José Luis Illanes

4.        La doctrina sobre la contemplación en la época moderna

4.1. Mística y contemplación en los inicios de la época moderna

Se ha caracterizado a veces a la edad moderna como «edad refleja», como edad en la que el hombre reflexiona hondamente sobre sí mismo, su subjetividad y sus experiencias, poniendo como ejemplo especialmente significativo de esa actitud precisamente a la literatura espiritual. Esa afirmación puede ser matizada, ya que ni la edad moderna se reconduce sin más a la subjetividad, ni de las etapas anteriores de la historia han estado ausente las referencias, incluso amplias, a las experiencias espirituales. Es un hecho, sin embargo, que en el otoño de la edad media y en los comienzos de la moderna no sólo abundan las narraciones en ese sentido, sino que dan lugar a una amplia reflexión al respecto. Así ocurre concretamente en relación a dos grandes santos de esa época, especialmente importantes para nuestro tema: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.

Santa Teresa de Jesús orientó su vida de oración a partir de la vía del recogimiento, que conoció gracias a los escritos de Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo [27], a través de los cuales le llegó también la tradición espiritual que se remonta hasta la figura de Dionisio Areopagita. Su honda experiencia personal, unida a su gran capacidad de penetración psicológica, le llevaron a repensar, y luego a trasmitir con especial vigor, una doctrina espiritual con un fuerte acento teologal y cristológico [28], y a la vez antropológico o experiencial, con claros acentos personales. La oración teresiana implica recogimiento, ir hacia lo hondo del alma, para, situándose ante Dios, en su majestad y en su encarnación, en su dársenos a conocer en Cristo hombre, progresar en la intimidad y unión con Él.

En la vivencia espiritual de Teresa de Jesús, y en el modo de expresarla, domina claramente la mística esponsal, aunque está también presente, y en lugar destacado, el lenguaje sobre la contemplación: muy abundantemente en los escritos de su primera época, como la Vida y Camino de perfección, y algo menos —el hecho puede ser significativo— en los de etapas posteriores, como Las moradas. En todo caso, la santa de Ávila recoge la terminología ya consagrada según la cual el vocablo «contemplación» se aplica a los estadios superiores o más elevados en el itinerario de la contemplación, si bien —a diferencia de Guido el cartujano, y como corresponde al modo de proceder de su época— distingue no entre lectio, meditatio y contemplatio, sino entre oración vocal, meditación y contemplación.

La capacidad de introspección, tan característica de su temperamento y en sus escritos, le llevó a afirmar, en el contexto de la gratuidad que implica toda comunicación de Dios al hombre, la existencia de momentos decisivos de pasividad. No hay crecimiento espiritual sin el deseo, al menos incoado y latente, de vivir de fe, en otras palabras, sin «disponerse» a la acción divina; pero el actuar de Dios va mucho más allá de toda disposición y de todo personal empeño. De hecho —afirma en repetidas ocasiones—, el alma percibe que Dios la eleva hasta Sí, porque quiere y cuando quiere, súbitamente, a veces con ocasión de la meditación o de la oración vocal pero también en cualquier otro contexto, en suma, trascendiendo todo previo empeño ascético. Más aún, provocando una quietud de las potencias, que permanecen ciertamente vivas, porque el alma es consciente de la presencia amorosa de Dios, pero sin prodigarse en una pluralidad de actos, antes bien, manteniéndose en quietud bajo el obrar divino.

«Será posible —citemos un pasaje especialmente sintético— que rezando el paternóster os ponga Dios en contemplación perfecta si le rezáis bien; que por estas vías muestra que oye al que le habla, y le habla su Majestad, suspendiéndole el entendimiento, y atajándole el pensamiento y tomándole, como dicen, la palabra de la boca, que aunque quiere no puede hablar si no es con mucha pena. Entiende que, sin ruido de palabras obra en su alma su Maestro y que no obran las potencias de ella, que ella entienda. Esto es contemplación perfecta» [29].

Aunque el lenguaje sobre la contemplación ocupe un lugar menos destacado en Las moradas que en obras anteriores, es innegable la continuidad del pensamiento de Teresa de Jesús a lo largo de sus diversos escritos. De hecho sus referencias a la contemplación son inseparables de ese proceso de progresiva unión entre el alma y Dios que se describe con particular detalle en Las moradas, teniendo su punto de inflexión —o, por mejor decir, de desarrollo— en la morada quinta y llega a su cumbre en las dos moradas posteriores. La perspectiva teresiana fue siempre la de quien experimenta y describe el proceso del ir hacia Dios; más exactamente, el del ser atraída y llevada por Dios a una comunión cada vez mayor con Él.

Antes de dejar a Teresa de Jesús hagamos una breve referencia a lo que tal vez cabe calificar como relativa oscilación en torno a la llamada a la contemplación; es decir, a la cuestión que surge si se comparan los textos en los que, dirigiéndose a sus monjas, consuela a las que pueden ser descritas como activas, y aquellos en lo que afirma de forma neta que el «convite» divino a la contemplación es general o universal [30]. No es nuestra intención resolver, y ni siquiera abordar el problema —intento que requeriría evocar otros muchos textos teresianos—, sino sólo apuntarlo y suscitar la pregunta acerca de si puede haber alguna relación entre los textos aludidos y otros lugares de su obra en los que se deja sentir la tendencia a superar una rígida contraposición entre acción y contemplación, y a dar entrada a un mantenerse de la contemplación (habría que determinar en qué sentido) en la acción; concretamente, las palabras sobre la unión entre acción y contemplación que se encuentran en las Meditaciones sobre los Cantares [31] y el expresivo dicho «(también) entre los pucheros anda el Señor» que nos trasmite el Libro de las fundaciones [32].

En san Juan de la Cruz la personal capacidad de introspección, no inferior a la santa Teresa, se une a amplia formación teológico-escolástica, lo que da a sus escritos (con la excepción de las poesías) un tono predominante impersonal, aunque se adivina constantemente la experiencia del que escribe. Formado, también él, en la mística esponsal, el vocablo «unión» tiene en sus escritos una posición de primer plano, si bien el término «contemplación» le sigue de cerca. En su pluma este último vocablo tiene una polisemia mayor que en Teresa de Jesús; indica, en efecto, no sólo un grado elevado en la oración —aunque esa significación, muy frecuente, da razón de las demás—, sino también otras realidades, diversas aunque concomitantes: obscuridad que purifica, unión con Dios que transforma el alma, desarrollo en la vivencia de la fe...

Aunque en ningún momento procede a un tratamiento amplio y formalizado de la naturaleza de la contemplación, en diversos pasajes de sus obras se detiene a ofrecer descripciones y definiciones bastante pormenorizadas. Mencionemos cuatro [33]:

—   «La contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si la dan lugar, inflama el alma, en espíritu de amor» [34];

—   «La contemplación es ciencia de amor, lo cual (...) es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma hasta subirla de grado (en grado) hasta Dios, su Criador» [35];

—   «Esta Noche oscura es una influencia de Dios en el alma (...) que llaman los contemplativos contemplación infusa, o mística teología, en que de secreto enseña Dios (a) el alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo» [36];

—   «Esta noche es la contemplación (...). Llámala noche, porque la contemplación es oscura, que por eso la llaman por otro nombre Mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo» [37].

Es evidente la íntima coherencia de esas cuatro definiciones entre sí y con el conjunto de la doctrina del santo. Particularmente con su constante afirmación de la primacía de la acción divina: es Dios quien otorga la contemplación, quien en ella ilumina, instruye y enseña. Destaquemos también su referencia no sólo a la pasividad del alma —en el sentido antes indicado— y a la transcendencia del actuar divino, que puede ser calificado de secreto y oculto, ya que el alma no sabe ni el cómo ni el porqué, sino también su insistencia en la desnudez, en la renuncia a todo gusto y a toda consolación, para orientar el alma sólo a quien, como Dios, está más allá de cuanto en la historia se puede pregustar.

Señalemos finalmente —aunque está implícito en lo ya dicho— la centralidad del amor. Contemplar es noticia de Dios, advertencia de la realidad de Dios; pero noticia amorosa, advertencia de la presencia en el alma de un Dios que ama y que reclama amor. De ahí la reconducción de todo el existir a ese puro amor de Dios que canta con singular fuerza la Llama de amor viva. Cabría evocar, al llegar a este punto, la totalidad del poema, pero podemos limitarnos a la primera de las estrofas, a la petición dirigida a la llama del amor que es el Espíritu Santo para que deje de ser esquivo; y a la consideración de la muerte como el momento, en el que rompiéndose la «tela» que mantiene al alma en la oscuridad y en la penumbra, llegue a su plenitud el «dulce encuentro» que comenzó ya en la vida de oración.

Ni que decir tiene que no todos los autores de los inicios de la época moderna, o de años y décadas posteriores, estuvieron dotados de la capacidad de introspección psicológica y la hondura espiritual de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, ni coinciden con sus planteamientos. Prácticamente la totalidad comparte, al menos en líneas generales, la consideración de la contemplación como un estadio elevado de la vida de oración y son muchos los que acuden para definirla a expresiones cercanas a las que se encuentran en los escritos de Teresa de Ávila o de Juan de la Cruz. Así ocurre —es sólo un ejemplo entre otros— en san Francisco de Sales, que la define como «atención amorosa, simple y permanente del espíritu a las cosas divinas» [38]. Pero no por ello hacen suyo cuánto esas palabras implican en el pensamiento de uno u otro de los dos grandes carmelitas, ni ponen el mismo énfasis en la contemplación o en el lugar que cabe otorgarle en el conjunto de la vida espiritual [39].

El siglo XVII, a cuya puerta nos hemos quedado, y el XVIII fueron siglos ricos en muchos sentidos, pero también siglos marcados por fuertes tensiones teológicas, tanto dogmáticas, como espirituales (baste mencionar a las relacionadas con los alumbrados y después con el quietismo). Todo ello condujo a una crisis con hondas repercusiones en nuestro tema: la ruptura entre ascética y mística, de la que no es nuestra intención ocuparnos directamente, aunque no podíamos dejar de mencionarla. Antes, sin embargo, de alejarnos de los inicios de la edad moderna y saltar a otra coyuntura histórica, resulta necesario hacer referencia a dos autores de un rango inferior a los hasta ahora considerados —pertenecen al estrato de los que cabe calificar como discípulos o comentadores—, pero de los que, si aspiramos a seguir el hilo de la historia, no cabe prescindir.

En primer lugar, el carmelita Tomás de Jesús que, en las primeras décadas del siglo XVII, publicó diversos escritos en los que, presentándola como una exégesis o prolongación del pensamiento de Juan de la Cruz, formuló con nitidez —había ya precedentes— la necesidad de distinguir entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, entre una contemplación —entendida siempre como conocimiento amoroso— que surge como desarrollo de la ordinaria vida de oración y una contemplación que es fruto de un especial don divino [40].

La distinción así planteada aspiraba, en la intención de Tomás de Jesús, a impulsar entre el pueblo cristiano la vida de oración, evitando que hubiera quienes se retrajeran de esa vida pensando que está reservada a almas a las que Dios otorga especiales dones. De ahí que alcanzara pronto difusión y fortuna. Es claro a la vez que la terminología empleada, contemplación adquirida, es impropia y se presta a equívocos, ya que la vida sobrenatural es toda ella don divino y, en ese sentido, infusa. De ahí que no faltaran críticas, a algunas de las cuales tendremos ocasión de hacer referencia.

Menciones en segundo lugar al dominico Juan de Santo Tomás que, por esos mismos años —principios del siglo XVII—, redactó unos comentarios a la Summa theologiae de santo Tomás de Aquino, posteriormente publicados con el título de Cursus theologicus, que incluye una amplia exposición sobre los dones del Espíritu Santo. Los dones son considerados por Juan de Santo Tomás —que sigue aquí estrictamente al Aquinate— como hábitos infundidos por Dios gracias a los cuales el alma adquiere una especial docilidad ante la acción del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, y aquí está su originalidad, los relaciona, mucho más fuertemente que santo Tomás con la vida mística, presentándolos como hábitos que presuponen las virtudes teologales, pero que, al trascender el modo humano de proceder —marcado por la necesidad de la reflexión y el razonamiento—, dan origen a un proceso que conduce al alma a una comunión con Dios que amplía de hecho el campo al que daban acceso esas virtudes [41]. No todos los teólogos, ni todos los intérpretes de la doctrina tomasiana, aceptaron la propuesta del dominico portugués, pero es un hecho, sin embargo, que su obra contribuyó a que la referencia a los dones adquiriera cada vez más importancia en teología espiritual y concretamente en la doctrina sobre la contemplación.

4.2. El debate sobre la llamada «cuestión mística»

El amplio debate que se desarrolló a partir de la publicación, con pocos años de diferencia, de las monografías de Auguste Saudreau (Les degrés de la vie spirituelle, 1896) y de Augustin François Poulain (Des grâces d’oraison, 1901), y que se extendió durante medio siglo constituye, sin duda, un hito importante en la historia de la reflexión sobre la vida mística y, en ese contexto, sobre la contemplación [42].

Saudreau tiene una aspiración fundamental: poner de manifiesto la unidad de la vida espiritual. De ahí que se opusiera a la distinción entre vía ascética y vía mística, entendida tal y como lo venían haciendo diversos autores desde el XVIII, es decir, como la distinción entre dos vías o caminos, distintos entre sí. En esa línea, y dando un paso más, se opuso también a la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, tal y como la había formulado Tomás de Jesús: no hay más que una contemplación, la infusa, y a ella están llamados todos los cristianos.

El método de Saudreau, sin descuidar la referencia al testimonio de los místicos y el recurso a la experiencia cristiana, es marcadamente sistemático-especulativo. El de Poulain es, en cambio, fuertemente experimental: de hecho su obra se presenta como un estudio de los diversos modos y grados de la oración que testifica la historia de la espiritualidad. Además de esta diferencia de estilo y de método, hay entre ambos autores diferencias de fondo. Poulain considera, en efecto, que el análisis del testimonio de los santos lleva a concluir en la existencia de experiencias diversas, también por lo que se refiere a la contemplación, de modo que no puede llegarse a un modelo unitario. En ese sentido —y aún reconociendo la limitación de la terminología empleada por Tomás de Jesús— se muestra partidario de mantener la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, expresándonos en términos substantivos, entre una contemplación a la que llega el espíritu como culminación de la vida de oración y una contemplación que es fruto de gracias especiales —extraordinarias— otorgadas por Dios.

Con una y otra obra quedaba claramente planteado un debate en el que intervinieron gran parte de los teólogos y filósofos interesados por los temas espirituales, especialmente —aunque no exclusivamente— en Francia y en España: Juan González Arintero, Jean-Vincent Bainvel, Réginald Garrigou Lagrange, Joseph de Guibert, Maurice de la Taille, Ambroise Gardeil, Gabriel de Santa María Magdalena, Joseph Maréchal, Jacques Maritain... Con el desarrollarse del debate, los temas, tanto de interpretación histórica como de análisis doctrinal y especulativo, se fueron ampliando hasta implicar una reflexión de conjunto sobre la evolución de las ideas desde los inicios de la edad moderna y, en ese sentido, una cierta valoración y balance —al menos implícito— de toda esa etapa.

Como ocurre con relativa frecuencia en los debates intelectuales, no se llegó a acuerdos que cerraran la discusión, aunque sí hubo puntos de confluencia y, sobre todo, clarificación sea de posiciones sea de conceptos y de terminología. No es éste el momento para intentar ni una exposición de las diversas posiciones, ni para proceder a una consideración pormenorizada de las adquisiciones realizadas. Nos limitaremos por eso a señalar —prescindiendo de nombres y de indicaciones bibliográficas para no complicar la exposición— algunos puntos que nos parecen más significativos, poniendo el acento, como es lógico, en lo que se refiere a la contemplación.

1.   El punto de acuerdo más básico y más ampliamente compartido afecta a la naturaleza de la contemplación, que —se afirma— es, en su esencia, netamente distinta de las experiencias extraordinarias (éxtasis, visiones, etc.). La contemplación, tal y como testifican los grandes espirituales —también los que han recibido dones extraordinarios— y tal y como la entiende la tradición cristiana, consiste en algo muy diverso de esos dones y experiencia, y, cabría añadir, incluso más profundo: en un acto de conocimiento y amor en virtud del cual el creyente advierte de forma vital y concreta —y en ese sentido experiencial— que está situado ante Dios y en Dios y, por así decir, rodeado y envuelto por su amor. La contemplación implica en suma pasar de la afirmación de la presencia de Dios y de la realidad de su amor —realidades ambas confesadas en todo acto de fe— a la experiencia, en uno u otro grado, de esa presencia y de ese amor.

2.   En estrecha relación con lo que acabamos de decir, se rechaza de forma decidida la distinción entre la ascética y la mística entendidas como dos vías o caminos diversos. Ascética y mística, empeño personal y comunión íntima con Dios, no son dos vías, sino dos dimensiones complementarias en el existir del cristiano en el tiempo. Puede haber, en el conjunto de ese existir, momentos predominantemente ascéticos y otros predominantemente místicos, pero una y otra dimensión estarán siempre presentes. El progreso en la oración y, en consecuencia, en la intimidad concreta y viva con Dios es, por tanto, algo a lo que está invitado —más aún, exhortado— todo cristiano. En la afirmación de la realidad de esa llamada, el acuerdo es universal; si, avanzando en ese camino, se pasa a afirmar que todo cristiano está llamado a la contemplación, el acuerdo entre los autores deja de ser unánime, ya que entran en juego precisiones respecto al concepto mismo de contemplación en las que no todos coinciden.

3.   Sin entrar ahora en la determinación de esas diferencias, a las que aludiremos más adelante, digamos que al analizar y caracterizar la contemplación y, más concretamente, la contemplación entendida como acto, los autores —tanto los que intervinieron en la polémica como las autoridades a las que citan y comentan— subrayan su simplicidad, es decir, la exclusión de una diversidad de actos —consideraciones, sentimientos, etc.—, que pueden haber precedido, pero que cesan en el momento de la contemplación, en la que el espíritu está todo él —o, al menos, en su nivel más radical y profundo— centrado en el conocimiento y el amor de ese Dios que ha salido a su encuentro y lo ha elevado hasta Él.

4.   De ahí otro rasgo ampliamente subrayado: la pasividad, entendiendo el vocablo en el sentido en que lo hacían los autores místicos, es decir, no la mera afirmación de la gratuidad y libertad de la acción divina, sino la percepción empírica —psicológica— de la trascendencia de esa acción. En el progresar de la oración, de la comunión con Dios, el paso decisivo no corresponde al creyente, sino a Dios, que, haciéndose presente cuando quiere y como quiere, atrae al creyente hacia Sí, llevándolo a niveles nuevos de intimidad con Él. Hasta aquí estamos ante una verdad cristiana básica e indiscutida. Pero los autores espirituales y sus comentadores —o, al menos, algunos de ellos— afirman algo más: que en ese proceso puede haber momentos en los que la inteligencia y la voluntad están presentes, pero de modo pasivo, es decir, consintiendo con la atracción divina y dejándose llevar por ella; en otras palabras, acogiendo una iniciativa que no viene de ellas, aunque se hace real en ellas.

5.   Dejando el plano antropológico-experiencial —en el que se sitúa el lenguaje sobre la pasividad— para pasar al ontológico, los autores —de nuevo los protagonistas del debate y los místicos que les preceden y a los que comentan— califican a la contemplación —sea en general sea, al menos, en sus grados supremos— como infusa, y ello reduplicativamente. Es decir, como un acto de conocimiento y amor que es fruto no sólo de la gracia, sino de una acción divina que, presuponiendo la gracia y las virtudes teologales, conduce a un grado nuevo de unión con Dios. En ocasiones, especialmente si se trata de autores que se mueven en el contexto de la tradición tomista, se acude, al llegar a este momento, a la teología sobre los dones del Espíritu Santo; en otros casos, se prescinde de esa teología, pero se afirma decididamente la existencia de una acción especial de Dios.

6.   Al mismo tiempo, los protagonistas de la polémica —con más énfasis en unos casos, con menos en otros— tomaron nota de un dato de hecho: las fuentes —es decir, las experiencias y escritos de los grandes místicos— testifican la existencia de grados o niveles en ese acto de conocimiento y amor de Dios que es la contemplación. En relación con ese dato —aunque tiene un alcance diverso— cabe situar una de las cuestiones más vivamente debatidas: la aceptación o rechazo de la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa. La totalidad de los autores reconoce las deficiencias ínsitas en la expresión «contemplación adquirida». Algunos pasan de ahí a sostener que no debe emplearse el vocablo «contemplación» más que en referencia a esos grados de la oración a los que los místicos de los inicios de la época moderna calificaron como tal, añadiéndole el calificativo de «infusa», con el alcance reduplicativo antes mencionado. Otros —incluso aceptando que hay grados de oración a los que sólo se accede en virtud de un especial don divino— sostienen que puede y debe hablarse de contemplación en referencia a grados de intimidad con Dios a los que el alma llega paulatinamente —y sin especial experiencia de saltos o de momentos de pasividad— en virtud de su perseverar en una vida de fe y, por tanto, de oración; y, en consecuencia, mantienen, al menos en parte y a falta de otra mejor, el uso de la expresión «contemplación adquirida».

7.   Con el desarrollarse del debate se formuló, muy pronto por cierto, una pregunta: ¿que lugar ocupa la contemplación en la vida cristiana? O también: ¿están todos los cristianos llamados a la contemplación? En la contestación a esos interrogantes influye, como resulta obvio, la posición que se haya adoptado respecto a alguna de las cuestiones anteriores. En términos generales se afirma que la contemplación —al menos, entendida en sentido amplio, como fe y amor vivos, como comunión íntima y amorosa con Dios— pertenece al desarrollo normal de la vida nueva recibida con el bautismo. Todo cristiano está, en ese sentido, llamado a la contemplación, afirmación ampliamente aceptada, pero sujeta a diferencias de formulación y de matiz en la medida en que se intenta precisar su alcance, ya que aquí inciden gran parte de las divergencias de planteamiento de las que se ha hecho mención en números anteriores.

8.   Sin pretensión alguna de exhaustividad, limitémonos a mencionar cuatro posiciones, escogidas entre las más significativas:

a)   mantener el ideal de una llamada universal a la contemplación, presentando a la vez como prototipo de contemplación lo que los grandes místicos de inicios de la edad moderna describen como grados supremos de la oración, planteamiento que, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones que testimonia la vida cristiana concreta, no deja de suscitar dificultades y conduce, en más de un caso, a atenuar la universalidad de la llamada a la contemplación, por ejemplo, distinguiendo entre una llamada remota, verdaderamente universal, y una llamada próxima, más restringida;

b)   afirmar que la plenitud de vida cristiana no implica necesariamente la contemplación, o —dicho con otras palabras— que se puede crecer en la perfección de la caridad sin desembocar por ello en la contemplación, lo que implica, como es obvio, afirmar una llamada universal a la santidad, pero no una llamada universal a la contemplación;

c)   distinguir entre diversas modalidades de la contemplación; es decir, entre una contemplación ordinaria fruto del crecimiento de las virtudes teologales, a la que todo cristiano estaría llamado, y una contemplación extraordinaria, fruto de dones especiales de Dios;

d)   acudir, presuponiendo una estrecha relación entre desarrollo de la vida cristiana y acción de los dones del Espíritu Santo, a la diversidad entre esos dones y a la posibilidad de que, en cada cristiano, predomine la acción de unos o de otros, de modo que, en el supuesto de que predomine la acción de los dones intelectuales (sabiduría, inteligencia, ciencia), se desembocaría en una contemplación formal, expresa y consciente, mientras que, en el supuesto de que predomine la acción de los operativos, la contemplación, que también se daría de algún modo, estaría como implícita en la intensidad de un amor manifestado en obras.

5.    En la encrucijada contemporánea

El debate sobre la «cuestión mística» puede darse por concluido a fines de la primera mitad del siglo XX, y ello no tanto porque, como ya apuntamos y como la exposición que precede ha puesto de relieve, se llegara siempre a conclusiones universalmente aceptadas, sino más bien porque la atención se orientó en otras direcciones. De forma un tanto esquemática puede describirse ese cambio de orientación hablando de tránsito desde una atención predominante a los aspectos subjetivos de la experiencia cristiana a una atención predominante a los aspectos objetivos de esa misma experiencia.

Esa evolución comienza ya en la década de 1930, con la publicación por el benedictino Anselm Stolz de su Theologie der Mystik [43]  y se acentuó, en la de 1950, a raíz de la intervención de Hans Urs von Balthasar en diversos escritos y especialmente en la interpretación que ofreció de la doctrina de santa Teresa de Lisieux [44]. Como consecuencia de esas y de otras intervenciones se fue imponiendo en los escritos teológico-espirituales la conciencia de que el estudio de la vida espiritual debía centrarse no ya en el análisis de etapas o edades de la vida espiritual, sino en la consideración de esa vida en conexión con el dogma cristiano en cuanto tal. Más concretamente, en la consideración de la vida cristiana como apropiación por parte de cada cristiano concreto de la verdad que el dogma implica, lo que, obviamente, tiene consecuencias psicológicas y morales, pero se sitúa a un nivel más profundo.

A decir verdad, la distinción entre mística subjetiva y mística objetiva carece de fundamento. Ciertamente ha habido, especialmente en la época moderna, pero también con anterioridad, santos que han analizado y narrado sus experiencias, y otros que han guardado silencio sobre ellas. Pero todos —también quienes han dejado constancia de su personal evolución— han tenido conciencia de que lo importante no eran sus experiencias, sino la realidad del misterio de Dios revelado en Cristo y comunicado por la acción del Espíritu Santo. De ese misterio han vivido y en ese misterio impulsaban a vivir [45].

Todo lo cual tiene consecuencias respecto a la contemplación y, más concretamente, a la reflexión sobre la contemplación. No es éste el momento de desarrollar esas afirmaciones, ya que ello excede con mucho el marco propio de una relación introductoria. No quisiera, sin embargo, concluir sin llamar la atención sobre un punto, que ha aflorado varias veces a lo largo de la exposición desarrollada hasta ahora: la distinción entre lo que podemos calificar como acto contemplativo —o contemplación en cuanto acto— y lo que en cambio cabe designar como vida contemplativa.

Gran parte de las discusiones que se han sucedido a lo largo de los siglos han estado centradas en la consideración de la contemplación entendida como acto, aspirando a precisar sea su objeto sea sus rasgos característicos y su estructura epistemológica. Así ocurría ya en Platón y en Plotino y así ha continuado ocurriendo a lo largo de la historia cristiana, con las profundas diferencias que esta experiencia implica. Cabe decir que, en parte, el debate sobre la «cuestión mística» representa la culminación de ese proceso; al menos, por lo que a las perspectivas teológico- antropológicas se refiere.

La preocupación por el análisis de la contemplación entendida como acto en el que se alcanza una particular comunión con el Absoluto, ha influido fuertemente —ya desde el pensamiento griego— en el modo de entender la distinción entre vida contemplativa y vida activa, e incluso en el origen mismo de esa distinción. La vida contemplativa se concibe, en efecto, desde esa perspectiva, como un tipo especial de vida: aquella que se organiza en orden a hacer posible el acto contemplativo. Vida que, en consecuencia, aparece como vida distinta de otras —concretamente, la activa—, también legítima, aunque —así se expresa la mayoría de los autores— menos perfecta.

Es aquí donde incide más profundamente, a nuestro juicio, la evolución de la teología y de la experiencia espiritual contemporánea, en la que esa distinción entre dos vidas es puesta en tela de juicio. Mejor dicho, en la que —sin negar la legitimidad de una vida marcada por la soledad y el apartamiento del mundo en orden a la oración— se subraya que el encuentro con Dios y el crecimiento en la comunión con Él forman parte del existir de todo cristiano que sea consciente de lo que el bautismo y la gracia implican. Toda distinción radical entre acción y contemplación queda así excluida: ya que el actuar del cristiano debe ser un actuar no sólo informado por el amor de Dios sino vivido en comunión con Él; y su oración un penetrar en la hondura del Dios Trino, es decir, de un Dios cuya vida implica amor y que en consecuencia llama no sólo a conocerle sino a participar de su amor, y por tanto a amar como Dios ama y a quienes Dios ama. Toda vida cristiana está llamada a ser, solidaria e inseparablemente, activa y contemplativa. Dicho con otras palabras, la contemplación es, en consecuencia, no tanto elemento configurador de una determinada condición vida, cuanto dimensión de toda vida cristiana.

Así se puso de relieve, en algunos momentos, durante el debate sobre la «cuestión mística» [46]. Y así ha sido subrayado con especial fuerza, partiendo no ya de una reflexión intelectual sino de la experiencia vivida y de la doctrina proclamada por algunas de las grandes personalidades de la Iglesia contemporánea. Me limito a citar una, de la que nos ocupamos en este simposio: san Josemaría Escrivá. Permitáseme por ello que termine con dos citas suyas, la primera tomada de una de sus Cartas dirigidas a fieles del Opus Dei, la segunda de una de sus homilías dirigidas al gran público. «Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei, eso habéis de ser siempre (...). Y en cada instante de nuestra jornada, podremos exclamar sinceramente: loquere, Domine, quia audit servus tuus (1S 3, 9); habla, Señor, que tu siervo escucha», afirma en la primera [47]. Y en la segunda: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» [48].

Profundizar en esas afirmaciones, y otras análogas, proceder a precisar su alcance y a analizar la tradición teológico-espiritual a la luz de cuanto aportan la teología y la experiencia contemporánea, constituye, sin duda alguna, una de las tareas de mayor calado con las que se ve confrontada la teología espiritual contemporánea.

José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/

Notas:

27.   Ver por ejemplo Libro de la vida, c. 4, n. 7 (SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas, ed. de E. Llamas y otros, Madrid 2000, 18). Para una introducción a la doctrina de santa Teresa, además de la relación de A.M. SICARI en este simposio (La contemplazione ecclesiale di santa Teresa di Gesù), ver J. CASTELLANO, «Teresa di Gesù», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mística. Fenomelogia e riflessione teologica, Roma 1984, vol. I, 495-546, con amplia bibliografía.

28.   Limitémonos a mencionar las declaraciones, netas y bien conocidas, del Libro de la vida, cap. 22 (Obras completas, ed. citada, 134 ss.).

29.   SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, c. 41, 1-2, en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, c. 25, 1-2 (Obras completas, ed. citada, 588 y 734).

30.   Camino de perfección, cc. 27-29 y 32-33 en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, cc. 17-18 y 20 (Obras completas, ed. citada, 562-568, 572-572, 702-710 y 717-720).

31.   Meditaciones sobre los Cantares, c. 7, 3 (Obras completas, ed. citada, 1080).

32.   Libro de las fundaciones, c. 5, 8 (Obras completas, ed. citada, 332).

33.   Tomamos esta selección de F. RUIZ-SALVADOR, «Giovanni della Croce», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mistica. Fenomelogia e riflessione teologica, cit., 573 (el estudio sobre Juan de la Cruz ocupa las pp. 547-597, con amplia bibliografía).

34.   Noche oscura, l. 1, c. 10, n. 6 (SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, ed. de L. Ruano de la Iglesia, Madrid 1982, 342).

35.   Noche oscura, l. 2, c. 18, n. 5 (Obras completas, ed. citada, 402).

36.   Noche oscura, l. 2, c. 5, n. 1 (Obras completas, ed. citada, 361).

37.   Cántico espiritual B, cant. 39, n. 12 (Obras completas, ed. citada, 727).

38.   SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, l. 6, c. 3 (en Oeuvres de Saint François de Sales, Annecy, t. IV, 312; tomamos la versión castellana de la edición preparada por las Religiosas de la Visitación del monasterio de Madrid, Madrid 1995, 345-346, no sin señalar que esta edición incorpora una traducción precedente: la realizada por Francisco de la Hoz, y publicada en el t. II de las Obras selectas de san Francisco de Sales, Madrid 1954).

39.   Remitamos de nuevo, para no ampliar los ejemplos, a san Francisco de Sales, cuyo Tratado del amor de Dios tiene como eje estructural el amor a Dios y la totalidad de sus implicaciones, manifestaciones y consecuencias, y en el que la referencia a la contemplación está incluida en unos capítulos (los que integran el libro 6) dedicados a la oración, vista como ejercicio espiritual gracias al cual se alimenta y crece el amor considerado en su doble vertiente: amor afectivo y amor efectivo; amor que está en el afecto y amor que está en las obras.

40.   La contemplación adquirida es —digámoslo con sus propias palabras— «un conocimiento amoroso y libre de razonamientos de la altísima Divinidad y de sus efectos, alcanzada gracias a nuestra dedicación personal»; la infusa, por el contrario, es «un conocimiento de la altísima Divinidad y de sus efectos, que procede de los dones de inteligencia y de sabiduría»: TOMÁS DE JESÚS, De contemplatione divina, l. 2, cc. 3 y 4. Bibliografía sobre Tomás de Jesús en SIMEONE DELLA SACRA FAMIGLIA, Panorama storico-bibliografico degli autori spirituali teresiani, Roma 1972, 31-35.

41.   De esta parte del Cursus Theologicus, hay versiones a diversas lenguas modernas, concretamente: castellana (Los dones del Espíritu Santo y perfección cristiana por Juan de Santo Tomás, traducción, introducción y notas de Ignacio G. Menéndez-Reigada, Madrid 1948), francesa (Jean de Saint-Thomas. Les dons du Saint-Esprit, traducción de Raïssa Maritain, con prólogo de Réginald Garrigou-Lagrange, 2.ª ed., Paris 1958) e inglesa (The gifts of the Holy Ghost by John of St. Thomas, traducción de D. Hughes y M. Egan, con prólogo de Walter Farell, London 1951). Para una colocación de la posición de Juan de Santo Tomás en el contexto de las interpretaciones de la doctrina del Aquinate sobre los dones, ver la bibliografía ya citada en nota 17.

42.   No es pues extraño que haya sido objeto de exposiciones histórico-teológicas, de entre las que destacamos tres:

— Ch. BAUMGARTNER, «Contemplation. Conclusion générale», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 2171-2193; texto que, aunque formalmente se presente como una conclusión de la amplia encuesta realizada por el Dictionnaire, de hecho constituye más bien un análisis de las conclusiones a las que condujo el debate indicado.

   C. GARCÍA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid 1971 (nueva edición revisada y actualizada: Teología espiritual contemporánea. Corrientes y perspectivas, Burgos 2002); dedica al movimiento o cuestión mística el primer capítulo de la obra (15-61 de la ed. de 2002), en el que, después de una breve síntesis del desarrollo del debate, procede a analizar las diversas posiciones siguiendo los temas que se plantearon.

   M. BELDA y J. SESÉ, La «cuestión mística». Estudio histórico-teológico de una controversia, Pamplona 1998; en el que los autores, siguiendo un esquema predominantemente cronológico, aunque con preocupación sistemática, analizan con detalle el pensamiento de los protagonistas del debate, ofreciendo la monografía más completa hasta la fecha.

43.   La obra, fruto de unas conferencias pronunciadas un año antes, apareció en Regensburg, en 1936 (hay traducción castellana: Teología de la mística, Madrid 1952).

44.   H.U. VON BALTHASAR, Therese von Lisieux, Colonia 1950 (trad. castellana: Teresa de Lisieux, Barcelona 1957); ese ensayo fue completado por otro sobre Isabel de Dijon publicado en 1953; ambos textos fueron luego recogidos en la obra Schwestern im Geist, Einsiedeln 1970 (hay traducción italiana: Sorelle nello Spirito: Teresa di Lisieux e Elisabetta di Digione, Milano 1974). Otros escritos suyos coincidentes en esa misma línea son los artículos Teología y santidad y Espiritualidad, incluidos ambos en Verbum caro. Ensayos teológicos I, Madrid 1964, 235 ss y 290 ss (el primero apareció originalmente en 1948, el segundo en 1958), así como diversos pasajes de Herrlichkeit.

45.   Así lo puso de relieve, en referencia a santa Teresa de Jesús, el carmelita T. ÁLVAREZ en su estudio «Santa Teresa de Jesús, contemplativa», que, publicada en 1962 (Ephemerides carmeliticae 13, 1962, 9-662), marcó un hito en la historia de los estudios teresianos (está recogido en T. ÁLVAREZ, Estudios teresianos, t. III, Burgos 1996). Ver también, como síntesis de su planeamiento, la voz «Contemplación», que incluye en el Diccionario de Santa Teresa, Burgos 2002, 172-176.

46.   Pensamos concretamente en la intervención en ese debate de Jacques y Raïssa Maritain y, más específicamente, en sus afirmaciones —significativas, aunque no exentas de limitaciones— sobre la contemplation sur les chemins, la contemplación en los caminos. Sobre el pensamiento maritainiano a este respecto, ver nuestro estudio «Acción y contemplación en el itinerario intelectual de Jacques y Raïssa Maritain», en AA.VV., El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II. Actas del XXIV Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, 437-454.

47.   Carta 11.III.1940, n. 13. Junto a esta cita, pueden encontrarse otras en las páginas que dedicamos a este punto en La santificación del trabajo, 10.ª ed. revisada y ampliada, Madrid 2001, 117-145 y en Existencia cristiana y mundo, cit, 311-331. Ver también las que aporta la ponencia de este simposio a la que hace un momento aludíamos en el texto (M. BELDA, La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella dottrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

48.   Conversaciones, n. 116.

Juan Luis Lorda

En los últimos dos siglos la exégesis bíblica ha suscitado, con una erudición fantástica, un enorme volumen de materiales, aunque también bastante dispersos y no siempre coherentes. Por eso, conviene recordar que el mismo Jesucristo hizo una exégesis explícita, que es la clave de toda exégesis creyente

José Luis Illanes,

El término «contemplación» no ocupa un lugar de primer plano en el lenguaje neotestamentario: el substantivo griego theoría, del que deriva, aparece una sola vez (Lc 23, 48), y el verbo theorein, si bien es de uso más frecuente, no llega a alcanzar un significado técnico. Algo parecido ocurre con los Padres apostólicos y con los apologistas, para dar paso a una situación totalmente nueva a partir de Clemente de Alejandría y de Orígenes [1]. Desde ese momento, y hasta nuestros días, el substantivo «contemplación», así como el verbo y los adjetivos con él relacionados no sólo constituyen una constante en la literatura espiritual, sino que desempeñan una función destacada. Y ello con un significado no genérico, sino específico, es decir, referidos precisa y netamente a Dios, presentando en consecuencia la contemplación como una cumbre —si no como la cumbre en sentido absoluto— de la vida espiritual.

