Card. Julián Herranz

En la era digital de la “high-technology” en la que vivimos, también nosotros los cardenales con más de ochenta años hemos debido familiarizarnos con los ordenadores, los motores de búsqueda, las conferencias en “streaming”, etc. Por esto, pido disculpas si en mi intervención me permito adoptar la técnica de gestión de datos llamada “global visión”, haciendo uso de la aplicación “Google Earth” en su dimensión no espacial, sino temporal. Así, mediante el dispositivo de desplazamiento del “zoom”, procuraré pasar de una visión global del tema expresado en los dos términos “Mons. del Portillo” y “Vaticano II”, a tres visiones particulares y temporales concretas acerca del influjo del Siervo de Dios (próximo beato) en el Concilio Vaticano II, antes, durante y después de la celebración del mismo Concilio.

Obviamente presentaré sobre todo el trabajo de Mons. del Portillo durante la celebración del Concilio, como secretario de una de las diez comisiones de padres conciliares, aquella a la que fue confiada uno de los temas más difíciles desde el punto de vista teológico y disciplinar: la vida y el ministerio de los sacerdotes en la Iglesia y en el mundo. Pero antes situaré el “zoom” sobre algún aspecto del influjo que Mons. del Portillo había tenido en la futura temática y en los futuros protagonistas del Concilio.

1. Mons. del Portillo y la curia romana

Viví con don Álvaro durante 41 años, hasta su muerte el 23 de marzo de 1994. Le conocí en Roma, en la sede central del Opus Dei en octubre de 1953, siete años después de su llegada desde España en febrero de 1946. Durante los estudios de licencia en Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás (entonces Angelicum), comencé a darme cuenta del afecto y del prestigio que entre los profesores de aquel Ateneo Pontificio y entre no pocos prelados de la Curia Romana, gozaba aquel sacerdote de 38 años, procurador general del Opus Dei, ya conocido canonista particularmente experto en cuestiones relativas a la espiritualidad y el apostolado laical que había hecho precedentemente en España los estudios superiores en filosofía e ingeniería civil y ejercitado esta profesión.

Muchos de ellos sabían que don Álvaro colaboraba en estrecho y continuo contacto con el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en la difícil tarea de lograr que el peculiar carisma y la realidad social de esta nueva y muy original empresa apostólica encontrase una adecuada solución jurídica en el derecho de la Iglesia. Algunos habían leído artículos de don Álvaro en varias revistas eclesiásticas, o le habían oído hablar acerca de las características, más bien nuevas y sorprendentes, de una vocación laical a la santidad y al apostolado, es decir, al diálogo filial con Dios y a la difusión del Evangelio en medio del trabajo profesional y de las otras realidades seculares de la vida ordinaria del cristiano.

Desde 1955 don Álvaro había comenzado a trabajar como consultor en dicasterios de la Santa Sede, donde eran muy apreciados no solamente la doctrina sino también el carácter amable, humilde y cordial de don Álvaro. Pondré solo un ejemplo. El 16 de abril de 1960, en una conversación con el cardenal Pietro Ciriaci, prefecto de la Congregación que se ocupaba de la disciplina del clero y del pueblo cristiano, me dijo que estimaba mucho a don Álvaro y que por eso, un año antes, cuando comenzaron los primeros trabajos preparatorios del Vaticano II anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959 lo había nombrado presidente de una especial Comisión de estudio sobre el laicado católico, que había sido constituida en el seno del mencionado dicasterio. He querido referirme a este episodio porque fue en estos años y en estos trabajos preparatorios del Vaticano II, cuando don Álvaro tuvo ocasión de conocer y tratar a no pocas personas obispos y cardenales, teólogos y canonistas que tuvieron después una participación decisiva en la elaboración de proyectos para documentos conciliares referidos, entre otras, a lo que ha sido una enseñanza central del Concilio Vaticano II: la doctrina sobre el laicado y sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado.

El carácter sencillo y afable de don Álvaro, la profundidad y al mismo tiempo la humildad de su pensamiento y la extrema delicadeza en sus juicios, permitían comprender bien su gran capacidad de ganarse la simpatía y la amistad de las personas: desde aquellas de los ambientes de la Curia, como los monseñores Domenico Tardini, futuro secretario de estado, y Giovanni Battista Montini, futuro arzobispo de Milán y después Papa Pablo VI, o también los cardenales Ciriaci, Marella, Antoniutti y Baggio, hasta notables teólogos y canonistas que progresivamente se incorporaron a los trabajos del Concilio. De estos últimos, que fueron tantos, quisiera citar solamente a algunos que manifestaron, en más ocasiones, particular interés por conocer, a través de don Álvaro, la persona y las enseñanzas del fundador del Opus Dei. Entre los personajes protagonistas del Vaticano II, recuerdo sobre todo a los cardenales Frings, Doepfner, Ottaviani, Koenig y Marty; también Mons. Pericle Felici, secretario general del Concilio, futuro cardenal presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho canónico; Mons. Carlo Colombo, decano de la Facultad de Teología de Milán, perito conciliar y teólogo personal de Pablo VI; Mons. Willy Onclin, decano de la Facultad de Derecho canónico de la Universidad de Lovaina y perito de cuatro comisiones conciliares; el Padre Yves Congar, O.P., perito teólogo en más comisiones y futuro cardenal; Mons. Jorge Medina, perito conciliar y futuro cardenal prefecto de la Congregación para el Culto Divino; Mons. Karol Wojtyla, futuro cardenal arzobispo de Cracovia y san Juan Pablo II; Mons. Joseph Ratzinger, futuro cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Papa Benedicto XVI.

A propósito de Benedicto XVI, nuestro querido Papa emérito, permitidme un breve recuerdo reciente. Fui a visitarle algunos días atrás en su retiro en el monasterio de los jardines vaticanos. Sabía ya sobre la próxima beatificación de don Álvaro y me dijo: “¡Qué bueno! Le he tenido como colaborador durante años, cuando era consultor en la Congregación para la Doctrina de la Fe: ¡qué buen ejemplo para todos nosotros!”.

2. Un protagonista del Concilio Vaticano II

Pero el tiempo corre. Por ello debo deslizar el zoom hasta el inicio del Concilio y, concretamente, sobre el enorme trabajo de don Álvaro como secretario de una de las más difíciles comisiones del Vaticano II. El indicador se detiene sobre una fecha precisa, el 4 de noviembre de 1962. Ese día Mons. del Portillo recibió una carta del Card. Pietro Ciriaci, Presidente de la Comisión De disciplina cleri et populi christiani del Concilio Vaticano II, en la cual le comunicaba que había sido elegido secretario de dicha comisión. Cuatro días después, el 8 de noviembre, don Álvaro recibió la carta de nombramiento.

San Josemaría Escrivá manifestó, a cuantos estaban presentes ese día en la sede del Consejo General del Opus Dei, su satisfacción por la gran estima que, con dicho nombramiento, la Santa Sede había demostrado a don Álvaro. Dijo, además, que había aconsejado a don Álvaro que aceptara por amor a la Iglesia y en filial obediencia al Papa el oneroso compromiso de trabajo que se le pedía, y que le había dado este consejo con la fundada esperanza de que él pudiese continuar desempeñando, aunque con continuos esfuerzos y sacrificios, también las tareas de secretario general del Opus Dei. Y así sucedió, efectivamente, durante los tres largos años de la gran asamblea conciliar.

Pero, más allá de esta realidad de un doble compromiso de trabajo, Mons. del Portillo debió enfrentar de inmediato, con esa serenidad que todos admiraban en él, una particular dificultad, digamos existencial y metodológica, en el encargo recibido de la Santa Sede. Una dificultad de la que solo la atenta consideración de la historia del Vaticano II permite darse cuenta suficientemente. Me refiero en concreto al evidente abismo que existía entre los contenidos, más bien escasos, de los esquemas preparatorios confiados a la Comisión “Sobre la disciplina del clero” en cuyo trabajo de estudio también yo fui invitado a colaborar y la amplitud, en cambio, de las cuestiones doctrinales y disciplinares que comenzaban a surgir acerca de la identidad y la imagen eclesial del presbítero, y las exigencias y características específicas de su vida y de su ministerio.

De hecho, en las reuniones que tuvieron lugar entre el 21 y el 29 de enero de 1963, la Comisión Coordinadora de los trabajos del Concilio estableció que debía reducirse a 17 el número de los esquemas de constituciones y de decretos que debían presentarse en el aula, por parte de las diversas comisiones conciliares. Consecuentemente, a la Comisión para la Disciplina del Clero le fue encargado preparar un único esquema de decreto, comprendiendo solo tres argumentos: la espiritualidad sacerdotal, la ciencia pastoral y el recto uso de los bienes eclesiásticos. De hecho, la misma Comisión de Coordinación decidió, un año después, que el esquema anterior fuera reducido drásticamente a los puntos esenciales, para ser presentado, no en forma de un verdadero decreto, sino de pocas y breves Propositiones.

No hay duda de que estas decisiones de los organismos directivos del Concilio obedecían a criterios selectivos y metodológicos de orden general, que tendían a dar prioridad de desarrollo a temas considerados de importancia primaria, como la renovada reflexión teológica sobre la Iglesia, las directrices para la reforma litúrgica, la doctrina sobre el episcopado y su sacramentalidad, el apostolado de los laicos o el movimiento ecuménico. Sin embargo, los 30 miembros de la Comisión De disciplina cleri (2 cardenales, 15 arzobispos y 13 obispos) y los 40 peritos (teólogos y canonistas de 17 nacionalidades) estaban de acuerdo en considerar don Álvaro estaba muy familiarizado y lo hacía notar con su habitual fortaleza amable que, precisamente por el desarrollo doctrinal y normativo sobre el episcopado y sobre el laicado, se hacía aún más necesaria una paralela profundización teológica y disciplinar sobre el presbiterado. De lo contrario, habría permanecido incompleta la misma teología de comunión que estaba en la base de los trabajos conciliares, y habrían defraudado a los más de medio millón de presbíteros que eran y son, en todo el mundo, colaboradores de los obispos e inmediatos pastores de los fieles laicos.

No obstante, la Comisión De disciplina cleri, en respuesta a las directivas recibidas, preparó de mala gana la expresión puede parecer fuerte, pero más tarde se demostraría comprensible las breves y por esto necesariamente pobres e insuficientes proposiciones De vita et ministerio sacerdotali, que fueron debatidas en la asamblea conciliar los días 13, 14 y 15 de octubre de 1964. De la discusión y votación en el aula, y de las muchas propuestas de enmienda recibidas, emergió claramente como don Álvaro preveía y así me lo había dicho antes que era deseo de los padres del Concilio que el tema del sacerdocio ministerial de los presbíteros fuese tratado, no en forma de breves proposiciones, sino a través de un verdadero y propio decreto conciliar, de suficiente amplitud y contenido.

Recuerdo bien que Mons. del Portillo, cual diligente y paciente secretario de la comisión, acogió este deseo de la asamblea conciliar no solo con espíritu de obediente disponibilidad, sino también con viva alegría y satisfacción. Tanto es así que él mismo sugirió al relator del esquema, el entonces arzobispo de Reims Mons. François Marty años después cardenal arzobispo de París dirigir de inmediato una carta a los cardenales moderadores del Concilio, a través del secretario general, Mons. Pericle Felici, solicitando la autorización necesaria para que nuestra comisión pudiese rehacer y desarrollar el esquema en la forma deseada por la asamblea, es decir, como un verdadero decreto conciliar.

La carta, en latín (Prot. N. 730/64, del 20 de octubre de 1964), obtuvo siete días después la esperada respuesta del secretario general del Concilio: “He tenido cuidado decía Mons. Felici de exponer a la consideración de los eminentísimos cardenales moderadores la carta de vuestra excelencia. En la sesión del pasado 22, los eminentísimos moderadores, accediendo a las razones presentadas por vuestra excelencia, han expresado el parecer de que la comisión reelabore el texto del esquema De vita et ministerio sacerdotali como es indicado por vuestra excelencia…” (Carta de la Secretaría General del Concilio, Prot. N. LC/758, del 27 de octubre de 1964).

«Omnia tempus habent» (Sir 3, 1) todas las cosas tienen su tiempo. Finalmente había llegado el momento en que el Concilio Ecuménico Vaticano II, consciente de que la deseada renovación de la Iglesia y de su misión evangelizadora dependía, en gran parte, del ministerio de los presbíteros (cfr. Decr. Prebyterorum Ordinis, proemio y n. 1; Decr. Optatam totius, n. 2), podía dedicarles un documento suficientemente amplio, con todas las aclaraciones doctrinales, y normas pastorales y disciplinares que fueran necesarias, con una referencia específica a las circunstancias culturales y sociológicas del mundo contemporáneo.

Recuerdo que don Álvaro convocó inmediatamente, y puso a trabajar, a las diversas subcomisiones de miembros y de peritos en que estaba articulada la comisión, y fue preparado en tiempo “récord” el proyecto del nuevo esquema. La comisión plenaria, siempre bajo la dirección de Mons. del Portillo a quien el presidente, el Card. Pietro Ciriaci, de salud delicada, había confiado esta tarea, examinó las varias partes del nuevo esquema en las reuniones plenarias tenidas puedo decir que eran sesiones verdaderamente interminables los días 29 de octubre y 5, 9 y 12 de noviembre de 1964. La gracia del Espíritu Santo, invocado con confianza al inicio de cada sesión de trabajo, hizo posible que el proyecto de decreto De ministerio et vita Presbyterorum fuese preparado, impreso y distribuido a toda la asamblea conciliar ocho días después, el 20 de noviembre de 1964, esto es, en la vigilia de la conclusión de la tercera sesión del Concilio. El secretario general del Concilio quedó verdadera y felizmente sorprendido, casi exclamaba: “milagro”.

Este texto, completado después en algunos puntos con oportunas añadiduras, fue discutido y aprobado por la asamblea (“in aula”, como solía decirse) durante la cuarta y última sesión del Concilio, en octubre de 1965 y fue votado de manera definitiva con el siguiente resultado: votantes: 2394 padres conciliares; placet: 2390; non placet: 4. El Santo Padre Pablo VI, en sesión pública del entero Concilio, promulgó solemnemente el decreto Presbyterorum Ordinis, de Presbyterorum ministerio et vita el 7 de diciembre de 1965.

Fueron días, semanas, meses de intensísimo trabajo, de gran tensión moral y psicológica, de lucha contra el tiempo, de estrés; pero en el alma y en el rostro de Mons. del Portillo había siempre serenidad. Parecía decir aquello que estaba escrito en la base de un hermoso reloj solar que siempre me ha gustado comparar con don Álvaro: Horas non numero nisi serenas (indico solamente las horas serenas), tiempo sereno (con sol en el cielo), animo tranquilo (con paz en el alma).

Estoy seguro de que a todos vosotros, en particular a aquellos que han tenido la fortuna de conocer y tratar a don Álvaro, os gustará escuchar el contenido de una carta que el Card. Pietro Ciriaci le escribió una semana después, el 14 de diciembre de 1965. Solo leeré algún fragmento:

«Rvdmo. y querido don Álvaro:

Con la aprobación definitiva del 7 de diciembre pasado se ha cerrado, gracias a Dios, felizmente, el gran trabajo de nuestra comisión, que de esta manera ha podido conducir a puerto el decreto, no último por importancia de los decretos y constituciones conciliares”. Después de haber recordado con alegría la “votación casi plebiscitaria del texto”, el Excmo. presidente añadía: “Sé bien cuánto en todo esto ha tenido parte vuestro trabajo sabio, tenaz y gentil, que, sin faltar el respeto a la libertad de opinión de los otros, no ha dejado de seguir una línea de fidelidad a aquellos que son los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Al informar al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto. Mientras tanto quiero hacerle llegar, con un caluroso aplauso, mi más sincero agradecimiento».

No me encontraba presente cuando don Álvaro leyó esta carta. Pero estoy seguro de que debió comentar, ya que era usual en él dar a Dios toda alabanza o agradecimiento personal: ¡Sean dadas las gracias al Señor! Deo Gratias!

3. ¿Cuál era la imagen del sacerdote en los trabajos conciliares?

Llegados a este punto, parece necesario hacerse una pregunta sugerida por una frase de la carta del Card. Ciriaci: ¿cuáles han sido estos “grandes principios orientadores” que guiaron a don Álvaro, a la comisión conciliar y a todos los padres del Concilio, al definir los elementos esenciales de la identidad teológica y de la misión apostólica de los presbíteros? Diría que estos “grandes principios orientadores” están impregnados, en primer lugar, por el doble compromiso de fidelidad a la tradición y de una renovación real que ha inspirado todo el Concilio Vaticano II.

De hecho, situando el sacerdocio ministerial de los presbíteros y su triple función docente, santificadora y de gobierno en el corazón de la misión salvífica de la Iglesia, el decreto Presbyterorum Ordinis ha enmarcado el sacerdocio desde el punto de vista original y profundo de la participación del presbítero en la consagración y en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor. De esta manera surge una visión del ministerio sacerdotal esencialmente sacramental y profundamente dinámica, como explicó con exquisita claridad Mons. del Portillo en una declaración de 1966:

«A lo largo de los debates conciliares en torno al decreto sobre los presbíteros se habían manifestado dos posiciones que, consideradas separadamente, podían parecer opuestas y aun contradictorias entre sí: se insistía, por una parte, en el aspecto de la evangelización, en el anuncio del mensaje de Cristo a todos los hombres; por otra, se ponía el acento sobre el culto y adoración de Dios como fin al que todo debe tender en el ministerio y en la vida de los presbíteros. Se hacía necesario un esfuerzo de síntesis, de conciliación, y la comisión puso todo su empeño en armonizar esas dos concepciones, que no eran opuestas ni, por tanto, se excluían mutuamente. Estas dos diversas posiciones doctrinales sobre el sacerdocio alcanzan, en efecto, pleno relieve y significado cuando se integran dentro de una síntesis total, que haga ver cómo esos dos aspectos son facetas absolutamente inseparables entre sí, que se complementan y se dan mutuo resalte: el ministerio en favor de los hombres solo se entiende como servicio prestado a Dios y, a su vez, la gloria de Dios exige que el presbítero sienta ansia de unir a su alabanza la de todos los hombres […]. Se presenta, por tanto, una perspectiva dinámica del ministerio sacerdotal que, anunciando el Evangelio, engendra la fe en los que aún no creen para que, perteneciendo al Pueblo de Dios, unan su sacrificio al de Cristo, formando un solo Cuerpo con Él» [1].

En este contexto, el sacerdote es un miembro del Pueblo de Dios, elegido entre los otros con una particular llamada divina (consagración) y enviado (misión) a desempeñar funciones específicas al servicio del Pueblo de Dios y de toda la humanidad. Un hombre elegido, un hombre consagrado, un hombre enviado. Estas son indudablemente, en su unidad e inseparabilidad, las tres características fundamentales de la imagen del presbítero, como don Álvaro procuró glosar en sus textos, especialmente en el libro Escritos sobre el sacerdocio, traducido y publicado en casi todas las lenguas modernas. Veamos brevemente estas características del ministro de Cristo, también porque ahora, cincuenta años después del Concilio, son a menudo subrayadas por el Papa Francisco.

1) Un hombre elegido y llamado

¿Elegido por quién? ¿Elegido por la comunidad cristiana, como algunos querrían? ¿Elegido tal vez por sí mismo, como si tuviera un derecho personal absoluto a ser sacerdote? Parecía inútil y descabellado hacer preguntas como estas. Sin embargo, existían durante la celebración del Concilio, y continúan existiendo ahora, diferentes posturas ideológicas según las cuales, con argumentos diversos pero siempre reductivos de la naturaleza del sacerdocio, se discute el magisterio de la Iglesia. Pero en la doctrina conciliar está claro que la vocación del presbítero es absolutamente inseparable de su consagración y de su misión. Aquél que lo elige es también quien lo consagra y lo envía: es decir, el mismo Cristo, a través de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos.

He aquí cómo esta realidad divina es sancionada por el decreto Presbyterorum Ordinis: «Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en el que “no todos los miembros tienen la misma función” (Rm 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres» [2].

Al subrayar de esta manera la institución divina del sacerdocio, se pone el acento en la vocación divina del presbítero. Él, por tanto, no es un delegado de la comunidad delante de Dios, ni es un funcionario o un empleado de Dios frente al Pueblo. Es un hombre elegido por Dios entre los hombres para realizar, en nombre de Cristo, el misterio de la salvación. La noción de vocación divina amaba recordar don Álvaro es esencial para contrarrestar ciertas concepciones democratistas, por desgracia presentes en algunos ambientes eclesiales, y también para que nosotros, sacerdotes, no olvidemos nunca la elección de amor que Cristo ha realizado en nuestras vidas. Ha recordado el Papa Francisco: «Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: ‘No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes’, dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada» [3]. «Convertirse en sacerdote no es ante todo una elección nuestra, más bien es la respuesta a una llamada y a una llamada divina» [4].

2) Un hombre consagrado

Si bien elegidos por Dios para desempeñar de forma oficial, en nombre de Cristo, la función sacerdotal, está claro que los presbíteros son algo más que simples titulares de un oficio público y sagrado, ejercitado al servicio de la comunidad de los fieles. El Presbiterado, escribe Mons. del Portillo, «es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único Mediador [5]. Estoy seguro que en todo su trabajo como secretario de la comisión, tenía siempre presente la enseñanza sobre el sacerdocio de un sacerdote santo todavía en vida en aquel tiempo, Mons. Escrivá. Éste había dicho en una homilía en 1960 refiriéndose al Sacrificio Eucarístico: «La Misa insisto es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona, y en nombre de Cristo» [6].

Presbyterorum Ordinis teniendo presente el notable desarrollo que había alcanzado en otros documentos del Concilio la doctrina sobre el episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles ha querido resaltar la especial consagración sacramental de los presbíteros, que les hace partícipes del mismo sacerdocio de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Y así lo ha hecho, mostrando contemporáneamente el vínculo del ministerio presbiteral con la plenitud sacerdotal y la misión pastoral de los obispos de los cuales son colaboradores, y distinguiéndolo también del sacerdocio común de todos los bautizados. «Enviados los apóstoles, como Él había sido enviado por el Padre se lee en el n. 2 del decreto, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos, cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió».

Agere in persona Christi Capitis, actuar en la persona de Cristo, permite expresar exactamente la esencia de la condición ministerial como capacidad de participar, a través de la recepción del sacramento del Orden, en las acciones propias de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia. El fundamento de tal participación es la potestad recibida, mientras que su finalidad es hacer presente aquí y ahora, mediante acciones específicas (ministerium verbi et sacramentorum), la salvación como vida de la Iglesia y, en la Iglesia, del mundo. Se observa por tanto en esta fórmula, la sacramentalidad de las acciones específicas del ministerio ordenado respecto a la vida de la Iglesia.

A esta sacramentalidad hace plena referencia la figura ministerial del presbítero, que «a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella» [7]. De hecho, como repetía san Juan Pablo II: «Por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y de la gratuidad de la gracia, que en la Iglesia es donada por Cristo resucitado. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma consciencia, en la fe, de no ser por sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles y sus sucesores, como titulares de una autoridad que les viene dada de Cristo Cabeza y Pastor, están puestos con su ministerio frente a la Iglesia como prolongación visible y signo sacramental de Cristo en su mismo estar frente a la Iglesia y el mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación» [8]. Nosotros sacerdotes, presbíteros y obispos, somos signos sacramentales de Cristo entre los hombres, tanto más cuanto más sinceramente podemos decir con san Pablo: «Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Por ello el Papa Francisco ha dicho a los sacerdotes: “Este vivir en Cristo en realidad marca todo aquello que somos y hacemos. Y esta vida en Cristo es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica […]. No es la creatividad pastoral, no son los encuentros y las planificaciones los que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que dice con insistencia: Permaneced en mí y yo en vosotros” [9].

3) Un hombre enviado

Los presbíteros del Nuevo Testamento, enseña el decreto en el que tanto trabajó don Álvaro, «son tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios» [10]. El presbítero es un hombre llamado y consagrado para ser enviado a todos los hombres, en servicio de la acción salvífica de la Iglesia, como pastor y ministro del Señor. El Vaticano II ha querido recordar y reafirmar la dimensión cultual y ritual del sacerdocio, sujetándose a la tradición del Concilio de Trento, pero ha querido, al mismo tiempo, subrayar con fuerza su dimensión misionera: no como dos momentos distintos, sino como dos aspectos simultáneos de la misma exigencia de evangelizar.

Partiendo de la referencia normativa de la existencia sacerdotal de Cristo y de los apóstoles, el decreto ha hablado con fuerza de la necesaria presencia evangelizadora de los presbíteros entre los hombres: «moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado» [11]. El sacerdote debe estar siempre presente y operativo como ministro de Cristo en la vida de los hombres, y no lo sería si su actividad estuviera limitada a las funciones rituales, o si por casualidad esperase que fuesen los demás quienes vinieran a romper su aislamiento.

Al mismo tiempo, Presbyterorum Ordinis ha proclamado, con una admirable energía espiritual, una enseñanza que no temo en definir fundamental, también para huir de todo peligro de desacralización de la imagen del sacerdote o de reducción temporal, social o filantrópica, de su ministerio. Y esto sin ningún distanciamiento del mundo, o sin ninguna pérdida de la humanidad. De hecho el decreto señala: «Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres» [12].

La presencia del sacerdote secular en el mundo estará siempre caracterizada por este aspecto dialéctico que es inherente a la naturaleza de su misión. «Porque tal misión ha explicado magistralmente Mons. del Portillo solo podrá llevarse a cabo si el sacerdote consagrado por el Espíritu sabe estar entre los hombres (pro hominibus constitutus) y, al mismo tiempo, separado de ellos (ex hominibus assumptus): cf. Hb 5, 1; si vive con los hombres, si comprende sus problemas, apreciará sus valores, pero al mismo tiempo en nombre de otra cosa, dará testimonio y enseñará otros valores, otros horizontes del alma, otra esperanza» [13]. Es así que los presbíteros llegarán incluso a resolver un problema que a veces se exagera o es tergiversado hoy, como en tiempos del Concilio sobre el plano sociológico. Me refiero a su válida inserción en la vida social de la comunidad civil, en la vida ordinaria de los hombres. De hecho, hoy más que nunca, los laicos el intelectual, el obrero, el empleado quieren ver en el sacerdote un amigo, un hombre de trato sencillo y cordial (un hombre, se dice, al alcance de la mano), que sepa entender bien y estimar las nobles realidades humanas. Pero al mismo tiempo, quieren ver en él un testigo de las cosas futuras, de lo sacro, de la vida eterna; en otras palabras, un hombre capaz de percibir y de enseñarles, con fraterna solicitud, la dimensión sobrenatural de su existencia, el destino divino de sus vidas, las razones trascendentales de su sed de felicidad: en una palabra, un hombre de Dios [14]. Ese hombre capaz de abrir su corazón a la ternura de Dios, como repite el Papa Francisco: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» [15].

4. El sacerdote “llamado a la santidad”

Permitidme una última consideración acerca de una verdad que veíamos constantemente trasparentar en las intervenciones de don Álvaro. Los tres rasgos teológicos esenciales anteriormente expuestos sobre la imagen del sacerdote (su vocación divina, su consagración sacramental y su misión evangelizadora) resultan bien entendidos, integrados y diría que envueltos por una profunda exigencia de orden ascético: la santidad personal, a través de la espiritualidad específica del sacerdote secular. ¡Con cuánto compromiso concreto, que no le hacía ahorrar sacrificios, y con cuánto amor por el sacerdocio, aprendido directamente de san Josemaría Escrivá, Mons. del Portillo dirigió los trabajos de este III capítulo del decreto!

Hubo días, no pocos, en los que la jornada laboral de don Álvaro, y con él la de sus más cercanos colaboradores en la comisión, terminaba después de la media noche. A esas horas intempestivas, cerradas todas las oficinas de los dicasterios de la Santa Sede, se debía reunir en una de las residencias de los Padres y peritos conciliares (San Tommaso di Villanova, en la calle Romania), para ultimar la preparación de las propuestas de los textos del Decreto, o también las responsiones ad modos (las respuestas de la comisión a las correcciones propuestas por los Padres) que debían ser presentadas la mañana siguiente a la Comisión plenaria y enviadas en un mismo día a la Tipografía Vaticana. Recuerdo bien la gran estima y sobre todo el cordial afecto que, a pesar del incansable ritmo de trabajo, manifestaban hacia Mons. del Portillo todos sus colaboradores cercanos.

Si tenemos en cuenta que lo que subyace a todo el Concilio es promover una renovación en la Iglesia, capaz de empujarla hacia una más eficaz evangelización del mundo, es oportuno hacer notar que en estas páginas dedicadas a la santidad sacerdotal vibra con particular vigor el mismo compromiso y espíritu. Escuchemos aún: «Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios» [16].

De esto se deriva que, desde el inicio, se destacara un aspecto esencial: el sacerdote está llamado a alcanzar la santidad a través del ejercicio de las propias funciones ministeriales, que no solo le exigen este compromiso de perfección, sino que lo estimulan y perfeccionan [17].

Desempeñando el propio ministerio según el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, el presbítero alcanza la unidad de vida expresión particularmente querida por don Álvaro por ser a menudo recurrente en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá, esto es, la deseada unión y armonía entre su vida interior y las obligaciones, tantas veces dispersivas, que se derivan del propio ministerio pastoral. La referencia a la unidad de vida de los sacerdotes y a su fundamento, que consiste en el unirse «a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado» [18], es uno de los elementos más significativos de la doctrina ascética del decreto.

Sin embargo, el presbítero no podrá realmente vivir esta unidad de vida y no manifestará verdaderamente la caridad pastoral de Cristo en su ministerio, si no es un hombre de Eucaristía y de oración, un alma esencialmente eucarística y contemplativa. Se advierte, en efecto, en Presbyterorum Ordinis para evitar equívocos sociológicos o simplemente emotivos, que «Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz centrum et radix de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» [19]. Con su encantadora sencillez, el Papa Francisco ha glosado así esta realidad mística: «Si vamos a Jesús, si buscamos al Señor en la oración, seremos buenos sacerdotes, aunque seamos pecadores. Si en cambio nos alejamos de Jesucristo, tendremos que compensar esa relación con otras actitudes mundanas, idólatras, y nos hacemos devotos del dios Narciso […]. El sacerdote que adora a Jesucristo, el sacerdote que habla de Jesucristo, el sacerdote que busca a Jesucristo y que se deja buscar por Jesucristo: este es el centro de nuestra vida. Si no hay esto, lo perdemos todo. ¿Entonces qué daremos a la gente?» [20].

5. Frente a la nueva evangelización

Hemos acudido al decreto Presbyterorum Ordinis para buscar en sus páginas la imagen del sacerdote que el Concilio Vaticano II ha dejado y que don Álvaro ha ilustrado en sus escritos, pero sobre todo con la ejemplaridad de su trabajo y de su vida sacerdotal. Ahora podemos formular una pregunta que el mismo Mons. del Portillo se hacía a veces recuerdo bien algunas conversaciones suyas en la noche de su vida, casi en el umbral del tercer milenio: esta imagen, estos parámetros doctrinales y disciplinares, esta identidad propia del sacerdote católico, ¿cómo se insertan en el gran desafío que las circunstancias del mundo actual y el impulso del Papa Francisco presentan a la Iglesia y, en primer lugar, a los ministros de Cristo?

Podemos hacer una primera constatación. Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy han pasado cincuenta años de vida vivida y sufrida en la Iglesia, años de reflexión teológica, no siempre equilibrada y serena; de renovado empeño pastoral, no siempre sin contrastes y dificultades. Y sin embargo la doctrina del decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros no solamente no se ha oscurecido, sino que más bien se ha impuesto con creciente vigor. Esto tiene una explicación: el Concilio Vaticano II surgió en la Iglesia con una vocación de renovación y de evangelización. Y es cierto que, a distancia de medio siglo de su conclusión, son fácilmente destacables los signos crecientes del influjo positivo de su dinamismo espiritual y pastoral.

El espíritu conciliar de renovación ha impregnado en estos años, bajo la guía providencial de grandes papas que se han sucedido en la sede de Pedro, la vida litúrgica, la normativa canónica, la enseñanza catequética. La Iglesia ha renovado verdaderamente su doctrina, su legislación y su vida de acuerdo con el Vaticano II, y está en condiciones de realizar su misión apostólica según el nivel que los tiempos exigen. Además, está comprometida desde hace años, bajo el vigoroso impulso de san Juan Pablo II, de Benedicto XVI y ahora del Papa Francisco, en una empresa de nueva evangelización, que “exige de los sacerdotes que sean radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo pastoral” [21], siempre bajo el signo de la fidelidad a su vocación, consagración y misión, es decir, a los contenidos del decreto Presbyterorum Ordinis.

La nueva evangelización, que debe manifestar con vigor la centralidad de Cristo en el cosmos y en la historia, no solo tiene una dimensión ascendente Cristo como cumplimiento de todos los anhelos del hombre sino, y sobre todo, una mediación descendente: «En Jesucristo Dios no solo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre» [22]. Palabras de san Juan Pablo II que también al Papa Francisco le gusta repetir.

Cristo, único Mediador, está presente en el sacerdote para hacer que toda la Iglesia, Pueblo sacerdotal de Dios, pueda dar al Padre el culto espiritual que todos los bautizados están llamados a ofrecer. ¿Cómo podrá haber ofrenda aceptable al Padre si aquello que ofrecen los fieles el trabajo, las alegrías y las dificultades de la vida familiar y social, la misma vida no fuera ofrecido en la Santa Misa, en unión con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, única víctima propiciatoria?

Cristo, Único y Eterno Sacerdote, está presente en el misterio de los sacerdotes, para recordar a todos que su pasión, muerte y resurrección no constituyen un evento que deba ser circunscrito o relegado al pasado, a la Palestina de hace 2000 años, sino una realidad salvífica, siempre actual, hecha continuamente operativa por el milagro de amor de la Eucaristía, centro y raíz de la vida de la Iglesia.

Cristo, por su divinidad unigénito del Padre y por su humanidad primogénito de todas las criaturas, está presente en el sacerdote para anunciar al mundo su Palabra con autoridad, educar a todos en la fe y formar con los sacramentos la nueva humanidad, el Cuerpo místico del Señor, en espera de su venida en la última hora de la historia.

Cristo, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, está presente en el sacerdote, para enseñar a los hombres que la reconciliación del alma con Dios no puede ser ordinariamente obra de un monólogo; que el hombre pecador, para ser perdonado, tiene necesidad del hombre-sacerdote, ministro y signo en el sacramento de la Penitencia de la radical necesidad que la humanidad caída ha adquirido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador.

En una palabra, Cristo está presente en el sacerdote, para proclamar y dar testimonio al mundo de que Él es el Príncipe de la paz, la Luz de las almas, el Amor que perdona y reconcilia, el Alimento de la vida eterna, la Única Verdad por sí misma, el Alfa y el Omega del universo. Y que, por eso, ninguna realidad verdaderamente humana, ningún proceso humano de perfección o de desarrollo, puede ser concebido al margen de la nueva creación realizada por su encarnación y su sacrificio.

He aquí nuestra razón de ser de todos los sacerdotes, las “credenciales de nuestra identidad”, que debemos presentar con más valor y claridad ante los hombres cuanto más desvergonzada sea la presión del agnosticismo religioso y del permisivismo moral. San Juan Pablo II ha dicho: «La Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Solo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis» [23]. Esta Iglesia, en permanente estado de misión, de evangelización, es la misma que salva y hace auténtica la felicidad del hombre.

Ha escrito el Papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” [24]. Frente a esta realidad, la voluntad salvífica de Cristo (tarea de la Iglesia y en primer lugar de los ministros sagrados) ofrece a los corazones humanos esa alegría que el mundo no da y ni siquiera puede quitar: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» [25].

6. Mons. Álvaro del Portillo después del Vaticano II

La promulgación del decreto sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes coincide prácticamente con el fin del Concilio Vaticano II y, en consecuencia, del encargo de Mons. del Portillo en los trabajos conciliares. Debería, por eso, concluir también aquí esta conferencia. ¡Esto sería ciertamente un alivio para vuestra paciencia! Pero no sería justo con don Álvaro, porque su influencia en el Concilio se prolongó notablemente en los años sucesivos y se prolonga todavía entre nosotros, en esta Universidad. Podemos verlo de inmediato deslizando ahora el “zoom” de nuestro discurso sobre la siguiente afirmación solemne del Vaticano II: «Conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» [26].

Pienso que el Papa Pablo VI, promulgador de los decretos del Concilio y buen conocedor de Mons. del Portillo, se habrá alegrado en el Cielo viendo con qué exquisita sensibilidad don Álvaro acogía este deseo del Concilio, por otra parte ya presente en la mente y en la oración de san Josemaría. De hecho, el 9 de enero de 1985 fue erigido, promovido por el entonces prelado del Opus Dei, Mons. del Portillo, el Centro Superior de Estudios Eclesiásticos en el cual hoy nos encontramos. Desde entonces, millares de sacerdotes de todo el mundo se han formado en esta Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en estrecha comunión con el sucesor del Apóstol Pedro, al servicio del renovado anuncio del Evangelio propugnado por el Concilio Vaticano II.

Permitidme concluir con otro brevísimo recuerdo de Mons. del Portillo. El Señor, en su infinita bondad, dispuso que este pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia e hijo fidelísimo del fundador del Opus Dei, pudiese celebrar la última Misa de su vida en Jerusalén, en el Cenáculo, en el mismo santo lugar donde Jesús había instituido, en la última Cena, la Eucaristía y el Sacerdocio. Era el 22 de marzo de 1994. Pocas horas después, de vuelta a Roma, con la sonrisa afable de siempre, entregó su alma al Señor el alba del día sucesivo, 23 de marzo. San Juan Pablo II que fue a orar frente al cuerpo, quedó maravillado al conocer estas circunstancias realmente conmovedoras de la última Misa y del dies natalis de don Álvaro. El Señor había querido coronar su vida, tantas veces marcada por la Cruz, con esta caricia: ¡bien merecida!

