Redaccion opusdei.org
Quienes, en su juventud se acercaban a la Obra y a su Fundador, notaban ese impulso suave y decidido para enamorarse del Señor. Qué sencillo y atractivo resulta acudir con frecuencia a esas oportunidades, en especial el sacramento de la confesión, en que nos dejamos “alcanzar por Cristo” (Benedicto XVI).
La confesión es un tesoro infinito —cada sacramento lo es— para los cristianos de todos los tiempos. Allí nos encontramos con la misericordia sin límites del Señor. Allí volvemos a ser nosotros mismos, y nos ponemos de nuevo en manos de Dios, confiadamente, con una alegría inquebrantable. La confesión sacramental es camino de libertad y de amor al Señor.
En los centros de la Obra, los sacerdotes se dedican, entre otras tareas, a administrar este sacramento y, en ese contexto, también a facilitar un acompañamiento espiritual que ayude a cada persona a acercarse al Señor [1].
El sacramento de la confesión y la vida cristiana
Necesitamos la gracia que nos concede el Señor a través de los sacramentos. La novedad en nuestra existencia viene por esa participación en la vida divina.
San Josemaría amaba con locura esas “huellas de Cristo” [2] y animaba, a cada persona que trataba, a que frecuentase con devoción los sacramentos para vivir vida cristiana. Invitaba, inspirándose en la parábola del hijo pródigo, a “volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios” [3].
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que “sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2, 7). Jesús es el Hijo de Dios, y dice de sí mismo: ‘El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra’ (Mc 2, 10) y ejerce ese poder divino: ‘Tus pecados están perdonados’ (Mc 2, 5; Lc 7, 48)” [4]. Y también expone algo más: al atardecer del día de la Resurrección, los discípulos se habían reunido en casa con las “puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20, 19). El Señor se presentó en medio de ellos “y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn 20, 21).
“En virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf. Jn 20, 21-23) para que lo ejerzan en su nombre” [5], de modo que los sacerdotes puedan perdonar los pecados y devolver la paz a la conciencia.
La Iglesia protege la confianza sagrada entre la persona que confiesa su pecado y Dios, y nada ni nadie puede romperlo. El silencio a que está obligado el sacerdote de las cuestiones relativas a la confesión se llama “sigilo sacramental” [6]. El silencio de lo relativo a la dirección espiritual es similar al que en otras cuestiones se conoce como “de oficio”, aunque —lógicamente— muy cualificado… porque se trata de un contenido sagrado, que pertenece a Dios y al corazón de cada persona.
Los sacerdotes y la confesión en la labor de San Rafael
En los centros de la Obra dedicados a la labor de San Rafael, los sacerdotes procuran estar el tiempo necesario para atender a las personas que desean confesarse y tener dirección espiritual. En el periodo de la juventud, cuando se forja la personalidad, supone una ayuda valiosísima poder conversar sobre las cosas del alma y dejar en manos de Dios los pecados, faltas y errores.
San Josemaría rezó largamente, con mucha fe, por los fieles de la Obra que recibirían la ordenación sacerdotal. Puso gran empeño en su formación, de modo que tratasen con delicadeza al Señor en los sacramentos y a las almas que se acercasen a su ministerio. La impronta de su alma sacerdotal se transmite, de alguna manera, a los hijos suyos sacerdotes. Una historia de los comienzos puede ilustrarlo con sencillez. Se trata de los inicios del Opus Dei en Argentina, y lo cuenta una de las primeras personas que se acercó a la Obra en ese país, en su juventud: Ana María Brun.
“Pasaban los años: veinticinco, veintiséis, veintisiete… hasta que un día, una de mis hermanas me dijo que en la iglesia del Socorro, en la esquina de Suipacha y Juncal, había un sacerdote que confesaba muy bien. Fui. Sobre el confesionario había un cartelito con el nombre: ‘Padre R. F. Vallespín’. Me confesé y quedé tan contenta que parecía que me había confesado toda la vida con él. Luego supe que don Ricardo era uno de los primeros miembros del Opus Dei y que en 1949, después de ejercer su profesión -arquitecto-, se había ordenado sacerdote” [7].
D. Ricardo Fernández Vallespín había convivido con el Fundador, y había aprendido con su ejemplo a desvivirse por las almas siendo laico y, después, como sacerdote. Se marchó a trabajar apostólicamente en Argentina, concretamente a Rosario y, luego, a Buenos Aires.
Aunque cada sacerdote tiene su personalidad, procura hacerse todo para todos [8], de manera que su condición de instrumento del Señor permita pasar la gracia y la ayuda de la dirección espiritual a las almas que se le confíen [9].
Por eso, acudir al sacerdote es un gran acto de fe: a través de él —en los sacramentos— es Jesucristo quien toca nuestro presente, nuestra vida. Y con esa fe, el Señor nos llena el alma de grandes bienes, para nosotros y para los demás.
Comenzar y recomenzar con la confesión
La confesión devuelve la salud al alma y nos limpia de nuestras miserias cometidas. Lo propio del cristiano es comenzar y recomenzar [10] a través de ese medio divino. De ahí, la ilusión por tratar en la confesión, “no de los pecados graves solamente, sino también de nuestros pecados leves, y aun de las faltas” [11].
Así lo explica el Papa Francisco: “Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo (…). El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros (…). Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable” [12].
Cuenta Pedro Casciaro que, a los tres años de su llegada a Madrid (el curso 1931-32), un amigo suyo le habló de don Josemaría Escrivá. Él no era especialmente piadoso (no quería mezclarse con los curas) y, aunque alguna vez se había acercado al confesionario, no había tenido confesor fijo, procurando siempre mantener las distancias. Su amigo Agustín insistía y Pedro declinaba la invitación con elegancia y un poco de ironía. A finales de enero de 1935 por fin accedió, y le presentaron al fundador de la Obra. “No sabría precisar cuánto tiempo estuvimos charlando; lo más probable es que no pasara de los tres cuartos de hora. Sólo recuerdo que, al despedirme le dije: —Padre: me gustaría que usted fuese mi director espiritual” [13]. Luego fueron quedando para verse regularmente y esos encuentros cambiaron su alma. “A medida que charlaba con el Padre, y le abría mi alma de par en par, iba descubriendo, progresivamente, la finura de su espiritualidad, su inteligencia privilegiada y su honda cultura. Y, muy especialmente, su enorme capacidad de querer y su gran comprensión” [14].
Crecer por dentro: confesión y acompañamiento espiritual frecuente
En una catequesis de niños de primera Comunión, Benedicto XVI explicaba: “Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana (…). Es muy útil para mantener (…) la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida” [15].
La confesión frecuente y la oportunidad de tener un confesor que nos conozca para ayudarnos con delicadeza y profundidad —porque sabe cómo somos y cómo es nuestra vida— también forma parte de la riqueza de la Iglesia a lo largo de los siglos. “La confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6, 36)” [16].
Un ejemplo lleno de docilidad a la acción de Dios es el de Guadalupe Ortiz de Landázuri. En una de sus biografías se lee que una tarde de finales de enero de 1944, en Madrid, “por medio de un compañero con quien me unía amistad y confianza, Jesús Serrano de Pablo, a quien hablé de mi deseo de tener un director espiritual, me puse en contacto por teléfono y acudí a la dirección que me dieron, para conocer a D. José M.ª Escrivá de Balaguer, de quien yo no sabía, hasta ese momento, absolutamente nada, ni tampoco, naturalmente, de la existencia del Opus Dei. La entrevista fue decisiva en mi vida, en un hotelito de la Colonia del Viso (Jorge Manrique 19), entonces casi a las afueras de Madrid.
“En una salita alegre, tapizada de rosa viejo, se destacó la figura del Padre, nos sentamos y me preguntó: ‘¿Qué quieres de mí?'. Yo contesté, sin saber por qué: ‘Creo que tengo vocación’. El Padre me miraba... ‘Eso yo no te lo puedo decir. Si quieres, puedo ser tu director espiritual, confesarte, conocerte, etc.’. Eso era exactamente lo que yo buscaba. Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote, no sólo con sus palabras, sino con su oración de petición por mí, que se reflejaba en lo que pensaba mi cabeza y hablaba mi boca.
Sentí una Fe grande, fuerte reflejo de la suya y me puse interiormente en sus manos para toda mi vida” [17].
A menudo, para recibir el reflejo de la fe y del contacto con Jesucristo, necesitamos el acompañamiento espiritual que se puede impartir dentro o fuera de la confesión. Por eso, muchas veces, al ayudarnos a ponernos delante de Dios con todo lo que somos, descubrimos el sentido profundo de nuestra existencia, la vocación a la que estamos llamados, aquella historia de amor en la que el Señor nos quiere.
Redacción de opusdei.org
1 Existen las charlas también de acompañamiento espiritual con laicos; aquí se tratará de la que se encarga a los sacerdotes
2 S. Josemaría, Conversaciones, n. 115
3 S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64
4 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1441
5 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1441
6 Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 983 y siguientes.
7 José Miguel Cejas, Los cerezos en flor, Rialp, Madrid 2013, p. 69. Relato de Ana María Brun, argentina, que, tras pedir la admisión como numeraria en el Opus Dei, se fue a comenzar la labor de la Obra en Japón.
8 Cfr. S. Pablo: 1 Co 9, 22
9 “La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad” (S. Josemaría, Conversaciones, n. 93).
10 Cfr. S. Josemaría, Camino, n. 292
11 S. Josemaría, En diálogo con el Señor, 90. Añade en ese punto también: “Los sacramentos confieren la gracia ex opere operato –por la propia virtud del sacramento–, y también ex opere operantis, según las disposiciones de quien los recibe”.
12 Papa Francisco, homilía 30-III-2019
13 Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Rialp, Madrid 1994 (4ª), p. 23. El relato está tomado de las pp. 21-24.
14 Ibid., pp. 23-24.
15 Benedicto XVI, encuentro con niños de primera Comunión en la Plaza de S. Pedro, 15-X-2005
16 Catecismo de la Iglesia Católica, 1458.
17 M. Montero, En vanguardia: Guadalupe Ortiz de Landázuri (1916-1975), versión epub. La cita está tomada del Archivo General de la Prematura -AGP- en la sección de la Beata Guadalupe -GOL-, con ref. E00204 de 13-VII-1975. La cursiva es subrayada en el original.
Juan F. Sellés
Introducción
En el s. XX contamos con una larga lista de eminentes pensadores que han descrito al hombre como relación constitutiva al Dios personal: Scheler, Hildebrand, Stein, Marcel, Nédoncelle, Buber, Zubiri, Julián Marías, Mouroux, Gilson, Fabro, Pannenberg, Guardini, Wojtyla, Ratzinger, Polo, etc. Convendría precisar, evidentemente, cómo ha entendido cada uno de ellos tal «relación», tarea impracticable en este trabajo. Pero no cabe duda de que tales autores –entre otros– afirman y fundamentan que el ser humano es, al fin y al cabo, incomprensible sin vínculo constitutivo con el ser divino.
Sin embargo, la tesis precedente no fue un lugar común en el escenario filosófico europeo del s. XIX. Más aún, se puede decir, que quienes la sostuvieron fueron una rara excepción en el panorama intelectual dominante, cubierto por las filosofías del socialismo, materialismo, empirismo, positivismo, utilitarismo, voluntarismo, nihilismo, pragmatismo, evolucionismo, etc., movimientos que, o no consideraron la apertura nativa del hombre a Dios, o la negaron por diversos motivos, entre ellos por negar la existencia del ser divino. En efecto, en esa centuria, con la excepción del llamado espiritualismo y los posteriores neo-aristotelismo y neo-escolástica, los cuales adolecen de figuras relevantes, y que describen al ser humano en correlación con el divino, tal vez Kierkegaard sea una de las pocas y encumbradas salvedades que afirme rotundamente que «en rigor, es la relación con Dios lo que hace que un hombre sea un hombre» [1], relación que no puede ser sino personal, pues «una relación a Dios de segunda mano es un sin sentido otro tanto o totalmente igual como estar enamorado de segunda mano» [2].
Por eso afirma Søren Kierkegaard que «la desgracia de la humanidad, de la generación actual... es la de haber abolido la relación a Dios, que se ha rebelado a Dios» [3]. En este sentido cabe decir que «el discurso antropológico de Kierkegaard tiene raíces teocéntricas... y por otro lado el discurso teológico tiene una base antropocéntrica... La relación Dios-hombre constituye el objeto primordial de la obra de Kierkegaard» [4]. El pensador danés parece confesar que la tesis precedente la aprendió filosóficamente de Sócrates: «desde la perspectiva socrática cada hombre es para sí mismo el centro y el mundo entero se centraliza en él, porque el conocimiento de sí es conocimiento-de-Dios. Así es como se entendió Sócrates y, en su opinión, así debería comprenderse cada hombre a sí mismo» [5]. Pero, sobre todo, la tomó del cristianismo: «la relación a Dios es la única cosa que da significado. Eso se ve de modo eminente en la vida de Cristo» [6]. Como la apertura trascendental humana al ser divino es una neta ventaja para la antropología, se expondrá a continuación tal como la entiende Søren Kierkegaard. Con todo, el vínculo entre hombre y Dios que él admite es exclusivamente de orden sobrenatural; se trata de una peculiar fe, la protestante (credo quia absurdum). Por tanto, la relación humana con el Dios revelado de que habla el escritor de Copenhague es la que tiene a Jesucristo como modelo y mediador [7], pero es, a la par, una versión reductiva de la fe cristiana. De otro modo: en Kierkegaard no cabe teología natural alguna, sino solo la de índole exclusivamente sobrenatural.
1. La búsqueda de Dios en la intimidad
«El que no tiene a Dios no tiene yo» [8], defendió Kierkegaard. A él no le interesaron las clásicas pruebas racionales para demostrar la existencia de Dios («pruebas metafísicas»), porque todas ellas alcanzan a saber que el ser divino existe a partir del mundo natural, pero a Søren Kierkegaard, más que la realidad física le interesó la intimidad humana. Por un lado, marcó radicalmente la separación entre la Revelación y el saber filosófico acerca de Dios [9].
Por otro, puso en boca de uno de sus personajes, Juan Clímaco, que la actitud de demostrar al ser divino le parecía vejatoria, porque partía de poner en duda su existencia: «demostrar la existencia de alguien que existe (Dios) constituye el asalto más vergonzoso, puesto que es un intento de ridiculizarle...] la existencia de Dios se demuestra por el culto, no por medio de demostraciones» [10].
Se podría pensar que la precedente tesis, por aparecer en una obra seudónima, no trasluce la mente del Kierkegaard. Pero afirmaciones similares a la anterior se encuentran en su Diario: «el único sentido en que se puede probar la existencia de Dios es porque él puede jurar; él no tiene nada por lo que jurar si no es por sí mismo» [11]; pero que Dios jure significa que habla de sí, es decir, que se manifiesta personalmente, y eso pertenece a la Revelación, no al conocimiento humano natural de Dios. Más explícitamente Søren Kierkegaard añadió en sus apuntes íntimos: «querer probar la existencia de Dios es el colmo del ridículo. O él existe, y por tanto no se le puede probar... o Dios no existe, y por tanto no es demostrable» [12]. Y más adelante agregó: «la mejor prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de Dios, etc., se reduce en el fondo a la impresión tenida en la infancia. Así la prueba, a diferencia de otras tantas doctas y solemnes pruebas, podría ser expresada en estos términos: “Es certísimo, porque me lo ha dicho mi padre”» [13], que se reduce, obviamente, a un argumento de autoridad (tal como sostuvo el tradicionalismo) y, para Kierkegaard, «la autoridad es la cosa más alta» [14].
Tales pruebas son sustituidas en el caso del escritor danés por la fe. En efecto, lo que distingue a la fe de la filosofía es, según Søren Kierkegaard, la autoridad: «un filósofo con autoridad es un contrasentido, porque un filósofo no puede jamás trascender la propia doctrina; si yo puedo mostrar que su doctrina es contradictoria, insensata, etc., él no tiene nada más que decir. Lo paradójico es que la personalidad es superior a la doctrina, y por eso es un contrasentido, por parte de un filósofo, exigir la fe» [15].
Por lo demás, si Kierkegaard hubiera desarrollado ese tipo de pruebas racionales, no las podríamos tener aquí en cuenta, porque nuestro trabajo es «antropológico», no de «metafísica», es decir, de esa parte de la metafísica que se llama «teología natural» [16]. Frente a ese tipo de argumentos prefirió la búsqueda de Dios a través de la propia intimidad. La razón por la cual este pensador dudó acerca de la eficacia de las pruebas cosmológicas para relacionarse con Dios es que estas parten de lo material, mientras que Dios es espíritu, y es manifiesto que lo inferior no puede dar cuenta cabal de lo superior: «llegar a conocer a Dios es más difícil todavía que conocer a un ser humano, y uno puede permanecer tan fácilmente en la ilusión de conocerlo según lo externo, puesto que Dios es solo espíritu» [17]. Otro motivo de desconfianza en estos argumentos por parte de este escritor religioso radica en que parten de la creación material como vía de acceso a Dios, pero Dios es espíritu y, para el danés, no puede estar en lo material [18].
Fabro defendió que el acceso kierkegaardiano a Dios es distinto del clásico y del moderno por el «punto de partida», pues el primero parte de la realidad sensible y el segundo de la conciencia, mientras que Søren Kierkegaard parte de la intimidad humana. Según el pensador italiano, es factible el acceso al Ser desde el ser; lo es asimismo el acceso al Ser personal desde ser personal; pero no lo es el acceso al Ser desde la conciencia (pensamiento), pues –según indica– por ese camino la modernidad se ha quedado en el «principio de inmanencia», es decir, dentro de la conciencia, sin llegar a la trascendencia divina. Sin embargo, frente a esta tesis fabriana hay que sostener que el acceso a Dios es factible por todos los caminos: desde la realidad sensible, desde la razón (asimismo desde la voluntad y otras instancias humanas), y lo es también desde la intimidad personal. Y aunque en todas estas vías se puede descubrir al Dios real, en cada una de ellas se descubre la realidad divina según un más o un menos.
En efecto, como la filosofía clásica griega y medieval accedió a Dios desde la realidad externa (salvo honrosas excepciones como Agustín de Hipona que buscó a Dios desde su intimidad), ha descubierto que Dios existe, conociéndole ya como «acto» respecto de las realidades acto-potenciales, ya como
«motor», «causa», «origen» de ellas. Pero al conocerlo así, no lo descubre según su índole íntima, sino con referencia a las demás realidades (por eso habla de él como de «acto puro», «causa», «motor», «creador», «ordenador», etc.). Por su parte, algunos pensadores de la filosofía moderna negaron el acceso racional al Dios real (Hume, Kant, etc.), mientras que otros han conformado argumentos racionales que no les han permitido llegar al Dios real (Descartes, Leibniz, Spinoza, Hegel, etc.). El problema de unos y otros radica en un déficit de «teoría del conocimiento» al formular esas pruebas, no en que la razón humana no pueda acceder a Dios. Y lo mismo hay que indicar de ciertos pensadores recientes. Por otro lado, como algunos pensadores de la llamada filosofía contemporánea han buscado el acceso a Dios desde la intimidad personal humana (Stein, Hildebrand, Buber, Guardini, Polo, etc.), al Dios al que llegan es real y personal, lo cual supone descubrir más de él que mediante las vías empleadas por el pensar clásico.
Sin embargo, en la vía interior de acceso a Dios que ofrece Kierkegaard encontramos un serio problema: que no la considera natural, sino exclusivamente de fe sobrenatural. Hay también en la propuesta de Søren Kierkegaard otra dificultad añadida para entender al ser divino por parte del hombre, y es la absoluta distancia que el pensador de Copenhague admite entre el Creador y las criaturas humanas: «entre Dios y un ser humano... hay una diferencia absoluta; por tanto, la relación absoluta de una persona con Dios debe expresar específicamente la diferencia absoluta, y la semejanza directa se vuelve insolencia, vanidosa pretensión, presunción, y demás» [19]. Contra esta heterogeneidad, un pensador clásico medieval defendería la analogía, pues suponía que no hay saltos abruptos entre las realidades existentes, sino cierta homogeneidad a pesar de la distancia en la graduación. Según ese método, buscaría la imagen divina en el hombre. En cambio, para Kierkegaard –como para muchos pensadores modernos y contemporáneos–, lo que media entre Dios y el hombre es una completa diversidad. En este sentido el danés es un pensador moderno.
Este modo de concebir a Dios se ha reformulado en el s. XX con la expresión de «el totalmente Otro» (Horkheimer, K. Barth, etc.).
En las descripciones kierkegaardianas precedentes también se advierte que formula una neta oposición entre el conocimiento externo y el interno: «A menor exterioridad mayor interioridad... La verdadera interioridad no exige ninguna señal externa» [20]. Pero ningún nivel cognoscitivo es «opuesto» o «contrario» a otro. Además, si los niveles no-éticos humanos no son opuestos entre sí, tampoco lo son las realidades descubiertas por ellos. De modo que la misma denominación de «totalmente Otro» aplicada a Dios no responde al ser real de Dios, sino a un déficit en teoría del conocimiento.
Antes de describir cómo entiende Søren Kierkegaard la búsqueda íntima de Dios, lo primero que conviene recordar es su decidida defensa de la persona humana en su momento histórico frente a las filosofías dominantes, en las cuales el ser humano no tenía protagonismo; más aún, era el blanco de las críticas filosóficas, como Kierkegaard advirtió: «en torno a nuestra época y el s. XIX retumba un odio secreto hacia la persona» [21]. Lo segundo a recordar es que a él no le interesaron por igual las diversas dimensiones del sujeto, sino que le importó, sobre todo, su intimidad, y es en ésta donde buscó la apertura personal humana al Dios personal. Por tanto, la clave para hallar a Dios es mirar, más que hacia el exterior de lo humano, hacia su interior [22]. De otro modo: para Kierkegaard, el hombre sin Dios es absurdo, y experimenta esa absurdidad como drama afectivo. Pero esta separación del ser divino es la que aceptarían algunos existencialistas posteriores –Heidegger, Sartre, etc.–, pues asumieron los textos del danés solo parcialmente [23].
Al señalar Kierkegaard que hay que buscar a Dios en la intimidad no hace sino transmitir su propia experiencia: «mi idea era concebir mi vida éticamente en lo más profundo de mi ser... Ahora... he concebido religiosamente mi vida, y tan lejos en la intimidad que me es difícil alcanzar la realidad... Pero mi situación es tal que uno creería que es Dios quien me ha elegido y no yo quien he elegido a Dios» [24]. Recuérdense las tres etapas o estadios de la vida que describe Søren Kierkegaard en toda biografía humana: el «salto» de la vida estética o superficial a la ética o responsable, y el de ésta al estadio religioso o de íntima vinculación con la divinidad. No conviene ahora detenernos en describirlas porque es un tema muy tratado y sabido, pues de él se hacen eco de ordinario todos los conocedores del pensamiento kierkegaardiano. Pero sí que vale la pena notar que lo que el pensador danés expone en sus descripciones sobre la apertura íntima humana a Dios es fruto de su propia vivencia, que no fue mediocre sino exuberante, hasta el punto que le permitió afirmar: «yo no puedo comprenderme más que en la religión, ante Dios» [25].
Por lo demás, el estadio religioso implica conservar el sentido positivo de los dos precedentes, pues lo positivo del estético es por él asumible, y también lo propio del ético: «si lo religioso es verdaderamente lo religioso, ha pasado por lo ético y lo contiene en sí» [26]. Con esto se echa de ver que lo que subyace bajo esta propuesta kierkegaardiana es la falsilla de la tríada hegeliana, pero reformulada en clave personal, pues, para él, «la verdadera religiosidad es oculta interioridad» [27]. Nótese también que otros muchos pensadores en el s. XIX formularon su oposición al frío y lógico sistema hegeliano en clave humana: Nietzsche, Freud, Bergson..., y asimismo los posteriores pensadores de inicios del s. XX: Reinach, Hildebrand, Stein, Scheler, Heidegger, Jaspers, Marcel, Sartre, Ebner, Buber, Levinas, Nédoncelle... Pero lo que distingue a Kierkegaard de tales propuestas no es una oposición «filosófica» al sistema hegeliano, sino «religiosa» (que no exactamente «teológica»).
Según Søren Kierkegaard, en la intimidad, más que conocer, se quiere al ser divino, y se le quiere de modo distintivo respecto de las demás realidades: «querer de manera absoluta es querer lo infinito, y querer una salvación eterna es querer de manera absoluta, porque es susceptible de poder quererse en todo momento» [28]. Si la relación con Dios es «absoluta», con el resto de la realidad es «relativa»: «la tarea es practicar la relación absoluta con el telos absoluto de tal modo que el individuo se esfuerza para alcanzar este máximo: relacionarse simultáneamente con su telos absoluto y con el relativo... absolutamente con el absoluto y relativamente con el relativo. Esta última relación pertenece al mundo, la primera al individuo en sí» [29]. Esta doble relación es equivalente a la que el hombre guarda con el fin y con los medios, relación de cuño medieval atribuida asimismo a la voluntad.
El individuo, para Kierkegaard, no se reduce a sus manifestaciones y sus circunstancias externas, sino que es su intimidad. Por tanto, es en ella donde debe buscar a Dios. En consecuencia, abandonar la intimidad personal comporta la pérdida del Dios personal: «si cada individuo en su interioridad, ante Dios, se juzga a sí mismo como un tercero, es decir, solo externamente, entonces ha echado a perder lo ético, la interioridad perece, la idea de Dios se ha vuelto sinsentido, y desaparece la idealidad, porque aquel cuya interioridad no refleje lo ideal carece de idealidad» [30]. La lucha por la búsqueda de Dios en la intimidad personal humana comporta, según la concepción religiosa kierkegaardiana, padecimiento: «la interioridad es la relación del individuo consigo mismo ante Dios, es reflexión dentro de uno mismo, y es precisamente de ella de donde surge el sufrimiento» [31], lo cual es coherente con su descripción de los mencionados «estadios» de la vida humana desde el punto de vista afectivo, pues el estético está caracterizado por la frivolidad, el ético por la seriedad, y el religioso por el dolor [32]. Tal ideal, en consonancia con el aprecio de Søren Kierkegaard por las contraposiciones, supone la negación de lo humano [33].
Tal acento en la propia interioridad comporta para Kierkegaard una oposición: la de poner en sordina a los demás: «el trato con Dios es absolutamente, y en el sentido más profundo de la palabra, asocial» [34]. Pero este extremo no es correcto, ni natural ni sobrenaturalmente entendido. De la primera forma, porque la intimidad humana es abierta naturalmente a la intimidad de las demás personas creadas, si bien como consecuencia de su apertura previa al ser divino. De la segunda, porque la verdadera fe no es ajena a la caridad, sino que la requiere, y es obvio que ésta se abre a los demás, también como consecuencia directa de su apertura a Dios. En este punto se advierte asimismo que la interpretación kierkegaardina de la fe es aislante.
En suma, para Kierkegaard el acceso a Dios, más que teórico es práctico, vital, transido de fe cristiana (en rigor, de tipo luterano). Filosóficamente en esta concepción le influyó –como él mismo indica– Kant: «confesemos francamente con el honesto Kant que la relación a Dios es una especie de desacierto, una imaginación» [35]. Pero la falta de relación natural humana con la divinidad la intenta suplir con la fe sobrenatural, cuya relación con el ser divino otorga al hombre la unidad de vida [36], que Søren Kierkegaard describe como «despojarse de la multiplicidad para ponerse de acuerdo consigo mismo ante el Uno» [37]. Esta unidad se consigue –según él– con ayuda del silencio (Tavshed).
2. Necesidad de Dios y elección de sí
En el discurso «Necesitar de Dios es la suprema perfección del hombre» Kierkegaard escribe: «en la relación del hombre con Dios, en cuanto aquel más requiere de Dios, tanto más profundamente comprende que necesita de Dios, y ahora, en su necesidad, se abre paso hacia Dios, y es tanto más perfecto... Lo más lamentable sería que un hombre pasara su vida sin darse cuenta de que necesitaba a Dios» [38]. En este y en muchos otros pasajes Søren Kierkegaard indica que el hombre «necesita» de Dios [39]. Con esta expresión quiere indicar que «lo más alto es que un hombre se convenza plenamente de que él mismo no puede nada, absolutamente nada» [40]. También esta tesis es fruto de la propia experiencia del autor, el cual se sentía vinculado a Dios hasta el punto que no se podía concebir al margen de él.
No obstante, Kierkegaard sabía que él era libre de cortar o no vínculo que le unía a Dios: «por descontado que no soy el dueño de mi vida, pues soy un hilo más que ha de entretejerse en el cotón de la vida. Ahora bien, aunque no puedo tejer, puedo, eso sí cortar el hilo» [41]. Un hombre no es un invento propio, ni de sus padres, de la biología, la sociedad, la cultura, etc., y, además, como cada quien es distinto, carece de sentido preguntar a los demás por el sentido propio. En rigor, el sentido personal propio solo se encuentra enteramente en Dios. Con la libertad personal cada hombre puede aceptar o rechazar la vinculación personal con la divinidad. Uno podría sospechar que, según Kierkegaard, esa categoría de «necesidad» es opuesta a la de «libertad» humana. Pero no es así, pues, según él, «la dependencia de Dios es la única independencia, ya que Dios no encierra ninguna pesantez, esa es propia de lo terreno y especialmente de los tesoros terrenos, por eso quien depende completamente de Dios, está ágil» [42]. Visto de otro modo: si Dios es personal, es libre; por tanto, depender de él no es depender de ninguna «necesidad», sino de una «libertad personal» que, por irrestricta, puede incrementar la del ser humano.
Para que uno mantenga la vinculación divina, Kierkegaard pone como requisito la «elección de sí mismo»: «si no se ha elegido a sí mismo de manera absoluta, entonces no tiene una relación libre con Dios, y en la libertad está precisamente lo propio de la devoción cristiana» [43]. Lo que precede indica que uno ha de elegirse como el ser personal distinto que es y está llamado a ser, pues éste es una creación divina directa, lo cual supone, por tanto, aceptar a Dios. Con todo, elegirse a sí mismo se puede de muchos modos. Ahora bien, el modo que es compatible con mantener una fuerte vinculación con Dios es, según Søren Kierkegaard, una elección ética [44]. Si al hombre corresponde elegirse a sí mismo de un modo adecuado (éticamente en orden a Dios) y no cortar su vinculación divina, a Dios corresponde, respecto del hombre, el papel de maestro: «si el discípulo ha de recibir la verdad, será preciso que el maestro se la acerque. Más todavía, ha de darle también la condición para comprenderla, porque si el propio discípulo fuera por sí mismo la condición para entender la verdad, entonces le hubiera bastado con recordarla» [45]. Esta tesis la aprendió Kierkegaard de Sócrates [46]. Al maestro que da la condición y la verdad Kierkegaard lo llama salvador, libertador.
En suma, lo que describe a cada hombre es su vinculación con Dios, y sin ella el hombre es ininteligible. Por eso, el reto acerca del propio conocimiento que el hombre tiene a lo largo de la existencia posee como garantía que Dios asista al hombre en tal conocimiento. Así se comprende que «el verdadero autodidacta –cabalmente por serlo y en la misma medida en que lo sea– es teo-didacta» [47]. Y por eso mismo Kierkegaard suele confesar en varias ocasiones que él escribe secundando el «dictado divino». En rigor, sin Dios uno no se sabe quien es, y no puede llegar a saberlo. Desde el punto de vista cristiano a este saber se le designa como vocación, siendo divina la iniciativa en tal llamada: «todo conocimiento profundo e íntimo de sí mismo está bajo la guía divina» [48]. Solo Dios se sabe a sí y nos conoce enteramente: «exclusivamente hay uno solo que se conoce por completo, que en sí y por sí mismo sabe lo que es, y este es Dios; y él también sabe lo que cada hombre es en sí mismo, ya que el hombre precisamente es sí y por sí mismo delante de Dios. El hombre que no lo sea delante de Dios, tampoco lo será en sí mismo, pues no se puede ser esto sino siéndolo en aquel que es en sí mismo y por sí mismo. Y siendo sí mismo en cuanto que se es en aquel que es en sí mismo y por sí mismo, se puede también ser en o para los demás; pero no se puede ser sí mismo si solamente se es para los otros» [49].
Nótese que la llamada divina no se entiende sin Dios que llama y sin el hombre llamado, pues «Dios, al hablar, se sirve del mismo ser a quien habla. Le habla a ese ser por medio del mismo ser... Dios habla a cada individuo, y en el instante en el que le habla, se sirve el individuo mismo a fin de decirle, por medio de ese individuo mismo, lo que él quiere decirle» [50]. En cambio, lo propio de la filosofía es la mediación [51] (el paso argumentativo de una cosa a otra). Lo que precede indica que entre la persona humana y Dios no se requiere mediación alguna, sino que Dios habla directamente a cada uno. En ese decir comparece el ser divino y el ser humano, de modo que el hombre llamado se conoce en la medida en que conoce a Dios y conoce a Dios en la medida en que se conoce. Esta tesis es netamente cristiana. Lo que Kierkegaard le añade en sus obras seudónimas es su sesgo luterano, pues escribe que tal experiencia está transida de temor [52]. Pero esta cadencia temerosa no puede ser correcta, porque si el hombre está hecho para Dios, más que temerle, debe amarle y abandonarse confiadamente en sus manos, como, por otra parte, expuso en su Diario [53].
Kierkegaard concibió su propia existencia como una vocación a la que a veces llama «idea». No se trata de que uno la vea solo una vez a lo largo de su existencia, pues ésta se va perfilando cada vez más, progresivamente, en la medida en que aumenta el trato con Dios. Søren Kierkegaard pone como requisito para tal diálogo interior el silencio: «hacerse callados es la primera condición para poder de verdad obedecer... Si nunca hubo tal silencio en torno y dentro de ti, tampoco aprendiste y nunca aprenderás la obediencia. Pero si has aprendido a callar, no habrá mayor dificultad en que aprendas a obedecer» [54]. Por lo demás, aunque uno se olvide a veces de corresponderse con Dios, Dios nunca nos olvida a lo largo de nuestra vida: «Dios de los cielos es el único que no deja de escuchar a un hombre» [55].
3. Pasado, presente y futuro en la apertura a Dios
Respecto de la historia, la clave kierkegaardiana es su «subjetivización», respecto de la cual –según Löwith– Heidegger derivaría el concepto de «historicidad ontológico existencial» y Jaspers el de «historicidad filosófico-existencial» [56]. En los escritos de Kierkegaard se aprecia cierta oscilación en la importancia con que dota al tiempo pasado, presente o futuro en tanto que en ellos el hombre se abre a Dios. Así, en unos pasajes se afirma la relevancia del pasado: «¿En qué consiste la interioridad? Es recuerdo» [57]. En otros, en cambio, se prestigia el presente: «en relación con el Absoluto solamente se da un tiempo: el presente. Quien no es contemporáneo del Absoluto, para él no existe absolutamente» [58]. Mientras que en otros pasajes se afirma que la clave de la intimidad humana con Dios mira al futuro: «el porvenir lo es todo, el presente es parte de él... El hecho de poder ocuparse del porvenir es signo de la nobleza del ser humano» [59]. Hay que atender más a esta tercera posición que a las precedentes, entre otras cosas, porque aquellas las formuló en obras seudónimas. En efecto, se puede afirmar que, para Søren Kierkegaard, el futuro destaca en importancia sobre el pasado y el presente. En virtud de la preeminencia del futuro se puede entender la vida humana como un encargo divino que hay que cumplir: «la más elevada misión en el mundo del espíritu no es más que un encargo, y el que está equipado para ella con todas las dotes del espíritu no es más que un encargado» [60]. Efectivamente, de entre pasado, presente y futuro, el futuro es lo más relevante en la concepción del tiempo humano para este escritor danés, porque si bien sabe que el hombre ya es, también es consciente de que todavía tiene que llegar a ser [61]. Por eso a veces manifiesta que «en la existencia, la palabra es continuamente “adelante”» [62]. Defiende también esta tesis por oposición a la preponderancia de la presencia, que caracteriza al sistema hegeliano.
A Kierkegaard le parece que el idealismo hegeliano reduce la eternidad a tiempo [63]. En su crítica a tal sistema, considera que el presente es temporal. Sin embargo, el presente no es tiempo, sino la presencia mental, que denota detención, fijeza en lo pensado. En la realidad física no hay presente, sino constante e ininterrumpido movimiento. Søren Kierkegaard tampoco distingue la eternidad de la presencia mental [64]. Ninguna de las dos es tiempo, pero la primera es real (equivale a Dios), mientras que la segunda es exclusivamente mental, propia de la mente humana. Lo que hay en el idealismo de Hegel es la sublimación de la «presencia mental» humana, la cual pretende englobar el tiempo pasado histórico, pero, por supuesto, no engloba ni el futuro ni la «eternidad».
Con todo, Søren Kierkegaard no desprecia el valor del pasado ni del presente. Tal vez se inspirase en esto Heidegger –buen lector del danés– cuando describió el tiempo como «el horizonte de la comprensión del ser», pues tomó del tiempo las tres modalidades sin excluir ninguna, también por oponerse al sistema hegeliano. En otro trabajo, Las obras del amor, Kierkegaard trata de la esperanza, la cual no se entiende sin el futuro, y sostiene que el futuro es superior en importancia al presente: «esperar está compuesto en realidad de lo eterno y de lo temporal; de ahí que la expresión de la tarea de la esperanza bajo la figura de la eternidad sea esperarlo todo, y bajo la figura de la temporalidad sea esperar siempre... Esperar se relaciona con lo futuro, con la posibilidad, la cual, por su parte, es distinta de la realidad, y en cuanto tal es siempre doble: posibilidad de progreso o de retroceso, de elevación o de ruina, del bien o del mal» [65].
En definitiva –y frente a lo que sostienen algunos intérpretes que subrayan la relevancia del «instante» en Søren Kierkegaard, y lo entienden como síntesis de tiempo y eternidad [66]–, hay que decir que para el padre del existencialismo el instante es el presente, y éste es inferior al futuro, que lo entiende, o bien como temporal o bien como eterno. En el primer caso, el hombre resuelve la presente situación en vistas de tener un futuro mejor; en el segundo, «lo eterno “es”; pero cuando lo eterno toca lo temporal o está en lo temporal, no se encuentra en lo “presente”, pues en este caso lo presente mismo sería lo eterno. Lo presente, el instante, pasa rápidamente, tanto que propiamente no existe, es solo el límite, y por tanto, ha pasado; mientras que lo pasado es lo que fue presente. Por tanto, cuando lo eterno está en lo temporal, lo está en el futuro (pues lo presente no puede captarlo, y lo pasado sin duda pasó) o bien en la posibilidad. Lo pasado es lo real, lo futuro es lo posible. Eternamente lo eterno es lo eterno; en el tiempo, lo eterno es lo posible, lo futuro... Estar a la expectativa en relación con la posibilidad del bien significa esperar, cosa que, precisamente por ello, no puede consistir en ninguna expectativa temporal, sino que es una esperanza eterna» [67].
