La ética es una disciplina que si bien surgió hace más de veinticuatro siglos -con Sócrates y Aristóteles a la cabeza- como parte del incipiente proceso formativo de la filosofía, aún tenemos que continuar buscando alternativas y estrategias para lograr que sus postulados sean aceptados de forma tal que sean eficaces para la conquista de un mundo más justo y digno. Uno de los aspectos que más me inquieta cada vez que me adentro en el discurrir propiamente ético es el ángulo de cuan útil ha sido esa rama filosófica a través de la historia de la humanidad. Penosamente, me temo que su efectividad ha sido cuanto menos deficiente. No creo que sea necesario intentar demostrar aquí que el ser humano no es hoy peor que antes pero, de mayor importancia, tampoco es mejor. Esa particularidad de la condición humana la he tratado antes, por ejemplo, en el ensayo “La inmutabilidad humana” que forma parte del libro La fragilidad humana y otros ensayos (Gutiérrez Laboy, 2005).
A modo de síntesis, en ese trabajo, concluyo que moralmente hablando –y en otras vertientes también– poco si algo ha sido el adelantamiento “humano” del ser humano. Se debe entender por “humano” la cualidad que nos hace estar consciente del otro y de la otra en vista de la deferencia a la vida sosegada de los demás. Es decir, respetándoles el derecho a una vida segura y digna sin afectarles su entorno moral y legal. En el año 1953, Albert Einstein aseguraba que, “No podemos decir que los aspectos morales de la vida humana en general sean hoy más satisfactorios que en 1876” (2000, p. 35). En nuestros días, podemos reafirmar lo mismo. La fragilidad moral continúa caracterizando al ser humano de nuestro tiempo.
Debo anotar desde el inicio -para evadir posibles equívocos- que los conceptos ética y moral no necesariamente son sinónimos, aunque otros los visualicen así, puesto que ésta se refiere a las reglas y preceptos que deben regir al individuo en sociedad y aquélla especula filosóficamente tanto en derredor de las implicaciones como del significado de esas normas. Dicho de otro modo: la moral es “acción” (praxis), en tanto la ética es “reflexión” (teoría). Ahora bien, siempre he pensado que de la ética deben surgir propuestas concretas o, cuanto menos, intuiciones posibles en el orden moral para que esa disciplina tenga alguna relevancia para los individuos. Es decir, en tanto y en cuanto reflexionemos filosóficamente sobre asuntos de índole moral, mas sin de ninguna manera presentarnos como moralistas, debemos proponer opciones que hagan a la ética pertinente para la sociedad.
En este ensayo exteriorizaré algunas nociones que deberíamos tomar en consideración a la hora de exhortar determinado proceder moral, de suerte que las exhortaciones éticas y morales no sean, a fin de cuentas, vanas. Se hace necesario aclarar que esas sugerencias serán satelitales a todo lo que tiene que ver con el problema de la prohibición en la ética, lo que, como saben, es el centro y objetivo de estas reflexiones. Más en específico, lo que pretendo es cavilar acerca de la práctica de la proscripción –que algunos denominan “ética negativa”– en el pensar y el hacer filosófico moral o, lo que es lo mismo, en la ética. Mi aprensión con esa práctica proviene de la opinión de algunos estudiosos cuando indican que “por lo menos aparentemente la tesis de la prohibición contiene consecuencias normativas conservadoras substanciales” (Räikkä & Ahteensuu, 2005, p 34, trad. mía). Comenzando por lo último primero, he de concluir que son, en gran medida, las “excesivas prohibiciones” en la ética y la moral una de las causas del oscuro desempeño de las relevantes proposiciones que se han ido formulando a través de los siglos.
Apremia advertir que este trabajo discurre acerca de la “función” o, si se quiere, del “desempeño” de la prohibición en la ética y la moral en un sentido general -sin atenerme a examinar textos específicos- y no me ocupo de examinar la prohibición como concepto en esas materias. Para los interesados en ese tipo de análisis, les recomiendo el estudio “The Role of Prohibitions in Ethics” de los recién nombrados Räikkä y Ahteensuu. De hecho, tampoco me adentro directamente en el examen de la lógica deóntica, pues por ser ésta la lógica del deber ser o de las reglas (normas) sus supuestos están más cerca de lo puramente teorético y los estudios estrictamente conceptuales, mientras que mis especulaciones aspiran a tener un fin práctico, más próximo al lego.
