Joaquín Perea González

4.       La recepción del corpus conciliar como tal

Lo dicho sobre el acontecimiento conciliar no significa, como algunos teólogos o historiadores han criticado, que nos olvidamos de la recepción de los 16 documentos firmados por los Padres conciliares. Nadie discute el deber de interpretar de manera coherente y orgánica el conjunto de dichos documentos. No solo deben estudiarse los documentos individuales singularmente, sino en su conjunto, en la totalidad de un corpus con una realidad cuantitativa y un espíritu. Y esto en función de la interpretación evolutiva de las mismas actas del concilio.

Pero la cuestión que entonces se plantea es: ¿existe un principio interno de interpretación de todo el corpus documental, que respete su singularidad y que permita una recepción no solo fiel, sino sobre todo constructiva, capaz de hacer fermentar ulteriormente el mensaje conciliar?

Es incuestionable que el Vaticano II contiene en sí mismo una exigencia de interpretación. Su concepción de la revelación como auto-comunicación de Dios a los hombres dentro de su historia, la presenta como un acontecimiento relacional entre la escucha de la Palabra de Dios y los hombres interpelados por ella. Ahora bien, el corpus que el Vaticano II elaboró fue un momento privilegiado de esa experiencia relacional entre el evangelio vivo y el hombre actual, es decir, el de hace cincuenta años. Esta afirmación quiere decir que tal experiencia relacional no pretende ser definitiva y concluyente, sino que traza el camino a encuentros siempre nuevos. Este criterio impone que sea recogido el corazón delicado que ha nutrido el corpus entero de los documentos conciliares.

Cómo entender el conjunto del corpus conciliar de manera unitaria

La pregunta intenta discernir cómo es la arquitectura que transmita la realidad del corpus conciliar para su recepción.

Personalmente me inclino al modelo que defienden autores como Ch. Theobald, [20] R. Fédou, [21] G. Routhier, [22] G. Ruggieri, [23] entre otros. A saber: todo el corpus conciliar debe considerarse desde dos ejes, uno horizontal o transversal a todos los documentos; otro vertical a ellos. Ambos se entrecruzan en la vida de la Iglesia.

a)       El eje horizontal consiste en la reflexión y la propuesta de la presencia y la actuación de la Iglesia en tensión entre el interior (LG) y el exterior de la misma (GS). Esta idea corresponde a una propuesta de los cardenales Suenens y Montini en 1962; tal fue posteriormente también la intención de Pablo VI.

b)       El eje vertical es la enseñanza sobre la revelación divina y su transmisión, que se concibe como experiencia de encuentro y comunicación entre Dios, misterio absoluto, y la libertad de la conciencia humana. Esta enseñanza se encuentra en uno de los últimos documentos aprobados por el concilio, la constitución dogmática Dei Verbum cap. II, [24] donde la revelación es presentada no como un conjunto de verdades a creer, sino como el evento de la comunicación de Dios a la persona humana. El concilio nos invita a identificar la experiencia de la cercanía de Dios en el hoy del mundo. El manantial de esta experiencia es el tesoro escondido que puede ser hallado en la Escritura y en la Tradición.

c)       El lugar de cruce de ambos ejes no es un punto material, sino la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma, de su envío al mundo, ya que la comunicación con Dios se produce en la comunicación de los humanos entre sí. Esa realidad con la que se topa la Iglesia es muy extensa: los cristianos no católicos, los hebreos y musulmanes, la cultura moderna, las principales instituciones y problemáticas que ella comporta. Así se inaugura por primera vez la que ha sido llamada «conversión de la Iglesia».

El corpus conciliar es complejo y a veces oscilante

Evidentemente lo dicho es un esquema que puede parecer un tanto geométrico, que interpreta en algunos casos de manera forzada la naturaleza de determinados textos. Por eso, dentro de tal esquema hay que tener en cuenta la complejidad, e incluso las contradicciones entre algunos textos conciliares, cosa que se logra con un análisis concreto que tenga en cuenta la historia de cada documento, sus adquisiciones propias, el recorrido gradual, en resumen, las oscilaciones de un acontecimiento tan complejo como el concilio Vaticano II. Pero como esquema interpretativo del conjunto del contenido del corpus, como criterio interno, es sugestivo y coherente. Su principal servicio es no tanto colocar sistemáticamente de forma cuadriculada todos los documentos del corpus conciliar, cuanto haber individuado el nudo central del corpus en la dimensión sobre todo teológica, más que eclesiológica del Vaticano II, es decir, en la relación entre el anuncio de la salvación de Dios (el evangelio) y la historia.

Efectivamente, en esta interpretación sale a la luz el verdadero objeto de la enseñanza conciliar. Es erróneo decir que el Vaticano II se ha centrado sobre todo en la Iglesia. Tal era ciertamente la intención de Pablo VI, pero ella no traduce el alcance efectivo del conjunto de las decisiones conciliares. El primer eje interpretativo de los textos es la respuesta que el concilio da al problema teológico: la comunicación de Dios en la historia. Solo secundariamente, en el equilibrio global del corpus conciliar, se encuentra la consideración de la Iglesia como vehículo y concreción de esta comunicación de Dios que sin embargo trasciende a la Iglesia y a toda persona humana [25].

Sin embargo, esta idea ha quedado en letra muerta en razón de un hecho de recepción, a saber, que la Constitución sobre la Iglesia prácticamente ha ocupado el primer lugar entre todos los textos conciliares. Durante el período posconciliar los debates han estado centrados en temas eclesiológicos. Este hecho ha sido favorecido por la manera cómo Pablo VI presentó los objetivos pretendidos por el concilio.

Cuando se sobrevuelan los cincuenta años que nos separan del fin del concilio, no puede uno por menos de sorprenderse del papel marginal jugado por la Constitución sobre la Revelación en el proceso de recepción. No digamos nada de cómo la recepción oficial propuesta desde el Sínodo episcopal extraordinario de 1985 (el sínodo que se califica como el del comienzo de la marcha atrás de la Iglesia en el posconcilio) se centra sobre todo en los ministerios y los estados de vida: laicos, presbíteros, obispos, religiosos. Y ello incluso si el cardenal Ratzinger, autor de la «Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre ciertos aspectos de la Iglesia como communio» (28.6.1992) recuerda el año 2000 que «el concilio Vaticano II quiso a todo trance subordinar e incluir el tema de la Iglesia en el tema de Dios» y reprocha a la recepción haber «omitido este presupuesto determinante de las afirmaciones eclesiológicas particulares» [26].

5.       La recepción como recreación o el falso dilema entre continuidad y ruptura

Dos hermenéuticas contrapuestas

Los conocedores del desarrollo interno del posconcilio están al tanto de la controversia recogida por el famoso discurso del papa Benedicto XVI (22.12.2005) a la curia romana acerca de las dos hermenéuticas contrapuestas en torno al concilio: la interpretación de la continuidad y la de la ruptura respecto de la integridad de la doctrina tradicional. No me voy a detener en este punto, al que ya dediqué un largo artículo en la revista Iglesia Viva [27]. Solo voy a recoger un par de ideas que interesan a la presente charla.

El proceso de recepción es más complejo de lo que puede describirse con la alternativa conceptual de «continuidad o ruptura». Ambas corrientes intentan mantener el equilibrio y no debe afirmarse pura y simplemente que quieren imponer la continuidad absoluta o la ruptura total.

Por otra parte, los historiadores saben muy bien que, al hablar de acontecimientos históricos, la teoría que opone continuidad a ruptura es falsa: ningún acontecimiento histórico puede recaer sin equívocos en una sola de estas polaridades. Esa teoría es absolutamente ajena al oficio del historiador. Todo acontecimiento pasado presenta tanto continuidad como discontinuidad con lo que le precedía. Por eso, al menos desde el siglo XI en la Iglesia se habla de reforma, palabra tradicional que implica cambio en el contexto de una identidad continua.

Tres categorías en orden a la interpretación y a la recepción

Si colocamos al concilio en la historia como su propio lugar interpretativo, él mismo nos ofrece algunas categorías para leerlo. El sentido vivo de la historia operó en el concilio al menos mediante tres categorías notables: retorno a las fuentes, aggiornamento y desarrollo (una especie de ensanchamiento, quizá el equivalente de progreso o evolución). Con otras palabras: recurso al origen, atención al presente y desarrollo hacia lo nuevo. Estas tres palabras equivalen a hablar de cambio y señalan el abandono de aquello que se suele llamar «sustancialismo» de la visión histórica.

El principio de continuidad se realiza en la Iglesia de una forma muy profunda. El encargo que ella recibió en sus orígenes es entregar el mensaje escuchado de boca de Cristo y de los apóstoles, no cambiarlo o adulterarlo. Ningún teólogo ni creyente puede estar en desacuerdo con este principio. Desde este punto de vista, la Iglesia es por definición, si se permite la palabra, una sociedad «continuista».

El Vaticano II afirma una y otra vez su continuidad con la Tradición católica. Eso es incontestable. El concilio no ha cambiado nada en lo que podríamos llamar la «enseñanza sustantiva de la Iglesia». Sin embargo, la pregunta retorna: ¿Hay un «antes» y un «después» del Vaticano II? ¿No hay ninguna discontinuidad digna de mención entre el concilio y lo que le precedió? Pues bien, aunque debemos aceptar la afirmación de la profunda continuidad del Vaticano II con la Tradición católica, los historiadores sin embargo creen que ella debe equilibrarse atendiendo a las discontinuidades evidentes.

Resulta patética y obsesiva la insistencia en que el concilio ni ha querido cambiar, ni de hecho ha cambiado la doctrina precedente acerca de la Iglesia. Bajo tal insistencia se quiere ocultar la voluntad de frenar el proceso de recepción del concilio. Desde luego el concilio no ha revolucionado la doctrina sobre la Iglesia, pero sí la ha recontextualizado completamente. Cualquier doctrina, como cualquier frase que pronunciamos, tiene un sentido determinado según el contexto en el que se coloca; por tanto, recontextualizando la doctrina sobre la Iglesia, no se cambia su contenido fundamental, no se la revoluciona, pero ciertamente aquella doctrina ya no es la misma. No se trata solo de «profundizarla y exponerla más ampliamente», como suele decirse en ciertos documentos oficiales, sino de ofrecer un nuevo contexto. Y ofreciendo un nuevo contexto, no se verifica simplemente la repetición del pasado, sino que se ofrece una nueva doctrina que no vuelca del revés la precedente, sino que es precisamente su renovación. Este es el auténtico sentido de la tradición viva, es decir, recreada. Y esto es lo que Juan XXIII entendía por aggiornamento.

Más aún. Ahora, cuando se «recibe» el concilio, entendiendo la «recepción» en su sentido eclesiológico más rico, es decir, cuando se traduce la enseñanza conciliar en la red viva de las experiencias de las Iglesias locales en todos los ámbitos y niveles, sucede que se va más allá de la letra estricta del concilio. «Recibiendo» lo que está escrito, hacemos la experiencia de la creación de lo inédito, de lo nuevo, precisamente porque la dinámica de la afirmación conciliar es tal que ella se desarrolla más allá de sí misma, obteniendo resultados que no estaban en la formulación del dictado conciliar en cuanto tal.

A la vez que siempre se ha de mantener en la mente la continuidad fundamental en la gran Tradición (con mayúscula) de la Iglesia, los intérpretes del concilio deben también tener en cuenta cómo es discontinuo con respecto a praxis previas, enseñanzas y tradiciones (con minúscula), es decir, es discontinuo con respecto a concilios previos. Sin tal precaución, el subrayado estará exclusivamente en la continuidad. Insistir en ello es cegarse para el cambio de cualquier clase. Y si aquí no hay cambio, nada ha sucedido. Tal continuidad saca a la Iglesia de la historia y la coloca fuera del contacto con la realidad tal como la conocemos.

La actualidad del Vaticano II está en que quiso entrenar nuestra mirada para comprender que la pretensión de validez permanente del cristianismo consiste en que puede empezar algo nuevo en todas las épocas.

6.       La recepción del concilio la verifica una iglesia muy distinta frente a nuevos desafíos

Se puede decir que la recepción del Vaticano II ha comenzado durante el concilio mismo [28]. Pero la recepción es un proceso largo y complejo, que para el Vaticano II aún se encuentra en el estadio inicial. Han pasado ya más de cincuenta años desde su conclusión, es decir, casi tanto como el gran historiador de la Iglesia Hubert Jedin estimaba el tiempo necesario para una recepción razonable de un concilio [29].

Un déficit decisivo en la obra del concilio

Ahora bien, la cuestión de la recepción de este concilio tiene una característica bien diferente de la que se plantea en la recepción de otros concilios. Según el análisis de bastantes historiadores y comentaristas del concilio, el Vaticano II requería una institucionalización que permitiese la apropiación de las intuiciones conciliares. Pues bien, precisamente este es el punto débil de la época posconciliar.

Como efecto de la falta de institucionalización coherente con las orientaciones del concilio, se fue produciendo una desconexión entre el programa que proponía el gobierno central de la Iglesia como consecuencia del concilio y el sentimiento anti-institucional que es un rasgo determinante de ese período.

Por consiguiente, la cuestión de la recepción no es solo la simple asunción del concilio, sino la distancia entre las reformas para su aplicación y su resultado efectivo, su capacidad de inscribirse en la realidad vivida de las Iglesias locales.

Otro aspecto histórico importante conviene considerar. El clima de los años posteriores a «la primavera del 68» ha incidido fuertemente en las nuevas generaciones de creyentes. Algunos opinan que el único defecto del concilio Vaticano II fue que sucedió demasiado tarde. Porque tres años después de su clausura, en 1968, tenía comienzo la mayor revolución cultural de occidente. Su impacto fue grande también en la Iglesia. Los detractores del concilio lo acusaron de todos los problemas surgidos de esta revolución cultural y con ello le dieron una puñalada.

Características del momento histórico actual

Si, de acuerdo con lo dicho en el epígrafe primero, la recepción del concilio como acontecimiento y de sus documentos, así como la del proceso de su recepción están obviamente influidos por las circunstancias y el ambiente en el que se encuentran quienes lo acogen y reflexionan sobre él, resulta que el momento actual presenta unas características que no pueden ser ignoradas por quien se propone elaborar una reflexión sobre el Vaticano II a los cincuenta años de su clausura. Cincuenta años en los que las coordenadas históricas, culturales, sociales y políticas han cambiado profundamente, tocando inevitablemente el trasfondo sobre el cual se plantea la cuestión de la actualidad y de la recepción del último concilio.

Naturalmente la atmósfera cultural de los años sesenta ha pasado y mucho ha cambiado desde entonces. Nos encontramos en un periodo histórico nuevo en el que los interrogantes y las cuestiones abiertas, tanto en la Iglesia católica como en el ámbito mundial, recaen sobre la herencia que ha dejado el Vaticano II para la Iglesia del siglo XXI.

Elementos de ese cambio cultural, que tiene una influencia decisiva en la Iglesia, son el descubrimiento de la democracia y del valor de la participación, de la representatividad y de la codecisión, también en el interior de la Iglesia, como expresión del redescubrimiento del sensus fidelium; la valoración de la libertad moderna, un siglo después del Syllabus de Pío IX; el aprecio absoluto de la relación entre historicidad e Iglesia y no solo su tolerancia penosa; el control de la relación entre autoridad del magisterio de la Iglesia y de las ideologías (tanto del anticomunismo como del antiliberalismo); el valor decisivo para la propia Iglesia del diálogo ecuménico, interreligioso y con el mundo [30].

Esa crisis cultural agudizó la crisis religiosa, con un descenso vertical de la práctica religiosa en toda Europa. La cultura del mercado, de los medios de comunicación, el consumo como ideología, la globalización, etc., todos estos fenómenos condujeron a una situación de verdadera crisis religiosa [31]. Y, por otra parte, los que buscaban un nuevo camino no encontraron en la posición oficial de la Iglesia católica una respuesta creíble a sus preocupaciones.

Todo eso condujo a lo que una socióloga francesa de la religión llamó «exculturación del catolicismo» [32], o que también se denominó «secularización interna del cristianismo» [33]. El distanciamiento de la vida religiosa en general se hizo creciente en el catolicismo. Lo cual no fue el resultado o la consecuencia de la reforma conciliar, como algunos opinaron y opinan, sino que era un fenómeno fundamentalmente de carácter cultural, en cuyo interior sucedía la recepción del concilio.

La recepción sigue en marcha

Pero no por ello, no por la sensación de una crisis del sistema global, ha cesado el concilio de hablar a la Iglesia y a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La historia de los concilios da testimonio de la fecundidad de estos grandes acontecimientos de la historia de la Iglesia; pero sobre tiempos históricos que se calculan en generaciones, en épocas históricas. Con el Vaticano II la Iglesia ha cambiado; la época postridentina se ha cerrado y ya nada será como antes. Se trata en conjunto de que en el concilio se ha producido la despedida de una figura de la fe y de la vida eclesial históricamente perfilada y se han adelantado los rasgos de un perfil nuevo de la fe y de las formas y relaciones de vida eclesial.

La crisis actual se hilvana en la lista de crisis que han azotado a la Iglesia desde el final del siglo XVIII, prácticamente desde los disturbios napoleónicos. Síntomas externos fueron entonces la secularización de los principados, la derogación de los estados confesionales en Europa, la disolución del catolicismo ambiente. Pero el alcance interno de la crisis presente, que solo en forma de insinuación se manifestó en los primeros síntomas, alcanza mucho más profundamente y es más abarcante de lo que hasta ahora somos conscientes y de lo que se verificará.

En este proceso complejo que se mide en generaciones más que en años, el Vaticano II debe recibir una atención particular. Ha sido un concilio de aggiornamento, lo que hace compleja la tarea de trazar un balance a cincuenta años de su comienzo. No es posible verificar, como en una ecuación matemática, si los documentos conciliares han sido aplicados o si, por el contrario, esperan todavía a ser puestos en práctica. Para este concilio el juicio sobre su recepción debe comprender muchos otros factores.

El vuelco propuesto por el concilio Vaticano II es muy complejo. No puede realizarse más que gradualmente; se necesita tiempo para asimilar esa experiencia de actualización y de reforma de la Iglesia.

La recepción del Vaticano II está todavía en marcha. Cincuenta años no han podido realizar una recepción plena porque los cambios introducidos y las reformas solicitadas eran muy numerosas y algunas demasiado radicales para ser acogidas en breve tiempo en su totalidad e íntegramente. Además, se encontraban presentes en el interior del concilio numerosas resistencias que confiaban en que la interpretación posterior de los textos ofreciera la posibilidad de subvertirlos o relativizar sus indicaciones. Los juristas embridarían los movimientos reformadores. En buena parte ha sucedido lo que algunos pensaban.

7.       Reflexiones conclusivas

Las dos miradas del concilio

El concilio Vaticano II fue un Jano bifronte con una mirada al evangelio y con otra mirada puesta en el mundo de hoy. En primer lugar, por tanto, el evangelio. Esto vincula al Vaticano II con todos sus predecesores. Sin embargo, a diferencia de los concilios anteriores, el Vaticano II puso su mirada también en la experiencia humana, o sea, en la evolución de la sociedad, las cuestiones, esperanzas y problemas del presente y, con la mirada puesta ahí, se preguntó qué debía reformarse y renovarse en la Iglesia para que ella pudiera testimoniar y anunciar el evangelio de manera creíble en nuestra época.

El aggiornamento es simultáneamente el esfuerzo para hacer inteligible hoy el anuncio del evangelio y para respetar al destinatario. Ello significa un descubrimiento inaudito que ha hecho la Iglesia conciliar y, sobre todo, posconciliar: condición imprescindible del anuncio es la capacidad de aprendizaje del otro y del mundo, porque la acción divina salvadora está ya actuando en ellos.

En consecuencia, la recepción del concilio necesita el corpus documental, leído en función de los géneros literarios y textuales –cosa que nadie discute–, pero tal corpus debe ser orientado por un principio interno de lectura que consiste en el principio pastoral tal como se asumió en el proceso de conversión colectiva de los Padres conciliares y la Iglesia en concilio.

Un proceso inacabado que prosigue hoy

El proceso colectivo de conversión vivido por los Padres conciliares y por la Iglesia entera está íntimamente entrelazado con el principio pastoral, con el acto de Tradición que es el concilio y con el anuncio futuro que el propio concilio quiso hacer posible. La Iglesia conciliar tomó conciencia progresivamente de que la Revelación no existe fuera de su recepción, y de que esta es histórica y cultural. La Tradición viva, el cuerpo de la fe de origen divino es entregado a la interpretación histórica y cultural y ahí se opera su recepción.

Por ello la reforma conciliar no había de ser un acto único cuyos resultados quedaran fijados y prescritos para el futuro de tal modo que tras la ejecución de las conclusiones del concilio se iniciara de nuevo una época en la que ya nada se cambiara. El concilio debía más bien despertar una disposición fundamental para la renovación que tomara buena nota de los desafíos del mundo continuamente cambiante y se metiera en ellos [34].

Ese proceso está inacabado. La función reguladora de los documentos se verifica en su puesta en práctica pastoral y misionera que, animada por el Espíritu, continúa integrando perspectivas nuevas. En la situación de recepción del concilio que es la nuestra, es indispensable conjugar el comentario de los textos y la historia del proceso conciliar de recepción [35].

El «re-encuadramiento» posconciliar del corpus conciliar, es decir, la recepción se apoya, por una parte, sobre el principio pastoral mismo, las investigaciones teológicas posconciliares, la evolución de la exégesis bíblica y nuestra relación con Jesús de Nazaret, relación fundante de la postura mesiánica y pastoral de la Iglesia. Y por otra parte, y al mismo tiempo, se apoya sobre la percepción de lo que sucede a los destinatarios y registra por tanto la mutación histórica verificada desde hace cincuenta años de la que antes hemos hablado.

Por tanto, lo que permanece de los documentos del concilio es el principio pastoral, la lógica teológico-pastoral con la que los textos fueron elaborados. El saber hereditario acerca de Dios y del mundo fue entonces recuperado en diálogo con la época. El mundo moderno fue asumido con todo respeto e interpretado desde la perspectiva del evangelio.

Precisamente lo mismo debemos volver a hacerlo hoy. La recepción fiel del concilio significa utilizar sus textos no como una cantera eternamente válida para extraer citas, sino como un manantial en cuya lógica teológico-pastoral buscar siempre de nuevo el diálogo creyente con el mundo de hoy. Más aun, para aspirar a ayudar a configurar desde el interior del mundo su evolución, la de sus culturas, la de sus sociedades a partir de la fuerza del evangelio. Todas esas consideraciones no son otra cosa que un indicativo de que la historia del mundo como historia de la salvación marcha hacia delante de forma incontenible y la Iglesia, que es una dimensión de ella, es siempre una discípula: una ecclesia semper reformanda [36].

El desafío de la inculturación

En estos cincuenta años transcurridos desde el comienzo del concilio han cambiado muchas cosas. Una compleja realidad nueva se abre a nuestros ojos. Ella desafía a la Iglesia exigiéndole una nueva iniciativa misionera. En efecto, en el contexto de la secularización creciente y de la ruptura en la transferencia del saber cultural, la misma pregunta sobre Dios está en crisis [37]. Lo sucedido ha sido algo absolutamente nuevo en la historia de la Iglesia (y de los concilios): que la interpretación del Vaticano II, o sea, su reconstrucción histórica y la conciencia de la Iglesia actual, coinciden con la pregunta que desde fuera se le hace acerca de su ser y su misión en esta nuestra época. Mientras ella se esfuerza en suscitar y mantener el vínculo entre el evangelio y sus múltiples destinatarios, no cesa de ser interrogada acerca de la credibilidad de su propia figura y de ser reenviada, sin duda más que en el momento del concilio, a su capacidad de renovatio y de reformatio. La gran pregunta que tenemos que hacernos es si no vivimos en una mutación análoga a la del primer tránsito del evangelio al mundo helenista [38], acontecimiento que toca a la revelación en sí misma.

En conclusión, la recepción del concilio Vaticano II apela no a una simple aplicación de la doctrina, como muchos malentendieron en nuestro país en el inmediato posconcilio. Se trata de un verdadero aprendizaje que consiste, en primer lugar, en la capacidad para registrar las transformaciones que se están produciendo en el seno de la relación constitutiva entre quienes anuncian el evangelio y quienes lo reciben. Y, en segundo lugar, en dejar que dichas transformaciones repercutan sobre el conjunto del mensaje, encaminándolo así hacia un nuevo equilibrio «doctrinal». La normatividad del corpus conciliar no consiste, pues, ni en su literalidad teológica o jurídica, ni en una especia de «espíritu conciliar» que ya no tuviera nada que recibir de dicho corpus. Esa normatividad se manifiesta más bien concretamente en una puesta en práctica evangelizadora o misionera instruida e impulsada por el Espíritu que lleva a una recepción auténticamente creativa capaz de reformular tal o cual enseñanza conciliar.

Cincuenta años después de finalizar el Vaticano II recibimos una herencia espiritual que queremos arrebatar a la desmemoria de nuestra sociedad apresurada y acoger de nuevo con agradecimiento. Tal recuerdo nos guía de nuevo a través de barreras de todo tipo a las fuentes inagotadas de la vida cristiana. Así el recuerdo puede desatar nuevas fuerzas creadoras que son más audaces que las modas modernas del espíritu de la época, que mañana son ya de ayer. En este sentido la recepción del concilio es una aventura desafiante que pone a prueba la vigilancia y la disponibilidad, la capacidad de conversión y la sensibilidad de nuestra fe [39].

Las celebraciones del 50 aniversario de la conclusión del concilio hace un año no han marcado el término de su recepción y puesta en práctica, sino más bien la apertura de un nuevo período de recepción susceptible de conducirnos aún más lejos. El Vaticano II se presenta como el porvenir que nos precede en este siglo XXI.

Cincuenta años son solo las primeras horas del día, es solo la aurora. Para llegar a la hora en que la Lumen gentium, la luz para todos los pueblos proclamada por la Iglesia en el concilio alcance a todos los rincones del mundo, es necesario el concurso de todos, discípulos, doctores, pastores y maestros. La Iglesia toda, cabeza y miembros, tenemos la misión irrenunciable de asimilar con fidelidad y creatividad el gran regalo del Espíritu que fue el concilio. Ese don sigue siendo hoy, como siempre que se trata del Espíritu, un impulso creativo para la Iglesia. Cada uno según los propios carismas e interpretando su propia partitura. Por eso nosotros, los más ancianos, os decimos a vosotros, la Iglesia más joven, a cada uno en cuanto le compete: «el concilio está en vuestras manos».

Joaquín Perea González en dialnet.unirioja.es

Notas:

20.     Cf. THEOBALD, CH. (2007), pp. 359-380.

21.     En THEOBALD, CH (dir.) (2006), p. 145 y FÉDOU, M. (2012).

22.     Cf. ROUTHIER, G. (1993); VV.AA. (2012) y la serie de estudios promovidos por Routhier acerca de la recepción del Vaticano II en el nivel local.

23.     RUGGIERI, G. (2007), l.c.

24.     Véase también CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et Spes 12, 22.

25.     Así LG cap. II; la comunicación de Dios no se agota en la Iglesia (véase el famoso «subsistit in»), sino que se reencuentra en otras Iglesias y aun fuera, en la humanidad entera, GS 12; 22.

26.     CARDENAL RATZINGER J. (2000), pp. 539-561 (541).

27.     PEREA, J. (2006), pp. 45-72. TORRESIN, A. (2010), pp. 248-250.

28.     FAGGIOLI, M. (2005).

29.     JEDIN, H. (1966), pp. 591.

30.     FAGGIOLI, M. (2009), pp. 153-175. [Redacción ampliada y completada del artículo: «Il Vaticano II come ‘Costituzione’ e la ‘recezione politica’ del Concilio», en Rassegna di teologia 1/2009, 107-122].

31.     Cf. PEREA, J. (2008), pp. 3-42.

32.     HERVIEUX-LÉGER, D. (2003), pp. 54-89.

33.     ISAMBERT, F.A. (1976), pp. 573-589.

34.     SEIBEL, W. (2016).

35.     Cf. ROUTHIER, G. (2007), pp. 315-319.

36.     ZULEHNER, P.M. (2006), pp. 407-417.

37.     WIEDERKEHR, D. (1992), pp. 251-267.

38.     En este punto hay que citar sobre todo los dos artículos de K. Rahner acerca de «una interpretación teológica fundamental del concilio Vaticano II» (Theologische Grundinterpretation des II.Vatikanischen Konzils) RAHNER, K. (1979), pp. 290-299 y sobre «la significación permanente del concilio Vaticano II» (Die bleibende Bedeutung des II.Vatikanischen Konzils) RAHNER, K. (1980), pp. 303-318.

39.     LEHMANN, K. (2004), pp. 71-89 (85-89).

Joaquín Perea González

1.       En qué consiste la recepción de un concilio

Características de la recepción

¿Qué queremos decir con este término de recepción? Se entiende por recepción en su sentido técnico teológico el proceso de explicitación y aclaración que los textos de un concilio encuentran en la vida de la Iglesia. Se trata del desarrollo por el cual el sujeto eclesial, normalmente y ante todo las Iglesias locales, se apropian, asimilan e integran un bien espiritual que él mismo no ha producido y que le es ofrecido, hasta reconocer en él un bien propio suyo y hacer de él un determinante de su vida.

Para tener un concepto claro de lo que es la recepción conciliar es preciso hacer una distinción fundamental entre dos formas de entenderla: la pura aplicación y ejecución, aunque sea fiel, de las decisiones conciliares y una interpretación evolutiva de las mismas por el simple hecho de la amplificación histórica que se verifica en el curso de su cumplimiento. En efecto, existe la posibilidad de que poco a poco, sin traicionar la letra, sino más bien para su mejor interpretación, se verifique un acrecentamiento de su valor literal por efecto de interpretaciones constructivas que son homogéneas con aquella letra.

Este es el sentido que nosotros damos al término recepción cuando hablamos del Vaticano II.

Hay una distancia cualitativa entre ambas posiciones: la segunda de ellas intenta llevar a su plenitud la experiencia de búsqueda de nuevas fronteras de la fe que se vivió en el último concilio. Es una recepción acrecentadora [1], en el sentido de valorizar y llevar a cumplimiento la experiencia de búsqueda de nuevas fronteras que realizó el concilio, coherente con sus principios inspiradores, que permite asumir hoy decisiones que el Vaticano II no pudo tomar en consideración al clima histórico del momento. El proceso de asimilación de las decisiones y del significado histórico del Vaticano II exige una recepción activa más que una aplicación sufrida pasivamente.

Tal recepción es asimismo creativa y diferenciada, según las condiciones históricas en las que viven las comunidades eclesiales. La recepción debe ser creativa: porque intentar re-proponer hoy sin ninguna atención crítica la enseñanza del Vaticano II es olvidar la intención misma de los documentos, que han asumido y mediado una visión «histórica» de la doctrina y de las formas concretas de la Iglesia y de su misión [2].

Obra de la comunidad eclesial

Por esa razón la recepción es una obra de todos. No puede tener más que una pluralidad de sujetos, como exige la eclesiología de comunión. Sabemos que la eficacia operativa de los concilios depende de su intrínseca fuerza evangélica, verificada en su confrontación con los compromisos de la comunidad eclesial. Por ello, para lograr una recepción auténtica, es preciso lograr la sintonía de las decisiones conciliares con la conciencia eclesial, poniendo en movimiento fuerzas latentes y energías dormidas en el pueblo de Dios.

Históricamente los períodos posteriores a los grandes concilios han sido la ocasión de que la experiencia conciliar se dilate a toda la realidad eclesial. Ello sucede como sucedió en la propia asamblea: no en sentido único, sino según una dinámica circular y cruzada en la cual cada fiel y cada comunidad es sujeto y objeto al mismo tiempo.

La experiencia histórica de los concilios nos enseña que el proceso de su recepción es uno de los elementos fundamentales para establecer el peso de cada concilio y de todas sus decisiones. La recepción está influenciada por las expectativas de la Iglesia y por las condiciones culturales y espirituales de cada época. Pero, si la recepción es un proceso activo, como hemos dicho, requiere por parte de todos los miembros de la Iglesia (pastores, teólogos, fieles) la capacidad de confrontarse con las diversas dimensiones de su ser. La fuerza intrínseca de un concilio, tanto del acontecimiento como de las decisiones, no implica automatismos en cuanto a su capacidad de echar raíces en la historia de la Iglesia y de los cristianos.

El posconcilio se juega esencialmente en el vigor profundo y en el dinamismo que tenga el núcleo del Vaticano II para implicar y arrastrar a la comunidad eclesial. El concilio formuló sus decisiones de manera vinculante, pero su significado histórico solo se despliega en el proceso de su recepción. La Iglesia recibió entonces un encargo: llevar a la práctica las decisiones de reforma. Cumplir ese encargo exige una conversión. Se trata de una especie de retorno sobre sí de la conciencia eclesial que se enfrenta con la modernidad, de un proceso ciertamente inacabado, pero fundado en el evangelio mismo. Lo que está en juego es la capacidad del catolicismo posconciliar de discernir aquella fuerza, separando la sustancia viva de los accidentes faltos de vitalidad, que distraen y obstruyen el paso. Estos cincuenta años han mostrado que no se trata de un discernimiento fácil ni rápido y que, sobre todo, es un discernimiento exigente, que implica disponibilidad y compromiso para la conversión y la búsqueda.

Solo el sensus fidei, el sentido de la fe de la Iglesia entera puede ser el sujeto adecuado de la recepción interpretativa de un gran concilio. Un sensus fidei que madura lentamente con el concurso de todo el pueblo de Dios, del conjunto de los creyentes y que no puede ser sustituido por actos de la sola jerarquía.

La recepción, condicionante de la vida eclesial presente

En la recepción de un concilio no se trata en primer lugar de un problema de conocimiento de algo pasado –como podría ser la reconstrucción exacta de lo que se ha definido propiamente en una asamblea eclesial– sino de aquello que está sucediendo en la Iglesia católica en el presente.

Es decir, la reconstrucción histórica del concilio Vaticano II y de su significado para nuestro hoy posee una relación con el presente que no es aquella relación genérica de toda reconstrucción histórica, en la medida en la que esta desvela aspectos inéditos que ponen en crisis nuestra valoración del pasado, o quizá corrige determinadas opciones. La reconstrucción de este concilio, como elemento esencial de la recepción, es factor que condiciona de manera determinante la vida eclesial de este momento histórico, «nuestra» vida eclesial, no en este o aquel aspecto secundario, sino en su corazón, en las orientaciones de fondo.

La reflexión y el debate sobre este punto crucial para entender la recepción dependen de cómo los diversos autores entienden la naturaleza profunda de un concilio, presupuesto que actúa en ellos a menudo inconscientemente.

Hay dos formas diferentes de entender un concilio

•        Para algunos vale como presupuesto indiscutido que un concilio es prioritariamente un órgano de gobierno y de enseñanza doctrinal obligatoria para la Iglesia toda. Muchos teólogos, aunque en principio conozcan la sustancia profunda de los concilios, tienen la costumbre inveterada de considerarlos por su resultado de condenación de herejías, definiciones dogmáticas, superación de cismas, reformas de la Iglesia, etc [3]. También en la conciencia común de los cristianos con un nivel medio de información impera la tendencia a asumir el acontecimiento conciliar solo en sus formulaciones finales. Esta es igualmente por desgracia la única perspectiva del CIC de 1983 y ella tiene una parte indiscutible de verdad, a la que luego me referiré.

•        Pero un concilio no es solamente eso. Si consideramos su esencia en profundidad, si nos atenemos al sentir de la Iglesia primitiva, un concilio es ante todo una «repraesentatio», un hacerse presente en asamblea de la Iglesia toda, un acontecimiento de formación del consenso de los cristianos, de la «pneumatiké symphonia» (la sinfonía del Espíritu), una celebración del misterio de la comunión, que tiene validez por sí misma más allá de las decisiones que emanen de él. Un concilio cada vez que se reúne es, como dijo Juan XXIII, «la actuación solemne de la unión de Cristo y de su Iglesia» [4], una de las modalidades a través de las cuales se manifiesta el misterio de la Iglesia como «concordantia» entre los diversos carismas, las diversas funciones, las diversas sensibilidades espirituales de la Iglesia [5].

El resultado de ese dinamismo en el Vaticano II fue un concilio «nuevo», diverso de los precedentes (no como respuesta a desviaciones heréticas, no para reorganizar la cristiandad, no para responder a emergencias), sino como respuesta positiva a los problemas de la humanidad presente.

El Vaticano II ha manifestado un modo diverso de ser Iglesia respecto a lo experimentado en los concilios del pasado inmediato, sobre todo en el Vaticano II:

•        Los obispos manifestaron ser libres e incluso rechazaron algunos deseos del papa.

•        El conflicto de opiniones fue abierto y considerado legítimo. El pluralismo, no solo de las opiniones individuales, sino también de las Iglesias con sus doctrinas y sus liturgias en el interior de la única communio no solo fue reconocido, sino que surgió antes incluso de que cristalizara en los textos de LG, AG y UR. La Iglesia católica se mostró según una modalidad inédita, como communio cimentada por la presencia de la cabeza siempre influyente de Jesucristo.

•        Por primera vez en la historia los «herejes» y los «cismáticos» –es decir, los llamados «observadores»– no solo han estado presentes, sino que han podido influir de alguna manera manifestando sus opiniones.

•        «El otro» ha entrado así en nuestra casa.

Pues bien, esta aclaración sobre la esencia de los concilios y lo que ha significado el Vaticano II conlleva una decisiva consecuencia para comprender mejor en que consiste la recepción y, por tanto, para enfocar adecuadamente el conjunto de los trabajos de estas Jornadas.

Analizando lo que ha sucedido en el posconcilio no es exagerado decir que lo que ha sido transmitido, junto al corpus de los documentos conciliares, ha sido sobre todo esa vivencia. Las Iglesias locales han aprendido a «hacer concilio», sea de manera informal en el cambio estructural de su vida (en el nivel parroquial y diocesano), sea de manera formal a través de los varios sínodos o asambleas en los diversos niveles de su celebración diocesana o nacional.

Todo ello significa que el problema de la recepción del Vaticano II es primariamente el de la sinodalidad de la Iglesia toda. Podríamos decir que con diversa intensidad y, no obstante, las contradicciones y los retrasos, «el concilio se ha transmitido a sí mismo». En este sentido la nueva eclesiología no es fruto solo de la Lumen Gentium y de los otros textos eclesiológicos presentes en los diversos documentos conciliares, sino de la celebración conciliar en cuanto tal. Ello ha sido posible porque el Vaticano II ha sido una repraesentatio Ecclesiae, un hacerse presente de la comunión de la Iglesia toda, comunión obrada por el Espíritu del Resucitado.

La transmisión de esta modalidad de concilio como repraesentatio Ecclesiae ha tenido una fuerza rupturista porque no había sido experimentada durante siglos, porque sucedió a espaldas de la extrema exasperación monárquica de la estructura eclesial que se había vivido durante la llamada época «piana» (la de los papas llamados «Pío»).

La recepción del acontecimiento conciliar entendida desde esta perspectiva implica sobre todo que la Iglesia hoy no puede ser diversa, no ya y en primer lugar de lo que ha dicho el concilio Vaticano II, sino de lo que ella ha sido en concilio. Por eso el paso de la memoria del pasado a la historia, y de esta a la memoria actual es un momento crucial de su recepción.

Lo dicho hasta aquí nos conduce a plantearnos una cuestión muy discutida durante los pasados años, que consiste en si es posible calificar al Vaticano II de «acontecimiento» y qué implicaciones conlleva esta consideración.

2.       El debate en torno a lo que determina el proceso de recepción [6]

Dos posiciones en liza

La cuestión central en torno al proceso de recepción es la de si tal proceso está determinado por el acontecimiento conciliar (y su narración histórica más fiel) o debe hacerse en torno a los documentos y su interpretación, iluminada esta por su génesis.

El concilio como acontecimiento

Un grupo notable de autores considera que el criterio clave para la interpretación del Vaticano II es comprenderlo como «acontecimiento» y no solo como corpus documental.

Puesto que el Vaticano II es evidentemente un nuevo tipo de concilio, no se le hace justicia con la clásica «recepción» en el sentido de una mera aceptación de sus documentos y conclusiones. El concilio como tal en cuanto hecho de comunión, de confrontación y de intercambio, es el mensaje fundamental que constituye el núcleo de la recepción y su marco explicativo. Las decisiones conciliares, los documentos producidos han de ser interpretados a esa luz, son las piezas de un mosaico complejo y abigarrado que no pueden ser leídas correctamente más que como un conjunto. El acontecimiento es la matriz del corpus documental, de modo que los puntos cruciales de la aportación conciliar solo se comprenden desde el examen global del acontecimiento conciliar. La normatividad del concilio para nosotros ha de buscarse, por tanto, en la relación entre el corpus documental y la historia del proceso conciliar que lo desborda por todas partes.

