Edouard Pousset

Introducción

La resurrección de Cristo comporta un hecho histórico y es acontecimiento para la fe. Entendemos por histórico aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que lo histórico. ¿Qué hay de histórico en la resurrección.

En primer lugar, para nosotros es histórico el testimonio de los apóstoles por el que proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían convivido. El contenido del testimonio: la experiencia en la que han visto y reconocido a Jesús resucitado, es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad sólo perceptible por la fe?

Anticipando, podemos responder lo siguiente:

1)    La resurrección, como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede ser verificada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo fenoménico. No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de Lázaro.

2)    Podemos considerar histórico aquello que fue objeto de una constatación sensorial, es decir, la tumba vacía y  las apariciones, dos elementos por tratar mediante los métodos de la exégesis y de la historia.

3)    Los testigos de la resurrección han visto unos signos y en ellos han reconocido a Jesús como quien los producía. Hay, pues, dos tiempos bien marcados: la percepción de los signos y el acto de fe.

De los relatos evangélicos se deduce que, primeramente, los apóstoles perciben un signo sin reconocer a Jesús; a continuación, pasan de esta percepción a la fe por medio de una reflexión sobre su experiencia anterior con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección plantea tres problemas: a) la génesis  de la fe de los testigos en la resurrección estudiada a partir de los datos de la crítica literaria e histórica; b) reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el fenoménico y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo. Esta relación se funda en el vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que esbozar una filosofía del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y  una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y esta historia.

La antinomia hecho histórico-acontecimiento trascendente es superada por el acto de fe, pero el fundamento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción de la génesis de la fe, ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado  más que en la fe, pues no es legítimo confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe. Estas razones aparecen al exponer la génesis de la fe en los primeros testigos, pero descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando aquellas razones suscitan el acto de fe.

La resurrección: historia y fe

La realidad de la resurrección

Decimos que la resurrección de Jesús es una realidad y precisamos: hecho histórico y acontecimiento para la fe (incluso para quienes fueron sus testigos).

Lo real no coincide estrictamente con lo que es objeto de una experiencia sensible. Es adquisición definitiva de la filosofía que lo real es síntesis de cosa y pensamiento, de hecho y sentido; lo real no puede reducirse a la experiencia sensible ni a la abstracción.   El acceso a lo real comienza por el análisis crítico del hecho que es objeto de experiencia, penetrándolo hasta una última estructura que soporta este análisis. A partir de ahí debe comenzar un proceso de síntesis en el que se alcanza lo real concreto al captar el universo de relaciones emanadas de aquella última estructura alcanzada por el análisis. En la cosa aparece el pensamiento; en el hecho, el sentido.

Hay, pues, un doble criterio de realidad: la capacidad de resistir un análisis y la posibilidad de síntesis. Según este doble criterio, la resurrección es real porque el descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de que nos hablan los documentos soportan una crítica histórica razonable. En segundo lugar, la resurrección es real por razón de la coherencia que el método de la hipótesis comprehensiva hace aparecer en los hechos alcanzados por análisis, cuando son enfocados desde la perspectiva de la fe. Esta coherencia da razón del poderoso movimiento religioso que la fe en la resurrección ha desencadenado en la historia. A la luz de esta coherencia, dicho movimiento religioso es, a su vez, criterio. Por la correspondencia de estos dos criterios, la cuestión de la realidad de la resurrección puede ser zanjada en el sentido de la fe. Pero esta correspondencia no constituye un conjunto de razones necesitantes. Estas razones llegan a formar un círculo de necesidad sólo en virtud del acto  de fe que ellas solicitan pero que no producen, pues su coherencia se completa precisamente mediante este acto de fe.

La génesis de la fe en los testigos

La resurrección de Jesús es para la Iglesia motivo de fe, pues cree que Jesús es Señor porque ha resucitado. Pero antes de ser motivo de fe es objeto de fe, tanto para los primeros testigos como para los que escuchan su palabra. Se trata ahora de coordinar los momentos de la génesis de la fe en la resurrección.

1.    Jesús y sus discípulos en su vida y en su muerte

Después del exilio se dio una tensión entre el Israel agrupado en torno a sus sacerdotes  y al templo, pero privado de la independencia política, y el Israel de la antigua realeza davídica que permanece en el recuerdo y al que no se puede renunciar por formar parte de la tradición auténtica. Se trata de una tensión entre dos contrarios inconciliables, un Israel espiritual y un Israel terrestre. Lo que hará Cristo en su persona y en su obra es, precisamente, superar esta tensión. Por su muerte y resurrección, Cristo revela que ha unido estas dos realidades en su persona: es hombre salido de su pueblo, es el Hijo que viene de arriba.

La comunidad pre-pascual se forma a partir de la adhesión a Jesús quien, con sus obras, da testimonio de ser el Mesías del nuevo Israel anunciado por las escrituras. Pero esto no es aún la fe pascual. En esta primera fe hay un equívoco; en efecto, cuando Jesús anuncia la obra que le ha de revelar plenamente como Señor, a saber: su muerte y su resurrección, los discípulos se escandalizan. Y el equívoco permanece hasta el día de Pentecostés, cuando se llega a la unidad entre el Israel terrestre y el Israel espiritual por la adhesión al verdadero misterio de Jesús.

2.    Jesús resucitado y sus manifestaciones a los discípulos

La narración del hallazgo de la tumba vacía casi no juega ningún papel en la génesis de la fe de los discípulos; es un elemento que, aislado del conjunto del acontecimiento pascual, constituye un detalle de poca importancia para el historiador. Pero admitido el acontecimiento pascual por la fe, adquiere el valor de un signo negativo de la resurrección, y no se le puede reducir a una construcción sin fundamento debida a motivos apologéticos.

Por lo que toca a las apariciones, se tropieza a menudo con el apriori de que una aparición no puede ser más que alucinación colectiva y patológica. E. le Roy desarrolla la objeción resaltando los indicios de alucinación que se pueden observar en los textos evangélicos y les opone las siguientes observaciones (Dogme et critique, p 218):

1)    "Alguien ha creído primero, sin sugestión de otro, en la resurrección de Jesús. Aquí sería preciso hablar de autosugestión... Quedaría aún por comprender cómo una fe tan débil antes de la decepción pudo renacer tan exaltadamente después. Era un peligro mucho mayor predicar a Jesús resucitado que confesar en el momento de su proceso que se le había seguido".

2)    El elemento subjetivo constructor que interviene en una aparición, como en toda percepción natural, incluso el elemento patológico posible, que puede entrar en una actividad mental fecunda, no suprimen el valor de realidad objetiva de la percepción ni de la obra genial. ¿Por qué una aparición, aunque implique elementos de construcción subjetiva, no puede tener valor objetivo?

Al hablar del "valor objetivo" de las apariciones se quiere decir que éstas son reales porque los discípulos perciben al resucitado en virtud de una iniciativa que no viene de ellos sino del mismo resucitado. El examen intrínseco del contenido de las apariciones va a manifestar una coherencia propia de esta experiencia que da razón de su verdad objetiva. Al analizar la génesis de la fe de los discípulos en la resurrección vemos, en primer lugar, que la experiencia no está situada en el plano psicológico; se parece a las experiencias místicas que presenta la historia de la Iglesia por su sobriedad en la toma de conciencia refleja de los procesos psíquicos, a través de los cuales Dios llega a ser objeto de experiencia. Pero la experiencia de la resurrección se distingue de las experiencias místicas comunes en que comporta una experiencia predominante de Cristo en su cuerpo al nivel de los sentidos. Además los sujetos de esta experiencia son los que habían conocido a Jesús antes de su muerte. Podemos, pues, decir que las apariciones muestran a los miembros de la comunidad pre-pascual la continuidad entre la vida mortal y la existencia espiritual de Jesús.

Precisemos la génesis de la fe en la resurrección. Un primer momento está constituido por el encuentro con Jesús en su vida mortal. El segundo momento es la experiencia de   la muerte de Jesús. Los discípulos pierden la fe en su mesías crucificado y en el Padre y se dispersan (cfr. Emaús), aunque continúan siendo los que se adhirieron a Jesús. Las manifestaciones del resucitado constituyen el tercer momento. En primer lugar, provocan incredulidad. Jesús se presenta y no es reconocido: sobre este punto los testimonios evangélicos concuerdan. Y ello se debe a que Jesús resucitado no puede ser reconocido por los sentidos naturales. Es un signo que irrumpe en el mundo natural, pero signo de un ser que el mundo natural no puede ya contener. El paso a través de la muerte implica un acto de libertad soberana frente a la naturaleza y la historia. Únicamente se le puede reconocer situándose, con la propia libertad, frente a esta libertad soberana. Es Jesús mismo quien les conduce al punto en el que brotará este acto de libertad, haciéndoles caer en la cuenta de que los profetas anunciaron el sufrimiento  y la muerte del Mesías. La transformación de su fe hace que la muerte de Jesús y las condiciones no meramente naturales de la manifestación del resucitado pasen, de ser obstáculos, a ser motivos de la fe.

La presencia del resucitado hace renacer la fe de los discípulos y ésta les permite reconocer a Jesús; la presencia reconocida confirma y fundamenta su fe. La fe es necesaria para reconocer a Jesús resucitado, pero sólo Jesús resucitado puede hacerla nacer. Mas la fe no es anterior a la visión del resucitado, pues es la presencia de éste lo que suscita la fe. Tampoco es anterior la visión, pues la fe pre-pascual es previa y la sola percepción del signo no produce la fe. Y esta relación visión-fe no cae en un círculo vicioso, pues hay un tercer término gracias al cual se relacionan: Jesús presente.

La fe en el Señor y en el Padre que lo ha resucitado precisa de un paso más para ser la fe perfecta. Este paso se da en la ascensión, cuando se supera toda dependencia de un signo particular y se entra, en Pentecostés, en la fe según el Espíritu.

El hecho histórico y el acontecimiento para la fe

El dogma de la resurrección contiene dos afirmaciones. La primera es que Jesús resucitado ha entrado en la vida de Dios de la que se había despojado al encarnarse, y que su cuerpo participa de esta vida. La segunda afirmación dice que la resurrección, además de ser una realidad trascendente, comporta un hecho histórico.

De la percepción del signo al reconocimiento de fe

Entre estas dos afirmaciones parece que hay contradicción; y se presenta un problema que puede ser definido por la oposición entre dos elementos: histórico-fenoménico y transhistórico-trascendente. Se supera la oposición al ver la correspondencia entre estos dos elementos y los dos momentos de la génesis de la fe de los testigos: percepción de un signo, reconocimiento de fe. La distinción entre estos dos momentos y la posibilidad de pasar del signo a la fe por la mediación de Jesús presente (que les hace reflexionar sobre los años vividos con él), son las condiciones del acto de fe, anteriormente al cual no se puede captar la unidad de ambos momentos.

Sin la fe, los signos tienden a desmoronarse (se negará, por ejemplo, la tumba vacía como hecho histórico). La fe actúa sobre los signos revelando su coherencia y solidez. Pero no puede caer en el extremo de sobrevalorar los datos históricos, como si el significado del dato fuera perceptible sin la mediación de la fe. En tal caso, la tumba  vacía y las apariciones se verían como pruebas de la resurrección, la cual quedaría entonces reducida a una realidad histórica, sin que el acto de fe fuera necesario para identificar al resucitado.

La historia positiva puede llegar a admitir la historicidad de los datos alcanzados por análisis crítico. Pero con ello sólo se ha recorrido una parte del camino: hay una cuestión planteada (por la tumba vacía), se propone una respuesta (en las apariciones). Para llegar a unir con sentido los dos elementos es preciso recurrir al método de síntesis, el cual, mediante una hipótesis, trata de dar coherencia a los datos históricos como paso intermedio entre la constatación del dato y el reconocimiento de su sentido en el acto de fe. Esta hipótesis es una especie de construcción propuesta por el historiador; no es reagrupación de hechos, sino intuición que avanza hacia su sentido. El paso de hipótesis a tesis es a la vez discontinuo (supone un acto de libertad) y continuo (la libertad halla en la misma hipótesis las razones para su acto). La síntesis hipotética no agota las implicaciones mutuas entre el hecho histórico y su sentido, el cual, en el caso de la resurrección de Jesús, no es plenamente percibido más que por el acto de fe. La reagrupación de los hechos, según una intuición directriz que propone el sentido, invita a producir el acto simple de la captación global. No realizarlo es quedar en la duda respecto del sentido. El agnosticismo es, en este caso, una posibilidad; pero, dada la presencia de la fe de la Iglesia, que exige una explicación, no se puede mantener a la larga. El historiador debe reconstruir entonces la génesis de la fe según las perspectivas   de la incredulidad, llegando a una coherencia propia.

En el acto de fe se capta la unidad de la resurrección como hecho histórico y realidad trascendente. La resurrección queda situada así con respecto al ser natural (la tumba vacía implica una transformación misteriosa del cuerpo) y con respecto a la historia humana (en las apariciones se relacionan la libertad divina con libertades humanas). A partir del plano de la historia humana, la resurrección aparece como realidad trascendente al ser iluminada por las escrituras (historia sobrenatural); la resurrección se ve entonces como una acción de Dios en favor de su Ungido y de su pueblo.

Significado de la Resurrección

El aspecto histórico y el aspecto de realidad trascendente de la resurrección sólo se pueden unir en el acto de fe, de cuyo fundamento objetivo vamos a tratar ahora. En la primera parte vimos las razones para creer: estas razones son un camino hacia la  fe, pero no su fundamento. El misterio de Cristo, muerto y resucitado, constituye el fundamento de la fe; y ahora vamos a hablar de ello en función de nuestro acto de fe.

Es verdad que no podemos decir nada de la resurrección en cuanto es vida de Cristo en Dios: esto es algo absolutamente inefable. Pero sí que podemos hablar de la resurrección considerada de cara a nosotros: Cristo resucitado está, en cuanto tal, en relación con nosotros y con nuestro mundo. ¿Cuál es esta relación? Esto es lo que nos ocupará ahora. Vamos a esbozar una teología de la resurrección, lo cual supone, a su vez, una justa concepción del cuerpo.

Elementos para una definición del cuerpo

El cuerpo animado de un hombre se puede entender, en cuando es un centro de relaciones, como el mismo universo a partir de un centro individualizado. Este centro es cada uno como persona, sujeto singular capaz de reflexionar, decidir y actuar. Este centro está particularizado por las características físicas y psíquicas  propias de cada uno. Finalmente, este centro se universaliza al hacerse un nudo de relaciones con todo  el universo. La singularidad del sujeto es mediación entre la particularidad y la universalidad en cuanto el sujeto se decide a utilizar sus características particulares como medio para relacionarse con el universo. Tal es el sentido de mi libertad: salir de la propia subjetividad singular y ponerse en relación con la naturaleza y con los otros. La particularidad del sujeto es, a su vez, una mediación entre el sujeto singular y el universo. Y podemos decir que la persona no se decidiría a este uso determinado de su particularidad si no hubiera en ella una anticipación de lo universal en forma de imágenes, ideas o deseos.

Esta relación de lo singular, lo particular y lo universal teje la historia individual y colectiva del hombre. Esta historia, destruida por la muerte, es restaurada y transformada por la resurrección, de modo que el hombre resucitado debe pensarse también como dotado de singularidad, particularidad y universalidad.

A la muerte del hombre, lo que se coloca en la tumba no es sólo un agregado de células en descomposición, es también una historia ya acabada y marcada siempre por el pecado. Precisamente por el pecado, el espacio se ha experimentado no como posibilidad de buen orden entre los cuerpos, sino como separación; y el tiempo no ha sido ocasión de entendimiento y armonía, sino de malentendidos. Por el pecado, la oposición entre seres distintos se convierte en enfrentamiento y exclusión, la simple exterioridad natural de los cuerpos se convierte en opacidad de individuos que se rehúsan mutuamente.

Principio fundamental

Nuestra reflexión estará dirigida por el siguiente principio: el Hijo de Dios se encarna para unir a todos los hombres en la unidad de su cuerpo. Por tanto, toda la realidad de Cristo tiene que ver con nosotros; pero hay una distinción entre lo que sucede en Cristo    y lo que Cristo es para nosotros. La mañana de pascua, Cristo resucitado entra en su gloria reconciliando en él todo el universo. Esta reconciliación, cumplida ya en Cristo, sólo se da en los discípulos a medida que, renacida su fe, constituyen la Iglesia naciente, primicias de la reconciliación universal en Cristo.

¿En qué consiste la resurrección?

En una primera aproximación hemos de decir que la resurrección del cuerpo de Cristo no consiste en la reanimación de un cadáver. Resucitar es entrar en la vida divina a través de la muerte, en una vida de la que participa el cuerpo que ya es cuerpo espiritual, según Pablo. En esta expresión, "cuerpo" no indica algo groseramente material, ni por "espiritual" se entiende lo que pertenece al mundo de lo pensado. "Espiritual" incluye y supera lo físico, e indica que el cuerpo de Cristo participa de la vida según el Espíritu Santo. La desaparición del cadáver es signo de la transformación radical del cuerpo de Cristo. Pero, según la concepción que se expuso más arriba, el cuerpo es un centro de relaciones con todo el universo. Por tanto, con el cuerpo de Cristo es todo el universo lo que queda transformado en Dios.

El creyente no alcanza esta renovación de su vida al menos en la medida en que no está confirmado en su fe. Conforme su fe progresa, el cristiano ve más el universo según esta renovación y la vive más, hasta llegar al progreso absoluto en la fe, que alcanza cuando muere en Cristo y se afianzará así definitivamente en el cuerpo de Cristo resucitado. Esta renovación de los cristianos por la fe se da especialmente por su unión en una comunidad fraternal en la que reina al menos una cierta reconciliación.

El cuerpo y la libertad

La siguiente reflexión se funda en el dato revelado del señorío universal de Cristo y utiliza un principio: la historia de la salvación es la historia de las libertades humanas y  de la Libertad divina. Cristo es libre en su anonadamiento, en su resurrección y en su glorificación. El hombre es libre en su pecado, en su conversión y en su participación en el misterio de Cristo. Si, por su encarnación, Cristo asumió una carne de pecado y quedó sometido a las leyes del universo, por la resurrección vino a ser libre respecto de las condiciones naturales de la existencia y de las consecuencias del pecado. Cristo se manifestó a los discípulos a fin de suscitar en ellos la fe que les haría participar de su libertad de resucitado.

La tumba vacía

Cristo, al resucitar, recobra su cuerpo particular conteniendo en él al universo. El universo se convierte así en un movimiento de íntima comunicación de todas las partes entre ellas mismas y con el todo. Este movimiento constituye la presencia de Cristo en el universo y del universo en Cristo. Pero como los hombres permanecen en las separaciones y divisiones propias de un mundo marcado por el pecado, Cristo resucitado desaparece a sus ojos. Esta desaparición supone una ruptura en la cadena de fenómenos naturales, lo cual es inadmisible para el que no se deja llevar por la fe.

La ciencia, fundada en la afirmación del determinismo universal de los fenómenos (encadenamiento estricto de causas y efectos), intenta hallar coherencia en la experiencia común -caótica a primera vista. Pero este determinismo (válido como método de investigación) niega la libertad humana y somete al hombre a fuerzas objetivas opresoras cuando se lo erige en el único principio de interpretación de la realidad.

Por su resurrección Cristo queda libre respecto de este determinismo pero no para habitar en un mundo fantástico y arbitrario, sino para entrar en la coherencia superior de la vida y la libertad del reino de Dios. El sepulcro vacío es signo de ello. Si el cadáver de Cristo hubiera quedado en el sepulcro, el determinismo quedaría constituido como explicación integral del universo; pero faltando un eslabón a la cadena de causas y efectos, el hombre queda invitado a buscar el sentido de su vida y de su libertad más allá de la sucesión de fenómenos naturales: en Jesús vivo, centro y principio del orden nuevo.

El sentido de la historia producida por la libertad del hombre no puede surgir más que de un fin de la historia en el que se unan naturaleza y libertad. La dialéctica hombre- naturaleza, superada momentáneamente por el trabajo, resulta equívoca si se concibe sin fin.

Cristo da sentido a esta dialéctica porque asumió efectivamente en su vida la naturaleza y la libertad, como comienzo en su encarnación y como fin en su resurrección. La historia del mundo es asumida por la historia del pueblo que él suscita por la fe; la naturaleza es asumida por su cuerpo desaparecido del sepulcro.

Si el cuerpo depositado en el sepulcro permanece allí, la naturaleza no es integrada en la Vida y la condición natural queda disociada de la existencia sobrenatural, lo cual es contrario a la encarnación. El modo como acontece la resurrección queda dicho por las palabras de Pablo: "se siembra ignominia, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fuerza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual" (1Co 15, 43-44).

Si se afirma que el cuerpo de Cristo resucitado es el universo, resulta incoherente afirmar que su cadáver permanece en la condición de cadáver. Se piensa su cuerpo según las categorías de singularidad (Cristo como sujeto) y universalidad (su cuerpo es el universo), pero se deja de lado la particularidad de su cuerpo, que también es esencial. Con ello queda sin explicar cómo la persona del resucitado no se disuelve en el cosmos. Algunos reducen la particularidad a la memoria; pero esta reducción, que no tiene en cuenta el cuerpo del resucitado, cae de nuevo en la dicotomía de considerar la historia humana como asumida por la resurrección, quedando la naturaleza sin ser asumida, lo cual es contrario a la resurrección.

Sostener que el cuerpo individual de Cristo ha resucitado, no significa aferrarse a una representación según la cual la resurrección pondría al cuerpo individual aparte del resto del cosmos. La resurrección recobra el cuerpo individual como cosmos entero, pero particularizado en un hombre. El cosmos es una unidad, pero con tantas modalidades como hombres por resucitar. El cuerpo de Cristo resucitado es, pues, el universo entero pero individualizado por la particularidad de su cuerpo; y esto se puede decir también de nuestra propia resurrección.

Cristo puede situarse a voluntad en el determinismo, precisamente porque por su resurrección lo ha vencido y ha obtenido la libertad sobre él. Por lo mismo, Cristo puede manifestarse en el mundo natural y humano. Y esto es lo que hace al manifestarse a sus discípulos en las apariciones.

Las apariciones

Esta nueva inserción de Cristo en el universo comporta las características de su soberanía (no necesita entrar para estar en el cenáculo). Cristo resucitado está en relación sin distancia con todo ser; sin embargo, cuando se aparece a los discípulos se da una cierta opacidad y resistencia al contacto de los sentidos. Para los discípulos, las apariciones tienen el carácter de una relación sensible, propia del mundo anterior a la resurrección. Esta imperfección de la relación constituye la historicidad de las apariciones.

Los relatos de las apariciones no reflejan la imaginación de los primeros cristianos que se complacen en lo maravilloso, sino el conflicto entre la libertad de los imperfectamente creyentes y la libertad de Cristo resucitado. De ahí su ambigüedad: son acontecimiento natural y manifestación de lo sobrenatural; son una concesión a la condición aún natural de los testigos que no puede ser más que transitoria. Las apariciones corresponden al paso de la fe muerta a la fe perfecta que ya no necesita de las apariciones para adherirse al Hijo de Dios. Acabado el tiempo de las apariciones comienza en Pentecostés el tiempo de la fe pura, propia de los liberados de sus pecados pero que viven aún en las condiciones de vida natural y pecadora.

Nacimiento y desarrollo de la Iglesia

Por la fe en el misterio pascual nace la comunidad en la que se comienza a vivir el misterio de la total reconciliación. En ella los discípulos verifican el misterio de la resurrección de Jesús. Se puede decir que el nacimiento de esta Iglesia, que confiesa y anuncia el kerigma, es la resurrección de Jesús, con tal que se comprenda que la resurrección personal de Jesús en su cuerpo es el principio de este nacimiento.

Después de la ascensión, Cristo no está ya presente en una manifestación particular.  Cristo es la vida de la Iglesia y promesa de vida para el mundo; es el centro  y principio  en quien todos se conocen y se reconcilian haciéndose hermanos; y su cuerpo resucitado es la transparencia y el medio en el que tiene lugar esta relación.

El que vive de esta fe accede a la alegría de amar como Cristo ama y descubre que ya no hay  que elegir entre Dios y las criaturas: del amor de Dios brota el amor a las criaturas,    y éstas remiten a Aquél. Ser pobre con Cristo y en él poseerlo todo. Ser hermano universal que sirve como Cristo sirvió. Abandonarse a la voluntad de Dios, y participar del mismo sufrimiento de Cristo. Esto es ser resurrección entre los hombres.

Edouard Pousset, en seleccionesdeteologia.net/

Tradujo y condensó: José M. Millás


Rafaela García López y M.ª Isabel Candela Pérez

1.        Introducción

En 1993, la Unesco constituyó la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI, para reflexionar sobre la forma en que la educación ha de hacer frente a los retos del futuro, ya que “(...) la educación constituye una de las armas más poderosas que disponemos para forjar el futuro (...)”. Este informe sirve para extraer recomendaciones que han de orientar el diseño de las políticas educativas a nivel mundial y se fundamenta en cuatro pilares: aprender a aprender, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a vivir juntos. A pesar de las recomendaciones, no sólo del Informe Delors (1996), sino también del informe “Aprender a ser” del año 1973, ni la política educativa, ni los centros, ni los profesores, ni orientadores, ni familias, ni ninguna institución de la sociedad civil se ha preocupado de formar explícitamente en dos de los pilares propuestos: “aprender a ser” y “aprender a convivir juntos”.

Durante mucho tiempo hemos dado excesiva importancia al conocer, al desarrollo de la dimensión cognitiva, y nos hemos despreocupado de otras dimensiones básicas del ser humano, como la afectiva, la moral y la cívica, incluso de la espiritual o trascendental. Una de las finalidades de la educación: formar a personas, o el desarrollo integral de la persona y su capacidad para transformar la sociedad, se nos ha olvidado en este proceso. No sólo formar a personas que tengan recursos para adquirir conocimientos, sino que manifiesten también calidad en sus comportamientos. Y esto no es más que educar en habilidades, actitudes y valores. En efecto, todos sabemos que para ser íntegros y realizarse como personas no basta con tener muchos conocimientos, también hay que analizar actitudes y valores de nosotros mismos y de los demás, hay que elaborar conjuntamente las normas de convivencia para comprender el significado de las normas sociales, hay que “vivir” estos contenidos, generando espacios de reflexión, debate y acción, favoreciendo la comunicación, el intercambio de opiniones, la expresión de sentimientos, la aceptación de la diferencia, el respeto mutuo y la construcción de acuerdos. Estos objetivos sólo se lograrán con el compromiso de todos los miembros de la comunidad educativa, especialmente del profesorado, y, por supuesto, con apoyo de la familia, de las instituciones políticas y de la sociedad civil.

“Los cambios propuestos en España en la Educación Secundaria en la última década no se resuelven ni única ni fundamentalmente con unos cambios de métodos o con unas didácticas y unos materiales curriculares más adecuados” (Moreno y García López, 2008: 103). Más bien habría que conseguir una mentalización del profesorado, de las familias, de la sociedad en general, sobre la finalidad de la educación en las etapas obligatorias de la enseñanza.

No es que este tiempo sea peor que otro, sino que es un tiempo diferente en el que no todo lo que hasta ahora era válido permanecerá como tal, y en el que hay que preocuparse de crear formas más adecuadas de resolver los problemas y, especialmente, de prevenirlos. Es casi seguro que el incremento del conocimiento humano no será suficiente; que la formación de la persona y los objetivos de la educación no deberán orientarse sólo al aprendizaje de conocimientos y al desarrollo de procedimientos que permitan saber más y aprender mejor a aprender. El profesorado y el sistema educativo deben replantearse sus objetivos, los contenidos que deben transmitir y los métodos, ya que la educación es tarea y responsabilidad de todos.

En los siguientes apartados trataremos de demostrar que recibir educación ha de servir para vivir mejor; que una de las finalidades de la educación es ofrecer recursos para afrontar mejor la vida con los otros y el desarrollo de las propias capacidades.

2.           El reto de la educación para la vida como una de las finalidades de la educación

Educar para la vida es ofrecer recursos personales y sociales para desenvolverse en una sociedad en constante cambio, para adaptarse a contextos multiculturales, para comprender las posibilidades de la globalización, para manejarse adecuadamente   y con espíritu crítico con las nuevas tecnologías en la sociedad de la información y del conocimiento, para desarrollar el sentido de ciudadanía o responsabilidad por los asuntos públicos, para aprender a convivir con la diferencia, para afrontar los conflictos desde el diálogo, para desarrollar el pensamiento crítico, para saber manejarse sin dejarse manipular en las redes sociales, para asumir la conciencia y responsabilidad de formar parte de la sociedad y para trabajar por la construcción de un mundo más justo y solidario (Marina, 1990).

Si la educación puede servir para enfocar la vida de cada persona, cualquiera que se dedique profesionalmente a ella está obligado u obligada a conocer la realidad social en la que vive; a conocer los principales problemas de la sociedad y los elementos que la caracterizan. De hecho, la sociedad demanda de la escuela que forme a personas íntegras y buenos ciudadanos, que eduque para la vida plena de cada uno y de todos, y que lo haga conforme a su dignidad como persona y a las necesidades del mundo de hoy (Touriñan, 2006). La educación tiene una función muy importante con respecto a la sociedad, y es que puede ayudarla a tomar conciencia de sus problemas. Por eso no se

puede separar la educación de la vida. Nadie ignora que las instituciones educativas están insertas en un mundo social y no pueden, por tanto, sustraerse a esta realidad social. Las instituciones deben cambiar, pero a pesar de que son dinámicas y sus cambios deberían reflejar y reproducir los cambios que tienen lugar a nivel social, parece que, por una parte, el sistema educativo no acaba de incorporar a buen ritmo los cambios que se operan en la realidad. Creemos que les falta más flexibilidad, pero también una concepción distinta de la educación, de la enseñanza, del papel del profesorado, de las familias, de los orientadores, de la organización, del currículo, etc. Y, por otra parte, las familias tampoco evolucionan al ritmo de la sociedad. Efectivamente, las condiciones de la sociedad actual, marcadas por la globalización, la revolución tecnológica, la multiculturalidad, la sociedad del conocimiento, la comunicación virtual, el nuevo papel de la mujer, las redes sociales, etc., requieren el desarrollo de estrategias que favorezcan la integración de valores nuevos desde el contexto familiar. Estos cambios van modificando nuestro modo de ver la vida, van modificando nuestras creencias, nuestras costumbres, nuestros valores. La familia, la escuela y la sociedad civil afrontan la tarea de la educación en valores como la responsabilidad compartida en la que cada agencia tiene su papel (Touriñan, 2006).

El pluralismo cultural, político y religioso que caracteriza nuestra sociedad significa que si la educación ha de servir para la vida será preciso afrontar la tarea de la educación en valores, en este caso concreto, especialmente el valor del respeto a la diferencia, la tolerancia y el desarrollo personal. Nuestra sociedad está en cambio permanente; es insuficiente formar a las personas sólo desarrollando su capacidad cognitiva (recordemos que las pruebas de diagnóstico general de nuestro sistema educativo, siguiendo directrices comunitarias y según prescribe la LOE –art. 21, 29 y 141.1–, solamente miden los resultados en matemáticas y lengua, como si no hubiera más objetivos en la escuela; como si el currículo se cerrase en estas dos materias, olvidando otras dimensiones de la persona).

Los cambios en el desarrollo científico y tecnológico exigen a las personas más capacidad de decisión y de opción que en tiempos pasados. Las posibilidades de consumo de información son prácticamente ilimitadas y nos exigen saber elegir estableciendo un orden de prioridades en función de los intereses. Por eso es importante autoconocerse; conocer nuestros propios intereses, desde una perspectiva crítica. “Tal orden de prioridades va conformando nuestra forma de estar en el mundo, nuestro proyecto personal y nuestra forma y grado de participación y de implicación en proyectos colectivos” (Martínez, 1997). El nivel de alfabetización funcional que exigen las sociedades desarrolladas es superior al de los modelos de sociedad anteriores, y el poder conformador de éstas puede anular con mayor facilidad la singularidad que caracteriza de forma radical a la persona y que debemos ser capaces de mantener. Para afrontar estos cambios y esta sociedad en constante movimiento y superinformada nos interesa que la educación posibilite vivencias personales, emocionales, afectivas y no sólo cognitivas. Y esto enlaza con la necesidad de alfabetizar políticamente a la población, con la exigencia de que adquieran cierta responsabilidad moral y social, que participen por el bien común y, por supuesto, que piensen críticamente.

Ya en 1995, Jordán detectó una serie de síntomas sociales que justificaban afrontar el tema de la educación cívica desde la perspectiva del bien común, sin perder la libertad personal. Entre estos síntomas destaca: a) la dejadez o apatía comunitaria. Erosión del funcionamiento democrático, creciente anomia respecto a los procesos políticos en la mayoría de las sociedades occidentales. Existe una gran incredulidad en la participación social como búsqueda del bien común; b) el individualismo. En efecto, el individualismo es otro de los rasgos que con más frecuencia han servido para caracterizar las sociedades modernas y sobre todo para explicar su creciente desintegración y pérdida de civilidad entre sus miembros (Taylor, 1994). La sociedad de consumo y sus valores asociados distancian al ciudadano del compromiso con la participación social; las personas acaban con una visión peligrosamente solipsista de la vida, donde valoran el individualismo en el sentido de un incremento de libertad individual que no desean perder, aunque ello pueda suponer perder los vínculos sociales que justifican el sentido de la vida. Como afirma Puig (2000), “los seres humanos pierden los vínculos con cualquier idea o fuerza que pueda dar sentido a su vida, que pueda motivar la acción o que justifique los esfuerzos que a menudo requiere la vida colectiva. Cuando todo ello desaparece, un yo débil y solitario queda a merced de sí mismo y de la búsqueda casi desesperada de bienestar y de todos los pequeños placeres que las sociedades de consumo puedan proporcionar. Instalados en esta ausencia de horizontes y recluidos en un frágil yo, los sujetos pierden interés por la colectividad, abandonan la cooperación solidaria y resulta casi imposible pedirles cualquier compromiso público. Una sociedad exageradamente individualista verá cómo se debilitan las fuerzas de integración social y los elementos motivacionales que sustentan la ciudadanía; c) la falta de coherencia entre los principios que fundamentan el funcionamiento social democrático (constituciones, leyes, etc.) y la preparación y disposición de los ciudadanos que deben hacer realidad en la práctica diaria tales principios; d) la carencia de sentido grupal; e) la resistencia a la cooperación; f) el enfrentamiento intergrupos, y g) la escasa predisposición para asumir responsabilidades.

Para superar estos síntomas las escuelas han de comprometerse al menos en dos tareas: a) formar para desarrollar en sus estudiantes el pensamiento crítico y b) definir, sin ambigüedades, y practicar la educación para la ciudadanía. Porque, sin duda, los pensadores críticos son personas comprometidas con la vida. Aprecian la creatividad, la innovación y muestran una mentalidad abierta y transformadora de la realidad.  Confían en sí mismos y en sus capacidades para orientar sus vidas. El pensamiento crítico mantiene en todo momento una actitud escéptica sobre la verdad absoluta referida a cualquier fenómeno. En el siguiente apartado comentaremos lo que entendemos por educación para la ciudadanía, relacionado con el pilar “aprender a convivir juntos”.

3.           Los abandonados pilares: “Aprender a ser” y “Aprender a convivir juntos”

¿A qué nos referimos cuando se habla de aprender a ser? Aquí hemos creído conveniente asumir que aprender a ser hace referencia a desarrollarse como persona, pero ¿qué persona?

El ser persona es todo lo que vamos construyendo sobre los cimientos desnudos de nuestro ser biológico en tanto miembros de la especie humana: es ese plus y añadido que inevitablemente vamos adquiriendo a partir de nuestra capacidad de habla y las relaciones comunicativas con los demás, un añadido que nos completa como humanos que somos. Nuestra identidad personal se compone de nuestra historia de vida, nuestro temperamento y nuestro carácter, de nuestra memoria y nuestras singulares experiencias, de nuestras relaciones sociales y el modo de reinterpretar la cultura aprendida, etc.

Ser persona es el individuo biológico más el efecto de la cultura y los procesos de socialización, procesos que provocan otro efecto: el de sabernos a nosotros mismos como seres peculiares, con conciencia de sí y de una identidad singular, capaces de revivir el mundo experiencial. De hecho, uno de los fines primordiales de la educación es que los educandos asuman valores como la libertad, la igualdad y el respeto, así como los deberes relacionados con ellos. Educar para la libertad es inseparable de la educación en las responsabilidades que ella comporta, pues el derecho de cada persona se sustenta en el reconocimiento por parte de las demás de tal derecho, en el deber de hacerlo posible y convertirlo en realidad humana. Educar en los derechos de la persona, educar a la persona como sujeto de derechos, significa educar en el significado íntimo del concepto de derecho como construcción recíproca y recreación colectiva constante, no como atributo que inevitablemente tenemos, hagan lo que hagan los demás.

Tomar a la persona como sujeto de la educación supone educar en valores morales fundamentales e implica potenciar la dimensión sociomoral del ser humano, en vez de eludirla o negarla como se desprende de una perspectiva educativa cientificista.

Éste es el motivo por el que en el ámbito de la pedagogía tiene tanta importancia la educación en valores y la educación para la ciudadanía democrática, educación que trata de desarrollar la dimensión moral de la persona y de consolidar las responsabilidades de cada cual para el disfrute de los derechos por parte de todos. La educación moral responde a un proyecto, el de reforzar la consideración moral de lo que significa ser persona, motivo por el que difunde la idea del respeto recíproco: el respeto del que somos asimismo deudores y acreedores con respecto de los demás y que, hoy por hoy, es la base de la convivencia en sociedades éticamente avanzadas (García López y col., 2010).

¿Cómo se enseña a aprender a ser? Seguro que esto no se puede enseñar de una forma sistemática. Lo que sí se puede hacer desde los centros educativos es ofrecer los recursos necesarios para que cada uno desarrolle su identidad personal, que descubra aquellos aspectos de su personalidad que lo hacen único e irrepetible, identificando también aquello que les une a los demás; en definitiva, desarrollar aquellos aspectos que comprenden los procesos psíquicos de las personas (la vida afectiva, la vida psíquica y la vida volitiva), la socialización básica, la identidad y las identificaciones sociales, así como la salud y el respeto a la naturaleza.

Sin duda, desarrollar estas dimensiones requiere el apoyo de profesionales, pero también contar con un espacio dentro del horario escolar para descubrir y desarrollar sentimientos personales e interpersonales, poder contar lo que les pasa, lo que les alegra, lo que les preocupa. Los ejercicios de desarrollo personal incluyen trabajar el autoconocimiento, la capacidad de autocrítica, la reflexión sobre la propia personalidad, el papel que desempeñamos en este mundo; todo ello contribuye a formar una imagen más clara de sí mismo y desarrollar la autoestima; la manifestación con palabras ante los demás de los sentimientos y emociones permite tomar conciencia de éstos, poder expresarlos, poder controlarlos desarrollando estrategias para controlar la ira, vencer el miedo o la apatía, llegar a acuerdos para resolver conflictos de manera positiva y construir vínculos más positivos con los otros.

Conocerse a sí mismo es un buen comienzo para llegar a conocer a los demás. Aprender a aceptarse con lo bueno y malo de cada uno para poder aceptar a los otros; aprender a aceptar la diversidad.

Nos atreveríamos a mencionar algunos contenidos que podrían trabajarse para desarrollar este ámbito, tanto en la familia como en la escuela: análisis de los distintos grupos de pertenencia y vivencia de éstos por cada miembro: familia, grupo de pares, relaciones de amistad, etc.; estudio de la identidad y las identificaciones sociales: ayuda a la persona a autodesarrollarse como sujeto individual y a reconocer su pertenencia a una colectividad con la que comparte valores y proyectos comunes; comprensión y expresión de sentimientos propios y ajenos; y pensamiento crítico frente a modelos y estereotipos que propone la sociedad para construir un modelo mejor. El conocimiento del cuerpo y la salud contribuyen al desarrollo personal. Esta última se relaciona con nuestra calidad de vida y nuestras posibilidades de desarrollo. Esto permitirá tomar decisiones responsables con relación al propio cuerpo y tener respeto por la naturaleza, mediante manifestaciones concretas de su cuidado.

Para que esto sea posible, es necesario crear en los centros educativos un ámbito propicio para la reflexión, el debate y el análisis de éstos, discutiendo las problemáticas que preocupan y proponiendo modelos alternativos, tanto en lo que respecta a las relaciones interpersonales como en la solución pacífica de conflictos. Se ha de dar la oportunidad de actuar en esta línea.

En lo que respecta al “aprender a vivir juntos”, que lógicamente no debería separarse de los otros tres, se refiere básicamente aprender a conocer y respetar al otro diferente, a llegar a acuerdos, a promover proyectos comunes, a escuchar, a encontrar soluciones consensuadas por métodos no violentos. Sería importante practicar en la escuela el modelo democrático, consensuando normas sociales, fomentando la participación de los alumnos en todos aquellos aspectos relacionados con la convivencia.

Este pilar se relaciona con lo que se ha llamado la educación cívica como un proceso a través del cual se promueve el conocimiento y la comprensión del conjunto de normas que regulan la vida social y la formación de valores y actitudes que permiten al individuo integrarse en la sociedad y participar en su mejora. La escuela tiene la responsabilidad de educar a sus miembros procurando el desarrollo de actitudes y valores que los doten para ser ciudadanos conocedores de sus derechos y los de los demás, responsables en el cumplimiento de sus obligaciones, libres, cooperativos y tolerantes; es decir, ciudadanos capacitados para participar en la democracia. En principio, ciudadano es aquel que tiene conciencia de pertenencia a una comunidad, que conoce la comunidad o comunidades en las que vive y que actúa para mejorarlas. La ciudadanía integra los derechos de las personas y los deberes que tienen con la comunidad, que se concreta en el cumplimiento de las leyes y en el ejercicio de los papeles sociales que a cada uno le corresponde desempeñar (Escámez y Gil, 2002). La integración de derechos y deberes no puede lograrse sin establecer un doble vínculo: el de la comunidad hacia sus miembros, protegiendo realmente sus derechos, y el de los miembros hacia la comunidad, ejercitando sus competencias para el bien común.

No es fácil actualmente, en una sociedad tan mercantilista e individualista, vivir el sentido de la ciudadanía: participar en las instituciones y asociaciones sociales para la búsqueda del bien común y el sentimiento de pertenencia a una comunidad política. Por esta razón, se tiende a proteger a los hijos y las hijas y a los alumnos y las alumnas y, de alguna manera, no comprometerlos en cuestiones éticas y políticas, defendiendo sus derechos individuales frente a las necesidades de la sociedad. Las nuevas realidades de la globalización requieren que la familia, educadores y legisladores reconsideren cómo preparar a la gente para su participación activa en la sociedad democrática del siglo xxi. No puede existir educación cívica eficaz sin la participación de los agentes educativos.

El buen ciudadano es aquel que sabe hacer uso de su libertad, se conduce de acuerdo con las reglas vigentes, no utiliza la violencia para la solución de los conflictos, sino el diálogo, es capaz de argumentar y pactar los desacuerdos, asume las consecuencias de sus acciones, valora y acepta la autoridad, aunque sea crítico cuando corresponda, puede ponerse en lugar de quien no manifiesta sus mismas convicciones, cuida el medio tanto como se preocupa de los demás y trabaja para el bien común. Los pilares de la ciudadanía son: actuar en libertad; respetar las reglas; razonar y negociar; ser responsables; reconocer la autoridad; practicar la tolerancia; valorar el medio ambiente; mejorar la sociedad; trabajar para el bien común y participar en actividades cívicas.

Una metodología excelente, que está dando buenos resultados para trabajar los aspectos mencionados arriba es el service-learning. Esta metodología surge para aprender a colaborar en sociedad. Se trata de un medio educativo que busca la participación de los jóvenes en la sociedad, ya que la ciudadanía se construye participando (Ugarte y Naval, 2010).

Hay que valorar muy positivamente el renovado interés por el estudio de los niños como ciudadanos participantes (Holden y Clough, 1998), de los procesos por los cuales demuestran sus habilidades para discutir, cuestionar, debatir y participar activamente; y las condiciones bajo las cuales se producen estos procesos. Los institutos y las escuelas se constituyen en espacios idóneos para la participación y el diálogo, como fuente privilegiada de experiencias morales significativas.

¿Qué objetivos han de perseguir aquellos profesores que quieran transmitir a sus alumnos la posibilidad de lograr una convivencia en libertad e igualdad? El desarrollo de la afectividad, la ternura y la sensibilidad hacia quienes nos rodean, favoreciendo el encuentro con los otros y valorando los aspectos diferenciales como elementos enriquecedores de este encuentro; reconocer y afrontar las situaciones de conflicto desde la reflexión seria sobre sus causas, tomando decisiones negociadas para solucionarlos de manera creativa, tolerante y no violenta; conocer y potenciar los derechos humanos reconocidos internacionalmente, favoreciendo una actitud crítica, solidaria y comprometida frente a situaciones conocidas que atentan contra ellos, facilitando situaciones cotidianas que permitan concienciarse de cada una de ellos; y valorar la convivencia pacífica con los otros y entre los pueblos como un bien común de la humanidad que favorece el progreso, el bienestar, el entendimiento y la comprensión, rechazando el uso de la fuerza, la violencia o la imposición frente al débil y apreciando mecanismos de diálogo, acuerdo y negociación en igualdad y libertad.

4.           ¿Qué pueden hacer las familias y el profesorado para promover el desarrollo personal?

A nuestro juicio, en primer lugar, se ha de plantear el trabajo con la familia, proponiendo, por ejemplo, talleres para mostrar a los padres qué pueden hacer para desarrollar el sentido de ciudadanía en sus hijos, con el objeto de formar a personas más responsables con la sociedad en la que viven. Aunque los padres no sean profesionales de la educación, sí se les puede pedir que se comprometan y asuman la parte de responsabilidad que les compete en la formación de sus hijos y no en el mero cuidado de éstos. No es suficiente ofrecerles amor y los recursos materiales que necesitan; es muy importante también atender a otras variables básicas que, como mínimo, nos hemos atrevido a resumir en las siguientes:

Variables básicas.png

En cuanto a democratizar las relaciones familiares hay que aceptar que la tarea de la educación de los hijos no es exclusiva de la madre. El reto del futuro de las familias en España está en conciliar la educación de los hijos con la inserción social de la mujer y la corresponsabilidad familiar del padre (Elzo, 2005). El viejo modelo sigue persistiendo y perviviendo con el nuevo; en la práctica se sigue dando una duplicación de la jornada laboral de la mujer, en casa y en el trabajo, y una cierta contradicción en el hombre entre el discurso teórico y la práctica; una cierta doble moral entre la vida pública y la privada. Esto provoca que la mujer no alcance un estatus de igualdad plena, traducido también en cierta desatención de la educación de los hijos y de las hijas.

Los principios básicos de la organización interna de la familia siguen los criterios de diferenciar tareas teniendo en cuenta la edad, el sexo y el parentesco. En el modelo anterior, los hijos estaban subordinados a los padres, a los que deben respeto, obediencia y colaboración en las tareas del bienestar común. Las madres son las encargadas de la gestión de la cotidianeidad y el hombre el proveedor de recursos; los niños están al cuidado de la madre. Hoy, la gestión económica del hogar ya no es tarea exclusiva del hombre, aunque, en general, la mujer sigue teniendo a su cargo la gestión del hogar: limpieza, comida, vigilar a los niños, orientar en la realización de las tareas escolares, reprender, ayudar. Así, seguir cumpliendo con la gestión doméstica además de trabajar fuera de casa provoca aumento en los niveles de conflictos entre las parejas. Los hijos, por otra parte, aumentan el tiempo de su condición de estudiantes y exigen más autonomía, que no más colaboración, influenciados por una cultura que los demanda como consumidores. La gestión social, o las vinculaciones que la familia mantiene con el entorno social, que comprende el entramado de relaciones entre las familias y otras instituciones sociales (escuela, iglesia, asociación de vecinos, etc.), se ha diversificado mucho, pero si antes monopolizaba el hombre las relaciones con el entorno, considerando a su mujer “la reina de su casa”, hoy también las mujeres, e incluso los hijos tienen su propio ámbito de relación. Con todo sigue siendo insuficiente en cuanto a la participación social o política.

Por último, la gestión afectiva sigue fundamentalmente siendo responsabilidad de la mujer: se ocupa de gestionar la armonía, el conflicto y las negociaciones por la paz del hogar.

Democratizar las relaciones familiares significa construir un proyecto compartido, en el que se asuma la corresponsabilidad de la atención educativa de los hijos, compaginando y distribuyendo las tareas derivadas de los tres tipos de gestión: económica, social y afectiva (García López, Escámez y Pérez, 2009). El nivel de exigencia con los hijos, sobre todo en el ámbito social y afectivo, ha de ser alto. Los padres no deberían perder la oportunidad de sembrar las semillas para establecer relaciones con otras comunidades; no deberían perder la oportunidad de funcionar como modelos de austeridad, de negociación de normas, de participación en asuntos cívicos; de enseñar a cumplir deberes a los hijos a la vez que defender con libertad sus derechos; enseñarles a pensar críticamente en torno a los problemas sociales y ver el futuro con optimismo; enseñar, con el ejemplo de su comportamiento, los valores morales básicos en una sociedad democrática. En definitiva, la democratización de los vínculos familiares se relaciona con la facilitación de la comunicación y la comprensión ente los miembros de la familia.

Lo que acabamos de comentar no es ni más ni menos que asumir la responsabilidad de la educación. Pero, para educar se necesita tiempo, y precisamente esto es lo que menos se tiene. Sin tiempo de dedicación a los hijos no hay educación. Ahora bien, sugerir que han de dedicarles tiempo no significa que culpabilicemos a los padres por su falta de dedicación, muy al contrario, siendo objetivos hemos de reconocer que con la modernización social se produce una disminución significativa del tiempo real que los adultos pasan con sus hijos (Touriñan, 2006), y ese tiempo es ocupado por otras instituciones como las guarderías o la exposición a los medios de comunicación, en especial la televisión y las redes sociales. A la familia se le exige compartir el tiempo con los hijos, pero si no se proponen políticas sociales y familiares de apoyo esto volverá a incidir negativamente en la igualdad de la madre. En la sociedad actual española, mientras la responsabilidad de cuidar y educar a los hijos responda básicamente a las madres, puesto que los padres dedican un tiempo menor, y mientras no se aborde con seriedad y profundidad las políticas sociales de ayuda a la familia, será casi imposible compaginar el cuidado de los hijos con la promoción social de la mujer (Elzo, 2006). De todos modos, no es sólo la cantidad de tiempo dedicado, sino la calidad de éste.