De ahí la dificultad que encierra todo intento de síntesis. Cabe no obstante una posibilidad: esbozar una panorámica histórica, centrando la atención en algunos momentos fundamentales. Es la que vamos a seguir ofreciendo, a modo de pórtico, algunas consideraciones sobre el tránsito desde la filosofía griega a la tradición cristiana, y fijándonos a continuación en algunos hitos especialmente significativos en cada uno los tres periodos en los que cabe estructurar la historia de la espiritualidad cristiana: la época patrística; el periodo medieval; la edad moderna, entendiendo por tal la que se extiende desde el siglo XVI hasta nuestros días.

1.        La doctrina sobre la contemplación en el tránsito desde la filosofía griega a la tradición cristiana

1.1.    Hitos de la doctrina sobre la contemplación en el pensamiento griego

El lenguaje sobre la contemplación tiene, en la historia del pensamiento, un punto claro de referencia: Platón, que hizo de la theoría, de la contemplación, uno de los conceptos clave de su pensamiento [2]. El influjo de Sócrates, su propia y personal sensibilidad, así como el eco de las tradiciones órficas y dionisíacas, avivaron en Platón, ya desde los inicios de su itinerario intelectual, un deseo de plenitud en el que se entremezclan hasta fundirse las instancias filosófico-especulativas con las espirituales y religiosas.

La mente, que se abre espontáneamente a la verdad y al bien, no puede —no debe— detenerse en lo inmediato, ante la realidad que nos es dada en la experiencia sensible, sino que está llamada a ir más allá, orientándose con la totalidad de sus fuerzas hacia la percepción y la posterior contemplación de esa realidad plena que lo inmediato permite entrever y que, en ese sentido, desvela a la vez que lo oculta. De ahí un itinerario vital, una ascesis, en virtud de la cual el espíritu se eleva progresivamente desde lo limitado hasta lo infinito, desde el bien y la belleza tal y como nos los atestiguan los sentidos, hasta el Bien y la Belleza en sí, tal y como se dan, en toda su plenitud y pureza, en ese mundo de las ideas, de cuya existencia da testimonio la añoranza de perfección que impregna el espíritu humano. La contemplación se presenta así como la cima del existir humano, la meta hacia la que debe orientarse la totalidad de la persona. De ahí que el pensar platónico haya podido ser presentado como el paradigma del bíos theoretikós, de una vida dedicada a la busca y contemplación de la verdad y de la belleza, y caracterizada incluso —punto éste ya no tan claro en el propio Platón [3]— por la renuncia a la acción en orden a la efectiva consecución de una experiencia contemplativa.

Aristóteles —segundo hito que nos parece conveniente recordar— tematizó la distinción entre vida contemplativa y vida activa más formal y claramente que Platón, y con acentos más intelectualistas y menos religiosos. La cuestión de la diversidad de modos de orientar la vida es planteada por Aristóteles en el contexto de la reflexión sobre los bienes que pueden ser considerados como propios del hombre, es decir bienes que, de una parte, dotan a la vida de valor y de dignidad y, de otra, están efectivamente al alcance del ser humano, ya que el bien divino, aunque pueda ser añorado, está en realidad más allá de nuestras posibilidades.

Entre esos diversos bienes —prosigue el Estagirita—, sobresale uno: el bien de la inteligencia, potencia suprema del ser humano. La vida contemplativa, es decir, la vida orientada al ejercicio de la actividad cognoscitiva es por eso —concluye— la más valiosa. Es un hecho, sin embargo, que el pensamiento no se basta a sí mismo, mejor dicho, no basta para afrontar la existencia: sólo Dios es pensamiento puro, pensamiento que se piensa a Sí mismo y que encuentra en su propio pensar la plena satisfacción. El ser humano debe superar las necesidades de la vida y afrontar con energía y decisión las virtualidades del acontecer histórico. Su felicidad será por eso la que deriva de un equilibrio armónico de bienes, de modo que la busca de la contemplación deberá estar unida, en uno u otro grado, con la atención a otros bienes y, en última instancia, a las virtudes, que ordenando y regulando los actos permiten hacer frente adecuada y dignamente a la existencia. Desde esta perspectiva no sólo la vida contemplativa (bíos theoretikós), en la que predomina la orientación hacia el conocimiento, sino también la vida activa o práctica (bíos praktikós) se presentan como posibilidades llamadas a coexistir, en cuanto que necesarias ambas para el armónico desarrollo del vivir del hombre en sociedad.

Dando un salto cronológico de diversos siglos y dejando de lado etapas intermedias, pasemos a un tercer nombre, importante para nuestra historia: Plotino. En el horizonte de un gran canto a la unidad, las Enneadas plotinianas presuponen y describen un drama a la vez cósmico y antropológico. La consideración metafísica lleva a Plotino a describir la realidad que nos rodea como el fruto de un proceso de degradación o caída a partir del Uno inefable y trascendente, y de posterior regreso hacia ese mismo Uno. Este planteamiento se prolonga, a nivel antropológico, con la presentación del existente humano como un ser que experimenta la ruptura interior, la lejanía respecto del principio del que proviene y al que aspira a retornar. Los conceptos de tendencia a la unidad, de aspiración a un contacto inmediato con el Uno originario, y otros similares juegan en consecuencia un papel decisivo en el pensamiento plotiniano.

Y, muy unido a todos ellos, el de purificación, entendida como itinerario, más intelectivo que moral, a través del cual el ser humano —mejor, el alma, pues en ella reside según Plotino la esencia del hombre— va desprendiéndose progresiva pero eficazmente de cuanto, proveniente de la corporalidad, se ha adherido a ella y la somete al deseo, al miedo y al dolor. Para Plotino el ordinario existir humano, con las actividades que comporta, carece de valor en sí: es sombra, apariencia, cárcel. No hay más vida auténtica, verdadera, que la caracterizada por el orientarse decididamente del alma hacia ese Uno del que proviene. En otras palabras, la vida informada por la aspiración a que llegue un momento en el que el alma, habiendo superado por entero lo sensible, lo corporal y lo histórico —es decir, liberada de cuanto la aherroja—, experimente en su interior la presencia del Uno, contemple al Uno, y de esa forma vuelva a él, se funda en unidad con él.

1.2. Del pensar griego al testimonio bíblico

Cuando los autores cristianos comenzaron a profundizar, no sólo vital, sino también teoréticamente, en la conciencia de sentido y en el ideal de vida que habían recibido en la fe, encontraron frente a sí el amplio y bien trabado conjunto de ideas y pensamientos al que acabamos de hacer referencia. No es, pues, extraño que, aunque el término contemplación no sea —como ya hemos señalado— un vocablo con especial raigambre bíblica, los cristianos se sintieran pronto impulsados no sólo a acudir, e incluso profusamente, a esa terminología, sino a asumir algunas de las consideraciones con ella relacionadas.

Conviene no obstante dejar constancia —y hacerlo con toda claridad— que, al dar ese paso, los autores cristianos introdujeron, en la tradición especulativa que les precedía, cambios decisivos, hasta llegar, en diversos momentos, a modificar profundamente el significado de los vocablos. Los contenidos de la fe cristiana que contribuyeron a reinterpretar el concepto de contemplación con numerosos; limitémonos no obstante ahora a dos fundamentales:

1º. El mundo de lo divino al que abre la contemplación no es, para un cristiano, el universo de las ideas, densas de contenido, brillo y riqueza, pero impersonales, de que hablara Platón, sino el Dios vivo, el Dios plenamente vivo que se había ido dando a conocer a través de la tradición de Israel, hasta desvelar en Cristo la plenitud de su vivir. Un Dios dotado no sólo de vida, sino de vida trinitaria, de vida que se expresa en el eterno, mutuo e incesante comunicarse del Padre, del Hijo y del Espíritu. Contemplar pierde en consecuencia todo sentido meramente especular, toda identificación con un mero mirar, eventualmente con admiración y gozo, para significar más bien el encuentro personal, la apertura a un don, y, en consecuencia, un conocer que implica el amor.

2º. Todo ello —y pasamos así al segundo de los puntos que hemos calificado de cruciales— en el contexto de otro de los dogmas cristianos fundamentales: el de la creación y, por tanto, el de la plena distinción entre Creador y criatura. La fe cristiana excluye todo panteísmo, todo planteamiento que, aunque sea de una manera remota o larvada, implique desdibujar la trascendencia absoluta de Dios. El universo que nos rodea y en el que vivimos no procede de Dios en virtud de un proceso de sucesivas emanaciones, como pensara Plotino, o, en términos más amplios, de una caída, sino en virtud de un acto soberanamente libre, por el que Dios decide otorgar el ser a un universo distinto de Sí. El acceso a Dios no acontece en consecuencia por la vía de la superación de la materialidad o de la caducidad, sino por la de la acogida por parte del hombre de la invitación o llamada que Dios le dirige.

Se refuerza así esa referencia al amor a la que hace un momento aludíamos, y se pone de manifiesto a la vez la gratuidad de todo el proceso de acercamiento del hombre a Dios, fruto no del empeño humano sino de la iniciativa divina. No es por la vía de la mera introspección o por la del sólo conocimiento como se alcanza la unión del espíritu humano con Dios, sino por un conocimiento al que acompañe el amor, y un amor que implique no mera complacencia en la realidad conocida, sino salida de sí para darse al otro en cuanto otro, reconociendo a Dios como Otro respecto de nosotros mismos y, a la vez, como plenitud de nuestro ser que libremente se nos comunica.

La distinción entre Dios y el mundo y, en otros términos, la absoluta trascendencia divina traen consigo una consecuencia que a primera vista parecería excluir todo recurso al concepto mismo de contemplación en referencia a la relación entre el hombre y Dios: la inefabilidad e invisibilidad de Dios. A la inteligencia humana le es dado —y la Escritura deja constancia de ello (cfr., entre otros, los textos clásicos de Sb 13, 1 ss. y de Rm 1, 8 ss.)— elevarse en virtud de sus fuerzas nativas hasta el reconocimiento de la realidad de Dios, pero no penetrar en su intimidad; en otras palabras, le es dado percibir la huella del Creador en las criaturas, pero no a Dios en sí mismo. Quizá ningún texto más expresivo de esa realidad, que las palabras con las que Yaveh responde a la petición de ver su gloria que, durante la teofanía del Sinaí, le dirigiera Moisés: «(Yaveh) respondió: “Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre —el Señor—, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero”. Y añadió: “Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo”. Y continuó: “He ahí un lugar junto a mí; tu puedes situarte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver”» (Ex 33, 18-23).

Ese pensamiento llena todo el Antiguo Testamento, expresándose en palabras y en actitudes. Pero a la vez, también desde el principio hasta el final de los escritos veterotestamentarios, aparece otro, que, en cierto modo, podría considerarse antitético, aunque en realidad es complementario: la conciencia de la cercanía amorosa de Dios. Yaveh, el Señor absolutamente trascendente, se acerca al hombre, lo elige y protege; más aún, lo ama con la hondura con que un padre ama a su hijo, o un esposo a su esposa. «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él —se pregunta el salmista—, y el hijo de Adán para que te cuides de él? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor» (Sal 8, 5-6).

De ahí el surgir en el hombre —en el israelita que vivía de fe— no sólo una actitud de admiración y de obediencia, sino también un vivo deseo de comunión con Dios. Más aún, una aspiración a traspasar el umbral de lo creado, hasta llegar a verle y a estar así íntima y profundamente unido a Él. «Escucha mi voz, Señor: yo te invoco; ten piedad de mí, respóndeme. De ti piensa mi corazón: “Busca su rostro”. Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo» (Sal 27, 8-9). «Como ansía la cierva las corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuando podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42, 2-3) [4].

En Cristo y por Cristo todo ello se acentúa. Poco después del encuentro con Jesús, a raíz de la primera pesca milagrosa, san Pedro —y con él los demás discípulos— pueden todavía exclamar: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero san Juan cierra el prólogo de su Evangelio con una afirmación que va mucho más allá: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). El Dios invisible, al que nadie ha visto, nos ha sido dado a conocer. Y ello por el Unigénito, por el que está en el seno del Padre, es decir, por quien no habla de oídas, sino desde el interior del mismo Dios, haciéndonos penetrar en el misterio, en lo más hondo del vivir de Dios.

«A través del Verbo hecho visible y palpable —escribe san Ireneo con una de esas frases fuertes que son usuales en su obra— el Padre se ha manifestado» [5]. El narrar de Jesús, al que remite el prólogo joánico, hace referencia, en efecto, no sólo a las palabras por Él pronunciadas, sino al conjunto de su vida. Cristo, Hijo del Padre hecho hombre, y hombre lleno en todo momento del Espíritu, da a conocer con todas y cada una de sus acciones la realidad de Dios y de su amor. Él es, verdaderamente, la imagen del Padre, el nombre y el rostro de Dios. «Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14, 9-10). «Lo que existía desde el principio —podrá escribir san Juan al inicio de la primera de sus cartas—, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (...), lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-3).

Aceptar el testimonio apostólico es entrar en comunión con Jesús y, en Él, con el Padre y con el Espíritu. Y, en consecuencia, conocer a Dios no en la lejanía, sino en la intimidad, en la verdad profunda de su ser y de su vida. Y en ese sentido verle, aunque sea —durante el caminar presente— mediante un ver que acontece en el claroscuro de la fe, y que, en ese sentido, no es todavía un ver, aunque, al mismo tiempo, lo es ya de algún modo, porque la contemplación, con los ojos de la fe, de la figura y la vida de Cristo, da a conocer la verdad de Dios, introduce en la comunicación íntima con Él y anticipa el ver pleno que tendrá lugar en la eternidad, al culminar el caminar terreno.

De ahí los acentos inseparablemente cristológicos y teologales y esa profunda unidad entre actualidad presente y sentido escatológico, de los que son eco y testimonio los escritos apostólicos. «Mirad —prosigue san Juan en la epístola recién citada— qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es» (1Jn 3, 1-2). Y san Pablo: «Ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13, 12).

2.        Para una aproximación a la enseñanza patrística

Los textos joánico y paulino que acabamos de citar remiten, como hemos señalado, a la escatología, pero, como también hemos subrayado, revierten, al igual que toda afirmación escatológica, sobre el presente. Fue en ese contexto, y con las implicaciones que de ahí derivan, cómo el vocablo contemplación (theoría) quedó incorporado, a partir de Clemente de Alejandría y de Orígenes, al lenguaje espiritual cristiano.

En Clemente la theoría es presentada, siguiendo la tradición de la filosofía griega, como la meta o fin de la vida, pero también —y aquí entra en juego el influjo de la fe cristiana— como uno de los grados de la vida espiritual, como uno de los escalones que se recorren hasta llegar a la comunión con Dios. De ahí que afirme que «quien se aplica a  la contemplación conversa puramente con la divinidad» y participa de las  cualidades  santas [6].  Y  que  en  ese  y  en  otros  lugares  declare  que  la theoría  es  la  perfección  de  la  gnosis  o  conocimiento [7],  y,  después  de subrayar que no hay fe sin conocimiento ni conocimiento sin fe, distinga entre aquellos en los que la vida cristiana está apenas incoada, ya que viven fe inicial, y quienes se nutren en cambio con el alimento sólido de la contemplación de Dios [8]. Orígenes se mueve en la misma línea presentando la theoría como un crecimiento en la fe que, siendo preparada por la vida recta (que designa con la palabra praxis), se alcanza, no obstante, no como consecuencia del mero esfuerzo humano sino en virtud del don divino [9].

En algunos momentos tanto Clemente como Orígenes —y algo parecido ocurre en autores posteriores— parecen presentar la contemplación no sólo como un grado elevado del conocimiento y la oración cristianas, sino como fruto de una iluminación reservada sólo a algunos cristianos. Hay que anotar, sin embargo, que ni ellos ni sus sucesores, olvidan la neta afirmación de la unidad de la vocación cristiana que, reafirmando las enseñanzas bíblicas, fuera formulada en confrontación con el gnosticismo. No hay distinción entre písticos y gnósticos, entre cristianos llamados a la fe en la palabra evangélica y cristianos que reciben el don de un conocimiento exotérico y superior. Como dijera S. Ireneo «el conocimiento verdadero es la doctrina de los apóstoles» [10]. Durante el caminar terreno no hay un más allá de la fe —que será sólo superada en la comunicación final—, sino un profundizar, bajo la acción de la gracia, en la fe recibida, de modo que el espíritu humano se une cada vez más íntimamente, mediante la inteligencia y el amor, con ese Dios que, habiéndose entregado en Cristo y en el Espíritu Santo, se comunicará sin velos en la escatología [11].

Una encrucijada a la vez especulativa y espiritual contribuyó decisivamente a fijar la posición patrística por lo que se refiere a cuanto implica la contemplación de Dios: la crisis arriana y más concretamente el enfrentamiento con el arrianismo radical representado por Eunomio. La polémica con Eunomio llevó, en efecto, a profundizar en la dialéctica entre cognoscibilidad e incognoscibilidad divinas y a clarificar la posibilidad de un conocimiento de Dios, más aún, de una contemplación de Dios, que no pone en duda, antes al contrario reafirma, la infinita hondura y riqueza y, en consecuencia, la inagotabilidad de lo divino. Por distintos caminos —y con implicaciones diversas, también en lo espiritual— tanto la mística catafática o de la luz y   la mística apofática o de la tiniebla, recogieron y reafirmaron esa verdad central.

Sea en la línea de Macario, sea en la de san Gregorio de Nisa; sea que se presente a Dios como luz cuyo infinito resplandor excede toda capacidad de ver, sea que se declare que a Dios se le alcanza sólo en el reconocimiento de la limitación de nuestros conceptos y por tanto en la aceptación de la tiniebla, es decir, de la obscuridad en la que acontece nuestro conocer las realidades divinas; sea que se ponga el acento en la iluminación de la inteligencia, sea que se ponga en la intensidad del amor, se está propugnando, en última instancia, un mismo modo de entender la contemplación. Concretamente, una comprensión de la contemplación como vivencia que connota —no ya en abstracto sino en la vivencia misma— la percepción de la infinitud y trascendencia divinas, y, por tanto, excluye y rechaza todo intento de dominar a Aquél con quien se está unido, para dar paso a una actitud radicalmente diversa: la del situarse humilde y amorosamente ante ese Ser divino trascendente e inefable, en quien se confía y a quien se ama.

Todo lo cual no excluye, en modo alguno, la afirmación de una comunión con Dios, y de una comunicación que implica conocimiento, reconocimiento de la verdad de Dios y de la realidad de su amor. Al contrario, presupone, como elemento configurante de la actitud espiritual, una comunión y un conocimiento como los descritos. Aceptar la palabra del Evangelio, reconocer la verdad del haberse hecho hombre Dios en Cristo Jesús y la de nuestra incorporación a Cristo en virtud de la acción del Espíritu, forman una sola cosa con la afirmación de la realidad de un comunicarse de Dios al hombre, hasta llenarlo por entero, en la totalidad de sus dimensiones tanto las intelectuales como las afectivas.

De ahí que la literatura espiritual de la época patrística contenga continuas referencias, ya desde Clemente de Alejandría y Orígenes, al desarrollo del vivir cristiano bajo la acción del Espíritu. De ahí, también, que la atención se dirija sobre todo a la oración y, más concretamente, a ese desarrollo de la vida de oración en virtud del cual, y bajo la acción de la gracia, el creyente pasa desde una fe inicial a una fe cada vez más hondamente vivida hasta alcanzar una conciencia viva de la realidad infinita y a la vez cercana de Dios y, al alcanzarla, abrirse por entero a la comunicación divina [12].

Una mirada al conjunto de la literatura patrística pone de manifiesto que en los escritos de los Padres, aunque no falte la referencia a experiencias vitales y concretas, predomina la consideración teológico-dogmática. Lo que condujo, de una parte, a subrayar la trascendencia divina. Y de otra, a nivel antropológico, al deseo de evidenciar lo que, presupuesta esa trascendencia, reclama e implica la comunicación divina, o sea, la necesidad de una salida de sí mismo, de un éxtasis en el sentido amplio del término, sin el cual un espíritu finito, como es el espíritu humano, no puede abrirse al don del Infinito.

Desde esta perspectiva puede decirse que, en sus reflexiones teológico-espirituales sobre la contemplación, la patrística dirigió preferentemente la mirada a lo que cabe calificar como el acto contemplativo o, con otra expresión, tal vez más exacta, la contemplación como acto específico. En otras palabras, al momento, en el que el cristiano, que sabe, en virtud de la fe, que está situado no sólo ante Dios sino en Dios, advierte —es decir, experimenta de uno u otro modo, y de ordinario como fruto o coronación de una vida de oración— que es realmente así: que Dios está en él y que él está en Dios. Y en ese sentido no sólo confiesa la realidad de Dios y de su amor, sino que la percibe, la contempla, la siente cercana, aunque sea en el claroscuro de la fe, y advierte como el alma se llena de Su presencia.

Sobre ese momento los autores vuelven una y otra vez, con análisis y consideraciones cada vez más detenidas. No se ocuparon tanto, en cambio, del modo en que este acto reverbera sobre el vivir y el actuar cotidianos. Más aún, aunque nunca faltó la referencia al mandamiento del amor y a sus implicaciones históricas —y, en consecuencia, a la acción—, puede decirse que, en más de un momento, afloró la tendencia a ver en la necesidad de afrontar el vivir diario, y, por tanto, en la acción, una realidad que dificulta llegar a la plenitud de la contemplación o que, al menos, provoca un alejamiento de la cumbre contemplativa antes alcanzada y, en ese sentido, de algún modo, una perdida o caída.

No queremos por eso cerrar este apartado sin hacer referencia, aunque sea breve, a otro filón de pensamiento espiritual que, sin dar origen a una reflexión especulativa del rango de la hasta ahora considerada, surcó también la época patrística: la invitación a mantener siempre vivo el «recuerdo de Dios» (mneme Theou) y a perseverar —en conformidad con la exhortación paulina— en una oración continúa, sean cuales sean las personales circunstancias u ocupaciones (Rm 12, 12; 1Co 10, 13; Col 3, 17) [13].

3.        De la teología patrística a la medieval

Introduzcámonos en la consideración de la teología de la Edad Media citando uno de los escritos sobre la contemplación más difundidos a lo largo del medioevo: la Carta sobre la vida contemplativa —también conocida como Scala claustralium o Scala paradisi— escrita en el último  tercio  del  siglo  XII  por  Guido  II,  prior  de  la  Gran  Cartuja [14]. Dedicada a exponer la vida de oración, y más concretamente las etapas de la oración, distingue, sintetizando una tradición que le precede, cuatro grados o escalones que debe subir quien aspire a progresar en esa vía: lectio, meditatio, oratio, contemplatio.

La oración se inicia con la lectio, con la lectura, o la escucha, de la palabra contenida en la Sagrada Escritura. Prosigue con la meditatio, en la que se vuelve sobre lo leído, para profundizar en su contenido y en su riqueza, lo que desemboca —con unos u otros acentos según el pasaje de que se trate— en una honda y viva admiración ante la infinitud de Dios y la magnitud de los bienes que dimanan de su amor. A continuación se despliega la oratio, por la que el alma, llena de los sentimientos que ha provocado la meditación, acude humildemente a Dios, suplicándole que le conceda gustar de bienes que le ha hecho conocer, a los que ella misma, por sus propias fuerzas, no puede llegar. Culmina con la contemplatio, en la que Dios, habiendo escuchado la oración —y en ocasiones anticipándose a la conclusión de las peticiones o plegarias—, viene al encuentro del alma, la consuela, la alimenta y la vivifica, hasta conducirla, alternando momentos de luz y de gozo con momentos de aridez y de sequedad, a un pleno olvido de sí misma y a una honda comunión con Dios.

En términos generales puede decirse que el esquema sintetizado por Guido el Cartujano —dotado de la sencillez de lo que es fruto del decantarse de una tradición ya dilatada— estuvo presente, con matices según los diversos autores, a lo largo de todo el medievo [15]. La contemplación, de la que casi todos los autores medievales hablan —unos con más profusión, otros siendo más parcos en el uso del vocablo—, es siempre presentada como una cumbre en el encuentro del hombre con Dios. Todos coinciden también en subrayar su gratuidad —es decir, su carácter de fruto del don divino—, así como la importancia decisiva que, en su configuración, tiene el amor. Contemplar es acto de la inteligencia, que, iluminada por la fe, se reconoce situada ante Dios, pero de una inteligencia que connota el amor al Dios que la fe confiesa. Más aún, que está profundamente impregnada por ese amor, siendo llevada y como arrastrada por él hasta llegar, bajo la acción de la gracia, a más allá de sí misma. La fe nunca es transcendida —sólo en la patria se alcanzará la visión—, pero el amor al Amado lleva a reconocer —y sentir— de modo cada vez más vivo su realidad y su presencia.

El contexto o trasfondo que acabamos de resumir es común a la teología medieval y a la patrística. Si, dándolo por supuesto, se aspira a destacar rasgos que puedan ser presentados como peculiares de la espiritualidad medieval, cabe encontrarlos en línea con la última de las afirmaciones realizadas. Los autores medievales tienden, en efecto, a subrayar la dimensión amorosa y afectiva del contemplar y, más concretamente, la acentuación de la afectividad que deriva del hecho de poner en estrecha relación experiencia contemplativa y consideración de la humanidad de Cristo. La experiencia espiritual del medioevo —siguiendo la huella dejada por san Bernardo de Claraval y san Francisco de Asís, por citar sólo dos figuras especialmente señeras [16]— estuvo fuertemente marcada por la meditación sobre los pasajes —sobre los misterios— de la vida de Jesús, y particularmente por la meditación de esos dos momentos, decisivos en orden a percibir la hondura del amor divino, que son Nazaret y el Calvario. En uno y en otro momento de la vida de Cristo se hace en efecto patente, con singular fuerza, la desmesura del amor de un Dios que lleva su entrega hasta hacerse niño y consumar su vida terrena en y a través de la muerte en la cruz.

Esa acentuación cristológica, unida a otros factores, podía conducir —y condujo en más de un momento— a una valoración, también desde la perspectiva espiritual, del vivir común del cristiano, como lo manifiesta —entre otras realidades— la aparición de las órdenes terceras. El esquema de la vida espiritual, acuñado por Orígenes y difundido por el monaquismo primitivo, según el cual la práctica de la virtud constituye una etapa previa a la contemplación, y la consideración de la contemplación como acto que no sólo lleva al alma a más allá de ella misma, sino que, de un modo u otro, la aparta de las condiciones ordinarias del vivir, continuaron, sin embargo, ocupando un lugar decisivo. De ahí que la acción —elemento inseparable del vivir ordinario— continua siendo vista como componente necesario del concreto existir humano, y en ese sentido como realidad querida por Dios, pero que en todo caso —también en el de la acción apostólica— implica, en uno u otro grado, un apartamiento o una dificultad de la contemplación.

No es nuestra intención proceder a un estudio de las diversas personalidades que jalonaron la historia de la teología y la espiritualidad medievales, pero resulta imprescindible —dada la importancia de su influjo en la historia del pensamiento teológico— dedicar algunos párrafos, aunque sean breves, a santo Tomás de Aquino [17]. Hagamos nuestra, ante todo, una observación ya formulada por otros autores: en conformidad con su modo general de proceder, el Aquinate, siendo él personalmente un gran espiritual y un gran maestro de espiritualidad, ofrece no tanto un testimonio de carácter personal, cuanto una explicación teológica de la contemplación. A él se le debe, en todo caso, una de las definiciones de contemplación más precisas y ajustadas desde una perspectiva gnoselógica: simplex intuitus veritatis [18]; lo que, en referencia a cuanto ahora nos ocupa —la contemplación de Dios—, puede traducirse hablando de la mirada dirigida directa e inmediatamente —sin mezcla de argumentación o raciocinio— a la verdad de Dios.

La gnoseología aristotélica, con la que opera, ayudó a Tomás de Aquino no sólo a formular la definición recién mencionada, sino también a subrayar la gratuidad que la contemplación de Dios implica. El objeto propio de la inteligencia humana es el ser en cuanto abstraído de la realidad sensible. Ese hecho, unido al principio del estricto paralelismo entre las fuerzas de una naturaleza y sus aspiraciones, establecido por Aristóteles en el De coelo et mundo, podía conducir —y condujo de hecho, como pone de manifiesto el pensamiento de alguno de los discípulos del Estagirita así como el posterior averroísmo latino— a un naturalismo. En el doctor de Aquino conduce en cambio a una doctrina de la gracia que subraya la profunda transformación —recreación, por decirlo con lenguaje de inspiración paulina (cfr. 2Co 3, 17; Ga 6, 15)— que la comunicación de Dios al hombre trae consigo. Dios, con su gracia, transforma al hombre desde dentro otorgándole una vida nueva —la que deriva de la gracia— que, al mismo tiempo, le es propia y le ha sido y está siendo donada.

La fe, la esperanza y la caridad son principios de vida comunicados al hombre, que se despliegan en virtud del ejercicio de una libertad que está, en todo momento, sostenida e impulsada por la gracia. Retomando la reflexión sobre el texto de Isaías 11, 2-3 realizada por san Agustín, Tomás de Aquino desemboca en una amplia teoría sobre los dones del Espíritu, que no será recibida en todos sus aspectos por la totalidad de la tradición teológica posterior, pero que la marcará profundamente. Dios tiene siempre la iniciativa en la vida espiritual, y eso reclama por parte del hombre actitud de escucha, más aún, docilidad, capacidad para dejarse llevar. Y es esa docilidad lo que otorgan los dones del Espíritu Santo. El progreso en la vida espiritual, y como parte de ese progreso la contemplación, está en conexión con la realidad de los dones del Espíritu Santo y, especialmente, por lo que a la contemplación se refiere con los dones de inteligencia y de ciencia y, más aún, con el de sabiduría, en la que conocimiento y voluntad, inteligencia y amor se entrecruzan [19].

Santo Tomás destacó en todo momento la dimensión intelectiva de la contemplación, pero no olvidó nunca la limitación, durante el existir histórico, del conocer humano, también la del conocer cristiano. El acto de fe no termina en los enunciados con los que la fe se predica y confiesa, sino en la realidad misma de Dios a la que esos enunciados remiten [20], pero ello no suprime la limitación de esos enunciados, ya que ninguno, ni el conjunto de todos ellos, alcanza a expresar la riqueza infinita del ser de Dios. De ahí que, en la condición presente, el amor pueda ser más unitivo que el conocimiento, puesto que no está circunscrito a lo que de Dios sabemos, sino que tiende a Dios en sí mismo, tal y como es. Se trata, por lo demás —tampoco conviene olvidarlo—, de un amor que impulsa a conocer; mejor, que, creando una connaturalidad con el Amado, lo da de algún modo a conocer [21]. Tiene, pues, razón san Gregorio Magno —comenta el Aquinate en un pasaje que resume bien su pensamiento— cuando «pone la esencia de la vida contemplativa en el amor de Dios, en cuanto que de este amor se pasa a contemplar su belleza. Y, puesto que el deleite consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor» [22].

En el párrafo recién citado hemos pasado del substantivo «contemplación» a la expresión «vida contemplativa». Santo Tomás de Aquino se hace eco de la distinción entre vida activa y vida contemplativa, más aún, la asume sin ambages, dedicándole diversas cuestiones de la Summa, en las que hay un amplio recurso a expresiones aristotélicas. Explica esta distinción entre una y otra vida según aquello a que predominantemente tienden: la contemplación de la verdad o las obras exteriores [23]. En ese contexto afirma decididamente la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, viendo en ello un reflejo no sólo de la superioridad del conocimiento sobre la acción, sino también una aplicación del principio, ya varias veces aludido, según el cual la vida moral, encaminada al dominio de las pasiones, constituye como un etapa preparatoria de la contemplación, entendida a su vez como acto en el que inteligencia y voluntad se centran en la consideración de la verdad divina. De ahí que continúe considerando, al igual que sus predecesores, que la acción, las obras exteriores, aun siendo necesarias en la condición presente, apartan de la contemplación. Y que afirme que las virtudes morales tienen, respecto a la contemplación, una función dispositiva, en el sentido recién indicado, es decir, en cuanto que, dominando y regulando las pasiones, hacen posible la quietud del ánimo [24].

Hay un momento, sin embargo, en el que, dando un paso en otra dirección, reconoce en las obras, y en la virtud que a ellas se refiere, una capacidad no sólo dispositiva, sino por así manifestativa o expresiva. Nos referimos a los pasajes en los que enuncia la fórmula que luego la Orden de Predicadores asumió como lema: contemplata aliis tradere [25]. La contemplación aparece ahí como momento o estado en el que, habiéndose connaturalizado la mente con la verdad —y singularmente con la verdad divina—, el hombre alcanza la capacidad de trasmitir adecuada y eficazmente esa verdad. Estamos, sin duda, ante una afirmación que nos conduce más allá de lo meramente dispositivo, y que incluso abre las puertas a una consideración del influjo de la contemplación sobre la totalidad del existir, si bien el Doctor de Aquino no desarrolló esas implicaciones en referencia al existir presente [26].

José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/

Notas:

1. Una breve síntesis de los inicios de ese desarrollo linguístico en J. LEMAITRE, R. ROQUES y M. VILLER, «Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens. Étude de vocabulaire», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 1762-1764 (la síntesis ofrecida en esas columnas se extiende luego ampliamente, contando con la colaboración de otros autores, hasta col. 1911, en referencia a la patrística griega y, a partir de la columna mencionada, también a la latina); ver también el Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, donde el tema es tratado al ocuparse del verbo orao (W. MICHAELIS, vol. I, 315 ss; trad. italiana: Grande lessico del Nuevo Testamento, vol. VIII, cols. 886 ss).

2.  En este párrafo y en algunos de los que siguen retomamos, en parte y no sin cambios, la exposición ya realizada en el capítulo que dedicamos a la contemplación en nuestra obra Existencia cristiana y mundo, Pamplona 2003, 303 ss. Una síntesis de las ideas sobre la contemplación en Platón y en el conjunto del mundo greco-romano, en R. ARNOU, «La contemplation chez les anciens philosophes du monde gréco-romain», apartado II de la voz «Contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II/2, cols. 1716-1742. Ver también, A.J. FESTUGIÈRE, Contemplation et vie contemplative selon Platon, Paris 1950; R.-A. GAUTHIER, La morale d’Aristote, Paris 1958; J. GUITTON, Le temps et l’eternité selon Plotin et saint Augustin, Paris 1933; J. TROUILLARD, La purification plotinienne, Paris 1955. Para una reinterpretación de Platón a partir de los escritos esotéricos, ver G. REALE, Platón: en busca de la verdad secreta, Barcelona 2001. Una panorámica del desarrollo de las ideas en el tiempo que va desde Epicuro a Séneca en A. GRILLI, Vita contemplativa. Il problema della vita contemplativa nel mondo greco-romano, Brescia 2002.

3.  Ver al respecto, la interpretación de la posición platónica defendida, entre otros, por E. VOEGELIN, Plato, Baton Rouge (USA) 1957.

4.  Ambos textos, y otros paralelos, connotan, ciertamente, la lejanía respecto del templo de Jerusalén, pero apuntan, incluso en su pura literalidad, a una comunión mucho más profunda que el mero hecho de invocar a Yaveh en un lugar concreto, aunque sea el lugar por Él elegido.

5.  S. IRENEO, Adversus haereses 4, 6, 6 (PG 7,989; SC 100, 448-449).

6. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata IV, 6, 40, 1 (SC 463, 124-125; trad. castellana de M. MERINO, Stromata IV-V, «col. Fuentes Patrísticas», Madrid 2003, 113).

7. Cfr. Stromata VII, 13, 83, 3 (SC 428, 256-257).

8. Cfr. Stromata V, 1, 1, 5-2,1 (SC 278, 24-29).

9.  Ver, entre otros, P.-Th. CAMELOT, Foi et gnose. Introduction à l’étude de la connaissance mystique chez Clément d’Alexandrie, Paris 1945; W. VOLKER, Das Vollkommenheitsideal des Origenes, Tübingen 1932; J.J. ALVIAR, Klesis: the Theology of Vocation according to Origene, Dublin 1993; H. CROUZEL, Origène et la «connaissance mystique», Paris 1961.

10.   S. IRENEO, Adversus haereses 4, 33, 8 (PG 7,1077; SC 100, 186-188).

11.   Anotemos, aunque sea de pasada, que el uso patrístico del vocablo «contemplación» no es unívoco, ya que los textos hablan de la contemplación connotando una diversidad de realidades contempladas, aunque siempre en un contexto religioso-espiritual y teniendo como punto último y radical de referencia a Dios mismo, al que la contemplación, a fin de cuentas, en todo instante remite. Baste citar, a modo de ejemplo, la distinción que, sistematizando afirmaciones anteriores, establecerá Evagrio entre grados o tipo de contemplación, de los que, en el contexto en que nos encontramos, podemos destacar dos: la fisiké theoría, o contemplación religiosa del mundo en cuanto ámbito del juicio y de la providencia divinas, y la theologiké theoría, o conocimiento amoroso de Dios, cuya cumbre es la theoría tes agías Tríadas, o contemplación de la Santa Trinidad (ver, entre otros textos evagrianos, Praktikós 1,1: PG 40,1221; SC 171, 498-501).

12.   Una exposición más desarrollada, pero también sintética, puede encontrarse, por lo que se refiere a la tradición griega, en J. LEMAITRE, J. DANIÉLOU y R. ROQUES, Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens, y, por lo que se refiere a la tradición latina, en M. OLPHE-GAILLARD y J. LECLERQ, «La contemplation dans la littérature chrétienne latine», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., cols. 1827-1911 y 1911-1936. Así como en las relaciones de L.-F. MATEO-SECO (La «Theognosia», contemplazione di Dio nella tenebra, secondo san Gregorio di Nissa) y de N. CIPRIANI (La «Sapientia», contemplazione della verità, nella dottrina e nell’esperienza di sant’Agostino) presentadas en este Simposio.

13.   Algunos datos en J. LEMAITRE, «Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens. Formes implicites de contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., cols. 1858-1862 y en I. HAUSHERR, «La oración perpetua del cristiano», en AA.VV., Santidad y vida en el siglo, Barcelona 1969, 125-190; más extensamente, en los diversos estudios que M. BELDA le ha dedicado: «La oración continua según Clemente de Alejandría», en T. TRIGO (dir.), Dar razón de la esperanza. Homenaje al Prof. José Luis Illanes, Pamplona 2004, 795-808; «La preghiera continua secondo sant’Ambrogio», en La preghiera nel tardo antico. Dalle origini ad Agostino, Atti del XXVII Incontro di studiosi dell’antichità cristiana, Roma 7-9 maggio 1998, «Studia Ephemeridis Augustinianum 66», Roma 1999, 275-287; «La preghiera continua secondo sant’Agostino», en Annales theologici 10 (1996/2) 349-379; «The Continual Prayer according to John Cassian», en P. ALLEN, W. MAYER y L. CROOS (dirs.), Prayer and Spirituality in the Early Church, Sydney 1999, vol. 2, 127-143.

