Javier Morales Hernández

Introducción

La reciente invasión de Ucrania por Rusia no es un acontecimiento aislado, sino la tercera y más grave de las etapas de un conflicto que comenzó justo ocho años antes, en febrero de 2014. Tras su rápida ocupación y anexión de Crimea, Moscú pasó a apoyar una insurgencia armada en las regiones de Donetsk y Lugansk, con el objetivo de desestabilizar al gobierno prooccidental llegado al poder tras la revolución del Euromaidán. La guerra del Donbás se ha mantenido activa desde entonces, causando más de 14.000 muertos —incluidos más de 3.000 civiles— según datos de Naciones Unidas (OHCHR, 2022: 3); y ha sido el antecedente inmediato de la extensión de las hostilidades al resto del territorio ucraniano, a partir de febrero de 2022.

Rusia se ha situado sin matices en el papel de agresora, optando por tácticas que violan de forma flagrante el Derecho Internacional Humanitario: el horror de los bombardeos indiscriminados de edificios de viviendas, o de las atrocidades cometidas en Bucha y otras localidades ocupadas por los invasores, difícilmente podrá ser olvidado por el pueblo ucraniano en las próximas décadas. Las imágenes de los civiles pasando la noche en las estaciones del metro de Kiev, convertidas en refugios antiaéreos, hacen inevitable la comparación con las fotografías en blanco y negro del metro de Moscú durante los bombardeos alemanes. Una tragedia compartida, la de la II Guerra Mundial, cuyo recuerdo ha sido precisamente uno de los focos de disputa que han llevado al presente conflicto, en lugar de servir como advertencia para evitar a toda costa repetir esa barbarie.

Con sus irresponsables acciones, Putin ha condenado a su propio país al ostracismo internacional, desatando con ello una oleada de protestas internas que solo ha podido acallar mediante duras medidas represivas. Las consecuencias para la sociedad rusa todavía están por ver, pero es previsible que la guerra –si se prolonga en el tiempo– termine por minar el apoyo que aún mantiene el Kremlin en la mayoría de la opinión pública; aunque parece difícil que esto se traduzca a corto plazo en un cambio político. ¿Se ha tratado, entonces, de una decisión impulsiva o errónea, o responde a una estrategia calculada de Moscú, considerando que los elevados costes de esta invasión serían compensados por las ganancias obtenidas?

Para comprender cómo se ha llegado a este punto, es necesario adoptar una perspectiva temporal que vaya más allá de los acontecimientos inmediatos, identificando cuáles han sido los factores o tendencias que han hecho posible que finalmente se produjera este resultado. Todo lo cual, como es lógico, no exime de responsabilidad al presidente ruso, como causante directo y voluntario de una situación completamente innecesaria, e incluso contraproducente para sus propios intereses nacionales. Ninguno de los elementos que analizaremos en este capítulo conducía de forma determinista a que Rusia tuviera que invadir el país vecino; ni proporciona justificación alguna, en términos de legalidad o legitimidad, para la brutalidad de sus tropas contra la población ucraniana no combatiente.

Los distintos factores que han creado el escenario en el que se ha producido esta guerra pueden agruparse en tres niveles de análisis (Morales Hernández, 2022). En primer lugar, encontramos unos condicionantes estructurales que han estado presentes, al menos, desde principios de la década de los noventa: la pérdida por Moscú del estatus de superpotencia que había tenido anteriormente la Unión Soviética, unida a sus sentimientos de humillación e impotencia ante las sucesivas ampliaciones de la OTAN, que fueron alimentando una paranoia obsesiva en los líderes rusos cuyo máximo exponente ha sido el Putin de estos últimos meses. En segundo lugar, el modo en el que se produjo el giro prooccidental de Ucrania a partir de 2014: unas protestas populares atribuidas por el Kremlin a la intervención encubierta de Occidente, y cuya concepción de la identidad nacional ucraniana o de la memoria del pasado soviético era incompatible con las promovidas por Moscú. Finalmente, debemos prestar atención a los rasgos psicológicos que han podido influir en el presidente ruso, llevándole a abandonar toda prudencia para arriesgarse a emprender una invasión a gran escala.

Problemas heredados: las etapas de Gorbachov y Yeltsin

La forma en la que terminó el conflicto bipolar entre EE. UU. y la URSS, simbolizada por la caída del muro de Berlín en 1989, dio lugar a una serie de problemas que, aunque no se trataran de causas inexorables, indudablemente han favorecido la adopción por parte de los líderes rusos de una política exterior cada vez más agresiva; debilitando, en cambio, las posiciones de quienes dentro de sus élites gobernantes eran partidarios de un mayor equilibrio entre cooperación y confrontación.

El principal de ellos es el que surgió durante las conversaciones entre ambas superpotencias sobre la reunificación de Alemania. Frente al relato que hace coincidir el final de la Guerra Fría con el hundimiento del sistema soviético a finales de 1991, lo cierto es que la reconciliación entre Washington y Moscú ya había comenzado antes, cuando todavía Gorbachov era presidente de la URSS. Fue precisamente este quien, con su “nuevo pensamiento” en política exterior, permitió que sus hasta entonces satélites de Europa Central y Oriental pudieran elegir libremente su rumbo político; poniendo fin así a la “doctrina Brezhnev” o “de soberanía limitada”, que atribuía a la URSS el derecho a intervenir militarmente cuando –como ya había sucedido en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968– alguno de los miembros del Pacto de Varsovia se alejase de la línea marcada por el Kremlin.

Sin embargo, aunque el no intervencionismo de Gorbachov permitió la caída del régimen comunista en Alemania Oriental, la posterior absorción de esta por la Alemania Occidental miembro de la OTAN –que equivalía a una ampliación territorial de la Alianza Atlántica– no fue una concesión unilateral de la URSS, sino que fue objeto de negociaciones con la administración estadounidense. La contrapartida que se le ofreció a Moscú para que aceptase la reunificación alemana fue la promesa de que la OTAN no tenía intenciones de ir más allá, extendiéndose hacia el este de Europa tras una futura disolución del Pacto de Varsovia; si bien es cierto que este compromiso no se llegó a plasmar en un tratado internacional ni otro documento jurídicamente vinculante, sino solo en conversaciones informales (Shifrinson, 2016; Sarotte, 2021; Savranskaya y Blanton, 2017).

Este diálogo reflejaba lo que había sido una de las reglas no escritas durante gran parte de la Guerra Fría: que las cuestiones estratégicas que afectaran al equilibrio de poder en Europa debían ser objeto de un diálogo entre ambas superpotencias, para evitar malentendidos o errores de percepción que pudieran tener efectos desestabilizadores, teniendo en cuenta que incluso un enfrentamiento limitado entre ellas podría escalar hasta una guerra nuclear. Pero lo que ni Washington ni Moscú preveían en 1990 era que solo un año más tarde la URSS habría dejado de existir, tras una fracasada intentona golpista que generó un vacío de poder, aprovechado por tres de las quince repúblicas soviéticas –Rusia, Ucrania y Bielorrusia– para declarar disuelto el Estado fundado en 1922.

Con el fin del imperio soviético, desapareció también la relación de igualdad que habían mantenido Washington y Moscú. En ese nuevo escenario, EE. UU. ya no se consideraba vinculado por las promesas que se le habían hecho a Gorbachov, dado que la nueva Rusia independiente era no solamente menor que su predecesora en cuanto al territorio, sino también considerablemente más débil. De una superpotencia capaz de competir con el bloque occidental, se había pasado a una gravísima crisis interna, como resultado de la “terapia de choque” con la que se había implantado el capitalismo; lo cual hacía incapaz a Moscú de aspirar de nuevo a ocupar una posición influyente, ni siquiera en su vecindario exsoviético. Este papel secundario de Rusia en el mundo unipolar de comienzos de los noventa se debió también a otros dos factores: el liderazgo de Yeltsin –quien no tuvo reparos en aceptar una inicial subordinación a Washington, a cambio del apoyo político y económico que necesitaba para mantenerse en el poder– y las expectativas exageradas de los sectores más occidentalistas, que creían que EE. UU.  estaría finalmente dispuesto a compartir su liderazgo mundial con una Rusia democrática e integrada en Occidente (Taibo, 2017: 57-60; Tsygankov, 2016: 90-93).

El acercamiento de la OTAN hacia sus fronteras se convirtió, para la mayoría de las élites y la sociedad rusa, en el símbolo más doloroso de la irrelevancia internacional en la que había caído su país. Al calificar a la Alianza Atlántica como una de sus principales amenazas militares externas, junto con el intervencionismo estadounidense –definición que ha continuado siendo el leitmotiv de toda la doctrina estratégica rusa, hasta la actualidad–, no se estaba afirmando que se considerase posible un ataque occidental, sino algo de carácter mucho más emocional y subjetivo. Se trataba realmente de una crisis de identidad, fruto de la disonancia entre el papel que históricamente había ocupado el país y su presente incapacidad para ser reconocido por las otras potencias mundiales. Más que una cuestión de seguridad militar, era un problema de “seguridad ontológica”: la sucesiva integración de sus vecinos en la OTAN era incompatible con el mantenimiento por parte de Rusia de una identidad de gran potencia (Morales Hernández, 2018a).

Por otra parte, hay que recordar que la decisión de EE. UU. de impulsar a toda costa la ampliación de la alianza –cuya conveniencia, como declaró Clinton, ya no se discutía (Goldgeier, 1999)– se produjo no solo para satisfacer las legítimas demandas de los antiguos satélites de la URSS, que lógicamente deseaban quedar cuanto antes bajo el paraguas de seguridad occidental. El propósito era también consolidar su propia hegemonía dentro del sistema unipolar de la postguerra Fría, atribuyéndose la responsabilidad de mantener la estabilidad en la antigua zona de influencia rusa; y aprovechando una etapa de clara debilidad de Moscú, que no era capaz en aquel momento de impedirlo por la fuerza.

La OTAN, por tanto, no comenzó su ampliación para contener a una Rusia que ya representara una amenaza tangible, sino porque la debilidad de esta le ofrecía una oportunidad para ello, sin temor a exponerse a represalias. Pero, al hacerlo, acabaría reforzando unas tendencias no deseadas en la política exterior rusa: su objetivo de volver a ser una potencia capaz de emplear su poder para defender sus intereses, ya que de otra forma no esperaba que fueran tenidos en cuenta por Occidente. Esta profecía autocumplida ha servido a la alianza para justificar que su existencia sigue siendo necesaria tras el fin de la Guerra Fría (Sakwa, 2005: 4); aunque ella misma contribuyera –aunque fuera de forma no premeditada– a que Moscú abandonase esa posición inicial más dialogante, para emprender el rumbo de confrontación cuyos efectos más dramáticos estamos viviendo ahora.

Cuando en 1999 Putin es elegido por el entorno de Yeltsin como futuro sucesor, el encargo que recibe en cuanto a la política exterior es precisamente ese: completar la recuperación del estatus de gran potencia que ya se había producido en esos últimos años –por obra del ministro de Exteriores y después primer ministro Yevgeni Primakov–, con la ampliación de la OTAN como uno de los principales desafíos a los que hacer frente. Una OTAN que, además, acababa de emprender su primera operación “fuera de área” con el bombardeo de Yugoslavia, sin limitarse ya al papel de alianza defensiva para el que había sido creada; lo cual no dio lugar entonces a una ruptura completa con Occidente, pero terminó de reforzar unas percepciones de amenaza que ya estaban cada vez más arraigadas en Moscú (Averre, 2009).

La presidencia de Putin: del pragmatismo a la inflexibilidad

El antecedente de la guerra de Kosovo no impidió que Putin comenzara su presidencia con una actitud hacia EE. UU. que podría calificarse incluso de cordial (Taibo, 2017: 64), aunque estuviera realmente movida por un cálculo pragmático y basado en sus propios intereses. Para Rusia, los atentados del 11 de septiembre de 2001 le ofrecieron una oportunidad de cooperar con Washington en un ámbito de interés común: la lucha contra el terrorismo yihadista, comenzando por el derrocamiento de los talibanes afganos, a los que Moscú ya se estaba enfrentando desde años atrás. La “guerra contra el terror” proporcionaba una cobertura a Moscú para sus operaciones en Chechenia, mediante un entendimiento tácito con EE. UU., que dejaba vía libre a cada parte para combatir el terrorismo con medios tan agresivos como estimara conveniente. Sin embargo, las diferencias tardarían poco en volver a resurgir: la deriva neo-imperial de la administración Bush, a partir de la invasión de Irak en 2003, dejaba claro que el mundo multipolar anhelado por Rusia estaba muy lejos de los planes de EE. UU.

A pesar de ello, esa breve “luna de miel” con Bush sirve para explicar uno de los hechos más sorprendentes –y más relevantes para entender el conflicto actual– en la política exterior de Putin; un acontecimiento que se caracteriza no tanto por lo que ocurrió, sino por lo que no se produjo. Cuando, en la cumbre de la OTAN celebrada en Praga a finales de 2002, se invitó a ingresar en la organización a siete países de Europa Oriental, entre los que se encontraban Estonia, Letonia y Lituania, la respuesta de Rusia fue de una aceptación resignada, sin tratar de impedirles por la fuerza culminar su entrada en la alianza; una entrada que no se produciría hasta dos años después, periodo en el que –como ha sucedido ahora con Ucrania– no estaban aún cubiertos por la cláusula de defensa colectiva. Tal actitud de Rusia contrastaba con sus amenazas anteriores durante toda la década de los noventa, en la que había dejado claro que consideraba inaceptable cualquier ampliación de la OTAN hacia sus fronteras; pero muy especialmente si se trataba de antiguas repúblicas soviéticas, comenzando por las tres bálticas (Black, 2000).

Las causas de esta aceptación se encuentran, por una parte, en la experiencia de una cooperación profunda con Washington frente a la amenaza compartida del terrorismo, que Putin no deseaba entonces poner en riesgo; pero, por otra, también obedecían a las concesiones realizadas por la Alianza Atlántica, que permitieron al Kremlin presentar un resultado tangible ante su opinión pública. Unos meses antes de la cumbre de Praga de 2002, se celebró otra cumbre en Roma en la que se creaba el Consejo OTAN-Rusia, sucesor del anterior y poco operativo Consejo Conjunto Permanente establecido por el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997. Este nuevo organismo recogía una de las principales demandas de Moscú: que se le diera voz –aunque no voto– en las cuestiones de seguridad europea que afectasen a ambas partes, pudiendo participar en los debates y no solo escuchar una posición ya consensuada entre los miembros de la organización. Así, se reconocía simbólicamente la identidad de Rusia como una gran potencia cuyos intereses merecían ser escuchados, en un diálogo similar al que se había mantenido entre las dos superpotencias de la Guerra Fría.

Pero los casos de Ucrania y Georgia serían muy diferentes. En la cumbre de Bucarest de 2008, se prometió a ambos países que se convertirían en miembros de la OTAN, aunque sin concretar la fecha en la que se produciría su adhesión; una ambigüedad que se debía a la falta de consenso entre los aliados sobre la conveniencia real de admitirlos, y que probablemente sirvió como incentivo para que el Kremlin adoptara una posición mucho más agresiva. A diferencia de lo ocurrido seis años antes, el pasado clima de cooperación con Bush ya estaba muy deteriorado; a lo que se sumaba la abierta hostilidad de Putin hacia los líderes ucraniano y georgiano, Viktor Yushchenko y Mijeil Saakashvili, llegados al poder tras sendas “revoluciones de colores” que Moscú denunciaba como meras intervenciones encubiertas de EE. UU. en su periferia. Pocos meses después, en agosto, se produjo una breve guerra ruso-georgiana tras la cual Rusia reconoció la independencia de las regiones separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, pero –en contraste con lo sucedido ahora en Ucrania– sin tratar de ocupar el país entero ni instalar en el poder a un gobierno afín.

La deriva hacia la guerra con Ucrania

Cuando se produjeron las primeras protestas en el Maidan o plaza de la Independencia de Kiev, en noviembre de 2013, nada hacía pensar que fueran a terminar convirtiéndose en una revolución que acabaría forzando la salida del poder del entonces presidente, Viktor Yanukovich, en febrero de 2014; ni tampoco que ese cambio político desataría un conflicto armado con Rusia, primero limitado al Donbás y ahora extendido al resto del país (Morales Hernández, 2014, 2018b; Ruiz-Ramas, 2016).

Aunque ahora parezca existir una conexión necesaria entre todas estas etapas, como una inevitable progresión ascendente dentro de un mismo conflicto, sería exagerado considerar que esta tragedia estaba escrita desde el principio. De hecho, lo más llamativo a la luz de los acontecimientos posteriores es lo tarde que se produce la respuesta militar rusa: Putin solo ordena la ocupación ilegal de Crimea cuando Yanukovich ya ha huido de Kiev y los revolucionarios se han hecho con el poder, en lugar de haber desplegado sus tropas con anterioridad para evitar que cayera el presidente al que ellos apoyaban. Esto confirma, por un lado, la incapacidad de Moscú para prever la evolución de los acontecimientos; pero también que Putin ha sido cada vez más propenso a tomar decisiones impulsivas, asumiendo riesgos considerables sin pensar en las consecuencias (Treisman, 2016).

Que la primera medida que tomó Putin fuera asegurarse el control de Crimea, donde estaba situada su Flota del Mar Negro, era coherente con la prioridad otorgada a la OTAN como principal amenaza a su seguridad nacional: con ello, evitaba que su armada fuera desalojada de la base de Sebastopol y reemplazada por fuerzas navales occidentales. Sin embargo, extender esa intervención a Donetsk y Lugansk era una maniobra mucho más imprudente. A diferencia de lo que había sucedido con Osetia del Sur y Abjasia, no se trataba de entidades separatistas que llevasen años ejerciendo una independencia de facto, y que Rusia solamente tuviera que reconocer; sino de crear unas milicias armadas desde cero, aprovechando el descontento entre la población local hacia el cambio revolucionario que se había producido en Kiev. Además, al contrario que en Crimea, la población que se identificaba como étnicamente rusa o que apoyaba un alineamiento geopolítico con Moscú no era predominante en dichas regiones, cuya afinidad con Rusia era de tipo más bien cultural y lingüístico (Pop-Eleches y Robertson, 2014).

La decisión de apoyar un conflicto armado en el Donbás suponía, por tanto, una escalada mucho más arriesgada y con un impacto a largo plazo difícil de calcular. Pero, en todo caso, no respondía a una necesidad real de intervenir para proteger a la población, como argumentaba la propaganda del Kremlin: ni los grupos ultranacionalistas ucranianos eran mayoritarios en el gobierno surgido del Euromaidán, ni se estaba preparando un genocidio o limpieza étnica contra los habitantes de las regiones orientales. El objetivo de Moscú en ese momento era, indudablemente, debilitar a las autoridades de Kiev para impedirles estabilizar el país, de forma que no pudieran llevar a cabo su ingreso en la Alianza Atlántica. En cambio, la posibilidad de reconocer la independencia de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk o ampliar el conflicto a otras regiones del este y sur del país fue descartada por el Kremlin, puesto que era innecesaria para sus propósitos y suponía asumir unos costes excesivos. ¿Qué cambió, entonces, a principios de 2022 para que Putin tomara unas decisiones que en los ocho años anteriores se había resistido a adoptar, e incluso fuera mucho más allá, emprendiendo una invasión a gran escala de toda Ucrania?

Los acontecimientos actuales solo pueden explicarse considerando otros factores que, nuevamente, responden más a cuestiones emocionales o subjetivas que a un cálculo racional de los intereses estratégicos de Rusia. Aunque Ucrania ya estuviera muy debilitada por la guerra del Donbás, y no tuviera perspectivas de ingresar en la OTAN a medio plazo, su gradual aproximación hacia Occidente —no solo en un sentido geopolítico, sino también económico y cultural— era percibida por Putin como un desafío a su poder. Pero, tal vez, el elemento más inaceptable para el Kremlin haya sido el rechazo explícito por parte ucraniana de la narrativa histórica heredada de la URSS, especialmente la glorificación de la victoria soviética contra el nazismo; optando, en cambio, por rehabilitar la memoria de las guerrillas nacionalistas que colaboraron en ciertos periodos con el invasor alemán (Filtenborg, 2021).

Así, pese a que fuera objetivamente falso que los gobiernos de Poroshenko o Zelenski estuvieran inspirados por una ideología de extrema derecha, o que los grupos que sí lo estaban —como el famoso Batallón Azov— representaran a una mayoría social, las continuas acusaciones de Putin en este sentido revelan algo más que una mera estrategia propagandística. Para él, el giro proccidental de Ucrania a partir de 2014 representaba una “traición” comparable a la del colaboracionismo con Alemania durante la II Guerra Mundial; esto se desprende, por ejemplo, del tono de su discurso del 21 de febrero de 2022, revelador de un estado emocional más dominado por sentimientos de ira y odio —negando, incluso, el derecho de Ucrania a existir como Estado independiente— que por una capacidad racional de análisis (President of Russia, 2022).

Sin embargo, el factor de la OTAN también seguía estando muy presente en la mente del presidente ruso: de hecho, una tercera parte de su largo discurso estaba dedicada a la amenaza que supondría la futura integración de Ucrania en la Alianza Atlántica. Putin acusaba a Occidente de estar desplegando sus tropas en el país bajo el pretexto de entrenar a las fuerzas armadas ucranianas, lo que para él equivaldría al establecimiento de bases militares extranjeras en el país vecino, con intenciones hostiles contra Rusia. De esta forma, la combinación de ambos elementos —el resentimiento acumulado entre los dirigentes rusos desde los años noventa por las sucesivas ampliaciones de la OTAN, y el desarrollado por Putin hacia Ucrania a partir de la revolución de 2014, que abría la puerta a la integración de esta en dicha organización— podría contribuir a explicar una decisión tan inesperada como la que se produjo a principios de 2022. Naturalmente, sin que esto fuera una justificación legítima, suficiente ni acertada, incluso desde la perspectiva de los intereses que venía defendiendo Rusia con anterioridad.

Otro factor que ha podido tener algún impacto es el de la no resolución del conflicto del Donbás, debido al fracaso de los sucesivos acuerdos de alto el fuego y la negativa de Kiev a negociar sobre la autonomía de dichas regiones. Para la mayoría de la opinión pública rusa, la supuesta necesidad de intervenir para “proteger a la población ruso hablante” ha sido el principal argumento en favor de la guerra; muy por delante de otras ideas difundidas por la propaganda oficial, como la de que Ucrania tuviera que ser “desnazificada” (Levada-Tsentr, 2022). Es difícil saber si una implementación a tiempo de los acuerdos de paz de Minsk hubiera disuadido a Moscú de emprender una escalada del conflicto; aunque podría suponerse que, si Rusia hubiera tenido intenciones desde el principio de emprender una invasión completa del país, lo habría hecho en febrero-marzo de 2014, en lugar de utilizar el Donbás durante los ocho años posteriores para presionar a los sucesivos líderes ucranianos.

Finalmente, debemos considerar la posibilidad de que el estricto aislamiento al que se ha sometido Putin para evitar contagiarse de COVID-19 haya sido el detonante de los acontecimientos posteriores, aunque no la causa directa. En este sentido, se ha especulado con que en ese periodo haya podido estar expuesto a determinadas influencias ideológicas, que le hayan convencido para cambiar de rumbo en su estrategia hacia Ucrania. Sin embargo, hay que recordar que el pensamiento de Putin no está realmente guiado por ninguna corriente intelectual, sino por una utilización pragmática de distintos mensajes propagandísticos: la memoria de la II Guerra Mundial, la nostalgia de los imperios zarista y soviético o el conservadurismo social de la Iglesia Ortodoxa, entre otros.

Como señalan March (2018) o Laruelle (2022), el nacionalismo de Putin se inscribe en un discurso social muy amplio y heterogéneo, que no sigue a un autor o doctrina concretos. Tampoco es exacto afirmar que su política exterior es un reflejo del neo-eurasianismo del filósofo Alexander Dugin, quien –pese a ser un personaje mediático muy popular entre la extrema derecha– no forma parte de la comunidad de expertos y think tanks que asesoran de forma directa a Putin (Morales Hernández, 2018c). Más que dejarse influir por los sectores ultranacionalistas rusos, ha sido el Kremlin el que ha tratado de apropiarse cada vez más de su discurso y utilizarlo para sus propios fines: por ejemplo, reclutando voluntarios en estos grupos para que se unieran a las milicias separatistas del Donbás.

Lo trágico es que esta deriva neo-imperial no era inevitable, ni ha venido forzada por las circunstancias, sino que responde a una decisión personal de Putin, que incluso contradice la estrategia seguida en anteriores etapas de su presidencia. Como ya hemos señalado, Moscú había ido alternando entre una actitud relativamente dialogante y que enfatizaba su pertenencia a una civilización europea común –cuando consideraba que podía beneficiarse de la cooperación con Occidente– y la reivindicación de una cultura rusa radicalmente distinta a la occidental, en momentos de empeoramiento en las relaciones con EEUU o la UE. Las acciones de Putin no han obedecido a un esquema ideológico mantenido de forma invariable, sino a un conjunto de ideas básicas desarrolladas a lo largo de su carrera, a partir de sus propias experiencias. Quizás su principal obsesión, agudizada con los años, haya sido el recuerdo traumático de los hundimientos de Alemania Oriental y de la URSS, que vivió en primera persona; lo cual parece haberle convencido de que la supervivencia del actual Estado ruso también se encuentra en peligro, asediada por múltiples enemigos interiores y exteriores.

En cualquier caso, no hay duda de que la pandemia puede haber contribuido a intensificar las tendencias irreflexivas que él y sus asesores ya venían mostrando con anterioridad, haciéndole más receptivo a los consejos de los partidarios de una escalada bélica, o a dejarse convencer por análisis excesivamente optimistas sobre la rapidez o facilidad con las que podía llevarse a cabo un cambio de régimen en Kiev. Teniendo en cuenta que esta opción había sido antes descartada por ellos mismos –puesto que no intentaron restaurar en el poder a Yanukovich en febrero de 2014, ni tampoco ordenaron una invasión total de Ucrania en los ocho años posteriores–, deberíamos preguntarnos qué nuevos datos les convencieron de que el escenario había cambiado a principios de 2022. Una decisión que ha demostrado ser un tremendo error, del que algunos de sus expertos –cuyas recomendaciones fueron ignoradas por el Kremlin– han estado alertando desde el inicio de la “operación especial” (Timofeev, 2022; Kortunov, 2022).

Conclusiones

Además de la enorme crisis humanitaria que está suponiendo esta guerra, el modo tan aparentemente irracional e imprudente en el que ha actuado Putin es un motivo adicional de preocupación de cara al futuro. Pese a que la campaña militar no se esté desarrollando de forma tan favorable para el Kremlin como podía preverse, debido tanto a la incompetencia de sus fuerzas armadas como al apoyo militar que están prestando a Ucrania muchos países occidentales, sería prematuro considerar que el conflicto vaya a terminar con la retirada unilateral de los agresores. Las posibilidades de una rendición incondicional de Rusia, o un relevo forzoso de su líder por alguien más favorable a la paz, no están respaldadas a día de hoy por ningún indicio o evidencia tangible. De hecho, si Putin se enfrentase a un intento de apartarlo del poder o a una derrota masiva en el campo de batalla, es mucho más probable que optara por la “huida hacia adelante” que por retroceder a las posiciones de partida; por ejemplo, con un empleo limitado de armamento nuclear u otras acciones de similar gravedad.

¿Cuál es, entonces, el horizonte al que se enfrenta Ucrania? La cuestión de cuánto tiempo se debe continuar la lucha, o en qué momento sería preferible explorar la posibilidad de un alto el fuego negociado, corresponde ante todo al pueblo ucraniano y a sus dirigentes democráticamente elegidos. Desde luego, las masacres y abusos cometidos por las tropas invasoras han alimentado la espiral de violencia, incrementando el coste político de cualquier diálogo con Moscú. Tampoco hay certeza de que una hipotética renuncia de Zelenski a los territorios reclamados por Putin, así como a sus aspiraciones de ingresar en la OTAN, pudieran garantizar a largo plazo la seguridad del resto del país. No obstante, el coste de prolongar del conflicto hasta alcanzar una victoria total y sin concesiones –lo que implicaría no solo la liberación de las regiones invadidas en los últimos meses, sino también aquellas que el Estado ucraniano no controla desde 2014–, parece igualmente inasumible.

A largo plazo, el papel más importante de los demás países europeos será mantener nuestro apoyo a las personas refugiadas y ayudar en la reconstrucción económica y material, una vez hayan terminado los combates. La reconciliación entre ambas naciones será una tarea mucho más difícil, que solo podrá iniciarse cuando se haya producido un cambio de dirigentes en Moscú. Hasta que esto suceda, nuestras prioridades más urgentes deben ser necesariamente otras: ayudar al mayor número posible de ucranianos a sobrevivir a esta tragedia, sin prolongar la guerra más allá de lo imprescindible; pero evitando, al mismo tiempo, que la propia existencia de Ucrania como Estado soberano e independiente quede relegada a los libros de Historia.

Javier Morales Hernández en dialnet.unirioja.es

Manuel Cruz Ortiz de Landázuri

Pasiones incontroladas, experiencias sin misterio, amores fugaces y adrenalina. La cultura de la seducción ha impulsado un mercado de placeres sofisticados de constante reclamo. Sin embargo, nunca como antes vivimos en un estado de insatisfacción continua. ¿Es posible integrar el deseo? Para ello, primero habrá que descubrir su significado genuino y desarrollar el arte de amar.

Basta asomarse a la librería del barrio para observar el interés creciente que tiene el estoicismo. No solo se vuelven populares ciertos manuales de autoayuda y recetarios de vida, sino que aumentan los lectores de autores clásicos como Marco AurelioSéneca y Epicteto. Quizás hoy, como en tiempos del Imperio Romano, nos encontramos con una civilización que ofrece gran variedad de placeres y medios de entretenimiento, pero conduce a una insatisfacción crónica. No hallamos respuestas a los deseos profundos del ser humano en los restaurantes, gimnasios y series de televisión. Rodeados de posibilidades divertidas, a menudo nos vemos sin rumbo.

Cualquier ciudadano de las sociedades desarrolladas occidentales vive bastante mejor que un príncipe del pasado. Poder darse una ducha por las mañanas y tomar un café caliente es un auténtico lujo en la historia de la humanidad, apto solo para unos pocos privilegiados que han nacido en las sociedades avanzadas del siglo XXI. No digamos poder conducir un coche o pasar las vacaciones en la playa. Durante siglos, hemos tratado de hacer frente a las dificultades de la vida, hasta que la tecnología y la ciencia han permitido no solo la satisfacción de las necesidades más básicas, sino la creación de un mundo de entretenimiento. Ahora bien, resulta cada vez más patente que la cultura del capital ha generado una estructura de satisfacción de los deseos que, sin embargo, conduce a la completa insatisfacción de los individuos. 

Los arquitectos del deseo: de Dichter a Marcuse

Desde que los medios de producción lo han hecho posible, el cultivo del deseo se ha planteado de una manera estratégica, pragmática, un engranaje perfecto de publicidad, creación de necesidades y diseño de productos de consumo. Aun así, ¿hasta qué punto la táctica ha sido la adecuada? Imaginaba Ernst Dichter, célebre publicista austriaco-estadounidense que aplicó el psicoanálisis a las campañas publicitarias, que, si podíamos conocer los resortes inconscientes del deseo, podríamos satisfacer nuestras necesidades vitales y construir un cielo en la tierra. Como explica en The Strategy of Desire: «El hecho de que la propia palabra deseo se haya teñido de inmoralidad es una de las enfermedades que la humanidad aún no ha erradicado. En lugar de prohibir el deseo, lo que sería prohibir la vida misma, es necesario establecer un objetivo de crecimiento, de seguridad dinámica y de descontento constructivo; y luego aprender y utilizar las técnicas implícitas en la estrategia del deseo».

La seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo.

Dichter escribía a comienzos de los años 60 en el contexto de la sociedad americana, para su gusto todavía demasiado puritana. La austeridad y sobriedad, que habían sido los valores tradicionales, propios de la generación que había vivido la Segunda Guerra Mundial, debían ser reemplazados por la libre satisfacción de los deseos, que aceleraría el consumo y admitiría mayor crecimiento económico. 

El otro punto de inflexión que explica nuestra civilización del deseo lo encontramos en los cambios sucedidos a partir de Mayo del 68. En este caso, fue el pensamiento de una izquierda distinta al comunismo la que estimuló la revolución silenciosa. Herbert Marcuse, desde una posición que combinaba la teoría de Freud con el marxismo, se mostraba especialmente optimista respecto a la sociedad no represiva del futuro, idea que desarrolló en su libro Eros y civilización. Hasta ahora, pensaba Marcuse, hemos vivido en una sociedad represiva de los impulsos para garantizar la supervivencia pero ¿y si esto ya no fuese preciso? ¿Y si la sociedad de consumo permitiera una civilización no represiva, en la que tengamos garantizadas las necesidades vitales y no sea indispensable la represión? Entonces, podríamos desarrollar nuestro placer sin restricciones, como un puro juego en el que se fusionasen el trabajo, el ocio y la diversión. La idea tendría amplias resonancias en las revoluciones de Mayo del 68 y la posterior transformación de las sociedades occidentales. 

Tanto Dichter como Marcuse fueron profetas de su tiempo. Los dos alimentaron la esperanza del paraíso en la tierra mediante el cultivo del deseo. El primero, como publicista y diseñador de campañas de marketing, veía que el capitalismo triunfaría a través del dominio de los deseos inconscientes de los individuos. Marcuse, por su parte, atisbaba una sociedad no represiva apoyada en el desarrollo tecnológico, lo que facilitaría un hedonismo libertario. En buena medida, estas dos estrategias han sido la tendencia en las sociedades occidentales en las últimas seis décadas.

La cultura de la seducción

La civilización del deseo capitalista se ha desarrollado como una cultura de la seducción. Las sociedades siempre han manejado códigos para avivar el deseo (fiestas, vestidos, rituales, bailes, etc.). Lo curioso ahora es que la seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo en todas sus facetas vitales: «El consumidor se ha convertido en el sujeto más cortejado del planeta: ningún hombre ni ninguna mujer ha estado nunca tan solicitado en esta tierra», escribe Gilles Lipovetsky en Gustar y emocionar. La estrategia consigue el reclamo continuo de los individuos. El valor que anima la cultura se vuelve entonces el ideal del bienestar constante, sin que haya ningún valor espiritual o trascendente que pueda animar la vida de la civilización. Tampoco se da ya un poder rígido, sino un soft power que busca alimentar la sociedad del consumo a través del estímulo del deseo primario. En palabras de Zygmunt Bauman: «La sociedad de consumo medra en tanto y en cuanto logre que la no satisfacción de sus miembros (lo que en sus propios términos implica la infelicidad) sea perpetua».

En medio de esta vorágine de estímulos y oferta de placeres, es preciso dar con alguna solución práctica, siquiera para quien desee escapar de la dinámica imperante. Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí. En realidad, todo deseo tiene una génesis, su propia historia, y, a menudo, en su comprensión narrativa podemos situarlos en nuestra propia vida e incluso se atemperan o desaparecen. La pregunta fundamental es, por tanto, ¿por qué deseo lo que deseo? ¿Qué motiva ese deseo? ¿Cuál es el sentimiento de carencia que conlleva? Porque a veces se puede remediar la carencia por vías mejores que la pura satisfacción de un apetito puntual. La civilización del deseo consumista se ha erigido sobre la premisa de que hay que responder de manera inmediata a los apetitos, pero con frecuencia esos deseos revelan vacíos que es mejor solventar por vías más inteligentes que la satisfacción de un impulso. En las escuelas de la Antigüedad encontramos así respuestas para integrar el deseo, y quisiera detenerme a examinar la estrategia estoica, la purificación platónica y el arte de amar agustiniano.

Tres enfoques sobre el deseo

«No exijas que las cosas sucedan tal como lo deseas. Procura desearlas tal como suceden y todo ocurrirá según tus deseos», afirma Epicteto, en EnquiridiónLa estrategia estoica reside en mantener la libertad frente a lo que no depende de nosotrosEpicteto sabía de lo que hablaba, ya que había saboreado en primera personal el dolor y la falta de libertad exterior. Esclavo en Roma, había padecido el castigo de su amo hasta quedar cojo de una pierna. Con todo, desarrolla un manual de vida estoica que sería muy popular en la época. La clave reside, precisamente, en el control del deseo para mantener la libertad interior. Eso se logra mediante un correcto discernimiento del objeto de nuestros deseos. «Si deseas que tus hijos, tu esposa o tus amigos vivan por siempre, eres un estúpido ya que pretendes controlar cosas que no puedes y deseas cosas que pertenecen a otros. […] Pero si quieres que tus deseos no se vean frustrados, eso depende de ti. Ejercita por lo tanto aquello que está bajo tu control», declara en sus discursos. Desear que suceda algo imposible es solo fuente de frustración. Si consideramos el valor real de las cosas, entonces muchos de nuestros deseos se pueden ver atemperados. El ideal estoico es el del ser humano libre interiormente, en paz con el cosmos y consigo mismo ya que cumple su rol en el mundo y asume sus limitaciones. 

Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí.

Eso sí, si de algo adolece el estoicismo es del papel del amor. Mantenerse libre frente a los deseos puede llevar a vivir en calma, pero poco satisfecho. Platón, por el contrario, había situado el amor eros como el verdadero motor de la vida en el Banquete y en el Fedro. Aunque el amor como deseo de belleza tiene su origen en lo sensible, aspira a una belleza completa que colme, de tipo espiritual. «Quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza», escribe en el BanqueteEl deseo erótico, advierte Platón, supone la apreciación de un valor ideal que nos sobrecoge. Vemos algo superior en la belleza que nos saca de nosotros mismos y nos impulsa a mejorarnos. Por eso, si eros es purificado, alcanza su objeto adecuado, según explica en el Fedro: «Si vence la mejor parte de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita». Platón propone así un arte de la purificación, para que el deseo de belleza llegue a su auténtico fin: la contemplación del bien y la armonía.

Sin embargo, quien sitúa el amor como centro de la persona es Agustín de Hipona. A diferencia de lo que pensaban los estoicos, Agustín cuenta con que el ser humano no es autosuficiente y desea siempre algo externo a él, la cuestión de quién sea cada ser humano solo es resoluble por medio del objeto de su deseo, y no por la suspensión del impulso desiderativo. El deseo no incapacita mi libertad interior, sino que posibilita poder salir fuera de mí para llenarme de algo que me colme. Quien no ama no desea en absoluto, y, por lo tanto, en rigor no es nadie. Para Agustín el amor no es solo deseo, sino también acción que supone entrega, negación de uno mismo, y a la vez ganancia del otro: en suma, amor como experiencia del otro en la que se comparte la propia vida. Por eso mismo, el amor engloba todo lo profundo del ser humano: memoria, afecto, voluntad. «Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado», escribe en el libro XIII de sus Confesiones.

Quizás quien haya subrayado esta idea de un modo explícito en el siglo XX ha sido Erich Fromm en su célebre obra El arte de amar. Distante y crítico con la idea de una sociedad no represiva de MarcuseFromm sostiene que el gran problema en el amor es que la gente piensa que es una cuestión de encontrar un objeto que nos satisfaga, cuando, en realidad, la clave está en el desarrollo de una función (ser capaz de amar). Imaginamos que tiene que haber por ahí una especie de media naranja que nos comprenderá a la perfección y con quien vamos a congeniar, pero lo cierto es que esa persona no existe, y si existe, debemos estar preparados para poder cultivar el amor como hábito y entregarnos a ella.

El arte de amar

Una cosa es enamorarse y otra permanecer enamorado. Para enamorarse, basta que el objeto suscite el deseo; para permanecer enamorado, hay que cultivar un arte de amar que propicia encauzar el deseo por otros derroteros. Es muy distinta la emoción de quien empieza a aprender violín porque ha visto a un amigo suyo tocarlo y ha quedado prendado del instrumento, de la emoción que experimenta quien domina el arte del violín y lo hace con sumo gusto. El amor es la forma de colmar el deseo de unión, de no-separación, pero el amor implica trabajo, cuidado: se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se ama. El amor es fundamentalmente un arte que se tiene que practicar y que conlleva perfeccionamiento. La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva. Mi deseo de amor no se verá colmado cuando aparezca la persona que necesito, sino cuando logre establecer en mí una disposición que me permita amar de verdad a las personas. Porque entonces seré capaz de establecer una comunión con otros, aunque ellos no sean perfectos.

La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva.

El arte de amar consigue así generar ciertas disposiciones que colman nuestro anhelo de no-soledad, probablemente el deseo más profundo del corazón humano. Los deseos se pueden entender como motivaciones que hunden sus raíces en aquello que llevo en el corazón: mi memoria, mi interpretación de la realidad, mis anhelos. Ahora bien, ¿qué es el corazón? La palabra corazón resulta ambigua desde muchos puntos de vista (entre otras razones, porque se refiere a un órgano físico), pero señala el núcleo de la persona, la raíz de la afectividad, un centro respecto al cual los objetos, las personas, las situaciones nos afectan y nos sentimos en relación con lo que pasa en el mundo. 

El corazón no es solo la capacidad de sentir, o la expresión de los sentimientos. Es el yo más íntimo del ser humano: lo que hemos vivido, los sucesos que han marcado nuestra vida, quiénes somos. En él hay un sentir (nos experimentamos en relación a lo que ocurre a nuestro alrededor), una memoria (no como pura acumulación de datos, sino un relato en el que los hechos se integran, una interpretación de las vivencias), y un querer (dirigimos nuestra voluntad hacia algo). El corazón humano vive en la carencia, y la experimenta de continuo. Lo que anhela nuestro corazón es sentirse pleno, pero muchas veces no lo consigue. Poner orden en el corazón consistirá, en primer lugar, en establecer una interpretación positiva de quién soy. Esto solo es posible en la medida en que experimento un amor incondicional desde el cual puedo interpretarme.

Hacia una terapia del deseo

Mi amigo Hércules ha cruzado la treintena y empieza a pensar que convendría un cambio en su vida. Aunque es un joven apuesto, fuerte y adinerado, no está del todo contento. Se ha acostumbrado a comer y beber bien, a tener ropa cara y tecnología de última generación. Le gusta que le vean en el trabajo como un triunfador, y ya está a punto de comprarse el coche más nuevo del mercado para lucirse por la gran ciudad. Hércules a veces piensa que encarna a la perfección el prototipo de tipo moderno y cool que ve en las series de televisión. Por otro lado, aunque no es un adicto a la pornografía, le resulta muy difícil abandonar ciertos hábitos. También le tira bastante salir de fiesta y tener algún ligue de fin de semana, así se puede desinhibir de las obligaciones de la semana y sentirse acompañado. Luego lo piensa el domingo por la tarde y se siente solo e insatisfecho, pero le cuesta mucho no dejarse llevar por sus deseos el fin de semana. Quizás, en el fondo, bajo esa capa de héroe libertario, es un esclavo de sus impulsos. Aunque le gustaría tener un control racional sobre sus deseos, se inclina por creer que eso es algo imposible, solo apto para gente de la Edad Media. En un mundo donde estamos de forma constante expuestos a buscar experiencias que nos saquen de lo cotidiano, lo que se vuelve insoportable es precisamente lo cotidiano.

Hércules podría probar con una terapia del deseo que puede resumirse en tres ideas fundamentales. La primera es que nuestros deseos se fundamentan en nuestras carencias. Y la mejor manera de paliarlas no es con una satisfacción momentánea, como nos presenta la sociedad de consumo, sino mediante hábitos que permitan desarrollarnos con plenitud. Para eso hay que examinar nuestros deseos y entender por qué deseamos lo que deseamos, descubrir el vacío que está en su raíz. Tal vez Hércules desee coches caros o éxitos profesionales para sentirse afirmado en algo. Este deseo no se ve colmado en nuestra vida corriente y pensamos que alcanzando una determinada posición social seremos, por fin, alguien. Pero puede que en realidad sea más interesante buscar la afirmación en las actividades que realizamos por otros, alentados por el sentimiento de comunidad, que en la búsqueda narcisista de propia afirmación (que posiblemente será frustrante a la larga). 

Hércules ha basado su vida en lo que esta le ofrece, con todos sus reclamos seductores, y tiene que darse cuenta de que lo interesante es lo que él puede ofrecer a la vida, a su comunidad. Tratar de solucionar el problema de la soledad mediante sucedáneos no conduce a nada. Detectar las carencias de fondo es una manera de entender nuestros deseos y quizás replantearse cómo conseguir paliarlas del mejor modo posible. Los deseos de no-soledad, de afirmación y de sentido encuentran su óptima satisfacción en el amor, entendido como un arte que nos abre al mundo. 

La segunda idea es que en ocasiones no podemos controlar nuestros deseos de modo directo, pero sí los estímulos. Para que haya deseo, tiene que haber algo que lo provoque, una sensación o pensamiento, algo que estimule la memoria y la fantasía. En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados. Hércules a lo mejor podría moderar su uso del smartphone, la música que escucha sin pausa, todo aquello que le impide encontrar silencio interior. Si reduce el ruido que llena su mente y no tiene siempre un reclamo, podrá comenzar a ser dueño de su vida.

En tercer lugar, como bien apuntaban los estoicos, muchas veces nuestros deseos se ven apaciguados cuando valoramos de forma adecuada el objeto del deseo. Por ejemplo, cuando Hércules desea comprar un móvil de última generación, si se da cuenta de que es un objeto destinado a caducar, su deseo se puede ver algo aquietado, ya que lo considera en su justa medida. En este sentido, considerar el posible fracaso del deseo y asumirlo me ayuda a no frustrarme si no se ve colmado. Imaginemos que quiero viajar a un país exótico: en la medida en que valoro el objeto del deseo y considero que es algo que puede salir mal (retrasos en el vuelo, mal tiempo, precios caros, comida mala…), a partir de ahí, si las cosas van bien, será porque es un regalo que me ofrece la vida. Si mis expectativas son bajas, todo aporta, ya que viviré siempre más de lo que espero, y quizás disfrutaré de cosas que antes pasaba por alto. 

En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados.

La estrategia de minimización mediante este ejercicio de examen del deseo resulta muy provechosa. Lógicamente, no se trata de no desear (hemos visto que el deseo es necesario), sino de evitar frustraciones innecesarias. Vivir como si no tienes nada hace que todo sea ganancia. Entonces podrá apreciar el valor de los pequeños placeres de la vida, que son siempre un regalo. Para salir de la monotonía, no hay que huir de lo cotidiano, sino mirarlo de otro modo.

El deseo, antes que reprimirlo, hay que comprenderlo. Una vez vislumbramos sus raíces profundas, se revelan nuestras carencias existenciales más básicas: el miedo a la soledad, la ausencia de proyectos claros en nuestra vida, la incapacidad de encarnar los valores que dan sentido a lo que hacemos. Ahora bien, sin un adecuado arte de amar, nunca integraremos los deseos en un relato acorde con nuestra propia identidad. La tarea de la educación en el siglo XXI está en empezar a trabajar las disposiciones del corazón: la pregunta clave no es qué queremos saber o hacer, sino quiénes queremos ser.

Manuel Cruz Ortiz de Landázuri en nuestrotiempo.unav.edu

Benigno Blanco Rodríguez

«El Señor de los Anillos» es una parábola que refleja el mundo y el corazón humano desde una cosmovisión cristiana

Avance

En estos tiempos de incertidumbre, el filólogo y escritor británico J.R.R. Tolkien (1892-1973) merece la consideración de «maestro de la esperanza» por su obra cumbre El Señor de los Anillos. Cabe ver en la peripecia del protagonista, Frodo, y sus compañeros numerosos rasgos de esperanza, apunta Benigno Blanco. Comenzando por la disposición de alguien tan poco apto para la aventura como el insignificante hobbit, que, sin embargo, acepta su misión, sale de la Comarca y afronta riesgos que ni conoce ni puede prever. Y siguiendo por la amistad que forja con sus compañeros de aventura, de suerte que nunca está solo, lo cual contrasta con el miedo y el odio de los que se rinden al anillo, como Sauron, Gollum o los orcos. Por último, en la saga se plasma acaso el rasgo más definitivo de la esperanza: la convicción de que hasta el mal puede estar al servicio del bien, como se puede comprobar en el desenlace, cuando es Gollum quien, finalmente, destruye el anillo. Tal idea era tan importante que Tolkien acuñó el término eucatástrofe, que designa las situaciones terribles que culminan en alegría.

Deduce de todo ello el autor que El Señor de los Anillos es «una parábola que refleja el mundo y el ser humano desde una cosmovisión llena de esperanza», como era la perspectiva cristiana de Tolkien. En el pulso entre el bien y el mal, juegan un decisivo papel la libertad y la responsabilidad de cada persona. Vivir con esperanza es asumir que cada uno estamos inmersos en una gran historia; y que cada uno debemos realizar nuestra misión, sin que sea disculpa carecer de las cualidades del héroe, subraya Benigno Blanco.

Articulo

Es evidente que vivimos en tiempos de incertidumbre. El mito del progreso vigente desde la Ilustración ya no es creíble y el vago optimismo ambiental generado tras la caída del sistema soviético se ha demostrado infundado. Hoy sabemos que el progreso no está garantizado y que el optimismo no pasa de ser algo meramente subjetivo o una lectura incierta de datos confusos. Solo nos queda la esperanza; pero ¿qué es la esperanza?, ¿dónde encontrarla? J.R.R. Tolkien, maestro de la esperanza, nos da pistas en esta indagación.

Tras la ilusión del «fin de la historia» que embargó a muchos tras la caída del sistema soviético, la globalización y el desarrollo tecnológico con que comenzó el siglo XXI, hemos entrado en una época de convulsiones e inseguridades aceleradas desde la crisis económica de 2008.

No es extraño que hoy muchos busquen razones para la esperanza, pues en el subconsciente de Occidente está la antigua afirmación de Saulo de Tarso: «la esperanza no defrauda» (Rom. 5.5), que —no por casualidad— es la frase con la que comienza la bula de convocatoria del jubileo del año santo de 2025 hecha por el Papa Francisco, tan sensible a las necesidades de los hombres de hoy. Uniéndome a ese anhelo de razones para la esperanza no puedo evitar pensar en la obra magna de Tolkien, El Señor de los Anillos, pues el autor británico es maestro de la esperanza y, por tanto, un maestro necesario para nuestra época.

El pensador coreano Byung-Chul Han acaba de regalarnos en 2024 una oportuna reflexión sobre El espíritu de la esperanza en la obra con ese título publicada en español por la editorial Herder. Según Han, rasgos constitutivos de la esperanza son los siguientes:

— La esperanza despliega todo un horizonte de sentido… nos regala el futuro;

—nos hace ponernos en camino, nos brinda sentido y orientación;

—sale en busca de lo nuevo… de lo que jamás ha existido;

—no da la espalda a las negatividades de la vida;

—no aísla a las personas… El sujeto de la esperanza es un nosotros;

—es un todavía no; está abierta a lo venidero, a lo que aún no es;

—nos hace creer en el futuro;

—no aísla, sino que vincula y mancomuna (a diferencia del miedo y la angustia);

«La esperanza —nos dice Han— se caracteriza fundamentalmente por su entusiasmo, su afán. (…) Desarrolla una fuerza de salto para actuar (…) una narrativa que guía las acciones (…) Sueña activamente (…) es una fuerza, un ímpetu» (pág. 45-46)

Es una muy buena descripción de los rasgos de la esperanza que se ponen de manifiesto en la trama y los personajes de El Señor de los Anillos, historia preñada de esperanza como se puede ver —de forma especial— en las vicisitudes biográficas de su personaje principal: Frodo Bolsón, el portador del anillo del poder y encargado de su destrucción.

A priori, Frodo no parece contar con el perfil de un héroe, sino más bien todo lo contrario. En un mundo de grandes guerreros, magos poderosos, elfos inmortales y señores de la guerra de linajes impresionantes, Frodo no es más que un pequeño hobbit; es decir pertenece a la raza menos apta en principio para las grandes aventuras y las heroicidades. ¿Qué característica hace a Frodo apto para tan alta misión? Que acepta su vocación, su misión, que nunca dice que no a las responsabilidades que la vida le plantea, que hace lo que debe hacer, aunque sea consciente de que carece de las cualidades para afrontar lo que le corresponde, que sigue adelante incluso contra toda esperanza. Frodo es capaz de salir de su comodidad, de la Comarca, y afrontar riesgos que ni conoce ni puede prever. Así es la esperanza.

Como le dice Gandalf a Frodo, al comienzo del relato, cuando le explica qué es el anillo y le pide que lo lleve consigo fuera de la Comarca para evitar que caiga en manos de los Jinetes Negros: «Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron». Vivir con esperanza es asumir que estamos inmersos —como Frodo— en una gran historia; cada uno somos —como Frodo— una misión; y cada uno —como Frodo— debemos realizar nuestro papel. No es disculpa carecer de cualidades para el papel de héroe…. Se trata de abrirse al futuro, con esperanza.

La esperanza mancomuna

Quien da ese paso, descubre que no está solo; la esperanza se abre a los demás, «mancomuna» como dice Han. La Tierra Media y sus habitantes no están solos. Alguien vela por ellos, cuentan con la ayuda que precisen para enfrentarse al mal. La manifestación más fuerte en El Señor de los Anillos de esa ayuda son los amigos. Por el contrario, los que se rinden al anillo y su poder no tienen amigos: ni Sauron ni Saruman, ni los orcos ni Gollum, tienen amigos; su rasgo distintivo es la soledad; su relación con los demás se reduce al dominio y la utilización de los otros; no tienen familia ni aman a nadie; aquellos que colaboran con ellos lo hacen por miedo, como los orcos, o sometidos a un poder que les domina como los Jinetes Negros. En el mundo de Mordor no hay sitio para el amor y la amistad. Es significativo también que en la Compañía del Anillo hay un número impar de miembros y el traidor, Boromir, es el desparejado, el que no tiene amigos. La soledad, la ausencia de amigos, es síntoma de que algo no va bien, de que el peligro de traición a la propia misión está vivo y acecha cerca.

Se puede contar con Gandalf, el mago poderoso, pero éste raramente actúa frente al enemigo por sí mismo y con sus fuerzas, pues eso anularía la responsabilidad de los personajes que —como Frodo o Aragorn— tienen que construir la historia con su trabajo y su lealtad a su misión. Gandalf transmite doctrina y es pedagogo de la tradición y la vieja sabiduría, llama a las personas a su misión, informa, pone en contacto a los opositores del anillo, pero solo actúa directamente frente al enemigo en casos muy excepcionales, como a las puertas de Gondor, cuando se enfrenta personalmente al príncipe de los Jinetes Negros. La labor de Gandalf es promover el uso responsable de su libertad por parte del resto de protagonistas de la lucha contra el anillo. Tener esperanza no exime del ejercicio responsable de la propia libertad.

En este juego de equilibrios entre esperanza y libertad, hasta el mal puede estar al servicio del bien. Este es un rasgo de la esperanza que Han no capta o no refleja, al menos. Sin esta convicción es imposible la esperanza pues el mal existe. Esta idea era tan importante para Tolkien que hasta inventó una palabra para nominar este hecho: eucatástrofe, término que —traducido libremente— designa las situaciones terribles que culminan en alegría. Tolkien era cristiano y en su novela queda patente este singular rasgo de la específica esperanza cristiana: Los hombres no podemos sacar bien del mal pero Ilúvatar —Dios en la mitología tolkiana— sí puede hacerlo y de hecho desde el principio lo previó, según nos cuenta Tolkien en el Silmarillion al relatar la creación del mundo.

La creación es una canción de Ilúvatar (Dios) y, con Él y a invitación suya, de los Valar (ángeles). Melkor (Satán) introduce temas por su cuenta en esa canción separándose así de la sinfonía divina e Ilúvatar le dice: «Nadie puede alterar la música a mi pesar. Aquel que lo intente probará que es solo un instrumento para la creación de cosas aún más maravillosas». Es decir, los que intenten estropear la creación no sólo no lo conseguirán, sino que la harán más esplendorosa.

El papel de Gollum

En El Señor de los Anillos se cumple esa profecía. Ejemplo paradigmático es el caso de Gollum, el hobbit que encontró el anillo, mató por él y vivió cientos de años en la soledad más absoluta adorando a su tesoro por miedo a que se lo robasen, hasta que se encuentra con Bilbo Bolsón y éste se lleva el anillo iniciando así la historia que nos ocupa. Durante toda la secuencia que relata El Señor de los Anillos, Gollum va detrás del anillo, su obsesión, y esa persecución le lleva a encontrarse con Frodo y Sam a los que, juramentado, conduce hasta Mordor con la intención de que sean devorados por Ella- Laraña y así poder él recuperar el anillo. Esa es su intención, pero de hecho lo que consigue es que, con su ayuda, Frodo y Sam puedan acceder al interior de Mordor y llegar al Monte del Destino donde el anillo debe ser destruido en el fuego en que se forjó. Sin Gollum, el portador del anillo no hubiese llegado a su destino.

Al final, cuando Frodo está ante las grietas del Monte del Destino y se dispone a arrojar el anillo, se produce esa escena impresionante en que Frodo traiciona su misión: «»He llegado. Pero he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El anillo es mío!» Y de pronto se lo puso en el dedo». (pág. 995). Sabemos cómo sigue la escena: Gollum ataca a Frodo para arrebatarle el anillo y se lo arranca de un mordisco junto con el dedo en que lo tiene puesto y cae al fuego. Quien destruye el anillo es pues Gollum, no Frodo. Sin Gollum el anillo no habría sido destruido y Frodo se habría convertido en un señor oscuro a las órdenes de Sauron o en algo peor.

La decisión en distintos momentos de la historia de Bilbo, Gandalf, los elfos, Frodo y Sam de no matar a Gollum cuando pudieron hacerlo es lo que, a la postre, permite que Gollum esté allí a la vera de Frodo en el Monte del Destino en la hora suprema. ¡Qué gran enseñanza para esos que quieren acelerar impacientemente el advenimiento del bien, deparando muerte y destrucción!

Destruido el anillo, en los fastos de celebración en Gondor, Aragorn y Gandalf se ponen de rodillas ante Frodo y Sam y los homenajean como a los que han logrado destronar a Sauron con la destrucción del anillo. ¿Cómo es esto así si Frodo al final traicionó su misión y se puso el anillo en vez de arrojarlo al fuego? Porque Frodo hizo todo lo que estaba a su alcance heroicamente, aunque sus fuerzas no llegaron para culminar su tarea. Lo que Tolkien propone es que hagamos —con esperanza— lo que está en nuestras manos, no que seamos eficaces en términos de productividad.

A Frodo se le premia como al destructor del anillo porque hizo lo que podía y sus fuerzas no dieron más que para llegar al Monte del Destino con el anillo. Que sus fuerzas no llegasen a arrojarlo al fuego, no resta un ápice a su heroísmo ni a su fidelidad a la misión. Si uno hace lo que puede, el autor de la historia, el que vela por el bien en esta historia, hace el resto, utilizando para el bien instrumentos tan extraños como Gollum y su obsesión por poseer el anillo.

Parábola que refleja el mundo

El Señor de los Anillos es una parábola que refleja el mundo y el ser humano vistos con ojos cristianos —esos eran los de Tolkien—, es decir con los ojos de quien asume una cosmovisión llena de esperanza; es la historia de la lucha entre el bien y el mal, pero con la singularidad respecto a otras obras de ficción de que en la novela de Tolkien esa lucha se desarrolla no solo a nivel cosmológico sino en el interior de cada uno de los personajes. En El Señor de los Anillos, las razones para la esperanza radican en la responsabilidad de cada personaje que se entreteje con la historia global. Del comportamiento de cada personaje depende el triunfo del bien o del mal a nivel cosmológico, como sucede en la historia real de los hombres según la perspectiva cristiana. Como escribió un santo español del siglo XX: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides- dependen muchas cosas grandes» (San Josemaría, Camino, nº 755).

Byung-Chul Han describe muy bien la esperanza como fuerza histórica y personal, pero no nos da ninguna razón para tener esperanza. Tolkien, como cristiano, nos describe un mundo en que hay una providencia que nunca aparece, pero está ahí —Gandalf es su manifestación más visible— y que funda y fortalece la esperanza de Frodo y sus amigos.

Podríamos preguntarnos si es posible la esperanza sin fe en Dios; la respuesta nos la da Ratzinger/Benedicto XVI con su propuesta de vivir y organizar nuestra convivencia como si Dios existiera, como si nos amara, pues así sostendríamos una sociedad más justa y humana (cfr. Vivir como si Dios existiera. Una propuesta para Europa, libro editado por Ricardo Calleja con los textos más significativos de Ratzinger sobre esta idea).

Benigno Blanco en nuevarevista.net

Sergio Luis Caro Arroyo

Introducción

La argumentación que se propone busca debatir los planteamientos que Amy Gutmann elabora en torno a la idea de educación democrática, esto, mediante el análisis de la crítica de la política agonística que Chantal Mouffe dirige en contra de la política deliberativa; si bien es cierto que el punto nodal de la crítica de Mouffe se centra directamente en la idea de consenso (esencial en la deliberación), en cualquier caso, ella sugiere una comprensión de lo político no reducible al procedimiento deliberativo, del cual, sin embargo, no prescinde de manera definitiva. Así, permite una lectura de la democracia en la que el agonismo y la deliberación son complementarios. La intersección de la política agonística y la deliberativa deviene en una concepción de la democracia en la que se articulan las ideas de procedimiento racional y consenso, sin que se afecten la contingencia y la apertura permanente de lo político, que se siguen del conflicto y la confrontación pluralista de centros de poder que aspiran a la hegemonía política. Este primer acercamiento tiene como propósito matizar el sentido de lo democrático en la idea de una educación democrática, por lo cual se defiende que la actitud política de un ciudadano democrático no radica en su disposición para integrarse sin más en un determinado sistema de instituciones y procedimientos sociales, sino que consiste en participar en ese sistema bajo la pre- misa de la contingencia del mismo, porque es solo tal disquisición la que daría lugar a acciones críticas tendientes a transformarlo.

Política y educación

La educación puede ser comprendida como una forma de acción política, dado que ella es un proceso que difícilmente se podría desligar del conjunto de las acciones sociales que tienen incidencia en la construcción de la ciudadanía en una comunidad política. Por otra parte, el ejercicio político que se realiza en una sociedad puede ser considerado como una acción educativa, puesto que interviene de manera sustancial en la construcción de la sociedad y, por ende, en la formación de los aspectos económicos y culturales que dan concreción y significado a la educación; en otras palabras, la acción educativa afecta la política, porque de ella depende en gran medida la formación ciudadana que define el compromiso y la conciencia de pertenencia a la colectividad política (Touraine, 2000).

La reflexión sobre los fines de la educación en su conexión con lo político pasa por cuestiones tan delicadas como las relativas al tipo de autoridad que debe mediar la relación educativa entre niños y adultos, en lo que respecta al valor de la tradición y al derecho de los niños, en virtud de la novedad que ellos representan para el mundo, de poder participar en la construcción de su futuro [1] (Arendt, 1996), y al efecto de esto en la capacidad de los niños y jóvenes de juzgar y autodeterminarse moralmente (Adorno, 1993). Igualmente, cabe considerar el tema del fortalecimiento de la conciencia ciudadana, para que sea posible el compromiso moral con relación a un proyecto de sociedad pluralista (Touraine, 2000).

En la relación entre educación y política, autores como John Dewey (2004, 2011), Amy Gutmann (2001) y Guillermo Hoyos (2008, 2013a, 2013b), entre otros, privilegian una política de corte democrático, porque se entiende que ésta logra articular las demandas de libertad y autonomía de la persona en el contexto de su dimensión moral, con los compromisos que exige el ejercicio de la autoridad política de un orden social [2]. Con este propósito, el sistema de gobierno democrático se caracteriza esencialmente por tener una organización que busca beneficiar a sus gobernados, al mismo tiempo que garantiza que sean precisamente los gobernados los que decidan sobre qué es aquello que los beneficia (Lafont, 2011).

Bajo esta mirada, el proyecto de una educación democrática tendría por condiciones proteger la capacidad de autodeterminación moral de los individuos, y con ello la libertad (y el pluralismo que se genera del ejercicio de la misma), así como promover una ciudadanía basada en la cooperación social reflexiva [3] (Honneth, 1999), el razonamiento público [4] (Sen, 2010); y su compromiso con la distribución de la autoridad y los procedimientos decisorios característicos del autogobierno democrático (Bobbio, 1986), debidos a su participación en el ejercicio colectivo de la soberanía. Estas condiciones conllevan una serie de consecuencias que afectarían la comprensión del rol de los diferentes agentes educativos, en lo relativo a los criterios que utilizan para orientar sus acciones, así como en las categorías que están en la base de la manera como ellos comprenden el proceso educativo en el contexto de la sociedad democrática. Por lo anterior, el presente escrito se constituye como un acercamiento filosófico que busca discutir y avanzar en la comprensión de la normatividad de la idea de educación democrática.

Uno de los problemas centrales en torno a lo que significa una educación democrática es el de entender el sentido que lo político puede imprimir en la definición de lo democrático en el contexto educativo, dado el amplio espectro de interpretaciones sobre lo político y la democracia que participan del debate filosófico-político contemporáneo [5]. Esta dificultad exige delimitar el significado de “educación democrática” a partir de la identificación de una concepción de lo político que satisfaga las condiciones de la democracia mencionadas arriba, al mismo tiempo que las exigidas por las necesidades formativas propias de la educación. Con respecto a esto, la discusión se desarrolla entre varias posturas [6], en las cuales se pueden reconocer dos extremos: aquellas posturas libertarias, que no ven que la educación ciudadana puede desempeñar función alguna y el otro extremo, conservador, que considera que la formación de ciudadanía está centrada en la defensa de una nación. En medio de estas se encuentran concepciones de la educación que están centradas en la formación de una ciudadanía más bien crítica, y dentro de estas los más reconocidos son el enfoque deliberativo y el agonístico.

Por lo anterior, la discusión se limita aquí al contexto del debate de los enfoques deliberativo [7] y agonístico de la política democrática, en las versiones de Amy Gutmann y Chantal Mouffe, respectivamente. Frente a esto, se asume el argumento de Isaiah Berlín (2014), según el cual “cuando hay acuerdo sobre los fines, los únicos problemas que restan son referidos a los medios, y estos problemas no son políticos sino técnicos” (p. 55). La política agonística y la deliberativa están de acuerdo en la comprensión de la ciudadanía como un ejercicio que incluye la crítica como forma de agencia constitutiva de lo social; además, en ambas perspectivas se desarrollan con igual importancia conceptos como participación, pluralismo o libertad. No obstante, existe un desacuerdo aparentemente insuperable, a saber, en el entendimiento de lo político como conflicto y confrontación, para el agonismo, y como deliberación racional y consenso, para el caso de la política deliberativa [8]. Así, una de las cuestiones que se tratan en este trabajo es la de las consecuencias morales y políticas (prácticas) que tiene para la comprensión de la educación democrática la afirmación radical de la dicotomía insalvable entre política deliberativa y agonística [9].

La discusión entre los modelos deliberativo y agonista permite evidenciar sentidos distintos (y aparentemente contrapuestos) acerca de la dimensión política de la democracia y de aspectos de la misma relativos a la comprensión de lo propiamente político del pluralismo, la participación, la ciudadanía y el consenso; lo cual influye en lo que podamos entender por educación democrática. Ante este panorama, el presente texto analiza tales aspectos, con el propósito de precisar la real magnitud de la sugerida dicotomía entre la agonística y la deliberación de los modelos de la democracia.

Por lo anterior, el presente trabajo propone, mediante el análisis de las ideas de pluralismo, participación, ciudadanía, autonomía y consenso, en el contexto del debate entre política deliberativa y agonística de la democracia, una comprensión de la educación democrática que integra los requerimientos de ambos modelos, en el sentido de que se precisa que la idea de política deliberativa defendida por Gutmann, así como la crítica de Mouffe, aportan reflexiones complementarias entre sí, las cuales, además de satisfacer las condiciones de autodeterminación (individual y colectiva), autogobierno, cooperación y participación y crítica, exigidas por los ideales moral y político de la democracia; sirven para trazar una serie de tareas [10], sobre todo conceptuales, tendientes a configurar el perfil normativo de la idea de educación democrática. Estas tareas de análisis profundizan en la comprensión de la ciudadanía como participación (Kymlicka, 1996; Nussbaum, 1999; Habermas, 2010; Höffe, 2007), así como en la relación que ésta tendría con una lectura inter-subjetivista del concepto de autonomía; las cuales devienen en la formulación de un principio de reconocimiento (Forst, 2005, 2012, 2014 y Honneth, 1997a, 1997b, 2014), esencial para comprender las diferentes fuentes de compromiso moral que se generan a partir de las relaciones cotidianas de las personas, y que pueden beneficiar la práctica educativa orientada a la formación de una ciudadanía democrática crítica y participativa.

La educación democrática en la intersección de la agonística y la deliberación

Una de las tareas iniciales para comprender lo que significa una educación democrática consiste en dilucidar lo que la democracia exige de sus ciudadanos (Clark, 1999). Esta tarea implica entender, primero, el sentido que lo democrático puede imprimir en lo educativo, cuestión que se torna compleja por la variedad de enfoques en disputa hoy sobre la democracia. Por esto, en esta sección nos limitaremos a discutir la aparente oposición entre la concepción deliberativa de la democracia y la concepción agonista. Una de las razones que conduce a la disyuntiva entre democracia deliberativa y democracia agonista es la comprensión de lo político que cada enfoque adopta. En este sentido, Julián González (2014) señala en relación con este debate que “lo político ha de comprenderse bien desde una arista consensual o bien desde su costado más conflictivista” (p. 63); en ambos casos, una de las cuestiones de fondo se podría identificar con la diferencia del posicionamiento de cada perspectiva frente al pluralismo de las sociedades contemporáneas, y a la comprensión del papel de las diferencias en la dinámica de política democrática.

Bajo este entendido, la teoría deliberativa de la educación de Amy Gutmann defiende que la deliberación es la virtud democrática por excelencia y aquella necesaria para que exista una ciudadanía capaz de participar en la construcción consciente de la sociedad y en el ejercicio colectivo del poder político. Por su parte, Chantal Mouffe opina que la concepción de la democracia basada en las ideas de deliberación y consenso racional obedece a una comprensión errónea de lo político, dado que la idea de consenso conduce a la eliminación de las diferencias, mediante la construcción de una identidad que supone lograr el acuerdo; por lo cual, se expone al riesgo latente de la homogenización moral y a la negación del pluralismo, de allí que para esta autora lo político se refiera a lo antagónico, al conflicto que es constitutivo de las sociedades humanas (Mouffe, 2007, p. 16).

En este apartado se exponen algunos elementos de cada enfoque, con el propósito de hacer visibles los puntos de convergencia en lo relativo a aspectos como el pluralismo, el consenso, la participación y la ciudadanía.

Enfoque agonístico de la democracia

El modelo agonístico o radical de la democracia se presenta como una crítica al modelo deliberativo [11]. En líneas generales podemos identificar al menos dos críticas fuertes a este último paradigma: primero, que la idea de la política como consenso racional, que caracteriza a la democracia deliberativa, es incapaz de aprehender la dinámica política de la democracia moderna (Mouffe, 2012b), y segundo, el modelo deliberativo según Mouffe es “conceptualmente erróneo […] [e] implica riegos políticos” (Mouffe, 2012b. p. 10). La razón de lo anterior es que, al parecer, desde el punto de vista de Ernesto Laclau y especialmente de Chantal Mouffe, el modelo deliberativo erradica el conflicto y el antagonismo de la democracia (Mouffe, 2012b. pp. 61-64; 2007, pp. 36).

Podríamos identificar el enfoque de la democracia radical como un intento por redescribir el marxismo como teoría de la sociedad y de la política. Chantal Mouffe y Ernesto Laclau (2010) desarrollan una crítica a la idea del marxismo clásico de corte leninista que, embebido en un ideal racionalista, entiende que la historia, la sociedad y el sujeto son realidades homogenizables, determinables mediante la apropiación intelectual que supone el presupuesto epistemológico que las considera como realidades cuantificables, es decir, que ellas son de alguna manera, reducibles o articulables en una totalidad o unidad la cual se expresa en la tradición marxista bajo el concepto de “hegemonía” (Laclau y Mouffe, 2010). Para Mouffe y Laclau la totalidad o la identidad que el concepto de hegemonía busca fijar o articular opera conforme a una lógica que presupone la estabilidad de las realidades referidas, eliminando así la contingencia de lo político mediante la afirmación de la necesidad histórica del proyecto socialista. Es decir, el concepto de hegemonía articula los fragmentos pertenecientes a la totalidad ya dada de la sociedad y el sujeto con la necesidad histórica del proyecto socialista (Laclau y Mouffe, 2010); en este sentido, el concepto de hegemonía en el marxismo ortodoxo lo que hace es establecer una identidad esencial de lo político.

