José Ramón Villar

I.       Introducción

La idea de autoridad se presenta problemática en nuestra época. No se trata de la dificultad práctica para aceptar el ejercicio de la autoridad con la correlativa obediencia. Esto no sería, en cuanto tal, algo verdaderamente nuevo. La novedad afecta  más bien a la articulación teórica de autoridad, obediencia y libertad. El discurso que ha llevado a esa problematicidad ha sido ya analizado en sus raíces filosóficas y culturales [1]. No volveremos aquí sobre el tema.

Interesa, en cambio, prolongar la reflexión desde la perspectiva teológica. Los conceptos de autoridad y obediencia son susceptibles de un análisis filosófico-jurídico, y aun político y sociológico. Sin embargo, hablar de autoridad y obediencia cristianas supone continuidad y discontinuidad con esas reflexiones. El adjetivo “cristianas” transforma a los sustantivos. En la Iglesia la articulación de autoridad, obediencia y libertad no puede reducirse sin más a combinar criterios puramente antropológicos, válidos — sin duda— en su ámbito. Ciertamente, en la Iglesia se ejerce la autoridad y se obedece en continuidad con lo que esto significa en la experiencia humana. De manera que una obediencia, por ejemplo, que no sea libre, no es cristiana por no ser humana. Pero el motivo, contenido y finalidad de la autoridad y obediencia cristianas transforma la experiencia humana con la misma discontinuidad que introduce en la historia la encarnación del Verbo. La teología dirá que la gracia de Cristo asume (continuidad), sana y eleva (discontinuidad) la naturaleza.

En consecuencia, las nociones cristianas poseen un aspecto propio a partir de la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo. Por esto, suele insistirse en que la Iglesia, siendo una comunidad de hombres y mujeres no es, sin embargo, una sociedad humana como otra cualquiera. Ahora bien, lo que hace distinta a la Iglesia de cualquier otra comunidad humana no es sólo una específica organización externa —con finalidad religiosa— constitucionalmente dada por su Fundador. Su “formalidad” consiste ante todo en que esa comunidad, así constituida, es portadora del despliegue en la historia de la acción salvífica de Dios, es decir, la comunión de los hombres con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, incoada en la tierra y llevada a plenitud en la Patria.

Esta formalidad salvífica de lo cristiano no significa ignorar otras perspectivas sobre autoridad y libertad, por ejemplo las relativas a la dignidad humana, o a la necesidad de dotar de un marco jurídico a la vida en la Iglesia. Por el contrario, la fe representa un nuevo título para atenderlas. Hay que saludar, en este sentido, que el CIC 1983 recoja en el primer título del Libro II dedicado al “Pueblo de Dios”, un epígrafe bien significativo: “De los deberes y derechos de todos los fieles cristianos”. Es esta una expresión que evoca el marco de garantías y libertades habitual en las constituciones políticas de los pueblos modernos. Con todo, esta formulación de derechos y deberes, o más ampliamente de libertades y obligaciones, condiciones de ejercicio de la autoridad, etc., habría resultado algo extraña a las primeras generaciones cristianas, si se entendiera al modo de una pura regulación legal de una comunidad humana, o una mera distribución de poderes.

No se insinúa con esto que el proceso de formalización técnico-jurídica (que dota de un marco legal a la autoridad y a la obediencia) suponga un alejamiento de la fraternitas evangélica, como han interpretado, de un modo u otro, las corrientes antinomistas que se han dado a lo largo del tiempo, bien sea oponiendo “carisma” y “derecho” (R. Sohm), o bien enfrentando “jerarquía” y “pueblo” (en versiones “liberacionistas” al uso), etc. Estas oposiciones desconocen —desde presupuestos diversos— la verdadera naturaleza de la Iglesia. La autoridad y la obediencia pertenecen a la experiencia originaria de la vita christiana in Ecclesia, y reclaman su institucionalización en marcos jurídicos oportunos. Pero tras esas exageraciones, que deprecian como no-cristiano lo jurídico o lo jerárquico, hay una percepción inconsciente y oscura de algo verdadero, a saber: que la autoridad y la obediencia, la jerarquía o las normas jurídicas, tienen un carácter instrumental al servicio de la finalidad salvífica de la Iglesia, que posee el primado ontológico. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —con sus aspectos morales y jurídicos— sólo se comprenden considerando su función en la economía de la salvación. Aún más, la tradición canónica —locus paradigmático de la autoridad y la obediencia en la Iglesia— ha visto acertadamente su lex suprema en la salus animarum, como hermenéutica salvífico-escatológica que dota de significado a unas determinaciones jurídicas que podrían parecer solo extrínsecas y que, sin embargo, son expresiones externas —históricas, sin duda, y por ello mudables en su concreción— del momento interior teológico (trinitario) y salvífico de la autoridad y obediencia cristianas.

Los problemas y debates actuales en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen, según parece, de no dar suficiente relevancia al sentido evangélico de estas realidades, para reducirlas a la cuestión de distribución de poderes o funciones, derechos y deberes, etc. Pero resulta incompleta toda reflexión sobre autoridad y libertad cristianas desarraigada de la nueva existencia del bautizado en Cristo y en el Espíritu. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —como cualquier otro elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Y es que la sola reflexión filosófica, jurídica, antropológica o cultural sobre la autoridad y libertad humanas —siendo tan importante—, no da razón total de la experiencia cristiana, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado “con autoridad” y “ha obedecido” libremente al Padre entregando su vida en la Cruz, haciéndose así salvación para la humanidad. Una autoridad y una obediencia que no salvan, no son las de Cristo, y carecerían de todo interés en la Iglesia.

II.      Libertad y obediencia en la revelación bíblica [2]

La Revelación habla de la “obediencia de la fe”, que entraña la libertad. La autoridad y la obediencia, en cuanto religiosas, sólo pueden ser vividas en libertad. Es una consecuencia de la naturaleza del acto de fe, que es un acto voluntario: significa adherirse a Cristo atraído por el Padre (Jn 6, 44), y así rendir a Dios el homenaje racional de la fe (Rm 12, 1). Aquí presuponemos este dato elemental, y haremos nuestras reflexiones dentro del dinamismo de una fe aceptada y vivida libremente.

Significado bíblico de la obediencia. Como es sabido, la Biblia hebrea ignora propiamente los términos “obedecer” y “obediencia”. En su lugar aparecen, significativamente, los términos “oír”, “escuchar” (latín, ob-audio). Esta asociación de ideas resulta coherente con la revelación de Dios por medio de su Palabra en la Ley y los Profetas. Yahvé no es un dios mudo y ciego, sino el Dios vivo, que ve y habla; “Oíd, cielos; escucha, tierra, porque habla el Señor” (Is 1, 2; 1, 10; Jr 2, 4; 7, 21-28). La vida entera del hombre consiste en “escuchar” a Dios, acoger su palabra, y ponerse “debajo” de ella (sumisión) para ejecutarla fielmente. “Oír” y “obrar” están vinculados, de tal modo que es impensable oír a Dios y no ejecutar su voluntad. La prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser total. Lo contrario es cerrar los oídos a Dios: “Yo os he hablado incesantemente y no me habéis oído; os he llamado y no me habéis respondido” (Jr 7, 13; Os 9, 17). El culto a Dios consiste primariamente en esta obediencia, preferible a los sacrificios externos; en la obediencia se resume todo deber religioso y, fuera de ella, el culto resulta vacío (1S 15, 22; Sal 40, 7-9; Sal 50).

Correlativamente, el pecado es apartarse de la voluntad divina (Sal 51, 6), marchar fuera del camino señalado por Dios (Sal 1, 1; 1S 15, 22s.26; Jr 6, 16-18; Jr 7, 24). El apóstol Pablo —especialmente en la carta a los Romanos— interpreta la historia de la humanidad bajo esta tensión de obediencia y desobediencia a Dios. El drama del pecado original estriba en que Adán desobedece a Dios, y arrastra en su rebelión a sus descendientes (Rm 5, 19). La “carne” rechaza aquella sumisión a Dios que pide el orden de las cosas (cfr. Rm 8, 7), y de este modo somete la creación a la vanidad (Rm 8, 20) y rechaza el designio de Dios sobre el universo que Dios quiere edificar, que reclama la colaboración del hombre, la adhesión en la fe (en la Ley y la Alianza).

Pero Dios saca misericordiosamente al hombre de la “desobediencia” en la que ha sido encerrado (cfr. Rm 11, 32), y de la que él mismo —y esto es decisivo— es incapaz de salir (cfr. Rm 7, 14s). Sólo la obediencia de Jesús “libera” nuestra libertad. El hombre vuelve, por medio de la liberación del pecado, a la obediencia a Dios: obediencia de la fe y de la verdad (cfr. Rm 1, 5; 1 Pe 1, 22).

Obediencia de Jesús y salvación. Dios revela por su “Palabra encarnada” en la plenitud de los tiempos el misterio salvífico de la obediencia —y, por tanto, de la libertad—, que arranca de la misteriosa kénosis de Cristo, de su entrega hasta la muerte (1). Por el camino de la obediencia, Cristo alcanza el señorío universal, como cabeza gloriosa de la humanidad redimida (2).

(1)     Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios y sus designios (cfr. Mt 5, 17; Mt 17, 24ss; Mt 26, 39.42; Lc 2, 49). La encarnación misma es obediencia, sometimiento a la ley para liberar a los que están bajo la ley mosaica (Ga 4, 4; Hb 10, 5-10). El viene a cumplir la voluntad del que le envió (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 9, 4; Jn 10, 18; Jn 12, 49; Jn 15, 10; Jn 17, 4); cumple en todo la ley (Mt 5, 17). Las tentaciones de Satanás de distorsionar su misión mesiánica, terminan con la reafirmación de Jesús de su obediencia al Padre (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Debe seguir la palabra de Dios, no la de los hombres que, como Pedro, le quieren apartar de su misión (Mc 8, 33).

La perfecta obediencia de Jesús (cfr. Hb 10, 5; Flp 2, 8), nuevo Adán, repara la desobediencia del antiguo Adán: “Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rm 5, 19). Su obediencia al Padre celestial es causa de salvación, particularmente en su pasión y muerte “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Hb 5, 8). Esta dinámica de la obediencia de Jesús/salvación del hombre frente a la desobediencia de Adán/pecado y condenación, se constituye en clave de la obra salvífica de Jesucristo. La vida y muerte de Jesús es “obediencia”, y constituye objetivamente la salvación misma (cfr. Flp 2, 6-11).

(2)     Por su obediencia, Jesús, el “Siervo” es constituido en “Señor” (Flp 2, 5-11), y recibe “todo el poder (exousia) en el  cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), ante toda criatura. Él, “hecho perfecto, llegó a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Con su ofrenda perfecciona a los santificados por la fe en Él (Hb 10, 14), e inaugura un nuevo culto incorporando a toda la humanidad en su sacrificio grato a Dios, esto es, el de su obediencia amorosa al Padre (Hb 10, 5-10). Por su acto de obediencia se hace garante de la nueva alianza y consigue la salvación para aquellos que le obedecen (Hb 5, 9). A partir del momento de su tránsito pascual, la obediencia de Cristo al Padre, que causa la redención objetiva para la humanidad, se hace salvífica en cada hombre por medio de la obediencia subjetiva a Cristo, que ha recibido “todo el poder”.

Autoridad salvífica de Jesús y obediencia de fe. La obediencia-autoridad de Jesucristo (1) se torna salvífica para el hombre por la “obediencia de la fe” (2).

(1)     Jesús explica la Ley de Dios para los hombres como quien tiene autoridad (Mt 5, 21-48; Mt 7, 21; Mc 3, 31ss). Él dispone sobre todo igual que Dios (Jn 3, 35; Jn 10, 28; Jn 13, 3; Jn 17, 2s.). Tiene autoridad sobre los demonios, la enfermedad, la naturaleza y la muerte (Mc 1, 23ss; Mc 5, 12; Mc 5, 41; Mt 8, 27). La obediencia a Dios se torna, en la predicación del Reino, en obediencia a Jesús, en quien viene el Reino de Dios. La autoridad de Jesús reclama la adhesión a Él (1P, 1-2); el discípulo debe ajustar su voluntad a la de Cristo  (Mc 8, 34-38). Los verdaderos discípulos de Cristo cumplen la voluntad del Padre (Mt 7, 21; Mc 3, 31-35; Jn 15, 10), y alcanzan la salvación mediante la obediencia (Jn 14, 15.23).

(1)     El hombre recibe la salvación mediante esta obediencia de la fe (cfr. Rm 1, 5), la obediencia al Evangelio (Rm 10, 6; 2Co 7, 15; 2Tes 1, 8). El hombre se abre al misterio de la salvación, por medio de la obediencia al Evangelio y a la Palabra en la Iglesia (2 Ts 3, 14; Mt 10, 40). El fin de la predicación apostólica es la obediencia de los paganos (Rm 15, 18). Cristiano es, de este modo, quien obedece a la verdad (Rm 2, 8; Ga 5, 7); el que glorifica a Dios en la obediencia (2Co 9, 13); los cristianos están sustentados y definidos por la obediencia (Flp 2, 12); son hombres de obediencia (cfr. Rm 2, 7; 2Co 9, 13; 2Co 10, 5), una obediencia “en el Señor” (Ef 5, 22); Ef 6, 1; 6, 5; Col 3, 18ss). Obedecer a Dios conduce a la vida; obedecer al pecado, es esclavitud para la muerte (Rm 6, 21-23). La autoridad de Jesucristo y la consiguiente obediencia del cristiano abarca la misma amplitud con que afecta al hombre la desobediencia, el pecado (cfr. Rm 6, 16-19), esto es, la radical oposición que hay entre vida y muerte. El cristiano es liberto de Cristo (1Co 7, 22-23), y fundamenta toda obediencia en el reconocimiento del señorío vivificador de Cristo. Él es la “ley” (1Co 9, 21).

La libertad cristiana en el Espíritu Santo. Pero el hombre no puede obedecer, pues está “encerrado” en la desobediencia, de la que es incapaz de salir. Para que la nueva “ley”, que es Cristo, pueda ser cumplida, Dios ha proyectado para los tiempos mesiánicos el pueblo nuevo que se adhiere a Él con obediencia total e interior. Para que la “ley” (Cristo) se encuentre grabada en el fondo del ser (Jr 31, 33), Dios concede la plena disposición interna para la obediencia, en imitación de Jesús. La obediencia procede de la libre determinación que es guiada por el Espíritu divino (Rm 6, 16-17). La obediencia en el Espíritu se basa en la condición filial, ajena a toda servidumbre (Rm 8, 14-17), como la entrega del Hijo encarnado también sucedió “en el Espíritu eterno”, que provoca, en el amor, la libre obediencia (Hb 9, 14). “Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Co 3, 17). La libertad es la ley interior del Espíritu, que hace posible la obediencia a la justicia, y libera nuestra voluntad para el bien y la vida. Así es “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).

III.    Consideración teológica

Este patrimonio bíblico sobre “obediencia” y “libertad” nos ofrece, en última instancia, el fundamento de la antropología y moral cristianas. Como es sabido, este fundamento se ha desarrollado en torno a la tradicional reflexión sobre la “nueva criatura” y la “ley nueva”, que resulta de interés para nuestras consideraciones.

En efecto, la tradición teológica habitualmente ha puesto de relieve en la “nueva ley” dos dimensiones: interior y exterior. Santo Tomás de Aquino expuso de manera magistral estos dos aspectos de la vida cristiana en el régimen de la “nueva Alianza”, es decir, la lex nova. Recordémoslo brevemente [3].

De una parte, la “ley nueva” inaugurada por el Evangelio, la “ley de Cristo”, es principalmente la gracia del Espíritu Santo, que concede al cristiano el señorío y la libertad, la liberación de la ley mosaica y el despliegue de la fe que obra por la caridad. Es ésta una lex libertatis, un don del Espíritu infundido en el interior como principio ontológico que transforma y capacita operativamente a la voluntad para moverse libremente a la entrega a Jesucristo, al amor de Dios.

De otra parte, la “ley nueva”, la “ley de Cristo” también posee secundariamente una dimensión externa: unos preceptos y consejos, el Evangelio predicado por Jesús, su propia vida enseñada, transmitida y vivida en la Iglesia. Esta dimensión externa de la lex nova constituye objetivamente el contenido hacia el que se dirige la voluntad movida por la gracia del Espíritu Santo. De manera que la “nueva ley” indica lo que hay que hacer pero, sobre todo — y esto es lo formalmente “nuevo” de ley evangélica—, da la fuerza para cumplirlo.

Es conocida esta reflexión sobre la lex nova, y es innecesario desarrollarla aquí en toda su amplitud. En cambio, vale la pena observar que la articulación de los aspectos interior y exterior de la “ley nueva” esclarece igualmente las relaciones entre libertad y autoridad-obediencia, y más radicalmente permite comprender la asociación de la “obediencia” de Cristo y la “libertad” del Espíritu Santo para la realización de salvación en la Iglesia y en el cristiano. Esto resulta especialmente necesario cuando, en ocasiones, se contrapone dialécticamente la libertad del Espíritu y el carácter normativo de la ley evangélica, que reclama obediencia en actos externos determinados.

El contenido bíblico antes analizado supone que la “ley” evangélica es, ante todo, Cristo mismo: su predicación, vida, muerte y resurrección, como acto de obediencia al Padre en favor de los hombres. Ante la “Palabra” encarnada, cuya autoridad (todo poder en los cielos y en la tierra) se basa en la obediencia al Padre, surge el “oír-respuesta” humano, es decir, la “obediencia de la fe”. Esta obediencia del hombre se hace posible por la acción del Espíritu Santo que capacita para que, en la libertad de los hijos de Dios, el hombre rinda a Dios el homenaje racional de su inteligencia y voluntad. La “libertad del Espíritu”, no es la anarquía de la “carne”, sino el instinto interior de la gracia que configura la nueva criatura a Cristo en su obediencia, amor y ofrenda al Padre, en movimiento espontáneo provocado por el amor, la caritas. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, Jn 15, y Jn 21).

Fe-obediencia a Cristo —y en Cristo al Padre—, y libertad- amor en el Espíritu están implicadas una en la otra. La obediencia al mandato externo no es posible sin el movimiento interior del Espíritu Santo. Este conduce al cristiano a obedecer libre y espontáneamente, como desde dentro y movido por el amor, las prescripciones externas, que son el modo histórico —mientras peregrinamos hacia la casa del Padre— de la economía salvífica inaugurada con la encarnación del Hijo (en el régimen de la fe y de los medios salvíficos de la lex incarnationis).

De este modo, la “obediencia” y la “libertad” no resultan antitéticas e irreconciliables, sino que —por el contrario— la obediencia cristiana incluye, como un momento interno constitutivo, la libertad del Espíritu, que es su “perfección”: la voluntad espontánea. Y esto de modo análogo a como la obediencia de Jesús es perfecta porque perfectas son su libertad y amor al Padre en el Espíritu eterno. El Espíritu Santo actualiza en el cristiano “desde dentro” la obediencia salvífica de Cristo al Padre, cuya voluntad se manifiesta históricamente, para los hombres, en la autoridad de la nueva “ley” que es Cristo mismo.

IV.     Conclusión

La herencia ilustrada ha legado la idea de que la libertad es auténtica en la medida en que se apoya sobre el juicio individual. La libertad del individuo viene así enfrentada a una tradición recibida en una comunidad que se testifica y transmite por medio de unas Escrituras, instituciones y personas dotadas de autoridad. Esta autoridad resultaría, según esa idea, una intromisión en la autonomía individual, y la obediencia sería una abdicación de la conciencia.

Esta interpretación constituye, sin duda, un riesgo para una correcta idea de libertad. Pero también ofrece una ocasión para redescubrir el significado de la autoridad y obediencia cristianas. Obediencia no significa renunciar a la autodeterminación personal. La tradición teológica ha afirmado constantemente que la libertad supone obrar a partir de sí mismo, ex se ipso agere, spontanea voluntate, según Tomás de Aquino. En el cristiano esto sucede como despliegue y autorrealización de la “nueva criatura” en Cristo y en el Espíritu Santo. No implica, pues, una renuncia negativa, sino una afirmación de libertad eminentemente positiva: la asunción voluntaria del proyecto de Dios sobre la propia vida. Nunca es sumisión pasiva, sino libre adhesión al diseño de Dios propuesto por la palabra de la fe. La obediencia es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios. No es un “límite” a la libertad (como lo entiende un individualismo reductivo), sino una libertad sostenida por el amor y puesta al servicio del amor a Dios y a los hermanos; enriquece y plenifica la persona para el servicio y la donación.

La obediencia y la autoridad en la Iglesia están al servicio de esta economía de la salvación. No se resuelven en la simple autoridad y obediencia de un hombre frente a otro. Toda obediencia sólo tiene sentido cuando se inserta en la obediencia salvífica de Cristo, y se identifica con la adhesión a Él. Sólo así puede entenderse una obediencia en la Iglesia realizada en la libertad del Espíritu, “no entre lamentos sino con alegría” (Hb 13, 17; 1Ts 5, 12; 1P 5, 5).

La afirmación de la responsabilidad personal y del carácter irrenunciable de la conciencia individual no supondrá un riesgo — muy al contrario— para quien advierte lúcidamente el carácter liberador de la obediencia al único Señor que puede merecer el don de la libertad humana, en lugar de los ídolos de este mundo. La libre obediencia es misterio de gracia y salvación. Ciertamente, esta percepción salvífica presupone madurez en esa fe por la que “el hombre se abandona totalmente a Dios, prestándole libremente el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad” (DV 5).

José Ramón Villar en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Vid. J. RATZINGER, Freiheit und Bindung in der Kirche, en E. CORECCO, N. HERZOG, A. SCOLA (ed.), Les droits fondamentaux du chrétien dans l'Église et dans la société, Friburgo 1980, pp. 37-52.

2.     W. MUNDLE, Oír, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1993, vol. III, pp. 203-209; A. STÖGER, Obediencia, en J. B. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 715-721; G.  GATTI,  Obediencia, en L.  ROSSI-A. VALSECCHI (dir.), Diccionario Enciclopédico de Teología Moral,  Madrid 1974; H. RONDET, L’obéissance, problème de vie, mystère de foi, Lyon 1966.

3.     Nos inspiramos en P. RODRÍGUEZ, Espontaneidad y legalidad en la ley nueva, en “Scripta  Theologica” 19 (1987) 375-385. El lector encontrará   en este denso trabajo —que incluye más perspectivas de las que aquí traemos— una bibliografía básica sobre la “ley nueva” y el fundamento de la moral cristiana. Los textos relevantes de santo Tomás sobre el tema se hallan en la S. Th., 1-2, qq. 106 y 108.

Hugo S. Ramírez

5.       La idea de libertad en Hannah Arendt como capacidad para vincularse

Al igual que la pluralidad de los hombres en tanto que seres singulares y únicos, la libertad es un concepto fundamental en el pensamiento de Hannah Arendt: perfilar la libertad es comprender lo que no es el totalitarismo de cualquier signo [55].

Nuestra aproximación a su idea de libertad tendrá especial interés por destacar uno de sus rasgos: el carácter vinculante o relacional de la misma. Este interés queda justificado en la medida en que precisamente el carácter vinculante de la libertad, permite la ubicación del perdón en el plano de la razón práctica, tema con el que concluiremos estas páginas.

Comencemos por destacar que, en el desarrollo de sus ideas acerca de la libertad política, Hannah Arendt pone un especial cuidado en distinguirla del libre albedrío, y sobre todo de la soberanía. En este sentido, desde su perspectiva, la libertad no es una capacidad que se ejercite exclusivamente en el plano de lo volitivo, sino que implicándolo, lo trasciende: "La libertad como elemento relacionado con la política no es un fenómeno de la voluntad. No nos enfrentamos con el liberum arbitrium, una libertad de elección que (...) está predeterminada por un motivo que sólo se puede aducir que inicia su puesta en práctica" [56].

Al evitar este equívoco, Arendt intenta mantener al margen de sus interpretaciones la identificación de la libertad con la capacidad humana para realizar la propia voluntad. A su juicio, tal nexo desemboca en lo que ella misma considera como una "consecuencia fatal para la teoría política": la coincidencia automática del poder con la opresión, o al menos, con el dominio ejercido sobre los demás [57]. Cuando esto sucede, advierte nuestra autora, se observa un debilitamiento general de la praxis, de lo político y lo común, en aras de la ascensión de lo privado y particular, siendo el eco de esta situación la disyuntiva de innegable actualidad por la que se cuestiona si "la política y la libertad son conciliables en absoluto; si la libertad no comienza sólo allí donde acaba la política" [58]. De igual manera, a partir de la asociación entre libertad y libre albedrío, la política se transforma en un simple mecanismo de gobierno, cuya función es la garantía de la seguridad, esto es, de un espacio donde unos sólo mandan y otros sólo obedecen [59]. Esta fórmula queda articulada, fundamentalmente, a través de ficciones como en el caso de los contratos constitutivos, considerados como los instrumentos técnicamente idóneos, donde se manifiesta la voluntad soberana [60]. A juicio de Arendt, esta alternativa, poco realista y peligrosa, difícilmente puede mantenerse sin recurrir a instrumentos de violencia: a medios esencialmente no políticos, que posibilitan la opresión para convertir lo plural en uno [61], y transforman la co-acción, en coacción [62].

A través de su toma de posición respecto de tal concepción de la libertad, Arendt se distancia de la moderna ideología liberal, y sobre todo, de los modelos económicos [63] y políticos asociado a las tesis individualistas modernas [64] que, como acertadamente puso de manifiesto C. B. Macpherson, en el papel y en los hechos son incompatibles con una teoría de la obligación política [65].

A partir de estas aclaraciones conceptuales, Hannah Arendt sostiene que la libertades un atributo del ser, no una mera posesión, que se concreta en la oportunidad y capacidad para actuar. "Los hombres son libres, es decir, algo más que meros poseedores del don de la libertad, mientras actúan; ni antes ni después, porque ser libre y actuar son la misma cosa" [66]. Entendida en estos términos, la idea de libertad política implica el reconocimiento de que su ejercicio nunca puede aspirar a la privacidad; o si se prefiere, que el hecho de ser libre no se traduce en la actualización de la soberanía: "en condiciones humanas, que están determinadas por el hecho de que en la tierra no vive un hombre sino los hombres, la libertad y la soberanía son tan poco idénticas que ni siquiera pueden  existir simultáneamente (…). Si los hombres quieren ser libres, deben renunciar precisamente a la soberanía" [67].

Dicho con otros términos, y como ha observado Fina Birulés [68]   la libertad es definida por Arendt como la característica de la existencia humana concerniente al estar entre los otros: inter-esse; es decir, se trata de un atributo inclusivo o vinculativo. La propia Arendt así lo mantiene expresamente cuando, como vimos, define metafóricamente al acto libre como virtuosismo interpretativo, dando a entender que la actividad más libre y singular, es al mismo tiempo la más dependiente respecto de la presencia y atención de los otros [69].

La naturaleza inclusiva, vinculativa o relacional que Hannah Arendt atribuye a la libertad se pone de manifiesto en rasgos tales como: la fragilidad de los actos libres, la complexión plural y pública de la libertad, la capacidad reveladora de un acto libre respecto de su agente, y el "carácter procesal" del ejercicio de la libertad; repasémoslos separadamente.

a)       Por lo que respecta al primero de los rasgos arriba enunciados, debemos recordar que, para Arendt, la libertad equivale a actuar; y a diferencia de las otras manifestaciones del dinamismo humano en las que nuestra autora puso su atención, esto es, la labor y el trabajo, la acción es la cosa más frágil que pueden atribuirse a la actividad de los hombres, porque no trascienden, temporalmente hablando, al momento mismo de la ejecución: por ejemplo, lo que el hombre hace a través de la labor, esto es, lo que consume para mantenerse vivo, queda inscrito en los ciclos biológicos que se reproducen incesantemente, y en este sentido, como señaló Arendt, su producto es la vida; de manera análoga, lo que el hombre fabrica con su trabajo, son objetos que, como una mesa y todo aquello que forma parte del mundo artificial, perduran más allá del acto mismo de fabricación [70]. En cambio, los actos y las palabras en las que se actualiza la libertad, necesitan de otros hombres para ser y mantenerse en el tiempo; es decir, la objetividad de los actos libres depende de la presencia de otros hombres [71]. Por todo ello Arendt señala que la libertad y la acción nunca son posibles en soledad: "estar aislado es lo mismo a carecer de la capacidad para actuar, es una negación de la libertad. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto acabado. La fabricación está rodeada y en constante contacto con el mundo; la acción y el discurso lo están con la trama de los actos y palabras de otros hombres" [72].

b)       La pluralidad, como un elemento inclusivo característico de la libertad arendtiana, se pone de manifiesto en el hecho de que ésta sólo tiene significado e importancia auténticamente políticos, y en último término prácticos, cuando da lugar al poder en el sentido no de dominio, sino de iniciativa secundada o "co-acción" [73]. Así, la libertad actualizada en la acción y el discurso de alguien, está rodeada de la trama de los actos y palabras de otros hombres, de tal manera que "la creencia popular en un hombre fuerte que, aislado y en contra de los demás debe su fuerza al hecho de estar solo, es pura superstición basada en la ilusión de que podemos hacer algo en la esfera de los asuntos humanos -hacer instituciones o leyes, por ejemplo, de la misma  forma  que hacemos  mesas  y sillas(   ), con la utópica esperanza de que cabe tratar a los hombres como se trata a otro material-" [74]. En ausencia de esta co-acción entre alguien que inicia y quienes apoyan y hacen suya la iniciativa, no hay libertad ni poder. En todo caso habría potencia: una propiedad perteneciente a una entidad singular, que le permite demostrarse a sí misma en relación con otras cosas o con otras personas, pero siempre en una posición esencialmente independiente de ellas; y en la más desafortunada de las situaciones, habría violencia [75].

Por otro lado, la libertad para Hannah Arendt tiene como espacio natural lo público y lo común [76] de ahí que, con acierto, Carmen Corral sostenga que la libertad arendtiana no es un sentimiento interior, sino una manifestación exterior fundamentada en una pluralidad incluyente: "un fenómeno público que reside en el ámbito de lo plural, requiriendo la presencia y la participación activa de los demás" [77]. Incluso esta participación en los asuntos comunes puede tener un sentido agonal, y a él recurre nuestra autora constantemente, sobre todo al rememorar las experiencias de la polis, marcadas  por el afán  del ciudadano libre por destacar entre sus pares [78]. Este recurso, que para algunos comentaristas del pensamiento de Hannah Arendt demuestra ciertas inclinaciones hacia el "esencialismo fenomenológico" [79] parece necesario a fin de destacar que la libertad política no se refiere a la elección de determinadas opciones de comportamiento, como viene sucediendo a partir de lo que la propia Arendt denomina como "el auge moderno de lo social" [80]. Actualmente, advierte Arendt, tal forma de concebir la libertad da paso a actitudes personales manifiestamente autómatas y conformistas respecto de los asuntos humanos: lo que se conoce como sociedad de masas, técnicamente dirigida y gobernada, con una clara presencia de aislamiento subjetivista. Aquí, "los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos; todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces" [81]

c)       El carácter vinculante o relacional de la libertad, visto a través de su rasgo revelador del agente, se pone de manifiesto en el hecho de que los actos realizados en libertad descubren la cualidad, única en el ser humano, de ser distinto y de distinguirse: a través del ejercicio de la libertad, nos dice Arendt, los seres humanos se presentan unos a otros no como objetos, sino como personas, qua hombres [82]. En este sentido, la libertad articula aquella calidad de alteritas a través de la cual el hombre es capaz de comunicar a sus semejantes, con sus actos y discurso, su propio yo, y no simplemente algo [83]. En definitiva, la libertad es vinculante porque propicia el descubrimiento mutuo entre los hombres: "mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal  identidad  y hacen su aparición  en el mundo  humano (…).  El descubrimiento de quién, en contra-distinción de qué es alguien -sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta, está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace (en libertad)- (...). Esta cualidad reveladora del discurso y de la acción, pasa a primer plano cuando las personas están con otras, ni a favor ni en contra, es decir, en pura contigüidad humana" [84]. Dicho con palabras de Francesco Viola, un acto libre sería, en este orden de ideas, la concreción de una "interacción significativa", a través de la cual cada persona descubre y revela su propia identidad, gracias a la relación con otros y a la ayuda que de ellos recibe, manifestando su self en medio de otros selves  [85].

d)       Por último, en tanto que capacidad para la acción,  el ejercicio  de la libertad es para Arendt la causa o el inicio del desarrollo de un proceso de acontecimientos que vincula necesariamente, y desde el punto de vista de la experiencia vital, a un número indeterminado de personas. Se trata, simultáneamente, dé la "naturaleza procesual" o permanente de la acción, así como de la libertad entendida en términos de no-soberanía. Es decir, en razón de que la realidad humana no se limita a la singular vida del hombre, sino a las vidas de los hombres, lo que éstos hacen u omiten libremente siempre tiene una incidencia, a veces directa a veces indirecta, en la vida de otros; de ahí que Arendt afirme concretamente: "si fuera verdad que soberanía y libertad son lo mismo, ningún hombre sería libre, ya que la soberanía(...), es contradictoria a la propia condición de pluralidad; ningún hombre puede ser soberano porque ningún hombre solo, sino los hombres, habitan la Tierra" [86]. La consecuencia de tal reconocimiento puede llevar, como vimos anteriormente, a la afirmación de la esperanza en los asuntos humanos, y muy particularmente en los políticos, sobre todo al observar que la libertad actualiza los "milagros" que rompen el automatismo al que se llega por la reiterada indiferencia ante la presencia de los otros [87]. Pero igualmente puede conducir a la inseguridad, la desconfianza y el temor ante la permanencia de los actos humanos en la vida de quienes comparten el mundo, y sobre la que no es posible ejercer un control y predicción absolutos. Es decir, esta interpretación de la libertad que resalta su carácter vinculativo y contrario a la soberanía, puede servir como pretexto a la exageración del individualismo, como lo advirtió la propia Arendt, dando pie a la indiferencia, y acto seguido, a la sustitución de la política por la administración tecnocrática: en el ámbito de las ideas políticas, el peso de la libertad hace aparecer constantemente la tentación de encontrar un sustituto a los actos libres, que inevitablemente implican el reconocimiento de una responsabilidad respecto de los mismos; y dicho sustituto se encuentra, primero, en la idea de que un hombre solo, aislado de los demás, es dueño de sus propios actos, desde el comienzo hasta el final, es decir, en la supresión de la pluralidad; y segundo, en la articulación de un gobierno que, asumiendo diversas modalidades, siempre es despótico [88].

Para cerrar este apartado, tendríamos que subrayar el carácter vinculativo de la libertad arendtiana: desde múltiples ángulos, la libertad en Arendt remite al encuentro interpersonal, sobre todo en su dimensión pública reveladora del agente, y de igual manera en su identificación como no­soberanía; de tal manera que una condición insuperable para el ejercicio de la libertad, radica en contar con los otros. Dicho con palabras de Adela Cortina: la libertad humana es real siempre y cuando nunca sea asoluta, suelta de todo, desligada de todo, sino obligada, ligada a las personas y las circunstancias que son parte de cada uno [89].

6.       El significado práctico del perdón en Hannah Arendt

Finalmente consideraremos al perdón y la reconciliación, como dos componentes de gran relevancia para los procesos de interculturalidad y mestizaje. El perdón consiste, fundamentalmente, en el acto a través del cual alguien, que estima haber sufrido una ofensa, hace cesar su indignación hacia el ofensor, renunciando a la exigencia de un castigo, y optando por no tener en cuenta la ofensa en el futuro, de modo que la relación entre el ofensor y el ofendido-perdonante, no quedan afectadas. Al mismo tiempo, el ofensor, eventualmente, reconoce su culpa aprovechando el acto de perdonar. De la mano de Hannah Arendt [90] es posible afirmar que el perdón aporta a la esfera de la realidad práctica el bien de la esperanza, como un recordatorio auténtico de que, aún en las condiciones aparentemente más desesperadas, los hombres siempre son capaces de comenzar, las veces que sea necesario, una renovada relación con sus semejantes. En este orden de ideas, el poder de perdonar es una de las manifestaciones más radicales  de la praxis, sobre todo de su naturaleza activa y vinculativa. Respecto de lo primero, el acto de olvidar una ofensa sufrida, al exonerar a quien ha causado un daño y es incapaz de revertir los efectos de su actuación, fractura la continuidad de un proceso quasi mecánico y reactivo en el que un acto provoca una reacción en venganza y ésta, a su vez, otra, y así sucesivamente.

Por virtud de esta ruptura, el perdón se manifiesta como una acción plenamente libre que al mismo tiempo actualiza la esperanza en la esfera práctica. Como sostiene Arendt: "En contraste con la venganza, que es la reacción automática de la transgresión y que debido a la irreversibilidad del proceso de la acción puede esperarse e incluso calcularse, el acto de perdonar no puede predecirse (...). Perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo para quien perdona que aquél que es perdonado" [91].

Por otro lado, debemos reconocer en el perdón un rasgo vinculativo, eminentemente personal, por virtud del cual "lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo" [92]. Este vínculo está animado por el respeto y posibilitado por la comprensión. Así, según Arendt, detrás del perdón y del nexo interpersonal que construye, se encuentra el respeto: la philia politiké, una consideración tan profunda de la persona, independiente de cualidades y logros que de ella puedan estimarse, que es suficiente para impulsar el perdón [93].

De igual manera, en el carácter vinculativo del perdón juega un papel preponderante la capacidad para comprender: el acceso a la verdadera con­ temporaneidad [94]. En efecto, la comprensión tan necesaria en el contexto de la diversidad cultural, es la otra cara de la acción en la medida en que es: "(...) aquella forma de cognición, distinta de muchas otras, por la que los hombres  que actúan, y no los que están empeñados en contemplar algún curso progresivo o apocalíptico de la historia, pueden finalmente aceptar lo que irrevocablemente ha ocurrido y reconciliarse con lo que inevitablemente existe" [95].

Ejemplos específicos de la praxis de la reconciliación en la política cultural se encuentran en las disculpas oficiales a minorías por ofensas e injusticias pasadas. Si bien las disculpas oficiales son criticadas por diversos motivos, como su falta de oportunidad ya que se pronuncian mucho tiempo después de haberse cometido la ofensa, o bien porque no identifican a los verdaderos autores de la discriminación y la marginación, y a veces tampoco a las víctimas, al mismo tiempo se admite su idoneidad para favorecer una reconciliación asequible. No obstante las críticas, como enseña Jacob Levy, esta práctica toma gran significado en la medida en que se incorpora al valor ético de la memoria ya que "intenta recordar  a las generaciones de ciudadanos futuros y al mundo en su conjunto lo que ocurrió, y lo que estuvo mal: el resultado es la incorporación, en la cultura pública, de una fuerte prohibición contra actos similares en el futuro" [96]. Todo esto cobra gran importancia en la medida en que con el perdón, tal y como lo presenta Arendt, se procura evitar la banalidad del mal [97]: una "locura moral altamente peligrosa" [98].

Podría decirse, y con ello concluir, que el perdón es una capacidad que posibilita la realidad de la libertad, debido a la condición no soberana de los hombres, es decir, a su impotencia para controlar absolutamente las consecuencias de los actos que realizan libremente: se trata de la solución a la paradoja de liberarse de la libertad, sin caer en el inmovilismo. Una vez más con Hannah Arendt: "Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, señala Arendt, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo" [99].

Hugo S. Ramírez en revistas.unav.edu/

Notas:

55.    Esta es una de las tesis más contundentes con las que Arendt estructuró una de sus obras con mayor difusión: Los orígenes del totalitarismo, y viene a decir que, si la libertad no es el principio de la acción política, de las actividades que los hombres realizan libre y concertadamente, invariablemente entra en escena el temor como leit motiv de las acciones: el temor del dominador al pueblo, y el temor del pueblo al dominador, y posteriormente, el terror. Así, nos dice en el citado título, en presencia del temor como principio de los actos, "ningún otro principio orientador puede ser útil para poner en marcha un cuerpo político que ya no utiliza el terror como medio de intimidación, sino cuya esencia es el terror: en su lugar ha introducido en los asuntos públicos un principio enteramente nuevo que hace caso omiso de la voluntad humana para la acción, y atrae a la ansiosa necesidad de alguna percepción de la ley del movimiento según la cual funciona el terror y de la cual, por eso, dependen todos los destinos privados". Cfr., ARENDT, H., Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1974, pp. 559 a 568, la cita textual se toma de la página 368.

56.    ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 163.

57.    Cuando la libertad se convierte en libre albedrio, nos dice Arendt, se pasa de la acción a la fuerza de la voluntad, y la libertad misma deja de ser un ideal asociado a la virtud y al virtuosismo, convirtiéndose en soberanía, esto es, en el ideal del libre albedrio: independencia de los demás y, en última instancia, capacidad de prevalecer ante ellos. Cfr., ibíd., pp. 175, 176.