Es absolutamente fundamental gestionar las normas. Las reglas o normas familiares constituyen los indicadores comunicacionales por excelencia y funcionan como vehículos concretos de expresión de valores. Las reglas han de ser flexibles y estar al servicio del crecimiento del grupo familiar.

La familia es el primer grupo social al que el individuo pertenece y donde comienza a aprender a convivir. Hay que buscar el punto medio entre dos extremos: control absoluto o libertad total. Conviene establecer criterios para gestionar los espacios de libertad. Es evidente que la libertad aumenta cuando la conducta de los hijos es responsable y la toma de decisiones adecuada y disminuye cuando su comportamiento es irresponsable y la toma de decisiones inadecuada. Las normas están relacionadas con la autoridad y si se establecen es para ser respetadas. Es preferible proponer pocas normas y claras, que siempre se respeten, y en caso contrario aplicar sanciones. Por lo tanto, cualquier norma debe ir acompañada de su sanción correspondiente, que puede ser consensuada en caso de incumplimiento.

Para poder ejercer una autoridad firme y basada en argumentos hay que tener en cuenta, a la hora de proponer normas, los principios de realismo, claridad, consistencia y coherencia.

Al igual que hay que sancionar aquello que hacen mal, también hay que valorar lo positivo de los hijos de manera explícita, desarrollando la autoestima; hay que confiar siempre en que pueden hacer bien aquello que se propongan, evitando mensajes negativos o descalificadores. Si continuamente les decimos: “Eres tonto, eres tonto…”, acabarán creyéndose que son verdaderamente tontos.

En conclusión, ¿qué pueden hacer los padres?

–          Ser modelos de sus hijos.

–          Procurar un clima de comunicación: instaurar el diálogo como dinámica de participación dentro del hogar.

–          Trabajar conjuntamente los mecanismos de resolución de conflictos y utilizar la negociación para ello.

–          Favorecer la independencia y autonomía de los hijos.

–          Ejercer el control y la autoridad a través de las normas y dirigir su educación.

–          Desarrollar actitudes prosociales y cooperativas dentro y fuera del hogar.

–          Educar en la responsabilidad (derechos y deberes).

–          Participar en la comunidad.

–          Colaborar en el proceso de escolarización y seguir su rendimiento escolar.

–          Dedicar parte del tiempo libre a los hijos.

–          Educar la autoestima los hijos, enseñándoles a valorar sus cualidades.

¿Qué pueden hacer los profesores en la Educación Secundaria?

El paso de Primaria a Secundaria coincide plenamente con el período de la preadolescencia. Esta etapa es un tiempo de cambio en los aspectos físicos, intelectuales, sociales y emocionales. Durante este tiempo, el alumnado deberá desarrollar su identidad personal y sexual e interiorizar unos valores que le permitan relacionarse con sus iguales y con los adultos, ser aceptado y saber participar de manera constructiva en su entorno. Las variaciones que pueden darse en esta etapa de crecimiento son muy amplias. El ritmo de los cambios físicos, el grado de madurez personal y las circunstancias singulares que pueden darse en cada alumno dibujan un cuadro muy variado de situaciones en las que predomina la diversidad. El aprendizaje no es ajeno a la disposición personal de cada sujeto; los conocimientos que se van a impartir, para que sean aprendidos, no pueden producirse al margen de sus vivencias. Si el profesorado no conoce las características de su alumnado, sus problemas, intereses, ocupación del tiempo libre, uso de Internet como fuente de información que condiciona sus creencias, como fuente de relación social o espacio de comunicación (chats, foros, blogs, etc.) o como fuente de desarrollo de la identidad, se puede correr el peligro de necesitar un mediador entre el profesorado y el alumnado para traducir los códigos que se emplean en la comunicación, esencial para cualquier relación educativa y de enseñanza. Hoy en día es responsabilidad del profesorado, de cualquier persona que quiera dedicarse a esta profesión, conocer las características definitorias del alumnado si realmente se quiere enseñar algo y establecer vías de comunicación. Precisamente éste es uno de los aspectos más valorados por el alumnado: valoran más a aquellos profesores que no sólo desarrollan su función instructiva, sino también educativa; que se preocupan no sólo de enseñar conocimientos sino de los problemas que los alumnos tienen en sus vidas (Bosch, 2002). El profesorado debe tener en cuenta que su labor docente se realiza con adolescentes y que la situación de los alumnos en este período es notablemente variada y cambiante. Hoy, el profesorado, sobre todo de Secundaria, debe ser conocedor del importante papel que desempeña Internet en el desarrollo personal y la vida de su alumnado.

Los nuevos modelos educativos y la concepción de la diversidad, exigen un nuevo perfil docente, que implica una manera distinta de concebir el desarrollo profesional de éste. De manera que la atención a la diversidad supone un cambio global en la formación profesional del profesorado de Secundaria, enmarcando el reto formativo en la promoción del pensamiento práctico y en el desarrollo de actitudes y capacidades para cuestionar críticamente la realidad educativa y la búsqueda de alternativas superadoras de las desigualdades e injusticias (Sales, 2006). Implica un nuevo perfil docente desde un modelo teórico-práctico que capacite para saber planificar, actuar y reflexionar sobre su propia práctica y, a la vez, para desarrollar procesos de análisis críticos acerca de las tensiones y contradicciones entre la ideología social y política de la atención a la diversidad y la práctica educativa y social de discriminación de las personas (Sales, 2006).

En el futuro, los docentes de Secundaria sólo podrán abordar la diversidad del alumnado y afrontar las aulas heterogéneas obligándose a reorganizar y reajustar  su metodología didáctica a las particularidades de cada uno de ellos. Una de las preocupaciones del profesorado de Secundaria no es sólo reconocer la diversidad del alumnado sino también afrontar los problemas que se derivan de ofrecer una respuesta adaptada a tal diversidad.

¿Qué puede hacer el profesorado desde su compromiso responsable? Es evidente que afrontar la diversidad exige un profesorado que actúe como colectivo crítico con la sociedad, que aplique el principio de inclusión, basado en valores como el respeto a la diversidad de las personas y de las culturas, entrenado para tomar decisiones autónomas, actuando de manera cooperativa, tolerante y flexible, siendo capaz de enfrentarse a los retos de una educación pluralista desde el contexto de la escuela como institución democrática y participativa.

El docente de Secundaria ha sido preparado como especialista de una materia, con un fuerte peso de lo académico, y más centrado en lo que enseña como profesor que en lo que el alumno aprende. No conoce muy bien qué es lo que debe constituir la formación básica del alumno en esta etapa de educación obligatoria.

¿Cuál es el peso de los objetivos de carácter educativo y de socialización frente a los contenidos académicos? En el proceso de aplicar el nuevo tipo de enseñanza, el propio profesorado se siente inseguro, constata su insuficiente preparación para abordar algunas de las nuevas tareas. Una cosa son los contenidos curriculares del área y su didáctica y otra la función educativa del día a día con adolescentes.

El profesor, como figura de autoridad dentro del aula, debe ser consciente de su estilo de liderazgo y del impacto que éste tiene tanto en las actitudes de sus alumnos como en su voluntad y motivación para cooperar con aquél y con sus compañeros. Parte de su tarea como mediador consiste en que se establezcan ciertas normas y saber negociar otras con el alumnado, ser asertivo y propiciar una comunicación fluida, generar confianza y respeto mutuo, compartir el poder dentro del aula, delegando responsabilidades en los alumnos y manteniendo siempre unas expectativas positivas hacia éstos.

El papel de mediador en los conflictos que se le asigna al profesorado ante los nuevos problemas que se plantean implica una serie de funciones para las que debe ser preparado. Habría que entrenarlo en (Escámez, García López y Sales, 2002):

a)        Modificar la estructura de la comunicación.

b)        Identificar los problemas y sus alternativas.

c)         Agrupar y ordenar los problemas.

d)        Establecer metas compartidas.

e)        Crear confianza entre las partes.

f)         Templar las emociones.

Repensar, por parte de todos los agentes implicados (familia, escuela, administración educativa y cualquier otro responsable social), las funciones de la educación se convierte, a nuestro juicio, en una tarea de vital importancia para dar sentido a todas las instituciones que pretenden ocuparse de ella. Hay que ofrecer oportunidades para que los adolescentes encuentren sentido a sus vidas.

Rafaela García López y M.ª Isabel Candela Pérez, en dialnet.unirioja.es/

Diego Andrés Cristancho Solano

¿Cuándo ha sido medible la confianza? ¿Cuándo ha

sido demostrable el amor? Quien exija que su compañero le

“demuestre” su amor, en aquel momento lo echa todo

a perder. Quien exige que se le demuestre la

resurrección (pues también él “querría creer” en la

resurrección de Jesús) comete el mismo trágico error.

Gerhard Lohfink [1]

Introducción

La resurrección se ha entendido, en algunos casos, como milagro que justifica la fe; pero esto no es así: ella constituye el núcleo central de la fe cristiana que está resumida en la frase de San Pablo de “si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe” (1Co 15, 14). La resurrección es la forma como el cristianismo ha asumido la esperanza en que todo no acaba con la muerte. Si bien todos sabemos que en algún momento vamos a morir, la pregunta por lo que sucederá después de este evento sigue acompañando al ser humano. Este se resiste a desaparecer, a pensar que la vida tendrá un final negativo, y por esto, desde tiempos antiguos, las grandes civilizaciones y las grandes religiones han buscado la manera de dar un sentido global a la existencia humana. La mayoría de las religiones, entre sus enseñanzas, sigue transmitiendo la esperanza en una vida más allá de la muerte. Esto se ha visto reflejado, a lo largo del tiempo, mediante los rituales funerarios, los mitos y algunas normas éticas para la vida con relación a la muerte.

El cristianismo no es ajeno a esta realidad y la pregunta por lo que nos aguarda después de la muerte sigue siendo una cuestión por explicar. En las últimas décadas ha habido avances importantes en los estudios sobre la resurrección; sin embargo, sigue existiendo un vasto terreno que reclama por nuevas formulaciones iluminadas por las diversas configuraciones culturales de la humanidad.

En el presente trabajo intentaremos ilustrar, en primer lugar, la comprensión que el pueblo de Israel tenía sobre la resurrección de los muertos; en segundo lugar, cómo se empieza a elaborar una nueva comprensión a partir de la resurrección de Jesús; en tercer lugar, el desarrollo histórico que la doctrina sobre la resurrección de los muertos ha tenido, empezando por las primeras comunidades cristianas, pasando por los padres de la Iglesia y otros desarrollos posteriores. Finalmente, buscaremos mostrar cómo es posible hablar de resurrección de los muertos hoy, con un lenguaje cercano y comprensible para nuestros contemporáneos.

1.           la resurrección en el pueblo de Israel

En la tradición israelita, fuente de la que bebe el cristianismo, la comunión con los muertos es el escenario desde el cual se comprende la resurrección. El pueblo de Israel entiende que los vivos son la referencia de dicha comunión, pues por medio de su descendencia y de sus acciones en vida ellos están integrados al destino del pueblo histórico. No obstante, lo definitivo en el escenario israelita es la comunión con Dios, de los justos que han muerto, para lograr la comunión con el pueblo elegido. Para Occidente, es posible que esta concepción resulte un tanto extraña, porque al explicar la realidad humana nuestra tendencia es más bien disgregadora, separadora e individualista, y no de comunión.

Ahora bien, la esperanza del pueblo de Israel no era la abolición de este mundo y la instauración de uno nuevo, sino la renovación y transformación definitiva de las realidades de opresión, injusticia y esclavitud. Esta experiencia la fue expresando y simbolizando por medio del reinado o soberanía de Dios, reinado que no corresponde a ningún mundo espiritual, sino a este mismo mundo liberado y puesto en orden. Así, cuando se dé esa renovación del pueblo, tendrá lugar la resurrección real de los muertos, pues ellos participarán también de la liberación definitiva.

La resurrección tiene que incluir una renovación de la existencia completa del hombre, criatura del Dios creador, y de toda su historia, con todo lo que ha vivido con manos y con corazón, y en comunión con el grupo humano y con la creación en la que ha estado asentada su existencia [2].

Lo dicho es necesario si queremos hablar de la comprensión de la resurrección de los muertos en el cristianismo. Primero, porque esa fue la tradición por la que estuvo marcado Jesús de Nazaret. Segundo, porque el cristianismo antiguo asumió algunas de las formas en las que el pueblo judío interpretaba la resurrección. Y tercero, porque conviene tener una idea de la comprensión que se pretende superar después del acontecimiento Jesucristo.

No hay duda de que el cambio en la comprensión de la resurrección introducido por el cristianismo se debe a la resurrección de Jesús experimentada e interpretada por sus primeros seguidores; pero ellos no parten solo del acontecimiento en sí, sino que cuentan también con la comprensión que el mismo Jesús, por medio de su predicación, ya había mostrado (Mc 12, 18­27).

Si no hay conexión entre los actos y las palabras, entre lo sucedido y la reflexión sobre ello, las palabras quedarán en el aire y no corresponderán con ninguna realidad. “Solo porque el acontecimiento tenía ya a partir de él una palabra es que se lo podía seguir transmitiendo en palabras [3]. “En efecto, las palabras y el lenguaje con el que contamos no pueden agotar todo el sentido y significado de un hecho que no se puede demostrar empíricamente. Esto no quiere decir dejar de buscar formas de comprensión que nos resulten cada vez más aceptables y convincentes, dado que las utilizadas hasta ahora parecen ser todavía muy lejanas e incomprensibles para las personas de hoy. Y esto habrá que hacerlo, sin alejarse o desconocer el testimonio que nos brinda la Escritura.

2.           Resurrección de Jesús y realidad actual

Hablar de la resurrección de los muertos, en la actualidad, no solo exige la capacidad para comprender el lenguaje metafórico con que ella se expresa a lo largo del Nuevo Testamento, sino el reconocimiento de las dificultades que aparecen a la hora de comunicar un acontecimiento y una experiencia que está por encima de lo que el mundo humano puede conocer. La tumba vacía (Mc 16, 1­8), las apariciones (1Co 15, 3­8) y el sentimiento de una presencia que actuaba en ellos fue la manera que encontraron los primeros creyentes para interpretar la experiencia que habían tenido del Resucitado.

Sin embargo, la resurrección no es solo una metáfora. Se trata de una categoría teológica que abarca tanto el presente como el futuro; una categoría que brota de la cultura hebrea y de su manera de entender el mundo; por eso la dificultad nuestra, al estar influenciados por la cultura griega, para entender en profundidad su sentido. Al resucitar, lo que ocurre es una verdadera metamorfosis: “…es un evento que no podemos captar con los ojos de nuestro cuerpo o con la razón, sino que solo puede confesarse mediante la experiencia de fe [4].” De ahí las diversas formas como se ha expresado esta realidad: exaltación, glorificación, elevación, ascensión al cielo, reivindicación.

A lo largo de la historia ha habido diversas maneras de entender y ver el mundo, y nuestra época no es la excepción. Los cambios culturales que han llevado a la desacralización, desmitificación y al reconocimiento del funcionamiento autónomo del mundo según sus propias leyes, nos exige realizar una lectura nueva de los datos [5]. Por ejemplo, hoy en día prácticamente nadie acepta la ascensión o el relato de la tumba vacía como algo que ocurrió efectivamente, pues resulta absurdo; de la misma manera, la creación y la revelación no se entienden como intervención o manipulación de la historia por parte de Dios [6].

Las narraciones que hablan de la tumba vacía y de las apariciones no se pueden tomar al pie de la letra. Hay que entenderlas como relatos que corresponden a las confesiones de fe de los primeros cristianos. Por tanto, esas maneras de expresar la resurrección hablan de un acontecimiento histórico que vivieron los discípulos y del que dan testimonio mediante esos géneros literarios o metáforas. Habrá que enmarcarlas en un largo proceso de comprensión, que incluía además las características propias de las tradiciones oral y escrita, para dar testimonio de la resurrección de Jesús [7].

Si la resurrección de Jesús ha de ser verdaderamente conocida, solamente puede ocurrir en la fe. No hay otro acceso al Resucitado. Correspondientemente a esta verdad, cuando el acontecimiento de la resurrección es anunciado a otro, no se trata nunca de un probar, demostrar o convencer, sino simplemente de dar un testimonio, de un kerigma [8].

Por tanto, hablar de resurrección hoy implica aceptar su carácter trascendente y buscar los medios que nuestra cultura nos facilita para interpretarla de la mejor manera. No se trata de encontrar las pruebas que nos permitan decir si la resurrección ocurrió de este u otro modo, sino de lograr una visión de conjunto que resulte comprensible, compatible y convincente para nosotros.

La resurrección de Jesús, la verdadera resurrección, significa un cambio radical en la existencia, en el modo mismo de ser: un modo trascendente, que supone la comunión plena con Dios y escapa por definición a las leyes que rigen las relaciones y las experiencias en el mundo empírico [9].

Entonces, la resurrección ya no se considera como milagro o como hecho histórico verificable o demostrable. Esto no quiere decir que se niega su realidad, sino que se afirma que es una realidad que no es de este mundo, que no es empírica y que no se puede captar por medio de los sentidos ni por los métodos empleados por la ciencia o la historia tradicionales. Quizás solo podemos decir por ahora que se trata de un tránsito o de un nuevo nacimiento: este mundo sería el útero del que estamos saliendo o muriendo para pasar a una realidad nueva.

3.           Desarrollo histórico de la doctrina sobre la Resurrección

Como hemos afirmado en este escrito, la creencia en la resurrección de los muertos estaba ya presente en el pueblo judío cuando Jesús apareció en escena. Lo que va a ocurrir entonces no es una ruptura sin más de dicha concepción, sino una ruptura en la continuidad. La vida del Nazareno, su relación auténtica con Dios y su predicación contrastan con el final terrible de su muerte en la cruz; y esto solo podía ser superado con la fe de los creyentes en la resurrección: “Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hch 2, 24).

El Jesús presentado en los Sinópticos hará notar a sus contemporáneos que el Dios en el que ellos creen no es un Dios de muertos, sino de vivos; quizás sea el Evangelio de Juan en el que la resurrección contiene una mayor elaboración teológica. El cuarto Evangelio menciona de diversas maneras este acontecimiento:

Sé que resucitará en la resurrección del último día. (Jn 11, 24).

Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. (Jn 11, 25).

…porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán: los que hicieron lo bueno, resucitarán para la vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio. (Jn 5, 28­29).

La importancia de la resurrección deriva del hecho de que ella es la emergencia escatológica de la vida de Cristo, ahora misteriosamente oculta, aunque ya operante, en los creyentes [10].

En la doctrina paulina la resurrección es tema central. La problemática vivida por el Apóstol con la comunidad de Tesalónica respecto de aquellos hermanos que ya han muerto lo lleva a afirmar que, así co­ mo Dios resucitó a Jesucristo, “de la misma manera, Dios llevará con Jesús a los que murieron con él” (1Ts 4, 14). Con ello, Pablo establece la conexión entre la resurrección de Jesús y lo que depara a los difuntos.

La resurrección escatológica suprime la diacronía del proceso histórico, las diferencias temporales que separan a los cristianos, y reconstruye la comunidad de los creyentes según la totalidad de sus miembros para la hora triunfal de la parusía [11].

Retomamos el pasaje citado al inicio (1Co 15, 14), no solo por ser el centro de la fe cristiana, sino porque también es el centro de toda la teología paulina sobre la resurrección. Para Pablo, la resurrección habla de una salvación encarnada y escatológica. Frente a la pregunta de los corintios por el tipo de cuerpo con el que resucitarían los muertos, les subraya que no se puede dejar de lado el carácter somático de la existencia resucitada y les muestra las diversas formas de corporeidad existentes (1Co 15, 39­44). Nuevamente,

…la fe en la resurrección implica una dialéctica entre continuidad y ruptura, identidad y mutación cualitativa; el sujeto de la existencia resucitada es el mismo de la existencia mortal, pero no es lo mismo; ha experimentado una profunda transformación. […]. Toda la existencia cristiana ha sido un proceso de asimilación, conformación, transformación en, a, con Cristo [12].

Pablo da un paso más en la presentación de su doctrina sobre la re­ surrección. Considera que ninguna persona resucita de forma individual o privada, sino que lo hace como miembro del cuerpo de Cristo resucitado (1Co 6, 15). El cuerpo de Cristo es realmente el sujeto de la resurrección, y no estará completo hasta cuando todos los que lo integran hayan resucitado. Así, “se comprende bien por qué la resurrección ha de ser un evento escatológico: habida cuenta de su índole comunitaria, eclesial, corporativa, no puede producirse, en rigor, hasta que el número de los miembros de Cristo esté completo” [13].

La tendencia que se da en los padres de la Iglesia corresponde a un esfuerzo por defender este artículo de fe. Las energías se concentran en responder a todos los que rechazan la resurrección, tanto al interior de la Iglesia como las críticas provenientes de los intelectuales de la época; y principalmente, a la cuestión del cuerpo con que resucitaría la persona. Desde Justino hasta Agustín, pasando por Orígenes, las explicaciones frente a la resurrección fueron variadas; sin embargo, se la presentó siempre como la manifestación del poder creador de Dios. Y respecto del problema de la identidad del cuerpo, trató de dejarse claro que se trataba del mismo cuerpo, pues de lo contrario no se puede decir que sea el mismo ser humano el que va a ser salvado.

A lo largo de la historia la Iglesia ha seguido afirmando la resurrección de los muertos en las profesiones de fe de los concilios. La ha presentado como hecho escatológico, pues tendrá lugar al final de los tiempos; como evento universal, pues se trata de la resurrección de todos los varones y mujeres; y como concepto que incluye la identidad somática; es decir, no se contenta con admitir que resucita un cuerpo humano, sino que es necesario creer que se trata de la resurrección del mismo cuerpo humano [14].

Estas comprensiones e interpretaciones, junto con las respectivas categorías que utilizan, si bien son válidas y han respondido a contextos y situaciones particulares, hoy en día resultan poco convincentes y claras. Por esto se hace menester buscar nuevas maneras de explicar este hecho. La resurrección corporal de Jesús no debe reducirse a la esfera personal. En el lenguaje bíblico, el cuerpo no hace referencia a una sustancia material, sino abarca la totalidad de la persona que se relaciona con los otros, con el mundo, con la historia y con lo totalmente otro. Así, la resurrección de Jesús se entiende necesariamente como un acontecimiento social y cosmológico.

No corresponde a la felicidad privada de una persona independiente, sino es un suceso en el que Jesús “incluye a sus hermanos los hombres, junto con su historia y con el mundo que es la ‘obra’ de ellos, en la consumación de la nueva creación” [15]. Jesús es el primero, mas no el único: todos resucitamos como miembros de un mismo y único cuerpo, que es el cuerpo de Cristo.

La resurrección –como ya sabemos– no consiste entonces en el retorno de un muerto a la vida, para que viva mejor. Resucitar es nacer al amor que ya está presente en nosotros; es entrar en intimidad con Dios, de manera que podamos dar pleno sentido a esta misma vida. “Vivir como resucitados” implica que estamos salvando la historia al hacer bien la tarea; es decir, que estamos transformando las realidades desordenadas en dinámicas de solidaridad y de perdón [16]. En este sentido, posiblemente podemos lograr la conexión que esperamos entre esta historia y la vida futura después de la muerte.

Para el cristianismo, a diferencia de las propuestas presentadas por otras corrientes religiosas o seculares, la fe en la resurrección no ve en la muerte algo negativo, y tampoco la niega, la apacigua o la contrarresta. En cambio, no da a la muerte la última palabra, sino que ante ella predominan el poder y el amor infinitos de Dios para con el ser humano. Lo que la fe promete y espera es la resurrección, y no una respuesta al instinto biológico de supervivencia.

El varón y la mujer no son un compuesto de piezas a la manera de un rompecabezas (cuerpo + alma + espíritu = ser humano), sino son seres complejos que se comprenden como totalidad, como unidad, no solo en tanto seres humanos sino en tanto criaturas. Así, entendemos lo afirmado por Moltmann: “La salvación es la sanación de la creación entera y de todas las criaturas. […] Sin la salvación de la naturaleza tampoco puede darse una salvación definitiva del ser humano, pues los seres humanos son seres naturales” [17]. Por eso, con la resurrección de Cristo se entiende no solo el lado personal de la resurrección, sino que se empieza a visualizar una nueva creación, un futuro en el que ya no habrá muerte.

La resurrección y la vida eterna son promesas de Dios para los seres humanos de esta Tierra. Por eso tampoco una resurrección de la naturaleza conducirá al más allá, sino al nuevo más acá de la nueva creación de todas las cosas. Dios no salva su creación llevándola al Cielo, sino que renueva la Tierra. […] Esto obliga a todos cuantos esperan la resurrección a permanecer fieles a la tierra, a cuidarla y a amarla como a sí mismos [18].

Si bien la resurrección del varón y de la mujer no solo abarca la esfera personal, sino también el entorno vital en el que él y ella existen, hay una responsabilidad del ser humano de hacer que en el “aquí y ahora” de su vida se empiecen a sentir destellos de la nueva creación que se promete y se espera. El ser humano está llamado a sanar lo que en el mundo se encuentra roto y enfermo, al saber que la salvación definitiva vendrá al final de los tiempos.

4.           ¿Cómo  hablar  hoy  de  resurrección  de  los  muertos?

Estas comprensiones sobre la resurrección, que abarcan la dimensión individual y la colectiva y cósmica, necesitan hoy lenguajes nuevos y experiencias nuevas: ser traducidas como compromisos históricos y respuestas a los desafíos de la realidad. De ahí que hablar de resurrección hoy sea equivalente a hablar de justicia social, de las víctimas, de la no explotación por parte de los más poderosos, de igualdad, de no exclusión o marginación, entre otras realidades que constituyen la vida que realmente queremos vivir en este mundo.

En este sentido, la resurrección también se comprende como un gran proceso de transformación que se va dando por medio de las opciones libres y responsables que hacen las personas. La resurrección se sitúa en lo cotidiano de la vida, que exige tomar postura frente a la realidad. Esto puede llevar a la persona por dos caminos claramente definidos:

-         El primero es el resultado de la opción que se hace cuando se acude al poder, a la explotación de las fuentes de vida que hay alrededor para la supervivencia personal, y a la satisfacción de los intereses propios.

-         El segundo está basado en la predicación y en la práctica de Jesús, y apunta en sentido opuesto. La preocupación no consiste tan solo en la supervivencia personal, sino en la supervivencia de todos; y no se trata de satisfacer el interés individual, sino que invita al reparto de los recursos y de la propia vida [19].

Este último camino es en el que está enmarcada la resurrección: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la encontrará” (Mt 16, 25).

La fe en la resurrección es un claro “sí” a la vida. Es la inscripción en una dinámica que no solo incluye la evolución biológica y la realización del ser humano, sino el progreso de toda la creación. El varón y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, esto es, para la vida y no para la muerte; “y las otras cosas sobre la haz de la Tierra han sido criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado” [20]. En otras palabras, la fe en la resurrección es seguir optando por la prolongación de la historia, “no es realidad solitaria, posesión exclusiva, es compartir, comulgar con la vida del universo y con la de los demás hombres” [21].

Es importante recordar en este punto la experiencia del bautismo, pues en ella se da un doble movimiento: somos sepultados, pero también somos resucitados con Cristo. Esta comprensión genera un cambio de mentalidad que lleva a considerar la resurrección como la participación en una vida nueva. Es un hecho que empieza a ser cierto “ya”, con la adopción de nuevas actitudes y prácticas que nos llevan a perder el miedo a la muerte y a compartir completamente nuestra vida, sabiendo que la plenitud final solo se alcanzará cuando todos hayamos resucitado, es decir, cuando todos nos hayamos transformado. En palabras citadas por Márcio Fabri: “…resucitar es descubrir, más allá de la muerte, una vida nueva, que comporta nuevas relaciones entre los hombres y entre los hombres y Dios” [22].

El desafío está en cómo establecer esas nuevas relaciones cuando lo que vemos diariamente son dinámicas humanas que dan muerte a los pobres y a la mayoría de las personas que se transforman y que buscan transformar lo que hay de negativo en la creación. Por tanto, aquí no hay que olvidar el sentido de justicia que también tiene la resurrección de Jesús. Él no murió de forma natural tras vivir un cierto número de años, sino como víctima inocente; y su resurrección no consistió en dar nueva vida a su cadáver, sino en haber recibido justicia de parte del Padre. Así, es posible tomar el testimonio primitivo que aparece en la Escritura: “Dios lo ha resucitado”, para aplicarlo a las víctimas de la historia: Dios las ha resucitado. Ir en contravía de las dinámicas que generan muerte, aumentará sin lugar a dudas las posibilidades de morir en este mundo; cuestionar “el sistema” o vivir en él, sin seguir sus “reglas”, nos convertirá en personas indeseadas para la sociedad. Por tanto, si la resurrección del Crucificado es cierta, la esperanza para las víctimas está garantizada.

Ahora bien, ¿cómo podemos vivir “ya” como resucitados? ¿Cómo aplicar el testimonio de los primeros cristianos, igual que lo hicimos antes con las víctimas, de manera personal, para poder decir “Dios me ha resucitado”? Jon Sobrino propone tres formas de lograrlo:

-         La libertad que vence al egocentrismo.

-         El gozo que vence al sufrimiento.

-         Y la justicia y el amor para bajar de la cruz a los crucificados [23].

Entonces, en la medida en que nos vamos dejando habitar, llenar y transformar por Dios, en la medida en que vamos estando abiertos a su acción salvadora y liberadora, vamos resucitando. Empezamos a comprender y a experimentar que, al servir a los demás, no estamos muriendo sino naciendo a una forma de ser y de vivir en la que no se elimina el sufrimiento, pero se supera la tristeza al celebrar la alegría de caminar juntos; y ese servicio no solo permitirá vivir y experimentar la resurrección propia, sino también la resurrección de otros y otras.

Hablar sobre resurrección hoy implica entonces hablar sobre un compromiso histórico con el que no es fácil comprometerse. No se trata solo de asumir las actitudes y las acciones que el Espíritu nos va suscitando, sino de buscar nuevas formas que lleven al mejoramiento de la calidad de vida de las personas: de seguir luchando por erradicar la pobreza, la desigualdad, la violencia, la marginación que generan las dinámicas actuales de la sociedad.

Vivir como resucitados o “amenazados de resurrección” es no acomodarse, no perder la esperanza, no seguir reproduciendo las estructuras opresoras y alienantes de la sociedad. Si no nos sentimos invitados a vencer el individualismo y a encontrarnos los unos con los otros para construir comunidades fraternas y solidarias, entonces la posibilidad de resurrección irá disminuyendo [24].

Muchos de nosotros conocemos personas que han vivido experiencias límite, bien sea por enfermedad o porque han sufrido un accidente. En la mayoría de casos, tales experiencias han llevado a esos individuos a cambiar su estilo de vida; han caído en cuenta de muchos detalles que antes les pasaban desapercibidos, sienten que se les ha regalado una segunda oportunidad, han descubierto nuevas razones para amar y para vivir de un modo más pleno…

En otras palabras, viven como si hubieran resucitado. Y esto los lleva a realizar acciones concretas: son solidarios con los más necesitados, son más críticos del poder que oprime a los débiles, son más libres y transmiten su esperanza a quienes no ven salidas y sufren [25]; y lo hacen porque se han sentido amados y amadas por Dios; han sentido la fuerza y el impulso del Espíritu que libera.

Conclusión

La muerte sigue siendo el final de esta vida terrena, y un final por explicar. A lo largo del tiempo y de la historia se la ha comprendido e interpretado de diversas maneras, pero siempre queda la insatisfacción con lo expuesto. Esto se debe, en buena parte, a la finitud propia de la condición humana, que solo posee un lenguaje limitado para expresar acontecimientos históricos no verificables ni demostrables empíricamente, pero sobre los cuales se tiene certeza.

El pueblo de Israel entendió la resurrección como dinámica de transformación total de la persona y de comunión plena con el grupo; dinámica que llevaría en últimas a la transformación de la sociedad. El cristianismo, al partir de esta base, afirmará que la resurrección es la acción gratuita de Dios que quiere salvar toda la realidad. No es una cuestión privada o individual, sino un acontecimiento colectivo: resucitamos como miembros del cuerpo de Cristo.

A lo largo de este artículo, hemos tratado de explicar que, en la medida en que morimos al mundo, a las dinámicas negativas de exclusión, marginación, individualismo, injusticia y opresión, estamos resucitando y haciendo resucitar a otros y a otras a una nueva vida, a una creación que se funda en relaciones de inclusión, acogida, fraternidad, justicia y solidaridad; a una creación fundada en el amor.

Sin embargo, sabemos que la plenitud de esa nueva creación solo se alcanzará al final de los tiempos. Las limitaciones propias de las criaturas finitas no pueden eliminar nuestra tendencia a desviarnos de vez en cuando del camino. Por eso, solo resucitaremos plenamente cuando todos alcancemos la libertad total, cuando todos nos hayamos transformado y configurado completamente con Cristo; es decir, cuando después de la muerte, por medio suyo, nos unamos definitivamente al Padre.

Diego Andrés Cristancho Solano, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Lohfink, “La resurrección de Jesús y la crítica histórica”, 141.

2   Vidal, La resurrección en la tradición israelita, 56.

3   Ratzinger, Escatología, 133.

4   Barbaglio, “Jesús resucitado”, 64.

5   Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo de hoy” No. 36.

6   Idem, “Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación” No. 2.

7   Lohfink, La resurrección de Jesús y la crítica histórica, 133.

8   Ibid., 140.

9   Torres Queiruga, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, 315.

10    Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología, 151.

11    Ibid., 152

12    Ibid., 155.

13    Ibid., 156.

14    Ibid., 165

15    Kehl, “Eucaristía y resurrección. Una interpretación de las apariciones pascuales durante la comida”, 240.

16    Moingt, Despertar a la resurrección, 55.

17    Moltmann, “Resurrección de la naturaleza. Un capítulo de la cristología cósmica”, 86.

18    Ibid., 93­94.

19    Ver Dos Anjos, La resurrección como una vida nueva, 101.

20    De Loyola, Ejercicios espirituales [23].

21    Moingt, “Despertar a la resurrección”, 58.

22    Dos Anjos, “La resurrección como el proceso de una vida nueva”, 103.

23    Ver Sobrino, “Ante la resurrección de un Crucificado. Una esperanza y un modo de vivir”, 115.

24    Támez, “El desafío de vivir como resucitados”, 125­126.

25    Ibid., 129­130.

Carlos Diego Gutiérrez

VI.  Hacia la plenitud de la redención

El cristiano orienta toda su existencia a la plena comunión con Dios, pues éste es, al fin y al cabo, el objeto de la Redención de Cristo. El hombre, mediante sus actos, orienta su vida, en libertad y conciencia, hacia Dios, el Creador, para conformarse con el Hijo y vivir en el Espíritu Santo [468]; esta tendencia hacia Dios sólo puede ser llevada a cabo, por su gracia, a través de la fe, la esperanza y la caridad. Es decir, las virtudes teologales impulsan dinámicamente la vida cristiana hacia el Misterio último y definitivo que se ha revelado gratuitamente, por amor, a los hombres como Padre, concretamente en la entrega de Jesucristo en la cruz, y en el Espíritu que habita en el corazón del mundo. El cristiano, consciente de su ser creatural, finito y limitado, y de su condición pecadora [469], responde agradecidamente a esta gracia redentora de Dios. Por consiguiente, el conjunto de los creyentes en Cristo, como Iglesia que participa en los sacramentos, experimentan a Dios en comunicación con el ser humano, y basan su existencia en corresponder a su amor extremo con amor, confiando en Él como apoyo y guía, en espera anhelante de la comunión plena con Él.

Esta fe, esperanza y amor llevan al hombre a encontrar el sentido último de la historia de la salvación en la consumación de su vida y de toda la creación, de tal forma que, en el horizonte de su existencia, atisba el fin último de las promesas de Dios al mundo. Así pues, desde las virtudes teologales, el creyente observa el Reino de Dios, presente ya en su propia historia, tendiente hacia su plena instauración definitiva. Por este motivo, hablar de un futuro transcendente conecta al cristiano con su existencia actual y lo compromete a una vida correspondiente. Cristo, pues, anunciador del Reino de amor del Padre [470], es el fundamento de la existencia virtuosa de todo cristiano, quien halla en Él el cumplimiento de las promesas por su misterio pascual. De esta manera, la fe en la resurrección de Jesús de Nazaret sitúa al cristiano en la esperanza de estar participando en esta redención amorosa, ya presente y actuante, que alcanzará su ultimidad en la venida del Hijo de Dios para conducir a aquellos que acepten libremente la salvación definitiva de Dios hacia la consumación de su existencia. Por consiguiente, el ser humano, redimido, o sea, receptor de la redención, el perdón de los pecados por Cristo en la cruz (cf. Ef 1, 7), aguarda la plenificación de su redención, es decir: la comunión definitiva con Dios.

VI.I. Fe, Esperanza y Caridad por y hacia la redención

Fe, esperanza y caridad, las llamadas virtudes teologales, orientan la vida del cristiano y la conducen, hacia el fin de la salvación y toda existencia cristiana: la comunión con Dios. Gracias a la redención de Cristo en la cruz, la gracia de Dios se ha manifestado plenamente y derramado incondicionalmente sobre la humanidad para, por ella, llevar a plenitud a los hombres.

Comenzamos afirmando que, si bien fe, esperanza y caridad es una fórmula de creación propiamente cristiana que Pablo hace suya como fruto de su reflexión madurada sobre la vivencia de la existencia cristiana, sus fundamentos se sitúan en los testimonios bíblicos. Así pues, por una parte, podría hablarse de un desarrollo discontinuo de esta terna con respecto al Antiguo Testamento, afirmando a su vez, por otra, cierta continuidad con él, dado que se pueden vislumbrar ciertas raíces veterotestamentarias en su concepción, que servirán de base para comprender cada uno de los tres elementos del ternario para el Nuevo Testamento y la vida cristiana. Por consiguiente, es cierto que no encontramos en el Antiguo Testamento semejantes conceptos abstractos que hablen de ellos de manera tan explícita y taxativa. No obstante, sí podemos constatar el uso de verbos y expresiones que dan cuenta de las acciones de creer, esperar y amar [471].

En primer lugar, nos encontramos el verbo אמן como el término más relevante a la hora de hablar sobre la fe, el cual alude a la estabilidad sólida y a la seguridad resistente, que surgen de la entrega y abandono confiado a alguien (en este caso a Yahveh). Sus formas verbales más habituales (niphal y hiphil) expresan, respectivamente, la fidelidad firme en el cumplimiento de la Alianza, manifestada en la elección de Dios y en el consentimiento del Pueblo, así como en la entrega del don de Dios y la confianza de Israel. Por tanto, la fe veterotestamentaria supone una confianza segura, una relación totalizante y exclusiva en el reconocimiento de la absoluta trascendencia de Yahveh, siendo así que la fe se concibe como un don que no se puede poseer, sino acoger libremente, que conlleva el consentimiento, el disentimiento y el reconocimiento hacia Dios que ha liberado y redimido a Israel, de forma que el creyente responde con confianza a esta acción salvífica, se apropia de ella, se ve transformado y se inclina hacia la Promesa de Dios [472].

En segundo lugar, la esperanza en el Antiguo Testamento se halla en dependencia con la fe, pues se trata de la espera confiada, una vuelta hacia la fidelidad en la fuerza salvífica de Yahveh y sus promesas. Los términos más usados (קוה y בטח) ofrecen la visión anhelante de un pueblo que sabe que Dios es su esperanza (cf. Sal 130). Progresivamente, la esperanza va ensanchando el deseo de Israel más allá de la tierra y la descendencia, abriéndose a Dios como su futuro, quien les otorga fortaleza y acompañamiento para seguir caminando pacientemente en este mundo hacia la salvación prometida.

Por último, la caridad veterotestamentaria es la clave para entender la historia salvífica y la acción redentora de Dios en favor de su pueblo: Dios ha salvado a Israel por amor, no por méritos, y eso les hace sabedores de una relación de amor exclusiva con Yahveh. Por tanto, el pueblo debe responder a esta alianza de amor con Dios mediante el cumplimiento de la ley, que posibilita al hombre la comunión con Dios, experimentando en ella su amor como origen de sus exigencias (cf. Dt 6, 4-9). Así pues, la salvación de Dios, y, por consiguiente, la posterior redención de Cristo en la cruz, se fundamenta en el amor gratuito e incondicional de Dios (חסד).

Por su parte, en el Nuevo Testamento [473] encontramos una continuidad con todo lo anterior, a la vez que una novedad radical expresada desde el acontecimiento pascual y redentor de Cristo. De este modo, la existencia cristiana cobra un nuevo sentido desde la fe, la esperanza y la caridad como respuesta vital del ser humano a la acción salvífica de Dios, cuyo centro y culmen es Jesús de Nazaret, Hijo de Dios muerto y resucitado para la redención del hombre. La fe como entrega confiada a Dios es ahora un creer en su enviado, como condición necesaria para creer en Dios (cf. Jn 12, 44). A su vez, Cristo se manifiesta como la revelación del Dios de la esperanza, aquel que da a conocer al hombre el horizonte de futuro de su existencia [474]. El amor cristiano se vivirá desde la entrega y el servicio radical, a imitación de Jesús de Nazaret que mostró a los hombres el modo de amar de Dios, siendo el amor trinitario el modelo de amor fraternal para la humanidad.

Queda claro, pues, que la terna fe-esperanza-caridad es condición necesaria en la comunidad cristiana para vivir una vida de redimidos, infundidas por Dios y acogidas por el hombre [475]. Sin embargo, son pocos los testimonios neotestamentarios en los que encontramos las tres juntas como una unidad (1Co 13, 13; 1Ts 1, 2ss; y Hb 10, 22ss). Más común, pues, es la aparición de dos de ellos juntamente, lo que se conoce como las binas, de las cuales, la más habitual es la yuxtaposición entre fe-caridad. Cristo aparece como el ejemplo y fundamento de este binomio, como aquel que expresa y condensa toda la vida cristiana (cf. Ga 5, 5; 2Tm 1, 13; 1Tm 1, 5…). Por tanto, es evidente que, para Pablo, la fe (πίστις) es la actitud básica que une al cristiano con el Redentor y ordena toda su vida basándola en el amor (γαπή), en la adhesión a Él de todo corazón. Por otra parte, la segunda pareja la conforman la fe y la esperanza, para expresar cómo la primera orienta la esperanza del cristiano hacia la gloria de Dios y el cumplimiento de todo su plan de Salvación en Cristo (cf. Hb 11, 1; 1P 1, 20-21; Rm 15, 13…). Fe y esperanza se iluminan mutuamente y se sostienen, pues la fe revela al hombre la esperanza escatológica y le hace partícipe de ella, con su consecuente compromiso paciente en la instauración del Reino, presente ya en la tierra [476].

Poco a poco, la reflexión de las binas dará origen a la solidificación del ternario como síntesis de toda existencia cristiana. El ejemplo más sobresaliente es 1Co 13, 13, en el que Pablo anima a vivir la fe, la esperanza y la caridad como una unidad [477]: la fe es acogida de la gracia, del amor de Cristo que redime, justifica, salva, junto con la esperanza que brota de la comunión con Él. El culmen de toda vida cristiana, es decir, la redención plena, la comunión definitiva con Dios, consiste en la vivencia de las tres en plenitud [478]. En otras palabras, el cristiano, redimido por Cristo, recibe la gracia por libre elección para vivir su vida en cuanto tal y orientarla en este mundo, a través de la fe, la esperanza y la caridad, hacia una vivencia plena de ellas en el final de los tiempos.

Como ya se ha podido intuir, estas virtudes teologales proceden de Dios y hacia Él están orientadas, por medio de la gracia, como medio para que el cristiano viva como hijo de Dios desde la filiación [479]. Así pues, hablamos de la fe, la esperanza y la caridad como dones otorgados al ser humano por la gracia que Dios mismo le concede por iniciativa propia, desde su mismo acto creador y desde su acto de gracia definitivo: Jesucristo. Partiendo de Dios, la gracia encuentra en el hombre una disposición antropológica (su ser fiducial, esperante y amoroso) que le permite acogerla, de tal forma que fe, esperanza y caridad son autocomunicación de Dios al hombre [480]. Desde el creyente, las virtudes manifiestan la actitud de acogida y respuesta a ese don de la gracia, a través del presentimiento humano [481] de dependencia, carencia y anhelo de una fe, una esperanza y un amor absolutos. Así, la gracia divina se inserta en la naturaleza humana para, sin prescindir de ella, satisfacer esta necesidad, a la par que ampliar el horizonte de sus deseos hacia algo aún mayor. Para ello es necesaria una disposición de acogida (consentimiento, desistimiento y reconocimiento), una asimilación y apropiación de la gracia, una expansión y plenificación de las estructuras humanas (que conduzcan a la conformación con Cristo), así como una convergencia final hacia la comunión plena, fruto del propio deseo de tendencia hacia Dios en Cristo (como afirma Santo Tomás) [482].

La fe, la esperanza y la caridad se comprenden, entonces, como dinamismos con determinadas características [483]: en primer lugar, totalizadores, pues, al igual que la gracia, afectan a toda la persona en cada una de sus dimensiones; también, como ascendentes y descendentes [484], pues de Dios proceden y a Él retornan por la respuesta del ser humano, que halla en sí su transformación interna (de modo centrípeto) para lanzarse hacia el mundo y Dios (de manera centrífuga). En tercer lugar, como dinamismo de inclinación, dado que las virtudes hacen que la vida de los hombres tienda gozosamente por el Espíritu hacia su Creador; y, por último, como transformadores, pues producen un cambio en la persona que acoge dicha gracia, se apropia de ella y actúa conforme a ella.

Asimismo, es necesario recalcar que las virtudes teologales no son realidades ya dadas al cristiano de una vez y para siempre como consecuencia de su aceptación libre de la fe cristiana y de la redención de Cristo, sino que se encuentra, por ellas, ante un continuo crecimiento de la gracia, es decir, ante un proceso mediante el cual el ser humano va configurando su naturaleza redimida con el Hijo, por el Espíritu Santo para llegar a la comunión con el Padre [485], es decir, a la plenitud de la redención. Así pues, este crecimiento en la gracia conduce a una nueva relación con el Dios trinitario, revelado a los hombres, y con el mundo (su creación) [486], de modo que, a través de ella, la criatura logre un perfeccionamiento cada vez mayor por medio de la fe, la esperanza y la caridad, como formas en las que la gracia se hace presente en su naturaleza humana. En definitiva, ante esta llamada a la plenificación, a ser en Cristo y gozar de una redención colmada, el creyente va configurando su ser progresivamente con Él para alcanzar la participación plena en la vida glorificada de Jesús. Hablamos, pues, de redención en términos de filiación y divinización: por la liberación del pecado, Jesucristo restaura nuestra naturaleza y nos hace hijos en el Hijo para que alcancemos el fin de su obra redentora [487]: la consumación de la comunión definitiva con Dios, de tal forma que todo anhelo del hombre está dirigido a la salvación de Dios por el amor actuante [488].

Las virtudes teologales, por su parte, se hallan mutuamente en interdependencia, de modo que, como observábamos en la teología paulina, existe una unidad tal entre ellas que no pueden entenderse por separado. Así pues, desde el misterio trinitario [489] de un único Dios, como procedencia de las virtudes, se ilumina nuestro entendimiento de ellas, de tal forma que somos capaces de hablar de una «perijóresis virtuosa». Fe, esperanza y caridad, al igual que el Hijo, el Espíritu y el Padre (a quienes son asociadas respectivamente), mantienen su individualidad preponderante [490], si bien podemos entender las tres virtudes como parte del amor dinámico que es Dios, origen de ellas en su unidad intrínseca. Hay, por tanto, una necesaria unidad y una mutua interrelación entre las virtudes: la fe causa actos de amor y es la base de todo cuanto se espera; la esperanza indica el fin último de la fe y mueve a perseverar en el amor; por su parte, el amor es expresión viva de la fe y es apoyo concreto de la esperanza.

Para alcanzar tal comunión, a la que estamos llamados, por medio de las virtudes, Cristo es el único mediador, el único acontecimiento salvífico de Dios por su redención. De esta forma, desde una perspectiva cristológica [491], creer, esperar y amar a y en Cristo es la vía que posibilita el encuentro del hombre con Dios, pues Jesús de Nazaret es paradigma de estas tres virtudes para todos los hombres. Para tal fin, el Espíritu derrama sobre los hombres la gracia de Dios como capacitación de esta conformación del ser humano con Cristo. No obstante, la dimensión individual de las virtudes no excluye su carácter comunitario, pues la fe, esperanza y caridad se transmiten en la Iglesia [492] y, de modo especial, en los sacramentos, vividos en comunidad, como mediaciones concretas donde recibir esta gracia divina [493]. Así, se garantiza la perseverancia personal en las virtudes teologales, de modo que, recibidas y acogidas personalmente, se despliegan en comunidad para que los hombres, a través de estos dones de Dios, orienten su vida hacia la plenitud de la redención, la consumación de la comunión definitiva con Dios.

VI.II.   La Redención consumada

Cuando hablamos de escatología [494] nos referimos a aquello que ya se ha ido tratando transversalmente a lo largo del presente trabajo: la consumación definitiva de la creación y de la historia de la salvación; es decir, el fin último de la redención en Cristo que nos conduce a la comunión plena con Dios, objeto de nuestra fe, esperanza y caridad. Nos encontramos, pues, según en el símbolo de la fe [495], ante la realización plena de la existencia humana entendida desde la resurrección de los muertos y la vida nueva en Dios, transformada por el Espíritu, de la que Cristo es primicia (cf. 1Co 15), como culminación del acto creador y salvífico del Padre [496]. No obstante, no debemos olvidar que la escatología futura ha comenzado a hacerse presente en la historia por la redención en Cristo: «el futuro auténtico es conocido desde la experiencia presente de salvación» [497].

Así pues, Jesús recoge la esperanza de Israel (fundada en la liberación de Egipto, la Alianza, las promesas…) y la conduce hacia su plenitud [498]. Yahveh ha actuado en la historia, y lo seguirá haciendo, de tal forma que el pueblo mantiene una confianza plena en el cumplimiento de Su Palabra, que traerá consigo una nueva relación entre Dios y los hombres, una plenitud existencial que sólo se obtiene en la comunión eterna con Dios. El Nuevo Testamento iluminará la concepción escatológica judía desde el acontecimiento Cristo, que lleva todo a término y cumplimiento, pues Él mismo es el Reino de Dios presente ya en la tierra, en la historia humana (cf. Mc 1, 15). Dios se halla ya actuante en este mundo; sin embargo, todavía no se ha manifestado en su plenitud. Los cristianos, incorporados a Cristo por el bautismo y redimidos por Él, aguardan la venida del Señor que traerá el triunfo pleno sobre la Historia, la redención definitiva (cf. 1Co 15). Por tanto, la resurrección de Jesús es la garantía del fin último de la existencia humana y la participación en su mismo destino [499].