14.   GUIGUES II LE CHARTREUX, Lettre sur la vie contemplative, ed. de E. Colledge y J. Walsh, SC n. 163.

15.   Hubo además, como es lógico, otras sistematizaciones; entre ellas mencionemos otra, menos didáctica y más personal, pero también muy influyente: la de SAN BUENAVENTURA en su Itinerarium mentis ad Deum. Un comentario a esta obra buenaventuriana, en la relación presentada en este Simposio por A. NGUYEN VAN SI (La contemplazione sapienziale di san Bonaventura).

16.   Sobre la espiritualidad medieval en su conjunto, ver J. LECLERQ, La spiritualité du Moyen Âge (siècles VI-XII), Paris 1966, y F. VANDERBROUCKE, La spiritualité du Moyen Âge (siècles XII-XVI), Paris 1966.

17.   Sobre la doctrina espiritual de santo Tomás, puede consultarse J.-P. TORRELL, Saint Thomas d’Aquin, maître spirituel, Fribourg-Paris 1996, con amplia bibliografía (aunque no dedica ningún apartado específicamente a la contemplación) y J.-H. NICOLAS, Contemplation et vie contemplative en christianisme, Fribourg-Paris 1980. Ver también la relación presentada en este Simposio por R. WIELOCKX (La «oratio» eucaristica di s. Tommaso. Testimonianza di contemplazione cristiana).

18.   2-2, q. 180, a. 3 ad 1; a. 6, ad 2.

19.   Sobre la doctrina tomasiana acerca de los dones, y por lo que a la Summa theologiae se refiere, ver 1-2, q. 68 y, especialmente, las cuestiones que dedica a cada uno de los dones en la 2-2; mencionemos particularmente la dedicada al don de sabiduría, 2-2, q. 45. Sobre los dones del Espíritu Santo en santo Tomás, constituyen un buen punto de referencia: M.-M. LABOURDETTE, «Dons du Saint-Esprit», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., vol. III, cols. 1610-1635 y los tratados clásicos de S.-M. RAMÍREZ, Los dones del Espíritu Santo (ed. de Victorino Rodríguez), Madrid 1978 y M.-M. PHILIPPON, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1985. Una buena exposición histórico-doctrinal sea de la doctrina de santo Tomás de Aquino sea de las diversas interpretaciones en C. GONZÁLEZ-AYESTA, El don de sabiduría según santo Tomás: divinización, filiación y connaturalidad, Pamplona 1998.

20.   Summa theologiae 2-2, q. 1, a. 2, ad 2.

21.   Sobre la importancia del conocimiento por connaturalidad en santo Tomás, ver J.-M. PERO-SANZ, El conocimiento por connaturalidad. La afectividad en la gnoseología tomista, Pamplona 1964; M. D’AVENIA, La conoscenza per connaturalità in s. Tommaso d’Aquino, Bologna 1992.

22.  2-2, q. 180, a. 1.

23.  2-2, q. 179, a. 1.

24.   Cfr., entre otros textos, 2-2, q. 180, a. 2.

25.   2-2, q. 188, a. 6; comparar con 2-2, q. 181, a. 3. Al respecto puede consultarse M.-M. LABOURDETTE, «L’ideal dominicain», en Revue thomiste 92 (1992) 344-354.

26.   Sí lo hizo en cambio en referencia al estado escatológico: ver, por ejemplo, Summa theologiae. Supplementum q. 82, a. 3, ad 4 (esta cuestión del Supplementum retoma In IV Sententiarum dist. 44, q. 2, a. 1, qla 3). Sobre el contemplata aliis tradere de santo Tomás de Aquino, en comparación con el contemplativus in actione de Jerónimo Nadal con la intención de describir el temple espiritual propugnado por san Ignacio de Loyola, y el contemplativos en medio del mundo de san Josemaría Escrivá, al que luego nos referiremos expresamente, ver lo que hemos escrito en Existencia cristiana y mundo, cit., 301-303.

 

Pedro Ortega Ruiz

En este artículo quiero hacer algunas propuestas que nos ayuden a abordar la educación para la paz desde unos supuestos teóricos que respondan  a  la  condición  del  ser humano como ser situado, atado a una circunstancia de la que le es imposible evadirse sin arriesgar su misma identidad. Este carácter histórico y singular del hombre condiciona esencialmente toda la acción educativa. La educación para la paz contempla, por tanto, al ser humano que vive aquí y ahora, en la circunstancia de un tiempo y un espacio concretos de la que le es imposible desprenderse. De este hombre y mujer concretos hablamos como sujetos de la educación para la paz.

Me complace constatar que este Simposio vincula la paz con la práctica de la justicia y la solidaridad. De otro modo no sería posible la paz. Felicito, por ello, a los organizadores de este evento.

1.        De dónde venimos

Una mirada retrospectiva a los acontecimientos de la segunda mitad del pasado siglo nos dibuja una historia del hombre llena de contrastes,  de  luces  y  sombras.   El   siglo  del mayor encumbramiento del hombre ha conocido también las formas más inhumanas de degradación. Junto al espectacular desarrollo del conocimiento científico y tecnológico, crecimiento económico y bienestar social,  se ha producido también, en grandes áreas del planeta, el aumento de la pobreza y el exterminio masivo de los seres humanos (Auschwitz); junto al desarrollo industrial, se ha dado también un imparable deterioro del medio ambiente; junto a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, el enfrentamiento más encarnizado entre los pueblos; a la vez que se ha conquistado el espacio, se ha perdido la batalla de una promoción del conocimiento en los países pobres; junto a un crecimiento exponencial de la riqueza en una cuarta parte del mundo, se ha asistido indiferente al crecimiento escandaloso de la miseria en el resto; mientras con unos se hablaba de paz, se promovía en otros lugares la guerra; junto a sistemas democráticos en el gobierno de los pueblos, hemos conocido, y sufrido, inimaginables regímenes totalitarios. La situación de enfrentamiento y de odio entre pueblos se extiende también a esta primera década del siglo XXI: fundamentalismo religioso y político, éxodo masivo de poblaciones huyendo de la persecución y de la muerte, terrorismo, millones de refugiados viviendo en condiciones inhumanas… No hemos aprendido nada de nuestros errores pasados.

¿Qué ha ocurrido entre nosotros para “hospedar” tales contrastes de luces y sombras? Algunos han querido ver en el hombre una tendencia “cainita” que le lleva a la dominación y sometimiento, cuando no a la  eliminación  del otro. En el pórtico mismo de la existencia humana aparece la violencia. Desde entonces, ésta ha formado parte inseparable de la urdimbre de la historia, como si el texto bíblico tuviese buen cuidado en hacernos recordar que esta experiencia originaria es algo con lo que es preciso contar en las relaciones humanas.

No pretendo hacer un diagnóstico de los “males de nuestro tiempo”, pero sí señalar, al menos, un fenómeno que está en la raíz de los acontecimientos que han marcado la historia del  último  siglo.  Me  refiero  a  la  Ilustración  y a la interpretación que dos destacados representantes de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno, 1994) hacen de la misma: lo que en un principio se presentaba como un proceso de liberación del hombre, su emancipación por el imperio de la razón, acabaría siendo para el mismo hombre fuente de inspiración de las mayores opresiones. La igualdad y la libertad pronto se tornaron en esclavitud y dependencia. El espíritu  creador de una sociedad libre dio lugar a estructuras  de homogeneización y de pensamiento único; la defensa de la dignidad de las personas a las formas más ingeniosas de tortura y exterminio. La Ilustración se había convertido en una gigantesca máquina de manipulación y engaño.

Es la razón instrumental la que ha estructurado la sociedad moderna y se ha convertido para  el hombre en el criterio principal, cuando no el único, que decide y justifica, en la práctica, los  comportamientos   sociales,   económicos  y políticos (Taylor, 1994). Esta mentalidad instrumental  que  caracteriza   a  la   sociedad y al hombre de nuestros días ha penetrado profundamente en todas las estructuras sociales y ha configurado todo un estilo de vida. El ser humano ha pasado a ser un objeto que tiene  un precio, se ha cosificado. Habermas (1996, 140), comentando  a  Horkheimer,  se  hace eco de este hecho: “ Las propias ideas (en el sentido kantiano) se ven arrastradas por el remolino de la cosificación; hipostatizadas y convertidas en fines absolutos, sólo tienen ya un significado funcional para otros fines. Y al consumirse de este modo la provisión de ideas, toda pretensión que apunte más allá de la racionalidad con arreglo a fines, pierde su fuerza trascendedora; la verdad y la moralidad se ven privadas de su contenido incondicionado”. La razón instrumental ha llevado a sus límites más extremos la dominación sobre el hombre hasta convertirlo en algo superfluo, “en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales” (Arendt, 1999, 533). Esta mentalidad que busca en la eficacia y el beneficio la razón última que legitima el comportamiento social y político ha puesto las bases para una legitimación social de la explotación del hombre, con lo que esto significa de pérdida del valor no  canjeable del ser humano y de su condición de ser fin en sí mismo inherente a toda persona. Y esta mentalidad instrumental es la que rige las relaciones entre los pueblos y, no pocas veces, también entre los individuos. “¿Soy yo guardián de mi hermano?”, respondía Caín. Quizás esta frase resuma el espíritu de nuestro tiempo y nos acerque a comprender mejor lo que nos está pasando; quizás en el texto bíblico estén las claves para un discurso nuevo sobre la paz, sobre su contenido y sus exigencias (Ortega y Mínguez, 2001a).

2.           ¿Qué es la paz?

La paz no es ausencia de conflictos y de guerras, ni de tensiones y conflictos, ni adhesión ciega a una ideología o sistema político. La idea de paz negativa encierra una visión demasiado estrecha que apenas repercute en la existencia concreta de los individuos y de las sociedades: es solidaridad. La paz es respeto  y tolerancia hacia las ideas y persona del otro, es libertad y es justicia. Implica necesariamente el reparto equitativo de los bienes y riquezas, de las posibilidades humanas, desde el reconocimiento de la igual dignidad de todos los individuos y pueblos. Es un proceso, no el fin de un camino; un proyecto siempre abierto por construir, una tarea por hacer que sólo desde la utopía se pone en movimiento. No es ninguna forma de “pacifismo” indoloro que aletarga la conciencia y ciega los ojos para mirar, juzgar y transformar la realidad. El concepto de paz está indisolublemente unido a las libertades y a los derechos del hombre, pues si las libertades políticas no existen, el resultado será la parálisis total de la acción a favor de la paz. La paz es  el cumplimiento, no formal sino real, de los Derechos Humanos, el reparto equitativo  de los bienes sociales y naturales, el respeto a     la cultura de los otros pueblos y la libertad de las creencias y opiniones legítimas de cada ciudadano e institución. En síntesis:

a)        La paz es, ante todo, obra de la justicia. Sin estructuras sociales justas no es posible hablar de paz.

b)        La paz no es ausencia de guerra o violencia, ni es el resultado de la imposición del fuerte sobre el débil, ni tampoco la mera coexistencia “pacífica” inspirada en el temor recíproco de los individuos y pueblos.

c)         La paz es un proceso, búsqueda y tarea. No es el fin de un camino, ni una meta. Es una tarea que se va haciendo realidad en la esperanza y en la justicia.

d)        La paz es algo más que la justicia. Exige gratuidad, solidaridad compasiva. Una paz fundamentada sólo en la justicia no daría lugar a una convivencia armoniosa entre todos, a lo más a una coexistencia fundamentada en el temor.

La antropología que subyace en el texto bíblico, antes citado, refleja dos posiciones o categorías contrapuestas: una individualista: “¿Soy yo responsable de mi hermano?” y otra relacional o comunitaria: “¿Dónde está tu hermano?” que se van a ver reflejadas después en el pensamiento occidental. La primera, se  hace  presente  en la concepción individualista del hombre en la filosofía de Descartes, que  aparece  también en Kant con la autonomía moral de la persona. La segunda, en la  concepción  personalista  del hombre que encuentra en la relación con   el otro la dimensión radical de la persona. El hombre animal se “humaniza” en su relación con el otro, o más bien, desde y para el otro. No es un ser en sí, ni para sí, sino para/con el otro. De ahí le viene su radical alteridad. Buber, Mounier, Lacroix, Ricoeur, etc. se inscriben en esta corriente de pensamiento. Levinas (1987) acentuará aún más el carácter relacional del hombre al establecer la dependencia de este en su constitución como sujeto moral. Es “el otro” el que nos hace sujetos morales cuando nos hacemos cargo de él, cuando respondemos de él. En Levinas, la relación moral no parte del sujeto hacia “el otro”, decidida desde mi libertad, sino que viene siempre desde la iniciativa del otro hacia mí. Ambas concepciones del texto bíblico se ven reflejadas en el concepto de paz. En nuestra sociedad ha calado profundamente la interpretación intimista de la paz. Esta se entiende, no pocas veces, como un estado interior de armonía y equilibrio, como un estado psicológico de bienestar. Así se habla de “paz consigo mismo” o de “paz interior”.

Pero la paz, en la antropología del texto bíblico, tiene un inevitable componente ético-moral y social: “¿Dónde está tu hermano?”. No es posible vivir en paz con los otros sin dar respuesta a esta pregunta. Y si la paz es responsabilidad,  la suerte del otro no me debe ser indiferente. Su suerte está vinculada a la mía. La paz será entonces construcción colectiva, mancomunada. La paz, desde esta perspectiva, supone un tipo de sociedad en la que exista el compromiso político de ir suprimiendo la violencia estructural que dé paso a la libertad, la justicia, al respeto al medio natural y a la compasión solidaria. Supone, por tanto, superar la concepción de una moral intimista y privada en la que nos hallamos instalados, y construir una “nueva ética” en la que los problemas del otro sean nuestros problemas. Por otra parte, la paz se nos presenta como un estado final perfecto, como situación o término de un proceso. Esta concepción estática de la paz, desgajada de la historia humana, paraliza todos los esfuerzos del hombre por cambiar las estructuras sociales y los comportamientos que generan violencia. La paz, más que situación es un proyecto histórico que se va realizando aquí y ahora, algo que ya está siendo, pero que todavía no ha llegado a su cumplimiento perfecto. Y si la paz es inseparable de la justicia, aquella será siempre un anhelo de justicia consumada “que no puede ser realizada jamás en la historia secular, pues, aun cuando una sociedad mejor haya superado la injusticia presente, la miseria pasada no será reparada  ni superado el sufrimiento en la naturaleza circundante” (Horkheimer, 2000, 173). La paz, en cuanto proyecto es camino, tarea siempre pendiente, metodología. El camino nos señala  y conduce a un destino, es brújula y dirección. En todo caso, el camino se hace, y al hacerse, es esfuerzo, resistencia y  voluntad.  La  paz  es construcción, edificación de  algo  nuevo  que todavía no es,  pero  que  se  anticipa  en el proyecto. Nos situamos, por tanto, en un concepto dinámico de paz. La paz no es la meta o final de un camino. Es el camino mismo que se hace desde el compromiso por la justicia y la solidaridad.

No es posible entender la paz sin la “violencia” que la acompaña, sin la voluntad de cambio y transformación, sin el compromiso político por vencer las resistencias sociales que impiden que los hombres vivan en dignidad. La paz conlleva la resistencia al mal, implica denuncia y esfuerzo para erradicar aquello “que  no  debe ser”. La paz, entonces, es la lucha por vencer la tentación del dominio del hombre sobre el hombre. A la pregunta de Dios, en el texto bíblico que comentamos, se le ha dado una doble respuesta: a) la de la indiferencia y desconocimiento que lleva a la negación del hombre; y b) la de aquellos que lo reconocen como tal desde la responsabilidad y la solidaridad compasiva. La paz se inscribe en esta última.

3.           Los contenidos de la paz

La paz exige no sólo la comprensión “intelectual” de  las  diferencias  culturales,  sino,  además   y sobre todo, la acogida del otro diferente, hacerse cargo de él con su historia y su pasado (Ortega, 2013). Más allá de cualquier razón argumentativa el otro, desde su diferencia o identidad, se nos impone por la dignidad de su persona. Ello conlleva un cambio en el modelo de educación intercultural. No son las diferencias culturales (lengua, tradiciones, costumbres, religión), tampoco la etnia aquello  sobre  lo  que debe recaer la acción educativa. No es la comprensión “intelectual” de las diferencias el objetivo de esta educación, sino la aceptación  y el reconocimiento, la acogida de la persona concreta  del  diferente con sus diferencias y su realidad socio-histórica. A pesar de las abundantes nubes que oscurecen el presente, es preciso reconocer que se ha dado un paso importante en la conquista de las libertades y en el reconocimiento de los Derechos Humanos, aunque el camino recorrido haya sido muy desigual en los distintos pueblos. Una mirada retrospectiva, sin embargo, nos describe las conquistas de la humanidad en su proceso de “humanización”. Las sombras de hoy, quizás retrocesos, nos pueden velar las luces y aciertos en el camino recorrido para llegar hasta aquí;   y ocultando nuestro pasado, nos incapacitan para abordar el futuro como proyecto, como inicio y transformación. Junto a una experiencia originaria de violencia, hay una pregunta que habla de fraternidad: “¿Dónde está Abel, tu hermano?” (Gn 4, 9). Ambas están presentes en la historia de la humanidad. Sólo desde esta perspectiva, como posibilidad de una mejor realización del hombre, es posible hablar de paz. El lenguaje, la palabra y la imagen no hacen sino traducir, expresar modos de hacer, de entender la existencia humana. Representa no sólo los límites de nuestro mundo, sino también sus contenidos; también el lenguaje de la paz.

La educación para la paz se puede entender desde perspectivas o enfoques distintos: Como educación para el desarme, el desarrollo, la tolerancia y el diálogo, los derechos humanos. La educación para la paz es educar en y para los derechos humanos. Educar para la paz significa capacitar a  los  ciudadanos  para  la  defensa  y promoción de los derechos individuales y colectivos que haga posible la mejor realización de la persona y la construcción de una sociedad tolerante, justa y solidaria. Ello implica desarrollar en los individuos la capacidad para un diálogo intercultural, la defensa del medio ambiente como bien común, la justa distribución de los bienes, el desarrollo moral como responsabilidad frente al otro y la solidaridad compasiva. Mi propuesta  de  educación  para la paz descansa sobre los núcleos temáticos siguientes:

a.         La integración  del  diferente  cultural.  Las legítimas diferencias culturales, ideológicas, políticas y religiosas que caracterizan a una sociedad democrática son, a menudo, motivo de enfrentamiento que ignora y rechaza toda diferencia y el derecho a la identidad. No es posible llegar a ser “humano” si no es en la tradición de una cultura concreta. Esta es el hábitat natural que nos permite  la  realización  de una existencia humana determinada. Cultura y realización personal son realidades inseparables. Respetar y promover la  cultura  de  cada  individuo  y pueblo, como bien fundamental, se convierte, por tanto, en una exigencia prioritaria en un estado de derecho. Nuestro pasado, al decir de Ortega y Gasset, es también nuestro presente y, en cierto modo, también nuestro futuro. Edificar una sociedad para la paz exige reconocer y asumir positivamente sus especificidades, lo que nos une y lo que nos diferencia.  La tendencia a la homogeneización y la uniformidad son signos de una sociedad excluyente, no sólo de las ideas, creencias y modos de vida, sino de la persona misma del diferente. La inclusión en la sociedad homogeneizadora se producirá cuando el extraño, el diferente, adopte los modos de vida de la mayoría dominante; cuando se pueda decir de él: “es uno de los nuestros”. La paz exige no sólo la comprensión “intelectual” de las diferencias culturales, sino, además y sobre todo, la acogida del otro diferente, hacerse cargo de él con su historia y su pasado (Ortega, 2013). Más allá de cualquier razón argumentativa el otro, desde su diferencia o identidad, se nos impone por la dignidad de su persona.

Ello conlleva un cambio en  el  modelo  de educación intercultural. No son los diferencias culturales (lengua, tradiciones, costumbres, religión), tampoco la etnia aquello sobre lo que debe recaer la acción educativa. No es la comprensión “intelectual” de las diferencias el objetivo de esta educación, sino la aceptación y el reconocimiento, la acogida de la persona concreta del diferente con sus diferencias y su historia de vida,

El conocimiento y “comprensión intelectual” de las diferencias culturales de los otros facilita pero no necesariamente lleva a la convivencia entre los individuos, a la aceptación de la persona  del diferente cultural. La historia reciente de Europa nos ofrece un buen testimonio de ello: La Shoah surgió en un país altamente civilizado; el Gulag fue el sucesor de las esperanzas puestas en una sociedad fraterna y justa. Los que se deleitaban con la literatura, la música y el arte de los autores judíos no tuvieron reparo en “mirar hacia otra parte”, adoptando una posición de indiferencia o de relativismo histórico frente a la mayor barbarie hasta ahora conocida. “Está comprobado, escribe Steiner (1998, 49), que un hombre puede tocar las obras de Bach por la tarde, y tocarlas bien; o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente ir a cumplir con sus obligaciones a Auschwitz y en los sótanos de la policía”. La educación para la paz debería inscribirse en una propuesta para la acogida de la persona concreta del otro en la que la relación con el otro, los otros, no sea una relación negociada, sino ética, responsable. No es el cuidado de sí, sino el cuidado del otro (Bárcena y Mèlich, 2000) el fin de toda educación, si quiere trascender el utilitarismo del aprendizaje. El solo discurso y  la sola reflexión sobre la paz son medios que se han mostrado del todo insuficientes para la construcción de la paz.

En una sociedad global (aldea global, se dice) que ha roto las fronteras de la cultura y de la lengua, la construcción de la paz debe traducirse en una educación para la integración, y no ya tanto de las culturas cuanto de las personas. Ninguna sociedad está “definitivamente hecha” con sus señas de identidad inalterables y con respuestas preestablecidas para las múltiples situaciones cambiantes. Una  sociedad no es nunca una página ya escrita en  la que las leyes, tradiciones, costumbres y  valores  ya están prefijados de antemano, de modo  que no cabe  otra  posibilidad  que  adaptarse a ellos. Tampoco es una  página  en  blanco  en la que todo está por escribir. Más bien es una página que se está escribiendo y en la  que todos, con y desde sus diferencias, dejan su señas de identidad (Maalouf, 1999). Sin embargo, algunas líneas de esta página ya están trazadas y deben permanecer: aquellas que garantizan la permanencia de una cultura común que se traduce en el respeto al principio de división de poderes, la igualdad de derechos civiles, el reconocimiento a la dignidad de la persona, etc. Estos principios constituyen los elementos básicos de una política común a ser compartida, exigibles a todos los miembros de una sociedad democrática, ya sea inmigrantes o autóctonos (Habermas, 1999). El derecho a la diferencia se debe reequilibrar con el imperativo de la igualdad, si no se quiere llegar a una sociedad “balcanizada”.  La  educación  para  la integración que promueva la paz se debe fundamentar en una concepción universalista de los derechos humanos y en la práctica de los procedimientos democráticos, fruto de largos años de lucha y sufrimiento contra el despotismo y la intolerancia de todo signo. Ellos constituyen  una  herencia  irrenunciable y el legado fundamental de occidente a la humanidad, como también un patrimonio básico sobre el que construir la identidad común de la ciudadanía en una sociedad compleja. Construir una identidad común fundamental, sin renunciar a la legítima diversidad de formas históricas de vida, por tanto cambiantes e influenciables, de los individuos y grupos, es una condición inexcusable para una sociedad integrada y pacífica en la que todos los individuos gocen de los mismos derechos y tengan los mismos deberes, independientemente del lugar de nacimiento, etnia, cultura o religión (Ortega, 2007).

b.         La justicia y la solidaridad, componentes de la paz. La paz está vinculada a un reparto equitativo  de   las   riquezas   materiales y culturales que permitan a todos una auténtica  igualdad  de  oportunidades.  La construcción de la paz empieza con   la práctica de la justicia. Paz y  justicia son dos realidades que mutuamente se reclaman, se necesitan. Una sin la otra aboca a ambos términos a un sinsentido. Hablar de paz exige la voluntad de establecer unas relaciones justas entre los individuos y entre los pueblos. La situación de extrema pobreza de los países del Sur es, ante todo, un problema de dignidad humana que sume en la miseria e indignidad moral no sólo a los afectados por la pobreza y la dependencia económica, sino también a aquellos que la provocan (Ortega y Mínguez, 2001b). La relación de dominio de unos (los países desarrollados) sobre los otros (los países empobrecidos) hace imposible una relación pacífica entre ellos, porque sobre la dominación y la explotación no cabe la construcción de la paz, ni las relaciones pacíficas. “Hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará una explosión” (Papa Francisco, 2013, n.º 59).

Sin justicia no es posible la paz. Si se considera al ser humano como objeto de consumo que se puede usar y tirar, no puede haber paz. Mientras se le prive a alguien de sus derechos, hablar  de paz es un escarnio; mientras los excluidos   y explotados sigan llamando a nuestra puerta sin ser escuchados en sus justas demandas, no puede haber paz; mientras no  derrumbemos  el muro de la indiferencia instalado en la sociedad del consumo, no puede haber paz. “Casi sin advertirlo, nos volvemos  incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás, ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (Papa Francisco, 2013, n.º 54) Es indispensable que todos los integrantes de una comunidad puedan participar de sus bienes en pie de igualdad desde unos mismos derechos reconocidos por todos. La justicia se da cuando todos son reconocidos, en la práctica, como iguales en dignidad. La situación de privilegio o poder de unos no puede impedir el disfrute de los bienes comunes a los demás. La justicia es también equidad. No se debe tratar a todos por igual cuando estos ya son diferentes. Lo contrario encierra una gran injusticia. El discapacitado y enfermo, el anciano o impedido exigen un trato diferenciado por su situación de necesidad.

Pero es difícil imaginar una sociedad de rostro humano si sólo se edifica sobre las estrictas relaciones de justicia. Una sociedad que excluya la gratuidad y la solidaridad compasiva, como elementos integrantes de la convivencia social, y sólo atienda al derecho, ha perdido  los vínculos afectivos que unen a los humanos para una tarea común: hacer posible una vida digna para todos. La justicia, sin la solidaridad compasiva, puede llevar a la deshumanización. Las teorías sobre la justicia han fracasado como proyectos de construcción social cuando han prescindido de la solidaridad compasiva. Desde las teorías de la justicia se ha pretendido igualar la desigualdad y la injusticia, y no son lo mismo. La desigualdad es natural (discapacidad psicofísica) y la injusticia es histórica (opresor/ oprimido). La primera es éticamente neutra, la segunda conlleva culpa y responsabilidad (Mate, 2011). La educación para la paz será, entonces, educación para la justicia, pero también para   la responsabilidad, no sólo frente al otro, sino también del otro (ser responsables del otro) en la compasión solidaria.

Ahora bien, no somos responsables sólo con quienes compartimos hoy las carencias y los bienes, con nuestros conciudadanos. También con las generaciones futuras y con  quienes nos han precedido hemos adquirido una responsabilidad que no nos la podemos quitar de encima. Nadie se sitúa en un punto cero, desligado del pasado y del futuro, que le exima de responsabilidad. Venimos a un mundo habitado por otros que han construido unas instituciones, unas condiciones de vida que nos permiten hoy a nosotros construir un presente y proyectar un futuro. Con ellos tenemos una deuda pendiente que hemos de saldar. El camino de la paz reconoce a muchos actores que han dejado sus huellas como trazos imborrables para los que venimos después. Ellos nos han dado las claves a través de las cuales nosotros, en otro contexto, debemos interpretar el presente y construir la paz. La memoria de los sufrimientos padecidos por tantos actores que nos han precedido para que nosotros “nos encontremos aquí” es una responsabilidad indelegable. Sólo a nosotros nos pertenece y abdicar de ella sería una indignidad.

Y somos responsables también del futuro, de  la suerte que corran las generaciones que nos sucedan. La solidaridad compasiva se extiende también a los que han de venir. La casa común que habitamos, sus instituciones y organización social, su patrimonio socio-cultural, sus bienes éticos y materiales no nos pertenecen en exclusiva. Hemos recibido una herencia que hemos de conservar, proteger y aumentar para las generaciones futuras. Si esto  se  acepta  sin reparos cuando se trata de los recursos naturales, debería considerarse de igual modo como una responsabilidad o deber ético la transmisión o entrega, a los que vengan detrás de nosotros, de unas condiciones de vida que permitan la convivencia pacífica de todos en la justicia y la equidad.

La justicia y la solidaridad son los componentes necesarios, indispensables de una sociedad pacífica. La una sin la otra sería la paz de un cementerio donde no hay conflictos, pero tampoco ningún tipo de relación humana, basada en el respeto y la solidaridad compasiva con el otro. No es solo el derecho la argamasa que hace sólida a una sociedad, sino también las relaciones de afecto y de solidaridad hacia el otro (cualquier otro) que fortifican y robustecen las relaciones estrictas fundamentadas en la justicia.

c.         El cuidado de la casa común. El deterioro ambiental no es sólo un problema ecológico, sino, además, un problema moral (Ortega y Romero, 2009). El espectacular crecimiento económico producido en las últimas décadas en los países desarrollados ha ido acompañado de una alarmante degradación medioambiental y de un despilfarro sin precedentes de los recursos naturales. Nunca como hasta ahora la acción del hombre había causado tanto daño sobre la naturaleza, casa común de todos. La protección y conservación del medio natural conlleva, de un lado, un cambio en la filosofía de fondo que condiciona    la relación del hombre con su  entorno. Es indispensable ensanchar el  campo  de nuestras relaciones morales al ámbito de todos los seres vivos, más allá de las estrictas relaciones interhumanas, a no ser que creamos que lo crucial en moralidad es la pertenencia a la especie humana;   y si no es así, entonces habremos de considerar la posibilidad de que los no- humanos posean características que también les permitan ser incluidos dentro de la esfera de la moralidad. Afirmo, por tanto, que todos los seres tienen valor por sí y de sí mismos, independientemente de  que  nos  reporten  algún  beneficio   o utilidad. “Todos los elementos de la Naturaleza poseen valor per se... Nada en la Biosfera sobra o es inútil. Todo es digno de respeto y debe reconocerse su valor” (Gómez Gutiérrez, 2004, 227). De otro lado, conlleva un cambio en la dinámica de la economía orientada, hasta ahora, al exclusivo crecimiento económico. Implica, por tanto, la renuncia al crecimiento ilimitado de los países desarrollados para que sea posible el desarrollo de los países pobres. “Cuando se propone una visión de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto tiene también serias consecuencias en  la  sociedad.  La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia  para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder” (Papa Francisco, 2015, n.º 82).

Sin un cambio de paradigma en nuestras relaciones con la naturaleza no es posible la protección y conservación de la misma, ni una justa distribución de los bienes naturales. Por ahora, esta solución no deja de ser una hermosa utopía. Nos encontramos metidos todos en  una situación esquizofrénica de difícil salida: por una parte, nos sentimos preocupados por  la existencia de millones de seres humanos sumidos en la miseria; pero por otra, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro modo de vida. Sin las transformaciones de las estructuras sociales que implican una solución justa a la situación de los países pobres; sin   un cambio de paradigma económico en los países desarrollados, la respuesta al problema medioambiental no es viable. Este, en su raíz, no es un problema de medios que técnicamente se pueda abordar; es un problema de fines;    es un problema ético-moral. Y sólo cuando desde la  responsabilidad,  desde  la  ética,  sea abordado, el problema medioambiental encontrará vías de solución (Ortega y Romero, 2009). La degradación ambiental va unida a la degradación humana y social, a la pérdida de los valores éticos que sustentan una sociedad integrada y humanizada. “El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no es posible afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tiene que ver con la degradación humana  y social” (Papa Francisco, 2013, n.º 48). El respeto y la conservación del medio ambiente requiere no sólo de conocimientos científicos que nos ayuden a conocerlo y protegerlo, sino la apertura hacia categorías  que  trascienden el conocimiento científico y nos conectan con   la esencia del ser humano: su dimensión ética-moral.

La educación para la paz tiene, por tanto, una carga ética-moral que prepara a los humanos para el uso responsable de los recursos naturales, desde el convencimiento de que a todos nos pertenecen, no sólo a las generaciones actuales, sino también a las futuras (Jonas, 1995). Educar para hacerse cargo de nuestro planeta exige, ante todo, un “ensanchamiento” físico y moral. La tierra se nos ha quedado demasiado pequeña, y nuestro horizonte  visual  y  moral ya no acaba en la inmediatez de las fronteras   o límites de nuestra región o país, tampoco en le generación presente, sino que se extiende a cualquier lugar del planeta y a las generaciones futuras. El cuidado de nuestro planeta supone una mirada que vaya más allá de lo inmediato. Cualquier daño infringido al medio natural tiene consecuencias más visibles a largo plazo.

La paz está indisolublemente vinculada a un uso responsable de los bienes de la naturaleza. Esto supone situar nuestra relación con la naturaleza dentro de  un  marco  ético-moral,  no  desde  la incontrolada explotación de los recursos naturales. Deberíamos pasar del “yo-naturaleza” al “nosotros-naturaleza”, promover la ciudadanía ecológica como una forma pacífica de vivir en la Tierra, nuestra casa común. Nuestra existencia humana está vinculada a que los demás seres humanos y no humanos también puedan ver reconocidos sus derechos a existir y vivir en dignidad. La escala  en  la  dignidad  responde a unos valores que los humanos nos hemos atribuido, excluyendo a las demás especies del ámbito de lo valioso. Deberíamos promover un desarrollo sostenible que equilibre el crecimiento económico y la defensa de la naturaleza, a la vez que permita la distribución justa de la riqueza y de la cultura. Satisfacer las necesidades básicas de todos es un fin inseparable de un desarrollo sostenible también para todos. Justicia y equidad no son principios incompatibles con el principio de la sostenibilidad. Abordar con rigor el problema ambiental exige abordar a la vez el problema social que le acompaña. Ambos están inseparablemente unidos.

4.           La construcción de la paz. Propuestas de actuación:

Antes he afirmado que la paz, más que logro y meta alcanzada, es tarea, camino, metodología. Más que “vivir en paz” sería más  correcto  decir que “buscamos la paz”. La construcción de la paz, por tanto, debería traducirse en la formación de  ciudadanos y en la edificación  de sociedades en las exigencias y metodología de la paz. Educar para la paz será, entonces, practicar, hacer la paz; poner en juego instrumentos  que  faciliten  el  entendimiento de todos, la libre expresión, la organización

democrática de la sociedad, la justa distribución de los bienes y la solidaridad compasiva. “Para ganar la paz hay que esforzarse por edificar, sin prisa pero sin pausa, un armazón de valores y actitudes que modifiquen a medio y largo plazo, tanto la conducta íntima como la social. Ganar la paz quiere decir consolidar la convivencia democrática en un nuevo empeño de tolerancia y generosidad que es, en última instancia, una tarea de amor” (Mayor Zaragoza, 1994, 7).

La construcción de la paz nos vemos obligados a hacerla en una sociedad enfrentada y dividida por manifestaciones violentas de terrorismo, extorsión, explotación, discriminación, etc. que dibujan un paisaje social de fuerte incoherencia entre los principios formalmente profesados y una realidad tozuda que a diario los desmiente. Pero junto a estas conductas rechazables se dan, también, muestras de tolerancia, justicia y solidaridad que hacen posible la propuesta del valor como experiencia de una conducta valiosa. Es esta realidad contradictoria, no inventada, el punto de partida necesario e inevitable para el aprendizaje del valor en tanto que elección u opción que compromete la trayectoria personal de la vida de cada uno.

Mi propuesta educativa está centrada en la escuela como ámbito para la construcción de  la paz, a sabiendas de que es un tratamiento incompleto porque la escuela es un microcosmos de la sociedad de la que forma parte. Para educar se ha de partir de la experiencia. El magisterio de la vida, hecha experiencia, es insustituible cuando se educa en valores, también en el valor de la paz. Por ello las experiencias cotidianas de la vida real,  con  sus  éxitos  y  fracasos, sus contradicciones deben  entrar en las aulas y en los centros escolares, y aprender de esa experiencia. Ello hace indispensable enseñar a leer la realidad, a juzgarla y transformarla. No hay lenguaje educativo si no hay lenguaje de   la experiencia. Sin ésta, el discurso educativo se torna discurso vacío, inútil, sin sentido.

Atenerse a la experiencia obliga a un cambio en el estilo y objetivos de la enseñanza que haga de la institución escolar un espacio para el aprendizaje de una ciudadanía que promueve el protagonismo de la persona, la toma de conciencia de su condición de miembro activo de una comunidad y  la  participación  eficaz  en la configuración de una  sociedad  más  justa y solidaria. Pero  esto  no  es  posible  si el centro y el aula no se dotan de estructuras democráticas de funcionamiento. La imposición y el dogmatismo no se compadecen con la libertad, y sin ésta no se construye la paz. Si   la paz es metodología, la escuela puede ser espacio para el aprendizaje de la paz si favorece el diálogo, el ejercicio de la responsabilidad, el desarrollo de la capacidad para la crítica de     la realidad social y la gestión del conflicto, la solidaridad y el reconocimiento del otro en su irrenunciable dignidad. Ello conlleva una gestión democrática del aula y del centro, la promoción del diálogo y el trabajo cooperativo. Son las herramientas metodológicas imprescindibles para la construcción de la paz; el clima que favorece el ejercicio de la responsabilidad desde el que es posible comprender al otro, aceptarlo y acogerlo. Llevar al aula la vida real de la calle, abordarla en situación educativa, no como objeto de  simple  información,  hace  indispensable un replanteamiento de la vida del aula y del centro que permita establecer unas relaciones “distintas” entre todos y unos aprendizajes nuevos, quizás menos académicos. No se puede recorrer el camino de la paz, hacer la paz, sin herramientas pacíficas. Quiere ello decir que una educación para la paz no se hace “llenando” de contenidos el programa curricular. Se hace, además, imprescindible un modo democrático de funcionamiento del aula y del centro que permita el ejercicio de la libertad, la responsabilidad,    la tolerancia y el diálogo. Sin la participación efectiva de la familia en la toma de decisiones  y gestión de los centros educativos no hay vida democrática en las aulas y en los centros. Son varias las razones para abrir la escuela a la participación de la comunidad de la que forma parte. Hargreaves (2003) señala las siguientes:

a)        Hoy las escuelas no pueden cerrar sus puestas y dejar fuera los problemas del mundo exterior;

b)        hoy las escuelas constituyen una de nuestras últimas y mayores esperanzas de resolver la crisis de comunidad;

c) hoy las escuelas no pueden ser indiferentes a la vida laboral que espera a sus alumnos cuando ingresen en el mundo adulto. “Las escuelas ya no pueden ser castillos fortificados dentro de sus comunidades. Ni los docentes pueden considerar que su status profesional es sinónimo de autonomía absoluta” (Hargreaves, 2003, 35). En una sociedad democrática en la que cada vez se demanda más participación y corresponsabilidad en los asuntos públicos, no debe haber parcelas de   la misma de las que aquella se vea apartada, o sólo sea invitada a participar a título de oyente. La formación cívico-moral que prepare para convivir entre todos exige la implicación de todos los miembros de la comunidad como agentes de cambio insustituibles y la conjunción articulada de las escuelas con la comunidad. La educación de las nuevas generaciones es un asunto de   la comunidad, de la tribu, como dice un refrán africano.