Frente a lo anterior, la reflexión de Mouffe y Laclau consiste en comprender la articulación de la hegemonía como práctica discursiva, en la cual la identidad de los elementos que se estructuran no subyace a la práctica misma, sino que emerge de esta, de las relaciones que la práctica discursiva produce, en la medida que el discurso fija parcialmente un momento de la totalidad posible; por lo cual, el sentido de lo que se llame objetivo no puede ser comprendido al margen de las condiciones discursivas de las que surge (Laclau y Mouffe, 2010). Esta interpretación se opone a la idea de que la sociedad, la historia y el sujeto puedan ser concebidos como realidades homogéneas u homogenizables, y da apertura a categorizaciones que funcionan como alternativa a las posibilidades de valor binarias contenidas en la lógica monotónica:

El carácter incompleto de toda totalidad lleva necesariamente a abandonar como terreno de análisis el supuesto de “la sociedad” como totalidad saturada y autodefinida. La sociedad no es un objeto legítimo del discurso. No hay principio subyacente único que fije –y así constituya– al conjunto del campo de las diferencias. La tensión irresoluble interioridad/exterioridad es la condición de toda práctica social: la necesidad solo existe como limitación parcial del campo de la contingencia. Es en el terreno de esta imposibilidad tanto de la interioridad como de la exterioridad totales, que lo social se constituye. Pero el hecho mismo de que la reducción de lo social a la interioridad de un sistema fijo de diferencias es imposible, implica que también lo es la pura exterioridad, ya que las identidades, para ser totalmente externas las unas respecto a las otras, requerirían ser totalmente internas respecto a sí mismas: es decir, tener una identidad plenamente constituida que no es subvertida por ningún exterior. Pero esto es precisamente lo que acabamos de rechazar. Este campo de identidades que nunca logran ser plenamente fijadas es el campo de la sobre-determinación (Laclau y Mouffe, 2010, p. 151).

En este pasaje los autores plantean cierta paradoja en la articulación hegemónica del poder, al hacer visible la imposibilidad de fijar definitivamente en la teoría las identidades de los elementos (sujeto, historia, sociedad) que se involucran en la política. La imposibilidad se manifiesta en que el discurso que demarca la objetividad posible nunca puede subsumir lo social totalmente, pero tal parcialidad no se explica porque algo como la esencia o el significado de lo social sea inaprehensible, sino precisamente porque hay un exceso de significados, una sobre-determinación de lo social que hace imposible la identificación absoluta al mismo tiempo que la no identificación absoluta (Laclau y Mouffe, 2010). En consecuencia, la fijación definitiva de las identidades resulta irrealizable, precisamente porque existe en el discurso la necesidad de fijarlas. Esta idea permite ir configurando un perfil de lo que se podría comprender como educación democrática: si se asume el carácter contingente de toda identidad, por razón del reconocimiento de su naturaleza discursiva, entonces, propósitos educativos como la formación ciudadana o el desarrollo moral no se podrían realizar como prácticas de adoctrinación orientadas al fomento de virtudes cívicas asociadas a la defensa de una nación, o al perfeccionamiento ético conforme a un ideal particular de bien. Por el contrario, dicha propuesta exige más bien que los objetivos educativos sean lo suficientemente abiertos y flexibles como para no convertirse en formas de exclusión o discriminación.

La imposibilidad de determinar lo social no supone que exista una exterioridad [12] que así lo delimite. Para Mouffe y Laclau, la antinomia entre la contingencia de lo social y la necesidad discursiva que busca fundar lo social no se explica en relación con una instancia distinta, ni mediante la oposición real o la contradicción (Laclau y Mouffe, 2010), sino gracias a la experiencia del antagonismo, entendida como

la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo […]. En la medida que hay antagonismo yo no puedo ser una presencia plena para mí mismo. Pero tampoco lo es la fuerza que me antagoniza: su ser objetivo es un símbolo de mí no ser […] (Laclau y Mouffe, 2010, p. 168).

En este sentido, el antagonismo expresa “la imposibilidad de constituir una forma de objetividad social que no se funde en una exclusión originaria” (Mouffe, 1999, p. 12), es decir, el antagonismo no es producto de la institucionalización parcial de lo social que realiza el discurso, por el contrario, muestra el límite o la imposibilidad de dicha institucionalización. Sin embargo, lo antagónico aquí tampoco se refiere a alguna condición objetiva que determine la oposición de quienes antagonizan, porque esto supondría que el antagonismo es una construcción ya dada en el sistema discursivo, por lo cual podríamos afirmar que el antagonismo se refiere más a la situación en la cual no es posible que el discurso subsuma completamente lo social, a la vez que no es posible lo social sin algún tipo de discursividad que lo funde.

En este sentido, la hegemonía, como forma de articulación de lo político, no se comprende como una práctica que opera sobre un orden natural o trascendental de lo social, sino como un conjunto de acciones que crean o configuran lo social, de manera que la posibilidad de transformación se mantiene siempre latente. En este sentido, la comprensión política de las prácticas educativas en el contexto de una democracia tendría que privilegiar que las acciones pedagógicas que se realicen se orienten a generar experiencias de aprendizaje que promuevan la participación y cooperación de los estudiantes, en el entendido de que son precisamente este tipo de acciones las que están en la base del ejercicio de una ciudadanía comprometida con la construcción de una cultura cada vez más democrática.

El modelo agonista comprende que la idea de consenso, que expresa la pretensión del modelo deliberativo de aportar un procedimiento por medio del cual sea posible “superar el conflicto entre los derechos individuales y las libertades, por un lado, y las demandas de igualdad y participación popular por otro” (Mouffe, 2012b, p. 25), funciona como un mecanismo que contiene una forma hegemónica para la estabilización del conflicto. El consenso, para estos autores, tiene como efecto la desaparición de formas legítimas de resistencia en contra de las relaciones de poder dominante (Mouffe, 2012b); además, elimina la posibilidad de relaciones políticas genuinas, en el sentido de que, para Mouffe, dichas relaciones se constituyen sobre la base de la oposición amigo/enemigo propuesta por Carl Schmitt, según la cual, la identificación mutua de los integrantes de un grupo con respecto a una forma de acción colectiva, constituye la construcción de un “nosotros”, el cual se expresa como una forma de identidad política, que es solo posible gracias al reconocimiento de su opuesto, un “ellos”, que se refiere a las agrupaciones que se producen en torno a puntos de vista sobre la acción colectiva diferentes al nuestro, de manera que la posibilidad del “nosotros” tiene por condición la diferencia con respecto a un “ellos”. En este orden de ideas, cuando se piensa la política como consenso, como el acuerdo de todos con respecto a un único punto de vista acerca de la acción colectiva, entonces, se erradica la posibilidad del “ellos” y, por tanto, la posibilidad misma de la política [13]; de allí que Mouffe (2104) considere que la cuestión esencial de la democracia

[…] no reside en cómo llegar a un consenso logrado sin exclusión, ya que esto exigiría la construcción de un “nosotros” que no tendría su correspondiente “ellos”. Esto es imposible, pues la condición misma de constitución de un “nosotros” es la demarcación de un “ellos”. La cuestión central es entonces cómo establecer esta distinción nosotros/ellos, que es constitutiva de la política, de manera tal que sea compatible con el reconocimiento del pluralismo. El conflicto en las sociedades democráticas liberales no puede –ni debería– ser erradicado, ya que la especificidad de la democracia pluralista es precisamente el reconocimiento y legitimación del conflicto (pp. 25-26).

La sociedad se presenta, entonces, como un entramado de relaciones de poder que no pueden ser erradicadas, por lo que el proyecto de la democracia radical y plural de Mouffe es consciente que de lo que se trata es de “transformarlas, renunciando al mismo tiempo a la ilusión de que podríamos liberarnos completamente del poder” (2012b, p. 39). En una sociedad comprendida de este modo, el agente político debe reconocer que sus pretensiones e intereses son particulares y limitados, de manera que no es posible que en la sociedad democrática un actor social tenga el derecho de atribuirse la representación de la totalidad de los actores (Mouffe, 2012b). Para Mouffe no hay algo así como un punto de vista político neutral o una condición imparcial que suponga de antemano una ventaja teórica o práctica en la dimensión antagónica de la sociedad (2012b).

Ahora bien, si éste es el tipo de sociedad y comunidad política que se concibe desde el modelo agonista de la democracia, entonces, ¿cuál es el tipo de ciudadano que en ella se define? En la concepción de comunidad política de la agonística de Mouffe, se defiende la imposibilidad de formular la existencia de una idea de bien común que vincule de manera incondicional a todos los individuos que pertenecen a ella (Mouffe, 2014). Sin embargo, la misma idea de comunidad política exige que exista un vínculo entre sus integrantes, el cual se expresa, según Mouffe, de la siguiente manera:

Lo que compartimos y lo que nos hace ciudadanos en un régimen democrático liberal no es una idea sustantiva del bien sino un conjunto de principios políticos específicos de dicha tradición: los principios de libertad e igualdad para todos. […] Ser ciudadano es reconocer la autoridad de aquellos principios y las reglas en los cuales se encarnan, basar sobre ellos nuestro juicio político y nuestras acciones. Estar asociados en términos de los principios liberales, ese es el sentido de la ciudadanía que quiero exponer (2012a, pp. 290-291).

La definición de ciudadanía de Mouffe parte de la distinción formulada por Michael Oakeshott entre universitas y societas (Mouffe, 2012a). En el caso de la universitas, la comunidad o asociación política se entiende como aquella en la que el vínculo social se justifica por la consecución de un fin específico asociado a un ideal de bien; en cambio, para el caso de la societas, la asociación se articula en relación con un conjunto de reglas, las cuales expresan el interés común de los asociados en definir una serie de condiciones morales que permitan orientar la acción en el contexto social. Dichas reglas posibilitan la creación de una identidad política, que a su vez permite la interacción entre grupos con distintos ideales de bien. El propósito de tales reglas no consiste servir de instrumento para promover los intereses particulares de un grupo específico, sino en que se reconozcan y promocionen todos los intereses particulares de todos los grupos que constituyen la sociedad democrática. En este contexto, la dimensión antagónica exige además el reconocimiento de que todo posible acuerdo en relación con las reglas admitidas es siempre la expresión de un poder hegemónico, que solo representa una alternativa posible y provisional del orden social y nunca la totalidad o expresión definitiva del mismo.

En este sentido, la ciudadanía en la democracia radical se entiende como una forma posible de identidad política, que se caracteriza porque permite la interacción entre los diferentes fines definidos por las ideas de bien de los diferentes grupos, sin que eso signifique no ser conscientes de que el reconocimiento de dichas reglas supone ya una forma de sumisión a un poder hegemónico que, sin embargo, se comprende como constituido y por esto, como transformable o sustituible, gracias, precisamente, a que la ciudadanía es su principio constitutivo (Mouffe, 2012a).

En resumen, en este aparte se ha mostrado que el modelo agonista interpreta la política como un espacio de conflicto, en donde el reconocimiento acerca de la imposibilidad de eliminar el desacuerdo y la diferencia se configura como la posibilidad misma de la democracia, en el sentido de que explican que todo orden social es una construcción, cuya hegemonía es susceptible de ser transformada mediante la acción (participación) de quienes la constituyen.

Enfoque deliberativo de la democracia de Amy Gutmann

Para Gutmann la deliberación expresa un procedimiento racional de decisión [14], que hace manifiesto el poder comunicativo en las comunidades democráticas. Entre las características de la deliberación, Gutmann identifica el reconocimiento del disenso como condición de posibilidad, teniendo en cuenta que la dinámica misma de la deliberación exige la confrontación y, por ende, el desacuerdo como punto de partida permanente; además, para ella el modelo deliberativo no supone un enfoque imparcial o neutral con respecto a las ideas de bien, por el contrario, cuenta con una base moral:

Virtualmente todos los demócratas deliberativos pueden estar de acuerdo en que el objetivo primario de la deliberación es justificar las decisiones y las leyes que los ciudadanos y sus representantes se imponen los unos a los otros. En este sentido, los demócratas deliberativos están de acuerdo en que la deliberación apunta por lo menos a una concepción débil del bien común (Gutmann y Thompson, 2004. pp. 35-36) [15].

Desde este punto de vista, encontramos que la base moral mínima de la deliberación, que busca ser un principio de economía para el desacuerdo moral [16], consiste en la exigencia equitativa de razones, en la reciprocidad sobre la crítica y la necesidad de justificación pública, la flexibilidad con respecto a otros métodos de decisión y la comprensión de las justificaciones y de los acuerdos como instancias abiertas, no definitivas, sobre las cuales es posible continuar la discusión. En este sentido, el demócrata deliberativo no cree que sea posible lograr acuerdos totalizantes e incondicionales, sino que apuesta por la práctica de un principio del desacuerdo moral, que permita la identificación de terrenos comunes para la cooperación más que el consenso absoluto (Gutmann y Thompson, 2004). Gutmann concibe la comunidad democrática como una construcción procedimentalmente articulada, gracias al ejercicio de la deliberación, por esta razón, la ciudadanía se entiende principalmente como el ejercicio de participación que realiza el agente social, bajo los principios de libertad e igualdad.

Estas líneas generales de la deliberación permiten a Gutmann configurar una idea de educación democrática que se caracteriza por la primacía de la educación política, que promueve las habilidades relacionadas con el conocimiento y la moral y que son necesarias para la participación política y la formación de un ciudadano capaz de deliberar y tomar decisiones teniendo en cuenta principios democráticos (Gutmann, 2001). Así, la educación democrática tiene por objetivo la formación de ciudadanos capaces de interesarse por los otros y de no ser pasivos frente a las decisiones políticas que acontecen en su entorno social (Gutmann, 2001). Esta visión muestra la dificultad de disociar la reflexión sobre la educación (sus procesos, fines y contenidos) de la reflexión sobre la democracia (Gutmann, 2001); la razón principal radica en la convicción histórica de que la democracia no solo es una opción entre varias de un sistema de gobierno, sino, además, porque ella cuenta con el potencial de lograr que los ciudadanos tengan la autonomía suficiente para construir un orden de vida colectivo mediante el ejercicio de la autoridad política, a la vez que se mantiene el respeto de sus libertades.

En este sentido, pensar la educación democrática resulta una tarea que exige trascender las preocupaciones puramente didácticas y pedagógicas, para tratar de articularlas a una teoría política democrática, al mismo tiempo que busca identificar y orientar las implicaciones educativas del ejercicio político. El propósito de esta tarea consiste en la configuración de una idea de la formación ciudadana que no quede expuesta al peligro del adoctrinamiento [17], manteniendo el propósito educativo de la autonomía moral, así como las obligaciones políticas orientadas a facilitar la cooperación social.

Frente a este problema, Amy Gutmann (2001) desarrolla una teoría política de la educación que se centra en reflexionar sobre cuál sería la educación más adecuada para la participación en la construcción colectiva y consciente de la sociedad; de este modo, una de sus tareas principales radica en definir quién o quiénes tienen el derecho de ejercer la autoridad educativa. Esto, porque en dicha acción se asegura el tipo o los tipos de carácter moral que habrán de fomentarse para que se garantice la participación en la definición colectiva de la sociedad, conforme a los llamados principios de no represión y no discriminación. Por un lado, el principio de no represión “previene que el Estado, y cualquier grupo de su interior, utilicen la educación para restringir la deliberación racional entre concepciones competitivas de buena vida y buena sociedad” (Gutmann, 2001, p. 65). Por su parte, el principio de no discriminación busca garantizar el derecho a la participación, en cuanto “impide que el Estado o grupos en su interior nieguen a alguien (en la educación dicha discriminación toma su forma en contra de minorías raciales, niñas, o grupos de niños desfavorecidos) un bien educativo en términos irrelevantes para la prosecución legítima de ese bien” (Gutmann, 2001, pp. 66-67). Tales principios son los que, en últimas, garantizarían la libertad y la igualdad. Por esta razón, la educación democrática exige un tipo de distribución de la autoridad educativa que proteja la libertad moral manifiesta en la capacidad de deliberar y el derecho a la autodeterminación individual y colectiva, lo cual es posible gracias al ejercicio de la participación.

El argumento de Amy Gutmann se sustenta en la idea de que la deliberación es la virtud democrática por excelencia (Gutmann, 2001), por lo que su concepción de lo democrático se comprende fundamentalmente como una forma de gobierno en la que se hace necesario que los ciudadanos y sus representantes justifiquen sus decisiones políticas mediante la dinámica de dar y responder razones (Gutmann y Thompson, 2004). Partiendo de lo anterior, lo político se refiere al conjunto de acciones orientadas a la búsqueda de acuerdos relativos a la organización de la sociedad. Dichas acciones no parten de la nada, o son neutrales con respecto a los valores que se cree deben promoverse; por el contrario, reconocen que la defensa de la libertad moral y la identidad grupal (Gutmann, 2008) son la base sustantiva de la democracia, a partir de la cual se orienta la búsqueda del consenso social. Ahora bien, este consenso no se entiende como una especie de instancia definitiva de la deliberación, en cambio, Gutmann defiende que la naturaleza de los compromisos sociales que está en la base de tales acuerdos consiste en ser perpetuamente vulnerables a las críticas que puedan esgrimirse desde diferentes lugares (Gutmann y Thompson, 2010).

Finalmente, el enfoque propuesto por Gutmann define una base moral de la deliberación, la cual se refiere a la idea de que las personas no deberían ser tratadas como meros objetos de legislación, como sujetos pasivos destinados a ser gobernados, sino como agentes autónomos que participan en el gobierno de su propia sociedad, directamente o a través de sus representantes. En la democracia deliberativa una manera importante en la que estos agentes participan es presentando y respondiendo a razones, o exigiendo que sus representantes hagan lo mismo, con el objetivo de justificar las leyes bajo las cuales ellos deben vivir juntos (Gutmann y Thompson, 2010). Las razones son para producir una decisión justificable y para expresar el valor del respeto mutuo. En este sentido, el modelo deliberativo se presenta como una concepción de la política que no es neutral frente a unos ideales de lo bueno, aunque esto no implica establecer alguno que se imponga sobre los derechos de participación y autodeterminación individual y colectiva, lo cual no es agresivo para el reconocimiento del conflicto que está en la base del pluralismo.

La educación democrática en la intersección de la deliberación y la agonística

Una vez reconstruidos en líneas generales los dos modelos, en lo que sigue discutiremos los puntos de intersección y tensión entre estas dos teorías. Un primer punto de intersección de la política agonística y la política deliberativa se ubica en la idea de consenso: para ambas el consenso es una condición necesaria en la comprensión de la democracia, la diferencia radica en la gradación de la dimensión y protagonismo que ambas posiciones le conceden. Mouffe (2012a) no desconoce que los acuerdos y el consenso forman parte de la dinámica política, sin embargo, mantiene la prevención frente a ellos, al señalar que siempre refieren a algún tipo de exclusión, por lo que deben ser considerados como parciales y provisorios. En este punto encontramos una fuerte similitud con Gutmann, según la cual

La tercera característica de la democracia deliberativa es que su proceso apunta a producir una decisión que sea vinculante por un periodo de tiempo. En este respecto el proceso deliberativo no es como un show de televisión donde se discute o un seminario académico. Los participantes no discuten por discutir; ni siquiera discuten por la verdad (aunque la veracidad de sus argumentos es una virtud intencional porque es un objetivo necesario en la justificación de su decisión). Ellos quieren que su discusión influya una decisión que el gobierno tomará, o un proceso que afectará cómo se tomarán las futuras decisiones. En algún punto, la deliberación cesa temporalmente, y los líderes toman una decisión (Gutmann y Thompson, 2004, p. 5).

En esta cita, el consenso no es una situación definitiva o conclusiva en el proceso deliberativo, no obstante, la deliberación no se puede prolongar indefinidamente en el tiempo, cuando existe la exigencia práctica de tomar una decisión, de esto no se sigue que las justificaciones que se logren en determinado momento se conviertan en intemporales y constituyan el fin de la deliberación. Al contrario, la decisión y la ejecución de la misma motivan que el proceso deliberativo continúe, esta vez, como un ejercicio evaluativo frente a las justificaciones presentadas y frente al proceso mismo. Es decir, el consenso en la deliberación no conduce necesariamente al fin del conflicto, por el contrario, puede motivarlo en una dimensión diferente a la inicial [18]. Esta última idea remite a la tesis de Mouffe acerca del “consenso conflictual”, según la cual:

Aunque el consenso sin duda es necesario, debe estar acompañado por el disenso. Es preciso que exista consenso sobre las instituciones que son constitutivas de la democracia liberal y respecto de los valores ético-políticos que deberían inspirar la asociación política. Pero siempre va a existir desacuerdo en torno al significado de esos valores y al modo en el que deberían implementarse. Este consenso siempre será, por lo tanto, un “consenso conflictual” (Mouffe, 2014, p. 27).

Un segundo punto de intersección se expresa en el carácter ontológico o condicional para lo político, con el que cada enfoque concibe al conflicto (como expresión del pluralismo, para la comprensión de lo político). Para este punto resulta útil la distinción propuesta por Mouffe (2007) entre la política y lo político:

[…] considero “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a partir de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político (p. 16).

Con esto, para Mouffe lo político de la democracia radica, siguiendo parcialmente a Carl Schmitt [19], en el reconocimiento de la diferencia de los grupos políticos identitarios bajo la relación nosotros/ellos, que Schmitt comprende como la relación antagónica amigo/enemigo, pero que Mouffe reinterpreta como una relación agonista, en la que los oponentes se reconocen mutuamente como adversarios legítimos. Por esta razón, “la pregunta principal que ha de responder la política democrática no es la de cómo eliminar el poder sino la de cómo constituir formas de poder más compatibles con los valores democráticos” (Mouffe, 2012b, p. 112). En este orden de ideas, el “pluralismo agonístico” propuesto por Mouffe se entiende como el punto de vista que considera que la relación antagónica entre identidades políticas diferentes no supone que el “otro” político debe ser entendido necesariamente como un enemigo al que se debe eliminar, más bien se concibe como un adversario, que “es un enemigo, pero un enemigo legítimo, un enemigo con el que tenemos una base común porque compartimos una adhesión a los principios ético-políticos de la democracia liberal: la libertad y la igualdad” (Mouffe, 2012b, p. 115). Para Mouffe, la política, en cuanto se refiere a la institucionalización de prácticas de gobierno, tiene por objetivo la domesticación de lo político. Tal planteamiento pretende configurar una concepción radical del pluralismo, en la que se entiende, dada la contingencia del poder hegemónico constitutivo que funda todo orden social, que la participación de tales grupos políticos tiene la posibilidad real de transformar y cambiar la hegemonía vigente (Mouffe, 2007).

Una de las condiciones del enfoque deliberativo de Gutmann es el reconocimiento de que las sociedades democráticas modernas se caracterizan por presentar diferencias sustanciales de opinión entre sus ciudadanos, a partir de las cuales se organizan en una pluralidad de grupos con identidades sociales distintas (Gutmann, 2001). Tal condición es el motivo del desacuerdo que hace posible la deliberación; razón por la cual, “el pluralismo es un valor político importante en la medida que la diversidad social enriquece nuestras vidas mediante la expansión de nuestro entendimiento de las diferentes formas de vida” (Gutmann, 2001, p. 52). De allí que Gutmann entienda que los desacuerdos razonables de las personas que participan en un proceso de deliberación deben ser respetados bajo el principio de la igualdad política (Gutmann, 2004) y también, porque el respeto mutuo, que puede entenderse como una forma de legitimación del adversario, es una condición necesaria para que se dé la deliberación (Gutmann y Thompson, 2010); incluso Gutmann entiende que los grupos identitarios son un efecto inherente de la libertad de asociarse que gozan los ciudadanos de una democracia (Gutmann, 2008). No obstante, al igual que Mouffe, Gutmann reconoce que el conflicto debe ser de alguna manera limitado o domesticado, lo que no significa eliminado.

Mediante el planteamiento de los principios de no represión y no discriminación, Gutmann [20] establece una restricción moral para los grupos identitarios que es análoga a la exigencia del respeto de la libertad y la igualdad defendido por Mouffe. En este punto, podemos afirmar que Mouffe estaría de acuerdo con Gutmann en que en una educación democrática “tratar cada opinión moral como igualmente válida anima en los niños el falso subjetivismo de ‘yo tengo mi opinión y tú la tuya’, ¿y quién ha de decir quién tiene la razón?” (Gutmann, 2001, pp. 78), dado que este tipo de relativización conduce a generar indiferencia frente a los valores que se promueven, lo cual anula el ejercicio crítico que supondría la afirmación de valores que promocionen, por ejemplo, la discriminación racial o de género [21].

Finalmente, podríamos señalar un tercer punto de intersección de la agonística y la deliberación de Mouffe y Gutmann, a saber: ambos enfoques defienden una visión constructivista del orden social, es decir, ambos rechazan la idea de la política como administración [22], según la cual, ella rige un orden externo o anterior, que subyace de manera inmodificable a su propio ejercicio. Así, Mouffe explica que todo orden social consiste en el ejercicio constitutivo de un poder hegemónico, el cual, gracias al antagonismo siempre latente en las sociedades democráticas, puede ser transformado y cambiado. Al respecto, Mouffe identifica al menos dos estrategias que operan en este tipo de transformación de la hegemonía imperante, las cuales son una expresión la democracia radical hoy: se trata de la “deserción de las instituciones” [23] y el “involucramiento crítico con las instituciones” [24]. Por su parte, Gutmann remite a la idea de “reproducción social consciente”, con la cual expresa la finalidad de la educación democrática y con ello, el objetivo de la deliberación racional en una democracia, a saber, que los ciudadanos participen en la elección de aquellos valores sobre los cuales se constituirán y transformarán las instituciones políticas; tal concepción pone en la base del orden social el derecho a la participación y a la autodeterminación moral y colectiva de los ciudadanos democráticos. En este orden de ideas, encontramos que para ambos enfoques la participación se comprende como un valor esencial de la ciudadanía, debido a que su ejercicio se concibe como la acción constituyente del orden social, y como el potencial político para transformarlo y conservarlo.

En resumen, el análisis de los puntos de intersección entre el enfoque deliberativo y el agonista de la democracia no solo hace visible una coincidencia en sus fines o propósitos, sino que además permite una comprensión de la dimensión política de la educación democrática, según la cual, se pueden identificar al menos tres líneas para ir configurando un criterio para la comprensión de la ciudadanía y la praxis de la formación ciudadana, esto es:

I.        Un ciudadano democrático entiende la necesidad de los acuerdos y el consenso como alternativa no violenta para resolver los conflictos, pero además es consciente de la imperfección de los procedimientos y del consenso mismo, por lo que no ve las reglas de juego vigente de la discusión y los posibles acuerdos como prácticas que agotan de manera definitiva las posibilidades políticas de la decisión.

II.       Un ciudadano democrático es sensible frente a las diferencias relativas a las distintas concepciones del bien, sin embargo, no tolera que en nombre del pluralismo se promuevan concepciones de bien represivas o discriminatorias.

III.     Un ciudadano democrático es consciente del poder y de la responsabilidad del ejercicio del poder que representa su derecho a la participación para la construcción y trasformación del orden social.

El propósito de este apartado no solo fue reconstruir el debate agonismo-deliberación para elaborar una interpretación complementaria de tales modelos, también se mostró una comprensión de lo político no reducible al procedimiento deliberativo, o más bien, que una política deliberativa no puede presentarse como un procedimiento que agota la dimensión de lo político. También se describió cómo la intersección de la política agonística y la deliberativa deviene en una concepción de la democracia en la que se articulan las ideas de procedimiento racional y consenso, sin que se afecte la contingencia y apertura permanente de lo político, que se siguen del conflicto y la confrontación pluralista de identidades colectivas que aspiran a la hegemonía polí- tica. Finalmente, se propuso una reflexión inicial del sentido de lo democrático en la idea de una educación democrática; por lo cual se planteó que la actitud política de un ciudadano democrático no radica en su disposición de integrarse sin más en un determinado sistema de instituciones y procedimientos sociales, sino que consiste en participar en ese sistema bajo la premisa de la contingencia del mismo, porque es solo tal concepto el que le permitiría acciones críticas tendientes a la transformación.

Sergio Luis Caro Arroyo en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      En su ensayo La crisis en la educación, Arendt indica el vínculo existente entre educación y política, como una relación en la que el ejercicio de una se manifiesta como una acción de la otra, de manera recíproca. En dicha conexión, la autoridad educativa se distingue de la autoridad política, porque ella se debe orientar a que los niños y jóvenes conozcan el mundo (entendido como el espacio y las tradiciones compartidas con los otros), para que se mantenga la continuidad con la vida adulta; sin que esto afecte la novedad que ellos representan para las posibilidades de transformación del mundo, es decir, para la construcción de un futuro. En este sentido, la esfera educativa debe realizarse de manera autónoma en relación con la esfera política, dado que esta última exige la pertenencia completa al mundo. Con esto, la educación se renueva siempre con la llegada de nuevos seres humanos, por lo que debe conservar la novedad de los nuevos humanos, debe enseñar sobre el mundo, pero no una forma exclusiva de vivir en el mundo o de ser del mundo (cf. Arendt, 1996, pp. 185-208).

2      Lo que aquí se busca expresar con la idea de “la articulación de las demandas de la libertad con la autoridad política” es que uno de los sentidos posibles de la educación democrática radicaría en servir de justificación para pensar el vínculo de la autoridad política y la persona en términos de obligación moral.

3      La interpretación de la democracia como forma reflexiva de cooperación social obedece a la interpretación propuesta por Axel Honneth de las ideas políticas de John Dewey (Honneth, 1999).

4      Sen retoma aquí el debate Rawls-Habermas para señalar que, a pesar de las diferencias, ambos coinciden, como muestra del reconocimiento general, en que la comprensión de la democracia recoge entre sus cuestiones centrales la participación política, el diálogo, y la interacción pública.

5      Ver Gargarella (1999), Habermas (2010), Cuervo, Hernández y Ugarriza (2012), y Mejía (2004 y 2010).

6      Ver Gutmann (2001, pp. 37-96).

7      En el contexto de la democracia deliberativa, se presenta una serie de matices que se caracterizan en las propuestas de A. Gutmann (2001, 2004), David Estlund (2003, 2011a, 2011b) y Jürgen Habermas (2010, 1999). La diversidad de enfoques sobre lo político y la democracia producen igualmente una variedad de concepciones sobre el tipo de ciudadanía al que debe orientarse la educación, las que a su vez permiten identificar diferentes concepciones de la educación democrática. En este trabajo no entramos en ese debate.

8      Según Oliver Marchart (2009), para comprender este tipo de desacuerdo sobre lo político, vale la pena estudiar la diferencia entre H. Arendt y C. Schmitt: “los arendtianos ven en lo político un espacio de libertad y deliberación públicas, los schmittianos lo consideran un espacio de poder, conflicto y antagonismo” (p. 59).

9      El problema de fondo que se desarrolla en el debate entre deliberación y agonística, se expresa en la cuestión acerca de la contraposición entre una naturaleza conflictual o consensual de la política. Ver Grueso (2008) y Franzé (2014).

10      Las tareas que se mencionan se fundamentan en apartes relevantes de la presente reflexión; sin embargo, en este escrito solo se desarrolla la relación entre deliberación y agonismo.

11      Mouffe (1999) señala que “sólo si se reconoce la inevitabilidad intrínseca del antagonismo se puede captar la amplitud, de la tarea a la cual debe consagrarse toda política democrática. Esta tarea, contrariamente al paradigma de ‘democracia deliberativa’ que, de Rawls a Habermas, se intenta imponer como el único posible de abordar la naturaleza de la democracia moderna, no consiste en establecer las condiciones de un consenso racional, sino en desactivar el antagonismo potencial que existe en las relaciones sociales” (p. 13). Este pasaje capta un aspecto esencial de la teoría agonista de Mouffe, a saber, proponer una concepción de lo político contraria al modelo hegemónico, representado por la política deliberativa.

12      Con respecto al concepto de exterioridad o exterior constitutivo, Mouffe (1999) señala: “Esta noción […] indica que toda identidad se construye a través de parejas de diferencia jerarquizadas: por ejemplo, entre materia y forma, entre esencia y accidente, entre negro y blanco, entre hombre y mujer. La idea de ‘exterior constitutivo’ ocupa un lugar decisivo en mi argumento, pues, al indicar que la condición de existencia de toda identidad es la afirmación de una diferencia, la determinación de otro que le servirá de exterior, permite comprender la permanencia del antagonismo y sus condiciones de emergencia” (p. 15). Así, el contexto de exterioridad hace referencia a la relación de dependencia que existe entre un discurso que busca fundar una identidad y otros discursos, lo cual hace visible el carácter contingente de toda identidad. En este sentido, señalan Laclau y Mouffe (2010) “Con este «exterior» no estamos reintroduciendo la categoría de lo «extra-discursivo». El exterior está constituido por otros discursos. Es la naturaleza discursiva de este exterior la que crea las condiciones de vulnerabilidad de todo discurso, ya que nada lo protege finalmente de la deformación y desestabilización de su sistema de diferencias por parte de otras articulaciones discursivas que actúan desde fuera de él”. (p. 150)

13      Para Mouffe (1999): “La vida política nunca podrá prescindir del antagonismo, pues atañe a la acción pública y a la formación de identidades colectivas. Tiende a constituir un ‘nosotros’ en un contexto de diversidad y de conflicto. Ahora bien, […] para construir un ‘nosotros’ es menester distinguirlo de un ‘ellos’. Por eso la cuestión decisiva de una política democrática no reside en llegar a un consenso sin exclusión -lo que nos devolvería a la creación de un ‘nosotros’ que no tuviera un ‘ellos’ como correlato-, sino en llegar a establecer la discriminación nosotros/ellos de tal modo que resulte compatible con el pluralismo” (p. 16).

14      Para ampliar la información sobre las diferentes concepciones de la deliberación, ver Elster (2001) y Cuervo, Hernández y Ugarriza (2012).

15      En adelante, las citas de este texto son traducciones propias.

16      Amy Gutmann y Dennis Thompson entienden que “Una implicación importante de esta característica dinámica de la democracia deliberativa es que el debate continuo requerido debería cumplir lo que llamamos el principio de economía de desacuerdo moral. Al dar razones para sus decisiones, los ciudadanos y sus representantes deberían tratar de encontrar justificaciones que minimicen sus diferencias con sus oponentes. Los demócratas deliberativos no esperan que la deliberación siempre o ni siquiera usualmente lleve a un acuerdo. Como los ciudadanos manejan el desacuerdo que es común en la vida política debería ser por consiguiente una pregunta central en cualquier democracia. Practicar la economía del desacuerdo moral promueve el valor del respeto mutuo (el cual es central a la democracia deliberativa). Al economizar en sus desacuerdos, los ciudadanos y sus representantes pueden continuar trabajando juntos para hallar cosas en común, si no se puede en las políticas que produjeron el desacuerdo, entonces en otras políticas en las que tengan mayor posibilidad de llegar a un acuerdo” (p. 7).

17      Eamon Callan y Dylan Arena (2009) señalan “Cuando se hacen acusaciones de adoctrinamiento, la imputación de mal acto moral tiene que ver con una distorsión sistemática de cierto tipo en la presentación por parte del profesor de la materia –una distorsión que provoca, o que sensatamente se puede esperar que provoque-, una distorsión correspondiente en la manera en que los estudiantes entienden la materia. Además, la distorsión no debe ser, por lo menos en los casos típicos, explicada por la pereza o indiferencia intelectual, que a menudo explica la enseñanza meramente inefectiva, sino por un esfuerzo exagerado o mal planeado de inculcar creencias particulares o valores” (p. 105). En este sentido, el adoctrinamiento se entiende como el aprovechamiento del rol docente o educativo para promover creencias o valores que de alguna manera agreden la libertad de los niños y, por tanto, su autonomía, dado que se modelan sus creencias sin tener en cuenta su derecho futuro a poder establecer preferencias.

18      Como caso paradigmático, Gutmann y Thompson (2004) analizan el proceso y los elementos de la decisión que llevaron a EE. UU a la guerra con Irak.