Defensor fundamental de este criterio ha sido Giuseppe Alberigo, director de la monumental «Historia del concilio Vaticano II» [7]. En la concusión final [8] insiste en lo que ha sido idea central de muchas de sus publicaciones anteriores: la designación del concilio Vaticano II como acontecimiento es la categoría fundamental que debe utilizarse para la comprensión de este concilio y de sus conclusiones. Esta categoría ofrece la posibilidad de tener en cuenta de forma adecuada todos los actores y todas las fuentes disponibles.

Este criterio rompe con la actitud de quienes tanto insisten unilateralmente en la continuidad del Vaticano II con la tradición, sobre todo con la inmediatamente precedente. Negar que haya acontecido verdaderamente algo, procede de un prejuicio: en definitiva, la retórica de la continuidad es un fruto típico del catolicismo postridentino; esta fue la respuesta católica a los protestantes que acusaban a la Iglesia católica de haberse desviado de la tradición primitiva. Despiezar el Vaticano II en sus documentos y reducirse a una interpretación detallada de cada uno está en contradicción con su naturaleza profunda. No se puede imaginar «normalización» políticamente más hábil y más eficaz del concilio que negar su significación histórica como acontecimiento. Es enterrar el Vaticano II en la normalidad postridentina [9].

La potente repercusión del acontecimiento conciliar sobre la Iglesia y el influjo que la experiencia de la vida conciliar ha ejercido sobre todos los que tomaron parte en él son indiscutibles. Ellos configuran el contexto de los documentos aprobados, contexto del cual no se puede prescindir. Imaginarse el corpus documental separado de dicho contexto conduce a una interpretación recortada. Esto vale tanto más cuando se actualiza la naturaleza de las conclusiones de este concilio que proponen una línea de orientación y que no quisieron dar prescripciones. Su comprensión, y mucho más su recepción, solamente son posibles a la luz del hecho de que están vinculadas de una manera insuprimible como por un cordón umbilical con el concilio como acontecimiento [10].

Lo dicho hasta aquí en el presente epígrafe, exige detenernos un momento en el sentido del término «acontecimiento».

«Acontecimiento» en el lenguaje de los historiadores y de los teólogos [11]

El término acontecimiento en el lenguaje de los historiadores subraya la especificidad de aquellos sucesos históricos que «cambian» el equilibrio de los horizontes de larga duración [12]. Para el historiador despierto hay en este concilio elementos de discontinuidad evidentes, como algunos de los que antes hemos indicado.

Ahora bien, el teólogo distingue entre las formas históricas contingentes que aparentan discontinuidad y los principios fundamentales que subsisten. Esa distinción experimenta variantes: hay afirmaciones que en una época determinada son consideradas esenciales y necesarias a la fe, y en un contexto distinto y cambiado se «descubren» como secundarias.

El teólogo frente a esos datos es justo que reflexione y ayude a reflexionar sobre cómo las discontinuidades no destruyen, sino que al contrario enaltecen la fidelidad de Dios que mantiene una continuidad más profunda y radical del único sujeto Iglesia. El don de Dios se manifiesta en la historia, con sus cambios y sus alteraciones y no en contra de ellos. Comprender la continuidad de la historia de Dios a través de la historia de las grandezas y de las miserias de los humanos es tarea de los creyentes. Pero la consideración de fe profundiza y no contradice la consideración del historiador [13].

En consecuencia: ¿por qué tener miedo al análisis histórico del acontecimiento conciliar como tal, a la narración de las cosas que sucedieron en el concilio, con sus novedades que abrieron una nueva estación de la Iglesia, al igual que otros acontecimientos han abierto en el pasado nuevas estaciones? Somos capaces de contar acontecimientos lejanos. Por ejemplo: ¿quién negaría hoy el recodo gregoriano del siglo XI, subrayando su ruptura con la tradición precedente? Contar ese recodo del pasado no plantea problemas. Contar los recodos de un acontecimiento «próximo» a nuestro tiempo, hacer presente ese pasado suscita temores a cuantos prefieren olvidar.

La asimilación del acontecimiento

El impulso para la reforma –que constituía el alma del concilio– y su inserción en la vida eclesial mediante una recepción activa y creativa, era y es el desafío para la Iglesia de hoy y de mañana. Para ello la primera gran tarea es trabajar en la asimilación profunda y fiel del gran acontecimiento que fue el concilio.

El proceso de recepción del concilio no consiste en condensarlo en un pasado concluso e inmutable, sino que implica el incesante descubrimiento de riquezas antiguas y nuevas en él latentes. Por eso decimos que la base más sólida de la recepción está en un conocimiento correcto de lo que ha sido el concilio como acontecimiento en su significado de momento crucial de transición histórica.

Lo cual significa que dicho proceso ha de estar siempre guiado por una interpretación que no reduzca el mensaje conciliar solo a captar esta o aquella formulación aprobada, las aportaciones más fecundas, las líneas de fuerza del pensamiento y las indicaciones operativas que contienen los documentos, sino que reconozca la importancia global del acontecimiento, el cual comprende junto con lo anterior, experiencias y decisiones, impulsos y esperanzas. Un acontecimiento compuesto tanto de continuidad como de novedad y discontinuidad respecto del pasado, que se ha colocado en fidelidad respecto a la gran Tradición y que ha puesto en movimiento la búsqueda de nuevas expresiones de fe.

Una imagen estática del Vaticano II, como la que está implícita en los defensores a ultranza de la literalidad de sus documentos, limitarlo a texto y doctrina traiciona la esencia misma del concilio que ha querido mostrar a la Iglesia un camino hacia el futuro.

Los documentos promulgados no agotaron el dinamismo que perteneció al acontecimiento. La historia del acontecimiento nos permite conocer toda una serie de impulsos que no emergen de cada uno de los documentos aprobados, pero que se han manifestado en la vida del concilio, en su atmósfera complexiva y que no pueden ser arrancados de la imagen global del mismo.

Esto significa tomar conciencia de que un dato previo, que la Iglesia no está en condición de establecida, sino que es itinerante a través de la historia y preguntarse cómo realizar la centralidad del compromiso misionero del anuncio del evangelio, un anuncio que sabe que no es auténtico sin una confrontación leal con la persona humana y su patrimonio cultural, rico de valores e incluso de «vestigios del evangelio».

3.       La pastoralidad, principio de interpretación del acontecimiento conciliar [14]

Para precisar la profundidad teológica del «acontecimiento» que ha engendrado el corpus conciliar, hay que recurrir a un punto clave que, por ello, se convierte en su principio de interpretación: la pastoralidad.

El carácter pastoral del concilio es lo que designa mejor su identidad; el síntoma claro de un concilio nuevo y, por tanto, lo que le distingue de los concilios precedentes, aquello que representa claramente la ruptura en relación con el clima en el que se desenvolvía el catolicismo en el momento histórico de la convocatoria del concilio, el argumento que funda el conjunto de sus enseñanzas y, por consiguiente, el criterio hermenéutico por excelencia para comprender el acontecimiento mismo del concilio y no solo sus textos.

El impulso de Juan XXIII

En el debate actual sobre si la experiencia cristiana, tal como se ha ido desarrollando a lo largo de las etapas históricas, se puede interpretar adecuadamente solo en términos «doctrinales», el concilio Vaticano II ha adoptado un punto de vista nuevo que no anula la pertinencia de lo «doctrinal», pero lo engloba en una perspectiva que desde el discurso de apertura de Juan XXIII es designado con el término de «pastoralidad» [15].

Este principio de pastoralidad ha marcado efectivamente el conjunto del corpus textual. Más aun, la aclaración de este punto ilumina singularmente los azares de la recepción del concilio a lo largo de cincuenta años hasta hoy día.

El contenido del texto de ese discurso, citado en varias ocasiones por el propio papa [16] y por el mismo Concilio [17], no solo afirma por primera vez la diferencia fundamental entre el depósito de la fe, tomado como un «todo» –sin referencia a una pluralidad interna de verdades que la misma expresión ya señala–, y la forma histórica de exponer la doctrina que asume en tal o cual época; sino que insiste también, como consecuencia de esta concepción hermenéutica de la fe, en la función fundamentalmente pastoral del magisterio eclesial que consiste en velar por la «receptibilidad» o la credibilidad de lo que propone.

Tal principio fue recibido por la asamblea muy lentamente, sobre todo porque la lógica general de los Padres conciliares y de los documentos preparatorios para el concilio estaba basada sobre la distinción entre doctrina y disciplina, que era la lógica de los programas conciliares de Trento y del Vaticano I.

En qué consiste ese principio de pastoralidad según el propio Concilio [18]

Tal principio podría, siguiendo los términos del citado discurso de apertura del concilio de Juan XXIII, enunciarse así de manera sencilla: presentar la doctrina de manera que responda a las exigencias de nuestra época. No hay anuncio del evangelio sin tener en cuenta al destinatario y «eso» de lo que trata el anuncio ya está actuando en el interlocutor, de suerte que puede adherirse a ello con plena libertad.

Todo el trabajo de los Padres estaba determinado por este objetivo que marcaba la orientación del concilio y definía su programa. Esta actividad, que necesita un largo aprendizaje y muchos tanteos, requería dos lecturas simultáneas: una lectura de la situación del mundo actual, que se hacía presente en el aula conciliar a través de los obispos venidos del mundo entero, y una lectura de la Escritura, el libro de los evangelios llevado cada mañana en procesión y colocado sobre un trono, presidiendo la propia asamblea conciliar. Todo el esfuerzo del concilio Vaticano II ha sido, por tanto el de buscar un modus loquendi apropiado para permitir una presentación adecuada y adaptada del Evangelio al mundo actual, mundo en el que el Espíritu está ya actuando, anticipándose a la Iglesia.

El documento conciliar principal donde se percibe la asunción dentro de la asamblea de este principio y se explica en profundidad es la constitución dogmática Dei Verbum. Su prólogo (n.º 1) que, según explicaron los relatores es como una auténtica introducción del conjunto del corpus conciliar, sitúa todo el trabajo doctrinal del concilio de forma clara y rotunda en la línea de la escucha de la Palabra y de su proclamación según la frase de 1Jn 1, 2-3. En el último voto sobre la constitución Dei Verbum (29.10.65) el relator sitúa el lugar de este texto en toda la obra conciliar afirmando que es «el vínculo entre todas las cuestiones tratadas en el concilio. Nos sitúa en el corazón mismo del misterio de la Iglesia […]». Ya lo había anticipado la Comisión Teológica en el otoño anterior, afirmando que esta era «la primera de todas las constituciones del concilio, ya que su preámbulo las introduce a todas de una cierta manera» [19].

Más adelante (nn. 2 y 7) reconoce que la Palabra oída por los sucesores de los apóstoles no puede ser proclamada por ellos sin un acto de interpretación que tiene en cuenta la situación de los oyentes. Es decir, la relación pastoral es radicalmente histórica o cultural, siempre está situada entre quienes, tras escuchar la Palabra de Dios, la anuncian, y otros –potencialmente el mundo entero– que la reciben según un proceso ininterrumpido de recepción-tradición. Según DV 8, el esquema de comunicación propio de la Revelación implica la simetría entre todos los actores de ese proceso de evangelización y rechaza toda separación entre el Evangelio y su interpretación, de una parte, y sus portadores o intérpretes –la Iglesia–, de otra; por utilizar el leguaje de Y. Congar, entre traditum y tradentes, entre lo entregado y los entregantes.

Y en el cap. VI, el último de la Constitución DV, que se titula «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia», aparece con toda claridad su vínculo íntimo con la pastoralidad, precisamente cuando este texto orienta la tarea doctrinal hacia su interpretación para el anuncio, cuidando en particular de que el ministerio pastoral de la Palabra permanezca enraizado en «el estudio de la Escritura que ha de ser el alma de toda teología» (n.º 24). Aquí estamos en presencia de los dos niveles del principio de pastoralidad, el nivel doctrinal o de interpretación de la Escritura y su nivel de proclamación o de anuncio.

En consecuencia, el principio de pastoralidad introduce un doble diálogo en   el corpus conciliar: supone por una parte la experiencia de escucha de la novedad imprevisible del evangelio y, al mismo tiempo, una conciencia aguda de la enorme diversidad de sus destinatarios. O, explicando este doble diálogo con mayor profundidad, el principio de pastoralidad supone la experiencia de la proximidad de Dios en la Iglesia y, más allá de sus fronteras, en el mundo de este tiempo, «in mundo huius temporis (del título de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes).

Hasta aquí, un resumen de lo que puede deducirse de la DV acerca del principio de pastoralidad. Hagamos ahora una breve reflexión sobre lo dicho.

Un principio vivido en la propia asamblea

Notemos para empezar que la búsqueda de esa regulación conciliar del principio de pastoralidad que hemos visto expresarse en la Constitución DV presupone la experiencia de la escucha y del anuncio vivido por los Padres en el seno mismo del concilio, en el momento de su celebración. Ese acontecimiento de escucha o de recepción y de anuncio o de tradición del evangelio es el que el concilio quiere hacer posible en el mundo bajo sus múltiples formas, el que quiere que sea objeto de recepción.

Los documentos del corpus conciliar están de algún modo en tensión crítica entre dos polos: la Escritura (que los atraviesa de arriba abajo) y la referencia a la pluralidad de contextos culturales en un mundo en vías de globalización.

Debe, pues, quedar claro (cosa que siempre tenemos el peligro de olvidar) que el corpus conciliar, en cuanto texto regulador, está enraizado en la historia: lo indica en muchos documentos el posicionamiento positivo ante el fenómeno moderno de la conciencia personal y de la libertad, así como la sensibilización ante todos los dramas del siglo XX. Al mismo tiempo se precisa que tener en cuenta el condicionamiento histórico de los receptores proviene del discernimiento de los signos de los tiempos y de un trabajo de interpretación de los mismos que simultáneamente toca al corazón de la Revelación.

Así pues, la originalidad del corpus del Vaticano II resulta del estrecho vínculo entre dos niveles de los textos: un primer nivel regula el papel eventualmente crítico de la Escritura para con la misma tradición interpretativa de la Iglesia (es decir, en la recepción); un segundo nivel señala la disposición cultural y el enraizamiento histórico de los destinatarios del evangelio.

Una tarea solo iniciada

Sin embargo, hay que reconocer el carácter inacabado y provisional del trabajo realizado. Se constata la dificultad de los Padres para dar una formulación unificada de la complejidad histórico-cultural del mundo actual y para tratar de las muchas cuestiones planteadas al concilio. Pero también el corpus conciliar manifiesta la huella de un gigantesco proceso de aprendizaje individual y colectivo de los Padres, de una suerte de vuelta sobre sí misma de la conciencia eclesial en confrontación con la modernidad, de una verdadera «reforma» o «conversión», ciertamente inacabada, pero fundada en el Evangelio mismo.

En el seno del debate conciliar ampliamente dominado por cuestiones eclesiológicas retorna la preocupación fundamental de muchos Padres acerca del contexto histórico y cultural de los destinatarios del anuncio evangélico. Ello se manifestó sobre todo en la última sesión, especialmente durante los debates sobre la GS, cuando se percibió una complejidad que no había sido captada al comienzo del concilio. La dificultad se encontraba en cómo distinguir entre las cuestiones de contenido doctrinal y el problema de la forma de transmisión de la doctrina. En efecto, ellos descubrieron que la aceptación de la historicidad en la transmisión del anuncio produce un pluralismo que inevitablemente toca a todas las relaciones de la Iglesia católica ad extra: con las culturas, con las confesiones y religiones, es decir, en general con los destinatarios del evangelio. ¿Cómo compaginar este pluralismo con la identidad de la doctrina transmitida por la Tradición?

No son pocos los exégetas del concilio que consideran que las diferentes aproximaciones a esos problemas en los diversos documentos más bien se yuxtaponen, sin que haya articulación entre ellas. Es obvio que el concilio ha evolucionado hacia una interpretación cultural del evangelio, pero también se constata la extrema dificultad que tienen los Padres conciliares para acceder a una conciencia histórica que englobe y articule la interpretación del contexto histórico y cultural con la hermenéutica del evangelio.

Ahora bien, estos cincuenta años que hemos vivido de recepción del concilio nos llevan a la conclusión de que la apuesta que se hizo al asumir el principio de pastoralidad, las decisiones que ella implicó y el cuño que imprimió sobre el conjunto de los textos son suficientemente claras como para ser asumidas hoy y transmitidas a una nueva etapa de recepción. Lo cual supone que el conjunto de la obra conciliar se inscribe en una historia larga aun sin concluir.

En definitiva, la Iglesia nacida del concilio es una Iglesia expuesta a la historia, continuamente en búsqueda de su forma concreta. De ahí el uso, cada vez más habitual entre los eclesiólogos, de la categoría «aprendizaje»: si la Iglesia se abre a la historia, entonces se percibe a sí misma en continua renovación, en la cual todos los fieles son llamados a participar. Se puede decir que después del Vaticano II y gracias a él, ya nada es igual a lo anterior, e incluso que nada deberá quedar como antes en la actuación de la misión de la Iglesia.

Este nuevo subrayado de la «relacionalidad» del evangelio de Dios y su transmisión (parádosis) complejiza y pluraliza su presencia histórica cultural, pero le da también un último criterio de credibilidad: la coherencia evangélica entre el fondo y la forma, entre la visión y la práctica, entre aquello que es transmitido y la manera de entregarlo como presencia del Dios santo en la historia.

Este es el sentido de la pastoralidad de los documentos conciliares: la atención al destinatario del anuncio es parte del propio anuncio, el cual lleva en sí mismo la valencia salvífica a la que tiende la pastoral. Se evidencia de tal forma una apertura al cambio sin que por otra parte haya temor de que con ello se pierda el contenido del anuncio. Por tanto, no puede decirse, como lo hacen algunos, que el concilio ya ha quedado en un pasado superado. Es una fuerza renovadora de la capacidad de hacer llegar el evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. El foso entre la humanidad y la Iglesia no debe existir: la Iglesia ha de dejarse modelar por el destinatario de la misión con quien comparte su existencia.

El término de renovación, utilizado por el concilio, da a entender que existe una figura fundamental de la Iglesia que debe permanecer idéntica en todo lugar y en todo tiempo, pero que tal figura conoce aggiornamenti con vistas a la misión. Se evidencia así el problema teológico fundamental de la relación entre historia y verdad normativa.

Una nueva forma de presencia y de actuación de la Iglesia en el mundo

El concilio fue perfectamente consciente de que no solo se plantearían de inmediato nuevas cuestiones, sino de que, justo en razón del nuevo método abierto, habría que buscar y encontrar modelos nuevos y nuevas maneras de proceder.

¿En qué consiste esta transformación del «dogmatismo» de la doctrina cristiana, dándole un nuevo marco? Se trata, en primer lugar, de una lectura «sapiencial» de la historia humana, confiando en la capacidad de aprendizaje de los hombres y situando más modestamente el papel de la Iglesia en la historia, cuya autonomía es respetada. En segundo lugar, se trata de mostrar que el evangelio concierne a la persona humana entera y a su humanización, se inscribe en el momento presente de la historia y se transmite para su felicidad. Con lo cual se pasa del contenido de la doctrina a su recepción fundada sobre su fuerza de transformación espiritual.

Por consiguiente, para el concilio conservar en su integridad la Tradición cristiana no debe confundirse con un inmovilismo vuelto hacia el pasado o un desarrollo doctrinal bajo la forma de la reiteración. Se trata de una nueva forma de relacionarse con la Tradición de la Iglesia, la cual es histórica y tiene necesidad no de ser repetida, sino de ser reinterpretada pues constituye la proposición del depósito de la fe en circunstancias culturales diferentes. La Tradición es un acto de traditio-receptio en diversos contextos y en épocas distintas. La relación entre doctrina e historia –cosa que se encontraba en el núcleo de la crisis modernista a comienzos del siglo XX– es así repensada, más aún, redefinida.

Todo lo dicho nos lleva a la atención a prestar a la situación histórica y cultural de los destinatarios del evangelio. Precisamente la pastoralidad exige tomar en consideración al receptor en el momento de la elaboración del discurso, pues no hay anuncio del evangelio sin tenerle en cuenta a él. Con otras palabras: la pastoralidad inscribe el traditum en los lugares y los espacios propios de aquellos que reciben el evangelio.

Por consiguiente, la pastoralidad descentra a la Iglesia de sí misma a través de esas dos escuchas complementarias de las que hemos hablado: la escucha del evangelio y de su tradición, para reinterpretarlo y transmitirlo en un contexto cultural nuevo. Esto introduce un cambio de paradigma: se pasa del contenido de la doctrina a su recepción, basada en una atención nueva a las condiciones espirituales en las que evoluciona la humanidad y a su interpretación con vistas a una re-expresión.

La historia de este posconcilio está construida del flujo y reflujo del principio de pastoralidad. Estos cincuenta años han conocido momentos, lugares, circunstancias de adhesión a tal principio, lo cual ha conducido a nuevos aprendizajes. Y han conocido también otros programas que se han separado de ese principio.

Es verdad que la recepción del Vaticano II se ha extendido al conjunto del pueblo cristiano y ha favorecido la emergencia de una nueva imagen del catolicismo. El concilio ha tocado profundamente la vida de la Iglesia, modelando las mentalidades y las espiritualidades.

Pero al mismo tiempo se debe reconocer que dicha recepción no ha alcanzado su cumplimiento pleno y que la herencia del concilio en ciertos aspectos es frágil y está amenazada. Se trata de un hecho paradójico, pero hay que tenerlo presente cuando pasados cincuenta años queremos no ya hacer un primer balance del mismo, sino favorecer una nueva profundización de su realidad y de su enseñanza.

La entrada progresiva en el proceso histórico de gran aliento de la recepción de este concilio, proceso consistente en insertarse en todas las culturas del mundo, ha provocado fuertes resistencias y reacciones en la Iglesia. Ella está viviendo un parto doloroso que estamos aún lejos de haber completado. Está muy vivo el sentimiento de que tal renovación no puede realizarse sin una conversión en profundidad.

La recepción del concilio debe continuar porque nada está nunca totalmente adquirido, a pesar de las declaraciones que consideran ciertas costumbres o prácticas como irreversibles. La recepción del Vaticano II no afecta solo a algunas personas, sino que interesa a toda la Iglesia, al entero pueblo de Dios; y concierne tanto a las espiritualidades como a las normativas, tanto a las instituciones como a las prácticas de piedad, tanto a los discursos teológicos como al derecho, en resumen, a todo lo que se pretendía renovar en profundidad con el concilio. En ello está hoy en juego el futuro próximo de la Iglesia.

Los destinatarios actuales del concilio hemos de preguntarnos si estamos dispuestos a adherirnos al principio de pastoralidad y a hacer los aprendizajes que le están vinculados, o preferimos los otros programas.

Considerado de esta manera, el concilio Vaticano II no puede ser entendido sólo como un cuerpo cerrado, un conjunto de conclusiones sobre las que se puede en adelante descansar, enseñanzas que se repiten y transmiten, enunciados que se comentan sin fin. Lo que el Vaticano II transmite a la Iglesia es una práctica de acogida, de escucha y de lectura de la Escritura y una práctica de lectura de la vida del mundo. La enseñanza principal que nos entrega a través del acontecimiento y su gesto es la de indicarnos cómo pensar evangélicamente las cuestiones actuales de la familia humana y cómo hablar cristianamente en el mundo. Ahí radica todo el trabajo y toda la labor de los Padres conciliares y es eso lo que se nos da en los textos conciliares, lo que ha pasado al concilio expresándose en su producción o en sus textos.

En la estela del concilio, la Iglesia, a través de todos sus miembros, debe desarrollar las competencias necesarias para leer a la vez la Escritura y el mundo en el que vivimos, lectura conjunta y no paralela, y, a partir de ahí, «atreverse a decir una palabra en el mundo».

La travesía de este concilio ha sido para la Iglesia, podríamos decir, un modo de aprender a hablar, un aprendizaje. Este aprendizaje fundamental de la lectura conjunta del Evangelio y del mundo actual realizado en el concilio no parece todavía realmente asimilado en la vida de la Iglesia, y, en este sentido, nos queda mucho por recibir y el concilio está lejos de haber dado todos sus frutos. Se trata, sin embargo, en este caso, de algo más que una enseñanza entre otras puesto que nos enfrentamos aquí al principio que sostiene el conjunto de la obra conciliar.

El concilio Vaticano II enseña a la Iglesia no sólo a leer, le enseña igualmente a hablar, y a hablar cristianamente, a hablar igualmente para ser comprendida por nuestros contemporáneos y en todas las culturas, a hablar evangélicamente en un mundo pluralista, a hablar a creyentes y no creyentes, a ateos y a personas religiosas.

Joaquín Perea González en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.     Esta expresión está tomada de A. Melloni en FATTORI, M. y MELLONI, A. (dir.) (1997), pp. 51-62.

2.     Cf. ANGELLINI, G. (2008), pp. 297-303.

3.     RUGGIERI, G. (2007), pp. 381-406 (393) da una lista amplia y concreta de concilios entendidos de esa manera.

4.     AAS 54 (1962) 786: Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 578-590 (Gaudet Mater Ecclesia, n.º 5).

5.     RUGGIERI, G. (2006a), pp. 365-392.

6.     KLEIN, N. (2009), pp. 261-263.

7.     ALBERIGO, G. (ed.) (1997-2008).

8.     ALBERIGO, G. (ed.) (2008), pp. 509-569 (568-569).

9.     Ibíd., p. 569.

10.     Como una prueba ex negativo de esta afirmación Alberigo recuerda que la primera sesión del concilio terminó sin aparentes resultados, sin que se firmara ningún documento. Pero ese periodo fue una ruptura, un «momento mágico» que puso la base decisiva de los resultados, éxitos y fracasos de los tres periodos posteriores.

11.     RUGGIERI, G. (2007), pp. 381-406 (388).

12.     Cf.  FOUILLOUX, E. (1997), pp. 51-62; HÜNERMANN, P. (1997), pp. 63-92; KOMON-CHAK, J. A. (1997), pp. 417-439.

13.     Una consideración teológica perspicua de la historia del concilio en esa línea es la que ofrece LASH, N. (2005), pp. 14-19.

14.     THEOBALD, CH. (2013), pp. 481-517.

15.     «Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado. Hay que darle mucha importancia a la elaboración de ese modo de exponerlas y trabajar pacientemente si fuera necesario. Hay que presentar un modo de exponer las cosas que esté más de acuerdo con el Magisterio que tiene, sobre todo, un carácter pastoral.» AAS 54 (1962) 786: Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 578-590 (Gaudet Mater Ecclesia, n.º 14).

16.     Véase, por ejemplo, la respuesta de Juan XXIII a la felicitación navideña del Sacro Colegio del 23 de diciembre de 1962.

17.     Cf. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Decreto Unitatis Redintegratio, 6.

18.     ROUTHIER, G. (2010), pp. 525-537.

19.     Cf THEOBALD, CH. (2002a), pp. 341.

José María Barrio Maestre

1.       Laicismo y secularidad

En su más amplia acepción, cultura es el universo de realizaciones humanas que contribuyen a perfeccionar la creación –el hábitat humano y el propio habitante–, todo lo que el hombre hace consigo mismo y con el mundo que recibió en herencia del Creador, y también lo que sabe y dice sobre ambas cosas, el universo de representaciones que le sirven para hacerse cargo, cognoscitiva y dominativamente, de la realidad que lo rodea y de sí mismo en relación con ella. Cultura es cultivo de ambas cosas, la tarea de hacerlas crecer y el rendimiento de esa tarea (ergon); la acción inmanente de crecer y el efecto o resultado de esa acción, el crecimiento, que en cierto modo la trasciende (esto último es lo que Hegel llamaba “espíritu objetivo” o “fuera de sí”). En otras palabras, cultura es el horizonte de realidad que el hombre hace surgir con su trabajo entendido como prolongación y acabado de la tarea creadora de Dios [1].

Pues bien, así como la natura se prolonga en cultura, la fe está llamada a crecer y ensancharse en la vida de cada cristiano. Su nacedero es la pila bautismal, que lo incorpora a la Iglesia, y el aliento que generalmente recibe en el entorno inicial de una familia que quiere ser “iglesia doméstica” [2]. Desde ahí, y con la ayuda de otros nutrientes –la oración y los sacramentos de la vida cristiana–, la fe pide extenderse a todas las etapas del devenir biográfico. Mas también está llamada a expandirse y expresarse en todos los aspectos, facetas y dimensiones de la vida, transversal y longitudinalmente. La Iglesia pide al cristiano que viva su vocación bautismal en todos los avatares de la existencia cotidiana, no solo en el espacio y el tiempo sagrado, el domingo en el templo.

Los cristianos corrientes saben que su tarea no consiste en sacralizar lo profano, y que tampoco es necesario cancelar la legítima autonomía de las realidades temporales para llevar a cabo la consecratio mundi [3]. Por el contrario, han de cultivar a fondo todo lo humano respetando y contando con sus legalidades propias, pero a la vez devolviéndole su verdadero rostro. Purificándolas en lo posible, se trata de volver a hacer legible en todas las realidades creadas su consistencia más genuina, que no es otra que su ser-criatura, y por tanto reactivar la capacidad que todas ellas tienen de atraer atención y admiración para redirigirla a su verdadera fuente.

Eso no se logra aspergiendo agua bendita por doquier, o convirtiendo todas las tribunas en púlpitos. El obispo tiene su cátedra en la catedral, y lo que hace desde ahí, con ayuda de su presbiterio, es garantizar que todos los fieles de su grey reciban el alimento que necesitan para llevar a Cristo más allá de los muros del templo, a la plaza, a los terrados, a todas las demás tribunas y cátedras que puedan ocupar en buena ley, porque se lo han ganado honradamente, es decir, porque ellos, en virtud del sacerdocio real, y en forma distinta a la de los ministros consagrados, también “impersonan” a Cristo en sus vidas, y por eso le hacen presente en la discusión, en los diversos foros de la conversación y de la decisión humana sobre los temas más variados, donde sin duda desea estar e intervenir porque le importa lo nuestro.

Esta no es la acepción originaria con la que la Teología pastoral acuñó el término inculturación de la fe, pero es la descripción de uno de los sentidos indudablemente connotados en él [4]. El significado connotativo de esta noción pone nerviosos a los laicistas, que de manera enteramente impropia se arrogan la condición de “laicos” –tal como suelen emplear esa expresión los italianos–, y que desean recluir la fe en los templos y retirar cualquier referencia a ella de los espacios civiles. Indudablemente, la vida cristiana tiene un topos peculiar en la Iglesia, asamblea de comunión, y también un lugar destacado en la intimidad de la conciencia personal y en la intimidad familiar. Pero desde el comienzo de la historia cristiana, los seguidores de Jesucristo nunca han necesitado guetos o reductos exclusivos para ellos.

Por otro lado, es un hecho históricamente inesquivable que tan solo el cristianismo abastece los elementos conceptuales necesarios para llegar a comprender el significado de un Estado laico, no confesional. En su historia bimilenaria, y tras haber superado etapas de incertidumbre, en los ámbitos culturalmente fecundados por el cristianismo se ha llegado a establecer con toda nitidez algo que la conciencia cristiana siempre supo, y que llevó a la mayor parte de los cristianos –pese a circunstancias a menudo proclives a favorecerlos– a albergar reparos frente a los regímenes teocráticos. Es lógico en quien ha escuchado y meditado las palabras de Cristo: “Dad al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21), o “mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36). Pero también por la íntima persuasión de que rendir culto a Dios, que es la respuesta espontánea al saberse criatura, es un impulso que tiene lugar primariamente en el espacio de la conciencia personal, en forma de actos que no pueden ser forzados –ni tampoco impedidos– desde fuera. El culto público solo es real si es una prolongación y manifestación ad extra de ese movimiento íntimo del corazón del hombre hacia Dios. Y ahí es donde el hombre puede saberse y obrar con plena libertad.

Quien adora a Dios sabe que no ha de postrarse ante los poderes, honores o riquezas del mundo. No los desprecia, pero tampoco los idolatra. No vive sumiso a ellos. En cambio, quienes no se postran ante Dios suelen vivir entregados –a menudo totalmente genuflexos– a ídolos sucedáneos: el vientre, el sexo o el dinero. Frente al mantra que ha venido repitiendo buena parte del pensamiento europeo contemporáneo, lo que en realidad aliena al hombre es la idolatría, no rendir a Dios el culto debido, que es lo que le libera de la estupidez. Todos los que alguna vez se han arrodillado ante Dios saben bien lo que expresó poéticamente santa Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta”, e igualmente saben que la suma de Dios y de todos los bienes de este mundo juntos no es una magnitud mayor que “solo Dios”.

2.       Los nuevos areópagos

El laicismo no entiende algo que es característico de cualquier fe religiosa, y específicamente de la cristiana, a saber, que quienes la tienen no se lo pueden callar. La fe revienta si no es profesada. Exige ser “proferida”, declarada, por supuesto con obras, pero también con palabras. Y reprimir esa profesión es forzar una especie de “silencio sobre lo esencial” (Guitton, 1988). Constituye, además, una violencia completamente injusta, contraria al derecho humano más elemental.

¿En qué forma interviene la fe cristiana en los más variados asuntos que comparecen en los foros de la conversación y la decisión humana? ¿Irrumpiendo como elefante en cacharrería? ¿Desviando los temas de la conversación? No. Pero sí mostrando que no son ajenos a los planes de Dios. Los temas y problemas que constituyen el argumento de la conversación humana tienen gramáticas y protocolos propios, pero no completamente independientes de la forma en que Dios los ve y que nos ha manifestado en las obras y palabras de Cristo. Afirma san Pablo: “Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios” (1Co 3, 23).

Inculturación de la fe significa mirar al hombre y las cosas humanas con la nueva perspectiva que Dios nos ha ofrecido en la humanidad de Cristo. Padeciendo, muriendo en la Cruz y resucitando, Cristo ha devuelto a la creación su rostro más genuino, pre-lapsario (el que tenía antes del lapsus de Adán). A la luz de la redención cobra su relieve más realista, se ve cómo la ve Dios, que es quien le dio la existencia y, por tanto, quien la ve mejor que nadie. Pero hasta el final del tiempo será necesario purificar la mirada. El pecado y la muerte han sido vencidos, pero las reliquias del pecado –la propensión al mal, la cizaña– aún conviven con la creación renacida y la humanidad redimida. Ese período –el tiempo de la Iglesia– es una permanente llamada a la purificación, a una espera, activa, de que todo lo creado recobre su verdadero contorno. San Pablo define la fe como “sustancia de las cosas que esperamos, conocimiento de lo que [aún] no es patente” (sperandarum rerum substantia, argumentum non apparentum) (Hb 11, 1). La fe manifiesta la capacidad que todas las realidades creadas tienen de mostrar la gloria del Creador, por deberle a Él su ser [5]. Aunada con la esperanza y la caridad, la fe hace más nítida y limpia la mirada. Y la creación, dice también San Pablo, “aguarda ansiosamente [como con dolores de parto] la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8, 19).

La fe puede ser expresada de muchas maneras. Puede decirse con fórmulas dogmáticas, i.e. proposiciones susceptibles de ser verdaderas o falsas que recogen enseñanzas –es eso lo que significa la palabra dogma, en griego, o en latín doctrina [6]–, pero también puede ser declarada en fórmulas kerigmáticas, es decir, en forma de anuncio: tal es el significado, en griego, de la palabra evangelio, ‘buena noticia’. Dios ha venido al mundo, se ha hecho uno de nosotros; Jesús es el Emmanuel [‘Dios con nosotros’]; Jesús es el Ungido de Dios, el cristo, el Mesías anunciado por los profetas… Son todas ellas expresiones del kerigma, del mensaje cristiano, que verbalizan esa fe esperanzada a la que se refiere la definición de Hb 11, 1.

Podría decirse que la inculturación de la fe tiene estos dos desafíos:

• hacerla converger con la razón científica y filosófica, para lo cual ante todo es necesario mostrar que, aun desde otras bases y con métodos propios –distintos de los de la ciencia–, también es una forma de racionalidad humana, un modo de conocer (Barrio, 2013), y

• evidenciar cómo la fe sale al paso de las inquietudes, anhelos y esperanzas más profundos del corazón humano.

Desde su comienzo, la Iglesia ha hecho un esfuerzo importante por cultivar el diálogo con el pensamiento filosófico, por hacer legible la enseñanza cristiana para la mentalidad de gentes generalmente cultas, como era habitual entre los griegos del siglo I. En efecto, a la vez que a los judíos de la estirpe de Abraham –el pueblo de la primera Alianza–, el Evangelio se dirigió desde el principio a los paganos de la Hélade. Y desde el minuto inicial del cristianismo, la missio ad gentes forma parte estructural del ser de la Iglesia. En la senda de Pablo, que la comenzó, encontramos a Tertuliano, Justino y los primeros Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, que hicieron un esfuerzo imponente por mostrar la racionalidad y razonabilidad de la fe con argumentos –de credibilidad y de credentidad– que teólogos y filósofos han homologado, con más o menos fortuna, en los foros del debate filosófico. Los papas Wojtyla y Ratzinger han ensalzado ese esfuerzo de los primeros doctores cristianos, proponiéndolo como ejemplo para los cristianos de la hora presente, llamados a llevar a cabo una nueva evangelización. Aunque tampoco escaso, no puede decirse que haya sido paralelo el esfuerzo de inculturación en el segundo frente al que me he referido, concretamente en otros ámbitos de la discusión humana como son las cuestiones políticas, económicas, artísticas, o los grandes debates culturales de nuestro tiempo como, por ejemplo, la sociedad del conocimiento, la globalización, el papel de la mujer en el mundo de hoy, la infancia, la ecología, los medios de comunicación social, etc. La Iglesia no suele hablar de estos temas como lo hace el Papa cuando habla de asuntos relativos a la fe y las costumbres. Lo que ha dicho, tan solo con la pretensión de fijar algunos criterios muy generales, es lo que recoge el denominado “magisterio social”. En todo caso, lo que sí hace la Iglesia, sobre todo en el concilio Vaticano II y a partir de él, es impulsar a los cristianos a que participen en esos debates con voz propia. Naturalmente, esa voz es la propia de un católico, pero en ningún caso es “la voz católica”, sino la de cada persona cristiana que se ha formado un criterio propio sobre esas cuestiones, yendo a las fuentes que ha considerado oportuno acudir, entre las cuales tampoco faltará haber escuchado lo que la Iglesia católica ha dicho sobre ellas.

San Juan Pablo II acuñó la expresión nuevos areópagos para referirse a esos debates culturales contemporáneos. El areópago de Atenas era, como el foro romano, el lugar donde se reunían los ciudadanos para discutir sobre las cuestiones civiles, las que nos afectan a todos a título de cives, ciudadano, miembro de la civitas o polis. La condición de ciudadano incluye el derecho a intervenir en la conversación civil –es decir, sobre la cosa pública (de re publica)–, pero igualmente entraña la obligación de formarse una opinión digna de hacerse valer en ese foro, por tanto que cuente con argumentos capaces de resistir el contraste con alternativas serias. Desde luego, la vocación bautismal de todo fiel laico le exige ejercer a fondo su condición civil, todos los derechos y deberes propios de su pertenencia a la ciudad de los hombres.

La impresión que hoy muchos tienen en Europa es la de una práctica ausencia de la fe cristiana en esos foros. A menudo, incluso, cuando comparece en los grandes circuitos de la difusión cultural, es tan solo para ser denigrada. Esta situación no responde única ni principalmente a que quienes están ahí con más autoridad –aparente o real–, o quienes detentan el control de esos circuitos, estén convencidos de que el espacio público es predio exclusivo de ateos o agnósticos. Creo que ante todo se debe a que muchos cristianos laicos no hacen un esfuerzo suficiente –a la altura de su condición ciudadana– por estar presentes en esos areópagos con voz propia, que es lo que cabría esperar de un ciudadano adulto, o bien a que entienden que tener ahí una voz autorizada –que se haga escuchar a base de argumentos de peso– consiste en apelar a la autoridad eclesiástica o invocar una especial misión canónica. Creo que es un error. Un cristiano laico no cuenta con un impulso más fuerte para intervenir en el foro que el que se desprende de la vocación y “misión” bautismal [7], y ninguna otra autoridad externa puede avalar la postura ahí expuesta y defendida que la que se deriva del estudio serio y del interés cívico que le es propio a título de compartir la vida con sus conciudadanos. Habitar la “ciudad celeste”, por decirlo con los términos agustinianos, en nada le alivia la carga –y también la honra– de compartir la ciudad temporal y sus cuidados [8].