No podía ser de otro modo, pues si, para Søren Kierkegaard, lo más importante en el ser humano son las virtudes teologales, la fe, la esperanza y el amor, que describe unidas [68], y éstas miran al futuro, este debe ser superior al pasado y al presente. En efecto, lo más relevante en la vida de Kierkegaard es, como se sabe, el cristianismo [69], pero «la esencia del cristianismo –escribe en su Diario– es el futuro y la esencia del paganismo es el presente» [70]. Sí; el cristianismo se basa en la gracia, y «la gracia mira al futuro, no puramente al pasado» [71]. En el aludido trabajo Las obras del amor, Kierkegaard vincula el amor sobre todo con el futuro, criticando el amor de aquellos que lo refieren al instante: «¡Ay, parece que el tiempo de los pensadores ha pasado! La tranquila paciencia, la lentitud humilde y obediente, la magnánima renuncia al efecto instantáneo, la distancia de la infinitud respecto del instante, y el amor devoto de su pensamiento y su Dios, necesario para pensar un solo pensamiento: eso parece desparecer, está prácticamente en camino de convertirse en una ridiculez para los seres humanos» [72]. Y es que, si el amor es la clave de la felicidad, de ésta, más que decir que la hemos alcanzado en algún momento de la vida, hay que decir que la alcanzaremos, pues mientras vivimos nadie ha logrado culminar felicitariamente. Más aún, Søren Kierkegaard afirma que el amor referido al instante es egoísmo: «el amor en el sentido del instante o de lo instantáneo no es más ni menos que amor de sí» [73].
Para Kierkegaard el hombre es una síntesis entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo eterno. «La síntesis de lo temporal y de lo eterno no es una segunda síntesis, sino la expresión de aquella misma síntesis en virtud de la cual el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sostenida por el espíritu» [74]. En esta síntesis «el futuro significa en cierto modo mucho más que el presente y que el pasado, puesto que el futuro es en cierto modo la totalidad de la que el pasado no es más que una parte; y, además, el futuro puede significar, también en cierto sentido, la misma totalidad. Esto se debe a que lo eterno significa primariamente lo futuro» [75]. Otra clave de lo humano, según este pensador, es la libertad, y es claro que ésta no se comprende sin el futuro.
Pero la preeminencia del futuro sobre el pasado y el presente la defiende Kierkegaard fundamentalmente desde la fe sobrenatural: «en virtud de lo eterno puede uno triunfar sobre el porvenir, porque lo eterno es el fundamento del porvenir; de ahí que uno pueda profundizar en aquel en virtud de éste. ¿Y cuál es el poder eterno en el ser humano? Es la fe. ¿Cuál es la expectativa de la fe? Victoria» [76]. No se puede sostener que para Søren Kierkegaard el instante o el presente sea lo decisivo, al menos porque, como pensador religioso cristiano, lo subordina a la eternidad: «la sola vez del sufrimiento es el instante, y la sola vez del triunfo es la eternidad; la sola vez del sufrimiento, una vez pasada, no es ninguna vez, y asimismo, en otro sentido, la sola vez del triunfo ya que ella no es jamás pasada; la sola vez del sufrimiento es un pasaje o transición; la sola vez del triunfo es un triunfo que dura eternamente» [77]. En este sentido, la temporalidad toda entera es, para Kierkegaard, el instante. Pero la eternidad no lo es, porque el instante pasa a pasado, mientras que la eternidad es sin tiempo.
Discusión: ¿la relación humana con Dios es solo sobrenatural?
Como conclusión de lo indicado en los precedentes epígrafes cabe afirmar que, para Kierkegaard, «Dios está solamente en el interior. Si alguien, por tanto, habla con él como aquel hombre lo hacía con el sabio, entonces no habla propiamente con él» [78]. La cadencia agustiniana de que Dios es más íntimo a uno que uno a sí mismo resuena en los escritos kierkegaardianos. Pero ahora conviene preguntar si esa relación personal del hombre con Dios es natural en el ser humano, o más bien es exclusivamente sobrenatural, es decir, favorecida únicamente por el don divino de la fe.
Frente a las pruebas metafísicas que demuestran la existencia de Dios, Kierkegaard defiende que el hombre está abierto a Dios solo por medio de la fe: «en vez de darte importancia demostrando la existencia de Dios, humildemente demuestras que crees que Dios existe» [79]. El problema de esta propuesta radica en sostener que el hombre se abra a Dios solo por la fe sobrenatural, es decir, no naturalmente. Además, Søren Kierkegaard entiende la fe como certeza subjetiva más que como conocimiento de temas: «por fe entiendo... la certeza interior que anticipa la infinitud» [80]. Para él no se puede hablar, en sentido fuerte, de conocer verdadero al abrirse a la divinidad, porque afirma que «respecto de Dios siempre estamos en el error» [81]. Se trata, pues, de la fe fiducial luterana, una concepción reductiva de la fe cristiana.
El interpretar la fe como carencia no-ética se debe a que Kierkegaard admite que tal fe está vinculada a la voluntad, no a la inteligencia. Por eso la describe con el modo de ejercitarse propio de esta facultad, a saber, la elección o decisión [82]. Con ella el hombre se abre a una alternativa: «si no se elige a Dios, ha fallado su alternativa, se ha puesto en camino de la perdición con su alternativa» [83]. En rigor, se trata de la misma alternativa formulada en una de sus primeras obras: «o esto o lo otro. O Dios... o amar a Dios u odiarlo... O adherirse a Dios o menospreciarlo» [84]. Pero como la voluntad no conoce, la fe, de la que dice que inhiere en esta facultad [85], no puede ser cognoscitiva. «Lo paradójico es esto, que una decisión eterna se decida en el tiempo. Yo digo: esto no se puede comprender, se debe creer, esto es paradójico» [86].
Sin embargo, la búsqueda no-ética de Dios es una dimensión radical de la intimidad humana, porque el hombre es para Dios. No obstante, Kierkegaard considera, por una parte, que ésta no es natural sino don divino de la fe; y, por otra, que no es búsqueda cognoscitiva. Estamos, pues, ante el fideísmo [87]. De haber admitido que la apertura personal a Dios es natural y cognoscitiva, todavía cabría indagar si es nativa en el ser humano, o más bien adquirida. Los pensadores clásicos que ofrecen demostraciones de la existencia de Dios no reparan en que esa apertura pueda ser nativa en la intimidad humana, por eso se esfuerzan en ofrecer argumentos racionales, pues todos esos argumentos son adquiridos, ya que la razón inicialmente es «tabula rasa». Pero Kierkegaard está en las antípodas de estas posiciones, pues admite que tal apertura es exclusivamente por fe; y es claro que ésta no es nativa sino adquirida, aunque por donación divina a lo largo de la vida. Admite, además, que esta virtud teológica no se recibe precisamente en edad temprana, o sea, en la infancia o en la juventud, pues el estadio religioso, caracterizado por la fe, requiere –según Søren Kierkegaard– madurez [88].
También se podría preguntar si quien busca mediante la fe encuentra lo buscado. Kierkegaard responde que «quien busca a Dios, lo encuentra siempre, y quien compele a un hombre a buscar, lo ayuda a encontrar» [89]. En efecto, si la búsqueda de Dios es solo por medido de la fe, y ésta la da Dios, con ella se encuentra a quien se busca, pues quien compele al hombre a buscar es Dios mismo. Si Dios se retrotrajese al encuentro, no partiría de él la iniciativa de impulsar al hombre a relacionarse con él por el medio que él mismo le otorga: la fe. Con todo, si la fe no es cognoscitiva ¿de qué tipo de encuentro se trata? Como se advierte, en la formulación kierkegaardiana del acceso a Dios hay un doble déficit no-ético: uno de teoría del conocimiento y otro de fe. Al primero se suele llamar agnosticismo; al segundo, fideísmo.
Juan F. Sellés en revistas.unav.edu
Notas:
1 KIERKEGAARD, S., El concepto de angustia, Madrid: Guadarrama, 1965, 244. En sus apuntes íntimos escribió: «la relación del singular a Dios... es todavía la pura verdad y salud». ID., Diario (1848), FABRO, C. (ed.), Brescia: Morcelliana, vol. 5 (1981) 54.
2 KIERKEGAARD, S., Diario (1854), FABRO, C. (ed.), Brescia: Morcelliana, vol. 11 (1982) 78.
3 ID., Diario (1848), FABRO, C. (ed.), Brescia: Morcelliana, vol. 5 (1981) 17. Más adelante añade: «como en todos los demás campos también en este (de la vida) se ha abolido la relación a Dios». Ibíd., vol. 5, 34.
4 TORRALBA, F., Amor y diferencia. El misterio de Dios en Kierkegaard, Barcelona: PPU, 1993, 186. De la misma opinión son G. Reale y D. Antiseri: «El individuo, Dios y la relación entre individuo y Dios, estos son los temas de fondo de la filosofía de Kierkegaard», en REALE, G. y ANTISIERI, D., Historia del pensamiento filosófico y científico, Barcelona: Herder, 1988, 222.
5 KIERKEGAARD, S., Migajas filosóficas, LARRAÑETA, R. (ed.), Madrid: Trotta, 1997, 29.
6 KIERKEGAARD, S., Diario (1847), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 157.
7 Cfr. CODA, P., «Antropología della relazione e Trinità», en L’essere umano come rapporto, ROCA, E. (ed.), Brescia: Morcelliana, 2008, 89-101.
8 Cfr. SUANCES, A. M., Søren Kierkegaard, I: Vida de un filósofo atormentado, Madrid: UNED, 1997, 230.
9 «Para los filósofos todo conocimiento, incluso el de la existencia de Dios, es un producto del hombre, y es solo en un sentido impropio en el que se puede hablar de Revelación... Mienten, por encuadrar en la imagen, que Dios al inicio ha separado las aguas del cielo de las de la tierra y que existe una realidad sobre la atmósfera». KIERKEGAARD, S., Diario (1839), FABRO, C. (ed.), vol. 2 (1980) 180.
10 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum definitivo y no científico a las «Migajas filosóficas», Salamanca: Sígueme, 2010, 528. En otro pasaje de esta obra escribe que «la adoración es la máxima relación de un ser humano con Dios, y por tanto de su semejanza con Dios». Ibíd., 404.
11 ID., Diario (1839), FABRO, C. (ed.), vol. 2 (1980) 160.
12 ID., Diario (1844), FABRO, C. (ed.), vol. 3 (1980) 119.
13 ID., Diario (1848), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 201.
14 ID., Diario (1854), FABRO, C. (ed.), vol. 11 (1982) 67.
15 ID., Diario (1849), FABRO, C. (ed.), vol. 6 (1981) 36.
16 Con esto se quiere indicar que se considera a la antropología que mira hacia la intimidad, al acto de ser personal humano, irreductible a la metafísica, la cual estudia los actos de ser reales externos. Cfr. al respecto: AA.VV., «La distinción entre la antropología y la metafísica», Studia Poliana 13 (2011) 105-117.
17 Discurso «El que ruega rectamente, combate en la plegaria y vence al vencer Dios», en Dieciocho discursos edificantes, Madrid: Trotta, 2010, 368. Cfr. al respecto: WIDAKOWICH, M., «El concepto de Dios según Sören Kierkegaard», Filosofar Cristiano 8-9 (1984-1985) 15-18; 201-208.
18 «La naturaleza, la totalidad de la creación, son la obra de Dios, y sin embargo, Dios no está ahí, pero en el interior del hombre individual existe una posibilidad (pues él es de acuerdo con sus posibilidades espíritu) de despertar en la interioridad a la relación con Dios y es así como es posible ver a Dios en todas partes» (KIERKEGAARD, S., El concepto de angustia, Madrid: Guadarrama, 1965, 246). Esta afirmación tan radical no parece correcta, porque Dios está en sus obras de muchos modos (recuérdese la tesis medieval: «por esencia, presencia y potencia»), a la que habría que añadir que cuando quiere se hace «personalmente» presente).
19 ID., Post-scriptum, 403.
20 Ibíd., 405.
21 Ibíd., 350. Tesis similar a la sostenida en sus apuntes íntimos: «La corrupción fundamental de nuestro tiempo consiste en haber abolido la personalidad» (ID., Diario (1853-55), FABRO, C. [ed.], vol. 12 [1982] 69).
22 Esto es así, según Kierkegaard, porque «todo hombre que no se conozca como espíritu, o cuyo yo interno no ha adquirido conciencia de sí mismo en Dios, toda existencia humana que no se sumerja así límpidamente en Dios y que se base nebulosamente en cualquier abstracción universal (Estado, nación, etc.), o que ciega para sí misma, no vea en sus facultades más que energías de fuente mal explicable, y acepte su yo como un enigma rebelde a toda introspección, toda existencia de este género, por asombroso que sea lo que realice, lo que explique, incluso el universo, por intensamente que goce la vida en esteta, incluso semejante existencia es desesperación» (La enfermedad mortal, publicado bajo el título Tratado de la desesperación, HOLSTEIN, J. E. [ed.], Barcelona: Edicomunicación, 1994, 59).
23 Cfr. FAZIO, M. y FERNÁNDEZ LABASTIDA, F., Historia de la filosofía, IV: Filosofía contemporánea, 2 ed. Madrid: Palabra, 2009, 135.
24 KIERKEGAARD, S., Etapas en el camino de la vida, CASTRO, J. (ed.), Buenos Aires: S. Rueda, 1952, 359.
25 Ibíd., 358.
26 Ibíd., 381.
27 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 495.
28 Ibíd., 386.
29 Ibíd., 399.
30 Ibíd., 529.
31 Ibíd., 426. Cfr. asimismo: ibíd., 426, 431; ID., Diario (1854-1855), FABRO, C. (ed.), vol. 11 (1982) 204.
32 «En lo más íntimo de su ser, el religioso es cualquier cosa menos un humorista; por el contrario, está absolutamente comprometido en su relación con Dios» (ID., Post-scriptum, 494).
33 «El ideal es odio a lo humano. Lo que el hombre ama por naturaleza es la finitud. Para él la pena más tremenda es encontrarse en frente del ideal... Cuando el ideal es presentado como la exigencia ético-religiosa, para el hombre eso es la pena más tremenda... He aquí por qué el cristianismo fue llamado y es “enemistad a los hombres”» (ID., Diario (1854-55), FABRO, C. [ed.], vol. 11 [1982] 266-267).
34 ID., Post-scriptum, 176.
35 ID., Diario (1847), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 88.
36 Reinhardt escribió al respecto que el «Existential thinking calls for the unity of thougth and life». The Existentialist Revolt. The main Themes and Phases of Existentialism, 2 ed. New York: Fr. Ungar Publishing, 1960, 57.
37 KIERKEGAARD, S., «Un discours de circonstance», Discours Édifiants, Œuvres Complètes, Paris: L’Orante, vol. 15, 1948, 23.
38 KIERKEGAARD, S., Dieciocho discursos edificantes, Madrid: Trotta, 2010, 299.
39 Cfr. ibíd., 306, 308, 314, 315, 318.
40 Ibíd., 303.
41 ID., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. I, Madrid: Trotta, 1997, 56.
42 ID., «Lo que aprendemos de los lirios del campo y de las aves del cielo. Tres discursos», en Los lirios del campo y las aves del cielo, Madrid: Trotta, 2007, 50.
43 ID., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. II, Madrid: Trotta, 1997, 217.
44 Cfr. ibíd., 222.
45 ID., Migajas filosóficas, 31. Cfr. también: ibíd., 28. Cfr. al respecto: FABRO, C., La comunicazione della verità nel pensiero di Kierkegaard, Brescia: Studi Kierkegaardiani, 1957; FRUTOS, E., «La enseñanza de la verdad en Kierkegaard», Revista de Filosofía 9 (1950) 91-98.
46 Cfr. KIERKEGAARD, S., Migajas filosóficas, 31-32.
47 ID., El concepto de angustia, ed. cit., 290.
48 «Preciso es que él crezca y que yo mengüe», en ID., Dieciocho discursos edificantes, 272.
49 «La preocupación de la pequeñez», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, Madrid: Trotta, 2007, 109.
50 ID., Etapas en el camino de la vida, 322.
51 «La filosofía es mediación» (ID., Diario (1842-1843), FABRO, C. [ed.], vol. 3 [1980] 114).
52 Cfr. KIERKEGAARD, S., Etapas en el camino de la vida, 322; ID., El concepto de angustia, ed. cit., 289. Cfr. al respecto: DOOLEY, M., The politics of exodus. Soren Kierkegaard’s ethics of responsibility, New York: Fordam University Press, 2001.
53 «Temor y temblor no son el “primer motor” de la vida cristiana, porque no son el amor» (ID., Diario (1839), FABRO, C. [ed.], vol. 2 [1980] 156).
54 «Nadie puede servir a dos señores», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, 178.
55 ID., Etapas en el camino de la vida, 355. Cfr. asimismo: «Nadie puede servir a dos señores», en Los lirios del campo y las aves del cielo, 184.
56 Cfr. LÖWITH, K., De Hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Marx y Kierkegaard, ESTIU, E. (ed.), Buenos Aires: Sudamericana, 1968, 499.
57 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 532. Cfr. también: Migajas filosóficas, 36.
58 ID., Ejercitación del cristianismo, Madrid: Trotta, 2009, 85.
59 «La expectativa de la fe. En el año nuevo», en ID., Dieciocho discursos edificantes, ed. cit., 42. Cfr. asimismo: «Paciencia en la expectativa», ibíd., 224-225; «La expectativa de una beatitud eterna», ibíd., 259.
60 «La expectativa de una beatitud eterna», en ID., Dieciocho discursos edificantes, ed. cit., 277.
61 Cfr. sobre este punto: CARLILE, Cl., Kierkegaard’s philosophie of becoming, Albany: State University Press, 2005; WESTPHAL, M., Becoming a self. A reading of Kierkegaard’s Concluding unscientific postscript, West Lafayette: Purdue University Press, 1996.
62 KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 403. Cfr. asimismo: Diario (1843-1844), FABRO, C. (ed.), vol. 3 (1980) 95.
63 Cfr. ID., Post-scriptum, 67.
64 Cfr. ibíd., 126.
65 ID., Las obras del amor. Meditaciones cristianas en forma de discurso, Salamanca: Sígueme, 2006, 300.
66 Cfr. por ejemplo: GUERRERO, L., Kierkegaard: Los límites de la razón en la existencia humana, México: U. Panamericana, 1993, cap. I, 4: «La síntesis de la temporalidad y la eternidad»; GOÑI ZUBIETA, C., El valor eterno del tiempo. Introducción a Kierkegaard, Barcelona: PPU, 1996, Sección Segunda, cap. III.
67 KIERKEGAARD, S., Las obras del amor, 300-301.
68 Cfr. FRENDT, G., Works of Love?: Reflections on Works of Love, Potomac, Maryland: Scripta Hummanistica, 1982, Chapter 2: The Unity of the Theological Virtues or, Dancing with the Three Graces.
69 «Es del cristianismo de lo que me ocupo, y de la cristiandad que vivo» (KIERKEGAARD, S., Diario (1848), FABRO, C. [ed.], vol. 4 [1980] 179).
70 ID., Diario (1847), FABRO, C. (ed.), vol. 4 (1980) 49. Cfr. también: ibíd., 78.
71 ID., Diario (1853), FABRO, C. (ed.), vol. 10 (1982) 30.
72 ID., Las obras del amor, 439.
73 Ibíd., 441.
74 ID., El concepto de angustia, 169.
75 Ibíd., 169.
76 «La expectativa de la fe. En el año nuevo», ID., Dos discursos edificantes, Madrid: Trotta, 2010, 43. «Uno solo acaba con el porvenir al vencerlo y esto lo hace precisamente la fe, pues la expectativa es victoria». Ibíd., 50.
77 «La joie de penser que l’on ne soufre qu’une fois, mais triomphe éternellement», Sentiments dans la lutte des soufrances, en ID., Discours chrétienes, 2e partie, en Oeuvres Complètes, Paris: L’Orante, 1948, vol. 15, 91.
78 «Tres discursos sobre circunstancias supuestas», en ID., Dieciocho discursos edificantes, 437.
79 «La preocupación de la indecisión», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, 151. Cfr. asimismo: Diario (1846), FABRO, C. (ed.), vol. 3 (1980) 179. Torralba Roselló ha escrito que, en Kierkegaard, «la fe y no el conocimiento fundamenta la relación entre Dios y el hombre». TORRALBA, F., Amor y diferencia. El misterio de Dios en Kierkegaard, Barcelona: PPU, 1993, 229.
80 KIERKEGAARD, S., El concepto de angustia, 282.
81 «Ultimátum. El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad», ID., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. II, 315.
82 «La conclusión de la fe no es una conclusión sino una decisión» (ID., Migajas filosóficas, 90).
83 «Nadie puede servir a dos señores», en ID., Los lirios del campo y las aves del cielo, 175.
84 Ibíd., 176. «En el silencio junto al lirio y al pájaro hay una alternativa, o Dios... entendiéndolo así: o amar a Dios, u odiarlo, o adherirse a Él o menospreciarlo». Los lirios del campo y las aves del cielo, 177.
85 «La fe es un acto de voluntad» (ID., Migajas filosóficas, 73).
86 ID., Diario (1849-1850), FABRO, C. (ed.), vol. 6 (1981) 118.
87 Cfr. al respecto mi trabajo «El fideísmo», en SELLÉS, J. F., Riesgos actuales de la universidad, Madrid: Eiunsa, 2010, cap. 11.
88 Cfr. KIERKEGAARD, S., Post-scriptum, 572-573, 582.
89 «La confirmación en el hombre interior», en ID., Dieciocho discursos edificantes, 1
Leo Elders
Introducción
Los novísimos del destino del hombre tal como se enumeran son: la muerte, el juicio particular de las almas, la resurrección, el juicio universal, y para unos la bienaventuranza del cielo, para otros el purgatorio o el infierno. Sobre el juicio universal las fuentes de la revelación son muy claras. De hecho, un gran número de textos bíblicos, confirman la realidad del juicio final y describen su desarrollo. Sin embargo, el tema lleva consigo muchos interrogantes, puesto que los textos bíblicos emplean un cierto número de metáforas para describir el carácter del juicio universal. Por eso, un análisis de la doctrina sobre este juicio realizado por la razón a la luz de la revelación parece oportuno. Desgraciadamente, Santo Tomás no dejó terminada la última parte de la Suma de teología que debería tratar de los novísimos, pero poseemos no solamente las cuestiones concernientes al tema del Scriptum super Librum Sententiarum, sino también muchos otros textos, a los que nos referiremos.
Huelga detenernos en el hecho del juicio final que es un dogma de la fe. De la frecuencia con que el Antiguo y el Nuevo Testamento hablan del juicio final se puede concluir que Israel así como los cristianos, con motivo de las persecuciones que sufrían, han hallado un cierto consuelo en la doctrina de un juicio divino que castigaría a los enemigos de Dios.
Según Santo Tomás, un juicio es un acto por el cual un pleito se reduce a una igualdad en que consiste la justicia [1]. Menciona un triple juicio divino:
a) El juicio universal al final de la historia.
b) El juicio particular, en la muerte de cada hombre [2]. Cita Lucas 16, 22-23: «Murió el rico y fue sepultado. En el infierno en medio de los tormentos levantó sus ojos».
c) El juicio a que los hombres son sometidos en su vida en la tierra. Por las tribulaciones de la vida presente Dios prueba, de vez en cuando, a los hombres, en particular en cuanto los buenos son a menudo puestos a dura prueba, mientras que los malos viven en prosperidad [3]. En su Comentario sobre el evangelio de san Juan insiste en que este juicio es un juicio de discernimiento (iudicium discretionis). En su primera llegada obra una separación de los espíritus: los unos se quedaban ciegos, los otros eran iluminados por la gracia [4]. En su primera venida Cristo no vino para condenar, sino para salvar [5]. Las palabras de Cristo «Ahora es el juicio de este mundo» (Jn 12, 31) se refieren al juicio de discernimiento [6]. En cuanto a la ejecución de este juicio en la vida de los buenos, que frecuentemente sufren muchas tribulaciones, Tomás repite que es absolutamente necesario aceptar que el alma sigue existiendo después de la muerte [7]. Sin embargo, durante nuestra vida terrestre no hay que investigar, por qué sufrimos tanto [8].
El juicio universal consiste, según la doctrina constante de Tomás, en la separación de los buenos de los malos [9]. Para el hombre moderno y crítico la manera en que el dogma del juicio final viene descrito en la Biblia, lleva consigo muchos problemas y está expuesto a la tentación de descartar todos los detalles como un mito. Consideremos antes el análisis que el Doctor común propone del cap. 25 del Evangelio según San Mateo.
Jesús juzgará en cuanto es el Hijo del hombre
Un juicio supone que quien juzga tenga un cierto dominio sobre los juzgados. El juicio final determina sobre la admisión de los hombres al reino del cielo. Puesto que Cristo es el redentor por quien ha llegado la redención, es conveniente que Él sea el juez y que el Padre, que es la fuente de toda potestad, entregó el poder de juzgar a Cristo, como lo dice Juan 5, 27: El Padre «le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre». Por su pasión mereció su dominio, sobre todo. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18) [10].
Una primera pregunta hecha por Tomás concierne la frase del evangelio que dice que Jesús juzgará en cuanto es el Hijo del Hombre. La razón por la cual Jesús juzgará a todos en su naturaleza humana es que así los hombres podrán verlo. Su naturaleza divina, al contrario, no es visible para los que serán excluidos de la visión de Dios [11]. Además, todos deben ver a Cristo para que reconozcan que Él es el único Salvador del género humano. Por eso el libro del Apocalipsis 1, 7 dice: «Viene en las nubes del cielo y todo ojo le verá». Por fin, Santo Tomás considera una prueba de la clemencia divina el hecho que los hombres serán juzgados por un hombre.
En lo que sigue, Tomás pone de relieve la aparición de Cristo en su gloria y majestad, es decir en su cuerpo glorioso. En su primer advenimiento, Jesús apareció revestido de nuestra humildad para satisfacer por nosotros, pero al final de los tiempos vendrá a ejecutar la justicia del Padre y por esto debe manifestar su gloria. El signo de la cruz aparecerá como indicio de la pasión, para que se vea así cuan grande es la misericordia divina. «Si la visión de la gloriosa humanidad de Cristo será para los justos un premio, para los enemigos de Cristo será un suplicio» [12]. Pero cuando el texto sagrado dice que el Hijo del Hombre se sentará sobre su trono de gloria, no hay que entenderlo literalmente: el trono de Cristo son los santos. Todos los hombres nacidos de Adán hasta el final del mundo verán a Cristo, por una iluminación interior comprenderán el bien y el mal que han hecho, pero no habrá una enumeración vocal sucesivamente de todas las acciones de los buenos y de los malos [13].
La llegada de Cristo será como un relámpago que atraviesa el mundo entero y se muestra a todos. Después de esta aparición de Cristo, todos los hombres serán congregados. Los buenos «a la derecha» y los otros «a la izquierda» de Cristo, lo que significa que los buenos obtendrán el sitio mejor.
Si Cristo menciona solamente las obras de misericordia como causa de la admisión a la vida eterna, y su falta como el motivo de la condenación, hay que interpretar estas obras como integrantes de todo el bien que hace el hombre a favor de sí mismo o de otros [14]. En su comentario de este capítulo del Evangelio según Mateo, Tomás no trata varios detalles mencionados en el texto.
En el opúsculo De articulis fidei, c. 7, es más explícito: juzgar es la tarea de un rey y de un gobernador. Hay tres aspectos en este juicio universal que merecen ser subrayados:
a) La forma del juicio, a saber, quién será el juez: Cristo, en su naturaleza humana; quienes serán los juzgados: los cristianos que murieron en el estado de pecado mortal. Tomás escribe otra vez que los que no tienen la fe, serán condenados, pero no sometidos al juicio. Los cristianos santos («los pobres de espíritu») no serán juzgados, sino serán asociados al juicio como asesores. Tomás se funda en Mateo 19, 28: «Vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel». Otros quienes murieron en el estado de gracia, pero que han incurrido en pecado, serán salvados, pero juzgados [15]. El juicio divino concierne también a lo oculto, que los hombres no pueden juzgar, porque el juicio humano concierne a los actos exteriores [16].
b) El segundo punto es una enumeración de las razones por las que hay que temer el juicio final. En primer lugar, por la ciencia del juez, que lo sabe todo. Todo lo que los hombres han hecho quedará al descubierto delante de sus ojos. En segundo lugar, hay que tener miedo del juicio por causa del poder inmenso del juez y de su justicia inflexible. Tomás recuerda que ahora es el tiempo de la misericordia, pero que al fin del mundo llegará el momento cuando será hecha justicia. Por fin, hay que temer la ira del juez como resulta de Ap 6, 16: «Decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero».
c) En tercer lugar, Tomás expone, cómo podemos prepararnos en vista del juicio final, a saber, por obras buenas. Cita Rm 13, 3: «¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación». Añade que, a pesar de su severidad, en todo caso el juicio divino es preferible a un juicio humano [17].
La participación de los apóstoles y los santos en el juicio final
La presencia de los apóstoles como asesores es un problema teológico interesante. Tomás lo examina en el Supplementum, q. 89, a. 1. La base de su exposición es el texto de Mateo 19, 28: «En verdad os digo que vosotros los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel». Menciona varias interpretaciones de este texto, para determinar de qué manera los apóstoles pueden participar al juicio sin menoscabar la posición de Cristo. Concluye que juzgar quiere decir la acción con que se procede contra uno, es decir sentenciar de palabra, sea por propia autoridad, sea por transmisión de la sentencia dada por la autoridad competente. En este último sentido se puede decir que los santos transmitirán a otros el conocimiento de la justicia divina y la sentencia de Cristo.
La distinción entre el juicio particular y el juicio universal
La distinción entre el juicio particular y el juicio final se trata por Tomás en varios textos. En el Supplementum [18] da una explicación bastante amplia de la distinción entre los dos juicios, basándose en el hecho que vivimos en la historia y que hay un devenir lo que significa que las cosas no llegan en seguida a su término. Proyecta la necesidad de un juicio final contra el trasfondo de la creación y el gobierno divino del mundo. Es necesario un juicio universal contrapuesto a la primera producción de las cosas en el ser. Como en la creación todo salió inmediatamente de Dios, así también hace falta que haya un último complemento en que cada uno recibe lo que le es debido. Esto vale sobre todo porque ahora el sentido de muchos acontecimientos está escondido a los hombres. Dios permite que haya mal en el mundo y dispone de algunos para la utilidad de los demás, contrariamente a lo que los hombres suelen hacer.
Ahora bien, el juicio particular, en cambio, se sitúa todavía en la historia. Al morir cada hombre es juzgado individualmente conforme a lo que ha hecho. Este juicio particular empieza ya durante la vida de cada uno, de acuerdo con la teología bíblica, en particular con las palabras de Cristo en el Evangelio según san Juan. En su respuesta a la primera dificultad, Tomás explica la dualidad de los juicios por el hecho que el hombre es una persona particular, pero que forma también parte del género humano. De ahí un doble juicio. El primer es una retribución por lo que ha hecho en esta vida, con respecto al alma, y no con respecto a su cuerpo. El otro juicio le concierne en cuanto es un miembro de la humanidad. En la solución de la segunda dificultad escribe que el último juicio lleva consigo la separación de los buenos y los malos. Para los buenos es un complemento, pues se añade un premio por la gloria adjunta del cuerpo resucitado. Los malos, al contrario, sufrirán mayor tormento por el castigo del cuerpo, que se añade a su pena y dolor interior y, en segundo lugar, por la presencia de tantos otros condenados. Al contrario, el gozo de los bienaventurados se aumenta por la vista de los demás beatos.
En la Suma contra los gentiles [19], Tomás explica la diferencia entre el juicio particular y el juicio final por la distinción entre el alma y el cuerpo, hablando de retribución en el primer juicio, de consumación en el segundo: todos los procesos en el mundo físico, así como la historia humana, llegarán a su fin con la resurrección de todos. La primera retribución se hará individualmente, a medida que los hombres mueren cada uno a su turno. La segunda retribución tendrá lugar simultáneamente para todos, porque todos serán resucitados al mismo tiempo. Pues cualquier retribución a tenor de la diferencia de los méritos o la diversidad de las culpas exige un juicio. Por consiguiente, hay un doble juicio: el primero que adjudica premios o castigos a las almas separadamente, el segundo en cuanto se da a todos con respecto a sus almas y a sus cuerpos lo que han merecido.
Puesto que el juicio final concierne a los premios o castigos de los cuerpos visibles, conviene que este juicio se hará visiblemente. Por eso Cristo aparecerá en la forma de su naturaleza humana, que todos, tanto los malos como los buenos, podrán ver. La visión beata de Dios, al contrario, se reserva a los buenos. Entonces todas las cosas alcanzarán su estado definitivo y recibirán lo que les corresponda [20].
La condición final del mundo
Tomás concibe esta condición final del universo como un estado sin ulteriores movimientos de los cuerpos celestiales y procesos en el mundo físico, apoyándose en el texto de San Pablo de Rm 8, 20-22: «Las criaturas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción y también nosotros», que establece una conexión entre el destino del mundo físico y el del hombre. Porque ya no habrá generación y corrupción, tampoco habrá los movimientos y procesos cósmicos que las producen. Desde luego, es imposible imaginarse cuál será en este mundo nuevo la condición de los elementos, las plantas y los animales. Lo único que se puede afirmar es que el estado del mundo debe convenir a los cuerpos de los resucitados, que siguen disponiendo de sus facultades sensitivas.
Ahora bien, en los capítulos anteriores [21] Tomás había mostrado que después de la muerte la voluntad humana ya no cambia de orientación fundamental. Así tampoco existirá generación y corrupción en el mundo. En el juicio final la historia llegará a su término y el sentido del devenir histórico que ahora nos está en gran parte escondido, llegará a ser manifiesto.
El juicio particular está relacionado con el gobierno divino del mundo y se sitúa en la historia. Presentándolo de esta manera, Santo Tomás puede hablar de un juicio particular que ya empieza durante nuestra vida en la Tierra, de acuerdo con la teología bíblica. Subraya que la remuneración de algunos se retrasa por Dios en vista del bien de otros [22].
¿Cómo los pecadores conocerán sus pecados?
En sus tratados sobre el juicio divino, Tomás formula respuestas a varias preguntas. Sus soluciones a las dificultades merecen ser mencionadas. Una primera cuestión concierne a la manera en que los pecadores conocerán sus propios pecados. Menciona las siguientes dificultades: con la muerte del cuerpo, las facultades sensitivas como la imaginación y la memoria sensitiva parecen perecer, y no se ve como uno podría acordarse de sus pecados. Además, los pecados de muchos cristianos habrán sido perdonados y borrados por la gracia. Si conociéramos todos los pecados de los demás hombres, tendremos menor vergüenza de los nuestros, —lo que no parece conveniente—. San Agustín en cambio sugiere que una cierta fuerza divina nos ayudará a recordar todos nuestros pecados [23].
Tomás propone este argumento: en el juicio universal todas las obras serán juzgadas. A este fin es necesario que cada uno tenga conciencia del bien y del mal que hizo. El Apocalipsis 20, 12 menciona un libro en que todo está escrito. Hay que entender esto como referido a las conciencias de todos los hombres. El texto sagrado habla de un solo libro porque por una única intervención divina todos recordarán sus actos. Es verdad que muchos pecados habrán sido perdonados, pero no hay actos meritorios o actos culpables que no queden de una u otra manera activos en sus efectos. Para que la sentencia del juez sea justa, debe ser evidente para todos. Por consiguiente, los méritos y las faltas de los demás deben ser puestos en conocimiento de todos, de la misma manera que cada uno conocerá sus propios actos. Santo Tomás considera esta conclusión más probable que la opinión de Pedro Lombardo según la cual los pecados ya perdonados no serán conocidos por los demás. Los pecados de los santos serán más bien un motivo de gloria por causa de su penitencia [24]. Ni siquiera María Magdalena se avergonzará de sus pecados.
En el comentario sobre el Libro sententiarum, Santo Tomás trata este problema con más detalle. Por el Libro de la vida hay que entender la conciencia de los hombres individuales que, juntas son llamadas un solo libro, porque por virtud divina los pecados de cada uno son revocados de la memoria [25]. Los malos conocerán también las acciones buenas que han hecho, pero este recuerdo les causará más bien un gran dolor porque se darán cuenta de todo lo que han perdido [26].
El juicio se hará mentalmente
¿Pronunciará Cristo su sentencia oralmente? [27]. En su respuesta, Tomás escribe que no se puede determinar con toda certeza lo que se haya de responder a esta pregunta. Sin embargo, es mucho más probable que todo este juicio —tanto en lo relativo a la discusión, como a la acusación de los malos y a la alabanza de los buenos y a la sentencia que corresponde a unos y a otros—, se hará mentalmente. Añade una explicación: si tuvieran que narrarse vocalmente los hechos de cada uno de los hombres allí presentes se requeriría un espacio de tiempo verdaderamente fabuloso. Se nota que el Aquinate toma una posición más firme en su solución a pesar de las dudas de la tradición con respecto a la cuestión de si el juicio final se realizará oralmente. En su Comentario sobre 1 Corintios reitera esta posición [28]. El juicio se hará en un momento [29]. Tomás refiere a 1Co 15, 52: «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al último toque de la trompeta... los muertos resucitarán incorruptibles». «Por consiguiente, aquel juicio será breve y no durará mil años, como dijo Lactancio».
El tiempo del juicio final
Otra cuestión importante que ha ocupado a los teólogos concierne al tiempo del juicio final. Santo Tomás arguye que Dios se reserva lo que está exclusivamente sometido al divino poder. Así como el mundo comenzó a existir por acción inmediata de Dios, así acabará sin la intervención de ninguna causa creada. Ninguna criatura sabe cuándo llegará el fin del mundo [30]. El santo doctor establece una relación entre la creación y la consumación. El mundo no llegará a su término por causas creadas, como tampoco ha recibido su ser de una criatura, sino inmediatamente de Dios. El texto de Marco 13, 32, «Ni el Hijo sabe el momento», significa que Jesús en su naturaleza humana no lo sabía.
En cuanto a los signos que según el evangelio precederán al juicio final, estos se refieren, escribe Tomás, en parte a la destrucción de Jerusalén, en parte a la misión invisible de Cristo en la Iglesia y en parte al juicio final. Pero estos signos como las persecuciones no permiten determinar cuándo llegará el fin. Hubo persecuciones desde del comienzo de la Iglesia, con mayor o menor violencia. Y aún, suponiendo que, al final aumentarán tales peligros, tampoco puede precisarse qué cantidad de peligros será la que precederá inmediatamente al día del juicio o al advenimiento del anticristo [31]. En los primeros siglos fueron tan grandes las persecuciones y había tanta abundancia de errores que algunos creyeron inminente el día del juicio.
El lugar del juicio
Los teólogos medievales se preguntaban también dónde el juicio final tendría lugar. Según un texto del profeta Joel Dios «reunirá a todas las gentes y las llevará al valle de Josafat y allí discutirá con ellos» [32]. Pero Tomás escribe que no se puede saber con certeza, cómo se hará el juicio y cómo se reunirán los hombres. Cristo podría bajar cerca del monte de los Olivos —es decir, cerca del lugar de dónde subió al cielo—. Un texto de San Pablo da una indicación en este sentido: «El mismo que bajó, es él que subió sobre todos los cielos» [33]. En otro texto escribe que el juicio se hará en el sitio que conviene a Cristo con respecto a su naturaleza humana, es decir cerca de la tierra, donde nació, sufrió y cumplió las demás tareas de su misión [34]. Pero, añade Tomás, no se puede saber con certeza, cómo los hombres se reunirán para asistir al juicio universal.