19      En su análisis de la obra de Schmitt, Mouffe resalta su crítica al modelo parlamentarista liberal de la democracia: “A juicio de Schmitt, el elemento representativo constituye el aspecto no democrático de la democracia parlamentaria en la medida en que se hace imposible la identidad entre gobierno y gobernados, inherente a la lógica de la democracia. […]. En este sistema, la discusión pública, que es interrelación dialéctica de opiniones, ha sido reemplazada por la negociación partidista y el cálculo de interés; los partidos se han convertido en grupos de presión, ‘que calculan sus intereses recíprocos y sus respectivas oportunidades de ocupar el poder, y en realidad llegan a acuerdos y coaliciones sobre esta base. […] Esto se produjo de la siguiente manera […] que toda una serie de preguntas difíciles relativas a la moral, la religión y la economía estuvieran confinadas a la esfera privada’”. (Mouffe, 1999, p. 163)

20      Para Gutmann no todos los desacuerdos deben permanecer sin resolver en una democracia, dado que pueden existir grupos que promuevan el racismo, la homofobia o cualquier otro tipo de discriminación, de allí que entienda que: “Aunque los pluralistas están de acuerdo en que la deliberación debería tratar de justificar la mayor cantidad de acuerdo posible, ellos también buscan maneras de vivir bien con esos desacuerdos que no pueden o no deberían ser eliminados en un momento dado. Esta es una diferencia profunda e irreconciliable entre demócratas que aceptan el pluralismo como parte de la condición humana y aquellos que lo ven como un problema político serio que debe ser superado con la deliberación. Algunos desacuerdos –por ejemplo, una petición de excluir a los negros, judíos, u homosexuales de varias asociaciones– le exigen a la democracia que confirme su compromiso con los principios de la no discriminación e igual oportunidad en su forma esencial. Pero otros desacuerdos no deberían ser resueltos. Llamamos a estos desacuerdos deliberativos: incluyen conflictos no entre ideas que son claramente correctas y claramente incorrectas, sino entre opiniones ninguna de las cuales puede ser razonablemente rechazada.” (Gutmann y Thompson, 2004, p. 28).

21      Un ejemplo del punto de vista de Mouffe con respecto a la defensa de la libertad y la igualdad como valores democráticos, lo encontramos en su opinión acerca de las luchas feministas, para Mouffe (1999) “el feminismo es la lucha por la igualdad de las mujeres, […] una lucha en contra de las múltiples formas en que la categoría ‘mujer’ se construye como subordinación” (p. 126). De esto no se sigue que exista solo una perspectiva válida del feminismo, aunque sí, que en sus diversas formas, es una lucha justificada por la igualdad.

22      Algunos teóricos de la política describen su comprensión sobre la base de la contraposición entre una interpretación de la política como administración y otra de la política como creación; según esto “en la concepción administrativa de la política, ésta aparece como siempre sujeta a elementos externos. Esto se da de dos maneras tradicionales: pensando la política como un ámbito junto a otros de la vida social (Estado o sistema político) y/o como subordinada a fuentes externas inmodificables para la acción humana (la historia, la biología, el sentido del mundo, la naturaleza humana). […] La concepción de la política como creación contingente radical supone abandonar la noción de lugar presente en la visión administrativa de la política como ámbito y de subordinación a otras instancias, para entrar en la intensidad y cristalización del sentido que permite la configuración misma de la comunidad y su orden”. (Franzé, 2013, pp. 16-17)

23      “Este enfoque concibe a la política radical en términos de una deserción de las instituciones existentes, a fin de fomentar la auto-organización de la multitud”. (Mouffe, 2014, p. 82)

24      Esta estrategia se refiere a “la rearticulación discursiva de los discursos y prácticas ya existentes. De esta manera nos permite concebir esta transición en términos de una intervención hegemónica” (Mouffe 2014, p. 82).

Javier García-Luengo Manchado

Generalmente cuando hablamos de la Edad de Plata española, nos referimos, tal y como ha definido el profesor José Carlos Mainer [1], al periodo cultural que iría aproximadamente desde 1902 a 1936, una etapa ésta caracterizada por el cambio, por la transformación de una España que, partiendo de una profunda crisis de valores, la del 98, anhelaba remontar, mirar al futuro, deseaba una renovación desde diferentes presupuestos pero sin renunciar al pasado, a su historia. Esta necesidad de transformación venía condicionada, claro está, por una serie de demandas sociales, cabe destacar que España, de manera un tanto tardía, había ido desarrollando algunos de los factores más característicos para el progreso de la modernidad, tales como una incipiente industrialización, la expansión del ferrocarril y sobre todo el creciente protagonismo de una burguesía que reclamaba nuevas vías para la cultura, consolidándose así la prensa y con ella la opinión pública. Todo ello fue acompañado por una elite intelectual que hallará en el krausismo su eje vertebrador, surgiendo en este contexto instituciones como la Residencia de Estudiantes o la Junta de Ampliación de Estudios [2], entidades que permitirían canalizar y buscar un necesario y cada vez más demandado punto de cohesión con el ámbito europeo.

Es esta una época asimismo de revoluciones, de confrontación social, de cambios políticos, un periodo ecléctico marcado por el debate, por la lucha entre tradición y modernidad, entre centro y periferia [3] —recordemos en este sentido la importancia que los nacionalismos adquirieron entonces—; lucha, en definitiva, que enriquecerá las expresiones culturales de aquel momento, pues toda esta complejidad será, sin lugar a dudas, caldo de cultivo para la prosperidad de las artes en todas sus expresiones.

A pesar de lo anteriormente expuesto, o precisamente gracias a ello, desde el punto de vista cultural si hay una palabra que bien pudiera definir lo que representó la Edad de Plata, quizá sea la de convivencia, pues en efecto, a lo largo del primer tercio del siglo XX se solaparon tres grandes generaciones literarias de muy distinta índole: el 98, la del 14 o Novecentismo y la del 27. Citar a algunos de sus máximos exponentes pone de manifiesto la disparidad de pensamientos e inquietudes, pero también la excelencia literaria e intelectual de la época: Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Ramón María del Valle Inclán, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Eugenio D´Ors, Ortega y Gasset, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados y un largo etcétera por todos conocido.

Además de la literatura y el pensamiento, no menos brillante fue la pintura, la escultura, la música o el cine, aunándose por estos años la labor de creadores de tendencias tan dispares como Ignacio de Zuloaga, Joaquín Sorolla, Darío de Regoyos, los hermanos Zubiaurre, Benjamín Palencia, Gregorio Prieto, Alberto Sánchez, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Manuel de Falla, Ernesto Halffter…, sólo por citar algunos de los nombres más conocidos de una lista tan prolongada como eximia.

En este contexto hay que tener muy en cuenta, atendiendo al tema que nos ocupa, cuál era el peso real que por entonces registraba la tradición cristiana en el ambiente intelectual aludido para consecuentemente calibrar la importancia de la iconografía mariana en la creación estética de Edad de Plata, al margen del arte sacro propiamente dicho. Obviamente no es momento aquí de desarrollar consideraciones amplias en torno a este complejo asunto, pero sí conviene resaltar el paulatino proceso de secularización vivido en occidente desde el siglo XIX, hecho este tanto más importante cuando nos referimos a un momento y un lugar como el que aquí se trata, donde la anhelada renovación pasaba por una intelectualidad que reclamaba un estado laico, así como una ciudadanía cada vez más separada de la Iglesia y, por ende, de su tradición cultual y antropológica.

Paralelamente a lo expuesto, la Iglesia española en los primeros años de la pasada centuria había visto muy mermado su papel como mecenas y potenciadora de la cultura, como consecuencia, entre otras cuestiones, de los sucesivos procesos desamortizadores, así como del paulatino arraigo del pensamiento liberal, debilitamiento que llegará a su eclosión con la Constitución de 1931 y el ulterior advenimiento de la guerra civil [4]. Junto a lo dicho, lo cierto es que para entonces el mecenazgo y la producción estética se ajustaba a los cánones propios de los países de nuestro entorno, es decir, se basaba en el sistema de exposición, donde el artista no trabajó por encargo sino que obraba libremente, mostrando públicamente con posterioridad su quehacer, la exposición se convierte así por tanto en el principal difusor de la creatividad estética.

Las exposiciones nacionales de bellas artes eran el acontecimiento artístico que anualmente congregaban a los pintores y escultores más destacados del momento, su presencia allí implicaba la difusión de su obra entre el público en general, pero también buscaban las correspondientes medallas y, por supuesto, la compra. Los catálogos de dichos  eventos demuestran cómo los gustos de la sociedad burguesa no estaban cerca de los temas devocionales, de los que podía haber algún ejemplo pero siempre escasos [5], siendo mucho más abundantes géneros como la pintura de historia, pensada para decorar los grandes salones de diputaciones o ministerios. Otros géneros representativos serían el retrato, el bodegón y el paisaje, reservados todos ellos a un ámbito doméstico más o menos refinado.

Así las cosas no parece lógico pensar que el arte y la literatura española mostrasen interés alguno por los temas religiosos en general y los marianos en particular, máxime cuando a partir de los años veinte la vanguardia irrumpa definitivamente en el ámbito intelectual, con todo lo que dicho término lleva consigo en cuanto a negación e incluso ataque al pasado. Sin embargo, en España la piedad popular continuaba teniendo un gran peso y los ejercicios devocionales dedicados a la Virgen se desarrollaban al margen en muchos casos de tensiones políticas o intelectuales, prueba de ello es que, por citar tan solo un ejemplo, imagineros como Antonio Castillo Lastrucci, durante la década de los veinte y treinta, efectuó un buen número imágenes marianas con destino a cofradías y altares [6].

Por otra parte, el secular peso del cristianismo y la influencia de la Iglesia en España a lo largo de la historia, amén de la ya aludida piedad popular, hizo que los artistas continuasen encontrando en los temas religiosos un reclamo importante en su quehacer. Dicha inquietud podía tener un carácter verdaderamente devocional en unos casos, mientras que en otros hallaremos un interés puramente antropológico. Sea como fuere lo cierto es que la iconografía de María y su culto tendrá una clara presencia en el arte y la literatura de la Edad de Plata, pues como es bien sabido por todos, en España hablar de devoción y de cultura cristiana es hablar de devoción y de cultura mariana. A todo ello no es ajeno que lo popular sea un recurso continuo en el arte y literatura del momento, mencionemos en este sentido la importancia que adquiere el concepto de intrahistoria en el caso de la Generación del 98 o el neo-popularismo, tan común en la poética del 27.

El tema de la Virgen o del culto mariano para ser más exactos, es si no frecuente tampoco extraño en algunos de los pintores vinculados a  la Generación del 98, pues muchos de aquellos artistas, en consonancia con las inquietudes de los escritores e intelectuales de la referida Generación, hallaron en estos motivos la plena expresión de la intrahistoria unamuniana, de esas tradiciones que habían pervivido a pesar del tiempo, a pesar de los años y que se mantenían desafiantes respecto a los retos de la modernidad. Por ello casi todos estos pintores cuando abarquen los temas centrados en las tradiciones marianas los efectúan casi más con un carácter antropológico que puramente devocional, contextualizando dichas imágenes en la tradición histórica española y, consecuentemente, demostrándose así las profundas raíces religiosas de su país.

Quizá una de las pinturas que mejor pueda resumir lo expuesto, sea el famoso óleo titulado Viernes Santo en Castilla de Darío de Regoyos (1857-1913). Este óleo representa una austera procesión de Semana Santa presidida por una Dolorosa, estando todo el cortejo enmarcado por un viaducto férreo sobre el que circula un tren, reflejándose así la situación que antes se narraba, es decir, la confrontación entre las raíces, lo ancestral, representado en este caso por la celebración de la Semana Santa y el culto mariano y los tiempos modernos simbolizados en el tren de vapor. No sabemos si Regoyos utiliza esta curiosa imagen para encomiar unas costumbres, para censurarlas o tan solo para constatar una situación. Recordemos, no obstante, que Regoyos tendrá una imagen  muy peculiar de España y sus costumbres, debido esencialmente a sus múltiples viajes por Europa y su relación con artistas belgas y franceses, de hecho, fue un abanderado de lo que podríamos considerar como la llegada del neoimpresionismo al ámbito hispano gracias a su estancia en Bruselas y sus contactos con los impresionistas y puntillistas de aquel país.

A propósito de estas amistades, hay que recalcar la que mantuvo con el poeta belga Émile Verhaeren, quien en 1888 realizó un viaje por España para escribir una serie de artículos dedicados a aquellas tradiciones y modos de vida que a sus ojos parecían ya perdidas en la noche de los tiempos. Más tarde Regoyos ilustraría dichos artículos, realizándose con todo este material un libro publicado en 1899 cuyo título da aún  hoy nombre a los aspectos más sombríos de nuestra historia: La España Negra [7]. En él encontramos algunas escenas de costumbres religiosas, pues Verhaeren había escrito numerosos capítulos sobre éstas, por ello se incluyen algunos grabados relacionados con la Semana Santa vasca  y riojana donde aparece nuevamente el tema mariano, no como un motivo de culto o de creencias personales, sino para constatar una serie de ritos. En muchos de ellos, tal y como apreciábamos en Viernes Santo  en Castilla, ni si quiera vemos el rostro de María, de alguna manera la Virgen se cosifica, es un elemento más, quizá un ídolo para el paisanaje que la rodea devotamente.

Pero si en relación con el 98 había artistas de la España Negra, también los había de la España Blanca, cuyo máximo representante era quizá uno de los más afamados pintores del momento, se trata, claro está, del valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923). Sorolla plasmará la figura de María en sus cuadros de una manera similar a la que hemos visto en Regoyos, es decir, la tratará como aquella imagen de veneración que centraba las celebraciones populares que tanto gustaba recrear al célebre pintor, especialmente cuando debido su fama internacional el hispanófilo Archer Milton Huntington le encargó la realización de los  14 paneles que compondrían la Visión de España destinada a decorar la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York, una serie en la que trabajaría desde 1911 hasta 1920 y a la que le dedicaría sus mayores esfuerzos. Se trataba de una colección de pinturas que debían reflejar cada una de las regiones de España, representadas por sus personajes  y folclore más típico. El valenciano viajó durante ese tiempo por todo el país tomando apuntes de sus tipos y costumbres más características, arribando en la primavera de 1914 hasta Sevilla con el fin de realizar  el correspondiente panel dedicado a Andalucía [8]. Dicho lienzo estaba centrado, como no podía ser de otro modo, en una procesión de Semana Santa de la capital hispalense, presidida por el palio de la Virgen del Rosario de Monte-Sión [9]. En sentido estricto vemos en Sorolla, como en Regoyos, un pintor que recrea unas usanzas generadas a partir del culto mariano, pero en su plasmación no existe implicación personal o piadosa alguna. A través de su pintura tan solo constata lo arraigado de dichas tradiciones y lo singular de las mismas; aunque a diferencia del anterior la verdadera protagonista de la obra de Sorolla es la luz, pues su pincelada y su sentido cromático dotan a esta imagen de la vitalidad y dinamismo consustanciales al arte del valenciano.

El tratamiento de los temas marianos que estamos analizando en los pintores relacionados con el 98 se repite en uno de los autores que si bien es verdad se ha vinculado a dicha Generación, lo cierto es que es inclasificable por independiente [10], se trata de José Gutiérrez Solana (1886-1945), quien a través de su pincel, pero también de su pluma, nos legará la imagen de una España castiza y casticista en la que propio autor se recreará. Su producción estética se basaba en entonaciones oscuras y fuertes contrastes lumínicos derivados de la influencia de la pintura española del Siglo de Oro y de las Pinturas Negras de Goya, todo esto, junto con la sordidez de sus temas, ha servido para que a Solana también se le haya relacionado con la llamada España Negra. No en vano, partiendo de la misma idea de Regoyos y Verhaeren, Solana publicó también en 1920 un libro titulado La España Negra [11], sus páginas recogen diferentes textos e imágenes destinadas a plasmar las variopintas escenas de carnaval o de la Semana Santa castellana [12]. En este ámbito, las imágenes de la Dolorosa, como sucede igualmente en los óleos de tan singular pintor, aparecen como austeras y descarnadas tallas de pueblo ante la que se flagelan penitentes y oran los lugareños impertérritos. Los matices expresionistas de este maestro no hacen sino cargar las tintas en unas imágenes sobrecogedoras donde María es un elemento más de esa España trágica, perdida en la noche de los tiempos, pero en absoluto censurada por el artista, antes al contrario, exaltada en sus elementos más truculentos. Estas vírgenes enlutadas son en sí mismas la representación del único patrimonio de ese pueblo lastrado y olvidado: la devoción a la Madre; ese patrimonio que precisamente por ser único era el más preciado por aquellos personajes de rostros aristados por el trabajo, por los surcos del sacrificio y por las huellas de la vida.

No podemos acabar el capítulo dedicado a los pintores del 98 sin citar a Julio Romero de Torres (1874-1930), creador singular por su peculiar visión del Simbolismo, digamos de vertiente hispana, pues si el Simbolismo francés se basaba en la plasmación sofisticada de relatos míticos y legendarios inspirados en las epopeyas clásicas e incluso bíblicas, Romero de Torres generará su universo estético a partir de las leyendas narradas en las coplas y romances del cante jondo al que era tan aficionado, letras donde el amor, los celos, la pasión, la muerte y la religión se unen plenamente, siendo la mujer siempre protagonista de todo ello. Artista viajero, recordemos sus estancias en Italia y Francia, siempre tuvo el corazón puesto en su Córdoba natal, destacando el gusto por lo popular, de ahí que Romero de Torres contase con el favor del público menos sofisticado, quien identificaba y se identificaba con aquellas leyendas y que gustaba del canon de belleza de sus modelos femeninos. Lo profano y lo religioso van ir de la mano en toda su trayectoria, pero es que esta unión de contrarios o de complementarios, según se mire, estaba profundamente arraigada en la cultura popular de sus días y, por supuesto, si hablamos de lo popular, de la mujer y de Andalucía hay que hablar también de la Madre de Dios.

Sumamente representativo de todo esto es La Virgen de los Faroles, lienzo encargado por el Ayuntamiento de Córdoba en 1928 para darle pública veneración en una capilla anexa al Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral, es decir Romero de Torres con este cuadro no es un mero relator de unos cultos marianos ancestrales, sino que estaba creando una imagen devocional. Una imagen que además lleva el título de los faroles por los farolillos que la rodean, sin embargo, de alguna manera esta advocación presenta un claro paralelismo con el Cristo de los Faroles, probablemente la imagen más emblemática de la religiosidad y de la propia identidad de la ciudad de los califas. Romero de Torres crea, por tanto, la versión mariana de tan cordobesa advocación. La Virgen, que ocupa el centro del cuadro, está representada a través de una joven de andaluza en cuyas plantas se efigia la unión entre el amor sacro y el amor profano, tan del gusto del pintor, a través de una mujer consagrada a Dios, una monja, y otra que sin estar consagrada a Él simboliza la religiosidad popular, pues dicha fémina porta la tradicional peineta y mantilla consustancial al protocolo religioso.

Lo literario en la mayoría de los títulos de las obras de Romero de Torres es un lugar común, encontrando epígrafes a veces pícaros, enigmáticos otros y flamencos los más. Uno de los trasuntos que vamos a hallar frecuentemente en relación con lo representado va a ser el juego entre lo sacro y lo profano, o si se prefiere, el tratamiento de ambos elementos en un plano de igualdad, pero sin irreverencia, tan solo haciéndose eco de la cotidiana presencia en dichos y costumbres de lo religioso. Así lo apreciamos en Nuestra Señora de Andalucía, una obra por cuyo título esperaríamos hallar una imagen más o menos tradicional de la Madre de Dios, sin embargo aquí, al modo de una metáfora de progenie simbolista, ésta es sustituida por la figura de una bella joven cordobesa, como si la veneración que en el sur de la Península se profesa hacia la Virgen no fuese otra cosa que el fervor hacia lo que representa la propia mujer, como así lo hacen los personajes que le rinden pleitesía.

Como ya he referido, la Edad de Plata fue una época de convivencia, un momento heterogéneo pero de una gran brillantez intelectual y, obviamente, con el andar del tiempo y la irrupción de lo que se ha dado en llamar Generación del 27, cambiarán los puntos de vista y, por supuesto, también lo hará el tratamiento que la literatura y la pintura ofrezcan de los temas marianos. Las últimas investigaciones en torno al 27 ya no hablan estrictamente de una selecta nómina de poetas, es más bien un término que se utiliza para referir la nueva actitud ética y estética de una serie de jóvenes creadores cuya obra eclosionará en España durante la década de los veinte y treinta del siglo pasado [13]. Dicha actitud era una toma de posición ante la vida, ante la política, ante la historia y, por supuesto, ante el arte, donde aquéllos encontraron una regeneración para todo lo demás. Se trataba de un grupo joven que dejaban a un lado las telarañas recalcitrantes del pasado para mirar al futuro con frescura, jovialidad y compromiso, pero lejos de renunciar a la tradición, encontrarán en ella el alimento para su modernidad, rasgo éste claramente distintivo del 27.

Cuando hablamos de tradición en el 27, es hablar del Siglo de Oro, véase por ejemplo la importancia de Góngora, pero no solo nos referimos al arte culto, de hecho, el neo-popularismo va a ser una de las tendencias poéticas más características de este grupo. Formas como la copla o el romance son frecuentes en poemarios insignes, destaquemos, por ejemplo, El Alba del alhelí de Rafael Alberti y por supuesto El romancero gitano de García Lorca. No solo las formas, estos poetas, pintores y músicos también estarán muy atentos a los dichos, costumbres y leyendas heredadas secularmente por la sabiduría de unas gentes en muchos casos ignoradas por la Historia. Dentro de este acervo cultural, que los del 27 se encargarán de rescatar, la devoción y la piedad popular tendrán un papel muy especial.

Precisamente será Federico García Lorca (1898-1936) uno de los veintisietistas más interesados por recoger músicas, romances y folclore tradicional, entrando también en este capítulo las costumbres ligadas a los ejercicios públicos de piedad, inspirándose en muchos casos, claro está, en su Granada natal. Todo ello queda patente tanto en sus poemas como en sus dibujos, pues Lorca también fue un consumado dibujante [14], incluso llegó a exponer en 1927 su obra gráfica en las galerías Dalmau de Barcelona, obras de marcado acento surrealista. En efecto, si Lorca dedicó poemas a los tres arcángeles, o su famosa Oda al Santísimo Sacramento, la Madre de Dios no podía estar ausente en sus repertorios líricos, incluyendo en el Poema de la Saeta del libro Cante Jondo, publicado en 1921, las siguientes estrofas [15]:

«Virgen con miriñaque,

virgen de la Soledad,

abierta como un inmenso

tulipán.

En tu barco de luces vas

por la alta marea de la ciudad,

entre saetas turbias y estrellas de cristal.

Virgen con miriñaque tú vas

por el río de la calle,

!hasta el mar!»

Dicho poema fue relacionado por Gregorio Prieto, buen amigo de Lorca, con un dibujo efectuado también por el granadino en 1924 y que el propio Lorca regaló al pintor [16]. En él, a través de su característica linealidad, no exento de cierto regusto infantil, da vida gráfica a lo que efectivamente describen sus versos con no menos sensibilidad.

La convivencia entre la pintura y la literatura en la Generación del 27 fue un lugar común que desde luego enriqueció la producción artística de aquellos. Ya he referido la relación de Lorca con el dibujo, pero no menos significativo es la vinculación de Rafael Alberti (1902-1999) con la pintura, de hecho, como él mismo escribió en su autobiografía La Arboleda perdida, sus primeras inquietudes le decantaban hacia el ejercicio de la pintura, hasta que finalmente optó por darse a la poesía, aunque realmente nunca abandonó los pinceles, desarrollando grandes cualidades en este arte. Pues bien es precisamente en este último ámbito donde hallamos una curiosa representación por mano del poeta portuense de la Virgen, se trata de un dibujo de la Nuestra Señora de la Cinta que Alberti efectuó con una donosa linealidad, tan singular de la dibujística española de aquel momento. Esta obra fue relacionada por Gregorio Prieto, quien presentó a Lorca y a Alberti, con las siguientes palabras del gaditano, recogidas en su ya citada autobiografía a propósito del primer encuentro entre ambos poetas: «Me recibió entre, risas y exagerados aspavientos. Me dijo entre otras cosas, que había visitado años atrás, mi exposición en el Ateneo; que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cita la siguiente leyenda. “Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca”. No dejó de halagarme aquel encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo [17]».

Desde las profundas creencias hay que hablar del tema de la Virgen María en el pintor por antonomasia de la Generación del 27, Gregorio Prieto. Buen amigo de Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre y en general de los poetas más importantes de la España del siglo XX, su pintura se insertó perfectamente en los postulados de modernidad de entonces, desde el neo-cubismo al surrealismo. Pero ante todo, la fe de Prieto quedará patente en su gusto por plasmar sobre lienzos y papeles distintas imágenes de la Virgen, sobre todo a través del dibujo, técnica ésta de la que, desde sus años en Inglaterra, fue un destacado representante [18]. Una de la devociones marianas que más repitió fue la de Nuestra Señora de la Consolación, patrona de su Valdepeñas natal, a quien solía encomendarse con frecuencia y cuya efigie repitió muchas veces a lo largo de su trayectoria, incluso siendo ya octogenario. Generalmente dicha advocación suele aparecer rodeada por esas manos singulares de la obra de Prieto, manos que portan flores y frutos y que eran a la vez símbolos de su propio homenaje. De hecho, dentro de su personal universo estético, y dada la relación de Prieto con el mundo de la poesía, Gregorio llegó a nombrar a la Virgen de la Consolación como patrona y protectora de los poetas, realizando en 1949 un collage presidido por la citada imagen, ante la que rinden pleitesía los máximos exponentes de la poesía universal, desde Shakespeare hasta el propio Lorca, cuya efigie sitúa Prieto en el mismo seno de la Virgen, dada la admiración que el manchego siempre sintió por el granadino.

Desde mi punto de vista, si hubiera que establecer un parangón entre la profunda fe de Prieto en relación con su iconografía mariana y alguno de los poetas del 27, este sería, sin duda, Gerardo Diego, quien en su introducción al Vía Crucis, publicado en 1931, hallamos las siguientes estrofas [19]:

«Dame tu mano, María,  la de las tocas moradas. Clávame tus siete espadas en esta carne baldía.

Quiero ir contigo en la impía tarde negra y amarilla.

Aquí en mi torpe mejilla quiero ver si se retrata esa lividez de plata,

esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe ese llanto cristalino,

y a la vera del camino permite que te acompañe. Deja que en lágrimas bañe la orla negra de tu manto a los pies del árbol santo donde tu fruto se mustia. Capitana de la angustia:

no quiero que sufras tanto.»

Otra de las advocaciones marianas más repetidas por Gregorio Prieto fue la de la Esperanza Macarena, imagen que pudo ver en 1929 cuando visitó por primera vez Sevilla con motivo de la Exposición Iberoamericana. Entonces Prieto se dedicó a tomar notas de algunas de las imágenes más representativas de la Semana Santa hispalense, pero entre todas ellas la que más le impactó fue la de la conocida como la Señora de Sevilla, dibujándola en múltiples ocasiones acompañada siempre de algún elemento que aludiese a la ciudad de la Giralda.

Por estos años el campo de la ilustración contó con un gran desarrollo, debido esencialmente a la difusión del cartelismo o a la proliferación de revistas como La Esfera o Blanco y Negro, siendo el art déco el estilo más representativo de este ámbito, una estética que encajaba perfectamente con el ideal de modernidad y sofisticación propio de la sociedad burguesa del periodo de entreguerras. Junto a Penagos o Bartolozzi buen representante de este estilo en España fue Eduardo Santonja, si bien como ya he referido [20], Santonja ofreció una interpretación del art déco digamos más amable, menos frívola; no en vano, el tema de la niñez, escaso en otros autores que trabajaban en estos mismos parámetros estéticos, es abundante en su quehacer, como también lo fue el de las maternidades. Es en este contexto donde destaca su gusto por el tema de la Virgen con el Niño, tantas veces por él dibujado con destino a iluminar libros y revistas. Su querencia por estos repertorios iconográficos hizo que tiempo después, tras la guerra civil, cuando le eran encargados grandes lienzos murales con destino a edificios oficiales, los programas incluyesen el tema de María en cualquiera de sus advocaciones, encargos propiciados por los mismos comitentes, pero bellamente ejecutados por su habilidad en estos asuntos.

Buen amigo a la par de Santonja fue el también ilustrador Carlos Sáenz de Tejada, que por su año de nacimiento, 1897, generacionalmente se correspondería con el 27. Fiel testigo de la actualidad, Sáenz de  Tejada colaboró con importantes revistas y periódicos de la época, ilustrando con sus dibujos tanto las más importantes noticias que se sucedían en aquel momento, como el ir y venir cotidiano, que también se recogían en aquellos rotativos y magazines. Como no podía ser de otro modo, la Virgen y las costumbres en torno a ella relacionadas, se co tarán entre sus temas, porque en la España de los veinte y treinta todo ello continuaba siendo noticia y, por tanto, eran recogidos por la prensa. Buen ejemplo es Vísperas de procesión, publicado en 1934 en el diario La Libertad, donde se muestra a unas bordadoras dando un retoque final al manto de una Dolorosa, una obra que refleja los preparativos previos para que la Virgen procesionara con la dignidad que secularmente sus fieles han sabido y han querido agasajarla. Todo ellos es plasmado con la línea clara y fluida que tanto caracterizó a este gran ilustrador.

En definitiva, a la luz de lo expuesto, podemos concluir afirmando, tal y como iniciábamos el presente artículo, que María y el culto mariano se convirtieron durante la Edad de Plata en todo un símbolo que dependiendo de los artistas y escritores adquirirá una significación diferente. Sin embargo, en cualquier caso, el hecho mismo de que la Virgen y sus cultos fueran todo un icono en medio de este panorama cultural rico y complejo en un momento no menos intrincado y convulso, nos habla de la importancia y de la trascendencia que la Madre de Dios continuaba teniendo y representando en el pueblo, en la cultura y en la historia española de aquel momento.

Javier García-Luengo Manchado, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1   J. C. MAINER, La edad de plata (1902-1939): Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid 1968.

2   SÁENZ DE LA CALZADA, La Residencia de Estudiantes, 1910-1936, Madrid 1986; M. C. AZCUÉNAGA, La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas: historia de sus centros y protagonistas (1907-1939), Gijón 2010.

3   Sobre el debate entre centro y periferia, modernidad y tradición, y su repercusión en el ámbito que nos ocupa, cfr.: VV. AA., Centro y periferia en la modernización de la pintura española (1880-1918), Madrid 1993.

4   A. MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), Madrid 2004, 30.

5   B. de PANTORBA, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Madrid 1980.

6   A. de la ROSA MATEOS, Antonio Castillo Lastrucci. Su obra, Almería 2004, 80 y ss.

7   D. DE REGOYOS, La España Negra de Verhaeren, Madrid 1924.

8   F. SANTA-ANA, Sorolla. Pasión por Andalucía, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 11-20; L. QUESADA, La Andalucía de Sorolla, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 21-29.

9   Sobre este lienzo, su inspiración, elaboración y confusiones generadas a partir de la identificación de la imagen, ver: http://www.galeon.com/juliodominguez/2012/somo.html, consultado el 17/03/2014.

10    V. BOZAL, Pintura y esculturas españolas del siglo XX. 1939-1990 (Summa Artis), Madrid 1992, 499 y ss.

11    J. GUTIÉRREZ SOLANA, La España Negra, Madrid 1920.

12    J. M. BLÁZQUEZ, La pintura religiosa de Gutiérrez Solana y la iconografía de la muerte en la pintura contemporánea: Anales de Historia del Arte 9 (1999) 295-313.

13    C. CUEVAS GARCÍA (Ed.), El universo creador del 27. Literatura, pintura, música y cine, Málaga 1997, 7 y ss.

14    M. HERNÁNDEZ, Federico García Lorca: Dibujos, Málaga 1990; y BOZAL, ob. cit., 1992, 447 y ss.

15    F. GARCÍA LORCA, Poema del Cante Jondo, en GARCÍA-POSADAS (ed.), Federico García Lorca. Obras completas, Madrid 1998, 22 y 23.

16    G. PRIETO, Federico García Lorca y la Generación del 27, Madrid 1977, 33 y 34.

17    Ibídem, p. 144.

18    J. GARCÍA-LUENGO, Gregorio Prieto y la Universidad, Salamanca 2007, 5 y ss.

19    G. DIEGO, Primera antología de sus versos.1918-1941 (Austral 219), Madrid 1977, 105.

20    J. GARCÍA-LUENGO, Eduardo Santonja (1900-1966), ilustrador dèco: Liño Revista anual de Historia del Arte, 15 (2009), 107.

José Ignacio Munilla

"Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh, Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María). [Punto 966 del catecismo de la Iglesia Católica]

No se pude hablar de la "Asunción de María a los cielos", ni de ningún otro título mariano, sino partimos del título principal que podemos aplicar a María: MARÍA MADRE DE DIOS.

Santa María Madre de Dios, que lo celebramos el dia uno de enero; pero con eso de la resaca de noche vieja, pero se nos pasa casi sin enterarnos de esta fiesta. De hecho, no tiene esa popularidad esa fiesta. En nuestros pueblos se engalanan el día 15 de Agosto, en la fiesta de la Asunción de María; o el día de la Inmaculada, el día 8 de Diciembre.

Sin embargo, el titulo Mariano, por excelencia, el que lo encuadra todo: Santa María Madre de Dios.

Desde ahí se entiende todo lo demás: se entiende la "Inmaculada concepción". El prefacio litúrgico de la fiesta de la Inmaculada:

"Purísima había de ser, la que llevase en su seno al Autor de la Gracia".

Convenía que fuese "purísima" la que había de ser Madre de Dios.

Algo similar pasa con la "Asunción a los cielos de María".

Se distingue la "Ascensión" de la "Asunción": Jesús Ascendió a los cielos; María fue "Asunta" a los cielos. Que Jesús "ascendió a los cielos por su propio poder, y que María fue asunta al cielo por el poder de Dios. Este es un buen argumento para aquellos que acusan a la Iglesia d haber "divinizado a María" de ponerla al mismo nivel que a Dios.

Volviendo a lo que estábamos:

Parece lógico que aquella que había llevado en su al autor de la vida, que compartiese con El, la gloria plena.

Jesús quiso compartir el cielo como hombre, con María en cuerpo y alma.

Importante: Jesús no subió a los cielos igual que bajo: antes de la encarnación Jesús era Dios, y después de la ascensión subió al cielo como Dios y como hombre para toda la eternidad.

Jesús no se hizo hombre durante 33 años solamente. Podemos decir que en la encarnación algo ha cambiado en el seno de la Trinidad.

Tener presente esto para entender que Jesús no solamente ama con amor divino, también ama con amor humano.

El hecho de que María este asunta en los cielos, al mismo Jesús le permite, prolongar "con ella" en su corporalidad resucitada, el cariño que le tubo en la tierra. Y además "coronar con la obra de la Gracia.

A veces se habla de la Asunción de María como si fuera un "privilegio"; pero en nuestra cultura, esta palabra "privilegio" resulta un poco antipática.

Lo cierto que no se trata de "los privilegios de María", sino que se trata de los medios, a través de los cuales, la Gloria de Dios resalta más ante nuestros ojos.

María no se "vanagloria", de lo que Dios hace en ella. Tantas veces que nosotros nos vanagloriamos por cualquier obra buena que podemos hacer, cuando es Dios mismo el que nos permite hacer esas obras: y le robamos a Dios la Gloria.

ES verdad que María se turba ante la obra de Dios, y sabe que ha sido elegida de Dios de una forma inmerecida, pero ella se ofrece a Dios, para que haga en "ella obras grandes"; además lo confiesa, pero no vanagloriándose, sino para que el mundo que hermosa puede ser la santidad de Dios si el hombre es dócil y si el hombre se deja moldear por Dios, como la arcilla en manos del alfarero.

Dice este punto:

Fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo

La Asunción de María, o la Inmaculada concepción, hay que entenderlo desde el designio de Dios de "santificación de sus criaturas", para ser conformada más plenamente a su Hijo.

Toda la vida de María es una "conformación a su Hijo".

La Gracia se nos da en Cristo, por tanto, cuando se nos dice de María la "llena de Gracia", es porque ella está unida a Cristo. Incluso antes de concebirle esta "llena de Gracia".

Este es un misterio de doble sentido: Jesús se conforma humanamente en María, pero también María se conforma en su Hijo en esa divinidad: "La llena de Gracia".

Tomando como ejemplo la vid: María es un sarmiento de la vid que es Cristo, del que recibe la vida divina; y Cristo es un sarmiento de María porque de ella recibe la vida humana.

En este punto se le llama a Cristo:

Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte"

Aquí esta una clave determinante de lo que es la Asunción de María a los cielos:

Que Jesús mostros su señorío venciendo el pecado y en Maira, Jesús venció el pecado; y mostro, también su señorío venciendo a la muerte, y en María, Jesús venció a la muerte.