En las primeras comunidades cristianas [500], encontramos que, en aquellas de corte paulino, se entenderá a Cristo como el origen y fin de todas las cosas, conectando, así, protología y escatología (cf. 1Co 8, 6; Ef 1, 4; Ga 6, 15...), esperando firme y comunitariamente una nueva creación, entendida como consumación sobreabundante de la creación ya existente (cf. Rm 5, 20). El ser humano ya goza de las primicias de la redención por el Espíritu, pero espera la liberación definitiva (cf. Col 2, 12; Ef 2, 5-6), pues la salvación viene de la fe en Jesús (cf. Rm 14, 8): «sólo a la luz de la consumación escatológica del mundo, cabe comprender el sentido de su comienzo; la primera predicación cristiana expresa esto mismo con su fe en Jesucristo Salvador escatológico y, al mismo tiempo, como mediador de la creación del mundo» [501]. Por su parte, para las comunidades joánicas, la escatología se vive preminentemente desde la concepción de que Jesús se halla presente en medio de la comunidad[502], siendo Él mismo el eschaton; es decir, los cristianos ya disfrutan de la escatología (cf. Jn 4, 25; Jn 5, 23…) porque el Verbo de Dios se ha hecho carne y Él es el acontecimiento salvífico definitivo. Por tanto, la vida eterna comienza en el momento presente (cf. Jn 3, 36; Jn 5, 26…) y el juicio consistirá en tener o no tener fe en el Hijo de Dios (cf. Jn 3, 17-21). En el final de los días será cuando realmente se manifieste aquello que seremos y que ahora sólo pregustamos (cf. 1Jn 3, 2).

Destacamos, por consiguiente, que, en el tiempo intermedio desde la resurrección hasta la venida de Cristo en poder, se encuentra la Iglesia como prolongación histórica de la salvación redentora acaecida en Jesús de Nazaret hasta su consumación definitiva (cf. LG 48). Se unifican, así, la escatología de presente y futura (cf. O. Cullmann), es decir, la comunidad de los creyentes espera confiadamente la instauración definitiva del Reino de la salvación mientras lo vive y construye en el presente. No obstante, si bien ya se ha instaurado, su consumación se reserva para el porvenir, momento en el cual tendrá lugar el juicio y la resurrección de los muertos [503].

También tenemos que destacar una continuidad y una ruptura entre la esperanza que Jesús proclamaba con su actuación y predicación del Reino [504], y aquella que anunciaban las primeras comunidades cristianas (basada en el kerigma y el Misterio Pascual). La resurrección de Jesús [505] supone la ratificación por parte de Dios de todo cuanto Jesús afirmaba y, por tanto, se entiende que todo el que confiesa a Jesús como el Cristo, obtendrá la misma suerte. De esta manera, se da un centramiento cristológico de la esperanza [506]: el Reino predicado por Jesús será del que gocemos en la vida futura. A este respecto, entonces, se desarrolla la idea de parusía [507] como la llegada de Cristo encarnado, resucitado, glorioso y majestuoso al final de los tiempos para consumar toda la creación y poner fin a la historia de la salvación [508], derrotando por completo al mal e instaurando definitivamente el Reino y la redención plena (cf. Rm 8, 22ss).

El Reino de Dios se halla, pues, ya presente en la historia humana, pues Cristo glorificado ha inaugurado una nueva economía de la salvación [509]. Por este motivo, la escatología no sólo nos proyecta hacia un futuro de plenitud, sino que también nos llama a un compromiso temporal en el presente como instauración progresiva de ese Reino [510]. La esperanza cristiana, desde la fe, mueve al creyente a acercar la culminación escatológica, por medio de la caridad, de tal forma que, anhelando la redención definitiva, se viva ya en el mundo la redención operante y efectiva de Cristo en la cruz.

La revelación bíblica nos sitúa ante la convicción de que el Dios creador es el Dios salvador y, por tanto, será el Dios que lleve todo a su consumación. Como veíamos en el apartado anterior, en el Antiguo Testamento [511], la esperanza se encuentra proyectada desde las promesas de un Dios misericordioso y fiel, en quien el pueblo pone toda su confianza como su refugio seguro. Por su parte, el Nuevo Testamento concretiza el valor de esa promesa en la persona de Cristo, que encuentra su realización en su resurrección redentora. Así pues, constatamos cómo la esperanza cristiana está íntimamente ligada con la salvación, la plenificación de la humanidad y de la creación, por don gratuito de Dios.

A lo largo de la historia, han sido muchos los modelos e idearios escatológicos con respecto a la salvación humana. Así pues, del optimismo escatológico de los primeros siglos por la participación del creyente en la resurrección del Señor [512], pasamos a una visión más pesimista y condenatoria de la Edad Media, en la que la salvación sólo se logra con grandes esfuerzos y, por tanto, está al alcance de pocos. El Concilio de Trento insistirá en esta idea y desarrollará el tema de los novísimos con un predominio de la idea del juicio y, por tanto, de un Dios que castiga a los injustos y premia a los justos. Por su parte, la modernidad traerá consigo una relegación de todo tema metafísico para centrarse en la historicidad humana, con el consecuente optimismo en favor de los hombres como responsables de la instauración del Reino en la historia como si de una utopía se tratase [513]; es decir, se prescinde mayormente de una salvación trascendente para centrarse en una de corte intramundana. El Concilio Vaticano II se debatirá entre este falso optimismo ajeno a toda realidad divina y el pesimismo catastrofista, sin ofrecer una reflexión clara sobre las verdades eternas, sino pretendiendo alumbrar la condición humana y sus interrogantes a la luz de la plenitud que nos aguarda en más allá de la muerte (cf. GS 39).

La reflexión post-conciliar reflexionará, entonces, sobre esta tensión entre el Reino de Dios futuro y la progresión histórica para su instauración en clave de continuidad. Las tesis de Karl Rahner [514] pueden considerarse como punto de referencia. El teólogo alemán afirma que el ser humano es esencialmente histórico, pues mira al pasado y se proyecta al futuro (anámnesis-prognosis); sin embargo, su único acceso al futuro es a través del presente, es decir, conoce la salvación futura desde su experiencia histórico-salvífica presente. Rahner parte de la base de que Dios puede comunicar al ser humano el futuro como misterio, siendo el hombre el que recibe esta comunicación desde su realidad presente[515]. La escatología, pues, nos habla sobre la gracia y la salvación de Dios, afirmando que la redención del género humano compete al hombre en todas sus dimensiones. Para ello, Cristo es principio hermenéutico de toda afirmación escatológica, la cual siempre se tratará de una afirmación cristológica llevada a su plenitud (cf. GS 22).

Partiendo de esta base, hay una preocupación por articular esta idea del Reino y de progreso histórico de instauración de éste; es decir, cómo compaginar la realidad plena futura con el hecho de que «el Reino ya está entre vosotros» (Lc 17, 20-25). Algunos teólogos se inclinarán por una conexión dualista sin separación; mientras otros se centrarán más en una distinción monista sin confusión.

De nuevo, la propuesta de Rahner [516], basada en Calcedonia (cf. DH 302) puede ser reveladora. Afirma que la historia de la salvación acontece en la historia del mundo (hay una unidad de la historia sin confusión), pero a la vez la historia de la salvación es distinta a la del mundo (distinción sin separación). Así, constata que ambas no son idénticas, sino coextensivas, siendo sólo la vida de Jesucristo donde ambas historias han tenido identidad; así pues, la historia de la salvación interpreta la historia del mundo. Por su parte, Ellacuría [517] critica este a Rahner por ser demasiado ontológico y poco práctico. Así pues, su tesis se basará en que la salvación humana es esencialmente histórica y, en ella, se puede dar tanto la salvación como la perdición. Para él, la identificación con los pobres (cf. Mt 25) y la praxis cristiana en la cultura, la economía y la política iluminarían la mediación para la instauración del Reino. La Comisión Teológica Internacional [518], por su parte, explicita precisamente la unidad entre el progreso humano y la salvación, sin dejar de enfatizar la distinción sin confusión, ya que el Reino nunca es una obra humana, sino don de Dios. Por una parte, pues, la unidad entre historia y Reino es innegable, dado que el Reino es un proceso que se da históricamente en la liberación (redención); sin embargo, por otra, esto se da sin confusión, pues no hay una identificación plena entre progreso y Reino. Por último, Apostolicam Auctositatem 5 sintetizará esta discusión afirmando que, si bien salvación e historia son ámbitos distintos, se compenetran de un modo tal que Dios pretende reasumir en Cristo toda la creación en la nueva creatura, que se halla inconclusa en la tierra, pero de un modo pleno en la vida eterna.

Ante nuestro destino escatológico, partimos pues del hecho de que Dios ha enviado a su Hijo para salvar y no para juzgar (cf. Jn 3, 14), manifestando, así, la voluntad universal salvífica de Dios (cf. 1Tm 2, 4). Jesús, entonces, vino al mundo a anunciar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 19), de tal forma que, lejos de toda condena, muestra el rostro de un Dios misericordioso que trae la redención al género humano (cf. Rm 8, 31- 39). Hablamos de salvación no sólo como liberación de los pecados por la encarnación, muerte y resurrección del Cristo, sino también de divinización; es decir, la redención implica tanto la liberación del mal, como la plenificación del ser humano por la gracia, que alcanzará su definitividad en la vida eterna con la resurrección de los muertos.

A este respecto, la resurrección es motivo de esperanza salvífica para el ser humano: de la misma manera que Dios resucitó a Jesús de Nazaret, así también lo hará con todo aquel que crea en él (cf. 1Ts 4, 13-17), pues, tal y como afirma Pablo, negar la resurrección es negar la salvación (cf. 1Co 15). Por tanto, se espera una resurrección en el final de los días, corporal, colectiva, que toque todas y cada una de las dimensiones del ser humano [519], el cual será llevado a su perfección y a la contemplación del rostro de Dios, como expresión de la definitiva reconciliación de la creación [520].

Por tanto, la esperanza del creyente se orienta hacia Cristo, pues la vida futura consiste en la participación en su resurrección [521]; no obstante, la fe cristiana sostiene que en el momento de la resurrección de los muertos tendrá lugar el juicio de Dios por parte de Cristo, juez de vivos y muertos. En la mente del creyente este concepto guarda un cariz negativo, viviéndose con temor más que como mensaje de salvación y de esperanza como reflejan los testimonios bíblicos y de las primeras comunidades [522]. La concepción de Dios como juez la encontramos ya en el Antiguo Testamento. El verbo שפט (dominar, gobernar, juzgar) aplicado a Dios da cuenta de su intervención poderosa, creativa y partidaria en favor de Israel, de tal forma que Dios hará triunfar el bien. En el Nuevo Testamento, Cristo, tras la resurrección, es constituido juez de vivos y muertos, de tal forma que el anhelo de la parusía viene dado por la conciencia de que Él llevará a plenitud todo cuanto comenzó. Por este motivo, el juicio de Dios se aguarda con esperanza, deseando que el Señor vuelva pronto: ¡Marana tha! (1Co 16, 22).

Así pues el juicio tiene un carácter salvífico ante todo (cf. Mt 25, 31; Lc 10, 18; 2Ts 2, 8…); en él, el sujeto siempre es Dios que ha enviado a su Hijo para salvar y mostrar la verdad (cf. Jn 5, 22), y ante el cual el creyente debe mostrar confianza segura en el amor de Dios[523]. Se trata de la irrupción final de Dios en la historia, que culminará todos los actos salvíficos de ésta; de un juicio de justificación, que abarcará a toda la creación, por medio del cual se pondrá fin a toda la historia mundana. Hasta que llegue ese momento, el ser humano, con sus obras de amor a Dios y al prójimo, es decir, con su adhesión a Cristo, ya está siendo autojuzgado (cf. Jn 3, 17).

La historia es, por tanto, un proceso con un final. La parusía será la encargada de concluirla porque sólo así podrá ser consumada; por este motivo, podemos entender la parusía, en palabras de Ruiz de la Peña, como «Pascua de la Creación», ya que se trata del acto final y definitivo de la historia de la salvación que la llevará hasta la plenitud de lo que fue llamada a ser en la creación [524]. El juicio final se halla en consonancia con la voluntad salvífica universal de Dios; así, del mismo modo que Cristo redimió a la humanidad en la cruz pese al pecado de ésta, así, a la hora de la redención definitiva, Cristo salvaguardará al ser humano para llevarlo a la comunión con Dios. No obstante, como afirma Rahner [525], el juicio es abierto y no se puede afirmar la total salvación y condenación; por eso, la fe cristiana mira con esperanza en Cristo hacia este momento y, con la esperanza de saberse salvados, compromete su vida en el seguimiento de Jesús.

Así pues, a este respecto, la fe cristiana asume la salvación como una certeza del fin de la historia, mientras deja abierta la posibilidad de la condenación (la muerte eterna [526]), es decir, la negativa a la comunión con Dios, el rechazo a la oferta de salvación de Dios. Por tanto, el juicio condenatorio sólo será tal si, desde la libertad humana, no se acoge la palabra de salvación dada por Dios al hombre. En Benedictus Deus (DH 1002) queda expresado que la vida eterna es la visión de Dios, mientras la muerte eterna sería el distanciamiento total de Dios.

Consecuentemente, de esto se deduce que el infierno, como lugar de condenación, no puede ser obra de Dios (pues Éste no quiere ni crea el mal para el hombre), sino que existe por elaboración humana [527], por la libre opción de los hombres por una vida sin Dios. La gracia de Dios es incondicional, y se ofrece a toda la persona como don gratuito; sin embargo, no se impone, motivo por el cual el hombre es capaz de rechazarla. A esta situación de rechazo eterno a esta gracia de Dios es a lo que llamamos muerte eterna, infierno, condenación… Se trata, pues, de la libre negativa del hombre a aceptar la redención definitiva de Cristo y, por tanto, la comunión plena con Dios, viéndose alejado de Él y del deseo de salvación por parte de Dios para con él.

En conclusión, la voluntad salvífica de Dios ha estado presente durante toda la historia de la humanidad; sin embargo, con la redención de Cristo en la cruz, la salvación ha alcanzado su culmen revelatorio, de tal manera que el hombre pueda comenzar a experimentar ya en su vida terrena la redención definitiva que le aguarda en la vida eterna. Por consiguiente, en virtud de este deseo incondicional de salvación por parte de Dios, el hombre ya estaría salvado, pues «a pesar de todo lo negativo en la humanidad, en ella permanece algo que es capaz de ser salvado, porque es capaz de ser amado por Dios mismo» [528]; sin embargo, al ser humano compete la libre aceptación de esta redención y su consecuente adecuación existencial a ella aguardando progresivamente la vida eterna [529] en el amor al prójimo y el anuncio de la Buena Noticia. En el final de los tiempos, Cristo volverá con gloria a llevar a cabo el juicio (justificación) último, por el cual la redención será plenamente efectiva y la humanidad será totalmente salvada, siempre que acepte libremente esta salvación definitiva que le conduzca al fin para el que fue creado y redimido: la comunión plena con Dios en el Amor.

VI.III. María, primera redimida al servicio de la redención

Finalmente, un tratado sobre la redención no puede verse exento de una reflexión sobre la figura de María como aquella preservada de pecado original que, con su fiat, hizo posible la encarnación del Verbo por su concepción virginal, para vivir la plena comunión con Dios, y, con su persona, mostrar a los hombres el camino de la redención y el final soteriológico de la humanidad. Así pues, no puede desligarse la mariología de otras ramas teológicas tales como la reflexión trinitaria, la cristología, la antropología, la eclesiología o la escatología [530], sirviendo toda ella de tratado complexivo. Ella, al servicio de la redención se sitúa en el punto de partida y en el centro mismo del misterio de la salvación [531]. El Concilio Vaticano II (cf. LG VIII) instará a contemplar a su figura desde su inserción en el plan histórico salvífico de Dios, subrayando su relevancia en relación con el misterio de Cristo y de la Iglesia (cf. LG 56).

Hablar de María ha sido un tema complejo a lo largo de toda la historia, como así lo prueban los diversos concilios y la reflexión posterior [532]. La reflexión mariológica comenzó por la Sagrada Escritura, desde los testimonios neotestamentarios, en conexión con el Antiguo Testamento [533] (cf. LG 55). De esta forma, se puede afirmar que escuchar la Escritura es la condición necesaria para toda posible mariología [534], pues ella escuchó la Palabra de Dios, la acogió en su corazón, la concibió en su seno y la dio al mundo. Así pues, muchos son los textos que se usaron tipológicamente como anticipación y preparación de lo que habría de acaecer más adelante en su persona: la contraposición entre Eva y ella (cf. Gn 3, 15; Ap, 12), capaz de vencer al pecado; su concepción virginal (cf. Is 7, 14); el nacimiento de Jesús (cf. Mi 5, 1-4), etc. El Nuevo Testamento se hace eco de todo ello y servirá como base para la comprensión cristológica y mariológica, mediante genealogías en las que se resalta la figura de María (cf. Mt 1), narraciones tales como la anunciación y la visitación, que remarcan su virginidad y maternidad divinas (cf. Lc 1, 26-37; Lc 1, 39-56), así como su papel intercesor (cf. Jn 2, 1-11) y su participación en la comunidad cristiana primitiva (cf. Hch 1, 14). No obstante, hay que ser conscientes de las dificultades exegéticas que los textos presentan, especialmente en lo tocante a su historicidad; con todo, el plano teológico es claro: con ella, Dios mismo interviene en la historia para la salvación de los hombres, iniciando una nueva economía (cf. LG 55).

Por su parte, la tradición de la Iglesia ha ido clarificando y determinando las afirmaciones dogmáticas en torno a María, su virginidad, maternidad, preservación del pecado y asunción. Tales afirmaciones se derivan, en primer lugar, de la reflexión cristológica de los primeros siglos (especialmente los dos primeros atributos) [535], mientras que, en segundo lugar, los segundos resultan de una profundización en la reflexión, sin desvincularse del acontecimiento de Cristo. De esta forma, se puede afirmar que los dogmas marianos, más allá de sí, apuntan hacia el misterio insondable del Dios Trino [536].

Los textos bíblicos coinciden en la concepción virginal de Jesús. Durante los tres primeros siglos, la virginidad de María era parte ineludible de toda la cristología, era una confesión fundamental para afirmar la divinidad del Hijo [537], pues la salvación no puede venir de obras humanas, sino de Dios, por obra y gracia del Espíritu Santo. Será en el Concilio de Constantinopla II (553 d.C.) [538] cuando se acuñe la expresión «siempre virgen» (ειπαρθένος), es decir, antes, durante y después del parto (DH 427), tanto desde su sentido literal (sin conocer varón), como espiritual (desde el amor y la fe). El CVII remarcará la virginidad ante todo, como obediencia y fidelidad incondicionada a la revelación, lo que hace de María virgen un terreno plenamente dispuesto para la actuación de Dios, sirviendo con diligencia al misterio de la redención y cooperando a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres (cf. LG 56b).

María es, pues, la Madre de Dios (Θεοτόκος), expresión que nunca aparece como tal en el Nuevo Testamento. Su referencia a ella gira más bien en torno a términos tales como «madre de Jesús» (cf. Jn 2, 1-5; Hch 1, 14), «madre del Señor» (cf. Lc 1, 43), «su madre» (cf. Mt 2, 11-13), etc. La aquilatación de esta nomenclatura se dará en el Concilio de Éfeso (431 d.C.) [539] para responder a la polémica generada por Nestorio y su concepción de María no como Madre de Dios, sino como Madre de Cristo (Χριστοτόκος), el hombre en que reside la divinidad, incurriendo así en una herejía dicotómica de la persona de Jesús. El concilio defenderá la unicidad de Cristo; de esta manera, denomina a María «Madre de Dios» (DH 251) en virtud de la comunicación de idiomas, para mantener la unidad de Cristo Dios y hombre. Otros concilios confirmarán esta doctrina, como el Concilio de Calcedonia (451 d.C.; DH 301) hasta el Concilio Vaticano II (cf. LG 53).

La inmaculada concepción de María supone la preservación y liberación de cualquier pecado personal en ella, así como una santidad sublime. En la Sagrada Escritura, no se encuentran datos que afirmen esta doctrina de modo directo e inequívoco, sino sólo referencias (cf. Lc 1, 28); estamos, pues, ante una maduración de la reflexión mariológica fruto de los dogmas ya proclamados. Durante los primeros siglos, tal afirmación se encontraba implícita, siendo María la santa y pura, en contraposición con Eva. En la Edad Media se pondrá en duda, teniendo en cuenta el alcance de la redención: si María no tenía pecado, no necesitaba ser salvada, por tanto, la redención no era universal; entonces, Duns Escoto hablará de «pre-redención» por su preservación de toda mancha de pecado [540]. Finalmente, Pio IX, en su bula Inefabilis Deus (1854 d.C.), definirá el dogma de la Inmaculada Concepción de María por los méritos de Cristo, siguiendo la estela de dicho teólogo medieval (DH 2803). Así pues, más que la liberación del pecado, se acentúa la santidad de María, cuya salvación y redención no es anterior o independiente de Cristo, pues, por Él, también fue salvada su madre (cf. LG 53).

Con respecto a su asunción al cielo, tampoco encontramos ningún texto que apoye este hecho, sino que estamos ante una tradición que hunde sus raíces en la imposibilidad de morir de María, por su preservación de todo pecado (cuya última consecuencia es la muerte) y por su especial unión a Cristo, que hace que María participe plenamente de la salvación y victoria de Jesús sobre el mal. Desde los primeros siglos se mantuvo esta tradición, si bien no fue hasta 1950 que la Iglesia Católica, bajo el pontificado de Pio XII, definió en la bula Munificentissimus Deus el dogma de la Asunción (DH 3092). De este modo, la Asunción se convierte en la consumación escatológica de toda su persona, anticipación de la redención total [541].

Con todo, el misterio de la asunción, junto al conjunto de todos los dogmas marianos, pasa a ser signo del destino escatológico de esperanza y consuelo para los hombres [542] (cf. LG 68). Como el Padre actuó en María por obra del Espíritu Santo para ser la madre del Hijo, así actuará con aquellos que no se cierran a su misericordia. Por consiguiente, María antecede al pueblo de Dios como la primera redimida, servidora de la redención, que intercede ante los hombres, para la redención de toda la humanidad; esto conlleva un gran componente antropológico-teológico para los creyentes. Por todo ello, podemos afirmar que María, sobre quien actúa el Dios Uno y Trino, es alcanzada por la gracia para colaborar junto a la trinidad económica en la historia de la salvación de los hombres, dando a luz al Redentor del mundo (cf. LG 61).

Conclusión: la Redención

La categoría de redención es un concepto de especial relevancia para la fe cristiana, que abarca, por tanto, todos los ámbitos de la reflexión teológica. Así se ha intentado mostrar a lo largo del presente trabajo, siguiendo el esquema que ya se presentaba en la introducción del mismo: revelación – Dios Uno y Trino revelado en Cristo – creación – Iglesia – moral cristiana – escatología.

Así pues, la voluntad salvífica de Dios para con su creación siempre ha estado presente a lo largo de la historia con el fin de llevarla hacia la comunión con su Creador, de tal modo que Dios, en su reveladora autocomunicación al ser humano, siempre ha garantizado en su obrar histórico los medios necesarios para que los hombres pudieran conocer dicho plan soteriológico divino, siendo la encarnación, muerte y resurrección de Cristo el momento culmen de revelación efectiva de la redención del género humano. No obstante, por el mismo dinamismo histórico que la revelación conlleva, la redención ha estado como germen actuante ya en los propios actos salvíficos en favor de Israel, así como en la Palabra de Dios, que la misma Tradición se encargará de custodiar y acercar a la humanidad entera, ofreciendo así continuamente la redención definitiva, ofrecida plenamente por Dios en el Hijo, de modo que ya comenzamos a disfrutarla y un día seamos totalmente partícipes de ella. La redención es, pues, la autocomunicación amorosa del Dios Uno y Trino al hombre.

La redención es el perdón de los pecados. Así consta en el testimonio bíblico y así lo mantenemos, pues, en su Pasión, el Hijo de Dios carga con ellos ofreciéndose como víctima expiatoria para la liberación. Desde esta definición podemos afirmar que toda la teología cristiana es teología de salvación: Dios salva a los seres humanos en Jesucristo, de tal forma que todo el misterio de la existencia de Jesús puede ser leído en clave soteriológica. Así pues, no se trata únicamente de que Jesús nos salva a través de gestos y palabras, ni de que anuncie la salvación y la prometa, sino de que Él mismo es salvación. Por consiguiente, toda la vida de Jesús es salvífica: «el envío del Hijo por el Padre y su encarnación se orientan a la salvación del mundo [543]» Toda su vida es pro-existente y redentora en torno a la irrupción del Reino [544], que conlleva un claro tono salvífico, de buena noticia de la llegada de la misericordia y la salvación de Dios, especialmente a los más pobres (cf. Lc 4, 16). Si hablamos en clave trinitaria: Dios, el Padre, salva mediante el Hijo, y es por el Espíritu Santo que nos mantenemos en la vida salvada y participamos de ella [545]. Por consiguiente, no es posible entender la salvación sin la revelación plena de Jesucristo y la redención definitiva que Él trae a la humanidad.

Ahora bien, la vida de Jesús se condensa en el perdón de los pecados a través de su muerte redentora. El que podía vencer al pecado lo hizo pasando por el trance que nos alcanza a nosotros de una manera sustitutoria: a favor y en lugar nuestro. El sacrificio de Cristo se funde con su Misterio Pascual, como sacrificio de acción de gracias fruto de la iniciativa amorosa de Dios para el perdón de los pecados, la liberación y a la preservación de ellos. Él es el verdadero cordero pascual que nos salva de los castigos debidos a los pecados, y nos introduce en la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). La redención es, pues, la salvación ofrecida por Dios en Cristo.

Los cristianos, desde la satisfacción [546], estamos llamados a un amor que responde a ese amor incondicional y misericordioso de Dios para con todos los hombres. De este modo, podemos afirmar que la redención afecta universalmente a toda la humanidad en todos sus ámbitos de existencia. Por tanto, por la misma concepción de pecado, no podemos reducir, pues, la redención, solamente a un acto individualista de alcance personalista. Dado que el pecado afecta a la ruptura de relaciones con uno mismo, con los demás, con la creación y, por ende, con Dios, alejándonos de la vida plena con Él, la redención debe ser garante de la restitución de todas estas relaciones como modo de hacer presente ya en la Tierra el Reino de Dios y, en último término, llegar a la comunión plena y definitiva con Él.

Así pues, antropológicamente, desde una perspectiva individual, podemos afirmar que la redención guarda una dimensión personal: Dios murió por mí, para salvarme del pecado y de la muerte. Cristo es revelador e iluminador, nos da a conocer a Dios y su voluntad salvífica [547]. Es justicia de Dios, por quien obtenemos la justificación y nos vemos capacitados para las buenas obras. Es divinizador, por medio del cual obtenemos la filiación divina. Es vencedor y redentor, por quien el pecado y su fuerza se ve eliminado, poniendo de relieve la sobreabundancia de la redención (cf. Sal 129), reconciliando de esta manera a los hombres con Dios [548]. Cristo lleva a cabo un sacrificio de alabanza a Dios de una vez para siempre (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 12), estableciendo una nueva alianza (cf. Hb 9, 15), desde la categoría de expiación como intercesor único entre Dios y los hombres (cf. Hb 5, 7-10) para el perdón de los pecados conforme a la promesa de Dios [549]. La redención conlleva, pues, la libre comunicación personal entre Dios y la persona individual, de tal manera que dicha relación queda restituida para que el hombre la acoja y viva conforme a ella y, desde ella, puedan redimirse, a su vez, el resto de sus ámbitos vitales. La redención es, pues, la restitución de nuestra condición divina.

Asimismo, desde una perspectiva cosmológica, aguardamos la redención de toda la creación, que, del mismo modo, se haya corrompida por su limitación e imperfección. Cristo resucitado mostró la plenitud de la condición creatural, de modo que aguardemos una nueva creación: unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Ap 21,1; Is 65,17), que ya están siendo transformados actualmente por la gracia de Dios actuante en ellos, y a través de los hombres. Queda, pues, claro que, cuanto más se corrompe lo creado por el poder del pecado, más actúa la gracia, el amor sobreabundante de Dios hacia la criatura, para sanarla, librarla y redimirla del mal, para conducirla a una nueva creación [550]. De esta manera, la redención de Cristo, junto con la colaboración de los hombres que asumen y viven dicha redención, traerá consigo el restablecimiento de las relaciones con la creación, perdidas por el pecado, y la consecuente comunión plena con Dios. La redención es, pues, la restitución del orden de la creación.

De igual modo, desde una perspectiva eclesial, comunitaria, la redención no puede ser vista únicamente desde la perspectiva personal-soteriológica, sino que también guarda una dimensión social-escatológica; por consiguiente, la redención supone una restauración de las relaciones entre las personas. La vida como redimidos no nos lleva únicamente a una comunión con Dios en el final de los días, sino que, a través de nuestro comportamiento coherente y consecuente, tiene lugar ya en el espacio y tiempo del presente, para que, de dicha experiencia, comiencen a brotar los frutos del Reino, de modo que, siendo testigos y signos de la redención, ésta se haga efectiva en el mundo en la comunión fraterna entre los hombres. En Jesucristo se asienta toda la ética cristiana [551], y sólo bajo esta concepción se eliminarán todas las estructuras de pecado que amenazan a la humanidad e impiden la realización de la plena voluntad salvífica de Dios. Así pues, es en Cristo en quien se realiza la congregación definitiva de la humanidad bajo un nuevo pueblo que le acepta como el Salvador y Redentor, al que posteriormente se denominará Iglesia, o sea, el espacio en el que comenzar a vivir la redención experimentada por el creyente como comunidad fraterna de los hijos de Dios hasta la consumación definitiva en la que las relaciones humanas quedarán totalmente restablecidas. Por consiguiente, se puede afirmar que la gracia, recibida de modo especial en los sacramentos, nos llama a la participación en la vida intratrinitaria, a la incorporación en la relación que Cristo tiene con el Padre por el Espíritu Santo y, así comenzar a pregustar la redención plena, la comunión con Dios. La redención es, pues, la restitución de la fraternidad humana.

Por todo ello, la reflexión sobre la soteriología no puede desvincularse de la cristología, en cuanto que la identidad y constitución ontológica de Cristo dan cuenta de la salvación querida por el Dios Uno y Trino. En el centro de toda la creación se halla el ser humano, creado a su imagen y semejanza, para la comunión con la totalidad de la creación [552], incapaz, sin embargo, de obtenerla por sí mismo, sino como don de Dios en Cristo, mediante el Espíritu, para superar, por el sacrificio redentor del Hijo, dicha condición pecadora. Así pues, se necesita la gracia para la salvación, para restaurar su naturaleza creada, trastocada por el pecado, y transformarla, de manera que se obre el bien desde la vivencia de la redención en la existencia a través de las virtudes; para ello, hay que mostrarse dispuesto a la libre recepción de ésta para dicha perfección de la condición humana por la filiación en Cristo Jesús [553], mediante los dones de la fe, la esperanza y la caridad. Por ellos, respondemos a la acogida del don redentor en la propia vida y, así, comenzamos una nueva relación fraternal y cosmológica que dé cuentas de esta redención que ya está aconteciendo, y nos conduce a la comunión plena con Dios. La redención es, pues, la oferta de una vivencia en la gracia.

La salvación, pues, sería la realización escatológica de esta plena comunión, que acontece en la historia de manera definitiva por la redención de Cristo, la cual el hombre debe asumir libremente para su justificación. «Para Jesús, el tiempo de la salvación se manifiesta, realiza y actualiza ya ahora» [554]; por tanto, tampoco puede desvincularse de la historia de los hombres, pues la historia de la salvación es coexistente con la historia entera de la humanidad para salvarla [555], así como de toda la creación. No obstante, somos conscientes de que, pese a esta plenitud acaecida en la cruz, el ser humano no goza todavía de la redención definitiva, la cual sólo será posible tras la parusía, momento en el cual todo será recapitulado por Cristo en el Padre. Hasta entonces, el Espíritu Santo actúa incesantemente en la historia para conducirla progresivamente, desde la acogida y libertad humana, hacia dicha comunión, por la redención, entre todos los hombres y la totalidad de la creación. La redención es, pues, la comunión plena y definitiva con Dios.

En conclusión, «la iniciativa divina de un movimiento de amor hacia la humanidad pecadora es una característica constante del comportamiento de Dios con respecto a nosotros, y es el presupuesto fundamental de la doctrina de la redención» [556]. Desde la muerte y resurrección de Cristo, la humanidad ha hallado la redención de los pecados y de la muerte, y empieza a recibirla en esta vida con el auxilio del Espíritu Santo, que le conduce hacia la salvación querida por Dios. Dado que el ser humano es parte de una creación imperfecta y corruptible por el mal, dicha redención no puede ser plena en su historia hasta la venida definitiva del Hijo con gloria. En ese momento, si el hombre, en su libertad, acoge la última gracia y la divina misericordia de Dios, participará plenamente de la redención en una Nueva Creación donde reinará la justicia, la paz y la fraternidad entre las criaturas. Así pues, «la imagen de Dios en el ser humano nunca ha sido totalmente destruida. Los hombres nunca han sido abandonados por Dios, quien, en su amor redentor, pretende un destino de gloria para el ser humano y la creación» [557]. Hasta entonces, la persona redimida debe esforzarse en acoger el don gratuito de Dios, para, así, por sus actos, como parte del Pueblo de Dios, configurarse progresivamente con Cristo, en filiación divina con el Padre, e, imbuido de Espíritu Santo, comenzar a hacer presente ya en la Tierra, en su vida, el Reino de Dios, que le conducirá a la comunión plena con el Creador, meta de su plan salvífico, y objetivo efectivo de la redención.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

468    Vid. Capítulo V, pág. 72-77.

469    Vid. Capítulo III, pág. 46-51.

470    Vid. Capítulo II, pág. 20-26 y 31-32.

471    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 726-727.

472    Cf. Juan Alfaro, Cristología y antropología (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1973), 415-420.

473    Cf. Ibíd., 420-428.

474    Cf. Juan Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre (Barcelona: Herder, 1972), 141-142.

475    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 721.

476    Cf. Olegario González de Cardedal, La palabra y la paz, 1975-2000 (Madrid: PPC, 2000), 250.

477    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 732-733.

478    Cf. Ibíd., 718-719.

479    Cf. Ibíd., 724.

480    Cf. Alfaro, Cristología y antropología, 449.

481    Cf. Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe (Salamanca: Sígueme, 2004), 71.

482    Cf. Alfaro, Cristología y antropología, 444-445.

483    Cf. Juan Alfaro, “Persona y gracia”, Selecciones de teología, Vol. 2.5, (enero-marzo 1963): 3-10.

484    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Una aproximación antropológica a la teología de la ternura”, en Teología y Nueva Evangelización, ed. Gabino Uríbarri Bilbao (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2005), 252- 330.

485    Cf. Hans Urs von Balthasar, Gloria I (Madrid: Encuentro,1985), 224.

486    Cf. González de Cardedal, La palabra y la paz, 1975-2000, 250.

487    Sobre restauración imagen y semejanza, víd. Capítulo III, pág. 44-46.

488    Cf. Luis F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 290-295.

489    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 744-745.

490    Sobre la perijóresis, vid. Capítulo II, pág. 38.

491    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “La existencia cristiana en la fe, esperanza y amor”, en Dios y el hombre en Cristo. Homenaje a Olegario González de Cardedal, dir. Ángel Cordovilla Pérez, José Manuel Sánchez Caro, y Santiago del Cura Elena, (Salamanca: Sígueme, 2005), 579-580.

492    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 747.

493    Víd. Capítulo IV, pág. 65.

494    Cf. Gabino Uríbarri, “Escatología ecológica y escatología cristiana”, Miscelánea Comillas 54 (1996): 297- 316.

495    Cf. Uríbarri, “Habitar en el tiempo escatológico”, en Fundamentos de teología sistemática, ed. Ibíd., (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2003), 254-260.

496    Sobre la creación, vid. Capítulo III, pág. 24-26.

497    Karl Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas” en Escritos de teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 422.

498    Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, 125-137.

499    Cf. Juan José Tamayo, “Escatología cristiana”, en Conceptos fundamentales del cristianismo, ed. Casiano Floristán, y Juan José Tamayo, (Madrid: Trotta, 1993), 377-389.

500    Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, 141-148.

501    Wolfhart Pannenberg, Teología sistemática, Vol. 2, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 1996), 159.

502    Juan L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la Creación (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996), 114.

503    Otros autores intentarán también reflexionar sobre la escatología desde una óptica diferente; sin embargo, se ha obviado su desarrollo en este trabajo por la problemática, crítica e inadecuación a la ortodoxia que suponen sus teorías. Hablamos de teólogos tales como Schweitzer, Weiss y Werner (escatología consecuente); Dodd (escatología realizada); Bultmann (escatología existencial); o Käsemann (representante de la escatología del New Quest).

504    Cf. Juan L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana (Santander: Sal Terrae, 1986), 105- 150.

505    Sobre la resurrección, vid. Capítulo II, pág. 24-26.

506    Cf. Karl Rahner, Escritos de Teología III (Madrid: Taurus, 1967), 56-68.

507    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Escatología”, en La lógica de la fe, 651-654.

508    Cf. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 98-100.

509    Cf. Uríbarri, “habitar en el tiempo escatológico”, 260-267.

510    Vid. Capítulo V, pág. 72 y ss.

511    Cf, Juan L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión (Santander: Sal Terrae, 1986), 55-68.

512    Cf. Andrés Tornos, Escatología II (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1991), 63.

513    Cf. Medard Kehl, Escatología (Salamanca: Sígueme, 1992), 170-172.

514    Cf. Karl Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”, en Escritos de teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 373-400.

515    Sobre la autocomunicación de Dios, vid. Capítulo I, pág. 10-12.

516    Cf. Karl Rahner, “Historia del mundo. Historia de la Salvación”, en Escritos de Teología V (Madrid: Taurus, 1964), 115-134.

517    Cf. Ignacio Ellacuría, “Historicidad de la salvación”, Revista Latinoamericana de Teología 1 (1984): 5- 45.

518    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Promoción humana y salvación cristiana”, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 65-87.

519    Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 167-174

520    Cf. Kehl, Escatología, 228-230.

521    Cf. Ibíd., 149-180.

522    Cf. Gabino Uríbarri, “Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos”, Sal Terrae (junio, 1998): 453-463.

523    Cf. Martínez-Gayol, “Escatología”, 663.

524    Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 139.

525    Cf. Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”, 373-400.

526    Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 225-240.

527    Cf. Ibíd., 235-236.

528    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 455.

529    Cf. Martínez-Gayol, “Escatología”, 700.

530    Joseph Ratzinger, «Consideraciones sobre el puesto de la mariología y la piedad mariana en el conjunto de la fe y la teología», en Joseph Ratzinger y Hans Urs von Balthasar, María, Iglesia naciente (Madrid: Encuentro, 2006), 13-27

531    Bruno Forte, María, la mujer icono del misterio (Salamanca: Sígueme, 1993), 41.

532    Bernard Sesboüé, «La Virgen María», en Historia de los dogmas III, los signos de la salvación, ed. Henri Bourgeois, Bernard Sesboüé, y Paul Thion (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1996), 429-430.

533    Karl-Heinz Menke, María en la historia de Israel y en la fe de la Iglesia (Salamanca: Sígueme, 2007), 17-21.

534    Forte, 49.

535    Vid. Capítulo II, pág. 28-29.

536    Pedro Rodríguez Panizo, “María en el dogma”, Sal Terrae 98 (2010): 883-893.

537    Sesboüé, «La Virgen María», 434.

538    Víd. Capítulo II, pág. 29.

539    Víd. Capítulo II, pág. 28.

540    Ibíd., 449-453.

541    Ibíd., 461.

542    Forte, 145.

543    Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 441.

544    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 446.

545    Cf. Olegario González de Cardedal, Cristología, 295.

546    Cf. José Ignacio González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, 497-499.

547    Cf. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, Ensayo sobre la redención y la salvación, 135-406.

548    Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 434-448.

549    Cf. Vanhoye, La lettre aux hébreux. Jésus-Christ, médiateur d’une nouvelle alliance, 179-194.

550    Cf. Luis Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 267-276 y 281-282.

551    Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III, 828.

552    Cf. Pannenberg, 428.

553    Cf. Ladaria, 231-266.

554    Walter Kasper, Jesús, el Cristo, 105.

555    Cf. Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 177.

556    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 410.

557    Íbid., 408.

Carlos Diego Gutiérrez

V.   Actuar conforme a la redención

Los creyentes no se encuentran ajenos a la realidad que les rodea, sino que, de igual modo que el Logos se encarnó en el mundo, y pasó por él con gestos y palabras, éstos también llevan a cabo acciones que se insertan dentro de una sociedad. Así, el Misterio, que se les ha revelado en relación amorosa como Padre, Hijo y Espíritu para darles a conocer su plan de salvación [381], sirve para ellos como modelo de actuación en sus vidas, de tal forma que, sintiendo la presencia vivificadora del Resucitado, den razón de su fe a través de su comportamiento ético.

Conscientes de que la realidad del pecado encuentra su lugar en el mundo, los miembros del Pueblo de Dios, sintiéndose tales por el bautismo, y regenerados continuamente por la gracia conferida por los sacramentos en la Iglesia [382], viven en comunidad (koinonia) para anunciar (martyria) y celebrar (leitourgia) la nueva vida en Cristo desde un servicio (diakonia) a la sociedad, que manifieste al mundo su condición de redimidos [383]. Por tanto, el cristiano, que se sabe justificado, es lanzado a la creación con el fin libre y responsable de mantenerla y cuidarla, para vivir en consonancia a la fe en el Evangelio y llevar al mundo el Reino de Dios proclamado por Jesús de Nazaret.

Por consiguiente, el creyente en Jesucristo como Salvador, sabiéndose hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza (condición restaurada por la Redención de Cristo en la cruz) [384], basa su obrar en el modo de actuar salvífico de Jesús de Nazaret. Tal es así que la vida cristiana no puede verse desligada del comportamiento ético que ella comporta y que se orienta, sobre todo, a la salvación del hombre. Así pues, en virtud de su racionalidad, voluntad y conciencia, debe basar su vida en la consecución del bien y la verdad, que se plasman en la búsqueda de la justicia, la solidaridad y la paz en el mundo. De esta manera, el Amor de Dios, revelado plenamente en la Redención por la Cruz y manifestado totalmente en la Resurrección de Cristo, orienta toda su existencia de modo que sean testimonio alegre de una vida acorde a su condición de redimidos. Así, mediante ellos, están llamados a llevar al mundo la salvación definitiva del género humano prometida por Dios a todos los hombres para que gocen de la dignidad que Él les confiere.

V.I. La moral fundada en la redención

Partimos de la base de que el cristianismo no es una religión moral, sino que su fe consiste en aceptar a Jesús como revelación definitiva, como el Kyrios, el Cristo, para celebrarlo en la Iglesia mediante signos de fe y anunciar su Buena Nueva; sin embargo, le corresponde el compromiso ético en coherencia con esta fe que profesan, pues «la moral es la mediación práxica de la fe» [385]. Por este motivo, en la reflexión teológico-moral, podemos hablar de una teonomía participada, por la cual la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y providencia de Dios. Con esto se afirma que la vida moral, que surge de la actitud obediente a Dios no puede ser heterónoma y extrínseca, sino que supone la participación de la razón y la voluntad humanas, de su libertad para asumir, por la fe, el mandato divino, de tal forma que tampoco puede considerarse autónoma como para autofundamentar la moral exclusivamente en la propia iniciativa del hombre [386].

No obstante, también se ha hablado de una autonomía teónoma [387], en la que Dios se comprende como la base y principio de la moral humana y sus valores. Es, por consiguiente, manifestación de la normativa divina con el hombre, que, de ningún modo, anula la autonomía del ser humano, sino que la hace posible y la fundamenta en la revelación de Dios en Cristo, quien, con su vida proexistente, en obediencia al Padre [388], orientó sus actos humanos hacia Él para anunciar el Reino [389] y cumplir con la voluntad salvífica de Dios por la redención en la cruz. No obstante, el problema de este paradigma reside en la disociación que se puede hacer entre la fe (lo trascendental) y el comportamiento propio moral (en sus formas concretas), no tanto por un exceso de razón, sino por un mal uso de ella. Por ello, en aras de prevenir dicha autosuficiencia, surge la ya mencionada teonomía participada [390]. Ésta afirma la existencia de una racionalidad y voluntad divinas que encuentran su fundamento en Dios, que el hombre adquiere por participación. Por consiguiente, la moral tendría su origen en Dios, quien nos da la capacidad de poder participar en su gobierno; no sería pues la razón humana la que origine la moralidad. Ahora bien, en virtud de esta participación, tampoco nos encontraríamos ante una heteronomía, contraria a la libertad y determinación humanas, que contradiría la propia lógica de la Encarnación redentora (cf. VS 41).

Por tanto, la moral cristiana está firmemente enraizada en el misterio de Dios y, concretamente, centrada en Cristo, pues el obrar moral del cristiano y su realización consisten en la fe y el seguimiento de Cristo [391], valor supremo y realización última de todas sus aspiraciones (cf. GS 21), para alcanzar nuestro ascenso a Dios [392]. Cristo es, entonces, referencia ineludible para la vida del creyente y su actuar responsable en el mundo como creatura justificada [393]; con esto, se pretende afirmar que la moral cristiana consiste, a su vez, en configurar radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección (cf. VS 21). Hablamos, pues, de un cristocentrismo [394] que se expresa mediante la categoría de seguimiento y configuración, que hemos ido tratando en el conjunto de este trabajo [395], para hacer al cristiano totalmente partícipe de la comunión plena con Dios, de la Redención. Así, la adhesión a la persona del Verbo encarnado, en su vida y su destino, se convierte en el fundamento de toda moral cristiana, de tal forma que no se trata de una imitación, sino de transformación interior hacia Dios, como conversión en consonancia con toda la vivencia cristiana de la fe [396].

Así pues, a través de esta categoría del seguimiento [397], toda la comunidad creyente, como Iglesia, orienta su vida ética desde el anuncio del Reino de Dios [398], que Jesús realizó y culminó con su muerte redentora y su resurrección, el cual ya ha irrumpido y está en crecimiento (cf. Mc 4, 30-32) hasta su manifestación definitiva. Los cristianos, por su parte, están llamados a ser signos y testigos de estos valores del Reino [399] (valor absoluto de la persona humana, preferencia por los débiles, etc.), que se traducen en radicalidad (comunión de vida con Jesús) y la búsqueda de la perfección (orientada al bien absoluto).

En este sentido, es evidente que no se puede desvincular la moral cristiana de la fe, pues no tiene sentido que ésta no comporte decisiones éticas. Para el creyente, el sentido moral ha de nacer de una profunda experiencia religiosa que le conecta con el mundo para vivir en él coherentemente a la luz del Evangelio y la experiencia humana (cf. GS 46).

La Teología Moral es, al fin y al cabo, una reflexión sobre la libertad [400], en el comportamiento humano, es decir, en el desarrollo de los actos de las personas en este mundo. Por tanto, la libertad es una propiedad esencial humana [401], un don de Dios que se le ofrece (pues el hombre es libre), y que forma parte de su condición. Rahner [402] hablará de libertad ontológica por la que el hombre se hace a sí mismo, o sea, la propia existencia humana finita; y, por otra parte, también encontramos una libertad práctica (o moral), como un don que se tiene que realizar en una existencia, condicionada por el pecado, a través de la deliberación (el discernimiento), la decisión (el optar por algo) y la responsabilidad (como obligación moral de responder a estas decisiones) [403]. La Teología Moral se centraría, entonces, en esta última libertad a la luz del misterio de Dios, revelado en Jesucristo, que supone la historia de la salvación [404].

Por consiguiente, los actos morales requieren una libertad, con independencia de condicionantes externos, es decir, que no se encuentre predeterminada, si bien es verdad que podemos encontrar algunos tales como: la cultura, la historia, la educación, etc [405]. Ahora bien, a la hora de hablar de la libertad, no podemos dejar de lado la categoría de «opción fundamental» [406] como aquella que constituye la expresión de un modo de entender al ser humano (y la moral) y de concebir la base de todas sus decisiones morales. Se trata de la respuesta moral que el ser humano da al hecho mismo de existir [407], la postura que el individuo adopta ante su existencia en libertad. En términos cristianos [408], sería el interrogante personal al modo de vida en el seguimiento de Cristo para crecer según el plan que Dios tiene para cada uno, con el fin de alcanzar la felicidad. Por tanto, la aceptación de la llamada a vivir en comunión con Dios y asumir la redención de Cristo es ya, de por sí, una opción fundamental para la realización personal, que se lleva a cabo por la conversión.

La concreción de esta libertad basada en una opción fundamental se da en los actos que, por tanto, responden a unos valores morales y se desarrollan en situaciones y tiempos concretos por personas determinadas. De ahí la importancia concedida a las acciones y a su valoración, para la cual la tradición se ha servido de tres elementos [409]: objeto, o resultado concreto del acto (finis operis), que se traduce en la concreción última de una decisión); el fin, o la intención con la cual se lleva a cabo el acto (finis operantis) y las circunstancias, o mediaciones y contextos en los que se realizan.

En definitiva, la libertad como don de Dios constituye al hombre para que despliegue su existencia en el mundo y pueda manifestar su condición de imagen de Dios [410] (cf. GS 17), ya restaurada por la Redención. Por esta libertad, pues, se está llamado a vivir desde la responsabilidad y la coherencia a una opción fundamental fundada en la experiencia del infinito amor redentor de Dios, de tal forma que los actos que lleve a cabo estén orientados a la consecución del bien y sean, a su vez, signos y testigos de la redención por medio de su comportamiento moral.