Card. Julián Herranz [*] en romana.org/es

Notas:

*      El autor es presidente emérito del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana. El texto es la traducción castellana de la conferencia Mons. Álvaro del Portillo e il Concilio Vaticano II, pronunciada el 13 de marzo de 2014 en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, y después publicada en: PABLO GEFAELL (ed.), Vir fidelis multum laudabitur, EDUSC, Roma 2014, pp. 83-102.

[1]   Revista Palabra, n. 12-13 (1968) pp. 4-8.

[2]   Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.

[3]   Francisco, Homilía, 27-VII-2013.

[4] Francisco, Palabras en ocasión de un encuentro con seminaristas, novicios y novicias, 6-VII-2013.

[5]   Beato Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 85.

[6]   San Josemaría Escrivá, La Eucaristía, misterio de fe y de amor, en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1994, n. 86.

[7]   Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 13.

[8]   San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 16.

[9]   Francisco, Homilía, 27-VII-2013.

[10]    Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 3.

[11]    Ibídem.

[12]    Ibídem.

[13]    Beato Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, op. cit., 63-64.

[14]    Cf. Julián Herranz, I rapporti sacerdote-laici, en Studi sulla nuova legislazione della Chiesa, Roma 1990, pp. 246-247.

[15]    Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 1.

[16]    Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12.

[17]    Cf. Ibídem.

[18]    Ibídem, n. 14.

[19]    Ibídem.

[20]    Francisco, Homilías matutinas Casa Santa Marta, Homilía del 11-1-14, Libreria Editrice Vaticana, vol. 2, 2014.

[21]    San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 18.

[22]    San Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 7.

[23]    San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 20.

[24]    Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 2.

[25]    Ibídem, n. 1.

[26]    Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius, Proemio.

Benedictus.XVI

Carta de Benedicto XVI a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado con motivo del 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars.

Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero- [1]. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars [2]. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina" [3]. Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, ¡qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia..." [4]. Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo" [5]. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros" [6].

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión [7]. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía [8].

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal [9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)" [10]. En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos" [11].

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía [12]. "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración" [13]. Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él..." [14]. "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis" [15]. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la hostia con amor" [16]. Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios" [17]. Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!" [18]. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!" [19].

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas" [20]. Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua" [21]. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él" [22]. "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes" [23].

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita" [24]. Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!" [25]. A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis" [26], decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno" [27]. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!" [28]. Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz" [29].

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas [30]. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos" [31]. Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio" [32]. Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?" [33]. Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo [34].

La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana" [35]. El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence" [36], sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo" [37]. Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada" [38]. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros" [39]. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera" [40]. También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado [41]. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad" [42]. Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido" [43]. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios" [44].

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multi-formidad y os quiere para el único Cuerpo" [45]. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño" [46]. Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo" [47]. Quisiera añadir, además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo [48]. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva [49]. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854" [50]. El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre" [51].

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.

Carta de Benedictus PP.XVI en opusdei.org/es-es

1.     Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.

2.     "Le Sacerdoce, c'est l'amour du coeur de Jésus" (in Le curé d'Ars. Sa pensée - Son Coeur. Présentés par l'Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.

3.     Nodet, p. 101.

4.     Ibid.., p. 97.

5.     Ibid.., pp. 98-99.

6.     Ibid.., pp. 98-100.

7.     Ibid.., p. 183.

8.     A. Monnin,Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.

9.     Cf. Lumen gentium, 10.

10.     Presbyterorum ordinis, 9.

11.     Ibid.

12.     "La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira', decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario": Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.

13.     Nodet, p.85.

14.     Ibid.., p. 114.

15.     Ibid.., p. 119.

16.     A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.

17.     Nodet, p. 105.

18.     Ibid.., p. 105.

19.     Ibid.., p. 104.

20.     A. Monnin,o.c., II, p. 293.

21.     Ibid.., II, p. 10.

22.     Nodet, p. 128.

23.     Ibid.., p. 50.

24.     Ibid.., p. 131.

25.     Ibid.., p. 130.

26.     Ibid.., p. 27.

27.     Ibid.., p. 139.

28.     Ibid.., p. 28.

29.     Ibid.., p. 77.

30.     Ibid.., p. 102.

31.     Ibid.., p. 189.

32.     Evangelii nuntiandi, 41.

33.     Benedicto XVI,Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.

34.     Cf. Benedicto XVI,Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.

35.     P. I.

36.     Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: "J'ai fait tous les commerces imaginables", decía sonriendo (Nodet, p. 214).

37.     Nodet, p. 216.

38.     Ibid.., p. 215.

39.     Ibid.., p. 216.

40.     Ibid.., p. 214.

41.     Cf. Ibid.., p. 212.

42.     Cf. Ibid.., pp. 82-84; 102-103.

43.     Ibid.., p. 75.

44.     Ibid.., p. 76.

45.     Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.

46.     N. 9.

47.     Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio,8 de febrero de 2007.

48.     Cf. n. 17.

49.     Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.

50.     Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.

51.     Nodet, p. 244.

Mariano Fazio

Conferencia pronunciada por mons. Mariano Fazio, vicario auxiliar del Opus Dei, durante la segunda edición de Be Do Care, en Sao Paolo (Brasil), el día 10 de octubre de 2024.

">ÍNDICE

1.       Llamada universal a la santidad, en medio del mundo, en todos los ámbitos sociales

2.       Unidad de vida

3.       Formación en doctrina social de la Iglesia

4.       Sentido de responsabilidad

5.       Amor a la libertad, pluralismo

6.       Capacidad de diálogo

7.       Espíritu de servicio. Gobernar es servir

8.       Compasión y acción

1.       Llamada universal a la santidad, en medio del mundo, en todos los ámbitos sociales

El mensaje que san Josemaría había recibido de Dios el 2 de octubre de 1928 se centraba en la llamada a la santidad en medio del mundo a través del trabajo profesional y de las circunstancias ordinarias del cristiano. Todos los cristianos están llamados a la santidad en virtud del bautismo, y para la inmensa mayoría de los hombres no se requiere "salirse de su sitio" para tender hacia ella. El mundo -la vida corriente, con sus ámbitos característicos del trabajo profesional, la familia y los deberes de estado en la sociedad civil- es el habitat donde el cristiano se identifica con Cristo. La santificación de la vida ordinaria exige el auxilio de la gracia y de la relación personal con Dios. Al mismo tiempo, la vida espiritual misma necesariamente se inserta y hace referencia a las circunstancias normales del existir en medio del mundo.

El Señor espera que nos santifiquemos y hagamos apostolado en el seno de nuestra familia, en nuestro lugar de trabajo, en los círculos de amistades, en las iniciativas sociales en las que estamos metidos, en nuestro pueblo, ciudad, región y país. Siempre con una visión universal, católica, que nos hace ver con los ojos de la fe que el influjo que podemos tener en nuestro ambiente puede llegar hasta los confines del mundo. Pero hay que empezar por lo que tenemos al alcance de la mano. Si no aprovechamos nuestras circunstancias inmediatas, caeríamos en visiones imaginarias que impedirían toda fecundidad apostólica.

Pongamos un ejemplo literario. En Casa desolada, una de las mejores novelas salidas de la pluma de Charles Dickens, hay un personaje grotesco: Mrs. Jellyby. Esta señora representa a aquellas personas que están obsesionadas por ayudar a todo el mundo -cuanto más lejos de sus circunstancias vitales esté ese mundo, mejor- pero se olvidan de que tienen personas necesitadas junto a sí, muchas veces en su misma casa, en su comunidad de vecinos o en su propia ciudad.

Mrs. Jellyby dedica todas las horas del día a escribir cartas, contestarlas, organizar reuniones con el fin de ayudar a una misión en África: BorrioboolaGha. Es madre de familia numerosa, pero sus hijos viven en medio del desorden y de la suciedad. Nadie se ocupa de ellos, y cuando reclaman la atención de su madre, ésta les reprocha que «no se interesan de los grandes problemas del mundo». En el fondo, según Mrs. Jellyby, sus hijos son unos egoístas. También su marido es víctima de la preocupación por la misión africana de su esposa. Vive aislado, en medio de problemas financieros terribles, sin nadie que se preocupe por él. Mrs. Jellyby se desentiende de los problemas familiares, porque su preocupación radica en los pobres africanos que tienen tantas necesidades materiales y espirituales. Preocupación, por otro lado, ingenua, pues se dedica a tejer abrigos de lana, que poco uso tendrían en los calores tropicales de África [1].

En realidad, la egoísta es ella: su celo por África es un escapismo para no enfrentar los problemas y necesidades ordinarios de todos los días: preparar la comida, limpiar la casa, mantener el orden en medio de una familia numerosa, cuidar a un hijo enfermo, consolar al que está triste, animar a la hija que tiene dificultades sentimentales, servir de apoyo a su marido en los momentos de crisis económica, mejorar la convivencia con sus vecinos, etc.

El Señor nos llama a santificar la vida ordinaria, incluidos todos los aspectos de la vida social, con un sano realismo sobrenatural. Queremos cambiar el mundo, pero hemos de comenzar por cambiar nuestro propio corazón y el ambiente que nos rodea. Para esta obra de santificación hay dos condiciones necesarias: que mostremos coherencia en nuestros actos con la fe que profesamos, y que nos formemos suficientemente para regirnos por los principios del Evangelio, que tanta luz echan sobre los caminos para alcanzar el bien común de la sociedad. Pasemos a analizar estas dos condiciones.

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2.   Unidad de vida

En las circunstancias ordinarias seguramente hemos visto -en  nuestra vida o en la de nuestros parientes, amigos o vecinos- incoherencias entre la moral natural o la doctrina cristiana y las actuaciones en la vida social de muchos católicos. Personas que no respetan las leyes de tránsito, que mienten en su declaración impositiva, que se hacen eco de calumnias infundadas o que simplemente tratan con desprecio a quienes ocupan un lugar más humilde en la escala social. Todo esto representa un obstáculo obvio para la búsqueda del bien común con sentido cristiano.

Hace ya muchos años, escribía el santo aragonés:

«Es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad -parte de la virtud cardinal de la justicia- y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad» [2].

La llamada a la santidad en medio del mundo lleva, como una de sus consecuencias más importantes, a encarnar lo que san Josemaría llamaba "unidad de vida". Las personas incoherentes en su actuación con su fe podrían ser calificadas de hombres o mujeres con una doble personalidad o, utilizando una palabra muy citada en los Evangelios, personas con doblez y engaño.

Concluye san Josemaría:

«Es, pues, necesario imitar a Jesucristo para darlo a conocer con nuestra vida. Sabemos que Cristo se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida divina, para que -uniéndonos a Él­ viviésemos individual y socialmente la vida de Dios» [3]. Nótese que se habla de vivir "socialmente" la vida de Dios.

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3.       Formación en doctrina social de la Iglesia

Acabamos de ver cómo san Josemaría señalaba que la ignorancia es uno de los factores que explican la falta de compromiso social de los católicos. Junto a la unidad de vida, otra implicación de la llamada a la santidad en medio de las relaciones sociales es el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia.

Citemos textualmente al santo aragonés:

«Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro, en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían esas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos» [4].

Gracias a Dios, eso es ya una realidad en el Catecismo de la Iglesia Católica y en el Compendio de doctrina social de la Iglesia.

El papa Francisco también se hace eco de esta misma preocupación. En su encíclica Fratelli tutti expresa su pena por la confusión que tienen muchos cristianos en materias sociales, como los que apoyan nacionalismos cerrados, xenofobias y desprecios por el que es diferente. El remedio es la formación:

«La fe, con el humanismo que encierra, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias, y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse. Para ello es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos» [5].

Quien desee impregnar las estructuras terrenales del espíritu de Cristo necesariamente debe formarse para no equivocar el camino. El Evangelio echa una luz intensa para comprender el proyecto de Dios sobre la organización social, la familia, la economía, la cultura. Benedicto XVI hablaba con frecuencia de los "principios no negociables" que el cristiano coherente debe defender para acercar este mundo lo más posible al proyecto divino sobre el mismo.

Pero si hay principios "no negociables" también hay muchas cosas que son negociables, objeto de tratativas, de diálogo, de búsqueda de consensos, etc. Distinguir las cosas unidas esencialmente a la fe de las cosas opinables es fundamental para contribuir a la construcción de una sociedad cada vez más acorde a los planes de Dios. Y para distinguir correctamente hay que formarse bien.

San Josemaría no pretendía que todos los ciudadanos fueran profesionales de la política o de las ciencias sociales, pero auspiciaba que todos tuvieran «un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común de la sociedad, en la que vive cada uno, en unas circunstancias históricas determinadas; y también se puede exigir un mínimo de comprensión de la técnica -de las posibilidades reales, limitadas- de la pública administración y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica serena y constructiva ni opiniones sensatas» [6].

En Italia hay un dicho popular que dice así: Piove. Governo ladro! (Llueve. ¡Gobierno ladrón!). La crítica fácil, la protesta gratuita, las reivindicaciones desorbitadas, que están tan al orden del día en la vida política, en la opinión pública y en las redes sociales, en nada contribuyen a la búsqueda del bien común. Seguir el consejo de san Josemaría de formarnos bien y de procurar entender con empatía el mundo que nos circunda crearía un ambiente de paz, de justicia y de comprensión que sí ayudarían al bien social de la comunidad.

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4.       Sentido de responsabilidad

En el Evangelio son numerosas las llamadas que el Señor dirige a sus discípulos para que tomen conciencia de la responsabilidad que les compete sobre el mundo. El cristiano ha de ser sal y luz, fermento en la masa. La parábola de los talentos, en la que el Señor nos pide hacer fructificar nuestras capacidades en servicio de nuestros hermanos se encuentra entre las más comentadas por la tradición de la Iglesia, pues es siempre un despertador para evitar la pasividad y la indolencia. La leemos en el capítulo XXV de san Mateo, en donde se encuentra también la descripción del Juicio Universal: el Señor pedirá cuenta estrecha de cómo nos hicimos cargo, de cómo fuimos responsables de nuestros prójimos, especialmente de los más necesitados.

La parábola del buen samaritano es otro despertador de nuestra responsabilidad para con todos. El papa Francisco comenta que «esta parábola es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. La parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. Al mismo tiempo, la parábola nos advierte sobre ciertas actitudes de personas que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana» [7]

Unidad de vida y formación en la doctrina -siempre fundamentadas en una vida espiritual sincera- fortalecerán nuestro sentido de responsabilidad social. Hay que dejar de lado la pasividad, la comodidad, y cargar sobre nuestros hombros este mundo nuestro, tan lleno de necesidades, de injusticias, de sufrimientos. «Vuestro amor a todos los hombres os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario, todos deben ser ocasión para hacer bien a las almas y facilitarles el camino hacia Dio s» [8].

La principal manifestación del sentido de responsabilidad social radica en el cumplimiento de nuestras obligaciones de estado: trabajar bien, con toda la perfección de que seamos capaces, para prestar el servicio que nuestros conciudadanos esperan en justicia de nosotros; crear un ambiente familiar apto para formar en virtudes a los hijos, futuros ciudadanos responsables; respetar las leyes y los ordenamientos jurídicos válidos para que la convivencia sea ordenada y pacífica. Ahí nos espera el Señor, y así podremos contribuir eficazmente al bien común. Mons. Fernando Ocáriz se refería al carácter transformador del trabajo: «El trabajo santificado es siempre una palanca de transformación del mundo, y el medio habitual a través del cual se deberían producir los cambios que dignifican la vida de las personas, de modo que la caridad y la justicia empapen verdaderamente todas las relaciones. El trabajo así realizado podrá contribuir a purificar las estructuras de pecado, convirtiéndolas en estructuras donde el desarrollo humano integral sea una posibilidad real» [9].

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5.       Amor a la libertad, pluralismo

El bien común implica crear las circunstancias para que cada persona pueda alcanzar su plenitud en la vida personal y de relación con los demás. Para ello es necesario garantizar amplios ámbitos de libertad. No es este el momento para detenernos en todos los aspectos de la libertad: solo señalamos que la plenitud de la vida humana es el Amor -con mayúscula, que se identifica con Dios-, y sin libertad no podremos amar.

En muchas sociedades contemporáneas la libertad sufre un menoscabo preocupante. A fuerza de imponer lo supuestamente "correcto" desde una perspectiva cerrada al espíritu, dicha libertad se ve limitada, y muchas personas caen en una espiral del miedo y el silencio para no quedar fuera de juego, como ha sucedido con la llamada cultura de la cancelación que están denunciando los rectores de algunas de las universidades más destacadas de los Estados Unidos. En algunas latitudes se imponen dictaduras de un signo o de otro, impregnadas de ideologías totalitarias, que impiden expresar los pensamientos que no coincidan con la doctrina oficial, bajo pena de prisión. Más grave aún son los intentos de negar la libertad religiosa a los ciudadanos, ejerciendo una persecución sistemática a los que no comparten el credo único oficial de una sociedad basada en el fundamentalismo. No se trata solo del fundamentalismo religioso: también el laicismo peca de totalitario cuando impide las manifestaciones públicas de una fe religiosa.

A san Josemaría le gustaba el aire limpio y el agua clara. Allí donde se niega la libertad, el ambiente social se llena de oscuridades y el agua que debería correr libérrima para saciar la sed de los ciudadanos se estanca y se pudre. Por eso, una de las características más sobresalientes de sus enseñanzas-y no solo en la dimensión social-era precisamente su amor a la libertad. Afirmaba con fuerza que hay un ámbito libérrimo en la persona humana en la que solo puede entrar el mismo interesado y Dios, y que siempre ha de ser respetado: la intimidad de las conciencias. El respeto irrestricto por el sagrario íntimo de las conciencias le llevaba a defender la libertad en materia religiosa. Mantuvo relaciones de auténtica amistad con personas de todo credo o sin credo alguno, y estaba dispuesto a dar la vida para defender la libertad de sus conciencias.

Sostuvo un filial forcejeo con la Santa Sede para que permitieran que en el Opus Dei pudiera haber cooperadores no católicos, e incluso no cristianos. Se llenó de alegría con la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, del Concilio Vaticano II. Parafraseando la declaración magisterial, afirmaba: «Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle,  pero  nadie  en la  tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse  el derecho  de hacer  daño  al que la  ha recibido de Dios»[10].

Junto a la libertad religiosa, san Josemaría defendía la libertad de todos los cristianos para defender sus opiniones en las materias que Dios ha dejado al libre albedrío de los hombres. Fomentaba un clima vital abierto, en el que cada uno pudiera manifestarse sencillamente como era, y en el que se respetaran las opiniones de unos y otros. Detestaba la tiranía, «porque es contraria a la dignidad de la persona humana» [11], y manifestaba un gran respeto por el pluralismo en lo opinable, ya se tratase de temas políticos, sociales, económicos, culturales, deportivos: en definitiva, en el ancho mundo de lo no dogmático. Leemos en Surco: «Qué triste cosa es tener una mentalidad cesarista, y no comprender la libertad de los demás ciudadanos, en las cosas que Dios ha dejado al juicio de los hombres» [12].

En un artículo publicado en el diario ABC de Madrid el 2 de noviembre de 1969, san Josemaría se expresaba de este modo:

«Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras -muchísimas- en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible. Porque no sólo es posible que yo me equivoque, sino que -teniendo yo razón- es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta» [13].

La responsabilidad traía consigo la obligación moral de intervenir en la vida de la sociedad, dejando allí una impronta evangélica, siempre en el respeto de las libres opciones temporales.

«Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son -afirmaba en la célebre homilía del Campus de la Universidad de Navarra-: una llamada a que ejerzáis ¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo, lo diré de un modo positivo, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social» [14].

La libertad en materias opinables forma parte esencial de su espíritu secular y laical. Aborrecía de la mentalidad de "partido único", y reivindicaba para los cristianos la libertad de opinión y las decisiones responsables en sus actividades profesionales y sociales:

«No hay dogmas en las cosas temporales. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar. Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo» [15].

Hay que añadir que, en nuestro autor, inseparablemente unida a esta conciencia de la libertad del cristiano en lo temporal, estaba la obligación de la formación de la conciencia y también la afirmación del derecho-deber de la Jerarquía eclesiástica de pronunciar juicios morales sobre las realidades temporales cuando lo exigiera la fe y la moral cristianas [16].

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6.       Capacidad de diálogo

El pluralismo social impulsado por san Josemaría implica que se instaure en la sociedad una "cultura del diálogo". Precisamente al diálogo san Pablo VI dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam. El fundador del Opus Dei animaba a no discutir, sino a intercambiar pareceres, con caridad y respeto por la persona que opina de forma diversa de la nuestra. Para dialogar hace falta humildad: no somos dueños de la verdad y podemos -y debemos- aprender de los demás; hace falta caridad: nunca podremos maltratar a una persona por más que estemos seguros de que está equivocada; hace falta comprensión, es decir, ponernos en las circunstancias de los demás. En definitiva, en el diálogo ejercitamos muchas virtudes cristianas que hacen más humana la sociedad en la que vivimos.

Para que el diálogo sea real, resulta clave permanecer fiel a la propia identidad. La inmensa mayoría de las cuestiones son opinables. A su vez, hay un núcleo de verdades -tanto de fe como de orden natural- en las que una persona de conciencia recta no puede ceder: se trata de la "santa intransigencia", en expresión usada por san Josemaría, o de los "principios no negociables" de Benedicto XVI. Un punto de Surco citado anteriormente termina así: «Solo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia» [17].  Defender con garbo esos puntos irrenunciables no significa ser fundamentalistas: es ser coherentes con nuestra conciencia humana y cristiana.

En una carta enviada a sus hijos el 21 de enero de 1966, san Josemaría se explayaba sobre el diálogo que todo cristiano ha de mantener en la sociedad, para hacerla más humana y, en consecuencia, más cristiana. Vamos a reproducir algunos pasajes de esta carta, pues considero que merece ser conocida y sobre todo aplicada en un ambiente de crispación como es el actual en el debate público, tanto en lo político como en lo cultural y religioso.

Como siempre, el modelo es la vida de Jesús, que mantuvo un diálogo ininterrumpido con todo tipo de personas. «Con la luz siempre nueva de la caridad, con un generoso amor a Dios y al prójimo, renovaremos, a la vista del ejemplo que nos dio el Maestro, nuestras ansias de comprender, de disculpar, de no sentirnos enemigos de nadie» [18]. Nuestra actitud ha de ser la de sembradores de paz y alegría en el mundo, amando y defendiendo la libertad de las almas, ganada y respetada por el mismo Señor.

San Josemaría concebía como finalidad propia del Opus Dei -pero podemos aplicarla a todos los cristianos- «extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a todos los hombres al respeto de los derechos de la persona» [19].

El fundador describe un panorama poco alentador de los tiempos que le habían tocado vivir, que son muy similares a los nuestros: se habla mucho de paz, pero la paz brilla por su ausencia; se habla de democracia e igualdad, pero hay castas cerradas e impenetrables; se clama por la comprensión, pero no se vive, tampoco entre los cristianos. «Son momentos, en los que los fanáticos e intransigentes -incapaces de admitir razones ajenas- se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. Nos ha llamado (el Señor), en fin, cuando se oye hablar mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda darse mayor desunión, no ya entre los hombres en general, sino entre los mismos católicos» [20].

San Josemaría aborda un terna central en la actuación de los cristianos en la plaza pública: fidelidad a la doctrina -que llama, corno hemos visto, "santa intransigencia"- y acogida y respeto por todas las personas, también las que se encuentran en el error: es la "santa transigencia". Y aclara: «Es preciso, sin embargo, que enseñéis a mucha gente a practicar esta doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear» [21].

Los cristianos no podernos transigir con las verdades de fe. El depósito de la Revelación no nos pertenece. Si se hicieran los cambios en la doctrina que muchos pretenden, con la buena intención de que todos nos pusiéramos de acuerdo, saldría una especie de religión vaga y sentimental, que ya no sería sal y luz. El cristiano ha de defender lo que la Iglesia enseña en materia de fe y costumbres «con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance» [22].

La fidelidad a la verdad no nos puede llevar al deseo de aniquilar al que se equivoca, o a dejarnos arrastrar por la ira o a caer en el fanatismo. No se trata de ser un "martillo de herejes". Hay que distinguir entre el error y la persona equivocada. Pero en el error mismo se debe rescatar la parte de verdad que conlleva.

«Las ideas malas no suelen ser totalmente malas; tienen ordinariamente una parte de bien, porque si no, no las seguiría nadie. Tienen casi siempre una chispa de verdad, que es su banderín de enganche; pero esa parte de verdad no es de ellas: está tornada de Cristo, de la Iglesia; y por tanto son esas ideas buenas -que están mezcladas con el error- las que han de venir detrás de los cristianos, que poseen la verdad plena: no hemos de ser nosotros los que vayamos detrás de ellas» [23].

La "santa transigencia" nos lleva a convivir con todos, a dialogar con todos.

«Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Esta es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata solo de admitir, como un mal menor e inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error. Se trata también de ceder, de transigir en todo lo nuestro, en lo opinable, en aquello que -no tocando lo esencial- podría ser motivo de discrepancia. Se trata, en fin, de limar asperezas, donde puedan limarse, para crear una plataforma de entendimiento, que facilite la luz a los equivocados» [24].

Si faltara este talante abierto, haríamos un mal servicio a la verdad, como los que «convierten su vida en una perpetua cruzada, en una constante defensa de la fe, pero a veces se obcecan, olvidando que la caridad y la prudencia deberían regir esos buenos deseos, y se hacen fanáticos. A pesar de su recta intención, el gran servicio que quieren prestar a la verdad se desnaturaliza, y acaban haciendo más mal que bien, defendiendo quizá su opinión, su amor propio, su cerrazón de ideas. Como el hidalgo de la Mancha, ven gigantes donde no hay más que molinos de viento; se convierten en personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír» [25].

Lejos de esta actitud, la conducta del cristiano en el debate público está presidida por la caridad, que tiene, entre otras características, la delicadeza en el trato, la buena educación, el amor a la libertad ajena, la cordialidad, la simpatía. Por otro lado, no podemos limitarnos a hablar o a dar buen ejemplo: «es menester también que escuchéis, que estéis dispuestos a entablar un diálogo franco y cordial con las almas que deseáis acercar a Dios» [26].

San Josemaría impulsa a comprender a todos, a ir del brazo con todos, a trabajar juntos también con las personas que están en otra sintonía ideológica. Para acercar a estas personas a la verdad es necesario fortalecer nuestra formación doctrinal y regarlo todo con la caridad de Cristo.

«¿Contra quién estamos? Contra nadie. No puedo querer al diablo, pero a todos los que no sean el diablo -por malos que sean o parezcan- los quiero bien. No me siento ni me he sentido nunca contrario a nadie; rechazo las ideas que van contra la fe o contra la moral de Jesucristo, pero al mismo tiempo tengo el deber de acoger, con la caridad de Cristo, a todos los que las profesen» [27].

En 1974 san Josemaría realizó una visita pastoral por algunos países de América del Sur. En Argentina había un ambiente tenso, de desunión nacional y de violencia fratricida. Sus palabras en voz alta resonaron en los corazones de miles de argentinos que estaban sufriendo esa situación, y que bien pueden aplicarse a muchas circunstancias de la actualidad:

«Que sembréis la paz y la alegría por todos lados; que no digáis ninguna palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas, sembradores de paz y alegría» [28].

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7.       Espíritu de servicio. Gobernar es servir

La palabra servicio no goza de demasiada popularidad. En cambio, la palabra poder se presenta como algo apetecible. Este hecho quizá pone de manifiesto que vivimos en un mundo secularizado, que ha olvidado que reinar es servir. Por lo menos esta fue siempre la visión cristiana de la autoridad. Quien ocupa un puesto de responsabilidad en la sociedad -un gobernante, una profesora universitaria, un padre de familia, etc.-ha de ser consciente de que está allí para servir a sus súbditos, a sus alumnos, a los miembros de su familia. Con frecuencia vemos lo contrario: se considera que quien ejerce el poder tiene la posibilidad de servirse a sí mismo. Ve el poder como una propiedad personal desde la cual medrar. De ahí surgen fenómenos tan difundidos en los cinco continentes como la corrupción política y económica, la arbitrariedad, los deseos de perpetuarse en el poder. La historia y la literatura -pensemos en tantos reyes de las obras de Shakespeare, como Macbeth o Ricardo III- lo demuestran sobradamente. Gracias a Dios, también hay numerosos ejemplos de personas que ejercen el poder con autoridad moral, con suavidad, con respeto, con espíritu de servicio: honran el nombre de "ministros", palabra que viene del latín "ministrare", es decir, servir.

Una de las características que san Josemaría señala con más frecuencia para la santificación todas las dimensiones sociales es precisamente el espíritu de servicio. Toda tarea humana honesta tiene como finalidad intrínseca el servicio a los demás. Sirve tanto el médico como el ama de casa, el barrendero municipal como la investigadora o el empleado bancario. El servicio no es algo añadido al trabajo humano.

«Vamos a pensar despacio qué hay en la entraña de nuestra labor profesional. Os diré que es una sola intención: servir. Porque en el mundo, ahora, la importancia de la misión social de todas las profesiones está clara: hasta la caridad se ha hecho social, hasta la enseñanza se ha hecho social» [29].

Escrivá se refería al deseo sobrenatural de servir a Dios y a las almas que ha de reinar en los corazones de todos los cristianos, y que tiene también una dimensión humana: «tratar de lograr la perfección cristiana en el mundo limpiamente, con vuestra libérrima y responsable actuación en todos los campos de la actividad ciudadana. Un servicio abnegado, que no envilece, sino que educa, que agranda el corazón -lo    hace romano, en el sentido más alto de esta palabra- y lleva a buscar el honor y el bien de las gentes de cada país: para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes, menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más caridad y más paz» [30].

El espíritu de servicio lleva necesariamente a pensar en los demás, a vivir esa clave antropológica cristiana, señalada en el n. 24 de la Gaudium et spes: la persona humana se realiza en el don sincero de sí. En el entramado de las relaciones sociales es donde ejercemos esa entrega a los demás. «La actuación de cada uno de nosotros, hijos es personal y responsable. Debemos procurar dar buen ejemplo ante cada persona y ante la sociedad, porque un cristiano no puede ser individualista, no puede desentenderse de los demás, no puede vivir egoístamente, de espaldas al mundo: es esencialmente social, miembro responsable del Cuerpo Místico de Cristo» [31].

De acuerdo con su visión, si en la sociedad prima el espíritu de servicio, la transformación del mundo -siempre conscientes de las humanas limitaciones- será una realidad.

«Nuestra labor apostólica contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de toda la gran familia humana, que está dirigida por voluntad de Dios a la perfección» [32].

San Josemaría es un maestro a la hora de ampliar horizontes: aunque nuestra tarea en la sociedad sea aparentemente ínfima o de poca importancia a los ojos humanos, podemos cambiar el mundo precisamente desde allí.

Si todos los ámbitos sociales constituyen una oportunidad para contribuir al bien común, para servir, es evidente que algunos de ellos son estratégicos. San Josemaría señala en particular el servicio público, la actividad política.

«En todos los campos donde los hombres trabajan os habéis de hacer presentes también vosotros, con el maravilloso espíritu de servicio de los seguidores de Jesucristo, que no vino a ser servido sino a servir: sin abandonar imprudentemente -sería error gravísimo- la vida pública de las naciones, en la que actuaréis como ciudadanos corrientes, que eso sois, con libertad personal y con personal responsabilidad» [33].

E insiste:

«La presencia leal y desinteresada en el terreno de la vida pública ofrece posibilidades inmensas para hacer el bien, para servir: no pueden los católicos (...) desertar ese campo, dejando las tareas políticas en las manos de los que no conocen o no practican la ley de Dios, o de los que se muestran enemigos de su Santa Iglesia» [34].

Siguiendo una larga tradición de filosofía política y de doctrina social, cuyos representantes más eximios son Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, Escrivá ofrece una definición de la actividad política:

«Política, en el sentido noble de la palabra, no es sino un servicio para lograr el bien común de la Ciudad terrena. Pero este bien tiene una extensión muy grande y, por consiguiente, es en el terreno político donde se debaten y se dictan leyes de la más alta importancia, como son las que conciernen al matrimonio, a la familia, a la escuela, al mínimo necesario de propiedad privada, a la dignidad -a los derechos y los deberes- de la persona humana» [35].

En los textos de filosofía política clásicos es habitual encontrar apartados dedicados a las virtudes del gobernante. Son numerosos los textos de san Josemaría en el que recoge una serie de consejos para gobernar bien en vistas al bien común. Por ejemplo, saber repartir responsabilidades, sin acaparar el poder en una sola persona (cfr. Surco 972); rodearse de personas doctas y rectas moralmente, y no de mediocres para querer sobresalir (cfr. Surco, 968); tomar las decisiones escuchando a los colaboradores, para evitar visiones unilaterales (cfr. Surco 392); nunca juzgar o hablar con ligereza sobre personas o temas que el gobernante desconoce (cfr. Surco 397); tener la convicción de que quien gobierna no lo sabe todo y debe aprender de los demás (cfr. Surco 388).

En una carta fechada en 1959 y dirigida a los miembros del Opus Dei, daba una serie de indicaciones que no obedecían a sus ideas políticas personales, sino a la doctrina social de la Iglesia: «Cuando hayáis de participar en tareas de gobierno, poned todo el empeño en dictar leyes justas, que puedan cumplir los ciudadanos. Lo contrario es un abuso de poder y un atentado a la libertad de la gente: deforma sus conciencias, además, porque -en       esos casos- tienen perfecto derecho a dejar de cumplir esas leyes que solo lo son de nombre» [36].

Al mismo tiempo, no era suficiente dictar buenas leyes, sino hacer partícipes a todos los ciudadanos del bien común, y en particular a los más débiles:

«Respetad la libertad de todos los ciudadanos, teniendo en cuenta que el bien común debe ser participado por todos los miembros de la comunidad. Dad a todos la posibilidad de elevar su vida, sin humillar a unos, para levantar a los demás; ofreced, a los más humildes, horizontes abiertos para su futuro: la seguridad de un trabajo retribuido y protegido, el acceso a la igualdad de cultura, porque esto -que es justo- llevará luz a sus vidas, cambiará su humor y les facilitará la búsqueda de Dios y de realidades más altas» [37].

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8.       Compasión y acción

Una de las características más presentes en la cultura contemporánea es el rechazo a todo tipo de discriminación. Es algo muy positivo desde una mirada cristiana, aunque con dolor comprobamos que muchas veces se sigue discriminando a distintos grupos de personas, sobre todo a los más débiles o a quienes tienen capacidades diferentes. A estos grupos se suman los que consideran que hay verdades objetivas, o quienes piensan que esta vida tiene sentido, o los que se atreven a profesar su fe públicamente: no es raro que esas personas -muchos de los lectores de este libro, supongo- sean tachadas de fundamentalistas, incapaces de dialogar con quien piensa distinto o que constituyen un peligro para la democracia.

Recientemente, un documento de la Santa Sede ha reafirmado la dignidad de toda persona:

«Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos» [38].

Con el fin de aclarar posibles malentendidos sobre el término dignidad, el documento explica que se pueden distinguir cuatro dimensiones de la misma: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y dignidad existencial. La primera dimensión es la más importante. La dignidad ontológica «corresponde a la persona como tal por el mero hecho de existir y haber sido querida, creada y amada por Dios. Esta dignidad no puede ser nunca eliminada y permanece válida más allá de toda circunstancia en la que pueden encontrarse los individuos» [39]. La dignidad moral se refiere al ejercicio de la libertad por parte de la persona humana. Muchas veces hacemos un mal uso de la libertad, y en ese caso nos comportamos de un modo "no digno" de la persona humana.

«La historia nos atestigua que el ejercicio de la libertad contra la ley del amor revelada por el Evangelio puede alcanzar cotas incalculables de mal infligido a los otros. Cuando esto sucede, nos encontramos ante personas que parecen haber perdido todo rastro de humanidad, todo rastro de dignidad. A este respecto, la distinción introducida aquí nos ayuda a discernir con precisión entre el aspecto de la dignidad moral, que de hecho puede "perderse", y el aspecto de la dignidad ontológica que nunca puede ser anulada. Y es precisamente en razón de esta última que se deberá trabajar con todas las fuerzas, para que todos los que han hecho el mal puedan arrepentirse y convertirse» [40].

La dignidad social hace referencia a las condiciones de vida de una persona. Se puede afirmar que hay vidas "indignas" porque sus circunstancias sociales no respetan la dignidad ontológica de la que goza toda persona. Hablar de una "vida indigna" «no indica en modo alguno un juicio hacia la persona, al contrario, quiere destacar el hecho de que su dignidad inalienable se contradice por la situación en la que se ve obligada a vivir» [41]. Por último, la dignidad existencial: «con esta expresión nos referimos a situaciones de tipo existencial: por ejemplo, al caso de una persona que, aun no faltándole, aparentemente, nada de esencial para vivir, por diversas razones, le resulta difícil vivir con paz, con alegría y con esperanza. En otras situaciones es la presencia de enfermedades graves, de contextos familiares violentos, de ciertas adicciones patológicas y de otros malestares los que llevan a alguien a experimentar su propia condición de vida como "indigna" frente a la percepción de aquella dignidad ontológica que nunca puede ser oscurecida Las distinciones aquí introducidas, en todo caso, no hacen más que recordarnos el valor inalienable de esa dignidad ontológica enraizada en el ser mismo de la persona humana y que subsiste más allá de toda circunstancia» [42].

San Juan Pablo II, desde una perspectiva personalista, subrayaba que «la persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor» [43]. Y Francisco añade:

«El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos» [44].

San Josemaría, siguiendo el ejemplo de Jesucristo crucificado, decía que todo cristiano debía abrir los brazos de par en par, para abrazar a todas las almas. Consideraba que toda persona tenía un valor infinito, pues «valemos toda la sangre de Cristo». Utilizando la terminología del documento que acabamos de citar, podemos afirmar sin equivocarnos que, tanto en su vida como en su doctrina, vivía con todas sus consecuencias el respeto a la dignidad de la persona humana en sus cuatro dimensiones. Dignidad ontológica  que le llevaba a defender la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, en un apostolado constante en un contexto cultural donde ya estaba muy desarrollada la mentalidad anti-vida; dignidad moral, que le llevaba a buscar al pecador para acercarlo a las fuentes de la gracia, incluso llegando hasta las puertas del infierno; dignidad social, despertando las conciencias de todas las personas de buena voluntad para promover el desarrollo de todos, en especial de los más pobres, y alcanzar un nivel de vida concorde con la dignidad de hijos de Dios; y, por último, la dignidad existencial, por su constante preocupación por acompañar a las personas solas, consolar a los enfermos, predicar la paz familiar, etc.