Desde el inicio de la humanidad, los seres humanos han precisado establecer normas o reglas de conducta morales (normativismo) con el objetivo de tener una mejor y más sana coexistencia en sociedad. De esa manera, se incentivan unas prácticas y se sancionan otras en aras de evitar conflictos entre los miembros de un determinado grupo social. Ante esa realidad surgen innumerables cuestionamientos, como los siguientes:
1. ¿Quién o quiénes han tenido la potestad de establecer lo que es bueno y lo que es malo moralmente hablando?
2. ¿Quién o quiénes les han conferido esa autoridad?
3. ¿Qué es bueno y que es malo?
4. ¿Cuáles prácticas deben ser estimuladas y cuáles prohibidas?
5. ¿Cuál es la base filosófica, social y psicológica en que se fundamenta la incitación y la prohibición?
6. ¿Cuán conveniente o perjudicial es la prohibición en la práctica moral?
Es, justamente, la última interrogante el propósito cardinal de este escrito, aunque sin perder de perspectiva las otras.
Partiendo de la tradición filosófica occidental –pero prestando mucha atención a las recomendaciones de la psicología y la psiquiatría– se hace ineludible “revisitar” el tema de la “prohibición” en la “praxis” y la “theoria” de la ética y la moral. Es decir, debemos replantearnos el beneficio o menoscabo en la costumbre de “prohibir” en el contexto de la reflexión filosófico moral y en la “función” del moralismo como tal, incluyendo tanto los imperativos hipotéticos como los mismos imperativos categóricos kantianos.
Este tema no es nuevo para mí, puesto que lo he contemplado antes, si bien muy someramente. Por ejemplo, en la obra Ética a Ana Laura: Hacia una ética humanista (Gutiérrez Laboy, 2008, p. 95) recomiendo a los moralistas que eviten la imposición en sus exhortaciones morales, ya que:
Si hemos de fungir como moralistas debemos solamente sugerir, recomendar, alentar, estimular y todos esos vocablos de igual o similar connotación. Quizás lo más que se debe hacer es explicar o, mejor, reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. De esa forma, será el recipiente el que decidirá si actúa de una u otra manera sin dejar de ejercer su libertad.
Más recientemente, he vuelto a retomar el asunto en el libro Eugenio María de Hostos: Precursor de la bioética en América Latina (Gutiérrez Laboy, 2010, p.47) cuando propongo que:
Desde mi perspectiva, la función de la ética en las ciencias (bioética) no debe ser de ninguna manera imponer. Es más, ni siquiera persuadir sobre determinado proceder en las decisiones y ejecuciones investigativas que los científicos acometen o en las relaciones en general de los humanos con los asuntos que atañen a la vida animal y vegetal. Siempre he creído altamente imprudente la prohibición en la moral. La ética está para estimular la práctica del pensamiento crítico en los asuntos que le competen. Su función debe limitarse a motivar a la gente a ponderar su mejor proceder moral.
Ahora pretendo dedicarle más atención a esa dimensión de la ética y la moral, que considero crucial, porque me parece que la misma podría ser uno de los motivos que inducen a la resistencia o rechazo a mucho de lo que a las recomendaciones morales respecta. La pregunta, entonces, es si debemos aceptar obligaciones, y si la respuesta fuera en la afirmativa hasta qué punto hemos de someternos. Por otra parte, debemos considerar cuán beneficioso o nocivo es imponer nuestros criterios a otros.
En el contexto de este trabajo las “obligaciones”, o mejor “muchas obligaciones”, están en la misma dirección que las “prohibiciones”, puesto que al estar “obligado” a proceder de determinada manera y no de otra la “prohibición” está subyacente. Como nos explica José Ferrater Mora (1971, II, p. 314, énfasis del autor):
El término “obligación” es usado con frecuencia, en ética, como sinónimo de “deber”. En otros casos se usa “obligación” como uno de los rasgos fundamentales -si no el rasgo fundamental- del deber. En efecto, se supone que el deber "obliga", es decir, que "traba" –lo que indica precisamente el sentido etimológico de “obligación” en su raíz latina obligatio (ob-ligatio). Se estima, en suma, que los deberes son "obligatorios", esto es, que atan o traban a la persona en el sentido de que ésta está "forzada" (obligada) a cumplirlos.
