Felipe Pérez Valencia
Introducción
La conquista de América, hecho ocurrido a partir de 1492 y protagonizado por los españoles, fue uno de los acontecimientos más trasformadores de la historia universal pues insertó al extenso continente en la modernidad. La colonización efectiva vendría a realizarse en el siguiente siglo, cuando las islas del Caribe perdieron su atractivo aurífero y los colonizadores, aventureros ávidos de riquezas, pasaron a tierra firme para continuar con la intensa búsqueda de riquezas. Dicha colonización se realizó mediante el establecimiento de Villas y el repartimiento de indios [1]. A partir de este momento los españoles repoblarían el continente siguiendo el modelo adquirido durante el proceso de reconquista española.
Un aspecto que amerita singular atención es que, al establecerse en el Nuevo Mundo, y siguiendo la tradición heredada durante la formación de la nacionalidad española, los nuevos pobladores dieron importancia suprema, como elemento político e ideológico aglutinante, a la religión católica.
Cabe, entonces, preguntarse ¿Qué valor poesía la religión católica para España en vísperas de la modernidad? ¿Cómo adquirió el catolicismo semejante posición en la sociedad que protagonizó la conquista del Nuevo Mundo?
I
Para la España de fines del siglo XV el catolicismo había adquirido una importancia tal que lo hacía sinónimo de unidad política. Dicho carácter no se consagró de la noche a la mañana, sino que fue el resultado final de un largo y dilatado proceso histórico. El artículo que a continuación se presenta tiene por objetivo primario explicar cómo el catolicismo adquirió tan importante significado para la España Moderna. Como segundo objetivo del presente trabajo se propone ofrecer un análisis, a grandes rasgos, del papel de la religión católica como garante y aliado del colonialismo hispano partiendo del proceso de conquista y colonización americano, hasta la disminución de su influencia tras las denominadas Reformas Borbónicas.
Existen claras evidencias de que el cristianismo llegó a la península ibérica cerca del siglo II, aunque es importante precisar que en los datos relativos a la llegada de este a la región no se diferencia la frontera entre lo mítico y lo real [2]. Durante los tres siguientes siglos las sucesivas invasiones bárbaras fueron aportando los diversos componentes religiosos que completarían en la península ibérica un mosaico político, étnico y cultural y, por extensión, religioso. Le correspondió al rey Leovigildo, cerca del 572 d.n.e. llevar a cabo la reunificación política de la península bajo un gobierno visigodo [3], sin embargo para que esta se hiciera efectiva debía lograrse la unidad religiosa de Hispania. Para este fin se apoyó en la variante de cristianismo que conocía; el arrianismo, pero por esta vía fue infructuosa la unidad religiosa de Hispania [4]. Su heredero el rey Recaredo, fue quien supo dar este hábil paso, al proclamar su conversión en el III Concilio Toledano [5].
El III Concilio de Toledo, realizado en 589 d. n. e., convirtió al catolicismo en religión oficial del imperio visigodo y testigo y garantía de su unidad política [6]. Dicha reunión conciliar trascendió como un evento de contenido religioso y político pues, siendo presidida por San Leandro de Sevilla y el Obispo Masona de Mérida, tuvo un momento importante cuando el rey visigodo Recaredo negó la fe arriana e hizo profesión de fe hacia el catolicismo [7]. Su conversión significó, más que nada, la legitimación del catolicismo como religión oficial y hegemónica y la unidad entre conquistados y conquistadores, es decir, entre los hispanos romanos y los godos bárbaros, bajo una misma ideología religiosa. Para el historiador García Villoslada la importancia del III Concilio de Toledo queda resumida cuando, respondiendo a la pregunta ¿Cuándo nace España? Responde:
A mi entender, en el momento en que la Iglesia católica la recibe en sus brazos oficialmente y en cierto modo la bautiza en mayo de 589, cuando Recaredo I inicia su cuarto año de reinado. Antes del visigodo Eurico no era España nación independiente, ni alcanzaría la perfecta unidad nacional durante más de un siglo: eran dos pueblos de raza y religión diversas, dos pueblos que cohabitaban en la misma morada. Solamente en el concilio III de Toledo (589) España adquiere plena conciencia de su unidad, de su soberanía e independencia.
Otra reveladora valoración sobre el significado de la conversión de Recaredo la aporta Marcelo González Martín en el artículo “El III Concilio de Toledo. Identidad católica de los pueblos de España y raíces cristianas de Europa”, donde expresa lo siguiente:
Si Leovigildo había equivocado el camino hacia la meta -«ad unitatem et pacern»-, según la expresión del Biclarense, Recaredo con su conversión sincera, si bien no exenta de motivos políticos, lo reencontró. La minoría dominante siguió su ejemplo y pronto se iniciaría el proceso de fusión étnica y de la paz. Se logró la unidad católica y comenzó a existir España [8].
La conversión de Recaredo ocurrió en circunstancias asombrosamente similares a la de Constantino en el siglo IV, de igual modo las consecuencias que trajo a la sociedad peninsular fueron análogas a las acaecidas a la sociedad romana. El historiador S. I. Kovaliov, refiriéndose a la conversión de Constantino expresa que “se trataba de un acto político muy inteligente” [9], a juicio de este investigador el mismo criterio se merece la actitud de Recaredo.
Otro momento importante para la confirmación del catolicismo como elemento ideológico unificador de los habitantes de la península lo constituye la Reconquista, hecho que aparece asociado a la nacionalidad española [10]. La irrupción del Islam en la península provocó la retirada al norte de muchos hispano-godos [11], donde se unieron a los siempre rebeldes vascones, astures y cantábricos [12]. Esta nueva diversidad social se apoyó en el catolicismo para lograr la unidad frente a un enemigo común. La guerra contra los invasores musulmanes se revistió de religión y alimentó al mito y al fanatismo religioso [13], incentivando toda una cosmovisión religiosa muchas veces hiperbolizada. Diversos cronistas narraron episodios como la confesión masiva y la toma de la Eucaristía antes de cualquier batalla importante [14], los eventos bélicos, como derrotas y victorias por parte de los ejércitos cristianos, fueron explicados recurriendo a elementos religiosos. La expresión más concreta de lo anteriormente expuesto lo constituye el surgimiento del Culto Jacobeo, el cual partía de la supuesta aparición de los restos del apóstol Santiago en Compostela [15]. La denominada Reconquista y todos los aspectos materiales o imaginados que contribuyeron a ella fueron interpretados por importantes autores como el elemento cohesionador de la nacionalidad y la nación española.
II
Ahora bien, existen otros aspectos que revisten suprema importancia para interpretar en su correcta medida el rol político de la iglesia católica y su hegemonía ideológica en España y, por extensión, en las colonias americanas. De un lado, durante la reconquista, y con la finalidad de crear instrumentos que garantizaran el control efectivo sobre las regiones recuperadas, se crearon diversas instituciones cuyas funciones se prolongarían hasta la conquista del Nuevo Mundo. Entre las más importantes puede mencionarse el Consejo de Castilla, instrumento político y jurídico cuyo encargo principal sería la administración de todos los asuntos en las regiones reocupadas. Dicho Consejo se organizó en 1442 [16] y luego, en las Cortes de Toledo de 1480, fue objeto de importantes transformaciones, una de las más significativos fue la creación de la Cámara de Castilla con tres secretarías a su vez; una de las cuales, la Secretaría del Real Patronato [17], le confería el derecho a los reyes de nombrar a los “puestos de obispo en cada diócesis y los cargos de Deán, Chantre, canónigos y otros beneficios mayores en cada uno de los cabildos catedralicios” [18]. De esta forma la Corona se aseguraba, además del control político, el tan importante dominio de la religión católica y, por extensión, el imperio espiritual e ideológico en las regiones bajo su control.
El camino hacia la independencia de la iglesia española había comenzado un poco antes, en el Concilio de Sevilla de 1478. En él los Reyes Católicos reunieron al clero hispano para presentar resistencia al papado en sus intentos de nombrar a los oficiales de la iglesia española, tal y como había sucedido durante el siglo XV, obteniendo del papa el Patronato Real sobre la iglesia hispana. Luego en 1493, en plena conquista del Nuevo Mundo, Fernando el Católico obtuvo de Rodrigo de Borja, a la sazón pontífice Alejandro VI, los derechos exclusivos para la evangelización de los territorios americanos [19].
Es importante hacer notar que las bulas papales que legitimaron el patronato de la Corona Hispana sobre la iglesia peninsular; la Provisionis Nostrae y la Dum ad illam ambas de 1496, siguieron en la práctica las mismas pautas que aquellas que fueron expedidas para legitimar la conquista y posesión de los territorios descubiertos en América; La Intercaeteras y la Eximieae Devotionis, ambas de mayo de 1493 [20]. Finalmente ha de tenerse en cuenta la tendencia hegemónica que en la conformación de la España Moderna fue asumiendo la unificación del estado con la iglesia [21]. La fusión de ambos elementos trascendió a la reconquista y fueron empleados con rigor en la conquista del ahora denominado Nuevo Mundo.
El autor Enrique Dussel en su obra Historia de la iglesia en América Latina expone que:
La habilidad de Fernando de Aragón fue ganando uno tras otro nuevos beneficios: la presentación de los obispos, la fundación de las diócesis, la fijación de sus límites, el envío de religiosos, etc. Pero, y como punto final, la posesión de los diezmos de todas las Iglesias [22].
Dado el indiscutible papel como ente garantizador de la unidad política que, en diversas e importantes etapas de la historia de España, tomó la religión católica es natural pensar que durante la conquista del Nuevo Mundo asumiera similares roles. Así lo demuestran diversos documentos y hechos que se hacen fuentes imprescindibles para conocer y comprender la conquista americana.
El proyecto conquistador y el de la evangelización americana partieron, en la práctica, de un mismo centro organizativo; la Corona Española. Uno de los documentos pioneros que legitimó la conquista y colonización de las geografías a descubrir son las denominadas Capitulaciones de Santa Fe. El hispanista Joseph Pérez resume así el espíritu de dicha acta, Las Capitulaciones de Santa Fe no dejan ninguna duda sobre los objetivos de las expediciones colombinas: no se habla más que de rescate [23], la escueta frase es una valoración certera y precisa de las Capitulaciones, la preocupación por la evangelización del hombre que se encontraría al otro lado del mundo no ocupa ningún lugar. Por ello otros documentos se encargarían de corregir este primer rumbo y dotar la conquista de un tono humanista cristiano. En este punto se hace preciso volver a la Bula Íntercaetera de 1493 donde el papa demuestra su profundo interés por la evangelización de los nuevos territorios encontrados, la futura América, reconociendo, a su vez, el interés de España en los nuevos territorios, interés basado en las riquezas materiales. Prosigue el pontífice explicando que la conquista ha de realizarse con la ayuda de la fe católica. Así mismo expresa Alejandro VI:
Os donamos, concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano.
Finalmente, el documento amenaza con la pena de excomunión a quien, con independencia de su nacionalidad, categoría o clase social, se estableciera en los territorios americanos territorios americanos sin licencia expedida por los reyes católicos o por sus descendientes.
Una vez consumada la colonización del caribe oriental y tras diversas acusaciones sobre el abusivo e inhumano trato dado por algunos conquistadores a los indios la corona emitió las denominadas Ordenanzas Reales para el Buen Regimiento y Tratamiento de los Indios, documento más conocido como Leyes de Burgos, por la ciudad desde donde se publicó [24].
En el documento se expone la voluntad que siempre ha acompañado la corona hispana de llevar la fe católica a los habitantes de las Indias, objetivos para los cuales ya se habían elaborado con anterioridad ciertas ordenanzas. Sin embargo, lo hecho hasta ese momento había demostrado no ser suficiente. A juzgar por quienes redactan la nueva ley, la causa fundamental del poco aprovechamiento de la instrucción cristiana de los indios era la lejanía existente entre sus lugares de residencia y la de los españoles, a la sazón, sus maestros.
La solución aconsejada fue la creación de estancias para, que los indios laborasen, cerca de las residencias de los españoles, con esto se les garantizaría acciones tan importantes –desde el punto de vista del catolicismo español– como la participación en los servicios religiosos, oír misa y participar de los oficios divinos. También se arguyen ciertas causas humanitarias, como el socorrer a los indios en caso de enfermedad o accidente. Un análisis crítico grosso modo, de Las leyes de Burgos revela poca o ninguna objetividad al analizar las razones por las cuales los indios no se sentían seducidos por la religión católica. La nueva legislación soluciona solamente en el plano teórico el problema sobre los derechos de conquista, la obligación de la evangelización de los indios y lo relativo a su trato, pero en la práctica no hubo sustanciales cambios debido al poco control sobre la aplicación de dichas leyes [25] y a que entre los conquistadores el catolicismo solo había sido pensado como elemento de sujeción y de reducción del aborigen americano, todo interés filantrópico quedaba al margen.
Así se iniciaría la conquista americana, con una iglesia católica fortalecida e interpretada como sinónimo de unidad hispana y garante de la sumisión del aborigen. A partir de ahora, para el caso de todos los territorios americanos conquistados y repoblados por los españoles, el catolicismo se convertiría en sinónimo de cohesión, unidad política y medio de dominación para lograr los verdaderos propósitos que movieron a los españoles hasta América. Francisco Tomás Valiente resume así la función de la iglesia; “La conversión de los indios cumplió una función de cobertura ideológica” [26]. El binomio iglesia-conquistador unión dio como resultado la constitución del estado colonial con marcado carácter confesional. He aquí la función primera del catolicismo en el Nuevo Mundo.
Durante los siglos que permaneció la colonización la religión católica se convirtió en religión hegemónica relegando a segundos planos tanto los sistemas religiosos aborígenes, como aquellos que surgieron desde los estamentos sociales no privilegiados o traídos a la América por vía de la inmigración. Aunque se hace preciso añadir que, a pesar de los diversos métodos empleados por la iglesia oficial, la religiosidad de los pueblos originarios americanos no desapareció, quizá el mayor logro del estado colonial español en materia de religión fue la no oficialización y la ilegalización de dichos sistemas religiosos. La supervivencia de los sistemas religiosos aborígenes [27] y de los sincretismos surgidos en el continente es un fenómeno que merece estudio, aunque, por adelantado, podría decirse que las religiones aborígenes fueron elementos de resistencias muy útiles y eficaces.
III
La primera etapa colonial americana transcurre bajo el reinado directo de don Fernando de Aragón –Isabel la Católica había muerto en 1504–. Luego de varios infortunios hereda Carlos I, en 1516, las coronas de Castilla y Aragón, además del Sacro Imperio Romano Germánico y otras posesiones europeas. Durante su reinado tuvieron lugar importantes polémicas de contenido teológico, filosófico, moral, jurídico y político [28] sobre la legitimación de la conquista americana, fue en este marco donde el catolicismo adquirió alta importancia. En 1537, para dar respuesta a un importante debate sobre la condición humana del indio americano, el papa Pablo III hubo de emitir la bula Sublimis Deus, donde reconoció la condición de ser humano del aborigen americano, agregando además, la capacidad y necesidad que poseía para recibir el evangelio [29]. Quizá el clímax en el debate indigenista sería alcanzado durante la denominada Controversia de Valladolid, de 1550 [30].
Las noticias sobre los excesos de los conquistadores provocaron que el emperador Carlos I, según el informe del 3 de julio de 1549, ordenara la interrupción de la conquista y convocara a una junta para someter a debate teológico y jurídico los métodos empleados por los conquistadores [31]. La denominada Controversia de Valladolid versó sobre el derecho que asistía a los conquistadores para dominar y reducir a la condición de esclavos al aborigen americano [32]. El hispanista Joseph Pérez [33] expresa que el debate en torno a los derechos de conquista había comenzado en 1511 por el dominico Montesinos, quien con un sermón en la isla de la Española, cuestionó y denunció tanto los métodos como las intenciones de los conquistadores sobre los naturales de la isla.
Entre los aspectos de mayor relevancia a debatir estuvo el cuestionamiento sobre la supuesta inferioridad del aborigen americano y la conveniencia de evangelizarlos y civilizarlos para que llegasen a grados superiores de desarrollo, dicha evangelización debía hacerse, incluso, por la fuerza si los indios se resistían. En cualquier caso, esta se tornaba en causa justa.
Entre los principales actores del Debate de Valladolid estuvieron los dominicos Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, como defensores de los derechos de los indios y, en el lado opuesto el cronista de Carlos I, Juan Ginés de Sepúlveda. El padre Las Casas, como se le conoce entre los latinoamericanos, llegó a denunciar abiertamente la hipocresía en que se había convertido la encomienda, expresando que el creador de dicho sistema no se había propuesto dar doctrina a los aborígenes, sino riqueza a los españoles y servicio con destrucción de los españoles [34]. Francisco de Vitoria, desde su cátedra en la Universidad de Salamanca vivió en intensa preocupación moral y teológica a causa de los métodos de conquista y dominación que denigraban a los aborígenes americanos. Su cuestionamiento fundamental era a los supuestos por los cuales se les privaba a los indios de sus posesiones. Para él los indios no eran seres inferiores a los españoles, además su condición de herejes no justificaba que se les despojara de todo aquello que había sido su propiedad hasta el momento de la llegada de los conquistadores [35].
En Valladolid Las Casas se convirtió en defensor de los derechos de los indios, para ello conjugó una profunda exégesis bíblica con importantes conceptos del pensamiento tomista y aristotélico. En cambio, Sepúlveda interpretaba la conquista con el mismo espíritu que asumía la guerra contra los turcos, la superioridad cultural, política y espiritual de un pueblo era suficiente justificación para someter por la fuerza a otro inferior [36].
La Controversia de Valladolid se convirtió en liza donde contendieron ambos criterios. Para Sepúlveda la evangelización llevaba consigo la fuerza; Las Casas, en contraria posición, desestimaba el derecho que asistía a los españoles para evangelizar violentando la voluntad de los indios. Los resultados de dicha controversia no quedan bien claros, la profesora Ana Manero refiere que el resultado de la Controversia fue incierto. Mientras algunos autores declaran que Sepúlveda quedó derrotado ante las hábiles argumentaciones de Las Casas [37], para otros la Controversia en nada transformó el sistema de conquista, manteniéndose todo como antes [38]. Sin embargo parece que, tras la Controversia, el emperador dispuso la revisión de la legislación establecida [39] y como resultados más obvios se promulgaron las denominadas Leyes Nuevas de Indias [40], además de ser nombrado una serie de obispos, denominados indigenistas o Lascasianos, dispuestos a hacer cumplir las Leyes Nuevas [41].
Las Leyes Nuevas de Indias fueron promulgadas el 20 de noviembre de 1542 y constituyen en sí un nuevo cuerpo legislativo cuyo centro fundamental fue el tratamiento al indio [42], destáquense entre sus principales innovaciones la prohibición de continuar con la encomienda. Evidentemente las Nuevas Leyes marcaron la ruptura, al menos en el plano teórico, del binomio catolicismo-conquista como instrumentos complementarios de la conquista. El resultado obtenido tras la aplicación de la nueva legislación indiana dejó claro que entre las prioridades de los conquistadores la evangelización del indígena no ocupaba ningún lugar fundamental, sirviéndole esta como justificación para el verdadero propósito; el sometimiento del indio americano [43].
De entre los obispos indigenistas nombrados para América, varios de ellos vieron terminados sus esfuerzos por la defensa de los derechos de los aborígenes, como mártires [44]. Lo expuesto hasta aquí conduce a una conclusión muy importante, el éxito de la relación entre la iglesia y la conquista americana dependía, básicamente, del apoyo que aquella le prestara a esta. Si la iglesia se abocaba a la defensa del indio no solamente se exponía a quedar sola, sino a convertirse en enemiga de quienes ostentaban el poder político y este, tomando como base la fuerza de las armas. Es por ello que, a partir de aquí, la Historia de la Iglesia en América Latina se bifurca y se relanzan dos historia; la una al servicio del hombre americano, no de todos, sino de aquellos que vieron sus derechos vulnerados por la conquista y con la ayuda de la iglesia. La otra al servicio de los conquistadores y como ente legitimador de dicha empresa. La historia de la emancipación americana coloca a importantes sacerdotes y prelados en ambos polos, no siendo objetivo de este artículo continuar con este tema, solamente quedará esbozado.
No sería ocioso recordar que, durante la época en que en España tiene lugar el debate indigenista, en Europa está teniendo lugar otra importante controversia; la protagonizada entre católicos y protestantes, cuyo exponente fundamental la constituyó el Concilio de Trento de 1545 [45]. Sin embargo, ninguno de las dos escuelas teológicas o, dicho de otro modo, interpretaciones del cristianismo, tuvieron en cuenta al indio americano [46], sublime ejemplo de eurocentrismo y del interés que para ellos despertaba el trato al hombre americano.
Ahora bien, la historia constata que la hegemonía de la iglesia católica en América se debilitó en los momentos en que el dominio colonial hispano se vio disminuido por factores internos o externos. Entre los primeros podrían nombrarse el surgimiento y ascenso del nacionalismo, surgido en los territorios hispanos en la segunda mitad del siglo XVIII, excepto en Cuba y Puerto Rico, donde este llegó con retraso, tomando en cuenta el resto del continente. Entre los últimos podrían mencionarse las invasiones, directas o indirectas, que comenzó a sufrir América cuando otras potencias europeas se interesaron por esta rica región. Diversos ejemplos concretos demuestran la anterior afirmación, la invasión inglesa a La Habana, ocurrida en 1762 en el marco de la Guerra de los Siete Años, el arribo del anglicanismo en la Argentina [47], etc.
IV
Desde mediados del siglo XVI hasta el siglo XVIII se observará en América Latina una iglesia activa y con un sentido criollo importante, muestra de ello serán los diversos concilios que se efectuarán en la época [48] y la activa labor evangelizadora y misionera. La llegada del siglo XVIII dio inicio a un período de relativa decadencia de la hegemonía de la iglesia, consecuencia directa de la decadencia española en América [49]. Básicamente fueron dos los hechos que obraron para que se dieran las condiciones de la decadencia hispano-lusa en América; el ascenso borbónico y la firma de los Tratado de Utrecht y de Rastatt [50].
¿En qué sentido obraron estos dos hechos para debilitar el imperio colonial hispano-luso? ¿Cómo influyeron estos hechos en el debilitamiento de la iglesia que hasta ahora había disfrutado de la hegemonía religiosa del Nuevo Mundo?
El siglo XVIII se inició para España con la denominada Guerra de Sucesión Española, situación que involucró a varias naciones europeas y que vino a hallar solución en 1713 con las firma de los Tratado de Utrecht y de Rastatt. Ambos tratados reconfiguraron tanto la política como las fronteras de Europa y, por extensión, de América [51]. Dicha contienda favoreció más que a ninguna otra nación a Inglaterra, quien pasó a poseer Gibraltar y Menorca en el continente y en América, la isla de San Cristóbal, territorios en la Bahía de Hudson, Acadia y Terranova. La historiadora Áurea
M. Fernández resume así lo sucedido en Utrecht:
En Utrecht el Imperio Británico se consolidaba, al obtener una victoria en la política de equilibrio europeo, convirtiéndose en árbitro de Europa y en la mayor potencia marítima de la época. Las colonias españolas de América sintieron con fuerza la presencia inglesa en la región [52].
La presencia inglesa en América no solamente quebraba la antigua hegemonía política hispano-lusa, sino también el predominio católico en la región. Ahora Inglaterra, como antes España, se apoyó en la forma de cristianismo que conocía, el anglicanismo [53], para afianzar sus pretensiones políticas.
Para ilustrar lo expuesto cítese lo ocurrido en Cuba entre 1762 y 1763. En la segunda mitad del siglo XVIII, y como expresión del debilitamiento hispano en el Caribe ocurrió la toma de La Habana por los ingleses. Importante hecho de significativas consecuencias para la sociedad insular, con profundas incidencias en el plano religioso. El prestigioso historiador protestante Marcos A. Ramos [54] explica cómo durante la estancia de los ingleses en La Habana se vivió un ambiente de tolerancia religiosa cual no se había conocido nunca antes. Agregando, además, que en el tiempo que duró la invasión diversos templos católicos fueron empleados para cultos anglicanos, lo cual fue interpretado como una afrenta para el obispo criollo Morrel de Santa Cruz, quien, por oponerse a tales prácticas, halló el destierro.
Sin embargo, hay que destacar que la sociedad peninsular no se mostró muy complaciente con la nueva metrópoli, mucho menos con el anglicanismo protestante.
Muestra de ello fue la respuesta dada por el alcalde de La Habana frente al discurso del nuevo gobernador, el conde de Albemarle, respuesta que llega hasta hoy gracias a la obra de Jacobo de la Pezuela. El 8 de septiembre de 1762 fue citado el cabildo a reunión extraordinaria, en ella el gobernador inglés reclamó obediencia para el nuevo monarca en nombre del cual se había tomado la isla por las armas. A dicho reclamo respondió d. Pedro Santa Cruz:
Somos españoles y no podemos ser ingleses: disponed de nuestros bienes, sacrificad nuestras vidas antes que exigirnos juramento de vasallaje a un príncipe para nosotros extranjero. Vasallos por nuestro nacimiento y nuestra obligación jurada del señor D. Carlos III, rey de España, ese es nuestro legítimo monarca, y no podríamos, sin ser perjuros, jurar a otro. Los artículos de la capitulación de esta ciudad no os autorizan más que a reclamar de nosotros una obediencia pasiva, y esa ahora os la prometemos de nuevo y sabremos observarla [55].
A las dificultades traídas por la irreversible decadencia española, súmese la reforma llevada a cabo por los borbones. España había quedado relativamente atrasada con respecto a otras potencias europeas, la llegada de Felipe V y de Carlos III propició que las ideas ilustradas y las nuevas teorías políticas y económicas, ya abrazadas en el continente, pudieran desarrollarse en España. La Reforma Borbónica tuvo dos fases, una hacia el interior de la metrópoli y otra dirigida a revitalizar las colonias. Con respecto a esta última hay que destacar que la reforma se centró en hacer disminuir la influencia de las sociedades criollas y de la iglesia. Sin embargo, algunos autores han hecho notar que, en el caso de Cuba, las reformas borbónicas no disminuyeron el poder de los hacendados criollos, sino que los fortaleció [56].
El siglo XIX traería consigo la emancipación para Hispanoamérica, aunque esta no se realizó con resultados consolidados, hay que destacar que en dicho proceso la iglesia jugó un rol fundamental, aunque en nada homogéneo.
Conclusión
Tres ideas rectoras destacan en el estudio de la trayectoria del catolicismo en América; primeramente, el catolicismo jugó un muy significativo papel en el proceso de formación de la nacionalidad y de la nación española, aportando cohesión y unidad política y convirtiéndose –hecho revelado más que nada en La Reconquista– en elemento ideológico aglutinante ante un enemigo que enarbolaba una religión diferente. Comprendiéndose el significado del catolicismo para España se estará en condiciones de entender por qué la conquista de América se realizó incorporando a sacerdotes y prelados en la colonización, y por qué los principales documentos que legitimaron la empresa incluyeron con frecuencia la evangelización del aborigen americano.
Como segunda idea valórese que, más allá de lo exigido por la Corona y de los dictados oficiales de la iglesia católica, el catolicismo fue empleado por los conquistadores para reducir al aborigen y hacerlo dócil ante una invasión que, salvo raras excepciones, destruyó el patrimonio que disfrutaban hasta antes del arribo de los españoles. Finalmente debe tenerse presente que la hegemonía de la iglesia católica experimentó la decadencia a partir del siglo XVIII, como causas principales pueden citarse dos hechos fundamentales; la rivalidad de otras potencias europeas cuyos sistemas políticos venían en franco ascenso y quienes a su vez eran practicantes de una versión distinta de cristianismo; y por las reformas borbónicas, medidas de revitalización colonial que tenían como eje el limitar la poderosa influencia de los criollos y de la iglesia católica hispanoamericana.
Felipe Pérez Valencia en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Torres – Cuevas, Eduardo y Oscar Loyola Vega, Historia de Cuba, 1492 – 1898, Formación y Liberación de la Nación, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 2001, pp. 49.
2 Martínez, José M. La España evangélica ayer y hoy, esbozo de una historia para una reflexión, Editorial CLIE, Viladecavals, Barcelona, 1994, pp. 18 – 19.
3 Fernández Muñiz, Áurea Matilde, Breve Historia de España, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005, pp. 16 – 17.
4 El autor Julio Porres Martín – Cleto, en el artículo “los visigodos y el III Concilio de Toledo”, explica como en el 580 d.n.e. el rey Hermenegildo intentó un Concilio para atraer hacia la fe arriana suavizada a los católicos, pero dicho intento no produjo los efectos deseados. Ver en: http://www.biblioteca2.uclm.es/biblioteca/ceclm/.../toletum24_porresvisigodos.pdf
5 Ver: El III Concilio de Toledo. Identidad católica de los pueblos de España y raíces cristianas de Europa, artículo escrito por el Académico de Número Emmo. Sr. D. Marcelo González Martín (*), puede leerse en: http://www.racmyp.es/docs/anales/A66/A66-4.pdf
6 Ibidem.
7 ibidem.
8 Ver: El III Concilio de Toledo. Identidad católica de los pueblos de España y raíces cristianas de Europa, artículo escrito por el Académico de Número Emmo. Sr. D. Marcelo González Martín (*), puede leerse en: http://www.biblioteca2.uclm.es/biblioteca/ceclm/.../toletum24_porresvisigodos.pdf
9 Kovaliov, S. I., Historia de Roma, tomo – II, Instituto del Libro, La Habana, 1968, pp. 718.
10 García Fitz, Francisco “La Reconquista: un estado de la cuestión”, en Clío y Crimen, nº 6, 2009, pp. 142-215, Universidad de Extremadura.
11 Martínez, José M., “La España evangélica ayer y hoy, esbozo de una historia para una reflexión”, Editorial CLIE, Viladecavals, Barcelona, 1994, pp. 31.
12 Fernández Muñiz, Áurea Matilde, Breve Historia de España, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005, p. 24.
13 Martínez, José M., Op. Cit. p. 32.
14 Tuñón de Lara, Manuel, Historia de España, citado por José M. Martínez, Op. Cit. p. 32.
15 La aparición de los restos del apóstol Santiago en Compostela es un hecho donde mitología y realidad se unen para prestar un importantísimo apoyo a la lucha contra los invasores musulmanes. Hoy se sabe que los restos encontrados no pertenecen al apóstol. Se recomienda la lectura y análisis del capítulo EL Culto Jacobeo, en la ya citada obra “La España evangélica ayer y hoy, esbozo de una historia para una reflexión”, Editorial CLIE, Viladecavals, Barcelona, 1994, pp. 35 – 37.
16 Gaite Pastor, Jesús, “La Cámara de Castilla en los siglo XVI y XVII. La Instrucción de Felipe II en 1588”, dicho artículo puede leerse en
http://pendientedemigracion.ucm.es/centros/cont/descargas/documento11359.pdf
17 Enrique Dussel en su obra “Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación 1492 - 1992”, Mundo Negro – Esquila Misional, sexta edición de 1992 en el capítulo segundo expone que el Patronato sobre la Iglesia se ejecutó por primera vez durante la conquista de las Islas Canarias, luego, de manera más ampliada se empleó durante la reconquista de granada.
18 Ibidem.
19 Ibidem.
20 Dussel, Enrique, “Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación 1492 - 1992”, Mundo Negro – Esquila Misional, sexta edición 1992, p. 82.
21 Ibidem. p. 80.
22 Ibidem, p. 82.
23 Pérez, Joseph, Carlos V, Ediciones ABC, 2004, 159.
24 Ver Leyes de Burgos en: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/colonia1/7- 1.htm%237. %2520ORDENANZAS%2520REALES%2520PARA%2520EL%2520BUEN%2520REGIM IENTO%2520Y%2520TRATAMIENTO%2520DE%2520LOS%2520INDIOS
25 Menéndez Méndez, Miguel, El trato al indio y las Leyes Nuevas: una aproximación a un debate del siglo XVI, en Revista Tiempo y sociedad Núm. 1, 2009, pp. 23-47, ISSN: 1989-6883. La versión electrónica puede leerse en http://tiemposociedad.files.wordpress.com/2012/10/el-trato-al-indio-y-las-leyes-nuevas.pdf
26 Valiente, Francisco Tomás, Manual de Historia del Derecho Español, Tecnos, Madrid, 1992, p.325, citado por Ana Manero Salvador en La Controversia de Valladolid: España y el análisis de la legitimidad de la conquista de América, en Revista Electrónica Iberoamericana, vol. 3, no. 2, 2009 en: http://www.urjc.es/ceib/investigacion/publicaciones/REIB_03_02_A_Manero_Salvador.pdf
27 Un importantísimo acercamiento al tema lo ofrece el historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy en su obra, Breve Historia de América Latina, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2006, 58 – 61.
28 Pérez, Joseph, Carlos V, Ediciones ABC, 2004, pp. 164.
29 Ibidem.
30 Ibidem.
31 Manero Salvador, Ana, “La Controversia de Valladolid: España y el análisis de la legitimidad de la conquista de América”, en Revista Electrónica Iberoamericana, vol. 3, no. 2, 2009 en: http://www.urjc.es/ceib/investigacion/publicaciones/REIB_03_02_A_Manero_Salvador.pdf
32 Pérez, Joseph, Op. Cit.
33 Pérez, Joseph, Op. Cit.
34 Pérez, Joseph, Carlos V, Ediciones ABC, 2004, pp. 166.
35 Ibidem.
36 Ibidem, p. 172.
37 Pérez Fernández, Isacio, Estudio Preliminar de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Tecnos, Madrid, 1998, pXII, citado por Ana Manero Salvador en “La Controversia de Valladolid: España y el análisis de la legitimidad de la conquista de América”, en Revista Electrónica Iberoamericana, vol. 3, no. 2, 2009. http://www.urjc.es/ceib/investigacion/publicaciones/REIB_03_02_A_Manero_Salvador.pdf
38 Abellán, José Luis, Historia Crítica del Pensamiento Español: La Edad de Oro, Tomo II. Madrid, Espasa-Calpe, 1979, p. 486.
39 Menéndez Méndez, Miguel, “El trato al indio y las Leyes Nuevas: una aproximación a un debate del siglo XVI”, en Revista Tiempo y sociedad Núm. 1, 2009, pp. 23-47, ISSN: 1989-6883.
40 Manero Salvador, Ana, Op. Cit.
41 Dussel, Enrique, Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación (1492 - 1992), Mundo Negro-Esquila Misional, España, 1992, p. 62.
42 Menéndez Méndez, Miguel, Op. Cit.
43 Sobre los efectos logrados tras la aplicación de las Leyes Nueves se recomienda ver el capítulo 2º de la ya mencionada obra, Historia de la Iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación (1492 - 1992), Mundo Negro-Esquila Misional, España, 1992.
44 Dussel, Enrique, capítulo II, La Crisis de las Leyes Nuevas, p. 66. en http://www.enriquedussel.com/.../Textos/a11/05pp57-107.pdf
45 González, Justo L, Historia del Pensamiento Cristiano, desde los principios hasta nuestros días, Editorial Caribe, 1992, p. 125.
46 Dussel, Enrique, Historia de la Iglesia en América Latina, medio milenio de coloniaje y liberación (1492 - 1992), Mundo Negro-Esquela Misional, 1992, p. 35.
47 Seiguer, Paula, “¿Son los anglicanos argentinos? Un primer debate sobre la evangelización protestante y la nación”, Revista Escuela de Historia, no.5 Salta ene./dic. 2006.
48 Dussel, Enrique, Op. Cit. p. 102 – 108.
49 Ibidem, 113.
50 Fernández Muñiz, Áurea Matilde, Op. Cit. p. 131.
51 Ibidem.
52 Ibidem.
53 Paula Seiguer, en el artículo titulado ¿Son los anglicanos argentinos? Un primer debate sobre la evangelización protestante y la nación, aparecido en la revista Escuela de Historia no.5 Salta ene./dic. 2006, expresa, refiriéndose a la expansión inglesa-anglicana que “La Iglesia Anglicana, en tanto que iglesia oficial del país con mayor desarrollo colonial, se expandió junto con el Imperio”.
54 Ramos, Marcos Antonio, Panorama del protestantismo en Cuba, Editorial Caribe, San José, Costa Rica, 1986, pp. 39 - 40.
55 de la Pezuela, Jacobo, Historia de la Isla de Cuba, t. II, Madrid, 1868, p. 541.
