Teresa Cid
1. Introducción
Para poder entender la relación entre el amor y la libertad hemos de ver cómo se vincula el amor con la personalidad humana. Es decir, como el amor es capaz de expresar a toda la persona en un acto libre. La dificultad que se encuentra para ello es la fragmentación de la misma personalidad humana en el modo actual de interpretar los propios actos. Es el motivo principal de la crisis moral actual. La no adecuada asunción de los propios actos como un modo de construir nuestra personalidad produce lo que algún autor denomina el «malestar de la modernidad». Cuyas características serían las siguientes: «Así pues, hay tres malestares sobre la modernidad que quiero destacar en este libro. El primero es sobre lo que podemos llamar un pérdida de sentido, el borrarse los horizontes morales. El segundo trata del eclipse de los fines, a favor de una imperante razón instrumental. Y el tercero es la pérdida de la libertad» [1].
Esta pérdida de libertad está en relación directa con los otros dos factores y es, en el fondo, «una consecuencia de la pérdida de la perspectiva del amor como luz de las acciones. Es una situación paradójica, la de un mundo que exalta la libertad como un absoluto, pero que luego llega a negarla en su realización práctica» [2]. No se trata de un planteamiento meramente teórico, sino que está en juego cómo el hombre se conoce a sí mismo en sus actos. Al convertirse la libertad en un absoluto el hombre ha quedado en un estado de indiferencia teórica ante los fines de su vida; el tema del sentido ha dejado entonces de ser objeto de iluminación racional para dejarlo en manos del mundo subjetivo de los sentimientos. Sin embargo, la realidad nos muestra cada día que la pretendida libertad absoluta del hombre es una libertad aparente, conflictiva y amenazada.
El amor es una experiencia originaria y se puede presentar con la radicalidad de un nuevo cogito que conforma la personalidad desde dentro: «El acto de amor es la certeza más fuerte del hombre, el cogito existencial irrefutable: Yo amo, entonces el ser existe y la vida vale la pena de ser vivida» [3]. Esta verdad inicial del amor es el modo como el hombre puede encontrar su propia personalidad y le permite dirigir la libertad desde dentro. La libertad nace de un amor primero y tiende a un amor final que es la comunión de personas [4]. Es aquí donde podemos comprender la vocación al amor con tres elementos fundamentales: afecta a lo más íntimo de la personalidad humana, es algo en lo que Dios está presente desde un principio, y puede estar abierta a la santidad.
La luz tiene un significado especial para la persona humana ya que participa de ese valor de discernimiento por su propia racionalidad como guía interno de su existencia: «el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios» [5]. En el hombre la capacidad de discernimiento del verdadero bien es una luz que participa de la misma sabiduría de Dios. De esta forma, nace para el hombre una necesidad especial de la luz para que su vida esté ordenada y se aleje del caos en el que todo es confusión.
La luz que se encuentra en la experiencia del amor no es sino el motivo primero que permite al hombre construir sus acciones y explica el valor moral de las mismas. Es lo propio del conocimiento afectivo que se puede considerar como lo propio de la «luz del amor» [6]. En verdad no vemos la luz directamente, sino en el reflejo que provoca en los objetos iluminados. Aquí, en la medida en que es un principio de luz en el interior del hombre, la luz obtiene un nuevo sentido, porque esa luz conforma todo un mundo de resonancias afectivas que tiene que ver con un orden interiorizado en el hombre. La luz nos permite hablar de que en el hombre existe una intimidad que también debe ser iluminada ahora en un orden del amor que procede de ser éste siempre un acto preferencial [7].
Es aquí donde el valor de la luz propio de la experiencia humana alcanza todas sus dimensiones. No solo es un principio de armonía entre las cosas, de unidad específica en las mismas que las reviste de una belleza que atrae, ahora es, al mismo tiempo, un principio interior de luz que habita en el propio hombre y que tiene que ver con su propia vida. Es el discernimiento del bien el que nos permite ser dueños de nuestra existencia y afrontar las contrariedades sin perder el camino, permanecer en el bien en medio de nuestras carencias y la fragilidad que nos envuelve.
El amor es una luz porque no solo ilumina una realidad actual, sino que tiene el significado único de ser una promesa y, por ello mismo, una guía para el futuro, un modo de construir una vida en común, nacida de un amor de entrega que nace con la pretensión de incondicionalidad, esto es, de precedencia respecto de cualquier condición posterior: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -solo esta persona-, y en el sentido del para siempre» [8].
Una luz que ilumina en la oscuridad es siempre una invitación a acercarse a ella. Así, esa atracción interior que parece inspirarnos la luz es parte integrante de la verdad del amor de Dios. Éste se puede comparar a una luz por que nos indica siempre un camino, una llamada a «caminar en la luz» (1Jn 1, 7). Así aparece en el Himno de la caridad de la primera carta a los Corintios 13, nos indica como recuperar la luz, aunque sea desde un espejo peculiar (v. 12) que es la imagen de Dios en el hombre. Ahora la reflexión apunta directamente a los actos humanos.
La libertad viene a ser un camino que pide al hombre lo mejor de sí mismo. El amor ofrece a la libertad su origen y un contenido inicial: la comunicación de un bien que le trasciende. La libertad se nos presenta ahora dentro de una dinámica de intimidad y trascendencia que se desarrolla en una relación interpersonal sostenida por una comunicación en el bien. De esta manera el hombre es capaz de reconocerse en su amor: éste no es algo que «le pasa» simplemente, sino que lo vive como propio y puede decir con toda verdad que se trata de su amor. Es decir, el amor permite iluminar el primer momento de la libertad del hombre, precisamente en el momento en el que podría parecer que el hombre es arrebatado sin ella. El punto central de la libertad, entonces, pasa a ser el autodominio y no la mera capacidad de elegir entre cosas diversas.
En la experiencia del encuentro, la libertad se siente implicada en una forma original: porque es llamada a construir aquello que se la ha desvelado:
«Su subjetividad reacciona no solo asombrándose, sino implicándose: no se trata de una simple experiencia estética, sino de una experiencia directamente moral, porque mueve a la persona a actuar» [9]. El valor de esta revelación de la experiencia amorosa es decisivo, porque nos permite comprender el sentido de la libertad. Si somos es libres, es precisamente para poder amar: esto es, construir la promesa que se nos ha revelado, llegar a existir «para la otra persona». Lo que se le promete al hombre es, precisamente, la plenitud de una relación de amistad vivida en acciones que les permitan «vivir uno para el otro» en una comunión mutua.
Con ello se pone en evidencia el sentido dinámico del amor al que están llamadas las personas. Este es el momento en el que se entiende lo que significa la vida entendida en su globalidad, en su finalidad última. El amor se sitúa, así como la experiencia de una revelación, la revelación de una vocación: «Y suena así: el hombre no ha sido creado para la soledad, sino para la comunión. Es en la comunión donde alcanza la plenitud de su ser, la vida lograda, la vida feliz» [10].
Es importante entender la relación que existe entre amor y libertad porque sólo en la medida en la que el amor es libre puede entenderse como una vocación. Existe una llamada que exige responder con libertad. Responder a una llamada que unifica la vida, eso es la vocación: «La libertad de la persona es la libertad de descubrir por sí misma su vocación y de adoptar libremente los medios de realizarla. No es una libertad de abstención, sino una libertad de compromiso. Lejos de excluir toda coacción material, implica en el seno de su ejercicio las disciplinas que son la condición de su madurez» [11]. La verdad guía la libertad para que ésta construya una relación, una comunión de personas: ser amado para amar, es lo que constituye la vocación. La dinámica de la vocación se une a la dinámica del amor. Veamos, en primer lugar, qué significa entender el amor como pasión.
2. Amor como pasión
El amor implica siempre una dimensión de receptividad radical, de pasividad: ninguna persona decide enamorarse. Las cosas suceden porque hemos sido hechos vulnerables ontológicamente, en una reciprocidad original, receptiva de la persona sexuada en forma diferente. Sucede, no porque lo queramos, sino porque Dios así lo ha querido al creamos con esta estructura ontológica. Por esto el amor se llama una pasión, porque se padece el influjo de algo sin que intervenga la voluntad. Es en el momento de la complacencia cuando la persona puede darse cuenta de lo que ha ocurrido y consentir a ello o, por el contrario, rechazarlo. La pasión, en cuanto reacción y respuesta al bien que seduce, escapa al control inmediato y directo de la voluntad: no es ella a causarlo, ni tampoco a impedir que se produzca.
Pero el amor no es solo una pasión, implica también una acción singular por parte del hombre: amar. Ahora el protagonismo lo tiene el sujeto, la persona, que ama implicando su libertad, su subjetividad. Pero ¿qué quiere decir amar?, ¿cuál es la relación entre el «amor» y el «amar»? [12]. Veamos como «pasión» y «elección» están intrínsecamente interrelacionadas: todo amor, antes de ser un amor electivo, es un amor afectivo. En efecto, la dinámica afectiva (la unión afectiva) dispone para la entrega personal [13]. La entrega libre y amorosa al otro es el fin de todo el proceso afectivo, y lo supera, pues la entrega no está causada por la afectividad sino dispositivamente, solo la persona es la que puede causar la entrega de sí.
El hombre percibe en el amor una realidad que le excede, de tal fuerza que no puede pretender dominar, una dimensión que solo puede ser propia de algo divino, tal como lo recoge el mito del eros contenido en el Banquete platónico [14]. Pero al mismo tiempo, es una llamada poderosa que ha de responder y en esta respuesta está el principio de un dominio propio que parece crecer en la medida en que se ama. La presencia de otra persona es siempre percibida como una llamada a la libertad y una promoción de la misma; este hecho, en la medida en que se retrotrae al mismo amor originario divino, hace que sea el amor el que presente el espacio verdadero de libertad al que somos llamados por el amor. De otro modo, el amor pasa a ser una fuerza divina que se impondría al hombre y podría destruirlo.
Se nos muestra así la importancia de las pasiones, ¿cuál es el papel que juegan en el dinamismo humano?, ¿cuál es la verdad del amor? ¿Qué implica afirmar que el amor es una pasión? Un primer análisis del amor pone en evidencia su carácter objetivo. La pasión implica siempre algo que pone en marcha todo un proceso afectivo. No decidimos nosotros que ese algo nos afecte. El amor nunca comienza en nosotros: comienza siempre fuera de nosotros, con alguien, que, en sus valores, nos afecta, nos toca. En esta primera descripción de lo que es el amor como realidad nos damos cuenta de que en el amor se da un dinamismo singular que conlleva una cierta circularidad: termina donde empieza, fuera de nosotros, en el bien que nos atrae [15].
Son distintos los momentos o niveles de circularidad del amor. Entre estos momentos podemos apreciar la unión afectiva, el deseo y el gozo [16].
2.1. Dinámica del enamoramiento
Ahora hemos de ver cómo el hombre se hace en efecto disponible para la entrega a través del proceso afectivo que es el enamoramiento: algo nos impacta de otra persona, algo que está fuera ejerce sobre nosotros un influjo. Es el primer momento del amor, el momento de la inmutatio. Es la aparición del objeto amado como atrayente, fascinante. Por ello, se da un cambio en el sujeto que recibe el impacto: un cambio en su interior [17]. Es el momento menos libre del amor, en el que se da una mayor pasividad afectiva. Por eso se vive como «sentirse poseído» y encuentra una relación con la magia, sentirse «encantado» [18].
Su importancia está centrada en los elementos afectivos más sensoriales, los sentidos externos, en especial la vista, también hay que contar con la memoria vinculada a imágenes y percepciones. Lo que está fuera, estos valores, entran dentro del sujeto a través del conocimiento, casi sin que se dé cuenta y, entrando, lo transforman. El bien que entra en el sujeto se adueña de su afecto y lo hace similar a sí. Este momento supera la mera impresión para pasar al conocimiento afectivo del objeto. Se produce por tanto un diálogo afectivo con el mismo que tiene dos momentos que se mueven en una circularidad:
La coaptatio, que es el descubrimiento de la armonía existente entre ambos [19]. Lo decisivo de esta transformación es que el bien que entra informa, co-adapta mi apetito, plasmando en él su forma. Nos encontramos en la dimensión objetiva del amor como pasión, esto es, el momento en que se da una transformación del sujeto que lo asimila en cierta manera al bien. Por eso esta dimensión del amor se llama coaptatio.
La complacentia, o aceptación y consentimiento del ser amado, que se puede expresar con la conocida fórmula, «¡Es bueno que tú existas, es bueno que estés en el mundo!» [20]. La importancia fundamental en este nivel la tienen los sentidos internos: la imaginación. La dinámica circular conduce a una profundización en la armonía afectiva con el objeto amado. Es un trabajo interior, desde aquí comienza a entenderse lo que es la rectitud en el amor, en la medida en que las respuestas afectivas alcanzan una mayor unidad, en dirección a su fin.
Esta transformación interior del sujeto supone una repercusión cognoscitiva que implica una alegría interior: esto es, una complacencia. Me alegro de lo que me ha ocurrido porque supone un enriquecimiento en mi ser. Es la toma de conciencia de una armonía entre aquellos bienes que me tocan y uno mismo. Este momento, que implica una toma de conciencia de algo que ha ocurrido, corresponde a la dimensión subjetiva del amor. Es momento de la complacencia.
Inmutatio, coaptatio y complacentia, corresponden a un análisis estructural de lo que supone el amor como pasión. Lo importante es que muestra que algo ha acontecido en el hombre. Y ha acontecido sin que intervenga hasta ahora su voluntad, sin que decida todavía nada. Se trata de determinados bienes que estaban fuera de uno y que ahora pasan a formar parte del propio patrimonio. La pasión implica, por ello, un enriquecimiento, un cambio interior, pasando algo del bien amado a la persona amante. Estas tres dimensiones son dimensiones de la unión que se establece entre el bien y el sujeto: unión que recibe el nombre de unión afectiva, en cuanto que es una unión que se da en el afecto o interior del hombre, en aquella dimensión interior capaz de recibir el impacto del bien y de dirigirse hacia él.
Por ello, el deseo del bien sensible es visto en la perspectiva del bien de la persona en cuanto tal. Si la persona asume personalmente lo que ha ocurrido, puede transformar el deseo en una intención. Para ello se requiere un trabajo específico de la inteligencia y de la voluntad. El movimiento que implica el deseo -porque, indudablemente, supone un cambio en la estructura afectiva y un cambio intencional, ya que nos dirige hacia algo- tiene su origen ante la complacencia del bien. El deseo es la respuesta a la atracción que ejerce el bien.
Tenemos así los diversos elementos que implica la circularidad del amor: unión afectiva, deseo y comunión. Se trata de una dinámica que genera a su vez diversos movimientos afectivos, dirigidos todos ellos a proteger y a impulsar el don del amor que ha recibido. El amor genera un dinamismo afectivo capaz de afrontar dificultades, de no venirse abajo en su movimiento de búsqueda de la plenitud. Precisamente, porque no siempre es algo sencillo alcanzar lo que amamos. Y no es sencillo, porque en el camino hacia la unión real, la comunión con la persona, encontramos obstáculos, situaciones adversas. En ocasiones, amar es, ciertamente, arduo, difícil [21]. Y la dificultad aquí se centra no simplemente en que sea complejo amar y requiera la inteligencia para vencer las dificultades, sino en que se precisa una energía singular para mantener el amor y hacer frente a las contrariedades que conlleva. Pero esta energía no procede simplemente de la inteligencia: muchas veces no faltan buenas razones para proseguir en el camino y afrontar las adversidades, sino empuje y brío.
Acabamos de realizar una descripción estructural de la pasión del amor y del dinamismo que genera, más allá de la vivencia que cada persona pueda tener en los sentimientos que conlleva. Por ello es aplicable no solamente al amor entre el hombre y la mujer, el amor que implica un elemento sexual, sino a todo tipo de amor, en que se da una unión en el interior de la persona con un bien que la inmuta y la transforma.
2.2. Una dirección para la afectividad: la purificación
Ahora hemos de entender de qué manera entra el logos en los afectos, lo cual permite al hombre discernir la verdad que le comunican y tiene que ver con la construcción de una vida lo grada [22]. Esta razón afectiva, que es portadora de un "conocimiento por connaturalidad", es el principio de purificación del amor, y podemos descubrir en él un guía real en la vida del hombre que permanece por encima del fluir de afectos pasajeros [23]. El amor necesita de esa purificación para poder madurar y llegar a ser plenamente humano [24].
Es importante advertir que la purificación no es una racionalización exterior al afecto, una especie de sujeción a unos límites que la razón le marcara desde fuera [25]; por el contrario, es una madurez que proviene del interior del afecto y que necesita de la razón, en cuanto potencia humana, para desarrollarse completamente. Esto conlleva, en cuanto purificación, un primer aviso de gran importancia: el camino moral no es «dejarse llevar» por el afecto, porque no es ésta la verdad propia del amor. La verdad no está en el impulso, sino en el hecho de contener una promesa de plenitud que el hombre ha de ir descubriendo. Así lo expresa Benedicto XVI: «Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser» (DCE, 4).
Se trata de encontrar entre una multitud de afectos la verdad que los unifica en una plenitud, esto es, la auténtica integridad humana. Por eso mismo, se ha de aprender a dirigir los afectos, a renunciar a veces a lo inmediato, a lo aparente, para poder llegar a lo verdaderamente bueno. Solo así se llega a percibir y realizar su auténtica grandeza: «se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni "envenenarlo", sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza» (DCE, 5).
Hay que llamar la atención sobre un aspecto muy importante relativo a la purificación. Purificación es un término que tiene que ver con la conciencia y el corazón. Se refiere a un modo de amar con integridad en el que confluyan todas las capacidades humanas. Como observa el profesor J.J. Pérez Soba, hay que evitar el vincularlo al tema del amor desinteresado que, a partir del siglo XVII, dio lugar al debate acerca del amor puro [26]. La pureza o purificación del corazón no se refiere a un amor desinteresado, sino a la integración de los afectos en la verdad de un amor singular.
Por eso, Benedicto XVI para referirse al proceso de purificación, habla de la unidad entre el cuerpo y el alma y no de una elección puramente espiritual, que no tendría sentido. Esa unidad profunda que se da en la persona humana es el fundamento antropológico de la unidad intencional que puede dar lugar a la integración afectiva [27]. Ésta requiere, en cuanto integración, algún principio mayor que el afecto, es precisamente el papel que juega la razón. Éste es el papel de la virtud, el que nos permite comprender el objeto de la ascesis.
La purificación requiere por su propio dinamismo un proceso de conversión que incluye la vuelta intencional al amor originario. Es decir, saber reconocer que el principio del amor es anterior y mayor que nosotros mismos y que, por eso, el amor como motor de nuestros actos nos une a un dinamismo que nos excede y al cual el hombre, por medio de sus virtudes, permanece abierto. Este proceso de purificación que está vinculado a las virtudes tiene su inicio y su protagonismo en Dios, que actúa en el interior del hombre asumiéndolo en su intención salvadora: «También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contra puesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones» [28].
El principio de unidad último es de sentido personal, una auténtica vocación, porque está vinculado a la misma identidad de la persona amante, se trata de ese amor por el cual una persona llega a «conocerse a sí misma», es decir, al amor singular del don de sí. Como veremos, esta donación actúa como fin de todo el proceso del amor en la medida que éste unifica y hace crecer al amante.
3. Amar como elección
Amar quiere decir querer. Se trata de un acto de la voluntad que está precedido de un don, de un enriquecimiento, y que está configurado por la misma inteligencia. Este acto de amor se basa siempre en un movimiento afectivo, referido al amor como pasión: no arranca de la nada, sino del don recibido. Por ello, amar antes de ser un acto electivo, como acto de la voluntad que quiere un bien, es primeramente un amor afectivo: esto es, receptividad ante ese bien, capacidad de ser movido por él. ¿Pero qué es lo que queremos cuando amamos?, ¿a qué nos dirigimos?
3.1. Dos formas de amor: de concupiscencia y de benevolencia
«Amar es querer para alguien un bien» [29]. Se trata de un único acto, querer, pero que se dirige a dos objetos: el amado y el bien para el amado. Dos objetos, pero unidos en un solo acto de la voluntad, querer, que es puesto por un sujeto con libertad, no movido por constricción alguna, aunque sí precedido de un amor. El hecho de que el amor tenga dos objetos implica que ha surgido en el hombre una tendencia doble que tiende de modo distinto ya sea a la persona amada ya sea al bien que se desea para ella. La tendencia que se dirige a la persona amada lo hace de un modo radical, esto es, tiende hacia ella por sí misma. Se quiere a la otra persona por sí misma, por lo que ella es y como ella es. Esta tendencia a un bien amado por sí mismo se denomina amor de amistad o de benevolencia [30]. Amor de amistad no es lo mismo que la amistad: la amistad implica una relación de reciprocidad. Aquí se habla del amor de amistad, un amor que queda calificado por el genitivo «de amistad» [31]. Con ello se quiere explicar que es un amor que se dirige a una persona, por sí misma. La aceptación de la originalidad e identidad de la persona amada es decisiva en el amor, so pena de no llegar a amarla por sí misma, sino por las cualidades que a uno le interesan.
Este querer a la persona por sí misma implica necesariamente que se elija la persona como fin del propio actuar: que la propia intencionalidad se determine en tal persona. Pero ¿qué significa querer a la persona por sí misma? [32]. Quererla quiere decir que se quiere a un ser dinámico, en tensión hacia una plenitud. Se quiere a la persona, se la quiere por lo que ella es, pero también, y sobre todo, en la plenitud a la que está llamada, porque esta plenitud es la verdad más profunda de la persona. Por esta razón, querer a la persona por sí misma quiere decir querer su plenitud, querer su felicidad, querer el bien de la persona [33]: un bien, en singular, de la persona, en genitivo explicativo, por cuanto significa su dinamización última. Querer la plenitud de la persona equivale a querer que logre su vocación personal.
Pero para que la persona sea ella misma, alcance su plenitud, logre su vocación personal, precisa una serie de bienes gracias a los cuales podrá lograr su vida. Se trata ahora de bienes para la persona [34], en plural y con un complemento indirecto, la persona a la que hacen referencia: bienes como la posibilidad de gestionar económicamente una vida, tener un hogar, formar una familia. Son bienes diversos y muy variados porque perfeccionan a la persona amada, le permiten alcanzar la plenitud que anhela, ser ella misma. Por ello, querer determinados bienes para la persona es un elemento intrínsecamente ligado a «querer a la persona». Esta tendencia al bien querido para la persona amada se dirige hacia el bien en cuanto tal bien es un bien para la persona [35].
La relación entre la persona y los bienes que quiero para ella es establecida por la razón práctica: la inteligencia, movida por el amor, es capaz de establecer la relación entre este bien y la persona en unas circunstancias concretas. Esta tendencia a un bien amado para otro es denominada por los clásicos amor de concupiscencia [36]. Concupiscencia no tiene aquí ningún sentido negativo, quiere decir deseo -cupio- relativo a un bien concreto: en cuanto en el acto de amor se quiere un bien concreto y parcial dirigido a una persona. tal amor a un bien parcial se llama amor de concupiscencia.
En definitiva, el camino del yo al otro pasa necesariamente por la mediación de los bienes concretos que promueven a la persona. Sin la mediación de estos bienes, el amor a la persona se convierte en un sentimiento vacío. De ahí que el amor de concupiscencia no agote la esencia del amor entre las personas, es un amor incompleto: no es suficiente desear a la persona como un bien para sí mismo; es necesario, además, y sobre todo, querer el bien para ella (amor de benevolencia) para que sea verdadero. El amor del hombre y de la mujer no puede dejar de ser un amor de concupiscencia, pero ha de tender a convertirse en una profunda benevolencia o amistad. Por ello, el amor-necesidad (amor de concupiscencia) y el amor-don (amor de amistad) deben ser considerados según la única categoría del amor [37].
Cuando una persona dice a otra «te amo», no quiere expresar solamente «siento algo por ti». Si solo expresara eso, no sería un verdadero acto de libertad, no implicaría ninguna elección, estaría simplemente diciendo un hecho, lo que siente. Para saber lo que quiere decir, es preciso preguntar qué bienes se quieren para la persona amada. Es en este momento en el que el amor puede verificarse y promover, verdaderamente, a la persona. El amor se convierte en un principio de conducta, desarrollando la creatividad de las personas.
3.2. La construcción de la acción de amar
Todo acto de amor implica una construcción, una composición, que realiza la persona gracias a su razón práctica. Nuestras acciones no son un todo acabado que quedara en manos de la pura elección o decisión del hombre. Actuar moralmente no es elegir entre distintas opciones ya constituidas en razón de su capacidad de satisfacer las propias necesidades. Esto ocurre solo cuando uno va de compras [38]. La acción entendida así, como una decisión sobre algo ya constituido, sería independiente de mi intencionalidad y su valor se encontraría en su capacidad de satisfacer mis expectativas o en su concordancia con determinadas reglas.
Ahora bien, las acciones no solo se eligen, ni se deciden principalmente, sino que se construyen desde un mismo inventándolas [39]. Pero ¿cómo se construye la acción? La construcción de una acción parte siempre del fin personal al que se dirige toda acción: esto es, la persona amada, en cuanto que es ella el fin de la acción, como anteriormente hemos visto. La acción se dirige a la persona en sí misma, en cuanto que con la acción se entra en una comunión singular con ella. Se dirige, por tanto, a un modo de comunión con la persona que se actualiza en la mediación de la acción.
Surgen así los dos elementos decisivos de toda acción: la intención de un fin y la elección de unos medios, que son, por ello, la primera etapa en orden a un fin. Se trata de dos elementos intrínsecos del obrar mutuamente relacionados entre sí: porque, pretendiendo promover a una persona y entrar en comunión con ella, uno percibe que tal intención solo puede llevarse a cabo a través de la elección de unos bienes que le permitan promover a la persona y entrar en comunión con ella.
La originalidad de estos bienes que se quieren para la persona estriba en que se trata de bienes prácticos, esto es, de acciones. No son, por lo tanto, simples bienes ontológicos, corno la sexualidad, la vida o el dinero; sino que estos bienes ontológicos están incluidos en los bienes prácticos. Estos bienes prácticos se configuran como verdaderos bienes para la persona, por cuanto se aprecia su relación con la persona misma y su bien último: la vida lograda en una comunión [40].
¿Cómo podemos establecer el contenido de estas acciones, esto es, su objeto moral? La acción moral queda determinada no por la materialidad de lo que se ejecuta o el bien ontológico de que se trate. Nuestras acciones quedan especificadas no por lo que ejecutamos simplemente, sino por lo que buscamos inmediatamente cuando ejecutamos algo. ¿Para qué lo hago? Este «para qué» no hace referencia a fines ulteriores o principales. Los fines últimos, por sí solos, no definen ni especifican lo que hacemos.
El «para qué» que define nuestras acciones y las especifica se refiere al fin próximo e inmediato de la acción deliberada. Este «para qué» indica el contenido intencional básico de nuestras acciones, que es el contenido de lo que elegimos voluntariamente. Cuando la voluntad se dirige a este fin próximo, este acto de la voluntad se llama elección. Tal elección está animada por un fin más importante en el cual el fin próximo halla su sentido. Este fin más importante, el fin principal o intermedio, es un fin pretendido por el sujeto, y por ello se da un acto de la voluntad propio, que se llama intención. Entre ambas dimensiones, intención-elección, existe una mutua inter-penetrabilidad, de tal manera que es imposible entender una sin la otra, y que los fines próximos que se eligen, se eligen para alcanzar el fin superior de la comunión y que es objeto de la intención. Con ello se aprecia cómo los fines próximos (objeto de la elección) son englobados siempre en los fines superiores y principales (objeto de la intención) [41].
Lo que constituye el sentido humano de nuestras acciones es precisamente la unidad intencional que existe entre todos los fines pretendidos según un orden concreto. Con el término «unidad intencional» se quiere expresar la proporción que se da entre los diversos niveles de la acción. Esta unidad y proporción es una unidad creada por la razón práctica y, por lo tanto, «ordenada» por ella. Esta unidad intencional adquiere su sentido último cuando se relaciona con una dimensión natural básica de todo el dinamismo intencional, como ya vimos en el análisis del deseo: se trata del deseo natural de felicidad. De esta forma, entre la ejecución, el fin próximo que especifica la acción, el fin principal o intermedio, que concreta los modos de comunión con las personas, y el fin último, que es la vida lograda vivida en comunión con Dios, se da una cierta unidad.
Aparece así que existe una verdad de nuestras acciones que hace referencia a la ordenabilidad o no de nuestros fines próximos [42] (que prácticamente son el contenido de las elecciones) a intenciones más profundas. Cuando existe esta unión intencional, entonces podemos afirmar que la acción es buena. Cuando no existe esta unión porque tal fin próximo no se puede ordenar a un fin bueno, entonces la acción es mala. La bondad moral de las acciones que hacen referencia a la relación hombre-mujer puede apreciarse en la unidad intencional que existe en sus diversos fines en modo que permita actualizar el ideal de la comunión con la persona y, así vivir una vida lograda, plena y en comunión.
4. Amor y dinámica del don
En el encuentro entre el hombre y la mujer, el sentimiento ha permitido reconocer al otro como alguien valioso, que ofrecía una complementariedad al sujeto; la amistad pide, además, la vinculación de la voluntad. Este acto de la voluntad, por el que se quiere a la persona con una voluntad buena, y se quiere para la persona determinados bienes, es un momento intrínseco de la amistad, y sin él no hay tal.
Porque el amor no funde, sino que une en la diferencia, por tanto, abre un espacio a la justicia: considerado el bien de la otra persona en cuanto «suyo» y no solamente en cuanto «mío», ya que se trata de un bien «para ella» con un claro sentido intencional. Así, la amistad implica dos dimensiones intrínsecas: por un lado, la mutua unión, gracias a la cual es posible una mutua transformación; por otro, la alteridad y distinción, necesaria en toda amistad, que abre un espacio a la justicia, por lo que nos permite dirigir el bien descubierto hacía la otra persona.
De ahí que el contexto que nos permite entender lo que es un bien para la persona amada es el contexto de la amistad. No se trata de deducir qué le conviene a la persona en razón de su naturaleza o qué le podría ayudar sin más. Las acciones de los enamorados no nacen de una racionalidad calculadora, sino de su propia interioridad: están profundamente radicadas en su deseo interior y, por ello, tiene una huella personal precisa. Sin esa unión transformante que supone la amistad es muy difícil entender qué es un bien para la persona amada y transmitírselo de una forma personal y significativa.
4.1. Amistad y reciprocidad
El amor de benevolencia propio de la amistad, y especialmente entre un hombre y una mujer, radica no en algo extrínseco, sino en su propio interior. Más aún, es una complacencia interiormente radicada en el sujeto, esto es, en su intimidad. Una presencia interior que no es solamente sentida, sino que también transforma al sujeto. La amistad precisa. entonces, la benevolencia, la intimidad, pero también la comunicación de un bien. Este bien, en la relación hombre-mujer, es el bien de la conyugalidad, que implica en ambos un modo de amarse participando la propia intimidad: esto es, un modo de presencia interior entre ambos que pone en juego la complementariedad de sus personas y abre un espacio mutuo de reciprocidad.
Solo cuando la benevolencia es recíproca es posible la amistad. El otro deja de ser, simplemente, alguien que aprueba y acoge para pasar a ser verdadero coprotagonista de una vida común. Así, la reciprocidad a la que se refiere la amistad adquiere su sentido pleno en la actuación: es en ella donde se aprecia la reciprocidad al querer ambos, respectivamente, para la otra persona los mismos bienes. Se trata de un actuar común entre dos personas. En efecto, con nuestras acciones nos dirigimos a la persona amada, que es libre en sí misma, por lo que, dirigiéndonos a ella, nos dirigimos también a su libertad, para que reaccione, a su vez, acogiendo nuestra acción. Cuando construimos nuestra acción, indudablemente pretendemos que sea acogida por la otra persona, que genere una respuesta. Podemos así entender que la acción del hombre no es nunca solo «su» acción, sino una «co-implicación» de acciones. La otra persona no es un mero receptor de actividades, sino parte intrínseca de una comunicación, que aporta de su propia genialidad. Se nos descubre así una intencionalidad oculta en nuestras acciones, ya que la voluntad se propone, necesariamente, en toda intención de un fin también una comunidad de acción [43].
El amor, cuando es unilateral, carece de esa plenitud objetiva que le confiere la reciprocidad: «El amor sin reciprocidad está condenado a vegetar y más tarde a morir y, muchas veces, al desaparecer, hace que se extinga la misma facultad de amor» [44]. El amor, por su misma naturaleza, no es unilateral, sino que, al contrario, es interpersonal, se da recíprocamente entre personas, es social: «Su ser, en su plenitud, es interpersonal y no individual. Es una fuerza que liga y que une, su naturaleza es contraria a la división y al aislamiento» [45]. Un amor recíproco crea la base más inmediata a partir de la cual un único nosotros nacemos de dos yo. La reciprocidad es la que decide el nacimiento del nosotros. Y ella demuestra que el amor ha madurado, que ha llegado a ser algo entre las personas, que ha creado una comunidad. Así es como se realiza plenamente.
Hemos constatado más arriba que la benevolencia pertenecía a la naturaleza del amor, así como el atractivo y la concupiscencia. Y que el amor de concupiscencia y el de benevolencia. aunque difieren entre sí, no se excluyen, sino que se complementan. La verdad acerca de la reciprocidad da de ello una nueva explicación: cuando se desea a alguien, en cuanto es un bien para sí mismo, se desea también. en retorno, el amor de la otra persona; se desea, por consiguiente, a la otra persona, en cuanto concreadora del amor, y no como mero objeto de concupiscencia.
La reciprocidad depende esencialmente de aquello que las personas ponen en ella. Ello explica la confianza que se tiene en la otra persona cuando la reciprocidad se funda en el verdadero bien. Poder creer en el otro y poder pensar en él como en un amigo que no puede decepcionar es para el que arna una fuente de paz y de gozo. Si por el contrario, lo que las personas aportan al amor es únicamente, o, sobre todo, la concupiscencia que busca el placer, entonces la misma reciprocidad estará desprovista de las características que acabarnos de señalar [46].
La reciprocidad verdadera no puede nacer de dos egoísmos: no puede resultar más que una ilusión de reciprocidad, ilusión momentánea, o todo lo más de corta duración. Es indispensable que el amor sea verdadero, es decir, que se dirija hacia un bien auténtico y de una manera conforme a la naturaleza de ese bien: «el amor es verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás» [47]. El amor falso, por el contrario, se dirige hacia un bien aparente o -caso más frecuente- hacia un bien verdadero, pero de una manera no conforme a la naturaleza de ese bien. Por eso un amor falso es también un amor malo [48].
Por tanto, es preciso verificar el amor antes de declararlo a la persona amada, y sobre todo antes de reconocer ese amor como la propia vocación y de comenzar a construir la vida sobre él. Es preciso saber sobre qué descansa la reciprocidad y si ella no es tan solo apariencia [49].
4.2. El don de sí como acto de amor
Llegarnos así al vértice de todo el proceso seguido hasta aquí, se puede comprender todo él como una auténtica revelación del amor. La verdad última del amor se revela a sí misma en cuanto actúa como fin del entero dinamismo amoroso es, por tanto, un amor de entrega [50]. Cuando se habla de este amor, se entiende que aquello que se entrega no es una cosa, sino la propia intimidad, en donde el amor surge porque solo así se puede constituir ese valor único del amor recíproco que enriquece doblemente a los que lo viven.
En la estructura del don es posible destacar tres características esenciales. Primera, el don es libre: implica siempre un ejercicio de la libertad. Segunda, la razón del don no puede ser sino el amor; otro motivo convertiría el don en un comercio. Tercera, el destinatario del don sólo puede ser una persona, capaz de recibirlo [51]. Esta estructura interpersonal está relacionada directamente con el amor y nos obliga a analizar la estructura de la donación en referencia a la del amor que ya hemos estudiado.
La dinámica del don se integra en la dinámica del amor porque tiene su misma estructura de dos objetos: el amante (dador) quiere (da) el bien (el don) al amado (receptor) [52]. El hablar de «don» explicita algunas características que no aparecen de por sí en la estructura del amor. La primera es la alteridad: el que da y el que recibe deben ser distintos. En cambio, no es necesario que sean distintos el amante y el amado ya que uno puede amarse a sí mismo. La estructura de la donación es estrictamente interpersonal. La segunda es la gratuidad: la gratuidad no puede olvidar ni la naturaleza ni la justicia [53] pero las ha de superar. Por eso en la tradición medieval no se contrapone gratuito a interesado sino a «lo debido».
Aunque nuestro amor sea respuesta a un amor primero, esconde una razón de gratuidad por el hecho de que es una donación libre. Así, se puede decir: «Tenemos pues aquí como una definición: la entrega es la respuesta al amor de una persona» [54]. En efecto, al hablar de gratuidad se está pensando en la actuación del donante, pero en la donación hay que contar también con la actuación del receptor. Por eso la inter-personalidad de la donación es total (incluye la alteridad) y es dialógica (implica una respuesta). Esta dialogicidad se expresa no sólo en el concepto de dar sino en su relación con el concepto de recibir, según el conocido axioma medieval: «todo lo que se recibe en alguna cosa, se recibe al modo del recipiente» (cf. STh., l, q. 75, a. 5). El modo huma no de recibir el don determina el don mismo. La recepción de una persona no es meramente pasiva, sino que debe incluir la libertad.
Quien da algo gratuitamente lo da esperando que el otro lo reciba, lo da para que lo reciba. He aquí la grandeza del amor: llegar a amar primero, antes de que la otra persona nos haya dado algo. En la coacción, ambos, amante y amado, se comunican un bien, en una reciprocidad de intenciones que colma de gozo. Pero ¿qué es lo que últimamente se comunican? Lo que se comparte y el otro está llamado a participar, a su vez, es, principalmente, este modo de presencia interior: esto es, se comunica el propio amor a la otra persona en la medida en que el bien que se le ofrece es capaz de encarnarlo: una conversación, un trabajo común, la entrega del propio cuerpo... El amor es, por ello, el primer don y el alma de la acción.
Por tanto, todo acto de donación incluye no sólo la gratuidad sino la idea de reciprocidad: «a pesar de la gratuidad absoluta inherente al don como ofrecimiento, la reciprocidad es apropiada al don. Un don pide ser correspondido. Sin embargo, la reciprocidad fundamental que pide no es la de que se le devuelva otro don. Sino más bien llevar a plenitud el don que se da. Así, para la plenitud del don no sólo se debe ofrecer; sino también ser recibido. Por eso tal recepción es la reciprocidad original que se intenta desde el verdadero significado y realidad del don» [55].
La reflexión anterior nos permite afrontar una de las grandes dificultades que han oscurecido la originalidad del amor conyugal. Se trata de la pretensión, a la que ya nos hemos referido anteriormente al tratar el tema de la purificación, de un amor desinteresado, de un amor puro. Tal pretensión buscaría un amor tan centrado y volcado en la otra persona, que todo interés propio sería visto como una mancha. Así, el ideal del amor sería buscar el bien del amado hasta el punto de no interesarse por la reciprocidad, de no buscarla siquiera, ya que ello supondría contaminar el amor con el propio egoísmo, buscándose a sí mismo, en último término. Amar hasta el punto de llegar a no esperar nada a cambio: he ahí la pretendida pureza del amor.
Como observa el profesor J. Noriega [56], pretender el bien de la persona amada, necesariamente, implica pretender el propio bien, ya que el bien que se pretende es el bien de una comunidad de acción en la que uno mismo está involucrado. Quien ama está, verdaderamente, interesado en esta comunidad de acción. Y es que, el desinterés del amor confunde dos palabras difíciles de aquilatar: desinterés con gratuidad. Todo amor es siempre enormemente interesado, y especialmente el amor entre el hombre y la mujer: entraña un deseo de despertar el interés por uno mismo en el otro. Suprimir el deseo de interesar a la otra persona sería suprimir la posibilidad del amor conyugal. Ahora bien, desinterés no es lo mismo que gratuidad.
Toda acción nace de la libertad y expresa, en cierto modo, la interioridad del sujeto: es un auténtico acto de la persona. Por ello, en toda acción se da una cierta dimensión de donación, ya que la donación del amor entre el hombre y la mujer conlleva una cierta gratuidad. Son acciones en las que sus protagonistas dan mucho más del mero bien en juego: se dan a sí mismos en la medida en que lo consiente el bien que comunican. Y en el darse a sí mismo en el bien, la otra persona es llamada a acogerlo en la mediación del bien en una reciprocidad de donación. El bien que se comunica será siempre un signo, y una mediación, del amor que se quiere donar.
Pero la plenitud de la acción no es todavía el don de sí que realiza el sujeto. Porque el don de sí está dirigido a una reciprocidad de donación. Se aprecia la paradoja que encierra el amor humano: se ofrece a una persona para generar la reciprocidad, pero no puede causarla por sí mismo, ni pretende siquiera forzarla, será siempre fruto de la libertad de la otra persona. Al donarse espera la reciprocidad del otro como un verdadero don. Surge así una distancia entre el don que se realiza y la reciprocidad que se genera. La plenitud de la acción es, precisamente, la reciprocidad del don de sí.
Vemos como la lógica del don de sí va a requerir la reciprocidad como uno de sus elementos clave. El querer la correspondencia del amado hace al amor mayor y permite comprender como la comunión no es un elemento añadido a la vocación originaria del amor, sino el que lo ilumina por dentro. Esto es así hasta el punto que Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitae, habla de la «ley de la reciprocidad» en el sentido de que todo dar pide un recibir: «El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro» (Evangelium vitae 76).
Hemos de recordar que la racionalidad de cualquier don está en la intención del donante y que, en este caso, está envuelta en el misterio de Dios: «En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encamándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre (EV 76 §2).
Se puede comprender esta dinámica a partir de una asimilación divina, en la medida en que el hombre se asemeja más a Dios en cuanto es capaz de darse a sí mismo. En este dinamismo que nace del don de la vida, se integra este don inicial en un sentido mucho mayor que el hombre solo descubre por medio del don de sí. Así se puede decir: «Se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse» (EV 49 §2) [57].
Amar es una actividad compleja, sin embargo, implica un acto sintético, parte siempre de una intuición: el amante compone sus acciones desde una intuición, el amor a la persona que ha recibido como un don. Un don que le ha enriquecido, que le ha transformado. Un don que es una presencia, una unión afectiva. La construcción parte siempre de este amor recibido. Porque todo acto electivo es antes un amor afectivo.
Construir partiendo de una intuición, usando diferentes elementos. Poniendo en armonía elementos que de otro modo no se reconocerían. La armonía fundamental que el acto de amor establece puede apreciarse en dos aspectos de la experiencia de amor: por un lado, la relación que establece entre la dimensión intersubjetiva, esto es, el amor a la persona, y la dimensión objetiva, esto es, el amor al bien para la persona. La armonía de ambas dimensiones constituye el acto de amor. No todo en el amor es subjetivo. Podemos entender qué significa decir o que una persona nos diga: «te amo». No se trata de reflejar simplemente un sentimiento, sino un camino de construcción, la construcción de una comunión mediante la realización de acciones que son un bien para la persona. Se trata de una construcción recíproca. Un co-actuar mutuo, en el que el elemento intencional que se dirige al fin y el elemento de elección de aquello que es para el fin son vistos por ambos co-autores en una mutua concordia.
Aprender a amar tiene como primer paso caer en la cuenta de que construir una comunión de personas es un acto complejo, pero que parte de un principio sintético para ambos protagonistas: su amor. Éste deja de ser un mero sentimiento que recluye a las personas en su propia vivencia emotiva para pasar a ser un elemento dinámico que permite construir una vida. Así pues, amar no es una actividad simple, implica una composición, una construcción: la construcción del amor. Hablar de «construcción» trae a la mente una intuición, un proyecto, un proceso, materiales diversos...
El primer paso consiste en damos cuenta del amor como cimiento de nuestra vida [58]. Esto es, el amor «edifica» (cf. 1Co 8, 2), edificar «significa construir algo desde los fundamentos [...] el amor es el origen de todo y, en sentido espiritual, el amor es el fundamento más profundo de la vida del espíritu» [59]. No son los resultados los que edifican el amor, sino, una luz interior. Ningún acto exterior es de por sí amor; el amor, en cambio, va a ser fuente de muchísimas acciones.
La revelación del amor no consiste en alcanzar una «idea» del amor, sino en introducimos en una historia de amor de la que somos invitados a ser protagonistas: «Porque, ¿qué significa amar en serio? La seriedad del amor aparece solo cuando [...] el amor se hace destino del que ama. [...] Cuando el hombre y la mujer están unidos en auténtico amor, cada cual toma al otro consigo. Lo que le ocurre al otro se convierte en destino propio para el que ama [...] Y entonces dice san Juan, expresando así lo más hondo de la Revelación: Eso ha ocurrido en Dios. Con divina seriedad Él ama al mundo, al hombre y cada cual diga a mí» [60].
Dios nos introduce en una historia de amor, de amor en serio, que se ha de realizar de modo personal, es decir, libre. El amor no es entonces un mero impulso cósmico o una actitud hacia otro, sino una luz que nos permite interpretar nuestra vida en las circunstancias más diversas. Esto es, el amor cuenta con su propia revelación a modo de luz que ilumina un camino para el hombre. De esta manera, el amor no es el riesgo de una iniciativa -Dios nos ha amado primero-, sino la respuesta a una llamada que configura una vocación (VS 24). Se da así el ámbito donde reconocer una original vocación persona/, que se manifiesta a través de las circunstancias y particularidades de la vida. La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad [61].
La vocación, antes de ser una característica de la experiencia cristiana, se ha de reconocer corno una estructura de la existencia humana en cuanto tal [62]. La libertad del hombre de hecho está siempre provocada por la realidad que le impacta y le empuja a la acción. La realidad, sobre todo, la que cuenta con el rostro personal de encuentros, vínculos, relaciones, tiene el carácter de un evento que sucede e interpela, pues llama a una decisión. En la raíz de nuestra vida hay un don que es también una llamada. Por ello, la vida no es, en primer lugar, un proyecto mío, sino mi respuesta a la llamada de Otro [63]. El significado de la humanidad del hombre más que una propiedad es una vocación [64]. La llamada exige una respuesta, la vocación nos revela, además, una intención de amor. Una intención de amor que solo descubrimos a través de un acontecimiento: el encuentro personal.
La vocación al amor no es algo externo al amor humano, es el mismo amor el que revela al hombre la grandiosidad de su vocación. De esta manera, la vocación al amor permite superar el extrinsecismo entre fe y razón, pues siendo humana es vocación a la caridad. Supera también la separación entre individuo y comunidad en cuanto es llamada a formar una comunión de personas en base al don de una primera comunión con Dios Trino en la lglesia [65]
La vocación al amor implica a toda la persona en la construcción de su historia, y tiene como fin el don sincero de sí por el que el hombre encuentra su propia identidad. Se trata de la libre entrega a otra persona para formar con ella una auténtica comunión de personas. La comunión que nos aparece como la plenitud de la vida humana obliga a interpretar la inter-personalidad también como una tarea a construir: «Los esfuerzos de los hombres en su proceso de personalización solo son verdaderos en la media en que sepan dirigirse de modo efectivo hacia tal comunión de vida» [66].
Teresa Cid en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 CH. TAYLOR, 1ñe Ethics of Authenticity, Harvard University Press (Cambrigde, Massachusetts 1992) 10.
2 J.J. PÉREZ-SOBA, «Amor conyugal y vocación a la santidad», Rev. electrónica www.e-aquinas.net, Juan Pablo II, Veritatis splendor 33: «Paralelamente a la exaltación de la Libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad».
3 E. MOUNIER, le personnalisme, Presses Universitaires de France (París 1952) 41.
4 Así lo expresa Juan Pablo ll: «La libertad, pues, tiene sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión» (Veritatis splendor 86).
5 Ibidem. n. 42.
6 Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La caridad: luz que ilumina a todo hombre», en Cuadernos de pensamiento 18, Fundación Universitaria Española (Madrid 2007) 16.