María es como un "icono" que refleja claramente la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. María tiene una participación singular en la resurrección de su Hijo, y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.

Lo que dice el Dogma Católico dice es que "María fue Asunta a los cielos en cuerpo y alma":

Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903:

Pronunciamos, definimos y declaramos, ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la Gloria Celeste.

Hay errores en cuanto a la fe católica, y cuando nos olvidamos de cuál es la fe sobre el "más allá de la muerte": que es que en el momento de la muerte tiene lugar la separación del alma y el cuerpo, y que el alama es juzgada en un juicio particular: al cielo, al purgatorio, o al infierno, en base si está limpia, si necesita purificación o se "ha autoexcluido de la gracia".

En la espera de la resurrección definitiva, que tendrá lugar en la parusía, cuando el Señor venga, y entonces tendrá lugar la resurrección de los cuerpos y se unirán a sus almas. Supone también la comunión de todo el cuerpo místico que estaba incompleto en el cielo.

Algunos teólogos han afirmado que en el mismo momento de la muerte tiene lugar la resurrección:

¿Cómo es posible que tenga lugar la resurrección si el cuerpo está en el cementerio…?

Y ante esto como podemos decir que María fue asunta a los cielos en cuerpo y alma.

Es que cuando se niega algún artículo de la fe católica, tiene repercusiones en el dogma mariano.

María está adelantando al resto de los santos, lo que ellos serán al final de los tiempos: que el alma y el cuerpo en el cielo.

Los santos están disfrutando de Dios pero les falta algo, es que nosotros no solo somos alma únicamente, porque también tenemos una dimensión corporal, y hasta la parusía final cuando el cuerpo se una al alma, les faltara esa plenitud. Sin embargo, en María, ese pleno triunfo sobre la muerte ya se ha dado.

Además, también Jesús ha querido gozar de su Madre tal y como la gozo en la tierra, así también en el cielo: en cuerpo y alma. Creo que es legítimo el decir esto.

Termina este punto con una cita de la liturgia Bizantina:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).

La palabra "tropario" es un himno litúrgico de la fiesta del día.

Hay un proverbio latino que dice: "lex orandi, lex credendi". Aquello que la Iglesia reza es lo que la Iglesia cree.

Si se quiere matizar lo que es la fe, fíjate detenidamente en lo que rezas en la liturgia de la Iglesia, que es donde esta expresada nuestra fe. Es por esto que este catecismo recurre con frecuencia a los textos de la liturgia, que es lo que la Iglesia ha rezado siempre.

Cuando se habla en este texto de la dormición, es que María tuvo un tránsito de esta vida a la vida eterna, sin que llegase a separar el cuerpo del alma. Lo cierto es que no está definido, si en María se produjo esa separación del alma y del cuerpo.

Por eso hay que decir con "delicadeza", sin meternos es estos temas –porque eso queda para la discusión de los teólogos-, utilizadnos el termino dormición.

Este término lo podemos aplicar indistintamente a la muerte, a ese paso de esta vida a la eterna sin que se haya llegado a la separación del cuerpo y el alma de María.

En cuanto a la tradición "arqueológica" –por decirlo de alguna forma-, hay una que dice que María tuvo su dormición en Éfeso y otra que el tubo en Jerusalén. Hay una Iglesia, cerca del torrente Cedrón, en Jerusalén donde se conserva un sepulcro - que dice de la Virgen María-, según esto la Virgen habría muerto y después habría sido asunta al cielo en cuerpo y alma.

Otras tradiciones hablan de que María no habría muerto y tubo esa "dormición" donde fue asunta a los cielos en cuerpo y alma.

El caso es que lo principal, es que la corrupción del cuerpo es una consecuencia del pecado; por eso mismo podemos decir que el cuerpo de la Virgen María fue preservado de la corrupción, porque decimos que María es Inmaculada: -sin macha.

También lo decimos -evidentemente- del cuerpo de Cristo; porque si bien el alma se separó del cuerpo y "descendió a los infiernos", también decimos que el cuerpo de Cristo fue preservado de la corrupción.

También Dios ha querido dar algunos signos de santidad, cuando ha querido que algunos santos, hayan tenido como el milagro de la incorrupción de sus cuerpos: Sata Teresa de Lisieux, San Pio de Pietralchina…etc.

Lo que no quiere decir es que, si un santo su cuerpo se corrompe, no fuera santo.

Volviendo al Himno litúrgico dice: En el parto te conservaste Virgen.

Es otra de las cosas que tenemos bastante olvidada: "la confesión de la virginidad de María antes del parto, durante el parto y después del parto".

Se pretende lanzar ataques contra la virginidad de María diciendo que después del parto de Jesús tubo más hijos etc.; y eso es contradictorio con toda la tradición cristiana desde los comienzos.

Otros ataques se dirigen contra la misma concepción virginal.

Pero de lo que casi ni se habla es de la Virginidad de María durante el parto. Pero la Iglesia no se avergüenza en absoluto de confesar esto.

Es verdad que la Iglesia no llega a explicar exactamente en que consiste esa virginidad, pero afirma el hecho de la virginidad de María en toda la circunstancias, en el parto es un parto milagroso. Como dicen algunos autores: como el rayo es capaz de pasar por el cristal sin romperlo, así también Jesús es capaz de nacer en ese parto virginal.

Con esto se manifiesta que la maternidad divina de María sobrepasa la capacidad humana; es un signo de Dios, para que todavía, María tenga más clara conciencia de que "El Señor ha hecho grandes obras en mi".

Claro que este parto virginal indoloro, no le preservo del parto doloroso al pie de la cruz.

En el prólogo del evangelio de San Juan, en el versículo 13, la biblia de Jerusalén incluye una traducción, de este versículo en singular, que nos abren los ojos al misterio del parto virginal de María:

En el principio existía el Verbo, existía hacia Dios y el Verbo era Dios.

El existía en el principio orientado hacia Dios, todo llego a existir por medio de Él,

Es decir: sin El no existió nada; lo que ha llegado a la existencia en Él era vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la oscuridad y la oscuridad no logra sofocarla.

Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan; este llego para dar testimonio, para testificar en favor de la luz, a fin de que todos llegaran a creer por medio de él.

Él no era la luz, sino que tenía que testificar en favor de la luz.

Esta era la luz verdadera, que al venir al mundo ilumina a todo hombre.

En el mundo estaba, pero el mundo existió por medio de Él, pero el mundo no la conoció. Llego a su heredad, pero los suyos no la recibieron.

En cambio, a cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre les hizo capaces de llegar a ser HIJOS DE DIOS.

El cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino de Dios.

En otras traducciones se dice: "Los cuales no nacieron de deseo de carne…"

Ese "no nació de sangre", hace referencia a ese parto virginal de María.

Dentro de algunos errores en la trasmisión de los manuscritos, algunos lo tradujeron en plural, pero San Irineo y Tertuliano, en el siglo II, leen este texto en singular: "El cual no nació de sangre…".

Estos primeros padres acusaron a una herejía de los gnósticos valentinianos de haber cambiado el singular al plural.

De cualquier modo, lo importante es que veamos en este himno litúrgico: En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas.

Un detalle: dice que "con tus oraciones -intercesión- salvas de la muerte a nuestras almas".

No dice "con tu gracia", Porque esa "Gracia" solamente la tiene Dios.

Nuestra fe católica nunca ha divinizado la figura de María. El que nos salva es Jesucristo, otra cosa es que María con sus oraciones nos alcance esa salvación.

En tono al sepulcro de María, en Jerusalén, los peregrinos rezan esta oración:

María se nos va al cielo, espíritu purísimo que no conoció varón Coparticipe excepcional con el Espíritu en la acampada del Dios encarnado En la maternidad singular en su carne

Madre de Dios, por tanto, besada cariñosamente mil veces por un niño

Pero ¡que niño!, amante como todo niño, aunque era Hijo unigénito del Padre y suyo mismo Corredentora con El desde siempre en la mente del Padre,

En interminable vía dolorosa, hasta la roca que nos salva

Interprete privilegiada de nuestras carencias ante el poder del Hijo glorioso

Traspasada su carne desde su concepción, y siempre como el relámpago fecundante del Espíritu

¿Quién sería capaz de someter a muerte y corrupción, y reducir a ceniza insignificante un cuerpo venerable, ya en vida, y de suyo glorioso?

Lleno de Gracia, además, según la autorizada opinión de un Arcángel. Nadie la sometió a corrupción, y su Hijo Jesucristo, quiso, por lo tanto asumirla a los cielos en cuerpo y alma.

José Ignacio Munilla en enticonfio.org

Jean-Louis Brugues

Hay ocasiones en las que la abundancia de términos en el enunciado de un título sumerge al conferenciante en un cierto apuro. Familia, Dios, Padre, Iglesia, fraternidad, hijos: es mucho, incluso es demasiado. ¿Qué tema elegir de manera que nos sirva como hilo conductor?

Comparando los títulos confiados a mis colegas del simposio, constato que han tratado ampliamente de paternidad y de filiación. Dos palabras sin embargo me son propias: Iglesia y fraternidad. Dado que ustedes no esperan probablemente nada muy original por parte de un moralista que se atreviese a estrenarse en eclesiología, juzgué más prudente hablar de fraternidad, cartel en el que me siento más a gusto.

Fraternidad. Vengo de un país en el que esta palabra figura en el lema nacional. Libertad, fraternidad, igualdad: la trilogía republicana está grabada en el frontón de todos los edificios públicos y, para colmo, en el de todas las iglesias, desde hace un siglo y medio (a partir de 1848 para ser exacto).

En su obra Teoría de la Justicia, de 1971, muy célebre desde entonces, no sin alguna exageración, el filósofo americano J. Rawls  observaba  que  mientras la filosofía política se había interesado en la libertad  y en la igualdad,  en  cambio no había hecho más que rozar la fraternidad. ¿Por qué?

Habitualmente se alega la siguiente explicación [1]. Los dos primeros valores serían convertibles de manera holgada en derechos individuales: la libertad se declinaría según las diversas formas del derecho natural o del derecho de las personas; la igualdad daría nacimiento a su vez a derechos fácilmente identificables, tales como el acceso a los mismos empleos y funciones, en igualdad de competencia... Pero no sucede lo mismo en el caso de la fraternidad. Esta última expresaría necesidades de relaciones que no podrían ser analizadas por la filosofía política.

Peor todavía, la fraternidad provocaría desconfianza. De hecho, la mayor parte de los filósofos del siglo pasado la descartaron porque no encontraba su sitio adecuado en los principios de ciudadanía. El británico J.F. Stephen juzgaba demasiado abstracta o demasiado comunitaria la generosidad difusa que ésta suponía recobrar. El francés E. Vacherot se mostraba más categórico todavía: «La libertad y la igualdad son principios, mientras que la fraternidad no es más que un sentimiento. Ahora bien, todo sentimiento, por muy potente, muy profundo y muy general que sea, nunca será un derecho; y es imposible hacer de él la base de la justicia» [2].

Volviendo a J. Rawls, después de haber notado lo poco que contaba la noción de fraternidad en filosofía política, propuso una reinterpretación. Según él, la fraternidad llegaría a ser un principio normativo fundamental, complementario de la igualdad, y se bautizaría con el nombre de «principio de diferencia». «El principio de diferencia (...) parece corresponder de manera adecuada a un significado natural de la fraternidad: a saber, que es necesario rechazar las ventajas más grandes si de ellas no sacan provecho también los menos afortunados» [3].

Tal sería pues la situación de paradoja en la cual se encontraría la noción de fraternidad en la mente de nuestros contemporáneos. Por un lado, salvo dificultad mayor, no se prestaría a la sistematización y a la teorización. Su consistencia se desmoronaría a los ojos de quien la examinara de cerca. Por otro lado, la fraternidad evocaría impresiones de calurosa acogida, de cohesión social, de benevolencia y de humanismo con tendencia universal, que agradarían a la mayoría, si no a todos. ¿No se levantan las más grandes causas humanitarias de hoy en nombre de la fraternidad? Los filósofos de habla inglesa ven en la libertad y la igualdad «conceptos esencialmente discutibles», mientras que la fraternidad sería, a su vez, un «concepto esencialmente indiscutible ». «... Si no sientes la bendita fraternidad con tus hermanos los hombres -escribía el beato Josemaría Escrivá de Balaguer-, y vives al margen de la gran familia cristiana, eres un pobre inclusero» [4].

Me viene a la memoria un largo y magnífico poema de C. Peguy: El Pórtico de la segunda virtud. Compara en él las virtudes teologales a tres hermanas. En la lejanía solamente se perciben las dos primogénitas, la fe y la caridad, de las cuales los teólogos y los predicadores han hablado abundantemente. En la cercanía se descubre que la pequeña, la esperanza, cogida de la mano de sus hermanas, es la que, en realidad, empuja y conduce a sus dos hermanas mayores.

La perite filie espérance s'avance entre ses deux grandes sceurs et on ne prend pas seulement garde a elle

(... ) Entre ses deux grandes sceurs .

Celle qui est mariée. Et celle qui est mere.

Et l'on n'a d'attention, le peuple chrétien n'a d'attention que pour les deux grandes sceurs.

(... ) Et il ne voit quasiment pas celle qui est au milieu.

La perite (...) perdue dans les jupes des ses sceurs (...)

(il ne voit pas) Que c'est elle au milieu qui entraine ses sceurs. Et que sans elle elles ne seraient rien [5].

Estoy convencido de que podríamos utilizar la misma metáfora en el caso de nuestras tres virtudes cívicas. Durante mucho tiempo hemos disertado sobre la libertad y la igualdad, pero quizás es la pequeña, la discreta fraternidad, la que las guía y les da sustento y sentido.

Mi tesis se desarrolla en tres puntos:

•      De entre los valores maternos que fundan nuestra Ética, la fraternidad es el último en haber nacido.

•      La fraternidad, aparecida con el cristianismo, marca con su cuño la humanidad entera.

•      Nuestro Señor Jesucristo nos legó un secreto para construir la fraternidad: el perdón.

I.        El último en aparecer de los valores maternos

Dejemos las orillas áridas de la filosofía política: les invito a viajar. Vayamos a los orígenes de nuestra civilización para descubrir las primeras sedimentaciones de nuestra conciencia moral.

1. La libertad griega

Bola de oro sobre un mar de esmeraldas; rocas rojizas donde se diría que se coaguló la sangre de las profundidades de una heroica tierra; polvareda de color ocre; olivos negros y sarmentosos, retorciendo con la brisa el ligero temblor de su follaje plata y verde; casas arrojadas al vuelo en el paisaje, como escapando de la mano repentinamente abierta de un dios, al azar  del  Destino, dados con fachadas resplandecientes de blancura donde hay vida. A lo lejos, un aire de flauta de Pan... Los campesinos beben un vino fuerte con perfume de resina... En la fuente más próxima canta quizás una ninfa. A lo lejos, enlazado por las nubes, fabuloso y mítico, el Olimpo... [6] ¡Grecia!

Cada uno de nosotros lleva consigo una Grecia secreta donde se amontonan las reminiscencias: Homero, el poeta sin mirada ni rostro, el ardiente Aquiles de pies ligeros, Ulises el astuto, la risa grasienta de Aristófano... No nos detengamos ahora con estos personajes. Vayamos al grano: la civilización griega y la nuestra, heredera de aquélla, están fundadas sobre un número reducido de principios que confieren a la vida humana su sentido y su valor. Los griegos ciertamente no eran perfectos; conocían las pasiones que agitan y conducen a los hombres. Pero los apetitos, que son los mismos en todas partes, no caracterizan una civilización; ésta se caracteriza a través de la idea que los hombres se hacen de lo que debería ser una conducta digna de ellos.

Con Sócrates, quien representa el «turning point » de nuestra cultura moral, los griegos imprimieron tres principios en nuestra memoria:

•        Todo hombre como tal es digno: Sócrates nos explica el porqué en el Alcibiades. Existe, efectivamente, en cada hombre una facultad que le permite man­ tenerse en pie, superar los golpes del Destino y contemplar las estrellas. Es una facultad intelectual y mística a la vez, capaz de comprender, de razonar y de acercarnos a Dios. Hemos traducido este vous con una palabra mágica: alma [7].

•        Más vale sufrir la injusticia que cometerla. La injusticia, se dice en el Gorgias, es un mal que degrada el alma en la que abre una fuente de hiel que envenena progresivamente nuestros pensamientos y nuestras acciones. Puede parecer que triunfa y que escapa a todo castigo. ¿Qué más da?... El alma encuentra en la virtud su propia recompensa.

tuye el valor supremo; no representa la última forma del comportamiento moral. En el fondo de sí mismo, cada uno de nosotros descubre, en efecto, una ley no escrita y como susurrada al corazón. Es más importante obedecer a aquélla que respetar las leyes de la ciudad. Se dio muerte a Sócrates, acusado de impiedad y de corromper a la juventud. Idéntico destino esperaba a la pequeña Antígona, que prefirió someterse a los deberes de sangre. Desde Sócrates, desde Antígona, sabemos que la legitimidad moral no coincide necesariamente con la legalidad jurídica y política [8].

Es todo. Es enorme. De este orden y de esta medida  de esta armonía original en la que nacen los más altos valores humanos de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello, surge una clara razón, capaz de penetrar la oscuridad y de confundirla. La libertad es su lema. Es el motivo por el que la razón griega se reconoció en la lechuza que ve de noche. De sus ojos garzos, azules y verdes, vacilando entre cielo y tierra, escruta los mil misterios del mundo. La libertad no es más que una victoria perpetua sobre las tinieblas.

2.       La igualdad romana

Una vez más, un ave nos sobrevuela a lo largo de la segunda etapa de nuestro viaje, en este caso un águila: el águila de las legiones romanas, el águila del Imperio. Por eso nuestros antepasados romanos apenas contemplaban el cielo. El pueblo de Roma era ante todo el pueblo de las raíces, de la tierra y del sol, quizás a ras de tierra, arraigado en sus derechos y en sus intereses. Sin embargo, no era necio y su genialidad jurídica forjó dos nuevos principios morales que siguen irrigando nuestra conciencia:

•        Sea cual sea el origen de sus miembros, una sociedad es capaz de convertirse en una verdadera comunidad. Roma nunca se jactó de un privilegio racial. Desde finales del siglo primero, se dejó gobernar por emperadores de sangre mixta o totalmente extranjeros. La Ciudad por antonomasia comprendió que una única cultura no podría contener el conjunto de las verdades humanas. Por medio de una educación enteramente orientada hacia el aprendizaje de la solidaridad, y gracias a un reparto de las tareas entre todos los miembros que favorecía la búsqueda de un bien común, Roma siempre supo edificar un destino común para todos.

•        El estoicismo romano nos legó un segundo principio: Todo hombre es un microcosmos un resumen de las cosas del universo. En su definición del hombre, la constitución conciliar Gaudium et spes recoge exactamente sus términos. Por consiguiente, se puede decir que existen lazos de continuidad entre el interior y el exterior, entre el alma y el cosmos, entre cada hombre y sus semejantes. Recordemos el episodio en el que, llegando a mediodía a casa de su amigo, el acaudalado Lucilius, Séneca lo encontró codo a codo comiendo con sus esclavos y compartiendo los mismos manjares [9]. Empezó ofuscándose para acabar dándole la razón: aquellos que llamamos esclavos comparten la misma condición que nosotros, nacen de la misma semilla, respiran el mismo aire y la fortuna extiende sobre ellos sus derechos como sobre nosotros... Los esclavos son en realidad amigos, ciertamente humildes, pero debemos tratarles como formando parte de nosotros mismos. Y Séneca, lapidario, pronunció un adagio patrimonio común de varias sabidurías: «Vive con tu inferior como tú quisieras que tu superior viviera contigo».

Reparto de responsabilidades, búsqueda de un bien común para todos, solidaridad y comunidad natural: acabamos de enunciar las bases mismas de la igualdad entre los hombres.

La última orilla a la que nos acercamos al final de nuestra aventura nos  es la más familiar. Las sociedades secularizadas, en las cuales vivimos ahora, a pesar de querer defenderse proclamándose post-cristianas, no pueden negar esta evidencia: el estrato más reciente y el más fresco de nuestra memoria moral, incluso la de aquellos que no comparten la fe cristiana, o que quizás la rechazan, es el que depositó el Evangelio. Se trata esta última de una constante en el pensamiento del papa Juan Pablo II: Europa, esta Europa que se está gestando bajo nuestros ojos, no tendrá futuro mientras no acepte reconocer que todas sus raíces están impregnadas de las palabras de Jesucristo. Aquel que mega su memoria pierde su identidad y por consiguiente su futuro.

II.       El cuño de la moral cristiana marca la humanidad

El ave que nos va a guiar en esta segunda parte ya no será la lechuza de Atenas ni el águila de los Romanos, sino la paloma en la que la iconografía cristiana ve el símbolo del Espíritu Santo (Jn 1, 32). La paloma nos conduce a la primera secuencia de la fraternidad, a esta frase capital que inaugura la Palabra de Dios, del mismo modo que la inscripción grabada sobre el pórtico la entrada del Templo: «Dios hizo al hombre a su imagen  y semejanza. Hombre y mujer los creó» (Gn 1, 26-27). Todo  queda  dicho  en  estas  prime­ ras palabras. Aquí se encuentran  condensadas  la  vocación  humana  y la  misión de Cristo. En ese mismo lugar se  nos afirma  que  existen  dos  maneras  diferentes y complementarias la una de la otra, sin confusión posible, de ser en el mundo, una manera masculina y una  manera femenina [10]. Pero se  nos recuerda igualmente que no se puede acceder  a  este  mundo  sin  pasar  por  los dos sexos, un padre y una madre, es  decir  por  una  familia.  La  filiación  precede nuestro ser. Cada uno de nosotros no  logra  ser  él  mismo  mientras no asume su condición de hijo. Y puesto que venimos al mundo en y por una familia, un sueño de fraternidad habita en el corazón de los hombres desde los orígenes.

1.     La fraternidad, o el sueño inaccesible

Nada podrá destruir ese sueño. Sin embargo, la Biblia describe la frater­ nidad con colores obscuros [11]. Los primeros hermanos se celan entre ellos y Caín acaba matando: representa para nosotros la figura misma de la mala con­ ciencia, incapaz de arrepentirse (Gn 4, 13 s.). Las tribus hermanas del antiguo Israel guerrean constantemente (1R 12, 24), y los profetas constatan con el alma afligida que «nadie se compadece de su hermano» (Is 9, 18 s.) o que no se puede uno «fiar de ningún hermano, ya que todo hermano piensa suplantar al otro» Jr 9, 3).

Para explicar las guerras, las divisiones, las rivalidades sin fin, la Biblia nos da una una primera respuesta: del mismo modo que la injusticia para Sócrates, el pecado está agazapado a las puertas del corazón de cada uno (Gn 4, 7). Que entre, y el pecado impondrá entonces su régimen férreo hecho de dis­ torsión y de cisma.

Existe también eso que yo llamaría , parodiando un título muy querido a Miguel de Unamuno, el sentimiento trágico de la fraternidad universal. Recientemente  mi prima  me contó un episodio que le hizo  reflexionar. Madre de dos niñas pequeñas, acaba de dar a luz a su tercera hija. Un día las dos primogénitas le pidieron que diese un paseo con ellas. Mi prima cometió el error de lamentarse: «Estoy demasiado cansada, no puedo más, este bebé devora toda mi energía». Las dos hermanitas se reunieron en mini-parlamento; antes de acostarse, por la noche, la más grande, Cecilia, de 6 años de edad, declaró a su madre: «Elena y yo lo hemos pensado bien. Puesto que tú estas demasiado cansada y que ya no puedes ocuparte de nosotras, sólo nos queda una solución: matar al bebé».

El psicoanálisis ha puesto en evidencia el papel y el impacto de la filiación dentro de la estructura de la persona [12]. La madre y el padre son ante todo, tanto para el hijo como para la hija, los modelos, los polos de fijación afectiva  o de conflictos interminables. Modelos, puesto que el individuo no consigue su ser hombre o mujer si no es en relación a uno de sus padres; polos de fijación, puesto que en ellos se vive la relación afectiva más intensa posible que pueda darse en la existencia, de amor o de odio [13]. Pero cada uno de los padres está dotado de un aura que le confiere un lugar aparte. La madre frecuentemente es idealizada a través de una imagen de benevolencia y de bondad sin límites (a veces también es odiada como una cruel madrastra). El padre es idealizado porque encarna el ideal masculino para la hija y el primer polo de identificación para el hijo.

No hay parecido entre hermanos y hermanas. Los hijos no gozan de nin­ guna aura y cuando alguna vez representan polos de identificación (los más grandes para los más pequeños), no pueden hacerlo más que a título provisional y por períodos. La fraternidad natural está sometida a un  proceso, que es a la vez inevitable y desolador, que pasa por cuatro etapas [14]:

-         El deseo. El primogénito pide un hermano pequeño o una hermana pequeña para acabar con su soledad y compartir sus juegos. El más joven admira al mayor: extendiendo sus brazos hacia él, haría cualquier cosa por ser admitido en su compañía.

-         La decepción. Para el primogénito, el pequeño siempre es demasiado pequeño; nunca responde al deseo inicial; no solamente se revela incapaz de compartir sus juegos, sino que los perturba. El mayor decepciona cruelmente "'más joven. No responde a sus invitaciones y se encierra en un sentimiento de superioridad [15].

-         La amenaza. El «territorio» se reduce con el recién nacido. Será nece­ sario compartir todo, empezando por el afecto de los padres. Ahora bien, nada es más contrario a esas edades tan narcisistas como admitir la necesidad del don.

-         Finalmente, los celos. Cuando los padres dan exactamente lo mismo a cada uno, son percibidos necesariamente como injustos. La desigualdad sería la justicia, a condición, claro está, de ser uno mismo el beneficiario.

Dependiendo en parte del pecado y en parte de la fragilidad humana, me siento incapaz de dar a cada parte lo que le corresponde. Constato simplemente que la tarea de ser hermano es la más difícil que existe, mucho más difícil que la de ser padre, hijo o esposo. Creo incluso que esta realidad sobrepasa las fuer­ zas humanas . Para enseñarnos a ser hermanos, nos haría falta un modelo más grande que nosotros, un aura que sea la de la gracia. El Antiguo Testamento había formulado al menos algunas reglas de fraternidad (ley de santidad en Lv 19, o ley del levirato en Dt 25, 5-10), pero sólo Cristo podía hacer que el sueño de la fraternidad se hiciera realidad . Con Él, el sueño se hace carne.

2.       Y el sueño se hizo carne

La misma paloma nos conduce a lo que yo llamaría la segunda secuencia decisiva de la fraternidad, a la orilla del Jordán. La Tradición vio en el bautismo de Jesús el inicio de su misión. Es presentado como hijo, el Hijo por excelencia, en quien el Padre «puso toda su complacencia», asegura una voz que viene del cielo (Mc 1, 10-11). Ese título es mucho más que un reconocimiento de la identidad de Jesús: anuncia su programa. El Hijo inaugura una creación nueva; su misión consiste en proponer a todos los hombres un nuevo  nacimiento Jn 3, 3) gracias al cual llegarán a ser hijos de un Dios a quien llamarán «Abba» (Rm 8, 14-17). Podrán, por consiguiente, reconocerse y vivir como hermanos  si emprenden los mismos caminos de Cristo, su hermano mayor. A partir de ahora, los cristianos serán  designados con el  nombre de  hermanos  (1P 5,  9). «Cada  uno de nosotros  ha  renacido en  Cristo,  para ser  una  nueva  criatura, un ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!» [16].

El apelativo de hermano no se basta a sí mismo. Hace memoria de un origen. Mientras que la relación padre-hijo es dual, el hermano no es tal más que por el hecho de reconocerse primero como un hijo de un padre común. La relación en ese momento es triangular. Insistamos sobre este punto, puesto que es capital para nuestra tesis: contrariamente a lo que con frecuencia se dice, la fraternidad posee en primer lugar una dimensión vertical, y no horizontal. Lo acabamos de recordar, cuando el hombre ve a su semejante, la fraternidad es la última cosa que percibe. Antes todo, ve en el otro un rival. No descubrirá al hermano hasta que no haya contemplado el rostro del Padre en el rostro de Jesucristo Jn 14, 9). Sin el padre, el hombre sigue siendo «lobo para el hombre», como dijo Hobbes. El lobo no se muda en hermano más  que dentro de una referencia común al Padre de los cielos. En este sentido, podemos decir que la fraternidad entre los hombres o es cristiana, o no lo es.

Es exactamente esto lo que entendió el comunismo, que siempre ha escogido al cristianismo como adversario predilecto. Y es por esta razón, una vez más, por la que la fraternidad ha sido muy poco estudiada en la filosofía política: ésta nos obliga a evocar la figura de un Padre que en la sociedad secularizada ha despedido. Ahora bien, mientras el lugar del Padre siga vacío, el sueño de la fraternidad permanecerá vano. La libertad se entiende por ella misma, la igualdad se basta a sí misma; la fraternidad pasa por la mediación de un tercero, y de un tercero superior.

Jesucristo no sólo inaugura en su Iglesia la verdadera fraternidad, con la que los humanos soñaban desde los inicios, sino que nos proporciona el modo de empleo, que estudiaremos en la tercera parte.

III.    El perdón o el secreto de la fraternidad

Creo que no he ennegrecido abusivamente el retrato trazado por la  Biblia. Como sabemos, hubo ejemplos de fraternidad de gran belleza, como el caso de Abraham y de Lot (Gn 13, 8), el de Jacob, que se reconcilió con su hermano mayor Esaú (Gn 33, 4), o también el de José, que perdonó a sus hermanos (Gn 45, 1-8); semejante final debió ser el que esperaba a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo, sobre los cuales el Evangelio se muestra, sin embargo, muy discreto.  Ahora  bien,  todos  tuvieron  que  luchar  contra  la  plaga  que  es característica de la fraternidad y que es tan mortífera para ella: la rivalidad, la envidia, los celos, en fin, la disputa y el cisma. Cristo apenas nos enseña los medios para evitar este contagio. Hoy los conoceríamos. Como ustedes y yo sabemos, la historia de la Iglesia no está desprovista de testimonios contrarios a la fraternidad. Nuestro Señor nos confió un secreto, no aquel  de impedir el mal, sino de sanarlo, no aquel de evitar lo inevitable, sino de darle un desenlace feliz. Este secreto lleva el nombre de perdón y constituye como el punto de enfoque de la «corrección fraterna» a la cual el evangelio concede un largo espacio (Mt 18, 15 s.) [17].

1.       La esencia del cristianismo

Estamos aquí ante una verdadera innovación por parte del cristianismo. La culpabilidad ya no es ese machacar  mórbido en el cual se hunde como en un abismo la conciencia infeliz. Ésta encuentra un final feliz. Desemboca en una gracia mayor. La ofensa es incluso capaz de fortalecer la fraternidad.

El cristianismo es antes que nada una religión de la gracia, del don. Su esencia se expresa a través del perdón. No traduce solamente una exigencia moral, que por otra parte es conocida bajo una forma u otra en todas las grandes religiones, sino teologal. Más que cualquier otra actitud, el perdón compromete la relación con Dios. «Perdonar es dar dos veces», dice la sabiduría popular. Se podría definir el perdón como un don gratuito que responde a una carencia, o mejor dicho: una alquimia que convierte el mal en  una  nueva suerte [18].

El perdón convierte el mal. El olvido es una ilusoria pretensión. El que asegurase que de ahora en adelante no volverá a pensar en la herida sufrida y que hará «como si nada hubiese pasado» se equivocaría o equivocaría su entorno. El perdón no borra nada, puesto que incluso  Dios en su omnipotencia no puede hacer que lo que ha sido ya no sea. El perdón establece con el mal -con la ofensa, diría la teología clásica- una relación a la vez violenta y necesaria. Si se olvidara la ofensa, el perdón perdería su razón de ser [19].

El perdón no restablece el estado anterior. Lo roto, roto está. No prolonga una relación interrumpida provisionalmente. Crea algo nuevo. Estrena un nuevo capítulo en la historia de la relación que ha sido quebrada. Pasa la página. El perdón no excusa, porque hay faltas inexcusables, pero otorga al que ofende una nueva oportunidad. No admite que el mal tenga la última palabra. Signo verdaderamente pascual, «vence a la muerte » (cf. 1Co 15, 54-56) para que filtre de nuevo la luz del Reino que vendrá.

El perdón no es cosa sencilla, no es cosa evidente. En varias ocasiones, Jesucristo ha vuelto sobre este tema, lo cual prueba cuán difícil era para sus oyentes comprenderlo. En el mismo capítulo dieciocho del evangelio de San Mateo, encontramos una doble referencia a la corrección  fraterna. Ahora bien, a pesar de que estos dos periscopios responden ambos a la misma preocupación:

«¿Qué hacer si un hermano ha cometido una falta contra mí?», parecen proponer dos respuestas muy diferentes, casi opuestas . «Si tu hermano llega a pecar -se lee en el primero-, vete y repréndele a solas tú con  él. Si  te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la  palabra de dos o  tres  testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad le desoye, sea para ti como el gentil y el publicano» (Mt. 18, 15-17). «Pedro se acercó entonces a Jesús y le dijo: "Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?" . Le dice Jesús: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"» (Mt 18, 21-22). ¿Acaso existirán dos actitudes entre las cuales nosotros podríamos elegir, según las circunstancias o según nuestro humor? ¿Habrá dos regímenes de perdón: uno medido, limitado, en una palabra, humano o razonable; y el otro ilimitado, desmesurado, reservado a los santos o a los más perfectos de entre nosotros?

2.       Los dos movimientos del perdón

Estas dos actitudes son auténticas tanto una como otra. No se oponen porque representan los dos movimientos de un mismo impulso, el de la caridad. Nos han repetido que la caridad respeta a las personas; no hemos quizás añadido suficientemente que la caridad respeta a las personas hasta en sus actos mismos. El perdón empieza cuando se toma en serio al hermano, como Dios nos toma en serio. Él nos toma por las palabras y por los actos.

El acto humano ha de ser entendido como un condensado de la persona, ciertamente parcial y provisional, pero auténtico. Constituye su epifanía y su manifestación real. En cualquier caso, la persona será siempre más grande que sus actos , pero en un acto consciente y libremente deseado, aquélla se revela y se expone. La palabra que golpea un acto acabará por alcanzar a su autor. Hablar de robo o de mentira equivale a designar inevitablemente al ladrón y al mentiroso [20].

La respuesta de Jesús ilustra este primer movimiento. Si un acto es el hijo de alguien, el respeto debido a la persona implica el de sus actos. Esto puede ofendernos y dañarnos, pero nosotros no disponemos del poder de borrarlo. En la parábola del hijo pródigo, el padre cumple su función de padre en el momento en que respeta, en el silencio, la decisión de su hijo más pequeño de abandonar la casa familiar, incluso cuando él sabe mejor que nadie que esta decisión es una falta. El perdón implica ante todo  un acto de imputación:  que el autor de la falta esté convencido de su paternidad [21]. Para conducirlo a este reconocimiento, Jesús prevé un trámite progresivo: primero cara a cara, luego en un grupo reducido, y finalmente en medio de la gran asamblea.

Los actos hieren. En el amor hacia el hermano se nos pide que recibamos sus heridas y, lejos de negarlas, las acogemos para «remitirlas». El segundo movimiento de perdón consiste en transformar  el acto: donde hay mal,  poner el bien; donde hay error, poner la verdad; donde hay espíritu de rivalidad y de discordia, poner espíritu de paz y de concordia. Es la razón por la cual hemos definido el perdón como una alquimia que transforma el mal en una nueva oportunidad. Si no domino los actos de mi hermano, puedo al  menos adquirir el dominio sobre los efectos que sus actos provocan en mí. Donde había ausencia, suscitar el don. Este intercambio, esta transformación, esta alquimia  del mal en un don sólo se realiza en un corazón que permanece sensible a la miseria de su hermano. Por muy lejos que vaya el hermano, nunca  irá más allá de los límites de mi misericordia, puesto que nunca irá más allá de los límites de  la misericordia del Padre.

Es hora del arrepentimiento. Se diría que, llegado al final de un milenio, donde desempeñó casi constantemente el primer papel, la civilización occidental desease sanear su memoria  y presentarse  con  un corazón  más ligero, si no con una recobrada inocencia, al umbral de una nueva era  [22].