Si todos los hombres comparecerán en el juicio
Porque Cristo es el Salvador que derramó su sangre por todos, es conveniente que en el juicio final todos contemplen su exaltación en su naturaleza humana. Con la expresión «las doce tribus de Israel», que serán juzgadas, están significadas todas las naciones, porque todas han sido llamadas a participar de las promesas hechas a Israel. Sin embargo, si todos los hombres comparecerán al juicio para ver a Cristo, no todos serán juzgados. Por ejemplo, son exceptuados los niños fallecidos antes de llegar al uso de la razón. Tomás añade que «tampoco los infieles serán juzgados, porque ya están juzgados», como es indicado en Juan 3, 18: «El que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios»; Juan 12, 48 y textos paralelos:
«El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien le juzga». Esta afirmación vuelve repetidas veces en las obras del Doctor común [35]. En cuanto a quienes serán juzgados, Tomás hace notar que para los condenados no habrá ninguna discusión, pero para los cristianos habrá una evaluación para que sea expuesto el bien y el mal que han hecho.
Tomás añade una distinción. El juicio muestra dos aspectos: la discusión de los méritos y la distribución de los premios. Los santos que se entregaron totalmente al servicio de Dios y no tienen mezcla alguna notable de males («nullam admixtionem notabilem alicuius mali»), no serán sometidos a un examen de sus méritos. Pero quienes construyen sobre el fundamento de la fe «con madera, heno o paja» (1Co 3, 12) y están «comprometidos en negocios terrenos» (2Tm 2, 4), serán sometidos a una discusión de sus méritos, porque en su vida hay una cierta mezcla de cosas buenas y males [36].
En cuanto a los malos, Tomás aplica otra vez la distinción entra la discusión de los méritos y la retribución de la pena. En cuanto a los malos no habrá discusión de sus méritos, porque falta en ellos el fundamento de la fe, sin el cual «todas las obras posteriores carecen de perfecta rectitud de intención» [37].
Con respecto a quienes tienen la fe pero mueren en pecado mortal, tendrá lugar la discusión de sus méritos para mostrar que «son justamente excluidos de la ciudad de los santos de la que exteriormente parecen ser ciudadanos» [38]. El texto habla en términos duros de los infieles que serán juzgados como enemigos, en analogía con la exterminación de los enemigos en la sociedad humana. Esta práctica perseguía el fin de descartar a personas que constituían una amenaza, y que no se sometían al servicio del bien común. En el juicio final se trata de la exclusión de la bienaventuranza del cielo. En su Exposición sobre los artículos de la fe escribe concisamente que no habrá una evaluación de la vida de los infieles, porque el que no cree, ya está juzgado (Jn 3, 18).
¿Serán juzgados los ángeles?
Algunos pasajes de la Biblia se refieren a esta cuestión, como Jn 16, 11; 2P 2, 4 y 1Co 6, 3. En su respuesta Tomás escribe que el así llamado «juicio de discusión» no es aplicable ni a los ángeles buenos, ni a los malos. En los buenos ya no hay nada de malo, ni en los malos nada de bueno. Pero habrá para ellos el juicio de retribución suplementaria en cuanto los buenos se regocijarán de la felicidad de aquellos a cuya salvación han contribuido. Los ángeles malos serán todavía más afligidos por la ruina que verán alrededor de sí y serán confinados al infierno [39].
Los asesores en el juicio final
Según el Nuevo Testamento, los apóstoles serán asociados al juicio final [40]. Tomás supone que, mediante una iluminación por parte de los grandes santos, los santos inferiores y los pecadores serán iluminados en cuanto a los premios y los castigos que les corresponden. Así, los colaboradores de Cristo participarán plenamente de su triunfo y se mantendrá una cierta jerarquía.
Conclusión
Estudiando las obras del Doctor angélico respecto a su doctrina del juicio final, se nota que todas sus explicaciones dependen de la revelación bíblica. Domina perfectamente todo lo que la Sagrada Escritura nos dice sobre los acontecimientos del final del tiempo, reduce las diversas afirmaciones a una síntesis con un profundo respeto a los textos inspirados y consigue explicar en fórmulas teológicas lo que a veces es tributario de una presentación metafórica. En sus grandes líneas, su tratado en que utiliza los escritos de los Padres es la exposición definitiva de la teología católica sobre esta parte de las postrimerías del hombre. El juicio final se pone en relación con la creación, y constituye su consumación gloriosa y el término de la historia humana. Pero el dogma de juicio final sirve también para invitarnos a preparar el encuentro con Cristo en su gloria, el salvador del mundo [41].
Leo Elders en dadun.unav.edu/
Notas:
1. In Isaiam, c. 1, lección 5.
2. In 1 Cor., c. 7, lección 2.
3. Cfr. In 1 Cor., c. 3, lección 2; Compendium theol., c. 243, n. 528; Quodl. X, q. 1, a. 2: «Unum (est iudicium) quo beatificat vel damnat homines quoad animam et hoc iudicium per totum hoc tempus agitur».
4. O.c., c. 3, l. 3.
5. In evang. Ioan., o.c., 8. lección 2.
6. Ibid., lección 5.
7. En Job, c. 7: «Tota ratio divinorum iudiciorum turbatur si non esset vita futura».
8. En Job, c. 23: «Inquirere causam quare punitus sit est inquirere rationem divini iudicii, quam quidem nullus cognoscere potest nisi ipse Deus».
9. Supplementum, q. 88, 1 ad-2: «Propria sententia illius generalis iudicii est separatio bonorum a malis».
10. Supplementum, q. 90, a. 1.
11. De articulis fidei, art. 7: «Divinitas est ita delectabilis quod nullus potest sine gaudio eam videre, et ideo nullus damnatus».
12. Supplementum, q. 90, a. 2.
13. Tomás escribe que hay que entender la voz como una impresión interior, y cita a San Agustín: «Divina virtute erit quod unicuique occurrat quod fecit».
14. «Quidquid facit homo vel ad suam utilitatem vel proximo, totum sub opere misericordiæ continetur».
15. «Iudicabuntur de omnibus factis, bonis et malis».
16. Cfr. In Romanos, c. 2, l. 3 y c. 5, l. 6: «Humanum iudicium est de exterrioribus actibus, sed divinum de interioribus».
17. In Rom., c. 2, l. 4: «In omnibus iudicium divinum praeferendum est humano».
18. Q. 88, a. 1 (= In IV Sent., d. 37, q. 1, a. 1, ql. 1).
19. IV, c. 96.
20. S.C.G., c. 97: «... unoquoque accipiente finaliter quod ei debetur secundum seipsum».
21. S.C.G., cc. 92-95.
22. Ibid.: «Differtur unius praemiatio pro utilitate aliorum».
23. De civitate Dei, 20, 14: «Quædam igitur vis est intellegenda divina, qua fiet ut cuique opera sua, vel bona vel mala, cuncta in memoriam revocentur et mentis intuitu mira celeritate cernantur, ut accuset vel excuset scientia conscientiam atque ita simul et omnes et singuli iudicentur».
24. In IV Sent.. d. 43, q. 1, a. 5: «Ita oportet quod ad hoc quod iusta sententia appareat, quod omnibus sententiam cognoscentibus merita innotescant».
25. In IV Sent., d. 43, q. 1, a. 5 A.
26. Ibid., ad-4.
27. Supplemento, q. 88, a. 2.
28. En 1 Cor., c. 5, lección 1, n. 269: «Intelligitur autem ista prolatio sententiæ non vocalis sed spiritualis».
29. In psalmum 2, n. 10: «Unde illus iudicium in brevi fiet, nec durabit per mille annos, ut Lactantius dixit».
30. Supplementum, q. 88, a. 3.
31. Supplementum, q. 88, a. 3, ad-2.
32. Joel 3, 2.
33. Efesios 4, 10.
34. Quodl. X, q. 1, a. 2.
35. Cfr. In articulos fidei, art. 7: «... sicut infideles, quorum facta non discutientur quia qui non credit, iam iudicatus est».
36. Supplementum, q. 89, a. 6.
37. Ibid., art. 7.
38. L.c., ad-1.
39. Supplementum, q. 89, a. 8.
40. Cfr. Mt 19, 28: «Vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
41. El autor agradece al Excmo. señor Don Ángel Martín-Municio de la Academia Real la revisión del texto español.
José R. Villar
Introducción
Unas palabras de Juan Pablo II, dirigidas a los participantes en un encuentro de estudio de la Prelatura del Opus Dei, subrayan algunos rasgos característicos de las Prelaturas personales para peculiares obras pastorales que resultan de importancia para la comprensión de estas figuras previstas por el Concilio Vaticano II (cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 10; Decr. Ad gentes 20 y 27, nota 28). Transcribimos el párrafo pontificio en su original italiano (cursivas nuestras):
«E saluto specialmente il vostro Prelato, il Vescovo Mons. Javier Echevarría, che ha promosso quest’incontro allo scopo di potenziare il servizio reso dalla Prelatura alle Chiese particolari, ove i suoi fedeli sono presenti. Voi siete qui, in rappresentanza delle componenti in cui la Prelatura è organicamente strutturata, cioè dei sacerdoti e dei fedeli laici, uomini e donne, con a capo il proprio Prelato. Questa natura gerarchica dell’Opus Dei, stabilita nella Costituzione Apostolica con la quale ho eretto la Prelatura (cfr. Cost. ap. Ut sit, 28.XI.82), offre lo spunto per considerazioni pastorali ricche di applicazioni pratiche. Innanzitutto desidero sottolineare che l’appartenenza dei fedeli laici sia alla propria Chiesa particolare sia alla Prelatura, alla quale sono incorporati, fa sì che la missione peculiare della Prelatura confluisca nell’impegno evangelizzatore di ogni Chiesa particolare, come previde il Concilio Vaticano II nell’auspicare la figura delle Prelature personali. La convergenza organica di sacerdoti e laici è uno dei terreni privilegiati sui quali prenderà vita e si consoliderà una pastorale improntata a quel «dinamismo nuovo» (cfr. Lett. ap. Novo millennio ineunte, 15) cui tutti ci sentiamo incoraggiati dopo il Grande Giubileo» (Udienza ai partecipanti all’incontro sulla «Novo Millennio Ineunte» promosso dalla Prelatura dell’Opus Dei, 17.III.2001).
Estas palabras suponen una descripción significativa —a partir del caso de la Prelatura del Opus Dei [1]— de las características de las Prelaturas personales. Aluden, además, a una dimensión decisiva para la comprensión del ser y misión de la Iglesia en general. En ellas se dice lo siguiente:
1) La Prelatura personal es una institución «organicamente strutturata», es decir, compuesta de fieles y ministros presididos por el Prelado. Se trata de una «convergenza organica» di sacerdoti e laici», esto es, constituye una forma de la interrelación entre sacerdocio común y ministerial, que viene moderada por el ministerio capital del Prelado. Es esta «interrelación» la que fundamenta —lo veremos más adelante— la naturaleza jerárquica («questa natura gerarchica dell’Opus Dei») de las Prelaturas personales como estructuras «de» Iglesia.
2) Es una estructuración y convergencia «orgánica». Los sacerdotes y laicos, varones y mujeres, que se encuentran con el Papa en ese momento están en rappresentanza delle componenti, es decir, en representación de los dos «elementos» que «componen» orgánicamente la Prelatura, el «ministerio» y los «fieles». Tanto uno como otros pertenecen y actúan en la Prelatura de manera «orgánica»: en cuanto constituyen «el» sacerdocio ministerial y «el» sacerdocio común, y cooperan entre sí desde su correspondiente posición eclesiológica como tales ministros y fieles laicos. Esta «composición» supone jurídicamente la incardinación de los unos y la incorporación de los otros en la Prelatura («fedeli laici... alla Prelatura, alla quale sono incorporati»).
1) El Papa desea «sottolineare» la actividad de las Prelaturas al servicio de las Iglesias particulares. Este servicio viene garantizado por «l’appartenenza dei fedeli laici sia alla propria Chiesa particolare sia alla Prelatura», de manera que la «peculiar obra pastoral» confluye necesariamente en la tarea evangelizadora de la Iglesia local.
Estas páginas se proponen reflexionar sobre el alcance eclesiológico de esas afirmaciones. En particular, las palabras de Juan Pablo II invitan a detener la atención sobre la «cooperación orgánica» del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común en la realización de la misión de la Iglesia y, en su seno, la peculiar obra pastoral de las Prelaturas personales. Como es natural, este aspecto concreto presupone un marco general de comprensión de la mencionada figura. Por este motivo, recordaremos en primer lugar —y a grandes rasgos— la fisonomía teológico-canónica de las Prelaturas personales (I). Abordaremos luego el objeto inmediato de nuestro interés (II-IV).
I. Configuración institucional de las Prelaturas personales
No es necesaria ahora una exposición por extenso del contenido teológico-canónico de las Prelaturas personales. Una síntesis tanto de la legislación reguladora (cc. 294-297) como de buena parte de la doctrina científica, indica que las Prelaturas personales son instituciones pertenecientes a la estructura jerárquica de la Iglesia. Se componen de sacerdotes y diáconos del clero secular y de fieles laicos que, entre otros modos de pertenecer a la Prelatura (por ej., a iure), pueden hacerlo a través de la convención prevista en el c. 296. En ella hay, pues, un Prelado —que puede ser obispo—, un presbiterio compuesto de sacerdotes seculares y diáconos, y fieles laicos, varones y mujeres, como es el caso del Opus Dei. Las Prelaturas personales se diferencian, en consecuencia, de los institutos de vida consagrada, y de los movimientos y asociaciones de fieles. Por estas características —y en razón de su naturaleza jerárquica— son figuras análogas a las Iglesias particulares (como sucede por ej. con los Ordinariatos militares).
La finalidad de la Prelatura personal es llevar a cabo una «peculiar obra pastoral» —por este motivo se diferencia de la Iglesia local—, y los fieles laicos de la Prelatura se sitúan bajo la jurisdicción del Prelado a los efectos propios de su realización. Éstos continúan, en consecuencia, perteneciendo a las Iglesias locales en que viven, de manera que la potestad propia y ordinaria del Prelado no sustituye la autoridad del Ordinario local: de aquí el significado eclesiológico que tiene la cláusula «salvis semper iuribus Ordinarium locorum» querida por el n. 10 del Decr. Presbyterorum ordinis para las Prelaturas personales. La autoridad del Prelado se halla articulada en la comunión de la Iglesia particular según las determinaciones jurídicas oportunas que respetan la capitalidad teológica del Obispo local. La potestad del Prelado se designará —según autores— de modo diverso (compartida, mixta, cumulativa, etc.). Lo decisivo es, en todo caso, comprender la analogía y la diferencia teológicas entre las Prelaturas personales y las Iglesias particulares.
1. Ministros y laicos en las Prelaturas personales
Para comprender la naturaleza jurídica y eclesiológica de las Prelaturas personales resulta metodológicamente necesario el estudio del Derecho particular de cada Prelatura —en este caso, del Opus Dei—, ya que el marco jurídico general establecido para las Prelaturas personales admite un desarrollo variado en los Estatutos de cada una. El Codex iuris particularis del Opus Dei ofrece ese contenido material abarcante.
Los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei describen la relación presbíteros-laicos de la siguiente manera: es «una prelatura personal que comprende a la vez clérigos y laicos para realizar una peculiar obra pastoral bajo el régimen de un Prelado propio» (n. 1, pár. 1); y, más adelante, añaden: «El sacerdocio ministerial de los clérigos y el sacerdocio común de los laicos se entrelazan íntimamente y mutuamente se reclaman y complementan, para realizar, en unidad de vocación y de régimen, el fin que se propone la Prelatura» (n. 4, pár. 2). Por su lado, la parte narrativa de la Const. apost. Ut sit describe el Opus Dei apoyándose en este rasgo principal, es decir, el entrelazamiento del sacerdocio común y del ministerial: «apostolica compages quae sacerdotibus et laicis sive viris sive mulieribus [constat]», y esto sucede de manera «organica et indivisa». Interesa retener esas expresiones: una compages apostolica dotada de unidad orgánica.
Esta unidad «orgánica e indivisa» de ministros y fieles laicos significa, en una primera aproximación, que «el Opus Dei no es una asociación de clérigos que llama a colaborar en sus tareas a unos cuantos laicos; ni tampoco una asociación laical que necesita de algunos clérigos como consejeros o capellanes. Es una labor que entraña la mutua cooperación de clérigos y laicos» [2]. Estamos ante una comunidad de fieles, constituida formalmente por la Autoridad suprema de la Iglesia, para la realización de una peculiar obra pastoral, presidida por un Prelado —su Ordinario propio— con la cooperación de un presbiterio [3].
Esta perspectiva resulta coherente con el concepto de «Prelatura» en la tradición canónica. La noción de «Prelatura» designa una unidad de organización de la misión pastoral de la Iglesia, internamente estructurada por el ministerio jerárquico, y presidida por un Prelado; esto es, una comunidad de fieles que viene identificada según posibles criterios —territoriales u otros— con un Pastor propio, que desempeña la función de capitalidad [4].
Éstos son algunos datos que sirven de punto de partida para una consideración ulterior sobre la participación de los laicos en la «peculiar obra pastoral» de las Prelaturas. Para abordar debidamente ese tema debemos anteponer unas consideraciones sobre las posibles formas de agregación en la Iglesia.
2. Las formas sociales en la Iglesia-communio ecclesiarum
Hay dos consideraciones —entre otras— que permiten situar el lugar eclesiológico de las Prelaturas personales, tema tratado de manera casi exhaustiva en los últimos años [5]. Prolongamos aquí algunos elementos de la posición ofrecida por Pedro Rodríguez que, H. Legrand califica como «la más coherente con los textos legislativos; a decir verdad la única coherente con ellos» [6]. Habría que remitirse a muchas páginas de la eclesiología posconciliar para ampliar las siguientes afirmaciones sintéticas:
1ª. La Iglesia, communio ecclesiarum. La Iglesia universal es una comunión de Iglesias —con la peculiar posición de la Iglesia de Roma— en las que vere inest et operatur Una Sancta Catholica et Apostolica Christi Ecclesia (cfr. Decr. Christus Dominus, n. 11). Lo que significa, desde el punto de vista de la operatividad histórica de la Iglesia, que los diversos carismas, las múltiples vocaciones, el testimonio de la vida consagrada, la acción apostólica de las variadas instituciones, las riquezas vitales y estructurales de la Iglesia universal, todas las exigencias de su misión en el mundo, exsistunt, insunt et operantur en la Iglesia particular. «La iglesia particular lleva consigo toda la compleja realidad de la Iglesia como Pueblo de Dios; empeña a todos los bautizados en su múltiple y comprometida realidad sacerdotal, profética y real, junto con la variedad de ministerios ordenados y carismas» [7]. Todas lasmanifestaciones vitales, pastorales y jurídicas de la Iglesia tienen su hogar en las Iglesias particulares. La «comunión» en la portio Populi Dei es, ante todo, una realidad teológico-sacramental que permanece intocada por la diversidad de status jurídico de los fieles, ministros e instituciones que la integran bajo la presidencia iure divino del Obispo de la Iglesia particular [8].
Si esto es así de manera general, lo es con mayor razón en el caso de las Prelaturas personales, ya que sus fieles continúan siendo también jurídicamente fieles de la Iglesia particular en la que viven y llevan a cabo la «peculiar obra pastoral» de la Prelatura bajo la dirección del Prelado y en comunión con el Obispo local. La concreta articulación jurídica entre ambos vendrá establecida en los Statuta (cfr. c. 297).
2ª. La forma social de las Prelaturas personales. Las formas de agregación que se dan en la Iglesia son, de manera general, de dos tipos.
a) Una primera forma de agregación se deriva del derecho de asociación de los fieles, cuyo ejercicio viene modalizado por la respectiva condición personal. De esta manera, hay una «socialidad» de los cristianos-laicos en cuanto laicos, o de los cristianos-religiosos en cuanto religiosos, o de los cristianos-ministros, en cuanto tales; y, por supuesto, una socialidad de los fieles en cuanto tales, sean ministros sagrados, fieles laicos o religiosos, en la cual las distintas categorías se implican bajo la condición de fiel y no formalmente desde la posición eclesiológica respectiva. Son formas sociales de vida cristiana que se dan «en» la Iglesia ya congregada por el ministerio de sucesión apostólica. Estas formas de agregación —y su eventual institucionalización— se basan de manera inmediata: a) en el sacerdocio ministerial (por ej., asociaciones sacerdotales); b) en el sacerdocio común, modalizado por una vocación peculiar o tarea particular: así, el asociacionismo laical, o la pluralidad de formas de vida consagrada. Es necesario notar que ninguna de ellas, en cuanto agregación laical, sacerdotal o de vida consagrada, implica la mutua relación del sacerdocio común y ministerial para constituirse como tal forma social en la Iglesia.
b) Cuando la agrupación eclesial, en cambio, es una configuración de la «interrelación» entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, constituye una socialidad propia «de» Iglesia [9]. Las formas antes mencionadas —que tienen como fundamento la sola condición ministerial o sólo la condición cristiana (laical o consagrada)— presuponen, como su posibilidad misma, esta agrupación esencial y originaria que lleva a cabo in Ecclesiis el ministerio episcopal por medio de aquella interrelación de fieles y ministros de «derecho divino» que llamamos «Iglesia particular» (según las posibles figuras iure ecclesiastico del c. 368). «La Iglesia —explica al respecto P. Rodríguez—, aquí en la tierra organice exstructa, no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan para hacer de ella —la Iglesia— el Cuerpo de Cristo. Esta estructura es originaria en cuanto los dos elementos que la componen señalan las más radicales posiciones estructurales —no las únicas— que se dan en la Iglesia. Desde ella se comprenden teológicamente las entidades históricas en las que esa estructura se expresa, tanto a nivel universal como a nivel particular; y esta articulación esencial diferencia, a su vez, a esas entidades de las otras formas de comunidad cristiana en las que sólo se pone teológicamente en juego uno de esos elementos» [10].
Hay que añadir inmediatamente que en las Prelaturas personales se trata de una interrelación de fieles y ministros distinta por su finalidad —aunque análoga por su naturaleza— de la que se da ex institutione divina en la Iglesia particular: ésta es la interrelación esencial y originaria para que la Iglesia se constituya como Iglesia, y obviamente aquellas —las Prelaturas personales— la presuponen: éstas son una ulterior concreción histórica de esa interrelación de fieles y ministerio en orden a realizar una «peculiar obra pastoral», que forma parte de las posibilidades de ser y misión de la Iglesia Católica en su realización. Por este motivo, no constituyen una alternativa eclesiológica a las Iglesias locales, sino que la «peculiar obra pastoral» tiene su lugar propio —en dimensión de servicio— en las Iglesias locales, y sus miembros continúan siendo fieles de las Iglesias locales a las que pertenecen teológicamente (por el Bautismo) y canónicamente (por los criterios jurídicos habituales): la jurisdicción de la Prelatura —cuyo objeto es la «peculiar obra pastoral»— deja intocada esa pertenencia.
La tesis que en estas páginas queremos ilustrar —y que subyace, a nuestro entender, en las palabras del Papa mencionadas al inicio— es que las Prelaturas personales no son una forma agregativa de sólo fieles laicos, ni del solo sacerdocio ministerial, sino una agregación de ambos en su recíproca relación. Esto es lo propio de las estructuras «de» Iglesia: ser una configuración de la interrelación del sacerdocio común y sacerdocio ministerial, fieles y pastores. En consecuencia, su forma de acción apostólica y misional responde a la dinámica de la «cooperatio» orgánica de fieles y de ministros en la Iglesia. Para comprender cabalmente esta consideración debemos remitirnos al Concilio Vaticano II.
II. La Iglesia, «communio organica»
Una nota principal del magisterio del Concilio Vaticano II es la recuperación teológica de los cristianos laicos para la Iglesia. Sería ocioso ahora acumular textos ilustrativos al respecto [11]. Interesa, en cambio, notar que este acontecimiento no es algo marginal para la visión eclesiológica conciliar. Es más, la posición y función eclesial que corresponde al laico es consecuencia de la profundización del Concilio sobre la naturaleza de la Iglesia misma.
Se ha repetido muchas veces y de diversas maneras que el giro copernicano que llevó a cabo el Concilio —en lo que aquí nos ocupa— es el paso de una concepción unilateral de la Iglesia como primariamente «institución» representada por la jerarquía, al de una concepción donde la diversidad de vocaciones, funciones y ministerios se comprende a partir de la radical unidad de vocación y misión [12]. No es cuestión de enfatizar una vez más el trascendental significado del cambio de orden del capítulo II y el capítulo III de la Const. dogm. Lumen gentium [13]: la Iglesia, todo el Pueblo de Dios, aparece como el sujeto histórico portador de la acción salvífica de Cristo en el mundo, y en su seno la jerarquía realiza su servicio propio, esencial e insustituible, para que todos los cristianos —fieles y ministros— lleven adelante la misión. Hay en la Iglesia diversidad de funciones y unidad de misión (cfr. AA 2).
Basta una aproximación a los textos conciliares para advertir que la unidad y la diversidad del Pueblo de Dios proviene, en última instancia, de la comprensión paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo, un «organismo» en el que hay muchos miembros, pero no todos tienen la misma función, y cada uno cumple su función propia a favor del Cuerpo (cfr. LG 7). Ninguno es «todo», y todos son necesarios. De manera que «por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad» (LG 32; cfr. Rm 12, 4-5).
Unas palabras de Juan Pablo II lo explican con exactitud: «La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión “orgánica”, análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades» (Christifideles laici, n. 20) [14].
Hay que decir, además, que la unidad y diversidad de funciones que existe en la Iglesia trasciende la mera organización humana para hundir sus raíces en el ejercicio del Sacerdocio de Cristo participado en la Iglesia de una doble manera, recíprocamente referida, que supone una «estructura». La Iglesia es, afirma el Concilio, la comunidad sacerdotal de «índole sagrada y orgánicamente estructurada» (indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis: LG 11). La «estructura orgánica» de la comunidad sacerdotal, que es toda la Iglesia, se da primeramente, y en su nivel más fundante, por la mutua ordenación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial (ad invicem ordinantur: cfr. LG 10), es decir, por la articulación conjunta de los fieles y de los ministros.
Esta «organicidad» del Cuerpo sirve a la acción salvífica de su Cabeza, Cristo, de tal manera que la Iglesia está constituida a modo de instrumento (sacramento) vivificado por el Espíritu de Cristo para el acrecentamiento de su Cuerpo (cfr. LG 8). Es la comunidad sacerdotal como tal, estructurada por la ordenación mutua del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial, la que es sacramento de salvación, de manera que «a Spiritu sancto ad cooperandum compellitur, ut propositum Dei, qui Christum principium salutis pro universo mundo constituit, effectu compleatur» (LG 17).
III. La «cooperatio organica» del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial
Si la Iglesia es una communio organica, la operatividad del «sacramento eclesial» se articula como una «cooperatio orgánica», es decir, a partir de la unidad y diferencia de las dos condiciones radicales «consagradas» —fieles cristianos, por el Bautismo; y ministerio sacerdotal, por el sacramento del Orden— que «estructuran» la comunión que es la Iglesia [15].
La «cooperatio organica» es la traducción dinámico-misional de la ordenación recíproca (ad invicem ordinantur) del sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. El Concilio lo expresa en varias ocasiones, p. ej. cuando dice: «la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad» (LG 32). Unos párrafos antes explicaba esta «necesidad mutua» en términos de misión: «Saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles, y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común» (LG 30).
Este texto resulta decisivo para comprender la toma de conciencia conciliar de que la «obra común», la misión salvífica de la Iglesia, es fruto de la acción conjunta de la jerarquía y de los fieles, en la distinción de sus respectivas funciones. «La evangelización tiene como su natural realizador no solamente al obispo y al sacerdote, y ni siquiera al simple fiel bautizado y ungido con el crisma, sino a la comunidad cristiana en su unidad articulada de sacerdocio y laicado» [16].
En esas palabras del Concilio viene apuntada, además, la forma «orgánica» en que ministros y fieles cooperan a la «obra común». La acción del ministerio consiste, primeramente, en apacentar a los fieles por el ministerio de la Palabra y de los Sacramentos; y, a la vez, en reconocer y potenciar sus servicios y carismas, de manera que éstos puedan desplegar su vocación y aportación propias; y así —en un segundo momento lógico— todos, fieles y ministros, ejercitando a su modo su función «orgánica» cooperan unánimes para la realización de la misión [17]. El Código de 1983 ha recogido este principio fundamental de la eclesiología del Concilio en el c. 208 cuando dice que todos los cristianos «secundum propriam cuiusque condicionem et munus, ad aedificationem Corporis Christi cooperantur».
1. La «cooperatio organica» de los fieles laicos
En relación con los fieles laicos, hay que partir de su identidad teológica para comprender su modo de «cooperar» a la obra común. Un texto capital de la Const. dogm. Lumen gentium designa a los laicos como aquellos «fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera [suo modo] de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte [pro parte sua], la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (n. 31).
Se trata, por tanto, de una cooperación no realizada de cualquier forma, sino «orgánicamente»: es decir, desde su posición estructural en cuanto laicos en cooperación con los ministros, y de éstos en cuanto ministros en cooperación con los laicos: «Es necesaria la cuidadosa distinción entre sacerdote y laico en sus funciones; distinción que constituye el presupuesto para una recta inteligencia de tal colaboración» [18].
No es momento de analizar por extenso los fundamentos de la identidad teológica de los laicos y de su función en la Iglesia. Baste remitir a los párrafos de Juan Pablo II en la Exh. apost. Christifideles laici, n. 15, donde se dice: «La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular». Consecuentemente, «la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión “índole secular”» (ibíd.). La «indoles saecularis» propia de los cristianos laicos configura el modo de su cooperación en la Iglesia: esto es, «tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales», como desde dentro (velut ab intra) del mundo donde Dios les llama (vocación: ibi a Deo vocantur) a desplegar su condición bautismal y hacer eficazmente presente a la Iglesia en el mundo (cfr. LG 33).
El Instrumentum laboris preparado para la reciente X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos habla del «puesto propio» de los laicos en la Iglesia y en el mundo de la siguiente manera: «El Concilio Vaticano II, la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos de 1987 y la sucesiva Exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II han ilustrado ampliamente la vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. La dignidad bautismal, que los hace partícipes del sacerdocio de Cristo, juntamente con un don particular del Espíritu les confieren un puesto propio en el Cuerpo de la Iglesia. Así los laicos son llamados a participar, según su modo propio, en la misión redentora que la Iglesia lleva a cabo, por mandato de Cristo, hasta el fin de los siglos» (n. 93). Más adelante, en ese mismo párrafo, explicita ese «don particular del Espíritu» propio del cristiano laico con la expresión: «carisma propio de la secularidad laical», un carisma («estructural», en opinión de P. Rodríguez) que determina su manera de situarse como cristianos en el mundo y como laicos en la Iglesia [19].
Lo que acabamos de decir constituye, en su núcleo, la identidad teológica del laico que, en consecuencia, determina el contenido de la «cooperatio» de los laicos en cuanto tales, es decir, «orgánica». Es lo que el Concilio llamaba, con la terminología del momento, el «apostolado de los laicos», o también —con mayor precisión [20]— «participación de los laicos en la misión salvífica de la Iglesia misma» (LG 33). Esta participación no es, pues, facultativa para los laicos ni opcional para la Iglesia: «todos están destinados a este apostolado por el Señor mismo a través del bautismo y la confirmación» (ibíd.). Su urgencia en la actualidad es evidente para la «nueva evangelización», que pide «la total recuperación de la conciencia de la índole secular de la misión del laico» [21].
Pero el Concilio añade que, además de este «apostolado» (común a todos los laicos), éstos «también pueden ser llamados de diversas maneras a cooperar más directamente con el apostolado de la jerarquía [cooperationem magis immediatam cum apostolatu Hierarchiae] (...). Además, poseen capacidad [aptitudine gaudent] para que la Jerarquía los escoja para ciertas funciones eclesiásticas orientadas a un fin espiritual» (LG 33). Se trata de la posibilidad de que la jerarquía «encomiende» a los laicos algunas funciones que no exigen estrictamente la recepción del sacramento del Orden, pero que están «estrechamente unidas a los deberes de los pastores» (cfr. AA 24), de manera que el Concilio las califica como «apostolatu Hierarchiae» [22], a diferencia del «apostolatu laicorum» [23].
Este ámbito de «cooperación más directa» o «inmediata» en el ministerio de los Pastores no es, pues, el típico de la «cooperatio» al que todos los laicos están llamados, sino una posibilidad («pueden ser llamados...», LG 33) de la condición laical. Se concreta en las prescripciones del Derecho que prevén servicios especiales encomendados a los laicos de manera temporal o permanente (cfr. c. 231), o su cooperación en el ejercicio de la potestad de jurisdicción (cfr. cc. 129 y 228). Esta colaboración tiene un cierto carácter de suplencia —necesaria en situaciones cada vez más numerosas—, razón por lo cual los laicos dependen de la jerarquía en el ejercicio de esas funciones: «La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica» (Christifideles laici, n. 23).
Tales funciones, cuando son ejercidas por laicos, no les convierten en «ministros» (esto sólo sucede por la ordenación sacramental), sino que en cuanto laicos son aptos (aptitudine gaudent: LG 33) para ser llamados. Cuando los laicos colaboran así en el ejercicio del ministerio de los Pastores, lo hacen desde su condición laical: «Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros» (Christifideles laici, n. 23, subrayado en el texto). Del contexto se deduce que el Papa sale al paso de lo que llama «la tendencia a la “clericalización” de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden» (ibíd.). Si esto se produjera, estaríamos ante un problema que trascendería el plano disciplinar o práctico: «Constituiría una deformación de la configuración de nuestra Iglesia el entender la colaboración de sacerdotes y laicos en el sentido de que sus posiciones fuesen intercambiables, como si pudiesen ser sustituidas la una por la otra. De este modo no se hace justicia ni al sacerdocio ni al laicado» [24].
La colaboración más inmediata de los laicos en el ejercicio del ministerio jerárquico ofrece sin duda una novedad que atrae la atención durante los últimos años [25]. La necesidad de esta colaboración es evidente, y se trata —repitámoslo— de una posibilidad perfectamente laical, pues la vida de la Iglesia y sus tareas no son competencia sólo del clero [26].
Retengamos, sin embargo, que se trata de una colaboración en el ejercicio del ministerio de los Pastores que siendo, en muchas ocasiones, no sólo oportuna sino indispensable, no constituye el contenido habitual de la tarea «propia y peculiar» de los laicos en la Iglesia. Si la misión de la Iglesia se identificara con la del ministerio, entonces este apoyo auxiliar del ministerio sería el modo típico de participar los laicos en la misión [27]. Pero el ministerio —lo hemos visto— no absorbe la misión: «Saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo...» (LG 30). Lo propio, aunque no exclusivo, de los laicos en la Iglesia es su acción cristiana en el mundo. «Los laicos, por vocación, tienen ocupaciones primordialmente seculares» [28]. Esta tarea de los laicos en el mundo no les distancia de la Iglesia, pues constituye precisamente su responsabilidad eclesial [29].
2. La «cooperatio organica» en las Prelaturas personales
Lo hasta aquí dicho ilumina la posición de los laicos en las Prelaturas personales, según se lee en el can. 296: «Conventionibus cum praelatura initis, laici operibus apostolicis praelaturae personalis sese dedicare possunt; modus vero huius organicae cooperationis atque praecipua officia et iura cum illa coniuncta in statutis apte determinentur».
La «organica cooperatio» de que se habla aquí es sencillamente la considerada hasta el momento. Designa la interrelación del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común en las Prelaturas personales desde la posición eclesiológica que tienen los ministros y laicos en la Iglesia (en éstos últimos modalizado, suo modo, en su ejercicio por la «indoles saecularis»). «Los laicos... cooperan con Cristo para la consecución del fin de la Prelatura, y esto lo hacen desde su propia condición laical (...), lo mismo debe decirse de los presbíteros y diáconos de las Prelaturas: cooperan con Cristo, desde su propia condición ministerial, en la tarea de la Prelatura. (...) cada uno desde su respectiva posición eclesial, cooperan con Cristo en la Prelatura para la consecución del fin pastoral» [30].
La «cooperatio organica» de laicos y ministros puede implicar formas y obligaciones que se concretarán jurídicamente en los Estatutos de cada Prelatura. En el caso del Opus Dei, que consta de ministros y laicos que cooperan de manera orgánica e indivisible, tal cooperación supone no sólo la incardinación del clero en la Prelatura, sino la incorporación [31] de los laicos pleno iure en ella mediante las conventiones. Lo cual traduce en el plano institucional la intensidad de la cooperatio organica de unos y de otros. En un documento de 1981 de la Congregación para los Obispos sobre los Estatutos del Opus Dei se explicaba esta cooperatio organica de la siguiente manera (muy semejante a como recientemente la describe el Papa Juan Pablo II, como hemos visto):
«En efecto, el Prelado y su presbiterio desarrollan una “peculiar labor pastoral” en servicio del laicado (...) de la Prelatura, y toda la Prelatura —presbiterio y laicado conjuntamente— realiza un apostolado específico al servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias locales. Son dos, por tanto, los aspectos fundamentales de la finalidad y de la estructura de la Prelatura, que explican su razón de ser y su natural y específica inserción en el conjunto de la actividad pastoral y evangelizadora de la Iglesia: a) la “peculiar obra pastoral” que el Prelado y su presbiterio desarrolla para atender y sostener a los fieles laicos incorporados al Opus Dei en el cumplimiento de los específicos compromisos ascéticos, formativos y apostólicos que han asumido y que son particularmente exigentes; b) el apostolado que el presbiterio y el laicado de la Prelatura, inseparablemente unidos, llevan a cabo con el fin de difundir en todos los ambientes de la sociedad una profunda toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y al apostolado y, más concretamente, del valor santificante del trabajo profesional ordinario» [32].
En consecuencia, a la luz de la Const. apost. Ut sit y de los Estatutos que gobiernan el Opus Dei, la función del ministerio del Prelado y su presbyterium (junto con los diáconos) es primariamente atender, como ministros sagrados, a los fieles laicos de la Prelatura. Por su parte, los laicos no son sólo destinatarios de esta acción de los ministros, sino que —junto con ellos— son también sujetos activos desde su condición y función propia en la Iglesia (la incorporación de los laicos a la Prelatura personal no modifica su condición teológica y jurídica de fieles laicos de una Iglesia local). De este modo, todos, ministros y laicos, «cooperando orgánicamente», desde sus respectivas posiciones eclesiológicas, realizan la peculiar obra pastoral de la Prelatura al servicio de las Iglesias particulares.