La noción ética de obligación puede, en principio, aplicarse a una sola persona, ya que nada impide decir que una sola persona, en cuanto entidad moral, tiene que cumplir el deber, es decir, está obligada a cumplirlo. Pero se suele aplicar a una comunidad de personas, y hasta se indica a veces que la noción de obligación es básicamente interpersonal. En cualquiera de los dos casos, se distingue entre la necesidad de la obligación y otros tipos de necesidad -tal como, por ejemplo,- la llamada "necesidad natural". En efecto, suponiendo que haya esta última no puede decirse que sea propiamente obligatoria, porque la necesidad natural no puede dejar de cumplirse. En cambio, la obligación moral puede dejar de cumplirse sin por ello dejar de ser forzosa. La obligación moral es, pues, necesaria en otro sentido que otro tipo de forzosidades.
Como antes indiqué esas “obligaciones” provienen de “prohibiciones” preestablecidas, por lo que en muchas ocasiones ambos términos pueden ser intercambiables. De allí que lo que voy exponiendo sobre las “prohibiciones” aplique también a muchas “obligaciones”, sin que ello implique a todas las “obligaciones morales”.
Para Ildefonso Camacho (1999, pár. 10, énfasis mío), la prohibición en la ética inviste monumental representación, por lo que plantea que:
Para otros, la ética se reduce a un conjunto de prohibiciones: viene a entenderse como el instrumento que sirve para establecer esa frontera que no se puede traspasar, más acá de la cual todo está permitido. Una vez que se evita lo prohibido (el mal), todo lo demás sería ya indiferente: por consiguiente, dentro del ámbito de lo no prohibido cada uno puede actuar sin más criterio que el de sus propias conveniencias. Al igual que las anteriores, esta versión empobrece enormemente el alcance de la ética, ya que prescinde de toda dimensión positiva y olvida que la ética es, ante todo, opción por determinados valores y voluntad de hacerlos realidad. Por eso, frente a una ética de la prohibición (ética negativa), hay que pronunciarse por una ética de los valores (ética afirmativa).
Lo primordial que urge considerar en este punto son los efectos de la prohibición en el plano de la moral y la reacción de los individuos ante esas imposiciones morales. Coincido con la apreciación de Räikkä y Ahteensuu (2005, p. 27, trad. mía) cuando establecen que:
Todo nos sugiere que generalmente se piensa que las prohibiciones son parte importante de la ética y la moral. Si bien las prohibiciones se pueden presentar de una manera positiva, las mismas parecen diferir de otro tipo de normas. Las prohibiciones, sean morales o no, nos dicen lo que no debemos hacer, mientras que otras normas nos dicen lo que deberíamos hacer.
Es exactamente por eso que debemos recordar que, con mucha frecuencia, la prohibición en cualquier orden incita a una “natural” resistencia. Las prohibiciones no siempre detienen las conductas que a algunos les podría resultar lesivas a los “buenos cánones morales” como tampoco frenan las infracciones a la ley. Por el contrario, el vedar determinadas acciones en muchas ocasiones compele a que se realicen. Lo que fácilmente puede constatarse en las conductas morales cotidianas y en las adicciones de estupefacientes cuya prohibición históricamente ha sido un estrepitoso fracaso.
La psiquiatría y la psicología nos han enseñado, y no sin alguna controversia, que a todo estímulo (prohibición) sobreviene una respuesta (rechazo). Me refiero al paradigma del estímulo-respuesta desarrollado por el psicólogo norteamericano John B. Watson –basado en las premisas del ruso Iván Pávlov– cuya teoría conductista podría arrojarnos alguna luz que nos permita ser más cautelosos y, a la vez, más sistemáticos a la hora de recomendar algún proceder moral. No obstante, no es la teoría conductista (mecanicista) de Watson la que, en efecto, nos puede ser más útil, sino más bien las propuestas ulteriores que basadas en el conductismo ha expuesto la ciencia neurológica en los últimos años.
Pues bien, simplificando hasta el máximo este acercamiento, se puede establecer que los estudios neurológicos consideran las operaciones del sistema nervioso humano como una cadena de tres clases de neuronas en los que, primero, se reciben los estímulos (neuronas sensitivas) que luego se interconectan (interneuronas) para que en consecuencia se produzca una respuesta (neuronas motoras). Si aceptamos esa aserción, podemos concluir que el rechazo es una actitud normal, y hasta cierto punto comprensible, a las prohibiciones de todo tipo, pero -y esto es lo cardinal- que sean “contranaturales”.