56 Juan B. Amores Carredano, La élite cubana y el reformismo borbónico, en Reformismo y Sociedad en la América Borbónica, bajo la coordinación de Pilar Latasa. El artículo puede leerse en: http://www.ehu.es/bosco.amores/publicaciones/037elites_cubanas_estrategia_imperial_borbonica_2mitad XVIII.pdf
Rafael Alvira
El problema de la debilidad del espíritu ha ocupado a la filosofía a lo largo de los siglos llamados de la modernidad bajo diferentes aspectos y puntos de vista, y ello porque estos siglos son precisamente la época marcada por el humanismo, la ilustración, el antropocentrismo, diferentes aspectos y diferentes maneras de referirse a un mismo espíritu fundamental [1]. Es la época de las luces de la razón, de la confianza en ella, y también de la esperanza en el progreso de dicha razón, que nos iba a dar una mayor felicidad y un mayor dominio de este mundo [2]. Así es como en las exposiciones populares se muestra este espíritu moderno. Pero es también común en nuestros días el referirse a los límites, no solamente del crecimiento, sino de la Ilustración misma. Parece que estamos en un momento en el que esa fortaleza que se atribuye al espíritu humano se muestra como menos fuerte de lo que aparentemente se pensaba. Pero no es a eso a lo que me voy a referir, ese es un tema de la discusión actual, pero precisamente por eso lo evito, lo cual no quiere decir que no sea muy interesante. Tiene gran interés examinar la problemática de los movimientos ecologistas, y del actual miedo a la razón, miedo que parece extenderse en nuestros días y que puede apreciarse como una muestra de debilidad del espíritu [3] Sin embargo, no es a ese tipo de debilidad al que me quiero directamente referir. Entiendo que en las exposiciones un poco menos populares acerca de este espíritu de la modernidad se deja ver también entre líneas que el humanismo, la Ilustración, son movimientos que surgen precisamente no por una fortaleza del espíritu, sino por una debilidad del espíritu, a saber, por miedo. Este miedo es el temor de no ser capaces de alcanzar lo. más alto; declaramos clausurado lo que «supere» al hombre porque si nos supera nosotros no vamos a saber qué hacer con ello en el sentido del dominio. Si hay algo que yo no puedo dominar, he de sospechar que eso podría dominarme a mí y eso me da miedo, y no quiero aceptarlo.
El humanismo lleva a cabo en la filosofía moderna un movimiento que pretende conducir progresivamente a deshacer el entuerto del pecado original. Reconocer el pecado original es reconocer al mismo tiempo que no hay superioridad del hombre, que hay una debilidad del espíritu humano. El humanismo conduce a decir que el hombre no tiene pecado original, que no es verdad que haya habido tal cosa. Esto está afirmado con toda nitidez en algunos de los grandes pensadores que han sacado las consecuencias del pensamiento moderno. Está dicho por Rousseau, está dicho por Nietzsche, está dicho por Carlos Marx de una forma taxativa. Yo no he hecho otra cosa que predicar, dice Nietzsche, la inocencia del hombre. El hombre es un ser inocente [4].
¿Cómo se puede sostener que el hombre es inocente? El propio Nietzsche y también Carlos Marx lo muestran bastante bien en su filosofía. Hay una manera de afirmar que el espíritu humano es fortaleza y no debilidad, que no tiene pecado original, por consiguiente. Esa manera, que desarrollan uno y otro pensador de maneras distintas, es interpretar el conocimiento humano exclusivamente en su aspecto artístico-productivo, es decir, interpretar el conocimiento humano en su forma operativa y, en consecuencia, interpretar la voluntad humana como voluntad de dominio, porque lo que se corresponde con un conocimiento meramente productivo-artístico es justamente una voluntad de dominio. ¿Cuál es el ámbito del dominio humano, desde el punto de vista temporal? El futuro. Si llevamos a cabo una interpretación del saber humano como una actividad que fundamentalmente tiene que ver con el futuro, entonces la voluntad humana se interpreta como mero dominio y, por consiguiente, al hombre como un ser fuerte y sin debilidad [5]. Es justamente lo que hace Nietzsche, y también lo hace Carlos Marx. Son doctrinas filosóficas del futuro y en el futuro hay inocencia. Si el hombre no tiene ningún pasado, ni pasado temporal -en el sentido de la tradición-, ni pasado trascendental -en el sentido de la ley moral-, entonces el hombre no tiene que dar cuenta de nada de lo que hace. El problema es ese, se trata de si uno tiene que dar cuenta de algo o no. Con la anulación de todo pasado se busca precisamente anular toda moral en sentido clásico. La filosofía del dominio es la filosofía del arte y la producción en la medida en que lo que el hombre puede dominar es lo cambiable, aquello que es particular y en algún modo material, es decir, aquello que tiene el carácter de obiectum, puesto delante, a lo que yo puedo manejar, manipular. Hay dos cosas, sin embargo, que el hombre no puede manejar, a saber: el carácter de identidad inherente al conocimiento y aquello que hace posible todas las posibilidades particulares, es decir, la materia. Por un lado, la identidad en cuanto tal no puede ser objeto de manejo alguno; y, por otro, lo más bajo de todo, aquello que es fundamento de toda posibilidad, la materia misma en cuanto tal, tampoco es dominable.
Ahora bien, tanto lo uno como lo otro, tanto la pura identidad como la pura materialidad, se presentan al hombre como aquello que, cuando él quiere construir, ya está dado, y aquí subrayo el ya. Cuando yo quiero construir algo me encuentro con las identidades de mi razón, me doy cuenta de que la razón actúa siempre en forma de identidad y la identidad en cuanto tal no puedo manipularla. Y comprendo que, para construir, he de tener algo a la mano, obiectum, y eso está ya antes. Por consiguiente, frente a esas anticipaciones, yo no tengo poder. Como son anticipaciones, las puedo llamar mi pasado, y en ese sentido se puede decir que mi pasado es mi debilidad, precisamente porque yo no puedo nada contra él. A este respecto conviene recordar el pensamiento hegeliano, un intento gigantesco de pensar metafísicamente el presente desde el pasado. Lo peculiar de la filosofía hegeliana está aquí, en que, siendo así que aquel que conoce debe tener un cierto poder, puesto que a todo conocer acompaña un cierto poder, ella no puede variar el pasado. Hegel dice poseer un perfecto conocimiento del pasado, y, sin embargo, no es capaz en absoluto de dominarlo, no puede con él de ninguna manera. Si tuviese un verdadero conocimiento tendría que poder no simplemente exponer dicho pasado, sino poder algo con respecto a él. A no ser que entendiera el saber filosófico como un amor a la sabiduría, pero esto lo excluye literalmente en la Fenomenología del Espíritu [6]. Esto es el primer punto en el que quería ver la debilidad del espíritu. Hay un segundo punto, que es el siguiente: El espíritu cuando conoce establece siempre una referencia en el acto cognoscitivo, al objeto y al sujeto. Es el famoso aforismo, tantas veces comentado por la escolástica aristotélica de que el cognoscente en acto es lo conocido en acto, comentado también por Hegel en las Lecciones de Historia de la Filosofía [7] con los términos más elogiosos. Esa frase especulativa significa que yo propiamente hablando no conozco el objeto y el sujeto «en cuanto tales» sino que, en el acto de conocer, que no es ni sujeto ni objeto, hay como dos flechas, una que se refiere a la objetividad y otra a la subjetividad, hay dos connotaciones [8]. Ahora bien, si eso es así, el conocimiento humano de ninguna manera puede construir ni la subjetividad ni la objetividad, sino que se refiere a ellas; por consiguiente, las presupone, lo que significa que el espíritu humano frente al objeto y al sujeto es débil, porque no es capaz de ponerlos. No los pone, sino que se los encuentra en las referencias que en el acto cognoscitivo hace. Segunda debilidad, por consiguiente, del espíritu.
Una tercera debilidad se puede encontrar en la naturaleza, concepto otra vez de moda tras la aparición del ecologismo. Si yo tengo una naturaleza, entonces ella, por un lado, es mi fortaleza, porque la naturaleza es principio de operaciones. Pero, por otro lado, es mi debilidad, porque la naturaleza me ha sido dada, y, como dada, no es obra mía. Mi naturaleza es, en cierta medida, un pasado con respecto a mí. Si fuese un futuro yo la podría construir, pero es un pasado. Y hay al menos otros dos puntos más en los que se muestra la debilidad del espíritu. Uno es el deseo. Pasamos ahora a la voluntad. Desear algo supone que lo deseado en cierta medida se me impone, yo no puedo desear más que porque hay algo que atrae arrastra mi atención y me empuja a querer alcanzarlo. Si esto es así, lo deseado tiene una cierta fuerza con respecto a mí; yo, una vez más, soy débil [9]. Este punto está muy claro, por ejemplo -como es sabido- en la disputa filosófica de Nietzsche contra Schopenhauer. Nietzsche rechaza la interpretación schopenhaueriana de la voluntad como mero deseo precisamente por esto. Si la voluntad es mero deseo entonces no somos más que pura debilidad. Pero eso no lo acepta Nietzsche. La voluntad es voluntad de poder. No puede admitir de ninguna manera que la voluntad sea deseo, porque eso sería tanto como volver a reintroducir aquello que el humanismo había querido apartar, a saber, la debilidad del espíritu.
Todavía hay un rasgo en el cual se puede ver -a mi juicio- dicha debilidad: en el uso amoroso de la voluntad. Amar supone un uso no dominativo de la voluntad. Amar es poseer, pero no en forma dominativa, sino respetuosa con el ser. Se trata, pues, de debilidad.
Así pues, el espíritu humano, tanto desde el punto de vista de su constitución, como de su uso intelectivo, como de su uso voluntario, parece mostrar varios rasgos de debilidad, y esos rasgos debería borrarlos una filosofía que proclame la fortaleza del espíritu. Es lo que se ha intentado en la filosofía moderna, con un programa consecuente, a partir, sobre todo, del siglo XIX. Tal vez Nietzsche, inspirador del existencialismo, sea el pensador que ha sacado, en este sentido, las consecuencias de la modernidad con más clara lucidez. Se proclama que nosotros tenemos que ver fundamentalmente con el futuro. Nosotros no tenemos naturaleza, dirá luego el existencialismo inspirado en Nietzsche, sino que construimos nuestro ser. No tenemos una naturaleza dada, dice Jean-Paul Sartre, un lector avezado de Nietzsche. De otro lado, el intelecto es un mero instrumento de la voluntad, como señala expresis verbis el mismo Nietzsche. El pragmatismo en el fondo dice eso también. Lo dice Ortega y Gasset: recuérdese su noción de beatería de la cultura [10]. Si el intelecto es instrumental con respecto a la voluntad desaparecen los problemas de debilidad que surgían en la interpretación clásica. De manera que ya se ha quitado la debilidad por parte del intelecto, por parte de la naturaleza y por parte del pasado. Y si la voluntad es voluntad de poder tampoco es débil. Eso es justamente lo que repite Nietzsche: la voluntad no es deseo y la voluntad no es amor. Porque además es característico de la filosofía moderna el abandono del sentido clásico del amor. No sólo el Humanismo puede acusar a la filosofía escolástica y a la religión católica de pervertir el espíritu [11]. También lo contrario se puede dar. La acusación al Humanismo de cometer un pecado contra el espíritu: no aceptar el valor especulativo del uso amoroso de la voluntad.
La primacía metafísica del futuro se puede establecer desde dos interpretaciones de la voluntad. Una es la que afirma el carácter predominantemente desiderativo de ésta (Schopenhauer, Marx). Siempre se desea algo por conseguir, se vive hacia el futuro. A esta interpretación podemos añadir la existencialista que mantiene la primacía de la posibilidad, y por consiguiente de la existencia abierta al futuro. La otra afirma el carácter especulativo y dominativo de ella (Nietzsche) y considera que actuar es abrir futuro [12]. Hay un problema en ambas interpretaciones, al que se aludirá después, a saber, que les aparece inquietantemente la nada. Pero, el que ahora importa es que ninguna de ellas puede explicar suficientemente de dónde surge el objeto. Pues el desear presupone lo deseado, y el proyecto lo proyectado. Hay antecedencia del objeto. Y en la interpretación espontaneista, es menester explicar cómo puede el intelecto ser instrumento si no es para alcanzar algo, lo cual se presupone también a la voluntad. Todo el esfuerzo por liquidar la interpretación aristotélica del finalismo en favor de un creacionismo de la voluntad falla, a mi juicio, ante la pregunta de por qué se crea. Si se dice por amor, ya no vale la interpretación espontaneista, y si se dice que, por necesidad, entonces reaparece el deseo como primordial o la identidad de la ley necesaria, según tomemos la necesidad por Bedürfnis o por Notwendigkeit.
En resumen, una interpretación de la actividad como fundamentalmente referida al futuro busca ver al hombre como originario, pues sólo frente al futuro lo puede ser. Pero por más que se quiera sostener la superioridad y fortaleza del espíritu humano, defendiendo al tiempo su inocencia, aparece siempre esa muralla, a saber, lo que se puede llamar el «pasado transcendental». Yo me encuentro con que, para usar mi intelecto y mi voluntad, las tengo que usar con respecto a algo ya dado, que me antecede. Si quiero usar el intelecto, tengo que pensar un objeto, y si quiero usar la voluntad, tengo que querer algo. Entonces, yo no pongo todo, no puedo, hay algo que me encuentro. Ahora bien, ¿qué puedo hacer entonces, en esa situación límite? ¿Qué puedo intentar aún para establecer mi fortaleza? La voluntad todavía puede encontrar un resquicio, aún puede, frente a la identidad y a la materialidad que se muestran como esa muralla inapelable con la que choca el intento del espíritu de constituirse en origen primero, ensayar un recurso último: negar. Frente a lo que se presenta como inapelable puedo siempre hacer una cosa: negarlo, rechazarlo. Justamente el espíritu negante es el punto al que debía llegar ahora la exposición. Desde el punto de vista clásico, me parece que se puede decir que lo más radical del hombre, en el sentido de lo más propio, precisivamente suyo, lo que tiene precisivamente como individuo, es su capacidad de negar. O, dicho de otro modo, aquello que al hombre le puede hacer independiente, es sólo una cosa: el uso negativo o negante de la voluntad. A mi juicio, por más que Nietzsche se esfuerce en sostener lo contrario, no es fácil evitar esa conclusión, a saber: que yo no puedo ser un espíritu positivo en el uso fundamental y exclusivamente mío del espíritu. Ahora bien, negar es, en este sentido, lo que puede llamarse establecer el espíritu curvado. Negar aquí significa curvarse, porque lo que nosotros vemos en nuestro propio espíritu cuando lo empezamos a usar es que el espíritu de suyo es transitivo, que tanto el intelecto como la voluntad tienden a salir fuera de sí. Y en ese salir se encuentran ya algo dado.
Hans Blumenberg, en su artículo titulado «Selbsterhaltung und Beharrung. Zur Konstitution der neuzeitlichen Rationalitat» [13], muestra, a mi juicio, bastante bien, cómo lo propio de la modernidad es el intento de poner como fundamental el uso reflexivo de la razón, considerando la transitividad como secundaria. La historia moderna muestra, en su típica afirmación de la preminencia del principio conservativo, una progresiva conciencia del carácter reflexivo de dicho principio. «... die Ersetzung des transitiven Erhaltungsgedankens durch den reflexiven und intransitiven» (s. 188).
Ahora bien, construir el espíritu como reflexividad es algo que solamente se puede hacer mediante el uso fundamentalmente negativo de él, y eso es lo que se llama crítica. En ese sentido la crítica es la filosofía moderna y la filosofía moderna es la crítica, porque la constitución de la racionalidad moderna supone el uso primario y fundamental de la negación.
Como he pretendido mostrar en otros escritos («Nada y voluntad». Anuario Filosófico, vol. XIII n.º l; y «Voluntad y Ser». Pamplona, 1982. Edición privada), el uso de la negación y de la nada se relacionan. directamente con la voluntad, y sólo indirectamente con el intelecto. Si esto es cierto, se explicaría ese aroma típico de la filosofía idealista [14], un aroma de mixtura entre intelecto y voluntad, que proviene de que la filosofía de la conciencia no distingue bien, a mi entender, el intelecto de la voluntad, y por eso se encuentra con serios problemas frente a la nada que, o bien está en el corazón de todo (Hegel) o aparece inquietante al final (Nietzsche). La razón o niega el ser o lo quiere sorprender en su auto-despliegue.
Frente a este punto de vista, la filosofía clásica sostiene, como es sabido, que la razón de ninguna manera puede rechazar el ser. El intellectus (uso el término clásico que aquí conviene ahora) [15] a radice no es crítico. Que el intelecto entiende significa que el intelecto capta el ser.
El intelecto no sabe acerca de la nada. La que se relaciona con la nada es la voluntad. El intelecto no puede rechazar el ser. Cuando yo pienso, pienso el ser. La que puede rechazar el ser es la voluntad; es ella la que puede negarse a aceptar esa identidad que el intelecto había captado. No el intelecto. ¿Por qué puede la voluntad negar radicalmente lo que el intelecto capta, a saber, el ser, la identidad? Puede porque no es el intelecto. Pero ¿por qué lo hace? A mi juicio, porque el hombre no quiere ser imagen. El intelecto es luz, es imagen, es expresión. Mediante la voluntad el hombre se niega a aceptar esa condición.
Propongo, por consiguiente, que cuando se quiere liquidar -como pretende la Ilustración- el pecado original, se vuelve a cometer, pues dicho pecado consistía en querer ser como Dios-Padre, es decir, en querer ser arjé, origen primero. El Logos, el Hijo, es ya engendrado.
El uso dominativo de la voluntad es el único mediante el cual el hombre se siente origen de lo que está haciendo. Por decirlo así, el poder dominativo es la imagen que en el hombre hay de la originariedad. Por eso se busca ejercitarlo.
Caso de que las consideraciones anteriores sean válidas, al hombre, para construir su propio ser y dominar plenamente, no le queda otra solución que el ejercicio fundamental y primario de la negación. En la fórmula tradicional se dice que el que rechaza a Dios se convierte al tiempo a las criaturas [16]. Y hay que añadir: el que rechaza a Dios se convierte a sí mismo en Dios. Se entiende, en Dios Padre.
La filosofía clásica entendía al hombre principalmente como un ser que tiene lagos (Aristóteles); y la religión católica, como un ser que es hijo de Dios. Ambos puntos de vista eran fácilmente coordinables: el ser humano es, sobre todo, lagos. El lagos capta el ser. El neoplatonismo supo ver que el lagos no tiene carácter primario. Con todo, aquí hay un problema metafísico sumamente complejo, en el que ahora no es posible entrar, pues para el caso basta decir que el intelecto no puede rechazar el ser, pero la voluntad sí. Por eso se dice que rechazar el ser es un acto ilógico. Si, efectivamente, es un acto ilógico, lo que no es, es un acto anti-voluntario. Al contrario, es un acto voluntario. Va contra el intelecto, no va contra la voluntad. Es más, rechazar el ser es lo más precisamente voluntario... con el uso originante de la voluntad. Ahora bien, junto al uso originante de la voluntad, hay otros usos. Entiendo que existen al menos tres, que se corresponden con los tres conocidos modos característicos del obrar humano: el teorizar -teorein, saber contemplativo-, el saber moral, -prattein moral- y el saber técnicoartístico. Son tres usos de la voluntad que, si bien se ejercitan en los tres modos de saber humano, tienen un peso más marcado respectivamente en cada uno de ellos. El uso de la voluntad que más directamente tiene que ver con el saber teórico es el deseo. El uso de la voluntad que tiene que ver con el saber moral es la aprobación -o desaprobación-, y el uso de la voluntad que tiene que ver con el arte es el mandato o dominio. Son tres usos distintos.
Que el uso de la voluntad en el saber teórico es fundamentalmente deseo lo dice Aristóteles en el libro A de la Metafísica, al comienzo: «Todos los hombres desean naturalmente saber» [17]. No es nada extraño que sea el deseo lo que tenga que ver con el saber, por una simple razón: el saber teórico es la unión del cognoscente con lo conocido; se verifica según unión, y lo que busca todo deseo es la unión. Por ello, el uso de la voluntad que tiene que ver con la unión, es decir, con el conocer, es el deseo. Así se entiende bien, a mi juicio, que los autores bíblicos cuando se referían a la relación entre personas de los dos sexos la llamaran conocimiento. Del deseo de un sexo por otro viene el conocer, la unión.
En la moral, la voluntad se emplea predominantemente en forma de aprobación o desaprobación, pues en ella se trata, sobre todo, de conformarse, conformar la actuación con la ley, los principios eternos y el fin último. No me basta con desear el fin, y el último fin yo no puedo configurarlo a mi gusto. Puedo simplemente aprobarlo o no.
Aprobar no es lo mismo que desear; aprobar no es lo mismo que mandar; el mandar es propio del arte: ¡quiero que se haga tal cosa!, ¡voy a construirla! ¡Hágase!; ese es el uso técnico o artístico de la voluntad.
Pues bien, me parece que, de esos tres usos de la voluntad, el fundamental es el uso aprobatorio y que tal uso es, propiamente hablando, el uso amoroso de la voluntad. Amar significa aprobar la existencia de lo ya dado y que en cuanto dado se me impone [18]. Es la expresión que emplea Pieper: «es maravilloso que existas». Yo apruebo que tú existas [19]
El deseo y el mandato tienen más que ver con la temporalidad, porque están alejados de sus objetos respectivos. Pero el uso aprobativo puede ser directamente eterno. Y, a su vez, puede hacer participar de su eternidad a los otros dos. Es decir, yo puedo convertir el deseo en un deseo amoroso si uno la aprobación eterna a dicho deseo. Se podría interpretar así el concepto clásico de filosofía.
El deseo de la sabiduría está al principio y es temporal, pero si paso del deseo al amor a la sabiduría, entonces mi saber es eterno. Es lo que dice Platón. Hago participa, por consiguiente, al deseo de la aprobación y elevo el saber teórico a lo propio de la aprobación que es la eternidad. Apruebo el mundo real que me antecede. Por el contrario, el saber sofístico no hace participar al deseo de saber de la aprobación o del amor a la sabiduría. La sofística es un uso intelectivo al cual no se le une el amor a la sabiduría y, por eso, la sofística que, por lo demás, es el uso común hoy día del intelecto, es un ejercicio a radice inmoral del saber. Y, a su vez, si yo no hago participar al uso dominativo de la voluntad, es decir, al uso artístico, de la aprobación, del amor, entonces hago un arte inmoral y no elevo el arte a eternidad.
Entiendo que la voluntad primaria es la voluntad aprobatoria, porque la voluntad aprobatoria consiste en admitir lo que me ha sido dado. Ella me eleva por encima de mi condición pasajera a la condición eterna de lo idéntico y de lo anterior trascendentalmente. Entonces, desde un cierto punto de vista, el espíritu es débil porque, si hay deseo y si hay amor, tiene una debilidad, pero, desde otro punto de vista, se muestra que precisamente en esa debilidad es donde se encuentra su fortaleza. La fortaleza de la voluntad está en que se atreve a asumir la negación con respecto a sí misma para aprobar al otro. La nada queda así asumida, queda en medio. Yo no quiero instrumentalizar al otro. La nada en el deseo se coloca al principio; la nada en la voluntad aprobatoria se coloca en medio y la nada en la voluntad artística se coloca al final. Sócrates dice: si tú quieres saber, primero tienes que saber que no sabes, tienes que pasar primero por la negación para que se te despierte el deseo de saber: la negación está al principio. Precisamente porque está al principio, en cuanto me pongo a saber la expulso, se me queda atrás. En el arte, en cambio, la nada está al final. Decido construir y cuando construyo una cosa me doy cuenta de que lo construido no soy yo, es nada con respecto a mí. Por eso una filosofía del puro arte, de la pura producción, que es una filosofía del futuro, pues futuro y hacer se corresponden, es una filosofía que necesariamente tiene que concluir en el nihilismo [20]. Yo hago eso y entonces ... ¿qué? Nada.
¿Qué resulta de lo que he hecho para mi ser? Nada. Es la nada que queda al final y ante la cual me angustio [21]. La manera de salvar las «nadas terminales» es aplicarles la voluntad amorosa. Con respecto al saber teórico, me remito a la filosofía platónica. En relación con el saber artístico, su sentido está en el regalo. El arte sirve para regalar; es un instrumento de la voluntad moral, es decir de la voluntad amorosa. El futuro del hombre, es decir, la producción que realiza el hombre no tiene más sentido verdadero que el regalo. Pero independientemente de la introducción del uso aprobatorio, si yo tomo en su carácter puro el deseo y el dominio, me aparecen respectivamente con una nada al principio y una nada al final. Son las que se pueden llamar «nadas terminales».
A mi juicio, la voluntad en su sentido pleno supone alteridad, y la alteridad, se da plenamente en el uso aprobatorio, que deja ser al otro. El ejercicio pleno de la voluntad exige también el máximum de fortaleza. Así pues, lo que se nos aparecía como debilidad, ausencia de dominio, se ve ahora como fortaleza.
Quizás es el momento de añadir el testimonio de Kierkegaard. En La enfermedad mortal expresa su idea de que dicha enfermedad es el pecado y que el pecado es la desesperación [22]. Ahora bien, ¿por qué puede alguien desesperar? Por sentirse sin fuerzas para alcanzar algo o alguien. En este caso, para alcanzar a Dios. No cree el hombre que sea posible afirmar esa eternidad antecedente, ya dada, y entonces se decide a constituirse en origen primero. Esto cuesta menos esfuerzo.
Bajo el aire optimista, progresivo, de conquista del futuro y dominio del mundo propio del Humanismo, late tal vez la desesperación. El Humanismo es una filosofía fuerte para transformar el mundo, pero a la que falta debilidad para transformar al hombre [23].
Rafael Alvira en dadun.unav.edu
Notas:
l. Es también la época en la que, desde el siglo XVI, se propicia el advenimiento de la Antropología como ciencia. Cfr. al respecto: O. Marquard: «Schwierigkeiten mit der Geschichtephilosophie», S. 122 f.
2. Para el análisis desde el punto de vista de la filosofía política, me parece clave: Ramiro de Maeztu: «La crisis del Humanismo». Madrid, 1945.
3. Cfr. al respecto, Juan Pablo II: «Ansprachean Wissenschaftler und Studenten im Kolner Dom (Verlautbarungen des Apostolischen Stuhls, n. 25, S. 26 ff.).
4. Cfr. Así habló Zaratustra, II «Von der unbefleckten Erkenntnis», S. 153.
5. «Nicht woher ihr kommt, mache euch fürderhin eure Ehre, sondern wohin ihr geht!» AsZ III «Von alten und neuen Tafeln, 12». «La voluntad no puede querer hacia atrás...» AsZ II «De la redención».
6. Phiínomenologie des Geistes: Vorrede: «... dem ZieIe, ihren Namen der Liebe zum Wissen ablegen zu ki:innen und wirkliches Wissen zu sein-, ist es, was ich mir vorgesetzt».
7. VorIesungen über die Geschichte der Philosophie. I. Teil, 1, Abschnitt, 1,3, a.
8. Cfr. R. Alvira: «Reflexiones sobre el concepto de percepción en la filosofía aristotélica», Actas VI Congreso Nacional de Psicología. Pamplona 1975.
9. Me parece, con matices, verdadero, aun aceptando plenamente las observaciones al respecto de A. Baviola, en «Natura e progetto dell’nomo», pp. 151 ss. («Desiderio, liberta, negazione»).
10. Cfr. J. Ortega y Gasset: «El tema de nuestro tiempo», IV, en Obras Completas, vol. III, pp. 163 ss.
11. Cfr. al respecto, para la historia del pensamiento ilustrado: Gusdorf: «Dieu, la nature, l'homme au siecle des lumieres», ch. IV, «L'internationale déiste», p. 114.
12. «... nach Etwas ‘streben’, einen 'Zweck’, einen 'Wunsch’ im-Auge habendas kenne ich Alles nicht aus Erfahrung». Ecce Horno, 11, 9.
13. En «Subjektivitat und Selbsterhaltung», Hans Ebeling (hrgb.).
14. El origen de ello se encuentra, tal vez, en Spinoza, pues, como es sabido, para el idealismo schellinghiano y fichteano toda verdadera filosofía es spinozismo. Y Spinoza afirma: «La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo» (Etica, II, XLIX, Corolario). Además. para Spinoza el alma es deseo.
15. Cfr. al respecto: Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico. Pamplona, 1982, pp. 19 ss.
16. «Aversio a Deo et conversio ad creaturas». S. Agustín, Del libero arbitrio, II, c. 19, III. «Ecce ubi est ubi sapit veritas. Intimus cordi est, sed cor erravit ab eo». S. Agustín, Confesiones, IV, c. XII, 18.
17. «IItiv't"EC; aviBpW1tOL tou e LoÉvaL opÉyov't"aL CPÚcrEL»,980 a.
18. Sobre el uso amoroso de la voluntad, cfr. las observaciones, a mi juicio totalmente pertinentes, de A. Bausola, en Natura e progetto dell'uomo, pp. 81 ss. («L'uomo e gli uomini in Sartre»).
19. Cfr. Josef Pieper: Las virtudes fundamentales p. 542.
20. «Der Nihilismus der Starke dagegen besteht darin, 'dass die Kraft, zu schaffen, zu wollen, so gewachsen ist, dass sie diese Gesamt- Ausdeutungen und Sinn-Einlegungen nicht mehr braucht’ (XVI, 85 f.). In diesem Betracht ist 'Nihilismus' das Ideal der hochsten Machtigkeit des Geistes...». Cfr. W. WEISCHEDEL: Der Gott der Philosophen, 1, S. 440.
21. «... para todos aquellos que tienen un dios cualquiera por compañero no existe lo que yo conozco como 'soledad'. Ahora mi vida está atravesada por el deseo de que todas las cosas pudiesen ser de otra manera a como yo las concebía y de que alguien me volviera incrédulo con respecto a mis propias 'verdades'. F. Nietzsche Carta a Overbeck (2.VII.85).
22. Cfr. S. A. Kierkegaard: «La maladie a la mort», Oeuvres Completes, T. XVI, pp. 165 ss. «Le péché consiste, étant devant Dieu ou ayant l’idée de Dieu, et se trouvant dans l’état de désespoir, a ne pas vouloir etre soi, ou a vouloir l'etre. Le péché est ainsi la faiblesse... il est l’élevation en puissance du désespoir» (p. 233).
23. Cfr. B. Pascal: Pensées, s. XII, n. 793.
Mario Spangenberg Bolívar
l.- Introducción
En la dogmática penal moderna -más allá de los varios matices y en no pocas ocasiones, de las profundas diferencias que tienen cabida en su interior- existe un verdadero consenso respecto a que, la imputación subjetiva dolosa [1], en sus modalidades de dolo directo y de dolo eventual, debe edificarse a partir del concurso del conocimiento. Adicionalmente, en buena parte de los sistemas jurídicos continentales, además de tratarse ésta de una exigencia meramente dogmática, el conocimiento –e incluso la voluntad- como sustrato del dolo, resulta ser un expreso requerimiento legal, por así mandatarlo el Derecho positivo.
Sin embargo, este verdadero acuerdo dogmático, ciertamente inusual en la inabarcable biblioteca penal contemporánea, parece verse conmovido en las últimas décadas por la irrupción, cada vez más frecuente en la práctica forense, de casos en los que la persona ha renunciado, intencionalmente, a conocer las circunstancias y extremos que hacen a su conducta penalmente relevante. A esas hipótesis, denominadas como ignorancia deliberada o ceguera intencional, usualmente se les adscribe el tratamiento propio de la imputación dolosa –generalmente a título de dolo eventual- pese a que en ellas, por definición, se encuentra ausente uno de los pilares del dolo, esto es, el conocimiento.
Ahora bien. Ocurre que, en un número muy relevante de casos prácticos –quizás la mayoría- que, a primera vista, pueden juzgarse como de ignorancia deliberada, la equiparación al tratamiento del dolo eventual viene justificada, en la medida que existe un conocimiento primario y genérico que es el que conduce al agente, precisamente, no a no saber, sino a no saber más. En esas situaciones, este primer conocimiento general, que induce a la ulterior reticencia cognitiva, aunque endeble y abstracto, permitiría igualmente tener por satisfecha la exigencia dogmática del conocimiento. En otras palabras, estas situaciones resultan abordadas bajo el prisma del dolo eventual, no por equiparación, sino por tratarse, justamente, de casos de dolo eventual, donde concurren conocimiento –aunque rudimentario- y voluntad.
Algo distinto acontece en un número sensiblemente más reducido de casos, pero no por ello menos relevante desde la perspectiva científica, donde el conocimiento directamente no existe, ni aún siquiera, en la forma rudimentaria del dolo eventual. Dicho en otros términos, tales hipótesis, a diferencia de las señaladas en el párrafo anterior, sí darían lugar a una especie de rara avis de dolo sin conocimiento [2].
Ante ese escenario, según el esquema dogmático contemporáneo, sólo parecen abrirse dos caminos: o revisar la exigencia del conocimiento en el dolo, de modo de dar cabida a hipótesis de dolo sin conocimiento, lo que significaría tanto como volver a construir buena parte de la imputación subjetiva; o bien, ratificar la relevancia del requisito cognitivo, descartando la imputación dolosa en aquellos casos donde el conocimiento de los aspectos relevantes del tipo objetivo esté ausente, lo que, con seguridad, conduciría a resultados ostensiblemente injustos [3]. A primera vista, no habría espacio para otros rumbos [4].
Por su parte, y pese a que la atención de la ciencia penal continental respecto de los casos de ignorancia provocada o deliberada parece ser relativamente reciente, en especial bajo el impulso de la inabarcable casuística que suscitan el narcotráfico, el lavado de activos y los delitos contra el patrimonio, en el Derecho anglosajón –bien que bajo otras reglas dogmáticas y por ello, sin convocar mayores reparos científicos- la doctrina de la willful blindness ha cumplido más de cien años [5].
Sin embargo, esta pretendida novedad de la dogmática continental contemporánea dista mucho de ser exacta ni tal, siendo posible hallar relevantes antecedentes sobre la cuestión en el pensamiento de Aristóteles, que resultan insoslayables en aras de su reconstrucción histórica -lo que por cierto no carece de atractivo científico-, pero también y sobre todo, en la búsqueda de una solución a la actual encrucijada del asidero o pervivencia de un dolo sin conocimiento.
Desde esta perspectiva y ésa es, precisamente, la hipótesis que orienta al presente trabajo, el análisis del exacto contenido del vínculo o relación entre el conocimiento y la voluntad –y su contracara, la ignorancia y lo involuntario- tal y como ha sido elaborado por Aristóteles, permite ofrecer una respuesta satisfactoria al aparente callejón sin salida en que se encuentra atrapada la dogmática continental en los casos de ceguera intencional o provocada.
En el tránsito a esa conclusión, entiendo conveniente dividir el desarrollo del presente trabajo en los siguientes sectores, adicionales a esta introducción: el capítulo 2, en el que planteo el estado de situación de la ciencia penal respecto al dolo eventual como categoría de la imputación subjetiva –en especial, en relación a la exigencia del conocimiento- y donde expongo las dificultades que ello puede originar en relación al tema planteado; luego, un capítulo 3, donde analizo el concepto y el estado de situación actual de la dogmática en relación a la ignorancia deliberada, junto a los problemas prácticos y teóricos que, la adopción de dicho instituto, suscita al tenor de las consideraciones expuestas en el capítulo anterior; un capítulo 4, en el que expongo los aportes más relevantes de Aristóteles sobre el punto, en especial, en lo que atañe a su distinción entre ignorancia responsable e irresponsable; y finalmente, un capítulo 5, en el que, a modo de conclusiones, detallo los beneficios que tales aportes pueden convocar respecto al estado actual del problema.
2.- La imputación subjetiva a dolo eventual
2.1.- Introducción a la cuestión
En la dogmática penal moderna –y lo mismo acontece en las soluciones legales adoptadas por los sistemas jurídicos continentales [6] -existe un verdadero consenso respecto a que la imputación subjetiva se estructura en torno a dos modalidades principales: el dolo y la imprudencia, que admiten, por su parte, sendas subdivisiones.
Así, mientras que al interior del dolo es posible hallar tres formas diversas de imputación, esto es, el dolo directo de primer grado (o dolo directo, a secas), el dolo directo de segundo grado (indirecto o de consecuencias necesarias) y el dolo eventual, al interior de la imputación imprudente, por su parte, se distingue entre imprudencia consciente e inconsciente [7].
Más concretamente, en la imputación a título de dolo directo de primer grado quedan comprendidas las conductas cuyo resultado fue intencionalmente perseguido, en el dolo directo de segundo grado, aquellas consecuencias que, necesaria o seguramente, se producen a partir de una conducta, y bajo el prisma del dolo eventual, aquellas que, pese a no haber sido queridas ni previstas como seguras consecuencias del acto en cuestión, sí lo han sido, en cambio, como de ocurrencia posible o probable.
Ahora bien. Por encima de las diversas formas concretas en que una conducta dolosa puede manifestarse a partir de esa tripartición, existe acuerdo en que todas ellas han de construirse a partir del concurso del conocimiento y, para un muy amplio sector de la doctrina, también de la voluntad [8]; bien que articulándose, tales componentes intelectuales y volitivos, de forma diversa, según las distintas variantes del dolo.