A la actitud personal de san Josemaría se unía sus ansias de infundir en sus hijos espirituales y en todas las personas a las que llegaba su predicación, la responsabilidad de colaborar en la solución de los problemas sociales. Si un primer paso es la "compasión" ante el débil, el pobre, el discriminado, el siguiente paso ha de ser la "acción": el cristiano -y   toda persona de buena voluntad-, no puede quedarse cruzada de brazos frente a las injusticias sociales. Su amor a Cristo, a quién veía en los pobres, lo impulsaba a buscar medios para revertir las situaciones de pobreza y miseria de tantas personas en los cinco continentes. Consideraba que, si la vida espiritual era auténtica, necesariamente debía desembocar en la cercanía a las personas que sufren. De otra manera, se caería en una religiosidad subjetivista, que encerraría una comodidad ajena al espíritu de Cristo [45].

«No se ama la justicia -escribía en una homilía dedicada a san José-, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan, se puede decir que quien afirma que es justo con Dios, pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él» [46].

Respetando el legítimo pluralismo que existe a la hora de encontrar las soluciones técnicas para resolver las emergencias sociales, no dejaba de recordar a todos que parte central del Evangelio es la predilección por los pobres y enfermos, que deben gozar de los mismos derechos de los demás hombres. Sin medias tintas, afirmaba a mediados del siglo pasado:

«En estos tiempos de confusión, no se sabe lo que es derecha, ni centro, ni izquierda, en lo político y en lo social. Pero si por izquierda se entiende conseguir el bienestar para los pobres, para que todos puedan satisfacer el derecho a vivir con un mínimo de comodidad, a trabajar, a estar bien asistidos si se ponen enfermos, a distraerse, a tener hijos y poderles educar, a ser viejos y ser atendidos, entonces yo estoy más a la izquierda que nadie. Naturalmente, dentro de la doctrina social de la Iglesia, y sin compromisos con el marxismo o con el materialismo ateo; ni con la lucha de clases, anticristiana, porque en estas cosas no podemos transigir» [47].

Para san Josemaría hay exigencias de justicia ineludibles, y se deben buscar todos los medios idóneos para que se respeten. A su vez, en su visión social impregnada por el amor de Cristo, consideraba que la justicia sola no basta.

«Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo: Dios es amor (...). Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer. Y no son muchos los que perseveran hasta el fin. Algunos se conforman con acercarse a los umbrales: prescinden de la justicia y se limitan a un poco de beneficencia que califican de caridad. (...) La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige siempre el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo (...); pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: "llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo". Entonces sí, ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús» [48].

A lo largo de su vida, el fundador del Opus Dei alentó innumerables iniciativas en servicio de los más necesitados: institutos de formación profesional, dispensarios médicos, escuelas agrarias, centros de formación para empleadas del hogar, etc. A su vez, no tenía una mentalidad "asistencialista": había que poner en manos de los más necesitados los instrumentos necesarios para que pudieran salir adelante por ellos mismos, respetando su dignidad. Eso implicaba darles formación humana y profesional, sin olvidar la formación espiritual, porque entonces como ahora -es una denuncia del papa Francisco- «la peor discriminación que sufren los pobres es su falta de atención espiritual» [49] Lo decía el mismo san Josemaría: «Hijos de mi alma, no olvidéis que la miseria más triste es la pobreza espiritual, la carencia de la doctrina y de la participación en la vida de Cristo» [50].

También impulsó universidades y escuelas de negocios en los que se procura fomentar la responsabilidad social y el espíritu de servicio, para poner esa formación de altura al servicio del bien común. Procuró que las personas más educadas y con mayores posibilidades económicas afinaran su sensibilidad social, producto no tanto de unos principios de filosofía política o económica, sino de una mentalidad que se amolda a los sentimientos del Corazón de Cristo:

«Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres» [51].

No podemos conformarnos con resolver los problemas personales y familiares. Son prioritarios, pero han de constituir la plataforma para lanzarnos "mar adentro" a buscar a todos los hombres, a llevar el mensaje de Cristo a cada uno y a cada una. «La caridad de Cristo -escribe san Pablo- nos urge» (2Co 5, 14). Y el amor implica entrega, salir de uno mismo, don sincero de sí. Con otras palabras, lleva a complicarnos la vida. En Venezuela, en una de esas reuniones multitudinarias que mantuvo con todo tipo de personas, contestando a una pregunta sobre la educación de los hijos en relación con los bienes materiales, san Josemaría señaló:

«Yo les pasearía un poco... por esos barrios que hay alrededor de la gran ciudad de Caracas. Les pondría la mano delante de los ojos, y después la quitaría para que vieran las chabolas, unas encima de otras: ¡y ya les has contestado! Que sepan que el dinero lo tienen que aprovechar bien; que han de saberlo administrar, de modo que todos participen de alguna manera de los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad. Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: yo no sé si soy bueno, porque nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo; no he tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un céntimo; no me he encontrado en medio de la calle, tendido sin un cobijo... No sé si soy un hombre honrado: ¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido todo eso? Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilo en la vejez y en la enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente la caridad y la justicia» [52].

* * *

El cristiano que, coherente con el Evangelio y bien formado en la doctrina social, procura influir en la comunidad, con responsabilidad social, respeto a la libertad de los demás, capacidad de diálogo, espíritu de servicio y compasión activa por los más pobres, es un generador de cambios positivos. Corno los círculos concéntricos que produce la piedra echada en el agua, su influjo llegará hasta los últimos confines de la tierra. Si hay muchos cristianos así, habrá razones para esperar en un mundo mejor, con más amor, comprensión, paz, perdón. No caigamos en la utopía, pues la presencia del mal siempre estará presente hasta el fin de los tiempos. Pero es nuestra responsabilidad aportar nuestra contribución para hacer más cristiana -y, en consecuencia, más humana- la convivencia social.

Hace pocas semanas vi en los estantes de una librería de Yaoundé, capital de Camerún, un libro que se titulaba así: Le pire n'est pas encore arrivé (Lo peor todavía no ha llegado). Como título es poco entusiasmante. Con las certezas que nos da la fe, podemos afirmar que, si somos fieles a nuestra vocación de ciudadanos cristianos en medio del mundo, lo mejor todavía no ha llegado. Todo depende al mismo tiempo de Dios y de nuestra correspondencia libre y responsable a la gracia divina.

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Mariano Fazio en opusdei.org/es

Notas:

1.     Cfr. Ch. DICKENS, Casa desolada, Montesinos, Madrid 2018.

2.     Carta n. 3, 46a, en Cartas I, Edición crítica y anotada por Luis Cano, Rialp, Madrid 2020.

3.     Carta n.  3, 29b, en ibidem.

4.     Carta n. 3, 45b, en ibidem.

5.     FRANCISCO, Encíclica Fratelli tutti, 3-X-2020, n.86.

6.     Carta n. 3, 46c, en Cartas I, cit.

7.     FRANCISCO, Fratelli tutti, n. 68.

8.     Carta, 15-X-1948, n. 28.

9.     F. OCÁRIZ, Conferencia "Agrandar el corazón", 22 de enero de 2023.

10.     Amigos de Dios, 32

11.     Conversaciones, 53

12.     Surco, 313

13.     Artículo Las riquezas de la fe, ABC, 2-XI-1969

14.     Conversaciones, 104

15.     Las riquezas de la fe, ABC 2-XI-1969

16.     Cfr. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La formazione della coscienza in materia sociale e política secando gli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá, en Romana, Enero-Junio 1991, 162-181

17.     Surco, 275.

18.     Carta n. 4, 3a, en Cartas I, cit.

19.     Ibidem, 3c.

20.     Ibidem, 4c.

21.     Ibidem, 6d.

22.     Ibidem, 8c.

23.     Ibidem, 11a.

24.     Ibidem, 12a.

25.     Ibidem, 12e y d.

26.     Ibidem, 13e.

27.     Ibidem, 24 b, c y d.

28.     Notas de una reunión familiar, 15-VI-1974 (Archivo General de la Prelatura, en adelante AGP, biblioteca, PO4, vol. 11, 482).

29.     Carta n.3, 26b.

30.     Carta n.8, 1b, en Cartas II, edición crítica y anotada, preparada por Luis Cano, Rialp, Madrid 2022.

31.     Ibidem, 37d.

32.     Ibidem, 38a.

33.     Ibidem, 40, e.

34.     Ibidem, 41a.

35.     Ibidem, 42a.

36.     Carta n, 29, 52, en www.escriva.org.

37.     Ibidem.

38.     Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana, 8-IV-2024, n. 1

39.     Ibidem, n. 7.

40.     Ibidem.

41.     Ibidem, n. 8.

42.     Ibidem.

43.     JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 199.

44.     FRANCISCO, Fratelli tutti, n, 94.

45.     Cfr. SCHLAG, M., voz Promoción y desarrollo, en el Diccionario ..., cit., 1026.

46.     Es Cristo que pasa, 52.

47.     Instrucción, V-1935/14-IX-1950, nota 146.

48.     Amigos de Dios, 172-173

49.     FRANCISCO, Evangelii gaudium, 200.

50.     Carta n. 29, 52.

51.     Es Cristo que pasa, 167

52.     Notas de una reunión familiar, 9-11-1975 (AGP, Biblioteca, P04, 1975, vol. 111, 83-84).

Juan Pablo Espinosa Arce

1.       Introducción

El teólogo Paul Tillich en el tomo II de su Teología Sistemática expone su comprensión sobre el pecado en vinculación con la caída y el mal uso de la libertad natural del ser humano. Tillich, además, indica que el ser humano es un sujeto alienado, y que lo está en relación “de su verdadero yo” [1]. Alienación se define en Tillich como la “hostilidad que el hombre siente hacia Dios” [2], hostilidad que –curiosamente– surge en un ser que pertenece al mismo Dios. La hostilidad del ser humano hacia el Otro (Dios; con mayúscula), y su consecuente sinónimo de alienación, posee para Tillich conceptos asociados como: expulsión del paraíso, ruptura del ser humano con la naturaleza, enfrentamiento del hermano contra el hermano, separación entre las naciones, confusiones en el lenguaje, vuelta del pueblo hacia dioses extraños [3]. Con esto, el pecado –en Tillich– es entendido como “el estado de alienación con respecto a aquello a lo que pertenecemos Dios, uno mismo, nuestro mundo–. De ahí que nosotros examinemos aquí las características del pecado bajo el título de alienación, puesto que la misma palabra alienación implica una reinterpretación del pecado desde un punto de vista religioso” [4]. Y más adelante indica que el pecado es el “acto personal de separarse de aquello a lo que uno pertenece. El pecado expresa con el máximo vigor el carácter personal de la alienación, frente al aspecto trágico de la misma” [5], carácter personal que también involucra la responsabilidad personal ante la alienación [6]. Con ello, el pecado representa un acto personal, libre y responsable por el cual el ser humano se separa del que es el fundamento de su existencia –Dios acto– que tiene como consecuencia la separación con el mundo, a la comunidad de los hombres y con uno mismo. Alienación es, por tanto, una cuestión de quiebre en la convivencia, quiebre que es trágico y dramático en términos de Tillich. Si la vocación humana es comprender que la existencia es coexistencia, el pecado rompe la vocación humana fundamental, la cual es llamada “reunión” por Paul Tillich [7].

A partir de esta base teológica nominal en torno al pecado, nuestra propuesta es asumir una reinterpretación filosófico-teológica en torno al concepto del pecado tal y como lo ofrece Paul Tillich, a saber, en términos de relación, de encuentro-desencuentro, amor-alienación, expulsión deliberada del otro-acogida del otro en la gracia. Pecado, pareciera se dice como “expulsión del otro”. Esta reinterpretación del pecado –concepto central de la antropología teológica– se realizará desde la propuesta del pensador contemporáneo Byung-Chul Han del cual ya hemos hecho algunos aportes [8] centrados sobre todo en la teología fundamental y el concepto de revelación y también en torno a la eclesiología y el tema de la sociedad del cansancio. Han, aunque posee estudios en teología (Múnich), no hace teología, sino un intento de lectura sociológico-cultural de la época presente a partir de la creación de conceptos como: sociedad del cansancio, sociedad de la transparencia, agonía del eros o expulsión del otro. La propuesta de Han, a nivel filosófico y cultural, no deja de ser llamativa y la reconozco como un espacio para realizar una lectura teológica a las grandes cuestiones de la reflexión cristiana como, en este caso, el concepto del pecado.

Revisando y leyendo gran parte de la obra de Han, podemos reconocer que hay ejes transversales que permiten comprender el concepto del pecado. Por ejemplo: hoy vivimos en un exceso de positividad donde solo nos enfrentamos con la igualdad (dictadura de lo igual lo menciona Han) [9]. La negatividad, la extrañeza del otro, la enfermedad, la muerte, el fracaso, la fragilidad quedan eliminada. El otro, como acontecimiento que funda la experiencia y el encuentro quedan eliminados. Entonces nos preguntamos: ¿es acaso la expulsión del otro de Han una posibilidad de interpretar la alienación o la falta de reunión de Tillich? Otro aspecto: la sociedad actual (del cansancio, del rendimiento, de la transparencia) están fundamentadas en un nuevo tipo de individualismo que encierra al ser humano hasta el punto de enfermarse neuronalmente. Incluso la enfermedad de un patógeno externo (como en el caso de las bacterias; las bacterias son un “otro externo”) quedan suprimidas. No hay, por tanto, relaciones interpersonales. Un último caso: al ser esta una época en donde el eros agoniza (eros es Misterio; Dios como Misterio atrayente, el eros, la vinculación, que se revela poco a poco; y el ser humano como misterio) la vinculación afectiva también comienza a ponerse en duda. En el pecado es justamente la ruptura con Dios lo que resulta expuesto. Alienación respecto a Dios, a los demás, al mundo, a sí mismo. Cuando rompemos con el otro humano, y éste al ser imagen y semejanza de Dios (Cf. Gn 1, 26-27), también estamos rompiendo con el Otro Trascendente. De hecho, autores como Leonidas Donskis en su trabajo conjunto con Zygmunt Bauman en Maldad líquida insisten en esta correlación. Dice Donskis:

“en tiempos de convulsión o de cambio social intenso, y en coyunturas históricas críticas, las personas pierden parte de su sensibilidad y se niegan a aplicar la perspectiva ética a otras personas. Simplemente, eliminan la relación ética con los demás. Esos otros no pasan a ser necesariamente enemigos o demonios. Son, más bien, estadísticas, circunstancias, obstáculos, factores, detalles desagradables y trabas que estorban. Pero, al mismo tiempo, dejan de ser personas con las que quisiéramos encontrarnos en una situación cara a cara, cuya mirada pudiéramos aguantar, a quienes pudiéramos sonreír, o a quienes pudiéramos incluso devolver un saludo en aras del reconocimiento de la existencia del Otro” [10].

Al encontrarme con el otro humano gracias al proceso de individuación y diferenciación que desemboca en el impulso gregario, puedo tener experiencia del Otro Absoluto. Ver al Otro en el otro, y romper con el Otro en el otro y en las otras cosas y en mí, imagen y semejanza del Otro que en mí mismo llevo las marcas de una multitud de muchos otros con los cuales vamos en camino. En palabras de Humberto Giannini: “el camino es el testimonio indesmentible del inicio de la historia humana como búsqueda de lo otro. Pero, esencialmente, como búsqueda del Otro. Y esta última búsqueda no está en el orden de lo buscado en vistas de otra cosa sino como un fin en sí mismo” [11]. Somos en el Otro y con los otros. José Ramón García Murga también insiste en esta presencia del Tú eterno en la mediación de la comunidad humana, y que dicha comunidad debe comprenderse desde una referencialidad más allá de la mima comunidad. García Murga recuerda, además, que la propuesta de pensadores como Martín Buber marca esta tesis: encontrarnos con el otro intra-mundando nos permite hacer experiencia con el Trascendente. Dice García Murga: “no es necesario para encontrarla, separarse del mundo, ni de los demás túes: es posible encontrarla “en” esas relaciones. El Tú eterno no se capta sólo como un contenido; es una presencia, un “plus” de fuerza, una relación de sentido” [12]. En el encuentro con el otro que nos comunica al Otro logramos “una comunidad más sólidamente fundada” [13]. Esta experiencia sólidamente fundada de la que hace mención García Murga se encuentra en el corazón de la propuesta antropológica de Martín Buber cuando el filósofo judío indica que

“el encuentro del hombre consigo mismo, sólo posible y, al mismo tiempo, inevitable, una vez acabado el reinado de la imaginación y de la ilusión, no podrá verificarse sino como encuentro del individuo con sus compañeros, y tendrá que realizarse así. Únicamente cuando el individuo reconozca al otro en toda su alteridad como se reconoce a sí mismo, como hombre, y marcha desde este reconocimiento a penetrar en el otro, habrá quebrantado su soledad en un encuentro riguroso y transformador” [14].

Para efectos de la propuesta, considero “sensato” no abarcar toda la obra de Han, sino que ofrecer algunas claves para pensar cómo el pecado y el reconocimiento del mismo (arrepentimiento, culpa, perdón, restablecimiento de la dinámica de la gracia) y en tiempos de maldad líquida (o de pérdida del sentido del mal, del pecado, de la culpa, de la responsabilidad, etc.) nos ayuda a pensar la des-coincidencia. El pecado genera en el ser humano una situación de desintegración, de ruptura. Ante la ruptura debería aparecer el imperativo ético-moral-religioso-humano de que el reconocimiento de dicho mal cometido (la negación al amor; negación al otro; expulsión del otro-de la distinción) es un espacio para recuperar la humanidad. La des-coincidencia, a nuestro entender, debería remecernos y reconocer todas aquellas instancias antropológicas de la sistemática expulsión del o-Otro de nuestro horizonte de comprensión. En razón del argumento de este mismo Coloquio Internacional, la experiencia histórica del pecado debería invitarnos a reorganizar una subjetividad descentrada de sí misma y de todas sus fijaciones, con vistas a una vida simplemente más humana. En este sentido, la propuesta de Byung-Chul Han la utilizamos como un modo de acercarnos a la realidad, de establecer criterios de juicio y de comprensión de los fenómenos sociales y humanos y de cómo entre sus categorías se puede rastrear el pecado como negación libre, consciente y responsable del otro.

2.       La sobreabundancia de lo idéntico, el exceso de positividad o el tránsito de un modelo inmunológico a un sistema de expulsión del otro

Una de las metáforas o modos de comprensión que aparecen como transversales a la propuesta de Byung-Chul Han es lo que él denomina la “sobreabundancia de lo idéntico” [15]. Dicha formulación se entiende en lo que Han describe como el tránsito entre un modelo de enfermedades que va desde lo bacterial hacia lo neuronal. En el primer modelo es un patógeno –literalmente un agente infeccioso externo (un hetero; otro)– el que ingresa en el sistema corporal e infecta alguno de sus mecanismos. El sistema bacterial está dinamizado por la presencia de lo extraño, de lo distinto, de otro. En cambio, el modelo neuronal o lo que él denomina la “violencia neuronal” [16] está marcado por una infección provocada por el mismo ser humano sin el concurso de un agente externo y distinto. Para Han estas situaciones (depresión, trastorno de déficit atencional, hiperactividad, trastornos de personalidad, desgaste ocupacional) que no se definen como infecciones, que no son virales, “no son ocasionadas por la negatividad de lo otro inmunológico, sino por un exceso de positividad. De este modo, se sustraen de cualquier técnica inmunológica destinada a repeler la negatividad de lo extraño” [17]. La época de las invasiones de los patógenos externos (como metáfora de la presencia del otro) ya no existe. Hoy la violencia no es de un otro que ingresa, en razón de que ese mismo otro y por la crisis del sujeto moderno terminó diluyéndose. El daño ahora es neuronal, es una autodestrucción.

Este exceso de positividad presente en la propuesta teórica de Byung-Chul Han representa un encierro del sujeto, una expulsión de lo distinto. Ya no hay una otredad que afecte la realidad humana. Han dirá: “los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual” [18]. En la dictadura de lo igual, otra categoría de Han, resurge con fuerza la noción de la autosuficiencia del pecado, del encierro producto de la libertad ególatra y que es contraria a la libertad vinculada. El pecado, por definición, supone la presencia de otro, es la ruptura de las relaciones fundamentales del ser humano (con el Otro-Dios; con el otro-humano; consigo mismo; con lo creado; por ello es desintegración). Han habla de la enemistad y dice: “la enemistad, incluso en forma viral, sigue el esquema inmunológico. El virus enemigo penetra en el sistema que funciona como un sistema inmunitario y repele al intruso viral” [19].

El sistema inmunológico tiene la particularidad de mostrar síntomas a la persona que padece un desorden interior, una enfermedad. Los síntomas son señales de alerta que el cuerpo envía para detectar un potencial peligro frente al agente externo. El síntoma es una alteración perceptible por el sujeto (pero no por el medio externo; generalmente el síntoma no se muestra) que indica la posibilidad de la enfermedad o la afección. Ante la experiencia del mal que el agente patógeno externo (el otro) provoca en el cuerpo humano, el síntoma aparece como criterio diferenciador para notar su presencia. Pero ¿qué pasa en una situación donde el sistema inmunológico queda suprimido por la violencia neuronal o por la autosuficiencia? ¿qué criterios de diferenciación del síntoma encontramos? Si con Bauman y Donskis decíamos que ésta época es la del mal líquido –donde el mal no es malo, donde el mal se camufla como bondad– ¿dónde quedan los mecanismos de detección del daño (la culpa) y de la experiencia del mal (la queja por la justicia)? A nuestro entender el gran problema de mantener un orden social que expulsa sistemáticamente la otredad es que nos quedamos desprovistos de la conciencia del pecado, del mal, de la culpa y del arrepentimiento ante el daño causado. Ante la experiencia de la maldad líquida seguiría –a nuestro entenderuna experiencia de culpa líquida en cuanto nos quedamos sin criterios verificadores para detectar las situaciones de mal concreto, de mal real.

La falta de culpa, a nuestro entender, representa el sustento (no)-ético de la autosuficiencia. Según autores como Juan García Haro o Carlos Domínguez Morano, la culpa tiene como condición de posibilidad la presencia de un otro ante el cual yo sé que cometí un daño. Por ello nace la culpa en cuanto factor de reconocimiento García Haro sentencia: “la presencia del otro como condición de posibilidad del sentimiento de culpa (…) sin la mirada real del otro, la acción indebida tiene poca capacidad de suscitar culpa, y cuanto se verifica la no existencia de miradas lo que acontece es cierta sensación de alivio” [20]. Domínguez Morano por su parte reconoce: “la culpa constituye una condición básica para la integración del sujeto y para su acceso a la realidad y al mundo de los valores. Necesitamos, por tanto, de esa estructura psíquica que proporciona la posibilidad de sentirnos a disgusto cuando nuestro comportamiento se aleja de las metas que un sano ideal del yo nos pueda proponer” [21]. Por lo tanto, si el pecado como negación consciente, libre y responsable del o-Otro en cuanto acción moral (el mal es una cuestión moral por estar movido por la libertad) dicha acción genera el sentimiento de la culpa culpa en la persona. Pero, si la maldad líquida priva al ser humano de los medios para detectar el dónde del daño (culpa líquida) el mismo concepto de pecado termina devaluándose. Cabría, entonces, la posibilidad de pensar el pecado líquido, a saber, un pecado banal, un pecado que da lo mismo cometerlo o no, en cuanto el mal banal responde a dicha indistinción. Pero, ¿es indistinto cometer una acción que rebaje al otro a su mínima expresión? ¿es justificable el mal? ¿dónde queda la conciencia de pecado y el arrepiente maduro de la eliminación del amor, del otro y del Otro? ¿dónde queda el salvaguardar la dignidad fundamental de cada ser humano en cuanto espacio para hacer experiencia de Dios? ¿dónde queda la vocación fundamental del ser humano, a saber, la reunión en términos de Paul Tillich?

Si la tentación fundamental de la serpiente –como imagen simbólica del otro que tienta– es ser como “dioses” (Cf. Gn 3), dicha oferta alienante supone lo que Han denomina el verbo modal poder. Han lo entiende en los siguientes términos: “la sociedad del rendimiento se caracteriza por el verbo modal positivo poder sin límites [22]. Su plural afirmativo y colectivo [23] Yes, we can expresa precisamente su carácter de positividad” [24]. El verbo poder coloca la tentación de sabernos sin otro que nos recuerde que existe un límite. La conciencia del pecado aparece en cuanto reconocemos que el otro experimentó un dolor por una acción. Pero, el poder al no conocer límites fácilmente puede omitir dicha sensibilidad por el que sufre. García Haro lo declara en razón de la llamada culpa interpersonal en los siguientes términos: “desde el punto de vista de la culpa interpersonal es siempre el otro de la relación quién desempeña el cometido de proyectar sobre el sujeto el valor moral de sus acciones. No hay imagen si no hay otro que la devuelva. El que se siente culpable lo hace ante los demás, ya que son éstos quienes le hacen sentir culpable; aquí la culpa no es otra cosa que la conciencia de la responsabilidad de ese hacer indebido” [25]. Nuevamente: la culpa y la acción indebida con el otro –que en clave de fe se denomina pecado– supone siempre al otro. Lo complejo del verbo modal poder es que al estar tan extendido en el estatuto socio-político, cultural y también eclesial termina difuminando la conciencia y la gracia del límite, como la llamaba Guardini.

3.       Recuperar la mirada como salida de escape a la poca conciencia de pecado y de la consecuente banalización del mal causado: la gracia

Mantener el límite es asumir que no puedo dañar al otro en cuanto otro. Mantener el límite es hacerme cargo de las consecuencias de mis actos. Mantener el límite es asumir lo que Han denomina la distancia y la mirada contemplativa. En sus palabras, “lo completamente distinto (el otro en cuanto otro), inasequible a toda previsión (la comparecencia del otro ante mi rostro siempre desdibuja, des-coincide), que no se somete a ningún cálculo y que infunde miedo, se manifiesta como mirada” [26]. Por la mirada somos constituidos en la relación efectiva y afectiva. Para Han la mirada nos permite comprendernos como seres en el mundo. En sus categorías: “el mundo es mirada. Incluso el crujido de las ramas, una ventana entreabierta y hasta un leve movimiento de la cortina se los percibe como miradas. Hoy el mundo está muy pobre en miradas. Rara vez nos sentimos mirados o expuestos a una mirada. El mundo se presenta como placer visual que trata de agradarnos. Del mismo modo, tampoco la pantalla visual tiene el carácter de una mirada. Windows es una ventana sin mirada. Nos protege justamente de la mirada” [27]. La pantallización –signo de la autosuficiencia y por ende de la expulsión del otro– no posee mirada. Nos miramos en ella y nada más. Pero, y ahí está la cuestión, la mirada tiene el carácter de ser redentora [28]. La mirada del otro es el espacio propio de la des-coincidencia, es decir, de las excesivamente rápidas coincidencias de una cosa con otra, del “capturar” en un solo concepto una experiencia vasta en significaciones. Insistimos con el eco de estas líneas: una sociedad verdaderamente humana debe ser una sociedad de miradas, de juegos cómplices de bondad, compasión y libertad vinculada. La pobreza de miradas es signo del pecado y, por el contrario, la experimentación de las miradas, de la voz, del eros, del encuentro sensual-corporal-afectivo de carácter liberador y humanizante es espacio de des-coincidencia, por tanto, de la gracia. La gracia es signo de la des-coincidencia. Quisiéramos finalizar estas páginas aportando una breve meditación en torno a “dos miradas” que, a nuestro juicio, representan esta falta y este carácter redentor del encuentro con el otro. Son las miradas de Judas y de Pedro durante el drama de la pasión de Cristo.

En la narración de los remordimientos y de la muerte de Judas (Cf. Mt 27, 3-10), el discípulo mantiene su vínculo con el sacerdocio del Templo. Con ellos cruza la mirada, no siendo capaz de cruzar la mirada con Jesús (la última vez que se vieron fue en la traición; signo de la profunda enemistad y por tanto de la alienación de la expulsión de lo distinto). La mirada de Judas mantiene sus ojos fijos en el dinero. Hasta el momento de su muerte el poder se mantiene como eje transversal. La mirada de Judas es la que no experimentó el arrepentimiento real, sino que se mantuvo en la lógica de la desesperación y de la desconfianza en la reconciliación con Jesús. Judas es símbolo de la pobreza de miradas. Judas actúa al modo de Narciso, mirándose a sí mismo y velando por sus intereses.

Por su parte, Pedro es el símbolo del cruce de miradas que redime al pecador. Dice Lucas en su Evangelio: “Todavía estaba hablando (Jesús) cuando un gallo cantó. El Señor se volvió a y fijó su mirada en Pedro. Y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: antes de que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces. Y saliendo afuera, lloró amargamente” (Lucas 23, 60-62). La mirada de Jesús pulverizó la mirada y el alma de Pedro. Con la mirada del otro (cuando se le deja entrar en mi campo visual-existencial) el sentido de culpa de Pedro se activa y reconoce su pecado (recordó las palabras de Jesús) reconocimiento manifestado en el llorar amargamente. El filósofo Josep María Esquirol –haciéndose eco de las palabras de Camus-, y a propósito de la vergüenza dice: “vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. Pero un día empecé a reflexionar y la reflexión sincera conduce a la vergüenza, es decir, a la conciencia (…) que la vergüenza es el origen del filosofar será una de las inestimables tesis levinasianas” [29]. Con la mirada redentora de Jesús, Pedro comienza el proceso de reflexión –literalmente de regreso a sí mismo– y recuerda. Pedro vuelve a su espacio interno, a su relato y al relato de Jesús. La mirada de Jesús, la compasión de esa mirada, es lo que permite que Pedro pase de la negación a la des-coincidencia, del pecado a la gracia.

La mirada de Jesús que entra en intimidad con la mirada petrina marca una distancia, un espacio de creación de lo nuevo. Humberto Giannini dice que es esta distancia la que genera una intersubjetividad redentora de la alteridad positiva que debe surgir entre dos seres humanos. Dice Giannini:

“el otro sujeto es un ser que trasciende mis posibilidades de directa aprehensión cognoscitiva: es inobjetable. Sin alcanzar jamás su centro, nos aproximamos a él por rodeos sin alcanzar jamás su centro. Nos acercamos a través de nuestras referencias a un mundo común, a las cosas, a las situaciones de ese mundo, o a él mismo como “ser encarnado”, como “ser en el mundo”. En fin, nos acercamos desde las distancias y por las vías sensibles de acceso que se abren con el mundo” [30].

Lo llamativo de la mirada gratificante, salvadora, liberadora del encierro y puerta de acceso de una alteridad renovada y pascual, es que acontece en la distancia. Pedro mirando de lejos, Jesús mirándolo en la lejanía. La distancia y la mirada, como vía sensible de acceso al mundo en términos de Giannini, pueden ser imágenes y simbólicas para expresar cómo la gracia de Dios acontece cuando hay un espacio de fecundidad en la que puede despertar. Cristo y Pedro constituyen sujetos inobjetables, no pueden ser reducidos a cosas. Son “alguien” que experimentan una dinámica de amor: uno en la vergüenza del pecado cometido y que gracias a la mirada puede experimentar el llanto de conversión. Otro, Jesús, que ama profundamente esa mirada desesperada y pecadora. Más que mirar el pecado, la mirada de Jesús abraza al pecador y le invita a salir de su encierro egolátrico y abrirse a un mundo nuevo fundado en la alteridad del encuentro salvador. La gracia, por lo tanto, sucede –utilizando la filosofía del mismo Giannini– “en medio de la interacción, en el inter de la inter-subjetividad” [31], en la ruptura con el modelo encerrado de ser humano, en la negación del poder y en la apertura del no poder de Han. La gracia de Dios se expresa en experiencias cotidianas de “soltar” lo que nos auto-ata y nos moviliza para desplegar el religarse a otros, a lo otro (la creación) y al Otro que sustenta la alteridad en cuanto es la Alteridad (con mayúscula) en sí mismo. Utilizando las expresiones del filósofo francés François Jullien: “el écart (o espacio, distancia) nombra una distancia que se abre y establece una comparación, hace aparecer un entre que pone en tensión lo que ha sido separado y le permite a cada término comprenderse respecto al otro” [32]. Si el pecado es separación, la gracia es la posibilidad del encuentro. Si el pecado aísla y priva de miradas, la gracia reestablece y re-imagina formas creativas de encuentro. Si el pecado nos instala en nuestra cerrazón, la gracia denuncia toda forma de muerte de la alteridad. Con ello, en un mundo pobre de miradas mantener la conciencia de la mirada de Jesús es un espacio para salir del encierro del yo que, bajo la tentación del verbo poder, sistemáticamente va expulsando al otro, va negándose a su amor y, por consecuencia, al amor del Amor (de Dios) que se deja entrever por esa mirada.

Juan Pablo Espinosa Arce en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      P. Tillich, Teología sistemática II: La existencia y Cristo, Sígueme, Salamanca 1981, 68.

2      P. Tillich, Teología sistemática, 68.

3      Cf. P. Tillich, Teología sistemática, 68.

4      P. Tillich, Teología sistemática, 69.

5      P. Tillich, Teología sistemática, 69.

6      Cf. P. Tillich, Teología sistemática, 69.

7      P. Tillich, Teología sistemática, 70.

8      J.P. Espinosa, “Cuando la revelación no es transparencia. Posibilidades de un diálogo filosófico– teológico desde la propuesta de Byung-Chul Han”: Palabra y Razón 15 (2019) 61-73; J.P. Espinosa, “Ser creyentes en la sociedad del cansancio. Propuesta para una estética teológica fundada en la negatividad humana”: Proyección: teología y mundo actual 272 (2019) 25-40.

9      Para conocer más estos elementos sugiero la revisión del libro Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona 2017.

10      Z. Bauman y L. Donskis, Maldad líquida, Paidós, Argentina 2019, 49.

11      H. Giannini, La metafísica eres tú. Una reflexión ética sobre la intersubjetividad, Catalonia, Santiago de Chile 2007, 24.

12      J.R. García Murga, Comunidad, experiencia de espíritu, liberación, Marova, Madrid 1977, 41.

13      J.R. García Murga, Comunidad, 41.

14      M. Buber, ¿Qué es el hombre?, FCE, México 2011, 144-145.

15      B-C. Han, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona 2017, 20.

16      B-C. Han, La sociedad del cansancio, 13.

17      B-C. Han, La sociedad del cansancio, 13.

18      B-C. Han, La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona 2017, 9.

19      B-C. Han, La sociedad del cansancio, 23.

20      J. García Haro, “Culpa, reparación y perdón: implicaciones clínicas y terapéuticas”: Revista de Psicoterapia, Vol.25, 97 (2014) 177-208, 187.

21      C. Domínguez Morano, Experiencia cristiana y psicoanálisis, Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, Argentina 2005, 100.

22      Ahí estaría el ser como dioses de la tentación original en cuanto omisión del estatuto creatural del ser humano.

23      Este carácter colectivo del poder ¿podría llevar a pensar el carácter estructural del pecado?

24      B-C. Han, La sociedad del cansancio, 26. En esta positividad podríamos distinguir el carácter líquido-banal del mismo verbo modal poder y de la consecuente mirada teológica en torno al pecado como estructura que propone la libertad ególatra como cualidad “razonable”. En definitiva, la maldad líquida, actúa por lo “racional”.

25      J. García Haro, “Culpa, reparación y perdón”, 205.

26      B-C. Han, La expulsión de lo distinto, 77.

27      B-C. Han, La expulsión de lo distinto, 77.

28      Han en La expulsión de lo distinto recuerda el argumento de la película Anomalisa en la cual un joven llamado Michael se encuentra con una mujer llamada Lisa, la cual y con su mirada y su voz lo salvan del encierro de su yo. Lisa, dice Han, se considera así misma fea (cánones de la sociedad de lo pulido, de la belleza aparente, del neo narcisismo). Se oculta porque la sociedad le exige ocultarse. Pero cuando Michael se encuentra con ella experimenta el resurgir del amor y del encuentro (la gracia en términos teológicos, lo opuesto al pecado y a la alienación, la posibilidad de la reunión en términos de Tillich). Dice Han: “Michael se enamora de ella, de su voz distinta, de su alteridad, de su anomalía. En el éxtasis amoroso la llamada Anomalisa. Pasan la noche juntos (…) Anomalisa significa “diosa del cielo”. Anomalisa es el otro por antonomasia que nos redime del infierno de lo igual. Ella es el otro en cuanto eros” (B-C. Han, La expulsión de lo distinto, 20).

29      J. María Esquirol, La resistencia íntima: ensayo de una filosofía de la proximidad, Acantilado, Barcelona 2015, 80.

30      H. Giannini, La metafísica eres tú, 93.

31      H. Giannini, La metafísica eres tú, 134.

32      F. Jullien, La identidad cultural no existe, Taurus, España 2019, 86.

Gaspar Calvo Moralejo

Presentación del tema

Cuando el Concilio Vaticano II se refiere a María, la Madre del Señor, ensalzada sobre los ángeles y los hombres, afirma que es «justamente honrada por la Iglesia con un culto especial. Y... desde los tiempos más antiguos la Santísima Virgen es venerada con el título de Madre de Dios». Prosigue recordando que, a partir del Concilio de Éfeso,

«ha crecido maravillosamente el culto del Pueblo de Dios hacia María en veneración y en amor, en invocación e imitación, de acuerdo con las palabras proféticas: Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Todopoderoso (Lc 1, 48-49)» [1].

Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris Mater, enseña que la vida cristiana, que se manifiesta en donación y entrega a María como respuesta confiada a su amor de Madre, es la dimensión mariana de un discípulo de Cristo [2]. Con esta expresión se manifiesta que esa entrega a la Virgen se hace presente de un modo constante y permanente, como espiritualidad mariana, testimoniada en la devoción y en el culto. Y es un signo de la piedad o relación filial que con María le une.

