Pedro Francisco Gago Guerrero
LA PUESTA EN PRÁCTICA DE LA LEY EUTANÁSICA
Seguramente el nihilismo bio-ideológico ha creado el sistema eutanásico para conducir al individuo fuera de sí. De modo que preferentemente su conciencia deberá entregarla voluntariamente a quien representa teóricamente la voluntad de la colectividad, a fin de depositarla con primorosa dejadez en el manto sensible del Estado y en algunos profesionales sanitarios que ejercerán el papel de transportistas que le conducirán al sueño eterno. A ellos confiará la tarea de que se expida el pasaporte final. Se entiende que su voluntad deberá estar completamente ajustada a la institucionalización colectiva, de manera que la servidumbre aceptada sería el máximo logro de la auto-realización del poder totalitario.
Además, hay otros dos aspectos que forman parte del sistema eutanásico: a) la voluntad de los que la piden no siempre procederá de una situación objetivada; b) la fuerza imprimida por la volátil organización encargada de eliminar a la mayor parte de la gente in-aprovechable, una vez se decidida que su tiempo ha llegado al límite.
El carácter imperativo y general de la Ley se impone a toda la sociedad, creando en el sujeto el derecho a exigirla y obligando a un profesional de la sanidad a concederla, salvo que sea objetor de conciencia [40]. Pero, al mismo tiempo, también le otorga al sanitario, en realidad, un mortituitivo, el poder de aplicarla a cualquier sujeto que considere hallarse en cualquiera de las situaciones descritas. El nuevo ejecutor sanitario adquirirá potencialmente un poder para actuar según su voluntad. La relación queda establecida entre un sujeto con poder ilimitado, potencialmente incontrolable, y otro sujeto que tiene que entender que su vida ya no le pertenece. Aunque su deseo sea seguir viviendo, si el responsable de la eliminación no lo cree conveniente, estará condenado a muerte por decisión de un servicio especial de pompas fúnebres. En definitiva, que se está creando la pena de muerte por voluntad médica en los estertores de la vida. Aquí no existe recurso ni apelación, al convertirse el médico en un sayón o ajusticiador cuya sentencia es cosa juzgada.
¿Se puede entonces concebir que la eutanasia sea un acto médico?
El sujeto que pide la eutanasia tendrá que acudir al lugar que permita cumplir su voluntad. En este caso, un sanitario deja de serlo para cumplir una función ajena a su profesión, en puridad porque no es un acto médico, sino un instrumento que voluntariamente decide ejecutar la petición de quien desee ser eliminado. Cuesta creer que una persona podrá está tan enajenada como para que, a priori, paradójicamente, sin tener ninguna enfermedad, ponga su vida en manos de una sección dedicada a poner fin a su tránsito por el tiempo [41].
Pero la ley es constitucional, como se ha comprobado en Alemania. De acuerdo con el derecho positivo e interpretando la Constitución, el 28 de febrero de 2020 la Sala Segunda del Tribunal Constitucional Federal alemán (Bundesverfassungsgericht), “crea” un derecho fundamental llamado la “muerte auto-determinada”, declarando inconstitucional el artículo 217.1 del Código Penal, en el que se había criminalizado el fomento del suicidio como actividad recurrente (geschäftsmässige Förderung der Selbsttötung” (Coca Vila, 2020). En el artículo 2.1, queda especificado dentro del derecho de la personalidad, el derecho a la muerte auto-determinada autónoma (selbstbestimmtes Sterbens). Con ello queda autorizado el suicidio (Selbsttötung), así como a solicitud de ayuda para quitarse la vida. Basándose en la libertad de que el individuo realice su vida, también se completa con la libertad para dejar de seguir viviendo.