El enfoque indicado por Juan Pablo II en su carta apostólica del 10 de noviembre de 1994, Tertio Millenio Adveniente, tiene como punto de mira este preciso objetivo: aliviar una conciencia que en caso contrario correría el riesgo de lastimarse en la estéril contemplación de un pasado demasiado doloroso. El cambio de milenio está cargado de un valor simbólico que convendría utilizar oportunamente. Es tiempo de examen de conciencia, es tiempo de recomenzar, es tiempo de resoluciones. La consideración de las faltas de ayer no sólo suscita una purificación de la memoria, sino que también educa nuestra conciencia. Aquélla le recuerda su fragilidad y su vulnerabilidad al pecado . Los profetas de antaño no actuaban de otra manera: declinando largas letanías de pecados, advertían de cara a las tentaciones del momento. Las faltas de los siglos ya huidos nos entregarían un último mensaje, salvífico éste: ¡no volváis a empezar, os lo ruego! Las miradas dirigidas hacia el pasado preparan el futuro. La memoria se convierte entonces en un lugar de esperanza nueva. ¿Por qué el milenio veni­ dero no podría ser el milenio de la fraternidad?

* * *

Para hablar de la fraternidad, lo hemos hecho a partir de la intuición del poeta. De la misma manera que él comparaba las tres virtudes teologales a tres hermanas, cuya hermana pequeña conducía sus primogénitas, la fe y la caridad, de la misma manera hemos recordado que la fraternidad era el último en aparecer de entre los valores que animan nuestra Ética. Una vez más, era sin duda la hermana pequeña la que guiaba a sus hermanas mayores: la libertad, nacida en tierra griega, y la igualdad descubierta por los romanos.

Veo como una especie de prueba en el hecho de que, si la libertad y la igualdad han conocido excesos, no fue lo mismo -y no podría ser lo mismo-, en el caso de la pequeña, la fraternidad. La libertad ha conocido excesos, o más exactamente hubo excesos que han sido cometidos en su nombre. Se suponía que los ejércitos de la Revolución francesa deberían liberar a los pueblos de Europa del yugo de la arbitrariedad y del oscurantismo. En varios lugares, aquéllos provocaron traumas a las mentalidades, las cuales necesitaron más de un siglo para digerirlos. Analizando el pasado reciente de España, son numerosos los historiadores que sostienen que la irrupción de las tropas napoleónicas enarbolando el estandarte de la libertad, explica en gran parte los sobresaltos y las violencias de vuestro país hasta hace solamente unos treinta años.  Por lo que se refiere a la igualdad, si por una parte condujo a la abolición de privilegios exorbitantes, por otra, también empujó a decapitar las cabezas que sobresalían. Con demasiada frecuencia, la igualdad permite que se la confunda con el igualitarismo, tan mortífero para el  pensamiento  contemporáneo,  con su «pensamiento único» o con el siniestro «pensamiento políticamente correcto».

Nunca hubo excesos cometidos en nombre de la fraternidad. Nunca se ama suficientemente a un hermano. Nunca se perdona demasiado a los hermanos. Terminaría con esta sugerencia. Si la libertad y la igualdad son valores éticos indiscutibles, éstos no son más que valores humanos. Como todos los valores simplemente humanos, padecen desviaciones. La fraternidad es también un valor ético; pero en realidad es mucho más que eso. Fija sus raíces en el cielo. Es una virtud caída sobre la tierra. Nos viene de Nuestro Señor Jesucristo. En la trascendencia nunca hay excesos, y sólo por un abuso de lenguaje decimos que algo es «demasiado» verdadero, «demasiado» bueno, o «d emasiado» bello. No existe una fraternidad excesiva. Nunca la hubo. Si hay un exceso que podríamos consentir en la fraternidad, sería el de la gracia.

Jean-Louis Brugues en dianet.unav.edu/

Notas:

1.     A. BAIER, Moral Prejudice, Cambridge, Harvard Uni. Press, 1994.

2.     E. VACGEROT, La Démocratie, Paris, F. Chamenot , 1860.

3.     J. RAWLS, A Theory of ]ustice, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1971, p. 105.

4.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Sillon, n. 16, Paris, Le Laurier, 1987.

5.     C. PEGUY, Le Porche du mystere de la deuxieme vertu, Paris, Gallimard, coll. «La Pléiade», 1960, pp. 536-537.

6.     J.-M. PAUPERT, Les Meres Patries. Jérusalem, Athenes et Rome, Paris, Grasset, 1982, p. 46.

7.     Hemos tratado de estudiar los efectos negativos del abandono de este concepto tradicional en el pensamiento contemporáneo: cf. J.-L. BRUGUES, LÉternité si proche (segunda conferencia: La Splendeur du Temple), Paris, Cerf, 1995.

8.     Cf. A. FESTUGIERE, Le sens de la vie humaine chez les Crees, en The Living Heritage of Greek Antiquity, The Hague, Mouton & Co., 1967.

9.     SÉNECA, Carta a Lucilio, 47 .

10.     C f. D. VASSE, Le Temps du désir. Essai sur le corp et /,a paro/e, Paris Seuil, coll. «Essais», 1997, pp. 41 s.

11.     Frecuentemente, los diccionarios crítico s recientes de teología ignoran el hecho de hablar de hermanos y de la fraternidad. Sin embargo, no se encuentran menos de 30 referencias sólo en el libro de los Hechos y 130 recurrencias en el caso de Pablo. Cf. VoN SODEN, art. Adelphos, en Theological Dictionnary of the New Testament, London, G. Kittel, 1964, pp. 144 SS.

12.     Cf. A. PAPAGEORGIU-LEGENDRE, Filiation. Fondement genéalogique de la psycha­ nalyse, Paris, Fayard, 1990.

13.     Cf. F. CHIRPAZ, La Relation fondatrice, en «Lumiere & Vie» 241 (enero-marzo 1999).

14.     Cf. A. FABER-E . MAZLISH, Sibling without Rivalry, New York, WW Norton and Company, 1987.

15.     La tesis del deseo mimético desarrollada por R. Gírard es muy esclarecedora en este punto. Cf. sus obras: Memonge romantique et verité romanesque, París,  Grasset, 1961; Critiques dam un souterrain, París, L'Age d'homme,  1976;  Le  Bouc-émissaire, París, Grasset, 1982.

16.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Si/Ion, op. cit., n. 317.

17.     Cf. J. EscruvA DE BALAGUER, Forge, Le Laurier, Paris 1988, n. 641.

18.     Hemos desarrollado esta teoría del  perdón  en  una  conferencia  de cuaresma  dada en Notre Dame de París. El texto se encuentra en: J.-L. BRUGUES, L'Eternité si proche (4iéme conférence: Le Don de la vie), op. c it.

19.     Cf. J.-Y. LACOSTE, art. Pardon (clémence et pardon), en Dictionnaire d'Éthique et Philosophie, bajo la dirección de M. CANTO-SPERBER, Paris, PUF, 1996.

20.     Cf. J.-L. BRUGUTS, Ideas felices. Virtudes cristianas para nuestro tiempo, B.A.C., Madrid 1998, pp. 113-139.

21.     «La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que éstos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos».

«La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores psíquicos o sociales».

«La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando  actúa de manera  deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos» (Catecismo de la Iglesia catolica, 1734, 1735 & 1749).

22.     Hemos indicado estas distinciones en un artículo reciente. Cf. J.-L. BRUGUES, Quelques considérations sur le pardon, en «Communio» XXIII, 6, XXIV, 1 (nov. 1998-feb. 1999).

Ana Roa García

1.       ¿Qué es realmente la autoestima? ¿Qué es realmente el auto-concepto?

Es bastante frecuente confundir la autoestima con el auto-concepto y utilizar ambos como términos sinónimos. Aunque los dos conceptos están relacionados, no son equivalentes. En el auto-concepto prima la dimensión cognitiva, mientras que en la auto-estima prevalece la valorativa y afectiva; así, en las últimas décadas los psicólogos, los psicopedagogos, los educadores y los trabajadores sociales en general se han interesado especialmente por los términos auto-concepto y autoestima y en la medida en que estos conceptos están relacionados con el proceso educativo y, más específicamente, en lo que se ha denominado “educación afectiva”. Si es importante conocer la estima de una persona cuando esta es adulta, aún lo es más descubrir cómo es esa imagen cuando se está formando. La estima que un individuo siente hacia su persona es importante para su desarrollo vital, su salud psicológica y su actitud ante sí mismo y ante los demás. El concepto de sí mismo influye en la forma de apreciar los sucesos, los objetos y las personas del entorno. El auto-concepto participa considerablemente en la conducta y en las vivencias del individuo. La persona va desarrollando su auto-concepto, va creando su propia autoimagen, el auto-concepto no es innato.

Cuando hablamos de autoestima, nos estamos refiriendo a una actitud hacia uno mismo. Significa aceptar ciertas características determinadas tanto antropológicas como psicológicas, respetando otros modelos. Si la contemplamos como una actitud, nos referimos a la forma habitual de pensar, amar, sentir y comportarse consigo mismo. Se trata así de la disposición permanente para enfrentarnos con nosotros mismos y el sistema fundamental por el cual ordenamos nuestras experiencias. La autoestima conforma nuestra personalidad, la sustenta y le otorga un sentido. Se genera como resultado de la historia de cada persona, no es innata; es el resultado de una larga secuencia de acciones y sentimientos que se van sucediendo en el transcurso de nuestros días.

La autoestima tiene una naturaleza dinámica, puede crecer, arraigarse más íntimamente, conectarse a otras actitudes nuestras o, por el contrario, debilitarse y empobrecerse. Es una forma de ser y actuar que radica en los niveles más profundos de nuestras capacidades, pues resulta de la unión de muchos hábitos y aptitudes adquiridos. Se trata de la meta más alta del proceso educativo, pues es precursora y determinante de nuestro comportamiento y nos dispone para responder a los numerosos estímulos que recibimos.

Atendiendo a Nathaniel Branden (2010: 45), “las personas que gozan de una alta autoestima están lejos de gustar siempre a los otros, aunque la calidad de sus relaciones sea claramente superior a la de personas de baja autoestima. Como son más independientes que la mayoría de la gente, son también más francas, más abiertas con respecto a sus pensamientos y sentimientos. Si están felices y entusiasmadas, no tienen miedo de mostrarlo. Si sufren, no se sienten obligadas a “disimular”. Si sostienen opiniones impopulares, las expresan de todos modos. Son saludablemente auto-afirmativas”.

En la autoestima encontramos tres componentes interrelacionados de tal modo que una modificación en uno de ellos lleva consigo una alternación en los otros: cognitivo, afectivo y conductual.

•        Componente cognitivo: Formado por el conjunto de conocimientos sobre uno mismo. Representación que cada uno se forma acerca de su propia persona, y que varía con la madurez psicológica y con la capacidad cognitiva del sujeto. Por tanto, indica ideas, opiniones, creencias, percepción y procesamiento de la información. El auto-concepto ocupa un lugar privilegiado en la génesis, crecimiento y consolidación de la autoestima y las restantes dimensiones caminan bajo la luz que les proyecta el auto-concepto, que a su vez se hace acompañar por la autoimagen o representación mental que la persona tiene de sí misma en el presente y en las aspiraciones y expectativas futuras. Un auto-concepto repleto de autoimágenes ajustadas, ricas e intensas en el espacio y tiempo en que vivimos demostrará su máxima eficacia en nuestros comportamientos. La fuerza del auto-concepto se basa en nuestras creencias entendidas como convicciones, convencimientos propios; sin creencias sólidas no existirá un auto-concepto eficiente.

•        Componente afectivo: Sentimiento de valor que nos atribuimos y grado en que nos aceptamos. Puede tener un matiz positivo o negativo según nuestra autoestima: “Hay muchas cosas de mí que me gustan” o “no hago nada bien, soy un inútil”. Lleva consigo la valoración de nosotros mismos, de lo que existe de positivo y de aquellas características negativas que poseemos. Implica un sentimiento de lo favorable o desfavorable, de lo agradable o desagradable que vemos en nosotros. Es admiración ante la propia valía y constituye un juicio de valor ante nuestras cualidades personales. Este elemento es la respuesta de nuestra sensibilidad y emotividad ante los valores que percibimos dentro de nosotros; es el corazón de la autoestima, es la valoración, el sentimiento, la admiración, el desprecio, el afecto, el gozo y el dolor en la parte más íntima de nosotros mismos.

•        Componente conductual: Relacionado con tensión, intención y decisión de actuar, de llevar a la práctica un proceso de manera coherente. Es la autoafirmación dirigida hacia el propio yo y en busca de consideración y reconocimiento por parte de los demás. Constituye el esfuerzo por alcanzar el respeto ante los demás y ante nosotros mismos.

1.1.       Algunas nociones de auto-concepto

En línea con lo indicado anteriormente, la palabra auto-concepto hace relación a los aspectos cognitivos, a la percepción y la imagen que cada uno tiene de sí mismo, mientras que el término autoestima indica los aspectos evaluativos y afectivos. No se trata de conceptos excluyentes, sino más bien al contrario, ya que se implican y se complementan mutuamente. Un auto-concepto positivo conduce a una autoestima positiva y viceversa. El auto-concepto y la autoestima son el resultado de un largo proceso, marcado por un gran número de experiencias personales y sociales. Los éxitos y los fracasos, las valoraciones y los comentarios de las personas que forman parte del entorno del niño y del adolescente, el ambiente humano en que crece, el estilo educativo de padres y profesores y los valores y modelos que la sociedad ofrecen van poco a poco construyendo el auto-concepto y la autoestima de forma casi imperceptible. El auto-concepto es una realidad psíquica muy compleja y dentro de lo que es auto-concepto general se distinguen otros auto-conceptos más concretos que se refieren a áreas específicas de la experiencia y que se relacionan a continuación:

•        Auto-concepto físico: La percepción que uno tiene tanto de su apariencia y presencia físicas como de sus habilidades y competencia para cualquier tipo de actividad física.

•        Auto-concepto académico: El resultado de todo el conjunto de experiencias, éxitos, fracasos y valoraciones académicas que el alumno tiene a lo largo de los años escolares.

•        Auto-concepto social: Consecuencia de las relaciones sociales del alumno, de su habilidad para solucionar problemas sociales, de la adaptación al medio y de la aceptación de los demás.

•        Auto-concepto personal: Incluye la percepción de la propia identidad y el sentido de responsabilidad, autocontrol y autonomía personales.

•        Auto-concepto emocional: Se refiere a los sentimientos de bienestar y satisfacción, al equilibrio emocional, a la aceptación de sí mismo y a la seguridad y confianza en sus posibilidades.

2.       La auto-estima, el motor de nuestro comportamiento

La autoestima (lo que una persona siente por sí misma) está relacionada con el conocimiento propio (lo que una persona piensa de sí misma). En un individuo puede detectarse su autoestima por lo que hace y cómo lo hace. Existen tres buenos motores que influyen en el comportamiento del individuo y suelen manifestarse simultáneamente:

•        Actuar para obtener una mayor satisfacción y creerse mejor. En este caso, dicho individuo buscaría alabanzas eludiendo tareas en las que podría fallar y haciendo aquellas en las que está seguro.

•        Actuar para confirmar la imagen que los demás, y él mismo, tienen de sí. Como por ejemplo, si una persona cree ser un buen futbolista, querrá jugar al fútbol siempre que encuentre la menor oportunidad. Si por el contrario cree que se le da mal la jardinería, arreglará mal ciertas cosas del jardín y dirá que es por azar cualquier mejoría que experimente en esta afición.

•        Actuar para ser coherente con la imagen que tiene de sí, por mucho que cambien las circunstancias. Para el individuo es muy difícil cambiar algo de sí mismo que afecte a alguna de sus ideas básicas y posibilite un comportamiento diferente.

          2.1. Características de los individuos con autoestima alta o baja

Con alta autoestima:

•        Toma iniciativas.

•        Afronta nuevos retos

•        Valora sus éxitos.

•        Sabe superar los fracasos, muestra tolerancia a la frustración.

•        Muestra amplitud de emociones y sentimientos

•        Desea mantener relaciones con los otros.

•        Es capaz de asumir responsabilidades.

•        Actúa con independencia y con decisión propia.

Con baja autoestima:

•        Sin iniciativas, necesita la guía de los otros.

•        Tiene miedo a los nuevos retos.

•        Desprecia sus aptitudes.

•        Tiene poca tolerancia a la frustración, se pone a la defensiva fácilmente.

•        Tiene miedo a relacionarse, siente que no será aceptado.

•        Tiene miedo de asumir responsabilidades.

•        Muestra estrechez de emociones y sentimientos.

•        Es dependiente de aquellas personas que considera superiores; se deja influir.

Siguiendo a Nathaniel Branden (2010: 18),

Si puedo aceptar que soy quien soy, que siento lo que siento, que hice lo que hice –si puedo aceptarlo, me guste o no–, puedo aceptarme a mí mismo. Puedo aceptar mis defectos, las dudas con respecto a mí mismo, mi baja autoestima. Y una vez que puedo aceptar todo esto, estoy del lado de la realidad, no contra ella. Tengo libre el camino para comenzar a fortalecer mi autoestima.

Una autoestima sana implica una valoración objetiva y realista de nosotros mismos, aceptándonos tal como somos y desarrollando sentimientos positivos hacia nosotros mismos. Es preciso no olvidar dos cosas:

•        Que la autoestima positiva no consiste en verse como una persona extraordinaria y maravillosa, con cualidades absolutamente excepcionales, a la que todo le va bien y a la que el éxito le acompaña permanentemente. Lo que es verdaderamente importante es tener una percepción y valoración objetivas y positivas de uno mismo y aceptarse como es y con todo lo que es, con sus aspectos positivos y negativos, con sus luces y sombras, con sus logros y sus limitaciones...

•        Que, en contra de la opinión generalizada, llegar a cambiar la autoestima negativa es una tarea difícil, que puede necesitar la intervención de algún especialista.

Posiblemente, el mejor camino para desarrollar una autoestima positiva es a través de la creación de un clima de relaciones personales donde la persona experimente seguridad, respeto, aceptación y libertad para actuar; donde sienta la amistad y el apoyo de los demás y donde tenga unas metas claramente definidas y unos criterios de conducta objetivos, donde pueda tener experiencias nuevas y equivocarse sin temer consecuencias negativas y donde no tenga que auto-protegerse, distorsionando para ello la visión y valoración propias.

3.       Los cuatro aspectos necesarios para el desarrollo de nuestra auto-estima desde la infancia

La autoestima es un sentimiento que surge de la satisfacción que experimentamos cuando somos niños y se han dado en nuestra vida ciertas condiciones pero, si existen ciertas carencias, no se desarrollan en totalidad los siguientes aspectos que constituyen el fundamento de nuestra autoestima:

•        Vinculación: Consecuencia de la satisfacción que obtiene el niño al establecer vínculos que son importantes para él y que los demás reconocen como importantes. Por ejemplo, formar parte del grupo de clase, pertenecer a una familia…

•        Singularidad: Resultado del conocimiento y respeto que el niño siente por las cualidades o atributos que le hacen especial o diferente, apoyado por el respeto y la aprobación que recibe de los demás por esas cualidades. Por ejemplo, saber que él es alguien especial para… saber expresarse a su manera, etc.

•        Poder: Consecuencia de que el niño disponga de los medios, las oportunidades y la capacidad de modificar las circunstancias de su vida de manera significativa. Por ejemplo, creer que normalmente puede hacer lo que planea, sentir que tiene a su cargo algunas responsabilidades importantes en su vida…

•        Pautas de guía: Que reflejen la habilidad del niño para referirse a los ejemplos humanos, filosóficos y prácticos adecuados que le sirvan para establecer su escala de valores, sus objetivos, ideales y exigencias personales. Por ejemplo, saber qué personas pueden servir de modelo a su comportamiento, desarrollar su capacidad de distinguir lo bueno de lo malo…

Ninguno de estos cuatro aspectos es más importante que el resto. Los niños con autoestima positiva poseen buenos vínculos, se saben singulares, tienen modelos que les guían y la sensación de poder manejar su vida.

Cómo mejorar el grado de vinculación en la familia:

•        Dar oportunidades para que todos los componentes de la familia trabajen y jueguen juntos.

•        Establecer reglas para toda la familia que mejoren el grado de vinculación de sus miembros.

•        Dar oportunidades para que los componentes de la familia compartan con los demás sus asuntos personales.

•        Clarificar los papeles de los componentes de la familia.

•        Fomentar las soluciones positivas de los problemas que surjan entre los miembros de la familia.

Cómo mejorar el grado de singularidad dentro de la familia:

•        La organización del espacio dentro de la casa puede influir positivamente sobre la singularidad.

•        Estimular con premios el buen comportamiento.

•        Tener en cuenta las habilidades, las dotes o los intereses especiales de cada niño cuando se distribuyan tareas o trabajos.

Cómo mejorar el grado de poder dentro de la familia y reducir su conflictividad:

•        Los padres no deben cambiar las reglas sin discusión o sin previo aviso.

•        Los componentes de la familia deben participar en las decisiones importantes que les afectan.

•        Es necesaria la existencia de algún sistema para resolver las quejas.

•        Es necesario estimular a los hijos para que acepten retos más complicados y mayores responsabilidades.

•        Se deben distribuir los recursos de la familia entre sus distintos componentes de una manera equitativa.

•        Los padres dejarán claramente definido que ellos son los responsables de los niños y cuáles son las decisiones que ellos pueden tomar solos.

Cómo mejorar los modelos y las pautas dentro de la familia:

•        Comunicarse con claridad.

•        Decir a los niños lo que se espera de ellos.

•        Planificar las actividades diarias con organización.

•        Mantener el orden en las tareas familiares.

4.       El rol de nuestros padres en el proceso de autoestima

“No se trata de querer al niño, sino, además, de que él se sienta querido”. (Tenemos que hacerle llegar nuestros sentimientos, que se sienta capaz, admirado y digno de respeto para que esos sentimientos formen parte de su imagen).

El niño, al nacer, no sabe diferenciar su propio ser del de las personas de su entorno; piensa que es un continuo, una sola persona. Evolutivamente va descubriéndose a sí mismo separado de los demás. Antes de utilizar un lenguaje, va constituyendo una imagen de sí mismo a partir del trato que recibe; los gestos, los tonos, la forma de hablarle, la mirada, la forma de vararle, de tocarle… le van dando pista del lugar que ocupa entre esas personas tan importantes para él. Por tanto, la autoestima no es innata, se construye y define a lo largo del desarrollo por la influencia de las personas significativas del medio familiar, escolar y social, y como consecuencia de las experiencias de éxito y fracaso.

Los padres, los hermanos y los amigos tienen una importancia primordial para hacer de espejo a la imagen del niño. A medida que crece irán adquiriendo importancia los adultos ajenos a la familia: profesores, líderes de sus aficiones… que le darán o quitarán valía según sus propias evaluaciones, tanto más cuanto más idealizados los tenga.

Para un buen desarrollo de la autoestima del niño en el núcleo familiar conviene recordar:

•        Que el niño debe sentirse un miembro importante dentro de su familia, por la forma en que se le escucha, se le consulta, se le responsabiliza, se valoran sus opiniones y aportaciones.

•        Que el niño ha de percibir una comunicación fluida y profunda con sus padres, no solo porque le escuchan, sino también porque comparten con él sus experiencias como adultos, su vida pasada, sus expectativas…

•        Que el niño necesita estar orgulloso de su familia para sentirse seguro.

          4.1.    ¿Cómo puede un padre o una madre evaluar la autoestima de su hijo?

Cuando los padres se plantean preguntas del estilo “¿Cómo puedo saber si mi hijo tiene problemas de autoestima?” o “¿Cómo se exteriorizan los problemas de autoestima en un niño?”, la mejor manera para obtener respuestas satisfactorias es recomendarles que estén presentes con sus hijos. Que pasen tiempo con ellos, que hablen y dejen que estos les cuenten sus problemas, preocupaciones y dudas, que sepan qué es lo que hacen fuera y dentro de casa y del colegio…, en definitiva, que compartan las experiencias y escuchen a sus hijos para detectar posibles muestras de baja autoestima.

De todas formas, es normal que los niños presenten en su desarrollo ciertas alteraciones de conducta que les sirven para contrastar distintas situaciones; pero si determinados comportamientos (tales como mentir y echar siempre la culpa a los demás, evitar las actividades deportivas por miedo al fracaso, reaccionar violentamente, negarse a todo y sentirse frustrado o esconderse de los demás) se convierten en habituales, es conveniente estar al lado del niño, tomar conciencia de la existencia de un problema que puede tener relación con una baja autoestima e intentar apoyarle desde el núcleo familiar y desde la escuela en el proceso de recuperación. Si el problema no es superficial, la ayuda de un especialista es altamente recomendable.

Por otra parte, los niños con una buena autoestima suelen tener confianza en sí mismos y en su capacidad para hacer las cosas, se responsabilizan de sus propios actos, colaboran con el grupo y tienen ganas de aprender y de hacer cosas nuevas. Estos comportamientos son muestra de un proceso de construcción de buena autoestima, aunque siempre hay que estar atentos a que esa evolución se mantenga, pues los problemas podrían aparecer en cualquier momento. Por ello hay que estar atento a frases del estilo “Todo me sale mal”, “No me quiere nadie”, “No valgo para nada”, pues son frases que pueden llegar a dañar la autoestima del niño; observar si tiene una visión objetiva de las cosas y si se centra en lo negativo y lo magnifica (“Esto solo me pasa a mí”, “Ya sabía que iba a llover”, “Siempre me sale todo mal “). Ante situaciones así, es bueno hacerle reflexionar, decirle, por ejemplo, que si se pone a llover, llueve para todo el mundo; con la finalidad de que no personalice todo lo negativo que ocurre a su alrededor, y hacerle ver que todo tiene varios puntos de vista y que los “malos momentos” son pasajeros, pues antes y después de ellos las cosas son distintas. Más concretamente, cuando un niño o niña dice:

•        “Todo me sale mal”: Interesa decirle que concrete, que seguro que en el día de hoy por lo menos ha hecho un par de cosas que les han salido bien.

•        “No me quiere nadie”: Cuando esto ocurra, tenemos ante nosotros una clara señal de lo que siente el niño y posiblemente sea un buen momento para buscar el apoyo de un especialista que evalúe y ayude en su caso a mejorar la autoestima del niño y nuestra relación con él.

•        “No valgo para nada”: Le diremos que vale muchísimo, pero que puede que no esté en el sitio o en la actividad oportuna y que hay cosas que sabe hacer muy bien, y que son las que realmente hay que potenciar.

Por otra parte, un clima de confianza y escucharles cuando hablan de sus fracasos y logros, de sus relaciones con los compañeros (para detectar si están integrados o no) nos darán pistas extraordinarias sobre su evolución.

Así, cuando por ejemplo un niño pregunta si es bueno, o listo, posiblemente lo haga solo porque quiere saber nuestra opinión; o tal vez porque alguien se ha metido con él en el colegio o en el parque, y esta es una buena ocasión para contestarle que pensamos que es bueno, o listo, y a la vez resolver un posible foco de preocupación del niño. ¿Cómo resolverlo?: sencillamente hablando con él, buscando la manera de evitar la situación en la que se ha producido un posible insulto o, e incluso más recomendable, ignorando a las personas que no saben apreciarle.

Por otra parte, cuando estemos entre adultos y parezca que los niños no están escuchando, cuidaremos mucho los comentarios que pueden afectarle y trataremos de reforzar en público los mensajes que le damos en privado (por ejemplo, “Ya sé que tu hijo sabe leer, pero el mío está aprendiendo muy deprisa y pronto leerá tan bien como yo”). Seguramente el niño estará muy atento a lo que digamos a los demás.

5.       ¿Baja autoestima o timidez?

La “baja autoestima” se puede considerar como un factor que incide en una “personalidad tímida”. La timidez es un problema complejo; podrían señalarse causas de tipo:

•        Biológico: Se ha descubierto un gen que condicionaría la personalidad del niño; además los niños con un temperamento más pausado tienen mayor predisposición a la timidez.

•        Aprendido: Aprendizaje de huida como respuesta ante la tensión que le producen las relaciones sociales, pocas oportunidades de explorar relaciones sociales, ejemplos inadecuados de habilidades sociales.

•        Evolutivo: Los niños tímidos suelen tener un auto-concepto negativo y se quieren poco a sí mismos.

•        Sociales: Relación inadecuada con los padres, por sobreprotección, lo que impide el desarrollo del niño, por poca atención o por ausencia de normas que provocan inseguridad en el niño, o también por existir necesidades emocionales insatisfechas o rechazos, amenazas o burlas de sus familiares o entorno social más inmediato.

6.       Diez pautas para mejorar la autoestima en nuestros hijos

•        Demostrando amor incondicional (los hijos han de ser queridos por ellos mismos).

•        Mostrándoles sus características y cualidades positivas.

•        Enviándoles mensajes positivos (darse cuenta de lo positivo de cada hijo y decirlo).

•        Dedicando a cada hijo un tiempo especial (trato individualizado).

•        Reconociendo sus esfuerzos, su interés y dedicación por las cosas.

•        Convirtiendo sus quejas y críticas en sugerencias y peticiones.

•        Animándoles a tener iniciativa y a hacer cosas por su cuenta.

•        Escuchándoles sin juzgarlos continuamente.

•        Descubriendo su excelencia y apoyándonos en sus puntos fuertes.

•        Exigiéndoles proporcionadamente lo que saben y pueden hacer.

7.       ¿Cómo podemos fomentar la autoestima de nuestros hijos o hijas?

Primero, lo positivo.

En las acciones de cualquier hijo, lo positivo siempre es mayor que lo negativo, aunque a veces no caigamos en la cuenta. Para justamente caer en la cuenta, puede ser interesante pararse a pensar y elaborar una lista de las cualidades positivas de ese hijo. Con frecuencia podemos quedarnos demasiado pendientes de lo que hace mal y perder de vista las cosas interesantes, deliciosas, inteligentes y amables que hace.

Enviar mensajes positivos.

Una sonrisa es un mensaje positivo. O decirle que te gusta cómo ha hecho tal trabajo. En definitiva, es muy importante darse cuenta de lo positivo y decirlo. No se trata de elogiar por elogiar, sin moderación ni motivo. Los elogios más eficaces son los que se refieren a actuaciones concretas, que ayudan al niño a desarrollar una mayor conciencia de lo bueno y lo malo.

Reconocer lo positivo de una persona o de su trabajo ayuda a esta a sentirse bien con ella misma y la motiva a aceptar el esfuerzo que supone un aprendizaje, ya que está segura de sus capacidades. El elogio excesivo y sin propósito suele provocar que el móvil de las acciones del niño deje de ser interno para pasar a ser la recompensa externa, con lo que la satisfacción de ser capaz de hacer algo bien y haberlo hecho pasaría a un segundo término.

El tono de voz o la expresión del rostro pueden transmitir un mensaje más claro que las palabras. Si saluda a sus hijos con aprecio, alegría y cariño, en la voz de su hijo reconocerá su alegría, que será para él fuente de seguridad y satisfacción. También con las palabras les podemos hacer ver lo contentos que estamos de tenerlos y de estar con ellos.

Si continuamente les calificamos de malos y torpes por cometer errores, acabarán convencidos de que no son capaces de hacer las cosas bien.

Reconocer el esfuerzo, el interés, la dedicación.

Más que el resultado. Esta actitud es especialmente eficaz con niños perfeccionistas o con muy baja autoestima, que piensan que hacen mal las cosas.

Dedicar a cada hijo un tiempo especial.

Se trata de un tiempo de disfrutar juntos, no de dar lecciones ni de repasar su comportamiento de los últimos días. Se trata de ir a un sitio que le guste y pasar un rato juntos, hablando de las cosas que él o ella quieran. El trato personal y frecuente es un generador de confianza.

Enseñar a convertir las quejas y críticas en sugerencias y peticiones.

Ciertos niños suelen tener una imagen negativa de sí mismos, y son muy auto-críticos. Si aprenden a pedir y sugerir, se reducirá la tensión interior.

Animar a tener iniciativas y a hacer cosas por su cuenta.

Una de las grandes alegrías de la infancia es descubrir algo nuevo y saberse capaz de hacer algo por sí mismo. Si ellos pueden buscar una respuesta, no conviene dársela. Por el contrario, si les damos a entender que no pensamos que puedan hacer bien las cosas y no les permitimos intentarlo, favorecemos las dudas sobre su propia capacidad, lo que genera pasividad y retraimiento.

Descubrir la excelencia. Apoyarse en los puntos fuertes.

Descubrir e informar de las cualidades especiales: “Haces unos dibujos encantadores”. Apoyarse en sus puntos fuertes para conseguir que quiera mejorar en algún aspecto concreto.

Premiar, más que castigar.

A veces es necesario castigar a los hijos por transgredir ciertas normas o reglas, pero también, en justicia, se deben reconocer sus buenas actuaciones, que siempre son más numerosas. No se trata de premiar con algo material, lo que desvirtuaría los motivos del buen comportamiento, sino de agradecer y reconocer lo bien hecho. Una sonrisa y unas palabras afectuosas son muchas veces una magnífica recompensa. Es sorprendente que se refuercen las conductas negativas y que pasen desapercibidas las actuaciones meritorias.

Exigencia proporcionada.

Proporcionada a lo que se sabe y se puede hacer, de modo que con esfuerzo, y a veces con ayuda, se pueda realizar bien. No conviene pedirles tareas o responsabilidades complicadas sin explicarles bien qué han de hacer y qué se espera de ellos.

Escuchar a los hijos sin juzgarlos continuamente.

Escuchar con el corazón, con sincero interés, sin estar aconsejando o comentando lo que dice continuamente. Evitar los “interrogatorios”.

El amor es incondicional.

Los hijos se han de saber queridos por lo que ellos mismos son, por el mero hecho de existir, con independencia de sus cualidades y aptitudes y, por supuesto, de sus calificaciones escolares.

JUEGOS EN FAMILIA

Estampitas emocionales

¿Quieres descubrir algo nuevo?, ¿quieres enseñarle a tu familia algo que les puede interesar sobre las emociones, cómo aprender a denominarlas y reconocerlas? Entonces ensaya esta dinámica con tus hijos mayores de tres años; se trata de una técnica educacional que reforzará el estado YO ADULTO.

Busca papeles de colores y recórtalos en cuadritos (“estampitas emocionales”) y colócalos en diferentes platos. Utilízalas de este modo:

•        Doradas: Emociones buenas o positivas.

•        Marrones: Emociones menos buenas.

•        Rojas: Emociones que suscitan rabia y enfado.

•        Azules: Emociones que provocan tristeza.

•        Verdes: Emociones que suscitan celos.

•        Blancas: Emociones que provocan autosuficiencia y soberbia.

Si los niños son pequeños puede bastar con dos colores: dorado y marrón. Cada miembro de la familia participará y podrá coger cuadritos de los diversos platos; invítalos a jugar durante el día o en un momento determinado de la jornada, explicando el significado de cada uno de los colores. Según las sensaciones, cada miembro pedirá una estampita a aquel que se las suscite o provoque. Al final, evaluamos todos juntos cuántas estampitas tenemos cada uno, qué representan y por qué.

Al principio, para que la dinámica resulte más fácil, se pueden utilizar solamente estampitas doradas (caricias positivas físicas como un beso o verbales como un elogio) que estarán referidas a la acción o a la persona en sí.

8.       Conclusión. Inventario de sentimientos y formas de ser (alta o Baja autoestima, ¿cómo fomentarla?)

En el siguiente inventario se analizarán todos los rasgos colocando un signo positivo o negativo (+ o –) según parezca. Después, en la parte posterior, se elegirán dos rasgos de baja autoestima que en alguna ocasión hayan impedido enfrentarse adecuadamente a las situaciones de la vida cotidiana y se escribirán propuestas sobre cómo superarlos en los espacios que aparecen en la parte final del inventario. Por ejemplo, si se elige el tercer ítem, se podría escribir: “Sentirme incapaz de afrontar las dificultades se puede superar pidiendo ayuda a los amigos o a las personas que conozcan bien el problema”.

Ana Roa García en dialnet.unirioja.es

Roberto Gutiérrez Laboy

La ética es una disciplina que si bien surgió hace más de veinticuatro siglos -con Sócrates y Aristóteles a la cabeza- como parte del incipiente proceso formativo de la filosofía, aún tenemos que continuar buscando alternativas y estrategias para lograr que sus postulados sean aceptados de forma tal que sean eficaces para la conquista de un mundo más justo y digno. Uno de los aspectos que más me inquieta cada vez que me adentro en el discurrir propiamente ético es el ángulo de cuan útil ha sido esa rama filosófica a través de la historia de la humanidad. Penosamente, me temo que su efectividad ha sido cuanto menos deficiente. No creo que sea necesario intentar demostrar aquí que el ser humano no es hoy peor que antes pero, de mayor importancia, tampoco es mejor. Esa particularidad de la condición humana la he tratado antes, por ejemplo, en el ensayo “La inmutabilidad humana” que forma parte del libro La fragilidad humana y otros ensayos (Gutiérrez Laboy, 2005).