Cuando se quiere profundizar en el mejor conocimiento de lo que es en verdad el culto mariano, es preciso recordar que constituye una forma de veneración a la Virgen que proviene

«de raíces profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos» [3].

Consecuencia lógica de la verdadera fe de la Iglesia, el culto mariano se manifiesta a lo largo del tiempo como devoción a María, la Madre del Señor y una de las expresiones generalizadas del culto con que el pueblo creyente expresa a Dios su gratitud y alabanza.

De ese culto que la Iglesia tributa a la Virgen puede afirmarse, al igual que de la devoción mariana, que se refiere siempre al Señor que en María se hace presente como en «una Verónica viviente» que lo recuerda. Ya que ella es «la imagen que reproduce a Cristo en el corazón humano y la refleja haciéndola perceptible en la contemplación del corazón» [4].

Basado en la enseñanza de la Sagrada Escritura, el culto mariano manifiesta y refleja una forma de piedad y devoción a la Madre del Señor que ayuda a avanzar por el «itinerario de la fe», siguiendo el ejemplo y los pasos de María.

Las enseñanzas del Vaticano II marcan las líneas precisas que ha de seguir el culto mariano y de cuanto es y significa en la vida de la Iglesia. Cristo, que está en ella siempre presente, asocia consigo de modo permanente a su Iglesia para que Dios sea glorificado y santificados los hombres. Lo que realiza de un modo particular, cuando en la acción litúrgica asocia consigo a su esposa la Iglesia, que

«invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno» [5].

En este culto de la Iglesia, afirma el mismo Concilio en otro momento, María «es justamente honrada con un culto especial» [6], que siempre ha existido y que justa y merecidamente se llama cristiano. Manifiesta

«que el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y libre de Dios, el cual siendo caridad (1Jn 4, 7-8), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó, y obró en ella maravillas (Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros» [7].

La palabra culto, por otra parte, expresa la forma en que se manifiesta la virtud de la religión, por la que el hombre testimonia y reconoce la grandeza de Dios, su dominio y soberanía sobre todo cuanto existe, y la relación personal que une con Él al mismo hombre. Dicho reconocimiento, interior, vital por parte de la persona humana también se proyecta externamente mediante signos y palabras que están relacionados íntimamente con la diversidad de culturas en las que cada pueblo se expresa y que forman parte y constituyen una de sus peculiaridades distintivas.

Cuando con independencia de la cultura particular que refleje, este culto se denomina «cristiano», añade una característica que fundamentalmente lo distingue de las otras manifestaciones culturales y que lo vincula con todo el culto llamado cristiano, ya que centra esta relación trascendente del hombre con el Ser divino en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 1, 3). Es decir, el Dios Uno y Trino que el mismo Jesús nos ha dado a conocer con su vida y su Evangelio y nos enseña a llamarlo «Padre».

Objeto de este culto, por tanto, por su unidad indisoluble con Dios Padre, lo serán también Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, las tres personas de la Trinidad Santa. Dios Hijo es el Verbo Humanado, el Hijo único del Padre, hecho hombre y nacido de la Virgen María, como se proclama en el Credo. La unión entre la Persona divina del Verbo y la naturaleza humana que asume se denomina hipostática. Y en ese nombre de unión hipostática se expresa la existencia de la Persona divina en la naturaleza humana, en una unidad perfecta e indefinible por el hombre. Esta Persona, en la unidad de su doble naturaleza, es Jesucristo. Su condición humana adquiere la excelencia divina propia de la divinidad del Verbo, que se le comunica. Y por esa divinidad es objeto de nuestra adoración y culto.

Al verificarse la admirable unión hipostática, según explica la M. María de Jesús de Ágreda, sobre la humanidad asumida por el Verbo, enriquecida con la abundancia de dones y gracias en la plenitud posible, irrumpe sobre ella el río de la divinidad que la embebe y deifica, en cuanto la limitada condición humana de su cuerpo y alma lo permite. Y sin confundirse entre sí las dos naturalezas se manifiestan como realidad existente en la unidad de la Persona, que es Jesucristo [8].

La condición o naturaleza humana asumida por Cristo Jesús adquiere, por consiguiente, la excelencia divina propia de la Segunda Persona de la Trinidad, que se la comunica. Y es, por eso, objeto y término directo de nuestro acto de culto a Dios, por Jesucristo, en el Espíritu Santo, que se denomina con el nombre de adoración. De ahí que nuestro culto de adoración a Dios, Uno y Trino, es el culto cristiano. Pablo VI da la explicación cuando afirma:

«porque en Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre» [9].

Ya el Concilio Vaticano II había también enseñado que

«en Cristo Jesús se nos dio la plenitud del culto divino» [10].

Historia de la salvación y liturgia

La excelencia del misterio de Cristo o historia de la salvación (SC 35) encuentra su cumbre admirable en la celebración del misterio Pascual (Fides et Ratio, n. 66), particularmente representado por su pasión, muerte y Resurrección, que en el Triduo Pascual todos los años se conmemora. Hay que recordar que es Cristo, único y eterno sacerdote, el elemento constitutivo de la liturgia, que la Iglesia vive con intensidad y pregona particularmente a través de las celebraciones litúrgicas, ya que este es el culto propio de la Iglesia [11]. Y la misa es su centro y el culmen de toda la vida cristiana (SC 30). En el Canon romano se proclama solemnemente que la Iglesia, después de adorar a la Trinidad Santa, venera, ante todo, a la bienaventurada Virgen María.

Para una comprensión clara de estas palabras basta recordar la enseñanza del Concilio Vaticano II que afirma: en la celebración que durante todo el año la Santa Iglesia realiza de los misterios de Cristo,

«venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo» [12].

El mismo Concilio, (LG 66), iluminará la comprensión de ese porqué del culto a la Virgen, cuando afirma:

«María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia con un culto especial» [13].

De este culto especial a la Virgen, enseña Pablo VI,

«es un elemento cualificador de la genuina piedad de la Iglesia» [14].

Y por cuanto esa piedad mariana de la Iglesia, dirá en otro momento, se integra en la misma realidad de su vida litúrgica,

«es un elemento intrínseco del culto cristiano» [15].

Culto y piedad mariana, por consiguiente, manifiestan la veneración a María y el reconocimiento incesante a quien es la verdadera Madre de Dios (LG 53) y de los hombres. Por eso en él se hace presente la adoración a Dios, nuestro Padre.

Las palabras poco antes transcritas del Concilio ofrecen la explicación precisa para conocer el porqué de ese culto especial, inferior al que a Dios se debe, llamado latría y superior al que a los ángeles y santos se les tributa. Y no es otra que la benevolencia divina que ha escogido a la Virgen Nazarena para ser la Madre del Verbo divino, que se hace hombre en sus virginales entrañas.

Pablo VI, como ya se ha recordado, propone que la razón última, clarificadora de dicho culto se encuentra

«en el designio insondable y libre de Dios, el cual, siendo caridad eterna y divina (1Jn 4, 7-8.16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella maravillas (Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros» [16].

La divina Maternidad confiere a María una excelencia o dignidad incomparable por la «afinidad» que entre ellos se establece y la une con las Tres divinas Personas de la Trinidad Santa. Porque Ella es la morada de Dios, la Hija predilecta del Padre, la Madre del Verbo humanado en sus virginales entrañas, la «Esposa» o Sagrario del Espíritu Santo (LG 53). Por eso está elevada «por encima de todos los ángeles y de todos los hombres». Y por eso también, a Ella le corresponde una veneración especial en el culto cristiano (LG 66).

Por otra parte, este culto y veneración especial, siempre creciente, con el que la Iglesia honra a María, no se confunde, en modo alguno, con el culto exclusivo que a Dios se le debe. Se diferencian esencialmente. Baste recordar que a Dios se le da culto y adoración por sí mismo, por ser quien es, propter magnam gloriam tuam, como se dice en el «Gloria». Mientras que, a María, tan sólo se la venera por la singular relación que con Dios la une, al ser la verdadera Madre de Dios Hijo.

Y aunque el culto a la Virgen es esencialmente diferente, como se ha dicho, del culto que a Dios se le tributa, del culto a la Virgen depende en parte, pues lo favorece de un modo especial. Todas las formas de culto mariano queridas por la Iglesia o por ella autorizadas

«hacen que al ser honrada la madre, el Hijo, por razón del cual son hechas todas las cosas (Col 1, 15-16) y en el que plugo al Padre eterno que habitara toda la plenitud (Col 1, 19) sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor cumplidos los mandamientos» [17].

Y como María fomenta la unión inmediata de todos los creyentes con Cristo (LG 60) en el culto filial que a Ella le tributa la Iglesia los creyentes hallamos en Ella la puerta abierta que facilita nuestro encuentro con el Hijo bendito de quien también es nuestra Madre.

Puede ahora recordarse aquella respuesta que Jesús da a la Samaritana cuando le dice que había llegado la hora, y era aquella, en que había que adorar al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23 s). Es decir, como enseñaban los Padres, tanto interna como externamente desde la intimidad de la persona y movidos por la gracia del Espíritu Santo. El mismo Jesús así daba culto al Padre.

Por nuestra parte, se manifiesta de esta forma «un culto filial, que es don del Padre por medio de Jesucristo y por la obra interior del Espíritu Santo» [18]. Es decir: la fe-obediencia a Cristo y a su palabra, manifestada en el amor filial y obediente con el que el mismo Cristo glorifica al Padre.

El culto verdadero, por lo tanto, debe llevar consigo la transformación de la propia vida en ofrecimiento permanente al Padre por medio de Cristo Jesús y el don del Espíritu Santo. De esta forma Jesús ofrecía su adoración al Padre.

Las palabras ahora recordadas encuentran también su aplicación adecuada en cuanto con el culto mariano se relaciona. A ello se dirigen las orientadoras palabras de Pablo VI al tratar del culto a la Virgen en la Iglesia cuando afirma:

«para favorecer el desarrollo de aquella devoción a la Virgen que en la Iglesia ahonda sus motivaciones en la Palabra de Dios y se practica en el Espíritu de Cristo» [19].

Ya el Vaticano II había enseñado, como se ha dicho, que la Madre de

Cristo

«es justamente honrada por la Iglesia con un culto especial» [20],

por lo que exhorta a sus hijos a fomentarlo generosamente (LG 67). Por ello el culto y la piedad mariana, subordinada a la piedad al Salvador y a ella intrínsecamente unida, rectamente vivida y testimoniada, tiene de suyo un verdadero valor apostólico, pues

«constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana» [21].

Clases de culto

Por lo tanto, el culto mariano, como lo requiere su procedencia de la verdadera piedad y de la fe, y la vigilante enseñanza de la Iglesia lo precisa y determina, no puede confundirse o quedar limitado ni en un mero

«sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad» [22].

Sentimentalismo y vana credulidad que Pablo VI precisa y proscribe con palabras terminantes cuando afirma que en esas actitudes se

«sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas... No están en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto católico» [23].

La «doctrina de fe» que la maternidad divina de María proclama, está presente en la devoción y en el culto a Nuestra Señora. Y se hace «vida de fe» en los creyentes en Cristo, cuando constituye en su existencia cristiana una auténtica «espiritualidad mariana», en la que la devoción y el culto a la Señora se hermanan e identifican. Y al fomentar con generosidad el culto a la santísima Virgen (LG 67), no solamente litúrgico, sino también el que se manifiesta en el aprecio y estima de las prácticas devocionales que la Iglesia recomienda y aprueba (LG 67), sigue desarrollándose y creciendo

«maravillosamente el culto del pueblo de Dios hacia María en veneración y en amor, en la invocación e imitación, de acuerdo con sus proféticas palabras: Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas (Lc 1, 48-49)» [24].

Y como el mismo Vaticano II enseña, todas esas formas de devoción y de culto que la Iglesia reconoce y aprueba, hacen que

«al ser honrada la Madre, el Hijo... sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos» [25].

Por lo que no ha de temerse que el incremento de este culto, tanto litúrgico como privado, que a la Virgen se le tributa, pueda oscurecer o disminuir el culto de adoración que le es debido al Verbo Encarnado, así como al Padre y al Espíritu Santo, ya que María, es nuestra Madre en el orden de la gracia (LG 61).

Pablo VI, en la Introducción de la exhortación Signum magnum enseña, que hay

«un inseparable lazo existente entre la maternidad espiritual de María... y los deberes de los hombres redimidos hacia Ella, como Madre de la Iglesia».

De esta maternidad divina de la Virgen, por la que está unida estrechísimamente a su Hijo, y por la que tiene una función singular en el misterio del Verbo encarnado y en el de la Iglesia, su cuerpo místico (LG 54), es evidente que la Virgen,

«no tan sólo como Madre Santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, sino también como Madre de la Iglesia, justamente es honrada por la Iglesia con especial culto, singularmente litúrgico. Puesto que en el misterio de la Maternidad la proclama Madre de la Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios y próvida Madre de la Iglesia» [26].

Tanto la maternidad divina de la Virgen como su maternidad espiritual sobre todos los que formamos la Iglesia, encuentra en el culto la expresión de un reconocimiento agradecido por su excelencia singular, proveniente de la plenitud de gracia con que el Todopoderoso la enriquece; ya que María,

«después de Cristo, ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el más próximo a nosotros» [27].

Desde esta cercanía que la bendita Madre tiene con nosotros, sus hijos, se nos hace más fácil abrir el corazón a la gratitud y a la confidencia con la Madre. De ahí que la veneración a la Virgen tenga que florecer con la espontaneidad del amor en el pecho de sus hijos, que quieren ser bien nacidos. Es signo de reconocimiento profundo por ser la Madre de Cristo y por el don de su maternidad espiritual sobre cada uno de nosotros, expresada en las palabras con las que Cristo Jesús en el Calvario nos la dio por Madre (Jn 19, 25-27): Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu Madre...

Juan Pablo II comenta el pasaje evangélico y la enseñanza del magisterio del Concilio subrayando, a la vez, que

«María está presente en el misterio de la Iglesia como Madre que Cristo, en el misterio de la Redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan» [28].

Por lo que, había afirmado poco antes de esa maternidad,

«que se convierte en herencia del hombre» [29].

Es ésta la maternidad de María en el Espíritu. En ella acoge a todos sus hijos por la mediación de la Iglesia, de la que Ella es imagen perfecta, tipo, figura y a la vez, Madre verdadera (LG 47).

Cuando este amor agradecido a la Virgen, Nuestra Madre, se enfría o debilita en nuestro pecho, la veneración a la Señora se desvanece, el culto se trivializa y sus manifestaciones genuinas de piedad sincera desaparecen. Y al perderse esta realidad integradora de la vida verdaderamente cristiana, también ésta se debilita y muere.

Al ser el culto mariano reconocimiento de la excelencia de la persona de María, por la excelsa dignidad y grandeza de su divina maternidad, conduce con suavidad a quien lo vive a cantar sus alabanzas, invocar su intercesión y a pedir su amparo. La indigencia radical de cada uno de nosotros disminuye cuando nos llena el amor sincero que la cercanía de la Madre reenciende en el corazón de los hijos. Y ese amor se manifiesta a la vez en modulaciones expresivas de un mismo reconocimiento, en plegaria confiada y súplica apremiante a quien ha sido elevada sobre los coros de los ángeles y es la Reina de todos los santos. Y la alabanza que por ello se le tributa, se transforma en oración y súplica ferviente de filial confianza.

Todas las manifestaciones del culto verdadero a la Señora brotan de ese raudal de fe, esperanza y caridad que nos transforma en hijos de Dios, redimidos por Cristo en el Espíritu Santo, que hemos sido regalados con el don de la maternidad espiritual de María, que a todos nosotros se extiende. Y al ser el modelo de la Iglesia, el dechado de su perfección, sin mancha ni arruga (LG 65),

«encuentra en ella la más auténtica forma de la imitación de Cristo» [30].

Por la necesidad psicológica que el hombre experimenta de pautas para su conducta, de modelos y ejemplos asequibles para poder imitarlos, el culto y piedad filial a Nuestra Señora se expresan en los fieles como imitación constante y amorosa de las enseñanzas de vida evangélica que resplandecen en la que con razón es invocada con el nombre de «Evangelio viviente». Por eso el culto de imitación a la Virgen es el que en realidad mantiene en nosotros la conversión perseverante al Evangelio, al hacer realidad su palabra, siempre actual y valiosa, que nos invita a hacer cuanto Jesús nos diga (Jn 2, 5).

Culto de imitación

Cuando la Venerable Madre María de Jesús de Ágreda vence su resistencia y pasividad y se decide, por obediencia al Señor y a su Madre, a escribir la Vida de la Virgen, conocida como Mística Ciudad de Dios, afirma que es con la intención de que resplandezca en la vileza y pequeñez de su persona la benigna liberalidad y misericordia de la bendita Madre. que viene en su ayuda. Pues,

«con la virtud de la divina gracia despertáis de nuevo los corazones fieles y los lleváis a vos, fuente de piedad y de misericordia».

Y pidiéndole a la Virgen que sea Ella la que le hable y la que engrandezca al Señor por las obras maravillosas que en Ella ha realizado, de sus manos nos lleguen a nosotros sus devotos y siervos las gracias

«...para que los ángeles le bendigan, los justos le magnifiquen, los pecadores le busquen y para que tengan todos ejemplar de suma santidad y pureza» [31].

Y que la vida de la bendita Madre sea para la concepcionista agredana un vivo ejemplar y espejo sin mácula, en el que todos puedan mirarse para adornar su alma y ser así, le dice, hija vuestra y esposa de vuestro santísimo Hijo [32].

Las palabras agredanas transcritas evocan el texto del Vaticano II que afirma:

«la Iglesia ha alcanzado ya en la Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5, 27) ... y resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» [33].

Juan Pablo II dirá, a su vez, que María,

«Entre todos los creyentes es como un “espejo” donde se reflejan del modo más profundo y claro, “las maravillas del Señor”» [34].

También Pablo VI en su exhortación apostólica Signum magnum, al tratar de la cooperación de María al desarrollo de la vida divina de la gracia en las almas, afirma que la Virgen ejerce entre los hombres redimidos el influjo de su ejemplo. Y tiene de esa forma sobre ellos, un

«influjo, en verdad, muy importante, conforme a la conocida frase “Verba movent, exempla trahunt” ...porque así como las enseñanzas de los padres adquieren una eficacia mucho mayor cuando van convalidadas por el ejemplo de una vida conforme a las normas de prudencia humana y cristiana, así la dulzura y el encanto que emanan de las excelsas virtudes de la Inmaculada Madre de Dios atraen en forma irresistible a las almas hacia la imitación del divino modelo, Jesucristo, cuya más fiel imagen ha sido Ella misma» [35].

Fue la fiel imagen de su Hijo, porque también, como enseña el mismo Papa,

«fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo, lo cual tiene un valor universal y permanente» [36].

La santidad eminente de la bendita Madre, modelo perfecto de vida cristiana para todos los creyentes en Cristo y verdadera maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos [37], fue, ciertamente un don de la magnanimidad divina con el que enriqueció a María y a su Iglesia. Pero fue también,

«el fruto de la continua y generosa correspondencia de su libre voluntad a las internas mociones del Espíritu Santo. Y en razón de la perfecta armonía entre la gracia divina y la actividad de su naturaleza humana es como la Virgen dio suma gloria a la Santísima Trinidad y se ha convertido en gloria insigne de la Iglesia» [38].

Cuantos rendimos culto de veneración amorosa a la Virgen y, reconociendo su excelencia, también la contemplamos como imagen y modelo de perfección, por la semejanza que con Cristo la identifica. María es con toda propiedad el verdadero «alter Christus» en sentir de la M. Ágreda; por lo que el amor filial que con ella nos une ha de mover también nuestra voluntad a imitarla, y a seguir su ejemplo. Para ello es necesario recordar con Juan Pablo II, que

«María, dedicada constantemente a su divino Hijo, se propone a todos los cristianos como modelo de fe vivida» [39].

Debe haber perfecta armonía entre la gracia que el Señor nos concede y nuestra voluntad humana de secundar sus designios. Y por la devoción que nos une a María, ejemplo y modelo de respuesta a la gracia, glorificar en nuestra vida a la Trinidad Toda Santa, a semejanza de Nuestra Señora. Ella,

«la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoge como Abraham la voluntad de Dios; y esperando contra toda esperanza (Rm 4, 18), resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios» [40].

De esta enseñanza se deduce con claridad deslumbrante que cuantos

«llenos de admiración contemplamos a María firme en la fe, pronta en la obediencia, sencilla en la humildad, exultante en ensalzar al Señor, ardiente en la caridad, fuerte y constante en cumplir su misión hasta el holocausto de sí misma, en plena comunión de sentimientos con su Hijo, que sobre la cruz se inmolaba para dar a los hombres nueva vida» [41],

contemplamos gozosos su ejemplo para mejor imitarla. Así le tributamos nuestro

«culto de alabanza, de gratitud y de amor, porque conforme a la sabia y dulce disposición divina, su libre consentimiento y su generosa cooperación a los planes de Dios han tenido y tienen todavía una gran influencia en el cumplimiento de la humana salvación» [42].

Del culto mariano a la vida mariana

Toda esta reflexión doctrinal o teológica sobre el culto mariano encuentra su transformación en verdadera vida cristiana, y por eso mariana, cuando la veneración amorosa y filial a la Virgen se expresa como una realidad existencial en la vida de cada uno de nosotros. Y no es una efervescencia inconsistente que se desvanece con la misma facilidad con la que se origina. Sino la manifestación de una fe profunda y comprometida que da consistencia a nuestra realidad cristiana. Y avanzando con María «en la peregrinación de la fe» (LG 58) nuestra unión con Cristo se mantiene vigorosa.

La figura evangélica de María, con la sobriedad esquemática con que la presentan las páginas de los libros santos, y la profundidad del mensaje contenido en sus pocas palabras, que han llegado hasta nosotros y en los ejemplos de su vida asociada a su Hijo,

«puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo ...como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo» [43].

Y de tal forma, que Juan Pablo II enseña que la fe de María, en un cierto sentido, ha pasado a formar parte de la fe de la misma Iglesia, pues precede el testimonio apostólico de la Iglesia y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial testimonio de la revelación de Dios [44]. Por eso Pablo VI había enseñado que María no defrauda ninguna de las esperanzas profundas del corazón de los hombres de nuestro tiempo. Y todavía más:

«les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor, artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna» [45].

Estas dos realidades son inseparables; deben, por lo mismo, encontrarse siempre presentes en quien quiere ofrecer en su vida un verdadero culto de veneración e imitación, glorificación y alabanza a la Bienaventurada María.

Juan Pablo II, como la mejor disposición para celebrar el jubileo con el que la Iglesia inicia el tercer milenio de la Encarnación-Nacimiento de Cristo, con paternal insistencia nos invita a vivir en profundidad nuestra devoción mariana, viendo en la Virgen Nazarena

«el verdadero modelo de “fe vivida” (TMA 43), ejemplo perfecto de amor a Dios y al prójimo (TMA 54); la verdadera pobre de Yahwé, que resplandece como modelo para quienes se fían, con todo el corazón, de las promesas de Dios» [46].

La veneración a la Virgen es en sí misma una manifestación del culto que a ella se le debe; por lo que también se presenta como elemento cualificador del culto cristiano. Y cuando esa veneración se expresa como una forma de culto litúrgico, cuya culminación es la Eucaristía (SC 10), además de su excelencia y principalidad, es la mejor norma orientativa para el establecimiento de las diversas manifestaciones de la devoción mariana. La sobria objetividad de la liturgia es contraria a las exageraciones engañosas, presentes en las devociones indiscretas [47].

Como Pablo VI ha precisado certeramente, todas las formas devocionales marianas que la piedad popular utiliza tienen que expresar las características o notas concretas que en la misma liturgia resplandecen en el culto a Nuestra Señora (Mc 25-29). Son éstas:

—       una dimensión o referencia trinitaria, que evidencia la afinidad singular de María con la Trinidad Santa como la «Hija predilecta del Padre»; como la Madre virginal del Hijo y el sagrario o la esposa del Espíritu Santo [48];

—       una referencia directa a Cristo, el Hijo eterno del Padre, ya previsto como Verbo Humanado en el plan divino de la Encarnación, que le da a la vida de su Madre siempre Virgen un particular sentido cristológico, de forma que todo en María

«es referido a Cristo, todo depende de Él: en vistas a Él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda Santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» [49].

Y como Madre de Cristo, es también María

«la servidora diligente del misterio de la Redención con Cristo y bajo su intervención divina (LG 56); por lo que siempre será “un testigo singular del misterio de Cristo”» [50].

Y así como Dios estableció desde el primer momento

«con un único y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría» [51],

el aspecto cristológico, la relación o referencia a Cristo que hay en María, tiene que estar también presente en la recta ordenación de todas las expresiones del culto mariano.

Una vinculación con el Espíritu Santo, cuya personal presencia santificadora en María desde su Concepción Inmaculada, la convierte y plasma una nueva creatura (LG 56); descendiendo sobre ella en la Anunciación, la cubre con su sombra (Lc 1, 35) y lo santo que en ella se engendra es por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18-20); y convertida en mansión estable del Espíritu de Dios (Mc 26), ha sido por eso llamada Sagrario del Espíritu Santo. Al descender de nuevo sobre Ella en Pentecostés y enriquecerla con nuevas gracias, cuando la Iglesia nace e inicia el camino de su peregrinación de fe, está

«María en medio de los apóstoles en el Cenáculo “implorando con sus ruegos el don del Espíritu”» [52].

Y la que es miembro e hija eminente de la Iglesia, es también su Madre y Maestra. La reflexión teológica sobre esta acción del Espíritu Santo en María de un modo particular evidenciará

«la misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la Iglesia» [53];

lo que ha de llevar a una piedad mariana más intensamente vivida y en la que la invocación al Espíritu Santo esté presente.

Ha de tener también un sentido plenamente eclesial, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia y el ejemplo de María en el ejercicio del culto: acogiendo con fe la palabra de Dios, como «la Virgen oyente» (MC n. 17); glorificando al Señor con el cántico de alabanza indeficiente; abriendo el corazón a la súplica confiada y perseverando en la oración con los discípulos en su intercesión incesante sobre la Iglesia (MC 18); y a semejanza de la Virgen-Madre cooperando en la maternidad virginal de la Iglesia por la santificación propia y la regeneración de las almas (MC n. 19). Y como la «Virgen oferente», hacer de la propia existencia una oblación al Señor, en unión con la misma Iglesia en caridad ardiente e inquebrantable y en unión con María (MC 20).

La presencia de estas características indicadas en el culto a Nuestra Señora, en palabras de Pablo VI, «contribuirá indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar al pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo (Ef 4, 13)» [54].

Además de estas notas peculiares, no pueden olvidarse las orientaciones bíblica, ecuménica y antropológica que ayudan a la piedad y devoción mariana a

«hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre nuestra en la Comunión de los Santos» [55].

María, modelo del culto

La exhortación Marialis cultus, tantas veces recordada, en cuanto al culto se refiere presenta también a la Virgen como el modelo que debe imitarse. Y al titular la sección segunda de la primera parte: «La Virgen modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto», presenta la figura de María como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. Y propone:

«La ejemplaridad de la santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (LG 63), esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre Eterno» [56].

La atenta escucha de la palabra de Dios, que la liturgia proclama, siguiendo el ejemplo de María, «la Virgen oyente» (MC 17), es signo de veneración a Dios Padre que en ella nos habla y testimonio de fe, que sabe acoger su mensaje de vida como luz que señala el camino de fe de nuestra peregrinación terrena. Por lo que esa fe de María, basada en el testimonio apostólico, se convierte sin cesar, en cierto modo, en la fe del pueblo de Dios en camino (RM 28).

Como «Virgen orante» (MC 18) María se presenta en la Iglesia como la mujer de fe que sabe estar pronta a levantar su corazón al Señor para glorificarlo, agradecer su misericordia y proclamarla a todos los pueblos (Lc 1, 46.55).

Y pronta para manifestar la solicitud por los hombres e ir a su encuentro intercediendo confiada por ellos ante su Hijo (RM 21). La Visitación de María a su prima Isabel, que lleva la gracia al pequeño Juan que salta alborozado en el seno materno (Lc 1, 39-42); la delicada súplica que en Caná presenta a su Hijo en favor de los nuevos esposos y obtiene de Jesús el primer milagro, signo por el que sus discípulos creen en Él (Jn 2, 1-12); su presencia orante en la Iglesia naciente del Cenáculo (Hch 1, 14) y en la de todos los tiempos, son otros tantos testimonios de que María

«sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo (SC 83)».

Virgen Madre, prerrogativa por la que está unida indisolublemente al misterio de su Hijo y con la Iglesia (RM 27), de la que es tipo en forma eminente y singular. Creyendo y obedeciendo la precede como su modelo tanto de virgen como de madre; y engendrando a Cristo, primogénito de muchos hermanos (Rm 8, 29),

«a cuya generación y educación coopera con amor materno» [57].

La vida cristiana, que por el sacramento del bautismo recibe el que se incorpora a la Iglesia, tiene como un germen particular, en expresión de la Venerable M. Sorazu, que se desarrolla en la que llama vida mariana. Es ésta una tarea que le incumbe a todo cristiano. Se realiza por el culto y la devoción a la Virgen; y se manifiesta en inspirarse para todo en la Virgen y hacerlo todo en unión suya [58]. Una buena norma de conducta para quien, de verdad, quiere vivir la verdadera devoción a la Virgen.

Para Juan Pablo II la relación filial que se establece entre María y nosotros cuando Jesús desde la Cruz le dice: ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26) tiene que manifestarse como la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo [59]. Se han recordado anteriormente las palabras de Pablo VI en las que enseña que la piedad y culto a la Virgen es un elemento constitutivo del culto cristiano. Y la vida cristiana tiene que manifestarse en el culto incesante al Padre, glorificando a la Trinidad Santa. Pues

«el culto cristiano es actualización e imitación constante de la consagración de Jesús al Padre en el Espíritu eterno, es decir, la glorificación del Padre y la santificación en la verdad de los hombres hechos sus hijos» [60].

Y como la veneración a la Madre de Dios está siempre presente en el culto cristiano, el incremento de su devoción y culto será de indudable provecho para la Iglesia y para la misma sociedad humana, afirmaba Pablo VI [61].

Conclusión

Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y el magisterio de los romanos pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, he ido recordando las características principales que deben sobresalir en el verdadero culto cristiano a la bendita Madre de Dios, María.

Siempre es provechoso, tanto para los pastores como para los fieles, actualizar las enseñanzas que la Iglesia nos ofrece, tratando de fomentar nuestra piedad filial y devoción a la que es verdaderamente Nuestra Madre.

Con la gracia de la Maternidad divina ella recibe también para nosotros esa prolongación en la maternidad sobre la Iglesia, por la que es constituida Madre de todos los creyentes en Cristo. Y en el don de la Redención está presente la Madre. A ella la gratitud de nuestra devoción y el testimonio de nuestro culto.

Para nosotros es necesario vivir en la cercanía de la Virgen.

«Ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de este misterio —de la Redención—. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto consiste el carácter excepcional de la gracia de la maternidad divina» [62].

Gaspar Calvo Moralejo revistas.unav.edu/

Notas:

1.     Constitución dogmática Lumen gentium, n. 66 (se citará LG). Sobre el tema puede verse: L. GAMBERO, Culto, en «Nuevo Diccionario de Mariología», Ed. Paulinas, Madrid 1988, pp. 534-554, donde hay una bibliografía suficiente; A. RIVERA, El culto mariano en la Constitución Dogmática (nns. 66 y 67), en «Estudios Marianos» 30 (1968) 289-314.

2.     JUAN PABLO II, Redemptoris Mater, n. 48m (se citará RM); sobre la encíclica pueden verse los comentarios de «Estudios Marianos» 54 (1989) 308 págs.; y PONTIFICIA ACCADEMIA MARIANA INTERNATIONALIS, «Redemptoris Mater», Atti del Convegno di Studio con patrocinio del Comitato Centrale per l’Anno Mariano, PAMI, Roma 1988, 288 págs.

3.     PABLO VI, Marialis cultus, n. 56 (se citará MC); un comentario a la misma en «Estudios marianos» 48 (1978) 350 págs.

4.     J. RATZINGER, María, Chiesa nascente, Ed. San Paolo, 1989, 26.

5.     CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 7 (se citará SC).

6.     LG, n. 66.

7.     MC, n. 56.

8.     M. M.ª J. DE ÁGREDA, Mística Ciudad de Dios. Vida de María, Introducción, notas y edición por C. Solaguren, Madrid 1992, n. 41, p. 34; véanse también los nn. 35-52, pp. 32-37; G. CALVO, La «mariología» base de la visión teológica de María de Jesús de Agreda, «Marianum» 59 (1997) 545-570.

9.     MC, Introducción.

10.     SC, n. 5.

11.     J. LÓPEZ, «In Spirito et Verità». Introduzzione alla Liturgia, Ed. Paoline 1989, p. 57; el texto editado en español: En el Espíritu y la verdad, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1987.

12.     CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium, n. 103.

13.     LG, n. 66. Puede verse un documentado estudio sobre la historia del texto conciliar y sus fuentes, seguido de una exégesis teológica del mismo en A. RIVERA, CMF, El culto mariano en la Constitución Dogmática (nn. 66-67), en «Estudios Marianos» 30 (1968) 291-314.

14.     PABLO VI, MC, Intr.

15.     PABLO VI, MC, n. 56.

16.     PABLO VI, MC, n. 56.

17.     LG, n. 66.

18.     J. LÓPEZ, In Spirito e Verità, p. 45; para una mejor comprensión del texto citado de Juan véase en esta misma obra las pp. 40-45.

19.     PABLO VI, MC, Intro. final.

20.     LG, n. 65.

21.     PABLO VI, MC, n. 57.

22.     LG, n. 67.

23.     PABLO VI, MC, 36. 24. LG, n. 66.

25.     LG, n. 66.

26.     PABLO VI, Signum magnum, Introd. (se citará SM).

27.     LG, n. 54.

28.     JUAN PABLO II, Redemptoris Mater, n. 47, se citará RM.

29.     JUAN PABLO II, RM, n. 45.

30.     PABLO VI, Discurso de Clausura de la tercera sesión del Vaticano II.

31.     M. M.ª J. DE ÁGREDA, Mística Ciudad de Dios. Vida de María, Introducción, Notas y Edición de C. Solaguren, Madrid 1992, n. 13, p. 13; sobre el culto de imitación a María en la M. Ágreda remito a Andrés MOLINA PRIETO, El culto mariano de imitación en la «Mística Ciudad de Dios» de la Venerable Sor María de Jesús de Agreda, en “Estudios Marianos» 49 (1984) 221-250.

32.     Mística Ciudad de Dios, n. 13, p. 13.

33.     LG, n. 65.

34.     RM, n. 25.

35.     SM, n. 1.

36.     MC, n. 35.

37.     MC, n. 21.

38.     SM, n. 1.

39.     JUAN PABLO II, Tertio millennio adveniente, n. 43 (se citará TMA).

40.     JUAN PABLO II, TMA, n. 48.

41.     SM, n. 1.

42.     SM, n. 1.

43.     MC, n. 37.

44.     JUAN PABLO II, RM, n. 27.

45.     MC, n. 37.

46.     TMA, n. 48.

47.     W. BEINERT, Il culto di María oggi, en Teología. Liturgia. Pastoral, Ed. Paolina 1987, pp. 49-53.

48.     LG, n. 53; MC, 25. Este aspecto trinitario se encuentra presente en la antiquísima praxis litúrgica de la Iglesia, que se dirigía al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo; LÓPEZ, In Spirito e Verità, p. 334.

49.     MC, n. 25; sobre esta característica, véase LÓPEZ, In Spiritu et verità, pp. 334 s.

50.     JUAN PABLO II, RM, n. 26.

51.     MC, n. 25.

52.     MC, n. 26.

53.     MC, n. 27.

54.     MC, n. 25.

55.     MC, n. 29.

56.     MC, n. 16.

57.     LG, 63.

58.     Sobre el tema remito: A. SORAZU, Autobiografía Espiritual, edición del P. Fray Luis Villasante, Ed. FUE, Madrid 1990, n. 55, p. 123; G. CALVO, Consagración religiosa y consagración mariana, en «Estudios Marianos» 51 (1986) 156 ss; G. CALVO, La Encarnación del Verbo y María en la Venerable M. Sorazu, en «Estudios Marianos» 64 (1998) 583 s.

59.     JUAN PABLO II, RM, n. 44.

60.     LÓPEZ, In Spirito e Veritá, p. 45.

61.     MC, n. 58.

62.     JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n. 22.

José Carlos Martín de la Hoz

Desde que el papa san Juan Pablo II publicara aquella inolvidable Encíclica Ut unum sint, el 25 de mayo de 1995 sobre el ecumenismo, no se ha dejado ni un solo día de rezar en toda la Iglesia Católica por esa importantísima intención, de modo que todos los cristianos nos hemos sentido impulsados a avanzar en la anhelada unión de toda la Iglesia bajo un solo pastor.

Precisamente, uno de los elementos clave de ese documento trataba del estudio del ejercicio del Primado del Santo Padre a lo largo de la historia, pues se deseaba subrayar el primado del papa como un camino ecuménico hacia la mejor y más profunda comprensión de ese primado, no solo de honor, sino de verdadero y auténtico servicio a todas las Iglesias.

La investigación del ejercicio del Primado en el primer milenio que propiciaba el documento recordaba aquellos difíciles tiempos en los que la Iglesia hubo de afrontar grandes penalidades tanto del interior de la misma esposa de Cristo, como del enemigo exterior. Es decir, las muchas y complejas herejías, cismas, incomprensiones internas entre las diversas comunidades que constituyeron la Iglesia de Jesucristo y las propias dificultades suscitadas durante la implantación de la Iglesia dentro de la civilización occidental alrededor del Mediterráneo.

Asimismo, sucedieron dificultades desde fuera de la Iglesia, como las graves persecuciones de judíos y cristianos, las terribles invasiones de los pueblos germanos y tártaros, la decadencia del imperio y, finalmente, la irrupción del Islam que provocaron gravísimas penalidades a los cristianos del primer milenio.