Hay enfoques distintos en la educación para la paz que, obviamente, acentúan un aspecto   u otro de la misma. El enfoque cognitivo, de raíz kantiana, acentúa el conocimiento de las diversas culturas, ignorando que una sociedad integrada,  pacífica  se  construye   no   sólo  por el “conocimiento” de las singularidades culturales de los diversos grupos, sino por el re-conocimiento, la aceptación y acogida de la persona misma del diferente cultural con toda su realidad socio-histórica (Ortega, 2013). Mi propuesta de educación para la paz tiene su anclaje en la antropología y ética levinasianas que dan cuenta del hombre en su totalidad y  en la realidad de su vida cotidiana. Desde este enfoque, mi propuesta incide en algunas líneas de actuación que considero imprescindibles para la construcción de la paz:

1.  Educar en la responsabilidad. Educar para convivir en la escuela demanda una educación en la responsabilidad, o lo que es lo mismo, una educación moral, no ya sólo en el ámbito escolar, sino en el contexto social. Desde la ética levinasiana, la moral se entiende como acogida y responsabilidad, a la vez  que  prohibición  de toda imposición de “nuestra” cultura a los “otros”, a los “diferentes”. Si la educación es y se resuelve esencialmente en una relación ética, la imposición o cualquier forma de violencia ejercida sobre el otro “diferente”, no sólo con los de “fuera”, sino también con los de “dentro”, queda deslegitimada. “La desnudez absoluta del rostro, ese rostro absolutamente sin defensa, sin cobertura, sin vestido, sin máscara es, no obstante, lo que opone a mi poder sobre él, a mi violencia; es lo que se me opone de una manera absoluta, con una oposición que es oposición en sí misma” (Levinas, 1993, 108). Hablo, por tanto, de aquella moral que nos hace responsables de los otros, de los “diferentes”   y de los “extranjeros”. Interiorizar la relación  de dependencia o responsabilidad para  con los otros, aun con los desconocidos, significa descubrir que vivir no es un asunto privado, sino que tiene repercusiones inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad. Ello implica tener que aprender a convivir con personas de diferentes ideologías, creencias y estilos de vida. Y vivir con los otros genera una responsabilidad. O lo que es lo mismo, nadie me es ajeno ni extraño, nadie me es indiferente, y menos el que está junto a mí. Frente al otro he adquirido una responsabilidad de la que no me puedo desprender, de la que debo dar cuenta. “El rostro del otro me concierne”, dice Lévinas (2001, 181). Pero el “otro”, en Lévinas, no se entiende ni existe sin un “tercero”. “En la medida en que no tengo que responder únicamente ante el rostro de otro hombre, sino que a su lado abordo también a un tercero, surge la necesidad misma de la actitud teorética. El encuentro con otro es ante todo mi responsabilidad respecto de él. Pero yo no vivo en un mundo en donde sólo hay un “cualquier hombre”; en el mundo hay siempre un tercero: también él es mi otro, mi prójimo” (Lévinas, 2001, 129). La relación del otro con el yo no es una relación esencialmente de diferencia en cuanto realidades ontológicas; no es una relación de conocimiento, de intencionalidad o de saber. Al otro y al yo les une una relación profunda de deferencia, de responsabilidad, es decir, ética. En la relación ética no hay lugar para la pregunta cainita: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”, sino de esta otra: “¿Dónde está tu hermano?” como única vía posible de acceso a una vida “humana”. El ciudadano, en tanto que sujeto moral, no puede responder únicamente del hombre singular que tiene delante y abandonar a su suerte a los demás, si no quiere caer en la inmoralidad y en la confusión entre la debilidad y la tiranía (Chalier, 2002).

Pero la responsabilidad llega también a nuestro medio natural, a la casa en la que vivimos. La naturaleza es ella misma un valor que hay que  conservar  y  proteger. El deterioro de la naturaleza atenta contra todos los humanos, pero también  contra los derechos de las otras especies vivas a vivir en la “casa” que también es la suya. Esta práctica de protección y conservación de  la  naturaleza  se  podría   concretar   en estas actuaciones: a) preparar a los ciudadanos para proteger y conservar los recursos naturales, para admirar y amar todas las formas de vida en su conjunto como un bien valioso en sí mismo; b) tomar conciencia de que la degradación del medio natural va unida a la degradación social y humana; proteger y cuidar al medio natural es proteger y cuidar al ser humano; c) es necesaria una mirada responsable al futuro porque el medio natural pertenece a todos, a los que vivimos hoy y a los que vengan después, porque vienen a la casa común.

  La responsabilidad no se reduce sólo al individuo con el que comparto ciudadanía. Todos me son “próximos”, prójimos  que  me pueden pedir cuenta de mis actos y omisiones. En la aldea global, en la que se ha convertido nuestro planeta, una acción realizada en el último rincón del mundo puede tener consecuencias graves en la vida de otros pueblos alejados. Vivimos, para bien o para mal, en una inevitable interdependencia de individuos y de pueblos. La responsabilidad va  más  allá de los individuos, se sitúa también en el medio social y natural al que pertenecemos. No existe el individuo aislado de su medio. Sólo existe el ser humano incardinado en su circunstancia, en su medio social y natural, que lo constituye en sujeto humano, y no en un extraterrestre. El hombre existe como ser para otro, referido siempre al otro que vive aquí y ahora. Fuera de esta relación se diluye en una entelequia. De ahí que el hombre se entienda y sea un ser social y natural. Por ello, los asuntos sociales y ambientales, las cuestiones de su comunidad le son propias, no ajenas, forman parte de su realización como humano.

La moral idealista nos ha llevado a una visión del hombre alejada de los avatares del mundo y de la vida en la que se resuelven, a diario, nuestros problemas. Nos ha dado vértigo de la realidad, nos ha resultado incómoda y nos ha parecido más reconfortante refugiarnos en el mundo de las “bellas ideas”. La moral idealista no ha sabido o no ha podido responder de la suerte del hombre al acudir a argumentos que se han mostrado insuficientes para librarnos de la barbarie. “La historia reciente nos confirma, una y otra vez, que los derechos de los débiles no han sido protegidos y reconocidos por la fuerza de los argumentos, por la evidencia de su indefensión frente al poder arbitrariamente ejercido. Estos han sido, con frecuencia, objeto de negociaciones cuyo resultado sólo se ha traducido en elocuentes ejercicios dialécticos para seguir perpetuando situaciones de violencia y de sufrimiento” (Ortega, 2016, 246). Y el precio pagado ha sido muy alto: hemos construido sesudos discursos, pero hemos perdido al hombre.

Educar para la paz, construir la paz exige, por tanto, no huir de la realidad en   la que viven los educandos, sino que ésta entre en las aulas para juzgarla, desvelarla y ayudar a transformarla. Es indispensable abrazar todo lo humano y dejarse interpelar por él. Durante muchos años se ha pretendido “educar” equipando a las nuevas generaciones de aquellos conocimientos y destrezas que les habiliten para el ejercicio de una profesión; y con ello se entendía que se había cubierto el objetivo de la institución escolar. Pero educar abarca algo más que el desarrollo intelectual. Incluye, además, la formación de competencias ético-morales que preparen al educando para el ejercicio responsable de la ciudadanía. Y entre esas competencias está la de convivir con los demás, aquí y ahora.

2.     Integrar la circunstancia como estrategia educativa. No se educa en tierra de nadie. Si ignoramos la circunstancia o contexto la acción educativa se hace irreconocible. Sólo nos podemos entender desde un mismo código lingüístico, desde una misma gramática, es decir, desde un universo cultural  en  el  que  se integran las costumbres, tradiciones, lengua, instituciones, valores y normas de comportamiento. Fuera de este “mundo” el individuo es irreconocible, sencillamente es inexistente. Esta inevitable condición histórica del hombre hace que la educación sea necesariamente contextual,  es  decir,  sujeta  a las condiciones del tiempo  y  del  espacio. La circunstancia es contenido y, a la vez, estrategia necesaria en la educación. Si esto es así, nos deberíamos preguntar hasta qué punto nuestra acción educadora asume la situación concreta en la que viven nuestros alumnos; si sus carencias y necesidades, sus aspiraciones, su situación familiar, forman parte del contenido educativo. No se puede pasar por alto aquello que directamente afecta a los alumnos en su vida diaria, si no queremos convertirnos en charlatanes, defraudando las esperanzas de aquellos que tienen derecho a buscar y tener un futuro mejor. Es en la sustantiva circunstancia donde se resuelve a diario la existencia de cada individuo. Y es ahí en la circunstancia donde se debería educar. Se educa desde donde vivimos y en lo que vivimos porque esa es la única manera que tenemos de existir. Somos “también” circunstancia, y fuera de la circunstancia que nos constituye, el ser humano es irreconocible, escribe Ortega y Gasset.

Educar es responder a la pregunta del otro. Pero esta pregunta es siempre la pregunta de “alguien” concreto que vive en una situación también concreta. Es siempre la pregunta de este o esta a la que se debe responder. Pero la pregunta se formula siempre desde situaciones personales que varían en función del contexto socio-cultural en el que vive cada educando. Es un hecho evidente que cada uno de nosotros, cuando venimos a este mundo, heredamos una gramática, es decir, un lenguaje, un conjunto de símbolos, signos, ritos, valores, normas e instituciones que configuran un universo cultural, y esta gramática nos permite entendernos y entender a los demás. Pero esta gramática no es universal, es propia de cada comunidad o grupo humano. Es su forma particular de entender el mundo y al hombre. Su forma particular de realizarse como humanos y vivir como humanos.

En la educación no se contempla al ser humano como ente universal, abstracto, fuera del tiempo y del espacio, sino a este individuo que piensa y siente, goza y sufre, aquí y  ahora. Y de éste individuo concreto se debe responder. No hay, ni puede haberlo, discurso y praxis educativa sin tiempo ni espacio, sin circunstancia, porque no hay ser humano fuera del tiempo y del espacio.

3.     Pedagogía negativa. Se ha criticado muchas veces a la institución escolar por su habitual tendencia a “pasar de largo” de la realidad, pero no de “toda” la realidad, sino de aquella que le resulta incómoda, más desagradable. Se ha visto a la escuela como agencia o correa de transmisión de la que se sirven los poderes establecidos para perpetuar sus  privilegios,  (la vieja tesis de la reproducción, de Bourdieu  y Passeron), ignorando los derechos de los desfavorecidos. Hay una pedagogía negativa que lleva a la conciencia de los alumnos aquella realidad de su entorno que merece una critica, una denuncia. Es la pedagogía de “lo que no debe ser”. Desvelar las contradicciones del sistema socio-económico  imperante,  sacar a la luz los mecanismos a través de los cuales se reproduce y  perpetúa  el  sistema  de dominación, es la razón de la ética y de la educación para la paz. Sería un ejercicio muy positivo que los alumnos en grupo estudiasen la realidad de su entorno, desde criterios de justicia y equidad, y llevasen los resultados a las aulas para su estudio y debate. ¿Por qué se producen las desigualdades? ¿Por qué existen tantas diferencias en las oportunidades para el estudio, la vivienda, el trabajo…? Habría que preguntarse si los contenidos que se imparten en las aulas ayudan a los alumnos a una toma de conciencia de la realidad en la que viven, o, por el contrario, son indiferentes a la misma. La educación para la paz no se sostiene en la construcción de superestructuras, sino en la edificación de una base real o estructura social que favorezca la participación equitativa de todos en los bienes sociales. La paz pasa por la construcción de relaciones interpersonales de respeto a la dignidad del otro, pero también por la regeneración ética de las estructuras que condicionan la realización de la existencia humana. Una práctica educadora que dejase  al margen las condiciones de vida de los alumnos constituiría un fraude, un engaño que deslegitimaría toda pretensión de educar.

La pedagogía negativa asume la denuncia y   la resistencia como estrategia indispensable para la construcción de la paz. Los oprimidos y explotados no son seres abstractos, idealizados que sobrevuelan el tiempo y el espacio, sino personas con rostro, con nombre e historia propios, que viven aquí y ahora, a quienes se les ha negado una existencia digna. Ante esta situación de explotación y opresión a las que se ven sometidos pueblos enteros la respuesta responsable no es convocar a un diálogo entre iguales. Dialogar desde la desigualdad de oprimidos y opresores sólo contribuye a aumentar aún más las desigualdades. Los instrumentos legítimos  de  los  explotados  empiezan  por  la denuncia y la protesta. Los opresores y explotadores tampoco son seres imaginarios. Tienen nombre y rostro, y una historia detrás que les delata. Hay una explotación sangrante de los pueblos que se ampara en la impunidad de las sociedades anónimas y en la fuerza de los poderosos: La deforestación masiva de la selva amazónica, la explotación incontrolada de los recursos naturales de los pueblos africanos, la contaminación ambiental producida por los países desarrollados, la colonización cultural con la pérdida de las señas de identidad de los pueblos, la exportación a los pueblos pobres de la tecnología contaminante por los países ricos, la carrera inmoral en los países desarrollados por aumentar la exportación de armas de guerra a los países pobres…  no  han  encontrado una respuesta justa que ponga fin a prácticas abusivas que reducen a la esclavitud y al exilio a comunidades enteras.

La existencia de la ética y de la vida moral está unida a la crítica al “mundo administrado”, a la contradicción existente entre principios ético-morales y la marginación o exclusión de seres humanos. Es el mal organizado que despoja  de su dignidad a los individuos y los reduce a objetos de mercancía. La educación para la paz necesariamente debe ser denuncia y resistencia a estas muestras de  opresión  y  explotación, si no quiere convertir a la tarea de educar en cómplice de una infamia.

1.     Hacer realidad una educación como acogida y compasión solidaria. La paz, como cualquier otro valor ético, se aprende practicándolo, desde la experiencia. No basta con que hagamos discursos sobre lo que es la paz y su importancia para el bienestar social. Es indispensable que los alumnos tengan experiencias de paz dentro del aula y fuera de ella. La educación como acogida y compasión solidaria es un buen camino para la educación en la paz. Facilita una escuela pacífica y pacificadora.

La educación es, en su misma raíz, un acto ético, un encuentro entre dos que se traduce en acogida y responsabilidad. Sin ética no es posible hablar de educación. Y hablar de ética es lo mismo que hablar de responsabilidad, es decir, hacerse cargo del otro. Desde la ética de Levinas, el otro no es ajeno a mí, alguien de quien puedo prescindir para existir como sujeto moral. Al contrario, el otro me constituye en sujeto moral, sujeto humano, cuando respondo de él. La acogida y la responsabilidad son “condiciones” para constituirnos en persona moral. Educar para acoger al otro, hacernos responsables de él es el soporte básico que nos permite construir el espacio indispensable para el reconocimiento del otro en toda su dignidad. Sólo cuando nos sentimos parte del otro, pregunta y respuesta del otro, podemos encontrar las razones para construir espacios de encuentro y no de aislamiento o insolidaridad; sólo cuando vinculamos la suerte del otro a nuestra propia suerte estamos en condiciones de derribar los muros que podríamos haber construido en la negación del otro.

La construcción de la paz pasa necesariamente por la creación de una cultura de paz en la que los individuos se sientan cómplices de una tarea común. Este ambicioso objetivo no se ha de esperar de la sola sustitución de aquellas estructuras sociales que impiden el desarrollo humano de todos. Las estructuras injustas hay que erradicarlas de la sociedad. Pero seríamos ingenuos si sólo confiásemos en un cambio de estructuras para construir la paz. Sin un cambio ético en la persona cualquier cambio en la estructura social es una imposición más que se añade a las ya existentes. El otro me concierne; el otro es una responsabilidad de la que no me puedo desprender, si quiero vivir en dignidad. Desde la ética se oye permanentemente aquella pregunta: ¿Dónde está tu hermano? Y hay tres maneras distintas de responder: Desde la negación del otro: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?; desde la indiferencia, pasando de largo, ignorando la situación del otro; desde la acogida y la responsabilidad hacia el otro, es decir, desde la compasión solidaria. Sólo esta actitud, esta respuesta al otro es constructora de paz. El cambio de estructuras, en la pretensión de construir una sociedad en paz, puede llevar a la tiranía si el hombre es puesto al servicio de la estructura.

Construir la paz es una tarea que va de la mano de un cambio en las actitudes de los ciudadanos. Nuevas leyes que protejan a los desfavorecidos, que impidan los atropeyos a los derechos civiles, son requisitos indispensables, pero no suficientes, para una sociedad pacífica y pacificadora. La sola invocación de los derechos humanos, la defensa de la dignidad humana se quedan a medio camino en la construcción de la paz si no se produce un cambio, no sólo en el modo de “pensar”, sino, además, en las actitudes o disposiciones para el cambio de las conductas que dañan a la persona. No son nuestras “ideas” acerca de la dignidad de la persona las que nos impulsan a aliviar el sufrimiento de los marginados y perseguidos, de los encarcelados y exiliados,

sino la conmoción interior, el sentimiento “cargado de razón” hacia el otro desvalido y desprotegido. Es la compasión hacia el otro, sin rodeos o argumentos de razón, la que nos mueve a acoger al otro en su situación de necesidad. Educar para acompañar y acoger al otro es condición necesaria para la construcción de la paz. La respuesta al otro basada en los “mejores” argumentos ya ha demostrado su ineficacia. Deberíamos buscar otra fuente de pensamiento distinta a la intelectualista (Chalier, 2002) a la hora de sustentar la  educación  para la paz que evite toda forma de dualismo en la concepción del hombre. Éste es un ser unitario que piensa y siente, goza y sufre, ama y también odia. Desde esta realidad histórica del ser humano hay que construir la paz.

2.     Hacer memoria del sufrimiento de las víctimas. Una educación para la construcción de la paz no puede negarse a hacer memoria del sufrimiento de las víctimas, de aquellos que, desde el testimonio de su vida, trazaron un camino para la construcción de una sociedad justa y solidaria. Hicieron de la denuncia y la resistencia frente al poder arbitrario e injusto una vía pacífica para la paz. La paz no ha venido sola, no es un regalo de los dioses, la han traído los que apostaron por una sociedad construida sobre la base de la justicia y la solidaridad compasiva, y no pocas veces, sobre el perdón.

Hacer memoria no es un simple recuerdo de los sufrimientos padecidos. Es más bien traer aquí las experiencias del dolor padecido por aquellos de quienes nosotros hoy nos sentimos deudores. El dolor no es algo que sucedió en un tiempo ya olvidado o por olvidar. Por el contrario, forma parte de nuestra vida presente como imperativo ético de lo que nunca debe ocurrir. A veces la memoria se confunde con el recuerdo “piadoso” hacia las víctimas; es una pseudo memoria porque no reconoce la deuda pendiente para con ellas. Recordar es fijar en un tiempo pasado un acontecimiento o experiencia. La memoria, en cambio, rescata del pasado  un acontecimiento para hacerlo presente en toda su virtualidad. Sin memoria hacia las víctimas no hay justicia, y tampoco verdad. “Sin memoria no hay realidad ni verdad, es decir, sin memoria no hay posibilidad de verdad porque sin ella no hay manera de saber si los indígenas muertos durante la conquista lo fueron por enfermedades naturales o como resultado de la explotación laboral. Tampoco hay realidad. Sin memoria desaparece el hecho mismo. Si no fuera por los testigos supervivientes de los Sonderkommandos no sabríamos cómo se vivía en esos lugares extremos. Podríamos saber cómo morían pero  no  cómo  vivían.  Ese era su secreto” (Mate, 2011, 204). La narración de lo acontecido no puede ocultar las experiencias vividas por las víctimas que, en cuanto experiencias, son acontecimientos que trascienden el tiempo y transforman nuestro modo de interpretar los  acontecimientos  de  la vida  cotidiana,  nuestras  relaciones  con  los demás y con los antepasados; incluso transforman nuestro modo de comportarnos con nuestros sucesores.

En la praxis escolar ha habido una voluntad clara de ocultar a los educandos los acontecimientos trágicos que, de alguna manera, han condicionado el presente y el futuro de nuestra sociedad.  Esta  praxis  no  es más que el reflejo de una educación (??) que se ha situado fuera de la realidad. Y una educación que prescinde del contexto socio- cultural e histórico está condenada al fracaso. La realidad no la constituye “lo que ahora se está viviendo” sin pasado. Toda manifestación de la vida ciudadana, lo que ahora somos y vivimos no se puede entender sin lo que antes “hemos sido y vivido”. El pasado pervive en el presente y se proyecta en el futuro. “El pasado no está allí, en su fecha, sino aquí, en mí” (Ortega y Gasset, 1975, 66). Para entendernos como humanos es preciso “contar” una historia en la que estamos representados a través de nuestras experiencias de vida, las nuestras y las de personas significativas para nosotros que nos han precedido. “Nuestra biografía  está íntimamente atada a  muchas  historias  de hombres y mujeres que han configurado nuestro presente” (Ortega, 2016, 258). Nunca se educa en el vacío, y siempre a partir de los valores éticos que configuran una sociedad. Pero los valores, en tanto que experiencias, forman parte de la historia de una comunidad. Situar la memoria de las víctimas en la tarea de educar significa entroncar la educación en su misma raíz ética.

3.     Diálogo. Una sociedad tan violenta como la nuestra reclama con urgencia deponer posturas intransigentes y bajar al terreno del encuentro y del diálogo. “Lo que ahora mismo se necesita con suma urgencia es una adecuada praxis transmisora, que nos proporcione las palabras y expresiones convenientes para que el diálogo pueda convertirse en una realidad palpable, y no en una mera declaración verbal de “buenas intenciones” (Duch, 1997, 63). Diálogo que siempre reclama el reconocimiento de la persona del otro y la afirmación de la identidad personal y colectiva de los individuos y de los pueblos. Sin reconocimiento del otro y de los otros (pueblos) no hay diálogo, sino imposición.

No pocas veces el diálogo se ha convertido en un puro ejercicio intelectual de transmisión de ideas o conceptos sobre la paz y los problemas o situaciones que la obstaculizan. Dialogar no es intercambiar ideas. El diálogo es búsqueda de la verdad. Es reconocimiento y aceptación de mi interlocutor como persona, donación y entrega de “mi” verdad como experiencia de vida. El diálogo, si es tal, siempre lleva al encuentro con el otro. Cuando dialogamos no intercambiamos ideas o palabras arrancadas de la experiencia de la vida. En el diálogo comunicamos también experiencias, interpretaciones, resultados de procesos  de  búsqueda  de  la  verdad   nunca definitivamente poseída, parcelas de la vida misma. El diálogo como instrumento para la construcción de la paz requiere:

a.     Una decidida actitud de respeto a las creencias, opiniones, valores y conductas del otro. Más aún, respeto a la persona misma de mi interlocutor.

b.     Voluntad sincera en la búsqueda de la verdad compartida, no impuesta.

c.     Voluntad de encuentro con el otro a través de la palabra, del gesto, de la presencia que se traduce en acogida a la persona del otro.

d.     Coherencia de la propia conducta. Sólo hay diálogo desde la verdad, no desde la impostura.

El diálogo en el marco escolar, como cualquier otra estrategia, exige una adecuada adaptación al nivel de desarrollo intelectual y afectivo de los alumnos. Ponerse en el lugar del otro, vencer las reticencias que provocan las opiniones, conductas y costumbres del otro requiere un nivel adecuado de madurez psicobiológica. Pero se ha de tener en cuenta que la finalidad del diálogo como estrategia de educación para la paz, en el marco escolar, no es “alcanzar” la verdad, sino aprender a buscar la paz, practicar el encuentro pacífico con el otro como camino hacia la paz.

Consideraciones finales

Es fácil constatar que vivimos condicionados por una gran cantidad de factores que escapan a nuestro control; que nuestras posibilidades, desde la educación, para construir una sociedad en paz son muy limitadas, pero también es cierto que somos todos, de alguna manera, responsables de los males de  la  sociedad.  En las circunstancias actuales, en las que el terrorismo yihadista genera, a diario, tanto dolor y sufrimiento en personas inocentes, esperar que la educación en la justicia, la tolerancia     y la solidaridad compasiva nos lleve a una convivencia pacífica entre todos puede parecer un sueño imposible. Pero nos resistimos a aceptar una sociedad que hace del uso de las armas el único medio de defensa. La violencia genera más violencia. El anhelo expresado por tantos hombres y mujeres de buena voluntad de que “la injusticia que atraviesa este mundo no tenga la última palabra” (Horkheimer, 2000, 194) se hace cada más intenso. Sea como fuere, nuestra responsabilidad no es otra que el compromiso de responder de los valores que queremos que configuren nuestra sociedad, y el compromiso de promocionar en las jóvenes generaciones el desarrollo de una personalidad que haga del diálogo, del respeto a la dignidad de la persona, del sentimiento de responsabilidad hacia el otro y al medio ambiente la norma fundamental de la convivencia.

Vivimos en un mundo que ha derribado el Muro de Berlín, pero que, a la vez, ha levantado otros muchos muros y barreras; que ha destruido los puentes que le podrían facilitar el entendimiento y la cooperación; un mundo atormentado por  la violencia y necesitado de paz como nunca. Pero el bien de la paz no viene de la mano de la fuerza de las armas, sino del rearme ético-moral de la sociedad, buscado sin descanso y con generosidad.

La paz es el mayor bien al que el ser humano puede aspirar. Buscarlo sin descanso es responsabilidad de todos. Nadie está excluido de construir la casa común en la que todos podamos vivir y crecer como humanos. La construcción de la paz es un camino y un ejercicio de responsabilidad hacia los demás y hacia el medio natural en el que habitamos. Vivir responsablemente es construir la paz.

Pedro Ortega Ruiz, en dialnet.unirioja.es/

Alberto Escribano López

4.    Situación Actual

Como es observable en el apartado sobre la transformación política y económica, las decisiones adoptadas  en aquel momento, especialmente las relacionadas con la aplicación de la terapia de choque, fueron tomadas bajo la premisa de realizar las reformas necesarias para transformar el sistema de economía planificada en un sistema orientado al mercado en el menor tiempo posible con el objetivo de sufrir en menor medida los costes de carácter político y social que dicho proceso de reforma traería asociado.

Analizando los resultados del proceso de transformación iniciado en el año 1989 y finalizado en el año 2004 con la adhesión a la UE, es observable que Polonia, en comparación con otros países de la región, ha sido una de las economías que ha experimentado mayores y más acelerados niveles de crecimiento. Sin embargo, el proceso de transformación generó importantes problemas, la mayoría en la esfera social; en relación con el aumento de los niveles de desempleo, desigualdad, ingresos y desarrollo desigual.

Una vez analizado los procesos transformación política y económica bajo la óptica planteada de que el modelo de crecimiento económico desplegado por Polonia, especialmente durante la fase inicial del proceso de transformación – primeros años de la década de los 90–, generó una relación débil entre el crecimiento y la mejoría social; es el momento de analizar cuáles fueron los efectos políticos, económicos y sociales que tuvo la entrada de Polonia en el libre mercado europeo, así como el estallido de la crisis económica en el año 2008. Para ello, se introduce una nueva hipótesis: si la adhesión de Polonia a la UE ha reducido la relación débil   de crecimiento y mejoría social, tratando de responder a la pregunta de cuál ha sido el comportamiento de la economía polaca desde su adhesión a la UE en el año 2004 hasta la actualidad.

Por tanto, en este apartado para analizar el comportamiento que ha experimentado la economía polaca en los últimos 15 años, dicho periodo se dividirá en dos subetapas: la primera comprendida entre los años 2004-2008, correspondientes a la integración de Polonia en el mercado comunitario; y una segunda, comprendida entre los años 2008 y 2013, en donde se analizará la respuesta de la economía de Polonia al estallido de la crisis económica en el año 2008.

4.1 La integración de Polonia en el mercado comunitario (2004-2008)

La adhesión de Polonia en la UE ha tenido un impacto positivo en la estabilidad macroeconómica y el crecimiento económico de Polonia. La integración de Polonia en el mercado comunitario le ha permitido modernizar sus procesos económicos y consolidarse como un lugar atractivo para la inversión extranjera.

Sin embargo, es necesario tener en cuenta que ciertos efectos de la integración de Polonia en la UE ya eran visiblemente evidentes durante el periodo de preadhesión. Durante el periodo de transformación iniciado a principios de la década de 1990, Polonia inició un complejo proceso de reformas destinadas a la introducción de la economía de mercado, ya que era una de las condiciones previas para la adhesión de la UE. Por un lado, la adhesión de Polonia a la UE fue un efecto final del proceso de transformación económica y por el otro, creó una oportunidad única para un mayor crecimiento de la economía polaca.

Además, el proceso de integración de Polonia en la UE se produjo en paralelo a otros acontecimientos de la economía mundial, como el periodo de recuperación económica comprendido entre el año 2004 hasta el estallido de la crisis financiera y económica en el segundo semestre de 2008. Por lo tanto, el desarrollo económico de la economía polaca no solo puede estar vinculados a la membresía de Polonia en la UE, sino también a una serie de factores diferentes (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

4.1.1        Perspectivas macroeconómicas: Razones del éxito económico

Desde el punto de vista del crecimiento, previamente a la adhesión los expertos habían pronosticado un crecimiento dinámico de la economía de Polonia como resultado de la convergencia con las economías de los Estados Miembros de la UE-15. El informe de preadhesión, mediante un análisis ex ante de los efectos de la adhesión, estimaba que la tasa de crecimiento económico promedio de Polonia excedería el 5 por ciento los primeros cinco años de membresía. Este pronóstico se basó en la creciente importancia del comercio exterior, las transferencias financieras y una entrada importante de capital extranjero, atribuida a las condiciones óptimas y favorables para realizar inversiones en Polonia, una mayor contabilidad financiera y la eliminación de barreras al libre flujo de capital (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

La adhesión de Polonia a la UE estimuló el crecimiento de la economía polaca ya que durante el periodo de tiempo comprendido entre 1998-2003, periodo previo a la adhesión, la tasa de crecimiento económico fue del 3,4% mientras que, durante periodo posterior a la adhesión, 2004-2008, se registró una tasa de crecimiento económico del 5,2% (Eurostat, 2019).

La demanda de inversión fue el motor clave del crecimiento económico de Polonia durante del periodo de adhesión. El aumento de la demanda de inversión durante primeros años de adhesión estuvo acompañado por un aumento de la formación bruta de capital fijo –en el año 2003 la FFCF representaba el –0.1% mientras que en el año 2007 era del 17.6%–, resultado de la importante entrada de Inversión Extranjera Directa y una mayor confianza de los inversores en el mercado polaco (Kolodziejczyk, 2016). Como resultado de la adhesión y de la situación económica estable, Polonia disfrutó de una imagen más positiva como país más seguro y atractivo para los inversores, ya que durante el periodo comprendido entre los años 2004 y 2008 el valor de las entradas de IED fue mucho mayor que en el periodo preadhesión llegando casi a los 51 millones de euros y alcanzando niveles de récord en los años 2006 y 2007 (gráfico 6). Sin embargo, las entradas de IED en Polonia no pueden analizarse únicamente en función de los efectos de la adhesión a la UE, ya que Polonia cuenta con una serie de factores internos –el acceso a un personal altamente cualificado, unos costes laborales relativamente bajos, su ubicación estratégica, los incentivos de inversión ofrecidos: las Zonas Económicas Especiales (ZEE)– que los inversores califican de gran importancia. De este modo, la IED se ha convertido en un factor clave para el desarrollo económico de Polonia, ya que ha mejorado la eficiencia de las operaciones, la difusión de tecnologías, así como la producción y la exportación de bienes altamente procesados y de alto consumo de capital (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

Figura 4. Entradas totales de IED en Polonia, 1999-2008 (en porcentaje)

Fig. 4.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat, 2019

El incremento del comercio exterior fue otro de los factores claves del crecimiento económico experimentado por Polonia tras su adhesión a la UE. La adhesión de Polonia a la UE fue aprovechada por las empresas nacionales para fortalecer su posición en el mercado interno y en el ámbito internacional. La mayor participación de Polonia en el mercado interno, aprovechando las ventajas comparativas de su producción, la política comercial común y los denominados reembolsos de exportación, se tradujeron en un aumento sustancial del comercio exterior y en una mayor apertura comercial (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

Otro de los factores que evidencian el crecimiento económico de Polonia es el incremento del consumo de los hogares como consecuencia del aumento del ingreso de los hogares y del aumento de su poder adquisitivo  (Sroczyńska y Toporowski, 2009). Tras la adhesión, los hogares registraron mayores niveles de consumo ya que el nivel de gastos per cápita, ha ido creciendo a un ritmo más lento que los niveles de ingresos. Esto demuestra que antes de la adhesión, los polacos destinaban el 95% de sus ingresos para cubrir sus gastos básicos pero que, tras la adhesión, los ingresos destinados a cubrir sus gastos básicos se han visto reducidos un 8% (Figura 5).

Figura 5. Nivel de ingresos y gastos mensuales per cápita y proporción de gastos sobre ingresos, 2003-2012

Fig. 5.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat, 2019

Además de los factores anteriores, el aumento de la productividad laboral tuvo un gran impacto en las altas tasas de crecimiento económico registradas por Polonia durante los primeros años de la adhesión. El incremento de la productividad laboral de Polonia desde el momento de su integración le ha permitido “ponerse al día” con los países líderes de por aquel entonces –República Checa, Hungría y Eslovenia– y convertirse en uno de los líderes regionales en efectividad laboral. El aumento de la productividad laboral combinada con el incremento de los salarios motivó que la economía polaca fuera más competitiva y sus exportaciones fueran más solidas (Kałużyńska,Karbownik, Burkiewicz,Janiak y Jatczak, 2014).

Gran parte del progreso económico desplegado por Polonia en el periodo posterior a la adhesión se debe en parte a los fondos estructurales de la UE que contribuyeron al desarrollo y a la modernización del país, a la intensificación de inversiones y a la construcción de capital humano. Se estima que Polonia, entre el periodo de tiempo comprendido entre el 1 de mayo de 2004 y el 31 de diciembre de 2008, recibió 26.500 millones de euros del presupuesto de la UE, lo cual ha supuesto un crecimiento anual del PIB de entre 0,3 y 0.7 puntos porcentuales (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

Desde la adhesión a la UE, Polonia ha visto cómo la inversión, tanto pública como privada, se ha visto mejoradas gracias en parte al principio de cofinanciación, dado que la entrada de fondos estructurales de la UE promueve la inversión y aumenta la relación de inversión entre 2 y 4 puntos porcentuales (Belka, 2013).

La entrada de fondos de la UE, a través de la inversión en recursos físicos y de capital humano, condujo a la acumulación de capital y a una mayor productividad laboral. De acuerdo con los datos proporcionados por Eurostat, 2019, casi el 60% de los fondos recibidos en el periodo 2004-2008 se destinaron al desarrollo y a la modernización de la infraestructura básica como las plantas de tratamiento de aguas residuales y al sistema de carreteras.

A partir de la política de cohesión, Polonia ha podido comprobar cómo su capacidad de innovación, investigación y desarrollo, y emprendimiento y desarrollo del capital humano se ha visto mejorada. La inversión en capital humano ha contribuido a aumentar la matriculación en la educación terciaria y ha alentado a las empresas a ofrecer capacitación formal a sus trabajadores; el alto potencial de las exportaciones polacas le  ha permitido competir en el mercado global de los bienes creativos, y los proyectos destinados a construir y  a modernizar las infraestructuras han ayudado a mejorar el desempeño ambiental de Polonia. Asimismo, el efecto de los fondos de la política de cohesión es importante y positivo para la creación de empleo, ya que en el periodo 2004-2008, gracias, en parte a estos fondos, la tasa de desempleo disminuyó de un 19,5% a un 9,8% (Belka,2013).

Desde la adhesión a la UE, la Política Agraria Común (PAC) ha tenido un efecto positivo para la economía polaca, ya que los agricultores polacos se han podido beneficiar de los pagos directos y de la financiación relacionada con la regulación del mercado común. Además, Polonia ha sido el mayor beneficiario de la UE del Fondo Europeo Agrario de Desarrollo Rural (FEADER), destinado a fomentar la competitividad y la protección del medio ambiente y a mejorar la diversidad nómica de las zonas rurales. La utilización eficiente de dichos fondos ha motivado que desde el año 2005, la eficiencia de la agricultura polaca haya aumentado casi en un 60 por ciento (Belka,2013).

La tendencia de crecimiento económico experimentada por Polonia durante los años posteriores a la adhesión a la UE fue también observable en el mercado laboral, el cual experimentó una impresionante tendencia de cambio como consecuencia de la disminución de los niveles de desempleo y el crecimiento de los niveles de debido al aumento de la educación terciaria, la migración económica posterior a 2004, el incremento de los trabajadores en edad avanzada y de los niveles de empleo.

4.2. La respuesta de Polonia a la crisis económica

Polonia fue uno de los países que menos sufrió los efectos de la crisis económica mundial, ya que ésta no condujo a los desequilibrios ni a una recesión sufrida por el resto de países de la zona euro, lo que le ha llevado a ser considerada como una excepción entre los países europeos, al haber sido el único país de UE que no ha registrado tasas de crecimiento negativas durante los años posteriores al estallido de la crisis económica (Gradzewicz,Growiec, Kolasa, Postek y Strzelecki, 2014).

El hecho de que Polonia experimentara elevados niveles de crecimiento y de inversión y que no acumulara desequilibrios significativos durante la etapa anterior al estallido de la crisis económica puede ayudar a explicar alguna de las razones por las cuales Polonia resistió a la mayor parte de los efectos que sufrieron el resto de los estados de la UE a finales de 2008. Sin embargo, el deterioro significativo de la economía global impactó en la dinámica de crecimiento provocando una desaceleración de la tendencia experimentada durante los primeros años de la adhesión. A pesar de ello, el PIB per cápita de Polonia continuó convergiendo a un ritmo más rápido al del resto de EM, y la economía polaca no sufrió a ningún desequilibrio. Al mismo tiempo, la incertidumbre creada por el inicio de la recesión en la zona euro motivó la disminución de la inversión por parte de las empresas polacas, lo cual se evidenció de forma considerable en la formación bruta de capital y en una disminución de la demanda de productos polacos en el extranjero (Reichard, 2011).

