía un gran afecto por don Lino, que era, más o menos, de su misma edad: le recuerdo activo, dinámico, muy apostólico, con un gran carácter... Y al mismo tiempo con un gran corazón y con mucha simpatía” [109]. Otro residente de DYA, de modo más conciso, lo describe como “un sacerdote madrileño, alto, fuerte y joven, casi de la misma edad que el Padre” [110].

La hostilidad contra el clero por parte de algunos grupos sociales se radicalizó al estallar la Guerra Civil. Lino Vea-Murguía fue uno de los sacerdotes que pagó con la vida el fruto del odio. El Arzobispado de Madrid conserva un relato escueto de su asesinato, redactado en 1939: “Permaneció en su casa vestido de sotana desde el 18 de julio y a las personas que le aconsejaban que se escondiera les contestaba: “¡Qué más da morir por un microbio que por un tiro!”. Y en otra ocasión decía a unos amigos: Per crucem ad lucem. El 12 de agosto hicieron un registro en su domicilio y a pesar de ello continuó allí y el día 15 celebró la santa Misa. Por la tarde de ese mismo día fueron a buscarle varios milicianos, quienes, con el pretexto de conducirlo para prestar declaración, se lo llevaron. Antes de salir, se despidió de su madre y abrazándola le dijo: “Ha llegado mi última hora; es la voluntad del Señor y hay que acatarla”. Quería salir vestido de sacerdote, pero los milicianos no le dejaron. Al día siguiente apareció su cadáver en el depósito judicial con la cara acardenalada y una pequeña herida en la frente. Había sido fusilado en las tapias del cementerio del Este” [111].

José Luis González Gullón  y  Jaume Aurell, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1        Siglas de los principales archivos citados:

          ADA: Archivo de la Diócesis de Astorga.

AGCAM: Archivo General de Curia de la Archidiócesis de Madrid.

AHDM: Archivo Histórico Diocesano de Madrid.

AHUPCO: Archivo Histórico de la Universidad Pontificia de Comillas.

AGP: Archivo General de la Prelatura del Opus Dei.

AGPN: Archivo General del Patrimonio Nacional (Palacio Real).

2      Ver una contextualización del período, especialmente centrada en el ámbito eclesiástico y religioso, en Jaume Aurell – Pablo Pérez López (eds.), Católicos entre dos guerras. La historia religiosa de España en los años 20 y 30, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006; José Luis González Gullón, El clero de Madrid durante la Segunda República, Pamplona, Universidad de Navarra, 2004, pro manuscripto.

3        Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro el 9 de enero de 1902 y falleció en Roma el 26 de junio de 1975. Fundó el Opus Dei en Madrid, el 2 de octubre de 1928. La última biografía publicada sobre el fundador del Opus Dei, y la que ha podido contar con una mayor documentación inédita, es la de Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, 3 vols. I: “¡Señor, que vea!”, Madrid, Rialp, 1997; II: “Dios y audacia”, Madrid, Rialp, 2002; III: “Los caminos divinos de la tierra”, Madrid, Rialp, 2003.

4        Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos –en adelante Apínt.–, n. 1435 (21 de diciembre de 1937), AGP, serie A-3, leg. 88, cit. en Flavio Capucci, “Croce e abbandono. Interpretazione di una sequenza biografica (1931-1935)”, en Mariano Fazio, San Josemaría Escrivá. Contesto Storico. Personalità. Scritti, Roma, Università della Santa Croce, 2003, p. 173. Los Apuntes íntimos son unos escritos de carácter autobiográfico que el propio Josemaría iba anotando en unos cuadernos. En algunas épocas escribió casi diariamente los acontecimientos que le iban sucediendo y sus experiencias espirituales. Una introducción al estudio de esa fuente (que el propio fundador de la Obra llamaba catalinas) en A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 337-350.

5        De estos sacerdotes, salvo Vicente Blanco, se conocía ya su colaboración con Josemaría Escrivá de Balaguer: Pedro Cantero, cfr. Josemaría Escrivá, Camino, edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez (en adelante, Camino, ed. crít.), Madrid, Rialp, 20043, p. 226, nt. 32; Sebastián Cirac, cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 449; Saturnino de Dios, cfr. ibid., p. 449; Eliodoro Gil, cfr. Camino, ed. crít., p. 43, nt. 104; Norberto Rodríguez, cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 447; Blas Romero, cfr. Camino, ed. crít., p. 671, nt. 21; José María Somoano, cfr. José Miguel Cejas, José María Somoano en los comienzos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1995, p. 130; Lino Vea-Murguía, cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 455; José María Vegas, cfr. J. M. Cejas , op. cit., p. 132.

6        Esta visión a posteriori a la que nos referimos en el texto estuvo sin duda provocada por la falta de disponibilidad de documentación original para ese periodo de la historia del Opus Dei –eran años en los que se trabajaba en el proceso de beatificación y canonización de san Josemaría–, no por la calidad o la oportunidad de esas primeras semblanzas: Salvador Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida de Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; François Gondrand, Au Pas de Dieu. Josemaría Escrivá de Balaguer, fondateur de l’Opus Dei, Paris, France-Empire, 1982; Peter Berglar, Opus Dei: Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Salzburg, Müller, 1983; Ana Sastre, Tiempo de Caminar, Madrid, Rialp, 1989.

7        Vid. nt. 3.

8        J. M. Cejas, op. cit.

9        Camino, ed. crít. Agradecemos las numerosas sugerencias que nos ha hecho el dr. Constantino Ánchel, investigador del Centro de Documentación y Estudios San Josemaría Escrivá de Balaguer.

10        Cfr., sobre todo, Félix Verdasco, Medio siglo de vida religiosa matritense. 1913-1963, Madrid, Aldus, 1967; Arzobispado de Madrid-Alcalá, Cuadernos de Historia y Arte: centenario de la Diócesis de Madrid-Alcalá, 6 vols., Madrid, Arzobispado de Madrid-Alcalá, 1985-1986.

11        Sobre los particulares que rodearon su futura incardinación en la capital y otros detalles de interés, ver el estudio de Benito Badrinas, “Josemaría Escrivá de Balaguer, sacerdote de la diócesis de Madrid”, en Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer, 3 (1999), pp. 47-76.

12        Cfr. Ramón Herrando Prat de la Riba, Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza (1920-1925): El seminario de San Francisco de Paula, Madrid, Rialp, 2002, donde están publicados los testimonios de Agustín Callejas Tello (pp. 326-329); Arsenio Górriz Monzón (pp. 335-337); Jesús López Bello (pp. 345-347); Jesús Val Ona (pp. 370-373).

13        Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 253 y 267.

14        Nada más llegar a Madrid –19 de abril de 1927–, residió en una pensión. A los diez días, ya estaba en la residencia sacerdotal. Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 253.

15        Cfr. Maurice Agulhon et al., Forme di sociabilità nella storiografia francese contemporanea, Milano, Feltrinelli, 1982; Jean-Louis Guereña, “La sociabilidad en la España contemporánea”, en Isidro Sánchez Sánchez – Rafael Villena Espinosa (coord.), Sociabilidad fin de siglo. Espacios asociativos en torno a 1898, Cuenca, Servicio de publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1999, pp. 16-17.

16        La Casa Sacerdotal ofrecía pensión completa, con servicios de comedor y limpieza de ropa. Cfr. Boletín Trimestral de la Obra Apostólica Patronato de Enfermos, Madrid, Enero 1928, p. 12.

17        Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 255.

18        Cfr. B. Badrinas, cit., p. 52. San Josemaría fue capellán primero del Patronato de Enfermos desde junio de 1927 al 18 de junio de 1931: cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 257 y 373.

19        Solicitud de ordenación de diácono, 7-XI-1904, ADA, leg. 3452, Expediente de Norberto Rodríguez García.

20        Boletín Eclesiástico del Obispado de Astorga, 7 de octubre de 1905, p. 452.

21        Boletín Eclesiástico del Obispado de Astorga, 18 de noviembre de 1905, p. 501; y Boletín Eclesiástico del Obispado de Astorga, 17 de mayo de 1906, p. 192.

22        Ficha de personal, Madrid, 29-III-1953, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

23        Solicitud de ordenación de diácono, 7-XI-1904, ADA, leg. 3452, Expediente de Norberto Rodríguez García.

24        Escrito, Madrid, s/f, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

25        Desde el comienzo de la diócesis de Madrid-Alcalá –año 1885–, la Santa Sede había prohibido “a todos los Ordinarios de este Reino que en lo sucesivo den dimisorias a los Sacerdotes de su jurisdicción, para esta Villa y Corte de Madrid y su Diócesis, a menos que haya razones especiales para ello, y se haga previa inteligencia con el Ordinario de dicha Diócesis” (copia de carta del Nuncio Apostólico al Sr. Arzobispo de Madrid-Alcalá, 5-V-1898, AGCAM, II, “Nunciatura”). La razón de tal orden respondía al miedo de perder clero rural en las diócesis y, al mismo tiempo, que hubiese clero “vago” en la capital española.

26        “Tiene en Madrid casi toda su familia y ha invocado razones de alguna importancia para venir aquí y vivir al lado de sus padres y hermanas y por estas razones le he concedido por excepción, licencias para solicitar el permiso para residir aquí” (Carta, Madrid, 12-VII-1910, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2). Subrayado en el original. El obispo de Madrid-Alcalá era José María Salvador y Barrera, y Julián de Diego y Alcolea el ordinario de Astorga.

27        Según declara en 1953, los puestos que tuvo en Madrid antes de la Guerra Civil, fueron “sin nombramiento” (Ficha de personal, Madrid, 29-III-1953, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2).

28        Sobre la obtención de licencias, cfr. Diócesis de Madrid-Alcalá, Primer Sínodo diocesano  de Madrid-Alcalá, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos, 1909, pp. 369-370 (“De los sacerdotes forasteros o no adscritos”).

29        Esos días la enfermedad le obligó “a tratamiento continuado con diaria observación de sus trastornos nerviosos” (Informe médico, Madrid, 20-VI-1914, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2).

30        Escrito, Madrid, s/f, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

31        El 17 de noviembre de ese año se le conceden licencias para celebrar la misa en el Patronato. Cfr. Oficio del obispado de Madrid-Alcalá, Madrid, 17-XI-1924, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

32        Ficha de personal, Madrid, 20-VI-1939, Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

33        Carta, Madrid, 3-I-1927, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

34        Ese es el recuerdo de un estudiante universitario que lo conoció en los primeros meses de 1936: cfr. Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Madrid, Rialp, 199911, p. 56.

35        A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 414. El padre Rubio, jesuita, fue canonizado por Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003.

36        Cfr. justificante de ejercicios, 27-V-1934, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2. Los ejercicios espirituales eran obligatorios cada tres años; cfr. Código de Derecho Canónico, 1917, can. 126.

37        Durante la Guerra Civil, fueron asesinados en Madrid capital 306 presbíteros seculares de los que allí residían. Cfr. José Luis Alfaya, Como un río de fuego. Madrid, 1936, Madrid, Ediciones Internacionales Universitarias, 19982, p. 104.

38        Cfr. ficha de personal, Madrid, 20-VI-1939, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

39        Cfr. Notificación del obispado de Madrid-Alcalá, Madrid, 14-X-1942, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2.

40        “Sigo imposibilitado para ir a los Retiros. El año pasado envié, según sus indicaciones, una nota al Centro exponiendo mi caso. Los Retiros, desde luego, los hice en casa” (Carta a José María Lahiguera, Madrid, 21-X-1958, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2).

41        En la Guía de la Iglesia en España, Secretariado del Episcopado Español, Madrid, 1963, p. 465, sólo se dice que es “regente” y que está domiciliado en la calle Torrijos, n. 62.

42        “[...] oriundo de la Diócesis de Astorga, con cargo en esta Diócesis: Capellán de las MM. Carmelitas, C/ General Aranaz. Murió confortado con los Santos Sacramentos” (Notificación del párrroco de Nuestra Señora de la Concepción de Pueblo Nuevo y Ciudad Lineal al Vicario Episcopal, Madrid, 13-V-1968, en Expediente personal de Norberto Rodríguez García, AGCAM, XV, A r 4.2).

43        Sobre las dificultades económicas de los Escrivá Albás en Madrid, cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 401-404.

44        Permaneció como profesor desde 1927 hasta, al menos, 1932. Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 268-274.

45        Sobre el particular, cfr. Pedro Rodríguez, “El doctorado de san Josemaría en la Universidad de Madrid”, Studia et Documenta, 2 (2008), pp.13-103.

46        Durante el curso académico 1932-33, los sacerdotes estudiantes de la Central fueron diecinueve, diez diocesanos y nueve provenientes del resto de España. Cfr. Leopoldo Eijo y Garay, Visita ad limina, noviembre 1932, AGCAM, I F 1, p. 34.

47        Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en Benito Badrinas, Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, Madrid, Palabra, 1994, p. 62.

48        Curriculum vitae de Pedro Cantero Cuadrado, Madrid, mayo de 1942, AGPN PER 1139/4.

49        Curriculum vitae de Pedro Cantero Cuadrado, Madrid, mayo de 1942, AGPN PER 1139/4.

50        Cfr. AHDM, Licencias ministeriales, Libro 4, p. 46.

51        Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 65.

52        “Inesperadamente, al caer la tarde del 14 de agosto de 1931, se presentó en mi casa de Madrid [...]. Le conté mi plan de verano. Recuerdo muy bien su comentario: «Mira, Pedro, estás hecho un egoísta: fíjate cómo está la Iglesia en España hoy y cómo está España misma. No piensas más que en ti mismo. Hemos de pensar en la Iglesia y darnos cuenta de la situación en que se encuentra el catolicismo en nuestro país. Hemos de pensar en lo que podemos hacer personalmente en servicio de la Iglesia»” (Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., pp. 65-66).

53        Curriculum vitae de Pedro Cantero Cuadrado, Madrid, mayo de 1942, AGPN PER 1139/4. Con el tiempo alcanzó el doctorado en derecho civil con una tesis titulada “El Tribunal de la Rota española”, publicada por el CSIC en 1946.

54        Curriculum vitae de Pedro Cantero Cuadrado, Madrid, mayo de 1942, AGPN PER 1139/4.

55        Testimonio de Pedro Cantero Cuadrado, en B. Badrinas, Beato Josemaría..., p. 64.

56        Curriculum vitae de Pedro Cantero Cuadrado, Madrid, mayo de 1942, AGPN PER 1139/4. Para los capellanes durante la Guerra Civil, cfr. Jaime Tovar Patrón, Los curas de la última Cruzada, Madrid, FN Editorial, 2001.

57        Boletín Eclesiástico Oficial del Arzobispado de Zaragoza, mayo 1964, pp. 404-405.

58        Barbastro era una diócesis pequeña. Tenía 35.000 habitantes, con 42 sacerdotes seculares y 13 regulares. Cfr. Anuario Pontificio, 1952, p. 119.

59        Para su consagración, se trasladó al monasterio de San Zoilo, en su tierra natal, donde recibió la ordenación de manos del patriarca Eijo y Garay y los obispos de Palencia y Albacete, Souto y Tabera. El lema episcopal que eligió fue “La verdad os hará libres”. Cfr. Boletín Oficial del Obispado de Huelva, 1964, p. 124.

60        “Para Monseñor Cantero, muchos de los obreros cualificados de hoy “serán la clase media de mañana”. Por ello mismo, “es necesaria también la formación social y profesional de la mujer”, según expresó durante una conferencia pronunciada en Sevilla” (Boletín Oficial del Obispado de Huelva, 1964, p. 126).

61        Cfr. Boletín Eclesiástico Oficial del Arzobispado de Zaragoza, mayo 1964, p. 405.

62        La archidiócesis, con 571.000 habitantes, tenía 393 sacerdotes diocesanos más 238 religiosos. Cfr. Anuario Pontificio, 1965, p. 498. Durante estos años también tuvo algunos cargos públicos en el Estado español, como el de procurador en Cortes durante las IX y X legislaturas del régimen del general Franco, consejero del Reino y, más adelante, miembro del Consejo de Regencia. Cfr. Vicente Cárcel Ortí, Pablo VI y España. Fidelidad, renovación y crisis (1963-1978), Madrid, BAC, 1997, pp. 228, 296, 298, 302-304.

63        Cfr. Leopoldo Eijo y Garay, “Decreto sobre la formación de Centros para las Conferencias Morales y Litúrgicas”, 3-II-1931, en Boletín Oficial del  Obispado  de  Madrid-Alcalá, 1931, p. 123.

64        En el verano de 1931, san Josemaría estaba tramitando su paso de capellán del Patronato de Enfermos a capellán del Patronato de Santa Isabel. Le tocó renovar sus licencias ministeriales, y el obispado se las concedió el 23 de junio por un año y en la parroquia de Santa Bárbara. Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 260.

65        La actual diócesis de Ciudad Real era un obispado-priorato de las órdenes militares, una prelatura nullius gobernada por un obispo llamado prior, y establecida en el territorio de la provincia de Ciudad Real. Cfr. Juan Postius y Sala, El Código de Derecho Canónico aplicado a España, Madrid, Corazón de María, 1926, p. 540.

66        Ficha de personal, Madrid, 1-VI-1939, en Expediente personal de Blas Romero Cano, AGCAM, XV, A r 6.1.

67        Carta a Juan Francisco Morán, vicario general, Madrid, s/f, en Expediente personal de Blas Romero Cano, AGCAM, XV, A r 6.1. Por el contexto, deducimos que la carta es de enero de 1926. Los subrayados en el original.

68        Instancia al Obispo de Madrid-Alcalá, Madrid, 6-IX-1924, en Expediente personal de Blas Romero Cano, AGCAM, XV, A r 6.1.

69        La legislación llegaba al límite de no permitir en las parroquias “celebrar el Santo Sacrificio, ni ejercer función alguna del ministerio, a los sacerdotes extradiocesanos, o no adscritos, sin que antes se hayan provisto de Nuestra licencia in scriptis, que deberán mostrar, y que nunca concederemos sin que presenten las letras comendaticias o transitoriales de su prelado” (Diócesis de Madrid-Alcalá, Primer Sínodo diocesano de Madrid-Alcalá, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos, 1909, p. 370). Esta orden permanecía plenamente vigente durante los años treinta.

70        Carta a Juan Francisco Morán, vicario general, Madrid, s/f (probablemente, enero de 1926), en Expediente personal de Blas Romero Cano, AGCAM, XV, A r 6.1. Subrayado en el original.

71        Cfr. Certificado de Ejercicios, Samos (Lugo), 24-X-1935, en Expediente personal de Blas Romero Cano, AGCAM, XV, A r 6.1.

72        Carta al Vicario General Casimiro Morcillo, Cenicientos, 4-I-1940, en Expediente personal de Blas Romero Cano, AGCAM, XV, A r 6.1.

73        Cfr. Camino, ed. crít., p. 25, nt. 32.

74        Cfr. Instancia, Madrid, 16-XII-1932, en Expediente personal de Eloy Losada, AGCAM, XV, A l 6.

75        Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, p. 403.

76        Cfr. Boletín Eclesiástico Oficial del Arzobispado de Zaragoza, 1918, p. 217, y Boletín Eclesiástico Oficial del Arzobispado de Zaragoza, 1921, p. 208.

77        Cfr. Boletín Eclesiástico Oficial del Arzobispado de Zaragoza, 1922, p. 240.

78        Cfr. Boletín Oficial del Obispado de Barcelona, 15-IV-1970, p. 159.

79        El obispo de Madrid-Alcalá lo menciona entre los sacerdotes extradiocesanos que estudian en la Central durante el curso 1932-1933. Cfr. Leopoldo Eijo y Garay, Visita ad limina, noviembre 1932, AGCAM, I F 1, p. 34.

80        Universidad de Barcelona, Cátedra de Filología Griega, Barcelona, 1957-1966.

81        Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.), Sección de Bizantinística, 1943, 2 vols.

82        Barcelona, C.S.I.C., 1954.

83        Barcelona, Universidad, Servicio de Publicaciones, 1952.

84        Madrid, Instituto Jerónimo Zurita, 1942.

85        Barcelona, Imprenta-Escuela de la Casa Provincial de Caridad, 1947.

86        Cfr. Boletín Oficial del Obispado de Barcelona, 15-IV-1970, p. 159.

87        Cfr. Camino, ed. crít., p. 673.

88        Recibió el Bautismo quince días más tarde –el 9 de mayo– y la Confirmación a los ocho años. Cfr. los certificados correspondientes en AHDM, Expediente de órdenes. 1926, Lino Vea- Murguía.

89        Cfr. Partida de matrimonio, Madrid, 24-X-1924, AHDM, Expediente de órdenes. 1926, Lino Vea-Murguía.

90        Testimonio de Ángel Vegas, 1994, cit. en J. M. Cejas, op. cit., p. 222.

91        Madrid había doblado su población en tres décadas: de los 512.150 habitantes que tenía en 1897, pasó a 952.832 en 1931. Cfr. Presidencia del Gobierno. Instituto Nacional de Estadística, Anuario Estadístico de España. Año XXVI. 1951, “Principales actividades de la vida española en la primera mitad del siglo XX. Síntesis estadística”, Madrid, 1952, p. 10.

92        Cfr. José Miguel Cejas, La paz y la alegría: María Ignacia García Escobar en los comienzos del Opus Dei. 1896-1933, Madrid, Rialp, 2001, p. 224, nt. 17.

93        Ángel Vegas, hermano de José María, recuerda esos años: “Don Lino era un chico fuerte y robusto, con una fortaleza física que era expresión de la fuerza de su alma; al igual que mi hermano y José María García Lahiguera, era alegre, vivaz, optimista. Los llamábamos el Trío, porque formaban un simpatiquísimo trío de jóvenes llenos de alegría” (Testimonio de Ángel Vegas, 1994, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 222).

94        Los títulos de ordenación eran tres: beneficio, patrimonio, y pensión: cfr. Código de Derecho Canónico, 1917, can. 979. Quien no conseguía echar mano de ninguno de estos títulos, podía suplir “el título por el servicio de la diócesis [...] pero con la condición de que el ordenando se obligue con juramento a permanecer perpetuamente al servicio de la diócesis” (ibid., can. 981, §1).

95        Cfr. Acta notarial, Madrid, 17-III-1926, AHDM, Expediente de órdenes. 1926, Lino Vea-Murguía.

96        En la diócesis de Madrid-Alcalá, el iter de los encargos pastorales comenzaba habitualmente por el servicio en parroquias rurales. Cfr. José Luis González Gullón, El clero de Madrid durante la Segunda República, Pamplona, Universidad de Navarra, 2004, pro manuscripto.

97        Cfr. Concesión de licencias, Madrid, 7-VII-1927, AHDM, P.A., n. 49, Lino Vea-Murguía.

98        Cfr. J. M. Cejas, José María Somoano..., p. 233, nt. 36.

99        Congregación Mariana Sacerdotal de Madrid, Estatutos Generales, art. 1, 3, AGCAM, XVIII, J 4, “Asociaciones 1925-1929”. En el art. 15, especificaban: “se irán organizando las secciones necesarias que atiendan: 1º a las Catequesis de los barrios extremos, siempre de acuerdo con los propios Párrocos y Directores de las mismas, y para ayudar a las obras ya organizadas, principalmente para confesar; 2º Para atender a los Hospitales, muy especialmente al de “San Juan de Dios” y a las salas de infecciosos e incurables de los demás Hospitales, que casi nadie visita si no son Sacerdotes; 3º Para los pobres y desvalidos, en tantas obras benéficas como existen”. Estos afanes se concretaron años más tarde en el Hospital del Rey.

100         Estaba previsto que celebraran una reunión cada mes o cada quince días para fomentar la unidad. Debía presidir las reuniones el director de la congregación, Quintín Castañar, S.J. Cfr. Congregación Mariana Sacerdotal de Madrid, Estatutos Generales, art. 7, AGCAM, XVIII, J 4, “Asociaciones 1925-1929”. No hay más datos sobre esta congregación en años posteriores.

101         Cfr. J. M. Cejas, La paz y la alegría..., p. 87.

102         Las visitas de Lino al Hospital del Rey concluyeron en la primavera de 1932, momento en el que las autoridades del hospital dificultaron la tarea de los capellanes por razones políticas. Cfr. J.M. Cejas, José María Somoano..., pp. 152-174.

103         Cfr. Arzobispado de Madrid-Alcalá, Cuadernos de Historia y Arte: centenario de la Diócesis de Madrid-Alcalá, vol. 5, Madrid, 1986, p. 34. Según el Código de Derecho Canónico, 1917, can. 1188, §2, será oratorio “Privado o doméstico, si está erigido en casas particulares para utilidad sólo de una familia o de una persona privada”.

104         Cfr. Borrador, s/f, AGCAM, XV, H 1, “Sacerdotes asesinados”. Sobre la organización de la Acción Católica, cfr. José Manuel Ordovás, “El relanzamiento de la Acción Católica en España durante la Segunda República (1931-1936)”, Anuario de Historia de la Iglesia 2 (1993), 179-195.

105         Cfr. justificantes de ejercicios, AHDM, P.A., n. 49, Lino Vea-Murguía.

106         Dionisio de Felipe, Nuevos Redentores. Vida y martirio de los Redentoristas españoles en 1936, Madrid, Perpetuo Socorro, 1962, p. 79.

107         D. de Felipe, op. cit., p. 78.

108         Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit., vol. I, pp. 508-ss.

109         Testimonio de José Ramón Herrero Fontana, Madrid, 1-II-1995, cit. en J. M. Cejas, José María Somoano..., pp. 110-111.

110         P. Casciaro, op. cit., pp. 54-55. “Padre”: san Josemaría Escrivá de Balaguer.

111         Borrador, s/f, AGCAM, XV, H 1, “Sacerdotes asesinados”. Otro relato del mismo hecho, que coincide en lo fundamental con éste, en Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España: 1936-1939, Madrid, BAC, 1961, pp. 594-595. Sobre su entierro, cfr. D. de Felipe, op. cit., p. 29.

José Manuel Grau Navarro

Las acciones políticamente inmorales pueden proceder de la corrupción personal. Pero en otras muchas ocasiones son consecuencia de la incompetencia, de seguir una ideología falsa o de una doctrina económica equivocada

Carlos Sirvent

En la literatura de consulta, la defensa a ultranza de la fidelidad y el compromiso la establecen con mayor frecuencia ideólogos, religiosos y moralistas. La ciencia, en general, abunda en la contradicción infidelidad social vs sexual. En una sociedad como la actual apenas se vislumbran las ventajas evolutivas (económicas) del compromiso, puesto que la mujer de hoy ya no necesita la figura ancestral del varón para alimentar a sus hijos. Lo que antes desunía ahora une y a la inversa. Argumentos pro-reproductores o de inversión marital se despojan de sentido porque la situación social a su vez es diferente. La mujer no necesita el compromiso del varón para su supervivencia económica. Si está junto a el es porque quiere, no porque lo necesite.

Además la mujer puede regular a voluntad su capacidad de procreación, lo que ha puesto en crisis el concepto de fidelidad sexual. Todavía permanece el lastre atávico-cultural y moral, pero las actitudes cambian y los comportamientos más aún. Lo anterior confirma lo endeble de las tesis evolucionistas, primando los motivos adaptativos sobre los propiamente evolutivos. Sin embargo, evolución y progreso se han disociado. Avanzamos en tecnología, pero social y económicamente parece que se está involucionando. Los dos primeros decenios del siglo XXI han estado marcados en Europa en general y en España en particular por un mapa político-social conservador de acusada impronta ultraliberal (pese a su demostrada y denostada influencia en la crisis económica) donde la xenofobia y la intolerancia social han neutralizado un previsible progreso social que al final se ha visto menoscabado, aunque están surgiendo voces discrepantes (el movimiento social de los llamados Indignados y poco más).

Argumentos políticos que sustentan la monogamia y la fidelidad: cuanto más cerrada es la unidad de convivencia, la célula familiar, más manejable es una sociedad en general. Los argumentos superyoico, admonitorios que refuerzan los fundamentos de la familia tradicional, cohesionan también la sociedad haciéndola más receptiva a consignas verticales. La crisis económica lo impregna todo: cuando parecía que estábamos en franca carrera hacia la definitiva liberación de la mujer, la recomposición de la pareja occidental ha sufrido un punto de giro inesperado. La crisis económica no solo ha menguado el poder adquisitivo de las personas, sino que la tasa de separaciones ha caído (no así los conflictos que la originan) lo que está perpetuando unas relaciones rotas de hecho. Además, por idéntica razón, ha disminuido el número de matrimonios. En su defecto, los casados se ven abocados a vivir en el domicilio paterno, compartiendo espacio y perdiendo intimidad. Los imperativos económicos provocan los tres fenómenos descritos: no separación, no boda o si enlace pero viviendo con y a costa de los padres, lo que está provocando una especie de neoformación de la convivencia en pareja connotada por la crisis económica y la no menos importante crisis social.

En mi opinión todo ello desnaturaliza las relaciones y cronifica la sensación de impotencia por falta de recursos económicos en cónyuges de matrimonios rotos que no puede separarse. En el polo opuesto se ubican los que desean unirse y disfrutar de autonomía pero no pueden consumarlo por la aludida falta de recursos Al final se convierten en parejas dependientes situacionales, lo que mengua el autoconcepto y queda sin esperanzas. En otras palabras, la penuria une tanto a los buscadores del compromiso (candidatos a casarse) como a los que persiguen la disolución del vínculo (candidatos a separarse). Las circunstancias socioeconómicas obstaculizan el movimiento pendular compromisario-anticompromisario.

¿Se podría hablar con propiedad de una “patología del compromiso” en la relación de pareja? Si. En sus polos antitéticos están la actitud “hipercompromisaria” y la “anticompromisaria”. Examinémoslas.

Los “hipercompromisarios” son aquellos que basan la naturaleza del vínculo en el pacto compromisario subsumiendo todo lo demás a dicho pacto. Quienes anteponen el compromiso (irracionalmente, como acuerdo marital) a cualquier otro atributo de unión en la pareja quedando los demás atributos (comunicación, cariño, intimidad, etc.) en un segundo plano. Sería el ejemplo de los matrimonios concertados (propios de sociedades islámicas y tribales), también en nuestro medio se observa, sobre todo en el ámbito rural y en aquellas parejas de firmes convicciones compromisarias (por ejemplo, católicas) donde el mensaje es “lo que ha unido Dios no lo separe el hombre”.