Me parece que la tarea de inculturar la fe tiene ante sí estos dos frentes, sobre todo en Europa: por un lado, el ostracismo al que desean someterla los que detentan el poder cultural, y por otro la pereza mental, que puede tentar a cualquiera, incluidos los cristianos, bien que tengan motivos mucho más fuertes que los no cristianos para resistir esa tentación. Ambas son las dos caras del problema.

1)       Por una parte, es innegable que hay personas que entienden que los católicos son ciudadanos “de segunda”. Las razones por las que llegan a esa conclusión pueden parecer más o menos intuitivas, pero de hecho no son nada simples, aunque ahora es imposible abordarlas ni siquiera panorámicamente. El caso es que estas personas ven que del llamado “espacio público” debe desaparecer cualquier referencia religiosa. Es una forma muy singular de concebir lo público, proclamar el agnosticismo como el supuesto que habría de suscribir, al menos metodológicamente, todo el que desee participar en cualquier debate de altura, la tarjeta de visita para ingresar en los salones de la cultura, el peaje que hay que abonar para que le pongan a uno medallas, o como un espacio donde podemos encontrarnos todos a la hora de debatir, por ejemplo, acerca de los valores de la buena ciudadanía democrática. Es injusto este planteamiento porque los cristianos no estamos en ese espacio –el agnosticismo– pero sí pagamos nuestros impuestos.

2)       Ahora bien, por otra parte, es indudable que a los cristianos nos falta un hervor en eso de estar presentes en los nuevos areópagos, y no como el convidado de piedra, sino con voz propia y consistente.

• Voz propia –insisto, porque es el punto clave de mi propuesta–: la voz de Fulanito o de Menganita, que no son la “voz de su amo”. Hablan en nombre propio, no del Obispo (el cual, naturalmente, también tiene su voz propia, y el propio derecho civil y democrático que cualquier otro ciudadano para registrarla en el foro público).

• Voz consistente: la de alguien que sabe del tema porque lo ha estudiado. Desde luego, no todos tenemos una voz consistente acerca de todos los temas que se debaten en el foro. Pero en aquello en lo que uno se ha centrado, por las razones que sean, su esfuerzo le faculta –y su estudio le suministra la autoridad– para hablar, él, en forma tal que se haga merecedor de ser escuchado.

Como es lógico, no se trata de que todos tengan opinión fundada sobre todo. Pero sí se trata de tener amplitud de miras. Se puede ser alguien experto, competente, tan solo en alguna/s materia/s, aquella/s de la/s que cada uno se ocupa por oficio o profesión, y/o, en su caso, alguna/s también por afición. E igualmente cabe cultivar todo lo que se pueda de acuerdo con las personales circunstancias de cada quien, interés y atención a lo que quepa abarcar de los asuntos del debate contemporáneo. Cultura profesional y cultura general, en fin, le son muy necesarias a quien desee ejercer de forma consciente y adulta su ser ciudadano, y con más razón aún a un laico para vivir a fondo su vocación cristiana.

Esa voz propia y consistente es la de un cristiano –eso somos, los que lo somos– pero no es, strictissimo sensu, “la” voz cristiana: es mi voz, que es la de un cristiano que trata de ser consciente del pleno significado de la vocación bautismal. Tal vez lo que propongo se aclare mejor con algún ejemplo.

• La Iglesia puede y debe recordar el derecho que tienen los padres a educar a sus hijos de acuerdo con el criterio que les parezca oportuno. Se trata de un derecho -deber que los asiste- afecta en forma primaria, anterior a los derechos-deberes que en esa materia tienen el Estado –que también tiene los suyos–, e incluso la propia Iglesia en el caso de las familias católicas. Eso quiere decir que los padres no pueden delegar los suyos en esas instancias, aunque para ejercerlos bien puedan pedir ayuda –subsidio, no suplantación– a esas otras agencias. De cualquier modo, convalidar ese derecho-deber es tarea ante todo del ciudadano que es titular primario de él, no tanto del Obispo como de los padres, que lo esgrimen en nombre propio y de sus hijos.

• Otro ejemplo. La Iglesia puede y debe recordar el valor intangible de toda vida humana, desde su comienzo hasta su final biológico natural. Pero cuando un parlamentario cristiano reclama respeto a la vida no es un concilio ecuménico el que habla por su boca, sino él, que dice lo que le parece, después de haberse tomado la molestia de formarse criterio sobre el particular teniendo en cuenta, por este orden, lo que dice la biología, la antropología, el Derecho y, en fin, sus convicciones religiosas que, así como su adscripción futbolística, si le gusta el fútbol, puede legítimamente tener, como cualquier otro ciudadano puede tener otras, las suyas. Si es un parlamentario y habla, no en una asamblea parroquial sino en un parlamento democrático, el orden es ese. Es incomprensible la timidez con la que algunos exponen objeciones frente a las leyes abortistas. A título de cristiano, un cristiano tan solo cuenta con una o dos razones más para oponerse al aborto provocado… además de otras aproximadamente cincuenta que puede esgrimir ante cualquiera, con la razonable pretensión de que sean entendidas, aunque quizá no siempre compartidas.

• Un último ejemplo. Está muy bien que el Papa tenga un legado, o varios, en asambleas internacionales del tipo de Naciones Unidas, u otras agencias parecidas o dependientes. Pero para que en esos foros la voz del Papa no clame en el desierto, y para que la presencia ahí de un legado pontificio sea algo más que hacer “de florero”, hace falta que esa voz entre en resonancia con otras que no son la del Papa, sino la de ciudadanos conscientes, directa o indirectamente concernidos por las deliberaciones y decisiones que ahí se toman, y que hayan madurado un criterio macizo, consistente, sobre los asuntos en debate, y por tanto también solvente y confiable para quienes no comparten sus convicciones en otros campos, por ejemplo el religioso.

Si no se entiende bien esto –en el fondo, el significado de la secularidad como marco propio de la vocación bautismal del fiel laico, es decir, de la inmensa mayoría de los bautizados–, entonces cualquier tentativa de ejercer sus derechos-deberes civiles será vista, cuando la iniciativa procede de un cristiano, como una táctica de penetración en un territorio que no es el suyo, provocándose así las lógicas suspicacias frente al foráneo intruso.

Ahora bien, un cristiano laico no tiene que colonizar ningún foro cultural o civil como quien rapiña la finca ajena. Él no se injerta como un extraño: no es un marciano o un aerolito que desciende de no se sabe qué Olimpo. Está plantado ahí desde siempre, en su patria o suelo propio, y está en su sitio, en un terreno que ciertamente comparte con sus conciudadanos, pero que lo comparte con ellos como algo propio, nuestro. No es contradictorio esto si se entiende que “público” no significa lo que no es de nadie, sino precisamente lo que es de todos, del “pueblo” (en griego, laos: esta es la etimología de la palabra laico).

Me parece que después del último concilio la cristiandad ha ido tomando creciente conciencia de un significado algo más preciso en el que habrían de entenderse los “derechos de la Verdad”. En sentido estrictamente civil, titular de derechos es la persona, no la Verdad. (La persona sí que puede tener derecho a la verdad: a buscarla libremente, a profesarla, o a que se la cuenten). Y ciertamente cada persona tiene el derecho a hacer valer con medios legítimos lo que considera verdadero, bueno, justo. En el foro público un cristiano –por cierto, como cualquiera que, aun no siendo cristiano, sea un ciudadano responsable– tratará de normalizar lo que en conciencia le parezca válido. Desde luego, un cristiano tiene por verdaderas, buenas y rectas unas pocas cosas que Dios nos ha señalado que lo son, y por tanto no las ve tan solo como opinión sino como verdad [9]. En ningún caso como “su” verdad. Lo que es, posesivamente, mío o tuyo, es la opinión, y toda opinión es una pretensión de verdad, pero esa pretensión puede o no cumplirse en lo que pretende –ser verdadera–, y de ningún modo se cumplirá por ser mía o tuya, sino por otras razones, que son las que interesa que aparezcan en el foro, no tanto los dorsales o etiquetas que cada interlocutor exhibe. Los sentimientos e idiosincrasias legítimas de cada cual son personales e intransferibles, pero las razones son compartibles con otros animales racionales.

Si un cristiano aduce un argumento en el foro, es porque le convence su verdad. En eso no se distingue de cualquier otro ciudadano. Sabe con plena certeza –no simplemente opina– que hay cosas que son verdaderas, buenas y justas con total independencia de que él lo diga. Está íntimamente persuadido de que la verdad es la que es, la diga Agamenón o su porquero. En esto tampoco se distingue de sus conciudadanos no cristianos, a no ser que sean filósofos, que somos un gremio un poco peculiar. En fin, piensa, incluso, que, si algo es verdad, lo seguiría siendo aun cuando él dijese lo contrario. Igualmente, nada del otro mundo… Pero hay algo que sí le distingue, y es pensar que hay cosas que son verdaderas, buenas o justas, y lo son porque así nos lo ha señalado Dios, el único que puede decir, con verdad: Yo soy la Verdad. Y quien nos ha dicho eso no puede engañarse ni engañarnos. Ahora bien, aun sabiendo esto, tampoco engaña un cristiano cuando en el foro civil muestra lo que sabe que es verdad no como el oráculo del profeta sino como algo que él tiene por verdadero, puesto que en eso no se distingue de cualquier otro animal racional que, si usa la razón como es debido, se da cuenta de que la verdad no es propiedad exclusiva de nadie.

En otros términos, no falta a los derechos de la Verdad –de la Verdad que tiene nombre de Persona– el cristiano que, en nombre propio, tiene la justa pretensión de sancionarla con la autoridad intelectual y cultural que haya podido acopiar con su esfuerzo y estudio, es decir, con los medios de los que dispone él (y sin duda tiene motivos sobrados para tratar de disponer de los mejores). No juega con cartas marcadas cuando la expone en leal competencia con otras propuestas que tengan la misma pretensión de verdad que la suya, pero igualmente la honradez de someterse al metro de la razón, y de ceder el puesto preferente a la que cuente con mejores argumentos. Jamás un cristiano puede tener miedo a exponer lo que como cristiano sabe en un diálogo serio, no trucado, por tanto “exponiéndolo” frente a quien propone lo contrario.

En esto de dejarse medir por la verdad nadie debería aventajar a los cristianos, que se hacen más creíbles y solventes en el foro cuando se les ve dispuestos a reconocerla, venga de donde venga. Ninguna verdad puede contradecir la Verdad que a ellos se les ha revelado en Jesucristo, y, a la inversa, cualquier verdad parcial que ellos están dispuestos a reconocer también puede ayudarlos a ver mejor la Verdad, de forma más completa. Si de alguien puede esperarse razonablemente una actitud de agradecida docilidad –disposición a aprender–, es de un cristiano en el foro.

Me parece que no hay, en definitiva, ningún modo de respetar los derechos de la Verdad que no sea acoger cualquier tentativa legítima de encontrarla. Creo que debe ser así, y de hecho hoy no puede ser de otro modo, gracias a Dios.

Un cristiano puede sentir cierta desazón al tener que presentar lo que él sabe que es verdad con medios muy frágiles, incluso alguna sensación de bochorno al hacerlo entrar en “competencia” con otras propuestas aparentemente más convincentes, y a menudo expuestas con altavoces más contundentes y sonoros que su propia voz. Pero sabe que la Providencia cuenta con la suya, la que tiene, para hacerse oír. Normalmente la Verdad se ha abierto camino en la historia con medios modestos, desde luego enteramente desproporcionados.

* * *

La noción de la secularidad cristiana merece un capítulo específico en el marco conceptual de la inculturación. El fundador del Opus Dei, s. Josemaría Escrivá –a quien debo la inspiración fundamental de la reflexión que expongo aquí–, ha sido tal vez, entre los maestros modernos de vida cristiana, quien ha contribuido a perfilar más nítidamente esa noción [10]. En tono familiar, y tratando de nutrir la reflexión orante del cristiano, afirma lo siguiente acerca de la actitud que debe tener ante los debates culturales:

Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:

•        amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;

•        afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...;

•        una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;

•        y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida [11].

3.       ¿Existe algo parecido a una cultura cristiana?

El secularismo es una fiebre que, como toda enfermedad, solo puede acontecerle a un cuerpo que tiende naturalmente a estar sano. Lumen gentium y Gaudium et spes han de ser pensadas a fondo. Sería presuntuoso por mi parte afirmar que no lo han sido ya, pero creo que hay que profundizar más en esos textos. La Encarnación del Verbo en Jesucristo significa un entrañamiento de Dios en la historia humana, de la eternidad en el tiempo –el siglo– que tiene esas dos dimensiones distintas pero inseparables: 1) que el hombre está invitado a esperar proyectándose más allá del tiempo y de la historia, y 2) que tiene que aprovechar ese tiempo de espera, afanarse en él y meter la cabeza. La Iglesia necesita tanto del testimonio de los religiosos consagrados, cuya vocación específica es recordar el sentido escatológico de la existencia cristiana, como del testimonio de los laicos, cualquiera que sea su estado de vida en el mundo –célibes o casados–, que, desde dentro de las realidades temporales e históricas, tratan de devolverles su fisonomía prelapsaria.

El divorcio entre fe y vida, que con cierto punto de amargura deploraba s. Pablo VI, y que el último concilio denuncia como uno de los peores males de nuestro tiempo [12], tiene un trasunto muy particular en el divorcio entre fe y cultura. Ante él cobra especial relieve la llamada de atención de s. Juan Pablo II: “Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada y no fielmente vivida” [13]. Esta sugestiva advertencia apela al sentido de responsabilidad de los cristianos, en especial de los laicos. La envergadura del empeño que tenemos por delante, y más en la coyuntura de profunda crisis cultural que vive Europa, no es en ningún caso una razón para el pesimismo. El Papa Francisco lo ha dejado bien claro [14]. Pero sí ha de ser un acicate para vencer la pereza mental.

Hay que ser conscientes de que el mencionado divorcio es un riesgo frente al cual los cristianos somos más vulnerables que otros creyentes monoteístas, precisamente por el énfasis que ha de poner el cristianismo en respetar la autonomía y leyes propias de lo humano [15].

Los musulmanes moderados –los culturalmente más aseados– tienen mucho en común con nosotros. En efecto, compartir el monoteísmo de raíz semítica no es poca cosa. Pero hay una diferencia fundamental. Un buen musulmán encuentra en el Corán un código bastante completo de lo que debe ser y hacer. Como es sabido, algunas suras desmienten lo que dicen otras y suscitan discusiones –no muchas– entre los maestros del islam, que las interpretan de forma variada. Pero en general un musulmán no tiene que pensar demasiado en qué significa ser un buen musulmán. En su libro se hallan indicaciones precisas, no solo acerca de cómo tiene que rezar o qué ha de hacer para cumplir con el ramadán, sino también sobre cómo debe tratar a su mujer, a sus huéspedes, qué precio debe pagar en el mercado por cada producto, qué debe comer y qué no. Un musulmán encuentra en su libro sagrado una descripción muy aproximada de todas las situaciones de su vida, y un manual preciso de cómo conducirse en cada una. Quizá en formas más rudimentarias unas o más elaboradas otras, pero hay ahí un derecho penal, un derecho civil, un derecho mercantil… Incluso una teoría del arte que, por ejemplo, prohíbe la representación iconográfica del profeta.

En el cristianismo no pasa esto. Un cristiano no lo tiene tan sencillo. En los Evangelios lee la vida de Jesús, sus hechos y palabras; también puede sorprender entre líneas, si lee con atención, algunos rasgos de su carácter y personalidad humana. Todo eso es sumamente significativo para él, arroja una potentísima luz capaz de iluminar todas las circunstancias y trances de su vida, pero no le resuelve por completo el vivirla él como cristiano. El rostro de Jesús que descubrimos en los Libros sagrados aparece parcialmente imitado en todas las multiformes maneras que vemos en los santos. Pero cada cristiano, en función de su vocación bautismal, está llamado a enriquecer el santoral con una aportación personalísima, la suya. El modelo es Cristo –se nos ha dicho– y el modelador el Espíritu Santo, más la pasta humana en que se ha de plasmar es muy variada, y cambia bastante con los tiempos históricos y los espacios culturales y geográficos. La Iglesia nos propone en el calendario litúrgico una amplísima gama de ejemplos de vida cristiana, a menudo de personas que tan solo al final de su trayectoria han llegado a parecerse mucho a Jesús, tras itinerarios biográficos complejos, plagados de idas y venidas, de altibajos. (La Iglesia es muy buena pedagoga porque sabe poner ejemplos, variadísimos entre sí, de imitar la Humanidad santísima de Cristo, y la buena pedagogía consiste en poner buenos ejemplos, varios y variados, para que cada alumno encuentre el que mejor le sirve).

Pero en todo caso la eficacia de un buen ejemplo –un ejemplo pedagógico– es la de una imagen que nos invita a trascenderla, a traspasarla y traducirla. El proceso de traducir es delicado y complejo. No se trata de un mero y mecánico aplicar el manual, sino de abrir bien los ojos, captar las singularidades. Para vivir personalmente su ser cristiano hic et nunc, ‘aquí y ahora’, en el espacio cultural y en el tiempo histórico, un cristiano necesita abrir el Evangelio, pero eso no basta. Vocación cristiana significa, sí, llamada a la santidad, a imitar a Jesucristo, a hacerlo presente en todos los momentos y circunstancias de la vida, dándoles así toda su intensidad y dimensión. Mas esto implica eo ipso “inventar”, encontrar, descubrir qué le pide Dios a cada uno en cada circunstancia. Eso no está en ningún manual, aunque tampoco un cristiano puede llegar a verlo si no atiende la voz de Dios, que suena en la Escritura y resuena en la intimidad de la conciencia.

Que el cristianismo no es una religión del libro no significa solo que consiste en seguir al Cristo vivo, no en sujetarse a letra muerta [16]. El libro dice algo muy importante, clave para ser cristiano, pero no lo dice todo. Teniendo presente lo que dice, el cristiano tiene que decir, él, muchas cosas. Y para decirlas en una forma que esté a la altura de lo que debe poder esperarse de él ha de estudiarlas, meter la cabeza, pensarlas a fondo, formarse opinión sobre cuestiones opinables, y tratar de hacerla valer en el foro secular con medios legítimos y eficaces.

La Iglesia ha hecho mucho por dar a entender el libro. Intelectualmente más exigente que la musulmana o la hebrea, la teología cristiana es un formidable esfuerzo, ya bimilenario, de profundizar en esas verdades, de buscar argumentos para exponerlas. Pero qué es lo que ha de hacer o cómo ha de pensar un cristiano en cada una de las facetas de la vida cultural, política, económica, en el arte, el derecho procesal o el deporte, si se dedica a eso, no está en ningún “manual”. Con una autoridad que delegó en ella el propio Cristo, la Iglesia ha dicho algo, muy poco y muy general, acerca de algunos de estos asuntos. Sobre muchos de los argumentos que nutren el debate cultural de nuestros días, como es lógico, no se había pronunciado hasta tiempos recientes (y lo ha hecho solo cuando alguna fibra de esa conversación converge o diverge con lo que la Iglesia tiene que decir). Por definición, las realidades temporales e históricas van surgiendo en el tiempo histórico; muchas han aparecido en la discusión humana en épocas recientes. Por ejemplo, la sensibilidad ecologista. Recogiendo algunos elementos de esa sensibilidad –no todos, y depurándola también de algunos excesos teatrales, los últimos pontífices romanos han sugerido que el cuidado del medio natural es una exigencia de justicia intergeneracional: no podemos dejar en herencia a las sucesivas generaciones un basurero, un medio irrespirable. Al menos hemos de dejar a nuestros sucesores un entorno natural proporcionalmente saludable al que nosotros recibimos en herencia de nuestros antecesores. Pero sobre esto no han dicho mucho más, al menos hasta ahora [17]. O sobre el papel de la mujer en la sociedad actual. La Carta Apostólica Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II, es realmente una aportación muy sustantiva en ese “nuevo areópago”, pero tampoco hay mucho más en la enseñanza de la Iglesia. Acerca de los medios de comunicación masivos los últimos papas han dicho algo más.

Son ejemplos de realidades o sensibilidades nuevas que han generado discusión en foros variados. Es lógico que la Iglesia procure orientar a los fieles de acuerdo con lo que entiende que está en los designios de Dios. Pero en estos asuntos lo hace de forma muy parca y generalista. Ahora bien, la cultura no se hace solo con orientaciones generales. Cultura son modos concretos de pensar y modos concretos de vivir que promocionan la humanidad de los seres humanos y de las comunidades humanas, en formas muy variadas en los diversos espacios geográficos y en los distintos tiempos históricos. Y cada generación está llamada a reiniciar la humanidad, no desde cero –por tanto, sirviéndose también del legado de las anteriores–, pero sí a reinventarse, a redescubrir qué significa ser plenamente humano en cada circunstancia nueva, el mejor modo de ejercer como ser humano hic et nunc. Eso al cristiano no se lo resuelve el magisterio de la Iglesia, sino que es un reto y una tarea que cada uno ha de afrontar, con la ayuda que estime oportuna, él.

El filósofo alemán Robert Spaemann se manifiesta contrario a hablar de valores cristianos: “Jesús ha abierto los ojos de los hombres a los ‘valores’ que ya existían antes de que Él apareciera. También la verdad del teorema de Pitágoras es anterior a que Pitágoras lo formulara” (Spaemann, 2014: 273). Creo que tiene razón. Hay formas más o menos cristianas de discurrir en las diversas dimensiones de la actividad y la cultura humanas.

Pero la fe no da la clave para la solución. Sin la fe no es posible resolver bien, humanamente, las cuestiones que la vida plantea. Pero solo con ella, tampoco. Hay que pensar. Y para hacer eso bien no hay que acudir al oráculo, o al profeta, sino atenerse a la lex artis, a los métodos y protocolos de cada disciplina.

Esto es una invitación a que todos –cristianos y no cristianos, pero los cristianos quizá con más motivo aún que los que no lo son– metamos la cabeza, pongamos interés. El cristianismo no es una antropología, no es una teoría de la cultura, no es una teoría del arte, no es una filosofía, un derecho civil o mercantil. No es un arte, ciencia o sabiduría humana; es lo que sabemos que es. Pero el cristiano, para ser cristiano, tiene que hacer todas esas cosas, porque Cristo se ha encarnado, y esto significa que se ha tomado muy en serio todo lo humano.

No vale decir que, al ser materias opinables sobre las que de ordinario la Iglesia no se pronuncia dando soluciones concretas, se trata entonces de asuntos que pueden ser marginados, dado que lo nuclear son la fe y las costumbres. Es cierto que un cristiano ha de tener clarísimo el credo, los mandamientos, los sacramentos y el Paternoster, por seguir el esquema tradicional de la catequesis. Pero eso no quiere decir que lo demás sean cuestiones menores: son tan cristianas como las otras, puesto que en Jesucristo no es separable su ser perfecto Dios de su ser perfecto Hombre. Es Dios-Hombre en forma completamente unitaria –hipostática–, y precisamente por eso es capaz de mostrar al hombre lo que es el hombre, pues nadie hay más humano que el Dios humanado [18].

Creo que los cristianos tenemos bastante ventaja sobre otros creyentes monoteístas en materia de inculturación de la fe, pero aún nos falta mucho. En términos comparativos, el cristianismo ha promocionado más civilización y cultura, desde luego, que el islam –que sin duda tuvo varios momentos históricos espléndidos, especialmente en torno al siglo X de nuestra era–, y que el judaísmo antiguo. Este último no es tan “inculto” como el islam, más tampoco resiste una comparación con la cristiandad, entre otras razones porque aquellas sí son religiones del Libro. Al dejarlo todo atado y bien atado, el Corán y la Torah hacen muy difícil cualquier forma de innovación, de progreso.

Con relación al progreso hay que distinguir bien. Hay progresos –auge, crecimiento, “avance del hombre hacia sí mismo” (Llano, 2007: 14)–, pero también regresos, contracultura. Por esta razón Spaemann sugiere hablar de progresos, en plural, mejor que de progreso en singular: “Hay progresos en medicina, en genética, en la fabricación de bombas atómicas; los hay deseables y los hay indeseables. La idea de que la humanidad globalmente se dirige hacia el progreso en singular, en el sentido de que en su totalidad avanza siempre hacia un mundo mejor, me parece una superstición que ha dominado en Europa durante 300 años. Pero hoy esa superstición está llegando a su definitivo final” (Spaemann, 2008: 94).

Todo ponerse en camino entraña riesgos. Como no podría ser de otra manera, la civilización cristiana siempre ha abrazado ese riesgo más que la cultura hebrea o la del islam, generalmente más aferradas a sus tradiciones e “idiosincrasias”. El cristianismo posee una luz especial para integrar ambas cosas: tradición y progreso, y por tanto para ver el enlace y la necesaria sinergia entre lo nuevo y lo antiguo (conceptualmente, lo uno no puede entenderse sin lo otro).

La civilización cristiana, si puede hablarse así, no es tan inmune al mito progresista como las demás religiones; está más expuesta que ellas al riesgo de dejarse seducir por el brillo retórico de una novedad que hace tabla rasa de toda tradición. El último concilio, del que apenas hemos celebrado el medio siglo, dio ocasión de comprobar esa vulnerabilidad. Dialogar con el “mundo”, en todas las formas en las que se ha presentado ese diálogo –entre fe y filosofía, entre ciencia y fe, entre religiones, entre culturas–, es algo que el cristianismo no puede rehuir porque está en su propia entraña. Pero si, por razones históricas, ese diálogo ha tenido lugar preferente en foros filosóficos, sin que pueda cancelarse nunca, también por razones históricas urge ahora alentarlo y promocionarlo, y no menos, en otros areópagos.

El diálogo fe-filosofía ha sido en ocasiones algo tenso, con una tensión, por cierto, no solo interesante para la filosofía, sino también para la fe [19]. Benedicto XVI considera que fue providencial que la primera misión cristiana tuviera lugar en el contexto del helenismo, intelectualmente muy exigente, en el que además de la filosofía estoica, dominante, aún eran perceptibles los ecos del platonismo. Ha dicho incluso que el cristianismo es una “religión filosófica”: eso no es ningún dogma, pero lo dijo en muchas ocasiones y después de haberlo pensado a fondo. Siempre ha habido entre los cristianos la preocupación por entrar en diálogo y hacerse entender por personas que piensan de forma exigente. Pero en otros sectores de la vida cultural –la ciencia, el arte, los media, la literatura, etc.–, en los que el rostro de lo cristiano aparenta estar más desdibujado o ausente, el divorcio se antoja más acusado. El “matrimonio” fe-filosofía no siempre ha estado bien avenido, más la Iglesia ha sido muy consciente de su importancia, y lo ha cuidado mucho. Aunque hoy va creciendo la sensibilidad hacia esos nuevos areópagos –sobre todo por el impulso de s. Juan Pablo II, que ha alentado a más cristianos a participar en ellos–, aún no lo ha hecho de forma suficiente. Y ahí los educadores cristianos tienen un papel decisivo.

4.       Conclusión

Desde el punto de vista dogmático, la formulación cristiana está muy trabajada por la teología. Por su lado, la expresión kerigmática, que dispone de muchos canales, verbales y no verbales, está, además de en el Evangelio –su manadero original–, en la vida de los santos. Mas el cristianismo está llamado a manifestarse en otras formas que no son ni dogma ni kerigma en sentido estricto, pero que son prolongación y traducción, que son un cultivo, cristiano, de lo humano, y que no está ni codificado ni “canonizado”.

Desde la perspectiva educativa, la situación de emergencia –a la que se refirió en alguna ocasión el Papa emérito– no puede llevarnos a las prisas y al atolondramiento. Hay que afrontar una tarea larga, morosa, profunda –esto no es cosa de dar un simple barniz–, y naturalmente hay que hacerlo con paciencia. De eso saben mucho los educadores vocacionales. En ella hay que salir al paso –cada uno como pueda, pero todos podemos buscar nuestra forma de hacerlo– de un planteamiento hoy muy extendido en el mundo de la cultura, y particularmente en el de la pedagogía, de acuerdo con el cual para ser inclusivos no debemos discriminar.

Obviando que hay un sentido claro en el que puede apelarse a la necesidad de evitar ciertas formas de discriminación que son injustas, me parece que hay que volver a recordar una cosa que saben bien los lógicos, y también los maestros con oficio: pensar es discriminar, y educar es enseñar a hacer eso; en definitiva, a distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo noble de lo mezquino, lo recto de lo incorrecto. En el plano en que nos movemos aquí, el educador ha de ayudar a discernir lo más claramente posible la cultura de la contracultura [20].

En el mundo educativo es necesario recordar que no todo es cultura. Con toda cordialidad, hemos de mostrar que hay de todo, y que en los foros del mundo de la cultura salen a relucir grandezas y también miserias humanas, inquietudes nobles, saludables, progresos efectivos de humanidad, y otras cosas que no lo son tanto [21]. Muchos reprocharán: –¿Y quién es usted para hacer juicios de valor, especialmente si son condenatorios? –Pues, mire, yo no soy nadie, pero mi trabajo es educar, y si no “discrimino” –naturalmente con razones, no solo con sensibilidades–, entonces no cumplo con mi obligación. Si no hacemos juicios de valor –es decir, si no ponderamos el valor de verdad y de humanidad que hay en las diversas manifestaciones culturales–, nos hacemos incapaces de distinguir entre lo genuino y lo espurio, y acabamos cancelando el pensar y el hablar con sentido.

Los lógicos saben que el principio de no-contradicción está en el genoma propio del pensar. La manifestación más inmediata del pensar es discernir, distinguir una cosa de su contraria. Hoy en día esto no es fácil de ver. Hay quienes usan la palabra cultura en una forma tan amplia que valdría para referirse con ella a cualquier rendimiento humano, cultive o deprima. Por ejemplo, la “cultura de la droga”. Pues bien, eso no es cultura sino contracultura. O la llamada “cultura del género”. Con una frivolidad increíble se despacha eso como si fuera cultura, pero es imposible que pueda dar auge a lo humano algo que deprime o ignora la naturaleza, también animal, del ser humano. La cultura nunca puede ser contra naturam. Lo primero que hace falta para que la cultura prolongue la naturaleza es que no la contraríe. Es absurdo tratar de crecer dedicándose a machacar las propias raíces. O la que se ha dado en llamar “cultura de la muerte”, y que denunció s. Juan Pablo II de forma paladina en la encíclica Evangelium vitae. (Acepto la locución porque la acuñó él, bien que en sus escritos queda muy claro –siempre la ponía entre comillas– el sentido paradójico con el que la empleaba). Es un caso prototípico de lo que trato de indicar. A gentes que andan metidas en el negocio del aborto provocado y la fabricación in vitro de seres humanos, a menudo se les sorprenden actitudes que, sin enjuiciar las intenciones de nadie, revelan a auténticos obtusos morales, personas que han llegado a ser incapaces de percibir la naturaleza de lo ético, de comprender el sentido de un juicio moral. Al menos en apariencia, han perdido completamente la referencia de lo que significa el bien y el mal. “Esto es un negocio”, vienen a decir. “Es bueno porque mueve dinero –y mucho, no cabe duda–, y eso da puestos de trabajo, contribuye al producto interior bruto…”. Pero lo dicen en la forma en que lo podría decir un desalmado de los que salen en las películas de mafiosos: “Esto no es nada personal, son negocios” … Y a continuación le pega un tiro a su interlocutor, o le mete un hachazo entre las cejas. Esta manera de ver las cosas refleja, aparte de otras consideraciones, una enorme falta de cultura. E intentar explicarle a alguien así que, por muy rentables que sean, hay negocios que son feos, parece empresa destinada al fracaso. Pero los cristianos hemos de decirlo. Y los educadores cristianos debemos mostrarlo con eficacia. Si no, hacemos fraude a la gente que se nos confía. Cierto que hay que decirlo después de haber explicado otras cosas antes –acerca de lo que es el ser humano, de lo que es la sexualidad humana, etc.–… Pero hay que decirlo.

* * *

Me parece que s. Juan Pablo II ha trazado un programa para la nueva evangelización que sintetiza plenamente fe y cultura, y que ilumina muchos aspectos del trabajo de un educador cristiano. Lo ha hecho de muchas maneras, pero creo que de forma especialmente nítida en estas palabras, con las que quisiera concluir:

Se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy [22].

José María Barrio Maestrea en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      “La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada ‘en estado de vía’ (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó”. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 302.

2      Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 11.

3      Aunque esta expresión fue acuñada por Pío XII, adquiere carta de naturaleza en los textos del último concilio para referirse a la vocación bautismal de los cristianos corrientes. Hablando de los fieles laicos, en la Lumen gentium se afirma lo siguiente: “Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo” (n. 34b).

4      El Concilio Vaticano II en su Decreto Ad gentes, y el beato Pablo VI en la Encíclica Evangelii nuntiandi ponen las bases doctrinales de este concepto en las relaciones entre evangelización y cultura. Aunque en esos textos la expresión inculturación de la fe viene referida a un aspecto fundamental de la evangelización en territorios de misión, en los que se hace preciso buscar puntos de enganche, digámoslo así, entre la fe y las tradiciones culturales autóctonas, aquí hago un uso más amplio de esa voz, extendiéndolo al trabajo evangelizador en países de vieja tradición cristiana. Después de todo, Europa necesita recordar sus raíces, como de manera muy elocuente señaló en varias ocasiones s. Juan Pablo II (sobre todo en la Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, suscrita el 28 de junio de 2003). También en Europa se hace necesaria la missio ad-gentes, que consiste, indisociablemente, en anunciar la buena nueva de Jesucristo y en buscar en los diversos modos de vivir y de pensar las categorías que pueden servir para que cada una de esas idiosincrasias se abra más allá de sí misma dando acogida al Evangelio.

5      “Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Ps 19, 1).

6      Una afirmación objetivamente verdadera puede, subjetivamente, ser una creencia, un saber o una opinión y, correlativamente, expresarse en un enunciado asertórico, apodíctico o problemático, de acuerdo con la tradicional clasificación que se hace en la lógica proposicional. La certeza –que tiene intensidad diversa en esas distintas formas de juzgar– es un estado enteramente subjetivo. Desde luego, fuera del caso de quien pretende engañar –nunca es ese el caso del verdadero docente–, no es posible enseñar sin estar cierto, seguro, de la verdad de lo que se enseña. A esa actitud se refiere la palabra dogma en su origen. Pero en todo caso el valor de verdad de un aserto es independiente del aplomo de quien lo hace, y más aún de los énfasis “dogmáticos” –en la acepción peyorativa que suele emplearse– que eventualmente le añada.

7      Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, de 30 de diciembre del 1988.

8      “No es verdad que haya oposición entre ser buen católico y servir fielmente a la sociedad civil. Como no tienen por qué chocar la Iglesia y el Estado, en el ejercicio legítimo de su autoridad respectiva, cara a la misión que Dios les ha confiado.

Mienten –¡así: mienten!– los que afirman lo contrario. Son los mismos que, en aras de una falsa libertad, querrían amablemente que los católicos volviéramos a las catacumbas” (s. Josemaría Escrivá, Surco, n. 301).

9      Creo que es mejor, y no por razones tácticas sino filosóficas o de principio, escribir aquí esta palabra con minúscula. Que Cristo haya dicho: “Yo soy la Verdad” no significa que, dado que Cristo es Dios y Dios es único, la verdad sea una sola. Solo Él puede decir, con verdad, Yo soy la Verdad (como es bien sabido, la frase completa de Jesús, según Jn 14, 6, es: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”). Pero en la medida en que la verdad es un aspecto del ser y el ser no es único, en rigor hay tantas verdades como seres (aquí “verdad” tomada en sentido ontológico), y como juicios verdaderos (aquí tomada en sentido lógico). Para que sean todos “verdad” –los entes y nuestros juicios sobre ellos– hace falta, desde luego, que no sean contradictorios entre sí, lo cual implica en último término que dependen de un Ente absoluto (eso significa, en griego, la palabra Dios), que es la Verdad en sentido absoluto.

10      Las enseñanzas del Fundador del Opus Dei han sido determinantes en la promoción del laicado tal como, de hecho, la abordaría años después el Concilio Vaticano II en sus textos “constitucionales”: La Constitución pastoral Gaudium et spes y la Constitución dogmática Lumen gentium (Rodríguez et al., 1993).

11      Surco, n. 428.

12      “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 43).

13      Juan Pablo II, Discurso fundacional del Consejo pontificio para la cultura, 1982.

14      Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, nn. 84-86.

15      Pocos textos dejan tan meridiano y diáfano el sentido en que el cristianismo entiende esa autonomía como la n. 36 de la Gaudium et spes: “Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la realidad misma gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esa exigencia de autonomía. No es solo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que, además, responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de su particular regulación que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica de todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aún sin saberlo, por la mano de Dios, Quien, sosteniendo a todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son a este respecto de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado a veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe. Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia creatura queda oscurecida”.

16      La fe cristiana no es propiamente una “religión del Libro”, sino de la “Palabra” de Dios, consignada también en los libros. Esa Palabra no es muda e inerte, sino la Persona de Jesucristo, Verbo de Dios encarnado (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 108).

17      Aunque, el Papa Francisco ha dicho algo más que sus predecesores, en la encíclica Laudato si, los últimos pontífices no van mucho más allá de alentar un desarrollo sostenible en términos parecidos a como lo define la exministra noruega Dra. Gro Harlem Brundtland en su famoso informe: “desarrollo que satisface las necesidades del presente sin poner en peligro la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas” (Informe Brundtland, Nuestro futuro común, encargado por la ONU y presentado en abril de 1987). En todo caso, y antes de ser nombrado sucesor de Pedro, Joseph Ratzinger sí hizo alusión a un concepto de ecología espiritual que pone de relieve el gran déficit de algunos movimientos ecologistas que, según él, “arremeten con pasión muy comprensible y justificada contra la contaminación del medio ambiente, mientras tratan la auto-contaminación espiritual del hombre como si fuera uno de sus derechos a la libertad. Ahí hay algo erróneo. Eliminamos la contaminación cuantificable, pero no prestamos atención a la contaminación espiritual del hombre –que es parte de la Creación– para poder respirar humanamente, y, en cambio, defendemos la que, con un concepto falso de libertad, crea la voluntad humana. Mientras sigamos cultivando en nuestro interior esa caricatura de libertad, es decir, la libertad de la destrucción espiritual, todos los cambios que queramos dirigir hacia el exterior serán ineficaces” (Ratzinger, 1997: 249-250).

18      “Solo Cristo revela al hombre lo que es el hombre” (Juan Pablo II, encíclica Redemptoris hominis, n. 8). (Véase O’Callaghan, 2009).

19      Esa sinergia está muy bien explicada, en términos de “círculo hermenéutico”, en la encíclica Fides et ratio, de s. Juan Pablo II.

20      A mi juicio, y aunque de forma no tan clara como la que se impone discriminar la cultura de la contracultura, también vale la pena que los educadores reflexionemos acerca de otras dos distinciones, y que tratemos de formarnos criterio –desde luego, se trata de un asunto discutible– acerca de si sería conveniente aplicar también una discriminación positiva a favor de la cultura verbal frente a la llamada “cultura de la imagen” y, en general, a favor de lo que algunos aún se atreven a llamar “alta cultura” frente a la “cultura de masas”. Pero es este un asunto que no puedo abordar ahora. Sobre esto escribí hace unos años (Barrio, 2009).

21      “No da lo mismo éticamente hacer una cosa que otra. Al actuar, es posible acertar y es posible equivocarse. Nuestro campo de acción no es una especie de gelatina amorfa en la que da lo mismo ocho que ochenta, sino que es un ámbito estructurado por las leyes morales, que expresan lo que es conveniente o disconveniente para el hombre, superando esa mezcla del bien con el mal, esa ambigüedad que hoy invade el lenguaje, la cultura y la sociedad entera. Una sociedad en la que casi nadie parece atreverse a decir categóricamente ‘esto es bueno’ o –todavía menos– ‘esto es malo’” (Llano, 2007: 34).