7 Cf. J. NORIEGA, «Ordo amoris e ordo rationis». en L. MELINA- D. GRANADA (eds.), limitialía responsabilita? Amore e giustizia, Lateran University Press (Roma 2005) 187-205.
8 BENEDICTO XVI, Deus caritas est 6.
9 J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual, Ed. Palabra (Madrid 2005) 60.
10 ibidem, 89.
11 E. MOUNIER, «Manifiesto al servicio del personalismo», en M. GARCÍA-BARÓ (Dir.), El personalismo. Antología esencial, o.c., 419.
12 Cf. Ibidem. 109-113.
13 Cf. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre y mujer, Ed. Encuentro (Madrid 1989).
14 Diálogo citado en Deus caritas est 11.
15 Cf. P. WADELL, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Ed. Palabra (Madrid 2002) 145-166.
16 Cf. L. MELINA, «Amor, deseo y acción», en L. Melina – J. Noriega - J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Ed. Palabra, (Madrid 2001) 319-344.
17 Véase la descripción de la pasión de amor que hace A. SCOLA en: Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 91-102; 395-414.
18 Cf. J. PIEPER, «El amor», en ID., La virtudes fundamentales, Rialp (Madrid 1980) 520: «Es una especie de arrebato o encantamiento, esta última palabra significa literalmente "ser arrastrado con violencia" fuera del estado en que normalmente uno se encuentra. Y la frase corriente con que suele designarse el fenómeno: "está fuera de sí", no es mala para expresar el mismo contenido».
19 Ibidem, 436; cf. A. SCOLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, Ed. Encuentro (Madrid 2001) 99: «El segundo estadio del que habla el Aquinate es la coaptatio. Consiste en el reconocimiento de la existencia de una especie de armonía entre el sujeto que sufre la passio afectiva y el objeto apetecible. No se trata de una correspondencia casual sino de una verdadera y propia armonía preestablecida, por robarle la expresión a Leibniz, una afinidad y una correspondencia de sentidos amorosos entre el amante y el amado».
20 Cf. A. SCOLA, o.c., 99: «El tercer estado de la respuesta afectiva, que es el principal, es la complacentia. Este término deberla traducirse con la palabra española, lamentablemente tan manida, deseo, que indica, sin ninguna duda, la característica emergente del afecto, hasta tal punto que Tomás se servirá de ella para definir el tipo más sencillo y elemental de respuesta afectiva, lo que él llama amor naturalis»; cf. (SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., 1-11, q. 26, a. 2.
21 Cf. BENEDICTO XVI, Cana a los lectores de Famiglia Cristiano, núm. 6 (5-2-2006), en ID., Deus caritas est, Ed. San Pablo (Madrid 2006) 5-10
22 Cf. A. PRIETO LUCENA, «Eros y ápage: la dinámica única del amor», en L. MELINA-C.A. ANDERSON (eds.), la vía del amor. Reflexiones sobre la Encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI, Ed. Monte Carmelo-Pontificio Instituto Juan Pablo 11 (Burgos 2006) 193-206.
23 Cf. J.J. PEREZ-SOBA, «La esencia del amor: un análisis ético», en Cuadernos de pensamiento 20, Fundación Universitaria Española (Madrid 2008) 20.
24 Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est 17: «Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad».
25 Para una descripción de esta dinámica: cf. J. NORIEGA, «La chispa sentimiento y la totalidad del amor», en L. MELINA-C.A. ANDERSON (eds.), la vía del amor, o.c., 193-206.
26 Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La esencia del amor: un análisis ético», o.c., 25: «La afirmación clave de esta corriente es que el amor seria puro cuando careciera de cualquier contacto con el interés, llegando al extremo de no desear el cielo. Como es obvio, nos hallamos ante una forma espiritualista de considerar el amor, en la cual, sin consideración alguna de su fundamento afectivo anterior, se pretende apartar por un acto de voluntad (a modo de elección interna) el hecho de fijar la intención (como si el momento de la intención del acto humano fuera producto de la elección) solo en el puro acto de amar, sin ninguna referencia a un contenido distinto. Se convierte así el amor en una construcción intelectual, separada de la dinámica afectiva, precisamente del deseo del cual se pretende purificar al amor. Con ello, la pureza se convierte en una simple cuestión de elección de contenidos, y no en lo que es de verdad una integración de afectos en la verdad de un amor singular». lo., «Introducción», en P. ROUSSELOT, El problema del amor en la Edad Media, Ediciones Cristiandad (Madrid 2004) 11-39.
27 Cf. Deus caritas est 5: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad intima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. [...] Ciertamente, el eros quiere remontamos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación».
28 BENEDICTO XVI, Deus caritas est 8.
29 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentiles. l. 3, c. 90, (n. 2657); ID., STh., 1-H, q. 26, a. 4. Citada en: CCE, n. 1766. Esta definición de origen aristotélico (cf. ARISTÓTELES, Rethorica, l. 2, c. 4 (1380 b 35-36), encuentra en santo Tomás de Aquino un desarrollo excepcional a la luz de la nueva perspectiva ofrecida por el Pseudo-Dionisio; cf. L. MELINA, «Amor, deseo, y acción», en o.c., 329; J.J. PÉREZ-SOBA, «La irreductibilidad de la relación interpersonal: su estudio en santo Tomás», en Anthropotes 13 (1997) 175-200; ID., «Presencia, encuentro, y comunión», o.c., 357.
30 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., 1-11, q. 26, a. 4. Cf. L. MELINA, «Actuar por el bien de la comunión», en L. MELINA- J. NORJEGA- J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 385; ID., «Amor, deseo, y acción», en o.c., 330; J. NORIEGA, «La racionalidad de la teología moral», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉRF.Z-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 87-90. El amor de amistad tiene como término otra persona, es amor en sentido propio y principal (simpliciter), mientras que el amor de concupiscencia tiene un carácter secundario y derivado (secundum quid): el objeto que se ama es deseado en relación a otro.
31 En el amor de amistad se ve lo que el deseo busca verdaderamente: no busca solo el sentirse satisfecho, sino que busca la persona del otro, a la cual unirse y darse en la memoria del don originario, totalmente tendente a la reali7..ación de una comunión perfecta. Por tanto, no busca solo el placer sino el gaudium en el encuentro con el amado. Cf. K. W0JTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 83-88; A. SCÜLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 171; L. MELINA. «Amor, deseo y acción», o.c., 331.
32 Cf. F. GUERRERO, El misterio del amor según las enseñanza de Karol Wojtyla, Ed. Ciudad Nueva (Madrid 20012) 44; J. NORIEGA. El destino del eros, o.c., 110.
33 Cf. JUAN PABLO II. Veritatis splendor 78: «El acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella». Otros textos: nn. 13, 48-50, 72, 73, 79, 81; cf. J.J. PÉREZ-SOBA, («La persona y el bien», en L. MELINA· J. NORIIJGA- J.J. PÉREZ-SOBA. La plenitud del obrar cristiano, o.c., 303-304. El bien de la persona, en sentido propiamente moral es, de hecho, el bien que es la persona misma al realizarse en su acción. Véase: L. MELINA- J. N0RIEGA· J.J. PÉREZ SOBA, Caminar a la luz del amor, o.c., 301-309; L. MELINA-U. PÉREZ-S0BA (eds.), JI bene e la persona nell'agire, LUP (Roma 2002).
34 Cf. Veritatis splendor 79. En la encíclica Veritatis splendor se propone una interpretación personalista de la doctrina clásica de la ley natural, basada en la distinción entre el «bien de la persona» y los «bienes para la persona». La distinción se encuentra en: K. W0JTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 36-41. Véase: L. MELINA, Paticipar en las virtudes de Cristo. Por una renovación de la teología moral a la luz de la Veritatis splendor, Ed. Cristiandad (Madrid 2004) 102-114; J.J. PÉREZ-SOBA, «La persona y el bien en el acto moral», en C.A. SCARPONI (ed.), La verdad os hará libres. Congreso Internacional sobre la encíclica 'Veritatis splendor ', Pontificia Universidad Católica Argentina. Cátedra Juan Pablo U, Ed. Paulinas, Buenos Aires (Argentina 2005) 165-178.
35 Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La persona y el bien», o.e., 306: «El hombre no se encuentra con un bien puramente dado, sino ante una serie de dinamismos en los que el bien es siempre relevante. Por eso no le sirve al hombre un bien cualquiera, la misma calificación de bien tiene que ver con la percepción de una vida en plenitud. El bien humano y la plenitud de la vida humana son términos recíprocamente implicados. La relación entre los bienes para la persona y esa vida en plenitud nos revela que existe un modo moral de integrarlos y de que se conviertan en principios directores de las propias actuaciones».
36 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, 1, q. 4, a. 3: «El amor de concupiscencia es aquel por el que se dice que amarnos lo que queremos usar o gozar[...] el amor de amistad es aquel por el que se dice que amamos al amigo, al cual queremos el bien»; ID., In de divinis Nominibus, IV, lec. 10: n. 430. cf. J.J. PÉREZ-SOBA. «Amor es nombre de persona» (I, q. 37, a. 1). Estudio sobre la inter-personalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Mursia (Roma 2001) 197: «para poder entender el pensamiento del Aquinate no podemos nunca calificar el amor de concupiscencia como un amor no moral, y el amor de amistad como el único verdadero. En esta división no se ponen los dos amores en paralelo, solo se oponen a modo de elecciones distintas, pero no necesariamente excluyentes»; lo., «Presencia. encuentro y comunión», o.c., 355.
37 Cf A. SCOLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 170: «En efecto, el deseo, como amor naturalis, responde a la llamada fascinante de la realidad, eligiendo (libre albedrío) entregarse y realizando de esta forma el amor concupiscentiae en el amor amiciliae».
38 La imagen la utiliza l. MUROOCH, The sovereignty of Good, Routledge (London-New York 1989) 8.
39 Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, o.c., 116.
40 Cf. L. MEUNA, «Actuar por el bien de la comunión», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ A. SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 379-401.
41 Cf. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral: fundamentos de la ética filosófica, Ed. Rialp (Madrid 2000) 50-53, 104-109; J. NORIEGA, «El camino al Padre», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 171-172.
42 «El objeto moral de una acción queda así constituido por la intención primera o próxima del sujeto que actúa» (JUAN PABLO II, Veritatis splendor 78).
43 Cf. M. BWNDEL, La acción (1893). Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de Ja práctica, BAC (Madrid 1996) 260.
44 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 89. Se refiere al amor en el plano humano, no a la caridad que ama que siempre es correspondida por Dios.
45 Cf. Ibidem, 89.
46 Cf. Ibidem, 91.
47 JUAN PABLO 11, Carta a las familias 14.
48 Cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad. Estudio de moral sexual. Ed. Razón Y fe (Madrid 1978) 86.
49 Cf. ibidem, 93.
50 Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est 7: «Si bien el eros inicialmente es, sobre todo, vehemente, ascendente -fascinación por la gran promesa de felicidad-, al aproximarse al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará "ser para" el otro».
51 Cf. R.T. CALDERA, «El don de si», en A. ARANDA (ed.), Trinidad y Salvación. Estudios sobre la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, EUNSA (Pamplona 1990) 278: «señalar a la libertad y, con la libertad, a la conciencia, como primero de los presupuestos del don. [...] Auto-determinación extrema de la persona. el don de si sólo se comprende -en segundo lugar- como acto de amor. Es el amor lo que en definitiva puede mover a la libertad: quiero porque amo. Sobre todo, lo que se cumple en la entrega es precisamente una donación, un don gratuito, la efusión de la persona., que se vierte -digamos así- en el otro para el otro. Para que el otro alcance lo que solamente mediante este don puede tener: en sentido radical, el ser amado. Y, con ello, el pleno valor de su existir[...] En tercer lugar, la estructura misma del don como realidad exige un destinatario personal, alguien a quien pueda hacerse el don. Es decir, de la misma manera que el don como acto, como donación, exige un sujeto personal, capaz -en sentido estricto- de tener y de dar, sobre todo, de ser dueño de sí y de darse en la efusión de amor; asimismo requiere un sujeto personal que lo reciba, esto es, que sea capaz de recibirlo y que de hecho lo acepte».
52 Cf. K.L. SCHMITZ, The Gift: Creation, Marquette University Press (Milwaukee 1982) 57: «En su acepción más sencilla la simple situación en la que un don es dado y recibido contiene tres elementos ontológicos, -el dador, el don y el receptor: d-ad-r. Algo es dado (ad) por alguien (d) a algún otro (r). El don suele entenderse meramente como algo que pasa de la propiedad de una persona a la posesión de otra»; L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ SOSA, Caminar a la luz del amor, o.c., 658-660.
53 Nuestra naturaleza es fuente de deseos e intereses que son morales, el buscar realizarlo para nosotros mismos es una acción moralmente buena, aunque no entre en la categoría del don. Si la satisfacción de las necesidades naturales obliga a acciones que repercutan en beneficio propio, la primacía del don nos señala que el beneficio no puede ser el elemento más fundamental de la moral. La justicia está fundada en el «do ut des» y su respeto es un elemento fundamental de la moral que no se puede olvidar nunca; cf. L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor, o.c., 660.
54 R.T. CALDERA, «EI don de si», o.c., 280.
55 K.L. SCHMITZ., The Gift: Creation, o.c., 47.
56 Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, o.c., 127.
57 Es expresión de la más genuina dinámica amorosa: JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem 29 §7: «Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos solo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres».
58 Cf. S. KlERKEGAARD, Gliatti del'amore. Rusconi (Milano 1983) 157: «Non vi e alcun atto, neppure uno, neppure il migliore, di cui possiamo dire absolutamente: colui che fa questo, dimostra absolutamente con ció l'amore. Ció dipende dal come l'atto si compie».
59 Cf. ibidem, 393.
60 R. GUARDINI, «Amor y luz sobre las parábolas de la primera epístola de San Juan», en Verdad y orden m, Ed. Guadarrama (Madrid 1960) 84.
61 Cf. K. WOITYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 292-293.
62 Es una idea desarrollada por A. SCOLA: La experiencia humana elemental. La veta profunda del magisterio de Juan Pablo II, Ed. Encuentro (Madrid 2005).
63 Toda la historia sagrada nos propone una y otra vez la misma dinámica: desde Abraham hasta María, desde David a Mateo, de Moisés a Pablo; cf. A. SCOLA, «La cuestión decisiva del amor»: hombre-mujer, Ed. Encuentro (Madrid 2002) 38.
64 Cf. J. LAFFIITE- L. MELINA, Amor conyugal y vocación a la santidad, Ediciones Universidad Católica de Chile (Chile 1996) 15.
65 Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, El corazón de la familia, Publicaciones Facultad de Teología «San Dámaso» (Madrid 2006) 315-316.
66 Cf. lb., La pregunta por la persona. La respuesta de la inter-personalidad, Ediciones de la Facultad de «San Dámaso» (Madrid 2004) 252.
Ignacio Andereggen
I. Consideración introductoria acerca del ser y la naturaleza
Este artículo parte de la constatación de que todo el orden natural y su ser culminan en la perfección de la naturaleza dada por la gracia, y a la vez, en la perfección de la gracia que encontramos en la naturaleza humana de la Persona divina de Jesucristo, el Verbo Encarnado.
Algún observador heideggeriano podría señalar que un indicio de que la metafísica occidental ha olvidado el ser es la insistencia en la naturaleza aun cuando la discusión que nos ocupa se plantea en términos de relación entre ser y naturaleza. En el siglo XX se ha hecho una gran reflexión acerca de la distinción entre el ser y la esencia, entre ser y naturaleza. Por parte de numerosos tomistas, en el campo de la metafísica del mismo siglo xx, se ha producido una respuesta a la solicitud de la filosofía de Heidegger sobre el tema de la distinción entre el ser y la naturaleza. Heidegger, dependiendo de Hegel, subraya fuertemente la distinción —casi como una oposición— entre el ser y la naturaleza, entre el ser y la esencia. Santo Tomás, en cambio, tiene una posición profundamente equilibrada, que no puede descubrirse adecuadamente en el campo de la metafísica, sin apelar a una razón superior, es decir al horizonte teológico, como intentaremos mostrar.
II. Iluminación teológica de la relación entre ser y naturaleza
El tema fundamental de la “participación”, que se cumple del modo más elevado en la participación de la naturaleza divina por medio de la gracia, no puede entenderse profundamente sin una visión personal, es decir sin considerar la unión en la Persona, en la única persona del Verbo de Dios, de dos naturalezas: la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo.
Efectivamente, la Cristología que encontramos desarrollada en la Tercera Parte de la Suma es uno de los puntos en los cuales no sólo la Teología, sino también la metafísica de Santo Tomás de Aquino encuentra su expresión más excelente.
El Doctor Común debe justificar cómo se distingue, en la Persona divina de Cristo —que se identifica con el Ser, el Esse divino— otra naturaleza, otra esencia, que no es la Esencia divina idéntica con el Ser divino. En la Persona de Cristo encontramos, de la manera más profunda, la fuente de la distinción tomista entre el ser y la esencia. Esta visión se completa con lo que el Angélico dice en la Primera Parte de la Suma de Teología acerca de la distinción entre las Personas Divinas; cada una de las Personas Divinas, a su vez, es idéntica con la única Esencia que hay en Dios. Y la Persona, como dice allí mismo, es lo más excelente que hay en la naturaleza [1]. Pero este pensamiento no puede entenderse si no es apelando a la dimensión del Ser [Esse] divino, aquella que “constituye”, usando una palabra propiamente tomista, la naturaleza —“constituir” es una metáfora, claro está [2]—.
Vemos esto como aplicado al tema cristológico, especialmente, y a la conexión entre este tema con la perfección de la naturaleza humana que se realiza por la gracia, y que tiene su ápice, su plenitud, en la naturaleza humana de Cristo, entendida no sólo como (a) naturaleza perfecta en el individuo que Cristo es, sino también como (b) naturaleza que da la perfección a la naturaleza individual de cada persona humana, y como (c) naturaleza en la que se encuentra la perfección “común” de toda la humanidad.
Cristo es Cabeza no sólo de la Iglesia, sino, como dice el Aquinate, también de todos los hombres. En la visión de Santo Tomás todos los hombres están en la Iglesia, aunque de diferente manera que, por supuesto, hay que precisar, y que él distingue muy cuidadosamente.
III. La Expositio sobre la Carta a los Efesios y la Cristología
Vayamos entonces por orden, introduciéndonos en en las tesis fundamentales. El punto de partida es la Exposición que Santo Tomás hace de la Sagrada Escritura; especialmente de la Carta a los Efesios, en la cual se explaya sobre el cristiano perfeccionado por su unión con Cristo.
Tal unión significa fundamentalmente cuatro cosas, acerca de las cuales el Doctor Angélico reflexiona con agudeza.
1) En primer lugar: Cristo es íntegramente hombre según su humanidad. Es el primer significado que surge de la Sagrada Escritura —no sólo en este texto, por supuesto—, que luego de todas las disputas cristológicas fue aclarado definitivamente en el Concilio de Calcedonia. Cristo es hombre íntegro, Cristo es hombre verdadero; no aparente. Cristo tiene alma singular, tiene cuerpo singular y una unión entre alma y cuerpo también particular.
2) El segundo tema que aparece a partir de la consideración escriturística, es el de Cristo como hombre perfecto porque en Ella la humanidad está perfeccionada. En otros términos: la humanidad, en su nivel natural, está llevada a una plenitud que no existe en los otros individuos humanos. Aquí la reflexión que culmina en el Concilio de Calcedonia está continuada por otros grandes autores patrísticos, como Dionisio Areopagita, Máximo el Confesor y San Juan Damasceno, que influyen inmediatamente en la visión de Santo Tomás. Efectivamente, la principal oportunidad en que Santo Tomás habla de “hombre perfecto”, homo perfectus, referido a Cristo, en la Tercera parte de la Suma, es citando el texto guía de San Juan Damasceno [3]; en la q.2 [4].
3) Pero la reflexión de Santo Tomás no acaba aquí. Cristo es hombre perfecto en la condición completa de su cuerpo, que después de San Pablo sería denominado “Cuerpo místico”, o como dice San Agustín, “Cristo Total”. En San Pablo es simplemente “Cuerpo de Cristo”.
Santo Tomás en este punto es fiel discípulo de San Agustín, como en todos los temas principales de la Teología. El Angélico como teólogo cita fundamentalmente a San Agustín para inspirarse en la contemplación de los grandes temas. Pero lo hace especialmente en esta cuestión 2 de la Tercera Parte de la Suma. El hombre perfecto que Cristo es, es el Christus Totus al que se refiere el Hiponense. Es decir, el Cristo que abarca toda la humanidad, el Cristo que abraza toda la Iglesia.
Esta visión es especialmente importante, porque será asimilada por el Magisterio de la Iglesia, culminando en el Concilio Vaticano II, el cual se refiere explícitamente a Cristo como “hombre perfecto” y como Aquel en el cual toda la humanidad, de alguna manera, está incorporada. En la Lumen Gentium se trata la ordenación de todos los hombres a Cristo. La Gaudium et Spes [5], por su parte, se refiere a la unión de Cristo con todo hombre. Esta visión que ha sido criticada por algunos como propia de “innovadores” es, sin embargo, profundamente tradicional, profundamente tomista y además agustiniana, como veremos inmediatamente.
1) Por último, aparece un nivel importante, subrayado en el Comentario del Santo Doctor a la Carta a los Efesios, en la que San Pablo habla del hombre o varón perfecto, Cristo resucitado, con el Cuerpo místico de los resucitados, en su estado definitivo. Cristo es el hombre perfecto como fruto de un proceso, casi diríamos —si no tuviese tantas connotaciones negativas— de una “evolución” que culmina en este estado último de Cristo resucitado, unido con el Cuerpo de todos los resucitados, que forman un solo Cuerpo, sin olvidar a los ángeles, que también están unidos en el Cuerpo místico.
IV. La Expositio sobre la Carta a los Efesios y la Eclesiología
Pasemos a considerar el texto clave en San Pablo en la Carta a los Efesios.
El Apóstol afirma:
Y dio sus dones, unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y maestros. Así prepara a los suyos para las obras del ministerio en vista de la construcción del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y lleguemos a ser el hombre perfecto con esa madurez que no es otra cosa que la plenitud de Cristo [6].
Es muy iluminador e interesante utilizar el texto griego. Por supuesto, hay tantas posibilidades de traducción, pero subrayamos específicamente las que se refieren al hombre perfecto aludido en el texto. San Pablo usa una expresión muy dinámica: εἰς ἄνδρα τέλειον.
Se trata de un proceso que lleva hacia la perfección entendida en esos cuatro niveles que habíamos distinguido con la ayuda de Santo Tomás. Hay que decir, sin embargo, que la interpretación literal que hace el Aquinate de este pasaje es, en cierta manera, restrictiva. Santo Tomás entiende la expresión de San Pablo “el varón verdadero o el hombre perfecto” en el sentido del cristiano que ha llegado a su desarrollo espiritual, que no es más un niño espiritual, sino una persona desarrollada desde el punto de vista espiritual. Ahora, en realidad, el Angélico, en toda su reflexión, recupera el sentido dinámico de esta expresión tan eficaz de San Pablo, e incorpora los otros sentidos de los cuales hemos hablado anteriormente distinguiendo cuatro significados.
Consideremos algunos aspectos del Comentario de Santo Tomás a este pasaje de la Carta a los Efesios.
Muestra el fruto de los dones y oficios en la Iglesia, y apunta al último fruto, respecto de los mismos que están constituidos en oficios, y respecto de la perfección de los que ya creen; al decir “para la consumación”, se refiere San Pablo, según el Angélico, a la perfección de los santos, es a saber, de los que ya han sido santificados ya por la fe de Cristo, y que por eso son más perfectos, como dice Dionisio en su libro de la Jerarquía Eclesiástica [7]. Muestra también el Apóstol el fruto de los dones y oficios en la Iglesia respecto de la conversión de los infieles, y en cuanto a esto dice: “para la edificación del Cuerpo de Cristo”.
“Hasta que lleguemos todos”, indica, según la interpretación del Aquinate, el último fruto, que puede entenderse de dos modos: de uno, si se refiere al fruto simplemente último, en cuanto a la resurrección de los muertos; de otro modo, el predicho fruto cuanto a la perfección de los resucitados. Y pone primero la misma perfección al decir: “al estado de hombre perfecto”. Dice San Pablo, pues: “hombre perfecto” para indicar lo mismo: la perfección de aquel estado, afirma el Santo Doctor [8].
En este sentido, la palabra hombre se emplea más propiamente para contraponerla a niño. Aquí habría que hacer distinciones. Santo Tomás expresa que este perfeccionamiento que produce Cristo por ser hombre perfecto, y por tener ya toda la plenitud del pleroma, se explicita de muchas maneras; entre otras, en la perfección de los prelados, que deben ser perfectos. Los obispos, los sacerdotes, para poder perfeccionar a otros, como dice Dionisio [9], deben poseer perfección espiritual. Pero también en el sentido de los cristianos del Pueblo de Dios, en cuanto cada uno está llamado a la perfección espiritual que se cumple perfectamente en la Resurrección. En este sentido, especialmente, entiende la palabra griega ἄνδρα que él conocía en latín como “vir”, vir perfectus, es decir, varón perfecto, que no hay que entender tanto en el sentido de contrapuesto a mujer, como en el sentido de contrapuesto a niño, explica el Aquinate. Quiere decir entonces: aquel que ha llegado a la perfección de su desarrollo espiritual.
V. El magisterio de la Iglesia y la Cristología
Vayamos más adelante encontrándonos con un texto conocido del Concilio de Calcedonia en el que se habla de la integridad de la naturaleza humana de Cristo [10]. Los autores sucesivos aplican esto al hombre perfecto, es decir, a Cristo, que tiene todo lo que corresponde a la humanidad. Pero es solamente una base de una reflexión posterior, que se explicita durante siglos, y que en cierta manera culmina dogmáticamente en una encíclica olvidada del Papa Pío XII, titulada Sempiternus Rex, y que versa “sobre el Concilio ecuménico de Calcedonia celebrado hace quince siglos”. Esta es, probablemente, la Encíclica más importante del siglo XX en cuanto al tema, aunque por supuesto hay otras más conocidas. Es la más importante porque trata acerca del sujeto capital, y constituye una obra maestra de la Cristología. Para entender con precisión el tema que discute la Cristología, es necesario referirse a este texto. Mas no es solamente importante por esto, sino porque el Magisterio de Pío XII es base fundamental del Magisterio que encontramos desarrollado en el Concilio Vaticano II, el cual resulta ininteligible si no se consideran la filosofía y la teología de Santo Tomás, ya asumidas plenamente por el Magisterio del Papa Pacelli, y el desarrollo teológico propio de este.
El Pontífice se refiere al significado de la definición de Calcedonia. Afirma claramente que las dos naturalezas de nuestro Redentor convienen en una sola Persona y Subsistencia. Esta palabra, “subsistencia”, naturalmente, está asumida por Santo Tomás, y el Papa la utiliza también en el sentido del Aquinate, como se verá inmediatamente; y es señaladamente importante porque se refiere al ser. Lo que subsiste es lo que tiene ser principalmente; es decir: la substancia, que en su grado más perfecto es la persona.
Vemos aquí cómo el Papa cita al Aquinate, justamente, refiriéndose a la Carta a los Efesios que hemos analizado. Es un tema que atraviesa toda la Cristología tomista: “El mismo que desciende es el que asciende” [11]. Por eso, la cristología del Doctor Angélico se puede denominar cristología desde lo alto. No es principalmente cristología desde lo bajo como querrían algunos modernos como Karl Rahner. Santo Tomás dice explícitamente que el estudio de Cristo se hace desde arriba hacia abajo, porque es el Verbo el que se encarna. “En el misterio de la encarnación se atiende más al descenso de la plenitud divina sobre la naturaleza humana que al progreso de la naturaleza humana, como preexistente, hacia Dios” [12].
No es, como da a pensar Rahner, que, analizando primero la humanidad, recién después podemos descubrir quién es el Verbo, o quién es Cristo como Verbo encarnado.
El que desciende es el mismo que asciende. En esto se indica la unidad de la persona del Dios-hombre.
“Desciende, en efecto, asumiendo la naturaleza humana, pero es el mismo [...] el Hijo de Dios que baja y el Hijo del hombre que sube” [13].
Se refiere a continuación a San León Magno, y el análisis concluye, por supuesto, en la única persona del Verbo Divino que subsiste, que es, según dos naturalezas: la naturaleza divina y la naturaleza humana [14].
Hacemos ahora brevemente una referencia a San Agustín, importante por el tema de la extensión de la consideración de la naturaleza humana de Cristo, que abarca toda la humanidad. Como se veía en Santo Tomás: Cristo es el hombre perfecto de una manera única. Ningún individuo humano realiza toda la perfección humana, porque las cosas compuestas de forma y materia son todas imperfectas en razón de la materia. Sin embargo, en Cristo, sí se da toda la perfección de la naturaleza humana. No en razón de la materia que limita el ser —porque limita la forma que da el ser en las cosas materiales—, sino en razón de que la Persona divina de Cristo existe no por el ser humano, sino por el Ser divino. Es decir, por el Ipsum esse subsistens. La persona de Cristo es Persona con el Ser divino. Dejo de lado las discusiones acerca de qué es lo que constituye la persona. En Santo Tomás es muy claro que la persona está dada por el ser, y Cristo, en especial, es el mismo Ser de Dios: Ipsum esse subsistens.
Por eso la naturaleza humana de Cristo no es, en cierta manera, imperfecta como la nuestra —recibimos el ser de Dios cuando nos da nuestra alma, pero a su vez el alma recibe un elemento constitutivo que la limita por parte de la materia—. En cambio, en Cristo, todo el ser de la humanidad viene del Verbo, del Ser perfecto del Verbo. Por eso, la naturaleza humana de Cristo es la naturaleza del hombre perfecto. Consecuentemente, cualquier individuo humano está adherido a Cristo, pero además cualquier individuo humano se hace perfecto no sólo en el orden de la gracia, que supera la naturaleza, sino también en el orden de la naturaleza que está unida a Cristo, hombre perfecto.
En San Agustín aparece el tema clásico [15]: Cristo tiene alma y cuerpo, todo lo que pertenece al hombre. En el Comentario a los Salmos, después, el Hiponense se refiere a Cristo que asume toda la humanidad, en el sentido de su humanidad individual que es perfecta, pero también en el sentido de toda humanidad, se une a esta humanidad [16]. En San Agustín aparece ya, pues, este pensamiento que es clave para entender la Cristología y la Eclesiología, según veremos, y para entender también la doctrina de la gracia de Santo Tomás.
VI. La Suma de Teología y la Cristología
Ahora llegamos a la Suma de Teología. Por supuesto no podemos ver todos los temas, ni siquiera lo que se refiere a la gracia de Cristo. Elegimos algunos puntos principales, para interpretarlos a la luz del conjunto de la cristología de Santo Tomás. El más importante es este:
La personalidad pertenece necesariamente a la dignidad y perfección de una cosa en tanto en cuanto corresponde a la dignidad de tal cosa existir por sí misma, que es lo que se entiende por el término de persona. Y es más digno para un sujeto existir en otro más honorable que él, que tener existencia propia. Por eso precisamente la naturaleza humana tiene mayor dignidad en Cristo que en nosotros, ya que, en nosotros, al poseer existencia propia, tiene también su personalidad peculiar, mientras que en Cristo existe en la persona del Verbo. Como también pertenece a la dignidad de la forma el dar la especie; y, sin embargo, lo sensitivo es más noble en el hombre, por estar unido a una forma superior, que en el animal, aunque a éste le dé la especie [17].
Cristo es hombre perfecto porque es la Persona divina. Es decir, la perfección de la naturaleza humana viene de algo que excede la naturaleza; surge de la Persona. Es la unidad metafísica, que acompaña al ser metafísico en el sentido pleno. Santo Tomás de muchas maneras saca las conclusiones de esta visión teológica y metafísica fundamental. Entre estas encontramos las que se refieren a la propia humanidad de Cristo considerada singularmente, y las que se refieren al conjunto de la Iglesia. Esta perspectiva, como dijimos ya, fue asumida profundamente por el magisterio posterior, llegando hasta el Concilio Vaticano II. Y es a su vez fundamental para tratar rectamente el sentido de este propio magisterio, y para entender sus consecuencias prácticas.
En el texto siguiente encontramos un elemento importante referido a la distinción entre lo participativo y lo personal. Justamente hasta aquí nos hemos referido a la gracia como participación de la naturaleza divina. Santo Tomás lo dice muchas veces siguiendo el texto de la segunda carta de Pedro: “comunicantes” o sea lo que tenemos en común de la divina naturaleza; tal vez “comunicantes” es mejor traducción que participantes, porque, si es verdad que Santo Tomás muchas veces dice que la gracia es participatio divina naturae, sin embargo, no es suficiente —para dar una noción cabal, aunque lejana de lo que la gracia es—, decir que es participación. No es suficiente porque la participación es una concepción analógica que no aclara suficientemente la conexión con Dios en el orden del ser en cuanto ser.
Fue lo más conveniente que se encarnase la persona del Hijo. En primer lugar, por parte de la unión, pues las cosas que son semejantes se unen apropiadamente. Y la persona del Hijo, que es el Verbo de Dios, guarda una semejanza común, por un lado, con todo lo creado. El verbo del artista, es decir, su idea, es la semejanza ejemplar de sus obras. Por eso, el Verbo de Dios, que es su idea eterna, es la idea ejemplar de toda criatura. Por eso, así como por la participación en ese arquetipo se constituyen las criaturas en sus propias especies, aunque de manera variable, así también fue conveniente que, por la unión personal, no participativa, del Verbo con la criatura, ésta fuera restituida en orden a una perfección eterna e inmutable, pues también el artista restaura sus obras, en caso de que se deterioren, de acuerdo con la idea que le inspiró esas mismas obras. Por otro lado, el Verbo tiene una conformidad especial con la naturaleza humana, porque El es la idea de la sabiduría eterna, de la que procede toda la sabiduría humana. Y ésta es la causa de que el progreso del hombre en la sabiduría, que es su perfección específica en cuanto ser racional, se produzca por participar del Verbo de Dios, al modo en que el discípulo se instruye por la recepción de la palabra del maestro. Por eso se dice en Si 1, 5: La fuente de la sabiduría es el Verbo de Dios en los cielos. Luego, con miras a la total perfección del hombre, fue conveniente que el propio Verbo de Dios se uniese personalmente a la naturaleza humana [18].
El Verbo expresa dice una semejanza particular con el hombre que se realiza por la perfección de la razón y la sabiduría; Cristo es la Sabiduría de Dios.
A continuación, se refiere a otro aspecto relevante místicamente.
En segundo lugar, puede descubrirse un argumento de esta conveniencia en el fin de la unión, que es el cumplimiento de la predestinación, es a saber: de aquellos que han sido destinados de antemano a la herencia celestial, que sólo es debida a los hijos, de acuerdo con Rm 8, 17: Hijos y herederos. Y por eso fue conveniente que los hombres participasen de la filiación divina adoptiva por medio del que es Hijo natural, como dice el mismo Apóstol en Rm 8, 29: A los que de antemano conoció, también los predestinó a hacerse conformes con la imagen de su Hijo. Finalmente, otro motivo de esta conveniencia puede tomarse del pecado del primer hombre, al que se suministra remedio por medio de la Encarnación. Pues el primer hombre pecó codiciando la ciencia, como es manifiesto por las palabras de la serpiente, que prometía al hombre la ciencia del bien y del mal (Gn 3, 5). Por eso resultó conveniente que el hombre, que se había apartado de Dios mediante un apetito desordenado de saber, fuese reconducido a Él por el Verbo de la verdadera sabiduría [19].
La participación no es suficiente para explicar la unión del Verbo Encarnado, porque todavía no hay una conexión íntima en el ser, que se alcanza justamente en la unidad de la Persona de Cristo. No se trata solamente de que la humanidad participe de la naturaleza divina, sino de que la humanidad tenga el ser divino, o que el Ser divino sea hombre, o de que el hombre sea Dios [20], es decir, que exista o sea como Dios.
La restauración última de la humanidad se logra cuando esta alcanza la inmutabilidad de Dios, que radica en su propio ser, en el Ipsum esse subsistens. Y por eso, como se verá en los textos sucesivos, la gracia no es solamente “gracia del Espíritu Santo”, es decir la gracia habitual, sino que es la gracia que conecta la humanidad personalmente con la Persona del Verbo de Dios, la gracia que es el término de las misiones de las Personas divinas: de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo.
VII. La humanidad de Cristo y nuestra gracia como vida trinitaria
Así, pues, también en nosotros está la gracia habitual en la humanidad del Verbo, que corresponde a la misión del Espíritu Santo, pero además está la gracia que corresponde a la otra misión. No podemos tener la misión del Espíritu Santo, es decir, recibir la gracia habitual, si no poseemos la misión del Hijo, si no estamos incorporados al Hijo, y esto se realiza por la Unión personal, que continúa en nosotros y en toda la Iglesia, la Unión personal de la humanidad de Cristo con la Persona Divina del Verbo de Dios. Este es el fundamento último no sólo de la caridad que nos une con Cristo, y a través de Cristo con las Personas divinas, sino también de la caridad que nos une entre nosotros.
Por eso, la vida de la gracia, finalmente, se entiende como vida trinitaria. Es la participación de la vida personal de Dios. No es una doble naturaleza o sea una participación de la naturaleza que se agrega a otra participación de la naturaleza, es decir la del orden natural. Algunos escolásticos han hablado de una doble ley natural, como Francisco Suárez, porque se desdoblaba la naturaleza [21]. No se trata de eso. Se trata en cambio de captar, sea la naturaleza, sea la persona; y ambas como alcanzadas por toda la misión de las Personas divinas que finalmente nos refieren a aquella Persona que no tiene misión, es decir, la persona del Padre.
Veamos más adelante otro texto de la cuestión 7. ¿Por qué hay gracia habitual en Cristo? Porque la humanidad de Cristo está inmediatamente unida con la Persona divina y —como explica en esta misma cuestión Santo Tomás— la gracia radical es la “gracia de Unión” y esta es la Unión misma [22].
Es necesario que la gracia habitual se dé en Cristo por tres motivos. Primero, por razón de la unión de su alma con el Verbo de Dios, pues cuanto un ser que recibe se encuentra más cerca de la causa que influye, tanto más participa de esa influencia. Ahora bien, el influjo de la gracia proviene de Dios, según Sal 83, 12: El Señor dará la gracia y la gloria. Y por tanto fue conveniente en grado máximo que aquella alma recibiese el influjo de la gracia divina. Segundo, por la nobleza de su alma, cuyas operaciones era necesario que contactasen con Dios de la forma más próxima mediante el conocimiento y el amor. Para conseguir esto, la naturaleza humana tiene que ser elevada por la gracia. Tercero, por la relación del propio Cristo con el género humano. Él es efectivamente, en cuanto hombre, mediador entre Dios y los hombres, como se dice en 1Tm 2, 5. Y por eso era preciso que tuviera también la gracia que redundase en los demás, conforme a Jn 1, 16: De su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia [23].
La fuente de toda gracia es personal. Es la unión hipostática a la cual sigue la gracia habitual, que es gracia del Espíritu Santo. Porque en el orden de las Personas divinas, en las procesiones trinitarias, la Persona del Espíritu Santo sigue a la Persona del Hijo, y por eso a la humanidad. La presencia del Espíritu Santo sigue siempre a la Persona de Cristo. En este sentido habla San Pedro del Espíritu de Cristo o San Juan del Espíritu de la Verdad [24].
Da, pues, diferentes razones por las cuales en Cristo hay unidad de la gracia habitual. La más fundamental es el contacto inmediato. Y termina con esta consideración de importancia capital acerca del orden de la gracia:
La unión de la naturaleza humana de la persona divina que antes aclaramos que era la misma gracia de unión precede en Cristo a la gracia N27habitual, no en el orden del tiempo sino en el de la naturaleza y el de la razón” [25]. Es así por diferentes motivos, y el más importante está expresado así: “La misión del Hijo según el orden de la naturaleza es anterior a la misión del Espíritu Santo, lo mismo que en el orden de la naturaleza el Espíritu Santo. que es el Amor, procede del Padre y del Hijo” [26].
VIII. La gracia de Cristo y la Iglesia
Los textos que siguen se refieren a todos los hombres que están unidos a Cristo [27]. Cristo es la Cabeza de todos ellos. Podría decirse que Santo Tomás es más amplio que en Concilio Vaticano II respecto de este punto. Todos están en la Iglesia; aunque en diferentes grados, y no todos están en acto. Que todos los hombres de algún modo pertenezcan al Cuerpo de Cristo no significa que todos se salvarán. Están en la Iglesia aquí, en esta condición temporal, y pueden dejar de estarlo.
En el Concilio Vaticano II este gran texto es fundamental; y se entiende perfectamente a la luz de los que hemos dicho acerca de la gracia de Cristo, y de la derivación de nuestra gracia desde la gracia de Cristo:
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado [28].
IX. Observaciones conclusivas
Hemos iniciado constatando que todo el orden natural y su ser culminan en la perfección de la naturaleza dada por la gracia. Esta gracia concretamente la encontramos en la naturaleza humana de la Persona divina del Verbo Encarnado. El estudio teológico de Cristo realizado por el Aquinate responde radicalmente a la objeción heideggeriana de que la metafísica occidental ha olvidado el ser, considerando la relación entre ser y naturaleza desde su fuente Increada divina, que permite captar en plenitud el significado del mismo ser.
En efecto, la Cristología de la Tercera Parte de la Suma es uno de los puntos supremos de la Teología, y de la metafísica de Santo Tomás de Aquino. Esta, a su vez, se comprende desde el supuesto escriturístico, fundamental en la concepción tomista. Por eso reflexionamos acerca de la Exposición de la Carta a los Efesios, en la cual el Angélico explica el significado del hombre perfeccionado por su unión con Cristo. La palabra hombre, en esa Carta, se emplea según el Aquinate para contraponerla a niño.
Santo Tomás expresa que el perfeccionamiento que produce Cristo por ser hombre perfecto, se explicita de muchas maneras, como en la perfección de los prelados. Pero también en el sentido de los cristianos del Pueblo de Dios, en cuanto cada uno está llamado a la perfección espiritual que se cumple perfectamente en la Resurrección. Así, especialmente, entiende la palabra griega ἄνδρα que corresponde a “vir”.
La reflexión acerca de Cristo del Doctor Angélico se puede denominar cristología desde lo alto. No desde lo bajo como querrían algunos modernos. El estudio del Cristo se hace desde arriba hacia abajo, porque es el Verbo el que se encarna. Si ningún individuo humano realiza toda la perfección humana, porque las cosas compuestas de forma y materia son imperfectas en razón de la materia, en Cristo se da toda la perfección de la naturaleza humana, en razón de que la Persona divina de Cristo existe no por el ser humano, sino por el Ser divino.
Hemos elegido algunos puntos de la Suma de Teología, para interpretarlos a la luz del conjunto de la Cristología de Santo Tomás. El más importante se refiere a que “la naturaleza humana tiene mayor dignidad en Cristo que en nosotros, ya que en nosotros, al poseer existencia propia, tiene también su personalidad peculiar, mientras que en Cristo existe en la persona del Verbo” [29].
Cristo es hombre perfecto porque es Persona divina, la perfección de la naturaleza humana proviene de algo que excede la naturaleza; surge de la Persona. Se trata de la “unidad” metafísica, que acompaña al “ser” metafísico. Santo Tomás concluye desde esta visión teológica y metafísica respecto de la humanidad de Cristo considerada singularmente, y también como Cabeza de la Iglesia. Esta perspectiva fue asumida profundamente por el magisterio posterior y por el Concilio Vaticano II, y es fundamental para entender rectamente el sentido de este propio magisterio y de sus consecuencias.
Desde el punto de vista metafísico es necesario subrayar que la “participación” no es suficiente para explicar la unión del Verbo Encarnado, porque todavía con ella no se da conexión íntima en el ser, que se alcanza, en cambio, en la unidad de la Persona. No se trata, entonces, solamente de que la humanidad participe de la naturaleza divina, sino de que tenga el esse divino.
De esta manera, la restauración, redención y perfeccionamiento de la humanidad se logra cuando esta alcanza la inmutabilidad de Dios, el Ipsum esse subsistens, que es la Trinidad revelada por el mismo Cristo. La gracia, pues, no es solamente “gracia del Espíritu Santo”, sino gracia que conecta la humanidad personalmente con la Persona del Verbo de Dios. La gracia es término de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. En nosotros está la gracia habitual de la humanidad del Verbo, que corresponde a la misión del Espíritu Santo, y la gracia que corresponde a la misión del Hijo. No podemos tener la misión del Espíritu Santo si no estamos incorporados al Hijo, y esto se realiza por la Unión personal, que continúa en nosotros y en toda la Iglesia: la Unión personal de la humanidad de Cristo con la Persona Divina del Verbo de Dios.
La vida de la gracia es la participación de la vida personal de Dios. Se trata de percibir la naturaleza y la persona como alcanzadas por la misión de las Personas divinas que refieren a la Persona que no tiene misión, la del Padre. Cristo es así la Cabeza de todos los hombres. Santo Tomás es incluso más amplio que el Concilio Vaticano II respecto de que todos están en la Iglesia, aunque en diferentes grados, lo cual no significa que todos se salvarán. Están en la Iglesia en la condición temporal, y pueden dejar de estarlo. El gran texto de la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, referido a que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. se entiende desde lo que hemos dicho acerca de la gracia de la humanidad de Cristo y el único Ser-Esse de su Persona divina.
Ignacio Andereggen en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.29, a.3, co.
2 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.10, co.
3 Cf. I. Andereggen, La presencia de Dionisio Areopagita y de San Juan Damasceno en la concepción de la persona de Santo Tomás de Aquino, 25-42.
4 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.5, ad-2.
5 Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 22: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado”.
6 Ef. 4, 11-13: καὶ αὐτὸς “ἔδωκεν” τοὺς μὲν ἀποστόλους, τοὺς δὲ προφήτας, τοὺς δὲ εὐαγγελιστάς, τοὺς δὲ ποιμένας καὶ διδασκάλους, πρὸς τὸν καταρτισμὸν τῶν ἁγίων εἰς ἔργον διακονίας, εἰς οἰκοδομὴν τοῦ σώματος τοῦ χριστοῦ, μέχρι καταντήσωμεν οἱ πάντες εἰς τὴν ἑνότητα τῆς πίστεως καὶ τῆς ἐπιγνώσεως τοῦ υἱοῦ τοῦ θεοῦ, εἰς ἄνδρα τέλειον, εἰς μέτρον ἡλικίας τοῦ πληρώματος τοῦ χριστοῦ.