Esta «cooperación» de laicos y ministros incluye también la posibilidad de que algunos de entre ellos, varones o mujeres, colaboren de manera «más inmediata» con los Pastores bien sea en la Iglesia local, bien sea en el ejercicio del ministerio pastoral del Prelado y sus vicarios por medio de los Consejos establecidos en los diversos niveles de gobierno a tenor de los Estatutos de la Prelatura [33].
3. Algunas opiniones sobre la presencia de los laicos en las Prelaturas personales
Conviene decir, finalmente, que esta naturaleza de las Prelaturas personales como forma institucional de interrelación de fieles y ministerio es reconocida por aquellos teólogos que se han ocupado —pocos, a decir verdad— de estas nuevas figuras desde la perspectiva eclesiológica.
Éste es el caso de J. M. R. Tillard —recientemente fallecido— y de Hervé Legrand, que tienen a la vista la reflexión de P. Rodríguez en la única —por el momento— monografía teológica sobre el tema, que hemos mencionado en varias ocasiones. Tillard recoge —brevemente— como rasgo de las Prelaturas personales la incorporación de los laicos y la incardinación de los clérigos bajo la presidencia de un Ordinario —que puede ser Obispo—, y cuya autoridad y jurisdicción es de naturaleza diversa de la que se da, por ej., en el caso de un superior religioso [34].
Por su parte, H. Legrand se extiende más sobre la «cooperación orgánica» de los laicos de que habla el c. 296. En su opinión, esa expresión significa que los laicos son sujetos responsables de la peculiar obra pastoral de la Prelatura. «Por el convenio —dice— no se convierten [los laicos] en destinatarios de las obras pastorales emprendidas por los clérigos de la Prelatura; de éstos vienen a ser, por el contrario, “cooperadores orgánicos”» [35]. El autor advierte que la Prelatura personal no es una forma de agrupación del clero, ni pertenece al género de las asociaciones de fieles, laicales o religiosas. «Las prelaturas —dice— dependen de otra lógica» [36]. Constituyen —concluye Legrand, siguiendo a P. Rodríguez— una posibilidad de la Iglesia de desarrollar su propia organización pastoral fundada en la autoridad jerárquica [37].
La preocupación de Legrand será distinguir las Prelaturas personales de las Iglesias particulares precisamente —entendemos— por el indudable carácter de estructuras jerárquicas que ambas poseen, formadas por fieles y ministros. Ve la diferencia con las Iglesias particulares en que los laicos siguen perteneciendo a su Iglesia particular tras la incorporación a la Prelatura, es decir, permanecen christifideles de una portio Populi Dei (según la expresión casi técnica que designa a la «Iglesia particular» a partir de CD 11). La Prelatura personal —continúa Legrand— no tiene una portio Populi Dei, en el mismo sentido técnico —añadimos— que una Iglesia particular tiene una portio. Es una forma de agrupación que Legrand llama —para diferenciarla de la Iglesia particular— un coetus populi Dei [38].
Una expresión ésta que coincide sustancialmente con la que utiliza P. Rodríguez para designar las Prelaturas personales, tomada del iter preparatorio del CIC 1983: coetus fidelium [39]. La expresión de Legrand, con todo, pone de relieve que se trata de una agrupación del «Pueblo de Dios» que, como es sabido, no son sólo los fieles sino también los ministros (que ciertamente son también fieles; de aquí la validez básica de la otra formulación).
En definitiva, la cooperación activa de los laicos en las Prelaturas personales no ofrece dificultad teológica; por el contrario, su hipotética ausencia «orgánica», esto es, la reducción de los laicos a la condición de receptores pasivos de la acción del ministerio [40], plantea cierta incomodidad a la luz del magisterio del Concilio Vaticano II que acabamos de releer. La razón es clara: «La actuación común de sacerdotes y laicos en la comunidad excluye en absoluto la existencia aislada de uno de ambos grupos» [41].
IV. El obispo preside y modera la cooperación orgánica del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial
Hemos dicho que la «interrelación» del sacerdocio ministerial con el sacerdocio común es la forma originaria de eclesialidad, esto es, la forma nativa en que la Iglesia vive como Iglesia. Ahora bien, por parte del ministerio esa conjunción del ministerio con los fieles se da según la articulación de episcopado, presbiterado y diaconado.
El episcopado se sitúa del lado del sacerdocio ministerial, como servicio que posee un contenido particular y distinto del de los demás ministros. Por este motivo, habrá que completar lo dicho hasta el momento con una aproximación a lo propio del ministerio episcopal en relación con la «cooperatio organica» del sacerdocio ministerial y el sacerdocio común, y su aplicación analógica a las Prelaturas personales.
1. El Episcopado en la Iglesia
El Concilio Vaticano II estableció unos principios fundamentales para la teología del episcopado. Entre otros, los siguientes:
1º. El origen de la autoridad episcopal es la donación sacramental del Espíritu Santo, que constituye a los Obispos en vicarios y legados de Cristo, sucesores de los Apóstoles; gozan de la sacra potestas que les capacita para cumplir las funciones de santificar, enseñar y regir, aunque el ejercicio legítimo de estos dos últimos munera exige la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 21) [42].
2.º Cada Obispo ha sido introducido sacramentalmente en la sucesión apostólica por su incorporación personal al Colegio u «Ordo episcoporum, qui collegio Apostolorum in magisterio et regimine pastorali succedit» (Const. dogm. Lumen gentium, n. 22). La sucesión apostólica es «colegial»: del Colegio apostólico al Colegio episcopal. No olvidemos que el efecto radical de la ordenación episcopal es la integración en el Colegio, que es una magnitud de gobierno y magisterio de la Iglesia universal o communio ecclesiarum. Esto nos lleva a dos consideraciones.
a) El iter expositivo del capítulo III ilustra esta orientación: la institución de los Doce, su sucesión por los Obispos, la naturaleza sacramental de esta sucesión y ministerio, para llegar a las afirmaciones decisivas sobre el Colegio y sus miembros, y pasar posteriormente a la consideración del Obispo en la Iglesia particular. Un Obispo es un miembro del Colegio episcopal, y como tal ha recibido su cualificado «communitatis ministerium» (Const. dogm. Lumen gentium, n. 20).
b) El Concilio Vaticano II otorga, pues, una prioridad teológica a la condición de miembro del Colegio. No se trata de una alternativa entre la condición de miembro y la de cabeza de una Iglesia, sino más bien se trata de determinar la conexión teológico-sacramental entre ambas dimensiones, siendo una (la dimensión colegial) el fundamento de la otra (la dimensión particular) [43]. Por este motivo, en la Iglesia universal y su estructura de gobierno se hace presente cada Iglesia particular por medio de la sacra potestas de los Obispos.
3º. La autoridad episcopal posee de manera permanente esta característica «colegial». La sacra potestas de los Obispos es —con el lenguaje de la Escuela— «numéricamente una»: la que reciben con la ordenación episcopal y que ejercen siempre en comunión. No hay, en rigor, una sacra potestas colegial, y otra personal, como «dos» potestades distintas. Lo que hay es diversas formalidades (modos) iure divino —colegial o personal— de ejercitar la única sacra potestas sacramentalmente recibida, potestas que se ejercita tanto en el seno del Colegio (actos colegiales) como al ejercer el concreto y particular oficio que le ha sido confiado (caso eminente: la Iglesia particular).
Podemos ahora dirigir la atención hacia lo propio del ministerio del Obispo en cuanto «episcopal».
2. El Obispo preside y regula la mutua ordenación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial
El lugar del Obispo en el Pueblo de Dios proviene de su plenitud sacramental: la ordenación episcopal confiere el proprium del Obispo en cuanto episcopal y que le diferencia del ministerio de «cooperación» de los presbíteros, y de los diáconos. Su ministerio está orientado —a partir de su condición de miembro del Colegio episcopal— «ad habendam conditionem capitis in Ecclesia» (W. Bertrams) [44]. El contenido de esta «capitalidad» en la Iglesia es la «episcopalis operatio et functio» [45], que consiste en presidir y regular la comunidad cristiana en cuanto tal; no ya cualquier forma de agregación en la Iglesia, sino aquella forma característica «de» Iglesia, según dijimos al inicio, es decir, la eclesialidad fundada precisamente en la interrelación básica del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común.
Hay que añadir que esta interrelación (o estructura) «de» Iglesia, y cuya presidencia y regulación es lo propio del ministerio de tipo episcopal, sucede —ya lo dijimos— según una forma originaria y constitutiva; y, además, según formas históricas. A estas segundas pertenece el ministerio de presidencia del Prelado en las Prelaturas personales. Veámoslo de cerca.
a) El Obispo preside la forma originaria y constitutiva de «eclesialidad» que es la Iglesia particular o local
La interrelación originaria y constitutiva del sacerdocio común y ministerial es la eclesialidad nativa del Pueblo de Dios que hace presente la Iglesia Católica constituyendo una portio Populi Dei (cfr. Decr. Christus Dominus, n. 11) [46]. La portio de la Iglesia particular es el elemento sustantivo en cuyo interior y a su servicio está el elemento ministerial, es decir, los presbíteros y diáconos, junto con y presididos todos —fieles y ministros— por el Obispo.
La convocación-congregación que es la Iglesia se realiza a través de la autoridad de cada Obispo que sacramentalmente (Bautismo-Confirmación y Eucaristía) constituye en Iglesia a los que han creído en Cristo. Pertenece, por tanto, a la esencia teológica de la Iglesia particular su presidencia episcopal. Sólo la plenitud sacramental de la sucesión apostólica puede hacer que una portio sea Populus Dei.
Esta forma nativa de interrelación ministerio-fieles, que constituye la esencia teológica de la Iglesia particular, se configura según una institucionalidad jurídica variada (cfr. c. 368 del Código de Derecho Canónico). También la sacra potestas episcopal que se ejercita al servicio de la portio Populi Dei se configura iure ecclesiastico según formas variadas de capitalidad (las correlativas a las figuras del can. 368), cuyas diferencias no afectan a la naturaleza teológica de la interrelación ministerio-comunidad que preside.
Este carácter originario y constitutivo de las Iglesias locales significa que el Cuerpo de Cristo es uno, y el misterio total de la Iglesia se realiza en cada Iglesia particular en comunión con las demás. Es importante notar, por tanto, que toda incorporación y vida in Ecclesia se da in Ecclesiis. Es ésta una convicción asentada en la eclesiología católica: «nadie puede realizar su vivir en la Iglesia existiendo “exclusivamente” —valga la expresión— en la Iglesia universal, como si ésta pudiera ser concebida como realidad adecuadamente distinta de las Iglesias particulares. Esta concepción pondría de manifiesto un “universalismo” paradójicamente muy poco “católico”, pues, en el fondo, la Iglesia universal así concebida sería en realidad “otra” Iglesia particular “más grande”; por el contrario, en la Iglesia universal sólo se está participando a la vez, de alguna manera, en el misterio de la Iglesia particular» [47].
b) Otras formas históricas iure ecclesiastico de la interrelación «fieles-ministerio» y su regulación por el ministerio episcopal
La condición de miembro del Colegio es —lo hemos dicho— dimensión constitutiva del Obispo, y su ministerio se orienta principalmente para la presidencia de una Iglesia particular. Pero hay que precisar más, y añadir: el Obispo, constituido como tal como miembro del Colegio, recibe el communitatis ministerium (cfr. Lumen gentium, n. 20), es decir, debe regular y presidir la interrelación «fieles-ministerio»; un ministerio éste que puede adquirir —y de hecho adquiere— formas diversas de la presidencia de una Iglesia, como es el caso de presidir la interrelación y la «cooperatio organica» que se da en las Prelaturas personales. Si el Obispo es constituido como tal por su incorporación al Colegio, su ministerio se orienta no sólo a la función originaria de capitalidad de la Iglesia particular, sino que puede también realizar formas históricas de ministerio episcopal sustentadas teológicamente en la autoridad del Colegio y su Cabeza para toda la Iglesia. En la práctica, junto con las formalidades iure divino —colegial o personal— de ejercitar la sacra potestas recibida —que son las originarias y fundantes—, la Iglesia ha discernido otros ministerios episcopales iure ecclesiastico que no sustituyen ni son alternativos a la presidencia de una Iglesia local (o de su servicio inmediato: Obispos Coadjutores, Auxiliares), sino que existen en la Iglesia local articulados con el ministerio del Obispo que la preside.
La historia testifica, tanto en Occidente como en Oriente, otras formas episcopales del communitatis ministerium diversas de las que se orientan in recto a convocar, congregar y presidir una Iglesia particular. De hecho el carácter histórico-dinámico de la misión ha provocado tareas de tipo episcopal integradas en la vida de las Iglesias particulares, o al servicio de la comunión de las Iglesias. Hay Obispos cuyo ministerio no se orienta in recto a la episkopé de una Iglesia particular sino a otro tipo de tareas (ordinarios militares, ordinarios rituales, prelados personales) [48]. Existen también Obispos «titulares» con un ministerio episcopal relacionado con el ejercicio de la autoridad suprema papal para la Iglesia universal. La praxis de la Iglesia Católica es evidente en este punto, y la Iglesia Ortodoxa conoce fórmulas de ministerio episcopal similares a las católicas.
Vaya por delante que esta diversidad de ministerios episcopales impide una valoración general a priori. De entrada, encontramos formas de ministerio que, sin ejercer la capitalidad de una Iglesia particular, nada tienen que ver, sin embargo, con la práctica reprobada por el canon 6 del Concilio de Calcedonia sobre las llamadas «ordenaciones absolutas», es decir, aquellas sin un «communitatis ministerium» al que se destina el Obispo, asunto que no ha dejado de suscitar siempre en la Iglesia cierta perplejidad, pues «episcopi nomen relativum est ad ecclesiam» [49]. La fórmula del Ritual: «recibe el báculo, signo de tu ministerio de pastor: muéstrate solícito por tu rebaño, en medio del cual el Espíritu Santo te ha constituido Obispo para regir la Iglesia de Dios», parece pedir una elemental coherencia. Una correcta teología del episcopado sabe que éste es para la misión; es decir, comporta un oficio pastoral en la Iglesia.
Estas formas de ministerio episcopal ponen de relieve que, junto a la función más evidente —y originaria— de presidir una Iglesia particular, se dan también —articulados con aquélla— otros oficios in Ecclesia que son de naturaleza «episcopal» porque consisten precisamente en presidir otras formas iure ecclesiastico de interrelación fieles-ministerio, como es el caso de las Prelaturas personales. Como antes dijimos, junto con las formas de ministerio episcopal de ejercitar iure divino la sacra potestas recibida, que son las originarias y fundantes en la communio ecclesiarum (colegial, para la Iglesia universal; y personal, para la Iglesia local) la Iglesia ha conocido otras formas del communitatis ministerium episcopal, como soluciones pastoralmente adecuadas a las necesidades históricas. Se trata de formas de ejercer la misma y única sacra potestas episcopal: son iure ecclesiastico, es decir, pertenecen a la relatividad histórica, y no sustituyen a la forma originaria, y están sostenidas teológicamente en la condición del Obispo como miembro del Colegio.
Tales configuraciones no son nuevas formas jurídicas de la episkopé propia de la Iglesia particular, sino formas de «episcopalis operatio et functio» diversas de aquélla y —por ser diferentes— compatibles y armónicamente articuladas con ella. Esta articulación es consecuencia de la «mutua interioridad» entre Iglesia universal e Iglesias particulares: la misión de la Iglesia universal no es distinta de la de cada una de las Iglesias particulares, sino interior a cada Iglesia particular, de manera que toda la misión está potencialmente contenida y se realiza en cada Iglesia, in qua exsistit, inest et operatur la Iglesia de Cristo (cfr. CD 11). Teológicamente nada impide un desarrollo de la episkopé universal en un servicio «formalmente» diverso de la convocación in recto de una Iglesia local, y que se realizará «materialmente» en las Iglesias locales (de muchas o de pocas) bajo la presidencia de sus Pastores (según determinaciones canónicas). Lo importante será advertir si esas tareas que no se orientan primariamente a ejercer la episkopé propia de Iglesia particular constituyen una «episcopalis operatio et functio»: regular y presidir la relación fieles-ministerio.
Esta articulación flexible del communitatis ministerium se fundamenta en que el Ordo episcoporum, junto con el ministerio petrino del Obispo de Roma, constituye el cuerpo ministerial de la communio ecclesiarum, por suceder al Colegio apostólico en su oficio pastoral. Sólo el Colegio episcopal con su Cabeza posee en su totalidad la responsabilidad en la misión universal, responsabilidad que constituye el criterio hermenéutico de su ministerio [50]. Y, en ejercicio de esta responsabilidad, el Colegio episcopal se auto-organiza —por medio del ministerio primacial— en una articulación flexible de tareas al servicio de la comunión de las Iglesias locales [51]. En esta manera de proceder se refleja una característica del Colegio episcopal, de honda raíz apostólica: el horizonte intensivamente católico de la misión; aspecto vivido ya desde los tiempos primeros de la Iglesia, y hasta la actualidad.
Ciertamente a lo largo de los primeros siglos no podía pensarse en otras formas posibles de ministerio episcopal «relativo a la Iglesia» que aquella de presidir una Iglesia particular [52]. Cuando, con el desarrollo de la misión, la Iglesia ha encontrado nuevas necesidades pastorales, ha aprovechado la figura del episcopado «titular» que la historia misma le había brindado inicialmente de manera imprevista. Al utilizar ese camino —una fictio iuris— la Iglesia reconocía un tipo de tarea episcopal que no era aquella de la presidencia «efectiva» de una Iglesia particular, pero que sólo podía comprenderse si tenía su punto de referencia en ella: el título de una Iglesia testifica que el «pastoreo» de la Iglesia particular, originario y constitutivo, es el analogatum princeps de todo ministerio episcopal. Supone la percepción de que esas formas de ministerio episcopal no son desarrollos de la episkopé de la Iglesia local, sino ministerios episcopales análogos que cabe comprender desde la episkopé del Colegio y su Cabeza para varias o todas las Iglesias locales, permaneciendo siempre la centralidad del ministerio de presidencia de la Iglesia local.
c) La capitalidad en las Prelaturas personales
En las Prelaturas personales, la cooperación «delle componenti» que la integran, la «convergenza organica di sacerdoti e laici» —por usar las palabras del Papa—, constituye una particularización —«ad particularia opera pastoralia perficienda»— de la cooperatio organica que se da en la Iglesia en general, y que aquí se configura en una institución «organicamente strutturata», en la que el Prelado recibe la autoridad necesaria para presidir y coordinar una tarea al servicio de las Iglesias locales.
La potestad del Prelado se ordena así a moderar y regular la interrelación «fieles/sagrado ministerio» en la Prelatura personal para que ésta realice su misión. Esta presidencia y regulación de la dinámica interna de la Iglesia es el núcleo de la función de los Obispos en la Iglesia. Por ello, la función y autoridad del Prelado es de naturaleza «episcopal», y esto aun en la hipótesis de que el Prelado fuese un presbítero capacitado canónicamente ad instar episcopi [53]. Pero esto mismo pone de manifiesto la suma conveniencia de la ordenación episcopal de quien preside la Prelatura personal. La ordenación episcopal del Prelado no modifica la naturaleza eclesiológica de las Prelaturas personales, sino que otorga el título sacramental adecuado para ejercer un ministerio que es de naturaleza episcopal porque su objeto es presidir y moderar la unidad y cooperación orgánica de ministros y laicos desde su propia identidad y función en la Iglesia [54].
José R. Villar en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal con la Const. Apost. Ut sit, de 28.XI.1982.
2. A. de Fuenmayor, en V. GÓMEZ-IGLESIAS-A. VIANA-J. MIRAS, El Opus Dei, Prelatura personal. La Const. apost. «Ut sit», Pamplona 2000, p. 13.
3. Ibídem, p. 21.
4. J. MIRAS, Tradición canónica y novedad legislativa en el concepto de prelatura, en V. GÓMEZ-IGLESIAS-A. VIANA-J. MIRAS, El Opus Dei, Prelatura personal. La Const. apost. «Ut sit», Pamplona 2000, p. 124.
5. Especialmente en dos monografías sobre las que conviene volver: P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y Prelaturas personales, Pamplona 1986; P. RODRÍGUEZ-F. OCÁRIZ-J. L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid 1993.
6. H. LEGRAND, «Un solo Obispo por ciudad». Tensiones en torno a la expresión de la catolicidad de la Iglesia desde el Vaticano II, en H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA Y GARCÍA, Iglesias locales y catolicidad, Salamanca 1992, p. 524.
7. X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, «El Obispo, al servicio del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo», Instrumentum laboris, n. 82, Roma 2001.
8. Vid. sobre el tema P. RODRÍGUEZ, La comunión dentro de la Iglesia local, en «Iglesia universal e Iglesias particulares». IX Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1989, pp. 469-495.
9. Vid. P. RODRÍGUEZ, El concepto de estructura fundamental de la Iglesia, en A. ZIEGENAUS-F. COURTH-P. SCHAFER (dirs.), «Veritati catholicae», Festschrift für Leo Scheffczyk, Aschaffenburg 1985, pp. 237-246; IDEM, Sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles en la estructura de la Iglesia, en «Romana» 4 (1987) 162-176. La Canonística que se ocupa de la institucionalidad eclesial suele diferenciar las dos formas de agregación, que ahí mencionamos, como «fenómenos asociativos» y «estructuras jerárquicas».
10. P. RODRÍGUEZ, Sacerdocio ministerial y sacerdocio común en la estructura de la Iglesia, en «Romana» 4 (1987) 175-176.
11. Vid. para esto M. SARDI, La responsabilité des fidéles laïcs dans l’action missionnaire de l’Église, en «Antonianum» 72 (1997) 601-635.
12. «Die Kirche wird heute weniger von ihrer hierarchischen Struktur, von Papst, Bischöfen und Priestern her gesehen, sondern vielmehr als die Gemeinschaft aller Gläubigen, als Haus Gottes und Tempel des Heiligen Geistes, als Leib und Braut Christi, als das Volk Gottes, in dem jeder nicht nur seine Seele rettet, sondern einen integrierenden Bestandteil, ein lebenswichtiges Organ, einen tragenden Pfeiler darstellt». Th. WILMSEM, Die Zusammenarbeit zwischen Priestern und Laein nach dem Zweiten Vaticanum, en R. BÄUMER-H. DOLCH (dirs.), Volk Gottes. Zum Kirchenverständnis der Katholischen, Evangelischen und Anglikanischen Theologie, Festgabe für Josef Höfer, Freiburg-BaselWien 1967, p. 714.
13. «Die Neugliederung des Stoffes beruht auf der Erkenntnis, dass der Volk-Gottes-Begriff die Unterscheidung zwischen Geistlichen und Laien transzendiert. Geistliche und Laien bilden zusammen das eine Volk Gottes; sie stehen dabei in einer Zuordnung zueinander, die in der Offenbarung grundgelegt ist und die Einheit des Gottesvolkes begründet». K. MÖRSDORF, Das eine Volk Gottes und die Teilhabe der Laien an der Sendung der Kirche, en K. SIEPEN-J. WEITZEL-P. WIRTH (eds.), Ecclesia et Ius, Festgabe für Audomar Scheuermann zum 60, Geburtstag, München-Paderborn-Wien 1968, p. 100.
14. Recientemente la Instrucción De Ecclesiae mysterio, de varias Congregaciones, con fecha 15.VIII.1997, «sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes», se hace eco de esta relación entre naturaleza y misión de la Iglesia: «Del misterio de la Iglesia nace la llamada dirigida a todos los miembros del Cuerpo místico para que participen activamente en la misión y edificación del Pueblo de Dios en una comunión orgánica, según los diversos ministerios y carismas» (Prólogo, con ref. a LG 33 y AA 24).
15. La «cooperación» es ley interna que se prolonga en todos los estratos de la comunión eclesial, y a todos sus elementos, a la Iglesia local con la Iglesia universal; al Cuerpo episcopal y los presbíteros; a las relaciones entre sacerdotes, laicos y religiosos. La «estructura» del Colegio episcopal es «orgánica», y la comunión jerárquica entre los Obispos y el Papa es una «realidad orgánica» (cfr. LG 22 y NEP 2.ª). Hay organicidad y cooperación entre el Cuerpo episcopal y el Ordo presbyterorum; hay cooperación de los presbíteros entre sí (cfr. PO 8); cooperación del presbyterium con el Obispo en la Iglesia local (cfr. CD 11), etc. Existe en la Iglesia la conjunción «orgánica» de grupos de Iglesias particulares (cfr. LG 23); hay comunión y cooperación de las Iglesias entre sí (cfr. AG 38)...
16. M. GOZZINI, Relación entre seglares y jerarquía, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Concilio Vaticano II, t. II, Barcelona 1966, pp. 1037-1038.
17. Esta dinámica es denominada por P. Rodríguez de «doble escalón»; cfr. su análisis del texto de Efesios 4, 11ss. en El Opus Dei en la Iglesia, o.c. en nota 5, pp. 79-82.
18. P. MIKAT, La colaboración de sacerdotes y laicos en la comunidad, en «Concilium» 7-10 (1965) 70.
19. Para la explicación de la posición eclesiológica de los laicos como efecto de un «carisma estructural», cfr. P. RODRÍGUEZ, La identidad teológica del laico, en «Scripta Theologica» 19 (1987) 265-302.
20. Quizá la fórmula «apostolatu laicorum» no sea plenamente adecuada, ya que parece sugerir la existencia de «varios» apostolados independientes. En realidad, hay un único «Apostolado» en el que todos, a su modo, participan: cfr. K. MÖRSDORF, Das eine Volk Gottes, o.c. en nota 13, p. 109.
21. Instr. De Ecclesiae mysterio, o.c. en nota 14, Prólogo.
22. Es claro que no se trata de funciones de naturaleza jerárquico-ministerial que requieran la ordenación sacramental para ser ejercidas; se trata de funciones que —por razones varias— resultan «estrechamente unidas» a los Pastores. Sobre esta problemática vid. C. KÖSTER, Cooperación de los laicos con la jerarquía en el apostolado, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Concilio Vaticano II, t. II, Barcelona 1966, pp. 1032-1034.
23. Para el fondo teológico de esta «cooperación más inmediata» vid. C. KÖSTER, ibídem, pp. 1017-1035.
24. P. MIKAT, La colaboración de sacerdotes y laicos, o.c. en nota 18, pp. 67-68. «L’engagement des laïcs dans les structures pastorales a connu un développement sans précédent après le Concile». A. VALLÉE, Les laïcs dans l’organisation pastorale de l’Ordinariat militaire du Canada, en «Studia canonica» 28 (1994) 311-322; aquí p. 317.
25. «Un laicado adulto bien formado no solo doctrinalmente, sino también eclesialmente, es esencial para el ministerio de la evangelización. Sin un tal laicado existe el peligro de que en ciertas zonas cese la misión evangelizadora de la Iglesia, especialmente donde se lamenta una fuerte falta de sacerdotes y los laicos cumplen la función de ministros asistentes. En muchos territorios asume una gran relevancia la figura del catequista. Es necesario entonces una sólida formación doctrinal, pastoral y espiritual de catequistas válidos, pero también de otros agentes pastorales capaces de obrar en la diócesis y en las parroquias, con una auténtica acción eclesial también en los diversos campos en los que el Evangelio debe hacerse levadura de la sociedad actual, como signo de transformación y de esperanza.
26. Se pide una mayor confianza de parte de los obispos y de los presbíteros en los laicos, que frecuentemente no se sienten apreciados como adultos en la fe y quisieran sentirse más partícipes en la vida y en los proyectos diocesanos, especialmente en el campo de la evangelización» (Instrumentum laboris, o.c. en nota 7, n. 94).
27. La «Instrucción» ya citada de la Santa Sede (cfr. nota 16) responde a la necesidad de clarificar esta colaboración. La Conferencia episcopal francesa, unos años antes, publicaba un estudio doctrinal sobre Les ministres ordonnés dans une Église-communion, Paris 1993, con intencionalidad similar. En el orden de los estudios y comentarios especializados la bibliografía comienza a ser ingente. Un ejemplo que atañe de cerca a nuestra temática es el de A. VALLÉE, o.c. en nota 25. Este estudio, interesante por lo demás, se concentra en la colaboración de los laicos en el ejercicio de la tarea pastoral del clero incardinado en el Ordinariato, pero apenas se trata de la cooperación «orgánica» de todos los fieles del Ordinariato con los ministros para la realización de la misión eclesial.
28. Instrumentum laboris, o.c. en nota 7, n. 94.
29. «Por muy importante que sea esta invitación [la cooperación más inmediata] a la colaboración en concreto y por muy sintomática que sea la doctrina del magisterio respecto al importante proceso de transformación en el seno de la Iglesia, representan solamente un aspecto parcial de la cooperación posible entre el sacerdote y los laicos en la comunidad, sino que debamos hacer hincapié en este aspecto parcial. La cooperación entre sacerdote y laicos en la comunidad presupone esencialmente el respeto mutuo en sus características propias y así también la coordinación para un trabajo en común. Un desconocimiento de las funciones y coordinaciones propias sería peligroso, tanto para el sacerdote como para el laico. El mutuo respeto y estima muestran claramente que ambos representan a los miembros que sirven a la única Iglesia, cuya cabeza es Cristo». P. MIKAT, o.c. en nota 18, pp. 72-73.
30. P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y prelaturas personales, o.c. en nota 5, p. 125.
31. Es el término que utiliza la S. C. para los Obispos, Decl. Praelaturas personales, 23.VIII.1982, nn. I, b; III, b; IV, c; cfr. AAS 75 (1983) 464-468. También lo utilizan los Statuta del Opus Dei y el Discurso del Papa de 17.III.2001 dirigido a fieles y sacerdotes de esa Prelatura.
32. Nota de la Cong. para los Obispos de 14.XI.1981; cit. por J.L. GUTIÉRREZ, Unità organica e norma giuridica nella Costituzione Apostolica Ut sit, en «Romana» 2 (1986) 345.
33. Cfr. P. RODRÍGUEZ, El Opus Dei en la Iglesia, o.c. en nota 5, pp. 117-120.
34. J.M.R. TILLARD, L’Église Locale. Ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995, p. 281: «Les laïcs ne sont qu’incorporés et demeurent membres de leur Église locale. Les clercs seuls sont incardinés. Le prélat, qui peut être évêque, a sur les membres le pouvoir de l’ordinaire propre, selon une compétence d’un autre type que celle du supérieur religieux». La redacción es algo confusa: es evidente que los laicos no pueden estar «incardinados», y en este sentido, sólo pueden estar «incorporados».
35. H. LEGRAND, «Un solo Obispo por ciudad». Tensiones en torno a la expresión de la catolicidad de la Iglesia desde el Vaticano II, en H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA Y GARCÍA, Iglesias locales y catolicidad, Salamanca 1992, p. 522.
36, Ibídem, p. 523.
37. Cfr. ibídem.
38. Cfr. ibídem, p. 522.
39. Cfr. P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y Prelaturas personales, o.c. en nota 5, passim.
40. Ante la idea de concebir las Prelaturas personales como una forma de organización del solo clero para su mejor distribución, comenta Legrand: «Por ahí no tiene salida, ya que el objetivo de la Prelatura no es una mejor distribución del clero (aunque pueda contribuir a ello); ésta está regulada, de manera eclesiológicamente satisfactoria, por la mayor flexibilidad de las reglas de incardinación, existentes con anterioridad (cann. 265-272)» (Un solo Obispo por ciudad, o.c. en nota 35, p. 523). P. Rodríguez explicita más: «una Prelatura personal no es “auto-organización” del ordo clericalis, sino de la Iglesia: no es jerarquía, sino institución jerárquicamente organizada. Pertenece, pues, a su esencia el coetus fidelium encomendado al cuidado pastoral del Prelado ayudado por su clero. Y ello —y aquí está lo específico— para realizar una peculiar tarea pastoral. El coetus fidelium lo es a los efectos de los peculiaria opera pastoralia de que se trate en cada caso (...), la presencia de fieles laicos en estas Prelaturas es algo inmanente al concepto mismo de Prelatura y a la razón de ser de las Prelaturas personales» (Iglesias particulares y prelaturas personales, o.c. en nota 5, pp. 120-121). El c. 296 afirma que los laicos «pueden» (possunt) establecer convenciones con la Prelatura personal. Si se trata de una posibilidad cabría pensar la hipótesis de una Prelatura personal como auto-organización sólo del ministerio jerárquico. En realidad, ese «possunt» no implica una posible ausencia de laicos en las Prelaturas personales; más bien significa que la relación de los laicos con ellas «puede» darse de otros modos diversos de las «conventiones»: por ejemplo, por determinación a iure de sus fieles.
41. P. MIKAT, La colaboración de sacerdotes y laicos, o.c. en nota 18, p. 71.
42. Cfr. J. LÉCUYER, El Episcopado como sacramento, en G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, t. II, pp. 731-749. El primer borrador «De Ecclesia» de 1962 afirmaba que los miembros del Colegio son suo iure los Obispos «residenciales». Parecía, pues, que la razón de pertenencia al Colegio episcopal sería la jurisdicción sobre una diócesis. Si es el Papa quien concede esa jurisdicción, podía concluirse que el Colegio mismo sería creación del derecho papal (cfr. J. RATZINGER, La Colegialidad episcopal, en G. BARAÚNA [dir.], cit., p. 756). El texto final sobre la incorporación al Colegio habla de dos requisitos de diferente naturaleza: «Las dos condiciones requeridas, es decir, el rito de la consagración y la guarda de la unión, no ejercen su influencia del mismo modo, como se desprende de la redacción misma del texto: se llega a ser miembro del colegio en virtud de la consagración sacramental (vi consecrationis) y mediante la comunión (communione, en ablativo). El segundo elemento se presenta más bien como condición que como causa, aun cuando esta exégesis no sea indicada formalmente» (G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, t. I, Barcelona 1968, pp. 360-361).
43. «La razón —comenta U. Betti— es que no son los Obispos particularmente quienes suceden a cada uno de los Apóstoles sino que es el Colegio episcopal el que sucede al Colegio apostólico. Al entrar en él ninguno lleva una potestad particular; pero cada uno se hace copartícipe de la potestad universal inherente al Colegio episcopal al que se agrega en virtud de la legítima consagración recibida. En otras palabras: la potestad particular de cada Obispo es sólo una aplicación de la potestad universal que compete a todos en cuanto forman el Colegio. Y ésta no es una dilatación de la potestad particular, ya que la precede ontológicamente y es la fuente de su actuación concreta» (U. BETTI, Relaciones entre el Papa y los otros miembros del Colegio episcopal, en G. BARAÚNA [dir.], La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, t. II, p. 783).
44. Cfr.W. BERTRAMS, De differentia inter sacerdotium episcoporum et presbyterorum, en PRMLC 59 (1970) 195-197.
45. Expresión de Domingo de Soto, que habla de la «episcopalis operatio et functio per quam communi saluti populi consulitur» (De iustitia et iure, Salamanca 1554, p. 872. Cfr. J.I. TELLECHEA, El Concilio de Trento y los Obispos titulares, en J. LÓPEZ ORTIZ [dir.], El Colegio episcopal, Madrid 1964, t. I, pp. 359-385).
46. Cfr. G. PHILIPS, Utrum ecclesiae particulares sint iuris divini an non, PRMLC 58 (1969) 143-154.
47. P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y prelaturas personales, Pamplona 21986, pp. 162-163. Cfr. M.-J. LE GUILLOU, Mission et unité. Les exigences de la communion, t. II, Paris 1960, p. 158; P. ANCIAUX, L’Épiscopat dans l’Église, Bruges 1963, pp. 75-76, 92-93; B. BAZATOLE, L’Évêque et la vie chrétienne au sein de l’Église locale, en Y. CONGAR- B.-D. DUPUY (dirs.), L’Épiscopat et l’Église universelle, Paris 1962, p. 358; Y. CONGAR, De la communion des Églises a une ecclésiologie de l’Église universelle, en ibidem, p. 252.
48. P.-A. Liègè observaba la «flexibilidad» del ministerio episcopal en la historia, y añadía: «Si es cierto (...) que la jurisdicción del Obispo está vinculada generalmente a un territorio particular, no obstante puede suceder que se extienda a una categoría de fieles determinada, sin consideración territorial. Es el caso de los obispos que ejercen la cura de almas superior en los ejércitos (episcopi castrenses), o sobre los fieles que pertenecen a un rito especial o a una nacionalidad especial, aunque se hallen diseminados por varias diócesis» (P.-A. LIEGE, Evêque. III. Théologie, en Catholicisme, Paris 1954, t. IV, cols. 796-797).
49. Así recogía este sentir tradicional el teólogo y Obispo de León, Andrés Cuesta en las discusiones del Concilio de Trento: «Episcopi enim non debent esse absque clero et populo. Nam episcopi nomen relativum est ad ecclesiam» (citado por J.I. TELLECHEA, El Concilio de Trento y los Obispos titulares, en J. LÓPEZ ORTIZ (dir.), El Colegio episcopal, Madrid 1964, t. I, p. 375). El Obispo español concluía, por lo demás, que sacramentalmente los Obispos titulares son tan Obispos como los residenciales. No obstante, hay que dar razón de su episcopalidad también desde la perspectiva del communitatis ministerium.
50. Cfr. G. COLOMBO, Iglesia local y Conferencias episcopales, en P. RODRÍGUEZ (dir.), Iglesia universal e Iglesias particulares, Actas del IX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 1989, p. 500; L. GEROSA, El Obispo, punto de convergencia de las dimensiones universal y particular de la Iglesia, ibidem, pp. 432-433.
51. Cfr. P.-A. LIÈGÈ, Evêque. III. Théologie, en Catholicisme, Paris 1954, t. IV, cols. 796-797.
52. La figura histórica de un episcopado misionero se movía en el ámbito de la episkopé local: su finalidad era en última instancia la «plantatio» de nuevas Iglesias particulares (vid. nota anterior).
53. Teológicamente hablando, la autoridad de un Prelado personal es una forma de colaboración con el Corpus episcoporum. Pero tiene esa «colaboración» una singular característica: no es el mero e inmanente despliegue de las posibilidades «presbiterales» de la ordenación recibida, sino que su constitución como Prelado comporta y tiene como fin el ejercicio de funciones in Ecclesia de suyo episcopales, que le son concretadas por la misión canónica y se sustentan teológicamente en la Suprema Autoridad. Por eso, en los Prelados de las Prelaturas personales (y también en aquellas que presiden figuras análogas como los Ordinariatos militares) —que responden teológicamente a la auto-organización histórica de la misión universal del Ordo episcoporum—, la raíz de su jurisdicción es «episcopal», aunque sea un presbítero quien las presida como cooperador natural del Orden episcopal, capacitado canónicamente ad instar episcopi, ya que estas instituciones no exigen la plenitud del sacerdocio, pues su razón de ser no es la de hacer presente la plenitud de la Iglesia universal en un lugar.