A modo de síntesis, en ese trabajo, concluyo que moralmente hablando –y en otras vertientes también– poco si algo ha sido el adelantamiento “humano” del ser humano. Se debe entender por “humano” la cualidad que nos hace estar consciente del otro y de la otra en vista de la deferencia a la vida sosegada de los demás. Es decir, respetándoles el derecho a una vida segura y digna sin afectarles su entorno moral y legal. En el año 1953, Albert Einstein aseguraba que, “No podemos decir que los aspectos morales de la vida humana en general sean hoy más satisfactorios que en 1876” (2000, p. 35). En nuestros días, podemos reafirmar lo mismo. La fragilidad moral continúa caracterizando al ser humano de nuestro tiempo.

Debo anotar desde el inicio -para evadir posibles equívocos- que los conceptos ética y moral no necesariamente son sinónimos, aunque otros los visualicen así, puesto que ésta se refiere a las reglas y preceptos que deben regir al individuo en sociedad y aquélla especula filosóficamente tanto en derredor de las implicaciones como del significado de esas normas. Dicho de otro modo: la moral es “acción” (praxis), en tanto la ética es “reflexión” (teoría). Ahora bien, siempre he pensado que de la ética deben surgir propuestas concretas o, cuanto menos, intuiciones posibles en el orden moral para que esa disciplina tenga alguna relevancia para los individuos. Es decir, en tanto y en cuanto reflexionemos filosóficamente sobre asuntos de índole moral, mas sin de ninguna manera presentarnos como moralistas, debemos proponer opciones que hagan a la ética pertinente para la sociedad.

En este ensayo exteriorizaré algunas nociones que deberíamos tomar en consideración a la hora de exhortar determinado proceder moral, de suerte que las exhortaciones éticas y morales no sean, a fin de cuentas, vanas. Se hace necesario aclarar que esas sugerencias serán satelitales a todo lo que tiene que ver con el problema de la prohibición en la ética, lo que, como saben, es el centro y objetivo de estas reflexiones. Más en específico, lo que pretendo es cavilar acerca de la práctica de la proscripción –que algunos denominan “ética negativa”– en el pensar y el hacer filosófico moral o, lo que es lo mismo, en la ética. Mi aprensión con esa práctica proviene de la opinión de algunos estudiosos cuando indican que “por lo menos aparentemente la tesis de la prohibición contiene consecuencias normativas conservadoras substanciales” (Räikkä & Ahteensuu, 2005, p 34, trad. mía). Comenzando por lo último primero, he de concluir que son, en gran medida, las “excesivas prohibiciones” en la ética y la moral una de las causas del oscuro desempeño de las relevantes proposiciones que se han ido formulando a través de los siglos.

Apremia advertir que este trabajo discurre acerca de la “función” o, si se quiere, del “desempeño” de la prohibición en la ética y la moral en un sentido general -sin atenerme a examinar textos específicos- y no me ocupo de examinar la prohibición como concepto en esas materias. Para los interesados en ese tipo de análisis, les recomiendo el estudio “The Role of Prohibitions in Ethics” de los recién nombrados Räikkä y Ahteensuu. De hecho, tampoco me adentro directamente en el examen de la lógica deóntica, pues por ser ésta la lógica del deber ser o de las reglas (normas) sus supuestos están más cerca de lo puramente teorético y los estudios estrictamente conceptuales, mientras que mis especulaciones aspiran a tener un fin práctico, más próximo al lego.

Desde el inicio de la humanidad, los seres humanos han precisado establecer normas o reglas de conducta morales (normativismo) con el objetivo de tener una mejor y más sana coexistencia en sociedad. De esa manera, se incentivan unas prácticas y se sancionan otras en aras de evitar conflictos entre los miembros de un determinado grupo social. Ante esa realidad surgen innumerables cuestionamientos, como los siguientes:

1.       ¿Quién o quiénes han tenido la potestad de establecer lo que es bueno y lo que es malo moralmente hablando?

2.       ¿Quién o quiénes les han conferido esa autoridad?

3.       ¿Qué es bueno y que es malo?

4.       ¿Cuáles prácticas deben ser estimuladas y cuáles prohibidas?

5.       ¿Cuál es la base filosófica, social y psicológica en que se fundamenta la incitación y la prohibición?

6.       ¿Cuán conveniente o perjudicial es la prohibición en la práctica moral?

Es, justamente, la última interrogante el propósito cardinal de este escrito, aunque sin perder de perspectiva las otras.

Partiendo de la tradición filosófica occidental –pero prestando mucha atención a las recomendaciones de la psicología y la psiquiatría– se hace ineludible “revisitar” el tema de la “prohibición” en la “praxis” y la “theoria” de la ética y la moral. Es decir, debemos replantearnos el beneficio o menoscabo en la costumbre de “prohibir” en el contexto de la reflexión filosófico moral y en la “función” del moralismo como tal, incluyendo tanto los imperativos hipotéticos como los mismos imperativos categóricos kantianos.

Este tema no es nuevo para mí, puesto que lo he contemplado antes, si bien muy someramente. Por ejemplo, en la obra Ética a Ana Laura: Hacia una ética humanista (Gutiérrez Laboy, 2008, p. 95) recomiendo a los moralistas que eviten la imposición en sus exhortaciones morales, ya que:

Si hemos de fungir como moralistas debemos solamente sugerir, recomendar, alentar, estimular y todos esos vocablos de igual o similar connotación. Quizás lo más que se debe hacer es explicar o, mejor, reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. De esa forma, será el recipiente el que decidirá si actúa de una u otra manera sin dejar de ejercer su libertad.

Más recientemente, he vuelto a retomar el asunto en el libro Eugenio María de Hostos: Precursor de la bioética en América Latina (Gutiérrez Laboy, 2010, p.47) cuando propongo que:

Desde mi perspectiva, la función de la ética en las ciencias (bioética) no debe ser de ninguna manera imponer. Es más, ni siquiera persuadir sobre determinado proceder en las decisiones y ejecuciones investigativas que los científicos acometen o en las relaciones en general de los humanos con los asuntos que atañen a la vida animal y vegetal. Siempre he creído altamente imprudente la prohibición en la moral. La ética está para estimular la práctica del pensamiento crítico en los asuntos que le competen. Su función debe limitarse a motivar a la gente a ponderar su mejor proceder moral.

Ahora pretendo dedicarle más atención a esa dimensión de la ética y la moral, que considero crucial, porque me parece que la misma podría ser uno de los motivos que inducen a la resistencia o rechazo a mucho de lo que a las recomendaciones morales respecta. La pregunta, entonces, es si debemos aceptar obligaciones, y si la respuesta fuera en la afirmativa hasta qué punto hemos de someternos. Por otra parte, debemos considerar cuán beneficioso o nocivo es imponer nuestros criterios a otros.

En el contexto de este trabajo las “obligaciones”, o mejor “muchas obligaciones”, están en la misma dirección que las “prohibiciones”, puesto que al estar “obligado” a proceder de determinada manera y no de otra la “prohibición” está subyacente. Como nos explica José Ferrater Mora (1971, II, p. 314, énfasis del autor):

El término “obligación” es usado con frecuencia, en ética, como sinónimo de “deber”. En otros casos se usa “obligación” como uno de los rasgos fundamentales -si no el rasgo fundamental- del deber. En efecto, se supone que el deber "obliga", es decir, que "traba" –lo que indica precisamente el sentido etimológico de “obligación” en su raíz latina obligatio (ob-ligatio). Se estima, en suma, que los deberes son "obligatorios", esto es, que atan o traban a la persona en el sentido de que ésta está "forzada" (obligada) a cumplirlos.

La noción ética de obligación puede, en principio, aplicarse a una sola persona, ya que nada impide decir que una sola persona, en cuanto entidad moral, tiene que cumplir el deber, es decir, está obligada a cumplirlo. Pero se suele aplicar a una comunidad de personas, y hasta se indica a veces que la noción de obligación es básicamente interpersonal. En cualquiera de los dos casos, se distingue entre la necesidad de la obligación y otros tipos de necesidad -tal como, por ejemplo,- la llamada "necesidad natural". En efecto, suponiendo que haya esta última no puede decirse que sea propiamente obligatoria, porque la necesidad natural no puede dejar de cumplirse. En cambio, la obligación moral puede dejar de cumplirse sin por ello dejar de ser forzosa. La obligación moral es, pues, necesaria en otro sentido que otro tipo de forzosidades.

Como antes indiqué esas “obligaciones” provienen de “prohibiciones” preestablecidas, por lo que en muchas ocasiones ambos términos pueden ser intercambiables. De allí que lo que voy exponiendo sobre las “prohibiciones” aplique también a muchas “obligaciones”, sin que ello implique a todas las “obligaciones morales”.

Para Ildefonso Camacho (1999, pár. 10, énfasis mío), la prohibición en la ética inviste monumental representación, por lo que plantea que:

Para otros, la ética se reduce a un conjunto de prohibiciones: viene a entenderse como el instrumento que sirve para establecer esa frontera que no se puede traspasar, más acá de la cual todo está permitido. Una vez que se evita lo prohibido (el mal), todo lo demás sería ya indiferente: por consiguiente, dentro del ámbito de lo no prohibido cada uno puede actuar sin más criterio que el de sus propias conveniencias. Al igual que las anteriores, esta versión empobrece enormemente el alcance de la ética, ya que prescinde de toda dimensión positiva y olvida que la ética es, ante todo, opción por determinados valores y voluntad de hacerlos realidad. Por eso, frente a una ética de la prohibición (ética negativa), hay que pronunciarse por una ética de los valores (ética afirmativa).

Lo primordial que urge considerar en este punto son los efectos de la prohibición en el plano de la moral y la reacción de los individuos ante esas imposiciones morales. Coincido con la apreciación de Räikkä y Ahteensuu (2005, p. 27, trad. mía) cuando establecen que:

Todo nos sugiere que generalmente se piensa que las prohibiciones son parte importante de la ética y la moral. Si bien las prohibiciones se pueden presentar de una manera positiva, las mismas parecen diferir de otro tipo de normas. Las prohibiciones, sean morales o no, nos dicen lo que no debemos hacer, mientras que otras normas nos dicen lo que deberíamos hacer.

Es exactamente por eso que debemos recordar que, con mucha frecuencia, la prohibición en cualquier orden incita a una “natural” resistencia. Las prohibiciones no siempre detienen las conductas que a algunos les podría resultar lesivas a los “buenos cánones morales” como tampoco frenan las infracciones a la ley. Por el contrario, el vedar determinadas acciones en muchas ocasiones compele a que se realicen. Lo que fácilmente puede constatarse en las conductas morales cotidianas y en las adicciones de estupefacientes cuya prohibición históricamente ha sido un estrepitoso fracaso.

La psiquiatría y la psicología nos han enseñado, y no sin alguna controversia, que a todo estímulo (prohibición) sobreviene una respuesta (rechazo). Me refiero al paradigma del estímulo-respuesta desarrollado por el psicólogo norteamericano John B. Watson –basado en las premisas del ruso Iván Pávlov– cuya teoría conductista podría arrojarnos alguna luz que nos permita ser más cautelosos y, a la vez, más sistemáticos a la hora de recomendar algún proceder moral. No obstante, no es la teoría conductista (mecanicista) de Watson la que, en efecto, nos puede ser más útil, sino más bien las propuestas ulteriores que basadas en el conductismo ha expuesto la ciencia neurológica en los últimos años.

Pues bien, simplificando hasta el máximo este acercamiento, se puede establecer que los estudios neurológicos consideran las operaciones del sistema nervioso humano como una cadena de tres clases de neuronas en los que, primero, se reciben los estímulos (neuronas sensitivas) que luego se interconectan (interneuronas) para que en consecuencia se produzca una respuesta (neuronas motoras). Si aceptamos esa aserción, podemos concluir que el rechazo es una actitud normal, y hasta cierto punto comprensible, a las prohibiciones de todo tipo, pero -y esto es lo cardinal- que sean “contranaturales”.

A estas observaciones bien vale la pena señalar, por lo relevante, la importancia de los estudios neuro-éticos en el contexto de la ética y la moral como disciplinas de las costumbres y conductas. Para no excederme del espacio que me he propuesto en este escrito me limito meramente a acotar que “la neuroética se puede emplear también para aumentar nuestro entendimiento de la base neural del comportamiento, la personalidad, la consciencia y el estado de la transcendencia espiritual” debido a que el “ser humano para entenderlo hay que observarlo como un todo, como un ser integral, pero cuyo cerebro es fundamental” (Gutiérrez Laboy, 2010,“Ciências humanas”, p. 17). Si como algunos estudiosos de la neurología sostienen, la conducta de los seres humanos está condicionada a la fisiología cerebral poco margen queda a la “libertad” de los individuos [1]. Ello, podría conducirnos a arribar a la conclusión de que, en efecto, el destino existe. Empero, ese destino no sería “divino” sino que “terrenal”. Si algo nos provocó a conjeturar Pedro Calderón de la Barca -en La vida es sueño- es que el destino “divino” inclina, pero no fuerza. Esa visión es la que me lleva a sospechar que al final de cuentas el cerebro inclina, pero no fuerza. No obstante, si los estudios neuro-éticos no están errados entonces me parece más comprensible la reacción de rechazo a las prohibiciones como una actitud natural del proceder humano.

Debe quedar muy claro que de manera alguna podemos asumir que no se deba prohibir determinadas conductas en el ámbito de la sociedad. Para que podamos vivir en armonía en la colectividad es imperativo suprimir algunas “costumbres” y “conductas” que puedan lacerar la sensibilidad de los otros, como mucho menos debemos poner en peligro la integridad física de ninguno de los miembros que constituyen los pueblos. Además, no podemos olvidar que los deberes morales usualmente se expresan mediante prohibiciones lo que es perfectamente entendible (Räikkä & Ahteensuu, 2005). El propósito de las leyes es, precisamente, restringir el marco de acción de los ciudadanos de manera tal que se obligue a respetar los derechos de los demás. Sin embargo, se debe tener mucha circunspección incluso en cómo se trata al que infringe la ley, puesto que como muy bien nos advertía George H. Mead (1918, p. 583, trad. mía) debemos reconocer que, “un sistema de castigos aquilatado en referencia al poder disuasivo no solamente trabaja muy inadecuadamente en la represión del crimen, sino que además preserva a una casta criminal.” De aquí que el mismo autor categóricamente se refiriera al “burdo fracaso de la ley criminal en la represión y supresión del crimen” (p. 591, trad. mía). No es suficiente que las reglas legales y las reglas morales se prohíban para que sean lo suficientemente persuasivas. Hay que saberlas implementar para que surtan algún efecto. En un mundo ideal –como el “mejor de los mundos posibles” que procuraba el Cándido de Voltaire– no sería necesario la autoridad, por lo que los policías, jueces, fiscales y, sobre todo, los ejércitos no tendrían razón de ser. En ese mundo ideal los ciudadanos se comportarían de forma tal que esos cargos coercitivos y defensivos serían innecesarios porque todas las personas harían lo que deberían hacer sin perturbar a los demás. Desafortunadamente, ese mundo no existe y duele el decirlo, pero la realidad es que en muchos siglos por venir tampoco existirá. Así que las leyes son ineludibles en los pueblos que aún no son civilizados o que está en el camino de civilizarse. Aclaro que empleo el vocablo civilizado en el sentido de personas o grupos sociales cuyo comportamiento están conformes con las normas establecidas por la sociedad, siempre y cuando, desde mi punto de vista, esas normas sean legítimamente aceptadas y sin imposiciones inicuas.

Es, justamente, por eso que mi propuesta no se refiere a una “moral anarquista” como la propusieron pensadores de la talla de William Godwin, Sébastien Faure, Max Stirner y Piotr Kropotkin. Ahora bien, la teoría política y social de los anarquistas contiene matices loables. En particular, encontramos principios tan sensatos como lo expresado por el filósofo francés Jean-Marie Guyau que tanta influencia ejerció en el Kropotkin de La moral anarquista– cuando aseguraba que, “Nos proponemos, pues, investigar lo que sería y hasta dónde podría llegar una moral en la que no figurase prejuicio alguno, en la que todo fuese razonado y apreciado en su verdadero valor, ya sea respecto a certidumbres, o a opiniones e hipótesis simplemente probables” (Guyau, pár. 2).  Además, me siento parcialmente afín a su idea de una “moral sin sanción ni obligación” porque nos advirtió que, “Esta es la libertad en moral, que no consiste en la ausencia de toda regla, sino en la abstención de la regla siempre que ésta no pueda ser justificada con el suficiente rigor” (Guyau, pár. 3). Pero, la raíz de una moral carente o limitada de prohibiciones yo la encuentro en otras fuentes como son las ciencias sociales y médicas tanto para coincidir como para diferir. Pongo por caso que el psicólogo francés J. Selosse visualiza la prohibición como una barrera moral que, "delimita lo posible y cierne lo deseable, asegurando una protección individual y conteniendo la violencia y el goce dentro de los límites de lo prohibido" (Doron & Parot, 2008, p. 451). De acuerdo con su interpretación, la fuerza de la prohibición se conforma en figuras (personalidades) de relieve y será mediante la sumisión, la identificación y la introyección progresiva que las restricciones se transforman "en prohibiciones interiorizadas en una conciencia moral (súper-yo)" (Doron & Parot, 2008, p. 451). Siguiendo esa misma línea concluye que:

La prohibición asegura una triple función: estructural, estructurante y simbólica, pues toda relación con lo real pasa por la mediación de la ley que precede la pulsión y se sirve del lenguaje para expresar sus mandamientos. Las prohibiciones ocupan un lugar importante en la economía de la vida psíquica, están en el origen de los mecanismos de defensa, de represión, de compromiso, de sublimación; alimentan conflictos intrapsíquicos y angustias de conciencia; estructuran organizaciones neuróticas. (Doron & Parot, 2008 p. 451).

Luego, prohibir determinado proceder moral no es de por sí desatinado, muchas veces es inevitable. Lo que es equivocado, repito, es prohibir lo innecesario o, mejor, proscribir lo que no tiene que ser prohibido. Puesto que la moral se da en el contexto social, la misma incumbe tanto al individuo (moral individual) como a la sociedad (moral social). No está demás apuntar que la moral es irrelevante en la soledad. Esto es, pensar en convencionalismos morales sin que alguien nos observe y, sobre todo, que se sienta afectado no tiene sentido. Las acciones morales o inmorales cobran significación en la interacción social y nada más. Así que, si alguna acción o gesto de alguien disgusta, pero no causa daño físico o emocional -por lo indecoroso conforme a los principios establecidos en la sociedad- nada se tiene que hacer al respecto. Claro que ahora tendremos que preguntarnos qué es lo indecoroso. Obviamente, la respuesta va a depender del grupo social o del individuo al que aludamos. Hay actos que a mí me pueden parecer inmorales, mientras que los mismos actos a otros les parecen indiferentes o, incluso, perfectamente morales. De aquí que la moralidad no es lo mismo para todo ser viviente. Lo que no quiere decir que me allane a un relativismo moral. Como Einstein (2000, p. 33) “no creo que sea correcto el llamado punto de vista "relativista", ni siquiera en el caso de las decisiones morales más sutiles.” La polémica en cuanto al relativismo en la ética y la moral es tan antigua como esas mismas áreas y en el contexto de este ensayo considero que el tema es innecesario. Con todo, aprovecho el “memento” para distinguir por lo acertada y brillante la nombrada “ética de mínimos” de la filósofa española Adela Cortina y la anterior “minima moralia” del alemán Theodor W. Adorno.

Retomando el tema de marras, las normas morales como “hechos sociales inmateriales” –en palabras de Durkheim– se pueden establecer para lo que realmente nos afecta tanto psíquica como físicamente. Hablo de contenidos como, por ejemplo, lo justo, lo prudente, lo digno, lo honorable y muchas otras virtudes que transitan en esa dirección. La moralidad no puede ser impuesta a base de preferencias o prejuicios de ningún tipo, sean políticas, culturales o religiosas. El único árbitro que puede decir si una acción es buena o mala es nuestra propia conciencia. El único que decide cómo va a actuar es el propio individuo. El propio Aristóteles aludió a este aspecto del proceder moral cuando afirmó que:

Y así, siempre que fuera de los seres existe una causa que los obliga a ejecutar lo que contraría su naturaleza o su voluntad, se dice que estos seres hacen por fuerza lo que hacen. De otra manera, el hombre desarreglado que no se domina reclamará y sostendrá que no es responsable de su vicio, porque pretenderá que si comete la falta es porque se ve forzado a ello por la pasión y el deseo. Ésta será, pues para nosotros la definición de la violencia y de la coacción: hay violencia siempre que la causa que obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior a ellos; y no hay violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los seres mismos que obran. (en línea, énfasis mío)

De ahí que la función de los autoproclamados moralistas en muchas ocasiones, que no siempre, sea perniciosa por lo inapropiada. Lo cierto es que en grandes sectores de la sociedad el término “moralista” contiene o arrastra una semántica un tanto despreciativa. Y son repudiados, merecidamente, por querer imponer su voluntad en su intento de controlar al otro. Por tanto, debemos evitar a toda costa imponer nuestro criterio como el único válido. Ello no implica que no se deba enseñar a pensar en términos morales.

Por cierto, una de las controversias que reaparecen de tiempo en tiempo es si la moral se puede enseñar. Al respecto, (Gutiérrez Laboy 2008, p. 18) he anotado que:

Desde Sócrates hasta nuestros días se sigue cuestionando si la moral, es decir la “virtud” –como el filósofo griego la concebía– se puede enseñar. Las respuestas son diversas y contradictorias. Tan es así que el Sócrates del Menón o de la virtud de Platón se lo plantea y su respuesta es de por sí incierta. Algunos sostienen tajantemente que no como el primer Wittgenstein– y que solamente el proceso de socialización desde la infancia y la propia decisión es lo que le llevará a actuar moral o inmoralmente. Aunque yo soy de los que piensan que la ética sí se puede enseñar mientras que la moral no, también opino que eso no es tan importante.

En el contexto de este trabajo considero conveniente hacer unas breves acotaciones al respecto. Einstein (2000, p. 39) sutilmente se preguntó, “¿Se debe, quizá, tratar de moralizar?” y con firmeza respondió, “En modo alguno.” Yo opino que la moral como tal no se puede enseñar, debido a que la misma se adquiere mediante los paradigmas instituidos a través de todo el entorno familiar y social; en tanto, la ética como disciplina filosófica que es se puede y se debe enseñar. Esto es, ya sea en las escuelas -desde la primaria hasta la superior-; ya sea en las universidades, un curso de moral supondría un catálogo de reglas que se deben o que no se debe realizar y que por lo general no cobran significancia en el alumno. Por otro lado, la ética debe ser parte de todo currículo académico, pero su objetivo debe ser conducir a los alumnos a que mediante metodologías pedagógicas dirigidas por los profesores reflexionen filosóficamente –es decir, cuestionando y disputando en el aula– sobre todo lo que tiene que ver con lo moral, de suerte que al exponerlos a esos temas sean ellos los que opten, si lo deciden así, por llevar una vida más ecuánime para con sus congéneres y, por supuesto, con todo ser vivo a nuestro derredor en el ahora y en el mañana. En ese proceso educativo no se puede contemplar la prohibición en la moral por lo contraproducente que es. Quizás fue por eso que Pascal (2001, p. 71) sentenció que “la verdadera moral se burla de la moral; es decir que la moral del juicio se burla de la moral del espíritu: ella carece de reglas.” Vuelvo a exhortar que la moral tiene que germinar en el propio individuo (según su entorno social) y no de imposiciones externas porque, en palabras de Erich Fromm (1982, p. 22):

La Ética Autoritaria (sic) niega formalmente la capacidad del hombre para saber lo que es bueno o malo; quien da la norma es siempre una autoridad que trasciende al individuo. Tal sistema no se basa en la razón ni en la sabiduría, sino en el temor a la autoridad y en el sentimiento de debilidad y dependencia del sujeto.

Debemos tener presente que hay muchas acciones de la vida cotidiana que no se deben proscribir simple y llanamente porque son parte de nuestra naturaleza o de nuestra realidad humana. Esto es, de ninguna manera debemos osar vedar actitudes, acciones o creencias que “son parte de nuestro ser como humanos” o, lo que es lo mismo, de “nuestra realidad existencial”. Cuando acciones tan naturales como la masturbación -por solo mencionar un ejemplo- se tratan de prohibir se pierde la legitimidad o la autoridad que se procura poseer como moralistas y, lo que es peor aún como previamente señalé, las prohibiciones banales conducen al rechazo de las mismas, lo que inevitablemente provoca el resultado contrario al que se buscaba. De igual manera, prohibir el uso de profilácticos durante el acto sexual tanto por presuntos motivos morales como religiosos hacen la función del moralista, antipática por lo insensata, a más de ser una señal de mezquindad espiritual porque, a diferencia de lo que se empeñan en decir muchos religiosos, el sexo también se lleva a cabo por placer y no solo para la procreación, lo que es indiscutiblemente natural. Son, justamente, la mayoría de los religiosos los que piensan que las prohibiciones son fundamentales en la ética y la moral y sin ellas la vida de los individuos no vale prácticamente nada. Tan es así que un teólogo contemporáneo tan importante como Roger Burggraeve (1994, p. 130) de la Universidad Católica de Lovaina se haya propuesto demostrar “como las prohibiciones abren la puerta para la libertad y la riqueza de la creatividad humana.”

Los dos ejemplos anteriores tienen que ver con la sexualidad y no los he incluido por mera casualidad. Sucede que gran parte de las prohibiciones inicuas y, por consecuencia, adversas a la efectividad tanto de la ética como de la moral giran en torno a ese tema que de una u otra manera nos toca a todos. En clara referencia a este particular y a tono con el discurso que voy manejando, Michel Foucault (1998, p. 9-10, énfasis mío) formula unas interrogantes, que bien se pueden extender a todo el asunto que me ocupa, cuando refutando las prácticas proscritas argumenta lo siguiente:

Ahora bien, frente a lo que yo llamaría esta “hipótesis represiva”, pueden enarbolarse tres dudas considerables. Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una evidencia histórica? Lo que a primera vista se manifiesta y que por consiguiente autoriza a formular una hipótesis inicial ¿es la acentuación o quizá la instauración, a partir del siglo XVII, de un régimen de represión sobre el sexo? Pregunta propiamente histórica. Segunda duda: la mecánica del poder, y en particular la que está en juego en una sociedad como la nuestra, ¿pertenece en lo esencial al orden de la represión? ¿La prohibición, la censura, la denegación son las formas según las cuales el poder se ejerce de un modo general, tal vez, en toda sociedad, y seguramente en la nuestra? Pregunta histórico-teórica. Por último, tercera duda: el discurso crítico que se dirige a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo del poder que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y sin duda disfraza) llamándolo "represión” ¿Hay una ruptura histórica entre la edad de la represión y el análisis crítico de la represión? Pregunta histórico-política. Al introducir estas tres dudas, no se trata sólo de erigir contra-hipótesis, simétricas e inversas respecto de las primeras; no se trata de decir: la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en las sociedades capitalistas y burguesas, ha gozado al contrario de un régimen de constante libertad; no se trata de decir: en sociedades como las nuestras, el poder es más tolerante que represivo y la crítica dirigida contra la represión bien puede darse aires de ruptura, con todo forma parte de un proceso mucho más antiguo que ella misma, y según el sentido en que se lea el proceso aparecerá como un nuevo episodio en la atenuación de las prohibiciones o como una forma más astuta o más discreta del poder.

Ese poder represivo se manifiesta también en las imposiciones morales, lo que, sigo insistiendo, perjudica las acciones loables de aquellos que bien intencionados y sin prejuicios elaboran sugerencias morales para el bienestar de la sociedad. Las prohibiciones -si nos vemos forzados a recurrir a ellas- tienen que ser sobre asuntos axiomáticos tales como el homicidio (en cualquiera de sus vertientes) y la violación sexual. Estos dos son ejemplos que no solamente deben conllevar la máxima sanción legal, sino que también son los actos más reprobables que un ser humano pueda cometer desde el punto de vista moral. Lo que no debemos permitir es emplear ni la ética ni la moral como excusa para coartar las libertades que todos procuramos.

Creo que mucha gente confunde la ley con la moral. Como también sospecho que esa misma gente pretende imponer sus opiniones morales como si fueran leyes. Es a lo que Derrida (1992) se refería según lo interpreto yo– cuando apostilla en relación a las disparidades entre la ley, la ética y la política y las condiciones concretas de su implementación. Esa confusión se cuando el también jurisconsulto Paulo declaró que no todo lo que es lícito es honesto (Non omne quod licet honestum est). De esa forma, se puede aceptar que la ley o el derecho (que estrictamente hablando no son sinónimos) es obligatorio mientras que la moral no lo es. Aquí cabría debatir si coincidimos o no con Derrida (2002, p. 233, trad. mía)) cuando aduce que “la ley siempre es una fuerza autorizada, una fuerza que se justifica a sí misma o es justificada al aplicarse, incluso si esa justificación es juzgada por otros como injusta o injustificada.” La moral propiamente hablando no debe imponerse como ley. El moralista no siempre tiene la razón. A veces pienso que esas personas –los autodenominados moralistas– que prohíben y prohíben no lo hacen porque crean en lo que dicen, sino que lo hacen como una manera de sentirse más poderoso, porque los embriaga el poder. De esta manera coincido también con Foucault (1998, p. 10-11) al concluir que:

Todos esos elementos negativos -prohibiciones, rechazos, censuras, denegaciones- que la hipótesis represiva reagrupa en un gran mecanismo central destinado a decir no, sin duda sólo son piezas que tienen un papel local y táctico que desempeñar en una puesta en discurso, en una técnica de poder, en una voluntad de saber que están lejos de reducirse a dichos elementos.

Por tanto, recomiendo que más que imponer se sugieran alternativas más convenientes, a la vez que más convincentes, para los individuos. El filósofo moral no puede asumir el papel de moralista, pero en su reflexión filosófico moral debe clarificarle al que quiera fungir como moralista las verdaderas implicaciones y, sobre todo, el camino adecuado hacia un pensar correcto relativo a los principios esenciales y los términos morales con argumentos racionales y desapasionados. Siempre me ha parecido que el valor de la metaética debió o, tal vez, debe radicar no en el análisis de los conceptos morales “per se” sino puede observar en la antigua Roma cuando el jurisconsulto Ulpiano definió el derecho como el arte de lo bueno y de lo justo (Ius est ars boni et aequi) si bien fue esclarecida poco después que en coadyuvar a ejercer más responsablemente la función moralizadora de todo aquel que quiera presentarse ante el mundo como moralista, prestando cuidadosa atención a la “obligatoriedad moral” a la que esbozaron pensadores como, entre otros, G. E. Moore y H. A. Prichard. Esa función implica, además, la finalidad de examinar lo que hay detrás de las prohibiciones. Al explicar su concepto de “hecho social”, entre otros muchos elementos, Durkheim (2001, p. 28) acotó que:

El poder coercitivo que le atribuimos es incluso una parte tan pequeña del hecho social que éste bien puede presentar el carácter opuesto. Pues, al mismo tiempo que las instituciones se nos imponen, nosotros nos atenemos a ellas; nos obligan y nosotros las amamos; nos constriñen y nosotros sacamos provecho de su funcionamiento y de la coacción misma que ejercen sobre nosotros. Esta antítesis es la que los moralistas han señalado con frecuencia entre los dos conceptos del bien y del deber, que expresan dos aspectos diferentes, pero igualmente reales, de la vida moral. Quizá no haya prácticas colectivas que no ejerzan sobre nosotros esta doble acción, la cual, por otra parte, sólo es contradictoria en apariencia. Si no las hemos definido tomando en cuenta esta vinculación especial, interesada y desinteresada a la vez, es sólo porque no se manifiesta por signos exteriores que se pueden percibir con facilidad. El bien tiene algo que es más interno, más íntimo que el deber, por lo tanto, menos asible.

No creo estar del todo en contubernio con el pensamiento del apreciable sociólogo francés. No obstante, ese “quizá” de las “prácticas colectivas” sobre las que él parece deliberar debería ser una de las principales faenas del filósofo moral. Éste debe intentar aclarar el cómo y el por qué se procura ejercer influencias mediante la prohibición o imposición de “normas morales” cuando muchas de ellas son poco legítimas y sustanciosas, lo que en conclusión evita una mayor efectividad del proceso moralizador justificado.

Roberto Gutiérrez Laboy en dialnet.unirioja.es

Nota:

1   El afamado autor de Descartes’ Antonio Damasio, ha indicado que “La construcción de lo que llamamos ética comenzó con el edificio de la bio-regulación.” Su tesis supone una “base neural para el comportamiento social.” (Damasio, 2002, p.16, trad. mía)

Luis Legaz Lacambra

En el reciente Congreso Internacional de Derecho Comparado celebrado en Bruselas se ha puesto de relieve que el tema relativo al concepto de la legalidad conserva   una actualidad permanente [1]. La discusión del mismo ha recaído, como no podía menos de ser, en el aspecto filosófico-jurídico implicado en la noción de la legalidad; pero, como correspondía a un Congreso de comparatistas, el interés se orientaba por de pronto a la busca de aquellos elementos más o menos formales acerca de los cuales podía patentizarse una coincidencia a través de la variedad de los sistemas jurídicos. Pero el sentido último de esta búsqueda no era tanto el llegar a formular un concepto formal, válido por su vacuidad, para cualquier sistema jurídico, como el encontrar una real aquiescencia en el pensamiento de los juristas de sistemas diversos a ciertos elementos que los juristas occidentales consideran esenciales al concepto de la legalidad. El interés teorético de la discusión radica en que uno de los problemas máximos de la filosofía del Derecho consiste precisamente en la posibilidad de conceptos jurídicos puros, apriorísticos, comunes en cuanto «formales» a todo sistema positivo de Derecho, y, sobre todo, en el señalamiento del valor que tales conceptos pudieran poseer, habida cuenta de la índole teleológica y axiológica del Derecho en el ámbito de la existencia humana.

¿El concepto de «legalidad» es uno de estos conceptos puros, apriorísticos, fundamentales, formales? Así parece, y así es, vistas las cosas bajo cierto aspecto. En efecto, con aquel concepto no se expresa nada específico referente a un sistema jurídico determinado. «Legalidad», en el más amplio, general y obvio de los sentidos, significa existencia de leyes y conformidad a las mismas de los actos de quienes a ellas están sometidos. Por eso, en nuestra definición «descriptiva» del Derecho hemos dicho que éste es una forma de vida social, que expresa un punto de vista sobre la justicia y cristaliza en un sistema de legalidad [2]; con lo cual queremos decir, nada más y nada menos, que la legalidad es una forma manifestativa del Derecho, la forma precisamente por la que el jurista reconoce la existencia del Derecho. Por consiguiente, es una forma de decir que el Derecho consta de normas; y como no cabe lógicamente pensar un Derecho sin normas, puede decirse que el concepto de norma jurídica es uno de los conceptos apriorísticos, fundamentales o formales del Derecho, porque necesariamente integra la estructura de todo ordenamiento jurídico.

Con esto, sin embargo, no se agota cuanto cabe decir acerca del concepto de legalidad. Por de pronto, convendrá eliminar el posible equívoco introducido por el uso de la palabra «formal». No olvidemos el sentido absolutamente relativo de esta noción, según una conocida exégesis de Max Scheler [3]. Tengamos también presente que, en virtud de esa relatividad, de la más contingente de las instituciones jurídicas es igualmente posible formular un concepto «formal». En ese sentido no hay nada que se oponga a la formulación de un concepto formal de la legalidad: bastará con eliminarle «lastre histórico», prescindir de todo lo que, por no ser común, parece contingente y mudadizo y quedarse sólo con aquello estrictamente indispensable que señale la existencia de un algo acerca de lo que se habla. El único problema es si ese algo de lo que se habla posee un mínimo de sustancia que permita un entendimiento entre los que hablan, o si, por el contrario, sólo hace posible un habla de lenguajes diferentes.

Que la legalidad, vista en sentido fundamental. es un concepto puro, apriorístico, fundamental, por cuanto integra la estructura ontológica de todo ordenamiento jurídico y es, por tanto, una noción que posee necesidad lógica, es evidente. Pero la cuestión varía de aspecto cuando se la mira en otro sentido.  Entonces no es que el primer sentido sea falso, sino que el problema de la legalidad se plantea más bien en el nuevo sentido, aun cuando éste no sólo deja intacta, sino que presupone la validez del primero.