7 Cf. Dionisio Areopagita, Gerarchia Ecclesiastica, 275; c.V n.7, PG III, 508 C.
8 Cf. Tomás de Aquino, In Ephesios c.4 l.4: “Deinde cum dicit ad consummationem sanctorum, etc., ostendit fructum praedictorum donorum seu officiorum. Et circa hoc duo facit, quia primo assignat fructum; secundo ostendit qualiter fideles ad hunc fructum possent advenire, ibi ut iam non simus parvuli, etc... Prima iterum in duas. Primo proponit effectum proximum; secundo ostendit fructum ultimum, ibi donec occurramus omnes, etc. Effectus autem proximus praedictorum donorum seu officiorum, potest attendi quantum ad tria. Uno modo quantum ad ipsos qui sunt in officiis constituti, quibus ad hoc sunt collata dona spiritualia, ut ministrarent Deo et proximis. Et quantum ad hoc dicit: in opus ministerii, per quod scilicet procuratur honor Dei, et salus proximorum. I Cor. IV, 1: sic nos existimet homo ut ministros Christi, etc. Is. Lxi, 6: ministri Dei, dicetur vobis. Alio modo quantum ad perfectionem iam credentium, cum dicit ad consummationem, id est perfectionem, sanctorum, id est eorum qui iam sunt sanctificati per fidem Christi. Etenim specialiter debent intendere praelati ad subditos suos, ut eos ad statum perfectionis perducant; unde et ipsi perfectiores sunt, ut dicit Dionysius in Ecclesiastica Hierarchia. Hebr. VI, 1: ad perfectionem feramur, etc.. Is. X, 22-23: consummatio abbreviata inundabit iustitiam. Consummationem enim, et abbreviationem Dominus Deus exercituum faciet, etc.. Tertio quantum ad conversionem infidelium; et quantum ad hoc dicit in aedificationem corporis Christi, id est ut convertantur infideles, ex quibus aedificatur Ecclesia Christi, quae est Corpus eius. I Cor. XIV, 3: ad aedificationem, et exhortationem, et consolationem. Et sequitur ibidem: nam maior est qui prophetat quam qui linguis loquitur, nisi forte interpretetur, ut Ecclesia aedificationem accipiat, et ibidem, omnia ad aedificationem fiant. Deinde cum dicit donec occurramus, etc., assignat fructum ultimum, et potest intelligi dupliciter. Uno modo de fructu simpliciter ultimo, qui erit in resurrectione sanctorum. Et, secundum hoc, duo declarantur. Primo quidem congregatio resurgentium et corporalis et spiritualis. Corporalis quidem erit congregatio in hoc, quod omnes sancti congregabuntur ad Christum. Matth. XXIV, 28: ubicumque fuerit corpus, illuc congregabuntur et aquilae. Et quantum ad hoc dicit donec occurramus omnes, etc., quasi dicat: usque ad hoc extenditur praedictum ministerium et consummatio sanctorum et aedificatio Ecclesiae, donec in resurrectione occurramus Christo. Matth. XXV, 6: ecce Sponsus venit, exite obviam ei. Amos IV, 12: praeparare in occursum Dei tui, Israel, etc.. Et etiam occurramus nobis invicem. I Thess. IV, 17: simul rapiemur cum illis in nubibus obviam Christo in aera. Phil. III, 11: si quo modo occurram ad resurrectionem, quae est ex mortuis. Spiritualis autem congregatio attenditur quantum ad meritum, quod est secundum eamdem fidem, et quantum ad hoc dicit in unitatem fidei. Supra eodem: unus Dominus, una fides. Item supra in eodem: solliciti servare unitatem Spiritus, etc.. Et quantum ad praemium, quod est secundum dei perfectam visionem et cognitionem, de qua I Cor. XIII, 12: tunc cognoscam sicut et cognitus sum. Et quantum ad hoc dicit et agnitionis Filii Dei. Ier. XXXI, 34: omnes enim cognoscent me. Secundo declarat praedictum fructum quantum ad perfectionem resurgentium. Et primo ponit ipsam perfectionem, cum dicit in virum perfectum. Ubi non est intelligendum, sicut quidam intellexerunt, quod scilicet foeminae mutentur in sexum virilem in resurrectione, quia uterque sexus permanebit non quidem ad commixtionem sexuum, quae tunc de caetero non erit, secundum illud Matth. XXII, 30: in resurrectione enim non nubent, neque nubentur, sed sunt sicut Angeli, sed ad perfectionem naturae et gloriae Dei, qui talem naturam condidit. Dicit ergo virum perfectum, ad designandum omnimodam perfectionem illius status. I Cor. XIII, 10: cum venerit quod perfectum est, evacuabitur quod ex parte Est. Et propter hoc vir magis sumitur secundum quod dividitur contra puerum, quam secundum quod dividitur contra foeminam. Secundo ostendit exemplar huius perfectionis, cum dicit in mensuram aetatis plenitudinis Christi. Ubi considerandum est, quod Corpus Christi verum est exemplar Corporis Mystici: utrumque enim constat ex pluribus membris in unum collectis. Corpus autem Christi fuit perductum ad plenam aetatem virilem, scilicet triginta trium annorum, in qua mortuus fuit. Huiusmodi ergo aetatis plenitudini conformabitur aetas sanctorum resurgentium, in quibus nulla erit imperfectio, nec defectus senectutis. Phil. III, 21: reformabit corpus humilitatis nostrae, configuratum corpori claritatis suae. Alio modo potest intelligi de fructu ultimo praesentis vitae, in qua quidem sibi occurrent omnes fideles ad unam fidem et agnitionem veritatis. Io. X, 16: alias oves habeo, quae non sunt de hoc ovili, etc.. In qua perficitur etiam Corpus Christi Mysticum spirituali perfectione, ad similitudinem Corporis Christi veri. Et secundum hoc totum Corpus Ecclesiae dicitur corpus virile, secundum illam similitudinem qua utitur apostolus Gal. IV, 1: quanto tempore haeres parvulus est, nihil differt a servo, etc.”
9 Cf. Dionisio Areopagita, Gerarchia Ecclesiastica, 269; c.V n.2, PG III, 501 D.
10 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 467: “Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451: ‘Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad’, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona’ (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302)”.
11 Ef. 4,10; Tomás de Aquino, In Ephesios, c.4 l.3: “Deinde cum dicit quod autem ascendit, etc., exponit propositam auctoritatem, et primo quantum ad ascensionem; secundo quantum ad materiam donationis, ibi et ipse dedit, etc. Circa primum duo facit. Primo ostendit quomodo descendit, ibi qui descendit; secundo quomodo ascendit, ibi qui ascendit, etc.. Circa primum considerandum, quod cum Christus vere sit Deus, inconveniens videbatur quod sibi conveniret descendere, quia nihil est Deo sublimius. Et ideo ad hanc dubitationem excludendam subdit apostolus quod autem ascendit quid est, nisi quia et descendit primum, etc.. Ac si diceret: ideo postea dixi quod ascendit, quia ipse primo descenderat, ut ascenderet: aliter enim ascendere non potuisset… Descendit enim, sicut dictum est, Filius Dei assumendo humanam naturam, ascendit autem Filius hominis secundum humanam naturam ad vitae immortalis sublimitatem. Et sic est idem Filius Dei qui descendit et Filius hominis qui ascendit. Io. 3,13: nemo ascendit in caelum, nisi qui descendit de caelo Filius hominis, qui est in caelo. Ubi notatur quod humiles, qui voluntarie descendunt, spiritualiter Deo sublimante ascendunt, quia qui se humiliat, exaltabitur, Lc. 14,11”.
12 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.34, a.1, ad 1.
13 Tomás de Aquino, In Ephesios, c.4 l.3.
14 Cf. S.S. Pio XII, Carta Encíclica Sempiternus rex Christus, sobre el Concilio ecuménico de Calcedonia celebrado hace quince siglos, II.
15 Cf. San Agustín, Cartas, 187, 2.4: “Ubi ego quaero, vel potius agnosco quemadmodum accipias hominem Christum. Non utique sicut quidam haeretici, Verbum Dei et carnem, hoc est sine anima humana; ut Verbum esset carni pro anima: vel Verbum Dei et animam et carnem, sed sine mente humana; ut verbum Dei esset animae prmente humana. Non utique sic accipis hominem Christum, sed sicut superius locutus es, ubi aisti Christum omnipotentem Deum ea te ratione credulitatis accipere, ut Deum non crederes, nisi perfectum etiam hominem credidisses. Profecto cum dicis hominem perfectum, totam illic naturam humanam vis intellegi: non est autem homo perfectus, si vel anima carni, vel animae ipsi mens humana defuerit. Quid sibi vellet: Mecum eris in paradiso”.
16 Cf. San Agustín, Comentarios a los Salmos, 29, 3-5: “Non defuerunt etiam alii quidam ex ipso errore venientes, qui non solum mentem dicerent non habuisse illum hominem, mediatorem Christum inter Deum et homines, sed nec animam: sed tantum dixerunt: Verbum et caro erat, et anima ibi non erat humana, mens ibi non erat humana. Hoc dixerunt. ¿Sed quid erat? Verbum et caro. Et istos respuit Ecclesia catholica, et expellit eos ab ovibus, et a simplici et vera fide: et confirmatum est, quemadmodum dixi, hominem illum mediatorem habuisse omnia hominis, praeter peccatum. Si enim multa gessit secundum corpus, ex quo intellegamus quia habuit corpus non in mendacio, sed in veritate: ut puta, ¿quomodo intellegimus quia habuit corpus? Ambulavit, sedit, dormivit, comprehensus est, flagellatus est, colaphizatus est, crucifixus est, mortuus est. Tolle corpus, nihil horum fieri potuit. Quomodo ergo ex his indiciis cognoscimus in Evangelio quia verum corpus habuit, sicut et ipse etiam post resurrectionem dixit: Palpate, et videte, quia spiritus carnem et ossa non habet, sicut me videtis habere 12: quomodo ex his rebus, ex his operibus credimus et intellegimus et novimus quia corpus habuit Dominus Iesus, sic et ex quibusdam aliis officiis naturalibus quia habuit animam. Esurire, sitire, animae sunt ista: tolle animam, corpus haec exanime non poterit. Sed si falsa dicunt ista fuisse, falsa erunt et illa quae de corpore creduntur: si autem ex eo verum corpus, quia vera officia corporis; ex eo vera anima, quia vera officia animae. ¿Quid ergo? Quoniam Dominus factus est infirmus propter te, o homo qui audis; non tibi compares Deum Etenim creatura es, ille creator tuus. Nec illum hominem tibi conferas, quia propter te homo Deus tuus, et Verbum Filius Dei: sed illum hominem tibi praeferas, tamquam mediatorem, Deum autem supra omnem creaturam: et sic intellegas, quia qui homo factus est propter te, non incongrue orat pro te. Si ergo non incongrue orat pro te, non incongrue potuit et ista verba dicere propter te: Exaltabo te, Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me. Sed ista verba, si non intellegamus inimicos, falsa erunt, ipsum Dominum Iesum Christum cogitantes. Quomodo enim verum est, si Christus Dominus loquitur: Exaltabo te, ¿Domine, quoniam suscepisti me? Ex persona hominis, ex persona infirmitatis, ex persona carnis, quomodo verum est: quandoquidem iucundati sunt inimici eius super eum, quando illum crucifixerunt, tenuerunt eum, et flagellaverunt, et colaphizaverunt, dicentes: Prophetiza nobis, ¿Christe 13? Ista iucunditas eorum quasi cogit nos putare falsum esse quod dictum est: Nec iucundasti inimicos meos super me. Deinde cum in cruce penderet, et transibant vel stabant, et attendebant, et caput movebant, et dicebant: Ecce Filius Dei, alios salvos fecit, seipsum non potest, descendat de cruce, et credimus in eum 14; dicentes ista nonne iucundabantur super eum? Ubi est ergo ista vox: Exaltabo te, Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me?Omnis homo in Christo unus homo est. Fortasse non est ista vox Domini nostri Iesu Christi, sed ipsius hominis, sed universae Ecclesiae populi christiani: quia omnis homo in Christo unus homo est, et unitas Christianorum unus homo. Fortasse ipse homo, id est, unitas Christianorum ipsa dicit: Exaltabo te, Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me. Quomodo et hoc verum est de illis? Non sunt comprehensi Apostoli, non sunt caesi, non sunt flagellati, non sunt occisi, non sunt crucifixi, non sunt incensi vivi, non ad bestias pugnaverunt, ¿quorum memorias celebramus? Quando autem ista illis faciebant homines, nonne iucundabantur super eos? Quomodo ergo potest et populus christianus dicere: Exaltabo te, ¿Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me?”.
17 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.3, ad-2.
18 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.8, co.
19 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.8, co.
20 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.16, a.1, co; q.16 a.2 co.
21 Cf. I. Andereggen, El bien metafísico fundamento de la ley según Francisco Suárez, 257-274.
22 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.13, co.
23 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.1, co.
24 I Pe 1,11; Jn 14,17; Jn 15,26; Jn 16,13.
25 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.13, co.
26 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.13, co.
27 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.3, co.: “La unión de la naturaleza humana con la persona divina, que antes (q.2 a.10; q.6 a.6) aclaramos que era la misma gracia de unión, precede en Cristo a la gracia habitual, no en el orden del tiempo, sino en el de la naturaleza y en el de la razón. Y esto por tres motivos. Primero, de acuerdo con los principios de una y otra gracia. Efectivamente, el principio de la unión es la persona del Hijo que asume la naturaleza humana, de la que se dice que fue enviada al mundo (Jn 3, 17), porque asumió la naturaleza humana. En cambio, el principio de la gracia habitual, que es dada con la caridad, es el Espíritu Santo, del que se dice, en este aspecto, que es enviado porque habita en el alma por la caridad (Rom 5,5; 8,9.11; Gal 4,6). Ahora bien, la misión del Hijo, según el orden de la naturaleza, es anterior a la misión del Espíritu Santo; lo mismo que, en el orden de la naturaleza, el Espíritu Santo, que es el amor, procede del Padre y del Hijo. Por lo que también la unión personal, según la cual se entiende la misión del Hijo, es anterior, en el orden de naturaleza, a la gracia habitual según la cual se considera la misión del Espíritu Santo. Segundo, la razón de tal orden se toma de la relación entre la gracia y su causa. La gracia es causada en el hombre por la presencia de la divinidad, como lo es la luz en el aire por la presencia del sol. Por eso se dice en Ez 43,2: La gloria de Dios entraba por el oriente, y la tierra resplandecía por su gloria. Pero la presencia de Dios en Cristo se entiende por la unión de la naturaleza humana con la persona divina. Por tanto, la gracia habitual de Cristo se considera como consecuencia de esa unión, lo mismo que la luz es consecuencia del sol. El tercer motivo de tal orden puede tomarse del fin de la gracia. Esta se ordena a obrar rectamente. Y las acciones son de los supuestos y de los individuos. Por lo que la acción, y, en consecuencia, la gracia, que a ella se ordena, presupone la hipóstasis que obra. Pero la hipóstasis no es algo que se suponga anterior a la unión en la naturaleza humana, como queda claro por lo dicho anteriormente (q.4 a.3). Y, por consiguiente, la gracia de unión precede conceptualmente a la gracia habitual”; S. Th. III q.8 a.3 co.: “La diferencia entre el cuerpo natural del hombre y el cuerpo místico de la Iglesia está en que los miembros del cuerpo humano existen todos a la vez, mientras que los del cuerpo místico no coexisten todos: ni en el orden de la naturaleza, porque el cuerpo de la Iglesia está constituido por los hombres que han existido desde el principio hasta el fin del mundo; ni tampoco en cuanto al orden de la gracia, porque, entre los que viven en una misma época, unos carecen de la gracia, habiendo de poseerla más tarde, mientras que otros la tienen. Así pues, se consideran como miembros del cuerpo místico no sólo los que lo son en acto, sino también los que lo son en potencia. De éstos, algunos nunca serán miembros en acto; otros, en cambio, lo serán en algún tiempo, de acuerdo con un triple grado: primero, por la fe; segundo, por la caridad en esta vida; tercero, por la bienaventuranza en el cielo. Así pues, hay que sostener que, teniendo en cuenta todas las épocas del mundo de forma global, Cristo es cabeza de todos los hombres, pero en diversos grados. En primer lugar y principalmente, es cabeza de los que están unidos a él en acto por la gloria. En segundo lugar, de aquellos que le están unidos en acto por la caridad. En tercer lugar, de aquellos que le están vinculados por la fe. En cuarto lugar, de aquellos que están unidos a él sólo en potencia todavía no actualizada, pero que se convertirá en acto de acuerdo con la divina predestinación. Por último, es cabeza de aquellos que le están unidos en potencia que nunca se convertirá en acto; tal acontece con los hombres que, viviendo en este mundo, no están predestinados. Estos, una vez que salen de este mundo, dejan totalmente de ser miembros de Cristo, porque ya no están en potencia para unirse a Cristo”.
28 Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22
29 Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.3, ad-2.
Amparo Alvarado Palacios
Introducción
Se podría señalar que Francisco ha irrumpido en nuestro tiempo con una mochila de nuevos paradigmas. La novedad no estriba tanto en los contenidos que transmite sino en el modo de hacerlo. Como es de notar, su pontificado tiene en su esencia el pensamiento del Concilio Vaticano II dicho y vivido de una manera de por sí revolucionaria. De todo ese bagaje de cambios que este papa está haciendo en la Iglesia, se va a tratar de un detalle de gran trascendencia y de múltiples alcances: su constante insistencia en la ternura.
Indica Francisco (2014): “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (n. 88). Está hablando de una empresa desafiante que brota del misterio de la Encarnación del Verbo. En esta comunicación, se quiere desvelar el contenido profundo de esta expresión que, sin duda, su Santidad está intentando mostrar a la Iglesia y al mundo. Se quiere presentar este nuevo paradigma de reflexión y práctica eclesial desde tres dimensiones: una nueva visión de humanidad y de mundo, una nueva visión-misión de Iglesia y una visión y práctica de una nueva espiritualidad creyente.
Se abordará esta triple dimensión del pensamiento papal haciendo una lectura transversal de los gestos (cfr. Torralba, 2014) y palabras del papa que tienen en la ternura una sustancial argumentación y exhortación cristiana constantes. Entendiendo esta palabra en el sentido que le da Rocchetta (2001), “la ternura es la fuerza más humilde; pero es la que tiene mayor poder para cambiar el mundo” (p. 13). Por tanto, la ternura abarca una dimensión interior y exterior, actitud y acción, argumento y práctica, motivo por el que se termina con una reflexión sobre la mística de la ternura.
1. Nueva visión de humanidad y de mundo: cultura del diálogo y la ternura
Para entender la antropología y la cosmovisión de Francisco (2014), se debe considerar cómo encuentra el papa a esta humanidad y a este mundo. De una o de otra forma descubre en general una cultura de anti-ternura, manifestada en diferentes formas: miedo, desesperación, falta de respeto, violencia, inequidad, vida con poca dignidad (nn. 52, 60). La consideración de excluidos como desechos (n. 53), producto, sin duda, de un sistema económico injusto (n. 59), donde prima el consumismo y la inequidad que daña el tejido social, donde los pobres sobreviven en grandes dolores (nn. 60, 63; Francisco, 2015, n. 51). Sistema lleno de individualismos que debilitan los vínculos entre personas (n. 67), cambios que deterioran el mundo y la calidad de vida de la humanidad (Francisco, 2015, n. 18).
Francisco (2015) denuncia una cultura del descarte ligada a problemas sociales y ecológicos (nn. 22, 43; Francisco, 2014, n. 53) y evidencia síntomas de degradación social, ruptura de lazos de integración y comunión social (n. 46), así como nuevas guerras disfrazadas de nobles reivindicaciones (n. 57), para justificar que lo que sucede es que se ha dejado de pensar en los fines de la acción humana (n. 61). Se tolera que unos se consideren más dignos, más humanos, con más derechos que otros (n. 90), no se ve que la libertad humana está enferma por necesidades inmediatas, el egoísmo y la violencia (n. 105), relativismos que finalmente empujan a maltratar a las personas (n. 123).
Con lo anterior Francisco (2014) hace tomar conciencia de que la anticultura de la violencia, de la inequidad, del individualismo y del relativismo está haciendo del mundo una realidad que destruye al ser humano y niega su primacía (n. 55) y su entorno. Situación dramática que invita a cambiar con la ternura.
Francisco (2015) pide revisar la antropología cristiana actual, quiere una “adecuada antropología” (n. 118) que teniendo al ser humano en alto valor esté atenta a antropocentrismos desviados (n. 119). Propone, por tanto, unir la antropología a la ética porque la “degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (n. 56). En Evangelii gaudium (Francisco, 2014), pide unir la antropología no solo a la ética sino a lo social para “crear un equilibrio y un orden social más humano” (n. 57). Por eso, llama al ser humano “administrador responsable” (nn. 116, 118) y así recupera lo propio del ser humano, puesto que un antropocentrismo desviado lleva a un estilo de vida también desviado.
Para superar el antropocentrismo desviado, Francisco (2015) incluye, pues, su visión del mundo. Esta la manifiesta claramente en la encíclica Laudato si’, donde nos habla de una “ecología integral”, puesto que él entiende la relación con la naturaleza en el mismo nivel de relación entre los humanos (n. 137), y así une el problema ambiental al económico y al social: “nos impide entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida” […] “estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos inter-penetrados” […] “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental” (n. 139). Una visión que permite aceptar que “las distintas criaturas se relacionan conformando esas unidades mayores que hoy llamamos ‘ecosistemas’. […] Aunque no tengamos conciencia de ello, dependemos de ese conjunto para nuestra propia existencia” (n. 140).
Por tanto, Francisco (2015) propone denunciar “el crecimiento económico que tiende a producir automatismos y a homogeneizar, en aras de simplificar procedimientos y a reducir costos” y proponer “considerar una realidad más amplia […] una mirada más integral e integradora” (n. 141). También Francisco advierte, refiriéndose a las instituciones sociales, que “todo lo que las dañe entraña efectos nocivos, como la pérdida de la libertad, la injusticia y la violencia”, y así afecta nuestra “ecología social”. Se refiere del mismo modo a salvaguardar una “ecología cultural”: “Junto con el patrimonio natural, hay un patrimonio histórico, artístico y cultural, igualmente amenazado. Es parte de la identidad común de un lugar y una base para construir una ciudad habitable” (n. 143).
Francisco nos invita, pues, a reconocer la dignidad de la naturaleza en su amplia dimensión, la dignidad humana y sus derechos naturales, sociales, económicos, culturales y políticos como una forma de convivencia digna. No sacralizando las realidades temporales, sino respetando su autonomía. Con ello la Iglesia se pronuncia, con validez eterna, allí donde termina la sabiduría de este mundo. El mensaje es de optimismo en el mismo sentido de Gaudium et spes. En suma, lo ético hay que verlo en lo social, en lo económico y en lo cultural. Esa es su visión del ser humano y del mundo, atravesado por su insistencia en el diálogo y la ternura.
En Evangelii gaudium, Francisco (2014) usa 56 veces la palabra diálogo, mientras que en Laudato si’ (2015) la emplea 27 veces y la define con claridad:
Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. (n. 142)
Definición que enuncia su pensamiento respecto del ser humano y de todo lo que conlleva el diálogo. La antropología de Francisco es relacional, concibe una humanidad hecha para el encuentro con todos los seres creados y con su Creador. En el diálogo entre Dios y el ser humano, según Francisco, hay que dejar claro el lugar de cada sujeto interlocutor. Habla el papa de primerear: “La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1Jn 4, 10)” (n. 24), con lo que está sentando la base fundamental de la fe sobre quien es posible dialogar: Dios es el primero, no solo como convicción sino como experiencia, así como reconocer que esta experiencia y conocimiento es un acto provocado por Dios en su voluntad salvífica. Por tanto, conocer y experimentar pasa a ser una sola realidad de gracia, más de las veces posteriormente explicitada en lenguaje teológico.
Deja claro que en este espacio de interlocución hay que distinguir la naturaleza de cada interlocutor. Es propio de Dios la iniciación del diálogo, pronunciando su palabra: “Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es Yahvé-único” (Dt 6, 4), y del ser humano es propio escuchar y responder a esa Palabra según el pensamiento de Dios. En el encuentro entre Dios y el ser humano, aquel es preeminente y este, desde abajo, lo escucha y lo acoge. El ser humano sigue siendo tal también cuando es Dios quien le habla. La capacitas humana en orden a la gracia y a la Palabra de Dios es siempre una capacitas finita.
Francisco es fiel al Dios bíblico, que es comunicación originaria, es el que tiene la iniciativa de dialogar con el ser humano; este es por gracia receptividad histórica (Pikaza, 2006, p. 15). “La persona humana es siempre y desde el principio relación total a Dios” (Andrade, 1999, p. 103). Una relación ascendente por esencia: el ser humano busca a Dios como al que es siempre antes y más que él, ante quien le queda escuchar, acoger y responder en obediencia.
“Comunicarse entre los que se aman” supone, pues, reconocer su dimensión interpersonal (yo-tú/nosotros), su dimensión interpelante que compromete con el otro (dimensión ética del diálogo) y su dimensión creadora (todo diálogo construye algo nuevo). Es desde esta dimensión teológica del diálogo que se puede descubrir la profundidad de la ternura, puesto que la ternura muestra la irreductibilidad del otro. “Una persona se me revela y me interpela para un diálogo de igual a igual; […] El asombro que siento por mí mismo me remite al asombro que debería sentir por todos los demás que me rodean” (Rocchetta, 2001, p. 70), así como muestra la razón de ser del diálogo: la caridad. La caridad es el fundamento de la ternura, y esta impide a la caridad reducirse a una moral del deber o de mínimo necesario, y le ofrece, por así decirlo, el corazón, un corazón palpitante, acogedor, que sabe dar y compartir, capaz de compasión, de benevolencia afable y de amistad gratuita (p. 17).
En resumen, el papa tiene una visión del ser humano y del mundo comunional. Una comunión que no se construye con palabras sino con gestos de cariño, de generosidad, de humilde disponibilidad para el otro y, en especial, para los pobres. Puesto que “la ternura […], pertenece a nuestro mismo ser: su ausencia es signo de una naturaleza incompleta” (Canciani, 2001, citado por Rocchetta, 2001, p. 15).
2. Nueva visión de Iglesia: sacramento de la lectura
¿Qué hay detrás de estas palabras de Francisco (2014) que han dado mucho de qué hablar?
Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. (n. 49)
Si antes hablaba de un antropocentrismo desviado, ahora hablará de una eclesio-centrismo enfermo: Iglesia encerrada en sí misma que crea desigualdades y distancias entre fieles y pastores, doctrinaria y rígida. Francisco (2014) denuncia:
Es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores […] una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. (n. 63)
La falta de espacios de diálogo familiar, […] la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural. (n. 70)
Francisco insiste en las bases eclesiológicas del Concilio: Iglesia Pueblo de Dios, Iglesia comunión e Iglesia en diálogo con el mundo. La constitución dogmática Lumen gentium (Pablo, 1964) la presenta “como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (n. 1). El misterio de comunión de la Iglesia tiene su fuente en Dios mismo, que se revela como una comunión interpersonal de amor y llama a la salvación a todos los hombres, ampliamente expuesta antes. Salvación de la humanidad deseada desde el seno de la Trinidad. En el lenguaje papal, quiere una Iglesia “sacramento de la ternura”.
Francisco (2014) ha vivido primero su ser parte de la Iglesia pueblo, en gestos de sencillez, como estar confundido en medio de la gente, su preferencia de visitar las cárceles, no aceptar vestimentas que denoten privilegios, etc. De ahí que planteara también, en consonancia con el Dios que primerea, que la Iglesia debe hacerlo: “La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan” (n. 24).
Concibe a la Iglesia como Pueblo de Dios, afirmada como sujeto social e histórico insertado en el peregrinar del conjunto de los pueblos. Por ello, no puede considerar ajena ninguna preocupación o dimensión de la existencia colectiva de los pueblos, como lo subraya Gaudium et spes. En medio de ellos, en cuanto testigo de una reconciliación que supera las divisiones, ha de prestar su servicio y testimonio sacerdotal y profético. Francisco señala:
La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así “olor a oveja” y estas escuchan su voz. (n. 24)
Francisco, en concordancia con el Concilio, describe, pues, una eclesiología circular que se extiende e incluye sin excepción de nadie, y no escatima esfuerzos variados y en todos los campos de la vida humana para alcanzar su fin: la comunión. Recuerda que esta comunión no es un aspecto de la Iglesia, sino que es una dimensión constitutiva de ella: “La comunión encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia” (Pablo 1964, n. 11); es el núcleo profundo del misterio de la Iglesia. Esta participación crea la koinonía en la Iglesia y la impulsa a dilatarla a toda la humanidad. Como Juan Pablo II (1989) afirmaría:
La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu […] La comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con Cristo […] esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (n. 18)
De lo contrario, desdice su ser. No es posible hablar de una comunión sin el Espíritu Santo:
El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae. (n. 117)
Francisco (2014) pedirá una Iglesia cuya comunión atraiga “a los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente” (n. 99).
Propone una comprensión de la Iglesia como “comunión misionera”, con lo que recoge de Lumen gentium (1964) y de Aparecida, reforzando el hecho de que la comunión se verifica en la misión, en la evangelización. Al respecto, afirma: “En un dinamismo evangelizador que actúa por atracción […] Solo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad” (n. 131).
El nuevo paradigma de Francisco estriba en que todas estas verdades ya sabidas y difundidas sobre el ser de la Iglesia se resume en que ella está llamada a ser sacramento de la ternura de Dios. Rocchetta (2001), aunque escribe antes del pontificado de Francisco, expresa muy bien lo que la persona y el pensamiento papal transmiten:
Se quiere que la Iglesia se presente ante el mundo como el sacramento de la ternura de Dios, de un Dios de bondad y de gracia, y no de castigo y de miedo. La verificación teológica sobre la ternura lleva consigo notables implicaciones de orden eclesiológico. […] La teología de la ternura supone, de hecho, la praxis de la ternura; pone en crisis todo un modo de ser cristianos que se queda en la superficie o se contenta con un cristianismo mediocre, […]. Fuera del evangelio de la ternura, es fuerte la tentación de ser o de volver a ser una Iglesia del dominio y de la exclusividad. […] sin ese secreto de armonía interior, de gozo de creer, de esperar y de amar, la comunidad de los cristianos corre el riesgo de transformarse en una Iglesia enrocada en sí misma, rígida, ligada solo a las instituciones y privada de espíritu de profecía, incapaz de anunciar de forma creíble la novedad salvífica de la pascua. (pp. 20-21)
Francisco actualiza “la Iglesia que quiso el Concilio que no es la Iglesia encerrada en sí misma, en sus problemas, en su organización, en sus intereses y en sus normas, sino la Iglesia que dialoga con el mundo, con la sociedad y con la cultura de nuestro tiempo” (Castillo, 2002, p. 26). Ser “Iglesia en salida” (Francisco, 2014, nn. 17, 20-24, 26) es, pues, dar testimonio de ser “sacramento de la ternura”: que los creyentes sin distingos de nada den un paso para salir a la calle, al mundo, para transformar rescatando a la humanidad y al cosmos, con gestos de compasión y ternura. Haciendo de la solidaridad señal de fraternidad verdadera. Que en las comunidades cristianas se den experiencias de sencillez, acogida, ternura, en vez de adoctrinamientos fríos y sin calidez humana. Que la tarea evangelizadora sea realizada con testimonios de amor incondicional traducido en métodos que combinen lo profundo con lo sencillo y lo afectuoso. Que sea una Iglesia que no se limite a hablar de los pobres, sino ser pobre y para los pobres, y deje de lado cualquier honor y privilegios que distancian a la fraternidad y sororidad, ya que “la evangelización se hace de rodillas”, puesto que “lo esencial, según el evangelio, es la misericordia” (Francisco, 2014a).
La Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. […]. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este “arte del acompañamiento”, para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3, 5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana. (Francisco, 2014, n. 169)
Una nueva eclesiología que supere realidades eclesiales cerradas, elitistas, separadas de la vida cotidiana, para proyectar una nueva manera de evangelizar, cambiar los métodos pastorales. Francisco quiere que la ternura sea ese nuevo método. No resulta difícil interpretar cuáles podrían ser las estrategias de ese método. Sin duda, serían la escucha, el diálogo y el compromiso amoroso, que darán como resultado “algo nuevo”, que el Reino de Dios se propagará activamente por los confines de la tierra a través de una reparadora conversión.
3. Nueva espiritualidad: “Testigos de la misericordia y de la ternura del Señor”
Francisco (2014) ve con dolor no solo un antropocentrismo desviado y un eclesio-centrismo enfermo, sino que también constata una vida cristiana mediocre y débil. Por eso, de una visión de ser humano relacional y comunional, y de una visión de una Iglesia misionera y dialogante, ya se puede concluir la espiritualidad que sustenta Francisco. Lejos de ser inhumana, intimista e individual (n. 183), nos presenta una espiritualidad encarnada y relacional. Al hacer un llamado en Evangelii gaudium a buscar lo esencial del cristianismo: Jesucristo está recordando las consecuencias de la Encarnación en la vida cristiana, en la vida y en la misión de los creyentes:
Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser humano. (n. 178)
Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. (n. 268)
Francisco (2014) habla así de un cristianismo verdadero, del que no tiene más meta que la total identificación con Cristo, como invita Aparecida: “Llegar a la estatura de la vida nueva en Cristo, identificándose profundamente con Él y su misión” (n. 281). Ante “el desafío de revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos” (n. 13), resta la firme convicción de cambiar el modo de dar testimonio cristiano. Francisco (2014) afirmará: “Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos ‘discípulos‘ y ‘misioneros‘, sino que somos siempre ‘discípulos misioneros’” (n. 120).
De la centralidad de Jesucristo como “gusto espiritual”, Francisco (2014) extiende las implicaciones en el modo de vivir la relación con Dios, con los semejantes y con el cosmos. Desarrolla la fraternidad ampliamente, y lo novedoso es que, siguiendo a san Francisco de Asís, le da uno tono místico:
Sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. (n. 87)
De ahí se extiende que para el discípulo de Jesús no es secundaria la opción por los pobres; siendo esencia de la espiritualidad del Maestro, lo es también para ellos. Francisco (2014) manifiesta que “la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica”, porque “Dios les otorga su primera misericordia” (n. 198). Jesús de Nazaret, un “hombre del Espíritu”, eligió nacer en la pobreza, vivir ignorado y morir injustamente condenado. La espiritualidad cristiana para Francisco (2015) está en consonancia con Aparecida, “es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que, no por eso, es menos espiritual, sino que lo es de otra manera” (n. 263), ya que el estilo de vida cristiana como camino de identificación con Cristo no puede menos que considerar:
Sin la opción preferencial por los más pobres, “el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día”. (Francisco, 2014, n. 198)
Francisco lo afirma con la novedad de que esa opción es con corazón: se trata de una acción amante, de dejarse movilizar por el Espíritu, preocupación por su persona, ya que “el verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia, […]” (Francisco, 2014, n. 198). Invita a “colocar a los excluidos en el centro del propio camino” (Francisco, 2016).
A una espiritualidad que también asume el compromiso de cuidar la creación, Francisco (2015) la llama “evangelio de la creación” (nn. 62-100). Si el cuerpo es un sujeto, un tú, también lo es la naturaleza toda, que está clamando, llamando a considerarla para cambiar los estilos de vida de los cristianos, como bien invita: “Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos” (n. 229); “La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria” (n. 219). Espiritualidad, sin duda, que lleva a devolver la dignidad del mundo, un estilo de vida, portadora de vida, estilo que da el seguimiento de Jesús, que conoció y trató su entorno como realidades vivas y para dar vida. Estilo que no parte del poder y dominio por interés instrumental, sino de gratuidad e inclusión, puesto que “el gemido de la hermana Tierra se une al gemido de los abandonados del mundo” (n. 53).
El papa insiste, pues, en la fraternidad, en la opción por los pobres, en el cuidado del cosmos, pero, su novedad está en que lejos de quedarse en prácticas sociales, de valor sí, ha de manifestarse en gestos de ternura y misericordia: “Nos conmueve la actitud de Jesús: no escuchamos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solo palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión” (Francisco, 2014a). Al referirse a la conversión ecológica indica: “Esta conversión supone diversas actitudes que se conjugan para movilizar un cuidado generoso y lleno de ternura” (n. 220).
Para Francisco (2014a), la misericordia tiene que ver con la calidez de la vida cristiana y con su coherente compromiso social: “Un poco de misericordia hace el mundo menos frío y más justo” (n. 220), con lo que quiere místicos, ya que solo se puede alcanzar ser tiernos y misericordiosos estando llenos de una gracia que Dios da a los humildes y que posibilita “la alegría de redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios” (n. 220).
Lo que Francisco pretende es mostrar un camino de plenitud humano-cristiana, que se logra al identificar también la experiencia de diálogo de ternura y misericordia con el Dios vivo, presente en cada ser humano, en sus diferentes interrelaciones y en el universo entero, como una experiencia mística, ya que “la experiencia mística es esencialmente vínculo, relación, contacto amoroso con una realidad inmensamente valorada y concebida como el centro secreto más íntimo de la existencia y como fuente permanente de la misma” (Domínguez, 2003, p. 6). Por eso, la consecuencia principal de la experiencia mística es abrir cauces a una evangelización que demanda una mayor práctica de la fraternidad. Cuanto mayor es la experiencia mística, mayor es la misericordia, la comunión y el compromiso personal y comunitario.
Para vivir como comunidad, hay que pasar del “querer estar juntos”, que transforma la “masa” en “pueblo”, al querer estar juntos en Cristo, que hace Pueblo de Dios. Querer amar como Cristo pondrá a la comunidad en la dinámica de un “mismo sentir”, pues Jesús,
en su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor. (Pablo, 1965, n. 32)
Ser agentes de comunión y participación exige cambiar la lógica del sistema actual de organización económica, política y social, de consumo, e individualista, en beneficio de la lógica cristiana del servicio humilde hasta el martirio. El sistema anti-comunión, por otro lado, está presente no solo en la sociedad sino también en la Iglesia. Por ello, Francisco insiste en la ternura que hará posible una Iglesia cercana y servidora en todas las dimensiones de la sociedad:
La ternura […] necesita del pensamiento de la alteridad, con la que debe confrontarse continuamente para evitar el peligro —siempre posible— de reducirse a una compensación intimista o a una condescendencia con los vacíos del corazón humano, […] Solo gracias a la ternura el pensamiento de la alteridad entra en el corazón de los individuos y de la sociedad y transforma la cultura de la identidad o del individualismo en una cultura de la solidaridad y del amor. En este nivel se coloca el valor “político” de la ternura. (Rocchetta, 2001, p 73)
La ternura, para Francisco (2014), es, pues, fruto del esfuerzo humano y de la gracia divina que hace de los creyentes instrumentos de Dios: “Hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz”. Si Arquímedes afirmaba “dame un punto de apoyo y moveré el mundo”, Francisco manifestaría: dame misericordia y transformaré el mundo, puesto que “la ternura es la fuerza más humilde; pero es la que tiene mayor poder para cambiar el mundo” (Rocchetta, 2001, p. 13). La espiritualidad de la ternura a la que lanza Francisco tiene que ver con una gran dosis de humildad en el sentido expresado por Dostoievski: “La humildad amorosa es una fuerza terrible, la más fuerte de todas, no hay nada que se le parezca” (2000, p. 463). Solo así se entiende que
la adquisición de la ternura, […] supone el coraje de comprometerse con alguien, el coraje de abrirse al prójimo con gestos concretos, más allá de las respuestas negativas que se pueden recibir, el coraje de arriesgarse uno mismo por amor, con afecto sincero y discreto. […] Ser tiernos con fortaleza y fuertes con ternura, este es uno de los grados más elevados de perfección moral. (Rocchetta, 2001, p. 46)
Bien se puede concluir que Francisco nos quiere proponer vivir la ternura como mística, que supone el modo de ver al ser humano, al mundo, a la Iglesia y a la espiritualidad que se ha descrito antes.
4. Una propuesta integradora y plenificadora: la mística de la ternura
Se sabe que la palabra mística tiene raíces griegas (Pabón, 1991) (mystikós: misterio, derivado de mystes: iniciado). Dice de prácticas religiosas cerradas, reservadas para iniciados. Hace relación con el hecho de cerrar los ojos (myein) y mirar al interior. El cristianismo tomó del griego esta palabra para expresar su experiencia de Dios, pero alteró radicalmente el concepto. En el Nuovo dizionari di spiritualita, se lee sobre mística: con este término pretendemos referirnos a ese momento o nivel o expresión de la experiencia religiosa en la que un mundo religioso determinado se experimenta como una experiencia de interioridad e inmediatez. También se podría, y quizá mejor, hablar de una experiencia religiosa particular de unidad-comunión-presencia, donde lo que se “conoce” es precisamente la realidad, lo que se da de esta unidad-comunión-presencia; no una reflexión, una conceptualización, una representación de los datos religiosos vividos (Moioli, 1983, p. 985).
Por tanto, la mística cristiana es una experiencia de “unidad-comunión-presencia”. Experiencia posibilitada por la fe en el Dios de la Alianza. Es Dios quien obra dicha unidad, comunión con el creyente, quien reconoce y acoge tal presencia como pecador, humildemente y desde su fragilidad humana. Esta experiencia plenificada en el encuentro vivo con Jesucristo y en su progresiva identificación con Él se hace comunión-unidad con Cristo. En este sentido, la mística es un encuentro tierno con Cristo. Por eso, la experiencia mística cristiana se hermana con la perfección cristiana en la caridad. No es posible ser místico y no vivir la caridad. Por ello, la figura nupcial de la mística explica muy bien su verdadero sentido: el símbolo nupcial se entiende como capaz de expresar la experiencia no necesariamente de ser uno, sino del ser unido de comunión en transformación, de la presencia que llama la atención, del amor recibido que hace el amor en uno; una nueva forma inédita (Moioli, 1983, pp. 989-990).
Se trata de un nuevo modo de amar en Dios, al mundo y a los demás. Es mística la experiencia gratuita iniciada por Dios en un gesto de su mayor ternura en el creyente, que hace posible en el sujeto, que acoge con ternura, una experiencia cumbre, de plenitud humano-espiritual de unidad-comunión presencia. En palabras de Francisco (2017), sería “el diálogo entre el poder de Dios y el barro”. Como toda experiencia es incomunicable pero no imparticipable, no es privilegio de unos pocos, ni es algo espectacular, sino de cualquier creyente que se ha dejado permear en su vida total por la acción del Espíritu Santo y ha dejado crecer la gracia recibida en el bautismo hasta que Cristo viva en él (Ga 2, 20). Tampoco es una experiencia que aparta del mundo, sino que es a partir de ella que se tiene una especial “novedad” para mirar, relacionarse y transformar el mundo y la sociedad con los mismos sentimientos de Jesús hasta que se realice el Reino.
Hoy más que nunca la humanidad necesita una mística de la ternura en vez de intentos individuales e intimistas. Es urgente redefinir los fines y objetivos de la convivencia humana y los caminos para lograrlos, ya que se está en un mundo globalizado que transforma la interdependencia en dominio de unos pocos sobre el conjunto. Solo con la mística comunitaria basada en la ternura será posible converger, cooperar y dialogar con autenticidad. Se trata de una adhesión al Reino, a la nueva manera de ser, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio. Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos cuya vida se ha transformado entran en una comunidad que es en sí misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida. (Pablo VI, 1975, n. 23)
Urge superar los errores de la posmodernidad: el individualismo y el “capitalismo salvaje”. Hoy los medios no “comunican”, el uso de internet por sí mismo no une al mundo. Solo informan o masifican y agigantan las desigualdades, la brecha entre ricos y pobres se hace más inconciliable. Hay que creer que la Iglesia ofrece una respuesta: rehacer el tejido social roto por el individualismo y la insolidaridad. Esto solo es posible desde una espiritualidad basada en nuevas relaciones de diálogo, de ternura. Relaciones llamadas a crecer por amor, hasta llegar a una verdadera comunión.
La mística de la ternura se basa en la comunión con Cristo, se demuestra y celebra en la comunión fraterna y ecológica. Vivir la mística de la fraternidad/ sororidad será posible desde una Iglesia de la misericordia, cuya principal “obsesión” será abolir las diferencias que el pecado del mundo consagra siempre en las relaciones humanas. En la Iglesia misericordiosa, “no habrá varón ni mujer” (Ga 3, 28), ni rico ni pobre, ni blanco ni negro, ni occidental u oriental, sino solo personas nuevas. En palabras de Francisco: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres! (Hernández, 2013). Y esa Iglesia buscará hacer todo lo posible para no dar ocasión de pensar que ella mantiene esas diferencias abolidas por Cristo.
Desde América Latina, la mística de la ternura tiene una incidencia especial en la transformación de las relaciones sociales de modo que sean igualitarias e inclusivas. No podrá ser mística de ternura si los pobres no se sienten parte de la comunidad eclesial, si no intervienen en toda la dinámica eclesial y si no van dejando de ser pobres, gracias a que se han encontrado con ellos caminos solidarios de justicia social. Ya Medellín denunciaba: “La pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión salvífica encomendada por Cristo” (Consejo Episcopal Latinoamericano [Celam], 2014, n. 7). “En esta perspectiva, para un cristiano, el compromiso con los pobres no está motivado, en primer lugar, por razones de orden social —por importantes que ellas sean— sino por la fe en un Dios amor ante quien debemos reconocernos como hijas e hijos y por lo tanto como hermanos entre nosotros” (Gutiérrez, 2006, p. 32). Esta dinámica de intercambio de bienes diversos como parte de una auténtica comunión ha sido reforzada por todas las conferencias episcopales latinoamericanas.
En Puebla, se hace un llamado a la conversión hacia una verdadera justicia social (Celam, 2014, n. 30), invitando a un “amor que abraza a todos los hombres. Amor que privilegia a los pequeños, los débiles, los pobres. Amor que congrega e integra a todos en una fraternidad capaz de abrir la ruta de una nueva historia” (n. 192). El documento también pone un criterio de la autenticidad de la evangelización: “el amor preferencial y la solicitud por los pobres y necesitados” (n. 382); pide que se revise la unidad eclesial con la comunión y participación con los pobres y sencillos (n. 974), así como incita a que se revise la medida del seguimiento a Cristo con el servicio a los pobres (n. 1145), y más aún señala que, gracias al potencial evangelizador de los pobres en las comunidades eclesiales de base (CEB), la Iglesia toda se siente interpelada a una vida de valores de comunión (n. 1147). Por esta razón, Puebla imprime rasgos de una mística de la ternura centrada en la opción preferencial por los pobres en medio de una sociedad plural como testimonio de anuncio de la Iglesia.
Santo Domingo, por su parte, ve en el ejemplo de Cristo una interpelación para “dar un testimonio auténtico de pobreza evangélica en nuestro estilo de vida y en nuestras estructuras eclesiales, tal cual como Él lo dio” (Celam, 2014,
n. 178), en pro de “promover un nuevo orden económico, social y político, conforme a la dignidad de todas y cada una de las personas, impulsando la justicia y la solidaridad y abriendo para todas ellas horizontes de eternidad” (n. 296). Aparecida relee la realidad actual latinoamericana donde “conviven diferentes categorías sociales tales como las élites económicas, sociales y políticas; la clase media con sus diferentes niveles y la gran multitud de los pobres” (n. 512) y donde “ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social” (nn. 65, 89, 42, 503). Allí se reconocen desde la fe tales escenarios como una sombra eclesial (n. 514) y se responsabiliza a la Iglesia de tal situación: “Si muchas de las estructuras actuales generan pobreza, en parte se ha debido a la falta de fidelidad a sus compromisos evangélicos de muchos cristianos con especiales responsabilidades políticas, económicas y culturales” (n. 501). Asimismo, se alegra de que el pueblo latinoamericano, no obstante sus limitaciones eclesiales, goce “de un alto índice de confianza y de credibilidad por parte del pueblo. Es morada de pueblos hermanos y casa de los pobres” (n. 8). Pueblo sufriente y afligido que da testimonio de evangelización (n. 257). Para Aparecida, los pobres, pues, “interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas” (n. 393).
La mística de la ternura, por tanto, es una experiencia que hace posible y visible la llegada de Reino en el mundo, cuyo fruto será un testimonio de continua conversión que irá creando nuevas y cada vez más profundas relaciones con Dios, con los demás y con la naturaleza. Comunión, por ello, vital, donde se une lo divino, lo humano y lo cósmico en un canto de alabanza a Dios a través de las obras diarias y en el mundo. Así, la mística de la ternura es la experiencia de vida plena en el Espíritu. Vida posibilitada por el encuentro personal con Dios, encuentro interpelante con los demás seres creados y encuentro creativo. Vida que no tiene más remedio que ser alegre.
Conclusión
El pontificado de Francisco está irrumpiendo en la Iglesia y el mundo con la intención clara de salir de un cristianismo mediocre, que yendo a lo esencial, se cambie por uno verdadero. Mirar a Cristo y la vida de los primeros cristianos para ser “signos de contradicción” en este mundo antihumano (insolidario, excluyente y perverso), y mostrar que todavía se puede ser minoría profética desde la convicción de que se cree en un Dios kenótico, pobre y misericordioso. Si en la Biblia la misericordia tiene siempre la última palabra (sobre la venganza y la justicia), sus discípulos no pueden querer lo contrario.