Ambas dificultades, de dentro y de fuera, fueron sin embargo ocasión de fortalecimiento en el interior de la Iglesia, cuando se respiraba con los dos pulmones y cada parte del imperio aportaba sus sensibilidades y acentos, pues ambas miraban a Roma. En efecto, desde los lejanos Patriarcados o desde las Islas Británicas, se pedía la última palabra a Roma, no como a un simple Patriarca de Occidente, sino como al sucesor de Pedro, para buscar en su fundamento la unidad en la fe, de las tradiciones, de la Escritura y, en definitiva, la identificación del Evangelio.

Uno de los frutos de aquella inolvidable Encíclica fue un extenso documento [1] donde se aportaban muchas luces teológicas acerca del ejercicio del Primado de Pedro. Vale la pena leer las palabras de la Congregación firmadas por su Prefecto y por el Secretario de la misma, asimismo, por los autores que se añadieron para comentar los textos.

1.       Construir el ecumenismo

Precisamente, en el ejercicio reciente del Primado como motor del Ecumenismo hemos de resaltar, la visita del papa Francisco a Suecia (del 31 de octubre al 1 de noviembre 2016) con motivo de la conmemoración común luterano-católica de los Quinientos años de la Reforma Luterana (1517), pues ha servido para recordar a todos la importancia de rezar y trabajar juntos por el ecumenismo [2].

El ecumenismo es la relación de los creyentes católicos respecto a los demás cristianos y, en general, con los demás creyentes. Las ideas más importantes que nuestra madre la Iglesia Católica desea que recordemos para facilitar esa tarea y para que, algún día, seamos un solo pueblo con un solo pastor, podemos leerlas en uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II: Unitatis redintegratio.

Ese importante documento resaltaba, como hizo el santo Padre en su discurso de Upsala, que la “División abiertamente repugna a la voluntad de Cristo y es piedra de escándalo para el mundo y obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo” (nº 1). Por tanto, los verdaderos creyentes católicos: “suspiran por una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, para que el mundo se convierta al Evangelio y se salve para gloria de Dios” (nº 1).

Es más, recuerda el Santo Padre en Upsala que Cristo, antes de ofrecerse a sí mismo en el ara de la cruz, como víctima inmaculada, oró al Padre por los creyentes, diciendo: “Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que Tú me has enviado”, e instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía, por medio del cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia. “Impuso a sus discípulos el mandato nuevo del amor mutuo y les prometió el Espíritu Paráclito, que permanecería eternamente con ellos como Señor y vivificador” (nº 2).

Así pues el Documento Conciliar recordaba que “movimiento ecuménico” significa: “el conjunto de actividades y de empresas que, conforme a las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos” (nº 4).

Asimismo el Concilio recuerda que el ecumenismo afecta a todos y que todos podemos llevar las siguientes tareas adelante: perdonarse, dialogar, rezar juntos (aunque no celebrar la misa), ejercitar juntos la caridad. Quererse, superar desconfianzas, orar juntos por la paz. Ejercitarse en la coherencia de fe y vida. Valorar las semillas de verdad que hay en otras religiones (cf. nº 4).

De entre los puntos subrayados, hay uno que es resaltado de un modo especial: la conversión personal del corazón y la reforma interior. La denominada unidad de vida (nº 5), que favorecerá la existencia de matrimonios mixtos (nº 6), donde de manera natural Dios puede hacer alcanzar al otro cónyuge la gracia de convertirle el corazón (nº 7), como fruto de la oración común (nº 8).

Es importante, recuerda el Concilio, aprender a tratarse y a conocerse (nº 9), como parte de una verdadera formación ecuménica (nº 10). También se anima a hacer esfuerzos para superar distancias y animadversiones de otros tiempos (nº 11) y trabajar junto como cooperantes en diversas ONG (nº 12).

Precisamente, una de las tareas que marcaba el Santo Padre en Upsala a las Iglesias reformadas allí representadas, era dar gracias a Dios por el nuevo clima de concordia, pues, después de quinientos años, se puede preguntar qué aporta hoy Lutero a la Iglesia de nuestro tiempo y lo que la Iglesia Católica ha recordado a sus fieles a través, por ejemplo, del Catecismo de la Iglesia Católica [3].

Finalmente, hemos de subrayar las palabras del Santo Padre Francisco en Upsala en la gran ceremonia ecuménica cuando llamaba a estar unidos en la oración al verdadero Dios, en la caridad mutua y en la colaboración sincera en las obras de caridad con los más necesitados en el mundo entero.

Existe en efecto, una tarea urgente de la caridad y de la solidaridad y más en estos tiempos de dura crisis económica y social derivada de la pandemia que hemos padecido y de sus sucesivas recidivas. Asimismo, el ecumenismo como tarea común nos impulsa al trabajo por la paz.

2.       Cristo. Príncipe de la paz

El siglo XXI comenzó con el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York y, periódicamente, esas acciones se han venido reproduciendo en diversos lugares de Europa y, en general, del mundo occidental con todo su dramático realismo, lleno de muerte, de pánico y de brutalidad.

Por otra parte, es verdaderamente sorprendente que todavía existan autores que sigan identificando, en términos absolutos, violencia y religión, después de todo lo que se ha escrito y estudiado, desde entonces, acerca del terrorismo islámico y de todos los sólidos y extensos argumentos que se han aportado en este debate.

Se puede decir que ya es un lugar común, afirmar que no son verdaderos musulmanes quienes llevan a cabo esas acciones terroristas, es más esos hechos son realmente patologías de esa religión y de un tipo de Islam denominado, sin ambages, puro fundamentalismo.

Así pues, cuando se identifica violencia con religión, se está manipulando la verdad, es más, se está injuriando el nombre de Dios, pues usar a Dios como motivación para derramar sangre y llevar a cabo actos terroristas contra intereses de Occidente, es sencillamente mentir usando el nombre de Dios en vano.

“¿Es el Islam una religión de paz?”. Con este título provocador introducía el profesor Charles Morerod, su reseña del libro de Adrien Candiard, La comprensión del Islam [4], publicada en la Revista Nova et Vetera de la Facultad de Teología de Friburgo.

Recodemos que el profesor Candiard, es docente e investigador desde hace más de treinta años en la Universidad de El Cairo en Egipto y que ha publicado numerosas obras y organizado abundantes encuentros nacionales e internacionales sobre el famoso tema de las relaciones entre violencia y religión.

Naturalmente, esta pregunta ya se había realizado muchas veces a lo largo de la historia, pero últimamente, hemos de responderla con más convicción y con más radicalidad: toda religión es siempre una religión de paz aunque existan algunos desquiciados que manipulen el nombre de Dios.

Parece importante recordar en este Simposio dedicado al ecumenismo, que el elemento común por el que la religión está siendo atacada, en una campaña orquestada en el mundo entero, es la cuestión de la violencia y el hecho religioso.

De una manera más amplia y haciendo referencia a las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVI-XVII, se ha planteado si dentro de las religiones llamadas reveladas hay una semilla de discordia, al presentarse cada una de ellas de modo excluyente, como el único y verdadero camino para la salvación.

Además, esta polémica apunta focalmente al Antiguo Testamento, común a los judíos y cristianos y, en cierto modo, al Islam: donde hay un uso expreso de la violencia por parte de Mahoma a la hora de conquistar las tierras, castigar la idolatría de otros pueblos, etc.

Así pues, merece la pena responder a esas objeciones lo más pronto posible, pues para poder construir un verdadero ecumenismo hace falta indudablemente convertirse en agentes de la paz en el mundo y en las almas.

Respecto a los argumentos, conviene releer las investigaciones recientes del teólogo Tanzella-Nitti, de la Universidad Pontifica Romana de la Santa Cruz, quien ha clarificado recientemente la cuestión: “hablando el mismo Dios en su Verbo encarnado, revela en primera persona y en su única Palabra, el sentido de muchas palabras” [5].

Seguidamente, al hablar de la pasión y muerte del Hijo de Dios, añadirá: “toda la historia bíblica de la violencia que ha tenido por protagonista a Dios se convierte en una gran metáfora de su justicia y de su amor”.

De hecho, señalemos que la Comisión Teológica Internacional publicó en el 2013 un documento sobre el monoteísmo frente a la violencia en donde se subrayaba la dimensión de amor y de caridad de la tradición hebreo-cristiana y se insistía en el ejemplo nítido y expreso contra la violencia tanto de Jesús como de sus discípulos.

Además, los exégetas han resaltado siempre que la violencia en el contexto bíblico ha de entenderse como una lección de castigo de Dios al pecador, como una medicina que ha de enmarcarse en el contexto cultural e histórico de la antigüedad.

Ahora bien, la respuesta, de si existe una violencia en sí, debe encontrarse en una explicación más profunda, que tenga en cuenta que el Nuevo Testamento explica el Antiguo y lo lleva a cumplimiento, no en la línea maniquea ni gnóstica, de eliminar el Antiguo Testamento, sino en la de los Padres Apostólicos de interpretar el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo. Desde las primeras páginas de los escritos de la primitiva comunidad cristiana, se dan abundantes citas de la Sagrada Escritura que muestran la conexión del Antiguo con el Nuevo Testamento. Esta es una muestra de su autenticidad y de su seguimiento de Cristo que dio cumplimiento a las Escrituras y abrió el nuevo Pueblo de Israel. Como expresa san Ignacio de Antioquia, al comparar el Antiguo y el Nuevo Testamento: “Mas el Evangelio tiene algo especial: la presencia del Salvador, nuestro Señor Jesucristo, su pasión y resurrección. Los amados profetas le habían anunciado, pero el evangelio es la consumación de la incorrupción. Todas las cosas son igualmente buenas, si creéis en la caridad” [6].

También vale la pena recordar que la Biblia no es un libro sino un conjunto de libros, y, por tanto, en ella se contienen diversos modos de hablar de Dios y de su obrar. Existe una historia de la salvación de Dios a su pueblo que se muestra a través del perdón al pueblo, intervenciones que lo sostienen y defienden. También aparece la condena de los sacrificios humanos, sustituidos vicariamente por los sacrificios animales, hasta llegar al sacrificio de la Santa Misa, el único y verdadero sacrificio de la nueva ley.

Los padres de la Iglesia muestran claramente cómo el Nuevo Testamento subraya el clima de caridad, perdón y misericordia instaurado por Cristo y vivido por los primeros cristianos. Además, suelen insistir en la interpretación de modo alegórico de los textos referentes a la violencia, como lo expresaba san Agustín [7].

De hecho, recordemos cómo santo Tomás afirmaba: “A Dios le corresponde más por su infinita bondad, usar la misericordia y el perdón, que castigar. De hecho, el perdón conviene a Dios por su naturaleza mientras el castigo es debido a nuestros pecados” [8].

Asimismo, conviene volver a las palabras del teólogo Tanzella-Nitti:

El misterio de la ausencia de Dios donde aparecería como el vencedor o justiciero como en el Calvario o en Auschwitz, es el misterio de su justicia no violenta. Una ausencia y un silencio que han escandalizado a los hombres modernos quizás más que la violencia bélica a cargo de Israel. [...]. Sobre la cruz no hay otros que hablen en nombre de Dios o pongan por escrito aquello que su experiencia religiosa o sus categorías de interpretación de la historia –una historia hecha de guerra y de violencia– podría sugerir. Aquel es Dios mismo que habla (cfr. Hb 1, 2) que cuando él habla no hay mediación que pueda ofuscar o camuflar el mensaje que trasmite [9].

Evidentemente, Cristo es el Príncipe de la paz. Por tanto, cual sea la religión verdadera se demuestra en la santidad y felicidad que produce en las almas que la viven y en cómo repercute en sus vidas y en relación con los demás, lo que contribuye a la felicidad de los demás. Las guerras de religión no tienen sentido, pues como afirmaba san Josemaría: “No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad” [10].

Como san Juan Pablo II explicó en la Exhortación apostólica Salvifici doloris (1984), el sufrimiento y el dolor, muchas veces son una invitación al cristiano, una vocación a cooperar con Cristo en la obra de la redención [11].

En esa línea son interesante las apreciaciones sobre la violencia y el dolor de un autor moderno:

la fe cristiana dice que la violencia, después de que Cristo la cargase sobre sí, no se alza ya como un absurdo desgarrador, sino que fue trasformada interiormente por el sentido que Él le dio a su pasión y muerte. La cruz no es a la postre una manifestación de violencia, sufrimiento y muerte, sino, por el contrario, un anuncio del amor que es más fuerte que la muerte, es un sermón sobre la fuerza de la esperanza que relativiza e ironiza a la misma muerte: ¿Dónde está muerte tu aguijón, donde está tu victoria? [12].

Terminaremos recordando las palabras del papa Benedicto XVI, en su Exhortación pastoral post sinodal sobre la Sagrada Escritura, que resume magníficamente la cuestión:

se ha de tener presente ante todo que la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. El plan de Dios se manifiesta progresivamente en ella y se realiza lentamente por etapas sucesivas, no obstante, la resistencia de los hombres. Dios elige un pueblo y lo va educando pacientemente. [...] En el Antiguo Testamento, la predicación de los profetas se alza vigorosamente contra todo tipo de injusticia y violencia, colectiva o individual y, de este modo, es el instrumento de la educación que Dios da a su pueblo como preparación al Evangelio. Por tanto, sería equivocado no considerar aquellos pasajes de la Escritura que nos parecen problemáticos. Más bien, hay que ser conscientes de que la lectura de estas páginas exige tener una adecuada competencia, adquirida a través de una formación que enseñe a leer los textos en su contexto histórico-literario y en la perspectiva cristiana, que tiene como clave hermenéutica completa “el Evangelio y el mandamiento nuevo de Jesucristo, cumplido en el misterio pascual” (Propositio n. 29). Por eso, exhorto a los estudiosos y a los pastores, a que ayuden a todos los fieles a acercarse también a estas páginas mediante una lectura que les haga descubrir su  significado a la luz del misterio de Cristo [13].

3.       Nicolás de Cusa. Defensor Pacis

Un ejemplo concreto de la defensa de la paz en el mundo y del ecumenismo es la ingente tarea llevada a cabo por el Cardenal de Nicolás de Cusa (1401-1464) a lo largo de su vida, primero como estrecho colaborador de los Romanos Pontífices, los papas Pío II y Eugenio IV, en la construcción del ecumenismo del siglo XV y en la aplicación de los Decretos de unión de las Iglesias Orientales después del Concilio de Basi- lea-Ferrara-Florencia, como de sus esfuerzos  de mediador para impedir la caída de Constantinopla en manos del Islam.

Vale la pena en este simposio dedicado al Ecumenismo centrarse ejemplarmente, aunque sea con brevedad, en el ejemplo de la figura diplomática del Cusano como constructor de la paz y del ecumenismo.

Es muy interesante que en el final de su obra Sobre la mente escrita en 1450, nuestro autor haga una referencia vibrante al año santo convocado en Roma para esa fecha: “ha traído este año a Roma a esta innumerable multitud y ha producido una extrema admiración” [14].

Efectivamente, la figura de Nicolás de Cusa, está a caballo entre dos épocas, por lo que reúne a la vez las características del final del medievo y el comienzo del hombre renacentista. Cardenal y obispo, sabio y erudito, canonista, filósofo y teólogo, legado pontificio para aplicar las actas del concilio de Basilea (1432), que en 1437 viajó a Constantinopla para propiciar la unión de los griegos ortodoxos con la Iglesia de Roma en lo que sería el Concilio de Ferrara-Florencia. El fin de su vida lo explicita él mismo en una de sus obras más importantes, la de la búsqueda de Dios: “El hombre ha venido al mundo para que busque a Dios y, una vez lo haya encontrado, arraigue en él y arraigado en él, alcance la paz” [15].

Precisamente, esa rectitud de intención hace que sea tan importante la paz interior del que busca hacer las cosas por amor a Dios. Es bien conocida la frase que el papa Pío II (Eneas Silva Picolomini) le espetó cuando le consultó irse de la Curia romana y buscar refugio en un monasterio: “Si buscas la paz debes separarte ante todo de la insaciabilidad de tu espíritu”. Precisamente, fue en el espacio interior, donde finalmente se retiró el cusano: una elipse con dos puntos focales: la fe y la contemplación.

Como intelectual, escribió muchos e importantes tratados. Su primera gran obra fue la titulada De concordantia catholica (1433), donde todavía era conciliarista por lo que situaba junto al Papa, cabeza de la Iglesia, al colegio episcopal. De ahí que el concilio universal sea, para él, la más perfecta representación de la unidad de la Iglesia.

De su conversión a la filosofía brotan sus obras De docta ignorantia y De coniecturis (1439-1440). En ellas estudia las relaciones entre Dios, el mundo y el hombre: “el conocimiento humano es un camino infinito hacia una verdad a la que nos acercamos más o menos sin llegar jamás a adecuarla en absoluto”. En el segundo desarrolla una metafísica de matiz neoplatónico en torno a la idea de la unidad.

Para su tiempo, invadido del nominalismo ockhamista y, por tanto, del pragmatismo jurídico impulsado por él, lo que pretende fundamentalmente el cusano es solucionar el problema de la unión de la Iglesia, después la unidad de los cristianos y finalmente la conversión y reforma caput et membris.

En ese sentido, la originalidad de Nicolás de Cusa no está en las doctrinas mantenidas sino en el enfoque de las mismas. Por ejemplo, al estudiar la teoría del conocimiento, verdaderamente inmersa en la philosophia perennis de la escolástica parisina del siglo XIII, nos sorprenderá: “La verdadera sabiduría nos hace humildes” [16].

La caída de Constantinopla impresionó al cusano y le llevó a escribir un tratado De pace fidei (1453), en el que buscaba la unidad de las religiones. De manera dialogada, como se escribía en la época, reunía ante Cristo a los representantes de todos los credos, razas y naciones para que dialoguen. Así, va mostrando que la verdad completa está en el cristianismo y que todos deberían llegar a creer en la Trinidad y en la plenitud de la revelación traída por Jesucristo, aunque hubiera variedad de ritos en la liturgia.

En efecto, unos años antes, al hablar en su tratado De la mente (1450) sobre la religión natural que ha permanecido en el género humano desde su creación hasta la actualidad, no había dejado de recordar que solo la Iglesia católica posee el tesoro completo de la revelación divina que ha venido a traer Jesucristo y que depositó en la Iglesia [17].

En ese sentido hemos de recibir la afirmación que hace el Cusano en su obra posterior, De pace fidei, donde afirmará: “en todos los dotados de inteligencia hay, pues, una única religión y un solo culto, que se presupone bajo la diversidad de ritos” [18].

Recientemente, hemos leído esa misma afirmación del Cusano en la extensa obra de filosofía de la religión del profesor Duch: “Ut sicut tu [Deus] unus es, una sit religio et usus latriae cultus” [19]. Inmediatamente, Duch, distinguirá: “una religio in ritum varietate”, sin terminar de aclarar el sentido del Cusano de la Revelación.

Para nosotros, de acuerdo con el resto de sus obras, debe interpretarse que el cardenal solo ve en la Iglesia Romana la plenitud de la revelación, aunque en otras religiones pueda haber parte de la verdad, tal y como ha recordado el concilio Vaticano II.

De hecho, Duch, poco después se refiere, de modo sorprendentemente elogioso a las obras del egiptólogo Jan Assmann, al que él mismo ha traducido e introducido, sin terminar de aclarar las duras acusaciones que este autor vierte sobre la violencia en el cristianismo, que la realidad del Magisterio del siglo XXI, la vida de los cristianos y la predicación  del papa Francisco ha demostrado suficientemente: el cristianismo es verdaderamente una religión de paz, pues Cristo es el Príncipe dela Paz Precisamente, la teología Fundamental católica actual se desarrolla de modo positivo acerca de la realidad de la completa Revelación que hemos recibido en la Iglesia como un tesoro de luz [20].

Poco después, en 1461, escribirá el Cusano su Cribatio Alchorani donde muestra que quitada la paja, el Corán contiene mucho grano, es decir, que contiene la esencia del cristianismo, puesto que contiene a Jesucristo, aunque debido a la tergiversación nestoriana que Mahoma recibió, se requiera que reconozcan a Jesucristo como Dios verdadero y su muerte redentora en la cruz. Muestra una gran confianza en fuerza de convicción de la verdad cristiana. Así escribía, al respecto, en aquella época a su amigo Juan de Segovia:

Si escogemos atacar con la espada de la invasión, tenemos motivos para temer que, por herir con la espada, muramos también con la espada (Mt 26,52). En cambio, con estas conversaciones amansaremos su fanatismo y la verdad se mostrará por si misma para acrecentar nuestra fe.

Para elaborar su trabajo dedicó muchos años al estudio del Corán y de toda la literatura existente sobre la materia que pudo consultar: los trabajos de san Juan Damasceno en el siglo VIII, la traducción latina publicada por Pedro el Venerable (1194-1156), el trabajo de Dionisio el Cartujano (1402-1471), la obra de Ricoldo de Monte Crucis (1243-1320), y las de santo Tomás de Aquino y Juan de Torquemada (1348-1468).

La cribatio alcorani comenzaba señalando que sólo Jesús, el Hijo de Dios podía mostrar el verdadero camino, puesto que era Dios: “Pues si ese hombre no fuera la misma sabiduría divina omnisciente por la que Dios crea todo, ciertamente no podría revelar lo que le resulta desconocido” [21]. Poco después, señalaba los objetivos:

Nuestra intención, presupuesto el Evangelio de Cristo, es cribar el libro de Mahoma y mostrar que también en ese libro se contienen aquellas cosas por las que se confirmaría plenamente el Evangelio, si estuviera necesitado de confirmación, y que, en las cosas en las que disiente, se debe a la ignorancia y, por consiguiente, a la malicia de intención de Mahoma, ya que Cristo ha venido no para su gloria sino para la de Dios Padre y la salvación de los hombres, mientras que Mahoma no ha buscado la gloria de Dios y la salvación de los hombres sino su propia gloria [22].

Y añadía:

No será difícil, por tanto, encontrar en el Corán la verdad del Evangelio, aunque el mismo Mahoma está muy alejado de una verdadera comprensión del Evangelio [23].

El cusano explicaba que la caída de la ciudad de Constantinopla no significaba la victoria del Dios del islam sobre el Dios del cristianismo [24], puesto que, como ya había dejado escrito en su Cribatio alcoranis, lo musulmanes estaban llamados a la conversión al cristianismo, como intenta mostrar al desgranar detenidamente los rasgos claves de la figura de Cristo contenidos en el Corán.

José Carlos Martín de la Hoz en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El primado del sucesor de Pedro...

2      En un libro reciente, sus autores relacionaban su incorporación a la Iglesia católica a la pregunta que el Espíritu Santo había suscitado en sus almas, acerca de la figura del papa san Juan Pablo II: “¿Acaso no es el pastor de toda la Iglesia, su pastor universal?”. U.  EKMAN – B. EKMAN, El gran descubrimiento, 50 y 83.

3      Cf. S. MADRIGAL TERRAZAS, Lutero y la Reforma, 36.

4      A. CANDIARD, Comprendre l’islam.

5      G. TANZELLA-NITTI, “Una imagine credibile di Dio”, 113.

6      IGNACIO DE ANTIOQUÍA, “Carta a los de Filadelfia”, IX, 2. La unión de los dos Testamentos era muy importante para la primitiva comunidad cristiana. Les daba el abolengo de familia y les da- ba pruebas históricas de la fe que vivían, por ejemplo, ante los misterios de la muerte y Resurrección de Cristo: “Los cristianos, sin embargo, tenían una respuesta. Podían afirmar que todo lo que había hecho y sufrido Cristo, había sido anunciado mucho antes por los profetas inspirados, y que Jesús, verificando los antiguos oráculos, había demostrado la realidad de la misión divina”. G. BARDY, Conversión al cristianismo..., 164.

7      AGUSTÍN DE HIPONA, De doctrina cristiana, III, cap. 16, n.4. (PL 34, 72).

8      TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica II-II, q.21, a.2.

9      G. TANZELLA-NITTI, “Una imagine credibile di Dio”, 117.

10      J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, n. 44.

11      JUAN PABLO II, Salvifici doloris, nº 30.

12      T. HALÍK, Paradojas de la fe..., 183.

13      BENEDICTO XVI, Verbum Domini, n. 42.

14      NICOLÁS DE CUSA, Sobre la mente, 239.

15      E. COLOMER, De la Edad Media al Renacimiento, 56.

16      NICOLÁS DE CUSA, Sobre la mente. 51.

17      Cf. NICOLÁS DE CUSA, Sobre la mente, 242.

18      NICOLÁS DE CUSA, De pace fidei, n. 16.

19      L. DUCH, Salida del laberinto, 148.

20      Cf. papa FRANCISCO, Lumen fidei, nº 1.

21      NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., n. 8.

22      NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., n. 10.

23      NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., n. 16.

24      NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., 150-151.

Eudaldo Forment

1.       La dignidad personal

Es frecuente que, en la actualidad, se utilice, en el lenguaje corriente, la expresión "calidad de vida" para referirse a la dignidad del hombre. Con ello, parece que la dignidad de la vida humana dependa de los modos de vivir. Aunque sea un deber para todos intentar la mejora de la calidad de la vida humana, o el progreso humano y espiritual del hombre, sin embargo, la dignidad básica del hombre no está en su modo de vivir, sino en su propia persona, que tiene siempre la misma dignidad. Desde su inicio hasta su fin. De ahí que los derechos humanos, el primero de ellos es el de la vida, son independientes del modo de vivir, tanto en el aspecto biológico, cultural –se es igualmente persona con o sin salud, con cultura o sin ella– y ético –hay buenas y malas personas, pero todas son personas–, y en cualquier otro. La vida humana tiene que estar de acuerdo con la dignidad del hombre, pero el modo de ser esta vida no constituye su dignidad.

Se puede dar una profunda explicación metafísica de este hecho. Siguiendo la definición clásica del pensador romano Boecio y a las reflexiones de San Agustín, Santo Tomás descubrió que el constitutivo personificador, lo que hace que el hombre, o mejor, un individuo de esta naturaleza sea una persona, es su "ser" propio. Según su metafísica del ser, todas las perfecciones de las cosas son expresadas por su esencia, y se resuelvan en último término en el acto del ser. La persona, a diferencia de todo lo demás, sin la mediación de algo esencial, directamente se refiere al ser.

El ser propio de cada persona es el que le da a su dignidad el carácter de permanencia, actualidad y de idéntico grado. En cambio, si el constitutivo formal de la persona fuese alguna propiedad o característica, aunque fuese esencial, el hombre no sería siempre persona. Todos los atributos de la esencia individual humana cambian en sí mismos o en diferentes aspectos, en el transcurso de cada vida humana. Pueden incluso considerarse en algún momento en potencia, o en hábito, pero no siempre en acto. Además, como son poseídos en distintos grados, según los individuos y las diferentes circunstancias individuales, habría entonces distintas categorías de personas.

Precisamente, por significar directamente el ser propio, se infiere, por una parte, que la realidad personal se encuentra en todos los hombres. Ser persona es lo más común. Está en cada hombre, lo que no ocurre con cualquiera de los atributos humanos, que se explican por la naturaleza. Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente de toda cualidad, relación, o determinación accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural, social, etc., son siempre personas en acto.

Por otra, que todo hombre es persona en el mismo grado. En cuanto personas todos los hombres son iguales entre sí, aún con las mayores diferencias en su naturaleza individual, y, por ello, tienen idénticos derechos inviolables. Nunca son ni pueden convertirse en "cosas". Como hombres somos distintos en perfecciones, como personas, absolutamente iguales en perfección y dignidad.

En la noción de persona, en la que se expresa directamente el ser, se alude igualmente de modo inmediato al ser participado en un grado máximo, en el del espíritu. Persona nombra rectamente al máximo nivel de perfección, dignidad, nobleza y perfectividad, muy superior a la de su naturaleza. Tanto por esta última como por su persona, el hombre posee perfecciones, pero su mayor perfección y la más básica es la que le confiere su ser personal. En nuestra época, es conveniente recordar que la dignidad de la persona no se valora por su capacidad de hacer y producir, sino por su mismo ser.

La persona indica, por consiguiente, lo más digno y lo más perfecto del mundo. "La persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza" [1], o como dice también Santo Tomás: "Es lo más digno de toda la naturaleza" [2]. De este modo, expresa también lo que posee "más" ser, y, por lo mismo, lo más unitario, lo más verdadero, lo más bueno y lo más bello.

Su mayor posesión de estas realidades trascendentales explica que sea "un ente capaz de ser un fin en sí mismo", y, consecuentemente, "un ser capaz de amar y ser amado con amor de donación" [3]. Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás sostenía que amar es querer el bien para alguien [4]. También que hay dos

especies de amor humano: el amor de posesión y el amor de benevolencia o de donación. El amor de posesión, que se tiene a los seres irracionales, y que por aberración puede tenerse a las personas, no es desinteresado, porque en el fondo es amor de sí. Aunque hay un objeto amado, el amor no se detiene en él, sino que vuelve al sujeto del que parte. En cambio, el amor de donación, que merecen las personas, no es interesado, porque sólo se busca el bien de lo amado, que aparece como un fin del mismo sujeto.

Con la tesis de que la persona es el máximo bien y, por tanto, un fin en sí misma, Santo Tomás inicia una de sus obras, el Comentario a la Metafísica de Aristóteles, afirmando que: "Todas las ciencias y las artes se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su felicidad" [5].

La persona designa siempre lo singular o lo individual, al hombre concreto existente, que es el único que puede ser feliz. Las cosas no personales, son estimables por la esencia que poseen. En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las propiedades y operaciones específicas de sus naturalezas. De ahí que los individuos solamente interesan en cuanto son portadores de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables. No ocurre así con las personas, porque interesa en su misma individualidad, en su personalidad. A diferencia de todos los demás entes singulares, la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo [6].

A cada una de las personas, en su concreción y singularidad, tal como significa el término persona [7], se subordinan únicamente todas las ciencias, teóricas y prácticas, las técnicas, las bellas artes, toda la cultura y todas sus realizaciones. Siempre y todas están al servicio de la persona humana. A la felicidad de las personas, a su plenitud de bien o la perfección –especulativa, moral, estética, biológica, o de otra dimensión–, es aquello a lo que deben estar dirigidos todos los conocimientos científicos, sean del orden que sean, e igualmente la misma tecnología, y todo lo que hace el hombre [8].

Todo lo natural y cultural es siempre relativo a la persona. No hay nada, en este mundo, que sea un absoluto, todo está siempre referido a la felicidad de las personas, el único absoluto en el orden creado. Todo se ordena o está al servicio de las personas humanas, porque tienen la primacía en todo orden natural o humano. Todo es un medio para la persona, todo está a su servicio. Cada persona, en su singularidad, es lo sumo y lo supremo.

Los derecho humanos primordiales, como el de la vida, derivan directamente de la dignidad de la persona. Todo ser humano posee derechos por el mero hecho de ser persona. La universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos, así como su carácter indisponible e inalienable se fundamentan en la "dignidad intrínseca" del hombre, tal como se indica en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que es la del ser personal.

2.       El derecho a la verdad

El respeto a la dignidad de la persona humana exige también el de su derecho a la verdad. El hombre tiene derecho a la verdad, basado en el correspondiente deber de afirmar absolutamente la verdad [9]. El derecho a la verdad se específica en el derecho a los bienes de la cultura, que incluye el de la educación, el derecho a la información y el derecho a la expresión. El derecho a la información, que tanto interés despierta en la actualidad, se puede definir como: "el derecho que tienen los ciudadanos a conocer los hechos públicos que atañen al bien común, sea para favorecerlo, sea para dañarlo" [10]. Sobre este último, pero también sobre la manifestación de las verdades culturales, se da un tipo de vulneración, que se denomina "manipulación".

La expresión "manipulación" significa la acción de realizar operaciones con las manos en o con un objeto para conseguir un resultado o un producto. Se refiere así al uso de las cosas. Este es el aspecto que se toma cuando se emplea el término en sentido metafórico, para expresar la conducción de los hombres como si fuesen cosas, tratándoles como si no tuviesen el derecho a la verdad ni el derecho de la libertad para conseguir el bien, que les corresponde por el hecho de ser personas.

En una reciente obra sobre la manipulación, explica su autor, el profesor Alfonso López Quintás: "La manipulación significa un modo de manejo fácil, cómodo y arbitrario de personas y grupos. Este manejo no es, obviamente, de orden físico sino espiritual: afecta a la inteligencia, la voluntad y el sentimiento de las gentes. El demagogo manipulador intenta modelar la mente de las personas, impulsar su voluntad, configurar su sensibilidad y su sentimiento, orientar su capacidad creadora... Esta múltiple forma de vasallaje constituye el medio más radical y eficaz para dominar a personas y pueblos por vía de asedio interior, no desde fuera, mediante la violencia, sino desde dentro" [11].

El asedio interior de la manipulación es mucho más efectivo que el exterior. "Cuando una persona ve agredida desde fuera sus convicciones íntimas, sus sentimientos más entrañables, sus ideales más elevados, suele tomar distancia respecto al agresor, atrincherarse en sí misma y disponerse a la resistencia. La conciencia de hallarse en peligro suscita una mayor unión entre quienes comparten ideas, sentimientos e ideales. Este acrecentamiento de la unidad realizado por razones nobles refuerza los vínculos y aviva el espíritu comunitario" [12].

Podría decirse que el primer intento de manipulación del hombre se narra en el Génesis. Se da en el ámbito de lo que hoy diríamos de la información. El espíritu maligno comienza con una pregunta, con una entrevista o Interviú: "¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso? " [13].

Después de la respuesta afirmativa y la ampliación de detalles del hecho, o noticia, tal como se diría en la actualidad -"Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir" [14]-, corrige la respuesta: "No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" [15].

Como comenta Karol Wojtyla, en Signo de contradicción: "El hombre queda asombrado ante estas palabras. El espíritu maligno se deja reconocer e individualizar no a través de una definición cualquiera de su ser, sino exclusivamente por el contenido de sus palabras" [16].

En primer lugar, por la negación. En Fausto, de Goethe, Mefistófeles a la pregunta del sabio doctor: "Quién eres", responde: "Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas" [17]. Actitud que se da en muchas manipulaciones actuales.

En segundo lugar, por la mentira. El "padre de la mentira" [18], como indica Wojtyla: "Empieza con la primera mentira: mentira que podría definirse como un simple error de información; incluso podría reconocerse en aquella una cierta apariencia de búsqueda de la información correcta" [19].

Procura persuadir al hombre que no es lo que ya es, y que así realmente deje de serlo, en aquel caso "dioses", cuando ya lo eran por la gracia –que comunica al hombre la misma naturaleza divina, en una cierta medida o proporción, originando una verdadera filiación, aunque no natural sino adoptiva, pero intrínseca– y que por seguir esta manipulación perdieron. En muchas de las manipulaciones actuales, para que el hombre pueda alcanzar la verdad y bien, al que se siente llamado, se le hace creer que no posee ninguna, y de este modo la pierda definitivamente y quede instalado en el error y el mal.

3.       El mal en la verdad práctica

La manipulación es más eficiente en las verdades de orden práctico. Es más fácil influir con graves errores prácticos que con teóricos. Como consecuencia del éxito de la primera manipulación, indica Santo Tomás que: "La naturaleza humana quedó más corrompida por el pecado en cuanto al apetito del bien que en cuanto al conocimiento de la verdad" [20]. La razón que aporta es la siguiente: "La infección del pecado original (...) mira primariamente a las potencias del alma. Luego, debe fijarse, ante todo, en aquella que nos da la primera inclinación al pecado. Como ésta es la voluntad, síguese que el pecado original se fija, ante todo, en la voluntad" [21].

Además, los hombres en general, por su inteligencia natural o espontánea, por el llamado "sentido común", no se dejan engañar fácilmente por el error en la forma filosófica y racional, pero, en cambio, por su generosidad natural, que les impide ser más analíticos, se dejan dominar en el orden práctico, en las cuestiones éticas.

Como explica el Aquinate, al sucumbir a la tentación, el hombre cayó en el pecado de soberbia, o "un apetito desordenado de bienes espirituales" [22]. Concretamente su pecado de soberbia consistió en desear ser semejante a Dios. No deseó la semejanza como "igualdad absoluta", porque comprendía que ello es imposible, sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero excediendo a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente.

Hay que tener en cuenta: "El bien espiritual, conforme al cual la criatura puede imitar al Creador, es triple: Primero, imitación en el ser y naturaleza, y esta semejanza con Dios la poseemos desde el momento de la creación, pues fuimos hechos 'a su imagen y semejanza' (Gn 1, 26-27), lo mismo que los ángeles. El segundo modo de imitación se encuentra en el pensamiento. Este modo le fue concedido al ángel desde su creación, por ser 'sello de la divina imagen, lleno de sabiduría' (Ez 28, 12), el hombre la recibió solamente en potencia, como capacidad de adquisición". Todo su saber intelectual lo tiene que adquirir a partir de sus facultades sensibles, sobre las que actúa el mismo entendimiento, que es así intelectual en potencia. "El tercer modo se halla en la actividad, y éste no lo tienen ni el ángel ni el hombre desde el momento de la creación, pues a ambos les falta un intermedio de laboriosidad para conseguir la bienaventuranza", o la felicidad plena.

Puede inferirse de ello que: "El ángel y el hombre desearon ser semejantes a Dios; pero ninguno de ellos pecó por buscar esa semejanza en cuanto a la naturaleza. El hombre la buscó en el orden del conocimiento, de acuerdo con la sugerencia de la serpiente; quiso determinar con las fuerzas naturales qué era bueno y qué era malo y qué cosas buenas o malas habían de acontecer". La soberbia, o deseo desordenado de excelencia, en el hombre tuvo por objeto la facultad intelectual humana de orden práctico, por querer que fuese totalmente creativa. Quiso que poseyera el poder de determinar de modo autónomo los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. La razón práctica establecería así su verdad o su ley, y desde ella hombre guiaría sus actos concretos.

En realidad, el hombre quiso incrementar la creatividad, o sustituir función de juzgar y dictaminar de la conciencia por la de únicamente crear. Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis splendor, la define como: "El acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora" [23]. Su función primaria es la del conocimiento de sí de los propios actos en su bondad o maldad. Juzga al acto que se va a realizar aquí y ahora. En este sentido la conciencia supone una actividad propia de la persona, un acto del entendimiento que aplica la ley natural general a una conducta concreta. Esta conciencia, que puede llamarse antecedente, por ser anterior a la realización del acto, en cuanto juzga: "exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona". Sin embargo, tales operaciones no son absolutas, porque: "La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna" [24].