Como respuesta inmediata a la crisis y para estimular la actividad económica, el gobierno polaco aceptó una estrategia diferente de la utilizada por la mayoría de los países desarrollados, al lanzar en noviembre de 2009 el “Plan de Estabilidad y Desarrollo” con el objetivo de fortalecer su economía mediante el estímulo de la inversión y el consumo; y mantener la estabilidad del sistema financiero y bancario (Drozdowicz-Bieć, 2011). Asimismo, tras el estallido la crisis la combinación de las políticas macroeconómicas se relajó rápidamente.

El Consejo de Política Monetaria del BNP redujo la tasa de referencia de un 3.5% a un 2.5% entre noviembre de 2008 y junio de 2009, a la vez que adoptó algunas medidas de liquidez para abordar las tensiones acumuladas en los mercados financieros nacionales e internacionales. Respecto a la política fiscal, el déficit fiscal se profundizó de un 1.9% del PIB en 2007 al 7.9% en 2010 como resultado de la desaceleración del crecimiento económico, que desencadenó estabilizadores automáticos, provocando una disminución de los ingresos y el aumento de los gastos. El acceso a los fondos europeos, junto con el principio de cofinanciación, fomentó el gasto publico en el marco de la política de cohesión de la UE, y la alta inversión pública durante el periodo de crisis aceleró muchos proyectos de infraestructura y contribuyó a preservar la demanda interna a niveles muchos más altos que otros países afectados por la crisis (Belka, 2013.)

La combinación de estas medidas anticrisis junto con una serie de factores ayudó a mejorar la resistencia de la economía polaca a los choques externos. La relativa baja dependencia de la economía polaca a las exportaciones, dado su pequeño grado de apertura al comercio internacional, moderó la influencia de la recesión y el colapso de la demanda (Drozdowicz-Bieć, 2011).

El buen funcionamiento del mercado laboral polaco resultó ser un factor propicio para el desempeño relativamente favorable de la economía polaca durante el periodo de crisis. El hecho de que la dinámica laboral respondiera de manera relativamente débil a la desaceleración económica fue el resultado del acaparamiento de mano de obra por parte de las empresas, es decir, de la preservación del empleo a costa de reducir las horas de trabajo y los salarios (Belka, 2013). La adopción de esta medida, junto con el crecimiento de la competitividad y particularmente de la eficiencia laboral, permitió sostener la demanda interna y el crecimiento del PIB durante la crisis (Drozdowicz-Bieć, 2011).

La solidez del sistema bancario polaco fue otro factor importante a la hora de entender la resistencia de Polonia a la crisis económica, ya que, a diferencia de otros EM, durante la crisis ningún banco nacional requirió la recapitalización a través de fondos públicos. Durante la crisis, los bancos nacionales lograron mantener altos índices de capitalización y rentabilidad, y el sistema bancario no sufrió ninguna escasez de liquidez. Asimismo, ante la depreciación sustancial del tipo de cambio resultante de la crisis mundial, la Autoridad de Supervisión Financiera de Polonia, a través de una serie de medidas macroprudenciales – las llamadas “Recomendaciones S y T”– logró contener el riesgo (Belka, 2013).

Finalmente, Polonia consiguió evitar las crisis de deuda pública y privada que afectaron a varios países de la UE al mantener sus niveles de deuda pública y privada por debajo de los umbrales permitidos y de los niveles promedios observados en la zona de la UE y en la zona euro. La condición relativamente buena de las finanzas públicas polaca resultó, en gran medida, de una norma fiscal contenida en la Constitución que prohíbe al gobierno mantener sus niveles de deuda pública por encima del 60% del PIB, de la ley nacional sobre finanzas públicas que establece umbrales prudenciales del 50% y 55%, en los cuales el gobierno debe aplicar medidas de precaución, y de las reglas promulgadas en 2009 y 2011 para limitar el crecimiento del gasto discrecional del gobierno central al 1% en términos reales, siempre y cuando Polonia estuviese sujeta a un procedimiento de déficit excesivo (Belka, 2013).

5.    Cuestiones sociales del proceso de integración económica

Llegados a este punto, es posible establecer que la economía de Polonia desde mediados de los años 90 se ha beneficiado de un exitoso proceso de transformación económica que le ha permitido incrementar sus niveles de crecimiento económico, gracias, en parte, a los fondos estructurales y a la inversión extranjera; aumentar su competitividad, mejorar la situación del mercado laboral, desarrollar infraestructuras, mejorar su sistema educativo y disfrutar de un mayor número de oportunidades tanto dentro como fuera de sus fronteras.

Sin embargo, la evolución del proceso de transformación no puede reducirse únicamente a la evolución del crecimiento económico medido por el aumento del Producto Interior Bruto, ya que existen muchos más procesos relacionados. Para analizar la eficiencia del proceso de transformación de la economía de Polonia resulta fundamental analizar cuáles han sido los costes sociales de dicho proceso y de este modo, poder verificar si el exitoso proceso de transformación se ha traducido en una mejora del nivel de vida de la sociedad polaca.

El crecimiento económico experimentado por Polonia durante el proceso de transformación ha motivado que las desproporciones existentes al inicio del proceso en materia social, en la actualidad hayan disminuido. Sin embargo, en la actualidad estas desproporciones siguen aún presentes en la sociedad polaca, ya que todavía los estándares de vida de las familias se encuentran alejados de los estándares europeos (Kolodziejcyk, 2016).

Durante los primeros años del proceso de transformación tuvo lugar un aumento de los niveles de desigualdad (Figura 5) y de pobreza, produciéndose una redistribución desigual de la misma como consecuencia de la disminución de los ingresos del sector agrícola y la reducción de los niveles de ahorro. Asimismo, durante los años posteriores a la transformación, los niveles de desigualdad continuaron aumentando de forma considerable debido al  rápido aumento de  la  dispersión salarial como consecuencia del aumento de las primas salariales concedidas a los trabajadores con altos niveles de educación encargados de realizar trabajos de alta cualificación. Pero desde el año 2007 el nivel de desigualdad de ingresos se ha mantenido estable debido a las reformas del sistema de beneficios fiscales y del sistema del subsidio familiar, a una caída de la dispersión salarial y a la mejora de la situación en el mercado laboral (Brzeziński, 2017). Sin embargo, en comparación con otros estados de la UE, Polonia presenta unos niveles de desigualdad relativamente altos, ya que, en relación con la desigualdad de ingresos, presenta uno de los niveles más altos de los países de la UE, en donde en el año 2017– el 20% de los asalariados situados en una posición más elevada recibía un 4,7% más que el 20% de los asalariados situados en una posición inferior (Brzeziński, 2017).

Figura 6. Evolución de la desigualdad de Ingreso (Coeficiente de Gini)

Fig. 6.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat y OCDE, 2019

Analizando el nivel salarial, y realizando una comparación con los estados miembros de la UE podemos observar que Polonia ocupa uno de los últimos lugares entre los estados miembros. En el año 2018, el salario medio de una persona soltera y sin hijos era de 9.216 zloty al año –768 euros al mes–, un salario únicamente inferior en Hungría, Letonia, Lituania, Rumanía y Bulgaria (Eurostat,2019). Por su parte, alemanes y franceses tienen un salario medio tres veces superior al polaco, y los daneses y británicos cuatro (Kolodziejcyk, 2016).

El problema salarial es también observable si se tiene en consideración el salario mínimo expresado en poder adquisitivo (Figura 6) dado que Polonia es el noveno país de la UE con un salario mínimo más bajo, el cual es 399,5 euros inferior a la media de los países de la UE que cuentan con un salario mínimo. Pese a que Polonia ha experimentado un progreso significativo desde su integración en la UE, habiendo conseguido duplicar su salario mínimo de 210,21 euros en el año 2005 a 480,20 euros en el año 2018, todavía a día de hoy este progreso resulta ser insuficiente (Eurostat,2019).

Figura 7. Salarios mínimos expresados en poder adquisitivo, 2018 (Euros)

Fig. 7.png

Fuente: Elaboración propia a partir de Eurostat, 2019

En lo referente al mercado de trabajo, durante los primeros años del proceso de transformación la economía de Polonia se vio afectada por la pérdida de numerosos empleos, el aumento del empleo estructural y la pasividad se adueñó de muchos grupos de la población, siendo los más mayores y los jóvenes los colectivos más afectados (Trappmann, 2011). Sin embargo, desde mediados del 2006, como resultado de la integración en el mercado europeo, la situación mejoró significativamente. En línea con el crecimiento económico que siguió a la recisión de 2000-2002, a la entrada de los fondos de la UE, y la migración laboral masiva –se estima que desde el año 2004 alrededor de 2,5 millones de personas abandonaron Polonia– el mercado laboral polaco experimentó una importante tendencia de cambio marcada por la disminución de los niveles de desempleo y el crecimiento del empleo (Aluchna, 2007).

A pesar de las mejoras experimentadas en los últimos años, el mercado laboral polaco, en comparación con otros países de la UE, presenta una tasa de participación relativamente baja –68%– y demuestra un claro desequilibrio entre sexos – el 62,9 % de las mujeres frente al 77,2 % de los hombres tienen un empleo remunerado (Eurostat,2019). Asimismo, una de las principales dificultades que presenta el mercado laboral reside en el elevado nivel de empleo temporal, ya de los 2.4 millones de empleos creados entre 2002 y 2016, 2 millones fueron temporales y en el año 2012, Polonia llegó a superar a España al tener la mayor proporción de empleos temporales de la UE (Lewandowski,2016). Otra de las dificultades añadidas es que la reducción del empleo está muy vinculada a la edad y al grado de formación, lo cual ha generado un proceso por el cual, una de estas personas cuando se encuentra desempleada, se encuentra ante verdaderas dificultades para reintegrarse al mercado laboral. Además, Polonia se enfrenta al problema del elevado número de personas que en edad de trabajar se encuentran sin trabajo y que fueron eliminadas del registro de desempleados (Kałużyńska, Karbownik, Burkiewicz, Janiak, y Jatczak, 2014).

En relación con el gasto social, Polonia presenta un gasto social por debajo de la tasa media europea, la cuál se sitúa en un 27,9%, mientras que la de Polonia se sitúa en torno al 20,3% (Eurostat, 2019). Desde la adhesión a la UE en el año 2004 el gasto social de Polonia ha ido disminuyendo de forma progresiva hasta el año 2011, a partir del cual el gasto social se ha mantenido estable hasta la actualidad.

De las tres principales categorías que componen el gasto social: asistencia o protección social, educación y salud; el gasto destinado a la asistencia o protección social constituye la categoría a que Polonia destina un mayor porcentaje del gasto social, un tercio del total, como consecuencia del elevado gasto en pensiones ante la temprana edad en la que las personas abandonan el mercado laboral, establecida en los 62 años y en el caso de las mujeres en los 60.

Respecto al gasto en educación, Polonia presenta unas cifras similares a las del resto de los estados miembros, con una asignación del 5,2% del PIB. Sin embargo, lo que distingue a Polonia de otros estados miembros es su gasto relativamente alto en educación terciaria, el cual se sitúa en 1,5% frente al 1% de la media europea. La sanidad es una de las áreas del estado de bienestar a las que Polonia destina un menor gasto público que el resto de los estados europeos, con un 4,7% frente al 6,9%. Asimismo, el gasto en inversión en el sector sanitario en Polonia se encuentra muy por debajo del resto de los estados miembros, situándose diez veces por debajo del promedio europeo (Eurostat, 2019).

Además, el gasto social en vivienda y en asistencia para los más desfavorecidos es relativamente bajo. Las políticas destinadas a satisfacer las necesidades de vivienda están limitadas mediante subsidios para prestamos de vivienda, y los instrumentos destinados a prevenir la exclusión son selectivos y se dirigen principalmente a familias con hijos. Sin embargo, tras la introducción del programa Familia 500+, Polonia es uno de los principales países de la UE con mayor gasto en política familiar. A pesar de generar efectos positivos a la hora de reducir la pobreza, al no poner en disposición guarderías o jardines de infancia para el cuidado infantil, impone restricciones en cuanto a la incorporación de las mujeres al mercado laboral (Sawulski, 2017)

Finalmente, para abordar los efectos sociales del proceso de transformación en el ámbito territorial, me voy a servir del portal de información regional de la Comisión Europea, Inforegio, en donde se analizan factores como la distribución territorial del PIB per cápita, la distribución del empleo por regiones, la IED y los fondos de la UE.

Mapa 1. PIB per cápita por regiones Mapa 2. Tasa de desempleo por regiones

Mapa 1 a-1.pngMapa 1 b-1 (2).png

Mapa 1 b-1.pngMapa 1 b-2.png

Fuente: Elaboración propia a partir de Inforegio, 2019

Atendiendo al mapa número 1, distribución del PIB por regiones o voivodatos, es observable que 15 de las 16 provincias de Polonia, son regiones que acumulan menos del 75% del PIB de la media de la UE y que aún se califican como regiones menos desarrolladas y ninguna como región en transición, como resultado de la baja productividad del sector agrícola y su escasa infraestructura, lo que socava su atractivo para la inversión. Únicamente la región de Mazovia, que rodea Varsovia, se encuentra entre las zonas más desarrolladas de la UE, ya que se ha beneficiado de su ubicación privilegiada y ha experimentado niveles de crecimiento más avanzados (Bogumil, 2009).

La situación del mercado laboral regional en Polonia presenta unas características similares a otros países de Europa del Este, en donde los centros urbanos y sus alrededores cuentan con una situación óptima en comparación con las áreas periféricas (Bogumil, 2009). Como es observable en el mapa 2, las diferencias en cuanto a la distribución del desempleo por regiones no son tan contrastadas como en el reparto del PIB, dado que la mayoría de las regiones registran tasas de desempleo muy similares, entre el 7% y el 9%. Sin embargo, las regiones situadas hacia el este, hacia la frontera con Ucrania, registran tasas más marcadas, del 11% y del 18%, debido a que son regiones pobremente urbanizadas, dominadas por la agricultura tradicional y rezagadas en cuanto a niveles de desarrollo (Czyż, Hauke,2011). Asimismo, el desempleo es relativamente bajo en las regiones urbanas y desarrolladas, como Varsovia y Gran Polonia, en donde las tasas de participación son elevadas.

La IED y los Fondos de la UE han jugado un papel muy importante durante el proceso de transformación de la economía polaca, especialmente, a partir de la adhesión de Polonia a la UE. En relación con IED, la existencia de una frontera común con la UE-15 resulta de gran importancia para la ubicación de la IED en la región fronteriza occidental que se beneficia de la proximidad con Alemania. Las empresas extranjeras que operan en Polonia están ubicadas en la capital, la región de Mozavia y la parte Occidental. De este modo, la concentración desigual de la actividad de IED en Polonia acelera las disparidades regionales, dejando atrás a las regiones agrícolas de bajos ingresos situadas en la frontera oriental (Cieślik, 2005). En cuanto a los Fondos de la UE, la mayor parte de la inversión de los fondos– financiación per cápita– se dirigió a las regiones desarrolladas, mientras que las inversiones en capital humano y en educación se han sido más intensas en las regiones orientales. Este dualismo, ha tendido a favorecer la creación de polos alrededor de las principales aglomeraciones, mientras que la inversión en educación en las zonas rurales ha mejorado el nivel de capital humano en las regiones menos desarrolladas (Bogumil, 2009).

6.    Conclusiones

Tras analizar del proceso de transformación de la economía de Polonia desde 1989 hasta la actualidad, tratando de responder a la cuestión de si el exitoso proceso de trasformación económica se ha traducido en una mejora de las condiciones de vida de la sociedad polaca; es posible constatar que no se puede negar que el proceso de transformación haya generado un crecimiento económico con escaso impacto en términos sociales Sin embargo, al mismo tiempo, tampoco es posible afirmar que la relación entre el crecimiento económico y la mejora social sea débil, ya que, si por ejemplo se tienen en consideración determinados aspectos sociales, como por ejemplo la dinámica experimentada en el mercado laboral, el crecimiento económico desplegado ha motivado una reducción significativa de los niveles de desempleo.

La relación débil entre el crecimiento económico y mejora social –primera hipótesis– se basa en el hecho de que la relación entre ambas variables fue débil durante la primera etapa del proceso (1989-2004), coincidiendo con la aplicación de las políticas de ajuste de los primeros años durante el Plan Balcerowicz. Sin embargo, esta relación se fortalece durante la segunda etapa del proceso (2004-actualidad).

La debilidad entre el crecimiento económico y la mejora social se explica por un modelo que tiene origen en las reformas implantadas durante el proceso de trasformación, y por la adhesión de Polonia a la UE que  ha reducido la relación débil entre el crecimiento económico (2004-actualidad) y la mejora social generada durante la primera etapa del proceso de transformación (1989-2004). De este modo, el fortalecimiento de  esta relación es lo que hace que no se pueda confirmar la hipótesis principal de que el exitoso modelo de crecimiento económico experimentado por Polonia ha generado un elevado crecimiento económico con escaso impacto en términos sociales, pero si que las reformas implantadas durante los primeros años de la década  de los noventa se tradujeron en una relación débil entre el crecimiento económico y la mejora, y que tras la adhesión de Polonia a la UE en el año 2004, esa relación débil generada durante la primera etapa del proceso de transformación, se ha reducido.

Asimismo, el planteamiento afirmado por la literatura económica de que la terapia de choque fue la principal responsable del exitoso proceso de transformación, no es correcto. La terapia de choque resultó ser exitosa, ya que su objetivo no era restaurar el antiguo régimen sino remplazarlo por uno nuevo, además de constituirse como respuesta efectiva al estancamiento que sufría Polonia bajo el régimen comunista. Sin embargo, la terapia de choque no hay sido la única responsable de la reanimación de Polonia, ya que, más bien, sentó las bases para el inicio del proceso de transformación, que se vio complementado por el Plan Kolodko (1994-1997) y las reformas previas a la adhesión a la UE.

La adhesión a la UE en el año 2004 marcó una nueva etapa en la hoja de ruta del proceso de transformación, estableciendo nuevos horizontes de crecimiento. El progreso efectuado durante esta segunda etapa se produjo en paralelo a otros acontecimientos de la economía mundial, por lo que el desarrollo de Polonia durante estos años no solo puede estar únicamente vinculado a la membresía de la UE sino también a una serie de factores diferentes como el incremento de la IED, de los volúmenes de comercio exterior y del consumo de los hogares. Sin embargo, la tendencia de crecimiento experimentada durante los primeros años de la adhesión se va a ver ralentizada por el estallido de la crisis económica en el año 2008. A pesar de ello, y a diferencia del resto de países de la UE, Polonia no ha sufrido ningún desequilibrio económico, lo que la llevado a ser considerada una excepción entre los países europeos.

De acuerdo con la combinación de estos factores y en relación con la cuestión planteada de si es posible considerar el caso de Polonia como milagro económico; tomando en consideración lo abordado a lo largo   de esta investigación, desde la Economía no es posible afirmar que dicho proceso se considerado como milagro económico si se tienen en cuenta las cuestiones sociales del proceso. Desde una perspectiva macroeconómica, se puede concluir que el proceso de transformación fue exitoso, ya que el crecimiento del PIB se ha mantenido de manera interrumpida a lo largo del proceso y ha permitido converger e incluso superar    a algunos países de la región. Sin embargo, desde la perspectiva social, a pesar de los avances obtenidos, no se ha producido una mejora sustancial en el ámbito social que permita equiparar a Polonia con los países más avanzados de la UE.

Independientemente de estos factores, y teniendo en consideración la dos cuestiones que determinan el éxito de Polonia –el ritmo de crecimiento mantenido desde 1992, que le ha permitido converger con otras economías europeas, y su integración en la UE, que le ha permitido alcanzar importantes niveles de desarrollo socioeconómico– se puede confirmar el proceso de transformación de Polonia como un proceso exitoso, ya que la transformación económica ha ayudado a Polonia a prosperar económica y socialmente, y lo que es mas importante, ha otorgado a la población de Polonia su merecida libertad.

Alberto Escribano López, en revistas.ucm.es/

Alberto Escribano López

1.        Introducción

Hace treinta años, Polonia emprendió un viaje de transformación económica.

El curso político y económico de la nación se redirigió masivamente gracias a un esfuerzo inmenso de la sociedad, y a un conjunto de reformas emprendidas que motivaron un cambio positivo importante en términos políticos y económicos.

El éxito económico de Polonia está frecuentemente asociado en la literatura económica con el proceso de transformación neoliberal, la denominada Terapia de Choque que sufrió Polonia durante la década de los años noventa, y que se materializó en una serie de reformas encaminadas a la adhesión a la Unión Europea durante finales de la década de los noventa y principios de los dos mil; y con la posterior incorporación de Polonia a la Unión Europea en el año 2004, que abrió nuevos horizontes de crecimiento y marcó el éxito de la transformación económica. Además, tras más de veinticinco años de crecimiento ininterrumpido, Polonia ha sido la única economía de la Unión Europea que no ha sufrido los efectos de la crisis económica de 2008.

Sin embargo, el rápido ascenso económico de Polonia creó nuevos desafíos. La destrucción creativa en la que se basó el proceso de crecimiento durante los primeros años también causó importantes cambios sociales que desafiaron la resistencia de la población local y que en la actualidad permanecen vigentes.

Partiendo de este contexto, a través de esta investigación se pretende analizar el exitoso proceso de transformación económica iniciado por Polonia en el año 1989, cuyos antecedentes se remontan al proceso de transformación democrática de los años ochenta, y las implicaciones sociales del mismo. Profundizar en su estudio es una cuestión fundamental para determinar si el exitoso proceso de transformación se ha traducido en una mejora del nivel de vida de la sociedad polaca.

Una vez definido el objeto de la investigación, se procede a explicitar las hipótesis que guiarán la línea de investigación de este trabajo:

Primera hipótesis. El exitoso modelo de crecimiento económico experimentado por Polonia ha generado un elevado crecimiento económico con un escaso impacto en términos sociales; lo cual se traduce una relación débil entre el crecimiento económico y la mejora social del país.

Segunda hipótesis. La debilidad entre la relación entre el crecimiento económico y la mejora social –primera hipótesis– se explica por un modelo que tiene su origen en las reformas implantadas durante el proceso de transformación, Plan Balcerowicz, durante los primeros años de la década de los noventa.

Tercera hipótesis. La adhesión de Polonia a la Unión Europea ha reducido la relación débil entre el crecimiento (2004-actualidad) y la mejoría social generada durante la primera etapa del periodo de transformación (1989-2004).

El motivo principal que suscita el desarrollo de la siguiente investigación reside, en primer lugar, en el interés por el proceso de transición de la economía socialista a la economía de mercado, y en particular en el caso de Polonia, por ser el primer país post-comunista en Europa en iniciar reformas democráticas incluso antes de la caída del Muro de Berlín, así como por ser un modelo que ha pasado a la historia como prueba de que los procesos de transformación hacia el libre mercado pueden producirse democrática y pacíficamente (Klein y García, 2012). Asimismo, en el caso de Polonia y a diferencia del resto de países post-socialistas, en donde se llevaron a cabo estrategias de estabilización de carácter más gradual, no puede hablarse de proceso de transición sino de transformación, lo cual va a motivar un desarrollo económico distinto.

En segundo lugar, y en relación con lo anterior, el caso polaco es un caso único dentro de las economías postsoviéticas, ya que Polonia no solo puede verse como un ejemplo de transformación y modernización económica exitosa. El exitoso proceso de transformación y el denominado actual “milagro económico polaco” es un fenómeno novedoso dentro de la literatura económica mundial, y a pesar del gran desarrollo económico que ha experimentado el país en los últimos treinta años no ha recibido tanta atención como casos de estudio similares como los BRICS o los Tigres Asiáticos.

La investigación se estructura en torno a cinco partes que siguen a esta introducción. Comenzaré presentando un debate teórico sobre qué ventajas e inconvenientes tuvo la aplicación de estrategias gradualistas o de choque durante la década de los años noventa; y sobre cómo la terapia de choque aplicada en Polonia ha condicionado el proceso de transformación y en particular los éxitos de carácter social del país. A continuación, se procederá a analizar la transformación de carácter político y económico sufrida por Polonia en el periodo de tiempo comprendido entre la década de los años ochenta y 2004. Después, en el cuarto apartado, se estudiará el comportamiento que ha experimentado la economía de Polonia durante el periodo de tiempo comprendido entre la adhesión a la UE en el año 2004, y el estallido de la crisis económica en el año 2008. Tras haber analizado el proceso de transformación económica y política sufrida por Polonia desde la caída de la URSS hasta la actual crisis económica, en el quinto apartados, se analizarán las consecuencias de índole social surgidas de dicho proceso de transformación. Por último, se recogerán las principales conclusiones obtenidas de la investigación.

2. Debate teórico

De manera previa al análisis del proceso de transformación que tuvo lugar en Polonia a principios de la década de los años noventa, resulta pertinente realizar un repaso a la literatura académica, con respecto, al debate teórico que tuvo lugar entre lugar entre las dos escuelas de transformación económica, la denominada terapia de choque y el enfoque gradual; y sobre cómo la terapia de choque condicionó el proceso de transformación económica.

2.1.1.       Debate sobre las ventajas en inconvenientes de las estrategias “gradualistas” y de choque de los años noventa

El proceso de transición económica en los países socialistas de Europa del Este se fundamentó en tres políticas económicas dirigidas a la liberalización económica, la estabilización macroeconómica y a la privatización. El contenido de las políticas implementadas en los países post-socialistas fue similar, sin embargo, la velocidad de implementación de dichas políticas varió sustancialmente de un país a otro.

En la literatura económica, existen dos escuelas de transformación económica ampliamente conocidas: la denominada terapia de choque y el enfoque gradual. La terapia de choque se fundamenta en la implementación acelerada de todas las reformas anteriormente mencionadas en un periodo de tiempo concreto; mientras que el gradualismo, por su parte, difunde la puesta en funcionamiento de varias reformas durante un periodo de tiempo prolongado, considerando las cambiantes circunstancias económicas y políticas.

La viabilidad de estos dos enfoques se cuestiona teórica y empíricamente. A nivel teórico, cada escuela sostiene que la transformación es únicamente viable si se siguen sus prescripciones políticas. Y a nivel empírico, existe desacuerdo entre los países que adoptaron la terapia de choque y sus resultados reales (Hall, Elliot, 1999).

Durante el proceso de transición económica que experimentaron las economías socialistas de Europa del Este, surgió el debate sobre si tenía más sentido implementar la denominada terapia de choque o más bien establecer un enfoque más gradual, a la vez que se planteaba cuál debía de ser la velocidad óptima, la secuencia y el contenido de la política de reformas implementadas a partir de 1989. La respuesta a dichas preguntas resulta importante para comprender cómo fue el proceso de transición económica que experimentaron las economías socialistas y para entender las lecciones que pueden extraerse de la experiencia de otros países (Piatkowski, 2018).

¿Cuáles fueron los argumentos que hubo detrás de la terapia de choque aplicada en Polonia y la República Checa y otros países de la región? Los defensores de este enfoque como Leszek Balcerowicz, el arquitecto del proceso de reforma polaco, o Vaclav Klaus, su análogo checo, enumeraron una serie de argumentos.

Los ideólogos del proceso de transformación en Polonia y República Checa argumentaban que un proceso acelerado y decisivo de liberalización, estabilización y privatización de las economías comunistas resultaba indispensable para crear una masa critica de cambio y así poder prevenir el retorno del comunismo. Asimismo, afirmaban que únicamente mediante un proceso de cambio radical se podían cambiar de manera creíble las expectativas de las personas y de las empresas para ajustarse rápidamente a la nueva realidad capitalista.

También reclamaban que los procesos de reforma post-transición no solo debían de ser rápidos sino también profundos e intensivos, ya que las reformas tenían que ir encaminadas hacia el crecimiento del sector privado, la eliminación de las rentas monopólicas y a la reducción de la corrupción para mejorar la asignación del capital y endurecer las restricciones presupuestarias de las empresas estatales.

Además, los partidarios de la terapia de shock creían en las virtudes que un proceso rápido de privatización ofrecía. El objetivo de la privatización residía en estimular el desarrollo del sector privado, intensificar la productividad y limitar el potencial de las obligaciones fiscales potenciales.

Leszek Balcerowizc y otros terapistas a favor del shock argumentaron que el shock posterior al proceso de transición y la posterior recesión económica resultaban inevitables, dado que las deficiencias y las distorsiones heredadas del sistema comunista no podían ser corregidas de forma inmediata.

Finalmente, los defensores de la terapia del choque reconocieron que el rápido establecimiento de dichas reformas dio sus frutos, ya que países que implementaron un proceso de reforma acelerado, como Polonia o en los Estados Bálticos de Letonia o Estonia, evidenciaron síntomas de recuperación y crecimiento antes que países que implementaron reformas sometidas a una velocidad inferior.

Al otro lado del debate, los gradualistas divergían con los postulados formulados por la terapia de choque y argumentan que la terapia de choque generaba más shocks. Establecían que como consecuencia de las erróneas y mal aconsejadas políticas formuladas por el Consenso de Washington, el proceso de transición de las economías poscomunistas fue un fracaso, ya que a pesar de las elevadas expectativas surgidas al inicio de dicho proceso, treinta años después de la transición, la mayoría de los países postsocialistas han experimentado niveles de desarrollo inferiores a los esperados y la mitad de ellos han fracasado en el intento de converger con el mundo occidental. (Piatkowski, 2018).

Los gradualistas criticaron el ritmo al que se implementaron las reformas durante el proceso de transición, señalando las desventajas que tuvo la implementación acelerada de los procesos de liberalización, estabilización y privatización, al prestar una menor importancia a los procesos de institucionalización y de regulación del mercado y al contribuir a una recesión más profunda de lo esperado. Asimismo, criticaban el ritmo al que se implementó el proceso de privatización, dado que los terapistas a favor del shock asumieron que una rápida privatización por sí misma ayudaría a reestructurar las empresas estatales y a maximizar el impacto económico. Sin embargo, desde el gradualismo afirmaban que dicho proceso de privatización resultó ser inefectivo dada la ausencia de instituciones sólidas y mercados funcionales.

Los críticos con la terapia de choque destacaban la importancia de la superación de la liberalización de los precios, la estabilización macroeconómica y la apertura comercial. Argumentaban que el proceso de liberalización de precios fue demasiado abrupto, dado que el repentino cambio en los niveles de los precios relativos hizo que muchas empresas estatales no fueran competitivas limitando la oportunidad de ajustarlas, reformarlas y restructurarlas. Como resultado de ello, muchas empresas estatales se declararon en quiebra, motivando que los países se adentraran en crisis económicas y se agravasen los costes sociales.

Asimismo, los partidarios de las reformas graduales también argumentan que la terapia de choque descuidó el proceso de transición mediante la construcción de infraestructura, la inversión en capital humano y la reforma del entorno empresarial, afirmando que el fervor ideológico por reducir la presencia del Estado en dicho proceso dejó a la transición sin rumbo.

Por ultimo, los gradualistas afirmaban, aunque de forma irónica, que los terapistas de choque actuaban como los bolcheviques de mercado, ya que de la misma manera que los bolcheviques, los defensores de la terapia de choque utilizaron los mismos métodos radicales para transformar la economía, pero en esta ocasión, la dirección fue la opuesta.

La imagen ofrecida por proceso de transformación económica que experimentaron las economías socialistas de Europa del Este al inicio de la década de los años noventa parece estar mucho más matizada de lo planteado a ambos lados del debate. En la práctica, la diferencia en las políticas aplicadas ha sido menor que la implícita por la retórica de ambos lados del debate, dado que algunas reformas requerían del choque mientras que otras deberían haber sido más graduales (Piatkowski, 2018).

2.1.2.       Debate sobre en qué medida la terapia de choque aplicada ha condicionado el proceso de transformación económica

La transición de Polonia a la economía de mercado tras el proceso de liberalización política y económica iniciado en el año 1989 es considerada como una de las transiciones más exitosas de todas las economías postsoviéticas. Sin embargo, más allá de estas consideraciones, son dos las cuestiones que determinan el éxito de Polonia: 1) el ritmo de crecimiento mantenido desde el año 1992, el cual ha sido superior a otras economías en transición, que le ha permitido converger, en términos de PIB per cápita, con otras economías europeas (Figura 1); y 2) su integración en la Unión Europea, lo cual le ha permitido alcanzar importantes niveles de desarrollo socioeconómico.

Figura 1. PIB per cápita PPA (precios constantes)

Fig. 1.png

Fuente: Elaboración propia a partir de datos de AMECO, 2019.

Desde la literatura económica, el éxito que Polonia ha venido cosechando en los últimos años suele estar atribuido a la terapia de choque, un paquete drástico de reformas económicas liberalizadoras que Polonia adoptó rápidamente tras el periodo de dominación soviética y que sentó las bases para un nuevo proceso de mejora económica.

El proceso de estabilización y liberalización económica produjo resultados positivos: los precios fueron puestos en libertad y todas las subvenciones destructivas fueron abolidas; el nuevo sistema eliminó las carencias y el racionamiento de productos básicos; se logró establecer un sistema legal sólido que garantizaba los derechos de propiedad y la libertad económica; las nuevas instituciones capitalistas instauradas, como los bancos privados y las bolsas de valores, comenzaron a funcionar cumpliendo con todos los estándares internacionales; y la apertura del entorno externo favoreció el comercio internacional y ayudó a generar un crecimiento sostenible. Pese a que el proceso de privatización fue lento y complejo, Polonia pudo construir un sector privado eficiente y competitivo, con empresas tecnológicamente avanzadas y gobernando bajo las prácticas corporativas occidentales, contribuyendo a restructurar la producción, aumentar la capacidad productiva y a generar unas bases sólidas de empleo doméstico (Kawalec, 2010).

A pesar de su introducción apresurada y del alto coste social generado, la terapia de choque resultó ser exitosa, ya que resultó ser la política correcta establecida en el momento adecuado para Polonia; porque objetivo de la transición polaca no era restaurar el antiguo sistema, como fue el caso de China o Vietnam, sino reemplazarlo por uno totalmente nuevo, y el radicalismo fue el precio a pagar (Piatkowski, 2018).

Continuando con esta línea argumental, diferentes autores destacan la importancia de la terapia de choque en el proceso de transformación de la economía de Polonia. Sin embargo, señalan más allá de esta, la existencia de otros factores que han contribuido al proceso de transformación y que resulta necesario tenerlos en consideración, ya que la experiencia de Polonia es un caso atípico y se debe de desconfiar a la hora de extraer lecciones de la utilización de políticas neoliberales como políticas útiles para ayudar a economías en transición.

Autores como Marcin Piatkowski (2018) y José Comas (1985) señalan que Polonia, a pesar de décadas de estancamiento y de mala gestión durante el periodo comunista, poseía una serie de condiciones preexistentes –instituciones públicas, infraestructuras, bajos niveles de corrupción, acceso a la educación– diferenciadoras al resto de regímenes socialistas que facilitaron e hicieron posible el proceso de transformación.

Otros como Kolodko (2005), afirman que la terapia de choque resultó ser una respuesta efectiva al estancamiento económico de la Polonia comunista, pero que el éxito económico no podría ser entendido sin la Estrategia para Polonia (1994-1997), ya que “ solo una combinación adecuada de dos políticas: una política de cambio de sistema, la terapia de choque, y una política de desarrollo orientada hacia la acumulación y a la asignación eficiente de capital, ofrece la oportunidad de un rápido crecimiento económico”; y sin adhesión a la Unión Europea (2004), que abrió nuevos horizontes de crecimiento y permitió alcanzar importantes niveles de desarrollo socioeconómico.

Por tanto, es posible afirmar que la terapia de choque no fue la responsable única de la reanimación de Polonia, sino que más bien eliminó las desventajas sociales y económicas que durante el periodo comunista habían estado frenando el desarrollo económico de Polonia, y que a partir de su aplicación se fueron sentando las bases para el inicio del proceso de transformación hacia el nuevo sistema económico.

3.        Antecedentes históricos: De la economía planificada a la incorporación a la Unión Europea

3.1.    Transformación democrática: de la revolución política a la conformación del primer gobierno

En Polonia, los levantamientos nunca fueron hechos aislados. Tras el fin de la II Guerra Mundial, la rebelión, la protesta y los movimientos de resistencia popular se convirtieron en una constante histórica. Con carácter casi cíclico se repitieron las huelgas y los levantamientos: en junio de 1956 los obreros en Poznan; en marzo de 1968, los estudiantes en Varsovia y en otras universidades; en diciembre de 1970, en los puertos de Gdansk, Szczecin y Gdynia; en junio de 1976, en Ursus y Radom, y finalmente, en agosto de 1980, las huelgas en el Báltico, que concluyeron con la fundación de Solidaridad (Comas y Azcárate, 1985).

Sin embargo, la huelga de 1980, que se extendió por más de 18 ciudades ante el descontento por la subida de los precios y del coste de la vida, fue una demostración de desafío sin precedentes. A medida que transcurría la huelga el astillero Lenin de Gdansk se fue convirtiendo en un foco de democracia popular: los trabajadores fueron ampliando sus peticiones, no querían que sus condiciones laborales siguieran estando bajo el control directo de los Apparátchiks del partido, querían un sindicato independiente propio y el derecho a negociar e ir a la huelga. Sin esperar al permiso de las autoridades, acordaron en votación formar ese sindicato y lo denominaron Solidaridad (Klein y García 2012).

En solo un año, Solidaridad, dirigido por Lech Walesa, se extendió por el país a un ritmo desaforado y contaba ya con diez millones de miembros. Tras haber conquistado el derecho a negociar, Solidaridad empezó a realizar avances concretos: una semana laboral de cinco días en lugar de seis y mayor participación en la gestión de las fábricas. Cansados de vivir en un país que rendía culto a una clase obrera idealizada que en realidad abusaba de los trabajadores reales, los afiliados de Solidaridad denunciaban la corrupción y la brutalidad de los funcionarios de un partido que no respondían ante el pueblo de Polonia, sino ante los burócratas de Moscú. En septiembre de 1981, durante la celebración del primer congreso nacional del sindicato, los miembros  del sindicato estaban dispuestos a llevar su movimiento a una nueva fase. Solidaridad se transformó en un movimiento revolucionario que aspiraba a hacerse con el control del Estado y que contaba con un programa económico y político alternativo para Polonia.

Ante la creciente ambición de Solidaridad y bajo la intensa presión soviética, el máximo dirigente de Polonia, el mariscal Jaruzelski, declaró la ley marcial en diciembre de 1981, detuvo, encarceló a la mayoría de los dirigentes de Solidaridad y prohibió el sindicato. A pesar de su prohibición, Solidaridad pasó a la clandestinidad y su leyenda no hizo más que agrandarse, hasta tal punto que, en 1983, a Lech Walesa le fue concedido el premio Nobel de la Paz (Klein y García, 2012).