22      Juan Pablo II, Discurso al Simposio del Consejo de la Conferencia Episcopal de Europa, 11-X-1985.

Felipe Pérez Valencia

Introducción

La conquista de América, hecho ocurrido a partir de 1492 y protagonizado por los españoles, fue uno de los acontecimientos más trasformadores de la historia universal pues insertó al extenso continente en la modernidad. La colonización efectiva vendría a realizarse en el siguiente siglo, cuando las islas del Caribe perdieron su atractivo aurífero y los colonizadores, aventureros ávidos de riquezas, pasaron a tierra firme para continuar con la intensa búsqueda de riquezas. Dicha colonización se realizó mediante el establecimiento de Villas y el repartimiento de indios [1]. A partir de este momento los españoles repoblarían el continente siguiendo el modelo adquirido durante el proceso de reconquista española.

Un aspecto que amerita singular atención es que, al establecerse en el Nuevo Mundo, y siguiendo la tradición heredada durante la formación de la nacionalidad española, los nuevos pobladores dieron importancia suprema, como elemento político e ideológico aglutinante, a la religión católica.

Cabe, entonces, preguntarse ¿Qué valor poesía la religión católica para España en vísperas de la modernidad? ¿Cómo adquirió el catolicismo semejante posición en la sociedad que protagonizó la conquista del Nuevo Mundo?

I

Para la España de fines del siglo XV el catolicismo había adquirido una importancia tal que lo hacía sinónimo de unidad política. Dicho carácter no se consagró de la noche a la mañana, sino que fue el resultado final de un largo y dilatado proceso histórico. El artículo que a continuación se presenta tiene por objetivo primario explicar cómo el catolicismo adquirió tan importante significado para la España Moderna. Como segundo objetivo del presente trabajo se propone ofrecer un análisis, a grandes rasgos, del papel de la religión católica como garante y aliado del colonialismo hispano partiendo del proceso de conquista y colonización americano, hasta la disminución de su influencia tras las denominadas Reformas Borbónicas.

Existen claras evidencias de que el cristianismo llegó a la península ibérica cerca del siglo II, aunque es importante precisar que en los datos relativos a la llegada de este a la región no se diferencia la frontera entre lo mítico y lo real [2]. Durante los tres siguientes siglos las sucesivas invasiones bárbaras fueron aportando los diversos componentes religiosos que completarían en la península ibérica un mosaico político, étnico y cultural y, por extensión, religioso. Le correspondió al rey Leovigildo, cerca del 572 d.n.e. llevar a cabo la reunificación política de la península bajo un gobierno visigodo [3], sin embargo para que esta se hiciera efectiva debía lograrse la unidad religiosa de Hispania. Para este fin se apoyó en la variante de cristianismo que conocía; el arrianismo, pero por esta vía fue infructuosa la unidad religiosa de Hispania [4]. Su heredero el rey Recaredo, fue quien supo dar este hábil paso, al proclamar su conversión en el III Concilio Toledano [5].

El III Concilio de Toledo, realizado en 589 d. n. e., convirtió al catolicismo en religión oficial del imperio visigodo y testigo y garantía de su unidad política [6]. Dicha reunión conciliar trascendió como un evento de contenido religioso y político pues, siendo presidida por San Leandro de Sevilla y el Obispo Masona de Mérida, tuvo un momento importante cuando el rey visigodo Recaredo negó la fe arriana e hizo profesión de fe hacia el catolicismo [7]. Su conversión significó, más que nada, la legitimación del catolicismo como religión oficial y hegemónica y la unidad entre conquistados y conquistadores, es decir, entre los hispanos romanos y los godos bárbaros, bajo una misma ideología religiosa. Para el historiador García Villoslada la importancia del III Concilio de Toledo queda resumida cuando, respondiendo a la pregunta ¿Cuándo nace España? Responde:

A mi entender, en el momento en que la Iglesia católica la recibe en sus brazos oficialmente y en cierto modo la bautiza en mayo de 589, cuando Recaredo I inicia su cuarto año de reinado. Antes del visigodo Eurico no era España nación independiente, ni alcanzaría la perfecta unidad nacional durante más de un siglo: eran dos pueblos de raza y religión diversas, dos pueblos que cohabitaban en la misma morada. Solamente en el concilio III de Toledo (589) España adquiere plena conciencia de su unidad, de su soberanía e independencia.

Otra reveladora valoración sobre el significado de la conversión de Recaredo la aporta Marcelo González Martín en el artículo “El III Concilio de Toledo. Identidad católica de los pueblos de España y raíces cristianas de Europa”, donde expresa lo siguiente:

Si Leovigildo había equivocado el camino hacia la meta -«ad unitatem et pacern»-, según la expresión del Biclarense, Recaredo con su conversión sincera, si bien no exenta de motivos políticos, lo reencontró. La minoría dominante siguió su ejemplo y pronto se iniciaría el proceso de fusión étnica y de la paz. Se logró la unidad católica y comenzó a existir España [8].

La conversión de Recaredo ocurrió en circunstancias asombrosamente similares a la de Constantino en el siglo IV, de igual modo las consecuencias que trajo a la sociedad peninsular fueron análogas a las acaecidas a la sociedad romana. El historiador S. I. Kovaliov, refiriéndose a la conversión de Constantino expresa que “se trataba de un acto político muy inteligente” [9], a juicio de este investigador el mismo criterio se merece la actitud de Recaredo.

Otro momento importante para la confirmación del catolicismo como elemento ideológico unificador de los habitantes de la península lo constituye la Reconquista, hecho que aparece asociado a la nacionalidad española [10]. La irrupción del Islam en la península provocó la retirada al norte de muchos hispano-godos [11], donde se unieron a los siempre rebeldes vascones, astures y cantábricos [12]. Esta nueva diversidad social se apoyó en el catolicismo para lograr la unidad frente a un enemigo común. La guerra contra los invasores musulmanes se revistió de religión y alimentó al mito y al fanatismo religioso [13], incentivando toda una cosmovisión religiosa muchas veces hiperbolizada. Diversos cronistas narraron episodios como la confesión masiva y la toma de la Eucaristía antes de cualquier batalla importante [14], los eventos bélicos, como derrotas y victorias por parte de los ejércitos cristianos, fueron explicados recurriendo a elementos religiosos. La expresión más concreta de lo anteriormente expuesto lo constituye el surgimiento del Culto Jacobeo, el cual partía de la supuesta aparición de los restos del apóstol Santiago en Compostela [15]. La denominada Reconquista y todos los aspectos materiales o imaginados que contribuyeron a ella fueron interpretados por importantes autores como el elemento cohesionador de la nacionalidad y la nación española.

II

Ahora bien, existen otros aspectos que revisten suprema importancia para interpretar en su correcta medida el rol político de la iglesia católica y su hegemonía ideológica en España y, por extensión, en las colonias americanas. De un lado, durante la reconquista, y con la finalidad de crear instrumentos que garantizaran el control efectivo sobre las regiones recuperadas, se crearon diversas instituciones cuyas funciones se prolongarían hasta la conquista del Nuevo Mundo. Entre las más importantes puede mencionarse el Consejo de Castilla, instrumento político y jurídico cuyo encargo principal sería la administración de todos los asuntos en las regiones reocupadas. Dicho Consejo se organizó en 1442 [16] y luego, en las Cortes de Toledo de 1480, fue objeto de importantes transformaciones, una de las más significativos fue la creación de la Cámara de Castilla con tres secretarías a su vez; una de las cuales, la Secretaría del Real Patronato [17], le confería el derecho a los reyes de nombrar a los “puestos de obispo en cada diócesis y los cargos de Deán, Chantre, canónigos y otros beneficios mayores en cada uno de los cabildos catedralicios” [18]. De esta forma la Corona se aseguraba, además del control político, el tan importante dominio de la religión católica y, por extensión, el imperio espiritual e ideológico en las regiones bajo su control.

El camino hacia la independencia de la iglesia española había comenzado un poco antes, en el Concilio de Sevilla de 1478. En él los Reyes Católicos reunieron al clero hispano para presentar resistencia al papado en sus intentos de nombrar a los oficiales de la iglesia española, tal y como había sucedido durante el siglo XV, obteniendo del papa el Patronato Real sobre la iglesia hispana. Luego en 1493, en plena conquista del Nuevo Mundo, Fernando el Católico obtuvo de Rodrigo de Borja, a la sazón pontífice Alejandro VI, los derechos exclusivos para la evangelización de los territorios americanos [19].

Es importante hacer notar que las bulas papales que legitimaron el patronato de la Corona Hispana sobre la iglesia peninsular; la Provisionis Nostrae y la Dum ad illam ambas de 1496, siguieron en la práctica las mismas pautas que aquellas que fueron expedidas para legitimar la conquista y posesión de los territorios descubiertos en América; La Intercaeteras y la Eximieae Devotionis, ambas de mayo de 1493 [20]. Finalmente ha de tenerse en cuenta la tendencia hegemónica que en la conformación de la España Moderna fue asumiendo la unificación del estado con la iglesia [21]. La fusión de ambos elementos trascendió a la reconquista y fueron empleados con rigor en la conquista del ahora denominado Nuevo Mundo.

El autor Enrique Dussel en su obra Historia de la iglesia en América Latina expone que:

La habilidad de Fernando de Aragón fue ganando uno tras otro nuevos beneficios: la presentación de los obispos, la fundación de las diócesis, la fijación de sus límites, el envío de religiosos, etc. Pero, y como punto final, la posesión de los diezmos de todas las Iglesias [22].

Dado el indiscutible papel como ente garantizador de la unidad política que, en diversas e importantes etapas de la historia de España, tomó la religión católica es natural pensar que durante la conquista del Nuevo Mundo asumiera similares roles. Así lo demuestran diversos documentos y hechos que se hacen fuentes imprescindibles para conocer y comprender la conquista americana.

El proyecto conquistador y el de la evangelización americana partieron, en la práctica, de un mismo centro organizativo; la Corona Española. Uno de los documentos pioneros que legitimó la conquista y colonización de las geografías a descubrir son las denominadas Capitulaciones de Santa Fe. El hispanista Joseph Pérez resume así el espíritu de dicha acta, Las Capitulaciones de Santa Fe no dejan ninguna duda sobre los objetivos de las expediciones colombinas: no se habla más que de rescate [23], la escueta frase es una valoración certera y precisa de las Capitulaciones, la preocupación por la evangelización del hombre que se encontraría al otro lado del mundo no ocupa ningún lugar. Por ello otros documentos se encargarían de corregir este primer rumbo y dotar la conquista de un tono humanista cristiano. En este punto se hace preciso volver a la Bula Íntercaetera de 1493 donde el papa demuestra su profundo interés por la evangelización de los nuevos territorios encontrados, la futura América, reconociendo, a su vez, el interés de España en los nuevos territorios, interés basado en las riquezas materiales. Prosigue el pontífice explicando que la conquista ha de realizarse con la ayuda de la fe católica. Así mismo expresa Alejandro VI:

Os donamos, concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano.

Finalmente, el documento amenaza con la pena de excomunión a quien, con independencia de su nacionalidad, categoría o clase social, se estableciera en los territorios americanos territorios americanos sin licencia expedida por los reyes católicos o por sus descendientes.

Una vez consumada la colonización del caribe oriental y tras diversas acusaciones sobre el abusivo e inhumano trato dado por algunos conquistadores a los indios la corona emitió las denominadas Ordenanzas Reales para el Buen Regimiento y Tratamiento de los Indios, documento más conocido como Leyes de Burgos, por la ciudad desde donde se publicó [24].

En el documento se expone la voluntad que siempre ha acompañado la corona hispana de llevar la fe católica a los habitantes de las Indias, objetivos para los cuales ya se habían elaborado con anterioridad ciertas ordenanzas. Sin embargo, lo hecho hasta ese momento había demostrado no ser suficiente. A juzgar por quienes redactan la nueva ley, la causa fundamental del poco aprovechamiento de la instrucción cristiana de los indios era la lejanía existente entre sus lugares de residencia y la de los españoles, a la sazón, sus maestros.

La solución aconsejada fue la creación de estancias para, que los indios laborasen, cerca de las residencias de los españoles, con esto se les garantizaría acciones tan importantes –desde el punto de vista del catolicismo español– como la participación en los servicios religiosos, oír misa y participar de los oficios divinos. También se arguyen ciertas causas humanitarias, como el socorrer a los indios en caso de enfermedad o accidente. Un análisis crítico grosso modo, de Las leyes de Burgos revela poca o ninguna objetividad al analizar las razones por las cuales los indios no se sentían seducidos por la religión católica. La nueva legislación soluciona solamente en el plano teórico el problema sobre los derechos de conquista, la obligación de la evangelización de los indios y lo relativo a su trato, pero en la práctica no hubo sustanciales cambios debido al poco control sobre la aplicación de dichas leyes [25] y a que entre los conquistadores el catolicismo solo había sido pensado como elemento de sujeción y de reducción del aborigen americano, todo interés filantrópico quedaba al margen.

Así se iniciaría la conquista americana, con una iglesia católica fortalecida e interpretada como sinónimo de unidad hispana y garante de la sumisión del aborigen. A partir de ahora, para el caso de todos los territorios americanos conquistados y repoblados por los españoles, el catolicismo se convertiría en sinónimo de cohesión, unidad política y medio de dominación para lograr los verdaderos propósitos que movieron a los españoles hasta América. Francisco Tomás Valiente resume así la función de la iglesia; “La conversión de los indios cumplió una función de cobertura ideológica” [26]. El binomio iglesia-conquistador unión dio como resultado la constitución del estado colonial con marcado carácter confesional. He aquí la función primera del catolicismo en el Nuevo Mundo.

Durante los siglos que permaneció la colonización la religión católica se convirtió en religión hegemónica relegando a segundos planos tanto los sistemas religiosos aborígenes, como aquellos que surgieron desde los estamentos sociales no privilegiados o traídos a la América por vía de la inmigración. Aunque se hace preciso añadir que, a pesar de los diversos métodos empleados por la iglesia oficial, la religiosidad de los pueblos originarios americanos no desapareció, quizá el mayor logro del estado colonial español en materia de religión fue la no oficialización y la ilegalización de dichos sistemas religiosos. La supervivencia de los sistemas religiosos aborígenes [27] y de los sincretismos surgidos en el continente es un fenómeno que merece estudio, aunque, por adelantado, podría decirse que las religiones aborígenes fueron elementos de resistencias muy útiles y eficaces.

III

La primera etapa colonial americana transcurre bajo el reinado directo de don Fernando de Aragón –Isabel la Católica había muerto en 1504–. Luego de varios infortunios hereda Carlos I, en 1516, las coronas de Castilla y Aragón, además del Sacro Imperio Romano Germánico y otras posesiones europeas. Durante su reinado tuvieron lugar importantes polémicas de contenido teológico, filosófico, moral, jurídico y político [28] sobre la legitimación de la conquista americana, fue en este marco donde el catolicismo adquirió alta importancia. En 1537, para dar respuesta a un importante debate sobre la condición humana del indio americano, el papa Pablo III hubo de emitir la bula Sublimis Deus, donde reconoció la condición de ser humano del aborigen americano, agregando además, la capacidad y necesidad que poseía para recibir el evangelio [29]. Quizá el clímax en el debate indigenista sería alcanzado durante la denominada Controversia de Valladolid, de 1550 [30].

Las noticias sobre los excesos de los conquistadores provocaron que el emperador Carlos I, según el informe del 3 de julio de 1549, ordenara la interrupción de la conquista y convocara a una junta para someter a debate teológico y jurídico los métodos empleados por los conquistadores [31]. La denominada Controversia de Valladolid versó sobre el derecho que asistía a los conquistadores para dominar y reducir a la condición de esclavos al aborigen americano [32]. El hispanista Joseph Pérez [33] expresa que el debate en torno a los derechos de conquista había comenzado en 1511 por el dominico Montesinos, quien con un sermón en la isla de la Española, cuestionó y denunció tanto los métodos como las intenciones de los conquistadores sobre los naturales de la isla.

Entre los aspectos de mayor relevancia a debatir estuvo el cuestionamiento sobre la supuesta inferioridad del aborigen americano y la conveniencia de evangelizarlos y civilizarlos para que llegasen a grados superiores de desarrollo, dicha evangelización debía hacerse, incluso, por la fuerza si los indios se resistían. En cualquier caso, esta se tornaba en causa justa.

Entre los principales actores del Debate de Valladolid estuvieron los dominicos Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, como defensores de los derechos de los indios y, en el lado opuesto el cronista de Carlos I, Juan Ginés de Sepúlveda. El padre Las Casas, como se le conoce entre los latinoamericanos, llegó a denunciar abiertamente la hipocresía en que se había convertido la encomienda, expresando que el creador de dicho sistema no se había propuesto dar doctrina a los aborígenes, sino riqueza a los españoles y servicio con destrucción de los españoles [34]. Francisco de Vitoria, desde su cátedra en la Universidad de Salamanca vivió en intensa preocupación moral y teológica a causa de los métodos de conquista y dominación que denigraban a los aborígenes americanos. Su cuestionamiento fundamental era a los supuestos por los cuales se les privaba a los indios de sus posesiones. Para él los indios no eran seres inferiores a los españoles, además su condición de herejes no justificaba que se les despojara de todo aquello que había sido su propiedad hasta el momento de la llegada de los conquistadores [35].

En Valladolid Las Casas se convirtió en defensor de los derechos de los indios, para ello conjugó una profunda exégesis bíblica con importantes conceptos del pensamiento tomista y aristotélico. En cambio, Sepúlveda interpretaba la conquista con el mismo espíritu que asumía la guerra contra los turcos, la superioridad cultural, política y espiritual de un pueblo era suficiente justificación para someter por la fuerza a otro inferior [36].

La Controversia de Valladolid se convirtió en liza donde contendieron ambos criterios. Para Sepúlveda la evangelización llevaba consigo la fuerza; Las Casas, en contraria posición, desestimaba el derecho que asistía a los españoles para evangelizar violentando la voluntad de los indios. Los resultados de dicha controversia no quedan bien claros, la profesora Ana Manero refiere que el resultado de la Controversia fue incierto. Mientras algunos autores declaran que Sepúlveda quedó derrotado ante las hábiles argumentaciones de Las Casas [37], para otros la Controversia en nada transformó el sistema de conquista, manteniéndose todo como antes [38]. Sin embargo parece que, tras la Controversia, el emperador dispuso la revisión de la legislación establecida [39] y como resultados más obvios se promulgaron las denominadas Leyes Nuevas de Indias [40], además de ser nombrado una serie de obispos, denominados indigenistas o Lascasianos, dispuestos a hacer cumplir las Leyes Nuevas [41].

Las Leyes Nuevas de Indias fueron promulgadas el 20 de noviembre de 1542 y constituyen en sí un nuevo cuerpo legislativo cuyo centro fundamental fue el tratamiento al indio [42], destáquense entre sus principales innovaciones la prohibición de continuar con la encomienda. Evidentemente las Nuevas Leyes marcaron la ruptura, al menos en el plano teórico, del binomio catolicismo-conquista como instrumentos complementarios de la conquista. El resultado obtenido tras la aplicación de la nueva legislación indiana dejó claro que entre las prioridades de los conquistadores la evangelización del indígena no ocupaba ningún lugar fundamental, sirviéndole esta como justificación para el verdadero propósito; el sometimiento del indio americano [43].

De entre los obispos indigenistas nombrados para América, varios de ellos vieron terminados sus esfuerzos por la defensa de los derechos de los aborígenes, como mártires [44]. Lo expuesto hasta aquí conduce a una conclusión muy importante, el éxito de la relación entre la iglesia y la conquista americana dependía, básicamente, del apoyo que aquella le prestara a esta. Si la iglesia se abocaba a la defensa del indio no solamente se exponía a quedar sola, sino a convertirse en enemiga de quienes ostentaban el poder político y este, tomando como base la fuerza de las armas. Es por ello que, a partir de aquí, la Historia de la Iglesia en América Latina se bifurca y se relanzan dos historia; la una al servicio del hombre americano, no de todos, sino de aquellos que vieron sus derechos vulnerados por la conquista y con la ayuda de la iglesia. La otra al servicio de los conquistadores y como ente legitimador de dicha empresa. La historia de la emancipación americana coloca a importantes sacerdotes y prelados en ambos polos, no siendo objetivo de este artículo continuar con este tema, solamente quedará esbozado.

No sería ocioso recordar que, durante la época en que en España tiene lugar el debate indigenista, en Europa está teniendo lugar otra importante controversia; la protagonizada entre católicos y protestantes, cuyo exponente fundamental la constituyó el Concilio de Trento de 1545 [45]. Sin embargo, ninguno de las dos escuelas teológicas o, dicho de otro modo, interpretaciones del cristianismo, tuvieron en cuenta al indio americano [46], sublime ejemplo de eurocentrismo y del interés que para ellos despertaba el trato al hombre americano.

Ahora bien, la historia constata que la hegemonía de la iglesia católica en América se debilitó en los momentos en que el dominio colonial hispano se vio disminuido por factores internos o externos. Entre los primeros podrían nombrarse el surgimiento y ascenso del nacionalismo, surgido en los territorios hispanos en la segunda mitad del siglo XVIII, excepto en Cuba y Puerto Rico, donde este llegó con retraso, tomando en cuenta el resto del continente. Entre los últimos podrían mencionarse las invasiones, directas o indirectas, que comenzó a sufrir América cuando otras potencias europeas se interesaron por esta rica región. Diversos ejemplos concretos demuestran la anterior afirmación, la invasión inglesa a La Habana, ocurrida en 1762 en el marco de la Guerra de los Siete Años, el arribo del anglicanismo en la Argentina [47], etc.

IV

Desde mediados del siglo XVI hasta el siglo XVIII se observará en América Latina una iglesia activa y con un sentido criollo importante, muestra de ello serán los diversos concilios que se efectuarán en la época [48] y la activa labor evangelizadora y misionera. La llegada del siglo XVIII dio inicio a un período de relativa decadencia de la hegemonía de la iglesia, consecuencia directa de la decadencia española en América [49]. Básicamente fueron dos los hechos que obraron para que se dieran las condiciones de la decadencia hispano-lusa en América; el ascenso borbónico y la firma de los Tratado de Utrecht y de Rastatt [50].

¿En qué sentido obraron estos dos hechos para debilitar el imperio colonial hispano-luso? ¿Cómo influyeron estos hechos en el debilitamiento de la iglesia que hasta ahora había disfrutado de la hegemonía religiosa del Nuevo Mundo?

El siglo XVIII se inició para España con la denominada Guerra de Sucesión Española, situación que involucró a varias naciones europeas y que vino a hallar solución en 1713 con las firma de los Tratado de Utrecht y de Rastatt. Ambos tratados reconfiguraron tanto la política como las fronteras de Europa y, por extensión, de América [51]. Dicha contienda favoreció más que a ninguna otra nación a Inglaterra, quien pasó a poseer Gibraltar y Menorca en el continente y en América, la isla de San Cristóbal, territorios en la Bahía de Hudson, Acadia y Terranova. La historiadora Áurea

M. Fernández resume así lo sucedido en Utrecht:

En Utrecht el Imperio Británico se consolidaba, al obtener una victoria en la política de equilibrio europeo, convirtiéndose en árbitro de Europa y en la mayor potencia marítima de la época. Las colonias españolas de América sintieron con fuerza la presencia inglesa en la región [52].

La presencia inglesa en América no solamente quebraba la antigua hegemonía política hispano-lusa, sino también el predominio católico en la región. Ahora Inglaterra, como antes España, se apoyó en la forma de cristianismo que conocía, el anglicanismo [53], para afianzar sus pretensiones políticas.

Para ilustrar lo expuesto cítese lo ocurrido en Cuba entre 1762 y 1763. En la segunda mitad del siglo XVIII, y como expresión del debilitamiento hispano en el Caribe ocurrió la toma de La Habana por los ingleses. Importante hecho de significativas consecuencias para la sociedad insular, con profundas incidencias en el plano religioso. El prestigioso historiador protestante Marcos A. Ramos [54] explica cómo durante la estancia de los ingleses en La Habana se vivió un ambiente de tolerancia religiosa cual no se había conocido nunca antes. Agregando, además, que en el tiempo que duró la invasión diversos templos católicos fueron empleados para cultos anglicanos, lo cual fue interpretado como una afrenta para el obispo criollo Morrel de Santa Cruz, quien, por oponerse a tales prácticas, halló el destierro.

Sin embargo, hay que destacar que la sociedad peninsular no se mostró muy complaciente con la nueva metrópoli, mucho menos con el anglicanismo protestante.

Muestra de ello fue la respuesta dada por el alcalde de La Habana frente al discurso del nuevo gobernador, el conde de Albemarle, respuesta que llega hasta hoy gracias a la obra de Jacobo de la Pezuela. El 8 de septiembre de 1762 fue citado el cabildo a reunión extraordinaria, en ella el gobernador inglés reclamó obediencia para el nuevo monarca en nombre del cual se había tomado la isla por las armas. A dicho reclamo respondió d. Pedro Santa Cruz:

Somos españoles y no podemos ser ingleses: disponed de nuestros bienes, sacrificad nuestras vidas antes que exigirnos juramento de vasallaje a un príncipe para nosotros extranjero. Vasallos por nuestro nacimiento y nuestra obligación jurada del señor D. Carlos III, rey de España, ese es nuestro legítimo monarca, y no podríamos, sin ser perjuros, jurar a otro. Los artículos de la capitulación de esta ciudad no os autorizan más que a reclamar de nosotros una obediencia pasiva, y esa ahora os la prometemos de nuevo y sabremos observarla [55].

A las dificultades traídas por la irreversible decadencia española, súmese la reforma llevada a cabo por los borbones. España había quedado relativamente atrasada con respecto a otras potencias europeas, la llegada de Felipe V y de Carlos III propició que las ideas ilustradas y las nuevas teorías políticas y económicas, ya abrazadas en el continente, pudieran desarrollarse en España. La Reforma Borbónica tuvo dos fases, una hacia el interior de la metrópoli y otra dirigida a revitalizar las colonias. Con respecto a esta última hay que destacar que la reforma se centró en hacer disminuir la influencia de las sociedades criollas y de la iglesia. Sin embargo, algunos autores han hecho notar que, en el caso de Cuba, las reformas borbónicas no disminuyeron el poder de los hacendados criollos, sino que los fortaleció [56].

El siglo XIX traería consigo la emancipación para Hispanoamérica, aunque esta no se realizó con resultados consolidados, hay que destacar que en dicho proceso la iglesia jugó un rol fundamental, aunque en nada homogéneo.

Conclusión

Tres ideas rectoras destacan en el estudio de la trayectoria del catolicismo en América; primeramente, el catolicismo jugó un muy significativo papel en el proceso de formación de la nacionalidad y de la nación española, aportando cohesión y unidad política y convirtiéndose hecho revelado más que nada en La Reconquista– en elemento ideológico aglutinante ante un enemigo que enarbolaba una religión diferente. Comprendiéndose el significado del catolicismo para España se estará en condiciones de entender por qué la conquista de América se realizó incorporando a sacerdotes y prelados en la colonización, y por qué los principales documentos que legitimaron la empresa incluyeron con frecuencia la evangelización del aborigen americano.

Como segunda idea valórese que, más allá de lo exigido por la Corona y de los dictados oficiales de la iglesia católica, el catolicismo fue empleado por los conquistadores para reducir al aborigen y hacerlo dócil ante una invasión que, salvo raras excepciones, destruyó el patrimonio que disfrutaban hasta antes del arribo de los españoles. Finalmente debe tenerse presente que la hegemonía de la iglesia católica experimentó la decadencia a partir del siglo XVIII, como causas principales pueden citarse dos hechos fundamentales; la rivalidad de otras potencias europeas cuyos sistemas políticos venían en franco ascenso y quienes a su vez eran practicantes de una versión distinta de cristianismo; y por las reformas borbónicas, medidas de revitalización colonial que tenían como eje el limitar la poderosa influencia de los criollos y de la iglesia católica hispanoamericana.

Felipe Pérez Valencia en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Torres – Cuevas, Eduardo y Oscar Loyola Vega, Historia de Cuba, 1492 – 1898, Formación y Liberación de la Nación, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 2001, pp. 49.

2      Martínez, José M.  La España evangélica ayer y hoy, esbozo de una historia para una reflexión, Editorial CLIE, Viladecavals, Barcelona, 1994, pp. 18 – 19.

3      Fernández Muñiz, Áurea Matilde, Breve Historia de España, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005, pp. 16 – 17.

4      El autor Julio Porres Martín – Cleto, en el artículo “los visigodos y el III Concilio de Toledo”, explica como en el 580 d.n.e. el rey Hermenegildo intentó un Concilio para atraer hacia la fe arriana suavizada a los católicos, pero dicho intento no produjo los efectos deseados. Ver en: http://www.biblioteca2.uclm.es/biblioteca/ceclm/.../toletum24_porresvisigodos.pdf

5      Ver: El III Concilio de Toledo. Identidad católica de los pueblos de España y raíces cristianas de Europa, artículo escrito por el Académico de Número Emmo. Sr. D. Marcelo González Martín (*), puede leerse en: http://www.racmyp.es/docs/anales/A66/A66-4.pdf

6      Ibidem.

7      ibidem.

8      Ver: El III Concilio de Toledo. Identidad católica de los pueblos de España y raíces cristianas de Europa, artículo escrito por el Académico de Número Emmo. Sr. D.  Marcelo González Martín (*), puede leerse en: http://www.biblioteca2.uclm.es/biblioteca/ceclm/.../toletum24_porresvisigodos.pdf

9      Kovaliov, S. I., Historia de Roma, tomo – II, Instituto del Libro, La Habana, 1968, pp. 718.

10    García Fitz, Francisco “La Reconquista: un estado de la cuestión”, en Clío y Crimen, nº 6, 2009, pp. 142-215, Universidad de Extremadura.

11    Martínez, José M., “La España evangélica ayer y hoy, esbozo de una historia para una reflexión”, Editorial CLIE, Viladecavals, Barcelona, 1994, pp. 31.

12    Fernández Muñiz, Áurea Matilde, Breve Historia de España, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005, p. 24.

13    Martínez, José M., Op. Cit. p. 32.

14    Tuñón de Lara, Manuel, Historia de España, citado por José M. Martínez, Op. Cit. p. 32.

15    La aparición de los restos del apóstol Santiago en Compostela es un hecho donde mitología y realidad se unen para prestar un importantísimo apoyo a la lucha contra los invasores musulmanes. Hoy se sabe que los restos encontrados no pertenecen al apóstol. Se recomienda la lectura y análisis del capítulo EL Culto Jacobeo, en la ya citada obra “La España evangélica ayer y hoy, esbozo de una historia para una reflexión”, Editorial CLIE, Viladecavals, Barcelona, 1994, pp. 35 – 37.

16    Gaite Pastor, Jesús, “La Cámara de Castilla en los siglo XVI y XVII. La Instrucción de Felipe II en 1588”,        dicho     artículo  puede    leerse    en

http://pendientedemigracion.ucm.es/centros/cont/descargas/documento11359.pdf

17    Enrique Dussel en su obra “Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación 1492 - 1992”, Mundo Negro – Esquila Misional, sexta edición de 1992 en el capítulo segundo expone que el Patronato sobre la Iglesia se ejecutó por primera vez durante la conquista de las Islas Canarias, luego, de manera más ampliada se empleó durante la reconquista de granada.

18    Ibidem.

19    Ibidem.

20    Dussel, Enrique, “Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación 1492 - 1992”, Mundo Negro – Esquila Misional, sexta edición 1992, p. 82.

21    Ibidem. p. 80.

22    Ibidem, p. 82.

23    Pérez, Joseph, Carlos V, Ediciones ABC, 2004, 159.

24    Ver Leyes de Burgos en: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/colonia1/7- 1.htm%237. %2520ORDENANZAS%2520REALES%2520PARA%2520EL%2520BUEN%2520REGIM IENTO%2520Y%2520TRATAMIENTO%2520DE%2520LOS%2520INDIOS

25    Menéndez Méndez, Miguel, El trato al indio y las Leyes Nuevas: una aproximación a un debate del siglo XVI, en Revista Tiempo y sociedad Núm. 1, 2009, pp. 23-47, ISSN: 1989-6883. La versión electrónica puede leerse en http://tiemposociedad.files.wordpress.com/2012/10/el-trato-al-indio-y-las-leyes-nuevas.pdf

26    Valiente, Francisco Tomás, Manual de Historia del Derecho Español, Tecnos, Madrid, 1992, p.325, citado por Ana Manero Salvador en La Controversia de Valladolid: España y el análisis de la legitimidad de la conquista de América, en Revista Electrónica Iberoamericana, vol. 3, no. 2, 2009 en: http://www.urjc.es/ceib/investigacion/publicaciones/REIB_03_02_A_Manero_Salvador.pdf

27    Un importantísimo acercamiento al tema lo ofrece el historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy en su obra, Breve Historia de América Latina, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2006, 58 – 61.

28    Pérez, Joseph, Carlos V, Ediciones ABC, 2004, pp. 164.

29    Ibidem.

30    Ibidem.

31    Manero Salvador, Ana, “La Controversia de Valladolid: España y el análisis de la legitimidad de la conquista de América”, en Revista Electrónica Iberoamericana, vol. 3, no. 2, 2009 en: http://www.urjc.es/ceib/investigacion/publicaciones/REIB_03_02_A_Manero_Salvador.pdf

32    Pérez, Joseph, Op. Cit.

33    Pérez, Joseph, Op. Cit.

34    Pérez, Joseph, Carlos V, Ediciones ABC, 2004, pp. 166.

35    Ibidem.

36    Ibidem, p. 172.

37    Pérez Fernández, Isacio, Estudio Preliminar de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Tecnos, Madrid, 1998, pXII, citado por Ana Manero Salvador en “La Controversia de Valladolid: España y el análisis de la legitimidad de la conquista de América”, en Revista Electrónica Iberoamericana, vol. 3, no. 2, 2009. http://www.urjc.es/ceib/investigacion/publicaciones/REIB_03_02_A_Manero_Salvador.pdf

38    Abellán, José Luis, Historia Crítica del Pensamiento Español: La Edad de Oro, Tomo II. Madrid, Espasa-Calpe, 1979, p. 486.

39    Menéndez Méndez, Miguel, “El trato al indio y las Leyes Nuevas: una aproximación a un debate del siglo XVI”, en Revista Tiempo y sociedad Núm. 1, 2009, pp. 23-47, ISSN: 1989-6883.

40    Manero Salvador, Ana, Op. Cit.

41    Dussel, Enrique, Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación (1492 - 1992), Mundo Negro-Esquila Misional, España, 1992, p. 62.

42    Menéndez Méndez, Miguel, Op. Cit.

43    Sobre los efectos logrados tras la aplicación de las Leyes Nueves se recomienda ver el capítulo 2º de la ya mencionada obra, Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación (1492 - 1992), Mundo Negro-Esquila Misional, España, 1992.

44    Dussel, Enrique, capítulo II, La Crisis de las Leyes Nuevas, p. 66. en http://www.enriquedussel.com/.../Textos/a11/05pp57-107.pdf

45    González, Justo L, Historia del Pensamiento Cristiano, desde los principios hasta nuestros días, Editorial Caribe, 1992, p. 125.

46    Dussel, Enrique, Historia de la Iglesia en América Latina, medio milenio de coloniaje y liberación (1492 - 1992), Mundo Negro-Esquela Misional, 1992, p. 35.

47    Seiguer, Paula, “¿Son los anglicanos argentinos? Un primer debate sobre la evangelización protestante y la nación”, Revista Escuela de Historia, no.5 Salta ene./dic. 2006.

48    Dussel, Enrique, Op. Cit. p. 102 – 108.

49    Ibidem, 113.

50    Fernández Muñiz, Áurea Matilde, Op. Cit. p. 131.

51    Ibidem.

52    Ibidem.

53    Paula Seiguer, en el artículo titulado ¿Son los anglicanos argentinos? Un primer debate sobre la evangelización protestante y la nación, aparecido en la revista Escuela de Historia no.5 Salta ene./dic. 2006, expresa, refiriéndose a la expansión inglesa-anglicana que “La Iglesia Anglicana, en tanto que iglesia oficial del país con mayor desarrollo colonial, se expandió junto con el Imperio”.

54    Ramos, Marcos Antonio, Panorama del protestantismo en Cuba, Editorial Caribe, San José, Costa Rica, 1986, pp. 39 - 40.

55    de la Pezuela, Jacobo, Historia de la Isla de Cuba, t. II, Madrid, 1868, p. 541.

56    Juan B. Amores Carredano, La élite cubana y el reformismo borbónico, en Reformismo y Sociedad en la América Borbónica, bajo la coordinación de Pilar Latasa. El artículo puede leerse en: http://www.ehu.es/bosco.amores/publicaciones/037elites_cubanas_estrategia_imperial_borbonica_2mitad XVIII.pdf

Rafael Alvira

El problema de la debilidad del espíritu ha ocupado a la filosofía a lo largo de los siglos llamados de la modernidad bajo diferentes aspectos y puntos de vista, y ello porque estos siglos son precisamente la época marcada por el humanismo, la ilustración, el antropocentrismo, diferentes aspectos y diferentes maneras de referirse a un mismo espíritu fundamental [1].  Es la época de las luces de la razón, de la confianza en ella, y también de la esperanza en el progreso de dicha razón, que nos iba a dar una mayor felicidad y un mayor dominio de este mundo [2]. Así es como en las exposiciones populares se muestra este espíritu moderno. Pero es también común en nuestros días el referirse a los límites, no solamente del crecimiento, sino de la Ilustración misma.  Parece que estamos en un momento en el que esa fortaleza que se atribuye al espíritu humano se muestra como menos fuerte de lo que aparentemente se pensaba.  Pero no es a eso a lo que me voy a referir, ese es un tema de la discusión actual, pero precisamente por eso lo evito, lo cual no quiere decir que no sea muy interesante. Tiene gran interés examinar la problemática de los movimientos ecologistas, y del actual miedo a la razón, miedo que parece extenderse en nuestros días y que puede apreciarse como una muestra de debilidad del espíritu [3] Sin embargo, no es a ese tipo de debilidad al que me quiero directamente referir. Entiendo que en las exposiciones un poco menos populares acerca de este espíritu de la modernidad se deja ver también entre líneas que el humanismo, la Ilustración, son movimientos que surgen precisamente no por una fortaleza del espíritu, sino por una debilidad del espíritu, a saber, por miedo. Este miedo es el temor de no ser capaces de alcanzar lo. más alto; declaramos clausurado lo que «supere» al hombre porque si nos supera nosotros no vamos a saber qué hacer con ello en el sentido del dominio. Si hay algo que yo no puedo dominar, he de sospechar que eso podría dominarme a mí y eso me da miedo, y no quiero aceptarlo.

El humanismo lleva a cabo en la filosofía moderna un movimiento que pretende conducir progresivamente a deshacer el entuerto del pecado original. Reconocer el pecado original es reconocer al mismo tiempo que no hay superioridad del hombre, que hay una debilidad del espíritu humano. El humanismo conduce a decir que el hombre no tiene pecado original, que no es verdad que haya habido tal cosa. Esto está afirmado con toda nitidez en algunos de los grandes pensadores que han sacado las consecuencias del pensamiento moderno. Está dicho por Rousseau, está dicho por Nietzsche, está dicho por Carlos Marx de una forma taxativa. Yo no he hecho otra cosa que predicar, dice Nietzsche, la inocencia del hombre. El hombre es un ser inocente [4].

¿Cómo se puede sostener que el hombre es inocente? El propio Nietzsche y también Carlos Marx lo muestran bastante bien en su filosofía. Hay una manera de afirmar que el espíritu humano es fortaleza y no debilidad, que no tiene pecado original, por consiguiente. Esa manera, que desarrollan uno y otro pensador de maneras distintas, es interpretar el conocimiento humano exclusivamente en su aspecto artístico-productivo, es decir, interpretar el conocimiento humano en su forma operativa y, en consecuencia, interpretar la voluntad humana como voluntad de dominio, porque lo que se corresponde con un conocimiento meramente productivo-artístico es justamente una voluntad de dominio. ¿Cuál es el ámbito del dominio humano, desde el punto de vista temporal? El futuro. Si llevamos a cabo una interpretación del saber humano como una actividad que fundamentalmente tiene que ver con el futuro, entonces la voluntad humana se interpreta como mero dominio y, por consiguiente, al hombre como un ser fuerte y sin debilidad [5]. Es justamente lo que hace Nietzsche, y también lo hace Carlos Marx. Son doctrinas filosóficas del futuro y en el futuro hay inocencia. Si el hombre no tiene ningún pasado, ni pasado temporal -en el sentido de la tradición-, ni pasado trascendental -en el sentido de la ley moral-, entonces el hombre no tiene que dar cuenta de nada de lo que hace. El problema es ese, se trata de si uno tiene que dar cuenta de algo o no. Con la anulación de todo pasado se busca precisamente anular toda moral en sentido clásico. La filosofía del dominio es la filosofía del arte y la producción en la medida en que lo que el hombre puede dominar es lo cambiable, aquello que es particular y en algún modo material, es decir, aquello que tiene el carácter de obiectum, puesto delante, a lo que yo puedo manejar, manipular. Hay dos cosas, sin embargo, que el hombre no puede manejar, a saber: el carácter de identidad inherente al conocimiento y aquello que hace posible todas las posibilidades particulares, es decir, la materia. Por un lado, la identidad en cuanto tal no puede ser objeto de manejo alguno; y, por otro, lo más bajo de todo, aquello que es fundamento de toda posibilidad, la materia misma en cuanto tal, tampoco es dominable.