Ahora bien, a la hora de orientar sus actos, el creyente cuenta con su conciencia, es decir, con la voz de Dios a través de la naturaleza del hombre [411], en cuanto creada por Él, a través de su racionalidad, que le confiere su dignidad. Por tanto, la conciencia acaba siendo un diálogo entre la persona y Dios, que atañe a la totalidad del individuo y le conduce a la redención de Cristo [412], pues el hombre es responsable de su propia salvación [413], en cuanto que de él depende aceptarla y obrar en consecuencia. De esta manera, se afirma que la conciencia es norma subjetiva de moralidad [414], pues obliga y compromete a la persona, siendo así que, en la obediencia a esa norma, el ser humano se juega su dignidad y por ella será juzgado (cf. GS 16), y, a su vez, se halla en el corazón del hombre, donde éste la descubre (cf. GS 16), pues Dios la ha depositado en su interior; así pues, es Palabra dada por Dios, revelación hecha al hombre para que éste la descubra y, por sus actos, llegue a la salvación y se consume en él la redención de Cristo.

Como ya hemos apuntado, el acto moral presupone la búsqueda del bien[415]. A este respecto, la conciencia es la norma de moralidad por donde pasan todas las valoraciones morales de las acciones humanas, sin que por ello se afirme su autonomía como para crear una moralidad propia [416]; se trata, al fin y al cabo, de una mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona, «que debe amar y practicar el bien, y que debe evitar el mal» (cf. GS 16). Por tanto, «la conciencia es el acto de inteligencia de la persona que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar, así, un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora» (VS 32).

Asimismo, la conciencia, por ser fundamento de la dignidad humana, debe ser formada y cuidada de acuerdo con esa dignidad [417], de manera que pueda perseguir el bien en el desempeño de su moralidad. No obstante, para que la actuación de la conciencia sea perfecta, debe obrar, en primer lugar, con rectitud, de manera coherente con esa voz de Dios que encuentra en su interior; en segundo, con verdad, persiguiendo y adecuándose en su comportamiento a la verdad objetiva, la cual debe buscar para actuar en consecuencia; y tercero, con certeza, y no de manera dudosa [418].

Así pues, como ya hemos mencionado, será mediante el discernimiento que la conciencia encuentra su modo de obrar conforme a la voluntad de Dios, la cual debe esforzarse en buscar. Así, conformará su actuar en el mundo, en conciencia, con el plan salvífico de Dios y su comportamiento, con la acción redentora de Cristo. De esta manera, el ser humano, en la búsqueda constante del bien para dirigir sus actos hacia este fin, llevará una vida en consonancia a su aceptación libre de la Redención y salvación ofrecidas por el Padre en Cristo, que, por el Espíritu Santo, le llevará a la comunión con Dios y a obrar en consecuencia.

Ahora bien, en el modo de actuar de las personas, éstas, por la propia condición pecadora del hombre, no siempre se orientan responsablemente hacia este bien al que están llamados, sino que obran el mal, es decir, pecan [419]. A la hora de hablar de pecado, pues, no podemos reducirlo a una realidad meramente subjetiva, en la que sólo interviene el individuo y su conciencia, sino que éste tiene también una dimensión objetiva, que afecta al ser humano en todas sus relaciones. El pecado es «una co-determinación de la propia libertad finita por la culpa ajena» [420]; en este sentido hablamos de pecado estructural [421], es decir, en la presencia del mal en estructuras que conforman el mundo y la sociedad. Así pues, podemos hablar tanto de pecado personal, como colectivo (mysterion iniquitatis) [422].

No obstante, el pecado, aun siendo tema central de la fe [423], no tiene la última palabra, sino que donde éste abunda, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20) [424], el amor de un Dios revelado a los hombres como un Padre misericordioso, un Hijo Redentor y un Espíritu transformador. Por su entrega redentora en la cruz, Jesucristo, asumiendo por su encarnación la condición humana, carga con todo el pecado de los hombres, lo vence por su resurrección, y trae a los hombres la justificación para que vivan en comunidad, en medio del mundo, la salvación prometida por Dios y lleguen a la comunión con Él, como el culmen de su plenitud y del don amoroso de Dios (mysterion pietatis) [425].

Cuando hablamos de pecado, la reflexión teológica, a lo largo de la historia, ha distinguido entre pecados mortales (o graves), y veniales (o leves) [426], dependiendo de si tratan de describir su gravedad moral o los efectos de éstos en el hombre [427]. Los primeros se consideran como aquellos que destruyen la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios, rompiendo la comunión con Él y causando un distanciamiento con la fuente del amor (cf. CEC 1855); los segundos, por su parte, serían aquellos que, sin romper la alianza con Dios, debilitan la caridad impidiendo el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes (cf. CEC 1863).

Afirmamos con Bernard Häring que «ni la encarnación, ni las obras, ni la pasión ni la glorificación de Cristo pueden comprenderse sino relacionadas con el pecado» [428]. Por tanto, en el centro de toda esta reflexión moral debe situarse la redentora misericordia de Dios, pues, mientras el pecador no se halle firmemente con la intención de rechazar manifiestamente a Dios, y mientras mantenga abierta la opción al arrepentimiento, conversión y reconciliación, siempre le será posible acoger la oferta redentora y salvífica de Cristo [429]. Es por ello por lo que la denuncia que la Iglesia hace del pecado es en virtud de su dimensión profética de dar a conocer al hombre la plenitud a la que están llamados en Cristo (cf. 2P 3, 11-15). Por consiguiente, más que centrarse en disquisiciones y precisiones terminológicas, se ha de poner el foco, con benignidad pastoral, en lo fundamental del mensaje cristiano y su Buena Noticia: el perdón de los pecados por la redención en Cristo [430], como la salvación ofrecida misericordiosamente de un Dios que «no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva» (Ez 33, 11).

V.II. La moral protectora de una vida redimida

Los actos humanos, en cuanto tal, afectan a la propia persona y a su vida en sus múltiples dimensiones: personales y sociales. La moral cristiana, por su enraizamiento en el amor divino para conformarse con él, pretende ser reflejo de la voluntad de Dios para que las personas lleguen a la plenitud de su filiación divina y gocen de una existencia redimida. Así pues, para tal fin, irá encaminada a proteger los valores evangélicos y la dignidad de la persona en todo lo referente a las relaciones interpersonales, la sexualidad de la persona, la generación de la vida, etc., siempre desde la clave de la misericordia y la benignidad pastoral.

El matrimonio es uno de estos valores a los que la Iglesia concede especial importancia como uno de los medios de realización humana en el amor de Cristo [431]. A la hora de definirlo, si bien a lo largo de la historia ha tenido modos diferentes de concebirse en su esencia y finalidad, actualmente se le considera como «comunidad conyugal de vida y amor» (GS 48), es decir, es un acto humano por el cual dos personas, varón y mujer, entregan su vida el uno al otro para siempre, de un modo indisoluble, fiel y estable, en alianza perpetua que manifiesta el deseo de Dios con su pueblo [432], en términos de amor y compromiso, como se puede constatar en la literatura profética (Oseas, Jeremías…) o sapiencial (Cantar de los Cantares), así como a lo largo del Nuevo Testamento (especialmente en el epistolario paulino) poniendo en relación a la Iglesia como esposa de Cristo [433]. Así pues, se trata de una realidad humana, no creada por la Iglesia, pero sí asumida por ella como una dimensión sacramental (ratificada por Trento, DH 1801) [434], que refleja, en unión íntima, la perfección de Dios que posibilita la realización del amor humano para alcanzar el ser imagen de Dios [435].

Complementando lo afirmado en el capítulo anterior, con el matrimonio nos situamos en un lugar primordial para experimentar la gracia, pues abre al ser humano a la presencia del amor de Dios [436]. Los cónyuges hacen ofrenda recíproca de su vida en el amor de Dios en Cristo (cf. 1Co 7, 39), de tal forma que, del mismo modo en que Cristo se entregó en vida y en la cruz amorosamente por todos, por la Iglesia, así el hombre y la mujer también son signos de este amor redentor para el mundo (cf. Ef 5, 25-33) [437].

El matrimonio, al ser en su base una realidad antropológica, no puede desligarse de la sexualidad inherente a la persona [438], que se encuentra en íntima conexión con el amor (cf. GS 49-51), pues «la dimensión sexual es necesaria en el matrimonio» [439]. De esta manera el amor conyugal se plasma en actos morales concretos como son: la intimidad conyugal, la generación de vida, la educación de los hijos… que deben llevarse a cabo con libertad, responsabilidad y conciencia. Así pues, para salvaguardar la rectitud ética de la vida matrimonial, es necesario que ésta sea siempre expresión del amor, un amor plenamente humano, fiel y exclusivo que sea capaz de generar vida (cf. HV 9). Es decir, la sexualidad se trata de un don que, además de llevar consigo una posibilidad procreativa y fecunda, también es un canal de comunicación interpersonal, como entrega del propio cuerpo a modo de ofrenda de la persona en su totalidad en amor pleno [440], a ejemplo de la entrega redentora de Cristo en la cruz. De tal forma que, igual que por el amor del Padre fuimos liberados del pecado por los méritos de la redención del Hijo, e introducidos en una vida nueva por el Espíritu, así el amor conyugal también está llamado a liberar a la otra persona del mal de este mundo por el amor en Cristo [441] hasta la muerte, pues «el matrimonio es un modo de realizar la existencia personal y de cumplir la vocación dentro de la Historia de la Salvación» [442].

El ser humano, en virtud de su condición creatural y del mandato divino a él encomendado (cf. Gn 9, 7), es el responsable de generar vida en este mundo y de respetarla como don excelso de Dios [443]. Por tanto, cualquiera que atente contra ella, ofende al Creador (cf. Gn 4, 13-15; Dt 5, 6-21; Ex 20, 13…), pues el hombre, cumbre de la creación, imagen y semejanza de Dios, es sagrado (cf. Donum Vitae 53). La propia Escritura [444] da testimonio de la voluntad de Dios de respetar la vida como don y bendición (cf. Gn 1, 28; Gn 9, 1), como parte de su proyecto para el hombre (cf. Jos 3, 10; Sal 42, 3; Pr 2, 19…). No obstante, como pone de manifiesto el Nuevo Testamento, la vida no es un valor absoluto, sino que debe ser puesta al servicio del Reino [445], como hiciera Jesús con su propia muerte y resurrección. En definitiva, el valor de la vida es innegable, pero no debe considerarse un fin último de la existencia humana, sino que se debe descubrir, a la luz de los valores evangélicos, que ésta sólo tiene sentido si se entrega [446] (cf. Jn 15, 13), pues sólo así podrá vivirse con plenitud desde la redención. Por consiguiente, es tarea del ser humano, iluminado por la fe, defender y proteger responsablemente la propia vida, con sus propios actos, así como la del resto de las personas, especialmente la de las más débiles y vulnerables [447] (cf. Mt 25, 40-44), dada la dignidad de la que toda persona está revestida (cf. Sal 8, 6).

La Iglesia, desde siempre, ha sido protectora y garante de la vida humana; por ello, se manifiesta en contra de todo comportamiento que pueda acabar con ella (guerras, condenas, abortos, eutanasia, suicidio…), pues no compete al hombre acabar con aquello que pertenece a Dios [448], sino orientar su vida al bien. Desde el misterio de Cristo, vemos cómo su muerte y resurrección trajeron al hombre la redención, es decir, una vida nueva para acogerla, defenderla y vivirla desde el amor pleno, una vida redimida, vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Asimismo, la Iglesia es madre preocupada que conoce las fallas de sus hijos; por este motivo, ante la diversidad de situaciones que pueden darse por los actos de atentado a este don de Dios, ésta debe siempre mostrarse acogedora, comprensiva y acompañante ante las situaciones de dolor [449], especialmente si el creyente muestra signos de arrepentimiento y voluntad de conversión. Es aquí cuando la condena no tiene cabida, sino sólo el amor misericordioso de Dios. Es aquí cuando cobra sentido la redención de Cristo a todos los hombres y mujeres.

Así pues, los actos humanos no sólo se encuentran orientados a los actos del propio individuo (desde la clave de una moral y el pecado personal), sino que también estos repercuten en una dinámica colectiva (desde un moral social y el pecado estructural). Es decir, la consecución del bien no sólo conlleva una responsabilidad para la existencia del sujeto, sino que éste, en cuanto que se desarrolla en comunidad, debe perseguir libremente y en conciencia, a partir de su comportamiento subjetivo, el bien colectivo en el mundo. En este ámbito destacan, de manera preponderante, la búsqueda de la paz y la justicia social como valores inherentes al Reino predicado por Jesús de Nazaret, que hallan su plenitud efectiva en la redención de Cristo como consecuencia de la liberación del pecado que afecta, no sólo, pues, a cada hombre, sino a toda la sociedad.

Cuando hablamos de paz, desde una perspectiva católica, no nos referimos únicamente a la ausencia de conflicto y violencia, sino al estado de plenitud de las personas en todas sus dimensiones. Esta noción hunde sus raíces en el concepto hebreo de Shalom [450], la cual Jesús, en su predicación del Reino y pasión, hace suyo (cf. Mt 5, 9; Lc 10, 5) [451] y, con su resurrección confirma como el estado al que están llamados a participar los redimidos (cf. Jn 20, 19-31), y que deben difundir por el mundo: χάρις κα ερενή πο το Θεο (cf. 1Co 1, 3; Ga 1, 3; Ef 1, 2; Col 1, 2, etc.).

Por tanto, ya desde las primeras comunidades, los cristianos viven el amor, presente en la propia vida y las relaciones interpersonales, como criterio articulador de su experiencia de fe en el Resucitado, para la no violencia (llegando incluso al martirio por ella), y la búsqueda de esa paz, siguiendo fielmente el ejemplo de Jesucristo. Así pues, la promoción de la paz es parte de la misión de la Iglesia en su proclamación de la Buena Noticia del Reino [452], oponiéndose a todo comportamiento humano cuyos actos puedan ponerla en peligro (guerras – justas o injustas –, dominación política, intereses económicos…) [453]. La paz se entiende, entonces, como algo más allá de la ausencia de violencia, como una aspiración de la humanidad que se relaciona con el proyecto salvífico de Dios y su justicia [454].

El concepto de paz en la Iglesia se ha convertido en un tema de central importancia [455] como la meta moral que trae consigo la justicia social, la búsqueda del bien común y los derechos y deberes de la persona (Populorum Progressio 87, Caritas in Veritate 7, etc.), para la planificación de todas las aspiraciones de los hombres. La paz, desde la teología de la encarnación y de la imagen y semejanza con Dios [456] de todos los hombres, debe ser consecuencia de la fraternidad de los seres humanos dada su filiación con Cristo [457]; por eso, la Iglesia condena cualquier obrar que ponga en peligro la paz social, exhortando siempre al recurso del diálogo y la comunicación interhumana [458]. Para tal fin, la Iglesia no se desdice de los aportes de la sociedad en materia de desarrollo (cf. GS 64-66; PP 87), Derechos (y deberes) Humanos (PIT 9-34), o la justicia social (CIV 1), sino que la apoya y fomenta para buscar juntamente con el mundo la paz que sólo el Redentor puede darnos (cf. Jn 14, 27), pues «la paz es el rostro social de la Caridad» [459], de modo que «la paz y la reconciliación son el corazón y la mejor expresión de la redención» [460].

En la reflexión sobre la justicia, partimos de la base de que el ser humano realiza su existencia en un mundo donde, por sus actos, la injusticia y desigualdad encuentran su lugar en medio de las realidades interpersonales. Ahora bien, a la hora de definir la justicia, es preciso atender a las diferentes categorías tradicionales que se han tenido de ella [461]: por una parte, la justicia conmutativa procura la igualdad entre las personas en virtud de su común dignidad; por otra, la justicia distributiva intenta garantizar el derecho participativo de todas las personas en los bienes públicos de la sociedad para preservar dicha dignidad; por último, la justicia contributiva (o legal) busca demandar a cada hombre aquello que se requiere para el bien común de todos (cf. Divini Redemptoris 51).

No obstante, para la moral católica, la justicia no simplemente guarda un cariz económico, legal o político, sino que en el trasfondo de su reflexión encuentra un componente teológico importante [462]: el amor de Dios, es decir, los hombres deben, con sus actos, responder con justicia a un Dios que es fiel y justo en cuanto viven la fraternidad que le comporta la adhesión a este Dios y su Alianza. Jesucristo predica, con el Reino [463], una vida nueva, redimida, basada en el perdón y la misericordia a partir de la obediencia a Dios (cf. Mt 6,33) [464]. Así pues, la justicia, en su predilección por los pobres [465], supone al mismo tiempo esta dimensión política y económica en favor de ellos y en pos de su igualdad, a la vez que apuesta por la restitución de la dignidad humana a la luz de la justificación por la Redención en Cristo.

La Iglesia, por tanto, en conformidad con el Evangelio, ha velado siempre por la justicia en todas estas dimensiones [466], aunque no lo haga de una manera explícita hasta la publicación de Rerum Novarum en 1891, con el consecuente desarrollo doctrinal social que desembocará en las afirmaciones del CVII sobre el desarrollo integral de los pueblos y sus individuos (cf. GS 64), el bien común en vistas a la perfección de los hombres en dignidad (cf. GS 26), denunciando las desigualdades económicas y sociales de la humanidad (cf. GS 29).

Con ello, en un contexto de creciente malestar, especialmente en la clase trabajadora por la revolución industrial, surge la noción de “justicia social” (en el que se incluirían las concepciones tradicionales ya mencionadas), con el fin de reivindicar el derecho de cada persona a tener lo necesario para gozar de una existencia digna (cf. Quadragesimo Anno). Nos hallamos, pues, ante una exhortación al derecho a tener un desarrollo integral, solidario y transcendente (no meramente personal), en interdependencia con el mundo (cf. Populorum Progressio 14 y 43), de tal forma que la Iglesia, asumiendo y fomentando los Derechos Humanos (cf. Pacem in Terris 143-144), adopta la misión de la promoción social. Ésta es inherente al anuncio del Reino y hace de la justicia social parte central de la predicación del Evangelio (cf. Evangelii Nuntiandi 29), y anticipo del destino escatológico al que Dios llama a la humanidad, pues «el plan de Dios es la redención del género humano y su liberación de toda opresión» (Sínodo de los obispos de 1971).

Por consiguiente, podemos afirmar con la Comisión Teológica Internacional [467], que el ser humano, y en especial los cristianos, estamos llamados a organizar este mundo y la sociedad de modo que las condiciones de vida humana se vean mejoradas en todos los niveles. Así, se nos invita a aumentar la aumentar la felicidad de los individuos, promover la justicia y la paz entre todos, y favorecer el amor que no excluya a nadie sobre la faz de la tierra.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

381    Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.

382    Vid. Capítulo IV, pág. 58-69.

383    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 450.

384    Vid. Capítulo III, pág. 40-55.

385    Marciano Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética (Bilbao: Desclée de Brower, 2000), 245.

386    Julio Luis Martínez y José Manuel Caamaño, Moral fundamental. Bases teológicas del discernimiento ético (Santander: Sal Terrae, 2014), 274-282.

387    Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I, 254-257.

388    Vid. Capítulo II, pág. 31-32.

389    Cf. José Román Flecha Andrés, Moral Fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 94-95.

390    Martínez y José Manuel Caamaño, 322-323

391    Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo I (Barcelona: Herder, 1961), 97-100.

392    Martínez y José Manuel Caamaño, 39.

393    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 83‐84.

394    Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 126-131.

395    Vid. Capítulo III y VI, pág. 44-46 y 87-88, respectivamente.

396    Cf. Dionigi Tettamanzi, “Religión y existencia ética cristiana”, en Diccionario enciclopédico de Teología moral, ed. Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi (Madrid: Ediciones Paulinas, 1986), 935-936.

397    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 99.

398    Sobre el Reino de Dios, vid. Capítulo II, pág. 21 y ss.

399    Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 145-147.

400    Sobre la libertad humana, y la asunción de la gracia, vid. Capítulo III, pág. 51-55.

401    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 362-364.

402    Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121.

403    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 378-381.

404    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 365-366.

405    Cf. Íbid., 367-372.

406    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 399-403.

407    Cf. Ibíd., 392.

408    Cf. Flecha Andrés, Moral Fundamental, 211-212.

409    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 404-407.

410    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 168-169.

411    Cf. Ibíd., 196-197.

412    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 520-522.

413    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 95.

414    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455.

415    Cf. Rahner, 117.

416    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 419-420.

417    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 200-202.

418    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455‐456.

419    Sobre la condición pecadora del hombre, vid. Capítulo III, pág. 46-51.

420    Cf. Rahner, 144-145.

421    Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 709-712.

422    Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, (Madrid: Edibesa, 1999), 48-50.

423    Cf. Rahner, 117.

424    Vid. Capítulo III, pág. 51-55.

425    Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, 73-74.

426    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 486-490.

427    Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 722.

428    Häring, La ley de Cristo I, 369.

429    Cf. Flecha Andrés, Moral fundamental, 310.

430    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 371.

431    Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo II (Barcelona: Herder, 1961), 296-297.

432    Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio (Madrid: Ediciones Paulinas, 1981), 23-24.

433    Cf. Antonio Hortelano, Problemas actuales de moral II, la violencia, el amor y la sexualidad (Salamanca: Sígueme: 1982), 419-451.

434    Sobre el sacramento del matrimonio, vid. Capítulo IV, pág. 69-70.

435    Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 21-23.

436    Cf. Rahner, 481-482.

437    Cf. Comisión teológica internacional, “Doctrina católica sobre el matrimonio” en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 94-95.

438    Cf. José Ramón Flecha, Moral de la persona (Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 2002), 34-37.

439    Cf. Hortelano, 486.

440    Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 21-23.

441    Cf. Walter Kasper, La misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana (Santander: Sal Terrae, 2013), 198.

442    Cf. Marciano Vidal, Moral de actitudes II, moral del amor y la sexualidad (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 389.

443    Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.

444    Cf. Flecha, Moral de la persona, 174-176.

445    Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208.

446    Cf. Ibíd., 213.

447    Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208

448    Cf. Javier Gafo, Bioética teológica (Madrid: Desclée de Brouwer, 2003), 101-108.

449    Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.

450    Cf. Luis González‐Carvajal, Entre la utopía y la realidad (Santander: Sal Terrae, 1998), 348-350.

451    Cf. Elisabeth A. Johnson, La cristología, hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús (Santander: Sal Terrae, 2003), 50ss.

452    Sobre la Iglesia, signo e instrumento de la Redención, vid. Capítulo IV, pág. 63-65.

453    Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 794.

454    Cf. Juan XXIII, Pacem in Terris (Madrid: Editorial Apostolado de la Prensa, 1971), 15-17.

455    Cf. Alfonso Cuadrón, Manual de la Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: BAC, 1993), 791-813.

456    Cf. José Manuel Aparicio, “Epistemología de la doctrina social de la Iglesia”, en Pensamiento Social Cristiano, ed. José Manuel Caamaño, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2015), 25.

457    Cf. Julio Luis Martínez, Libertad religiosa y dignidad humana (Madrid: San Pablo, 2009), 215.

458    Cf. González-Carvajal, 370‐383.

459    Vidal, Moral de Actitudes III, 814.

460    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 428.

461    Cf. Ibíd., 110

462    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 554-555.

463    Cf. Vidal, Moral de Actitudes III, 828.

464    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 555.

465    Cf. Vidal, Moral de Actitudes III,133-139.

466    Cf. Ibíd., 115.

467    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 408 y 428.

Carlos Diego Gutiérrez

III. La redención del hombre en la creación

El Dios Uno y Trino que profesa la fe católica, dado a conocer en su plenitud por Jesucristo, Verbo Encarnado, ha decidido revelarse al mundo para hacerle consciente de su voluntad de salvación [183]. Así pues, con el fin de darse a conocer al género humano, Dios lleva a cabo el don de la Creación, a partir de la nada, como medio efectivo de realizar su plan soteriológico. En el centro de dicha obra creadora, el ser humano destaca como criatura predilecta, como realidad creada a imagen y semejanza de Dios, en previsión de la encarnación del Logos, que ofrece sentido y plenitud a su existencia. Por tanto, en virtud de este presupuesto existencial de la humanidad, la tarea de todo hombre y mujer puede consistir en la colaboración creadora y responsable.

No obstante, la realidad del ser humano se ve afectada por el pecado desde el principio de su existencia, de tal manera que ninguna persona es capaz de vivir en la relación completa y plenificante con Dios, a la que ha sido llamada. Consecuentemente, el hombre, alejado de su Creador, no puede por sí mismo restaurar dicha relación y conseguir la salvación; por este motivo, es necesaria la redención en Cristo, como forma definitiva del perdón de los pecados y de justificación por la fe en Él. En virtud de ésta, la criatura alcanza la actuación de la gracia sobreabundante de Dios en su vida para llevarla a su perfección creatural en Cristo.

Por consiguiente, el ser humano, como hijo de Dios en Cristo, experimenta una transformación en su vida que le mueve a vivir acorde a la experiencia del Dios cristiano [184]. Esto es respuesta del hombre al infinito amor de Dios contemplado y efectuado en su existencia; es agradecimiento de la criatura al creador por la autocomunicación de su ser en la vida humana. Por ello, el hombre intenta vivir su nueva realidad de hijo de Dios adaptando a todos sus ámbitos cuanto de Él ha experimentado.

III.I. La creación para la redención

Cuando hablamos de Creación nos referimos a una experiencia religiosa que trae consigo la realidad transcendental de un Creador omnipotente, el cual, por absoluta gratuidad amorosa, da el ser a todo cuanto existe [185]. De esta manera, inmersa en ella, la criatura experimenta la contingencia de su existencia, a la par que el agradecimiento por la dotación de sentido de la vida, y la orientación de la historia hacia una plenitud definitiva. Es decir, el ser humano se siente agradecido ante Dios porque, habiendo no podido ser, es [186], y sabe que ese ser en la creación no es un mero estar, sino que goza de finalidad: la plenificación de la existencia hacia el creador. Hablamos, entonces, de una relación de dependencia entre el Creador y la creatura, que tiende hacia Él [187]. Así pues, desde el principio, éste ha sido el plan amoroso de Dios para su creación, pero sólo a través de la encarnación, culmen de la historia (cf. Ga 4, 4), y de los acontecimientos redentores de Cristo, ha podido el mundo conocerlo en toda su plenitud, pues toda la economía de la salvación está orientada, desde la Creación, a la redención en y por Cristo. La redención, por consiguiente, ocurre inserta en la creación, como no podía ser de otra manera, para, asumiéndola, llevarla a la salvación prometida por Dios. Por este motivo, podemos afirmar la necesidad de la creación para la acción redentora: «Dios crea para la encarnación, y la encarnación es para la salvación» [188].

La fe cristiana sostiene que todo cuanto existe ha sido creado por Dios de una manera verdaderamente específica y radical: libremente a partir de la nada (ex nihilo). Por tanto, nada se sitúa al margen de la mano del Creador y su acción creadora [189], de tal manera que Él sigue actuando y conservando todo cuanto ha llamado y llama a la existencia. Así pues, también se pone de manifiesto que no hay nada existente hacia lo que no esté orientado su plan de salvación. La redención de Cristo, dirigida principalmente a los hombres, se extiende consecuentemente hacia toda la Creación.

El término creatio ex nihilo es el resultado de una reflexión metafísica que supone la ruptura con otros pensamientos coexistentes con el cristianismo como el helenismo, dualismo gnóstico, etc., que afirmaban la divinidad de la materia (las deidades astrales, por ejemplo) o la preexistencia de ésta, así como una concepción cíclica de la historia. La fe judeo-cristiana defenderá, por su parte, la existencia de un solo Dios (cf. Dt 6, 4) y, por tanto, todo cuanto existe procede de Él, sin anterioridad a Él, y hacia Él tiende como su meta [190]. Por consiguiente, esta mentalidad romperá con todas estas concepciones sobre la creación para poner de manifiesto la absoluta trascendencia de Dios, así como su libertad, su gratuidad amorosa y su omnipotencia con respecto a todo. Así lo testimonian los relatos bíblicos, los cuales, aun siendo totalmente novedosos en este aspecto, no quedan desvinculados del hecho de que toda cosmogonía y mitología están referidas a un espacio y tiempo primordial, que tienen como finalidad explicar el estado actual de las realidades presentes para su mejor comprensión. Según Gershom Scholem, «el mito presupone en general un caos a partir de cuyos elementos se da forma a la obra de la creación. El mito de la creación se queda en el milagro del comienzo» [191]. Así pues, el judaísmo parte de la situación actual del mundo (sumergido en el pecado, lejano a Dios…) y elabora su relato genesíaco, a través del cual no sólo se da cuenta, pues, de la situación presente, sino que se anuncia el futuro que depara a la creación: el retorno a aquel que todo lo comenzó. El cristianismo supone, por la encarnación, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, que la esperanza veterotestamentaria sigue vigente y ha llegado a su plenitud en Cristo por la redención que nos libera del caos en el que la humanidad se ve inmersa.

Bien es verdad que el término creatio ex nihilo no aparece reflejado en los relatos bíblicos de la creación, en los que se afirma que Dios crea (ברא), pero a partir del caos con su Palabra [192]. En la Sagrada Escritura esta concepción va tomando forma como modo de garantizar la fe en la Alianza (especialmente reflejado en el Deuteroisaías [193]), hasta encontrarse explícitamente afirmado en textos tardíos del Antiguo Testamento como el libro de los Macabeos: «Dios hizo todo esto de la nada» (2M 7, 28), y posteriormente en la reflexión neotestamentaria, especialmente paulina: «es el único Dios que hace vivir a los muertos y llama a las cosas que no son a que sean» (Rm 4, 17). No obstante, toda referencia escriturística, más que a desarrollar una teología acerca de la creación, va orientada a subrayar la omnipotencia de Dios, capaz de llamar a las cosas al ser.

La reflexión sobre el origen de todo comienza propiamente con la teología posterior, cuando el cristianismo se vea obligado a dar razón de su fe debido a la convivencia con las diferentes culturas, especialmente con la helenista. En líneas generales, Justino primeramente intentará ofrecer una postura pacificadora entre la fe cristiana y el Timeo de Platón, una postura de acercamiento en el que se presenta a Jesucristo como la verdadera sabiduría de Dios por la cual todo fue creado; sin embargo, Taciano y Teófilo de Alejandría se opondrán a este conciliarismo, pues entienden esta postura como una limitación de la omnipotencia divina, la cual sólo puede garantizarse con una acérrima defensa de la creatio ex nihilo como algo propio del cristianismo. Frente al gnosticismo, Ireneo de Lyon afirma la unidad entre creación y redención, así como la preponderancia del designio salvífico de Dios: la creación es necesaria para la salvación [194]. En él constatamos una de las primeras afirmaciones de la bondad ontológica de la creación y de la participación de las criaturas en ella. Por su parte, Orígenes [195] habla de una creatio in Deo (en el Hijo) y una creatio extra Deum (por la cual las criaturas, por negligencia originiaria, al separarse del Hijo, reciben su materialidad, lo cual supone afirmar erróneamente una degradación ontológica de la materia). San Agustín, en continuidad con lo expresado por la Iglesia en el Concilio de Nicea: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles» (DH 125) afirma que la creación es buena y todo ha sido creado de la nada por el único Dios salvador y creador, afirmando, en primer lugar, una creación primordial (la de todo cuanto existe) y una creación secundaria (como modelación de la anterior); en cuanto a su preocupación sobre el momento de la creación, dice que la primera precedería a las obras de división no por eternidad, tiempo y valor, sino por origen (pues sólo el Hijo es eterno). Así pues, para san Agustín el tiempo es también una realidad creada y, por ello, creación y tiempo son simultáneos, fruto de la libertad de Dios. Tras toda esta reflexión, la Iglesia ha seguido afirmando a lo largo de la historia estas intuiciones y formulándolas como su doctrina oficial, siendo el IV Concilio de Letrán quien use, por primera vez en un texto magisterial, el término creatio ex nihilo (DH 800). La fe de la Iglesia se sustenta en la bondad de toda la creación (Concilio de Florencia, DH 1330) y en la libertad del acto creador de Dios (CVI, DH 3021-3025). Por su parte, el CVII remarcará la imagen dinámica de la creación, en la que intervienen Dios y el hombre, como prolongador de la obra de Dios (GS 34), así como la dimensión soteriológica de la doctrina de la creación (GS 38-39): Por Cristo fueron creadas todas las cosas, en Cristo serán recapituladas, según el plan amoroso de Dios, pues «la creación es ya comienzo de la historia salvífica que culminará en Jesús» [196].

Por consiguiente, si el poder absoluto de Dios y su libertad [197] (atributos que se desprenden de la reflexión sobre la creatio ex nihilo) no son absolutos, se perdería toda esperanza en Dios, pues sólo Él, teniendo poder para crear, lo tiene para salvar a todo, pues como creador de cielo y tierra, nada escapa de su dominio. No obstante, no podemos dejar la creación aislada en un punto del pasado, sino que debemos entenderla como un continuo obrar por parte del Creador en su Creación; pues la doctrina de la creación es la descripción fundamental de la relación existente entre Dios y el mundo [198]. En este sentido hablamos de creación continua como consecuencia lógica de la creatio ex nihilo, pues, como hemos apuntado, donde hay tiempo, hay creación. Así pues, como señalaban ya Orígenes, San Agustín y Santo Tomás, la creatio continua sería la consistencia, mantenimiento y desarrollo de todo en Dios, entendida como una estrecha vinculación (inmanencia) absolutamente trascendente del Creador con su Creación en el espacio y en el tiempo hasta su consumación final, sin que por ello se vea limitada la autonomía propia de la creación, pues «la actuación conservadora de Dios es la que posibilita esa autonomía de las criaturas que se expresa en su capacidad y en su actividad de conservación» [199]. Así pues, nos encontramos ante una relación permanente y necesaria entre Dios, que sigue creando, sigue redimiendo, y el universo, que sigue viviendo en Él y para Él [200], asumiendo esa redención. La humanidad, por su parte, viendo que Dios ha creado todo bueno (cf. Gn 1-2.4a) está llamada a conservar y cuidar responsablemente de la creación por mandato divino (cf. Gn 2, 15) en su devenir salvífico hacia la realización del plan de salvación (cf. GS 34).

Ahora bien, la creatio continua y la creatio ex nihilo han de ser vistas a la luz de la consumación de la creación, es decir, la esperanza de que todo cuanto existe o existió no será abandonado por Dios cuando todo llegue a su fin [201]. Dado el amor de Dios presente en la creación, plenificado en el envío de su Hijo, ratificado por la redención por su muerte, y manifestado en la resurrección, no es posible dudar del amor de Dios por sus criaturas, especialmente por el ser humano.

En conclusión, en la historia de la salvación, la creación ocupa un puesto de vital necesidad para su consecución, desde sus inicios hasta su final escatológico [202]. Toda la historia es creación y, por tanto, toda la historia es salvación, pues, como afirma Juan Luis Ruiz de la Peña: «en tanto la historia no ha alcanzado su consumación, Dios obra (crea, salva) incesantemente en ella; estamos en un régimen de creación continua, porque estamos en un régimen de salvación continua» [203]. Por tanto, hablar de historia es hablar de creación, y, dentro de ésta, alcanza la plenitud con Cristo, Hijo de Dios hecho hombre para la salvación de todas las cosas por amor de Dios [204]. Así pues, en palabras de Pannenberg acerca de la unidad del acto creador de Dios, «la estructura global de la acción divina “hacia fuera” comprende, además de la creación del mundo, los temas de su reconciliación, redención y consumación» [205] Por consiguiente, la creación es un acto necesario y libre por parte de Dios para que la redención de Cristo pudiera tener lugar, así como el presupuesto para la salvación. Por la omnipotencia y libertad divinas, la creación está llamada a la recapitulación en Cristo, pues por Cristo fueron creadas, por Cristo redimidas y en Cristo serán consumadas (Cf. Col 1, 15-20).

El ser humano, criatura excelsa de Dios

A lo largo de sus páginas, la Sagrada Escritura sostiene firmemente la convicción de que el ser humano es criatura de Dios. Tal afirmación la encontramos explícitamente con fuerza en los relatos genesíacos del Antiguo Testamento, en los cuales el hombre no se presenta solamente como una criatura más dentro de la obra de Dios, sino que se la considera su centro y culmen. Como se puede constatar en Gn 1 y Gn 2, toda la acción creadora de Dios va encaminada, por tanto, a la creación de la humanidad, de manera que cuanto hay en el cosmos está subordinado a ella.

Desde un punto de vista antropológico, Gn 2, 4b-25 (el relato creacional más antiguo) nos presenta no tanto el origen del mundo, cuanto más la creación del ser humano (y su tendencia al mal). En esta perícopa se presenta al hombre como la única criatura que recibe el aliento vivificante de Dios, tras haber sido creado de la tierra, para convertirse en el único «ser viviente»; asimismo, también se hace énfasis en la necesidad de un entorno en el que desarrollarse y, sobre todo, de un alguien con quien el hombre (איש) pueda relacionarse, expresando de esta manera que el ser humano necesita de relaciones interpersonales, pues no fue creado para estar solo.

Más importante teológicamente es el relato sacerdotal de Gn 1, pues en él se afirma que la criatura «hombre» ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, como cúspide de todo cuanto ha sido creado. Así pues, todo el ser humano, en todo su conjunto y todas sus dimensiones, ha sido creado bajo esta idiosincrasia. A lo largo de la historia se ha ido profundizando acerca del significado de esta afirmación. San Ireneo explica que la imagen se encuentra subordinada a la semejanza, pues se ve influenciado por los términos griegos εκν (copia) y μόιοσις (semejanza). Con Santo Tomás (cf. S.Th I, q. 93, a. 9.), la escolástica, siguiendo a la patrística, distingue entre imago y similitudo: la imagen sería la gracia dada al primer hombre (la cual todavía perdura), mientras que la semejanza, presente también en Adán, fue perdida por el pecado de éste, rompiendo la comunión con Dios [206]. Actualmente se sostiene que la función de ser imagen es una función representativa, por lo que el ser humano es responsable de hacer presente a Dios en la tierra sobre el resto de las criaturas (cf. Sal 8), aguardando alcanzar la semejanza con él, la comunión. Así pues, hablar del hombre como imagen y semejanza de Dios significa que el ser humano mantiene una relación inigualable con Dios, de dependencia absoluta, la cual constituye el fundamento de su dignidad [207], pues, si el resto de la creación ha sido hecha «según su especie», el hombre ha sido creado «según la imagen de Dios», de tal forma que todo el ser humano se remite a Dios, pues Él se ha remitido libre y gratuitamente al hombre.

El Nuevo Testamento mantiene esta tradición antropológica veterotestamentaria (cf. Mc 2, 27-28; Mt 6, 26, etc.), a la vez que introduce la novedad radical de la centralidad cristológica del ser humano: Cristo es la plenitud del género humano que Adán (la humanidad) no es (cf. Rm 5, 14): «según el Nuevo Testamento, la imagen creada presente en el Antiguo Testamento debe ser completada con la imago Christi» [208]. Por tanto, a la luz de nuestra fe, nuestra realidad creatural no puede explicarse sin tener presente al Hijo en la creación de los hombres a su imagen. Así pues, Cristo es la imagen auténtica y perfecta de Dios, en completa unidad con el Padre, siendo así el «primogénito de toda la creación» (cf. Col 1, 15-20), tanto a nivel cronológico como ontológico, pues Él destaca sobre todas las criaturas. Como afirma el prólogo de Juan, todo fue hecho por Cristo (cf. Jn 1, 3), es decir, la creación es cristiforme (el Padre mira al Hijo para crear el mundo). Ahora bien, de igual manera, si Cristo es el origen, también es el destino al que se dirige la humanidad: el ser humano, la creación, está llamada a ser imagen del Hijo, pues en eso se basa nuestra fe cristiana (cf. Rm 8, 29); por consiguiente, la vida de los hombres es un proceso dinámico de cristificación. Nuestra salvación reside en este punto: redimidos por Cristo, librados de las ataduras del mal, nos conformamos con Él, que es el creador y redentor, el Verbo hecho carne, para nuestra salvación, para recobrar nuestra relación originaria con Dios.

Consecuentemente, la salvación del género humano por la redención llevada a cabo por Jesús de Nazaret está estrechamente ligada a nuestra condición de imagen y semejanza divinas en Cristo. La humanidad ha sido creada conforme al Salvador, ha sido redimida por Él, que asumió nuestra naturaleza (salvo en el pecado), para restaurar, por su encarnación, muerte y resurrección, nuestra condición perdida, y llevarnos, así, a la plenitud de nuestra realidad creatural en su totalidad, de manera que nuestra relación con Dios se vea, de igual modo, restaurada por completo configurándonos con Cristo.

La salvación del hombre afecta, por tanto, a todo su ser, en todas sus dimensiones, pues el ser humano goza de unicidad. Así lo atestigua la antropología bíblica, en la que queda reflejada la mentalidad semítica sobre la unidad de la persona [209]: hablamos de una concepción sintética de la persona, integradora, que piensa al hombre como una realidad única, si bien pluridimensional (cuerpo, alma, mente…) [210]. La tradición posterior, en contacto con las culturas adyacentes, pudo incurrir en falsas concepciones dualistas (que en casos extremos llegaron a la negación de la resurrección), hasta que el magisterio de la Iglesia pronto rechazó dichas afirmaciones para sostener la unidad de la persona humana, con todas sus consecuencias soteriológicas, basándose en la unidad cristológica: nos referimos especialmente al II Constantinopla (543), Braga (561), IV Letrán (1215) y, especialmente, a Vienne (1311). Así pues, de igual manera que todo lo acontecido a Cristo le afectó en todo su ser, así también la salvación repercutirá en nosotros sobre toda nuestra realidad humana; la redención, por tanto, no libera una parte del hombre, sino al hombre en su totalidad, en su unicidad.

En conclusión, es de vital importancia para el cristianismo afirmar la unidad del ser humano en cuanto a su origen (el hombre fue creado enteramente uno por Dios) y en cuanto a su final escatológico (la persona entera será salvada íntegramente). A su vez, esta concepción unitaria nos conduce antropológicamente a Cristo, plenitud del género humano al que todos los hombres se encuentran orientados (cf. GS 22); en Cristo, pues, el hombre halla respuesta a la pregunta sobre sí mismo, encontrando en el misterio de Cristo la clave para llegar a entender el misterio que él mismo es, es decir, Cristo es expresión de lo que el hombre es en su plenitud, del mismo modo que lo que la humanidad está llamada a ser [211]. Por consiguiente, el que es imagen de Dios invisible (cf. Col 1, 15) es capaz de restaurar, por la redención, la imagen y la semejanza divinas a la que tienden los hombres, pues Cristo nos reconcilia con Dios y nos libera de la esclavitud del pecado para que entremos en comunión con el Padre [212]. De esta manera, el género humano, y por ende toda la creación, ve realizada en Cristo toda su plenitud creatural. No obstante, la redención como restauración de la imagen y semejanza divinas tiene lugar paulatinamente en el cristiano, conforme más mira a Cristo y se configura con Él [213].

III.II. La redención del género humano

El ser humano es la criatura más excelsa de la creación de Dios, la cual ha sido hecha originariamente en bondad, en plena comunicación con Dios; sin embargo, el hombre se ve afectado por una privación, a la que se ha denominado «mal» (pecado) [214], que le aleja de esta relación con Dios y de su condición de imagen y semejanza divina [215]. Esta situación, en la que la humanidad se ve inmersa, hace necesaria la redención de Cristo para reconducir a la persona por el plan originario de Dios y llevarla a la comunión plena con el Padre, mediante el sacrificio de la cruz.

En el mundo constatamos cómo habitan simultáneamente el bien y el mal. La fe católica niega rotundamente que el mal haya sido querido por Dios, pues Él es el sumo bien y todo cuanto de Él procede es bueno, todo ha sido creado bueno (cf. Gn 1). No obstante, se constata esta realidad negativa, cuyo origen se desconoce, si bien se ha intentado dar varias explicaciones: por una parte, se llega a afirmar que éste es un principio divino, coeterno con Dios (maniqueísmo, gnosticismo, el idealismo de Schelling…); sin embargo, solo hay un Dios, único y eterno, por lo que esta visión queda descartada en coherencia con la fe de la Iglesia. De igual manera, se ha identificado el mal con la naturaleza, con el mundo, siendo éste algo relativo a la materia en cuanto afección privativa de aquello que debería ser, no de un modo ontológico, sino en cuanto corrupción de la creación (san Agustín hablará de «privatio boni» [216]). Por último, se postula que el mal es fruto de la voluntad o la libertad humana, consecuencia de la desobediencia del hombre, la cual ha transformado su naturaleza a peor. La reflexión teológica se moverá entre éstas dos últimas visiones del pecado.

Con todo, independientemente de su origen, experimentamos y constatamos el mal presente en la creación, al margen de la actuación del hombre, (catástrofes naturales, etc.). Esto se explica porque la creación no es Dios, sino que procede de Él. Según San Agustín, hay dos formas de procedencia de Dios: de ipso, como el Hijo, que es Dios, engendrado, y por tanto no puede verse afectado por el mal; y ex ipso, como la creación, susceptible de corrupción, puesto que no es Dios. No obstante, hablar de un mundo sin mal es hablar de una realidad perfecta, lo que supondría una contradicción en sus términos, pues sólo Dios es perfecto. Todo aquello que no es Dios contiene en sí la capacidad de corrupción, de pecado, el cual Dios permite por amor a sus criaturas [217], pues es consciente del riesgo al que está expuesta su creación, pero su amor, bondad y gracia son mucho más poderosos; Dios no abandona nunca a sus criaturas, y las conduce hacia la salvación, hacia su consumación definitiva [218].

De igual manera, el hombre experimenta el mal en su existencia. El ser humano es criatura y, por consiguiente, no es perfecta y alberga en sí la capacidad de corrupción; asimismo, el hombre nace ya inmerso en una historia en medio de la cual el pecado ya habita y destruye: el mal también le es precedente [219]; es decir, las personas han ido creando situaciones que hacen que el hombre llegue a pecar [220], lo que tradicionalmente se ha conocido como «pecado estructural» [221]. Por todo ello, la humanidad se ve afectada por esta realidad negativa del mal y necesita de la salvación ofrecida por Dios en Cristo. A esta condición a la que todo ser humano está sujeto se la ha conocido tradicionalmente como pecado original, el cual es universal (a todos afecta), originario (como consecuencia de la naturaleza humana) y radical (que lo constituye como pecador). Por tanto, no debemos considerarlo como algo que se transmite (como a lo largo de la historia se ha llegado a afirmar), sino como algo inherente a lo que el ser humano es [222]. Se trata de una realidad negativa que «no supone solamente la transgresión de un mandamiento de Dios, sino, al mismo tiempo, el malograrse el hombre a sí mismo» [223].

La Sagrada Escritura da cuenta de esta realidad del mal en la existencia humana desde sus primeras páginas [224]: Dios tiene un plan de salvación para el ser humano, pues conoce su tendencia al mal; sin embargo, el hombre, por su condición pecadora, se aparta del sendero que Él le marca para, desde su pretendida autosuficiencia, buscar un camino distinto, aparentemente mejor. El relato de Gn 2-4 pretende explicar cómo la humanidad, en la que la posibilidad del mal opera, no acepta su condición de creatura y no confía en que sus límites pueden serle propicios si se fía de Dios. Consecuencia de su búsqueda personal de divinización es que se rompen en él todas sus relaciones [225]: con Dios, con los hombres, con la creación (incluso consigo mismo). No obstante, la misericordia y gracia de Dios dejan la puerta de la esperanza abierta en la historia para que la redención de Cristo restaure esas relaciones y devuelva al hombre al camino del Padre. El Antiguo Testamento irá reflejando procesualmente cómo el hombre (de dura cerviz) continuamente rechaza la oferta de salvación que Dios le propone (la alianza), lo que le daña a sí mismo (cf. 2S 11), incurriendo en idolatría (Ex 32), infidelidad, adulterio, prostitución (Oseas, amén de otros profetas)… que crea conciencia colectiva del pecado desde una perspectiva personal (cf. Jr 31, 12 y ss.; Ez 18,3) por el cual se acaba concibiendo la transmisión hereditaria de la culpa (cf. Jr 2, 79; Ez 2, 35; Am 2, 4 y ss.) [226]. La literatura sapiencial afirmará la universalidad del pecado (cf. Qo 7, 20), que afecta a todos desde su nacimiento (Sal 51, 7), como predisposición de la condición humana que se inserta en el corazón del hombre y le obstaculiza el camino hacia Dios. Con todo, el pueblo experimenta la gracia salvadora de un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y verdad (cf. Ex 34, 6; Sal 102, et al.).

El Nuevo Testamento presenta una teología del pecado [227] en la que, por una parte, los sinópticos recogen una visión subjetiva del mal (proveniente del hombre), a la par que objetiva (que somete al hombre), reafirmando su universalidad y su dimensión social. No obstante, el poder de Dios y de Jesús de Nazaret es siempre más fuerte, destructor del pecado. La teología joánica y paulina, por otra, lo tratan como una fuerza que va más allá de las meras acciones individuales, insistiendo igualmente en la universalidad de éste como el supuesto necesario para afirmar la voluntad salvífica universal de Dios (cf. Rm 5, 12-21) [228]. Para Pablo la situación de corrupción del mundo tiene dos causas: la fuerza del mal que somete a los hombres y la propia responsabilidad del individuo. De ambas nos libera y redime Cristo en la cruz.

La historia de la teología, apoyándose en la Escritura, no ha podido obviar una reflexión sobre esta realidad humana, siendo San Agustín el máximo exponente de esta reflexión y acuñador del término pecado original, por el cual pretende expresar la escisión interna de la realidad humana, la no procedencia divina del mal (contra el maniqueísmo), la incapacidad del hombre para salvarse a sí mismo (contra el pelagianismo), y, por consiguiente, la voluntad amorosa de Dios que salva y libera del pecado por la redención de Cristo. Agustín basará su teología del pecado original especialmente en Rm 7, 15, para salvaguardar la necesidad de la gracia para la salvación del hombre, y Rm 5, 12, por el que acabará afirmando la transmisión del pecado original [229]. La Iglesia adoptará la postura agustiniana en diferentes sínodos y concilios. En primer lugar, en el sínodo de Cartago [230] (418) se afirma la muerte física como pena por el pecado (Canon 1), se usa por primera vez de modo magisterial el término pecado original en relación con el respaldo del bautizo de los neo-natos (Canon 2), a la par que sostiene la condenación de los niños sin bautizar (Canon 3). Por su parte, el Concilio de Orange [231] (529) afirmará que, en virtud de la unidad del ser humano, el pecado original afecta tanto a cuerpo como a alma (Canon 1), transmitiéndose no sólo la pena (muerte), sino también la culpa (Canon 2).