Este personal sanitario, decisionista y sentenciador, tendente a ejecutar ilimitada y sosteniblemente a los enfermos, en nada se podrá parecer a los excelentes y humanos profesionales de cuidados paliativos, que son modelos de ética práctica por hacer llevadera la vida de una persona desahuciada, enfrentándose de continuo a una situación consistente en tratarla medicamente para aliviarle el dolor corporal y espiritual, con los medios disponibles a su alcance y con una predisposición ejemplar de ayuda moral. Con la ley de eutanasia posiblemente desaparecerá esta formidable unidad médica, siendo sustituida por otra sección encargada de poner en marcha el mecanismo que conducirá al individuo a la stazione termini, puesto que decidirán sobre la vida humana sin atender a otras consideraciones.
Los cuidados paliativos no forman parte de los procedimientos eutanásicos. La diferencia más importante entre la analgesia y la sedación paliativa, de una parte, y la eutanasia, de otra, radica en que la segunda es un acto que provoca intencionalmente la muerte de una persona, mientras que las primeras tienen como intención el alivio de los síntomas para lo cual se usan dosis orientadas a lograr detener el dolor y no a causar la muerte prematura (Ubilla Silva, 2021, pág. 151).
Con la ley de la eutanasia cualquier individuo podrá solicitar que se le ayude a morir, creando en el personal sanitario la obligación de matarle [42].
La solución siempre es radical: bien sea que se decida que una persona no debe prolongar su vida o que exija que otros lo eliminen. Aunque tendrá más consecuencias cuando se decida su permanencia o desaparición. Sería el caso del médico, con una moral formada en la ley, una vez está legitimado por la propia norma jurídica y la conciencia colectiva, podrá tomar la decisión sobre las personas que considere que no deberán seguir viviendo [43]. La ley de la eutanasia o del punto final, habilita a un médico –salvo a los objetores de conciencia– a desproveer a cualquier persona del derecho a continuar existiendo y, por tanto, a acabar con el derecho a proyectarse al futuro, es decir, eliminándole “de todo horizonte ulterior”, explicita Julián Marías (1993, pág. 207). Motivo por el cual en el proyecto eutanásico se elimina el derecho a la continuidad en tanto producto del pasado. Por tanto, el único derecho que en verdad existe para la ley de la eutanasia es el derecho a no existir, poniendo fin a todos los derechos existentes.
La puesta en práctica de la eutanasia requiere no solo una persona que quiera poner fin a su vida, sino la voluntad del médico o sacerdote laicista [44], aplicando una ética biológica, que decide hacer desaparecer a las personas. En principio, únicamente en casos extremos justificados. El derecho la habilitará legalmente para decidir lo que estime oportuno, estando respaldado por los demás intervinientes en el área de la “salud”. La ley española admite la objeción de conciencia del médico (art. 3. f).
La ley de la eutanasia es posible que cree un sistema dispensador de eutanasia sin límites reales. Quien tenga el poder político sanitario será el que imponga su derecho sobre el otro, y sea cual sea el lugar de donde proceda, decidirá sobre el que esté indefenso por el dolor. Siempre el instinto selectivo del médico podrá obligar al enfermo incapacitado a poner en marcha, aunque éste desee vivir. ¿Cómo probar lo contrario? Sucede lo mismo con el feto, ya que el progreso humanitario –en España, por ahora, se reduce a las primeras catorce semanas del embarazo– exige eliminarlo en cualquier momento de la gestación, por lo que cabe relacionarlo con la eutanasia, ya que, si en el nacido se aprecia una deformidad, socialmente sería perjudicial que siguiera existiendo. En cualquier caso, será el médico y los progenitores los que decidirán sobre su permanencia como existente [45]. Es decir, si están o no dispuestos a establecer una filiación.