La “revolución de la ternura”, por tanto, es una invitación a la radicalidad de vivir el evangelio de la ternura, a ser sacramento de la ternura, siendo místicos de la ternura, llegar a ser, finalmente, mártires de la ternura. Revolución que en nuestros tiempos es urgente frente a la dureza y cerrazón de la comunidad cristiana ante los seres humanos y ante el cosmos. Esto supone arriesgarse, gastarse, entregarse para primerear y fecundar en el mundo a través de gestos concretos, de vulnerabilidad y convicciones, humildad y valentía, “para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios” (Francisco, 2015).
Amparo Alvarado Palacios en dialnet.unirioja.es
Redaccion opusdei.org
Quienes, en su juventud se acercaban a la Obra y a su Fundador, notaban ese impulso suave y decidido para enamorarse del Señor. Qué sencillo y atractivo resulta acudir con frecuencia a esas oportunidades, en especial el sacramento de la confesión, en que nos dejamos “alcanzar por Cristo” (Benedicto XVI).
La confesión es un tesoro infinito —cada sacramento lo es— para los cristianos de todos los tiempos. Allí nos encontramos con la misericordia sin límites del Señor. Allí volvemos a ser nosotros mismos, y nos ponemos de nuevo en manos de Dios, confiadamente, con una alegría inquebrantable. La confesión sacramental es camino de libertad y de amor al Señor.
En los centros de la Obra, los sacerdotes se dedican, entre otras tareas, a administrar este sacramento y, en ese contexto, también a facilitar un acompañamiento espiritual que ayude a cada persona a acercarse al Señor [1].
El sacramento de la confesión y la vida cristiana
Necesitamos la gracia que nos concede el Señor a través de los sacramentos. La novedad en nuestra existencia viene por esa participación en la vida divina.
San Josemaría amaba con locura esas “huellas de Cristo” [2] y animaba, a cada persona que trataba, a que frecuentase con devoción los sacramentos para vivir vida cristiana. Invitaba, inspirándose en la parábola del hijo pródigo, a “volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios” [3].
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que “sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2, 7). Jesús es el Hijo de Dios, y dice de sí mismo: ‘El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra’ (Mc 2, 10) y ejerce ese poder divino: ‘Tus pecados están perdonados’ (Mc 2, 5; Lc 7, 48)” [4]. Y también expone algo más: al atardecer del día de la Resurrección, los discípulos se habían reunido en casa con las “puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20, 19). El Señor se presentó en medio de ellos “y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn 20, 21).
“En virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf. Jn 20, 21-23) para que lo ejerzan en su nombre” [5], de modo que los sacerdotes puedan perdonar los pecados y devolver la paz a la conciencia.
La Iglesia protege la confianza sagrada entre la persona que confiesa su pecado y Dios, y nada ni nadie puede romperlo. El silencio a que está obligado el sacerdote de las cuestiones relativas a la confesión se llama “sigilo sacramental” [6]. El silencio de lo relativo a la dirección espiritual es similar al que en otras cuestiones se conoce como “de oficio”, aunque —lógicamente— muy cualificado… porque se trata de un contenido sagrado, que pertenece a Dios y al corazón de cada persona.
Los sacerdotes y la confesión en la labor de San Rafael
En los centros de la Obra dedicados a la labor de San Rafael, los sacerdotes procuran estar el tiempo necesario para atender a las personas que desean confesarse y tener dirección espiritual. En el periodo de la juventud, cuando se forja la personalidad, supone una ayuda valiosísima poder conversar sobre las cosas del alma y dejar en manos de Dios los pecados, faltas y errores.
San Josemaría rezó largamente, con mucha fe, por los fieles de la Obra que recibirían la ordenación sacerdotal. Puso gran empeño en su formación, de modo que tratasen con delicadeza al Señor en los sacramentos y a las almas que se acercasen a su ministerio. La impronta de su alma sacerdotal se transmite, de alguna manera, a los hijos suyos sacerdotes. Una historia de los comienzos puede ilustrarlo con sencillez. Se trata de los inicios del Opus Dei en Argentina, y lo cuenta una de las primeras personas que se acercó a la Obra en ese país, en su juventud: Ana María Brun.
“Pasaban los años: veinticinco, veintiséis, veintisiete… hasta que un día, una de mis hermanas me dijo que en la iglesia del Socorro, en la esquina de Suipacha y Juncal, había un sacerdote que confesaba muy bien. Fui. Sobre el confesionario había un cartelito con el nombre: ‘Padre R. F. Vallespín’. Me confesé y quedé tan contenta que parecía que me había confesado toda la vida con él. Luego supe que don Ricardo era uno de los primeros miembros del Opus Dei y que en 1949, después de ejercer su profesión -arquitecto-, se había ordenado sacerdote” [7].
D. Ricardo Fernández Vallespín había convivido con el Fundador, y había aprendido con su ejemplo a desvivirse por las almas siendo laico y, después, como sacerdote. Se marchó a trabajar apostólicamente en Argentina, concretamente a Rosario y, luego, a Buenos Aires.
Aunque cada sacerdote tiene su personalidad, procura hacerse todo para todos [8], de manera que su condición de instrumento del Señor permita pasar la gracia y la ayuda de la dirección espiritual a las almas que se le confíen [9].
Por eso, acudir al sacerdote es un gran acto de fe: a través de él —en los sacramentos— es Jesucristo quien toca nuestro presente, nuestra vida. Y con esa fe, el Señor nos llena el alma de grandes bienes, para nosotros y para los demás.
Comenzar y recomenzar con la confesión
La confesión devuelve la salud al alma y nos limpia de nuestras miserias cometidas. Lo propio del cristiano es comenzar y recomenzar [10] a través de ese medio divino. De ahí, la ilusión por tratar en la confesión, “no de los pecados graves solamente, sino también de nuestros pecados leves, y aun de las faltas” [11].
Así lo explica el Papa Francisco: “Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo (…). El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros (…). Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable” [12].
Cuenta Pedro Casciaro que, a los tres años de su llegada a Madrid (el curso 1931-32), un amigo suyo le habló de don Josemaría Escrivá. Él no era especialmente piadoso (no quería mezclarse con los curas) y, aunque alguna vez se había acercado al confesionario, no había tenido confesor fijo, procurando siempre mantener las distancias. Su amigo Agustín insistía y Pedro declinaba la invitación con elegancia y un poco de ironía. A finales de enero de 1935 por fin accedió, y le presentaron al fundador de la Obra. “No sabría precisar cuánto tiempo estuvimos charlando; lo más probable es que no pasara de los tres cuartos de hora. Sólo recuerdo que, al despedirme le dije: —Padre: me gustaría que usted fuese mi director espiritual” [13]. Luego fueron quedando para verse regularmente y esos encuentros cambiaron su alma. “A medida que charlaba con el Padre, y le abría mi alma de par en par, iba descubriendo, progresivamente, la finura de su espiritualidad, su inteligencia privilegiada y su honda cultura. Y, muy especialmente, su enorme capacidad de querer y su gran comprensión” [14].
Crecer por dentro: confesión y acompañamiento espiritual frecuente
En una catequesis de niños de primera Comunión, Benedicto XVI explicaba: “Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana (…). Es muy útil para mantener (…) la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida” [15].
La confesión frecuente y la oportunidad de tener un confesor que nos conozca para ayudarnos con delicadeza y profundidad —porque sabe cómo somos y cómo es nuestra vida— también forma parte de la riqueza de la Iglesia a lo largo de los siglos. “La confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6, 36)” [16].
Un ejemplo lleno de docilidad a la acción de Dios es el de Guadalupe Ortiz de Landázuri. En una de sus biografías se lee que una tarde de finales de enero de 1944, en Madrid, “por medio de un compañero con quien me unía amistad y confianza, Jesús Serrano de Pablo, a quien hablé de mi deseo de tener un director espiritual, me puse en contacto por teléfono y acudí a la dirección que me dieron, para conocer a D. José M.ª Escrivá de Balaguer, de quien yo no sabía, hasta ese momento, absolutamente nada, ni tampoco, naturalmente, de la existencia del Opus Dei. La entrevista fue decisiva en mi vida, en un hotelito de la Colonia del Viso (Jorge Manrique 19), entonces casi a las afueras de Madrid.
“En una salita alegre, tapizada de rosa viejo, se destacó la figura del Padre, nos sentamos y me preguntó: ‘¿Qué quieres de mí?'. Yo contesté, sin saber por qué: ‘Creo que tengo vocación’. El Padre me miraba... ‘Eso yo no te lo puedo decir. Si quieres, puedo ser tu director espiritual, confesarte, conocerte, etc.’. Eso era exactamente lo que yo buscaba. Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote, no sólo con sus palabras, sino con su oración de petición por mí, que se reflejaba en lo que pensaba mi cabeza y hablaba mi boca.
Sentí una Fe grande, fuerte reflejo de la suya y me puse interiormente en sus manos para toda mi vida” [17].
A menudo, para recibir el reflejo de la fe y del contacto con Jesucristo, necesitamos el acompañamiento espiritual que se puede impartir dentro o fuera de la confesión. Por eso, muchas veces, al ayudarnos a ponernos delante de Dios con todo lo que somos, descubrimos el sentido profundo de nuestra existencia, la vocación a la que estamos llamados, aquella historia de amor en la que el Señor nos quiere.
Redacción de opusdei.org
1 Existen las charlas también de acompañamiento espiritual con laicos; aquí se tratará de la que se encarga a los sacerdotes
2 S. Josemaría, Conversaciones, n. 115
3 S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64
4 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1441
5 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1441
6 Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 983 y siguientes.
7 José Miguel Cejas, Los cerezos en flor, Rialp, Madrid 2013, p. 69. Relato de Ana María Brun, argentina, que, tras pedir la admisión como numeraria en el Opus Dei, se fue a comenzar la labor de la Obra en Japón.
8 Cfr. S. Pablo: 1 Co 9, 22
9 “La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad” (S. Josemaría, Conversaciones, n. 93).
10 Cfr. S. Josemaría, Camino, n. 292
11 S. Josemaría, En diálogo con el Señor, 90. Añade en ese punto también: “Los sacramentos confieren la gracia ex opere operato –por la propia virtud del sacramento–, y también ex opere operantis, según las disposiciones de quien los recibe”.
12 Papa Francisco, homilía 30-III-2019
13 Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Rialp, Madrid 1994 (4ª), p. 23. El relato está tomado de las pp. 21-24.
14 Ibid., pp. 23-24.
15 Benedicto XVI, encuentro con niños de primera Comunión en la Plaza de S. Pedro, 15-X-2005
16 Catecismo de la Iglesia Católica, 1458.
17 M. Montero, En vanguardia: Guadalupe Ortiz de Landázuri (1916-1975), versión epub. La cita está tomada del Archivo General de la Prematura -AGP- en la sección de la Beata Guadalupe -GOL-, con ref. E00204 de 13-VII-1975. La cursiva es subrayada en el original.
Juan F. Sellés
Introducción
En el s. XX contamos con una larga lista de eminentes pensadores que han descrito al hombre como relación constitutiva al Dios personal: Scheler, Hildebrand, Stein, Marcel, Nédoncelle, Buber, Zubiri, Julián Marías, Mouroux, Gilson, Fabro, Pannenberg, Guardini, Wojtyla, Ratzinger, Polo, etc. Convendría precisar, evidentemente, cómo ha entendido cada uno de ellos tal «relación», tarea impracticable en este trabajo. Pero no cabe duda de que tales autores –entre otros– afirman y fundamentan que el ser humano es, al fin y al cabo, incomprensible sin vínculo constitutivo con el ser divino.
Sin embargo, la tesis precedente no fue un lugar común en el escenario filosófico europeo del s. XIX. Más aún, se puede decir, que quienes la sostuvieron fueron una rara excepción en el panorama intelectual dominante, cubierto por las filosofías del socialismo, materialismo, empirismo, positivismo, utilitarismo, voluntarismo, nihilismo, pragmatismo, evolucionismo, etc., movimientos que, o no consideraron la apertura nativa del hombre a Dios, o la negaron por diversos motivos, entre ellos por negar la existencia del ser divino. En efecto, en esa centuria, con la excepción del llamado espiritualismo y los posteriores neo-aristotelismo y neo-escolástica, los cuales adolecen de figuras relevantes, y que describen al ser humano en correlación con el divino, tal vez Kierkegaard sea una de las pocas y encumbradas salvedades que afirme rotundamente que «en rigor, es la relación con Dios lo que hace que un hombre sea un hombre» [1], relación que no puede ser sino personal, pues «una relación a Dios de segunda mano es un sin sentido otro tanto o totalmente igual como estar enamorado de segunda mano» [2].
Por eso afirma Søren Kierkegaard que «la desgracia de la humanidad, de la generación actual... es la de haber abolido la relación a Dios, que se ha rebelado a Dios» [3]. En este sentido cabe decir que «el discurso antropológico de Kierkegaard tiene raíces teocéntricas... y por otro lado el discurso teológico tiene una base antropocéntrica... La relación Dios-hombre constituye el objeto primordial de la obra de Kierkegaard» [4]. El pensador danés parece confesar que la tesis precedente la aprendió filosóficamente de Sócrates: «desde la perspectiva socrática cada hombre es para sí mismo el centro y el mundo entero se centraliza en él, porque el conocimiento de sí es conocimiento-de-Dios. Así es como se entendió Sócrates y, en su opinión, así debería comprenderse cada hombre a sí mismo» [5]. Pero, sobre todo, la tomó del cristianismo: «la relación a Dios es la única cosa que da significado. Eso se ve de modo eminente en la vida de Cristo» [6]. Como la apertura trascendental humana al ser divino es una neta ventaja para la antropología, se expondrá a continuación tal como la entiende Søren Kierkegaard. Con todo, el vínculo entre hombre y Dios que él admite es exclusivamente de orden sobrenatural; se trata de una peculiar fe, la protestante (credo quia absurdum). Por tanto, la relación humana con el Dios revelado de que habla el escritor de Copenhague es la que tiene a Jesucristo como modelo y mediador [7], pero es, a la par, una versión reductiva de la fe cristiana. De otro modo: en Kierkegaard no cabe teología natural alguna, sino solo la de índole exclusivamente sobrenatural.
1. La búsqueda de Dios en la intimidad
«El que no tiene a Dios no tiene yo» [8], defendió Kierkegaard. A él no le interesaron las clásicas pruebas racionales para demostrar la existencia de Dios («pruebas metafísicas»), porque todas ellas alcanzan a saber que el ser divino existe a partir del mundo natural, pero a Søren Kierkegaard, más que la realidad física le interesó la intimidad humana. Por un lado, marcó radicalmente la separación entre la Revelación y el saber filosófico acerca de Dios [9].
Por otro, puso en boca de uno de sus personajes, Juan Clímaco, que la actitud de demostrar al ser divino le parecía vejatoria, porque partía de poner en duda su existencia: «demostrar la existencia de alguien que existe (Dios) constituye el asalto más vergonzoso, puesto que es un intento de ridiculizarle...] la existencia de Dios se demuestra por el culto, no por medio de demostraciones» [10].
Se podría pensar que la precedente tesis, por aparecer en una obra seudónima, no trasluce la mente del Kierkegaard. Pero afirmaciones similares a la anterior se encuentran en su Diario: «el único sentido en que se puede probar la existencia de Dios es porque él puede jurar; él no tiene nada por lo que jurar si no es por sí mismo» [11]; pero que Dios jure significa que habla de sí, es decir, que se manifiesta personalmente, y eso pertenece a la Revelación, no al conocimiento humano natural de Dios. Más explícitamente Søren Kierkegaard añadió en sus apuntes íntimos: «querer probar la existencia de Dios es el colmo del ridículo. O él existe, y por tanto no se le puede probar... o Dios no existe, y por tanto no es demostrable» [12]. Y más adelante agregó: «la mejor prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de Dios, etc., se reduce en el fondo a la impresión tenida en la infancia. Así la prueba, a diferencia de otras tantas doctas y solemnes pruebas, podría ser expresada en estos términos: “Es certísimo, porque me lo ha dicho mi padre”» [13], que se reduce, obviamente, a un argumento de autoridad (tal como sostuvo el tradicionalismo) y, para Kierkegaard, «la autoridad es la cosa más alta» [14].
Tales pruebas son sustituidas en el caso del escritor danés por la fe. En efecto, lo que distingue a la fe de la filosofía es, según Søren Kierkegaard, la autoridad: «un filósofo con autoridad es un contrasentido, porque un filósofo no puede jamás trascender la propia doctrina; si yo puedo mostrar que su doctrina es contradictoria, insensata, etc., él no tiene nada más que decir. Lo paradójico es que la personalidad es superior a la doctrina, y por eso es un contrasentido, por parte de un filósofo, exigir la fe» [15].
Por lo demás, si Kierkegaard hubiera desarrollado ese tipo de pruebas racionales, no las podríamos tener aquí en cuenta, porque nuestro trabajo es «antropológico», no de «metafísica», es decir, de esa parte de la metafísica que se llama «teología natural» [16]. Frente a ese tipo de argumentos prefirió la búsqueda de Dios a través de la propia intimidad. La razón por la cual este pensador dudó acerca de la eficacia de las pruebas cosmológicas para relacionarse con Dios es que estas parten de lo material, mientras que Dios es espíritu, y es manifiesto que lo inferior no puede dar cuenta cabal de lo superior: «llegar a conocer a Dios es más difícil todavía que conocer a un ser humano, y uno puede permanecer tan fácilmente en la ilusión de conocerlo según lo externo, puesto que Dios es solo espíritu» [17]. Otro motivo de desconfianza en estos argumentos por parte de este escritor religioso radica en que parten de la creación material como vía de acceso a Dios, pero Dios es espíritu y, para el danés, no puede estar en lo material [18].
Fabro defendió que el acceso kierkegaardiano a Dios es distinto del clásico y del moderno por el «punto de partida», pues el primero parte de la realidad sensible y el segundo de la conciencia, mientras que Søren Kierkegaard parte de la intimidad humana. Según el pensador italiano, es factible el acceso al Ser desde el ser; lo es asimismo el acceso al Ser personal desde ser personal; pero no lo es el acceso al Ser desde la conciencia (pensamiento), pues –según indica– por ese camino la modernidad se ha quedado en el «principio de inmanencia», es decir, dentro de la conciencia, sin llegar a la trascendencia divina. Sin embargo, frente a esta tesis fabriana hay que sostener que el acceso a Dios es factible por todos los caminos: desde la realidad sensible, desde la razón (asimismo desde la voluntad y otras instancias humanas), y lo es también desde la intimidad personal. Y aunque en todas estas vías se puede descubrir al Dios real, en cada una de ellas se descubre la realidad divina según un más o un menos.
En efecto, como la filosofía clásica griega y medieval accedió a Dios desde la realidad externa (salvo honrosas excepciones como Agustín de Hipona que buscó a Dios desde su intimidad), ha descubierto que Dios existe, conociéndole ya como «acto» respecto de las realidades acto-potenciales, ya como
«motor», «causa», «origen» de ellas. Pero al conocerlo así, no lo descubre según su índole íntima, sino con referencia a las demás realidades (por eso habla de él como de «acto puro», «causa», «motor», «creador», «ordenador», etc.). Por su parte, algunos pensadores de la filosofía moderna negaron el acceso racional al Dios real (Hume, Kant, etc.), mientras que otros han conformado argumentos racionales que no les han permitido llegar al Dios real (Descartes, Leibniz, Spinoza, Hegel, etc.). El problema de unos y otros radica en un déficit de «teoría del conocimiento» al formular esas pruebas, no en que la razón humana no pueda acceder a Dios. Y lo mismo hay que indicar de ciertos pensadores recientes. Por otro lado, como algunos pensadores de la llamada filosofía contemporánea han buscado el acceso a Dios desde la intimidad personal humana (Stein, Hildebrand, Buber, Guardini, Polo, etc.), al Dios al que llegan es real y personal, lo cual supone descubrir más de él que mediante las vías empleadas por el pensar clásico.
Sin embargo, en la vía interior de acceso a Dios que ofrece Kierkegaard encontramos un serio problema: que no la considera natural, sino exclusivamente de fe sobrenatural. Hay también en la propuesta de Søren Kierkegaard otra dificultad añadida para entender al ser divino por parte del hombre, y es la absoluta distancia que el pensador de Copenhague admite entre el Creador y las criaturas humanas: «entre Dios y un ser humano... hay una diferencia absoluta; por tanto, la relación absoluta de una persona con Dios debe expresar específicamente la diferencia absoluta, y la semejanza directa se vuelve insolencia, vanidosa pretensión, presunción, y demás» [19]. Contra esta heterogeneidad, un pensador clásico medieval defendería la analogía, pues suponía que no hay saltos abruptos entre las realidades existentes, sino cierta homogeneidad a pesar de la distancia en la graduación. Según ese método, buscaría la imagen divina en el hombre. En cambio, para Kierkegaard –como para muchos pensadores modernos y contemporáneos–, lo que media entre Dios y el hombre es una completa diversidad. En este sentido el danés es un pensador moderno.
Este modo de concebir a Dios se ha reformulado en el s. XX con la expresión de «el totalmente Otro» (Horkheimer, K. Barth, etc.).
En las descripciones kierkegaardianas precedentes también se advierte que formula una neta oposición entre el conocimiento externo y el interno: «A menor exterioridad mayor interioridad... La verdadera interioridad no exige ninguna señal externa» [20]. Pero ningún nivel cognoscitivo es «opuesto» o «contrario» a otro. Además, si los niveles no-éticos humanos no son opuestos entre sí, tampoco lo son las realidades descubiertas por ellos. De modo que la misma denominación de «totalmente Otro» aplicada a Dios no responde al ser real de Dios, sino a un déficit en teoría del conocimiento.
Antes de describir cómo entiende Søren Kierkegaard la búsqueda íntima de Dios, lo primero que conviene recordar es su decidida defensa de la persona humana en su momento histórico frente a las filosofías dominantes, en las cuales el ser humano no tenía protagonismo; más aún, era el blanco de las críticas filosóficas, como Kierkegaard advirtió: «en torno a nuestra época y el s. XIX retumba un odio secreto hacia la persona» [21]. Lo segundo a recordar es que a él no le interesaron por igual las diversas dimensiones del sujeto, sino que le importó, sobre todo, su intimidad, y es en ésta donde buscó la apertura personal humana al Dios personal. Por tanto, la clave para hallar a Dios es mirar, más que hacia el exterior de lo humano, hacia su interior [22]. De otro modo: para Kierkegaard, el hombre sin Dios es absurdo, y experimenta esa absurdidad como drama afectivo. Pero esta separación del ser divino es la que aceptarían algunos existencialistas posteriores –Heidegger, Sartre, etc.–, pues asumieron los textos del danés solo parcialmente [23].
Al señalar Kierkegaard que hay que buscar a Dios en la intimidad no hace sino transmitir su propia experiencia: «mi idea era concebir mi vida éticamente en lo más profundo de mi ser... Ahora... he concebido religiosamente mi vida, y tan lejos en la intimidad que me es difícil alcanzar la realidad... Pero mi situación es tal que uno creería que es Dios quien me ha elegido y no yo quien he elegido a Dios» [24]. Recuérdense las tres etapas o estadios de la vida que describe Søren Kierkegaard en toda biografía humana: el «salto» de la vida estética o superficial a la ética o responsable, y el de ésta al estadio religioso o de íntima vinculación con la divinidad. No conviene ahora detenernos en describirlas porque es un tema muy tratado y sabido, pues de él se hacen eco de ordinario todos los conocedores del pensamiento kierkegaardiano. Pero sí que vale la pena notar que lo que el pensador danés expone en sus descripciones sobre la apertura íntima humana a Dios es fruto de su propia vivencia, que no fue mediocre sino exuberante, hasta el punto que le permitió afirmar: «yo no puedo comprenderme más que en la religión, ante Dios» [25].
Por lo demás, el estadio religioso implica conservar el sentido positivo de los dos precedentes, pues lo positivo del estético es por él asumible, y también lo propio del ético: «si lo religioso es verdaderamente lo religioso, ha pasado por lo ético y lo contiene en sí» [26]. Con esto se echa de ver que lo que subyace bajo esta propuesta kierkegaardiana es la falsilla de la tríada hegeliana, pero reformulada en clave personal, pues, para él, «la verdadera religiosidad es oculta interioridad» [27]. Nótese también que otros muchos pensadores en el s. XIX formularon su oposición al frío y lógico sistema hegeliano en clave humana: Nietzsche, Freud, Bergson..., y asimismo los posteriores pensadores de inicios del s. XX: Reinach, Hildebrand, Stein, Scheler, Heidegger, Jaspers, Marcel, Sartre, Ebner, Buber, Levinas, Nédoncelle... Pero lo que distingue a Kierkegaard de tales propuestas no es una oposición «filosófica» al sistema hegeliano, sino «religiosa» (que no exactamente «teológica»).
Según Søren Kierkegaard, en la intimidad, más que conocer, se quiere al ser divino, y se le quiere de modo distintivo respecto de las demás realidades: «querer de manera absoluta es querer lo infinito, y querer una salvación eterna es querer de manera absoluta, porque es susceptible de poder quererse en todo momento» [28]. Si la relación con Dios es «absoluta», con el resto de la realidad es «relativa»: «la tarea es practicar la relación absoluta con el telos absoluto de tal modo que el individuo se esfuerza para alcanzar este máximo: relacionarse simultáneamente con su telos absoluto y con el relativo... absolutamente con el absoluto y relativamente con el relativo. Esta última relación pertenece al mundo, la primera al individuo en sí» [29]. Esta doble relación es equivalente a la que el hombre guarda con el fin y con los medios, relación de cuño medieval atribuida asimismo a la voluntad.
El individuo, para Kierkegaard, no se reduce a sus manifestaciones y sus circunstancias externas, sino que es su intimidad. Por tanto, es en ella donde debe buscar a Dios. En consecuencia, abandonar la intimidad personal comporta la pérdida del Dios personal: «si cada individuo en su interioridad, ante Dios, se juzga a sí mismo como un tercero, es decir, solo externamente, entonces ha echado a perder lo ético, la interioridad perece, la idea de Dios se ha vuelto sinsentido, y desaparece la idealidad, porque aquel cuya interioridad no refleje lo ideal carece de idealidad» [30]. La lucha por la búsqueda de Dios en la intimidad personal humana comporta, según la concepción religiosa kierkegaardiana, padecimiento: «la interioridad es la relación del individuo consigo mismo ante Dios, es reflexión dentro de uno mismo, y es precisamente de ella de donde surge el sufrimiento» [31], lo cual es coherente con su descripción de los mencionados «estadios» de la vida humana desde el punto de vista afectivo, pues el estético está caracterizado por la frivolidad, el ético por la seriedad, y el religioso por el dolor [32]. Tal ideal, en consonancia con el aprecio de Søren Kierkegaard por las contraposiciones, supone la negación de lo humano [33].
Tal acento en la propia interioridad comporta para Kierkegaard una oposición: la de poner en sordina a los demás: «el trato con Dios es absolutamente, y en el sentido más profundo de la palabra, asocial» [34]. Pero este extremo no es correcto, ni natural ni sobrenaturalmente entendido. De la primera forma, porque la intimidad humana es abierta naturalmente a la intimidad de las demás personas creadas, si bien como consecuencia de su apertura previa al ser divino. De la segunda, porque la verdadera fe no es ajena a la caridad, sino que la requiere, y es obvio que ésta se abre a los demás, también como consecuencia directa de su apertura a Dios. En este punto se advierte asimismo que la interpretación kierkegaardina de la fe es aislante.
En suma, para Kierkegaard el acceso a Dios, más que teórico es práctico, vital, transido de fe cristiana (en rigor, de tipo luterano). Filosóficamente en esta concepción le influyó –como él mismo indica– Kant: «confesemos francamente con el honesto Kant que la relación a Dios es una especie de desacierto, una imaginación» [35]. Pero la falta de relación natural humana con la divinidad la intenta suplir con la fe sobrenatural, cuya relación con el ser divino otorga al hombre la unidad de vida [36], que Søren Kierkegaard describe como «despojarse de la multiplicidad para ponerse de acuerdo consigo mismo ante el Uno» [37]. Esta unidad se consigue –según él– con ayuda del silencio (Tavshed).
2. Necesidad de Dios y elección de sí
En el discurso «Necesitar de Dios es la suprema perfección del hombre» Kierkegaard escribe: «en la relación del hombre con Dios, en cuanto aquel más requiere de Dios, tanto más profundamente comprende que necesita de Dios, y ahora, en su necesidad, se abre paso hacia Dios, y es tanto más perfecto... Lo más lamentable sería que un hombre pasara su vida sin darse cuenta de que necesitaba a Dios» [38]. En este y en muchos otros pasajes Søren Kierkegaard indica que el hombre «necesita» de Dios [39]. Con esta expresión quiere indicar que «lo más alto es que un hombre se convenza plenamente de que él mismo no puede nada, absolutamente nada» [40]. También esta tesis es fruto de la propia experiencia del autor, el cual se sentía vinculado a Dios hasta el punto que no se podía concebir al margen de él.
No obstante, Kierkegaard sabía que él era libre de cortar o no vínculo que le unía a Dios: «por descontado que no soy el dueño de mi vida, pues soy un hilo más que ha de entretejerse en el cotón de la vida. Ahora bien, aunque no puedo tejer, puedo, eso sí cortar el hilo» [41]. Un hombre no es un invento propio, ni de sus padres, de la biología, la sociedad, la cultura, etc., y, además, como cada quien es distinto, carece de sentido preguntar a los demás por el sentido propio. En rigor, el sentido personal propio solo se encuentra enteramente en Dios. Con la libertad personal cada hombre puede aceptar o rechazar la vinculación personal con la divinidad. Uno podría sospechar que, según Kierkegaard, esa categoría de «necesidad» es opuesta a la de «libertad» humana. Pero no es así, pues, según él, «la dependencia de Dios es la única independencia, ya que Dios no encierra ninguna pesantez, esa es propia de lo terreno y especialmente de los tesoros terrenos, por eso quien depende completamente de Dios, está ágil» [42]. Visto de otro modo: si Dios es personal, es libre; por tanto, depender de él no es depender de ninguna «necesidad», sino de una «libertad personal» que, por irrestricta, puede incrementar la del ser humano.
Para que uno mantenga la vinculación divina, Kierkegaard pone como requisito la «elección de sí mismo»: «si no se ha elegido a sí mismo de manera absoluta, entonces no tiene una relación libre con Dios, y en la libertad está precisamente lo propio de la devoción cristiana» [43]. Lo que precede indica que uno ha de elegirse como el ser personal distinto que es y está llamado a ser, pues éste es una creación divina directa, lo cual supone, por tanto, aceptar a Dios. Con todo, elegirse a sí mismo se puede de muchos modos. Ahora bien, el modo que es compatible con mantener una fuerte vinculación con Dios es, según Søren Kierkegaard, una elección ética [44]. Si al hombre corresponde elegirse a sí mismo de un modo adecuado (éticamente en orden a Dios) y no cortar su vinculación divina, a Dios corresponde, respecto del hombre, el papel de maestro: «si el discípulo ha de recibir la verdad, será preciso que el maestro se la acerque. Más todavía, ha de darle también la condición para comprenderla, porque si el propio discípulo fuera por sí mismo la condición para entender la verdad, entonces le hubiera bastado con recordarla» [45]. Esta tesis la aprendió Kierkegaard de Sócrates [46]. Al maestro que da la condición y la verdad Kierkegaard lo llama salvador, libertador.
En suma, lo que describe a cada hombre es su vinculación con Dios, y sin ella el hombre es ininteligible. Por eso, el reto acerca del propio conocimiento que el hombre tiene a lo largo de la existencia posee como garantía que Dios asista al hombre en tal conocimiento. Así se comprende que «el verdadero autodidacta –cabalmente por serlo y en la misma medida en que lo sea– es teo-didacta» [47]. Y por eso mismo Kierkegaard suele confesar en varias ocasiones que él escribe secundando el «dictado divino». En rigor, sin Dios uno no se sabe quien es, y no puede llegar a saberlo. Desde el punto de vista cristiano a este saber se le designa como vocación, siendo divina la iniciativa en tal llamada: «todo conocimiento profundo e íntimo de sí mismo está bajo la guía divina» [48]. Solo Dios se sabe a sí y nos conoce enteramente: «exclusivamente hay uno solo que se conoce por completo, que en sí y por sí mismo sabe lo que es, y este es Dios; y él también sabe lo que cada hombre es en sí mismo, ya que el hombre precisamente es sí y por sí mismo delante de Dios. El hombre que no lo sea delante de Dios, tampoco lo será en sí mismo, pues no se puede ser esto sino siéndolo en aquel que es en sí mismo y por sí mismo. Y siendo sí mismo en cuanto que se es en aquel que es en sí mismo y por sí mismo, se puede también ser en o para los demás; pero no se puede ser sí mismo si solamente se es para los otros» [49].
Nótese que la llamada divina no se entiende sin Dios que llama y sin el hombre llamado, pues «Dios, al hablar, se sirve del mismo ser a quien habla. Le habla a ese ser por medio del mismo ser... Dios habla a cada individuo, y en el instante en el que le habla, se sirve el individuo mismo a fin de decirle, por medio de ese individuo mismo, lo que él quiere decirle» [50]. En cambio, lo propio de la filosofía es la mediación [51] (el paso argumentativo de una cosa a otra). Lo que precede indica que entre la persona humana y Dios no se requiere mediación alguna, sino que Dios habla directamente a cada uno. En ese decir comparece el ser divino y el ser humano, de modo que el hombre llamado se conoce en la medida en que conoce a Dios y conoce a Dios en la medida en que se conoce. Esta tesis es netamente cristiana. Lo que Kierkegaard le añade en sus obras seudónimas es su sesgo luterano, pues escribe que tal experiencia está transida de temor [52]. Pero esta cadencia temerosa no puede ser correcta, porque si el hombre está hecho para Dios, más que temerle, debe amarle y abandonarse confiadamente en sus manos, como, por otra parte, expuso en su Diario [53].
Kierkegaard concibió su propia existencia como una vocación a la que a veces llama «idea». No se trata de que uno la vea solo una vez a lo largo de su existencia, pues ésta se va perfilando cada vez más, progresivamente, en la medida en que aumenta el trato con Dios. Søren Kierkegaard pone como requisito para tal diálogo interior el silencio: «hacerse callados es la primera condición para poder de verdad obedecer... Si nunca hubo tal silencio en torno y dentro de ti, tampoco aprendiste y nunca aprenderás la obediencia. Pero si has aprendido a callar, no habrá mayor dificultad en que aprendas a obedecer» [54]. Por lo demás, aunque uno se olvide a veces de corresponderse con Dios, Dios nunca nos olvida a lo largo de nuestra vida: «Dios de los cielos es el único que no deja de escuchar a un hombre» [55].
3. Pasado, presente y futuro en la apertura a Dios
Respecto de la historia, la clave kierkegaardiana es su «subjetivización», respecto de la cual –según Löwith– Heidegger derivaría el concepto de «historicidad ontológico existencial» y Jaspers el de «historicidad filosófico-existencial» [56]. En los escritos de Kierkegaard se aprecia cierta oscilación en la importancia con que dota al tiempo pasado, presente o futuro en tanto que en ellos el hombre se abre a Dios. Así, en unos pasajes se afirma la relevancia del pasado: «¿En qué consiste la interioridad? Es recuerdo» [57]. En otros, en cambio, se prestigia el presente: «en relación con el Absoluto solamente se da un tiempo: el presente. Quien no es contemporáneo del Absoluto, para él no existe absolutamente» [58]. Mientras que en otros pasajes se afirma que la clave de la intimidad humana con Dios mira al futuro: «el porvenir lo es todo, el presente es parte de él... El hecho de poder ocuparse del porvenir es signo de la nobleza del ser humano» [59]. Hay que atender más a esta tercera posición que a las precedentes, entre otras cosas, porque aquellas las formuló en obras seudónimas. En efecto, se puede afirmar que, para Søren Kierkegaard, el futuro destaca en importancia sobre el pasado y el presente. En virtud de la preeminencia del futuro se puede entender la vida humana como un encargo divino que hay que cumplir: «la más elevada misión en el mundo del espíritu no es más que un encargo, y el que está equipado para ella con todas las dotes del espíritu no es más que un encargado» [60]. Efectivamente, de entre pasado, presente y futuro, el futuro es lo más relevante en la concepción del tiempo humano para este escritor danés, porque si bien sabe que el hombre ya es, también es consciente de que todavía tiene que llegar a ser [61]. Por eso a veces manifiesta que «en la existencia, la palabra es continuamente “adelante”» [62]. Defiende también esta tesis por oposición a la preponderancia de la presencia, que caracteriza al sistema hegeliano.
A Kierkegaard le parece que el idealismo hegeliano reduce la eternidad a tiempo [63]. En su crítica a tal sistema, considera que el presente es temporal. Sin embargo, el presente no es tiempo, sino la presencia mental, que denota detención, fijeza en lo pensado. En la realidad física no hay presente, sino constante e ininterrumpido movimiento. Søren Kierkegaard tampoco distingue la eternidad de la presencia mental [64]. Ninguna de las dos es tiempo, pero la primera es real (equivale a Dios), mientras que la segunda es exclusivamente mental, propia de la mente humana. Lo que hay en el idealismo de Hegel es la sublimación de la «presencia mental» humana, la cual pretende englobar el tiempo pasado histórico, pero, por supuesto, no engloba ni el futuro ni la «eternidad».
Con todo, Søren Kierkegaard no desprecia el valor del pasado ni del presente. Tal vez se inspirase en esto Heidegger –buen lector del danés– cuando describió el tiempo como «el horizonte de la comprensión del ser», pues tomó del tiempo las tres modalidades sin excluir ninguna, también por oponerse al sistema hegeliano. En otro trabajo, Las obras del amor, Kierkegaard trata de la esperanza, la cual no se entiende sin el futuro, y sostiene que el futuro es superior en importancia al presente: «esperar está compuesto en realidad de lo eterno y de lo temporal; de ahí que la expresión de la tarea de la esperanza bajo la figura de la eternidad sea esperarlo todo, y bajo la figura de la temporalidad sea esperar siempre... Esperar se relaciona con lo futuro, con la posibilidad, la cual, por su parte, es distinta de la realidad, y en cuanto tal es siempre doble: posibilidad de progreso o de retroceso, de elevación o de ruina, del bien o del mal» [65].
En definitiva –y frente a lo que sostienen algunos intérpretes que subrayan la relevancia del «instante» en Søren Kierkegaard, y lo entienden como síntesis de tiempo y eternidad [66]–, hay que decir que para el padre del existencialismo el instante es el presente, y éste es inferior al futuro, que lo entiende, o bien como temporal o bien como eterno. En el primer caso, el hombre resuelve la presente situación en vistas de tener un futuro mejor; en el segundo, «lo eterno “es”; pero cuando lo eterno toca lo temporal o está en lo temporal, no se encuentra en lo “presente”, pues en este caso lo presente mismo sería lo eterno. Lo presente, el instante, pasa rápidamente, tanto que propiamente no existe, es solo el límite, y por tanto, ha pasado; mientras que lo pasado es lo que fue presente. Por tanto, cuando lo eterno está en lo temporal, lo está en el futuro (pues lo presente no puede captarlo, y lo pasado sin duda pasó) o bien en la posibilidad. Lo pasado es lo real, lo futuro es lo posible. Eternamente lo eterno es lo eterno; en el tiempo, lo eterno es lo posible, lo futuro... Estar a la expectativa en relación con la posibilidad del bien significa esperar, cosa que, precisamente por ello, no puede consistir en ninguna expectativa temporal, sino que es una esperanza eterna» [67].
No podía ser de otro modo, pues si, para Søren Kierkegaard, lo más importante en el ser humano son las virtudes teologales, la fe, la esperanza y el amor, que describe unidas [68], y éstas miran al futuro, este debe ser superior al pasado y al presente. En efecto, lo más relevante en la vida de Kierkegaard es, como se sabe, el cristianismo [69], pero «la esencia del cristianismo –escribe en su Diario– es el futuro y la esencia del paganismo es el presente» [70]. Sí; el cristianismo se basa en la gracia, y «la gracia mira al futuro, no puramente al pasado» [71]. En el aludido trabajo Las obras del amor, Kierkegaard vincula el amor sobre todo con el futuro, criticando el amor de aquellos que lo refieren al instante: «¡Ay, parece que el tiempo de los pensadores ha pasado! La tranquila paciencia, la lentitud humilde y obediente, la magnánima renuncia al efecto instantáneo, la distancia de la infinitud respecto del instante, y el amor devoto de su pensamiento y su Dios, necesario para pensar un solo pensamiento: eso parece desparecer, está prácticamente en camino de convertirse en una ridiculez para los seres humanos» [72]. Y es que, si el amor es la clave de la felicidad, de ésta, más que decir que la hemos alcanzado en algún momento de la vida, hay que decir que la alcanzaremos, pues mientras vivimos nadie ha logrado culminar felicitariamente. Más aún, Søren Kierkegaard afirma que el amor referido al instante es egoísmo: «el amor en el sentido del instante o de lo instantáneo no es más ni menos que amor de sí» [73].
Para Kierkegaard el hombre es una síntesis entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo eterno. «La síntesis de lo temporal y de lo eterno no es una segunda síntesis, sino la expresión de aquella misma síntesis en virtud de la cual el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sostenida por el espíritu» [74]. En esta síntesis «el futuro significa en cierto modo mucho más que el presente y que el pasado, puesto que el futuro es en cierto modo la totalidad de la que el pasado no es más que una parte; y, además, el futuro puede significar, también en cierto sentido, la misma totalidad. Esto se debe a que lo eterno significa primariamente lo futuro» [75]. Otra clave de lo humano, según este pensador, es la libertad, y es claro que ésta no se comprende sin el futuro.
Pero la preeminencia del futuro sobre el pasado y el presente la defiende Kierkegaard fundamentalmente desde la fe sobrenatural: «en virtud de lo eterno puede uno triunfar sobre el porvenir, porque lo eterno es el fundamento del porvenir; de ahí que uno pueda profundizar en aquel en virtud de éste. ¿Y cuál es el poder eterno en el ser humano? Es la fe. ¿Cuál es la expectativa de la fe? Victoria» [76]. No se puede sostener que para Søren Kierkegaard el instante o el presente sea lo decisivo, al menos porque, como pensador religioso cristiano, lo subordina a la eternidad: «la sola vez del sufrimiento es el instante, y la sola vez del triunfo es la eternidad; la sola vez del sufrimiento, una vez pasada, no es ninguna vez, y asimismo, en otro sentido, la sola vez del triunfo ya que ella no es jamás pasada; la sola vez del sufrimiento es un pasaje o transición; la sola vez del triunfo es un triunfo que dura eternamente» [77]. En este sentido, la temporalidad toda entera es, para Kierkegaard, el instante. Pero la eternidad no lo es, porque el instante pasa a pasado, mientras que la eternidad es sin tiempo.
Discusión: ¿la relación humana con Dios es solo sobrenatural?
Como conclusión de lo indicado en los precedentes epígrafes cabe afirmar que, para Kierkegaard, «Dios está solamente en el interior. Si alguien, por tanto, habla con él como aquel hombre lo hacía con el sabio, entonces no habla propiamente con él» [78]. La cadencia agustiniana de que Dios es más íntimo a uno que uno a sí mismo resuena en los escritos kierkegaardianos. Pero ahora conviene preguntar si esa relación personal del hombre con Dios es natural en el ser humano, o más bien es exclusivamente sobrenatural, es decir, favorecida únicamente por el don divino de la fe.
Frente a las pruebas metafísicas que demuestran la existencia de Dios, Kierkegaard defiende que el hombre está abierto a Dios solo por medio de la fe: «en vez de darte importancia demostrando la existencia de Dios, humildemente demuestras que crees que Dios existe» [79]. El problema de esta propuesta radica en sostener que el hombre se abra a Dios solo por la fe sobrenatural, es decir, no naturalmente. Además, Søren Kierkegaard entiende la fe como certeza subjetiva más que como conocimiento de temas: «por fe entiendo... la certeza interior que anticipa la infinitud» [80]. Para él no se puede hablar, en sentido fuerte, de conocer verdadero al abrirse a la divinidad, porque afirma que «respecto de Dios siempre estamos en el error» [81]. Se trata, pues, de la fe fiducial luterana, una concepción reductiva de la fe cristiana.
El interpretar la fe como carencia no-ética se debe a que Kierkegaard admite que tal fe está vinculada a la voluntad, no a la inteligencia. Por eso la describe con el modo de ejercitarse propio de esta facultad, a saber, la elección o decisión [82]. Con ella el hombre se abre a una alternativa: «si no se elige a Dios, ha fallado su alternativa, se ha puesto en camino de la perdición con su alternativa» [83]. En rigor, se trata de la misma alternativa formulada en una de sus primeras obras: «o esto o lo otro. O Dios... o amar a Dios u odiarlo... O adherirse a Dios o menospreciarlo» [84]. Pero como la voluntad no conoce, la fe, de la que dice que inhiere en esta facultad [85], no puede ser cognoscitiva. «Lo paradójico es esto, que una decisión eterna se decida en el tiempo. Yo digo: esto no se puede comprender, se debe creer, esto es paradójico» [86].
Sin embargo, la búsqueda no-ética de Dios es una dimensión radical de la intimidad humana, porque el hombre es para Dios. No obstante, Kierkegaard considera, por una parte, que ésta no es natural sino don divino de la fe; y, por otra, que no es búsqueda cognoscitiva. Estamos, pues, ante el fideísmo [87]. De haber admitido que la apertura personal a Dios es natural y cognoscitiva, todavía cabría indagar si es nativa en el ser humano, o más bien adquirida. Los pensadores clásicos que ofrecen demostraciones de la existencia de Dios no reparan en que esa apertura pueda ser nativa en la intimidad humana, por eso se esfuerzan en ofrecer argumentos racionales, pues todos esos argumentos son adquiridos, ya que la razón inicialmente es «tabula rasa». Pero Kierkegaard está en las antípodas de estas posiciones, pues admite que tal apertura es exclusivamente por fe; y es claro que ésta no es nativa sino adquirida, aunque por donación divina a lo largo de la vida. Admite, además, que esta virtud teológica no se recibe precisamente en edad temprana, o sea, en la infancia o en la juventud, pues el estadio religioso, caracterizado por la fe, requiere –según Søren Kierkegaard– madurez [88].
También se podría preguntar si quien busca mediante la fe encuentra lo buscado. Kierkegaard responde que «quien busca a Dios, lo encuentra siempre, y quien compele a un hombre a buscar, lo ayuda a encontrar» [89]. En efecto, si la búsqueda de Dios es solo por medido de la fe, y ésta la da Dios, con ella se encuentra a quien se busca, pues quien compele al hombre a buscar es Dios mismo. Si Dios se retrotrajese al encuentro, no partiría de él la iniciativa de impulsar al hombre a relacionarse con él por el medio que él mismo le otorga: la fe. Con todo, si la fe no es cognoscitiva ¿de qué tipo de encuentro se trata? Como se advierte, en la formulación kierkegaardiana del acceso a Dios hay un doble déficit no-ético: uno de teoría del conocimiento y otro de fe. Al primero se suele llamar agnosticismo; al segundo, fideísmo.
Juan F. Sellés en revistas.unav.edu
Notas:
1 KIERKEGAARD, S., El concepto de angustia, Madrid: Guadarrama, 1965, 244. En sus apuntes íntimos escribió: «la relación del singular a Dios... es todavía la pura verdad y salud». ID., Diario (1848), FABRO, C. (ed.), Brescia: Morcelliana, vol. 5 (1981) 54.
2 KIERKEGAARD, S., Diario (1854), FABRO, C. (ed.), Brescia: Morcelliana, vol. 11 (1982) 78.
3 ID., Diario (1848), FABRO, C. (ed.), Brescia: Morcelliana, vol. 5 (1981) 17. Más adelante añade: «como en todos los demás campos también en este (de la vida) se ha abolido la relación a Dios». Ibíd., vol. 5, 34.