En 1988, una vez que había remitido el terror provocado por la ofensiva inicial, los trabajadores polacos volvieron a organizar huelgas masivas. Ante la situación catastrófica de una economía en caída libre y un nuevo régimen moderado en Moscú – el de Mijaíl Gorbachov–, el gobierno comunista a través de los acuerdos de la Mesa Redonda optó por ceder, legalizando el sindicato y accediendo a sus pretensiones de presentarse como partido político en las elecciones parcialmente libres de junio de 1989 al Sejm y al Senado (De la Fuente y Cervera, 2000).

Contrariamente a las expectativas de las autoridades, Solidaridad obtuvo una gran victoria al hacerse con el 99 de 100 escaños del Senado y con 160 de los 161 escaños en el Sejm. El 24 de agosto de 1989, Tadeusz Mazowiecki tomó posesión como primer ministro y forzó la convocatoria para la celebración de las elecciones presidenciales totalmente libres en mayo de 1990, en las que Lech Walesa fue elegido presidente de Polonia (De la Fuente y Cervera, 2000).

3.2 Transformación económica: de la terapia de choque a la recesión postcrisis

3.2.1        Situación de partida

A pesar de que la situación política se había clarificado tras los acuerdos de la Mesa Redonda concluidos en 7 de abril de 1989 entre Solidaridad y el gobierno comunista, en el frente económico la situación era catastrófica. En la década de 1980 la deuda de Polonia se había inflado hasta los 50 millones de dólares, o lo que es lo mismo, a casi dos tercios de su PIB. La inflación, desatada por la relajación de décadas de controles de precios artificiales, había alcanzado en el año 1989 niveles del 350%, avanzando rápidamente hacia la hiperinflación; el ingreso y la productividad estaban disminuyendo y la escasez crónica privaba a los consumidores de sus necesidades básicas y los bienes disponibles se volvieron extremadamente caros. Asimismo, y debido a que el zloty, la moneda polaca, no era convertible y estaba oficialmente sobrevaluada, el contrabando y la evasión fiscal habían remplazado al comercio internacional (Herrero, 1995). Cuando la situación económica era prácticamente insostenible, se aprovechó el clima de apertura política para dar el paso definitivo: se inició una reforma de carácter radical, cuyo objetivo residía en la sustitución de la planificación por una economía de mercado privatizada y un gobierno democrático multipartidista, a partir de lo cual, Polonia esperaba poder alcanzar rápidamente el éxito económico y social (Marvin, 2010).

Para evitar que la transición tuviera lugar en un entorno marcado por los desequilibrios a los que había conducido la estrategia anterior se decidió poner en marcha también un riguroso plan de ajuste destinado a corregir los desequilibrios monetarios, puestos de manifiesto a través de la inflación, el déficit fiscal y el déficit exterior por cuenta corriente. (Herrero, 1995).

El ministro de finanzas del nuevo gobierno formado en septiembre, Leszek Balcerowicz, lanzó el 1 de enero de 1990 un plan de estabilización que habría de convertirse en un símbolo de la terapia de choque y en la primera experiencia de su género en un país del Este. El plan fue diseñado por un equipo de expertos polacos, con la ayuda de asesores occidentales, entre ellos el economista de la Universidad de Harvard, Jeffry Sachs y David Lipton; y fue financiado por el FMI y el Banco Mundial.

A pesar de la firme voluntad del gobierno y del pueblo polaco, las dificultades con las que se toparon tanto los cambios institucionales como el proceso de estabilización obligaron a prolongar su vigencia más allá de lo previsto. Ante estas circunstancias, para conocer el impacto de las medidas que condujeron a la recesión, resulta necesario conocer las principales líneas del proceso de reforma iniciado en 1990, y sus primeros resultados (Herrero, 1995)

3.2.2. Plan Balcerowicz: Principales líneas de la reforma y sus primeros resultados

El Plan Balzerowicz perseguía, a corto plazo, la estabilización de la economía polaca centrando su atención en la reducción de la inflación, y, a largo plazo, transformar el sistema de economía planificada en un sistema orientado al mercado (Piatkowski,2018). Para ello, el Plan estaba enfocado en tres direcciones principales, en donde la mayor parte de las medidas recogidas estuvieron encaminadas a detener el aumento de los precios y a acabar con las tensiones inflacionistas (Herrero, 1995).

En primer lugar, se liberalizaron todos los precios –excepto los precios socialmente más sensibles, como los de la calefacción, la electricidad y el gas, que aumentaron gradualmente– que hasta ahora habían sido controlados por el Estado. La liberalización de los precios tuvo como objetivo eliminar la mala asignación, reactivar los mercados en la línea de oferta y demanda, eliminar la escasez y lograr una masa crítica de cambio hacia la construcción de una economía de mercado de alto funcionamiento (Piatkowski, 2018).

Segundo, el programa tenía como objetivo restablecer la estabilidad macroeconómica, restringir la galopante hiperinflación, la cual superaba el 350% en el año 1989 y estabilizar el presupuesto (gráfico 2). Bajo el Plan, la moneda polaca, el zloty, fue devaluada y fijada al dólar y se prohibió la financiación del déficit presupuestario por parte del banco central. Se iniciaron discusiones sobre la restructuración de la deuda extranjera. Las tasas de interés se incrementaron para amortiguar la inflación y la tributación corporativa se extendió a todas las empresas estatales y se indexó la inflación. Asimismo, las restricciones presupuestarias para las empresas se endurecieron. En definitiva, el efecto de estas medidas fue un dramático ajuste de las políticas fiscales y monetarias (Piatkowski, 2018).

Tercero, el Plan Balcerowicz introdujo reformas orientadas al mercado encaminadas a abrir la economía al comercio y a la competencia, permitiendo la quiebra de empresas estales y la comercialización de los bancos. Se desmantelaron los monopolios comerciales, se inició la privatización de pequeños establecimientos –tiendas, pequeñas industrias, etc.– y los subsidios a la producción fueron eliminados. Los monopolios de comercio exterior fueron eliminados y reemplazados por aranceles aduaneros. El zloty se hizo convertible para transacciones de cuenta corriente en exportaciones e importaciones y se creó una agencia antimonopolio. Asimismo, el Plan Balcerowicz incluía una reforma de la administración publica y la introducción de instituciones básicas de la economía capitalista como la Bolsa (Piatkowski, 2018).

Este conjunto de reformas se implementó a una velocidad sin precedentes, entrando en vigor el 1 de enero de 1990, apenas cuatro meses después del establecimiento del primer gobierno poscomunista. A partir de la puesta en marcha de este programa, se pretendía que Polonia saliera de la profunda crisis económica, redujera la escasez permanente, incluso la de los productos más básicos y construyera credibilidad entre los acreedores para reestructurar la gran deuda externa del país (Piatkowski, 2018).

El éxito que el Plan Sachs-Balcerowicz cosechó en los primeros meses de 1990 hizo presagiar una rápida reducción de los importantes desequilibrios que presentaba la economía polaca antes de que se iniciaran las reformas; sin embargo y desgraciadamente, este éxito inicial no tuvo la continuidad ni los resultados previstos (Herrero, 1995).

Una de las principales características de este periodo fue la hiperinflación de corta duración, que se desencadenó por la eliminación de los subsidios y la liberalización de los precios. Durante los años 1989 y 1990, la tasa anual de inflación fluctuó bastante, alcanzando en la segunda mitad del año 1990 valores del 685%. Ante esta situación, la respuesta del Banco Nacional de Polonia (NBP) fue fijar el tipo de cambio del zloty frente al dólar estadounidense, ya que se suponía que el tipo de cambio fijo serviría como un compromiso creíble en la lucha contra la inflación. La fijación del zloty polaco contuvo la hiperinflación y a finales de 1991, la inflación volvió a los niveles registrados en 1988, de alrededor del 60% adoptando una tendencia a la baja. Sin embargo, el hecho de fijar el tipo de cambio fijo del zloty frente al dólar, generó un deterioro de la competitividad externa de la economía polaca viéndose reflejado en una disminución de la relación entre las exportaciones y el PIB (Belka, 2013).

Las autoridades polacas eran conscientes de que esta opción, de supeditar objetivos como el manteamiento de la producción y del empleo al objetivo de acabar con la inflación, supondría utilización de una política fiscal, y, sobre todo, de una política monetaria de carácter marcadamente restrictivo que tendría efectos perjudiciales sobre la producción y podía originar un dramático crecimiento de los niveles de desempleo. A pesar de ello, no se pusieron en práctica medidas que compensasen estos efectos porque pensaban que la eliminación de una serie de actividades productivas durante el proceso de transición era un fenómeno saludable. Solo después de la breve pero contundente purificación que la economía polaca experimentaría con la supresión de estas actividades sería posible emprender un proceso de crecimiento sano, viable a largo plazo y generador de empleo (Herrero, 1995). La evolución de la economía polaca durante los años 1990-1991 mostró claramente lo erróneo de estos argumentos (figura 2). Esta evolución puso de manifiesto que en lugar de suscitarse una rápida recuperación después de un breve proceso de destrucción creativa, lo que se produjo fue un auténtico derrumbe de la producción y del empleo, dado que ni la producción ni el empleo mostraron síntomas claros de recuperación (Herrero, 1995).

Figura 2. Evolución de la Economía de Polonia 1990-2018 (porcentaje del PIB)

Fig. 2.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat, 2019

En el año 1990, Polonia entró oficialmente una fase recesión transitoria con una caída del crecimiento del PIB del 11,6%. Sin embargo, la reducción de la producción comenzó incluso antes, en el primer trimestre de 1989, donde fue un 6 % menor que en el último trimestre. Las razones que explican una caída tan drástica de la producción nacional son las siguientes: en primer lugar, las empresas no pudieron adaptarse repentinamente a las nuevas realidades del libre mercado, dado que muchas de ellas continuaron produciendo cosas que nadie quería, a precios a los que no podía enfrentarse; en segundo lugar, muchas empresas, como consecuencia del proceso de privatización y de la evolución del sector servicios – anteriormente inexistente y que alcanzó el 46% del PIB– redujeron su producción y en determinados casos, tuvieron que ser liquidadas; y finalmente, el repentino colapso del mercado de Comecon, compartido por todos los regímenes comunistas, motivó que todos países exportadores a Rusia se vieran afectados, generándose problemas con las cuentas vencidas por cobrar y por pagar (Balcerowicz, Blaszczyk y Dabroswki, 1997).

Inmediatamente después de la implementación de la terapia de choque, se produjo un auténtico derrumbe de los niveles de empleo, con una repercusión especialmente importante en el  incremento  de los niveles de desempleo. Del mismo modo que ocurrió con la inflación, las predicciones iniciales sobre el desempleo fueron erróneas y todas las críticas fueron dirigidas al Plan Balcerowicz, el cual, el primer año reforma e implementación vio como los niveles de desempleo se vieron incrementados en un 2,5%. Esta tendencia continuó aumentando hasta alcanzar en el año 1993 el 16,4 % (Figura 3). Entre 1990 y 1993, el número de población activa disminuyó de 17.7 millones a 15. 2 millones de personas. Solo en el año 1990, Polonia perdió 1.25 millones de empleados y en 1991, 0.7 millones (Oficina de Estadísticas de Polonia).

Figura 3. Evolución de la tasa de desempleo en Polonia, 1990-2018 (en porcentaje)

Fig. 3.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat, 2019

Asimismo, como consecuencia del proceso de privatización, durante los primeros años posteriores a la introducción del Plan de Estabilización, Polonia experimentó una profunda reasignación de los recursos del sector público al privado. Como ejemplo de esta reasignación, durante 1989 y 1991, el número de empleados de las grandes empresas estatales disminuyó a más de 3 millones, reduciéndose así la proporción del empleo en el sector público de un 75% a un 50%.

Desde el punto de vista social, un aspecto sorprendente de la política macroeconómica aplicada durante los primeros años de la Transición (1990-1992) fue una mejora de la distribución del ingreso como consecuencia del aumento del gasto social público en siete puntos porcentuales, de un 25,2% en 1990 al 32,2% en 1992, debido al incremento del nivel de transferencias del Estado a personas físicas –de un 10,6% en 1990 a un 19,9% en 1992%-. Este incremento mitigó el aumento de la desigualdad global del ingreso que habría dado lugar a una mayor desigualdad de remuneraciones (Prasad, Keane, 2001).

A partir del año 1992, la economía polaca se estabilizó, el crecimiento económico alcanzó resultados positivos y se produjo una correlación en la mejora de los indicadores macroeconómicos, como la inflación el aumento de la inversión y de la producción industrial, que, en el año 1993, coincidió con los niveles alcanzados en el 1988 (Balcerowicz, Blaszczyk y Dabrowski, 1997). Sin embargo, el crecimiento económico no se vio acompañado de una reducción de los niveles de desigualdad, ya que, a partir del año 1992 se produjo un progresivo incremento de la desigualdad de remuneraciones y de la supresión de un considerable número de puestos de trabajo. Como consecuencia del aumento de los niveles de desempleo, la disminución de los ahorros del sector agrícola y del cierre de muchas empresas estatales, los niveles de pobreza se vieron aumentados, produciéndose una desigual distribución de la misma. Además, el gasto social público se estabilizó, situándose en torno a niveles del 30% Prasad, Keane, 2001).

3.3.          Proceso de corrección y reforma política y económica: de la estrategia para Polonia a las reformas previas a la adhesión a la Unión Europea

La actuación de Polonia durante el proceso de transición no puede ser únicamente analizada por el impacto de las políticas iniciales desplegadas en el periodo de tiempo comprendido entre 1989 y 1991, dado que resulta necesario tener una perspectiva más amplia sobre el proceso de reforma que ha experimentado la economía polaca durante los últimos treinta años. Las elementales reformas iniciadas en 1989 se vieron acompañadas de medidas que corrigieron los excesos y los abusos de la doctrina de shock, fortaleciendo los mercados y construyendo instituciones inexistentes. El proceso de reforma a largo plazo se vio culminado con el ingreso de Polonia en la Unión Europea en el año 2004 (Piatkoswki,2018).

De este modo, el conjunto de reformas desplegadas tras el proceso de reforma post-Balcerowicz pueden estructurarse en dos: la Estrategia para Polonia o el denominado Plan Kolodko y las reformas previas al proceso de adhesión a la UE.

3.3.1.       Estrategia para Polonia o Plan Kolodko (1994-1997)

El segundo periodo de reforma, tras periodo inicial de choque, se inició en el año 1994 bajo la implementación de un complejo programa de reformas estructurales y un acelerado crecimiento económico. La estrategia para Polonia continuó con las líneas correctoras iniciadas durante el inicio del periodo de transformación, pero corrigiendo, al mismo tiempo, los errores evidenciados. Los medios de política económica no fueron confundidos con sus fines, sin embargo, el doctrinarismo neoliberal fue abandonado por un enfoque pragmático basado en el racionalismo económico (Kolodko, 2009).

La Estrategia para Polonia o el Plan Kolodko fue desarrollada e implementada por Grzegorz W. Kolodko, Viceprimer ministro y Ministro de Finanzas de Polonia en el gobierno de coalición del partido poscomunista (SLD) y el partido campesino (PSL). El principal objetivo del “Plan” era reducir los costes sociales de las reformas, mejorar la equidad social y acelerar la creación de instituciones para apoyar un crecimiento más rápido y preparar a Polonia para su futura adhesión a la Unión Europea. En línea con esta estrategia, el gobierno polaco fortaleció el proceso de negociación salarial entre los empresarios y los trabajadores, inició un proceso de reforma del sistema de pensiones, incrementó la inversión en capital humano y mejoró la gobernanza de los activos del Estado. Este conjunto de medidas también incrementó los ahorros domésticos, introdujo frenos sistemáticos en la política fiscal y promovió las exportaciones. Asimismo, introdujo medidas para reformar y fortalecer la capacidad de la administración pública. Y finalmente, se otorgó la total independencia al banco central.

La estrategia, que tuvo un papel crítico en la ampliación de los efectos positivos del Plan Balcerowicz, mitigó el costo social y completó las bases para el desarrollo a largo plazo. Y la creación de instituciones de economía de mercado, permitió el acceso de Polonia en el año 1996 a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (Piatkoswki, 2018).

Durante la implementación de la Estrategia, la economía polaca logró un éxito espectacular y en ese momento fue reconocida como el indiscutible líder de los cambios post-socialistas. Polonia logró las tasas de crecimiento más elevadas en todo el periodo posterior a 1989, excediendo un crecimiento del 6% anual entre 1994 y 1997, la deuda pública se redujo radicalmente de aproximadamente el 87% del PIB en 1993 al 46% a finales de 1997 y la inflación se redujo en dos tercios, del 38 % en 1993 al 13% en 1997(Kolodko, 2009). Durante este periodo, el desempleo disminuyó en un millón de personas debido a una política activa de empleo que aprovechó los instrumentos fiscales y crediticios subsidiarios, y la desigualdad de ingresos aumentó ligeramente (Kolodko, 1999)

3.3.2.       Reformas previas al proceso de adhesión a la Unión Europea (1998-2004)

La estrategia para Polonia fue seguida por un conjunto de reformas que permitieron el acceso de Polonia  a la Unión Europea en el año 2004. En 1999, el gobierno posterior a Solidaridad con Leszek Balcerowicz liderando nuevamente la agenda económica introdujo una nueva serie de reformas. Entre ellas se encontraban un nuevo sistema de pensiones, que transformó el antiguo sistema de pago por uso en un sistema  de contribución definida de tres pilares. Como resultado de ello, los incentivos para la oferta laboral mejoraron y los pasivos fiscales disminuyeron a largo plazo. Asimismo, también se introdujo una importante reforma educativa, que amplió el periodo de duración de la educación obligatoria y alineó el sistema educativo terciario con el marco de Bolonia de la UE. Y Finalmente, se implantó una innovadora reforma de la administración local que descentralizó la toma de decisiones, mejoró la autoridad fiscal y fortaleció la gobernanza (Piatkowski, 2018).

La implementación de este conjunto de reformas coincidió con un periodo de sobre enfriamiento de la economía que ponía fin a la exitosa dinámica de crecimiento económica desplegada con el establecimiento de la Estrategia para Polonia o el Plan Kolodko, y con la fase final del proceso de integración europea (1998-2004)

En un intento por combinar el liberalismo ortodoxo con el populismo de Solidaridad, a finales de la década de los noventa e inicios de los dos mil, se puso fin a la dinámica exitosa de crecimiento económico despegada durante la etapa anterior, y la economía polaca entró en una fase de desvanecimiento y enfriamiento. La respuesta al por qué del enfriamiento de la economía tras una etapa de exitoso y espectacular crecimiento económico se encuentra en la aplicación de una política económica incorrecta basada en un concepto teórico incorrecto. El neoliberalismo polaco combinado con el populismo de derechas no podía dar lugar a más, pero si impedir la prosperidad (económica) y conducir a la economía al estancamiento, con unos costes sociales enormes y unos efectos económicos muy pobres (Kolodko, 2009).

Como resultado de la política de enfriamiento de la economía, la tasa de crecimiento del PIB disminuyó de un 6,5 por ciento en el segundo trimestre de 1997 a un 1,2 por ciento en el cuarto trimestre de 2001. Como ocurrió al inicio de la década de los años 90, y de forma contraria a lo que se pretendía, se produjo un alto déficit presupuestario, duplicándose respecto al año 1997, y a principio de la década de los dos mil, Polonia tuvo que hacer frente a una depresión (Kolodko, 2009).

Desde el punto de vista social, durante este periodo se produjo un incremento de la desigualdad de ingresos como consecuencia de los cambios estructurales y tecnológicos de la economía que desplazaron la demanda laboral del sector público al sector privado y de los trabajadores manuales a los altamente cualificados, y a los cambios producidos en el mercado laboral. Asimismo, durante este periodo tuvo lugar un incremento de los niveles de desempleo, produciéndose un incremento de más de un millón en el número de personas desempleadas, y de los niveles de pobreza (Brzezinski, Jancewicz, Letki, 2013)

Alberto Escribano López, en revistas.ucm.es/

Barbara Schellenberger

Introducción

Constituye un gran honor para mí hablar en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Agradezco vivamente poder recordar a la Profesora Jutta Burggraf precisamente aquí, en su lugar de trabajo.

Conocí a Jutta Burggraf a comienzos de la década de 1970, cuando ella participaba con otras compañeras de estudios en actividades de la Residencia de Estudiantes Müngersdorf, una obra corporativa de la Prelatura del Opus Dei en Colonia. Tras los primeros encuentros, Jutta pronto percibió que Dios le había dado el don de la vocación al celibato apostólico en el Opus Dei.

Cuando el tres de noviembre del año pasado, hace justamente hoy un año, llegué a Barcelona para viajar al día siguiente a Pamplona, y visitar a Jutta en la Clínica, me llegó la noticia de que debía viajar esa misma tarde, pues su estado había empeorado de manera patente. Tomé el último avión, y el cuatro de noviembre pude pasar prácticamente todo el día junto a su cama. A pesar de su estado, Jutta quería conversar –hablamos en alemán–, aunque le resultaba costoso. Se alegró de rezar juntas el Rosario en alemán. A la mañana siguiente, con otras personas aquí presentes, pude estar a su lado cuando Jutta expiró.

Se me ha pedido que mis palabras ante ustedes se encaminen por donde yo estime oportuno. Como el Profesor Morales valora el trabajo teológico de Jutta, decidí elegir como punto de partida de mis consideraciones dos trabajos científicos de Jutta que no están traducidos al español. Me refiero a su disertación doctoral en Pedagogía de 1979, y a su trabajo sobre santa Teresa de Ávila de 1996. Aunque veinte años separan ambos trabajos, sin embargo los dos comparten, a mi juicio, el mismo tema fundamental: ambos tratan de la verdadera humanidad, la «humanitas» auténtica.

No obstante, antes de abordar en detalle estos escritos, me parece oportuno mencionar brevemente algunas circunstancias familiares de Jutta que, a mi entender, influyeron decisivamente en su infancia y juventud, en su carácter, en su interés por la persona, y en su elección de estudios universitarios.

Jutta nació en 1952 en el seno de una familia católica, en la localidad de Hildesheim, en el norte de Alemania (una región de minoría católica). Su padre y su madre eran ambos médicos. Jutta era la segunda de tres hermanas. Su hermana mayor, que lleva a Jutta sólo un año, está enferma desde su nacimiento. En 1960, cuando Jutta tenía ocho años, perdieron a su madre. Su padre se casó en segundas nupcias, también con una médico. Las tres hermanas pronto establecieron una buena relación con su segunda madre. Por motivos profesionales la familia cambió varias veces de domicilio, lo que comportaba el correlativo cambio de colegios para las niñas: de Hildesheim a Frankfurt, de ahí a Paderborn, luego a Bottrop (en la región del Ruhr), donde Jutta en 1971 terminó el Bachillerato en un Gymnasium estatal de lenguas modernas.

Estos pocos rasgos de su infancia y juventud quizá explican por qué Jutta, tras el Bachillerato, se decidió por el estudio de la Pedagogía médica, una materia orientada más hacia la práctica terapéutica que hacia la teoría. Al término de sus estudios Jutta recibió la licencia docente para la enseñanza en escuelas especiales para niños discapacitados corporalmente o con dificultades para el habla.

Itinerario científico

Doctora en Ciencias de la Educación en la Alta Escuela de Pedagogía de Renania (1979)

A causa de sus dotes intelectuales, Jutta siguió el consejo de realizar el Doctorado en Pedagogía en la Escuela Universitaria de Pedagogía de Renania (que en aquel tiempo todavía no se hallaba integrada en la Universidad de Colonia). Jutta eligió investigar un tema histórico, en el que se abordaba el fundamento de la acción pedagógica terapéutica. Llevaba por título «Elementos de un programa moderno de pedagogía terapéutica en las obras de Hildegarda de Bingen y en Juan Luis Vives, como representantes de la Edad Media y del Renacimiento» [1].

Desearía presentarles algunas ideas de la Introducción y de la Conclusión de este trabajo de doctorado; son ideas que, a mi juicio, apuntan ya el camino de Jutta Burggraf para el ulterior estudio de la Filosofía y de la Teología.

En la Introducción, Jutta dirige su atención, nos dice, a «las dimensiones éticas y antropológicas de la Pedagogía terapéutica» [2]. En efecto, en cuanto ciencia de la educación de personas que se encuentran en difíciles condiciones individuales, o en condiciones de sufrimiento y en fases de aguda necesidad, la Pedagogía terapéutica, más que otras líneas de investigación, está condicionada por las orientaciones vitales y por los valores últimos del ser humano. Se trata de la convicción acerca del valor de la vida humana y de la asunción del dolor mediante la búsqueda de su sentido intrínseco. En el ser humano, afirmará Jutta Burggraf, «ser y sentido, realidad y valor» [3] no pueden separarse entre sí. Y llega a esta consecuencia: las cuestiones relativas al objetivo educacional de la Pedagogía terapéutica «se enraízan en fundamentos extra-pedagógicos» [4].

Con ello no se alude a una mera cuestión teórica, sino a los concretos destinos humanos como, por ejemplo, dice, a «la situación de un niño con parálisis cerebral, que apenas es capaz de un movimiento intencional, y que depende de manera permanente del cuidado que le proporcione su entorno. O piénsese en el niño con síndrome de Down, que a causa de sus deficientes capacidades intelectuales parece más una carga que una utilidad; o bien en un niño psicótico que, rodeado de su oscuridad espiritual, lleva una vida aislada de las demás personas» [5]. A la vista de tales casos, Jutta Burggraf planteaba los siguientes interrogantes:

«1. ¿Sigue mereciendo vivirse la existencia humana?

2.   ¿Hay un sentido para el sufrimiento que se produce en esas situaciones límite?

3.   ¿Cómo pueden ser ayudadas tales personas cuando se han agotado todos los recursos médicos?» [6].

Jutta nos ofrecía también tres respuestas en su investigación doctoral:

«1. El valor determinante de toda vida humana es independiente de las condiciones externas.

2.   El sentido último del sufrimiento experimentado por la persona se encuentra oculto en la Transcendencia.

3.   La persona portadora del dolor puede ser ayudada desde el punto de vista anímico y espiritual mediante una orientación hacia la búsqueda de sentido» [7]. En opinión de la autora, la Pedagogía de los años setenta del siglo pasado no podía ofrecer afirmaciones claras sobre sus metas, pues en ese tiempo el ser humano estaba siendo cuestionado en gran medida: el trasfondo filosófico se encontraba fragmentado, se estaban descomponiendo los fundamentos intelectuales de la tradición occidental, tanto clásica como cristiana. La Psicología empírica había reemplazado la perspectiva filosófica. Desde hacía tiempo, la disolución de las ideas tradicionales sobre el valor y la orientación del ser humano reducía la condición humana a meros mecanismos psíquicos y a procesos aislados entre sí; pero, dado su planteamiento reduccionista, no podía reemplazar en absoluto el trasfondo espiritual [8]

Jutta Burggraf no se limitaba a ofrecer un análisis negativo de la situación contemporánea. Descubría huellas de un pensamiento teológico cristiano en el tratamiento del valor de la vida y del dolor, no sólo en tiempos pasados (como Hildegarda de Bingen y Juan Luis Vives), sino también en algunos desarrollos modernos como el de la Logoterapia de Viktor Frankl [9]. Frankl pretendía ayudar al ser humano a comprenderse a sí mismo, y de ese modo ofrecía impulsos para abrir nuevas perspectivas pedagógico-terapéuticas.

De ese modo, en su disertación de 1979 Jutta Burggraf planteaba cuestiones sobre la vida y las relaciones humanas, y sobre su referencia transcendental, que no han perdido vigencia ni relevancia.

Cualificaciones teológicas

Esas profundas cuestiones subyacentes que sólo pudieron ser aludidas en su trabajo doctoral fueron abordadas con íntima alegría por Jutta en sus ulteriores estudios filosóficos y teológicos en Roma, y durante su tesis de doctorado en teología en 1984 aquí, en la Universidad de Navarra, «Introducción al pensamiento trinitario de San Alberto Magno», dirigida por el profesor Antonio Aranda.

Cuando Jutta regresó a Alemania en 1984 no le fue fácil encontrar en su patria un ámbito de trabajo en la Universidad. En ese tiempo, el entonces presidente de la Asociación Mariológica Internacional, el Dr. Germán Rovira, le solicitó una breve ponencia sobre «María, Madre de la Iglesia, y la mujer en la Iglesia». De este modo abordó la «cuestión de la mujer», de la que ya no pudo separarse. Su ocupación en este tema probablemente la cualificó, entre otras cosas, para su participación en el Sínodo de los Obispos en Roma, en 1987, sobre «La vocación de los laicos en la Iglesia y en el mundo», y para alcanzar la plaza de Profesora ordinaria de Antropología en el «Instituto Académico Internacional sobre Matrimonio y Familia», en Kerkrade (Holanda).

La auténtica «humanitas» en la obra sobre Teresa de Ávila

La Profesora Burggraf contaba cuarenta y cuatro años cuando se publicó su libro sobre Teresa de Ávila. Durante cinco años había trabajado en él. Lamentablemente, ninguna Facultad de Teología alemana aceptó esta investigación como trabajo de Habilitación, por motivos totalmente extra-científicos. En cambio, la prestigiosa editorial Ferdinand Schöningh editó la obra en 1996, con el título: Teresa von Avila. Humanität und Glaubensleben (Teresa de Ávila. Humanidad y vida de fe) [10].

Como sucedió en su disertación doctoral en Pedagogía, también este trabajo está atravesado por la pregunta por el ser humano, y más exactamente por la «humanidad» del ser humano. Su objetivo se ilustra con unas palabras de los años cincuenta de la poetisa Gertrud von Le Fort, que Jutta sitúa al inicio de su investigación: la «verdadera humanidad» es «la única prueba de la existencia de Dios» que todavía está dispuesta a aceptar gran parte de la sociedad occidental industrializada de nuestro mundo [11].

De una parte, la expresión «verdadera humanidad» alude a la idea de «humanitas» ya conocida en la antigüedad; de otra parte, se refiere a la noción cristiana que, en última instancia, descubre la «verdadera humanidad» en el amor a Dios y en el amor al prójimo. El ser humano es imagen de Dios [12]. Por tanto, la «humanitas» cristiana encuentra su punto de referencia en el Hijo de Dios hecho hombre. En esta «humanitas» del Señor participa todo ser humano que ha sido incorporado a Cristo mediante la gracia. Cuanto más el hombre se dirige hacia Dios, tanto más alcanzará una cierta perfección de su naturaleza, es decir, la «humanitas». Esto sucede según un proceso que dura la vida entera, y que normalmente no discurre de manera lineal, sino que en diferentes modos está acompañado de esfuerzos y de resignación, de peligros y de retrocesos; está marcado por la experiencia de la ayuda divina, por la contrición y por la conversión; un proceso que se dirige hacia una plenitud que se alcanza de manera definitiva sólo en la vida del más allá [13]. Al término de su trabajo, Jutta Burggraf concluía: no hay auténtica humanidad sin encuentro con Dios y sin la superación de las inclinaciones inferiores desordenadas del ser humano [14].

La imagen de Dios resplandece de manera especialmente clara en los santos. Uno de ellos es Teresa de Ávila [15]. El amor del que Teresa da testimonio no sólo se dirige a los hombres, sino que ante todo se dirige a Dios [16]. El ejemplo de esta santa, nos dice la Profesora Burggraf, ilustra «que el proceso de santificación acontece en un mismo y único proceso de humanización... Cuanto más hondamente el hombre realiza su condición humana, más se acerca a Dios» [17].

En las casi quinientas páginas de su investigación, la autora trata de la personalidad de santa Teresa, de su entorno social y religioso, y también de sus colaboradores y superiores masculinos. Y fluyen también en su trabajo algunas reflexiones críticas sobre la teología feminista. A su juicio, Teresa de Ávila habría liberado la «ciencia de Dios» de ciertos reduccionismos intelectualistas, y la habría anclado de nuevo en el terreno de la fe. Teresa habría mostrado a los «eruditos» de su tiempo que la Teología no es separable de una auténtica vida personal de oración [18]. Para Jutta, más importante que una u otra discusión teórica es ante todo quién y cómo es aquel que desea interpretar la Palabra de Dios, es decir, si el teólogo también está dispuesto a buscar y a reconocer la verdad divina en la propia vida [19]. A la vista del profundo cambio social sucedido en el año 1968, la Profesora Burggraf estimaba que no era casual que Teresa fuese elevada al rango de Doctora de la Iglesia por Pablo VI en una época (en 1970) en que el «Humanum» estaba hondamente amenazado [20].

Testimonio vital

El tema de la «auténtica humanidad», su interés por el hombre, atravesaba como un hilo rojo el trabajo científico de Jutta, pero también su propia vida. Quizá a causa de su experiencia en la propia familia e influida por sus estudios pedagógicos, tuvo siempre un gran corazón para los débiles, para todos aquellos desfavorecidos en cualquier modo. Por naturaleza era una pedagoga con talento.

Sus reflexiones sobre la auténtica humanidad abarcaban el dolor, el perdón y, no en último lugar, la libertad [21].

Aunque en sus escritos aparece en ocasiones una referencia explícita, sus pensamientos sobre la auténtica humanidad están ciertamente impregnados de la espiritualidad de San Josemaría. San Josemaría, como dicen Burkhart y López, «ofrece la orientación básica: los cristianos hemos de ser muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo» [22]. En este reciente Estudio de teología espiritual, sobre la enseñanza de San Josemaría, los autores siguen diciendo: «si las virtudes humanas integran la perfección del hombre y Cristo las ha asumido, el cristiano ha de aspirar a adquirirlas para identificarse con Él. Será ‘muy divino’, solo si es ‘muy humano’. La conciencia de ser hijos de Dios en Cristo –el sentido de la filiación divina– conduce así a un profundo aprecio de todo lo que es auténticamente humano y, como tal, puede ser divinizado» [23].

En este contexto quisiera mencionar el breve estudio de Jutta publicado en alemán, en 1999 [24]. Al término de sus consideraciones, la Profesora Burggraf describe una imagen con la que deseo concluir también mi intervención:

«La aventura de la filiación divina es comparable a un viaje sin fin. Conduce a un océano cuya otra orilla sólo puede ser presentida. El cristiano ya respira la brisa que viene de mar adentro... Su mirada alcanza el lejano horizonte ‘donde se unen el cielo y la tierra’. Pero todavía está anclado el barco que le llevará. Todavía no es capaz de reconocer lo que está oculto ‘detrás’ de ese horizonte. Pero un día se alzará el ancla. Entonces el cristiano emprenderá el viaje a un mundo todavía más bello en el que le recibirá lleno de alegría

Aquel que desde siempre era su Padre –y que siempre quiso lo mejor para él–. Y podrá experimentar definitivamente el insondable misterio del amor de Dios por los hombres en toda su ‘longitud y anchura, altura y profundidad’ (Ef 3, 18)» [25].

Barbara Schellenberger, en dianet.unav.edu/

Notas:

1.  J. Burggraf, Elemente eines modernen heilpädagogischen Konzepts in den Werken Hildegards von Bingen und Juan Luis Vives’ als Repräsentanten des Mittelalters und der Renaissance, Pädagogische Hochschule Rheinland, Köln 1979 (pro manuscrito).

2.  Ibid., p. XI.

3.  Ibid., p. XIII.

4.  Ibid., p. XVII.

5.  Ibid., pp. XI-XII.

6.  Ibid., p.XII.

7. Ibid., p. 328.

8.  Ibid., pp. XVII-XVIII.

9.  Ibid., p. XXIX, 331.

10.   J. Burggraf, Teresa von Avila. Humanität und Glaubensleben, ed. F. Schöningh, Paderborn-München-Wien-Zürich 1996.

11.   Ibid., p. 16.

12.   Ibid., pp. 17-18.

13.   Ibid., p. 19. 14. Ibid., p. 438.

14.   Ibid., p. 438.

15.   Ibid., pp. 19 y ss.

16.   Ibid., p. 21.

17.   Ibid., p. 20.

18.   Ibid., p. 453.

19.   Ibid., p. 452.

20.   Ibid., p. 456.

21.   M. Born, Gedenken an die Theologin Prof. Dr. Jutta Burggraf, en Sedes Sapientiae. Marianisches Jahrbuch 15 (2011), Bd. 1, hg. von German Rovira und Gerhard B. Winkler (=Veröffentlichungen des Internationalen Mariologischen Arbeitskreises), p. 14.

22.   E. Burkhart; J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. 2, Rialp, Madrid 2011, p. 413.

23.   Ibid., pp. 414-415.

24.   J. Burggraf, «Ein Gespür für die Gotteskindschaft» [Una percepción de la filiación divina], en Abba, Vater. Als Kinder Gottes leben [Abba, Padre. Vivir como hijos de Dios], Adamas-Verlag, Köln 1999.

25.   Ibid., p. 42.

Diego Molina Molina

3.      Algunos temas importantes con consecuencias ecuménicas

Además de los criterios expuestos existen temas cuya importancia en el campo ecuménico es innegable y a los cuales Ratzinger ha dedicado una especial atención, ya fuera como teólogo o como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. A algunos de estos temas dedicamos ahora nuestra atención.

3.1. La Iglesia de Cristo "subsiste en" la Iglesia católica (cf LG 8)

El Vaticano II se planteó la cuestión de la eclesialidad de las comunidades cristianas y la solución que dio se puede articular, sintéticamente,  en  siente  puntos:  1, hay una única Iglesia de Cristo;  2,  la Iglesia de Cristo  subsiste en la  Iglesia católica; 3, hay "elementos de Iglesia" en las otras confesiones cristianas; 4, el Concilio llama a esas comunidades "Iglesias y comunidades eclesiales"; 5, con ello les atribuye valor en el misterio de la salvación; 6, distingue, con todo, entre comunión plena y comunión imperfecta; 7, no formula explícitamente un criterio de eclesialidad para discernir a qué comunidades se han de aplicar aquellos términos.

Así pues, la Iglesia de Cristo es “una y única" y subsiste en la Iglesia católica. El secretario de la Comisión doctrinal, G. Philips, predecía poco después del Concilio "ríos de tinta'' a costa del verbo "subsistir" y así ha sido. De hecho, ha habido "sobre-interpretaciones" que han visto en esta formulación la posibilidad de defender que la Iglesia de Cristo se encuentra presente de la misma manera en todas las confesiones cristianas [39]. Una de las más conocidas es la de Leonardo Boff que, hablando de las relaciones entre catolicismo y protestantismo (ambos serían mediaciones incompletas de un proceso dialéctico de afirmación y negación) dice:

"La Iglesia católica [...] es por un lado la Iglesia de Cristo y por otro no lo es. Es la Iglesia de Cristo porque en tal mediación concreta comparece en el mundo, y al mismo tiempo no lo es, porque no puede pretender identificarse con la Iglesia de Cristo de modo exclusivo. Esta, de hecho, puede también subsistir en otras iglesias cristianas" [40].