LA EUTANASIA COMO PROYECTO DEMOGRÁFICO Y ECOLOGISTA
El sustrato de la ley es situacionista. Para gran parte de las personas, lo más sencillo sería dejarse llevar por el presente y aceptar sus vigencias. Cada edad tiene su peculiaridad, sus rasgos más o menos determinantes en su transcurrir de origen diferente. Según el contexto histórico, la gente vivirá más o menos a tenor de las circunstancias y los medios para prolongar la vida. A causa del aumento extraordinario de la población mundial, en los países desarrollados unas elites aparentemente sensibles y concienzudas con los demás, respaldados por mucha gente servilmente interesada, parece desear que se reduzca el número de seres humanos debido a que ejercen una presión perjudicial para el planeta. Una creencia, que no llega ser una cosmovisión, pero que exige sacrificios humanos [46]. Motivo por el que el globalismo exigirá poner fin a la vida de muchos seres humanos, aunque con sensibilidad humanitaria bien pertrechada de legalidad, a fin de descargar al personal sanitario de cualquier posible responsabilidad civil y penal.
Creemos que la eutanasia forma parte de los proyectos demográficos y ecologistas de un tipo del ecologista, alentado por la cosmovisión atea, que ha admitido la necesidad de respetar a la madre naturaleza, pretendiendo liberar al hombre de las ataduras dolorosas de la vida, señalando las causas que lo justifiquen. Es otra de las consecuencias de la extensión del materialismo, para el que no existe ninguna explicación sobre los motivos últimos, así como para abrir un punto de unión entre la apariencia de la vida y el “regreso” a la inexistencia desde la real inexistencia –la realidad de la nada–. En todos los casos, el hombre, compasivo consigo mismo, podrá tomar las riendas de su vida. De manera que se combina el sometimiento a las circunstancias y la decisión personal acerca de querer o no querer seguir viviendo. Añádase también la responsabilidad que se da a las instituciones de impedir que nazcan más creaturas en la súper poblada tierra.
Sin embargo, todo ser humano está situado en una parte de una constelación integrante de una cosmovisión. Desde hace años, por motivos de autocomplacencia y auto-evolución provocados por el odio a su civilización, el progresismo recomienda a los individuos no tener hijos, extender la infertilidad –el ideal de la masa infértil: ¿para qué vivir?– eliminar el feto cuando no se ha utilizado la contra-concepción y acabar con la vida una vez se traspasa el umbral de la desesperanza, ya sin proyecto personal [47], pasando de la ley de la naturaleza a la voluntad del hombre. Ambas, la ley y la voluntad, sin sustancialidad. El hombre ha de tomar conciencia de algunas de las causas por las cuales las leyes naturales impedirán proseguir la vida humana, y también entender lo que afecta a ciertas condiciones de su expresión, porque voluntariamente decidirá prescindir de su existencia. El creyente religioso no podría aceptarlo, ya que se entremetería en la tarea de Dios, “obligándole” a asumir la voluntad humana y a cambiar sus planes.
Prescindiendo de la Divinidad y del carácter sagrado de la vida humana, la eutanasia implica la relación del hombre consigo mismo y con la naturaleza, pudiendo liberarse de ella sin someterse a sus leyes. Lo que posibilitará desprenderse de su condición natural superándola definitivamente por propia decisión, dejando atrás “la ley severa”. Es decir, que la fuerza de la voluntad humana dispondrá, en última instancia, de sí misma. Motivo por el que hay que pasar del respeto a la vida humana, al de “calidad de vida”.
Aunque el hombre domine la naturaleza, hay diferencia entre nacer y morir. Habrá que elegir si se deja que la voluntad humana, junto a la ley de la naturaleza inconsciente, dispongan sobre la vida de cada individuo, o se acepta que el nacimiento sea una iniciativa de otra persona y la muerte decisión propia. De igual modo, el individuo puede nacer por elección humana de forma natural y morir también por iniciativa humana. En abstracto y en concreto, se pretende imponer el dominio del hombre sobre el hombre.
Si en cada época histórica la condición humana ha dependido de las convenciones, leyes y formas de actuar de los pueblos, en la actualidad una vez afianzada la globalización es un problema universal, por lo que tendrá que surgir un proyecto de similares características que exigirá un cambio moral radical. Este cambio implica que el hombre no sólo se ha apartado de la naturaleza, superando su disposición para dominarla, pasándose a otra fase superior, ya que, sin someterse a sus leyes, la defenderá contra los depredadores.