2.2.- La exigencia del conocimiento en el dolo eventual
En lo que hace más directamente al objeto del presente trabajo, y en el estado actual de la dogmática penal, es posible afirmar que existe dolo eventual en aquellos casos donde si bien el autor no quiere, ni persigue el resultado típico, sí prevé o se representa como posible o probable la realización del mismo y pese a ello, no desiste de su conducta. En ese sentido, si bien y por un lado, el resultado no ha sido querido por el agente, como sí ocurre en el dolo directo, por el otro, ha superado la mera posibilidad de su representación, propia de la imprudencia, para erigirse en una representación efectiva de su eventual acaecimiento.
Claro que, respecto de la imprudencia consciente se suscitan mayores dificultades conceptuales de distinción; y ello, desde el momento que, en ambas hipótesis (dolo eventual e imprudencia consciente) concurren, simultáneamente, la falta de intención del resultado y la representación, a modo de posibilidad, de su ocurrencia; sin embargo, para la doctrina ampliamente mayoritaria en la actualidad, el criterio de diferenciación radica en la prevalencia adicional, en los casos de dolo eventual, de una cierta conciencia de la peligrosidad de la conducta junto a una asunción seria o probable de la eventualidad del resultado [9].
Ahora bien, es precisamente en la exigencia de esa efectiva representación del resultado típico –y lo mismo acontece respecto del resto de los elementos del injusto objetivo-, aún bien que latente como mera eventualidad de posible o probable ocurrencia, que el conocimiento se erige, en esta variante de imputación subjetiva, como el verdadero o principal sustento dogmático del reproche. Es que, en puridad, el otro elemento característico del dolo para la doctrina mayoritaria [10], esto es, la voluntad, aparece aquí - cuanto menos- atenuada, o lo que es similar, reconducida, no ya a la realización del resultado, como en el dolo directo, sino a llevar a cabo la conducta pese a la previsión del resultado.
Adicionalmente a ello, no debe pasarse por alto el hecho que, esa efectiva representación, bien puede recaer sobre la eventualidad del resultado típico en sí mismo (por ejemplo, la muerte o lesión de la víctima) o sobre la eventual existencia o configuración de cualquiera de los requisitos del tipo objetivo de que se trate (por ejemplo, el origen ilícito de los fondos en el lavado de activos o la edad de la víctima en algunos delitos sexuales). Se trate pues, ya sea del resultado final o de algún otro requisito de la figura delictiva, debe concurrir el conocimiento, a modo de efectiva representación de una eventualidad de posible o probable ocurrencia.
De allí que, aún para la modalidad menos intensa de las formas dolosas de imputación subjetiva, como es el caso del dolo eventual, existe un verdadero acuerdo doctrinario en reclamar, a modo de conditio sine qua non, un cierto grado de conocimiento respecto de los diversos elementos configurativos del tipo penal.
2.3.- Relación con el problema planteado
En atención a ello, y como adelantara en la introducción de este trabajo, sostener una imputación subjetiva a título de dolo eventual para aquellos casos donde ése conocimiento directamente no existe, ni aún siquiera bajo la frágil corteza de la representación de una eventualidad de posible o probable ocurrencia, exigiría -en el estado actual de la ciencia penal- tanto como volver a edificar buena parte de la dogmática del tipo subjetivo.
Ocurre además, que, esa reconstrucción del tipo subjetivo doloso debería, o bien reconfigurar el dolo, despojándolo de los elementos cognitivos [11], lo que se evidencia, a estas alturas, como una tarea de proporciones épicas y con seguridad, destinada al fracaso, o bien, desandar el camino de la exigencia de una dimensión subjetiva en el injusto, acercándolo a una lógica de fidelidad/infidelidad al Derecho [12], como sustrato único o principal del reproche penal en concreto, para lo cual –y a efectos de no reedificar nuestro entendimiento de la imputación subjetiva dolosa en los casos de ignorancia deliberada- deberíamos volver a construir nuestra propia concepción de la teoría del delito e incluso, de los fundamentos del Derecho penal. Lo que, a todas luces, no deja de ser un mal negocio.
En adición a ello, y lo que es aún más serio, las dos estrategias que viene ensayando la dogmática penal actual ante el problema -la reconstrucción del dolo y la reconfiguración de las condiciones del reproche- padecen de un mismo error conceptual ab initio, desde el momento que entremezclan, cual si se tratara de una misma dimensión, las cuestiones relativas a la imputación de aquellas vinculadas a la responsabilidad. Ocurre sin embargo que, aún tratándose de aspectos ciertamente vinculados entre sí, la imputación y la responsabilidad son claramente distintas y en consecuencia, también revisten una naturaleza -y obedecen a una lógica- disímil.
En efecto, y como enseña Ronco: “Imputar algo a alguien es reconocer que ese algo le pertenece porque él es su causa moral; hacer responsable es sacar las consecuencias del reconocimiento efectuado mediante la imputación”, de modo que “…la dialéctica entre imputación y responsabilidad transita por dos relaciones categoriales diversas, aunque contiguas. La imputación predica la relación del sujeto con la transformación significativa del mundo producida por su acción. La responsabilidad, la relación entre el sujeto y la comunidad en función de la transformación producida por este con la acción [13]”.
De allí que, todo intento dirigido a solucionar deficiencias propias de la responsabilidad, mediante enmiendas al criterio de imputación, que es – conceptualmente- de dilucidación anterior e independiente, esté condenado, desde el inicio, a arrojar resultados invariablemente incorrectos.
Ante este infausto escenario luce necesario revisar en profundidad, las distintas hipótesis de ceguera intencional o desconocimiento provocado, a efectos de verificar si no es posible hallar allí, elementos que permitan escapar del aparente callejón sin salida en que se encuentra atrapada la dogmática penal contemporánea o al menos, e inicialmente, circunscribir al mínimo posible, los espacios de conflicto. En otras palabras, es preciso, como primer paso, atender a los diversos modos en que tales situaciones se manifiestan concretamente en la práctica, con la finalidad de distinguir los sectores que verdaderamente evidencian un problema científico real, de aquellos otros que sólo lo hacen de un modo aparente, previo a procurar su solución.
Una vez despejado que sea ese camino, corresponde indagar si efectivamente los verdaderos casos de ignorancia deliberada merecen una imputación distinta a la acordada a aquellas situaciones en las que el individuo previó como posible o probable el resultado; se trata, en definitiva, de un tema de imputación y no de responsabilidad, aunque, como es natural, las conclusiones a que se arribe respecto de la primera cuestión, convoquen consecuencias en la segunda.
3.- La ignorancia deliberada
3.1.- Introducción a la cuestión
La vida cotidiana enseña que, con no poca frecuencia, las personas -voluntaria o deliberadamente- renuncian a adquirir información relevante sobre determinados hechos o circunstancias que atañen a sus actos o destino, escogiendo, en cambio, mantener ciertos espacios de incertidumbre o desconocimiento frente a tales extremos, y que esa inclinación resulta ser, en alguna medida, propia de la naturaleza humana. En dichas oportunidades, los sujetos parecen anteponer, a modo de estrategia hedonista, la evitación o incluso el mero aplazamiento de aflicciones o problemas, frente al riesgo de su eventual confirmación cognitiva.
Así, el individuo que solicita no enterarse de los ingredientes que componen el plato que ha de degustar, a efectos de evitar que alguno de ellos le cause rechazo; el estudiante que opta por aplazar hasta el lunes la nota del examen publicada el día viernes, ante la eventualidad de ver afectado su fin de semana; el cónyuge que desiste de saber el verdadero itinerario del otro, por temor a advertir una infidelidad, entre otros variados ejemplos, bien que penalmente intrascendentes, dan cuenta de la asiduidad o frecuencia con que los seres humanos emplean una deliberada reticencia cognitiva en su vida cotidiana [14].
Como es fácilmente predecible, el extenso elenco de situaciones en las que las personas adoptan tal estrategia de reticencia cognitiva o ignorancia deliberada en su accionar, no permanece únicamente aislado en el parquet de lo jurídicamente indiferente y en ciertas ocasiones, cada vez menos aisladas, ingresa al ámbito de lo penalmente relevante.
Tales son los casos, por ejemplo, del administrador de sociedades comerciales que renuncia, completamente, a conocer la concreta actividad comercial de las distintas sociedades que su estudio profesional administra; el del testaferro que figura formalmente –y a cambio de una remuneración- como director de un extenso conjunto de sociedades, sin tener el menor interés por conocer su verdadero giro, ni la identidad de sus reales titulares; o el del escribano público que a ningún cliente –independientemente del monto de la operación o de sus circunstancias concretas- solicita información sobre el origen de los fondos o la naturaleza del negocio; e incluso, el de aquellos individuos que, a cambio de una suma de dinero, admiten transportar un equipaje, sin consultar sobre su contenido o destinatario; o, en materia de delitos contra la libertad sexual, el de la persona que, no obstante apreciar la juventud de la otra, se rehúsa a informarse de su verdadera edad.
En estas situaciones, y en otras semejantes, la ausencia de información -provocada o sostenida por la propia reticencia cognitiva del agente- recae, a diferencia de lo que ocurre respecto de los primeros casos planteados, sobre distintos elementos que son, precisamente, esenciales para la configuración del tipo penal. Así, en el caso del administrador de sociedades y en el del testaferro, bien podrían estar éstos, colaborando en alguna actividad comercial ilícita; el escribano, prestando su ayuda a cierta maniobra de lavado de activos a través de operaciones inmobiliarias; el transportista, trasladando estupefacientes o realizando algún otro tráfico ilícito; y en el último caso, bien podría haberse incurrido en un delito de violación o algún otro delito similar. En todas estas hipótesis pues, el conocimiento o la ignorancia sobre tales aspectos, resultan de singular importancia para formular el reproche penal en concreto o en su defecto, descartarlo.
3.2.- Las verdaderas hipótesis de ignorancia deliberada
Ahora bien. Ocurre que, al interior de este elenco de casos aparentemente iguales –o al menos, muy semejantes- es posible distinguir, con relativa facilidad, entre aquellas verdaderas hipótesis de ignorancia deliberada, en las que el individuo realmente carece de todo conocimiento sobre las circunstancias de hecho que resultan relevantes para la configuración del tipo objetivo, de aquellas otras situaciones, a primera vista similares, pero en las que sí existe, en cambio, algún rastro de información o conocimiento, aún primarios [15].
En efecto, en un número nada despreciable de casos, la persona ya ha adquirido, con anterioridad a provocar su ignorancia, cierto conocimiento - bien que precario o general- y es, precisamente, a causa o en mérito a él, que no desea saber. En puridad, colocado en tales situaciones, lo que el individuo quiere no es no saber, sino no saber más. Y así, este primer conocimiento que induce a la persona a procurar su ulterior reticencia cognitiva, aún endeble o rudimentariamente, constituye, sin más, conocimiento. Tal es el caso, por ejemplo, de quien sospecha del ilícito contenido del equipaje que habrá de transportar, a cambio de una fuerte suma de dinero, y opta por no indagar sobre su contenido, para no verse enfrentado al dilema de cometer un delito o renunciar al beneficio económico ofrecido; en estas situaciones, parece claro, no se asiste a una verdadera ignorancia deliberada, sino cuanto menos, a una sospecha pendiente de confirmación, que denota, en sí misma, conocimiento [16].
Algo distinto es lo que ocurre en otras situaciones –ciertamente menos frecuentes en la práctica, pero de mayor atractivo científico- donde el conocimiento directamente no existe, ni aún siquiera, en la precaria forma de la sospecha. Y ello es lo que puede acontecer, por ejemplo, en el caso del escribano que nunca ha preguntado a ninguno de sus clientes sobre el origen de los fondos empleados en sus operaciones o el del administrador de sociedades comerciales, al que sólo ha interesado conocer los aspectos formales de las empresas que administra, mas nunca sus concretas actividades, entre otras situaciones.
En estos casos, no puede hablarse con propiedad siquiera de una sospecha inicial o abstracta, al modo de la concurrente en las situaciones anteriores, de manera que, en ellos, el conocimiento directamente no existe. Así y en puridad, son precisamente éstas, las verdaderas hipótesis de ignorancia deliberada o ceguera intencional, es decir, los casos donde no concurre, ni aún mínimamente, un conocimiento previo o primario sobre los elementos relevantes para el tipo objetivo.
3.3.- Relación con el problema planteado
Y es justamente en virtud de esta distinción, entre las situaciones meramente aparentes, más no reales, de ceguera intencional respecto del otro verdadero y más reducido elenco, que resulta enteramente compartible la afirmación de Ragués i Vallés, acerca de que: “…la figura del dolo eventual permite resolver satisfactoriamente la gran mayoría de casos en los que una persona realiza un comportamiento objetivamente típico habiendo renunciado voluntariamente a conocer con exactitud alguno de los aspectos penalmente relevantes de su conducta [17]”.
Es que en los hechos, las hipótesis meramente aparentes de ignorancia deliberada, al verificarse a su respecto el concurso de elementos cognitivos, no alcanzan –salvo simuladamente- a jaquear la exigencia dogmática del conocimiento en el dolo eventual y en consecuencia, y al menos, en este aspecto, no suscitan un problema científico real; distinta es sin embargo, la conclusión respecto a las hipótesis donde ése conocimiento inicial no existe.
De modo que, aunque referido a circunstancias menos frecuentes en la práctica, lo cierto es que existe un buen número de casos, de indudable atractivo, que provocan un verdadero problema científico, al poner en pugna dos extremos que, en el estado actual de la dogmática penal, lucen inconciliables: la imputación subjetiva a dolo eventual y la ausencia de conocimiento.
Adicionalmente, y como adelantara en la introducción a este trabajo, la cuestión no reviste, tan sólo, un interés meramente teórico –el que incluso, justificaría por sí mismo la atención sobre el tema- sino que resulta ser, a un mismo tiempo, un asunto de justicia práctica. En ese sentido, la cuestión bien puede plantearse en los términos siguientes: ¿es justo, que quien ha procurado intencionalmente, desconocer las circunstancias de sus actos, resulte, en definitiva, ganancioso por su propia desidia cognitiva? [18]. Lo que en modo alguno puede llamar la atención, desde el momento que –como enseña Causabón- el jurídico es, principalmente, conocimiento práctico y no especulativo, incluso, y más allá de la ipsa res iusta, cuando se refiere a normas, “pues tiene por fin dirigir el obrar” [19].
Así y según el esquema dogmático, esbozado en el capítulo anterior, en el que parece encontrarse la ciencia penal, en el que la imputación subjetiva del dolo eventual requiere el conocimiento del agente respecto de las circunstancias que integran el tipo objetivo, la ausencia de dicho conocimiento –aunque fuere deliberada- no podría justificar el reproche doloso, quedando encorsetada pues a limitarse al castigo imprudente y ello incluso, tan sólo respecto de las figuras delictivas que admiten esa modalidad de imputación subjetiva.
Ante esta verdadera encrucijada de la dogmática penal contemporánea, que parece haberse convertido, en este punto, en tierra de nadie y de todos a un mismo tiempo, luce necesario volver la atención al pensamiento de Aristóteles, desde el momento que, como con acierto ha reconocido Köhler, es: “Desde la exposición de Aristóteles en el libro tercero de la Ética a Nicómaco, [que] la imputación subjetiva forma parte del patrimonio cultural europeo como presupuesto para el mérito y el castigo…” [20].
4.- La ignorancia responsable en Aristóteles
4.1.- Introducción
Pese a que, como señala Manrique, la “…atribución de responsabilidad por ignorancia es un tema tradicional en filosofía jurídica y moral” [21], tampoco es menos cierto que las enseñanzas que allí se recogen –y ello ocurre con particular énfasis en algunos sectores mayoritarios de la doctrina penal contemporánea- resultan, con llamativa frecuencia, soslayadas o cuanto más, apenas mencionadas al pasar, a modo de mero antecedente histórico. Y es eso, precisamente, lo que viene ocurriendo en la ciencia penal moderna, con la distinción aristotélica entre ignorancia responsable e ignorancia irresponsable.
Ahora bien. Previo a ingresar en el concreto análisis de estas dos modalidades de ignorancia –y fundamentalmente, de su aplicación al ámbito de la ignorancia deliberada penal- parece conveniente comenzar, como lo hace el propio Aristóteles, en el examen de las condiciones de voluntariedad de los actos humanos.
En efecto, es notorio que el filósofo, luego de formular sus consideraciones generales acerca de la virtud ética, ya en la primera cuestión del libro III, de la Ética Nicomáquea, señala la relevancia práctica e incluso jurídica, de indagar acerca de lo voluntario y de lo involuntario. Y ello, como él mismo advierte, “Dado que la virtud se refiere a pasiones y acciones y que, mientras las voluntarias son objeto de alabanzas o reproches, las involuntarias lo son de indulgencia y, a veces, de compasión, es, quizá, necesario, para los que reflexionan sobre la virtud, definir lo voluntario y lo involuntario, y es también útil para los legisladores, con vistas a los honores y castigos” [22].
Lo mismo que en Ética Eudemia, dónde, en términos semejantes, expresa: “Puesto que la virtud y el vicio y las acciones que proceden de ellos son, una veces, alabados y, otras, censurados (pues se censura y alaba no lo que existe por necesidad, suerte o naturaleza, sino todo aquello de lo que somos nosotros la causa, ya que de aquello de lo cual otro es la causa, es él el que recibe la alabanza y la censura), es evidente que la verdad y el vicio están en relación con las acciones de las cuales el hombre mismo es la causa y el principio. Hemos de averiguar, pues, de qué acciones es la causa y el principio” [23].
En este sentido, el análisis que practica el estagirita respecto de lo voluntario y de lo involuntario, constituye el punto de partida para determinar, con posterioridad, los criterios de imputación general de las actos humanos y en consecuencia, y como no puede ser de otra manera, de la propia imputación jurídico penal [24]; es que, como afirma Rapp: “Se puede leer la investigación de Aristóteles sobre lo voluntario como fundamento de una doctrina de la responsabilidad penal” [25].
4.2.- Sobre lo voluntario y lo involuntario
En la Ética Nicomáquea la cuestión respecto de lo voluntario y lo involuntario, se dilucida principalmente, a partir del análisis de las causas de lo involuntario, que son, precisamente, la fuerza y la ignorancia [26]. En efecto, allí dice el filósofo: “cosas involuntarias son las que se hacen por fuerza o por ignorancia…” [27], y, más adelante, en el mismo sentido, que “Siendo involuntario lo que se hace por fuerza y por ignorancia, lo voluntario podría parecer que es aquello cuyo principio está en el mismo agente que conoce las circunstancias concretas en las que radica la acción” [28].
Así pues, la primera categoría de actos involuntarios es, para el estagirita, la de los actos realizados de manera forzada: “…es forzoso aquello cuyo principio es externo y de tal clase que en él no participa ni el agente ni el paciente; por ejemplo, si uno es llevado por el viento o por hombres que nos tienen en su poder” [29]. Y en forma similar: “Parece, entonces, que lo forzoso es aquello cuyo principio es externo, sin que el hombre forzado intervenga en nada” [30].
En relación a esta primera categoría de actos involuntarios, en los que el agente es forzado a su realización, no parecen suscitarse mayores dificultades; e incluso, los ejemplos escogidos por Aristóteles para ilustrar el punto tampoco admiten, razonablemente, una conclusión diversa a la por él planteada. Distinta es la situación, sin embargo, para ciertas acciones –más complejas- a las que el estagirita denomina mixtas.
Así, y sobre ellas, sostiene el filósofo que: “En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por alguna causa noble (…), es dudoso si este acto es voluntario o involuntario (…) Tales acciones son, pues, mixtas, pero se parecen más a las voluntarias...” [31]. En los hechos, la solución a que arriba, considerándolas voluntarias, parece ser la correcta desde la perspectiva de la imputación, en cuyo caso, ésa conclusión tampoco obtura la posibilidad que, en el ámbito de la responsabilidad, se le asigne un tratamiento exculpatorio o benévolo [32]. Se trata, en definitiva –la de la imputación y la de la responsabilidad- de dos cuestiones conceptualmente diversas [33].
En sentido similar, se expresa Meyer, al afirmar que: “…even though Aristotle repeatedly claims that virtue is praiseworthy and vice blameworthy, he never explains this by saying that we are responsible of these states of character. (…) Aristotle thinks character is praiseworthy in virtue of the actions it causes, not because of anything about the process by which it comes into being. Thus the causal relation he finds essential to praiseworthiness and blameworthiness, which is what he seeks to capture in his account of voluntariness, is the one in which character produces actions” [34]. De allí que, también en lo que sigue, lo voluntario o involuntario, respecto de las acciones, responda a criterios de imputación y no, principal o directamente, a la lógica de la responsabilidad.
4.3.- La ignorancia como causa de involuntario
Ahora bien, como se dijera, las acciones involuntarias –para Aristóteles- no son tales únicamente por haber sido realizadas de manera forzosa, sino que existe, a su lado, una segunda causa de involuntario, a la que el estagirita dedica incluso, mayor atención que a la primera, y que reside en la ignorancia del agente. Y es, precisamente, esta segunda categoría de actos involuntarios, la que reviste mayor interés para el objeto del presente trabajo, en particular, en lo que hace a la distinción entre las dos clases o subespecies de ignorancia: aquellas que, efectivamente, sí causan involuntario y aquellas que no lo hacen.
El punto de partida sobre el que Aristóteles -en su Ética Nicomáquea- edifica esa diferenciación, reside en el objeto sobre el que recae la ignorancia. Así, advierte que existe, por un lado, una ignorancia de lo universal o general y por el otro, una ignorancia respecto de las circunstancias del acto que se realiza, y a las que, como se verá, adjudica consecuencias diversas. En la primera subespecie –la ignorancia sobre lo universal- la ignorancia recae, precisamente, sobre aquello que se debe o no se debe hacer, de un modo general y en función de los principios; mientras que en la segunda, se ignoran, o bien las circunstancias del acto o bien el fin por el que se lleva a cabo [35].
Al respecto, dice el filósofo: “…el término ‘involuntario’ tiende a ser usado no cuando alguien desconoce lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario sino de la maldad, como tampoco lo es la ignorancia universal (pues ésta es censurada), sino la ignorancia con respecto a las circunstancias concretas y al objeto de la acción. Pues en ellas radica tanto la compasión como el perdón, puesto que el que desconoce alguna de ellas actúa involuntariamente” [36].
Y más adelante, insiste sobre el punto: “Puesto que uno puede ignorar todas estas cosas en la que está implicada la acción, el que desconoce cualquiera de ellas, especialmente las más importantes, se piensa que ha obrado involuntariamente, y por las más importantes se consideran las circunstancias de la acción y del fin” [37].
De modo que, en el pensamiento aristotélico, la ignorancia sobre lo universal o abstracto, esto es, aquella que no recae sobre las circunstancias de la acción o sobre su fin, sino sobre lo que se debe o no hacer, de un modo general, no causa involuntario [38]. De allí que, en el libro 5, vuelva a afirmar: “Llamo voluntario, como se ha dicho antes, a lo que hace uno estando en su poder hacerlo y sabiendo, y no ignorando, a quién, con qué y para qué lo hace…” [39].
Así pues, y a modo de primer peldaño, la ignorancia que causa involuntario para el filósofo es, únicamente, aquella que recae sobre las circunstancias y el fin del acto, lo que, en el lenguaje dogmático penal contemporáneo, se expresa como requisitos del tipo objetivo y su resultado típico [40]. Sin embargo, el análisis de Aristóteles sobre la cuestión, no culmina con la mera verificación del objeto sobre el que recae la ignorancia y va un paso más allá [41].
4.4.- La ignorancia responsable
En efecto, para el estagirita, el hecho que una acción haya sido realizada a partir de la ignorancia, no es aún y por sí mismo, condición suficiente para determinar si ése acto es voluntario o involuntario. Es preciso, en su opinión, indagar respecto de otro aspecto, que no es otro, que el origen de esa ignorancia.
Desde esta nueva perspectiva, centrada ahora, en el origen de la ignorancia y su relación con el sujeto que actúa, y no en el objeto sobre el que recae, es que Aristóteles distingue entre ignorancia responsable e ignorancia no responsable.
Así lo expresa, en la Ética Nicomáquea, al afirmar que: “Todo ello parece estar confirmado, tanto por los individuos en particular, como por los propios legisladores: efectivamente, ellos castigan y toman represalias de los que han cometido malas acciones sin haber sido llevados por la fuerza o por una ignorancia de la que ellos mismos no son responsables…” [42]. Y más adelante, y de un modo incluso aún más enfático: “Incluso castigan el mismo hecho de ignorar, si el delincuente parece responsable de su ignorancia…” [43].
En ese sentido, es claro que, para el filósofo, un acto por ignorancia, sólo podrá ser considerado involuntario, en la medida que la ignorancia no resulte ser responsabilidad del agente, de lo contrario pues, el hecho de ignorar no tendrá consecuencia alguna en la imputación. Y ello es lo que ocurre, precisamente, cuando el sujeto es responsable de su propia ignorancia.
Esta solución es ciertamente más sofisticada que aquella centrada únicamente en el objeto de la ignorancia y ofrece -a partir de la categorización entre la ignorancia responsable y la ignorancia no responsable- respuestas, más que satisfactorias, a cuestiones antes problemáticas. Más particularmente, en lo que tiene directa relación con el presente trabajo, a la relevancia, en la imputación, de la ignorancia o el desconocimiento provocado por el propio sujeto.
Por su parte, la conclusión a la que se arriba en la Ética Nicomáquea sobre la cuestión, nada difiere, sino lo contrario, del tratamiento acordado a los actos forzados. En puridad, el principio rector que aglutina las soluciones, tanto en un caso como en el otro, es exactamente el mismo: si el origen del acto no reside en el sujeto –bien por fuerza, bien por ignorancia- se trata de un acto involuntario. Y viceversa, si el origen está en el sujeto, el acto será voluntario.
Así, el fundamento general que emplea el filósofo para determinar si un acto es imputable o no, a un sujeto, no es otro, que la independencia del agente a su respecto. En la primera de las hipótesis, esto es, la de las acciones involuntarias forzadas, esto parece claro en la medida que el principio del acto no se encuentra, en modo alguno, en el agente; y algo semejante ocurre, también, respecto de los actos involuntarios por ignorancia, en los que, en mérito, justamente, al origen de esa ignorancia, mal puede decirse que el principio del acto está en el sujeto.
En palabras del propio Aristóteles: “…si esto es evidente y no tenemos otros principios para referirnos que los que están en nosotros mismos, entonces las acciones cuyos principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias” [44].
Con ello, y como lógico derivado de un mismo principio rector, el estagirita establece la categoría de la ignorancia responsable, esto es, de aquella ignorancia que tiene su origen en el propio agente, y le acuerda un tratamiento ciertamente incuestionable, al negarle su condición de involuntaria.
En definitiva, las acciones en las que se ignoran las circunstancias del acto y su finalidad, pero donde ello ocurre por la decisión del propio sujeto involucrado, no plantean ninguna dificultad en lo que atañe a sus posibilidades o condiciones de imputación.
5.- Conclusiones
Recapitulando. Existen ciertos casos -que la doctrina denomina de ignorancia deliberada o ceguera intencional-, en los que la persona ha renunciado, voluntariamente, a conocer las circunstancias y extremos que hacen a su conducta penalmente relevante y a los que, usualmente, se les adscribe el tratamiento propio de la imputación a dolo eventual, pese a que en ellos, por definición se encuentra ausente uno de los pilares del dolo, esto es, el conocimiento.
A efectos de justificar esta especie de rara avis, de dolo sin conocimiento, la dogmática penal contemporánea parece enfrentada a un verdadero atolladero conceptual, del que viene pretendiendo salir, a partir del ensayo de tres estrategias diversas: a) revisar la exigencia del conocimiento en el dolo, lo que significa tanto como volver a edificar la imputación subjetiva, b) desandar el camino de la exigencia de una imputación subjetiva, reconduciendo al Derecho penal, a una mera lógica de fidelidad/infidelidad al orden jurídico, o bien, c) ratificar la relevancia del conocimiento, descartando la imputación dolosa en aquellos casos donde el conocimiento de los aspectos relevantes del tipo objetivo esté ausente, lo que conduce a resultados prácticos injustos.
Ocurre sin embargo, que todas ellas padecen de un mismo error conceptual, desde el momento que entremezclan, cual si se tratara de una misma dimensión, las cuestiones relativas a la imputación de aquellas vinculadas a la responsabilidad. En efecto, si imputar algo a alguien es –como afirma Ronco- “reconocer que ese algo le pertenece porque él es su causa moral” y hacer responsable “es sacar las consecuencias del reconocimiento efectuado mediante la imputación” [45], va de suyo que la cuestión –en qué medida a una persona puede serle atribuido un acto del que ignoraba, por su propia decisión, las circunstancias, es, de principio, una cuestión de imputación y no de responsabilidad. De allí que, todos los intentos dirigidos a solucionar deficiencias propias de la responsabilidad, mediante la reconfiguración de los criterios de imputación, que son –por naturaleza- de dilucidación anterior e independiente, estén condenados, desde el inicio, a no arrojar resultados satisfactorios, ni correctos.
Desde esta perspectiva, redimensionada a la imputación, la distinción aristotélica respecto de lo voluntario y de lo involuntario, constituye el punto de partida para determinar, posteriormente, los criterios concretos de imputación de los actos y en consecuencia, y como no puede ser de otra manera, también de la imputación jurídico penal.
En la Ética Nicomáquea la cuestión respecto de lo voluntario y lo involuntario, se dilucida principalmente, a partir del análisis de las causas de lo involuntario, que son, precisamente, la fuerza y la ignorancia.
Por su parte, y en relación a la ignorancia que causa voluntario y a la que no, el punto de partida sobre el que Aristóteles edifica esa diferenciación, reside en el objeto sobre el que recae la ignorancia. Y así, advierte que existe, por un lado, una ignorancia de lo universal o general y por el otro, una ignorancia respecto de las circunstancias del acto que se realiza. Ahora bien, la ignorancia que causa involuntario para el filósofo es, en esta etapa, únicamente aquella que recae sobre las circunstancias y el fin del acto, lo que, en el lenguaje dogmático penal contemporáneo, se expresa como requisitos del tipo objetivo y su resultado típico.
Sin embargo, el análisis de Aristóteles sobre la cuestión, no culmina con la mera verificación del objeto sobre el que recae la ignorancia y va un paso más allá, puesto que, en su opinión, el hecho que una acción haya sido realizada a partir de la ignorancia, no es aún y por sí mismo, condición suficiente para determinar si ése acto es voluntario o involuntario.
Un acto por ignorancia, sólo podrá ser considerado involuntario en la medida que la ignorancia no resulte ser responsabilidad del agente, de lo contrario pues, el hecho de ignorar no tendrá consecuencia alguna en la imputación. Y ello es lo que ocurre, precisamente, cuando el sujeto es responsable de su propia ignorancia.
La solución que brinda Aristóteles a la cuestión, y que es, ciertamente, más sofisticada que aquella que se centra únicamente en el mero objeto de la ignorancia, ofrece -a partir de la categorización entre la ignorancia responsable y la ignorancia no responsable- una respuesta, más que satisfactoria, al problema que suscitan los casos de ignorancia deliberada o ceguera intencional en el moderno Derecho penal.
En conclusión, a partir del concepto de ignorancia responsable de Aristóteles, en la Ética Nicomáquea, es posible afirmar que los casos en que un sujeto renuncia, voluntariamente, a conocer las circunstancias de su acto, en tanto voluntarios, no alcanzan a provocar ninguna dificultad dogmática real de imputación.
Mario Spangenberg Bolívar en dialnet.unirioja.es
Notas:
1. Ello, como es lógico, no resulta trasladable a la imputación subjetiva imprudente.
2. En sentido similar se pronuncia Ragués i Vallés, al advertir que tales casos, “…son un importante problema para la teoría dominante sobre el concepto de dolo (…) tales supuestos parecen suscitar una necesidad de pena no inferior a la de los hechos dolosos, pero no quedan abarcados por un concepto de dolo que exige en todo caso conocimiento de los elementos del tipo.” Ragués i Vallés, La ignorancia deliberada en Derecho penal, Barcelona, Atelier, 2007, p.17.
3. Desde el momento que, en la mayoría de las legislaciones comparadas, la imputación subjetiva imprudente sólo es dable de fundar la responsabilidad en un escaso número de infracciones penales e incluso, en los pocos casos que sí admiten ese reproche, la respuesta punitiva es sustantivamente menor a la prevista para las violaciones dolosas a esos mismos preceptos.
4. De un modo quizás aún más enfático, se pronuncia Ragués i Vallés: “…algunos casos de ignorancia deliberada –aquí denominados de ignorancia ‘en sentido estricto’- son una pequeña grieta que en el sistema continental de imputación subjetiva amenaza la solidez de las bases de dicho sistema.” Ragués i Vallés, “Mejor no saber. Sobre la doctrina de la ignorancia deliberada en Derecho Penal.”, Discusiones, Nº13, 2, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 2013, p.12.
5. Como señala Robbins: “The correlation between knowledge and deliberate ignorance initially emerged in England in 1861. Regina v. Sleep was the first case in which this equivalence received judicial approval”, Robbins, Ira, “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea”, Journal of Criminal Law and Criminology, Northwestern University Press, Vol.81, 1990-1991, p.196.
6. Algo distinto ocurre en el Derecho penal angloamericano, donde se admiten –a partir del Model Penal Code- cuatro formas de imputación subjetiva que no encuentran un paralelo exacto con las subdivisiones del dolo y la imprudencia del Derecho continental.
7. Por todos, Jakobs, Günther, Derecho penal. Parte general, Madrid, Marcial Pons, 1997; Köhler, Michael, “La imputación subjetiva: estado de la cuestión” en Sobre el estado de la teoría del delito, Madrid, Civitas, 2000; Mir Puig, Santiago, Derecho Penal. Parte general, Buenos Aires, BdF, 2005; Muñoz Conde, Francisco, Teoría general del delito, Valencia, Tirant lo Blanch, 1989; Roxin, Claus, Derecho Penal. Parte general, Madrid, Civitas, 2008; y Stratenwerth, Günther, Derecho Penal. Parte general, Madrid, Civitas, 2005.
8. De allí que, como señala Roxin: “Para caracterizar las tres formas de dolo se emplea casi siempre la descripción del dolo como ‘saber y querer (conocimiento y voluntad)’ de todas las circunstancias del tipo legal.”, en: Roxin, Claus, op.cit., p.414. En contra de la exigencia de un elemento volitivo –no así del requisito de conocimiento-, y en posición minoritaria, Frisch, Jakobs y Schmidhäuser, entre otros.
9. Las disputas doctrinarias que se han originado a partir de esta cuestión, resultan, en no pocas ocasiones, más aparentes que reales, pues, como expresa Roxin, respecto al punto: “El que todas las teorías en liza se aproximen entre sí en sus resultados concretos no es una casualidad (…) Mediante la ponderación general y racionalmente controlada de los indicios que apuntan a favor del tomar en serio el peligro o de la confianza en la no producción de la lesión del bien jurídico se sustrae esta doctrina a la arbitrariedad de la que recelan sus críticos, mientras que las concepciones pretendidamente puramente objetivistas, que se limitan a un saber (de la índole que sea), caen con demasiada facilidad en un esquematismo rígido.”, en Roxin, Claus, op.cit., p.447. En igual sentido, Mir Puig, op.cit.268 y ss. Ver al respecto también, la nota siguiente. En sentido contrario, se expresa Puppe: “Qué elemento subjetivo, más allá de la causación consciente de un peligro no permitido, integra el dolo, a diferencia de la imprudencia, es una cuestión terriblemente discutida en la doctrina penal actual.”, Puppe, Ingeborg, El Derecho penal como ciencia. Método, teoría del delito, tipicidad y justificación, Buenos Aires, BdF, 2014, p.202
10. Mientras que para la doctrina mayoritaria, en base a la teoría del consentimiento o de la aceptación, resulta exigible, junto al conocimiento, la concurrencia de un elemento volitivo, a efectos de diferenciarlo de la imprudencia consciente, para las teorías –minoritarias- de la representación o de la posibilidad, alcanza para tener por configurado el dolo eventual la mera representación de la posibilidad o probabilidad del resultado típico, sin necesidad de ninguna exigencia volitiva.
11. Esta es la orientación a la que se inclinaría Manrique: “La estrategia más directa para resolver este problema es la reformulación de la noción de dolo.”, en Manrique, María Laura, “Ignorancia deliberada y responsabilidad penal”, Num.40, 2014, p.167, aunque, su intención, más temprano que tarde, no se traduce luego en resultados dogmáticamente compartibles. Otro tanto, ocurre con la tesis de Pérez Barberá, quien, luego de su monumental esfuerzo por reconfigurar el dolo, quitándole los elementos cognitivos y volitivos, no deja de reconocer que: “Ello, sin embargo, no significa que voluntad y conocimiento, así como sus ausencias correspondientes, no jueguen papel alguno…”, en Pérez Barberá, Gabriel, “Dolo como reproche. Hacia el abandono de la idea de dolo como estado mental”, Buenos Aires, Pensar en derecho, 2012, 1, p.171.