El hombre está obligado a seguir el dictamen de su conciencia, pero no entendida sin esta referencia a la verdad. Sin embargo: "Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia". La verdad entonces ya no es trascendente, sino que surge de la voluntad humana

Al igual que, en la actualidad, se ignora esta función de juzgar y dictaminar de la conciencia, se sustituye por la de únicamente crear. La conciencia tendría así: "El privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia". Cada conciencia en un momento determinado establecería su verdad, y, desde ella, guiaría sus actos concretos. El hombre daría así: "a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal".

Al realizar esta sustitución, sin embargo: "Ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de 'acuerdo con uno mismo', de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral".

Ciertamente existe subjetividad en el juicio moral, porque es necesario que cada persona determine la línea divisoria entre el bien y el mal en una situación concreta, pero haciéndolo con la virtud de la prudencia, que ha procurado adquirir, y con un criterio recto o de acuerdo con la verdad general o principio moral, que ella no crea, sino que descubre como algo objetivo que se le impone. No hay una subjetividad total, sino que la objetividad de la verdad regula la subjetividad de la conciencia.

En esta visión subjetivista de la moralidad, que se encuentra implícita en la primera mentira, y a la que se orientan muchas doctrinas actuales, y algunas explicitan: "Coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo llevado a las extremas consecuencias desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" [25]. Se encubre no solo la conciencia personal, en cuanto que deja de ser guía para seguir el camino de la verdad, sino también la verdad del hombre.

Secundariamente, la conciencia recae también sobre el acto ya realizado, aprobándolo si fue bueno o reprobándolo en caso contrario. Esta conciencia, que puede denominarse consiguiente, ya que es posterior al acto, no sólo es juez sino también testigo. "La conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma 'testigo' para el hombre; testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia" [26].

Esta segunda función, que no influye ya en la moralidad del acto como la conciencia antecedente, es importante, porque si declara culpable, la persona pierde la paz y se llena de remordimientos. En la manipulación actual del concepto de conciencia tampoco se tiene en cuenta, y se intenta negar la culpabilidad y la intranquilidad que le acompaña, y, en definitiva, el sufrimiento. No se exige ni el arrepentimiento ni la reparación de la mala acción, cuando sea posible.

La difusión de esta concepción de la ley natural y de la conciencia no sólo afecta a la moral, sino también impide la compresión del mensaje cristiano. Como advertía Lewis: "El cristianismo le dice a la gente que se arrepienta y les promete perdón. Por lo tanto, no tiene, que yo sepa, nada que decir a aquellos que no saben que han hecho algo por lo que deban arrepentirse y que no piensan que necesitan perdón" [27]. La manipulación siempre es deshumanizadora y descristianizadora e impide, por ello, la cristianización.

4.       El mal en la actividad práctica

El hombre, en esta primera tentación, indica también Santo Tomás: "Secundariamente, pecó también deseando ser como Dios en su actividad, tratando de conseguir la bienaventuranza por sus propias energías". Rechazó la ayuda sobrenatural de Dios para conseguir la plenitud de bien, o felicidad, que desea por naturaleza y quiso conseguirla por sí mismo.

Este mismo pecado de soberbia del hombre se parece en este aspecto al de las puras criaturas espirituales. "El diablo pecó buscando una semejanza con Dios directamente en cuanto a su poder" [28].

Tampoco quiso la semejanza como "igualdad absoluta", sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero que excedía a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente. No persiguió la primera, porque: "Sabía por conocimiento natural que esto es imposible (...) Y aun cuando esto fuera posible, apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales, que pueden crecer sin que se destruya el sujeto imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es".

Apeteció ser como Dios por semejanza de imitación, en cuanto a la actividad. Quiso imitar a Dios, en cuanto a su poder. Lo que es posible de dos modos. El primero si se desea: "En cuanto a aquello en que es capaz una criatura de asemejarse a Dios, y el que de este modo apetece ser semejante a Dios no peca, con tal que aspire a la semejanza con Dios según el orden debido, esto es, a recibirla de Dios". Para alcanzar el fin sobrenatural a que Dios les ha destinado y que es trascendente a toda capacidad de su naturaleza, que es la felicidad sobrenatural, se requiere el don de la gracia de Dios. Nada puede conducir a fin sobrenatural de amistad con Dios que no sea sobrenatural, ya que los medios para un fin deben guardar proporción o consonancia con él. Los medios y el fin tienen que pertenecer al mismo orden.

Sin embargo, añade Santo Tomás, la persona creada: "Peca si aspira a ella por fuero de justicia, como si fuese debido a su esfuerzo y no a la acción divina". Este pudo ser el modo desordenado de imitar la actividad divina de las criaturas espirituales. Pudo desear el fin sobrenatural, pero conseguido por su propio esfuerzo. Si se dio esta posibilidad: "Deseó como último fin la semejanza con Dios que tiene por causa de la gracia, quiso alcanzarla por la virtud de su naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios y esto concuerda con la opinión de San Anselmo, cuando dice que apeteció aquello mismo a que habría llegado si hubiese perseverado".

Es posible un segundo modo de imitar la actividad divina. "Otra cosa es si alguno apeteciese ser semejante a Dios en lo que no es apto para semejarse a Él, como, por ejemplo, el que apeteciese crear el cielo y la tierra, cosa que sólo pertenece a Dios, pues en este apetito hay pecado". Este otro modo distinto de apetecer ser como Dios de la criatura no supuso el deseo de: "Ser semejante a Dios en cuanto a no estar sometido absolutamente a nadie, porque de este modo hubiera querido su propio no ser, ya que ninguna criatura puede existir sino en cuanto participa del ser que Dios le comunica, sino que su deseo de ser semejante a Dios consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza las cosas que podía conseguir por la virtud de su naturaleza, desviando por ello su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios". Implica por tanto un rechazó del fin sobrenatural, concedido por la gracia de Dios, e incluso una modificación de la misma inclinación sobrenatural a la visión de Dios en su intimidad. Quiso únicamente su fin último natural, la felicidad natural o conocimiento contemplativo de Dios como creador y providente, porque podía alcanzarlo plenamente sin la concesión de medios sobrenaturales, sino sólo con su entendimiento y amor naturales.

Sin embargo, advierte el Aquinate que: "Estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en realidad, lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su virtud, lo que es propio de Dios". Tanto si la soberbia angélica consistió en buscar su bienaventuranza en el orden de lo sobrenatural o en el de su naturaleza, quiso conseguir la felicidad por su esfuerzo.

Asimismo, como consecuencia de la soberbia, de querer ser semejantes a Dios en tener por sí la felicidad eterna, quiso también poseer el poder de Dios sobre las cosas. La razón es la siguiente: "Como lo que es de por sí es principio y causa de lo que es por otro, de aquella apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios" [29].

Este primer pecado de los ángeles caídos fue principalmente de soberbia [30], pero secundariamente pudo ser de envidia, vicio, también de tipo espiritual, que consiste en: "entristecerse de los bienes de los otros en cuanto exceden de los propios". El motivo es el siguiente: "La misma razón que el apetito tiene para inclinarse a una cosa, la tiene para rechazar la contraria, y por esto ocurre que el envidioso se duele del bien de otro, por cuanto estima que el bien ajeno, es un obstáculo para el propio. Pero el bien de otro no pudo ser estimado como impedimento del bien a que se aficionó el ángel malo, sino en cuanto apeteció una excelencia singular que quedaba eclipsada por la excelencia de otro. De aquí que, tras el pecado de soberbia, apareciese en el ángel prevaricador el mal de la envidia, porque se dolió del bien del hombre y también de la excelencia divina, por cuanto Dios se sirve del hombre para su gloria en contra de la voluntad del demonio" [31].

Eudaldo Forment en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.     SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, in c.

2.     IDEM, De Potentia, I, q. 9, a. 3, in c.

3.     JAIME BOFILL, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 18-19.

4.     Cf. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 26, a. 4, in c.

5.     SANTO TOMAS, In Metaphys, proem.

6.     Las personas tienen nombre propio y si éste se da también a objetos, como lugares geográficos, casas, barcos, etc., o a otros seres vivos, como los animales domésticos, es porque tienen una relación directa con personas. Se les ha nombrado con un nombre propio no por sí mismos sino por estar en el contorno persona.

7.     Esta especial singularidad se advierte en el mismo nombre "persona", ya que tiene un estatuto lógico-gramatical único. La persona, a diferencia de los demás nombres, tanto comunes como propios, no significa primeramente la naturaleza humana, el concepto de hombre, predicable de cada uno de los hombres, porque lo son realmente, ya que realizan esta naturaleza universal en su individualidad. El término persona nombra directamente lo individual, lo propio y singular de cada hombre, y al ser propio o proporcionado a esta individualidad, y que es el último fundamento de la individuación.

8.     Si las más geniales creaciones culturales, científico-técnicas, artísticas, o de cualquier otro tipo, no tendiesen al bien de las personas en su singularidad, que son solamente las que pueden ser felices, carecerían de todo sentido y, por tanto, de interés alguno.

9.     Debe precisarse, sin embargo, que este derecho se refiere a verdades científicas, que son bienes culturales, y también a verdades sobre hechos singulares y concretos, que sean bienes comunes, y, por tanto, que pertenezcan al bien común. No, en cambio, a las verdades que expresan hechos de la intimidad, que son bienes privados. Éstos no hay obligación de expresarlos, sino que se tiene el derecho a su respeto. Véase: JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1979, pp. 206-213.

10.     JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, op. cit., p. 212.

11.     ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS, La revolución oculta. Manipulación del lenguaje y subversión de valores, Madrid, PPC, 1998, p. 25.

12.     Ibid., p. 26.

13.     Gn 3, 1.

14.     Gn 3, 2-3.

15.     Gn 3, 4-5

16.     KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, Madrid, BAC, 1979, p. 39.

17.     GOETHE, Fausto, III.

18.     Jn 8, 44.

19.     KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 39.

20.     SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 3, ad-3.

21.     Ibid., I-II, q. 83, a. 3, in c.

22.     Ibid., II-II, q. 163, a. 1, in c. La soberbia es "el apetito desordenado de la propia excelencia".

23.     JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 2, 32.

24.     Ibid., 2, 40.

25.     Ibid., 2, 32.

26.     Ibid., 2, 57.

27.     CLIVE STAPLES LEWIS, Mero cristianismo, Madrid, Rialp, 1998, 2ª ed., p. 48.

28.     SANTO TOMAS, Summa Theologiae, II-II, 163, a. 2, in c.

29.     Ibid., I, q. 63, a. 3, in c.

30.     Como explica el Aquinate: "Solamente puede haber en los ángeles malos aquellos pecados a que puede inclinarse la naturaleza espiritual. Pero la naturaleza espiritual no se inclina a los bienes propios del cuerpo, sino a los que pueden hallarse en las cosas espirituales, ya que nada se inclina si no es a lo que de algún modo puede convenir a su naturaleza. Ahora bien, en los bienes espirituales, cuando alguien se aficiona a ellos, no puede haber pecado, a menos que en tal afecto no se observe la regla del superior. Pero no someterse a la regla del superior en lo debido es precisamente lo que constituye el pecado de soberbia. Luego, el primer pecado del ángel no pudo ser más que el de soberbia" (Ibid., I, q. 63, a. 2, in c.).

31.     Ibid., I, q. 63, a. 2, in c.

Benigno Blanco

Cientificismo, ideología evolucionista, ideología de género, cultura woke, animalismo y transhumanismo: la mayor parte de las tendencias de pensamiento vigentes parten de la desconfianza hacia la razón, que ha sido el motor de la civilización occidental. Las nuevas modas tienen en común la renuncia apriorística a mirar con aprecio al ser humano, según

defiende el autor de este artículo. Desisten ante el esfuerzo de entender la naturaleza humana y su valor como fuente de seguridades éticas.

El siglo XXI es una época de pensamiento débil. Se rechaza cualquier pretensión de verdad objetiva, más allá de las aseveraciones basadas en el método científico experimental, que reduce el campo de observación a lo cuantitativo y matematizable. Las grandes certezas sobre Dios, el hombre y el mundo que han definido a todas las civilizaciones, han sido sustituidas por convicciones subjetivas, suaves y adaptables, como escribe Russell Ronald Reno en El retorno de los dioses fuertes.

Reno ha defendido, no sin fundamento, que esta situación no es casual sino el fruto de un miedo colectivo y consciente a las verdades fuertes, como si estas implicasen necesariamente violencia e imposición. El siglo XX ha sido testigo de modas ideológicas que han destruido la fe en la razón y su capacidad de generar convicciones compartidas mediante un diálogo racional sobre el hombre y el bien y el mal. Pero el fruto de este ataque a la razón no ha sido un paraíso de tolerancia, como algunos soñaron, sino un mundo de inseguridades personales y colectivas generador de nuevas violencias y crisis.

El reto de nuestra época es reconstruir la confianza en nuestra capacidad de llegar racionalmente a seguridades intelectuales sobre la dignidad humana, el valor de la libertad, la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, nuestra capacidad de identificar lo valioso; y de compartir con razones fundadas estas seguridades con nuestros conciudadanos para construir así sociedades humanistas por convicción y no solo sistemas de coexistencia precaria.

La calidad humanista de nuestras sociedades –la democracia, el estado de derecho, el compromiso colectivo con la libertad y los derechos humanos– es herencia de lo mejor de la tradición occidental, basada en el aprecio a la razón de nuestros ancestros griegos, el compromiso romano con la justicia como medio de respetar lo suyo de cada cual, y la convicción cristiana de que todo lo que existe es bueno y digno y que el mundo y el tiempo son tareas y oportunidades para construir el mejor mundo posible.

No hay que abandonar estas raíces de nuestra identidad colectiva para construir un futuro ilusionante. Al revés: el abandono de estas raíces es el gran peligro de nuestros días. Toca hoy aprender de los riesgos de los totalitarismos ideológicos y políticos del siglo XX para no recaer en los mismos errores; pero no al precio de rechazar las claves humanistas de nuestra civilización, pues el riesgo es sumergirse en un escepticismo general que impida compartir valores y construir comunidades.

Diagnóstico intelectual de nuestra época

Nuestra época vive de los restos de los grandes sistemas filosóficos de los siglos XVII, XVIII y XIX; es decir, los restos del racionalismo cartesiano, el idealismo, el liberalismo, el marxismo, el nihilismo de Nietzsche; y también de los intentos bienintencionados pero fallidos de superar las experiencias totalitarias del siglo XX mediante el rechazo a la posibilidad de verdades fuertes y sólidas: vive condicionada por la destrucción del concepto de naturaleza humana realizada por el estructuralismo, el existencialismo, el deconstruccionismo y tantos otros ismos que han marcado el tono intelectual de las universidades francesas y americanas (y de forma refleja, de otras muchas de todo Occidente) en la segunda mitad del siglo XX.

En ese humus cultural han surgido algunas de las tendencias o modas de pensamiento dominantes hoy, como la ideología de género, la doctrina o cultura woke, el animalismo y el transhumanismo. Todas ellas tienen en común la renuncia apriorística a observar e intentar comprender la singularidad del ser humano y la renuncia –también apriorística– al esfuerzo racional de entender la naturaleza humana y su valor como fuente de seguridades éticas, algo que había sido admitido desde Sócrates y Aristóteles como evidente y ratificado por el cristianismo como coherente con la visión de un mundo preñado de sentido.

Es un reto de nuestra época repensar Occidente para intentar entender cómo hemos construido una civilización humanista, cómo la llevamos casi al colapso en el siglo XX y cómo hoy podríamos reiniciar un camino ascendente en vez de enfangarnos en la autodestrucción de lo mejor de que hemos sido capaces.

Los antecedentes

La cultura occidental se ha caracterizado desde el siglo V a.C. por una clara apuesta por fiarse de la razón. Occidente se funda en la idea de que el hombre, razonando, se puede aclarar; de que, mirando la realidad, puede discernir, con razonable certeza, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Este fue el planteamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles. Cuando Roma se deja conquistar por la cultura griega, la razón se aplica también al uso del poder y así surge el sentido romano de la justicia: dar a cada uno lo suyo, reconociendo que hay algo suyo de cada cual que nos hace justos si lo respetamos. El cristianismo reforzó y justificó esas intuiciones: podemos fiarnos de la razón porque el mundo es razonable dado que fue pensado por Alguien muy inteligente; lo existente es bueno y digno de respeto porque fue querido por el Amor creador; nosotros podemos conocer el bien porque somos racionales y todo lo que existe es razonable.

Estos presupuestos le han permitido a Occidente descubrir la dignidad de la persona humana y la radical igualdad entre hombre y mujer; teorizar los derechos humanos; construir el Estado de derecho, precisamente para defender la libertad; y someter los últimos poderes del Estado a criterios éticos, aboliendo la pena de muerte, regulando con detalle la posibilidad de hacer la guerra, etc. Por eso en Occidente ha surgido el humanismo y la ciencia. La ciencia moderna presupone la creencia en que el mundo es razonable, y por eso puede ser racionalizado. Solo en el seno de la cultura occidental nos hemos planteado que podíamos conocer con certeza cómo es el mundo y cómo funciona la realidad física.

Pero entramos en crisis. La característica más importante de los últimos siglos es la paulatina desconfianza en la razón. Descartes nos hizo dudar de que con ella pudiésemos conocer con certeza la realidad de las cosas; y Kant nos convenció de que con la razón no podemos conocer la realidad de las cosas, tan solo su apariencia fenoménica –pero no el ser en sí–.

Consecuencias del voluntarismo

En los siglos XX y XXI, al quedar la razón bajo sospecha, han ocupado su lugar bien las emociones y los sentimientos, bien la voluntad. ¿Qué nos queda, si no hay capacidad de hacer juicios ciertos sobre la realidad o sobre las personas? Solo queda el «yo quiero». C.S. Lewis escribía en su ensayo La abolición del hombre (1943): «Cuando todos se ríen de quienes afirman «eso es cierto» o «eso es bueno», solo queda quien dice «yo quiero»». Si nos reímos de la capacidad de definir lo bueno y lo malo, objetivamente, con seguridad y con carácter universal, solo queda una voluntad subjetiva que no se puede medir con ningún criterio objetivo o racional, trátese de la voluntad personal en las relaciones privadas; la del que encarna el poder en cada caso o la del grupo identitario en las relaciones sociales.

Ese voluntarismo se traduce, en la vida colectiva, en el positivismo de las leyes: lo bueno es lo que decide el Parlamento o el gobernante de turno; lo justo es lo que dicen las leyes, y lo injusto lo que prohíben. Y en la vida privada, en el deseo individual, como fuente última de la moral: es bueno lo que yo quiero; es malo lo que yo no quiero. Y si no hay un criterio objetivo y universal de lo bueno y lo malo, el diálogo deviene imposible.

Esto último representa una amenaza para la democracia, que se basa en el diálogo. Si solo queda el voluntarismo del poder y falta la capacidad de crear el sustrato dialogado y compartido, las democracias se vuelven más débiles. De ahí vienen las pulsiones totalitarias que se perciben ya en nuestra época en forma de populismos, políticas de identidad, pretensiones de exclusión de la libertad de pensamiento o de creencias en materia de sexualidad, ataques a la objeción de conciencia, etc.

Otra consecuencia de la desconfianza en la razón es el cientificismo, una corriente ideológica que no es de ahora pero que tiene gran vigencia como tendencia de pensamiento actual. Es importante distinguir entre ciencia y cientificismo. La ciencia es un conocimiento sobre la base de la experimentación y la matematización del estudio de la realidad; en tanto que el cientifismo es una ideología que presupone que solo lo que se conoce por el sistema del método experimental y matematizado es cierto y seguro; y que todo lo que no es susceptible de cuantificación es subjetivo y arbitrario. Fuera de las certezas que son cuantificables el cientificismo no reconoce ninguna verdad. De manera que todo lo que se refiere al mundo del espíritu, del alma, de la inteligencia, de Dios, de la filosofía, de los valores, carecería de objetividad y certeza.

La dignidad humana, los derechos humanos, el valor de la libertad…, por ejemplo, no son cognoscibles por los métodos propios de las ciencias experimentales, como no lo son el bien y el mal, la justicia y la injusticia. Así el cientificismo, casi sin querer, degrada lo más valioso de nuestra civilización. La cultura en general y los medios de comunicación están profundamente imbuidos de cientificismo, de manera que, frecuentemente, se nos transmite como ciencia lo que no deja de ser una postura ideológica reduccionista.

La ideología evolucionista (que es algo distinto del hecho de la evolución y añadido a este dato de hecho) ha introducido en nuestras mentes una minusvaloración del hombre: si todo procede de una evolución material, desde la química a la vida, hasta llegar a la especie humana, el ser humano no tiene más valor que el resto de las formas de vida que existen en el planeta, ni hay en él nada singular digno de aprecio particular. Esa fue la interpretación popular de la obra de Darwin El origen de las especies (1859). Conviene precisar que Darwin no fue un ideólogo evolucionista, sino un científico que teorizó la evolución, que no es lo mismo. Fue después de Darwin, y sobre todo con Herbert Spencer y Julian Huxley cuando, sobre la base de esa teoría, surge la ideología evolucionista como intento de explicación de la vida y del hombre como mera consecuencia de fuerzas materiales comunes a todo el ecosistema, algo ni evidente ni demostrado.

El cientificismo y la ideología evolucionista han dado una apariencia de solvencia científica al ateísmo contemporáneo, cuando lo cierto es que la cosmología que se deriva de las ciencias empíricas actuales es absolutamente compatible con un mundo en que la hipótesis de Dios es más que plausible. Los mitos ateístas de una deficiente ciencia decimonónica siguen pesando mucho hoy en la conciencia colectiva, aunque han sido arrumbados ya por la ciencia contemporánea que nos da una imagen del mundo y la vida claramente abierta a la hipótesis teísta.

Consecuencia de todo ello es lo que el mencionado

C.S. Lewis llamó la abolición del hombre. Durante el siglo XX muchas corrientes de pensamiento han pretendido suprimir a Dios y abolir la singularidad humana; numerosas teorías científicas y filosóficas han querido presentar al ser humano como un conjunto de estructuras, fruto del devenir de la evolución, que no tienen más contenido ni más valor que el resto de cosas materiales de la Tierra. Con el evolucionismo materialista se da por supuesto que no hay nada específico, espiritual en la persona –una evidencia para toda la civilización antes del siglo XX–.

Esto lo llegan a teorizar filosóficamente los estructuralismos y los posmodernismos de los años 60, 70 y 80, con autores como Foucault, Derrida, Lacan, Vattimo, etc. Cuestionan la consistencia de todo lo real y también al hombre. Como apunta García Gibert en su ensayo «Sobre el viejo humanismo»: El deconstruccionismo busca socavar todo cimiento y toda metafísica que permitan sostener, por abajo o por arriba, cualquier relato legitimador de sentido». El resultado es que el hombre no existe… es una palabra que decimos, pero no expresa nada cierto ni consistente, es un significante sin significado.

Los anti-humanismos actuales

Así se explican los anti-humanismos actuales, como la teoría o ideología de género surgida en las décadas finales del siglo XX, a partir del momento en que el sexo se separa de la reproducción gracias a la píldora anticonceptiva y el aborto, y pasa a ser sin más un hecho cultural manipulable y moldeable ideológicamente.

El siguiente paso, relacionado con el anterior, es la teoría queer, muy presente en la cultura actual. Como no hay un sexo que defina a la persona, la sexualidad se convierte en algo fluido: todos podemos tener hoy una identidad y mañana otra distinta… construyendo continuamente la identidad sexual y la forma de expresarla en la sociedad. Esta teoría inspira hoy las leyes de los llamados derechos LGTBI, tan contestados desde el humanismo tradicional y desde el feminismo reivindicativo de los derechos de la mujer, pues la ideología queer niega al hombre… y a la mujer, dejando así al feminismo sin objeto.

La cultura woke

Algunas de estas corrientes anti humanistas han cristalizado en un movimiento social, la llamada cultura woke, de fuerte implantación en Estados Unidos, pero cuya influencia se deja notar en todo Occidente. Se trata de una amalgama de planteamientos ideológicos modernos convertidos en activismo político. El detonante fueron el #MeToo de las feministas y el Black Lives Matter de los negros ante agresiones sexuales contra mujeres y de la policía contra personas de color, respectivamente, en EE.UU. Pero no se trata solo de una reacción puntual –y no sin justificación– ante hechos luctuosos, sino que ha llegado a englobar un movimiento más amplio y de más calado: el de los discriminados por razón de sexo (mujeres), género (LGTBI), raza (negros, latinos) que despiertan (de ahí viene el término inglés woke, del verbo to wake) y exigen a la sociedad que se reconozca su carácter identitario particular y su condición de víctimas, que los culpables sean castigados y que se reparen injusticias estructurales e históricas.

El instrumento de su guerra política es la llamada cultura de la cancelación. Hay que cancelar –sostienen– y suprimir del lenguaje, de las redes sociales, de la escenografía de las ciudades –calles, estatuas, etc.– todas aquellas circunstancias, personas, expresiones que identifican como agresivas para su identidad. Eso explica la censura a autores, el castigo a docentes, el derribo de estatuas, o las campañas en las redes sociales contra quienes no consideran políticamente correctos. Y todo ello con carácter retroactivo, revisando la historia. En esto se demuestra cómo no solo estamos ante movimientos que reivindican una causa política o social, sino también ante una revolución cultural que no se para ante el ataque a derechos fundamentales como la libertad de pensamiento y expresión.

Animalismo

Otra expresión ideológica del anti-humanismo actual es el animalismo, reflejado en la obra de autores como Peter Singer y en iniciativas legislativas como el Proyecto Gran Simio y con tentáculos políticos cada vez más presentes, aunque aún minoritarios. Sus defensores señalan que como el ser humano es solo una especie más de la escala evolutiva, hay que reconocer a los animales parte de los derechos hasta ahora considerados como humanos. Es una ideología de moda en el mundo anglosajón, pero ya con ecos legislativos en Francia e incluso en España. Es significativo de lo absurdo de estos planteamientos que a los que quieren otorgar derechos a los animales no se les ocurre exigirles a los animales obligaciones como las que se exigen al ser humano, porque son conscientes de que al hombre podemos exigirle obligaciones porque es libre y responsable mientras que al resto de los animales no podemos exigirles lo mismo.

El reto transhumanista

Y finalmente, el transhumanismo. Es una propuesta ideológica basada en los avances de las ciencias y la nanotecnología en los campos de la genética, la cibernética, la inteligencia artificial y las neurociencias, que propugna una «mejora» del ser humano. Llega a proponer la promoción programada de un nuevo salto en la evolución del hombre que nos llevaría a crear una nueva especie, los post-humanos, que incluso podrían liberarse –dicen algunos autores– del soporte biológico de nuestra personalidad para integrarse en una red cibernética que, supuestamente, nos daría la inmortalidad. No se trata de curar –como hacía la medicina–, sino de transformar la naturaleza humana para mejorar la especie. Según el pensamiento transhumanista, nuestra especie es fruto de una evolución ciega guiada por el azar –postulado propio de la ideología evolucionista, como hemos visto antes–; pero los humanos estamos ya en condiciones de hacernos cargo de nuestra propia evolución como especie; y programar y diseñar el siguiente paso evolutivo. Las nuevas tecnologías permitirían este programa de mejora del hombre y de creación del nuevo post-humano. Las técnicas de reprogramación genética, la producción de órganos de sustitución en un medio animal o totalmente artificial y las posibilidades de hibridación entre hombre y máquina abren horizontes deseables, según esta ideología, para mejorar o sustituir a la actual especie humana por una nueva especie posthumana.

Algunas de estas propuestas pueden parecer de ciencia ficción y otras pueden ser razonables avances en la lucha noble contra la enfermedad y el dolor, pero lo cierto es que ya existen programas de investigación, con cuantiosos recursos económicos, que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer. Estamos, por tanto, ante una ideología al servicio de un negocio; o quizá de un negocio que se viste de ideología presuntamente humanitaria.

El fruto final de todos estos ismos es el nihilismo. La desconfianza en la razón ha supuesto un retorno al viejo nihilismo. Es la afirmación de que nada tiene sentido y de que las verdades no son objetivables, la idea de que el hombre es un ser abocado a un mundo caótico y sin propósito. Fue teorizado en el siglo XIX por Nietzsche, al que se puede considerar el pensador decimonónico más moderno hoy en día; de hecho, se sigue editando y leyendo. Su literatura es metafórica, apela al corazón y a los sentimientos, lo cual encandila a muchos. Esta apuesta por la nada como sentido y objetivo de la vida, este quitar valor a todo lo que existe, este rechazo a la razón clásica, a la ética, a las raíces cristianas de Occidente, va convirtiéndose en el humus cultural que impregna las tendencias de pensamiento del siglo XXI.

Lo que está en juego es lo mejor de la civilización humanista. Por ello conviene pensar en todo esto y no dejarse arrastrar sin más por la moda intelectual.

Benigno Blanco en nuevarevista.net

Mª Dolores Odero

IV.   El  sufrimiento como «altavoz» de Dios

Como es sabido, el sufrimiento humano ha sido una de las armas esgrimidas por ateos y agnósticos para negar la existencia de un Dios que es Bondad infinita y que es Providente, es decir, que tiene  un especial cuidado de que todo lo que suceda se dirija  al  bien  de  los hombres.

Lewis asumió este reto planteado una y otra vez al pensamiento cristiano; por eso dedicó al tema del dolor dos de sus obras más importantes: El problema del dolor y Una pena observada. En ambos libros, el planteamiento que hace Lewis del tema del sufrimiento humano es genuinamente teológico: cita a menudo como  inspiración de su pensamiento la Sagrada Escritura y argumenta desde la fe, como luz para resolver las distintas cuestiones. Pero el modo de plantear el problema es fenomenológico; para hacer más cercana la doctrina cristiana, parte de  lo que  el  hombre  corriente  experimenta  y de lo que se pregunta al entrar en contacto con la realidad del dolor.

a) La experiencia del dolor

Vamos a ver en primer lugar a qué llamamos sufrimiento humano y cómo lo experimenta el hombre. La palabra dolor —explica Lewis— implica dos sentidos. En su sentido más obvio se llama dolor a una particular clase de sensación  transmitida  por  fibras  nerviosas especializadas y reconocible por el paciente como tal tipo de sensación (cfr. PP, 90).

La inteligencia humana percibe el dolor como algo natural a la actual situaci6n del hombre,  incluso  muchas  veces se da  cuenta de que es algo conveniente, en cuanto  señal  de alerta  y defensa  de  la misma naturaleza: el dolor nos avisa de que algo va mal en el organismo y que tenemos que poner el remedio oportuno. Lo descubre en sí mismo y en  los demás desde el principio  de su existencia: el dolor es algo universal, se da en todos los hombres de todos los tiempos y es inevitable de una forma radical.

Pero lo que propiamente llamamos sufrimiento humano es en general toda experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Todas las sensaciones dolorosas si sobrepasan un determinado bajo nivel de intensidad se vuelven sufrimiento, pero  no todos los sufrimientos son sensaciones dolorosas. El dolor en el segundo sentido es sinónimo de sufrimiento, angustia, tribulación, adversidad o dificultad; es ante estas vivencias donde al  hombre se le plantea el problema del dolor. A partir de ahora, siempre que hablemos de dolor o  de sufrimiento nos referiremos en principio a este segundo sentido.

El hombre es consciente de que sufre y, lleno de desconcierto y de inquietud, a diferencia del animal, se pregunta por la causa y la finalidad del sufrimiento. Pero a la vez el hombre percibe en su interior que en el dolor hay algo que desentona en el concierto de la creación, algo que no debería darse. En todo sufrimiento hay una experiencia del mal. Incluso en el dolor sensible, el hombre encuentra la experiencia del propio límite, de cierta hostilidad del mundo, que le hace sentirse limitado y, a la vez, llamado a superarse y realizarse como  hombre,  integrando el dolor en su propia existencia [57].

Por lo tanto, el dolor se experimenta como un mal, como algo que no es bueno en sí mismo [58], pero que al  mismo tiempo puede tener efectos buenos. En general, que esos efectos sean buenos más que de las circunstancias dependen de las actitudes que adoptan las personas ante el sufrimiento: «He visto gran belleza de espíritu en algunas personas que sufrían severamente (...) y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco prometedores» (PP, 106) [59]. Muchas veces explicamos la madurez de una persona refiriéndonos a que ha sufrido mucho. El dolor puede tener efectos negativos —agriar el carácter, acentuar el egoísmo—, pero también puede hacer madurar, adquirir virtudes y asentarlas de una manera firme en la persona que sufre.

También para quien se acerca al sufrimiento, éste puede convertirse en algo bueno «por la compasión  que despierta  y los actos de misericordia a los cuales conduce» (PP, 109) [60].

Ontológicamente el dolor es algo malo, pero no es un mal absoluto: «Todo aquello que le es dado a una criatura con libre albedrío tiene que ser un arma de doble filo, no por la  naturaleza del dador o de la dádiva, sino por la naturaleza de quien lo recibe» (PP, 106). Pero tal vez lo que puede incluso sorprendernos, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que se identifica la felicidad con el placer, el  bienestar, y se huye del dolor  como del peor de  los males que hay que eliminar a toda costa, es el comprobar que el dolor no es lo contrario a la felicidad: se puede sufrir mucho y ser feliz. Y es aquí donde está quizá la clave del problema. El dolor, que es por definición el sinsentido, sólo podemos remediarlo de una forma paradójica: dándole sentido. Como veremos más adelante la respuesta siempre es el amor. A nivel natural, los amores naturales pueden ofrecer cierto sentido a determinados padecimientos,  pero sólo podremos encontrar una respuesta definitiva en la pasión de Cristo [61].

Tendremos que intentar evitar el dolor en la medida que se pueda, pero nunca se podrá eliminar en este mundo del todo y siempre. Y cuando no podemos eliminarlo la única solución es pasar del sinsentido al sentido.

Enfrentarse con la realidad del dolor tiene la ventaja de situar el pensamiento ante un fenómeno inmediato, primario y universal. El sufrimiento saca al hombre de su tranquilidad,  exige que en torno a él se hagan preguntas de fondo y se busquen respuestas. Lewis aprovecha esto en sus obras para explicar la doctrina cristiana sobre el hombre desde la experiencia del dolor.

b)  El  dolor  como  problema teológico

Empezábamos este artículo explicando cómo la presencia del mal y del sufrimiento en el mundo lleva a muchos hombres a plantearse de una forma negativa la existencia del Dios personal del que habla el cristianismo: «Si Dios fuera  bueno,  hubiera  querido  hacer a sus criaturas perfectamente felices, y si Dios fuera todopoderoso, hubiera sido capaz de hacer lo que quería. Pero las criaturas no son felices. Por lo tanto Dios carece o bien de bondad o de ambos» (PP, 25). Este es el problema del dolor planteado en su forma  más simple. En su libro El Problema del dolor, Lewis responde a esta pregunta mostrando qué significa realmente que Dios es «Bueno» y «Todopoderoso» y qué significa que el hombre sea «feliz».

Efectivamente,  el  problema  del  dolor  aparece  cuando  se nos presentan dos realidades aparentemente contradictorias. Por una parte experimentamos en nosotros mismos el dolor y comprobamos vivamente la presencia del  mal en el mundo; y por otra parte tenemos  la convicción —compartida universalmente por tantos  seres  humanos— de la Bondad  y  la Sabiduría  de su  Creador.  Por  esto  mismo, el cristianismo radicaliza el problema del dolor, «porque el dolor no sería problema si junto con nuestra cotidiana experiencia de este doloroso mundo no hubiésemos recibido aquello que consideramos ser una buena seguridad  en cuanto a que la realidad definitiva será  justa y benigna» (PP, 21). El cristiano sabe que Dios es infinitamente Bueno y sabe también el valor que tiene el hombre para Dios. Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, lo ha querido por sí mismo, de forma que el hombre tiene una dignidad en cierto modo infinita; pero, a pesar de  todo, Dios  permite  el sufrimiento humano.

La posibilidad del sufrimiento —señala Lewis—  está  implicada por el orden de la naturaleza y la existencia de voluntades libres. Si tratamos de excluirla, nos  encontraremos  con  que  hemos  excluido la vida misma: «Quizá podamos imaginar un mundo en el que Dios corrige a cada momento los resultados de ese abuso del libre  albedrío de sus criaturas. En tal caso la viga de madera se volvería blanda como la hierba al ser utilizada como un  arma, y el aire se negaría  a obedecerme si yo intentara poner en marcha ondas sonoras portadoras de mentiras o insultos. Pero tal clase de mundo sería de una naturaleza que haría imposible los actos injustos y en el cual, por consiguiente, el libre albedrío resultaría anulado» (PP, 32). Por lo tanto, quizá no sea éste «el mejor de todos los universos posibles», sino el único posible si Dios ha creado  al  hombre  libre [62].  Un  mundo en el cual se diera plena libertad sin el riesgo del mal es imposible.

Percibiendo un mundo sufriente y  estando  seguros  de  que Dios es Bueno, tenemos que enfrentarnos con la solución cristiana, si no queremos resignarnos a que tal bondad y tal sufrimiento sean contradictorios. En definitiva, como decíamos, es necesario preguntarse desde la perspectiva del dolor, quién es Dios —qué es la Bondad, el Amor, la Omnipotencia en Dios—, y quién es el hombre.

c)       La respuesta teológica al sentido del dolor

Lo primero que nos enseña la Sagrada  Escritura  al  respecto  es que el dolor, el sufrimiento y la  muerte, son consecuencias  del  pecado del hombre, de su libertad mal  empleada.  Su  origen no está en Dios, sino en el hombre; no fueron queridos por Dios en su plan creacional. El hombre del paraíso no sufría. Por eso el dolor le resulta extraño al hombre.

Dios es bueno, hizo buenas  todas las cosas y las  hizo a causa de  su bondad. Una de las cosas  buenas  que Él  hizo es el libre albedrío  de la criatura racional. El hombre, al usar mal de su libertad desobedeciendo a Dios, introdujo el mal en el mundo y dañó su naturaleza.