Ahora, el proyecto progresista y ecologista consiste en que unos hombres han de proteger el planeta de los demás hombres, una vez han sido juzgados y condenados como destructores del medio ambiente. Sin embargo, el ser humano erigiéndose como la inteligencia terráquea, aunque incapaz de frenar su voluntad destructiva, optará por defenderla con sus propias leyes –la ley positiva que vuelve la vista a la ley natural material para defenderla–, incluso adaptándose a las leyes constitutivas casuales –la materialidad carnal de los órdenes– para protegerlas. Este es el motivo principal de tener que prescindir de quienes alargan excesivamente su estancia en la tierra, haciéndola sufrir con su presencia, acrecentándose en proporciones desmesuradas cuanto mayor sea la población. Por tanto, lo imperativo es desprenderse de los que gastan energías inútiles en esta parte del sistema solar. Se abre la posibilidad de que unos cuantos de muchos quieran imponer un suicidio colectivo [48].
Al aparecer esta nueva sensibilidad, el cambio que se produce es paradigmático, al ser su máxima preocupación proteger el entorno natural desde las urbes –el ecologismo del cemento, el acero, el vidrio y el asfalto–. Sus sentimientos son ahora plenamente terráqueos –convertido motu proprio en la inteligencia y la razón del planeta–, abundando en todo aquello que debido al egoísmo humano hace sufrir al globo –un insensible inconsciente desprovisto de inteligencia sentiente y creativa– y a todos los seres animados e inanimados que forman parte de él. El defensor ecologista va más allá de lo que El Creador optó para darle la capacidad de dominar a los demás animales. Es como si Dios no hubiera pensado que el problema era el propio hombre, ni tampoco hubiera sido capaz de prever adonde le iba a conducir su sed inagotable de hacer daño por satisfacer su turbio y ciego egoísmo, o su nula preocupación por respetar las leyes naturales y dejar su entorno tal como fue compuesto por el Big Bang, la presumible inteligencia sin consciencia, lo contrario a Dios. Por fin, los átomos humanos, ahora ya con la suficiente consciencia para percibir el problema, son los que se preocuparán de lo que fue incapaz de entender la mente explosiva sin razón, sin capacidad de comprensión y sin saber que formaba y creaba todos los componentes del universo. De modo que se ha de reducir el impacto negativo de no haber hecho unas buenas leyes desde la aparente inteligencia.
Quiere decirse que ya no servirán los contenidos del bien de las morales anteriores, sino que otro bien voluntarista se habrá de asentar sobre la justificada muerte de millones de personas. Aunque generosamente quienes tienen el poder de decisión y utilizan las instituciones para ese fin, encontrarán el modo ideológico y jurídico para que el individuo tome la iniciativa de desaparecer por sí mismo. Por tanto, la voluntad humana será la que decidirá sobre su vida. Su libre voluntad le habrá de llevar a no tener nunca más libertad. En caso contrario, el médico, dispensador de eutanasia, ahora transformado en un sujeto aniquilador de la vida humana, lo hará con la legitimidad [49] que le da su moral que se expresa en defensa del débil planeta.
Más allá del dolor y la necesidad de no arrastrarse por la vida, hay otro aspecto crucial que hay que entender: el rechazo del hombre sobre el otro hombre. No se sabe si por vergüenza hacia sí mismo (Fiódor Dostoyevski), o por un odio hacia el ser genérico que se ha acumulado en excesivos actos negativos a lo largo de la historia. De ahí que se aspire a formar el hombre nuevo –“el hombre del estado nihilista de la humanidad, sin ninguna atadura pero perfectamente encajado en su medio” (Negro, 2009, pág. 412) y comience la post-historia, con su correspondiente dignidad post-humana (Bostrom, 2003), lo que significa que el objetivo bio-logista y ecologista será limitar el futuro para buena parte de la humanidad, al objeto de detener las consecuencias más negativas que podría sufrir el planeta –dolor que el ecologista defensor del suicidio asistido no admitirá que se aplique al globo terráqueo, en tanto materia activa sin voluntad–. No se espera que haya aportaciones positivas cuando los continentes están llenos de gente en demasía.