12. Que es, precisamente, lo que parece sugerir Jakobs, al expresar, respecto de su propia postura, que: “…no se coloca un fenómeno psicológico (conocimiento) al lado de otro (enemistad); se argumenta normativamente, a partir de la exigencia de fidelidad jurídica, e incluso el conocimiento constituiría, desde esta perspectiva, únicamente el indicio de la existencia de un déficit, precisamente, de fidelidad jurídica.”, en Jakobs, Günther, “Dolus malus”, Barcelona, InDret, 4, 2009, p.5.
13. Ronco, Mauro, “La relación entre imputación y responsabilidad” en Prudentia Iuris, Nº78, 2014, p.166. A mayor abundamiento, dice el autor: “Los dos términos, por lo tanto, evocan situaciones contiguas pero distintas. El primero tiene que ver con la esfera del ser. La imputación presupone el reconocimiento ontológico de la modificación observada y su pertenencia a un sujeto determinado, como su ‘causa moral’.”, op.cit., pp.166 y 167.
14. Algunos de estos ejemplos y otros de naturaleza similar se encuentran en: Ragués i Vallés, “Mejor no saber. Sobre la doctrina de la ignorancia deliberada en Derecho Penal.”, Discusiones, Nº13, 2, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 2013, p.11.
15. Es claro que, desde una perspectiva eminentemente práctica, debería distinguirse también, entre la mera afirmación, por parte del individuo, de que desconocía determinado extremo, respecto de su efectivo o real desconocimiento sobre él; sin embargo, desde un punto de vista dogmático, ello puede generar más confusión, al entremezclar las distintas dimensiones. El problema planteado, obedece a la lógica teórica y no debe confundirse con las vicisitudes forenses de cuestiones vinculadas a la prueba procesal de los hechos. Otro tanto puede decirse en relación a la variedad de indicios que han de tomarse en cuenta para arribar a la convicción procesal respecto del conocimiento o desconocimiento del agente, tales como, su propia conducta externa, su posición, sus conocimientos técnicos, o la información proporcionada al sujeto por terceros, etc.
16. En sentido similar se expresa Feijoo, al expresar, respecto de idéntico caso, que allí, el individuo: “…dispone de una representación suficiente de todos los datos relevantes en relación al comportamiento ajeno que convierten su comportamiento en antijurídico. Eventualmente se pueda tratar de dinero, drogas, armas fuera de control legal, material radiactivo, explosivos…”, en Feijoo, Bernardo, “Mejor no saber…más. Sobre la doctrina de la ceguera provocada ante los hechos en Derecho Penal”, Discusiones, Nº13, 2, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 2013, p.106.
17. Ragúes i Vallés, Ramón, La ignorancia deliberada en Derecho penal, Barcelona, Atelier, 2007, p.21
18. Similar interrogante se plantea Ragués i Vallés en “Mejor no saber…”, p.12, y el propio Jakobs en “Dolus malus”, en, Barcelona, InDret, 4, 2009, p.5
19. Causabón, Juan Alfredo, Conocimiento jurídico, Buenos Aires, Educa, 1984, p.9 En igual sentido, expresa Limodio que “…el Derecho se ubica como un saber práctico; porque busca el conocimiento de la verdad con miras a la acción, a la obtención de un resultado, a conseguir algo, lo justo.” Limodio, Gabriel, Introducción al saber jurídico, Buenos Aires, Educa, 2006, p.27
20. Köhler, Michael, “La imputación subjetiva: estado de la cuestión” en Sobre el estado de la teoría del delito, Madrid, Civitas, 2000, p.72.
21. Manrique, María Laura, “Ignorancia deliberada y …”, p.164.
22. Aristóteles, Ética Nicomáquea, III, c.1, (BK 1109b 30). En adelante, todas las citas a la Ética Nicomáquea, responden a: Ética Nicomáquea, Madrid, Gredos, 2011, p.55.
23. Aristóteles, Ética Eudemia, II, c.6, (BK 1223a 8), En adelante, todas las citas a la Ética Eudemia, responden a: Ética Nicomáquea. Ética Eudemia, Madrid, Gredos, 1998, p.446
24. Adicionalmente, el propio Aristóteles señala, en el libro V, que: “…el acto justo y el injusto se distinguen por su carácter voluntario o involuntario.”, EN, V, c.8, (BK 1135a 19).
25. Rapp, Cristof, “Voluntariedad, decisión y responsabilidad” en Estudios de Filosofía, Nº38, Medellín, Universidad de Antioquia, 2008, p.222. Al respecto también, y muy extensamente: Loening, Richard, “Die Zurechnungslehre des Aristoteles”, en Geschichte der strafrechtlichen Zurechnungslehre, Jena, 1906.
26. En la Ética Eudemia, parece emprender un camino diverso, al distinguir, entre lo voluntario y lo involuntario, a partir de las condiciones que debe revestir lo voluntario. EE, II, c.7, c.8 y c.9.
28. EN, III, c.1, (BK 1111a 23). Más adelante, en el libro V, reitera esa opinión: “Llamo voluntario, como se ha dicho antes, a lo que hace uno estando en su poder hacerlo y sabiendo, y no ignorando…” EN, V, c.8, (BK 1135a 22).
29. EN, III, c.1, (BK 1110a 2).
30. EN, III, c.1, (BK 1110b 15).
31. EN, III, c.1, (BK 1110a), p.55. Aristóteles menciona como ejemplo de esas acciones mixtas: el de quien “arroja el cargamento al mar en las tempestades, [puesto que] nadie sin más lo hace con agrado, sino que por su propia salvación y la de los demás…”
32. Esa es, por otra parte, la conclusión que se desprende del propio Aristóteles, al señalar que: “A veces los hombres son alabados por tales acciones, cuando soportan algo vergonzoso o penoso por causas grandes y nobles; o bien, al contrario, son censurados (…) En algunos casos, un hombre, si bien no es alabado, es, con todo, perdonado: cuando uno hace lo que no debe por causas que sobrepasan la naturaleza humana y que nadie podría soportar.” EN, III, c.1 (BK 1110a 19). Aquí bien puede yacer el fundamento, del estado de necesidad disculpante penal; aunque ello, como es evidente, excede y con holgura, al tema del presente trabajo.
33. Como pone de manifiesto Ronco, en “La relación entre imputación y responsabilidad”, Buenos Aires, Prudentia Iuris, 78, 2014, pp.163-178.
34. Meyer, Susan Sauvé, “Aristotle on the Voluntary” en The Blackwell Guide to Aristotle’s Nicomachean Ethics, Oxford, Blackwell, 2006, p.139.
35. Aunque el tópico excede al objeto de este trabajo, la distinción aristotélica entre estas dos formas de ignorancia parece revestir cierta similitud a la que, siglos más tarde, realizara la dogmática penal alemana entre el error de prohibición y el error de tipo, y que, al día de hoy, se encuentra ampliamente arraigada en la ciencia penal, pese a que las conclusiones, que de esa diferenciación se extraen, resultan disímiles. Al respecto, y según Roxin: “Se presenta un error de tipo cuando el autor se equivoca sobre una circunstancia que sea necesaria para completar el tipo legal. Así, el tipo de homicidio exige que se mate dolosamente a una persona. Cuando el autor, en el campo, mata a balazos a una persona que no reconoce como persona, sino que ha tenido por un espantapájaros, entonces se encuentra en un error de tipo. (…) Por el contrario se da un error de prohibición cuando el autor, al conocer todas las circunstancias que completan en su totalidad el tipo legal, no extrae sin embargo de ellas la conclusión referida a una prohibición legal sino cree que su conducta está permitida.” En Roxin, Claus, La Teoría del Delito en la discusión actual, Lima, Grijley, 2013, p.195
36. EN, III, c.1 (BK 1110b 31).
37. EN, III, c.1 (BK 1111ª 27).
38. Con ello, el filósofo se separa de la posición platónica. Sobre el punto, expresa Meyer: “…he also devotes considerable attention to identifying precisely the sort of knowledge that is required for voluntariness –once again with a view to resisting the Platonic contention that actions performed in ignorance of the good are involuntary.” Meyer, Susan Sauvé, Aristotle on Moral Responsibility. Character and Cause, Oxford, Oxford University Press, 2011, p.xvii.
40. Según señalara en el apartado 2.2 de este trabajo. Ver también, lo expresado en la nota 35.
41. Adicionalmente, también distingue, según el sentimiento posterior al acto del agente, entre una ignorancia que causa no voluntario y otra que causa involuntario. Así, mientras que en las últimas exige que dolor y pesar del sujeto por su acción, en las primeras, en cambio, el agente no siente no siente ese desagrado por la acción. (EN, III, c.1; BK 1110b 18). Esta categorización, entre lo no voluntario y lo involuntario, sin embargo, no arroja resultados trascendentes al objeto del presente trabajo e incluso, parece obedecer a criterios de responsabilidad y no de imputación.
42. EN, III, c.5 (BK 1113b 23).
43. EN, III, c.5 (BK 1113b 30).
Melisa Brioso, Blanca Llamas, Teresa Ozcáriz, Arantxa Pérez-Miranda Alejandra Serrano
El presente trabajo trata de analizar la importancia de la amistad en la vida de la persona, así como los distintos tipos de amistad, destacando como contraria las llamadas “amistades tóxicas”. Un análisis de los efectos que la relación de amistad tiene a nivel neurológico aportará a la visión humanística una visión científica mostrando que la amistad es algo connatural al hombre.
Introducción
Entre los diferentes tipos de amor, amor paternal, amor filial, amor esponsal y amor como amistad, este último es el más libre porque no está vinculado a ningún derecho y deber más que a sí misma.
Diversos estudios científicos han demostrado que aquellas personas que logran conectar más a nivel social y cultivan relaciones cercanas de calidad se auto perciben más felices, tienen mejor salud física y mental, y además, viven más tiempo. La influencia que puede ejercer un amigo puede llegar a ser tan grande que, en ocasiones, de modo inverso al anteriormente mencionado, puede influir negativamente e incitar a conductas que nos perjudican.
Nadie está obligado a ser amigo ni a tener amigos, lo que hace que la amistad sea libre y espontánea. A pesar de que nadie esté obligado, la mayoría de las personas quiere tener amigos y, si han experimentado la verdadera amistad, nunca querrán que se acabe.
“Si consideras amigo a alguien en quien no confías tanto como en ti mismo, te equivocas de parte a parte y no conoces bien el valor de la verdadera amistad”. Así hablaba Séneca a uno de sus grandes amigos, Lucilio, en una de sus cartas. Y es que la amistad nos recuerda que el hombre no está solo, que la confianza y la sinceridad existen y hacen crecer al hombre. La amistad no es solo una relación afectiva porque se sustenta en valores tan fundamentales y profundos como el amor, la lealtad, la solidaridad, la incondicionalidad, la sinceridad y el compromiso.
Si el hombre es un ser social, estará por ello necesitado del afecto y cuidado de otros para sobrevivir. Esta conciencia de necesitar al otro hace que el hombre tenga una inclinación natural a buscar fuera aquello que supla sus carencias y le complemente. En palabras de Cicerón: “¿Qué hay más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?
La amistad es algo más que una relación, es un vínculo insustituible que no puede ser sustituido ni imitado por ningún otro vínculo. Por eso aquel que pervierta esta relación a través del engaño pervierte la propia naturaleza del hombre. Es un sentimiento de benevolencia, de querer el bien del otro. Por ello en el momento en que no se quiere ese bien, desaparece el vínculo para dar paso a las mal llamadas “amistades tóxicas”, mal llamadas porque no tienen nada de amistad. La lealtad preserva ese vínculo y mueve a la admiración, mientras que la amistad tóxica la pervierte. Plutarco afirmaba en este sentido: “No necesito amigos que cambien cuando yo cambio y asientan cuando yo asiento. Mi sombra lo hace mucho mejor.”
1. La amistad en los clásicos
La amistad siempre ha sido un tema fundamental para el hombre y por ello, se ha tratado desde la Antigüedad hasta nuestros días.
Uno de los primeros filósofos en centrarse en este tema fue Platón. En su obra Lisis, se critica la amistad basada en la presunción y en la posesión de bienes. Platón afirma: “si vosotros sois amigos entre vosotros, es que, en cierto modo, os pertenecéis mutuamente por naturaleza”. Se destaca por tanto en esta obra la noción de pertenencia de los unos a los otros, y como la comunicación interpersonal responde a una necesidad natural en el hombre que busca ser acogido, tal y como es por otro que le reconozca en su valor y juntos compartan la vida. A esa familiaridad o parentesco natural entre los seres humanos y que denomina en griego oikeiôsis. (Dafonte, 2012)
Otro aspecto importante que destaca Sócrates es que la verdadera amistad se consolida en la virtud porque tiene como base el amor (Polo, 2008 p. 477), ya que no puede haber amistad por puro interés personal, es una relación de benevolencia, en la que dos personas libremente comparten lo que piensan, lo que viven, lo que son.
A esta visión de la amistad como virtud llega también Aristóteles, otro filósofo destacado de la Antigüedad que se interesó por indagar y reflexionar sobre este tema.
De hecho, este filósofo es uno de los que más escribe sobre la amistad: los libros VIII y IX de su Ética a Nicómaco se los dedica en exclusiva.
Aristóteles estima la amistad como algo fundamental en la vida de un hombre, llegando a afirmar que “nadie querría vivir sin amigos, aun estando en posesión de todos los otros bienes” Es más, no sirve de nada la fortuna y una vida próspera si no puede compartirse con nadie de confianza a quien podamos hacer partícipe de nuestros bienes pues “es absurdo hacer al hombre dichoso solitario, porque nadie querría poseer todas las cosas a condición de estar sólo. Por tanto, el hombre feliz necesita hacer amigos.” (Polo, 2008 p. 478)
Concluye con esto que, para el hombre, como ser social, la amistad constituye la forma más satisfactoria de convivencia y la realización más plena de su sociabilidad.
Continúa con su reflexión acerca de cuál es la mejor relación de amistad que el hombre puede tener, clasificando y analizando los fundamentos que sostienen esa relación amistosa para aclarar cuál es la que más conviene a la verdad y felicidad del ser humano.
Al distinguir una amistad por placer, una amistad por utilidad y finalmente una amistad por virtud, va argumentando los inconvenientes de las dos primeras para enaltecer la última.
La amistad por placer o por utilidad instrumentaliza a la persona para sus propios fines y no se fundamenta en el amor. Puede dar pie a la adulación, los agravios, la desconfianza, etc., y por tanto se pierde de vista el bien del amigo, y se busca el propio; no existe en esos tipos de amistad un procurarse el bien entre iguales. (Polo, L 2008 p. 479)
Por tanto, la amistad por virtud sólo se puede dar entre hombres justos que buscan compartir en un amor de benevolencia. El hombre malo no es capaz de una amistad verdadera. (Polo, L 2008 p. 480)
Coincidiendo con esto se encuentra otro gran pensador de la Antigüedad, Cicerón que escribió una breve obra acerca de la amistad a mediados del siglo I a. C. llamada: Laelius de amicitia. La obra consiste en un diálogo entre un suegro y sus dos yernos, en el que el suegro va narrando sus concepciones de la amistad. Entre otras cosas se afirma: «La amistad en sí no es otra cosa que una consonancia absoluta de pareceres sobre todas las cosas divinas y humanas, unida a una benevolencia y amor recíprocos». En esa virtud se basan la armonía, la estabilidad y la constancia de los sentimientos.
También se defiende en esta obra la importancia de la autenticidad y la sinceridad para llegar al conocimiento mutuo y la unión de voluntades hacia el bien compartido.
No se puede fingir un modo distinto de ser, si uno pretende darse a conocer para que le quieran y valoren como es. Por ello, camuflar, mentir, adular, ocultar, todo ello va en contra del mutuo conocimiento y hace imposible la amistad. (Dafonte C.R 2012)
Estos tres grandes filósofos de la Antigüedad comparten una misma visión de la amistad, la clase de relación que es digna del ser humano y con ello se demuestra que desde bien temprano en la Historia se ha percibido la amistad como el valor más alto en la vida del hombre, que conduce a la verdadera felicidad.
2. La relación entre amistad y pantallas
La amistad sigue siendo un tema importante también hoy en día en la vida de las personas. Todo el mundo quiere tener buenos amigos, porque se trata de alcanzar una buena parte de lo que nos hace felices. Los expertos de la Universidad Brigham Young, Utah y de la Universidad de Carolina del Norte, defienden que tener una buena red de amigos y vecinos mejora las posibilidades de supervivencia en un 50% (Efe, 2010). La importancia de tener una buena red de amigos y buenas relaciones familiares "es comparable a dejar de fumar y supera muchos factores de riesgo de la mortalidad como la obesidad o la inactividad física". Por tanto, ya no sólo desde la filosofía sino desde la ciencia, se puede ver cómo la cuestión de la amistad sigue siendo vital. Ahora bien, vamos a analizar cómo son las relaciones de amistad en la sociedad actual.
Para realizar este análisis hay que mirar la sociedad a través de lo que se argumenta desde la filosofía por un lado y lo que ha influido en ella la tecnología por otro.
Desde la filosofía se afirma que nos encontramos actualmente una sociedad y modernidad líquidas; así lo defiende el filósofo Zygmunt Bauman (Cppf, 2021c).
Este término de sociedad líquida se ha utilizado por la gran similitud con el estado cambiante y líquido del agua, sin una forma definida. Mientras que hace 50 años se podía hablar de una sociedad con una serie de principios y valores compartidos que daban sensación de orden y estabilidad, actualmente las personas se perciben en un ambiente inestable y cambiante que les llena de inseguridades acerca de la vida y de ellos mismos y donde por tanto las mismas relaciones interpersonales se llenan de inseguridades durando mucho menos que hace años.
Por otro lado, los grandes y cada vez más rápidos avances tecnológicos, hacen que a su vez cambie rápidamente nuestro estilo de vida, de tal modo que no da tiempo a asentar una manera de hacer cuando sobreviene otra que la mejora o suplanta. Bien se puede ver esto en las paradojas que está ocasionando la Inteligencia Artificial. (Darrel M. West 2017)
Junto a las enormes posibilidades que nos han abierto las tecnologías en el mundo de la comunicación y la relación, por otro lado, han traído consigo algunos riesgos en la manera de plantear nuestras relaciones sociales, haciéndonos extraordinariamente dependientes de las redes y dejando de lado en ocasiones el conocimiento e interacción cara a cara, que es insustituible. De este modo se ha trasladado a las relaciones de amistad, valores de inmediatez y de superficialidad que se asocian al uso de las redes. (Romero p118-124)
Una situación excepcional en la dependencia del uso de la tecnología para mantener las relaciones fue la pandemia sufrida en el 2020 debido al covid19. Es cierto que gracias al móvil y las pantallas el contacto con nuestros parientes y amigos fue posible y que evitó el aislamiento total de gente recluida en solitario en su casa por un periodo de tiempo muy prolongado. A pesar de esta valoración positiva, no se produjo una buena comunicación en todas las ocasiones ni entre todas las personas que recurrían a las pantallas. Ahora bien, las circunstancias ayudarnos a reflexionar para darnos cuenta de cuáles eran los vínculos afectivos más fuertes y hasta qué punto las personas con las que se mantenía el contacto eran verdaderos amigos. (Williams, 2021)
De este modo la pandemia ayudó a depurar amigos superficiales como podemos ver en un estudio llevado a cabo por el investigador americano Daniel Cox en el que se afirma que las personas perdieron el 60% de las amistades tras la pandemia (Williams, 2021). Por otro lado, acrecentó el deseo de volver a ver cara a cara a amigos más íntimos y disfrutar de su compañía. Según Rebecca G. Adams, psicóloga y gerontóloga de la universidad de Carolina del Norte Carolina en Greensboro, la pandemia nos hizo buscar pequeños grupos de personas en los que primaba la confianza (Flanigan & Aarp, 2022).
Dejando atrás esta circunstancia de pandemia, las redes sociales han puesto en contacto a muchas personas con intereses comunes y han ayudado positivamente a emprender relaciones amistosas, si bien no son suficientes por ellas mismas para establecernos en una intimidad y confianza de verdadera amistad. (Romero Iribas p.121)
3. Neurología de las amistades
3.1. ¿se puede demostrar científicamente que los amigos son necesarios?
Está confirmado científicamente que las relaciones de amistad o la ausencia de ellas, modifican nuestro cerebro. Como veremos a continuación, en nuestro cerebro ocurren cosas ante conversaciones gratificantes o trascendentales, que son las que propician la empatía con otras personas. En esa empatía se genera una sincronía cerebral entre los que conversan, de tal modo que, casi literalmente, se puede decir que “están en la misma onda” (cerebral).
Nos referiremos a distintos estudios que demuestran cómo influyen las buenas amistades en nuestra salud y bienestar psíquico y hasta físico.
Nuestro primer estudio, será uno realizado por el Centro Vasco de Cognición, Cerebro y Lenguaje, según el artículo Our brains synchronize during a conversation, 2017, se afirma que nuestros cerebros se sincronizan al mantener una conversación. Los científicos llegaron a la conclusión de que al establecer una conversación, se generan ondas cerebrales idénticas en ambos interlocutores. Solo analizando estas ondas se puede saber que esas personas han entrado en comunicación. Este descubrimiento, nos lleva a pensar que, si las ondas cerebrales de dos desconocidos con una sencilla conversación se sincronizan, cuánto más será la conexión entre dos amigos que comparten momentos importantes de la vida.
Sobre esta misma cuestión, otro estudio, publicado por la universidad de Arizona (R. Mehl et al., 2010) analiza la relación entre la felicidad y las conversaciones del día a día. Medir la felicidad a través del comportamiento y de las conversaciones de las personas, fue el reto que algunos científicos se propusieron para descubrir el día a día de las personas que de verdad eran felices. Realizaron el experimento con 80 personas y lo hicieron de la siguiente manera: utilizaron una especie de chip que bautizaron como Electronically Activated Recorder (EAR), que grababa cada 12,5 minutos 30 segundos el audio de lo que estuviera sucediendo, detectando así cuando una persona se encontraba sola o cuando estaba manteniendo una conversación y la profundidad de ésta. Obtuvieron los siguientes resultados entre otros; la clave de la comparación entre las personas felices y aquellas que no lo eran estaba en que aquellas presentaban un 25% menos de tiempo en el que estaban solos, y un 70% más de tiempo en que estaban hablando. En cuanto al contenido de las conversaciones, los felices mantenían un tercio menos de conversaciones banales y el doble de conversaciones profundas que los que no se sentían felices. De ello se puede concluir principalmente que somos seres extremadamente sociables y que la sociabilidad es un factor que influye de manera significativa y positiva en nuestro desarrollo personal y nuestro sentimiento de plenitud. Que es importante hablar mucho y escuchar mucho sobre temas trascendentales y esto lo conseguimos con relaciones sólidas con los demás. Así pues, tener un amigo con quien conversar y compartir vemos que es algo indispensable.
Siguiendo con la repercusión que tiene la amistad en nuestra salud, indicamos lo publicado en la revista Plos Medicine (Holt‐Lunstad et al., 2010), que habla de la incidencia vital que tiene en las personas el hecho de tener buenos amigos para ayudarles a salir de situaciones dolorosas a nivel emocional y psíquico o incluso a nivel corporal superando mejor una enfermedad grave. Además, en dicho artículo se habla de dos teorías como de dos modos de incidencia del trato con amigos en la salud: uno de ellos es el modelo de amortiguación de estrés y el otro el de efectos principales.
El primero afirma que las amistades nos proporcionan medios que pueden llegar a generar respuestas conductuales adaptativas ante situaciones bruscas repentinas, como puede ser por ejemplo el fallecimiento de un ser querido. Estas relaciones hacen que no sea tan aguda la respuesta en estos escenarios, porque el fuerte lazo emocional que supone un amigo que acompaña, que escucha o que comprende en ese momento traumático ayuda a “amortiguar el golpe”, generando así bienestar mental y emocional. El modelo de efectos principales está referido a la asociación de la amistad con efectos protectores de la salud, influencias emocionales, cognitivas, etc. que no pretenden directamente ayudar en una situación concreta de dolor pero que dejan poso en aquél que lo recibe e influyen en él inconscientemente. Estos efectos los suele generar la “comunidad”, un grupo en el que nos sentimos integrados. Un ejemplo de esto es cuando una persona entra en un nuevo grupo de amigos que llevan una vida sana y dan mucha importancia a todo lo que tenga que ver con la salud. El nuevo integrante tratará de imitar los buenos hábitos de esta comunidad haciendo deporte, tomando comidas saludables, cuidando también un equilibrio con la vida espiritual. Al sabernos integrantes de estas pequeñas o medianas sociedades, adquirimos determinados roles que mejoran en muchos casos nuestra autoestima y pueden incluso dar sentido a nuestra vida.
3.1. ¿Cómo funciona nuestro cerebro en torno a las amistades?
Aun siendo seres sociales, no existe una determinada zona en el cerebro dedicada a la conducta social. Como publicaron los neurobiólogos del hospital la Paz (Rodríguez Vega, B. et al, 2015):
Desde que somos pequeños, vamos desarrollando nuestro cerebro y por el hecho de que vivimos en comunidad rodeados los unos de los otros, en él se van creando conexiones neuronales que dan paso a la siguiente estructura:
- cortex: incluye áreas como la corteza prefrontal y el cingulado, encargados principalmente de gestionar y acoger las emociones y la experiencia interna.
- estructuras subcorticales: como la amígdala, el hipocampo y el hipotálamo. El hipotálamo es el que hace que nuestras interacciones sociales se conviertan en procesos corporales.
- las neuronas espejo: complejo sistema que se halla principalmente en la corteza premotora. Se activa al realizar cualquier acción o ver a otros realizando tal. También está implicado en la empatía, con el aprendizaje y la evolución del lenguaje.
Es en el cerebro donde se administra la producción de hormonas y neurotransmisores como la oxitocina, endorfinas, la dopamina, la serotonina y la vasopresina. Cuando entramos en relaciones de amistad todos estos transmisores se activan y se multiplican y es por esto que nos llena tanto tener amistades:
Así la oxitocina es la que hace que seamos socialmente activos impulsándonos a entablar relaciones con los otros; las endorfinas, encargadas de paliar el dolor, se incrementa en las relaciones de amistad, aumentando nuestra sensación de plenitud y bienestar; la dopamina, neurotransmisor del placer, potencia los vínculos emocionales con otras personas, al esperar de las otras respuestas gratificantes. También se incrementa la serotonina, neurotransmisor que ayuda a regular nuestras sensaciones de miedo y ansiedad aumentando la autoestima y nos protege de trastornos como la depresión. Por último, la vasopresina es la que nos hace sentirnos pertenecientes a un grupo social.
Es por todas estas interacciones cerebrales que podemos decir que las relaciones amistosas están relacionadas con una vida sana y feliz.
4. Conclusión
Con este trabajo se afirma que la amistad es esencial en nuestras vidas, en cualquier aspecto ya sea psíquico o físico. Mantener lazos afectivos sólidos dentro de nuestras relaciones sociales y llegar a tener amigos es vital para sentirnos seguros y felices.
Desde la Antigüedad la amistad ha sido un gran tema para el pensamiento humano. Los filósofos nos han proporcionado argumentos sobre lo buena y sustanciosa que hace nuestras vidas este tipo de amor entre iguales.
Desde que el hombre está sobre la tierra no le ha bastado la búsqueda de bienestar material; necesita construir vínculos firmes, estables, íntimos con otras personas y compartir con ellas sus experiencias vitales, sólo así alcanza su bienestar en plenitud. Por tanto, la vida es bella sólo si es compartida con otros y que esa belleza no emerge de cualquier relación, si no que se fundamenta en el conocimiento mutuo a través de las buenas conversaciones donde se comparten temas trascendentales.
Las pantallas, los móviles, la tecnología parece que han ofrecido todo un mundo de nuevas conexiones, pero éstas no aseguran la amistad, pues sigue prevaleciendo el contacto presencial, personal para alcanzar una auténtica confianza, base de la intimidad.
Los momentos más importantes de la vida, tanto de alegría como de dolor, son los que determinan quiénes son los verdaderos amigos en los que podemos apoyarnos. Situaciones de aislamiento y soledad como las experimentadas durante la pandemia han demostrado lo vulnerables que podemos llegar a ser y cómo se resiente todo nuestro organismo sin la compañía y el amor.
Se puede concluir entonces que las amistades enriquecen, abren a la persona a otros mundos distintos del nuestro pero afines y experimentamos que nuestra visión de la vida se ensancha porque hemos incorporado la mirada de otros que nos acompañan. Los amigos nos afianzan en lo que somos y a la vez nos lanzan a nuevas posibilidades de ser, porque nos estimulan y ayudan a generar cambios positivos hasta en nuestros cerebros, como se ha indicado en alguno de los estudios mencionados.
Desde el ámbito de la medicina se afirman los grandes beneficios para el cerebro de las relaciones de amistad, hasta el punto de determinar una buena recuperación de una enfermedad o salir de una adicción y es que la amistad, tiene como se ve, un poder enorme sobre nuestro organismo, siendo capaz de afectarnos profundamente para bien o para mal.
Se hace necesaria una llamada de atención hacia este gran tema de la vida, para que no dejemos pasar el tiempo en relaciones insustanciales, para que no busquemos quedarnos en la superficie de las conversaciones que no conducen a nada, para que no rehuyamos el trato cara a cara con las personas concretas que pueden compartir nuestra vida. Ser auténticos solo así podremos abrirnos al amor de amistad que puede hacernos felices.
Melisa Brioso, Blanca Llamas, Teresa Ozcáriz, Arantxa Pérez-Miranda Alejandra Serrano en unav.edu
Javier Morales Hernández
Introducción
La reciente invasión de Ucrania por Rusia no es un acontecimiento aislado, sino la tercera y más grave de las etapas de un conflicto que comenzó justo ocho años antes, en febrero de 2014. Tras su rápida ocupación y anexión de Crimea, Moscú pasó a apoyar una insurgencia armada en las regiones de Donetsk y Lugansk, con el objetivo de desestabilizar al gobierno prooccidental llegado al poder tras la revolución del Euromaidán. La guerra del Donbás se ha mantenido activa desde entonces, causando más de 14.000 muertos —incluidos más de 3.000 civiles— según datos de Naciones Unidas (OHCHR, 2022: 3); y ha sido el antecedente inmediato de la extensión de las hostilidades al resto del territorio ucraniano, a partir de febrero de 2022.
Rusia se ha situado sin matices en el papel de agresora, optando por tácticas que violan de forma flagrante el Derecho Internacional Humanitario: el horror de los bombardeos indiscriminados de edificios de viviendas, o de las atrocidades cometidas en Bucha y otras localidades ocupadas por los invasores, difícilmente podrá ser olvidado por el pueblo ucraniano en las próximas décadas. Las imágenes de los civiles pasando la noche en las estaciones del metro de Kiev, convertidas en refugios antiaéreos, hacen inevitable la comparación con las fotografías en blanco y negro del metro de Moscú durante los bombardeos alemanes. Una tragedia compartida, la de la II Guerra Mundial, cuyo recuerdo ha sido precisamente uno de los focos de disputa que han llevado al presente conflicto, en lugar de servir como advertencia para evitar a toda costa repetir esa barbarie.
Con sus irresponsables acciones, Putin ha condenado a su propio país al ostracismo internacional, desatando con ello una oleada de protestas internas que solo ha podido acallar mediante duras medidas represivas. Las consecuencias para la sociedad rusa todavía están por ver, pero es previsible que la guerra –si se prolonga en el tiempo– termine por minar el apoyo que aún mantiene el Kremlin en la mayoría de la opinión pública; aunque parece difícil que esto se traduzca a corto plazo en un cambio político. ¿Se ha tratado, entonces, de una decisión impulsiva o errónea, o responde a una estrategia calculada de Moscú, considerando que los elevados costes de esta invasión serían compensados por las ganancias obtenidas?
Para comprender cómo se ha llegado a este punto, es necesario adoptar una perspectiva temporal que vaya más allá de los acontecimientos inmediatos, identificando cuáles han sido los factores o tendencias que han hecho posible que finalmente se produjera este resultado. Todo lo cual, como es lógico, no exime de responsabilidad al presidente ruso, como causante directo y voluntario de una situación completamente innecesaria, e incluso contraproducente para sus propios intereses nacionales. Ninguno de los elementos que analizaremos en este capítulo conducía de forma determinista a que Rusia tuviera que invadir el país vecino; ni proporciona justificación alguna, en términos de legalidad o legitimidad, para la brutalidad de sus tropas contra la población ucraniana no combatiente.
Los distintos factores que han creado el escenario en el que se ha producido esta guerra pueden agruparse en tres niveles de análisis (Morales Hernández, 2022). En primer lugar, encontramos unos condicionantes estructurales que han estado presentes, al menos, desde principios de la década de los noventa: la pérdida por Moscú del estatus de superpotencia que había tenido anteriormente la Unión Soviética, unida a sus sentimientos de humillación e impotencia ante las sucesivas ampliaciones de la OTAN, que fueron alimentando una paranoia obsesiva en los líderes rusos cuyo máximo exponente ha sido el Putin de estos últimos meses. En segundo lugar, el modo en el que se produjo el giro prooccidental de Ucrania a partir de 2014: unas protestas populares atribuidas por el Kremlin a la intervención encubierta de Occidente, y cuya concepción de la identidad nacional ucraniana o de la memoria del pasado soviético era incompatible con las promovidas por Moscú. Finalmente, debemos prestar atención a los rasgos psicológicos que han podido influir en el presidente ruso, llevándole a abandonar toda prudencia para arriesgarse a emprender una invasión a gran escala.
Problemas heredados: las etapas de Gorbachov y Yeltsin
La forma en la que terminó el conflicto bipolar entre EE. UU. y la URSS, simbolizada por la caída del muro de Berlín en 1989, dio lugar a una serie de problemas que, aunque no se trataran de causas inexorables, indudablemente han favorecido la adopción por parte de los líderes rusos de una política exterior cada vez más agresiva; debilitando, en cambio, las posiciones de quienes dentro de sus élites gobernantes eran partidarios de un mayor equilibrio entre cooperación y confrontación.
El principal de ellos es el que surgió durante las conversaciones entre ambas superpotencias sobre la reunificación de Alemania. Frente al relato que hace coincidir el final de la Guerra Fría con el hundimiento del sistema soviético a finales de 1991, lo cierto es que la reconciliación entre Washington y Moscú ya había comenzado antes, cuando todavía Gorbachov era presidente de la URSS. Fue precisamente este quien, con su “nuevo pensamiento” en política exterior, permitió que sus hasta entonces satélites de Europa Central y Oriental pudieran elegir libremente su rumbo político; poniendo fin así a la “doctrina Brezhnev” o “de soberanía limitada”, que atribuía a la URSS el derecho a intervenir militarmente cuando –como ya había sucedido en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968– alguno de los miembros del Pacto de Varsovia se alejase de la línea marcada por el Kremlin.
Sin embargo, aunque el no intervencionismo de Gorbachov permitió la caída del régimen comunista en Alemania Oriental, la posterior absorción de esta por la Alemania Occidental miembro de la OTAN –que equivalía a una ampliación territorial de la Alianza Atlántica– no fue una concesión unilateral de la URSS, sino que fue objeto de negociaciones con la administración estadounidense. La contrapartida que se le ofreció a Moscú para que aceptase la reunificación alemana fue la promesa de que la OTAN no tenía intenciones de ir más allá, extendiéndose hacia el este de Europa tras una futura disolución del Pacto de Varsovia; si bien es cierto que este compromiso no se llegó a plasmar en un tratado internacional ni otro documento jurídicamente vinculante, sino solo en conversaciones informales (Shifrinson, 2016; Sarotte, 2021; Savranskaya y Blanton, 2017).
Este diálogo reflejaba lo que había sido una de las reglas no escritas durante gran parte de la Guerra Fría: que las cuestiones estratégicas que afectaran al equilibrio de poder en Europa debían ser objeto de un diálogo entre ambas superpotencias, para evitar malentendidos o errores de percepción que pudieran tener efectos desestabilizadores, teniendo en cuenta que incluso un enfrentamiento limitado entre ellas podría escalar hasta una guerra nuclear. Pero lo que ni Washington ni Moscú preveían en 1990 era que solo un año más tarde la URSS habría dejado de existir, tras una fracasada intentona golpista que generó un vacío de poder, aprovechado por tres de las quince repúblicas soviéticas –Rusia, Ucrania y Bielorrusia– para declarar disuelto el Estado fundado en 1922.