La teología medieval intentará indagar acerca de la naturaleza y modo de transmisión del pecado original con diferentes visiones: por una parte, la concupiscencia, es decir, la tendencia del deseo del hombre hacia lo creatural y no hacia el creador, siendo el acto sexual el grado máximo de ésta, que posibilita la generación de vida afectada por el pecado original (Pedro Lombardo y Hugo de San Víctor). Anselmo de Canterbury afirmará que el pecado original es una privación originaria, un déficit de comunión con Dios [232]. Santo Tomás, por su parte, realizará una síntesis por la que la forma del pecado original es dicha privación y la materia es la concupiscencia (cf. S. Th., I-II, q. 82, a. 4.); así, desarrollará una teoría de solidaridad corporativa del hombre.

La reforma protestante cuestionará estas reflexiones. Lutero afirmará que el pecado permanece en el hombre, sin que haya bautizo que lo borre (peccatum manens), sino que simplemente consigue que no se impute, pues la voluntad del hombre tiende irremediablemente hacia el mal. Sólo por Cristo y la fe somos salvados y justificados en virtud de sus méritos redentores. El Concilio de Trento [233] en su sesión V [234] (1543), recuperando los cánones de Orange y Cartago, afirmará el perdón del pecado original por el bautismo, quedando simplemente como concupiscencia, que se mantiene para la santificación y perfección del alma. Según los padres conciliares, «en los renacidos nada odia Dios» (DH 1515). Pese al pesimismo post-tridentino de Bayo y Jansenio, la Iglesia permanecerá firme en esta doctrina hasta el Concilio Vaticano II, en el que, centrándonos en GS 13, sin usar el término pecado original, hablará de la situación pecaminosa del hombre y su división interna en la lucha entre el bien y el mal que el ser humano experimenta en su corazón. No obstante, lo capital es que Cristo ha venido a salvar al hombre y librarlo de esta esclavitud para llevarlo a la plenitud por medio de la redención. De manera optimista, muestra la condición de la humanidad, pero también la excelencia de su vocación a la santidad por el infinito amor de Dios manifestado en la cruz [235].

La teología moderna intenta también dar una explicación convincente al concepto de pecado original alejándose de toda concepción de transmisión y acentuando la acción redentora de Cristo para superar dicha situación de la naturaleza humana. Karl Rahner define pecado original como «co-determinación originaria de la propia libertad por la culpa ajena» [236], afirmando que se trataría de una situación universal de condenación y perdición que afecta a toda la humanidad, obviando en gran parte la responsabilidad individual y la condición creatural del ser humano [237]. Por su parte, Wolfhart Pannenberg [238] defiende la noción de pecado original como el autocentramiento del hombre, siguiendo la tradición agustiniana de «homo incurvatus in se» o «amor sui», que está inserto desde siempre en la naturaleza humana. El hombre es, por tanto, pecador por naturaleza; sin embargo, su naturaleza no es pecaminosa, pues está llamada y orientada a salir de sí. La ruptura de esta dinámica de autocentramiento sólo se rompe con el nuevo nacimiento en Cristo (cf. Gal 2, 20), quien, por su muerte redentora, nos justifica a todos los hombres ante Dios, pues donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 20) y en Él la redención es abundante (cf. Sal 129).

En conclusión, la condición pecadora del hombre es una realidad de la que todos somos conscientes y que afecta a la persona interna y externamente, lo que se percibe de modo evidente a través de sus actos [239]. La reflexión tanto exegética como teológica de dicha condición va orientada, más que a dar explicación de cómo y por qué, a constatar la necesidad de la redención en Cristo como modo de actuar de Dios para librar a los hombres de esta situación de culpa y condena [240] y conducirlos por el sendero de su plan originario para volver a gozar de la justicia originaria. Ahora bien, solamente aceptándose como pecador, aceptando libremente ser criatura redimida, el ser humano puede comenzar de nuevo este camino de regreso [241]. Así pues, el culmen de la historia de la salvación viene dado por la encarnación del Hijo de Dios para la redención de los pecados, pues sólo Dios es capaz de salvar y contrarrestar el poder del pecado y de la muerte por la infinitud de su gracia (cf. 2Co 12, 9) para alcanzar la justificación ante Él. Tanto amó Dios al mundo, a su creación, que entregó a su Hijo (cf. Jn 3, 16), de tal forma que en Cristo y su sacrificio se manifiesta plenamente el amor ilimitado de un Dios que combate el mal y se aúna en el sufrimiento con el hombre para redimirlo [242].

Justificados por la gracia de la redención

La justificación debe ser entendida como el perdón de los pecados, la redención (cf. Ef 1, 7), una iniciativa de Dios, que tiene su origen en su amor absoluto e incondicional por sus criaturas, con independencia de toda acción o voluntad del ser humano, salvo la acogida que éste debe libremente asumir para vivir conforme a esa gracia recibida [243]. Así pues, la gracia se trata del «gesto divino que, cuando es acogido por el hombre, lo rescata de la esclavitud del pecado y de la muerte y le comunica una nueva forma de vida, participando del propio ser de Dios» [244]. Como ya hemos afirmado, la humanidad se ve afectada irremediablemente por el mal, que le imposibilita hacer completamente el bien, motivo por el cual necesita, desde el principio, de la acción salvífica de Dios. Por su parte, el ser humano, mediante la fe, puede responder y aceptar libremente esa propuesta redentora de Dios, dada a todos los hombres por el sacrificio de Cristo, en su vida y colaborar con ella. Dios mismo actúa en la salvación del género humano, cuya libertad respeta y sin el cual no quiere salvarnos: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti» [245]. Mediante esta acción gratuita, libre, amorosa y sobreabundante de Dios, a la que llamamos gracia, en el mundo, donde habita el ser humano, se transforma la condición de éstos hacia la comunión plena con Él por la filiación.

Dios es justo y todo aquel que cree en Jesús como su redentor halla justificación ante Él (cf. Rm 3, 26). Así pues, sin la libre aceptación del hombre, no puede obrar Dios su redención completamente en él. Por último, la fe, don de Dios a los hombres, es inicio y fundamento de la justificación; es entrega libre y total a Dios en Jesucristo [246], y, por ella, la persona experimenta la acción gratificante de la redención divina, que le mueve a una nueva vida de comunión con Dios, a la relación filial con Él, que afecta y transforma todos los ámbitos de su vida para, paulatinamente, ir recobrando su condición originaria [247].

En el Antiguo Testamento [248], cuando se habla de justicia de Dios (cf. Dt 33, 21), se hace referencia a la manera en que Yahveh actúa con su pueblo desde la alianza: Dios salva y favorece a su pueblo elegido, que debe serle fiel practicando la justicia, la solidaridad y la alabanza (1R 8, 32; Sal 71, 2; Sal 106, 1…). Dios da todo a su pueblo, sin que éste tenga que hacer más mérito que no olvidarse de Él ni de su Ley (cf. Dt 8-9). Dicha salvación se introduce en el marco de una liberación mesiánica, o sea, tiene una impronta escatológica (Is 9,6; Jr 23, 5; Is 51, 1-8…). Así pues, ser justo equivale al cumplimiento de la Ley, poniendo la confianza en Dios y en la esperanza soteriológica, dando importancia a las obras del justo, y a la afirmación de la salvación universal de todos los pueblos (cf. Is 42,4; Is 62,2; etc.). Estas serían las bases para el desarrollo de la teología de la justificación paulina, la más desarrollada en el Nuevo Testamento, si bien encontramos referencias de ella en los evangelios sinópticos, que hablan de la justicia de Dios en conexión con el Reino (cf. Mt 3, 15, 5; Mt 6, 10; Lc 18, 14, etc.).

San Pablo mantendrá, pues, esta concepción veterotestamentaria y la reinterpretará desde el acontecimiento Cristo [249]: la justicia procede de Dios y se da al ser humano por mano de Jesús de Nazaret, muerto por nosotros para la redención de los pecados, en quien la justicia divina se muestra en forma de perdón y misericordia, que destierra el pecado del hombre (Cf. Rm 1, 18). Así pues, la justificación [250] de la humanidad se da por la fe en Cristo, el salvador, y no por aquello que obran las personas (cf. Ga 3, 8- 14). Dado que todos los hombres pecaron, la justificación es universal, pues es necesitada por todos y a todos es dirigida esta iniciativa de Dios por la fe, por el don de su gracia, y en virtud de la redención realizada por el Señor Jesús (cf. Rm 3, 21-26). Para el apóstol de los gentiles, ser justificado es sentirse amado por Dios sin que el hombre haya realizado mérito alguno para merecerlo; en palabras de Paul Tillich: justificación es aceptar que eres aceptado aunque te sientas inaceptable [251]. Su amor y misericordia son incondicionales y precedentes, pues él nos amó primero para que aprendiésemos a amar (cf. Ga 2, 20; 1Jn 4, 10-11), para que nuestras vidas redimidas experimenten una transformación hacia Él [252]. Todo esto acaece en su plenitud en Cristo, en quien, por la gracia de Dios, todos estamos llamados a participar de su obra redentora, que nos conduce a una vida nueva como don gratuito (cf Ga 3, 16-20). Así pues, la gracia de Dios es Jesucristo, su acontecimiento redentor y salvador que nos trasforma, de modo que gracia, justificación y filiación van de la mano en la teología paulina (cf. Ga 4, 4-17). La salvación acontece por el amor gratuito de Dios, siendo la fe la aceptación de esa gracia, que es más poderosa que el pecado y sobreabunda allá donde aquel se encuentra (cf. Rm 5, 20), del cual libera por la incorporación a la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4ss) y nos conduce a la vida como hijos de Dios (cf. Rm 8, 14).

Teniendo la Sagrada Escritura como base, la reflexión sobre la justificación ha sido un continuo en el devenir de la historia de la teología, no tanto en términos descendentes (el don de Dios al hombre por la redención), sino más bien por el papel del hombre ante el perdón de los pecados. Por un lado, se encuentran aquellos que, como Pelagio, en su obra de Natura, afirmando enteramente la bondad del ser humano, defienden la libertad del hombre y su capacidad y tendencia propias para obrar el bien, por lo que la persona, por méritos propios, puede alcanzar su misma salvación (Cristo, pues, sería un simple ejemplo y la gracia, un auxilio exterior). San Agustín desarrollará su teología al respecto, sentando precedente en la historia para su desarrollo futuro [253]; contestará a esta herejía tras constatar la tendencia del mal en el ser humano (cf. Rm 7, 14) y afirmará la incapacidad de la humanidad para salvarse a sí misma: éste requiere la gracia de Dios para su salvación [254]; es decir, no desmerece la dignidad y responsabilidad de la humanidad, pero remarca la primacía de la voluntad salvífica de Dios: «ni la gracia de Dios sola ni el hombre solo, sino la gracia de Dios con él» [255]. De este modo, afirma que la gracia es la acción amorosa de Dios que regenera el interior del hombre sanando la voluntad, por lo que, sin ella, no hay conocimiento del bien, ni buenas acciones.

Como ya hemos apuntado, el Sínodo de Cartago (418) confirma la doctrina agustiniana y afirma, en sus cánones III y IV (DH 225-227), que la gracia, por la redención en Cristo en la cruz, no sólo nos obtiene el perdón de los pecados, sino que también contribuye a que no cometamos más mal, pues actúa tanto en la inteligencia del ser humano como en su corazón, como fuerza interior donde el hombre opta por el bien. Por su parte, el Concilio de Orange (529; DH 373 y ss.) rebate a los que, por otro lado, situaban en un mismo nivel la gracia y la libertad humana, debiendo elegirse una en detrimento de la otra (como los semipelagianos, encabezados por Juan Casiano y Fausto Ríez). Los padres conciliares negarán esta doctrina suya de la predestinación (Dios determina todas las acciones humanas), distinguiéndola de la presciencia de Dios (Él sabe con antelación y observa las acciones humanas); de este modo, concilian la providencia con la libertad de los hombres, afirmando la primacía absoluta de la gracia sobre la voluntad y libertad humanas, así como la necesidad absoluta de la gracia para poder hacer el bien. Desde entonces, la Iglesia permaneció fiel a la teología agustiniana, desarrollándola y aclarándola frente a quienes pretendían amenazarla. La teología medieval, por su parte, tiende a una cosificación de la gracia como inhabitación del Espíritu en la criatura por su donación amorosa (cf. Pedro Lombardo), de ahí que Santo Tomás vea la necesidad de distinguir entre gracia increada (Dios mismo) y creada (la acción de Dios en el hombre) [256]. Asimismo, confirmará que el hombre está llamado a la visión beatífica, es decir, a la plena comunión con Dios, obtenida a través de la gracia, la cual, siendo algo externo a él, actúa interiormente como un hábito, generando en el ser humano la actitud necesaria para restablecer la relación plena con Dios, perfeccionando la naturaleza humana (cf. S. Th., I-II, 113, a. 8).

La gran controversia llegará con la reforma de Lutero [257], quien afirmará radicalmente que la justificación sólo se alcanza por la fe (sola fides); es decir, si el hombre adquiere la salvación, no es en virtud de sus buenas obras, sino sólo por la creencia en Jesucristo (solus Christus), quien nos hace justos ante Dios en virtud de sus méritos redentores. El hombre es a su vez justo y pecador (simul iustus et peccator), por lo que sus obras nada pueden contribuir para su salvación. Por tanto, para la salvación de los hombres sólo es necesaria la gracia de Dios (sola gratia), cuyo testimonio más fehaciente encontramos en la Sagrada Escritura (sola Scriptura). Por consiguiente, la humanidad, privada de libertad por el pecado, no puede hacer nada para salvarse, por lo que sólo le queda esperar la salvación de Dios (soli Deo gratia). Para la reforma luterana, no sólo el don de la redención de Jesús es suficiente, sino, de igual modo, la fe en esa redención [258], pues la gracia tiene la primacía sin la necesidad de la colaboración del hombre ya que éste, corrompido por el mal, no puede hacer el bien.

Ante tales afirmaciones, el Concilio de Trento remarcará el poder del pecado y la necesidad universal de la salvación de Cristo ante la incapacidad del hombre. Destacará, como medios para obtener la justificación, la gracia, la fe y la caridad, que conlleva las buenas obras para la colaboración con el don divino. En lo concerniente a la gracia y la libertad, la tesis central de este concilio, que resume su doctrina sobre la justificación (cf. sexta sesión, 1547, DH 1520-1583), es: «en el encuentro entre Dios y el hombre, no puede decirse ni que el hombre no haga nada al recibir la gracia de Dios, puesto que puede rechazarla, ni que sin la gracia de Dios el hombre pueda realizar el bien para ser justo ante Dios» (DH 1525); por consiguiente, el ser humano, por la fe, tiene libertad para aceptar o no el don de Dios, de tal forma que la redención sea operante y definitiva en él y produzca en él frutos de vida nueva. Por consiguiente, la gracia, inherente y presente en el ser humano, es el favor de Dios que mueve al hombre a la justificación y lo hace perseverar en el bien.

Tras Trento, surgirán diversas controversias, finalmente declaradas erróneas por la Iglesia, entre las que sobresalen la de Miguel Bayo, que afirma que la gracia es arbitraria y selectiva, una exigencia eficaz en el ser humano, y la de Jansenio, quien declara que la gracia no se ofrece a todos, sino a unos pocos elegidos [259]. Más notoria fue la controversia «de auxiliis» entre dominicos y jesuitas. Los primeros, liderados por Domingo Báñez, se centraban más en la gracia en detrimento de la libertad, arguyendo que Dios predetermina todas las acciones para que los hombres actúen según la gracia; mientras tanto, los segundos, con Luis Molina al frente, sostendrán el concurso simultáneo, por el que gracia y libertad actúan al mismo tiempo. El error de ambas posturas consiste en situar tanto gracia como libertad al mismo nivel; sin embargo, por mandato pontificio de Pablo V, nunca llegaría a zanjarse esta disputa.

Por su parte, la teología moderna seguirá con la reflexión: Rahner, para quien la gracia es autocomunicación de Dios en Cristo por medio del Espíritu Santo, argumentará que gracia y libertad son directamente proporcionales, siendo así que, a mayor gracia, mayor libertad, evitando caer en posturas jansenistas que determinen una exigencia de la gracia (pues dejaría de ser tal), o en consideraciones que sitúan la gracia como elemento externo que «adorne» la naturaleza humana [260]. Para el teólogo alemán, el pecado es condición de posibilidad de la libertad humana [261], por ella el hombre puede o bien acoger la salvación de Dios, o bien inclinarse por sus intereses egoístas [262]. No obstante, el ser humano está orientado hacia la comunión con Dios y para ello Él le ofrece su gracia, pues el hombre es creado capaz de recibir y acoger la autocomunicación de Dios (la gracia), cuya asunción es un acto de libertad (creada a su vez por gracia de Dios como don). Henri de Lubac, en este sentido, contestará afirmando que el ser humano está orientado hacia la gracia como don, como regalo de Dios [263]. Por su parte, Wolfhart Pannenberg [264] hablará de la gracia como la preservación del Creador a sus criaturas por la incapacidad del hombre para librarse de la realidad del mal; Dios interviene en la historia para paliar las ruinosas consecuencias del pecado en una creación continua que hace surgir el bien del mal, de tal forma que la humanidad sólo puede liberarse, redimirse, cuando se configura según la imagen del Hijo. El CVII describirá la gracia de un modo relacional, como libre entrega de la existencia (DV 5), como participación en la vida divina y filiación a través de la inhabitación del Espíritu (LG 2-4), como don de Dios, mediado por Cristo (LG 8; 14; 28; etc.), para la universal salvación de todos los hombres (GS 22; AG 7) [265]. Por consiguiente, la libertad humana es una dimensión importante que salvaguarda la efectividad de la redención y la apertura a la gracia, pues depende de la persona aceptarla e iniciar una nueva relación con Dios de filiación en Cristo [266].

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

183    Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.

184    Vid. Capítulo V, pág. 72-77.

185    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2012), 100-101.

186    Hacemos referencia a lo que Paul Tillich ha considerado como conmoción ontológica en su obra Teología Sistemática, vol. 1 (Salamanca: Sígueme, 2010), 242‐249.

187    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 103-104.

188    Juan Luis Ruiz de la Peña, Teología de la Creación (Santander: Sal Terrae, 1998), 127.

189    Pedro Fernández Castelao, “Antropología teológica”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 194.

190    Vid. Capítulo VI sobre la escatología y la consumación de la Creación (pág. 84-94).

191    Gershom Scholem, Conceptos básicos del judaísmo (Madrid: Trotta, 1998), 47-48.

192    Cf. Fernández Castelao, 193.

193    Cf. Gerhard Von Rad, Teología del Antiguo Testamento I (Salamanca: Sígueme, 1969), 26.

194    Cf. Ireneo de Lyon, “Contra las herejías”, IV, 14, 1, en Teología de San Ireneo IV, trad. Antonio Orbe (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996), 185-189.

195    Cf. Orígenes, Sobre los principios (Madrid: Editorial Ciudad Nueva, 2015).

196    Cf. Luis Ladaria, Introducción a la antropología teológica (Estella: Verbo Divino, 1993), 44-45.

197    Cf. Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, vol. 2, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996), 1.

198    Paul Tillich, Teología sistemática II, la existencia y Cristo (Salamanca: Sígueme, 2010).

199    Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, 54‐55.

200    Cf. Enrique Sanz Giménez-Rico, Ya en el principio: Fundamentos veterotestamentarios de la moral cristiana (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2008), 46.

201    Vid. Capítulo VI, pág. 89-94.

202    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 60-62.

203    Ruiz de la Peña, Teología de la Creación, 127.

204    Cf. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, 46.

205    Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 21-22.

206    Señalamos que para  la doctrina  protestante  no habrá diferencia  entre  ambos términos, pues tanto imago como similitudo harían referencia a la justicia originaria de la que gozaba el hombre.

207    Cf. Martín Gelabert Ballester, Jesús, revelación del misterio del hombre: ensayo de antropología teológica (Salamanca: San Esteban, 1997), 45-46.

208    Comisión Teológica Internacional, “Comunión y servicio: la persona humana creada a imagen de Dios, 11”, en Documentos 1969-2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 686.

209    Cf. Gerhard von Rad, El libro del Génesis (Salamanca: Sígueme, 1982), 92.

210    Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental (Santander: Sal Terrae, 1988), 20-25.

211    Cf. Ibíd., 78.

212    Cf. Luis Ladaria, Antropología teológica (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1983), 87-88.

213    Cf. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, 79.

214    Sobre el pecado vid. también capítulo V, pág. 78-79.

215    Cf. Sanz Giménez-Rico, 116.

216    Cf. Agustín de Hipona, “Confesiones”, libro VII, cap. XII, en Obras completas de San Agustín II (Biblioteca de Autores Cristianos: Madrid, 1946), 583-584.

217    Cf. Gisbert Greshake, ¿Por qué el Dios del amor permite que suframos? (Salamanca: Sígueme, 2008), 54.

218    Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 183.

219    Adolphe Gesché, El mal (Salamanca: Sígueme, 2010), 86-87.

220    Cf. José Ignacio González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (Santander: Sal Terrae, 1987), 72-77.

221    Vid. Capítulo V, pág. 76-77.

222    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 134.

223    Wolfhart Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica (Salamanca: Sígueme, 1993), 118.

224    Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial (Santander: Sal Terrae, 1991), 47-108.

225    Cf. González Faus, 229-230.

226    Cf. Marciano Vidal, Pecado, en Conceptos fundamentales del cristianismo, ed. Casiano Floristán y Juan José Tamayo (Madrid: Trotta, 1993), 988-989.

227    Cf. Hans Walter Wolff, Antropología del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2017), 216-217.

228    Cf. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 80.

229    Cf. Ibíd., 128-131.

230    DH 222-224.

231    DH 371-372.

232    Cf. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 138-140.

233    Cf. Ibíd., 146-153.

234    Cf. DH 1510-1515.

235    Cf. Ruiz De La Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 157-158.

236    Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 144-145.

237    Cf. Karl Rahner, “Consideraciones teológicas sobre el monogenismo” en Escritos de Teología I (Madrid: Taurus, 1967), 307.

238    Cf. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 131-133.

239    Sobre el comportamiento ético cristiano, vid. Capítulo V, pág. 72-77.

240    Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I (Madrid: Perpetuo Socorro, 1990), 676- 677.

241    Cf. José Román Flecha, Teología moral fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001),163-164.

242    Cf. Andrés Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre (Santander: Sal Terrae, 1986), 140.

243    Sobre el llamado dinamismo virtuoso, vid. Capítulo VI, pág. 87-88.

244    Ruiz De La Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 316.

245    Agustín de Hipona, Sermón 169, 13, en Obras Completas de San Agustín XXIII (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1983), 660-661.

246    Cf. Luis Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 268.

247    Gelabert Ballester, 230.

248    Cf. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 186-189.

249    Ibíd., 193.

250    Véase: Joseph A. Fitzmyer, “Teología de San Pablo”, en Comentario bíblico “San Jerónimo”, Tomo V, ed. Raymond E. Brown, Joseph A. Fitzmyer, y R. E. Murphy (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1986), 805- 807.

251    Paul Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en occidente. De los orígenes a la Reforma (Buenos Aires: La Aurora, 1976), 245.

252    Cf. Ruiz de La Peña, El don de Dios. Antropología teológica fundamental, 248-251.

253    Cf. Ibíd., 280.

254    Agustín de Hipona, “De natura et gratia”, en Obras de San Agustín VI (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1947).

255    Agustín de Hipona, “Sobre la gracia y el libre albedrío”, en Obras de San Agustín IV, cap. 5, 12 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1947), 239.

256    Cf. Theodor Schneider, Manual de Teología dogmática (Barcelona: Herder, 2005), 654.

257    Cf. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 200-206.

258    En la declaración conjunta de 1999 entre católicos y luteranos, se afirma finalmente que ambas confesiones mantienen la misma doctrina sobre la justificación, aunque con diferencias teológicas a la hora de explicarla, por lo que no son motivo de excomunión entre ambas iglesias.

259    En la bula Cum occasione, Inocencio X reafirma la postura de la fe de la Iglesia de que Cristo murió por todos.

260    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 136-146.

261    Cf. Ibíd., 133.

262    Cf. Ibíd., 121-125.

263    Cf. Henri de Lubac, El misterio de lo sobrenatural (Madrid: Encuentro, 1991), 272.

264    Cf. Pannenberg, Teología sistemática, Vol. 2, 251-300.

265    Para un desarrollo sobre la actuación de la gracia en el hombre, vid. Capítulo VI, pág. 88-90.

266    Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, Creación, gracia y salvación (Santander: Sal Terrae, 1993), 88.

Carlos Diego Gutiérrez

II.  Un Dios redentor

El Dios Uno se ha manifestado como Trinidad para mostrarse a los hombres y darles a conocer su voluntad amorosa y redentora [62]. Así pues, «la revelación y manifestación de Dios en la historia no es revelación de verdades ajenas o diferentes al ser de Dios, sino la historia de su autorevelación y autocomunicación» [63]; es decir, Dios se revela en la economía de la salvación y se da tal y como Él es en la vida divina, de tal forma que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa [64]. Por tanto, el misterio trinitario tiene un componente soteriológico, relevante para el ser humano, principal destinatario de esta salvación ofrecida por Dios. Por ello, es posible hablar de una trinidad salvífica, pues Dios se manifiesta en la economía de la salvación libre y graciosamente, sin que se agote su revelación en la historia [65].

Dios, desde la creación, ha decidido revelarse y autocomunicarse, a través de su Palabra, llegando a su culmen en la encarnación del Hijo, comunicándose plenamente y manifestando su voluntad redentora para con la humanidad. Así, el centro del misterio es Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres, verdadero Dios, junto al Padre, que lo envía a cumplir el misterio de su voluntad, y al Espíritu Santo que da a conocer el misterio en los corazones de los hombres [66]. Por consiguiente, el misterio es Dios y su plan de salvación mediante el acontecimiento redentor de Jesucristo, el Hijo. Afirmamos, pues, la centralidad de la segunda persona en la reflexión sobre el misterio de Dios, así como la conveniencia de comenzar nuestra reflexión sobre el Dios Uno y Trino, desde el tratado sobre Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor de los hombres, revelador de la Trinidad. Al fin y al cabo, si tenemos acceso a Dios y conocimiento de Él es gracias a que Él mismo, con el envío de su Hijo, ha decidido formar parte de la historia para revelarse definitivamente (cf. Jn 1, 18). Así pues, en virtud que la Palabra de Dios se hizo carne, los hombres han sido capaces de comprender el misterio insondable de la Trinidad Inmanente en su despliegue económico: es gracias a Jesucristo que la humanidad ha logrado conocer el rostro de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

II.I. El Hijo redentor

Toda la vida de Jesucristo estará orientada a este fin: dar a conocer a los hombres a Dios y su plan de salvación. Mediante su predicación (en hechos y palabras) y sus acontecimientos pascuales (su muerte y resurrección), el ser humano ha recibido una revelación plena y definitiva no sólo de la vida intratrinitaria de Dios, sino también de su inserción en la historia de la humanidad. Desde ella, la reflexión teológica y la tradición comenzarán un largo camino de afianzamiento y confirmación de cuanto fue expresado por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el Hijo del Padre, el Señor, el Redentor del género humano. Toda esta reflexión irá igualmente orientada a la repercusión que toda su persona tiene sobre los hombres, de tal manera que Jesucristo se convierte en modelo prototípico de toda la humanidad y anticipo escatológico de cuanto Dios ha prometido a los hombres desde el inicio de los tiempos.

El mensaje redentor de Jesús de Nazaret

El Reino de Dios fue el tema central de la predicación de Jesús (cf. Mc 1, 14-15), el eje primordial y articulador tanto de su mensaje como de su actuación, y, en definitiva, de su pretensión [67]. «Jesús concentra las múltiples esperanzas de la salvación en una sola, en la participación en el Reino de Dios» [68]. Así pues, es necesario atender a la praxis de Jesús de Nazaret durante su vida terrena, con vistas a su muerte redentora y su resurrección.

Comenzaremos constatando que, en el Antiguo Testamento, no es frecuente esta expresión (אדני מלכות); lo encontramos tal cual en Sb 10, 10 (Βασιλεία το Θεο), con una gran impronta escatológica, si bien también hallamos referencias a él en otros textos, especialmente proféticos: Ex 15, 18; 1S 8, 7; Is 24, 23; Ez 20, 33; Sal 47, 9… Por tanto, aunque no se trate de un tema central veterotestamentario, muchos de sus temas pueden conectarse con la soberanía y el reinado de Yahveh. De ello se sirvió Jesús como caldo de cultivo para elaborar la misión y proclamación de éste en continuidad con la esperanza escatológica, basada en la congregación del pueblo por parte de Yahveh. Por consiguiente, Jesús predicó, desde la alegría y el optimismo de la salvación, un Reino, que se muestra a la vez futuro y presente (cf. Mc 1, 15), identificado con su persona y con la gracia y la bondad de un mensaje de redención.

A)   Redención en palabras y hechos

Jesús es el mensajero del Reino y el revelador de su contenido: la salvación de los hombres por la conversión [69]. Por tanto, el Reino es una metáfora para expresar a Dios en su obrar y comunicarse con la humanidad, cuya base hermenéutica es Cristo como cumplidor de las promesas y esperanzas de Israel [70]. Si bien no es hasta su resurrección cuando su mensaje adquiere sentido y legitimación [71], podemos hablar de una cristología implícita [72] en su actuación como revelador y salvador escatológico enviado por Dios; al fin y al cabo «la soteriología va implícita en sus actos» [73]. Así pues, es a través de sus palabras y hechos como se nos revela la voluntad redentora de Dios por el Hijo (cf. DV 17).

Entre las palabras de Jesús podemos encontrar, principalmente, su oración, especialmente el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4), que expresa una visión futura escatológica, así como la inminente venida del Reino de Dios («Venga a nosotros tu reino»), vinculada estrechamente a la intimidad paternal con Dios (Abbá) [74]. De igual modo hablamos de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-11; Lc 6, 20-23), también unidas inseparablemente a la venida del Reino y al carácter misericordioso de Dios en su opción por los pobres y afligidos: Dios llegará en el día escatológico y actuará para restituir la justicia y el amor. Por su parte, las parábolas expresan con metáforas cómo será el Reino, cuya instauración ya ha comenzado, y el cual está desarrollándose hasta su manifestación definitiva [75].

Con respecto al modo de actuar de Jesús, podemos destacar, en primer lugar, sus milagros, como presentación de la irrupción del Reino de Dios asociada a su ministerio. Jesús es, el «realizador escatológico» (Peterson), ya que por sus obras tienen lugar los acontecimientos propios de los tiempos futuros y definitivos; dentro de ellos, los exorcismos y las curaciones dan cuenta del poder de Jesús y su autoridad sobre el mal [76], son, manifestación de la llegada del Reino que trae la liberación y la redención a los oprimidos, signos proféticos que muestran el poder de Dios [77], su presencia escatológica, prometida y esperada, que ya ha comenzado y empieza a darse en el presente, siendo Jesús el portador de esta Buena Noticia de redención. En segundo término, destaca su cercanía con los pecadores y marginados, con quienes comparte la mesa como signo de la participación de éstos en el banquete escatológico del Reino de Dios [78], que hace posible unas relaciones humanas alternativas de liberación a través de la justicia, la paz, la fraternidad y la solidaridad. En tercer lugar, mediante la llamada a los discípulos [79], Jesús se rodea de un grupo de seguidores que, más adelante, continuarán su labor; de entre ellos, elegirá un grupo de Doce como representación del Israel escatológico y renovado, manifestando así la voluntad de Dios de congregar definitiva y escatológicamente a su Pueblo [80]. Por último, Jesús trae consigo una ruptura de las tradiciones judías, que expresa una libertad y autoridad frente a las instituciones y grupos sociales de su época (Shabbat, Torah, templo, etc.) para anunciar la llegada de los tiempos mesiánicos.

Por consiguiente, su modo de obrar, como sus palabras, reflejan la autoridad de Jesús y su misión, así como su autoconciencia de saberse actuando en el puesto de Dios.

Todo ello manifiesta una identidad en la acción salvífica entre Dios y Jesús, que alcanzará su culmen en el Misterio Pascual mediante los acontecimientos redentores de su muerte y resurrección.

B)   Su muerte redentora

Jesús de Nazaret se identifica con una figura mesiánica y proclama el acontecimiento de la llegada del Reino mesiánico a través de su persona, siendo a su vez figura escatológica: en Él acontece la salvación prometida por Dios por su muerte [81].

Para entender correctamente la muerte de Jesús, debemos tener en cuenta la perspectiva de su entrega, resultante de las libertades de los hombres, del mismo Jesús y del propio Dios [82]. Así pues, tanto el sistema político de su época, como el religioso, se sintieron amenazados por Él y su mensaje; la traición de Judas, la condena del pueblo, etc., son ejemplos en los que encontramos el sentido de esta entrega por parte de los hombres. A su vez, Jesús se entrega a sí mismo, pues, consciente de su muerte, la previó, la comprendió y, por consiguiente, fue libre ante ella para realizarla. Por último, podemos afirmar que el Padre entrega al Hijo y, por tanto, Él mismo se entrega con Él. El Padre se ofrece a sí mismo mediante el Hijo, implicándose, desde el don gratuito y el amor: «Das Kreuz des Sohnes ist Offenbarung der Liebe des Vaters (Rm 8, 32) und die blutige Ausschüttung dieser Liebe vollendet sich innerlich durch die Ausschüttung des gemeinsamen Geistes in die Herzen der Menschen (Rm 5, 5)» [83].

Centrándonos en la condena religiosa y política, vemos que en ésta intervienen primordialmente dos factores: su pretensión mesiánica y su crítica al templo [84]. En la primera (cf. Mc 14, 61; Mc 15, 17-20; Mc 15, 26…), Jesús es presentado a las autoridades romanas como un peligro político para los intereses del Imperio, ante la incapacidad legislativa judía de condenarlo a muerte. En la segunda, (cf. Mc 13, 1-2; Lc 21, 5-6), se deduce un disentimiento teológico: se rechaza la imagen de Dios que presenta su concepción escatológica y el puesto que éste ocupa en ella. Por todo ello, Jesús se sometió a una muerte propia de criminales sin derechos y de malditos (cf. Dt 21, 22-23). No obstante, la cruz es, precisamente, el lugar primordial donde acontece la redención de la humanidad, pues «la significación salvífica de Jesús experimenta en su muerte su claridad y definitividad» [85], al asumir esta última dimensión del hombre para su salvación. Por tanto, su muerte representa el último servicio al Reino de Dios [86] y supone la superación de nuestra muerte, y la redención de nuestros pecados.

Por su parte, Jesús aceptó esta condena voluntariamente como forma necesaria para garantizar la libertad del Hijo, pues, sin esta conciencia, la redención hubiera acontecido sin que él lo supiera [87]. Así pues, su muerte fue consecuencia de su modo de vida; Jesús tuvo que ser consciente muy pronto de que su fracaso era esperable en cuanto que su mensaje, fruto de su actitud pro-existente, chocaba con la mayoría de los grupos judíos contemporáneos [88]. Por tanto, no se puede entender su muerte como algo predeterminado, ni necesariamente consecuente a la Encarnación, sino que es efecto de su vida proexistente y su fidelidad al Reino.

Ahora bien, Jesús, consciente de la proximidad de su muerte, le da un sentido y una interpretación durante la Última Cena mediante palabras y gestos [89]. Así, ésta supone una condensación e interpretación de su vida y muerte expiatoria y redentora por nosotros, nuestros pecados y nuestra salvación [90].

En lo relativo a los gestos, Jesús toma el pan, que parte y entrega, identificándolo con su propia persona en su totalidad como su cuerpo. En la mentalidad judía, se entiende por cuerpo (בשר) la totalidad de la persona; de este modo, Jesús confirma que su persona se va a entregar conscientemente en favor de los hombres. A su vez, Jesús toma el vino, su sangre, dada y derramada, la cual es la vida, también para la concepción judía. Por tanto, beber de ella expresa comunión y participación en su vida, desde la unidad fraterna y el compromiso de unir su destino al de su Señor [91]. Con respecto a sus palabras, éstas manifiestan especialmente los destinatarios de esta acción salvífica y expiatoria de Jesús. Así pues, la redención de Jesús, hecha efectiva por su muerte, asumida libremente, se realiza en favor de [92] toda la humanidad, por todos los hombres: Jesús se entrega «por muchos», es decir, por la totalidad de Israel (cf. Is 52, 13-Is 53, 12), y «por vosotros», o sea, los presentes en la Última cena, los Doce, como símbolo del Israel renovado. Por consiguiente, la salvación de Jesús es una oferta de amor universal que a todos afecta, una Nueva Alianza [93] que se forjará con su muerte redentora e intercesora, mediante su entrega salvífica y expiatoria para el perdón de los pecados de una vez para siempre (cf. Hb 10, 12) [94].

C)   La Resurrección, garante de la redención

La resurrección supone la ratificación de Jesús y todo su mensaje y pretensión [95]: el crucificado ha sido levantado de entre los muertos (νίστημι/γείρω) por obra del Padre. Así, la muerte y resurrección de Jesús están en intrínseca unidad: Cristo muere hacia la resurrección y ésta significa la permanencia salvífica de la única vida de Jesús, que precisamente por la muerte libre y obediente logró este permanente carácter definitivo de su vida [96].

El Resucitado es primicia (1Co 15, 20) y primogénito de entre los muertos (Rm 8, 29) [97], con Él se inicia una novedad radical que culmina con Él (resurrección universal), aunque no se ve finalizada con Él, pues, si bien es iniciador de la fe, también es consumador de ésta (Hb 12, 2), pues Él es el alfa y la omega (Ap 1, 8), todo ha sido creado en Él y para Él (Col 1, 1-20), llegando a ser el gran recapitulador de la historia (Ef 1, 10). Por ello, la resurrección da comienzo a un nuevo tiempo escatológico para los hombres, de tal manera que los cristianos se incorporan a la fe, a este modo de vida y relación íntima con Dios, gracias al resucitado, participando así de su filiación, de su Espíritu, de su vida. Desde ahora, para los cristianos la verdadera predicación es la confesión de fe de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Por este motivo, a partir de la resurrección cobran nuevo sentido todos los títulos de majestad que se empiezan a predicar del resucitado para indicar la divinidad de Jesús, a la par que su soberanía escatológica sobre toda la historia: «Sin la resurrección, el cristianismo sería un noble moralismo, no la Buena Nueva para los hombres; Jesús sería uno de los más grandes genios de la humanidad y no “El Señor”» [98]. Gracias a la resurrección se concluye el proceso de revelación de Dios al ser humano; es decir, sólo desde el resucitado se revela definitivamente quién es Dios, el Dios uno y trino [99], por ello «en Jesús tenemos la revelación del misterio de Dios cuando contemplamos la gloria que le corresponde como unigénito del Padre» [100].

A la hora de hablar de la resurrección, son especialmente relevantes los testimonios del Nuevo Testamento [101]. Entre ellos, encontramos confesiones de fe, consideradas como los relatos más antiguos de la resurrección y que consisten, primordialmente, en fórmulas bautismales. Éstos afirman la resurrección de Jesús como una realidad que se transmite por el testimonio creyente, proclamando que el resucitado, cuya humanidad pasa a morar junto a Dios, sigue presente y actuando. A su vez encontramos himnos que expresan el kerigma cristiano a raíz de la resurrección de Jesucristo (por ejemplo, 1Co 15, 3-8). En ellos se recoge la transmisión apostólica, las apariciones, etc., así como que, con la resurrección de Jesucristo, comienza un nuevo tiempo escatológico [102], porque la resurrección, esperada para el final de los tiempos ya ha acontecido en Jesús tras vencer a la muerte. Ahora bien, siendo de por sí un hecho escatológico, perteneciente al futuro último, actúa, sin embargo, en la historia [103]: Por medio del Misterio Pascual de Jesús también ha muerto y resucitado la humanidad entera, lo que conlleva la redención definitiva del género humano y su salvación en Cristo [104].

Asimismo, gozan de especial importancia las narraciones sobre la resurrección que encontramos de modo singular en los Evangelios. Se trata de relatos post-pascuales, surgidos a partir de una reflexión más profunda teologizada, entre los que destacan los testimonios escritos del sepulcro vacío y las apariciones del resucitado [105]. El primero se trata de una tradición que remarca la historicidad de la muerte y sepultura de Jesús como apoyo a nuestra fe. Por su parte, las apariciones constituyen un elemento central de la experiencia de la resurrección y la fe que de ella se deriva, son la vivencia pascual de los discípulos, tras las cuales los discípulos se atreverán a creer y confesar su resurrección [106]. Tienen un carácter revelador, a modo de teofanía veterotestamentaria, en las que es importante la fe de aquellos ante quienes se aparece, pues el resucitado se hace visible ante sus ojos.

Dios se hace presente en Jesús resucitado y exaltado [107], se revela en su realidad humana, pero de forma espiritualizada (habitada y configurada por el Espíritu de Dios); es decir, hablamos de una corporalidad semejante a la nuestra, pero a la vez distinta, de forma que guarda y muestra la identidad del Crucificado en el Resucitado (cf. Jn 20, 20- 27). Jesús es el mismo, pero con un cuerpo glorioso (porque habita en la gloria de Dios y la difunde), sentado a la derecha del Padre, participando plenamente de su ser y de su gloria. Por ello, el modo de relacionarse con Jesús resucitado no es físico, sino entrando en comunión íntima con Él [108]. De esta forma, si la muerte de Jesús tuvo un carácter soteriológico y redentor para el género humano, y siendo la resurrección confirmación de todo cuanto llevó a cabo en su vida, la resurrección es el garante que acredita la redención definitiva de Cristo para la humanidad.

La divinidad y la humanidad de Jesucristo para nuestra salvación

Así, en el desarrollo de la confesión de fe cristiana, gozan de especial importancia los llamados títulos cristológicos atribuidos a Jesús como modo de afirmar su divinidad y, por tanto, la efectividad de su obra redentora [109]. La Iglesia primitiva comienza una reflexión sobre la persona de Jesús, tras la experiencia de la resurrección, con el fin de justificar toda su existencia [110]: Él es el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios. De igual modo, nos ofrecen una confesión de fe postpascual, fruto de una teología llevada a cabo por las primeras comunidades; sin embargo, éstos no abarcan la persona entera de Jesús, por lo que se hace necesario el recurso a multitud de términos complementarios, cada cual centrado en una perspectiva concreta. Jesús nunca los reclamó para sí, sino que surgieron de la conciencia de sus seguidores a raíz de las experiencias postpascuales, en continuidad con la mentalidad del Antiguo Testamento.

Jesús de Nazaret es el Cristo, el ungido por Dios (cf. Lc 4, 16), expresión que remite al Antiguo Testamento, en el que varios personajes (reyes, sacerdotes, profetas) son ungidos (משיה); sin embargo, Jesús entendió su mesianismo de manera totalmente novedosa con respecto a las expectativas del pueblo judío: desde la humildad sufriente. No obstante, tampoco se aparta de los parámetros de comprensión veterotestamentarios: ungido por Dios, hijo de David, congregador de Israel… (cf. Sal 17 y 18). Ahora bien, «Jesús tuvo una conciencia mesiánica, pero sin atribuirse el título de mesías. Después de la Pasión, los discípulos le atribuyeron la dignidad del mesías paciente cuya muerte tuvo una significación soteriológica» [111]. Así pues, en Jesús se da una pretensión mesiánica [112], no de orden político, sino escatológica y salvífica, redentora: murió por nosotros y por nuestros pecados (Rm 9, 6).

Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. En el Antiguo Testamento este título se enmarca en la familiaridad y cercanía con Yahveh (cf. 2S 7, 14; Sal 2, 7…), a modo de filiación adoptiva; no obstante, para el cristianismo, dicha filiación es ontológica: Jesús es Dios desde siempre. Se trata de un título postpascual que expresa lo característico de la relación filial y divina de Jesús con Dios como Padre [113]: obediencia y fidelidad, para llevar a cabo la salvación como Hijo de Dios, como Dios mismo [114]. La teología primitiva entenderá que Jesús es el Hijo en sentido absoluto, el cual nos hace participar de su relación especial con Dios por filiación adoptiva, en el Espíritu Santo [115], acreditando su mediación en el plan de salvación definitivo de Dios en favor de los hombres [116].

Jesús de Nazaret es el Señor. En el Antiguo Testamento aparece Yahvé como Señor Dios, traducido al griego como Kyrios, de tal manera que el término hace referencia directa a Dios y a Jesús como tal; sin embargo, Jesús no hace uso de él para referirse a sí mismo, salvo en contadas ocasiones, especialmente en relación con la actitud discipular del seguimiento como muestra autoritativa del apostolado (cf. Lc 6, 46; Mt 8, 21; Mt 11, 1…) [117]. Mejor que cualquier otro, el título Señor expresa el hecho de que Cristo ha sido exaltado a la derecha de Dios y que, en su condición divina de glorificado, intercede actualmente por los hombres. Con él, los primeros cristianos proclamaban que no es sólo alguien del pasado de la historia de la salvación, ni un simple objeto de esperanza futura (cf. Marana tha, 1Co 16, 22), sino una realidad del presente, viva y vivificante para la salvación de todos los hombres [118].

De este modo, la Pascua se convierte en el catalizador de la vida de Jesús de Nazaret, confiriéndole autoridad y legitimidad a su obra redentora [119]. A su vez, se constata cómo el Padre es el centro del mensaje de Jesús, que identifica su modo de obrar con el de Dios, siendo el Hijo el verdadero revelador del rostro del Dios y su plan de salvación: «detrás de la autoentrega trinitaria de Dios en la historia de la salvación, una mirada de lejos es capaz de vislumbrar la autoentrega trinitaria intradivina» [120]. Así, estos títulos demuestran la necesidad de formular la identidad última de Jesús, dándose una apertura expresa de la cristología a la fe trinitaria, y la comprensión la singularidad única de Jesús de Nazaret, el Redentor.

La afirmación de la divinidad de Jesucristo a raíz de los acontecimientos pascuales trae consigo una preocupación y reflexión sobre el misterio de su persona: Jesucristo es Dios, pero a la vez hombre nacido de mujer (cf. Ga 4, 4) [121]. Los primeros siglos de vivencia y anuncio del kerigma no están exentos de controversias teológicas [122] para aclarar lo que sería este dilema sobre la convivencia de dos naturalezas en una única persona [123]. La definición de ésta será de capital importancia para salvaguardar la intercesión de Dios en la historia para redimir a los hombres por medio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Como dice Gregorio Nacianceno, «lo que no es asumido, no es redimido» (Epist. 101, 87).

En un primer momento, frente a las afirmaciones arrianas, que niegan la divinidad plena de Jesús de Nazaret, el Concilio de Nicea (325 d.C.) defenderá en su símbolo la procedencia del Hijo del Padre, con quien guarda una misma naturaleza, y la preexistencia del Hijo, frente a los grupos adopcionistas, en virtud de su divinidad (DH 125). Ahora bien, la reflexión no pudo quedar en la plena divinidad de Jesucristo, dados especialmente los acontecimientos de su nacimiento, pasión y muerte. Se vio, por tanto, necesario aclarar la condición de Jesús de Nazaret como, a su vez, perfecto hombre, frente a los ataques docetistas y gnósticos, así como ante los partidarios del monofisismo (Apolinar entre ellos) [124]. El Concilio de Constantinopla (381 d.C.), en su símbolo, con la base de Nicea, aclarará al respecto la humanidad completa de Jesús de Nazaret, salvaguardando sus dos naturalezas y superando el peligro de subordinacionismo, a la vez que abre la puerta para la reflexión trinitaria (DH 150) [125]. Los siguientes concilios pondrán su atención en la ontología cristológica respecto de sus consecuencias para la encarnación, la soteriología y la antropología (cf. GS 22).

El concilio de Éfeso (431 d.C.), dadas las controversias entre Nestorio y Cirilo, supone un intento de conciliarismo y una afirmación de la plena unidad de las dos naturalezas (cf. DH 250). Por tanto, la unión no es por amor, ni por asunción, sino en el ser [126]. El Logos toma la carne y deviene dos naturalezas: «porque no nació primeramente un hombre cualquiera y luego descendió sobre él el Verbo, sino que unida desde el seno materno se sometió a nacimiento carnal» (DH 251). El Concilio de Calcedonia I (451 d.C.), remarca con más insistencia la distinción de las dos naturalezas en la unidad, frente a quienes afirman monofisistamente la absorción o superposición de una por otra (Eutiques), salvaguardando las propiedades que le son de suyo en virtud de la unidad del sujeto y la comunicación de idiomas, «sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación» (DH 302) [127].

Por su parte, el Concilio de Constantinopla II (553 d.C.) ratifica la reflexión teológica interconciliar hasta el momento: la unión no se da en la naturaleza divina, sino en «en-hipóstasis» [128], de tal manera que la hipóstasis divina del Hijo es compuesta (a diferencia de la del Padre y el Espíritu que es simple), cuya separación sólo se puede hacer en el entendimiento. A su vez, afirma la fórmula teopascita: «uno de la Santísima Trinidad ha padecido» (DH 432), de modo que es posible concluir que la redención fue llevada a cabo por el mismo Dios, a través de Cristo en la cruz, para la salvación de los hombres. El Concilio de Constantinopla III (681 d.C.) responderá a nuevas formas de monofisismo, especialmente en lo concerniente a la voluntad [129]. Así pues, basándose en la teología de Máximo el Confesor, concluye que en Cristo se dan dos voluntades: la divina y la humana, que quieren lo mismo. De esta manera salvaguarda la voluntad humana de Jesús y se le da peso a su obediencia redentora: nuestra salvación fue querida humanamente por una persona divina, porque el querer del Salvador, no se contrarió a Dios, pues todo en Él está divinizado (cf. DH 556-559).

Las afirmaciones neotestamentarias, la tradición y la consolidación del dogma cristológico recogen la singularidad de Jesús, el Redentor y Salvador de los hombres [130]. En Jesucristo se da una humanidad nueva y verdadera, que se perfecciona en su devenir histórico, donde, a través de la unción del Espíritu Santo, Jesús toma conciencia de su filiación y misión [131], que ya se inició con la encarnación. Tras la resurrección, la humanidad de Jesús ha quedado glorificada, mostrándonos a los hombres su destino y esclareciendo, así, el misterio del ser humano en su persona (cf. GS 22). Jesucristo, desde su libertad y obediencia [132], abiertas al Padre e impulsadas por el Espíritu, fue semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, venciendo las tentaciones, sin que su voluntad divina anulara la humana, pues es necesaria la voluntad humana libre para que la obra redentora sea meritoria. Así, Jesucristo se convierte en piedra angular de toda la historia de la salvación, y su obra redentora nos abre directamente al misterio del Dios trinitario como revelación del Padre y del Espíritu Santo [133].