58.    ARENDT, H., ¿Qué es la política?, cit., p. 62.

59.    Aquí, señala Arendt, estaríamos en presencia de la tiranía en estado puro donde, en primer lugar, lo común es el destierro de los ciudadanos de la esfera pública y la insistencia en que se preocupen de sus asuntos privados, con la confianza de que sólo el "gobernante debe atender a los asuntos públicos". En segundo, si bien aquí se procura fomentar la industria privada y la laboriosidad, los ciudadanos no ven en la política y la participación en los asuntos comunes, más que el intento de quitarles el tiempo necesario para sus propios asuntos. Y en tercer lugar, no obstante las ventajas de corto alcance que pueda ofrecer la tiranía, es decir, la estabilidad, seguridad y productividad, inevitablemente se prepara el camino hacia la pérdida de poder, aunque el desastre real ocurra en un futuro relativamente lejano. Cfr., ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 242.

60.    Cfr., ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 176.

61.    "(Aunque en este supuesto) cada uno de los ciudadanos retuviera algún derecho en el manejo de los asuntos públicos, advierte nuestra autora, en conjunto actuarían como un solo hombre sin tener siquiera la posibilidad de disensión interna, menos aún la lucha de facciones: mediante el gobierno, los muchos se convierten en uno en todo aspecto, excepto en la aparición física". ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 244.

62.    "Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia, nos dice Arendt en un ensayo dedicado  a este  último concepto, es que el poder, en tanto que acción realizada  libre y conjuntamente (co-acción), siempre precisa del número, mientras que la violencia,  hasta cierto punto, puede prescindir de la concurrencia porque descansa en sus instrumentos (de coacción)". ARENDT, H., Crisis de la República, cit., p. 144.

63.    Celso Lafer ha puntualizado que en Arendt, la reivindicación contemporánea de un derecho al consumo sin límites, como motor de la economía, representa la victoria del animal laborans sobre el hombre actuante: tal pretensión de consumo desmesurado inhibe la vida pública, e incluso transforma el entorno humano en sociedad de masas. Cfr., LAFER, C., La reconstrucción de los derechos humanos. Un diálogo con el pensamiento de Hannah Arendt, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 241 y ss.

64.    Aunque mediante estudios separados, George Simmel y Steven Lukes coinciden en señalar que el denominado individualismo político está basado en argumentos antropológicos específicos, mediante los cuales se describe al hombre como un ser racional independiente, concreción empírica de una humanidad in abstractum donde  cada  uno es el  único generador de sus deseos y preferencias, así como el mejor juez de sus intereses; y sobre este zócalo se apoyan los principios políticos "demo-liberales", a saber:  a)  una  concepción  del  gobierno  y de la autoridad política en general, basada en el consentimiento como su premisa axiológica fundamental; b) el convencimiento de que la concreción de la actividad política debe desarrollarse básicamente en forma de representación de los intereses  individuales;  c)  la idea de que la actividad del gobierno está dirigida únicamente a posibilitar la satisfacción de las expectativas particulares y la protección de derechos individuales, con un claro favoritismo hacia el laisser-faire, y al mismo tiempo, la oposición de que el gobierno o cualquier instancia pública pueda, legítimamente, influir, alterar o revocar las mencionadas expectativas y derechos individuales. Cfr., S1MMEL, G., El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona, 1986, pp. 271 a 279; cfr., LUKES, S., El individualismo, Península, Barcelona, 1975, pp. 101 a ll0. Para ahondar en esta cuestión véase también: CAMPS, V., Paradojas del individualismo, Crítica, Barcelona, 1999.

65.    Lo que queremos subrayar es que la insistencia de Arendt para no admitir la asimilación y reducción de la libertad a la libre disposición, representa un rechazo a la teoría política ajena a la obligación, utilizando los términos de C. B. Macpherson. Ésta, según el famoso estudio del citado profesor de la Universidad de Toronto sobre el individualismo posesivo, estaría fundamentada, en primer lugar, en un modelo del hombre que reduce la esencia humana a la libertad respecto de las voluntades ajenas al individuo, y a la propiedad o disposición autár­ quica de las capacidades también individuales; y en segundo, en una idea de la sociedad que vería en ésta solamente un conjunto de relaciones mercantiles. Todo lo cual conduce a una visión teórica de la política caracterizada por la competitividad y la hostilidad, así como por la ausencia de un principio de obligación suficiente, y cuya función se limita a "la protección de la propiedad que el individuo tiene sobre su propia persona y sobre sus bienes, y por lo tanto, para el mantenimiento de relaciones de cambio debidamente ordenadas entre individuos, considerados como propietarios de sí mismos". Cfr., MAcPHERS0N, C. B., The political theory of possessive individualism. Hobbes to Locke, Oxford University Press, Oxford, 1964, pp. 263 a 277; la cita textual se toma de la página 264.

66.    ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 165.

67.    Ibíd., p. 177.

68.    Cfr., BIRULÉS, F., "Introducción: ¿Por qué debe haber alguien y no nadie?", en ARENDT, H., ¿Qué es la política?, cit., p. 26. En este mismo  orden de ideas Carmen  Corral  ha entendido que la libertad para Hannah Arendt no se limita a ser un sentimiento interior, sino una manifestación exterior: "la libertad es un fenómeno público, reside en el ámbito de lo plural, requiriendo la presencia y la participación activa de los demás". CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., p. 218.

69.    "Las artes interpretativas, nos dice Arendt, tienen una considerable afinidad con la política: los intérpretes, bailarines, actores, instrumentistas y demás, necesitan una audiencia para mostrar su virtuosismo, tal como los hombres de acción (los hombres libres) necesitan la presencia de otros ante los cuales mostrarse; para unos y para otros es preciso un espacio público organizado donde cumplir su trabajo, y unos y otros dependen de los demás para la propia ejecución". ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, cit., p. 166.

70.    Cfr., ÁRENDT, H., La condición humana, op. cit., pp., 103 y 106 a 109.

71.    "La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quisieran salvar de la natural ruina del tiempo", nos dice Arendt en este sentido. Ibíd., p. 64.

72.    Ibíd., pp. 211 y 212.

73.    Con el rigor que caracterizaba su empleo de los conceptos, Arendt definió al poder como aquella capacidad humana para actuar concertadamente. A través de esta aproximación, da a entender que el poder nunca es propiedad de un individuo, sino que pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido a través de la complementación entre las iniciativas y su realización. En este caso, parece como si la libertad, y la acción a la que da lugar, estuviera dividida en dos partes: el comienzo, realizado por una sola persona, y el final, en el que se unen muchas para llevar y acabar la empresa aportando su ayuda. Cfr., ARENDT, H., Crisis de la República..., op. cit., p. 146. Mediante este punto de vista que articula libertad, poder y cooperación, según hace notar Bhikhu Parekh, "Arendt propone reavivar la conceptualización clásica, más precisa, de las. relaciones del gobierno con sus súbditos: el ejercicio de la vida política requiere que alguien tome la iniciativa respecto a lo que la comunidad deba hacer en una situación dada, y que se procure y granjee el apoyo de los demás". PAREKH, B., Pensadores políticos contemporáneos, op. cit., p. 29.

74.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 212. El empleo de la palabra "material", haciendo alusión a una postura antropológicamente reduccionista, fue claramente explicado por la propia Arendt en la nota respectiva que, por el interés respecto del carácter vinculativo del concepto arendtiano de libertad, aquí reproducimos: "La reciente historia política está llena de ejemplos indicativos de que la expresión "material humano" no es una metáfora inofensiva, y lo mismo cabe decir de la multitud de modernos experimentos científicos en ingeniería, bioquímica, cirugía cerebral, etc., que tienden a tratar y cambiar el material humano como si fuera cualquier otra materia. Este enfoque mecanicista es típico de la Época Moderna; la antigüedad, cuando perseguía similares objetivos, se inclinaba a pensar en los hombres como si fueran animales salvajes a los que era preciso domesticar. Lo único posible en ambos casos es matar al hombre, no necesariamente como organismo vivo, sino qua hombre". Ibíd., p. 268, nota 15.

75.    Caber recordar que, según Arendt, la violencia no depende del número de personas implicadas en una iniciativa, o de las opiniones alrededor de la misma, sino de los instrumentos; y los instrumentos de la violencia, al igual que otras herramientas, aumentan y multiplican la potencia humana, individualmente considerara. De ahí que, políticamente hablando, es insuficiente decir que poder y violencia no son la misma cosa: la violencia aparece donde el poder está en peligro, y aquella siempre es capaz de destruirlo, pero absolutamente incapaz de crearlo. Con esto, nuestra autora da a entender que un bien como la libertad, no puede resultar de un mal, como es el empleo de la violencia; o en todo caso, que la violencia no es un modus privativo del bien, a la manera de una manifestación temporal de un bien todavía oculto. Cfr., ARENDT, H., Crisis de la República, op. cit., pp. 155 a 158.

76.    Sobre el carácter inclusivo del espacio público, Arendt lo describió como aquello que, existencialmente, es compartido por los hombres: "significa el propio mundo en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él( ); está relacionado con los objetos fabricados por las manos de los hombres, así como con  los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre. ARENDT, H., La condición humana, op. cit., pp. 61, 62.

77.    CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., p. 218.

78.    En las ciudades-estado griegas, nos dice Arendt, "pertenecer a los pocos iguales (homoioi) significaba la autorización de vivir entre pares; pero la esfera pública estaba calada por un espíritu agonal, donde todo individuo tenía que distinguirse constantemente de los demás, demostrar con acciones únicas o con logros, que era el mejor; en todo caso, la polis era el único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran". Arendt, Hannah, La condición humana, op. cit., p. 52.

79.    En opinión de Seyla Benhabib, el recurso de Arendt al aspecto agonal  de la política de  la Grecia clásica para perfilar su modelo de democracia y su concepto de libertad, propicia el establecimiento de barreras infranqueables que distinguen tajantemente entre la esfera privada  y la pública; con ello, se da a entender que cada tipo de actividad tiene su propio y específico lugar en el mundo, y que este lugar es el  único  en que dicha actividad  se puede  desarrollar.  La esfera privada, de acuerdo con este tipo de diferenciación, es un espacio pre-político que, dominado por la violencia y la necesidad, no es un espacio para la libertad ni la igualdad. Cfr., BENHABIB, S., "Feminist theory and Hannah Arendt's concept of public space", en History of the Human Sciences, vol. 6, núm. 2 (1993), pp. 106 y ss.

80.    Para este proceso, nos dice Arendt en La condición humana, es decisivo la exclusión de la libertad y de la acción en todos los niveles: "la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta, mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a "normalizar" a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente". ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 51.

81.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 67. Como ha observado Pietro Barcellona, esta manera de entender la libertad como simple elección, se encuentra en la base del tránsito desde la organización humana a la organización técnica de la sociedad; y al mismo tiempo ha implicado la acentuación del margen de discrecionalidad de los valores y de las normas sociales. Se trata de "la liberación definitiva de toda  referencia  a un centro unificador, a un principio jerárquico de unificación, y poner el conjunto de los individuos en una relación de pura contingencia con el conjunto de los roles sociales y de las funciones que se articulan según las exigencias de funcionamiento del sistema moderno". Paradójicamente, advierte el autor en cita, este logro de la máxima libertad imaginable, niega cualquier posibilidad de concebir al hombre o a la persona como valor, y reduce la libertad a mera contingencia: "el in­ dividuo vivo es pura realidad factual frente a la cual se sitúa un sistema de acciones, de roles y de funciones, con el que el individuo puede entrar en relación alternativa y simultáneamente". Cfr., BARCELLONA, P., El individualismo propietario, Trotta, Madrid, 1996, pp. 129 a 132; las citas textuales se toman de las páginas 131 y 132; las cursivas son nuestras.

82.    Se trata de un descubrimiento del hombre qua hombre porque a él no se llega por mediación de la necesidad o de la utilidad, como es el caso de la labor y el trabajo, respectiva­ mente, sino por el impulso que surge del hombre en tanto que, como vimos anteriormente, es un inicio en sí mismo. Cfr., ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 200.

83.    Este rasgo de la libertad, que descubre la identidad del agente que actúa libremente, requiere de la común humanidad  como  presupuesto.  Así  lo ha  hecho  notar  Peter  Fuss:  en el pensamiento de Arendt, para que el hombre comunique y se revele a otros, éstos deben compartir con aquél  una humanidad  común; el poder de comunicación  humana  descansa  en la naturaleza común que, en  los  seres  humanos,  se experimenta  como  empatía.  Cfr., Fuss, P., "Hannah Arendt's conception of political community", en HILL, M., Hannah Arendt: The recovery ofthe public world, St. Martin's Press, Nueva York, 1979, p. 165.

84.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., pp. 203, 204.

85.    Cfr., VIOLA, F,, "La comunita política come discorso tra la diversita", en SGROI, E., L'educazione alta política. Azione collettiva e scuole di fomazione in Italia, Meridiana, Catanzaro, 1993, pp. 40 y ss.

86.    Ibíd., p. 254.

87.    "La verdad es que el automatismo es inherente a todos los procesos, sea cual sea su origen, motivo por el cual ningún acto singular y ningún acontecimiento singular pueden, de una vez por todas, liberar ni salvar a un hombre, a un país o a la humanidad. En la naturaleza misma de los procesos automáticos a los que el hombre está sujeto, pero dentro y contra los cuales se puede afirmar a sí mismo gracias a la acción, se ve que sólo pueden significar la ruina de la vida humana. Una vez automatizados, los procesos históricos generados por el hombres no son menos dañinos que el proceso de la vida natural, que conduce a nuestros organismos y que, en sus propios términos, los biológicos, nos lleva desde el ser hasta el no ser, desde el nacimiento hacia la muerte(...). (Ante esto),  lo que por lo común  permanece  intacto en las épocas de petrificación y de ruina predestinada es la propia facultad de libertad, la capacidad cabal de empezar, lo que anima e inspira todas las actividades humanas  y es la fuente de producción de todas las cosas grandes y bellas". ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, cit., p. 181; las cursivas son nuestras.

88.    Cfr., ARENDT, H., La condición humana, op. cit., pp. 241-242.

89.    Cfr., CORTINA, A., Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid, 1998, pp. 78-79

90.    Cfr., ARENDT, H., La condición humana, cit., 1993, p. 259.

91.    Ibíd., p. 260.

92.    Ibíd., p. 261.

93.    Cfr., Ibíd., p. 262.

94.    Somos contemporáneos, sentencia Arendt, sólo hasta donde llega nuestra comprensión, porque ésta "nos permite ver las cosas con su verdadero aspecto, poner aquello que está demasiado cerca a una determinada distancia, de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin parcialidad ni prejuicio; colmar el abismo que nos separa de aquello que está demasiado lejos y verlo como si fuera algo familiar", todo a la manera de un "diálogo con la realidad que supera a la sola experiencia, con su contacto demasiado estrecho, y al nudo conocimiento, con sus barreras abstractas y artificiales". ARENDT, H., De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1995, p. 45.

95.    Ibíd., p. 44. René Girard ha señalado, en este mismo sentido, que la verdad no aparece ahí donde predomina una actitud persecutoria como consecuencia de un mal recibido, de un incordio o de una amenaza; cuando en estos casos se reacciona de una manera violenta, en forma de persecución, se verifica un convencimiento, casi ingenuo, de que la violencia ejercida está plena e indiscutiblemente justificada, dando paso al aborrecimiento sin causa, al chivo expiatorio. A través del perdón, nos dice Girard, que se expone de manera más sublime cuando lo otorga la víctima inocente, se descubren mejor los mecanismos que falsean la realidad detrás del chivo expiatorio y en general de la proyección de culpas. Una vez descubiertos estos mecanismos, dejan de intervenir, y consecuentemente, cada vez creemos menos en la culpabilidad de las víctimas exigida por ellos. Así, concluye este autor, privadas del alimento que las sustenta, las instituciones de esos mecanismos asociados al chivo expiatorio, acaban por hundirse. Cfr., GIRARO, R., El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona, 1986, p. 137. Para Salvatore Amato, la interpretación de Girard sobre la inutilidad de la violencia persecutoria ante la fuerza del perdón, que podría hacerse extensiva al pensamiento de Arendt, no solamente sirve hoy en día para recordarnos la necesidad universal de auxiliar al que sufre, sino para urgimos a recuperar el sentido de la realidad en una cultura jurídica y política relativista que, en sus afanes por encontrar "nuevos valores", es cómplice en los sacrificios actuales de tan­ tos inocentes. Cfr., AMATO, S., Coazione, coesistenza, compassione, G. Giappichelli, Torino, 2002, pp. 29 a 33 y 158 a 162.

96.    LEVY, J., El Multiculturalismo del miedo, Tecnos, Madrid, 2003, p. 316.

97.    Como nos recuerda Richard Bernstein, la idea de banalidad del mal, defendida por Hannah Arendt, tiene como premisa central la falta de pensamiento, por la que los hombres pueden aceptar irreflexivamente cualquier criterio, por cruel que resulte. Cfr., Bernstein, Richard, "The 'banality of evil' reconsidered", en CALHOUN, C. y MCGOWAN, J., Hannah Arendt and the meaning of politics, University of Minesota Press, Mineapolis, 1997, p. 312.

98.    CANO, S., "Sentido ardentiano de la banalidad del mal", en Intersticios, 22, 23 (2005), p. 136.

99.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 257.

Hugo S. Ramírez

1.           Introducción

Actualmente, sobre todo a partir del último tercio del siglo XX, el fenómeno de la diversidad cultural ha ocupado la atención no solamente de los antropólogos y de los sociólogos, sino de los filósofos del derecho y de la política. Su interés se ha centrado, entre otras cosas, en descripción y búsqueda de soluciones para los dilemas asociados al reconocimiento de las implicaciones prácticas de la diversidad cultural: ¿sería posible admitir la validez de criterios prácticos universales, incluidos los asociados a los derechos humanos, si al mismo tiempo se sostiene que cada cultura cuenta con su propio, auténtico e inconmensurable paideum, del cual dependen las estructuras sociales, las instituciones, las costumbres, en definitiva el ethos? Frente esta situación problemática, algunos diagnósticos ven, sobre todo, el triunfo del relativismo cultural: un exceso de la antropología contemporánea que amenaza al individualismo y universalismo atribuidos a la Ilustración; es altamente  significativo, en este contexto, el concepto desmodernización propuesto por Alain Touraine [1] para describir precisamente el proceso histórico que desemboca en el multi-culturalismo. Otros, por el contrario, observan la oportunidad de dar a la cultura y a la comunidad el sitio que les corresponde en la configuración tanto de la identidad personal como de la experiencia política, y paralelamente, celebran la ocasión de indagar, con mayor detalle, lo que en realidad sucede en la interacción entre culturas y comunidades [2].

A partir de este brevísimo recuento del status quaestionis sobre la diversidad cultural y sus implicaciones prácticas, sostengo la siguiente hipótesis de trabajo: el ethos auténticamente vivido por una comunidad, descansa sobre los actos vinculados a realidades como la humanidad, la libertad y la necesidad de reconciliación, entre otras. Estas prácticas representan el espacio para una praxis con vocación universal; son el ámbito de convergencia de lo humano y, como tales, condición para cualquier experiencia intercultural.

Teniendo en cuenta lo anterior, el propósito de estas páginas será explorar las ideas de humanidad, libertad y perdón en Hannah Arendt [3]. Con ello se pretende poner de manifiesto algunos presupuestos que favorecerían el desarrollo del inter-culturalismo, la estrategia que considero más aventaja­ da para encarar los retos de la diversidad cultural, concretamente frente a los que se vinculan a la respuesta multi-culturalista.

2.       Diversidad cultural y  razón  práctica: del  multi-culturalismo a la inter-culturalidad

El multi-culturalismo puede definirse como una aproximación filosófico-política al fenómeno de la diversidad cultural, así como a las dificultades que supone para aquellas sociedades en las que se manifiesta. En el plano antropológico, el multiculturalismo se fundamenta en la imagen del homo siendis [4], esto es, la definición de lo humano a partir de lo que se es en términos de identidad y pertenencia. Por otro lado, en la arena política, se caracteriza como una reacción frente al asimilacionismo, es decir, el avasallamiento de las culturas minoritarias por parte de una cultura mayoritaria [5]. Esta perspectiva consta de dos elementos: por un lado, el diagnóstico según el cual la razón práctica no puede ignorar el hecho de que la identidad de las personas, en tanto que agentes morales, implica a la comunidad y a la cultura: ambas realidades son las fuente de donde manan los universos simbólicos que confieren significado a las elecciones y a los planes de vida de toda persona. De esta manera, explica Charles Taylor, el multi-culturalismo representa la más reciente manifestación del avance del "giro subjetivo" con el que se inaugura la praxis en la Modernidad: se trata de la valoración de la identidad como un bien para ser humano, fundamentado en la convicción de que cada individuo tiene un modo original de ser humano: "El desplazamiento del acento moral surge cuando estar en contacto con nuestros sentimientos adopta una significación moral independiente y decisiva. Llega a ser algo que tenemos que alcanzar si queremos ser fiel y plenamente seres humanos (...); es una nueva forma de interioridad en que llegamos a pensar en nosotros como seres con profundidad interna" [6].

Por otro, forma parte del núcleo de esta perspectiva la reivindicación del derecho a la diferencia cultural, incluyendo las exigencias ad hoc para que la propia cultura exista. Esta reivindicación se justifica a partir de tres razones:

La primera se enfoca en compensar la inequidad provocada por una praxis de la igualdad en sentido estrictamente formal, misma que es constantemente contradicha por los actos de marginación contra miembros de culturas minoritarias. Según este argumento, la igualdad sustancial depende de la definición de ciertos derechos a favor de las minorías, con los cuales se asegure un conjunto mínimo de condiciones paritarias con respecto a las ventajas que tendrían otros grupos [7].

La segunda se asienta en el argumento de la autonomía de los pueblos, el cual se desprende del reconocimiento que, en diversas instancias internacionales, se hace a la autodeterminación como un elemento constitutivo del estatuto jurídico de los pueblos, particularmente el Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, de la Organización Internacional del Trabajo, mismo que en su artículo siete perfila el derecho de autodeterminación como la capacidad jurídicamente reconocida a los pueblos para controlar, en la medida de lo posible, su propio desarrollo económico, social y cultural.

La tercera procura resaltar el valor de la diversidad cultural en sí misma, señalando que contribuye a enriquecer la vida de los seres humanos, en la medida en que amplía el horizonte de significados disponibles para todos [8].

Ahora bien, como cualquier propuesta filosófico-política, el multi-culturalismo presenta luces y sombras. Entre sus puntos positivos se encuentra la superación de las consecuencias prácticas de la tradición antisocial [9] ; la incisiva crítica a la neutralidad como característica indiscutible del ámbito público [10], así como la completa separación entre éste y la ética personal, relegada a opción privada carente de justificación racional. En suma, el multi-culturalismo ha venido a recordar que tales tesis despojan a la ética pública de una motivación práctica solvente, mostrándola sólo como una coacción externa y generando situaciones de anomia de difícil solución por la desigual competencia del orden moral y del orden político, utilizados acomodaticiamente para justificar el permisivismo ético [11].

Por otro lado, las dificultades que emergen de la perspectiva multi-culturalista con relación a la razón práctica se concentran básicamente en que puede propiciar las condiciones para el relativismo ético, amenazando de esta forma al discurso práctico con vocación universal, por ejemplo, el que fundamenta  la praxis de los derechos  humanos [12].  Como explica María Elósegui, en su celo por la preservación de las culturas, mantener su especificidad y evitar la asimilación, el multiculturalismo tiende a desconocer la existencia de valores humanos generales y universales [13]. Similar diagnóstico ha sido expuesto por Juan J. Sebreli: "El error fundamental del relativismo está en juzgar como criterio de valor la coherencia consigo mismo y prescindir de la coherencia con la realidad exterior, en considerar valioso lo que es vigente dentro de una cultura(...). El relativismo cultural, al negarse a comparar cualidades, cae en la antinomia de justificar valores antitéticos, afirmar como igualmente válidos los pares de opuestos" [14].

Es igualmente importante señalar que el multiculturalismo entraña el riesgo de pasar de una identidad negada o desacreditada, a una identidad exclusiva en la que todo individuo, considerado miembro del grupo minoritario, debería reconocerse, o de otro modo podría ser  tratado  como un traidor [15]. Tal situación estaría propiciada, según Norbert Bilbeny, por  la errada convicción de que no puede haber lealtad a más de una fuente o principio de identidad, sin que haya un conflicto entre dichas lealtades [16].

En definitiva, el multiculturalismo tiene amplias posibilidades de incurrir en una paradoja: alentando el fortalecimiento sociopolítico de las comunidades y sus culturas, para que sean efectivamente reconocidas como elementos constitutivos de la identidad personal y por tanto reconocidas igualmente como fuentes de sentido práctico, puede reproducir el aislamiento a nivel de grupos, y fomentar la ausencia del tipo de comunicación que exige la naturaleza humana. Efectivamente, como ha sido observado por Ana Marta González, el multiculturalismo puede exacerbar la expe­ riencia de un lenguaje propio, empobreciendo el entendimiento sobre la base de un lenguaje común, el cual es sustituido por el discurso tecnocrático, en el fondo trivial. En este caso no hay comunidad ya que: "... la comunicación humana ha de llegar a las esferas más profundas; no puede permanecer en el estrato de los intereses económicos y el tráfico de influencias. Si ninguna comunicación es posible en ese nivel, si los estratos más profundos del yo se resuelven en preferencias irracionales, ha caído por  su base la posibilidad misma de una comunicación más honda que la mera transacción de intereses" [17]. Los efectos indeseables de esta falta de comunicación serían la ampliación semántica de lo diverso, ya no sólo localiza., do en plano de las opiniones, sino como característica del otro en cuanto otro. Y a partir de esto, la incidencia de la marginación y el alejamiento de la sociedad multicultural de la noción de la humanidad, imprescindible para posibilitar la unión de la tolerancia y la intransigencia: aquella para fomentar el diálogo y ésta para hacer frente a cualquier atropello contra la persona [18].

Hasta ahora he procurado exponer los elementos más destacados de la perspectiva multi-culturalista, ante lo cual cabe una pregunta: ¿cómo atender aquello valioso de la propuesta multi-culturalista, evitando los excesos y riesgos que igualmente entraña? En otros términos: ¿cómo aprovechar las convicciones arraigadas en el multiculturalismo acerca del papel decisivo de los otros en la configuración de la identidad personal, así como de la búsqueda del  bien,  igualmente  en compañía  de otros, sin  caer en el relativismo y en el segregacionismo?; finalmente, ¿cómo aprovechar el espacio de justicia que abre el multiculturalismo para el desarrollo real de las culturas?

Considero que las respuestas a estas preguntas convergen en el inter­culturalismo: éste admite que la diversidad cultural forma parte de la condición humana, y en congruencia, emprende la tarea de valorar las semejanzas y la reciprocidad, en un marco de diferencias. La práctica de la interculturalidad se traduce en una dialéctica de la interacción de culturas, buscando un enriquecimiento mutuo a partir de valores compartidos, y evitando la maniobra política que consiste en dogmatizar lo accidental [19]. La interculturalidad se distinguiría del multiculturalismo sobre todo por sus objetivos: éste busca una convivencia entre culturas diversas, bajo el signo de la tolerancia; aquél intenta la convergencia entre tradiciones que, eventualmente, pueda desembocar en la unidad cultural. En este sentido, como he dicho anteriormente, el multiculturalismo se muestra como una propuesta transitoria que permite lograr los objetivos radicales de la inter­ culturalidad, cuyos presupuestos serían:

1.       En primer lugar, un universalismo con vocación relacional que, como explica Ana Marta González, nace 'desde abajo', desde el trato humano, desde el contacto de unos hombres con otros. Tal universalismo tiene a su favor un carácter comprensivo  y atento a la peculiaridad  de cada pueblo y de cada hombre, porque mientras señala unos límites negativos para la acción, positivamente se encuentra abierto a las aportaciones que desde diversas tradiciones se dirigen a promocionar el bien humano [20] Esta manera de leer la universalidad, entiende que las culturas y comunidades contribuyen pero no determinan la identidad, ya qu las múltiples relaciones en las que cada persona se involucra pueden nutrirse de los acervos axiológicos y de significado provenientes de más de una tradición cultural.

2.       Por otro lado, el propósito de la interculturalidad sería evitar la caída en alguno de estos extremos: la adopción ciega de los valores, los temas e incluso la lengua de la metrópolis, o bien el aislamiento, o la valorización extrema de los orígenes y las tradiciones, lo que a menudo revierten en la repulsa del presente y el rechazo, entre otras cosas, del ideal democrático. Para ello, la interculturalidad podría seguir los pasos que ha dado la interacción cultural en el plano, por ejemplo, de la literatura. En efecto, según explica Tzvetan Todorov, el concepto de literatura universal no hace referencia a un mínimo común denominador, sino a un máximo común múltiplo: se trata de que las diversas tradiciones acepten un fondo cultural común, de tal manera que se comparte y conserva lo que conviene a todos: "de cara a la cultura extranjera, no hay que someterse, sino ver otra expresión de lo universal y, por lo tanto, buscar el modo de incorporarla" [21]. Otro ejemplo de la interacción cultural, aunque ahora en el plano de la praxis, lo encontramos en los Derechos humanos: un concepto histórico y culturalmente determinado, con significado ecuménico. En efecto, según explica August Monzón [22] la evolución del discurso, teoría y desarrollo institucional de los Derechos humanos no ha sido unilateral, sino que asume la herencia occidental del respeto al individuo, así como las perspectivas más marcadamente comunitarias de las tradiciones no occidentales, abriendo el camino para una síntesis integradora de ambas dimensiones. Los ejemplos aludidos confirman que "sólo la inmersión en culturas específicas puede dar a los hombres acceso a lo universal" [23].

3.       El significado y sentido del reconocimiento que corresponde a la inter-culturalidad es igualmente, otro presupuesto relevante: implica puntualizar qué se puede reconocer y cómo, con relación a la dimensión cultural del hombre [24].

4.       Finalmente, la caracterización de la identidad personal por su vocación revelativa, es decir, a partir de su capacidad  para  poner  al  hombre en relación auténtica con la verdad sobre sí mismo [25]. Con  ello se concede  que la relatividad  tiene  cabida  en la  existencia  humana,  pero  localizada precisamente en el nivel de las culturas, no así en lo concerniente  a la verdad sobre el hombre. La incorporación de estas ideas a la filosofía política pretende dejar atrás las identidades cerradas,  como la identidad política o la identidad cultural excluyente; la primera tiene un papel instrumental con relación al proyecto político de que se trate, mientras que la segunda está subordinada a la permanencia de una tradición cultural [26].

3.       Humanidad, libertad y perdón: bases para el ethos de la inter-          culturalidad

Consideremos, con Tzvetan Todorov, la siguiente idea: "El contacto entre las culturas puede fracasar de dos maneras distintas: en el caso de máxima ignorancia, las dos culturas permanecen pero sin influencia recíproca; en el de la destrucción total (la guerra de exterminación), hay bastante contacto, pero un contacto que concluye con la desaparición de una de las dos culturas" [27].

Lo anterior nos da luces para considerar que la interculturalidad no es el curso de solución natural o indefectible ante los múltiples conflictos que se suscitan cuando pueblos con culturas distintas se encuentran: hay evidencia histórica suficiente que confirma esta afirmación, y el etnocidio sería el ejemplo más dramático. Si atribuimos plausibilidad a lo anteriormente afirmado, se puede seguir que, detrás del desarrollo de la interculturalidad hay una realidad subyacente que lo propicia. Nada impide suponer que uno de los componentes de esa realidad es de carácter práctico, es decir, cierto curso de acción motivado por una serie de razones que actualizan, con mayor o menor claridad e intensidad, los supuestos que hemos descrito respecto de la interculturalidad.

Considero importante hacer hincapié en que la interculturalidad se propicia mediante una forma peculiar de conocimiento que se vuelca en un reconocimiento, o conocimiento reiterado de lo humano en el propio yo y en el otro, destacando el dato de la interdependencia, como condición para el ejercicio de la libertad. Igualmente tienen una importancia insoslayable el reconocimiento de la necesidad de la reconciliación: Robert Spaemann asocia el acto de perdonar con aquellas cuestiones  que configuran la adecuada relación entre el hombre y aquello que, sin su intervención, es como es, en definitiva, con la serenidad; sobre todo serenidad ante el hecho de que los hombres, al actuar, modifican a la vez las condiciones de su comportamiento, esto es: lo que se hace es configurador de destino para el agente y para quienes le rodean: "esto presupone que no tracemos por principio una frontera entre nuestra actividad y la realidad" [28]. A partir de esta apertura a la realidad, "existe la posibilidad de que el hombre reconozca la culpa de su propia limitación, apunte la de los demás a su ignorancia y los perdone.  No sólo existe la justicia, existe también  la reconciliación y el perdón" [29]. En este mismo sentido, Jesús Ballesteros  ha señalado  con razón que: "Frente al fanatismo que exalta lo propio como encamando la perfección y frente a todo espíritu hipócrita basado sólo en la apariencia, hay que tener en cuenta la otredad como capacidad  de error e ignorancia y también como culpa y como mal (...). Es necesario, por tanto, asumir la culpa, perdonar y pedir perdón. Tal asunción de culpas es lo que hace posible, en cualquier época, el diálogo entre culturas y la integración de las mismas en otras nuevas" [30]

Estas reflexiones nos ayudan a identificar el nexo entre el ethos de la interculturalidad y nociones básicas para la praxis como la idea de humanidad, libertad y perdón. Hannah Arendt será nuestra guía para profundizar en la comprensión del significado práctico de estas categorías.

4.       La idea de humanidad en Hannah Arendt: El hombre como ser           natal

Según la opinión de Paul Ricoeur, la reflexión filosófico-política de Hannah Arendt puede definirse como un pensamiento resistente en la medida en que intenta indagar, aquilatar y transmitir los rasgos permanentes de la existencia humana que se implican en el ámbito general de lo práctico y concretamente en lo político [31]. Este rasgo del pensamiento de Arendt se pone de manifiesto precisamente en el afán de nuestra autora por perfilar una antropología filosófica: "un apuntalamiento ontológico" [32] que explique la necesidad y la persistencia de lo político en la existencia humana. Como lo explica Anne Arniel, para Arendt, la historia, el devenir de la coexistencia humana, no es un acontecimiento del pensamiento, sino una experiencia antropológica [33].

Para esta empresa, Hannah Arendt se apoya en el pensamiento clásico, particularmente en el humanismo cristiano de San Agustín. De este autor recuperará la idea en virtud de la cual el hombre aparece como un ser cuya existencia está orientada a iniciar procesos históricos enteramente nuevos debido a que, desde un plano temporal, el hombre es en sí un comienzo. "Con el fin de responder a una cuestión  tan difícil  como  es aquella  de un Dios eterno creando a quien no había sido con anterioridad, nos dice Arendt, S. Agustín da una respuesta altamente sorprendente: para que haya algo novedoso, aparte de y sobre todas las cosas vivientes, debe existir un comienzo: Initium... ut esset, creatus est horno, ante quem nemo fuit" [34]. Es decir, a diferencia de todos los demás seres creados, sólo el hombre es único porque su aparición, en el devenir de la creación, representa el comienzo o el inicio de algo ontológicamente novedoso. Junto a esta explicación, Arendt tiene en cuenta la distinción hecha por el propio San Agustín entre el principium, para designar la creación del cielo y la tierra, y el initium para la creación del Hombre, con el objeto de enfatizar y destacar que este último es creado como persona: antes de quien no había nadie; y por tanto que "todo hombre, habiendo sido creado en los singular, es un nuevo principio en virtud de su nacimiento" [35]. Así mismo, es pertinente apuntar que esta aproximación antropológica no omite el reconocimiento acerca de la conciencia que el hombre tiene respecto de su propio carácter personal: el hombre es y sabe que es persona; y asociado a lo anterior, aparece la facultad para reconocer su origen y orientarse teleológicamente. "El hombre, apunta Arendt en este orden de ideas, es puesto en un mundo de cambio y movimiento como un nuevo comienzo porque sabe que tiene un principio y que tendrá un fin; sabe incluso que su principio es el principio de su fin. En este sentido, ningún animal, ningún ser-especie tiene un principio o un final. Con el hombre, creado a imagen de Dios, llegó al mundo un ser que, debido a que era un principio que se dirigía hacia un fin, podía ser dotado con la capacidad de querer y no querer" [36].

Así, la conclusión antropológica a la que llega Arendt es que, si existe un acontecimiento que pueda ser útil como rasgo definitorio del hombre, sobre todo para su dimensión práctica, sería el nacimiento. Aquí se concreta el comienzo o inicio que todo hombre es en sí mismo, dada su capacidad para iniciar acontecimientos nuevos, imprevisibles e inesperados, en la medida en que interrumpen un proceso automático. Es decir, con cada nacimiento, aparece alguien único, de ahí que los hombres deberían ser definidos no como mortales, a la manera de los griegos, sino como natales [37].

El carácter natal del hombre se proyecta directamente en la filosofía política de Arendt.

a)           Por un lado, y como lo ha destacado Margaret Canovan, el hecho de la natalidad sería para nuestra autora la condición que da lugar a la pluralidad ontológica de la humanidad, que a su vez, es el fundamento de la política [38].  

 
Frente a la tradición filosófica iniciada desde Platón, donde lo humano aparece como una idea abstracta del sujeto, y en franca oposición a las conclusiones totalitarias que en diferentes fórmulas han visto en el hombre sólo el ejemplar de una especie, sometido a leyes de cumplimiento fatal, Arendt defendió la tesis de que lo característico de la condición humana, y que por tal motivo hace posible el fenómeno político, es la pluralidad renovada ontológicamente a través del nacimiento, de la llegada al mundo de seres humanos únicos. En efecto, la actividad política para Arendt, la acción según su propia terminología, es la manifestación de la vita activa que tiene lugar entre los hombres concretos, sin otra mediación que la coexistencia. De ahí que la pluralidad, renovada incesantemente por el nacimiento de los hombres, sea la condición para la acción humana: "todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquiera otro que haya vivido, viva o vivirá" [39]. El acontecimiento de la natalidad, como característica definitoria del hombre en tanto que persona, así como de la pluralidad inherente a lo humano es, según nuestra autora, el factor que introducela esperanza en la política, a pesar de la fragilidad de los asuntos humanos. Se trata de un rasgo que, como la misma Hannah Arendt reconoció, fue ignorado por el pensamiento político de la Grecia clásica al considerarlo irrelevante e ilusorio, y posteriormente olvidado en la época moderna,  a partir del auge de la duda cartesiana y la necesidad de la certeza [40] En uno de los párrafos más hermosos de La condición humana nos dice: "El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y natural es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción (…): el nacimiento de nuevos hombres  y un nuevo comienzo, es la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede  conferir a los asuntos humanos fe  y esperanza (…). Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta  expresión en las pocas palabras que en los Evangelios anuncian la gran alegría: Os ha nacido hoy un Salvador" [41]. Debemos recordar, con Cristina Sánchez [42] que para Arendt resulta ineludible admitir el carácter contingente y frágil de los asuntos humanos: precisamente porque somos una pluralidad de individuos únicos, la posibilidad de conflicto está presente, pero al mismo tiempo, la capacidad para superarlos. Esto último representa el motivo real de la esperanza en política: la natalidad, causa de la pluralidad, es la fuente de la confianza en lo humano.

 

b)       En segundo lugar, otra importante concreción de las argumentaciones antropológicas de Hannah Arendt en el plano práctico está asociada a la idea de libertad: filosóficamente hablando, actuar libremente es la respuesta humana a la condición de la natalidad [43]. Más puntualmente, y a reserva del tratamiento que a este concepto dedicaremos posteriormente, puede decirse que para nuestra autora la libertad es, tal vez, el atributo político más sobresaliente de la natalidad, en la medida en que al nacer en el mundo, esto es, circunstanciados por la pluralidad humana, el ejercicio de la libertad ha de entenderse como una virtud. "La libertad como elemento inherente a la acción quizá esté mejor ilustrada por el concepto de virtud de Maquiavelo, en el que se denota la excelencia con que el hombre responde a las oportunidades ofrecidas por el mundo" [44].