Ya hemos estudiado los efectos del pecado original en la naturaleza humana. Desde entonces nuestro entendimiento y nuestra voluntad necesitan una corrección. Esta corrección es ineludible y en  ella el dolor desempeña un papel importante.

El dolor es por tanto una consecuencia del pecado, un castigo por el pecado [63], pero en Dios se identifican Justicia, Amor y Misericordia, por lo tanto, este castigo tiene carácter de prueba y de corrección [64]: «Las torturas tienen lugar. Si son innecesarias, es que no existe Dios o que el que hay es malo. Si existe un Dios bien intencionado, será que estas torturas son necesarias. Porque ningún ser medianamente bueno podría infligirlas o permitirlas, si hubiera otro remedio» (GrO, 45).

El Amor de Dios  no se conforma  con el estado lamentable  en el que estamos, no se desentiende de nosotros, porque busca nuestra felicidad. El correcto  bien  de las criaturas  es rendirse a su Creador e imitar el modelo de Cristo. Dios es quien nos ha hecho y, por  lo tanto, sabe qué es lo que somos y también sabe que nuestra felicidad reside en Él. Este enderezamiento es costoso y tiene que implicar dolor: «El hombre como especie se corrompió a sí mismo, y el bien —para nosotros y en nuestro presente estado—  tiene  que significar básicamente un bien remediante o correctivo» (PP, 87).

Lewis ilustra esta idea con una parábola de George Mac Donald: «Imagínate a tí mismo como una casa en construcción. Dios viene a reconstruir esa casa. Al principio, quizá, puedes entender lo que está haciendo (...). Pero de repente empieza a golpear la casa de una forma que te hace muchísimo daño y no te parece que tenga sentido. ¿Qué está haciendo? La explicación es que Él está construyendo una casa bastante distinta de lo que tu pensabas (...). Tu pensabas ser una casita decente, pero Él está construyendo un palacio. Quiere venir a vivir allí Él mismo» (MChr, 172).

No hemos sido hechos —señala  Lewis—  fundamentalmente pa­ra que pudiésemos amar a Dios —aunque fuimos hechos para eso también—, sino para que Dios pudiese amarnos a nosotros,  para que nos volviésemos objetos en los cuales el Amor de Dios pudiese complacerse. Pedir que el Amor de Dios se contente con nosotros  tal como somos ahora sería algo tan absurdo como pedir que Dios deje de ser Dios. Luego es inevitable que suframos una  transformación, que puede ser tan dolorosa como una operación quirúrgica.

Por otra parte, es  una  realidad  que el hombre  tiene tendencia  a considerar los bienes naturales como absolutos y a buscar la felicidad aquí abajo, en la tierra. Mientras todo nos va bien es difícil dirigir el pensamiento hacia Dios, la abundancia de bienes materiales puede funcionar como un anestésico a la hora de alcanzar a Dios: «Tenemos todo lo que necesitamos  es una frase  terrible  cuando  ese todo no incluye a Dios» (PP, 95).

En este tipo de entendimiento adormecido para las exigencias  de Dios, el dolor actúa como un aviso de que algo va mal: «El dolor  no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar» (PP, 92). Lewis observa que el dolor es un vehículo capaz de despertar en nosotros la presencia de Dios: «El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres y habla a nuestra conciencia, pero en cambio grita en  nuestros  dolores,  que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo» (PP, 93).

El dolor nos recuerda —igual que lo  hace  el  deseo  de  felicidad que encierra la experiencia de lo que Lewis llama ]oy, Alegría—, que nuestro fin no está aquí,  que  no  debemos  buscar  una  felicidad  estable en la tierra: «Destroza la ilusión de que todo marcha bien. (...) Despedaza la ilusión de  que aquello  que tenemos, fuere bueno  o  malo en sí mismo, es nuestro y suficiente para nosotros» (PP;  95). A través del dolor Dios nos muestra que  esa  felicidad  que  buscamos  fuera de Él es falsa. Nos ayuda a descubrir la insuficiencia  de los  bienes naturales.

La ilusión de autosuficiencia que padece la criatura tiene que  ser destruida para beneficio de la propia criatura. Cuando más centrados estamos en nuestras ocupaciones o en nosotros mismos, un dolor o incluso la simple amenaza de algún tipo de sufrimiento intenso, pueden ayudarnos a volver a centrar nuestra vida en Dios. Hay unas páginas de Lewis donde relata esta experiencia de modo magistral: «Al principio me siento abrumado y toda mi pequeña felicidad parece como un montón de juguetes rotos. Después lenta y desganadamente, poco a poco, trato de ponerme a mí mismo dentro del marco mental en el que debería haber estado en todo momento. Me obligo a recordar que todos esos juguetes nunca fueron  hechos con el propósito de que se adueñasen de mi corazón, que mi verdadero bien reside en otro mundo y que mi único y verdadero tesoro  está en Cristo. Y quizá, por la gracia de Dios, tengo éxito, y durante uno o dos días me convierto en una criatura que conscientemente depende de Dios y que obtiene su fortaleza de las fuentes correctas. Pero en el momento que aquella amenaza se desvanece, toda mi naturaleza salta nuevamente hacia los juguetes, y aún estoy ansioso —Dios me perdone— de borrar de mi mente aquello que fue lo único que me sostuvo» (PP, 105).

No se refiere Lewis sólo a situaciones límites de olvido de Dios, sino también a la experiencia del dolor que  tiene  un  cristiano corriente, que le lleva a recordar vitalmente las verdades  eternas.  Dios, que nos proporciona en esta vida  tantos placeres,  nos priva,  por  medio del dolor, de esa felicidad-seguridad estable que con tanta vehemencia tendemos  a  buscar  en  la  tierra [65]. Por eso «las tribulaciones no pueden cesar hasta que Dios o bien nos vea rehechos o bien compruebe que ahora ya no hay esperanza de rehacernos» (PP, 105).

Por otra parte, el enderezamiento de la voluntad rebelde siempre implicará dolor: «No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas, somos, como dijo Newman, rebeldes que deben deponer las armas» (PP, 91). El problema consiste en que recuperar esa entrega de uno mismo, y «someter la voluntad, por tan largo tiempo reclamada como nuestra, es siempre —no  importa dónde o cómo se haga— un atroz dolor» (PP, 91) [66].

La renuncia cristiana expresada en este sometimiento de la voluntad no significa estoica apatía, explica Lewis, sino una disposición a preferir a Dios más que a los fines inferiores, aunque estos en sí mismos puedan ser lícitos. Esta consideración ilumina cuál es el sentido de la mortificación cristiana: renovar esa disposición de entrega, fortalecer la voluntad y poner orden en las pasiones «como preparación para ofrecer la personalidad humana Íntegra  a Dios». Para poder someter la voluntad a Dios, tenemos que poseer una voluntad; pero las prácticas ascéticas son necesarias como un medio, «como un fin serían abominables» (PP, 111).

Hemos visto que Dios  no quiere el dolor  por  sí  mismo,  sólo lo quiere porque es el único medio para hacer entender al hombre hacia dónde debe mirar, porque es el despertador de la verdad acerca de nuestra vida: «El lugar que Dios asigna  a las criaturas  humanas  en su esquema de cosas es el lugar para el cual ellas han sido hechas. Cuando ellas lo alcanzan, logran su naturaleza y alcanzan su felicidad: en el universo ha sido restaurado un hueso fracturado y la angustia ha concluido» (PP, 52).

También hay que considerar la otra cara del  dolor: lo que Dios quiere para nosotros y lo que hace por nosotros. Dios nos quiere felices de verdad, por eso quiere que lleguemos  a la  unión  con Él, y nos facilita el camino hasta límites insospechados. Como prueba de su Amor infinito, envía a su Hijo: la Redención se realiza con la vida, pasión, muerte y resurrección  de Cristo, que quiso cargar sobre sí todos nuestros dolores [67]: «El cristianismo nos  enseña que la terrible tarea ha sido ya cumplida para nosotros en cierto sentido: la mano del maestro está sosteniendo la nuestra cuando tratamos de trazar las difíciles letras y que nuestro escrito sólo necesita ser una copia y no un original  (...). El sacrificio  de Cristo es repetido o halla nuevo eco entre sus seguidores en muy diversos grados, desde el más cruel de los martirios hasta el sometimiento de la intención propia» (PP, 103).

La Redención se ha cumplido a través del sufrimiento; una importante consecuencia de  este  hecho es que todo sufrimiento humano  ha quedado redimido, es decir, todo hombre en su   sufrimiento puede unirse al sufrimiento redentor de Cristo, convirtiendo así al sufriente en corredentor [68].

El por qué del dolor es un misterio que no se puede comprender plenamente con la sola  fuerza de la razón [69]. Pero Dios responde a la pregunta del hombre a través de Cristo,  que es la manifestación del Amor del Padre que, por los hombres, entrega a su Hijo a la Cruz. Y Cristo no da explicaciones abstractas, sino que toma realmente el mal y el dolor sobre sus hombros para librarnos de él.

Si el dolor, la tribulación, es un elemento necesario en la redención, debemos deducir que no cesará hasta el final de los tiempos: «El cristiano, por lo tanto, no puede creer a ninguno de aquellos que prometen que, con sólo introducir algunas reformas en nuestro sistema económico, político o higiénico, el resultado sería un cielo en la tierra. Esto puede que aparezca como desalentador para el agente ocupado en una obra social, pero en la práctica no tiene por qué desanimarlo. Por el contrario, un vigoroso sentido de nuestras comunes miserias —simplemente como seres humanos— es, por lo menos, un buen acicate para eliminar todas las miserias que podamos, así como también todas aquellas alocadas esperanzas que tientan a los hombres a alcanzarlas mediante el quebrantamiento de la ley moral y que al final muestran ser únicamente polvo y cenizas una vez que se llega a su realización» (PP, 113).

La solución plena del dolor no está en este mundo, pero esa convicción no excusa al cristiano de combatirlo en la medida de sus posibilidades. Como afirma Juan Pablo II: «El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento» [70].

El dolor puede llevar al hombre al conocimiento de que todo no marcha bien, al reconocimiento del mal que ha realizado: «El dolor procura la única oportunidad que el hombre malo puede tener para enmendarse. Quita el velo e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde» (PP, 95). Pero —como apuntábamos anteriormente— desgraciadamente también puede llevarlo a una «definitiva e impenitente rebeldía» (PP, 117).

Si fuera posible hacer algo  más  por el  hombre  rebelde,  Dios lo hubiera hecho: «Creo que si un millón de oportunidades tuvieran probabilidad de hacer algún bien, un millón de probabilidades serían concedidas» (PP, 123), pero si el hombre tiene libertad, Dios sólo puede salvarnos con nuestro consentimiento: «el perdón necesita ser aceptado» (PP, 121). Por eso, al crear seres dotados  de libre albedrío, la Bondad y la Omnipotencia divinas  se someten  paradójicamente a  la posibilidad de ser derrotadas: «Todos los condenados, en un sentido, tienen éxito de ser rebeldes hasta el fin; las puertas del infierno están cerradas desde adentro» (PP, 126).

Podemos reflexionar acerca del sufrimiento, pero el dolor siempre será en alguna medida, un misterio para el hombre, un misterio que sólo se ilumina desde la verdad cristiana.

d)       La respuesta cristiana al problema existencial del doliente

Es distinto explicar el problema del dolor teóricamente que hablar de él a un hombre que está sufriendo en ese momento con gran intensidad. El dolor es un sentimiento  humano  que cuando es intenso afecta existencialmente a toda la persona: cambia la visión de la realidad que nos rodea y de nosotros mismos. El propósito de Lewis al escribir Una pena observada fue transmitir una experiencia, ayudar y acompañar, en cierta manera, a cualquier cristiano que llegara a encontrarse en circunstancias similares a las que debió pasar él al morir su esposa.

Un sufrimiento puede hacer que se tambaleen las convicciones más firmes. En esos momentos los argumentos cuentan poco y, para un cristiano, sólo el conocimiento profundo  del sentido que tiene su dolor y una fe sólida, que apoye ese sentido cristiano, pueden consolarle y ayudarle a aceptar incluso la racionalidad  de su dolor. En Una pena observada, Lewis llega finalmente a unas conclusiones semejantes a las de El problema del dolor. Sin embargo, el modo de alcanzar esas conclusiones es ahora muy distinto. El  planteamiento del problema del dolor es vivo, muy personal y directo.

Es importante en primer lugar, saber cómo se vive este sentimiento humano que es  el  sufrimiento para poder convertirlo, con la ayuda de la fe y de la gracia, en  un  bien. El sufrimiento, cuando es intenso, se llega a experimentar como miedo: «Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva» (GrO, 9). No es el miedo del organismo frente a la destrucción, sino «un sentimiento sofocante, la sensación  de ser un ratón atrapado en la ratonera» (GrO, 17).

También se experimenta como expectativa, como «estar colgado a la espera de algo que va a pasar». Esto confiere a la vida una sensación permanente de provisionalidad, como si no valiera la pena empezar nada: «Antes nunca llegaba a tiempo para nada. Ahora no  hay más que tiempo. Tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad» (GrO, 36).

El sufrimiento como sentimiento nos centra en nosotros mismos —ahí está uno de sus mayores peligros— y nos aísla del mundo: «Hay una especie de manta invisible entre el  mundo y yo» (GrO,  9), de forma que aunque necesitemos de los demás, perdemos el interés por ellos. La pena inyecta desidia, apatía: «Aborrezco hacer el menor esfuerzo» (GrO, 10), dirá Lewis, sorprendiéndose de sí mismo.

Y, sobre todo, de la misma forma que sin buscarlo, el amor da sentido a todo, el  sufrimiento  hace que se extienda  por  encima  de  todas  las cosas  una  vaga sensación  de falsedad, de despropósito: «¿Qué pasa con el mundo para que se vuelva tan chato, tan mezquino, para que parezca tan gastado?» (GrO, 39), el mundo se convierte en una calle estrecha (cfr. GrO, 39).

El dolor, por lo tanto, oscurece la visión de las cosas, entorpece nuestro contacto con la realidad, porque impide pensar: «No somos propiamente capaces de ver nada cuando tenemos los ojos enturbiados por las lágrimas» (GrO, 47). Para mitigar el dolor, los sentimientos se intentan disfrazar de pensamiento —buscando culpables con razonadas sinrazones—, pero así no se consigue nada.

La primera reacción del hombre que sufre es, en muchas ocasiones, la rebelión contra Dios: «¿Dios dónde se ha metido?» (GrO, 11). El lector de las primeras páginas de Una pena observada queda perplejo ante el fortísimo desconcierto de Lewis. Pero nuestro autor siempre había afirmado que la realidad era la gran iconoclasta, la piedra de toque de nuestras ideas y emociones; y en estos momentos duros, tras la muerte de su mujer, tampoco deja de atender a la realidad. Así, va dando pasos progresivos hacia un  nuevo  modo  de ver la realidad, dejando que la fe ilumine sus experiencias [71].

Aunque el dolor continúa, se propone conocerlo, captar su sentido: «Vamos a ver si en vez de tanto sentir, puedo pensar un  poco» (GrO, 39). Se da cuenta de que no existe una estrategia  para que el dolor no duela. Lo que sí cabe es encontrar el sentido de ese dolor que experimenta y que ha hecho que se tambaleen sus convicciones más profundas. Lo que había escrito antes era un aullido más que un pensamiento: «Sacaba de ello la única compensación que puede esperar un hombre atormentado: el derecho al pataleo» (GrO, 42), «pero  un estado  de  ánimo  no es garantía  de  nada»  (GrO, 43).

La pasión del dolor oscurece el intelecto, que  no llega, cuando el dolor es muy intenso, a pensar rectamente sobre Dios y ni siquiera sobre el ser querido que ha fallecido. Luego sí es posible: «Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado» (GrO, 60); en otro momento, hablando de su mujer, reconoce: «La recuerdo mejor porque lo he superado (el dolor) en parte» (GrO, 47).

Por tanto hay que saber esperar. El dolor, aunque subjetivamente de la impresión de ser un  estado definitivo, es un proceso: no es una comarca que requiera hacer un mapa, sino un proceso que tiene una historia. Se dan recurrencias parciales, pero la misma secuencia no  se repite [72]. Nunca nos encontramos —dice Lewis— con el Cáncer, la Guerra o la Infelicidad, sino con cada hora o cada momento en que llegan. No abarcamos  nunca  el  impacto total de lo que llamamos la cosa en sí misma, «pero es que nos equivocamos al llamarla así. La cosa en sí misma consiste simplemente en todos estos altibajos, el resto no pasa de ser un nombre o una idea» (GrO, 16).

Cuando no podemos hacer nada  para  evitar  el  sufrimiento, hay que esperar y aprender  a sufrir [73]. Lo que  podemos  hacer  ante  el dolor es aguantarlo: «En realidad da igual agarrarse crispadamente a los brazos del sillón del dentista que dejar las manos reposando en el regazo. El taladro taladra igual» (GrO, 35). También podemos preguntarnos el por qué y el para qué.

Es entonces cuando llegamos a comprobar en  nosotros  mismos que lo único capaz de aliviar el sufrimiento es encontrarle su sentido. Lewis en el último capítulo del libro que estamos citando, Una pena observada, después de haber descrito su dolor, imagina para el mismo un sentido imposible: «Si supiera que el estar separado siempre de H. y olvidado por ella eternamente pudiera  añadir  mayor alegría y esplendor a su ser, por supuesto que diría: ¡Adelante! Igual que, aquí en la tierra, si hubiera podido curar su cáncer a costa de no volverla a ver, me las habría arreglado para no volver a verla» (GrO, 66); lo hubiera hecho con dolor, pero con un dolor lleno de alegría, porque tendría un sentido.

Pero la única solución ante el dolor es encontrarle su verdadero sentido. El dolor es un misterio, algo que «no somos capaces de entender» (GrO, 72), pero el cristiano sabe que «Dios nos hace daño solamente por nuestro bien» (GrO, 45). El dolor  prueba  nuestra fe  en Dios, porque «es muy fácil decir que confías en la solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja. Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un precipicio» (GrO, 27). El dolor viene para probarnos, pero esto «conviene entenderlo a derechas. Dios no ha estado ensayando un experimento sobre mi fe o mi amor  con  vistas a poner en claro su calidad. Esta calidad ya la conocía ÉL Era yo quien no la conocía (...). Él siempre supo que mi templo era un castillo de naipes. Su única manera de metérmelo en la cabeza era desbaratarlo» (GrO, 52). Si ha «derribado la casa de un manotazo es porque era un castillo de naipes, y yo no lo sabía» (GrO, 40). Esa nueva experiencia de su pequeñez, sólo se pudo lograr a través del sufrimiento.

La experiencia del sufrimiento es muy distinta en el momento en que el sujeto advierte que tiene ese sentido. Aunque sólo entenderemos plenamente el sentido del sufrimiento el para qué, su finalidad al final de  nuestra  vida,  una vez que  hayamos  alcanzado a Dios : Entonces «nos daremos cuenta de que no existió nunca ningún problema» (GrO, 68). En la tierra sólo podemos intuirlo, ayudados por la fe.

La vida humana no es en este mundo algo totalmente inteligible para el mismo  hombre. No  hay una  unión  facticidad-sentido ni a nivel cósmico ni en la vida personal de cada  hombre. En su ensayo The Worldi Last Night, Lewis habla de la historia como  una obra de teatro en la que nosotros no sabemos si estamos  en el primer acto o en el quinto, ni quién es el  actor principal. Sólo el Autor de la obra lo sabe: «Nosotros nunca vemos la obra desde fuera,  nunca nos encontramos con más personajes que la pequeña minoría que está en la misma escena que nosotros. Totalmente ignorantes del futuro, e imperfectamente informados sobre el pasado, no  podemos  decir en qué momento llegará el final» (World, 76). Y, aunque se hayan planteado algunos problemas, no sabemos qué sucederá, ni cómo se resolverá el drama al final. Sólo sabemos por la fe que todo acabará bien y que al final todo se entenderá. El cristiano que sufre sabe que Dios es su Padre y que todas las circunstancias, también  las adversas, son queridas o permitidas por la Providencia  de Dios en orden a su santificación [74]. La sabiduría consiste en creer y entender que todo es para bien (cfr. Rm 8, 28) [75].

Algunos de los dilemas que, en medio del sufrimiento, nos acosan y suscitan interrogantes que planteamos a Dios no son contestados porque se trata de preguntas disparatadas, que carecen de respuesta. El silencio de Dios «es una forma especial de decir No hay contestación. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza no a manera de rechazo, sino esquivando la cuestión. Como diciendo: Cállate, hijo, que no entiendes»  (GrO, 66).  De  ahí la importancia de aceptar nuestras limitaciones: «No somos  capaces de entender» (GrO, 72). Hay que seguir confiando en Dios y saber que «todo va a salir bien, muy bien y cualquier problema  imaginable se va a arreglar» (GrO, 63).

El dolor es un misterio. Ahora, en la tierra, sólo podemos comprender su sentido ayudados por la fe. Se podría resumir lo que Lewis quiere transmitir en esta obra con una experiencia que él mismo relata: «Imaginad un hombre sumido en la total oscuridad. Le parece estar en un sótano o en un calabozo. De pronto se oye  un ruido. Le parece que es sonido venido de lejos, olas o árboles meneados por el viento, o un rebaño a media milla de distancia. Y si  fuera así, eso probaría que no está en  un calabozo, sino libre, a pleno aire. O podría ser un sonido mucho más pequeño, al alcance de la mano, una risa sofocada. Y si fuera así,  habría  un  amigo junto a él en la oscuridad. De una manera o de otra un sonido bueno, muy bueno» (GrO, 62). Es decir, en los momentos de mayor sufrimiento y soledad, hemos de darnos cuenta de que no estamos solos [76]. La risa de Dios a la que  Lewis  alude,  no  es  una  burla cruel, es un  rayo de luz y de esperanza, porque Dios  nos advierte de que no dramaticemos tan desmesuradamente en lo que luego veremos que no tenía tanta importancia: «Yo o cualquier  mortal, en cualquier momento, puede estar rematadamente equivocado con respecto a la situación por la  que  realmente  está  pasando» (GrO, 62).

Al encontrarnos en un aparente callejón sin  salida,  tenemos que poner en práctica algo que en una situación normal siempre estamos dispuestos a admitir: que Dios es infinitamente Bueno y que nos ama, que si permite ese dolor debe ser para nuestro bien: «Cuanto más acendradas sean su bondad  y esmero,  más inexorable se mostrará en manejar el bisturí» (GrO, 45).

En Una pena observada explica Lewis que fue al experimentar el dolor por la muerte de su mujer, cuando se dio cuenta de la dificultad de transferir un sufrimiento a otro: «No puedes compartir realmente la debilidad de una persona, ni su miedo, ni su dolor» (GrO, 17), es diferente cuando una  cosa así  le pasa a  uno y no a los demás, cuando pasa en realidad  y  no a través de la imaginación. Y Lewis concluye que esto le ha pasado de una forma tan radical porque su fe era «de pacotilla», y no le debían importar de verdad como  pensaba  que  le importaban los sufrimientos ajenos. Una fe cristiana vivida con plenitud de entrega a los demás lo puede conseguir, aunque sólo Cristo se identifica plenamente con el dolor de cada hombre.

Conclusión

Pensamos que estos cuatro temas la existencia del orden moral, la dialéctica de la Alegría, la vía del amor  y la del dolor son las principales claves de la antropología cristiana de Lewis.

Una observación se impone en este momento. Obviamente nuestro Autor no pretendió hacer investigación teológica académica, por eso ni entra en diálogo con la teología  contemporánea  ni  se siente en la obligación de realizar un estudio sistemático de los temas teológicos que toca. Sin embargo, el talante teológico de  su mente aparece constantemente en sus obras. Intentó entender  mejor  su fe y exponer la doctrina cristiana de una forma asequible y atractiva para el hombre de hoy, incorporando lo más apropiado del lenguaje y de la mentalidad de la época, y ese esfuerzo es evidentemente fides quarens intellectum, es la reflexión que ha de hacer un teólogo sobre el sentido de los misterios de la fe.

Tal vez se pueda comparar su intento al de Pascal. En efecto, Lewis también busca principalmente preocupar al ateo describiéndole la condición del hombre sin Dios como  algo  incomprensible para la razón; para después mostrarle la doctrina cristiana, que le dará la clave para descifrar el misterio del hombre y le ofrecerá la ayuda que necesita para ser lo que Dios espera de él.

Su modo de reflexionar sobre la fe es tremendamente actual desde el punto de vista teológico. Su método para exponer la fe al hombre de la calle coincide en parte con el que proponen teólogos contemporáneos tan diversos como De Lubac, Danielou, Guardini, Latourelle, Kasper, etc. Por ejemplo, Lewis sin negar la vía cosmológica hacia Dios, descubre y acentúa la línea antropológica, es decir, argumenta sobre la existencia de Dios partiendo de algunas experiencias fundamentales del hombre. Las experiencias que Lewis propone al hombre para encaminarse hacia Dios son, como hemos visto, la experiencia moral, el deseo de felicidad la  Alegría  y la  experiencia de los amores naturales y del sufrimiento. Es peculiar de este método que no lleva a una  representación  abstracta  de  Dios, sino que ayuda al hombre a llegar al Dios vivo como realidad, a encontrarse con Dios en su propia vida.

Sus explicaciones  giran  principalmente alrededor  de tres realidades:  la  existencia  de  un  Dios  personal,  la  centralidad  de Cristo Cristo como clave para  entender  al  hombre  y a toda  la  creación, y algunos puntos fundamentales de la historia  de la salvación  que  dan razón del estado actual del hombre y del futuro al que se dirige: la vocación sobrenatural del hombre, la caída original, la redención, etc. Entre los temas teológicos tratados por Lewis hay algunos cuyas representaciones son especialmente sugestivas: la vida de los bienaventurados en el cielo, las consecuencias para la vida del hombre del pecado original, la conexión entre el pecado y el dolor y la  visión  del pecado como algo que aparta al hombre de su realización como persona y, por lo tanto, de la felicidad. Se esfuerza  por  mostrar  que la revelación cristiana  es creíble,  haciendo  ver  que en ella se  halla la clave de la inteligibilidad del misterio del hombre, la única que puede responder adecuadamente a la pregunta que se  hace el  hombre sobre el sentido de su existencia y de toda la realidad.

Como apologista, tenía una especial habilidad para explicar la doctrina de la fe, mostrando a la vez su carácter razonable y ayudando al lector, por medio de metáforas e imágenes muy expresivas, a seguir el hilo intelectual de su pensamiento. Lewis es un ejemplo de la necesidad que tiene el laico con vocación de apologista de profundizar en la fe, de reflexionar sobre ella, empleando la inteligencia del mismo modo que lo hace en su trabajo profesional y con los recursos el dominio de un lenguaje secular, sobre todo que este trabajo profesional pone a su disposición.

Comprendió muy bien el papel del elemento afectivo en la percepción de la verdad y, por lo  tanto,  en  la  preparación  para  la fe. Por este motivo su argumentación no se limita a razonamientos abstractos, sino que se dirige al hombre entero. Para preparar al hombre a recibir el don de la fe hay que mejorar sus disposiciones fomentando el conocimiento propio de modo que le  lleve  a  una cierta humildad  intelectual a  descubrir las limitaciones de su razón  y la necesidad de apertura a lo trascendente. Es decir, es preciso ayudar al hombre a bajarse del pedestal ficticio al que está subido desde el pecado original con la pretensión de saberlo todo y actuar siempre bien.

En  las  obras de Lewis se revela su  visión de  la  fe como  luz que ayuda a ver lo profundo de la realidad, que de otra manera el hombre no podría alcanzar. Esta convicción le permite  no  tener miedo a la razón en ningún momento, pues la razón  es un don divino como la fe que nos permite alcanzar algunas verdades, aunque la razón es limitada y sólo con la fe sobrenatural podemos vislumbrar la verdad salvadora de Cristo. Por el contrario expuso con mucha claridad cómo desde un pensamiento  ateo o agnóstico  no cabe una fundamentación sólida de los valores éticos. Un materialista puede tener valores, pero no los podrá fundamentar.

En sus escritos hay intuiciones, en ocasiones muy profundas, expuestas de una forma clara y atractiva. Va sembrando ideas, encendiendo luces, abriendo horizontes, planteando preguntas y orientando hacia las posibles respuestas,  para que el lector  con  la ayuda de esos elementos pueda llegar libremente a la solución.

En definitiva, se puede concluir  que la teología  antropológica de Lewis está centrada en un concepto de hombre que permite el diálogo con el mundo contemporáneo. Su conocimiento de la naturaleza humana sigue, de alguna forma, a las experiencias trascendentales de su propia vida  y a la doctrina  cristiana, cuyo descubrimiento dio respuesta a sus inquietudes afectivas e intelectuales.

Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu

Notas:

57.       Cfr. L. F. MATEO-SECO, Consideraciones en torno al  sentido  cristiano  del dolor y de la muerte, en  AAVV.,  «Symposium  Internacional  de  Ética  en  Enfermería», Pamplona 1990, p. 262.

58.       El concepto de mal es distinto en el cristianismo que en otras religiones: «En el concepto cristiano la realidad  del  sufrimiento se explica por medio del mal  que esta siempre referido , de algún modo, a un bien» JUAN PABLO II,  Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 7).

59.       En el apéndice final que se recoge en El problema del dolor, el Dr. Havard -el médico de Lewis, que era católico y participaba habitualment en las reuniones de The lnklings- concluye, desde su experiencia  clínica, que el dolor provee una oportunidad para el heroísmo, y «tal oportunidad es aprovechada con llamativa frecuencia» (pp, 153).

60.       Como enseña Juan Pablo II, el sufrimiento, al despertar compasión, provoca el amor. La clave de la antropología cristiana es el anuncio de que «el hombre no puede encontrar la plenitud si no es en  la entrega de sí mismo a los demás»; por lo tanto, otro sentido del sufrimiento es éste: «Transformar toda la civilización humana en la civilización de amor» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 30).

61.       Para muchas personas el sufrimiento ha sido el principio de su conversión. Son muy significativas en este sentido las palabras de Juan Pablo II en el mensaje transmitido a raíz del atentado  que  sufrió,  en  el  que habla del sufrimiento como canal de la gracia: «Ahora  sé  mejor  que  antes  que  el  sufrimiento  es  una dimensión tal de la vida que a través de él penetra en  el  corazón  humano,  como  de  ninguna otra forma, la gracia de la Redención» Juan Pablo II, Mensaje, 14-VIII-81).

62.       Esta noción de Leibniz es, por otra parte, imposible de realizar, pues siendo Dios es infinitamente bueno, siempre cabe pensar un mundo mejor que cualquier otro dado.

63.       Ya hemos visto en el punto anterior que el hombre, al perder los dones preternaturales que Dios le había dado para que hubiera un orden entre su alma inmortal y su cuerpo, quedó a merced de su naturaleza. Es por esa razón que experimenta el dolor y la muerte como algo que, aunque natural a su  materialidad, está mal. También así se explica que unos hombres sufran más que otros: prescindiendo de la Providencia de Dios, que encauza todo al bien de cada criatura particular, la naturaleza de cada hombre es distinta, más o menos resistente, según la herencia genética y las condiciones naturales a las que está sometida.

64.       La Sagrada Escritura habla en muchas ocasiones del dolor como medio que utiliza Dios para la corrección (cfr. Dt 8, 5 y 2 M6, 12).  Juan  Pablo II explica  que es una llamada a «reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 12).

65.       Ante la realidad del sufrimiento sólo caben dos posturas: la primera, muy frecuente en la sociedad actual, es la del hombre que decide renunciar a su interpretación y sólo ve en el sufrimiento algo que hay que eliminar por todos los medios -por eso cuando, a pesar de todo no se puede eliminar, se  practica  la eutanasia-. En segundo lugar, la del hombre que, ante su fracaso  para explicar  lo inexplicable, se da cuenta de que el  verdadero sentido se encuentra más allá de él  mismo. Así el hombre llega a una gran verdad, experimenta lo absurdo de considerarse el centro del mundo. Como sugiere Esquilo: «Sufrir instruye al hombre» (Agamenón, 176), en el sentido de que recuerda a los hombres, siempre inclinados  a olvidarlo, su condición de mortales (citado por Ch. MOELLER en Sabiduría griega y paradoja cristiana, Madrid 1989, p. 143). En este fracaso el sufrimiento también revela que la libertad y dignidad humana no pueden consistir en el dominio de la propia naturaleza.

66.       Como hemos visto al referirnos a los efectos buenos del sufrimiento, en el dolor, en las dificultades, se encuentra  el  hombre  con  un  reto que  le puede  llevar a conseguir virtudes y, en definitiva, a madurar como persona. A esto alude Juan Pablo II cuando afirma que el sufrimiento «es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido destinado a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 2).

67.       El amor nos lleva a los hombres a desear sufrir en  lugar de la persona amada; pero eso, que no podemos nosotros hacer, es lo que hizo Cristo (cfr. GrO, 46).

68.       Esta idea, que Lewis esboza en varios de sus escritos, Juan  Pablo II la expone de una forma acabada. La victoria de Cristo en la Cruz sobre el pecado y la muerte no suprime los sufrimientos temporales, pero proyecta sobre cada sufrimiento una luz nueva, la luz de la salvación. Da sentido a todo sufrimiento uniéndolo con el amor (cfr. Col 1, 24). La respuesta de Cristo le llega al hombre por una llamada, por una vocación: Sígueme (cfr. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici dolori.s, 11-II-1984, n. 15). Y  en  otro  lugar: «La  fe en  Cristo  no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima,  lo vuelve válido para la eternidad» QUAN PABLO II, Alocución (24-III-1979) en «Insegnamenti di Giovanni Paolo 11», Roma 1979, p. 703).

69.       «Desde el punto de vista antropológico no hay respuesta para el problema del sufrimiento humano» (M. A. LABRADA, El sufrimiento como fuerza creadora de plenitud personal, en AA. VV., «Symposium Internacional de Ética en Enfermería», Pamplona 1990, p. 276).

70.       JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 30.

71.       El proceso de Lewis en esta obra tal vez se podría comparar con el de Job. Job se esfuerza por encontrar a Dios que se le oculta en su dolor y a quien sigue creyendo bueno; pero en su confusión moral tiene alternativamente momentos de rebeldía y de sumisión. Yavé interviene al final del libro para  revelar que el hombre no tiene derecho a juzgar a Dios que es infinitamente sabio y omnipotente. Job reconoce con humildad que en medio de su dolor ha hablado neciamente.

72.       El  3-XII-61, en una carta a su amigo Griffiths Lewis escribe: «La pena no es, como pensaba, un estado, sino un proceso: como un paseo en un valle salvaje que te proporciona un nuevo paisaje cada pocas millas» (Letters, 500).

73.       Cfr. Si 2, 1-13.

74.       Nuestra santificación, como hemos visto, se identifica con nuestra felicidad. La Voluntad de Dios es que seamos felices. Afirma Mouroux siguiendo a Santo Tomás de Aquino: «En el ser divino están incluidas todas las cosas que creemos que existen eternamente en Dios, y en las cuales consiste nuestra  felicidad; mientras que la fe en la Providencia incluye todas aquellas cosas que Dios dispensa  temporalmente a los hombres y que son el camino hacia la felicidad» Q. MOUROUX, Creo en Tí, Barcelona 1964, p. 6). En ese camino está incluido el dolor.

75.       Explica Juan Pablo II que la misericordia de Dios «se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve  y extrae el  bien  de todas las  formas de mal existentes en el  mundo  y  en  el  hombre» (JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 6).

76.       Tal vez se podría decir que la respuesta al problema del dolor la da Lewis en boca de su personaje Orual, casi al final de Mientras  no tengamos rostro: «Concluí mi primer libro con  las  palabras  nada  que  alegar. Ahora sé, Señor, por qué no te pronuncias. Tú mismo eres la respuesta. Ante tu rostro los interrogantes se desvanecen. ¿Qué otra respuesta nos iba a colmar? Tan sólo palabras, palabras, palabras; palabras que luchan con otras palabras» (TWHF, 295).

Mª Dolores Odero

III.     La vía hacia Dios a través de los amores naturales

Antes de escribir su tratado sobre el amor, Los cuatro amores (1960) Lewis había ya tocado de paso el mismo tema en The Great Divorce y en Cartas del diablo a su sobrino, con una gran agudeza psicológica. Pero es en la que sería su última novela, Mientras no tengamos rostro, donde aborda el tema en forma de ficción, con una profundidad sorprendente.

En Los cuatro amores, utiliza el análisis fenomenológico de la experiencia humana del amor para ayudar al lector a examinar con sinceridad la calidad de sus amores naturales y, a partir de ahí, llevarle a Dios. La tesis central del autor es que los amores naturales, aún siendo realidades de suyo muy buenas, no son autosuficientes; por eso en su relativización es donde reside su verdadera grandeza: «Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios» (FL, 132). Los amores naturales sólo pueden mantenerse en su esencia, permaneciendo como auténticos amores, si son transformados por el amor divino; es entonces cuando los recuperamos como lo que realmente son. Cuando se buscan como algo absoluto, se corrompen.

Lewis distingue cuatro formas de amor: afecto, amistad, eros y caridad; y estudia cómo se relacionan estas clases de amor entre sí. A lo largo de la obra va  descubriendo los destellos  que hay de la caridad —el amor de Dios—, en los distintos  amores  naturales: estos amores siempre anticipan algo de lo que en la caridad será plenitud.

a) Los amores naturales

Los amores naturales, en cuanto naturales, son algo bueno, pero no debemos ni idolatrados  ni ridiculizarlos. Puestos  por  Dios en el hombre al crearlo, son  una invitación —después del oscurecimiento al que nos ha llevado el pecado original— a descubrir nuestra verdadera naturaleza. Nos ayudan a entender para qué estamos hechos y cuál es el camino para aproximarnos a ese fin. ¿Cómo realizan esto?

Hemos visto que el hombre tiene un deseo infinito de verdad, de bien, de felicidad en definitiva, el cual no se puede saciar en esta tierra. Todos entendemos por felicidad un estado perfecto en la mayor medida imaginable, pero permanece oculto cuál es y en qué consiste [39].