La extensión de la mentalidad progresista consistirá en que toda persona tome conciencia de su innecesario existir, participando de la “conciencia global” (Teilhard de Chardin, 1964). Las guerras serán sustituidas por la lucha que mantendrá el hombre particular contra sí mismo. El médico que pasa a ser un combatiente en bata con galones, acoplado a la evolución, decidirá quién entrará en el sistema sanitario, transformándose, en parte, en un campo de guerra o de exterminio. Cabe la posibilidad de que no sólo se luchará contra las causas por las cuales se produce una enfermedad que pueda ser incurable, sino que se tratará de eliminar la mayor parte de los hombres y así sanar a la tierra de su principal dolencia. La conciencia humana deberá ser conformada como inteligencia planetaria, a la que el propio hombre terráqueo, con talento y capacidad, activamente inteligente, se arroga dirigirla, haciéndose un instrumento exterminador de sí mismo, cuando muchos de ellos muestren que pueden prescindir de vivir. También, en cuanto descubridor de las leyes de la evolución, se encargará de defender a quienes estén en condiciones para sobrevivir.
EL CONTROL SOBRE LA APLICACIÓN DE LA LEY
Hay determinados tipos de control que carecen del mínimo interés por las instituciones. En otras palabras, que existen leyes que el Estado crea, pero que no podrá o querrá controlar [50]. Motivo por el que presumiblemente los controles sobre la práctica eutanásica serán inexistentes. A medida que pase el tiempo, inevitablemente aparecerá el relajamiento cuando se acepte que es un servicio positivo para la sociedad, adquiriendo el médico el arbitrio de eliminar a cualquier persona si lo cree oportuno. ¿Qué garantías tiene una persona, a pesar de su edad y sus dolencias, para defenderse de la voluntad del médico si tomase la decisión de eliminarle de la vida?
Innegablemente la persona dependerá de la discrecionalidad del profesional ejecutor que trabaja en una sección de punto final. El enfermo que rechace la eutanasia estará indefenso, al carecer, aparte del “procedimiento regulable” (art.8) o de la Comisión de Garantía y Evaluación (art. 10) de la Ley española, sin ninguna seguridad jurídica cuando la decisión es contraria a su voluntad. En realidad, en los lugares que se legalice la eutanasia, se consolidará en la sociedad la tendencia que sostenga que los débiles e indefensos podrán ser legalmente ajusticiados médicamente. Con ello se rompe toda garantía para que la persona pueda gozar de la libertad de elegir si decide vivir. Basta que el personal sanitario se empeñe en que una persona hospitalizada grave la rechace.
La ley de la bio-ideológica eutanasia, verde y sostenible, pretende imponer una conducta progresista, abriendo la posibilidad de una mala praxis del personal sanitario. Existirá siempre una decisión potencial en cuanto se atisbe su necesidad, por lo que apenas ofrecerá seguridad a aquellas personas que no acepten que se dependa de la voluntad de quien esté dispuesto a llevarla a cabo. De ello se deduce que la ley deja a la persona indefensa ante quien quiera aplicar la eutanasia, al formar parte de un sistema que incita al exterminio voluntario de una parte de la población.
Lo difícil será que una vez aprobada la ley no haya individuos que quieran que se les aplique el suicidio asistido, y que no haya profesionales que estén dispuestos a satisfacérselo. Incluso que no aparezcan centros de negocios creados para tal propósito. Por ello, ante la imposición de la cultura de la muerte, el individuo deberá contar con las armas suficientes para defenderse. Nunca el Estado, aunque fuera la gran mayoría de la sociedad, debería imponer la pena de muerte a voluntad de un profesional que deja de ser sanitario. Con la ley de la eutanasia se obliga a que la medicina pública adopte las medidas que siembran las instituciones sanitarias de sentencias de muerte incontrolables.