Tal caracterización de la libertad choca frontalmente con las interpretaciones liberales, fuertes o débiles, que ven en este atributo una capacidad solipsista dirigida a la realización de la propia voluntad, apartándola de la realidad auténticamente humana [45]. Esta postura, nos dice Arendt, sostiene que la libertad empieza cuando los hombres dejan el campo de la vida política: fas consecuencias de esta interpretación quedan reflejadas en el establecimiento de un funcionalismo en lo relativo a los asuntos públicos que, según nuestra autora, da lugar a la paradoja de un gobierno ocupado casi exclusivamente del mantenimiento y salvaguardia de los intereses particulares, es decir, un gobierno despótico [46].  Se trata de la victoria  compartida por el horno faber y el animal laborans: un retroceso de la existencia individual, a la cerrada privacidad de la introspección, como resultado de la moderna pérdida de fe, donde la vida humana se hizo de nuevo mortal, y el mundo menos estable y digno de confianza. Aquí, la máxima experiencia se reduce a los procesos de cálculo y el único contenido que subsiste son los apetitos y deseos, así como los apremios sin sentido [47].

En cambio, la concepción arendtiana de libertad basada en la filosofía de la natalidad, parece más próxima a ciertas tesis planteadas desde los círculos neo-republicanos: sobre todo a aquellas que critican la naturaleza individualista del sujeto, valorando, por el contrario, el sentido comunal e inclusivo de la praxis, así como la responsabilidad o compromiso con lo público, como el reverso de la libertad en tanto que realidad cívica [48]. Tal aproximación arrancaría en la conciencia que tiene Arendt con respecto a la acción: esta sería la actualización de la libertad, y da forma a la aparición pública de los seres humanos, en el sentido de que sólo puede llevarse a cabo en presencia de otros hombres, por lo que, como hemos visto anteriormente, corresponde a la condición humana de la pluralidad. Según esta interpretación, "la esfera política surge de actuar juntos, de compartir palabras y actos; de ahí que la acción, no sólo tiene la más íntima relación con la parte pública del mundo común a todos nosotros, sino que es la única actividad que la constituye" [49]. Aquí, comenta Carmen Corral, radica el interés más auténtico y profundo de las tesis arendtianas sobre la libertad: "sin la esfera pública, la identidad y la realidad devienen inciertas: los hombres no pueden actuar en soledad, necesitan la presencia de los otros como si de una audiencia se tratase, de tal forma que la acción es inconcebible como algo ajeno al ámbito de la pluralidad (...). Ésta es la paradoja de la acción: la actividad más singular resulta ser la menos independiente; al actuar, los hombres expresan su singularidad, pero lo hacen dependiendo de los demás" [50].

c)       En tercer lugar, para Hannah Arendt el atributo de hombre como ser natal, merece la mayor de las afirmaciones; esto es, la que corresponde al amor interpretado en términos agustinianos: amo, quiero que seas (Amo: volo ut sis) [51]. Esto debido a que los actos humanos son, también por naturaleza, perecederos y frágiles; de ahí que, si bien la originalidad proviene del nacimiento, al mismo tiempo tiene la necesidad de la conservación del mundo común, al denominado por Arendt como el espacio de aparición. Éste "cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción (...). Su peculiaridad consiste en que, a diferencia de los espacios que son el trabajo de nuestras manos, no sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres, sino también con la desaparición o interrupción de las propias actividades" [52]. Por todo ello, y como lo ha subrayado Carmen Corral, el hecho de tener una mentalidad política, concretada en actos libres, significa para Arendt tener más cuidado del mundo que de nosotros mismos, adquiriendo, consecuentemente, el compromiso de garantizar la permanencia de una realidad política a aquellos que nos seguirán [53]. Dicho con los términos de la propia Hannah Arendt, el ejercicio de la libertad implica un amor mundi: "el motivo de asumir el peso de lo político (…), es el amor al prójimo, no el temor frente a él" [54]

Hugo S. Ramírez en revistas.unav.edu/

Notas:

1.      A través del concepto des-modernización, Touraine intenta  describir,  entre otras cosas,  un proceso de "re-comunitarización": la multiplicación de las identidades  culturales cerradas en sí mismas y el desarrollo de políticas comunitaristas en busca de colectividades o de sociedades culturalmente homogéneas, todo lo cual debilita la idea  moderna de que la sociedad es, ante todo, una creación de la voluntad política. Cfr., TOURAINE, A., Igualdad y diversidad. Las nuevas tareas de la democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, pp. 9 y 50. Otro autor que se alinea a esta perspectiva es Juan José Sebreli: afirma que la antropología culturalista convierte al hombre "en un producto pasivo de la cultura, a la cual debe obedecer sumisamente porque sin ella no es nada; la libertad y el individuo desaparecen  por igual  (...). La virtud misma de la antropología, observar las diferencias existentes entre los distintos pueblos, se convierte en la causa de sus defectos, la inclinación al particularismo anti-universalista, al relativismo cultural. La constatación de la existencia de distintas culturas la lleva a deducir que todas son igualmente válidas y que el antropólogo debe mantener ante ellas una total neutralidad valorativa, pues no existe ninguna ética universal desde la cual juzgarlas". SEBRELI,  J., El asedio a la modernidad. Critica del relativismo cultural, Ariel, Barcelona, 1992, p. 48.

2.      Cfr., WALZER, M., Tratado sobre la tolerancia, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 95-104.

3.      ¿Por qué recurrir al pensamiento de Hannah Arendt? En opinión de Paul Ricoeur, esta autora realizó una lúcida interpretación sobre aquellos rasgos de la naturaleza humana que posibilitan esa empresa consistente en hacer fructificar la convivencia entre seres perecederos. Ricoeur, Paul, "De la filosofía a lo político. Trayectoria del pensamiento de Hannah Arendt", en Debats, 37 (1991), 5. Desde mi punto de vista, Hannah Arendt es una autora cuya reflexión política puede caracterizarse como un intento tenaz por recuperar el modo clásico de pensamiento, lo cual se inscribe en lo que Francesco Viola denomina como hermenéutica de la esperanza: la indagación en los conceptos y categorías que revelan lo más significativo de la praxis, a fin de obtener conclusiones concretas, plenas de sentido, para ámbitos particulares de la vida  práctica  como  la ética, la política, el  derecho. En esta metodología, la esperanza  es un bien del que todos participan en la medida en que está inmersa en la historia  conjugando fines, valores, intereses, decisiones,  argumentos  y  pasiones.  Lo  decisivo  es,  en todo caso, evitar el proyectualismo retórico en el que incurre el historicismo y las utopías modernas; por el contrario, es indispensable ser fiel a la realidad del hombre y observarlo como un ser activo, receptor de la realidad que intenta comprender,  y  sobre  la  que  hace  una  aportación  personal, única y auténtica. Cfr., VIOLA, F., Identitá e comunitá. II senso morale della política, Vita e Pensiero, Milano, 1999, pp. 159-160.

4.      Cfr., GUTIÉRREZ, D., "El espíritu del tiempo: del mundo diverso al mestizaje", en GUTIÉRREZ, D. (comp.), Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas, Siglo XXI, México, 2007, p. 12.

5.      Cfr., SALMERÓN, F., Diversidad cultural y tolerancia, Paidós/UNAM, México, 1998, p. 44.

6.      TAYLOR, C., "La política del reconocimiento", en AA.VV., El multiculturalismo y la política del reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 48.

7.      Cfr. CARBONELL, M., Problemas constitucionales del multi-culturalismo, México, 2002, pp. 56-57.

8.      "Se dice que la diversidad cultural es valiosa, tanto en el sentido cuasi-estético de que crea un mundo más interesante, como porque otras culturas poseen modelos alternativos de organización social que puede resultar útil adaptar a nuevas circunstancias. Este último aspecto suele mencionarse con relación a los pueblos indígenas, cuyos estilos de vida tradicionales proporcionan un modelo de relación sostenible con el entorno". KYMLICKA, W., Ciudadanía multi-cultural, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 170-71.

9.      La tradición antisocial, en opinión de Tzvetan Todorov, adopta una antropología individualista a partir de la cual se definen las relaciones intersubjetivas en clave necesariamente agónica: el encuentro con el otro representa, siempre y en todo caso, un obstáculo a superar. Bajo esta tesitura, el hecho de la vida en común no se concibe como necesaria para el hombre, y por el contrario, adquiere un signo negativo de sujeción forzosa. Cfr., TODOROV, T., La vida en común. Ensayo de antropología general, Taurus, México, 2008, p. 19.

10.      Como apunta Francesco Viola: "El desafío de la sociedad multicultural está en su oposición a la neutralidad de la política y contra la desigualdad de las culturas en el ámbito de la vida política( ), se necesita aceptar que la cultura de la política no se identifica con ninguna de las vertientes culturales, y que ella vendría edificada a través de la comunicación  y el discurso de las 'culturas"'. VIOLA, F., La democracia deliberativa entre constitucionalismo y multiculturalismo, Instituto de Investigaciones Jurídicas/UNAM, México, 2006, p. 41.

11.      Cfr., RODRÍGUEZ LUÑO, A., "Ética personal y ética política", en BANÚS, E. y LLANO, A. (eds.), Razón práctica y multiculturalismo. Actas del I Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias sociales, Newbook ediciones, Mutilva Baja, 1999, pp. 180-181.

12.      Cfr., BALLESTEROS, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid, 2000, p. 162.

13.      Cfr., ELÓSEGUI, M., "Una apuesta por el inter-culturalismo contra el multi-culturalismo", en BANÚS, E. y LLANO, A. (eds.), Razón práctica y multi-culturalismo. Actas del I Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias sociales, Newbook ediciones, Mutilva Baja, 1999, p. 64.

14.      SEBRELI, J., El asedio a la modernidad. Critica del relativismo cultural, op. cit., p. 72.

15.      Cfr., CUCHE, D., La noción de cultura en las ciencias sociales, Nueva Visión, Buenos Aires, 2004, p. 115.

16.      Cfr., BILBENY, N., Por una causa común. Ética para la diversidad, Gedisa, Barcelona, 2002,pp. 176-177.

17.      GONZÁLEZ, A.M., Expertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos, EUNSA, Pamplona, 1999, p. 40.

18.      Cfr., BALLESTEROS, J., Repensar la paz, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2006, pp. 108, 109.

19.      Como explica María Elósegui, el inter-culturalismo apuesta por la diversidad cultural bajo la condición del reconocimiento de unos valores comunes, normalmente plasmados en el plano jurídico, y espera que del diálogo entre las culturas resulte un enriquecimiento mutuo. Cfr., ELÓSEGUI, M., "Una apuesta por el inter-culturalismo contra el multi-culturalismo", op. cit., pp. 65-66.

20.      Cfr., GONZÁLEZ, A. M., Expertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos, op. cit., p. 69.

21.      TODOROV, T., Cruce de culturas y mestizaje cultural, Júcar, Madrid, 1988, p. 25

22.      Cfr., MONZÓN, A., "Derechos humanos y diálogo intercultural", en BALLESTEROS, J. (ed.), Derechos humanos. Concepto, fundamentos, sujetos, Tecnos, Madrid, 1992, p. 118.

23.      BOSKER, J., "Globalización, diversidad y pluralismo", en GUTIÉRREZ, D., Multi-culturalismo. Desafíos y perspectivas, op. cit., p. 92.

24.      Como guía para ello, considero adecuadas las condiciones expuestas por Alfredo Cruz: "En sentido estricto, el objeto del reconocimiento sólo puede ser lo común, no lo diferente. Reconocer significa volver a conocer: volver a conocer en el otro lo ya conocido antes de conocer al otro, es decir, lo conocido en uno mismo. Significa, por tanto, conocer al otro como un igual, como otro yo: reconocer en él lo común ( ). Conocer la diferencia en cuanto diferencia no es reconocer sino desconocer, conocer al otro como un absolutamente otro. Tomado en cuanto otro, es precisamente como resulta imposible  saber lo que le corresponde al otro. Reconocer su derecho a alguien exige previamente reconocer a ese alguien, conocerle como uno de nosotros. No es posible conocer lo que le corresponde al diferente en cuanto diferente, sino sólo en cuanto  igual, en cuanto su diferencia  se da en  lo común". CRUZ, A., "¿Es posible la política del reconocimiento? Una respuesta desde el republicanismo", en BANÚS, E., y LLANO, A. (eds.), Razón práctica y multi-culturalismo. Actas del I Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias sociales, Newbook ediciones, Mutilva Baja, 1999, p. 217.

25.      Cfr., D'AGOSTINO, F., Filosofía del derecho, Temis/Universidad de la Sabana, Bogotá, 2007, p. 239. En este orden de ideas es particularmente significativo el pensamiento de Amin Maalouf, expuesto en Identidades asesinas; ahí sostiene que si bien la identidad de cada persona está configurada por diversos elementos que no se limitan a los registros oficiales, "nunca se da la misma combinación (de tales elementos) en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible". MAALOUF, A., Identidades asesinas, Alianza, Madrid, 1999, p, 19.

26.      Una propuesta de identidad revelativa, contraria a la identidad excluyente, ha sido formulada por Norbert Bilbeny, bajo las claves de la filosofía práctica kantiana. Según este autor, la participación racional en el reconocimiento de un deber moral reúne lo diverso: independientemente del sustrato cultural, todo ser humano comprende y asume deberes morales, gracias al uso de la razón. En este sentido, el ejercicio de la razón práctica es un acto incluyente. Cfr., BILBENY, N., Por una causa común. Ética para la diversidad, op. cit., pp. 58, 59.

27.      TODOROV, T., Cruce de culturas y mestizaje cultural, op. cit., 24.

28.      SPAEMANN, R., Ética: cuestiones fundamentales, EUNSA, Pamplona, 2001, p. 121.

29.      Ibíd., p. 110.

30.      BALLESTEROS, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, op. cit., p. 175.

31.      Manifestando su disenso respecto de aquellas opiniones que ven en Arendt una pensadora nostálgica y simplemente vuelta al pasado, Ricoeur aclara que a través de sus constantes referencias a la experiencia histórica, Arendt buscó las posibilidades de un mundo no totalitario, y para tal efecto realizó una "exploración capaz de discernir los aspectos  más permanentes de la existencia humana, es decir, aquellos elementos que menos pueden  verse menoscabados por las vicisitudes a que se ven sometidos de manera característica los hombres en la modernidad". RICOEUR, P., "De la filosofía a lo político. Trayectoria del pensamiento de Hannah Arendt", en Debats, 37 (1991), p. 5.

32.      ARENDT, H., La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984, p. 496.

33.      Cfr., AMIEL, A., Hannah Arendt. Política y acontecimiento, Nueva Visión, Buenos Aires, 2000, p. 12.

34.      ARENDT, H., La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, op. cit., p. 371.

35.      Ibíd., p. 372.

36.      IDEM.

37.      Cfr., ARENDT, H., Entre el pasado y el faturo. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 1996, p. 180. De esta manera, nuestra autora hace suya la tesis agustiniana que considera al hombre como una criatura temporal, horno temporalis: "el tiempo y el hombre fueron creados juntos, y esa temporalidad estaba afirmada por el hecho de que cada hombre debía su vida no sólo a la multiplicación de las especies, sino al nacimiento, a la entrada de una nueva criatura que aparecía como algo enteramente nuevo en medio del continuum temporal del mundo". ARENDT, H., La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, op. cit., p. 496.

38.      CANOVAN, M., Hannah Arendt. A reinterpretation of her poltical thought, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, p. 130. Más adelante, esta profesora de la Universidad de Keele destaca el sentido pluralista de las nociones natalistas en la antropología de Hannah Arendt, contrastándolas con el pensamiento de Heidegger. En Arendt, comenta Canovan, se pone claramente de manifiesto que el predicamento humano no es la soledad sino la pluralidad: en evidente contraste con el punto de vista de Heidegger, donde la soledad es el tema central de la existencia humana hasta la muerte, Arendt afirma que el rasgo más significativo de la condición humana es el hecho de nacer dentro de un mundo donde otros nos esperan, de ahí que el hombre es, por nacimiento, un ser en compañía, nunca un ser solitario. Cfr., ibíd., p. 190. Esta misma incompatibilidad entre Arendt y Heidegger ha sido apuntada por Paolo Flores D' Arcais enfatizando el hecho de que, a diferencia de su maestro, Hannah Arendt no ve en la esfera política una modalidad de existencia in-auténtica que se repliega a la difusión y repetición de un discurso. Por el contrario, en Arendt la capacidad para la acción que deriva de la autenticidad natalicia, rechaza la indiferencia característica de los seres cuya realidad se limita a la especie: no subsiste medida entre el hombre y la naturaleza, la existencia y la vida animal; los hombres nacen, las especies se reproducen, y nacer vale, precisamente, como lo irrepetible. Cfr., FLORES, P., Hannah Arendt. Existencia y libertad, Tecnos, Madrid, 1996, pp. 53, 54. Finalmente, en el mismo plano analítico que venimos repasando respecto del pensamiento de Arendt se sitúa Carmen Corral, quien ha subrayado la asociación arendtiana entre nacimiento y creación en el sentido de aparición de novedades, como algo propio de la esfera humana donde lo habitual es encontrarse inter homines: "Basando la acción en la natalidad, nos comenta la autora en cita, Arendt muestra que las circunstancias nunca pueden determinarse absolutamente, cada uno de nosotros representa algo nuevo y distinto(...). La acción hace aparecer lo novedoso, es el inicio de una cadena de acontecimientos, es la realización de la condición humana de nacer, de comenzar y de la pluralidad, pluralidad que es entendida como distinción, como aquello que permite la constitución de la individualidad de cada uno y que tiene que ver con lo que se muestra a través de la acción y el discurso". CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", en BIRULÉS, F. y CRUZ, M., En torno a Hannan Arendt, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994, pp. 212-213.

39.      ARENDT, H., La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 22. Aclarando este punto crucial de su pensamiento, nuestra autora hace la siguiente reflexión en torno a las insuficiencias originales del materialismo político a la hora de reconocer la autenticidad y unicidad ontológica de todo ser humano: "El error básico de todo materialismo en la política -y dicho materialismo no es marxista y ni siquiera de origen moderno, sino tan antiguo como nuestra historia de la teoría política-, es pasar por alto el hecho inevitable de que los hombres se revelan como individuos, como distintas y únicas personas, incluso cuando se concentran por entero en alcanzar un objeto material y mundano. Prescindir de esta revelación, si es que pudiese hacerse, significaría transformar a los hombres en algo que no son; por otra parte, negar que esta revelación es real y tiene consecuencias propias es sencillamente ilusorio". Ibíd., p. 207.

40.      En el ambiente intelectual moderno, nos dice Arendt, la actividad política se trasforma en una forma de fabricación, donde razonar o tener en cuenta todas las consecuencias, significa omitir lo inesperado, ya que sería irrazonable e irracional esperar lo que no es más que una infinita improbabilidad. Cfr., ibíd., p. 326.

41.      Ibíd., p. 266. Un desarrollo más concreto y elaborado de esta idea, la encontramos en un amplio segmento de un ensayo que Arendt dedica al concepto de libertad, el cual, por su importancia y elocuencia reproducimos aquí, al menos a pie de página: "Sería pura superstición esperar milagros, esperar lo infinitamente improbable en el contexto de procesos automáticos históricos o políticos, aunque aun esto no se puede excluir jamás por completo. La historia,  a diferencia de la naturaleza, está llena de acontecimientos; en ella el milagro del accidente y de la improbabilidad infinita se produce con tanta frecuencia que parece extraño mencionar siquiera los milagros. Pero esta frecuencia nace, simplemente, de que los procesos históricos se crean e interrumpen de modo constante y a través de la iniciativa humana; por el initium, el hombre es en la medida en que es un ser actuante. De modo que para nada constituye una superstición, sino incluso un propósito de realismo, la búsqueda de lo imprevisible e impre­ decible, estar preparado para ello y esperar milagros en el campo político. Y cuanto más caiga el platillo de la balanza hacia el lado del desastre, más milagroso resulta el hecho realizado en libertad, porque es el desastre, no la salvación, lo que ocurre automáticamente y por con­ siguiente tiene que parecer que es algo irresistible". ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 183.

42.      Cfr., SANCHEZ, C., "Hannah Arendt como pensadora de la pluralidad", en Intersticios, 22, 23 (2005), p. 103.

43.      "Como todos llegamos al mundo por virtud del nacimiento, en cuanto recién llegados y principiantes somos capaces de comenzar algo nuevo; sin el hecho del nacimiento, ni siquiera sabríamos  qué es  la novedad,  toda acción sería, bien comportamiento, bien  preservación". ARENDT, H., Crisis de la República, Taurus, Madrid, 1973, p. 181.

44.      ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 165.

45.      Se ha llegado a interpretar que la crítica de Arendt al individualismo conformista contemporáneo, y que históricamente ha desembocado en el ciudadano-masa, permite situar la aportación de nuestra autora a este respecto en la línea de un "existencialismo libertario" que encaminaría el ejercicio de la libertad, según Paolo Flores D'Arcais, a la protección de la democracia a través de un "compromiso sistemático hacia las instituciones que garanticen la herejía, custodien el disenso, exalten la conciencia crítica individual, en lugar de anularla en una anestesia videocrática". Desde nuestro punto de vista, esta apreciación es inadecuada por reduccionista y parcial. La idea de libertad en Arendt no se limita a la mera capacidad de crítica, que ciertamente queda implícita en el ámbito de lo político como ocasión para la disidencia, y por tanto no es deconstructiva. Por el contrario, y como la propia Hannah Arendt se encargó de manifestarlo expresamente, la libertad es ante todo actuar, y en este sentido proponer y llevar a cabo lo propuesto. La cita textual se toma de: FLORES, P., Hannah Arendt. Existencia y libertad, op. cit., p. 30.

46.      En este caso, nos dice Arendt en un manuscrito de publicación póstuma, cuando el ámbito de las necesidades e intereses recibe una nueva dignidad e irrumpe en forma de sociedad en lo público, "el gobierno, en cuya área de acción se sitúa en adelante lo político, está (sólo) para proteger la libre productividad de la sociedad y la seguridad del individuo en su ámbito privado (...); aquí, libertad y política permanecen separadas en lo decisivo y ser libre en el sentido de una actividad positiva, que se despliega libremente, queda ubicado en el ámbito de la vida y la propiedad, donde de lo que se trata no es de nada común, sino de cosas en su mayoría muy particulares". ARENDT, H., ¿Qué es la política?, Paidós, Barcelona, 1997, p. 89.

47.      Cfr., ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 346.

48.      Como nos explica Margaret Canovan, Hannah Arendt desconfió del  modelo  moderno de democracia basado en presupuestos liberales, porque entendía que las raíces del totalitarismo, en tanto que antítesis y ruina de la política, estaban profundamente infiltradas en la propia modernidad que sustenta dichos presupuestos. Consecuentemente, dirigió su interés al republicanismo experimentado y expuesto en su forma clásica, y cuya idea central se traduce en que la libertad política es frágil y no se puede adquirir y mantener sin un alto costo, compromiso, esfuerzo y dedicación; pero enfocándolo  de una manera  propia  y peculiar.  Frente a la tradición agonal y disciplinaria más característica del republicanismo, nos dice Canovan, Hannah Arendt puso un especial énfasis en la pluralidad humana, como la realidad más importante de su versión republicana de la política. Para Arendt, en la  medida en que los hombres son una realidad plural, "la acción política no se limita a la aparición de héroes solitarios, sino que implica la interacción entre pares: porque somos plurales, incluso el líder más carismático no puede hacer más que guiar lo que esencialmente es una empresa común; porque somos plurales, los seres humanos no alcanzan la plenitud política y la admiración  cuando  pierden su individualidad bajo un mando espartano en el campo de batalla, sino cuando revelan sus identidades únicas en el espacio público". Cfr., CANOVAN, M., Hannah Arendt. A reinterpretation of her political thought, cit., pp. 201 a 208; la cita textual se toma de la página 205. Cabe señalar que, en contraste con esta opinión, Philip Pettit ha situado la aportación de Arendt respecto de la libertad lejos de lo que él mismo define como libertad  republicana, o ausencia de dominación arbitraria. En efecto, según Pettit, Arendt pertenecería al grupo de autores que simplemente defienden una idea pre-moderna de libertad, cuyo rasgo clave es la participación pública, y que sencillamente se opone a la libertad moderna o negativa,  pero que en sí misma no podría calificarse como libertad republicana. Cfr., PETTIT, P., Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona, 1999, p. 37.

49.      ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 221.

50.      CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., pp. 224, 225.

51.      Como se puede leer en una sinopsis de su tesis doctoral, escrita  a finales  de  la década de 1920 y cuyo tema central fue el concepto de amor en los escritos de San Agustín, Arendt observó una doble relación en el amor al prójimo expuesto por el Obispo de Hipona, que se traducen en la concreción y fundamento de dicha forma de amor: por un lado, la relación mundana entre los hombres, y la relación trascendente del hombre con Dios, por otro. La articulación de esta doble relación, concluyó Arendt en esa ocasión, permite entender la relevancia ética del prójimo: amar a otro es querer que sea, percatándose de que el otro es nuestro prójimo porque es miembro de la raza humana, al compartir el mismo origen  y destino. Así, "en el amor al prójimo, los hombres se aman mutuamente porque al hacerlo aman a Cristo, su Salvador; el amor al prójimo es un amor sobre-mundano, trascendente, en el  mundo  pero no  del mundo". La sinopsis de la que se extraen estas ideas se encuentra en: YOUNG-BRUEHL, E., Hannah Arendt, Alfonso el Magnánimo, Valencia,  1993,  pp. 615 a 625;  la cita textual  se toma de las páginas 622, 623.

52.      ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 222.

53.      Cfr., CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., pp. 226, 227. En este mismo orden de ideas acerca de la libertad y su vínculo con la responsabilidad, según Bhikhu Parekh, la política para Arendt no es una actividad coactiva, sino una activi­ dad cultural que tiene a su cargo la custodia la civilización (del espacio de aparición para los hombres); de ahí que Arendt proponga que la preocupación activa por la comunidad, sea incluida entre las virtudes que sirven para el enjuiciamiento general del hombre. En Arendt, señala el mencionado autor, "la política, lo mismo que la moral y la cultura, forma parte integrante de la existencia humana. Igual que esperamos que un hombre posea una sensibilidad estética o moral, es de esperar también que se interese de forma activa por el estado del mundo en general. Como la cultura, la política surge de un interés activo y de una preocupación por la situación del mundo; por esto, así como el hombre que no tiene intereses culturales es incompleto, lo será también el que sea políticamente apático. Análogamente, si la moral surge de la consideración por el prójimo, otro tanto ocurre con la política. (Para Hannah Arendt), la política es el vehículo de la moral, ya que las decisiones políticas afectan a la vida de millones de personas; y por lo tanto, el hombre políticamente  apático  es tan culpable como el amoral". PAREKH, B., Pensadores políticos contemporáneos, Alianza, Madrid, 1986, p. 32.

54.      ARENDT, H., ¿Qué es la política?, op. cit., p. 87. Como ha observado Maurizio Passerin, Hannah Arendt dejó muestras patentes de su preocupación por la esfera pública, que se pusieron de manifiesto en el reconocimiento de una erosión histórica de ese espacio idóneo para la acción política, lo que ella misma llamó una "alienación moderna del mundo" que viene repercutiendo negativamente en aquellas estructuras formadas por la presencia común de hombres y mujeres, y que dan estabilidad a nuestro sentido de la realidad y a la propia identidad; consciente de tal pérdida, dice Passerin, Arendt insistió en la casi totalidad de sus escritos políticos, sobre la necesidad de una revitalización de la esfera pública y la recuperación del mundo común, a través de la creación de numerosos espacios para la presencia, donde los individuos pudieran revelar su propia identidad y establecer bastas relaciones basadas en la reciprocidad y la solidaridad. Cfr., PASSERIN, M., La teoria della cittadinanza nella filosofía política di Hannah Arendt, lnstitut de Ciencies Polítiques i Socials, Barcelona, 1995, p. 5.

Víctor García Toma

2.4.    La fundamentación iusfilosófica de los derechos fundamentales

Con criterio compartido en la doctrina constitucional, se acredita la existencia de tres grandes fuentes de fundamentación: la historicista, la iusracionalista y la positivista.

Al respecto, veamos lo siguiente:

          2.4.1. La fundamentación historicista

Esta rehúye de las especulaciones abstractas y se ampara en las reflexiones retrospectivas que adquieren un sentido específico en un espacio-tiempo determinado. Así, los derechos de la persona no se sustentan en el mundo de las teorías, sino en la expresión de los hechos sociales; por ende, necesitan de la aquiescencia de los hombres a cuya vida afecta. Edmund Burke [27] plantea la idea de ciertas libertades regularmente perpetuadas como derecho hereditario.

En la fundamentación historicista existe el reconocimiento de una pluralidad de prerrogativas cuyo título es el conjunto de personas integradas a un status determinado. En ese sentido, Juan Ramón Peirano Argüelles y Francisco Javier Ansuategui Roig señalan que “las libertades y franquicias […] tienen como destinatarios al individuo en cuanto miembro de un grupo social concreto: sus derechos no lo son a título individual, sino en calidad de noble, clérigo, mercader, etc.; o de natural de tal territorio, villa o ciudad. De manera que el instrumento jurídico […] no es la ley general, sino la costumbre o la norma particularizada: el ‘pacto’, el ‘fuero’, el ‘compromiso’,  etc. […]. Se distinguen por el reconocimiento de situaciones concretas y particularizadas,  de poderes fácticos o de normas del ‘buen derecho antiguo’, tradicional y consuetudinario, a los que se le debe una expresión formalizada y solemne” [28].

Francisco J. Laporta señala que “el individuo obtiene su identidad, precisamente de su pertenencia a la serie ininterrumpida de generaciones anteriores a él […]. Aquello no proviene de los dictados de la razón sino de la tradición, la inserción de la convivencia y las relaciones de poder en el curso de la historia, de los que obtienen su cabal legitimación. Y en cuanto al derecho es también un producto histórico de la vida humana colectiva” [29].

En esa perspectiva el reconocimiento de los derechos in genere aparecen como aquellos “espacios” en donde se van protegiendo ciertos status frente al poder estadual como consecuencia de procesos de transacción  y consentimiento.

En efecto, entre el siglo XI y el segundo tercio del siglo XVIII los derechos tendrán una connotación estamental; es decir, emergerán como concesiones o privilegios concedidos por el poder regio a determinados grupos sociales. Ergo, carecerán de generalidad.

Los documentos medievales en donde fueron consignados se manifiestan como actas de compromiso para la proscripción del abuso del poder sobre determinados grupos, ciudades, etc.

Francisco J. Bastida Freijedo señala que la fuente historicista se caracteriza en el campo constitucional por buscar una reforma de las instituciones del Antiguo Régimen, sin que ello implique una ruptura radical de aquel [30]. En efecto, la reivindicación de las libertades y franquicias se encuentra enraizada en la tradición y cultura de cada pueblo. Así, al darles un “nuevo sentido” se hace posible encontrar una línea de permanencia y continuidad. La referida fundamentación tiene singular valor para sostener los derechos de la persona en el ámbito de influencia británica. En ese contexto, Francisco J. Bastida Freijedo [31] expone que “el movimiento historicista […] combina pretensiones y elementos propios del nuevo pensamiento liberal ilustrado emergente con el respeto a los elementos de los ordenamientos jurídicos pre-estatales”.

Se impone la idea de que la sociedad y el Estado debían reformarse bajo las matrices burguesas del individualismo y el progreso, respetando aspectos nucleares cimentados históricamente, tales como las distinciones de clase y la antigüedad como criterio de validez jurídica. Por ende, el origen de los derechos de la persona se encuentra en la costumbre asumida por cada comunidad política en particular y en las leyes fundamentales pactadas por el Rey y los plurales representantes de los segmentos sociales. Al respecto, son citables entre otros documentos, la Carta Leonesa (1188), la Carta Magna (1215), la Petición de Derechos (1628) y la Declaración de Derechos (1689). En el caso de la Carta Leonesa se pacta por primera vez en la historia en torno al reconocimiento de un derecho fundamental. En efecto, el rey de León, Alfonso IX refrendará el documento concordado en las Cortes para proteger y garantizar la inviolabilidad domiciliaria.

En el caso de la Carta Magna se pacta reconociéndose prerrogativas estamentales referidas a la herencia, la libertad personal, etc. Además, en el caso de la Petición de Derechos se pacta reconociéndose de que nadie puede ser procesado ni condenado por acto de omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, el derecho de propiedad, etc. Asimismo, en el caso de la Declaración de Derechos se pacta reconociéndose el derecho de petición, la libertad de opinión y de expresión, etc.

          2.4.2. La fundamentación iusracionalista

Esta se sustenta en el derecho natural; es decir, hace referencia a un conjunto de facultades o atribuciones extraídas de una normatividad supra-positiva reconducible a la esencia misma de la naturaleza humana. Su existencia previa a la Constitución del Estado implica que le sirve a este de pilar para justificar la finalidad de creación y marco de actuación. Este derecho natural es universal, o sea es válido para la especie humana en todos los lugares y en todos los tiempos, ya que comprende un conjunto de preceptos que no se basan en circunstancias accidentales sino en la naturaleza del hombre. Este se presenta como ineludible imperativo de la razón, que percibe la relación ontológica entre el ser y su finalidad, entre el hombre y la idea de la plasmación del bien. Cabe agregar que este derecho surge de la naturaleza del hombre para su autorrealización. En el derecho natural aparecen todo el conjunto de facultades o atribuciones inherentes a la persona; la cual puede llegar a conocerlas a través del ejercicio de la razón. Ergo, aquel que se devela por obra de la inferencia argumentada.

En ese sentido, la razón es aquella facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. Emmanuel Kant en su obra Crítica de la razón pura (1787) sustenta el derecho natural sobre el principio de describir el razonamiento generador de juicios que van de la causa al efecto, en expresiones que implican acuerdo con la probabilidad general; y que es una exigencia absoluta de la razón práctica sustentadora de imperativos o mandatos de conducta, o sea aquella que precede a la acción. Así, expone que independientemente de un acto jurídico, estos son transmitidos a cada individuo por la naturaleza.

La fundamentación iusracionalista plantea que el derecho positivo (estatal) debe adecuar sus contenidos a los del derecho natural. En caso este requisito no se cumpliese, entonces estaríamos ante imposiciones arbitrarias. Desde una perspectiva histórica se aprecia que, a través de la institucionalización del Estado Liberal de Derecho, el cuerpo político se convierte en el protector de los derechos naturales; los cuales de absolutos en el estado de naturaleza (situación anterior al pacto social) devienen en tutelables y regulables a través de la ley.

          2.4.3. La fundamentación positivista

Esta se sustenta en que los derechos de la persona surgen de la voluntad proteccionista del Estado. Así, no existen facultades o atribuciones previas a la decisión del cuerpo político. Se formulan como exigencias éticas, políticas y sociales transformarlas en disposiciones legales su existencia, validez y son expresiones de una voluntad legislativa.

Dicha fundamentación plantea que solo existe el derecho estatal; por tanto, rechaza la idea del derecho natural y se desatiende de cualquier “subordinación” o “encadenamiento” que pudiese provenir de la historia. La voluntad del Estado se convierte en el único criterio de validez de los derechos de la persona. Por ende, a través de la Constitución se expresa esa decisión política; la cual se sustenta en la aprobación representativa del pueblo.

En suma, no se trata de derechos preexistentes al Estado, sino manifestaciones nacidas del derecho creadas por este. Por ende, la fundamentación positivista señala que la persona solo dispone de aquellos derechos que le concede el cuerpo político.

2.5.    La bidimensionalidad de los derechos fundamentales

Los derechos pueden ser observados desde una doble dimensión: subjetiva y objetiva. Por un lado, la dimensión subjetiva es aquella que hace referencia a las facultades de acción que estos reconocen a la persona titular de los mismos en el ámbito de la vida existencial y coexistencial. Por consiguiente, permiten exigir al titular de un derecho fundamental el cumplimiento cabal, exacto y preciso de lo dispuesto normativamente. Además, protegen de las intervenciones injustificadas y arbitrarias. Ello implica el atributo de exigir una acción tuitiva hacia dichos derechos; lo que puede verificarse ya sea mediante la ejecución de una determinada conducta, o el otorgamiento de una concreta prestación. Es decir, expone el derecho de hacer efectivo el goce efectivo de lo determinado a favor de la persona.

Por otro lado, la dimensión objetiva es aquella que hace referencia a que la normatividad tuitiva contenida en dichos derechos se irradia o expande a todos los ámbitos de la vida estatal y social. Asimismo, aparecen como valores esenciales en una comunidad política, particular y concreta; para lo cual asumen una dimensión político-institucional destinada a plasmar una vida coexistencial digna para todos los integrantes de la misma. En consuno, ambas dimensiones convergen en ser elementos constitutivos del ordenamiento jurídico, ya que comportan valores materiales o institucionales sobre los cuales se estructura la coexistencia. Ello en razón a que devienen en nociones indispensables para la estructuración del orden jurídico y la paz social.

Lo expuesto, exige que el Estado realice una actuación determinada a través de políticas legislativas, jurisdiccionales o administrativas que permitan la optimización de atribuciones comprendidas en el conjunto de preceptos de carácter general; y, que, por ende, se manifiesten significativamente en el plano de la realidad. Esta actuación también involucra residualmente a los particulares. Los efectos expansivos se expresan concretamente en lo siguiente:

a)       Exigen una actuación propositiva hacia la conformación material de determinadas prescripciones jurídicas (vía la dación de normas, sean de naturaleza pública o privada).

b)       Exigen la actuación propositiva hacia la conformación de políticas económico-sociales-culturales.

c)       Exigen la actuación propositiva hacia la conformación de políticas jurisdiccionales.

d)       Exigen la actuación propositiva de facilitar la acción ciudadana tendente a permitir la reclamación de su realización.

2.6.    El contenido esencial de los derechos fundamentales

Todo derecho fundamental tiene un contenido jurídicamente determinado, el cual es inmodificable, en caso sea necesario llevar a cabo una regulación infra-constitucional, para posibilitar su goce y ejercicio de un derecho fundamental. Ello implica que el legislador ordinario no puede en modo alguno, afectar su sustancia temática en caso se hiciese necesario reglamentar su ejercicio.

Claudia Villaseñor Goyzueta señala que es aquel que comprende la “sustancia” del derecho; sin la cual este deja de ser tal [32]. Esta nota sustancial de la norma hace que esta tenga en relación a las restantes una peculiaridad privativa y específica. En ese orden de ideas, el contenido esencial se convierte en la parte indispensable e indisponible que permite al titular del derecho a gozar de los atributos, facultades o beneficios que esta declara. Su afectación –a través de la actividad legislativa de desarrollo o reglamentación– conlleva a la transformación del derecho contenido en un precepto en otra categoría jurídica distinta; amén de generar la imposibilidad o dificultad extrema para hacer efectivo el goce de un derecho.

Claudia Villaseñor Goyzueta plantea que el establecimiento del contenido esencial de un derecho debe ser observado en un doble plano, a saber [33]. Por un lado, el Plano negativo que Señala un límite a la regulación legislativa de los derechos fundamentales. Por otro lado, el Plano positivo que Señala el valor asignado al contenido de los derechos fundamentales, por ende, este deviene en imprescindible e insustituible. En efecto, en todo derecho fundamental existen dos zonas: una medular que constituye su contenido esencial –y en cuyo ámbito toda intervención del legislador se encuentra vedada– y una adjetiva o no esencial en la cual es admisible la actuación regulatoria del legislador. Cabe señalar que esto último opera a condición de que se lleve a cabo conforme a los principios de razonabilidad, racionalidad y proporcionalidad. La garantía del contenido esencial es un criterio de limitación a la potestad legislativa del Estado. Deviene en una “frontera minada” que no se puede evadir sin que el legislador reglamentario del derecho incurra en un acto inconstitucional.

En el caso del Régimen Pensionario del Decreto Ley N° 20530 el Tribunal Constitucional (Expediente N° 00050-2004-AI/TC) ha establecido que para la determinación del contenido esencial de los derechos fundamentales debe tenerse en cuenta tanto las disposiciones constitucionales expresas, como los principios y valores constitucionales. Esta teoría identifica dichos derechos como facultades subjetivas y como instituciones jurídicas objetivas. Por ende, el contenido esencial se deduce del cuadro general de la Constitución compuesto por la suma de valores, bienes e intereses en ella consignados; los cuales deben ser objeto de ponderación para fijar dicho núcleo mínimo e ineludible.

En consecuencia, la determinación del contenido esencial debe realizarse conforme a los alcances  de los principios de unidad y concordancia práctica; vale decir, de un lado, resguardando la relación e interdependencia de los distintos elementos normativos con el conjunto de las decisiones básicas de la Constitución (ello obliga a no aceptar, en modo alguno, la visión “insular” de una norma, sino a hacer imperativa la perspectiva del conjunto del texto); y del otro, garantizando que todos los derechos, valores y bienes constitucionales conserven en un grado razonable su identidad e indemnidad.