4 TORRALBA, F., Amor y diferencia. El misterio de Dios en Kierkegaard, Barcelona: PPU, 1993, 186. De la misma opinión son G. Reale y D. Antiseri: «El individuo, Dios y la relación entre individuo y Dios, estos son los temas de fondo de la filosofía de Kierkegaard», en REALE, G. y ANTISIERI, D., Historia del pensamiento filosófico y científico, Barcelona: Herder, 1988, 222.
5 KIERKEGAARD, S., Migajas filosóficas, LARRAÑETA, R. (ed.), Madrid: Trotta, 1997, 29.
6 KIERKEGAARD, S., Diario (1847), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 157.
7 Cfr. CODA, P., «Antropología della relazione e Trinità», en L’essere umano come rapporto, ROCA, E. (ed.), Brescia: Morcelliana, 2008, 89-101.
8 Cfr. SUANCES, A. M., Søren Kierkegaard, I: Vida de un filósofo atormentado, Madrid: UNED, 1997, 230.
9 «Para los filósofos todo conocimiento, incluso el de la existencia de Dios, es un producto del hombre, y es solo en un sentido impropio en el que se puede hablar de Revelación... Mienten, por encuadrar en la imagen, que Dios al inicio ha separado las aguas del cielo de las de la tierra y que existe una realidad sobre la atmósfera». KIERKEGAARD, S., Diario (1839), FABRO, C. (ed.), vol. 2 (1980) 180.
10 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum definitivo y no científico a las «Migajas filosóficas», Salamanca: Sígueme, 2010, 528. En otro pasaje de esta obra escribe que «la adoración es la máxima relación de un ser humano con Dios, y por tanto de su semejanza con Dios». Ibíd., 404.
11 ID., Diario (1839), FABRO, C. (ed.), vol. 2 (1980) 160.
12 ID., Diario (1844), FABRO, C. (ed.), vol. 3 (1980) 119.
13 ID., Diario (1848), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 201.
14 ID., Diario (1854), FABRO, C. (ed.), vol. 11 (1982) 67.
15 ID., Diario (1849), FABRO, C. (ed.), vol. 6 (1981) 36.
16 Con esto se quiere indicar que se considera a la antropología que mira hacia la intimidad, al acto de ser personal humano, irreductible a la metafísica, la cual estudia los actos de ser reales externos. Cfr. al respecto: AA.VV., «La distinción entre la antropología y la metafísica», Studia Poliana 13 (2011) 105-117.
17 Discurso «El que ruega rectamente, combate en la plegaria y vence al vencer Dios», en Dieciocho discursos edificantes, Madrid: Trotta, 2010, 368. Cfr. al respecto: WIDAKOWICH, M., «El concepto de Dios según Sören Kierkegaard», Filosofar Cristiano 8-9 (1984-1985) 15-18; 201-208.
18 «La naturaleza, la totalidad de la creación, son la obra de Dios, y sin embargo, Dios no está ahí, pero en el interior del hombre individual existe una posibilidad (pues él es de acuerdo con sus posibilidades espíritu) de despertar en la interioridad a la relación con Dios y es así como es posible ver a Dios en todas partes» (KIERKEGAARD, S., El concepto de angustia, Madrid: Guadarrama, 1965, 246). Esta afirmación tan radical no parece correcta, porque Dios está en sus obras de muchos modos (recuérdese la tesis medieval: «por esencia, presencia y potencia»), a la que habría que añadir que cuando quiere se hace «personalmente» presente).
19 ID., Post-scriptum, 403.
20 Ibíd., 405.
21 Ibíd., 350. Tesis similar a la sostenida en sus apuntes íntimos: «La corrupción fundamental de nuestro tiempo consiste en haber abolido la personalidad» (ID., Diario (1853-55), FABRO, C. [ed.], vol. 12 [1982] 69).
22 Esto es así, según Kierkegaard, porque «todo hombre que no se conozca como espíritu, o cuyo yo interno no ha adquirido conciencia de sí mismo en Dios, toda existencia humana que no se sumerja así límpidamente en Dios y que se base nebulosamente en cualquier abstracción universal (Estado, nación, etc.), o que ciega para sí misma, no vea en sus facultades más que energías de fuente mal explicable, y acepte su yo como un enigma rebelde a toda introspección, toda existencia de este género, por asombroso que sea lo que realice, lo que explique, incluso el universo, por intensamente que goce la vida en esteta, incluso semejante existencia es desesperación» (La enfermedad mortal, publicado bajo el título Tratado de la desesperación, HOLSTEIN, J. E. [ed.], Barcelona: Edicomunicación, 1994, 59).
23 Cfr. FAZIO, M. y FERNÁNDEZ LABASTIDA, F., Historia de la filosofía, IV: Filosofía contemporánea, 2 ed. Madrid: Palabra, 2009, 135.
24 KIERKEGAARD, S., Etapas en el camino de la vida, CASTRO, J. (ed.), Buenos Aires: S. Rueda, 1952, 359.
25 Ibíd., 358.
26 Ibíd., 381.
27 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 495.
28 Ibíd., 386.
29 Ibíd., 399.
30 Ibíd., 529.
31 Ibíd., 426. Cfr. asimismo: ibíd., 426, 431; ID., Diario (1854-1855), FABRO, C. (ed.), vol. 11 (1982) 204.
32 «En lo más íntimo de su ser, el religioso es cualquier cosa menos un humorista; por el contrario, está absolutamente comprometido en su relación con Dios» (ID., Post-scriptum, 494).
33 «El ideal es odio a lo humano. Lo que el hombre ama por naturaleza es la finitud. Para él la pena más tremenda es encontrarse en frente del ideal... Cuando el ideal es presentado como la exigencia ético-religiosa, para el hombre eso es la pena más tremenda... He aquí por qué el cristianismo fue llamado y es “enemistad a los hombres”» (ID., Diario (1854-55), FABRO, C. [ed.], vol. 11 [1982] 266-267).
34 ID., Post-scriptum, 176.
35 ID., Diario (1847), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 88.
36 Reinhardt escribió al respecto que el «Existential thinking calls for the unity of thougth and life». The Existentialist Revolt. The main Themes and Phases of Existentialism, 2 ed. New York: Fr. Ungar Publishing, 1960, 57.
37 KIERKEGAARD, S., «Un discours de circonstance», Discours Édifiants, Œuvres Complètes, Paris: L’Orante, vol. 15, 1948, 23.
38 KIERKEGAARD, S., Dieciocho discursos edificantes, Madrid: Trotta, 2010, 299.
39 Cfr. ibíd., 306, 308, 314, 315, 318.
40 Ibíd., 303.
41 ID., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. I, Madrid: Trotta, 1997, 56.
42 ID., «Lo que aprendemos de los lirios del campo y de las aves del cielo. Tres discursos», en Los lirios del campo y las aves del cielo, Madrid: Trotta, 2007, 50.
43 ID., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. II, Madrid: Trotta, 1997, 217.
44 Cfr. ibíd., 222.
45 ID., Migajas filosóficas, 31. Cfr. también: ibíd., 28. Cfr. al respecto: FABRO, C., La comunicazione della verità nel pensiero di Kierkegaard, Brescia: Studi Kierkegaardiani, 1957; FRUTOS, E., «La enseñanza de la verdad en Kierkegaard», Revista de Filosofía 9 (1950) 91-98.
46 Cfr. KIERKEGAARD, S., Migajas filosóficas, 31-32.
47 ID., El concepto de angustia, ed. cit., 290.
48 «Preciso es que él crezca y que yo mengüe», en ID., Dieciocho discursos edificantes, 272.
49 «La preocupación de la pequeñez», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, Madrid: Trotta, 2007, 109.
50 ID., Etapas en el camino de la vida, 322.
51 «La filosofía es mediación» (ID., Diario (1842-1843), FABRO, C. [ed.], vol. 3 [1980] 114).
52 Cfr. KIERKEGAARD, S., Etapas en el camino de la vida, 322; ID., El concepto de angustia, ed. cit., 289. Cfr. al respecto: DOOLEY, M., The politics of exodus. Soren Kierkegaard’s ethics of responsibility, New York: Fordam University Press, 2001.
53 «Temor y temblor no son el “primer motor” de la vida cristiana, porque no son el amor» (ID., Diario (1839), FABRO, C. [ed.], vol. 2 [1980] 156).
54 «Nadie puede servir a dos señores», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, 178.
55 ID., Etapas en el camino de la vida, 355. Cfr. asimismo: «Nadie puede servir a dos señores», en Los lirios del campo y las aves del cielo, 184.
56 Cfr. LÖWITH, K., De Hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Marx y Kierkegaard, ESTIU, E. (ed.), Buenos Aires: Sudamericana, 1968, 499.
57 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 532. Cfr. también: Migajas filosóficas, 36.
58 ID., Ejercitación del cristianismo, Madrid: Trotta, 2009, 85.
59 «La expectativa de la fe. En el año nuevo», en ID., Dieciocho discursos edificantes, ed. cit., 42. Cfr. asimismo: «Paciencia en la expectativa», ibíd., 224-225; «La expectativa de una beatitud eterna», ibíd., 259.
60 «La expectativa de una beatitud eterna», en ID., Dieciocho discursos edificantes, ed. cit., 277.
61 Cfr. sobre este punto: CARLILE, Cl., Kierkegaard’s philosophie of becoming, Albany: State University Press, 2005; WESTPHAL, M., Becoming a self. A reading of Kierkegaard’s Concluding unscientific postscript, West Lafayette: Purdue University Press, 1996.
62 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 403. Cfr. asimismo: Diario (1843-1844), FABRO, C. (ed.), vol. 3 (1980) 95.
63 Cfr. ID., Post-scriptum, 67.
64 Cfr. ibíd., 126.
65 ID., Las obras del amor. Meditaciones cristianas en forma de discurso, Salamanca: Sígueme, 2006, 300.
66 Cfr. por ejemplo: GUERRERO, L., Kierkegaard: Los límites de la razón en la existencia humana, México: U. Panamericana, 1993, cap. I, 4: «La síntesis de la temporalidad y la eternidad»; GOÑI ZUBIETA, C., El valor eterno del tiempo. Introducción a Kierkegaard, Barcelona: PPU, 1996, Sección Segunda, cap. III.
67 KIERKEGAARD, S., Las obras del amor, 300-301.
68 Cfr. FRENDT, G., Works of Love?: Reflections on Works of Love, Potomac, Maryland: Scripta Hummanistica, 1982, Chapter 2: The Unity of the Theological Virtues or, Dancing with the Three Graces.
69 «Es del cristianismo de lo que me ocupo, y de la cristiandad que vivo» (KIERKEGAARD, S., Diario (1848), FABRO, C. [ed.], vol. 4 [1980] 179).
70 ID., Diario (1847), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 49. Cfr. también: ibíd., 78.
71 ID., Diario (1853), FABRO, C. (ed.), vol. 10 (1982) 30.
72 ID., Las obras del amor, 439.
73 Ibíd., 441.
74 ID., El concepto de angustia, 169.
75 Ibíd., 169.
76 «La expectativa de la fe. En el año nuevo», ID., Dos discursos edificantes, Madrid: Trotta, 2010, 43. «Uno solo acaba con el porvenir al vencerlo y esto lo hace precisamente la fe, pues la expectativa es victoria». Ibíd., 50.
77 «La joie de penser que l’on ne soufre qu’une fois, mais triomphe éternellement», Sentiments dans la lutte des soufrances, en ID., Discours chrétienes, 2e partie, en Oeuvres Complètes, Paris: L’Orante, 1948, vol. 15, 91.
78 «Tres discursos sobre circunstancias supuestas», en ID., Dieciocho discursos edificantes, 437.
79 «La preocupación de la indecisión», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, 151. Cfr. asimismo: Diario (1846), FABRO, C. (ed.), vol. 3 (1980) 179. Torralba Roselló ha escrito que, en Kierkegaard, «la fe y no el conocimiento fundamenta la relación entre Dios y el hombre». TORRALBA, F., Amor y diferencia. El misterio de Dios en Kierkegaard, Barcelona: PPU, 1993, 229.
80 KIERKEGAARD, S., El concepto de angustia, 282.
81 «Ultimátum. El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad», ID., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. II, 315.
82 «La conclusión de la fe no es una conclusión sino una decisión» (ID., Migajas filosóficas, 90).
83 «Nadie puede servir a dos señores», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, 175.
84 Ibíd., 176. «En el silencio junto al lirio y al pájaro hay una alternativa, o Dios... entendiéndolo así: o amar a Dios, u odiarlo, o adherirse a Él o menospreciarlo». Los lirios del campo y las aves del cielo, 177.
85 «La fe es un acto de voluntad» (ID., Migajas filosóficas, 73).
86 ID., Diario (1849-1850), FABRO, C. (ed.), vol. 6 (1981) 118.
87 Cfr. al respecto mi trabajo «El fideísmo», en SELLÉS, J. F., Riesgos actuales de la universidad, Madrid: Eiunsa, 2010, cap. 11.
88 Cfr. KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 572-573, 582.
89 «La confirmación en el hombre interior», en ID., Dieciocho discursos edificantes, 1
Leo Elders
Introducción
Los novísimos del destino del hombre tal como se enumeran son: la muerte, el juicio particular de las almas, la resurrección, el juicio universal, y para unos la bienaventuranza del cielo, para otros el purgatorio o el infierno. Sobre el juicio universal las fuentes de la revelación son muy claras. De hecho, un gran número de textos bíblicos, confirman la realidad del juicio final y describen su desarrollo. Sin embargo, el tema lleva consigo muchos interrogantes, puesto que los textos bíblicos emplean un cierto número de metáforas para describir el carácter del juicio universal. Por eso, un análisis de la doctrina sobre este juicio realizado por la razón a la luz de la revelación parece oportuno. Desgraciadamente, Santo Tomás no dejó terminada la última parte de la Suma de teología que debería tratar de los novísimos, pero poseemos no solamente las cuestiones concernientes al tema del Scriptum super Librum Sententiarum, sino también muchos otros textos, a los que nos referiremos.
Huelga detenernos en el hecho del juicio final que es un dogma de la fe. De la frecuencia con que el Antiguo y el Nuevo Testamento hablan del juicio final se puede concluir que Israel así como los cristianos, con motivo de las persecuciones que sufrían, han hallado un cierto consuelo en la doctrina de un juicio divino que castigaría a los enemigos de Dios.
Según Santo Tomás, un juicio es un acto por el cual un pleito se reduce a una igualdad en que consiste la justicia [1]. Menciona un triple juicio divino:
a) El juicio universal al final de la historia.
b) El juicio particular, en la muerte de cada hombre [2]. Cita Lucas 16, 22-23: «Murió el rico y fue sepultado. En el infierno en medio de los tormentos levantó sus ojos».
c) El juicio a que los hombres son sometidos en su vida en la tierra. Por las tribulaciones de la vida presente Dios prueba, de vez en cuando, a los hombres, en particular en cuanto los buenos son a menudo puestos a dura prueba, mientras que los malos viven en prosperidad [3]. En su Comentario sobre el evangelio de san Juan insiste en que este juicio es un juicio de discernimiento (iudicium discretionis). En su primera llegada obra una separación de los espíritus: los unos se quedaban ciegos, los otros eran iluminados por la gracia [4]. En su primera venida Cristo no vino para condenar, sino para salvar [5]. Las palabras de Cristo «Ahora es el juicio de este mundo» (Jn 12, 31) se refieren al juicio de discernimiento [6]. En cuanto a la ejecución de este juicio en la vida de los buenos, que frecuentemente sufren muchas tribulaciones, Tomás repite que es absolutamente necesario aceptar que el alma sigue existiendo después de la muerte [7]. Sin embargo, durante nuestra vida terrestre no hay que investigar, por qué sufrimos tanto [8].
El juicio universal consiste, según la doctrina constante de Tomás, en la separación de los buenos de los malos [9]. Para el hombre moderno y crítico la manera en que el dogma del juicio final viene descrito en la Biblia, lleva consigo muchos problemas y está expuesto a la tentación de descartar todos los detalles como un mito. Consideremos antes el análisis que el Doctor común propone del cap. 25 del Evangelio según San Mateo.
Jesús juzgará en cuanto es el Hijo del hombre
Un juicio supone que quien juzga tenga un cierto dominio sobre los juzgados. El juicio final determina sobre la admisión de los hombres al reino del cielo. Puesto que Cristo es el redentor por quien ha llegado la redención, es conveniente que Él sea el juez y que el Padre, que es la fuente de toda potestad, entregó el poder de juzgar a Cristo, como lo dice Juan 5, 27: El Padre «le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre». Por su pasión mereció su dominio, sobre todo. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18) [10].
Una primera pregunta hecha por Tomás concierne la frase del evangelio que dice que Jesús juzgará en cuanto es el Hijo del Hombre. La razón por la cual Jesús juzgará a todos en su naturaleza humana es que así los hombres podrán verlo. Su naturaleza divina, al contrario, no es visible para los que serán excluidos de la visión de Dios [11]. Además, todos deben ver a Cristo para que reconozcan que Él es el único Salvador del género humano. Por eso el libro del Apocalipsis 1, 7 dice: «Viene en las nubes del cielo y todo ojo le verá». Por fin, Santo Tomás considera una prueba de la clemencia divina el hecho que los hombres serán juzgados por un hombre.
En lo que sigue, Tomás pone de relieve la aparición de Cristo en su gloria y majestad, es decir en su cuerpo glorioso. En su primer advenimiento, Jesús apareció revestido de nuestra humildad para satisfacer por nosotros, pero al final de los tiempos vendrá a ejecutar la justicia del Padre y por esto debe manifestar su gloria. El signo de la cruz aparecerá como indicio de la pasión, para que se vea así cuan grande es la misericordia divina. «Si la visión de la gloriosa humanidad de Cristo será para los justos un premio, para los enemigos de Cristo será un suplicio» [12]. Pero cuando el texto sagrado dice que el Hijo del Hombre se sentará sobre su trono de gloria, no hay que entenderlo literalmente: el trono de Cristo son los santos. Todos los hombres nacidos de Adán hasta el final del mundo verán a Cristo, por una iluminación interior comprenderán el bien y el mal que han hecho, pero no habrá una enumeración vocal sucesivamente de todas las acciones de los buenos y de los malos [13].
La llegada de Cristo será como un relámpago que atraviesa el mundo entero y se muestra a todos. Después de esta aparición de Cristo, todos los hombres serán congregados. Los buenos «a la derecha» y los otros «a la izquierda» de Cristo, lo que significa que los buenos obtendrán el sitio mejor.
Si Cristo menciona solamente las obras de misericordia como causa de la admisión a la vida eterna, y su falta como el motivo de la condenación, hay que interpretar estas obras como integrantes de todo el bien que hace el hombre a favor de sí mismo o de otros [14]. En su comentario de este capítulo del Evangelio según Mateo, Tomás no trata varios detalles mencionados en el texto.
En el opúsculo De articulis fidei, c. 7, es más explícito: juzgar es la tarea de un rey y de un gobernador. Hay tres aspectos en este juicio universal que merecen ser subrayados:
a) La forma del juicio, a saber, quién será el juez: Cristo, en su naturaleza humana; quienes serán los juzgados: los cristianos que murieron en el estado de pecado mortal. Tomás escribe otra vez que los que no tienen la fe, serán condenados, pero no sometidos al juicio. Los cristianos santos («los pobres de espíritu») no serán juzgados, sino serán asociados al juicio como asesores. Tomás se funda en Mateo 19, 28: «Vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel». Otros quienes murieron en el estado de gracia, pero que han incurrido en pecado, serán salvados, pero juzgados [15]. El juicio divino concierne también a lo oculto, que los hombres no pueden juzgar, porque el juicio humano concierne a los actos exteriores [16].
b) El segundo punto es una enumeración de las razones por las que hay que temer el juicio final. En primer lugar, por la ciencia del juez, que lo sabe todo. Todo lo que los hombres han hecho quedará al descubierto delante de sus ojos. En segundo lugar, hay que tener miedo del juicio por causa del poder inmenso del juez y de su justicia inflexible. Tomás recuerda que ahora es el tiempo de la misericordia, pero que al fin del mundo llegará el momento cuando será hecha justicia. Por fin, hay que temer la ira del juez como resulta de Ap 6, 16: «Decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero».
c) En tercer lugar, Tomás expone, cómo podemos prepararnos en vista del juicio final, a saber, por obras buenas. Cita Rm 13, 3: «¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación». Añade que, a pesar de su severidad, en todo caso el juicio divino es preferible a un juicio humano [17].
La participación de los apóstoles y los santos en el juicio final
La presencia de los apóstoles como asesores es un problema teológico interesante. Tomás lo examina en el Supplementum, q. 89, a. 1. La base de su exposición es el texto de Mateo 19, 28: «En verdad os digo que vosotros los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel». Menciona varias interpretaciones de este texto, para determinar de qué manera los apóstoles pueden participar al juicio sin menoscabar la posición de Cristo. Concluye que juzgar quiere decir la acción con que se procede contra uno, es decir sentenciar de palabra, sea por propia autoridad, sea por transmisión de la sentencia dada por la autoridad competente. En este último sentido se puede decir que los santos transmitirán a otros el conocimiento de la justicia divina y la sentencia de Cristo.
La distinción entre el juicio particular y el juicio universal
La distinción entre el juicio particular y el juicio final se trata por Tomás en varios textos. En el Supplementum [18] da una explicación bastante amplia de la distinción entre los dos juicios, basándose en el hecho que vivimos en la historia y que hay un devenir lo que significa que las cosas no llegan en seguida a su término. Proyecta la necesidad de un juicio final contra el trasfondo de la creación y el gobierno divino del mundo. Es necesario un juicio universal contrapuesto a la primera producción de las cosas en el ser. Como en la creación todo salió inmediatamente de Dios, así también hace falta que haya un último complemento en que cada uno recibe lo que le es debido. Esto vale sobre todo porque ahora el sentido de muchos acontecimientos está escondido a los hombres. Dios permite que haya mal en el mundo y dispone de algunos para la utilidad de los demás, contrariamente a lo que los hombres suelen hacer.
Ahora bien, el juicio particular, en cambio, se sitúa todavía en la historia. Al morir cada hombre es juzgado individualmente conforme a lo que ha hecho. Este juicio particular empieza ya durante la vida de cada uno, de acuerdo con la teología bíblica, en particular con las palabras de Cristo en el Evangelio según san Juan. En su respuesta a la primera dificultad, Tomás explica la dualidad de los juicios por el hecho que el hombre es una persona particular, pero que forma también parte del género humano. De ahí un doble juicio. El primer es una retribución por lo que ha hecho en esta vida, con respecto al alma, y no con respecto a su cuerpo. El otro juicio le concierne en cuanto es un miembro de la humanidad. En la solución de la segunda dificultad escribe que el último juicio lleva consigo la separación de los buenos y los malos. Para los buenos es un complemento, pues se añade un premio por la gloria adjunta del cuerpo resucitado. Los malos, al contrario, sufrirán mayor tormento por el castigo del cuerpo, que se añade a su pena y dolor interior y, en segundo lugar, por la presencia de tantos otros condenados. Al contrario, el gozo de los bienaventurados se aumenta por la vista de los demás beatos.
En la Suma contra los gentiles [19], Tomás explica la diferencia entre el juicio particular y el juicio final por la distinción entre el alma y el cuerpo, hablando de retribución en el primer juicio, de consumación en el segundo: todos los procesos en el mundo físico, así como la historia humana, llegarán a su fin con la resurrección de todos. La primera retribución se hará individualmente, a medida que los hombres mueren cada uno a su turno. La segunda retribución tendrá lugar simultáneamente para todos, porque todos serán resucitados al mismo tiempo. Pues cualquier retribución a tenor de la diferencia de los méritos o la diversidad de las culpas exige un juicio. Por consiguiente, hay un doble juicio: el primero que adjudica premios o castigos a las almas separadamente, el segundo en cuanto se da a todos con respecto a sus almas y a sus cuerpos lo que han merecido.
Puesto que el juicio final concierne a los premios o castigos de los cuerpos visibles, conviene que este juicio se hará visiblemente. Por eso Cristo aparecerá en la forma de su naturaleza humana, que todos, tanto los malos como los buenos, podrán ver. La visión beata de Dios, al contrario, se reserva a los buenos. Entonces todas las cosas alcanzarán su estado definitivo y recibirán lo que les corresponda [20].
La condición final del mundo
Tomás concibe esta condición final del universo como un estado sin ulteriores movimientos de los cuerpos celestiales y procesos en el mundo físico, apoyándose en el texto de San Pablo de Rm 8, 20-22: «Las criaturas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción y también nosotros», que establece una conexión entre el destino del mundo físico y el del hombre. Porque ya no habrá generación y corrupción, tampoco habrá los movimientos y procesos cósmicos que las producen. Desde luego, es imposible imaginarse cuál será en este mundo nuevo la condición de los elementos, las plantas y los animales. Lo único que se puede afirmar es que el estado del mundo debe convenir a los cuerpos de los resucitados, que siguen disponiendo de sus facultades sensitivas.
Ahora bien, en los capítulos anteriores [21] Tomás había mostrado que después de la muerte la voluntad humana ya no cambia de orientación fundamental. Así tampoco existirá generación y corrupción en el mundo. En el juicio final la historia llegará a su término y el sentido del devenir histórico que ahora nos está en gran parte escondido, llegará a ser manifiesto.
El juicio particular está relacionado con el gobierno divino del mundo y se sitúa en la historia. Presentándolo de esta manera, Santo Tomás puede hablar de un juicio particular que ya empieza durante nuestra vida en la Tierra, de acuerdo con la teología bíblica. Subraya que la remuneración de algunos se retrasa por Dios en vista del bien de otros [22].
¿Cómo los pecadores conocerán sus pecados?
En sus tratados sobre el juicio divino, Tomás formula respuestas a varias preguntas. Sus soluciones a las dificultades merecen ser mencionadas. Una primera cuestión concierne a la manera en que los pecadores conocerán sus propios pecados. Menciona las siguientes dificultades: con la muerte del cuerpo, las facultades sensitivas como la imaginación y la memoria sensitiva parecen perecer, y no se ve como uno podría acordarse de sus pecados. Además, los pecados de muchos cristianos habrán sido perdonados y borrados por la gracia. Si conociéramos todos los pecados de los demás hombres, tendremos menor vergüenza de los nuestros, —lo que no parece conveniente—. San Agustín en cambio sugiere que una cierta fuerza divina nos ayudará a recordar todos nuestros pecados [23].
Tomás propone este argumento: en el juicio universal todas las obras serán juzgadas. A este fin es necesario que cada uno tenga conciencia del bien y del mal que hizo. El Apocalipsis 20, 12 menciona un libro en que todo está escrito. Hay que entender esto como referido a las conciencias de todos los hombres. El texto sagrado habla de un solo libro porque por una única intervención divina todos recordarán sus actos. Es verdad que muchos pecados habrán sido perdonados, pero no hay actos meritorios o actos culpables que no queden de una u otra manera activos en sus efectos. Para que la sentencia del juez sea justa, debe ser evidente para todos. Por consiguiente, los méritos y las faltas de los demás deben ser puestos en conocimiento de todos, de la misma manera que cada uno conocerá sus propios actos. Santo Tomás considera esta conclusión más probable que la opinión de Pedro Lombardo según la cual los pecados ya perdonados no serán conocidos por los demás. Los pecados de los santos serán más bien un motivo de gloria por causa de su penitencia [24]. Ni siquiera María Magdalena se avergonzará de sus pecados.
En el comentario sobre el Libro sententiarum, Santo Tomás trata este problema con más detalle. Por el Libro de la vida hay que entender la conciencia de los hombres individuales que, juntas son llamadas un solo libro, porque por virtud divina los pecados de cada uno son revocados de la memoria [25]. Los malos conocerán también las acciones buenas que han hecho, pero este recuerdo les causará más bien un gran dolor porque se darán cuenta de todo lo que han perdido [26].
El juicio se hará mentalmente
¿Pronunciará Cristo su sentencia oralmente? [27]. En su respuesta, Tomás escribe que no se puede determinar con toda certeza lo que se haya de responder a esta pregunta. Sin embargo, es mucho más probable que todo este juicio —tanto en lo relativo a la discusión, como a la acusación de los malos y a la alabanza de los buenos y a la sentencia que corresponde a unos y a otros—, se hará mentalmente. Añade una explicación: si tuvieran que narrarse vocalmente los hechos de cada uno de los hombres allí presentes se requeriría un espacio de tiempo verdaderamente fabuloso. Se nota que el Aquinate toma una posición más firme en su solución a pesar de las dudas de la tradición con respecto a la cuestión de si el juicio final se realizará oralmente. En su Comentario sobre 1 Corintios reitera esta posición [28]. El juicio se hará en un momento [29]. Tomás refiere a 1Co 15, 52: «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al último toque de la trompeta... los muertos resucitarán incorruptibles». «Por consiguiente, aquel juicio será breve y no durará mil años, como dijo Lactancio».
El tiempo del juicio final
Otra cuestión importante que ha ocupado a los teólogos concierne al tiempo del juicio final. Santo Tomás arguye que Dios se reserva lo que está exclusivamente sometido al divino poder. Así como el mundo comenzó a existir por acción inmediata de Dios, así acabará sin la intervención de ninguna causa creada. Ninguna criatura sabe cuándo llegará el fin del mundo [30]. El santo doctor establece una relación entre la creación y la consumación. El mundo no llegará a su término por causas creadas, como tampoco ha recibido su ser de una criatura, sino inmediatamente de Dios. El texto de Marco 13, 32, «Ni el Hijo sabe el momento», significa que Jesús en su naturaleza humana no lo sabía.
En cuanto a los signos que según el evangelio precederán al juicio final, estos se refieren, escribe Tomás, en parte a la destrucción de Jerusalén, en parte a la misión invisible de Cristo en la Iglesia y en parte al juicio final. Pero estos signos como las persecuciones no permiten determinar cuándo llegará el fin. Hubo persecuciones desde del comienzo de la Iglesia, con mayor o menor violencia. Y aún, suponiendo que, al final aumentarán tales peligros, tampoco puede precisarse qué cantidad de peligros será la que precederá inmediatamente al día del juicio o al advenimiento del anticristo [31]. En los primeros siglos fueron tan grandes las persecuciones y había tanta abundancia de errores que algunos creyeron inminente el día del juicio.
El lugar del juicio
Los teólogos medievales se preguntaban también dónde el juicio final tendría lugar. Según un texto del profeta Joel Dios «reunirá a todas las gentes y las llevará al valle de Josafat y allí discutirá con ellos» [32]. Pero Tomás escribe que no se puede saber con certeza, cómo se hará el juicio y cómo se reunirán los hombres. Cristo podría bajar cerca del monte de los Olivos —es decir, cerca del lugar de dónde subió al cielo—. Un texto de San Pablo da una indicación en este sentido: «El mismo que bajó, es él que subió sobre todos los cielos» [33]. En otro texto escribe que el juicio se hará en el sitio que conviene a Cristo con respecto a su naturaleza humana, es decir cerca de la tierra, donde nació, sufrió y cumplió las demás tareas de su misión [34]. Pero, añade Tomás, no se puede saber con certeza, cómo los hombres se reunirán para asistir al juicio universal.
Si todos los hombres comparecerán en el juicio
Porque Cristo es el Salvador que derramó su sangre por todos, es conveniente que en el juicio final todos contemplen su exaltación en su naturaleza humana. Con la expresión «las doce tribus de Israel», que serán juzgadas, están significadas todas las naciones, porque todas han sido llamadas a participar de las promesas hechas a Israel. Sin embargo, si todos los hombres comparecerán al juicio para ver a Cristo, no todos serán juzgados. Por ejemplo, son exceptuados los niños fallecidos antes de llegar al uso de la razón. Tomás añade que «tampoco los infieles serán juzgados, porque ya están juzgados», como es indicado en Juan 3, 18: «El que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios»; Juan 12, 48 y textos paralelos:
«El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien le juzga». Esta afirmación vuelve repetidas veces en las obras del Doctor común [35]. En cuanto a quienes serán juzgados, Tomás hace notar que para los condenados no habrá ninguna discusión, pero para los cristianos habrá una evaluación para que sea expuesto el bien y el mal que han hecho.
Tomás añade una distinción. El juicio muestra dos aspectos: la discusión de los méritos y la distribución de los premios. Los santos que se entregaron totalmente al servicio de Dios y no tienen mezcla alguna notable de males («nullam admixtionem notabilem alicuius mali»), no serán sometidos a un examen de sus méritos. Pero quienes construyen sobre el fundamento de la fe «con madera, heno o paja» (1Co 3, 12) y están «comprometidos en negocios terrenos» (2Tm 2, 4), serán sometidos a una discusión de sus méritos, porque en su vida hay una cierta mezcla de cosas buenas y males [36].
En cuanto a los malos, Tomás aplica otra vez la distinción entra la discusión de los méritos y la retribución de la pena. En cuanto a los malos no habrá discusión de sus méritos, porque falta en ellos el fundamento de la fe, sin el cual «todas las obras posteriores carecen de perfecta rectitud de intención» [37].
Con respecto a quienes tienen la fe pero mueren en pecado mortal, tendrá lugar la discusión de sus méritos para mostrar que «son justamente excluidos de la ciudad de los santos de la que exteriormente parecen ser ciudadanos» [38]. El texto habla en términos duros de los infieles que serán juzgados como enemigos, en analogía con la exterminación de los enemigos en la sociedad humana. Esta práctica perseguía el fin de descartar a personas que constituían una amenaza, y que no se sometían al servicio del bien común. En el juicio final se trata de la exclusión de la bienaventuranza del cielo. En su Exposición sobre los artículos de la fe escribe concisamente que no habrá una evaluación de la vida de los infieles, porque el que no cree, ya está juzgado (Jn 3, 18).
¿Serán juzgados los ángeles?
Algunos pasajes de la Biblia se refieren a esta cuestión, como Jn 16, 11; 2P 2, 4 y 1Co 6, 3. En su respuesta Tomás escribe que el así llamado «juicio de discusión» no es aplicable ni a los ángeles buenos, ni a los malos. En los buenos ya no hay nada de malo, ni en los malos nada de bueno. Pero habrá para ellos el juicio de retribución suplementaria en cuanto los buenos se regocijarán de la felicidad de aquellos a cuya salvación han contribuido. Los ángeles malos serán todavía más afligidos por la ruina que verán alrededor de sí y serán confinados al infierno [39].
Los asesores en el juicio final
Según el Nuevo Testamento, los apóstoles serán asociados al juicio final [40]. Tomás supone que, mediante una iluminación por parte de los grandes santos, los santos inferiores y los pecadores serán iluminados en cuanto a los premios y los castigos que les corresponden. Así, los colaboradores de Cristo participarán plenamente de su triunfo y se mantendrá una cierta jerarquía.
Conclusión
Estudiando las obras del Doctor angélico respecto a su doctrina del juicio final, se nota que todas sus explicaciones dependen de la revelación bíblica. Domina perfectamente todo lo que la Sagrada Escritura nos dice sobre los acontecimientos del final del tiempo, reduce las diversas afirmaciones a una síntesis con un profundo respeto a los textos inspirados y consigue explicar en fórmulas teológicas lo que a veces es tributario de una presentación metafórica. En sus grandes líneas, su tratado en que utiliza los escritos de los Padres es la exposición definitiva de la teología católica sobre esta parte de las postrimerías del hombre. El juicio final se pone en relación con la creación, y constituye su consumación gloriosa y el término de la historia humana. Pero el dogma de juicio final sirve también para invitarnos a preparar el encuentro con Cristo en su gloria, el salvador del mundo [41].
Leo Elders en dadun.unav.edu/
Notas:
1. In Isaiam, c. 1, lección 5.
2. In 1 Cor., c. 7, lección 2.
3. Cfr. In 1 Cor., c. 3, lección 2; Compendium theol., c. 243, n. 528; Quodl. X, q. 1, a. 2: «Unum (est iudicium) quo beatificat vel damnat homines quoad animam et hoc iudicium per totum hoc tempus agitur».
4. O.c., c. 3, l. 3.
5. In evang. Ioan., o.c., 8. lección 2.
6. Ibid., lección 5.
7. En Job, c. 7: «Tota ratio divinorum iudiciorum turbatur si non esset vita futura».
8. En Job, c. 23: «Inquirere causam quare punitus sit est inquirere rationem divini iudicii, quam quidem nullus cognoscere potest nisi ipse Deus».
9. Supplementum, q. 88, 1 ad-2: «Propria sententia illius generalis iudicii est separatio bonorum a malis».
10. Supplementum, q. 90, a. 1.
11. De articulis fidei, art. 7: «Divinitas est ita delectabilis quod nullus potest sine gaudio eam videre, et ideo nullus damnatus».
12. Supplementum, q. 90, a. 2.
13. Tomás escribe que hay que entender la voz como una impresión interior, y cita a San Agustín: «Divina virtute erit quod unicuique occurrat quod fecit».
14. «Quidquid facit homo vel ad suam utilitatem vel proximo, totum sub opere misericordiæ continetur».
15. «Iudicabuntur de omnibus factis, bonis et malis».
16. Cfr. In Romanos, c. 2, l. 3 y c. 5, l. 6: «Humanum iudicium est de exterrioribus actibus, sed divinum de interioribus».
17. In Rom., c. 2, l. 4: «In omnibus iudicium divinum praeferendum est humano».
18. Q. 88, a. 1 (= In IV Sent., d. 37, q. 1, a. 1, ql. 1).
19. IV, c. 96.
20. S.C.G., c. 97: «... unoquoque accipiente finaliter quod ei debetur secundum seipsum».
21. S.C.G., cc. 92-95.
22. Ibid.: «Differtur unius praemiatio pro utilitate aliorum».
23. De civitate Dei, 20, 14: «Quædam igitur vis est intellegenda divina, qua fiet ut cuique opera sua, vel bona vel mala, cuncta in memoriam revocentur et mentis intuitu mira celeritate cernantur, ut accuset vel excuset scientia conscientiam atque ita simul et omnes et singuli iudicentur».
24. In IV Sent.. d. 43, q. 1, a. 5: «Ita oportet quod ad hoc quod iusta sententia appareat, quod omnibus sententiam cognoscentibus merita innotescant».
25. In IV Sent., d. 43, q. 1, a. 5 A.
26. Ibid., ad-4.
27. Supplemento, q. 88, a. 2.
28. En 1 Cor., c. 5, lección 1, n. 269: «Intelligitur autem ista prolatio sententiæ non vocalis sed spiritualis».
29. In psalmum 2, n. 10: «Unde illus iudicium in brevi fiet, nec durabit per mille annos, ut Lactantius dixit».
30. Supplementum, q. 88, a. 3.
31. Supplementum, q. 88, a. 3, ad-2.
32. Joel 3, 2.
33. Efesios 4, 10.
34. Quodl. X, q. 1, a. 2.
35. Cfr. In articulos fidei, art. 7: «... sicut infideles, quorum facta non discutientur quia qui non credit, iam iudicatus est».
36. Supplementum, q. 89, a. 6.
37. Ibid., art. 7.
38. L.c., ad-1.
39. Supplementum, q. 89, a. 8.
40. Cfr. Mt 19, 28: «Vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
41. El autor agradece al Excmo. señor Don Ángel Martín-Municio de la Academia Real la revisión del texto español.
José R. Villar
Introducción
Unas palabras de Juan Pablo II, dirigidas a los participantes en un encuentro de estudio de la Prelatura del Opus Dei, subrayan algunos rasgos característicos de las Prelaturas personales para peculiares obras pastorales que resultan de importancia para la comprensión de estas figuras previstas por el Concilio Vaticano II (cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 10; Decr. Ad gentes 20 y 27, nota 28). Transcribimos el párrafo pontificio en su original italiano (cursivas nuestras):
«E saluto specialmente il vostro Prelato, il Vescovo Mons. Javier Echevarría, che ha promosso quest’incontro allo scopo di potenziare il servizio reso dalla Prelatura alle Chiese particolari, ove i suoi fedeli sono presenti. Voi siete qui, in rappresentanza delle componenti in cui la Prelatura è organicamente strutturata, cioè dei sacerdoti e dei fedeli laici, uomini e donne, con a capo il proprio Prelato. Questa natura gerarchica dell’Opus Dei, stabilita nella Costituzione Apostolica con la quale ho eretto la Prelatura (cfr. Cost. ap. Ut sit, 28.XI.82), offre lo spunto per considerazioni pastorali ricche di applicazioni pratiche. Innanzitutto desidero sottolineare che l’appartenenza dei fedeli laici sia alla propria Chiesa particolare sia alla Prelatura, alla quale sono incorporati, fa sì che la missione peculiare della Prelatura confluisca nell’impegno evangelizzatore di ogni Chiesa particolare, come previde il Concilio Vaticano II nell’auspicare la figura delle Prelature personali. La convergenza organica di sacerdoti e laici è uno dei terreni privilegiati sui quali prenderà vita e si consoliderà una pastorale improntata a quel «dinamismo nuovo» (cfr. Lett. ap. Novo millennio ineunte, 15) cui tutti ci sentiamo incoraggiati dopo il Grande Giubileo» (Udienza ai partecipanti all’incontro sulla «Novo Millennio Ineunte» promosso dalla Prelatura dell’Opus Dei, 17.III.2001).
Estas palabras suponen una descripción significativa —a partir del caso de la Prelatura del Opus Dei [1]— de las características de las Prelaturas personales. Aluden, además, a una dimensión decisiva para la comprensión del ser y misión de la Iglesia en general. En ellas se dice lo siguiente:
1) La Prelatura personal es una institución «organicamente strutturata», es decir, compuesta de fieles y ministros presididos por el Prelado. Se trata de una «convergenza organica» di sacerdoti e laici», esto es, constituye una forma de la interrelación entre sacerdocio común y ministerial, que viene moderada por el ministerio capital del Prelado. Es esta «interrelación» la que fundamenta —lo veremos más adelante— la naturaleza jerárquica («questa natura gerarchica dell’Opus Dei») de las Prelaturas personales como estructuras «de» Iglesia.
2) Es una estructuración y convergencia «orgánica». Los sacerdotes y laicos, varones y mujeres, que se encuentran con el Papa en ese momento están en rappresentanza delle componenti, es decir, en representación de los dos «elementos» que «componen» orgánicamente la Prelatura, el «ministerio» y los «fieles». Tanto uno como otros pertenecen y actúan en la Prelatura de manera «orgánica»: en cuanto constituyen «el» sacerdocio ministerial y «el» sacerdocio común, y cooperan entre sí desde su correspondiente posición eclesiológica como tales ministros y fieles laicos. Esta «composición» supone jurídicamente la incardinación de los unos y la incorporación de los otros en la Prelatura («fedeli laici... alla Prelatura, alla quale sono incorporati»).
1) El Papa desea «sottolineare» la actividad de las Prelaturas al servicio de las Iglesias particulares. Este servicio viene garantizado por «l’appartenenza dei fedeli laici sia alla propria Chiesa particolare sia alla Prelatura», de manera que la «peculiar obra pastoral» confluye necesariamente en la tarea evangelizadora de la Iglesia local.
Estas páginas se proponen reflexionar sobre el alcance eclesiológico de esas afirmaciones. En particular, las palabras de Juan Pablo II invitan a detener la atención sobre la «cooperación orgánica» del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común en la realización de la misión de la Iglesia y, en su seno, la peculiar obra pastoral de las Prelaturas personales. Como es natural, este aspecto concreto presupone un marco general de comprensión de la mencionada figura. Por este motivo, recordaremos en primer lugar —y a grandes rasgos— la fisonomía teológico-canónica de las Prelaturas personales (I). Abordaremos luego el objeto inmediato de nuestro interés (II-IV).
I. Configuración institucional de las Prelaturas personales
No es necesaria ahora una exposición por extenso del contenido teológico-canónico de las Prelaturas personales. Una síntesis tanto de la legislación reguladora (cc. 294-297) como de buena parte de la doctrina científica, indica que las Prelaturas personales son instituciones pertenecientes a la estructura jerárquica de la Iglesia. Se componen de sacerdotes y diáconos del clero secular y de fieles laicos que, entre otros modos de pertenecer a la Prelatura (por ej., a iure), pueden hacerlo a través de la convención prevista en el c. 296. En ella hay, pues, un Prelado —que puede ser obispo—, un presbiterio compuesto de sacerdotes seculares y diáconos, y fieles laicos, varones y mujeres, como es el caso del Opus Dei. Las Prelaturas personales se diferencian, en consecuencia, de los institutos de vida consagrada, y de los movimientos y asociaciones de fieles. Por estas características —y en razón de su naturaleza jerárquica— son figuras análogas a las Iglesias particulares (como sucede por ej. con los Ordinariatos militares).
La finalidad de la Prelatura personal es llevar a cabo una «peculiar obra pastoral» —por este motivo se diferencia de la Iglesia local—, y los fieles laicos de la Prelatura se sitúan bajo la jurisdicción del Prelado a los efectos propios de su realización. Éstos continúan, en consecuencia, perteneciendo a las Iglesias locales en que viven, de manera que la potestad propia y ordinaria del Prelado no sustituye la autoridad del Ordinario local: de aquí el significado eclesiológico que tiene la cláusula «salvis semper iuribus Ordinarium locorum» querida por el n. 10 del Decr. Presbyterorum ordinis para las Prelaturas personales. La autoridad del Prelado se halla articulada en la comunión de la Iglesia particular según las determinaciones jurídicas oportunas que respetan la capitalidad teológica del Obispo local. La potestad del Prelado se designará —según autores— de modo diverso (compartida, mixta, cumulativa, etc.). Lo decisivo es, en todo caso, comprender la analogía y la diferencia teológicas entre las Prelaturas personales y las Iglesias particulares.
1. Ministros y laicos en las Prelaturas personales
Para comprender la naturaleza jurídica y eclesiológica de las Prelaturas personales resulta metodológicamente necesario el estudio del Derecho particular de cada Prelatura —en este caso, del Opus Dei—, ya que el marco jurídico general establecido para las Prelaturas personales admite un desarrollo variado en los Estatutos de cada una. El Codex iuris particularis del Opus Dei ofrece ese contenido material abarcante.
Los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei describen la relación presbíteros-laicos de la siguiente manera: es «una prelatura personal que comprende a la vez clérigos y laicos para realizar una peculiar obra pastoral bajo el régimen de un Prelado propio» (n. 1, pár. 1); y, más adelante, añaden: «El sacerdocio ministerial de los clérigos y el sacerdocio común de los laicos se entrelazan íntimamente y mutuamente se reclaman y complementan, para realizar, en unidad de vocación y de régimen, el fin que se propone la Prelatura» (n. 4, pár. 2). Por su lado, la parte narrativa de la Const. apost. Ut sit describe el Opus Dei apoyándose en este rasgo principal, es decir, el entrelazamiento del sacerdocio común y del ministerial: «apostolica compages quae sacerdotibus et laicis sive viris sive mulieribus [constat]», y esto sucede de manera «organica et indivisa». Interesa retener esas expresiones: una compages apostolica dotada de unidad orgánica.
Esta unidad «orgánica e indivisa» de ministros y fieles laicos significa, en una primera aproximación, que «el Opus Dei no es una asociación de clérigos que llama a colaborar en sus tareas a unos cuantos laicos; ni tampoco una asociación laical que necesita de algunos clérigos como consejeros o capellanes. Es una labor que entraña la mutua cooperación de clérigos y laicos» [2]. Estamos ante una comunidad de fieles, constituida formalmente por la Autoridad suprema de la Iglesia, para la realización de una peculiar obra pastoral, presidida por un Prelado —su Ordinario propio— con la cooperación de un presbiterio [3].
Esta perspectiva resulta coherente con el concepto de «Prelatura» en la tradición canónica. La noción de «Prelatura» designa una unidad de organización de la misión pastoral de la Iglesia, internamente estructurada por el ministerio jerárquico, y presidida por un Prelado; esto es, una comunidad de fieles que viene identificada según posibles criterios —territoriales u otros— con un Pastor propio, que desempeña la función de capitalidad [4].
Éstos son algunos datos que sirven de punto de partida para una consideración ulterior sobre la participación de los laicos en la «peculiar obra pastoral» de las Prelaturas. Para abordar debidamente ese tema debemos anteponer unas consideraciones sobre las posibles formas de agregación en la Iglesia.