Los “anticompromisarios”. Donde prima la preservación de la intimidad individual mediante una evitación a ultranza del proyecto de vida en pareja a expensas del compromiso. Valga el ejemplo gráfico de los “eternos solterones” que aunque amen a su pareja no quieren desposarse porque valoran su privacidad (que no su intimidad). Puede ser total o parcial. Total: se rehúye frontalmente el proyecto de vida juntos aunque se compartan espacios de convivencia. Parcial: cuando no se rehúye la convivencia, incluso se convive parcialmente (fines de semana juntos, verse todos los días, etc.) pero no cuaja la relación en un acuerdo compromisario. Sería el ejemplo de los eternos noviazgos que no se deciden a convivir pero que tampoco se separan. (Se cita como ejemplo anticompromiso el caso de Lee Marvin con Michelle Triola que sentó jurisprudencia como pareja de hecho).

Antecedentes histórico-evolutivos

Hagmann, Michael se pregunta por qué los primeros padres humanos proporcionaban alimentos a sus parejas a cambio de fidelidad. Se ha sugerido que la existencia de estas sociedades, plantea interrogantes acerca de si la familia nuclear, con una pareja fiel, surgió como resultado del cambio de alimentos por fidelidad. La antropóloga Kristen Hawkes sostiene que otros modelos evolutivos, como la mitigación de la feroz competencia entre machos por el acceso a las hembras, explican mejor el origen de la monogamia. Durante mucho tiempo, diferentes antropólogos sugirieron que la monogamia surgió en nuestros primeros ancestros como parte de un pacto tácito, en el que los hombres compraban fidelidad al llenar la olla de la familia tratando de evitar invertir recursos en el hijo de otro hombre. Desde este punto de vista, la negociación de género fue una adaptación clave que dio inicio a la evolución sexual.

Cuando Hawkes oyó hablar de las sociedades primitivas aisladas en las que la paternidad es a menudo desdibujada, empezó a preguntarse si otros modelos podrían explicar mejor la existencia de acuerdos familiares tan diversos. Observó a las tribus Ache de Paraguay Oriental, y en los Bari de Colombia y Venezuela donde la creencia de que un niño puede tener varios padres (un fenómeno conocido como paternidad divisible) es muy común. Según sostiene el antropólogo Stephen Beckerman alrededor de un 24% de los niños de Bari y el 63% de los niños de Ache tienen más de un “padre”, y todos ellos ofrecen alimentos y protección a los niños. Estos niños tienen ventaja en lo referente a su supervivencia, según informa Beckerman, señalando que el 80% de los niños con padres secundarios sobrevive hasta los 15 años, en comparación con sólo el 64% de los niños con un sólo padre. Por lo tanto, la paternidad divisible es un dedo en el ojo a la hipótesis de la negociación. Beckerman dice que esto pone de manifiesto que la certeza de la paternidad no es necesaria en algunas culturas humanas, y por tanto no puede haber sido un elemento crucial en la evolución de los humanos modernos.

Y si no fue el aprovisionamiento por parte del hombre, entonces ¿qué impulsó los acuerdos monógamos? Hawkes tiene su propia teoría: La monogamia surgió a partir de “negociaciones entre hombres” acerca del acceso a las hembras, para reducir los altos riesgos de la lucha directa. Varios antropólogos están de acuerdo con la crítica de Hawkes. La idea de que la monogamia se basa exclusivamente en la necesidad de aprovisionamiento por parte de los varones es demasiado simple, asegura Frank Marlowe.

Frecuencia del comportamiento de infidelidad

Los estudios de investigación social sobre infidelidad son tan abundantes como poco concurrentes. Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) el 46% de varones había tenido alguna relación extraconyugal frente al 17% de las españolas (datos de 1995). Para Camacho M., 2004  en España algunas estimaciones señalan que alrededor del 27% de las mujeres y el 37% de los varones heterosexuales tuvieron una aventura extramatrimonial en los primeros diez años de casados. Sin embargo la mayoría de las personas consideran a la monogamia como el estado ideal. Afirma el mismo autor que en el 60% de las parejas existe o ha existido infidelidad y el 45% de las mujeres y el 70% de los hombres son infieles o lo han sido en algún momento de su vida. La mayoría de los varones que han tenido relaciones extramatrimoniales, en un 56% de los casos, dicen estar completamente felices con sus matrimonios, pero no dejarían pasar la oportunidad de tener sexo si se les presentara. Para Sexole, el primer estudio sobre conductas y preferencias sexuales de usuarios de internet en España, las mujeres son más infieles que los hombres (50% frente al 44%) y también más apasionadas; un 65% exterioriza más las emociones en el momento del clímax, frente a un 27%.

Causas del comportamiento de infidelidad

Siguiendo a Cabrera S, E. Glantz (1999), la infidelidad ocurre por diferentes factores. Entre los aspectos de tipo sexual se encuentran “la privación sexual, la búsqueda de aventura, la curiosidad sexual, la insatisfacción sexual, el aburrimiento, la falta de novedad, pasión e intimidad.” Respecto a los aspectos biológicos relacionados con la infidelidad menciona “la herencia mamífera a consecuencia de la cual, los hombres no han logrado asimilar la norma monogámica.” Los factores psicosociales tienen son una “la venganza por la actividad extramarital del cónyuge, su falta de lealtad, la insatisfacción emocional, la búsqueda de independencia, el tipo de personalidad, de educación, religión, lugar de residencia, valores y actitudes”.

Pitman y Wagers (2005) describen su trabajo terapéutico con personas o parejas, ya sea tras una infidelidad o antes de su ocurrencia y los riesgos que esta acarrea para la monogamia y los desafíos que supone la recuperación de la infidelidad. Los peligros para la monogamia incluyen mitos culturales acerca de la infidelidad y el matrimonio, que pueden ser compartidos no sólo por la “gente de la calle/gente corriente” sino también por sus terapeutas mal informados. Los riesgos agravantes de la fidelidad son componentes fisiológicos de la atracción emocional y física que contribuyen a la desorientación cognitiva y afectiva. Los terapeutas pueden promover la fidelidad y la recuperación de la infidelidad, asistiendo a las tareas fundamentales de modelar la compasión, desenmascarando los mitos sobre la infidelidad, enfrentando a los sujetos con sus propias decisiones promoviendo la cercanía emocional y ayudando a los individuos a comprender tanto sus propias actitudes como aquellas aprendidas por su pareja, que les alejan de mantener un matrimonio fiel.

Infidelidad sexual vs. emocional

En un estudio de García P., et als (2001), las diferencias entre sexos reflejan una respuesta emocional de mayor intensidad en las mujeres con tendencia en los hombres a manifestar una preocupación menor por la infidelidad emocional y la percepción de amenaza a su autoestima ante la infidelidad sexual, con mayor sensación de peligro para la continuidad de la relación por parte de las mujeres ante la infidelidad emocional. Los datos mostraron el patrón descrito por Davis Buss (2000) en lo referente a las mujeres, pero no en lo que concierne a los hombres, por lo que no se verifica la primera hipótesis de nuestro estudio. La mayoría de las mujeres sí eligieron la infidelidad emocional como la más estresante (67.2% vs 32.8%), mientras los hombres se preocuparon casi en la misma proporción por la infidelidad emocional como por la infidelidad sexual (51.6% vs 48.3%). Sin embargo, la percepción de infidelidad entre los hombres y las mujeres es diferente, para el 50% de las mujeres el cibersexo no es infidelidad (el 80% de los hombres piensa igual). Un 81% de las mujeres confiesa que coquetea con sus compañeros de trabajo, y dos de cada tres aseguran que tienen pensamientos sexuales con ello. Según una encuesta de Sigma Dos, un 20% de las mujeres españolas declara que no engaña a su pareja “pero estaría dispuesta a hacerlo si tuviera la oportunidad”. Según una encuesta realizada por el Instituto DYM el 20% de las españolas de entre 18 y 35 años han sido infieles alguna vez.

Fisher H. (2007), dice que la primera etapa relacionada con el apareamiento es el deseo o necesidad de gratificación sexual; aquí son los estrógenos y andrógenos los encargados de generar esta conducta. La siguiente etapa es el amor romántico o enamoramiento, que puede definirse como el proceso de atención a una pareja en particular para el apareamiento, existiendo además la necesidad de unión sentimental con dicha pareja; aquí se observa un aumento de dopamina (DA) y norepinefrina (NE) y disminución de la serotonina (5-HT). Finalmente hay una etapa de apego de pareja con el fin de cuidar las crías, donde se observa la construcción y defensa de una madriguera, se comparten los deberes de la crianza y existe comodidad y unión sentimental; aquí son dos neuropéptidos los encargados de esta conducta: la oxitocina (OT) y la arginina de vasopresina (AVP).

Maureira concluye que las conductas como el amor romántico y la fidelidad poseen una clara base neurobiológica donde los neurotransmisores como la DA, NE, 5-HT y los neuropéptidos AVP y OT se conjugan para generar la experiencia del amor de pareja. Los avances en neuroimagen, biología molecular y genética permitirán determinar las regiones y circuitos cerebrales involucrados en la monogamia y la fidelidad, además de entregarnos las bases genéticas que abren las puertas para entender las conductas de un tipo u otro, si bien aún nos encontramos lejos de poder explicar todo el complejo proceso de la atracción romántica y la cooperación en la crianza de la prole.

Robert Wright, afirma que la infidelidad está inscrita genéticamente en nuestro código instintivo. Buss y Wright coinciden al explicar que la naturaleza dotó a todos los seres humanos de un gen de la infidelidad que tiene mucho que ver con la Ley de Conservación de las Especies. Según esto, el hombre debería tener el mayor número posible de relaciones con varias y distintas mujeres para garantizar el tener un número considerable de hijos y perpetuar a la especie. En el mundo animal, la característica primordial es la poligamia. Sin embargo y a pesar de sus investigaciones, el mismo Wright manifestó que no existe ninguna coacción genética sobre lo que el ser humano no tenga control. “Los genes, digan lo que digan, nunca decidirán por nosotros si deseamos o no ser infieles”. Coincidiendo con esta idea Caruso agrega: “el hombre es, por naturaleza, un ente cultural”. La carga genética, entonces, puede dar (quizá) una luz sobre la tendencia genética a ser infieles, pero no explica el porque algunas personas caen en esta práctica y otras no, lo que nos lleva de vuelta a la encrucijada.

El binomio compromiso-infidelidad

Mitchell S. indica que el romance prospera con la novedad, el misterio y el peligro, y es dispersado por la familiaridad. El amor duradero es -por tanto- una contradicción de términos Históricamente en la mayoría de las culturas ha habido una clara separación entre lo doméstico y lo erótico. Las personas casadas, frecuentemente por acuerdo mutuo, con la meta de procrear y mantener una vida de familia alcanzan “derechos” maritales legales. De esta manera. Eros era entonces reprimido o buscado en otro lugar. Actualmente, con grandes expectativas acerca de la sexualidad y del modelo de amor solidario, queremos combinar lo doméstico y lo erótico en una persona. Los seres humanos ansían tanto la seguridad como la aventura, lo familiar y lo nuevo Así que cuando las relaciones de pareja son predecibles y puestas a prueba con negociaciones, obligaciones, responsabilidades, tratos contractuales y demandas de nuestra necesidad de libertad y espontaneidad se vuelven más reprimidas. Quizás esto explique por que las parejas son particularmente vulnerables a las aventuras durante los años que tienen hijos, cuando los matrimonios sin apoyo de sus familiares y las obligaciones hacia la comunidad les abruman. Cuanto más estrecha sea nuestra construcción del matrimonio y la vida familiar, mayor será nuestra urgencia por encontrar la libertad en algún otro lugar. Mitchell no habla directamente sobre affairs, se refiere a las dificultades de manejar esta división entre lo previsible y lo nuevo. Esta implícito en lo que dice que cuando manejamos mal nuestras contradicciones encogiendo el deseo, creamos paradójicamente las condiciones ideales para una transgresión sexual.

Swidler A, 2001 sostiene además que el mito tradicional americano del amor como compromiso de por vida y sacrificio de uno mismo se está erosionando, cediendo paso en su lugar a una noción emergente del amor basada principalmente en el crecimiento individual. Las representaciones ficticias de las relaciones amorosas representan normas culturales, costumbres e ideales.

Buss, D. M., también tiene una respuesta evolucionista a por qué, con una tasa tan elevada de divorcios, los seres humanos siguen empeñados en casarse. Los niños de hogares estables son los que tienen una mayor probabilidad de prosperar. Como es natural, una familia con dos padres puede ser más inestable y desgastarse más que una con un solo padre, pero el matrimonio contribuye a asegurar que una ruptura del compromiso y la subsiguiente separación de los cónyuges no será una decisión que se adopte caprichosamente. En realidad, la mayoría de las sociedades tienen costumbres y leyes que complican de un modo u otro el acto de la separación.

Evolución del compromiso

A propósito de la teoría del intercambio social del Thiebaut y Kelley (1952) (“los seres humanos actúan con otros seres humanos en el pleno reconocimiento de que sus actos serán de alguna manera recompensados”) Sternberg, (1989 y 200) y  aduce que es una forma más específica de la teoría de la reafirmación aplicada a las relaciones interpersonales. Parte de la base de que el individuo pretende maximizar las recompensas y minimizar los castigos. En consecuencia, experimentará una mayor intimidad y una menor atracción hacia quienes le ofrecen más recompensas y menos castigos. En un estudio realizado por Sternberg en New Haven sobre diferentes estratos sociales destinado a averiguar lo que es y no es importante en una relación interpersonal, identificó diez grupos principales de características que resultaban significativas a largo plazo. Los participantes fueron ochenta adultos de edades comprendidas entre los diecisiete y sesenta y nueve años, con una media de treinta y un años. En orden descendente de importancia, estos grupos son los siguientes: comunicación íntima/apoyo,   comprensión/valoración, tolerancia/aceptación, flexibilidad/moldeabilidad, valores/capacidades, familia/religión, finanzas/quehaceres domésticos, atracción física/romance apasionado, agrado/amistad, y  fidelidad. Conviene observar que tanto la intimidad como la pasión y el compromiso -a través de la fidelidad- son relevantes a largo plazo.

A raíz de dicho estudio definieron cuatro atributos de las relaciones interpersonales cuyo peso específico aumenta en el transcurso de tres períodos temporales sucesivos: compartir los valores, voluntad de cambiar como respuesta mutua, voluntad de tolerar los defectos de la pareja y coincidencia del credo religioso. El segundo y el tercero tienen un especial interés, porque ponen de manifiesto la importancia de la flexibilidad en una relación. Para que las cosas vayan viento en popa, disponemos de una doble alternativa: cambiar para adaptarnos mejor a las características de nuestra pareja, o esperar que ésta acepte determinados rasgos de nuestra conducta como «nuestra forma de ser» y como algo que es imposible modificar.

Existen tres atributos que pierden importancia en los tres segmentos de tiempo: el interés mutuo, la relación con los padres y la capacidad -¿deseo?- de escucharla con atención. No es difícil entender por qué, en términos generales, el segundo atributo es el que posee una menor significación. Con frecuencia los padres intentan meter baza, tener siempre algo que decir cuando una relación adquiere visos de seriedad. Pero en la práctica, una vez consolidada, el impacto paternal disminuye. La importancia decreciente del interés mutuo sugiere que, con los años, los miembros de la pareja tienden a encontrar intereses externos. Por otro lado, los autores encontraron cinco atributos cuya importancia iba en aumento a corto y medio plazo, pero que posteriormente perdían significación: el atractivo físico, la capacidad para hacer el amor, la capacidad para empatizar, la conciencia de los deseos de la pareja y la expresión de afecto. Sólo uno de ellos decrecía al principio y luego aumentaba: la coincidencia en el nivel intelectual.

Investigación sobre percepción relacional de la pareja

Presento de forma extractada los resultados de una investigación sobre percepción relacional de la pareja concluida en junio de 2011. Para no abrumar con datos exhaustivos he seleccionado solo los más relevantes. El cuestionario y las tablas al completo pueden consultarse en www. institutospiral.com (Departamento de Investigación Clínica) .

El estudio se realizó a partes iguales en las ciudades de Madrid y Oviedo. La muestra la formaban 211 personas elegidas al azar entre los 17 y 65 años con 95 mujeres y 116 varones. Antes de cerrar las preguntas se había efectuado un pretest semiestructurado.

Se distribuyeron para el análisis tres franjas de edad: de 17 a 29 años (37 sujetos, 17,5%), de 30 a 49 años (117 sujetos, 55,5%) y más de 50 años (57 sujetos, 27,0%). De dicho grupo tenían pareja un 43,2% de la primera franja de edad, un 67,5% de la segunda y un 73,7% de la tercera.

Cuadros 1.png

He agrupado los resultados más relevantes en tres categorías de datos:

1.         Por sexo.

2.         Por edad.

3.         Por sexo y edad (por separado).

Para visualizar mejor los resultados se exponen solo las gráficas, incluyendo las tablas al final para quien las desee consultar.

                                                           Resultados relevantes por sexo                         

1.       Que es más importante, la infidelidad sexual o la emocional

Los resultados confirman las tesis evolucionistas. Ambos sexos valoran principalmente la fidelidad social (57,95 y 56%), pero los hombres valoran mucho más la fidelidad sexual (24,1% frente a 8,4%).

Gráfica 1.png

2.       ¿Qué cualidad valoras más en tu pareja?

Se pidió a los participantes que eligieran de un listado de 8 cualidades las 3 que más apreciaran. La sinceridad y la fidelidad (junto con el respeto en las mujeres) fueron las más valoradas. Destaca poderosamente el atractivo físico como cualidad más importante para los varones (37,7% frente al 7%), lo que avala los postulados de Buss.

Gráfica 2.png

3.       ¿Qué amenaza el matrimonio?

Las mujeres opinan que la principal amenaza para el matrimonio es la falta de respeto (55%), lo que no es compartido por los varones que relegan dicha amenaza al 4º lugar (34%). Sin embargo los hombres valoran mucho la infidelidad (47%), aspecto este al que las mujeres -a su vez- conceden mucha menos importancia (29%). Hombres y mujeres coinciden en señalar la pérdida del amor y la falta de comunicación como elementos destacados.

Gráfica 3.png

         4.       ¿Está enamorado/a de su pareja?

Aunque el porcentaje de respuestas afirmativas es similar, sorprende que ningún varón asegure no estar enamorado. Nada menos que un 15% de mujeres dice no estar enamorada de su pareja (¿son ellas más francas?).

Gráfica 4.png

                                                 Resultados relevantes por franjas de edad                

5.       ¿Qué alimenta el amor?

Los sujetos de todas las edades señalan la confianza como el atributo que más alimenta el amor. Las principales discrepancias estriban en la importancia relativa que se le concede a la pasión y los ideales (mucho mayor en los jóvenes). La creencia de que el compromiso de estar juntos y los hijos incentivan amor es directamente proporcional a la edad.

Gráfica 5.png

6.       ¿La pareja es la forma ideal de convivencia?

La gráfica es bien ilustrativa. Según avanza la edad mayor importancia cobra la creencia de que la pareja es la forma ideal de convivencia.

Gráfica 6.png

7.       ¿Existe una persona predestinada para mi?

Esta pregunta esconde un mito del pensamiento mágico (como el del príncipe azul). Una creencia que se va desmontando con la edad tal y como se observa ilustrativamente en la gráfica.

Gráfica 7.png

8.       ¿Cree en la fidelidad extrema?

Las respuestas a esta pregunta confirman que los jóvenes son más radicales al respecto. Sorprende, pues pudiera parecer que estas edades sean más tolerantes y abiertas. En definitiva, parece que la fidelidad es cuestión de amor propio, y la infidelidad es percibida como un atentado al yo y en consecuencia proscrita por los jóvenes (en edad de autoafirmación).

Gráfica 8.png

                                         Resultados relevantes según franjas de edad y  sexo      

9.       ¿Por qué rompería la relación?

Se pedía a los participantes que seleccionaran dos de las 8 opciones posibles (seleccionadas de una exploración pre-test). Estos fueron los resultados.

Según edad

Todas las edades consideraron la infidelidad y la falta de respeto como causas principales de ruptura. La falta de pasión y de sexo era más importante para los más jóvenes, y la rutina como causa de importancia creciente según avanza la edad.

Gráfica 9.png

Por sexo

Las causas de ruptura son similares a las respondidas en el apartado “amenazas para el matrimonio” con remarcables diferencias como la importancia que cobran aspectos ausentes en aquel apartado como la pérdida del amor (40% y 47% en mujeres y hombres) y los celos (23% y 16% en mujeres y hombres). Se mantienen en parecidos términos la infidelidad, la falta de respeto y la falta de comunicación como causas de ruptura.

Gráfica 10.png

10.     Fidelidad sexual y emocional (su pareja es exclusivamente para Vd.)

Se pedía a los participantes que seleccionaran dos de las 8 opciones posibles (seleccionadas de una exploración pre-test). Estos fueron los resultados.

Por edad

Hay una distribución bastante homogénea. El 70% o más de todas las franjas de edad afirman que la pareja es exclusiva en lo sexual, en lo afectivo o en ambas cosas.

Gráfica 11.png

Por sexo

La concordancia aquí es máxima, más del 75% de ambos sexos afirman que la pareja es exclusiva en lo sexual, en lo afectivo o en ambas cosas.

Gráfica 12.png

11.     ¿Se puede querer a más de una persona a la vez? (referida a la relación de pareja)

Por edad

Las diferencias aquí son enormes. Los más jóvenes responden en un 62% que sí se puede querer simultáneamente a más de una persona. Las cifras se invierten para los de más edad (un 30%) y los de edades intermedias (un 38%).

Gráfica 13.png

Por sexo

Las diferencias entre hombres y mujeres son notables. Las mujeres rechazan el amor simultáneo (un 68%) mientras que los hombres lo aceptan en mucha mayor medida (un 47%). Son datos que abundan en las tendencias monogámicas de la mujer y poligámicas del hombre.

Gráfica 14.png

Discusión

Las ciencias sociales en pleno abordan el binomio fidelidad-compromiso: la filosofía, la psicología, la religión, la sociología, la ética y la antropología dan sus propias definiciones de ambos conceptos. La monogamia sería el trasunto evolutivo de la fidelidad y el compromiso. Lo natural (que no lo aceptado) es la fidelidad social y la infidelidad sexual. Esto es algo que no sorprende a ningún profesional de las ciencias humanas y sociales pero que sigue sin ser asimilado por el conjunto de la sociedad. Admitiendo la clásica diferencia entre fidelidad sexual y social (o emocional), parece que en el reino animal predomina la infidelidad sexual, representando la fidelidad social un mecanismo de recíproca salvaguarda que en muchas ocasiones tiene fecha de caducidad. Así pues, la pregunta lógica no es el por qué de la fidelidad sino por qué no ser infiel. Lo natural es ser infiel sexualmente pero no lo frecuente ni lo aceptado, aunque cada vez se aproximan más las cifras. Es decir; empleando el clásico ejemplo de que la caries es frecuente pero no natural (lo natural es una dentadura sana), la infidelidad es natural pero no normal. Los argumentos contra la infidelidad en virtud de lo expuesto se efectuarían “contra natura”.

Las convenciones sociales de orden moral desvían arteramente la atención hacia el binomio infidelidad-monogamia o fidelidad-monogamia que son conceptos independientes. La división fidelidad sexual vs emocional algo aclara. Otros binomios mixtificados son fidelidad-compromiso, infidelidad-antidependencia y compromiso-monogamia. En mi opinión la pregunta evolutiva no es ¿por qué somos infieles? sino ¿por qué somos fieles?, o, lo que es igual ¿cual es el origen de la fidelidad y el compromiso? y no a la inversa. Un fiscal tiene que demostrar la culpabilidad del reo partiendo de la presunción de inocencia. Yo parto de la presunción de que tanto la fidelidad como el compromiso representan potenciales de comportamiento que responden a expectativas sociales monogámicas. Notemos que la mayor parte de investigaciones se refieren a la infidelidad sexual. Los datos aquí presentados considero que ofrecen una aproximación válida a la percepción fenomenológica y actitud social de la fidelidad, la infidelidad, la monogamia y el compromiso.

Carlos Sirvent, en dialnet.unirioja.es/

Evelyn Haydée Páez y Willdea Arreaza Vizcaya

Introducción

La Ley Orgánica de Educación, (LOE), entró en vigencia el 28 de julio de 1980 con su publicación en la Gaceta Oficial No. 2635; en ella, se estableció la orientación de la educación venezolana. Este cambio en el mundo normativo implicaba también cambios en las instituciones educativas en lo referente a los niveles y modalidades, las prácticas pedagógicas y el sistema de evaluación, así como en los perfiles de egreso del estudiante y en los papeles que debía jugar el docente. A partir de esa fecha, la población venezolana esperaba, producto de la acción educativa, la formación y capacitación como los equipos humanos necesarios para el desarrollo del país y la de promoción de los esfuerzos creadores del pueblo venezolano hacia el logro de su desarrollo integral, autónomo e independiente, así como la formación de un hombre con una serie de rasgos personales, uno de ellos, el de ser un hombre crítico.

Pensar críticamente encierra el arte de hacernos cargo de nuestra mente, y al lograrlo, nos hacemos cargo de nuestra vida, la mejoramos y sometemos a nuestro criterio y dirección. Para esto se requiere que aprendamos a auto-disciplinarnos y nos habituemos a examinar, por nosotros mismos, las cosas que vamos a hacer, lo que hacemos o las acciones que vamos a emprender (Beyer, 1998). Actuar de esta manera conlleva que nos interesemos en cómo trabaja nuestra mente, que  podamos dirigirla, afinarla, entonarla y modificar sus operaciones para hacerlo cada día mejor. Ello involucra que adquiramos el hábito de examinar reflexivamente la impulsiva y consuetudinaria manera de pensar y de actuar en todas las dimensiones de las vidas de cada ser humano.

La mayoría de las veces la conducta de la persona es irreflexiva, es acrítica. En la vida cotidiana se actúa de esta manera cuando, por ejemplo, se compra algo sin detenerse a pensar si de verdad se necesita, si es bueno para lo que se quiere o si el precio es real o comparativamente bueno. Como padres, a veces respondemos a los hijos de manera impulsiva sin detenernos a pensar si esa acción es consistente con lo que se quiere ser como padre o si con ello se está contribuyendo a fomentar la autoestima de los hijos o si se los está desanimando a pensar por sí mismos o a no asumir la responsabilidad de sus propias acciones.

Como ciudadanos, por ejemplo, votamos frecuentemente de manera impulsiva y acrítica sin tomarnos el tiempo para analizar, para estudiar las proposiciones y temas de relevancia para la comunidad y el país o sin tomar en cuenta si las propuestas de los aspirantes son imprecisas o son sólo falsas promesas. Como amigos, muchas veces nos vemos envueltos en situaciones que no se ajustan a nuestro parecer sólo por seguir la corriente del grupo o compañero. Como pareja, esposo o esposa, a menudo pensamos sólo en los intereses, deseos o puntos de vista individuales, ignorando los deseos o puntos de vista del compañero o de la compañera, asumiendo que lo que queremos y pensamos está justificado y es valedero, y que si él o ella no está de acuerdo es porque, sencillamente, es injusta o injusto e irracional. Como paciente, se es pasivo y acrítico sobre el cuidado de la salud cuando no se establecen buenos hábitos alimenticios y de ejercitación o cuando no se siguen las prescripciones médicas para lograr el propio bienestar.

Como educadores, muy a menudo, nos permitimos enseñar de la misma manera como fuimos enseñados, asignamos tareas que los estudiantes pueden realizar con mínimo esfuerzo mental, inadvertidamente desanimamos al estudiante cuando toma iniciativas y busca ser independiente, perdiendo así la oportunidad para cultivar su autodisciplina y capacidad para pensar. Como estudiantes, es usual buscar la vía del menor esfuerzo al realizar una tarea, copiándola del compañero sin detenerse a pensar en que no se está siendo honesto ni aprovechando la oportunidad para aprender que brinda el realizarla, así como minimizando la posibilidad de continuar estudios en el nivel porque al no realizar la tarea no se aprende o no se puede cumplir con los requerimientos de evaluación, con lo cual se estará obteniendo un bajo rendimiento o, peor aún, eliminando la posibilidad de iniciar estudios universitarios, si esa es la meta, por no tener las destrezas y habilidades requeridas para el ingreso a la carrera de nuestra preferencia.

En síntesis, es completamente posible, y desafortunadamente algo casi natural, vivir una vida irreflexiva, vivir de manera más o menos autómata, vivir de manera acrítica. Es posible vivir sin darse cuenta de la persona en la que uno se está convirtiendo, sin desarrollar o trabajar sobre las habilidades, destrezas y predisposiciones de las que se es capaz. Desde este punto de vista, el pensamiento crítico es un valor y un fin eminentemente práctico, está basado en las destrezas, la perspicacia y los valores esenciales para vivir el ideal de vida consciente que preconizaban los antiguos griegos. Pensar críticamente es una manera de vivir y de aprender que fortalece a la persona y, en el caso de los educadores, el pensar críticamente fortalece, consecuencialmente, a los estudiantes, a través de la práctica didáctica. Para contribuir al logro de esta finalidad educativa, en 1980 se atribuyeron responsabilidades a áreas curriculares específicas de acuerdo con el nivel de estudios. En el nivel de Educación Básica se diseñó un plan de estudios por etapas de tres grados cada una, diferenciado de acuerdo con el sector geográfico al cual atiende; a saber: urbano, rural, indígena y fronterizo. A este nivel le corresponde, desde entonces, estimular en el estudiante el deseo de saber y desarrollar su capacidad de ser, de acuerdo con sus actitudes, por cuanto está dirigido a lograr “...la máxima vinculación del sistema educativo con el proceso de desarrollo del país, a través de la formación de un ciudadano culto, útil, activo, responsable, reflexivo, crítico” (Ministerio de Educación, 1987a: 6).

Esta finalidad educativa del nivel, debía materializarse a través del curso obligatorio de áreas y asignaturas. Una de esas áreas es Estudios Sociales, integrada por las asignaturas Historia de Venezuela, Geografía de Venezuela, Geografía General, Historia Universal, Educación Familiar y Ciudadana, y Cátedra Bolivariana. Se esperaba que esta área fomentara “el trabajo individual, social y trascendental; [...] la criticidad, creatividad y espontaneidad; [...] el desarrollo del pensamiento lógico y una actitud crítica, reflexiva, responsable... (Ministerio de Educación, 1987b: 8).

Sin embargo, pareciera ser que el logro de un hombre crítico es una expectativa social insatisfecha por cuanto en estudios diagnósticos y planes nacionales que siguieron a la promulgación de esa ley se observa una reiterada incorporación de esta finalidad como meta de gestión gubernamental. El primero de esos diagnósticos se encuentra en las conclusiones del informe presentado por la Comisión Presidencial del Proyecto Educativo Nacional, en el cual se señala que los resultados de la acción educativa venezolana no han contribuido a desarrollar la personalidad ni a mejorar la capacidad del estudiante para la búsqueda del conocimiento, el ejercicio del pensamiento reflexivo, la actitud crítica, la conciencia ética, y que la rutina escolar “...priva al alumno del tiempo necesario para consultar textos, para pensar, discutir, observar, criticar, crear, experimentar y contemplar” (Uslar, 1986: 14).