A estas observaciones bien vale la pena señalar, por lo relevante, la importancia de los estudios neuro-éticos en el contexto de la ética y la moral como disciplinas de las costumbres y conductas. Para no excederme del espacio que me he propuesto en este escrito me limito meramente a acotar que “la neuroética se puede emplear también para aumentar nuestro entendimiento de la base neural del comportamiento, la personalidad, la consciencia y el estado de la transcendencia espiritual” debido a que el “ser humano para entenderlo hay que observarlo como un todo, como un ser integral, pero cuyo cerebro es fundamental” (Gutiérrez Laboy, 2010,“Ciências humanas”, p. 17). Si como algunos estudiosos de la neurología sostienen, la conducta de los seres humanos está condicionada a la fisiología cerebral poco margen queda a la “libertad” de los individuos [1]. Ello, podría conducirnos a arribar a la conclusión de que, en efecto, el destino existe. Empero, ese destino no sería “divino” sino que “terrenal”. Si algo nos provocó a conjeturar Pedro Calderón de la Barca -en La vida es sueño- es que el destino “divino” inclina, pero no fuerza. Esa visión es la que me lleva a sospechar que al final de cuentas el cerebro inclina, pero no fuerza. No obstante, si los estudios neuro-éticos no están errados entonces me parece más comprensible la reacción de rechazo a las prohibiciones como una actitud natural del proceder humano.
Debe quedar muy claro que de manera alguna podemos asumir que no se deba prohibir determinadas conductas en el ámbito de la sociedad. Para que podamos vivir en armonía en la colectividad es imperativo suprimir algunas “costumbres” y “conductas” que puedan lacerar la sensibilidad de los otros, como mucho menos debemos poner en peligro la integridad física de ninguno de los miembros que constituyen los pueblos. Además, no podemos olvidar que los deberes morales usualmente se expresan mediante prohibiciones lo que es perfectamente entendible (Räikkä & Ahteensuu, 2005). El propósito de las leyes es, precisamente, restringir el marco de acción de los ciudadanos de manera tal que se obligue a respetar los derechos de los demás. Sin embargo, se debe tener mucha circunspección incluso en cómo se trata al que infringe la ley, puesto que como muy bien nos advertía George H. Mead (1918, p. 583, trad. mía) debemos reconocer que, “un sistema de castigos aquilatado en referencia al poder disuasivo no solamente trabaja muy inadecuadamente en la represión del crimen, sino que además preserva a una casta criminal.” De aquí que el mismo autor categóricamente se refiriera al “burdo fracaso de la ley criminal en la represión y supresión del crimen” (p. 591, trad. mía). No es suficiente que las reglas legales y las reglas morales se prohíban para que sean lo suficientemente persuasivas. Hay que saberlas implementar para que surtan algún efecto. En un mundo ideal –como el “mejor de los mundos posibles” que procuraba el Cándido de Voltaire– no sería necesario la autoridad, por lo que los policías, jueces, fiscales y, sobre todo, los ejércitos no tendrían razón de ser. En ese mundo ideal los ciudadanos se comportarían de forma tal que esos cargos coercitivos y defensivos serían innecesarios porque todas las personas harían lo que deberían hacer sin perturbar a los demás. Desafortunadamente, ese mundo no existe y duele el decirlo, pero la realidad es que en muchos siglos por venir tampoco existirá. Así que las leyes son ineludibles en los pueblos que aún no son civilizados o que está en el camino de civilizarse. Aclaro que empleo el vocablo civilizado en el sentido de personas o grupos sociales cuyo comportamiento están conformes con las normas establecidas por la sociedad, siempre y cuando, desde mi punto de vista, esas normas sean legítimamente aceptadas y sin imposiciones inicuas.