La eficacia será completa si la persona voluntariamente desea morir. Toda persona que pase por una situación de dolor extremo y persistente se encontrará moralmente tan debilitada que no tendrá la capacidad de pensar razonablemente. Cabe la posibilidad que en esta circunstancia sea aprovechada por cualquier profesional sanitario con pocos escrúpulos morales. En un hospital de la seguridad social la legalización de la eutanasia significará tener la posibilidad de eliminar un problema de recursos y de gasto con algunos enfermos. Cuando el coste sea elevado al suponer un perjuicio económico, la solución más fácil será desprenderse definitivamente de él. En este evolucionismo bio-ideológico se mezcla el espíritu capitalista –el negocio es el negocio– y colectivista –para quien el conjunto colectivo humano nunca dejará de ser un rebaño–.
Habrá situaciones personales que deberán ser entendidas desde una perspectiva moral para ser protegidas, como serían los casos de depresión, por adiciones, desengaños amorosos [51], etc. Sería un éxito para la sociedad integrarlos en la vida ordinaria. Desgraciadamente, la ley de la eutanasia es letal por ser insensible ante las personas que no podrán ser responsables de su propia vida, especialmente cuando pasan por una situación muy dolorosa.
En muchos casos puede existir una diferencia entre la realidad pública y la privada. En ésta última, posiblemente si se respeta la vida humana, la seguridad para las personas esté mucho más garantizada en el ámbito privado. Se infiere que el enfermo tendrá que huir de la sanidad pública si quiere conservar la vida. El motivo se debe a que es difícil que lo público pueda proteger a cualquier persona que tenga necesidad de ser tratado médicamente y no hay seguridad de que se le aplicará la eutanasia si no la acepta, una vez el médico, o de un comité de expertos de bioética ha dado su consentimiento. Con el estatismo bio-ideológico, cada vez más totalitario, posiblemente lo público forma parte de un sistema que procura hacerse dueño de las personas, incluido el inmenso poder de decidir si conviene o no que viva. Cuestión que es ya clásica en un estudio de ciencia política y jurídica en relación con el poder
Puesto que la Ley ya existe, se trata de que las personas tengan la posibilidad real de optar por elegir una vía u otra. Posibilidad de la que carece un enfermo que no quiera dejar su vida en manos de un mortitutivo [52] dispuesto a aplicar la eutanasia. Lo difícil es impedir que una persona pide la eutanasia no se vea satisfecha su petición. La seguridad es total en las clínicas eutanásicas para el que decide hacer uso de ellas.
Cualquier persona en los diversos trances que pasa por la vida, podría quedar en una situación de debilidad extrema e indefensión, siendo imprescindible tomar medidas preventivas al objeto de que la persona esté protegida ante la eventualidad de que el decisionismo bio-ideológico puede hacerle desaparecer de la tierra.
Esto es un motivo suficiente para justificar que la sociedad tenga que adoptar dos medidas preventivas:
A. La primera, basada en el derecho a la seguridad, requerirá que haya hospitales y centros médicos donde nunca se aplicará la eutanasia. Ninguna persona estará obligada a formar parte de un campo de exterminio para las personas que hayan cumplido muchos años, tampoco a los deficientes físicos y mentales, ni a las enfermedades muy costosas. La razón es que, con el tiempo, probablemente, después de las leyes eutanásicas, aparecerán leyes sobre la eugenesia, que se aplicarán a cualquiera que tenga una malformación, o que no cumplan “con los estándares genéticos y biológicos fijados”.
Será imprescindible que existan hospitales donde no se aplique la eutanasia y que figure claramente que el hospital garantiza que el centro está LIBRE DE APLICACIONES EUTANÁSICAS. Por lo cual, todo individuo contrario a la cultura de la muerte tendrá el derecho de ser llevado a este tipo de hospitales. Sería lo contrario de lo que defienden los eutanásicos colectivistas, que no sólo sostienen que toda la medicina sea pública, sino que quieren prohibir la objeción de conciencia. Para evitar que esta ley sea una amenaza real para todos, será necesario dejar espacios de libertad para que la persona pueda ser atendida con las mayores garantías de protección y que se le intentará curar, mitigar o eliminar su dolor.