El Tribunal Constitucional en el citado caso Colegio de Abogados del Cuzco (Expediente N° 00050-2004-AI/ TC) ha señalado que en la determinación del contenido esencial debe proscribirse lo siguiente:

a)       La fijación de dicho “mínimo” mediante una “cirugía jurídica” del derecho objeto de examen con relación al resto del ordenamiento constitucional.

b)       La fijación de dicho “mínimo” en función a una determinación a priori carente de justificación.

c)       La fijación de dicho “mínimo” al margen del conjunto de principios y valores constitucionales.

d)       La fijación de dicho “mínimo” con inobservancia de la regla de ponderación; es decir, que vista la Constitución como un “todo” sea de alguna manera “mutilada”

En razón a lo expuesto, cabe señalar que el contenido esencial se afecta en las circunstancias siguientes:

a)       Cuando a consecuencia de la legislación reglamentaria aparecen limitaciones irrazonables que hacen imposible o sumamente gravoso el ejercicio de un derecho fundamental.

b)       Cuando a consecuencia de la legislación reglamentaria aparece que el ejercicio de un derecho no conlleva finalmente a la obtención de una ventaja, beneficio o provecho alguno.

La doctrina expone colateralmente el denominado contenido no esencial de los derechos fundamentales; el cual hace referencia al ámbito material externo y pasible de poder ser desligable del espacio protegido e inmodificable de un derecho fundamental. Esta parte es susceptible de ser “intervenida ”reglamentariamente, a efectos de optimizar el ejercicio o defensa de otros derechos o bienes constitucionales. El legislador ordinario puede “acomodar” dicho marco normativo en pro de concordarlo con el goce o resguardo señalado, siempre que respete los principios de racionalidad, razonabilidad y proporcionalidad. Asimismo, expone la existencia del contenido adicional de los derechos fundamentales; el mismo que hace hincapié en el ámbito material añadido y accesorio al contenido esencial de un derecho fundamental; y en  el cual el legislador puede hacer pleno uso de su potestad de libre configuración normativa.

Por último, consigna el concepto de derechos fundamentales de configuración legal; los cuales exponen la condición derivada de las disposiciones-principios establecidas en la Constitución. Por dicha razón devienen en mandatos de optimización a ser concretizados en el tiempo, conforme a condiciones y circunstancias tales como la capacidad económica, grado de evolución política, etc. Se trata de atributos consignados en disposiciones abiertas y de eficacia diferida; que por tales requieren de la intermediación de una fuente legal (la ley) para alcanzar su concreción fáctica. El Tribunal Constitucional en el caso Manuel Anicama Sánchez (Expediente N° 01417-2005-PA/TC) ha señalado que su contenido preceptivo requiere ser delimitado por la ley.

2.7.    Las garantías institucionales

Dicha expresión alude a la exigencia constitucional de que el Estado cumpla un deber positivo de protección a determinadas instituciones jurídicas consagradas en el texto supra. Expone a un instituto jurídico previsto por el Tribunal Constitucional destinado a asegurar que el órgano parlamentario al momento de regular una materia o institución prevista en el texto supra no vaya a desnaturalizarla o vaciarla de contenido. Mediante estas instituciones se consolida la eficacia normativa de un complejo normativo sistematizado; ello implica rebasar la mera protección abstracta o las simples prohibiciones al Estado, para ascender a la exigencia de una determinada conducta normativa por parte del cuerpo político en cuanto al aseguramiento concreto y tangible de los valores, principios, consecuencias jurídicas y finalidades coexistenciales contenidas en dicho complejo normativo.

El respeto a la garantía institucional se impone al Estado, a efectos que la ordenación complementaria de la Constitución sea concordante con su deber de fidelidad a aquella. Ergo, debe asegurar que su configuración legal preserve el contenido esencial (naturaleza o intereses jurídicos) que explican la razón de ser de una institución jurídica prevista en dicho texto. La Constitución contiene una pluralidad de instituciones jurídicas; vale decir, que comprende a un conjunto de normas que regulan las relaciones jurídicas de cierto género. Estas agrupan a una pluralidad de preceptos que son afines en función de su objeto de regulación.

Así, instituciones jurídicas como la familia, el matrimonio, la educación, la autonomía universitaria, el ahorro público, etc., expresamente mencionadas en la Constitución, devienen en componentes primordiales del sistema político-jurídico. Las normas de estas instituciones constituyen un conglomerado sistematizado y regulador de situaciones jurídicas tendientes a cumplir una finalidad común, cuya presunción se estima indispensable para asegurar la “vida” de la Constitución. En ese orden de ideas, las garantías institucionales ofrecen una protección homóloga a las expuestas en relación a las del contenido esencial de los derechos fundamentales. Como consecuencia de la existencia de estas garantías, el Estado se encuentra sujeto a parámetros en cuanto la reglamentación de dichas instituciones.

De lo expuesto, se colige que la invocación de garantía institucional es impulsada como un mecanismo de defensa constitucional contra normas que afecten el contenido indisponible de una norma fundamental que estructure, describa o despliegue una institución jurídica. Francisco J. Bastida Freijedo [34] señala que las garantías institucionales permiten realizar lo siguiente:

a)       Cumplir una función de aseguramiento de una institución jurídica determinada; la misma que por mandato de la Constitución queda ligada a un derecho fundamental.

b)   Imponer al Estado la implementación de una estructura normativa infra-constitucional cuya existencia  es necesaria para la eficacia político-jurídica de la Constitución.

2.8.    La concreción de los derechos fundamentales y las garantías institucionales

La materialización de estos derechos y garantías institucionales pueden sintetizarse a través de los conceptos siguientes:

          2.8.1. La reserva legal

Esta alude a que la exigencia de regulación de un derecho fundamental o una institución jurídica debe hacerse necesaria y restrictivamente a través de una ley o norma con rango de ley. Dicha “reserva” se plantea en razón a que solo corresponde al Parlamento, como órgano estadual que expresa la voluntad política del pueblo, el determinar o autorizar –vía la delegación de facultades– las reglamentaciones sobre la materia.

Marcial Rubio Correa señala que dicha garantía consiste en que la aprobación de determinadas normas jurídicas está reservadas a dispositivos con rango de ley, en consecuencia, no pueden ser establecidas en preceptos de rango inferior [35]. En consecuencia, mediante la reserva legal se determina que solo mediante normas con rango de ley se puede regular dicha materia.

          2.8.2. El respeto al contenido esencial

La regulación efectuada debe cumplir con la exigencia de preceptuar sin afectar la “sustancia” de los derechos fundamentales o de las instituciones jurídicas. Por ende, dicha actividad solo puede producirse sobre la parte adjetiva y no esencial. Dicha regulación debe tener en cuenta los principios de razonabilidad, racionabilidad y proporcionalidad. El principio de racionalidad consiste en encontrar justificación lógica en los hechos, conductas y circunstancias que motivan todo acto discrecional de los poderes públicos al momento de regular una materia constitucional. Cabe señalar que dicha argumentación debe acudir a razonamientos objetivos e imparciales; amén de equilibrar las ventajas que llevan a la dación de una norma regulatoria con las cargas que su establecimiento genera.

En suma, la regulación debe respetar la lógica deductiva –o sea carecer de contradicción u omisiones–; ostentar consistencia y coherencia; y generar incuestionada admisibilidad social en función al espacio-tiempo histórico en donde es dictada. El principio de razonabilidad consiste en encontrar la adecuación del medio empleado por la norma regulatoria con los fines perseguidos por ella. Esto implica la existencia de una conexión o vínculo eficaz entre el supuesto de hecho que justifica la regulación y la finalidad que se pretende alcanzar.

El principio de proporcionalidad consiste en encontrar un conjunto de criterios o herramientas que permitan medir y sopesar la constitucionalidad de todo género de límites normativos. Por ende, plantea medir la calidad o cantidad de los elementos con relevancia jurídica comparativamente entre sí, a efectos de alcanzar conformidad o correspondencia debida entre elementos mancomunadamente relacionados.

2.9.    Aspectos normativos y fácticos de la delimitación y la limitación de los derechos fundamentales

La delimitación normativa alude a aquellos “espacios jurídicos” dispuestos explícita o implícitamente por la Constitución. Así, mediante las técnicas de interpretación la jurisdicción constitucional logra especificar la titularidad, objeto y contenido de un derecho fundamental.

Dicho criterio surge en razón a que la propia Constitución precisa su ámbito normativo. Al respecto, Francisco J. Bastida Freijedo [36] expone que aquello que el derecho fundamental garantiza o no garantiza emana del texto supra, ya sea de manera directa o indirecta.

La limitación normativa alude a aquellos menguamientos o reducciones establecidas por el legislador ordinario, previa y expresa habilitación constitucional. Dichas restricciones pueden ser establecidas de la manera siguiente:

a)       Límites expresos. Son aquellos que se derivan directamente de la Constitución; por ende, operan sin necesidad de la intervención del legislador ordinario.

b)       Límites implícitos. Son aquellos que se derivan por deducción de la propia naturaleza y configuración normativa de un derecho fundamental; por ende, operan mediante la intervención del legislador ordinario.

c)       Límites habilitados. Son aquellos que por mandato específico de la Constitución deben ser establecidos por el legislador ordinario.

d)       Límites inmanentes. Son aquellos que operan sobre específicos derechos fundamentales que a pesar de haber sido reconocidos sin sujeción a una reserva de ley; empero, son objeto de una restricción legal, al determinarse en la práctica que su ejercicio viene generando el “fenómeno de colisión” con otros derechos o valores constitucionales.

En efecto, dichos límites son establecidos a consecuencia de lo siguiente:

a)       Restricciones consignadas en la propia Constitución. Tal  el caso de los impedimentos para postular a  una curul congresal por parte de una serie de altos funcionarios públicos (artículo 91) o para participar en actividades partidarias, manifestaciones o actos de proselitismo (artículo 34).

b)       Restricciones derivadas de la Constitución en aras de preservar otros derechos fundamentales. Tal el caso de la libertad de trabajo (inciso 15 del artículo 2).

c)       Restricciones derivadas de la Constitución en aras de preservar valores o bienes constitucionales. Tal el caso de el ejercicio de los derechos políticos a través de organizaciones políticas (artículo 35). De allí la justificación de la proscripción de aquellas con credo antidemocrático.

A manera de colofón, cabe señalar que la doctrina señala también la existencia de criterios de topes a las restricciones legislativas; ergo, de condicionamientos o de determinación de “límites” a la fijación de “límites”. Ello a efectos de asegurar una correcta acción restrictiva. Estos son el respeto al principio de legalidad y la aprobación del test de proporcionalidad.

El principio de legalidad expone una pauta basilar que exige que la actuación del legislador se realice dentro del marco de competencias y atribuciones fijadas por la Constitución y la ley; así como que su tarea se lleve a cabo de conformidad con el marco procesal correspondiente.

El test de proporcionalidad expone que se acredite la conexión directa, indirecta  y  relacional  entre  la causa que origina la limitación y el efecto que se consigna en ello; vale decir, que la consecuencia jurídica establecida sea unívocamente previsible y justificable a partir del hecho ocasionante de la restricción por  vía legislativa.]

José Víctor García Yzaguirre [37] resume dicho test en los puntos siguientes:

a)       Idoneidad. Ello implica que el acto de intervención del derecho fundamental de una persona debe ser adecuado para satisfacer los fines que el legislador se propone. Tal suceso existe cuando es comprobable que existe una relación causal entre la medida adoptada y el de un estado de cosas en el que se incremente (o se desaliente de ser caso) la realización del propósito; es decir, es un examen de eficacia. Asimismo, supone la evaluación de la legitimidad constitucional de la acción ejecutada, entendida esta como su no prohibición por el constituyente.

b)       Necesidad. Ello implica que acreditada la idoneidad, esta debe ser evaluada de forma comparativa con otros medios alternativos a fin de descubrir si existe otra opción adecuada, pero menos lesiva del derecho fundamental. Es un examen de eficiencia que es superado al demostrarse que no existe medio alternativo más benigno.

c)       Proporcionalidad en sentido estricto. Ello implica que comprobada la idoneidad y la necesidad de la medida, esta es sometida a un examen en el que se ponderan a través de la fórmula del peso, por un lado los principios constitucionales afectados y por el otro los que se satisfacen con la misma. Así se evalúan el grado de intervención y de satisfacción, el peso abstracto (la importancia material de cada principio en una determinada sociedad) y la seguridad de las premisas empíricas sobre la que se sustentan los argumentos a favor y en contra de la intervención

Cabe señalar, que la fórmula del peso implica la utilización de un método para obtener el valor de los principios en conflicto. Dicha estimación se obtiene en función a lo siguiente:

-         El grado de restricción del principio no satisfecho cuando la regulación exige acciones, o se vea afectado cuando exige omisiones.

-         La cotización axiológica en abstracto de cada principio. Esta se deduce en función a los fines y valores  del modelo en que se aplica la regulación. Así, la democracia, la vida, la libertad, la igualdad, etc., tienen en nuestro país un crédito supra.

-         El grado de seguridad que ofrecen las premisas empíricas en función a la realidad.

La aplicación de dicha fórmula debe concluir en fijar en grave, medio o leve el grado de restricción. En ese orden de ideas, las limitaciones se producen en aras del resguardo del orden público, la moral social o los derechos de terceros. Al respecto, veamos lo siguiente:

          2.9.1. El orden público

Esta noción expone la consagración legislativa de las ideas sociales,  políticas  y  morales  consideradas  como fundamentales dentro de un Estado. Se la concibe como la suma de creencias, intereses y prácticas comunitarias orientadas hacia un mismo fin: la realización social de los miembros de la comunidad política. El orden público conlleva necesaria e irremisiblemente a la colocación de topes a los actos y conductas humanas. Rubén Hernández Valle [38] subdivide el orden público  en  constitucional y administrativo. El orden público constitucional se encuentra conformado por el conjunto de principios de carácter jurídico, económico y social que fluyen de la Constitución y que condicionan la actividad del Estado y los ciudadanos.

A nuestro modo de ver, se expresa en resguardo de la defensa nacional, el interés público, el interés social, la justicia y el bienestar de los miembros de la comunidad.

El orden público administrativo se encuentra conformado por el conjunto de medidas adscritas al poder de policía; las cuales importan topes a la voluntad de las personas en aras de resguardar la tranquilidad y seguridad ciudadana, así como la salud de la población. A nuestro modo de ver, se expresa para preservar el descanso, la vida pacífica, la higiene pública, etc.

          2.9.2. La moral social

Esta noción alude al conjunto de comportamientos que conforme a la educación e instrucción generada en el medio social son recogidos por el Estado, a efectos de asegurar un “mínimo moral” necesario para que la convivencia humana tenga como marco de referencia el vivir haciendo y compartiendo el bien.

          2.9.3. Los derechos de terceros

Esta noción alude al conjunto de comportamientos destinados a cumplir con nuestros deberes jurídicos en el marco de una relación jurídica. Ello implica la proscripción de conductas “antijurídicas” como el ejercicio abusivo de un derecho que conlleve amenazas, violación o desconocimiento del ejercicio legítimo de las facultades, atribuciones o beneficios que la Constitución consagra a las personas ubicadas en un plano de interferencia intersubjetiva, y frente a las cuales existen actos de cumplimiento obligatorio en su favor.

En cuanto a los aspectos fácticos, cabe señalar que dichos derechos pueden verse “limitados” en su efectivo goce por las razones siguientes:

a)       El deficiente marco de protección legal establecido por el Estado.

b)       La endeble estructura institucional del Estado y el deficiente nivel de desarrollo económico, particularmente en lo referido al despliegue de políticas sociales.

2.10.  La titularidad de los derechos fundamentales

La historia acredita que el reconocimiento titularidad de los derechos fundamentales aparece en la Edad Media. Esta tenía el carácter de estamental o de expresión del otorgamiento de un privilegio emanado de una decisión discrecional del monarca. Es decir, se reconocían por la calidad de noble, clérigo, mercader o por ser natural de una villa o ciudad en donde se hubiere realizado “algo” de agrado al gobernante.

Las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII traen la concepción del reconocimiento de los derechos al individuo per se. Por ende, tienen un carácter contractual e individualista. Empero, como señala Mauricio Fioravanti “a medida que ha cambiado la concepción del individuo, del valor reconocido a su dignidad, los derechos no solo se han visto alterados en cuanto a su ampliación, sino también en su propia definición y configuración” [39]. De allí que actualmente dichos derechos sean titularizados a favor del individuo en sí mismo y en asociación con otros; es decir, son individuales y colectivos.

La titularidad de los derechos fundamentales –entendida como manifestación de la determinación de los sujetos detentadores de ciertos atributos– aparece tras la valoración de la personalidad jurídica de la que se encuentran dotados aquellos seres premunidos de racionalidad, libertad y sociabilidad. Esta expresa el reconocimiento de goce de una pluralidad de facultades inherentes o necesarias, en grado sumo, para acreditar la calidad de personas. En consecuencia, existe una relación inescindible entre titularidad reconocida por la Constitución y personalidad humana.

La titularidad de la persona humana como sujeto de derechos se sitúa en dos planos:

a)       Capacidad de goce. Esta debe ser entendida como la aptitud reconocida por el ordenamiento constitucional para ser titular de los denominados derechos fundamentales.

b)       Capacidad de ejercicio. Esta debe ser entendida como la aptitud reconocida por el ordenamiento constitucional para que el titular de un derecho fundamental pueda por sí mismo experimentar su realización en el marco de sus relaciones co-existenciales.

Al respecto, dicha capacidad de goce puede limitarse o condicionarse por razones de edad, salud física o mental, actos de disposición patrimonial, medida civil derivada de una acción penal por inhabilitación política.

Ahora bien, la carencia de la capacidad de ejercicio no anula el derecho de experimentación práctica por cuanto el ordenamiento constitucional garantiza su concretización a través de quienes ostentan la patria potestad, la tutela y la curatela.

Asimismo, ante la amenaza o violación de un derecho fundamental, se ha establecido la denominada capacidad con legitimación procesal mediante la cual se otorga idoneidad para solicitar el cese de dicha amenaza o vulneración. Dicha capacidad de legitimación procesal –en este caso como consecuencia de la existencia de limitaciones y condicionamientos para el uso del derecho de tutela jurisdiccional– es realizada por aquel designado en la Constitución o la ley de la materia.

Víctor García Toma en dialnet.unirioja.es

Notas:

27        Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa (Madrid: Alianza Editorial, 2000).

28        Juan Ramón Peirano Argüelles y Francisco Javier Ansuategui Roig, Historia de los derechos fundamentales (Madrid: Dykinson, 1998).

29        Francisco J. Laporta, Los derechos históricos en la Constitución (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006).

30        Francisco Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978 (Madrid: Tecnos, 2004).

31        Francisco Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978 (Madrid: Tecnos, 2004).

32        Claudia Villaseñor, Contenido esencial de los derechos fundamentales y jurisprudencia del Tribunal Constitucional español (Madrid: Universidad Complutense, 2003).

33            Claudia Villaseñor, “Estudio sobre los derechos fundamentales”, Anuario de Filosofía del Derecho (1991).

34        Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978.

35        Marcial Rubio Correa, La interpretación de la Constitución según el Tribunal Constitucional (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005).

36        Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978.

37        García Yzaguirre, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

38        Rubén Hernández, Derechos fundamentales y jurisdicción constitucional (Lima: Jurista Editores, 2006).

39        Mauricio Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones. (Madrid: Trotta, 1996).

Víctor García Toma

1.       Aspectos Generales

La persona humana es un ser de estructura física e individual, que se caracteriza por ser titular de los atributos de racionalidad, voluntad libre, espiritualidad y sociabilidad acorde con fines trascendentes para justificar y dar sentido a la existencia y coexistencia. En efecto, la persona humana cuenta copulativamente con una sustancia material (cabeza, tronco, extremidades), una composición pluricelular y un sistema de órganos (circulatorio, respiratorio, digestivo, endocrino, excretor, nervioso y locomotor), lo cual se ve acompañado de una capacidad de raciocinio para entender el mundo que lo rodea y conocerse en sí; autodeterminación para optar y elegir en torno a aquellos asuntos vinculados con su vida; amén de dotado de la capacidad de asumir emoción, pasión, creatividad; y de una sociabilidad que más allá de los fines de defensa apunta a acerar sus potencialidades en compañía de sus congéneres.

Se trata de una unidad independiente, única, distinguible y distinta a las demás; abierta a la experiencia cultural y ética de la belleza, la justicia, en un marco de ejercicio de la libertad y el intelecto. Dichos atributos le otorgan una identidad diferenciable y distinguible en relación a otros seres. Ello conlleva a reconocerle la esencia de aquello que permanece inmutable en este, con prescindencia del tiempo.

La persona humana ostenta la capacidad de tener conciencia de quién es y qué quiere ser. Se trata de un ser que existe en sí y no en otro; constituye “un fin en sí mismo”; por eso es que jamás puede ser utilizado como medio. La persona expresa una entera e indivisible realidad que reposa en sí misma; como tal posee un valor inestimable per se, de manera que todas las otras realidades que le circundan (Estado y Sociedad) se ordenan en pro de la perfección de sus potencias naturales. Dicha potencia existe por sí y para sí, conformando una realidad existencial y coexistencial única, irrepetible, acabada e inviolable.

Los atributos naturales del ser humano constituyen el fundamento de su dignidad. Por ellos alcanza la verdad de las cosas; tiene la oportunidad de optar por el bien; así como relacionarse tanto en pro de su propio como del común beneficio. De acuerdo con su naturaleza le corresponden determinados derechos básicos que son facultades o potestades sobre todo aquello que le es necesario para cumplir con su destino; es decir, para realizarse como ser humano. Por ende, cabe la exigencia ante sus congéneres y el Estado de ser sujeto de respeto y tuitividad. Por nacer de la calidad misma de ser miembros de la especie humana, estos derechos son exigibles ante la sociedad y el Estado, a efectos que cada uno de sus integrantes pueda alcanzar su plena y cabal realización. Los referidos atributos tienen una expresión formal inacabada y están en continuo desenvolvimiento social, cultural, político y jurídico, ante lo que constituye el modo de ser cabalmente humanos. Es decir, son consustánciales con la matriz ontológica o fundamentos del ser calificables como tales.

La doctrina señala que su existencia no depende de su otorgamiento o concesión plasmada en reglas político-jurídicas de convivencia. De allí que la necesidad de su reconocimiento y protección jurídica se ampara en la exigencia de conservar, desarrollar y perfeccionar al ser humano en el cumplimiento de sus fines de existencia y asociación. Y es que a través de ellos alcanza su integra personalidad; o sea, aluden al derecho de ser genuino y cabalmente hombres.

Dichas acciones deben convertirse necesariamente en “correas de transmisión” para que los seres humanos puedan vivir y convivir en condiciones consonantes con la dignidad que les es connatural, por el mero  hecho de ser tales.

2.       La dignidad de la persona y los derechos humanos

Esta alude a aquella calidad inherente a todos y cada uno de los miembros de la especie humana que no admite sustitución ni equivalencia; y que, por tal, es el sustento de los derechos que la Constitución y tratados internaciones protegen y auspician.

Van Wintrich [1] señala que la dignidad consiste en que la persona “como ente ético-espiritual puede por su propia naturaleza, consciente y libremente auto-determinarse, formarse y actuar sobre el mundo que lo rodea”. Así, se configura como un estado moral permanente e inescindible. Asimismo, Juan José Mosca y  Luis Pérez Aguirre exponen que dicha noción “concentra toda la experiencia ética de la humanidad, ya que ese núcleo emana y hacia él convergen todas las posibles variaciones del ethos humano” [2]. Los hombres poseen dignidad en virtud de su atributo de humanidad. Dicha noción plantea un elemento constitutivo del ser humano, mínimum, propio, inalienable e invulnerable, que todo ordenamiento constitucional está compelido históricamente a asegurar.

La dignidad conlleva el derecho irrefragable a un determinado modo de existir. Es indubitable que el ser humano goza de atributos básicos que le hacen capaz de organizar su vida interior y coexistencial de manera responsable. De allí que por efecto de su dignidad se le garantice el amplio desarrollo de su personalidad. Ello acarrea la potestad de convivir con sus congéneres bajo ciertas condiciones materias de vida. En ese contexto, el ser humano es per se portador de estima, custodia y apoyo heterónomo para su realización acorde con su condición humana.

La condición y calidad de ser una “persona humana” es supra e intangible. La dignidad que se desprende de su ser, es común a todos los miembros de la especie sin excepción alguna. La dignidad no se pierde como derecho, aún a pesar de la acreditación de una inconducta personal que derivase en la infracción de los atributos de los otros. Esta acompaña la vida del ser humano, por encima de los comportamientos deleznables asumidos en la sociedad.

Por ser ínsita a todo ser humano y exclusiva del mismo, ello se traduce en lo siguiente:

-         Capacidad de decidir libre y racionalmente.

-         Isonomía y homología intrínseca con todos los miembros de la especie humana.

-         Capacidad de determinar una identidad propia y forjadora de un proyecto de vida.

-         Exigencia de respeto, custodia, protección, tutividad, promoción y defensa a todas y cada una de las personas.

-         Exigencia de justificar la organización y funcionamiento de la sociedad y el Estado, en pro de la plena realización de sus miembros.

En esa perspectiva, la constitucionalización de dicho concepto genera las consecuencias siguientes:

-         El respeto de la dignidad humana legítima el ejercicio del poder político.

-         El respeto de la dignidad humana promociona la objetivización de una sociedad más justa.

-         La normativización constitucional de la dignidad impele a que desaparezcan las relaciones intrínsecamente atentatorias a la calidad y condición humana.

-         La normativización constitucional de la dignidad conlleva a que sea considerada como fuente de derecho y principio de política legislativa.

-         La declaración de su reconocimiento instaura el establecimiento de un criterio sumo, para la cobertura de las lagunas legislativas.   

-         Su incorporación en el texto constitucional sirve para sustentar el establecimiento del catálogo de derechos calificables como fundamentales.

-         Su consignación constitucional permite promover el perfeccionamiento legislativo de los derechos fundamentales y coadyuvar a la cabal interpretación de su sentido perceptivo.

Como principio rector de la actividad del Estado y la sociedad, guía y encauza todos los procesos co-existenciales. En ese sentido, dichas funciones se materializan en aspectos tales como:

          a)       La legitimación

El resguardo y promoción de la dignidad deviene en la razón de ser de la actividad del Estado y la sociedad. Por ende, es supeditante para calificar las acciones de estas. La dignidad al ordenar la organización, funcionamiento y metas de los referidos entes conlleva a que el poder político y las relaciones convivenciales solo tengan sentido y validez en tanto se sustenten en el resguardo y promoción de esta.

          b)       La realización

El resguardo y la promoción de la dignidad impone que el Estado y la sociedad traten a cada ser  humano como tal; y, que, en ese contexto, estos puedan cumplir a cabalidad sus propuestas y planes auto-determinativos; vale decir, que puedan diseñar, construir y alcanzar su propio proyecto de vida.

La defensa y promoción de la dignidad plantea que tanto en el marco de las relaciones estaduales o en las meramente sociales, se acredite la existencia de reglas de protección y fomento. Así tenemos lo siguiente:

-         Reglas preventivas. A través de ellas se encauzan las actividades del Estado y la sociedad en pro de la adopción de medidas a precisar, prever, impedir, evitar y eludir actos y hechos que puedan poner en peligro la defensa o promoción de la dignidad.

-         Reglas correctivas. A través de ellas se encauza las actividades del Estado y la sociedad en pro de la adopción de medidas destinadas a rectificar, subsanar o sancionar actos y hechos que afecten la defensa o promoción de la dignidad.

Dichas reglas, a su vez, comprenden los conceptos de totalidad e invariabilidad; esto es, perciben al ser humano en su quíntuple atributo de autodeterminación, racionalidad, corporalidad, espiritualidad y sociabilidad; así como trazan su condición de ser sui generis de manera permanente y perdurable. Estas no solo limitan y controlan al Estado y a la sociedad, sino que además los obligan a promover y crear las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que coadyuven el desarrollo de la persona humana.

La implicación de los conceptos dignidad humana y los derechos derivados de aquella, señala que su existencia como tal, no depende de su otorgamiento o concepción plasmada en reglas político-jurídicas de convivencia. Estos son universales ya que comprenden por igual a todos aquellos que comparten la condición de seres humanos; por ende, dotados de dignidad.

Por emanar de la calidad misma de ser miembros de la especie humana, son exigibles ante la sociedad y el Estado, a efectos que cada uno de sus integrantes pueda alcanzar su plena y cabal realización. De aquí que se dirijan a la persona per se. Estos derechos identitarios de la humanidad de la persona; per se calificables de básicos o fundamentales, tienen una expresión formal inacabada. En efecto, se encuentran adscritos a un continuo desenvolvimiento social, cultural, político y jurídico de lo que constituye el modo de ser cabalmente hombres. Es decir, son consustanciales con la matriz ontológica de aquellos.

La singularidad de estos derechos radica en que excluyen cualquier otro atributo adjetivo como la idiosincrasia, el sexo u otro hecho extraño y ajeno al de pertenecer categorialmente a esa peculiar especie de seres capaces de manifestar razón, deseo, esperanza, frustración, convicción o conciencia. Aún cuando sea aparentemente contradictorio, dicha condición humana es inalienable, pues, como dijera Ernesto Sábato “alberga tanto a un santo como a un torturador”.

La referencia a los derechos fundamentales lleva implícita la noción asociada de dignidad humana e  historia, ya que, de un lado, la primera exige que la sociedad y el Estado respeten la esfera de libertad, igualdad y desarrollo de la personalidad del hombre; y del otro, porque a través de los tiempos este “descubre” y posteriormente “normativiza” aquellas facultades que le sirven para asegurar las condiciones de una existencia y coexistencia cabalmente “humanas”. En efecto, tal como expresan Marcial Rubio Correa, Francisco Eguiguren Praeli y Enrique Bernales Ballesteros, el catálogo de dichos derechos “ha ido variando y, normalmente, se ha ido ampliando a lo largo de la evolución de la historia en función de los valores y principios políticos, ideológicos, morales y religiosos imperantes o predominantes en una realidad social histórica determinada” [3].

Rubén Hernández Valle señala que en perspectiva histórica se refieren a todas aquellas exigencias relacionadas con las necesidades de una vida digna; y que pueden o no encontrarse positivizados en  los diferentes ordenamientos jurídicos [4]. Esta visión supra-positiva condiciona la actividad del Estado y la sociedad a asumir la responsabilidad permanente e inexcusable de afirmar su plena verificación en la realidad. Por su parte, Pedro Nikken [5] señala que las actividades de los cuerpos sociales y políticos no pueden ser empleadas para su menoscabamiento arbitrario. Dichas acciones deben convertirse necesariamente en “correas de transmisión” para que los seres humanos puedan vivir y convivir en condiciones consonantes con la dignidad.

Esta cosmovisión se gesta a finales del siglo XVIII al impulso de las ideas de la Ilustración y su posterior inicio de concretización en la Revolución Francesa y Americana, así como de la lenta evolución del proto constitucionalismo medieval inglés; el mismo que alcanzara su pleno despliegue histórico-doctrinario en dicho período. Posteriormente, asumirá “Carta de Universalización” a raíz de la decisión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de titularizar las declaraciones, cartas y tratados multilaterales que hacen referencia a las facultades derivadas de la dignidad de la persona bajo la denominación de derechos humanos.

En puridad, la expresión “derechos humanos” es errada, ya que incurre en una tautología jurídica, puesto que se trata de una denominación repetitiva, en razón a que los derechos de por sí son “humanos”, al ser estos son los únicos sujetos titulares de derechos y deberes. Como bien sabemos, ni las plantas ni los animales ostentan titularidad sobre las prerrogativas jurídicas. Es oportuno destacar que históricamente la acuñación de dicha expresión correspondió al fraile Bartolomé de las Casas en su obra “De los hombres que se les ha hecho esclavos” (1552) -ello en el marco de la defensa a los indígenas de América Latina-.

Ahora bien, en el Derecho Constitucional se empleará el término de “derechos fundamentales”. Por ejemplo, José Víctor García Yzaguirre [6] consigna que el término “derecho fundamental” es una invención alemana del siglo XIX (“Grundrechte”), que aparece por primera vez en la Constitución de 1848 aprobada por la Asamblea Nacional en la Paulkirche de Frankfurt; la cual incorporó una sección de disposiciones bajo el título “Los Derechos Fundamentales del Pueblo Alemán”. Desde aquel tiempo a la actualidad, notamos la gran aceptación que ha obtenido al punto que ha pasado a formar parte del lenguaje común.

Los derechos fundamentales son definidos como aquella parte de los derechos humanos que se encuentran garantizados y tutelados expresa o implícitamente por el ordenamiento constitucional de un Estado en particular. Su denominación responde al carácter básico o esencial que estos tienen dentro del sistema jurídico instituido por el cuerpo político.

Rubén Hernández Valle expone que “son aquellos reconocidos y organizados por el Estado, por medio de  los cuales el hombre, en los diversos dominios de la vida social, escoge y realiza […] su comportamiento, dentro de los límites establecidos por el ordenamiento jurídico” [7].

Rafael Aguilera Portales [8] expone que “los derechos fundamentales son el pilar básico a través del cual debe ser interpretado todo ordenamiento jurídico [...]”. Esta expresión recoge binariamente una moralidad y juridicidad básicas, las cuales sustentan la razón de ser del cuerpo social y político en un espacio tiempo determinado. Asimismo, Luigi Ferrajoli señala que la precisión de su incorporación en la Constitución franquea la garantía de observancia de ciertas “prerrogativas no contingentes e inalterables” [9]. Por ende, son irreversibles ya que no puede desconocerse el deber de su defensa y promoción. Además, Pedro Nikken expone que tras dicho reconocimiento estatal, a la persona no se le puede despojar de su goce y ejercicio [10]. Más aún, en caso de que dicha situación se produjese, el derecho “desterrado” adquiere la calidad de derecho implícito; por ende, debe seguir siendo objeto de custodia por la jurisdicción constitucional.

Su incorporación en el derecho positivo estatal conlleva a lo siguiente:

a)       Que sean observados como derechos subjetivos que garantizan para  sustitulares un status de humanidad.

b)       Que se conviertan en una responsabilidad teleológica para el Estado.

c)       Que se constituyan en valores objetivos del orden jurídico; de allí que en ninguna relación jurídica quede la posibilidad de inobservarlos.

2.1.    Los derechos básicos de la persona y sus diferencias terminológicas

En el ámbito de las fuentes legislativas, jurisprudenciales y doctrinarias se alude a las expresiones derechos humanos, derechos fundamentales y derechos constitucionales. A efectos, de explicar sus diferencias conceptuales, veamos lo siguiente:

-         Los derechos humanos aparecen como expresión “formalizada” de reconocimiento y compromiso de respeto y promoción en los tratados internacionales.

          Se trata de atributos con carácter de universales, absolutos, inalienables e imprescriptibles; los cuales tienen su fundamento en la naturaleza humana. Por consiguiente, son anteriores y superiores a la existencia y voluntad del Estado.

Su reconocimiento en el marco de normas adscritas al derecho internacional público deja constancia de su validez plenaria más allá de las fronteras de un Estado, para alcanzar la atalaya de la comunidad planetaria.

-         Los derechos fundamentales alcanzan registro y exigibilidad de cumplimiento en los textos constitucionales.

Su denominación responde al hecho de encontrarse insertos y reconocido en el propio texto base de un Estado; empero, sujeto a un nivel de protección preferente y disímil a los reconocidos en el mero ámbito de la ley. Como refiere Bady Effio Arroyo [11], “los derechos fundamentales son los enunciados que representan la concreción contemporánea de la dignidad humana y están garantizados por la Constitución”. El referido autor sostiene a manera de distinción que los derechos humanos y los derechos fundamentales mantienen la misma esencia, significado y contenido respecto de la protección; recibiendo los segundos su reconocimiento y garantía de goce en el ordenamiento interno de un Estado; y los primeros en el ordenamiento internacional.

Asimismo, José Víctor García Yzaguirre [12] expone que Robert Alexy ha determinado las siguientes características de los derechos fundamentales:

a)       Gozan de máximo rango; es decir, son creación de la jurisprudencia constitucional que posee un grado de vinculatoriedad pleno o se encuentran consignados en textos con rango constitucional o superior, por lo que rigen como normas generales y superiores sobre el resto de las disposiciones.

b)       Poseen máxima fuerza jurídica; es decir, la lectura simbólicamente programática de los derechos fundamentales debe ser descartada, dado que tanto los fueros jurisdiccionales, organismos legislativos  y administrativos como los derivados de actos privados, deben observarlos, tutelarlos y promoverlos.

c)       Poseen grado de máxima importancia del objeto; es decir, no regulan cuestiones específicas e intrascendentes, sino que rigen para los elementos estructurales de la sociedad y el hombre (vida, libertad, propiedad, etc.).

d)       Poseen un máximo grado de indeterminación; es decir, la normativa es bastante escueta en cuanto a cuáles son los supuestos de hecho sobre los cuales han de aplicarse. En efecto, los derechos son lo que son en virtud de las técnicas de interpretación, lo cual les otorga la ductilidad necesaria para adaptarse a todo tiempo y circunstancia.

Ahora bien, Luis Castillo Córdova [13] señala también que no existe coincidencia plena entre las nociones derechos fundamentales y derechos constitucionales. Lo planteado ocurre cuando por una decisión del poder constituyente no todos los derechos constitucionales son derechos fundamentales. Es decir, cuando al interior de la Constitución se reconocen a la persona una serie de derechos y solo algunos de ellos son clasificados de “fundamentales”. En efecto, en el caso del texto constitucional español de 1978 –de tanta influencia en nuestro caso– se ha creado una clasificación entre derechos constitucionales fundamentales y derechos constitucionales no fundamentales.

Luis Castillo Córdova [14] expone que dicha disección al interior de dicho texto base genera el establecimiento de mecanismos de protección disímiles. Así, la acción de amparo, basada en los principios de preferencia y sumariedad, es ejecutable en pro de la defensa de los derechos fundamentales ante el Tribunal Constitucional; en tanto que las acciones ordinarias son ejercitables en pro de los derechos denominados no fundamentales ante el Poder Judicial. En este último caso son citables el derecho a contraer matrimonio, el derecho a la propiedad, el derecho a la herencia, el derecho a la salud, etc. En puridad la denominación de derechos constitucionales ha sido reservada para aquellas personas sujetas a ciertas funciones públicas; tales los casos de los jueces, fiscales, congresistas, etc.; y que como tales tienen ciertas facultades objeto de especial resguardo y promoción.

En el caso de nuestro país, la Constitución hace uso de la expresión derechos humanos en los artículos 14, 44, 56 inciso 1 y en la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución; emplea la expresión derechos fundamentales en los artículos 1, 2, 3, 32, 74, 137 inciso 2, 139 y 149; y utiliza la expresión derechos constitucionales en los artículos 23, 137 inciso 1, 162 y 200. En suma, emplea indistintamente expresiones de fuentes jurídicas diferentes.

Ante dicha situación el Tribunal Constitucional en su extendida jurisprudencia ha utilizado dichas expresiones con el carácter de sinónimos; vale decir, les ha asignado un significado equivalente. El reconocimiento de esta pluralidad de atribuciones, facultades, prerrogativas y potestades derivadas de la dignidad humana –lo que conlleva a la existencia y coexistencia social bajo la tutela de la libertad, igualdad y desarrollo de la personalidad– apareja la corresponsabilidad de su respeto y defensa. Ello se manifiesta en lo siguiente:

a)       El deber de hacer.

b)       El deber de abstenerse de hacer.

c)       El deber de otorgar o reconocer.

d)       La garantía que ofrece el Estado de reponer, hacer reparar y sancionar judicialmente la amenaza o violación de un derecho fundamental.

A manera de colofón, es dable advertir que las fuentes jurídicas de donde emanan dichos deberes pueden ser los tratados internacionales de los que un Estado forma parte, la Constitución, la costumbre y la jurisprudencia constitucional. Por ende, los derechos derivados de la dignidad –cualquiera que sea su denominación formal– son aquellos que se encuentran expresa o implícitamente reconocidos en las fuentes formales previstas en el ordenamiento jurídico de un Estado.

2.2.    La estructura de los derechos fundamentales

El Tribunal Constitucional, en el caso Manuel Anicama Hernández (Expediente N° 01471-2005-AA/TC), ha formulado una pluralidad de distinciones en torno a la estructura de los preceptos que contienen derechos fundamentales, a saber lo siguiente:

          2.2.1. Las disposiciones de un derecho fundamental

Estas deben ser entendidas como los textos o enunciados lingüísticos que formalizan un determinado precepto constitucional; vale decir, hacen referencia a la expresión escrita. En puridad se compone del conjunto de expresiones sintácticas –presentación ordenada de una pluralidad de palabras–; las cuales se presentan como una unidad estructural dotada de significación jurídica vía la realización de una tarea interpretativa.