Es, justamente, por eso que mi propuesta no se refiere a una “moral anarquista” como la propusieron pensadores de la talla de William Godwin, Sébastien Faure, Max Stirner y Piotr Kropotkin. Ahora bien, la teoría política y social de los anarquistas contiene matices loables. En particular, encontramos principios tan sensatos como lo expresado por el filósofo francés Jean-Marie Guyau –que tanta influencia ejerció en el Kropotkin de La moral anarquista– cuando aseguraba que, “Nos proponemos, pues, investigar lo que sería y hasta dónde podría llegar una moral en la que no figurase prejuicio alguno, en la que todo fuese razonado y apreciado en su verdadero valor, ya sea respecto a certidumbres, o a opiniones e hipótesis simplemente probables” (Guyau, pár. 2). Además, me siento parcialmente afín a su idea de una “moral sin sanción ni obligación” porque nos advirtió que, “Esta es la libertad en moral, que no consiste en la ausencia de toda regla, sino en la abstención de la regla siempre que ésta no pueda ser justificada con el suficiente rigor” (Guyau, pár. 3). Pero, la raíz de una moral carente o limitada de prohibiciones yo la encuentro en otras fuentes como son las ciencias sociales y médicas tanto para coincidir como para diferir. Pongo por caso que el psicólogo francés J. Selosse visualiza la prohibición como una barrera moral que, "delimita lo posible y cierne lo deseable, asegurando una protección individual y conteniendo la violencia y el goce dentro de los límites de lo prohibido" (Doron & Parot, 2008, p. 451). De acuerdo con su interpretación, la fuerza de la prohibición se conforma en figuras (personalidades) de relieve y será mediante la sumisión, la identificación y la introyección progresiva que las restricciones se transforman "en prohibiciones interiorizadas en una conciencia moral (súper-yo)" (Doron & Parot, 2008, p. 451). Siguiendo esa misma línea concluye que:
La prohibición asegura una triple función: estructural, estructurante y simbólica, pues toda relación con lo real pasa por la mediación de la ley que precede la pulsión y se sirve del lenguaje para expresar sus mandamientos. Las prohibiciones ocupan un lugar importante en la economía de la vida psíquica, están en el origen de los mecanismos de defensa, de represión, de compromiso, de sublimación; alimentan conflictos intrapsíquicos y angustias de conciencia; estructuran organizaciones neuróticas. (Doron & Parot, 2008 p. 451).
Luego, prohibir determinado proceder moral no es de por sí desatinado, muchas veces es inevitable. Lo que es equivocado, repito, es prohibir lo innecesario o, mejor, proscribir lo que no tiene que ser prohibido. Puesto que la moral se da en el contexto social, la misma incumbe tanto al individuo (moral individual) como a la sociedad (moral social). No está demás apuntar que la moral es irrelevante en la soledad. Esto es, pensar en convencionalismos morales sin que alguien nos observe y, sobre todo, que se sienta afectado no tiene sentido. Las acciones morales o inmorales cobran significación en la interacción social y nada más. Así que, si alguna acción o gesto de alguien disgusta, pero no causa daño físico o emocional -por lo indecoroso conforme a los principios establecidos en la sociedad- nada se tiene que hacer al respecto. Claro que ahora tendremos que preguntarnos qué es lo indecoroso. Obviamente, la respuesta va a depender del grupo social o del individuo al que aludamos. Hay actos que a mí me pueden parecer inmorales, mientras que los mismos actos a otros les parecen indiferentes o, incluso, perfectamente morales. De aquí que la moralidad no es lo mismo para todo ser viviente. Lo que no quiere decir que me allane a un relativismo moral. Como Einstein (2000, p. 33) “no creo que sea correcto el llamado punto de vista "relativista", ni siquiera en el caso de las decisiones morales más sutiles.” La polémica en cuanto al relativismo en la ética y la moral es tan antigua como esas mismas áreas y en el contexto de este ensayo considero que el tema es innecesario. Con todo, aprovecho el “memento” para distinguir por lo acertada y brillante la nombrada “ética de mínimos” de la filósofa española Adela Cortina y la anterior “minima moralia” del alemán Theodor W. Adorno.