Pero la verdad es que cuando los juristas modernos hablamos de legalidad, cuando se discute cuál es el valor actual de la misma, o se inquiere si posee algún sentido, por ejemplo, en el régimen soviético, etc.. se está haciendo referencia a algo infinitamente más concreto y preciso que la pura existencia de normas y el necesario ajuste a las mismas de las acciones que regulan. Por eso, desde el punto de vista filosófico-jurídico, no son idénticos el problema de la legalidad y el de la normatividad, a pesar de que materialmente debían serlo (norma=ley, ley en sentido material).  En definitiva, la idea de ley y el convencimiento de la necesidad y del valor de la ley, e incluso del necesario ajuste a la misma de ciertas acciones, y concretamente de las realizadas por el soberano (doctrina de la sumisión del príncipe a sus propias leyes) es antigua, anterior en todo caso al nacimiento de la problemática moderna de la legalidad. Pues en ésta hay un matiz específicamente moderno, del que necesariamente hay que hacerse cargo. En el concepto de legalidad hay una carga histórica y con él se alude a una serie de exigencias y postulados que van vinculados a una situación histórica y que se expresan en la fórmula del Estado de Derecho, nacido históricamente como Estado burgués y liberal de Derecho:  y por eso mismo ha dicho Carl Schmitt [4] que el Estado de Derecho del siglo XIX ha sido en realidad un Estado legalista. En consecuencia, en la medida en que este trasfondo sociológico-político experimenta una mutación que de algún modo se refleja en las estructuras jurídico-políticas, la legalidad se hace problema, se torna problemática porque lo que hay de constante y permanente en su exigencia tiene que configurarse in concreto respecto de una situación nueva en la que ha de cumplir una misión para la que acaso es inadecuada la figura de que se revistió al presentarse históricamente como problema con entidad propia y sustantiva.

La «legitimidad» es un concepto paralelo al de legalidad. Como éste, posee también un sentido fundamental, que alude a los principios de justificación del Derecho (el Derecho como «punto de vista sobre la justician» pero, también como él, posee una carga histórica, si bien ahora diríamos que se trata de un concepto más bien «antiguo», a diferencia de la legalidad, que es una idea «moderna». Este doble sentido ha sido muy bien expuesto en el Tratado de Derecho Político de don Enrique Gil Robles con estas palabras: «La legitimidad de cualquiera institución es su conformidad con la ley en toda la extensión de la palabra, y por lo tanto, con la ley divina, natural y positiva, y con la humana, ya consuetudinaria, ya escrita. Así, pues, lo mismo da decir legitimidad que legalidad (subrayamos   nosotros); pero a veces se emplea esta última palabra, y así lo expresará implícita o explícitamente la elocución, en el sentido de ley contraria a derecho, o como si dijéramos­ sin moralidad y rectitud. puro legalismo pragmático, privado del espíritu de justicia, y divorciado y enemigo de ella; y también puede usarse el término como expresivo de una ley que, aunque tenga en sí misma razón y justicia, no está en conexión y armonía,. sino en oposición y pugna. con otras leyes de orden superior, y así no puede atribuir derechos actuales en colisión con los demás de preferente título" [5]. Puede decirse que la legalidad, materialmente entendida, se cifra en la legitimidad -modo «antiguo» de entenderla-, mientras que modernamente, la máxima legitimidad se la ha visto en la pura legalidad. Por eso, Max Weber, que ha distinguido clásicamente las tres formas de legitimidad: la carismática, la tradicional y la racional [6], dice que la forma de legitimidad hoy más corriente es la creencia en la legalidad, o sea "la obediencia a preceptos jurídicos positivos estatuidos según el procedimiento usual y formalmente correctos" [7].

Así, pues, en el Estado liberal de Derecho la legitimidad de su ordenamiento no ha consistido tanto en su conformidad con una ley superior de justicia, como en el hecho de que ha impuesto la primacía de la ley positiva en todos los ámbitos vitales y ha exigido el estricto ajuste a la misma de todas las acciones estatales incluidas las de los órganos rectores de la administración y el gobierno [8]. Pero esta ley no necesitaba justificarse en ningún orden superior, sino que se consideraba auto- legitimada en cuanto expresión de la voluntad general, de la que se consideraba que era por sí misma expresión de la justicia. Por eso se ha dicho [9] que la crisis histórica de las formas tradicionales de legitimidad va englobada en el vasto proceso de racionalización que ha experimentado la cultura occidental. En el fondo de toda pretensión de legitimidad hay una no disimulada invocación al misterio que puede ser absorbida por le fe, pero no asimilada por un análisis racional.  La comprensión de la realidad política dentro de sistemas que, como del suyo decía Laplace, hiciesen innecesaria la hipótesis de Dios, denunciaba una mentalidad racionalista que forzosamente tenía que repudiar como irracionales los títulos de legitimidad no susceptibles de comprobación lógica. Esto explica la disolución de la legitimidad en legalidad, que es también una manera de dar una justificación del poder y de la sumisión del hombre, nacido “naturalmente libre". Con esto, una legitimación trascendente se torna puramente inmanente y se cae en una nueva forma de santificar lo existente, con lo que se comprueba que entre Hegel y Rousseau no media la distancia que hace suponer la diversidad de orientaciones políticas derivada de la utilización de sus doctrinas por los partidos.

Todo esto, en definitiva, demuestra que la legitimidad es un concepto esencial al Derecho que, si bien posee también su «carga histórica», es más «contingente» que la que lastra el concepto de legalidad. Son más irrelevantes las formas históricas de legitimidad, porque lo verdaderamente relevante es que siempre hay una legitimidad. Esto es verdad en plano teorético, porque la legalidad positiva tiene que obedecer a alguna justificación; pero es también una verdad en plano sociológico.  Por eso dice Guillermo Ferrero [10] que los principios de legitimidad son exorcismos del miedo y, al propio tiempo, pilares de la civilización: convencionalismos frágiles y limitados, parcialmente justos y parcialmente razonables; por sí mismos no tienen demasiada razón de imponerse, pero como han sido aceptados por todos, suprimen el miedo y hacen que los gobernados no duden de su obligación de obedecer; podría decirse, pues, que más que un valor racional o jurídico poseen una virtud mágica. Y Max Weber ha explicado perfectamente este aspecto sociológico de la ineludibilidad de la legitimidad por el hecho, cargado de significación axiológica, de la auto-justificación. «El hecho de que el fundamento de la legitimidad no sea una mera cuestión de especulación teórica o filosófica, sino que da origen a diferencias reales entre las distintas estructuras empíricas de las formas de dominación, se debe a este otro hecho general inherente a toda forma de dominación e inclusive a toda probabilidad en la vida: la autojustificación. La más sencilla observación muestra que en todos los contrastes notables que se manifiestan en el destino y en la situación de dos hombres, tanto en lo que se refiere a su salud y a su situación económica o social como en cualquier otro respecto. y por evidente que sea el motivo puramente accidental de la diferencia, el que está mejor situado siente la urgente necesidad de considerar como legítima su posición privilegiada, de considerar su propia situación como resultado de un mérito y la ajena como producto de una culpa... La subsistencia de toda dominación, en el sentido técnico que damos aquí a este vocablo, se manifiesta del modo más preciso mediante la auto-justificación que apela a principios de legitimidad» [11].

La escisión entre las ideas de legalidad y legitimidad es un pro, dueto típico de lo que llamaba Gil Robles el «Derecho nuevo», o sea, el liberalismo. Muy concretamente, como recuerda Carl Schmitt [12], su origen se encuentra en la Francia monárquica de la Restauración, a partir de 1815, en la que se manifiesta de modo agudo la oposición entre la legitimidad histórica de la dinastía restaurada y la legalidad del Código napoleónico todavía vigente. De esta antítesis fue vocero consciente Lammenais y antes de la Revolución de 1848 se decía aquello de que la légalité, la legalidad mata; y, más tarde, Luis Napoleón hablaba de sortir de la légalité pour rentrer dans le Droit; en general, para el pensamiento revolucionario y liberal, la legalidad era la expresión del progreso y de la civilización, frente a la barbarie y el paternalismo de los regímenes despóticos. Eso también es lo que la legalidad  representaba para el liberalismo español  cuando  por  boca  del  señor  Cortina, interpretado por Donoso Cortés, condensaba sus  principios  en esto: «en la política  interior, la legalidad; todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias, la legalidad en todas ocasiones», a lo que el gran tribuno que creía  «que  las  leyes  se  han  hecho  para  las  sociedades y no las sociedades para las leyes, contestaba en famoso discurso, afirmando la primacía de  la  sociedad,  que  «cuando  la  legalidad basta para salvar a la sociedad. la legalidad; cuando no basta, la dictadura» [13], con lo cual apuntaba a un nuevo principio de legitimidad distinto del monárquico, que para él podía considerarse periclitado, al menos en su eficacia sociológica, al pronunciar las conocidas  palabras:  "La  monarquía  de  derecho  divino  concluyó con Luis XVI en un cadalso;  la  monarquía  de  la  gloria  concluyó con Napoleón en una isla; la monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro, y  con  Luis Felipe ha  concluido  la  última  de todas las monarquías posibles: la monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentabilísimo espectáculo el de una institución antiquísima, venerabilísima, gloriosísima, a quien de nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia, ni la gloria!»  [14].

Conviene señalar la importancia decisiva que este ambiente ha tenido en el desenvolvimiento de la ciencia jurídica moderna. El Derecho objeto de la ciencia jurídica moderna ha sido el Derecho positivo bajo especie normativa. La concepción normativa de la ciencia jurídica ha nacido de la desvalorización de la ciencia tradicional y la disolución de la dogmática jurídica en técnica del Derecho [15]: pues la dogmática había absorbido los valores del yus-naturalismo mundanizados por la ciencia, pero en virtud de la dignidad filosófica a ésta conferida, el estudio de las leyes se resolvió en estudio del Derecho. El racionalismo formal y constructivo del pensamiento jurídico moderno, cargado a veces de sombríos tintes ius-naturalistas, realizó, sin embargo, en gran parte el programa del Derecho natural. Si de un lado la parte general del Derecho de obligaciones y de todo el Derecho civil eran amplias generalizaciones de conceptos jurídicos provenientes de la romanística, estos conceptos habían sido admitidos también por el Derecho natural. Y lo que habían reconocido Bekker y, con ánimo polémico, Bergbohm, o sea la gran influencia del Derecho natural sobre la Escuela histórica, se comprueba en esta supervivencia de los tratados yus-naturalistas del siglo XVIII en la moderna ciencia jurídica dogmática que trabaja sobre conceptos del Derecho romano. Esta supervivencia del Derecho natural es lo que ha dado al, guna justificación y legitimidad al positivismo jurídico.  Este ha sido antes una actitud de fe dogmática que una doctrina filosófica crítica. La ciencia jurídica volvió a ser dogmática porque el legislador apareció investido de una justificación ideal. El Código de Napoleón usufructuó el prestigio imperial de que otrora disfrutara el Corpus iuris. En general, la ley positiva era aceptada en su positividad porque se la presuponía dotada de intrínseca. racionalidad. Frases que todavía hoy se usan en el lenguaje corriente, como la exigencia de una «libertad dentro de la ley», expresarían una banalidad tautológica (libertad para hacer lo que no se prohíbe hacer) si no se las refiere a esta situación histórica en que se presupone, de modo explícito o implícito, una armonía preestablecida entre la racionalidad y la justicia, de un lado, y la ley, de otro [16].

De ese modo, la ciencia jurídica positivista, en la medida en que oculta rescoldos de Derecho natural. disuelve la legitimidad en legalidad, porque cree en la legitimidad inmanente de la legalidad.

El legalismo en la ciencia jurídica celebra su apoteosis con el hecho de la codificación. Esta representa el triunfo y la culminación del movimiento legalista. En el Código se expresan al máximo las condiciones formales de racionalidad y logicidad que se presuponen en la ley. Pero esto impone a los juristas una actitud que, por exceso de legalismo, cae en lo puramente exegético.  Por eso ya Savigny había pensado que la obra codificadora habría de representar hasta cierto punto un descenso de la actividad científica de los juristas, porque el Código, culminación del intelectualismo jurídico, implica fatalmente un colapso de la fecundidad jurídica creadora y un predominio de la exégesis al margen de toda preocupación verdaderamente científica.

Ahora bien, cuando se arrumban los supuestos ideales en los que se apoya la fe en la legalidad, cuando se apagan los últimos rescoldos que. inadvertidamente se alojaban en la entraña del positivismo jurídico, la legalidad se convierte en un puro formalismo. Es una legalidad vacía, bajo la que se encubre la más variada y a veces averiada mercancía. El fenómeno de la «legislación motorizada», estudiado por Carl Schmitt [17], complica aún más las cosas, porque materias fundamentales que tradicionalmente eran objeto de legislación formal -y en el  Estado de  Derecho  tenían que serlo- son hoy objeto de «medidas» de organismos burocráticos dotados de poder irresistible y, de hecho, en la práctica política y constitucional, la distinción entre ley y medida aparece prácticamente borrada y, de otra parre, es menester suplantar o contrarrestar el principio de legalidad por otros principios de legitimidad por razón de materia, de supremacía o de necesidad (dicta, dura del Jefe del Estado prevista en la Constitución, legitimación plebiscitaria, etc.) [18].

Y de otro lado, los juristas han ido paulatinamente abandonando su fe en la legitimación inmanente de la legalidad, y su actitud se ha orientado unilateralmente a atenerse sólo a la legalidad. Surge así -dice Schmitt- la contraposición típica entre lo «constituyente» y lo «constituido», entre el ordo ordinans y el ordo ordinatus, entre el pouvoir constituant y el pouvoir constitué. Los juristas del Derecho positivo, esto es, constituido y estatuido, se han acostumbrado a tener en cuenta solamente este orden existente y los hechos que dentro de él acontecen, o sea el ámbito de lo ya constituido, y en particular el sistema de una legalidad estatal determinada. En consecuencia, rechazan como metajurídica la consideración de todos los acontecimientos que sirven para fundar y constituir ese orden y ese sistema. Refieren la legalidad a la constitución o a la voluntad del Estado construido como persona. Pero la cuestión de dónde proviene esta constitución, de cómo nace este Estado, la rechazan como puros «hechos» que escapan a la consideración del jurista. En tiempos de seguridad aproblemática, esto tiene cierto sentido práctico, sobre todo si se piensa que la moderna legalidad constituye, ante todo, el modo de funcionamiento de la burocracia estatal: pues ésta no se interesa por el derecho de su origen, sino tan sólo por la ley de su funcionamiento [19]. Y, en efecto, la concepción jurídica continental ha conducido a una concepción de la legalidad en la que ésta viene a significar el método de trabajo y funcionamiento de las diversas autoridades, dentro de un Estado moderno industrializado, super-organizado y altamente especializado. El modo de resolver los negocios, las costumbres y rutinas de los funcionarios, el funcionamiento previsible, la preocupación por mantener esta forma de existencia y la necesidad de cubrirse frente a toda responsabilidad, son cosas que pertenecen al complejo de una legalidad concebida al modo burocrático y funcional [20]. Este concepto de legalidad no será fácilmente entendido en Inglaterra, pero es perfectamente aplicable a países como Alemania, Francia, Italia o España.

El Derecho se configura como un sistema de legalidad porque la unidad del ordenamiento jurídico se basa en la existencia de una norma fundamental de la cual son una derivación todas las restantes normas; es, pues, el ordenamiento jurídico un sistema de «delegaciones de procedimientos», como explica Kelsen al hacer suya la doctrina de Merkl sobre la construcción escalonada del Derecho. En este sistema se regulan los procedimientos que aseguran la regularidad de la creación de las normas.  Toda regularidad, incluso la que obedece a exigencias de contenido, se reduce según Kelsen a una regularidad formal, esto es, referida al procedimiento de producción de la norma -que es, al propio tiempo-, aplicación de una norma superior [21]. Sin embargo, hay normas creadas irregularmente: leyes anticonstitucionales, reglamentos o decretos ilegales. ¿Qué ocurre con tales normas? Para Kelsen, puesto que ca, recen de validez, son la «nada jurídica», son inexistentes desde el punto de vista jurídico [22]. Sin embargo, hay esas normas, las cuales poseen validez al menos provisional. El mismo Kelsen, haciéndose cargo de este hecho, explica que si existe una ley inconstitucional es porque la Constitución admite que conserve su validez por lo menos mientras no sea anulada por un Tribunal constitucional. Si falta este organismo, todo lo que el órgano legislativa considere ley tendrá que ser aceptado como tal en el sentido que la Constitución da a la palabra; y entonces ninguna ley será inconstitucional. «Los preceptos de la Constitución relativos al procedimiento legislativo y al contenido de las leyes futuras, no significan que las leyes puedan ser creadas únicamente en la forma y con el alcance señalados por la Constitución. Esta faculta al legislador a crear leyes en otra forma, y también con otro contenido... Así como los Tribunales pueden estar autorizados, en ciertas circunstancias, a no aplicar el Derecho legislado o consuetudinario existente, sino actuar como legisladores y crear nuevo Derecho, del mismo modo el legislador ordinario puede encontrarse facultado en ciertas circunstancias a proceder como legislador constitucional... El legislador está facultado por la Constitución, bien para aplicar las normas establecidas directamente en la Constitución misma, bien para aplicar otras, sobre las que él mismo puede decidir. De otro modo, una ley cuya creación o contenido no correspondiesen a las prescripciones directamente establecidas en la Constitución no podría ser considerada válida [23]. El amplio formalismo kelseniano acoge de este modo lo que en rigor constituye una fuerte  limitación  a  la  idea  de  la  legalidad:  pues  la  Constitución no tiene interés en someter a control la regularidad del proceso  creador de las leyes cuando hay un fuerte interés político en reconocer la libertad del legislador, mientras que  cuando se ha  logrado un equilibrio duradero por medio de una institucionalización vigorosa, el interés  recae, por el contrario, en precaverse  contra las desviaciones que se oponen a un· sistema de continuidad y favorecen las tendencias del poder hacia la arbitrariedad [24]. Es típico a este efecto lo acontecido en España con la creación del Tribuna I de Garantías constitucionales en la época de la República. La actuación jurisdiccional del mismo fue pensada pro futuro y de una manera expresa quedaron exceptuadas de sus posibilidades de revisión las leyes dictadas con anterioridad por las Cortes Constituyentes. Teniendo en cuenta que las leyes no tienen, de ordinario, efecto retroactivo y, caso de tenerlo, es con carácter  excepcional y objeto de una especial  mención,  parecería innecesario decir que la ley sobre el Tribunal Constitucional no tenía tal efecto retroactivo; el  decirlo implica, pues, un interés político en excluir de la revisión a unas leyes determinadas, precisamente porque se tenía la conciencia de que pudieran ser declaradas  inconstitucionales: con lo cual, ipso facto, quedaron convertidas en leyes constitucionales que, de hecho, alteraron en parte la letra y el espíritu de la Constitución, o al menos. acentuaron ciertos rasgos sectarios y discriminatorios contenidos en la misma [25]. [Por lo demás, esta limitación política de la legalidad parece un hecho irremediable, radicado en la naturaleza misma de las cosas, y a ello obedece el carácter necesariamente problemático de la «Justicia constitucional», puesto de relieve en la  clásica discusión  entre  Kelsen  y Schmitt acerca del problema del «defensor de la constitución», y que todavía se patentiza en las discusiones  sobre  el actual  Tribunal constitucional establecido por la Ley  fundamental  de  Bonn,  pues sin perjuicio de reconocerse unánimemente el carácter jurisdiccional de la institución; se reconoce igualmente la  naturaleza política de los asuntos sometidos a su decisión  y se discute acerca del alcance que este elemento político posee en relación con el modo de actuar del Tribunal [26].

Ahora bien, todo esto pertenece al aspecto puramente formal de la legalidad, pero no satisface por sí solo a todo lo que la con, ciencia jurídica occidental exige y espera de la proclamación del principio de legalidad. La legitimidad y legitimación de las normas no trasciende ahí de la que le confiere la legalidad en cuanto auto-justificada, esto es, basada en sí misma. ¿Pero en qué instancia se legitima esta legalidad? ¿Requiere ésta, además de una estructura formal, la aceptación de determinados principios y contenidos que la legitimen y cuya aceptación por el pensamiento y la realidad jurídica occidental es lo que da un sentido a la legalidad y lo que constituye una base para entenderse con otros pensamientos y otros sistemas jurídicos que hablan también de legalidad? Pensamos, por ejemplo, en el régimen soviético y en las «democracias populares» que, indudablemente, poseen también su propia legalidad. ¿Pero se entiende ahí por «legalidad» exactamente lo mismo que entendemos los juristas occidentales?

Sabido es el carácter puramente instrumental que Lenin y el marxismo atribuyen a la legalidad, de la cual se sirven -tanto, como en caso necesario, de la subversión- como instrumento de lucha [27]. Pero, como ha subrayado el profesor John N. Hazard [28], después de la muerte de Stalin, la lectura de las revistas jurídicas rusas parece indicar que los juristas soviéticos no ven inconveniente en aceptar en su sistema principios que los juristas occidentales consideran esenciales al procedimiento de legalidad.  Los autores soviéticos, en efecto, están también de acuerdo con lo que los miembros de la Asociación internacional de ciencia jurídica consideran esencial a la legalidad, a saber, que es deseable que el gobierno no pueda perturbar a los ciudadanos más que de con, formidad con una ley general anterior, y que no pueda el gobierno emplear la fuerza o sanciones contra un ciudadano, incluso si es infractor de esa ley, más que siguiendo un procedimiento justo y organizado. Además, los autores soviéticos parecen también con, formes con sus colegas occidentales en el hecho de que deban existir instituciones por medio de las cuales puedan establecerse los elementos materiales y procesales. Ahora bien, el aspecto de garantía procesal no pasa de ser un formalismo, necesario pero insuficiente. Para Hazard la noción de legalidad implica también el elemento material de los derechos humanos edificados sobre el concepto de la dignidad del hombre, ya en el sentido del cristianismo, ya en el sentido racionalista y liberal. Estos derechos son a menudo desconocidos y negados en Occidente, pero aun sus negadores sienten la necesidad de justificarse y de apelar como excusa de su actuación a otros principios superiores de orden humano. Pero el problema está en que este concepto de la dignidad del individuo no existe en el marxismo. Cierto que a menudo se ha expresado en Rusia un gran interés por el individuo, pero cierto también que no se ve en él más que una unidad de producción y que su dignidad no es más que la dignidad de la máquina. Esto y, sobre todo, la estructura misma del régimen político ruso, basado en un dogmatismo absoluto, en la unidad absoluta e irresistible del poder y en la supremacía de este poder político concentrado al máximo sobre todas las manifestaciones de la vida espiritual, incluido el pensamiento jurídico, dificulta que la noción de legalidad, tal como el Occidente la acepta. tenga allí una real acogida. Y por eso, aun en países de marxismo mitigado corno Yugoeslavia, no se atribuye a la legalidad -en su forma de control constitucional de la legislación- otra función que la de ser un instrumento de la transformación de la sociedad en sentido socialista [29].

Se plantea así el problema de la «legitimidad de la legalidad», Es evidente que, en cierto plano, cabe conformarse con señalar que el principio de legalidad consiste en «atenerse a la regla de Derecho dictada por las autoridades competentes» [30], pero a condición de que la regla de Derecho cumpla su función de hacer que «las prerrogativas que todo ser humano merece por el hecho de serlo se vean protegidas» [31]. Quiere decirse con esto que no basta que un determinado sistema de legalidad posea "autojustificación» -pues ninguno carece de ella-, sino justificación «objetiva», esto es, válida no sólo para él, sino para los demás. Aquí hay una dificultad que radica en la justificabilidad de ese criterio ajeno. Se puede tener razón frente a los demás y aunque los demás no la reconozcan. ¿Cabe afirmar orgullosamente un determinado principio justificativo como único válido, sobre todo si ese principio tiene un «lastre histórico» que le impide reconocerlo como absoluto? De ese modo la cuestión se desplaza al plano del Derecho natural, el cual no puede servir para dogmatizar un sistema positivo determinado, excluyendo la validez de los demás. El Derecho natural permite mucho juego al Derecho positivo, y éste puede invocarlo desde perspectivas muy diversas y basarse en principios, incluso de apariencia antagónica, pero igualmente justificados. Sin embargo, habrá siempre un límite: que se reconozca y acoja lo que siempre y en toda y cualquier circunstancia tiene que valer como de Derecho natural, y esto son precisamente los derechos naturales del hombre.

Es verdad que éstos no se agotan en una lista que ha podido ser formulada al calor de una circunstancia histórica concreta, y tampoco el modo de su realización o protección se limita a los modos o técnicas condicionados por esa situación. En determinadas circunstancias, por ejemplo, convendrá cargar el acento más sobre exigencias comunitarias que individualistas y resaltar la importancia del "bien común».  Pero precisamente en nuestra situación se hace patente la necesidad de reafirmar los valores de la persona, sin vincularlos unilateralmente a las concepciones del «clásica» individualismo [32], sino ampliándolos en sentido social [33]. Ahora bien, no debe olvidarse en ningún caso que los derechos «sociales» son también derechos del individuo humano que de hecho no han sido suficientemente protegidos en la estructura de la sociedad burguesa en régimen jurídico de capitalismo liberal.

Esto implica la inserción de la legalidad en un orden superior iusnaturalista, realizado en la Constitución, pero por ésta reconocido como trascendente, y de ahí la posibilidad de hablar no ya sólo de inconstitucionalidad, sino de «anti-iusnaturalidad» de una disposición legal, como respecto de la Ley fundamental de Bonn se ha afirmado por alguno de sus intérpretes [34].

De esta manera, la legalidad responde a su razón fundamental e histórica de ser, la que le confiere verdadera legitimación: ser la forma y condición sine qua non de realizar los valores  de  la  per, sana humana, principalmente el respeto a la misma mediante la instauración de un arden seguro y estable que permita a todos «saber a qué atenerse» y que  delimite  con  precisión  las esferas de lo posible, lo lícito y lo obligatorio del  obrar, y justo en  cuanto que dé a la comunidad y al individuo lo suyo, esto es, los derechos  que por naturaleza le competen y la esfera de libertad  conveniente a su dignidad.

En este último sentido, el principio de legalidad tiene una permanente y renovada función práctica que cumplir, cuya realización puede servirle de principio activo de legitimación:  contribuir a la libertad real del hombre emancipándole de la presión del Estado omnipotente, pero también de las fuerzas sociales más poderosas que el mismo Estado cuando éste, frente a ellas, recae en un inexplicable laisser faire. La   acentuación unilateral de ciertas libertades puede ayudar a olvidar cómo bajo aspectos muy concretos la libertad real del hombre se ve cada vez más entorpecida y recortada, con independencia de la ideología propia del régimen político. El poder de los organismos burocráticos estatales crece sin cesar y es perfectamente posible pensar, por ejemplo, que una disposición o medida de un organismo rector de los servicios de abastos en una época de racionamiento puede significar de hecho, frente a un individuo determinado que no cumpla ciertos «requisitos», el disponer de su derecho a la vida. Otras veces son las empresas monopolísticas de servicios públicos las que ejercen -en formas jurídicas perfectamente conocidas- una auténtica   dicta, dura sobre el sector vital que rigen, que en la vida moderna puede revestir una importancia decisiva, pero dictadura insoportable cuando en su base hay esa concepción que Julián Marías ha llamado "vida como desprecio» y falta su consideración como ures, peto». Frente a todo esto, el principio de legalidad no puede agotarse en un estático formalismo; es, por el contrario, un principio activo y dinámico que en cada circunstancia concreta ha de legitimarse, recobrando e imponiendo la primacía de la norma general de la ley sobre el complejo y profuso sistema de disposiciones y medidas que usurpan su tradicional y esencial función de ser la definidora de la libertad y el derecho de cada uno.

Luis Legaz Lacambra en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.     Véase la ponencia que presentamos a dicho Congreso, (Noción de la legalidad», recogida en el volumen de Ponencias españolas editado por el Instituto de Derecho comparado de Barcelona.

2.     LEGAZ:   Filosofía del Derecho.  Barcelona, Bosch, 1953:  pág. 193ó

3.     Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 2ª edición. Halle, 1921: págs. 48 y sigs.: es interesante esta observación: «Ein Apriorismus im Sinne Kants muss notwending dazu führen die apriorischen Satze und Begriffe mit den blossen Zeichen für sie zu verwechseln» (páginas 69-70). Esto llevaría al problema de la «formalización» en el sentido de la Logística: vid., por ejemplo, TARSKI: Introducción a la Lógica, ed. esp., España Calpe, 1951, págs. 144 y sigs.; F. B. FITCH: Symbolic Logic. New York, 19-52, págs. 12 y sigs.

4.     Vid. entre otras: Teoría de la constitución, ed. esp. Madrid, 1934, páginas 145 y sigs.; Legalitit und Legitimiüit, Berlín,Munich, Duncker & Humblot, 1932 (reimpreso ahor, en Verfassungsrechtliche Aufsatze, Berlín, Duncker  &  Humblot,   1958,   págs.  263 y sigs.).

5.     Tratado   de    Derecho    político.   Salamanca, 1899-1902, tomo 11, páginas 421.-22.

6.     Economía y Sociedad, ed. México, IV, pág. 23.

7.     Ob. cit., I, pág. 36.

8.     Sólo el dominio de Economía escapa a esta exigencia de una primacía de la ley positiva, porque allí ésta es presupuesta, contrariamente a como se la imagina en los restantes sectores de la vida perturbadora, y arbitraria. pues la ideología de la sociedad burguesa impone como evidente la exigencia de un Derecho natural que hace innecesario el Derecho positivo. Exponiendo ideas de LAVELEYE explicaba G. DE AZCÁRATE este hecho diciendo que, viendo los Gobiernos y las malas leyes empobrecer a los pueblos con impuestos inicuos, perturbar el trabajo con reglamentos absurdos y arruinar la agricultura con cargas abrumadoras, los que se ocupaban de cuestiones sociales llegaron necesariamente a reclamar la abolición de todas estas instituciones humanas para volver a un orden mejor.  que se llama el Derecho natural, la libertad natural, el código de la naturaleza» (Estudios económicos y sociales. Madrid, 1873, pág. 214).

9.     J. FUEYO: Legitimidad, validez; y eficacia, «Revista de Administración Pública», Madrid, 1951, núm. 6, págs. 49-50.

10.     Citado por López Amo:  El poder político y la libertad. Ed. Rialp, 1952. pág. 43·

11.     MAX WEBER, Ob. cit.. IV, págs. 22,23.

12.     Das Problem der Legalitiit, en Verfassungsrechtliche Aufsiitte, páginas 445-449·

13.     En el Discurso sobre la dictadura (1849; vid.  Obras Completas, B. A. C., 1946, t. 11, pág. 188).

14.     Loe. cit., pág. 191.

15.     A continuación se recoge algo de lo que se dice en nuestra Ponencia citada: Noción de la legalidad, loc. cit., págs. 10 y siguientes. Vid. A. GIULlANI: Ricerche in tema di sperienta giuridica. Milano, 1957, página 25; LEGAZ: El destino del normativismo en la ciencia jurídica contemporánea, en Derecho y Libertad. Buenos Aires, 1952, págs. 35 y siguientes.

16.     LEGAZ: El destino del normativismo, loe. cit., págs. 40-41.

17.     Die Lage der europaischen Rechtswissenschaft. Tübingen, 1950 (reimpreso en Verfassungsrechtl. Aufsätze, págs. 404 y sigs.).

18.     Legalitat und Legitimiät, loc. cit., págs. 293 y sigs.

19.     Cfr. C. SCHMITT: Der Nomo; der Erde ini Viilherrecht des ius publicum europaeum. Greven Verlag, Köln, 1950, págs. 50-51.

20.     C. SCHMITT: Das Problem der   Legalitat, loc. cit., pág.   444; cfr. MAX WEBER: Economía y sociedad, I, págs.  226   y sigs.; IV, págs. 85 y siguientes.

21.     Cfr.  KELSEN:  Allgemeine Staatslehre. Viena, 1925 (cd.  esp.   de LEGAZ. Barcelona, Labor, 1934), págs. 229 y sigs., 248-50; Compendio esquemático de una Teoría General del Estado, ed.  de   RECASÉNS   y Acirate, Barcelona. Núñez, 1927, págs. 99 y sigs.: La teoría pura del Derecho. Método y conceptos fundamentales, ed. de LEGAZ, Madrid, "Revista de Derecho Privado», 1933, págs. 47,56 (págs. 94,126 de la edición argentina de TEJERINA. Buenos Aires, Losada, 1941) sobre la base del manuscrito inédito y de la edición alemana de 1934 (Reine Rechtslehre Methode und   Grundbegriffe), respectivamente; Teoría General del Derecho y del Estado, ed. de GARCÍA MAYNEZ, México, 1950, págs. 128 y sigs.

22.     «La afirmación corriente de que una ley anticonstitucional es nula, carece de sentido, en cuanto una ley nula no es tal ley. Una norma no válida es una norma no existente, es la nada jurídica. La expresión ley inconstitucional aplicada a un precepto legal que se considera válido sólo puede serlo porque corresponde a la constitución; si es contrario a ésta, no puede ser válido»: Teoría General del Derecho y del Estado, pág. 162.

23.     KELSEN: Teoría General del Derecho y del Estado, págs.  161-63. MERKL había explicado esto por medio de una «norma de habilitación»: Die Lehre von der Rechtskraft, Viena, Springer, 1923, págs. 294-96.

24.     J. FUEYO: Legitimidad, validez y eficacia, pág. 88.

25.     Véase sobre esto LEGAZ: El Estado de Derecho en la actualidad, Madrid, 1934. cap. "La justicia constitucional.

26.     En el Jahrbuch des offentlichen Rechts (N. F., t. 6, 1957) se inserta una sugestiva colección de estudios e informes acerca del status del Tribunal de Justicia constitucional establecido por la Ley fundamental de Bonn. Llevan una introducción de G. LEIBHOLZ y contienen un amplio informe del propio Tribunal y unas observaciones del famoso constitucionalista Richard THOMA. Para nuestro punto de vista interesa, sobre todo, la discusión en torno a los elementos políticos que informan y actúan en la institución, acerca de lo cual vid. sobre todo, págs. 111-121 del escrito de LEIBHOLZ, 120 y sigs., del Informe, 144-145 de la Memoria, 170,73 de las observaciones de R. THOMA y 200--201 de la réplica del autor del Informe a estas observaciones.

27.     LENIN consideraba malos revolucionarios a los que no sabían servirse de todas las formas legales de lucha, tanto como de las ilegales. La cuestión ha sido tratada filosóficamente por G. LUKACS e Geschichte und Klassmbewusstsein, Berlín, 1923 (no hemos podido manejar esta obra).

28.     En su ponencia al V Congreso Internacional de Derecho Comparado: La Légalité: quelques poblemes fondamentaux en vue d'une  synthese possíble des concepts soviétique et occíqentaux».

29.     Así, Vojislac SIMOVIC: La notion de légalité dans la législation et doctrine yougoslaves (Ponencia al V Congreso Internacional de Derecho Comparado): «Tout Erat oú le principe du régne du droit est en vigueur doit comporter un systeme plus ou moins différencié de controle de la legalité. Cette verité est tout particuliéremente:  vraie d’une démocratie socialista, oú le developpeme:lt  de  r.1pports  socia1istes dans  les différentes   sphéres  de la vic  -et  de  la  gestion-  sociales  nécessite  l'élaboration et la mise au point. d'un mecanisme de l"egne du droit et de contróle de la légalité ... Tour d'abord la légalité est l’une des conditions de realización du systeme de démocratie socialiste»

30.     J. M. Pi SUÑER: La noción de legalidad en Derecho administrativo español, en el volumen de Ponencias españolas al Congreso de Derecho Comparado, pág. 23, con especial referencia a la ley de régimen jurídico de la administración, que representa una explícita afirmación del principio de legalidad de la administración.

31.     PI SUÑER: loc. cit., pág. 20.

32.     Queremos decir, al entrecomillar lo de clásico, que no es el ¡individualismo lo que ponemos entre paréntesis, sino la concepción del mismo vinculada a las situaciones de la sociedad burguesa.

33.     De ahí también la moderna transformación del Estado burgués liberal de Derecho en Estado social de Derecho, según la fórmula de la Ley fundamental de Bonn; cfr. P. LUCAS VERDÚ: Estado liberal de Derecho y Estado Social de Derecho, Salamanca, 1955.

34.     Vid., por ejemplo, O. BACH0F: Verfassun¡swidrige Verfassungs normen? Tübingen, Molor, 1951.