54. Hay otras razones que fundamentan la conveniencia de la condición episcopal del Prelado. En efecto, si el Prelado concentra en sí la jurisdicción que sustenta la Prelatura en cuanto institución jerárquica, de alguna manera personifica la comunión de la Prelatura con el Papa y el Colegio episcopal. Al mismo tiempo, también representa la sollicitudo del Papa y del Colegio para el servicio de la comunión de las Iglesias particulares, dentro del ámbito de la tarea pastoral encomendada a cada Prelatura. Su ordenación episcopal posee entonces un sentido teológico, porque de ese modo el Prelado se sitúa en relación sacramental de communio con los Obispos diocesanos de las Iglesias particulares, y la misma Prelatura aparece de manera más evidente como estructura al servicio de la communio Ecclesiarum. La ordenación de los diáconos y presbíteros de la Prelatura por su Prelado inscribe sacramentalmente en el ministerio de aquéllos la comunión, no sólo con el Colegio episcopal y los Obispos de las Iglesias particulares, sino también con su Obispo-Prelado.
Fernando Ocáriz
Conferencia del prelado del Opus Dei, sobre la centralidad de la Eucaristía en la vida del sacerdote, en el acto académico sobre el centenario de la ordenación sacerdotal de san Josemaría (Zaragoza, 27 de marzo de 2025)
En esta celebración del centenario de la ordenación sacerdotal de san Josemaría, me detendré principalmente en unos pocos textos suyos, sobre algunos aspectos de la relación entre sacerdocio y Eucaristía. Son textos que, junto a su contenido doctrinal, expresan también la viva experiencia de su alma sacerdotal.
Voy a fijarme primero en el sacerdocio en cuanto ordenado a la Eucaristía, después en la importancia que esta tiene en la santificación del sacerdote y, finalmente, su papel en la misión pastoral que el presbítero está llamado a realizar.
Sacerdocio para la Eucaristía
La Eucaristía, concretamente el sacrificio eucarístico, es central en la vida cristiana. San Josemaría lo resumía en la expresión “centro y raíz”; por ejemplo, en el siguiente texto de una de sus cartas: “Siempre os he enseñado, hijas e hijos queridísimos, que la raíz y el centro de vuestra vida espiritual es el Santo Sacrificio del Altar, en el que Cristo Sacerdote renueva su Sacrificio del Calvario, en adoración, honor, alabanza y acción de gracias a la Trinidad Beatísima” [1].
Tan metida estaba esta idea en su alma y en su corazón, que la repitió con frecuencia de palabra y por escrito [2]. Al mismo tiempo, añadía que, si el Sacrificio eucarístico es “el centro y la raíz de la vida del cristiano, lo debe ser de modo especial de la vida del sacerdote” [3].
A san Josemaría le debió suponer una honda alegría que, años más tarde, un texto del Concilio Vaticano II tan significativo como el Decreto Presbyterorum Ordinis, al hablar de la relación entre sacerdocio y Eucaristía, se sirviera de esa misma expresión al afirmar que el Sacrificio eucarístico es “centro y raíz de toda la vida del presbítero” [4].
a) Centro y raíz de la vida del presbítero
En realidad, es lógico que se insista en este punto en el caso del sacerdote. Como escribió Benedicto XVI, “la relación intrínseca entre Eucaristía y sacramento del Orden se desprende de las mismas palabras de Jesús en el Cenáculo: «haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19). En efecto, la víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y fundó al mismo tiempo el sacerdocio de la nueva Alianza. (…) Nadie puede decir «esto es mi cuerpo» y «éste es el cáliz de mi sangre» si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9)” [5].
El papa Francisco ha subrayado cómo esa identificación con Cristo sacerdote se extiende a la entera vida del presbítero. Este “no puede decir: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros», y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo, su propia vida por el pueblo a él confiado” [6].
Esta honda transformación del presbítero está íntimamente ligada a la Eucaristía. San Josemaría lo comentaba en una homilía: “Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad. En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote” [7].
b) Dignidad y debilidad
Desde estas consideraciones sobre la relación entre sacerdocio y Eucaristía, se entiende que ésta sea a la vez el centro hacia el que todo converge e, inseparablemente, la raíz de esta convergencia. Es centro, pues, si Dios es quien atrae hacia sí en Cristo todo y a todos, la Eucaristía es el lugar en que tiene lugar la ofrenda del mundo al Padre, por Cristo, con Él y en Él. Al mismo tiempo, “el mismo Cristo se pone en manos de los sacerdotes, que se hacen así dispensadores de los misterios –de las maravillas– del Señor (1Co 4, 1)” [8].
¿Es posible en la tierra una acción más elevada? La acción más propia de Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso y fiel, mediador de la nueva alianza (cfr. Hb 2, 17 y 9,15), queda en manos de su criatura. Por él se eleva el culto de adoración al Padre, y por él llegan los dones divinos a los fieles.
Así lo expresa el Concilio Vaticano II: los presbíteros “ejercitan su oficio sagrado, sobre todo, en el culto eucarístico, en el que, representando la persona de Cristo, y proclamando su Misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza, Cristo (…), que se ofrece a sí mismo al Padre, como hostia inmaculada (cfr. Hb 9, 11-28)” [9].
Se entiende que no pueda ser otro el centro de la vida del sacerdote. Más aún, se puede decir que la santa Misa constituye el fin principal de la ordenación, el acto en que “todo el ministerio sacerdotal encuentra su plenitud, su sentido, su centro y su eficacia” [10].
Ciertamente, la dignidad del sacerdocio se encuentra con la conciencia que tiene cada sacerdote de su propia indignidad, y eso mismo constituye el primer motivo para procurar vivir muy unido al Señor [11]. En la misma celebración de la Eucaristía, las oraciones que el sacerdote reza en secreto y en las que se dirige en nombre propio al Señor le ayudan, como recuerda el Misal, a ser consciente de su misión, y así poder realizarla con mayor atención y piedad. Esas oraciones suelen tener un carácter penitencial y las encontramos en momentos clave de la celebración eucarística: antes de proclamar el Evangelio, al concluir el Ofertorio y preparándose a entrar en la gran Plegaria eucarística, al disponerse para comulgar el Cuerpo y Sangre de Cristo.
El sacerdote es consciente de que, por la gracia que recibe en la ordenación y por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, al acercarse al altar, no es él quien se dispone a celebrar el culto al Padre, sino que es Cristo mismo quien, en él, “renueva en el Altar su divino Sacrificio del Calvario” [12]. El gesto externo de revestirse con los ornamentos sacerdotales recuerda al celebrante esta verdad. En efecto, al vestirse con los ornamentos, pone de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirse de Cristo, entregarse a Él como Él se entregó por nosotros. Los ornamentos no son signos de poder o de superioridad: son símbolos que recuerdan a todos –y en primer lugar a los mismos sacerdotes– que ahora no están actuando como personas particulares, sino in persona Christi y también in persona ecclesiae. De ese modo, las vestiduras sagradas recuerdan también que los celebrantes no son dueños, ni de la celebración ni de la comunidad, sino servidores [13].
c) Eucaristía y otras funciones sacerdotales
La centralidad de la Eucaristía en la vida del presbítero no es obstáculo para afirmar, como hace el Decreto Presbyterorum Ordinis, que los presbíteros “tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo” [14]. Y esto no sólo porque la predicación del Evangelio precede cronológicamente a la celebración de la Eucaristía, sino también y sobre todo porque la predicación conduce hacia la Eucaristía, y de ésta -de Cristo que se entrega a la Iglesia- toma la fuerza de ser palabra de vida eterna (cfr. Jn 6, 68) [15]. De hecho, como consideraré más adelante, toda la actividad del sacerdote brota de la Eucaristía como de su más íntima fuente. La celebración de la Eucaristía no es la única función sacerdotal; sin embargo, se entiende que sea su principal y más constitutiva misión, también porque en ella se resumen todos los misterios de la fe cristiana.
Eucaristía y santificación del sacerdote
Considerando qué es la Eucaristía, se entiende bien que san Josemaría escribiera: “El sacerdocio pide –por las funciones sagradas que le competen- algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos –como están- en mediadores entre Dios y los hombres” [16].
a) La Eucaristía y la conformación con Cristo
En la configuración con Cristo Cabeza, propia del ministerio ordenado, el Decreto Presbyterorum Ordinis señala que los sacerdotes “se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que desarrollan en unión con el Obispo y con los presbíteros” [17].
El Sacrificio eucarístico, en el que realiza su misión o función principal, es al mismo tiempo para el sacerdote -como para todo cristiano- el principal medio de santificación, de identificación con Cristo. En palabras de Benedicto XVI: “si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación” [18].
Este aspecto formativo profundo, que tiene la misma celebración, resulta lógico si se tiene presente que “las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón” [19]. La Santa Misa se convierte así en una escuela de vida.
Por otra parte, la identificación con Cristo en la misma celebración lleva, en ocasiones a que “el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres” [20].
Así pues, en la celebración y por vías distintas, la existencia del sacerdote se va convirtiendo en una existencia eucarística. No solo porque se alimente de la Eucaristía y tenga su celebración como el acto central de su vida, sino también porque, en todo, el sacerdote vive en la misma actitud con la que Cristo se hace alimento de sus hermanos los hombres.
b) Desde la Trinidad para llevar el mundo a la Trinidad
Ampliando un poco la mirada, comprendemos que en el encuentro con Cristo en la Eucaristía se recibe “la donación misma de la Trinidad a la Iglesia” [21]. En efecto, la Santa Misa es la acción en la que se manifiesta máximamente el amor de la Trinidad. “La plegaria al Padre –explica san Josemaría- se hace constante. El sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo” [22]. En la Eucaristía, la persona humana se diviniza, y de la Eucaristía brota la alegría, fruto del Espíritu Santo, característica de la existencia cristiana.
La Eucaristía es, pues, la realidad en torno a la cual se articula la vida espiritual del presbítero: es su raíz y su centro, su fuente y la anticipación sacramental de su meta definitiva. Esta centralidad y radicalidad otorga al cristiano, y concretamente al sacerdote, la capacidad de convertir toda actividad cotidiana en culto a Dios. Es esta una enseñanza en la que san Josemaría insistió, especialmente al dirigirse a fieles corrientes, con un trabajo en medio del mundo, pues incumbe a todos aquellos que participan en el sacerdocio de Cristo, sea en el sacerdocio común, sea en el sacerdocio ministerial.
El sacerdote es consciente de haber sido escogido entre sus hermanas y hermanos para presentar al Padre la ofrenda de la Iglesia, que Cristo mismo asume y hace propia. En este sentido, san Josemaría se esforzaba por hacer del día una Misa, procurando que ese acto de culto se fuera desbordando, como él mismo enseñaba, en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento del trabajo y de las relaciones cotidianas [23].
c) Don y tarea
Que la Eucaristía sea efectivamente el centro y la raíz de la vida del presbítero constituye no solo un don, sino también una tarea personal de correspondencia a lo que se ha recibido de Dios. San Juan Pablo II escribió en una de sus Cartas de jueves santo a los sacerdotes: “Celebremos siempre con fervor la Sagrada Eucaristía. Postrémonos con frecuencia delante de Cristo Eucaristía. Entremos, de algún modo, «en la escuela» de la Eucaristía” [24].
Los detalles en que se puede manifestar el deseo de cuidar la santa Misa son innumerables, como creativa es la capacidad de amar que tiene una persona. Lo importante es no perder de vista que, como predicaba san Josemaría, “la vida litúrgica es vida de amor; amor a Dios Padre, por Jesucristo en el Espíritu Santo, con toda la Iglesia” [25]. Ese amor no es una realidad abstracta, sino muy concreta: encarnada. Al fundador del Opus Dei le gustaba repetir que “tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos” [26]. Y lo explicaba de un modo muy elocuente: “fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María” [27].
El amor del sacerdote a la santa Misa, el esfuerzo por darle la centralidad que objetivamente le corresponde, puede expresarse de mil modos distintos. Por ejemplo, san Josemaría solía dividir el día en dos partes: la primera mitad para dar gracias por la Comunión, y la otra mitad, para prepararse para el día siguiente.
Otro aspecto en que quisiera fijarme es su recurrente invitación a celebrar la Eucaristía con calma. Resulta muy actual esa sugerencia, en este mundo marcado por la distracción y la prisa. En un tono muy personal, confiaba a un grupo de sacerdotes algo que había vivido recientemente, durante una ceremonia universitaria: “Mientras no me tocaba hablar, estuve pensando mucho en el amor de los sacerdotes a Nuestro Señor, y cómo no se lo sabemos mostrar porque tenemos mucha prisa casi siempre. ¡Demasiada! Los enamorados no la tienen. Fijaos cómo se acompañan, una y otra vez… No se deciden a separarse”. Y a continuación les animaba: “Celebrad la Santa Misa con calma. ¡Que esperen! Luego haremos una espléndida labor, si hemos sabido no tener prisa, porque verdaderamente, in persona Christi, realizamos una honda tarea sacerdotal” [28].
d) Acompañar al Señor en el sagrario
Junto a la celebración de la santa Misa, en la que se realiza de modo especial la relación personal del sacerdote con la Eucaristía, la presencia permanente de Cristo en el Sagrario constituye un recordatorio constante para dar a toda la existencia una orientación eucarística precisa.
La Eucaristía es para el sacerdote una presencia viva que consuela y da firmeza. Como escribió san Juan Pablo II: “muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la tarde de la Última Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la elección de fidelidad” [29].
En la biografía de san Josemaría son importantes, ya en su adolescencia en Logroño, los largos tiempos que pasaba en oración, por las tardes, junto al sagrario de La Redonda. Al encontrarnos ahora en Zaragoza, es imposible no recordar las noches que pasó en oración en una de las tribunas que se asomaban sobre el presbiterio de la iglesia del Seminario de San Carlos. Mantuvo esa misma devoción a lo largo de los años, y es conocido el modo en que promovió el culto eucarístico, en momentos en que en muchos sitios se ponía en duda la fe de la Iglesia.
En uno de sus viajes a América, recomendaba a los sacerdotes que hicieran mucha compañía al Santísimo Sacramento. Quería que en todos aumentase la piedad eucarística, y les hacía notar que “sin hacerlo porque os vean las personas de vuestra iglesia, los feligreses de vuestra parroquia, no os ha de importar que os vean. Si estáis pendientes del Señor, y la gente conoce vuestro amor, os preguntará los motivos; y podéis hablar entonces de ese enamoramiento que os tiene que llenar toda la vida” [30].
Como se desprende de estas sencillas palabras, la correspondencia del sacerdote al don eucarístico, como centro de su vida espiritual, se desborda en la acción guiada por la caridad pastoral.
Eucaristía y caridad pastoral
La caridad pastoral lleva a que el sacerdote sea servidor de todos. En una de sus cartas, san Josemaría escribía que los sacerdotes, “siguiendo el ejemplo del Señor –que no vino a ser servido sino a servir: non veni ministrari, sed ministrare (Mt 20, 28)-, hemos de saber poner nuestros corazones en el suelo, para que los demás pisen blando” [31]. Esta actitud no nace de una mera decisión ética, sino que tiene su fuente en la relación personal con Dios, con ese Dios que se abaja y se entrega hasta el punto de hacerse alimento de su criatura en la Eucaristía.
a) Una existencia eucarística
La fuerza espiritual para vivir la propia vida como una entrega a los demás surge eminentemente de la unión con el mismo Jesucristo en el sacrificio eucarístico [32]. En él se hace sacramentalmente presente el sacrificio de la Cruz, don total de Cristo a su Iglesia, como testimonio supremo de su ser Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo. De este modo, la Eucaristía es raíz y centro también de la dimensión pastoral de la vida del presbítero. En palabras de san Juan Pablo II: “la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera sacrificial toda su existencia” [33].
Dicho de otro modo, el sacerdote está llamado a vivir una existencia eucarística, esto es, una vida a imagen del sacrificio de Cristo que celebra en la santa Misa. El Papa Francisco lo explicaba en el Jubileo de los Sacerdotes del año 2016: “en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación” [34].
En última instancia, la caridad pastoral, que se confiere al sacerdote en el sacramento del Orden, es un don que se actualiza en cada Eucaristía y que debe traducirse en el día a día en una conducta correspondiente.
b) Corresponder al don recibido, conformarse con ese don
Al celebrar la Eucaristía, es preciso procurar identificarse con la entrega de Cristo, encarnándola en la propia vida. San Josemaría lo explicaba de modo gráfico en una de sus homilías: “el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo” [35].
Luego desarrollaba esa idea sirviéndose de una imagen de la Escritura, y poniendo el acento en la identificación con Jesucristo: “Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno! Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas” [36].
Y concluía san Josemaría: “Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda” [37].
Si la Eucaristía es para el sacerdote el lugar “central y radical” de su identificación con Cristo y con su don salvífico, la caridad pastoral le llevará necesariamente a conducir a los fieles a esta misma fuente de vida, en la que está también el ejercicio principal del sacerdocio común de los fieles. Eso lo puede hacer el sacerdote no sólo con su predicación, sino también “viviendo” él mismo la Misa con esta fe: celebra la Eucaristía por la Iglesia y en presencia de la Iglesia –incluso aunque el pueblo no participe- y también por eso su vida está llamada a imitar el sacrificio de Cristo, quien “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5, 25).
En definitiva, el ministro no puede limitarse a ser un canal inerte por el que pasan la palabra y los sacramentos de la Iglesia: debe adaptar su vida al carácter sacramental que ha recibido, que lo conforma con Cristo, orientando toda su existencia hacia esa entrega plena que encuentra su centro y raíz en la celebración de la Eucaristía en beneficio de toda la Iglesia. “Un sacerdote –explica san Josemaría- que vive de este modo la Santa Misa -adorando, expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo- y que enseña a los demás a hacer del Sacrificio del Altar el centro y la raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza incomparable de su vocación, ese carácter con el que está sellado, que no perderá por toda la eternidad” [38].
Cuanto más se comprende la lógica de la Cruz presente en la santa Misa, tanto más se vive el ministerio como don total de sí mismo. Refiriéndose a la gracia propia de la plenitud del sacerdocio, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Esta gracia le impulsa a anunciar el Evangelio a todos, a ser modelo de su rebaño, a precederlo en el camino de la santificación identificándose en la Eucaristía con Cristo Sacerdote y Víctima, sin miedo a dar la vida por sus ovejas” [39].
c) Vivir para los hermanos, vivir para la Iglesia
Los sacerdotes -imitando aquello de lo que se ocupan: la entrega total de Cristo- obtienen de la Eucaristía la fuerza espiritual necesaria para sacrificarse gozosamente al servicio de sus hermanos, especialmente por quienes más lo necesitan, por aquellos que son “descartados” por el mundo.
En efecto, la existencia eucarística del sacerdote se expresa en mil detalles de atención y cuidado. Especialmente se manifiesta en la misericordia con la que acoge a quienes acuden a la Iglesia buscando la reconciliación, y en el amor con el que va en busca de quienes no conocen a Cristo o se han alejado de él. A través de todos los aspectos de su ministerio, prepara y guía a todas las personas hacia el encuentro con Jesús en la Eucaristía, consciente de la necesidad que todos tenemos de un encuentro personal con Jesucristo.
Finalmente, conviene considerar que la centralidad y radicalidad de la Eucaristía en el ministerio del presbítero, como don y como tarea, tiene una dimensión eclesial evidente y esencial, ya que “la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo, es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo” [40].
La doble dimensión universal y particular de la Iglesia se proyecta también sobre el ministerio sacerdotal, y es principalmente en la Eucaristía donde el sacerdote puede y debe sentir solicitud por toda la Iglesia y, con la Iglesia y en la Iglesia, solicitud por todo el mundo. En este sentido, el sacerdote en el altar, como Cristo en el Gólgota, carga sobre sí el peso de las necesidades, de las dificultades, de los sufrimientos de toda la humanidad [41]. El papa Francisco se refería a esta misma idea: «El sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos» [42]. El Sacrificio eucarístico no sólo es un gran bien para el sacerdote, sino que constituye su ministerio principal para el bien de todos [43].
Conclusión
El sumo sacerdote es sólo Cristo, que con el Sacrificio de la Cruz da vida a la comunidad de los fieles y asegura su presencia vivificante a toda la Iglesia en la celebración eucarística. En la Eucaristía, el Señor reúne visiblemente a su Pueblo sacerdotal, destinado a alabar a Dios, ejerciendo el sacerdocio bautismal.
Cristo, como Cabeza de la Iglesia, se hace presente en ella a través de sus ministros; de aquellos que, en virtud del sacramento del Orden, son constituidos instrumentos suyos para el bien de todo el Pueblo de Dios. La Iglesia, una vez engendrada por la acción del Espíritu Santo, mediante la predicación, el Bautismo y la celebración del santo Sacrificio, sigue viviendo, se expande y se difunde gracias a la fuerza de la Eucaristía, que es el acto supremo de culto y la fuente principal de salvación, de la entrega de Dios a nosotros.
“Así se entiende –dice san Josemaría- que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación” [44].
No querría terminar estas consideraciones sin una referencia a la Santísima Virgen. En el artículo que san Josemaría escribió en 1974 sobre la Virgen del Pilar, se lee: “Para mí, la primera devoción mariana –me gusta verlo así- es la Santa Misa”.
Y enseguida explicaba el modo en que él veía la presencia de María en el santo sacrificio: “Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. (…) En ese insondable misterio, se advierte como entre velos, el rostro purísimo de María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo” [45].
Por eso, concluía: “El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla” [46].
Fernando Ocáriz en opusdei.org/es
Notas:
1. Carta número 10, n. 11 (la cursiva es nuestra). Los textos de los que no se cita el autor son de san Josemaría.
2. Cfr., por ejemplo, Carta número 25, n. 5
3. Sacerdote para la eternidad, en “Escritos varios”, Rialp, Madrid 2018, n. 27.
4. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
5. Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum caritatis, n. 23.
6. Francisco, Carta apost. Desiderio desideravi, n. 60.
7. Sacerdote para la eternidad, nn. 16-17
8. Sacerdote para la eternidad, n. 1.
9. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 28. Cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
10. Carta número 26, n. 18.
11. Cfr. Sacerdote para la eternidad, nn. 16 y 17.
12. Sacerdote para la eternidad, n. 28.
13. El celebrante debe, en efecto, conjugar el yo y el nosotros. Existe una doble perspectiva del ministerio sacerdotal: representa sacramentalmente a Cristo, «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tm 2, 5) que reúne y conduce a su pueblo, y representa también a la Iglesia, en cuyo servicio realiza su acción.
14. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis., n. 4.
15. Cfr. ibidem, n. 5.
16. Carta 2-II-1945, n. 4.
17. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12.
18. Benedicto XVI, Ex. ap. Sacramentum caritatis, n. 80.
19. Congregación para el Culto Divino, Instr. Redemptionis sacramentum, n. 5.
20. Es Cristo que pasa, n. 88. En este texto, san Josemaría continuaba su homilía mostrando, con su catequesis mistagógica, que la Santa Misa es formativa en el sentido más profundo de la palabra.
21. Es Cristo que pasa, n. 87.
22. Es Cristo que pasa, n.85.
23. Cfr. Forja, n.69.
24. S. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del 2000, n. 14.
25. Citado en E. Burkhart–J.López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, Rialp, Madrid 2013, vol. III, p. 472.
26. Es Cristo que pasa, n. 166.
27. Es Cristo que pasa, n. 166.
28. Dos meses de Catequesis, vol. II, pp.755-757.
29. S. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del 2000, n. 14.
30. Citado en J. Echevarría, Memoria de san Josemaría, Rialp, Madrid, 6ª ed. 2016, p. 239.
31. Carta número 10, n. 20.
32. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
33. S. Juan Pablo II, Es. ap. Pastores dabo vobis, n. 23.
34. Francisco, Homilía, 3-VI-2016.
35. Es Cristo que pasa, n. 158.
36. Es Cristo que pasa, n. 158.
37. Es Cristo que pasa, n. 158.
38. Sacerdote para la eternidad, n. 44.
39. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1586.
40. Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 5.
41. Cfr. J. Echevarría, Para servir a la Iglesia. Homilías sobre el sacerdocio, Rialp, Madrid 2001, p. 58.
42. Francisco,Homilía en la Santa Misa Crismal, 28-III-2013
43. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 13.
44. Es Cristo que pasa, n. 87.
45. La Virgen del Pilar, n. 18; en “Escritos varios” pp. 289-290.
46. Ibid., n. 19.
César Enrique López Arrillaga
1. Introducción
La práctica de los docentes en la educación primaria actual atraviesa un proceso de transformación y cambios cotidianamente, producto de la postmodernidad, globalización y las tecnologías del siglo XXI, que conlleva a una problemática en la acción educativa y pedagógica, es por ello, la importancia que se tome conciencia en las estrategias, metodologías y pedagogías que se aplican y desarrollan dentro de las aulas de clases que afectan en gran medida el desempeño de los estudiantes para alcanzan el éxito o aprender un oficio para la vida.
De aquí que, resulta importante revisar, analizar y comprende el rol y la labor de los docentes desde una visión holística en su praxis educativa, que reúne un cumulo de experiencias y practica pedagógica que influyen notablemente la personalidad y formación de los estudiantes en su interacción dentro del aula, lo que se observa la importancia de las acciones y el impacto en el acto educativo y sus consecuencias en el proceso de enseñanza y aprendizaje.
Por lo tanto, el presente ensayo realizará un recorrido teórico en cuanto a los postulados y aproximaciones de la Pedagogía del Amor y Ternura, y su incidencia en la práctica del docente en la escuela y dentro del aula, planteándose algunas interrogantes ¿El docente reconoce al estudiante como un ser humano y único? ¿Se ha comprendido el amor como esencia del acto de educar y ser educado? ¿Las escuelas son tomadas como espacios de amor y paz para mejorar las relaciones de los actores educativos?
2. Desarrollo
2.1. La Pedagogía del Amor desde la acción del Docente
El docente de educación primaria, en su acción pedagógica debe reunir una determinada forma de actuar y relacionar con los estudiantes, con el propósito de consolidar y avanzar en un proceso de enseñanza-aprendizaje en un ambiente y clima escolar desde los valores, el amor, la ternura y comprensión de cada individualidad con sus características, necesidades, habilidades y destrezas de su alumnado. Por ello es importante, destacar lo planteado por Pérez (2018a): “es urgente que afiancemos la pedagogía de la esperanza comprometida y del amor hecho servicio” (párr. 1); de acuerdo a lo anterior, el docente con amor debe servir y educar a todo su estudiantado para formarlos como seres amorosos y útiles a la sociedad.
En este mismo orden de ideas, la pedagogía del amor recoge todas las facetas del ser humano, desde su comprensión holística y valoración de sus roles en el hecho educativo, dado al reconocimiento de todos los actores educativos alineado a una formación integral en valores Ahora bien, desarrollar la formación académica y profesional de los docentes que asumen las riendas de las aulas, desde la esencia de una pedagogía humanista y amorosa en función de promover un clima armonioso y enriquecedor de aprendizajes para los estudiantes en la procura de la ternura de aceptación de las individualidades, características, habilidades, destrezas y limitaciones de los alumnos en el marco de la construcción del conocimiento colectivo y sin barreras o limitaciones, la aceptación mutua docentes y estudiantes en un solo acto de aprendizaje y enseñanza común.
Al afirmar que, el uso de una adecuada y acertada pedagogía en la praxis del docente en su quehacer educativo propiciaría un ambiente de aprendizaje y enseñanza al nivel de las necesidades y requerimientos de los fines de la educación y dar respuesta a cada estudiante desde su integralidad y personalidad propia, tomando en cuenta cada individuo considerándolo ser humano y pensante, con saberes y creencias propio desde su espiritualidad desde su ser desde la perspectiva del amor como elemento base de la práctica docente en la educación primaria.
De acuerdo con, Muñoz (2013), citado por Hernández (2016a): “el amor se define entonces como el intenso deseo por la unión con otra persona, así está asociado a un estado de profunda excitación emocional y fisiológica, al éxtasis y a la realización” (pág. 266). De aquí que, el docente de promover e impulsar su acción pedagógica diaria con amor y abocado a la tolerancia, mística, entrega y aprendizaje diario con los estudiantes desde la toma de conciencia de que cada cual lleva un ritmo propio de aprendizajes y la diversidad de intereses no son iguales, cada estudiante un mundo de sorpresas y aventuras de vida, muchos criterios individuales en un solo espacio, el aula. Por lo tanto, es importante destacar lo planteado por Pérez, (2013):
Ama el maestro que cree en cada alumno y lo acepta y valora como es, con su cultura, su familia, sus carencias, sus talentos, sus heridas, sus problemas, su lenguaje, sus sueños, miedos e ilusiones; celebra y se alegra de los éxitos de cada uno, aunque sean parciales; y siempre está dispuesto a ayudarle para que llegue tan lejos como le sea posible en su crecimiento y desarrollo integral (párr. 5).
En concordancia, el docente en su acción educativa debe ser agente motivador y orientador de procesos pedagógicos y de aprendizajes, delineando a los estudiantes un sentimiento de creencia propia y seguridad personal, con manifestaciones de amor y valoración por los esfuerzos que demuestran en las actividades académicas y de formación, en función de entender e interpretar los factores externos como la familia, la comunidad, sus pares (amigos) que influyen notablemente en el desempeño y alcance de las metas de su vida futura.
En efecto, es importante puntualizar sobre la praxis del docente en la educación primaria como orientador y mediador de los aprendizajes, tal proceso de enseñanza y aprendizaje debe estar enmarcado en estrategias pedagógicas que comprendan, toleren y acepte las características, necesidades, destrezas y habilidades de los estudiantes, con una actitud de solidaridad, sensibilidad, empatía, amor y cariño para una formación y aprendizaje significativo con paciencia y ternura a cada estudiante según su ritmo de aprendizaje. De este modo, lo planteado en cuanto a la Pedagogía del amor como el camino de la educación humanista, para García (1990):
Entendemos por Pedagogía del Amor la Pedagogía del Amor es una propuesta humanista y pacificadora en donde se exige el reconocimiento del otro ser humano como autónomo, libre y emocional e invita al docente a manifestar la empatía, la tolerancia, entre otros valores; permite al docente acompañar al estudiante de forma integral abarcando todas las etapas de proceso educativo desde lo cognitivo hasta lo afectivo, busca la verdad, la autenticidad, la ternura, la empatía, la comunicación asertiva, la socialización los valores necesarios para afrontar la vida conforme a su dignidad (pág. 174).
En este orden de ideas, la Pedagogía del Amor se presenta como una alternativa para la práctica docente en la Educación Primaria en cuanto al reconocimiento de cada estudiante y determinación de un hecho educativo más humano, solidario y tolerante de diferencias, donde convergen todas las etapas del proceso de enseñanza y aprendizajes desde el amor por el prójimo y construir una comunidad de aprendizaje amorosa, humanista de iguales con el propósito de resaltar la dignidad humana. El papel del docente en su acción pedagógica es transcendental para la concreción del amor en el aula.
En efecto, la labor del docente se ubica en lugar especial y resalta de importancia por su transcendencia en las vidas de los estudiantes con quienes interactúa con su acción pedagógica y construye los conocimientos para el futuro con la formación de seres humanos en los valores de respeto, tolerancia, humildad, empatía, amor en cada uno de sus alumnos, con el propósito de propiciar actitudes positivas para la integralidad del individuo y sus relaciones con los demás, en el marco de un ambiente y clima escolar.
Para lo cual, en la práctica de la pedagogía del amor y la ternura en la acción educativa del docente es importante tomar en cuenta su capacidad dialogicidad con sus estudiantes, y la aplicación de herramientas educativas y pedagógicas de acuerdo a las características arrojadas por el grupo e individualidades de los estudiantes que atiende, siempre prevaleciendo el respeto y reconocimiento de cada ser humano, que se encuentra en el aula de clases como portador de saberes y conocimientos propios que ha ser conjugados da paso a un conocimiento en colectivo para el beneficio común de todos los participantes del proceso de enseñanza y aprendizaje. Por ello, es importante que a la acción pedagógica de la praxis docente se le añada el amor, solo si, se enseña con amor, el estudiante adquiere aprendizajes significativos para su vida, como se muestra en la figura 1.
Figura 1. Acción pedagógica del Docente basada en el amor
2.2. La Educación del amor y la ternura en las Escuelas
La educación desde la práctica del amor y la ternura propicia las condiciones ideales para ambientes sanos, cálido, humanos, amorosos en los cuales los estudiantes desarrollan al máximo su habilidades y destrezas, para ello, las escuelas como espacio que reúne los actores educativos y el lugar por excelencia para generar los procesos de aprendizajes y enseñanzas para la vida y para insertar buenos ciudadanos a la sociedad, construyendo los saberes y conocimiento en colectivo. Por lo cual, es importante destacar lo planteado por Velázquez (2017a):
La escuela como un gran centro educativo en valores y sobre todo en el amor, entendiendo que todos los actores del proceso educativo, sea quien sea, es decir, todos sin dejar a nadie por fuera los que están adentro del centro educativo ejerciendo sus labores y funciones, las personas que hacen vida en adyacencias del mismo, y hasta la comunidad donde se socializa el estudiante y físicamente se encuentra ubicada la estructura de la escuela (párr. 7).
De acuerdo a lo planteado anteriormente, las escuelas consideradas como un gran espacio de formación de nuevo ciudadano, nuevo republicado que tendrá la capacidad de hacer una nueva sociedad en el desarrollo del respeto, amor, tolerancia, coexistencia y humildad, una nueva visión de ver y aceptar las realidades sociales y humanas. En efecto, la escuela a través de su acción educativa, es un agente para propiciar la interacción de los estudiantes con su entorno comunitario, en la cual aprende a valorar su realidad social y desarrollar el sentido de partencia. Algo importante que se ha de tomar en cuenta, es la educación como medio de concreción de todos los planes, programas, proyectos y acciones para una formación académica desde el amor,
Asimismo, la concepción de la educación concebida desde la práctica docente humana y solidaria, creando conocimientos, aprendizajes y experiencias promoviendo la participación protagónica de los estudiantes con ética y amor incondicional al deber y compromiso de ser parte de la formación de cada estudiante, por otro lado, la escuela es un espacio relaciones e interacciones de seres humanos, por lo cual debe plantearse en lo humano, espiritual, paz y amoroso, en tal sentido, Hernández (2016b):
La prioridad en tener escuelas con convivencia pacífica, considerando la diversidad, por ello, debe fomentar la educación inclusiva, y romper con el lenguaje excluyente para tratar a los diferentes con sus diferencias en igualdad, atender la diversidad, enseñar a convivir con los demás, la cual permitirá reconocer a los otros como parte de todos, también de reconocer que son sujetos de derecho, y por lo tanto merecemos una vida digna, el aprender en la pluriculturalidad permitiría tener aulas pacíficas (pág. 265).
En efecto, la diversidad de caracteres, individualidades, sentimientos, pensamientos, conocimientos, realidades sociales y demás diferencias que poseen los actores sociales en la escuela, el docente en práctica educativa aprenderá a enseñar desde la diversidad y pluriculturalidad, impulsando el respeto entre todos los participantes, generando así aulas y espacios pacíficos, de paz y de amor.
Evidentemente, el amor es el motor y herramienta que impulsa las buenas prácticas del docente en la concreción de un proceso de enseñanza y aprendizaje desde los espacios de interacción más humanos, más espirituales, más tolerantes y más amorosos en los cuales los estudiantes desarrollan sin límites su imaginación, creatividad, innovación y aprendizaje holístico e integral como buenas personas con valores, y es dentro de la escuela, el espacio destinado para ello. De acuerdo con Velázquez (2017b):
Es la escuela uno de los ambientes más íntimo y activo donde el escolar se relaciona, está lleno de múltiples opciones educativas, individuales, sociales e históricas para desarrollar las competencias personales y académicas del estudiante, a base de ejemplos y amor, lo cual esta evidenciado como componente indisoluble en la forma de enseñar y aprender y de un aprendizaje significativamente para toda la vida, del día a día y que lo define y reconstruye en el descubrimiento de sus potencialidades culturales, deportivas, manualitas, etc. (párr. 3).
Dentro de este contexto, desarrollar metodologías y pedagogías acorde a las necesidades de los estudiantes vinculados a una escuela con una realidad social y educativa, además es importante añadir el amor como elemento que impulsa y humaniza todos los procesos humanos a través de sentimientos y valores positivos para formación holística de estudiantes para prepararlos para la vida en sociedad. Para López (2012): “empoderar el amor, en el entorno escolar puede transformar los conflictos con resoluciones pacíficas, a paz integral (imposible, duradera, activa, no violenta)” (pág. 136). De allí que, el amor abre paso a la paz en los ambientes educativos y aula de clases, de allí que todos los actores educativos en la escuela en sus relaciones e interacciones cotidianas deben impulsar el amor como lenguaje verbal y corporal, en cuanto a la tolerancia y respeto en común, como se puede ver en la figura 2.
Figura 2. La Educación desde la perspectiva del Amor y la Ternura
2.3. El Docente desde la perspectiva humanista
El docente, considerado como la persona con formación y herramientas para brindar un adecuado proceso de formación integral a los estudiantes en los diversos niveles del sistema educativo, en el caso de la educación primaria, los docentes poseen gran importancia dado el tiempo de interacción, es más extenso y requiere más dedicación que el resto de los niveles de educación en este nivel llegan a ser valorados por los estudiantes como su segundos padres o madres
Cabe destacar, que el docente de educación primaria es un agente por naturalidad de motivar e incentivar a sus estudiantes al encuentro con los saberes, conocimientos, experiencias enriquecedoras sobre los valores para la vida, y adquirir competencias para ser insertados en las sociedades cumpliendo los roles, oficio o profesión descubiertos en su propia vocación. Por otro lado, Venezuela actualmente atraviesa una problemática social y educativo, producto de factores internos como país, que se ha sumergido en el sistema educativo referente a la desmejora de la calidad educativa y seguridad social de los docentes en la etapa de primaria. Dentro de este aspecto, Pérez (2018b):
La reconstrucción de Venezuela va a necesitar de educadores corajudos, valientes, creativos, que asuman la educación como un medio fundamental para producir vida abundante para todos. Estamos en la sociedad del conocimiento y hay un consenso generalizado a nivel mundial de que la educación es el medio fundamental para combatir la violencia, construir ciudadanía y lograr un desarrollo humano sustentable (párr. 2).
Ciertamente, en la coyuntura que atraviesa el sistema educativo venezolano y el país en general se requieren de un personal docente que reaviva su vocación profesional y su amor a la labor educativa en función de reimpulsar la educación venezolana a altos niveles de calidad para el beneficio del colectivo educativo, en pro de desarrollar los lineamiento y principios de los fines de la educación, en los valores humanos, sociales, espirituales con el propósito principal de lograr un desarrollo humano sostenible en el país.
Por ende, los educadores de educación primaria en su interacción cotidiana en las aulas de clases con sus estudiantes y demás actores del ámbito educativo, existiendo una necesidad mutua entre ambos, dada desde la concepción del aprendizaje mutuo, el estudiante aprende del docente, como él aprende sus alumnos, es un relación íntima de aprendizaje y construcción de conocimiento basada en la promoción del amor, la tolerancia, espiritualidad y respeto mutuo, en pocas palabras educar desde la perspectiva del amor y la ternura. En concordancia, con lo que sugiere Pérez (2001a):
Educar viene de la palabra latina Educere, que significa sacar de adentro. Es educador quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que vemos los demás, sino la obra de arte que se encuentra adentro, y entiende su misión como el que ayuda a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye a que aflore el ser maravilloso que todos llevamos en potencia (párr. 9).