Ante esta, y otras interpretaciones parecidas, la Congregación para la Doctrina de la Fe se sintió obligada a pronunciarse y lo hizo, en  primer lugar, en la Notificatio  de 1985 a Leonardo Boff y, en segundo lugar, en la declaración Dominus lesus de 1990 (entre las que se ve una clara matización).

a)      La Notificatio de 1985 censuraba lo dicho por Boff acerca de que la Iglesia de Cristo "puede también subsistir" en otras Iglesias como "una tesis exactamente contraria al significado auténtico del texto conciliar". Dice la Notificatio:

"El Concilio escogió la palabra  «subsistir»  justo  para  aclarar que existe una sola «subsistencia» de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo «elementa Ecclesiae» que -siendo elementos de la misma Iglesia­ tienden y conducen hacia la Iglesia católica (LG 8)" [41].

La preocupación de esta Notificación es la que ya aparecía en la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Mysterium Ecclesiae de 1973, que J. Ratzinger comenta en su artículo de 1974 "¿El ecumenismo en un callejón sin salida? Notas a la declaración «Mysterium Ecclesiae» [42]  se dedica en la conferencia ya citada del año 1976. La preocupación de la Congregación, que Ratzinger comparte, es "una mentalidad que contemplaba cada vez más a las Iglesias concretas sin excepción como institucionalizaciones exteriores, en cuya inevitable diversidad se reflejaba -como en un espejo roto en un mayor o menor número de fragmentos- la unidad de la Iglesia" [43]. En este texto Ratzinger defiende, por un lado, que "la Iglesia permanece allí donde están los sucesores del apóstol Pedro y de los restantes apóstoles, que encarnan visiblemente la línea de continuidad con el origen" [44], y por otro que "esta concreción plena no dice que todo lo demás deba considerarse como no Iglesia" [45], donde el adjetivo "plena" tiene una gran importancia, porque es justamente esta adjetivación la que no aparece en el texto de la Notificatio.

De hecho, tras la Notificatio a Boff algunos teólogos se sintieron perplejos a la hora de traducir la oscuridad de la frase existe una sola «subsistencia» de la verdadera Iglesia; "en todo caso -decía uno de ellos- lo que parece claro es que la Congregación interpreta la mente del Concilio en el sentido de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica en un modo tan exclusivo que fuera de sus confines se pueden encontrar sólo elementos de Iglesia'' [46] algo que suponía una "infra-interpretación" del texto conciliar.

Para F. A Sullivan "el significado de subsistit que mejor corresponde al latín clásico y al contexto en que [la palabra] aparece es «continúa existiendo» (continues to exist)". Defendía además que a la luz de Unitatis redintegratio "se puede concluir que el Concilio pretendía afirmar que la Iglesia que Cristo fundó sigue existiendo en la Iglesia católica con una plenitud de medios de gracia y unidad que no se hallan en ningún a otra Iglesia [47].

b)      La Dominus lesus (1990). La crítica del P. Sullivan hecha "con todo respeto" parece haber propiciado en la Congregación para la Doctrina de la Fe una rectificación. En el número 16 del documento se lee:

"Con la expresión subsistit in, el Vaticano II intentaba armonizar dos declaraciones doctrinales: por un lado, que la Iglesia de Cristo, pese a las divisiones que hay entre cristianos, continúa existiendo plenamente en la Iglesia católica y, por otro lado, que «fuera de su estructura pueden hallarse muchos elementos de santificación y verdad»".

Con esto Dominus lesus no dice que fuera de la estructura visible de la Iglesia católica existen sólo elementos de Iglesia (aunque en su nota 56 cita su declaración de 1985, que lo decía), sino que ha seguido al Vaticano II al reconocer que fuera de la Iglesia católica hay no sólo elementos de la Iglesia, sino comunidades cristianas de las que se sirve el Espíritu Santo como medio de salvación para sus miembros. Al hablar de ellos, el Concilio distinguía coherentemente entre las que  él llamaba "Iglesias" y las que llamaba "comunidades eclesiales" [48].

En esta línea creo que puede ser interpretada la Conferencia sobre Lumen Gentium que el cardenal Ratzinger pronunció en el año 2000 [49], y que trata ampliamente el tema del subsistit. Califica entonces la  postura de  Boff como de "relativismo eclesiológico"  y afirma que en la distinción entre "es" y "subsiste" se encuadra el drama de la división eclesial. Para el entonces cardenal (y para Ratzinger) hay dos ideas que están claras, y que a mi modo de ver remiten al Concilio, aunque mantienen cierta ambigüedad. Por una parte afirma que "la iglesia es una y subsiste en un solo sujeto" y por otra que "también fuera de este sujeto existen realidades eclesiales, verdaderas Iglesias locales y diversas comunidades eclesiales". Se puede preguntar si es posible la existencia de verdaderas Iglesias locales sin que exista una subsistencia (aun no plena) de la verdadera Iglesia de Cristo (algo a lo que Dominus lesus daba una formulación más acabada).

3.2.   El papel de Pedro (y del Papa)

J. Ratzinger escribía poco después de la llamada 'semana negra' del Concilio Vaticano II (15-21 noviembre 1964) que lo acontecido en aquellos días había mostrado que

"No se ha dado aún con la forma de realizar el primado -ni de formular la doctrina del mismo- que pueda dejar claro a las Iglesias de Oriente que una unión con Roma no  sería someterse a una monarquía papal sino restablecer el vínculo de comunión con la sede de Pedro..." [50]

Son varios los puntos que en este tema Ratzinger ha ido desarrollando a lo largo de su obra y que son la base de su pensamiento.

3.2.1. Importancia de los estudios históricos

Para J. Ratzinger ni la realización concreta del primado ni su formulación doctrinal se han encontrado aún, sino que aún se las busca. En el año 1965 ya afirma que el tema "del primado del Papa es complicado, ante todo porque el contenido teológico está casi inevitablemente mezclado con ideas y hábitos político-eclesiásticos que apenas le dejan aflorar como limpio contenido espiritual". Para deslindar lo que en el primado hay de esencial con aquellos otros elementos que se han ido entremezclando los estudios históricos y de historia de los dogmas son esenciales. Esto se puede concluir de su reacción a dos libros aparecidos en 1982: V.TWOMEY, Apostolikos Thronos. The Primacy of Roma as reflexted in the Church History of Eusebius and the historico-apologetic writin., of St. Athanasius the Great, Münster 1982; y Sr. HORN, Petrou Kathedra, Paderborn 1982 [51]. Acerca del primero escribía J. Ratzinger:

"Este trabajo extraordinariamente profundo representa a mi juicio un giro decisivo en la literatura de historia de  los dogmas sobre este tema. Aquí queda de manifiesto, por primera vez quizá, cuán profundamente ha calado en la  Iglesia  antigua  la idea petrina y su vinculación con la sede romana, y también, ciertamente, qué pronto empieza a alejarse la concepción de una Iglesia de Imperio;" [52].

El segundo libro, señalaba Ratzinger, "muestra idénticas perspectivas sobre el siglo V''. Y de ambos concluía: "tras la aparición de ambas obras hay que volver a contrastar a fondo, y a revisar en muchos aspectos, los clichés que hoy están generalmente en auge" [53].

La necesidad de profundizar en la historia es también lo que subrayó, a mi modo de ver, de manera impecable el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 6 de noviembre de 1998, "El primado del sucesor de Pedro en el misterio de la iglesia'' en su número 12:

«La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa». También por esto, la naturaleza inmutable del Primado del Sucesor de Pedro se ha expresado históricamente a través de modalidades de ejercicio adecuadas a las circunstancias de una Iglesia que peregrina en este mundo mudable. Los contenidos concretos de su ejercicio caracterizan al ministerio petrino en la medida en que expresan fielmente la aplicación a las circunstancias de lugar y de tiempo de las exigencias de la finalidad última que les es propia (la unidad de la Iglesia). La mayor o menor extensión de esos contenidos concretos dependerá en cada época histórica de la «necessitas Ecclesiae». El Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a conocer esta «necessitas» y el Romano Pontífice, al escuchar la voz del Espíritu en las Iglesias, busca la respuesta y la ofrece cuando y como lo considera oportuno.

En consecuencia, no es buscando el mínimo de atribuciones ejercidas en la historia como se puede determinar el núcleo de la doctrina de fe sobre las competencias del Primado. Por eso, el hecho de que una tarea determinada haya sido cumplida por el Primado en una cierta época no significa por sí solo que esa tarea necesariamente deba ser reservada siempre al Romano Pontífice; y, viceversa, el solo hecho de que una función determinada no haya sido desempeñada antes por el Papa no autoriza a concluir que esa función no pueda desempeñarse de ningún modo en el futuro como competencia del Primado" [54].

3.2.2. La consideración del primado en relación con otros temas

En 1983 nos encontramos con uno de los desarrollos más completos de nuestro autor sobre el tema del primado en el comentario que hace, ya siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al diálogo ecuménico entre la Iglesia Anglicana y la Iglesia Católica que se había llevado a cabo entre 1970 y 1981 [55]. El escrito se centra mucho más que en el primado en el tema de la autoridad en la Iglesia. Interesante es ver cómo la cuestión del primado (y de la autoridad en general) no puede ser contemplado de manera aislada sino que se encuentra entrelazado con otras grandes cuestiones ecuménicas.

Después de referirse a la sorpresa causada por la rápida aparición de las Observationes vaticanas al documento del ARCIC, que, a su entender, son  sólo  un  caso de  puesta en  práctica de aquella estructura de autoridad que el Concilio Vaticano II perfiló y en la que hay tres elementos: el ministerio del sucesor de Pedro, el colegio universall de los obispos y la relación dialogal con las otras Iglesias y comunidades cristianas, pasa a señalar el núcleo del problema, que es "la cuestión de la autoridad, idéntica a la cuestión de la tradición e inseparable de la relación entre la Iglesia universal y la Iglesia particular". Por tanto, no se trata, únicamente, del solo concepto de "primado", sino que hay que determinar  también  el  vínculo  existente entre Escritura, Tradición, Concilios, episkopé y recepción [56].

Ratzinger acepta evidentemente que "la Escritura es medida fundamental de la fe, la autoridad central por medio de la cual Cristo mismo ejerce su autoridad sobre la Iglesia y en la Iglesia'', pero señala la importancia de lo que se ha llamado la Tradición, cuando afirma que "la última instancia no es lo escrito, sino la vida que el Señor ha transmitido a su Iglesia, en la que la misma Escritura tiene vida y es vida'' [57] (para lo cual cita Dei Verbum 8, 3).

Por lo tanto, la Escritura tiene la prioridad "como testimonio", y la Iglesia la tiene "como espacio vital de dicho testimonio". La prioridad de la Iglesia (que Ratzinger llama "relativa'') "presupone la existencia de la Iglesia universal como una realidad concreta y capaz de acción, ya que sólo la Iglesia universal puede ser de esa manera espacio vital de la sagrada Escritura'', de donde deduce Ratzinger que "la cuestión de determinar la relación entre Iglesia particular e Iglesia universal es claramente una de las cuestiones fundamentales." [58]

El problema clásico de quién es el que determina que los juicios están de  acuerdo con la Escritura recibe de Ratzinger también la respuesta de que es la Iglesia universal, a partir de los órganos de que esta dispone (los concilios y el primado). De otra manera señala, acertadamente, los dogmas de la Iglesia antigua no hubieran necesitado de ninguna discusión razonable, y sí que la necesitaron porque no eran "manifiestamente legítimos". En la práctica "transferirla autoridad a lo que es «manifiesto» supone vincular la fe a la autoridad de los historiadores, es decir, a una lucha entre hipótesis" [59]. Frente a esto, sostiene a partir del Nuevo Testamento y de la práctica de la Iglesia antigua que "no puede haber un nuevo control para aquello que la Iglesia universal enseña en cuanto Iglesia universal. ¿Quién se atrevería a emprender tal tarea?" [60]. La universalidad de la Iglesia se "personifica'' en Roma y formula una frase que provocó bastante ruido, aunque no es la más clara: "La Iglesia universal no es simplemente un crescendo (incremento) pleromático externo que en sí no añadiera nada al ser­de-Iglesia de las Iglesias particulares, sino que forma parte del ser-de-Iglesia mismo de ellas'' [61].

Termina Ratzinger respondiendo o explicando lo que escribió en su Teoría de los principios teológicos sobre que a los orientales que se reconcilien con nosotros no podemos exigirles sin más que acepten de entrada decisiones y formulaciones doctrinales sobrevenidas después de escisión (cuestión que se le ha recordado alguna vez como hizo un editorial de Irénikon en 1982). Para nuestro autor hay que aplicar una "hermenéutica de la unidad", que no es un truco para librarse de textos comprometidos, sino un plantearse "en qué medida decisiones del tiempo en que estábamos separados llevan, en su lenguaje y en su forma mental, la impronta de una particularización que es superable sin destruir el auténtico contenido de lo que se dijo" [62].

3.2.3. Lo esencial en el primado

"El Sucesor de Pedro es la roca que, contra la arbitrariedad y el conformismo, garantiza una rigurosa fidelidad a la Palabra de Dios: de ahí se sigue también el carácter martirológico de su Primado." [63].

Esta idea se encuentra presente en la obra de J. Ratzinger desde los comienzos. En su artículo "El primado del Papa y la unidad del pueblo de Dios'', que había aparecido en 1978'' [64], intenta el recién nombrado arzobispo de Munich unir el primado papal al "nosotros'' de la Iglesia, a la perspectiva comunitaria que se había desarrollado en la teología posconciliar. Para Ratzinger el primado del Papa encuentra su fundamento interno en la dimensión personal que tiene la fe y encuentra su estructura interna en el ser testigo de la fe, tal como aparece en los datos neotestamentarios.

3.3.   Iglesia universal e iglesias locales

Ya hemos señalado en el apartado anterior que la frase de Ratzinger que más discusiones provocó es "la Iglesia universal no es un incremento exterior de plenitud que nada añadiría, en las Iglesias locales, a su realidad de Iglesia, sino que se inserta en (hineinragt en el sentido de "se extiende a”, "forma parte de") el ser eclesial mismo de ella" [65]. Esta idea que aparecía ya en 1983 ha vuelto a aparecer en diversos momentos de la actuación de nuestro autor hasta llegar a una discusión de J. Ratzinger con el también cardenal W. Kasper. La importancia de este tema para el diálogo ecuménico la subrayó el cardenal Kasper al final de uno de sus escritos, al mismo tiempo que exponía la relación que existe entre este tema y el del primado.

La cuestión surge de LG 23, en donde se afirma que "la Iglesia católica existe en y a partir de la iglesias locales". La congregación para la Doctrina de la Fe consideraba que tras el Concilio se había producido una acentuación indebida de las iglesias locales, llegando a considerar a la iglesia universal como la suma de las mismas y en 1992 publicaba un documento, en el que pretendía poner las cosas en claro, titulado Communionis notio. Este documento trata sobre algunos aspectos de la iglesia considerada como una communio. El documento expresa la preeminencia ontológica y temporal de la iglesia universal sobre las iglesias particulares, como claramente afirma en el número 9:

"En  efecto, ontológicamente, la Iglesia-misterio,  la Iglesia  una y única según los Padres precede la creación, y da a luz a las Iglesias particulares como hijas, se expresa en ellas, es madre y no producto de las Iglesias particulares. De otra parte, temporalmente, la Iglesia se manifiesta el día de Pentecostés en la comunidad de los ciento veinte reunidos en torno a María y a los doce Apóstoles, representantes de la única Iglesia y futuros fundadores de las Iglesias locales, que tienen una misión orientada al mundo: ya entonces la Iglesia habla todas las lenguas”.

La primera vez que W. Kasper habló de este tema, subrayó lo que para él era el problema principal: la tendencia a identificar la iglesia universal con la iglesia romana (o sea, con el Papa y la curia). Esta idea, que fue rechazada por Ratzinger, no aparece ciertamente en el documento, pero no se puede decir que sea sencillamente un invento de Kasper. De hecho, la imagen que se utiliza ("la iglesia, madre de las iglesias") es una imagen que remite claramente a León Magno en el siglo V y a Gregorio VII, en el siglo XI, y a la reforma gregoriana, que, además de todas las cosas positivas que trajo, introdujo en la Iglesia una concepción juridicista en la que la Iglesia romana era la madre de todas las iglesias. Lo que se aplicó a la iglesia romana en un tiempo, hoy se aplica a la iglesia universal; hay que tener en cuenta además, que la Iglesia romana fue utilizada en la alta edad media como sinónimo de iglesia universal. De alguna manera a esto remite el documento Communionis notio en el número 12:

"Como la idea misma de Cuerpo de las Iglesias reclama la existencia de una Iglesia Cabeza de las Iglesias, que es precisamente la Iglesia de Roma, que preside la comunión universal de la caridad, así la unidad del Episcopado comporta la existencia de un Obispo Cabeza del Cuerpo o Colegio de los Obispos, que es el Romano Pontífice."

El cardenal J. Ratzinger volvió sobre el tema en el año 2000 en la ya citada conferencia sobre la eclesiología de la Lumen Gentium" [66]. En ella Ratzinger acepta que la precedencia temporal de la Iglesia universal sobre las iglesias locales "algo más compleja'' que la prioridad ontológica [67], y afirma que sólo se comprende la oposición a la preeminencia de la Iglesia universal sobre las iglesias particulares desde la sospecha de que con ello se pretende una "restauración del centralismo romano" [68]. Este es, a mi entender, el centro de la cuestión que tiene alcance ecuménico. Ratzinger consideró esto un malentendido y así explicó que la primacía ontológica de la Iglesia uniersal no es de carácter "ontológico" sino "teológico", por lo que podría quedar desactivada esta defensa del "centralismo romano".

En este tema de la relación entre Iglesia universal e Iglesias locales podemos ver algo que ha sido típico de toda la producción teológica de J. Ratzinger, la búsqueda del "justo medio" mediante el subrayado de ciertos aspectos según las necesidades del momento concreto. Por ello Ratzinger ha subrayado en este tema los dos aspectos distintos a lo largo de su producción teológica. Si en el tiempo anterior e inmediatamente posterior al Concilio subrayó la importancia de las iglesias particulares (para compensar el déficit que había padecido en este aspecto la teología occidental), desde los años ochenta ha percibido un déficit en la comprensión de la importancia de la Iglesia universal, por lo que sus acentos se han dirigido ahora a subrayar la importancia de ésta. Creo que, en cualquier caso, no es intención de Benedicto XVI el disminuir el papel y la importancia de la Iglesia local, porque la propia defensa de la Iglesia universal no hace que el episcopado pase de nuevo a ser mera delegación papal al frente de sus Iglesias.

4. Conclusión

Después de esta presentación somera de los aspectos más importantes en la teología de Ratzinger en cuanto al tema del ecumenismo son dos los aspectos que me parecen dignos de destacar: la conciencia de su misión en el terreno ecuménico y la búsqueda incansable de  la verdad. Desde siempre J. Ratzinger se ha encarado con el tema ecuménico y ha ido, como teólogo, reaccionando a los avances en este campo; como Prefecto de la Congregación de la Fe, siguiendo los docwnentos de las diversas instancias que trabajan por la unidad de las Iglesias y señala ndo los puntos que debían ser profundizados; como animando a continuar el diálogo con la conciencia de que, a pesar de las dificultades, es una de las más importantes tareas que ha de realizar como sucesor de Pedro. En cualquiera de estas tres funciones le mueve buscar la verdad que se encuentra ya dada en Jesucristo, si bien la distinta situación desde la que lo hacía le ha llevado a destacar más un aspecto que otro: la discusión y profundización teológica, la llamada de atención ante fáciles componendas o el "diálogo de la caridad" que se concreta en un "ecumenismo espiritual" como fundamento de todo el esfuerzo ecuménico.

Diego Molina Molina, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

39    Como, por ejemplo, la dada por Luis M. BERMEJO en Towards Christian Reunión. Vatican I: obstacles and opportunities, Gujarat Sahitya Prakash, Anand (India), 1984, 49-50, y la de Leonardo Boff a la que nos referiremos ahora.

40    L. BOFF, Iglesia, carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante, Sal Terrae, Santander 1982, 142.

41    Notificazione sul volumen "Chiesa: Carisma e Potere. Saggio di ecclesiología militame» del padre Leonardo Boff ofm, en "L'Osservatore romano" 20-21 de marzo de 1985 (firmado el 11 de mano).

42    Publicado en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fandamental, Herder, Barcelona 1985, 276-286.

43    Id., 279.

44    Id., 278.

45    Ibid.

46  F. A. SULLIVAN, "El  significado y la importancia del  Vaticano  II de  decir, a  propósito de  la  Iglesia  de Cristo , no  «que ella es»,  sino que ella «subsiste   en» la Iglesia católica romana", en: R. LATOURELLE(ed. ) Vaticano II. Balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1987, 607-616 , aquí 613.

47    lbid.

48    Cf. el artículo de F. A. SULLJVAN, "The impact of Dominus lesus on Ecumenism": America 183 (2000),

49    Publicada en Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 129-157.

50    Ergebnisse und Probleme der drïten Konilsperiode, Bachem, Co lonia 1965, 49s.

51    Id., 23.

52    "Probleme und Hoffnungen des anglikanisch-katholischen Dialogs" en: Kirche, Ökumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 67-86, aquí 76, nota 16.

53    lbid.

54    CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El Primado del sucesor de Pedro en el ministerio de la Iglesia, Madrid 2003, 28s.

55   Es el ya citado "Probleme und Hoffnungen des anglikanisch-katholischen Diálogos" en: Kirche, Ökumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 67-86

56    Cf. id., 7 Is.

57    Id.,72.

58    Ibid. Al problema de la relación entre Iglesia universal e iglesias locales nos referiremos en el siguiente apartado.

59    Id., 73.

60    Id., 74.

61    Id., 75. Más claro quizá es lo que dijo Juan Pablo II a los obispos de Norteamérica en el año 1988 y que va en la misma línea; "Precisan1ente porque sois los pastores de Iglesias particulares en las que subsiste la plenitud de la Iglesia universal estáis y debéis estar siempre en plena comunión con el sucesor de Pedro [...] Hemos de ver el ministerio del sucesor de Pedro no sólo como un servicio 'global' que alcanza a la Iglesia particular como 'desde el exterior', sino como perteneciente ya a la esencia de cada Iglesia particular desde 'dentro'. Precisamente porque esta relación de comunión eclesial -nuestra colegialidad efectiva y afectiva- es parte tan Íntima de la estructura de la vida de la Iglesia, su ejercicio pide de cada uno de nosotros que estemos completamente unidos de alma y corazón con la voluntad de Cristo respecto de nuestros diferentes papeles en el Colegio de Obispos" (MS 80 (1988) 79 1).

62    Id., 82.

63    CONGREGACIÓN PARA LA DOCRINA DE LA FE, El Primado del sucesor de Pedro en el ministerio de la Iglesia, Madrid 2003, 25 (número 7 del documento).

64    Publicado en Kirche, Ökumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 35-48.

65    Véase nota 61.

66    Véase en Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 130-157, esp. 139-143.

67   Cf. id., 14 1.

68    Cf. id., 143s.


Diego Molina Molina

1. Introducción

Desde su elección como sucesor de Pedro el 19 de abril de 2005, Benedicto XVI ha asumido el esfuerzo ecuménico como uno de los puntos fuertes de su pontificado [1]. Las intervenciones de Ratzinger sobre este tema han sido muy abundantes [2],  así como su interés en reunirse con miembros de las diversas iglesias y comunidades cristianas en sus distintos viajes apostólicos.

Este interés de Benedicto XVI no es nuevo. De hecho, ha estado presente en toda la obra del pontífice, primero como teólogo y después como obispo/prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y no podía ser de otra manera para alguien que escribió, ya en 1982: "Una de las consecuencias esenciales que del concilio Vaticano II se han derivado para la teología es que, a partir de entonces, el pensamiento y el lenguaje teológicos se hallan constantemente referidos a la dimensión ecuménica" [3].  Esto hace que rastrear el pensamiento de Benedicto XVI sobre el ecumenismo obligue a revisar prácticamente toda su obra porque las posturas en diversos temas teológicos tienen consecuencias para la perspectiva ecuménica, si bien existen algunos escritos, referidos en sentido estricto al tema ecuménico, y que suponen un destilado de lo que ha ido apareciendo a lo largo de toda su obra [4].

En el pensamiento sobre el ecumenismo de Benedicto XVI aparecen una serie de criterios que no se diferencian mucho de los que se encuentran presentes en otros campos de su teología, aunque se revistan de tintes propios. A estos criterios dedicaremos la primera parte de este artículo. En un segundo momento contemplaremos ciertos temas con consecuencias importantes en el campo del ecumenismo y que han tenido un tratamiento importante en la obra de Ratzinger.

 2. Criterios de ecumenismo

Cuatro son los criterios que vamos a exponer en este apartado. Comenzaremos por el que consideramos el más importante, y no es otro que lo que Ratzinger llama el "diálogo de la verdad" (al que une el "diálogo de la caridad"). Desde la elección de Benedicto XVI como sucesor de Pedro, el Pontífice ha hablado numerosas veces del "relativismo" como una característica de nuestra época y como uno de los problemas centrales (sino el más central) con el que se enfrenta hoy el cristianismo. Más allá de las discusiones conceptuales, este relativismo que Ratzinger denuncia supone que el hombre no puede conocer la verdad, sino que vive en "una penumbra que no es posible esclarecer" [5].

El segundo criterio es algo que todo planteamiento ecuménico ha de preguntarse. Ante la situación de separación de las diversas Iglesias cristianas y comunidades eclesiales, ¿qué idea de unidad tenemos en mente?

El tercer criterio, relacionado con el anterior, tiene un tinte más práctico y pastoral. Es importante la unidad, pero también es importante evitar nuevas rupturas. En este contexto podemos entender algunas de las actuaciones papales en relación con ciertos grupos disidentes dentro de la Iglesia.

Por último trataremos algo que también ha estado muy presente en las intervenciones papales: el tema de la conversión como condición para la unidad de los cristianos.

2.1.   El diálogo de la verdad y el diálogo de la caridad

La lectura de las intervenciones de Benedicto XVI sobre el ecumenismo pone ante nuestros ojos que para Ratzinger existen dos tipos de diálogo: el "diálogo de la ver­ dad" y el "diálogo de la caridad" [6].

La verdad siempre ha sido una preocupación en la teología de J. Ratzinger. En 1975 ya señalaba que la discusión en torno a los contenidos de la fe no tiene importancia

"mientras no se aborde la cuestión capital: ¿Existe, en el cambio de los tiempos históricos, una identidad reconocible del hombre consigo mismo? ¿Existe una 'naturaleza' humana? ¿Existe la verdad que, a pesar de mediar históricamente en toda historia, permanece verdadera, porque es verdadera?” [7].

En el diálogo ecuménico, tras el Concilio Vaticano II, se ha tratado, en gran medida, de llegar a buscar una compatibilidad profunda a formulaciones que, en un primer momento, podían parecer como opuestas. Ahora bien, esta búsqueda de compatibilidad no se realiza a partir del consenso, porque lo que está en juego es la fe de la comunidad, que es siempre un don recibido de Dios. Dicha fe no pertenece a la comunidad, sino que ésta es la depositaria, y por lo tanto, remite a una palabra de Dios que es distinta de la palabra humana. "La verdad no es una cuestión de mayoría'' [8]. Para Benedicto XVI la relación entre la verdad y el consenso ha sido invertida, sobre todo, en el discurso desarrollado por Apel y en la filosofía de J. Habermas [9], con el desarrollo de la "teoría del consenso".  Ratzinger habló

1

 

 en contra de esta teoría en numerosas ocasiones, refiriéndose a los diferentes planos en los que ésta aparecía. Así en el tema del derecho [10] , en el de las bases del estado [11], o en el campo de la dogmática, aun cuando las cosas aparezcan en un primer plano de otra manera.

 

Así se oponía el ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1983 a la comprensión de la Tradición que aparecía en el documento sobre el ministerio y la ordenación del ARCIC (1979.) A su entender se había sustituido Tradición por confesión, lo que suponía que la pregunta por la verdad quedaba disuelta a través de una lectura reconciliadora de la historia [12], o lo que es lo mismo, que "tras el nuevo concepto de Tradición se oculta la desaparición de la pregunta por la Verdad" [13]. Esta conciencia de Ratzinger no ha hecho sino crecer con los años. En su artículo "Sobre la situación del ecumenismo" de 1995 dedica un amplio espacio a este tema. Constata que "a la vista de la disputa respecto de la confesión y, con ello, de la disputa sobre la verdad afirmada en ella, para muchos el mismo concepto de verdad se ha vuelto cuestionable" [14]. Se establece un primado de la praxis sobre la verdad, que, por una parte, hace que el ecumenismo se convierta en "ecumenismo de las religiones" y por otra que "el cristianismo y todas las demás religiones son medidas por su contribución en aras de la liberación del hombre, por su «praxis liberadora»" [15]. En el nivel de la teología J. Ratzinger considera que esto se manifiesta en la sustitución de la cristología y de la eclesiología por la idea de "reino de Dios". Frente a estas tendencias nuestro autor defiende que no puede haber un ecumenismo que no se plantee claramente las diferencias teológicas que subyacen a las distintas confesiones, y no en principio para buscar el consenso, algo deseable siempre, sino fundamentalmente para buscar la verdad, que se encuentra en el Evangelio.

Las enseñanzas de Benedicto XVI durante su pontificado no han hecho más que profundizar en esta dirección, defendiendo, en primer lugar, que el ecumenismo busca siempre la verdad:

"El objetivo del diálogo ecuménico e interreligioso, diferentes obviamente por su naturaleza y finalidad respectivas, es la búsqueda y la profundización de la Verdad" [16].

Y poniendo en guardia, en segundo lugar, contra el relativismo:

"Ciertamente, el relativismo o el fácil y falso irenismo no resuelven la búsqueda ecuménica. Al contrario, la desvían y desorientan" [17].

"La fuerza del kerigma no ha perdido nada de su dinamismo interior. Sin embargo, debemos preguntarnos si  no se  ha atenuado toda su fuerza por una aproximación relativista a la doctrina cristiana similar a la que encontramos en las ideologías secularizadas..." [18].

Este "diálogo de la verdad" debe, a su vez, ser sostenido por el "diálogo de la caridad", algo que también aparece constantemente en los escritos papales. Aún más, el diálogo de la caridad es previo al diálogo de la verdad, lo condiciona en la medida en que supone que podamos no sólo oír al otro, sino también escucharlo. Es llegar al diálogo con la convicción de que existen bastantes puntos comunes, conscientes de que venimos de la misma fuente y caminamos hacia el mismo fin, que es la unidad de  todos en el final [19].

2.2. De qué unidad se trata

En gran conexión con el punto anterior nos encontramos con la pregunta sobre la unidad que estamos buscando entre las Iglesias, puesto que la unidad se basa en la verdad que vamos descubriendo.

Por lo que llevamos dicho está claro que Benedicto XVI no desea una unidad que no se tome en serio la verdad. Esto explica que fuera muy crítico con la propuesta realizada por K. Rahner y H. Fries en su conocido libro La unión de Las Iglesias. Una posibilidad real [20]. (de hecho, Fries señala que de su pluma vino la "crítica más severa"). En su primera reacción, aparecida en 1983 Ratzinger escribe:

"La consecución de la unidad a carrera tendida (Par-force­Ritt), tal como la proponen últimamente H. Fries y K. Rahner con sus tesis, es una artimaña de acrobacia teológica que por desgracia no resiste la realidad. Las distintas confesiones no se dejan dirigir hacia su relll1ión como si se tratara de un cuartel, diciendo: lo principal es que marchen juntos; el detalle de lo que piensan entretanto no es tan importante" [21].

En un apéndice a esta primera reacción de Ratzinger, que aparece en el libro Iglesia, Ecumenismo y Política, nuestro autor desarrolla más su postura, señalando que no está de acuerdo con la base a partir de la cual se articula la propuesta de Rahner/Fries y que consiste en la tolerancia en cuanto a la verdad. Por una parte, Rahner y Fries han obviado la pregunta fundamental acerca de cuál es el lugar que la teología evangélica otorga al Canon y a los símbolos de fe apostólico y niceno-constantinopolitano. Además no han tomado en cuenta qué significa para la Iglesia católica la comprensión de la infalibilidad y la capacidad del Papa para declarar infaliblemente, lo cual supone de alguna manera ya una concepción sobre la revelación, la fe, el ministerio ordenado y la propia unidad. En el fondo, Ratzinger considera que la unión propuesta por Rahner y Fries es una unidad formal, sin contenidos claros, lo cual no es ninguna unidad, y supone en la práctica la aceptación de que no podemos llegar a encontrar la verdad (otra cosa muy distinta es que haya que prescindir de las excomuniones entre las Iglesia) [22].

Si nos preguntamos por el contenido positivo que tiene la idea de unidad en Benedicto XVI tendremos que buscar su concepción a partir de ciertas ideas que aparecen a lo largo de sus escritos, y que podríamos resumir en:

2.2.1. Unidad como fruto de la acción de Dios:

La unidad que debemos buscar los cristianos no puede ser conseguida por el mero esfuerzo humano, sino que es algo que vendrá de Dios.

"La obra del restablecimiento de la unidad, que requiere nuestra energía y nuestro esfuerzo, es en cualquier caso infinitamente superior a nuestras posibilidades. La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas es un don que viene de lo alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona" [23].

2.2.2. Unidad que renuncia a Los maximalismos:

En una conferencia pronunciada en 1976 [24] J. Ratzinger consideraba que había habido dos tipos de escisiones: las paleoeclesiales (Oriente-Occidente) y las surgidas de los movimientos de Reforma del siglo XVI. A partir de estos dos tipos de escisiones planteaba también dos caminos diversos por donde podría discurrir la marcha hacia la unidad. En esta marcha había que renunciar a los maximalismos por las diversas partes implicadas. Estos maximalismos son: que Occidente pidiera a Oriente el reconocimiento del primado entendido tal como fue definido en 1870; que Oriente pidiera a Occidente que declarase que la doctrina del primado tal como está definida en 1870 es un error total; que la Iglesia católica pidiera a la Reforma que declarase nulos sus ministerios eclesiales o que la Reforma pidiese a la Iglesia Católica el reconocimiento total de dichos ministerios [25]. A partir de esta renuncia J. Ratzinger establece, en relación a las iglesias orientales, que "Roma no debe exigir de Oriente una doctrina del primado distinta de la que fue formulada y vivida en el primer milenio" [26], y que, por su parte, "Oriente renuncie a combatir como herética la evolución occidental del segundo milenio y a aceptar como correcta y ortodoxa la figura que la Iglesia católica ha ido adquiriendo a lo largo de esta evolución" [27]. Con respecto a las iglesias nacidas de la Reforma J. Ratzinger se muestra más cauto, debido a la multiplicidad de las mismas y vincula la evolución del proceso ecuménico a la comprensión de la Confessio Augustana, que debía ser entendida por parte católica como "una forma propia de realización de la fe común, a la que le competiría su propia autonomía" [28] y por parte reformada "en la dirección en que justamente fue redactada en sus inicios: en la unidad con el dogma paleoeclesial y con su forma eclesial fundamental" [29].

2.2.3. Unidad en la diversidad

En una carta que el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe escribió al Theologische Quartalschrifc de Tubinga, respondiendo a una invitación de esta revista para que explicase su pronóstico acerca del desarrollo del ecumenismo [30], señala el cardenal Ratzinger su idea de una unidad en la diversidad [31]. Esta idea se podría desplegar en:

a)     en primer lugar debemos dejarnos enriquecer por lo positivo que hay en el otro;

b)     de aquí surge un doble movimiento: por un lado debemos seguir intentando y trabajando por conseguir la unidad visible plena a través de los diálogos teológicos, y también a través de la oración y de la conversión; por otro tomar conciencia de que no sabemos ni el día ni la hora en que dicha unidad llegará, porque no es fruto ni única ni principalmente de nuestras fuerzas; esto ha de llevarnos a respetar al otro como otro y respetando su ser otro recibirlo siempre de manera nueva. "Podemos ser uno también como separados" [32].

Esta idea ha sido también continuada por Benedicto XVI, que ha subrayado que "la unidad que buscamos no es ni absorción ni fusión, sino respeto de la multiforme plenitud de la Iglesia" [33],   algo que  tiene que ver con que "el auténtico amor  no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que  no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto" [34].

2.3. Evitar las nuevas rupturas

Durante el pontificado de Benedicto XVI ha aparecido otro criterio, que no estaba tan desarrollado en su labor como teólogo y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe porque es de orden más "práctico" que teórico. Me refiero a sus diversas actuaciones en orden a evitar nuevas rupturas o a hacer que las rupturas existentes no se profundicen. Algunas de estas actuaciones han despertado reacciones contrapuestas en la opinión pública. Una de las más llamativas ha sido su actuación con respecto a la comunidad San Pío X.

El 21 de enero de 2009 les fue levantada la excomunión latae sententiae a cuatro obispo de la fraternidad sacerdotal San Pío X. Esto levantó ciertas críticas en ambientes eclesiales por lo que la Secretaría de Estado vaticana tuvo que hacer una declaración el 4 de febrero del mismo año señalando que la remisión de la excomunión era algo que atañía únicamente a los cuatro obispos pero que no cambiaba en absoluto la situación canónica de la fraternidad. Por último el propio Benedicto XVI escribió una carta a los obispos de la Iglesia católica el 10 de marzo que pretendía dirigir "una palabra clarificadora, que debe ayudar a comprender las intenciones que me han guiado en esta iniciativa, a mí y a los  organismos competentes de la Santa Sede". Ratzinger vuelve a distinguir entre las personas y la institución, y señala que la excomunión buscaba poner de manifiesto la importancia del paso dado en orden a un cisma eclesial y el arrepentimiento de los excomulgados, que es lo que también busca el paso dado por la Santa Sede al remitir dicha excomunión:

"La remisión de la excomunión tiende al mismo fin al que sirve la sanción: invitar una vez más a los cuatro Obispos al retorno. Este gesto era posible después de que los interesados reconocieran en línea de principio al Papa y su potestad de Pastor, a pesar de las reservas sobre la obediencia a su autoridad doctrinal y a la del Concilio" [35].