          2.2.2. Las normas de un derecho fundamental

Estas deben ser entendidas como los sentidos interpretativos atribuibles a las disposiciones consignadas en la Constitución. Al respecto, Manuel Medina Guerrero señala que estas “hacen referencia al haz de garantías, facultades, y posibilidades de actuación –en conexión con el ámbito material que da nombre al derecho– que la Constitución reconoce inmediatamente a sus titulares” [15].

En buena cuenta, el derecho subjetivo –entendido como un interés individual reconocido y jurídicamente exigible– que aparece en la parte dispositiva, tiene como expresa Carlos Bernal Pulido “un elevado grado de indeterminación normativa” [16]; por lo que en consecuencia suele interpretársele con una multiplicidad de sentidos. Por ende, le corresponde al Tribunal Constitucional en su calidad de supremo intérprete de dicho texto, el uniformar y oficializar la proposición prescriptiva que ordena, prohíbe o permite algo.

José Víctor García Yzaguirre [17] señala que son el resultado de la actividad interpretativa. Expresan el conjunto de significados prescriptivos que el operador jurídico formula respecto a una disposición. Dicha lectura conduce a resultados proposicionales.

En suma, las disposiciones son sinónimo de formulación lingüística y las normas son el equivalente de significados prescriptivos obtenidos por la vía de la interpretación. En el primer caso hacemos referencia a oraciones gramaticales con sentido jurídico; en el segundo caso hacemos referencia al mandato descifrado por el hermeneuta constitucional.

          2.2.3. Las posiciones de derecho constitucional

Estas deben ser entendidas como las relaciones jurídicas que aparecen tras la determinación del mandato de una norma. Es decir, hace referencia a la conexión o enlace existente a los sujetos vinculados al cumplimiento de la norma. Carlos Bernal Pulido [18] señala que se trata de aquella relación jurídica compuesta por un sujeto activo, un sujeto pasivo y un objeto.

El sujeto activo o facultado es aquel que es titular de un derecho subjetivo. El sujeto pasivo u obligado es aquel que es titular de un deber subjetivo. En ese contexto, tras la exigencia de goce de un derecho por parte del sujeto activo, aparece conectivamente la responsabilidad de satisfacción de dicha petición con resguardo jurídico.

Ahora bien, el objeto de la posición implica en strictu sensu una prestación; vale decir, conlleva la realización de “algo” preestablecido en la norma. Ello, pues, tiende a satisfacer mediante una conducta de acción u omisión de una persona obligada el interés legitimado de una persona facultada para exigir su verificación práctica.

Carlos Bernal Pulido [19] ha clasificado las posiciones de la manera siguiente:

-         Posiciones de defensa. Estas tienen como sujeto activo o facultado a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo u obligado al Estado. Plantean una conducta de abstención estatal. En estas el sujeto activo le exige a un órgano u organismo estatal en su calidad de sujeto pasivo, el omitir o no realizar algo. Tal el caso de lo previsto en el apartado d) del numeral 24 del artículo 2 de la Constitución, que señala que “(...) Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley”.

-         Posiciones de prestación. Estas tienen como sujeto activo a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo al Estado u otra persona natural o jurídica. Plantean una conducta de acción. En estas el sujeto activo exige la realización de un determinado comportamiento. Tel caso de lo previsto en el artículo 17 de la Constitución que señala a favor de los escolares matriculados en centros de enseñanza pública que la educación sea ofrecida de manera gratuita; o el previsto en el artículo 28 en donde se dispone que el Estado fomente la negociación colectiva y promueva las formas de solución pacífica de los conflictos laborales.

-         Posiciones de garantías institucionales. Estas tienen como sujeto activo o facultado a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo u obligado al Estado u otra persona natural o jurídica. Plantean ya sea una conducta de abstención o prestación para resguardar el eficaz y eficiente funcionamiento de una institución jurídica consignada como importante para la realización del ser humano de manera expresa en la Constitución. Tal el caso, del matrimonio o la familia.

José Víctor García Yzaguirre [20] sobre este punto indica que constituyen las relaciones jurídicas existentes entre el titular de un derecho fundamental (sujeto activo), quien posee el derecho (objeto) de reclamar tanto al Estado o particulares (sujeto pasivo) el que observen una determinada conducta.

El sustento de una posición es la norma que creamos mediante la interpretación, lo cual significa que la legitimidad de nuestra exigencia o de aquello que nos exigen está condicionado a la validez en la adscripción de una revelación hermenéutica; es decir, si el objeto es propio o ajeno al derecho fundamental alegado.

2.3.    La eficacia de los derechos fundamentales

A partir de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal de Alemania se ha elaborado la tesis del efecto irradiador. Sobre esta, José Víctor García Yzaguirre [21] ha señalado que constituye la proyección hacia las disposiciones infra-constitucionales de la eficacia de la parte dogmática de la Constitución. Estos devienen como exigencias sustanciales para el ejercicio de cualquier derecho (limitación de derechos mediante la solución de conflictos) y para el ejercicio de competencias del Estado. En este horizonte, toda actividad privada y pública (incluso la función legislativa) deben debe ser efectuada acorde a los mismos e incluso deben realizar una obligatoria lectura sistemática de la normativa relevante para el área que van a ejecutar conforme a los derechos fundamentales.

En ese mismo sentido, Luis Prieto Sanchés [22] ha indicado que “los derechos fundamentales, quizás porque incorporan la moral pública de la modernidad que ya no flota sobre el derecho positivo, sino que ha emigrado resueltamente al interior de sus fronteras exhiben una extraordinaria fuerza expansiva que inunda, impregna o irradia sobre el conjunto del sistema; ya no disciplinan únicamente determinadas esferas públicas de relación entre el individuo y el poder, sino que se hacen operativos en todo tipo de relaciones jurídicas, de manera que bien puede decirse que no hay un problema medianamente serio que no encuentre respuesta o, cuando menos, orientación de sentido en la Constitución y en sus derechos.

Detrás de cada precepto legal, se avizora siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice; si puede expresarse así, el sistema queda saturado por los principios y derechos. Para explicarlo por vía de ejemplo, la mayor parte de los artículos del Código Civil protegen bien la autonomía de la voluntad, bien el sacrosanto derecho de propiedad, y ambos encuentran sin duda respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras consideraciones también constitucionales, como la llamada ‘función social’ de la propiedad, la exigencia de protección del medio ambiente, de promoción del bienestar general, el derecho  a la vivienda, y otros muchos principios o derechos que eventualmente pueden requerir una limitación de    la propiedad o de la autonomía de la voluntad.

La eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones de derecho privado, […] se funda en ese efecto de irradiación (Ausstrahlungwirkung) que es, a su vez, una consecuencia de la fuerte re-materialización que incorporan los derechos”. José Víctor García Yzaguirre [23] resalta el efecto reciproco el cual indica que el límite (la disposición que interviene un derecho) ha de ser a su vez restringida en virtud de aquello que se constriñe (el derecho fundamental). Así, una ley que regula y por tal limita el ejercicio de la libertad de expresión, puede ser interpretada en función al efecto vinculante del derecho fundamental, restringiéndosele los alcances que pretendía obtener, en virtud al contenido constitucionalmente protegido. Sobre este punto, José María Rodríguez de Santiago señala que “los límites que las leyes imponen a los derechos fundamentales han de limitarse a su vez por el derecho mismo, mediante una ponderación que en el caso concreto, examine en qué medida el fin al que sirve el límite legal justifica una determinada restricción del derecho fundamental” [24].

En el Estado constitucional –en donde tanto el cuerpo político como la sociedad adecuan bajo imperatividad jurídica sus actividades conforme a los principios, valores y normas contenidas en el texto supremo– los derechos fundamentales gozan de las garantías de su goce efectivo, de manera omnicomprensiva; vale decir, que su resguardo no está limitado en forma alguna al reconocimiento de “islas de exclusión”; de allí que se les acredite como normas con mandato de actuación y deber especial de protección.

Al respecto, el Tribunal Constitucional en el caso Sindicato Unitario de Trabajadores de Telefónica del Perú (Expediente N° 01124-2001-AA/TC) ha señalado que “La Constitución es la norma de máxima supremacía en el ordenamiento jurídico y, como tal, vincula al Estado y la Sociedad en general. De conformidad con el artículo 38 de la Constitución ‘Todos los peruanos tienen el deber […] de respetar, cumplir […] la Constitución […]’. Esta norma establece que la vinculatoriedad de la Constitución se proyecta erga onmes, no solo al   ámbito de las relaciones entre los particulares y el Estado, sino también a aquellas entre particulares”. Ergo, informan y se irradian con carácter absoluto. En consecuencia, tienen eficacia vertical y horizontal.

En relación a la eficacia vertical los derechos fundamentales aparecen como atributos de defensa oponibles al Estado, cuando este genera acciones u omisiones arbitrarias y lesivas a la dignidad de la persona. En relación a la eficacia horizontal los derechos fundamentales aparecen como atributos de defensa oponibles a una persona natural o jurídica de derecho privado, cuando esta genera acciones u omisiones arbitrarias y lesivas a la dignidad de otra persona. Asimismo, debe tenerse en cuenta tal como señala César Landa Arroyo [25], que los derechos fundamentales se insertan en la Constitución con distintas formulaciones deónticas; esto es, bajo una serie de premisas lógicas que permiten identificar su contenido normativo. En ese sentido, pueden aparecer como normas de mandato, normas de permisión y normas de prohibición.

Por último, en la línea de develar la estructura normativa de los derechos fundamentales, se hace importante distinguir entre principios y reglas constitucionales. Los principios constitucionales aluden a la pluralidad de postulados o proposiciones con sentido y proyección normativa. Como tales están destinadas asegurar la impulsión preceptiva de los valores o postulados ético-políticos de la Constitución. Se trata de formulaciones desprovistas de delimitación y detallamiento preceptivo que una norma jurídica pura tiene per se. Esta generalidad hace que sean vistas como “encargos ineludibles de perfección”,  en donde su verificación concreta depende de la dación de normas de desarrollo constitucional o la capacidad de asignación presupuestal para generar de manera adecuada una prestación. Tal  el caso de buena parte de  los derechos económicos, sociales y culturales (derecho a la salud, derecho a la pensión, etc.). En suma, su efectivización tiene diversos grados de intensidad.

Las reglas constitucionales aluden a normas con mandato preceptivo, las cuales pueden y deben ser efectivizadas de manera inmediata. Se trata de cláusulas imperativas concretas delimitadas y detalladas, en donde basta realizar una reflexión lógico-subsuntiva (supuesto normativo, subsunción del hecho y consecuencia jurídica). Tal el caso de los derechos civiles y políticos. En suma, su efectivización tiene homólogo grado de intensividad.

Robert Alexy [26] refiere que “el punto decisivo para distinción entre reglas y principios es que los principios son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas. Los principios son, por consiguiente, mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diversos grados y porque la medida ordenada de su cumplimiento no solo depende de las posibilidades fácticas, sino también de las posibilidades jurídicas […] las reglas son normas que solo pueden ser cumplidas o no. Si una regla es válida, entonces ha de hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos. Por lo tanto, las reglas contienen determinaciones en el ámbito de lo fáctica y jurídicamente posible. Esto significa que la diferencia entre reglas y principios es cualitativa y no de grado”.

Víctor García Toma en dialnet.unirioja.es

Notas:

1       Citado por Ernesto Bander, Manual de Derecho Constitucional (Madrid: Ediciones Jurídicas y Sociales, 1996).

2       Juan José Mosca y Luis Pérez Aguirre, Derechos humanos: pautas para una educación liberatoria. (Montevideo, 1985).

3       Los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2010).

4       Rubén Hernández, Derechos fundamentales y jurisdicción constitucional (Lima: Jurista Editores, 2006).

5       Pedro Nikken, Manual de las Fuerzas Armadas, “El concepto de derechos humanos” (San José: Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1994).

6       José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Arequipa: Adrus, 2012).

7       Rubén Hernández Valle, Derechos fundamentales. Concepto y garantía (Madrid: Trotta, 1999).

8       Rafael Aguilera Portales, Teoría de los derechos humanos (Lima: Grijley, 2011).

9       Los fundamentos de los derechos humanos (Madrid: Trotta, 2005).

10        El derecho internacional de los derechos humanos (Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 1989).

11        Bady Effio Arroyo, La estructura de los derechos fundamentales y su interpretación constitucional (Lima: Thomson Reuters, 2015).

12        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

13        Luis Castillo Córdova, Los derechos constitucionales. Elementos para una teoría general (Lima: Palestra, 2005).

14        Luis Castillo Córdova, Los derechos constitucionales. Elementos para una teoría general.

15        Manuel Medina Guerrero, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales (Madrid: McGraw Hill, 1997).

16        Carlos Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003).

17        José Víctor García Yzaguirre, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales. (Arequipa: Adrus, 2012).

18        Carlos Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003).

19        Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

20        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

21        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

22        Luis Prieto Sanchés, “El constitucionalismo de los derechos”. Revista Española de Derecho Constitucional, N° 71, Año 24 (Madrid, 2004).

23        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

24        José María Rodríguez, La ponderación de bienes e intereses en el derecho administrativo. (Barcelona: Marcial Pons, 2000).

25        César Landa Arroyo, Los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Lima: Palestra, 2010).

26        Robert Alexy, Teoría de los derechos fundamentales. (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993).

Alejandro Navas García

¿Qué significan exactamente izquierda y derecha en el plano político? Los científicos sociales reconocen que se trata de conceptos equívocos, pero las encuestas reflejan que los ciudadanos se siguen sirviendo de ellos para orientarse en el espectro político. De ahí que tenga sentido intentar una clarificación. En la tradición del análisis sociológico presentaré dos tipos ideales, para componer sendos talantes o estilos de hacer política.

Seguramente ninguna formación de derecha o de izquierda se reconocerá del todo en este retrato robot, pero espero que sea de utilidad para situarse. A continuación, examinaré hasta qué punto esa esquematización es aplicable en el mundo globalizado de nuestros días.

Dos maneras de ver la sociedad: mecanismo frente a organismo, planificación centralizada frente a iniciativa privada, igualdad frente a libertad.

Peter Glotz (1992), destacado dirigente socialista alemán, contraponía así las dos posiciones: la izquierda adopta un pensamiento racional y deductivo, habla de derechos humanos y de Estado de derecho, defiende normas universalistas y constituciones, es cosmopolita. La derecha, por el contrario, adopta un pensamiento vitalista, habla de instituciones llamadas a dar cobijo al hombre, defiende el espacio vital y el territorio nacional, opta por la polis.

Habría bastante que matizar en el análisis de Glotz, pero sirve como punto de partida. La izquierda ve la sociedad como un mecanismo que se puede armar y desarmar a voluntad, como hacemos con las piezas de Lego. Esa plasticidad permite elaborar diseños sociales ideales; para llevarlos a la práctica cabe apostar por la vía pacífica —reformas— o por la revolución violenta. Para la derecha, la sociedad se parece más a un organismo. Por tanto, no es posible descomponerlo en sus elementos sin mutilarlo o sin matarlo. Esta condición impone límites bastante estrechos a la proyectabilidad social.

El hombre —como se sabe y acepta desde hace siglos— es un ser social: la persona no puede  darse en singular. Al examinar la relación entre la persona y la sociedad se abren dos modalidades: o bien considerar que importa el conjunto social y que la persona debe quedar sometida al todo; o, por el contrario, dar la primacía a las personas y pensar que la sociedad está al servicio de ellas. La primera postura es de izquierda. Así, parece aceptable ver al hombre como determinado por el medio social. Para alumbrar una nueva humanidad bastaría con manipular adecuadamente las estructuras sociales. Se entiende por eso la importancia que la izquierda atribuye al sistema educativo y, en general, a la cultura como herramientas de transformación social. La derecha piensa más bien que el individuo debe asumir la gestión de su propia vida, en un ejercicio de libertad y de responsabilidad personales.

El valor político supremo para la izquierda es la igualdad o, muy emparentada con ella, la solidaridad. De ahí que su principal enemigo, auténtica bestia negra, sea la élite, el elitismo. De ahí también su hostilidad hacia la familia, fuente clásica de desigualdad: no hay dos familias iguales, y dentro de cada familia se dan diferentes roles –abuelos, padre, madre, primogénito, hijos menores–. La derecha prima la libertad como valor superior. La igualdad se entiende en ella como igualdad de oportunidades. Se supone que a partir de esas condiciones homogéneas de partida, los diversos actores, individuales y colectivos, llegarán a posiciones finales distintas, en función de la diversidad de capacidades, del esfuerzo desarrollado y de la suerte en la vida. La izquierda querría la igualdad final, como resultado y no como presupuesto. Dicho de otro modo: la izquierda busca la libertad a través de la igualdad; la derecha busca la igualdad a través de la libertad.

En economía, la izquierda confía en la planificación y regulación estatales. Pone el acento en la distribución. El principio de reparto, para todo tipo de ayudas o prestaciones, sería la necesidad. La derecha confía más en el mercado y en la iniciativa privada. Prioriza la producción, la creación de riqueza. Su criterio de reparto sería el mérito. Es típico que la izquierda en el Gobierno gaste más de lo que ingresa, incrementando la deuda y llevando la hacienda pública a la bancarrota. Entonces viene la derecha, para sanear las cuentas y, una vez aplicados los correspondientes ajustes, estimular el crecimiento económico. En  cuando hay superávit, los ciudadanos se cansan de la disciplina y votan a la izquierda para incrementar el gasto público y las prestaciones sociales. Cuando el erario quede exhausto, se llamará de nuevo a la derecha… y así se explica en buena medida, desde el punto de vista económico, la alternancia entre izquierda y derecha al frente de los gobiernos (en las democracias occidentales).

El papel de la cultura y de la educación. Libertad positiva y libertad negativa. Envidia frente a egoísmo. El pecado original.

Ya he aludido antes a la importancia que la izquierda ha atribuido a la educación y a la cultura, en la estela de Antonio Gramsci. Rodolfo Llopis, pedagogo y dirigente socialista español, Director General de Primera Enseñanza durante la II República, formuló ese objetivo con claridad insuperable: “La revolución que aspira a perdurar acaba refugiándose en la Pedagogía… ¿Quién ha de hacer esa revolución en las conciencias y en los espíritus? Para nosotros no hay duda. Esa revolución ha de ser obra de los educadores… Es que en el fondo de todo revolucionario auténtico hay siempre un educador. Como en el fondo de todo educador digno de ese nombre hay siempre un revolucionario. Por eso en todas partes la escuela ha sido el arma ideológica de la revolución. Por eso no hay revolución que no lleve en sus entrañas una reforma pedagógica” (Llopis, 1933, p. 9s). La izquierda se ha empleado a fondo en el sector educativo: impulso a la educación pública (y discriminación de la  privada), incremento de la partida dedicada a educación en los presupuestos del Estado, formación del profesorado, etcétera. La derecha, más centrada en la economía, ha carecido generalmente de un proyecto cultural y educativo original.

La educación ocupa  un  lugar prioritario en la agenda de casi  todos los gobiernos occidentales, pues se entiende que la prosperidad nacional e incluso el papel que el  país  está llamado a jugar en el concierto internacional se apoyan en buena medida en un sistema educativo solvente. La universalización de la enseñanza primaria y secundaria, obligatoria y gratuita, ha causado un inevitable deterioro, y cunde la conciencia de crisis. Para remediarla, la izquierda  propone  incrementar  el gasto en educación; la derecha, por el contrario, subraya la importancia del esfuerzo de los alumnos y de la exigencia por parte del sistema educativo.

La clásica distinción entre libertad positiva y libertad negativa, libertad para y libertad de, establecida por Isaiah Berlin (2001), puede aprovecharse para la caracterización de izquierda y derecha. La libertad positiva apunta a los derechos y prestaciones reivindicados clásicamente por la izquierda. La libertad negativa, particular de la derecha, expresa la ausencia de obstáculos que bloqueen la acción humana. Es la libertad de cada individuo para disponer de su propia vida, en particular de su vida privada, sin la interferencia de poderes externos a él. Es claro que la relación entre ambas será inversamente proporcional: cuanta más libertad para, menos libertad de, y a la inversa. De igual modo, no resulta factible instaurar en plenitud la libertad y la igualdad; cuanta más libertad, menos igualdad, y al revés: si hay más igualdad, hay menos libertad. Acaba engañándose quien piense que ambos objetivos pueden alcanzarse simultáneamente y sin restricciones.

Desde una óptica moral podríamos señalar sendos vicios característicos de las dos posiciones: la envidia sería el vicio típico de la izquierda, y el egoísmo el de la derecha. La envidia lleva a desear la aniquilación de los bienes desigualmente repartidos o incluso la muerte de sus propietarios. Desde las dos madres que comparecen con un bebé muerto y otro vivo ante el rey Salomón hasta la Conspiración de los iguales liderada por Babeuf en la Revolución francesa, se aprecia la misma constante: lo que no puede ser para todos por igual hay que destruirlo. Vemos encarnado el egoísmo de derechas en los propietarios adinerados que desprecian a los pobres y desamparados y los tildan de vagos e incapaces. Se origina así la “brecha”, que separa drásticamente a ricos y pobres, fenómeno característico de tantos países latinoamericanos.

En este desfile de clásicos le llega el turno a Freud, que habló de dos principios constitutivos del psiquismo humano: principio del placer  y principio de la realidad. Se los tomamos prestados para asignar el principio del placer a la izquierda y el principio de la realidad a la derecha. Viene a cuento citar a Bertrand Russell: “Quien en la juventud no es comunista… no tiene corazón. Quien en la madurez sigue siéndolo… no tiene cabeza”.

El enfoque multidisciplinar se dilata con la perspectiva teológica. Como ha señalado Vittorio Messori (2009, p.94s), izquierda y derecha son tributarias de posiciones antagónicas en relación con el pecado original. La izquierda no cree que exista y piensa que los problemas de la humanidad se pueden resolver con la ingeniería social. Se ofrece una solución definitiva para todos nuestros males. Ya he hablado antes del papel crucial que la izquierda otorga a la educación. El “buenismo” que impregna la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, aprobada en 1990 por el Gobierno socialista de Felipe González, refleja esta actitud de fondo, transida de optimismo antropológico. Las reformas estructurales bastarán para instaurar la justicia definitiva, el paraíso en la tierra (Marx). La  derecha, por el contrario, es pesimista. Cree en el pecado de origen y piensa que, en el fondo, el ser humano es incorregible. De ahí que sea preciso extremar la vigilancia: ley y orden, con la correspondiente dotación policial.

La vida es más rica que las clasificaciones conceptuales esbozadas sobre el papel. Izquierda y derecha intercambian algunas posiciones.

Se puede tener la impresión de que nos encontramos ante dos frentes perfectamente delimitados y que permiten una taxonomía limpia. No es así, y la vida se muestra siempre más rica y complicada que las clasificaciones conceptuales esbozadas sobre el papel. He atribuido el estatismo a la izquierda y el individualismo a la derecha: habría que matizar. Cabe también un estatismo de derechas. Hegel, el máximo exponente del idealismo alemán con su exaltación del Estado —en  general,  y del Estado prusiano de su tiempo en particular— ha inspirado tanto el totalitarismo de izquierda como el de derecha, comunismo y nacionalsocialismo. Ambos coinciden en la absolutización del Estado. La izquierda apunta a un futuro utópico, paraíso celestial bajado a la tierra, mientras que la derecha mira con nostalgia al pasado, cuando el mundo estaba en orden.  Los  dos planteamientos políticos quieren utilizar el poder estatal para ir adelante o para volver atrás; comparten el rechazo del presente y la enemistad hacia los responsables de la situación actual: democracia liberal, capitalismo, judíos. No sorprende que Hitler y Stalin pudieran asociarse para combatirlos.

Muchos de los actuales partidos de derecha se han impregnado de un inequívoco tinte socialdemócrata, desde la CDU alemana hasta el PP español. Y como ya no se puede dar por supuesta la defensa de los valores del humanismo cristiano por parte de la derecha, en algunos casos no hay prácticamente diferencias entre los representantes más “progresistas” de la derecha y los más “moderados” de la izquierda. En términos de filosofía política, ambos partidos son igualmente popperianos (Popper, 1992).

Posiciones que en el pasado eran de la izquierda hoy lo son de la derecha, y al revés. Por ejemplo, con respecto al papel del Estado: la izquierda se oponía al Estado en el siglo XIX y hoy lo defiende. Si en nuestros días se oye una voz contraria al Estado, que propone recortar sus atribuciones, será de la derecha. O la actitud ante la tecnología. En el XIX la izquierda era una fervorosa partidaria del progreso tecnológico y del industrialismo, mientras que la derecha, influida por el Romanticismo, añoraba un pasado más humano y caballeresco, no echado a perder por la tecnología. En nuestros días es al revés: la izquierda, contagiada de ecologismo, mira el desarrollo tecnológico con recelo, mientras que la derecha lo defiende con calor.

A la vez, tanto la derecha como la izquierda han evolucionado. El marxismo revolucionario, partidario de la violencia para derribar los regímenes capitalistas e instaurar la dictadura del proletariado, dejó paso a la socialdemocracia de Bernstein. En la medida en que el voto se ampliaba hasta hacerse universal, se podía renunciar a la violencia y aceptar las reglas del sistema democrático: la abrumadora mayoría del sector obrero en las sociedades industriales garantizaba el triunfo electoral de los partidos socialdemócratas. Lo que no se preveía es que esos mismos obreros, al progresar económica y socialmente, se aburguesarían y se convertirían en pequeños propietarios, con una actitud conservadora. Los partidos de izquierda perdieron así su electorado clásico y hubieron de adaptarse a las nuevas circunstancias: abandono del marxismo y de la lucha de clases, aceptación de la economía de mercado. Para compensar esa aparente “traición” a los viejos ideales, algunos partidos de izquierda radicalizan su discurso en cuestiones como el matrimonio y la familia, la sexualidad, o la vida, tanto en su inicio como en  su final (aborto, reproducción asistida, eutanasia). La defensa de estas posiciones permite mantener el viejo radicalismo con la ventaja añadida de que cuestan poco dinero.

Desplazamientos similares se han registrado en ambos electorados. Hasta bien entrado el siglo pasado estuvieron vigentes pautas de voto que hoy se han alterado. De modo tradicional, los “sectores más  dinámicos  y progresistas” votaban a  la  izquierda: los varones, los jóvenes y los habitantes de las ciudades. El voto más tradicional y conservador iba para la derecha: las mujeres, los mayores y los habitantes del campo. Hoy ocurre justamente al revés: votan a la izquierda las mujeres, los mayores y los campesinos, mientras que los varones, los jóvenes y los residentes en las ciudades votan a la derecha. El electorado tradicionalmente conservador defiende las prestaciones sociales que el socialismo garantiza, aun a costa de endeudar al Estado.

Nuevos movimientos sociales: feminismo, pacifismo, ecologismo, género. La izquierda intenta atraerlos invocando su común raíz emancipatoria.

La vida política no se agota con la polaridad izquierda-derecha. En el siglo XX surgen nuevos movimientos sociales: feminismo, pacifismo, ecologismo, ideología de género. En principio, se mueven en un escenario parcialmente distinto, pero la izquierda ha intentado, con notable éxito, atraerlos a su área, aprovechando su común raíz de denuncia y emancipación. En el caso del género, influye también su carácter constructivista, que lo emparenta con la inclinación de la izquierda a la ingeniería social. Líderes socialistas como Zapatero en España, Hollande en Francia, Kirchner en Argentina o Bachelet en Chile aplican o van a aplicar el programa de la ideología de género: salud reproductiva, es decir, aborto; matrimonio homosexual; nuevas modalidades de familia. Obama da pasos en esa misma dirección en Estados Unidos, y también Gobiernos de derecha pueden adoptar esas políticas: Cameron ha introducido el matrimonio homosexual en el Reino Unido a pesar de que ni siquiera figuraba en su programa. Además de la ideología, influyen en la acción política otros factores: la biografía de los protagonistas [2], el juego de alianzas, etcétera.

Además, la complejidad del escenario político de hoy incrementa la inestabilidad del voto. Por ejemplo, en el mundo anglosajón era tradicional que los católicos votaran a la izquierda moderada, que reflejaba mejor los valores de la doctrina social de la Iglesia: laboristas en Inglaterra y Australia, demócratas en Estados Unidos. La derecha —conservadores en Inglaterra, republicanos en Estados Unidos— parecía el brazo del capitalismo puro y duro. La situación ha cambiado: esa izquierda ha suscrito la ideología de género, y es la derecha quien mejor defiende la vida y la familia. El voto se complica.

La misma oposición entre liberalismo y socialismo puede ser en ocasiones más aparente que real. En última instancia, ambas posiciones comparten una antropología economicista; difieren en el modo de regular el mercado: mientras el socialismo confía en el Estado, el liberalismo se fía de los actores privados. Como la diferencia no es insalvable, nada ha impedido que en Alemania, por ejemplo, el partido liberal (FDP) haya podido formar coaliciones de gobierno con el socialista (SPD).

En definitiva, las etiquetas de “izquierda” y “derecha” parecen convencer al pueblo soberano, que las sigue utilizando para hablar de política, pero con frecuencia no resultan suficientemente claras. Hay que precisar su sentido en cada caso.

Surgimiento de un mundo globalizado.

Podemos situar la aparición de un mundo globalizado en el último tercio del siglo XIX. A partir de 1870 y aprovechando los decenios de paz que median entre la guerra franco-prusiana y la primera guerra mundial surge el mundo de hoy, altamente tecnificado. Los avances en el transporte y la reducción del proteccionismo propiciaron un extraordinario desarrollo del comercio mundial. La emigración experimentó un impulso similar. Casi el 10 % de la población mundial abandonó su patria en busca de mejores oportunidades.

Por ejemplo, sesenta millones de europeos emigraron a América. Algo parecido sucedió en Asia, y esos ingentes flujos migratorios se desarrollaban sin papeles ni trámites burocráticos. En palabras de Stefan Zweig, testigo privilegiado de esos movimientos, “antes de 1914, la Tierra pertenecía a todos los hombres. Cada uno iba a donde quería y permanecía ahí el tiempo que quería. No había trámites ni permisos, y todavía me regocijo con la sorpresa de la gente joven cuando les cuento que en 1914 viajé de India a Estados Unidos sin tener ni haber visto un pasaporte”. La primera guerra mundial, la gran depresión y la segunda guerra mundial ponen fin de modo traumático a esa primera etapa globalizadora.

Una vez terminada la segunda guerra mundial, se impone sentar las bases del nuevo orden internacional y recuperar el terreno perdido. Se considera que el refuerzo de los lazos comerciales y económicos entre los países, tanto vencedores como vencidos, integrará eficazmente a los pueblos e impedirá nuevas aventuras bélicas. Los jalones son conocidos: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, GATT, Comunidad Económica Europea, OCDE. Sin embargo, la guerra fría,  con la consiguiente división del mundo en dos grandes bloques, empaña ese proceso.

Hay acuerdo general en reconocer que con la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista comienza una nueva época, la de la globalización en sentido estricto. Se acaba la confrontación entre los dos grandes bloques, en el mismo momento en que las tecnologías de la comunicación sufren una auténtica revolución. En los veinte años posteriores a la caída del muro, unas tres mil millones de personas se incorporan al mercado de trabajo global.

La economía y la comunicación son seguramente los dos ámbitos en los que con más intensidad se advierten los efectos del proceso globalizador, por el que las fronteras dejan de ser relevantes y el mundo se convierte en un único escenario. Las manifestaciones son conocidas: bajan los costes de transporte, hasta hacerse en ocasiones casi despreciables; aumenta la inversión extranjera; los ordenamientos legales se homogeneízan, lo que da seguridad a empresario e inversores; descienden los costes de transacción; las fábricas se mueven casi con tanta facilidad como los bienes fabricados (deslocalización); muchas empresas se internacionalizan; el proceso de fabricación se descompone en fases, que pueden estar muy alejadas geográficamente entre sí, pues se busca que el montaje final se produzca cerca de los compradores; la desregulación gana terreno y se abren nuevos mercados; crece la competencia entre países por atraer inversiones; se incrementa la productividad. No obstante, conviene matizar. Se puede admitir que existe un único mercado mundial para las finanzas: no hay fronteras y el mercado funciona de modo ininterrumpido, pero no cabe decir lo mismo para el tráfico de mercancías y, menos todavía, para el de personas.

Después de haber descrito con un par de pinceladas someras la economía global, expondré con un poco más de detalle el nuevo escenario político, más relevante para nuestro tema.

La implosión del sistema comunista y el fin de la guerra fría modifican tanto el mundo político como las reglas de juego. Mencionaré telegráficamente algunos de los cambios más importantes:

-Triunfo sin condiciones de la democracia y la economía de mercado. Se entiende que F. Fukuyama pudiera hablar del “fin de la historia”. La Unión Soviética se desintegra y nuevas naciones implantan regímenes democráticos: se estima que, a día de hoy, en torno a dos tercios de los Estados tienen una constitución más o menos democrática.

-Se termina la bipolaridad propia de la Guerra Fría y se da paso a un régimen mono-polar: hegemonía de los Estados Unidos, la única superpotencia mundial. El gasto en defensa estadounidense llega incluso a superar ligeramente al del resto del mundo. Su formidable aparato militar permite a los norteamericanos ejercer de gendarmes mundiales y se inaugura así la pax americana.

-Expansión de los derechos humanos, que conocen diversas “generaciones”: a los derechos civiles y políticos de la primera hora siguen los derechos sociales y económicos y luego, los derechos medioambientales y a la propia identidad (Carrillo,1999).

-Abandono del principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, tributario de las condiciones propias de la guerra fría. Ahora se legitima la “injerencia humanitaria”. Se reconoce que una solidaridad particular une a todos los seres humanos: el sufrimiento del grupo más pequeño afecta al conjunto de la humanidad. El Consejo de Seguridad de la ONU enviará cascos azules en misiones humanitarias a los rincones más lejanos del planeta.

Además de la maduración de la cultura de los derechos humanos, late detrás de este planteamiento una consideración bien pragmática: visto que las democracias no guerrean entre sí, la extensión de este sistema político en todo el mundo llevaría en el límite a la supresión de las guerras. De ahí que asegurar la estabilidad democrática de los países se considere una tarea que interesa a todos.

-Erosión de la soberanía nacional: los Estados pierden atribuciones, frente a los organismos supranacionales, las corporaciones multinacionales y los mercados financieros (Held, 1997).

-Creación de la Corte Penal Internacional (1998). El Tribunal quedó constituido en 2003, una vez logradas las suficientes ratificaciones nacionales. Inicia su andadura con un lastre no pequeño: la negativa de Estados Unidos a reconocer su jurisdicción.

-Protagonismo creciente de las ONG, que se convierten en interlocutores de los Estados y de los organismos internacionales en pie de igualdad.

Nuevas crisis cuestionan la validez de los viejos conceptos.

A comienzo de los noventa el mundo parecía en orden: Occidente y la economía de mercado se habían impuesto de modo neto al comunismo. La democracia como régimen de gobierno se queda sin enemigos y sin alternativas. Pero no tardarían en surgir problemas, tanto en el ámbito político como en el económico.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001, que cientos de millones de espectadores en todo el mundo pudieron seguir en directo a través de la televisión, cambiaron el mundo.

Estados Unidos moviliza a sus aliados y organiza una cruzada para combatir “el eje del mal”. Pero la lucha contra el terrorismo internacional se vuelve difícil: no hay enfrente un ejército regular, fácilmente identificable.

Cambia el modo de hacer la guerra. Las guerras en Irak y Afganistán, que no acaban de ganarse, junto con los efectos de la crisis económica, terminan debilitando la posición hegemónica de Estados Unidos. Se habla incluso del final de la era norteamericana. Un documento de la Casa Blanca, elaborado en la primavera de 2010, viene a certificar el cambio de política: se reconoce que Estados Unidos tiene que acostumbrarse a partir de ahora a vivir dentro de los límites de su poder. El país ya no está en condiciones de participar simultáneamente en dos guerras, contra lo que había sido la doctrina vigente durante los últimos decenios. Después de diez años de combatir el terrorismo, se impone el recurso a una política que haga más hincapié en la actividad diplomática.

La Secretaria de Estado, Hillary Clinton, fue todavía más clara al anunciar que Estados Unidos pasaría del ejercicio bruto del poder a una política exterior más indirecta, que exigiría paciencia y aliados. Como casi siempre, este giro de la política exterior viene exigido por imperativos internos. El país no acaba de recuperarse de la crisis económica y se siente cansado de ejercer la función de gendarme mundial. Resulta significativo que en ese documento, que se propone redefinir la política exterior, apenas se concede atención a Europa, África y Latinoamérica. El único interlocutor exterior que interesa realmente a Estados Unidos parece ser China, por su propia magnitud como potencia económica y por su condición de financiador del déficit estadounidense. No obstante, las relaciones entre las dos grandes potencias no atraviesan su mejor momento. Estados Unidos reprocha a China desde hace tiempo que mantiene muy baja la cotización de su divisa, lo que le permite inundar el mercado norteamericano con productos baratos.

Pasamos de un mundo unipolar a otro multi-polar, gracias a la emergencia de los países que conforman el grupo BRIC: Brasil, Rusia, India y China.

Europa se encuentra en una imparable decadencia, demográfica -se calcula que perderá cincuenta millones de habitantes en los próximos cuarenta años-, política y económica, reducida de modo creciente al papel de simple testigo de los acontecimientos relevantes. Occidente da la impresión de sentirse inseguro, incluso desorientado. Estados Unidos, Europa y Japón acusan los efectos de la deuda creciente, la sobrecarga del estado del bienestar y el envejecimiento de la población.

Los BRIC pisan fuerte y plantan cara  a Occidente. Por ejemplo, han conseguido imponer su criterio en las últimas rondas negociadoras de la Organización Mundial del Comercio. Sin embargo, no constituyen un bloque unido por intereses comunes y después de unos años de fuerte crecimiento económico aparecen síntomas de crisis. No sorprende que en los últimos meses se haya registrado una fuga de inversores extranjeros de esos países.

El mundo globalizado debe afrontar retos igualmente globales, que trascienden el ámbito de acción de los Estados nacionales. En el entorno de la ONU y de otras organizaciones supranacionales de carácter regional proliferan las agencias y organismos creados para dar solución a esos problemas. Las cumbres, mundiales o regionales, proliferan sin cesar, pero los resultados dejan mucho que desear.

La erosión de la soberanía de los Estados nacionales se debe, en gran medida, a su incapacidad para solucionar problemas candentes que afectan a ámbitos supranacionales o incluso al planeta en su conjunto: protección del medio ambiente (contaminación de aire, tierra y agua; deforestación; efecto invernadero; cambio climático); lucha contra la pobreza; gestión de recursos escasos, como el agua potable; crisis energética; logro de la paz en zonas de conflicto; lucha contra la delincuencia internacional (tráficos de drogas, de armas y de sexo); terrorismo.

La ONU se muestra con demasiada frecuencia inoperante, aunque no renuncia a sus ambiciosos objetivos [3]. El fracaso de tantos intentos de acción mundial concertada para hacer frente a los problemas y retos globales se debe, sobre todo, a la crisis económica en la que nos encontramos sumidos desde 2008. Sus manifestaciones son bien conocidas: especulación financiera descontrolada; endeudamiento general, de Estados, entidades financieras, empresas y familias; fallo generalizado de los mecanismos de control (agencias de rating y organismos gubernamentales); burbujas inmobiliarias; búsqueda de beneficios a corto plazo y del crecimiento rápido a cualquier precio; crisis de confianza; falta de ética en los comportamientos de muchos de los gestores. Robert Shiller (2008), el economista de Yale que acertó al pronosticar el desencadenamiento de la crisis, explica sus causas en clave más antropológica que económica: primacía del éxito económico y del triunfo individual frente a los valores sociales y solidarios; irresponsabilidad de tantos agentes económicos; falsa sensación de seguridad; incapacidad para aprender de los errores del pasado; el simple hecho de que la gente recibiera asesoramiento financiero de los empleados de los propios bancos y no de profesionales independientes.

La caída del Muro había sellado el destino del comunismo y de la economía estatalizada. El fracaso del socialismo se percibe  con  toda claridad en los  países que  todavía no lo han abandonado –Cuba, Corea del Norte–. El capitalismo ha sido mucho más eficaz a la hora de crear riqueza [4], pero la crisis actual muestra sus límites. Suena la hora de la ética y de los códigos de buen gobierno, en las administraciones públicas y en las empresas. Los excesos de los “mercados financieros” y del capitalismo desbocado han reabierto el debate en torno a las funciones del Estado nacional. Sin que se pretenda volver al keynesianismo, posición más bien minoritaria, muchas voces claman por un  control gubernamental más eficaz, donde el Estado debería ejercer de verdad una función reguladora para asegurar el correcto funcionamiento de los mercados.

De repente nos hemos vueltos sensibles a los inconvenientes e incluso amenazas de la globalización, y surgen respuestas tan comprensibles como inquietantes: en política, el nacionalismo, adobado de populismo y xenofobia; en economía, el proteccionismo; en la cultura y en la religión, el integrismo y el fundamentalismo.