En este orden, los docentes mediante su planeación y proyectos educativos tienen la misión de incluir el amor a través de herramientas y técnicas pedagógicas para el fortalecimiento de los estudiantes en su personalidad, espiritualidad y aprendizaje significativo, dando el entendimiento de su finalidad para su vida personal, laboral o educativa, en el alcance de éxitos personales. En el marco de lo planteado por Hernández (2016c):
Los docentes pueden aplicar la técnica del amor a través de los espacios de paz como es el reconocimiento, la cooperación, convivencia, la narrativa de vida y el contacto agradable. Esos son los grandes desafíos en los diálogos en el aula y los desafíos para la paz; la fuerza del amor en las aulas es una propuesta que permitirá hacer posible cualquiera de las paces que busquemos, la positiva, la imperfecta, la integral la holística (pág. 266).
Por otra parte, un aspecto muy importante en la praxis del docente, se considera la vocación de servicio, lo que representa su pasión y amor al servicio de enseñar a otros, ser instrumento para el aprendizaje del prójimo, es encender la luz en la vida de los semejantes, por lo cual, el docente debe siempre fortalecer y potenciar su vocación, como el ámbito espiritual de su razón de ser, además, para Pérez (2001b): “la vocación docente reclama, por consiguiente, algo más importante que títulos, diplomas, conocimientos y técnicas. Formar personas sólo es posible desde la libertad ofrendada y desde el amor que crea seguridad y abre al futuro” (párr. 11).
De aquí que, los docentes en su proceso de formación y preparación se debe concretar el cumulo de herramientas alternativas para abordar la acción pedagógica educativa de formar integral y holística entendiendo las particularidades y lo individual de cada estudiante, para dar respuesta a los significados del contexto educativo y social que se encuentre el hecho educativo como proceso de formación, a lo que se refiere Velázquez (2017c):
Como educadores debemos estar preparados desde el inicio cuando decidimos ser maestros o maestras que es una profesión que manifiesta mucho amor, mucho hacia quienes en ocasiones están carentes o faltos de atención por otras personas con quien se relacionan en su hogar o comunidad (párr. 5).
Dentro de todo, el docente es una figura dentro del quehacer educativo que marca la pauta para que el proceso de enseñanza y aprendizaje no se alinee a una praxis mecánica, sino a una práctica humana, amoroso y con ternura, que el centro sea el reconocimiento y valoración del estudiante como seres humanos con sentimientos, valores, personalidad y conocimiento propios, como se observa en la figura 3. De este modo, la importancia de la conciencia y la visión de los docentes en cuanto a la concepción de su labor educativa y vocación de servicio, orientada a la valorar, reconocer y cooperar en el proceso de formación de sus estudiantes como seres humanos, para el beneficio en común, de una sociedad con buenos ciudadanos con el propósito de impulsar y consolidad el desarrollo humano sustentable.
Figura 3. El docente y la práctica humanista en el aula
3. Reflexiones finales
La pedagogía del amor y la ternura representa una opción y un camino importante y extrema necesidad de utilizarla en el ámbito de educación primaria por parte de los docentes, en función de educar desde el amor y la ternura, con el objetivo de propiciar una formación integral y holística en los estudiantes, para alinear lo espiritual, académico, familiar y los valores en el proceso de enseñanza y aprendizaje en el aula, la escuela y la familia. Asimismo, el docente al reconocer los conocimientos previos de los estudiantes garantiza una construcción de conocimiento colectiva y de acuerdo a los intereses de formación del aula,
Ahora bien, valorar al estudiante como seres humanos y únicos en su personalidad es parte de las praxis docentes de manera que su acción pedagógica atienda a las necesidades y dificultades dentro del proceso de enseñanza y aprendizajes desde cada particularidad, con apoyo a las habilidades, destrezas y potencialidades de cada alumno y actor educativo dentro del aula y la escuela.
En este mismo orden ideas, aún persiste el desinterés de aplicar el amor en el aula, en su mayoría por motivos ajenos a la personalidad del docente, dado por factores externos que afectan su labor pedagógica referido en la mayoría de los casos a la situación económica, social y política de Venezuela, sin embargo, se encuentra docentes que a pesar de las adversidades siente su vocación activa, educan desde el corazón, la espiritualidad y amor a sus estudiantes, de ellos se debe sistematizar las experiencias para la promoción de la buena práctica educativa.
Finalmente, las escuelas deben ser consideras como espacios para la paz, el aprendizaje de todos y de todas, la formación e integración de todos los actores educativos (Docentes, directivo, personal obrero, personal administrativo, familia, comunidad y organizaciones sociales y comunitarias) para garantizar una educación desde el amor y la ternura para un proceso educativo holístico que incluya todos los sectores de la sociedad, garantizando las relaciones e integración necesarias para la creación de ciudadanos con valores como: tolerancia, respeto, amor y honestidad.
César Enrique López Arrillaga en dialnet.unirioja.es
Card. Julián Herranz
En la era digital de la “high-technology” en la que vivimos, también nosotros los cardenales con más de ochenta años hemos debido familiarizarnos con los ordenadores, los motores de búsqueda, las conferencias en “streaming”, etc. Por esto, pido disculpas si en mi intervención me permito adoptar la técnica de gestión de datos llamada “global visión”, haciendo uso de la aplicación “Google Earth” en su dimensión no espacial, sino temporal. Así, mediante el dispositivo de desplazamiento del “zoom”, procuraré pasar de una visión global del tema expresado en los dos términos “Mons. del Portillo” y “Vaticano II”, a tres visiones particulares y temporales concretas acerca del influjo del Siervo de Dios (próximo beato) en el Concilio Vaticano II, antes, durante y después de la celebración del mismo Concilio.
Obviamente presentaré sobre todo el trabajo de Mons. del Portillo durante la celebración del Concilio, como secretario de una de las diez comisiones de padres conciliares, aquella a la que fue confiada uno de los temas más difíciles desde el punto de vista teológico y disciplinar: la vida y el ministerio de los sacerdotes en la Iglesia y en el mundo. Pero antes situaré el “zoom” sobre algún aspecto del influjo que Mons. del Portillo había tenido en la futura temática y en los futuros protagonistas del Concilio.
1. Mons. del Portillo y la curia romana
Viví con don Álvaro durante 41 años, hasta su muerte el 23 de marzo de 1994. Le conocí en Roma, en la sede central del Opus Dei en octubre de 1953, siete años después de su llegada desde España en febrero de 1946. Durante los estudios de licencia en Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás (entonces Angelicum), comencé a darme cuenta del afecto y del prestigio que entre los profesores de aquel Ateneo Pontificio y entre no pocos prelados de la Curia Romana, gozaba aquel sacerdote de 38 años, procurador general del Opus Dei, ya conocido canonista —particularmente experto en cuestiones relativas a la espiritualidad y el apostolado laical— que había hecho precedentemente en España los estudios superiores en filosofía e ingeniería civil y ejercitado esta profesión.
Muchos de ellos sabían que don Álvaro colaboraba en estrecho y continuo contacto con el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en la difícil tarea de lograr que el peculiar carisma y la realidad social de esta nueva y muy original empresa apostólica encontrase una adecuada solución jurídica en el derecho de la Iglesia. Algunos habían leído artículos de don Álvaro en varias revistas eclesiásticas, o le habían oído hablar acerca de las características, más bien nuevas y sorprendentes, de una vocación laical a la santidad y al apostolado, es decir, al diálogo filial con Dios y a la difusión del Evangelio en medio del trabajo profesional y de las otras realidades seculares de la vida ordinaria del cristiano.
Desde 1955 don Álvaro había comenzado a trabajar como consultor en dicasterios de la Santa Sede, donde eran muy apreciados no solamente la doctrina sino también el carácter amable, humilde y cordial de don Álvaro. Pondré solo un ejemplo. El 16 de abril de 1960, en una conversación con el cardenal Pietro Ciriaci, prefecto de la Congregación que se ocupaba de la disciplina del clero y del pueblo cristiano, me dijo que estimaba mucho a don Álvaro y que por eso, un año antes, cuando comenzaron los primeros trabajos preparatorios del Vaticano II —anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959— lo había nombrado presidente de una especial Comisión de estudio sobre el laicado católico, que había sido constituida en el seno del mencionado dicasterio. He querido referirme a este episodio porque fue en estos años y en estos trabajos preparatorios del Vaticano II, cuando don Álvaro tuvo ocasión de conocer y tratar a no pocas personas —obispos y cardenales, teólogos y canonistas— que tuvieron después una participación decisiva en la elaboración de proyectos para documentos conciliares referidos, entre otras, a lo que ha sido una enseñanza central del Concilio Vaticano II: la doctrina sobre el laicado y sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado.
El carácter sencillo y afable de don Álvaro, la profundidad y al mismo tiempo la humildad de su pensamiento y la extrema delicadeza en sus juicios, permitían comprender bien su gran capacidad de ganarse la simpatía y la amistad de las personas: desde aquellas de los ambientes de la Curia, como los monseñores Domenico Tardini, futuro secretario de estado, y Giovanni Battista Montini, futuro arzobispo de Milán y después Papa Pablo VI, o también los cardenales Ciriaci, Marella, Antoniutti y Baggio, hasta notables teólogos y canonistas que progresivamente se incorporaron a los trabajos del Concilio. De estos últimos, que fueron tantos, quisiera citar solamente a algunos que manifestaron, en más ocasiones, particular interés por conocer, a través de don Álvaro, la persona y las enseñanzas del fundador del Opus Dei. Entre los personajes protagonistas del Vaticano II, recuerdo sobre todo a los cardenales Frings, Doepfner, Ottaviani, Koenig y Marty; también Mons. Pericle Felici, secretario general del Concilio, futuro cardenal presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho canónico; Mons. Carlo Colombo, decano de la Facultad de Teología de Milán, perito conciliar y teólogo personal de Pablo VI; Mons. Willy Onclin, decano de la Facultad de Derecho canónico de la Universidad de Lovaina y perito de cuatro comisiones conciliares; el Padre Yves Congar, O.P., perito teólogo en más comisiones y futuro cardenal; Mons. Jorge Medina, perito conciliar y futuro cardenal prefecto de la Congregación para el Culto Divino; Mons. Karol Wojtyla, futuro cardenal arzobispo de Cracovia y san Juan Pablo II; Mons. Joseph Ratzinger, futuro cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Papa Benedicto XVI.
A propósito de Benedicto XVI, nuestro querido Papa emérito, permitidme un breve recuerdo reciente. Fui a visitarle algunos días atrás en su retiro en el monasterio de los jardines vaticanos. Sabía ya sobre la próxima beatificación de don Álvaro y me dijo: “¡Qué bueno! Le he tenido como colaborador durante años, cuando era consultor en la Congregación para la Doctrina de la Fe: ¡qué buen ejemplo para todos nosotros!”.
2. Un protagonista del Concilio Vaticano II
Pero el tiempo corre. Por ello debo deslizar el zoom hasta el inicio del Concilio y, concretamente, sobre el enorme trabajo de don Álvaro como secretario de una de las más difíciles comisiones del Vaticano II. El indicador se detiene sobre una fecha precisa, el 4 de noviembre de 1962. Ese día Mons. del Portillo recibió una carta del Card. Pietro Ciriaci, Presidente de la Comisión De disciplina cleri et populi christiani del Concilio Vaticano II, en la cual le comunicaba que había sido elegido secretario de dicha comisión. Cuatro días después, el 8 de noviembre, don Álvaro recibió la carta de nombramiento.
San Josemaría Escrivá manifestó, a cuantos estaban presentes ese día en la sede del Consejo General del Opus Dei, su satisfacción por la gran estima que, con dicho nombramiento, la Santa Sede había demostrado a don Álvaro. Dijo, además, que había aconsejado a don Álvaro que aceptara —por amor a la Iglesia y en filial obediencia al Papa— el oneroso compromiso de trabajo que se le pedía, y que le había dado este consejo con la fundada esperanza de que él pudiese continuar desempeñando, aunque con continuos esfuerzos y sacrificios, también las tareas de secretario general del Opus Dei. Y así sucedió, efectivamente, durante los tres largos años de la gran asamblea conciliar.
Pero, más allá de esta realidad de un doble compromiso de trabajo, Mons. del Portillo debió enfrentar de inmediato, con esa serenidad que todos admiraban en él, una particular dificultad, digamos existencial y metodológica, en el encargo recibido de la Santa Sede. Una dificultad de la que solo la atenta consideración de la historia del Vaticano II permite darse cuenta suficientemente. Me refiero en concreto al evidente abismo que existía entre los contenidos, más bien escasos, de los esquemas preparatorios confiados a la Comisión “Sobre la disciplina del clero” —en cuyo trabajo de estudio también yo fui invitado a colaborar— y la amplitud, en cambio, de las cuestiones doctrinales y disciplinares que comenzaban a surgir acerca de la identidad y la imagen eclesial del presbítero, y las exigencias y características específicas de su vida y de su ministerio.
De hecho, en las reuniones que tuvieron lugar entre el 21 y el 29 de enero de 1963, la Comisión Coordinadora de los trabajos del Concilio estableció que debía reducirse a 17 el número de los esquemas de constituciones y de decretos que debían presentarse en el aula, por parte de las diversas comisiones conciliares. Consecuentemente, a la Comisión para la Disciplina del Clero le fue encargado preparar un único esquema de decreto, comprendiendo solo tres argumentos: la espiritualidad sacerdotal, la ciencia pastoral y el recto uso de los bienes eclesiásticos. De hecho, la misma Comisión de Coordinación decidió, un año después, que el esquema anterior fuera reducido drásticamente a los puntos esenciales, para ser presentado, no en forma de un verdadero decreto, sino de pocas y breves Propositiones.
No hay duda de que estas decisiones de los organismos directivos del Concilio obedecían a criterios selectivos y metodológicos de orden general, que tendían a dar prioridad de desarrollo a temas considerados de importancia primaria, como la renovada reflexión teológica sobre la Iglesia, las directrices para la reforma litúrgica, la doctrina sobre el episcopado y su sacramentalidad, el apostolado de los laicos o el movimiento ecuménico. Sin embargo, los 30 miembros de la Comisión De disciplina cleri (2 cardenales, 15 arzobispos y 13 obispos) y los 40 peritos (teólogos y canonistas de 17 nacionalidades) estaban de acuerdo en considerar —don Álvaro estaba muy familiarizado y lo hacía notar con su habitual fortaleza amable— que, precisamente por el desarrollo doctrinal y normativo sobre el episcopado y sobre el laicado, se hacía aún más necesaria una paralela profundización teológica y disciplinar sobre el presbiterado. De lo contrario, habría permanecido incompleta la misma teología de comunión que estaba en la base de los trabajos conciliares, y habrían defraudado a los más de medio millón de presbíteros que eran y son, en todo el mundo, colaboradores de los obispos e inmediatos pastores de los fieles laicos.
No obstante, la Comisión De disciplina cleri, en respuesta a las directivas recibidas, preparó de mala gana —la expresión puede parecer fuerte, pero más tarde se demostraría comprensible— las breves y por esto necesariamente pobres e insuficientes proposiciones De vita et ministerio sacerdotali, que fueron debatidas en la asamblea conciliar los días 13, 14 y 15 de octubre de 1964. De la discusión y votación en el aula, y de las muchas propuestas de enmienda recibidas, emergió claramente —como don Álvaro preveía y así me lo había dicho antes— que era deseo de los padres del Concilio que el tema del sacerdocio ministerial de los presbíteros fuese tratado, no en forma de breves proposiciones, sino a través de un verdadero y propio decreto conciliar, de suficiente amplitud y contenido.
Recuerdo bien que Mons. del Portillo, cual diligente y paciente secretario de la comisión, acogió este deseo de la asamblea conciliar no solo con espíritu de obediente disponibilidad, sino también con viva alegría y satisfacción. Tanto es así que él mismo sugirió al relator del esquema, el entonces arzobispo de Reims Mons. François Marty —años después cardenal arzobispo de París— dirigir de inmediato una carta a los cardenales moderadores del Concilio, a través del secretario general, Mons. Pericle Felici, solicitando la autorización necesaria para que nuestra comisión pudiese rehacer y desarrollar el esquema en la forma deseada por la asamblea, es decir, como un verdadero decreto conciliar.
La carta, en latín (Prot. N. 730/64, del 20 de octubre de 1964), obtuvo siete días después la esperada respuesta del secretario general del Concilio: “He tenido cuidado —decía Mons. Felici— de exponer a la consideración de los eminentísimos cardenales moderadores la carta de vuestra excelencia. En la sesión del pasado 22, los eminentísimos moderadores, accediendo a las razones presentadas por vuestra excelencia, han expresado el parecer de que la comisión reelabore el texto del esquema De vita et ministerio sacerdotali como es indicado por vuestra excelencia…” (Carta de la Secretaría General del Concilio, Prot. N. LC/758, del 27 de octubre de 1964).
«Omnia tempus habent» (Sir 3, 1) todas las cosas tienen su tiempo. Finalmente había llegado el momento en que el Concilio Ecuménico Vaticano II, consciente de que la deseada renovación de la Iglesia y de su misión evangelizadora dependía, en gran parte, del ministerio de los presbíteros (cfr. Decr. Prebyterorum Ordinis, proemio y n. 1; Decr. Optatam totius, n. 2), podía dedicarles un documento suficientemente amplio, con todas las aclaraciones doctrinales, y normas pastorales y disciplinares que fueran necesarias, con una referencia específica a las circunstancias culturales y sociológicas del mundo contemporáneo.
Recuerdo que don Álvaro convocó inmediatamente, y puso a trabajar, a las diversas subcomisiones de miembros y de peritos en que estaba articulada la comisión, y fue preparado en tiempo “récord” el proyecto del nuevo esquema. La comisión plenaria, siempre bajo la dirección de Mons. del Portillo a quien el presidente, el Card. Pietro Ciriaci, de salud delicada, había confiado esta tarea, examinó las varias partes del nuevo esquema en las reuniones plenarias tenidas —puedo decir que eran sesiones verdaderamente interminables— los días 29 de octubre y 5, 9 y 12 de noviembre de 1964. La gracia del Espíritu Santo, invocado con confianza al inicio de cada sesión de trabajo, hizo posible que el proyecto de decreto De ministerio et vita Presbyterorum fuese preparado, impreso y distribuido a toda la asamblea conciliar ocho días después, el 20 de noviembre de 1964, esto es, en la vigilia de la conclusión de la tercera sesión del Concilio. El secretario general del Concilio quedó verdadera y felizmente sorprendido, casi exclamaba: “milagro”.
Este texto, completado después en algunos puntos con oportunas añadiduras, fue discutido y aprobado por la asamblea (“in aula”, como solía decirse) durante la cuarta y última sesión del Concilio, en octubre de 1965 y fue votado de manera definitiva con el siguiente resultado: votantes: 2394 padres conciliares; placet: 2390; non placet: 4. El Santo Padre Pablo VI, en sesión pública del entero Concilio, promulgó solemnemente el decreto Presbyterorum Ordinis, de Presbyterorum ministerio et vita el 7 de diciembre de 1965.
Fueron días, semanas, meses de intensísimo trabajo, de gran tensión moral y psicológica, de lucha contra el tiempo, de estrés; pero en el alma y en el rostro de Mons. del Portillo había siempre serenidad. Parecía decir aquello que estaba escrito en la base de un hermoso reloj solar que siempre me ha gustado comparar con don Álvaro: Horas non numero nisi serenas (indico solamente las horas serenas), tiempo sereno (con sol en el cielo), animo tranquilo (con paz en el alma).
Estoy seguro de que a todos vosotros, en particular a aquellos que han tenido la fortuna de conocer y tratar a don Álvaro, os gustará escuchar el contenido de una carta que el Card. Pietro Ciriaci le escribió una semana después, el 14 de diciembre de 1965. Solo leeré algún fragmento:
«Rvdmo. y querido don Álvaro:
Con la aprobación definitiva del 7 de diciembre pasado se ha cerrado, gracias a Dios, felizmente, el gran trabajo de nuestra comisión, que de esta manera ha podido conducir a puerto el decreto, no último por importancia de los decretos y constituciones conciliares”. Después de haber recordado con alegría la “votación casi plebiscitaria del texto”, el Excmo. presidente añadía: “Sé bien cuánto en todo esto ha tenido parte vuestro trabajo sabio, tenaz y gentil, que, sin faltar el respeto a la libertad de opinión de los otros, no ha dejado de seguir una línea de fidelidad a aquellos que son los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Al informar al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto. Mientras tanto quiero hacerle llegar, con un caluroso aplauso, mi más sincero agradecimiento».
No me encontraba presente cuando don Álvaro leyó esta carta. Pero estoy seguro de que debió comentar, ya que era usual en él dar a Dios toda alabanza o agradecimiento personal: ¡Sean dadas las gracias al Señor! Deo Gratias!
3. ¿Cuál era la imagen del sacerdote en los trabajos conciliares?
Llegados a este punto, parece necesario hacerse una pregunta sugerida por una frase de la carta del Card. Ciriaci: ¿cuáles han sido estos “grandes principios orientadores” que guiaron a don Álvaro, a la comisión conciliar y a todos los padres del Concilio, al definir los elementos esenciales de la identidad teológica y de la misión apostólica de los presbíteros? Diría que estos “grandes principios orientadores” están impregnados, en primer lugar, por el doble compromiso de fidelidad a la tradición y de una renovación real que ha inspirado todo el Concilio Vaticano II.
De hecho, situando el sacerdocio ministerial de los presbíteros y su triple función docente, santificadora y de gobierno en el corazón de la misión salvífica de la Iglesia, el decreto Presbyterorum Ordinis ha enmarcado el sacerdocio desde el punto de vista original y profundo de la participación del presbítero en la consagración y en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor. De esta manera surge una visión del ministerio sacerdotal esencialmente sacramental y profundamente dinámica, como explicó con exquisita claridad Mons. del Portillo en una declaración de 1966:
«A lo largo de los debates conciliares en torno al decreto sobre los presbíteros se habían manifestado dos posiciones que, consideradas separadamente, podían parecer opuestas y aun contradictorias entre sí: se insistía, por una parte, en el aspecto de la evangelización, en el anuncio del mensaje de Cristo a todos los hombres; por otra, se ponía el acento sobre el culto y adoración de Dios como fin al que todo debe tender en el ministerio y en la vida de los presbíteros. Se hacía necesario un esfuerzo de síntesis, de conciliación, y la comisión puso todo su empeño en armonizar esas dos concepciones, que no eran opuestas ni, por tanto, se excluían mutuamente. Estas dos diversas posiciones doctrinales sobre el sacerdocio alcanzan, en efecto, pleno relieve y significado cuando se integran dentro de una síntesis total, que haga ver cómo esos dos aspectos son facetas absolutamente inseparables entre sí, que se complementan y se dan mutuo resalte: el ministerio en favor de los hombres solo se entiende como servicio prestado a Dios y, a su vez, la gloria de Dios exige que el presbítero sienta ansia de unir a su alabanza la de todos los hombres […]. Se presenta, por tanto, una perspectiva dinámica del ministerio sacerdotal que, anunciando el Evangelio, engendra la fe en los que aún no creen para que, perteneciendo al Pueblo de Dios, unan su sacrificio al de Cristo, formando un solo Cuerpo con Él» [1].
En este contexto, el sacerdote es un miembro del Pueblo de Dios, elegido entre los otros con una particular llamada divina (consagración) y enviado (misión) a desempeñar funciones específicas al servicio del Pueblo de Dios y de toda la humanidad. Un hombre elegido, un hombre consagrado, un hombre enviado. Estas son indudablemente, en su unidad e inseparabilidad, las tres características fundamentales de la imagen del presbítero, como don Álvaro procuró glosar en sus textos, especialmente en el libro Escritos sobre el sacerdocio, traducido y publicado en casi todas las lenguas modernas. Veamos brevemente estas características del ministro de Cristo, también porque ahora, cincuenta años después del Concilio, son a menudo subrayadas por el Papa Francisco.
1) Un hombre elegido y llamado
¿Elegido por quién? ¿Elegido por la comunidad cristiana, como algunos querrían? ¿Elegido tal vez por sí mismo, como si tuviera un derecho personal absoluto a ser sacerdote? Parecía inútil y descabellado hacer preguntas como estas. Sin embargo, existían durante la celebración del Concilio, y continúan existiendo ahora, diferentes posturas ideológicas según las cuales, con argumentos diversos pero siempre reductivos de la naturaleza del sacerdocio, se discute el magisterio de la Iglesia. Pero en la doctrina conciliar está claro que la vocación del presbítero es absolutamente inseparable de su consagración y de su misión. Aquél que lo elige es también quien lo consagra y lo envía: es decir, el mismo Cristo, a través de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos.
He aquí cómo esta realidad divina es sancionada por el decreto Presbyterorum Ordinis: «Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en el que “no todos los miembros tienen la misma función” (Rm 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres» [2].
Al subrayar de esta manera la institución divina del sacerdocio, se pone el acento en la vocación divina del presbítero. Él, por tanto, no es un delegado de la comunidad delante de Dios, ni es un funcionario o un empleado de Dios frente al Pueblo. Es un hombre elegido por Dios entre los hombres para realizar, en nombre de Cristo, el misterio de la salvación. La noción de vocación divina —amaba recordar don Álvaro— es esencial para contrarrestar ciertas concepciones democratistas, por desgracia presentes en algunos ambientes eclesiales, y también para que nosotros, sacerdotes, no olvidemos nunca la elección de amor que Cristo ha realizado en nuestras vidas. Ha recordado el Papa Francisco: «Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: ‘No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes’, dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada» [3]. «Convertirse en sacerdote no es ante todo una elección nuestra, más bien es la respuesta a una llamada y a una llamada divina» [4].
2) Un hombre consagrado
Si bien elegidos por Dios para desempeñar de forma oficial, en nombre de Cristo, la función sacerdotal, está claro que los presbíteros son algo más que simples titulares de un oficio público y sagrado, ejercitado al servicio de la comunidad de los fieles. El Presbiterado, escribe Mons. del Portillo, «es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único Mediador [5]. Estoy seguro que en todo su trabajo como secretario de la comisión, tenía siempre presente la enseñanza sobre el sacerdocio de un sacerdote santo todavía en vida en aquel tiempo, Mons. Escrivá. Éste había dicho en una homilía en 1960 refiriéndose al Sacrificio Eucarístico: «La Misa —insisto— es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona, y en nombre de Cristo» [6].
Presbyterorum Ordinis —teniendo presente el notable desarrollo que había alcanzado en otros documentos del Concilio la doctrina sobre el episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles— ha querido resaltar la especial consagración sacramental de los presbíteros, que les hace partícipes del mismo sacerdocio de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Y así lo ha hecho, mostrando contemporáneamente el vínculo del ministerio presbiteral con la plenitud sacerdotal y la misión pastoral de los obispos de los cuales son colaboradores, y distinguiéndolo también del sacerdocio común de todos los bautizados. «Enviados los apóstoles, como Él había sido enviado por el Padre —se lee en el n. 2 del decreto—, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos, cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió».
Agere in persona Christi Capitis, actuar en la persona de Cristo, permite expresar exactamente la esencia de la condición ministerial como capacidad de participar, a través de la recepción del sacramento del Orden, en las acciones propias de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia. El fundamento de tal participación es la potestad recibida, mientras que su finalidad es hacer presente aquí y ahora, mediante acciones específicas (ministerium verbi et sacramentorum), la salvación como vida de la Iglesia y, en la Iglesia, del mundo. Se observa por tanto en esta fórmula, la sacramentalidad de las acciones específicas del ministerio ordenado respecto a la vida de la Iglesia.
A esta sacramentalidad hace plena referencia la figura ministerial del presbítero, que «a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella» [7]. De hecho, como repetía san Juan Pablo II: «Por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y de la gratuidad de la gracia, que en la Iglesia es donada por Cristo resucitado. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma consciencia, en la fe, de no ser por sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles y sus sucesores, como titulares de una autoridad que les viene dada de Cristo Cabeza y Pastor, están puestos con su ministerio frente a la Iglesia como prolongación visible y signo sacramental de Cristo en su mismo estar frente a la Iglesia y el mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación» [8]. Nosotros sacerdotes, presbíteros y obispos, somos signos sacramentales de Cristo entre los hombres, tanto más cuanto más sinceramente podemos decir con san Pablo: «Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Por ello el Papa Francisco ha dicho a los sacerdotes: “Este vivir en Cristo en realidad marca todo aquello que somos y hacemos. Y esta vida en Cristo es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica […]. No es la creatividad pastoral, no son los encuentros y las planificaciones los que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que dice con insistencia: Permaneced en mí y yo en vosotros” [9].
3) Un hombre enviado
Los presbíteros del Nuevo Testamento, enseña el decreto en el que tanto trabajó don Álvaro, «son tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios» [10]. El presbítero es un hombre llamado y consagrado para ser enviado a todos los hombres, en servicio de la acción salvífica de la Iglesia, como pastor y ministro del Señor. El Vaticano II ha querido recordar y reafirmar la dimensión cultual y ritual del sacerdocio, sujetándose a la tradición del Concilio de Trento, pero ha querido, al mismo tiempo, subrayar con fuerza su dimensión misionera: no como dos momentos distintos, sino como dos aspectos simultáneos de la misma exigencia de evangelizar.
Partiendo de la referencia normativa de la existencia sacerdotal de Cristo y de los apóstoles, el decreto ha hablado con fuerza de la necesaria presencia evangelizadora de los presbíteros entre los hombres: «moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado» [11]. El sacerdote debe estar siempre presente y operativo —como ministro de Cristo— en la vida de los hombres, y no lo sería si su actividad estuviera limitada a las funciones rituales, o si por casualidad esperase que fuesen los demás quienes vinieran a romper su aislamiento.
Al mismo tiempo, Presbyterorum Ordinis ha proclamado, con una admirable energía espiritual, una enseñanza que no temo en definir fundamental, también para huir de todo peligro de desacralización de la imagen del sacerdote o de reducción temporal, social o filantrópica, de su ministerio. Y esto sin ningún distanciamiento del mundo, o sin ninguna pérdida de la humanidad. De hecho el decreto señala: «Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres» [12].
La presencia del sacerdote secular en el mundo estará siempre caracterizada por este aspecto dialéctico que es inherente a la naturaleza de su misión. «Porque tal misión —ha explicado magistralmente Mons. del Portillo— solo podrá llevarse a cabo si el sacerdote —consagrado por el Espíritu— sabe estar entre los hombres (pro hominibus constitutus) y, al mismo tiempo, separado de ellos (ex hominibus assumptus): cf. Hb 5, 1; si vive con los hombres, si comprende sus problemas, apreciará sus valores, pero al mismo tiempo en nombre de otra cosa, dará testimonio y enseñará otros valores, otros horizontes del alma, otra esperanza» [13]. Es así que los presbíteros llegarán incluso a resolver un problema que a veces se exagera o es tergiversado —hoy, como en tiempos del Concilio— sobre el plano sociológico. Me refiero a su válida inserción en la vida social de la comunidad civil, en la vida ordinaria de los hombres. De hecho, hoy más que nunca, los laicos —el intelectual, el obrero, el empleado— quieren ver en el sacerdote un amigo, un hombre de trato sencillo y cordial (un hombre, se dice, al alcance de la mano), que sepa entender bien y estimar las nobles realidades humanas. Pero al mismo tiempo, quieren ver en él un testigo de las cosas futuras, de lo sacro, de la vida eterna; en otras palabras, un hombre capaz de percibir y de enseñarles, con fraterna solicitud, la dimensión sobrenatural de su existencia, el destino divino de sus vidas, las razones trascendentales de su sed de felicidad: en una palabra, un hombre de Dios [14]. Ese hombre capaz de abrir su corazón a la ternura de Dios, como repite el Papa Francisco: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» [15].
4. El sacerdote “llamado a la santidad”
Permitidme una última consideración acerca de una verdad que veíamos constantemente trasparentar en las intervenciones de don Álvaro. Los tres rasgos teológicos esenciales anteriormente expuestos sobre la imagen del sacerdote (su vocación divina, su consagración sacramental y su misión evangelizadora) resultan bien entendidos, integrados y diría que envueltos por una profunda exigencia de orden ascético: la santidad personal, a través de la espiritualidad específica del sacerdote secular. ¡Con cuánto compromiso concreto, que no le hacía ahorrar sacrificios, y con cuánto amor por el sacerdocio, aprendido directamente de san Josemaría Escrivá, Mons. del Portillo dirigió los trabajos de este III capítulo del decreto!
Hubo días, no pocos, en los que la jornada laboral de don Álvaro, y con él la de sus más cercanos colaboradores en la comisión, terminaba después de la media noche. A esas horas intempestivas, cerradas todas las oficinas de los dicasterios de la Santa Sede, se debía reunir en una de las residencias de los Padres y peritos conciliares (San Tommaso di Villanova, en la calle Romania), para ultimar la preparación de las propuestas de los textos del Decreto, o también las responsiones ad modos (las respuestas de la comisión a las correcciones propuestas por los Padres) que debían ser presentadas la mañana siguiente a la Comisión plenaria y enviadas en un mismo día a la Tipografía Vaticana. Recuerdo bien la gran estima y sobre todo el cordial afecto que, a pesar del incansable ritmo de trabajo, manifestaban hacia Mons. del Portillo todos sus colaboradores cercanos.
Si tenemos en cuenta que lo que subyace a todo el Concilio es promover una renovación en la Iglesia, capaz de empujarla hacia una más eficaz evangelización del mundo, es oportuno hacer notar que en estas páginas dedicadas a la santidad sacerdotal vibra con particular vigor el mismo compromiso y espíritu. Escuchemos aún: «Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios» [16].
De esto se deriva que, desde el inicio, se destacara un aspecto esencial: el sacerdote está llamado a alcanzar la santidad a través del ejercicio de las propias funciones ministeriales, que no solo le exigen este compromiso de perfección, sino que lo estimulan y perfeccionan [17].
Desempeñando el propio ministerio según el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, el presbítero alcanza la unidad de vida —expresión particularmente querida por don Álvaro por ser a menudo recurrente en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá—, esto es, la deseada unión y armonía entre su vida interior y las obligaciones, tantas veces dispersivas, que se derivan del propio ministerio pastoral. La referencia a la unidad de vida de los sacerdotes y a su fundamento, que consiste en el unirse «a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado» [18], es uno de los elementos más significativos de la doctrina ascética del decreto.
Sin embargo, el presbítero no podrá realmente vivir esta unidad de vida y no manifestará verdaderamente la caridad pastoral de Cristo en su ministerio, si no es un hombre de Eucaristía y de oración, un alma esencialmente eucarística y contemplativa. Se advierte, en efecto, en Presbyterorum Ordinis para evitar equívocos sociológicos o simplemente emotivos, que «Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz —centrum et radix— de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» [19]. Con su encantadora sencillez, el Papa Francisco ha glosado así esta realidad mística: «Si vamos a Jesús, si buscamos al Señor en la oración, seremos buenos sacerdotes, aunque seamos pecadores. Si en cambio nos alejamos de Jesucristo, tendremos que compensar esa relación con otras actitudes mundanas, idólatras, y nos hacemos devotos del dios Narciso […]. El sacerdote que adora a Jesucristo, el sacerdote que habla de Jesucristo, el sacerdote que busca a Jesucristo y que se deja buscar por Jesucristo: este es el centro de nuestra vida. Si no hay esto, lo perdemos todo. ¿Entonces qué daremos a la gente?» [20].
5. Frente a la nueva evangelización
Hemos acudido al decreto Presbyterorum Ordinis para buscar en sus páginas la imagen del sacerdote que el Concilio Vaticano II ha dejado y que don Álvaro ha ilustrado en sus escritos, pero sobre todo con la ejemplaridad de su trabajo y de su vida sacerdotal. Ahora podemos formular una pregunta que el mismo Mons. del Portillo se hacía a veces —recuerdo bien algunas conversaciones suyas— en la noche de su vida, casi en el umbral del tercer milenio: esta imagen, estos parámetros doctrinales y disciplinares, esta identidad propia del sacerdote católico, ¿cómo se insertan en el gran desafío que las circunstancias del mundo actual y el impulso del Papa Francisco presentan a la Iglesia y, en primer lugar, a los ministros de Cristo?
Podemos hacer una primera constatación. Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy han pasado cincuenta años de vida vivida y sufrida en la Iglesia, años de reflexión teológica, no siempre equilibrada y serena; de renovado empeño pastoral, no siempre sin contrastes y dificultades. Y sin embargo la doctrina del decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros no solamente no se ha oscurecido, sino que más bien se ha impuesto con creciente vigor. Esto tiene una explicación: el Concilio Vaticano II surgió en la Iglesia con una vocación de renovación y de evangelización. Y es cierto que, a distancia de medio siglo de su conclusión, son fácilmente destacables los signos crecientes del influjo positivo de su dinamismo espiritual y pastoral.
El espíritu conciliar de renovación ha impregnado en estos años, bajo la guía providencial de grandes papas que se han sucedido en la sede de Pedro, la vida litúrgica, la normativa canónica, la enseñanza catequética. La Iglesia ha renovado verdaderamente su doctrina, su legislación y su vida de acuerdo con el Vaticano II, y está en condiciones de realizar su misión apostólica según el nivel que los tiempos exigen. Además, está comprometida desde hace años, bajo el vigoroso impulso de san Juan Pablo II, de Benedicto XVI y ahora del Papa Francisco, en una empresa de nueva evangelización, que “exige de los sacerdotes que sean radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo pastoral” [21], siempre bajo el signo de la fidelidad a su vocación, consagración y misión, es decir, a los contenidos del decreto Presbyterorum Ordinis.
La nueva evangelización, que debe manifestar con vigor la centralidad de Cristo en el cosmos y en la historia, no solo tiene una dimensión ascendente —Cristo como cumplimiento de todos los anhelos del hombre— sino, y sobre todo, una mediación descendente: «En Jesucristo Dios no solo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre» [22]. Palabras de san Juan Pablo II que también al Papa Francisco le gusta repetir.
Cristo, único Mediador, está presente en el sacerdote para hacer que toda la Iglesia, Pueblo sacerdotal de Dios, pueda dar al Padre el culto espiritual que todos los bautizados están llamados a ofrecer. ¿Cómo podrá haber ofrenda aceptable al Padre si aquello que ofrecen los fieles —el trabajo, las alegrías y las dificultades de la vida familiar y social, la misma vida— no fuera ofrecido en la Santa Misa, en unión con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, única víctima propiciatoria?
Cristo, Único y Eterno Sacerdote, está presente en el misterio de los sacerdotes, para recordar a todos que su pasión, muerte y resurrección no constituyen un evento que deba ser circunscrito o relegado al pasado, a la Palestina de hace 2000 años, sino una realidad salvífica, siempre actual, hecha continuamente operativa por el milagro de amor de la Eucaristía, centro y raíz de la vida de la Iglesia.
Cristo, por su divinidad unigénito del Padre y por su humanidad primogénito de todas las criaturas, está presente en el sacerdote para anunciar al mundo su Palabra con autoridad, educar a todos en la fe y formar con los sacramentos la nueva humanidad, el Cuerpo místico del Señor, en espera de su venida en la última hora de la historia.