Con el fin del imperio soviético, desapareció también la relación de igualdad que habían mantenido Washington y Moscú. En ese nuevo escenario, EE. UU. ya no se consideraba vinculado por las promesas que se le habían hecho a Gorbachov, dado que la nueva Rusia independiente era no solamente menor que su predecesora en cuanto al territorio, sino también considerablemente más débil. De una superpotencia capaz de competir con el bloque occidental, se había pasado a una gravísima crisis interna, como resultado de la “terapia de choque” con la que se había implantado el capitalismo; lo cual hacía incapaz a Moscú de aspirar de nuevo a ocupar una posición influyente, ni siquiera en su vecindario exsoviético. Este papel secundario de Rusia en el mundo unipolar de comienzos de los noventa se debió también a otros dos factores: el liderazgo de Yeltsin –quien no tuvo reparos en aceptar una inicial subordinación a Washington, a cambio del apoyo político y económico que necesitaba para mantenerse en el poder– y las expectativas exageradas de los sectores más occidentalistas, que creían que EE. UU. estaría finalmente dispuesto a compartir su liderazgo mundial con una Rusia democrática e integrada en Occidente (Taibo, 2017: 57-60; Tsygankov, 2016: 90-93).
El acercamiento de la OTAN hacia sus fronteras se convirtió, para la mayoría de las élites y la sociedad rusa, en el símbolo más doloroso de la irrelevancia internacional en la que había caído su país. Al calificar a la Alianza Atlántica como una de sus principales amenazas militares externas, junto con el intervencionismo estadounidense –definición que ha continuado siendo el leitmotiv de toda la doctrina estratégica rusa, hasta la actualidad–, no se estaba afirmando que se considerase posible un ataque occidental, sino algo de carácter mucho más emocional y subjetivo. Se trataba realmente de una crisis de identidad, fruto de la disonancia entre el papel que históricamente había ocupado el país y su presente incapacidad para ser reconocido por las otras potencias mundiales. Más que una cuestión de seguridad militar, era un problema de “seguridad ontológica”: la sucesiva integración de sus vecinos en la OTAN era incompatible con el mantenimiento por parte de Rusia de una identidad de gran potencia (Morales Hernández, 2018a).
Por otra parte, hay que recordar que la decisión de EE. UU. de impulsar a toda costa la ampliación de la alianza –cuya conveniencia, como declaró Clinton, ya no se discutía (Goldgeier, 1999)– se produjo no solo para satisfacer las legítimas demandas de los antiguos satélites de la URSS, que lógicamente deseaban quedar cuanto antes bajo el paraguas de seguridad occidental. El propósito era también consolidar su propia hegemonía dentro del sistema unipolar de la postguerra Fría, atribuyéndose la responsabilidad de mantener la estabilidad en la antigua zona de influencia rusa; y aprovechando una etapa de clara debilidad de Moscú, que no era capaz en aquel momento de impedirlo por la fuerza.
La OTAN, por tanto, no comenzó su ampliación para contener a una Rusia que ya representara una amenaza tangible, sino porque la debilidad de esta le ofrecía una oportunidad para ello, sin temor a exponerse a represalias. Pero, al hacerlo, acabaría reforzando unas tendencias no deseadas en la política exterior rusa: su objetivo de volver a ser una potencia capaz de emplear su poder para defender sus intereses, ya que de otra forma no esperaba que fueran tenidos en cuenta por Occidente. Esta profecía autocumplida ha servido a la alianza para justificar que su existencia sigue siendo necesaria tras el fin de la Guerra Fría (Sakwa, 2005: 4); aunque ella misma contribuyera –aunque fuera de forma no premeditada– a que Moscú abandonase esa posición inicial más dialogante, para emprender el rumbo de confrontación cuyos efectos más dramáticos estamos viviendo ahora.
Cuando en 1999 Putin es elegido por el entorno de Yeltsin como futuro sucesor, el encargo que recibe en cuanto a la política exterior es precisamente ese: completar la recuperación del estatus de gran potencia que ya se había producido en esos últimos años –por obra del ministro de Exteriores y después primer ministro Yevgeni Primakov–, con la ampliación de la OTAN como uno de los principales desafíos a los que hacer frente. Una OTAN que, además, acababa de emprender su primera operación “fuera de área” con el bombardeo de Yugoslavia, sin limitarse ya al papel de alianza defensiva para el que había sido creada; lo cual no dio lugar entonces a una ruptura completa con Occidente, pero terminó de reforzar unas percepciones de amenaza que ya estaban cada vez más arraigadas en Moscú (Averre, 2009).
La presidencia de Putin: del pragmatismo a la inflexibilidad
El antecedente de la guerra de Kosovo no impidió que Putin comenzara su presidencia con una actitud hacia EE. UU. que podría calificarse incluso de cordial (Taibo, 2017: 64), aunque estuviera realmente movida por un cálculo pragmático y basado en sus propios intereses. Para Rusia, los atentados del 11 de septiembre de 2001 le ofrecieron una oportunidad de cooperar con Washington en un ámbito de interés común: la lucha contra el terrorismo yihadista, comenzando por el derrocamiento de los talibanes afganos, a los que Moscú ya se estaba enfrentando desde años atrás. La “guerra contra el terror” proporcionaba una cobertura a Moscú para sus operaciones en Chechenia, mediante un entendimiento tácito con EE. UU., que dejaba vía libre a cada parte para combatir el terrorismo con medios tan agresivos como estimara conveniente. Sin embargo, las diferencias tardarían poco en volver a resurgir: la deriva neo-imperial de la administración Bush, a partir de la invasión de Irak en 2003, dejaba claro que el mundo multipolar anhelado por Rusia estaba muy lejos de los planes de EE. UU.
A pesar de ello, esa breve “luna de miel” con Bush sirve para explicar uno de los hechos más sorprendentes –y más relevantes para entender el conflicto actual– en la política exterior de Putin; un acontecimiento que se caracteriza no tanto por lo que ocurrió, sino por lo que no se produjo. Cuando, en la cumbre de la OTAN celebrada en Praga a finales de 2002, se invitó a ingresar en la organización a siete países de Europa Oriental, entre los que se encontraban Estonia, Letonia y Lituania, la respuesta de Rusia fue de una aceptación resignada, sin tratar de impedirles por la fuerza culminar su entrada en la alianza; una entrada que no se produciría hasta dos años después, periodo en el que –como ha sucedido ahora con Ucrania– no estaban aún cubiertos por la cláusula de defensa colectiva. Tal actitud de Rusia contrastaba con sus amenazas anteriores durante toda la década de los noventa, en la que había dejado claro que consideraba inaceptable cualquier ampliación de la OTAN hacia sus fronteras; pero muy especialmente si se trataba de antiguas repúblicas soviéticas, comenzando por las tres bálticas (Black, 2000).
Las causas de esta aceptación se encuentran, por una parte, en la experiencia de una cooperación profunda con Washington frente a la amenaza compartida del terrorismo, que Putin no deseaba entonces poner en riesgo; pero, por otra, también obedecían a las concesiones realizadas por la Alianza Atlántica, que permitieron al Kremlin presentar un resultado tangible ante su opinión pública. Unos meses antes de la cumbre de Praga de 2002, se celebró otra cumbre en Roma en la que se creaba el Consejo OTAN-Rusia, sucesor del anterior y poco operativo Consejo Conjunto Permanente establecido por el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997. Este nuevo organismo recogía una de las principales demandas de Moscú: que se le diera voz –aunque no voto– en las cuestiones de seguridad europea que afectasen a ambas partes, pudiendo participar en los debates y no solo escuchar una posición ya consensuada entre los miembros de la organización. Así, se reconocía simbólicamente la identidad de Rusia como una gran potencia cuyos intereses merecían ser escuchados, en un diálogo similar al que se había mantenido entre las dos superpotencias de la Guerra Fría.
Pero los casos de Ucrania y Georgia serían muy diferentes. En la cumbre de Bucarest de 2008, se prometió a ambos países que se convertirían en miembros de la OTAN, aunque sin concretar la fecha en la que se produciría su adhesión; una ambigüedad que se debía a la falta de consenso entre los aliados sobre la conveniencia real de admitirlos, y que probablemente sirvió como incentivo para que el Kremlin adoptara una posición mucho más agresiva. A diferencia de lo ocurrido seis años antes, el pasado clima de cooperación con Bush ya estaba muy deteriorado; a lo que se sumaba la abierta hostilidad de Putin hacia los líderes ucraniano y georgiano, Viktor Yushchenko y Mijeil Saakashvili, llegados al poder tras sendas “revoluciones de colores” que Moscú denunciaba como meras intervenciones encubiertas de EE. UU. en su periferia. Pocos meses después, en agosto, se produjo una breve guerra ruso-georgiana tras la cual Rusia reconoció la independencia de las regiones separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, pero –en contraste con lo sucedido ahora en Ucrania– sin tratar de ocupar el país entero ni instalar en el poder a un gobierno afín.
La deriva hacia la guerra con Ucrania
Cuando se produjeron las primeras protestas en el Maidan o plaza de la Independencia de Kiev, en noviembre de 2013, nada hacía pensar que fueran a terminar convirtiéndose en una revolución que acabaría forzando la salida del poder del entonces presidente, Viktor Yanukovich, en febrero de 2014; ni tampoco que ese cambio político desataría un conflicto armado con Rusia, primero limitado al Donbás y ahora extendido al resto del país (Morales Hernández, 2014, 2018b; Ruiz-Ramas, 2016).
Aunque ahora parezca existir una conexión necesaria entre todas estas etapas, como una inevitable progresión ascendente dentro de un mismo conflicto, sería exagerado considerar que esta tragedia estaba escrita desde el principio. De hecho, lo más llamativo a la luz de los acontecimientos posteriores es lo tarde que se produce la respuesta militar rusa: Putin solo ordena la ocupación ilegal de Crimea cuando Yanukovich ya ha huido de Kiev y los revolucionarios se han hecho con el poder, en lugar de haber desplegado sus tropas con anterioridad para evitar que cayera el presidente al que ellos apoyaban. Esto confirma, por un lado, la incapacidad de Moscú para prever la evolución de los acontecimientos; pero también que Putin ha sido cada vez más propenso a tomar decisiones impulsivas, asumiendo riesgos considerables sin pensar en las consecuencias (Treisman, 2016).
Que la primera medida que tomó Putin fuera asegurarse el control de Crimea, donde estaba situada su Flota del Mar Negro, era coherente con la prioridad otorgada a la OTAN como principal amenaza a su seguridad nacional: con ello, evitaba que su armada fuera desalojada de la base de Sebastopol y reemplazada por fuerzas navales occidentales. Sin embargo, extender esa intervención a Donetsk y Lugansk era una maniobra mucho más imprudente. A diferencia de lo que había sucedido con Osetia del Sur y Abjasia, no se trataba de entidades separatistas que llevasen años ejerciendo una independencia de facto, y que Rusia solamente tuviera que reconocer; sino de crear unas milicias armadas desde cero, aprovechando el descontento entre la población local hacia el cambio revolucionario que se había producido en Kiev. Además, al contrario que en Crimea, la población que se identificaba como étnicamente rusa o que apoyaba un alineamiento geopolítico con Moscú no era predominante en dichas regiones, cuya afinidad con Rusia era de tipo más bien cultural y lingüístico (Pop-Eleches y Robertson, 2014).
La decisión de apoyar un conflicto armado en el Donbás suponía, por tanto, una escalada mucho más arriesgada y con un impacto a largo plazo difícil de calcular. Pero, en todo caso, no respondía a una necesidad real de intervenir para proteger a la población, como argumentaba la propaganda del Kremlin: ni los grupos ultranacionalistas ucranianos eran mayoritarios en el gobierno surgido del Euromaidán, ni se estaba preparando un genocidio o limpieza étnica contra los habitantes de las regiones orientales. El objetivo de Moscú en ese momento era, indudablemente, debilitar a las autoridades de Kiev para impedirles estabilizar el país, de forma que no pudieran llevar a cabo su ingreso en la Alianza Atlántica. En cambio, la posibilidad de reconocer la independencia de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk o ampliar el conflicto a otras regiones del este y sur del país fue descartada por el Kremlin, puesto que era innecesaria para sus propósitos y suponía asumir unos costes excesivos. ¿Qué cambió, entonces, a principios de 2022 para que Putin tomara unas decisiones que en los ocho años anteriores se había resistido a adoptar, e incluso fuera mucho más allá, emprendiendo una invasión a gran escala de toda Ucrania?
Los acontecimientos actuales solo pueden explicarse considerando otros factores que, nuevamente, responden más a cuestiones emocionales o subjetivas que a un cálculo racional de los intereses estratégicos de Rusia. Aunque Ucrania ya estuviera muy debilitada por la guerra del Donbás, y no tuviera perspectivas de ingresar en la OTAN a medio plazo, su gradual aproximación hacia Occidente —no solo en un sentido geopolítico, sino también económico y cultural— era percibida por Putin como un desafío a su poder. Pero, tal vez, el elemento más inaceptable para el Kremlin haya sido el rechazo explícito por parte ucraniana de la narrativa histórica heredada de la URSS, especialmente la glorificación de la victoria soviética contra el nazismo; optando, en cambio, por rehabilitar la memoria de las guerrillas nacionalistas que colaboraron en ciertos periodos con el invasor alemán (Filtenborg, 2021).
Así, pese a que fuera objetivamente falso que los gobiernos de Poroshenko o Zelenski estuvieran inspirados por una ideología de extrema derecha, o que los grupos que sí lo estaban —como el famoso Batallón Azov— representaran a una mayoría social, las continuas acusaciones de Putin en este sentido revelan algo más que una mera estrategia propagandística. Para él, el giro proccidental de Ucrania a partir de 2014 representaba una “traición” comparable a la del colaboracionismo con Alemania durante la II Guerra Mundial; esto se desprende, por ejemplo, del tono de su discurso del 21 de febrero de 2022, revelador de un estado emocional más dominado por sentimientos de ira y odio —negando, incluso, el derecho de Ucrania a existir como Estado independiente— que por una capacidad racional de análisis (President of Russia, 2022).
Sin embargo, el factor de la OTAN también seguía estando muy presente en la mente del presidente ruso: de hecho, una tercera parte de su largo discurso estaba dedicada a la amenaza que supondría la futura integración de Ucrania en la Alianza Atlántica. Putin acusaba a Occidente de estar desplegando sus tropas en el país bajo el pretexto de entrenar a las fuerzas armadas ucranianas, lo que para él equivaldría al establecimiento de bases militares extranjeras en el país vecino, con intenciones hostiles contra Rusia. De esta forma, la combinación de ambos elementos —el resentimiento acumulado entre los dirigentes rusos desde los años noventa por las sucesivas ampliaciones de la OTAN, y el desarrollado por Putin hacia Ucrania a partir de la revolución de 2014, que abría la puerta a la integración de esta en dicha organización— podría contribuir a explicar una decisión tan inesperada como la que se produjo a principios de 2022. Naturalmente, sin que esto fuera una justificación legítima, suficiente ni acertada, incluso desde la perspectiva de los intereses que venía defendiendo Rusia con anterioridad.
Otro factor que ha podido tener algún impacto es el de la no resolución del conflicto del Donbás, debido al fracaso de los sucesivos acuerdos de alto el fuego y la negativa de Kiev a negociar sobre la autonomía de dichas regiones. Para la mayoría de la opinión pública rusa, la supuesta necesidad de intervenir para “proteger a la población ruso hablante” ha sido el principal argumento en favor de la guerra; muy por delante de otras ideas difundidas por la propaganda oficial, como la de que Ucrania tuviera que ser “desnazificada” (Levada-Tsentr, 2022). Es difícil saber si una implementación a tiempo de los acuerdos de paz de Minsk hubiera disuadido a Moscú de emprender una escalada del conflicto; aunque podría suponerse que, si Rusia hubiera tenido intenciones desde el principio de emprender una invasión completa del país, lo habría hecho en febrero-marzo de 2014, en lugar de utilizar el Donbás durante los ocho años posteriores para presionar a los sucesivos líderes ucranianos.
Finalmente, debemos considerar la posibilidad de que el estricto aislamiento al que se ha sometido Putin para evitar contagiarse de COVID-19 haya sido el detonante de los acontecimientos posteriores, aunque no la causa directa. En este sentido, se ha especulado con que en ese periodo haya podido estar expuesto a determinadas influencias ideológicas, que le hayan convencido para cambiar de rumbo en su estrategia hacia Ucrania. Sin embargo, hay que recordar que el pensamiento de Putin no está realmente guiado por ninguna corriente intelectual, sino por una utilización pragmática de distintos mensajes propagandísticos: la memoria de la II Guerra Mundial, la nostalgia de los imperios zarista y soviético o el conservadurismo social de la Iglesia Ortodoxa, entre otros.
Como señalan March (2018) o Laruelle (2022), el nacionalismo de Putin se inscribe en un discurso social muy amplio y heterogéneo, que no sigue a un autor o doctrina concretos. Tampoco es exacto afirmar que su política exterior es un reflejo del neo-eurasianismo del filósofo Alexander Dugin, quien –pese a ser un personaje mediático muy popular entre la extrema derecha– no forma parte de la comunidad de expertos y think tanks que asesoran de forma directa a Putin (Morales Hernández, 2018c). Más que dejarse influir por los sectores ultranacionalistas rusos, ha sido el Kremlin el que ha tratado de apropiarse cada vez más de su discurso y utilizarlo para sus propios fines: por ejemplo, reclutando voluntarios en estos grupos para que se unieran a las milicias separatistas del Donbás.
Lo trágico es que esta deriva neo-imperial no era inevitable, ni ha venido forzada por las circunstancias, sino que responde a una decisión personal de Putin, que incluso contradice la estrategia seguida en anteriores etapas de su presidencia. Como ya hemos señalado, Moscú había ido alternando entre una actitud relativamente dialogante y que enfatizaba su pertenencia a una civilización europea común –cuando consideraba que podía beneficiarse de la cooperación con Occidente– y la reivindicación de una cultura rusa radicalmente distinta a la occidental, en momentos de empeoramiento en las relaciones con EEUU o la UE. Las acciones de Putin no han obedecido a un esquema ideológico mantenido de forma invariable, sino a un conjunto de ideas básicas desarrolladas a lo largo de su carrera, a partir de sus propias experiencias. Quizás su principal obsesión, agudizada con los años, haya sido el recuerdo traumático de los hundimientos de Alemania Oriental y de la URSS, que vivió en primera persona; lo cual parece haberle convencido de que la supervivencia del actual Estado ruso también se encuentra en peligro, asediada por múltiples enemigos interiores y exteriores.
En cualquier caso, no hay duda de que la pandemia puede haber contribuido a intensificar las tendencias irreflexivas que él y sus asesores ya venían mostrando con anterioridad, haciéndole más receptivo a los consejos de los partidarios de una escalada bélica, o a dejarse convencer por análisis excesivamente optimistas sobre la rapidez o facilidad con las que podía llevarse a cabo un cambio de régimen en Kiev. Teniendo en cuenta que esta opción había sido antes descartada por ellos mismos –puesto que no intentaron restaurar en el poder a Yanukovich en febrero de 2014, ni tampoco ordenaron una invasión total de Ucrania en los ocho años posteriores–, deberíamos preguntarnos qué nuevos datos les convencieron de que el escenario había cambiado a principios de 2022. Una decisión que ha demostrado ser un tremendo error, del que algunos de sus expertos –cuyas recomendaciones fueron ignoradas por el Kremlin– han estado alertando desde el inicio de la “operación especial” (Timofeev, 2022; Kortunov, 2022).
Conclusiones
Además de la enorme crisis humanitaria que está suponiendo esta guerra, el modo tan aparentemente irracional e imprudente en el que ha actuado Putin es un motivo adicional de preocupación de cara al futuro. Pese a que la campaña militar no se esté desarrollando de forma tan favorable para el Kremlin como podía preverse, debido tanto a la incompetencia de sus fuerzas armadas como al apoyo militar que están prestando a Ucrania muchos países occidentales, sería prematuro considerar que el conflicto vaya a terminar con la retirada unilateral de los agresores. Las posibilidades de una rendición incondicional de Rusia, o un relevo forzoso de su líder por alguien más favorable a la paz, no están respaldadas a día de hoy por ningún indicio o evidencia tangible. De hecho, si Putin se enfrentase a un intento de apartarlo del poder o a una derrota masiva en el campo de batalla, es mucho más probable que optara por la “huida hacia adelante” que por retroceder a las posiciones de partida; por ejemplo, con un empleo limitado de armamento nuclear u otras acciones de similar gravedad.
¿Cuál es, entonces, el horizonte al que se enfrenta Ucrania? La cuestión de cuánto tiempo se debe continuar la lucha, o en qué momento sería preferible explorar la posibilidad de un alto el fuego negociado, corresponde ante todo al pueblo ucraniano y a sus dirigentes democráticamente elegidos. Desde luego, las masacres y abusos cometidos por las tropas invasoras han alimentado la espiral de violencia, incrementando el coste político de cualquier diálogo con Moscú. Tampoco hay certeza de que una hipotética renuncia de Zelenski a los territorios reclamados por Putin, así como a sus aspiraciones de ingresar en la OTAN, pudieran garantizar a largo plazo la seguridad del resto del país. No obstante, el coste de prolongar del conflicto hasta alcanzar una victoria total y sin concesiones –lo que implicaría no solo la liberación de las regiones invadidas en los últimos meses, sino también aquellas que el Estado ucraniano no controla desde 2014–, parece igualmente inasumible.
A largo plazo, el papel más importante de los demás países europeos será mantener nuestro apoyo a las personas refugiadas y ayudar en la reconstrucción económica y material, una vez hayan terminado los combates. La reconciliación entre ambas naciones será una tarea mucho más difícil, que solo podrá iniciarse cuando se haya producido un cambio de dirigentes en Moscú. Hasta que esto suceda, nuestras prioridades más urgentes deben ser necesariamente otras: ayudar al mayor número posible de ucranianos a sobrevivir a esta tragedia, sin prolongar la guerra más allá de lo imprescindible; pero evitando, al mismo tiempo, que la propia existencia de Ucrania como Estado soberano e independiente quede relegada a los libros de Historia.
Javier Morales Hernández en dialnet.unirioja.es
Manuel Cruz Ortiz de Landázuri
Pasiones incontroladas, experiencias sin misterio, amores fugaces y adrenalina. La cultura de la seducción ha impulsado un mercado de placeres sofisticados de constante reclamo. Sin embargo, nunca como antes vivimos en un estado de insatisfacción continua. ¿Es posible integrar el deseo? Para ello, primero habrá que descubrir su significado genuino y desarrollar el arte de amar.
Basta asomarse a la librería del barrio para observar el interés creciente que tiene el estoicismo. No solo se vuelven populares ciertos manuales de autoayuda y recetarios de vida, sino que aumentan los lectores de autores clásicos como Marco Aurelio, Séneca y Epicteto. Quizás hoy, como en tiempos del Imperio Romano, nos encontramos con una civilización que ofrece gran variedad de placeres y medios de entretenimiento, pero conduce a una insatisfacción crónica. No hallamos respuestas a los deseos profundos del ser humano en los restaurantes, gimnasios y series de televisión. Rodeados de posibilidades divertidas, a menudo nos vemos sin rumbo.
Cualquier ciudadano de las sociedades desarrolladas occidentales vive bastante mejor que un príncipe del pasado. Poder darse una ducha por las mañanas y tomar un café caliente es un auténtico lujo en la historia de la humanidad, apto solo para unos pocos privilegiados que han nacido en las sociedades avanzadas del siglo XXI. No digamos poder conducir un coche o pasar las vacaciones en la playa. Durante siglos, hemos tratado de hacer frente a las dificultades de la vida, hasta que la tecnología y la ciencia han permitido no solo la satisfacción de las necesidades más básicas, sino la creación de un mundo de entretenimiento. Ahora bien, resulta cada vez más patente que la cultura del capital ha generado una estructura de satisfacción de los deseos que, sin embargo, conduce a la completa insatisfacción de los individuos.
Los arquitectos del deseo: de Dichter a Marcuse
Desde que los medios de producción lo han hecho posible, el cultivo del deseo se ha planteado de una manera estratégica, pragmática, un engranaje perfecto de publicidad, creación de necesidades y diseño de productos de consumo. Aun así, ¿hasta qué punto la táctica ha sido la adecuada? Imaginaba Ernst Dichter, célebre publicista austriaco-estadounidense que aplicó el psicoanálisis a las campañas publicitarias, que, si podíamos conocer los resortes inconscientes del deseo, podríamos satisfacer nuestras necesidades vitales y construir un cielo en la tierra. Como explica en The Strategy of Desire: «El hecho de que la propia palabra deseo se haya teñido de inmoralidad es una de las enfermedades que la humanidad aún no ha erradicado. En lugar de prohibir el deseo, lo que sería prohibir la vida misma, es necesario establecer un objetivo de crecimiento, de seguridad dinámica y de descontento constructivo; y luego aprender y utilizar las técnicas implícitas en la estrategia del deseo».
La seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo.
Dichter escribía a comienzos de los años 60 en el contexto de la sociedad americana, para su gusto todavía demasiado puritana. La austeridad y sobriedad, que habían sido los valores tradicionales, propios de la generación que había vivido la Segunda Guerra Mundial, debían ser reemplazados por la libre satisfacción de los deseos, que aceleraría el consumo y admitiría mayor crecimiento económico.
El otro punto de inflexión que explica nuestra civilización del deseo lo encontramos en los cambios sucedidos a partir de Mayo del 68. En este caso, fue el pensamiento de una izquierda distinta al comunismo la que estimuló la revolución silenciosa. Herbert Marcuse, desde una posición que combinaba la teoría de Freud con el marxismo, se mostraba especialmente optimista respecto a la sociedad no represiva del futuro, idea que desarrolló en su libro Eros y civilización. Hasta ahora, pensaba Marcuse, hemos vivido en una sociedad represiva de los impulsos para garantizar la supervivencia pero ¿y si esto ya no fuese preciso? ¿Y si la sociedad de consumo permitiera una civilización no represiva, en la que tengamos garantizadas las necesidades vitales y no sea indispensable la represión? Entonces, podríamos desarrollar nuestro placer sin restricciones, como un puro juego en el que se fusionasen el trabajo, el ocio y la diversión. La idea tendría amplias resonancias en las revoluciones de Mayo del 68 y la posterior transformación de las sociedades occidentales.
Tanto Dichter como Marcuse fueron profetas de su tiempo. Los dos alimentaron la esperanza del paraíso en la tierra mediante el cultivo del deseo. El primero, como publicista y diseñador de campañas de marketing, veía que el capitalismo triunfaría a través del dominio de los deseos inconscientes de los individuos. Marcuse, por su parte, atisbaba una sociedad no represiva apoyada en el desarrollo tecnológico, lo que facilitaría un hedonismo libertario. En buena medida, estas dos estrategias han sido la tendencia en las sociedades occidentales en las últimas seis décadas.
La cultura de la seducción
La civilización del deseo capitalista se ha desarrollado como una cultura de la seducción. Las sociedades siempre han manejado códigos para avivar el deseo (fiestas, vestidos, rituales, bailes, etc.). Lo curioso ahora es que la seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo en todas sus facetas vitales: «El consumidor se ha convertido en el sujeto más cortejado del planeta: ningún hombre ni ninguna mujer ha estado nunca tan solicitado en esta tierra», escribe Gilles Lipovetsky en Gustar y emocionar. La estrategia consigue el reclamo continuo de los individuos. El valor que anima la cultura se vuelve entonces el ideal del bienestar constante, sin que haya ningún valor espiritual o trascendente que pueda animar la vida de la civilización. Tampoco se da ya un poder rígido, sino un soft power que busca alimentar la sociedad del consumo a través del estímulo del deseo primario. En palabras de Zygmunt Bauman: «La sociedad de consumo medra en tanto y en cuanto logre que la no satisfacción de sus miembros (lo que en sus propios términos implica la infelicidad) sea perpetua».
En medio de esta vorágine de estímulos y oferta de placeres, es preciso dar con alguna solución práctica, siquiera para quien desee escapar de la dinámica imperante. Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí. En realidad, todo deseo tiene una génesis, su propia historia, y, a menudo, en su comprensión narrativa podemos situarlos en nuestra propia vida e incluso se atemperan o desaparecen. La pregunta fundamental es, por tanto, ¿por qué deseo lo que deseo? ¿Qué motiva ese deseo? ¿Cuál es el sentimiento de carencia que conlleva? Porque a veces se puede remediar la carencia por vías mejores que la pura satisfacción de un apetito puntual. La civilización del deseo consumista se ha erigido sobre la premisa de que hay que responder de manera inmediata a los apetitos, pero con frecuencia esos deseos revelan vacíos que es mejor solventar por vías más inteligentes que la satisfacción de un impulso. En las escuelas de la Antigüedad encontramos así respuestas para integrar el deseo, y quisiera detenerme a examinar la estrategia estoica, la purificación platónica y el arte de amar agustiniano.
Tres enfoques sobre el deseo
«No exijas que las cosas sucedan tal como lo deseas. Procura desearlas tal como suceden y todo ocurrirá según tus deseos», afirma Epicteto, en Enquiridión. La estrategia estoica reside en mantener la libertad frente a lo que no depende de nosotros. Epicteto sabía de lo que hablaba, ya que había saboreado en primera personal el dolor y la falta de libertad exterior. Esclavo en Roma, había padecido el castigo de su amo hasta quedar cojo de una pierna. Con todo, desarrolla un manual de vida estoica que sería muy popular en la época. La clave reside, precisamente, en el control del deseo para mantener la libertad interior. Eso se logra mediante un correcto discernimiento del objeto de nuestros deseos. «Si deseas que tus hijos, tu esposa o tus amigos vivan por siempre, eres un estúpido ya que pretendes controlar cosas que no puedes y deseas cosas que pertenecen a otros. […] Pero si quieres que tus deseos no se vean frustrados, eso depende de ti. Ejercita por lo tanto aquello que está bajo tu control», declara en sus discursos. Desear que suceda algo imposible es solo fuente de frustración. Si consideramos el valor real de las cosas, entonces muchos de nuestros deseos se pueden ver atemperados. El ideal estoico es el del ser humano libre interiormente, en paz con el cosmos y consigo mismo ya que cumple su rol en el mundo y asume sus limitaciones.
Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí.
Eso sí, si de algo adolece el estoicismo es del papel del amor. Mantenerse libre frente a los deseos puede llevar a vivir en calma, pero poco satisfecho. Platón, por el contrario, había situado el amor eros como el verdadero motor de la vida en el Banquete y en el Fedro. Aunque el amor como deseo de belleza tiene su origen en lo sensible, aspira a una belleza completa que colme, de tipo espiritual. «Quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza», escribe en el Banquete. El deseo erótico, advierte Platón, supone la apreciación de un valor ideal que nos sobrecoge. Vemos algo superior en la belleza que nos saca de nosotros mismos y nos impulsa a mejorarnos. Por eso, si eros es purificado, alcanza su objeto adecuado, según explica en el Fedro: «Si vence la mejor parte de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita». Platón propone así un arte de la purificación, para que el deseo de belleza llegue a su auténtico fin: la contemplación del bien y la armonía.
Sin embargo, quien sitúa el amor como centro de la persona es Agustín de Hipona. A diferencia de lo que pensaban los estoicos, Agustín cuenta con que el ser humano no es autosuficiente y desea siempre algo externo a él, la cuestión de quién sea cada ser humano solo es resoluble por medio del objeto de su deseo, y no por la suspensión del impulso desiderativo. El deseo no incapacita mi libertad interior, sino que posibilita poder salir fuera de mí para llenarme de algo que me colme. Quien no ama no desea en absoluto, y, por lo tanto, en rigor no es nadie. Para Agustín el amor no es solo deseo, sino también acción que supone entrega, negación de uno mismo, y a la vez ganancia del otro: en suma, amor como experiencia del otro en la que se comparte la propia vida. Por eso mismo, el amor engloba todo lo profundo del ser humano: memoria, afecto, voluntad. «Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado», escribe en el libro XIII de sus Confesiones.
Quizás quien haya subrayado esta idea de un modo explícito en el siglo XX ha sido Erich Fromm en su célebre obra El arte de amar. Distante y crítico con la idea de una sociedad no represiva de Marcuse, Fromm sostiene que el gran problema en el amor es que la gente piensa que es una cuestión de encontrar un objeto que nos satisfaga, cuando, en realidad, la clave está en el desarrollo de una función (ser capaz de amar). Imaginamos que tiene que haber por ahí una especie de media naranja que nos comprenderá a la perfección y con quien vamos a congeniar, pero lo cierto es que esa persona no existe, y si existe, debemos estar preparados para poder cultivar el amor como hábito y entregarnos a ella.
El arte de amar
Una cosa es enamorarse y otra permanecer enamorado. Para enamorarse, basta que el objeto suscite el deseo; para permanecer enamorado, hay que cultivar un arte de amar que propicia encauzar el deseo por otros derroteros. Es muy distinta la emoción de quien empieza a aprender violín porque ha visto a un amigo suyo tocarlo y ha quedado prendado del instrumento, de la emoción que experimenta quien domina el arte del violín y lo hace con sumo gusto. El amor es la forma de colmar el deseo de unión, de no-separación, pero el amor implica trabajo, cuidado: se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se ama. El amor es fundamentalmente un arte que se tiene que practicar y que conlleva perfeccionamiento. La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva. Mi deseo de amor no se verá colmado cuando aparezca la persona que necesito, sino cuando logre establecer en mí una disposición que me permita amar de verdad a las personas. Porque entonces seré capaz de establecer una comunión con otros, aunque ellos no sean perfectos.
La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva.
El arte de amar consigue así generar ciertas disposiciones que colman nuestro anhelo de no-soledad, probablemente el deseo más profundo del corazón humano. Los deseos se pueden entender como motivaciones que hunden sus raíces en aquello que llevo en el corazón: mi memoria, mi interpretación de la realidad, mis anhelos. Ahora bien, ¿qué es el corazón? La palabra corazón resulta ambigua desde muchos puntos de vista (entre otras razones, porque se refiere a un órgano físico), pero señala el núcleo de la persona, la raíz de la afectividad, un centro respecto al cual los objetos, las personas, las situaciones nos afectan y nos sentimos en relación con lo que pasa en el mundo.
El corazón no es solo la capacidad de sentir, o la expresión de los sentimientos. Es el yo más íntimo del ser humano: lo que hemos vivido, los sucesos que han marcado nuestra vida, quiénes somos. En él hay un sentir (nos experimentamos en relación a lo que ocurre a nuestro alrededor), una memoria (no como pura acumulación de datos, sino un relato en el que los hechos se integran, una interpretación de las vivencias), y un querer (dirigimos nuestra voluntad hacia algo). El corazón humano vive en la carencia, y la experimenta de continuo. Lo que anhela nuestro corazón es sentirse pleno, pero muchas veces no lo consigue. Poner orden en el corazón consistirá, en primer lugar, en establecer una interpretación positiva de quién soy. Esto solo es posible en la medida en que experimento un amor incondicional desde el cual puedo interpretarme.
Hacia una terapia del deseo
Mi amigo Hércules ha cruzado la treintena y empieza a pensar que convendría un cambio en su vida. Aunque es un joven apuesto, fuerte y adinerado, no está del todo contento. Se ha acostumbrado a comer y beber bien, a tener ropa cara y tecnología de última generación. Le gusta que le vean en el trabajo como un triunfador, y ya está a punto de comprarse el coche más nuevo del mercado para lucirse por la gran ciudad. Hércules a veces piensa que encarna a la perfección el prototipo de tipo moderno y cool que ve en las series de televisión. Por otro lado, aunque no es un adicto a la pornografía, le resulta muy difícil abandonar ciertos hábitos. También le tira bastante salir de fiesta y tener algún ligue de fin de semana, así se puede desinhibir de las obligaciones de la semana y sentirse acompañado. Luego lo piensa el domingo por la tarde y se siente solo e insatisfecho, pero le cuesta mucho no dejarse llevar por sus deseos el fin de semana. Quizás, en el fondo, bajo esa capa de héroe libertario, es un esclavo de sus impulsos. Aunque le gustaría tener un control racional sobre sus deseos, se inclina por creer que eso es algo imposible, solo apto para gente de la Edad Media. En un mundo donde estamos de forma constante expuestos a buscar experiencias que nos saquen de lo cotidiano, lo que se vuelve insoportable es precisamente lo cotidiano.
Hércules podría probar con una terapia del deseo que puede resumirse en tres ideas fundamentales. La primera es que nuestros deseos se fundamentan en nuestras carencias. Y la mejor manera de paliarlas no es con una satisfacción momentánea, como nos presenta la sociedad de consumo, sino mediante hábitos que permitan desarrollarnos con plenitud. Para eso hay que examinar nuestros deseos y entender por qué deseamos lo que deseamos, descubrir el vacío que está en su raíz. Tal vez Hércules desee coches caros o éxitos profesionales para sentirse afirmado en algo. Este deseo no se ve colmado en nuestra vida corriente y pensamos que alcanzando una determinada posición social seremos, por fin, alguien. Pero puede que en realidad sea más interesante buscar la afirmación en las actividades que realizamos por otros, alentados por el sentimiento de comunidad, que en la búsqueda narcisista de propia afirmación (que posiblemente será frustrante a la larga).