Ahora bien, tanto lo uno como lo otro, tanto la pura identidad como la pura materialidad, se presentan al hombre como aquello que, cuando él quiere construir, ya está dado, y aquí subrayo el ya. Cuando yo quiero construir algo me encuentro con las identidades de mi razón, me doy cuenta de que la razón actúa siempre en forma de identidad y la identidad en cuanto tal no puedo manipularla. Y comprendo que, para construir, he de tener algo a la mano, obiectum, y eso está ya antes. Por consiguiente, frente a esas anticipaciones, yo no tengo poder. Como son anticipaciones, las puedo llamar mi pasado, y en ese sentido se puede decir que mi pasado es mi debilidad, precisamente porque yo no puedo nada contra él. A este respecto conviene recordar el pensamiento hegeliano, un intento gigantesco de pensar metafísicamente el presente desde el pasado. Lo peculiar de la filosofía hegeliana está aquí, en que, siendo así que aquel que conoce debe tener un cierto poder, puesto que a todo conocer acompaña un cierto poder, ella no puede variar el pasado. Hegel dice poseer un perfecto conocimiento del pasado, y, sin embargo, no es capaz en absoluto de dominarlo, no puede con él de ninguna manera. Si tuviese un verdadero conocimiento tendría que poder no simplemente exponer dicho pasado, sino poder algo con respecto a él. A no ser que entendiera el saber filosófico como un amor a la sabiduría, pero esto lo excluye literalmente en la Fenomenología del Espíritu [6]. Esto es el primer punto en el que quería ver la debilidad del espíritu.  Hay un segundo punto, que es el siguiente: El espíritu cuando conoce establece siempre una referencia en el acto cognoscitivo, al objeto y al sujeto. Es el famoso aforismo, tantas veces comentado por la escolástica aristotélica de que el cognoscente en acto es lo conocido en acto, comentado también por Hegel en las Lecciones de Historia de la Filosofía [7] con los términos más elogiosos. Esa frase especulativa significa que yo propiamente hablando no conozco el objeto y el sujeto «en cuanto tales» sino que, en el acto de conocer, que no es ni sujeto ni objeto, hay como dos flechas, una que se refiere a la objetividad y otra a la subjetividad, hay dos connotaciones [8]. Ahora bien, si eso es así, el conocimiento humano de ninguna manera puede construir ni la subjetividad ni la objetividad, sino que se refiere a ellas; por consiguiente, las presupone, lo que significa que el espíritu humano frente al objeto y al sujeto es débil, porque no es capaz de ponerlos. No los pone, sino que se los encuentra en las referencias que en el acto cognoscitivo hace. Segunda debilidad, por consiguiente, del espíritu.

Una tercera debilidad se puede encontrar en la naturaleza, con­cepto otra vez de moda tras la aparición del ecologismo. Si yo tengo una naturaleza, entonces ella, por un lado, es mi fortaleza, porque la naturaleza es principio de operaciones. Pero, por otro lado, es mi debilidad, porque la naturaleza me ha sido dada, y, como dada, no es obra mía. Mi naturaleza es, en cierta medida, un pasado con respecto a mí. Si fuese un futuro yo la podría construir, pero es un pasado. Y hay al menos otros dos puntos más en los que se muestra la debilidad del espíritu. Uno es el deseo. Pasamos ahora a la voluntad. Desear algo supone que lo deseado en cierta medida se me impone, yo no puedo desear más que porque hay algo que atrae arrastra mi atención y me empuja a querer alcanzarlo. Si esto es así, lo deseado tiene una cierta fuerza con respecto a mí; yo, una vez más, soy débil [9]. Este punto está muy claro, por ejemplo -como es sabido- en la disputa filosófica de Nietzsche contra Schopenhauer. Nietzsche rechaza la interpretación schopenhaueriana de la voluntad como mero deseo precisamente por esto. Si la voluntad es mero deseo entonces no somos más que pura debilidad. Pero eso no lo acepta Nietzsche. La voluntad es voluntad de poder. No puede admitir de ninguna manera que la voluntad sea deseo, porque eso sería tanto como volver a reintroducir aquello que el humanismo había querido apartar, a saber, la debilidad del espíritu.

Todavía hay un rasgo en el cual se puede ver -a mi juicio- dicha debilidad: en el uso amoroso de la voluntad. Amar supone un uso no dominativo de la voluntad.  Amar es poseer, pero no en forma dominativa, sino respetuosa con el ser. Se trata, pues, de debilidad.

Así pues, el espíritu humano, tanto desde el punto de vista de su constitución, como de su uso intelectivo, como de su uso voluntario, parece mostrar varios rasgos de debilidad, y esos rasgos debería borrarlos una filosofía que proclame la fortaleza del espíritu. Es lo que se ha intentado en la filosofía moderna, con un programa consecuente, a partir, sobre todo, del siglo XIX. Tal vez Nietzsche, inspirador del existencialismo, sea el pensador que ha sacado, en este sentido, las consecuencias de la modernidad con más clara lucidez. Se proclama que nosotros tenemos que ver fundamentalmente con el futuro. Nosotros no tenemos naturaleza, dirá luego el existencialismo inspirado en Nietzsche, sino que construimos nuestro ser. No tenemos una naturaleza dada, dice Jean-Paul Sartre, un lector avezado de Nietzsche. De otro lado, el intelecto es un mero instrumento de la voluntad, como señala expresis verbis el mismo Nietzsche. El pragmatismo en el fondo dice eso también. Lo dice Ortega y Gasset: recuérdese su noción de beatería de la cultura [10].  Si el intelecto es instrumental con respecto a la voluntad desaparecen los problemas de debilidad que surgían en la interpretación clásica.  De manera que ya se ha quitado la debilidad por parte del intelecto, por parte de la naturaleza y por parte del pasado. Y si la voluntad es voluntad de poder tampoco es débil.  Eso es justamente lo que re­pite Nietzsche: la voluntad no es deseo y la voluntad no es amor. Porque además es característico de la filosofía moderna el abandono del sentido clásico del amor.  No sólo el Humanismo puede acusar a la filosofía escolástica y a la religión católica de pervertir el espíritu [11]. También lo contrario se puede dar. La acusación al Humanismo de cometer un pecado contra el espíritu: no aceptar el valor especulativo del uso amoroso de la voluntad.

La primacía metafísica del futuro se puede establecer desde dos interpretaciones de la voluntad. Una es la que afirma el carácter predominantemente desiderativo de ésta (Schopenhauer, Marx). Siempre se desea algo por conseguir, se vive hacia el futuro. A esta interpretación podemos añadir la existencialista que mantiene la primacía de la posibilidad, y por consiguiente de la existencia abierta al futuro. La otra afirma el carácter especulativo y dominativo de ella (Nietzsche) y considera que actuar es abrir futuro [12]. Hay un problema en ambas interpretaciones, al que se aludirá después, a saber, que les aparece inquietantemente la nada. Pero, el que ahora importa es que ninguna de ellas puede explicar suficientemente de dónde surge el objeto. Pues el desear presupone lo deseado, y el proyecto lo proyectado. Hay antecedencia del objeto. Y en la interpretación espontaneista, es menester explicar cómo puede el intelecto ser instrumento si no es para alcanzar algo, lo cual se presupone también a la voluntad. Todo el esfuerzo por liquidar la interpretación aristotélica del finalismo en favor de un creacionismo de la voluntad falla, a mi juicio, ante la pregunta de por qué se crea. Si se dice por amor, ya no vale la interpretación espontaneista, y si se dice que, por necesidad, entonces reaparece el deseo como primordial o la identidad de la ley necesaria, según tomemos la necesidad por Bedürfnis o por Notwendigkeit.

En resumen, una interpretación de la actividad como fundamentalmente referida al futuro busca ver al hombre como originario, pues sólo frente al futuro lo puede ser. Pero por más que se quiera sostener la superioridad y fortaleza del espíritu humano, defendiendo al tiempo su inocencia, aparece siempre esa muralla, a saber, lo que se puede llamar el «pasado transcendental». Yo me encuentro con que, para usar mi intelecto y mi voluntad, las tengo que usar con respecto a algo ya dado, que me antecede. Si quiero usar el intelecto, tengo que pensar un objeto, y si quiero usar la volun­tad, tengo que querer algo. Entonces, yo no pongo todo, no puedo, hay algo que me encuentro. Ahora bien, ¿qué puedo hacer entonces, en esa situación límite? ¿Qué puedo intentar aún para establecer mi fortaleza? La voluntad todavía puede encontrar un resquicio, aún puede, frente a la identidad y a la materialidad que se muestran como esa muralla inapelable con la que choca el intento del espíritu de constituirse en origen primero, ensayar un recurso último: negar. Frente a lo que se presenta como inapelable puedo siempre hacer una cosa: negarlo, rechazarlo. Justamente el espíritu negante es el punto al que debía llegar ahora la exposición.  Desde el punto de vista clásico, me parece que se puede decir que lo más radical del hombre, en el sentido de lo más propio, precisivamente suyo, lo que tiene precisivamente como individuo, es su capacidad de negar. O, dicho de otro modo, aquello que al hombre le puede hacer independiente, es sólo una cosa: el uso negativo o negante de la voluntad. A mi juicio, por más que Nietzsche se esfuerce en sostener lo contrario, no es fácil evitar esa conclusión, a saber: que yo no puedo ser un espíritu positivo en el uso fundamental y exclusivamente mío del espíritu. Ahora bien, negar es, en este sentido, lo que puede llamarse establecer el espíritu curvado. Negar aquí significa curvarse, porque lo que nosotros vemos en nuestro propio espíritu cuando lo empezamos a usar es que el espíritu de suyo es transitivo, que tanto el intelecto como la voluntad tienden a salir fuera de sí. Y en ese salir se encuentran ya algo dado.

Hans Blumenberg, en su artículo titulado «Selbsterhaltung und Beharrung. Zur Konstitution der neuzeitlichen Rationalitat» [13], muestra, a mi juicio, bastante bien, cómo lo propio de la modernidad es el intento de poner como fundamental el uso reflexivo de la razón, considerando la transitividad como secundaria. La historia moderna muestra, en su típica afirmación de la preminencia del principio conservativo, una progresiva conciencia del carácter reflexivo de dicho principio. «... die Ersetzung des transitiven Erhaltungsgedankens durch den reflexiven und intransitiven» (s. 188).

Ahora bien, construir el espíritu como reflexividad es algo que solamente se puede hacer mediante el uso fundamentalmente negativo de él, y eso es lo que se llama crítica.  En ese sentido la crítica es la filosofía moderna y la filosofía moderna es la crítica, porque la constitución de la racionalidad moderna supone el uso primario y fundamental de la negación.

Como he pretendido mostrar en otros escritos («Nada y voluntad». Anuario Filosófico, vol. XIII n.º l; y «Voluntad y Ser». Pamplona, 1982. Edición privada), el uso de la negación y de la nada se relacionan. directamente con la voluntad, y sólo indirectamente con el intelecto. Si esto es cierto, se explicaría ese aroma típico de la filosofía idealista [14], un aroma de mixtura entre intelecto y voluntad, que proviene de que la filosofía de la conciencia no distingue bien, a mi entender, el intelecto de la voluntad, y por eso se encuentra con serios problemas frente a la nada que, o bien está en el corazón de todo (Hegel) o aparece inquietante al final (Nietzsche). La razón o niega el ser o lo quiere sorprender en su auto-despliegue.

Frente a este punto de vista, la filosofía clásica sostiene, como es sabido, que la razón de ninguna manera puede rechazar el ser. El intellectus (uso el término clásico que aquí conviene ahora) [15] a radice no es crítico. Que el intelecto entiende significa que el intelecto capta el ser.

El intelecto no sabe acerca de la nada. La que se relaciona con la nada es la voluntad. El intelecto no puede rechazar el ser. Cuando yo pienso, pienso el ser. La que puede rechazar el ser es la voluntad; es ella la que puede negarse a aceptar esa identidad que el intelecto había captado. No el intelecto. ¿Por qué puede la voluntad negar radicalmente lo que el intelecto capta, a saber, el ser, la identidad? Puede porque no es el intelecto. Pero ¿por qué lo hace? A mi juicio, porque el hombre no quiere ser imagen. El intelecto es luz, es imagen, es expresión. Mediante la voluntad el hombre se niega a aceptar esa condición.

Propongo, por consiguiente, que cuando se quiere liquidar -como pretende la Ilustración- el pecado original, se vuelve a cometer, pues dicho pecado consistía en querer ser como Dios-Padre, es decir, en querer ser arjé, origen primero. El Logos, el Hijo, es ya engendrado.

El uso dominativo de la voluntad es el único mediante el cual el hombre se siente origen de lo que está haciendo. Por decirlo así, el poder dominativo es la imagen que en el hombre hay de la originariedad. Por eso se busca ejercitarlo.

Caso de que las consideraciones anteriores sean válidas, al hombre, para construir su propio ser y dominar plenamente, no le queda otra solución que el ejercicio fundamental y primario de la negación. En la fórmula tradicional se dice que el que rechaza a Dios se convierte al tiempo a las criaturas [16]. Y hay que añadir: el que rechaza a Dios se convierte a sí mismo en Dios. Se entiende, en Dios Padre.

La filosofía clásica entendía al hombre principalmente como un ser que tiene lagos (Aristóteles); y la religión católica, como un ser que es hijo de Dios. Ambos puntos de vista eran fácilmente coordinables: el ser humano es, sobre todo, lagos. El lagos capta el ser. El neoplatonismo supo ver que el lagos no tiene carácter primario. Con todo, aquí hay un problema metafísico sumamente complejo, en el que ahora no es posible entrar, pues para el caso basta decir que el intelecto no puede rechazar el ser, pero la voluntad sí. Por eso se dice que rechazar el ser es un acto ilógico. Si, efectivamente, es un acto ilógico, lo que no es, es un acto anti-voluntario. Al contrario, es un acto voluntario. Va contra el intelecto, no va contra la voluntad. Es más, rechazar el ser es lo más precisamente voluntario... con el uso originante de la voluntad. Ahora bien, junto al uso originante de la voluntad, hay otros usos. Entiendo que existen al menos tres, que se corresponden con los tres conocidos modos característicos del obrar humano: el teorizar -teorein, saber contemplativo-, el saber moral, -prattein moral- y el saber técnico­artístico. Son tres usos de la voluntad que, si bien se ejercitan en los tres modos de saber humano, tienen un peso más marcado respectivamente en cada uno de ellos. El uso de la voluntad que más directamente tiene que ver con el saber teórico es el deseo. El uso de la voluntad que tiene que ver con el saber moral es la aprobación -o desaprobación-, y el uso de la voluntad que tiene que ver con el arte es el mandato o dominio. Son tres usos distintos.

Que el uso de la voluntad en el saber teórico es fundamentalmente deseo lo dice Aristóteles en el libro A de la Metafísica, al comienzo: «Todos los hombres desean naturalmente saber» [17]. No es nada extraño que sea el deseo lo que tenga que ver con el saber, por una simple razón: el saber teórico es la unión del cognoscente con lo conocido; se verifica según unión, y lo que busca todo deseo es la unión. Por ello, el uso de la voluntad que tiene que ver con la unión, es decir, con el conocer, es el deseo. Así se entiende bien, a mi juicio, que los autores bíblicos cuando se referían a la relación entre personas de los dos sexos la llamaran conocimiento. Del deseo de un sexo por otro viene el conocer, la unión.

En la moral, la voluntad se emplea predominantemente en forma de aprobación o desaprobación, pues en ella se trata, sobre todo, de conformarse, conformar la actuación con la ley, los principios eternos y el fin último.  No me basta con desear el fin, y el último fin yo no puedo configurarlo a mi gusto. Puedo simplemente aprobarlo o no.

Aprobar no es lo mismo que desear; aprobar no es lo mismo que mandar; el mandar es propio del arte: ¡quiero que se haga tal cosa!, ¡voy a construirla! ¡Hágase!; ese es el uso técnico o artístico de la voluntad.

Pues bien, me parece que, de esos tres usos de la voluntad, el fundamental es el uso aprobatorio y que tal uso es, propiamente hablando, el uso amoroso de la voluntad. Amar significa aprobar la existencia de lo ya dado y que en cuanto dado se me impone [18]. Es la expresión que emplea Pieper: «es maravilloso que existas». Yo apruebo que tú existas [19]

El deseo y el mandato tienen más que ver con la temporalidad, porque están alejados de sus objetos respectivos. Pero el uso aprobativo puede ser directamente eterno. Y, a su vez, puede hacer participar de su eternidad a los otros dos.  Es decir, yo puedo convertir el deseo en un deseo amoroso si uno la aprobación eterna a dicho deseo. Se podría interpretar así el concepto clásico de filosofía.

El deseo de la sabiduría está al principio y es temporal, pero si paso del deseo al amor a la sabiduría, entonces mi saber es eterno. Es lo que dice Platón. Hago participa, por consiguiente, al deseo de la aprobación y elevo el saber teórico a lo propio de la aprobación que es la eternidad. Apruebo el mundo real que me antecede. Por el contrario, el saber sofístico no hace participar al deseo de saber de la aprobación o del amor a la sabiduría. La sofística es un uso intelectivo al cual no se le une el amor a la sabiduría y, por eso, la sofística que, por lo demás, es el uso común hoy día del intelecto, es un ejercicio a radice inmoral del saber.  Y, a su vez, si yo no hago participar al uso dominativo de la voluntad, es decir, al uso artístico, de la aprobación, del amor, entonces hago un arte inmoral y no elevo el arte a eternidad.

Entiendo que la voluntad primaria es la voluntad aprobatoria, porque la voluntad aprobatoria consiste en admitir lo que me ha sido dado. Ella me eleva por encima de mi condición pasajera a la condición eterna de lo idéntico y de lo anterior trascendental­mente. Entonces, desde un cierto punto de vista, el espíritu es débil porque, si hay deseo y si hay amor, tiene una debilidad, pero, desde otro punto de vista, se muestra que precisamente en esa debilidad es donde se encuentra su fortaleza. La fortaleza de la voluntad está en que se atreve a asumir la negación con respecto a sí misma para aprobar al otro. La nada queda así asumida, queda en medio. Yo no quiero instrumentalizar al otro. La nada en el deseo se coloca al principio; la nada en la voluntad aprobatoria se coloca en medio y la nada en la voluntad artística se coloca al final. Sócrates dice: si tú quieres saber, primero tienes que saber que no sabes, tienes que pasar primero por la negación para que se te despierte el deseo de saber: la negación está al principio. Precisamente porque está al principio, en cuanto me pongo a saber la expulso, se me queda atrás. En el arte, en cambio, la nada está al final.  Decido construir y cuando construyo una cosa me doy cuenta de que lo construido no soy yo, es nada con respecto a mí. Por eso una filosofía del puro arte, de la pura producción, que es una filosofía del futuro, pues futuro y hacer se corresponden, es una filosofía que necesariamente tiene que concluir en el nihilismo [20]. Yo hago eso y entonces ...   ¿qué? Nada.

¿Qué resulta de lo que he hecho para mi ser?  Nada.  Es la nada que queda al final y ante la cual me angustio [21]. La manera de salvar las «nadas terminales» es aplicarles la voluntad amorosa. Con respecto al saber teórico, me remito a la filosofía platónica. En relación con el saber artístico, su sentido está en el regalo. El arte sirve para regalar; es un instrumento de la voluntad moral, es decir de la voluntad amorosa. El futuro del hombre, es decir, la producción que realiza el hombre no tiene más sentido verdadero que el regalo. Pero independientemente de la introducción del uso aprobatorio, si yo tomo en su carácter puro el deseo y el dominio, me aparecen respectivamente con una nada al principio y una nada al final.  Son las que se pueden llamar «nadas terminales».

A mi juicio, la voluntad en su sentido pleno supone alteridad, y la alteridad, se da plenamente en el uso aprobatorio, que deja ser al otro. El ejercicio pleno de la voluntad exige también el máximum de fortaleza. Así pues, lo que se nos aparecía como debilidad, ausencia de dominio, se ve ahora como fortaleza.

Quizás es el momento de añadir el testimonio de Kierkegaard. En La enfermedad mortal expresa su idea de que dicha enfermedad es el pecado y que el pecado es la desesperación [22]. Ahora bien, ¿por qué puede alguien desesperar?  Por sentirse sin fuerzas para alcanzar algo o alguien. En este caso, para alcanzar a Dios. No cree el hombre que sea posible afirmar esa eternidad antecedente, ya dada, y entonces se decide a constituirse en origen primero. Esto cuesta menos esfuerzo.

Bajo el aire optimista, progresivo, de conquista del futuro y dominio del mundo propio del Humanismo, late tal vez la desesperación. El Humanismo es una filosofía fuerte para transformar el mundo, pero a la que falta debilidad para transformar al hombre [23].

Rafael Alvira en dadun.unav.edu   

Notas:

l.      Es también la época en la que, desde el siglo XVI, se propicia el advenimiento de la Antropología como ciencia. Cfr. al respecto: O. Marquard: «Schwierigkeiten mit der Geschichtephilosophie», S. 122 f.

2.     Para el análisis desde el punto de vista de la filosofía política, me parece clave: Ramiro de Maeztu: «La crisis del Humanismo». Madrid, 1945.

3.     Cfr. al respecto, Juan Pablo II: «Ansprachean Wissenschaftler und Studenten  im Kolner Dom (Verlautbarungen des Apostolischen Stuhls, n. 25, S. 26 ff.).

4.     Cfr. Así habló Zaratustra, II «Von der unbefleckten Erkenntnis», S. 153.

5.     «Nicht woher ihr kommt, mache euch fürderhin eure Ehre, sondern wohin ihr geht!»  AsZ III «Von alten und neuen Tafeln, 12». «La voluntad no puede querer hacia atrás...» AsZ II «De la redención».

6.     Phiínomenologie des Geistes: Vorrede: «... dem ZieIe, ihren Namen der Liebe zum Wissen ablegen zu ki:innen und wirkliches Wissen zu sein-, ist es, was ich mir vorgesetzt».

7.     VorIesungen über die Geschichte der Philosophie. I. Teil, 1, Abschnitt, 1,3, a.

8.     Cfr. R. Alvira: «Reflexiones sobre el concepto de percepción en la filosofía aristotélica», Actas VI Congreso Nacional de Psicología. Pamplona 1975.

9.     Me parece, con matices, verdadero, aun aceptando plenamente las observaciones al respecto de A. Baviola, en «Natura e progetto dell’nomo», pp. 151 ss. («Desiderio, liberta, negazione»).

10.     Cfr. J. Ortega y Gasset: «El tema de nuestro tiempo», IV, en Obras Completas, vol. III, pp. 163 ss.

11.     Cfr. al respecto, para la historia del pensamiento ilustrado: Gusdorf: «Dieu, la nature, l'homme au siecle des lumieres», ch. IV, «L'internationale déiste», p. 114.

12.     «... nach Etwas ‘streben’, einen 'Zweck’, einen 'Wunsch’ im-Auge habendas kenne ich Alles nicht aus Erfahrung». Ecce Horno, 11, 9.

13.     En «Subjektivitat und Selbsterhaltung», Hans Ebeling (hrgb.).

14.     El origen de ello se encuentra, tal vez, en Spinoza, pues, como es sabido, para el idealismo schellinghiano y fichteano toda   verdadera   filosofía   es spinozismo. Y Spinoza afirma: «La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo» (Etica, II, XLIX, Corolario). Además. para Spinoza el alma es deseo.

15.     Cfr. al respecto: Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico. Pamplona, 1982, pp. 19 ss.

16.     «Aversio a Deo et conversio ad creaturas».  S. Agustín, Del libero arbitrio, II, c. 19, III. «Ecce ubi est ubi sapit veritas. Intimus  cordi  est, sed cor erravit ab eo». S. Agustín, Confesiones, IV, c. XII, 18.

17.     «IItiv't"EC; aviBpW1tOL tou e LoÉvaL opÉyov't"aL CPÚcrEL»,980 a.

18.     Sobre el uso amoroso de la voluntad, cfr. las observaciones, a mi juicio totalmente pertinentes, de A.  Bausola, en Natura e progetto  dell'uomo, pp.  81 ss. («L'uomo e gli uomini in Sartre»).

19.     Cfr. Josef Pieper: Las virtudes fundamentales p. 542.

20.     «Der Nihilismus der Starke dagegen besteht darin, 'dass die Kraft, zu schaffen, zu wollen, so gewachsen ist, dass sie diese Gesamt- Ausdeutungen und Sinn-Einlegungen   nicht   mehr   braucht’ (XVI, 85 f.).  In diesem Betracht ist 'Nihilismus' das Ideal der hochsten Machtigkeit des Geistes...». Cfr. W. WEISCHEDEL: Der Gott der Philosophen, 1, S. 440.

21.     «... para todos aquellos que tienen un dios cualquiera por compañero no existe lo que yo conozco como 'soledad'. Ahora mi vida está atravesada por el deseo de que todas las cosas pudiesen ser de otra manera a como yo las concebía y de que alguien me volviera incrédulo con respecto a mis propias 'verdades'. F. Nietzsche Carta a Overbeck (2.VII.85).

22.     Cfr. S. A. Kierkegaard: «La maladie a la mort», Oeuvres Completes, T. XVI, pp. 165 ss. «Le péché consiste, étant devant Dieu ou ayant l’idée de Dieu, et se trouvant dans l’état de désespoir, a ne   pas vouloir  etre soi, ou a vouloir l'etre. Le péché est ainsi la faiblesse...  il est l’élevation en puissance du désespoir» (p. 233).

23.     Cfr. B. Pascal: Pensées, s. XII, n. 793.

Mario Spangenberg Bolívar

l.- Introducción

En la dogmática penal moderna -más allá de los varios matices y en no pocas ocasiones, de las profundas diferencias que tienen cabida en su interior- existe un verdadero consenso respecto a que, la imputación subjetiva dolosa [1], en sus modalidades de dolo directo y de dolo eventual, debe edificarse a partir del concurso del conocimiento. Adicionalmente, en buena parte de los sistemas jurídicos continentales, además de tratarse ésta de una exigencia meramente dogmática, el conocimiento –e incluso la voluntad- como sustrato del dolo, resulta ser un expreso requerimiento legal, por así mandatarlo el Derecho positivo.

Sin embargo, este verdadero acuerdo dogmático, ciertamente inusual en la inabarcable biblioteca penal contemporánea, parece verse conmovido en las últimas décadas por la irrupción, cada vez más frecuente en la práctica forense, de casos en los que la persona ha renunciado, intencionalmente, a conocer las circunstancias y extremos que hacen a su conducta penalmente relevante. A esas hipótesis, denominadas como ignorancia deliberada o ceguera intencional, usualmente se les adscribe el tratamiento propio de la imputación dolosa –generalmente a título de dolo eventual- pese a que en ellas, por definición, se encuentra ausente uno de los pilares del dolo, esto es, el conocimiento.

Ahora bien. Ocurre que, en un  número  muy  relevante  de  casos  prácticos  –quizás  la mayoría- que, a primera vista, pueden juzgarse como de ignorancia  deliberada,  la equiparación al tratamiento del dolo eventual viene justificada, en la medida que existe un conocimiento primario y genérico que es el que conduce al agente, precisamente,  no a no saber, sino a no saber más. En esas situaciones,  este  primer  conocimiento  general,  que induce a la ulterior reticencia cognitiva, aunque endeble y abstracto, permitiría igualmente tener por satisfecha la exigencia dogmática del conocimiento. En otras palabras, estas situaciones resultan abordadas bajo el prisma del dolo eventual, no por equiparación, sino por tratarse, justamente, de casos de dolo eventual, donde concurren conocimiento –aunque rudimentario- y voluntad.

Algo distinto acontece en un número sensiblemente más reducido de casos, pero no por ello menos relevante desde la perspectiva científica, donde el conocimiento  directamente  no existe, ni aún siquiera, en  la  forma  rudimentaria  del  dolo  eventual.  Dicho  en  otros términos, tales hipótesis, a diferencia  de  las  señaladas  en  el  párrafo  anterior,  sí  darían lugar a una especie de rara avis de dolo sin conocimiento [2].

Ante ese escenario, según el esquema dogmático contemporáneo, sólo parecen abrirse dos caminos: o revisar la exigencia del conocimiento en el dolo, de modo  de  dar  cabida  a hipótesis de dolo sin conocimiento, lo que significaría tanto como volver a construir buena parte de la imputación subjetiva; o bien, ratificar la relevancia del requisito cognitivo, descartando la imputación dolosa en aquellos casos donde el conocimiento de los aspectos relevantes del tipo objetivo esté ausente, lo que, con seguridad, conduciría a resultados ostensiblemente injustos [3]. A primera vista, no habría espacio para otros rumbos [4].

Por su parte, y pese a que la atención de la ciencia penal continental respecto de los casos de ignorancia provocada o deliberada parece ser relativamente reciente, en especial bajo el impulso de la inabarcable casuística que suscitan el narcotráfico, el lavado de activos y los delitos contra el patrimonio, en el Derecho anglosajón –bien que bajo otras reglas dogmáticas y por ello, sin convocar mayores reparos científicos- la doctrina de la willful blindness ha cumplido más de cien años [5].

Sin embargo, esta pretendida novedad de la dogmática continental contemporánea dista mucho de ser exacta ni tal, siendo  posible  hallar  relevantes  antecedentes sobre  la cuestión en el pensamiento de Aristóteles, que resultan insoslayables en aras de su reconstrucción histórica -lo que por cierto no carece de atractivo científico-, pero también y sobre todo, en la búsqueda de una solución a la actual encrucijada del asidero o pervivencia de un dolo sin conocimiento.

Desde esta perspectiva  y  ésa es, precisamente,  la hipótesis  que  orienta  al presente  trabajo, el análisis del exacto contenido del vínculo o relación entre el conocimiento y la voluntad –y su contracara, la ignorancia y lo involuntario- tal y como ha sido elaborado por Aristóteles, permite ofrecer una respuesta satisfactoria al aparente callejón sin  salida  en  que  se encuentra atrapada la dogmática continental en los casos  de  ceguera  intencional  o provocada.

En el tránsito a esa conclusión, entiendo conveniente dividir  el  desarrollo  del  presente trabajo en los siguientes sectores, adicionales a esta introducción: el capítulo 2, en el que planteo el estado  de  situación de la ciencia  penal  respecto al dolo eventual  como  categoría de la imputación subjetiva –en especial, en relación a la exigencia del conocimiento- y donde expongo las dificultades que ello puede originar en relación al tema planteado; luego, un capítulo 3, donde analizo el concepto y el estado de situación actual de la dogmática  en relación a la ignorancia deliberada, junto a los problemas prácticos y teóricos  que, la adopción de dicho instituto, suscita al tenor de las consideraciones expuestas en el capítulo anterior; un capítulo 4, en el que expongo los aportes más relevantes de Aristóteles sobre el punto, en especial, en lo que atañe a su distinción entre ignorancia responsable  e irresponsable; y finalmente, un capítulo 5, en el que, a modo de conclusiones, detallo los beneficios que tales aportes pueden convocar respecto al estado actual del problema.

2.- La imputación subjetiva a dolo eventual

2.1.- Introducción a la cuestión

En la dogmática  penal moderna  –y lo mismo  acontece  en las  soluciones legales adoptadas por los sistemas jurídicos continentales [6] -existe un verdadero consenso respecto a que la imputación subjetiva se estructura en torno a dos modalidades principales: el dolo y la imprudencia, que admiten, por su parte, sendas subdivisiones.

Así, mientras que al interior del dolo es posible hallar tres formas diversas de imputación, esto es, el dolo directo de primer grado (o dolo directo, a secas), el dolo directo de segundo grado (indirecto o de consecuencias necesarias) y el dolo eventual, al  interior  de  la imputación imprudente, por su parte, se distingue entre imprudencia consciente e inconsciente [7].

Más concretamente, en la imputación a título de dolo directo de primer grado quedan comprendidas las conductas cuyo resultado fue intencionalmente perseguido, en el dolo directo de segundo grado, aquellas consecuencias  que,  necesaria  o  seguramente,  se producen a partir de una conducta, y bajo el prisma del dolo eventual, aquellas que, pese a no haber sido queridas ni previstas como seguras consecuencias del acto  en  cuestión,  sí  lo han sido, en cambio, como de ocurrencia posible o probable.

Ahora bien. Por encima de las diversas formas concretas en que una conducta dolosa puede manifestarse a partir de esa tripartición, existe acuerdo en que todas ellas han de construirse a partir del concurso del conocimiento y, para un muy amplio sector de la doctrina, también de la voluntad [8]; bien que articulándose, tales componentes intelectuales y volitivos, de forma diversa, según las distintas variantes del dolo.

2.2.- La exigencia del conocimiento en el dolo eventual

En lo que hace más directamente al objeto del presente trabajo, y en el estado actual de la dogmática penal, es posible afirmar que existe dolo eventual en aquellos casos donde si bien el autor no quiere, ni persigue el resultado típico, sí prevé o se representa como posible o probable la realización del mismo y pese a ello, no desiste de su conducta. En ese sentido, si bien y por un lado, el resultado no ha sido querido por el agente, como sí ocurre en el dolo directo, por el otro, ha superado la mera posibilidad de su representación, propia de la imprudencia, para erigirse en una representación efectiva de su eventual acaecimiento.

Claro que, respecto de la imprudencia consciente se suscitan mayores  dificultades conceptuales de distinción; y ello, desde el momento que, en ambas hipótesis (dolo eventual e imprudencia consciente) concurren, simultáneamente, la falta de intención del resultado y la representación, a modo de posibilidad, de su ocurrencia; sin embargo, para la doctrina ampliamente mayoritaria en la actualidad, el criterio de diferenciación radica  en  la prevalencia adicional, en los casos de dolo eventual, de una cierta conciencia  de  la peligrosidad de la conducta junto a una asunción seria o probable de la eventualidad del resultado [9].

Ahora bien, es precisamente en la exigencia de esa efectiva  representación  del  resultado típico –y lo mismo acontece respecto del resto de  los elementos del  injusto  objetivo-,  aún bien que latente como mera eventualidad de posible o probable ocurrencia, que el conocimiento se erige, en esta variante de imputación subjetiva, como  el  verdadero  o principal sustento dogmático del reproche. Es que, en  puridad,  el  otro  elemento característico del dolo para la doctrina mayoritaria [10], esto es, la voluntad, aparece  aquí  - cuanto menos- atenuada, o lo que es similar, reconducida, no  ya  a  la  realización  del resultado, como en el dolo directo, sino a llevar a cabo la conducta pese a la previsión del resultado.

Adicionalmente a ello, no debe pasarse por alto el  hecho  que, esa efectiva  representación, bien puede recaer sobre la eventualidad del resultado típico en sí mismo (por ejemplo, la muerte o lesión de la víctima)  o  sobre  la eventual existencia o  configuración  de  cualquiera de los requisitos del tipo objetivo de que se trate (por ejemplo, el origen ilícito de los fondos en el lavado de activos o la edad de la víctima en algunos delitos sexuales). Se trate pues, ya sea del resultado final o de algún otro requisito de la figura delictiva, debe concurrir el conocimiento, a modo de efectiva representación de una eventualidad de posible o probable ocurrencia.

De allí que, aún para la modalidad menos intensa de las formas dolosas de imputación subjetiva, como es el caso del dolo eventual, existe un verdadero acuerdo doctrinario en reclamar, a modo de conditio sine qua non, un cierto grado de conocimiento respecto de los diversos elementos configurativos del tipo penal.

2.3.- Relación con el problema planteado

En atención a ello, y como adelantara en la introducción de este trabajo, sostener una imputación subjetiva a título de dolo eventual para aquellos casos donde ése conocimiento directamente no existe, ni aún siquiera bajo la frágil corteza de la representación de una eventualidad de posible o probable ocurrencia, exigiría -en el estado actual  de  la  ciencia penal- tanto como volver a edificar buena parte de la dogmática del tipo subjetivo.

Ocurre además, que, esa reconstrucción del tipo  subjetivo  doloso  debería,  o  bien reconfigurar el dolo, despojándolo de los elementos cognitivos [11], lo que se evidencia, a estas alturas, como una tarea de proporciones épicas  y  con  seguridad,  destinada  al  fracaso,  o bien, desandar el camino de la exigencia de una dimensión subjetiva en el injusto, acercándolo a una lógica de fidelidad/infidelidad al Derecho  [12], como sustrato único o principal del reproche penal en concreto, para lo cual –y a efectos de no reedificar nuestro entendimiento de la imputación subjetiva dolosa en los casos de ignorancia deliberada- deberíamos volver a construir nuestra propia concepción de la teoría del delito e incluso, de los fundamentos del Derecho penal. Lo que, a todas luces, no deja de ser un mal negocio.

En adición a ello, y lo que es aún más serio, las dos estrategias que viene ensayando la dogmática penal actual ante el problema -la reconstrucción del dolo y la reconfiguración de las condiciones del reproche- padecen de un mismo error conceptual ab initio, desde el momento que entremezclan, cual si se tratara de una misma dimensión, las cuestiones relativas a la imputación de aquellas vinculadas a la responsabilidad. Ocurre sin embargo que, aún tratándose de aspectos ciertamente vinculados entre sí, la imputación y la responsabilidad son claramente distintas y en consecuencia, también revisten una naturaleza -y obedecen a una lógica- disímil.

En efecto, y como enseña Ronco: “Imputar algo a alguien es reconocer que ese algo le pertenece porque él es su causa moral; hacer responsable es sacar las consecuencias del reconocimiento efectuado mediante la imputación”, de modo que “…la dialéctica entre imputación y responsabilidad transita por dos relaciones categoriales diversas, aunque contiguas. La imputación predica la relación del sujeto con la transformación significativa del mundo producida por su acción. La responsabilidad, la relación entre el sujeto y la comunidad en función de la transformación producida por este con la acción [13]”.

De allí que, todo intento dirigido a solucionar deficiencias propias de la responsabilidad, mediante enmiendas al criterio de imputación, que es – conceptualmente- de dilucidación anterior e independiente, esté condenado, desde el inicio, a  arrojar  resultados invariablemente incorrectos.

Ante este infausto escenario  luce  necesario  revisar  en  profundidad,  las distintas  hipótesis de ceguera intencional o desconocimiento provocado, a efectos de verificar si no es posible hallar allí, elementos que permitan escapar del aparente callejón sin salida en  que  se encuentra atrapada la dogmática penal contemporánea o al menos, e  inicialmente, circunscribir al mínimo posible, los espacios de conflicto. En otras palabras, es preciso, como primer paso, atender a los diversos modos en que tales situaciones se manifiestan concretamente en la práctica, con  la  finalidad  de  distinguir  los  sectores  que verdaderamente evidencian un problema  científico  real, de aquellos otros que  sólo lo hacen de un modo aparente, previo a procurar su solución.

Una vez despejado que sea ese camino, corresponde indagar si efectivamente los verdaderos casos de ignorancia deliberada merecen una imputación distinta a la acordada a aquellas situaciones en las que el individuo previó como posible o probable el resultado; se trata, en definitiva, de un tema de imputación y no de responsabilidad, aunque, como es natural, las conclusiones a que se arribe respecto de la primera cuestión, convoquen consecuencias en la segunda.

3.- La ignorancia deliberada

3.1.- Introducción a la cuestión

La vida cotidiana enseña que, con no poca frecuencia, las personas -voluntaria o deliberadamente- renuncian a adquirir información relevante sobre determinados hechos o circunstancias que atañen a sus actos o destino, escogiendo, en cambio, mantener ciertos espacios de incertidumbre o desconocimiento frente a tales extremos, y que esa inclinación resulta ser, en alguna medida,  propia  de  la  naturaleza  humana.  En  dichas  oportunidades, los sujetos parecen anteponer, a modo de estrategia hedonista, la evitación o incluso el mero aplazamiento de aflicciones o problemas, frente al riesgo de su eventual confirmación cognitiva.