2. Las formas sociales en la Iglesia-communio ecclesiarum
Hay dos consideraciones —entre otras— que permiten situar el lugar eclesiológico de las Prelaturas personales, tema tratado de manera casi exhaustiva en los últimos años [5]. Prolongamos aquí algunos elementos de la posición ofrecida por Pedro Rodríguez que, H. Legrand califica como «la más coherente con los textos legislativos; a decir verdad la única coherente con ellos» [6]. Habría que remitirse a muchas páginas de la eclesiología posconciliar para ampliar las siguientes afirmaciones sintéticas:
1ª. La Iglesia, communio ecclesiarum. La Iglesia universal es una comunión de Iglesias —con la peculiar posición de la Iglesia de Roma— en las que vere inest et operatur Una Sancta Catholica et Apostolica Christi Ecclesia (cfr. Decr. Christus Dominus, n. 11). Lo que significa, desde el punto de vista de la operatividad histórica de la Iglesia, que los diversos carismas, las múltiples vocaciones, el testimonio de la vida consagrada, la acción apostólica de las variadas instituciones, las riquezas vitales y estructurales de la Iglesia universal, todas las exigencias de su misión en el mundo, exsistunt, insunt et operantur en la Iglesia particular. «La iglesia particular lleva consigo toda la compleja realidad de la Iglesia como Pueblo de Dios; empeña a todos los bautizados en su múltiple y comprometida realidad sacerdotal, profética y real, junto con la variedad de ministerios ordenados y carismas» [7]. Todas lasmanifestaciones vitales, pastorales y jurídicas de la Iglesia tienen su hogar en las Iglesias particulares. La «comunión» en la portio Populi Dei es, ante todo, una realidad teológico-sacramental que permanece intocada por la diversidad de status jurídico de los fieles, ministros e instituciones que la integran bajo la presidencia iure divino del Obispo de la Iglesia particular [8].
Si esto es así de manera general, lo es con mayor razón en el caso de las Prelaturas personales, ya que sus fieles continúan siendo también jurídicamente fieles de la Iglesia particular en la que viven y llevan a cabo la «peculiar obra pastoral» de la Prelatura bajo la dirección del Prelado y en comunión con el Obispo local. La concreta articulación jurídica entre ambos vendrá establecida en los Statuta (cfr. c. 297).
2ª. La forma social de las Prelaturas personales. Las formas de agregación que se dan en la Iglesia son, de manera general, de dos tipos.
a) Una primera forma de agregación se deriva del derecho de asociación de los fieles, cuyo ejercicio viene modalizado por la respectiva condición personal. De esta manera, hay una «socialidad» de los cristianos-laicos en cuanto laicos, o de los cristianos-religiosos en cuanto religiosos, o de los cristianos-ministros, en cuanto tales; y, por supuesto, una socialidad de los fieles en cuanto tales, sean ministros sagrados, fieles laicos o religiosos, en la cual las distintas categorías se implican bajo la condición de fiel y no formalmente desde la posición eclesiológica respectiva. Son formas sociales de vida cristiana que se dan «en» la Iglesia ya congregada por el ministerio de sucesión apostólica. Estas formas de agregación —y su eventual institucionalización— se basan de manera inmediata: a) en el sacerdocio ministerial (por ej., asociaciones sacerdotales); b) en el sacerdocio común, modalizado por una vocación peculiar o tarea particular: así, el asociacionismo laical, o la pluralidad de formas de vida consagrada. Es necesario notar que ninguna de ellas, en cuanto agregación laical, sacerdotal o de vida consagrada, implica la mutua relación del sacerdocio común y ministerial para constituirse como tal forma social en la Iglesia.
b) Cuando la agrupación eclesial, en cambio, es una configuración de la «interrelación» entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, constituye una socialidad propia «de» Iglesia [9]. Las formas antes mencionadas —que tienen como fundamento la sola condición ministerial o sólo la condición cristiana (laical o consagrada)— presuponen, como su posibilidad misma, esta agrupación esencial y originaria que lleva a cabo in Ecclesiis el ministerio episcopal por medio de aquella interrelación de fieles y ministros de «derecho divino» que llamamos «Iglesia particular» (según las posibles figuras iure ecclesiastico del c. 368). «La Iglesia —explica al respecto P. Rodríguez—, aquí en la tierra organice exstructa, no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan para hacer de ella —la Iglesia— el Cuerpo de Cristo. Esta estructura es originaria en cuanto los dos elementos que la componen señalan las más radicales posiciones estructurales —no las únicas— que se dan en la Iglesia. Desde ella se comprenden teológicamente las entidades históricas en las que esa estructura se expresa, tanto a nivel universal como a nivel particular; y esta articulación esencial diferencia, a su vez, a esas entidades de las otras formas de comunidad cristiana en las que sólo se pone teológicamente en juego uno de esos elementos» [10].
Hay que añadir inmediatamente que en las Prelaturas personales se trata de una interrelación de fieles y ministros distinta por su finalidad —aunque análoga por su naturaleza— de la que se da ex institutione divina en la Iglesia particular: ésta es la interrelación esencial y originaria para que la Iglesia se constituya como Iglesia, y obviamente aquellas —las Prelaturas personales— la presuponen: éstas son una ulterior concreción histórica de esa interrelación de fieles y ministerio en orden a realizar una «peculiar obra pastoral», que forma parte de las posibilidades de ser y misión de la Iglesia Católica en su realización. Por este motivo, no constituyen una alternativa eclesiológica a las Iglesias locales, sino que la «peculiar obra pastoral» tiene su lugar propio —en dimensión de servicio— en las Iglesias locales, y sus miembros continúan siendo fieles de las Iglesias locales a las que pertenecen teológicamente (por el Bautismo) y canónicamente (por los criterios jurídicos habituales): la jurisdicción de la Prelatura —cuyo objeto es la «peculiar obra pastoral»— deja intocada esa pertenencia.
La tesis que en estas páginas queremos ilustrar —y que subyace, a nuestro entender, en las palabras del Papa mencionadas al inicio— es que las Prelaturas personales no son una forma agregativa de sólo fieles laicos, ni del solo sacerdocio ministerial, sino una agregación de ambos en su recíproca relación. Esto es lo propio de las estructuras «de» Iglesia: ser una configuración de la interrelación del sacerdocio común y sacerdocio ministerial, fieles y pastores. En consecuencia, su forma de acción apostólica y misional responde a la dinámica de la «cooperatio» orgánica de fieles y de ministros en la Iglesia. Para comprender cabalmente esta consideración debemos remitirnos al Concilio Vaticano II.
II. La Iglesia, «communio organica»
Una nota principal del magisterio del Concilio Vaticano II es la recuperación teológica de los cristianos laicos para la Iglesia. Sería ocioso ahora acumular textos ilustrativos al respecto [11]. Interesa, en cambio, notar que este acontecimiento no es algo marginal para la visión eclesiológica conciliar. Es más, la posición y función eclesial que corresponde al laico es consecuencia de la profundización del Concilio sobre la naturaleza de la Iglesia misma.
Se ha repetido muchas veces y de diversas maneras que el giro copernicano que llevó a cabo el Concilio —en lo que aquí nos ocupa— es el paso de una concepción unilateral de la Iglesia como primariamente «institución» representada por la jerarquía, al de una concepción donde la diversidad de vocaciones, funciones y ministerios se comprende a partir de la radical unidad de vocación y misión [12]. No es cuestión de enfatizar una vez más el trascendental significado del cambio de orden del capítulo II y el capítulo III de la Const. dogm. Lumen gentium [13]: la Iglesia, todo el Pueblo de Dios, aparece como el sujeto histórico portador de la acción salvífica de Cristo en el mundo, y en su seno la jerarquía realiza su servicio propio, esencial e insustituible, para que todos los cristianos —fieles y ministros— lleven adelante la misión. Hay en la Iglesia diversidad de funciones y unidad de misión (cfr. AA 2).
Basta una aproximación a los textos conciliares para advertir que la unidad y la diversidad del Pueblo de Dios proviene, en última instancia, de la comprensión paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo, un «organismo» en el que hay muchos miembros, pero no todos tienen la misma función, y cada uno cumple su función propia a favor del Cuerpo (cfr. LG 7). Ninguno es «todo», y todos son necesarios. De manera que «por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad» (LG 32; cfr. Rm 12, 4-5).
Unas palabras de Juan Pablo II lo explican con exactitud: «La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión “orgánica”, análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades» (Christifideles laici, n. 20) [14].
Hay que decir, además, que la unidad y diversidad de funciones que existe en la Iglesia trasciende la mera organización humana para hundir sus raíces en el ejercicio del Sacerdocio de Cristo participado en la Iglesia de una doble manera, recíprocamente referida, que supone una «estructura». La Iglesia es, afirma el Concilio, la comunidad sacerdotal de «índole sagrada y orgánicamente estructurada» (indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis: LG 11). La «estructura orgánica» de la comunidad sacerdotal, que es toda la Iglesia, se da primeramente, y en su nivel más fundante, por la mutua ordenación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial (ad invicem ordinantur: cfr. LG 10), es decir, por la articulación conjunta de los fieles y de los ministros.
Esta «organicidad» del Cuerpo sirve a la acción salvífica de su Cabeza, Cristo, de tal manera que la Iglesia está constituida a modo de instrumento (sacramento) vivificado por el Espíritu de Cristo para el acrecentamiento de su Cuerpo (cfr. LG 8). Es la comunidad sacerdotal como tal, estructurada por la ordenación mutua del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial, la que es sacramento de salvación, de manera que «a Spiritu sancto ad cooperandum compellitur, ut propositum Dei, qui Christum principium salutis pro universo mundo constituit, effectu compleatur» (LG 17).
III. La «cooperatio organica» del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial
Si la Iglesia es una communio organica, la operatividad del «sacramento eclesial» se articula como una «cooperatio orgánica», es decir, a partir de la unidad y diferencia de las dos condiciones radicales «consagradas» —fieles cristianos, por el Bautismo; y ministerio sacerdotal, por el sacramento del Orden— que «estructuran» la comunión que es la Iglesia [15].
La «cooperatio organica» es la traducción dinámico-misional de la ordenación recíproca (ad invicem ordinantur) del sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. El Concilio lo expresa en varias ocasiones, p. ej. cuando dice: «la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad» (LG 32). Unos párrafos antes explicaba esta «necesidad mutua» en términos de misión: «Saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles, y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común» (LG 30).
Este texto resulta decisivo para comprender la toma de conciencia conciliar de que la «obra común», la misión salvífica de la Iglesia, es fruto de la acción conjunta de la jerarquía y de los fieles, en la distinción de sus respectivas funciones. «La evangelización tiene como su natural realizador no solamente al obispo y al sacerdote, y ni siquiera al simple fiel bautizado y ungido con el crisma, sino a la comunidad cristiana en su unidad articulada de sacerdocio y laicado» [16].
En esas palabras del Concilio viene apuntada, además, la forma «orgánica» en que ministros y fieles cooperan a la «obra común». La acción del ministerio consiste, primeramente, en apacentar a los fieles por el ministerio de la Palabra y de los Sacramentos; y, a la vez, en reconocer y potenciar sus servicios y carismas, de manera que éstos puedan desplegar su vocación y aportación propias; y así —en un segundo momento lógico— todos, fieles y ministros, ejercitando a su modo su función «orgánica» cooperan unánimes para la realización de la misión [17]. El Código de 1983 ha recogido este principio fundamental de la eclesiología del Concilio en el c. 208 cuando dice que todos los cristianos «secundum propriam cuiusque condicionem et munus, ad aedificationem Corporis Christi cooperantur».
1. La «cooperatio organica» de los fieles laicos
En relación con los fieles laicos, hay que partir de su identidad teológica para comprender su modo de «cooperar» a la obra común. Un texto capital de la Const. dogm. Lumen gentium designa a los laicos como aquellos «fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera [suo modo] de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte [pro parte sua], la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (n. 31).
Se trata, por tanto, de una cooperación no realizada de cualquier forma, sino «orgánicamente»: es decir, desde su posición estructural en cuanto laicos en cooperación con los ministros, y de éstos en cuanto ministros en cooperación con los laicos: «Es necesaria la cuidadosa distinción entre sacerdote y laico en sus funciones; distinción que constituye el presupuesto para una recta inteligencia de tal colaboración» [18].
No es momento de analizar por extenso los fundamentos de la identidad teológica de los laicos y de su función en la Iglesia. Baste remitir a los párrafos de Juan Pablo II en la Exh. apost. Christifideles laici, n. 15, donde se dice: «La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular». Consecuentemente, «la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión “índole secular”» (ibíd.). La «indoles saecularis» propia de los cristianos laicos configura el modo de su cooperación en la Iglesia: esto es, «tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales», como desde dentro (velut ab intra) del mundo donde Dios les llama (vocación: ibi a Deo vocantur) a desplegar su condición bautismal y hacer eficazmente presente a la Iglesia en el mundo (cfr. LG 33).
El Instrumentum laboris preparado para la reciente X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos habla del «puesto propio» de los laicos en la Iglesia y en el mundo de la siguiente manera: «El Concilio Vaticano II, la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos de 1987 y la sucesiva Exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II han ilustrado ampliamente la vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. La dignidad bautismal, que los hace partícipes del sacerdocio de Cristo, juntamente con un don particular del Espíritu les confieren un puesto propio en el Cuerpo de la Iglesia. Así los laicos son llamados a participar, según su modo propio, en la misión redentora que la Iglesia lleva a cabo, por mandato de Cristo, hasta el fin de los siglos» (n. 93). Más adelante, en ese mismo párrafo, explicita ese «don particular del Espíritu» propio del cristiano laico con la expresión: «carisma propio de la secularidad laical», un carisma («estructural», en opinión de P. Rodríguez) que determina su manera de situarse como cristianos en el mundo y como laicos en la Iglesia [19].
Lo que acabamos de decir constituye, en su núcleo, la identidad teológica del laico que, en consecuencia, determina el contenido de la «cooperatio» de los laicos en cuanto tales, es decir, «orgánica». Es lo que el Concilio llamaba, con la terminología del momento, el «apostolado de los laicos», o también —con mayor precisión [20]— «participación de los laicos en la misión salvífica de la Iglesia misma» (LG 33). Esta participación no es, pues, facultativa para los laicos ni opcional para la Iglesia: «todos están destinados a este apostolado por el Señor mismo a través del bautismo y la confirmación» (ibíd.). Su urgencia en la actualidad es evidente para la «nueva evangelización», que pide «la total recuperación de la conciencia de la índole secular de la misión del laico» [21].
Pero el Concilio añade que, además de este «apostolado» (común a todos los laicos), éstos «también pueden ser llamados de diversas maneras a cooperar más directamente con el apostolado de la jerarquía [cooperationem magis immediatam cum apostolatu Hierarchiae] (...). Además, poseen capacidad [aptitudine gaudent] para que la Jerarquía los escoja para ciertas funciones eclesiásticas orientadas a un fin espiritual» (LG 33). Se trata de la posibilidad de que la jerarquía «encomiende» a los laicos algunas funciones que no exigen estrictamente la recepción del sacramento del Orden, pero que están «estrechamente unidas a los deberes de los pastores» (cfr. AA 24), de manera que el Concilio las califica como «apostolatu Hierarchiae» [22], a diferencia del «apostolatu laicorum» [23].
Este ámbito de «cooperación más directa» o «inmediata» en el ministerio de los Pastores no es, pues, el típico de la «cooperatio» al que todos los laicos están llamados, sino una posibilidad («pueden ser llamados...», LG 33) de la condición laical. Se concreta en las prescripciones del Derecho que prevén servicios especiales encomendados a los laicos de manera temporal o permanente (cfr. c. 231), o su cooperación en el ejercicio de la potestad de jurisdicción (cfr. cc. 129 y 228). Esta colaboración tiene un cierto carácter de suplencia —necesaria en situaciones cada vez más numerosas—, razón por lo cual los laicos dependen de la jerarquía en el ejercicio de esas funciones: «La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica» (Christifideles laici, n. 23).
Tales funciones, cuando son ejercidas por laicos, no les convierten en «ministros» (esto sólo sucede por la ordenación sacramental), sino que en cuanto laicos son aptos (aptitudine gaudent: LG 33) para ser llamados. Cuando los laicos colaboran así en el ejercicio del ministerio de los Pastores, lo hacen desde su condición laical: «Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros» (Christifideles laici, n. 23, subrayado en el texto). Del contexto se deduce que el Papa sale al paso de lo que llama «la tendencia a la “clericalización” de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden» (ibíd.). Si esto se produjera, estaríamos ante un problema que trascendería el plano disciplinar o práctico: «Constituiría una deformación de la configuración de nuestra Iglesia el entender la colaboración de sacerdotes y laicos en el sentido de que sus posiciones fuesen intercambiables, como si pudiesen ser sustituidas la una por la otra. De este modo no se hace justicia ni al sacerdocio ni al laicado» [24].
La colaboración más inmediata de los laicos en el ejercicio del ministerio jerárquico ofrece sin duda una novedad que atrae la atención durante los últimos años [25]. La necesidad de esta colaboración es evidente, y se trata —repitámoslo— de una posibilidad perfectamente laical, pues la vida de la Iglesia y sus tareas no son competencia sólo del clero [26].
Retengamos, sin embargo, que se trata de una colaboración en el ejercicio del ministerio de los Pastores que siendo, en muchas ocasiones, no sólo oportuna sino indispensable, no constituye el contenido habitual de la tarea «propia y peculiar» de los laicos en la Iglesia. Si la misión de la Iglesia se identificara con la del ministerio, entonces este apoyo auxiliar del ministerio sería el modo típico de participar los laicos en la misión [27]. Pero el ministerio —lo hemos visto— no absorbe la misión: «Saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo...» (LG 30). Lo propio, aunque no exclusivo, de los laicos en la Iglesia es su acción cristiana en el mundo. «Los laicos, por vocación, tienen ocupaciones primordialmente seculares» [28]. Esta tarea de los laicos en el mundo no les distancia de la Iglesia, pues constituye precisamente su responsabilidad eclesial [29].
2. La «cooperatio organica» en las Prelaturas personales
Lo hasta aquí dicho ilumina la posición de los laicos en las Prelaturas personales, según se lee en el can. 296: «Conventionibus cum praelatura initis, laici operibus apostolicis praelaturae personalis sese dedicare possunt; modus vero huius organicae cooperationis atque praecipua officia et iura cum illa coniuncta in statutis apte determinentur».
La «organica cooperatio» de que se habla aquí es sencillamente la considerada hasta el momento. Designa la interrelación del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común en las Prelaturas personales desde la posición eclesiológica que tienen los ministros y laicos en la Iglesia (en éstos últimos modalizado, suo modo, en su ejercicio por la «indoles saecularis»). «Los laicos... cooperan con Cristo para la consecución del fin de la Prelatura, y esto lo hacen desde su propia condición laical (...), lo mismo debe decirse de los presbíteros y diáconos de las Prelaturas: cooperan con Cristo, desde su propia condición ministerial, en la tarea de la Prelatura. (...) cada uno desde su respectiva posición eclesial, cooperan con Cristo en la Prelatura para la consecución del fin pastoral» [30].
La «cooperatio organica» de laicos y ministros puede implicar formas y obligaciones que se concretarán jurídicamente en los Estatutos de cada Prelatura. En el caso del Opus Dei, que consta de ministros y laicos que cooperan de manera orgánica e indivisible, tal cooperación supone no sólo la incardinación del clero en la Prelatura, sino la incorporación [31] de los laicos pleno iure en ella mediante las conventiones. Lo cual traduce en el plano institucional la intensidad de la cooperatio organica de unos y de otros. En un documento de 1981 de la Congregación para los Obispos sobre los Estatutos del Opus Dei se explicaba esta cooperatio organica de la siguiente manera (muy semejante a como recientemente la describe el Papa Juan Pablo II, como hemos visto):
«En efecto, el Prelado y su presbiterio desarrollan una “peculiar labor pastoral” en servicio del laicado (...) de la Prelatura, y toda la Prelatura —presbiterio y laicado conjuntamente— realiza un apostolado específico al servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias locales. Son dos, por tanto, los aspectos fundamentales de la finalidad y de la estructura de la Prelatura, que explican su razón de ser y su natural y específica inserción en el conjunto de la actividad pastoral y evangelizadora de la Iglesia: a) la “peculiar obra pastoral” que el Prelado y su presbiterio desarrolla para atender y sostener a los fieles laicos incorporados al Opus Dei en el cumplimiento de los específicos compromisos ascéticos, formativos y apostólicos que han asumido y que son particularmente exigentes; b) el apostolado que el presbiterio y el laicado de la Prelatura, inseparablemente unidos, llevan a cabo con el fin de difundir en todos los ambientes de la sociedad una profunda toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y al apostolado y, más concretamente, del valor santificante del trabajo profesional ordinario» [32].
En consecuencia, a la luz de la Const. apost. Ut sit y de los Estatutos que gobiernan el Opus Dei, la función del ministerio del Prelado y su presbyterium (junto con los diáconos) es primariamente atender, como ministros sagrados, a los fieles laicos de la Prelatura. Por su parte, los laicos no son sólo destinatarios de esta acción de los ministros, sino que —junto con ellos— son también sujetos activos desde su condición y función propia en la Iglesia (la incorporación de los laicos a la Prelatura personal no modifica su condición teológica y jurídica de fieles laicos de una Iglesia local). De este modo, todos, ministros y laicos, «cooperando orgánicamente», desde sus respectivas posiciones eclesiológicas, realizan la peculiar obra pastoral de la Prelatura al servicio de las Iglesias particulares.
Esta «cooperación» de laicos y ministros incluye también la posibilidad de que algunos de entre ellos, varones o mujeres, colaboren de manera «más inmediata» con los Pastores bien sea en la Iglesia local, bien sea en el ejercicio del ministerio pastoral del Prelado y sus vicarios por medio de los Consejos establecidos en los diversos niveles de gobierno a tenor de los Estatutos de la Prelatura [33].
3. Algunas opiniones sobre la presencia de los laicos en las Prelaturas personales
Conviene decir, finalmente, que esta naturaleza de las Prelaturas personales como forma institucional de interrelación de fieles y ministerio es reconocida por aquellos teólogos que se han ocupado —pocos, a decir verdad— de estas nuevas figuras desde la perspectiva eclesiológica.
Éste es el caso de J. M. R. Tillard —recientemente fallecido— y de Hervé Legrand, que tienen a la vista la reflexión de P. Rodríguez en la única —por el momento— monografía teológica sobre el tema, que hemos mencionado en varias ocasiones. Tillard recoge —brevemente— como rasgo de las Prelaturas personales la incorporación de los laicos y la incardinación de los clérigos bajo la presidencia de un Ordinario —que puede ser Obispo—, y cuya autoridad y jurisdicción es de naturaleza diversa de la que se da, por ej., en el caso de un superior religioso [34].
Por su parte, H. Legrand se extiende más sobre la «cooperación orgánica» de los laicos de que habla el c. 296. En su opinión, esa expresión significa que los laicos son sujetos responsables de la peculiar obra pastoral de la Prelatura. «Por el convenio —dice— no se convierten [los laicos] en destinatarios de las obras pastorales emprendidas por los clérigos de la Prelatura; de éstos vienen a ser, por el contrario, “cooperadores orgánicos”» [35]. El autor advierte que la Prelatura personal no es una forma de agrupación del clero, ni pertenece al género de las asociaciones de fieles, laicales o religiosas. «Las prelaturas —dice— dependen de otra lógica» [36]. Constituyen —concluye Legrand, siguiendo a P. Rodríguez— una posibilidad de la Iglesia de desarrollar su propia organización pastoral fundada en la autoridad jerárquica [37].
La preocupación de Legrand será distinguir las Prelaturas personales de las Iglesias particulares precisamente —entendemos— por el indudable carácter de estructuras jerárquicas que ambas poseen, formadas por fieles y ministros. Ve la diferencia con las Iglesias particulares en que los laicos siguen perteneciendo a su Iglesia particular tras la incorporación a la Prelatura, es decir, permanecen christifideles de una portio Populi Dei (según la expresión casi técnica que designa a la «Iglesia particular» a partir de CD 11). La Prelatura personal —continúa Legrand— no tiene una portio Populi Dei, en el mismo sentido técnico —añadimos— que una Iglesia particular tiene una portio. Es una forma de agrupación que Legrand llama —para diferenciarla de la Iglesia particular— un coetus populi Dei [38].
Una expresión ésta que coincide sustancialmente con la que utiliza P. Rodríguez para designar las Prelaturas personales, tomada del iter preparatorio del CIC 1983: coetus fidelium [39]. La expresión de Legrand, con todo, pone de relieve que se trata de una agrupación del «Pueblo de Dios» que, como es sabido, no son sólo los fieles sino también los ministros (que ciertamente son también fieles; de aquí la validez básica de la otra formulación).
En definitiva, la cooperación activa de los laicos en las Prelaturas personales no ofrece dificultad teológica; por el contrario, su hipotética ausencia «orgánica», esto es, la reducción de los laicos a la condición de receptores pasivos de la acción del ministerio [40], plantea cierta incomodidad a la luz del magisterio del Concilio Vaticano II que acabamos de releer. La razón es clara: «La actuación común de sacerdotes y laicos en la comunidad excluye en absoluto la existencia aislada de uno de ambos grupos» [41].
IV. El obispo preside y modera la cooperación orgánica del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial
Hemos dicho que la «interrelación» del sacerdocio ministerial con el sacerdocio común es la forma originaria de eclesialidad, esto es, la forma nativa en que la Iglesia vive como Iglesia. Ahora bien, por parte del ministerio esa conjunción del ministerio con los fieles se da según la articulación de episcopado, presbiterado y diaconado.
El episcopado se sitúa del lado del sacerdocio ministerial, como servicio que posee un contenido particular y distinto del de los demás ministros. Por este motivo, habrá que completar lo dicho hasta el momento con una aproximación a lo propio del ministerio episcopal en relación con la «cooperatio organica» del sacerdocio ministerial y el sacerdocio común, y su aplicación analógica a las Prelaturas personales.
1. El Episcopado en la Iglesia
El Concilio Vaticano II estableció unos principios fundamentales para la teología del episcopado. Entre otros, los siguientes:
1º. El origen de la autoridad episcopal es la donación sacramental del Espíritu Santo, que constituye a los Obispos en vicarios y legados de Cristo, sucesores de los Apóstoles; gozan de la sacra potestas que les capacita para cumplir las funciones de santificar, enseñar y regir, aunque el ejercicio legítimo de estos dos últimos munera exige la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 21) [42].
2.º Cada Obispo ha sido introducido sacramentalmente en la sucesión apostólica por su incorporación personal al Colegio u «Ordo episcoporum, qui collegio Apostolorum in magisterio et regimine pastorali succedit» (Const. dogm. Lumen gentium, n. 22). La sucesión apostólica es «colegial»: del Colegio apostólico al Colegio episcopal. No olvidemos que el efecto radical de la ordenación episcopal es la integración en el Colegio, que es una magnitud de gobierno y magisterio de la Iglesia universal o communio ecclesiarum. Esto nos lleva a dos consideraciones.
a) El iter expositivo del capítulo III ilustra esta orientación: la institución de los Doce, su sucesión por los Obispos, la naturaleza sacramental de esta sucesión y ministerio, para llegar a las afirmaciones decisivas sobre el Colegio y sus miembros, y pasar posteriormente a la consideración del Obispo en la Iglesia particular. Un Obispo es un miembro del Colegio episcopal, y como tal ha recibido su cualificado «communitatis ministerium» (Const. dogm. Lumen gentium, n. 20).
b) El Concilio Vaticano II otorga, pues, una prioridad teológica a la condición de miembro del Colegio. No se trata de una alternativa entre la condición de miembro y la de cabeza de una Iglesia, sino más bien se trata de determinar la conexión teológico-sacramental entre ambas dimensiones, siendo una (la dimensión colegial) el fundamento de la otra (la dimensión particular) [43]. Por este motivo, en la Iglesia universal y su estructura de gobierno se hace presente cada Iglesia particular por medio de la sacra potestas de los Obispos.
3º. La autoridad episcopal posee de manera permanente esta característica «colegial». La sacra potestas de los Obispos es —con el lenguaje de la Escuela— «numéricamente una»: la que reciben con la ordenación episcopal y que ejercen siempre en comunión. No hay, en rigor, una sacra potestas colegial, y otra personal, como «dos» potestades distintas. Lo que hay es diversas formalidades (modos) iure divino —colegial o personal— de ejercitar la única sacra potestas sacramentalmente recibida, potestas que se ejercita tanto en el seno del Colegio (actos colegiales) como al ejercer el concreto y particular oficio que le ha sido confiado (caso eminente: la Iglesia particular).
Podemos ahora dirigir la atención hacia lo propio del ministerio del Obispo en cuanto «episcopal».
2. El Obispo preside y regula la mutua ordenación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial
El lugar del Obispo en el Pueblo de Dios proviene de su plenitud sacramental: la ordenación episcopal confiere el proprium del Obispo en cuanto episcopal y que le diferencia del ministerio de «cooperación» de los presbíteros, y de los diáconos. Su ministerio está orientado —a partir de su condición de miembro del Colegio episcopal— «ad habendam conditionem capitis in Ecclesia» (W. Bertrams) [44]. El contenido de esta «capitalidad» en la Iglesia es la «episcopalis operatio et functio» [45], que consiste en presidir y regular la comunidad cristiana en cuanto tal; no ya cualquier forma de agregación en la Iglesia, sino aquella forma característica «de» Iglesia, según dijimos al inicio, es decir, la eclesialidad fundada precisamente en la interrelación básica del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común.
Hay que añadir que esta interrelación (o estructura) «de» Iglesia, y cuya presidencia y regulación es lo propio del ministerio de tipo episcopal, sucede —ya lo dijimos— según una forma originaria y constitutiva; y, además, según formas históricas. A estas segundas pertenece el ministerio de presidencia del Prelado en las Prelaturas personales. Veámoslo de cerca.
a) El Obispo preside la forma originaria y constitutiva de «eclesialidad» que es la Iglesia particular o local
La interrelación originaria y constitutiva del sacerdocio común y ministerial es la eclesialidad nativa del Pueblo de Dios que hace presente la Iglesia Católica constituyendo una portio Populi Dei (cfr. Decr. Christus Dominus, n. 11) [46]. La portio de la Iglesia particular es el elemento sustantivo en cuyo interior y a su servicio está el elemento ministerial, es decir, los presbíteros y diáconos, junto con y presididos todos —fieles y ministros— por el Obispo.
La convocación-congregación que es la Iglesia se realiza a través de la autoridad de cada Obispo que sacramentalmente (Bautismo-Confirmación y Eucaristía) constituye en Iglesia a los que han creído en Cristo. Pertenece, por tanto, a la esencia teológica de la Iglesia particular su presidencia episcopal. Sólo la plenitud sacramental de la sucesión apostólica puede hacer que una portio sea Populus Dei.
Esta forma nativa de interrelación ministerio-fieles, que constituye la esencia teológica de la Iglesia particular, se configura según una institucionalidad jurídica variada (cfr. c. 368 del Código de Derecho Canónico). También la sacra potestas episcopal que se ejercita al servicio de la portio Populi Dei se configura iure ecclesiastico según formas variadas de capitalidad (las correlativas a las figuras del can. 368), cuyas diferencias no afectan a la naturaleza teológica de la interrelación ministerio-comunidad que preside.
Este carácter originario y constitutivo de las Iglesias locales significa que el Cuerpo de Cristo es uno, y el misterio total de la Iglesia se realiza en cada Iglesia particular en comunión con las demás. Es importante notar, por tanto, que toda incorporación y vida in Ecclesia se da in Ecclesiis. Es ésta una convicción asentada en la eclesiología católica: «nadie puede realizar su vivir en la Iglesia existiendo “exclusivamente” —valga la expresión— en la Iglesia universal, como si ésta pudiera ser concebida como realidad adecuadamente distinta de las Iglesias particulares. Esta concepción pondría de manifiesto un “universalismo” paradójicamente muy poco “católico”, pues, en el fondo, la Iglesia universal así concebida sería en realidad “otra” Iglesia particular “más grande”; por el contrario, en la Iglesia universal sólo se está participando a la vez, de alguna manera, en el misterio de la Iglesia particular» [47].
b) Otras formas históricas iure ecclesiastico de la interrelación «fieles-ministerio» y su regulación por el ministerio episcopal
La condición de miembro del Colegio es —lo hemos dicho— dimensión constitutiva del Obispo, y su ministerio se orienta principalmente para la presidencia de una Iglesia particular. Pero hay que precisar más, y añadir: el Obispo, constituido como tal como miembro del Colegio, recibe el communitatis ministerium (cfr. Lumen gentium, n. 20), es decir, debe regular y presidir la interrelación «fieles-ministerio»; un ministerio éste que puede adquirir —y de hecho adquiere— formas diversas de la presidencia de una Iglesia, como es el caso de presidir la interrelación y la «cooperatio organica» que se da en las Prelaturas personales. Si el Obispo es constituido como tal por su incorporación al Colegio, su ministerio se orienta no sólo a la función originaria de capitalidad de la Iglesia particular, sino que puede también realizar formas históricas de ministerio episcopal sustentadas teológicamente en la autoridad del Colegio y su Cabeza para toda la Iglesia. En la práctica, junto con las formalidades iure divino —colegial o personal— de ejercitar la sacra potestas recibida —que son las originarias y fundantes—, la Iglesia ha discernido otros ministerios episcopales iure ecclesiastico que no sustituyen ni son alternativos a la presidencia de una Iglesia local (o de su servicio inmediato: Obispos Coadjutores, Auxiliares), sino que existen en la Iglesia local articulados con el ministerio del Obispo que la preside.
La historia testifica, tanto en Occidente como en Oriente, otras formas episcopales del communitatis ministerium diversas de las que se orientan in recto a convocar, congregar y presidir una Iglesia particular. De hecho el carácter histórico-dinámico de la misión ha provocado tareas de tipo episcopal integradas en la vida de las Iglesias particulares, o al servicio de la comunión de las Iglesias. Hay Obispos cuyo ministerio no se orienta in recto a la episkopé de una Iglesia particular sino a otro tipo de tareas (ordinarios militares, ordinarios rituales, prelados personales) [48]. Existen también Obispos «titulares» con un ministerio episcopal relacionado con el ejercicio de la autoridad suprema papal para la Iglesia universal. La praxis de la Iglesia Católica es evidente en este punto, y la Iglesia Ortodoxa conoce fórmulas de ministerio episcopal similares a las católicas.
Vaya por delante que esta diversidad de ministerios episcopales impide una valoración general a priori. De entrada, encontramos formas de ministerio que, sin ejercer la capitalidad de una Iglesia particular, nada tienen que ver, sin embargo, con la práctica reprobada por el canon 6 del Concilio de Calcedonia sobre las llamadas «ordenaciones absolutas», es decir, aquellas sin un «communitatis ministerium» al que se destina el Obispo, asunto que no ha dejado de suscitar siempre en la Iglesia cierta perplejidad, pues «episcopi nomen relativum est ad ecclesiam» [49]. La fórmula del Ritual: «recibe el báculo, signo de tu ministerio de pastor: muéstrate solícito por tu rebaño, en medio del cual el Espíritu Santo te ha constituido Obispo para regir la Iglesia de Dios», parece pedir una elemental coherencia. Una correcta teología del episcopado sabe que éste es para la misión; es decir, comporta un oficio pastoral en la Iglesia.
Estas formas de ministerio episcopal ponen de relieve que, junto a la función más evidente —y originaria— de presidir una Iglesia particular, se dan también —articulados con aquélla— otros oficios in Ecclesia que son de naturaleza «episcopal» porque consisten precisamente en presidir otras formas iure ecclesiastico de interrelación fieles-ministerio, como es el caso de las Prelaturas personales. Como antes dijimos, junto con las formas de ministerio episcopal de ejercitar iure divino la sacra potestas recibida, que son las originarias y fundantes en la communio ecclesiarum (colegial, para la Iglesia universal; y personal, para la Iglesia local) la Iglesia ha conocido otras formas del communitatis ministerium episcopal, como soluciones pastoralmente adecuadas a las necesidades históricas. Se trata de formas de ejercer la misma y única sacra potestas episcopal: son iure ecclesiastico, es decir, pertenecen a la relatividad histórica, y no sustituyen a la forma originaria, y están sostenidas teológicamente en la condición del Obispo como miembro del Colegio.
Tales configuraciones no son nuevas formas jurídicas de la episkopé propia de la Iglesia particular, sino formas de «episcopalis operatio et functio» diversas de aquélla y —por ser diferentes— compatibles y armónicamente articuladas con ella. Esta articulación es consecuencia de la «mutua interioridad» entre Iglesia universal e Iglesias particulares: la misión de la Iglesia universal no es distinta de la de cada una de las Iglesias particulares, sino interior a cada Iglesia particular, de manera que toda la misión está potencialmente contenida y se realiza en cada Iglesia, in qua exsistit, inest et operatur la Iglesia de Cristo (cfr. CD 11). Teológicamente nada impide un desarrollo de la episkopé universal en un servicio «formalmente» diverso de la convocación in recto de una Iglesia local, y que se realizará «materialmente» en las Iglesias locales (de muchas o de pocas) bajo la presidencia de sus Pastores (según determinaciones canónicas). Lo importante será advertir si esas tareas que no se orientan primariamente a ejercer la episkopé propia de Iglesia particular constituyen una «episcopalis operatio et functio»: regular y presidir la relación fieles-ministerio.
Esta articulación flexible del communitatis ministerium se fundamenta en que el Ordo episcoporum, junto con el ministerio petrino del Obispo de Roma, constituye el cuerpo ministerial de la communio ecclesiarum, por suceder al Colegio apostólico en su oficio pastoral. Sólo el Colegio episcopal con su Cabeza posee en su totalidad la responsabilidad en la misión universal, responsabilidad que constituye el criterio hermenéutico de su ministerio [50]. Y, en ejercicio de esta responsabilidad, el Colegio episcopal se auto-organiza —por medio del ministerio primacial— en una articulación flexible de tareas al servicio de la comunión de las Iglesias locales [51]. En esta manera de proceder se refleja una característica del Colegio episcopal, de honda raíz apostólica: el horizonte intensivamente católico de la misión; aspecto vivido ya desde los tiempos primeros de la Iglesia, y hasta la actualidad.
Ciertamente a lo largo de los primeros siglos no podía pensarse en otras formas posibles de ministerio episcopal «relativo a la Iglesia» que aquella de presidir una Iglesia particular [52]. Cuando, con el desarrollo de la misión, la Iglesia ha encontrado nuevas necesidades pastorales, ha aprovechado la figura del episcopado «titular» que la historia misma le había brindado inicialmente de manera imprevista. Al utilizar ese camino —una fictio iuris— la Iglesia reconocía un tipo de tarea episcopal que no era aquella de la presidencia «efectiva» de una Iglesia particular, pero que sólo podía comprenderse si tenía su punto de referencia en ella: el título de una Iglesia testifica que el «pastoreo» de la Iglesia particular, originario y constitutivo, es el analogatum princeps de todo ministerio episcopal. Supone la percepción de que esas formas de ministerio episcopal no son desarrollos de la episkopé de la Iglesia local, sino ministerios episcopales análogos que cabe comprender desde la episkopé del Colegio y su Cabeza para varias o todas las Iglesias locales, permaneciendo siempre la centralidad del ministerio de presidencia de la Iglesia local.
c) La capitalidad en las Prelaturas personales
En las Prelaturas personales, la cooperación «delle componenti» que la integran, la «convergenza organica di sacerdoti e laici» —por usar las palabras del Papa—, constituye una particularización —«ad particularia opera pastoralia perficienda»— de la cooperatio organica que se da en la Iglesia en general, y que aquí se configura en una institución «organicamente strutturata», en la que el Prelado recibe la autoridad necesaria para presidir y coordinar una tarea al servicio de las Iglesias locales.
La potestad del Prelado se ordena así a moderar y regular la interrelación «fieles/sagrado ministerio» en la Prelatura personal para que ésta realice su misión. Esta presidencia y regulación de la dinámica interna de la Iglesia es el núcleo de la función de los Obispos en la Iglesia. Por ello, la función y autoridad del Prelado es de naturaleza «episcopal», y esto aun en la hipótesis de que el Prelado fuese un presbítero capacitado canónicamente ad instar episcopi [53]. Pero esto mismo pone de manifiesto la suma conveniencia de la ordenación episcopal de quien preside la Prelatura personal. La ordenación episcopal del Prelado no modifica la naturaleza eclesiológica de las Prelaturas personales, sino que otorga el título sacramental adecuado para ejercer un ministerio que es de naturaleza episcopal porque su objeto es presidir y moderar la unidad y cooperación orgánica de ministros y laicos desde su propia identidad y función en la Iglesia [54].
José R. Villar en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal con la Const. Apost. Ut sit, de 28.XI.1982.
2. A. de Fuenmayor, en V. GÓMEZ-IGLESIAS-A. VIANA-J. MIRAS, El Opus Dei, Prelatura personal. La Const. apost. «Ut sit», Pamplona 2000, p. 13.
3. Ibídem, p. 21.
4. J. MIRAS, Tradición canónica y novedad legislativa en el concepto de prelatura, en V. GÓMEZ-IGLESIAS-A. VIANA-J. MIRAS, El Opus Dei, Prelatura personal. La Const. apost. «Ut sit», Pamplona 2000, p. 124.
5. Especialmente en dos monografías sobre las que conviene volver: P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y Prelaturas personales, Pamplona 1986; P. RODRÍGUEZ-F. OCÁRIZ-J. L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid 1993.
6. H. LEGRAND, «Un solo Obispo por ciudad». Tensiones en torno a la expresión de la catolicidad de la Iglesia desde el Vaticano II, en H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA Y GARCÍA, Iglesias locales y catolicidad, Salamanca 1992, p. 524.
7. X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, «El Obispo, al servicio del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo», Instrumentum laboris, n. 82, Roma 2001.
8. Vid. sobre el tema P. RODRÍGUEZ, La comunión dentro de la Iglesia local, en «Iglesia universal e Iglesias particulares». IX Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1989, pp. 469-495.
9. Vid. P. RODRÍGUEZ, El concepto de estructura fundamental de la Iglesia, en A. ZIEGENAUS-F. COURTH-P. SCHAFER (dirs.), «Veritati catholicae», Festschrift für Leo Scheffczyk, Aschaffenburg 1985, pp. 237-246; IDEM, Sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles en la estructura de la Iglesia, en «Romana» 4 (1987) 162-176. La Canonística que se ocupa de la institucionalidad eclesial suele diferenciar las dos formas de agregación, que ahí mencionamos, como «fenómenos asociativos» y «estructuras jerárquicas».
10. P. RODRÍGUEZ, Sacerdocio ministerial y sacerdocio común en la estructura de la Iglesia, en «Romana» 4 (1987) 175-176.
11. Vid. para esto M. SARDI, La responsabilité des fidéles laïcs dans l’action missionnaire de l’Église, en «Antonianum» 72 (1997) 601-635.
12. «Die Kirche wird heute weniger von ihrer hierarchischen Struktur, von Papst, Bischöfen und Priestern her gesehen, sondern vielmehr als die Gemeinschaft aller Gläubigen, als Haus Gottes und Tempel des Heiligen Geistes, als Leib und Braut Christi, als das Volk Gottes, in dem jeder nicht nur seine Seele rettet, sondern einen integrierenden Bestandteil, ein lebenswichtiges Organ, einen tragenden Pfeiler darstellt». Th. WILMSEM, Die Zusammenarbeit zwischen Priestern und Laein nach dem Zweiten Vaticanum, en R. BÄUMER-H. DOLCH (dirs.), Volk Gottes. Zum Kirchenverständnis der Katholischen, Evangelischen und Anglikanischen Theologie, Festgabe für Josef Höfer, Freiburg-BaselWien 1967, p. 714.
13. «Die Neugliederung des Stoffes beruht auf der Erkenntnis, dass der Volk-Gottes-Begriff die Unterscheidung zwischen Geistlichen und Laien transzendiert. Geistliche und Laien bilden zusammen das eine Volk Gottes; sie stehen dabei in einer Zuordnung zueinander, die in der Offenbarung grundgelegt ist und die Einheit des Gottesvolkes begründet». K. MÖRSDORF, Das eine Volk Gottes und die Teilhabe der Laien an der Sendung der Kirche, en K. SIEPEN-J. WEITZEL-P. WIRTH (eds.), Ecclesia et Ius, Festgabe für Audomar Scheuermann zum 60, Geburtstag, München-Paderborn-Wien 1968, p. 100.
14. Recientemente la Instrucción De Ecclesiae mysterio, de varias Congregaciones, con fecha 15.VIII.1997, «sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes», se hace eco de esta relación entre naturaleza y misión de la Iglesia: «Del misterio de la Iglesia nace la llamada dirigida a todos los miembros del Cuerpo místico para que participen activamente en la misión y edificación del Pueblo de Dios en una comunión orgánica, según los diversos ministerios y carismas» (Prólogo, con ref. a LG 33 y AA 24).
15. La «cooperación» es ley interna que se prolonga en todos los estratos de la comunión eclesial, y a todos sus elementos, a la Iglesia local con la Iglesia universal; al Cuerpo episcopal y los presbíteros; a las relaciones entre sacerdotes, laicos y religiosos. La «estructura» del Colegio episcopal es «orgánica», y la comunión jerárquica entre los Obispos y el Papa es una «realidad orgánica» (cfr. LG 22 y NEP 2.ª). Hay organicidad y cooperación entre el Cuerpo episcopal y el Ordo presbyterorum; hay cooperación de los presbíteros entre sí (cfr. PO 8); cooperación del presbyterium con el Obispo en la Iglesia local (cfr. CD 11), etc. Existe en la Iglesia la conjunción «orgánica» de grupos de Iglesias particulares (cfr. LG 23); hay comunión y cooperación de las Iglesias entre sí (cfr. AG 38)...
16. M. GOZZINI, Relación entre seglares y jerarquía, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Concilio Vaticano II, t. II, Barcelona 1966, pp. 1037-1038.
17. Esta dinámica es denominada por P. Rodríguez de «doble escalón»; cfr. su análisis del texto de Efesios 4, 11ss. en El Opus Dei en la Iglesia, o.c. en nota 5, pp. 79-82.
18. P. MIKAT, La colaboración de sacerdotes y laicos en la comunidad, en «Concilium» 7-10 (1965) 70.
19. Para la explicación de la posición eclesiológica de los laicos como efecto de un «carisma estructural», cfr. P. RODRÍGUEZ, La identidad teológica del laico, en «Scripta Theologica» 19 (1987) 265-302.
20. Quizá la fórmula «apostolatu laicorum» no sea plenamente adecuada, ya que parece sugerir la existencia de «varios» apostolados independientes. En realidad, hay un único «Apostolado» en el que todos, a su modo, participan: cfr. K. MÖRSDORF, Das eine Volk Gottes, o.c. en nota 13, p. 109.
21. Instr. De Ecclesiae mysterio, o.c. en nota 14, Prólogo.
22. Es claro que no se trata de funciones de naturaleza jerárquico-ministerial que requieran la ordenación sacramental para ser ejercidas; se trata de funciones que —por razones varias— resultan «estrechamente unidas» a los Pastores. Sobre esta problemática vid. C. KÖSTER, Cooperación de los laicos con la jerarquía en el apostolado, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Concilio Vaticano II, t. II, Barcelona 1966, pp. 1032-1034.
23. Para el fondo teológico de esta «cooperación más inmediata» vid. C. KÖSTER, ibídem, pp. 1017-1035.
24. P. MIKAT, La colaboración de sacerdotes y laicos, o.c. en nota 18, pp. 67-68. «L’engagement des laïcs dans les structures pastorales a connu un développement sans précédent après le Concile». A. VALLÉE, Les laïcs dans l’organisation pastorale de l’Ordinariat militaire du Canada, en «Studia canonica» 28 (1994) 311-322; aquí p. 317.