Hércules ha basado su vida en lo que esta le ofrece, con todos sus reclamos seductores, y tiene que darse cuenta de que lo interesante es lo que él puede ofrecer a la vida, a su comunidad. Tratar de solucionar el problema de la soledad mediante sucedáneos no conduce a nada. Detectar las carencias de fondo es una manera de entender nuestros deseos y quizás replantearse cómo conseguir paliarlas del mejor modo posible. Los deseos de no-soledad, de afirmación y de sentido encuentran su óptima satisfacción en el amor, entendido como un arte que nos abre al mundo.
La segunda idea es que en ocasiones no podemos controlar nuestros deseos de modo directo, pero sí los estímulos. Para que haya deseo, tiene que haber algo que lo provoque, una sensación o pensamiento, algo que estimule la memoria y la fantasía. En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados. Hércules a lo mejor podría moderar su uso del smartphone, la música que escucha sin pausa, todo aquello que le impide encontrar silencio interior. Si reduce el ruido que llena su mente y no tiene siempre un reclamo, podrá comenzar a ser dueño de su vida.
En tercer lugar, como bien apuntaban los estoicos, muchas veces nuestros deseos se ven apaciguados cuando valoramos de forma adecuada el objeto del deseo. Por ejemplo, cuando Hércules desea comprar un móvil de última generación, si se da cuenta de que es un objeto destinado a caducar, su deseo se puede ver algo aquietado, ya que lo considera en su justa medida. En este sentido, considerar el posible fracaso del deseo y asumirlo me ayuda a no frustrarme si no se ve colmado. Imaginemos que quiero viajar a un país exótico: en la medida en que valoro el objeto del deseo y considero que es algo que puede salir mal (retrasos en el vuelo, mal tiempo, precios caros, comida mala…), a partir de ahí, si las cosas van bien, será porque es un regalo que me ofrece la vida. Si mis expectativas son bajas, todo aporta, ya que viviré siempre más de lo que espero, y quizás disfrutaré de cosas que antes pasaba por alto.
En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados.
La estrategia de minimización mediante este ejercicio de examen del deseo resulta muy provechosa. Lógicamente, no se trata de no desear (hemos visto que el deseo es necesario), sino de evitar frustraciones innecesarias. Vivir como si no tienes nada hace que todo sea ganancia. Entonces podrá apreciar el valor de los pequeños placeres de la vida, que son siempre un regalo. Para salir de la monotonía, no hay que huir de lo cotidiano, sino mirarlo de otro modo.
El deseo, antes que reprimirlo, hay que comprenderlo. Una vez vislumbramos sus raíces profundas, se revelan nuestras carencias existenciales más básicas: el miedo a la soledad, la ausencia de proyectos claros en nuestra vida, la incapacidad de encarnar los valores que dan sentido a lo que hacemos. Ahora bien, sin un adecuado arte de amar, nunca integraremos los deseos en un relato acorde con nuestra propia identidad. La tarea de la educación en el siglo XXI está en empezar a trabajar las disposiciones del corazón: la pregunta clave no es qué queremos saber o hacer, sino quiénes queremos ser.
Manuel Cruz Ortiz de Landázuri en nuestrotiempo.unav.edu
Benigno Blanco Rodríguez
«El Señor de los Anillos» es una parábola que refleja el mundo y el corazón humano desde una cosmovisión cristiana
Avance
En estos tiempos de incertidumbre, el filólogo y escritor británico J.R.R. Tolkien (1892-1973) merece la consideración de «maestro de la esperanza» por su obra cumbre El Señor de los Anillos. Cabe ver en la peripecia del protagonista, Frodo, y sus compañeros numerosos rasgos de esperanza, apunta Benigno Blanco. Comenzando por la disposición de alguien tan poco apto para la aventura como el insignificante hobbit, que, sin embargo, acepta su misión, sale de la Comarca y afronta riesgos que ni conoce ni puede prever. Y siguiendo por la amistad que forja con sus compañeros de aventura, de suerte que nunca está solo, lo cual contrasta con el miedo y el odio de los que se rinden al anillo, como Sauron, Gollum o los orcos. Por último, en la saga se plasma acaso el rasgo más definitivo de la esperanza: la convicción de que hasta el mal puede estar al servicio del bien, como se puede comprobar en el desenlace, cuando es Gollum quien, finalmente, destruye el anillo. Tal idea era tan importante que Tolkien acuñó el término eucatástrofe, que designa las situaciones terribles que culminan en alegría.
Deduce de todo ello el autor que El Señor de los Anillos es «una parábola que refleja el mundo y el ser humano desde una cosmovisión llena de esperanza», como era la perspectiva cristiana de Tolkien. En el pulso entre el bien y el mal, juegan un decisivo papel la libertad y la responsabilidad de cada persona. Vivir con esperanza es asumir que cada uno estamos inmersos en una gran historia; y que cada uno debemos realizar nuestra misión, sin que sea disculpa carecer de las cualidades del héroe, subraya Benigno Blanco.
Articulo
Es evidente que vivimos en tiempos de incertidumbre. El mito del progreso vigente desde la Ilustración ya no es creíble y el vago optimismo ambiental generado tras la caída del sistema soviético se ha demostrado infundado. Hoy sabemos que el progreso no está garantizado y que el optimismo no pasa de ser algo meramente subjetivo o una lectura incierta de datos confusos. Solo nos queda la esperanza; pero ¿qué es la esperanza?, ¿dónde encontrarla? J.R.R. Tolkien, maestro de la esperanza, nos da pistas en esta indagación.
Tras la ilusión del «fin de la historia» que embargó a muchos tras la caída del sistema soviético, la globalización y el desarrollo tecnológico con que comenzó el siglo XXI, hemos entrado en una época de convulsiones e inseguridades aceleradas desde la crisis económica de 2008.
No es extraño que hoy muchos busquen razones para la esperanza, pues en el subconsciente de Occidente está la antigua afirmación de Saulo de Tarso: «la esperanza no defrauda» (Rom. 5.5), que —no por casualidad— es la frase con la que comienza la bula de convocatoria del jubileo del año santo de 2025 hecha por el Papa Francisco, tan sensible a las necesidades de los hombres de hoy. Uniéndome a ese anhelo de razones para la esperanza no puedo evitar pensar en la obra magna de Tolkien, El Señor de los Anillos, pues el autor británico es maestro de la esperanza y, por tanto, un maestro necesario para nuestra época.
El pensador coreano Byung-Chul Han acaba de regalarnos en 2024 una oportuna reflexión sobre El espíritu de la esperanza en la obra con ese título publicada en español por la editorial Herder. Según Han, rasgos constitutivos de la esperanza son los siguientes:
— La esperanza despliega todo un horizonte de sentido… nos regala el futuro;
—nos hace ponernos en camino, nos brinda sentido y orientación;
—sale en busca de lo nuevo… de lo que jamás ha existido;
—no da la espalda a las negatividades de la vida;
—no aísla a las personas… El sujeto de la esperanza es un nosotros;
—es un todavía no; está abierta a lo venidero, a lo que aún no es;
—nos hace creer en el futuro;
—no aísla, sino que vincula y mancomuna (a diferencia del miedo y la angustia);
«La esperanza —nos dice Han— se caracteriza fundamentalmente por su entusiasmo, su afán. (…) Desarrolla una fuerza de salto para actuar (…) una narrativa que guía las acciones (…) Sueña activamente (…) es una fuerza, un ímpetu» (pág. 45-46)
Es una muy buena descripción de los rasgos de la esperanza que se ponen de manifiesto en la trama y los personajes de El Señor de los Anillos, historia preñada de esperanza como se puede ver —de forma especial— en las vicisitudes biográficas de su personaje principal: Frodo Bolsón, el portador del anillo del poder y encargado de su destrucción.
A priori, Frodo no parece contar con el perfil de un héroe, sino más bien todo lo contrario. En un mundo de grandes guerreros, magos poderosos, elfos inmortales y señores de la guerra de linajes impresionantes, Frodo no es más que un pequeño hobbit; es decir pertenece a la raza menos apta en principio para las grandes aventuras y las heroicidades. ¿Qué característica hace a Frodo apto para tan alta misión? Que acepta su vocación, su misión, que nunca dice que no a las responsabilidades que la vida le plantea, que hace lo que debe hacer, aunque sea consciente de que carece de las cualidades para afrontar lo que le corresponde, que sigue adelante incluso contra toda esperanza. Frodo es capaz de salir de su comodidad, de la Comarca, y afrontar riesgos que ni conoce ni puede prever. Así es la esperanza.
Como le dice Gandalf a Frodo, al comienzo del relato, cuando le explica qué es el anillo y le pide que lo lleve consigo fuera de la Comarca para evitar que caiga en manos de los Jinetes Negros: «Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron». Vivir con esperanza es asumir que estamos inmersos —como Frodo— en una gran historia; cada uno somos —como Frodo— una misión; y cada uno —como Frodo— debemos realizar nuestro papel. No es disculpa carecer de cualidades para el papel de héroe…. Se trata de abrirse al futuro, con esperanza.
La esperanza mancomuna
Quien da ese paso, descubre que no está solo; la esperanza se abre a los demás, «mancomuna» como dice Han. La Tierra Media y sus habitantes no están solos. Alguien vela por ellos, cuentan con la ayuda que precisen para enfrentarse al mal. La manifestación más fuerte en El Señor de los Anillos de esa ayuda son los amigos. Por el contrario, los que se rinden al anillo y su poder no tienen amigos: ni Sauron ni Saruman, ni los orcos ni Gollum, tienen amigos; su rasgo distintivo es la soledad; su relación con los demás se reduce al dominio y la utilización de los otros; no tienen familia ni aman a nadie; aquellos que colaboran con ellos lo hacen por miedo, como los orcos, o sometidos a un poder que les domina como los Jinetes Negros. En el mundo de Mordor no hay sitio para el amor y la amistad. Es significativo también que en la Compañía del Anillo hay un número impar de miembros y el traidor, Boromir, es el desparejado, el que no tiene amigos. La soledad, la ausencia de amigos, es síntoma de que algo no va bien, de que el peligro de traición a la propia misión está vivo y acecha cerca.
Se puede contar con Gandalf, el mago poderoso, pero éste raramente actúa frente al enemigo por sí mismo y con sus fuerzas, pues eso anularía la responsabilidad de los personajes que —como Frodo o Aragorn— tienen que construir la historia con su trabajo y su lealtad a su misión. Gandalf transmite doctrina y es pedagogo de la tradición y la vieja sabiduría, llama a las personas a su misión, informa, pone en contacto a los opositores del anillo, pero solo actúa directamente frente al enemigo en casos muy excepcionales, como a las puertas de Gondor, cuando se enfrenta personalmente al príncipe de los Jinetes Negros. La labor de Gandalf es promover el uso responsable de su libertad por parte del resto de protagonistas de la lucha contra el anillo. Tener esperanza no exime del ejercicio responsable de la propia libertad.
En este juego de equilibrios entre esperanza y libertad, hasta el mal puede estar al servicio del bien. Este es un rasgo de la esperanza que Han no capta o no refleja, al menos. Sin esta convicción es imposible la esperanza pues el mal existe. Esta idea era tan importante para Tolkien que hasta inventó una palabra para nominar este hecho: eucatástrofe, término que —traducido libremente— designa las situaciones terribles que culminan en alegría. Tolkien era cristiano y en su novela queda patente este singular rasgo de la específica esperanza cristiana: Los hombres no podemos sacar bien del mal pero Ilúvatar —Dios en la mitología tolkiana— sí puede hacerlo y de hecho desde el principio lo previó, según nos cuenta Tolkien en el Silmarillion al relatar la creación del mundo.
La creación es una canción de Ilúvatar (Dios) y, con Él y a invitación suya, de los Valar (ángeles). Melkor (Satán) introduce temas por su cuenta en esa canción separándose así de la sinfonía divina e Ilúvatar le dice: «Nadie puede alterar la música a mi pesar. Aquel que lo intente probará que es solo un instrumento para la creación de cosas aún más maravillosas». Es decir, los que intenten estropear la creación no sólo no lo conseguirán, sino que la harán más esplendorosa.
El papel de Gollum
En El Señor de los Anillos se cumple esa profecía. Ejemplo paradigmático es el caso de Gollum, el hobbit que encontró el anillo, mató por él y vivió cientos de años en la soledad más absoluta adorando a su tesoro por miedo a que se lo robasen, hasta que se encuentra con Bilbo Bolsón y éste se lleva el anillo iniciando así la historia que nos ocupa. Durante toda la secuencia que relata El Señor de los Anillos, Gollum va detrás del anillo, su obsesión, y esa persecución le lleva a encontrarse con Frodo y Sam a los que, juramentado, conduce hasta Mordor con la intención de que sean devorados por Ella- Laraña y así poder él recuperar el anillo. Esa es su intención, pero de hecho lo que consigue es que, con su ayuda, Frodo y Sam puedan acceder al interior de Mordor y llegar al Monte del Destino donde el anillo debe ser destruido en el fuego en que se forjó. Sin Gollum, el portador del anillo no hubiese llegado a su destino.
Al final, cuando Frodo está ante las grietas del Monte del Destino y se dispone a arrojar el anillo, se produce esa escena impresionante en que Frodo traiciona su misión: «»He llegado. Pero he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El anillo es mío!» Y de pronto se lo puso en el dedo». (pág. 995). Sabemos cómo sigue la escena: Gollum ataca a Frodo para arrebatarle el anillo y se lo arranca de un mordisco junto con el dedo en que lo tiene puesto y cae al fuego. Quien destruye el anillo es pues Gollum, no Frodo. Sin Gollum el anillo no habría sido destruido y Frodo se habría convertido en un señor oscuro a las órdenes de Sauron o en algo peor.
La decisión en distintos momentos de la historia de Bilbo, Gandalf, los elfos, Frodo y Sam de no matar a Gollum cuando pudieron hacerlo es lo que, a la postre, permite que Gollum esté allí a la vera de Frodo en el Monte del Destino en la hora suprema. ¡Qué gran enseñanza para esos que quieren acelerar impacientemente el advenimiento del bien, deparando muerte y destrucción!
Destruido el anillo, en los fastos de celebración en Gondor, Aragorn y Gandalf se ponen de rodillas ante Frodo y Sam y los homenajean como a los que han logrado destronar a Sauron con la destrucción del anillo. ¿Cómo es esto así si Frodo al final traicionó su misión y se puso el anillo en vez de arrojarlo al fuego? Porque Frodo hizo todo lo que estaba a su alcance heroicamente, aunque sus fuerzas no llegaron para culminar su tarea. Lo que Tolkien propone es que hagamos —con esperanza— lo que está en nuestras manos, no que seamos eficaces en términos de productividad.
A Frodo se le premia como al destructor del anillo porque hizo lo que podía y sus fuerzas no dieron más que para llegar al Monte del Destino con el anillo. Que sus fuerzas no llegasen a arrojarlo al fuego, no resta un ápice a su heroísmo ni a su fidelidad a la misión. Si uno hace lo que puede, el autor de la historia, el que vela por el bien en esta historia, hace el resto, utilizando para el bien instrumentos tan extraños como Gollum y su obsesión por poseer el anillo.
Parábola que refleja el mundo
El Señor de los Anillos es una parábola que refleja el mundo y el ser humano vistos con ojos cristianos —esos eran los de Tolkien—, es decir con los ojos de quien asume una cosmovisión llena de esperanza; es la historia de la lucha entre el bien y el mal, pero con la singularidad respecto a otras obras de ficción de que en la novela de Tolkien esa lucha se desarrolla no solo a nivel cosmológico sino en el interior de cada uno de los personajes. En El Señor de los Anillos, las razones para la esperanza radican en la responsabilidad de cada personaje que se entreteje con la historia global. Del comportamiento de cada personaje depende el triunfo del bien o del mal a nivel cosmológico, como sucede en la historia real de los hombres según la perspectiva cristiana. Como escribió un santo español del siglo XX: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides- dependen muchas cosas grandes» (San Josemaría, Camino, nº 755).
Byung-Chul Han describe muy bien la esperanza como fuerza histórica y personal, pero no nos da ninguna razón para tener esperanza. Tolkien, como cristiano, nos describe un mundo en que hay una providencia que nunca aparece, pero está ahí —Gandalf es su manifestación más visible— y que funda y fortalece la esperanza de Frodo y sus amigos.
Podríamos preguntarnos si es posible la esperanza sin fe en Dios; la respuesta nos la da Ratzinger/Benedicto XVI con su propuesta de vivir y organizar nuestra convivencia como si Dios existiera, como si nos amara, pues así sostendríamos una sociedad más justa y humana (cfr. Vivir como si Dios existiera. Una propuesta para Europa, libro editado por Ricardo Calleja con los textos más significativos de Ratzinger sobre esta idea).
Benigno Blanco en nuevarevista.net
Sergio Luis Caro Arroyo
Introducción
La argumentación que se propone busca debatir los planteamientos que Amy Gutmann elabora en torno a la idea de educación democrática, esto, mediante el análisis de la crítica de la política agonística que Chantal Mouffe dirige en contra de la política deliberativa; si bien es cierto que el punto nodal de la crítica de Mouffe se centra directamente en la idea de consenso (esencial en la deliberación), en cualquier caso, ella sugiere una comprensión de lo político no reducible al procedimiento deliberativo, del cual, sin embargo, no prescinde de manera definitiva. Así, permite una lectura de la democracia en la que el agonismo y la deliberación son complementarios. La intersección de la política agonística y la deliberativa deviene en una concepción de la democracia en la que se articulan las ideas de procedimiento racional y consenso, sin que se afecten la contingencia y la apertura permanente de lo político, que se siguen del conflicto y la confrontación pluralista de centros de poder que aspiran a la hegemonía política. Este primer acercamiento tiene como propósito matizar el sentido de lo democrático en la idea de una educación democrática, por lo cual se defiende que la actitud política de un ciudadano democrático no radica en su disposición para integrarse sin más en un determinado sistema de instituciones y procedimientos sociales, sino que consiste en participar en ese sistema bajo la pre- misa de la contingencia del mismo, porque es solo tal disquisición la que daría lugar a acciones críticas tendientes a transformarlo.
Política y educación
La educación puede ser comprendida como una forma de acción política, dado que ella es un proceso que difícilmente se podría desligar del conjunto de las acciones sociales que tienen incidencia en la construcción de la ciudadanía en una comunidad política. Por otra parte, el ejercicio político que se realiza en una sociedad puede ser considerado como una acción educativa, puesto que interviene de manera sustancial en la construcción de la sociedad y, por ende, en la formación de los aspectos económicos y culturales que dan concreción y significado a la educación; en otras palabras, la acción educativa afecta la política, porque de ella depende en gran medida la formación ciudadana que define el compromiso y la conciencia de pertenencia a la colectividad política (Touraine, 2000).
La reflexión sobre los fines de la educación en su conexión con lo político pasa por cuestiones tan delicadas como las relativas al tipo de autoridad que debe mediar la relación educativa entre niños y adultos, en lo que respecta al valor de la tradición y al derecho de los niños, en virtud de la novedad que ellos representan para el mundo, de poder participar en la construcción de su futuro [1] (Arendt, 1996), y al efecto de esto en la capacidad de los niños y jóvenes de juzgar y autodeterminarse moralmente (Adorno, 1993). Igualmente, cabe considerar el tema del fortalecimiento de la conciencia ciudadana, para que sea posible el compromiso moral con relación a un proyecto de sociedad pluralista (Touraine, 2000).
En la relación entre educación y política, autores como John Dewey (2004, 2011), Amy Gutmann (2001) y Guillermo Hoyos (2008, 2013a, 2013b), entre otros, privilegian una política de corte democrático, porque se entiende que ésta logra articular las demandas de libertad y autonomía de la persona en el contexto de su dimensión moral, con los compromisos que exige el ejercicio de la autoridad política de un orden social [2]. Con este propósito, el sistema de gobierno democrático se caracteriza esencialmente por tener una organización que busca beneficiar a sus gobernados, al mismo tiempo que garantiza que sean precisamente los gobernados los que decidan sobre qué es aquello que los beneficia (Lafont, 2011).
Bajo esta mirada, el proyecto de una educación democrática tendría por condiciones proteger la capacidad de autodeterminación moral de los individuos, y con ello la libertad (y el pluralismo que se genera del ejercicio de la misma), así como promover una ciudadanía basada en la cooperación social reflexiva [3] (Honneth, 1999), el razonamiento público [4] (Sen, 2010); y su compromiso con la distribución de la autoridad y los procedimientos decisorios característicos del autogobierno democrático (Bobbio, 1986), debidos a su participación en el ejercicio colectivo de la soberanía. Estas condiciones conllevan una serie de consecuencias que afectarían la comprensión del rol de los diferentes agentes educativos, en lo relativo a los criterios que utilizan para orientar sus acciones, así como en las categorías que están en la base de la manera como ellos comprenden el proceso educativo en el contexto de la sociedad democrática. Por lo anterior, el presente escrito se constituye como un acercamiento filosófico que busca discutir y avanzar en la comprensión de la normatividad de la idea de educación democrática.
Uno de los problemas centrales en torno a lo que significa una educación democrática es el de entender el sentido que lo político puede imprimir en la definición de lo democrático en el contexto educativo, dado el amplio espectro de interpretaciones sobre lo político y la democracia que participan del debate filosófico-político contemporáneo [5]. Esta dificultad exige delimitar el significado de “educación democrática” a partir de la identificación de una concepción de lo político que satisfaga las condiciones de la democracia mencionadas arriba, al mismo tiempo que las exigidas por las necesidades formativas propias de la educación. Con respecto a esto, la discusión se desarrolla entre varias posturas [6], en las cuales se pueden reconocer dos extremos: aquellas posturas libertarias, que no ven que la educación ciudadana puede desempeñar función alguna y el otro extremo, conservador, que considera que la formación de ciudadanía está centrada en la defensa de una nación. En medio de estas se encuentran concepciones de la educación que están centradas en la formación de una ciudadanía más bien crítica, y dentro de estas los más reconocidos son el enfoque deliberativo y el agonístico.
Por lo anterior, la discusión se limita aquí al contexto del debate de los enfoques deliberativo [7] y agonístico de la política democrática, en las versiones de Amy Gutmann y Chantal Mouffe, respectivamente. Frente a esto, se asume el argumento de Isaiah Berlín (2014), según el cual “cuando hay acuerdo sobre los fines, los únicos problemas que restan son referidos a los medios, y estos problemas no son políticos sino técnicos” (p. 55). La política agonística y la deliberativa están de acuerdo en la comprensión de la ciudadanía como un ejercicio que incluye la crítica como forma de agencia constitutiva de lo social; además, en ambas perspectivas se desarrollan con igual importancia conceptos como participación, pluralismo o libertad. No obstante, existe un desacuerdo aparentemente insuperable, a saber, en el entendimiento de lo político como conflicto y confrontación, para el agonismo, y como deliberación racional y consenso, para el caso de la política deliberativa [8]. Así, una de las cuestiones que se tratan en este trabajo es la de las consecuencias morales y políticas (prácticas) que tiene para la comprensión de la educación democrática la afirmación radical de la dicotomía insalvable entre política deliberativa y agonística [9].
La discusión entre los modelos deliberativo y agonista permite evidenciar sentidos distintos (y aparentemente contrapuestos) acerca de la dimensión política de la democracia y de aspectos de la misma relativos a la comprensión de lo propiamente político del pluralismo, la participación, la ciudadanía y el consenso; lo cual influye en lo que podamos entender por educación democrática. Ante este panorama, el presente texto analiza tales aspectos, con el propósito de precisar la real magnitud de la sugerida dicotomía entre la agonística y la deliberación de los modelos de la democracia.
Por lo anterior, el presente trabajo propone, mediante el análisis de las ideas de pluralismo, participación, ciudadanía, autonomía y consenso, en el contexto del debate entre política deliberativa y agonística de la democracia, una comprensión de la educación democrática que integra los requerimientos de ambos modelos, en el sentido de que se precisa que la idea de política deliberativa defendida por Gutmann, así como la crítica de Mouffe, aportan reflexiones complementarias entre sí, las cuales, además de satisfacer las condiciones de autodeterminación (individual y colectiva), autogobierno, cooperación y participación y crítica, exigidas por los ideales moral y político de la democracia; sirven para trazar una serie de tareas [10], sobre todo conceptuales, tendientes a configurar el perfil normativo de la idea de educación democrática. Estas tareas de análisis profundizan en la comprensión de la ciudadanía como participación (Kymlicka, 1996; Nussbaum, 1999; Habermas, 2010; Höffe, 2007), así como en la relación que ésta tendría con una lectura inter-subjetivista del concepto de autonomía; las cuales devienen en la formulación de un principio de reconocimiento (Forst, 2005, 2012, 2014 y Honneth, 1997a, 1997b, 2014), esencial para comprender las diferentes fuentes de compromiso moral que se generan a partir de las relaciones cotidianas de las personas, y que pueden beneficiar la práctica educativa orientada a la formación de una ciudadanía democrática crítica y participativa.
La educación democrática en la intersección de la agonística y la deliberación
Una de las tareas iniciales para comprender lo que significa una educación democrática consiste en dilucidar lo que la democracia exige de sus ciudadanos (Clark, 1999). Esta tarea implica entender, primero, el sentido que lo democrático puede imprimir en lo educativo, cuestión que se torna compleja por la variedad de enfoques en disputa hoy sobre la democracia. Por esto, en esta sección nos limitaremos a discutir la aparente oposición entre la concepción deliberativa de la democracia y la concepción agonista. Una de las razones que conduce a la disyuntiva entre democracia deliberativa y democracia agonista es la comprensión de lo político que cada enfoque adopta. En este sentido, Julián González (2014) señala en relación con este debate que “lo político ha de comprenderse bien desde una arista consensual o bien desde su costado más conflictivista” (p. 63); en ambos casos, una de las cuestiones de fondo se podría identificar con la diferencia del posicionamiento de cada perspectiva frente al pluralismo de las sociedades contemporáneas, y a la comprensión del papel de las diferencias en la dinámica de política democrática.
Bajo este entendido, la teoría deliberativa de la educación de Amy Gutmann defiende que la deliberación es la virtud democrática por excelencia y aquella necesaria para que exista una ciudadanía capaz de participar en la construcción consciente de la sociedad y en el ejercicio colectivo del poder político. Por su parte, Chantal Mouffe opina que la concepción de la democracia basada en las ideas de deliberación y consenso racional obedece a una comprensión errónea de lo político, dado que la idea de consenso conduce a la eliminación de las diferencias, mediante la construcción de una identidad que supone lograr el acuerdo; por lo cual, se expone al riesgo latente de la homogenización moral y a la negación del pluralismo, de allí que para esta autora lo político se refiera a lo antagónico, al conflicto que es constitutivo de las sociedades humanas (Mouffe, 2007, p. 16).
En este apartado se exponen algunos elementos de cada enfoque, con el propósito de hacer visibles los puntos de convergencia en lo relativo a aspectos como el pluralismo, el consenso, la participación y la ciudadanía.
Enfoque agonístico de la democracia
El modelo agonístico o radical de la democracia se presenta como una crítica al modelo deliberativo [11]. En líneas generales podemos identificar al menos dos críticas fuertes a este último paradigma: primero, que la idea de la política como consenso racional, que caracteriza a la democracia deliberativa, es incapaz de aprehender la dinámica política de la democracia moderna (Mouffe, 2012b), y segundo, el modelo deliberativo según Mouffe es “conceptualmente erróneo […] [e] implica riegos políticos” (Mouffe, 2012b. p. 10). La razón de lo anterior es que, al parecer, desde el punto de vista de Ernesto Laclau y especialmente de Chantal Mouffe, el modelo deliberativo erradica el conflicto y el antagonismo de la democracia (Mouffe, 2012b. pp. 61-64; 2007, pp. 36).
Podríamos identificar el enfoque de la democracia radical como un intento por redescribir el marxismo como teoría de la sociedad y de la política. Chantal Mouffe y Ernesto Laclau (2010) desarrollan una crítica a la idea del marxismo clásico de corte leninista que, embebido en un ideal racionalista, entiende que la historia, la sociedad y el sujeto son realidades homogenizables, determinables mediante la apropiación intelectual que supone el presupuesto epistemológico que las considera como realidades cuantificables, es decir, que ellas son de alguna manera, reducibles o articulables en una totalidad o unidad la cual se expresa en la tradición marxista bajo el concepto de “hegemonía” (Laclau y Mouffe, 2010). Para Mouffe y Laclau la totalidad o la identidad que el concepto de hegemonía busca fijar o articular opera conforme a una lógica que presupone la estabilidad de las realidades referidas, eliminando así la contingencia de lo político mediante la afirmación de la necesidad histórica del proyecto socialista. Es decir, el concepto de hegemonía articula los fragmentos pertenecientes a la totalidad ya dada de la sociedad y el sujeto con la necesidad histórica del proyecto socialista (Laclau y Mouffe, 2010); en este sentido, el concepto de hegemonía en el marxismo ortodoxo lo que hace es establecer una identidad esencial de lo político.
Frente a lo anterior, la reflexión de Mouffe y Laclau consiste en comprender la articulación de la hegemonía como práctica discursiva, en la cual la identidad de los elementos que se estructuran no subyace a la práctica misma, sino que emerge de esta, de las relaciones que la práctica discursiva produce, en la medida que el discurso fija parcialmente un momento de la totalidad posible; por lo cual, el sentido de lo que se llame objetivo no puede ser comprendido al margen de las condiciones discursivas de las que surge (Laclau y Mouffe, 2010). Esta interpretación se opone a la idea de que la sociedad, la historia y el sujeto puedan ser concebidos como realidades homogéneas u homogenizables, y da apertura a categorizaciones que funcionan como alternativa a las posibilidades de valor binarias contenidas en la lógica monotónica:
El carácter incompleto de toda totalidad lleva necesariamente a abandonar como terreno de análisis el supuesto de “la sociedad” como totalidad saturada y autodefinida. La sociedad no es un objeto legítimo del discurso. No hay principio subyacente único que fije –y así constituya– al conjunto del campo de las diferencias. La tensión irresoluble interioridad/exterioridad es la condición de toda práctica social: la necesidad solo existe como limitación parcial del campo de la contingencia. Es en el terreno de esta imposibilidad tanto de la interioridad como de la exterioridad totales, que lo social se constituye. Pero el hecho mismo de que la reducción de lo social a la interioridad de un sistema fijo de diferencias es imposible, implica que también lo es la pura exterioridad, ya que las identidades, para ser totalmente externas las unas respecto a las otras, requerirían ser totalmente internas respecto a sí mismas: es decir, tener una identidad plenamente constituida que no es subvertida por ningún exterior. Pero esto es precisamente lo que acabamos de rechazar. Este campo de identidades que nunca logran ser plenamente fijadas es el campo de la sobre-determinación (Laclau y Mouffe, 2010, p. 151).
En este pasaje los autores plantean cierta paradoja en la articulación hegemónica del poder, al hacer visible la imposibilidad de fijar definitivamente en la teoría las identidades de los elementos (sujeto, historia, sociedad) que se involucran en la política. La imposibilidad se manifiesta en que el discurso que demarca la objetividad posible nunca puede subsumir lo social totalmente, pero tal parcialidad no se explica porque algo como la esencia o el significado de lo social sea inaprehensible, sino precisamente porque hay un exceso de significados, una sobre-determinación de lo social que hace imposible la identificación absoluta al mismo tiempo que la no identificación absoluta (Laclau y Mouffe, 2010). En consecuencia, la fijación definitiva de las identidades resulta irrealizable, precisamente porque existe en el discurso la necesidad de fijarlas. Esta idea permite ir configurando un perfil de lo que se podría comprender como educación democrática: si se asume el carácter contingente de toda identidad, por razón del reconocimiento de su naturaleza discursiva, entonces, propósitos educativos como la formación ciudadana o el desarrollo moral no se podrían realizar como prácticas de adoctrinación orientadas al fomento de virtudes cívicas asociadas a la defensa de una nación, o al perfeccionamiento ético conforme a un ideal particular de bien. Por el contrario, dicha propuesta exige más bien que los objetivos educativos sean lo suficientemente abiertos y flexibles como para no convertirse en formas de exclusión o discriminación.
La imposibilidad de determinar lo social no supone que exista una exterioridad [12] que así lo delimite. Para Mouffe y Laclau, la antinomia entre la contingencia de lo social y la necesidad discursiva que busca fundar lo social no se explica en relación con una instancia distinta, ni mediante la oposición real o la contradicción (Laclau y Mouffe, 2010), sino gracias a la experiencia del antagonismo, entendida como
la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo […]. En la medida que hay antagonismo yo no puedo ser una presencia plena para mí mismo. Pero tampoco lo es la fuerza que me antagoniza: su ser objetivo es un símbolo de mí no ser […] (Laclau y Mouffe, 2010, p. 168).
En este sentido, el antagonismo expresa “la imposibilidad de constituir una forma de objetividad social que no se funde en una exclusión originaria” (Mouffe, 1999, p. 12), es decir, el antagonismo no es producto de la institucionalización parcial de lo social que realiza el discurso, por el contrario, muestra el límite o la imposibilidad de dicha institucionalización. Sin embargo, lo antagónico aquí tampoco se refiere a alguna condición objetiva que determine la oposición de quienes antagonizan, porque esto supondría que el antagonismo es una construcción ya dada en el sistema discursivo, por lo cual podríamos afirmar que el antagonismo se refiere más a la situación en la cual no es posible que el discurso subsuma completamente lo social, a la vez que no es posible lo social sin algún tipo de discursividad que lo funde.
En este sentido, la hegemonía, como forma de articulación de lo político, no se comprende como una práctica que opera sobre un orden natural o trascendental de lo social, sino como un conjunto de acciones que crean o configuran lo social, de manera que la posibilidad de transformación se mantiene siempre latente. En este sentido, la comprensión política de las prácticas educativas en el contexto de una democracia tendría que privilegiar que las acciones pedagógicas que se realicen se orienten a generar experiencias de aprendizaje que promuevan la participación y cooperación de los estudiantes, en el entendido de que son precisamente este tipo de acciones las que están en la base del ejercicio de una ciudadanía comprometida con la construcción de una cultura cada vez más democrática.
El modelo agonista comprende que la idea de consenso, que expresa la pretensión del modelo deliberativo de aportar un procedimiento por medio del cual sea posible “superar el conflicto entre los derechos individuales y las libertades, por un lado, y las demandas de igualdad y participación popular por otro” (Mouffe, 2012b, p. 25), funciona como un mecanismo que contiene una forma hegemónica para la estabilización del conflicto. El consenso, para estos autores, tiene como efecto la desaparición de formas legítimas de resistencia en contra de las relaciones de poder dominante (Mouffe, 2012b); además, elimina la posibilidad de relaciones políticas genuinas, en el sentido de que, para Mouffe, dichas relaciones se constituyen sobre la base de la oposición amigo/enemigo propuesta por Carl Schmitt, según la cual, la identificación mutua de los integrantes de un grupo con respecto a una forma de acción colectiva, constituye la construcción de un “nosotros”, el cual se expresa como una forma de identidad política, que es solo posible gracias al reconocimiento de su opuesto, un “ellos”, que se refiere a las agrupaciones que se producen en torno a puntos de vista sobre la acción colectiva diferentes al nuestro, de manera que la posibilidad del “nosotros” tiene por condición la diferencia con respecto a un “ellos”. En este orden de ideas, cuando se piensa la política como consenso, como el acuerdo de todos con respecto a un único punto de vista acerca de la acción colectiva, entonces, se erradica la posibilidad del “ellos” y, por tanto, la posibilidad misma de la política [13]; de allí que Mouffe (2104) considere que la cuestión esencial de la democracia
[…] no reside en cómo llegar a un consenso logrado sin exclusión, ya que esto exigiría la construcción de un “nosotros” que no tendría su correspondiente “ellos”. Esto es imposible, pues la condición misma de constitución de un “nosotros” es la demarcación de un “ellos”. La cuestión central es entonces cómo establecer esta distinción nosotros/ellos, que es constitutiva de la política, de manera tal que sea compatible con el reconocimiento del pluralismo. El conflicto en las sociedades democráticas liberales no puede –ni debería– ser erradicado, ya que la especificidad de la democracia pluralista es precisamente el reconocimiento y legitimación del conflicto (pp. 25-26).