Por su parte, en los planes de desarrollo nacional posteriores a 1980, se hicieron observaciones al desarrollo educativo que evidencian el incumplimiento de las expectativas de la sociedad y por ende del Estado venezolano. Así, se tiene que en el VI Plan de la Nación (1981), dentro de la nueva concepción de desarrollo propuesta en el Plan de Desarrollo Global de la Nación, se estableció como prioridad el estudio de las materias vinculadas con la nacionalidad y la enseñanza de la Historia y de la Geografía de Venezuela, como áreas prioritarias de atención para el desarrollo cualitativo de la educación.

Posteriormente, en el VII Plan de la Nación 1984-1988, se establece que su objetivo fundamental en materia educativa, consiste en consolidar las bases para la formación de un ciudadano creativo, crítico e integral, en el marco de una democracia más participativa, por lo que se reforzarán aquellos conocimientos que vinculen al estudiante con su contexto social, tales como historia, folklore, en tanto la realidad reclamaba la formación de un ciudadano crítico, observador, reflexivo, dotado de sensibilidad humana y con formación conservacionista de los valores históricos y culturales, que permitieran desarrollar la responsabilidad personal y la identidad nacional.

En el Plan de Acción del Ministerio de Educación (1995), el docente es considerado la clave de la transformación pedagógica sugerida y en los Aportes para el Debate sobre la Constituyente Educativa, se resalta, entre los graves problemas que afectan a la educación: “Métodos, procedimientos y modelos educativos, pedagógicos y didácticos atrasados, … ”. (MECD, 1999: 13). También en los Aspectos Propositivos del Proyecto Educativo Nacional se plantea que lograr este objetivo (formación de un hombre crítico), requiere “...la transformación de las prácticas pedagógicas (a las que califican de anquilosadas) y el logro de la pertinencia de los aprendizajes”. (MECD, 2001: 22).

Con base en estas realidades, en 1997 se reforma el nivel de Educación Básica mediante un Currículo Básico Nacional, CBN, para transformar los valores inmersos en las prácticas pedagógicas, actualizando las estrategias que sustentan el proceso de enseñanza- aprendizaje, formando integralmente al educando a través de las etapas de integración (primera), de interrelación (segunda) y de independencia (tercera), donde se establecen cuatro ejes transversales: lenguaje, valores, trabajo y desarrollo del pensamiento, éste último porque “Es importante tener estudiantes que sean creativos, atentos, reconozcan discrepancias y averigüen causas sobre los fenómenos, erradicando las actitudes pasivas de aceptación sin crítica, donde el docente plantea problemas con soluciones inmediatas” (ME, 1997:s/n).

Estas características personales del estudiante de Educación Básica son reforzadas en 1998, en la Propuesta Curricular que se presenta como documento base para la consulta nacional a los docentes, y en 1999, cuando se plantea en el Proyecto Educativo Nacional que es fundamental la relación entre los componentes curriculares, uno de ellos, el alumno, a fin de facilitar y mediar los procesos que propicien la reflexión, el análisis, la creatividad, comprensión, entre otros. Para ello, se deben desarrollar sus verdaderas habilidades y aptitudes, para lograr que adopte una postura crítica ante situaciones relacionadas con la realidad social. Se pretende con ese proyecto: “...profundizar hacia el desarrollo del pensamiento crítico, creativo, analítico, desarrollo de prácticas investigativas, auto- reflexivas del propio aprendizaje...” (MECD, 1999: 53), lo que implica obviamente un cambio en “...la práctica pedagógica repetitiva...” (MECD, 1999: 23) del docente, que se señala también en el prenombrado proyecto.

Este desarrollo del pensamiento del alumno es recogido además en los Aspectos Propositivos del Proyecto Educativo Nacional (2001) y en el Proyecto de Ley Orgánica de Educación (2001), al establecer, en el artículo 5 de este último, como finalidad de la educación contribuir al desarrollo de las capacidades de análisis y reflexiones críticas.

En todos estos documentos se puntualiza la importancia que el Estado venezolano asigna a la formación de un hombre crítico y el papel que debe jugar el docente para propiciar dicho logro. Tanto es así que en reconocimiento a este papel, el Gobierno venezolano, en la cláusula 31 de la IV Convención Colectiva de Trabajo de los Trabajadores de la Educación 2004-2006, conviene en revisar y actualizar los currícula en los distintos niveles y modalidades del Sistema Educativo, a los fines de posibilitar la formación de ese hombre crítico. Por otra parte, uno de los principios en los que se sustenta el proyecto de Ley de Educación Superior (2003), es precisamente el pensamiento crítico y creativo, considerados consustanciales a ese nivel educativo.

Cuando el docente piensa críticamente, actúa de manera reflexiva y toma, consciente y seriamente, esa finalidad educativa como objetivo de su labor, por ello, a través del proceso instruccional que planifica puede transformar cada dimensión de la vida escolar: cómo se formulan y promulgan las reglas y normativas en el aula, cómo se relaciona con sus estudiantes y los anima a relacionarse unos con otros, cómo cultiva sus hábitos de lectura, de escritura, su hablar y su escuchar o prestación de atención; su modelaje ante ellos, dentro y fuera del aula; en fin, pensar críticamente puede transformar cada una de las cosas que se tienen que hacer como docentes y, sobre todo, el cómo se hace.

Las precisiones anteriores destacan la necesidad de contar con profesores que hagan pensar a los estudiantes en su disciplina, que les den libertad para cometer errores, para tratar nuevos asuntos, enfoques o explicaciones de un fenómeno porque sólo teniendo libertad para reestructurar ideas y para analizar experiencias alternativas, aprenden los estudiantes a explorar los diversos contextos y a determinar por ellos mismos el significado de las informaciones nuevas. Sin embargo, ¿es esto lo que ocurre en nuestras aulas? ¿Está el docente con sus actividades instruccionales diarias, enseñando a sus estudiantes a pensar de manera crítica y, por ende, contribuyendo a formar los recursos humanos que el país necesita para alcanzar un desarrollo autónomo e independiente? Es importante dar respuesta a estas interrogantes porque, a pesar de que se habla de la necesidad de que los estudiantes posean un pensamiento crítico, la enseñanza de ese pensamiento a menudo fracasa, no porque la meta sea inalcanzable sino porque la instrucción es inadecuada. Una investigación realizada por Páez (2002), en cuatro asignaturas pertenecientes al área curricular Estudios Sociales, durante cuatro años escolares en dos instituciones educativas que ofrecen estudios en el nivel de Educación Básica, evidenció que no se está aplicando un proceso instruccional orientado hacia el logro del fin de la educación relacionado con la formación de un hombre crítico. En este orden de ideas, el presente trabajo está orientado a proponer una alternativa de planeamiento instruccional que responda a la siguiente interrogante: ¿cómo puede el proceso instruccional contribuir a desarrollar el pensamiento crítico del estudiante de tercera etapa del nivel de Educación Básica?

El pensamiento crítico

Uno de los supuestos para la enseñanza de habilidades del pensamiento, es que el desarrollo de la mente requiere de una ejercitación apropiada, sistemática, que permita prestar atención específica a la manera como se procesa la información y, con ello, aplicar y transferir los procesos en forma natural y espontánea a diferentes situaciones de la vida cotidiana y del ambiente escolar. Una vez en este nivel de desarrollo, el educando logra incorporarla a su manera de pensar y sus acciones se hacen consistentes con el aprendizaje logrado, no importa el tiempo transcurrido sin ponerlo en práctica.

Ahora bien, ¿Cómo puede enseñarse a pensar?, o, mejor aún, ¿Puede enseñarse a pensar? ¿Por qué enseñar a pensar? Todo ser humano piensa, pero no todos lo hacen con la misma coherencia, criticidad, profundidad, creatividad, como resultado de haber estudiado una asignatura; es por ello que debe prestarse atención específica a ese objetivo si se quiere desarrollar habilidades de pensamiento en el estudiante. Entonces, ¿qué caracteriza a un estudiante que piensa y piensa bien?

Uno de los autores que enfatiza en la necesidad de reflexionar sobre el proceso de pensamiento, es Dewey (1933). Él señalaba que nadie puede decirle a otra persona cómo debe pensar, pero sí puede decirle que hay unas maneras de pensar mejores que otras. Una de ellas es pensar de manera reflexiva, es decir, dándole vueltas al proceso mentalmente, considerándolo seria y consecutivamente hasta llegar a una conclusión sobre el mismo.

El pensamiento reflexivo involucra, por un lado, una duda, perplejidad, dificultad mental que origina el pensamiento y, por el otro, la búsqueda, la cacería, la indagación hasta encontrar un material que resuelva la duda y disipe la perplejidad. Donde no hay un problema o dificultad que resolver, el pensamiento fluye al azar, donde lo hay, su solución dirige el pensamiento y controla el proceso de pensar, considerando la experiencia y el conocimiento que se tenga sobre el tema, siempre que la persona tenga apertura mental, sea apasionada y entusiasta por las cosas que le interesan y demuestre responsabilidad para asumir las consecuencias de sus actuaciones.

Esta posición del autor indica que, para criticar, se debe primero reflexionar sobre el tema a enjuiciar. Es por eso que el docente debe conocer lo más posible las experiencias previas del estudiante, de sus expectativas, deseos, intereses, para poder determinar qué fuerzas debe usar en la formación de sus hábitos reflexivos como base de su pensamiento crítico.

Una de esas fuerzas o motores es la curiosidad, la cual, en términos rudimentarios, lo llevará a formularse preguntas a sí mismo o a otra persona hasta encontrar respuestas. El problema crucial para el educador es usar esa curiosidad para fines intelectuales a través de su conducción hacia objetivos didácticos, proporcionando los materiales y las condiciones para que esa curiosidad se dirija a investigaciones que le permitan incrementar su conocimiento y por medio de las cuales su inquisitividad se convierta en habilidad para encontrar las cosas que otros conocen, para formularse preguntas acerca de lo que lee en los libros y también para preguntar a otras personas.

Según el ya citado Dewey, a medida que el individuo satisface su curiosidad, va almacenando experiencias que, cuando se vea confrontado con casos similares, va a utilizar planteando sugerencias o posibilidades de ocurrencia o de causalidad para un determinado evento. A su vez, estas sugerencias, si están debidamente fundamentadas y si se llega a ellas de manera metódica, pueden conducir a resolver dificultades. Así, el problema del método para formar hábitos y pensar reflexivamente, es un problema de establecer las condiciones que hagan surgir y guíen la curiosidad del estudiante, de establecer las conexiones con su experiencia previa que promoverán las sugerencias, crear problemas que favorezcan la contigüidad en la sucesión de ideas sobre el particular.

No hay que olvidar que “Cada cosa que el docente hace, así como la manera en que lo hace, incita al niño a responder de una u otra manera, y cada respuesta tiende a formar en él, de una u otra forma, actitudes.” (Dewey, 1933:59). De allí la necesidad de que el docente esté pendiente de la conducta de sus estudiantes, de sus intereses, necesidades, porque ellos tratarán de satisfacerlos y no de satisfacer los requerimientos de la tarea. Estas actitudes del alumno hacia el estudio, son un elemento descriptor de su pensamiento crítico. Para Nickerson (1987), lo que caracteriza a un estudiante con pensamiento reflexivo es su conocimiento, habilidades, actitudes y maneras habituales de comportarse, reflejados en las siguientes conductas:

1.   Usa evidencias con destreza e imparcialidad (el término destreza, según Lampe (1989:23), se ha tomado de la psicología y se define como “...un tipo específico de comportamiento, más o menos complejo, que requiere períodos de adiestramiento y práctica deliberados para su adquisición”.

2.   Organiza sus pensamientos y los articula de manera concisa y coherente.

3.   Distingue entre inferencias lógicamente válidas e inválidas.

4.   Deja de enjuiciar cuando no tiene suficiente evidencia para fundamentar una decisión.

5.   Comprende la diferencia entre racionalizar y razonar.

6.   Intenta anticipar las probables consecuencias de acciones alternativas, antes de escoger entre ellas.

7.   Comprende la noción de grados de creencia.

8.   Tiene sentido del valor y costo de la información.

9.   Sabe cómo buscar la información y lo hace cuando la necesita.

10.   Ve semejanzas y analogías que no son evidentes.

11.   Puede aprender independientemente tanto lo menos como lo más importante.

12.   Tiene un inagotable interés por aprender.

13.   Aplica las técnicas de solución de problemas adecuadamente en áreas diferentes a las que ha aprendido.

14.   Puede estructurar problemas informalmente representados de la manera como lo haría utilizando las técnicas formales para resolverlos.

15.   Escucha cuidadosamente las ideas de los demás.

16.   Comprende la diferencia entre ganar una argumentación y estar en lo correcto.

17.   Reconoce que la mayoría de los problemas reales tienen más de una posible solución y que aquellas soluciones pueden diferir en muchos aspectos y que puede ser difícil compararlos en términos de un criterio de valor único.

18.   Busca enfoques inusuales a problemas complejos.

19.   Puede despojar de irrelevancias una argumentación verbal y expresarla en términos de sus componentes esenciales.

20.   Comprende la diferencia entre conclusiones, asunciones e hipótesis.

21.   Habitualmente cuestiona sus propias ideas e intenta comprender tanto las asunciones que son críticas para esos puntos de vista, como las implicaciones de ellas.

22.   Es sensible a la diferencia entre la validez de una creencia y la intensidad con que es sostenida.

23.   Puede representar puntos de vista diferentes sin distorsionar, exagerar o ridiculizar.

24.   Está consciente de que la comprensión que uno puede tener sobre un tema es siempre limitada, situación a menudo mucho más frecuente de lo que aparenta ser, a pesar de adoptar una actitud no inquisitiva; y por último,

25.   Reconoce la falibilidad de las propias opiniones, la probabilidad de parcializarse en esas opiniones y el peligro de sopesar evidencias diferencialmente de acuerdo con las preferencias personales.

Todas estas características apuntan a que hay una considerable diferencia entre el pensamiento crítico, reflexivo y el tipo de pensamiento que la mayoría habitualmente pone en práctica. Por su parte, Ennis (1985:45), quien viene trabajando sobre este tema desde la década de los sesenta, sustenta que el pensamiento crítico es “...el pensamiento reflexivo y razonable que está dirigido a decidir en qué creer o qué hacer”. Esta definición involucra actividades creativas como formular hipótesis, preguntas, plantear alternativas, hacer planes, pero involucra, además, actividades prácticas.

Para Ennis, el pensamiento crítico se descompone en predisposiciones y habilidades del individuo, que se integran cuando él decide en qué creer o qué hacer. La lista de predisposiciones incluye actitudes como: ser de mente abierta, prestar atención como un todo a la situación planteada, buscar las razones de algo, tratar de estar siempre bien informado, predisposiciones éstas que no necesitan de mayor explicación y que obviamente son deseables que las posea un individuo, sobre todo, si es estudiante. Las habilidades las divide en cuatro grupos, según se encuentren relacionadas con la claridad, la inferencia, el establecimiento de una base sólida para hacer inferencias, y la toma de decisiones, de manera ordenada y útil (se le conoce comúnmente como solución de problemas).

Cuando estas habilidades se combinan con las predisposiciones, se potencia el proceso de decidir qué hacer o qué creer. Cuando se piensa sobre algo, dice el autor, se tiene una base previa (información o conclusiones), de ello se infiere una conclusión que es la decisión acerca de una creencia o de una acción a tomar (puede ser que la decisión sea no emitir juicios).

Para solucionar un problema, se debe estar claro acerca de lo que acontece y todo ese proceso se da en interacción con los demás, sean éstos compañeros de clase, amigos, familiares. De estos dos aspectos o caras del pensamiento crítico, el que más se ha trabajado es el de las habilidades, porque se pueden observar con mayor facilidad.

Las predisposiciones, a su vez, incluyen conductas como las siguientes: buscar una afirmación que claramente establezca la posición asumida o cuestión tratada, buscar las razones de algo, tratar de estar bien informado, usar fuentes fidedignas y mencionarlas, tomar en cuenta la situación total, tratar de estar en sintonía con la idea central del tema, mantener en mente la idea o problema original, buscar alternativas, tener apertura mental, lo cual requiere considerar con seriedad los puntos de vista de los demás más que el de sí mismo, razonar tomando en cuenta las premisas  con las que no se está de acuerdo sin dejar que ese desacuerdo interfiera en el razonamiento, no emitir juicio si no se tienen evidencias y razones suficientes para hacerlo; asumir una posición  o cambiarla cuando las evidencias son suficientes para adoptarla o cambiarla, buscar tanta precisión como lo permita el tema, manejar las partes de un todo complejo de manera ordenada, ser sensible a los sentimientos, nivel de conocimientos y grado de sofisticación de las intervenciones de los demás.

Como puede notarse, para este autor, desarrollar el pensamiento crítico en el aula o ambiente de aprendizaje, requiere de una acción sostenida y sustentada de parte del docente, de manera permanente, utilizando estrategias de enseñanza y de aprendizaje flexibles, interactivas, variadas.

Para Lipman (1992), el pensamiento crítico se fundamenta en criterios, está dirigido a juzgar, es auto correctivo y sensible al contexto. Traza los orígenes del trabajo sobre pensamiento crítico hasta Dewey, y señala que la definición de Ennis (1985) sobre pensamiento crítico como el pensamiento razonable, racional, que ayuda a decidir qué hacer o en qué creer, sigue siendo la más popular y aceptada entre los educadores norteamericanos.

Del análisis de las aseveraciones de los autores mencionados se desprende una línea común en la definición del pensamiento crítico, cual es la necesidad de que haya enjuiciamiento. Enjuiciar es someter una cuestión a examen, discusión y a juicio (Diccionario Quillet, 1969). A su vez, examen es la indagación rigurosa que se hace acerca de las cualidades y circunstancias de una cosa o de un hecho; discutir es examinar atentamente una materia, alegar razones, y juicio, es la operación del entendimiento que consiste en comparar dos ideas para conocer y determinar sus relaciones. Estando todas estas operaciones de por medio, es deducible que el pensamiento crítico, entonces, requiere resolver problemas, tomar decisiones, aprender nuevos conceptos, pero, a la vez, incluye mucho más que eso.

Lipman, ya citado, define el pensamiento crítico como aquél que facilita el enjuiciamiento, porque se apoya en tres pilares objetivos:

1)   Criterios. Regla o principio que se utiliza para emitir juicios. Los criterios son razones valederas, al menos para la comunidad de expertos en el área de que se trate el asunto. Ellas le dan objetividad a los juicios emitidos. Las razones a su vez, deben estar sustentadas en la validez, consistencia de las evidencias presentadas.

2)   La auto corrección. Habituados a pensar sustentados en razones, podemos darnos cuenta de cuando estamos en un error o cuando nuestra opinión o posición es impertinente. Una de las ventajas de convertir el aula en una comunidad indagadora e inquisidora, es que sus miembros empiezan a darse cuenta y a corregir los métodos y procedimientos usados por los compañeros así como los propios, por ello son capaces de auto corregirse.

3)   La contextualidad. Cuando se piensa de manera crítica se reconoce lo siguiente:

Las circunstancias excepcionales o irregulares en las que se da una situación particular.

•    Las limitaciones espaciales, contingencias o restricciones

•    Las configuraciones totales

•    La posibilidad de que la evidencia sea atípica, como, por ejemplo, considerar que se pueda ganar un torneo deportivo porque se haya ganado el primer juego.

•    La posibilidad de que algún significado no pueda ser trasladado de un contexto a otro. Las razones que motivaron la solicitud que le hiciera el Congreso de Angostura al Libertador Simón Bolívar de ser dictador de la República, no justificarían tal régimen político en otros momentos históricos, así como la tragedia de Vargas, ocurrida a finales del siglo pasado en el país, no justificaría la decisión de no propiciar la formación de ciudades en los valles geográficos.

Entre los criterios que se pueden usar en el aula para sustentar una posición o emitir juicios, están los estándares, leyes, reglas, normas, cánones, ordenanzas, preceptos, límites de conducta, condiciones de funcionamiento de algo, parámetros, principios, convenciones, ideales, fines, objetivos, intuiciones, pruebas, evidencias de hechos, observaciones, métodos, procedimientos, políticas. En todo caso, los criterios están entre los instrumentos más valiosos para la conducta racional. Enseñar a los estudiantes a reconocerlos y usarlos, es un aspecto esencial de la enseñanza del pensamiento crítico.

La característica de contextualidad señalada por el citado Lipman hace que Estudios Sociales, sea un área curricular pertinente para desarrollar el pensamiento crítico del estudiante a través del uso de estrategias de enseñanza y de aprendizaje adecuadas. Utilizarlas conducirá a los estudiantes a tener buen juicio sobre lo estudiado: a hacer una buena interpretación de un texto escrito, a redactar una composición coherente, a comprender lo que escuchan en la clase, a proporcionar sólidos argumentos al asumir una posición, a detectar las posiciones asumidas, sugeridas o implícitas por un autor. Este buen juicio deberá estar basado en destrezas de razonamiento que le permitan hacer inferencias, así como indagar, formarse sus propios conceptos y transferir aprendizajes.

Según Scriven y Paul (2001), el pensamiento crítico es el proceso intelectual y disciplinado de conceptualizar, aplicar, analizar, sintetizar y/o evaluar, activa y hábilmente, información obtenida o generada a través de la observación, la experiencia, la reflexión, el razonamiento o la comunicación como una guía para actuar y creer. Cuando pensamos de manera crítica, de acuerdo con Paul (1987), generamos y moldeamos las ideas y las experiencias, de manera que puedan ser usadas para estructurar y resolver problemas, fundamentar decisiones y para comunicárselas  a los demás.

¿Cómo enseñar el pensamiento crítico a través del currículo de Estudios Sociales?

La respuesta a esta pregunta nos lleva a acompañar a Beyer (1990), en su recomendación de incorporar al currículo los procedimientos filosóficos siguientes:

1.- Razonamiento. Razonar es el rasgo más distintivo de la filosofía, es la inferencia sistemática de información de acuerdo con las reglas de la lógica para demostrar la validez de una afirmación; es el proceso por el cual se sacan conclusiones de las observaciones o de las creencias o hipótesis formuladas. El razonamiento lleva de una evidencia tal vez fragmentada a una conclusión. Usualmente, consiste en la presentación de argumentos o secuencia de afirmaciones para demostrar la veracidad de alguna aseveración. La habilidad para reconocer, analizar, juzgar, y formular argumentos válidos a través del razonamiento y las reglas de la lógica, son nucleares para el pensamiento crítico.

2.- Juicio crítico. Es la disposición y habilidad que tiene el filósofo para escudriñar y evaluar el pensamiento, tanto el propio como el de los demás, para determinar la veracidad, la confiabilidad y el valor de algo y para construir argumentos lógicos que justifiquen reclamos o aseveraciones. Es llamado juicio crítico porque se basa en criterios, los cuales le otorgarán su carácter positivo o negativo. Para enjuiciar se deben adquirir destrezas en:

a)   Determinación de la credibilidad de una fuente

b)   Distinción entre lo relevante y lo irrelevante

c)   Distinción entre hechos y juicios de valor

d)   Identificación y evaluación de asunciones subyacentes o tácitas.

e)   Identificación de parcialidades.

f)   Identificación de puntos de vista

g)   Evaluación de evidencias presentadas para sustentar una posición.

Para los filósofos, ser capaz de pensar significa ser capaz de realizar éstas y otras operaciones de pensamiento en la búsqueda de la verdad.

3.- Criterios. La filosofía, a diferencia de otras disciplinas, proporciona criterios para juzgar la calidad del pensamiento. El criterio general en el pensamiento crítico es el conocimiento.

4.- Punto de vista. Es la posición desde la cual se mira el pensamiento y es producto de la experiencia acumulada de cada cual. La total comprensión de una explicación o descripción, requiere de la comprensión del punto de vista que la origina. Detectar puntos de vista y considerarlos, es un aspecto importante del pensamiento filosófico.

5.- Diálogo. Éste es uno de los mejores métodos para ejercitar el pensamiento crítico. Para Paul (1987), diálogo es el intercambio entre dos o más individuos o puntos de vista sobre un tópico dado para cualificar su veracidad. Para ese intercambio, hay que dar y analizar evidencias, razonar lógicamente, identificar asunciones, mirar las consecuencias. Este diálogo puede hacerse en grupos o individualmente. La pregunta es una técnica ideal para estimular este diálogo, pero preguntas del tipo evaluativo (Flanders y Amidon, 1971; Sánchez, 1996) o socrático (Beyer, 1990), porque llevan al estudiante a buscar la verdad.

6.- Predisposición. Pensar requiere, además, de una predisposición mental para llegar al fondo de las cosas, para no ser conforme con las respuestas recibidas, para buscar más información de la que le dan, para cambiar de posición cuando las evidencias así lo exigen, para buscar fuentes de información primarias, entre otros.

Los educadores deben tratar de desarrollar estos procedimientos en la enseñanza de sus asignaturas y, según cuáles sean los objetivos de la lección, el razonamiento, ya inductivo, deductivo, analógico, debe ser incluido como fundamento metodológico, aun para sólo recordar conocimientos. También deben ser incluidos el juicio crítico y el uso de criterios. Al hacerlo, los educadores estarían utilizando lo que Ennis (1989), llama enfoque de inmersión, es decir, aquella instrucción en la que los estudiantes son estimulados a pensar críticamente en la asignatura, aunque no se le hagan explícitas las habilidades y predisposiciones de este tipo de pensamiento ya descritos en el aparte correspondiente.

Wilkinson y Dubrow (1991), opinan que sólo cuando los estudiantes dejan de asentir con las opiniones de los demás, empiezan a identificar y a evaluar problemas, a elaborar interpretaciones de los hechos razonadas y defendibles y pueden llegar a conclusiones y probarlas sin ayuda.

En el método de la discusión grupal, se pueden promover estas conductas mediante los diálogos abiertos, preguntando y respondiendo para animarlos, estimularlos y, de ser necesario, desafiarlos para que articulen sus ideas y las evalúen. El aula debe convertirse en un escenario para aprender a distinguir entre lo relevante y lo impertinente, entre lo lógico y lo ilógico, entre las soluciones factibles y las intrascendentes. Para hacerlo, es necesario desterrar algunos fantasmas que impiden el crecimiento intelectual y desarrollo de habilidades para pensar. Uno de ellos es la incertidumbre que tiene el alumno producto de su desconocimiento de algunos temas, aun cuando los haya estudiado con anterioridad en el mismo curso o en años anteriores, porque siempre le proporcionaron respuestas y nunca preguntas.

Ante esta situación, el estudiante prefiere aferrarse a un autor y no fabricar sus propias ideas o conclusiones. Por otra parte, está acostumbrado a la respuesta correcta y no a las respuestas posibles. Los exámenes planteados por los profesores, las guías, manuales, problemarios de autores así lo ejercitan. Es prudente señalar que esta posibilidad de respuesta única es cierta en muchos temas y áreas del conocimiento. El problema es que se ha generalizado a todo el currículum y, de hecho, en todas las áreas curriculares la múltiple respuesta es posible, propiciarla es propiciar el pensamiento independiente.

En este orden de ideas, el profesor de Estudios Sociales puede plantear alternativas de acción para crear un espacio abierto para la opinión de los estudiantes, enfatizando lo positivo y teniendo mucho tacto al corregir debilidades en la participación. También puede asignar tareas que requieran el enjuiciamiento del contenido, cuidando que dicha tarea se adapte tanto a las habilidades de los estudiantes como al contenido en sí. En todo caso, el docente debe velar porque no se sobresimplifique la tarea y que siempre contenga exigencias que requieran la descripción, el análisis y la evaluación del contenido, que será lo requerido en la discusión y que son actividades típicas en el aula que investiga.

Estas tres actividades ayudan a que el estudiante aprenda a identificar patrones, la cual es una habilidad difícil de lograr, donde lo importante es que el alumno capte que las cosas suceden por una o varias razones y nunca por casualidad. En lo referente a la evaluación del contenido, hay que estimular al estudiante a que confronte su interpretación con las evidencias de que dispone, porque la emisión de un juicio no es un hecho arbitrario, sino que debe ser demostrado y el análisis de esas evidencias es lo que permitirá enjuiciar.

La técnica del debate es bien pertinente para chequear estas actividades de evaluación. Para obtener buenos frutos, se requiere un profesor que domine el contenido para que pueda mantener el curso de la discusión aún cuando surjan planteamientos inesperados. El debate es una actividad que se realiza esporádicamente en las aulas de tercera etapa del nivel de Educación Básica, pero sólo con esta denominación no con lo que él en realidad connota.

Si los estudiantes se acostumbran a estas actividades, podrán pensar de manera independiente y serán capaces de pensar en voz alta acerca de lo que el profesor dice o plantea en la clase, acerca de lo que lee en el texto y con lo que no está de acuerdo, observará y escuchará a sus compañeros tanto como a su profesor, porque tomará en cuenta sus opiniones para que tomen en cuenta las de él o ella, en oportunidades, explorará aspectos no tocados en clase, expresará su opinión acerca de las tareas o actividades encomendadas. Todos estos signos, son evidencias del pensamiento independiente, fundamentado, razonado, crítico, reflexivo que se aspira del estudiante del nivel de Educación Básica en Venezuela.

¿Cómo puede desarrollarse el pensamiento crítico del estudiante en el área curricular Estudios Sociales de Tercera Etapa de Educación Básica?

Sócrates (2001), estableció la importancia de buscar evidencias, de analizar conceptos básicos, de buscar las implicaciones de lo que se dice y de lo que se hace a través de preguntas. Esta manera de preguntar es conocida en didáctica como la Pregunta Socrática y constituye quizás la mejor estrategia para enseñar a pensar críticamente. Richetti y Sheerín (1999:58), señalan que, subyacente en la teoría constructivista de la enseñanza y el aprendizaje, (tan en boga actualmente en nuestro país y preconizada en el Currículo Básico Nacional (1997) y en el Proyecto Educativo Nacional (1999) y en sus Aspectos Propositivos (2001), está el reconocimiento del valor del estudiante como ser pensante. Afirman estos autores que: “Si no se creyera en su capacidad para pensar, no habría constructivismo”. Para ellos, el fin del constructivismo es ayudar a los estudiantes “...a convertirse en educandos y pensadores autónomos, a explorar preguntas importantes, a construir e integrar comprensiones del conocimiento más profundas” (Richetti y Sheerín, 1999:60), y es así, porque como lo destaca Nieto (1997), el conocer y el pensar son dos términos que pertenecen al mundo cognitivo y como tales son usados por el hombre para resolver los problemas que se le plantean en su contexto personal y social.