Pero percibimos que la experiencia humana del amor es lo más cercano a lo que intuimos como felicidad. Un fenómeno sorprendente para el hombre, pero confirmado por la más elemental experiencia, es que la felicidad no consiste en tener cosas, ni en el bienestar,  ni en la comodidad: se puede tener todo eso y no ser feliz; y al mismo tiempo, comprobamos en muchas ocasiones que dolor y felicidad son compatibles si hay amor.

El amor es siempre lo que da sentido a la vida del hombre, lo que nos llena el corazón y nos hace felices, con la felicidad relativa que se puede conseguir en la tierra [40]. El amor nos saca de nosotros mismos y en esa experiencia de salir de sí mismo y darse a los demás, el hombre encuentra felicidad [41]. El amor por lo tanto nos descubre que la felicidad sólo  la encontramos en la entrega, no en el egoísmo, porque estamos hechos de esa forma por Dios. Esta es  una verdad que no aprendemos fácilmente: «Lo que está fuera del sistema de darse a sí mismo no es la tierra ni la naturaleza ni la vida ordinaria sino simple y puramente el infierno», el infierno es la «ardiente prisión dentro de la individualidad» (PP, 149).

En este sentido el amor nos da luz sobre la situación real del hombre y nos ayuda a superar, en alguna medida, algunos de los efectos nocivos con que el pecado original ha lastrado la naturaleza humana. El amor vence la tendencia a ver el yo corno lo más real, porque hace más reales a las personas objeto de nuestro amor [42]. El amor nos descubre que nuestra felicidad consiste en vivir para otros —no en la posesión de bienes materiales— y que hacia ese fin debe orientarse nuestra libertad.

Por otra parte, los amores naturales contienen en sí mismos, en cuanto que experimentamos sus limitaciones, una llamada a no considerarlos como absolutos: «Nunca nos falta la invitación a que nuestros amores naturales se conviertan en caridad, y la proporcionan esos roces y frustraciones en que ellos mismos nos ponen; prueba inequívoca de que el amor natural no basta» (FL, 149). La necesidad de conversión es, pues, inexorable; por eso los amores son  uno  de los despertadores de Dios, para que el hombre se dé cuenta de que hay «algo más» que el objeto empírico de su amor.

Incluso una emoción buena como la compasión, si no está controlada por la caridad y por la justicia  puede conducir, a través de la ira, a la crueldad: «La mayoría de las atrocidades son estimuladas por medio de relatos concernientes a las atrocidades cometidas por el enemigo; la compasión hacia las clases oprimidas, tomada aparte de la ley moral como un todo, mediante un proceso muy natural conduce a las imperdonables brutalidades del reinado del terror» (PP, 65). Paradójicamente nos hemos vuelto crueles —concluye Lewis— al intentar reducir todas las virtudes a la bondad.

b) Principios de una teología del amor

La evaluación teológica de los amores humanos no es tarea fácil: «Dios es Amor, dice San Juan. Cuando por primera vez intenté escribir este libro —relata Lewis al comienzo de Los cuatro amores—, pensé que esta máxima me llevaría por un camino ancho y fácil a través de todo el tema. Pensé que podría decir que los amores humanos merecen el nombre de amor en tanto que se parecen a ese Amor que es Dios» (FL, 11). El problema es que los amores humanos no siempre tienen las mismas características del Amor que es Dios.

Lewis distingue entre lo que llama amor-dádiva: el que hace referencia a la entrega  desinteresada de la persona a algo o a alguien, y el amor-necesidad: el amor interesado  que nace de una carencia o de un vacío en la propia persona. El Amor que tiene Dios  por  nosotros siempre es Amor-dádiva, abundancia que quiere dar: «Dios, que no necesita nada, da por amor la existencia a criaturas completamente innecesarias, a fin de que Él pueda amarlas y perfeccionarlas» (FL, 140). Amor-necesidad es el del niño que acude a su madre. Este amor caracteriza nuestra relación con Dios: somos esencialmente  receptores; por eso la primera forma de amor a Dios es una expresión de nuestra necesidad de Él.

El hombre es capaz de amar a Dios o a otras personas ofreciéndose como don, pero eso no conlleva que podamos negar el nombre de amor al amor-necesidad. Ambos son genuinas formas de amor: «Dios —afirma Lewis— como Creador de  la  naturaleza,  implanta en nosotros tanto los amores-dádiva como los amores­necesidad. Los amores-dádiva son imágenes naturales de Él mismo; cercanos a Él por semejanza, no son necesariamente, ni en todos los hombres, cercanía de aproximación. Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios, son más bien correlativos, opuestos; no como la mal es  opuesto al bien, sino como la forma de una torta es opuesta a la forma de su molde» (FL 141).

Hay, por lo tanto, dos modos de cercanía a Dios. Una es la  cercanía por semejanza —Dios ha impreso una especie de semejanza de Sí mismo a todo lo que Él ha hecho—; y otra es lo que Lewis denomina cercanía de aproximación: «Las situaciones en que el hombre está más cerca de Dios son aquellas en las que se acerca más segura y rápidamente a su final unión con Dios, a la visión de Dios y su alegría en Dios» (FL, 14).

Para ilustrar esto Lewis recurre a una analogía: «Supongamos  que a través de una montaña nos dirigimos al pueblo donde está nuestra casa. Al mediodía llegamos al una escarpada cima desde donde vemos que en línea recta nos encontramos muy cerca del pueblo: está justo debajo de nosotros; hasta podríamos arrojarle una piedra. Pero como no somos buenos escaladores, no podemos llegar abajo directamente, tenemos que dar un largo rodeo de quizá unos ocho kilómetros, Durante ese rodeo, y en diversos puntos de él, al detenernos veremos que nos encontramos mucho más lejos del pueblo que cuando estuvimos sentados arriba en la Cima; pero eso sólo será así cuando nos detengamos, porque desde el punto de vista del avance que realizamos estamos cada vez más cerca de un baño caliente y de una buena cena». (FL, 15).

Al comparar la cercanía por semejanza y la cercanía por aproximación, vemos que no necesariamente. No es fácil, por lo tanto, juzgar nuestros amores por estos dos baremos. Nuestros amores-dádiva «son semejantes al Amor divino como cercanía de semejanza al amor de Dios los más generosos y más incansables para dar» (FL, 18), pero esto, por si solo, no produce cercanía de aproximación, es decir, esos amores pueden apartarnos de Dios cuando son desordenados.

Los amores naturales no están llamados a desaparecer, sino a ser modos de caridad permaneciendo al mismo tiempo como los amores naturales que fueron. Están llamados a conseguir esa cercanía por aproximación que es la santificación. Y es ahí, en cuanto que consiguen esa especial cercanía, donde está su gloria: «En este sometimiento reside su verdadera libertad» (FL, 132). Si lo consiguen, además de llevarnos a Dios, serán verdaderamente amores naturales, es decir, «cumplirán lo que prometen». Pero si no lo consiguen, por mucha semejanza que tengan por ser amor-donación, se volverán diabólicos y desaparecerán como amores [43].

En Adán,  de  una  forma  natural,  todo  estaba  ordenado  a  Dios  y los amores naturales eran «ellos mismos» y daban la máxima felicidad que pueden dar en la tierra. Pero  después  del pecado original en todo amor humano coexisten una tendencia a  la  entrega —en  todo  amor  hay  una  llamada  al  sacrificio,   al  don  de  sí,  al  desinterés— y también una tendencia a centrarse en el yo, al egoísmo más o menos oculto. Todo esto supone que la necesidad de una cierta conversión es ineludible para todo amante [44].

El hombre fácilmente puede llegar a considerar algún amor como absoluto —este peligro late sobre todo en los más semejantes al amor de Dios— y prestar a ese amor la adoración de carácter absoluto que sólo debemos a Dios. «La semejanza es un esplendor», y por eso podemos confundir lo semejante con lo idéntico: podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente debemos a Dios: «De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándoles así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio» (FL, 18).

Nuestros amores-necesidad pueden ser a menudo voraces y exigentes, pero no se erigen a  sí mismos en  dioses. No están tan cerca —por semejanza— de Dios como para  pretenderlo.  Pero otros amores, como son el afecto familiar, la más profunda amistad o el eros, se pueden volver venenos, cuando no se ordenan al servicio del amor divino.

Veamos a continuación de modo analítico cómo se aplican estos principios en los tres amores naturales que Lewis describe.

c) El afecto

En el afecto se pueden detectar destellos de la caridad. Es el amor más universal, el más abierto. Es el menos discriminador de los amores: puede darse entre las personas más  heterogéneas, sólo pide que su objeto de amor sea  familiar. Por eso casi todo el mundo  puede ser objeto de afecto. Es el amor más humilde, no se da importancia. Es el más sencillo y extendido y «parece como si se colara o filtrara por nuestras vidas» (FL, 46). Esta forma de amor es la que da ese tono tan importante de familiaridad a nuestros otros amores.

El afecto nos hace salir de nuestro yo —«hemos cruzado una frontera» (FL, 48) —, porque aprendemos a valorar la bondad o la inteligencia en sí mismas —el afecto puede amar lo que no es atractivo para nosotros— y a descubrir a los demás: «Nos enseña primero a saber observar a las personas que están ahí, luego a soportarlas, después a sonreírles, luego a que nos sean gratas, y al fin a apreciarlas. (...) El afecto nos descubre el bien que podríamos no haber visto o que, sin él, podríamos no haber apreciado» (FL, 49).

Pero el afecto, como los demás amores naturales, está marcado con el signo de la enfermedad del hombre caído. Abandonado a sí mismo cederá enseguida a la codicia, al egoísmo, al autoengaño y a la autocompasión. Sus desviaciones son en algún caso patológicas,  pero «entre la gente normal el hecho de ceder a ellas —¿y  quién  no ha cedido  alguna vez? — no es una enfermedad, sino un  pecado.  La  dirección  espiritual nos ayudará más que el tratamiento médico» (FL, 66).

El afecto produce felicidad sólo si hay sentido común, un dar y recibir mutuos, bondad, paciencia, abnegación, humildad, «y la intervención continua de una clase de amor mucho  más alta, amor que el afecto en sí mismo considerado nunca podrá llegar a ser» (FL, 67).

Lewis dibuja personajes con este afecto torcido en The Great Divorce y en Mientras no tengamos rostro. En la primera de estas obras describe a dos mujeres, recién llegadas al  infierno. Una es  una madre que amaba a su hijo, Michael, hasta dar toda su vida  por  él. Hizo todo lo que pudo por hacerle la vida feliz y, después de su muerte, vivió sólo para su memoria «manteniendo su habitación exactamente como él la dejó, guardando sus aniversarios, rehusando dejar la  casa, aunque su marido y su hija fueran desgraciados allí» (GrD, 85). Su amor se volvió así malo, incontrolado, cruel, monomaníaco. Finalmente llega a admitir que  preferiría tener a su hijo con ella en el infierno a verle feliz en el cielo.

La otra es una mujer que dedicó su vida a su esposo, Robert: «¡Hice un hombre de él! ¡Sacrifiqué toda mi vida por él!» (GrD, 77). Le obligó a trabajar trece horas al día para conseguir comprar  una casa más cara y promocionarse, tuvo que renunciar a sus antiguos amigos y empezar a entretenerse correctamente. Todo lo hizo por su bien.

El objeto del verdadero interés de estas dos mujeres no son ni Michael ni Robert, sino ellas mismas. El amor ha dejado de ser amor y se ha convertido en egoísmo: ya no busca el bien de la persona amada sino que se busca a sí mismo. Como afirma la primera expresivamente: «Yo quiero a mi niño. Es mío, ¿lo entiendes?, mío, mío para siempre, para siempre» (GrD, 86). Los afectos necesitan convertirse: deben rechazar su absolutización si quieren seguir siendo auténticos amores.

En estos términos traza Lewis la degeneración del afecto de Orual por su hermana Psique en Mientras no tengamos rostro. Orual ha de ocupar durante años el lugar de la madre que Psique nunca conoció; en esta tarea se propone que ningún niño haya sido mejor amado o más devotamente cuidado que Psique. Pero en la grandeza de ese amor —en  su  exceso,  se  podría decir—  hay signos  de peligro.

Orual necesita sentirse necesitada. La seguridad  y fortaleza de  su hermana Psique la irritan, porque es capaz de encontrar su consuelo fuera de ella. Hay una incapacidad de Orual para percibir la realidad del mundo en el que ahora vive Psique, en parte por su formación racionalista, pero sobre todo porque su afecto desordenado le impide ver que su hermana disfruta de un  mundo glorioso en el  que ella no cuenta; no quiere ver la realidad de esa nueva felicidad, porque eso le llevaría a renunciar a su amor posesivo por Psique. Orual desea sobre todo continuar con su papel materno y no quiere renunciar a la  dependencia  que  Psique tenía de ella, es decir, quiere a su hermana, pero la quiere para sí misma.

Pero Orual, a diferencia de las dos mujeres  que aparecen  en The Great Divorce, reacciona contra su egocentrismo. Reflexiona sobre la verdad de su vida y es capaz de admitir la realidad del egoísmo que se escondía bajo su amor: ha querido ser el centro y no ha sabido devolver a los demás la clase de amor que le daban a ella. En esta sinceridad consigo misma está el principio de su conversión.

Según hemos visto, el afecto, el más instintivo de los amores, se puede volver irracional y suscitar los celos más feroces. El afecto es a la vez un amor don y un amor necesidad, porque quien desea  dar, necesita ser necesitado. Lo propio de dar  es poner  el recipiente en un estado en el que no necesite más nuestro  don; pero es ahí  donde está el peligro del afecto, en que en vez de buscar la felicidad de la otra persona, se busque desordenadamente la compensación del agradecimiento y para eso se desee que nunca cese  la dependencia del amad0 respecto del amante. De esta forma el afecto degenera en egoísmo.

d) La amistad

Este amor natural es, según Lewis, el mejor don que la vida natural puede ofrecer (cfr. FL, 84). Nuestro autor pretende  rehabilitar la amistad ya que opina que el mundo moderno la ignora con demasiada frecuencia: «Pocos la valoran, porque son posos los que la experimentan» (FL, 70).

Vamos a detenernos a analizar cómo Lewis  muestra su valor  y sus limitaciones. La amistad se diferencia del eros. Aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin embargo, son claramente amores distintos: «Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos  van  el  uno al lado del otro, absortos en algún interés común» (FL, 73). De  ahí que en este tipo de amor el ¿Me amas? Significa ¿Ves tú la misma verdad que veo yo? O, por lo menos, ¿Te interesa?: «La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia, puede ser amigo  nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros  en la solución» (FL, 78).

Por otra parte, el eros se da necesariamente sólo entre dos; sin embargo, «dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo (...), porque en  este amor compartir no es quitar» (FL, 73). Cada amigo aporta luces distintas, de modo que la realidad aparece cada vez más plenamente [45]. Este amor, que  no  nace  del instinto,  que  está libre de todo lo que es deber salvo aquel que el amor asume libremente, que permanece casi absolutamente libre de los celos y libre sin reservas de sentirse necesario, «es un amor eminentemente espiritual» (FL, 89).

Lewis considera muy acertadamente que la amistad es un instrumento que Dios utiliza para facilitarnos el camino hacia la verdad y hacia el bien. Por medio  de la amistad  «Dios  nos abre los ojos» (FL, 101) a las bellezas de los demás y, como todas las bellezas proceden de Él, también se nos manifiesta Él mismo a través de la amistad.

Pero espiritual no significa necesariamente bueno. No podemos pensar que por ser espiritual la amistad ha de ser necesariamente santa o infalible en sí misma: «Existe el mal espíritu tanto como el espíritu bueno. Hay ángeles malvados tanto como ángeles santos. Los peores pecados del hombre son los espirituales» (FL, 89).

Sabemos por experiencia que la amistad puede ser tanto  una escuela de virtud como una escuela de vicio: «La amistad es ambivalente: hace mejores a los hombres buenos y peores  a los  malos» (FL, 92), según el fin que persigan y los intereses que les unan.

Además, incluso las mejores amistades encierran peligros. En primer lugar, la indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior que se da en toda amistad, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una «sordera total, que es arrogante e inhumana» (FL, 94). De ese modo se puede llegar a no atender, incluso a despreciar, otras razones que no sean las del grupo. Así, el peligro de orgullo corporativo es inseparable del amor de amistad: «La amistad es excluyente. Del inocente y necesario  acto de excluir,  al espíritu  de exclusividad hay un paso muy fácil de dar y, desde ahí, al placer degradante de la exclusividad» (FL, 98).

Por lo tanto la amistad, precisamente por ser el  más espiritual de los amores está sujeto al mayor peligro, también espiritual: la soberbia. De ahí que necesite estar protegida por la humildad (cfr. FL, 99). La amistad, como los demás amores naturales, aun siendo algo muy bueno en sí mismo, no se puede considerar un bien absoluto.

e)       Eros

Los amores naturales también demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque no pueden subsistir como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de Dios.

Esto es tal vez especialmente claro en el eros: Lewis llama eros a la variedad propiamente humana de la sexualidad, que es  una forma del amor. Al hablar de este amor afirma que no subscribe la idea muy extendida de que es la ausencia o presencia del eros lo que hace que el acto sexual sea impuro o puro, degradante o hermoso, ilícito o lícito: «Dios no ha querido que la distinción entre pecado y deber dependa de sentimientos sublimes. Ese acto, como cualquier otro, se justifica o no por  criterios  mucho  más  prosaicos  y definibles;  por el cumplimiento o quebrantamiento de una  promesa,  por  la  justicia o injusticia cometida, por la caridad o el egoísmo, por la obediencia o la desobediencia» (FL, 104).

El deseo sexual, sin eros, quiere el placer sensual en sí: un hecho que ocurre en el propio cuerpo, referido a nosotros. Por el contrario el eros quiere a la persona amada, a una persona en particular, no el placer que puede procurar: «Llega a ser casi un modo de percepción  y, enteramente,  un  modo de expresión. Se siente como algo objetivado, algo que está fuera  de uno, en el  mundo  real» (FL, 107).

Como en los demás amores naturales, en su grandeza está su peligro: «Su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación de sí mismo, suenan a mensaje de eternidad» (FL, 119). Hay en él una cercanía de Dios por semejanza, pero no, en consecuencia y necesariamente, una cercanía de aproximación. Aunque por supuesto el eros, cuando está ordenado al amor a Dios y al prójimo, puede  llegar a ser para nosotros un medio de aproximación a Dios.

El compromiso y la entrega total y desinteresada que son características del eros resultan un paradigma o ejemplo, inherente a nuestra naturaleza, del amor que deberíamos profesar a Dios y al prójimo. En el eros, espontáneamente y sin esfuerzo, cumplimos con la  ley  —hacia  una  persona—, de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos: «Es una imagen, un sabor anticipado de lo que llegaríamos a ser para todos si el Amor en sí mismo imperara en nosotros sin rival alguno» (FL, 126). El eros borra la distinción entre dar y recibir. En el eros se ve en la persona que es el objeto del amor una realidad admirable en sí misma,  importante  mucho  más allá de su relación con la necesidad del enamorado.

El acontecimiento de enamorarse es de tal naturaleza que el amante rechaza como intolerable la idea de que pudiera ser transitorio. De esta forma, en un solo salto el eros ha transpuesto el muro macizo de nuestra individualidad: ha hecho del apetito mismo algo altruista, ha echado a un lado la felicidad personal como una trivialidad y ha instalado los intereses de otra persona en el centro de nuestro ser.

Pero el eros puede inclinar tanto el mal como  el  bien.  Es,  de todos  los  amores,  el  más  propenso a  demandar  nuestra adoración, a convertir el hecho de «estar enamorado»  en  una especie de religión que puede llevar con facilidad a justificar cualquier pecado, yendo contra la moral y la virtud: «La pareja puede decirse, el uno al otro, casi con el tono de quien ofrece  un sacrificio: es  por causa  del amor que he descuidado a mis padres...  que he dejado a mis hijos... engañado  a  mi socio...  o fallado  a  mi  amigo  en  su  mayor  necesidad. Sus fieles hasta pueden llegar a sentir que hay un mérito especial en estos sacrificios, porque ¿qué ofrenda más  costosa puede dejarse en el altar del amor que la propia conciencia?» (FL, 125) [46].

Por otra parte, en el eros se da lo que Lewis llama «una broma siniestra», ya que es claramente el más perecedero de nuestros amores: «El mundo truena con las quejas de su  inconstancia» (FL, 125). El puro sentimiento erótico es incapaz de «aceptar lo desagradable junto con lo agradable» (FL, 127), eso de ser fiel hasta la muerte. Así esta forma de amor, como los demás amores naturales, necesita ayuda, es  decir, necesita ser gobernado: «El  dios  muere, o se vuelve demonio, a no ser que obedezca a Dios» (FL, 127).

El eros encuentra su perfección propia en el matrimonio. ¿Cómo explicaba Lewis el estado matrimonial? [47]. Sin duda el apartado más discutido o comentado de Mere Christianity  es el que se refiere a la moral sexual y al matrimonio cristiano. Lewis expone en toda su crudeza la doctrina cristiana sobre la castidad: «La norma cristiana es: o matrimonio, con fidelidad completa al cónyuge, o total abstinencia» (MChr, 86), y da argumentos para defender la virtud cristiana de la castidad, que parece ser la menos popular.

El cristianismo no dice que la sexualidad sea mala. De entre  las grandes religiones es la que otorga más valor al cuerpo humano, hasta el punto de verlo como algo esencial para nuestra  felicidad,  pues lo corporal es absolutamente necesario para  conseguir  el  fin que Dios ha señalado al hombre. Es así que creemos en la resurrección de la carne como parte de la vida eterna.

Lewis, analizando cuál es el origen de las dificultades que encuentra el hombre en la actualidad para vivir rectamente la sexualidad, señala dos principios: nuestra naturaleza torcida y los demonios que nos tientan. Además hace mención de la fuerte propaganda contemporánea que hay en contra de la castidad. En efecto, está de moda pensar y decir que todos los deseos que no hacen daño físico a otros son naturales, saludables y razonables, de modo que lo perverso y anormal sería resistirlos o reprimirlos: «Novelas, películas..., asocian la idea de la indulgencia sexual con ideas de salud, normalidad, juventud, franqueza y buen humor» (MChr, 90). Es verdad  que el sexo es algo normal y saludable, pero «la mentira consiste en pensar que todo acto sexual al que somos tentados en un momento concreto, es también  normal  y saludable (...). Esto, incluso dejando aparte  el cristianismo, no tiene sentido» (MChr, 90).

Respecto al matrimonio cristiano, Lewis afirma enérgicamente, basándose en las enseñanzas de Cristo, que los  dos cónyuges se hacen una sola carne, y que esto no es  un sentimiento:  «El  inventor de la máquina humana nos  dice  que  marido  y  mujer  son  dos  mitades que se unen no sólo a nivel sexual, sino en  la totalidad» (MChr, 93). En consecuencia se puede  concluir que el matrimonio es para toda la vida y está basado en un amor que no es  voluble, porque reside en la voluntad y en la promesa que se hace sobre actos futuros, sean cuales fueran los sentimientos futuros.

Como hemos visto, el verdadero amor es distinto del mero sentimiento, del estar enamorado. El amor crea una profunda unidad, mantenida por la voluntad, y en los cristianos reforzada por la gracia de Dios: «Los enamorados siempre hacen promesas de constancia eterna. La ley cristiana sólo pide a los enamorados que se tomen en serio su pasión» (MChr, 95). Con este argumento Lewis combate la idea de los que piensan que si te has casado con la persona correcta, debes esperar estar enamorado siempre, o que enamorarse es un sentimiento irresistible, que justifica todo. En su opinión, a quienes no creen que el matrimonio es permanente, la pura lógica debía llevarles a no contraer  matrimonio; pues «si el amor es todo, la promesa no puede añadir nada, y si no añade nada, no debe ser hecha» (MChr,  93) [48].

f) Caridad

El último capítulo de Los cuatro amores Lewis lo dedica a la caridad. La caridad  es un don que  nos concede Dios con la gracia,  y en el que pueden distinguirse tres tipos de dádivas.

Por una parte, Dios comunica a los hombres una parte de su propio Amor-dádiva, distinto de los amores-dádiva insertos en nuestra naturaleza. En este Amor infuso están contenidos de una forma plena los aspectos positivos que veíamos en los amores naturales. Este amor que Dios nos da es enteramente desinteresado, de modo que mediante él el hombre quiere puramente lo que es mejor para el ser amado. Así  nos permite amar en los demás hombres incluso lo que  no nos parecería naturalmente digno de amor.

Caridad quiere decir —afirma Lewis— amor en el sentido cristiano. Y amor, en el sentido cristiano, no quiere decir  emoción;  es  un estado de la voluntad, no de los sentimientos. Un estado de la voluntad que se podría decir que tenemos de una forma natural con nosotros mismos y que debemos aprender a tener con los demás. Amarnos a nosotros mismos no quiere decir que nos guste nuestra forma de ser, sino que deseamos nuestro bien [49]. De la misma  manera el amor cristiano, la caridad con nuestro prójimo, no requiere que previamente nos parezcan agradables. Nuestras simpatías naturales no son ni un pecado ni una virtud, son hechos que podemos convertir en actos pecaminosos o virtuosos: «No pierdas el tiempo preguntándote si amas a tu prójimo; actúa como si le amaras. En cuanto lo hagas aprenderás uno de los grandes secretos. Cuando te comportas como si amaras a alguien, empiezas a amarle» (MChr, 114). Esta es una de las características que deben distinguir a un cristiano. El no cristiano trata normalmente con amabilidad sólo a los que le caen  bien. El cristiano intenta tratar bien de corazón a todo el mundo.

Además, en la comunicación de este amor dádiva, Dios  capacita al cristiano para que tenga amor-dádiva hacia Él: «Lo que es Suyo por derecho, y que no existiría ni por un instante  si  dejara  de ser Suyo (como la canción en el que está cantando), lo ha hecho sin embargo nuestro, de tal modo que  podemos libremente ofrecérselo a Él de nuevo» (FL, 142).

La segunda gracia concedida por Dios con la caridad es un amor­necesidad sobrenatural de Él. El pleno reconocimiento, la total y complacida aceptación de la necesidad que tenemos de Dios: «Nos convertimos en alegres mendigos» [50] (FL, 144); y también  experimentamos un amor-necesidad de nuestros semejantes.

Por último, otra gracia  que  —según  Lewis—  Dios  despierta  en el hombre a través de la caridad, es un amor apreciativo sobrenatural hacia Él, un amor en cierto modo desinteresado, por el que amamos y adoramos a Dios porque es bueno, digno de ser amado: «De entre todos los dones, éste es el más deseable, porque aquí, y no en nuestros amores naturales, ni tampoco en la ética, radica el verdadero centro de toda vida humana y angélica» (FL, 154).

La reflexión de Lewis se detiene aquí: «Con esto, donde un libro mejor podría empezar, debe terminar el mío. No me atrevo a seguir» (FL, 163). Su ensayo sobre el amor espera, pues, una fundamentación teológica más honda que penetre en la esencia de la caridad: la fuente trinitaria del Amor divino.

g)  Amor a Dios y amores naturales

Dios ha creado al hombre con una intrínseca vocación al amor [51]. El hombre está en camino, es un ser incompleto: nuestro ser es «algo en preparación, vacío, desordenado» (FL, 13), que clama a un Dios aún no  poseído. Dios hizo al hombre libre y el don de la libertad se le dio al hombre para amar, para que pudiera entregarse libremente; es en el ejercicio recto de esa libertad en el que la persona se realiza como persona [52].

En este sentido se podría decir que los amores naturales son  un medio que Dios utiliza para que el hombre no se encierre en sí mismo sino que se entregue, salga de sí, y así se perfeccione como persona: para que pueda ir gustando y entrenándose para lo que está hecho realmente. Los afectos naturales pueden llegar a ser enemigos del amor de Dios, pero «también pueden llegar a ser como semejanzas preparatorias de él, como un entrenamiento por así decir de los músculos espirituales que la gracia podrá, más adelante, poner al servicio de algo más elevado» (FL, 35).

Por esta razón Lewis pone en guardia, ante todo, contra la tentación extrema del egoísmo, que es la negación del amor: no querer amar porque nos complica la vida. Para estar seguro de  mantener el corazón intacto, «hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo» (FL, 135). Un cofre que Lewis describe como «seguro, oscuro, inmóvil y sin aire» y que nos preparará para  «el  único sitio,  aparte del cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor: para el infierno» (FL, 135).

Lewis insiste en que el hombre ha sido creado para participar de la vida divina, la cual consiste en una plena comunión en el Amor. Los amores naturales nos atraen en cuanto  que se parecen al amor de Dios, que es para lo que estamos hechos: «Hemos sido hechos  para Dios, y sólo siendo de alguna manera como Él, sólo siendo una manifestación de  su  belleza, de su bondad amorosa, de su sabiduría o virtud, los seres amados terrenos han  podido  despertar  nuestro amor» [53] (FL, 153). De ahí la afirmación  de  Lewis: «La salud  espiritual de un hombre es proporcional a su amor a Dios» (FL, 13).

Puede ser que no entendamos bien lo que quiere decir que Dios es nuestro fin, que nuestra vocación como hombres consiste en participar de la comunión de Amor que se da en la Santísima Trinidad [54]. Pero podemos entenderlo de alguna forma desde la experiencia de los amores naturales. Igual que llegamos al conocimiento de la infinita Bondad de Dios desde la bondad de las criaturas, que reflejan a su Creador, así podemos llegar a percibir algo de lo que es el  Amor de Dios a partir de los amores naturales.

La semejanza entre el Amor que nos tiene Dios y los amores naturales se nos da, la aproximación, la unión con Dios, aunque iniciada y ayudada por la gracia, es algo que nosotros debemos realizar. Se nos pide, no la semejanza de un retrato, sino la unidad con Dios en la voluntad. De ahí que nuestra imitación de Dios en esta vida —esto es, nuestra imitación voluntaria, distinta de cualquier semejanza que Él haya podido imprimir en nuestra naturaleza o estado— tiene que ser una imitación del Dios encarnado: nuestro modelo es Jesús [55].

Todos los amores naturales pueden ser desordenados, pero no en el sentido de «amar demasiado». Podemos amar a una criatura demasiado, sólo si en proporción amamos poco a Dios: «Es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado»  (FL, 136). La pregunta que nos tenemos que hacer no es sobre la intensidad de nuestro sentimiento en un caso y en otro, sino a cuál servimos, o  elegimos, o ponemos primero, al presentarse la alternativa: «¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?» (FL, 136).

El Señor nos ha dicho: «Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa (...) y aun a su propia vida,  no  puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). Odiar —explica Lewis— es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del demonio, por muy tierna y lastimosamente que lo haga.

Un ejemplo, a un nivel muy inferior, nos puede iluminar esta verdad: «El Caballero poeta, al partir hacia la guerra, dice a su dama: No podría quererte, oh amada, tanto si no amara aún más el honor. Hay mujeres para quienes esta argumentación no tendría el más mínimo sentido. El honor sería para ellas solamente una de estas cosas estúpidas de que los hombres hablan;  una excusa formal  y, por lo tanto, un agravante, una ofensa contra la ley del amor que el Caballero poeta está a punto de cometer. Lovelace, en cambio, puede usarla con toda confianza, porque su dama es la dama de un caballero, que valora como él las exigencias del honor. Él no necesita odiarla, enfrentarse a ella, porque él y ella reconocen la misma ley» (FL, 138).

Es este previo acuerdo el que es  tan  necesario cuando se  trata de exigencias aún mayores que las del honor. A este acuerdo se debería llegar antes de que una amistad o un  matrimonio  cuaje,  porque «el mejor amor, del tipo que sea, no es  ciego.  (...)  Si  el  Todo  por amor está implícito en la actitud del amado, su amor  no  tiene entidad: no se relaciona de manera correcta con  el  Amor  en  sí  mismo» (FL, 139).

Tal vez el profundo pensamiento de Lewis al tratar el tema del amor hubiera quedado perfectamente redondeado con un paso más. Lewis ha mostrado cómo los amores naturales sólo serán amores cuando el hombre no los considere como absolutos y sepa colocar en primer lugar el amor a Dios. Lo que Lewis  no supo alcanzar  a ver es  que al recuperar los amores naturales, se consigue  algo fundamental en la vida de un cristiano: la unidad de vida.

Es desde la unidad de vida cómo la sentencia de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras», bien entendida, conduce a una liberación y una seguridad sólo posible para un cristiano. Amar a Dios sobre todas las cosas supone no una coacción o un rechazo de algún aspecto esencial de la vida natural, sino la seguridad de acertar en todas nuestras acciones y, a la vez, la seguridad  de recuperar  todos los aspectos de la vida natural en su forma más plena [56].

Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu

Notas:

39. Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, In Sent entiarum, II, d. 38, q. 1, a. 2 ad 2.

40. En este sentido, Pieper recoge una curiosa cita  de  Sartre,  escrita  completamente de espaldas  a su  filosofía:  «Este es el núcleo de  la alegría  del  amor: que  en él sentimos justificado nuestro ser» (L'etre el le néant, París 1949, p. 439, cit. En J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 446). Pieper ha traducido al alemán varias obras de Lewis y conoce bien su obra; lo citaremos con cierta frecuencia ya que mantienen puntos en común.

41. Frankl lo explica de una forma  muy  gráfica: «La puerta de la felicidad se abre hacia fuera, y a quien  intenta derribarla  se le cierra con  llave» (V.  FRANKL, La psicoterapia al alcance de todos, Barcelona 1983, p. 14).

42. Dice Spaemann que el amor es una «afirmación ontológica» de la persona que se ama (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 156), nos permite captar a otra persona humana  en  su  esencia íntima, en  su  modo  de ser  concreto, en su unicidad, en su realidad única: «En el amor, el  otro deviene para mí tan real como yo lo soy para mí» (ibídem, p. 161).

43. «Bueno sólo es Dios. Todo es bueno cuando nos  lleva a Él, y  malo cuando  nos aparta de El» (GrD, 89).

44. Según  Spaemann: «El amor es la constitución normal de un ser racional y la necesidad de conversión se funda en el pecaminoso apartamiento del hombre de  su normal constitución» (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 146).

45. Lewis explica de esa forma la comunión de los santos que  hay en  el cielo.  Cada uno de los bienaventurados conocerá  y alabará  por siempre  algún  aspecto de la belleza divina mejor que otra criatura: «El cielo es una ciudad y un cuerpo,  porque los bienaventurados permanecen eternamente distintos; y es una sociedad  porque cada uno tiene algo que decir a los demás -renovadas  y siempre  frescas  noticias de Mi Dios que cada uno encuentra en Aquel  a  quien  todos  alaban  como Nuestro Dios» (PP, 147).

46. Spaemann se refiere a esto cuando afirma que la pasión deja fuera de consideración toda reflexión y llega a ver a un ser como símbolo del absoluto (cfr. R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 167).

47. Nos limitaremos a lo que dice en  Mere Christianity,  pero  también  en Cartas del diablo a su sobrino y de forma distinta en Una pena observada, aparecen intuiciones muy acertadas de Lewis.

48. Lewis, sin embargo, es poco coherente al aceptar acríticamente que haya confesiones cristianas que admitan el divorcio en algunos casos, con  la excusa  de que es algo excepcional. Por otra parte, aunque ha afirmado antes que el cristianismo tiene toda la verdad sobre el hombre, sostiene que no se puede negar a los no cristianos la posibilidad del divorcio. La solución que apunta a este problema es que haya dos clases distintas de matrimonio: uno civil, regulado por el Estado y susceptible de disolución, y otro por la Iglesia, con normas para sus propios miembros. Tolkien opinaba que Lewis hacía mala teología en algunos razonamientos que desarrollaba en Mere Christianity y reaccionó especialmente ante esta teoría del matrimonio (cfr. W. GRIFFIN, C. S. Lewis. The  Authentic  Voice, London 1988,  p. 212).

49. En Mere Christianity Lewis explica que no comprendía cómo se podía aborrecer el pecado y amar al pecador: «Durante mucho  tiempo  no lo entendí, hasta que me di cuenta de que lo había hecho durante toda mi vida con una persona: conmigo mismo» (MChr, 103).

50. De esta forma Dios nos previene contra la tendencia natural a creer que Dios nos ama, no porque es Amor, sino porque «somos intrínsecamente amables. (FL, 144).

51. Como explica Danielou: «Lo que la fe de Jesucristo nos revela es que nuestra existencia es esencialmente una relación de amor con otro, que somos criaturas que reciben su ser de otro y que se realizan plenamente en la relación con ese otro. Esta relación en vez de ser una especie de alienación de nuestra  humanidad es,  por el contrario, el  modo como la humanidad encuentra su perfecto cumplimiento en la comunión del amor»  DANIELOU,  Cristianismo  y mundo contemporáneo, Madrid  1970,  p.  39). Por su   parte  Pieper añade: «Todo nuestro ser está estructurado y dispuesto para amar» PIEPER, Las virtudes  fundamentales, Madrid 1988, p. 498).

52. Se podrían recoger muchas  citas  para  apoyar esta afirmación de Lewis. Vamos a señalar dos: «La verdadera  personalidad  no es  afirmación  monolítica y crispada de sí  mismo en  el  yo soy dueño de mí mismo como del universo, sino  la apertura a otro» (Ch. MOELLER, Mentalidad moderna y evangelización, Barcelona 1967, p. 114). «El hombre sólo se realiza por la comunicación  con alguien  personal frente a él, con el que entra en trato recíproco» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 82).

53. Pieper señala que el amor humano no puede ser más que reproducción, una especie de repetición de ese amor de Dios Creador, y ve una señal de esto en el componente de gratitud que hay en toda experiencia de amor (Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 443).

54. La unión con Dios es «una continua entrega, una apertura, un desvelar, un rendirse a sí misma» (PP,  148).    

55. El mandamiento nuevo que Cristo nos dio es que nos amáramos como El nos amó, en eso se deben distinguir los cristianos (cfr. Jn 13, 34-35).

56. Sobre la caridad como fundamento de la unidad de vida del cristiano, cfr. A. ARANDA, Creatividad  teológica y experiencia cristiana, en «Annales  theologici» 4 (1990) 295-296.