Retomando el tema de marras, las normas morales como “hechos sociales inmateriales” –en palabras de Durkheim– se pueden establecer para lo que realmente nos afecta tanto psíquica como físicamente. Hablo de contenidos como, por ejemplo, lo justo, lo prudente, lo digno, lo honorable y muchas otras virtudes que transitan en esa dirección. La moralidad no puede ser impuesta a base de preferencias o prejuicios de ningún tipo, sean políticas, culturales o religiosas. El único árbitro que puede decir si una acción es buena o mala es nuestra propia conciencia. El único que decide cómo va a actuar es el propio individuo. El propio Aristóteles aludió a este aspecto del proceder moral cuando afirmó que:
Y así, siempre que fuera de los seres existe una causa que los obliga a ejecutar lo que contraría su naturaleza o su voluntad, se dice que estos seres hacen por fuerza lo que hacen. De otra manera, el hombre desarreglado que no se domina reclamará y sostendrá que no es responsable de su vicio, porque pretenderá que si comete la falta es porque se ve forzado a ello por la pasión y el deseo. Ésta será, pues para nosotros la definición de la violencia y de la coacción: hay violencia siempre que la causa que obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior a ellos; y no hay violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los seres mismos que obran. (en línea, énfasis mío)
De ahí que la función de los autoproclamados moralistas en muchas ocasiones, que no siempre, sea perniciosa por lo inapropiada. Lo cierto es que en grandes sectores de la sociedad el término “moralista” contiene o arrastra una semántica un tanto despreciativa. Y son repudiados, merecidamente, por querer imponer su voluntad en su intento de controlar al otro. Por tanto, debemos evitar a toda costa imponer nuestro criterio como el único válido. Ello no implica que no se deba enseñar a pensar en términos morales.
Por cierto, una de las controversias que reaparecen de tiempo en tiempo es si la moral se puede enseñar. Al respecto, (Gutiérrez Laboy 2008, p. 18) he anotado que:
Desde Sócrates hasta nuestros días se sigue cuestionando si la moral, es decir la “virtud” –como el filósofo griego la concebía– se puede enseñar. Las respuestas son diversas y contradictorias. Tan es así que el Sócrates del Menón o de la virtud de Platón se lo plantea y su respuesta es de por sí incierta. Algunos sostienen tajantemente que no –como el primer Wittgenstein– y que solamente el proceso de socialización desde la infancia y la propia decisión es lo que le llevará a actuar moral o inmoralmente. Aunque yo soy de los que piensan que la ética sí se puede enseñar mientras que la moral no, también opino que eso no es tan importante.
En el contexto de este trabajo considero conveniente hacer unas breves acotaciones al respecto. Einstein (2000, p. 39) sutilmente se preguntó, “¿Se debe, quizá, tratar de moralizar?” y con firmeza respondió, “En modo alguno.” Yo opino que la moral como tal no se puede enseñar, debido a que la misma se adquiere mediante los paradigmas instituidos a través de todo el entorno familiar y social; en tanto, la ética como disciplina filosófica que es se puede y se debe enseñar. Esto es, ya sea en las escuelas -desde la primaria hasta la superior-; ya sea en las universidades, un curso de moral supondría un catálogo de reglas que se deben o que no se debe realizar y que por lo general no cobran significancia en el alumno. Por otro lado, la ética debe ser parte de todo currículo académico, pero su objetivo debe ser conducir a los alumnos a que mediante metodologías pedagógicas dirigidas por los profesores reflexionen filosóficamente –es decir, cuestionando y disputando en el aula– sobre todo lo que tiene que ver con lo moral, de suerte que al exponerlos a esos temas sean ellos los que opten, si lo deciden así, por llevar una vida más ecuánime para con sus congéneres y, por supuesto, con todo ser vivo a nuestro derredor en el ahora y en el mañana. En ese proceso educativo no se puede contemplar la prohibición en la moral por lo contraproducente que es. Quizás fue por eso que Pascal (2001, p. 71) sentenció que “la verdadera moral se burla de la moral; es decir que la moral del juicio se burla de la moral del espíritu: ella carece de reglas.” Vuelvo a exhortar que la moral tiene que germinar en el propio individuo (según su entorno social) y no de imposiciones externas porque, en palabras de Erich Fromm (1982, p. 22):
La Ética Autoritaria (sic) niega formalmente la capacidad del hombre para saber lo que es bueno o malo; quien da la norma es siempre una autoridad que trasciende al individuo. Tal sistema no se basa en la razón ni en la sabiduría, sino en el temor a la autoridad y en el sentimiento de debilidad y dependencia del sujeto.