Por su parte, Krynock y Robb (1999), destacan que cuando los estudiantes indagan y se formulan más preguntas, aprenden a buscar relaciones entre piezas de información y a desear conocer y saber más, tal como ha sucedido en sus clases de Ciencias y de Lenguaje. Es así como la habilidad para pensar, para indagar durante toda la vida e integrar el nuevo conocimiento, está basada en la habilidad para preguntar y considerar preguntas importantes.

En verdad, ¿Cómo más podríamos adquirir, analizar, integrar nueva información a la ya poseída, si no nos hacemos preguntas que nos fuercen a hacer tales cosas? “La gente no es un mero receptor de información. La gente adquiere, organiza y analiza información y luego llega a conclusiones que tienen sentido para ella” (Richetti y Sheerín, 1999:61). Por su parte, Goodrich (2000) acota que elaborar un argumento, dar razones para sustentarlo o para seguir creyendo en él a pesar de las evidencias, dar razones en pro y en contra del argumento, así como considerar el otro lado del mismo, es evidencia de poseer una destreza sofisticada de pensamiento.

De todo lo anterior se deriva el valor de la pregunta para desarrollar el pensamiento crítico por lo que debe ser la base para elaborar la planificación instruccional, incluyendo objetivos y estrategias metodológicas que lleven al estudiante a pensar, reflexionar, indagar, disentir, analizar y evaluar sus respuestas. Un proceso instruccional como el que se sugiere puede verse representado en la siguiente ilustración.

La asignatura Historia de Venezuela en séptimo grado está dirigida a afianzar el espíritu de investigación y análisis mediante el uso de técnicas y dinámicas grupales que permitirán al educando la comprensión de nuestro proceso histórico y su relación con los del continente y el mundo. Para ello se prevé en el programa analítico correspondiente, el estudio de la conformación de las provincias en el territorio venezolano y su organización política: Cabildos y Gobernaciones. Responsabilidad personal y social de la representación pública. Además se pretende que el estudiante valore la importancia de los organismos de dirección públicos.

Si se quiere poner en práctica un proceso instruccional que permita al estudiante desarrollar habilidades y destrezas de pensamiento crítico como las señaladas por los autores supramencionados, se propone el uso de estrategias metodológicas como las siguientes:

Realización de un trabajo de investigación social, en equipos (3-5 miembros), integrados por alumnos que vivan en un mismo municipio. Cada equipo selecciona un concejal del municipio donde vive y realiza una entrevista con el objeto de recaudar información acerca de estos aspectos:

a)   Integración del Concejo Municipal.

b)   Funciones que debe cumplir el Concejo Municipal.

c)   Relaciones entre el Concejo Municipal y el municipio.

Adicionalmente, como producto de la entrevista realizada al Concejal seleccionado, cada equipo debe ofrecer información específica acerca de:

1)   Acciones o actividades cumplidas efectivamente por el concejal para responder a sus electores.

2)   Factores que ayudan al cumplimiento de sus funciones u obstáculos que entorpecen el cumplimiento de las mismas.

3)   ¿Cómo afecta a la comunidad en la que vive el alumno y a la de la escuela, la acción realizada y la no realizada por el concejal?

4)   ¿Qué podría hacerse para que los concejales cumplan efectivamente sus funciones?

5)   Si los miembros del equipo integraran el Cabildo, ¿qué acciones pondrían en práctica para dar respuesta a las necesidades de su comunidad?

Esta actividad puede ser también cumplida tomando como base la Gobernación y la entrevista se realizaría a los miembros del Consejo Legislativo.

En la sesión asignada para entregar el trabajo, el profesor introduce la lección requiriendo luego a cada equipo que presente sus  experiencias para propiciar la interacción y el intercambio de ideas y propuestas, lo que permitiría, en conjunto, establecer las funciones de un cabildo o de una gobernación. También podría intervenir el profesor y proporcionar información acerca del procedimiento seguido por la corona española para organizar políticamente lo que es actualmente el territorio venezolano, en lo concerniente a gobernaciones y cabildos.

La información recopilada por los estudiantes servirá como organizador avanzado para el estudio del proceso de organización política del territorio venezolano al establecer los alumnos comparaciones entre las funciones que cumplía cada organismo en la época colonial y las que cumple en la actualidad.

La evaluación de este objetivo estaría centrada en dos vertientes. La primera, relativa al trabajo de campo, valoraría aspectos como: presentación y organización, claridad, concreción, coherencia en los planteamientos, profundidad del análisis, calidad de las preguntas formuladas en la entrevista. La segunda vertiente estaría relacionada con el estudiante, y en ella se consideraría: Creatividad en las soluciones propuestas, procesos de pensamiento demostrados: uso de la inducción, de la deducción, deducción de conclusiones hipotéticas; enjuiciamiento de la información, tipo de preguntas formuladas, planteamiento o análisis de dilemas o situaciones conflictivas, sustentación de los juicios emitidos, participación razonada en las discusiones grupales.

Esta actividad, realizada siguiendo las recomendaciones anteriores, con seguridad permitirá establecer vínculos con otras asignaturas del área curricular, facilitará la transferencia de aprendizajes y evitará la parcelación del conocimiento. Además, propiciará la formación en el alumno de una idea clara de lo que son los organismos públicos y de la responsabilidad que tienen ante las comunidades, creándose en ellos la noción de deberes y derechos. Consecuencialmente, se espera que esta actividad pueda formar en los estudiantes una libertad de conciencia para pensar y elegir reflexivamente y bien a sus representantes en la escuela, en la comunidad, región y nación, enjuiciando críticamente las propuestas presentadas y decidiendo, sustentadamente, apoyado o apoyada en criterios, qué hacer o en qué creer. ¿No es ésta acaso la actitud que se espera de un ciudadano que posee un pensamiento crítico?.

Evelyn Haydée Páez y Willdea Arreaza Vizcaya, en redalyc.org/

Lourdes Flamarique

2.        La cultura o el arte forzado de Kant

Como es sabido, Kant quiere rectificar también algunas tesis ilustradas y el exceso de empirismo en el tratamiento de los principios de la conducta humana. La brillantez del ideal de autonomía moral que defiende, saca a la luz los puntos débiles de la tesis de Herder; por un lado, el hombre depende inexorablemente de la tradición y del destino, es decir, de una cadena en la que las formas de humanidad se encaminan a una perfección desconocida para el agente individual; por otro y como consecuencia de lo anterior, el ideal de formación de la humanidad no ofrece un marco suficiente que impulse y satisfaga plenamente la aspiración a la propia identidad. Aunque Herder aprecia lo individual en el devenir de la historia, en su teoría de la cultura se echa de menos una fenomenología del espíritu, que muestre cómo el ideal de formación se realiza efectivamente en el hombre existente a través de la conciencia personal que acompaña la actividad de autodevenir.

En cierto modo parece que la cultura, y con ella la idea de humanidad, vive en el hombre concreto. Los anhelos personales de felicidad y plenitud vital están supeditados al destino que coloca al ser humano en esta o en aquella situación. Herder ha puesto en juego la tesis de la autorrealización y de la dimensión expresiva de la misma que suaviza la impronta de lo general en la existencia individual. La plena realización, como hemos señalado, convoca necesariamente todas las facultades humanas (el sentimiento, la imaginación, la personalidad, la razón, etc.) en la unidad propia de un ser vivo: cada ser concreto. Se plantea así un difícil equilibrio entre las aspiraciones individuales y la subordinación a su papel de eslabón en la cadena de la formación de la humanidad. La inmersión en la cadena de la cultura desdibuja el aspecto subjetivo de la libertad, es decir, la conciencia de la misma que va inseparablemente ligada a la singular dignidad del hombre.

Aquí es donde se separa radicalmente la postura de Kant que, como es sabido, está dominada por la concepción de la libertad como autonomía. Apenas hay discrepancias en lo que refiere a la definición del hombre desde el punto de vista de su naturaleza: el hombre es racional y, por consiguiente libre; como individuo y como especie se autoproduce mediante la acción. Sin embargo, mientras que Herder identifica la autoproducción histórica del hombre como tal con la cultura, Kant entiende por ésta únicamente el desarrollo y educación de la natural dotación racional. Como concluye Heinz acertadamente, esta diferencia resulta del monismo o dualismo que perfila la imagen del mundo en cada uno [26].

Kant discute la tesis central de Herder, según la cual el hombre es esencialmente culto, o naturalmente cultivado porque, entre otras razones, implica un significado único del concepto de cultura que se realiza siempre en formas diferenciadas y no contiene un juicio de valor sobre ellas. La teoría de la cultura de Herder incluye necesariamente una referencia a las producciones que, como he señalado, inmediatamente son bienes: presentan la unidad de razón y naturaleza, el armonioso señorío del espíritu sobre la conformación natural, primero en el propio cuerpo, y después en el mundo exterior. Lejos de esta concepción del hombre se encuentra la antropología kantiana dominada por la estricta incomunicabilidad de los dos mundos a los que pertenece el ser humano. Precisamente la idea de autonomía, tan característica de la ética crítica, suple la pérdida de eficacia que lleva consigo esa doble actividad. De la misma manera, según Kant, la cultura ha de estar al servicio de la carencia de racionalidad de la dotación natural, una tarea menos relevante que la de ofrecer imágenes de humanidad capaces de generar lo auténticamente humano en todo hombre.

En esta línea debe entenderse la definición de cultura que recoge el parágrafo 83 de la Crítica del Juicio: cultura es la producción de la aptitud de un ser racional para cualquier fin en general [27]. Las disposiciones naturales prometen una vida racional, pero es preciso despertarlas y conducirlas de tal modo que capaciten al hombre para realizar lo específico de un ser que se define como fin final. Kant habla de cultura en otros sentidos, pero todos ellos coinciden en tratar de rectificar la conformación natural del ser humano, hasta que la acción del espíritu racional pueda traspasarla sin resistencia ni obstáculo alguno. La producción de la idoneidad para fines representa la máxima contribución de la naturaleza; con todo, no deja de ser una perfección meramente subjetiva al servicio de la facultad capaz de formular dichos fines. Ciertamente, la razón no conoce límites en su poder de ampliar las reglas y objetivos que persigue el hombre con todas sus fuerzas [28]. Sin embargo, ese poder debe ser ejercitado mediante una práctica necesaria y, al mismo tiempo, libre. La pregunta que surge inevitablemente es cómo puede ejercitarse la aptitud para cualquier fin, sin que la facultad racional se ponga fines. Por otro lado, si la producción de la aptitud es inseparable de los fines que la favorecen, en cierto modo, estos deben permanecer con la aptitud ya producida.

El carácter mediador de la cultura, según la definición de la Crítica del Juicio, permite reconocer que ésta no es inmediatamente un bien; esta apreciación se advierte también en el ensayo, Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita. Allí Kant parte del argumento según el cual el hombre, aunque tiene una inclinación a formar sociedad, sin embargo, igualmente presenta una resistencia a la misma. Este antagonismo se condensa en la expresión, la insociable sociabilidad de los hombres (ungesellige Geselligkeit). La cultura, precisamente, es fruto de esa insociabilidad; pues opera como una forma de constreñimiento de la naturaleza [29]. La sociedad y las formas culturales que la vertebran son inevitables, pero frente a Herder, Kant señala que no son necesariamente humanizadoras; ellas nos civilizan, pero, falta mucho todavía para que podamos considerarnos moralizados. Todo lo bueno que no está empapado de un sentir moralmente bueno es pura hojarasca [30]. Para hablar de moralidad, no basta con afirmar el impulso originario a autoproducirse, sino que la forma que el hombre se da a sí mismo, de algún modo, debe ser también producción propia.

El relato kantiano del paso del estado de naturaleza al de cultura o libertad no tiene una única dirección, como en el caso de Herder, hacia la cultura. Al contrario, a juicio de Kant, se trata de recuperar la posición perdida, una legalidad espontánea, natural, que tras el paso por la cultura es ya eminentemente moral.

Al abandonar la tutela de la naturaleza por una caída, el hombre pasa al estado de libertad, es decir, comienza a regirse por la razón. La historia de la libertad es el intento de suplir una pérdida: el orden que la naturaleza impone sin violencia a las criaturas. Se trata también del tránsito de la pura criatura animal a la humanidad. Desde el punto de vista de la especie, Kant considera que este paso significa un progreso; el individuo, en cambio, sufre porque la razón ordena únicamente mediante mandatos y éstos provocan las transgresiones. Y de este modo la misma bondad que busca la razón es fuente de infelicidad. Dicho de otro modo, con la historia de la libertad, obra del hombre, aparece la cultura, pero ésta genera una contradicción ineludible de la naturaleza con la especie humana [31].

La influencia de Rousseau en este punto es clara. Pese al antagonismo que causa dolor al género humano, Kant entiende que la naturaleza sabe mejor lo que conviene al hombre y, por eso, le fuerza a entrar en ese estado de antagonismo que se produce entre la libertad plena individual y la limitación de la misma. La insociable sociabilidad, debe culminar en el logro de una libertad bajo leyes exteriores que, sin embargo, sean perfectamente justas. La cultura es, por tanto, un arte forzado que sirve al desarrollo del plan secreto de la naturaleza [32]; en modo alguno es la responsable de la realización de la humanidad. Esta tarea corresponde a la naturaleza, en cuanto dotada de razón y libertad. Las tensiones inherentes a la cultura son un reflejo de la doble ciudadanía del hombre; por un lado, pertenece al mundo de lo sensible en virtud de su especie y, por otro, se reconoce más plenamente como ser moral. La cultura se orienta a una forma perfeccionada del ser natural del hombre y, en ese sentido, es medio para la realización moral que sólo se alcanza racionalmente. Ella no desemboca por sí misma en la moralidad (Sittlichkeit).

En otras palabras, la altura de una libertad radical coincide con una libertad plenamente racional, pues sólo ésta es capaz de acompasar la acción voluntaria (el libre arbitrio) al ritmo de la tarea formadora que lleva a cabo la naturaleza. Por ello, la acción auténticamente libre reclama la independencia absoluta de toda inclinación, de todo condicionamiento, incluso de las buenas costumbres que también Herder considera formas deficientes, aunque inevitables, de humanidad.

Una libertad así debe ser entendida como espontaneidad pura que se da la ley a sí misma. De este modo la razón práctica kantiana pretende reconciliar la universalidad del bien moral (la humanidad), es decir, su ejemplaridad que atrae bajo la forma de ley racional, y la libertad que es garantía de la autenticidad y responsabilidad moral de la acción. La libertad es la razón de ser de la ley moral, afirma Kant en un conocido pasaje de la Crítica de la razón práctica [33], mientras que la moralidad da a conocer la libertad radical que prepara la verdadera humanidad.

Se trata lógicamente de una humanidad que se identifica con la forma superior de moralidad y, por tanto, se acomoda plenamente a su ideal de la autonomía. El curso histórico de las formas de vida, es decir, la cultura no cumple una misión decisiva en la manifestación de la humanidad. Pues, para su realización, es más decisiva la autenticidad del origen que su contenido. La razón, que participa de la doble virtud de ser íntima y universal, es superior a la tradición como fuente de conocimiento y, frente a ésta, asegura una libertad ilimitada.

3.        De la expresividad de la cultura a la autenticidad como criterio moral de la acción

Las dificultades que plantea la ética kantiana son detectadas también por la generación romántica que está formada, entre otros, por Schleiermacher, los hermanos Schlegel, Schelling, Novalis, Humboldt, Tieck, etc. y domina la vida cultural en torno a 1800. Ellos advierten que la autonomía o acto supremo de la libertad absoluta es posible sólo en su confinamiento en la conciencia; ni puede ni quiere interferir el curso de los fenómenos. De este modo se abre un margen sin límites a la consideración analítica tanto de las conductas y procesos sociales, como del comportamiento. La libertad es una quimera y la descalificación moral de la inclinación y de las tendencias propias de la naturaleza humana conduce únicamente al rigorismo del deber. Pues, ¿cómo podría determinarse la voluntad libre en un sentido racional, si no es por el imperio de la ley?

En la medida en que Kant propone la desvinculación de las formas culturales y la captación puramente racional de la ley como signos de la voluntad buena, se hace más visible la amenaza de la instrumentalización social o de la implantación de prácticas sociales que persiguen objetivos externos a los que ellas mismas realizan. La tesis de Herder, en cambio, afirma una humanidad como naturaleza propia del hombre que, por ello, es anterior a la razón especulativa. La imagen oscura que se encuentra en cada hombre es la responsable última de los criterios para la acción y, como hemos visto, esa imagen debe ser apoyada mediante la educación en la tradición.

Pues bien, las dos herencias de esta primera rectificación a la ilustración, la de Herder y la de Kant, son asumidas en el romanticismo como anhelo de una libertad radical en términos de autonomía y como aspiración a una plenitud expresiva en la naturaleza [34].

No es preciso insistir en que el ideal de autorrealización y la dimensión expresiva de la acción son incompatibles con la noción kantiana de deber; este último indica siempre lo que no es, pero se conoce, mientras que una cultura entendida como culminación de la naturaleza manifiesta realmente aspectos todavía desconocidos. En la misma medida en que la acción libre es expresiva se advierte su provisionalidad; en cambio, la ley moral racional es definitiva. Aparece de nuevo el carácter relativo de toda cultura que no significa necesariamente un relativismo.

En el planteamiento romántico, ausente el concepto de deber y rechazada la prioridad de las leyes morales, el acierto moral de la acción libre expresiva se apoya principalmente en la inclinación natural del hombre a la moralidad y a la libertad. El sentimiento pasa a ser la facultad superior. Así pues, de ambas aportaciones, la libertad absoluta y la autorrealización, resulta una peculiar concepción de la moralidad de los actos humanos que sitúa en un segundo plano la cuestión de la universalidad de las normas o criterios morales o su contenido.

Conviene recordar aquí que Kant ha introducido un elemento perturbador en el discurso ético, al afirmar que la voluntad buena es buena sólo por el querer [35]. En otras formulaciones semejantes identifica la acción buena con la que sigue el deber. Querer y deber son dos verbos que significan la espontaneidad incondicionada, es decir, la voluntad que se mueve a sí misma al darse la ley. La única fuente de moralidad está en la libertad como autonomía, es decir, en una razón pura práctica. Según esto, Kant no podía sentirse molesto ante la acusación de proponer una ética meramente formal, pues esto último refleja plenamente la identificación de la espontaneidad y la moralidad. (El desinterés por el problema del mal o por las condiciones del error práctico se corresponde con una teoría moral que prima la espontaneidad de la acción).

La joven generación romántica advierte el engaño de una libertad absoluta e íntima, pero acepta la superioridad de la autonomía sobre el sometimiento a la cadena de la tradición. Como hemos visto, la unidad expresiva entre hombre y sociedad que propone Herder significa, por un lado, la conciencia de la inevitable contribución de la cultura a la perfección moral del hombre concreto y, por otro, la eficaz humanización que resulta de la inclinación natural a autoproducirse a través de las acciones que crean formas y costumbres con un valor universal.

¿Cómo hacer compatible esa unidad expresiva al servicio del progreso moral del género humano con la libertad y autenticidad que promete la autonomía? La respuesta está en el ideal de autoformación. Los pensadores románticos proclaman como un nuevo lema revolucionario el viejo consejo griego: ¡conócete a ti mismo! Cada uno debe llegar a ser quien ya era. La categoría moral suprema consiste en encarnar de modo propio la idea de humanidad. La libertad que hace posible la autoproducción y la autonomía se da a conocer en la acción vital, manifestativa de una identidad que deviene consciente y que, por tanto, constituye al individuo sólo al naturalizarse, es decir, al exteriorizarse. La acción libre es formadora en un doble aspecto; por un lado, forma al agente individual y, por otro, forma al mundo [36]. El ideal de la Bildung, tan característico de ese periodo de la historia alemana, recoge ambos efectos: la autorrealización y la creación de formas de vida impregnadas de un sentido que procede de la intimidad humana (autonomía).

La actividad libre permite entender la vida como un todo cuyos momentos o partes sirven a la unidad máxima de un ser espiritual que existe temporalmente; el hombre es un quien y no un caso de una categoría general. La unidad que le corresponde es la del autoconocimiento o identidad personal, que deviene consciente en la misma medida en que crea el mundo humano, la cultura con sus formas de vida, instituciones, costumbres, sistemas de conocimiento, etc.; es decir, se hace consciente por el reflejo que de ella ofrecen las creaciones humanas. El espíritu encuentra su imagen en las mil y una formas de la realidad conformada por el hombre.

El movimiento romántico adopta sin reservas la tesis de Herder según la cual la realidad del ser humano se constituye en la existencia. De una manera fundamental el hombre es autor de sí mismo, aunque no del todo, como lo muestra la necesaria interacción, por un lado, con las formas de vida tradicionales que ya no constriñen y, por otro, con otros hombres. La autoexpresión exige la exterioridad o mundanidad de la acción tanto como el sentido y la espontaneidad libre; en el contraste se hace comunicable el saber del hombre sobre sí mismo y, por tanto, ganancia para todo el género humano. Como la obra de arte revela algo único y, al mismo tiempo, universal que cualquier receptor o espectador puede reconocer, las acciones libres, aquéllas que proceden del impulso natural y espontáneo a realizar personalmente la humanidad, expresan peculiarmente algo universal que otros hombres –siguiendo el mismo ideal– reconocen como semejante y apropiable.

El optimismo que respira esta tesis antropológica se advierte rápidamente; pues exige que “la inclinación básica natural del hombre tienda espontáneamente a la moralidad y a la libertad. Además, como el ser humano es un ser dependiente de un orden general de la naturaleza, es necesario que todo este orden que hay dentro y fuera de mí tienda a realizar una forma que pueda unirse con la libertad subjetiva” [37]. Esa inclinación originaria a la libertad como autorrealización, crea la cultura y la acredita como un bien en sí misma; en la medida en que soporta la tarea de perfección o plenitud humana, es anterior a toda verdad que el hombre pueda conocer y de ella como bien en sí depende todo valor.

Ciertamente, esta antropología se sostiene con una fuerte inyección de panteísmo y ciertas dosis de misticismo que confirmen la posesión sentimental de esa unidad de opuestos que es la humanidad en cada individuo (entre ser y no ser del todo). El sentimiento informa subjetivamente de la sintonía entre lo que se es y se desconoce, y lo que se manifiesta al actuar. En consecuencia, se conduce la vida como una obra de arte cuya plenitud expresiva, esto es, la verdad que encarna, exige la contribución de todas las partes o momentos; su sentido está en el todo.

De acuerdo con esto, la visión atomista de la sociedad, su instrumentalización y el utilitarismo moral no sólo son errores teóricos, sino que producen un notable perjuicio moral, puesto que impiden la plenitud vital, a la vez que destruyen los bienes sobre los que se asienta la verdadera comunidad de hombres libres. La rectificación del signo racionalista, operada por el romanticismo, incluye, además, la defensa de un método nuevo, adecuado a la realidad del mundo humano. Como fruto de la comprensión de la cultura como la génesis del hombre a través de la libertad se propone un conocimiento desde dentro: comprender (Verstehen). Las formas de vida son comprendidas plenamente en la medida en que se hacen visibles como configuraciones de una nueva naturaleza espiritual, una naturaleza humanizada. La tarea pendiente es superar la extrañeza mediante el conocimiento de las condiciones de la creación de esa segunda naturaleza o cultura; sólo entonces será posible una armonía del hombre con el mundo histórico no de modo natural o inconsciente como en el mundo antiguo, sino con la plena consciencia que culmina en el conocimiento de sí mismo [38].

Así se entiende que con frecuencia se considere al siglo XIX el siglo del Verstehen, es decir, del comprender como método de métodos; su alcance asegura la recuperación de un ámbito de la realidad cuya consistencia no es en absoluto independiente de la captación de su sentido. El mundo no es un concepto empírico, pero menos todavía es algo “ahí fuera” del sujeto. La creciente conciencia de la capacidad configuradora de la acción humana y, al mismo tiempo, el hecho de que sea la cultura la que hace posible una idea de la naturaleza y, por tanto, hace vivible la vida humana, todo ello sitúa el concepto de mundo en la primera línea de los intereses especulativos de una generación tan moderna como la del romanticismo.

Esta generación anticipa una sociedad cada vez más amplia, formada por aquellos seres humanos que, elevados a la altura de los conocimientos e inquietudes de su época, no buscan su reconocimiento e identidad en el origen social o en los vínculos familiares, políticos, ni tampoco en las formas de vida tradicionales. Antes bien, entienden su capacitación intelectual como la acreditación de su pertenencia al conjunto de ideas, modos de acción y expresión, es decir, a la historia de la humanidad en las formas de la cultura y en el saber vivo y transmitido. La comunidad en un mismo sentir a través de la asimilación de las formas de vida funda un tipo de sociabilidad en la que los vínculos entre los hombres no están marcados por las pautas de la mera naturaleza. Se trata de una sociabilidad que debe ofrecer las condiciones para el ejercicio de la propiedad esencial del ser humano confirmada por la historia y la cultura: la libertad originaria de la existencia humana.

Los pensadores románticos intuyen que la libertad entendida con esta radicalidad no es una propiedad de la voluntad cuya supresión afecta sobre todo a la calificación de los actos morales. La libertad encierra el misterio de la peculiar situación del ser humano: señalado como un ser consciente, personal con quien Dios habla y, en la misma medida, formando parte de un género al que debe no sólo su generación biológica, sino sobre todo la humanidad, es decir, su génesis como ser humano. Precisamente en la intersección de lo estrictamente individual y la subordinación a lo genérico nace una sociabilidad superior que reclama su condición de posibilidad en la pensabilidad del mundo como organon vivificado por la acción individual, al mismo tiempo que como expresión y lugar de encuentro para la subjetividad libre en virtud de su capacidad de realizar algo racional.

Es fácil reconocer la pervivencia de ese ideal en la mentalidad contemporánea; la aspiración a la realización libre y personal es un factor de identificación social fundamental. A este ideal se debe en buena medida la permanente contestación de prácticas e instituciones que dificultan el logro de la auténtica modernidad social. En cierto modo, la tensión deriva de que no se ha destacado suficientemente que la cultura es razonable, además de expresiva. Mientras que para Herder no hay duda de la superioridad de la razón en la configuración orgánica y espiritual del ser humano, para sus sucesores la razón no es la facultad refleja por excelencia, aquélla que aprecia la corrección de los contenidos de la acción, sino que el sentimiento de autoactividad se arroga el criterio último de la corrección de la acción. Por eso, con los matices propios de cada pensador, los románticos alemanes consideran que el arte es la forma más elevada de la razón; con otras palabras, que el acto supremo de ésta es un acto estético. Es preciso notar que contribuyen indirectamente al olvido de la ética como producción de bienes que ellos mismos han recuperado de Aristóteles. Como hemos visto, en el sentir de Herder, el alcance moral de la cultura no procede únicamente de su condición artístico-poética, sino también de su valor educativo y formador del género humano. Pero esto último pone en un plano de igualdad el hallazgo de formas razonables, correctas, de humanidad y la acción autocreadora. La búsqueda de la identidad personal es inseparable de la contribución a la cultura humanizadora.

Desde la perspectiva que ofrecen estos problemas, se advierte que la prosecución natural del romanticismo es precisamente la que se ha dado históricamente: una filosofía de la vida que acoge en su seno el procedimiento hermenéutico. En la misma medida en que las tesis románticas destacan la idea de mundo frente a los conceptos de naturaleza, realidad y, sobre todo, frente al de objetividad claramente de menor alcance que aquél primero, transforman también el concepto de sujeto. Ante el mundo como la esfera de reconocimiento del yo, no puede situarse ya un sujeto trascendental, una mera unidad de unidades cuya eficacia estriba en su necesidad y transparencia. El sujeto, mejor dicho, el yo se interpreta en las formas que acoge, recrea y renueva. El dinamismo hermenéutico parece adaptarse bien a la ineludible tarea del yo, llegar a ser quien era, mediante la instancia superior de conocimiento, llamada conciencia.

La jerarquía de las verdades que encuentra el ser humano en su entorno cultural es trastocada por la posición de privilegio que reclama la verdad sobre el propio ser: autenticidad es el lema del comportamiento moral. Esa verdad, sin embargo, está sometida a una permanente transformación y refutación por el mismo yo que, de este modo, no sólo se afirma como no-sustantivo, sino que también denuncia la escasa consistencia de lo mundano; la provisionalidad se instala tanto en las formas de vida como en la cada vez más frágil identidad personal.

Abandonado el sueño romántico de lograr una autointuición capaz de superar la limitación y provisionalidad de las mediaciones por la pura inmediatez, la vuelta a una idea de finitud ilimitada ofrece al comprender, y con ello a las ciencias históricas (o del espíritu), el papel estrella en la representación antropológica contemporánea. Prueba de ello es que las ciencias histórico-sociales, desde su inicio, abanderan una modernidad madura que resiste al empirismo científico y mantienen frente a éste una disputa sobre los métodos que operan con la virtualidad de las ideas clásicas. Desprendidas de la fe ciega en la congruencia entre las realizaciones del espíritu y la naturaleza y en el papel singular del hombre en el mundo natural, oscilan entre un exposición idealizante y una exposición objetivista de la realidad humana. Según la primera, las formas de la cultura constituyen un reino con reglas y vida propia cuya función principal es la de atraer y orientar la acción individual que las sostiene; lo formal de la cultura reúne una cierta universalidad a la vez que existe sólo en la vida individual, en esa medida es entendido como manifestación de lo humano. De acuerdo con la visión objetivista, los procesos sociales y las constantes que en ellos se reconocen pueden ser medidos y examinados como cualquier proceso físico. No revelan un sentido que el hombre descifra vitalmente, sino que acontecen como fruto de factores determinados cuyo reconocimiento y control aseguran una eficacia en la reforma de los procesos no deseados. Esta tendencia de las ciencias sociales se acerca mucho a la filosofía social atomista de la primera Ilustración; carece, sin embargo, de la fe en el progreso y mejora de la humanidad que inspiraba a les philosophes franceses.