II.II. Dios Uno, Trino y Redentor

Como afirma Hans Urs von Balthasar, «no existe otro acceso al misterio trinitario que el de la revelación en Jesucristo y en el Espíritu Santo, y ninguna afirmación sobre la Trinidad inmanente se puede alejar ni siquiera un ápice de la base de las afirmaciones neotestamentarias, si no quiere caer en el vacío de las frases abstractas e irrelevantes desde el punto de vista histórico-salvífico» [134]. Dado que no hallamos textos en la Sagrada Escritura que nos expresen clara y explícitamente el misterio de la trinidad, es preciso atender a la revelación manifestada en ellos para desarrollar la revelación del Hijo con respecto a las otras dos personas, ya que «a Dios nadie lo ha visto, es el Hijo, Palabra Encarnada, quien lo ha revelado» (Jn 1, 18).

La revelación del Hijo es «intrínsecamente trinitaria en su contenido, movimiento y estructura» [135], por eso Jesucristo nos revela por completo a Dios, pues «la historia personal de Jesús es la transposición, a nivel humano, de la vida interpersonal del Dios Uno y Trino» [136]. Por consiguiente, nos situamos en la Trinidad Económica como punto de partida para llegar a la Trinidad Inmanente, pues: «sólo puede ser revelador absoluto de Dios quien con él comparte ser, conocimiento y voluntad. Sólo puede ser Salvador absoluto quien comparte la vida con Dios, porque la salvación es Dios y no otra cosa» [137].

Dios revela su redención en la Sagrada Escritura

La revelación del Dios cristiano comienza ya en el Antiguo Testamento [138]. A Israel, Dios se ha revelado como su único Señor (cf. Dt 6, 4-6), Yahvéh, el cual confiere al pueblo identidad frente a otras naciones, subrayando su presencia en medio de ellos y la continuidad con sus antepasados y sus promesas. Es el Dios que crea (ברא), promete (בטח), libera )ישע), ordena (צוה), y guía (נחה), él es el terrible (נורא), el poderoso (עזוז), rey (מלך), padre (אב), madre (אם), misericordioso (חסד רב)... pero, sobre todo, es el Dios que salva, que redime (גאל) [139] (cf. Ex 15, 13; Ex 20, 20-3). La concepción de la paternidad de Dios por parte de Israel se centra más en una perspectiva soteriológica de elección y liberación/redención divina (cf. Ex 20, 2-3; Dt 4, 7-8; Dt 5, 6-7), desde la autoridad y la bondad que le son propias a Yahveh [140]. Así pues, Yahveh manifiesta y revela su nombre (a sí mismo) progresiva y paulatinamente en la acción salvífica por su pueblo, alcanzando su plenitud en el envío del Hijo y del Espíritu Santo. Hasta entonces, como preparación, y en vistas a la salvación, Dios se ha servido de diferentes mediaciones. En primer lugar, por la Palabra de Dios, creadora, eficaz, perdurable, performativa..., Dios mismo se hace presente y anuncia su voluntad a su pueblo: es palabra de salvación para Israel [141], su intervención en la historia. En segundo, la Sabiduría se concreta en el conocimiento de Dios para comprender y llevar a cabo su voluntad. Por último, el Espíritu es la fuerza de vida, el poder de Dios, presente en el ser humano y en la historia de la humanidad. Por tanto, en la revelación que Dios hace de sí mismo a Israel, se conjugan su transcendencia, mostrándose siempre superior, inalcanzable e inefable, y su imnanencia en la historia, insertándose en ella y comprometiéndose en favor de los hombres y su salvación.

Por su parte, el Nuevo Testamento recogerá y mantendrá ambas concepciones, pues mantendrá firmemente la fe monoteísta de Israel, en la que Dios sigue siendo el único, y el Hijo participa de este misterio, siendo el Espíritu Santo el envidado desde el Padre por Jesús Resucitado [142]. No obstante, comenzará una nueva comprensión de la total trascendencia de Dios, y de su total inmanencia con los hombres, a partir de la encarnación. El conjunto de la vida de Cristo, recogida en el Nuevo Testamento, nos ofrece una novedad radical en la forma de entender a este Dios, ya que toda la persona de Cristo es reveladora del misterio de Dios y el misterio del ser humano (cf. GS 22). Así pues, la revelación del Dios trinitario en el Nuevo Testamento muestra que ésta se lleva a cabo a través de la economía salvífica, presente en el Antiguo Testamento pues «el AT prepara y anuncia proféticamente la venida de Cristo, así como Cristo culmina y lleva a su consumación la revelación que se inició en el AT» (DV 3).

A)   Redención por voluntad del Padre

El Hijo nos revela al Padre. Jesús establece una relación con Dios, Yahveh, que se manifiesta en su mensaje. Vivió una inmediatez divina, un sentimiento de fraternidad y confianza en Dios, con una naturalidad expresada con el término Abbá, expresión que denota, pues, esta clara transcendencia, pero, más aun, una absoluta inmanencia con él. En este sentido encontramos cierta continuidad con el Antiguo Testamento, dado que Jesús de Nazaret era judío y, por tanto, no se puede desligar su humanidad de este modo de piedad, expresión, comprensión de Dios, etc., el cual no es otro que el Dios de Israel, el Dios de los Padres (cf. Mt 22, 36-40); sin embargo, lo novedoso del cristianismo no se encuentra tanto en la utilización del vocablo Abbá (o Padre [143]), sino en su significación, función y trasfondo para la comprensión de Dios, es decir, para la revelación de la relación con Dios, la cual nos dice no qué es Dios, sino quién es Dios tal cual nos lo ha revelado Jesucristo.

Jesús habla de Dios como Abbá. Para algunos autores, como J. Jeremías, es uno de los rasgos decisivos y propios que mejor dan a entender su autoconciencia de filiación y su identidad [144]. Algunos autores, como Schlosser, contradirán esta teoría, presentando las siguientes connotaciones para entender la paternidad de Dios: obediencia, inmediatez y cercanía familiar, sin que ello suponga un uso problemático por parte de Jesús. Por consiguiente, «la inmediatez es también una de las características de esta relación que afirman esta filiación de manera única» [145], dando un indicio de la conciencia de Jesús sobre su proximidad única a Dios en el plano existencial [146]. Al fin y al cabo, la intimidad con la que Jesús se dirige a Dios con la palabra Abbá, es lo más característico de su relación con Él [147].

A su vez, para mejor comprender al Padre revelado en Jesús de Nazaret, es necesario atender a los hechos y palabras que éste llevó a cabo y pronunció, pues tanto unos como otros dan cuenta de sí recíprocamente, a la vez que proclaman el Reino de Dios, inseparable, por su parte, del término Abbá, ofreciendo, así, una conjunción vertical y horizontal de la vida proexistente de Jesús. Así pues, nos podemos fijar en las parábolas, las cuales muestran el rostro del Padre, la justificación del obrar y ser de Dios, infinitamente bondadoso y misericordioso, que ofrece salvación a quienes se dirigen a él; los dichos, los cuales revelan la actitud de Dios que acoge y busca a los pecadores, siendo revelación de Dios y Cristo; y los hechos, que hacen presente y eficaz la salvación de Dios y el inicio de una nueva creación redimida. Todos ellos nos dicen quién es Dios a la luz del estilo de vida de Jesús [148]. Así pues, Cristo es la clave y el mediador del misterio de Amor, la puerta para acceder al Padre, de manera que nosotros, en Cristo, a través del Espíritu, bendigamos al Padre (cf. Ef 1, 3-14).

B)   El Espíritu redentor

El Hijo nos revela al Espíritu Santo; gracias a Él se revela la estructura trinitaria de Dios en el Nuevo Testamento. Con Él se establece una relación de dependencia como la fuerza e impulso para el ejercicio de su misión, y como aliento y don del Resucitado a los discípulos. «El Espíritu forja la entraña de Jesús y lo acompaña en su misión. El don del Espíritu a Jesús es permanente y constituyente. Sobre Él viene y permanece (Jn 1, 33)» [149].

El Espíritu Santo tiene una función determinante en la filiación de Jesús con el Padre, pues esta acontece en el Espíritu por propia decisión voluntaria y libre del Padre de convertir a los hombres en hijos de Dios. Jesús de Nazaret ha sido Hijo de Dios por el Espíritu Santo; es el ungido por el Espíritu (cf. Lc 4, 16), que le dota de identidad y autoridad para desempeñar su misión. De ahí que, siguiendo el testimonio sinóptico, Jesús es portador del Espíritu, es decir, desde una cristología pneumatológica, ha descendido sobre Él y le mueve a cumplir con el plan de redención para los hombres. Asimismo, desde una pneumatología cristológica, Jesús es el Señor y dador del Espíritu, dado que Él lo posee por su glorificación en virtud de los acontecimientos redentores acaecidos en su Misterio Pascual [150]. Gracias a su relación con el Espíritu, Jesús es fuente de vida y salvación, aliento y don (Jn 20, 22), una nueva creación que se manifiesta en una nueva vida de redención, de participación en la vida del resucitado (cf. 1Co 15, 45). Cristo es, pues, «el hombre del Espíritu, que aparece en la historia ungido y sale de la historia dándonos su espíritu y enviándonos el Espíritu» [151]. Por tanto, el Espíritu es memoria viva de Jesús, el cual actualiza, interioriza, guía hacia la verdad y da testimonio de la redención el mundo. La idea central viene dada por la adopción filial, por la cual el Espíritu nos capacita para escuchar el evangelio de la verdad desde la fe, de manera que nos sepamos destinatarios y receptores de la promesa de salvación de Dios (cf. Ef. 1, 3-14) convirtiéndose en principio constituyente de la Iglesia [152]. Así pues, «el Espíritu actúa en la glorificación del Hijo por el Padre, y del Padre por el Hijo, a la vez que actúa y obra en la transformación del hombre a imagen de Cristo y de la creación en su consumación definitiva» [153].

C)   El Misterio Pascual como condensación y culmen de esta revelación

En la muerte y resurrección de Cristo, la relación del Hijo con el Padre y el Espíritu Santo llega a su plenitud. Por tanto, el Misterio Pascual es el acontecimiento trinitario por el cual se manifiesta plenamente el misterio de Dios como un misterio de comunión trinitaria, el cual abarca y toma en su ser la historia del ser humano, tanto en su debilidad como en su pecado, para llevarlo, por la redención obrada en Cristo, a la salvación prometida por Dios [154].

Desde la Trinidad se contempla el misterio mismo del abajamiento del Hijo, en el cual participan plenamente el Padre y el Espíritu, tanto en la muerte, como en su resurrección, pues, si en la muerte es el Hijo el que por obediencia se entrega al Padre en el Espíritu (cf. Hb 9, 14), en la resurrección es el Padre quien responde a esa obediencia y fidelidad del Hijo, resucitándolo por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rm 1, 3-4) y exaltándolo a su derecha [155]. Por su parte, en la resurrección, está presente, de igual modo, toda la Trinidad: «La resurrección del Hijo muerto se ve como la obra del Padre. Y en estrecha relación con la resurrección está la infusión del Espíritu divino» [156].

Con ello, se hace evidente al hombre el amor intrínseco e incondicional de Dios por la humanidad y su deseo de salvación para toda ella: «la crucifixión, muerte y resurrección constituyen el “sacramento de la salvación humana”», según Tertuliano (Adv. Marc, II, 27). Es en el misterio pascual donde se obra la liberación de toda la creación y llegamos a la plena revelación de la Trinidad [157]; es en él donde llegamos a comprender que la teología trinitaria es un despliegue y desarrollo de la afirmación «Dios es amor» (1Jn 4, 8) [158].

La tradición consolida la revelación trinitaria de la Redención

De igual manera que la revelación del Dios Trino en la historia es progresiva y ha quedado plasmada en la Escritura, así también ha tenido que ser aclarada y concretizada por la reflexión teológica cristiana, con el fin de mantener la fidelidad al monoteísmo desde la manifestación trinitaria en la historia de la salvación. Así pues, desde los primeros siglos se reconoce la unicidad de Dios, presentando unidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en los acontecimientos redentores y salvíficos (cf. Mt 28, 19).

De esta manera, los padres apostólicos (Clemente el Romano, Ignacio de Antioquía, la Didajé...), reflexionan especialmente sobre la relación Padre-Hijo, afirmando la preexistencia de Cristo, al que califican como Dios. Por su parte, los padres apologetas (Justino, Taciano, Atenágoras, Teófilo de Alejandría, etc.) comienzan propiamente la reflexión trinitaria, desde la teología del Logos encarnado, dando razón de la verdadera filiación divina de Jesús, explicando su «generación» desde el engendramiento por el Padre, con quien guarda una misma naturaleza espiritual divina. Asimismo, la Teología prenicena (Ireneo, Tertuliano, Orígenes, et al.) estudiará más profundamente la unidad y distinción en Dios, a la vez que se impulsa la teología del Espíritu Santo, consolidando la fe trinitaria inmanente, siempre en vistas a la salvación del hombre. Así, Ireneo ahonda en la historia de la salvación y el valor de ésta en la carne humana, estableciendo una vinculación estrecha entre la Trinidad Económica y la Trinidad Inmanente [159]; Tertuliano afirmará que Padre, Hijo y Espíritu Santo son diversos entre sí, a la vez que inseparables, sin haber entre ellos división, aunque sí distinción (Adv. Prax.); Orígenes manifestará la posición relevante del Padre, que es el único que es Dios en sí, pues sólo Dios Padre es principio, es decir, superior al Hijo y al Espíritu Santo [160].

Con todo, el conjunto de estas reflexiones traerá consigo concepciones erróneas tales como el monarquianismo, modalismo, adopcionismo, subordinacionismo, triteísmo, etc., que harán necesario un Concilio que delimite la ortodoxia. El más reseñable de todos ellos será Arrio [161], quien sostendrá que el Padre es el principio, ρχή, el origen único, que excluye toda dualidad (Hijo y Espíritu Santo), por tanto, sólo la primera persona es Dios en sentido pleno. Por tanto, el Hijo sólo existió a partir de ser engendrado; sin embargo, no procede del Padre, sino que es creado de la nada, de modo que no pertenece a la esencia del Padre, sino que es un acto de la voluntad de éste. Cristo, pues, no sería Dios por esencia (origen), sino por participación (divinización en un momento dado).

Debido a esta crisis arriana, amén de otras, el Concilio de Nicea (325 d.C) tuvo que aclarar la doctrina sobre la unidad de Dios desde la revelación trinitaria para afirmar la divinidad plena del Hijo y, consecuentemente, su papel efectivo en la redención del género humano. Para ello, se sirve de un antiguo credo bautismal con el fin de mantenerse fiel a la Escritura y a lo transmitido por la Iglesia [162], sin añadir nada nuevo, sino interpretando lo ya existente [163]. De este modo, desarrolla un símbolo trinitario que reafirma la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo [164]. En cuanto a las dos primeras personas, la referencia al Padre recoge la herencia veterotestamentaria, afirmando que éste es origen y fuente de todo. Con más relevancia aclarará la persona del Hijo, de quien afirma que es el Unigénito (cf. Jn 1, 18), de la misma sustancia/realidad (οσία) del Padre, de la cual participa plenamente, siendo Dios como el Padre, de quien procede por generación. Así pues, el Hijo ha sido engendrado por el Padre, no siendo una criatura más, sino que guarda una consubstancialidad (μοούσιος) e identidad. Por ende, sólo porque el Hijo es verdadero Dios, ha sido posible y efectiva su redención dando a los hombres la salvación [165].

Con todo, Nicea deja abiertas un par de cuestiones (divinidad del Espíritu Santo, relación entre las tres personas, la generación eterna...), que traerán consigo nuevas formas de herejías: pneumatómacos, macedonianos, neoarrianos, etc. Éstos, desde lo manifestado en dicho concilio, acabarán por negar la divinidad del Espíritu y del Hijo y, por consiguiente, su participación en la economía de la salvación.

Serán los padres capadocios (Basilio de Cesaréa, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa), quienes darán respuesta a estos posicionamientos heréticos. Por un lado, Basilio de Cesaréa, en sus obras «Contra Eunomio» y «Sobre el Espíritu», comenzará una reflexión sobre el Espíritu Santo, que sentará las bases para el desarrollo ulterior de la teología trinitaria desde la unidad sustancial de las personas. Su reflexión no se apoyará en la consubstancialidad, sino sobre la homotimía (misma adoración, distinguiendo entre procedencias y sucesión cronológica, para acabar afirmando que Padre, Hijo y Espíritu Santo son Dios, aunque de forma diferente): Padre, de quien todo procede, que crea mediante el Hijo y perfecciona la creación por el Espíritu Santo, remarcando así el papel activo de las tres personas en la economía salvífica. Por otro, Gregorio Nacianceno, en sus cinco discursos teológicos, será el primero en recoger la expresión «procesión» (ekporeumenon) del Espíritu Santo basándose en Jn 15, 26, para indicar su origen, poniendo así el acento soteriológico desde la cristología y la pneumatología. Por último, Gregorio de Nisa [166], continua su reflexión sobre la unidad de la esencia y el ser increado con orden intradivino, de tal forma que, continúa subrayando, sin subordinaciones, la plena divinidad del Hijo y el Espíritu.

Aun así, dadas las controversias suscitadas, se vio precisa la convocatoria del Concilio de Constantinopla I (381 d.C.), el cual supone una aclaración de las dos primeras personas, pero, especialmente, un desarrollo del artículo sobre el Espíritu Santo (Cf. DH 150); en él se confiere al Espíritu Santo un carácter personal, afirmando su señorío [167] y su carácter santificador y vivificador, así como su procedencia del Padre por «ekporeuesis». De igual manera se dice que es co-adorado y conglorificado con las otras dos personas (estando la homotimía en sinonimia con el homoousios niceno). Así pues, el Espíritu es don del Padre y el Hijo, Dios junto a ellos, y, por tanto, agente efectivo de la salvación de los hombres.

En conclusión, todas estas reflexiones y determinaciones de los primeros siglos guardan una especial relevancia vital pues la salvación del hombre sólo puede garantizarse desde la confesión de fe en el Dios Uno y Trino. De esta forma, se muestra la conexión entre Trinidad y soteoriología, y su relevancia para la vida de los seres humanos.

La vida interna de Dios por la redención

Tras la consolidación y aclaración de la realidad del misterio de Dios revelado en la economía de la salvación, comienza en la reflexión teológica un intento de comprender mejor la realidad inmanente de éste, tanto por deseo de búsqueda de la verdad, como por dar razón de la fe (cf. 1P 3, 15). De este modo, se pretende justificar la pretensión de verdad salvífica para los hombres desde la vida interna divina, partiendo del hecho de que el acceso al misterio de Dios y su redención sólo es posible a través de la economía de la salvación.

Para ello, en primer lugar, hay que afirmar que Dios es capaz de salir de sí (como muestran la creación y la encarnación) y de enviar [168]. Por este motivo, podemos hablar de la categoría de misión como categoría trinitaria y fundamento por el cual se presupone un origen (el Padre) y un fin (el Hijo y el Espíritu en la historia). En este origen común se basa la unidad de ambas misiones: el Hijo es enviado del Padre (Ga 4, 4; Jn 3, 17; Jn 5, 23) y el Espíritu es enviado del Padre (Ga 4, 6; Jn 14, 26) y por el Hijo de parte del Padre (Lc 4, 29; Jn 15, 26). Aunque relacionadas, sendas misiones son distintas, pues presentan dos formas diferentes de aparecer: la primera, de modo visible (por la encarnación), exterior, histórica...; la segunda, de manera inmanente, conformando e inhabitando a la persona, y trascendente, manifestada en la comunión de la presencia de Dios en la historia. Ambas son inseparables pues forman parte del único proyecto salvífico de Dios: la voluntad redentora del Padre.

A su vez, de estas dos misiones, se deducen dos procesiones en su ser más íntimo [169]. Así pues, en la relación personal que Jesús instaura con Dios y en su misión temporal, se revela la relación eterna del Hijo con el Padre y con el Espíritu: el Padre es origen y fuente de la historia de la salvación y, por consiguiente, de las otras dos personas y su divinidad, pues la esencia unitaria de Dios es el amor. A raíz de esto, podemos hablar de una procesión ad extra (la creación) [170] y una procesión ad intra para referirse al movimiento interno de Dios. Éste no necesita de la procesión ad extra para su plenitud, pues la completitud de su existencia es su vida ad intra, la cual puede comunicar con absoluta gratuidad y libertad desde el amor interpersonal [171]. Es decir, el Padre es el origen del amor intradivino (donación), es amor que se da; el Hijo es el amor que recibe y a la vez da y entrega (donación y recepción); el Espíritu Santo es el puro amor que sólo recibe (recepción). En virtud de esta donación y recepción gratuita, afirmamos la voluntad salvífica del Padre por pura gratuidad desde la entrega redentora del Hijo y la donación del Espíritu a la humanidad [172].

Por su parte, las procesiones dan lugar a la reflexión sobre las relaciones divinas [173]. Así pues, podemos hablar de paternidad (relación del Padre con el Hijo), filiación (del Hijo con el Padre), de espiración activa (del Padre y el Hijo) y espiración pasiva (del Espíritu con el Padre y el Hijo). De estas cuatro, sólo tres son, en Dios, relaciones distintas entre sí: la paternidad, la filiación y la espiración pasiva. Por ello, las diferencias en Dios no se dan en el ámbito de la sustancia, sino en el de las relaciones:

«En Dios nada se afirma según el accidente, porque nada hay mudable en Él; no obstante, no todo cuanto hay en Él se anuncia y se dice según la sustancia, se habla a veces de Dios según la relación» [174]. Las relaciones son, pues, la esencia misma de Dios, Dios es relación, su esencia es la relación, lo que significa que Él es amor y comunicación, por eso se comunica y ama para llevar a cabo su plan salvífico para el género humano.

Las tres relaciones opuestas entre sí nos conducen hacia la reflexión sobre las personas. Se trata de un término introducido por Tertuliano (Adv. Prax.), para designar lo plural y distinto en el ser mismo de Dios, con varios intentos de definición en la historia: «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio, Contra Eutychen et Nestorium 3), «existencia incomunicable de naturaleza intelectual» (Ricardo de San Víctor, De Trinitate, IV, 21) o «la persona divina significa la relación en cuanto subsistente» (cf. STh 1, 29, 4) [175]. Desde la época moderna, dadas las connotaciones sociales y psicológicas que adquiere el término, surgen diferentes propuestas para hablar de la persona divina: relación (Gunton), reciprocidad (Pannenberg, Greshake), donación (Balthasar, Ladaria) y comunión (Zizioulas). Actualmente podemos decir que persona sería un ser autónomo, dialógico, relacional, dependiente de las otras dos personas en un «serse dándose» [176]. Lo que Dios vive en su vida interna acaba manifestándose en la economía de la salvación: creación, redención, amor. Así pues, no podemos dejar de lado que los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen su origen en la experiencia histórico-salvífica con Dios y pasan a ser nombres de la Trinidad económica [177]

Con todo, el conjunto de las categorías descritas podría resumirse con el término englobante «perijóresis»: la «presencia mutua permanente de inhabitación recíproca entre las personas divinas» [178]. Es decir, no sólo se relacionan entre sí, sino que existen en y desde las otras: la esencia de Dios son las personas en comunión [179]. Así, «el Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre y todo en el Hijo; ninguno precede al otro en eternidad o lo supera en grandeza o le excede en poder» (Concilio de Florencia, DH 1331). Por tanto, Dios es comunión e integración, por eso puede entrar en comunión con la historia, integrarla y llevarla a la plenitud de la vida divina desde el amor hacia la salvación prometida. Por consiguiente, la reflexión sobre la vida interna de Dios sirve para volver a nuestro punto de partida: la economía de la salvación, y justificarla desde la trinidad inmanente y constatar su eficacia y significación para los hombres.

Así pues, podemos hablar de que en Dios hay diferencia, cuyo contenido es la relación, la donación y la comunión [180]. Dado que en Dios hay unidad y diferencia, puede integrar el mundo en unión con Él gracias a la encarnación y a la redención traída por Cristo. Esto se debe a que Dios se hace historia, se introduce en ella sin dejar de ser Dios y sin que la creación deje de ser lo que es [181]. Dios se convierte en un «Dios con nosotros» que lleva a plenitud la obra de la creación pues, gracias a que Dios ha compartido nuestra condición humana, podemos los hombres llegar a compartir su vida divina en el Espíritu y entrar en comunión con Él y los hombres [182] en espera de la consumación por la gracia.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

62    Karl Rahner, «Grado IV: manera de entender la doctrina trinitaria», en Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2007), 169-171.

63    Ángel Cordovilla, “El misterio de Dios”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 94.

64    Karl Rahner, «Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate», en Escritos de Teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 110.

65    Comisión Teológica Internacional, “Teología, cristología, antropología”, punto 2, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos: 2017).

66    Karl Rahner, «Sobre el concepto de Misterio en la teología católica», en Escritos de Teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 53-104.

67    Joachim Gnilka, «El mensaje del reinado de Dios», en Jesús de Nazareth. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1993), 109-201.

68    Walter Kasper, Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 1998), 105.

69    Kasper, 102-107.

70    Vid. Capítulo VI, pág. 85-86.

71    Olegario González de Cardedal, Cristología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), 146.

72    González de Cardedal, Cristología, 64-65.

73    Ibíd., 85.

74    Heinz Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte (Salamanca: Sígueme, 2003), 28-35.

75    Joachim Jeremías, Las parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 1970), 143-152.

76    Joachim Gnilka, «Curaciones y milagros», en Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1993), 145-171.

77    Gabino Uríbarri, «Habitar el tiempo escatológico», en Fundamentos de Teología sistemática (Bilbao, 2005), 253-281.

78    Rafael Aguirre Monasterio, «Jesús y las comidas en el evangelio de Lucas», en La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales (Santander: Sal Terrae, 1994), 17-133.

79    Manuel Gesteira Garza, «La llamada y el seguimiento de Jesucristo», en El seguimiento de Cristo, ed. Juan Manuel García-Lomas y José Ramón García-Murga, (Madrid: PPC, 1997), 33-72.

80    Vid. Capítulo IV, pág. 56-60.

81    José Vidal Talens, “Mirar a Jesús y “ver” al Hijo de Dios hecho hombre para nuestra Redención. Aportación de J. Ratzinger a la Cristología contemporánea”, en El pensamiento de Joseph Ratzinger, teólogo y papa, ed. Santiago Madrigal (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2009), 100.

82    González de Cardedal, 111-115.

83    Hans Urs von Balthasar, Theologie der drei Tage (Freiburg: Johannes, 1990), 137.

84    José Ignacio González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 1991), 55-82.

85    Kasper, 150.

86    González de Cardedal, Cristología, 90-91.

87    Íbid., 113.

88    Schürmann, 117-124.

89    Gesteira, La eucaristía, misterio de comunión (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1983), 43-47.

90    Bernard Sesboüé, «Preludio, “por nosotros”, “por nuestros pecados”, “por nuestra salvación”», en Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación 1, 127-133.

91    Sobre la Eucaristía vid. Capítulo IV, pág. 66-68.

92    Sesboüé, «Preludio, “por nosotros”, “por nuestros pecados”, “por nuestra salvación”», 127-134.

93    Gesteira, 45-46.

94    Albert Vanhoye, La lettre aux hébreux. Jésus-Christ, médiateur d’une nouvelle alliance (Paris : Desclée, 2002), 83-108

95    Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 327-329.

96    Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 313.

97    González de Cardedal, Cristología, 149-150.

98    Jacques Dupuis, Introducción a la cristología, (Estella: Verbo Divino, 1994).

99    Gisbert Greshake, Creer en el Dios uno y trino (Santander: Sal Terrae, 2000), 13-15.

100    Ladaria, 9.

101    González de Cardedal, Cristología, 127-133.

102    Vid. Capítulo VI, pág. 89-94.

103    Greshake, Creer en el Dios uno y trino, 17-23.

104    Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 313-315.

105    Gesteira, 33-50.

106    Íbid., 20.

107    Kasper, 175-177.

108    González de Cardedal, Cristología, 152-158.

109    González de Cardedal, Cristología, 363-365.

110    Pannenberg, 392-396.

111    Gerd Theissen, El Jesús histórico (Salamanca: Sígueme, 1999), 588-589.

112    Pannenberg, 394-395.

113    Jacques Schlosser, El Dios de Jesús (Salamanca: Sígueme, 1995), 147-149.

114    González de Cardedal, Cristología, 372-375.

115    González de Cardedal, Cristología, 363-364.

116    Pannenberg, 396-397.

117    Theissen, 244-256.

118    Vidal Talens, 67-69.

119    González de Cardedal, Cristología, 20-21.

120    Schürmann, 354.

121    Sobre la Mariología, véase Capítulo VI, pág. 95-97.

122    Antonio Orbe, “Sobre los inicios de la Teología”, Estudios Eclesiásticos 56,2 (1981): 689-704.

123    Gabino Uríbarri, “La gramática de los seis primeros concilios”, Gregorianum 91, 2 (2010): 240-254.

124    González Faus, 398-399.

125    Ibíd., 400-404.

126    Pannenberg, 409-420.

127    González de Cardedal, Cristología, 266-268.

128    Ibíd., 275-278.

129    González Faus, 423-426.

130    Gabino Uríbarri, La singular humanidad de Jesucristo (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2008), 394-411.

131    González de Cardedal, Cristología, 477-479.

132    Ibíd., 472-476.

133    Gabino Uríbarri, “La elaboración de la doctrina trinitaria a la luz de los concilios de Nicea y I Constantinopla”, Proyección 50, nº. 211 (2003): 389-405.

134    Hans Urs von Balthasar, Teológica 2, la verdad de Dios (Madrid: Encuentro, 1998), 125.

135    Thomas F. Torrance, The Christian Doctrine of God. One being three persons (Edinburgh: T&T Clark, 1996), 32.

136    Gerald O'Collins, The tripersonal God. Understanding and Interpreting the Trinity (London: Geoffrey Chapman, 1999), 35.

137    González de Cardedal, Cristología, 70.

138    Luis Ladaria, El Dios vivo y verdadero (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1998), 115-125.

139    Ángel Cordovilla, “El Dios Goel”, Sal Terrae 93/5 (2005): 411-421.

140    Schlosser, 206-213.

141    Vid. Capítulo I, pág. 12-15.

142    Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus escritos sagrados en la Biblia cristiana (Madrid: PPC, 2002).

143    Aclaramos esta distinción no tanto por temas de traducción, cuanto más por recoger lo expresado por Schlosser (íbid.) cuando afirma que el término Abbá no estaría detrás de todas las expresiones de paternidad del Nuevo Testamento.

144    Joachim Jeremías, Abbá, El mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1972), 17-90.

145    González de Cardedal, Cristología, 69.

146    Schlosser, 207.

147    Pannenberg, 284.

148    González de Cardedal, Cristología, 69.

149    Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1997), 405.

150    González de Cardedal, Cristología, 41.

151    Íbid., 42.

152    Vid. Capítulo IV, pág. 59-60.

153    Pannenberg, 648-654.

154    Cf. Balthasar, Theologie der drei Tage, 78-81.

155    Hans Kessler, La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, histórico y sistemático (Salamanca: Sígueme, 1989), 234-343.

156    Hans Urs von Balthasar, “El misterio pascual”, en Mysterium Salutis, vol. 3, ed. Johannes Feiner y Magnus Löhrer (Madrid: Cristiandad, 1980), 771.

157    Cf. Balthasar, Theologie der drei Tage, 47-81.

158    Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 27.

159    Ireneo de Lyon, Contra las herejías (Sevilla: Apostolado Mariano, 1999).

160    Orígenes, Sobre los principios (Madrid: Ciudad Nueva, 2015).

161    El conjunto del pensamiento arriano puede encontrarse en la obra de Atanasio, Discurso contra los arrianos.

162    González de Cardedal, Cristología, 230.

163    El adverbio τουέστιν del Símbolo Niceno da cuenta de esta voluntad de los padres conciliares.

164    Cf. DH 125.

165    Atanasio de Alejandría, Discurso contra los arrianos (Madrid: Ciudad Nueva, 2010), 103-104.

166    Gregorio de Nisa, La gran catequesis (Madrid: Ciudad Nueva, 1994).

167    Destacar que el original griego utiliza el género neutro (τό Κύριον) para expresar dicho señorío, de modo que no se identifique plenamente con Jesucristo, Ὁ Κύριος.

168    Greshake, El Dios uno y trino, 371-372.

169    Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 242-253.

170    Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 448-450.

171    Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 448-450.

172    Gisbert Greshake, El Dios uno y trino, 256-263.

173    Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 254-261.

174    Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad V, 5, 6 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1948).

175    Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 460-466.

176    Ibíd., 478.

177    Greshake, El Dios uno y trino, 248.

178    Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 479

179    Ioannis Zizioulas, El ser eclesial (Salamanca: Sígueme, 2003), 41-62.

180    Greshake, El Dios uno y trino, 85.

181    Ibíd., 380-389.

182    Ibíd., 402-405.

Carlos Diego Gutiérrez

Introducción

«La doctrina de la redención se refiere a lo que Dios ha realizado por nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, a saber, la remoción de los obstáculos que se interponían entre Dios y nosotros, y el ofrecimiento que nos hace de participar en la vida de Dios» [1]

La noción de redención se encuentra íntimamente relacionada con nuestra fe, siendo uno de los términos claves para su comprensión. Si bien es verdad que, fuera de ámbitos académico-teológicos y litúrgicos, es un concepto que no se encuentra en boca del creyente, ni entra en su reflexión u oración cotidiana (quizá incluso ni siquiera en sus pensamientos o interrogantes cristianos), la redención goza de un lugar preminente en la fe que profesamos, a la vez que toca todos y cada uno de los aspectos vitales de la existencia humana: personal, social, relacional, creacional, trascendental…

Esta relevancia se debe a que el ser humano está llamado a la plena comunión con Dios, imposibilitada por el mal que se halla presente en la creación y le afecta. Dado que la redención es el perdón de los pecados (Ef 1, 3-10; Col 1, 12-20), es gracias a ella que alcanzamos esta meta salvífica de Dios. Por este motivo, no debemos confundir redención con salvación, pues esta primera es el medio que Dios ha elegido a lo largo de la historia (hasta su realización definitiva por el Hijo), para que el hombre alcance su destino querido por Dios: la salvación. No obstante, por esta relación efectivo-causal, estos términos se encuentran intrínsecamente relacionados entre sí: sin redención, no hay salvación.

Por tanto, por salvación [2] entendemos el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas dimensiones de su existencia [3]. La Iglesia ha ido describiendo y explicitando esta salvación en términos como justificación, expiación, satisfacción…, presentes ya desde el Antiguo Testamento, pero que, de igual modo, se encuentran recogidos en la concepción de redención.

En el Antiguo Testamento hablamos de salvación en dos dimensiones [4]: la primera es liberación; Israel tiene la experiencia de la salvación como pueblo liberado de la esclavitud para ser introducido en la tierra prometida (el Éxodo es prototipo de la redención veterotestamentaria). La segunda, expiación: el pueblo elegido experimenta el pecado, el cual sólo Dios puede sanar. En el Nuevo Testamento [5] se subraya principalmente la salvación del pecado y de la muerte (en sentido escatológico), gracias a la muerte y resurrección redentoras de Cristo. Esto trae consigo una nueva forma de relación con Dios y con las personas, a la espera de una salvación última y definitiva.

De igual modo, el Nuevo Testamento y la Tradición han empleado diversidad de categorías para nombrar la salvación reconociendo siempre que ésta viene, en primer lugar, por iniciativa de Dios (cf. 2Co 5, 18): la salvación nos alcanza porque Cristo nos la ha traído a los hombres por su redención. De esta manera, se aúna la identidad ontológica de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, manifestando el significado redentor de la encarnación (no se redime lo que no se asume) con su consecuente despliegue histórico, hasta su muerte, consumación de la encarnación [6].

El presente trabajo pretende, por una parte, realizar una síntesis de los contenidos teológicos adquiridos durante los cursos pasados; y, por otra, mostrar la interrelación de éstos desde la perspectiva de la redención. De esta manera, el objetivo de las siguientes páginas consiste en aclarar la importancia de este término en relación con las disciplinas teológicas, a la vez que subrayar, por tanto, su importancia para la vida de los hombres, pues, en definitiva, desde su relevancia en el presente, nos proyecta hacia el futuro de sentido pleno al que se orientan el creyente: la vida eterna, la comunión con Dios.

Así pues, tras esta breve introducción, comenzamos con el desarrollo del trabajo con la siguiente estructura: Dado que la salvación es un don del Dios que se ha manifestado a los hombres por iniciativa propia, es necesario comenzar con esta autorrevelación (capítulo I), para continuar con una reflexión sobre el Dios que nos ha traído a los hombres la redención mediante Jesucristo (capítulo II). Tras ello, nos centramos en los destinatarios de esta salvación: la creación y, en ella, primordialmente el ser humano (capítulo III). A continuación, abordamos la forma de vivir esta redención: en la Iglesia, donde experimentar la gracia redentora a través de los sacramentos (capítulo IV), y en las acciones humanas (capítulo V). Finalizamos con el tratado sobre la existencia cristiana en su devenir hacia la consumación plena escatológica, para concluir con un breve apartado sobre María como aquella en quien la redención marcó toda su vida, y la de la humanidad (capítulo VI). Asimismo, se incluye un pequeño apartado conclusivo y personal sobre cómo acercarnos a la redención en la reflexión y pensamiento actuales.

Por consiguiente, desde la iniciativa de la revelación de Dios, pasamos a la realidad del ser humano, para analizarla desde la realidad de Cristo, iluminadora de la nuestra por su vida, muerte y resurrección redentoras. El Misterio Pascual, pues, dota de sentido a la naturaleza del hombre desde el amor intradivino, y sólo desde ahí es posible hablar del retorno del hombre redimido a Dios a partir de su vida en actos personales y sociales, guiado y auxiliado por la gracia de Dios. Asumida libremente, la redención se va acrecentando en la persona hasta llegar a la recapitulación de toda la creación y manifestación plena de la redención, que traerá consigo la salvación, es decir, la comunión plena con Dios en el Amor.

I.    La redención revelada

El cristianismo se entiende como una religión de redención [7]. Por este motivo, es necesario comenzar centrando nuestra mirada en el concepto fenomenológico de religión, que se enmarca dentro de la complejidad de la naturaleza humana, y que lo acompaña desde el inicio de su existencia hasta el final de sus días, sin que el ser humano pueda desligarse de esta realidad.

A la hora de abordar dicho concepto, es conveniente prestar atención a la definición propuesta por Martín Velasco: «La religión es un hecho humano presente en la historia de la humanidad» [8]. Con ella, remarcamos que nos encontramos ante un hecho humano y, por consiguiente, ante una realidad que no ha sido hecha por Dios, sino por los hombres, los cuales han sido creados por el Amor incondicional de Dios, quien los ha dotado de una dimensión trascendental que los transforma en seres religiosos. En virtud de este don del Creador, el hombre, tras haber experimentado en su interior una carencia y una incapacidad de dar solución a sus interrogantes existenciales, es capaz de salir de sí mismo para encontrarse con las respuestas a las preguntas que agitan su ser más íntimo, para encontrarse con el Misterio que lo ha capacitado para ello como homo capax Dei.

Así pues, al tratarse de un hecho humano, la experiencia religiosa hunde sus raíces en lo íntimo de nuestra existencia. Blondel en la Lettre [9], hablará del «indicio originario», como esa huella que la transcendencia ha dejado en el hombre para posibilitar su apertura a la revelación y conocimiento de ella. Por consiguiente, tras esta primera condición, el ser humano constata una desproporción existente con respecto a lo Otro; a este respecto, el mismo autor, en su obra l’Action [10], denomina dicho desacuerdo bajo los términos volonté voulante y volonté voulue, que manifiestan, respectivamente, la distancia existente entre lo que uno hace y es en su devenir histórico, y entre aquello que quiere o está llamado a ser, o, en otras palabras, la tensión existente entre la resistencia que uno ejerce y el impulso propio hacia la transcendencia. Esto provoca, según este pensador francés, una herida ontológica en el ser humano, haciéndolo consciente de la incompletitud de su ser y de su ansia de plenificación y salvación. De igual manera, se manifiesta en su condición huidiza, es decir, en su incapacidad de adquirir la esencia última de uno mismo (y de los demás); así como en su condición absoluta, como ser que encuentra su plenitud en la alteridad. Asimismo, de modo englobante, la experiencia religiosa como hecho humano se halla presente en la condición trascendente del hombre, en su posibilidad de salir de su propia existencia como modo, a su vez, de entrar en sí mismo. Karl Rahner hablará de «experiencia transcendental» [11] como algo estructural y constitutivo, que no se remite a lo categorial (lo cual abarca y supera), sino que muestra el horizonte del hombre, cuya apertura lo capacita para esta experiencia [12].

En este sentido, visto que el fenómeno religioso está vinculado a la naturaleza humana, la cual es temporal (contingente), dinámica y abierta, el hecho religioso se manifiesta de diferentes maneras a lo largo del tiempo, del espacio y de las culturas; no obstante, pese a esta diversidad manifiesta, es posible afirmar que entre todas ellas existe una unidad incuestionable e intrínseca. El filósofo alemán K. Jaspers [13], establece una división respecto a esta pluralidad de manifestaciones religiosas a lo largo de la historia; en ella, sitúa el S. VI a.C. como un punto clave en el surgimiento de las grandes transformaciones en las creencias de la humanidad, considerando las anteriores a esa fecha como «pre-axiales» (nacionales, politeístas, temporalmente circulares…), y las posteriores como «post-axiales» (lo absoluto se entiende desde la relación personal con la divinidad y la identificación con ella…) [14].

Esta pluralidad del fenómeno religioso en diferentes épocas y culturas ha traído consigo una serie de intentos de reduccionismos de éste a hechos también finitos: de carácter antropológico, en cuyo centro sitúa el hombre mismo y sus cualidades (cf. Feuerbach), olvidándose de las realidades divinas que lo superan y de la misma esperanza salvífica; o psicológico, que ve la religión como un mecanismo potenciador del bienestar en el hombre (cf. Freud), sin tener en cuenta que la experiencia no procede de la propia mente, sino de una realidad distinta y trascendente que le lleva a la plenitud; o de corte moralista, que la considera como actuación moral del hombre, como un simple ethos (cf. Kant), que no considera que la religión no es un constructo social fruto del consenso; o racionalista, que ve este hecho desde el conocimiento racional (cf. Spinoza, Hegel…), sin tener presentes otras dimensiones humanas implicadas; o sociológico, que ve la religión como una sacralización de las relaciones sociales (cf. Marx, Durkheim…), desestimando todo acontecimiento anterior, existencial, transcendente y soteriológico.

No obstante, pese a esta evidenciada pluralidad, hemos señalado el nexo común que aúna a todas estas manifestaciones: el Misterio, es decir, la transcendencia absoluta, lo Otro. El ser humano se halla orientado hacia él como meta de su realización existencial, como aquello totalmente ajeno a él, pero que se presenta íntimamente unido a él; o sea, «el hombre se relaciona con el Misterio respondiendo a una previa llamada suya y esta respuesta reviste la forma de la entrega incondicional en él mismo» [15]. Podríamos definir Misterio como aquella “realidad invisible, inefable, sumamente transcendente, que afecta al hombre íntima e incondicionalmente” [16]. Así pues, nos hallamos en un plano de realidad distinto que, al menos para el ser humano, se torna inaccesible, de tal forma que éste no puede acceder por propia voluntad, de manera directa, desde su plano espacio-temporal, al Misterio, si no es porque éste decide previamente manifestarse (revelarse) al hombre a través de mediaciones [17], denominadas mediaciones o misteriofanías. Por tanto, la religión es el conjunto de mediaciones de las que el hombre se sirve para manifestar lo propio de la fe: la relación recíproca con el Dios revelado.

I.I.  Relación de redención con el misterio

La experiencia religiosa se halla íntimamente referida al Misterio, al cual el hombre se entrega en una relación existencial. Según R. Otto, en la religión se pone de manifiesto este vínculo entre el ser humano y lo Santo, que se presenta en su vida como lo «numinoso», como «misterium tremendum et fascinans» [18]. En dicha relación entre el hombre y lo Absoluto, se da un reconocimiento por parte de éste hacia la divinidad en clave de sobrecogimiento y aceptación de una realidad totalmente desbordante para él y distinta a él, ante el cual sólo puede expresar, maravillado y admirado, su total entrega en clave de adoración. Por tanto, la experiencia religiosa supone un descentramiento del hombre en pos de la divinidad mediante la trascendencia personal [19].

Así pues, con el término Misterio se pretende dar cuenta de una realidad que precede y supera al hombre, la cual aparece en su ámbito de existencia y que, consecuentemente, lo reestructura en todas sus dimensiones. No obstante, cabe señalar que no se trata de una realidad inaccesible y oculta para el ser humano, sino más bien una presencia inobjetiva en lo íntimo del sujeto [20], que presupone la acción previa del Misterio en él. El hombre, por su parte, reconoce la realidad desbordante ante la que se encuentra, de tal modo que asume su limitación a la hora de calificarla, nombrarla e, incluso, acceder a ella; no obstante, podemos recurrir a tres términos englobantes para describir la ya mencionada relación del hombre con lo Absoluto: transcendencia, inmanencia y presencia [21]. El primero de ellos remarcaría la incapacidad del ser humano para objetivar el Misterio en categorías, las cuales siempre sobrepasa; el segundo, indicaría la actuación simultánea de éste en el interior del hombre, de tal manera que el Misterio guarda una cercanía con el ser humano. Por último, el tercero, expresa la capacidad del Misterio para hacerse presente en la realidad del sujeto, de tal forma que éste se sienta llamado a una respuesta que desemboque en una relación personal de entrega existencial.

Ahora bien, esta presencia y actuación de la divinidad en la vida de los hombres no guarda sólo un carácter de mero reconocimiento por parte del ser humano (del hombre a Dios), sino también, en mayor medida, un componente voluntario por parte de Dios al hombre: la revelación. La divinidad decide presentarse al ser humano, para que éste pueda conocerlo y orientar su vida hacia él, mostrándole su ser y su voluntad para con él. Es por este motivo que la revelación se constituye como elemento fundamental para la reflexión teológica, a partir de la cual es posible el acceso a otras categorías, especialmente la de la salvación redentora, manifestada en la Palabra de Dios, la cual, hecha carne, alcanza su plenitud reveladora soteriológica. Así pues, la actuación y presencia de la divinidad en la historia de la humanidad guarda un carácter salvífico: el ser humano pone su entera confianza en Dios, pues ve en él la capacidad y el deseo de salvarlo y de conferir sentido a toda su realidad negativa y dotarla de plenitud. Por tanto, este componente redentor del fenómeno religioso adquiere un puesto central, de tal forma que la salvación del hombre es el significado último y capital de la experiencia religiosa, así como la razón primordial de la presencia del Misterio en su vida. Hablamos, pues, de una salvación definitiva, otorgada al hombre por la intervención del Misterio, como esperanza para alcanzar la perfección y plenificación de su existencia tras haber constatado la presencia del mal en su vida [22].

De manera más concreta, la religión católica persigue a su vez este fin, pretendiendo, de igual manera, desde la reflexión teológica, dar cuenta de quién es el Misterio (Dios) y cómo se posiciona el hombre ante Él. Dios se manifiesta en su plenitud como una realidad que excede y desborda nuestras capacidades [23], que se revela en la realidad humana de manera personal y singular, permaneciendo siempre incomprensible. Dios, pues, se revela en lo oculto, siendo Jesucristo quien se convierte en culmen de esta revelación de Dios (Padre) [24]. Así pues, Dios es un misterio de relación con el hombre, de quien debe surgir una respuesta hacia la divinidad. Es por eso que, sin embargo, no se puede hablar de religión por el hecho de que Dios participe en la vida del hombre, sino que es necesaria la ordo ad Deum (S. Th. II-II, 81,1.), es decir, la orientación del hombre a Dios, quien ha querido iniciarla por propia voluntad para salvar al hombre.

De esta manera, la teología católica ve en la revelación no sólo un elemento de utilidad para reflexionar sobre la propia fe y dar razón de ella (cf. 1P 3, 15), sino también como la oportunidad de entablar un diálogo y una relación con el mundo [25], de manera que pueda, mediante ella, ofrecer respuestas a los interrogantes de salvación y búsqueda de sentido que acusan a la humanidad. Esto se debe al hecho de que la revelación, entendida de un modo amplio, afecta directamente a la condición humana pues la revelación es «un principio de irrupción mediante el cual podemos percibir lo visible en lo invisible» [26]; es decir, la revelación hace visible al Otro, es la apertura hacia la trascendencia a través de mediaciones que, manteniendo intacta esta transcendencia y su iniciativa, se manifiesta en lo cotidiano del ser, en la creación, en la belleza que sobrecoge, interpela, sobrepasa nuestro entendimiento y lo transforma.

Consecuentemente, la revelación, a su vez, forma parte esencial de todas las religiones, pues la divinidad, experimentada como presente desde siempre y con anterioridad a todo, se da a conocer a los hombres y los hace partícipes de su plan de salvación para con ellos. Por tanto, toda relación con el Misterio tiene su origen en la iniciativa de Dios que se manifiesta y actúa en la historia de la humanidad como acontecimiento redentor para los hombres, quienes están «radicalmente abiertos al trascendente y a su posible manifestación reveladora» [27]. En este sentido, podemos afirmar que Dios, a través de manifestaciones (plenamente en Jesucristo) se revela a los hombres para transmitirles su plan de redención para el mundo entero, y cuyo efecto es la salvación universal.

I.II. Revelación de la redención en Cristo

Para el cristianismo, la revelación es la autocomunicación del Dios Uno y Trino en el Verbo encarnado, pues «el destino humano de Cristo es la revelación absoluta y pura de Dios» [28]; es decir, la Palabra redentora que Dios ha revelado de manera definitiva y última en Jesucristo [29], «exegeta del Padre» (Jn 1, 18; Hb 1, 1), de tal manera que la revelación es la autocomunicación libre y amorosa de Dios en Jesús de Nazaret, que supone la relación definitiva entre el hombre y el Absoluto (Padre), por su filiación. Por consiguiente, podemos entender la revelación como iniciativa de Dios en la manifestación de su poder salvador en los hechos y, especialmente en su Palabra (en la Sagrada Escritura), a lo largo de la Historia, alcanzando su culmen con el envío del Hijo, que es revelación del Padre, siendo, pues, una experiencia vital del hombre que lo acoge dentro de sí para llegar a la plenitud de toda la revelación: la redención, es decir, la comunión con Dios y la liberación del pecado y de la muerte (cf. DV 4). No obstante, a su vez, siguiendo las afirmaciones del CVI en su Constitución Dogmática Dei Filius (DH 3004) también podemos considerar la revelación como meta y objetivo de un esfuerzo reflexivo del hombre por el uso de la razón, mediante la cual podemos llegar a Dios, sin que por ello se vea aminorada su iniciativa voluntaria y amorosa, pues, al fin y al cabo, la revelación es donación de Dios que sale al encuentro de los hombres y hace presente su realidad redentora para conducirlos a la comunión salvífica con Dios. Se trata de autocomunicación, en la que «lo comunicado es Dios en su propio ser para aprehender y tener a Dios en una visión y un amor inmediatos» [30]; es decir, Dios puede comunicarse a sí mismo por entero a lo que es distinto de sí, sin por ello perder su realidad infinita y absoluta, y sin que el hombre deje de ser finito y relativo.