25. «Un laicado adulto bien formado no solo doctrinalmente, sino también eclesialmente, es esencial para el ministerio de la evangelización. Sin un tal laicado existe el peligro de que en ciertas zonas cese la misión evangelizadora de la Iglesia, especialmente donde se lamenta una fuerte falta de sacerdotes y los laicos cumplen la función de ministros asistentes. En muchos territorios asume una gran relevancia la figura del catequista. Es necesario entonces una sólida formación doctrinal, pastoral y espiritual de catequistas válidos, pero también de otros agentes pastorales capaces de obrar en la diócesis y en las parroquias, con una auténtica acción eclesial también en los diversos campos en los que el Evangelio debe hacerse levadura de la sociedad actual, como signo de transformación y de esperanza.
26. Se pide una mayor confianza de parte de los obispos y de los presbíteros en los laicos, que frecuentemente no se sienten apreciados como adultos en la fe y quisieran sentirse más partícipes en la vida y en los proyectos diocesanos, especialmente en el campo de la evangelización» (Instrumentum laboris, o.c. en nota 7, n. 94).
27. La «Instrucción» ya citada de la Santa Sede (cfr. nota 16) responde a la necesidad de clarificar esta colaboración. La Conferencia episcopal francesa, unos años antes, publicaba un estudio doctrinal sobre Les ministres ordonnés dans une Église-communion, Paris 1993, con intencionalidad similar. En el orden de los estudios y comentarios especializados la bibliografía comienza a ser ingente. Un ejemplo que atañe de cerca a nuestra temática es el de A. VALLÉE, o.c. en nota 25. Este estudio, interesante por lo demás, se concentra en la colaboración de los laicos en el ejercicio de la tarea pastoral del clero incardinado en el Ordinariato, pero apenas se trata de la cooperación «orgánica» de todos los fieles del Ordinariato con los ministros para la realización de la misión eclesial.
28. Instrumentum laboris, o.c. en nota 7, n. 94.
29. «Por muy importante que sea esta invitación [la cooperación más inmediata] a la colaboración en concreto y por muy sintomática que sea la doctrina del magisterio respecto al importante proceso de transformación en el seno de la Iglesia, representan solamente un aspecto parcial de la cooperación posible entre el sacerdote y los laicos en la comunidad, sino que debamos hacer hincapié en este aspecto parcial. La cooperación entre sacerdote y laicos en la comunidad presupone esencialmente el respeto mutuo en sus características propias y así también la coordinación para un trabajo en común. Un desconocimiento de las funciones y coordinaciones propias sería peligroso, tanto para el sacerdote como para el laico. El mutuo respeto y estima muestran claramente que ambos representan a los miembros que sirven a la única Iglesia, cuya cabeza es Cristo». P. MIKAT, o.c. en nota 18, pp. 72-73.
30. P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y prelaturas personales, o.c. en nota 5, p. 125.
31. Es el término que utiliza la S. C. para los Obispos, Decl. Praelaturas personales, 23.VIII.1982, nn. I, b; III, b; IV, c; cfr. AAS 75 (1983) 464-468. También lo utilizan los Statuta del Opus Dei y el Discurso del Papa de 17.III.2001 dirigido a fieles y sacerdotes de esa Prelatura.
32. Nota de la Cong. para los Obispos de 14.XI.1981; cit. por J.L. GUTIÉRREZ, Unità organica e norma giuridica nella Costituzione Apostolica Ut sit, en «Romana» 2 (1986) 345.
33. Cfr. P. RODRÍGUEZ, El Opus Dei en la Iglesia, o.c. en nota 5, pp. 117-120.
34. J.M.R. TILLARD, L’Église Locale. Ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995, p. 281: «Les laïcs ne sont qu’incorporés et demeurent membres de leur Église locale. Les clercs seuls sont incardinés. Le prélat, qui peut être évêque, a sur les membres le pouvoir de l’ordinaire propre, selon une compétence d’un autre type que celle du supérieur religieux». La redacción es algo confusa: es evidente que los laicos no pueden estar «incardinados», y en este sentido, sólo pueden estar «incorporados».
35. H. LEGRAND, «Un solo Obispo por ciudad». Tensiones en torno a la expresión de la catolicidad de la Iglesia desde el Vaticano II, en H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA Y GARCÍA, Iglesias locales y catolicidad, Salamanca 1992, p. 522.
36, Ibídem, p. 523.
37. Cfr. ibídem.
38. Cfr. ibídem, p. 522.
39. Cfr. P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y Prelaturas personales, o.c. en nota 5, passim.
40. Ante la idea de concebir las Prelaturas personales como una forma de organización del solo clero para su mejor distribución, comenta Legrand: «Por ahí no tiene salida, ya que el objetivo de la Prelatura no es una mejor distribución del clero (aunque pueda contribuir a ello); ésta está regulada, de manera eclesiológicamente satisfactoria, por la mayor flexibilidad de las reglas de incardinación, existentes con anterioridad (cann. 265-272)» (Un solo Obispo por ciudad, o.c. en nota 35, p. 523). P. Rodríguez explicita más: «una Prelatura personal no es “auto-organización” del ordo clericalis, sino de la Iglesia: no es jerarquía, sino institución jerárquicamente organizada. Pertenece, pues, a su esencia el coetus fidelium encomendado al cuidado pastoral del Prelado ayudado por su clero. Y ello —y aquí está lo específico— para realizar una peculiar tarea pastoral. El coetus fidelium lo es a los efectos de los peculiaria opera pastoralia de que se trate en cada caso (...), la presencia de fieles laicos en estas Prelaturas es algo inmanente al concepto mismo de Prelatura y a la razón de ser de las Prelaturas personales» (Iglesias particulares y prelaturas personales, o.c. en nota 5, pp. 120-121). El c. 296 afirma que los laicos «pueden» (possunt) establecer convenciones con la Prelatura personal. Si se trata de una posibilidad cabría pensar la hipótesis de una Prelatura personal como auto-organización sólo del ministerio jerárquico. En realidad, ese «possunt» no implica una posible ausencia de laicos en las Prelaturas personales; más bien significa que la relación de los laicos con ellas «puede» darse de otros modos diversos de las «conventiones»: por ejemplo, por determinación a iure de sus fieles.
41. P. MIKAT, La colaboración de sacerdotes y laicos, o.c. en nota 18, p. 71.
42. Cfr. J. LÉCUYER, El Episcopado como sacramento, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, t. II, pp. 731-749. El primer borrador «De Ecclesia» de 1962 afirmaba que los miembros del Colegio son suo iure los Obispos «residenciales». Parecía, pues, que la razón de pertenencia al Colegio episcopal sería la jurisdicción sobre una diócesis. Si es el Papa quien concede esa jurisdicción, podía concluirse que el Colegio mismo sería creación del derecho papal (cfr. J. RATZINGER, La Colegialidad episcopal, en G. BARAÚNA [dir.], cit., p. 756). El texto final sobre la incorporación al Colegio habla de dos requisitos de diferente naturaleza: «Las dos condiciones requeridas, es decir, el rito de la consagración y la guarda de la unión, no ejercen su influencia del mismo modo, como se desprende de la redacción misma del texto: se llega a ser miembro del colegio en virtud de la consagración sacramental (vi consecrationis) y mediante la comunión (communione, en ablativo). El segundo elemento se presenta más bien como condición que como causa, aun cuando esta exégesis no sea indicada formalmente» (G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, t. I, Barcelona 1968, pp. 360-361).
43. «La razón —comenta U. Betti— es que no son los Obispos particularmente quienes suceden a cada uno de los Apóstoles sino que es el Colegio episcopal el que sucede al Colegio apostólico. Al entrar en él ninguno lleva una potestad particular; pero cada uno se hace copartícipe de la potestad universal inherente al Colegio episcopal al que se agrega en virtud de la legítima consagración recibida. En otras palabras: la potestad particular de cada Obispo es sólo una aplicación de la potestad universal que compete a todos en cuanto forman el Colegio. Y ésta no es una dilatación de la potestad particular, ya que la precede ontológicamente y es la fuente de su actuación concreta» (U. BETTI, Relaciones entre el Papa y los otros miembros del Colegio episcopal, en G. BARAÚNA [dir.], La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, t. II, p. 783).
44. Cfr.W. BERTRAMS, De differentia inter sacerdotium episcoporum et presbyterorum, en PRMLC 59 (1970) 195-197.
45. Expresión de Domingo de Soto, que habla de la «episcopalis operatio et functio per quam communi saluti populi consulitur» (De iustitia et iure, Salamanca 1554, p. 872. Cfr. J.I. TELLECHEA, El Concilio de Trento y los Obispos titulares, en J. LÓPEZ ORTIZ [dir.], El Colegio episcopal, Madrid 1964, t. I, pp. 359-385).
46. Cfr. G. PHILIPS, Utrum ecclesiae particulares sint iuris divini an non, PRMLC 58 (1969) 143-154.
47. P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y prelaturas personales, Pamplona 21986, pp. 162-163. Cfr. M.-J. LE GUILLOU, Mission et unité. Les exigences de la communion, t. II, Paris 1960, p. 158; P. ANCIAUX, L’Épiscopat dans l’Église, Bruges 1963, pp. 75-76, 92-93; B. BAZATOLE, L’Évêque et la vie chrétienne au sein de l’Église locale, en Y. CONGAR- B.-D. DUPUY (dirs.), L’Épiscopat et l’Église universelle, Paris 1962, p. 358; Y. CONGAR, De la communion des Églises a une ecclésiologie de l’Église universelle, en ibidem, p. 252.
48. P.-A. Liègè observaba la «flexibilidad» del ministerio episcopal en la historia, y añadía: «Si es cierto (...) que la jurisdicción del Obispo está vinculada generalmente a un territorio particular, no obstante puede suceder que se extienda a una categoría de fieles determinada, sin consideración territorial. Es el caso de los obispos que ejercen la cura de almas superior en los ejércitos (episcopi castrenses), o sobre los fieles que pertenecen a un rito especial o a una nacionalidad especial, aunque se hallen diseminados por varias diócesis» (P.-A. LIEGE, Evêque. III. Théologie, en Catholicisme, Paris 1954, t. IV, cols. 796-797).
49. Así recogía este sentir tradicional el teólogo y Obispo de León, Andrés Cuesta en las discusiones del Concilio de Trento: «Episcopi enim non debent esse absque clero et populo. Nam episcopi nomen relativum est ad ecclesiam» (citado por J.I. TELLECHEA, El Concilio de Trento y los Obispos titulares, en J. LÓPEZ ORTIZ (dir.), El Colegio episcopal, Madrid 1964, t. I, p. 375). El Obispo español concluía, por lo demás, que sacramentalmente los Obispos titulares son tan Obispos como los residenciales. No obstante, hay que dar razón de su episcopalidad también desde la perspectiva del communitatis ministerium.
50. Cfr. G. COLOMBO, Iglesia local y Conferencias episcopales, en P. RODRÍGUEZ (dir.), Iglesia universal e Iglesias particulares, Actas del IX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 1989, p. 500; L. GEROSA, El Obispo, punto de convergencia de las dimensiones universal y particular de la Iglesia, ibidem, pp. 432-433.
51. Cfr. P.-A. LIÈGÈ, Evêque. III. Théologie, en Catholicisme, Paris 1954, t. IV, cols. 796-797.
52. La figura histórica de un episcopado misionero se movía en el ámbito de la episkopé local: su finalidad era en última instancia la «plantatio» de nuevas Iglesias particulares (vid. nota anterior).
53. Teológicamente hablando, la autoridad de un Prelado personal es una forma de colaboración con el Corpus episcoporum. Pero tiene esa «colaboración» una singular característica: no es el mero e inmanente despliegue de las posibilidades «presbiterales» de la ordenación recibida, sino que su constitución como Prelado comporta y tiene como fin el ejercicio de funciones in Ecclesia de suyo episcopales, que le son concretadas por la misión canónica y se sustentan teológicamente en la Suprema Autoridad. Por eso, en los Prelados de las Prelaturas personales (y también en aquellas que presiden figuras análogas como los Ordinariatos militares) —que responden teológicamente a la auto-organización histórica de la misión universal del Ordo episcoporum—, la raíz de su jurisdicción es «episcopal», aunque sea un presbítero quien las presida como cooperador natural del Orden episcopal, capacitado canónicamente ad instar episcopi, ya que estas instituciones no exigen la plenitud del sacerdocio, pues su razón de ser no es la de hacer presente la plenitud de la Iglesia universal en un lugar.
54. Hay otras razones que fundamentan la conveniencia de la condición episcopal del Prelado. En efecto, si el Prelado concentra en sí la jurisdicción que sustenta la Prelatura en cuanto institución jerárquica, de alguna manera personifica la comunión de la Prelatura con el Papa y el Colegio episcopal. Al mismo tiempo, también representa la sollicitudo del Papa y del Colegio para el servicio de la comunión de las Iglesias particulares, dentro del ámbito de la tarea pastoral encomendada a cada Prelatura. Su ordenación episcopal posee entonces un sentido teológico, porque de ese modo el Prelado se sitúa en relación sacramental de communio con los Obispos diocesanos de las Iglesias particulares, y la misma Prelatura aparece de manera más evidente como estructura al servicio de la communio Ecclesiarum. La ordenación de los diáconos y presbíteros de la Prelatura por su Prelado inscribe sacramentalmente en el ministerio de aquéllos la comunión, no sólo con el Colegio episcopal y los Obispos de las Iglesias particulares, sino también con su Obispo-Prelado.
Fernando Ocáriz
Conferencia del prelado del Opus Dei, sobre la centralidad de la Eucaristía en la vida del sacerdote, en el acto académico sobre el centenario de la ordenación sacerdotal de san Josemaría (Zaragoza, 27 de marzo de 2025)
En esta celebración del centenario de la ordenación sacerdotal de san Josemaría, me detendré principalmente en unos pocos textos suyos, sobre algunos aspectos de la relación entre sacerdocio y Eucaristía. Son textos que, junto a su contenido doctrinal, expresan también la viva experiencia de su alma sacerdotal.
Voy a fijarme primero en el sacerdocio en cuanto ordenado a la Eucaristía, después en la importancia que esta tiene en la santificación del sacerdote y, finalmente, su papel en la misión pastoral que el presbítero está llamado a realizar.
Sacerdocio para la Eucaristía
La Eucaristía, concretamente el sacrificio eucarístico, es central en la vida cristiana. San Josemaría lo resumía en la expresión “centro y raíz”; por ejemplo, en el siguiente texto de una de sus cartas: “Siempre os he enseñado, hijas e hijos queridísimos, que la raíz y el centro de vuestra vida espiritual es el Santo Sacrificio del Altar, en el que Cristo Sacerdote renueva su Sacrificio del Calvario, en adoración, honor, alabanza y acción de gracias a la Trinidad Beatísima” [1].
Tan metida estaba esta idea en su alma y en su corazón, que la repitió con frecuencia de palabra y por escrito [2]. Al mismo tiempo, añadía que, si el Sacrificio eucarístico es “el centro y la raíz de la vida del cristiano, lo debe ser de modo especial de la vida del sacerdote” [3].
A san Josemaría le debió suponer una honda alegría que, años más tarde, un texto del Concilio Vaticano II tan significativo como el Decreto Presbyterorum Ordinis, al hablar de la relación entre sacerdocio y Eucaristía, se sirviera de esa misma expresión al afirmar que el Sacrificio eucarístico es “centro y raíz de toda la vida del presbítero” [4].
a) Centro y raíz de la vida del presbítero
En realidad, es lógico que se insista en este punto en el caso del sacerdote. Como escribió Benedicto XVI, “la relación intrínseca entre Eucaristía y sacramento del Orden se desprende de las mismas palabras de Jesús en el Cenáculo: «haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19). En efecto, la víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y fundó al mismo tiempo el sacerdocio de la nueva Alianza. (…) Nadie puede decir «esto es mi cuerpo» y «éste es el cáliz de mi sangre» si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9)” [5].
El papa Francisco ha subrayado cómo esa identificación con Cristo sacerdote se extiende a la entera vida del presbítero. Este “no puede decir: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros», y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo, su propia vida por el pueblo a él confiado” [6].
Esta honda transformación del presbítero está íntimamente ligada a la Eucaristía. San Josemaría lo comentaba en una homilía: “Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad. En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote” [7].
b) Dignidad y debilidad
Desde estas consideraciones sobre la relación entre sacerdocio y Eucaristía, se entiende que ésta sea a la vez el centro hacia el que todo converge e, inseparablemente, la raíz de esta convergencia. Es centro, pues, si Dios es quien atrae hacia sí en Cristo todo y a todos, la Eucaristía es el lugar en que tiene lugar la ofrenda del mundo al Padre, por Cristo, con Él y en Él. Al mismo tiempo, “el mismo Cristo se pone en manos de los sacerdotes, que se hacen así dispensadores de los misterios –de las maravillas– del Señor (1Co 4, 1)” [8].
¿Es posible en la tierra una acción más elevada? La acción más propia de Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso y fiel, mediador de la nueva alianza (cfr. Hb 2, 17 y 9,15), queda en manos de su criatura. Por él se eleva el culto de adoración al Padre, y por él llegan los dones divinos a los fieles.
Así lo expresa el Concilio Vaticano II: los presbíteros “ejercitan su oficio sagrado, sobre todo, en el culto eucarístico, en el que, representando la persona de Cristo, y proclamando su Misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza, Cristo (…), que se ofrece a sí mismo al Padre, como hostia inmaculada (cfr. Hb 9, 11-28)” [9].
Se entiende que no pueda ser otro el centro de la vida del sacerdote. Más aún, se puede decir que la santa Misa constituye el fin principal de la ordenación, el acto en que “todo el ministerio sacerdotal encuentra su plenitud, su sentido, su centro y su eficacia” [10].
Ciertamente, la dignidad del sacerdocio se encuentra con la conciencia que tiene cada sacerdote de su propia indignidad, y eso mismo constituye el primer motivo para procurar vivir muy unido al Señor [11]. En la misma celebración de la Eucaristía, las oraciones que el sacerdote reza en secreto y en las que se dirige en nombre propio al Señor le ayudan, como recuerda el Misal, a ser consciente de su misión, y así poder realizarla con mayor atención y piedad. Esas oraciones suelen tener un carácter penitencial y las encontramos en momentos clave de la celebración eucarística: antes de proclamar el Evangelio, al concluir el Ofertorio y preparándose a entrar en la gran Plegaria eucarística, al disponerse para comulgar el Cuerpo y Sangre de Cristo.
El sacerdote es consciente de que, por la gracia que recibe en la ordenación y por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, al acercarse al altar, no es él quien se dispone a celebrar el culto al Padre, sino que es Cristo mismo quien, en él, “renueva en el Altar su divino Sacrificio del Calvario” [12]. El gesto externo de revestirse con los ornamentos sacerdotales recuerda al celebrante esta verdad. En efecto, al vestirse con los ornamentos, pone de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirse de Cristo, entregarse a Él como Él se entregó por nosotros. Los ornamentos no son signos de poder o de superioridad: son símbolos que recuerdan a todos –y en primer lugar a los mismos sacerdotes– que ahora no están actuando como personas particulares, sino in persona Christi y también in persona ecclesiae. De ese modo, las vestiduras sagradas recuerdan también que los celebrantes no son dueños, ni de la celebración ni de la comunidad, sino servidores [13].
c) Eucaristía y otras funciones sacerdotales
La centralidad de la Eucaristía en la vida del presbítero no es obstáculo para afirmar, como hace el Decreto Presbyterorum Ordinis, que los presbíteros “tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo” [14]. Y esto no sólo porque la predicación del Evangelio precede cronológicamente a la celebración de la Eucaristía, sino también y sobre todo porque la predicación conduce hacia la Eucaristía, y de ésta -de Cristo que se entrega a la Iglesia- toma la fuerza de ser palabra de vida eterna (cfr. Jn 6, 68) [15]. De hecho, como consideraré más adelante, toda la actividad del sacerdote brota de la Eucaristía como de su más íntima fuente. La celebración de la Eucaristía no es la única función sacerdotal; sin embargo, se entiende que sea su principal y más constitutiva misión, también porque en ella se resumen todos los misterios de la fe cristiana.
Eucaristía y santificación del sacerdote
Considerando qué es la Eucaristía, se entiende bien que san Josemaría escribiera: “El sacerdocio pide –por las funciones sagradas que le competen- algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos –como están- en mediadores entre Dios y los hombres” [16].
a) La Eucaristía y la conformación con Cristo
En la configuración con Cristo Cabeza, propia del ministerio ordenado, el Decreto Presbyterorum Ordinis señala que los sacerdotes “se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que desarrollan en unión con el Obispo y con los presbíteros” [17].
El Sacrificio eucarístico, en el que realiza su misión o función principal, es al mismo tiempo para el sacerdote -como para todo cristiano- el principal medio de santificación, de identificación con Cristo. En palabras de Benedicto XVI: “si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación” [18].
Este aspecto formativo profundo, que tiene la misma celebración, resulta lógico si se tiene presente que “las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón” [19]. La Santa Misa se convierte así en una escuela de vida.
Por otra parte, la identificación con Cristo en la misma celebración lleva, en ocasiones a que “el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres” [20].
Así pues, en la celebración y por vías distintas, la existencia del sacerdote se va convirtiendo en una existencia eucarística. No solo porque se alimente de la Eucaristía y tenga su celebración como el acto central de su vida, sino también porque, en todo, el sacerdote vive en la misma actitud con la que Cristo se hace alimento de sus hermanos los hombres.
b) Desde la Trinidad para llevar el mundo a la Trinidad
Ampliando un poco la mirada, comprendemos que en el encuentro con Cristo en la Eucaristía se recibe “la donación misma de la Trinidad a la Iglesia” [21]. En efecto, la Santa Misa es la acción en la que se manifiesta máximamente el amor de la Trinidad. “La plegaria al Padre –explica san Josemaría- se hace constante. El sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo” [22]. En la Eucaristía, la persona humana se diviniza, y de la Eucaristía brota la alegría, fruto del Espíritu Santo, característica de la existencia cristiana.
La Eucaristía es, pues, la realidad en torno a la cual se articula la vida espiritual del presbítero: es su raíz y su centro, su fuente y la anticipación sacramental de su meta definitiva. Esta centralidad y radicalidad otorga al cristiano, y concretamente al sacerdote, la capacidad de convertir toda actividad cotidiana en culto a Dios. Es esta una enseñanza en la que san Josemaría insistió, especialmente al dirigirse a fieles corrientes, con un trabajo en medio del mundo, pues incumbe a todos aquellos que participan en el sacerdocio de Cristo, sea en el sacerdocio común, sea en el sacerdocio ministerial.
El sacerdote es consciente de haber sido escogido entre sus hermanas y hermanos para presentar al Padre la ofrenda de la Iglesia, que Cristo mismo asume y hace propia. En este sentido, san Josemaría se esforzaba por hacer del día una Misa, procurando que ese acto de culto se fuera desbordando, como él mismo enseñaba, en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento del trabajo y de las relaciones cotidianas [23].
c) Don y tarea
Que la Eucaristía sea efectivamente el centro y la raíz de la vida del presbítero constituye no solo un don, sino también una tarea personal de correspondencia a lo que se ha recibido de Dios. San Juan Pablo II escribió en una de sus Cartas de jueves santo a los sacerdotes: “Celebremos siempre con fervor la Sagrada Eucaristía. Postrémonos con frecuencia delante de Cristo Eucaristía. Entremos, de algún modo, «en la escuela» de la Eucaristía” [24].
Los detalles en que se puede manifestar el deseo de cuidar la santa Misa son innumerables, como creativa es la capacidad de amar que tiene una persona. Lo importante es no perder de vista que, como predicaba san Josemaría, “la vida litúrgica es vida de amor; amor a Dios Padre, por Jesucristo en el Espíritu Santo, con toda la Iglesia” [25]. Ese amor no es una realidad abstracta, sino muy concreta: encarnada. Al fundador del Opus Dei le gustaba repetir que “tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos” [26]. Y lo explicaba de un modo muy elocuente: “fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María” [27].
El amor del sacerdote a la santa Misa, el esfuerzo por darle la centralidad que objetivamente le corresponde, puede expresarse de mil modos distintos. Por ejemplo, san Josemaría solía dividir el día en dos partes: la primera mitad para dar gracias por la Comunión, y la otra mitad, para prepararse para el día siguiente.
Otro aspecto en que quisiera fijarme es su recurrente invitación a celebrar la Eucaristía con calma. Resulta muy actual esa sugerencia, en este mundo marcado por la distracción y la prisa. En un tono muy personal, confiaba a un grupo de sacerdotes algo que había vivido recientemente, durante una ceremonia universitaria: “Mientras no me tocaba hablar, estuve pensando mucho en el amor de los sacerdotes a Nuestro Señor, y cómo no se lo sabemos mostrar porque tenemos mucha prisa casi siempre. ¡Demasiada! Los enamorados no la tienen. Fijaos cómo se acompañan, una y otra vez… No se deciden a separarse”. Y a continuación les animaba: “Celebrad la Santa Misa con calma. ¡Que esperen! Luego haremos una espléndida labor, si hemos sabido no tener prisa, porque verdaderamente, in persona Christi, realizamos una honda tarea sacerdotal” [28].
d) Acompañar al Señor en el sagrario
Junto a la celebración de la santa Misa, en la que se realiza de modo especial la relación personal del sacerdote con la Eucaristía, la presencia permanente de Cristo en el Sagrario constituye un recordatorio constante para dar a toda la existencia una orientación eucarística precisa.
La Eucaristía es para el sacerdote una presencia viva que consuela y da firmeza. Como escribió san Juan Pablo II: “muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la tarde de la Última Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la elección de fidelidad” [29].
En la biografía de san Josemaría son importantes, ya en su adolescencia en Logroño, los largos tiempos que pasaba en oración, por las tardes, junto al sagrario de La Redonda. Al encontrarnos ahora en Zaragoza, es imposible no recordar las noches que pasó en oración en una de las tribunas que se asomaban sobre el presbiterio de la iglesia del Seminario de San Carlos. Mantuvo esa misma devoción a lo largo de los años, y es conocido el modo en que promovió el culto eucarístico, en momentos en que en muchos sitios se ponía en duda la fe de la Iglesia.
En uno de sus viajes a América, recomendaba a los sacerdotes que hicieran mucha compañía al Santísimo Sacramento. Quería que en todos aumentase la piedad eucarística, y les hacía notar que “sin hacerlo porque os vean las personas de vuestra iglesia, los feligreses de vuestra parroquia, no os ha de importar que os vean. Si estáis pendientes del Señor, y la gente conoce vuestro amor, os preguntará los motivos; y podéis hablar entonces de ese enamoramiento que os tiene que llenar toda la vida” [30].
Como se desprende de estas sencillas palabras, la correspondencia del sacerdote al don eucarístico, como centro de su vida espiritual, se desborda en la acción guiada por la caridad pastoral.
Eucaristía y caridad pastoral
La caridad pastoral lleva a que el sacerdote sea servidor de todos. En una de sus cartas, san Josemaría escribía que los sacerdotes, “siguiendo el ejemplo del Señor –que no vino a ser servido sino a servir: non veni ministrari, sed ministrare (Mt 20, 28)-, hemos de saber poner nuestros corazones en el suelo, para que los demás pisen blando” [31]. Esta actitud no nace de una mera decisión ética, sino que tiene su fuente en la relación personal con Dios, con ese Dios que se abaja y se entrega hasta el punto de hacerse alimento de su criatura en la Eucaristía.
a) Una existencia eucarística
La fuerza espiritual para vivir la propia vida como una entrega a los demás surge eminentemente de la unión con el mismo Jesucristo en el sacrificio eucarístico [32]. En él se hace sacramentalmente presente el sacrificio de la Cruz, don total de Cristo a su Iglesia, como testimonio supremo de su ser Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo. De este modo, la Eucaristía es raíz y centro también de la dimensión pastoral de la vida del presbítero. En palabras de san Juan Pablo II: “la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera sacrificial toda su existencia” [33].
Dicho de otro modo, el sacerdote está llamado a vivir una existencia eucarística, esto es, una vida a imagen del sacrificio de Cristo que celebra en la santa Misa. El Papa Francisco lo explicaba en el Jubileo de los Sacerdotes del año 2016: “en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación” [34].
En última instancia, la caridad pastoral, que se confiere al sacerdote en el sacramento del Orden, es un don que se actualiza en cada Eucaristía y que debe traducirse en el día a día en una conducta correspondiente.
b) Corresponder al don recibido, conformarse con ese don
Al celebrar la Eucaristía, es preciso procurar identificarse con la entrega de Cristo, encarnándola en la propia vida. San Josemaría lo explicaba de modo gráfico en una de sus homilías: “el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo” [35].
Luego desarrollaba esa idea sirviéndose de una imagen de la Escritura, y poniendo el acento en la identificación con Jesucristo: “Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno! Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas” [36].
Y concluía san Josemaría: “Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda” [37].
Si la Eucaristía es para el sacerdote el lugar “central y radical” de su identificación con Cristo y con su don salvífico, la caridad pastoral le llevará necesariamente a conducir a los fieles a esta misma fuente de vida, en la que está también el ejercicio principal del sacerdocio común de los fieles. Eso lo puede hacer el sacerdote no sólo con su predicación, sino también “viviendo” él mismo la Misa con esta fe: celebra la Eucaristía por la Iglesia y en presencia de la Iglesia –incluso aunque el pueblo no participe- y también por eso su vida está llamada a imitar el sacrificio de Cristo, quien “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5, 25).
En definitiva, el ministro no puede limitarse a ser un canal inerte por el que pasan la palabra y los sacramentos de la Iglesia: debe adaptar su vida al carácter sacramental que ha recibido, que lo conforma con Cristo, orientando toda su existencia hacia esa entrega plena que encuentra su centro y raíz en la celebración de la Eucaristía en beneficio de toda la Iglesia. “Un sacerdote –explica san Josemaría- que vive de este modo la Santa Misa -adorando, expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo- y que enseña a los demás a hacer del Sacrificio del Altar el centro y la raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza incomparable de su vocación, ese carácter con el que está sellado, que no perderá por toda la eternidad” [38].
Cuanto más se comprende la lógica de la Cruz presente en la santa Misa, tanto más se vive el ministerio como don total de sí mismo. Refiriéndose a la gracia propia de la plenitud del sacerdocio, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Esta gracia le impulsa a anunciar el Evangelio a todos, a ser modelo de su rebaño, a precederlo en el camino de la santificación identificándose en la Eucaristía con Cristo Sacerdote y Víctima, sin miedo a dar la vida por sus ovejas” [39].
c) Vivir para los hermanos, vivir para la Iglesia
Los sacerdotes -imitando aquello de lo que se ocupan: la entrega total de Cristo- obtienen de la Eucaristía la fuerza espiritual necesaria para sacrificarse gozosamente al servicio de sus hermanos, especialmente por quienes más lo necesitan, por aquellos que son “descartados” por el mundo.
En efecto, la existencia eucarística del sacerdote se expresa en mil detalles de atención y cuidado. Especialmente se manifiesta en la misericordia con la que acoge a quienes acuden a la Iglesia buscando la reconciliación, y en el amor con el que va en busca de quienes no conocen a Cristo o se han alejado de él. A través de todos los aspectos de su ministerio, prepara y guía a todas las personas hacia el encuentro con Jesús en la Eucaristía, consciente de la necesidad que todos tenemos de un encuentro personal con Jesucristo.
Finalmente, conviene considerar que la centralidad y radicalidad de la Eucaristía en el ministerio del presbítero, como don y como tarea, tiene una dimensión eclesial evidente y esencial, ya que “la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo, es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo” [40].
La doble dimensión universal y particular de la Iglesia se proyecta también sobre el ministerio sacerdotal, y es principalmente en la Eucaristía donde el sacerdote puede y debe sentir solicitud por toda la Iglesia y, con la Iglesia y en la Iglesia, solicitud por todo el mundo. En este sentido, el sacerdote en el altar, como Cristo en el Gólgota, carga sobre sí el peso de las necesidades, de las dificultades, de los sufrimientos de toda la humanidad [41]. El papa Francisco se refería a esta misma idea: «El sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos» [42]. El Sacrificio eucarístico no sólo es un gran bien para el sacerdote, sino que constituye su ministerio principal para el bien de todos [43].
Conclusión
El sumo sacerdote es sólo Cristo, que con el Sacrificio de la Cruz da vida a la comunidad de los fieles y asegura su presencia vivificante a toda la Iglesia en la celebración eucarística. En la Eucaristía, el Señor reúne visiblemente a su Pueblo sacerdotal, destinado a alabar a Dios, ejerciendo el sacerdocio bautismal.
Cristo, como Cabeza de la Iglesia, se hace presente en ella a través de sus ministros; de aquellos que, en virtud del sacramento del Orden, son constituidos instrumentos suyos para el bien de todo el Pueblo de Dios. La Iglesia, una vez engendrada por la acción del Espíritu Santo, mediante la predicación, el Bautismo y la celebración del santo Sacrificio, sigue viviendo, se expande y se difunde gracias a la fuerza de la Eucaristía, que es el acto supremo de culto y la fuente principal de salvación, de la entrega de Dios a nosotros.
“Así se entiende –dice san Josemaría- que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación” [44].
No querría terminar estas consideraciones sin una referencia a la Santísima Virgen. En el artículo que san Josemaría escribió en 1974 sobre la Virgen del Pilar, se lee: “Para mí, la primera devoción mariana –me gusta verlo así- es la Santa Misa”.
Y enseguida explicaba el modo en que él veía la presencia de María en el santo sacrificio: “Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. (…) En ese insondable misterio, se advierte como entre velos, el rostro purísimo de María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo” [45].
Por eso, concluía: “El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla” [46].
Fernando Ocáriz en opusdei.org/es
Notas:
1. Carta número 10, n. 11 (la cursiva es nuestra). Los textos de los que no se cita el autor son de san Josemaría.
2. Cfr., por ejemplo, Carta número 25, n. 5
3. Sacerdote para la eternidad, en “Escritos varios”, Rialp, Madrid 2018, n. 27.
4. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
5. Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum caritatis, n. 23.
6. Francisco, Carta apost. Desiderio desideravi, n. 60.
7. Sacerdote para la eternidad, nn. 16-17
8. Sacerdote para la eternidad, n. 1.
9. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 28. Cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
10. Carta número 26, n. 18.
11. Cfr. Sacerdote para la eternidad, nn. 16 y 17.
12. Sacerdote para la eternidad, n. 28.
13. El celebrante debe, en efecto, conjugar el yo y el nosotros. Existe una doble perspectiva del ministerio sacerdotal: representa sacramentalmente a Cristo, «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tm 2, 5) que reúne y conduce a su pueblo, y representa también a la Iglesia, en cuyo servicio realiza su acción.
14. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis., n. 4.
15. Cfr. ibidem, n. 5.
16. Carta 2-II-1945, n. 4.
17. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12.
18. Benedicto XVI, Ex. ap. Sacramentum caritatis, n. 80.
19. Congregación para el Culto Divino, Instr. Redemptionis sacramentum, n. 5.
20. Es Cristo que pasa, n. 88. En este texto, san Josemaría continuaba su homilía mostrando, con su catequesis mistagógica, que la Santa Misa es formativa en el sentido más profundo de la palabra.
21. Es Cristo que pasa, n. 87.
22. Es Cristo que pasa, n.85.
23. Cfr. Forja, n.69.
24. S. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del 2000, n. 14.
25. Citado en E. Burkhart–J.López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, Rialp, Madrid 2013, vol. III, p. 472.
26. Es Cristo que pasa, n. 166.
27. Es Cristo que pasa, n. 166.
28. Dos meses de Catequesis, vol. II, pp.755-757.
29. S. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del 2000, n. 14.
30. Citado en J. Echevarría, Memoria de san Josemaría, Rialp, Madrid, 6ª ed. 2016, p. 239.
31. Carta número 10, n. 20.
32. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
33. S. Juan Pablo II, Es. ap. Pastores dabo vobis, n. 23.
34. Francisco, Homilía, 3-VI-2016.
35. Es Cristo que pasa, n. 158.
36. Es Cristo que pasa, n. 158.
37. Es Cristo que pasa, n. 158.
38. Sacerdote para la eternidad, n. 44.
39. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1586.
40. Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 5.
41. Cfr. J. Echevarría, Para servir a la Iglesia. Homilías sobre el sacerdocio, Rialp, Madrid 2001, p. 58.
42. Francisco,Homilía en la Santa Misa Crismal, 28-III-2013
43. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 13.
44. Es Cristo que pasa, n. 87.
45. La Virgen del Pilar, n. 18; en “Escritos varios” pp. 289-290.
46. Ibid., n. 19.
César Enrique López Arrillaga
1. Introducción
La práctica de los docentes en la educación primaria actual atraviesa un proceso de transformación y cambios cotidianamente, producto de la postmodernidad, globalización y las tecnologías del siglo XXI, que conlleva a una problemática en la acción educativa y pedagógica, es por ello, la importancia que se tome conciencia en las estrategias, metodologías y pedagogías que se aplican y desarrollan dentro de las aulas de clases que afectan en gran medida el desempeño de los estudiantes para alcanzan el éxito o aprender un oficio para la vida.
De aquí que, resulta importante revisar, analizar y comprende el rol y la labor de los docentes desde una visión holística en su praxis educativa, que reúne un cumulo de experiencias y practica pedagógica que influyen notablemente la personalidad y formación de los estudiantes en su interacción dentro del aula, lo que se observa la importancia de las acciones y el impacto en el acto educativo y sus consecuencias en el proceso de enseñanza y aprendizaje.
Por lo tanto, el presente ensayo realizará un recorrido teórico en cuanto a los postulados y aproximaciones de la Pedagogía del Amor y Ternura, y su incidencia en la práctica del docente en la escuela y dentro del aula, planteándose algunas interrogantes ¿El docente reconoce al estudiante como un ser humano y único? ¿Se ha comprendido el amor como esencia del acto de educar y ser educado? ¿Las escuelas son tomadas como espacios de amor y paz para mejorar las relaciones de los actores educativos?
2. Desarrollo
2.1. La Pedagogía del Amor desde la acción del Docente
El docente de educación primaria, en su acción pedagógica debe reunir una determinada forma de actuar y relacionar con los estudiantes, con el propósito de consolidar y avanzar en un proceso de enseñanza-aprendizaje en un ambiente y clima escolar desde los valores, el amor, la ternura y comprensión de cada individualidad con sus características, necesidades, habilidades y destrezas de su alumnado. Por ello es importante, destacar lo planteado por Pérez (2018a): “es urgente que afiancemos la pedagogía de la esperanza comprometida y del amor hecho servicio” (párr. 1); de acuerdo a lo anterior, el docente con amor debe servir y educar a todo su estudiantado para formarlos como seres amorosos y útiles a la sociedad.
En este mismo orden de ideas, la pedagogía del amor recoge todas las facetas del ser humano, desde su comprensión holística y valoración de sus roles en el hecho educativo, dado al reconocimiento de todos los actores educativos alineado a una formación integral en valores Ahora bien, desarrollar la formación académica y profesional de los docentes que asumen las riendas de las aulas, desde la esencia de una pedagogía humanista y amorosa en función de promover un clima armonioso y enriquecedor de aprendizajes para los estudiantes en la procura de la ternura de aceptación de las individualidades, características, habilidades, destrezas y limitaciones de los alumnos en el marco de la construcción del conocimiento colectivo y sin barreras o limitaciones, la aceptación mutua docentes y estudiantes en un solo acto de aprendizaje y enseñanza común.
Al afirmar que, el uso de una adecuada y acertada pedagogía en la praxis del docente en su quehacer educativo propiciaría un ambiente de aprendizaje y enseñanza al nivel de las necesidades y requerimientos de los fines de la educación y dar respuesta a cada estudiante desde su integralidad y personalidad propia, tomando en cuenta cada individuo considerándolo ser humano y pensante, con saberes y creencias propio desde su espiritualidad desde su ser desde la perspectiva del amor como elemento base de la práctica docente en la educación primaria.
De acuerdo con, Muñoz (2013), citado por Hernández (2016a): “el amor se define entonces como el intenso deseo por la unión con otra persona, así está asociado a un estado de profunda excitación emocional y fisiológica, al éxtasis y a la realización” (pág. 266). De aquí que, el docente de promover e impulsar su acción pedagógica diaria con amor y abocado a la tolerancia, mística, entrega y aprendizaje diario con los estudiantes desde la toma de conciencia de que cada cual lleva un ritmo propio de aprendizajes y la diversidad de intereses no son iguales, cada estudiante un mundo de sorpresas y aventuras de vida, muchos criterios individuales en un solo espacio, el aula. Por lo tanto, es importante destacar lo planteado por Pérez, (2013):
Ama el maestro que cree en cada alumno y lo acepta y valora como es, con su cultura, su familia, sus carencias, sus talentos, sus heridas, sus problemas, su lenguaje, sus sueños, miedos e ilusiones; celebra y se alegra de los éxitos de cada uno, aunque sean parciales; y siempre está dispuesto a ayudarle para que llegue tan lejos como le sea posible en su crecimiento y desarrollo integral (párr. 5).
En concordancia, el docente en su acción educativa debe ser agente motivador y orientador de procesos pedagógicos y de aprendizajes, delineando a los estudiantes un sentimiento de creencia propia y seguridad personal, con manifestaciones de amor y valoración por los esfuerzos que demuestran en las actividades académicas y de formación, en función de entender e interpretar los factores externos como la familia, la comunidad, sus pares (amigos) que influyen notablemente en el desempeño y alcance de las metas de su vida futura.
En efecto, es importante puntualizar sobre la praxis del docente en la educación primaria como orientador y mediador de los aprendizajes, tal proceso de enseñanza y aprendizaje debe estar enmarcado en estrategias pedagógicas que comprendan, toleren y acepte las características, necesidades, destrezas y habilidades de los estudiantes, con una actitud de solidaridad, sensibilidad, empatía, amor y cariño para una formación y aprendizaje significativo con paciencia y ternura a cada estudiante según su ritmo de aprendizaje. De este modo, lo planteado en cuanto a la Pedagogía del amor como el camino de la educación humanista, para García (1990):
Entendemos por Pedagogía del Amor la Pedagogía del Amor es una propuesta humanista y pacificadora en donde se exige el reconocimiento del otro ser humano como autónomo, libre y emocional e invita al docente a manifestar la empatía, la tolerancia, entre otros valores; permite al docente acompañar al estudiante de forma integral abarcando todas las etapas de proceso educativo desde lo cognitivo hasta lo afectivo, busca la verdad, la autenticidad, la ternura, la empatía, la comunicación asertiva, la socialización los valores necesarios para afrontar la vida conforme a su dignidad (pág. 174).
En este orden de ideas, la Pedagogía del Amor se presenta como una alternativa para la práctica docente en la Educación Primaria en cuanto al reconocimiento de cada estudiante y determinación de un hecho educativo más humano, solidario y tolerante de diferencias, donde convergen todas las etapas del proceso de enseñanza y aprendizajes desde el amor por el prójimo y construir una comunidad de aprendizaje amorosa, humanista de iguales con el propósito de resaltar la dignidad humana. El papel del docente en su acción pedagógica es transcendental para la concreción del amor en el aula.
En efecto, la labor del docente se ubica en lugar especial y resalta de importancia por su transcendencia en las vidas de los estudiantes con quienes interactúa con su acción pedagógica y construye los conocimientos para el futuro con la formación de seres humanos en los valores de respeto, tolerancia, humildad, empatía, amor en cada uno de sus alumnos, con el propósito de propiciar actitudes positivas para la integralidad del individuo y sus relaciones con los demás, en el marco de un ambiente y clima escolar.
Para lo cual, en la práctica de la pedagogía del amor y la ternura en la acción educativa del docente es importante tomar en cuenta su capacidad dialogicidad con sus estudiantes, y la aplicación de herramientas educativas y pedagógicas de acuerdo a las características arrojadas por el grupo e individualidades de los estudiantes que atiende, siempre prevaleciendo el respeto y reconocimiento de cada ser humano, que se encuentra en el aula de clases como portador de saberes y conocimientos propios que ha ser conjugados da paso a un conocimiento en colectivo para el beneficio común de todos los participantes del proceso de enseñanza y aprendizaje. Por ello, es importante que a la acción pedagógica de la praxis docente se le añada el amor, solo si, se enseña con amor, el estudiante adquiere aprendizajes significativos para su vida, como se muestra en la figura 1.
Figura 1. Acción pedagógica del Docente basada en el amor
2.2. La Educación del amor y la ternura en las Escuelas
La educación desde la práctica del amor y la ternura propicia las condiciones ideales para ambientes sanos, cálido, humanos, amorosos en los cuales los estudiantes desarrollan al máximo su habilidades y destrezas, para ello, las escuelas como espacio que reúne los actores educativos y el lugar por excelencia para generar los procesos de aprendizajes y enseñanzas para la vida y para insertar buenos ciudadanos a la sociedad, construyendo los saberes y conocimiento en colectivo. Por lo cual, es importante destacar lo planteado por Velázquez (2017a):
La escuela como un gran centro educativo en valores y sobre todo en el amor, entendiendo que todos los actores del proceso educativo, sea quien sea, es decir, todos sin dejar a nadie por fuera los que están adentro del centro educativo ejerciendo sus labores y funciones, las personas que hacen vida en adyacencias del mismo, y hasta la comunidad donde se socializa el estudiante y físicamente se encuentra ubicada la estructura de la escuela (párr. 7).
De acuerdo a lo planteado anteriormente, las escuelas consideradas como un gran espacio de formación de nuevo ciudadano, nuevo republicado que tendrá la capacidad de hacer una nueva sociedad en el desarrollo del respeto, amor, tolerancia, coexistencia y humildad, una nueva visión de ver y aceptar las realidades sociales y humanas. En efecto, la escuela a través de su acción educativa, es un agente para propiciar la interacción de los estudiantes con su entorno comunitario, en la cual aprende a valorar su realidad social y desarrollar el sentido de partencia. Algo importante que se ha de tomar en cuenta, es la educación como medio de concreción de todos los planes, programas, proyectos y acciones para una formación académica desde el amor,
Asimismo, la concepción de la educación concebida desde la práctica docente humana y solidaria, creando conocimientos, aprendizajes y experiencias promoviendo la participación protagónica de los estudiantes con ética y amor incondicional al deber y compromiso de ser parte de la formación de cada estudiante, por otro lado, la escuela es un espacio relaciones e interacciones de seres humanos, por lo cual debe plantearse en lo humano, espiritual, paz y amoroso, en tal sentido, Hernández (2016b):
La prioridad en tener escuelas con convivencia pacífica, considerando la diversidad, por ello, debe fomentar la educación inclusiva, y romper con el lenguaje excluyente para tratar a los diferentes con sus diferencias en igualdad, atender la diversidad, enseñar a convivir con los demás, la cual permitirá reconocer a los otros como parte de todos, también de reconocer que son sujetos de derecho, y por lo tanto merecemos una vida digna, el aprender en la pluriculturalidad permitiría tener aulas pacíficas (pág. 265).
En efecto, la diversidad de caracteres, individualidades, sentimientos, pensamientos, conocimientos, realidades sociales y demás diferencias que poseen los actores sociales en la escuela, el docente en práctica educativa aprenderá a enseñar desde la diversidad y pluriculturalidad, impulsando el respeto entre todos los participantes, generando así aulas y espacios pacíficos, de paz y de amor.
Evidentemente, el amor es el motor y herramienta que impulsa las buenas prácticas del docente en la concreción de un proceso de enseñanza y aprendizaje desde los espacios de interacción más humanos, más espirituales, más tolerantes y más amorosos en los cuales los estudiantes desarrollan sin límites su imaginación, creatividad, innovación y aprendizaje holístico e integral como buenas personas con valores, y es dentro de la escuela, el espacio destinado para ello. De acuerdo con Velázquez (2017b):
Es la escuela uno de los ambientes más íntimo y activo donde el escolar se relaciona, está lleno de múltiples opciones educativas, individuales, sociales e históricas para desarrollar las competencias personales y académicas del estudiante, a base de ejemplos y amor, lo cual esta evidenciado como componente indisoluble en la forma de enseñar y aprender y de un aprendizaje significativamente para toda la vida, del día a día y que lo define y reconstruye en el descubrimiento de sus potencialidades culturales, deportivas, manualitas, etc. (párr. 3).