Así, el individuo que solicita no enterarse de los ingredientes que componen el plato que ha de degustar, a efectos de evitar que alguno de ellos le cause rechazo; el estudiante que opta por aplazar hasta el lunes la nota del examen publicada el día viernes, ante la eventualidad de ver afectado su fin de semana; el cónyuge que desiste de saber el verdadero itinerario del otro, por temor a advertir una infidelidad, entre otros variados ejemplos, bien que penalmente intrascendentes, dan cuenta de la asiduidad o frecuencia con que los seres humanos emplean una deliberada reticencia cognitiva en su vida cotidiana [14].

Como es fácilmente predecible, el extenso elenco de situaciones en las que las personas adoptan tal estrategia de reticencia cognitiva o ignorancia deliberada en su accionar, no permanece únicamente aislado en el parquet de lo jurídicamente indiferente y en ciertas ocasiones, cada vez menos aisladas, ingresa al ámbito de lo penalmente relevante.

Tales son los casos, por ejemplo, del administrador de sociedades comerciales que renuncia, completamente, a conocer la concreta actividad comercial de las distintas sociedades que su estudio profesional administra; el del testaferro que figura formalmente –y a cambio de una remuneración- como director de un extenso conjunto de sociedades, sin tener  el  menor interés por conocer su verdadero giro, ni la identidad de sus reales titulares;  o  el  del escribano público que a ningún cliente –independientemente del monto de la operación o de sus circunstancias concretas- solicita información sobre el origen de los  fondos  o  la naturaleza del negocio; e incluso, el de aquellos individuos que, a cambio de una suma de dinero, admiten transportar un equipaje, sin consultar sobre su contenido o destinatario; o, en materia de delitos contra la libertad sexual, el de la persona que, no obstante apreciar la juventud de la otra, se rehúsa a informarse de su verdadera edad.

En estas situaciones, y en otras semejantes, la ausencia de  información  -provocada  o sostenida por la propia reticencia cognitiva del agente- recae, a diferencia de lo que ocurre respecto de los primeros casos planteados, sobre distintos elementos que son, precisamente, esenciales para la configuración del tipo penal. Así, en el  caso  del  administrador  de sociedades y en el del testaferro, bien podrían estar éstos, colaborando en alguna actividad comercial ilícita; el escribano, prestando su ayuda a cierta maniobra de lavado de activos a través de operaciones inmobiliarias; el transportista,  trasladando  estupefacientes  o realizando algún otro tráfico ilícito; y en el último caso, bien podría haberse incurrido en un delito de violación o algún otro delito similar. En todas estas hipótesis pues, el conocimiento o la ignorancia sobre tales aspectos, resultan de singular importancia para formular  el reproche penal en concreto o en su defecto, descartarlo.

3.2.- Las verdaderas hipótesis de ignorancia deliberada

Ahora bien. Ocurre que, al interior de este elenco de casos aparentemente iguales –o al menos, muy semejantes- es posible distinguir, con relativa facilidad, entre aquellas verdaderas hipótesis de ignorancia deliberada, en las que el individuo realmente carece de todo conocimiento sobre las circunstancias de hecho que resultan relevantes para la configuración del tipo objetivo, de aquellas otras situaciones, a primera vista similares, pero en las que sí existe, en cambio, algún rastro de información o conocimiento, aún primarios [15].

En efecto, en un número nada despreciable de casos, la persona ya ha adquirido, con anterioridad a provocar su ignorancia, cierto conocimiento - bien que precario o general- y es, precisamente, a causa o en mérito a él, que no desea saber. En puridad, colocado en tales situaciones, lo que el individuo quiere no es no saber, sino no saber más. Y así, este primer conocimiento que induce a la persona a procurar su ulterior reticencia cognitiva, aún endeble o rudimentariamente, constituye, sin más, conocimiento. Tal es el caso, por ejemplo, de quien sospecha del ilícito contenido del equipaje que habrá de transportar, a cambio de una fuerte suma de dinero, y opta por no indagar sobre su contenido, para no verse enfrentado al dilema de cometer un delito o renunciar al beneficio económico ofrecido; en estas situaciones, parece claro, no se asiste a una verdadera ignorancia deliberada, sino cuanto menos, a una sospecha pendiente de confirmación, que denota, en sí misma, conocimiento [16].

Algo distinto es lo que ocurre en otras situaciones –ciertamente menos frecuentes en la práctica, pero de mayor atractivo científico- donde el conocimiento directamente no existe, ni aún siquiera, en la precaria forma de la sospecha. Y ello es lo que puede acontecer, por ejemplo, en el caso del escribano que nunca ha preguntado a ninguno de sus clientes sobre el origen de los fondos empleados en sus operaciones o el del administrador de sociedades comerciales, al que sólo ha interesado conocer los aspectos formales de las empresas que administra, mas nunca sus concretas actividades, entre otras situaciones.

En estos casos, no puede hablarse con propiedad siquiera de una sospecha  inicial  o abstracta, al modo  de  la concurrente  en las situaciones anteriores, de  manera  que, en ellos, el conocimiento directamente no existe. Así y en puridad, son precisamente éstas, las verdaderas hipótesis de ignorancia deliberada o ceguera intencional,  es  decir,  los  casos donde no concurre, ni aún mínimamente, un conocimiento previo o primario sobre los elementos relevantes para el tipo objetivo.

3.3.- Relación con el problema planteado

Y es justamente en virtud de esta  distinción,  entre  las  situaciones  meramente  aparentes, más no reales, de ceguera intencional respecto del  otro  verdadero  y  más reducido  elenco, que resulta enteramente compartible la afirmación de Ragués i Vallés, acerca de que: “…la figura del dolo eventual permite resolver satisfactoriamente la gran mayoría de casos en los que una persona realiza un comportamiento objetivamente típico habiendo renunciado voluntariamente a conocer con exactitud alguno de los aspectos penalmente relevantes de su conducta [17]”.

Es que en los hechos, las hipótesis meramente aparentes de ignorancia deliberada, al verificarse a su respecto el concurso de elementos cognitivos, no alcanzan –salvo simuladamente- a jaquear la exigencia dogmática del conocimiento en el dolo eventual y en consecuencia, y al menos, en este aspecto, no suscitan un problema científico real; distinta es sin embargo, la conclusión respecto a las hipótesis donde ése conocimiento inicial no existe.

De modo que, aunque referido a circunstancias menos frecuentes en la práctica, lo cierto es que existe un buen número de casos, de indudable atractivo, que provocan un verdadero problema científico, al poner en pugna dos extremos  que,  en  el  estado  actual  de  la dogmática penal, lucen inconciliables: la imputación subjetiva  a dolo  eventual y  la  ausencia de conocimiento.

Adicionalmente, y como adelantara en la introducción a este trabajo, la cuestión no reviste, tan sólo, un interés meramente teórico –el que incluso, justificaría por sí mismo la atención sobre el tema- sino que resulta ser, a un mismo tiempo, un asunto de justicia práctica. En ese sentido, la cuestión bien puede plantearse en los términos siguientes: ¿es justo, que quien ha procurado intencionalmente, desconocer las circunstancias de sus actos, resulte, en definitiva, ganancioso por su propia desidia cognitiva? [18]. Lo que en modo alguno puede llamar la atención, desde el momento que –como enseña Causabón- el jurídico es, principalmente, conocimiento práctico y no especulativo, incluso, y más allá de la ipsa res iusta, cuando se refiere a normas, “pues tiene por fin dirigir el obrar”   [19].

Así y según el esquema dogmático, esbozado en el capítulo anterior, en el que parece encontrarse la ciencia penal, en el que la imputación subjetiva del dolo eventual requiere el conocimiento del agente respecto de las circunstancias que integran el tipo objetivo, la ausencia de dicho conocimiento –aunque fuere deliberada- no podría justificar el reproche doloso, quedando encorsetada pues a limitarse al castigo imprudente y ello incluso, tan sólo respecto de las figuras delictivas que admiten esa modalidad de imputación subjetiva.

Ante esta verdadera encrucijada de la dogmática penal contemporánea, que parece haberse convertido, en este punto, en tierra de nadie y de todos a un mismo tiempo, luce necesario volver la atención al pensamiento de  Aristóteles,  desde  el momento  que, como  con  acierto ha reconocido Köhler, es: “Desde la exposición de Aristóteles en el libro tercero de la Ética a Nicómaco, [que] la imputación subjetiva forma parte del patrimonio cultural europeo como presupuesto para el mérito y el castigo…” [20].

4.- La ignorancia responsable en Aristóteles

4.1.- Introducción

Pese a que, como señala Manrique, la “…atribución de responsabilidad por ignorancia es un tema tradicional en filosofía jurídica y moral” [21], tampoco es menos  cierto  que  las enseñanzas que allí se recogen –y ello ocurre con particular énfasis en algunos sectores mayoritarios de la doctrina penal contemporánea- resultan, con llamativa frecuencia, soslayadas o cuanto más, apenas mencionadas al pasar, a modo de  mero  antecedente histórico. Y es eso, precisamente, lo que viene ocurriendo en la ciencia penal moderna, con la distinción aristotélica entre ignorancia responsable e ignorancia irresponsable.

Ahora bien. Previo a ingresar en el concreto análisis de estas dos modalidades de ignorancia –y fundamentalmente, de su aplicación al ámbito de la ignorancia deliberada penal- parece conveniente comenzar, como lo hace el propio Aristóteles, en el examen de las condiciones de voluntariedad de los actos humanos.

En efecto, es notorio que el filósofo, luego de formular sus consideraciones generales acerca de la virtud ética, ya en la primera cuestión del libro III, de la Ética Nicomáquea, señala la relevancia práctica e incluso jurídica, de indagar acerca de lo voluntario y de lo involuntario. Y ello, como él mismo advierte, “Dado que la virtud se refiere a pasiones y acciones y que, mientras las voluntarias son objeto de alabanzas o reproches, las involuntarias lo son de indulgencia y, a veces, de compasión, es,  quizá, necesario,  para los que reflexionan sobre  la  virtud, definir  lo voluntario y lo  involuntario, y es también útil para los legisladores, con vistas a los honores y castigos” [22].

Lo mismo que en Ética Eudemia, dónde, en términos semejantes, expresa: “Puesto que la virtud y el vicio y las acciones que proceden de ellos son, una veces, alabados y, otras, censurados (pues se censura y alaba no lo que existe por necesidad, suerte o naturaleza, sino todo aquello de lo que somos nosotros la causa, ya que de aquello de lo cual otro es la causa, es él el que recibe la alabanza y la censura), es evidente que la verdad y el vicio están en relación con las acciones de las cuales el hombre mismo es la causa y el principio. Hemos de averiguar, pues, de qué acciones es la causa y el principio” [23].

En este sentido, el análisis que practica el estagirita respecto de lo voluntario y de lo involuntario, constituye el punto de partida para determinar, con posterioridad,  los criterios de imputación general de las actos humanos y en consecuencia, y como no puede ser de otra manera, de la propia imputación jurídico penal [24]; es que, como afirma Rapp: “Se puede leer la investigación de Aristóteles sobre lo voluntario como fundamento de una doctrina de la responsabilidad penal” [25].

4.2.- Sobre lo voluntario y lo involuntario

En la Ética Nicomáquea la cuestión respecto de lo voluntario y lo involuntario, se dilucida principalmente, a partir del  análisis  de  las  causas  de  lo  involuntario,  que  son, precisamente, la fuerza y la ignorancia [26]. En efecto, allí dice  el  filósofo: “cosas involuntarias son las que se hacen por fuerza o por ignorancia…” [27], y, más adelante, en el mismo sentido, que “Siendo involuntario lo que se hace por fuerza y por ignorancia, lo voluntario podría parecer que es aquello cuyo principio está en el mismo agente que conoce las circunstancias concretas en las que radica la acción” [28].

Así pues, la primera categoría de actos involuntarios es, para el estagirita, la de los actos realizados de manera forzada: “…es forzoso aquello cuyo principio es externo y de tal clase que en él no participa ni el agente ni el paciente; por ejemplo, si uno es llevado por el viento o por hombres que nos tienen en su poder” [29]. Y en forma similar: “Parece, entonces, que lo forzoso es aquello cuyo principio es externo, sin que el hombre forzado intervenga  en nada” [30].

En relación a esta primera categoría de actos involuntarios, en los que el agente es forzado a su realización, no parecen suscitarse mayores dificultades; e incluso, los ejemplos escogidos por Aristóteles para ilustrar el punto tampoco admiten, razonablemente, una conclusión diversa a la por él planteada. Distinta es la situación, sin embargo, para ciertas acciones –más complejas- a las que el estagirita denomina mixtas.

Así, y sobre ellas, sostiene el filósofo que: “En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por alguna causa noble (…), es dudoso si este acto es voluntario o involuntario (…) Tales acciones son, pues, mixtas, pero se parecen más a las voluntarias...” [31]. En los hechos, la solución a que arriba, considerándolas voluntarias, parece ser  la  correcta  desde  la perspectiva de la imputación, en cuyo caso, ésa  conclusión  tampoco  obtura  la  posibilidad que, en el ámbito de la responsabilidad, se le asigne  un  tratamiento  exculpatorio  o benévolo [32]. Se trata, en definitiva –la de la imputación y la de la responsabilidad- de dos cuestiones conceptualmente diversas [33].

En sentido similar, se expresa Meyer, al afirmar que: “…even though Aristotle repeatedly claims that virtue is praiseworthy and vice blameworthy, he never explains this by saying that we are responsible of these states of character. (…) Aristotle thinks character is praiseworthy in virtue of the actions it causes, not because of anything about the process by which it comes into being. Thus the causal relation he finds essential to praiseworthiness and blameworthiness, which is what he  seeks to capture in his account of voluntariness, is the one in which character produces actions” [34]. De allí que, también en lo que sigue, lo voluntario o involuntario, respecto de las acciones, responda a criterios de imputación y no, principal o directamente, a la lógica de la responsabilidad.

4.3.- La ignorancia como causa de involuntario

Ahora bien, como se dijera, las acciones involuntarias –para Aristóteles- no son tales únicamente por haber sido realizadas de manera forzosa, sino que existe, a su lado, una segunda causa de involuntario, a la que el estagirita dedica incluso, mayor atención que a la primera, y que reside en la ignorancia del agente. Y es, precisamente, esta segunda categoría de actos involuntarios, la que reviste mayor interés para el objeto del presente trabajo, en particular, en lo que hace a la distinción entre las dos clases o subespecies de ignorancia: aquellas que, efectivamente, sí causan involuntario y aquellas que no lo hacen.

El punto de partida sobre el que Aristóteles -en su Ética Nicomáquea- edifica  esa diferenciación, reside en el objeto sobre el que recae la  ignorancia.  Así,  advierte que existe, por un lado, una ignorancia de lo universal o general y por el otro, una ignorancia respecto de las circunstancias del acto que se realiza, y a las  que,  como  se  verá,  adjudica consecuencias diversas. En la primera subespecie –la ignorancia sobre lo universal- la ignorancia recae, precisamente, sobre aquello que se debe o no se debe hacer, de un modo general y en función de los principios; mientras que en la segunda, se ignoran, o bien las circunstancias del acto o bien el fin por el que se lleva a cabo [35].

Al respecto, dice el filósofo: “…el término ‘involuntario’ tiende a  ser  usado  no  cuando alguien desconoce lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario sino de la maldad, como tampoco lo es la ignorancia universal (pues ésta es censurada), sino la ignorancia con respecto a las circunstancias concretas y al objeto de la acción. Pues en ellas radica tanto la compasión como el perdón, puesto que el que desconoce alguna de ellas actúa involuntariamente” [36].

Y más adelante, insiste  sobre  el  punto:  “Puesto que uno puede ignorar todas estas cosas en la que está implicada la acción, el que desconoce cualquiera de ellas, especialmente las más importantes, se piensa que ha obrado involuntariamente, y por las más importantes se consideran las circunstancias de la acción y del fin” [37].

De modo que, en el pensamiento aristotélico, la ignorancia sobre lo universal o abstracto, esto es, aquella que no recae sobre las circunstancias de la acción o sobre su fin, sino sobre lo que se debe o no hacer, de un modo general, no causa involuntario [38]. De allí que, en el libro 5, vuelva a afirmar: “Llamo voluntario, como se ha dicho antes, a lo que hace uno estando en su poder hacerlo y sabiendo, y no ignorando, a quién, con qué y para qué lo hace…” [39].

Así pues, y a modo de primer peldaño, la ignorancia que causa involuntario para el filósofo es, únicamente, aquella que recae sobre las circunstancias y el fin del acto, lo que, en  el lenguaje dogmático penal contemporáneo, se expresa como requisitos del tipo objetivo y su resultado típico [40]. Sin embargo, el análisis de Aristóteles sobre la cuestión, no culmina con la mera verificación del objeto sobre el que recae la ignorancia y va un paso más allá [41].

4.4.- La ignorancia responsable

En efecto, para el estagirita, el hecho que una acción haya sido realizada a partir de la ignorancia, no es aún y por sí mismo, condición suficiente para determinar si ése acto es voluntario o involuntario. Es preciso, en su opinión, indagar respecto de otro aspecto, que no es otro, que el origen de esa ignorancia.

Desde esta nueva perspectiva, centrada ahora, en el origen de la ignorancia y su relación con el sujeto que actúa, y no en el objeto sobre  el  que  recae,  es que  Aristóteles distingue entre ignorancia responsable e ignorancia no responsable.

Así lo expresa, en la Ética Nicomáquea, al afirmar que: “Todo ello parece estar confirmado, tanto por los individuos en particular, como por los propios legisladores: efectivamente, ellos castigan y toman represalias de los que han cometido malas acciones sin haber sido llevados por la fuerza o por una ignorancia de la que ellos mismos no son responsables…” [42]. Y más adelante, y de  un  modo  incluso  aún  más enfático:  “Incluso castigan el mismo hecho de ignorar, si el delincuente parece responsable de su ignorancia…” [43].

En ese sentido, es claro que, para el filósofo, un acto por ignorancia, sólo  podrá  ser considerado involuntario, en la medida que la ignorancia no resulte ser responsabilidad del agente, de lo contrario pues, el hecho de ignorar no tendrá consecuencia alguna en la imputación. Y ello es lo que ocurre, precisamente, cuando el sujeto es responsable  de  su propia ignorancia.

Esta solución es ciertamente más sofisticada que aquella centrada únicamente en el objeto de la ignorancia y ofrece -a partir de la categorización entre la ignorancia responsable y la ignorancia no responsable- respuestas, más que satisfactorias, a cuestiones antes problemáticas. Más particularmente, en lo que tiene directa relación con el presente trabajo, a la relevancia, en la imputación, de la ignorancia o el desconocimiento provocado por el propio sujeto.

Por su parte, la conclusión a la que se arriba en la Ética Nicomáquea sobre  la cuestión, nada difiere, sino lo contrario, del tratamiento acordado a los actos forzados. En puridad, el principio rector que aglutina las soluciones, tanto en un caso como en el otro, es exactamente el mismo: si el origen del acto no reside en el sujeto –bien por fuerza, bien por ignorancia- se trata de un acto involuntario. Y viceversa, si el origen está en el sujeto, el acto será voluntario.

Así, el fundamento general que emplea el filósofo para determinar si un acto es imputable o no, a un sujeto, no es otro, que la independencia del agente a su respecto. En la primera de las hipótesis, esto es, la de las acciones involuntarias forzadas, esto parece claro en la medida que el principio del acto no se encuentra, en modo alguno, en el agente; y algo semejante ocurre, también, respecto de los actos involuntarios por ignorancia, en los que, en mérito, justamente, al origen de esa ignorancia, mal puede decirse que el principio del acto está en el sujeto.

En palabras del propio Aristóteles: “…si esto es evidente y no tenemos otros principios para referirnos que los que están en nosotros mismos, entonces las acciones  cuyos  principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias” [44].

Con ello, y como lógico derivado de un mismo principio rector, el estagirita establece la categoría de la ignorancia responsable, esto es, de aquella ignorancia que tiene su origen en el propio agente, y le acuerda un tratamiento ciertamente incuestionable, al negarle su condición de involuntaria.

En definitiva, las acciones en las que se ignoran las circunstancias del acto y su finalidad, pero donde ello ocurre por la decisión del propio sujeto involucrado, no plantean ninguna dificultad en lo que atañe a sus posibilidades o condiciones de imputación.

5.- Conclusiones

Recapitulando. Existen ciertos casos -que la doctrina denomina de ignorancia deliberada o ceguera intencional-, en los que la persona ha renunciado, voluntariamente, a conocer las circunstancias y extremos que hacen a su conducta penalmente relevante y a los que, usualmente, se les adscribe el tratamiento propio de la imputación a dolo eventual, pese a que en ellos, por definición se encuentra ausente uno de los pilares del dolo, esto es, el conocimiento.

A efectos de justificar esta especie de rara avis,  de  dolo  sin  conocimiento,  la  dogmática penal contemporánea parece enfrentada a  un  verdadero  atolladero  conceptual,  del  que viene pretendiendo salir, a partir del ensayo de tres estrategias diversas: a)  revisar  la exigencia del conocimiento en el dolo, lo que significa tanto como volver a edificar la imputación subjetiva, b) desandar el camino de la exigencia de una imputación subjetiva, reconduciendo al Derecho penal, a una  mera  lógica  de  fidelidad/infidelidad  al  orden jurídico, o bien, c) ratificar  la relevancia del conocimiento, descartando la imputación dolosa en aquellos casos donde el conocimiento de los aspectos relevantes del tipo objetivo esté ausente, lo que conduce a resultados prácticos injustos.

Ocurre sin embargo, que todas ellas padecen de un mismo error conceptual, desde el momento que entremezclan, cual si se tratara de una misma dimensión, las cuestiones relativas a la imputación de aquellas vinculadas a la responsabilidad. En efecto, si imputar algo a alguien es –como afirma Ronco- “reconocer que ese algo le pertenece porque él es su causa moral” y hacer responsable “es sacar las consecuencias del reconocimiento efectuado mediante la imputación” [45], va de suyo que la cuestión –en qué medida a una persona puede serle atribuido un acto del que ignoraba, por su propia decisión, las circunstancias, es, de principio, una cuestión de imputación y no de responsabilidad. De allí que, todos los intentos dirigidos a solucionar deficiencias propias de la responsabilidad, mediante la reconfiguración de los criterios de imputación, que son –por naturaleza- de dilucidación anterior e independiente, estén condenados, desde el inicio, a no arrojar resultados satisfactorios, ni correctos.

Desde  esta perspectiva, redimensionada  a la imputación,  la distinción  aristotélica  respecto de lo voluntario y de lo involuntario, constituye el punto de partida para determinar, posteriormente, los criterios concretos de imputación de los actos y en consecuencia, y como no puede ser de otra manera, también de la imputación jurídico penal.

En la Ética Nicomáquea la cuestión respecto de lo voluntario y lo involuntario, se dilucida principalmente, a partir del análisis de las causas de lo involuntario, que  son, precisamente, la fuerza y la ignorancia.

Por su parte, y en relación a la ignorancia que causa voluntario y a la que no, el punto de partida sobre el que Aristóteles edifica esa diferenciación, reside en el objeto sobre el que recae la ignorancia. Y así, advierte que existe, por un lado, una ignorancia de lo universal o general y por el otro, una ignorancia respecto de las circunstancias del acto que se realiza. Ahora bien, la ignorancia que causa involuntario para el filósofo es, en esta etapa, únicamente aquella que recae sobre las circunstancias y el fin del acto, lo que, en  el lenguaje dogmático penal contemporáneo, se expresa como requisitos del tipo objetivo y su resultado típico.

Sin embargo, el análisis de Aristóteles sobre la cuestión, no culmina con la mera verificación del objeto sobre el que recae la ignorancia y va un paso más allá, puesto que, en su opinión, el hecho que una acción haya sido realizada a partir de la ignorancia, no es aún y por sí mismo, condición suficiente para determinar si ése acto es voluntario o involuntario.

Un acto por ignorancia, sólo podrá ser considerado involuntario en la medida que  la ignorancia no resulte ser responsabilidad del agente, de lo contrario  pues,  el  hecho  de ignorar no tendrá consecuencia alguna en la imputación. Y ello es  lo  que  ocurre, precisamente, cuando el sujeto es responsable de su propia ignorancia.

La solución que brinda Aristóteles a la cuestión, y que es, ciertamente, más sofisticada que aquella que se centra únicamente en el mero objeto de la ignorancia, ofrece -a partir de la categorización entre la ignorancia responsable y la  ignorancia  no  responsable-  una respuesta, más que satisfactoria, al problema  que  suscitan  los  casos  de  ignorancia deliberada o ceguera intencional en el moderno Derecho penal.

En conclusión, a partir del concepto de ignorancia responsable de Aristóteles, en la Ética Nicomáquea, es posible afirmar que los casos en que un sujeto renuncia, voluntariamente, a conocer las circunstancias de su acto, en tanto voluntarios, no alcanzan a provocar ninguna dificultad dogmática real de imputación.

Mario Spangenberg Bolívar en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.      Ello, como es lógico, no resulta trasladable a la imputación subjetiva imprudente.

2.      En sentido similar se pronuncia Ragués i Vallés, al advertir que tales casos, “…son un importante problema para la teoría dominante sobre el concepto de dolo (…) tales supuestos parecen suscitar una necesidad de pena no inferior a la de los hechos dolosos, pero no quedan abarcados por un concepto de dolo que exige en todo caso conocimiento de los elementos del tipo.” Ragués i Vallés, La ignorancia deliberada en Derecho penal, Barcelona, Atelier, 2007, p.17.

3.      Desde el momento que, en la mayoría de las legislaciones comparadas, la imputación subjetiva imprudente sólo es dable de fundar la responsabilidad en un escaso número de infracciones penales e incluso, en los pocos casos que sí admiten ese reproche, la respuesta punitiva es sustantivamente menor a la prevista para las violaciones dolosas a esos mismos preceptos.

4.      De un modo quizás aún más enfático, se pronuncia Ragués i Vallés: “…algunos casos de ignorancia deliberada –aquí denominados de ignorancia ‘en sentido estricto’- son una pequeña grieta que en el sistema continental de imputación subjetiva amenaza la solidez de las bases  de  dicho  sistema.” Ragués i Vallés, “Mejor no saber. Sobre la doctrina  de  la ignorancia deliberada en Derecho  Penal.”, Discusiones, Nº13, 2, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 2013, p.12.

5.      Como señala Robbins: “The correlation between knowledge and deliberate ignorance initially emerged in England in 1861. Regina v. Sleep was the first case in which this equivalence received judicial approval”, Robbins, Ira, “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea”, Journal of Criminal Law and Criminology, Northwestern University Press, Vol.81, 1990-1991, p.196.

6.      Algo distinto ocurre en el Derecho penal angloamericano, donde se admiten –a partir del Model Penal Code- cuatro formas de imputación subjetiva que no encuentran un paralelo exacto con las subdivisiones del dolo y la imprudencia del Derecho continental.

7.      Por todos, Jakobs, Günther, Derecho penal. Parte general, Madrid, Marcial Pons, 1997; Köhler, Michael, “La imputación subjetiva: estado de la cuestión” en Sobre el estado de la teoría del delito, Madrid, Civitas, 2000; Mir Puig, Santiago, Derecho Penal. Parte general, Buenos Aires, BdF, 2005; Muñoz Conde, Francisco, Teoría general del delito, Valencia, Tirant lo Blanch, 1989; Roxin, Claus, Derecho Penal. Parte general, Madrid, Civitas, 2008; y Stratenwerth, Günther, Derecho Penal. Parte general, Madrid, Civitas, 2005.

8.      De allí que, como señala Roxin: “Para caracterizar las tres formas de dolo se emplea casi siempre la descripción del dolo como ‘saber y querer (conocimiento y voluntad)’ de todas las circunstancias del tipo legal.”, en: Roxin, Claus, op.cit., p.414. En contra de la exigencia de un elemento volitivo –no así del requisito de conocimiento-, y en posición minoritaria, Frisch, Jakobs y Schmidhäuser, entre otros.

9.      Las disputas doctrinarias que se han originado a partir de esta cuestión, resultan, en  no  pocas ocasiones, más aparentes que reales, pues, como expresa Roxin, respecto al punto: “El que todas las teorías en liza se aproximen entre sí en sus resultados concretos no es una casualidad (…) Mediante la ponderación general y racionalmente controlada de los indicios que apuntan a favor del tomar en serio el peligro o de la confianza en la no producción de la lesión del bien jurídico se sustrae esta doctrina a la arbitrariedad de la que recelan sus críticos, mientras que las concepciones pretendidamente puramente objetivistas, que se limitan a un saber (de la índole que sea), caen con demasiada facilidad en un esquematismo  rígido.”,  en  Roxin,  Claus,  op.cit.,  p.447.  En  igual  sentido, Mir Puig, op.cit.268 y ss. Ver al respecto también, la nota siguiente. En sentido contrario, se expresa Puppe: “Qué elemento subjetivo, más allá de la causación consciente de un peligro no permitido, integra el dolo, a diferencia de la imprudencia, es una cuestión terriblemente discutida en la doctrina penal actual.”, Puppe, Ingeborg, El Derecho penal como ciencia. Método, teoría del delito, tipicidad y justificación, Buenos Aires, BdF, 2014, p.202

10.       Mientras que para la doctrina mayoritaria, en  base  a  la  teoría  del  consentimiento  o  de  la aceptación, resulta exigible, junto al conocimiento,  la  concurrencia  de  un elemento  volitivo, a  efectos de diferenciarlo de la  imprudencia  consciente,  para las  teorías  –minoritarias-  de  la representación o de la posibilidad, alcanza para tener por configurado el dolo eventual la mera representación de la posibilidad o probabilidad del resultado típico, sin necesidad de ninguna exigencia volitiva.

11.       Esta es la orientación a la que se inclinaría Manrique: “La estrategia más directa para resolver este problema es la reformulación de la noción de  dolo.”,  en Manrique, María Laura, “Ignorancia deliberada y responsabilidad penal”, Num.40, 2014, p.167,  aunque, su intención, más temprano que tarde, no se traduce luego en resultados dogmáticamente compartibles. Otro tanto, ocurre con la tesis de Pérez Barberá, quien, luego de su monumental esfuerzo por reconfigurar el dolo, quitándole los elementos cognitivos y volitivos, no deja de reconocer que: “Ello, sin embargo,  no  significa  que voluntad y conocimiento, así como sus ausencias correspondientes, no jueguen papel alguno…”, en Pérez Barberá, Gabriel, “Dolo como reproche. Hacia el abandono de la idea  de  dolo  como  estado mental”, Buenos Aires, Pensar en derecho, 2012, 1, p.171.

12.       Que es, precisamente, lo que parece sugerir Jakobs, al expresar, respecto de su propia postura, que: “…no se coloca un fenómeno psicológico (conocimiento) al lado de otro (enemistad); se argumenta normativamente, a partir de la exigencia de fidelidad jurídica, e incluso el conocimiento constituiría, desde esta perspectiva, únicamente el indicio de la existencia de un déficit, precisamente, de fidelidad jurídica.”, en Jakobs, Günther, “Dolus malus”, Barcelona, InDret, 4, 2009, p.5.

13.       Ronco, Mauro, “La relación entre imputación y responsabilidad” en Prudentia Iuris, Nº78, 2014, p.166. A mayor abundamiento, dice el autor: “Los dos términos, por lo tanto, evocan situaciones contiguas pero distintas. El primero tiene que ver con la esfera del ser. La imputación presupone el reconocimiento ontológico de la modificación observada y su pertenencia a un sujeto determinado, como su ‘causa moral’.”, op.cit., pp.166 y 167.

14.       Algunos de estos ejemplos y otros de naturaleza similar se encuentran en: Ragués i Vallés, “Mejor no saber. Sobre la doctrina de la ignorancia deliberada en Derecho Penal.”, Discusiones, Nº13, 2, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 2013, p.11.

15.       Es claro que, desde una perspectiva eminentemente práctica, debería distinguirse también, entre la mera afirmación, por parte del individuo, de que desconocía determinado extremo, respecto de su efectivo o real desconocimiento sobre él; sin embargo, desde un punto de vista dogmático, ello puede generar más confusión, al entremezclar las distintas dimensiones. El problema planteado, obedece a la lógica teórica y no debe confundirse con las vicisitudes forenses de cuestiones vinculadas a la prueba procesal de los hechos. Otro tanto puede decirse en relación a la variedad de indicios que han de tomarse en cuenta para arribar a la convicción procesal respecto del conocimiento o desconocimiento del agente, tales como, su propia conducta externa, su posición, sus conocimientos técnicos, o la información proporcionada al sujeto por terceros, etc.

16.       En sentido similar se expresa Feijoo, al expresar, respecto de idéntico caso, que allí, el individuo: “…dispone de una representación suficiente de todos los datos relevantes en relación al comportamiento ajeno que convierten su comportamiento en antijurídico. Eventualmente se pueda tratar de dinero, drogas, armas fuera de control legal, material radiactivo, explosivos…”, en Feijoo, Bernardo, “Mejor no saber…más. Sobre la doctrina de la ceguera provocada ante los hechos en Derecho Penal”, Discusiones, Nº13, 2, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 2013, p.106.

17.       Ragúes i Vallés, Ramón, La ignorancia deliberada en Derecho penal, Barcelona, Atelier, 2007, p.21

18.       Similar interrogante se plantea Ragués i Vallés en “Mejor no saber…”, p.12, y el propio Jakobs en “Dolus malus”, en, Barcelona, InDret, 4, 2009, p.5

19.       Causabón, Juan Alfredo, Conocimiento jurídico, Buenos Aires, Educa, 1984, p.9 En igual  sentido, expresa Limodio que  “…el Derecho se ubica como un saber práctico; porque busca el conocimiento de la verdad con miras a la acción, a la obtención de un resultado, a conseguir algo, lo justo.” Limodio, Gabriel, Introducción al saber jurídico, Buenos Aires, Educa, 2006, p.27

20.       Köhler, Michael, “La imputación subjetiva: estado de la cuestión” en Sobre el estado de la teoría del delito, Madrid, Civitas, 2000, p.72.

21.       Manrique, María Laura, “Ignorancia deliberada y …”, p.164.

22.       Aristóteles, Ética Nicomáquea, III, c.1, (BK 1109b 30). En adelante, todas las citas a la Ética Nicomáquea, responden a: Ética Nicomáquea, Madrid, Gredos, 2011, p.55.

23.       Aristóteles, Ética Eudemia, II, c.6, (BK 1223a 8), En adelante, todas las citas a la Ética Eudemia, responden a: Ética Nicomáquea. Ética Eudemia, Madrid, Gredos, 1998, p.446

24.       Adicionalmente, el propio Aristóteles señala, en el libro V, que: “…el acto justo y el injusto se distinguen por su carácter voluntario o involuntario.”, EN, V, c.8, (BK 1135a 19).

25.       Rapp, Cristof, “Voluntariedad, decisión y responsabilidad” en Estudios de Filosofía, Nº38, Medellín, Universidad de Antioquia, 2008, p.222. Al respecto también, y muy extensamente: Loening, Richard, “Die Zurechnungslehre des Aristoteles”, en Geschichte der strafrechtlichen Zurechnungslehre, Jena, 1906.

26.       En la Ética Eudemia, parece emprender un camino diverso, al distinguir, entre lo voluntario y lo involuntario, a partir de las condiciones que debe revestir lo voluntario. EE, II, c.7, c.8 y c.9.

27.       EN, III, c.1. (BK 1110a).

28.       EN, III, c.1, (BK 1111a 23). Más adelante, en el libro V, reitera esa opinión: “Llamo voluntario, como se ha dicho antes, a lo que hace uno estando en su poder hacerlo y sabiendo, y no ignorando…” EN, V, c.8, (BK 1135a 22).

29.       EN, III, c.1, (BK 1110a 2).

30.       EN, III, c.1, (BK 1110b 15).

31.       EN, III, c.1, (BK 1110a), p.55. Aristóteles menciona como ejemplo de esas acciones mixtas: el de quien “arroja el cargamento al mar en las tempestades, [puesto que] nadie sin más lo hace con agrado, sino que por su propia salvación y la de los demás…”

32.       Esa es, por otra parte, la conclusión que se desprende del propio Aristóteles, al señalar que: “A veces los hombres son alabados por tales acciones, cuando soportan algo vergonzoso o penoso por causas grandes y nobles; o bien, al contrario, son censurados (…) En algunos casos, un hombre, si bien no es alabado, es, con todo, perdonado: cuando uno hace lo que no debe por causas que sobrepasan la naturaleza humana y que nadie podría soportar.” EN, III, c.1 (BK 1110a 19). Aquí bien puede yacer el fundamento, del estado de necesidad disculpante penal; aunque ello, como es evidente, excede y con holgura, al tema del presente trabajo.

33.       Como pone de manifiesto Ronco, en “La relación entre imputación y responsabilidad”, Buenos Aires, Prudentia Iuris, 78, 2014, pp.163-178.

34.       Meyer, Susan Sauvé, “Aristotle on the Voluntary” en The Blackwell Guide to Aristotle’s Nicomachean Ethics, Oxford, Blackwell, 2006, p.139.

35.       Aunque el tópico excede al objeto de este trabajo, la distinción aristotélica entre estas dos formas de ignorancia parece revestir cierta similitud a la que, siglos más tarde, realizara la dogmática  penal alemana entre el error de prohibición y el error de tipo, y que,  al  día  de  hoy,  se  encuentra ampliamente arraigada en la ciencia penal, pese a que las conclusiones, que de esa diferenciación se extraen, resultan  disímiles. Al  respecto,  y según  Roxin:  “Se presenta un error de tipo cuando el autor se equivoca sobre una circunstancia que sea necesaria para completar el tipo legal. Así, el tipo de homicidio exige que se mate dolosamente a una persona. Cuando el autor, en  el campo,  mata a balazos a una persona que no reconoce como persona, sino que ha tenido por un espantapájaros, entonces se encuentra en un error de tipo. (…) Por el contrario se da un error de prohibición cuando el autor, al conocer todas las circunstancias que completan en su totalidad el tipo legal, no extrae sin embargo de ellas la conclusión referida a una prohibición legal sino cree que su conducta está permitida.” En Roxin, Claus, La Teoría del Delito en la discusión actual, Lima, Grijley, 2013, p.195

36.       EN, III, c.1 (BK 1110b 31).

37.       EN, III, c.1 (BK 1111ª 27).

38.       Con ello, el filósofo se separa de la posición platónica.  Sobre el punto, expresa Meyer: “…he also devotes considerable attention to identifying precisely the sort of knowledge that is required for voluntariness –once again with a view to resisting the Platonic contention that actions performed in ignorance of the good are involuntary.” Meyer, Susan Sauvé, Aristotle on Moral Responsibility. Character and Cause, Oxford, Oxford University Press, 2011, p.xvii.

39.       EN, V, c.8 (BK 1135a 22).

40.       Según señalara en el apartado 2.2 de este trabajo. Ver también, lo expresado en la nota 35.

41.       Adicionalmente, también distingue, según el sentimiento posterior al acto del agente, entre una ignorancia que causa no voluntario y otra que causa involuntario. Así, mientras que en las últimas exige que dolor y pesar del sujeto por su acción, en las primeras, en cambio, el  agente  no  siente  no siente ese desagrado por la acción. (EN, III, c.1; BK 1110b 18). Esta categorización,  entre  lo  no voluntario y lo involuntario, sin embargo, no arroja resultados trascendentes al objeto del presente trabajo e incluso, parece obedecer a criterios de responsabilidad y no de imputación.

42.       EN, III, c.5 (BK 1113b 23).

43.       EN, III, c.5 (BK 1113b 30).

44.       EN, III, c.5 (BK 1113b 19).

45.       Ronco, Mauro, ob.cit., p.166.

Melisa Brioso, Blanca Llamas, Teresa Ozcáriz, Arantxa Pérez-Miranda Alejandra Serrano

El presente trabajo trata de analizar la importancia de la amistad en la vida de la persona, así como los distintos tipos de amistad, destacando como contraria las llamadas “amistades tóxicas”. Un análisis de los efectos que la relación de amistad tiene a nivel neurológico aportará a la visión humanística una visión científica mostrando que la amistad es algo connatural al hombre.

Introducción

Entre los diferentes tipos de amor, amor paternal, amor filial, amor esponsal y amor como amistad, este último es el más libre porque no está vinculado a ningún derecho y deber más que a sí misma.