El debate metodológico entre las ciencias comprensivas y las explicativas, en sus distintas variantes, es un ejemplo también de la pervivencia de los conflictos de la modernidad en torno a la libertad absoluta. Presenta en otros términos las dos posturas ya conocidas; por un lado, si la libertad es tal cuando la voluntad sigue fines externos a la acción, adecuados a las formulaciones abstractas de la razón y a las prácticas homogeneizadoras de una sociedad científicamente organizada, en ese caso se prima la identificación de la libertad del individuo con la voluntad general; en cambio, si la libertad absoluta se realiza en la expresión individual, inventiva y creadora que sólo reconoce los fines internos, se precisa una teoría de la cultura capaz de explicar también la pretensión de universalidad de la acción expresiva, originariamente individual y creadora, que instituye las formas de comunidad.

El impulso a la autorrealización apela singularmente a la ética y a la sociología; ambas ciencias han atendido a este rasgo de la identidad moderna que claramente domina en la mentalidad contemporánea. En la misma medida en que ésta entiende autenticidad como criterio máximo de moralidad, parece haberse librado del acoso de una ética abstracta y universal que ignora los anhelos individuales. En su dimensión social, esos anhelos están marcados por la tensión entre socialización e individuación, que resume el dinamismo de la sociedad industrializada.

Afirmaba al comienzo de mi exposición que la antropología romántica es inseparable de cualquier forma de modernidad. La lucidez con la que aquélla percibe las tendencias antagónicas, pero irrenunciables de la visión moderna de la existencia humana, inspira también las inquietudes de este siglo. Demuestra tanta terquedad como la organización científico-técnica que continúa imparable pese al permanente estado de crisis de la sociedad moderna. En sentido estricto ya no somos románticos, pero percibimos como un derecho, como una exigencia inalienable, disponer de las condiciones que permitan nuestra realización personal.

Lourdes Flamarique, en dadun.unav.edu/

Notas:

26    Cfr. HEINZ, M., Kulturtheorien der Aufklärung: Herder und Kant, 151.

27    Cfr. KANT, I., Kritik der Urteilskraft, Akademie Ausgabe, V, 431.

28    Cfr. KANT, I., Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, Akademie Ausgabe, VIII, 18.

29    Cfr. Ibidem, 20-21.

30    Cfr. Ibidem, 26.

31    Cfr. KANT, I., Mutmaßlicher Anfang der Menschengeschichte, Akademie Ausgabe, VIII, 78-79.

32    Cfr. Ibidem, 115-116.

33    Cfr. KANT, I., Kritik der praktischen Vernunft, Akademie Ausgabe, V, Fußnote, 4.

34    Cfr. TAYLOR, Ch., Hegel y la sociedad moderna, F.C.E., México, 1983, 137.

35    Cfr. KANT, I., Grundlegung der Metaphysik der Sitten, Akademie Ausgabe, IV, 394.

36    Cfr. SCHLEIERMACHER, Fr., Monologen, KGA, I/3, 9, 18, 43 y ss.

37    TAYLOR, Ch., Hegel y la sociedad moderna, 28.

38    Cfr. RATH, N., Zweite Natur. Konzepte einer Vermittlung von Natur und Kultur in Anthropologie und Ästhetik um 1800, Waxmann, Münster, 1996, 129.

Lourdes Flamarique

El título de este artículo recoge una tesis típicamente moderna: aquélla que comprende la cultura como fuente privilegiada del conocimiento moral y, en esa misma medida, la postula como el ámbito específico de la realización humana. Atribuir a la cultura la tarea humanizadora de la libertad, implica inevitablemente separarla de la necesidad, es decir, de la dependencia que impone una determinada naturaleza. De acuerdo con esto, el término ‘cultura’ no designa únicamente el conjunto de normas, prácticas sociales, instituciones, etc. que continúan una naturaleza deficiente en la determinación de los procesos que conducen a su pleno desarrollo. Al contrario, lo que se sugiere es que esa dotación biológica, aparentemente incompleta, apunta a un impulso originario en todo ser humano a realizarse, esto es, a descifrar mediante la acción (en el sentido más amplio que incluye el conocimiento, la expresión artística, el lenguaje, es decir, toda praxis) el enigma de su ser inclinado a una plenitud vital que desconoce. Desde esta perspectiva comparece la cultura en su sentido más propio. Invención y creatividad son signos de la libertad que define esencialmente al hombre, y se ejerce en la tarea de encontrarse, al descubrir su imagen en las formas resultantes de su acción. La cultura recoge, por tanto, los modos de ser hombre que los agentes humanos descubren y realizan existencialmente. Constituye, en cierto modo, una verdadera génesis del hombre, la que le encamina hacia su identidad: llegar a ser quien es.

Cuándo se inicia esta comprensión de la cultura, qué problemas pretende resolver, cómo influye en otros ámbitos del saber y en qué medida se pervive en la mentalidad contemporánea son algunas de las cuestiones que trata de responder este trabajo.

La expresión ‘segunda génesis del hombre’, que se menciona en el título, es acuñada por Herder; recuerda, por tanto, en primera intención una tesis del romanticismo. No obstante, la teoría de la cultura vigente en ese espléndido periodo de una Europa, que aspira a ser plenamente moderna, no es únicamente tema para una historia del pensamiento.

Considero que describe también un aspecto fundamental de la modernidad que, entre otras cosas, ha determinado la definición contemporánea de los saberes y ha sido, en cierto modo, el factor decisivo de su falta de articulación. La crisis de las ciencias, que denunciaba –entre otros– Husserl, no es debida sólo a la racionalidad moderna; esta crisis confirma el antagonismo que anida en la noción de libertad e inspira la antropología moderna. Si los pensadores ilustrados en cierto modo son los últimos que se atreven a dibujar un organigrama de las ciencias, esto es debido a la ruptura con dicho esquema que se produce como consecuencia de la comprensión romántica de la cultura. La crisis de las ciencias o del saber es un fruto maduro de la dialéctica de la libertad. Aunque no sea este el momento adecuado para argumentar esta afirmación, a lo largo de la exposición, espero poder ofrecer de manera indirecta razones a su favor.

En estos dos últimos siglos se ha discutido el carácter natural de las formas de vida en la misma medida en que la historia es presentada como el principio que regula la existencia humana; de acuerdo con esto, la idea de naturaleza humana es descalificada con el reproche de ser cultural, a la vez que se deja la competencia sobre lo natural en manos de la investigación experimental. Todo ello se debe en buena parte a los problemas y soluciones planteados en el periodo que comprende de la segunda mitad del siglo XVIII hasta los años 30 del XIX. Como es sabido, en esos años afloran posiciones filosóficas que vinculan, primero, el saber y después la sociedad y las formas de vida a la inclinación natural del espíritu al autoconocimiento. Paralelamente, los pensadores románticos advierten la potencia manifestativa de la cultura, es decir, su verdad como desciframiento del código de la naturaleza humana. La cultura remite, por tanto, a un núcleo íntimo en el hombre, desde el que se entiende el carácter radicalmente expresivo de toda actividad humana.

Se puede concluir ya que la filosofía romántica no ofrece tan sólo una solución al problema de la relación entre la libertad y la naturaleza. También aspira a dar forma a los anhelos más característicos del hombre moderno, percibidos con claridad también gracias a la ciencia empírica: a saber, una plenitud realizada vitalmente y una libertad ilimitada. Dicho de otro modo, los pensadores románticos plantean en sus justos términos las aporías de la libertad moderna en la medida en que reúnen los dos tipos de pensamiento, claramente presentes en el siglo XVIII, que ella misma genera. Llevan a cabo una renovación del discurso ético de modo que éste descubre y asume el carácter moralizador de las prácticas sociales y, en el análisis de los actos libres, tiene en cuenta la fuerza orientadora de la cultura. Todo ello permite concluir que la exposición romántica de la condición humana es inseparable de cualquier forma de modernidad. También de la que vivimos actualmente.

Acabo de mencionar la renovación romántica de la ética y, sin embargo, en la actualidad son todavía muy frecuentes las exposiciones típicamente racionalistas de la ética, es decir, en términos de una fundamentación racional de la moralidad o de una justificación de los criterios de universalidad de la norma, en las que se deja a un lado la consideración de los bienes y las prácticas que estos generan. Naturalmente cabe preguntarse a qué responde esa preferencia por un estilo que los primeros pensadores contrailustrados creen haber superado para siempre con su concepción armonizadora de hombre y sociedad, naturaleza y cultura. Además, el curso del pensamiento en estos siglos de modernidad parece contradecir con su vacilante paso el esquema de un progreso en el saber y de un crecimiento constante en las formas históricas de humanidad. Así, ideas y modelos teóricos que parecían definitivamente abandonados renacen una y otra vez, agitando de continuo una contradicción, que algunos consideran constitutiva de la libertad y racionalidad modernas. De la naturaleza de este antagonismo depende, claro está, la viabilidad de la nueva imagen del hombre y el logro de un marco social adecuado.

Una mirada atenta sobre la identidad moderna descubre que tan propio del pensamiento emancipado es la capacidad de dar razón de sus contenidos, incluso (o sobre todo) de los prescriptivos, como lo es el empeño por transformar la realidad humana de acuerdo con unas ideas acreditadas racionalmente. La modernidad no constituye únicamente una mentalidad o una cosmovisión, como se suele decir actualmente; la confianza en la efectividad y practicidad del saber es inseparable de la primacía del principio de racionalidad suficiente. Como si se tratase de una premonición de la sociedad postindustrial, la cultura moderna descubre el carácter instrumental del conocimiento; de éste espera, sobre todo, el surgimiento de nuevas formas de humanidad, es decir, de un nuevo orden moral. Todo ello ha sido puesto en práctica primero a través del programa ilustrado y, posteriormente, de su heredera directa, a saber, la universal implantación de la racionalidad científico-técnica en las sociedades occidentalizadas. De la amplitud, límites y contradicciones de esta racionalidad, así como de las rectificaciones a la colonización científico-tecnológica son una muestra buena parte de los acontecimientos decisivos de la historia social de los dos últimos siglos.

La nueva filosofía, que señorea en la Europa del siglo XVIII, ofrece una imagen de la naturaleza como un todo articulado por leyes que la inteligencia humana descubre y que rigen tanto para los seres animados como inanimados; este concepto de naturaleza es perfectamente compatible con la convicción de que los hombres pueden mejorar, alentados por ciertos fines determinables racionalmente. Los pensadores ilustrados, pese a sus desacuerdos en bastantes puntos de la concepción del hombre y sus facultades y en su explicación del origen de la sociedad, sostienen que la libertad, la felicidad, la justicia o el saber son aspiraciones compartidas por todos los seres humanos por naturaleza; la ignorancia de esos fines o de los medios para alcanzarlos debe ser subsanada mediante el conocimiento de las leyes generales del comportamiento humano y su integración en un sistema científico.

Lamentablemente, este artificial modo de pensar, este espíritu filosófico se ha convertido en profesión, denuncia el joven Herder. La nueva filosofía no considera la lógica o la moral como órganos del alma humana, sino que dispone mecánicamente los pensamientos en cada disciplina, juega con las ideas y, después, el filósofo se asombra ante las dificultades y consecuencias que no había previsto. Promete una sociedad definitivamente justa y un hombre feliz cuya existencia se rija por leyes racionales y no por tradiciones y costumbres, como fruto de un proceso racional e inexorable [1].

La filosofía ilustrada aplica la racionalidad científico-analítica al comportamiento humano y a la organización social; y pierde de vista la unidad del hombre, su identificación con la sociedad. Conduce tanto a un utilitarismo ético como a una concepción atomista e instrumental de la sociedad, cuando paradójicamente la ética y la filosofía social están ordenadas al logro de la simbiosis perfecta entre el hombre y su medio social (entre su potencialidad ilimitada y su realización histórica).

Como es sabido, las sucesivas contrailustraciones no han frenado el avance de la racionalidad científico-técnica en la que se ha refugiado la inclinación utilitarista en la moral y atomista en lo social que se presentaba con fuerza ya en el siglo XVIII. No nos es desconocida la ingeniería social que sigue a la racionalidad científica. Pese a las sucesivos movimientos contra el utilitarismo social, de manera tenaz se ha aplicado la racionalidad instrumental a casi todos los ámbitos de la sociedad y del comportamiento humano en nombre de la eficiencia. ‘Estadística en vez de historia’, decían nuestros antepasados al comenzar este siglo. De cualquier modo, nuestras instituciones están al servicio fundamentalmente de unos objetivos externos: el beneficio, la escolarización total, la participación política de todos los ciudadanos, la satisfacción de unos criterios mínimos previamente pactados, etc.

Aunque nuestra experiencia se haya visto sacudida por los avatares de una humanidad organizada racionalmente, todavía hay quien piensa que el problema está en la aplicación insuficiente o defectuosa de la Ilustración o que la salida es el particularismo irracional que deja al ser humano y la sociedad en manos de la fuerza de la opinión o del sentimiento. Volviendo a la pregunta que planteaba sobre la preferencia de la ética contemporánea por el problema del fundamento de lo moral o prescriptivo, esta preferencia parece responder a la urgencia por corregir la aplicación racional de conocimiento científico-técnico mediante el recurso a algo indisponible cuya formulación acredite la competencia de la racionalidad humana.

A la vista de esto cabe preguntarse: ¿es que no han servido de nada las correcciones de la filosofía del periodo romántico al rigorismo ilustrado francés o al empirismo inglés?, ¿cómo son compatibles la preferencia mencionada y la imparable ingeniería social con la afirmación según la cual la concepción romántica de la existencia humana es inseparable de cualquier forma de modernidad?, ¿dónde han quedado los anhelos de plenitud vital y autorrealización?

Pues bien, contesto a estas preguntas anticipando las conclusiones de este trabajo. Las tesis del romanticismo promovieron una transformación social sin la que no se entiende la comprensión que el hombre contemporáneo tiene de sí mismo y de su existencia, como la realización de un proyecto vital. La comprensión de la cultura como una génesis auténtica de lo que significa vivir como humano, a través de la libertad, proporciona la perspectiva y el campo de objetos que definen a las ciencias histórico-sociales. Además, en la medida en que el romanticismo critica el modelo cognoscitivo de la racionalidad científico-analítica, impulsa el debate metodólogico. Estas ciencias, depositarias del conocimiento sobre el ser humano que se revela en la historia y la cultura, han sugerido los temas y problemas a la filosofía contemporánea y la han convertido, en cierto modo en su colaboradora. Todo esto es muestra de la fecundidad de las tesis románticas. Sin embargo, un movimiento dialéctico, interno a la libertad y racionalidad moderna, parece asegurar la pervivencia de ambas al precio de una contradicción que, en ocasiones, resulta desgarradora para el hombre que vive en las sociedades modernas.

Una vez planteado el marco completo, trataré en primer lugar del despertar de la conciencia del alcance moral de la cultura; en segundo lugar, de la contestación kantiana a la heteronomía de la naturaleza objetivada y, por último de la síntesis romántica que aspira al reconocimiento de la libertad individual en el orden cultural o segunda naturaleza. De esto depende el nuevo orden de las ciencias según el cual las ciencias sobre el hombre deben ser entendidas como ciencias morales.

1.        Herder: la invención de lo humano

Me he referido ya al periodo que comprende desde 1770 hasta 1800; en esos años se produce una eclosión de ideas y pensadores sin precedentes en Europa. Sus protagonistas coinciden en la disconformidad con la primera Ilustración y en el empeño por ofrecer una comprensión cabal de la naturaleza humana. Dos corrientes abanderan esta modernidad renovada. Una, gira en torno a la idea de autonomía y aspira a superar la comprensión insuficiente de la índole y alcance del conocimiento humano que representa la ciencia moderna (Kant). La otra, proclama el principio de autorrealización, incompatible tanto con la visión mecanicista de la naturaleza física como con la naturalización del cuerpo humano (Herder, Jacobi). Pese a estas diferencias, ambas corrientes coinciden en apoyarse en una concepción de la libertad que, entre todos los aspectos que la definen, privilegia la dimensión reflexiva de la acción humana. Y esto hasta el punto de que en ambas posturas el prefijo auto (selbst) opera como un símbolo de la libertad.

La generación que vive hacia 1800 representa la conciencia de la tensión entre ambas corrientes y asume la tarea de llevarlas a una armonía, continuando la tarea iniciada por Herder de descubrir al hombre en sus producciones. Por todo ello, el movimiento romántico domina también el panorama intelectual de las tres primeras décadas del siglo XIX y pone en marcha un dinamismo de cambio en la concepción de la existencia humana que constituye la auténtica modernización, a saber, la de la subjetividad individual.

Los antecedentes del problema que nos ocupa, la comprensión de la cultura como la segunda génesis del hombre, están en Vico y Rousseau. Ellos perciben con claridad las insuficiencias de la racionalidad científica y los peligros que ella contiene para la realización de la modernidad. Ciertamente se puede ver un signo incontestable de su romanticismo también en el hecho de que ambos contribuyen decisivamente a la prehistoria de las ciencias de la cultura. Ahora bien, sólo a partir de las ideas de Hamann, Lessing, Herder, Goethe, Schiller y Jacobi fragua un movimiento prerromántico en la segunda mitad del siglo XVIII que toma partido frente a lo que estos pensadores consideran una amenaza del racionalismo.

Para la cuestión que he planteado, la comprensión de la cultura como la génesis del hombre a través de la libertad, el más relevante de todos ellos es Herder. Este estudioso del ser humano, exponente del hombre culto, con amplios conocimientos e intereses, tiene asegurado un lugar de honor en el nacimiento de las ciencias históricas con sus estudios sobre el origen del lenguaje, sobre literatura comparada, o sobre la historia de los pueblos. Su obra significa un estímulo en la teoría estética, lingüística o histórica.

Herder estudia con Kant y es discípulo de Hamann; conoce el método empirista –él mismo que aplica con rigor en la observación de las características y propiedades–, pero evita la tentación de reducir el heterogéneo flujo de la experiencia a unidades homogéneas, pues éstas son un modo muy imperfecto para describir la peculiaridad de lo real, lo distintivo sin lo que nada existe [2]. Rechaza el concepto ilustrado de naturaleza, resultante de una rígida división entre tipos de experiencia y facultades. Advierte la diversidad de verdades que resulta de la distinción kantiana entre intuición, conocimiento y sentimiento y defiende que la verdad está en la unidad, en la indisoluble unidad del hombre vivo (la razón no puede separarse de la sensación y viceversa) [3]. Considera, por tanto, que la uniformidad, el monismo racionalista es el principal enemigo de la vida y de la libertad, porque divide y separa lo que realmente es uno. Como su maestro Hamann, Herder atribuye al hombre una fuerza creadora, un poder no mensurable según los cánones racionalistas que el genio personifica de manera eminente. Con su habitual ironía, Nietzsche ofrece una imagen bastante atinada del papel que le ha correspondido a Herder en la cultura alemana: su espíritu estaba entre la claridad y la oscuridad, entre lo viejo y lo nuevo. Fue el primer catador de todo los platos y riquezas espirituales de un siglo pleno, pero nunca estuvo satisfecho. “Donde quiera que se dieron coronas, salió él sin nada: Kant, Goethe, y luego los auténticos primeros historiadores y filólogos alemanes le quitaron lo que él creyó reservar para sí” [4]. Ha sido necesario un siglo más para que el juicio de la historia del pensamiento reconozca la importancia de sus tesis tanto en el cambio que supone el romanticismo como en la situación actual, cuando la mirada de la filosofía parece cautiva de la modernidad y sus contradicciones.

Los intereses científicos de Herder nacen de una comprensión de la realidad natural y humana que preserva la unidad y mutua complementariedad de ambas. En su ensayo de 1774 discute las filosofías de la historia tan frecuentes en su tiempo, con especial atención a la de Voltaire. Entiende que el verdadero espíritu filosófico surge de las actividades y a ellas vuelve inmediatamente para contribuir a la formación de hombres enteros y sanos. Y de la misma manera se ha de estudiar la realidad natural. Es imprescindible un método que no desvirtúe la variedad que se manifiesta en el movimiento vivo de las fuerzas (Kräfte) de la naturaleza, en su interacción diríamos hoy día. Se trata de juzgar desde dentro (Einfühlung).

Como otros notables contemporáneos suyos, Herder advierte en la realidad de su tiempo una pérdida para las aspiraciones más genuinas del ser humano, producida por el racionalismo ilustrado. El método analítico separa y distingue para llegar a reglas universales que explican tipos de hechos; la eficacia de las leyes abstractas depende de su independencia respecto a los sucesos que regulan. Con intención claramente irónica, Herder exclama sobre la nueva filosofía: “¡Qué vista de águila ha aportado a nuestra economía nacional y a nuestra ciencia política en lugar de los conocimientos, que se adquieren trabajosamente, acerca de las necesidades y la verdadera condición del país!” [5]. Se desprecian los detalles de las cosas y se emplea únicamente la razón; en resumen, pedantería, espíritu abstracto o filosofía de dos ideas definen el espíritu moderno. Pero la realidad humana no se reduce a tales métodos. Los procesos culturales, las acciones humanas concretas generan y sustentan formas de validez general. En esa medida, Herder entiende que no cabe separar hecho y valor: entender algo es ver cómo pudo ser visto cuando fue visto, afirmado cuando fue afirmado, valorado como fue valorado en un contexto dado, en su cultura o tradición particular [6].

Como consecuencia de lo ya señalado, Herder no puede aceptar la conocida idea rousseauniana según la cual la cultura corrompe al hombre. Al contrario, considera que las invenciones, el arte o el lenguaje son expresión del poder creativo del ser humano, a través del cual culmina su naturaleza. Sólo una cultura desvitalizada por la incapacidad de reconocer el alma que alienta en sus formas es perniciosa para el hombre; con otras palabras, el desarrollo de su existencia gravita sobre una comprensión certera de su naturaleza libre.

El pensamiento ilustrado no sólo provoca una reflexión en torno a las fuentes de la moralidad y la posibilidad de la libertad (Kant), sino que suscita la problemática cuestión en torno a la primera y segunda naturaleza, es decir, la diferencia entre naturaleza y cultura. Está en juego el objetivo fundamental de la revolución moderna, a saber, una sociedad justa y feliz. La libertad, la vida social, la igualdad y la felicidad son ya aspiraciones compartidas por todos; pero, señala Herder, su concepto ha causado daño con mil abusos y lo seguirá causando [7]. Es preciso corregir en su mismo origen este falso entendimiento de los principios y fines que impulsan la vida humana.

La transformación incoada por el espíritu ilustrado quiere hacer natural la cultura, es decir, convertirla en una segunda naturaleza que imite los comportamientos racionales de la primera naturaleza y, de este modo, formar a la humanidad [8]. Una vez logrado esto, desaparecerían definitivamente la historia y las formas de vida relativas, todavía inadecuadas, que exponen la frágil existencia humana a fuerzas irracionales. Ciertamente, no se trata tanto de armonizar la naturaleza y la cultura (la primera y segunda naturaleza) como de devolver nuevamente la cultura al dominio de la naturaleza regida por leyes inexorables y adecuadas a sus fines propios. Cuando la cultura es una imagen imperfecta de la naturaleza es también origen de desviaciones morales –como denuncia Rousseau–, que impiden el ejercicio racional de la libertad.

¿Cómo se resuelve la tensión entre naturaleza y cultura sin devaluar las intuiciones modernas de una libertad ilimitada y una plenitud vital reflejada en las formas de vida? Esta cuestión se decide mediante una apuesta por la superioridad de la cultura como una naturaleza espiritualizada, tal como la concibe el romanticismo ya maduro, recogiendo casi literalmente las principales tesis de Herder desarrolladas en su obra, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad.

Han pasado diez años desde su primer ensayo sobre estas cuestiones; ahora conoce muy bien el alcance del método que aplica en sus estudios lingüísticos, geográficos y antropológicos. Los pensadores ilustrados han caído en un dogmatismo peor que el que querían combatir y ello simplemente por una cuestión de método. La contrailustración que representa el pensamiento de Herder debe ser entendida principalmente como una rectificación del método de los nuevos filósofos, capaz de iluminar cada esfera de la realidad. Herder es, por tanto, más moderno que todos ellos; advierte el carácter autónomo de las realidades culturales y, en esa medida, busca explicarlas desde dentro, en su mismo producirse. Aquí reside la auténtica ilustración, a saber, en respetar la naturaleza de las cosas. Sólo entonces se llegan a conocer los dinamismos que impulsan los cambios de estado y la diversidad de formas que sirven al crecimiento y mejora de la vida humana.

De acuerdo con este método, Herder sostiene que el ser humano en estado de naturaleza es creación de Dios, mientras que en el estado de cultura es una creación del hombre. Hablar de cultura es lo mismo que hablar de humanización: el hombre deviene tal gracias a las formas inventadas por la creatividad humana. En ese sentido, está separado del resto de la naturaleza, ya que como hombre depende únicamente de sí mismo. Herder no habla de actualizar potencias o desarrollar una dotación natural según reglas previamente fijadas por Dios. Al contrario, utiliza verbos como inventar y crear, cuyo significado introduce un componente expresivo, una novedad en las formas de la cultura que permite comprenderla como un segundo nacimiento. El autodevenir del hombre no es natural o espontáneo, sino que resulta del hallazgo libre y consciente de su forma propia. Como veremos más adelante se trata de una co-creación a la que el ser humano no puede resistirse.

El hombre ha sido creado para la libertad, afirma Herder, y no tiene otra ley en la tierra que la que él mismo se impone [9]. De ninguna manera esto implica un desprecio de la corporalidad, tampoco las relaciones que de ella resultan pueden ser entendidas como servidumbre. Al contrario, sólo gracias a la plena interdependencia de lo espiritual y lo orgánico se puede sostener la tesis inicial. Tras sus observaciones sobre el edificio orgánico del hombre, Herder concluye que todas sus potencias están conformadas al servicio de una perfectibilidad, la más noble formación (Bildung) de la razón y de la libertad que designa la palabra ‘humanidad’ (Humanität). Compara la constitución humana en todas sus partes con un signo lingüístico que se puede leer: el ser humano es un todo en el que cada letra pertenece a la palabra, aunque sólo la palabra tiene sentido [10]. La imagen del lenguaje presenta claramente las dos dimensiones de la perfectibilidad humana que Herder encuentra también en sus estudios comparativo-lingüísticos y antropológicos: armonía y diversidad. Como consecuencia de esto, la vida entera de un ser humano debe ser comprendida como transformación y, en esa medida, la historia es únicamente el escenario de las transformaciones de los hombres, en el que sólo penetra aquél que es capaz de sentirse y alegrarse en todas ellas [11]. Si las formas de lo humano son ilimitadas, entonces la producción cultural es también infinitamente variada, pero con una unidad que –como la del ser vivo– está en la totalidad.

Nada más lejos de la antropología herderiana que el naturalismo. Las diferencias orgánicas del cuerpo humano respecto a otros animales parecen mínimas, frente a la gran diferencia que separa al ser humano del resto de los seres creados, a saber, la que le capacita para el lenguaje, la escritura, la religión, las artes, en definitiva, para la cultura. Esta característica esencial del género humano no es natural a la manera de la constitución orgánica. Surge, por tanto, de inmediato la cuestión acerca del modo cómo el ser humano llega al estado de cultura y, sobre todo, si éste responde a una capacidad de perfección o de corrupción. La respuesta de Herder no deja lugar a dudas sobre cual es su posición al respecto: “el hombre no tiene una palabra más noble para su determinación” [12].

La necesidad originaria de la sociedad humana se deduce del hecho de que esta tarea supera la capacidad individual; el hombre ha nacido en y para la sociedad [13]. Más aún, afirma Herder, “el estado de naturaleza del hombre es el estado social pues en éste nace y es educado” [14]. La forma más elemental de existencia se da entre hombres, en la familia, como una condición natural ineludible. A partir de ahí, se advierte que también la verdadera humanidad deviene sólo en sociedad. Aquí radica el deber más noble del ser humano; el que convoca todas sus potencias puesto que se trata de llevarlas a su plenitud libremente en su ejercicio, pero sobre todo en su forma. En esa medida toda sociedad consiste en una superior conjunción de fuerzas que actúan entre sí. El ser humano forma junto con otros hombres una cadena de cultura cuya misión es fundamental en la realización de la idea de humanidad (Humanität). Por lo que Herder designa esa humanización en sociedad la segunda génesis del hombre, aquélla que proporciona un sentido más elevado a la existencia individual [15].

En esta tesis se reconoce que la fuente de la moralidad consiste en seguir el impulso de la existencia a la autoproducción (sich selbst hervorbringen). El sentimiento de autoactividad (Selbsttätigkeit) mueve al ser humano a actuar, es decir, a entrar en la cadena de la formación del género humano (Die Kette der Bildung). La posición singular del hombre en la naturaleza guarda relación con esa doble generación; primero se produce la física y, acto seguido, comienza la generación en su humanidad. Herder destaca que, en ambos casos, nadie llega a ser hombre por sí mismo: en el uso de las fuerzas espirituales hay un aprendizaje en el que están implicados todos los logros de la humanidad [16]. La tradición y las fuerzas orgánicas concurren por igual en el autodevenir humanizante del individuo.

Frente a las teorías ilustradas, Herder defiende la igual dignidad de la naturaleza y la cultura, por la que tampoco hay oposición estricta entre ambas. De este modo abre un camino nuevo a la empresa de humanización, en crisis por la racionalización científica de los procesos naturales y por los cambios operados en la sociedad industrial y mercantilista. La naturaleza y la cultura no sólo son realidades inseparables, sino que hay una plenitud superior en la cultura que eleva la misma idea de naturaleza; es decir, ya que la perfectibilidad o fin natural del hombre está en manos de la libertad y la razón, hay que entender la naturaleza más bien desde la realización cultural. Lógicamente afirmar que el cuerpo es expresión del espíritu, no puede significar únicamente que ambos son complementarios y el ser vivo está en la unidad de los dos. De esa afirmación se sigue también la consecuencia más relevante para entender el carácter moral de la cultura, a saber, que la autoproducción del hombre se realiza en el intercambio con la naturaleza externa y en situaciones históricas concretas. La razón del hombre es humana; o lo que es igual, su capacidad, su potencia no es innata, sino que la razón es la obra progresiva de formación de la vida humana [17]. El hombre es un ser que se reconoce a través de sus propios actos; por ello su plenitud es inseparable de su acontecer. Esta concepción de la cultura abre un espacio a la idea de bien, elemento consustancial del actuar libre en la ética clásica; ese espacio que fue transitado, sobre todo, por Schleiermacher.