Dentro de este contexto, desarrollar metodologías y pedagogías acorde a las necesidades de los estudiantes vinculados a una escuela con una realidad social y educativa, además es importante añadir el amor como elemento que impulsa y humaniza todos los procesos humanos a través de sentimientos y valores positivos para formación holística de estudiantes para prepararlos para la vida en sociedad. Para López (2012): “empoderar el amor, en el entorno escolar puede transformar los conflictos con resoluciones pacíficas, a paz integral (imposible, duradera, activa, no violenta)” (pág. 136). De allí que, el amor abre paso a la paz en los ambientes educativos y aula de clases, de allí que todos los actores educativos en la escuela en sus relaciones e interacciones cotidianas deben impulsar el amor como lenguaje verbal y corporal, en cuanto a la tolerancia y respeto en común, como se puede ver en la figura 2.
Figura 2. La Educación desde la perspectiva del Amor y la Ternura
2.3. El Docente desde la perspectiva humanista
El docente, considerado como la persona con formación y herramientas para brindar un adecuado proceso de formación integral a los estudiantes en los diversos niveles del sistema educativo, en el caso de la educación primaria, los docentes poseen gran importancia dado el tiempo de interacción, es más extenso y requiere más dedicación que el resto de los niveles de educación en este nivel llegan a ser valorados por los estudiantes como su segundos padres o madres
Cabe destacar, que el docente de educación primaria es un agente por naturalidad de motivar e incentivar a sus estudiantes al encuentro con los saberes, conocimientos, experiencias enriquecedoras sobre los valores para la vida, y adquirir competencias para ser insertados en las sociedades cumpliendo los roles, oficio o profesión descubiertos en su propia vocación. Por otro lado, Venezuela actualmente atraviesa una problemática social y educativo, producto de factores internos como país, que se ha sumergido en el sistema educativo referente a la desmejora de la calidad educativa y seguridad social de los docentes en la etapa de primaria. Dentro de este aspecto, Pérez (2018b):
La reconstrucción de Venezuela va a necesitar de educadores corajudos, valientes, creativos, que asuman la educación como un medio fundamental para producir vida abundante para todos. Estamos en la sociedad del conocimiento y hay un consenso generalizado a nivel mundial de que la educación es el medio fundamental para combatir la violencia, construir ciudadanía y lograr un desarrollo humano sustentable (párr. 2).
Ciertamente, en la coyuntura que atraviesa el sistema educativo venezolano y el país en general se requieren de un personal docente que reaviva su vocación profesional y su amor a la labor educativa en función de reimpulsar la educación venezolana a altos niveles de calidad para el beneficio del colectivo educativo, en pro de desarrollar los lineamiento y principios de los fines de la educación, en los valores humanos, sociales, espirituales con el propósito principal de lograr un desarrollo humano sostenible en el país.
Por ende, los educadores de educación primaria en su interacción cotidiana en las aulas de clases con sus estudiantes y demás actores del ámbito educativo, existiendo una necesidad mutua entre ambos, dada desde la concepción del aprendizaje mutuo, el estudiante aprende del docente, como él aprende sus alumnos, es un relación íntima de aprendizaje y construcción de conocimiento basada en la promoción del amor, la tolerancia, espiritualidad y respeto mutuo, en pocas palabras educar desde la perspectiva del amor y la ternura. En concordancia, con lo que sugiere Pérez (2001a):
Educar viene de la palabra latina Educere, que significa sacar de adentro. Es educador quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que vemos los demás, sino la obra de arte que se encuentra adentro, y entiende su misión como el que ayuda a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye a que aflore el ser maravilloso que todos llevamos en potencia (párr. 9).
En este orden, los docentes mediante su planeación y proyectos educativos tienen la misión de incluir el amor a través de herramientas y técnicas pedagógicas para el fortalecimiento de los estudiantes en su personalidad, espiritualidad y aprendizaje significativo, dando el entendimiento de su finalidad para su vida personal, laboral o educativa, en el alcance de éxitos personales. En el marco de lo planteado por Hernández (2016c):
Los docentes pueden aplicar la técnica del amor a través de los espacios de paz como es el reconocimiento, la cooperación, convivencia, la narrativa de vida y el contacto agradable. Esos son los grandes desafíos en los diálogos en el aula y los desafíos para la paz; la fuerza del amor en las aulas es una propuesta que permitirá hacer posible cualquiera de las paces que busquemos, la positiva, la imperfecta, la integral la holística (pág. 266).
Por otra parte, un aspecto muy importante en la praxis del docente, se considera la vocación de servicio, lo que representa su pasión y amor al servicio de enseñar a otros, ser instrumento para el aprendizaje del prójimo, es encender la luz en la vida de los semejantes, por lo cual, el docente debe siempre fortalecer y potenciar su vocación, como el ámbito espiritual de su razón de ser, además, para Pérez (2001b): “la vocación docente reclama, por consiguiente, algo más importante que títulos, diplomas, conocimientos y técnicas. Formar personas sólo es posible desde la libertad ofrendada y desde el amor que crea seguridad y abre al futuro” (párr. 11).
De aquí que, los docentes en su proceso de formación y preparación se debe concretar el cumulo de herramientas alternativas para abordar la acción pedagógica educativa de formar integral y holística entendiendo las particularidades y lo individual de cada estudiante, para dar respuesta a los significados del contexto educativo y social que se encuentre el hecho educativo como proceso de formación, a lo que se refiere Velázquez (2017c):
Como educadores debemos estar preparados desde el inicio cuando decidimos ser maestros o maestras que es una profesión que manifiesta mucho amor, mucho hacia quienes en ocasiones están carentes o faltos de atención por otras personas con quien se relacionan en su hogar o comunidad (párr. 5).
Dentro de todo, el docente es una figura dentro del quehacer educativo que marca la pauta para que el proceso de enseñanza y aprendizaje no se alinee a una praxis mecánica, sino a una práctica humana, amoroso y con ternura, que el centro sea el reconocimiento y valoración del estudiante como seres humanos con sentimientos, valores, personalidad y conocimiento propios, como se observa en la figura 3. De este modo, la importancia de la conciencia y la visión de los docentes en cuanto a la concepción de su labor educativa y vocación de servicio, orientada a la valorar, reconocer y cooperar en el proceso de formación de sus estudiantes como seres humanos, para el beneficio en común, de una sociedad con buenos ciudadanos con el propósito de impulsar y consolidad el desarrollo humano sustentable.
Figura 3. El docente y la práctica humanista en el aula
3. Reflexiones finales
La pedagogía del amor y la ternura representa una opción y un camino importante y extrema necesidad de utilizarla en el ámbito de educación primaria por parte de los docentes, en función de educar desde el amor y la ternura, con el objetivo de propiciar una formación integral y holística en los estudiantes, para alinear lo espiritual, académico, familiar y los valores en el proceso de enseñanza y aprendizaje en el aula, la escuela y la familia. Asimismo, el docente al reconocer los conocimientos previos de los estudiantes garantiza una construcción de conocimiento colectiva y de acuerdo a los intereses de formación del aula,
Ahora bien, valorar al estudiante como seres humanos y únicos en su personalidad es parte de las praxis docentes de manera que su acción pedagógica atienda a las necesidades y dificultades dentro del proceso de enseñanza y aprendizajes desde cada particularidad, con apoyo a las habilidades, destrezas y potencialidades de cada alumno y actor educativo dentro del aula y la escuela.
En este mismo orden ideas, aún persiste el desinterés de aplicar el amor en el aula, en su mayoría por motivos ajenos a la personalidad del docente, dado por factores externos que afectan su labor pedagógica referido en la mayoría de los casos a la situación económica, social y política de Venezuela, sin embargo, se encuentra docentes que a pesar de las adversidades siente su vocación activa, educan desde el corazón, la espiritualidad y amor a sus estudiantes, de ellos se debe sistematizar las experiencias para la promoción de la buena práctica educativa.
Finalmente, las escuelas deben ser consideras como espacios para la paz, el aprendizaje de todos y de todas, la formación e integración de todos los actores educativos (Docentes, directivo, personal obrero, personal administrativo, familia, comunidad y organizaciones sociales y comunitarias) para garantizar una educación desde el amor y la ternura para un proceso educativo holístico que incluya todos los sectores de la sociedad, garantizando las relaciones e integración necesarias para la creación de ciudadanos con valores como: tolerancia, respeto, amor y honestidad.
César Enrique López Arrillaga en dialnet.unirioja.es
Card. Julián Herranz
En la era digital de la “high-technology” en la que vivimos, también nosotros los cardenales con más de ochenta años hemos debido familiarizarnos con los ordenadores, los motores de búsqueda, las conferencias en “streaming”, etc. Por esto, pido disculpas si en mi intervención me permito adoptar la técnica de gestión de datos llamada “global visión”, haciendo uso de la aplicación “Google Earth” en su dimensión no espacial, sino temporal. Así, mediante el dispositivo de desplazamiento del “zoom”, procuraré pasar de una visión global del tema expresado en los dos términos “Mons. del Portillo” y “Vaticano II”, a tres visiones particulares y temporales concretas acerca del influjo del Siervo de Dios (próximo beato) en el Concilio Vaticano II, antes, durante y después de la celebración del mismo Concilio.
Obviamente presentaré sobre todo el trabajo de Mons. del Portillo durante la celebración del Concilio, como secretario de una de las diez comisiones de padres conciliares, aquella a la que fue confiada uno de los temas más difíciles desde el punto de vista teológico y disciplinar: la vida y el ministerio de los sacerdotes en la Iglesia y en el mundo. Pero antes situaré el “zoom” sobre algún aspecto del influjo que Mons. del Portillo había tenido en la futura temática y en los futuros protagonistas del Concilio.
1. Mons. del Portillo y la curia romana
Viví con don Álvaro durante 41 años, hasta su muerte el 23 de marzo de 1994. Le conocí en Roma, en la sede central del Opus Dei en octubre de 1953, siete años después de su llegada desde España en febrero de 1946. Durante los estudios de licencia en Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás (entonces Angelicum), comencé a darme cuenta del afecto y del prestigio que entre los profesores de aquel Ateneo Pontificio y entre no pocos prelados de la Curia Romana, gozaba aquel sacerdote de 38 años, procurador general del Opus Dei, ya conocido canonista —particularmente experto en cuestiones relativas a la espiritualidad y el apostolado laical— que había hecho precedentemente en España los estudios superiores en filosofía e ingeniería civil y ejercitado esta profesión.
Muchos de ellos sabían que don Álvaro colaboraba en estrecho y continuo contacto con el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en la difícil tarea de lograr que el peculiar carisma y la realidad social de esta nueva y muy original empresa apostólica encontrase una adecuada solución jurídica en el derecho de la Iglesia. Algunos habían leído artículos de don Álvaro en varias revistas eclesiásticas, o le habían oído hablar acerca de las características, más bien nuevas y sorprendentes, de una vocación laical a la santidad y al apostolado, es decir, al diálogo filial con Dios y a la difusión del Evangelio en medio del trabajo profesional y de las otras realidades seculares de la vida ordinaria del cristiano.
Desde 1955 don Álvaro había comenzado a trabajar como consultor en dicasterios de la Santa Sede, donde eran muy apreciados no solamente la doctrina sino también el carácter amable, humilde y cordial de don Álvaro. Pondré solo un ejemplo. El 16 de abril de 1960, en una conversación con el cardenal Pietro Ciriaci, prefecto de la Congregación que se ocupaba de la disciplina del clero y del pueblo cristiano, me dijo que estimaba mucho a don Álvaro y que por eso, un año antes, cuando comenzaron los primeros trabajos preparatorios del Vaticano II —anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959— lo había nombrado presidente de una especial Comisión de estudio sobre el laicado católico, que había sido constituida en el seno del mencionado dicasterio. He querido referirme a este episodio porque fue en estos años y en estos trabajos preparatorios del Vaticano II, cuando don Álvaro tuvo ocasión de conocer y tratar a no pocas personas —obispos y cardenales, teólogos y canonistas— que tuvieron después una participación decisiva en la elaboración de proyectos para documentos conciliares referidos, entre otras, a lo que ha sido una enseñanza central del Concilio Vaticano II: la doctrina sobre el laicado y sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado.
El carácter sencillo y afable de don Álvaro, la profundidad y al mismo tiempo la humildad de su pensamiento y la extrema delicadeza en sus juicios, permitían comprender bien su gran capacidad de ganarse la simpatía y la amistad de las personas: desde aquellas de los ambientes de la Curia, como los monseñores Domenico Tardini, futuro secretario de estado, y Giovanni Battista Montini, futuro arzobispo de Milán y después Papa Pablo VI, o también los cardenales Ciriaci, Marella, Antoniutti y Baggio, hasta notables teólogos y canonistas que progresivamente se incorporaron a los trabajos del Concilio. De estos últimos, que fueron tantos, quisiera citar solamente a algunos que manifestaron, en más ocasiones, particular interés por conocer, a través de don Álvaro, la persona y las enseñanzas del fundador del Opus Dei. Entre los personajes protagonistas del Vaticano II, recuerdo sobre todo a los cardenales Frings, Doepfner, Ottaviani, Koenig y Marty; también Mons. Pericle Felici, secretario general del Concilio, futuro cardenal presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho canónico; Mons. Carlo Colombo, decano de la Facultad de Teología de Milán, perito conciliar y teólogo personal de Pablo VI; Mons. Willy Onclin, decano de la Facultad de Derecho canónico de la Universidad de Lovaina y perito de cuatro comisiones conciliares; el Padre Yves Congar, O.P., perito teólogo en más comisiones y futuro cardenal; Mons. Jorge Medina, perito conciliar y futuro cardenal prefecto de la Congregación para el Culto Divino; Mons. Karol Wojtyla, futuro cardenal arzobispo de Cracovia y san Juan Pablo II; Mons. Joseph Ratzinger, futuro cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Papa Benedicto XVI.
A propósito de Benedicto XVI, nuestro querido Papa emérito, permitidme un breve recuerdo reciente. Fui a visitarle algunos días atrás en su retiro en el monasterio de los jardines vaticanos. Sabía ya sobre la próxima beatificación de don Álvaro y me dijo: “¡Qué bueno! Le he tenido como colaborador durante años, cuando era consultor en la Congregación para la Doctrina de la Fe: ¡qué buen ejemplo para todos nosotros!”.
2. Un protagonista del Concilio Vaticano II
Pero el tiempo corre. Por ello debo deslizar el zoom hasta el inicio del Concilio y, concretamente, sobre el enorme trabajo de don Álvaro como secretario de una de las más difíciles comisiones del Vaticano II. El indicador se detiene sobre una fecha precisa, el 4 de noviembre de 1962. Ese día Mons. del Portillo recibió una carta del Card. Pietro Ciriaci, Presidente de la Comisión De disciplina cleri et populi christiani del Concilio Vaticano II, en la cual le comunicaba que había sido elegido secretario de dicha comisión. Cuatro días después, el 8 de noviembre, don Álvaro recibió la carta de nombramiento.
San Josemaría Escrivá manifestó, a cuantos estaban presentes ese día en la sede del Consejo General del Opus Dei, su satisfacción por la gran estima que, con dicho nombramiento, la Santa Sede había demostrado a don Álvaro. Dijo, además, que había aconsejado a don Álvaro que aceptara —por amor a la Iglesia y en filial obediencia al Papa— el oneroso compromiso de trabajo que se le pedía, y que le había dado este consejo con la fundada esperanza de que él pudiese continuar desempeñando, aunque con continuos esfuerzos y sacrificios, también las tareas de secretario general del Opus Dei. Y así sucedió, efectivamente, durante los tres largos años de la gran asamblea conciliar.
Pero, más allá de esta realidad de un doble compromiso de trabajo, Mons. del Portillo debió enfrentar de inmediato, con esa serenidad que todos admiraban en él, una particular dificultad, digamos existencial y metodológica, en el encargo recibido de la Santa Sede. Una dificultad de la que solo la atenta consideración de la historia del Vaticano II permite darse cuenta suficientemente. Me refiero en concreto al evidente abismo que existía entre los contenidos, más bien escasos, de los esquemas preparatorios confiados a la Comisión “Sobre la disciplina del clero” —en cuyo trabajo de estudio también yo fui invitado a colaborar— y la amplitud, en cambio, de las cuestiones doctrinales y disciplinares que comenzaban a surgir acerca de la identidad y la imagen eclesial del presbítero, y las exigencias y características específicas de su vida y de su ministerio.
De hecho, en las reuniones que tuvieron lugar entre el 21 y el 29 de enero de 1963, la Comisión Coordinadora de los trabajos del Concilio estableció que debía reducirse a 17 el número de los esquemas de constituciones y de decretos que debían presentarse en el aula, por parte de las diversas comisiones conciliares. Consecuentemente, a la Comisión para la Disciplina del Clero le fue encargado preparar un único esquema de decreto, comprendiendo solo tres argumentos: la espiritualidad sacerdotal, la ciencia pastoral y el recto uso de los bienes eclesiásticos. De hecho, la misma Comisión de Coordinación decidió, un año después, que el esquema anterior fuera reducido drásticamente a los puntos esenciales, para ser presentado, no en forma de un verdadero decreto, sino de pocas y breves Propositiones.
No hay duda de que estas decisiones de los organismos directivos del Concilio obedecían a criterios selectivos y metodológicos de orden general, que tendían a dar prioridad de desarrollo a temas considerados de importancia primaria, como la renovada reflexión teológica sobre la Iglesia, las directrices para la reforma litúrgica, la doctrina sobre el episcopado y su sacramentalidad, el apostolado de los laicos o el movimiento ecuménico. Sin embargo, los 30 miembros de la Comisión De disciplina cleri (2 cardenales, 15 arzobispos y 13 obispos) y los 40 peritos (teólogos y canonistas de 17 nacionalidades) estaban de acuerdo en considerar —don Álvaro estaba muy familiarizado y lo hacía notar con su habitual fortaleza amable— que, precisamente por el desarrollo doctrinal y normativo sobre el episcopado y sobre el laicado, se hacía aún más necesaria una paralela profundización teológica y disciplinar sobre el presbiterado. De lo contrario, habría permanecido incompleta la misma teología de comunión que estaba en la base de los trabajos conciliares, y habrían defraudado a los más de medio millón de presbíteros que eran y son, en todo el mundo, colaboradores de los obispos e inmediatos pastores de los fieles laicos.
No obstante, la Comisión De disciplina cleri, en respuesta a las directivas recibidas, preparó de mala gana —la expresión puede parecer fuerte, pero más tarde se demostraría comprensible— las breves y por esto necesariamente pobres e insuficientes proposiciones De vita et ministerio sacerdotali, que fueron debatidas en la asamblea conciliar los días 13, 14 y 15 de octubre de 1964. De la discusión y votación en el aula, y de las muchas propuestas de enmienda recibidas, emergió claramente —como don Álvaro preveía y así me lo había dicho antes— que era deseo de los padres del Concilio que el tema del sacerdocio ministerial de los presbíteros fuese tratado, no en forma de breves proposiciones, sino a través de un verdadero y propio decreto conciliar, de suficiente amplitud y contenido.
Recuerdo bien que Mons. del Portillo, cual diligente y paciente secretario de la comisión, acogió este deseo de la asamblea conciliar no solo con espíritu de obediente disponibilidad, sino también con viva alegría y satisfacción. Tanto es así que él mismo sugirió al relator del esquema, el entonces arzobispo de Reims Mons. François Marty —años después cardenal arzobispo de París— dirigir de inmediato una carta a los cardenales moderadores del Concilio, a través del secretario general, Mons. Pericle Felici, solicitando la autorización necesaria para que nuestra comisión pudiese rehacer y desarrollar el esquema en la forma deseada por la asamblea, es decir, como un verdadero decreto conciliar.
La carta, en latín (Prot. N. 730/64, del 20 de octubre de 1964), obtuvo siete días después la esperada respuesta del secretario general del Concilio: “He tenido cuidado —decía Mons. Felici— de exponer a la consideración de los eminentísimos cardenales moderadores la carta de vuestra excelencia. En la sesión del pasado 22, los eminentísimos moderadores, accediendo a las razones presentadas por vuestra excelencia, han expresado el parecer de que la comisión reelabore el texto del esquema De vita et ministerio sacerdotali como es indicado por vuestra excelencia…” (Carta de la Secretaría General del Concilio, Prot. N. LC/758, del 27 de octubre de 1964).
«Omnia tempus habent» (Sir 3, 1) todas las cosas tienen su tiempo. Finalmente había llegado el momento en que el Concilio Ecuménico Vaticano II, consciente de que la deseada renovación de la Iglesia y de su misión evangelizadora dependía, en gran parte, del ministerio de los presbíteros (cfr. Decr. Prebyterorum Ordinis, proemio y n. 1; Decr. Optatam totius, n. 2), podía dedicarles un documento suficientemente amplio, con todas las aclaraciones doctrinales, y normas pastorales y disciplinares que fueran necesarias, con una referencia específica a las circunstancias culturales y sociológicas del mundo contemporáneo.
Recuerdo que don Álvaro convocó inmediatamente, y puso a trabajar, a las diversas subcomisiones de miembros y de peritos en que estaba articulada la comisión, y fue preparado en tiempo “récord” el proyecto del nuevo esquema. La comisión plenaria, siempre bajo la dirección de Mons. del Portillo a quien el presidente, el Card. Pietro Ciriaci, de salud delicada, había confiado esta tarea, examinó las varias partes del nuevo esquema en las reuniones plenarias tenidas —puedo decir que eran sesiones verdaderamente interminables— los días 29 de octubre y 5, 9 y 12 de noviembre de 1964. La gracia del Espíritu Santo, invocado con confianza al inicio de cada sesión de trabajo, hizo posible que el proyecto de decreto De ministerio et vita Presbyterorum fuese preparado, impreso y distribuido a toda la asamblea conciliar ocho días después, el 20 de noviembre de 1964, esto es, en la vigilia de la conclusión de la tercera sesión del Concilio. El secretario general del Concilio quedó verdadera y felizmente sorprendido, casi exclamaba: “milagro”.
Este texto, completado después en algunos puntos con oportunas añadiduras, fue discutido y aprobado por la asamblea (“in aula”, como solía decirse) durante la cuarta y última sesión del Concilio, en octubre de 1965 y fue votado de manera definitiva con el siguiente resultado: votantes: 2394 padres conciliares; placet: 2390; non placet: 4. El Santo Padre Pablo VI, en sesión pública del entero Concilio, promulgó solemnemente el decreto Presbyterorum Ordinis, de Presbyterorum ministerio et vita el 7 de diciembre de 1965.
Fueron días, semanas, meses de intensísimo trabajo, de gran tensión moral y psicológica, de lucha contra el tiempo, de estrés; pero en el alma y en el rostro de Mons. del Portillo había siempre serenidad. Parecía decir aquello que estaba escrito en la base de un hermoso reloj solar que siempre me ha gustado comparar con don Álvaro: Horas non numero nisi serenas (indico solamente las horas serenas), tiempo sereno (con sol en el cielo), animo tranquilo (con paz en el alma).
Estoy seguro de que a todos vosotros, en particular a aquellos que han tenido la fortuna de conocer y tratar a don Álvaro, os gustará escuchar el contenido de una carta que el Card. Pietro Ciriaci le escribió una semana después, el 14 de diciembre de 1965. Solo leeré algún fragmento:
«Rvdmo. y querido don Álvaro:
Con la aprobación definitiva del 7 de diciembre pasado se ha cerrado, gracias a Dios, felizmente, el gran trabajo de nuestra comisión, que de esta manera ha podido conducir a puerto el decreto, no último por importancia de los decretos y constituciones conciliares”. Después de haber recordado con alegría la “votación casi plebiscitaria del texto”, el Excmo. presidente añadía: “Sé bien cuánto en todo esto ha tenido parte vuestro trabajo sabio, tenaz y gentil, que, sin faltar el respeto a la libertad de opinión de los otros, no ha dejado de seguir una línea de fidelidad a aquellos que son los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Al informar al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto. Mientras tanto quiero hacerle llegar, con un caluroso aplauso, mi más sincero agradecimiento».
No me encontraba presente cuando don Álvaro leyó esta carta. Pero estoy seguro de que debió comentar, ya que era usual en él dar a Dios toda alabanza o agradecimiento personal: ¡Sean dadas las gracias al Señor! Deo Gratias!
3. ¿Cuál era la imagen del sacerdote en los trabajos conciliares?
Llegados a este punto, parece necesario hacerse una pregunta sugerida por una frase de la carta del Card. Ciriaci: ¿cuáles han sido estos “grandes principios orientadores” que guiaron a don Álvaro, a la comisión conciliar y a todos los padres del Concilio, al definir los elementos esenciales de la identidad teológica y de la misión apostólica de los presbíteros? Diría que estos “grandes principios orientadores” están impregnados, en primer lugar, por el doble compromiso de fidelidad a la tradición y de una renovación real que ha inspirado todo el Concilio Vaticano II.
De hecho, situando el sacerdocio ministerial de los presbíteros y su triple función docente, santificadora y de gobierno en el corazón de la misión salvífica de la Iglesia, el decreto Presbyterorum Ordinis ha enmarcado el sacerdocio desde el punto de vista original y profundo de la participación del presbítero en la consagración y en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor. De esta manera surge una visión del ministerio sacerdotal esencialmente sacramental y profundamente dinámica, como explicó con exquisita claridad Mons. del Portillo en una declaración de 1966:
«A lo largo de los debates conciliares en torno al decreto sobre los presbíteros se habían manifestado dos posiciones que, consideradas separadamente, podían parecer opuestas y aun contradictorias entre sí: se insistía, por una parte, en el aspecto de la evangelización, en el anuncio del mensaje de Cristo a todos los hombres; por otra, se ponía el acento sobre el culto y adoración de Dios como fin al que todo debe tender en el ministerio y en la vida de los presbíteros. Se hacía necesario un esfuerzo de síntesis, de conciliación, y la comisión puso todo su empeño en armonizar esas dos concepciones, que no eran opuestas ni, por tanto, se excluían mutuamente. Estas dos diversas posiciones doctrinales sobre el sacerdocio alcanzan, en efecto, pleno relieve y significado cuando se integran dentro de una síntesis total, que haga ver cómo esos dos aspectos son facetas absolutamente inseparables entre sí, que se complementan y se dan mutuo resalte: el ministerio en favor de los hombres solo se entiende como servicio prestado a Dios y, a su vez, la gloria de Dios exige que el presbítero sienta ansia de unir a su alabanza la de todos los hombres […]. Se presenta, por tanto, una perspectiva dinámica del ministerio sacerdotal que, anunciando el Evangelio, engendra la fe en los que aún no creen para que, perteneciendo al Pueblo de Dios, unan su sacrificio al de Cristo, formando un solo Cuerpo con Él» [1].
En este contexto, el sacerdote es un miembro del Pueblo de Dios, elegido entre los otros con una particular llamada divina (consagración) y enviado (misión) a desempeñar funciones específicas al servicio del Pueblo de Dios y de toda la humanidad. Un hombre elegido, un hombre consagrado, un hombre enviado. Estas son indudablemente, en su unidad e inseparabilidad, las tres características fundamentales de la imagen del presbítero, como don Álvaro procuró glosar en sus textos, especialmente en el libro Escritos sobre el sacerdocio, traducido y publicado en casi todas las lenguas modernas. Veamos brevemente estas características del ministro de Cristo, también porque ahora, cincuenta años después del Concilio, son a menudo subrayadas por el Papa Francisco.
1) Un hombre elegido y llamado
¿Elegido por quién? ¿Elegido por la comunidad cristiana, como algunos querrían? ¿Elegido tal vez por sí mismo, como si tuviera un derecho personal absoluto a ser sacerdote? Parecía inútil y descabellado hacer preguntas como estas. Sin embargo, existían durante la celebración del Concilio, y continúan existiendo ahora, diferentes posturas ideológicas según las cuales, con argumentos diversos pero siempre reductivos de la naturaleza del sacerdocio, se discute el magisterio de la Iglesia. Pero en la doctrina conciliar está claro que la vocación del presbítero es absolutamente inseparable de su consagración y de su misión. Aquél que lo elige es también quien lo consagra y lo envía: es decir, el mismo Cristo, a través de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos.
He aquí cómo esta realidad divina es sancionada por el decreto Presbyterorum Ordinis: «Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en el que “no todos los miembros tienen la misma función” (Rm 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres» [2].
Al subrayar de esta manera la institución divina del sacerdocio, se pone el acento en la vocación divina del presbítero. Él, por tanto, no es un delegado de la comunidad delante de Dios, ni es un funcionario o un empleado de Dios frente al Pueblo. Es un hombre elegido por Dios entre los hombres para realizar, en nombre de Cristo, el misterio de la salvación. La noción de vocación divina —amaba recordar don Álvaro— es esencial para contrarrestar ciertas concepciones democratistas, por desgracia presentes en algunos ambientes eclesiales, y también para que nosotros, sacerdotes, no olvidemos nunca la elección de amor que Cristo ha realizado en nuestras vidas. Ha recordado el Papa Francisco: «Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: ‘No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes’, dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada» [3]. «Convertirse en sacerdote no es ante todo una elección nuestra, más bien es la respuesta a una llamada y a una llamada divina» [4].
2) Un hombre consagrado
Si bien elegidos por Dios para desempeñar de forma oficial, en nombre de Cristo, la función sacerdotal, está claro que los presbíteros son algo más que simples titulares de un oficio público y sagrado, ejercitado al servicio de la comunidad de los fieles. El Presbiterado, escribe Mons. del Portillo, «es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único Mediador [5]. Estoy seguro que en todo su trabajo como secretario de la comisión, tenía siempre presente la enseñanza sobre el sacerdocio de un sacerdote santo todavía en vida en aquel tiempo, Mons. Escrivá. Éste había dicho en una homilía en 1960 refiriéndose al Sacrificio Eucarístico: «La Misa —insisto— es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona, y en nombre de Cristo» [6].
Presbyterorum Ordinis —teniendo presente el notable desarrollo que había alcanzado en otros documentos del Concilio la doctrina sobre el episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles— ha querido resaltar la especial consagración sacramental de los presbíteros, que les hace partícipes del mismo sacerdocio de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Y así lo ha hecho, mostrando contemporáneamente el vínculo del ministerio presbiteral con la plenitud sacerdotal y la misión pastoral de los obispos de los cuales son colaboradores, y distinguiéndolo también del sacerdocio común de todos los bautizados. «Enviados los apóstoles, como Él había sido enviado por el Padre —se lee en el n. 2 del decreto—, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos, cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió».
Agere in persona Christi Capitis, actuar en la persona de Cristo, permite expresar exactamente la esencia de la condición ministerial como capacidad de participar, a través de la recepción del sacramento del Orden, en las acciones propias de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia. El fundamento de tal participación es la potestad recibida, mientras que su finalidad es hacer presente aquí y ahora, mediante acciones específicas (ministerium verbi et sacramentorum), la salvación como vida de la Iglesia y, en la Iglesia, del mundo. Se observa por tanto en esta fórmula, la sacramentalidad de las acciones específicas del ministerio ordenado respecto a la vida de la Iglesia.
A esta sacramentalidad hace plena referencia la figura ministerial del presbítero, que «a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella» [7]. De hecho, como repetía san Juan Pablo II: «Por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y de la gratuidad de la gracia, que en la Iglesia es donada por Cristo resucitado. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma consciencia, en la fe, de no ser por sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles y sus sucesores, como titulares de una autoridad que les viene dada de Cristo Cabeza y Pastor, están puestos con su ministerio frente a la Iglesia como prolongación visible y signo sacramental de Cristo en su mismo estar frente a la Iglesia y el mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación» [8]. Nosotros sacerdotes, presbíteros y obispos, somos signos sacramentales de Cristo entre los hombres, tanto más cuanto más sinceramente podemos decir con san Pablo: «Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Por ello el Papa Francisco ha dicho a los sacerdotes: “Este vivir en Cristo en realidad marca todo aquello que somos y hacemos. Y esta vida en Cristo es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica […]. No es la creatividad pastoral, no son los encuentros y las planificaciones los que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que dice con insistencia: Permaneced en mí y yo en vosotros” [9].
3) Un hombre enviado
Los presbíteros del Nuevo Testamento, enseña el decreto en el que tanto trabajó don Álvaro, «son tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios» [10]. El presbítero es un hombre llamado y consagrado para ser enviado a todos los hombres, en servicio de la acción salvífica de la Iglesia, como pastor y ministro del Señor. El Vaticano II ha querido recordar y reafirmar la dimensión cultual y ritual del sacerdocio, sujetándose a la tradición del Concilio de Trento, pero ha querido, al mismo tiempo, subrayar con fuerza su dimensión misionera: no como dos momentos distintos, sino como dos aspectos simultáneos de la misma exigencia de evangelizar.
Partiendo de la referencia normativa de la existencia sacerdotal de Cristo y de los apóstoles, el decreto ha hablado con fuerza de la necesaria presencia evangelizadora de los presbíteros entre los hombres: «moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado» [11]. El sacerdote debe estar siempre presente y operativo —como ministro de Cristo— en la vida de los hombres, y no lo sería si su actividad estuviera limitada a las funciones rituales, o si por casualidad esperase que fuesen los demás quienes vinieran a romper su aislamiento.
Al mismo tiempo, Presbyterorum Ordinis ha proclamado, con una admirable energía espiritual, una enseñanza que no temo en definir fundamental, también para huir de todo peligro de desacralización de la imagen del sacerdote o de reducción temporal, social o filantrópica, de su ministerio. Y esto sin ningún distanciamiento del mundo, o sin ninguna pérdida de la humanidad. De hecho el decreto señala: «Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres» [12].
La presencia del sacerdote secular en el mundo estará siempre caracterizada por este aspecto dialéctico que es inherente a la naturaleza de su misión. «Porque tal misión —ha explicado magistralmente Mons. del Portillo— solo podrá llevarse a cabo si el sacerdote —consagrado por el Espíritu— sabe estar entre los hombres (pro hominibus constitutus) y, al mismo tiempo, separado de ellos (ex hominibus assumptus): cf. Hb 5, 1; si vive con los hombres, si comprende sus problemas, apreciará sus valores, pero al mismo tiempo en nombre de otra cosa, dará testimonio y enseñará otros valores, otros horizontes del alma, otra esperanza» [13]. Es así que los presbíteros llegarán incluso a resolver un problema que a veces se exagera o es tergiversado —hoy, como en tiempos del Concilio— sobre el plano sociológico. Me refiero a su válida inserción en la vida social de la comunidad civil, en la vida ordinaria de los hombres. De hecho, hoy más que nunca, los laicos —el intelectual, el obrero, el empleado— quieren ver en el sacerdote un amigo, un hombre de trato sencillo y cordial (un hombre, se dice, al alcance de la mano), que sepa entender bien y estimar las nobles realidades humanas. Pero al mismo tiempo, quieren ver en él un testigo de las cosas futuras, de lo sacro, de la vida eterna; en otras palabras, un hombre capaz de percibir y de enseñarles, con fraterna solicitud, la dimensión sobrenatural de su existencia, el destino divino de sus vidas, las razones trascendentales de su sed de felicidad: en una palabra, un hombre de Dios [14]. Ese hombre capaz de abrir su corazón a la ternura de Dios, como repite el Papa Francisco: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» [15].
4. El sacerdote “llamado a la santidad”
Permitidme una última consideración acerca de una verdad que veíamos constantemente trasparentar en las intervenciones de don Álvaro. Los tres rasgos teológicos esenciales anteriormente expuestos sobre la imagen del sacerdote (su vocación divina, su consagración sacramental y su misión evangelizadora) resultan bien entendidos, integrados y diría que envueltos por una profunda exigencia de orden ascético: la santidad personal, a través de la espiritualidad específica del sacerdote secular. ¡Con cuánto compromiso concreto, que no le hacía ahorrar sacrificios, y con cuánto amor por el sacerdocio, aprendido directamente de san Josemaría Escrivá, Mons. del Portillo dirigió los trabajos de este III capítulo del decreto!
Hubo días, no pocos, en los que la jornada laboral de don Álvaro, y con él la de sus más cercanos colaboradores en la comisión, terminaba después de la media noche. A esas horas intempestivas, cerradas todas las oficinas de los dicasterios de la Santa Sede, se debía reunir en una de las residencias de los Padres y peritos conciliares (San Tommaso di Villanova, en la calle Romania), para ultimar la preparación de las propuestas de los textos del Decreto, o también las responsiones ad modos (las respuestas de la comisión a las correcciones propuestas por los Padres) que debían ser presentadas la mañana siguiente a la Comisión plenaria y enviadas en un mismo día a la Tipografía Vaticana. Recuerdo bien la gran estima y sobre todo el cordial afecto que, a pesar del incansable ritmo de trabajo, manifestaban hacia Mons. del Portillo todos sus colaboradores cercanos.
Si tenemos en cuenta que lo que subyace a todo el Concilio es promover una renovación en la Iglesia, capaz de empujarla hacia una más eficaz evangelización del mundo, es oportuno hacer notar que en estas páginas dedicadas a la santidad sacerdotal vibra con particular vigor el mismo compromiso y espíritu. Escuchemos aún: «Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios» [16].
De esto se deriva que, desde el inicio, se destacara un aspecto esencial: el sacerdote está llamado a alcanzar la santidad a través del ejercicio de las propias funciones ministeriales, que no solo le exigen este compromiso de perfección, sino que lo estimulan y perfeccionan [17].
Desempeñando el propio ministerio según el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, el presbítero alcanza la unidad de vida —expresión particularmente querida por don Álvaro por ser a menudo recurrente en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá—, esto es, la deseada unión y armonía entre su vida interior y las obligaciones, tantas veces dispersivas, que se derivan del propio ministerio pastoral. La referencia a la unidad de vida de los sacerdotes y a su fundamento, que consiste en el unirse «a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado» [18], es uno de los elementos más significativos de la doctrina ascética del decreto.
Sin embargo, el presbítero no podrá realmente vivir esta unidad de vida y no manifestará verdaderamente la caridad pastoral de Cristo en su ministerio, si no es un hombre de Eucaristía y de oración, un alma esencialmente eucarística y contemplativa. Se advierte, en efecto, en Presbyterorum Ordinis para evitar equívocos sociológicos o simplemente emotivos, que «Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz —centrum et radix— de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» [19]. Con su encantadora sencillez, el Papa Francisco ha glosado así esta realidad mística: «Si vamos a Jesús, si buscamos al Señor en la oración, seremos buenos sacerdotes, aunque seamos pecadores. Si en cambio nos alejamos de Jesucristo, tendremos que compensar esa relación con otras actitudes mundanas, idólatras, y nos hacemos devotos del dios Narciso […]. El sacerdote que adora a Jesucristo, el sacerdote que habla de Jesucristo, el sacerdote que busca a Jesucristo y que se deja buscar por Jesucristo: este es el centro de nuestra vida. Si no hay esto, lo perdemos todo. ¿Entonces qué daremos a la gente?» [20].
5. Frente a la nueva evangelización
Hemos acudido al decreto Presbyterorum Ordinis para buscar en sus páginas la imagen del sacerdote que el Concilio Vaticano II ha dejado y que don Álvaro ha ilustrado en sus escritos, pero sobre todo con la ejemplaridad de su trabajo y de su vida sacerdotal. Ahora podemos formular una pregunta que el mismo Mons. del Portillo se hacía a veces —recuerdo bien algunas conversaciones suyas— en la noche de su vida, casi en el umbral del tercer milenio: esta imagen, estos parámetros doctrinales y disciplinares, esta identidad propia del sacerdote católico, ¿cómo se insertan en el gran desafío que las circunstancias del mundo actual y el impulso del Papa Francisco presentan a la Iglesia y, en primer lugar, a los ministros de Cristo?
Podemos hacer una primera constatación. Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy han pasado cincuenta años de vida vivida y sufrida en la Iglesia, años de reflexión teológica, no siempre equilibrada y serena; de renovado empeño pastoral, no siempre sin contrastes y dificultades. Y sin embargo la doctrina del decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros no solamente no se ha oscurecido, sino que más bien se ha impuesto con creciente vigor. Esto tiene una explicación: el Concilio Vaticano II surgió en la Iglesia con una vocación de renovación y de evangelización. Y es cierto que, a distancia de medio siglo de su conclusión, son fácilmente destacables los signos crecientes del influjo positivo de su dinamismo espiritual y pastoral.
El espíritu conciliar de renovación ha impregnado en estos años, bajo la guía providencial de grandes papas que se han sucedido en la sede de Pedro, la vida litúrgica, la normativa canónica, la enseñanza catequética. La Iglesia ha renovado verdaderamente su doctrina, su legislación y su vida de acuerdo con el Vaticano II, y está en condiciones de realizar su misión apostólica según el nivel que los tiempos exigen. Además, está comprometida desde hace años, bajo el vigoroso impulso de san Juan Pablo II, de Benedicto XVI y ahora del Papa Francisco, en una empresa de nueva evangelización, que “exige de los sacerdotes que sean radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo pastoral” [21], siempre bajo el signo de la fidelidad a su vocación, consagración y misión, es decir, a los contenidos del decreto Presbyterorum Ordinis.
La nueva evangelización, que debe manifestar con vigor la centralidad de Cristo en el cosmos y en la historia, no solo tiene una dimensión ascendente —Cristo como cumplimiento de todos los anhelos del hombre— sino, y sobre todo, una mediación descendente: «En Jesucristo Dios no solo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre» [22]. Palabras de san Juan Pablo II que también al Papa Francisco le gusta repetir.
Cristo, único Mediador, está presente en el sacerdote para hacer que toda la Iglesia, Pueblo sacerdotal de Dios, pueda dar al Padre el culto espiritual que todos los bautizados están llamados a ofrecer. ¿Cómo podrá haber ofrenda aceptable al Padre si aquello que ofrecen los fieles —el trabajo, las alegrías y las dificultades de la vida familiar y social, la misma vida— no fuera ofrecido en la Santa Misa, en unión con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, única víctima propiciatoria?
Cristo, Único y Eterno Sacerdote, está presente en el misterio de los sacerdotes, para recordar a todos que su pasión, muerte y resurrección no constituyen un evento que deba ser circunscrito o relegado al pasado, a la Palestina de hace 2000 años, sino una realidad salvífica, siempre actual, hecha continuamente operativa por el milagro de amor de la Eucaristía, centro y raíz de la vida de la Iglesia.
Cristo, por su divinidad unigénito del Padre y por su humanidad primogénito de todas las criaturas, está presente en el sacerdote para anunciar al mundo su Palabra con autoridad, educar a todos en la fe y formar con los sacramentos la nueva humanidad, el Cuerpo místico del Señor, en espera de su venida en la última hora de la historia.
Cristo, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, está presente en el sacerdote, para enseñar a los hombres que la reconciliación del alma con Dios no puede ser ordinariamente obra de un monólogo; que el hombre pecador, para ser perdonado, tiene necesidad del hombre-sacerdote, ministro y signo en el sacramento de la Penitencia de la radical necesidad que la humanidad caída ha adquirido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador.
En una palabra, Cristo está presente en el sacerdote, para proclamar y dar testimonio al mundo de que Él es el Príncipe de la paz, la Luz de las almas, el Amor que perdona y reconcilia, el Alimento de la vida eterna, la Única Verdad por sí misma, el Alfa y el Omega del universo. Y que, por eso, ninguna realidad verdaderamente humana, ningún proceso humano de perfección o de desarrollo, puede ser concebido al margen de la nueva creación realizada por su encarnación y su sacrificio.
He aquí nuestra razón de ser de todos los sacerdotes, las “credenciales de nuestra identidad”, que debemos presentar con más valor y claridad ante los hombres cuanto más desvergonzada sea la presión del agnosticismo religioso y del permisivismo moral. San Juan Pablo II ha dicho: «La Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Solo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis» [23]. Esta Iglesia, en permanente estado de misión, de evangelización, es la misma que salva y hace auténtica la felicidad del hombre.
Ha escrito el Papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” [24]. Frente a esta realidad, la voluntad salvífica de Cristo (tarea de la Iglesia y en primer lugar de los ministros sagrados) ofrece a los corazones humanos esa alegría que el mundo no da y ni siquiera puede quitar: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» [25].
6. Mons. Álvaro del Portillo después del Vaticano II
La promulgación del decreto sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes coincide prácticamente con el fin del Concilio Vaticano II y, en consecuencia, del encargo de Mons. del Portillo en los trabajos conciliares. Debería, por eso, concluir también aquí esta conferencia. ¡Esto sería ciertamente un alivio para vuestra paciencia! Pero no sería justo con don Álvaro, porque su influencia en el Concilio se prolongó notablemente en los años sucesivos y se prolonga todavía entre nosotros, en esta Universidad. Podemos verlo de inmediato deslizando ahora el “zoom” de nuestro discurso sobre la siguiente afirmación solemne del Vaticano II: «Conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» [26].
Pienso que el Papa Pablo VI, promulgador de los decretos del Concilio y buen conocedor de Mons. del Portillo, se habrá alegrado en el Cielo viendo con qué exquisita sensibilidad don Álvaro acogía este deseo del Concilio, por otra parte ya presente en la mente y en la oración de san Josemaría. De hecho, el 9 de enero de 1985 fue erigido, promovido por el entonces prelado del Opus Dei, Mons. del Portillo, el Centro Superior de Estudios Eclesiásticos en el cual hoy nos encontramos. Desde entonces, millares de sacerdotes de todo el mundo se han formado en esta Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en estrecha comunión con el sucesor del Apóstol Pedro, al servicio del renovado anuncio del Evangelio propugnado por el Concilio Vaticano II.
Permitidme concluir con otro brevísimo recuerdo de Mons. del Portillo. El Señor, en su infinita bondad, dispuso que este pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia e hijo fidelísimo del fundador del Opus Dei, pudiese celebrar la última Misa de su vida en Jerusalén, en el Cenáculo, en el mismo santo lugar donde Jesús había instituido, en la última Cena, la Eucaristía y el Sacerdocio. Era el 22 de marzo de 1994. Pocas horas después, de vuelta a Roma, con la sonrisa afable de siempre, entregó su alma al Señor el alba del día sucesivo, 23 de marzo. San Juan Pablo II que fue a orar frente al cuerpo, quedó maravillado al conocer estas circunstancias realmente conmovedoras de la última Misa y del dies natalis de don Álvaro. El Señor había querido coronar su vida, tantas veces marcada por la Cruz, con esta caricia: ¡bien merecida!
Card. Julián Herranz [*] en romana.org/es
Notas:
* El autor es presidente emérito del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana. El texto es la traducción castellana de la conferencia Mons. Álvaro del Portillo e il Concilio Vaticano II, pronunciada el 13 de marzo de 2014 en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, y después publicada en: PABLO GEFAELL (ed.), Vir fidelis multum laudabitur, EDUSC, Roma 2014, pp. 83-102.
[1] Revista Palabra, n. 12-13 (1968) pp. 4-8.
[2] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
[3] Francisco, Homilía, 27-VII-2013.
[4] Francisco, Palabras en ocasión de un encuentro con seminaristas, novicios y novicias, 6-VII-2013.
[5] Beato Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 85.
[6] San Josemaría Escrivá, La Eucaristía, misterio de fe y de amor, en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1994, n. 86.
[7] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 13.
[8] San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 16.
[9] Francisco, Homilía, 27-VII-2013.
[10] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 3.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] Beato Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, op. cit., 63-64.
[14] Cf. Julián Herranz, I rapporti sacerdote-laici, en Studi sulla nuova legislazione della Chiesa, Roma 1990, pp. 246-247.
[15] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 1.
[16] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12.
[17] Cf. Ibídem.
[18] Ibídem, n. 14.
[19] Ibídem.
[20] Francisco, Homilías matutinas — Casa Santa Marta, Homilía del 11-1-14, Libreria Editrice Vaticana, vol. 2, 2014.
[21] San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 18.
[22] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 7.
[23] San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 20.
[24] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 2.
[25] Ibídem, n. 1.
[26] Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius, Proemio.
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