La sociedad se presenta, entonces, como un entramado de relaciones de poder que no pueden ser erradicadas, por lo que el proyecto de la democracia radical y plural de Mouffe es consciente que de lo que se trata es de “transformarlas, renunciando al mismo tiempo a la ilusión de que podríamos liberarnos completamente del poder” (2012b, p. 39). En una sociedad comprendida de este modo, el agente político debe reconocer que sus pretensiones e intereses son particulares y limitados, de manera que no es posible que en la sociedad democrática un actor social tenga el derecho de atribuirse la representación de la totalidad de los actores (Mouffe, 2012b). Para Mouffe no hay algo así como un punto de vista político neutral o una condición imparcial que suponga de antemano una ventaja teórica o práctica en la dimensión antagónica de la sociedad (2012b).
Ahora bien, si éste es el tipo de sociedad y comunidad política que se concibe desde el modelo agonista de la democracia, entonces, ¿cuál es el tipo de ciudadano que en ella se define? En la concepción de comunidad política de la agonística de Mouffe, se defiende la imposibilidad de formular la existencia de una idea de bien común que vincule de manera incondicional a todos los individuos que pertenecen a ella (Mouffe, 2014). Sin embargo, la misma idea de comunidad política exige que exista un vínculo entre sus integrantes, el cual se expresa, según Mouffe, de la siguiente manera:
Lo que compartimos y lo que nos hace ciudadanos en un régimen democrático liberal no es una idea sustantiva del bien sino un conjunto de principios políticos específicos de dicha tradición: los principios de libertad e igualdad para todos. […] Ser ciudadano es reconocer la autoridad de aquellos principios y las reglas en los cuales se encarnan, basar sobre ellos nuestro juicio político y nuestras acciones. Estar asociados en términos de los principios liberales, ese es el sentido de la ciudadanía que quiero exponer (2012a, pp. 290-291).
La definición de ciudadanía de Mouffe parte de la distinción formulada por Michael Oakeshott entre universitas y societas (Mouffe, 2012a). En el caso de la universitas, la comunidad o asociación política se entiende como aquella en la que el vínculo social se justifica por la consecución de un fin específico asociado a un ideal de bien; en cambio, para el caso de la societas, la asociación se articula en relación con un conjunto de reglas, las cuales expresan el interés común de los asociados en definir una serie de condiciones morales que permitan orientar la acción en el contexto social. Dichas reglas posibilitan la creación de una identidad política, que a su vez permite la interacción entre grupos con distintos ideales de bien. El propósito de tales reglas no consiste servir de instrumento para promover los intereses particulares de un grupo específico, sino en que se reconozcan y promocionen todos los intereses particulares de todos los grupos que constituyen la sociedad democrática. En este contexto, la dimensión antagónica exige además el reconocimiento de que todo posible acuerdo en relación con las reglas admitidas es siempre la expresión de un poder hegemónico, que solo representa una alternativa posible y provisional del orden social y nunca la totalidad o expresión definitiva del mismo.
En este sentido, la ciudadanía en la democracia radical se entiende como una forma posible de identidad política, que se caracteriza porque permite la interacción entre los diferentes fines definidos por las ideas de bien de los diferentes grupos, sin que eso signifique no ser conscientes de que el reconocimiento de dichas reglas supone ya una forma de sumisión a un poder hegemónico que, sin embargo, se comprende como constituido y por esto, como transformable o sustituible, gracias, precisamente, a que la ciudadanía es su principio constitutivo (Mouffe, 2012a).
En resumen, en este aparte se ha mostrado que el modelo agonista interpreta la política como un espacio de conflicto, en donde el reconocimiento acerca de la imposibilidad de eliminar el desacuerdo y la diferencia se configura como la posibilidad misma de la democracia, en el sentido de que explican que todo orden social es una construcción, cuya hegemonía es susceptible de ser transformada mediante la acción (participación) de quienes la constituyen.
Enfoque deliberativo de la democracia de Amy Gutmann
Para Gutmann la deliberación expresa un procedimiento racional de decisión [14], que hace manifiesto el poder comunicativo en las comunidades democráticas. Entre las características de la deliberación, Gutmann identifica el reconocimiento del disenso como condición de posibilidad, teniendo en cuenta que la dinámica misma de la deliberación exige la confrontación y, por ende, el desacuerdo como punto de partida permanente; además, para ella el modelo deliberativo no supone un enfoque imparcial o neutral con respecto a las ideas de bien, por el contrario, cuenta con una base moral:
Virtualmente todos los demócratas deliberativos pueden estar de acuerdo en que el objetivo primario de la deliberación es justificar las decisiones y las leyes que los ciudadanos y sus representantes se imponen los unos a los otros. En este sentido, los demócratas deliberativos están de acuerdo en que la deliberación apunta por lo menos a una concepción débil del bien común (Gutmann y Thompson, 2004. pp. 35-36) [15].
Desde este punto de vista, encontramos que la base moral mínima de la deliberación, que busca ser un principio de economía para el desacuerdo moral [16], consiste en la exigencia equitativa de razones, en la reciprocidad sobre la crítica y la necesidad de justificación pública, la flexibilidad con respecto a otros métodos de decisión y la comprensión de las justificaciones y de los acuerdos como instancias abiertas, no definitivas, sobre las cuales es posible continuar la discusión. En este sentido, el demócrata deliberativo no cree que sea posible lograr acuerdos totalizantes e incondicionales, sino que apuesta por la práctica de un principio del desacuerdo moral, que permita la identificación de terrenos comunes para la cooperación más que el consenso absoluto (Gutmann y Thompson, 2004). Gutmann concibe la comunidad democrática como una construcción procedimentalmente articulada, gracias al ejercicio de la deliberación, por esta razón, la ciudadanía se entiende principalmente como el ejercicio de participación que realiza el agente social, bajo los principios de libertad e igualdad.
Estas líneas generales de la deliberación permiten a Gutmann configurar una idea de educación democrática que se caracteriza por la primacía de la educación política, que promueve las habilidades relacionadas con el conocimiento y la moral y que son necesarias para la participación política y la formación de un ciudadano capaz de deliberar y tomar decisiones teniendo en cuenta principios democráticos (Gutmann, 2001). Así, la educación democrática tiene por objetivo la formación de ciudadanos capaces de interesarse por los otros y de no ser pasivos frente a las decisiones políticas que acontecen en su entorno social (Gutmann, 2001). Esta visión muestra la dificultad de disociar la reflexión sobre la educación (sus procesos, fines y contenidos) de la reflexión sobre la democracia (Gutmann, 2001); la razón principal radica en la convicción histórica de que la democracia no solo es una opción entre varias de un sistema de gobierno, sino, además, porque ella cuenta con el potencial de lograr que los ciudadanos tengan la autonomía suficiente para construir un orden de vida colectivo mediante el ejercicio de la autoridad política, a la vez que se mantiene el respeto de sus libertades.
En este sentido, pensar la educación democrática resulta una tarea que exige trascender las preocupaciones puramente didácticas y pedagógicas, para tratar de articularlas a una teoría política democrática, al mismo tiempo que busca identificar y orientar las implicaciones educativas del ejercicio político. El propósito de esta tarea consiste en la configuración de una idea de la formación ciudadana que no quede expuesta al peligro del adoctrinamiento [17], manteniendo el propósito educativo de la autonomía moral, así como las obligaciones políticas orientadas a facilitar la cooperación social.
Frente a este problema, Amy Gutmann (2001) desarrolla una teoría política de la educación que se centra en reflexionar sobre cuál sería la educación más adecuada para la participación en la construcción colectiva y consciente de la sociedad; de este modo, una de sus tareas principales radica en definir quién o quiénes tienen el derecho de ejercer la autoridad educativa. Esto, porque en dicha acción se asegura el tipo o los tipos de carácter moral que habrán de fomentarse para que se garantice la participación en la definición colectiva de la sociedad, conforme a los llamados principios de no represión y no discriminación. Por un lado, el principio de no represión “previene que el Estado, y cualquier grupo de su interior, utilicen la educación para restringir la deliberación racional entre concepciones competitivas de buena vida y buena sociedad” (Gutmann, 2001, p. 65). Por su parte, el principio de no discriminación busca garantizar el derecho a la participación, en cuanto “impide que el Estado o grupos en su interior nieguen a alguien (en la educación dicha discriminación toma su forma en contra de minorías raciales, niñas, o grupos de niños desfavorecidos) un bien educativo en términos irrelevantes para la prosecución legítima de ese bien” (Gutmann, 2001, pp. 66-67). Tales principios son los que, en últimas, garantizarían la libertad y la igualdad. Por esta razón, la educación democrática exige un tipo de distribución de la autoridad educativa que proteja la libertad moral manifiesta en la capacidad de deliberar y el derecho a la autodeterminación individual y colectiva, lo cual es posible gracias al ejercicio de la participación.
El argumento de Amy Gutmann se sustenta en la idea de que la deliberación es la virtud democrática por excelencia (Gutmann, 2001), por lo que su concepción de lo democrático se comprende fundamentalmente como una forma de gobierno en la que se hace necesario que los ciudadanos y sus representantes justifiquen sus decisiones políticas mediante la dinámica de dar y responder razones (Gutmann y Thompson, 2004). Partiendo de lo anterior, lo político se refiere al conjunto de acciones orientadas a la búsqueda de acuerdos relativos a la organización de la sociedad. Dichas acciones no parten de la nada, o son neutrales con respecto a los valores que se cree deben promoverse; por el contrario, reconocen que la defensa de la libertad moral y la identidad grupal (Gutmann, 2008) son la base sustantiva de la democracia, a partir de la cual se orienta la búsqueda del consenso social. Ahora bien, este consenso no se entiende como una especie de instancia definitiva de la deliberación, en cambio, Gutmann defiende que la naturaleza de los compromisos sociales que está en la base de tales acuerdos consiste en ser perpetuamente vulnerables a las críticas que puedan esgrimirse desde diferentes lugares (Gutmann y Thompson, 2010).
Finalmente, el enfoque propuesto por Gutmann define una base moral de la deliberación, la cual se refiere a la idea de que las personas no deberían ser tratadas como meros objetos de legislación, como sujetos pasivos destinados a ser gobernados, sino como agentes autónomos que participan en el gobierno de su propia sociedad, directamente o a través de sus representantes. En la democracia deliberativa una manera importante en la que estos agentes participan es presentando y respondiendo a razones, o exigiendo que sus representantes hagan lo mismo, con el objetivo de justificar las leyes bajo las cuales ellos deben vivir juntos (Gutmann y Thompson, 2010). Las razones son para producir una decisión justificable y para expresar el valor del respeto mutuo. En este sentido, el modelo deliberativo se presenta como una concepción de la política que no es neutral frente a unos ideales de lo bueno, aunque esto no implica establecer alguno que se imponga sobre los derechos de participación y autodeterminación individual y colectiva, lo cual no es agresivo para el reconocimiento del conflicto que está en la base del pluralismo.
La educación democrática en la intersección de la deliberación y la agonística
Una vez reconstruidos en líneas generales los dos modelos, en lo que sigue discutiremos los puntos de intersección y tensión entre estas dos teorías. Un primer punto de intersección de la política agonística y la política deliberativa se ubica en la idea de consenso: para ambas el consenso es una condición necesaria en la comprensión de la democracia, la diferencia radica en la gradación de la dimensión y protagonismo que ambas posiciones le conceden. Mouffe (2012a) no desconoce que los acuerdos y el consenso forman parte de la dinámica política, sin embargo, mantiene la prevención frente a ellos, al señalar que siempre refieren a algún tipo de exclusión, por lo que deben ser considerados como parciales y provisorios. En este punto encontramos una fuerte similitud con Gutmann, según la cual
La tercera característica de la democracia deliberativa es que su proceso apunta a producir una decisión que sea vinculante por un periodo de tiempo. En este respecto el proceso deliberativo no es como un show de televisión donde se discute o un seminario académico. Los participantes no discuten por discutir; ni siquiera discuten por la verdad (aunque la veracidad de sus argumentos es una virtud intencional porque es un objetivo necesario en la justificación de su decisión). Ellos quieren que su discusión influya una decisión que el gobierno tomará, o un proceso que afectará cómo se tomarán las futuras decisiones. En algún punto, la deliberación cesa temporalmente, y los líderes toman una decisión (Gutmann y Thompson, 2004, p. 5).
En esta cita, el consenso no es una situación definitiva o conclusiva en el proceso deliberativo, no obstante, la deliberación no se puede prolongar indefinidamente en el tiempo, cuando existe la exigencia práctica de tomar una decisión, de esto no se sigue que las justificaciones que se logren en determinado momento se conviertan en intemporales y constituyan el fin de la deliberación. Al contrario, la decisión y la ejecución de la misma motivan que el proceso deliberativo continúe, esta vez, como un ejercicio evaluativo frente a las justificaciones presentadas y frente al proceso mismo. Es decir, el consenso en la deliberación no conduce necesariamente al fin del conflicto, por el contrario, puede motivarlo en una dimensión diferente a la inicial [18]. Esta última idea remite a la tesis de Mouffe acerca del “consenso conflictual”, según la cual:
Aunque el consenso sin duda es necesario, debe estar acompañado por el disenso. Es preciso que exista consenso sobre las instituciones que son constitutivas de la democracia liberal y respecto de los valores ético-políticos que deberían inspirar la asociación política. Pero siempre va a existir desacuerdo en torno al significado de esos valores y al modo en el que deberían implementarse. Este consenso siempre será, por lo tanto, un “consenso conflictual” (Mouffe, 2014, p. 27).
Un segundo punto de intersección se expresa en el carácter ontológico o condicional para lo político, con el que cada enfoque concibe al conflicto (como expresión del pluralismo, para la comprensión de lo político). Para este punto resulta útil la distinción propuesta por Mouffe (2007) entre la política y lo político:
[…] considero “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a partir de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político (p. 16).
Con esto, para Mouffe lo político de la democracia radica, siguiendo parcialmente a Carl Schmitt [19], en el reconocimiento de la diferencia de los grupos políticos identitarios bajo la relación nosotros/ellos, que Schmitt comprende como la relación antagónica amigo/enemigo, pero que Mouffe reinterpreta como una relación agonista, en la que los oponentes se reconocen mutuamente como adversarios legítimos. Por esta razón, “la pregunta principal que ha de responder la política democrática no es la de cómo eliminar el poder sino la de cómo constituir formas de poder más compatibles con los valores democráticos” (Mouffe, 2012b, p. 112). En este orden de ideas, el “pluralismo agonístico” propuesto por Mouffe se entiende como el punto de vista que considera que la relación antagónica entre identidades políticas diferentes no supone que el “otro” político debe ser entendido necesariamente como un enemigo al que se debe eliminar, más bien se concibe como un adversario, que “es un enemigo, pero un enemigo legítimo, un enemigo con el que tenemos una base común porque compartimos una adhesión a los principios ético-políticos de la democracia liberal: la libertad y la igualdad” (Mouffe, 2012b, p. 115). Para Mouffe, la política, en cuanto se refiere a la institucionalización de prácticas de gobierno, tiene por objetivo la domesticación de lo político. Tal planteamiento pretende configurar una concepción radical del pluralismo, en la que se entiende, dada la contingencia del poder hegemónico constitutivo que funda todo orden social, que la participación de tales grupos políticos tiene la posibilidad real de transformar y cambiar la hegemonía vigente (Mouffe, 2007).
Una de las condiciones del enfoque deliberativo de Gutmann es el reconocimiento de que las sociedades democráticas modernas se caracterizan por presentar diferencias sustanciales de opinión entre sus ciudadanos, a partir de las cuales se organizan en una pluralidad de grupos con identidades sociales distintas (Gutmann, 2001). Tal condición es el motivo del desacuerdo que hace posible la deliberación; razón por la cual, “el pluralismo es un valor político importante en la medida que la diversidad social enriquece nuestras vidas mediante la expansión de nuestro entendimiento de las diferentes formas de vida” (Gutmann, 2001, p. 52). De allí que Gutmann entienda que los desacuerdos razonables de las personas que participan en un proceso de deliberación deben ser respetados bajo el principio de la igualdad política (Gutmann, 2004) y también, porque el respeto mutuo, que puede entenderse como una forma de legitimación del adversario, es una condición necesaria para que se dé la deliberación (Gutmann y Thompson, 2010); incluso Gutmann entiende que los grupos identitarios son un efecto inherente de la libertad de asociarse que gozan los ciudadanos de una democracia (Gutmann, 2008). No obstante, al igual que Mouffe, Gutmann reconoce que el conflicto debe ser de alguna manera limitado o domesticado, lo que no significa eliminado.
Mediante el planteamiento de los principios de no represión y no discriminación, Gutmann [20] establece una restricción moral para los grupos identitarios que es análoga a la exigencia del respeto de la libertad y la igualdad defendido por Mouffe. En este punto, podemos afirmar que Mouffe estaría de acuerdo con Gutmann en que en una educación democrática “tratar cada opinión moral como igualmente válida anima en los niños el falso subjetivismo de ‘yo tengo mi opinión y tú la tuya’, ¿y quién ha de decir quién tiene la razón?” (Gutmann, 2001, pp. 78), dado que este tipo de relativización conduce a generar indiferencia frente a los valores que se promueven, lo cual anula el ejercicio crítico que supondría la afirmación de valores que promocionen, por ejemplo, la discriminación racial o de género [21].
Finalmente, podríamos señalar un tercer punto de intersección de la agonística y la deliberación de Mouffe y Gutmann, a saber: ambos enfoques defienden una visión constructivista del orden social, es decir, ambos rechazan la idea de la política como administración [22], según la cual, ella rige un orden externo o anterior, que subyace de manera inmodificable a su propio ejercicio. Así, Mouffe explica que todo orden social consiste en el ejercicio constitutivo de un poder hegemónico, el cual, gracias al antagonismo siempre latente en las sociedades democráticas, puede ser transformado y cambiado. Al respecto, Mouffe identifica al menos dos estrategias que operan en este tipo de transformación de la hegemonía imperante, las cuales son una expresión la democracia radical hoy: se trata de la “deserción de las instituciones” [23] y el “involucramiento crítico con las instituciones” [24]. Por su parte, Gutmann remite a la idea de “reproducción social consciente”, con la cual expresa la finalidad de la educación democrática y con ello, el objetivo de la deliberación racional en una democracia, a saber, que los ciudadanos participen en la elección de aquellos valores sobre los cuales se constituirán y transformarán las instituciones políticas; tal concepción pone en la base del orden social el derecho a la participación y a la autodeterminación moral y colectiva de los ciudadanos democráticos. En este orden de ideas, encontramos que para ambos enfoques la participación se comprende como un valor esencial de la ciudadanía, debido a que su ejercicio se concibe como la acción constituyente del orden social, y como el potencial político para transformarlo y conservarlo.
En resumen, el análisis de los puntos de intersección entre el enfoque deliberativo y el agonista de la democracia no solo hace visible una coincidencia en sus fines o propósitos, sino que además permite una comprensión de la dimensión política de la educación democrática, según la cual, se pueden identificar al menos tres líneas para ir configurando un criterio para la comprensión de la ciudadanía y la praxis de la formación ciudadana, esto es:
I. Un ciudadano democrático entiende la necesidad de los acuerdos y el consenso como alternativa no violenta para resolver los conflictos, pero además es consciente de la imperfección de los procedimientos y del consenso mismo, por lo que no ve las reglas de juego vigente de la discusión y los posibles acuerdos como prácticas que agotan de manera definitiva las posibilidades políticas de la decisión.
II. Un ciudadano democrático es sensible frente a las diferencias relativas a las distintas concepciones del bien, sin embargo, no tolera que en nombre del pluralismo se promuevan concepciones de bien represivas o discriminatorias.
III. Un ciudadano democrático es consciente del poder y de la responsabilidad del ejercicio del poder que representa su derecho a la participación para la construcción y trasformación del orden social.
El propósito de este apartado no solo fue reconstruir el debate agonismo-deliberación para elaborar una interpretación complementaria de tales modelos, también se mostró una comprensión de lo político no reducible al procedimiento deliberativo, o más bien, que una política deliberativa no puede presentarse como un procedimiento que agota la dimensión de lo político. También se describió cómo la intersección de la política agonística y la deliberativa deviene en una concepción de la democracia en la que se articulan las ideas de procedimiento racional y consenso, sin que se afecte la contingencia y apertura permanente de lo político, que se siguen del conflicto y la confrontación pluralista de identidades colectivas que aspiran a la hegemonía polí- tica. Finalmente, se propuso una reflexión inicial del sentido de lo democrático en la idea de una educación democrática; por lo cual se planteó que la actitud política de un ciudadano democrático no radica en su disposición de integrarse sin más en un determinado sistema de instituciones y procedimientos sociales, sino que consiste en participar en ese sistema bajo la premisa de la contingencia del mismo, porque es solo tal concepto el que le permitiría acciones críticas tendientes a la transformación.
Sergio Luis Caro Arroyo en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 En su ensayo La crisis en la educación, Arendt indica el vínculo existente entre educación y política, como una relación en la que el ejercicio de una se manifiesta como una acción de la otra, de manera recíproca. En dicha conexión, la autoridad educativa se distingue de la autoridad política, porque ella se debe orientar a que los niños y jóvenes conozcan el mundo (entendido como el espacio y las tradiciones compartidas con los otros), para que se mantenga la continuidad con la vida adulta; sin que esto afecte la novedad que ellos representan para las posibilidades de transformación del mundo, es decir, para la construcción de un futuro. En este sentido, la esfera educativa debe realizarse de manera autónoma en relación con la esfera política, dado que esta última exige la pertenencia completa al mundo. Con esto, la educación se renueva siempre con la llegada de nuevos seres humanos, por lo que debe conservar la novedad de los nuevos humanos, debe enseñar sobre el mundo, pero no una forma exclusiva de vivir en el mundo o de ser del mundo (cf. Arendt, 1996, pp. 185-208).
2 Lo que aquí se busca expresar con la idea de “la articulación de las demandas de la libertad con la autoridad política” es que uno de los sentidos posibles de la educación democrática radicaría en servir de justificación para pensar el vínculo de la autoridad política y la persona en términos de obligación moral.
3 La interpretación de la democracia como forma reflexiva de cooperación social obedece a la interpretación propuesta por Axel Honneth de las ideas políticas de John Dewey (Honneth, 1999).
4 Sen retoma aquí el debate Rawls-Habermas para señalar que, a pesar de las diferencias, ambos coinciden, como muestra del reconocimiento general, en que la comprensión de la democracia recoge entre sus cuestiones centrales la participación política, el diálogo, y la interacción pública.
5 Ver Gargarella (1999), Habermas (2010), Cuervo, Hernández y Ugarriza (2012), y Mejía (2004 y 2010).
6 Ver Gutmann (2001, pp. 37-96).
7 En el contexto de la democracia deliberativa, se presenta una serie de matices que se caracterizan en las propuestas de A. Gutmann (2001, 2004), David Estlund (2003, 2011a, 2011b) y Jürgen Habermas (2010, 1999). La diversidad de enfoques sobre lo político y la democracia producen igualmente una variedad de concepciones sobre el tipo de ciudadanía al que debe orientarse la educación, las que a su vez permiten identificar diferentes concepciones de la educación democrática. En este trabajo no entramos en ese debate.
8 Según Oliver Marchart (2009), para comprender este tipo de desacuerdo sobre lo político, vale la pena estudiar la diferencia entre H. Arendt y C. Schmitt: “los arendtianos ven en lo político un espacio de libertad y deliberación públicas, los schmittianos lo consideran un espacio de poder, conflicto y antagonismo” (p. 59).
9 El problema de fondo que se desarrolla en el debate entre deliberación y agonística, se expresa en la cuestión acerca de la contraposición entre una naturaleza conflictual o consensual de la política. Ver Grueso (2008) y Franzé (2014).
10 Las tareas que se mencionan se fundamentan en apartes relevantes de la presente reflexión; sin embargo, en este escrito solo se desarrolla la relación entre deliberación y agonismo.
11 Mouffe (1999) señala que “sólo si se reconoce la inevitabilidad intrínseca del antagonismo se puede captar la amplitud, de la tarea a la cual debe consagrarse toda política democrática. Esta tarea, contrariamente al paradigma de ‘democracia deliberativa’ que, de Rawls a Habermas, se intenta imponer como el único posible de abordar la naturaleza de la democracia moderna, no consiste en establecer las condiciones de un consenso racional, sino en desactivar el antagonismo potencial que existe en las relaciones sociales” (p. 13). Este pasaje capta un aspecto esencial de la teoría agonista de Mouffe, a saber, proponer una concepción de lo político contraria al modelo hegemónico, representado por la política deliberativa.
12 Con respecto al concepto de exterioridad o exterior constitutivo, Mouffe (1999) señala: “Esta noción […] indica que toda identidad se construye a través de parejas de diferencia jerarquizadas: por ejemplo, entre materia y forma, entre esencia y accidente, entre negro y blanco, entre hombre y mujer. La idea de ‘exterior constitutivo’ ocupa un lugar decisivo en mi argumento, pues, al indicar que la condición de existencia de toda identidad es la afirmación de una diferencia, la determinación de otro que le servirá de exterior, permite comprender la permanencia del antagonismo y sus condiciones de emergencia” (p. 15). Así, el contexto de exterioridad hace referencia a la relación de dependencia que existe entre un discurso que busca fundar una identidad y otros discursos, lo cual hace visible el carácter contingente de toda identidad. En este sentido, señalan Laclau y Mouffe (2010) “Con este «exterior» no estamos reintroduciendo la categoría de lo «extra-discursivo». El exterior está constituido por otros discursos. Es la naturaleza discursiva de este exterior la que crea las condiciones de vulnerabilidad de todo discurso, ya que nada lo protege finalmente de la deformación y desestabilización de su sistema de diferencias por parte de otras articulaciones discursivas que actúan desde fuera de él”. (p. 150)
13 Para Mouffe (1999): “La vida política nunca podrá prescindir del antagonismo, pues atañe a la acción pública y a la formación de identidades colectivas. Tiende a constituir un ‘nosotros’ en un contexto de diversidad y de conflicto. Ahora bien, […] para construir un ‘nosotros’ es menester distinguirlo de un ‘ellos’. Por eso la cuestión decisiva de una política democrática no reside en llegar a un consenso sin exclusión -lo que nos devolvería a la creación de un ‘nosotros’ que no tuviera un ‘ellos’ como correlato-, sino en llegar a establecer la discriminación nosotros/ellos de tal modo que resulte compatible con el pluralismo” (p. 16).
14 Para ampliar la información sobre las diferentes concepciones de la deliberación, ver Elster (2001) y Cuervo, Hernández y Ugarriza (2012).
15 En adelante, las citas de este texto son traducciones propias.
16 Amy Gutmann y Dennis Thompson entienden que “Una implicación importante de esta característica dinámica de la democracia deliberativa es que el debate continuo requerido debería cumplir lo que llamamos el principio de economía de desacuerdo moral. Al dar razones para sus decisiones, los ciudadanos y sus representantes deberían tratar de encontrar justificaciones que minimicen sus diferencias con sus oponentes. Los demócratas deliberativos no esperan que la deliberación siempre o ni siquiera usualmente lleve a un acuerdo. Como los ciudadanos manejan el desacuerdo que es común en la vida política debería ser por consiguiente una pregunta central en cualquier democracia. Practicar la economía del desacuerdo moral promueve el valor del respeto mutuo (el cual es central a la democracia deliberativa). Al economizar en sus desacuerdos, los ciudadanos y sus representantes pueden continuar trabajando juntos para hallar cosas en común, si no se puede en las políticas que produjeron el desacuerdo, entonces en otras políticas en las que tengan mayor posibilidad de llegar a un acuerdo” (p. 7).
17 Eamon Callan y Dylan Arena (2009) señalan “Cuando se hacen acusaciones de adoctrinamiento, la imputación de mal acto moral tiene que ver con una distorsión sistemática de cierto tipo en la presentación por parte del profesor de la materia –una distorsión que provoca, o que sensatamente se puede esperar que provoque-, una distorsión correspondiente en la manera en que los estudiantes entienden la materia. Además, la distorsión no debe ser, por lo menos en los casos típicos, explicada por la pereza o indiferencia intelectual, que a menudo explica la enseñanza meramente inefectiva, sino por un esfuerzo exagerado o mal planeado de inculcar creencias particulares o valores” (p. 105). En este sentido, el adoctrinamiento se entiende como el aprovechamiento del rol docente o educativo para promover creencias o valores que de alguna manera agreden la libertad de los niños y, por tanto, su autonomía, dado que se modelan sus creencias sin tener en cuenta su derecho futuro a poder establecer preferencias.
18 Como caso paradigmático, Gutmann y Thompson (2004) analizan el proceso y los elementos de la decisión que llevaron a EE. UU a la guerra con Irak.
19 En su análisis de la obra de Schmitt, Mouffe resalta su crítica al modelo parlamentarista liberal de la democracia: “A juicio de Schmitt, el elemento representativo constituye el aspecto no democrático de la democracia parlamentaria en la medida en que se hace imposible la identidad entre gobierno y gobernados, inherente a la lógica de la democracia. […]. En este sistema, la discusión pública, que es interrelación dialéctica de opiniones, ha sido reemplazada por la negociación partidista y el cálculo de interés; los partidos se han convertido en grupos de presión, ‘que calculan sus intereses recíprocos y sus respectivas oportunidades de ocupar el poder, y en realidad llegan a acuerdos y coaliciones sobre esta base. […] Esto se produjo de la siguiente manera […] que toda una serie de preguntas difíciles relativas a la moral, la religión y la economía estuvieran confinadas a la esfera privada’”. (Mouffe, 1999, p. 163)
20 Para Gutmann no todos los desacuerdos deben permanecer sin resolver en una democracia, dado que pueden existir grupos que promuevan el racismo, la homofobia o cualquier otro tipo de discriminación, de allí que entienda que: “Aunque los pluralistas están de acuerdo en que la deliberación debería tratar de justificar la mayor cantidad de acuerdo posible, ellos también buscan maneras de vivir bien con esos desacuerdos que no pueden o no deberían ser eliminados en un momento dado. Esta es una diferencia profunda e irreconciliable entre demócratas que aceptan el pluralismo como parte de la condición humana y aquellos que lo ven como un problema político serio que debe ser superado con la deliberación. Algunos desacuerdos –por ejemplo, una petición de excluir a los negros, judíos, u homosexuales de varias asociaciones– le exigen a la democracia que confirme su compromiso con los principios de la no discriminación e igual oportunidad en su forma esencial. Pero otros desacuerdos no deberían ser resueltos. Llamamos a estos desacuerdos deliberativos: incluyen conflictos no entre ideas que son claramente correctas y claramente incorrectas, sino entre opiniones ninguna de las cuales puede ser razonablemente rechazada.” (Gutmann y Thompson, 2004, p. 28).
21 Un ejemplo del punto de vista de Mouffe con respecto a la defensa de la libertad y la igualdad como valores democráticos, lo encontramos en su opinión acerca de las luchas feministas, para Mouffe (1999) “el feminismo es la lucha por la igualdad de las mujeres, […] una lucha en contra de las múltiples formas en que la categoría ‘mujer’ se construye como subordinación” (p. 126). De esto no se sigue que exista solo una perspectiva válida del feminismo, aunque sí, que en sus diversas formas, es una lucha justificada por la igualdad.
22 Algunos teóricos de la política describen su comprensión sobre la base de la contraposición entre una interpretación de la política como administración y otra de la política como creación; según esto “en la concepción administrativa de la política, ésta aparece como siempre sujeta a elementos externos. Esto se da de dos maneras tradicionales: pensando la política como un ámbito junto a otros de la vida social (Estado o sistema político) y/o como subordinada a fuentes externas inmodificables para la acción humana (la historia, la biología, el sentido del mundo, la naturaleza humana). […] La concepción de la política como creación contingente radical supone abandonar la noción de lugar presente en la visión administrativa de la política como ámbito y de subordinación a otras instancias, para entrar en la intensidad y cristalización del sentido que permite la configuración misma de la comunidad y su orden”. (Franzé, 2013, pp. 16-17)
23 “Este enfoque concibe a la política radical en términos de una deserción de las instituciones existentes, a fin de fomentar la auto-organización de la multitud”. (Mouffe, 2014, p. 82)
24 Esta estrategia se refiere a “la rearticulación discursiva de los discursos y prácticas ya existentes. De esta manera nos permite concebir esta transición en términos de una intervención hegemónica” (Mouffe 2014, p. 82).
Javier García-Luengo Manchado
Generalmente cuando hablamos de la Edad de Plata española, nos referimos, tal y como ha definido el profesor José Carlos Mainer [1], al periodo cultural que iría aproximadamente desde 1902 a 1936, una etapa ésta caracterizada por el cambio, por la transformación de una España que, partiendo de una profunda crisis de valores, la del 98, anhelaba remontar, mirar al futuro, deseaba una renovación desde diferentes presupuestos pero sin renunciar al pasado, a su historia. Esta necesidad de transformación venía condicionada, claro está, por una serie de demandas sociales, cabe destacar que España, de manera un tanto tardía, había ido desarrollando algunos de los factores más característicos para el progreso de la modernidad, tales como una incipiente industrialización, la expansión del ferrocarril y sobre todo el creciente protagonismo de una burguesía que reclamaba nuevas vías para la cultura, consolidándose así la prensa y con ella la opinión pública. Todo ello fue acompañado por una elite intelectual que hallará en el krausismo su eje vertebrador, surgiendo en este contexto instituciones como la Residencia de Estudiantes o la Junta de Ampliación de Estudios [2], entidades que permitirían canalizar y buscar un necesario y cada vez más demandado punto de cohesión con el ámbito europeo.
Es esta una época asimismo de revoluciones, de confrontación social, de cambios políticos, un periodo ecléctico marcado por el debate, por la lucha entre tradición y modernidad, entre centro y periferia [3] —recordemos en este sentido la importancia que los nacionalismos adquirieron entonces—; lucha, en definitiva, que enriquecerá las expresiones culturales de aquel momento, pues toda esta complejidad será, sin lugar a dudas, caldo de cultivo para la prosperidad de las artes en todas sus expresiones.
A pesar de lo anteriormente expuesto, o precisamente gracias a ello, desde el punto de vista cultural si hay una palabra que bien pudiera definir lo que representó la Edad de Plata, quizá sea la de convivencia, pues en efecto, a lo largo del primer tercio del siglo XX se solaparon tres grandes generaciones literarias de muy distinta índole: el 98, la del 14 o Novecentismo y la del 27. Citar a algunos de sus máximos exponentes pone de manifiesto la disparidad de pensamientos e inquietudes, pero también la excelencia literaria e intelectual de la época: Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Ramón María del Valle Inclán, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Eugenio D´Ors, Ortega y Gasset, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados y un largo etcétera por todos conocido.
Además de la literatura y el pensamiento, no menos brillante fue la pintura, la escultura, la música o el cine, aunándose por estos años la labor de creadores de tendencias tan dispares como Ignacio de Zuloaga, Joaquín Sorolla, Darío de Regoyos, los hermanos Zubiaurre, Benjamín Palencia, Gregorio Prieto, Alberto Sánchez, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Manuel de Falla, Ernesto Halffter…, sólo por citar algunos de los nombres más conocidos de una lista tan prolongada como eximia.
En este contexto hay que tener muy en cuenta, atendiendo al tema que nos ocupa, cuál era el peso real que por entonces registraba la tradición cristiana en el ambiente intelectual aludido para consecuentemente calibrar la importancia de la iconografía mariana en la creación estética de Edad de Plata, al margen del arte sacro propiamente dicho. Obviamente no es momento aquí de desarrollar consideraciones amplias en torno a este complejo asunto, pero sí conviene resaltar el paulatino proceso de secularización vivido en occidente desde el siglo XIX, hecho este tanto más importante cuando nos referimos a un momento y un lugar como el que aquí se trata, donde la anhelada renovación pasaba por una intelectualidad que reclamaba un estado laico, así como una ciudadanía cada vez más separada de la Iglesia y, por ende, de su tradición cultual y antropológica.
Paralelamente a lo expuesto, la Iglesia española en los primeros años de la pasada centuria había visto muy mermado su papel como mecenas y potenciadora de la cultura, como consecuencia, entre otras cuestiones, de los sucesivos procesos desamortizadores, así como del paulatino arraigo del pensamiento liberal, debilitamiento que llegará a su eclosión con la Constitución de 1931 y el ulterior advenimiento de la guerra civil [4]. Junto a lo dicho, lo cierto es que para entonces el mecenazgo y la producción estética se ajustaba a los cánones propios de los países de nuestro entorno, es decir, se basaba en el sistema de exposición, donde el artista no trabajó por encargo sino que obraba libremente, mostrando públicamente con posterioridad su quehacer, la exposición se convierte así por tanto en el principal difusor de la creatividad estética.
Las exposiciones nacionales de bellas artes eran el acontecimiento artístico que anualmente congregaban a los pintores y escultores más destacados del momento, su presencia allí implicaba la difusión de su obra entre el público en general, pero también buscaban las correspondientes medallas y, por supuesto, la compra. Los catálogos de dichos eventos demuestran cómo los gustos de la sociedad burguesa no estaban cerca de los temas devocionales, de los que podía haber algún ejemplo pero siempre escasos [5], siendo mucho más abundantes géneros como la pintura de historia, pensada para decorar los grandes salones de diputaciones o ministerios. Otros géneros representativos serían el retrato, el bodegón y el paisaje, reservados todos ellos a un ámbito doméstico más o menos refinado.