Herder adscribe a la cultura una potencia equiparable a la de la naturaleza, aunque la generación a través de la libertad implica una temporalidad distinta a la de los procesos naturales. Ciertamente, el tiempo de la cultura no es homogéneo, tampoco es cíclico. La idea de libertad está en relación con el comienzo o nacimiento de cada ser humano. El tiempo de la vida humana, también de cada viviente, es sobre todo futuro, es esencialmente apertura. La atracción de lo que todavía no es funda el tiempo histórico; además, es la razón por la que cabe hacer historia. En cierto modo cabe afirmar que la tradición reúne sólo aquellos actos y prácticas que constituyen una anticipación del futuro, es decir, de todo comienzo y, por ello, son apropiados para los que viven después. La mirada al pasado devuelve al historiador esa visión del hombre como comienzo, pues las formas de vida, las instituciones, los hechos históricos son fruto de la autoactividad (Selbsttätigkeit) y, de modo paralelo, alimentan la cadena de la cultura o tradición sin que haya repetición o reproducción (como en los procesos naturales). El relato es el género propio tanto de la historia como de la ética, afirma Schleiermacher. Como se ha visto, esta idea está en forma seminal en las tesis de Herder, pues se trata de saberes que deben incorporan sustancialmente los elementos que singularizan la acción: sólo de este modo, la acción puede ser libre y, por tanto, forma parte de la historia.

Por todo ello, la segunda génesis del hombre es, sin duda alguna, la más fundamental, a cuyo cumplimiento se orienta la conformación orgánica del hombre; estamos ante una tarea que recorre toda su vida, sin que su alcance termine con ella. No cambia nada llamarla cultura o ilustración, afirma Herder, pues “la cadena de la cultura y la ilustración alcanza hasta el fin de la tierra” [18] Lógicamente, la cultura es algo inevitable para el individuo. El hombre como tal es culto. La tradición forma su cabeza y sus miembros hasta el punto de poder afirmar que tal como es la tradición así llega a ser el hombre: “Donde y quien tú hayas nacido, hombre, allí eres quien debes ser; no abandones nunca la cadena” [19].

Los conceptos de autoproducción y dependencia de la cadena de la cultura son una primera versión de los dos polos característicos de la antropología romántica: lo subjetivo-expresivo y lo objetivo-simbólico. Este doble movimiento, expresión y apropiación (Schleiermacher) relega el ideal ilustrado de una formulación racional y definitiva de los principios que deben regir la conducta humana. La cadena de la form ción del género humano implica un factor creativo e inventivo, a saber, el que procede de las fuerzas naturales que sirven a la autoproducción o expresión de lo humano. Al mismo tiempo, la segunda génesis significa el desarrollo perfectivo de todas las potencias a través de la tradición, es decir, de las formas de vida que otros han producido, al producirse a sí mismos. La cultura recoge el saber humanizador, las formas de humanidad que sirven a otros individuos. Es constantemente rejuvenecida por el florecimiento del genio de la humanidad en algunos individuos, arrastrando hacia adelante a los pueblos y a las generaciones [20]. La idea de humanidad es deudora de la finitud humana; es un todavía no del todo como lo es la existencia individual, que nos permite esperar otras formas de humanidad: las que inventa cada nuevo miembro de la cadena.

Herder ofrece una valoración de las posibilidades creativas de la condición humana puesto que ésta no se identifica plenamente con una determinada cultura, es decir, no se consuma en un estado social. Se trata, más bien, de una universalidad que al realizarse a través de los individuos es necesariamente relativa, inacabada; pero, también es una universalidad concreta que se contrapone a la universalidad abstracta de la ética racionalista. Herder no ignora que la dependencia de la tradición puede ser incluso un obstáculo para la auténtica humanización. En su exposición de la historia del género humano asoman también las malformaciones que producen ciertos sucesos, como las revoluciones; no obstante, el plan divino garantiza que esta realización progresiva no se vea obstaculizada o desfigurada por las acciones fallidas del género humano. No entro aquí a considerar qué tipo de intervención tiene la Providencia en el curso histórico. La fuerza de las tesis de Herder sobre la autoproducción del hombre no deja lugar a la mínima restricción de la autonomía de la cultura.

Como hemos visto, Herder no da marcha atrás pese al signo escandaloso y destructor de algunos fenómenos históricos. Al equiparar la naturaleza con la cultura, en realidad ha puesto la primera al servicio de la segunda; con ello pone en juego tanto una teoría de la cultura como una ética. Lógicamente, la razón busca sin éxito los principios de la conducta en la naturaleza, pues ésta no revela nada del hombre; los contenidos de la humanidad son invención: el hombre inventa existencialmente su perfección, la idea de humanidad, ya que, como afirma Herder, “nosotros no somos propiamente hombres, sino que llegamos a serlo diariamente” [21]. Esta tesis antropológica se convierte inmediatamente en una tesis ética: la idea de humanidad es el máximo valor moral, y producirla en uno mismo es el único deber, el cual, además, se identifica con el impulso a existir. El alcance moral de las acciones individuales, pero sobre todo de las formas de vida, de las costumbres, de los conocimientos y estilos artísticos se corresponde con su contribución a la realización de la humanidad. El impulso a la autoproducción no se opone a la búsqueda de lo bueno, es decir, no excluye la valoración de la acción humana. Al contrario, Herder mantiene que el crecimiento en humanidad exige discriminar, juzgar lo adecuado, lo correcto, lo incorrecto. Ahora bien, lo bueno no puede preceder a la acción, pues sería abstracto. Tampoco se realiza plenamente en ninguna acción.

Si dejamos a un lado el resabio moderno que implica la fe en la progresiva humanización como inclinación constitutiva de la historia, encontramos una interesante aportación al concepto de tradición y cultura: Herder entiende que un aspecto esencial a toda forma cultural es que lleva más allá de sí misma. Las formas de vida acuñadas socialmente no son modos de resolver necesidades o de eliminar la indeterminación de la naturaleza; este tipo de naturalismo bastante frecuente en algunas antropologías contemporáneas ignora una dimensión tan esencial a la cultura como la de ser la verdadera naturaleza para el hombre, en el sentido de que se comporta como la naturaleza para los demás animales. Herder tampoco es un culturalista; aunque sostiene que el hombre es lo que su cultura le permite, ésta no cumple la misión de subsanar deficiencias, sino de elevar al hombre sobre sí mismo, primero como ser natural, luego también como individuo.

El hombre tiene una relación libre con la sensibilidad, es una criatura que mira por encima de sí mismo y lejos de lo que le circunda [22]. Como se ha indicado, Herder entiende la producción del hombre a través de la cultura como una autoproducción. Para ello es preciso la condición de mirar por encima de sí que supone el saberse un sí mismo de algún modo. “Esta relación refleja y libre del hombre consigo y con el mundo es la condición para que el hombre tenga que producirse a sí mismo en una segunda génesis como individuo y como género. El concepto cultura designa el modo de efectividad –propio del hombre como tal– que es siempre también una manera de autoproducción histórica” [23].

Por otro lado, la autoproducción humana no termina en una especie de enquistamiento egoísta del individuo que está a la búsqueda de sí mismo. Precisamente la cultura, al formar parte de una tradición, indica que la identidad procede de fuera, es decir, que para ser uno mismo hay que ser en cierto modo otros. Apoyada en la limitación y finitud del individuo, la revelación cultural se extiende hasta el final de los tiempos, y es sostenida por el impulso natural a autoexpresarse de cada hombre; ella proporciona a lo expresado un alcance supraindividual. Todo ello hace ostensible nuevamente que la cultura es, desde un punto de vista, equiparable a la naturaleza y, desde otro, superior a ella, porque saca a la luz lo que sin ella sería desconocido (el hombre en el paraíso se desconoce; su forma de humanidad es inconsciente).

Si la idea del ser humano en estado acultural es una pura abstracción, consecuentemente es una ficción que el vínculo del hombre con la tradición se establezca mediante un contrato; además, éste presupone siempre la capacidad de disponer desinteresadamente de la cultura. El hombre necesita de las costumbres, ideas, normas, es decir, de los bienes comunes para llegar a ser sí mismo. La educación es entendida fundamentalmente como mímesis [24]. La recuperación de este concepto aristotélico entraña además un crecimiento para la idea moderna de libertad; permite reconocer que ésta no se agota en la racionalidad de la acción según la norma universal, sino que indica también la dignidad de cada ser, revelada en la singularidad e irrepetibilidad de sus actos; se produce entonces la paradoja que tantos pensadores han expresado: la novedad de la acción queda asegurada si su principio es la imitación. La cultura no se enfrenta entonces a la naturaleza, no le impone algo extraño. La lleva a su plenitud sin mermar su esencial búsqueda de la identidad. La humanidad no es un ideal abstracto al que Herder conceda existencia alguna, pues lo universal sólo se da en la acción individual; y esto conlleva necesariamente formas distintas de lo humano. No hay oposición entre la ley universal y la voluntad individual, porque ésta obra incorporando la humanidad lograda y, actuando en consecuencia, el individuo contribuye a la humanización de otros.

Herder apoya la teoría de la cultura y de la historia, por un lado, sobre una confianza optimista en el progreso creciente en la humanización (garantizado, pero no conducido por el Creador) y, por otro, en la figura del genio que personifica de modo ejemplar la perfección a la que el hombre tiende naturalmente. Ambas cosas son conservadas por los pensadores románticos; estos acogen la definición herderiana del hombre como ser expresivo y la idea de autorrealización como categoría moral con la vista puesta en la doctrina kantiana de la libertad. Pues el denominador común a todas ellas es la capacidad humana de responder; es decir, el hombre y no Dios es quien puede dar cuenta del curso histórico [25].

Lourdes Flamarique, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   “El espíritu de la nueva filosofía –pienso que la mayor parte de sus hijos muestra que no puede ser más que una especie de mecánica. Con filosofía y erudición, a menudo ¡qué ignorantes y faltos de vigor en los asuntos de la vida y del sano entendimiento!” Cfr. HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, en Herders Werke, Aufbau Verlag, Berlin, 1982, Bd. 3, 91.

2   “Nadie en el mundo siente más que yo la debilidad de las caracterizaciones generales. Si se pinta un pueblo entero, una época, una región ¿a quién se ha pintado?... ¿A quién se refiere la palabra que describe? En definitiva, no los resumimos más que en una palabra general con la que cada uno quizá piensa y siente lo que quiera. ¡Imperfecto modo de descripción!”. HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, 62.

“Es la misma alma que piensa y quiere, que entiende y siente, la que ejercita la razón y la que apetece... El alma que siente y se forma imágenes, que piensa y se forma principios, constituye una facultad viviente en distintos actos”. HERDER, J. G., Una metacrítica de la «Crítica de la razón pura», en Obra Selecta (trad. de P. Ribas), Alfaguara, Madrid, 1982, 372.

4   NIETZSCHE, F., Menschliches, allzumenschliches, KGA, IV/3, W. de Gruyter, Berlin, 1967, 241.

5   HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, 92-3.

6   Cfr. BERLIN, I., Vico and Herder, Hogarth Press, London, 1976, 154.

7   Cfr. HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, 128.

8   En el ensayo citado anteriormente, Herder ironiza sobre esa ambición de los nuevos filósofos: “La filosofía entera de nuestro siglo tiene que formar. ¿Qué quiere decir esto sino despertar o fortalecer las inclinaciones mediante las cuales la humanidad adquiere su felicidad? (...) En realidad las ideas no suministran más que ideas”. Ibidem, 95. En el mismo contexto de observaciones se lee: “Entre una generalidad cualquiera, incluso la más hermosa verdad, y la menor de sus aplicaciones hay un abismo”. Ibidem, 97.

9   Cfr. HERDER, J. G., Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, en Herders Werke, Aufbau Verlag, Berlin, 1982, Bd. 4, 81

10    Cfr. Ibidem, 131.

11    Cfr. Ibidem, 108-9.

12    Ibidem, 32.

13    Cfr. Ibidem, 77.

14    Ibidem, 199.

15    Cfr. Ibidem, 359-360.

16    Cfr. Ibidem, 192.

17    Cfr. Ibidem, 63. “La naturaleza es espiritualizada mediante el trabajo del hombre, pero el espíritu humano se naturaliza únicamente mediante las condiciones de su actuar”. HEINZ, M., “Kulturtheorien der Aufklärung: Herder und Kant”. En OTTO, R., (Hrsg.), Nationen und Kulturen. Zum 250 Geburtstag Johann Gottfried Herders, Königshausen & Neumann, 1996, 147.

18    Las diferencias entre pueblos ilustrados y no ilustrados, cultos o  incultos no  son de especie, sino de grado. HERDER, J. G., Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, 194.

19    Ibidem, 196.

20    Cfr. Ibidem, 199.

21    Ibidem, 196.

22    Cfr. Ibidem, 31.

23    HEINZ, M., Kulturtheorien der Aufklärung: Herder und Kant, 148.

24    “La revalorización de la tradición y la mímesis combina con el principio de la doctrina aristotélica del bien que se apoya en la garantización del ethos vigente mediante la tradición y la imitación”. RUDOLPH, E., “Kultur als höhere Natur. Herder als Kritiker der Geschichtsphilosophie Kants”. En OTTO, R., (Hrsg.), Nationen und Kulturen. Zum 250 Geburtstag Johann Gottfried Herders, Königshausen & Neumann, 1996, 17.

25    Kant y Herder transforman de modo peculiar cada uno el fatalismo histórico del paradigma de la teodicea en el constructivismo de la historia, fruto de la capacidad humana de responder. Cfr. Ibidem, 19.

Ramiro Pellitero

1. Algunos desafíos educativos actuales

Hoy se pide por todas partes un proyecto educativo caracterizado por la interculturalidad, la interdisciplinariedad y la solidaridad, forzadas en cierto sentido por la globalización y por las crisis a las que nos enfrentamos (antropológica, ecológica, económica, sanitaria, etc.). Tener en cuenta ese marco es necesario para educar en general, y lo es también para  la educación de la fe.

      Avanzar en una educación con esas tres características reclama ante todo un fortalecimiento de la identidad de las personas en relación con su propia cultura. Precisan asimismo del respeto a la identidad de las ciencias humanas y sociales en relación con su propia naturaleza y método. Al mismo tiempo, hoy la religión requiere enseñarse desde el humanismo cristiano; es decir, desde una visión cristiana del hombre o desde una antropología cristiana [1].

      En esa antropología se relacionan íntimamente la racionalidad, la experiencia (con sus aspectos afectivos) y la dimensión social de la persona (con sus aspectos familiares, socioculturales y eclesiales).

      Detengámonos en las tres características apuntadas –interculturalidad, interdisciplinariedad y solidaridad– y en la cultura digital.

      La interculturalidad viene pedida por el respeto al bien común y la promoción humana. El ambiente pluri-religioso no significa renunciar al anuncio del Evangelio, o caer en el relativismo, en el sincretismo o en el indiferentismo.

      Por ello se nos invita a estar atentos, entre nosotros, por una parte, al relativismo que conlleva pasividad ante las necesidades, razones y valores de los demás; por otra parte, a una actitud de mera asimilación, que hoy se advierte ante los inmigrantes que proceden de otras culturas, a quienes se soporta en nombre de la mentalidad occidental consumista con pretensiones universalistas [2]. Además, la educación de la fe pide evitar la mentalidad fundamentalista y rigorista, y también la puramente defensiva.

      En cuanto a la interdisciplinariedad, requiere mucho ejercicio; para empezar, en la mente de los educadores.

      Como método para desarrollar, en la práctica, la relación entre fe y razón y entre fe y cultura en una institución de inspiración católica, hace conveniente, en efecto, una educación de tipo interdisciplinar [3], tanto en la justicia a la realidad, como en la investigación y también en la dinámica misma de la tarea educativa. Se busca así una educación integral –o quizá mejor una pedagogía de la integración personal– abierta a la trascendencia. Esta tarea pide, por un lado, un exquisito respeto a la identidad y método de cada disciplina escolar y académica: y al mismo tiempo, una coherencia con la identidad y método propios de la enseñanza propiamente religiosa (enseñanza escolar de la religión).

“Como disciplina escolar, es necesario que la enseñanza de la religión católica presente la misma exigencia de sistematización y rigor que las demás disciplinas (…). Es necesario que sus objetivos se realicen según la finalidad propia de la institución escolar. Respecto a las otras disciplinas, la enseñanza de la religión católica está llamada a madurar la disposición a un diálogo respetuoso y abierto, especialmente en este tiempo en que las posiciones se confrontan fácilmente hasta llegar a violentos encuentros ideológicos. ‘De modo que a través de la religión puede pasar el testimonio-mensaje de un humanismo integral, alimentado por la propia identidad y por la valorización de sus grandes tradiciones, como la fe, el respeto de la vida humana desde la concepción hasta su fin natural, de la familia, de la comunidad, de la educación y del trabajo: son ocasiones e instrumentos que no son de clausura sino de apertura y diálogo con todos, y con todo lo que conduce al bien y al a verdad. El diálogo sigue siendo la única solución posible, incluso frente a la negación de los religioso, del ateísmo y el agnosticismo” [4].

      La enseñanza de la religión –que no es una ciencia interdisciplinar, pero pide tener en cuenta la interdisciplinariedad– ha de hacerse, decíamos, desde el humanismo cristiano.

      Esto significa que esa enseñanza debe presentarse no solo como un derecho –lo es, en cuanto forma parte del derecho de la libertad religiosa que tienen los padres a la hora de escoger la educación que desean para sus hijos [5]–; sino también como una oferta cultural más rica.  

Quizá valga la pena insistir en el “estilo” de la educación católica, que pide un clima de diálogo, de respeto, participación y colaboración con las familias para desarrollar el proyecto educativo. No se debe plantear la enseñanza de la religión como “catequesis” (dirigida a la práctica de la vida cristiana), sino como información reflexiva en el contexto del diálogo intercultural.

      Esto no quiere decir que la enseñanza de la religión se oponga a la catequesis o la rechace. Más bien se trata de dos modalidades complementarias de lo que en la época de los Padres comenzó a llamarse catequesis en sentido amplio, es decir educación de la fe [6].

      En el sentido actual, la catequesis o educación en la fe tiene su lugar propio en la comunidad cristiana: en las familias y en las parroquias; y también puede realizarse sin duda en las escuelas, accediendo a los deseos de las familias o de los alumnos que lo deseen, pero fuera de las clases de religión. En todo caso, al igual que la enseñanza religiosa escolar, la catequesis requiere hoy una profunda renovación e inculturación [7].

       Vengamos ya a la cuestión que nos interesa: ¿cuál sería la contribución de la educación cristiana y católica en este marco? Si lo católico significa universalidad y plenitud, la educación de inspiración católica se sitúa en la línea de una propuesta de vida plena; con un horizonte de universalidad, capaz de promover el diálogo y establecer puentes, que conduzca a la unión entre la verdad y el amor, y facilite la reciprocidad del bien como fuente de civilización y verdadera humanización.

      Esta aportación se traduce en la claridad y fuerza con que el espíritu cristiano puede ayudar frente a todo instinto egoísta de violencia y de guerra [8].

      Pero no se trata de una “plenitud” que sería simplemente continuidad hasta lo más alto posible de lo humano. Lo cristiano significa siempre a la vez novedad: la novedad que trae Cristo como clave del sentido de la vida, del mundo y de la historia.

Así, el mensaje del Evangelio, centro de nuestro mensaje educativo, presenta a Dios como Ser en relación, puro acto de amor. De ahí se deduce, para los cristianos, el desafío, que hoy se hace necesario con frecuencia, de ir contra corriente hasta dar la vida por el otro, cuando se ven violadas la justicia y la verdad [9].

      Todo ello no ha de presentarse de modo meramente teórico o general, sino también para la vida cotidiana y ordinaria.

      Es, en efecto, la vida ordinaria el “lugar” donde debe conjugarse la fidelidad a la propia identidad católica con la creatividad –la fidelidad auténtica es siempre dinámica– que hoy necesita nuestra situación cultural [10]. La forma de llevar esto a cabo variará necesariamente dependiendo de los países.

      En los países de mayoría católica, esto requerirá una atención especial a las familias afectadas por el secularismo (el vivir como si Dios no existiera). En los países de minoría católica, debemos manifestar capacidad de testimonio y diálogo, sin caer en el relativismo. Hay que tener en cuenta que la dimensión trascendente de cada cultura –es decir, aquella dimensión que mejor puede abrir una cultura a otras culturas– es su orientación al misterio de Dios, y está representada por la religión [11].

      Abordemos en tercer lugar la solidaridad. De ella se ocupa un documento de trabajo de la Congregación para la educación católica fechado en abril de 2017 [12]. En el texto se subrayan los aspectos educativos del clamor por la solidaridad que el papa Francisco viene recogiendo en nuestro tiempo.

      Así por ejemplo, afirma el sucesor de Pedro:

“Es necesario tener presente que los modelos de pensamiento influyen realmente sobre los comportamientos. La educación será ineficaz y sus esfuerzos serán estériles si no se preocupa además por difundir un nuevo modelo respecto al ser humano, a la vida, a la sociedad y a las relaciones con la naturaleza” [13].

      Como ya señalaba Benedicto XVI, la cuestión social, que hoy es una cuestión antropológica, requiere la función educativa al servicio de un nuevo humanismo. Ahora bien, ¿qué significa “humanizar la educación”? He aquí algunas respuestas [14]:

– transformarla en un proceso en el que cada persona pueda desarrollar sus actitudes profundas y por tanto su vocación, contribuyendo así a la vocación de la propia comunidad humana;

– poner a la persona en el centro real de la educación, en un marco de relaciones que constituyan una comunidad social viva, unida por un destino común;

– actualizar el pacto educativo entre las generaciones, sobre todo a partir de la familia, pues “la buena educación de la familia es la columna vertebral del humanismo” (Francisco); y, desde ahí, impulsar el espíritu de servicio y de confianza mutua en la reciprocidad de los deberes, que debería caracterizar el cuerpo social; 

– no limitarse, por tanto, a enseñar y aprender, sino proponerse “vivir, estudiar y actuar en relación a las razones del humanismo solidario”; impulsar, por tanto, lugares y ocasiones de encuentro, cauces para romper la exclusividad “extendiendo el perímetro de la propia aula en cada sector de la experiencia social, donde la educación puede generar solidaridad, comunión, y conduce a compartir” (Francisco).

      Humanizar la educación supone, en definitiva, situarla en la línea de un humanismo integral, de la cultura del diálogo y de la siembra de la esperanza, tal como los entiende la perspectiva cristiana [15].

      En esa perspectiva, el humanismo solidario se educa por los caminos del diálogo (ético e interreligioso), de la globalización de la esperanza (en el amplio horizonte trazado con realismo por el amor cristiano), de una verdadera inclusión (lo que requiere una cultura basada en la ética intergeneracional), de redes de cooperación e investigación, de intercambios y de servicios en el campo educativo (coordinados en lo posible desde la universidad), que cuenten con la cooperación de los cuerpos sociales intermedios y se muevan en una perspectiva de subsidiariedad a nivel nacional e internacional [16].

      ¿Qué supone esto en la práctica? Para una institución educativa de inspiración católica, los criterios expuestos en los párrafos anteriores deberían llevar a algunas resoluciones que se formulan aquí como propuestas:

– La formación prioritaria de directivos y docentes (tanto de religión como de otras materias, tanto de las ciencias como de las humanidades);

– La promoción de la investigación de campo en este terreno, con vistas a la integración de los alumnos en la encrucijada cultural y pluri-religiosa, al diálogo y la interacción educativa, y a la formación para el reconocimiento del “otro” desde la propia identidad;

– y todo ello, aunando coherencia, esfuerzo y correspondencia a la gracia de Dios.

      Concretamente para los directivos, se propone “el propio y continuo esfuerzo por corresponder cada vez mejor con el pensamiento y la vida a los ideales que se enuncian con palabras” [17].

      Para los educadores, esto plantea también la necesidad de la formación permanente, tanto en el ámbito intelectual como en el espiritual y personal, recordando que “la coherencia es un esfuerzo, pero sobre todo es un don y una gracia” [18].

      Hoy todo ello ha de tener en cuenta nuestra cultura digital. Benedicto XVI explicó en 2011 que las tecnologías de la comunicación (internet, redes sociales, etc.) deben ser consideradas ante todo como una ocasión para profundizar en el modo de ser y de conocer que tenemos las personas. No solo conocemos por medio de conceptos sino también, y más profundamente, por medio de símbolos e imágenes, que implican todas las esferas de la persona. Y por ello pueden contribuir a establecer relaciones entre nosotros. Por eso también las nuevas tecnologías son una oportunidad, en segundo lugar, para profundizar más en la fe [19].

En consecuencia, sostenía el papa Ratzinger, es responsabilidad de los cristianos el conocer estas tecnologías para comunicar la fe.

Esto supone, en primer lugar, una reflexión y una actuación educativa en relación con la cultura digital. En efecto lo digital puede enriquecer la capacidad cognitiva de persona, ayudar a la memoria, facilitar el diálogo y el intercambio de la información. (Son patentes los servicios que la tecnología digital ha prestado durante la pandemia del Covid-19).

Pero al mismo tiempo el ambiente digital es un territorio de soledad, manipulación, explotación y violencia. Puede distorsionar la visión de la realidad, influir en el descuido de la vida interior, llevar al cinismo, a la deshumanización y al encierro en uno mismo. La cultura digital puede reducir el (sano) espíritu crítico. Al exigir una capacidad más intuitiva y emotiva que analítica y un lenguaje más narrativo que argumentativo, si se polariza en extremo sin tener en cuenta la necesidad de la reflexión y el diálogo, puede fomentar el individualismo y el relativismo. En relación con la religión, el ambiente digital puede favorecer una pseudo-religión universal que pide sus propias creencias, ritos y conductas, no siempre equilibradas antropológica y éticamente [20].

Por consiguiente, la cultura digital necesita ser analizada, asumida en lo que tiene de positivo y a la vez criticada con vistas a su humanización, completándola con los elementos de los que puede carecer: el contacto con la realidad “no virtual”, la pertenencia comunitaria, la limitación del lenguaje, etc. En relación con la educación de la fe, a lo anterior se podrían añadir otros aspectos esenciales, como el acompañamiento espiritual, la experiencia (también “sensorial”) de la liturgia, la interacción con los demás dentro de la comunidad eclesial, las obras de misericordia, la vida ordinaria y el trabajo como “lugares” para descubrir a Dios y contribuir a la evangelización y al mismo tiempo mejorar el mundo.

En definitiva, la cultura digital debe ser vista y enfocada como un medio para la humanización y no como un fin en sí misma. Y por eso requiere ser ante todo humanizada.

De esta manera podremos aspirar, como proponía el papa Benedicto, a evangelizar esta “nueva cultura”, de modo similar a cómo anteriormente hemos evangelizado otras culturas, purificándolas de lo que sea incompatible con la fe y la moral cristianas. Todo ello implica una formación adecuada, especialmente para las familias, los niños y los jóvenes.

2. Desde la antropología y la ética: educar para la realidad

      Como estamos viendo, la aportación pedagógica cristiana se apoya en una educación humana integrada en el ser de la persona, en el conjunto de sus elementos y dimensiones y en relación con su entorno; pero no se queda ahí, sino que educa la persona en relación a su actuar, facilitando el despliegue ordenado y vital de sus dinamismos operativos: espirituales, físicos y psíquicos [21]. En esta línea dice Karol Wojtyla que “la persona se integra en el proceso de la acción” [22].

      Cabe imaginar la persona en medio del mundo como un edificio vivo que se apoya en tres pilares interconectados, más aún, un tanto interiores uno al otro:  la racionalidad (que corresponde a su espíritu, y por tanto a su inteligencia, voluntad y libertad), la afectividad (que tiene que ver sobre todo con la corporalidad, los sentidos externos e internos, las emociones, las pasiones, lo que llamamos experiencia, etc.) y la dimensión social (donde destacaríamos lo que tiene que ver con las tradiciones, la comunicación, el lenguaje, la cultura y el sentido del trabajo, la historia, etc. y especialmente el contexto familiar y eclesial de la educación).

      Una forma tradicional de nombrar esos tres pilares sería: cabeza, corazón y manos. Este simbolismo expresa que la persona debe vivir de modo armónico y manifestarse en la coherencia de su pensar, sentir y actuar. De hecho, es frecuente que falte la deseable armonía entre esas tres dimensiones. Incluso es posible que alguno de esos pilares se convierta en un “poder autónomo” sometiendo a los otros dos, o que suceda lo contrario: que uno de los pilares falle como soporte de la persona, y ello obligue a los otros a sustituirle, cosa que harán muy defectuosamente [23].

      Este edificio tiene, además, en su techo, una ventana abierta a la trascendencia, es decir, a la dimensión de infinitud y eternidad que posee la persona, al horizonte que lleva al Absoluto que los creyentes llamamos Dios. Entendemos que sin esa ventana, no es posible que la persona sea plenamente persona y viva como tal. La razón —y no solo la fe— puede descubrir la existencia de un Ser supremo que dota de sentido a la historia y a todo lo que acaece en el mundo.

      Además de esas cuatro dimensiones [24], deberíamos poder dibujar, en nuestro esquema o mapa, dos estructuras más. En primer lugar, una multitud de poros hacia el mundo exterior por los que entra continuamente información hacia esos pilares, información que luego se va distribuyendo y gestionando.

      A propósito de esos “poros” viene bien aquí la frase de Sófocles, cuando dice que el hombre es panta poros aporon. Lo que puede traducirse: el hombre está abierto a todas las cosas, pero también cerrado. Esto puede significar también que, de por sí, el hombre necesita a la vez estar abierto a todo y cerrarse de vez en cuando en torno a sí mismo, para no disolverse en lo que le rodea (R. Guardini). O que el hombre, libremente, puede abrirse más o menos, y también cerrarse más o menos (L. Polo). Y todo ello tiene consecuencias.

      Un último detalle en nuestro mapa sería situar, entre esos pilares, toda una serie de canales o puentes por los que discurre una multitud de elementos, que se intercomunican en todas las direcciones a través del centro personal.

      A cualquiera se le ocurre que, si por cualquier causa, se interrumpe la apertura de esos poros o la comunicación entre esos puentes, las consecuencias para la persona y para los demás pueden ser muy variadas y casi siempre negativas. Pensemos por un momento lo que supondría dejar de recibir y emitir comunicación con el entorno, o encerrarse en alguno de esos pilares en detrimento de la comunicación con los otros; por ejemplo, atrancarse en los límites de la propia razón sin atender a los afectos o al contrario; o aislarse de los demás o, por el contrario, encontrarse en medio de la multitud pero incapaz de reconocerse uno mismo o de encontrar alguna respuesta ante preguntas como cuál es mi identidad, mi origen o mi destino. 