Cristo, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, está presente en el sacerdote, para enseñar a los hombres que la reconciliación del alma con Dios no puede ser ordinariamente obra de un monólogo; que el hombre pecador, para ser perdonado, tiene necesidad del hombre-sacerdote, ministro y signo en el sacramento de la Penitencia de la radical necesidad que la humanidad caída ha adquirido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador.
En una palabra, Cristo está presente en el sacerdote, para proclamar y dar testimonio al mundo de que Él es el Príncipe de la paz, la Luz de las almas, el Amor que perdona y reconcilia, el Alimento de la vida eterna, la Única Verdad por sí misma, el Alfa y el Omega del universo. Y que, por eso, ninguna realidad verdaderamente humana, ningún proceso humano de perfección o de desarrollo, puede ser concebido al margen de la nueva creación realizada por su encarnación y su sacrificio.
He aquí nuestra razón de ser de todos los sacerdotes, las “credenciales de nuestra identidad”, que debemos presentar con más valor y claridad ante los hombres cuanto más desvergonzada sea la presión del agnosticismo religioso y del permisivismo moral. San Juan Pablo II ha dicho: «La Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Solo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis» [23]. Esta Iglesia, en permanente estado de misión, de evangelización, es la misma que salva y hace auténtica la felicidad del hombre.
Ha escrito el Papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” [24]. Frente a esta realidad, la voluntad salvífica de Cristo (tarea de la Iglesia y en primer lugar de los ministros sagrados) ofrece a los corazones humanos esa alegría que el mundo no da y ni siquiera puede quitar: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» [25].
6. Mons. Álvaro del Portillo después del Vaticano II
La promulgación del decreto sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes coincide prácticamente con el fin del Concilio Vaticano II y, en consecuencia, del encargo de Mons. del Portillo en los trabajos conciliares. Debería, por eso, concluir también aquí esta conferencia. ¡Esto sería ciertamente un alivio para vuestra paciencia! Pero no sería justo con don Álvaro, porque su influencia en el Concilio se prolongó notablemente en los años sucesivos y se prolonga todavía entre nosotros, en esta Universidad. Podemos verlo de inmediato deslizando ahora el “zoom” de nuestro discurso sobre la siguiente afirmación solemne del Vaticano II: «Conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» [26].
Pienso que el Papa Pablo VI, promulgador de los decretos del Concilio y buen conocedor de Mons. del Portillo, se habrá alegrado en el Cielo viendo con qué exquisita sensibilidad don Álvaro acogía este deseo del Concilio, por otra parte ya presente en la mente y en la oración de san Josemaría. De hecho, el 9 de enero de 1985 fue erigido, promovido por el entonces prelado del Opus Dei, Mons. del Portillo, el Centro Superior de Estudios Eclesiásticos en el cual hoy nos encontramos. Desde entonces, millares de sacerdotes de todo el mundo se han formado en esta Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en estrecha comunión con el sucesor del Apóstol Pedro, al servicio del renovado anuncio del Evangelio propugnado por el Concilio Vaticano II.
Permitidme concluir con otro brevísimo recuerdo de Mons. del Portillo. El Señor, en su infinita bondad, dispuso que este pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia e hijo fidelísimo del fundador del Opus Dei, pudiese celebrar la última Misa de su vida en Jerusalén, en el Cenáculo, en el mismo santo lugar donde Jesús había instituido, en la última Cena, la Eucaristía y el Sacerdocio. Era el 22 de marzo de 1994. Pocas horas después, de vuelta a Roma, con la sonrisa afable de siempre, entregó su alma al Señor el alba del día sucesivo, 23 de marzo. San Juan Pablo II que fue a orar frente al cuerpo, quedó maravillado al conocer estas circunstancias realmente conmovedoras de la última Misa y del dies natalis de don Álvaro. El Señor había querido coronar su vida, tantas veces marcada por la Cruz, con esta caricia: ¡bien merecida!
Card. Julián Herranz [*] en romana.org/es
Notas:
* El autor es presidente emérito del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana. El texto es la traducción castellana de la conferencia Mons. Álvaro del Portillo e il Concilio Vaticano II, pronunciada el 13 de marzo de 2014 en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, y después publicada en: PABLO GEFAELL (ed.), Vir fidelis multum laudabitur, EDUSC, Roma 2014, pp. 83-102.
[1] Revista Palabra, n. 12-13 (1968) pp. 4-8.
[2] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
[3] Francisco, Homilía, 27-VII-2013.
[4] Francisco, Palabras en ocasión de un encuentro con seminaristas, novicios y novicias, 6-VII-2013.
[5] Beato Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 85.
[6] San Josemaría Escrivá, La Eucaristía, misterio de fe y de amor, en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1994, n. 86.
[7] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 13.
[8] San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 16.
[9] Francisco, Homilía, 27-VII-2013.
[10] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 3.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] Beato Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, op. cit., 63-64.
[14] Cf. Julián Herranz, I rapporti sacerdote-laici, en Studi sulla nuova legislazione della Chiesa, Roma 1990, pp. 246-247.
[15] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 1.
[16] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12.
[17] Cf. Ibídem.
[18] Ibídem, n. 14.
[19] Ibídem.
[20] Francisco, Homilías matutinas — Casa Santa Marta, Homilía del 11-1-14, Libreria Editrice Vaticana, vol. 2, 2014.
[21] San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 18.
[22] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 7.
[23] San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 20.
[24] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 2.
[25] Ibídem, n. 1.
[26] Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius, Proemio.
Benedictus.XVI
Carta de Benedicto XVI a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado con motivo del 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars.
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero- [1]. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.
"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars [2]. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina" [3]. Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, ¡qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia..." [4]. Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo" [5]. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros" [6].
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión [7]. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía [8].
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal [9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)" [10]. En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos" [11].
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía [12]. "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración" [13]. Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él..." [14]. "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis" [15]. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la hostia con amor" [16]. Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios" [17]. Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!" [18]. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!" [19].
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas" [20]. Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua" [21]. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él" [22]. "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes" [23].
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita" [24]. Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!" [25]. A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis" [26], decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno" [27]. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!" [28]. Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz" [29].
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas [30]. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos" [31]. Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio" [32]. Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?" [33]. Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo [34].
La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana" [35]. El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence" [36], sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo" [37]. Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada" [38]. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros" [39]. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera" [40]. También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado [41]. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad" [42]. Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido" [43]. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios" [44].
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multi-formidad y os quiere para el único Cuerpo" [45]. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño" [46]. Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo" [47]. Quisiera añadir, además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo [48]. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva [49]. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854" [50]. El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre" [51].
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.
Con mi bendición.
Vaticano, 16 de junio de 2009.
Carta de Benedictus PP.XVI en opusdei.org/es-es
1. Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.
2. "Le Sacerdoce, c'est l'amour du coeur de Jésus" (in Le curé d'Ars. Sa pensée - Son Coeur. Présentés par l'Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.
3. Nodet, p. 101.
4. Ibid.., p. 97.
5. Ibid.., pp. 98-99.
6. Ibid.., pp. 98-100.
7. Ibid.., p. 183.
8. A. Monnin,Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.
9. Cf. Lumen gentium, 10.
10. Presbyterorum ordinis, 9.
11. Ibid.
12. "La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira', decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario": Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.
13. Nodet, p.85.
14. Ibid.., p. 114.
15. Ibid.., p. 119.
16. A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.
17. Nodet, p. 105.
18. Ibid.., p. 105.
19. Ibid.., p. 104.
20. A. Monnin,o.c., II, p. 293.
21. Ibid.., II, p. 10.
22. Nodet, p. 128.
23. Ibid.., p. 50.
24. Ibid.., p. 131.
25. Ibid.., p. 130.
26. Ibid.., p. 27.
27. Ibid.., p. 139.
28. Ibid.., p. 28.
29. Ibid.., p. 77.
30. Ibid.., p. 102.
31. Ibid.., p. 189.
32. Evangelii nuntiandi, 41.
33. Benedicto XVI,Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.
34. Cf. Benedicto XVI,Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.
35. P. I.
36. Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: "J'ai fait tous les commerces imaginables", decía sonriendo (Nodet, p. 214).
37. Nodet, p. 216.
38. Ibid.., p. 215.
39. Ibid.., p. 216.
40. Ibid.., p. 214.
41. Cf. Ibid.., p. 212.
42. Cf. Ibid.., pp. 82-84; 102-103.
43. Ibid.., p. 75.
44. Ibid.., p. 76.
45. Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.
46. N. 9.
47. Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio,8 de febrero de 2007.
48. Cf. n. 17.
49. Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.
50. Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.
51. Nodet, p. 244.
Mariano Fazio
Conferencia pronunciada por mons. Mariano Fazio, vicario auxiliar del Opus Dei, durante la segunda edición de Be Do Care, en Sao Paolo (Brasil), el día 10 de octubre de 2024.">ÍNDICE
1. Llamada universal a la santidad, en medio del mundo, en todos los ámbitos sociales
3. Formación en doctrina social de la Iglesia
5. Amor a la libertad, pluralismo
7. Espíritu de servicio. Gobernar es servir
1. Llamada universal a la santidad, en medio del mundo, en todos los ámbitos sociales
El mensaje que san Josemaría había recibido de Dios el 2 de octubre de 1928 se centraba en la llamada a la santidad en medio del mundo a través del trabajo profesional y de las circunstancias ordinarias del cristiano. Todos los cristianos están llamados a la santidad en virtud del bautismo, y para la inmensa mayoría de los hombres no se requiere "salirse de su sitio" para tender hacia ella. El mundo -la vida corriente, con sus ámbitos característicos del trabajo profesional, la familia y los deberes de estado en la sociedad civil- es el habitat donde el cristiano se identifica con Cristo. La santificación de la vida ordinaria exige el auxilio de la gracia y de la relación personal con Dios. Al mismo tiempo, la vida espiritual misma necesariamente se inserta y hace referencia a las circunstancias normales del existir en medio del mundo.
El Señor espera que nos santifiquemos y hagamos apostolado en el seno de nuestra familia, en nuestro lugar de trabajo, en los círculos de amistades, en las iniciativas sociales en las que estamos metidos, en nuestro pueblo, ciudad, región y país. Siempre con una visión universal, católica, que nos hace ver con los ojos de la fe que el influjo que podemos tener en nuestro ambiente puede llegar hasta los confines del mundo. Pero hay que empezar por lo que tenemos al alcance de la mano. Si no aprovechamos nuestras circunstancias inmediatas, caeríamos en visiones imaginarias que impedirían toda fecundidad apostólica.
Pongamos un ejemplo literario. En Casa desolada, una de las mejores novelas salidas de la pluma de Charles Dickens, hay un personaje grotesco: Mrs. Jellyby. Esta señora representa a aquellas personas que están obsesionadas por ayudar a todo el mundo -cuanto más lejos de sus circunstancias vitales esté ese mundo, mejor- pero se olvidan de que tienen personas necesitadas junto a sí, muchas veces en su misma casa, en su comunidad de vecinos o en su propia ciudad.
Mrs. Jellyby dedica todas las horas del día a escribir cartas, contestarlas, organizar reuniones con el fin de ayudar a una misión en África: BorrioboolaGha. Es madre de familia numerosa, pero sus hijos viven en medio del desorden y de la suciedad. Nadie se ocupa de ellos, y cuando reclaman la atención de su madre, ésta les reprocha que «no se interesan de los grandes problemas del mundo». En el fondo, según Mrs. Jellyby, sus hijos son unos egoístas. También su marido es víctima de la preocupación por la misión africana de su esposa. Vive aislado, en medio de problemas financieros terribles, sin nadie que se preocupe por él. Mrs. Jellyby se desentiende de los problemas familiares, porque su preocupación radica en los pobres africanos que tienen tantas necesidades materiales y espirituales. Preocupación, por otro lado, ingenua, pues se dedica a tejer abrigos de lana, que poco uso tendrían en los calores tropicales de África [1].
En realidad, la egoísta es ella: su celo por África es un escapismo para no enfrentar los problemas y necesidades ordinarios de todos los días: preparar la comida, limpiar la casa, mantener el orden en medio de una familia numerosa, cuidar a un hijo enfermo, consolar al que está triste, animar a la hija que tiene dificultades sentimentales, servir de apoyo a su marido en los momentos de crisis económica, mejorar la convivencia con sus vecinos, etc.
El Señor nos llama a santificar la vida ordinaria, incluidos todos los aspectos de la vida social, con un sano realismo sobrenatural. Queremos cambiar el mundo, pero hemos de comenzar por cambiar nuestro propio corazón y el ambiente que nos rodea. Para esta obra de santificación hay dos condiciones necesarias: que mostremos coherencia en nuestros actos con la fe que profesamos, y que nos formemos suficientemente para regirnos por los principios del Evangelio, que tanta luz echan sobre los caminos para alcanzar el bien común de la sociedad. Pasemos a analizar estas dos condiciones.
En las circunstancias ordinarias seguramente hemos visto -en nuestra vida o en la de nuestros parientes, amigos o vecinos- incoherencias entre la moral natural o la doctrina cristiana y las actuaciones en la vida social de muchos católicos. Personas que no respetan las leyes de tránsito, que mienten en su declaración impositiva, que se hacen eco de calumnias infundadas o que simplemente tratan con desprecio a quienes ocupan un lugar más humilde en la escala social. Todo esto representa un obstáculo obvio para la búsqueda del bien común con sentido cristiano.
Hace ya muchos años, escribía el santo aragonés:
«Es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad -parte de la virtud cardinal de la justicia- y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad» [2].
La llamada a la santidad en medio del mundo lleva, como una de sus consecuencias más importantes, a encarnar lo que san Josemaría llamaba "unidad de vida". Las personas incoherentes en su actuación con su fe podrían ser calificadas de hombres o mujeres con una doble personalidad o, utilizando una palabra muy citada en los Evangelios, personas con doblez y engaño.
Concluye san Josemaría:
«Es, pues, necesario imitar a Jesucristo para darlo a conocer con nuestra vida. Sabemos que Cristo se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida divina, para que -uniéndonos a Él viviésemos individual y socialmente la vida de Dios» [3]. Nótese que se habla de vivir "socialmente" la vida de Dios.
3. Formación en doctrina social de la Iglesia
Acabamos de ver cómo san Josemaría señalaba que la ignorancia es uno de los factores que explican la falta de compromiso social de los católicos. Junto a la unidad de vida, otra implicación de la llamada a la santidad en medio de las relaciones sociales es el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia.
Citemos textualmente al santo aragonés:
«Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro, en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían esas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos» [4].
Gracias a Dios, eso es ya una realidad en el Catecismo de la Iglesia Católica y en el Compendio de doctrina social de la Iglesia.
El papa Francisco también se hace eco de esta misma preocupación. En su encíclica Fratelli tutti expresa su pena por la confusión que tienen muchos cristianos en materias sociales, como los que apoyan nacionalismos cerrados, xenofobias y desprecios por el que es diferente. El remedio es la formación:
«La fe, con el humanismo que encierra, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias, y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse. Para ello es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos» [5].
Quien desee impregnar las estructuras terrenales del espíritu de Cristo necesariamente debe formarse para no equivocar el camino. El Evangelio echa una luz intensa para comprender el proyecto de Dios sobre la organización social, la familia, la economía, la cultura. Benedicto XVI hablaba con frecuencia de los "principios no negociables" que el cristiano coherente debe defender para acercar este mundo lo más posible al proyecto divino sobre el mismo.
Pero si hay principios "no negociables" también hay muchas cosas que son negociables, objeto de tratativas, de diálogo, de búsqueda de consensos, etc. Distinguir las cosas unidas esencialmente a la fe de las cosas opinables es fundamental para contribuir a la construcción de una sociedad cada vez más acorde a los planes de Dios. Y para distinguir correctamente hay que formarse bien.
San Josemaría no pretendía que todos los ciudadanos fueran profesionales de la política o de las ciencias sociales, pero auspiciaba que todos tuvieran «un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común de la sociedad, en la que vive cada uno, en unas circunstancias históricas determinadas; y también se puede exigir un mínimo de comprensión de la técnica -de las posibilidades reales, limitadas- de la pública administración y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica serena y constructiva ni opiniones sensatas» [6].
En Italia hay un dicho popular que dice así: Piove. Governo ladro! (Llueve. ¡Gobierno ladrón!). La crítica fácil, la protesta gratuita, las reivindicaciones desorbitadas, que están tan al orden del día en la vida política, en la opinión pública y en las redes sociales, en nada contribuyen a la búsqueda del bien común. Seguir el consejo de san Josemaría de formarnos bien y de procurar entender con empatía el mundo que nos circunda crearía un ambiente de paz, de justicia y de comprensión que sí ayudarían al bien social de la comunidad.
En el Evangelio son numerosas las llamadas que el Señor dirige a sus discípulos para que tomen conciencia de la responsabilidad que les compete sobre el mundo. El cristiano ha de ser sal y luz, fermento en la masa. La parábola de los talentos, en la que el Señor nos pide hacer fructificar nuestras capacidades en servicio de nuestros hermanos se encuentra entre las más comentadas por la tradición de la Iglesia, pues es siempre un despertador para evitar la pasividad y la indolencia. La leemos en el capítulo XXV de san Mateo, en donde se encuentra también la descripción del Juicio Universal: el Señor pedirá cuenta estrecha de cómo nos hicimos cargo, de cómo fuimos responsables de nuestros prójimos, especialmente de los más necesitados.
La parábola del buen samaritano es otro despertador de nuestra responsabilidad para con todos. El papa Francisco comenta que «esta parábola es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. La parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. Al mismo tiempo, la parábola nos advierte sobre ciertas actitudes de personas que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana» [7]
Unidad de vida y formación en la doctrina -siempre fundamentadas en una vida espiritual sincera- fortalecerán nuestro sentido de responsabilidad social. Hay que dejar de lado la pasividad, la comodidad, y cargar sobre nuestros hombros este mundo nuestro, tan lleno de necesidades, de injusticias, de sufrimientos. «Vuestro amor a todos los hombres os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario, todos deben ser ocasión para hacer bien a las almas y facilitarles el camino hacia Dio s» [8].
La principal manifestación del sentido de responsabilidad social radica en el cumplimiento de nuestras obligaciones de estado: trabajar bien, con toda la perfección de que seamos capaces, para prestar el servicio que nuestros conciudadanos esperan en justicia de nosotros; crear un ambiente familiar apto para formar en virtudes a los hijos, futuros ciudadanos responsables; respetar las leyes y los ordenamientos jurídicos válidos para que la convivencia sea ordenada y pacífica. Ahí nos espera el Señor, y así podremos contribuir eficazmente al bien común. Mons. Fernando Ocáriz se refería al carácter transformador del trabajo: «El trabajo santificado es siempre una palanca de transformación del mundo, y el medio habitual a través del cual se deberían producir los cambios que dignifican la vida de las personas, de modo que la caridad y la justicia empapen verdaderamente todas las relaciones. El trabajo así realizado podrá contribuir a purificar las estructuras de pecado, convirtiéndolas en estructuras donde el desarrollo humano integral sea una posibilidad real» [9].
5. Amor a la libertad, pluralismo
El bien común implica crear las circunstancias para que cada persona pueda alcanzar su plenitud en la vida personal y de relación con los demás. Para ello es necesario garantizar amplios ámbitos de libertad. No es este el momento para detenernos en todos los aspectos de la libertad: solo señalamos que la plenitud de la vida humana es el Amor -con mayúscula, que se identifica con Dios-, y sin libertad no podremos amar.
En muchas sociedades contemporáneas la libertad sufre un menoscabo preocupante. A fuerza de imponer lo supuestamente "correcto" desde una perspectiva cerrada al espíritu, dicha libertad se ve limitada, y muchas personas caen en una espiral del miedo y el silencio para no quedar fuera de juego, como ha sucedido con la llamada cultura de la cancelación que están denunciando los rectores de algunas de las universidades más destacadas de los Estados Unidos. En algunas latitudes se imponen dictaduras de un signo o de otro, impregnadas de ideologías totalitarias, que impiden expresar los pensamientos que no coincidan con la doctrina oficial, bajo pena de prisión. Más grave aún son los intentos de negar la libertad religiosa a los ciudadanos, ejerciendo una persecución sistemática a los que no comparten el credo único oficial de una sociedad basada en el fundamentalismo. No se trata solo del fundamentalismo religioso: también el laicismo peca de totalitario cuando impide las manifestaciones públicas de una fe religiosa.
A san Josemaría le gustaba el aire limpio y el agua clara. Allí donde se niega la libertad, el ambiente social se llena de oscuridades y el agua que debería correr libérrima para saciar la sed de los ciudadanos se estanca y se pudre. Por eso, una de las características más sobresalientes de sus enseñanzas-y no solo en la dimensión social-era precisamente su amor a la libertad. Afirmaba con fuerza que hay un ámbito libérrimo en la persona humana en la que solo puede entrar el mismo interesado y Dios, y que siempre ha de ser respetado: la intimidad de las conciencias. El respeto irrestricto por el sagrario íntimo de las conciencias le llevaba a defender la libertad en materia religiosa. Mantuvo relaciones de auténtica amistad con personas de todo credo o sin credo alguno, y estaba dispuesto a dar la vida para defender la libertad de sus conciencias.
Sostuvo un filial forcejeo con la Santa Sede para que permitieran que en el Opus Dei pudiera haber cooperadores no católicos, e incluso no cristianos. Se llenó de alegría con la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, del Concilio Vaticano II. Parafraseando la declaración magisterial, afirmaba: «Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios»[10].
Junto a la libertad religiosa, san Josemaría defendía la libertad de todos los cristianos para defender sus opiniones en las materias que Dios ha dejado al libre albedrío de los hombres. Fomentaba un clima vital abierto, en el que cada uno pudiera manifestarse sencillamente como era, y en el que se respetaran las opiniones de unos y otros. Detestaba la tiranía, «porque es contraria a la dignidad de la persona humana» [11], y manifestaba un gran respeto por el pluralismo en lo opinable, ya se tratase de temas políticos, sociales, económicos, culturales, deportivos: en definitiva, en el ancho mundo de lo no dogmático. Leemos en Surco: «Qué triste cosa es tener una mentalidad cesarista, y no comprender la libertad de los demás ciudadanos, en las cosas que Dios ha dejado al juicio de los hombres» [12].
En un artículo publicado en el diario ABC de Madrid el 2 de noviembre de 1969, san Josemaría se expresaba de este modo:
«Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras -muchísimas- en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible. Porque no sólo es posible que yo me equivoque, sino que -teniendo yo razón- es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta» [13].
La responsabilidad traía consigo la obligación moral de intervenir en la vida de la sociedad, dejando allí una impronta evangélica, siempre en el respeto de las libres opciones temporales.
«Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son -afirmaba en la célebre homilía del Campus de la Universidad de Navarra-: una llamada a que ejerzáis ¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo, lo diré de un modo positivo, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social» [14].
La libertad en materias opinables forma parte esencial de su espíritu secular y laical. Aborrecía de la mentalidad de "partido único", y reivindicaba para los cristianos la libertad de opinión y las decisiones responsables en sus actividades profesionales y sociales:
«No hay dogmas en las cosas temporales. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar. Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo» [15].
Hay que añadir que, en nuestro autor, inseparablemente unida a esta conciencia de la libertad del cristiano en lo temporal, estaba la obligación de la formación de la conciencia y también la afirmación del derecho-deber de la Jerarquía eclesiástica de pronunciar juicios morales sobre las realidades temporales cuando lo exigiera la fe y la moral cristianas [16].
El pluralismo social impulsado por san Josemaría implica que se instaure en la sociedad una "cultura del diálogo". Precisamente al diálogo san Pablo VI dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam. El fundador del Opus Dei animaba a no discutir, sino a intercambiar pareceres, con caridad y respeto por la persona que opina de forma diversa de la nuestra. Para dialogar hace falta humildad: no somos dueños de la verdad y podemos -y debemos- aprender de los demás; hace falta caridad: nunca podremos maltratar a una persona por más que estemos seguros de que está equivocada; hace falta comprensión, es decir, ponernos en las circunstancias de los demás. En definitiva, en el diálogo ejercitamos muchas virtudes cristianas que hacen más humana la sociedad en la que vivimos.
Para que el diálogo sea real, resulta clave permanecer fiel a la propia identidad. La inmensa mayoría de las cuestiones son opinables. A su vez, hay un núcleo de verdades -tanto de fe como de orden natural- en las que una persona de conciencia recta no puede ceder: se trata de la "santa intransigencia", en expresión usada por san Josemaría, o de los "principios no negociables" de Benedicto XVI. Un punto de Surco citado anteriormente termina así: «Solo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia» [17]. Defender con garbo esos puntos irrenunciables no significa ser fundamentalistas: es ser coherentes con nuestra conciencia humana y cristiana.
En una carta enviada a sus hijos el 21 de enero de 1966, san Josemaría se explayaba sobre el diálogo que todo cristiano ha de mantener en la sociedad, para hacerla más humana y, en consecuencia, más cristiana. Vamos a reproducir algunos pasajes de esta carta, pues considero que merece ser conocida y sobre todo aplicada en un ambiente de crispación como es el actual en el debate público, tanto en lo político como en lo cultural y religioso.
Como siempre, el modelo es la vida de Jesús, que mantuvo un diálogo ininterrumpido con todo tipo de personas. «Con la luz siempre nueva de la caridad, con un generoso amor a Dios y al prójimo, renovaremos, a la vista del ejemplo que nos dio el Maestro, nuestras ansias de comprender, de disculpar, de no sentirnos enemigos de nadie» [18]. Nuestra actitud ha de ser la de sembradores de paz y alegría en el mundo, amando y defendiendo la libertad de las almas, ganada y respetada por el mismo Señor.
San Josemaría concebía como finalidad propia del Opus Dei -pero podemos aplicarla a todos los cristianos- «extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a todos los hombres al respeto de los derechos de la persona» [19].
El fundador describe un panorama poco alentador de los tiempos que le habían tocado vivir, que son muy similares a los nuestros: se habla mucho de paz, pero la paz brilla por su ausencia; se habla de democracia e igualdad, pero hay castas cerradas e impenetrables; se clama por la comprensión, pero no se vive, tampoco entre los cristianos. «Son momentos, en los que los fanáticos e intransigentes -incapaces de admitir razones ajenas- se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. Nos ha llamado (el Señor), en fin, cuando se oye hablar mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda darse mayor desunión, no ya entre los hombres en general, sino entre los mismos católicos» [20].
San Josemaría aborda un terna central en la actuación de los cristianos en la plaza pública: fidelidad a la doctrina -que llama, corno hemos visto, "santa intransigencia"- y acogida y respeto por todas las personas, también las que se encuentran en el error: es la "santa transigencia". Y aclara: «Es preciso, sin embargo, que enseñéis a mucha gente a practicar esta doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear» [21].
Los cristianos no podernos transigir con las verdades de fe. El depósito de la Revelación no nos pertenece. Si se hicieran los cambios en la doctrina que muchos pretenden, con la buena intención de que todos nos pusiéramos de acuerdo, saldría una especie de religión vaga y sentimental, que ya no sería sal y luz. El cristiano ha de defender lo que la Iglesia enseña en materia de fe y costumbres «con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance» [22].
La fidelidad a la verdad no nos puede llevar al deseo de aniquilar al que se equivoca, o a dejarnos arrastrar por la ira o a caer en el fanatismo. No se trata de ser un "martillo de herejes". Hay que distinguir entre el error y la persona equivocada. Pero en el error mismo se debe rescatar la parte de verdad que conlleva.
«Las ideas malas no suelen ser totalmente malas; tienen ordinariamente una parte de bien, porque si no, no las seguiría nadie. Tienen casi siempre una chispa de verdad, que es su banderín de enganche; pero esa parte de verdad no es de ellas: está tornada de Cristo, de la Iglesia; y por tanto son esas ideas buenas -que están mezcladas con el error- las que han de venir detrás de los cristianos, que poseen la verdad plena: no hemos de ser nosotros los que vayamos detrás de ellas» [23].
La "santa transigencia" nos lleva a convivir con todos, a dialogar con todos.
«Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Esta es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata solo de admitir, como un mal menor e inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error. Se trata también de ceder, de transigir en todo lo nuestro, en lo opinable, en aquello que -no tocando lo esencial- podría ser motivo de discrepancia. Se trata, en fin, de limar asperezas, donde puedan limarse, para crear una plataforma de entendimiento, que facilite la luz a los equivocados» [24].
Si faltara este talante abierto, haríamos un mal servicio a la verdad, como los que «convierten su vida en una perpetua cruzada, en una constante defensa de la fe, pero a veces se obcecan, olvidando que la caridad y la prudencia deberían regir esos buenos deseos, y se hacen fanáticos. A pesar de su recta intención, el gran servicio que quieren prestar a la verdad se desnaturaliza, y acaban haciendo más mal que bien, defendiendo quizá su opinión, su amor propio, su cerrazón de ideas. Como el hidalgo de la Mancha, ven gigantes donde no hay más que molinos de viento; se convierten en personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír» [25].
Lejos de esta actitud, la conducta del cristiano en el debate público está presidida por la caridad, que tiene, entre otras características, la delicadeza en el trato, la buena educación, el amor a la libertad ajena, la cordialidad, la simpatía. Por otro lado, no podemos limitarnos a hablar o a dar buen ejemplo: «es menester también que escuchéis, que estéis dispuestos a entablar un diálogo franco y cordial con las almas que deseáis acercar a Dios» [26].
San Josemaría impulsa a comprender a todos, a ir del brazo con todos, a trabajar juntos también con las personas que están en otra sintonía ideológica. Para acercar a estas personas a la verdad es necesario fortalecer nuestra formación doctrinal y regarlo todo con la caridad de Cristo.
«¿Contra quién estamos? Contra nadie. No puedo querer al diablo, pero a todos los que no sean el diablo -por malos que sean o parezcan- los quiero bien. No me siento ni me he sentido nunca contrario a nadie; rechazo las ideas que van contra la fe o contra la moral de Jesucristo, pero al mismo tiempo tengo el deber de acoger, con la caridad de Cristo, a todos los que las profesen» [27].
En 1974 san Josemaría realizó una visita pastoral por algunos países de América del Sur. En Argentina había un ambiente tenso, de desunión nacional y de violencia fratricida. Sus palabras en voz alta resonaron en los corazones de miles de argentinos que estaban sufriendo esa situación, y que bien pueden aplicarse a muchas circunstancias de la actualidad:
«Que sembréis la paz y la alegría por todos lados; que no digáis ninguna palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas, sembradores de paz y alegría» [28].
7. Espíritu de servicio. Gobernar es servir
La palabra servicio no goza de demasiada popularidad. En cambio, la palabra poder se presenta como algo apetecible. Este hecho quizá pone de manifiesto que vivimos en un mundo secularizado, que ha olvidado que reinar es servir. Por lo menos esta fue siempre la visión cristiana de la autoridad. Quien ocupa un puesto de responsabilidad en la sociedad -un gobernante, una profesora universitaria, un padre de familia, etc.-ha de ser consciente de que está allí para servir a sus súbditos, a sus alumnos, a los miembros de su familia. Con frecuencia vemos lo contrario: se considera que quien ejerce el poder tiene la posibilidad de servirse a sí mismo. Ve el poder como una propiedad personal desde la cual medrar. De ahí surgen fenómenos tan difundidos en los cinco continentes como la corrupción política y económica, la arbitrariedad, los deseos de perpetuarse en el poder. La historia y la literatura -pensemos en tantos reyes de las obras de Shakespeare, como Macbeth o Ricardo III- lo demuestran sobradamente. Gracias a Dios, también hay numerosos ejemplos de personas que ejercen el poder con autoridad moral, con suavidad, con respeto, con espíritu de servicio: honran el nombre de "ministros", palabra que viene del latín "ministrare", es decir, servir.
Una de las características que san Josemaría señala con más frecuencia para la santificación todas las dimensiones sociales es precisamente el espíritu de servicio. Toda tarea humana honesta tiene como finalidad intrínseca el servicio a los demás. Sirve tanto el médico como el ama de casa, el barrendero municipal como la investigadora o el empleado bancario. El servicio no es algo añadido al trabajo humano.
«Vamos a pensar despacio qué hay en la entraña de nuestra labor profesional. Os diré que es una sola intención: servir. Porque en el mundo, ahora, la importancia de la misión social de todas las profesiones está clara: hasta la caridad se ha hecho social, hasta la enseñanza se ha hecho social» [29].
Escrivá se refería al deseo sobrenatural de servir a Dios y a las almas que ha de reinar en los corazones de todos los cristianos, y que tiene también una dimensión humana: «tratar de lograr la perfección cristiana en el mundo limpiamente, con vuestra libérrima y responsable actuación en todos los campos de la actividad ciudadana. Un servicio abnegado, que no envilece, sino que educa, que agranda el corazón -lo hace romano, en el sentido más alto de esta palabra- y lleva a buscar el honor y el bien de las gentes de cada país: para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes, menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más caridad y más paz» [30].
El espíritu de servicio lleva necesariamente a pensar en los demás, a vivir esa clave antropológica cristiana, señalada en el n. 24 de la Gaudium et spes: la persona humana se realiza en el don sincero de sí. En el entramado de las relaciones sociales es donde ejercemos esa entrega a los demás. «La actuación de cada uno de nosotros, hijos es personal y responsable. Debemos procurar dar buen ejemplo ante cada persona y ante la sociedad, porque un cristiano no puede ser individualista, no puede desentenderse de los demás, no puede vivir egoístamente, de espaldas al mundo: es esencialmente social, miembro responsable del Cuerpo Místico de Cristo» [31].
De acuerdo con su visión, si en la sociedad prima el espíritu de servicio, la transformación del mundo -siempre conscientes de las humanas limitaciones- será una realidad.
«Nuestra labor apostólica contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de toda la gran familia humana, que está dirigida por voluntad de Dios a la perfección» [32].
San Josemaría es un maestro a la hora de ampliar horizontes: aunque nuestra tarea en la sociedad sea aparentemente ínfima o de poca importancia a los ojos humanos, podemos cambiar el mundo precisamente desde allí.
Si todos los ámbitos sociales constituyen una oportunidad para contribuir al bien común, para servir, es evidente que algunos de ellos son estratégicos. San Josemaría señala en particular el servicio público, la actividad política.
«En todos los campos donde los hombres trabajan os habéis de hacer presentes también vosotros, con el maravilloso espíritu de servicio de los seguidores de Jesucristo, que no vino a ser servido sino a servir: sin abandonar imprudentemente -sería error gravísimo- la vida pública de las naciones, en la que actuaréis como ciudadanos corrientes, que eso sois, con libertad personal y con personal responsabilidad» [33].
E insiste:
«La presencia leal y desinteresada en el terreno de la vida pública ofrece posibilidades inmensas para hacer el bien, para servir: no pueden los católicos (...) desertar ese campo, dejando las tareas políticas en las manos de los que no conocen o no practican la ley de Dios, o de los que se muestran enemigos de su Santa Iglesia» [34].
Siguiendo una larga tradición de filosofía política y de doctrina social, cuyos representantes más eximios son Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, Escrivá ofrece una definición de la actividad política:
«Política, en el sentido noble de la palabra, no es sino un servicio para lograr el bien común de la Ciudad terrena. Pero este bien tiene una extensión muy grande y, por consiguiente, es en el terreno político donde se debaten y se dictan leyes de la más alta importancia, como son las que conciernen al matrimonio, a la familia, a la escuela, al mínimo necesario de propiedad privada, a la dignidad -a los derechos y los deberes- de la persona humana» [35].
En los textos de filosofía política clásicos es habitual encontrar apartados dedicados a las virtudes del gobernante. Son numerosos los textos de san Josemaría en el que recoge una serie de consejos para gobernar bien en vistas al bien común. Por ejemplo, saber repartir responsabilidades, sin acaparar el poder en una sola persona (cfr. Surco 972); rodearse de personas doctas y rectas moralmente, y no de mediocres para querer sobresalir (cfr. Surco, 968); tomar las decisiones escuchando a los colaboradores, para evitar visiones unilaterales (cfr. Surco 392); nunca juzgar o hablar con ligereza sobre personas o temas que el gobernante desconoce (cfr. Surco 397); tener la convicción de que quien gobierna no lo sabe todo y debe aprender de los demás (cfr. Surco 388).
En una carta fechada en 1959 y dirigida a los miembros del Opus Dei, daba una serie de indicaciones que no obedecían a sus ideas políticas personales, sino a la doctrina social de la Iglesia: «Cuando hayáis de participar en tareas de gobierno, poned todo el empeño en dictar leyes justas, que puedan cumplir los ciudadanos. Lo contrario es un abuso de poder y un atentado a la libertad de la gente: deforma sus conciencias, además, porque -en esos casos- tienen perfecto derecho a dejar de cumplir esas leyes que solo lo son de nombre» [36].
Al mismo tiempo, no era suficiente dictar buenas leyes, sino hacer partícipes a todos los ciudadanos del bien común, y en particular a los más débiles:
«Respetad la libertad de todos los ciudadanos, teniendo en cuenta que el bien común debe ser participado por todos los miembros de la comunidad. Dad a todos la posibilidad de elevar su vida, sin humillar a unos, para levantar a los demás; ofreced, a los más humildes, horizontes abiertos para su futuro: la seguridad de un trabajo retribuido y protegido, el acceso a la igualdad de cultura, porque esto -que es justo- llevará luz a sus vidas, cambiará su humor y les facilitará la búsqueda de Dios y de realidades más altas» [37].
Una de las características más presentes en la cultura contemporánea es el rechazo a todo tipo de discriminación. Es algo muy positivo desde una mirada cristiana, aunque con dolor comprobamos que muchas veces se sigue discriminando a distintos grupos de personas, sobre todo a los más débiles o a quienes tienen capacidades diferentes. A estos grupos se suman los que consideran que hay verdades objetivas, o quienes piensan que esta vida tiene sentido, o los que se atreven a profesar su fe públicamente: no es raro que esas personas -muchos de los lectores de este libro, supongo- sean tachadas de fundamentalistas, incapaces de dialogar con quien piensa distinto o que constituyen un peligro para la democracia.
Recientemente, un documento de la Santa Sede ha reafirmado la dignidad de toda persona:
«Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos» [38].
Con el fin de aclarar posibles malentendidos sobre el término dignidad, el documento explica que se pueden distinguir cuatro dimensiones de la misma: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y dignidad existencial. La primera dimensión es la más importante. La dignidad ontológica «corresponde a la persona como tal por el mero hecho de existir y haber sido querida, creada y amada por Dios. Esta dignidad no puede ser nunca eliminada y permanece válida más allá de toda circunstancia en la que pueden encontrarse los individuos» [39]. La dignidad moral se refiere al ejercicio de la libertad por parte de la persona humana. Muchas veces hacemos un mal uso de la libertad, y en ese caso nos comportamos de un modo "no digno" de la persona humana.
«La historia nos atestigua que el ejercicio de la libertad contra la ley del amor revelada por el Evangelio puede alcanzar cotas incalculables de mal infligido a los otros. Cuando esto sucede, nos encontramos ante personas que parecen haber perdido todo rastro de humanidad, todo rastro de dignidad. A este respecto, la distinción introducida aquí nos ayuda a discernir con precisión entre el aspecto de la dignidad moral, que de hecho puede "perderse", y el aspecto de la dignidad ontológica que nunca puede ser anulada. Y es precisamente en razón de esta última que se deberá trabajar con todas las fuerzas, para que todos los que han hecho el mal puedan arrepentirse y convertirse» [40].