Debemos tener presente que hay muchas acciones de la vida cotidiana que no se deben proscribir simple y llanamente porque son parte de nuestra naturaleza o de nuestra realidad humana. Esto es, de ninguna manera debemos osar vedar actitudes, acciones o creencias que “son parte de nuestro ser como humanos” o, lo que es lo mismo, de “nuestra realidad existencial”. Cuando acciones tan naturales como la masturbación -por solo mencionar un ejemplo- se tratan de prohibir se pierde la legitimidad o la autoridad que se procura poseer como moralistas y, lo que es peor aún como previamente señalé, las prohibiciones banales conducen al rechazo de las mismas, lo que inevitablemente provoca el resultado contrario al que se buscaba. De igual manera, prohibir el uso de profilácticos durante el acto sexual tanto por presuntos motivos morales como religiosos hacen la función del moralista, antipática por lo insensata, a más de ser una señal de mezquindad espiritual porque, a diferencia de lo que se empeñan en decir muchos religiosos, el sexo también se lleva a cabo por placer y no solo para la procreación, lo que es indiscutiblemente natural. Son, justamente, la mayoría de los religiosos los que piensan que las prohibiciones son fundamentales en la ética y la moral y sin ellas la vida de los individuos no vale prácticamente nada. Tan es así que un teólogo contemporáneo tan importante como Roger Burggraeve (1994, p. 130) de la Universidad Católica de Lovaina se haya propuesto demostrar “como las prohibiciones abren la puerta para la libertad y la riqueza de la creatividad humana.”
Los dos ejemplos anteriores tienen que ver con la sexualidad y no los he incluido por mera casualidad. Sucede que gran parte de las prohibiciones inicuas y, por consecuencia, adversas a la efectividad tanto de la ética como de la moral giran en torno a ese tema que de una u otra manera nos toca a todos. En clara referencia a este particular y a tono con el discurso que voy manejando, Michel Foucault (1998, p. 9-10, énfasis mío) formula unas interrogantes, que bien se pueden extender a todo el asunto que me ocupa, cuando refutando las prácticas proscritas argumenta lo siguiente:
Ahora bien, frente a lo que yo llamaría esta “hipótesis represiva”, pueden enarbolarse tres dudas considerables. Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una evidencia histórica? Lo que a primera vista se manifiesta y que por consiguiente autoriza a formular una hipótesis inicial ¿es la acentuación o quizá la instauración, a partir del siglo XVII, de un régimen de represión sobre el sexo? Pregunta propiamente histórica. Segunda duda: la mecánica del poder, y en particular la que está en juego en una sociedad como la nuestra, ¿pertenece en lo esencial al orden de la represión? ¿La prohibición, la censura, la denegación son las formas según las cuales el poder se ejerce de un modo general, tal vez, en toda sociedad, y seguramente en la nuestra? Pregunta histórico-teórica. Por último, tercera duda: el discurso crítico que se dirige a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo del poder que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y sin duda disfraza) llamándolo "represión” ¿Hay una ruptura histórica entre la edad de la represión y el análisis crítico de la represión? Pregunta histórico-política. Al introducir estas tres dudas, no se trata sólo de erigir contra-hipótesis, simétricas e inversas respecto de las primeras; no se trata de decir: la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en las sociedades capitalistas y burguesas, ha gozado al contrario de un régimen de constante libertad; no se trata de decir: en sociedades como las nuestras, el poder es más tolerante que represivo y la crítica dirigida contra la represión bien puede darse aires de ruptura, con todo forma parte de un proceso mucho más antiguo que ella misma, y según el sentido en que se lea el proceso aparecerá como un nuevo episodio en la atenuación de las prohibiciones o como una forma más astuta o más discreta del poder.
Ese poder represivo se manifiesta también en las imposiciones morales, lo que, sigo insistiendo, perjudica las acciones loables de aquellos que bien intencionados y sin prejuicios elaboran sugerencias morales para el bienestar de la sociedad. Las prohibiciones -si nos vemos forzados a recurrir a ellas- tienen que ser sobre asuntos axiomáticos tales como el homicidio (en cualquiera de sus vertientes) y la violación sexual. Estos dos son ejemplos que no solamente deben conllevar la máxima sanción legal, sino que también son los actos más reprobables que un ser humano pueda cometer desde el punto de vista moral. Lo que no debemos permitir es emplear ni la ética ni la moral como excusa para coartar las libertades que todos procuramos.