      Volvamos de nuevo a nuestro esquema o mapa antropológico. No sería difícil adjudicar, siempre de modo esquemático, a cada uno de esas cuatro dimensiones de la persona (los tres pilares y la ventana en el techo), respectivamente uno de los grandes “valores” objetivos del ser creado, que la filosofía clásica denomina “trascendentales”: la verdad, la belleza, el bien y la unidad [25]. Conviene recordar que también estas son dimensiones esenciales “mutuamente interiores”, es decir, que se encuentran como metidas cada una en las demás. En principio, la racionalidad busca la verdad; la afectividad se extasía ante la auténtica belleza; la apertura a los demás lleva a descubrir y practicar el bien; y en Dios –únicamente en Dios en último término– se encuentra la unidad que entre nosotros solo puede ser, en el mejor de los casos, alcanzada de un modo incoado [26].

Veamos algunas repercusiones que esto puede tener en la educación ética –o quizá bastaría decir en la educación–, pues no se trata solamente de tener en cuenta lo que la persona es, sino cómo “debe” ser y por tanto cómo cabe educarla para que, a través de su actuar, se configure a sí misma en relación con los demás, con el mundo y con Dios.

       Recorramos de nuevo los tres pilares, pensando ahora en la acción humana.  En ética se considera que –a pesar de algunas corrientes actuales que desprecian todo tipo de orientaciones y reglas–, las sociedades humanas mínimamente organizadas se rigen por algunas reglas o normas éticas que son fruto de la experiencia racional de la humanidad.

      En efecto, la sociedad está necesitada de “indicadores” para ayudar a las personas a “verdadear” sus acciones, abriéndolas, desde la búsqueda de la verdad, al bien y la belleza, tanto en el plano individual como en el social. La ética pide, porque lo pide la razón humana, una educación en las normas morales. Por eso podemos situarlas en nuestro primer pilar.

      En el segundo pilar, el correspondiente a la afectividad y donde hemos destacado el anhelo por la belleza, podríamos subrayar ahora la igualmente necesaria educación en los valores o en los deseos, que no son lo mismo pero están relacionados entre sí (según afirman autores como R. Spaemann y J. Ratzinger). ¿Cómo pasar de los “gustos” y los “deseos” a los “valores”, es decir a los contenidos valiosos de la realidad?

      En el tercer pilar, ahí donde la persona se abre a los demás y descubre que la mejor manera de relacionarse con ellos es hacerles el bien (cosa que también le perfecciona a uno mismo), podemos poner las virtudes, distintas de los valores.

Las virtudes son el fruto de la personalización, libremente y perseverantemente buscada, de los valores. Una educación en las virtudes  [27]es tan necesaria como una educación en las normas y una educación en los valores. Y atención, porque no sirve una de estas cosas aislada de las otras.

      Aún nos falta nombrar los frutos que, para una educación ética, se siguen de la búsqueda de la unidad por la “ventana de la trascendencia”, situada en el techo de nuestro edificio personal. Digámoslos de modo concreto: la educación, cuando mantiene abierta la ventana a la trascendencia, conduce a la sabiduría. Y solo la persona que posee la sabiduría puede gestionar adecuadamente las habilidades o “competencias” individuales o sociales, de las que hoy tanto se habla.

      Esto lo enseñan, con matices diversos, tanto la tradición filosófica clásica –y no solo la occidental– como la bíblica. Las dos hablan de la importancia de enseñar la contemplación de la realidad, la capacidad de discernimiento del bien y del mal en las acciones y, por decirlo más sencillamente, el espíritu de servicio con el que las personas –y sobre todo los creyentes– debemos actuar en la sociedad y en el mundo.

      Así tenemos que nuestro esquema inicial, que parecía bastante simple, ha ido enriqueciéndose –y complicándose– con contenidos antropológicos y éticos de gran calado para la educación.

      Además, a las disfunciones ya señaladas (la supremacía aislada de alguno de los “pilares” de la persona, o, por el contrario, su fallo más o menos total, o los problemas de comunicación entre ellos o con el exterior) habría que añadir todavía las múltiples tensiones y problemas que se dan en la maduración personal y que han de tenerse en cuenta en la educación de la fe [28].

      Hagamos una rápida enumeración, sin ánimo de exhaustividad, de causas o factores posibles (reales) de esas tensiones y problemas:

– Las configuraciones personales son de hecho muy distintas, sea por la personalidad concreta (en su carácter y temperamento), por la educación recibida, o por la genética de la que es portadora.

– Las posiciones intelectuales y morales de las personas también les llevan a diversos planteamientos a la hora de conectar el pensamiento y la vida. Esta diversidad en algunos casos puede llevar no solo a distintos acentos, sino a verdaderos enfrentamientos de las estructuras personales que de por sí no deberían estar enfrentadas: así se originan actitudes como el racionalismo y el voluntarismo, el sentimentalismo y el colectivismo, el fideísmo o el fundamentalismo. Estos fenómenos pueden desembocar en la negación (teórica y práctica) de los “valores” trascendentales. Y así se provocan otras actitudes como las típicas del relativismo radical, de la indiferencia moral, del nihilismo o del terrorismo.

– Por si fuera poco, están siempre las culturas, con sus valoraciones y presiones, que, si bien no anulan la libertad personal, la influyen de hecho en no poca medida, para bien o para mal.

      ¿Qué hacer ante semejante complejidad –aquí solamente apuntada– en la educación y también, por tanto, en la educación de la fe?

      De momento y para finalizar este segundo apartado, nos podemos apoyar en la propuesta del papa en su exhortación Evangelii gaudium: que nuestra educación se sitúe al servicio de la realidad [29]. Y la realidad personal tiene que ver con lo que en antropología y ética se denomina a veces trayectoria [30]; es decir, con el trazado del tiempo en las personas. Esto tiene su traducción en la educación:

– En relación con el pasado: tanto las personas como las sociedades necesitamos poseer una memoria histórica suficientemente clara. Esto pide descubrir y fortalecer las propias raíces, es decir la identidad personal. Y lleva no solo al cultivo de la memoria sobre uno mismo, sino también al estudio de la historia, y a la presentación de “modelos” que se proponen en el terreno de las actitudes: solo consideramos héroes aquellos que, a nivel universal o local, han servido a los demás. Entre ellos están los santos que vivieron la fe con todas sus consecuencias.

      A propósito de la “memoria”, en este sentido profundo relacionado con las propias raíces y por tanto con la identidad personal, Francisco se ha referido a la película “Rapsodia de agosto” [31]. En ella se representa el diálogo de una abuela japonesa con sus nietos, cuando les presenta la memoria de su pueblo, mostrando cómo los acontecimientos construyen nuestra existencia y cómo ella misma sigue saliendo valientemente al encuentro de esa memoria. 

– En relación con el presente: aquí se sitúa el redescubrimiento actual –respecto a la educación– de la atención y del asombro, del mirar, del escuchar y del tocar la realidad. En este contexto debemos escuchar también “el clamor de los pobres” [32]. Así lo indica Francisco en su Exhortación Evangelii gaudiium:

“El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia” [33].

      No solo por eso pero también por eso, hemos de redescubrir el espíritu de servicio a todos, las obras de misericordia y el cuidado de la Tierra [34].

      Para todo ello necesitamos, primero los educadores y después nuestros alumnos, cultivar el discernimiento: no todo vale lo mismo en la realidad y, por tanto, en la educación. También hay una “jerarquía de valores” en la educación y sin duda su centro es el amor.

– En relación con el futuro: Francisco habla de mantener la capacidad de soñar, primero en nosotros, padres y madres, educadores, profesores, catequistas; soñar en nuestra propia vida como una aventura fascinante. Una capacidad que no deberíamos “dejarnos robar”, para poder enseñar a mantener esa misma capacidad de soñar en los otros, de proponer “ideales” nobles y justos a los jóvenes. Y esto tiene que ver con la utopía, que en cristiano se corresponde y se perfecciona con la esperanza [35].

3. Enseñanza, comunicación y anuncio de la fe

Finalmente, sobre la base del trasfondo antropológico y ético que pide el análisis del presente marco cultural, podemos hacer algunas propuestas, ahora en directa relación con la educación de la fe.

– Diferencia entre Enseñanza escolar de la Religión (información reflexiva en el contexto de la educación interdisciplinar) y catequesis (educación dirigida a la iniciación y madurez de la vida cristiana) [36].

– Necesidad de un contexto de antropología cristiana (que se prolongue en la formación ética o moral) para educar la fe: el camino de la auténtica belleza lleva a descubrir y vivir la libertad cristiana, tan lejos del relativismo como del fundamentalismo. Es así como podemos contribuir, desde la educación en las universidades y escuelas de inspiración católica, a la evangelización de las culturas.

– Atención al sentido cristiano de la vida, en un ambiente en el que muchos de nuestros contemporáneos pasan del consumismo al nihilismo. No debemos sucumbir ante la marginalización de la religión planeada por el laicismo.

– Anuncio del amor salvífico de Dios manifestado en Cristo, Palabra de Dios hecha carne y plenitud de la Revelación. Este anuncio ha de llevarse a cabo desde la coherencia de la propia vida (testimonio, sobre todo de los educadores) mientras respondemos a la llamada que Dios nos hace a la santidad, centrada en el amor a Dios y al prójimo. Es el camino de la gratuidad, pues visto con ojos cristianos todo es gracia.

– Otras actitudes que hemos de fomentar en nosotros mismos, educadores: pasión por educar, diálogo, escucha y paciencia, acogida y acompañamiento [37], siguiendo el modelo del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús [38]. En resumen: fe vivida, pasión educativa y competencia profesional.

– Formación del profesorado (no exclusivamente el de religión, sino también el de humanidades, ciencias, etc.), especialmente en aquellas materias y cuestiones que se relacionan con la fe, y con medios concretos a corto, medio y largo plazo.

Queda en el aire la pregunta que cada uno podría intentar responder: ¿Qué universidad o qué colegio queremos? Y el horizonte de una respuesta: una universidad o un colegio que aprenda, para enseñar, la belleza de la fe como propuesta de una vida plena.

Ramiro Pellitero, researchgate.net/

Notas:

[1]   Cf. Juan Luis Lorda, Antropología cristiana: del Concilio Vaticano II a Juan Pablo II (Madrid: Palabra,  2004). Acerca de algunos factores que han contribuido a forjar la situación educativa en relación con la praxis eclesial, se nos permita remitir a nuestro texto “Praxis ekelzjalna jakozcie wiary”, en Teologia i Czlowiek (Torun) 24 (2013) 4, 17-31.

2   Cf. Congregación para la Educación Católica, Educar para el diálogo intercultural en la escuela católica. Vivir juntos para una civilización del amor, 28-X-2013, nn. 22-25.

3   “Es sin duda positivo y prometedor el redescubrimiento actual del principio de la interdisciplinariedad (cf. Evangelii Gaudium, n. 134). No solo en su forma “débil”, de simple multidisciplinariedad (...); sino también en su forma “fuerte”, de transdisciplinariedad, como ubicación y maduración de todo el saber en el espacio de Luz y de Vida ofrecido por la Sabiduría que brota de la Revelación de Dios” (Francisco, Const. Ap. Veritatis gaudium, 29-I-2018, n, 4).

4   Educar para el diálogo intercultural…, 72.

5   Pontificio Consejo para la promoción de la Nueva Evangelización, Directorio para la catequesis (23-III-2020), n. 316.

6   En esta perspectiva general, vid. Ramiro Pellitero, “La catequesis en el siglo XXI”, en la obra dirigida juntamente con Javier Sesé, La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea (Pamplona: Eunsa, 2008), 181-208.

7   Cf. Sergio Lanza, “La catequesis, instrumento de la nueva evangelización”, en Antonio Cañizares – Manuel Del Campo (eds.), Evangelización, catequesis, catequistas (Madrid: Edice, 1999), 235-263.

8   Cf. Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural, 2009, n. 51.

9   Cf. Educar para el diálogo intercultural, n. 52.

[1]0    Cf. Ramiro Pellitero, “La vida cristiana ordinaria como lugar teológico. Teología, fe vivida y acción eclesial a la luz de san Josemaría”, en Pont. Univ. della Santa Croce, San Josemaría e il pensiero teologico (Roma: EDUSC, 2015), 219-230.

[1]1    Cf. Educar para el diálogo intercultural, Introducción.

[1]2    Educar para el humanismo solidario. Para construir una civilización del amor 50 años después de la “Populorum progressio”, Ciudad del Vaticano 2017.

[1]3    Enc. Laudato si’ (24-V-2015), n. 215.

[1]4    Cf. Educar para el humanismo solidario, nn. 8-10.

[1]5    Cf. Francisco, Discurso a la Congregación para la Educación Católica, 9-II-2017.

[1]6    Cf. Educar para el humanismo solidario, nn. 11 ss.

[1]7    Cf. Educar para el diálogo intercultural, n. 80.

[1]8    Francisco, Discurso a la plenaria de la Congregación para la Educación Católica, 13-II-2014.

[1]9    Cf. Discurso al Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, 28-II-2011.

20    Sobre la cultura digital en relación con la antropología y la ética, y también con la educación de la fe, cf. Directorio para la catequesis, nn. 213-217, 359-372.

2[1]    Para la discusión sobre el término “integración” en el ámbito educativo, cf. Carlos Beltramo, Apasionados por amar al mundo (Pamplona: Eunsa, 2018), primera parte, 19-63. En perspectiva psicológica puede verse el modelo que presentan Craig S. Titus, Paul. C. Vitz, William J. Nordling, “Meta-model of the Person” (Draft March 19, 2018), en la web de la Divine Mercy University (divinemercy.edu), accedido el 6-VIII-2019.

22    Karol Wojtyla, Persona y acción (Madrid: Palabra, 1986), 223.

23    Algunas consecuencias para la educación las describe, en la perspectiva del protestantismo evangélico, Dennis P. Hollinger, Head, Heart and Hands (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2005).

24    Racionalidad, afectividad, dimensión social y apertura a la trascendencia podrían ponerse en relación con los cuatro pilares de la educación en los términos del informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la educación para el siglo XXI, presidida por Jaques Delors: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. Cf. La educación encierra un tesoro (Madrid: Santillana, 1996), concretamente el cap. 4, 95-109.

25    Cf. Alice M. Ramos, “Los trascendentales del ser”, en Philosohica: Enciclopedia filosófica online, (www.philosophica.info, accedido 3-II-2020).

26    El trasfondo filosófico-teológico de la educación de la fe desemboca en la importancia del testimonio, tanto en el educador como en el educando. En su estudio sobre las fuentes del pensamiento del papa Francisco, al tratar de la influencia de Alberto Methol Ferré, escribe Massimo Borghesi: “Solo la “atracción”, la ‘atracción cristiana’, de un cristianismo vivido como expresión visible de la unidad de los trascendentales (bello-bueno-verdadero) puede asumir la belleza, (...) y referirlo a su verdad. Methol identificaba aquí, en el testimonio, la vía del cristianismo en el mundo contemporáneo. Una vía plenamente compartida por la sensibilidad y por la concepción de Jorge Mario Bergoglio” [Massimo Borghesi, Jorge Mario Bergoglio: Una biografía intelectual (Madrid: Encuentro, 2018), 227; ver también 287 ss.].

27    Cf. Romano Guardini, Tugenden: Meditationen über gestalten sittlichen lebens (Würzburg: Werkbund Verlag, 1963),  publicado en castellano bajo el título “Una ética para nuestro tiempo”, como segunda parte en el volumen La esencia del cristianismo (Madrid: Cristiandad, 2006), 107 ss.

28    Cf. Wenceslado Vial, Madurez psicológica y espiritual (Madrid: Palabra, 2016).

29    Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013) sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, n. 233.

30    Cf. Julián Marías, Tratado de lo mejor (Madrid: Alianza Editorial, 1995), 77-82.

3[1]    Cf. Hachi gatsu no kyòshikyoku, A. Kurosawa, 1991.

32    Cf. Pr 21, 13; Jb 34, 28.

33    Evangelii gaudium, 193.

34    Cf. Enc. Laudato si’, capítulo VI, en relación con la “educación y espiritualidad ecológica”.

35    Sobre la memoria, el discernimiento y la utopía como dimensiones en la educación, cf. Francisco, Discurso a la Pontificia Comisión para América Latina, 28-II-2014.

36    Cf. Directorio para la catequesis, nn. 311-318.

37    Cf. Evangelii gaudium, nn. 171-173.

38    Cf. Lc 24, 13-35.

Domingo Bianco Fernández

1. Hegel o la critica religiosa de la religion

Comenzar por un esquemático recordatorio de  la crítica  hegeliana  de  la religión tiene, un  interés  superior  al  meramente histórico, puesto  que  abandonar  el  cobijo  idealista le está resultando al pensamiento  actual mucho más difícil de lo que se cree.

Si los hombres aceptan someterse a Dios como a su Amo absoluto y entregan de ese modo su libertad es, enseñaba Hegel, por miedo a la  muerte  y  como  precio por el consuelo de soñar una vida en el Bien eterno. Los hombres no nos veremos libres de amos humanos o del Amo divino mientras no aceptemos resueltamente el hecho inexorable y definitivo de nuestra propia muerte.

Pero Hegel no detuvo su filosofía en el  análisis  de ésta que él llama «conciencia desgraciada»,  sino que  en su sistema dialéctico general integró «lo negativo»  como un momento esencial, como el motor que impulsa la historia humana hacia el fin  positivo  del  Espíritu  absoluto. El propio Hegel sostiene expresamente  que  la síntesis de lo particular y de lo universal que Cristo representaba en cuanto Dios (universal) hecho carne (particular) debe efectuarse, aunque no  después  de  la  muerte,  sino  ahora y por nuestra acción; no en la trascendencia fantástica de lo sobrenatural, sino en la inmanencia. del  Concepto  que se encarna en el Estado moderno,  en cuanto cónciliador que la justa organización social (lo universal) y de la libertad de los individuos y grupos particulares.

Al traducir a conceptos las representaciones imaginativas de la religión, la crítica idealista proyecta la infinidad divina sobre el  plano  de  una  estatolatría  monista. El Espíritu absoluto, la idea de la idea (Noesis noeseós), la síntesis  superadora de acción  y pensamiento, de  realidad  y concepto, de naturaleza  y  espíritu,  de  vida  y  muerte, los alcanzaría la Historia en una Razón absoluto manifestada como Razón de Estado.

La crítica idealista de la religión se convierte  así, como decía Feuerbach antes  de  Marx,  en  un  sucedáneo de la religión, en una soteriología intramundana, en la última astucia de la razón para consolar a los  hombres  de su condición indigente.

2. Marx o el idealismo subyacente a una filosofía de la praxis

Es bien sabido que Marx entiende por religión la ideología segregada por un organismo enfermo. En un mundo material que separa al hombre de sí mismo y le impide realizarse, el hombre proyecta su  realización  al cielo imaginario de la religión y crea la idea de un Dios creador de todo, incluído el hombre. Al producir  la idea  de Dios, el hombre  se  rebaja a considerarse  producto  de su producto.

Desde Fichte hasta los neohegelianos de izquierda, todo el idealismo alemán ha concebido al hombre como productor en la aceptación más radical: en la de libertad creadora, y ha rechazado apasionadamente la  heteronomía del hombre. La producción humana no podría venir determinada por ninguna  instancia  superior,  declaraban los  idealistas,  porque  cualquier  idea  de  un  orden divino o sobrenatural es, como tal idea, un  producto  humano Max Stirner, el último y más radical neohegeliano, escribió El único y su propiedad para proclamar la absoluta soberanía del yo humano y prevenir el riesgo de que el individuo paralice, al objetivarse en su creatura, el dinamismo  activo  y creador  que constituye  la verdadera vida.

¿Dice lo mismo la crítica marxiana? En absoluto.  Las ideas   de   Stirner   y  demás  familia  idealista  le   parecen «fantasías inocentes y pueriles». ¿Por qué? Porque no se libera a los hombres sólo por descargarles de sus fantasmas cerebrales. Eso sería tan ridículo, dice Marx, como suponer que para no caer en el vacío baste quitarse de la cabeza  la idea de gravedad.        .

No es sólo el pensamiento lo que está por liberar, porque no hay otro pensamiento que  el  de  los  individuos de carne y hueso y si éstos no son libres en la realidad tampoco lo será su pensamiento.

La ideología (por ejemplo, la religión o la economía política) es el mundo al revés puesto que convierte a los productos (Dios o el capital, respectivamente) en productore del productor (el hombre), pero lo que pone cabeza abaJo el mundo de la ideología no es ningún error de pensamiento, sino el vuelco histórico por el que el producto material del trabajo, convertido en capital, se expropia la producción misma, transformando al trabajo en mercancía. El fetichismo religioso es un reflejo del fetichismo de la mercancía que expresa, a su vez, la inversión de la relación productor-producto en el orden práctico­material.

La crítica marxiana del idealismo no se funda en una filosofía de la historia; lo que ya era el idealismo hegeliano, sino en una filoso/fa de la praxis que obliga a trascender incluso los planteamientos históricos y  el concepto de historia:

«La primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de  toda  historia,  es  que  los hombres se encuentren, para hacer historia, en condiciones de  poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, cobijarse bajo techo, vestirse y algunas cosas más (... ). La producción de la vida material es una condición fundamental de toda historia que lo mismo hoy que hace miles de años necesita cumplirse todos los días y a todas horas simplemente para asegurar la vida de los hombres (...). La satisfacción de esta primera necesidad (...) conduce a nuevas necesidades y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico» (1).

Nunca desarrolló Marx esta filosofía de  la  práctica que La ideología alemana y las Tesis sobre Feuerbach anuncian. Pero hasta sus escritos finales,  el  último  fundamento de la ciencia marxiana, del «materialismo histórico» entero, es la filosofía que afirma  la irreductible  prioridad de un orden práctico cuyo núcleo de  exigencias es  anterior a la historia, invariable y fijo. Todavía el escrito de 1880 contra el economista Wagner insiste en  la  primicia de esa Praxis que es  el  terreno  originario  de  la  verdad del conocimiento y del lenguaje:

«Los hombres no comienzan de ningún modo por encontrarse a sí mismos en una relación teórica con las cosas del mundo exterior sino, a ejemplo de codo animal comienzan por comer, beber, etc., es decir, comienzan por comportarse activamente y apoderarse  de  ciertas  cosas por la acción, satisfaciendo así sus necesidades. Más tarde, designarán esas cosas mediante un lenguaje según les aparece en función de su experiencia práctica» (2)

No niega Marx que la validez lógica y metodológica de cualquier construcción teórica guarde un valor autónomo, mensurable por criterios meramente  especulativos, pero sí sostiene que la verdad objetiva del conocimiento, es decir, de toda teoría que sea más que tautoló­ gica, sólo puede probarse en y por la práctica (Tesis 2 sobre Feuerbach). La teoría jamás podrá reducir la heterogeneidad de sus fundamentos  práctico-materiales  y  es en la pretensión contraria en lo que radica el carácter ilusorio del idealismo.

¿Cómo es posible que hayan caído en el vacío cien años de insistencia en lo definitivamente inconmensurable de los dos órdenes y continúe hoy generalizada la creencia de los intelectuales en un acercamiento asintótico del orden teórico al orden real? ¿Por qué el idealismo resurge una y otra vez con la misma fuerza,  como si fuese inmune a la crítica? ¿No se topa aquí con una dificultad inherente a la índole misma del pensamiento en su espontáneo ejercicio de  la  reflexión?.  En efecto, criticar al idealismo equivale a pedir a la razón que se acepte heterónoma y esto es lo mismo que exigir a la razón que sospeche de la evidencia que al reflexionar se ofrece así misma. En la fascinación de la autoconciencia, el pensamiento, «que no se ve venir, que se ve ser» (según la expresión certera del poeta), olvida o rechaza su dependencia para con lo inconsciente material de que resulta. Como decía Meyerson, «la razón  no  tiene  más  que  un  medio de explicar lo que no viene de ella y es reducirlo a la nada» (3).

Reconocer la primacía de la práctica exigía una reforma tan completa y enérgica del entendimiento filosófico-histórico que ni Marx ni nadie hubiera podido recti­ ficar de un golpe toda la carga de su formación idealista: ideas, creencias, expectativas y postulados. La consiguiente diplop fa filosófica marxista vamos a examinarla, para empezar, en posiciones idealistas de Engels y Lenin, señaladas por diversos autores marxistas, para remontar después al origen de esas inconsecuencias en el pensamiento de Marx.

(Sea dicho entre paréntesis, los marxólogos tendrían un inagotable tema de estudio en la degradación que el marxismo padece desde su fundador a los epígonos, degradación que, obviamente, no se detiene en Engels  y Lenin. Los fundadores del socialismo español, por ejemplo, aprendieron marxismo en las simplificaciones francesas -que sacaban de quicio a Marx y le llevaban a exclamar repetidamente: «yo no soy marxista»- de Guesde y Lafargue, autor este último de un libro cuyo título, «El derecho a la pereza», había de resultar premonitorio para tantos dirigentes dispuestos a casi todo menos a leer El Capital. Luis Araquistáin creía elogiar a Marx afirmando:

«El marxismo es lo más opuesto a la ciencia». Y el más grande intelectual del socialismo español, Julián Besteiro ensalzaba la posición filosófica de Marx calificándolo de idealista: «El marxismo es una posición  idealista (... ) que ve la luz de las ideas y no otra luz  cualquiera... »  (4). Como en el socialismo español, éstos que ponían a Marx cabeza abajo, Araquistáin y Besteiro eran, a su vez, los maestros, calcúlese la comprensión que discípulos y militantes rasos demostrarán  hacia el  que quiere simplemente poner a Marx de pie, sobre todo si tenemos en  cuenta que, a medida que desciende el nivel teórico,  suele aumentar la virulencia del dogmatismo).

Pues bien, Engels concibe la unidad de la naturaleza y el espíritu en un sistema monista que constituye, como  el de Hegel, un «espiritualismo de la sustancia». Es Gustavo Bueno quien establece la comparación en sus Ensayos materialistas, y de esto a compárarlo con un teólogo no hay más que un paso. En efecto, Engels interpreta la unidad teleológica del Universo como una construcción progresiva del espíritu a partir de la naturaleza, es decir, de un modo extraordinariamente similar a Teilhard de Chardin, para quien la evolución natural es un camino de convergencia hacia la concordia universal, cristocéntrica, del «punto Omega» (5).

Si Gustavo Bueno acierta y Engels fue  un precursor de Teilhard, ¿cómo negar que el cristianismo sea compatible  con  el  marxismo?  Así  lo  quieren  demostrar  en un reciente documento sobre Fe cristiana y materialista marxista  los  teólogos José  María Díez-Alegría  y Reyes Mate, junto a Carlos Jiménez de Parga y José Luis Fernández, confirmando las conocidas posiciones de García Salve Comín, Miret Magdalena y tantos otros. Con el debido respeto a las personas hay que decir que llevan al límite la confusión. Porque la compatibilidad no es la del cristianismo con el materialismo marxista, como ellos pretenden, sino con los componentes idealistas del progresismo marxista que  son  precisamente  incompatibles  con el materialismo de cualquier filosofía de la praxis. Con el anterior y con lo que  sigue creo dar cumplida  razón  de  por qué la pretensión de los cristianos marxistas es filosóficamente disparatada, pero también de por qué ese equívoco tiene una larga vida por delante.

Sobre el idealismo de Engels y Lenin ya era revelador, sin más, que ambos designaran a todo lo real  material con el término kantiano de «cosa en sí» e incluso lo declarasen absolutamente reductible a conocimiento. Proyectaban así el orden de la praxis al plano de la objetividad y dejaban de consideralo heterogéneo. Entre el fenómeno y la cosa en sí -escribía Lenin  glosando  a Engels- no hay otra diferencia que  la  de  lo  conocido frente a lo  que  aún  no lo es (6).  Cierto que, a diferencia  de Hegel, Engels y Lenin no consideran ya realizado el saber absoluto con ellos mismos, sino que remiten al infinito desarrollo de la ciencia Ia identidad de los dos ordenes, material e ideal. Pero ¿quién es el teólogo que no ha remitido al infinito la unidad suprema? Que el infinito se entienda en acto o en potencia no modifica el idealismo de la posición. Si todo lo que existe será objeto de concepto, la filosofía de Engels y Lenin es un idealismo conjugado en tiempo futuro, un especie de idealismo diferido que postula, como todo idealismo, la realización de una Razón absoluta en una teleología histórica orientada hacia un polo positivo superador de injusticias, contradicciones y conflictos y reductor del Mal. Es esta pseudo-teología lo que funciona como encubierto fundamento de la llamada ideología «progresista», la cual apoya así su declarada voluntad racionalista en representaciones imaginativas que no dan expresión más que al orden pre-racional del sentimiento. Un progresismo cuasi-religioso, es decir, pre-científico y pre-filosófico no es un progresismo, sino una nueva figura del oscurantismo y de la reacción. Desde la atalaya de 130 años transcurridos no puede resultarnos más certera la advertencia que dirigió Proudhon a Marx en carta de 17 de mayo de 1846:

«No nos hagamos los jefes de una nueva  intolerancia, no nos convirtamos en apóstoles de una nueva religión, aunque ésta fuese la religión de la razón» (7).

Hoy son los «eurocomunistas» quienes denuncian desde dentro la condición eclesial o cuasi-religiosa del movimiento marxista. Por ejemplo, Santiago Carrillo, quien declaraba el 30 de junio de  1976  en  la Conferencia de PC europeos celebrada en Berlín:

«Era como si los comunistas tuviéramos una nueva Iglesia con nuestros mártires y nuestros profetas; durante años, Moscú ha sido nuestra Roma. Nosotros  hablábamos de la gran revolución de Octubre como de nuestra Navidad. Era nuestro período de infancia» (8).

Carrillo se expresaba en  tiempo  pasado  porque  en las autocríticas es casi inevitable. Y efectivamente, entre tantos signos del pasado, cómo olvidar la insistencia machacona de Stalin en afirmar que la edificación del socialismo es, por encima de todo,  una  cuestión  de  Fe;  o aquel estigma con que se fulminaba a los militantes arrepentidos, el mismo que se  empleaba  contra  los sacerdotes que volvían al siglo: «renegados». Pero cómo ignorar además, entre tantos signos del presente, que el  PCUS sigue declarando el marxismo-leninismo «doctrina inmortal e invencible», lo que vale como una muy correcta definición de Dogma; o que los tribunales de justicia soviéticos continúan  condenando  las ofensas a Lenin  o a la Revolución como «blasfemias» y «sacrilegios» (9).

¿Este presente es únicamente el de la URSS? Si los dirigentes latinos reconocen su error anterior ¿no es innecesario insistir  desde  el  punto de vista filosófico?  No  lo creo. Supongamos que el eurocomunismo desea sinceramente la renuncia al espíritu religioso. Supongamos incluso que la renuncia a la «dictadura  del  proletariado» no quede neutralizada, anulada por la conversación del «centralismo democrático». ¿Se  habría superado  por  eso el idealísmo marxista? Porque si el  idealismo  sigue  en pie, no se podrá evitar que los militantes continúen hablando y actuando como hombres de Iglesia.