Al encarar las manifestaciones de la crisis y la búsqueda de soluciones, los tradicionales conceptos de izquierda y derecha, junto con los programas que se solían adscribir a esas posiciones, se muestran inservibles. Tímidos intentos de encontrar una “tercera vía” entra ambas posiciones –como el programa de Tony Blair, inspirado por el sociólogo Anthony Giddens (1998)– han fracasado en la práctica. La inercia fruto de dos siglos de vigencia explica que mucha gente siga recurriendo a esos conceptos para interpretar la acción política, pero su excesiva simplicidad los hace inhábiles para abordar la complejidad de nuestra situación presente.

Alejandro Navas García [1] en dialnet.unirioja.es

Notas:

1   Alejandro Navas García, es Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Fue decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra y director del Departamento de Comunicación Pública. Actualmente es profesor de Sociología y Pensamiento Sociológico en la misma Facultad.

2   Las carreras políticas de tantos líderes de izquierda podrían describirse como “la rápida transición del pantalón de pana al traje de Armani”. El bienestar que acompaña al enriquecimiento y al progreso social amortigua el   furor ideológico juvenil. Muchos de los feroces dirigentes de la revolución del 68 son hoy los más conspicuos representantes del establishment. Lo mismo vale para los dirigentes de movimientos revolucionarios latinoamericanos, que a la vuelta del exilio han sabido integrarse y prosperar, tanto en las administraciones públicas como en el sector privado. Un antiguo tupamaro como José Mújica ha podido llegar así a ser Presidente de Uruguay.

3   Los Objetivos de Desarrollo para el Milenio se proponen nada menos que erradicar la pobreza extrema y el hambre; lograr la enseñanza primaria universal; promover la igualdad de  género  y  la  autonomía  de  la  mujer; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; luchar contra el sida, la malaria y otras enfermedades, garantizar la sostenibilidad ambiental; fomentar una asociación mundial para el desarrollo.

4   Para ilustrar la diferente eficiencia de mercado y Estado puede bastar una anécdota significativa En 1986 se estrelló el transbordador espacial Challenger. Una comisión gubernamental necesitó cuatro meses para elaborar un informe sobre las causas del trágico accidente. El mercado necesitó apenas treinta minutos, el tiempo que tardó en desplomarse el valor en bolsa de la empresa fabricante de las arandelas que fallaron.

Mariana de Gainza

Distinguir para no confundir

Ahora bien, volviendo a la “Carta 12”, surgen más preguntas: ¿por qué son necesarias todas esas distinciones para tratar la cuestión del infinito?, ¿contra cuáles confusiones esas distinciones deben actuar? Continuemos leyendo la epístola en donde la dejamos. Si la existencia de la sustancia y la existencia de los modos diferían radicalmente (siendo explicadas, respectivamente, por la eternidad y por la duración), resultaba de esa diferencia que la duración o existencia de los modos podía ser determinada a voluntad (concebida como mayor o menor, dividida en partes, etc.) sin que su concepto resultara afectado, mientras que la existencia de la sustancia no admitía ninguna determinación similar. Por eso, continúa Spinoza,

[…] aquellos que piensan que la sustancia extensa está formada por partes o cuerpos realmente distintos entre sí, hablan por hablar, por no decir que desvarían. Es como si alguien se empeñara en formar, mediante la sola adición o conglomerado de muchos círculos, un cuadrado o un triángulo u otra cosa de esencia radicalmente diversa. De ahí que todo ese fárrago de argumentos con que los filósofos se afanan comúnmente por mostrar que la sustancia extensa es finita, caen por su base, puesto que todos ellos suponen que la sustancia corpórea está compuesta de partes. (Spinoza 1988a 131)

Los que piensan que la sustancia extensa está formada por partes no comprenden que la sustancia absolutamente infinita –uno de cuyos atributos es, precisamente, la extensión– es indivisible. Una sumatoria de cuerpos discretos, o el conjunto infinito de todos los cuerpos existentes en el universo, jamás compondrá la sustancia extensa, pues de lo que se trata –aplicando ahora las distinciones que hemos considerado– es de existencias o realidades diferentes (una cosa es la existencia de la sustancia, considerada desde cualquiera de sus atributos, en este caso, la extensión, y otra “totalmente diversa”, la existencia de los modos, en este caso, los cuerpos). Suponer que el ser de lo extenso puede consistir en una totalidad formada por un agregado de elementos, es confundir la naturaleza de lo infinito con la de lo finito, invirtiendo además el orden de la causalidad real: si la extensión se dividiera en partes, estas serían anteriores al todo extenso. Sin embargo, la “sustancia es anterior, por naturaleza, a sus afecciones” (E, I, p1), es decir, en tanto es extensa, la sustancia es la causa que explica tanto la existencia como la esencia de todos los modos singulares de la extensión, porque los produce. Si al pretender dar cuenta de la naturaleza de lo que es por su propia esencia infinito se proyecta lo que la experiencia inmediata enseña sobre los seres determinados, se confunden las esencias que deben ser distinguidas. En este punto, la extrapolación es doble: lo que percibimos de una existencia, se concluye como propio de una esencia –confusión de la existencia con la esencia–, para luego asimilar esa esencia a la de otra cosa diferente. La distinción entra las esencias que se pierde en ese movimiento es la siguiente: la esencia de la extensión no constituye la esencia de los modos extensos finitos que, sin embargo, explica. Frente a tales esencias singulares, es una “esencia radicalmente diversa”, pues, precisamente, sí constituye el ser de la sustancia divina. En este caso, si se considerara que lo que constituye el ser de lo absolutamente infinito pertenece también a la esencia de lo que es finito y determinado, no sería posible distinguirlos, generándose los absurdos que Spinoza a menudo evoca a propósito de las confusiones entre diversas naturalezas –“árboles que hablan como los hombres”, “hombres generándose tanto a partir de piedras como de semen”, dioses que parecen hombres y hombres que parecen dioses y, en general, todo tipo de formas transformándose en otras cualesquiera. Para el caso, intentar comprender el ser de lo extenso suponiéndolo una suma infinita de cuerpos es igual a si alguien quisiera formar, mediante la adición de muchos círculos, un cuadrado o un triángulo u otra cosa de esencia radicalmente diversa.

El tiempo, la medida y el número

El desvarío de los filósofos que pretenden que la extensión se compone de partes se explica por la tendencia natural de los hombres a dividir la sustancia extensa. Existe la disposición espontánea a considerar la cantidad de un modo abstracto: separándola de su causa y prestando atención solamente a los efectos producidos por las cosas extensas en una sensibilidad –humana– determinada. De esta manera, la imaginación concibe la extensión como si fuera divisible, finita y compuesta, cuando en verdad, si se hiciera un uso apropiado del entendimiento (lo que implica concebir todas las cosas por su causa próxima o por su esencia), se comprendería que la extensión, siendo una de las formas de realidad constitutivas de la naturaleza divina, solo puede ser pensada adecuadamente al considerarla en sí, es decir, en tanto sustancia, por lo tanto, indivisible, infinita y única. Es este comportamiento corriente de la disposición imaginativa el que explica la existencia de las nociones de tiempo, medida y número, las cuales simplemente auxilian a la imaginación en la organización de percepciones, que son fragmentarias originariamente y no expresan la realidad de las cosas, para los fines de la vida práctica:

El tiempo y la medida surgen del hecho de que nosotros podemos determinar a nuestro arbitrio la duración y la cantidad, en cuanto que a ésta la concebimos aislada de la sustancia y a aquélla la separamos del modo como se deriva de las cosas eternas. El tiempo nos sirve para medir la duración, y la medida para determinar la cantidad, de suerte que podamos imaginar a ambas lo más fácilmente posible. Además, del hecho de que separamos las afecciones de la sustancia de la sustancia misma y de que las reducimos a clases, con el fin de imaginarlas lo más fácilmente posible, surge el número. Por todo lo cual se ve con claridad que la medida, el tiempo y el número no son otra cosa que simples modos de pensar o más bien de imaginar. (Spinoza 1988a 132)

La suposición de que el tiempo, la medida o el número se encuentran realmente en la naturaleza es un error que cometen aquellos que no están habituados a distinguir los entes de razón de los seres reales. He aquí, entonces, otra distinción exigida por el examen spinoziano del infinito. Los entes de razón no son nada fuera del entendimiento, no son ideas que se correspondan con una cosa real, por lo que no puede decirse de ellos que sean verdaderos o falsos; estos son modos de imaginar, y, solo en este sentido, son seres reales. Por eso, si se trata de saber qué es el tiempo, por ejemplo, es preciso indagar “la naturaleza de este modo de pensar, que se distingue de otro modo de pensar” (Spinoza 1988b 232). Sin embargo, este criterio no es respetado habitualmente, pues los entes de razón “surgen de las ideas de los seres reales de manera tan inmediata que son fácilmente confundidos con ellas [por lo que se les impusieron nombres como si se tratara de seres que existen fuera de nuestra mente]” (Spinoza 1988b 232). Así, cuando los filósofos pretenden investigar los seres reales y adhieren, no obstante, al sentido común que los reemplaza con entes imaginarios, resulta que, debido a esta confusión, no surge un entendimiento adecuado ni de la verdadera naturaleza de las cosas ni de los modos como las percibimos. Por un lado, si se confunden

[…] los modos de la sustancia [ ] con los entes de razón o auxiliares de la imaginación, nunca serán correctamente entendidos. Ya que, cuando lo hacemos así, los separamos de la sustancia y del modo como fluyen de la eternidad, sin los cuales, sin embargo, no pueden ser bien entendidos. (Spinoza 1988a 132-133).

Por otro lado, si se confunden el tiempo, la medida y el número con cosas reales, se da consistencia positiva a no-entes, considerándolos infinitos de manera errada, cuando en verdad “ni el número ni la medida ni el tiempo pueden ser infinitos, puesto que no son sino auxiliares de la imaginación; de lo contrario, el número no sería número, ni la medida, medida, ni el tiempo, tiempo” (Spinoza 1988a 133). Al superponer ambas confusiones resulta la negación del verdadero infinito: “Muchos, que confundían estos tres [entes] con las cosas mismas, por ignorar la verdadera naturaleza de las cosas, negaron el infinito en acto” (Spinoza 1988a 133).

Suponiendo que las cosas son correctamente individualizadas mediante la distinción numérica, lo que en verdad se hace es reducir lo que es irreductiblemente singular a una clase genérica, bajo el supuesto de que existe una esencia común –por ejemplo, la de “hombre”– a un cierto tipo de cosas, para luego considerar las diferencias entre tales cosas a partir de la evidencia inmediata de que un hombre es uno, que está separado de otro hombre, y un tercer hombre es asimismo otro distinto, y así sucesivamente. Esas clases, compuestas por individuos agrupados bajo la égida de una “noción universal”, se justifican en virtud del uso, pero nada explican acerca de la naturaleza de los seres así reunidos, en tanto la elección del rasgo unificador característico responde a la contingencia de las afecciones a las que respondía el sujeto “nominador”. Como lo dice Spinoza en E, II, p 40, esc.1:

Quienes, por ejemplo, hayan reparado con admiración, más que nada, en la bipedestación humana, entenderán por la palabra “hombre” un animal de posición erecta; pero quienes están habituados a considerar otra cosa, formarán de los hombres otra imagen común, a saber: que el hombre es un animal que ríe, un bípedo sin plumas, un animal racional, y, de esta suerte, formará cada cual, según la disposición de su cuerpo, imágenes universales acerca de las demás cosas. Por ello no es de extrañar que hayan surgido tantas controversias entre los filósofos que han querido explicar las cosas naturales por medio de las solas imágenes de éstas.

Frente a esa generalidad, la imaginación supone un progreso cuando pasa de la determinación genérica de “hombre” a la cuantificación precisa, la cual permite decir de un conjunto X de hombres que se trata, en realidad, de “cien” hombres. De tal manera, es posible contarlos asociando a cada uno con un número determinado de la serie. También supone estar refiriéndose a algo real quien dice de un conjunto incontable de seres humanos que se trata de un número infinito de hombres. Sin embargo, la única realidad aludida con tal denominación es el modo en que la imaginación procede y los límites inherentes a su perspectiva. Ella no puede realizar la cuenta de todos los hombres de ese conjunto, no puede determinarlos con un número preciso, no porque esa determinación sea en sí misma imposible, sino porque con el medio que le es propio, la imagen, no alcanza a abarcarlos. De ahí que el infinito, en este caso, sea el infinito indeterminado que la imaginación concibe cuando traspasa su propio umbral perceptivo, es decir, un “infinito genérico” o el infinito de una clase o género (los hombres, los perros, los caballos) construido gracias a una operación de abstracción. Así, si el número no es apto para determinar los modos de la sustancia, tampoco lo será para determinar sus atributos, que no son dos, sino una infinidad. Por otro lado, tampoco es adecuado suponer que la sustancia es única en el sentido de una, por más de que sea preciso a veces valerse de tales denominaciones para los fines de la comunicación. Como lo dice Spinoza en la “Carta 50” a Jarig Jelles:

Sólo muy impropiamente se puede decir que Dios es uno y único [porque] una cosa sólo se puede llamar una o única respecto a la existencia y no a la esencia. Pues nosotros sólo concebimos las cosas bajo la idea de número después de haberlas reducido a un género común. [ ] De donde resulta claramente que ninguna cosa se dice una o única, sino después de que ha sido concebida otra cosa que conviene con ella. En cambio, como la existencia de Dios es su esencia y de su esencia no podemos formar una idea universal, es cierto que aquel que llama a Dios uno y único no posee ninguna idea verdadera de Dios o que habla impropiamente de él. (Spinoza 1988a 309)

Una vez realizada esa individualización abstracta mediante el número, se supone que las cosas así separadas e identificadas son mensurables, es decir, constituidas por una cantidad determinable, teniendo una duración también medible. Tanto la medida (utilizada para determinar la cantidad) como el tiempo (que sirve para medir la duración) presuponen, en consecuencia, al número como operador de la distinción ontológica de los seres y como medio fundamental gracias al cual realizan sus operaciones específicas. Debido a esto, los problemas que hemos referido se reiteran. Tanto a la cantidad como a la duración se las supone divisibles en partes discretas (fracciones de medidas, instantes de tiempo), siendo entonces consideradas como si fueran finitas, de suerte que resultan incomprendidas tanto la naturaleza de la extensión (atributo constitutivo de una sustancia infinita) como la naturaleza de la duración (“una continuación indefinida de la existencia”, cf. E, II, def. 5): a la primera, dice Spinoza, se la concibe aislada de la sustancia; a la segunda, separada del modo como se deriva de las cosas eternas.

A la abstracción le sigue la suma de unidades discretas para componer grupos mayores o menores, hasta que, nuevamente, la superación del umbral perceptivo de la imaginación habilita el sinsentido de considerar al tiempo o a la medida (meros entes de razón) como infinitos. Spinoza se refiere a ese umbral de la manera siguiente: “Así como no podemos imaginar distintamente una distancia espacial más allá de cierto límite, tampoco podemos imaginar distintamente, más allá de cierto límite, una distancia temporal” (E, VI, def. 6, nota). La imaginación resuelve esa imposibilidad homogeneizando el campo de lo percibido, de tal forma que

[ ] a todos los objetos que distan de nosotros más de doscientos pies, o sea, cuya distancia del lugar en que estamos supera la que imaginamos distintamente, los imaginamos a igual distancia de nosotros, como si estuvieran en el mismo plano […]. (E, VI, def. 6, nota)

y

[…] a todos los objetos cuyo tiempo de existencia imaginamos separado del presente por un intervalo más largo que el que solemos imaginar distintamente, los imaginamos a igual distancia del presente, y los referimos, de algún modo, a un solo y mismo momento del tiempo. (E, VI, def. 6, nota)

De nuevo, es aquí donde interviene el sentido común filosófico para dar una determinación mayor a la fe perceptiva ordinaria. Así, lo que la imaginación espontáneamente aproxima, es apartado por los filósofos, que reenvían al lejano infinito lo que era una real imposibilidad de determinación (que se mantiene como tal). La distancia imprecisa y el tiempo vago que, superando la barrera de lo claramente imaginable, eran reabsorbidos por la percepción en el espacio-tiempo de su límite (perdiéndose así las diferencias reales de extensión y duración en la homogeneidad de un plano visual o de un tiempo presente), se mantienen en su imprecisión, aunque arrojados ahora a la distancia de un tiempo y una medida infinitos (perdiéndose, igualmente, las diferencias reales en la suposición de una progresión acumulativa, continua y homogénea a partir de una unidad abstracta). Lo que se verifica en ambos casos es la misma confusión entre lo finito y lo infinito, una “mezcla” de perspectivas resultante de los mecanismos proyectivos de la imaginación, que echa por tierra la posibilidad de entender tanto lo uno como lo otro.

Esa confusión es la que explica que

[…] todos aquellos que se han esforzado por comprender el orden de la naturaleza por medio de semejantes nociones [el tiempo, la medida y el número], y además, mal entendidas, por cierto, se hayan enredado tan asombrosamente, que por último no han sabido desenredarse sino destruyéndolo todo y admitiendo los absurdos más absurdos [10]. (Spinoza 1988a 132)

Las verdaderas distinciones

Para no confundir, entonces, hay que distinguir, lo cual implica reconocer que hay diversas formas de ser infinito que solo el entendimiento (y ya no la imaginación) puede concebir. Estos infinitos articulados conforman eso que Spinoza llama infinito en acto (que tantos negaron por ignorar la verdadera naturaleza de las cosas).

Por lo anterior, hay que saber distinguir, en primer lugar, la cosa que es infinita en virtud de su propia esencia: la sustancia única absolutamente infinita y la infinidad de atributos infinitos en su género que la constituyen. En este sentido, el infinito es una de las propiedades (junto con la eternidad, la simplicidad y la indivisibilidad) del ser cuya esencia envuelve la existencia necesaria, la cual explica que la sustancia y los atributos sean infinitos por su naturaleza y que no puedan, de ninguna forma, ser concebidos como finitos. Entonces, como la sustancia y sus atributos son la misma cosa [11], surge la exigencia de que el pensamiento sea capaz de concebir un único infinito –absoluto– constituido por una infinidad de infinitos en su género realmente distintos entre sí, esto es, que sea capaz de pensar la infinita infinidad real en su unidad absoluta. Cuando predomina una consideración abstracta o genérica de las cosas, se dan dos tendencias opuestas pero íntimamente articuladas: la de imaginar lo que es realmente diferente como perteneciente a distintas sustancias (de donde resulta la separación y la indiferencia recíproca que caracteriza lo que se supone separado), y la de imaginar la existencia de atributos comunes que vuelven comparables esas cosas distintas (de donde resulta la homogeneización y otro tipo de indiferencia, aquella justamente que pasa por alto las verdaderas diferencias). Frente a ello, Spinoza reclama el esfuerzo intelectual de concebir lo absolutamente diverso –sin comunidad atributiva alguna– al interior de lo absolutamente uno –que ninguna realidad separada (sea trascendente o sea insignificante) deja fuera de sí.

En segundo lugar, hay que saber distinguir las cosas que son infinitas en virtud de la causa de la que dependen: los modos infinitos, inmediatos y mediatos, en los cuales los atributos se expresan necesariamente. Estos modos infinitos se presentan en la Ética en la siguiente secuencia argumentativa: “Todo lo que se sigue de la naturaleza, tomada en términos absolutos, de algún atributo de Dios, ha debido existir siempre y ser infinito, o sea, es eterno e infinito en virtud de ese atributo” (E, I, p21). Asimismo, “todo lo que se sigue a partir de un atributo de Dios, en cuanto afectado de una modificación tal que en virtud de dicho atributo existe necesariamente y es infinita, debe también existir necesariamente y ser infinito” (E, I, p22). De tal manera que “todo modo que existe necesariamente y es infinito, ha debido seguirse necesariamente, o bien de la naturaleza de algún atributo de Dios considerada en absoluto, o bien a partir de algún atributo afectado de una modificación que existe necesariamente y es infinita” (E, I, p23). Si lo que se sigue de los atributos de la sustancia como sus efectos necesarios son modos, y modo es lo que es en otra cosa, por la cual debe ser concebido, entonces

[…] si se concibe que un modo existe necesariamente y es infinito, ambas cosas deben necesariamente concluirse, o percibirse, en virtud de algún atributo de Dios, en cuanto se concibe que dicho atributo expresa la infinitud y necesidad de la existencia, o lo que es lo mismo, la eternidad, esto es, en cuanto se lo considera en términos absolutos […] y ello, o bien inmediatamente, o bien a través de alguna modificación que se sigue de su naturaleza absolutamente considerada, esto es, que existe necesariamente y es infinita. (E, I, p23, dem.)

De esta manera, se dice que “Dios es causa absolutamente ‘próxima’ de las cosas inmediatamente producidas por él”, o que se siguen de su naturaleza considerada en términos absolutos, y, dado que la constitución esencial de las cosas debe comprenderse (como dijimos más arriba) o por su esencia o por su causa próxima, es en virtud de su causa, en este caso, que los llamados modos infinitos tienen la propiedad de ser infinitos y eternos. Sin embargo, como no es por su propia esencia que son infinitos, se explica también que puedan ser concebidos de forma abstracta, separados de su causa, suponiéndolos divisibles en partes y limitados.

En tercer lugar, deben ser distinguidas aquellas cosas que se llaman infinitas o indefinidas porque, aunque tienen límites, no pueden igualarse con número alguno. En este punto Spinoza presenta una respuesta matemática para aquellos que, como vimos, al confundir los modos de imaginar con las cosas reales, suponían al número capaz de determinar toda y cualquier realidad –lo cual se asociaba directamente con la incapacidad de discernir tanto la naturaleza de lo infinito como la de lo finito. Spinoza presenta el famoso ejemplo de los dos círculos no concéntricos para ilustrar la noción de algo limitado que, sin embargo, comprende una infinidad, la cual no puede ser numéricamente determinada:

Los matemáticos […] aparte de que han descubierto muchas cosas que no se pueden explicar con número alguno, lo cual pone en evidencia la incapacidad de los números para determinarlo todo, también conocen otras que no se pueden equiparar a número alguno, sino que superan cualquier número que se pueda asignar. Y, no obstante, no concluyen de ahí que dichas cosas superen todo número por la multitud de sus partes, sino porque la misma naturaleza de la cosa no permite, sin manifiesta contradicción, ser numerada [12]. (Spinoza, 1988a: 133-134)

Es por su naturaleza propia que el espacio interpuesto entre dos círculos no concéntricos, incluso siendo un espacio limitado (esto es, teniendo un máximo y un mínimo), no es numéricamente determinable, pues las desigualdades entre las distancias contenidas en ese espacio, junto con las variaciones del movimiento que debería sufrir la materia que se moviese en dicho espacio superan todo número. Entonces, ya que lo que “se llama infinito, o mejor, indefinido” debe ser diferenciado tanto de aquello que es infinito por su esencia como de lo que es infinito por su causa, es decir, debe distinguirse de lo que es en sí mismo infinito o ilimitado, podemos ver que lo que Spinoza pretende ilustrar con este ejemplo ha de referirse al ser de lo que es finito o limitado. La existencia de los modos, como hemos dicho antes, puede ser determinada a voluntad, siendo considerada como mayor o menor o dividida en partes, sin contradecir su concepto: en este caso, la existencia es concebida “abstractamente y como si fuese una especie de cantidad”. En cambio, si se considera esa existencia según su naturaleza propia –es decir, “la naturaleza misma de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares porque de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos” (E, II, p45, esc.)–, ella debe ser concebida como infinita o indefinida (en el sentido de una continuación indefinida de la existencia). Se trata, en este caso, de

[…] la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto son en Dios, pues, aunque cada una sea determinada por otra cosa singular a existir de cierta manera, sin embargo, la fuerza en cuya virtud cada una de ellas persevera en la existencia se sigue de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios. (E, II, p45, esc.)

La existencia así concebida coincide, precisamente, con el modo en que debe entenderse el ser mismo de la esencia, que en tanto que existe, no es otra cosa que una perseverancia indefinida en la existencia. Como leemos en la Ética:

Todas las cosas singulares son modos, por los cuales los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera, esto es, cosas que expresan de cierta y determinada manera la potencia de Dios, por la cual Dios es obra, y ninguna cosa tiene en sí algo en cuya virtud pueda ser destruida, o sea, nada que le prive de su existencia, sino que, por el contrario, se opone a todo aquello que pueda privarle de su existencia, y, de esta suerte, se esfuerza cuanto puede y está a su alcance por perseverar en su ser. (E, III, p6, dem.)

De manera que “el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma” (E, III, p7). Así, y puesto que el esfuerzo de las cosas consiste en continuar en la existencia y, por ello, en resistir en la medida de lo posible frente a todo lo que pueda destruirlas, cualquier ser que se considere –a menos que sea destruido por alguna causa exterior–, continuará existiendo en virtud de la misma potencia por la que existe ahora. Por lo tanto, “el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no implica tiempo alguno finito, sino indefinido” (E, III, p8).

Esto quiere decir que la existencia de los modos finitos, cuando es adecuadamente concebida, coincide con la propia duración de la esencia, con el esfuerzo variable, aunque continuo, por el cual una cosa persevera en la existencia (perseverancia gracias a la cual la cosa efectivamente dura). La variación (infinita) y la continuidad (indefinida) aparecen en el ejemplo de los círculos de la “Carta 12” como el resultado necesario del modo preciso en que el caso es definido, siendo los dos círculos no concéntricos. Es en tanto que los círculos son no concéntricos, justamente, que la suma de las desigualdades de las distancias que el espacio interpuesto contiene y las variaciones del movimiento de la materia en su interior deben superar todo número. En otras palabras, existen desigualdades (relaciones entre distancias) y existe movimiento en el espacio interpuesto, gracias a la suposición de que los círculos no coinciden en su centro. Asimismo, si bien existen “partes” que componen el espacio interpuesto entre los círculos, estas no son partes discretas, pues Spinoza no propone una sumatoria de segmentos de distancia desigual, sino de “desigualdades de distancia”, con lo cual, cada “parte” es una relación entre distancias diferentes: una diferencia de distancias. Es por esto que no existe discontinuidad alguna entre tales partes. Por último, la variación continua se da entre un máximo y un mínimo, pues por ser los círculos no concéntricos, existe un lugar del espacio interpuesto donde la distancia entre ellos es menor, y otro donde la distancia es mayor. Por lo que puede afirmarse que el ejemplo pretende ilustrar la forma en la que es posible concebir –escapando de la abstracción– el ser de los entes finitos, en la inseparabilidad de su esencia y su existencia; o, lo que es lo mismo, el modo en que lo infinito es efectivamente inmanente a lo finito. Así, la recomendación spinoziana, en relación al conocimiento verdadero de las cosas, sería que, si se trata de conocerlas adecuadamente, en cuanto efectos de una sustancia infinita, no debe concebírselas solamente a partir de su limitación recíproca, sino a partir de la infinitud en la que son y de la que dependen y que, por lo mismo, debe estar comprendida en su concepto.

Mariana de Gainza en dialnet.unirioja.es/

Notas:

10    Entre esos absurdos, por ejemplo, el que Spinoza menciona a propósito del tiempo: “Mientras uno conciba la duración en abstracto y, confundiéndola con el tiempo, comience a dividirla en partes, jamás llegará a comprender cómo una hora, por ejemplo, puede pasar. Pues, para que pase una hora, es necesario que pase antes su mitad y, después, la mitad del resto y después la mitad que queda de este resto; y si prosigue así sin fin, quitando la mitad de lo que queda, nunca podrá llegar al final de la hora. De ahí que muchos que no están acostumbrados a distinguir los entes de razón de los seres reales se han atrevido a asegurar que la duración consta de momentos, con lo cual, queriendo evitar Caribdis, han caído en Escila; ya que es lo mismo formar la duración de momentos que el número de la simple adición de ceros” (Spinoza 1988a 133).

11    Leemos en “Carta 9”, dirigida a Simon de Vries: “Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto no incluye el concepto de otra cosa. Por atributo entiendo lo mismo, excepto que se dice atributo respecto al entendimiento que atribuye a la sustancia tal naturaleza determinada” (Spinoza 1988a 121).

12    Para un análisis del ejemplo de los círculos no concéntricos, en el contexto del debate con la lectura que Hegel hace del mismo, remito a mi artículo “El tiempo de las partes. Temporalidad y perspectiva en Spinoza” (cf. De Gainza).

Mariana de Gainza

Introducción

El tema del infinito siempre ha parecido a todos dificilísimo e incluso inextricable, por no haber distinguido entre aquello que es infinito por su propia naturaleza o en virtud de su definición, y aquello que no tiene límites, no en virtud de su esencia, sino de su causa; por no haber distinguido, además, entre aquello que se dice infinito porque no tiene límites y aquello cuyas partes no podemos ni igualar ni explicar mediante un número, pese a que conocemos su máximo y su mínimo; y, finalmente, por no haber distinguido entre aquello que sólo podemos entender, pero no imaginar, y aquello que también podemos imaginar. (Spinoza 1988a 130)

Según leemos en la famosa “Carta 12” de Spinoza a Meyer, la comprensión del infinito resulta indisociable de cierto saber distinguir. En primer lugar, hay que distinguir entre lo que es infinito o ilimitado porque su esencia o naturaleza lo es (es decir, porque la misma definición de la cosa establece la necesidad de su infinitud) y lo que es infinito o ilimitado no por su propia naturaleza, sino por su causa (es decir, porque es causado por una cosa que es infinita o ilimitada). Hay que distinguir, además, entre lo que es infinito precisamente por ser ilimitado (ya sea por su esencia o por su causa) y lo que sí tiene límites (un máximo y un mínimo), pero no puede ser asociado a ningún número. Tales distinciones pueden ser adecuadamente efectuadas, a su vez, si se distingue entre el modo en que el intelecto piensa el infinito y el modo en que lo hace la imaginación. Solamente realizando la crítica del modo en que la imaginación opera (esto es, comprendiendo la manera en que nuestra mente, espontáneamente, tiende a producir las ideas de las cosas, y tomando distancia de esa producción espontánea para organizar de otra forma el pensamiento), el entendimiento puede percibir que ciertas cosas son infinitas por su naturaleza y, de ninguna manera, pueden concebirse como finitas. También puede percibir que otras cosas son infinitas en virtud de la causa de la que dependen, lo que habilita la posibilidad de que sean consideradas abstractamente (separándolas de la causa infinita que las produce) como divisibles en partes y limitadas, por más de que esto no convenga con su naturaleza infinita e ilimitada; y que otras cosas, en fin, se llaman infinitas o indefinidas porque no pueden igualarse con número alguno, aunque sea posible concebirlas, por tener un máximo y un mínimo, como más grandes o más chicas.

¿Pero qué quiere decir “saber distinguir”? ¿Qué aspectos involucra la actividad de discernimiento que debe realizar el entendimiento si pretende comprender verdaderamente el infinito? Es preciso diferenciar, en principio, las palabras y las cosas, distinguir los nombres que el hombre asigna a las realidades que procura conocer de las realidades mismas, consideradas según su naturaleza propia. Al mismo tiempo es necesario percibir la diferencia, ya no entre las palabras que imaginamos y las cosas reales, sino entre las mismas cosas reales: reconocer la existencia de realidades diversas o de modalidades distintas de la existencia, esto es, la diferencia al interior de la existencia. Esto implica, a la vez, el establecimiento adecuado de la diferencia y de la relación entre las esencias y las existencias, entre la naturaleza propia o intrínseca de las cosas tal como su definición puede comprenderla, y su ser en el contexto de las múltiples relaciones que constituyen el mundo. Finalmente, la diferencia que existe entre las propias esencias, todas ellas singulares, en sí mismas distintas y, por ello, distinguibles. ¿De qué manera tales distinciones han de colaborar en la adecuada definición de lo que es absolutamente infinito y de aquello que solo es infinito en su género, así como de lo que es infinito por su propia naturaleza y lo que es infinito en virtud de su causa?

Las palabras y las cosas

Dado que las palabras forman parte de la imaginación, es decir, que, como forjamos muchos conceptos conforme al orden vago con que las palabras se asocian en la memoria a partir de cierta disposición del cuerpo, no cabe la menor duda de que también las palabras, lo mismo que la imaginación, pueden ser causa de muchos y grandes errores, si no los evitamos con esmero. Añádase a ello que las palabras están formadas según el capricho y la comprensión del vulgo, y que, por tanto, no son más que signos de las cosas, tal como están en la imaginación y no en el entendimiento. Lo cual se ve en que, a todas aquellas cosas que sólo se hallan en el entendimiento y no en la imaginación, les impusieron con frecuencia nombres negativos, tales como incorpóreo, infinito, etc.; por eso mismo, muchas cosas que son afirmativas, las expresan negativamente, y al revés, por ejemplo, increado, independiente, infinito, inmortal, etc. (Spinoza 1988b 113)

Infinito, entonces, se cuenta entre aquellos vocablos negativos que, debido a las dificultades para entender lo que solo puede ser entendido (y no imaginado), se aplican a una realidad positiva. Las palabras surgen, gracias a la actividad corporal, como signos directamente asociados a las afecciones ordinarias que componen la vida imaginativa, siendo, a su vez, inseparables de las disposiciones variables del cuerpo y de las conexiones que establece la memoria para organizar una experiencia que, de otro modo, sería fragmentaria y caótica: las palabras cargan consigo esa pertenencia (forman parte de la imaginación). Así, cuando el pensamiento intenta comprender realidades que no son imaginables (que no pueden ser conocidas a partir de las imágenes que surgen de la afección recíproca de los cuerpos), este debe precaverse frente a la vinculación originaria de las palabras, en tanto estas pueden, igual que la imaginación, “ser causa de muchos y grandes errores”. Errores entre los cuales se cuenta la tendencia a concebir la realidad de lo que es infinito a partir de la proyección de la perspectiva finita que, trascendiendo las condiciones inter-corporales específicas que definen su situación, pretende remontarse más allá de su horizonte de conocimiento próximo. De esta forma, la experiencia de lo que es corpóreo, finito, creado, dependiente o mortal sirve de base (paradójica e insuficiente) para construir las nociones de incorpóreo, infinito, increado, independiente o inmortal. Esta base es paradójica, pues solo sustenta el sentido perseguido en cuanto es negada, de manera que nuestra reconstrucción espontánea de la noción de independencia o infinitud se asienta en la idea que tenemos de lo que no es dependiente o de lo que no es finito (tal como lo experimentamos). Por lo tanto, esa base es también insuficiente, pues para revelar que una cosa es infinita y para caracterizar esa propiedad suya, por ejemplo, no alcanza con decir que esa cosa es no-finita. Este problema no se resuelve agregando determinaciones negativas y diciendo que lo que es infinito es ilimitado, inconmensurable, inmenso, increado, interminable o imperecedero, pues lo único que se afirma con ello, en última instancia, es que lo infinito es impensable.

Si la inadecuación constitutiva de las palabras, y las consecuentes dificultades para su uso conceptual, se manifiestan ampliamente cuando se trata de asir lo positivo mediante términos negativos (ya que la indicación de lo que algo es mediante la sola enunciación de lo que no es resulta una aproximación a su naturaleza muy insatisfactoria), el caso del infinito, por referirse al ser de lo que existe absolutamente, sería el caso extremo de tal inadecuación, lo que explica que “a todos” les haya parecido un tema “dificilísimo e incluso inextricable”. De esta manera, el problema del infinito comienza a partir del mismo nombre con que se lo designa.

La “división del ser” (diferentes existencias)

No debe perderse de vista que, quien habla de infinito, habla de cosas infinitas. Entonces, para poder distinguir entre las diversas formas en que el infinito es concebido, se hace necesario comprender las diferencias entre los tipos de realidades o existencias a las que tales conceptos se refieren. Por esta razón Spinoza incorpora, en la misma “Carta 12”, un esclarecimiento acerca de las que considera como dos formas de existencia totalmente diversas: “Nosotros concebimos la existencia de la sustancia como totalmente diversa de la existencia de los modos” (Spinoza 1988a 131). ¿Cuál es la diferencia entre tales existencias? La existencia de la sustancia se sigue necesariamente de su esencia o de su definición: “aquello que es en sí y se concibe por sí” (E,I, def. 3) [1], es decir, el existir pertenece necesariamente a su esencia. Es por eso por lo que la existencia de la sustancia es la existencia necesaria, o la necesidad de la existencia. Por el contrario, a la esencia de los modos no pertenece el existir, es decir, de su definición no se sigue su existencia: “por modo entiendo las afecciones de una sustancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido” (E,I, def. 5). La existencia modal, entonces, no es necesaria, porque, aunque un modo exista actualmente, puede ser pensado como no existente [2]. Así, como dice el axioma 7 de E, I: “La esencia de todo lo que puede concebirse como no existente no implica la existencia”.

Entonces, de la diferencia entre la existencia de la sustancia y la existencia de los modos surge la distinción entre eternidad y duración. La segunda explica la existencia de los modos, la existencia de lo que no es en sí y por sí necesario, por lo cual puede ser pensado como no existente. De ahí que la duración o existencia de los modos, si “consideramos únicamente su esencia y no el orden de la naturaleza”, pueda ser determinada a voluntad, concebida como mayor o menor, o dividida en partes, conservando inalterado su concepto o definición. Por el contrario, “la eternidad y la sustancia, como no pueden ser concebidas más que como infinitas, no admiten nada por el estilo, a menos que destruyamos simultáneamente su concepto”, pues “la existencia de la sustancia se explica por la fruición infinita de existir o, forzando el latín, de ser” (Spinoza 1988a 131).

La existencia y la esencia

Reconocemos aquí la actuación de otra de las distinciones mencionadas al comienzo, ya que, si podemos determinar la existencia de los modos, dividiéndola en partes sin que ello implique la destrucción de su concepto, es porque una cosa es tal existencia en cuanto puede ser así determinada y otra cosa es la esencia de los modos, que permanece indivisa tal como su definición la concibe. Así, aunque podamos concebir cierta parte de la duración de una existencia diferenciándola de otras partes (por ejemplo, en el caso de la vida de un hombre, podemos considerar el período de su juventud), o podamos determinarla en su conjunto (diciendo, por ejemplo, que un hombre vivió hasta la edad de noventa años), considerándola como mayor o menor, más o menos extendida que otras, esto no implicará que la esencia correspondiente a esa existencia sea susceptible de ese tipo de determinación o de similares divisiones. Sin embargo, esa distinción que puede ser realizada entre la esencia y la existencia de algo no consiste en la diferenciación entre lo que efectivamente existe (la existencia propiamente dicha) y lo que no sería existente en el mismo sentido (la esencia). Por eso nuestro énfasis: una cosa (que existe) es la existencia de algo, y otra cosa (que también existe) es la esencia de ese mismo algo. Ahora bien, esas dos cosas no existen separadamente, a pesar de ser distinguibles, pues es la existencia o realidad de una sola y misma cosa la que puede ser considerada desde el punto de vista de su existencia y del de su esencia, sin que tal distinción de perspectivas implique que nos estemos refiriendo a seres diversos; es de la misma cosa de la que decimos que una cosa es su existencia y otra su esencia. De esta manera, no se trata de separar la esencia de algo (como posibilidad inactual, o ser meramente lógico o pensado) de su existencia (como actualización de esa posibilidad, o ser real y mundano), sino de comprender la distinción que puede establecerse entre su esencia “real y existente” y su existencia [3]. Esta inseparabilidad que se da entre la esencia y la existencia de una cosa remite a la misma definición spinoziana de esencia:

Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello dado lo cual la cosa resulta necesariamente dada, y quitado lo cual la cosa necesariamente no se da; o sea, aquello sin lo cual la cosa –y viceversa, aquello que sin la cosa– no puede ni ser ni concebirse. (E, II, def. 2)

Así, la cosa no pueda ser ni ser concebida si no es dada su esencia y, a la inversa, la esencia no puede ser ni ser concebida sin la cosa [4]. Esta imposibilidad de disociar la esencia y la cosa de la que es esencia, remite a la inseparabilidad de la esencia y la existencia a la que nos referíamos: es la concepción spinoziana de las esencias como cosas existentes o seres actuales, y no como posibles.