En este mismo marco de ayudar a la unidad quitando impedimentos que pueden provocar rupturas (si no canónicas, al menos "espirituales") creo que hay que incluir también el motu proprio de Benedicto XVI Summorum pontificum de 7 de julio de 2007 con el que se simplifica el proceso para que se pueda celebrar la misa según el misal de San Pío V, editado nuevamente por Juan XXIII en 1962. Los obispos han de procurar siempre, como el mismo Ratzinger indica, "evitar la discordia y favorecer la unidad de la Iglesia'' [36].

2.3. La conversión

En último lugar, y no porque sea el menos importante, aparece constantemente en los escritos, alocuciones, homilías de Benedicto XVI el tema de la conversión conectado con el esfuerzo ecuménico.

Se trata de una conversión espiritual que está a la base, como un requerimiento y un presupuesto, del camino hacia la unidad. Dicha conversión está conectada con el "ecumenismo espiritual" del que ha hablado en numerosas oportunidades, y al que ya se había referido con anterioridad. Así, hablando de la posible unión entre Oriente y Occidente, J. Ratzinger opina que "la unión de las Iglesias de oriente y occidente es, desde el punto de vista teológico, básicamente posible, pero no cuenca aún con la suficiente preparación espiritual y, por tanto, en la práctica, aún no ha llegado el tiempo a su sazón" [37]. De igual manera la conversión aparece conectada siempre al esfuerzo ecuménico en las intervenciones del Ratzinger. Sirva de ejemplo el siguiente texto:

"Al comienzo de mi pontificado, expresé mi propia convicción de que «la conversión interior es el fundamento de todo progreso en el camino de ecumenismo», y recordé el ejemplo de mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, que a menudo habló de la necesidad de una «purificación de la memoria» como medio para abrir nuestro corazón a fin de recibir la verdad plena de Cristo" [38].

Diego Molina Molina, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1 Así lo afirmó en su discurso a las delegaciones de las diversas Iglesias y de las otras religiones no cristianas el 25 de abril de 2005 (MS 97 (2005) 742s), y más claramente en el primer mensaje dirigido a los cardenales electores en la Capilla Sixtina el 20 de abril de 2005 (MS 97 (2005) 697): "Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro rogó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo."

2   Cf. la voz " Ecumenismo" en Enseñanzas de Benedicto XVI de José A. MARTÍNEZ Puche (4 volúmenes), Edibesa, Madrid.

3   Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 9.

4 Entre ellos cabe destacar "La situación  ecuménica: ortodoxia, catolicismo,  reforma"  (1977), publicado  en: Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental,  Herder,  Barcelona 1985, 231-244 y "Sobre la situación  del ecumenismo" (1995),  publicado en: Convocados en  el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 261-277. De hecho toda la sección segunda de Teoría de los principios teológicos se dedica a "Los principios formales del cristianismo en la controversia ecuménica" (231-376). Además lglesia, ecumenismo y política, BAC, Madrid 1987.

5   Cf. Fede, verita e cultura. Riflessioni in relazione all'enciclica Fides et ratio, Milán 2000.

6   Así aparece repetidamente durante el primer año de su pontificado (ya en el discurso a los miembros de la delegación del Patriarcado de Constantinopla el 30 de junio de 2005 -AAS 97 (2005) 830s-; igualmente en la carca al cardenal Kasper de 1 de septiembre del mismo año y en el discurso del 15 de diciembre de 2005 al comité organizador de la Comisión internacional para el diálogo entre católicos y ortodoxos -AAS 98 (2006) 38-40) y así sigue apareciendo con normalidad durante los siguientes años: cf. la carca A los participantes en la tercera asamblea ecuménica europea de 20 de agosto de 2007 o la Audiencia general de 21 de enero de 2009.

7   Recogido en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental. Herder, Barcelona 1985, 18.

8   "Sobre la situación del ecumenismo", en: convocados en el camino de la Fe, Cristiandad, Madrid 2004, 265.

9   Id., 266.

10    "El «final de la metafísica que en amplios sectores de la filosofía moderna se viene dando como un hecho irreversible, ha conducido al positivismo jurídico que hoy ha cobrado sobre todo la forma de teoría del consenso: como fuente del derecho, si la razón no está ya en situación de encontrar el camino a la metafísica, sólo quedan para el  Estado las convicciones comunes de  los  ciudadanos, concernientes a valores, las cuales convicciones se reflejan en el consenso democrático. No es la verdad la que crea el consenso, sino que es el consenso el que crea no tanto la verdad cuanto los ordenamientos comunes". O. RATZINGER, "La crisis del derecho", palabras de agradecimiento por su doctorado honoris causa pronunciadas el 10 de noviembre de 1999 en la universidad italiana LUMSA).

11    "Como difícilmente puede haber unanimidad entre los hombres, a la formación democrática de la voluntad sólo le queda como instrumento imprescindible la delegación, por un lado, y, por otro, la decisión mayoritaria, exigiéndose mayorías de distinto tipo según sea la importancia de la cuestión de que se trate. Pero también las mayorías pueden ser ciegas y pueden ser injustas. "J. RATZINGER, "Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado liberal”, dossier sobre la discusión entre Ratzinger y Habermas preparado por M. Jiménez Redondo, en http://www.avizora.com/publicaciones/filosofia/textos/007 1_discusion_bases_morales_estado_Iiberal_2.hcm

12    Cf. Kirche, Ókumene und Politik, Johannes Verlag’Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 79.

13    Id., 90

14    Convocados en el camino de la fe, 267.

15    Id., 268. El apartado entero se lee con gran provecho (267-272).

16    Discurso a la conferencia episcopal francesa en Lourdes el 14 de septiembre de 2008.

17    Discurso al Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos el 17 de noviembre de 2006 (AAS 98 (2006) 894-897).

18    Tomado del importante discurso en el encuentro ecuménico de la iglesia de san José en Nueva York el 18 de abril de 2008 (AAS 100 (2008) 339-343).

19    Así la carta a los participantes en la Tercera Asamblea ecuménica organizada por la Conferencia de las Iglesias de Europa de 20 de agosto 2007 (AAS 99 (2007) 8 15-817, aquí 816): "Hay dos elementos que deben orientamos en nuestro compromiso: el diálogo en la verdad y el encuentro en el signo de la fraternidad. Ambos necesitan el ecumenismo espiritual como fundamento. El concilio Vaticano II ya había constatado: «Esta conversión del corazón y es la santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse el alma de todo el movimiento ecuménico» UR 8" o en la Audiencia General de 21 de enero 2009: "Oremos para que entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales continúe el diálogo de la verdad, indispensable para dirimir las divergencias, y el de la caridad, que condiciona el diálogo teológico mismo y ayuda a vivir unidos para un testimonio común".

20    Barcelona 1987.

21    Aparecido en la edición alemana de Communío 12 (1983) 568-582, aquí 573.

22    Cf. Kirche, Ókumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 124s.

23    Homilía 25 de enero de 2008 (MS 100 (2008) 67-71, aquí 68).

24  "La situación  ecuménica: Ortodoxia,  catolicismo y  reforma",  en: Teoría  de los principios  teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 231-244.

25    Cf. La situación ecuménica..., 236s.

26   Id., 238.

27   Id., 239.

28    Id., 242.

29    Ibid.

30    "Zum Forcgang der Ökumene", en: Kirche, Ökumene und Polítik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 128-134.

31    Cf. "Zum Fortgang der Ökumene", 130s.

32    Id., 132.

33    Cf. el discurso a los miembros de la delegación del patriarcado de Constantinopla el 30 de junio de 2005 (ASS 97 (2005) 830s). De igual manera en la carta al Cardenal W. Kasper de I de septiembre de 2005.

34    Homilía de 25 de enero de 2006 (AAS 98 (2006) 113-117, aquí 114).

35    Carta a los obispos de 1O de marzo de 2009.

36    MS 99 (2007) 777-781, aquí 780: "lpse [episcopus] videat ut harmonice concordetur bonum horum fidelium cum ordinaria paroeciae pasrorali cura, sub Episcopi regimine ad normam canonis 392, discordiam vitando et totius Ecclesiae unitatem fovendo".

37    "La situación ecuménica: Ortodoxia, catolicismo y reforma" en: Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 239.

38    Alocución a una delegación de la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas el 7 de enero de 2006.

Ramiro Pellitero

1.        Introducción

El cristianismo no es un libro, ni unos ritos, ni el respeto a unas normas morales. Enseñar el cristianismo es proporcionar una enseñanza profunda e imaginativa de cómo amar y seguir, hoy, a Cristo. El Hijo de Dios nos dijo que era el camino, la verdad y la vida. ¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo vamos a ofrecer a los educandos un horizonte para la propia existencia que configure nuestra identidad en un proyecto unificador?

Quizá, hoy que estamos en el mundo de la posverdad y de las fake news, sea especialmente importante volver a san Pablo, que no vivió con Cristo ni disfrutó la experiencia del Sermón de la Montaña, pero que le tuvo como Maestro interior y fue el gran propagador de la iglesia primitiva. Pues bien, san Pablo exhorta a los cristianos de Roma a que, como consecuencia de la «nueva vida» que han recibido por el bautismo, se transformen con una «renovación de la mente», con el fin de «discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto» (Rm 12, 2).

Esto significa, según otro texto del apóstol, que los cristianos están llamados a participar de la mente de Cristo; más aún, ya tienen esa mente (cf. 1Co 2, 16), entiéndase de modo incoado, desde que pertenecen místicamente a su cuerpo y en ellos actúa el Espíritu Santo. La acción del Espíritu Santo comporta trascender lo racional —sin negarlo—, «porque existe una profundidad y una serie de aperturas a las que la razón no puede llegar por sí sola» (Congar, 2003, p. 54).

El término griego noús, traducido como mente, significa disposición u orientación interior, actitud moral. (En otros lugares, san Pablo lo utiliza en el sentido de la razón práctica, es decir, de la conciencia moral que determina la voluntad y la acción, o con el significado más general de la facultad de entendimiento o juicio). Referido concretamente a Cristo, es usado con el significado de su resolución salvífica, de sus planes o de sus juicios.

Si nos preguntamos por las consecuencias de todo ello para la educación en el ámbito del cristianismo, cabría decir que educar en esa «mente» de Cristo comporta educar desde y para la relación entre la fe y la razón, entre la fe y la cultura. Esto pide, hoy de un modo cada vez más sistemático, un marco de trabajo interdisciplinar dentro de las instituciones educativas, especialmente de aquellas que son de inspiración católica o, al menos, cristiana. Simultáneamente, esta labor requiere una cuidadosa atención a la formación teológica o científico-doctrinal; es decir, a la formación de mentes o «cabezas cristianas» con el debido respeto a la libertad de todos. Igualmente, todo ello implica educar para una «fe vivida», fundamentando de manera pedagógica y práctica el obrar moral, de modo que la inteligencia y el corazón vayan unidos y siempre dispuestos a buscar la verdad y el bien con la belleza, que resplandece y surge de las acciones mismas del hombre y de la mujer cristianos (García Suárez, 1998).

2.    Fe y razón, fe y cultura

A partir de la relación entre fe y razón —ambas originadas en Dios— cabe perfilar la relación entre fe y cultura. En el ámbito educativo, esto tiene particular interés a la hora de plantearse la relación de ciertos ámbitos del conocimiento, también del conocimiento práctico, como son la ética y las ciencias, con la religión.

2.1. Fe y razón: presupuestos

Comencemos por la relación entre fe y razón. Y, ante todo, por la fe. Por fe entendemos, no una teoría intelectual o un mero conjunto de creencias, ritos y reglas morales, sino, ante todo, una vida que, en el cristianismo, procede del encuentro y la relación con Cristo. Ahora bien, como hemos señalado al principio de estas líneas, la vida en unión con Cristo implica la transformación de la inteligencia, su renovación y su despliegue armónico e integrado con las demás dimensiones de la persona: la volitivo-afectiva, la relacional-social y la trascendente, dimensión, esta última, que el cristianismo mantiene como fundada en la imagen de Dios que constituye a toda persona, en su unidad y unicidad, como su más profundo proyecto interior. Ese proyecto, el de la persona humana, está visto en, desde y para Cristo. Se comprende la importancia para la educación de considerar que «lo más propio del hombre, lo que más le define […], es su carácter filial» (Polo, 2006, pp. 43-44).

La fe es, por tanto, una luz hecha vida, que procede de un don amoroso al que la persona va respondiendo en la dinámica de su existencia. Una respuesta que afecta a su modo de pensar, a sus decisiones, actuaciones y compromisos. En consecuencia, si bien la fe como tal no puede ser enseñada, puede y debe ser enseñada en sus «contenidos» veritativos y educada como respuesta libre que hace crecer a la persona hacia la plenitud propia del Amor que la constituye.

La tradición teológica nombra las dimensiones fundamentales de la fe como fides qua (como don), fides quae (como conjunto de verdades o realidades objetivas que vienen con la fe). Es menos común, aunque igualmente fundamental, la referencia a la que podría formularse como fides quae per caritatem vivit et operatur (fe vivida por el amor, o fe en el sentido pleno y propio del cristiano coherente).

«La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre» (Encíclica Lumen fidei, 2013, n. 8). La fe «mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (Id., 18). La fe no es individualista: se vive en un pueblo, en una familia, en la Iglesia; puesto que ella, la Iglesia, es «la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo» (Guardini, 1963, p. 24).

La fe se vincula al amor que salva y transforma. La fe tiene consecuencias para la inteligencia, para la conducta, para el compromiso social. La fe obra por el amor y hace caminar por la esperanza.

La fe está, por tanto, para vivirla —como puerta que abre a la vida íntima de Dios, participa de su propio conocimiento y permite colaborar en el desarrollo de una humanidad y un mundo nuevos—, para conocerla —en sus contenidos tal como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica— y comunicarla —sobre todo con el testimonio, participando gozosamente en la evangelización—. Y todo ello, claro está, de modo libre, como oferta al hombre de una vida mejor, más grande y plena. Una oferta que enriquece y cualifica toda educación, sin mermarla en ninguna de sus aspiraciones o realizaciones.

Desde esa comprensión de la fe se pueden avizorar los tipos de «fe» que no sirven para establecer una relación con la razón o con la cultura. Podrían resumirse en las variantes de una fe no suficientemente acogida, pensada o vivida. «Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Juan Pablo II, 1982).

Así, una fe inmadura (voluntarista, sentimental, racionalista), como también una fe fideísta (incapaz de argumentar con la razón) y una fe puramente teórica (no vivida), cada una por distintos motivos, no servirían a nuestros propósitos educativos. La fe cristiana ilumina la inteligencia a la vez que fortalece la voluntad e integra los sentimientos y las relaciones entre las personas. La fe ilumina para comprender y vivir la realidad de un modo nuevo. Y es impulso para investigar y descubrir siempre nuevos aspectos de la verdad.

Detengámonos ahora en la razón. Por razón entendemos, como lo hace el lenguaje común, la facultad humana de discurrir, propia de la inteligencia. Cabe advertir que la razón humana, para poder ser considerada como tal, debe estar abierta a toda la realidad que nos constituye y nos rodea, y ser capaz de valorarla en relación con la totalidad de la persona: no solo con su inteligencia, sino también con sus deseos y afectos, con su dimensión social y su apertura a la trascendencia.

En consecuencia, para relacionarse con la fe no serviría, en la línea de las observaciones de Josef Pieper (2010), una razón no realista, sino cercana al idealismo; ni una razón estrechamente racionalista (aislada en sí misma respecto al corazón humano, a las relaciones con los demás y con la trascendencia); ni una razón de tipo ilustrada (cerrada a todo horizonte espiritual e incapaz de reconocer, por ejemplo, las raíces del mal en el mundo); ni tampoco una razón de tipo espiritualista (que rechazara el valor de la materia, del cuerpo humano o de las realidades que llamamos temporales: el trabajo, la familia, el desarrollo tecnológico, la vida ordinaria, etc.).

Es interesante, a este respecto, el pensamiento de Joseph Ratzinger sobre la necesidad que, especialmente hoy, tiene la razón humana de ser ampliada. Concretamente, en el discurso de entrega del Premio Ratzinger en su primera edición, Benedicto XVI (2011) se refirió a san Buenaventura (en el prólogo a su Comentario a las Sentencias), cuando habla de un doble uso de la razón, uno inconciliable con la fe y otro acorde con la naturaleza de la fe. Cuando la razón experimental pretende someter a experimento al mismo Dios (cf. Sal 95, 9), sobrepasa sus competencias, en el sentido de que, siendo útil en el ámbito de las ciencias naturales, no es idónea para conocer lo que no es objeto de experimentación humana. Y este planteamiento alcanzó el culmen de su desarrollo en la edad moderna:

La razón experimental se presenta hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo que no se puede verificar o falsificar científicamente cae fuera del ámbito científico. Con este planteamiento, como sabemos, se han realizado obras grandiosas. Que ese planteamiento es justo y necesario en el ámbito del conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, nadie querrá seriamente ponerlo en duda. Pero existe un límite a ese uso de la razón: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta sólo en la relación de persona a persona: eso forma parte de la esencia de la persona (Benedicto XVI, 2011).

De ahí la importancia de la teología. Si el uso «experimental» de la razón es legítimo, bueno y útil en su propio ámbito, se vuelve insuficiente y problemático cuando se absolutiza. San Buenaventura habla de un segundo uso «personal» de la razón, abierto a las grandes cuestiones humanas, y concretamente abierto al amor; pues el amor quiere conocer mejor a quien ama, el amor desea penetrar la verdad más plenamente y así el hombre es capaz de abrirse a Dios y a los demás.

«Cuando no hay este uso de la razón —observa Benedicto XVI—, entonces las grandes cuestiones de la humanidad caen fuera del ámbito de la razón y desembocan en la irracionalidad» (Id.).

En definitiva, la razón que sirve para dialogar con la fe y establecer un puente entre la fe y las realidades humanas (la cultura, las ciencias, etc.) no es la mera razón experimental (instrumental o empírica), que no es suficiente para comprender por sí misma todas las dimensiones de la persona, y por tanto es incapaz de responder a los profundos interrogantes que se plantea el ser humano sobre su origen y dignidad, el sentido de la historia y de su vida, y su destino. Ha de ser una razón humana, en el más amplio y pleno sentido de la expresión. La razón humana de por sí puede alcanzar la verdad, aunque necesita ayuda para hacerlo.

2.2. La ayuda mutua entre la fe y la razón

La razón puede ayudar a la fe a explicarse, y puede advertir cuándo el creyente no es coherente, en su inteligencia o en su vida, con su fe.

Por su parte, la fe puede ayudar a la razón para que se amplíe en una triple dirección: en dirección a la sabiduría, hacia la ética y en dirección a la fe misma, sin prescindir de los contenidos metafísicos y morales de las religiones del mundo. Por ejemplo, un cierto conocimiento de lo cristiano es importante para poder entender la literatura y el arte. Esto requiere una atención a los desarrollos teológicos contemporáneos, aunque no precisa necesariamente una teología sofisticada o erudita; pues, incluso un no creyente o un creyente poco cultivado puede beneficiarse de las principales razones de la fe.

La fe y la razón se necesitan, enriquecen y purifican mutuamente en lo concreto de las vivencias, expresiones y conductas humanas.

Una buena lectura en este horizonte es la de Newman, para el que la teología contribuye a dar un sentido unitario a los saberes, a la vez que aporta respuesta a las «cuestiones últimas» que las ciencias no pueden resolver.

También la teología puede enriquecer las narrativas científicas para que estas no degeneren en tecnocracias, o sea, en el imparable poder de la técnica que arrolla la libertad del hombre y lo hace incapaz de defender su ser y su sentido. Al mismo tiempo, la teología recuerda a todos que lo real en sentido total es inabarcable por el hombre. Nada de esto supone una visión negativa del conocimiento o un inmiscuirse en la identidad y método de las ciencias humanas; sino que las abre a la relación con un ámbito más amplio del ser, relación que puede impulsar la investigación desde dentro de las ciencias.

2.3. El diálogo entre ética, ciencias y religión

La relación entre la fe y la razón se traduce en el diálogo entre fe y ciencia y, más ampliamente, entre fe y cultura. La ciencia ayuda a la fe —en aspectos empíricos o con probados descubrimientos en el campo científico— a reforzar o completar la comprensión del plan originario de Dios sobre el hombre y el universo. (Por ejemplo, la teoría del big bang no solo no se opone a lo que enseña la fe, sino que introduce un elemento de racionalidad en la afirmación de la fe de que hay un Logos divino en el plan original de Dios sobre el hombre y el universo). Y la fe hace posible que el progreso científico se dirija realmente a favor del bien y de la verdad del hombre, con fidelidad al designio divino.

En una universidad o en una escuela de inspiración cristiana, la enseñanza de la religión trata de iluminar la tarea educativa que se realiza en complementariedad con las otras ciencias, de las que se ocupan las distintas asignaturas: puede ayudarlas a descubrir las raíces, muchas veces cristianas, que las sustentan, el modo de servir realmente al hombre sin deshumanizarlo, así como el sentido de la vida y los valores que subyacen en los diversos planteamientos.

A su vez, la ética y las ciencias humanas pueden ayudar a la Religión en su tarea de promover el verdadero bien de las personas, que se sitúa en conexión con la verdad, el amor y la auténtica belleza. No se trata, por tanto, de ocultar los errores, infidelidades y malas actuaciones de los cristianos, sino de reconocerlos, sin dejar de situarlos en sus contextos sociales e históricos.

De esta manera, la educación que se imparte puede aspirar con mayor coherencia a la maduración intelectual y humana de los alumnos. Todo ello se realiza respetando la autonomía, identidad y método de las distintas materias de estudio, sean ciencias, humanidades, etc. La religión ofrece a las demás asignaturas su propia perspectiva, que es hoy, podríamos decir, la del humanismo cristiano. El diálogo entre las asignaturas, que la religión procura fomentar e iluminar, puede traducirse en temas o proyectos interdisciplinares concretos, como medio para ir elaborando la síntesis entre fe y cultura, que ayude a los alumnos y pueda también aprovechar de diversos modos a sus familias.

La interdisciplinariedad debe ser aquí entendida no tanto como simple multidisciplinariedad (planteamiento que favorece una mejor comprensión de un objeto de estudio, contemplándolo desde varios puntos de vista), sino como transdisciplinariedad (es decir, un conocimiento integrador de varias disciplinas que aspire incluso a la sabiduría en relación con la realidad, lo que puede requerir ir más allá de las ciencias empíricas e incluso de las disciplinas académicas) (cf. Francisco, 2017).

Se busca así una educación integral —o quizá mejor una pedagogía de la integración personal (Beltramo, 2018)— abierta a la trascendencia. Ese es también el mejor cauce para alcanzar lo que los alumnos buscan y las familias desean: una educación que promueva la integración de la persona concretamente en la perspectiva cristiana de la fe —no existen perspectivas «neutras» (Romera, 2020, pp. 31-36)— y en su relación con la cultura.

3.    La formación teológica o científico-doctrinal

Con lo dicho se entiende que la educación de la fe deba cuidar de lo que podríamos llamar dimensión teológica o científico-doctrinal de la educación cristiana. Conviene aquí profundizar si la teología es ciencia, cómo se relaciona con las comúnmente llamadas «ciencias» y qué tipo de conocimientos aporta a la educación escolar o académica. La teología es, además, sabiduría al servicio de la evangelización y de la vida cristiana, y tiene una relevante función social.

3.1. La teología y las ciencias

La teología es ciencia, no en el sentido moderno de las ciencias empíricas —que obtienen sus conocimientos mediante la observación y desarrollan su método experimentalmente—, sino en el sentido más originario y profundo que define a una ciencia, según Aristóteles: conocimiento cierto por sus causas.

En este sentido, Tomás de Aquino sostiene que la teología es una ciencia superior a las ciencias humanas. La teología es una ciencia no solo porque transmite conocimientos acerca de Dios y reflexione sobre Dios, sino sobre todo porque participa de los conocimientos que Dios mismo tiene acerca de sí mismo y de su obrar.

La teología presupone, ante todo, una buena relación entre fe y razón, es decir, como ya hemos visto, entre una fe vivida (no simplemente teórica) y una razón humana (una razón más amplia que la razón experimental).

Como señalaba Benedicto XVI, en el discurso ya citado con motivo de la entrega del Premio Ratzinger, la razón humana ampliada —que ha de servir de marco también a la razón experimental— se abre a la luz y la guía de la fe en la ciencia teológica:

La fe recta orienta a la razón a abrirse a lo divino, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa para este camino pertenece a Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su Rostro. Por consiguiente, forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja «tocar» por Dios; y, por otro, la disciplina que va unida al orden de la razón, preserva el amor de la ceguera y ayuda a desarrollar su fuerza visual (Benedicto XVI, 2011).

Ahora bien, la doctrina teológica no se limita a las cuestiones del dogma católico, es decir, a las verdades recogidas en el Credo o definidas solemnemente por los papas o los grandes concilios. Comprende también, por una parte, los conocimientos acerca de Dios o del obrar divino que pueden ser alcanzados con la luz de la razón, aunque, con frecuencia, la sola razón encuentra grandes dificultades para alcanzarlos, y de modo fragmentario, de modo que es la fe la que les dota de unidad y certeza. Por otra parte, las verdades de la fe se relacionan estrechamente con los principios fundamentales del culto cristiano (liturgia) y de la moral cristiana. Estos principios se mantienen sustancialmente idénticos desde el principio del cristianismo, si bien admiten e incluso requieren expresiones y profundizaciones bajo la guía del magisterio de la Iglesia. De esta manera el «depósito de la fe» puede ser no solo conservado fielmente, sino también transmitido y comprendido con toda su viveza y riqueza de contenidos, de acuerdo con las necesidades de los tiempos y lugares.

Así dice Newman acerca de la necesidad de la teología y su relación con las ciencias:

Las múltiples ramas del conocimiento [...] están interrelacionadas de tal modo que ninguna puede ser descuidada sin perjudicar la perfección de las otras. Si la teología es una rama del conocimiento de suprema importancia e influencia, podemos concluir que eliminarla de la educación significa dañar la integridad e invalidar la credibilidad de todo lo que ellas enseñan. [...] Para que la razón humana pueda dominar la materia de la verdad, es fundamental la inclusión de la teología, ya que ella forma parte de muchos otros temas del conocimiento universal. Tomando esto en cuenta, ¿cómo puede un católico cultivar la filosofía y la ciencia atendiendo a la verdad como fin último si elimina la teología de los temas de su enseñanza? En otras palabras, la verdad religiosa no es una parte, sino una condición general del conocimiento (Newman, 2016, p. 68).

Conviene notar que Newman se refiere in recto a la teología natural (desarrollo teológico a partir de la razón), si bien in obliquo su argumentación sirve para toda la teología tout court.

3.2. Teología en clave especulativa y en clave práctica

Además de ser ciencia, la teología es también sabiduría al servicio de la vida cristiana, de la Iglesia y del mundo.

Con la enseñanza de la teología —o la enseñanza de la religión católica— se trata de que nuestros alumnos puedan tener una «cabeza o mente cristiana», de que la fe ilumine su razón, proporcione un sentido y una dirección para su vida, y vivifique la cultura. Y ello, tanto en el ámbito de los temas propios de la teología especulativa —la contemplación de Dios a partir de su obrar y en sí mismo—, como en el ámbito de la dimensión práctica de la teología —es decir—, lo que tiene que ver con la acción moral, social, evangelizadora, etc.

En otros términos, se trata de preparar a los estudiantes para el obrar tanto individual como en conjunto con los demás miembros de la sociedad, de la familia y de la Iglesia; para todo lo que pueda o deba llevarse a cabo —también en el amplio campo de los conocimientos humanos y de las relaciones sociales— con el fin de secundar la gracia de Dios que actúa en cada uno y en los demás.

A quien enseña teología o religión cristiana le corresponde abrir las inteligencias de sus alumnos a la unidad viva y orgánica de la fe. Esto requiere en el educador de la fe una apertura grande para dejarse interpelar por cuanto le rodea, y para dar respuestas nuevas ante cuestiones nuevas, sobre la base del mismo «depósito de la fe» cristiana.

Como ha dicho el papa Francisco, «los educadores y los formadores [...] tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona» (2020, n. 114). La actitud de apertura a las promesas divinas más allá del espacio concreto ya conocido es característica de la fe, como se ve ya en Abraham (Martini, 2002, pp. 50 ss.; Bergoglio, 2013, pp. 174-177).

Es de interés tener en cuenta el hoy denominado «camino educativo de la belleza» (Consejo Pontificio de la Cultura, 2006; para una introducción al tema de la belleza en relación con la fe, cf. Forte, 2004). Se trata de un valor en alza por su posibilidad de impacto. Este camino pide, en lo que respecta a la fe, más capacidad de atracción que de demostración, pero no excluye, sino que reclama el cultivo de la inteligencia. Se trata de proveer a los alumnos de las herramientas adecuadas que, desde el resplandor de la belleza, les faciliten adentrarse en la búsqueda de la Verdad y del Bien, que están precisamente en el origen y raíz vivos de la belleza. Así, poco a poco y con la confianza de los hijos de Dios, podrán recorrer los caminos de la razonabilidad del mundo creado y los anhelos del corazón humano, sin satisfacerse con explicaciones fáciles o con actitudes cómodas ante la vida. A esto se puede llamar fidelidad creativa.

La teología se sitúa también al servicio de la vida cristiana y de la evangelización. De ahí que el lenguaje en la enseñanza de la religión católica deba caracterizarse por la claridad, la calidad y la adecuación imaginativa a las circunstancias de los alumnos.

Además de su dimensión científica y su servicio cristiano y eclesial, la teología tiene también una función social. La teología —y con ella la enseñanza de la religión católica— está llamada a acompañar los procesos culturales y sociales, y abordar los conflictos que surgen tanto en la Iglesia como en la sociedad. La enseñanza de la teología debe ser, así mismo, expresión de una Iglesia que es «hospital de campaña» y, por tanto, puede y debe reflejar la centralidad de la misericordia (cf. Francisco, 2015).

En consecuencia, quien estudia o enseña teología no puede conformarse con acumular o comunicar datos e informaciones sobre la revelación cristiana, sin implicarse en los acontecimientos; sino que debe ser «una persona capaz de construir en torno a sí la humanidad, de transmitir la divina verdad cristiana en una dimensión verdaderamente humana, y no un intelectual sin talento, un eticista sin bondad o un burócrata de lo sagrado» (Id.; vid. también el Discurso de Francisco el 21 de junio de 2019, durante su visita a la Facultad de Teología de Nápoles).

4.    Luces de la revelación cristiana para la educación moral

En una conferencia de 1984 que se publicó con el título «El debate moral. Cuestiones sobre la fundamentación de los valores éticos» (2018), se preguntaba el cardenal Ratzinger dónde están los maestros para la formación de la conciencia moral, que nos ayuden a percibir la voz interior de nuestro propio ser; maestros que no nos impongan un «super-yo» extraño a nosotros, que nos quitaría la libertad.

Aquí —explica el conferenciante— intervienen lo que la antigua tradición humana llama los «testigos del bien»: personas virtuosas que no solo fueron capaces de hacer valoraciones morales, más allá de sus gustos o intereses personales. Fueron también capaces de discernir las «normas» morales básicas que se transmiten en las culturas, aunque en algunos casos puedan haberse estropeado o corrompido.

4.1. Razón, experiencia y sabiduría de los pueblos

Estos verdaderos maestros de moral pudieron asumir no solo la experiencia razonable, sino también aquella que supera a la razón, porque procede de fuentes anteriores, concretamente, de la sabiduría de los pueblos y, de esta manera, esa experiencia funda la misma razonabilidad con que entran en las normativas comunitarias.

Así se ve que la moralidad no se encierra en la subjetividad, sino que está relacionada con la comunidad humana. «Toda moral —sostiene Ratzinger— necesita un nosotros, con sus experiencias prerracionales y suprarracionales, en las que no solo cuenta el cálculo del momento, sino que confluye la sabiduría de las generaciones» (2018, pp. 683-684). Una sabiduría que implica saber regresar, siempre de nuevo y en cierto grado, a las «virtudes originarias», es decir, a «las formas normativas fundamentales del ser humano» (p. 684). (Sobre las virtudes como formas de la vida moral, cf. et. Guardini, 1963/2006).

Estamos ante una buena explicación de cómo la moral —necesariamente referida simultáneamente a los valores, a las virtudes y a las normas— se fundamenta en las relaciones entre razón, experiencia y tradición; explicación que supera la cortedad del horizonte individualista, incapaz de percibir el lugar de la transcendencia de la persona hacia los demás y hacia Dios.

4.2. Jesucristo como garante de la moralidad humana

Sobre estos fundamentos antropológicos de la moral, enfoca a continuación Ratzinger la luz de la revelación cristiana. La revelación aporta una normativa moral a través de una sabiduría. Y en gran medida esa moralidad viene determinada por la «naturaleza» de los seres, es decir, su modo propio de ser y de actuar.

El problema es que, en la época moderna, nos cuesta admitir la existencia de una naturaleza así comprendida, porque reducimos el mundo a un conjunto de realidades materiales que se pueden calcular de modo utilitario. Pero entonces se mantiene la alternativa de si la materia procede de la razón —de una Razón creadora que no es solo matemática, sino también estética y moral—, o al revés: si la razón procede de la materia (posición materialista).

La posición cristiana se apoya en la racionalidad del ser. Y esto, a su vez, —observa Ratzinger— depende, y de modo decisivo, de la cuestión de Dios. Si no hay logos —razón— al principio, no hay racionalidad en las cosas. Esto para Kolakowski significa: si Dios no existe, entonces no hay moralidad, ni tampoco propiamente un «ser» humano, es decir, un modo de ser común a todas las personas, que nos permita hablar de naturaleza humana.

En efecto, y esto suena a lo que decía el célebre personaje de Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permitido» (Iván en Los hermanos Karamazov). Lo cual, aunque parezca radical a oídos contemporáneos, ha quedado suficientemente confirmado en los últimos siglos.

¿Qué hacer, entonces, para comprender y educar la moral? Ratzinger sostiene que no necesitamos tanto de especialistas como de testigos. Y con ello vuelve a la cuestión de los verdaderos «maestros de moral». Vale la pena transcribir integro este párrafo:

Los grandes testigos del bien en la historia, a quienes normalmente llamamos santos, son los auténticos especialistas de moral, que también hoy siguen abriendo horizontes. Ellos no enseñan lo que ellos mismos se han inventado, y precisamente por ello son grandes. Ellos testimonian aquella sabiduría práctica en la que la sabiduría originaria de la humanidad se purifica, se salvaguarda, se profundiza y se amplía, mediante el contacto con Dios, en la capacidad de acogida de la verdad de la conciencia que, en la comunión con la conciencia de los otros grandes testigos, con el testigo de Dios, Jesucristo, se ha convertido a sí misma en comunicación del hombre con la verdad (Ratzinger, 2018, p. 687).

De aquí, advierte Joseph Ratzinger, no se sigue la inutilidad de los esfuerzos científicos y de la reflexión ética, pues «desde el punto de vista de la moral, la observación y el estudio de la realidad y de la tradición son importantes, forman parte de la minuciosidad de la conciencia» (2018, p. 688).

Ratzinger proponía tres puntos que son, a nuestro juicio, esclarecedores en el actual debate sobre la moral —y por eso enriquecen la reflexión sobre la educación de la fe y de la vida cristianas—, desde la razón y la experiencia, la tradición y la apertura a la transcendencia, propias de una antropología cristiana (ver la sugerente presentación, ya clásica, de Mouroux, 2001).

1)   «Junto a la técnica y a la estética, hay también en el hombre una razón moral, que necesita su propio cuidado y formación» (Ratzinger, 2018, p. 688).

2)   Para que el conocimiento moral pueda crecer y desarrollarse se necesita la experiencia moral de la humanidad, así como se necesita «de la reflexión común y de la vida en común en la experimentación histórica del bien, que tiene otras leyes y otras tendencias que la experimentación de las ciencias naturales» (Ratzinger, 2018, p. 688); y esto requiere paciencia y humildad.

3)   «La razón moral y la cuestión de Dios no están separadas. […] Por eso las grandes experiencias morales de la humanidad han acontecido en el contexto de la respuesta a la cuestión de Dios» (Ratzinger, 2018, p. 688).

De ahí —entendía Ratzinger— que la conversión a Dios y la fe en Dios facilitan «oír el lenguaje de la creación». Y por este motivo, la fe cristiana sigue siendo, también en nuestro tiempo ilustrado, una norma con la que deben medirse las expresiones morales de los antiguos y nuevos problemas de hoy y de mañana.

Y rompía una lanza a favor de una antropología verdaderamente humana, como fundamento vivo de la moral y, por tanto, de la conciencia. También para fundamentar la moral, la antropología necesita una razón (humana) suficientemente amplia, que aquí se llama una razón moral (no basta la razón instrumental o calculadora). La educación moral requiere una razón que se abra y pueda acceder de hecho a la experiencia afectiva y a la tradición de la humanidad; y que sea capaz de situarse en el camino de la transcendencia respecto a los demás y a Dios.

En palabras de Ratzinger:

Solo el acceso a la zona de experiencia de lo verdaderamente humano posibilita el reconocimiento y el aprendizaje honestos de la dimensión moral de la realidad. La reapertura de nuestra razón a esta dimensión del reconocimiento es, por tanto, el verdadero mandamiento de una nueva ilustración, que constituye el desafío de la hora presente (Ratzinger, 2018, p. 688).

Hasta aquí el texto de Ratzinger de 1984. Cada uno de los pilares a los que alude en su conferencia —y que podemos denominar sencillamente razón, experiencia y tradición— son canales vivos que se intercomunican y se abren hacia la transcendencia desde el centro de la persona.

Según la fe y la tradición cristiana, tanto la razón y la experiencia como la tradición y la apertura a la transcendencia encuentran su centro de referencia en la Persona de Cristo y en el Misterio de Cristo, que se nos da al participar en la Iglesia, mediante el conocimiento y el amor, por la acción salvadora de la Trinidad.

Por ello, el encuentro con Cristo, la referencia a Él, la unión con Él, la identificación con su mente, con sus sentimientos y con sus actitudes de profunda y única solidaridad por todos y cada uno, son, en la perspectiva cristiana, el cauce para una vida plena, también moralmente hablando. La vida moral del cristiano es «vida en Cristo» y vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, parte III.; cf. Pellitero, 2019, pp. 135-155).

Desde ese centro y con esas dimensiones se entiende la educación moral cristiana: la razón del cristiano, la experiencia cristiana, la tradición cristiana, la transcendencia entendida y vivida al modo cristiano. Todo ello es bien compatible con la visión de la persona que los autores cristianos heredaron de los clásicos, a la vez que la purificaron y perfeccionaron con las luces de la revelación cristiana.

Ramiro Pellitero, dialnet.unirioja.es/

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