Sólo cabe una respuesta: es imposible superar  un  error que no se ha reconocido, que ni siquiera parece barruntarse, y que podría formularse así:

Cuando Marx afirma, contra todo fetichismo, la autonomía del hombre de carne y hueso, prejuzga a renglón seguido una autoidentidad humana expresable en razón científica, con lo que su  posición  materialista  bascula hacia el hombre el postulado de una autonomía  de  la Razón que contradice precisamente la primacía materialista del orden práctico. Es  verdad  que  la  no-heteronomía del orden práctico excluye  la  heteronomía  de  la Razón para con  cualquier  presunta  realidad  trascendente o sobrenatural por ella ideada, pero está implicando otra heteronomía distinta: la de la Razón con respecto a la  Praxis misma. Aquí radica, a mi juicio, la fuente de las inconsecuencias y contradicciones marxistas.

Si ésta fuese una opinión personal, poco podría contar  para  un  movimiento  como el  marxista  en  el que, justo  por        lo que tiene de cuasi-religioso, se  concede  una importancia decisiva a los argumentos de autoridad. Resulta por eso poco menos que obligada la estrategia de expresarse con palabras cargadas  de  más  autoridad  que las propias.

Por ejemplo las de G. Gottier en su libro sobre El ateísmo del joven Marx,  donde  muestra  cómo  el  término de «alienación» que Marx recibe de Hegel, lo  había  tomado éste de la Epístola paulina a los Filipenses en la traducción de Lutero. San Pablo escribía (Flp 2, 6-9):

«Cristo, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes bien, se vació de sí mismo (se anonadó) tomando la condición de esclavo (...) y una vez reconocido como hombre se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ha elevado a lo más alto y le ha gratificado con el nombre que  está  por  encima  de  todo  nombre  para que ante él doble la rodilla  cuanto  hay  en  los cielos,  en la tierra y en los abismos y toda  lengua  confiese  que Cristo es Señor...».

La palabra «Kenosis » dice en griego el acto por el que Cristo se aniquila y asume la humanidad hasta la muerte y sólo así reconquista la positividad absoluta. Este esquema de la kenosis pasa al idealismo alemán como esquema dialéctico (afirmación, negación, negación de la negación) a través de la traducción que del esquema de la kenosis propuso Lutero utilizando el término Entaüsserung: alienación (10).

Hegel esperaba que el Estado moderno efectuase la síntesis de lo particular y de lo universal representada en la figura del Dios hecho carne. Para Marx, en cambio, es el proletariado el que debe llegar como la persona de Cristo hasta el fondo del sacrificio y de la negación de sí mismo para poder así, y por eso, elevarse hasta su plena y soberana realización. Es la misma síntesis religiosa de lo particular y de lo universal la que Marx declara realizable en esa clase social que «por ser la pérdida total del hombre sólo puede ganarse así misma mediante la recuperación total de hombre» (11).

Una crítica idealista de la religión se yuxtapone a la crítica materialista en los escritos de Marx, íncluído El Capital, donde escribe:

«El reflejo religioso sólo desaparecerá para siempre cuando las condiciones de la vida diaria representen  para los hombres relaciones claras y racionales entre sí y con respecto a la naturaleza» (12).

«Bien largo me lo fiáis», podrían comentar hoy los dirigentes del Este. Si la religión no desaparecerá  hasta  que la vida diaria se vuelva  racionalmente  transparente, hay religión para rato. Esa imagen marxiana de un futuro hombre racional que, al realizarse  plenamente,  ni  siquiera necesitará soñar por las noches, no era un concepto científico, sino precisamente un sueño, el del «hombre total», a la vez cazador,  pescador,  intelectual, gobernante, obrero y campesino, individuo desarrollado en su totalidad y capaz de hacer frente a las exigencias más diversificadas del trabajo (13). Que el hombre total sea el símbolo de lo que nos falta no basta para legitimar científicamente esa expectativa ni la que lleva  aparejada  de una abolición de la división  social  del  trabajo  en  tareas de mando y tareas de ejecución, en manual e intelectual, vexata quaestio que los teóricos marxistas  hacen lo  posible por soslayar.

Excepción honrosa, Leszek Kolakowski acaba de hacer frente a ese tabú para revelar en profundidad el idealismo que subyace a la expectativa marxiana de unidad entre la sociedad política y la sociedad civil, expectativa  que   no  es  sino  otro  aspecto  de  la  creencia  en el «hombre  total» y que Kolakowski   caracteriza   como «mito de la autoidentidad humana» (14).

El ateísmo de la filosofía de la praxis coexiste en Marx con una soteriología intramundana  que  pone  toda su fe y su esperanza en una sociedad futura en la que no sólo quedará curada la escisión entre las funciones sociales y personales, políticas y privadas, sino también la división entre el sujeto y el objeto del  proceso  histórico (las relaciones sociales serán transparentes, los individuos asociados controlarán sus procesos vitales, etc.), la división entre los deseos y los deberes e incluso, concluye profundamente el ex-profesor de la Universidad de Varsovia, la división entre la esencia y la existencia.

Contra los enemigos de esa ideal  sociedad  positiva sin opresores ni oprimidos, en la que «manarán a  caño libre las fuentes de la riqueza colectiva» y se habrán superado la injusticia y el crimen, y en nombre de esa definitiva victoria sobre el Mal, Marx justificaba incondicionalmente el terrorismo revolucionario (véase el Neue Rheinische Zeitung de 7 de noviembre de 1848 y 18  de mayo de 1849) y Stalin recomendaba a su policía, desde 1937, la aplicación sistemática de la tortura. ¿No eran medidas consecuentes? ¿La Iglesia no se permitía acaso torturar y tostar herejes porque aun los tormentos más atroces no eran nada en comparación con la  salvación eterna que sólo la propia Iglesia  administraba?  Si la  voz de la Iglesia era la palabra de Dios,  el  hereje,  como  el ateo, no podía ser sólo un hombre equivocado; tenía  que ser o un loco a quien encerrar o un  pecador enemigo  de Dios al que se eliminaba  para que  no  siguiera conspirando contra los planes divinos. En estricto paralelo, si una organización política expresa el conjunto  de  intereses reales de los trabajadores, los disidentes, aún cuando subjetivamente pueden equivocarse de  buena  fe,  no pueden ser, objetivamente considerados, más que cómplices de los explotadores y enemigos del pueblo, es decir, alimañas a las que exterminar sin más argumentaciones, porque su misma inhumanidad les excluye  de  merecer trato humano. En ambos casos, tanto para  el  cristiano como para el militante progresista, ser o no  ser  hombre viene a medirse, no como unas exigencias y una actividad prácticas no por una individualidad de carne y hueso y entendimientó, no por la praxis, sino por la adecuación o inadecuación a un patrón ideal absoluto.

Con la praxis revolucionaria, eso sí, los testarudos hechos acaban trastrocando el contenido de la Idea, pero su valor absoluto persiste y esto es lo único que cuenta. En la imaginación de Marx, la libertad consistía en convertir al Estado en un órgano completamente subordinado a la sociedad. Pero cuando las previsiones de extinción del Estado no se confirman en la práctica, basta permutar sujeto y predicado para seguir aspirando a la unidad. Quiero decir que entre subordinar el Estado a la sociedad civil o someter la sociedad civil al Estado ninguna organización marxista señala otra cosa que diferencias accidentales. Esto hace concluir a Kolakowski que la expectativa marxiana del hombre unificado tenía que en­ gendrar, por fuerza, un crecimiento canceroso de la burocracia, a cuyo dictado cuasiomnipotente queda sometida cualquier posible iniciativa o espontaneidad de la sociedad civil. En el postulado de unidad entre sociedad civil y sociedad política, el profesor polaco encuentra ya prefigurados los trazos del Estado totalitario.

Ninguna formación  social se  atribuyó  en  la historia, a excepción de la Iglesia y de los ejércitos en guerra, una justificación tan absoluta de sus actos como el Estado del proletariado, porque ninguna se había  fijado  una  finalidad tan absoluta. Trotsky lo declaraba sin ambages:

«Ninguna organización social, excepto el ejército, se ha considerado nunca justificada para subordinar a los ciudadanos a ella misma en tal medida  y  a  controlarlos por su voluntad hasta tal grado (...) como el Estado de la dictadura del  proletariado  se  considera  justificado  a hacer y hace (...). Pues no tenemos otro camino hacia el socialismo que la regulación autoritaria de  las  fuerzas  y los recursos económicos del país (...) conforme al plan general del Estado» (15).

Comenta Kolakowski que en  este discurso anunciaba Trotsky un socialismo concebido como un campo de concentración permanente y justificaba  esa promesa por la necesidad de someter la sociedad civil al plan y a los intereses generales del Estado. En la estatolatría que diera plasmación histórica a la Idea absoluta de Hegel se ha cerrado así el círculo del idealismo marxista.

* * *

Los que más necesitan enterarse  de  algo suelen  ser los menos dispuestos. El viento que mueven  las palabras del profesor polaco, o las del ambicioso estudio  de  Michel Henry (16), las de  Sartre,  Gustavo  Bueno,  el  último Lukács  (17) y las de  tantos otros que han confirmado  a Kolakowski, hará vibrar muy pocos tímpanos de militantes. No resulta arriesgado pronosticar que las expectativas soteriológicas de Marx se conservarán tan intactas como hasta el presente. Las puertas de la burguesía no prevalecerán contra ellas. Y por lo mismo, muchos cristianos desilusionados en su fe seguirán viendo en  la futura sociedad pintada por Marx, y literalmente hablando, el «cielo» abierto.

Ahí está, como muestra, desde hace dieciséis años, la Crítica de la razón dialéctica y sus destinatarios se encuentran hoy tan necesitados de su enseñanza como se encontraban entonces. Todos los esfuerzos de sus Questions de méthode iban encaminados a mostrar cómo el idealismo marxista había llegado a perder el sentido  de lo que es un hombre y el interés por analizar los acontecimientos reales. No se podrá reconquistar al hombre en el interior del marxismo, advertía Sartre, sin restablecer la irreductibilidad de la praxis humana a la teoría, la primacía de la existencia sobre la esencia y la imposibilidad de su unidad. Cuando Marx escribe que «la concepción materialista del mundo significa simplemente la concepción de la naturaleza tal como es, sin ninguna adición exterior», Marx se toma a sí mismo por una mirada objetiva que contemplaría la naturaleza tal como ella es absolutamente. Ignora así que el experimentador forma parte del sistema experimental y en consecuencia, señala Sartre, recae en el postulado idealista del saber absoluto (18).

* * *

Ciertamente, no es la «autoridad» lo que merece discutirse en los autores expuestos, sino los argumentos racionales. La reflexión filosófica, que  siempre  fue  en gran medida ocupación solitaria, no debe proponerse reforzar las convicciones de nadie, ni siqtiiera las opiniones de la mayoría, sino contribuir a la educación de esa mayoría y, cada vez que haga falta, contribuir a la educación  de  los  educadores.  Resulta  que  la  palabra  alemana «Praxis»,  además  de  «práctica»,   significa   «clientela»  o « parroquia» y desgraciadamente cabe  preguntarse  si  no es en esta segunda acepción como la entiende  la mayoría  de sus cultivadores.

Conviene tener muy presente la fina advertencia de Paul Feyerabend; «los argumentos racionales van bien solamente con la gente racional y una apelación a la argumentación racional es por lo tanto discriminatoria» (19). Dirigir argumentos racionales contra alguna religión es arriesgarse a ser respondido con menos contraargumentos racionales que anatemas, descalificaciones morales y demás desahogos de  la agresividad.  Está en la fuerza de las cosas  que  los que  apoyan  sus convicciones  en el sentimiento reduzcan todo el contenido de los argumentos a la alternativa «el que no  está  conmigo  está contra mí». Pese a todo, no cabe en este punto otro modelo de conducta que el declarado en el prólogo a El Capital:

«En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino: Segui il tuo corso e lascia dir le genti!».

Añadiré una precisión final a este largo apartado. La exposición tenía que centrarse en los aspectos filosófico­materialista e ideológico-idealista del marxismo, y apenas ha quedado aludida su dimensión científica. Como la expresión «socialismo científico» induce fácilmente a confusión, conviene recordar que  el asp cto  científico  de la obra marxiana se reduce a la crítica de la Economía política, que Marx declaraba a su vez abierta, como toda ciencia, a la crítica. ¿Por qué sino  por  espíritu  científico se negó Marx a presentar un proyecto articulado de  la futura sociedad socialista que no hubiera podido ser más utópico? La expresión «socialismo científico» no significa que se posea un saber científico sobre la sociedad futura, sino la voluntad de no ser utópico.

Otra cosa es que Marx no pudiera evitar una previa representación del socialismo basada en las expectativas utópicas que hemos examinado, acerca de una ciencia absoluta, de  una  sociedad  racionalmente  transparente  y de un  mítico  «hombre  total»  presuntamente  superador  de la división del trabajo (técnica y social) y de la división de las sociedades civil y política.

Que Marx no cobrase conciencia del idealismo  de esos postulados resulta explicable porque nunca  desa­ rrolló la filosofía de la práctica, cuyo embrión sí contenía una crítica consecuente de la región. Aunque aquí no es posible ni siquiera esbozar esos desarrollos, sí puede intentarse la transposición del problema a los términos más asequibles y mejor conocidos de la filosofía  tradicional, con el propósito de plantear la cuestión de fondo del ateísmo.

3. Un existencialismo teista: el neotomismo

Comprender la heterogeneidad entre teoría y práctica encierra la misma dificultad que la filosofía cristiana encontraba en pensar la distinción real de esencia y existencia.

Para Tomás de Aquino, el esse es aliud que  el  id quod est. Entiennt Gilsoh puso de manifiesto la falta de claridad de  ese  planteamiento.  Al  no  disponer  siquiera de un lenguaje adecuado, el  Aquinate  se  vió obligado  a un doble uso de los términos «potencia» y «acto» que le llevó a sinsentidos como el de afirmar que «en  cierto modo» (quodammodo) el acto es potencia. En efecto:

y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que  induce  a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a  renglón seguido de haberla declarado inconcebible,  el que  culmi­ na en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas

Esquema 1.png

De modo que la forma, qué es acto  último  en  el orden de la ousía, resulta ser potencia en el orden de la entidad (20).

Se topa con los límites del lenguaje cuando  se intenta superar el idealismo... aunque sólo sea a escala de inmanencia mundana. Para el tomismo, el esse no  es objeto de concepto; «nunca lo repetiremos bastante» advertía Descocqs, el esse no es pensable. Porque el esse trasciende la esencia, trasciende también el concepto.

La inflexión clave del tomismo y su genial astucia estaba en bautizar a la existencia misma con el nombre de Dios-Entendimiento infinito. Como la esencia  de Dios es existir, la heterogeneidad o distinción real entre esencia y existencia resulta valer solamente a nivel de las creaturas y de su débil y parásita realidad. A nivel de realidad verdadera y última, la del infinito divino, se cancela la heterogeneidad y se identifican esencia y existencia. Todo estudiante de filosofía sabe que esta identidad de Dios de lo idéntico (la Idea) y lo no-idéntico (la Realidad existente) es el eje de la Teología cristiana, que el idealismo hegeliano secularizó.

Considero inapelable esta sentencia de Gilson: «Una ciencia del existir es una noción contradictoria», pero me pregunto por qué una teología del existir sería  una noción menos contradictoria. Era también Gilson el que escribía:

«Todo lo que posee realmente  la existencia  es  a fin de cuentas algo individual. Ahora  bien,  la ciencia  no llega directamente más que a lo universal. Es, pues, inevitable que ni aun la metafísica llegue, salvo  indirectamente, a esos actos particulares de existir  de  los que  decíamos que  son  lo que  hay de  más  real en la  realidad» (21).

De acuerdo, la existencia no se deja conceptualizar. Pero ¿acaso puede llegar a proclamarse la identidad de la existencia  con  la esencia de  un ser  personal  e infinito sin «conceptualizar?» Una teología sin conceptualización sería una teología sin logos, sin discurso, sin saber. Afirmaría la existencia como lo absoluto sin ninguna racionalización y, en  pura consecuencia,  debería renunciar  incluso a la palabra «Dios», tan inevitablemente cargada de connotaciones conceptuales. La llamada «Teología negativa» es aún demasiado positiva si se considera Teología, y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que induce a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a renglón seguido de haberla declarado inconcebible, el que culmina en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas del «hombre total», es decir, al topos uranós de un futuro imaginario.

4.           Una filosofia de la contingencia: el existencialismo ateo

Los tomistas han sabido siempre que es en el problema de la existencia donde se decide la cuestión del ateísmo. Ahora bien, es el existencialismo la corriente filosófica que ha centrado su reflexión en la primacía de una existencia irreductible a la esencia, es decir, en la primacía de una existencia sin atributos.

Su «ateísmo consecuente» lo fundaba Sartre, precísamente, en que la existencia es inconcebible, en que no cabe ciencia ni teoría alguna de la existencia:

«El mundo de las explicaciones y de  las razones  no es el de la existencia. Un  círculo  no es absurdo, se explica muy bien. Pero un círculo  no  existe.  La  existencia bruta está por debajo de cualquier explicación. La existencia no es la necesidad sino, al contrario,  es la posición de la contingencia como fundamento absoluto. Ningún ser  necesario   puede  explicar  la  existencia.  La contingencia de lo existente no es una apariencia que alguna doctrina pudiera disipar. La contingencia es lo absoluto, la gratuidad perfecta» (22).

La misma convicción impulsó de principio a fin la reflexión de Merleau-Ponty:

«La contingencia del mundo no ha de ser entendida como un ser menor o como  una  laguna en  el  tejido  del ser necesario, como una amenaza a la  racionalidad  ni como un problema que resolver lo antes posible por el descubrimiento de alguna necesidad más  profunda.  Esta es una contingencia óntica que se da en el interior del mundo. Pero la contingencia ontológica, la del mundo mismo, al ser radical es, por el contrario, la que funda de una vez por todas nuestra idea de la verdad» (23).

Si dijéramos que la contingencia es un problema, habría que precisar  que  el  problema  es  más  profundo que cualquiera de sus soluciones, porque  la  inteligibilidad de éstas está en función de la existencia y supone intacto su problema.

La filosofía marxiana de la praxis era también forzosamente atea en la medida en que sostenía igualmente la primacía de la existencia y su irreductibilidad  al  plano del conocimiento, si bien Marx no pasaba de  un  salto desde el orden de  la  autoconciencia  o  del  para-sí  al orden de la existencia bruta y absurda del en-sí,  como Sartre tiende a hacer, sino que se centra en  un  orden situado entre ambos extremos, a saber, en el orden de las necesidades naturales y en el de la acción encaminada a satisfacerlas. El hambre, el  deseo  sexual,  el  trabajo  no son significaciones de una conciencia, pero tampoco se confunden con la masa innominable de lo en-sí, porque orientan. Entre la Teoría y el Vértigo está esa orientación, más profunda que la historia, que cada individuo  encuentra ya en su propia organización corporal. Que las determinaciones, no teóricas sino normativas, de la praxis y de sus puntos fijos, transhistóricos, hayan sido lamentablemente descuidadas por la historia del marxismo desde Marx ha terminado reduciendo el criterio materialista  de  la práctica a un mero formalismo que está vaciando no sólo la estrategia política, sino la moral y aún  la  teoría  marxista de cualquier sujección a contenidos precisos y definidos (24).

5.           El desarrollo del pensamiento ateo: Nietzsche

En la crítica del idealismo y de la teología que Marx no hizo más que esbozar fué donde concentró  Nietzsche los esfuerzos de su filosofía de la praxis. «Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo», decía, como Marx. De la diversidad, sin posible Aufhebung, de los intereses de los deseos y de las contrapuestas y parciales voluntades de poder nace el conflicto de las interpretaciones, tan irreductible como aquella diversidad.

Por eso juzga Nietzsche indecidible el conflicto de las clases y de sus respectivas morales del poder y del resentimiento. O el conflicto de  los sexos, que el Psiconálisis confirmará bien a su pesar cuando las mujeres, incluso psicoanalistas, rechazan sistemáticamente la interpretación freudiana de la  sexualidad  femenina  (la  «envidia del pene»)  como  absurdamente  falocéntrica  ¿Como sería  posible  una  verdad  en  sí  de  la  diferencia   sexual, una verdad  del  hombre o  de  la mujer  en  si que  no viniera de la  experiencia  interesada  y  parcial  de  un  hombre  o de una  mujer?  La verdad  en  sí de  la mujer  o  del  hombre no existen, subrayaba recientemente Jacques Derrida,       hablando de Nietzsche (25),  porque  toda teoría resulta de un parti-pris, de una parcelación de las experiencias sin posible síntesis superadora, como tampoco la tiene la instalación existencial que les sirve de base. Las interpretaciones de la existencia o del mundo son siempre juez y parte, irreductibles entre sí y, en su pretensión universalizadora, absolutamente indecidibles. ¿Cómo resultarían desinteresadas las interpretaciones si son los intereses los que funcionan como órganos de visión? No era otro el problema de fondo en la Genealogía de la moral:

«A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento de sí mismo»: en esos conceptos  se  nos pide siempre que pensemos un ojo que de ninguna manera puede ser pensando, un ojo carente en absoluto de roda orientación, en el cual deberían estar entorpecidas  y ausentes  las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver algo» (26).

No hace falta ser partidario de Nietzsche, ni minimizar las graves ambigüedades antidemocráticas que no escamotea el problema de  lo  «negativo»,  que  no  reduce el mal a mera privación, que  no levanta  un  nuevo altar a  la unidad suprema apenas derruídos los anteriores. En la bienpensante Historia de la Filosofía, Nietzsche es una excepción. Para él, la contradicción no es un estado pasajero, ni dice que el hombre actual esté alienado  o  enfermo. Dice que «el hombres ES el animal enfermo» y justamente «porque es el único animal que sabe decir NO» esto es, porque él mismo consiste  en  la negatividad  y  en la contradicción. La  Gran  Salud  y  el  Superhombre  no son símbolos de una superación de la  tragedia  humana, sino de una vida que asume la contradicción y la ambivalencia en una declarada voluntad de lo efímero (eterno retorno). En ese pensamiento de la no-identidad consigo mismo, según comenta hoy Bernard Pautrat (27), el instante y la cosa se dispersan infinitamente en la  suma puntual pero nunca  totalmente  enumerable  de  simulacros de identidad sin modelo asignable para siempre.

Cuando Nietzsche postula un pensamiento que vaya más allá del Bien y del Mal efectúa uno de los raros es­ fuerzos históricos por superar la oposición  maniquea  entre un Bien monolítico y un Mal unitario. «El que no es hombre de una sola virtud es  batalla  y campo de  batalla de  virtudes»,  escribe. También  el  bioo se opone  al bien  o la virtud a la virtud, incluso en el mismo individuo, en función de una pluralidad de contextos y fines que ni siquiera sería plenamente enumerable. Por eso, los dioses griegos que encamaban los diversos valores no podían por menos que disputar y oponerse. Nietzsche nos revela el fondo de su pensamiento y el del ateísmo filosófico cuando escribe que para la antigüedad griega el monoteísmo no hubiera significado sino el más absoluto ateísmo: el nihilismo.

«Los viejos dioses hace ya mucho tiempo que se acabaron. ¡Y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses!

No encontraron la muerte en un «crepúsculo» -ésa es la mentira que se cuenta. Al contrario,  ¡se murieron de risa!.

Esto ocurrió cuando  la palabra más atea de  todas fué pronunciada por un dios mismo, -la palabra: «¡Existe un único Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!» - Un viejo dios huraño, un dios celoso se excedió hasta ese punto. Y todos los dioses rieron entonces, se bambolearon en sus asientos y gritaron: «¿No consiste la divinidad precisamente en que existen dioses, pero no dios?». El que tenga oídos, que me oiga» (28).

6.           Conclusión

Una de las funciones de la filosofía, y quizá la más importante, ha sido, desde Sócrates, ayudarnos a reconocer que no sabemos.  Contra los  consuelos  de  la religión y los maniqueísmos ideológicos, la filosofía nos impide olvidar que la tragedia humana es  tan irreductible  como los enigmas del mundo y de la persona.

Quienes se tengan a sí  mismos  por  materialistas  en el sentido de la filosofía  de  la práctica,  que  ciertamente no es el sentido vulgar del materialismo, sólo por inconsecuencia pueden desconocer el policentrismo de la Verdad y de los intereses, que podrá ser destruído o repri­ mido, pero que no se dejará integrar en ninguna síntesis superadora.

Las derivaciones políticas de una filosofía de la praxis no podrían abordarse en los límites de este trabajo, pero habrán de ser en todo caso consecuentes con la pluralidad irreductible de los centros de verdad -y de poder- y con las libertades que garantizan su despliegue y su limitación mutua. Se me permitirá también aquí remitir a los pasos medidos y rigurosos por los que Gustavo Bueno alcanza esta conclusión:

«El materialismo de la Verdad es la afirmación de una pluralidad de verdá.dey (partes extra partes) contrapuestas entre sí muchas efe ellas -y, por tanto-, carentes de interés o incluso peligrosas para la propia vida del hombre en una situación determinada. El materialismo de la Verdad no es otra cosa sino la aplicación de la tesis de la inconmensurabilidad de las partes de la Realidad al universo de verdades; por tanto, la negación del Monismo de la Verdad y, en consecuencia, la evidencia práctica de la necesidad de seleccionar verdades según crite­ rios no «especulativos». (29).

La radical sospecha hacia Dios y hacia el Estado legada por Nietzsche se despierta a partir de una sospecha más profunda contra la vieja fe filosófica en la uni­ dad de los trancendeniales: Ser, Uno, Bien, Verdad, Belleza. El intento de encerrar una realidad heterogénea y sobredeterminada en la Verdad de un discurso que pretende enunciarse en nombre de un Bien absoluto, presente o futuro, tiende en pura ctmsecuencia a convertirse en dictado del Estado absoluto, «el más frío  de todos los monstruos fríos».

La alternativa filosófica no se plantea  ya  como opción entre la teleología de totalización racional o la dispersión nihilista-esquizofrénica. Ninguna grandiosa doctrina ni organización suprema conciliarán definitivamente lo universal y lo particular. Por el contrario, tanto más precaria será la fórmula del compromiso  político cuanta más realidad sepa acogér en el equilibrio sobredeterminado de contextos y centros de interés y deseo. Ninguna doctrina se  necesita  como  base  de  sustentación o tendencia conciliadora de las plurales posiciones de in­ terpretación sino, como decía el Herzog de Saul Bellw, «una buena síntesis de cuatro perr as», y que ciertamente muy poco necesitará tener de especulativa: la de las normas ético-jurídicas que proclamen imperativos incondicionales e intangibles todos los orientados a garantizar la preservación de la integridad y personal, la de cada individuo de carne y hueso, como base permanente y transhistórica sobre la que podrán después preferirse unas u otras fórmulas de convivencia en proporción decidible a nivel de consensus.

Domingo Bianco Fernández, dialnet.unirioja.es/

Notas:

(1)     Carlos Marx y Federico Eogels, La ideologiá alemana, Ed. Pueblos Uoidos-Grijalbo, Barcelona 1974, p. 28. (los sijbtayados son míos).

(2)     Karl Marx, Ot11vre1 ed. Pléiade, París, t. II.

(3)     E. Meyerson, La deducción relativista, art. 186. Cit. por E. Gilson El ser y la esencia, Desdée de Brouwer,  Buenos  Aires 1951. lema.

(4)     Cf. E. Lamo, Filosofía y política en Julián Besteiro, Ed. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1973, pp. 185, 194 y 235.

(5)     G. Buena, Ensayos materialistas, Ed. Tauros, Madrid 1972, pp. 124 a 126.·

(6)     Lénine, Oeuvres, t. 14, Matérialisme et Empiriocritic Snu, Ed. s c s. París. Ed. n langues étrangéres-Moscou, p. 104: «Il n y a,  il ne peuc y avoir aucuoe d1fference de  pnncipe entre le

Phénomene ec la hose en soi. II n'y a de  différence  qu'emre ce qui ese connu et  ce qui  ne l'esr

pas encore.

(7)     Cf. M. Rubel, Chronologie, en Marx, Oeuvres, Pléiade, I, p. LXIX

(8)     Cf. Le Monde de I de julio de 1976.

(9)     Cf. por  ejemplo L'af/aire Siniavski-Daniel, Christia? Bourgois éditeur! París 1967, J:P· 71, 72, 128: fosuJcar el nombre sagrado de Lerun -dice el Juez- es una blasfemia y un sacrilegio.

(10)      G. Cottier, L'atheisme d:, je,me Marx, Vrin, París 1950, p. 28. f. también Michel Henry, Marx, t.J, Gallimard, París 1976, pp. 120 a 161.

(11)      Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Higel, en La Sagrada Familía) y otros escritos, Grijalbo, México 1962, p. 14.

(12)      El Capital, 1, F.C.E., México, p. 44.

(13)      Ibid. p. 408.

(14)      L. Kolakowki,  El mito de la autoidentidad humana, Cuadernos Teorema, Universidad  de   Valencia 1976.

(15)      Ibid. pp. 20 y 21.

(16)      M.Henry, Marx, 2 vols., Ed. Gallimard, París 1976.

(17)      Gyorgy Lukács, Sofjenitsyne, Gallimard, col. ldées, París 1970.

(18)      Sartre, CritiqNe de la raison dialectique, Gallimard, París 1960, pp. 30-31 y 58-59.

(19)      Paul K. Feyerabend, Conía el método, Ariel, Barcelona 1974, p. 155

(20)      Cf. E. Gilson, op. cit., p. 100.

(21)      Ibid. p. 109.

(22)      Sartre, La nausée, Gallimard, Parí;, pp. 161 ss.

(23)      M. Merleau-Ponty, Fenomenr,k,gtá de la percepcÚn, F.C.E., México 1957, p. 437.

(24)      Cf. Domingo !rala, Las relaciones de producción socialistas, Ed. Fernando Torres Col. lnterdisciplinar, Valencia 1975.

(25)      Cf. Nietzscheaujourd'hui, col. 10/18, París 1973, t. 1, p. 268.

(26)      Genealogía de la moral, Alianza Ed., Madrid 1972, pp. 138 s.

(27)      Cf. Nietzsche aujourd'hui, I, p. 17.

(28)      Así habló Zaratustra, Alianza Ed., Madrid 1972, p. 256.

(29)      G. Bueno, Ensayos materialistas, p. 146.