Creo que mucha gente confunde la ley con la moral. Como también sospecho que esa misma gente pretende imponer sus opiniones morales como si fueran leyes. Es a lo que Derrida (1992) se refería –según lo interpreto yo– cuando apostilla en relación a las disparidades entre la ley, la ética y la política y las condiciones concretas de su implementación. Esa confusión se cuando el también jurisconsulto Paulo declaró que no todo lo que es lícito es honesto (Non omne quod licet honestum est). De esa forma, se puede aceptar que la ley o el derecho (que estrictamente hablando no son sinónimos) es obligatorio mientras que la moral no lo es. Aquí cabría debatir si coincidimos o no con Derrida (2002, p. 233, trad. mía)) cuando aduce que “la ley siempre es una fuerza autorizada, una fuerza que se justifica a sí misma o es justificada al aplicarse, incluso si esa justificación es juzgada por otros como injusta o injustificada.” La moral propiamente hablando no debe imponerse como ley. El moralista no siempre tiene la razón. A veces pienso que esas personas –los autodenominados moralistas– que prohíben y prohíben no lo hacen porque crean en lo que dicen, sino que lo hacen como una manera de sentirse más poderoso, porque los embriaga el poder. De esta manera coincido también con Foucault (1998, p. 10-11) al concluir que:
Todos esos elementos negativos -prohibiciones, rechazos, censuras, denegaciones- que la hipótesis represiva reagrupa en un gran mecanismo central destinado a decir no, sin duda sólo son piezas que tienen un papel local y táctico que desempeñar en una puesta en discurso, en una técnica de poder, en una voluntad de saber que están lejos de reducirse a dichos elementos.
Por tanto, recomiendo que más que imponer se sugieran alternativas más convenientes, a la vez que más convincentes, para los individuos. El filósofo moral no puede asumir el papel de moralista, pero en su reflexión filosófico moral debe clarificarle al que quiera fungir como moralista las verdaderas implicaciones y, sobre todo, el camino adecuado hacia un pensar correcto relativo a los principios esenciales y los términos morales con argumentos racionales y desapasionados. Siempre me ha parecido que el valor de la metaética debió o, tal vez, debe radicar no en el análisis de los conceptos morales “per se” sino puede observar en la antigua Roma cuando el jurisconsulto Ulpiano definió el derecho como el arte de lo bueno y de lo justo (Ius est ars boni et aequi) si bien fue esclarecida poco después que en coadyuvar a ejercer más responsablemente la función moralizadora de todo aquel que quiera presentarse ante el mundo como moralista, prestando cuidadosa atención a la “obligatoriedad moral” a la que esbozaron pensadores como, entre otros, G. E. Moore y H. A. Prichard. Esa función implica, además, la finalidad de examinar lo que hay detrás de las prohibiciones. Al explicar su concepto de “hecho social”, entre otros muchos elementos, Durkheim (2001, p. 28) acotó que:
El poder coercitivo que le atribuimos es incluso una parte tan pequeña del hecho social que éste bien puede presentar el carácter opuesto. Pues, al mismo tiempo que las instituciones se nos imponen, nosotros nos atenemos a ellas; nos obligan y nosotros las amamos; nos constriñen y nosotros sacamos provecho de su funcionamiento y de la coacción misma que ejercen sobre nosotros. Esta antítesis es la que los moralistas han señalado con frecuencia entre los dos conceptos del bien y del deber, que expresan dos aspectos diferentes, pero igualmente reales, de la vida moral. Quizá no haya prácticas colectivas que no ejerzan sobre nosotros esta doble acción, la cual, por otra parte, sólo es contradictoria en apariencia. Si no las hemos definido tomando en cuenta esta vinculación especial, interesada y desinteresada a la vez, es sólo porque no se manifiesta por signos exteriores que se pueden percibir con facilidad. El bien tiene algo que es más interno, más íntimo que el deber, por lo tanto, menos asible.
No creo estar del todo en contubernio con el pensamiento del apreciable sociólogo francés. No obstante, ese “quizá” de las “prácticas colectivas” sobre las que él parece deliberar debería ser una de las principales faenas del filósofo moral. Éste debe intentar aclarar el cómo y el por qué se procura ejercer influencias mediante la prohibición o imposición de “normas morales” cuando muchas de ellas son poco legítimas y sustanciosas, lo que en conclusión evita una mayor efectividad del proceso moralizador justificado.
Roberto Gutiérrez Laboy en dialnet.unirioja.es
Nota:
1 El afamado autor de Descartes’ Antonio Damasio, ha indicado que “La construcción de lo que llamamos ética comenzó con el edificio de la bio-regulación.” Su tesis supone una “base neural para el comportamiento social.” (Damasio, 2002, p.16, trad. mía)
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