Diversos estudios científicos han demostrado que aquellas personas que logran conectar más a nivel social y cultivan relaciones cercanas de calidad se auto perciben más felices, tienen mejor salud física y mental, y además, viven más tiempo. La influencia que puede ejercer un amigo puede llegar a ser tan grande que, en ocasiones, de modo inverso al anteriormente mencionado, puede influir negativamente e incitar a conductas que nos perjudican.

Nadie está obligado a ser amigo ni a tener amigos, lo que hace que la amistad sea libre y espontánea. A pesar de que nadie esté obligado, la mayoría de las personas quiere tener amigos y, si han experimentado la verdadera amistad, nunca querrán que se acabe.

“Si consideras amigo a alguien en quien no confías tanto como en ti mismo, te equivocas de parte a parte y no conoces bien el valor de la verdadera amistad”. Así hablaba Séneca a uno de sus grandes amigos, Lucilio, en una de sus cartas. Y es que la amistad nos recuerda que el hombre no está solo, que la confianza y la sinceridad existen y hacen crecer al hombre. La amistad no es solo una relación afectiva porque se sustenta en valores tan fundamentales y profundos como el amor, la lealtad, la solidaridad, la incondicionalidad, la sinceridad y el compromiso.

Si el hombre es un ser social, estará por ello necesitado del afecto y cuidado de otros para sobrevivir. Esta conciencia de necesitar al otro hace que el hombre tenga una inclinación natural a buscar fuera aquello que supla sus carencias y le complemente. En palabras de Cicerón: “¿Qué hay más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?

La amistad es algo más que una relación, es un vínculo insustituible que no puede ser sustituido ni imitado por ningún otro vínculo. Por eso aquel que pervierta esta relación a través del engaño pervierte la propia naturaleza del hombre. Es un sentimiento de benevolencia, de querer el bien del otro. Por ello en el momento en que no se quiere ese bien, desaparece el vínculo para dar paso a las mal llamadas “amistades tóxicas”, mal llamadas porque no tienen nada de amistad. La lealtad preserva ese vínculo y mueve a la admiración, mientras que la amistad tóxica la pervierte. Plutarco afirmaba en este sentido: “No necesito amigos que cambien cuando yo cambio y asientan cuando yo asiento. Mi sombra lo hace mucho mejor.”

1.       La amistad en los clásicos

La amistad siempre ha sido un tema fundamental para el hombre y por ello, se ha tratado desde la Antigüedad hasta nuestros días.

Uno de los primeros filósofos en centrarse en este tema fue Platón. En su obra Lisis, se critica la amistad basada en la presunción y en la posesión de bienes. Platón afirma: “si vosotros sois amigos entre vosotros, es que, en cierto modo, os pertenecéis mutuamente por naturaleza”. Se destaca por tanto en esta obra la noción de pertenencia de los unos a los otros, y como la comunicación interpersonal responde a una necesidad natural en el hombre que busca ser acogido, tal y como es por otro que le reconozca en su valor y juntos compartan la vida. A esa familiaridad o parentesco natural entre los seres humanos y que denomina en griego oikeiôsis. (Dafonte, 2012)

Otro aspecto importante que destaca Sócrates es que la verdadera amistad se consolida en la virtud porque tiene como base el amor (Polo, 2008 p. 477), ya que no puede haber amistad por puro interés personal, es una relación de benevolencia, en la que dos personas libremente comparten lo que piensan, lo que viven, lo que son.

A esta visión de la amistad como virtud llega también Aristóteles, otro filósofo destacado de la Antigüedad que se interesó por indagar y reflexionar sobre este tema.

De hecho, este filósofo es uno de los que más escribe sobre la amistad: los libros VIII y IX de su Ética a Nicómaco se los dedica en exclusiva.

Aristóteles estima la amistad como algo fundamental en la vida de un hombre, llegando a afirmar que “nadie querría vivir sin amigos, aun estando en posesión de todos los otros bienes” Es más, no sirve de nada la fortuna y una vida próspera si no puede compartirse con nadie de confianza a quien podamos hacer partícipe de nuestros bienes pues “es absurdo hacer al hombre dichoso solitario, porque nadie querría poseer todas las cosas a condición de estar sólo. Por tanto, el hombre feliz necesita hacer amigos.” (Polo, 2008 p. 478)

Concluye con esto que, para el hombre, como ser social, la amistad constituye la forma más satisfactoria de convivencia y la realización más plena de su sociabilidad.

Continúa con su reflexión acerca de cuál es la mejor relación de amistad que el hombre puede tener, clasificando y analizando los fundamentos que sostienen esa relación amistosa para aclarar cuál es la que más conviene a la verdad y felicidad del ser humano.

Al distinguir una amistad por placer, una amistad por utilidad y finalmente una amistad por virtud, va argumentando los inconvenientes de las dos primeras para enaltecer la última.

La amistad por placer o por utilidad instrumentaliza a la persona para sus propios fines y no se fundamenta en el amor. Puede dar pie a la adulación, los agravios, la desconfianza, etc., y por tanto se pierde de vista el bien del amigo, y se busca el propio; no existe en esos tipos de amistad un procurarse el bien entre iguales. (Polo, L 2008 p. 479)

Por tanto, la amistad por virtud sólo se puede dar entre hombres justos que buscan compartir en un amor de benevolencia. El hombre malo no es capaz de una amistad verdadera. (Polo, L 2008 p. 480)

Coincidiendo con esto se encuentra otro gran pensador de la Antigüedad, Cicerón que escribió una breve obra acerca de la amistad a mediados del siglo I a. C. llamada: Laelius de amicitia. La obra consiste en un diálogo entre un suegro y sus dos yernos, en el que el suegro va narrando sus concepciones de la amistad. Entre otras cosas se afirma: «La amistad en sí no es otra cosa que una consonancia absoluta de pareceres sobre todas las cosas divinas y humanas, unida a una benevolencia y amor recíprocos». En esa virtud se basan la armonía, la estabilidad y la constancia de los sentimientos.

También se defiende en esta obra la importancia de la autenticidad y la sinceridad para llegar al conocimiento mutuo y la unión de voluntades hacia el bien compartido.

No se puede fingir un modo distinto de ser, si uno pretende darse a conocer para que le quieran y valoren como es. Por ello, camuflar, mentir, adular, ocultar, todo ello va en contra del mutuo conocimiento y hace imposible la amistad. (Dafonte C.R 2012)

Estos tres grandes filósofos de la Antigüedad comparten una misma visión de la amistad, la clase de relación que es digna del ser humano y con ello se demuestra que desde bien temprano en la Historia se ha percibido la amistad como el valor más alto en la vida del hombre, que conduce a la verdadera felicidad.

2.       La relación entre amistad y pantallas

La amistad sigue siendo un tema importante también hoy en día en la vida de las personas. Todo el mundo quiere tener buenos amigos, porque se trata de alcanzar una buena parte de lo que nos hace felices. Los expertos de la Universidad Brigham Young, Utah y de la Universidad de Carolina del Norte, defienden que tener una buena red de amigos y vecinos mejora las posibilidades de supervivencia en un 50% (Efe, 2010). La importancia de tener una buena red de amigos y buenas relaciones familiares "es comparable a dejar de fumar y supera muchos factores de riesgo de la mortalidad como la obesidad o la inactividad física". Por tanto, ya no sólo desde la filosofía sino desde la ciencia, se puede ver cómo la cuestión de la amistad sigue siendo vital. Ahora bien, vamos a analizar cómo son las relaciones de amistad en la sociedad actual.

Para realizar este análisis hay que mirar la sociedad a través de lo que se argumenta desde la filosofía por un lado y lo que ha influido en ella la tecnología por otro.

Desde la filosofía se afirma que nos encontramos actualmente una sociedad y modernidad líquidas; así lo defiende el filósofo Zygmunt Bauman (Cppf, 2021c).

Este término de sociedad líquida se ha utilizado por la gran similitud con el estado cambiante y líquido del agua, sin una forma definida. Mientras que hace 50 años se podía hablar de una sociedad con una serie de principios y valores compartidos que daban sensación de orden y estabilidad, actualmente las personas se perciben en un ambiente inestable y cambiante que les llena de inseguridades acerca de la vida y de ellos mismos y donde por tanto las mismas relaciones interpersonales se llenan de inseguridades durando mucho menos que hace años.

Por otro lado, los grandes y cada vez más rápidos avances tecnológicos, hacen que a su vez cambie rápidamente nuestro estilo de vida, de tal modo que no da tiempo a asentar una manera de hacer cuando sobreviene otra que la mejora o suplanta. Bien se puede ver esto en las paradojas que está ocasionando la Inteligencia Artificial. (Darrel M. West 2017)

Junto a las enormes posibilidades que nos han abierto las tecnologías en el mundo de la comunicación y la relación, por otro lado, han traído consigo algunos riesgos en la manera de plantear nuestras relaciones sociales, haciéndonos extraordinariamente dependientes de las redes y dejando de lado en ocasiones el conocimiento e interacción cara a cara, que es insustituible. De este modo se ha trasladado a las relaciones de amistad, valores de inmediatez y de superficialidad que se asocian al uso de las redes. (Romero p118-124)

Una situación excepcional en la dependencia del uso de la tecnología para mantener las relaciones fue la pandemia sufrida en el 2020 debido al covid19. Es cierto que gracias al móvil y las pantallas el contacto con nuestros parientes y amigos fue posible y que evitó el aislamiento total de gente recluida en solitario en su casa por un periodo de tiempo muy prolongado. A pesar de esta valoración positiva, no se produjo una buena comunicación en todas las ocasiones ni entre todas las personas que recurrían a las pantallas. Ahora bien, las circunstancias ayudarnos a reflexionar para darnos cuenta de cuáles eran los vínculos afectivos más fuertes y hasta qué punto las personas con las que se mantenía el contacto eran verdaderos amigos. (Williams, 2021)

De este modo la pandemia ayudó a depurar amigos superficiales como podemos ver en un estudio llevado a cabo por el investigador americano Daniel Cox en el que se afirma que las personas perdieron el 60% de las amistades tras la pandemia (Williams, 2021). Por otro lado, acrecentó el deseo de volver a ver cara a cara a amigos más íntimos y disfrutar de su compañía. Según Rebecca G. Adams, psicóloga y gerontóloga de la universidad de Carolina del Norte Carolina en Greensboro, la pandemia nos hizo buscar pequeños grupos de personas en los que primaba la confianza (Flanigan & Aarp, 2022).

Dejando atrás esta circunstancia de pandemia, las redes sociales han puesto en contacto a muchas personas con intereses comunes y han ayudado positivamente a emprender relaciones amistosas, si bien no son suficientes por ellas mismas para establecernos en una intimidad y confianza de verdadera amistad. (Romero Iribas p.121)

3.       Neurología de las amistades

3.1.    ¿se puede demostrar científicamente que los amigos son necesarios?

Está confirmado científicamente que las relaciones de amistad o la ausencia de ellas, modifican nuestro cerebro. Como veremos a continuación, en nuestro cerebro ocurren cosas ante conversaciones gratificantes o trascendentales, que son las que propician la empatía con otras personas. En esa empatía se genera una sincronía cerebral entre los que conversan, de tal modo que, casi literalmente, se puede decir que “están en la misma onda” (cerebral).

Nos referiremos a distintos estudios que demuestran cómo influyen las buenas amistades en nuestra salud y bienestar psíquico y hasta físico.

Nuestro primer estudio, será uno realizado por el Centro Vasco de Cognición, Cerebro y Lenguaje, según el artículo Our brains synchronize during a conversation, 2017, se afirma que nuestros cerebros se sincronizan al mantener una conversación. Los científicos llegaron a la conclusión de que al establecer una conversación, se generan ondas cerebrales idénticas en ambos interlocutores. Solo analizando estas ondas se puede saber que esas personas han entrado en comunicación. Este descubrimiento, nos lleva a pensar que, si las ondas cerebrales de dos desconocidos con una sencilla conversación se sincronizan, cuánto más será la conexión entre dos amigos que comparten momentos importantes de la vida.

Sobre esta misma cuestión, otro estudio, publicado por la universidad de Arizona (R. Mehl et al., 2010) analiza la relación entre la felicidad y las conversaciones del día a día. Medir la felicidad a través del comportamiento y de las conversaciones de las personas, fue el reto que algunos científicos se propusieron para descubrir el día a día de las personas que de verdad eran felices. Realizaron el experimento con 80 personas y lo hicieron de la siguiente manera: utilizaron una especie de chip que bautizaron como Electronically Activated Recorder (EAR), que grababa cada 12,5 minutos 30 segundos el audio de lo que estuviera sucediendo, detectando así cuando una persona se encontraba sola o cuando estaba manteniendo una conversación y la profundidad de ésta. Obtuvieron los siguientes resultados entre otros; la clave de la comparación entre las personas felices y aquellas que no lo eran estaba en que aquellas presentaban un 25% menos de tiempo en el que estaban solos, y un 70% más de tiempo en que estaban hablando. En cuanto al contenido de las conversaciones, los felices mantenían un tercio menos de conversaciones banales y el doble de conversaciones profundas que los que no se sentían felices. De ello se puede concluir principalmente que somos seres extremadamente sociables y que la sociabilidad es un factor que influye de manera significativa y positiva en nuestro desarrollo personal y nuestro sentimiento de plenitud. Que es importante hablar mucho y escuchar mucho sobre temas trascendentales y esto lo conseguimos con relaciones sólidas con los demás. Así pues, tener un amigo con quien conversar y compartir vemos que es algo indispensable.

Siguiendo con la repercusión que tiene la amistad en nuestra salud, indicamos lo publicado en la revista Plos Medicine (Holt‐Lunstad et al., 2010), que habla de la incidencia vital que tiene en las personas el hecho de tener buenos amigos para ayudarles a salir de situaciones dolorosas a nivel emocional y psíquico o incluso a nivel corporal superando mejor una enfermedad grave. Además, en dicho artículo se habla de dos teorías como de dos modos de incidencia del trato con amigos en la salud: uno de ellos es el modelo de amortiguación de estrés y el otro el de efectos principales.

El primero afirma que las amistades nos proporcionan medios que pueden llegar a generar respuestas conductuales adaptativas ante situaciones bruscas repentinas, como puede ser por ejemplo el fallecimiento de un ser querido. Estas relaciones hacen que no sea tan aguda la respuesta en estos escenarios, porque el fuerte lazo emocional que supone un amigo que acompaña, que escucha o que comprende en ese momento traumático ayuda a “amortiguar el golpe”, generando así bienestar mental y emocional. El modelo de efectos principales está referido a la asociación de la amistad con efectos protectores de la salud, influencias emocionales, cognitivas, etc. que no pretenden directamente ayudar en una situación concreta de dolor pero que dejan poso en aquél que lo recibe e influyen en él inconscientemente. Estos efectos los suele generar la “comunidad”, un grupo en el que nos sentimos integrados. Un ejemplo de esto es cuando una persona entra en un nuevo grupo de amigos que llevan una vida sana y dan mucha importancia a todo lo que tenga que ver con la salud. El nuevo integrante tratará de imitar los buenos hábitos de esta comunidad haciendo deporte, tomando comidas saludables, cuidando también un equilibrio con la vida espiritual. Al sabernos integrantes de estas pequeñas o medianas sociedades, adquirimos determinados roles que mejoran en muchos casos nuestra autoestima y pueden incluso dar sentido a nuestra vida.

3.1.    ¿Cómo funciona nuestro cerebro en torno a las amistades?

Aun siendo seres sociales, no existe una determinada zona en el cerebro dedicada a la conducta social. Como publicaron los neurobiólogos del hospital la Paz (Rodríguez Vega, B. et al, 2015):

Desde que somos pequeños, vamos desarrollando nuestro cerebro y por el hecho de que vivimos en comunidad rodeados los unos de los otros, en él se van creando conexiones neuronales que dan paso a la siguiente estructura:

-         cortex: incluye áreas como la corteza prefrontal y el cingulado, encargados principalmente de gestionar y acoger las emociones y la experiencia interna.

-         estructuras subcorticales: como la amígdala, el hipocampo y el hipotálamo. El hipotálamo es el que hace que nuestras interacciones sociales se conviertan en procesos corporales.

-         las neuronas espejo: complejo sistema que se halla principalmente en la corteza premotora. Se activa al realizar cualquier acción o ver a otros realizando tal. También está implicado en la empatía, con el aprendizaje y la evolución del lenguaje.

Es en el cerebro donde se administra la producción de hormonas y neurotransmisores como la oxitocina, endorfinas, la dopamina, la serotonina y la vasopresina. Cuando entramos en relaciones de amistad todos estos transmisores se activan y se multiplican y es por esto que nos llena tanto tener amistades:

Así la oxitocina es la que hace que seamos socialmente activos impulsándonos a entablar relaciones con los otros; las endorfinas, encargadas de paliar el dolor, se incrementa en las relaciones de amistad, aumentando nuestra sensación de plenitud y bienestar; la dopamina, neurotransmisor del placer, potencia los vínculos emocionales con otras personas, al esperar de las otras respuestas gratificantes. También se incrementa la serotonina, neurotransmisor que ayuda a regular nuestras sensaciones de miedo y ansiedad aumentando la autoestima y nos protege de trastornos como la depresión. Por último, la vasopresina es la que nos hace sentirnos pertenecientes a un grupo social.

Es por todas estas interacciones cerebrales que podemos decir que las relaciones amistosas están relacionadas con una vida sana y feliz.

4.       Conclusión

Con este trabajo se afirma que la amistad es esencial en nuestras vidas, en cualquier aspecto ya sea psíquico o físico. Mantener lazos afectivos sólidos dentro de nuestras relaciones sociales y llegar a tener amigos es vital para sentirnos seguros y felices.

Desde la Antigüedad la amistad ha sido un gran tema para el pensamiento humano. Los filósofos nos han proporcionado argumentos sobre lo buena y sustanciosa que hace nuestras vidas este tipo de amor entre iguales.

Desde que el hombre está sobre la tierra no le ha bastado la búsqueda de bienestar material; necesita construir vínculos firmes, estables, íntimos con otras personas y compartir con ellas sus experiencias vitales, sólo así alcanza su bienestar en plenitud. Por tanto, la vida es bella sólo si es compartida con otros y que esa belleza no emerge de cualquier relación, si no que se fundamenta en el conocimiento mutuo a través de las buenas conversaciones donde se comparten temas trascendentales.

Las pantallas, los móviles, la tecnología parece que han ofrecido todo un mundo de nuevas conexiones, pero éstas no aseguran la amistad, pues sigue prevaleciendo el contacto presencial, personal para alcanzar una auténtica confianza, base de la intimidad.

Los momentos más importantes de la vida, tanto de alegría como de dolor, son los que determinan quiénes son los verdaderos amigos en los que podemos apoyarnos. Situaciones de aislamiento y soledad como las experimentadas durante la pandemia han demostrado lo vulnerables que podemos llegar a ser y cómo se resiente todo nuestro organismo sin la compañía y el amor.

Se puede concluir entonces que las amistades enriquecen, abren a la persona a otros mundos distintos del nuestro pero afines y experimentamos que nuestra visión de la vida se ensancha porque hemos incorporado la mirada de otros que nos acompañan. Los amigos nos afianzan en lo que somos y a la vez nos lanzan a nuevas posibilidades de ser, porque nos estimulan y ayudan a generar cambios positivos hasta en nuestros cerebros, como se ha indicado en alguno de los estudios mencionados.

Desde el ámbito de la medicina se afirman los grandes beneficios para el cerebro de las relaciones de amistad, hasta el punto de determinar una buena recuperación de una enfermedad o salir de una adicción y es que la amistad, tiene como se ve, un poder enorme sobre nuestro organismo, siendo capaz de afectarnos profundamente para bien o para mal.

Se hace necesaria una llamada de atención hacia este gran tema de la vida, para que no dejemos pasar el tiempo en relaciones insustanciales, para que no busquemos quedarnos en la superficie de las conversaciones que no conducen a nada, para que no rehuyamos el trato cara a cara con las personas concretas que pueden compartir nuestra vida. Ser auténticos solo así podremos abrirnos al amor de amistad que puede hacernos felices.

Melisa Brioso, Blanca Llamas, Teresa Ozcáriz, Arantxa Pérez-Miranda Alejandra Serrano en unav.edu

Javier Morales Hernández

Introducción

La reciente invasión de Ucrania por Rusia no es un acontecimiento aislado, sino la tercera y más grave de las etapas de un conflicto que comenzó justo ocho años antes, en febrero de 2014. Tras su rápida ocupación y anexión de Crimea, Moscú pasó a apoyar una insurgencia armada en las regiones de Donetsk y Lugansk, con el objetivo de desestabilizar al gobierno prooccidental llegado al poder tras la revolución del Euromaidán. La guerra del Donbás se ha mantenido activa desde entonces, causando más de 14.000 muertos —incluidos más de 3.000 civiles— según datos de Naciones Unidas (OHCHR, 2022: 3); y ha sido el antecedente inmediato de la extensión de las hostilidades al resto del territorio ucraniano, a partir de febrero de 2022.

Rusia se ha situado sin matices en el papel de agresora, optando por tácticas que violan de forma flagrante el Derecho Internacional Humanitario: el horror de los bombardeos indiscriminados de edificios de viviendas, o de las atrocidades cometidas en Bucha y otras localidades ocupadas por los invasores, difícilmente podrá ser olvidado por el pueblo ucraniano en las próximas décadas. Las imágenes de los civiles pasando la noche en las estaciones del metro de Kiev, convertidas en refugios antiaéreos, hacen inevitable la comparación con las fotografías en blanco y negro del metro de Moscú durante los bombardeos alemanes. Una tragedia compartida, la de la II Guerra Mundial, cuyo recuerdo ha sido precisamente uno de los focos de disputa que han llevado al presente conflicto, en lugar de servir como advertencia para evitar a toda costa repetir esa barbarie.

Con sus irresponsables acciones, Putin ha condenado a su propio país al ostracismo internacional, desatando con ello una oleada de protestas internas que solo ha podido acallar mediante duras medidas represivas. Las consecuencias para la sociedad rusa todavía están por ver, pero es previsible que la guerra –si se prolonga en el tiempo– termine por minar el apoyo que aún mantiene el Kremlin en la mayoría de la opinión pública; aunque parece difícil que esto se traduzca a corto plazo en un cambio político. ¿Se ha tratado, entonces, de una decisión impulsiva o errónea, o responde a una estrategia calculada de Moscú, considerando que los elevados costes de esta invasión serían compensados por las ganancias obtenidas?

Para comprender cómo se ha llegado a este punto, es necesario adoptar una perspectiva temporal que vaya más allá de los acontecimientos inmediatos, identificando cuáles han sido los factores o tendencias que han hecho posible que finalmente se produjera este resultado. Todo lo cual, como es lógico, no exime de responsabilidad al presidente ruso, como causante directo y voluntario de una situación completamente innecesaria, e incluso contraproducente para sus propios intereses nacionales. Ninguno de los elementos que analizaremos en este capítulo conducía de forma determinista a que Rusia tuviera que invadir el país vecino; ni proporciona justificación alguna, en términos de legalidad o legitimidad, para la brutalidad de sus tropas contra la población ucraniana no combatiente.

Los distintos factores que han creado el escenario en el que se ha producido esta guerra pueden agruparse en tres niveles de análisis (Morales Hernández, 2022). En primer lugar, encontramos unos condicionantes estructurales que han estado presentes, al menos, desde principios de la década de los noventa: la pérdida por Moscú del estatus de superpotencia que había tenido anteriormente la Unión Soviética, unida a sus sentimientos de humillación e impotencia ante las sucesivas ampliaciones de la OTAN, que fueron alimentando una paranoia obsesiva en los líderes rusos cuyo máximo exponente ha sido el Putin de estos últimos meses. En segundo lugar, el modo en el que se produjo el giro prooccidental de Ucrania a partir de 2014: unas protestas populares atribuidas por el Kremlin a la intervención encubierta de Occidente, y cuya concepción de la identidad nacional ucraniana o de la memoria del pasado soviético era incompatible con las promovidas por Moscú. Finalmente, debemos prestar atención a los rasgos psicológicos que han podido influir en el presidente ruso, llevándole a abandonar toda prudencia para arriesgarse a emprender una invasión a gran escala.

Problemas heredados: las etapas de Gorbachov y Yeltsin

La forma en la que terminó el conflicto bipolar entre EE. UU. y la URSS, simbolizada por la caída del muro de Berlín en 1989, dio lugar a una serie de problemas que, aunque no se trataran de causas inexorables, indudablemente han favorecido la adopción por parte de los líderes rusos de una política exterior cada vez más agresiva; debilitando, en cambio, las posiciones de quienes dentro de sus élites gobernantes eran partidarios de un mayor equilibrio entre cooperación y confrontación.

El principal de ellos es el que surgió durante las conversaciones entre ambas superpotencias sobre la reunificación de Alemania. Frente al relato que hace coincidir el final de la Guerra Fría con el hundimiento del sistema soviético a finales de 1991, lo cierto es que la reconciliación entre Washington y Moscú ya había comenzado antes, cuando todavía Gorbachov era presidente de la URSS. Fue precisamente este quien, con su “nuevo pensamiento” en política exterior, permitió que sus hasta entonces satélites de Europa Central y Oriental pudieran elegir libremente su rumbo político; poniendo fin así a la “doctrina Brezhnev” o “de soberanía limitada”, que atribuía a la URSS el derecho a intervenir militarmente cuando –como ya había sucedido en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968– alguno de los miembros del Pacto de Varsovia se alejase de la línea marcada por el Kremlin.

Sin embargo, aunque el no intervencionismo de Gorbachov permitió la caída del régimen comunista en Alemania Oriental, la posterior absorción de esta por la Alemania Occidental miembro de la OTAN –que equivalía a una ampliación territorial de la Alianza Atlántica– no fue una concesión unilateral de la URSS, sino que fue objeto de negociaciones con la administración estadounidense. La contrapartida que se le ofreció a Moscú para que aceptase la reunificación alemana fue la promesa de que la OTAN no tenía intenciones de ir más allá, extendiéndose hacia el este de Europa tras una futura disolución del Pacto de Varsovia; si bien es cierto que este compromiso no se llegó a plasmar en un tratado internacional ni otro documento jurídicamente vinculante, sino solo en conversaciones informales (Shifrinson, 2016; Sarotte, 2021; Savranskaya y Blanton, 2017).

Este diálogo reflejaba lo que había sido una de las reglas no escritas durante gran parte de la Guerra Fría: que las cuestiones estratégicas que afectaran al equilibrio de poder en Europa debían ser objeto de un diálogo entre ambas superpotencias, para evitar malentendidos o errores de percepción que pudieran tener efectos desestabilizadores, teniendo en cuenta que incluso un enfrentamiento limitado entre ellas podría escalar hasta una guerra nuclear. Pero lo que ni Washington ni Moscú preveían en 1990 era que solo un año más tarde la URSS habría dejado de existir, tras una fracasada intentona golpista que generó un vacío de poder, aprovechado por tres de las quince repúblicas soviéticas –Rusia, Ucrania y Bielorrusia– para declarar disuelto el Estado fundado en 1922.

Con el fin del imperio soviético, desapareció también la relación de igualdad que habían mantenido Washington y Moscú. En ese nuevo escenario, EE. UU. ya no se consideraba vinculado por las promesas que se le habían hecho a Gorbachov, dado que la nueva Rusia independiente era no solamente menor que su predecesora en cuanto al territorio, sino también considerablemente más débil. De una superpotencia capaz de competir con el bloque occidental, se había pasado a una gravísima crisis interna, como resultado de la “terapia de choque” con la que se había implantado el capitalismo; lo cual hacía incapaz a Moscú de aspirar de nuevo a ocupar una posición influyente, ni siquiera en su vecindario exsoviético. Este papel secundario de Rusia en el mundo unipolar de comienzos de los noventa se debió también a otros dos factores: el liderazgo de Yeltsin –quien no tuvo reparos en aceptar una inicial subordinación a Washington, a cambio del apoyo político y económico que necesitaba para mantenerse en el poder– y las expectativas exageradas de los sectores más occidentalistas, que creían que EE. UU.  estaría finalmente dispuesto a compartir su liderazgo mundial con una Rusia democrática e integrada en Occidente (Taibo, 2017: 57-60; Tsygankov, 2016: 90-93).

El acercamiento de la OTAN hacia sus fronteras se convirtió, para la mayoría de las élites y la sociedad rusa, en el símbolo más doloroso de la irrelevancia internacional en la que había caído su país. Al calificar a la Alianza Atlántica como una de sus principales amenazas militares externas, junto con el intervencionismo estadounidense –definición que ha continuado siendo el leitmotiv de toda la doctrina estratégica rusa, hasta la actualidad–, no se estaba afirmando que se considerase posible un ataque occidental, sino algo de carácter mucho más emocional y subjetivo. Se trataba realmente de una crisis de identidad, fruto de la disonancia entre el papel que históricamente había ocupado el país y su presente incapacidad para ser reconocido por las otras potencias mundiales. Más que una cuestión de seguridad militar, era un problema de “seguridad ontológica”: la sucesiva integración de sus vecinos en la OTAN era incompatible con el mantenimiento por parte de Rusia de una identidad de gran potencia (Morales Hernández, 2018a).

Por otra parte, hay que recordar que la decisión de EE. UU. de impulsar a toda costa la ampliación de la alianza –cuya conveniencia, como declaró Clinton, ya no se discutía (Goldgeier, 1999)– se produjo no solo para satisfacer las legítimas demandas de los antiguos satélites de la URSS, que lógicamente deseaban quedar cuanto antes bajo el paraguas de seguridad occidental. El propósito era también consolidar su propia hegemonía dentro del sistema unipolar de la postguerra Fría, atribuyéndose la responsabilidad de mantener la estabilidad en la antigua zona de influencia rusa; y aprovechando una etapa de clara debilidad de Moscú, que no era capaz en aquel momento de impedirlo por la fuerza.

La OTAN, por tanto, no comenzó su ampliación para contener a una Rusia que ya representara una amenaza tangible, sino porque la debilidad de esta le ofrecía una oportunidad para ello, sin temor a exponerse a represalias. Pero, al hacerlo, acabaría reforzando unas tendencias no deseadas en la política exterior rusa: su objetivo de volver a ser una potencia capaz de emplear su poder para defender sus intereses, ya que de otra forma no esperaba que fueran tenidos en cuenta por Occidente. Esta profecía autocumplida ha servido a la alianza para justificar que su existencia sigue siendo necesaria tras el fin de la Guerra Fría (Sakwa, 2005: 4); aunque ella misma contribuyera –aunque fuera de forma no premeditada– a que Moscú abandonase esa posición inicial más dialogante, para emprender el rumbo de confrontación cuyos efectos más dramáticos estamos viviendo ahora.

Cuando en 1999 Putin es elegido por el entorno de Yeltsin como futuro sucesor, el encargo que recibe en cuanto a la política exterior es precisamente ese: completar la recuperación del estatus de gran potencia que ya se había producido en esos últimos años –por obra del ministro de Exteriores y después primer ministro Yevgeni Primakov–, con la ampliación de la OTAN como uno de los principales desafíos a los que hacer frente. Una OTAN que, además, acababa de emprender su primera operación “fuera de área” con el bombardeo de Yugoslavia, sin limitarse ya al papel de alianza defensiva para el que había sido creada; lo cual no dio lugar entonces a una ruptura completa con Occidente, pero terminó de reforzar unas percepciones de amenaza que ya estaban cada vez más arraigadas en Moscú (Averre, 2009).

La presidencia de Putin: del pragmatismo a la inflexibilidad

El antecedente de la guerra de Kosovo no impidió que Putin comenzara su presidencia con una actitud hacia EE. UU. que podría calificarse incluso de cordial (Taibo, 2017: 64), aunque estuviera realmente movida por un cálculo pragmático y basado en sus propios intereses. Para Rusia, los atentados del 11 de septiembre de 2001 le ofrecieron una oportunidad de cooperar con Washington en un ámbito de interés común: la lucha contra el terrorismo yihadista, comenzando por el derrocamiento de los talibanes afganos, a los que Moscú ya se estaba enfrentando desde años atrás. La “guerra contra el terror” proporcionaba una cobertura a Moscú para sus operaciones en Chechenia, mediante un entendimiento tácito con EE. UU., que dejaba vía libre a cada parte para combatir el terrorismo con medios tan agresivos como estimara conveniente. Sin embargo, las diferencias tardarían poco en volver a resurgir: la deriva neo-imperial de la administración Bush, a partir de la invasión de Irak en 2003, dejaba claro que el mundo multipolar anhelado por Rusia estaba muy lejos de los planes de EE. UU.

A pesar de ello, esa breve “luna de miel” con Bush sirve para explicar uno de los hechos más sorprendentes –y más relevantes para entender el conflicto actual– en la política exterior de Putin; un acontecimiento que se caracteriza no tanto por lo que ocurrió, sino por lo que no se produjo. Cuando, en la cumbre de la OTAN celebrada en Praga a finales de 2002, se invitó a ingresar en la organización a siete países de Europa Oriental, entre los que se encontraban Estonia, Letonia y Lituania, la respuesta de Rusia fue de una aceptación resignada, sin tratar de impedirles por la fuerza culminar su entrada en la alianza; una entrada que no se produciría hasta dos años después, periodo en el que –como ha sucedido ahora con Ucrania– no estaban aún cubiertos por la cláusula de defensa colectiva. Tal actitud de Rusia contrastaba con sus amenazas anteriores durante toda la década de los noventa, en la que había dejado claro que consideraba inaceptable cualquier ampliación de la OTAN hacia sus fronteras; pero muy especialmente si se trataba de antiguas repúblicas soviéticas, comenzando por las tres bálticas (Black, 2000).

Las causas de esta aceptación se encuentran, por una parte, en la experiencia de una cooperación profunda con Washington frente a la amenaza compartida del terrorismo, que Putin no deseaba entonces poner en riesgo; pero, por otra, también obedecían a las concesiones realizadas por la Alianza Atlántica, que permitieron al Kremlin presentar un resultado tangible ante su opinión pública. Unos meses antes de la cumbre de Praga de 2002, se celebró otra cumbre en Roma en la que se creaba el Consejo OTAN-Rusia, sucesor del anterior y poco operativo Consejo Conjunto Permanente establecido por el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997. Este nuevo organismo recogía una de las principales demandas de Moscú: que se le diera voz –aunque no voto– en las cuestiones de seguridad europea que afectasen a ambas partes, pudiendo participar en los debates y no solo escuchar una posición ya consensuada entre los miembros de la organización. Así, se reconocía simbólicamente la identidad de Rusia como una gran potencia cuyos intereses merecían ser escuchados, en un diálogo similar al que se había mantenido entre las dos superpotencias de la Guerra Fría.

Pero los casos de Ucrania y Georgia serían muy diferentes. En la cumbre de Bucarest de 2008, se prometió a ambos países que se convertirían en miembros de la OTAN, aunque sin concretar la fecha en la que se produciría su adhesión; una ambigüedad que se debía a la falta de consenso entre los aliados sobre la conveniencia real de admitirlos, y que probablemente sirvió como incentivo para que el Kremlin adoptara una posición mucho más agresiva. A diferencia de lo ocurrido seis años antes, el pasado clima de cooperación con Bush ya estaba muy deteriorado; a lo que se sumaba la abierta hostilidad de Putin hacia los líderes ucraniano y georgiano, Viktor Yushchenko y Mijeil Saakashvili, llegados al poder tras sendas “revoluciones de colores” que Moscú denunciaba como meras intervenciones encubiertas de EE. UU. en su periferia. Pocos meses después, en agosto, se produjo una breve guerra ruso-georgiana tras la cual Rusia reconoció la independencia de las regiones separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, pero –en contraste con lo sucedido ahora en Ucrania– sin tratar de ocupar el país entero ni instalar en el poder a un gobierno afín.

La deriva hacia la guerra con Ucrania

Cuando se produjeron las primeras protestas en el Maidan o plaza de la Independencia de Kiev, en noviembre de 2013, nada hacía pensar que fueran a terminar convirtiéndose en una revolución que acabaría forzando la salida del poder del entonces presidente, Viktor Yanukovich, en febrero de 2014; ni tampoco que ese cambio político desataría un conflicto armado con Rusia, primero limitado al Donbás y ahora extendido al resto del país (Morales Hernández, 2014, 2018b; Ruiz-Ramas, 2016).

Aunque ahora parezca existir una conexión necesaria entre todas estas etapas, como una inevitable progresión ascendente dentro de un mismo conflicto, sería exagerado considerar que esta tragedia estaba escrita desde el principio. De hecho, lo más llamativo a la luz de los acontecimientos posteriores es lo tarde que se produce la respuesta militar rusa: Putin solo ordena la ocupación ilegal de Crimea cuando Yanukovich ya ha huido de Kiev y los revolucionarios se han hecho con el poder, en lugar de haber desplegado sus tropas con anterioridad para evitar que cayera el presidente al que ellos apoyaban. Esto confirma, por un lado, la incapacidad de Moscú para prever la evolución de los acontecimientos; pero también que Putin ha sido cada vez más propenso a tomar decisiones impulsivas, asumiendo riesgos considerables sin pensar en las consecuencias (Treisman, 2016).

Que la primera medida que tomó Putin fuera asegurarse el control de Crimea, donde estaba situada su Flota del Mar Negro, era coherente con la prioridad otorgada a la OTAN como principal amenaza a su seguridad nacional: con ello, evitaba que su armada fuera desalojada de la base de Sebastopol y reemplazada por fuerzas navales occidentales. Sin embargo, extender esa intervención a Donetsk y Lugansk era una maniobra mucho más imprudente. A diferencia de lo que había sucedido con Osetia del Sur y Abjasia, no se trataba de entidades separatistas que llevasen años ejerciendo una independencia de facto, y que Rusia solamente tuviera que reconocer; sino de crear unas milicias armadas desde cero, aprovechando el descontento entre la población local hacia el cambio revolucionario que se había producido en Kiev. Además, al contrario que en Crimea, la población que se identificaba como étnicamente rusa o que apoyaba un alineamiento geopolítico con Moscú no era predominante en dichas regiones, cuya afinidad con Rusia era de tipo más bien cultural y lingüístico (Pop-Eleches y Robertson, 2014).

La decisión de apoyar un conflicto armado en el Donbás suponía, por tanto, una escalada mucho más arriesgada y con un impacto a largo plazo difícil de calcular. Pero, en todo caso, no respondía a una necesidad real de intervenir para proteger a la población, como argumentaba la propaganda del Kremlin: ni los grupos ultranacionalistas ucranianos eran mayoritarios en el gobierno surgido del Euromaidán, ni se estaba preparando un genocidio o limpieza étnica contra los habitantes de las regiones orientales. El objetivo de Moscú en ese momento era, indudablemente, debilitar a las autoridades de Kiev para impedirles estabilizar el país, de forma que no pudieran llevar a cabo su ingreso en la Alianza Atlántica. En cambio, la posibilidad de reconocer la independencia de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk o ampliar el conflicto a otras regiones del este y sur del país fue descartada por el Kremlin, puesto que era innecesaria para sus propósitos y suponía asumir unos costes excesivos. ¿Qué cambió, entonces, a principios de 2022 para que Putin tomara unas decisiones que en los ocho años anteriores se había resistido a adoptar, e incluso fuera mucho más allá, emprendiendo una invasión a gran escala de toda Ucrania?

Los acontecimientos actuales solo pueden explicarse considerando otros factores que, nuevamente, responden más a cuestiones emocionales o subjetivas que a un cálculo racional de los intereses estratégicos de Rusia. Aunque Ucrania ya estuviera muy debilitada por la guerra del Donbás, y no tuviera perspectivas de ingresar en la OTAN a medio plazo, su gradual aproximación hacia Occidente —no solo en un sentido geopolítico, sino también económico y cultural— era percibida por Putin como un desafío a su poder. Pero, tal vez, el elemento más inaceptable para el Kremlin haya sido el rechazo explícito por parte ucraniana de la narrativa histórica heredada de la URSS, especialmente la glorificación de la victoria soviética contra el nazismo; optando, en cambio, por rehabilitar la memoria de las guerrillas nacionalistas que colaboraron en ciertos periodos con el invasor alemán (Filtenborg, 2021).