Distinción de esencias

Ahora bien, la distinción y la identidad entre esencia y existencia varían según cuál sea la cosa considerada pues, como señalamos anteriormente, existen realidades que son diferentes. En sentido riguroso, solo es posible realizar tal distinción entre esencia y existencia cuando nos referimos a los modos; pues en el caso de la sustancia, su “existencia no se distingue de su esencia”, su existencia y su esencia “son uno y lo mismo”, por ende, son idénticas (E, I, p 20). Pero lo que queremos enfatizar ahora es que si esas realidades –la existencia de la sustancia y la existencia de los modos– son realidades diferentes, es porque son sus esencias las que difieren. Así, para comprender la diferencia entre tales existencias, debe considerarse la diferencia entre las esencias correspondientes, tal como leemos en el Tratado de la Reforma del Entendimiento: “La existencia singular de una cosa cualquiera no es conocida sino en la medida en que conocemos su esencia” (§26). De esta manera, la distinción de esencias constituye la última de las distinciones a las que hemos hecho alusión, y que forman parte de ese saber distinguir que es fundamental para abordar la intrincada cuestión del infinito. Si la existencia de la sustancia es “totalmente diversa de la existencia de los modos”, ello deriva, como ya hemos dicho, de que a la esencia de la sustancia pertenece necesariamente el existir, mientras que a la esencia de los modos no pertenece el existir (lo que redunda en la identidad y en la distinción, respectivamente, de la esencia y la existencia). Estamos hablando, entonces, de una propiedad de la esencia de la sustancia que no pertenece a la esencia de los modos; presencia y ausencia de una propiedad que ha de seguirse de la propia naturaleza o esencia de cada una de esas cosas, definidas alternativamente como aquello que es en sí y se concibe por sí, y aquello que es en otra cosa por medio de la cual también es concebido. Se trata aquí de la diferencia de esencia que permite distinguir lo que es ontológicamente distinto, tal como lo establece Spinoza en el axioma 1 de E, I: “Todo lo que es, o es en sí, o en otra cosa”. Esto también puede ser expresado de la siguiente manera: nada hay en la naturaleza (esto es, fuera del entendimiento) excepto las substancias y sus afecciones (E, I, p4, dem. y p6 cor.). De ahí que sea necesario preguntar ¿en qué consiste esa diferencia de esencia?, ¿cuál es la esencia de aquello que es en sí y se concibe por sí, y de cuya definición se sigue necesariamente su existencia, y cuál es la esencia de lo que es en otra cosa y que, por ello, no envuelve la existencia necesaria?, es decir, ¿qué realidades son esos dos tipos de realidad que agotan toda la realidad?

De cada cosa que existe, dice Spinoza, debe darse necesariamente una causa determinada o positiva por la cual existe, debiendo estar esa causa contenida en la propia naturaleza y definición de la cosa (si la existencia pertenece a su esencia), o darse fuera de ella (E, I, p8, esc. 2). De esta manera, el conocimiento de la esencia o naturaleza de una cosa consiste en el conocimiento de la causa efectiva que la produce, pues si la causa se concibe adecuadamente, han de seguirse de ella todas las propiedades que pertenecen a su esencia y que realmente la caracterizan. Así, la distinción de lo que es ontológicamente diverso pasa por la consideración de la causa que lo produce, debido a lo cual la pregunta clave que debe hacerse si se trata de conocer algo es: ¿la causa de su ser y de su existencia se encuentra en su propia naturaleza o esencia, o fuera de ella? La diferencia entre el ser de lo que es en sí y se concibe por sí y el ser de lo que es en otra cosa y se concibe por otra cosa, consiste en que lo que es en otro tiene su causa fuera de sí (en aquella otra cosa en la que es y por la cual se concibe), mientras que lo que es en sí tiene, justamente, su causa en sí mismo, en su propia esencia. Solo la sustancia es causa de sí, como lo señala la primera definición de la Ética: “Por causa de sí entiendo aquello cuya esencia implica la existencia, o, lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente” (E, I, def. 1). Ahora bien, toda causa, precisamente por ser causa, necesariamente actúa, produce efectos. En palabras de Spinoza: “de una determinada causa dada se sigue necesariamente un efecto, y, por el contrario, si no se da causa alguna determinada, es imposible que un efecto se siga” (E, I, ax.3). La cosa que tiene una esencia que implica la existencia, o sea, que tiene en sí misma la potencia para producirse, incluye en sí la causa por la que tal existencia suya es necesariamente producida. Esto significa que únicamente por ser, existe y actúa con total necesidad, pues siendo causa de sí, su propia esencia o ser consiste en existir auto-produciéndose. Por eso, aquello que es causa de sí es una causa absoluta o, lo que es lo mismo, es una cosa libre: “existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí misma a obrar” (E, I, def. 7). Ahora bien, en este caso, ¿qué puede decirse de los modos, que no tienen en sí su causa, y son por ello “determinados por otra cosa a existir y operar de cierta y determinada manera”? Si la esencia de la sustancia, por ser lo que es en sí y se concibe por sí, consiste en ser causa sui, lo que es en otra cosa y es concebido por otra cosa, ¿debería suponerse sin esencia o in-esencial, por no tener la consistencia positiva que la auto-causación le proveería?, ¿tendría que ser pensado como definitivamente coaccionado y ajeno a toda libertad? Más allá del hecho de que los modos no sean solo finitos, sino que también los haya infinitos, tratemos de ver si este cuestionamiento puede o no justificarse en relación con las cosas singulares. Lo que es en otro y es limitado por otro de la misma naturaleza, es determinado externamente a existir y a producir efectos. En ese sentido, todo modo finito [5] tiene una causa exterior que explica su existencia y sus operaciones, por lo que remite a otro modo finito que lo determina y que, a su vez, está determinado por otro, y ese por otro, al infinito. Por eso, se trata del tipo de realidad que constituiría el reverso de lo que se dice libre: “se llama […] necesaria, o mejor compelida, a [aquella cosa] que es determinada por otra cosa a existir y operar, de cierta y determinada manera” (E, I, def. 7). Sin embargo, hay que resaltar el hecho de que los modos finitos son doblemente determinados: una cosa singular ha sido determinada a existir y operar por otra cosa singular, pero a la vez “todo cuanto está determinado a existir y obrar, es determinado por Dios” (E, I, p16 y p24, cor.). La cuestión fundamental aquí es que lo que es en otra cosa por la que también es concebido es en la sustancia, y no en otra cosa cualquiera; el ser en otro es en la única sustancia que existe necesariamente, siendo producido inmanentemente por ella como modificación o afección de su propia esencia. Las cosas que tienen su causa “fuera de sí” la tienen en el ser absolutamente infinito en el cual son, que, además, las causas en sí mismo como sus efectos inmanentes, como las afecciones de su esencia, como sus infinitos “modos” de ser. De ahí que, para concebir adecuadamente la esencia de los modos, sea necesario comprender qué tipo de esencia y qué tipo de causalidad constituyen la sustancia, pues “el conocimiento del efecto depende del conocimiento de la causa y lo implica” (E, I, ax. 4).

Spinoza define a “Dios” como una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, donde atributo es “aquello que el entendimiento percibe de una sustancia como constitutivo de su esencia” (E, I, def. 4). La esencia de la sustancia –que envuelve o implica la existencia necesaria– está constituida por una infinidad de atributos, de los que solo conocemos dos, la extensión y el pensamiento. En tanto cada atributo expresa la esencia eterna e infinita que todos simultáneamente constituyen, cada uno de ellos debe ser infinito. Pero infinito en su género, y no “absolutamente” infinito, pues “infinito en su género” es aquello de lo cual se pueden negar infinitos atributos. Como lo dice Spinoza, en la “Carta 4” a Oldenburg, alcanza con comprobar que “la extensión, en cuanto tal, no es el pensamiento” (Spinoza 1988a 88), pues el pensamiento no pertenece a la naturaleza de la extensión, de la misma forma que el pensamiento no es la extensión, pues esta no pertenece a la naturaleza del pensamiento (en cambio, “a la esencia de lo que es absolutamente infinito pertenece todo cuanto expresa su esencia, y no implica negación alguna” –E, I, def. 6, expl.). Si una realidad es infinita en su género, eso significa que no existe ninguna cosa que tenga su misma naturaleza y que pueda limitarla [6], pues en caso de que existiera, tal realidad no sería infinita, sino finita; con lo cual, todo lo que comparte cierta naturaleza “extensa, por ejemplo” está comprendido en esa infinitud, y ninguna cosa extensa puede ser concebida fuera de ella. Pero tampoco otra realidad cualquiera que no tenga nada en común con la extensión –como el pensamiento, por ejemplo– puede limitarla. Nada en común tienen entre sí los atributos de la sustancia: cada uno es en sí y se concibe por sí, lo que explica que no exista entre ellos ninguna limitación recíproca, ninguna interacción, ninguna relación causal [7], y que cada uno sea, entonces, infinito en su género o ilimitado. Por eso, los atributos son absolutamente diferentes, y el ser de la sustancia conformada por ellos (una realidad o existencia absolutamente infinita, constituida por una infinidad de realidades o esencias infinitas percibidas por el entendimiento como sus atributos) consiste en ser la unidad de lo irreductiblemente diverso, la realidad absolutamente diversificada en su ser único. Que la sustancia sea única se explica por su propia constitución: su esencia está hecha de todas las esencias, su realidad está constituida por todas las diferentes realidades existentes, de manera que fuera de la sustancia nada puede ser ni ser concebido. Por eso, decir “Dios” es lo mismo que decir “Naturaleza”, ya que la naturaleza es la realidad de todas las realidades distintas, constituida por y constituyente de todo lo que existe en el universo.

De tal esencia se siguen, entonces, las propiedades del ser absolutamente infinito que Spinoza sintetiza en la “Carta 35” a Hudde: es eterno; es simple y no compuesto de partes; no puede ser concebido como determinado, sino tan solo como infinito; es indivisible; no incluye ninguna imperfección ni límite, sino que expresa todas las perfecciones: por todo esto existe necesariamente (Spinoza 1988a 248). Ahora bien, si para caracterizar los modos, y no solo la sustancia, usáramos la serie de notas distintivas que encontramos en esta carta, conservando únicamente el aspecto “opositivo” o excluyente en relación con la causa sui [8], estaríamos subestimando las consecuencias fundamentales de la asociación entre el carácter inmanente de la causalidad sustancial y la caracterización de la esencia de la sustancia como la infinita productividad de una potencia infinita. La sustancia llamada “Dios” produce todo lo que existe en sí, sin salir de sí, por eso debe ser entendida como la “causa inmanente pero no transitiva de todas las cosas” (E, I, p18). Todo eso que necesariamente se sigue de esa fuerza productiva o esencia actuosa, como efectos inmanentes suyos, es producido por ella de la misma manera en que se auto-produce, esto es, según las mismas formas y leyes que pautan y constituyen su diversidad interna. De ahí que sea imprescindible comprender que “en el mismo sentido en que se dice que Dios es causa de sí, debe decirse también que es causa de todas las cosas” (E, I, p25, esc.), pues esto es lo que explica que “las cosas particulares no son sino afecciones de los atributos de Dios, o sea, modos por los cuales los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera” (E, I, p25, cor.). El ser en otro, entonces, es expresión parcial (cierta y determinada), positivamente y no opositivamente, de la potencia absoluta y, al mismo tiempo, cualificada (a través de un atributo) de una fuerza de producción absoluta (la causa de sí, que tiene la potencia de producir todo lo que existe al auto-producirse) [9]. Entonces, puesto que “la potencia de Dios es su esencia misma” (E, I, p34), tal potencia es la que define las esencias de las cosas singulares que, en cuanto efectos de una causa inmanente, son expresiones determinadas de esa potencia (o, lo que es lo mismo, las partes constituyentes de esa potencia, o sus infinitos grados), por lo cual ellas mismas son causas de sus propios efectos. Como leemos en E, I, p36, dem.: “Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto”, pues “todo cuanto existe expresa la naturaleza, o sea, la esencia de Dios de una cierta y determinada manera, esto es, todo cuanto existe expresa de cierta y determinada manera la potencia de Dios” (ibíd.). Queda claro, entonces, que la potencia de producir efectos (esto es, la fuerza para actuar) no solo es la esencia de Dios, sino la de cualquier realidad, que recibe de la sustancia, inmanentemente, su efectividad (con lo cual, quedaría resuelta la objeción referente a la in-esencialidad y a la supuesta pasividad de lo que es en otro). Asimismo, lo dicho acerca de la necesaria distinción entre el ser de la sustancia y el ser de los modos se comprende mejor ahora como una distinción interna de la misma realidad, que, tanto al nivel de lo que es absolutamente ilimitado y libre, como al nivel de sus “últimos” y más mínimos efectos, comparte los mismos atributos –expresivos de una única potencia de producción infinitamente diversificada. La esencia de los modos es, de esta forma, una parte de la esencia infinita de Dios, siendo constituida, al mismo tiempo, por ciertas modificaciones de los atributos divinos que expresan su naturaleza de determinada manera.

Mariana de Gainza en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1       De aquí en adelante, para las citas de la Ética (E) se indicarán las partes en números romanos (E, I; II, etc.); las definiciones y las proposiciones en arábigos (E, I, def. 3; E,I, p 20); señalándose con abreviaturas las explicaciones (expl.), los axiomas (ax.), las demostraciones (dem.), los corolarios (cor.), los escolios (esc.), los lemas (lem.) y los postulados (post.).

2       “Mientras nos atengamos a la esencia de los modos y no prestemos atención al orden de toda la naturaleza, del hecho de que los modos ya existan no podemos concluir que existirán o no después ni que existieron antes o no” (E, I, def. 5).

3       Como lo dice muy bien Deleuze: “Las esencias de modos no son ni posibilidades lógicas, ni estructuras matemáticas, ni entidades metafísicas, sino realidades físicas, res physicae. Spinoza quiere decir que la esencia, en tanto esencia, tiene una existencia. Una esencia de modo tiene una existencia que no se confunde con la existencia del modo correspondiente. Una esencia de modo existe, es real y actual, incluso si no existe actualmente el modo del que es la esencia” (Deleuze 1996 184-185).

4       Si la primera parte de la definición (pertenece a la esencia aquello sin lo cual la cosa no puede ni ser ni ser concebida) puede considerarse un lugar común de la tradición filosófica, la segunda parte (pertenece a la esencia aquello que sin la cosa no puede ni ser ni ser concebido) constituye una fundamental innovación spinoziana.

5       “Se llama finita en su género aquella cosa que puede ser limitada por otra de su misma naturaleza. Por ejemplo, se dice que es finito un cuerpo porque concebimos siempre otro mayor. De igual modo, un pensamiento es limitado por otro pensamiento. Pero un cuerpo no es limitado por un pensamiento, ni un pensamiento por un cuerpo.” (E, I, def. 2).

6       Donde el “límite” es, para Spinoza, algo impuesto a cierta naturaleza por la existencia actual de otra cosa de la misma naturaleza que la supera, estando por ello necesariamente asociado a la existencia de las cosas finitas. Si “se dice que es finito un cuerpo porque concebimos siempre otro mayor”, eso quiere decir “superior en potencia”, como queda claro más adelante en la Ética, y es especialmente desarrollado en la Parte IV a partir de la constatación de que “la fuerza con que el hombre persevera en la existencia es limitada, y resulta infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores” (E, IV, p3).

7       “Dos substancias que tienen atributos distintos no tienen nada en común entre sí” (E, I, p2). “Las cosas que no tienen nada en común una con otra, tampoco pueden entenderse una por otra, esto es, el concepto de una de ellas no implica el concepto de la otra” (E, I, ax.5). “No puede una cosa ser causa de otra, si entre sí nada tienen en común”, pues “si nada común tienen una con otra, entonces no pueden entenderse una por otra, y, por tanto, una no puede ser causa de la otra” (E, I, p3 y dem.).

8       Si la sustancia es en sí, los modos son en otro; si la sustancia es eterna, los modos duran; si la sustancia es infinita e indivisible, los modos pueden concebirse determinados y compuestos de partes.

9       “De la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos [esto es, todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito].” (E, I, p16).

Emiliano Tiburcio Moreno

Hacia el macro-ecumenismo.

El ecumenismo, visto de forme universal, afectaría a todo el "Pueblo de Dios", es decir, a todos los hijos del creador. A este ecumenismo se le denomina "Macro-ecumenismo".

No se trata con este movimiento de llegar a una fusión de religiones, con la pérdida de la propia identidad, ni tampoco de la anulación del otro, sino que se trata del acercamiento mutuo para enriquecernos todos dentro de la diversidad.

La oración de Jesús narrada por Juan (Jn 17) constituye el punto de referencia del movimiento macro-ecuménico. No se trata en esta unión de una unión cualquiera, sino, del reflejo de la unión que el Padre tiene con Jesús.

Al querer Dios reunir a todos sus hijos, quiere que su unión sea un reflejo del mismísimo misterio de Dios. Entrar en el movimiento macro-ecuménico es entrar en un movimiento de unión de toda la humanidad, es un zambullirse en el amor de Dios, abierto a toda la humanidad.

Desde ahí, queramos o no, hay que comenzar lo que se está llamando el otro movimiento ecuménico. Es decir, no sólo debe partirse desde las iglesias instituciones, desde los teólogos o desde la base, sino también, y muy particularmente, desde ese estilo de vida alternativo con que explota cada mañana nuestra tierra Monseñor José Antonio Infantes Florido [25], en sus reflexiones sobre el ecumenismo declara: "hay también un nuevo concepto de ecumenismo en profundidad. Ecumenismo va a significar de aquí en adelante, una actitud constante y abierta de no cerrarse en un círculo y de no excluir a nadie del mismo. Lo cual no obsta para el concepto de verdadera Iglesia. Porque nada hay más opuesto al concepto de verdadera Iglesia que el concepto de círculo férreo" [26].

Un proyecto ecuménico popular, con apertura universal, comienza a abrirse en torno a Jesucristo. Es la expresión comunitaria  que reúne en torno a Jesús a judíos y gentiles, hombres y mujeres, pobres y ricos, sabios e ignorantes. Para el Nazareno la "buena nueva" consistía en la llegada del Reino, y este Reino es el punto central de la unión de toda la humanidad, y que "ya está en medio de nosotros". (Lc 17, 20-21).

Por tanto, la unidad que Jesús pidió para sus discípulos estaba en función de que el mundo creyese en el anuncio de la "buena nueva", y por tanto la unidad no se constituye en un absoluto, sino que lo preferente es el Reino.

El proyecto ecuménico popular toma cuerpo a partir del momento en que en situaciones concretas, hombres y mujeres de todas las convicciones se unen para hacer realidad lo que Jesús nos aportó, es decir, el Reino.

Es cierto, que muchas veces no se ve claro esa presencia del Reino, pe­ ro el Reino no viene aparatosamente, no se podrá decir: "está aquí o está allí" (Lc 17, 20-21), y decirlo será una presunción humana. Lo cierto es, que a partir de criterios de caridad, de libertad y de amor a los pobres se puede esperar que en estos movimientos se de la cercanía de Dios.

Ahora bien, es justamente la proximidad de Dios lo que caracteriza la presencia de Reino en los pueblos de toda la tierra. Aquí está el fundamento para hablar del "Macro-ecumenismo" y del camino hacia una religión universal, que es hacia donde camina toda la humanidad con su cabeza, Cristo, cuando Él sea todo en todos.

Juan Bosch dirá con acierto: "Siempre ha acompañado al movimiento ecuménico la convicción de que la unidad de la Iglesia, no es algo que termina en ella misma, sino que está llamada a ser fermento de unidad para toda la humanidad. Por ello, junto a la irrenunciable tarea de resolver las cuestiones doctrinales que separan las Iglesias, la lucha por transformar la realidad del mundo dividido, marcado por las rupturas a causa de la guerra, la pobreza, las injurias, la degradación del medio ambiente, constituyen también uno de los signos distintivos del ecumenismo" [27].

Por tanto, el ecumenismo no sólo debe buscar la unidad de las Iglesias, sino que debe hacer un mundo más habitable, donde la persona humana puede realizar en plenitud las dimensiones esenciales de su existencia. No tendrá Pablo VI en la encíclica "Ecclesiam Suam", en el apartado tercero, donde se habla de la Iglesia y el mundo, presenta una estratificación de la humanidad, donde esta, con distintas intensidades puede encontrar "ecos" de Dios.

La inmensidad adimensional de Dios en su misterio se constituye en el centro motor del amor divino, misterio inefable del don de sí mismo, donde todo ser tiene su fundamento.

Del centro adimensional surge una fuente divina que empapa todos los estratos y los diviniza [28]. Es la humanidad de Cristo. En Cristo Jesús la humanidad y la divinidad se abrazan en una sola persona, de forma que la divinidad queda humanizada y humanidad queda divinizada. La participación de la humanidad en la divinidad de Cristo, es la que debe llevar a los humanos a la expresión más profunda de la religión universal.

El siguiente estrato vendría constituido por los que profesan la fe en Cristo, como Hijo eterno del Padre. La comunión en la misma fe, en la misma esperanza y en la misma caridad es el fundamento o el principio constitutivo, donde el Pueblo de Dios encontraría la fuerza divina para sobreponerse a lo que separa a los creyentes en Cristo. Las divisiones se quemarían en el fuego del amor y el Evangelio engendraría una nueva vida para encontrarnos todos juntos en la voluntad de Cristo, que quiere que todos seamos uno. No más Iglesias cristianas desunidas cuando todos confesamos que Jesús es el Señor.

Otro estrato más externo, pero formando siempre parte del Pueblo de Dios, pues Cristo los adquirió con su sangre, aunque ellos no lo reconozcan, es la parte de la humanidad que adora al Dios único y Supremo, al mismo que nos referimos todos los cristianos. Esta parte del pueblo de Dios está formada por los hebreos, hermanos mayores en el monoteísmo, los musulmanes y las grandes religiones afroasiáticas. En todos ellos hay valores espirituales y morales que deben acercamos a ellos en fraternidad y libertad. Aunque sus formulaciones estén muy lejos de las nuestras son hijos del Mismo Dios y Padre.

Un último estrato está constituido por aquellos, y son muchos; que dentro de la humanidad no profesan ninguna religión o incluso se confiesan ateos. La negación de Dios, ya teórica o práctica, es normalmente equivocada y no responde nunca a las exigencias de la totalidad de la persona. Es un "dogma ciego", que degrada y destruye a la persona, pues es la sofocación de su propio principio que es el Dios vivo. También esta humanidad es "pueblo de Dios", pues de él depende creacionalmente y también por ellos murió Jesucristo en la cruz.

Sólo cuando no haya diferenciación de hombres en función de su raza, color, religión, sexo; cuando no haya ricos ni pobres, esclavos ni libres, cuando la libertad haya llegado a todos y todos seamos uno en Cristo, entonces y sólo entonces habremos llegado a la plenitud del ecumenismo.

Estos círculos concéntricos que ideó Pablo VI como forma de estar la humanidad en relación a Dios, significa la comunión de Dios con la humanidad y la humanidad con Dios y entre sí. De este pueblo universal es Jesucristo la Cabeza que nos injerta en el mismo Dios.

"En este sentido, -Dirá Monseñor Infantes Florido- el ecumenismo es tanto como abrir más y más el círculo, como acrecentar continuamente los lazos familiares, como ofrecer a los otros, en todo tiempo, la mano a la fraternidad. Es lógico que haya quedado atrás la idea del ecumenismo como mero contacto que se tiene en un momento dado y se termina. Todo lo que sea buscar un sentido pleno para la vida de todos los hombres, eso es ecumenismo. Porque el verdadero sentido pleno de la vida está en Dios" [29].

Desde esta perspectiva, puede surgir el problema de la identidad institucional de la Iglesia, pero es precisamente este verdadero ecumenismo el que mantiene la identidad institucional, pues la identidad de la Iglesia es el mantenerse como signo de salvación universal, por eso, el elemento constante del ecumenismo será la unidad en la universalidad.

El ecumenismo en la diócesis canariense

El ecumenismo como camino de unidad implica el compromiso de todos los cristianos. Se impone el despojarse de sí mismo, el liberarse de los propios apegos, el dejar el mundo de las propias seguridades para con una sana indiferencia, generadora de libertad, indagar la voluntad de Dios. Debemos roturar la tierra de nuestros corazones para que la llovizna de la acción del Espíritu penetre hasta lo más hondo de nuestro ser.

La unidad en el ecumenismo, sólo es posible, si arranca de la conversión del corazón y de la santidad de vida [30], junto con una actitud orante al estilo de Cristo que oró al Padre con ardor la víspera de su muerte: "Padre que todos sean uno" (Jn 17, 21).

La conversión del corazón, desde el reconocimiento humilde de nuestros pecados y los ajenos lleva a la comunión con Dios y a la apertura a nuestros hermanos, lo que implica que el caminar por la senda del ecumenismo lleva la exigencia de vivir en una radical fidelidad al evangelio.

K. Barth afirma: "El camino hacia la unidad de la Iglesia, tanto si parte de un lado, como si parte de otro, no puede ser otro que la renovación. Pero renovación significa arrepentimiento, y arrepentimiento significa conversión, no conversión de los otros sino conversión propia" [31[.

Sólo la permanencia en una actitud cerrada en sí mismo genera "el pecado que es el cáncer  de la unión de los cristianos" [32]. Mientras que "cuanto más estrecha es la comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrá aumentar la fraternidad mutua" [33]

La comunión de los santos, que profesamos en el símbolo de la fe, se realiza en función del amor a Dios y a los hermanos, y de este amor nace el deseo y la esperanza de la unidad. El amor se constituye, por tanto, en comunión, corriente profundísima que da vida e impulso al proceso de unión [34]

"Este amor, -según Juan Pablo II- halla su expresión más plena en la oración común" [35]. Pues en la comunidad orante, Cristo está presente en medio de la comunidad y ora en nosotros, con nosotros y por nosotros.

Es desde la perspectiva del amor universal de Dios, es desde donde se puede captar, en toda su amplitud, la universalidad del movimiento ecuménico.

La Iglesia, y con ella la religión, tienden a ser una y única, como uno y único es el misterio de Dios que las sostiene.

Primeros pasos del ecumenismo en Canarias

El quehacer ecuménico en la Diócesis de Canarias está profundamente ligado en sus comienzos a la figura de Obispo J. A. Infantes Florido, quien impulsó el movimiento ecuménico desde que llegó a la Diócesis. Diciembre 1967.

Eran los primeros años posconciliares, y los corazones de los creyentes vibraban con la esperanza de la unión de las Iglesias cristianas. Aires frescos venían de Roma y un mundo nuevo parecía comenzar a renacer.

D. Heraclio Quintana presentaba en el Eco de Canarias el miércoles 24 de enero de 1979 un trabajo titulado: "diez años de ecumenismo" (1968-1978), que correspondía a los 10 años que estuvo Infantes Florido como Obispo de la Diócesis, hasta que fue trasladado a Córdoba. En este trabajo se nos presenta en perspectiva lo que fueron estos 10 años del movimiento ecuménico [36].

Parte D. Heraclio de la vivencia intensa que se tuvo del ecumenismo durante esta década, aunque, muchas veces, no exento de problemas. Por eso comparará el movimiento ecuménico en el espíritu, con el río Guadiana en su fluir por las tierras de la mancha. Así se expresa D. Heraclio: "el movimiento ecuménico es como un río subterráneo en el interior de los espíritus, que corre a un ritmo incontrolable. En cualquier momento puede aflorar a la superficie y en cualquier otro perdérsenos de vista" [37].

El movimiento ecuménico es una semioscuridad donde las luces y las sombras son constantes. Unas veces parece que la unión es ya una realidad y otras parece ausentarse en la oscuridad. De todas formas, el movimiento ecuménico se encuentra impulsado por el Espíritu Santo y es él quien lo llevará a término.

Confiados en esa asistencia del Espíritu se crea una comisión de sacerdotes y seglares, cuyos primeros trabajos van a cristalizar en la edificación del templo ecuménico, "el Salvador", en la playa de Ingles, que se inauguró el año 1971.

El Templo, cuya finalidad es la acogida de los turistas que visitan las Islas para descansar, es el espacio donde se anima a los fieles a vivir su fe durante el tiempo de su permanencia, en comunión con sus respectivas comunidades, sacerdotes y pastores. Son momentos de diálogo abierto y de enriquecimiento cultural y espiritual. Así el Templo se constituye en un lugar privilegiado para el quehacer ecuménico de la Diócesis. Lugar de encuentro de distintas Iglesias cristianas procedentes de toda Europa.

Entre las Iglesias que utilizan los servicios del Templo ecuménico están: la católica de las distintas naciones europeas como (España, Francia, Irlanda, Inglaterra, Italia, Holanda, etc.), Iglesias de otras confesiones cristianas como (Luterana, Evangélica, La Escandinava, Holandesa Reformada, etc.). Cada una de ellas tiene su sacerdote o pastor responsable de la comunidad.

Según la información del Rector del templo, el Rvdo. D. Jesús Marqués, a lo largo de la semana se realizan distintas celebraciones, cultos y reuniones, y actividades culturales y lúdicas. El Templo dispone también de salón multiuso que posibilita todo tipo de encuentros.

En distintos momentos del año se realizan celebraciones ecuménicas, como son: celebración por la Paz, el 31 de diciembre, día de san Silvestre, Octavario de oración por la unión de los cristianos, Vía Crucis inter-confesional, el Viernes Santo, etc.

También hay momentos para el Macro-ecumenismo, encuentro con musulmanes y judíos y otras personas que en momentos existenciales profundos, buscan dar sentido a su vida. Es en esta realidad del Templo donde se concretiza el quehacer ecuménico de la Diócesis, en donde irradian esperanzas en la oración y en el sentimiento.

Los actos ecuménicos se inician en el año 1968 con una gran celebración de la Palabra en la Santa Iglesia Catedral. A partir de esta celebración ha habido siempre dos celebraciones, una al principio y otra al fin de la semana por la unión de los cristianos.

Un dato digno de reseñar, en el ecumenismo de la Diócesis, es que el movimiento ecuménico no se cierra sobre sí, sino que se abre como una cauce natural para dar paso de inmediato al diálogo inter-religioso, o lo que es lo mismo, al movimiento macro-ecuménico.

Bullía en aquellos tiempos en el corazón de la Diócesis, el buscar caminos de encuentro entre todas las confesiones religiosas. Con singular importancia destaca el p. Heraclio el encuentro celebrado en el "gabinete Literario" con la participación de las comunidades locales no cristianas: "japonesa, árabe, india, judía, cuyos cónsules y responsables acogieron la idea entusiásticamente y organizaron un verdadero espectáculo de música, canción e imagen, además de ilustrarnos con sendas disertaciones sobre las vivencias religiosas en sus respectivos países" [38].

Por el templo ecuménico han pasado personalidades de las distintas confesiones religiosas. Pero lo más importante, por ser lo menos institucional, son los contactos inter-confesionales que se realizan fuera de la semana de la oración por la unidad. El encuentro empapado en libertad y espontaneidad hace que el Templo se constituya en la casa de todos, donde la sonrisa abre la puerta, el diálogo fluye como comunicación y comunión, la disponibilidad se hace ofrecimiento entre uno y otros, en definitiva, es en encontrarse con la casa habitable para todos. Aquí el misterio trinitario de Dios se constituye en el punto central de la unidad. Hay una captación de la voluntad del Padre que quiere reunir a todos sus hijos entorno a su Hijo Unigénito.

En estos momentos de presencia divina en medio de la comunidad se hace patente el eco de la llamada a la conversión, que no está en que unos conviertan a otros, sino en convertirnos todos a la verdad total.

Una serie de entrevistas, a las que he tenido acceso, marcan también el pensamiento del movimiento ecuménico en la Diócesis. En el año 1975 Margarita Sánchez Brito entrevista, en la hoja del lunes, Al Obispo Infantes Florido, a la pregunta sobre el momento actual del ecumenismo responde: "nos encontramos pasando lo que se llamaría el deshielo (...) una etapa histórica, que gracias a Dios está ya anunciando una primavera de encuentros mejores y más profundos. Yo diría que nos encontramos, sobrepasando el deshielo y los sentimientos, en la etapa del encuentro a otro nivel más profundo".

Este nivel más profundo es el nivel del encuentro y del diálogo teológico, en el se da el intercambio de investigaciones y aportaciones mutuas. Se debe profundizar en el centro doctrinal propiamente revelado y se debe limpiar el Dogma de todos los dogmatismos.

A una nueva pregunta de la periodista, interesándose si han aparecido signos nuevos en el ecumenismo, responde con agilidad, dejando traslucir sus profundas convicciones ecuménicas: "sí, la amistad. Hay mucha más amistad y más afecto. (... ). Se ha ganado mucho en la amistad, en el diálogo, en la comprensión, en la oración, y yo diría también, en la respuesta a las motivaciones que el Espíritu Santo está teniendo en todo el mundo".

En esta entrevista la amistad se abraza con la caridad rompiendo fronteras para irrumpir en la acción, y así estar todos más unidos al lado de los más pobres y más necesitados. La caridad nos adentra en lo profundo del ser, donde la caridad se funde con la verdad. Ahí desaparecen todas las apariencias y en el amor de Dios se descubre toda la verdad de Cristo, tal como él la ha revelado.

El año 1980, cuando ya había cambiado de sede episcopal D. José Antonio Infantes Florido, nos encontramos con una nueva entrevista de Margarita Sánchez Brito, en este caso con el Rector del Templo, que en estos momentos era, D. Francisco Martel, quien presenta, en primer lugar, el momento ecuménico que está viviendo la Diócesis. Después de señalar el carácter singular de las Islas por el fenómeno turístico, intenta remarcar con toda claridad, como el ecumenismo es una de las vocaciones más profundas de las Islas. "Ninguna otra región de España, como la nuestra, está mejor preparada para realizar el tema del Ecumenismo".

La situación en que se encuentra el movimiento ecuménico en los años ochenta, es la toma de conciencia de que la Iglesia católica debe salir al encuentro de las demás Iglesias. Pablo VI abre las puertas del Vaticano y las puertas de otras Iglesias se le abren a él.

A la pregunta que le hace la periodista ¿el ecumenismo es un reto de la Iglesia? D. Francisco Martel responde: "Sí, lo es. La Iglesia ya no puede parar. La Iglesia tiene que agotar todos los medios y confiar en que no son los seres humanos los que van a abrir el camino. Pero, sí nos toca sudar hasta el final para que después el Espíritu Santo abra la puerta, que no sabemos cual es, una puerta hay allí, pues está es la voluntad de Jesús cuando dice, "que todos sean uno". Y la voluntad de Jesús debe realizarse".

Canarias es un lugar inmejorable para vivir el movimiento ecuménico. Aquí se da el espacio para el encuentro de las distintas confesiones religiosas de las naciones del mundo. Aquí se vive la amistad en diálogo, aquí se regenera el pensamiento y se abre a los demás. Aquí las Iglesias se abren al Amor, que es la puerta fundamental, por donde toda la humanidad se encontrará.

Los últimos horizontes sobre el ecumenismo, en nuestra Diócesis, los tenemos de manos del rector del Templo, D. Jesús Marqués. En un artículo del 18 de julio de 2005, titulado: Experiencia ecuménica en el plan trienal, constata como las nuevas condiciones existenciales del hombre de hoy, han llevado, en algunas zonas turísticas, a una estrecha convivencia entre hermanos de diferentes confesiones cristianas y de otras religiones.

El templo del Salvador se constituye en el lugar, por excelencia, donde se aviva la dimensión espiritual de la persona, donde se vive plenamente la fe, donde se alimenta la comunión fraterna, donde el diálogo  se abre para todos y con todos. En definitiva, es el lugar donde reina la alegría familiar de los hijos de Dios.

Estas celebraciones y encuentros es lo que se conoce como ecumenismo de base. Aquí, manifiesta D. Jesús Marqués se ha superado, de alguna forma, lo de "separados", se intenta quemar etapas para que la unidad sea una realidad, esto lleva a convivir en armonía y tolerancia, como un adelanto de la unión de las Iglesias oficiales y libres de Europa. "Es un quemar etapas, para que la unidad se realice lo antes posible. Hay susurros que se preguntan ¿por qué no?, ¿qué nos falta? Nos sentimos todos uno". Es la ilusión del Pueblo de Dios por vivir la unión fraternal.

El pensamiento ecuménico del obispo Infantes Florido.

El alma mater del movimiento ecuménico posconciliar en la Diócesis, sin duda alguna, fue el Obispo D. José Antonio Infantes Florido, que nos dejó su pensamiento en las exhortaciones, que cada año hacía en enero, con motivo de la semana por la unión de los cristianos.

En carta escrita el 18 de enero de 1968 manifiesta su deseo de cumplir el compromiso católico en todos sus aspectos, es decir, en todo lo que se refiere a la oración, al mutuo conocimiento, al mutuo respeto y al diálogo fraterno y constructivo.

La voluntad de Cristo (Jn 17, 21) se hace cada día más imperiosa, y el Espíritu Santo hace cada día más viva la promesa de que ese momento histórico debe llegar. Estamos en tiempos de rogar al Señor intensamente para que se produzca la deseada unidad. Esto lo decía convencido de la unción cristiana que habíamos recibido y de nuestra inserción en Cristo por el Bautismo.

En el Bautismo nos hemos unido a Cristo y formamos su cuerpo místico, fundamentando nuestro nuevo ser. Pero el transcurso de los tiempos, la unidad se ha ido destruyendo por la dispersión cristiana.

Cristo es uno y fuente de unidad, y exige que todos vivamos unidos, hasta el punto de formar todos una familia revestida de Cristo, donde "ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, todos seremos uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). Pero por desgracia "la división ha penetrado en la base de la sociedad, en el centro de la familia, encontrándonos situaciones en que la fe, lejos de anudar a los esposos por el Sacramento del Matrimonio, es precisamente  lo que los divide" [39].

Todos somos cooperadores de Dios (Cf. 1Co 3, 9), por lo que estamos llamados a ser constructores de unidad.

El camino a seguir, según Infantes Florido, para conseguir esta unidad, no puede se otro que la Sagrada Escritura, en ella podemos caminar a la plenitud de la verdad divina, y en este camino hay un maestro de la Verdad, que es el Espíritu Santo, que es el que enseña a la comunidad de fieles congregados en comunión. La Sagrada escritura no es sólo para escucharla, sino también para vivirla y desarrollarla, y sobre sus cimientos construir la Unidad en la Verdad [40]

Pero si la Sagrada Escritura es el camino, la Eucaristía es la Plenitud. La llamada del amor nos compromete a todos en acciones de futuro, la cooperación inter-eclesial de estar al lado de los pobres y los marginados de nuestra sociedad, afirma los lazos del entendimiento y de la cordialidad. Pero el punto clave de la unidad está en la intercomunicación eucarística.

"Es aquí, -dirá monseñor Infantes Florido- en la Eucaristía, donde más se siente el desgarro de la Iglesia, es en la mesa del Señor donde destacan los puestos vacíos, sin duda alguna porque se reconoce que la Eucaristía es el culmen y la meta de la sacramentalidad eclesial" [41]. Y por ser meta y culmen no puede ser algo inmediato.

El trabajo ecuménico es un trabajar para un futuro cierto e incierto a la vez, dirá el Obispo. Incierto, porque no sabemos ni el día ni la hora. Cierto, porque es el mismo Espíritu el que impele hacia la Unidad. No importan los éxitos ni los fracasos, debemos proseguir en nuestros esfuerzos. Por ello mirando al campo recuerda la siembra y la siega en las siguientes palabras: "El ecumenismo forma también parte de la singular labranza de Dios. Nuestra aportación personal es necesaria en lo que, en términos evangélicos, llamaríamos la siembra; pues la semilla -la Palabra y la Gracia- crece por sí sola. Tiene su fuerza íntima, germinal, sin que dependa de nosotros ni el crecimiento ni la maduración" [42].

Un nuevo aletear del Espíritu Santo está dando origen a ciertos barruntos ante la nuevas formas de espiritualidad, que se ponen de manifiesto en los movimientos carismáticos, en las comunidades pentecostales, en el florecimiento del estudio sobre los místicos, todo ello indica las inquietudes por llegar a la plenitud de la vida espiritual, con el deseo firme de conocer y amar mejor al Espíritu Santo.

El horizonte parece clarear y la vigilancia debe acechar a lo que se mueve dentro y fuera de la Iglesia. Hay una nueva frontera que abrir, un nuevo campo que explorar que nos puede llevar a la plenitud de la de la libertad y de la verdad y en ellas confesar que Cristo es el Señor [43]

En el año 1975, en la exhortación, con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, Infantes Florido, entrevé un incierto grado de unión, entre los cristianos, por el que debemos dar gracias a Dios.

"Nos conocemos más, nos respetamos, nos reunimos en oración y diálogo, tomamos conciencia cada vez más clara de la incomprensión de nuestros enfrentamientos pasados, sentimos el deseo de la reconciliación, se responde con prontitud a las inspiraciones del Espíritu Santo en variedad de carismas y mociones en pro del movimiento ecuménico; en fin, se toma conciencia de responsabilidad en todos los niveles a cerca de la unidad cristiana" [44]. Todo ello se debe conservar en espíritu de amor y de fraternidad, mientras llega el momento deseado.