Con todo, queda puesto de manifiesto que la revelación cristiana es un acto de libertad, de iniciativa divina y es, por tanto, la condición de posibilidad de la fe, a la vez que de la teología. Asimismo, puede considerarse también el fundamento del cristianismo, de tal manera que es posible afirmar que la teología es un saber humano que procede de la revelación, que encuentra en ella su origen y no en las realidades constatables del mundo que le rodea [31] (cf. Ga 1, 12). En palabras del Concilio Vaticano II, Dios quiso revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, para que los hombres puedan llegar hasta el Padre y participar de la vida divina. Esta revelación acaece con obras y palabras en la historia de los hombres, siendo Cristo el que transmite la verdad profunda de Dios y su salvación, pues Él es mediador y plenitud de toda revelación (DV 2). Es, por tanto, gracias a Cristo que tenemos acceso a Dios, pues Él es la vía elegida por él para (auto)comunicarse (cf. Mt 11, 27), estando presente en este acontecimiento toda la Trinidad. De igual modo, en Jesús de Nazaret coinciden tanto el autor (Dios) de la revelación, como sus destinatarios (hombres), de tal forma que en Él se hace manifiesto el culmen de la revelación, como una relación redentora perfecta que se presenta en la comunión plena entre Dios y los hombres.

Ahora bien, en cuanto que la revelación acontece de igual manera a lo largo de la Historia de la Salvación, siendo, eso sí, Jesucristo, el culmen de ella, ésta se hace ya patente en el Antiguo Testamento, en el que Dios, creador de todo, manifiesto en todas las cosas creadas, se presenta al hombre, actuando en él para hablarle y comunicarle su promesa de redención, sirviéndose de mediadores como Abraham, la elección de un pueblo, Moisés, los profetas, etc. (cf. DV 3). Así pues, el testimonio de la revelación dado antes de la encarnación del Verbo prepara la revelación en Cristo. El ser humano desde el principio es el beneficiario de esta revelación cósmica por estar llamado radicalmente a la comunión con su creador; sin embargo, no pudiendo responder a esta llamada de plenitud, Dios decide revelar a la humanidad su plan de redención a través de la gracia [32], que se derrama sobre la historia de los hombres, pues Dios se da a conocer en una historia significativa [33]. Desde entonces, se puede considerar la Historia desde el inicio hasta el nacimiento del Hijo de Dios como una pedagogía de la salvación, en la que Dios mismo va guiando a los hombres, mediante su Palabra, por sus caminos de redención para preparar la llegada del Redentor y conocer la verdad de su salvación (1Tm 2, 4). Así pues, dado que Jesucristo es Palabra de Dios hecha carne para nuestra salvación, la Sagrada Escritura, Palabra de Dios a los hombres, es ya sujeto redentor en cuanto que encierra esta voluntad que alcanzará su culmen en la Encarnación del Verbo.

El culmen de la revelación de Dios al mundo se da en el envío de su propio Hijo, quien se convierte en mediación visible de la revelación, mediante palabras y obras, señales y milagros (cf. DV 4) [34]. La Palabra de Dios se hace carne (Jn 1, 1), «hombre enviado a los hombres», para llevarlos a la comunión con Dios, realizando la obra salvífica del Padre, que trae consigo nuestra redención. Jesucristo es la Palabra de Dios y la acción de Dios reveladas en el mundo que se orienta performativamente a la redención que el Padre le confió, llevada a cabo en su vida pro-existente [35], por su muerte y por resurrección, que se perpetua y mantiene por el envío del Espíritu Santo.

A partir de entonces, como afirma el Concilio Vaticano II, no cabe esperar ninguna revelación pública más, hasta la venida gloriosa del Hijo de Dios (cf. DV 4). No obstante, por el envío del Espíritu Santo, la revelación continúa dándosenos a conocer, las palabras de Jesús siguen vivas y actuantes en nosotros. Por el Espíritu, se universaliza la revelación de la salvación en Cristo, y la redención para todos los hombres, independientemente de su cultura y religión (GS 22e). De igual modo, se personaliza la revelación, haciendo efectiva la salvación, desde la libre aceptación humana, como un ser en Cristo, actuando en el interior de cada hombre, sobre el que ha sido derramado (Rm 5, 5), para obrar en él el misterio de la redención del Padre a través del Hijo en el devenir de la historia.

I.III. Palabra redentora perpetuada en la tradición

Si bien es verdad que la revelación de la Palabra de Dios se cierra con los Apóstoles, no así su comprensión, lo que constituye misión de la Iglesia, como aquella encargada de conservar fidedignamente su contenido (cf. Mt 28, 18-20), gracias a la presencia y asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16). En este contexto, afirmamos que, tras los acontecimientos redentores de Jesucristo, la revelación cristiana (la forma en la que Dios se autocomunica en el Hijo) se lleva a cabo por la obra del Espíritu Santo a través de la Tradición y la Sagrada Escritura. Ambas son medios a través de los cuales se transmite la revelación del plan salvífico de Dios en la Iglesia [36], de manera que se perpetúe a lo largo de la historia para que la voluntad del Padre, llevada a término por el Hijo, alcance a todas las generaciones y lugares del orbe gracias al Espíritu Santo.

Así pues, podemos establecer una correlación entre Tradición y Sagrada Escritura, no sólo como garantes de la salvación querida por Dios, sino también como los sujetos operantes de ésta redención. Como afirma el Concilio Vaticano II (cf. DV 9), ambas están unidas y compenetradas, pues, por una parte, tienen un mismo origen y manifiestan un mismo fin (Dios), mientras que, por otra, son mediaciones de la redención acaecida con Cristo, así como la posibilidad de tener acceso a esa redención, de la cual, a su vez, también son operantes. Por consiguiente, las dos son testigos del sobreabundante acontecimiento redentor de Dios en favor de la humanidad, por eso deben tenerse ambas en cuenta y recibirse por igual con «espíritu de piedad», siendo consciente de su carácter diferenciado: si bien en la Sagrada Escritura la revelación permanece invariable a lo largo de la historia, estructurándose en libros concretos, la Tradición mantiene rasgos de continuidad como un proceso de transmisión de la fe tras la previa recepción de ésta.

Conforme a lo expresado en la misma Constitución Dogmática (cf. DV 10), Sagrada Escritura y Tradición constituyen un único depósito de la Palabra de Dios por el Espíritu (cf. 1Tm 6, 20; 2Tm 1, 14), porque vienen de una misma fuente: la revelación. De éste, «se saca todo lo que se propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer». Así pues, unidas, dan cuenta del misterio único que es Cristo. Consecuentemente, el mismo Concilio afirma la fontalidad compartida entre ambas en el acontecimiento de Jesucristo, pero con sus propias especificidades (cf. DV 7), estableciéndose, así, una relación interdependiente entre ambas por la cual se puede llegar a decir que la Sagrada Escritura sostiene la Tradición, mientras que es la Tradición la que hace válida y comprensible la Sagrada Escritura. Nos encontramos, pues, ante la unidad que guardan dos realidades diferentes que persiguen un mismo fin (el anuncio del amor salvífico de Dios), cada una desde su propia idiosincrasia. Si bien Jesucristo es la Palabra redentora de Dios hecha carne, la tradición es la perpetuación de esta encarnación en la historia para obrar la redención en la humanidad, orientando sus actos en conformidad a este fin soteriológico [37], y conducirla a su consumación [38].

La continua autocomunicación de Dios a los hombres desde antiguo ha quedado plasmada por escrito en la Sagrada Escritura, como el conjunto de los libros que transmiten verdades reveladas y fundamentales de la fe. Así pues, nos encontramos ante la Palabra que Dios dirige al ser humano, la cual, en virtud de la fe, se considera de origen divino, al ser Dios mismo comunicándose, debido a su santidad (pues participa inseparablemente de la santidad de Dios, al tener en Él su origen) y por su inspiración [39] (dado que se origina por la acción del Espíritu Santo sobre personas determinadas). La Iglesia, por consiguiente, reconoce que la Palabra de Dios se plasma siempre en palabras de hombres (cf. DV 12), de ahí que sea necesario su estudio desde el conocimiento de la intencionalidad de sus autores y la voluntad de Dios al transmitir su verdad mediante el uso de esas palabras, prestando igual atención a uno y otro Testamento, pues «sin el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a secarse» [40].

Si nos remontamos al Antiguo Testamento, la expresión «Palabra de Dios» (יהוה דבר), acentúa la iniciativa de Dios en la comunicación de su Palabra y de su voluntad, anticipando la encarnación y redención en Cristo como la misma Palabra de Dios hecha a los hombres para su salvación. Así pues, el pueblo de Israel recogió el mensaje que Yahvé les comunicaba (cf. DV 14) en la TaNaKe, formada por la Torah (תורה), como parte de la Alianza entre Dios y el pueblo y las promesas de vida a él dirigidas (Lv 18,5); los Neviim (נביאים), como intermediarios elegidos por Dios para transmitir a los hombres su voluntad y mensaje; y los Ketuvim (כתובים), como escritos que orientan para la vida según los designios de Dios. Por su parte, el Nuevo Testamento supone una continuidad con la Ley judía [41], pero, al mismo tiempo, una discontinuidad provocada por el acontecimiento de Jesús de Nazaret quien, reconociendo la Escritura, se sitúa por encima de ella para llevarla a su culminación y plenitud, mediante palabras de autoridad que le sitúan por encima de Moisés y los profetas, pues no se trata de un intermediario más, sino del mismo Dios, su Palabra, que viene a comunicarse. Tras los acontecimientos pascuales, la comunidad de los creyentes comprende a Jesús como dicha Palabra de Dios última dirigida a los hombres (Hb 1, 1-12), encarnada en el mundo (Jn 1, 14). Así pues, los apóstoles, imbuidos de Espíritu Santo, reciben la misión de llevar esta Palabra del Resucitado, a Dios mismo, y anunciar el Evangelio de la salvación como mediadores de la Palabra de Dios definitiva a la humanidad. Así, la Iglesia será la continuadora de la tarea de llevar al mundo, de manera inteligible en cada época y lugar, el mensaje de redención, garantizando la presencia de Cristo y el Espíritu en su misión; en otros términos, está encargada de llevar la Palabra de Dios, que, de manera epexegética, podría considerarse como Dios mismo.

Por tanto, la Sagrada Escritura forma parte esencial de la comunicación de Dios con el ser humano. De igual manera, es Dios mismo dándose a conocer de un modo progresivo hasta su plena y definitiva manifestación en Cristo. Así pues, podemos afirmar que la Escritura conduce a Cristo, Verbo hecho carne, y Cristo explica las Escrituras, las cumple, las lleva a plenitud y las dota de sentido (cf. DV 16). La Iglesia, por su parte, ve en la Sagrada Escritura el modo más sobresaliente de transmitir la revelación de Dios; sin embargo, es consciente de que los textos sagrados no abarcan la totalidad de la revelación, sino que la atestiguan en todos sus libros. Por este motivo, se permite afirmar que cada uno de los libros, en todas sus partes, son testimonio de la revelación del mensaje redentor de Dios al mundo (cf. DV 11); por ello deben considerarse sagrados y canónicos, pues la Iglesia ha constatado en ellos la Palabra de salvación de Dios para el género humano. Es por ello que muchos de los escritos (considerados apócrifos) no entraron en el canon, ya que se no reconocía en ellos la verdad revelada por Dios, según los criterios de canonicidad. No fue hasta mitades del siglo XVI, tras numerosos sínodos y concilios (Laodicea; 360 d.C.; Roma, 382 d.C.; Florencia, 1442 d.C., etc.), que se fijó y cerró total y definitivamente el canon bíblico en el Concilio de Trento [42].

En este sentido, cabe señalar que la formación del canon también debe considerarse como inspiración, pues, de alguna manera, debe estar revelado, puesto que no depende de factores externos, sino de la guía divina del Espíritu Santo, que acompaña ese discernimiento; en otras palabras, es en esos libros como Dios decide autocomunicarse para dar a conocer su plan de salvación (cf. DV 11): «La Sagrada Escritura es palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo» [43]. Así pues, la inspiración de la Sagrada Escritura debe abordarse dentro del ámbito de la economía de la salvación y, por tanto, debe tener en cuenta a la vez a los autores, sus libros y su contexto, pues es un proceso englobante, que va desde la tradición oral, hasta su plasmación por escrito, así como las diferentes copias y recensiones. Ahora bien, es verdad que a lo largo de todo este proceso puede surgir algún tipo de error histórico contrastable; sin embargo, no por ello queda eliminada la verdad única que reflejan todas sus páginas, pues la verdad no debe ser considerada de orden científico, sino soteriológico, de tal manera que, de igual manera que Jesús se hace hombre menos en el pecado, la Sagrada Escritura se hace palabra humana menos en el error [44]. Por tanto, en los  textos  sagrados  se  halla  una  Verdad  Salvífica,  que  debe  ser  leída  a  la  luz del acontecimiento redentor de Cristo, e iluminada por la Tradición de la Iglesia, la cual basa su reflexión en la Sagrada Escritura.

Por consiguiente, Tradición y Escritura se encuentran íntimamente unidas (cf. DV 9); en primer lugar, porque la Tradición se encuentra al servicio de la Escritura, mediante la justificación de sus afirmaciones con referencias más o menos directas a ésta; en segundo, por el apoyo que la Escritura ha encontrado en la tradición para verse salvaguardada, pues el Espíritu Santo ha actuado en la fijación del canon y su conservación a lo largo de los siglos; en tercero, por su propio carácter, pues, según Pottmeyer, podría definirse la Tradición como «la constante autotransmisión de la Palabra de Dios en virtud del Espíritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia para la salvación de todos los hombres» [45]. Desde esta óptica cobra sentido el significado etimológico de la palabra griega usada para hablar de tradición: παρδοσις, es decir, aquello que se entrega, que se da y se transmite de una persona a otra; así pues, en el Nuevo Testamento es usada para referirse al contenido de la fe (cf. 1Co 11, 23), si bien se emplea especialmente para hablar de la entrega de Jesús en su pasión para la salvación del género humano [46].

Por tanto, la tradición es entrega, es transmisión de la fe, es revelación de la redención operante de Dios. Dicha transmisión se realiza a través de la doctrina, el culto y la vida de la Iglesia [47]. Por una parte, la doctrina se centra en el ministerio magisterial (concilios, símbolos, sínodos, documentos…), siendo la labor del magisterio la interpretación auténtica de la Palabra de Dios, presente en la Sagrada Escritura y transmitida en la Tradición (cf. DV 10b); por otra, el culto (la liturgia), es actualización de este misterio salvador de Cristo, manifestado y confesado públicamente como la fe de la Iglesia; de igual modo, la vida de la Iglesia, la vida de los fieles, es prefiguración histórica de la comunión definitiva por Dios a la que estamos llamados y conducidos en virtud de la redención obrada en Cristo.

Ya desde el Antiguo Testamento, encontramos el mandato de recordar y hacer memoria de los acontecimientos salvadores (cf. Dt 6, 4-9); de igual manera lo hallamos en el Nuevo Testamento como continuidad con la tradición anterior, pero en discontinuidad en cuanto al modo de interpretarla, dotándola de nuevo sentido (cf. Lc 22, 19-20; 1Co 11, 23-27). Durante el periodo apostólico, se da un desarrollo oral del kerygma, cuyo testimonio encontramos con Pablo de Tarso, mediante himnos, profesiones de fe, etc., como expresión de la vida de las primeras comunidades, interpretando los acontecimientos a la luz del misterio de Cristo redentor; más tarde, con la muerte de los apóstoles y de la primera generación cristiana, comenzará a plasmarse por escrito esta tradición, quedando reflejada en cartas, evangelios… Por consiguiente, el testimonio de los apóstoles es el fundamento de la tradición cristiana por su autoridad, de manera que las siguientes generaciones y culturas pudiesen comprender, interpretar y desarrollar su fe bajo la guía del Espíritu Santo (cf. DV 8b). Más adelante, la patrística será la encargada de la conservación de la tradición recibida, defendiéndola y aclarándola frente a los herejes y cismáticos. Con ello queda evidenciado que era necesario algo más que la Sagrada Escritura para preservar los contenidos de la revelación y salvaguardarlos de malinterpretaciones; entra en juego el discernimiento y la custodia de la Iglesia como garantes de la recta interpretación de la Sagrada Escritura y de la custodia de la Tradición. Así pues, el conjunto de los concilios posteriores surgirá con motivo de la defensa de la fe recibida, desembocando, recientemente, en el CVII, que verá la Tradición como algo más que un cúmulo de verdad, sino como la propia vida de los fieles en la Iglesia para la mejor comprensión de la verdad (cf. DV 7-8).

Así pues, la Tradición es un acto de transmisión, como comunicación de una generación a otra gracias al Espíritu Santo que la actualiza en la historia, siendo éste quien confiere dinamismo a la Tradición, la cual progresa en la Iglesia bajo su dirección, sin añadir nada nuevo, pero otorgando una mayor profundidad al reinterpretar los fundamentos de la fe y adecuarlos al contexto correspondiente; con un contenido específico: la voluntad universal salvífica de Dios a través de la escucha de la palabra, la participación en los sacramentos [48]y la vivencia de la fe en la caridad y la esperanza [49]; transmitida a través de los siglos y siendo el sujeto de ella la Iglesia [50] como receptora y transmisora de la Tradición. Por tanto, es posible afirmar que la Tradición comienza con la Iglesia, y la Iglesia comienza con la Tradición.

En conclusión, Sagrada Escritura y Tradición son presencia del mismo Dios en la historia humana y su redención, y transmiten de dos modos diversos (unidos y compenetrados), la única y misma revelación (cf. DV 9), a saber, el amor de Dios comunicado a los hombres para su salvación, lo cual sólo es posible por la capacidad encarnatoria de la Palabra de Dios, que posibilita la revelación en la Escritura como palabra divina en palabras humanas. Ambas, por consiguiente, son formas muy relacionadas de manifestación del Misterio y de la voluntad de Dios, que sólo puede ser revelado por su propia Palabra, plenificada en Cristo, en virtud de su iniciativa de autocomunicación a la humanidad para reconducirlos, por la redención en Jesús de Nazaret, de la que da testimonio verdadero, a la comunión con Él en el amor.

I.IV. La revelacion del misterio redentor

Con todo, el Dios revelado a los cristianos es un misterio; su ser permanece inagotable aun cuando ha decidido revelarse plenamente en la historia de la humanidad a través de su Palabra, la Encarnación y la Tradición. Así pues, con Pannenberg, podemos afirmar que la pregunta por la realidad de Dios responde a «quién es el Dios revelado en Jesucristo» [51]. El misterio guarda un sentido de revelación, en tanto que Dios se revela de manera salvífica durante toda la historia, y de manera plena en Cristo. No obstante, pese a esta iniciativa de revelación a los hombres, Dios continúa siendo un misterio incomprensible. Con todo, el ser humano se interroga acerca de Dios con la certeza de que se halla presente en su existencia y que la sobrepasa: «El hombre es el ser con un misterio en su corazón que es mayor que sí mismo» [52]. Dicha certeza le viene dada por la revelación que Dios hace de sí mismo a través del don de la fe y de las experiencias que surgen de ella, las cuales, desde un punto de vista filosófico, se caracterizan por la inmediatez, la mediación a través de un contexto socio-cultural, y la apertura a nuevas formas de constatar esta presencia [53].

La experiencia del misterio es encuentro personal redentor que afecta a la existencia del hombre para transformarlo y descentrarlo de sí mismo para centrarlo en Jesucristo [54]. Dicho conocimiento supone, pues, entrar en relación con aquel a quien el hombre experimenta superior y distinto de sí mismo [55], y con quien sabe que está llamado a la comunión. Este modo relacional de conocer a Dios y su plan de salvación, se encuentra accesible al ser humano desde la misma creación, donde el propio Creador ha dejado huella de sí (cf. Sb 13, 1-5), de tal forma que, dada esta iniciativa y voluntad divina, se pueda llegar a un conocimiento de Él a partir de la sabiduría creadora (cf. Rm 1, 19-23) [56]. Entonces, la creación es querida por Dios como modo de hacer posible su autocomunicación y la libertad de sus criaturas en vistas a la salvación bajo la promesa de la redención [57].

Esta experiencia y conocimiento de Dios mueven al hombre a pensar y a hablar de Dios; sin embargo, «la supreminencia de la divinidad excede todos los recursos del lenguaje ordinario. Dios es pensado con más verdad de lo que es dicho, y Él es más verdad de lo que es pensado» [58]. Por ello, al ser humano le es necesario recurrir a la analogía [59], como lo más originario y radical del pensamiento humano, como experiencia de transcendencia que trata de combinar dos realidades (inmanencia y trascendencia) [60]. Entre lo divino y lo humano, hay una desemejanza mayor que la semejanza que se puede encontrar en ellos (Concilio Lateranense IV, DH 806); así pues, la analogía nos permite un acceso a Dios a través del conocimiento natural (Cf. Dei Filius, DH 3016), estableciendo así una vía intermedia entre la inmediatez de Dios y su trascendencia [61]. De este modo, la voluntad de Dios de revelarse plenamente supone un misterio dialéctico entre trascendencia e inmanencia, sólo accesible mediante la revelación trinitaria que Él mismo hace de sí en la historia, y que abordaremos en el siguiente capítulo.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

1   Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 407.

2   La raíz latina salvus (estar sano, sentirse realizado) ha servido a la teología para hablar de la salvación añadiéndole la perspectiva espiritual y escatológica proveniente de Dios. El hebreo (ישע) utiliza el hiphil de dicho verbo para indica la acción de Dios que libera de los enemigos. Por su parte, el griego (σῲζῶ, σοτηρία) mantiene significados análogos.

3   Giovanni Iammarrone, “Redención Salvación”, Diccionario Teológico enciclopédico, ed. Álvaro Lorenzo et al. (Estella: Verbo Divino, 1995), 879-880.

4   Bernard Sesboüé, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1990), 283-284.

5   Olegario González de Cardedal, Cristología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), 528-530.

6   González de Cardedal, Cristología, 116.

7   Karl Rahner, Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 1998), 117.

8   Juan Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión (Madrid: Cristiandad, 1982), 57.

9   Maurice Blondel, Carta sobre las exigencias del pensamiento contemporáneo en materia de apologética y sobre el método de la filosofía en el estudio del problema religioso (Bilbao: Universidad de Deusto, 1990).

10    Maurice Blondel, La acción (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996).

11    Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 54.

12    Víd. también: Mircea Elíade, Lo sagrado y lo profano (Barcelona: Paidós, 1998), sobre el homo religiousus; y Rudolf Otto, Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios (Madrid: Alianza, 2005), sobre la apertura a lo totalmente Otro.

13    Karl Jaspers, Origen y meta de la Historia (Madrid: Alianza, 1985).

14    Vid. también, Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 300.

15    Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 129.

16    Íbid., 310.

17    Íbid., 130-202.

18    Otto, 21-44 y 49-63.

19    Martín Velasco, 140-146.

20    Martin Buber, Yo y tú (Madrid: Caparrós, 1993), 7-101.

21    Juan Martín Velasco, El encuentro con Dios (Madrid: Caparrós, 1995), 19-27.

22    Víd. Capítulo III, pág. 46-55.

23    Gisbert Greshake, El Dios uno y trino (Barcelona: Herder, 2000), 38.

24    Víd. Capítulo II, pág. 31-32.

25    Peter Eicher, Offenbarung. Prinzip neuzeitlicher Theologie (München: Kösel, 1997), 49‐57, en Pedro Rodríguez Panizo, “Teología Fundamental”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2013), 54.

26    Adolphe Gesché, Jesucristo (Salamanca: Sígueme, 2013), 166.

27    Salvador Pie-Ninot, La teología fundamental (Salamanca: Secretariado Trinitario, 2001), 93.

28    Karl Rahner, «Problemas actuales de cristología», en Escritos de teología I (Madrid: Taurus, 1961), 169- 223.

29    Víd. Capítulo II, para mayor profundización en la revelación de Dios en Cristo (en especial pág. 20-29)

30    Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 149-152.

31    Pio XII, Humani Generis (Valladolid: Universidad, 1950).

32    Víd. Capítulo III sobre el pecado y la gracia (pág. 46-55).

33    Pie-Ninot., 149.

34    Víd. Capítulo II, sobre palabras y obras de Jesús (pág. 20-23).

35    Heinz Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte (Salamanca: Sígueme, 2003).

36    Rodríguez Panizo, «Teología Fundamental», en La lógica de la fe, 77-80.

37    Vid. Capítulo V, pág. 72-82.

38    Vid. Capítulo VI, pág. 84-94.

39    Concilio Vaticano I, Dei Filius (DH 3006).

40    Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus escritos sagrados en la Biblia cristiana (Madrid: PPC, 2002).

41    El cristianismo asumió como canónica la Septuaginta, leída a la luz de Cristo, a quien anuncia y en quien encuentra su cumplimiento. La patrística acuñará desde bien pronto el adagio «In Vetero Testamento latet, quod in Novo patet».

42    Concilio de Trento, sesión IV (1546 d.C.), Decreto sobre la aceptación de los libros sagrados y tradiciones (DH. 1502-1503).

43    Pontificia Comisión Bíblica, La inspiración y la verdad en la Sagrada Escritura (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2014).

44    Pio XII, Divino afflante Spiritu 24 (Madrid: A.C.N. de Propagandistas, 1943).

45    Rodríguez Panizo, 74.

46    Vid. Capítulo II, pág. 23-24.

47    Ángel Cordovilla, El ejercicio de la Teología. Introducción al pensar teológico y a sus principales figuras (Salamanca: Sígueme, 2007).

48    Vid. Capítulo IV, pág. 65-70.

49    Vid. Capítulo VI, pág. 84-88.

50    Vid. Capítulo IV, pág. 56-64.

51    Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996), 306.

52    Hans Urs von Balthasar, La oración contemplativa (Madrid: Encuentro, 2007), 16.

53    Ángel Cordovilla, El misterio de Dios Trinitario (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2012), 56-58

54    Wolfhart Pannenberg, 428.

55    Ángel Cordovilla, El ejercicio de la teología, 107-109.

56    Afirmación también del CVI, en Dei Filius (DH 3004-3005) y el CVII, Dei Verbum 3, así como el documento Fides et Ratio de Juan Pablo II, por la capacidad del hombre para la verdad (“homo capax veritas»).

57    Vid. Capítulo III, pág. 40-46.

58    Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad, VII, 4, 7, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1948).

59    Gisbert Greshake, El Dios uno y Trino (Barcelona: Herder, 2000), 38.

60    Karl Rahner, «Grado IV: el hombre, evento de comunicación con Dios», en Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2007), 169-171.

61    Hablamos de analogía entis, término criticado por K. Barth, para quien toda analogía debe ser analogía fidei, ya que sólo es posible conocer a Dios si éste se da a conocer. La teología católica responderá con el concepto analogía entis concreta, afirmando la posibilidad de que entre Dios y el hombre se dé una relación en la creación y que ésta llegue a su consumación.

Carlos Olivares

Introducción

El Protoevangelio de Santiago, un texto apócrifo escrito en torno al siglo segundo AD (FOSTER, 2008, p. 113; CULLMANN, 2003, p. 423), describe los eventos que rodean la vida de dos personajes, Ana y María. La preñez de ambas mujeres ocurre en circunstancias anormales. Ana, una esposa estéril, da a luz a  María (Prot. Sant 5, 2). Luego María, una joven  virgen, trae al mundo a Jesús (Prot. Sant 19, 2).

El estudio del texto, y en particular de estas dos figuras, puede llevarse    a cabo desde perspectivas diversas. Por un lado, el documento puede ser analizado desde una óptica histórico-crítica. Una metodología de este tipo busca establecer, por ejemplo, el lugar donde el escrito apócrifo fue compuesto (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 74-76), y también los métodos o fuentes que el autor o editor empleó creativamente al producir lo que hoy se conoce como el Protoevangelio (GOODACRE, 2018, p. 57-76; QUARLES, 1998, p. 140-149; COTHENET, 1988, p. 4259-4263; NUTZMAN, 2013, p. 551-578; HORNER, 2004, p. 313-335). Por otro lado, el apócrifo puede apreciarse desde el punto de vista de la crítica literaria (EYKEL, 2016). Esto implica soslayar la evolución histórica del texto, y enfocarse en el documento como un producto literario acabado (POWELL, 1992, p. 341-346).

Este artículo tiene como objetivo examinar el rol que Ana y María tienen en el Protoevangelio de Santiago, valiéndose de las presuposiciones metodológicas que el criticismo literario ofrece. Como metodología, un recurso estratégico de esta clase detenta un campo de acción amplio. De esta manera, es necesario primero centrar el foco literario específico desde el cual se pretende investigar a estos dos personajes femeninos en el Protoevangelio.

El Criticismo Narrativo

Entre las variadas formas de lectura literaria el criticismo narrativo ocupa un lugar destacado. Usado principalmente en el estudio de las historias bíblicas (POWELL, 1990, p. 19), el criticismo narrativo consiste en una metodología sincrónica, y orientada al texto (MERENLAHTI e HAKOLA, 2004, p. 18). Este estudia un documento aceptándolo como una unidad coherente que existe en su forma final de composición (RESSEGUIE, 2005, p. 39). En cuestiones de método, el criticismo narrativo considera que todo relato debe analizarse teniendo en  cuenta dos aspectos: historia  y discurso (MARGUERAT e BOURQUIN, 1999, p. 20-21). La historia determina los escenarios, eventos y personajes de la narración, y configura como estos elementos en conjunto elaboran un argumento. El discurso,  por su parte, presta atención a aquellos recursos estilísticos y formales que están presentes dentro de la historia, observando como estos son usados al contarla (POWELL, 2009, p. 47).

Entre esos patrones narrativos pueden nombrarse repeticiones, intercalaciones, clímax, comparaciones y contrastes, entre otros (POWELL, 1990, p. 32-34). Los elementos comparativos y de oposición narrativa servirán de base en el desarrollo de este trabajo. Ambos envuelven examinar la forma en que los relatos de ficción construyen los eventos que dan vida a la trama de la cual sus distintos personajes son parte. Los datos resultantes estructurarán acciones paralelas, evidenciando relaciones análogas y contrapuestas en el desarrollo del argumento del relato (BAUER, 1989, p. 14).

Por otro lado, aspectos referentes al modo en que los personajes son descritos en el texto permiten que los vínculos concordantes y opuestos actúen en sintonía con la información resultante. En la crítica narrativa esta técnica recibe el nombre de caracterización, la cual consiste en determinar como la narración retrata a los actores del relato, y como estos evidencian rasgos o acciones que llevarán al interprete a determinar el rol que estos cumplen en la historia que está siendo contada (BROWN, 2002, p. 49-54).

Establecer como la historia es contada envuelve asumir un proceso de comunicación entre el autor y el lector. Para el criticismo narrativo, sin embargo, ni el autor ni el lector son personas reales de carne y hueso. La presencia de ambos debe construirse a partir del texto, y confeccionarse  en base a los datos aportados por él (CHATMAN, 1980, p. 147-151). En este sentido, para el criticismo narrativo tanto el autor como el lector son constructos literarios. El primero, denominado “autor implícito,” usa un narrador para guiar al lector en el desarrollo de la historia (MARGUERAT e BOURQUIN, 1999, p. 10). El segundo, llamado de “lector implícito” o “lector informado,” emerge como un concepto hipotético que encuadra su existencia   a partir de los detalles narrativos sugeridos por el narrador (POWELL, 1990,   p. 19-21; RESSEGUIE, 2001, p. 23).

En términos del método, el “lector informado” posee una competencia literaria y lingüística, haciendo que él o ella comprenda las minucias semánticas y sintácticas de la lengua en la que el texto estudiado fue compuesto (FISH, 1980, p. 48-49; POWELL,  1993, p.  31-51). Respecto  a esto, y considerando que hipotéticamente el Protoevangelio de Santiago fue compuesto en griego (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 33-34; SANTOS OTERO, 2005, p. 57), este trabajo presupone que el lector o la lectora del Protoevangelio posee la habilidad de comprender esta lengua, y relacionar aspectos del argumento narrativo. Una consideración de este tipo, no obstante, implica reconocer las variantes textuales que surgieron en la transmisión del apócrifo (COTHENET, 1988, p. 4259), y en escoger una versión crítica que haga evidente tales diferencias. La versión del Protoevangelio de Santiago usada en este artículo es el texto griego de Bart Ehrman y Zlatko Pleše (2011, p. 40-70), el que al  mismo tiempo hace evidente las  lecturas alternativas que el relato apócrifo exhibe.

No le incumbe a este trabajo, por lo tanto, resolver cuestiones histórico-críticas, y por ende definir el conocimiento que el lector informado posee referente a  áreas del saber ajenas al texto en cuestión. El objetivo de este artículo, al contrario, comprende específicamente en precisar el rol narrativo de dos personajes, Ana y María, centrándose en los elementos informativos que posicionan el papel opuesto de estas mujeres, y que emergen directamente del apócrifo.

El rol de Ana y María en contraste

Con la intención de hacer palpable las diferencias narrativas entre los personajes de Ana y María, ambas serán examinadas por separado. Como se verá, el narrador estructura los contrastes existentes entre una y otra, teniendo como foco escenarios, personajes y eventos previos y subsecuentes   al nacimiento de la progenie esperada.

Ana y Joaquín: María nace

El narrador, quien dice llamarse Santiago (Prot. Sant 25, 1) [1], cuenta la historia de Ana, una mujer estéril y al parecer joven (Prot. Sant 2, 1-3; Prot. Sant  4, 3), casada con Joaquín, un hombre rico y devoto (Prot. Sant 1, 1) [2]. Un día en que Ana se lamentaba de su situación infértil, un ángel se le aparece, y le anuncia que concebirá (Prot. Sant 4, 1). El ángel no especifica si ella dará a luz un varón o una niña. El simplemente dice que ella concebirá y engendrará (syllēpsei kai gennēseis). Lo anterior es confirmado por Ana, quien afirma que, aunque ella de a luz a una niña o un varón (ean gennēsō eite arren), los ofrecerá al servicio de Dios (Prot. Sant 4, 1). El narrador informa que Joaquín  recibe un mensaje angélico equivalente, en donde un ángel le anuncia la gravidez  de Ana (Prot. Sant 4, 2). El lector nota, empero, que Joaquín no está junto a Ana, sino en el desierto, lugar al que se ha retirado a orar (Prot. Sant 1, 4) [3].

El hecho de que la preñez de Ana suceda aparentemente en ausencia de su esposo (cf. Prot. Sant 4, 4), hace presumir al lector que su gravidez consiste   en un acto sobrenatural. El evento, tal y como está estructurado en ciertas escenas, parece afirmar que Ana ha  concebido virginalmente (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 65-68). Para el lector existen dos instancias narrativas que apuntan en esa dirección; ambas basadas en detalles léxico-verbales. Primero,  el narrador informa que el ángel ordena a Joaquín, quien no ha visto a Ana en cuarenta días (Prot. Sant 1, 4), que regrese a su casa porque Ana “ha concebido” (en gastri eilēphen) (Prot. Sant 4, 2). Segundo, el lector percibe que un hecho similar ocurre cuando Ana y Joaquín se encuentran, y ella declara “estar encinta” (en gastri eilēpha) (Prot. Sant 4. 4). Debido a que en ambas ocasiones el verbo usado (lambanō) consiste en un perfecto activo, el lector informado interpretaría que tal acción verbal revela que al momento de la anunciación Ana ha quedado embarazada (FOSTER, 2008, p. 115) [4] Para el lector, con todo, no existen referencias previas o subsiguientes en los que se afirme la virginidad de Ana. Esto puede ser un indicativo de que, para el narrador, el embarazo de Ana consiste en un acto sobrenatural que permite que una mujer infértil, y no necesariamente virgen, se convierta en madre (AMANN, 1910, p. 17-21; CLOSS, 2016, p. 34).

El alumbramiento acontece siete meses después (Prot. Sant 5, 2) [5]. A llegar a esta escena, el narrador introduce un personaje nuevo, una partera. El autor implícito omite el nombre de la matrona, y el lector reconoce que su función dentro de la escena radica en ayudar a Ana en el parto, e identificar la sexualidad de la recién nacida. Esto, porque al dar a luz, Ana le pregunta el género de la criatura. La partera responde que es una niña, provocando la alegría de Ana (Prot. Sant 5, 2). Al cumplirse la purificación de Ana, algo que el narrador del apócrifo señala fue resuelto en cumplimiento de la ley, la niña es amamantada (Prot. Sant 5, 2). El nombre de la infanta es María, a quien Ana, como había prometido, consagra al servicio del templo (Prot. Sant 6, 1-3).

El narrador posiciona a la matrona como el único personaje presente en el nacimiento de María. Ella, aunque anónima, tiene la oportunidad de ver por primera vez a María, y por tanto es quien anuncia su introducción en la historia. En la visión del lector, ella es la única voz humana, exceptuando el mensaje del ángel, cuyas palabras llevan a Ana a expresar jubilo (Prot. Sant 5, 2).

En concreto, tres figuras literarias irrumpen en escena antes que la partera entre en acción. Para el lector implícito, cada una de ellas anticipa literariamente el momento del parto, y la subsiguiente lacónica conversación entre Ana y la partera.

El personaje que en la narrativa interactúa primero con Ana es Jutiné [6],  su criada (Prot. Sant 2, 2). El lector informado interpreta negativamente el intercambio verbal que ocurre entre ellas (Prot. Sant 2, 1-4), lo cual queda  en evidencia al notar que el diálogo lleva a Ana a entristecerse en extremo (elypēthē Anna sphodra) (Prot. Sant 2, 4) [7]. El segundo actor que conversa con Ana es el ángel que le anuncia que será madre. Al oír el mensaje del ángel, Ana promete consagrar el niño o niña al servicio de Dios (Prot. Sant 4, 1). El lector comprende que la reacción emocional completa de Ana, no obstante, ocurre un par de escenas después, luego que los personajes que inmediatamente vienen en el relato toman parte. Estos últimos personajes, los que comprenden el último grupo que interactúa con Ana antes que la partera aparezca, son dos ángeles; quienes informan a Ana que su marido vuelve a casa (Prot. Sant 4, 2). Estas dos noticias, la anunciación y el  regreso de Joaquín, hacen que Ana esté feliz. Lo anterior queda claro al observar que Ana abraza a su esposo por el cuello, declarándole que Dios le ha bendecido con su retorno, permitiéndole además dar a luz (Prot. Sant 4, 4).

En opinión del lector, la partera tiene un rol positivo en la historia. Es el único personaje humano en el apócrifo que intercambia palabras provechosas con Ana antes que María aparezca en la narrativa. El papel que   la matrona juega en el apócrifo parece mínimo. Esta caracterización menor, no obstante, resplandece momentáneamente al introducir a María en el relato (Prot. Sant 5, 2) [8]. Una infanta que desde ahora en adelante asumirá el protagonismo central de la narración.

María y José: Jesús nace

Una vez que María crece, los sacerdotes del templo se la entregan José, un anciano viudo y con hijos (Prot. Sant 8, 3; Prot. Sant 9, 1-2; Prot. Sant 17, 1), cuya misión consiste  en custodiarla (Prot. Sant 9, 1, 3; Prot. Sant 13, 1; Prot. Sant 14, 2). Esto acontece aparentemente  en el momento en que María cumple quince años de edad (cf. Prot. Sant 8, 2; Prot. Sant 12, 3) [9]. Según el narrador, José lleva a María a su casa, y le promete  que volverá luego de llevar a cabo algunos negocios relacionados con su profesión (Prot. Sant 9, 3). En ausencia de José, un ángel la visita, y le anuncia que concebirá [10]. Inicialmente el ángel omite especificar el sexo de la criatura. Este simplemente dice que ella será fecundada (syllēmpsē) (Prot. Sant 11, 2). María, quien estaba perpleja por la visita, tampoco indica si dará a luz a una niña o un niño (Prot. Sant 11, 2). Con todo, a diferencia de lo que acontece con Ana, el género del bebe queda claro para el  lector al  momento en  que el ser angélico declara que este es un varón (Prot. Sant 11, 3).

Todo esto acontece en momentos en que José está ausente (Prot. Sant 9, 3). Para el lector, la ausencia de José rememora la lejanía de Joaquín, quien también estaba fuera de casa al momento en que el ángel se le aparece a Ana (Prot. Sant 1, 4; Prot. Sant 4, 4). El narrador tiene la intención de destacar ambas historias  en cuadros equivalentes relacionados al desempeño de ambos (PERLER, 1959, p. 26). El lector nota esto, y reconoce también que el regreso de uno y otro difiere respecto al resultado esperado. Ana abraza a Joaquín, pues finalmente será madre (Prot. Sant 4, 4). En el caso de José, sin embargo, la historia es distinta. José lamenta haber encontrado a María embarazada (Prot. Sant 13, 1-3; Prot. Sant 14, 1-2). El centro del problema radica en el status que uno y otro ostentan con sus contrapartes femeninas. Joaquín y Ana son matrimonio (Prot. Sant 1, 4). José y María no lo son (Prot. Sant 9, 1).

De acuerdo al lector informado, los detalles que tienen que ver con la ausencia de ambos también ocurre en circunstancias opuestas. Estos revelan orígenes, contextos geográficos y tiempos cronológicos diferentes. Por un lado, Joaquín permanece en el desierto por un período de cuarenta días, orando por descendencia (Prot. Sant 1, 4). En cambio, José sale a trabajar a un lugar indeterminado, volviendo seis meses después (Prot. Sant 9, 3; Prot. Sant 13, 1).

Otra diferencia presentada por el narrador estriba en que la concepción de Jesús ocurre explícitamente por medio de una obra divina, sin mediación humana (Prot. Sant 19, 1). Para el lector implícito, la concepción virginal de María constituye un tema trascendente en el Protoevangelio. El narrador tiene la preocupación de hacerla evidente, construyéndola en base a conceptos ambivalentes de pureza e impureza (FOSKETT, 2005b, p. 67-76; VAN DER HORST, 1994, p. 205-218). El lector concede que el relato de Ana puede también reflejar un sentido análogo. Con todo, el lector admite que, en base a como en el narrador caracteriza a estas dos mujeres, la preñez virginal de Ana carece de datos expresos, y debe reconstruirse en función de detalles gramaticales, e indicativos tácitos (cf. Prot. Sant 4, 2-4). En el caso de María, empero, el narrador toma un derrotero distinto. Este informa que la gestación de María ocurrió por obra divina (Prot. Sant 11, 3). Hecho que María, quien asevera ser virgen (Prot. Sant 9, 3; Prot. Sant 13, 1, 3; Prot. Sant 15, 3), y José, quien declara haber actuado puramente con ella (Prot. Sant 15, 4), corroboran verbalmente. Esta singularidad explica las diferentes designaciones que ocurren dentro del texto, y que posicionan a María sobre Ana. En tanto el ángel se revela a Ana usando un doble vocativo (Ana, Ana) (Prot. Sant 4, 1), a María la llama de “favorecida” (kecharitōmenē) y “bendita” (eulogēmenē) (Prot. Sant 11, 1).

A fin de confirmar la virginidad de María, el autor implícito utiliza una gama de actores que funcionan como testigos (VUONG, 2013, p. 190). Inicialmente, los ángeles cumplen un cometido importante en la certificación virginal de María. Primero comunican del hecho a María (Prot. Sant 11, 1-3), y luego a José, quien inicialmente dudaba (Prot. Sant 14, 1-2). Otros personajes, quienes ahora exhiben una connotación humana, también emergen desde el relato. Isabel, parienta de María [11], reconoce que la preñez de esta última tiene un origen divino (Prot. Sant 12, 2). José, por  mediación angélica, admite lo mismo (Prot. Sant 14, 2). El sumo sacerdote, aunque no reconoce la concepción virginal (porque según el narrador él no está enterado del asunto), eventualmente consiente de que ambos son inocentes (Prot. Sant 16, 1-3) [12]. Como testigos finales, el narrador trae a escena a una partera y a una mujer llamada Salomé (Prot. Sant 19, 2-3).

El narrador informa que José, junto a su familia, viajan a Belén de Judá para ser empadronados (Prot. Sant 17, 1-2). [13] A medio camino, sin embargo, María sabe que dará a luz (Prot. Sant 17, 3). José entonces deja a María en compañía de sus hijos en una cueva, y sale en busca de una partera hebrea (Prot. Sant 18, 1). Respecto al escenario en el que nacimiento ocurre, para el lector existen detalles opuestos entre María y Jesús. El narrador no indica donde nace María, aunque describe un lecho en el que Ana la acuesta luego   de nacer (Prot. Sant 5, 2). Jesús, al contrario, viene al mundo en una cueva, y    el narrador parece ubicarlo en los brazos de María (Prot. Sant 19, 2).

Casualmente José encuentra una partera, y dialogan respecto al origen divino del embarazo de María [14]. La comadrona va con José, y el lector de la historia nota que una nube cubre la cueva [15]. El evento sobrenatural lleva a que la partera agradezca porque sus ojos están viendo una señal milagrosa, lo que para ella significa que ha nacido la salvación para Israel (Prot. Sant 19, 2)

Al retirarse la nube, el niño aparece en el cuadro escénico. El lector nota que no hay parto natural, ni matrona (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 40). Sólo existen testimonios. Esto es confirmado al notar que la comadrona agradece el haber visto un acto prodigioso. Lo anterior pareciera vincularse con el proceder sobrenatural de la nube, y que Jesús haya nacido sin asistencia humana (Prot. Sant 19, 2). En este sentido, la alabanza tiene un origen visual, no palpable; en donde la imagen del alumbramiento de Jesús pareciera evocar un amanecer (AMANN, 1910, p.  252-253). El lector recuerda que en  el episodio del nacimiento de María no existen eventos que interrumpan los hechos cotidianos, ni loor por los signos ocurridos. Para el lector informado, esta oposición narrativa resalta que, en contraposición al nacimiento de María (cf. Prot. Sant 5, 2), Jesús nace sin el auxilio de una matrona, y en forma sobrenatural. En otras palabras, el elemento humano desaparece tanto en la gestación como en el alumbramiento de Jesús.

A diferencia de Ana, quien amamanta a María sólo después de realizar el rito de la purificación (Prot. Sant 5, 2; cf. Prot. Sant 6, 3), María nutre a Jesús inmediatamente después de que este nace (Prot. Sant 19, 2) [16]. En ambos casos, las señales y la alimentación del bebe, subrayan detalles particulares que el narrador estructura como puntos opuestos al contar la historia. Al contrastar   la lactancia inmediata de Jesús, la cual soslaya el acto de purificación, el autor implícito destaca que, a diferencia de María, Jesús no torna impura su madre al nacer (VUONG, 2013, p. 187). Esto expresaría que para el narrador Jesús es diferente a María, y que las cualidades particulares que ella ostenta provienen de él.

El lector nota que cuando la comadrona sale de la cueva, una mujer llamada Salomé hace su aparición en el texto apócrifo (Prot. Sant  19, 3). La partera, quien el narrador mantiene en el anonimato, conversa con Salomé informándole el prodigio del cual ella ha sido testigo. La matrona le señala que una virgen ha dado a luz (parthenos egennēsen), añadiendo inmediatamente que un acto de esta clase está fuera de los cánones que la naturaleza permite (Prot. Sant 9, 3). Salomé, sin embargo, no cree. Salomé afirma que ella creerá únicamente cuando meta su dedo y examine “su naturaleza” (balō ton daktylon mou kai ereunēsō tēn physin autēs) (Prot. Sant 19, 3)[17]. El término griego para naturaleza (physis) era usado también para designar los órganos sexuales femeninos (BAUER et al., 2000, p. 1070; LIDDELL e SCOTT, 1996, p. 1965), por lo que para el lector la intención  de esta mujer consiste en cerciorase palpablemente y en persona de aquello que es señalado por la partera.

En la visión del lector, los eventos reseñados en el párrafo anterior ocurren fuera de la cueva. La escena siguiente, no obstante, sucede dentro de   la gruta, con la matrona como testigo del desenlace dramático de la historia de Salomé (Prot. Sant 20, 1) [18]. Esto, porque al examinar la “naturaleza” de María, Salomé grita y señala que su mano se le desprende por el fuego. La razón del incidente tiene como base el que Salomé haya tentado a Dios. Al orar, empero, recibe la visita de un ángel, quien le ordena acercar la mano al recién nacido. Salomé acata las palabras del ángel, y su mano es restaurada (Prot. Sant 20, 2-3). En opinión del lector, Salomé ha confirmado la virginidad de María, y al mismo tiempo ha determinado que aun después del parto esta continúa intacta. Al mismo tiempo, el narrador ha dejado en claro que la fuente de sanidad es Jesús, no María.

El narrador omite designar la profesión de Salomé [19]. El cuadro escénico en el cual ella repentinamente aparece, hace suponer que la partera y Salome eran conocidas, pero no necesariamente colegas de trabajo. No obstante, para el lector un detalle narrativo emerge desde el texto, el que conectaría a Salomé con alguna ocupación vinculada al área de la salud. Salomé afirma llevar a cabo “therapeias” en favor de los pobres (Prot. Sant 20, 2). En la visión del lector, la palabra griega “therapeias” envuelve individuos que se ocupan en tratar a enfermos a través de recursos médicos (BAUER et al., 2000, p. 452-453; LIDDELL e SCOTT, 1996, p. 792). Ahora bien, determinar el tipo  de ocupación médica imaginado por el autor implícito, sea este el de una matrona, una enfermera, o un médico, sobrepasa la información que el lector posee y que le es posible inferir desde la narración. El hecho de  que ella sea capaz de determinar la virginidad de María presumiría que Salomé tiene un conocimiento médico general, lo cual para el lector no necesariamente implica que ella se dedique a la labor de matrona [20]. En vista de esto, y desde  una perspectiva puramente literaria, el lector reconoce que la identidad y función profesional precisos de Salomé son aspectos complejos dentro del relato, y establecer su competencia social excede los parámetros provistos por el narrador (EYKEL, 2016, p. 140-141).