Así, pese a que fuera objetivamente falso que los gobiernos de Poroshenko o Zelenski estuvieran inspirados por una ideología de extrema derecha, o que los grupos que sí lo estaban —como el famoso Batallón Azov— representaran a una mayoría social, las continuas acusaciones de Putin en este sentido revelan algo más que una mera estrategia propagandística. Para él, el giro proccidental de Ucrania a partir de 2014 representaba una “traición” comparable a la del colaboracionismo con Alemania durante la II Guerra Mundial; esto se desprende, por ejemplo, del tono de su discurso del 21 de febrero de 2022, revelador de un estado emocional más dominado por sentimientos de ira y odio —negando, incluso, el derecho de Ucrania a existir como Estado independiente— que por una capacidad racional de análisis (President of Russia, 2022).

Sin embargo, el factor de la OTAN también seguía estando muy presente en la mente del presidente ruso: de hecho, una tercera parte de su largo discurso estaba dedicada a la amenaza que supondría la futura integración de Ucrania en la Alianza Atlántica. Putin acusaba a Occidente de estar desplegando sus tropas en el país bajo el pretexto de entrenar a las fuerzas armadas ucranianas, lo que para él equivaldría al establecimiento de bases militares extranjeras en el país vecino, con intenciones hostiles contra Rusia. De esta forma, la combinación de ambos elementos —el resentimiento acumulado entre los dirigentes rusos desde los años noventa por las sucesivas ampliaciones de la OTAN, y el desarrollado por Putin hacia Ucrania a partir de la revolución de 2014, que abría la puerta a la integración de esta en dicha organización— podría contribuir a explicar una decisión tan inesperada como la que se produjo a principios de 2022. Naturalmente, sin que esto fuera una justificación legítima, suficiente ni acertada, incluso desde la perspectiva de los intereses que venía defendiendo Rusia con anterioridad.

Otro factor que ha podido tener algún impacto es el de la no resolución del conflicto del Donbás, debido al fracaso de los sucesivos acuerdos de alto el fuego y la negativa de Kiev a negociar sobre la autonomía de dichas regiones. Para la mayoría de la opinión pública rusa, la supuesta necesidad de intervenir para “proteger a la población ruso hablante” ha sido el principal argumento en favor de la guerra; muy por delante de otras ideas difundidas por la propaganda oficial, como la de que Ucrania tuviera que ser “desnazificada” (Levada-Tsentr, 2022). Es difícil saber si una implementación a tiempo de los acuerdos de paz de Minsk hubiera disuadido a Moscú de emprender una escalada del conflicto; aunque podría suponerse que, si Rusia hubiera tenido intenciones desde el principio de emprender una invasión completa del país, lo habría hecho en febrero-marzo de 2014, en lugar de utilizar el Donbás durante los ocho años posteriores para presionar a los sucesivos líderes ucranianos.

Finalmente, debemos considerar la posibilidad de que el estricto aislamiento al que se ha sometido Putin para evitar contagiarse de COVID-19 haya sido el detonante de los acontecimientos posteriores, aunque no la causa directa. En este sentido, se ha especulado con que en ese periodo haya podido estar expuesto a determinadas influencias ideológicas, que le hayan convencido para cambiar de rumbo en su estrategia hacia Ucrania. Sin embargo, hay que recordar que el pensamiento de Putin no está realmente guiado por ninguna corriente intelectual, sino por una utilización pragmática de distintos mensajes propagandísticos: la memoria de la II Guerra Mundial, la nostalgia de los imperios zarista y soviético o el conservadurismo social de la Iglesia Ortodoxa, entre otros.

Como señalan March (2018) o Laruelle (2022), el nacionalismo de Putin se inscribe en un discurso social muy amplio y heterogéneo, que no sigue a un autor o doctrina concretos. Tampoco es exacto afirmar que su política exterior es un reflejo del neo-eurasianismo del filósofo Alexander Dugin, quien –pese a ser un personaje mediático muy popular entre la extrema derecha– no forma parte de la comunidad de expertos y think tanks que asesoran de forma directa a Putin (Morales Hernández, 2018c). Más que dejarse influir por los sectores ultranacionalistas rusos, ha sido el Kremlin el que ha tratado de apropiarse cada vez más de su discurso y utilizarlo para sus propios fines: por ejemplo, reclutando voluntarios en estos grupos para que se unieran a las milicias separatistas del Donbás.

Lo trágico es que esta deriva neo-imperial no era inevitable, ni ha venido forzada por las circunstancias, sino que responde a una decisión personal de Putin, que incluso contradice la estrategia seguida en anteriores etapas de su presidencia. Como ya hemos señalado, Moscú había ido alternando entre una actitud relativamente dialogante y que enfatizaba su pertenencia a una civilización europea común –cuando consideraba que podía beneficiarse de la cooperación con Occidente– y la reivindicación de una cultura rusa radicalmente distinta a la occidental, en momentos de empeoramiento en las relaciones con EEUU o la UE. Las acciones de Putin no han obedecido a un esquema ideológico mantenido de forma invariable, sino a un conjunto de ideas básicas desarrolladas a lo largo de su carrera, a partir de sus propias experiencias. Quizás su principal obsesión, agudizada con los años, haya sido el recuerdo traumático de los hundimientos de Alemania Oriental y de la URSS, que vivió en primera persona; lo cual parece haberle convencido de que la supervivencia del actual Estado ruso también se encuentra en peligro, asediada por múltiples enemigos interiores y exteriores.

En cualquier caso, no hay duda de que la pandemia puede haber contribuido a intensificar las tendencias irreflexivas que él y sus asesores ya venían mostrando con anterioridad, haciéndole más receptivo a los consejos de los partidarios de una escalada bélica, o a dejarse convencer por análisis excesivamente optimistas sobre la rapidez o facilidad con las que podía llevarse a cabo un cambio de régimen en Kiev. Teniendo en cuenta que esta opción había sido antes descartada por ellos mismos –puesto que no intentaron restaurar en el poder a Yanukovich en febrero de 2014, ni tampoco ordenaron una invasión total de Ucrania en los ocho años posteriores–, deberíamos preguntarnos qué nuevos datos les convencieron de que el escenario había cambiado a principios de 2022. Una decisión que ha demostrado ser un tremendo error, del que algunos de sus expertos –cuyas recomendaciones fueron ignoradas por el Kremlin– han estado alertando desde el inicio de la “operación especial” (Timofeev, 2022; Kortunov, 2022).

Conclusiones

Además de la enorme crisis humanitaria que está suponiendo esta guerra, el modo tan aparentemente irracional e imprudente en el que ha actuado Putin es un motivo adicional de preocupación de cara al futuro. Pese a que la campaña militar no se esté desarrollando de forma tan favorable para el Kremlin como podía preverse, debido tanto a la incompetencia de sus fuerzas armadas como al apoyo militar que están prestando a Ucrania muchos países occidentales, sería prematuro considerar que el conflicto vaya a terminar con la retirada unilateral de los agresores. Las posibilidades de una rendición incondicional de Rusia, o un relevo forzoso de su líder por alguien más favorable a la paz, no están respaldadas a día de hoy por ningún indicio o evidencia tangible. De hecho, si Putin se enfrentase a un intento de apartarlo del poder o a una derrota masiva en el campo de batalla, es mucho más probable que optara por la “huida hacia adelante” que por retroceder a las posiciones de partida; por ejemplo, con un empleo limitado de armamento nuclear u otras acciones de similar gravedad.

¿Cuál es, entonces, el horizonte al que se enfrenta Ucrania? La cuestión de cuánto tiempo se debe continuar la lucha, o en qué momento sería preferible explorar la posibilidad de un alto el fuego negociado, corresponde ante todo al pueblo ucraniano y a sus dirigentes democráticamente elegidos. Desde luego, las masacres y abusos cometidos por las tropas invasoras han alimentado la espiral de violencia, incrementando el coste político de cualquier diálogo con Moscú. Tampoco hay certeza de que una hipotética renuncia de Zelenski a los territorios reclamados por Putin, así como a sus aspiraciones de ingresar en la OTAN, pudieran garantizar a largo plazo la seguridad del resto del país. No obstante, el coste de prolongar del conflicto hasta alcanzar una victoria total y sin concesiones –lo que implicaría no solo la liberación de las regiones invadidas en los últimos meses, sino también aquellas que el Estado ucraniano no controla desde 2014–, parece igualmente inasumible.

A largo plazo, el papel más importante de los demás países europeos será mantener nuestro apoyo a las personas refugiadas y ayudar en la reconstrucción económica y material, una vez hayan terminado los combates. La reconciliación entre ambas naciones será una tarea mucho más difícil, que solo podrá iniciarse cuando se haya producido un cambio de dirigentes en Moscú. Hasta que esto suceda, nuestras prioridades más urgentes deben ser necesariamente otras: ayudar al mayor número posible de ucranianos a sobrevivir a esta tragedia, sin prolongar la guerra más allá de lo imprescindible; pero evitando, al mismo tiempo, que la propia existencia de Ucrania como Estado soberano e independiente quede relegada a los libros de Historia.

Javier Morales Hernández en dialnet.unirioja.es

Manuel Cruz Ortiz de Landázuri

Pasiones incontroladas, experiencias sin misterio, amores fugaces y adrenalina. La cultura de la seducción ha impulsado un mercado de placeres sofisticados de constante reclamo. Sin embargo, nunca como antes vivimos en un estado de insatisfacción continua. ¿Es posible integrar el deseo? Para ello, primero habrá que descubrir su significado genuino y desarrollar el arte de amar.

Basta asomarse a la librería del barrio para observar el interés creciente que tiene el estoicismo. No solo se vuelven populares ciertos manuales de autoayuda y recetarios de vida, sino que aumentan los lectores de autores clásicos como Marco AurelioSéneca y Epicteto. Quizás hoy, como en tiempos del Imperio Romano, nos encontramos con una civilización que ofrece gran variedad de placeres y medios de entretenimiento, pero conduce a una insatisfacción crónica. No hallamos respuestas a los deseos profundos del ser humano en los restaurantes, gimnasios y series de televisión. Rodeados de posibilidades divertidas, a menudo nos vemos sin rumbo.

Cualquier ciudadano de las sociedades desarrolladas occidentales vive bastante mejor que un príncipe del pasado. Poder darse una ducha por las mañanas y tomar un café caliente es un auténtico lujo en la historia de la humanidad, apto solo para unos pocos privilegiados que han nacido en las sociedades avanzadas del siglo XXI. No digamos poder conducir un coche o pasar las vacaciones en la playa. Durante siglos, hemos tratado de hacer frente a las dificultades de la vida, hasta que la tecnología y la ciencia han permitido no solo la satisfacción de las necesidades más básicas, sino la creación de un mundo de entretenimiento. Ahora bien, resulta cada vez más patente que la cultura del capital ha generado una estructura de satisfacción de los deseos que, sin embargo, conduce a la completa insatisfacción de los individuos. 

Los arquitectos del deseo: de Dichter a Marcuse

Desde que los medios de producción lo han hecho posible, el cultivo del deseo se ha planteado de una manera estratégica, pragmática, un engranaje perfecto de publicidad, creación de necesidades y diseño de productos de consumo. Aun así, ¿hasta qué punto la táctica ha sido la adecuada? Imaginaba Ernst Dichter, célebre publicista austriaco-estadounidense que aplicó el psicoanálisis a las campañas publicitarias, que, si podíamos conocer los resortes inconscientes del deseo, podríamos satisfacer nuestras necesidades vitales y construir un cielo en la tierra. Como explica en The Strategy of Desire: «El hecho de que la propia palabra deseo se haya teñido de inmoralidad es una de las enfermedades que la humanidad aún no ha erradicado. En lugar de prohibir el deseo, lo que sería prohibir la vida misma, es necesario establecer un objetivo de crecimiento, de seguridad dinámica y de descontento constructivo; y luego aprender y utilizar las técnicas implícitas en la estrategia del deseo».

La seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo.

Dichter escribía a comienzos de los años 60 en el contexto de la sociedad americana, para su gusto todavía demasiado puritana. La austeridad y sobriedad, que habían sido los valores tradicionales, propios de la generación que había vivido la Segunda Guerra Mundial, debían ser reemplazados por la libre satisfacción de los deseos, que aceleraría el consumo y admitiría mayor crecimiento económico. 

El otro punto de inflexión que explica nuestra civilización del deseo lo encontramos en los cambios sucedidos a partir de Mayo del 68. En este caso, fue el pensamiento de una izquierda distinta al comunismo la que estimuló la revolución silenciosa. Herbert Marcuse, desde una posición que combinaba la teoría de Freud con el marxismo, se mostraba especialmente optimista respecto a la sociedad no represiva del futuro, idea que desarrolló en su libro Eros y civilización. Hasta ahora, pensaba Marcuse, hemos vivido en una sociedad represiva de los impulsos para garantizar la supervivencia pero ¿y si esto ya no fuese preciso? ¿Y si la sociedad de consumo permitiera una civilización no represiva, en la que tengamos garantizadas las necesidades vitales y no sea indispensable la represión? Entonces, podríamos desarrollar nuestro placer sin restricciones, como un puro juego en el que se fusionasen el trabajo, el ocio y la diversión. La idea tendría amplias resonancias en las revoluciones de Mayo del 68 y la posterior transformación de las sociedades occidentales. 

Tanto Dichter como Marcuse fueron profetas de su tiempo. Los dos alimentaron la esperanza del paraíso en la tierra mediante el cultivo del deseo. El primero, como publicista y diseñador de campañas de marketing, veía que el capitalismo triunfaría a través del dominio de los deseos inconscientes de los individuos. Marcuse, por su parte, atisbaba una sociedad no represiva apoyada en el desarrollo tecnológico, lo que facilitaría un hedonismo libertario. En buena medida, estas dos estrategias han sido la tendencia en las sociedades occidentales en las últimas seis décadas.

La cultura de la seducción

La civilización del deseo capitalista se ha desarrollado como una cultura de la seducción. Las sociedades siempre han manejado códigos para avivar el deseo (fiestas, vestidos, rituales, bailes, etc.). Lo curioso ahora es que la seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo en todas sus facetas vitales: «El consumidor se ha convertido en el sujeto más cortejado del planeta: ningún hombre ni ninguna mujer ha estado nunca tan solicitado en esta tierra», escribe Gilles Lipovetsky en Gustar y emocionar. La estrategia consigue el reclamo continuo de los individuos. El valor que anima la cultura se vuelve entonces el ideal del bienestar constante, sin que haya ningún valor espiritual o trascendente que pueda animar la vida de la civilización. Tampoco se da ya un poder rígido, sino un soft power que busca alimentar la sociedad del consumo a través del estímulo del deseo primario. En palabras de Zygmunt Bauman: «La sociedad de consumo medra en tanto y en cuanto logre que la no satisfacción de sus miembros (lo que en sus propios términos implica la infelicidad) sea perpetua».

En medio de esta vorágine de estímulos y oferta de placeres, es preciso dar con alguna solución práctica, siquiera para quien desee escapar de la dinámica imperante. Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí. En realidad, todo deseo tiene una génesis, su propia historia, y, a menudo, en su comprensión narrativa podemos situarlos en nuestra propia vida e incluso se atemperan o desaparecen. La pregunta fundamental es, por tanto, ¿por qué deseo lo que deseo? ¿Qué motiva ese deseo? ¿Cuál es el sentimiento de carencia que conlleva? Porque a veces se puede remediar la carencia por vías mejores que la pura satisfacción de un apetito puntual. La civilización del deseo consumista se ha erigido sobre la premisa de que hay que responder de manera inmediata a los apetitos, pero con frecuencia esos deseos revelan vacíos que es mejor solventar por vías más inteligentes que la satisfacción de un impulso. En las escuelas de la Antigüedad encontramos así respuestas para integrar el deseo, y quisiera detenerme a examinar la estrategia estoica, la purificación platónica y el arte de amar agustiniano.

Tres enfoques sobre el deseo

«No exijas que las cosas sucedan tal como lo deseas. Procura desearlas tal como suceden y todo ocurrirá según tus deseos», afirma Epicteto, en EnquiridiónLa estrategia estoica reside en mantener la libertad frente a lo que no depende de nosotrosEpicteto sabía de lo que hablaba, ya que había saboreado en primera personal el dolor y la falta de libertad exterior. Esclavo en Roma, había padecido el castigo de su amo hasta quedar cojo de una pierna. Con todo, desarrolla un manual de vida estoica que sería muy popular en la época. La clave reside, precisamente, en el control del deseo para mantener la libertad interior. Eso se logra mediante un correcto discernimiento del objeto de nuestros deseos. «Si deseas que tus hijos, tu esposa o tus amigos vivan por siempre, eres un estúpido ya que pretendes controlar cosas que no puedes y deseas cosas que pertenecen a otros. […] Pero si quieres que tus deseos no se vean frustrados, eso depende de ti. Ejercita por lo tanto aquello que está bajo tu control», declara en sus discursos. Desear que suceda algo imposible es solo fuente de frustración. Si consideramos el valor real de las cosas, entonces muchos de nuestros deseos se pueden ver atemperados. El ideal estoico es el del ser humano libre interiormente, en paz con el cosmos y consigo mismo ya que cumple su rol en el mundo y asume sus limitaciones. 

Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí.

Eso sí, si de algo adolece el estoicismo es del papel del amor. Mantenerse libre frente a los deseos puede llevar a vivir en calma, pero poco satisfecho. Platón, por el contrario, había situado el amor eros como el verdadero motor de la vida en el Banquete y en el Fedro. Aunque el amor como deseo de belleza tiene su origen en lo sensible, aspira a una belleza completa que colme, de tipo espiritual. «Quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza», escribe en el BanqueteEl deseo erótico, advierte Platón, supone la apreciación de un valor ideal que nos sobrecoge. Vemos algo superior en la belleza que nos saca de nosotros mismos y nos impulsa a mejorarnos. Por eso, si eros es purificado, alcanza su objeto adecuado, según explica en el Fedro: «Si vence la mejor parte de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita». Platón propone así un arte de la purificación, para que el deseo de belleza llegue a su auténtico fin: la contemplación del bien y la armonía.

Sin embargo, quien sitúa el amor como centro de la persona es Agustín de Hipona. A diferencia de lo que pensaban los estoicos, Agustín cuenta con que el ser humano no es autosuficiente y desea siempre algo externo a él, la cuestión de quién sea cada ser humano solo es resoluble por medio del objeto de su deseo, y no por la suspensión del impulso desiderativo. El deseo no incapacita mi libertad interior, sino que posibilita poder salir fuera de mí para llenarme de algo que me colme. Quien no ama no desea en absoluto, y, por lo tanto, en rigor no es nadie. Para Agustín el amor no es solo deseo, sino también acción que supone entrega, negación de uno mismo, y a la vez ganancia del otro: en suma, amor como experiencia del otro en la que se comparte la propia vida. Por eso mismo, el amor engloba todo lo profundo del ser humano: memoria, afecto, voluntad. «Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado», escribe en el libro XIII de sus Confesiones.

Quizás quien haya subrayado esta idea de un modo explícito en el siglo XX ha sido Erich Fromm en su célebre obra El arte de amar. Distante y crítico con la idea de una sociedad no represiva de MarcuseFromm sostiene que el gran problema en el amor es que la gente piensa que es una cuestión de encontrar un objeto que nos satisfaga, cuando, en realidad, la clave está en el desarrollo de una función (ser capaz de amar). Imaginamos que tiene que haber por ahí una especie de media naranja que nos comprenderá a la perfección y con quien vamos a congeniar, pero lo cierto es que esa persona no existe, y si existe, debemos estar preparados para poder cultivar el amor como hábito y entregarnos a ella.

El arte de amar

Una cosa es enamorarse y otra permanecer enamorado. Para enamorarse, basta que el objeto suscite el deseo; para permanecer enamorado, hay que cultivar un arte de amar que propicia encauzar el deseo por otros derroteros. Es muy distinta la emoción de quien empieza a aprender violín porque ha visto a un amigo suyo tocarlo y ha quedado prendado del instrumento, de la emoción que experimenta quien domina el arte del violín y lo hace con sumo gusto. El amor es la forma de colmar el deseo de unión, de no-separación, pero el amor implica trabajo, cuidado: se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se ama. El amor es fundamentalmente un arte que se tiene que practicar y que conlleva perfeccionamiento. La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva. Mi deseo de amor no se verá colmado cuando aparezca la persona que necesito, sino cuando logre establecer en mí una disposición que me permita amar de verdad a las personas. Porque entonces seré capaz de establecer una comunión con otros, aunque ellos no sean perfectos.

La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva.

El arte de amar consigue así generar ciertas disposiciones que colman nuestro anhelo de no-soledad, probablemente el deseo más profundo del corazón humano. Los deseos se pueden entender como motivaciones que hunden sus raíces en aquello que llevo en el corazón: mi memoria, mi interpretación de la realidad, mis anhelos. Ahora bien, ¿qué es el corazón? La palabra corazón resulta ambigua desde muchos puntos de vista (entre otras razones, porque se refiere a un órgano físico), pero señala el núcleo de la persona, la raíz de la afectividad, un centro respecto al cual los objetos, las personas, las situaciones nos afectan y nos sentimos en relación con lo que pasa en el mundo. 

El corazón no es solo la capacidad de sentir, o la expresión de los sentimientos. Es el yo más íntimo del ser humano: lo que hemos vivido, los sucesos que han marcado nuestra vida, quiénes somos. En él hay un sentir (nos experimentamos en relación a lo que ocurre a nuestro alrededor), una memoria (no como pura acumulación de datos, sino un relato en el que los hechos se integran, una interpretación de las vivencias), y un querer (dirigimos nuestra voluntad hacia algo). El corazón humano vive en la carencia, y la experimenta de continuo. Lo que anhela nuestro corazón es sentirse pleno, pero muchas veces no lo consigue. Poner orden en el corazón consistirá, en primer lugar, en establecer una interpretación positiva de quién soy. Esto solo es posible en la medida en que experimento un amor incondicional desde el cual puedo interpretarme.

Hacia una terapia del deseo

Mi amigo Hércules ha cruzado la treintena y empieza a pensar que convendría un cambio en su vida. Aunque es un joven apuesto, fuerte y adinerado, no está del todo contento. Se ha acostumbrado a comer y beber bien, a tener ropa cara y tecnología de última generación. Le gusta que le vean en el trabajo como un triunfador, y ya está a punto de comprarse el coche más nuevo del mercado para lucirse por la gran ciudad. Hércules a veces piensa que encarna a la perfección el prototipo de tipo moderno y cool que ve en las series de televisión. Por otro lado, aunque no es un adicto a la pornografía, le resulta muy difícil abandonar ciertos hábitos. También le tira bastante salir de fiesta y tener algún ligue de fin de semana, así se puede desinhibir de las obligaciones de la semana y sentirse acompañado. Luego lo piensa el domingo por la tarde y se siente solo e insatisfecho, pero le cuesta mucho no dejarse llevar por sus deseos el fin de semana. Quizás, en el fondo, bajo esa capa de héroe libertario, es un esclavo de sus impulsos. Aunque le gustaría tener un control racional sobre sus deseos, se inclina por creer que eso es algo imposible, solo apto para gente de la Edad Media. En un mundo donde estamos de forma constante expuestos a buscar experiencias que nos saquen de lo cotidiano, lo que se vuelve insoportable es precisamente lo cotidiano.

Hércules podría probar con una terapia del deseo que puede resumirse en tres ideas fundamentales. La primera es que nuestros deseos se fundamentan en nuestras carencias. Y la mejor manera de paliarlas no es con una satisfacción momentánea, como nos presenta la sociedad de consumo, sino mediante hábitos que permitan desarrollarnos con plenitud. Para eso hay que examinar nuestros deseos y entender por qué deseamos lo que deseamos, descubrir el vacío que está en su raíz. Tal vez Hércules desee coches caros o éxitos profesionales para sentirse afirmado en algo. Este deseo no se ve colmado en nuestra vida corriente y pensamos que alcanzando una determinada posición social seremos, por fin, alguien. Pero puede que en realidad sea más interesante buscar la afirmación en las actividades que realizamos por otros, alentados por el sentimiento de comunidad, que en la búsqueda narcisista de propia afirmación (que posiblemente será frustrante a la larga). 

Hércules ha basado su vida en lo que esta le ofrece, con todos sus reclamos seductores, y tiene que darse cuenta de que lo interesante es lo que él puede ofrecer a la vida, a su comunidad. Tratar de solucionar el problema de la soledad mediante sucedáneos no conduce a nada. Detectar las carencias de fondo es una manera de entender nuestros deseos y quizás replantearse cómo conseguir paliarlas del mejor modo posible. Los deseos de no-soledad, de afirmación y de sentido encuentran su óptima satisfacción en el amor, entendido como un arte que nos abre al mundo. 

La segunda idea es que en ocasiones no podemos controlar nuestros deseos de modo directo, pero sí los estímulos. Para que haya deseo, tiene que haber algo que lo provoque, una sensación o pensamiento, algo que estimule la memoria y la fantasía. En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados. Hércules a lo mejor podría moderar su uso del smartphone, la música que escucha sin pausa, todo aquello que le impide encontrar silencio interior. Si reduce el ruido que llena su mente y no tiene siempre un reclamo, podrá comenzar a ser dueño de su vida.

En tercer lugar, como bien apuntaban los estoicos, muchas veces nuestros deseos se ven apaciguados cuando valoramos de forma adecuada el objeto del deseo. Por ejemplo, cuando Hércules desea comprar un móvil de última generación, si se da cuenta de que es un objeto destinado a caducar, su deseo se puede ver algo aquietado, ya que lo considera en su justa medida. En este sentido, considerar el posible fracaso del deseo y asumirlo me ayuda a no frustrarme si no se ve colmado. Imaginemos que quiero viajar a un país exótico: en la medida en que valoro el objeto del deseo y considero que es algo que puede salir mal (retrasos en el vuelo, mal tiempo, precios caros, comida mala…), a partir de ahí, si las cosas van bien, será porque es un regalo que me ofrece la vida. Si mis expectativas son bajas, todo aporta, ya que viviré siempre más de lo que espero, y quizás disfrutaré de cosas que antes pasaba por alto. 

En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados.

La estrategia de minimización mediante este ejercicio de examen del deseo resulta muy provechosa. Lógicamente, no se trata de no desear (hemos visto que el deseo es necesario), sino de evitar frustraciones innecesarias. Vivir como si no tienes nada hace que todo sea ganancia. Entonces podrá apreciar el valor de los pequeños placeres de la vida, que son siempre un regalo. Para salir de la monotonía, no hay que huir de lo cotidiano, sino mirarlo de otro modo.

El deseo, antes que reprimirlo, hay que comprenderlo. Una vez vislumbramos sus raíces profundas, se revelan nuestras carencias existenciales más básicas: el miedo a la soledad, la ausencia de proyectos claros en nuestra vida, la incapacidad de encarnar los valores que dan sentido a lo que hacemos. Ahora bien, sin un adecuado arte de amar, nunca integraremos los deseos en un relato acorde con nuestra propia identidad. La tarea de la educación en el siglo XXI está en empezar a trabajar las disposiciones del corazón: la pregunta clave no es qué queremos saber o hacer, sino quiénes queremos ser.

Manuel Cruz Ortiz de Landázuri en nuestrotiempo.unav.edu

Benigno Blanco Rodríguez

«El Señor de los Anillos» es una parábola que refleja el mundo y el corazón humano desde una cosmovisión cristiana

Avance

En estos tiempos de incertidumbre, el filólogo y escritor británico J.R.R. Tolkien (1892-1973) merece la consideración de «maestro de la esperanza» por su obra cumbre El Señor de los Anillos. Cabe ver en la peripecia del protagonista, Frodo, y sus compañeros numerosos rasgos de esperanza, apunta Benigno Blanco. Comenzando por la disposición de alguien tan poco apto para la aventura como el insignificante hobbit, que, sin embargo, acepta su misión, sale de la Comarca y afronta riesgos que ni conoce ni puede prever. Y siguiendo por la amistad que forja con sus compañeros de aventura, de suerte que nunca está solo, lo cual contrasta con el miedo y el odio de los que se rinden al anillo, como Sauron, Gollum o los orcos. Por último, en la saga se plasma acaso el rasgo más definitivo de la esperanza: la convicción de que hasta el mal puede estar al servicio del bien, como se puede comprobar en el desenlace, cuando es Gollum quien, finalmente, destruye el anillo. Tal idea era tan importante que Tolkien acuñó el término eucatástrofe, que designa las situaciones terribles que culminan en alegría.

Deduce de todo ello el autor que El Señor de los Anillos es «una parábola que refleja el mundo y el ser humano desde una cosmovisión llena de esperanza», como era la perspectiva cristiana de Tolkien. En el pulso entre el bien y el mal, juegan un decisivo papel la libertad y la responsabilidad de cada persona. Vivir con esperanza es asumir que cada uno estamos inmersos en una gran historia; y que cada uno debemos realizar nuestra misión, sin que sea disculpa carecer de las cualidades del héroe, subraya Benigno Blanco.

Articulo

Es evidente que vivimos en tiempos de incertidumbre. El mito del progreso vigente desde la Ilustración ya no es creíble y el vago optimismo ambiental generado tras la caída del sistema soviético se ha demostrado infundado. Hoy sabemos que el progreso no está garantizado y que el optimismo no pasa de ser algo meramente subjetivo o una lectura incierta de datos confusos. Solo nos queda la esperanza; pero ¿qué es la esperanza?, ¿dónde encontrarla? J.R.R. Tolkien, maestro de la esperanza, nos da pistas en esta indagación.

Tras la ilusión del «fin de la historia» que embargó a muchos tras la caída del sistema soviético, la globalización y el desarrollo tecnológico con que comenzó el siglo XXI, hemos entrado en una época de convulsiones e inseguridades aceleradas desde la crisis económica de 2008.

No es extraño que hoy muchos busquen razones para la esperanza, pues en el subconsciente de Occidente está la antigua afirmación de Saulo de Tarso: «la esperanza no defrauda» (Rom. 5.5), que —no por casualidad— es la frase con la que comienza la bula de convocatoria del jubileo del año santo de 2025 hecha por el Papa Francisco, tan sensible a las necesidades de los hombres de hoy. Uniéndome a ese anhelo de razones para la esperanza no puedo evitar pensar en la obra magna de Tolkien, El Señor de los Anillos, pues el autor británico es maestro de la esperanza y, por tanto, un maestro necesario para nuestra época.

El pensador coreano Byung-Chul Han acaba de regalarnos en 2024 una oportuna reflexión sobre El espíritu de la esperanza en la obra con ese título publicada en español por la editorial Herder. Según Han, rasgos constitutivos de la esperanza son los siguientes:

— La esperanza despliega todo un horizonte de sentido… nos regala el futuro;

—nos hace ponernos en camino, nos brinda sentido y orientación;

—sale en busca de lo nuevo… de lo que jamás ha existido;

—no da la espalda a las negatividades de la vida;

—no aísla a las personas… El sujeto de la esperanza es un nosotros;

—es un todavía no; está abierta a lo venidero, a lo que aún no es;

—nos hace creer en el futuro;

—no aísla, sino que vincula y mancomuna (a diferencia del miedo y la angustia);

«La esperanza —nos dice Han— se caracteriza fundamentalmente por su entusiasmo, su afán. (…) Desarrolla una fuerza de salto para actuar (…) una narrativa que guía las acciones (…) Sueña activamente (…) es una fuerza, un ímpetu» (pág. 45-46)

Es una muy buena descripción de los rasgos de la esperanza que se ponen de manifiesto en la trama y los personajes de El Señor de los Anillos, historia preñada de esperanza como se puede ver —de forma especial— en las vicisitudes biográficas de su personaje principal: Frodo Bolsón, el portador del anillo del poder y encargado de su destrucción.

A priori, Frodo no parece contar con el perfil de un héroe, sino más bien todo lo contrario. En un mundo de grandes guerreros, magos poderosos, elfos inmortales y señores de la guerra de linajes impresionantes, Frodo no es más que un pequeño hobbit; es decir pertenece a la raza menos apta en principio para las grandes aventuras y las heroicidades. ¿Qué característica hace a Frodo apto para tan alta misión? Que acepta su vocación, su misión, que nunca dice que no a las responsabilidades que la vida le plantea, que hace lo que debe hacer, aunque sea consciente de que carece de las cualidades para afrontar lo que le corresponde, que sigue adelante incluso contra toda esperanza. Frodo es capaz de salir de su comodidad, de la Comarca, y afrontar riesgos que ni conoce ni puede prever. Así es la esperanza.

Como le dice Gandalf a Frodo, al comienzo del relato, cuando le explica qué es el anillo y le pide que lo lleve consigo fuera de la Comarca para evitar que caiga en manos de los Jinetes Negros: «Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron». Vivir con esperanza es asumir que estamos inmersos —como Frodo— en una gran historia; cada uno somos —como Frodo— una misión; y cada uno —como Frodo— debemos realizar nuestro papel. No es disculpa carecer de cualidades para el papel de héroe…. Se trata de abrirse al futuro, con esperanza.

La esperanza mancomuna

Quien da ese paso, descubre que no está solo; la esperanza se abre a los demás, «mancomuna» como dice Han. La Tierra Media y sus habitantes no están solos. Alguien vela por ellos, cuentan con la ayuda que precisen para enfrentarse al mal. La manifestación más fuerte en El Señor de los Anillos de esa ayuda son los amigos. Por el contrario, los que se rinden al anillo y su poder no tienen amigos: ni Sauron ni Saruman, ni los orcos ni Gollum, tienen amigos; su rasgo distintivo es la soledad; su relación con los demás se reduce al dominio y la utilización de los otros; no tienen familia ni aman a nadie; aquellos que colaboran con ellos lo hacen por miedo, como los orcos, o sometidos a un poder que les domina como los Jinetes Negros. En el mundo de Mordor no hay sitio para el amor y la amistad. Es significativo también que en la Compañía del Anillo hay un número impar de miembros y el traidor, Boromir, es el desparejado, el que no tiene amigos. La soledad, la ausencia de amigos, es síntoma de que algo no va bien, de que el peligro de traición a la propia misión está vivo y acecha cerca.

Se puede contar con Gandalf, el mago poderoso, pero éste raramente actúa frente al enemigo por sí mismo y con sus fuerzas, pues eso anularía la responsabilidad de los personajes que —como Frodo o Aragorn— tienen que construir la historia con su trabajo y su lealtad a su misión. Gandalf transmite doctrina y es pedagogo de la tradición y la vieja sabiduría, llama a las personas a su misión, informa, pone en contacto a los opositores del anillo, pero solo actúa directamente frente al enemigo en casos muy excepcionales, como a las puertas de Gondor, cuando se enfrenta personalmente al príncipe de los Jinetes Negros. La labor de Gandalf es promover el uso responsable de su libertad por parte del resto de protagonistas de la lucha contra el anillo. Tener esperanza no exime del ejercicio responsable de la propia libertad.

En este juego de equilibrios entre esperanza y libertad, hasta el mal puede estar al servicio del bien. Este es un rasgo de la esperanza que Han no capta o no refleja, al menos. Sin esta convicción es imposible la esperanza pues el mal existe. Esta idea era tan importante para Tolkien que hasta inventó una palabra para nominar este hecho: eucatástrofe, término que —traducido libremente— designa las situaciones terribles que culminan en alegría. Tolkien era cristiano y en su novela queda patente este singular rasgo de la específica esperanza cristiana: Los hombres no podemos sacar bien del mal pero Ilúvatar —Dios en la mitología tolkiana— sí puede hacerlo y de hecho desde el principio lo previó, según nos cuenta Tolkien en el Silmarillion al relatar la creación del mundo.

La creación es una canción de Ilúvatar (Dios) y, con Él y a invitación suya, de los Valar (ángeles). Melkor (Satán) introduce temas por su cuenta en esa canción separándose así de la sinfonía divina e Ilúvatar le dice: «Nadie puede alterar la música a mi pesar. Aquel que lo intente probará que es solo un instrumento para la creación de cosas aún más maravillosas». Es decir, los que intenten estropear la creación no sólo no lo conseguirán, sino que la harán más esplendorosa.

El papel de Gollum

En El Señor de los Anillos se cumple esa profecía. Ejemplo paradigmático es el caso de Gollum, el hobbit que encontró el anillo, mató por él y vivió cientos de años en la soledad más absoluta adorando a su tesoro por miedo a que se lo robasen, hasta que se encuentra con Bilbo Bolsón y éste se lleva el anillo iniciando así la historia que nos ocupa. Durante toda la secuencia que relata El Señor de los Anillos, Gollum va detrás del anillo, su obsesión, y esa persecución le lleva a encontrarse con Frodo y Sam a los que, juramentado, conduce hasta Mordor con la intención de que sean devorados por Ella- Laraña y así poder él recuperar el anillo. Esa es su intención, pero de hecho lo que consigue es que, con su ayuda, Frodo y Sam puedan acceder al interior de Mordor y llegar al Monte del Destino donde el anillo debe ser destruido en el fuego en que se forjó. Sin Gollum, el portador del anillo no hubiese llegado a su destino.

Al final, cuando Frodo está ante las grietas del Monte del Destino y se dispone a arrojar el anillo, se produce esa escena impresionante en que Frodo traiciona su misión: «»He llegado. Pero he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El anillo es mío!» Y de pronto se lo puso en el dedo». (pág. 995). Sabemos cómo sigue la escena: Gollum ataca a Frodo para arrebatarle el anillo y se lo arranca de un mordisco junto con el dedo en que lo tiene puesto y cae al fuego. Quien destruye el anillo es pues Gollum, no Frodo. Sin Gollum el anillo no habría sido destruido y Frodo se habría convertido en un señor oscuro a las órdenes de Sauron o en algo peor.

La decisión en distintos momentos de la historia de Bilbo, Gandalf, los elfos, Frodo y Sam de no matar a Gollum cuando pudieron hacerlo es lo que, a la postre, permite que Gollum esté allí a la vera de Frodo en el Monte del Destino en la hora suprema. ¡Qué gran enseñanza para esos que quieren acelerar impacientemente el advenimiento del bien, deparando muerte y destrucción!

Destruido el anillo, en los fastos de celebración en Gondor, Aragorn y Gandalf se ponen de rodillas ante Frodo y Sam y los homenajean como a los que han logrado destronar a Sauron con la destrucción del anillo. ¿Cómo es esto así si Frodo al final traicionó su misión y se puso el anillo en vez de arrojarlo al fuego? Porque Frodo hizo todo lo que estaba a su alcance heroicamente, aunque sus fuerzas no llegaron para culminar su tarea. Lo que Tolkien propone es que hagamos —con esperanza— lo que está en nuestras manos, no que seamos eficaces en términos de productividad.

A Frodo se le premia como al destructor del anillo porque hizo lo que podía y sus fuerzas no dieron más que para llegar al Monte del Destino con el anillo. Que sus fuerzas no llegasen a arrojarlo al fuego, no resta un ápice a su heroísmo ni a su fidelidad a la misión. Si uno hace lo que puede, el autor de la historia, el que vela por el bien en esta historia, hace el resto, utilizando para el bien instrumentos tan extraños como Gollum y su obsesión por poseer el anillo.

Parábola que refleja el mundo

El Señor de los Anillos es una parábola que refleja el mundo y el ser humano vistos con ojos cristianos —esos eran los de Tolkien—, es decir con los ojos de quien asume una cosmovisión llena de esperanza; es la historia de la lucha entre el bien y el mal, pero con la singularidad respecto a otras obras de ficción de que en la novela de Tolkien esa lucha se desarrolla no solo a nivel cosmológico sino en el interior de cada uno de los personajes. En El Señor de los Anillos, las razones para la esperanza radican en la responsabilidad de cada personaje que se entreteje con la historia global. Del comportamiento de cada personaje depende el triunfo del bien o del mal a nivel cosmológico, como sucede en la historia real de los hombres según la perspectiva cristiana. Como escribió un santo español del siglo XX: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides- dependen muchas cosas grandes» (San Josemaría, Camino, nº 755).

Byung-Chul Han describe muy bien la esperanza como fuerza histórica y personal, pero no nos da ninguna razón para tener esperanza. Tolkien, como cristiano, nos describe un mundo en que hay una providencia que nunca aparece, pero está ahí —Gandalf es su manifestación más visible— y que funda y fortalece la esperanza de Frodo y sus amigos.

Podríamos preguntarnos si es posible la esperanza sin fe en Dios; la respuesta nos la da Ratzinger/Benedicto XVI con su propuesta de vivir y organizar nuestra convivencia como si Dios existiera, como si nos amara, pues así sostendríamos una sociedad más justa y humana (cfr. Vivir como si Dios existiera. Una propuesta para Europa, libro editado por Ricardo Calleja con los textos más significativos de Ratzinger sobre esta idea).

Benigno Blanco en nuevarevista.net

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