Así las cosas no parece lógico pensar que el arte y la literatura española mostrasen interés alguno por los temas religiosos en general y los marianos en particular, máxime cuando a partir de los años veinte la vanguardia irrumpa definitivamente en el ámbito intelectual, con todo lo que dicho término lleva consigo en cuanto a negación e incluso ataque al pasado. Sin embargo, en España la piedad popular continuaba teniendo un gran peso y los ejercicios devocionales dedicados a la Virgen se desarrollaban al margen en muchos casos de tensiones políticas o intelectuales, prueba de ello es que, por citar tan solo un ejemplo, imagineros como Antonio Castillo Lastrucci, durante la década de los veinte y treinta, efectuó un buen número imágenes marianas con destino a cofradías y altares [6].
Por otra parte, el secular peso del cristianismo y la influencia de la Iglesia en España a lo largo de la historia, amén de la ya aludida piedad popular, hizo que los artistas continuasen encontrando en los temas religiosos un reclamo importante en su quehacer. Dicha inquietud podía tener un carácter verdaderamente devocional en unos casos, mientras que en otros hallaremos un interés puramente antropológico. Sea como fuere lo cierto es que la iconografía de María y su culto tendrá una clara presencia en el arte y la literatura de la Edad de Plata, pues como es bien sabido por todos, en España hablar de devoción y de cultura cristiana es hablar de devoción y de cultura mariana. A todo ello no es ajeno que lo popular sea un recurso continuo en el arte y literatura del momento, mencionemos en este sentido la importancia que adquiere el concepto de intrahistoria en el caso de la Generación del 98 o el neo-popularismo, tan común en la poética del 27.
El tema de la Virgen o del culto mariano para ser más exactos, es si no frecuente tampoco extraño en algunos de los pintores vinculados a la Generación del 98, pues muchos de aquellos artistas, en consonancia con las inquietudes de los escritores e intelectuales de la referida Generación, hallaron en estos motivos la plena expresión de la intrahistoria unamuniana, de esas tradiciones que habían pervivido a pesar del tiempo, a pesar de los años y que se mantenían desafiantes respecto a los retos de la modernidad. Por ello casi todos estos pintores cuando abarquen los temas centrados en las tradiciones marianas los efectúan casi más con un carácter antropológico que puramente devocional, contextualizando dichas imágenes en la tradición histórica española y, consecuentemente, demostrándose así las profundas raíces religiosas de su país.
Quizá una de las pinturas que mejor pueda resumir lo expuesto, sea el famoso óleo titulado Viernes Santo en Castilla de Darío de Regoyos (1857-1913). Este óleo representa una austera procesión de Semana Santa presidida por una Dolorosa, estando todo el cortejo enmarcado por un viaducto férreo sobre el que circula un tren, reflejándose así la situación que antes se narraba, es decir, la confrontación entre las raíces, lo ancestral, representado en este caso por la celebración de la Semana Santa y el culto mariano y los tiempos modernos simbolizados en el tren de vapor. No sabemos si Regoyos utiliza esta curiosa imagen para encomiar unas costumbres, para censurarlas o tan solo para constatar una situación. Recordemos, no obstante, que Regoyos tendrá una imagen muy peculiar de España y sus costumbres, debido esencialmente a sus múltiples viajes por Europa y su relación con artistas belgas y franceses, de hecho, fue un abanderado de lo que podríamos considerar como la llegada del neoimpresionismo al ámbito hispano gracias a su estancia en Bruselas y sus contactos con los impresionistas y puntillistas de aquel país.
A propósito de estas amistades, hay que recalcar la que mantuvo con el poeta belga Émile Verhaeren, quien en 1888 realizó un viaje por España para escribir una serie de artículos dedicados a aquellas tradiciones y modos de vida que a sus ojos parecían ya perdidas en la noche de los tiempos. Más tarde Regoyos ilustraría dichos artículos, realizándose con todo este material un libro publicado en 1899 cuyo título da aún hoy nombre a los aspectos más sombríos de nuestra historia: La España Negra [7]. En él encontramos algunas escenas de costumbres religiosas, pues Verhaeren había escrito numerosos capítulos sobre éstas, por ello se incluyen algunos grabados relacionados con la Semana Santa vasca y riojana donde aparece nuevamente el tema mariano, no como un motivo de culto o de creencias personales, sino para constatar una serie de ritos. En muchos de ellos, tal y como apreciábamos en Viernes Santo en Castilla, ni si quiera vemos el rostro de María, de alguna manera la Virgen se cosifica, es un elemento más, quizá un ídolo para el paisanaje que la rodea devotamente.
Pero si en relación con el 98 había artistas de la España Negra, también los había de la España Blanca, cuyo máximo representante era quizá uno de los más afamados pintores del momento, se trata, claro está, del valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923). Sorolla plasmará la figura de María en sus cuadros de una manera similar a la que hemos visto en Regoyos, es decir, la tratará como aquella imagen de veneración que centraba las celebraciones populares que tanto gustaba recrear al célebre pintor, especialmente cuando debido su fama internacional el hispanófilo Archer Milton Huntington le encargó la realización de los 14 paneles que compondrían la Visión de España destinada a decorar la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York, una serie en la que trabajaría desde 1911 hasta 1920 y a la que le dedicaría sus mayores esfuerzos. Se trataba de una colección de pinturas que debían reflejar cada una de las regiones de España, representadas por sus personajes y folclore más típico. El valenciano viajó durante ese tiempo por todo el país tomando apuntes de sus tipos y costumbres más características, arribando en la primavera de 1914 hasta Sevilla con el fin de realizar el correspondiente panel dedicado a Andalucía [8]. Dicho lienzo estaba centrado, como no podía ser de otro modo, en una procesión de Semana Santa de la capital hispalense, presidida por el palio de la Virgen del Rosario de Monte-Sión [9]. En sentido estricto vemos en Sorolla, como en Regoyos, un pintor que recrea unas usanzas generadas a partir del culto mariano, pero en su plasmación no existe implicación personal o piadosa alguna. A través de su pintura tan solo constata lo arraigado de dichas tradiciones y lo singular de las mismas; aunque a diferencia del anterior la verdadera protagonista de la obra de Sorolla es la luz, pues su pincelada y su sentido cromático dotan a esta imagen de la vitalidad y dinamismo consustanciales al arte del valenciano.
El tratamiento de los temas marianos que estamos analizando en los pintores relacionados con el 98 se repite en uno de los autores que si bien es verdad se ha vinculado a dicha Generación, lo cierto es que es inclasificable por independiente [10], se trata de José Gutiérrez Solana (1886-1945), quien a través de su pincel, pero también de su pluma, nos legará la imagen de una España castiza y casticista en la que propio autor se recreará. Su producción estética se basaba en entonaciones oscuras y fuertes contrastes lumínicos derivados de la influencia de la pintura española del Siglo de Oro y de las Pinturas Negras de Goya, todo esto, junto con la sordidez de sus temas, ha servido para que a Solana también se le haya relacionado con la llamada España Negra. No en vano, partiendo de la misma idea de Regoyos y Verhaeren, Solana publicó también en 1920 un libro titulado La España Negra [11], sus páginas recogen diferentes textos e imágenes destinadas a plasmar las variopintas escenas de carnaval o de la Semana Santa castellana [12]. En este ámbito, las imágenes de la Dolorosa, como sucede igualmente en los óleos de tan singular pintor, aparecen como austeras y descarnadas tallas de pueblo ante la que se flagelan penitentes y oran los lugareños impertérritos. Los matices expresionistas de este maestro no hacen sino cargar las tintas en unas imágenes sobrecogedoras donde María es un elemento más de esa España trágica, perdida en la noche de los tiempos, pero en absoluto censurada por el artista, antes al contrario, exaltada en sus elementos más truculentos. Estas vírgenes enlutadas son en sí mismas la representación del único patrimonio de ese pueblo lastrado y olvidado: la devoción a la Madre; ese patrimonio que precisamente por ser único era el más preciado por aquellos personajes de rostros aristados por el trabajo, por los surcos del sacrificio y por las huellas de la vida.
No podemos acabar el capítulo dedicado a los pintores del 98 sin citar a Julio Romero de Torres (1874-1930), creador singular por su peculiar visión del Simbolismo, digamos de vertiente hispana, pues si el Simbolismo francés se basaba en la plasmación sofisticada de relatos míticos y legendarios inspirados en las epopeyas clásicas e incluso bíblicas, Romero de Torres generará su universo estético a partir de las leyendas narradas en las coplas y romances del cante jondo al que era tan aficionado, letras donde el amor, los celos, la pasión, la muerte y la religión se unen plenamente, siendo la mujer siempre protagonista de todo ello. Artista viajero, recordemos sus estancias en Italia y Francia, siempre tuvo el corazón puesto en su Córdoba natal, destacando el gusto por lo popular, de ahí que Romero de Torres contase con el favor del público menos sofisticado, quien identificaba y se identificaba con aquellas leyendas y que gustaba del canon de belleza de sus modelos femeninos. Lo profano y lo religioso van ir de la mano en toda su trayectoria, pero es que esta unión de contrarios o de complementarios, según se mire, estaba profundamente arraigada en la cultura popular de sus días y, por supuesto, si hablamos de lo popular, de la mujer y de Andalucía hay que hablar también de la Madre de Dios.
Sumamente representativo de todo esto es La Virgen de los Faroles, lienzo encargado por el Ayuntamiento de Córdoba en 1928 para darle pública veneración en una capilla anexa al Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral, es decir Romero de Torres con este cuadro no es un mero relator de unos cultos marianos ancestrales, sino que estaba creando una imagen devocional. Una imagen que además lleva el título de los faroles por los farolillos que la rodean, sin embargo, de alguna manera esta advocación presenta un claro paralelismo con el Cristo de los Faroles, probablemente la imagen más emblemática de la religiosidad y de la propia identidad de la ciudad de los califas. Romero de Torres crea, por tanto, la versión mariana de tan cordobesa advocación. La Virgen, que ocupa el centro del cuadro, está representada a través de una joven de andaluza en cuyas plantas se efigia la unión entre el amor sacro y el amor profano, tan del gusto del pintor, a través de una mujer consagrada a Dios, una monja, y otra que sin estar consagrada a Él simboliza la religiosidad popular, pues dicha fémina porta la tradicional peineta y mantilla consustancial al protocolo religioso.
Lo literario en la mayoría de los títulos de las obras de Romero de Torres es un lugar común, encontrando epígrafes a veces pícaros, enigmáticos otros y flamencos los más. Uno de los trasuntos que vamos a hallar frecuentemente en relación con lo representado va a ser el juego entre lo sacro y lo profano, o si se prefiere, el tratamiento de ambos elementos en un plano de igualdad, pero sin irreverencia, tan solo haciéndose eco de la cotidiana presencia en dichos y costumbres de lo religioso. Así lo apreciamos en Nuestra Señora de Andalucía, una obra por cuyo título esperaríamos hallar una imagen más o menos tradicional de la Madre de Dios, sin embargo aquí, al modo de una metáfora de progenie simbolista, ésta es sustituida por la figura de una bella joven cordobesa, como si la veneración que en el sur de la Península se profesa hacia la Virgen no fuese otra cosa que el fervor hacia lo que representa la propia mujer, como así lo hacen los personajes que le rinden pleitesía.
Como ya he referido, la Edad de Plata fue una época de convivencia, un momento heterogéneo pero de una gran brillantez intelectual y, obviamente, con el andar del tiempo y la irrupción de lo que se ha dado en llamar Generación del 27, cambiarán los puntos de vista y, por supuesto, también lo hará el tratamiento que la literatura y la pintura ofrezcan de los temas marianos. Las últimas investigaciones en torno al 27 ya no hablan estrictamente de una selecta nómina de poetas, es más bien un término que se utiliza para referir la nueva actitud ética y estética de una serie de jóvenes creadores cuya obra eclosionará en España durante la década de los veinte y treinta del siglo pasado [13]. Dicha actitud era una toma de posición ante la vida, ante la política, ante la historia y, por supuesto, ante el arte, donde aquéllos encontraron una regeneración para todo lo demás. Se trataba de un grupo joven que dejaban a un lado las telarañas recalcitrantes del pasado para mirar al futuro con frescura, jovialidad y compromiso, pero lejos de renunciar a la tradición, encontrarán en ella el alimento para su modernidad, rasgo éste claramente distintivo del 27.
Cuando hablamos de tradición en el 27, es hablar del Siglo de Oro, véase por ejemplo la importancia de Góngora, pero no solo nos referimos al arte culto, de hecho, el neo-popularismo va a ser una de las tendencias poéticas más características de este grupo. Formas como la copla o el romance son frecuentes en poemarios insignes, destaquemos, por ejemplo, El Alba del alhelí de Rafael Alberti y por supuesto El romancero gitano de García Lorca. No solo las formas, estos poetas, pintores y músicos también estarán muy atentos a los dichos, costumbres y leyendas heredadas secularmente por la sabiduría de unas gentes en muchos casos ignoradas por la Historia. Dentro de este acervo cultural, que los del 27 se encargarán de rescatar, la devoción y la piedad popular tendrán un papel muy especial.
Precisamente será Federico García Lorca (1898-1936) uno de los veintisietistas más interesados por recoger músicas, romances y folclore tradicional, entrando también en este capítulo las costumbres ligadas a los ejercicios públicos de piedad, inspirándose en muchos casos, claro está, en su Granada natal. Todo ello queda patente tanto en sus poemas como en sus dibujos, pues Lorca también fue un consumado dibujante [14], incluso llegó a exponer en 1927 su obra gráfica en las galerías Dalmau de Barcelona, obras de marcado acento surrealista. En efecto, si Lorca dedicó poemas a los tres arcángeles, o su famosa Oda al Santísimo Sacramento, la Madre de Dios no podía estar ausente en sus repertorios líricos, incluyendo en el Poema de la Saeta del libro Cante Jondo, publicado en 1921, las siguientes estrofas [15]:
«Virgen con miriñaque,
virgen de la Soledad,
abierta como un inmenso
tulipán.
En tu barco de luces vas
por la alta marea de la ciudad,
entre saetas turbias y estrellas de cristal.
Virgen con miriñaque tú vas
por el río de la calle,
!hasta el mar!»
Dicho poema fue relacionado por Gregorio Prieto, buen amigo de Lorca, con un dibujo efectuado también por el granadino en 1924 y que el propio Lorca regaló al pintor [16]. En él, a través de su característica linealidad, no exento de cierto regusto infantil, da vida gráfica a lo que efectivamente describen sus versos con no menos sensibilidad.
La convivencia entre la pintura y la literatura en la Generación del 27 fue un lugar común que desde luego enriqueció la producción artística de aquellos. Ya he referido la relación de Lorca con el dibujo, pero no menos significativo es la vinculación de Rafael Alberti (1902-1999) con la pintura, de hecho, como él mismo escribió en su autobiografía La Arboleda perdida, sus primeras inquietudes le decantaban hacia el ejercicio de la pintura, hasta que finalmente optó por darse a la poesía, aunque realmente nunca abandonó los pinceles, desarrollando grandes cualidades en este arte. Pues bien es precisamente en este último ámbito donde hallamos una curiosa representación por mano del poeta portuense de la Virgen, se trata de un dibujo de la Nuestra Señora de la Cinta que Alberti efectuó con una donosa linealidad, tan singular de la dibujística española de aquel momento. Esta obra fue relacionada por Gregorio Prieto, quien presentó a Lorca y a Alberti, con las siguientes palabras del gaditano, recogidas en su ya citada autobiografía a propósito del primer encuentro entre ambos poetas: «Me recibió entre, risas y exagerados aspavientos. Me dijo entre otras cosas, que había visitado años atrás, mi exposición en el Ateneo; que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cita la siguiente leyenda. “Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca”. No dejó de halagarme aquel encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo [17]».
Desde las profundas creencias hay que hablar del tema de la Virgen María en el pintor por antonomasia de la Generación del 27, Gregorio Prieto. Buen amigo de Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre y en general de los poetas más importantes de la España del siglo XX, su pintura se insertó perfectamente en los postulados de modernidad de entonces, desde el neo-cubismo al surrealismo. Pero ante todo, la fe de Prieto quedará patente en su gusto por plasmar sobre lienzos y papeles distintas imágenes de la Virgen, sobre todo a través del dibujo, técnica ésta de la que, desde sus años en Inglaterra, fue un destacado representante [18]. Una de la devociones marianas que más repitió fue la de Nuestra Señora de la Consolación, patrona de su Valdepeñas natal, a quien solía encomendarse con frecuencia y cuya efigie repitió muchas veces a lo largo de su trayectoria, incluso siendo ya octogenario. Generalmente dicha advocación suele aparecer rodeada por esas manos singulares de la obra de Prieto, manos que portan flores y frutos y que eran a la vez símbolos de su propio homenaje. De hecho, dentro de su personal universo estético, y dada la relación de Prieto con el mundo de la poesía, Gregorio llegó a nombrar a la Virgen de la Consolación como patrona y protectora de los poetas, realizando en 1949 un collage presidido por la citada imagen, ante la que rinden pleitesía los máximos exponentes de la poesía universal, desde Shakespeare hasta el propio Lorca, cuya efigie sitúa Prieto en el mismo seno de la Virgen, dada la admiración que el manchego siempre sintió por el granadino.
Desde mi punto de vista, si hubiera que establecer un parangón entre la profunda fe de Prieto en relación con su iconografía mariana y alguno de los poetas del 27, este sería, sin duda, Gerardo Diego, quien en su introducción al Vía Crucis, publicado en 1931, hallamos las siguientes estrofas [19]:
«Dame tu mano, María, la de las tocas moradas. Clávame tus siete espadas en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía tarde negra y amarilla.
Aquí en mi torpe mejilla quiero ver si se retrata esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.
Déjame que te restañe ese llanto cristalino,
y a la vera del camino permite que te acompañe. Deja que en lágrimas bañe la orla negra de tu manto a los pies del árbol santo donde tu fruto se mustia. Capitana de la angustia:
no quiero que sufras tanto.»
Otra de las advocaciones marianas más repetidas por Gregorio Prieto fue la de la Esperanza Macarena, imagen que pudo ver en 1929 cuando visitó por primera vez Sevilla con motivo de la Exposición Iberoamericana. Entonces Prieto se dedicó a tomar notas de algunas de las imágenes más representativas de la Semana Santa hispalense, pero entre todas ellas la que más le impactó fue la de la conocida como la Señora de Sevilla, dibujándola en múltiples ocasiones acompañada siempre de algún elemento que aludiese a la ciudad de la Giralda.
Por estos años el campo de la ilustración contó con un gran desarrollo, debido esencialmente a la difusión del cartelismo o a la proliferación de revistas como La Esfera o Blanco y Negro, siendo el art déco el estilo más representativo de este ámbito, una estética que encajaba perfectamente con el ideal de modernidad y sofisticación propio de la sociedad burguesa del periodo de entreguerras. Junto a Penagos o Bartolozzi buen representante de este estilo en España fue Eduardo Santonja, si bien como ya he referido [20], Santonja ofreció una interpretación del art déco digamos más amable, menos frívola; no en vano, el tema de la niñez, escaso en otros autores que trabajaban en estos mismos parámetros estéticos, es abundante en su quehacer, como también lo fue el de las maternidades. Es en este contexto donde destaca su gusto por el tema de la Virgen con el Niño, tantas veces por él dibujado con destino a iluminar libros y revistas. Su querencia por estos repertorios iconográficos hizo que tiempo después, tras la guerra civil, cuando le eran encargados grandes lienzos murales con destino a edificios oficiales, los programas incluyesen el tema de María en cualquiera de sus advocaciones, encargos propiciados por los mismos comitentes, pero bellamente ejecutados por su habilidad en estos asuntos.
Buen amigo a la par de Santonja fue el también ilustrador Carlos Sáenz de Tejada, que por su año de nacimiento, 1897, generacionalmente se correspondería con el 27. Fiel testigo de la actualidad, Sáenz de Tejada colaboró con importantes revistas y periódicos de la época, ilustrando con sus dibujos tanto las más importantes noticias que se sucedían en aquel momento, como el ir y venir cotidiano, que también se recogían en aquellos rotativos y magazines. Como no podía ser de otro modo, la Virgen y las costumbres en torno a ella relacionadas, se co tarán entre sus temas, porque en la España de los veinte y treinta todo ello continuaba siendo noticia y, por tanto, eran recogidos por la prensa. Buen ejemplo es Vísperas de procesión, publicado en 1934 en el diario La Libertad, donde se muestra a unas bordadoras dando un retoque final al manto de una Dolorosa, una obra que refleja los preparativos previos para que la Virgen procesionara con la dignidad que secularmente sus fieles han sabido y han querido agasajarla. Todo ellos es plasmado con la línea clara y fluida que tanto caracterizó a este gran ilustrador.
En definitiva, a la luz de lo expuesto, podemos concluir afirmando, tal y como iniciábamos el presente artículo, que María y el culto mariano se convirtieron durante la Edad de Plata en todo un símbolo que dependiendo de los artistas y escritores adquirirá una significación diferente. Sin embargo, en cualquier caso, el hecho mismo de que la Virgen y sus cultos fueran todo un icono en medio de este panorama cultural rico y complejo en un momento no menos intrincado y convulso, nos habla de la importancia y de la trascendencia que la Madre de Dios continuaba teniendo y representando en el pueblo, en la cultura y en la historia española de aquel momento.
Javier García-Luengo Manchado, en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 J. C. MAINER, La edad de plata (1902-1939): Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid 1968.
2 SÁENZ DE LA CALZADA, La Residencia de Estudiantes, 1910-1936, Madrid 1986; M. C. AZCUÉNAGA, La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas: historia de sus centros y protagonistas (1907-1939), Gijón 2010.
3 Sobre el debate entre centro y periferia, modernidad y tradición, y su repercusión en el ámbito que nos ocupa, cfr.: VV. AA., Centro y periferia en la modernización de la pintura española (1880-1918), Madrid 1993.
4 A. MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), Madrid 2004, 30.
5 B. de PANTORBA, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Madrid 1980.
6 A. de la ROSA MATEOS, Antonio Castillo Lastrucci. Su obra, Almería 2004, 80 y ss.
7 D. DE REGOYOS, La España Negra de Verhaeren, Madrid 1924.
8 F. SANTA-ANA, Sorolla. Pasión por Andalucía, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 11-20; L. QUESADA, La Andalucía de Sorolla, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 21-29.
9 Sobre este lienzo, su inspiración, elaboración y confusiones generadas a partir de la identificación de la imagen, ver: http://www.galeon.com/juliodominguez/2012/somo.html, consultado el 17/03/2014.
10 V. BOZAL, Pintura y esculturas españolas del siglo XX. 1939-1990 (Summa Artis), Madrid 1992, 499 y ss.
11 J. GUTIÉRREZ SOLANA, La España Negra, Madrid 1920.
12 J. M. BLÁZQUEZ, La pintura religiosa de Gutiérrez Solana y la iconografía de la muerte en la pintura contemporánea: Anales de Historia del Arte 9 (1999) 295-313.
13 C. CUEVAS GARCÍA (Ed.), El universo creador del 27. Literatura, pintura, música y cine, Málaga 1997, 7 y ss.
14 M. HERNÁNDEZ, Federico García Lorca: Dibujos, Málaga 1990; y BOZAL, ob. cit., 1992, 447 y ss.
15 F. GARCÍA LORCA, Poema del Cante Jondo, en GARCÍA-POSADAS (ed.), Federico García Lorca. Obras completas, Madrid 1998, 22 y 23.
16 G. PRIETO, Federico García Lorca y la Generación del 27, Madrid 1977, 33 y 34.
17 Ibídem, p. 144.
18 J. GARCÍA-LUENGO, Gregorio Prieto y la Universidad, Salamanca 2007, 5 y ss.
19 G. DIEGO, Primera antología de sus versos.1918-1941 (Austral 219), Madrid 1977, 105.
20 J. GARCÍA-LUENGO, Eduardo Santonja (1900-1966), ilustrador dèco: Liño Revista anual de Historia del Arte, 15 (2009), 107.
José Ignacio Munilla
"Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:
«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh, Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María). [Punto 966 del catecismo de la Iglesia Católica]
No se pude hablar de la "Asunción de María a los cielos", ni de ningún otro título mariano, sino partimos del título principal que podemos aplicar a María: MARÍA MADRE DE DIOS.
Santa María Madre de Dios, que lo celebramos el dia uno de enero; pero con eso de la resaca de noche vieja, pero se nos pasa casi sin enterarnos de esta fiesta. De hecho, no tiene esa popularidad esa fiesta. En nuestros pueblos se engalanan el día 15 de Agosto, en la fiesta de la Asunción de María; o el día de la Inmaculada, el día 8 de Diciembre.
Sin embargo, el titulo Mariano, por excelencia, el que lo encuadra todo: Santa María Madre de Dios.
Desde ahí se entiende todo lo demás: se entiende la "Inmaculada concepción". El prefacio litúrgico de la fiesta de la Inmaculada:
"Purísima había de ser, la que llevase en su seno al Autor de la Gracia".
Convenía que fuese "purísima" la que había de ser Madre de Dios.
Algo similar pasa con la "Asunción a los cielos de María".
Se distingue la "Ascensión" de la "Asunción": Jesús Ascendió a los cielos; María fue "Asunta" a los cielos. Que Jesús "ascendió a los cielos por su propio poder, y que María fue asunta al cielo por el poder de Dios. Este es un buen argumento para aquellos que acusan a la Iglesia d haber "divinizado a María" de ponerla al mismo nivel que a Dios.
Volviendo a lo que estábamos:
Parece lógico que aquella que había llevado en su al autor de la vida, que compartiese con El, la gloria plena.
Jesús quiso compartir el cielo como hombre, con María en cuerpo y alma.
Importante: Jesús no subió a los cielos igual que bajo: antes de la encarnación Jesús era Dios, y después de la ascensión subió al cielo como Dios y como hombre para toda la eternidad.
Jesús no se hizo hombre durante 33 años solamente. Podemos decir que en la encarnación algo ha cambiado en el seno de la Trinidad.
Tener presente esto para entender que Jesús no solamente ama con amor divino, también ama con amor humano.
El hecho de que María este asunta en los cielos, al mismo Jesús le permite, prolongar "con ella" en su corporalidad resucitada, el cariño que le tubo en la tierra. Y además "coronar con la obra de la Gracia.
A veces se habla de la Asunción de María como si fuera un "privilegio"; pero en nuestra cultura, esta palabra "privilegio" resulta un poco antipática.
Lo cierto que no se trata de "los privilegios de María", sino que se trata de los medios, a través de los cuales, la Gloria de Dios resalta más ante nuestros ojos.
María no se "vanagloria", de lo que Dios hace en ella. Tantas veces que nosotros nos vanagloriamos por cualquier obra buena que podemos hacer, cuando es Dios mismo el que nos permite hacer esas obras: y le robamos a Dios la Gloria.
ES verdad que María se turba ante la obra de Dios, y sabe que ha sido elegida de Dios de una forma inmerecida, pero ella se ofrece a Dios, para que haga en "ella obras grandes"; además lo confiesa, pero no vanagloriándose, sino para que el mundo que hermosa puede ser la santidad de Dios si el hombre es dócil y si el hombre se deja moldear por Dios, como la arcilla en manos del alfarero.
Dice este punto:
Fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo
La Asunción de María, o la Inmaculada concepción, hay que entenderlo desde el designio de Dios de "santificación de sus criaturas", para ser conformada más plenamente a su Hijo.
Toda la vida de María es una "conformación a su Hijo".
La Gracia se nos da en Cristo, por tanto, cuando se nos dice de María la "llena de Gracia", es porque ella está unida a Cristo. Incluso antes de concebirle esta "llena de Gracia".
Este es un misterio de doble sentido: Jesús se conforma humanamente en María, pero también María se conforma en su Hijo en esa divinidad: "La llena de Gracia".
Tomando como ejemplo la vid: María es un sarmiento de la vid que es Cristo, del que recibe la vida divina; y Cristo es un sarmiento de María porque de ella recibe la vida humana.
En este punto se le llama a Cristo:
Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte"
Aquí esta una clave determinante de lo que es la Asunción de María a los cielos:
Que Jesús mostros su señorío venciendo el pecado y en Maira, Jesús venció el pecado; y mostro, también su señorío venciendo a la muerte, y en María, Jesús venció a la muerte.
María es como un "icono" que refleja claramente la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. María tiene una participación singular en la resurrección de su Hijo, y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.
Lo que dice el Dogma Católico dice es que "María fue Asunta a los cielos en cuerpo y alma":
Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903:
Pronunciamos, definimos y declaramos, ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la Gloria Celeste.
Hay errores en cuanto a la fe católica, y cuando nos olvidamos de cuál es la fe sobre el "más allá de la muerte": que es que en el momento de la muerte tiene lugar la separación del alma y el cuerpo, y que el alama es juzgada en un juicio particular: al cielo, al purgatorio, o al infierno, en base si está limpia, si necesita purificación o se "ha autoexcluido de la gracia".
En la espera de la resurrección definitiva, que tendrá lugar en la parusía, cuando el Señor venga, y entonces tendrá lugar la resurrección de los cuerpos y se unirán a sus almas. Supone también la comunión de todo el cuerpo místico que estaba incompleto en el cielo.
Algunos teólogos han afirmado que en el mismo momento de la muerte tiene lugar la resurrección:
¿Cómo es posible que tenga lugar la resurrección si el cuerpo está en el cementerio…?
Y ante esto como podemos decir que María fue asunta a los cielos en cuerpo y alma.
Es que cuando se niega algún artículo de la fe católica, tiene repercusiones en el dogma mariano.
María está adelantando al resto de los santos, lo que ellos serán al final de los tiempos: que el alma y el cuerpo en el cielo.
Los santos están disfrutando de Dios pero les falta algo, es que nosotros no solo somos alma únicamente, porque también tenemos una dimensión corporal, y hasta la parusía final cuando el cuerpo se una al alma, les faltara esa plenitud. Sin embargo, en María, ese pleno triunfo sobre la muerte ya se ha dado.
Además, también Jesús ha querido gozar de su Madre tal y como la gozo en la tierra, así también en el cielo: en cuerpo y alma. Creo que es legítimo el decir esto.
Termina este punto con una cita de la liturgia Bizantina:
«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).
La palabra "tropario" es un himno litúrgico de la fiesta del día.
Hay un proverbio latino que dice: "lex orandi, lex credendi". Aquello que la Iglesia reza es lo que la Iglesia cree.
Si se quiere matizar lo que es la fe, fíjate detenidamente en lo que rezas en la liturgia de la Iglesia, que es donde esta expresada nuestra fe. Es por esto que este catecismo recurre con frecuencia a los textos de la liturgia, que es lo que la Iglesia ha rezado siempre.
Cuando se habla en este texto de la dormición, es que María tuvo un tránsito de esta vida a la vida eterna, sin que llegase a separar el cuerpo del alma. Lo cierto es que no está definido, si en María se produjo esa separación del alma y del cuerpo.
Por eso hay que decir con "delicadeza", sin meternos es estos temas –porque eso queda para la discusión de los teólogos-, utilizadnos el termino dormición.
Este término lo podemos aplicar indistintamente a la muerte, a ese paso de esta vida a la eterna sin que se haya llegado a la separación del cuerpo y el alma de María.
En cuanto a la tradición "arqueológica" –por decirlo de alguna forma-, hay una que dice que María tuvo su dormición en Éfeso y otra que el tubo en Jerusalén. Hay una Iglesia, cerca del torrente Cedrón, en Jerusalén donde se conserva un sepulcro - que dice de la Virgen María-, según esto la Virgen habría muerto y después habría sido asunta al cielo en cuerpo y alma.
Otras tradiciones hablan de que María no habría muerto y tubo esa "dormición" donde fue asunta a los cielos en cuerpo y alma.
El caso es que lo principal, es que la corrupción del cuerpo es una consecuencia del pecado; por eso mismo podemos decir que el cuerpo de la Virgen María fue preservado de la corrupción, porque decimos que María es Inmaculada: -sin macha.
También lo decimos -evidentemente- del cuerpo de Cristo; porque si bien el alma se separó del cuerpo y "descendió a los infiernos", también decimos que el cuerpo de Cristo fue preservado de la corrupción.
También Dios ha querido dar algunos signos de santidad, cuando ha querido que algunos santos, hayan tenido como el milagro de la incorrupción de sus cuerpos: Sata Teresa de Lisieux, San Pio de Pietralchina…etc.
Lo que no quiere decir es que, si un santo su cuerpo se corrompe, no fuera santo.
Volviendo al Himno litúrgico dice: En el parto te conservaste Virgen.
Es otra de las cosas que tenemos bastante olvidada: "la confesión de la virginidad de María antes del parto, durante el parto y después del parto".
Se pretende lanzar ataques contra la virginidad de María diciendo que después del parto de Jesús tubo más hijos etc.; y eso es contradictorio con toda la tradición cristiana desde los comienzos.
Otros ataques se dirigen contra la misma concepción virginal.
Pero de lo que casi ni se habla es de la Virginidad de María durante el parto. Pero la Iglesia no se avergüenza en absoluto de confesar esto.
Es verdad que la Iglesia no llega a explicar exactamente en que consiste esa virginidad, pero afirma el hecho de la virginidad de María en toda la circunstancias, en el parto es un parto milagroso. Como dicen algunos autores: como el rayo es capaz de pasar por el cristal sin romperlo, así también Jesús es capaz de nacer en ese parto virginal.
Con esto se manifiesta que la maternidad divina de María sobrepasa la capacidad humana; es un signo de Dios, para que todavía, María tenga más clara conciencia de que "El Señor ha hecho grandes obras en mi".
Claro que este parto virginal indoloro, no le preservo del parto doloroso al pie de la cruz.
En el prólogo del evangelio de San Juan, en el versículo 13, la biblia de Jerusalén incluye una traducción, de este versículo en singular, que nos abren los ojos al misterio del parto virginal de María:
En el principio existía el Verbo, existía hacia Dios y el Verbo era Dios.
El existía en el principio orientado hacia Dios, todo llego a existir por medio de Él,
Es decir: sin El no existió nada; lo que ha llegado a la existencia en Él era vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la oscuridad y la oscuridad no logra sofocarla.
Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan; este llego para dar testimonio, para testificar en favor de la luz, a fin de que todos llegaran a creer por medio de él.
Él no era la luz, sino que tenía que testificar en favor de la luz.
Esta era la luz verdadera, que al venir al mundo ilumina a todo hombre.
En el mundo estaba, pero el mundo existió por medio de Él, pero el mundo no la conoció. Llego a su heredad, pero los suyos no la recibieron.
En cambio, a cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre les hizo capaces de llegar a ser HIJOS DE DIOS.
El cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino de Dios.
En otras traducciones se dice: "Los cuales no nacieron de deseo de carne…"
Ese "no nació de sangre", hace referencia a ese parto virginal de María.
Dentro de algunos errores en la trasmisión de los manuscritos, algunos lo tradujeron en plural, pero San Irineo y Tertuliano, en el siglo II, leen este texto en singular: "El cual no nació de sangre…".
Estos primeros padres acusaron a una herejía de los gnósticos valentinianos de haber cambiado el singular al plural.
De cualquier modo, lo importante es que veamos en este himno litúrgico: En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas.
Un detalle: dice que "con tus oraciones -intercesión- salvas de la muerte a nuestras almas".
No dice "con tu gracia", Porque esa "Gracia" solamente la tiene Dios.
Nuestra fe católica nunca ha divinizado la figura de María. El que nos salva es Jesucristo, otra cosa es que María con sus oraciones nos alcance esa salvación.
En tono al sepulcro de María, en Jerusalén, los peregrinos rezan esta oración:
María se nos va al cielo, espíritu purísimo que no conoció varón Coparticipe excepcional con el Espíritu en la acampada del Dios encarnado En la maternidad singular en su carne
Madre de Dios, por tanto, besada cariñosamente mil veces por un niño
Pero ¡que niño!, amante como todo niño, aunque era Hijo unigénito del Padre y suyo mismo Corredentora con El desde siempre en la mente del Padre,
En interminable vía dolorosa, hasta la roca que nos salva
Interprete privilegiada de nuestras carencias ante el poder del Hijo glorioso
Traspasada su carne desde su concepción, y siempre como el relámpago fecundante del Espíritu
¿Quién sería capaz de someter a muerte y corrupción, y reducir a ceniza insignificante un cuerpo venerable, ya en vida, y de suyo glorioso?
Lleno de Gracia, además, según la autorizada opinión de un Arcángel. Nadie la sometió a corrupción, y su Hijo Jesucristo, quiso, por lo tanto asumirla a los cielos en cuerpo y alma.
José Ignacio Munilla en enticonfio.org
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