La dignidad social hace referencia a las condiciones de vida de una persona. Se puede afirmar que hay vidas "indignas" porque sus circunstancias sociales no respetan la dignidad ontológica de la que goza toda persona. Hablar de una "vida indigna" «no indica en modo alguno un juicio hacia la persona, al contrario, quiere destacar el hecho de que su dignidad inalienable se contradice por la situación en la que se ve obligada a vivir» [41]. Por último, la dignidad existencial: «con esta expresión nos referimos a situaciones de tipo existencial: por ejemplo, al caso de una persona que, aun no faltándole, aparentemente, nada de esencial para vivir, por diversas razones, le resulta difícil vivir con paz, con alegría y con esperanza. En otras situaciones es la presencia de enfermedades graves, de contextos familiares violentos, de ciertas adicciones patológicas y de otros malestares los que llevan a alguien a experimentar su propia condición de vida como "indigna" frente a la percepción de aquella dignidad ontológica que nunca puede ser oscurecida Las distinciones aquí introducidas, en todo caso, no hacen más que recordarnos el valor inalienable de esa dignidad ontológica enraizada en el ser mismo de la persona humana y que subsiste más allá de toda circunstancia» [42].
San Juan Pablo II, desde una perspectiva personalista, subrayaba que «la persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor» [43]. Y Francisco añade:
«El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos» [44].
San Josemaría, siguiendo el ejemplo de Jesucristo crucificado, decía que todo cristiano debía abrir los brazos de par en par, para abrazar a todas las almas. Consideraba que toda persona tenía un valor infinito, pues «valemos toda la sangre de Cristo». Utilizando la terminología del documento que acabamos de citar, podemos afirmar sin equivocarnos que, tanto en su vida como en su doctrina, vivía con todas sus consecuencias el respeto a la dignidad de la persona humana en sus cuatro dimensiones. Dignidad ontológica que le llevaba a defender la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, en un apostolado constante en un contexto cultural donde ya estaba muy desarrollada la mentalidad anti-vida; dignidad moral, que le llevaba a buscar al pecador para acercarlo a las fuentes de la gracia, incluso llegando hasta las puertas del infierno; dignidad social, despertando las conciencias de todas las personas de buena voluntad para promover el desarrollo de todos, en especial de los más pobres, y alcanzar un nivel de vida concorde con la dignidad de hijos de Dios; y, por último, la dignidad existencial, por su constante preocupación por acompañar a las personas solas, consolar a los enfermos, predicar la paz familiar, etc.
A la actitud personal de san Josemaría se unía sus ansias de infundir en sus hijos espirituales y en todas las personas a las que llegaba su predicación, la responsabilidad de colaborar en la solución de los problemas sociales. Si un primer paso es la "compasión" ante el débil, el pobre, el discriminado, el siguiente paso ha de ser la "acción": el cristiano -y toda persona de buena voluntad-, no puede quedarse cruzada de brazos frente a las injusticias sociales. Su amor a Cristo, a quién veía en los pobres, lo impulsaba a buscar medios para revertir las situaciones de pobreza y miseria de tantas personas en los cinco continentes. Consideraba que, si la vida espiritual era auténtica, necesariamente debía desembocar en la cercanía a las personas que sufren. De otra manera, se caería en una religiosidad subjetivista, que encerraría una comodidad ajena al espíritu de Cristo [45].
«No se ama la justicia -escribía en una homilía dedicada a san José-, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan, se puede decir que quien afirma que es justo con Dios, pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él» [46].
Respetando el legítimo pluralismo que existe a la hora de encontrar las soluciones técnicas para resolver las emergencias sociales, no dejaba de recordar a todos que parte central del Evangelio es la predilección por los pobres y enfermos, que deben gozar de los mismos derechos de los demás hombres. Sin medias tintas, afirmaba a mediados del siglo pasado:
«En estos tiempos de confusión, no se sabe lo que es derecha, ni centro, ni izquierda, en lo político y en lo social. Pero si por izquierda se entiende conseguir el bienestar para los pobres, para que todos puedan satisfacer el derecho a vivir con un mínimo de comodidad, a trabajar, a estar bien asistidos si se ponen enfermos, a distraerse, a tener hijos y poderles educar, a ser viejos y ser atendidos, entonces yo estoy más a la izquierda que nadie. Naturalmente, dentro de la doctrina social de la Iglesia, y sin compromisos con el marxismo o con el materialismo ateo; ni con la lucha de clases, anticristiana, porque en estas cosas no podemos transigir» [47].
Para san Josemaría hay exigencias de justicia ineludibles, y se deben buscar todos los medios idóneos para que se respeten. A su vez, en su visión social impregnada por el amor de Cristo, consideraba que la justicia sola no basta.
«Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo: Dios es amor (...). Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer. Y no son muchos los que perseveran hasta el fin. Algunos se conforman con acercarse a los umbrales: prescinden de la justicia y se limitan a un poco de beneficencia que califican de caridad. (...) La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige siempre el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo (...); pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: "llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo". Entonces sí, ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús» [48].
A lo largo de su vida, el fundador del Opus Dei alentó innumerables iniciativas en servicio de los más necesitados: institutos de formación profesional, dispensarios médicos, escuelas agrarias, centros de formación para empleadas del hogar, etc. A su vez, no tenía una mentalidad "asistencialista": había que poner en manos de los más necesitados los instrumentos necesarios para que pudieran salir adelante por ellos mismos, respetando su dignidad. Eso implicaba darles formación humana y profesional, sin olvidar la formación espiritual, porque entonces como ahora -es una denuncia del papa Francisco- «la peor discriminación que sufren los pobres es su falta de atención espiritual» [49] Lo decía el mismo san Josemaría: «Hijos de mi alma, no olvidéis que la miseria más triste es la pobreza espiritual, la carencia de la doctrina y de la participación en la vida de Cristo» [50].
También impulsó universidades y escuelas de negocios en los que se procura fomentar la responsabilidad social y el espíritu de servicio, para poner esa formación de altura al servicio del bien común. Procuró que las personas más educadas y con mayores posibilidades económicas afinaran su sensibilidad social, producto no tanto de unos principios de filosofía política o económica, sino de una mentalidad que se amolda a los sentimientos del Corazón de Cristo:
«Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres» [51].
No podemos conformarnos con resolver los problemas personales y familiares. Son prioritarios, pero han de constituir la plataforma para lanzarnos "mar adentro" a buscar a todos los hombres, a llevar el mensaje de Cristo a cada uno y a cada una. «La caridad de Cristo -escribe san Pablo- nos urge» (2Co 5, 14). Y el amor implica entrega, salir de uno mismo, don sincero de sí. Con otras palabras, lleva a complicarnos la vida. En Venezuela, en una de esas reuniones multitudinarias que mantuvo con todo tipo de personas, contestando a una pregunta sobre la educación de los hijos en relación con los bienes materiales, san Josemaría señaló:
«Yo les pasearía un poco... por esos barrios que hay alrededor de la gran ciudad de Caracas. Les pondría la mano delante de los ojos, y después la quitaría para que vieran las chabolas, unas encima de otras: ¡y ya les has contestado! Que sepan que el dinero lo tienen que aprovechar bien; que han de saberlo administrar, de modo que todos participen de alguna manera de los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad. Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: yo no sé si soy bueno, porque nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo; no he tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un céntimo; no me he encontrado en medio de la calle, tendido sin un cobijo... No sé si soy un hombre honrado: ¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido todo eso? Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilo en la vejez y en la enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente la caridad y la justicia» [52].
* * *
El cristiano que, coherente con el Evangelio y bien formado en la doctrina social, procura influir en la comunidad, con responsabilidad social, respeto a la libertad de los demás, capacidad de diálogo, espíritu de servicio y compasión activa por los más pobres, es un generador de cambios positivos. Corno los círculos concéntricos que produce la piedra echada en el agua, su influjo llegará hasta los últimos confines de la tierra. Si hay muchos cristianos así, habrá razones para esperar en un mundo mejor, con más amor, comprensión, paz, perdón. No caigamos en la utopía, pues la presencia del mal siempre estará presente hasta el fin de los tiempos. Pero es nuestra responsabilidad aportar nuestra contribución para hacer más cristiana -y, en consecuencia, más humana- la convivencia social.
Hace pocas semanas vi en los estantes de una librería de Yaoundé, capital de Camerún, un libro que se titulaba así: Le pire n'est pas encore arrivé (Lo peor todavía no ha llegado). Como título es poco entusiasmante. Con las certezas que nos da la fe, podemos afirmar que, si somos fieles a nuestra vocación de ciudadanos cristianos en medio del mundo, lo mejor todavía no ha llegado. Todo depende al mismo tiempo de Dios y de nuestra correspondencia libre y responsable a la gracia divina.
Mariano Fazio en opusdei.org/es
Notas:
1. Cfr. Ch. DICKENS, Casa desolada, Montesinos, Madrid 2018.
2. Carta n. 3, 46a, en Cartas I, Edición crítica y anotada por Luis Cano, Rialp, Madrid 2020.
3. Carta n. 3, 29b, en ibidem.
4. Carta n. 3, 45b, en ibidem.
5. FRANCISCO, Encíclica Fratelli tutti, 3-X-2020, n.86.
6. Carta n. 3, 46c, en Cartas I, cit.
7. FRANCISCO, Fratelli tutti, n. 68.
8. Carta, 15-X-1948, n. 28.
9. F. OCÁRIZ, Conferencia "Agrandar el corazón", 22 de enero de 2023.
10. Amigos de Dios, 32
11. Conversaciones, 53
12. Surco, 313
13. Artículo Las riquezas de la fe, ABC, 2-XI-1969
14. Conversaciones, 104
15. Las riquezas de la fe, ABC 2-XI-1969
16. Cfr. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La formazione della coscienza in materia sociale e política secando gli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá, en Romana, Enero-Junio 1991, 162-181
17. Surco, 275.
18. Carta n. 4, 3a, en Cartas I, cit.
19. Ibidem, 3c.
20. Ibidem, 4c.
21. Ibidem, 6d.
22. Ibidem, 8c.
23. Ibidem, 11a.
24. Ibidem, 12a.
25. Ibidem, 12e y d.
26. Ibidem, 13e.
27. Ibidem, 24 b, c y d.
28. Notas de una reunión familiar, 15-VI-1974 (Archivo General de la Prelatura, en adelante AGP, biblioteca, PO4, vol. 11, 482).
29. Carta n.3, 26b.
30. Carta n.8, 1b, en Cartas II, edición crítica y anotada, preparada por Luis Cano, Rialp, Madrid 2022.
31. Ibidem, 37d.
32. Ibidem, 38a.
33. Ibidem, 40, e.
34. Ibidem, 41a.
35. Ibidem, 42a.
36. Carta n, 29, 52, en www.escriva.org.
37. Ibidem.
38. Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana, 8-IV-2024, n. 1
39. Ibidem, n. 7.
40. Ibidem.
41. Ibidem, n. 8.
42. Ibidem.
43. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 199.
44. FRANCISCO, Fratelli tutti, n, 94.
45. Cfr. SCHLAG, M., voz Promoción y desarrollo, en el Diccionario ..., cit., 1026.
46. Es Cristo que pasa, 52.
47. Instrucción, V-1935/14-IX-1950, nota 146.
48. Amigos de Dios, 172-173
49. FRANCISCO, Evangelii gaudium, 200.
50. Carta n. 29, 52.
51. Es Cristo que pasa, 167
52. Notas de una reunión familiar, 9-11-1975 (AGP, Biblioteca, P04, 1975, vol. 111, 83-84).
Juan Pablo Espinosa Arce
1. Introducción
El teólogo Paul Tillich en el tomo II de su Teología Sistemática expone su comprensión sobre el pecado en vinculación con la caída y el mal uso de la libertad natural del ser humano. Tillich, además, indica que el ser humano es un sujeto alienado, y que lo está en relación “de su verdadero yo” [1]. Alienación se define en Tillich como la “hostilidad que el hombre siente hacia Dios” [2], hostilidad que –curiosamente– surge en un ser que pertenece al mismo Dios. La hostilidad del ser humano hacia el Otro (Dios; con mayúscula), y su consecuente sinónimo de alienación, posee para Tillich conceptos asociados como: expulsión del paraíso, ruptura del ser humano con la naturaleza, enfrentamiento del hermano contra el hermano, separación entre las naciones, confusiones en el lenguaje, vuelta del pueblo hacia dioses extraños [3]. Con esto, el pecado –en Tillich– es entendido como “el estado de alienación con respecto a aquello a lo que pertenecemos –Dios, uno mismo, nuestro mundo–. De ahí que nosotros examinemos aquí las características del pecado bajo el título de alienación, puesto que la misma palabra alienación implica una reinterpretación del pecado desde un punto de vista religioso” [4]. Y más adelante indica que el pecado es el “acto personal de separarse de aquello a lo que uno pertenece. El pecado expresa con el máximo vigor el carácter personal de la alienación, frente al aspecto trágico de la misma” [5], carácter personal que también involucra la responsabilidad personal ante la alienación [6]. Con ello, el pecado representa un acto personal, libre y responsable por el cual el ser humano se separa del que es el fundamento de su existencia –Dios acto– que tiene como consecuencia la separación con el mundo, a la comunidad de los hombres y con uno mismo. Alienación es, por tanto, una cuestión de quiebre en la convivencia, quiebre que es trágico y dramático en términos de Tillich. Si la vocación humana es comprender que la existencia es coexistencia, el pecado rompe la vocación humana fundamental, la cual es llamada “reunión” por Paul Tillich [7].
A partir de esta base teológica nominal en torno al pecado, nuestra propuesta es asumir una reinterpretación filosófico-teológica en torno al concepto del pecado tal y como lo ofrece Paul Tillich, a saber, en términos de relación, de encuentro-desencuentro, amor-alienación, expulsión deliberada del otro-acogida del otro en la gracia. Pecado, pareciera se dice como “expulsión del otro”. Esta reinterpretación del pecado –concepto central de la antropología teológica– se realizará desde la propuesta del pensador contemporáneo Byung-Chul Han del cual ya hemos hecho algunos aportes [8] centrados sobre todo en la teología fundamental y el concepto de revelación y también en torno a la eclesiología y el tema de la sociedad del cansancio. Han, aunque posee estudios en teología (Múnich), no hace teología, sino un intento de lectura sociológico-cultural de la época presente a partir de la creación de conceptos como: sociedad del cansancio, sociedad de la transparencia, agonía del eros o expulsión del otro. La propuesta de Han, a nivel filosófico y cultural, no deja de ser llamativa y la reconozco como un espacio para realizar una lectura teológica a las grandes cuestiones de la reflexión cristiana como, en este caso, el concepto del pecado.
Revisando y leyendo gran parte de la obra de Han, podemos reconocer que hay ejes transversales que permiten comprender el concepto del pecado. Por ejemplo: hoy vivimos en un exceso de positividad donde solo nos enfrentamos con la igualdad (dictadura de lo igual lo menciona Han) [9]. La negatividad, la extrañeza del otro, la enfermedad, la muerte, el fracaso, la fragilidad quedan eliminada. El otro, como acontecimiento que funda la experiencia y el encuentro quedan eliminados. Entonces nos preguntamos: ¿es acaso la expulsión del otro de Han una posibilidad de interpretar la alienación o la falta de reunión de Tillich? Otro aspecto: la sociedad actual (del cansancio, del rendimiento, de la transparencia) están fundamentadas en un nuevo tipo de individualismo que encierra al ser humano hasta el punto de enfermarse neuronalmente. Incluso la enfermedad de un patógeno externo (como en el caso de las bacterias; las bacterias son un “otro externo”) quedan suprimidas. No hay, por tanto, relaciones interpersonales. Un último caso: al ser esta una época en donde el eros agoniza (eros es Misterio; Dios como Misterio atrayente, el eros, la vinculación, que se revela poco a poco; y el ser humano como misterio) la vinculación afectiva también comienza a ponerse en duda. En el pecado es justamente la ruptura con Dios lo que resulta expuesto. Alienación respecto a Dios, a los demás, al mundo, a sí mismo. Cuando rompemos con el otro humano, y éste al ser imagen y semejanza de Dios (Cf. Gn 1, 26-27), también estamos rompiendo con el Otro Trascendente. De hecho, autores como Leonidas Donskis en su trabajo conjunto con Zygmunt Bauman en Maldad líquida insisten en esta correlación. Dice Donskis:
“en tiempos de convulsión o de cambio social intenso, y en coyunturas históricas críticas, las personas pierden parte de su sensibilidad y se niegan a aplicar la perspectiva ética a otras personas. Simplemente, eliminan la relación ética con los demás. Esos otros no pasan a ser necesariamente enemigos o demonios. Son, más bien, estadísticas, circunstancias, obstáculos, factores, detalles desagradables y trabas que estorban. Pero, al mismo tiempo, dejan de ser personas con las que quisiéramos encontrarnos en una situación cara a cara, cuya mirada pudiéramos aguantar, a quienes pudiéramos sonreír, o a quienes pudiéramos incluso devolver un saludo en aras del reconocimiento de la existencia del Otro” [10].
Al encontrarme con el otro humano gracias al proceso de individuación y diferenciación que desemboca en el impulso gregario, puedo tener experiencia del Otro Absoluto. Ver al Otro en el otro, y romper con el Otro en el otro y en las otras cosas y en mí, imagen y semejanza del Otro que en mí mismo llevo las marcas de una multitud de muchos otros con los cuales vamos en camino. En palabras de Humberto Giannini: “el camino es el testimonio indesmentible del inicio de la historia humana como búsqueda de lo otro. Pero, esencialmente, como búsqueda del Otro. Y esta última búsqueda no está en el orden de lo buscado en vistas de otra cosa sino como un fin en sí mismo” [11]. Somos en el Otro y con los otros. José Ramón García Murga también insiste en esta presencia del Tú eterno en la mediación de la comunidad humana, y que dicha comunidad debe comprenderse desde una referencialidad más allá de la mima comunidad. García Murga recuerda, además, que la propuesta de pensadores como Martín Buber marca esta tesis: encontrarnos con el otro intra-mundando nos permite hacer experiencia con el Trascendente. Dice García Murga: “no es necesario para encontrarla, separarse del mundo, ni de los demás túes: es posible encontrarla “en” esas relaciones. El Tú eterno no se capta sólo como un contenido; es una presencia, un “plus” de fuerza, una relación de sentido” [12]. En el encuentro con el otro que nos comunica al Otro logramos “una comunidad más sólidamente fundada” [13]. Esta experiencia sólidamente fundada de la que hace mención García Murga se encuentra en el corazón de la propuesta antropológica de Martín Buber cuando el filósofo judío indica que
“el encuentro del hombre consigo mismo, sólo posible y, al mismo tiempo, inevitable, una vez acabado el reinado de la imaginación y de la ilusión, no podrá verificarse sino como encuentro del individuo con sus compañeros, y tendrá que realizarse así. Únicamente cuando el individuo reconozca al otro en toda su alteridad como se reconoce a sí mismo, como hombre, y marcha desde este reconocimiento a penetrar en el otro, habrá quebrantado su soledad en un encuentro riguroso y transformador” [14].
Para efectos de la propuesta, considero “sensato” no abarcar toda la obra de Han, sino que ofrecer algunas claves para pensar cómo el pecado y el reconocimiento del mismo (arrepentimiento, culpa, perdón, restablecimiento de la dinámica de la gracia) y en tiempos de maldad líquida (o de pérdida del sentido del mal, del pecado, de la culpa, de la responsabilidad, etc.) nos ayuda a pensar la des-coincidencia. El pecado genera en el ser humano una situación de desintegración, de ruptura. Ante la ruptura debería aparecer el imperativo ético-moral-religioso-humano de que el reconocimiento de dicho mal cometido (la negación al amor; negación al otro; expulsión del otro-de la distinción) es un espacio para recuperar la humanidad. La des-coincidencia, a nuestro entender, debería remecernos y reconocer todas aquellas instancias antropológicas de la sistemática expulsión del o-Otro de nuestro horizonte de comprensión. En razón del argumento de este mismo Coloquio Internacional, la experiencia histórica del pecado debería invitarnos a reorganizar una subjetividad descentrada de sí misma y de todas sus fijaciones, con vistas a una vida simplemente más humana. En este sentido, la propuesta de Byung-Chul Han la utilizamos como un modo de acercarnos a la realidad, de establecer criterios de juicio y de comprensión de los fenómenos sociales y humanos y de cómo entre sus categorías se puede rastrear el pecado como negación libre, consciente y responsable del otro.
2. La sobreabundancia de lo idéntico, el exceso de positividad o el tránsito de un modelo inmunológico a un sistema de expulsión del otro
Una de las metáforas o modos de comprensión que aparecen como transversales a la propuesta de Byung-Chul Han es lo que él denomina la “sobreabundancia de lo idéntico” [15]. Dicha formulación se entiende en lo que Han describe como el tránsito entre un modelo de enfermedades que va desde lo bacterial hacia lo neuronal. En el primer modelo es un patógeno –literalmente un agente infeccioso externo (un hetero; otro)– el que ingresa en el sistema corporal e infecta alguno de sus mecanismos. El sistema bacterial está dinamizado por la presencia de lo extraño, de lo distinto, de otro. En cambio, el modelo neuronal o lo que él denomina la “violencia neuronal” [16] está marcado por una infección provocada por el mismo ser humano sin el concurso de un agente externo y distinto. Para Han estas situaciones (depresión, trastorno de déficit atencional, hiperactividad, trastornos de personalidad, desgaste ocupacional) que no se definen como infecciones, que no son virales, “no son ocasionadas por la negatividad de lo otro inmunológico, sino por un exceso de positividad. De este modo, se sustraen de cualquier técnica inmunológica destinada a repeler la negatividad de lo extraño” [17]. La época de las invasiones de los patógenos externos (como metáfora de la presencia del otro) ya no existe. Hoy la violencia no es de un otro que ingresa, en razón de que ese mismo otro y por la crisis del sujeto moderno terminó diluyéndose. El daño ahora es neuronal, es una autodestrucción.
Este exceso de positividad presente en la propuesta teórica de Byung-Chul Han representa un encierro del sujeto, una expulsión de lo distinto. Ya no hay una otredad que afecte la realidad humana. Han dirá: “los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual” [18]. En la dictadura de lo igual, otra categoría de Han, resurge con fuerza la noción de la autosuficiencia del pecado, del encierro producto de la libertad ególatra y que es contraria a la libertad vinculada. El pecado, por definición, supone la presencia de otro, es la ruptura de las relaciones fundamentales del ser humano (con el Otro-Dios; con el otro-humano; consigo mismo; con lo creado; por ello es desintegración). Han habla de la enemistad y dice: “la enemistad, incluso en forma viral, sigue el esquema inmunológico. El virus enemigo penetra en el sistema que funciona como un sistema inmunitario y repele al intruso viral” [19].
El sistema inmunológico tiene la particularidad de mostrar síntomas a la persona que padece un desorden interior, una enfermedad. Los síntomas son señales de alerta que el cuerpo envía para detectar un potencial peligro frente al agente externo. El síntoma es una alteración perceptible por el sujeto (pero no por el medio externo; generalmente el síntoma no se muestra) que indica la posibilidad de la enfermedad o la afección. Ante la experiencia del mal que el agente patógeno externo (el otro) provoca en el cuerpo humano, el síntoma aparece como criterio diferenciador para notar su presencia. Pero ¿qué pasa en una situación donde el sistema inmunológico queda suprimido por la violencia neuronal o por la autosuficiencia? ¿qué criterios de diferenciación del síntoma encontramos? Si con Bauman y Donskis decíamos que ésta época es la del mal líquido –donde el mal no es malo, donde el mal se camufla como bondad– ¿dónde quedan los mecanismos de detección del daño (la culpa) y de la experiencia del mal (la queja por la justicia)? A nuestro entender el gran problema de mantener un orden social que expulsa sistemáticamente la otredad es que nos quedamos desprovistos de la conciencia del pecado, del mal, de la culpa y del arrepentimiento ante el daño causado. Ante la experiencia de la maldad líquida seguiría –a nuestro entender– una experiencia de culpa líquida en cuanto nos quedamos sin criterios verificadores para detectar las situaciones de mal concreto, de mal real.
La falta de culpa, a nuestro entender, representa el sustento (no)-ético de la autosuficiencia. Según autores como Juan García Haro o Carlos Domínguez Morano, la culpa tiene como condición de posibilidad la presencia de un otro ante el cual yo sé que cometí un daño. Por ello nace la culpa en cuanto factor de reconocimiento García Haro sentencia: “la presencia del otro como condición de posibilidad del sentimiento de culpa (…) sin la mirada real del otro, la acción indebida tiene poca capacidad de suscitar culpa, y cuanto se verifica la no existencia de miradas lo que acontece es cierta sensación de alivio” [20]. Domínguez Morano por su parte reconoce: “la culpa constituye una condición básica para la integración del sujeto y para su acceso a la realidad y al mundo de los valores. Necesitamos, por tanto, de esa estructura psíquica que proporciona la posibilidad de sentirnos a disgusto cuando nuestro comportamiento se aleja de las metas que un sano ideal del yo nos pueda proponer” [21]. Por lo tanto, si el pecado como negación consciente, libre y responsable del o-Otro en cuanto acción moral (el mal es una cuestión moral por estar movido por la libertad) dicha acción genera el sentimiento de la culpa culpa en la persona. Pero, si la maldad líquida priva al ser humano de los medios para detectar el dónde del daño (culpa líquida) el mismo concepto de pecado termina devaluándose. Cabría, entonces, la posibilidad de pensar el pecado líquido, a saber, un pecado banal, un pecado que da lo mismo cometerlo o no, en cuanto el mal banal responde a dicha indistinción. Pero, ¿es indistinto cometer una acción que rebaje al otro a su mínima expresión? ¿es justificable el mal? ¿dónde queda la conciencia de pecado y el arrepiente maduro de la eliminación del amor, del otro y del Otro? ¿dónde queda el salvaguardar la dignidad fundamental de cada ser humano en cuanto espacio para hacer experiencia de Dios? ¿dónde queda la vocación fundamental del ser humano, a saber, la reunión en términos de Paul Tillich?
Si la tentación fundamental de la serpiente –como imagen simbólica del otro que tienta– es ser como “dioses” (Cf. Gn 3), dicha oferta alienante supone lo que Han denomina el verbo modal poder. Han lo entiende en los siguientes términos: “la sociedad del rendimiento se caracteriza por el verbo modal positivo poder sin límites [22]. Su plural afirmativo y colectivo [23] Yes, we can expresa precisamente su carácter de positividad” [24]. El verbo poder coloca la tentación de sabernos sin otro que nos recuerde que existe un límite. La conciencia del pecado aparece en cuanto reconocemos que el otro experimentó un dolor por una acción. Pero, el poder al no conocer límites fácilmente puede omitir dicha sensibilidad por el que sufre. García Haro lo declara en razón de la llamada culpa interpersonal en los siguientes términos: “desde el punto de vista de la culpa interpersonal es siempre el otro de la relación quién desempeña el cometido de proyectar sobre el sujeto el valor moral de sus acciones. No hay imagen si no hay otro que la devuelva. El que se siente culpable lo hace ante los demás, ya que son éstos quienes le hacen sentir culpable; aquí la culpa no es otra cosa que la conciencia de la responsabilidad de ese hacer indebido” [25]. Nuevamente: la culpa y la acción indebida con el otro –que en clave de fe se denomina pecado– supone siempre al otro. Lo complejo del verbo modal poder es que al estar tan extendido en el estatuto socio-político, cultural y también eclesial termina difuminando la conciencia y la gracia del límite, como la llamaba Guardini.
3. Recuperar la mirada como salida de escape a la poca conciencia de pecado y de la consecuente banalización del mal causado: la gracia
Mantener el límite es asumir que no puedo dañar al otro en cuanto otro. Mantener el límite es hacerme cargo de las consecuencias de mis actos. Mantener el límite es asumir lo que Han denomina la distancia y la mirada contemplativa. En sus palabras, “lo completamente distinto (el otro en cuanto otro), inasequible a toda previsión (la comparecencia del otro ante mi rostro siempre desdibuja, des-coincide), que no se somete a ningún cálculo y que infunde miedo, se manifiesta como mirada” [26]. Por la mirada somos constituidos en la relación efectiva y afectiva. Para Han la mirada nos permite comprendernos como seres en el mundo. En sus categorías: “el mundo es mirada. Incluso el crujido de las ramas, una ventana entreabierta y hasta un leve movimiento de la cortina se los percibe como miradas. Hoy el mundo está muy pobre en miradas. Rara vez nos sentimos mirados o expuestos a una mirada. El mundo se presenta como placer visual que trata de agradarnos. Del mismo modo, tampoco la pantalla visual tiene el carácter de una mirada. Windows es una ventana sin mirada. Nos protege justamente de la mirada” [27]. La pantallización –signo de la autosuficiencia y por ende de la expulsión del otro– no posee mirada. Nos miramos en ella y nada más. Pero, y ahí está la cuestión, la mirada tiene el carácter de ser redentora [28]. La mirada del otro es el espacio propio de la des-coincidencia, es decir, de las excesivamente rápidas coincidencias de una cosa con otra, del “capturar” en un solo concepto una experiencia vasta en significaciones. Insistimos con el eco de estas líneas: una sociedad verdaderamente humana debe ser una sociedad de miradas, de juegos cómplices de bondad, compasión y libertad vinculada. La pobreza de miradas es signo del pecado y, por el contrario, la experimentación de las miradas, de la voz, del eros, del encuentro sensual-corporal-afectivo de carácter liberador y humanizante es espacio de des-coincidencia, por tanto, de la gracia. La gracia es signo de la des-coincidencia. Quisiéramos finalizar estas páginas aportando una breve meditación en torno a “dos miradas” que, a nuestro juicio, representan esta falta y este carácter redentor del encuentro con el otro. Son las miradas de Judas y de Pedro durante el drama de la pasión de Cristo.
En la narración de los remordimientos y de la muerte de Judas (Cf. Mt 27, 3-10), el discípulo mantiene su vínculo con el sacerdocio del Templo. Con ellos cruza la mirada, no siendo capaz de cruzar la mirada con Jesús (la última vez que se vieron fue en la traición; signo de la profunda enemistad y por tanto de la alienación de la expulsión de lo distinto). La mirada de Judas mantiene sus ojos fijos en el dinero. Hasta el momento de su muerte el poder se mantiene como eje transversal. La mirada de Judas es la que no experimentó el arrepentimiento real, sino que se mantuvo en la lógica de la desesperación y de la desconfianza en la reconciliación con Jesús. Judas es símbolo de la pobreza de miradas. Judas actúa al modo de Narciso, mirándose a sí mismo y velando por sus intereses.
Por su parte, Pedro es el símbolo del cruce de miradas que redime al pecador. Dice Lucas en su Evangelio: “Todavía estaba hablando (Jesús) cuando un gallo cantó. El Señor se volvió a y fijó su mirada en Pedro. Y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: antes de que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces. Y saliendo afuera, lloró amargamente” (Lucas 23, 60-62). La mirada de Jesús pulverizó la mirada y el alma de Pedro. Con la mirada del otro (cuando se le deja entrar en mi campo visual-existencial) el sentido de culpa de Pedro se activa y reconoce su pecado (recordó las palabras de Jesús) reconocimiento manifestado en el llorar amargamente. El filósofo Josep María Esquirol –haciéndose eco de las palabras de Camus-, y a propósito de la vergüenza dice: “vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. Pero un día empecé a reflexionar y la reflexión sincera conduce a la vergüenza, es decir, a la conciencia (…) que la vergüenza es el origen del filosofar será una de las inestimables tesis levinasianas” [29]. Con la mirada redentora de Jesús, Pedro comienza el proceso de reflexión –literalmente de regreso a sí mismo– y recuerda. Pedro vuelve a su espacio interno, a su relato y al relato de Jesús. La mirada de Jesús, la compasión de esa mirada, es lo que permite que Pedro pase de la negación a la des-coincidencia, del pecado a la gracia.
La mirada de Jesús que entra en intimidad con la mirada petrina marca una distancia, un espacio de creación de lo nuevo. Humberto Giannini dice que es esta distancia la que genera una intersubjetividad redentora de la alteridad positiva que debe surgir entre dos seres humanos. Dice Giannini:
“el otro sujeto es un ser que trasciende mis posibilidades de directa aprehensión cognoscitiva: es inobjetable. Sin alcanzar jamás su centro, nos aproximamos a él por rodeos sin alcanzar jamás su centro. Nos acercamos a través de nuestras referencias a un mundo común, a las cosas, a las situaciones de ese mundo, o a él mismo como “ser encarnado”, como “ser en el mundo”. En fin, nos acercamos desde las distancias y por las vías sensibles de acceso que se abren con el mundo” [30].
Lo llamativo de la mirada gratificante, salvadora, liberadora del encierro y puerta de acceso de una alteridad renovada y pascual, es que acontece en la distancia. Pedro mirando de lejos, Jesús mirándolo en la lejanía. La distancia y la mirada, como vía sensible de acceso al mundo en términos de Giannini, pueden ser imágenes y simbólicas para expresar cómo la gracia de Dios acontece cuando hay un espacio de fecundidad en la que puede despertar. Cristo y Pedro constituyen sujetos inobjetables, no pueden ser reducidos a cosas. Son “alguien” que experimentan una dinámica de amor: uno en la vergüenza del pecado cometido y que gracias a la mirada puede experimentar el llanto de conversión. Otro, Jesús, que ama profundamente esa mirada desesperada y pecadora. Más que mirar el pecado, la mirada de Jesús abraza al pecador y le invita a salir de su encierro egolátrico y abrirse a un mundo nuevo fundado en la alteridad del encuentro salvador. La gracia, por lo tanto, sucede –utilizando la filosofía del mismo Giannini– “en medio de la interacción, en el inter de la inter-subjetividad” [31], en la ruptura con el modelo encerrado de ser humano, en la negación del poder y en la apertura del no poder de Han. La gracia de Dios se expresa en experiencias cotidianas de “soltar” lo que nos auto-ata y nos moviliza para desplegar el religarse a otros, a lo otro (la creación) y al Otro que sustenta la alteridad en cuanto es la Alteridad (con mayúscula) en sí mismo. Utilizando las expresiones del filósofo francés François Jullien: “el écart (o espacio, distancia) nombra una distancia que se abre y establece una comparación, hace aparecer un entre que pone en tensión lo que ha sido separado y le permite a cada término comprenderse respecto al otro” [32]. Si el pecado es separación, la gracia es la posibilidad del encuentro. Si el pecado aísla y priva de miradas, la gracia reestablece y re-imagina formas creativas de encuentro. Si el pecado nos instala en nuestra cerrazón, la gracia denuncia toda forma de muerte de la alteridad. Con ello, en un mundo pobre de miradas mantener la conciencia de la mirada de Jesús es un espacio para salir del encierro del yo que, bajo la tentación del verbo poder, sistemáticamente va expulsando al otro, va negándose a su amor y, por consecuencia, al amor del Amor (de Dios) que se deja entrever por esa mirada.
Juan Pablo Espinosa Arce en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 P. Tillich, Teología sistemática II: La existencia y Cristo, Sígueme, Salamanca 1981, 68.
2 P. Tillich, Teología sistemática, 68.
3 Cf. P. Tillich, Teología sistemática, 68.
4 P. Tillich, Teología sistemática, 69.
5 P. Tillich, Teología sistemática, 69.
6 Cf. P. Tillich, Teología sistemática, 69.
7 P. Tillich, Teología sistemática, 70.
8 J.P. Espinosa, “Cuando la revelación no es transparencia. Posibilidades de un diálogo filosófico– teológico desde la propuesta de Byung-Chul Han”: Palabra y Razón 15 (2019) 61-73; J.P. Espinosa, “Ser creyentes en la sociedad del cansancio. Propuesta para una estética teológica fundada en la negatividad humana”: Proyección: teología y mundo actual 272 (2019) 25-40.
9 Para conocer más estos elementos sugiero la revisión del libro Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona 2017.
10 Z. Bauman y L. Donskis, Maldad líquida, Paidós, Argentina 2019, 49.
11 H. Giannini, La metafísica eres tú. Una reflexión ética sobre la intersubjetividad, Catalonia, Santiago de Chile 2007, 24.
12 J.R. García Murga, Comunidad, experiencia de espíritu, liberación, Marova, Madrid 1977, 41.
13 J.R. García Murga, Comunidad, 41.
14 M. Buber, ¿Qué es el hombre?, FCE, México 2011, 144-145.
15 B-C. Han, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona 2017, 20.
16 B-C. Han, La sociedad del cansancio, 13.
17 B-C. Han, La sociedad del cansancio, 13.
18 B-C. Han, La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona 2017, 9.
19 B-C. Han, La sociedad del cansancio, 23.
20 J. García Haro, “Culpa, reparación y perdón: implicaciones clínicas y terapéuticas”: Revista de Psicoterapia, Vol.25, 97 (2014) 177-208, 187.
21 C. Domínguez Morano, Experiencia cristiana y psicoanálisis, Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, Argentina 2005, 100.
22 Ahí estaría el ser como dioses de la tentación original en cuanto omisión del estatuto creatural del ser humano.
23 Este carácter colectivo del poder ¿podría llevar a pensar el carácter estructural del pecado?
24 B-C. Han, La sociedad del cansancio, 26. En esta positividad podríamos distinguir el carácter líquido-banal del mismo verbo modal poder y de la consecuente mirada teológica en torno al pecado como estructura que propone la libertad ególatra como cualidad “razonable”. En definitiva, la maldad líquida, actúa por lo “racional”.
25 J. García Haro, “Culpa, reparación y perdón”, 205.
26 B-C. Han, La expulsión de lo distinto, 77.
27 B-C. Han, La expulsión de lo distinto, 77.
28 Han en La expulsión de lo distinto recuerda el argumento de la película Anomalisa en la cual un joven llamado Michael se encuentra con una mujer llamada Lisa, la cual y con su mirada y su voz lo salvan del encierro de su yo. Lisa, dice Han, se considera así misma fea (cánones de la sociedad de lo pulido, de la belleza aparente, del neo narcisismo). Se oculta porque la sociedad le exige ocultarse. Pero cuando Michael se encuentra con ella experimenta el resurgir del amor y del encuentro (la gracia en términos teológicos, lo opuesto al pecado y a la alienación, la posibilidad de la reunión en términos de Tillich). Dice Han: “Michael se enamora de ella, de su voz distinta, de su alteridad, de su anomalía. En el éxtasis amoroso la llamada Anomalisa. Pasan la noche juntos (…) Anomalisa significa “diosa del cielo”. Anomalisa es el otro por antonomasia que nos redime del infierno de lo igual. Ella es el otro en cuanto eros” (B-C. Han, La expulsión de lo distinto, 20).
29 J. María Esquirol, La resistencia íntima: ensayo de una filosofía de la proximidad, Acantilado, Barcelona 2015, 80.
30 H. Giannini, La metafísica eres tú, 93.
31 H. Giannini, La metafísica eres tú, 134.
32 F. Jullien, La identidad cultural no existe, Taurus, España 2019, 86.
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