El año 1976 el título la exhortación se presenta con tintes alarmantes: "Difícil momento del Ecumenismo". Pero, la exhortación como tal se abre con un grito de esperanza: "No sería el ecumenismo un camino abierto por el Espíritu Santo si no llevara consigo la esperanza. Es decir, que la meta de la Unidad está ahí, la tenemos frente a frente, como llamada apremiante y como realización posible" [45].

La causa del momento dificil por el que pasa el ecumenismo, según el Señor Obispo, se debe: "a que se ha tomado como punto de llegada lo que no es más que un respiro", por eso invita a reemprender la marcha con nuevos bríos.

Nuevamente, en el año 1977, se hace reflejo de esos ánimos bajo el símbolo de la semilla oculta [46]. No podemos, en el camino ecuménico, dar lugar al cansancio ni al desánimo. A nosotros lo que nos pide el Señor es el esfuerzo de sembrar.

La sensación de que damos vueltas a una noria cansina, sin agua y sin estímulo que la mueva, debe ser superada. No podemos escondernos en la inutilidad del esfuerzo del mito de Sísifo.

Nuevas aspiraciones deben nacer en la mente y en el corazón para hacer posible la unidad tan deseada.

El año 1978, la Semana de la Unidad de los Cristianos, tiene un nuevo contexto. El catolicismo, en España deja de ser la religión del Estado, y todas las confesiones religiosas serán iguales ante la ley. Esto supone que el tema del ecumenismo en España, debe ser enfocado desde nuevas perspectivas, en relación a la nueva situación, que se va a vivir en nuestra Nación.

La conciencia, de que detrás de los posibles articulados constitucionales, existe el hecho religioso en sí, lleva a promocionar el hecho religioso, lo que desemboca en un concepto más amplio del ecumenismo, que es lo que hemos llamado el macro-ecumenismo. No son momentos de miedo ni de temor, sino que es la hora cumbre de la evangelización del mundo moderno. Es la apertura universal del ecumenismo a todos los hombres de buena voluntad.

El pensamiento del obispo Infantes Florido no queda cerrado en las exhortaciones citadas, su pensamiento tiene horizontes mucho más amplios, hasta el punto que el gusto por el ecumenismo, va con él a donde el Señor lo lleve, es decir, que el obispo Infantes Florido, siente su vocación ecuménica en el "hondón" de su ser, e irá progresando y ensanchando los cauces por donde la humanidad pueda encontrarse.

En la revista Ecclesia publica un artículo, que después se recogerá en el libro "Iglesia y Actualidad", titulado el "otro" ecumenismo, donde pone claramente de manifiesto que el ecumenismo no ha seguido la evolución prevista, sino que ha sido un movimiento de sorpresas, comenzó con una confrontación de credos y ahora nos encontramos con una encrucijada que gravita sobre dos centros, el de las cuestiones doctrinales y religiosas y el de la calidad de vida y los derechos humanos. Desde aquí, querámoslo o no, hay que comenzar lo que se llama el otro movimiento ecuménico. Que debe partir, no solo, de las instituciones, iglesias y teólogos sino también desde es estilo de vida alternativo que explota cada mañana e nuestra tierra. La tarea en pro de la unidad cristiana se ve interpelada por la situación del mundo de hoy y del hombre que se ha movido.

"Por ello, -dice Infantes Florido- el ecumenismo debe hacer un alto, para situarse en un nuevo horizonte, y reflexionar sobre lo que está sucediendo: el desplazamiento de todo un mundo asen­ tado sobre una determinada antropología" [47].

Hay, por tanto, un nuevo posicionarse en el concepto de ecumenismo, en cuanto el concepto de ecumenismo no es algo definitivamente hecho, ni definitivamente comprendido. El elemento constante del ecumenismo será siempre la llamada a la unidad en la universalidad. Pero esta actitud estará siempre en revisión, para que también pueda encajar en la unidad, ese otro elemento propio de la universalidad que es la pluralidad [48].

Dos llamadas urgentes laten en el ecumenismo de nuestros días:

1ª) Tratar a los demás como queremos que ellos nos traten a nosotros, en un diálogo abierto y fraterno.

2ª) Tomar conciencia de que todas las religiones del mundo deben ponerse al servicio de la vida y de la paz, desde la opción por los más débiles.

Concluiremos diciendo, que el ecumenismo no busca solamente el diálogo y la unión de las Iglesias cristianas, sino que tiene un sentido mucho más amplio en la unión de toda la humanidad. El término ecumenismo debe desarrollarse en sus cuatro dimensiones: geográfica, cultural, política y religiosa. Debemos reconocer que estamos ante una nueva forma de posicionarnos ante el ecumenismo.

Como consecuencia de esta nueva concepción del ecumenismo se debe tener presente que hay otros espacios abiertos al ecumenismo como son el ecumenismo ecológico y el ecumenismo de la emigración.

El ecumenismo no es una meta, sino un camino. La meta es el fin del camino, que es la unión de toda la humanidad entre sí y con Dios.

Emiliano Tiburcio Moreno, en dialnet.unirioja.es

Notas:

25      Monseñor José Antonio Infantes Florido fue Obispo de la diócesis de Canarias desde diciembre de 1967-1978. Después es nombrado Obispo de la diócesis de Córdoba hasta su jubilación. Fallece en noviembre de 2005.

26      INFANTES FLORIDO, J. A Iglesia y actualidad (Córdoba 1992) pg.29.

27      BOCH, J. y MÁRQUEZ, C. 100 Fichas de Ecumenismo (Burgos 2004) Ficha 11.

28      RATZINGER, J. Fe, Verdad y Tolerancia (Salamanca 2005). Se refleja claramente en esta obra del Papa actual, Benedicto XVI, la perspectiva hacia la religión universal única, concretada en el cristianismo, como religión donde se sintetiza la fe y la razón. El cristianismo realiza una desmitologización, que lleva a la victoria del conocimiento y al mismo tiempo al resplandor de la verdad. Por esta razón, el cristianismo debe considerarse como universal, y por tanto, dirigido a todos los pueblos.

29      INFANTES FLORIDO, J. A. Iglesia y... pg. 30.

30      UR8

31      BARTH, K. Relexiones sur le deuxiéme concile du rátican II Ginebra 1962.

32      SÁNCHEZ VAQUERO, J. Ecumenismo. Manual de Formación Ecuménica. (Madrid 1968).

33      Cf. UR nº 7

34      Cf. Ut Unum sint (29).

35      Ibídem

36      QUINTANA, Heraclio. El Eco de Canarias. (24 enero 1979)

37      QINTANA, Heraclio, Eco de... 24 enero 1979.

38      QUINTANA, Heraclio, El eco de... 24 enero 1979

39      INFANTES FORIDO; J. A. Boletín del Obispado de Canarias. Enero 1969, pg 53

40      Cf. INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín del Obispado de Canarias. Enero 1971, pg. 73

41      INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín del Obispado de Canarias. Enero 1972 pg. 22

42      Ibídem. Enero 1973 pg. 59

43      Cf. INFANTES FLORIDO Boletín de la  Diócesis  de  Canarias. Enero 1974, pgs 73-76

44      INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín de la Diócesis de Canarias Enero 1975, pg 81

45      INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín de la Diócesis de Canarias. Enero 1976, pg. 10

46      Cf. INFANTES FLORIDO, J.A. Boletín de la Diócesis de Canarias. Enero. 1977 pgl 7-19

47      Cf. INFANTES FLORIDO, J.A. Iglesia y actualidad (Córdoba  1992) pgs 11-14.

48      Ibídem pgs 30-31

Emiliano Tiburcio Moreno,

La renovación de las instituciones cristianas, a pesar de que alguno de los procesos no haya llegado a cristalizar, es una realidad latente en todo el orbe cristiano.

Los signos de los tiempos, a los que debemos prestar atención, nos hablan de un nuevo periodo en la relación entre las Iglesias cristianas y también de una mayor apertura en el diálogo ecuménico e inter-religioso.

Un nuevo aletear del Espíritu Santo sobre la humanidad, hace que ésta despierte de la somnolencia y se reaviven la dimensión espiritual de la persona y su capacidad relacional.

Nos encontramos en un tiempo, donde terminado el segundo milenio, el tercero irrumpe cargado de problemas y de quehaceres en la Iglesia. Los movimientos religiosos y las distintas confesiones de fe se presentan con nuevos retos para todos los creyentes.

En la conciencia de las Iglesias cristianas gana espacio el convencimiento de que vivir el Evangelio exige hacer una opción por los pobres, pero esta opción no se puede realizar en plenitud, mientras los que anuncian el evangelio no lo hagan desde la unidad. Lo que exige que la ruptura histórica de Cristo sea restaurada en la misma histórica.

Jesús instituyó una Iglesia unida que el tiempo separó. El reto que ahora se presenta es volver a la unidad que en un tiempo se rompió. No podemos presentarnos ante Cristo, tan divididos como desgraciadamente nos hemos presentado en el último milenio.

Una nueva llamada a la unidad, está sembrando de inquietudes a la mayoría de las Iglesias cristianas, que germinan en nuevas actitudes y en nuevos comportamientos. Donde antes se polemizaba ahora se dialoga, donde antes había enfrentamiento ahora se aúnan esfuerzos. De la enemistad se ha pasado a la amistad, a la comprensión y a la colaboración.

La apertura eterna del misterio de Dios al hombre comienza a reflejarse en la apertura del hombre al hombre. Nada de lo que sucede en la humanidad nos puede resultar indiferente. El hombre debe mirarse en el espejo de Dios para percatarse que la historia no se puede hacer sino por caminos de paz y de amor.

Los movimientos misioneros y las actitudes de todas las Iglesias cristianas deben ser una búsqueda de la deseada unión de todas la Iglesias. Es más, la humanidad entera, en la búsqueda constante del sentido de su vivir, debe constituirse en plataforma de encuentro con la Realidad Absoluta que nos sostiene.

Todos juntos debemos construir un mundo mejor sobre los pilares de la justicia y el amor, de forma que, donde no llegue la justicia pueda llegar el amor. Una humanidad, más unida por el amor, será el reflejo eterno de la presencia entre los hombres del único Pueblo de Dios.

Los comienzos del ecumenismo.

Fue en los comienzos del siglo XVIII, cuando ciertos espíritus llenos de buenas intenciones y guiados por el Espíritu de Señor, reaccionan contra la secuela de violencia y de terror que se desató en Occidente por motivos religiosos.

Las sociedades europeas se dividieron y de estas divisiones nacieron enfrentamientos de represión y de muerte, que dieron origen a las guerras de religión. Las Iglesias cristianas que debían dar testimonio de unidad, se encuentran profundamente divididas y llenas de odio, provocando el vandalismo que hizo correr sangre cristiana a raudales.

Ante tanto dolor y tanta barbarie por la sangre derramada, se hace urgente buscar una solución.

Como una primera respuesta a la solución del problema se plantea el método de la "concordia", precedente de lo que después será el movimiento ecuménico.

El método de la "concordia" nace en 1691 a partir del intercambio epistolar entre católicos y luteranos alemanes. Por parte católica la representación la lleva Bossuet, Obispo de Meaux, y por parte luterana Molanus, abad luterano de Lockum, que será sustituido posteriormente por J. G. Leibniz, de confesión luterana también pero relacionado con muchos católicos.

La razón de este método está en que Bossuet convencido de la esterilidad de otros métodos, como el de la controversia, intenta explorar nuevos caminos que lleven a la unidad. Este nuevo método abrió nuevas e importantes esperanzas, convencidos los autores de que el movimiento originado debía estar fundamentado en el respeto recíproco.

Se hace camino partiendo de una interpretación benévola y comprensiva de las reivindicaciones protestantes, por una parte, y una explicación pedagógica de los móviles católicos, por otra, que permitiría la concordia que se había hecho imposible, entre la confesión de Angsburgo y los decretos de Trento [1].

De los diálogos epistolares entre Bossuet y Molanus, en primer lugar, y después entre Bossuet y Leibniz, se deduce la necesidad de caminar hacia una "Iglesia universal", en cuyo seno hubiese lugar para las diversas expresiones de vida y de fe cristianas. Es aquí donde se originó la dimensión religiosa del término ecumenismo, (pues el término ecumenismo tiene otras connotaciones, como son: la política, la geográfica y la cultural), y con ello se indica la universalidad del cristianismo, y por tanto de la propia fe y de la Iglesia de Cristo.

Siglos después surgirá otro método con el nombre de "convergencia" que nace en las conversaciones de Malina, celebradas en los Países Bajos, durante los años 1921-1926. Estamos en el pontificado Pío XI, aunque las con­ versaciones se iniciaron antes de morir Benedicto XV.

Estas conversaciones de tipo privado se realizan entre anglicanos y católicos. Por los anglicanos conduce el diálogo el venerable Lord Halifax, santamente obstinado en la unión del anglicanismo y el catolicismo, y cuya vocación era la de unir.

Por parte católica el conductor de los diálogos es el cardenal Mercier, a quien el mismo Lord Halifax definía:

"vida gasta en presencia de Dios... Era el ajuste del equilibrio en los actos como en las palabras. Mejor aun, yo creo que un rayo de santidad le permitía penetrar en el espíritu  de Cristo. Y era esto lo que le daba autoridad a sus gestos y a sus palabras [2].

Estos dos hombres, creyentes auténticos, acordaron reunirse, primero con un grupo de expertos de una y otra Iglesia, y así ver juntos las posibilidades de la unión y de la convergencia.

Las cuestiones fundamentales que presentaron para tratar fueron: las relacionadas con la fe, la palabrada Dios, los sacramentos y la disciplina eclesiástica, temas en los que se llegó a una convergencia muy significativa, sobre todo en la unión, como manifiesta la proclamación: "Iglesia unida no absorbida".

Con esta fórmula lo que se pretendía era la organización de la Iglesia anglicana unida, al estilo de la organización sancionada y mantenida por Roma para las Iglesias Orientales unidas [3].

Gustav Thiels en su reflexión sobre los métodos utilizados a partir del nacimiento del movimiento ecuménico, el año 191O, manifiesta que lo que se debería hacer sería:

Lo primero, la distinción entre las doctrinas fundamentales y las no fundamentales. La unidad llegaría por la adhesión a las creencias fundamentales, que constituyen los cimientos de las concordancias y de las divergencias.

Lo segundo, que los elementos en los que se difiere, se sitúen en el método dialéctico propuesto por Karl Barth en Ámsterdam. Este método procede de la dialéctica hegeliana con la tesis, antítesis y síntesis, lo cual quiere decir, que con las afirmaciones y las contra-afirmaciones se llegaría a una tesis común [4].

En la actualidad están en auge los métodos teóricos que han desembocado en el diálogo teológico, que se centran básicamente en el diálogo eclesiológico utilizado en Lausanne y en Edimburgo, en el cristológico propuesto en la asamblea de Lund y en el pneumatológico que se utilizó en Montreal [5].

Dimensión carismática del ecumenismo

Desde una perspectiva de fe, el ecumenismo se presenta como un Don del Espíritu Santo a toda la humanidad. Su nacimiento tiene índole carismática tal como se presenta en el encuentro de Edimburgo en el año de 1910.

En esta ciudad, el Espíritu Santo sorprendió a todas las Iglesias allí reunidas, mediante la voz de uno de los delegados allí presentes, quien en medio de la asamblea gritó con potente voz: "vosotros nos habéis mandado misioneros que nos han dado a conocer a Cristo, por lo que estamos agradecidos. Pero al mismo tiempo nos habéis traído vuestras distinciones y divisiones. Unos predican el metodismo, otros el luteranismo, el congregacionalismo o el episcopalismo. Nosotros os suplicamos que nos prediquéis el Evangelio y dejéis  a Cristo suscitar, en el seno de nuestros pueblos, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia conforme a sus exigencias y conforme, también, al genio de nuestra raza, que será la Iglesia de Cristo en Japón, la Iglesia de Cristo en China, la Iglesia de Cristo en India, liberadas de todos los -ismos-, con que vosotros cargáis la predicación del Evangelio entre nosotros" [6]

Grito semejante se escuchó en la asamblea del consejo de las Iglesias, celebrada en Nueva Delhi, cuando un indio lamentándose dijo las siguientes palabras: "nuestras Iglesias son jóvenes y se aman. ¡No las envenenéis con vuestras desdichas históricas occidentales de separación!".

La dimensión carismática, dirige la elección de Juan XXIII, como sucesor en el papado de Pío XII, y ese don se hace más palpable en la convocatoria de Juan XXIII del Concilio Vaticano II, donde uno de los principales objetivos que se marcó el Papa es: "Promover la restauración de la unidad de todos los cristianos" [7].

Carismático, en toda profundidad, es el objetivo al que tiende el ecumenismo. La unión en plenitud de todas las Iglesias cristianas por obra del Espíritu Santo.

Tres movimientos singulares y comprometidos, el CIM (Consejo Internacional de Misiones), VA (Vida y Acción) y FC (Fe y Constitución), ponen en marcha el movimiento ecuménico de las Iglesias en Edimburgo en el año 1910 e irá tomando cuerpo, hasta ser institucionalizado el año 1948 en Ámsterdam con el nombre de CEI (Consejo Ecuménico de las Iglesias) [8].

El CEI nace como una sorprendente aventura en el interior del cristianismo no católico. Un carisma donde se concretan los anhelos sublimes de la unidad de los creyentes sinceros, abiertos a las mociones del Espíritu Santo. Con ello las simas de la ruptura comienzan a rellenarse con la masa de los múltiples actos ecuménicos, que se van originando en el seno de las Iglesias, para hacer realidad las esperanzas de la unión entre los cristianos.

Este movimiento será levadura para todos los cristianos que buscan vivir cristianamente en la Iglesia instituida por Jesucristo, lugar de encuentro de la humanidad en el amor.

El CEI llega a su plenitud, como impulsor del movimiento ecuménico en Nueva Delhi, en la asamblea allí celebrada en el año 1961, al definirse como: " una asociación fraternal de Iglesias, que confiesa a nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las escrituras, y se esfuerza por responder en armonía, a su común vocación, para la gloria del Único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo" [9]

Este espacio se constituye en el lugar de encuentro donde se promueve el estudio común, fuente de alimentación de la conciencia ecuménica, apertura a la alianza y a las relaciones de carácter universal con todas las Iglesias cristianas, donde nace la conversión y la búsqueda de la verdad, como base de un auténtico diálogo.

El ecumenismo espiritual.

La dimensión espiritual del ecumenismo, tiene un despertar, bastante temprano, en la Iglesia católica. León XIII instituye la novena de Pentecostés para "acelerar la obra de la reconciliación de los hermanos separados". Algún tiempo después, los presbíteros anglicanos Spenser Iones y Paul J. Wattson inician un octavario para la unión de las Iglesias, que se celebra del 18 al 25 de enero. La idea es muy bien acogida inicialmente, pero al pasarse al catolicismo P. J. Wattson, esta semana toma un cariz especial, por constituirse en instrumento del apostolado para la conversión de los no católicos.

Cada día del octavario se pide por una Iglesia particular, pero para los no católicos, la insistencia de los católicos en que la unidad se hiciera en torno a la figura del Papa, se constituyo en un obstáculo para participar en el octavario.

Será en la década de 1930-1940, cuando un párroco de Lyón, Paul Couturier [10], intuya la dificultad que se planteaba para los no católicos a la ho­ ra de orar juntos. Con el apoyo del Obispo instituyó una oración con la que

pudieran orar todos juntos. Esta oración se concretó en los siguientes términos: "Que nuestro Señor dé a toda la Iglesia en la tierra aquella paz y unidad que estaba en su mente, y en su propósito cuando, en la víspera de su pasión oró para que todos san uno".

Son momentos de Kairos, con la intuición maravillosa del p. Couturier de centrar todo el encuentro en la persona de Jesucristo, punto de confluencia de toda la humanidad.

De aquí parten los movimientos ecuménicos posteriores, y su evolución en los últimos sesenta años, han originado los proyectos ecuménicos actuales.

Una experiencia de fe vivida en la vida cotidiana, se cargaba de anhelos e ilusiones, para que la comunidad de creyentes abriera nuevos caminos hacia la plenitud ecuménica. Es cierto, que no es algo totalmente nuevo en la vida de la Iglesia, sino un reencuentro con sus mejores tradiciones.

De los diálogos permanentes del p. Couturier con los exiliados rusos nace un clima de relación fraternal, que hace que aumente la confianza mutua y la comunión. Sobre esta base se va edificando la actividad ecuménica y se liman las rigideces doctrinales y las posiciones intolerantes.

Junto a este movimiento, en los años 30 del siglo pasado, aparece un movimiento nuevo de gran importancia e influencia en el movimiento ecuménico. Se trata del movimiento personalista, inspirado por Emmanuel Mounier, que sirvió para aglutinar a católicos, protestante y ortodoxos de la Europa Occidental. El medio de comunicación entre ellos es la revista Esprit, desde donde muchos teólogos tratan de impulsar el ecumenismo.

Pero el hecho más importante y decisivo para lanzar el compromiso espiritual del ecumenismo dentro del catolicismo romano fue, sin duda, la experiencia que muchos fieles tuvieron durante la segunda guerra mundial 1939-1945.

La lucha, por una parte, contra el nazismo-fascismo, y por otra, evitar que los judíos fuesen llevados a los campos de concentración, es decir, al exterminio, son los dos grandes impulsos que mueven la espiritualidad ecuménica. La década de los años 1930-1940 se había afianzado como años de encuentro, de diálogo y de lucha compartida entre todas la Iglesias cristianas. Pero, será sobre todo, los años de 1939-1945, ante el dolor y la tragedia que suponen los campos de concentración y las cámaras de gas, donde nazca la necesidad de la unidad y el descubrimiento del otro, como base de todo diálogo y punto capital del movimiento ecuménico.

El ecumenismo en la Iglesia Católica

Anteriormente hemos indicado, como Bossuet y Molanus, emprendieron un camino de diálogo ecuménico para terminar con las guerras de religión. Habían visto la necesidad de caminar hacia una Iglesia Universal que acogiera en su seno a las distintas expresiones de vida y de fe cristianas.

Desgraciadamente este movimiento muere y no se conocen otros movimientos importantes hasta el "movimiento de Oxford", donde se crea "la asociación para la promoción de la unidad de los cristianos". Era el año de 1875.

Participan en este movimiento anglicanos, católicos y ortodoxos griegos. En 1864 se prohíbe a los católicos participar en dicha asociación. Pío IX lo comunica en los siguientes términos: "Que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una intención en gran manera manchada e infectada de herejía, no puede de ningún modo tolerarse... Otra razón por la que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense, es que quien a ella se unen, favorecen el indiferentismo y causan escándalo" [11].

Al papa Benedicto XV se le informó de una conferencia mundial en la que participaban todas las confesiones que reconocían a Cristo como Dios y Salvador. Robert Gardiner, secretario de la comisión, que preparaba dicha conferencia, informó e invitó a Benedicto XV a la participación de los católicos en dicha conferencia. Benedicto XV, el 18 de noviembre de 1914 agradeció la información y la invitación, pero no la aceptó.

Charles Brent, iniciador de Fe y Constitución (FC), esperando un acercamiento mayor del Benedicto XV y la asistencia de algún delegado, visita personalmente al Papa invitándole a dicha conferencia. El Papa, después de un recibimiento amable, y prometerle sus oraciones por el éxito de la conferencia, volvió a negarse con toda rotundidad.

Las reuniones se celebraron en Lausana del 3-21 de agosto de 1927. Benedicto XV ya había muerto, y la Iglesia católica no tuvo representante alguno.

Tampoco estuvo oficialmente presente la Iglesia católica en el nacimiento del CEI (Consejo Ecuménico de las Iglesias) en Ámsterdam el año 1948. Aunque hubo algunos católicos, como periodistas o representantes de centros ecuménicos, que se hicieron presentes a título personal.

La razón de la ausencia no fue el desinterés de los católicos, pues había personas con interesadas en estar presentes, pero Roma, por dos veces, los días 5 y 18 de junio, negó toda autorización para asistir.

Las posturas católicas se presentan un tanto rígidas, aunque al parecer de algunos críticos, no es debido a problemas teológicos-eclesiológicos, sino de tipo práctico y psicológico. Un acercamiento tímido se da en los tiempos de León XIII, como vimos anteriormente, cuando se instituye la novena de Pentecostés para acelerar la reconciliación con los hermanos separados.

Será en el periodo preparatorio del Concilio Vaticano II, año 1961, cuando se abra la primera puerta para participar en la Asamblea de Nueva Delhi, donde hubo una representación católica permitida. Cinco cristianos católicos, representantes de distintas partes del mundo católico estuvieron como observadores.

El secretario General del Consejo Ecuménico de las Iglesias saludó a los cinco representantes de la Iglesia católica con las siguientes palabras: "Hoy se han establecido relaciones no oficiales, pero muy útiles, con el secretariado especial designado por el papa Juan XXIII para promover la unidad de todos los cristianos. Damos la bienvenida a los cinco católicos romanos, autorizados por este secretariado y enviados como observadores a esta asamblea" [12].

A partir de esta asamblea de Nueva Delhi, la Iglesia católica ha estado presente en todas las asambleas celebradas a nivel de observación.

El año de 1965 se crea una comisión de teólogos católicos y del CEI, para reflexionar sobre cuestiones doctrinales. El acercamiento se hace más estrecho en la asamblea de Upsala, a partir de la cual, los teólogos católicos participan de "pleno iure" en los trabajos.

La colaboración en el programa "Sodepax" (Comisión para la Sociedad, Desarrollo y Paz) hace que los vínculos adquieran mayor consistencia.

Las visitas, de los papas Pablo VI y Juan Pablo II al Consejo Ecuménico de las Iglesias, han  hecho que la vecindad  se haga más cerca­na, cargada de destellos de esperanza ilusionada, en la unión de todas las Iglesias Cristianas.

Es cierto que la apertura católica al movimiento ecuménico tarda en concretarse, pero una vez que irrumpe en este campo, lo hace con fuerza, valentía y alegría. Esto se manifiesta abiertamente en el papado de Juan XXIII y en el Concilio Vaticano II.

Juan XXIII se había marcado como uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II, "Promover la restauración de la unidad de todos los cristianos", como dijimos anteriormente.

Desde estos momentos la Iglesia Católica se vuelca con toda ilusión en la promoción del movimiento ecuménico. El concilio comienza a celebrarse en un ambiente de anhelos ecuménicos y de esperanzas en la unión de todas las Iglesias cristianas.

La respuesta a las invitaciones fraternales de muchos delegados de otras Iglesias a presenciar los debates, junto con los padres conciliares de todo el Orbe católico, hace que el concilio Vaticano II revista la condición de ecuménico, abierto a toda la cristiandad.

La importancia que toma el ecumenismo en el Vaticano II se pone de manifiesto en los distintos documentos conciliares.

La Constitución Lumen Gentium en el capítulo II, al hablar del pueblo de Dios, hace una referencia expresa a la relación de la Iglesia Católica con la Iglesias cristianas no católicas [13]  y con los no cristianos [14]. Todos son Pueblo de Dios.

La Constitución Gaudium et Spes busca la unión de la Iglesia católica con toda la familia humana, por ello, el concilio se dirige a todos los hombres, teniendo presente el mundo creado por Dios y redimido por Cristo, para que todos los humanos puedan encontrar la plenitud humana en la salvación.

Además de estas dos grandes constituciones el Concilio aporta una importante declaración sobre la Libertad Religiosa, titulada "Dignitatis Humanae", donde se proclama con todas las fuerzas la libertad religiosa. Es obligación de todo ser humano la búsqueda de la verdad y una vez conocida abrazarla con todas las fuerzas. Dicho documento condena el proselitismo y considera los derechos que tienen los otros y los deberes de cada uno con los demás.

En el decreto, dedicado totalmente al ecumenismo, titulado "Unitatis Redintegratio", se pone de manifiesto, cómo el concilio Vaticano II se tomó, muy en serio, el problema de la unidad de las Iglesias Cristianas y el de la unidad en la diversidad de todos los hombres.

Este Decreto se confecciona desde la experiencia real, vivida por las Iglesias a lo largo de muchos años de su historia, con matices claramente ecuménicos. De ahí que se insista constantemente en la búsqueda de la unidad.

"Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor, muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan como la herencia de Jesucristo ( ... ) Siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" [15].

Esta unidad es entendida en base trinitaria. El Padre envía a su Hijo Unigénito al mundo. Este ruega al Padre por los creyentes e instituye el sacramento de la unidad, dándoles el mandamiento del amor mutuo. El Espíritu de Cristo que se les había prometido es entregado como plenitud del Suceso Pascual.

Se señala el carácter apostólico de la Iglesia en su doble vertiente, en lo que tiene que ver con la tradición de la fe de los apóstoles y en lo que dice relación al orden. Pedro es la Piedra a partir de la que se debe edificar la comunidad [16].

Pero et Decreto sobre Ecumenismo presenta una característica importante, en cuanto no es un decreto cerrado, sino que presenta una serie de cuestiones importantes que merecen la pena profundizarse en los caminos de unidad.

En primer lugar, tenemos los problemas que se relacionan con la celebración de la fe cristiana y la organización eclesiástica, es decir, el bautismo, la Eucaristía y el ministerio [17].

En segundo lugar, en el Decreto se ha encontrado el camino para iniciar el diálogo en lo que se refiere a las preocupaciones de la formación ecuménica en todos los niveles [18].

En tercer lugar, cuando los padres conciliares hablan de la forma de exponer la doctrina de la fe católica piden, por una parte, que la exposición debe ser clara y transparente, sin concesiones a la galería. Sólo así puede darse el diálogo franco y honesto. Por otra parte, el camino a recorrer tiene que  estar empapado  en el amor, en la verdad y en la humildad, con el deber de que esté presente el concepto de jerarquía  de las verdades [19].

En cuarto lugar, se debe tener presente, a la hora de la reflexión, las relaciones con las Iglesias y las comunidades eclesiales separadas de la sede apostólica romana. No se pueden situar en el mismo plano las Iglesias Orientales, (Ortodoxas), y las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente (Anglicanas, Luteranas, Reformadas, etc.) [20].

En el nº 13 de U R, al mencionarse la causas que han llevado a las divisiones a la Iglesia de Cristo, se indican cuestiones de tipo doctrinal y las relativas a la estructura eclesial, que traducidas en otros términos, se trata de las relaciones entre lo universal y lo particular en la vida de la Iglesia. De aquí nace la diferencia de comprensión sobre la unidad en la Iglesia católica y en la comunidad de las Iglesias que se agrupan en el Consejo Mundial. Para la Iglesia católica, la relación se da en la comunión episcopal, en el colegio apostólico, cuyo centro es el sucesor de Pedro. La circunferencia con los radios convergiendo en el centro, sería la forma de explicar la unidad y la comunión en la Iglesia apostólica. Pedro, obispos y fieles.

Mientras que para el CMI (Consejo Mundial de las Iglesias) la unidad se expresa a nivel local. La unidad se constituye cuando todos los cristianos en cualquier parte del mundo reconocen el mismo bautismo y se reúnen en torno a la misma mesa. La unidad va de abajo hacia arriba en el CMI, mientras que en la Iglesia católica va de arriba hacia abajo.

En la línea de mantener vivo el acercamiento ecuménico, Pablo VI promulgó, durante los años conciliares (1964), la encíclica "Ecclesiam suam", como una invitación universal al diálogo. Juan Pablo II, en el año 1995 volvía a dar un nuevo impulso al ecumenismo con la encíclica "Ut Unum Sint".

El ecumenismo un camino abierto a la humanidad.

Al hablar del ecumenismo como un camino de unidad, surgen de forma inmediata las siguientes preguntas: ¿qué unidad?, ¿para qué sirve la unidad?, ¿una unidad con exclusiones o sin exclusiones?, ¿tienen todos cabida en esta unidad?, ¿se puede buscar la unidad y al mismo tiempo impedir que otro puedan formar parte de la nueva comunidad a construir?

La respuesta a estas preguntas nos llevan a adentrarnos en el corazón del concepto de ecumenismo, que hasta ahora hemos manejado, y desde ese mismo corazón preguntarnos: ¿el movimiento ecuménico trata de la unión de los cristianos o de la unidad de todo el pueblo de Dios? ¿Puede el diálogo ecuménico abrirse a toda la humanidad?

Es bueno, a la altura del movimiento unionista en que nos encontramos, hacer una indagación que nos permita comprender el término "ecumenismo" en toda su profundidad y extensión.

El calificativo ecuménico hace referencia a algo "universal", algo que se extiende por todo el mundo. Así decimos concilio ecuménico, cuando en él participan las Iglesias del mundo entero. Pero además, se debe tener en cuenta que el término ecuménico, no se reduce simplemente a una categoría religiosa, ni a las instituciones eclesiásticas, sino que el calificativo ecuménico afecta también al ámbito político, geográfico y cultural.

Al parecer de los expertos en lengua griega clásica, el término ecuménico tiene su origen en "oikos", que significa lugar habitado, por tanto, lugar donde hay personas, y en el término "oikía", que significa hogar familiar, es decir, lo que la familia ha construido para vivir [21].

El Nuevo Testamento utiliza el Verbo "oikodomeo" para significar la construcción de la Iglesia (Cf. Mt. 16, 18) y también señala el proceso de edificación (Hch 9, 31). El uso que Pablo hace del verbo "oikodomeo", adquiere un sentido muy importante, como es la constitución de nuevas comunidades cristianas que es la tarea específica de los apóstoles (2Co 10, 8) aunque en el parecer de Pablo, también es tarea de todos los cristianos: "por esto, confortaos mutuamente y "edificaos" los unos a los otros como ya lo hacéis (1Ts 5, 11).

El término "oikoumene" del que viene directamente la palabra "ecumenismo" sintetiza en sí los términos "oikos" y "oikia", pues el primero significa espacio habitado, y el segundo significa familiaridad de los que lo han construido y lo habitan [22].

Los escritores griegos clásicos, como Aristóteles, utilizan el término Oikoumene para oponer la realidad del mundo poblado por los griegos, al espacio que no se sabía si estaba poblado y quienes eran sus habitantes. Por tanto "oikoumene" tiene, en primer lugar, un significado con sentido geográfico.

Al emprender Grecia su aventura imperialista con Alejandro Magno, los griegos toman conciencia de que el mundo habitado era más amplio que lo pensado con anterioridad.

La dimensión antropológica de la apertura humana a los demás seres, se constituye en una nueva experiencia que cristaliza en la conciencia del hombre, donde se percata, que el mundo habitado es más amplio que lo pensado originalmente.

Dentro del nuevo territorio hay formas distintas de comunicarse y ex­ presarse, es decir, hay culturas distintas que entran a formar parte de la nueva "oikoumene". Lo ecuménico se universaliza en las nuevas tierras y culturas conocidas. Por tanto, Ecumenismo hace referencia en primer lugar a lo geo­ gráfico, en segundo lugar a lo cultural, y cuando Grecia comienza a declinar políticamente, con la muerte de Alejandro Magno, y el imperio se divide en cuatro partes, poco a poco comienza a surgir un nuevo imperio que va a dominar la cuenca del Mediterráneo. Es el imperio romano

Con el nuevo imperio nace una nueva dimensión del término "oikoumene", esto es, la dimensión política. Esta nueva dimensión coincide con los tiempos en que el imperio romano impone su poder a las tierras que bordean, el llamado "Mare nostrum".

Esta visión universalizada desde el campo de la política aparece frecuentemente en el nuevo Testamento, como el lugar donde se debe anunciar el Evangelio, la Buena Noticia. En Mt 24, 12-24 es el lugar donde se debe proclamar el Reino, que es el mundo entero. En Mc 13, 10, discurso escatológico, anuncia que es antes que sucedan estas cosas, es necesario que se proclamen la buena noticia a todas las naciones.

En Lucas, que es el evangelista que más utiliza el término, lo encontramos cuando Cesar Augusto mandó por decreto hacer un censo del mundo entero. (Lc 2, 1). En las tentaciones de Jesús en el desierto, le muestra los reinos de toda la tierra. (Le. 4, 5). En los Hechos de los Apóstoles Ágabo profetiza el hambre que vendrá sobre toda la tierra. (Hch 11, 28). La gran Artemis es venerada en la provincia de Asia y en el mundo entero. (Hch 19, 27).

El término "oikoumene", en la forma que se utiliza en el NT tiene casi siempre un carácter inclusivo, es decir, que abarca no sólo la dimensión religiosa, sino también lo geográfico, lo cultural y lo político.

Por tanto, hablar de ecumenismo significa tener presentes las cuatro dimensiones propias de la existencia humana: la espacial o geográfica, la cultural, la política y la religiosa.

La dimensión espacial nos habla del derecho que tiene toda persona a un espacio para realizar su vida, y en el que las personas se pueden relacionar con la naturaleza y tomar conciencia que hay otros seres con los mismos derechos que uno mismo.

La dimensión cultural tiene que ver con todas las manifestaciones y expresiones, mediante las que, todos los humanos de la tierra manifiestan sus relaciones con los otros y con la naturaleza.

La dimensión política es la forma de institucionalizar el poder en la sociedad, donde se pone de manifiesto, el grado de organización que un pueblo alcanza para sí. Está dimensión se encuentra fundamentada sobre el derecho y el poder, de forma que, cuando el derecho no es apoyado por el poder, el derecho se muestra débil, y cuando el poder no está vigilado por el derecho se cae en la dictadura.

Estas tres dimensiones que abarcan lo geográfico, lo cultural y lo político, tienen mucho que ver con el desarrollo de la dignidad persona humana y con toda su riqueza [23].

La dimensión religiosa del ecumenismo surge a raíz de las rupturas de la Iglesia occidental y la oriental y de la ruptura, en el siglo XVI, de las Iglesias cristianas occidentales.

Será en las correspondencias epistolares entre Bossuet y Molanus, y después entre Bossuet y JG Leibniz, cuando se institucionalice el término "ecumenismo", para significar, un camino universal de unión, entre todas la Iglesias cristianas, e incluso de otros movimientos religiosos no cristianos.

Desde la reflexión de estas dimensiones, nace la necesidad de que en la universalidad de la Iglesia, se abran espacios que unan las diferentes expresiones de vida de la comunidad humana [24].

Es cierto, que desde esta perspectiva, nos salimos un tanto del los límites del ecumenismo como se ha entendido tradicionalmente, movimiento de unión entre las Iglesias cristianas. Pero, si tenemos en cuenta que la humanidad constituye el "Pueblo de Dios" y la llamada a la salvación es universal, hemos de aceptar que el movimiento ecuménico afecta a toda la humanidad.

El movimiento ecuménico tiene  un especial significado  al hablar de  la unidad de los que confiesan a Jesucristo como el Señor, pero difícilmente el conjunto de los pueblos de la tierra podría aceptar al Dios de la unidad, si quienes dicen creer en él, no muestran con hechos su vivir en unión fraternal.

Emiliano Tiburcio Moreno, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Cf. JAVIERRE, A.M. Promoción conciliar del diálogo ecuménico. (Madrid 1966)

2      Cf. GUITTON, J. Diálogo con los precursores. Madrid 1963

3      Cf. GONZÁLEZ MUÑANA, M. Hacia la Pascua de la unidad. (Córdoba 1997) 100s

4      Cf. THILS, G. Historia doctrinal del movimiento ecuménico (Madrid 1968)

5      Cf. GONZÁLEZ MUÑANA, M. Hacia la Pascua     Pg100-101

6      Ibídem 103

7      U.R. 1

8      Cf. 3ª Asamblea Ecuménica  de las Iglesias. Varios. Movimiento ecuménico  Madrid 1966

9      3ª Asamblea de Nueva Delhi. Madrid 1966

10      El padre Paul Couturier nace en Lyón el 29 de julio de 1881 y muere en Lyón el 24 de marzo de 1953. Fue ordenado sacerdote en 1906. En la década de los años recibió en su casa a numerosos refugiados rusos que huían de Rusia a Occidente. En el trato con dichos emigrantes descubrió la riqueza de la espiritualidad de aquellos emigrantes ortodoxos.

11      Dz 1686-1687

12      Texto citado por GONZÁLEZ MUÑANA en Hacia la Pascua de... Pag 113.

13      Cf. Lumen Gentium nº 15.

14      Ibídem nº 16.

15      Cf. UR nº 1

16      Ibídem n°2

17      Ibídem nº 22

18      Ibídem nº 10

19      Cf. UR nº 11

20      Ibídem 13-23.

21      Cf. DE SANTA ANA, J. Ecumenismo y Liberación Madrid 1987.

22      También se debe tener en cuenta que hay otros términos, con las mismas raíces griegas, que indican la marcha de la casa y su economía. Así tenemos la palabra oikonomos, que sería el mayordomo, y el término oikonomía, que sería la función del mayordomo prever las necesidades de la casa.

23      Cf. DE SANTA ANA, J, Ecumenismo... Pg 18-20

24      Hay abundancia de textos bíblicos apoyando esta dirección. Cf. Ex 22, 20-26. Lc 4, 25-27.