Salomé, en consecuencia, parece ser una mujer con cierto conocimiento médico, y que el narrador usa como un personaje opuesto al de la partera en términos de credulidad. En tanto la comadrona cree sin haber tocado a María, Salomé sólo lo hace al cerciorarse de que la virginidad de María continúa intacta. La incredulidad recibe un castigo, el que es curado sólo bajo una dirección sobrenatural, y en el que un infante Jesús interviene. En general, el testimonio de la partera aparece validado únicamente por causa de la duda  de Salomé, quien con su actuar escéptico expone positivamente la credulidad  de la primera. La función narrativa de Salomé, entonces, no sólo consiste  en ratificar con sus manos el estado virginal de María, sino además de hacer brillar el papel de la partera, quien cree sin haber palpado. En consecuencia, ambas cumplen el rol de testigos. Aunque para el lector es la actitud de la partera, no de Salomé, a quien el narrador tácitamente alaba.

Al comparar a Ana y María, el lector finalmente nota que la caracterización que el narrador realiza de una y otra al momento en que ellas dan a luz envuelve verbosidad y silencio. En tanto Ana y la partera brevemente dialogan respecto al sexo de la criatura que ha nacido, María no habla, y es José quien platica con la matrona. Al introducir a Salomé, el narrador procede del mismo modo, enfatizando la locuacidad de aquellos que rodean a María. Haciendo memoria de cuadros narrativos previos, el lector nota un contraste  en el comportamiento de María. En algunas escenas María revela acciones silentes (Prot. Sant 7, 1-3; Prot. Sant 8, 2-3; Prot. Sant 10, 2). En otras, en cambio, estas son verbales (Prot. Sant 11, 2-3; Prot. Sant 12, 2; Prot. Sant 13, 3; Prot. Sant 15, 3; Prot. Sant 17, 3). Para el lector, y en vista de estas dos actuaciones opuestas, María permanece en silencio en ocasión del parto porque el narrador ha estructurado la escena en torno a ella, y alrededor del bebé que  ha nacido. Los personajes, que en este punto parecen accesorios, hablan sobre ella, y Jesús. Para el lector, María no necesita hablar, otros lo hacen por ella.

Consideraciones finales

Diversos elementos paralelos surgen al examinar literariamente los personajes de Ana y María en el Protoevangelio de Santiago. Inicialmente, estos conforman descripciones concordantes. Luego, tales aproximaciones asumen características opuestas.

Los componentes literarios afines asoman en términos de género, pues ambas son mujeres; y en la asistencia en el parto, ya que ambas son asistidas  por matronas cuyos nombres son omitidos. En el ámbito sobrenatural, las dos reciben la visita de ángeles, y en ambos casos estos les anuncian el nacimiento de un bebe. Además, en una y otra el acto de la concepción ocurre milagrosamente, y en momentos en que los dos varones vinculados de algún modo u otro con ellas están ausentes. Estos dos hombres, por su parte, también reciben visitas angélicas.

Desde una perspectiva narrativa, todos estos elementos concordantes estructuran a su vez una base comparativa que revela puntos en oposición.

Ambos personajes pertenecen a generaciones distintas. Ana es anciana, y María es joven. Estas difieren además respecto al status marital que las une    a  un hombre. Ana está casada con Joaquín. En tanto José es el custodio de María. El contraste narrativo ocurre también al observar la ausencia de Joaquín y José en las escenas de la anunciación. La oposición entre uno y otro aflora al examinar el escenario, los motivos y las diferencias cronológicas existentes. Joaquín va al desierto a orar por cuarenta días. José, por su parte, sale a trabajar a un lugar desconocido por un período de seis meses.

Igualmente, existe un  contenido dispar entre la  promesa que  Ana y María reciben en la anunciación. Mientras Ana desconoce el género del bebe, María sabe que es un varón. Un paralelo análogo acontece al evaluar las respuestas emocionales entre Ana y Joaquín, y luego entre María y José. Por un lado, Ana abraza a su esposo. Por el otro, José reacciona espantado    al saber que María está embarazada. Estos comportamientos contradictorios tienen como fundamento una problemática narrativa distinta, y  que sitúa   a ambos personajes en polos reproductivos antagónicos: Ana es estéril, y casada; María es virgen, y técnicamente soltera.

En las escenas del parto la matrona actúa como una asistente, como en el caso de Ana; o de un testigo, como en el caso de María, en donde las parteras no intervienen en el alumbramiento. En el  nivel comunicacional,  y en las actividades postparto también existen diferencias. Por un lado, Ana conversa con la partera, y ubica a María en la cuna. Al contrario, María permanece en silencio, y posiciona a Jesús entre sus brazos. Otras relaciones antagónicas acontecen en el ámbito de la contaminación ritual,  y el amamantamiento de los recién nacidos. Esto porque entretanto Ana amamanta a María después de llevar a cabo el rito de la purificación; María   lo hace inmediatamente, y no lleva a cabo ceremonia alguna.

La aparición de un tercer personaje, Salomé, hace que la historia de Ana y María tome un rumbo opuesto. No existe un paralelo semejante en la historia de Ana, y la actuación de Salomé ofrece aspectos dramáticos en que la incredulidad y credulidad de los personajes son reveladas. Lo anterior se hace extensivo al ámbito del castigo y sanidad consecuente de Salomé, exhibiendo claramente las diferencias que existen entre las escenas de Ana y María.

En base a la metodología propuesta, tales disparidades en la caracterización de los personajes estudiados revelan que el texto procura presentar la actuación y el papel de María en términos superiores al de Ana. El autor implícito configura el personaje de Ana como una mujer especial, quien, aun siendo estéril, da a luz a María. Sin embargo, aunque especial, esta necesita de purificación, revelando en ella rasgos sutiles de imperfección. María, por el contrario, ostenta cualidades únicas. La virginidad, la que ocurre en la concepción y es mantenida después del parto, y el hecho de ser la madre del Hijo de Dios, hacen evidentes los aspectos singulares del personaje.

Empero, el relato también ofrece trazos descriptivos que procuran establecer el origen, y el porqué de la peculiaridad de María. Narrativamente,    la impureza de Ana acontece en ocasión del nacimiento de María, dejando entrever una característica truncada en esta última. Asimismo, las circunstancias en la que María nace, y los pormenores que rodean su embarazo, ocurren por acción divina, descartando una superioridad inherente. Esto sugiere que  lo que hace excepcional a María en el Protoevangelio acaece cuando Dios y Jesús entran en escena. El primero, Dios, permite que María de a luz, y que ella conciba sobrenaturalmente. El segundo, Jesús, la torna pura, y la hace parte del centro de una historia reservada para él. Al punto de castigar la incredulidad   de aquellos y aquellas que no creen que una virgen sea madre.

Carlos Olivares, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     El texto griego lo llama de Iakōbos (Prot. Sant 25.1). Las versiones en español concuerdan,  en general, en traducir el nombre como “Santiago” (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 134; SANTOS OTERO, 2005, p. 73). Se debe reconocer que el nombre Jacobo existe en español, y tal nomenclatura parece la indicada (GONZÁLEZ-BLANCO, 2015, p. 28). Sin embargo, he seguido la tradición que hoy que prefiere llamarlo de Santiago.

2     La edad de ambos no es revelada, y parece que esta no tiene relación con el impedimento      de que Ana y José se conviertan en padres. El contratiempo, como es declarado explícitamente por el narrador, tiene que ver con la esterilidad de la primera (Prot. Sant 2, 1, 3; Prot. Sant 4, 3).

3     Al avanzar el relato, sin embargo, el narrador deja entrever que el lugar en donde se   había recluido Joaquín debe tener pastizales, toda vez que al volver “del desierto,” él está acompañado de sus rebaños (Prot. Sant 4, 4; cf. Prot. Sant  4, 2). Probablemente el autor implícito tenga  en mente una montaña, pues el retorno de Joaquín desde el desierto es descrito como “descenso (katabainō) (Prot. Sant 4, 2-3) (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 93).

4     Existen variantes textuales, sin embargo, que establecen que la gestación de Ana ocurre en el futuro (en gastri lēpsetai/en gastri lēpsomai) (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 44; TISCHENDORF, 1853, p. 9-10; PEETERS, 1924, p. 10). Esto envuelve que la gravidez acontece una vez que ella se reúne otra vez con su esposo (AMANN, 1910, p. 17-21; CLOSS, 2016, p. 34).

5     Variantes textuales de la escena apuntan a un período mayor de ocho o nueve meses (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 44; TISCHENDORF, 1853, p. 10-11; AMANN, 1910, p. 198; ELLIOTT, 1993, p. 59).

6     Testigos textuales ofrecen las siguientes variantes: Judit (Ioudith), Jut (Iouth), Jutí (Iouthi), Jutén (Iouthēn), Jutine (Iouthine) (TISCHENDORF, 1853, p. 4; AMANN, 1910, p. 186). Mi elección está basada en el texto griego de Ehrman e Pleše (2011, p.  40). Cf. BAUER    et al. (2000, p. 479).

7     El narrador indica que Ana luce deprimida (cf. Prot. Sant 2, 4; Prot. Sant 3, 1.3), pensando que su esposo, quien no le informó que había salido a orar al desierto por cuarenta días (Prot.  Sant 1, 4), había muerto (Prot. Sant 2, 1; Prot. Sant 4, 4). Jutine, en tanto Ana llora por su viudez y esterilidad (Prot. Sant 2, 1), le reprende (Prot. Sant 2, 2). Ana interpreta las palabras de Jutine negativamente y  siente que Jutine le  ha  deseado mal (Prot. Sant 2.3). Esto lleva a  Jutine a expresar retóricamente: “¿para qué te voy a maldecir yo, si ya el Señor te ha herido de esterilidad no dándote fruto en Israel?” (Prot. Sant 2, 3). Traducción al español de SANTOS OTERO (2005, p. 60).

   Una variante textual al nombre de María es  “Mariam” (TISCHENDORF, 1853, p.  11) el   cual podría evocar conceptos arraigados en la Biblia Hebrea y la LXX (FOSKETT, 2005a, p. 63-74). Sin embargo, tal noción textual carece de un apoyo externo certero (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 46).

9     No es fácil determinar la edad de María al casarse, tal y como la presenta el Protoevangelio. Pareciera que ella cumplió su servicio en el templo por doce años (Prot. Sant 8, 2), y se embaraza a los dieciséis años de edad (Prot. Sant 12, 3). Esto implicaría  que su matrimonio ocurrió cuando ella tenía quince años (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 106; AMANN, 1910, p. 229).

10   El nombre del ángel resulta ser Gabriel, el que es informado a medida que la narrativa avanza (Prot. Sant 12, 2).

11   El nombre “Isabel,” el parentesco, y la escena en general, son tomadas del Evangelio de Lucas (Lc 1, 39-45).

12   El sacerdote llega a esta conclusión al intentar probar que José y María no estaban mintiendo, y no eran los causantes del embarazo. Para esto, ambos beben el agua de la prueba del Señor, la cual no les hace daño. “El agua de la prueba del Señor” (hydōr tēs elegxeōs kyriou) parece ser una probable referencia a prescripciones veterotestamentarias que revelaban el adulterio cometido por una mujer (Nm 5, 11-31; cf. Nm 19) (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 118-119; AMANN, 1910, p. 240-241).

13   El evento hace alusión directa a lo expuesto en el Evangelio de Lucas (Lc 2, 1-7).

14  En  términos textuales, el  texto ofrece dos versiones: una larga y  otra breve. En  ambas,  sin embargo, la concepción divina es registrada (Prot. Sant 19, 1) (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 61; TISCHENDORF, 1853, p. 34-35). Cf. GONZÁLEZ et al. (1997, p. 123-124).

15        Existe una diferencia textual sobre si la nube es oscura (skoteinē) o luminosa (phōteinē). Ver Ehrman e Pleše (2011, p. 62).

16        Según el Evangelio de Lucas, no obstante, María lleva a cabo el rito de la purificación    (Lc 2, 21-24), el cual, según el narrador de texto canónico, ocurre después que Jesús es circuncidado (Lc 2,  22; cf. Lv 12, 6-8).

17  Esta escena imita directamente el accionar de Tomas en el Evangelio de Juan (Jn 20, 24-25). Nótese que la primera parte de la frase central ocurre verbatim. Prot. Sant 19, 3: “… balō ton daktylon mou…”; Jn 20, 25: “…balō ton daktylon mou…”.

18   Esta escena presenta algunas variantes textuales importantes. Probablemente estas surgieron debido al interés de los copistas de hacer que la escena tuviera un mayor dramatismo. En esencia, no obstante, estas variantes concuerdan en que (1) Salomé examina a María; (2) Salomé recibe un castigo en su  mano; (3) para ser curada Salomé debe acercar su  mano  al niño Jesús; (4) Salomé es curada (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 62; GONZÁLEZ et  al., 1997, p. 126-128).

19   Existe una variante textual que indica que Salomé también es una partera (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 62). Pero la ubicación de  la  variante parece estar dislocada en  relación al flujo narrativo de la escena. Probablemente, la inserción podría interpretarse como un añadido editorial posterior al texto primitivo. Por un lado, la lectura alternativa pudo surgir   al intentar identificar la profesión no mencionada de Salomé. Por otro lado, es posible que la variante procure establecer que la matrona y Salomé consisten en la misma persona (ZERVOS, 2005, p. 83; BAUCKHAM, 1990, p. 41). No obstante, no existen variantes textuales en las que se retraten a las dos mujeres, esto es la partera y Salomé, como un personaje fusionado.

20   Para una opinión contraria ver AMANN (1910, p. 255) y CLOSS (2016, p. 153-154).

José Luis Illanes

4.        La doctrina sobre la contemplación en la época moderna

4.1. Mística y contemplación en los inicios de la época moderna

Se ha caracterizado a veces a la edad moderna como «edad refleja», como edad en la que el hombre reflexiona hondamente sobre sí mismo, su subjetividad y sus experiencias, poniendo como ejemplo especialmente significativo de esa actitud precisamente a la literatura espiritual. Esa afirmación puede ser matizada, ya que ni la edad moderna se reconduce sin más a la subjetividad, ni de las etapas anteriores de la historia han estado ausente las referencias, incluso amplias, a las experiencias espirituales. Es un hecho, sin embargo, que en el otoño de la edad media y en los comienzos de la moderna no sólo abundan las narraciones en ese sentido, sino que dan lugar a una amplia reflexión al respecto. Así ocurre concretamente en relación a dos grandes santos de esa época, especialmente importantes para nuestro tema: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.

Santa Teresa de Jesús orientó su vida de oración a partir de la vía del recogimiento, que conoció gracias a los escritos de Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo [27], a través de los cuales le llegó también la tradición espiritual que se remonta hasta la figura de Dionisio Areopagita. Su honda experiencia personal, unida a su gran capacidad de penetración psicológica, le llevaron a repensar, y luego a trasmitir con especial vigor, una doctrina espiritual con un fuerte acento teologal y cristológico [28], y a la vez antropológico o experiencial, con claros acentos personales. La oración teresiana implica recogimiento, ir hacia lo hondo del alma, para, situándose ante Dios, en su majestad y en su encarnación, en su dársenos a conocer en Cristo hombre, progresar en la intimidad y unión con Él.

En la vivencia espiritual de Teresa de Jesús, y en el modo de expresarla, domina claramente la mística esponsal, aunque está también presente, y en lugar destacado, el lenguaje sobre la contemplación: muy abundantemente en los escritos de su primera época, como la Vida y Camino de perfección, y algo menos —el hecho puede ser significativo— en los de etapas posteriores, como Las moradas. En todo caso, la santa de Ávila recoge la terminología ya consagrada según la cual el vocablo «contemplación» se aplica a los estadios superiores o más elevados en el itinerario de la contemplación, si bien —a diferencia de Guido el cartujano, y como corresponde al modo de proceder de su época— distingue no entre lectio, meditatio y contemplatio, sino entre oración vocal, meditación y contemplación.

La capacidad de introspección, tan característica de su temperamento y en sus escritos, le llevó a afirmar, en el contexto de la gratuidad que implica toda comunicación de Dios al hombre, la existencia de momentos decisivos de pasividad. No hay crecimiento espiritual sin el deseo, al menos incoado y latente, de vivir de fe, en otras palabras, sin «disponerse» a la acción divina; pero el actuar de Dios va mucho más allá de toda disposición y de todo personal empeño. De hecho —afirma en repetidas ocasiones—, el alma percibe que Dios la eleva hasta Sí, porque quiere y cuando quiere, súbitamente, a veces con ocasión de la meditación o de la oración vocal pero también en cualquier otro contexto, en suma, trascendiendo todo previo empeño ascético. Más aún, provocando una quietud de las potencias, que permanecen ciertamente vivas, porque el alma es consciente de la presencia amorosa de Dios, pero sin prodigarse en una pluralidad de actos, antes bien, manteniéndose en quietud bajo el obrar divino.

«Será posible —citemos un pasaje especialmente sintético— que rezando el paternóster os ponga Dios en contemplación perfecta si le rezáis bien; que por estas vías muestra que oye al que le habla, y le habla su Majestad, suspendiéndole el entendimiento, y atajándole el pensamiento y tomándole, como dicen, la palabra de la boca, que aunque quiere no puede hablar si no es con mucha pena. Entiende que, sin ruido de palabras obra en su alma su Maestro y que no obran las potencias de ella, que ella entienda. Esto es contemplación perfecta» [29].

Aunque el lenguaje sobre la contemplación ocupe un lugar menos destacado en Las moradas que en obras anteriores, es innegable la continuidad del pensamiento de Teresa de Jesús a lo largo de sus diversos escritos. De hecho sus referencias a la contemplación son inseparables de ese proceso de progresiva unión entre el alma y Dios que se describe con particular detalle en Las moradas, teniendo su punto de inflexión —o, por mejor decir, de desarrollo— en la morada quinta y llega a su cumbre en las dos moradas posteriores. La perspectiva teresiana fue siempre la de quien experimenta y describe el proceso del ir hacia Dios; más exactamente, el del ser atraída y llevada por Dios a una comunión cada vez mayor con Él.

Antes de dejar a Teresa de Jesús hagamos una breve referencia a lo que tal vez cabe calificar como relativa oscilación en torno a la llamada a la contemplación; es decir, a la cuestión que surge si se comparan los textos en los que, dirigiéndose a sus monjas, consuela a las que pueden ser descritas como activas, y aquellos en lo que afirma de forma neta que el «convite» divino a la contemplación es general o universal [30]. No es nuestra intención resolver, y ni siquiera abordar el problema —intento que requeriría evocar otros muchos textos teresianos—, sino sólo apuntarlo y suscitar la pregunta acerca de si puede haber alguna relación entre los textos aludidos y otros lugares de su obra en los que se deja sentir la tendencia a superar una rígida contraposición entre acción y contemplación, y a dar entrada a un mantenerse de la contemplación (habría que determinar en qué sentido) en la acción; concretamente, las palabras sobre la unión entre acción y contemplación que se encuentran en las Meditaciones sobre los Cantares [31] y el expresivo dicho «(también) entre los pucheros anda el Señor» que nos trasmite el Libro de las fundaciones [32].

En san Juan de la Cruz la personal capacidad de introspección, no inferior a la santa Teresa, se une a amplia formación teológico-escolástica, lo que da a sus escritos (con la excepción de las poesías) un tono predominante impersonal, aunque se adivina constantemente la experiencia del que escribe. Formado, también él, en la mística esponsal, el vocablo «unión» tiene en sus escritos una posición de primer plano, si bien el término «contemplación» le sigue de cerca. En su pluma este último vocablo tiene una polisemia mayor que en Teresa de Jesús; indica, en efecto, no sólo un grado elevado en la oración —aunque esa significación, muy frecuente, da razón de las demás—, sino también otras realidades, diversas aunque concomitantes: obscuridad que purifica, unión con Dios que transforma el alma, desarrollo en la vivencia de la fe...

Aunque en ningún momento procede a un tratamiento amplio y formalizado de la naturaleza de la contemplación, en diversos pasajes de sus obras se detiene a ofrecer descripciones y definiciones bastante pormenorizadas. Mencionemos cuatro [33]:

—   «La contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si la dan lugar, inflama el alma, en espíritu de amor» [34];

—   «La contemplación es ciencia de amor, lo cual (...) es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma hasta subirla de grado (en grado) hasta Dios, su Criador» [35];

—   «Esta Noche oscura es una influencia de Dios en el alma (...) que llaman los contemplativos contemplación infusa, o mística teología, en que de secreto enseña Dios (a) el alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo» [36];

—   «Esta noche es la contemplación (...). Llámala noche, porque la contemplación es oscura, que por eso la llaman por otro nombre Mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo» [37].

Es evidente la íntima coherencia de esas cuatro definiciones entre sí y con el conjunto de la doctrina del santo. Particularmente con su constante afirmación de la primacía de la acción divina: es Dios quien otorga la contemplación, quien en ella ilumina, instruye y enseña. Destaquemos también su referencia no sólo a la pasividad del alma —en el sentido antes indicado— y a la transcendencia del actuar divino, que puede ser calificado de secreto y oculto, ya que el alma no sabe ni el cómo ni el porqué, sino también su insistencia en la desnudez, en la renuncia a todo gusto y a toda consolación, para orientar el alma sólo a quien, como Dios, está más allá de cuanto en la historia se puede pregustar.

Señalemos finalmente —aunque está implícito en lo ya dicho— la centralidad del amor. Contemplar es noticia de Dios, advertencia de la realidad de Dios; pero noticia amorosa, advertencia de la presencia en el alma de un Dios que ama y que reclama amor. De ahí la reconducción de todo el existir a ese puro amor de Dios que canta con singular fuerza la Llama de amor viva. Cabría evocar, al llegar a este punto, la totalidad del poema, pero podemos limitarnos a la primera de las estrofas, a la petición dirigida a la llama del amor que es el Espíritu Santo para que deje de ser esquivo; y a la consideración de la muerte como el momento, en el que rompiéndose la «tela» que mantiene al alma en la oscuridad y en la penumbra, llegue a su plenitud el «dulce encuentro» que comenzó ya en la vida de oración.

Ni que decir tiene que no todos los autores de los inicios de la época moderna, o de años y décadas posteriores, estuvieron dotados de la capacidad de introspección psicológica y la hondura espiritual de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, ni coinciden con sus planteamientos. Prácticamente la totalidad comparte, al menos en líneas generales, la consideración de la contemplación como un estadio elevado de la vida de oración y son muchos los que acuden para definirla a expresiones cercanas a las que se encuentran en los escritos de Teresa de Ávila o de Juan de la Cruz. Así ocurre —es sólo un ejemplo entre otros— en san Francisco de Sales, que la define como «atención amorosa, simple y permanente del espíritu a las cosas divinas» [38]. Pero no por ello hacen suyo cuánto esas palabras implican en el pensamiento de uno u otro de los dos grandes carmelitas, ni ponen el mismo énfasis en la contemplación o en el lugar que cabe otorgarle en el conjunto de la vida espiritual [39].

El siglo XVII, a cuya puerta nos hemos quedado, y el XVIII fueron siglos ricos en muchos sentidos, pero también siglos marcados por fuertes tensiones teológicas, tanto dogmáticas, como espirituales (baste mencionar a las relacionadas con los alumbrados y después con el quietismo). Todo ello condujo a una crisis con hondas repercusiones en nuestro tema: la ruptura entre ascética y mística, de la que no es nuestra intención ocuparnos directamente, aunque no podíamos dejar de mencionarla. Antes, sin embargo, de alejarnos de los inicios de la edad moderna y saltar a otra coyuntura histórica, resulta necesario hacer referencia a dos autores de un rango inferior a los hasta ahora considerados —pertenecen al estrato de los que cabe calificar como discípulos o comentadores—, pero de los que, si aspiramos a seguir el hilo de la historia, no cabe prescindir.

En primer lugar, el carmelita Tomás de Jesús que, en las primeras décadas del siglo XVII, publicó diversos escritos en los que, presentándola como una exégesis o prolongación del pensamiento de Juan de la Cruz, formuló con nitidez —había ya precedentes— la necesidad de distinguir entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, entre una contemplación —entendida siempre como conocimiento amoroso— que surge como desarrollo de la ordinaria vida de oración y una contemplación que es fruto de un especial don divino [40].

La distinción así planteada aspiraba, en la intención de Tomás de Jesús, a impulsar entre el pueblo cristiano la vida de oración, evitando que hubiera quienes se retrajeran de esa vida pensando que está reservada a almas a las que Dios otorga especiales dones. De ahí que alcanzara pronto difusión y fortuna. Es claro a la vez que la terminología empleada, contemplación adquirida, es impropia y se presta a equívocos, ya que la vida sobrenatural es toda ella don divino y, en ese sentido, infusa. De ahí que no faltaran críticas, a algunas de las cuales tendremos ocasión de hacer referencia.

Menciones en segundo lugar al dominico Juan de Santo Tomás que, por esos mismos años —principios del siglo XVII—, redactó unos comentarios a la Summa theologiae de santo Tomás de Aquino, posteriormente publicados con el título de Cursus theologicus, que incluye una amplia exposición sobre los dones del Espíritu Santo. Los dones son considerados por Juan de Santo Tomás —que sigue aquí estrictamente al Aquinate— como hábitos infundidos por Dios gracias a los cuales el alma adquiere una especial docilidad ante la acción del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, y aquí está su originalidad, los relaciona, mucho más fuertemente que santo Tomás con la vida mística, presentándolos como hábitos que presuponen las virtudes teologales, pero que, al trascender el modo humano de proceder —marcado por la necesidad de la reflexión y el razonamiento—, dan origen a un proceso que conduce al alma a una comunión con Dios que amplía de hecho el campo al que daban acceso esas virtudes [41]. No todos los teólogos, ni todos los intérpretes de la doctrina tomasiana, aceptaron la propuesta del dominico portugués, pero es un hecho, sin embargo, que su obra contribuyó a que la referencia a los dones adquiriera cada vez más importancia en teología espiritual y concretamente en la doctrina sobre la contemplación.

4.2. El debate sobre la llamada «cuestión mística»

El amplio debate que se desarrolló a partir de la publicación, con pocos años de diferencia, de las monografías de Auguste Saudreau (Les degrés de la vie spirituelle, 1896) y de Augustin François Poulain (Des grâces d’oraison, 1901), y que se extendió durante medio siglo constituye, sin duda, un hito importante en la historia de la reflexión sobre la vida mística y, en ese contexto, sobre la contemplación [42].

Saudreau tiene una aspiración fundamental: poner de manifiesto la unidad de la vida espiritual. De ahí que se opusiera a la distinción entre vía ascética y vía mística, entendida tal y como lo venían haciendo diversos autores desde el XVIII, es decir, como la distinción entre dos vías o caminos, distintos entre sí. En esa línea, y dando un paso más, se opuso también a la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, tal y como la había formulado Tomás de Jesús: no hay más que una contemplación, la infusa, y a ella están llamados todos los cristianos.

El método de Saudreau, sin descuidar la referencia al testimonio de los místicos y el recurso a la experiencia cristiana, es marcadamente sistemático-especulativo. El de Poulain es, en cambio, fuertemente experimental: de hecho su obra se presenta como un estudio de los diversos modos y grados de la oración que testifica la historia de la espiritualidad. Además de esta diferencia de estilo y de método, hay entre ambos autores diferencias de fondo. Poulain considera, en efecto, que el análisis del testimonio de los santos lleva a concluir en la existencia de experiencias diversas, también por lo que se refiere a la contemplación, de modo que no puede llegarse a un modelo unitario. En ese sentido —y aún reconociendo la limitación de la terminología empleada por Tomás de Jesús— se muestra partidario de mantener la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, expresándonos en términos substantivos, entre una contemplación a la que llega el espíritu como culminación de la vida de oración y una contemplación que es fruto de gracias especiales —extraordinarias— otorgadas por Dios.

Con una y otra obra quedaba claramente planteado un debate en el que intervinieron gran parte de los teólogos y filósofos interesados por los temas espirituales, especialmente —aunque no exclusivamente— en Francia y en España: Juan González Arintero, Jean-Vincent Bainvel, Réginald Garrigou Lagrange, Joseph de Guibert, Maurice de la Taille, Ambroise Gardeil, Gabriel de Santa María Magdalena, Joseph Maréchal, Jacques Maritain... Con el desarrollarse del debate, los temas, tanto de interpretación histórica como de análisis doctrinal y especulativo, se fueron ampliando hasta implicar una reflexión de conjunto sobre la evolución de las ideas desde los inicios de la edad moderna y, en ese sentido, una cierta valoración y balance —al menos implícito— de toda esa etapa.

Como ocurre con relativa frecuencia en los debates intelectuales, no se llegó a acuerdos que cerraran la discusión, aunque sí hubo puntos de confluencia y, sobre todo, clarificación sea de posiciones sea de conceptos y de terminología. No es éste el momento para intentar ni una exposición de las diversas posiciones, ni para proceder a una consideración pormenorizada de las adquisiciones realizadas. Nos limitaremos por eso a señalar —prescindiendo de nombres y de indicaciones bibliográficas para no complicar la exposición— algunos puntos que nos parecen más significativos, poniendo el acento, como es lógico, en lo que se refiere a la contemplación.

1.   El punto de acuerdo más básico y más ampliamente compartido afecta a la naturaleza de la contemplación, que —se afirma— es, en su esencia, netamente distinta de las experiencias extraordinarias (éxtasis, visiones, etc.). La contemplación, tal y como testifican los grandes espirituales —también los que han recibido dones extraordinarios— y tal y como la entiende la tradición cristiana, consiste en algo muy diverso de esos dones y experiencia, y, cabría añadir, incluso más profundo: en un acto de conocimiento y amor en virtud del cual el creyente advierte de forma vital y concreta —y en ese sentido experiencial— que está situado ante Dios y en Dios y, por así decir, rodeado y envuelto por su amor. La contemplación implica en suma pasar de la afirmación de la presencia de Dios y de la realidad de su amor —realidades ambas confesadas en todo acto de fe— a la experiencia, en uno u otro grado, de esa presencia y de ese amor.

2.   En estrecha relación con lo que acabamos de decir, se rechaza de forma decidida la distinción entre la ascética y la mística entendidas como dos vías o caminos diversos. Ascética y mística, empeño personal y comunión íntima con Dios, no son dos vías, sino dos dimensiones complementarias en el existir del cristiano en el tiempo. Puede haber, en el conjunto de ese existir, momentos predominantemente ascéticos y otros predominantemente místicos, pero una y otra dimensión estarán siempre presentes. El progreso en la oración y, en consecuencia, en la intimidad concreta y viva con Dios es, por tanto, algo a lo que está invitado —más aún, exhortado— todo cristiano. En la afirmación de la realidad de esa llamada, el acuerdo es universal; si, avanzando en ese camino, se pasa a afirmar que todo cristiano está llamado a la contemplación, el acuerdo entre los autores deja de ser unánime, ya que entran en juego precisiones respecto al concepto mismo de contemplación en las que no todos coinciden.

3.   Sin entrar ahora en la determinación de esas diferencias, a las que aludiremos más adelante, digamos que al analizar y caracterizar la contemplación y, más concretamente, la contemplación entendida como acto, los autores —tanto los que intervinieron en la polémica como las autoridades a las que citan y comentan— subrayan su simplicidad, es decir, la exclusión de una diversidad de actos —consideraciones, sentimientos, etc.—, que pueden haber precedido, pero que cesan en el momento de la contemplación, en la que el espíritu está todo él —o, al menos, en su nivel más radical y profundo— centrado en el conocimiento y el amor de ese Dios que ha salido a su encuentro y lo ha elevado hasta Él.

4.   De ahí otro rasgo ampliamente subrayado: la pasividad, entendiendo el vocablo en el sentido en que lo hacían los autores místicos, es decir, no la mera afirmación de la gratuidad y libertad de la acción divina, sino la percepción empírica —psicológica— de la trascendencia de esa acción. En el progresar de la oración, de la comunión con Dios, el paso decisivo no corresponde al creyente, sino a Dios, que, haciéndose presente cuando quiere y como quiere, atrae al creyente hacia Sí, llevándolo a niveles nuevos de intimidad con Él. Hasta aquí estamos ante una verdad cristiana básica e indiscutida. Pero los autores espirituales y sus comentadores —o, al menos, algunos de ellos— afirman algo más: que en ese proceso puede haber momentos en los que la inteligencia y la voluntad están presentes, pero de modo pasivo, es decir, consintiendo con la atracción divina y dejándose llevar por ella; en otras palabras, acogiendo una iniciativa que no viene de ellas, aunque se hace real en ellas.

5.   Dejando el plano antropológico-experiencial —en el que se sitúa el lenguaje sobre la pasividad— para pasar al ontológico, los autores —de nuevo los protagonistas del debate y los místicos que les preceden y a los que comentan— califican a la contemplación —sea en general sea, al menos, en sus grados supremos— como infusa, y ello reduplicativamente. Es decir, como un acto de conocimiento y amor que es fruto no sólo de la gracia, sino de una acción divina que, presuponiendo la gracia y las virtudes teologales, conduce a un grado nuevo de unión con Dios. En ocasiones, especialmente si se trata de autores que se mueven en el contexto de la tradición tomista, se acude, al llegar a este momento, a la teología sobre los dones del Espíritu Santo; en otros casos, se prescinde de esa teología, pero se afirma decididamente la existencia de una acción especial de Dios.

6.   Al mismo tiempo, los protagonistas de la polémica —con más énfasis en unos casos, con menos en otros— tomaron nota de un dato de hecho: las fuentes —es decir, las experiencias y escritos de los grandes místicos— testifican la existencia de grados o niveles en ese acto de conocimiento y amor de Dios que es la contemplación. En relación con ese dato —aunque tiene un alcance diverso— cabe situar una de las cuestiones más vivamente debatidas: la aceptación o rechazo de la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa. La totalidad de los autores reconoce las deficiencias ínsitas en la expresión «contemplación adquirida». Algunos pasan de ahí a sostener que no debe emplearse el vocablo «contemplación» más que en referencia a esos grados de la oración a los que los místicos de los inicios de la época moderna calificaron como tal, añadiéndole el calificativo de «infusa», con el alcance reduplicativo antes mencionado. Otros —incluso aceptando que hay grados de oración a los que sólo se accede en virtud de un especial don divino— sostienen que puede y debe hablarse de contemplación en referencia a grados de intimidad con Dios a los que el alma llega paulatinamente —y sin especial experiencia de saltos o de momentos de pasividad— en virtud de su perseverar en una vida de fe y, por tanto, de oración; y, en consecuencia, mantienen, al menos en parte y a falta de otra mejor, el uso de la expresión «contemplación adquirida».

7.   Con el desarrollarse del debate se formuló, muy pronto por cierto, una pregunta: ¿que lugar ocupa la contemplación en la vida cristiana? O también: ¿están todos los cristianos llamados a la contemplación? En la contestación a esos interrogantes influye, como resulta obvio, la posición que se haya adoptado respecto a alguna de las cuestiones anteriores. En términos generales se afirma que la contemplación —al menos, entendida en sentido amplio, como fe y amor vivos, como comunión íntima y amorosa con Dios— pertenece al desarrollo normal de la vida nueva recibida con el bautismo. Todo cristiano está, en ese sentido, llamado a la contemplación, afirmación ampliamente aceptada, pero sujeta a diferencias de formulación y de matiz en la medida en que se intenta precisar su alcance, ya que aquí inciden gran parte de las divergencias de planteamiento de las que se ha hecho mención en números anteriores.

8.   Sin pretensión alguna de exhaustividad, limitémonos a mencionar cuatro posiciones, escogidas entre las más significativas:

a)   mantener el ideal de una llamada universal a la contemplación, presentando a la vez como prototipo de contemplación lo que los grandes místicos de inicios de la edad moderna describen como grados supremos de la oración, planteamiento que, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones que testimonia la vida cristiana concreta, no deja de suscitar dificultades y conduce, en más de un caso, a atenuar la universalidad de la llamada a la contemplación, por ejemplo, distinguiendo entre una llamada remota, verdaderamente universal, y una llamada próxima, más restringida;

b)   afirmar que la plenitud de vida cristiana no implica necesariamente la contemplación, o —dicho con otras palabras— que se puede crecer en la perfección de la caridad sin desembocar por ello en la contemplación, lo que implica, como es obvio, afirmar una llamada universal a la santidad, pero no una llamada universal a la contemplación;

c)   distinguir entre diversas modalidades de la contemplación; es decir, entre una contemplación ordinaria fruto del crecimiento de las virtudes teologales, a la que todo cristiano estaría llamado, y una contemplación extraordinaria, fruto de dones especiales de Dios;

d)   acudir, presuponiendo una estrecha relación entre desarrollo de la vida cristiana y acción de los dones del Espíritu Santo, a la diversidad entre esos dones y a la posibilidad de que, en cada cristiano, predomine la acción de unos o de otros, de modo que, en el supuesto de que predomine la acción de los dones intelectuales (sabiduría, inteligencia, ciencia), se desembocaría en una contemplación formal, expresa y consciente, mientras que, en el supuesto de que predomine la acción de los operativos, la contemplación, que también se daría de algún modo, estaría como implícita en la intensidad de un amor manifestado en obras.

5.    En la encrucijada contemporánea

El debate sobre la «cuestión mística» puede darse por concluido a fines de la primera mitad del siglo XX, y ello no tanto porque, como ya apuntamos y como la exposición que precede ha puesto de relieve, se llegara siempre a conclusiones universalmente aceptadas, sino más bien porque la atención se orientó en otras direcciones. De forma un tanto esquemática puede describirse ese cambio de orientación hablando de tránsito desde una atención predominante a los aspectos subjetivos de la experiencia cristiana a una atención predominante a los aspectos objetivos de esa misma experiencia.

Esa evolución comienza ya en la década de 1930, con la publicación por el benedictino Anselm Stolz de su Theologie der Mystik [43]  y se acentuó, en la de 1950, a raíz de la intervención de Hans Urs von Balthasar en diversos escritos y especialmente en la interpretación que ofreció de la doctrina de santa Teresa de Lisieux [44]. Como consecuencia de esas y de otras intervenciones se fue imponiendo en los escritos teológico-espirituales la conciencia de que el estudio de la vida espiritual debía centrarse no ya en el análisis de etapas o edades de la vida espiritual, sino en la consideración de esa vida en conexión con el dogma cristiano en cuanto tal. Más concretamente, en la consideración de la vida cristiana como apropiación por parte de cada cristiano concreto de la verdad que el dogma implica, lo que, obviamente, tiene consecuencias psicológicas y morales, pero se sitúa a un nivel más profundo.

A decir verdad, la distinción entre mística subjetiva y mística objetiva carece de fundamento. Ciertamente ha habido, especialmente en la época moderna, pero también con anterioridad, santos que han analizado y narrado sus experiencias, y otros que han guardado silencio sobre ellas. Pero todos —también quienes han dejado constancia de su personal evolución— han tenido conciencia de que lo importante no eran sus experiencias, sino la realidad del misterio de Dios revelado en Cristo y comunicado por la acción del Espíritu Santo. De ese misterio han vivido y en ese misterio impulsaban a vivir [45].

Todo lo cual tiene consecuencias respecto a la contemplación y, más concretamente, a la reflexión sobre la contemplación. No es éste el momento de desarrollar esas afirmaciones, ya que ello excede con mucho el marco propio de una relación introductoria. No quisiera, sin embargo, concluir sin llamar la atención sobre un punto, que ha aflorado varias veces a lo largo de la exposición desarrollada hasta ahora: la distinción entre lo que podemos calificar como acto contemplativo —o contemplación en cuanto acto— y lo que en cambio cabe designar como vida contemplativa.

Gran parte de las discusiones que se han sucedido a lo largo de los siglos han estado centradas en la consideración de la contemplación entendida como acto, aspirando a precisar sea su objeto sea sus rasgos característicos y su estructura epistemológica. Así ocurría ya en Platón y en Plotino y así ha continuado ocurriendo a lo largo de la historia cristiana, con las profundas diferencias que esta experiencia implica. Cabe decir que, en parte, el debate sobre la «cuestión mística» representa la culminación de ese proceso; al menos, por lo que a las perspectivas teológico- antropológicas se refiere.

La preocupación por el análisis de la contemplación entendida como acto en el que se alcanza una particular comunión con el Absoluto, ha influido fuertemente —ya desde el pensamiento griego— en el modo de entender la distinción entre vida contemplativa y vida activa, e incluso en el origen mismo de esa distinción. La vida contemplativa se concibe, en efecto, desde esa perspectiva, como un tipo especial de vida: aquella que se organiza en orden a hacer posible el acto contemplativo. Vida que, en consecuencia, aparece como vida distinta de otras —concretamente, la activa—, también legítima, aunque —así se expresa la mayoría de los autores— menos perfecta.

Es aquí donde incide más profundamente, a nuestro juicio, la evolución de la teología y de la experiencia espiritual contemporánea, en la que esa distinción entre dos vidas es puesta en tela de juicio. Mejor dicho, en la que —sin negar la legitimidad de una vida marcada por la soledad y el apartamiento del mundo en orden a la oración— se subraya que el encuentro con Dios y el crecimiento en la comunión con Él forman parte del existir de todo cristiano que sea consciente de lo que el bautismo y la gracia implican. Toda distinción radical entre acción y contemplación queda así excluida: ya que el actuar del cristiano debe ser un actuar no sólo informado por el amor de Dios sino vivido en comunión con Él; y su oración un penetrar en la hondura del Dios Trino, es decir, de un Dios cuya vida implica amor y que en consecuencia llama no sólo a conocerle sino a participar de su amor, y por tanto a amar como Dios ama y a quienes Dios ama. Toda vida cristiana está llamada a ser, solidaria e inseparablemente, activa y contemplativa. Dicho con otras palabras, la contemplación es, en consecuencia, no tanto elemento configurador de una determinada condición vida, cuanto dimensión de toda vida cristiana.

Así se puso de relieve, en algunos momentos, durante el debate sobre la «cuestión mística» [46]. Y así ha sido subrayado con especial fuerza, partiendo no ya de una reflexión intelectual sino de la experiencia vivida y de la doctrina proclamada por algunas de las grandes personalidades de la Iglesia contemporánea. Me limito a citar una, de la que nos ocupamos en este simposio: san Josemaría Escrivá. Permitáseme por ello que termine con dos citas suyas, la primera tomada de una de sus Cartas dirigidas a fieles del Opus Dei, la segunda de una de sus homilías dirigidas al gran público. «Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei, eso habéis de ser siempre (...). Y en cada instante de nuestra jornada, podremos exclamar sinceramente: loquere, Domine, quia audit servus tuus (1S 3, 9); habla, Señor, que tu siervo escucha», afirma en la primera [47]. Y en la segunda: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» [48].

Profundizar en esas afirmaciones, y otras análogas, proceder a precisar su alcance y a analizar la tradición teológico-espiritual a la luz de cuanto aportan la teología y la experiencia contemporánea, constituye, sin duda alguna, una de las tareas de mayor calado con las que se ve confrontada la teología espiritual contemporánea.

José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/

Notas:

27.   Ver por ejemplo Libro de la vida, c. 4, n. 7 (SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas, ed. de E. Llamas y otros, Madrid 2000, 18). Para una introducción a la doctrina de santa Teresa, además de la relación de A.M. SICARI en este simposio (La contemplazione ecclesiale di santa Teresa di Gesù), ver J. CASTELLANO, «Teresa di Gesù», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mística. Fenomelogia e riflessione teologica, Roma 1984, vol. I, 495-546, con amplia bibliografía.

28.   Limitémonos a mencionar las declaraciones, netas y bien conocidas, del Libro de la vida, cap. 22 (Obras completas, ed. citada, 134 ss.).

29.   SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, c. 41, 1-2, en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, c. 25, 1-2 (Obras completas, ed. citada, 588 y 734).

30.   Camino de perfección, cc. 27-29 y 32-33 en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, cc. 17-18 y 20 (Obras completas, ed. citada, 562-568, 572-572, 702-710 y 717-720).

31.   Meditaciones sobre los Cantares, c. 7, 3 (Obras completas, ed. citada, 1080).

32.   Libro de las fundaciones, c. 5, 8 (Obras completas, ed. citada, 332).

33.   Tomamos esta selección de F. RUIZ-SALVADOR, «Giovanni della Croce», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mistica. Fenomelogia e riflessione teologica, cit., 573 (el estudio sobre Juan de la Cruz ocupa las pp. 547-597, con amplia bibliografía).

34.   Noche oscura, l. 1, c. 10, n. 6 (SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, ed. de L. Ruano de la Iglesia, Madrid 1982, 342).

35.   Noche oscura, l. 2, c. 18, n. 5 (Obras completas, ed. citada, 402).

36.   Noche oscura, l. 2, c. 5, n. 1 (Obras completas, ed. citada, 361).

37.   Cántico espiritual B, cant. 39, n. 12 (Obras completas, ed. citada, 727).

38.   SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, l. 6, c. 3 (en Oeuvres de Saint François de Sales, Annecy, t. IV, 312; tomamos la versión castellana de la edición preparada por las Religiosas de la Visitación del monasterio de Madrid, Madrid 1995, 345-346, no sin señalar que esta edición incorpora una traducción precedente: la realizada por Francisco de la Hoz, y publicada en el t. II de las Obras selectas de san Francisco de Sales, Madrid 1954).

39.   Remitamos de nuevo, para no ampliar los ejemplos, a san Francisco de Sales, cuyo Tratado del amor de Dios tiene como eje estructural el amor a Dios y la totalidad de sus implicaciones, manifestaciones y consecuencias, y en el que la referencia a la contemplación está incluida en unos capítulos (los que integran el libro 6) dedicados a la oración, vista como ejercicio espiritual gracias al cual se alimenta y crece el amor considerado en su doble vertiente: amor afectivo y amor efectivo; amor que está en el afecto y amor que está en las obras.

40.   La contemplación adquirida es —digámoslo con sus propias palabras— «un conocimiento amoroso y libre de razonamientos de la altísima Divinidad y de sus efectos, alcanzada gracias a nuestra dedicación personal»; la infusa, por el contrario, es «un conocimiento de la altísima Divinidad y de sus efectos, que procede de los dones de inteligencia y de sabiduría»: TOMÁS DE JESÚS, De contemplatione divina, l. 2, cc. 3 y 4. Bibliografía sobre Tomás de Jesús en SIMEONE DELLA SACRA FAMIGLIA, Panorama storico-bibliografico degli autori spirituali teresiani, Roma 1972, 31-35.

41.   De esta parte del Cursus Theologicus, hay versiones a diversas lenguas modernas, concretamente: castellana (Los dones del Espíritu Santo y perfección cristiana por Juan de Santo Tomás, traducción, introducción y notas de Ignacio G. Menéndez-Reigada, Madrid 1948), francesa (Jean de Saint-Thomas. Les dons du Saint-Esprit, traducción de Raïssa Maritain, con prólogo de Réginald Garrigou-Lagrange, 2.ª ed., Paris 1958) e inglesa (The gifts of the Holy Ghost by John of St. Thomas, traducción de D. Hughes y M. Egan, con prólogo de Walter Farell, London 1951). Para una colocación de la posición de Juan de Santo Tomás en el contexto de las interpretaciones de la doctrina del Aquinate sobre los dones, ver la bibliografía ya citada en nota 17.

42.   No es pues extraño que haya sido objeto de exposiciones histórico-teológicas, de entre las que destacamos tres:

— Ch. BAUMGARTNER, «Contemplation. Conclusion générale», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 2171-2193; texto que, aunque formalmente se presente como una conclusión de la amplia encuesta realizada por el Dictionnaire, de hecho constituye más bien un análisis de las conclusiones a las que condujo el debate indicado.

   C. GARCÍA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid 1971 (nueva edición revisada y actualizada: Teología espiritual contemporánea. Corrientes y perspectivas, Burgos 2002); dedica al movimiento o cuestión mística el primer capítulo de la obra (15-61 de la ed. de 2002), en el que, después de una breve síntesis del desarrollo del debate, procede a analizar las diversas posiciones siguiendo los temas que se plantearon.

   M. BELDA y J. SESÉ, La «cuestión mística». Estudio histórico-teológico de una controversia, Pamplona 1998; en el que los autores, siguiendo un esquema predominantemente cronológico, aunque con preocupación sistemática, analizan con detalle el pensamiento de los protagonistas del debate, ofreciendo la monografía más completa hasta la fecha.

43.   La obra, fruto de unas conferencias pronunciadas un año antes, apareció en Regensburg, en 1936 (hay traducción castellana: Teología de la mística, Madrid 1952).

44.   H.U. VON BALTHASAR, Therese von Lisieux, Colonia 1950 (trad. castellana: Teresa de Lisieux, Barcelona 1957); ese ensayo fue completado por otro sobre Isabel de Dijon publicado en 1953; ambos textos fueron luego recogidos en la obra Schwestern im Geist, Einsiedeln 1970 (hay traducción italiana: Sorelle nello Spirito: Teresa di Lisieux e Elisabetta di Digione, Milano 1974). Otros escritos suyos coincidentes en esa misma línea son los artículos Teología y santidad y Espiritualidad, incluidos ambos en Verbum caro. Ensayos teológicos I, Madrid 1964, 235 ss y 290 ss (el primero apareció originalmente en 1948, el segundo en 1958), así como diversos pasajes de Herrlichkeit.

45.   Así lo puso de relieve, en referencia a santa Teresa de Jesús, el carmelita T. ÁLVAREZ en su estudio «Santa Teresa de Jesús, contemplativa», que, publicada en 1962 (Ephemerides carmeliticae 13, 1962, 9-662), marcó un hito en la historia de los estudios teresianos (está recogido en T. ÁLVAREZ, Estudios teresianos, t. III, Burgos 1996). Ver también, como síntesis de su planeamiento, la voz «Contemplación», que incluye en el Diccionario de Santa Teresa, Burgos 2002, 172-176.

46.   Pensamos concretamente en la intervención en ese debate de Jacques y Raïssa Maritain y, más específicamente, en sus afirmaciones —significativas, aunque no exentas de limitaciones— sobre la contemplation sur les chemins, la contemplación en los caminos. Sobre el pensamiento maritainiano a este respecto, ver nuestro estudio «Acción y contemplación en el itinerario intelectual de Jacques y Raïssa Maritain», en AA.VV., El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II. Actas del XXIV Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, 437-454.

47.   Carta 11.III.1940, n. 13. Junto a esta cita, pueden encontrarse otras en las páginas que dedicamos a este punto en La santificación del trabajo, 10.ª ed. revisada y ampliada, Madrid 2001, 117-145 y en Existencia cristiana y mundo, cit, 311-331. Ver también las que aporta la ponencia de este simposio a la que hace un momento aludíamos en el texto (M. BELDA, La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella dottrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

48.   Conversaciones, n. 116.