B. La segunda, muy inadecuada, porque puede tomarse como una venganza, siendo inaceptable en un Estado de derecho. Estaría basada en el derecho a la defensa propia que todo individuo podría ejercer transmitiéndola a un tercero, por ejemplo, a una persona relacionada familiarmente se la habilitaría a que tomase represalias contra el profesional que habría decidido acabar con la vida del pariente o amigo. El problema es que cuando se introduce la guerra en el campo médico, aparecerá el derecho inevitable a la defensa del paciente (inimicus) representado por terceros.
CONCLUSIÓN
Que el hombre pueda llegar a ser des-medicalizado, como quería Ivan Íllich (1981), o que el enfermo quiera seguir o no tratado médicamente, no significa que la muerte de cada uno deba estar en manos del moralismo humanitario, con sus intereses políticos o ideológicos. El mayor problema está en que la persona que quiera tener la voluntad de seguir viviendo, su existencia deberá estar suficientemente garantizada, médica y jurídicamente.
Lógicamente el derecho a la eutanasia efectiva inevitablemente conducirá a eliminar los demás derechos. El derecho a no prolongar la vida está por encima del derecho a vivir. El derecho a dejar de ser, al derecho a ser para sí y para los demás; el derecho a la eliminación del organismo humano débil, sobre el derecho a la salud y a la permanencia; el derecho a la solidaridad forzada, sobre el derecho a no ser aquello que voluntariamente se rechace; el derecho que se da al sistema a desprenderse de los individuos según el proyecto general reductor, al derecho a seguir formando parte de la vida social.
Pedro Francisco Gago Guerrero en dialnet.unirioja.es/
Notas:
40 Aunque, según Oscar A. García Zárate (2014), “no existen argumentos morales como para que el médico objete de la obligación que le es impuesta”, (pág. 259).
41 En Serotonina, Michel Houellebecq (2019), un médico le dice al protagonista, Florent-Claude Labrouste: “Si usted estuviera en Bélgica o Holanda y pidiera la eutanasia, con la depresión que lleva a cuestas, se la concederían sin reparos. Pero yo soy médico. Y si un tío viene y me dice; «estoy deprimido, tengo ganas de pegarme un tiro», ¿acaso le responderé: Muy bien, pégueselo, le echaré una mano…? Pues no, lo siento mucho pero no, ¡no he estudiado medicina para eso!»” (pág. 258).
42 “No hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá sobre sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto humano”, dice Jean-Paul Sartre (2005, págs. 85 y 86). La eutanasia sería la liberación absoluta por la muerte
43 “El moribundo que no es reconocido como vivo, señala Fabrice Hadjadj (2005), que es excluido de la sociedad, no puede más que gritar que se acabe con él. Su grito no puede hacer otra cosa que estremecer al apenado médico que sólo puede transformarse entonces en asesino a sueldo contratado por su propio cliente…”. (pág. 184).
44 En la obra de Robert Hugh Benson (2019), El Señor del mundo, uno de los protagonistas, Oliver, dice en referencia al pasado histórico sobre los profesionales de la eutanasia: “Los únicos sacerdotes de la verdad eran aquellos hombres que practicaban la eutanasia” (pág. 45).
45 Hace años, el físico inglés, Premio Nobel de Medicina de 1962, Francis Henry Compton Crick (1994), sostenía que hasta pasado el tercer día del bebé no debería ser declarado humano si sus padres no lo admitieran.
46 “Todos los ídolos, escribe Rémi Brague (2001), requieren sacrificios humanos. La humanidad, la gran instigadora, debería ser sacrificada para satisfacer a Gaia”, (pág. 69).
47 Produciéndose “la desaparición programada de los pueblos enteros”, según Eric Zemmour (2019, pág. 139).
48 “El suicidio del individuo es desagradable para el que decide cometerlo. En lo que toca a su valor moral, señala Rèmi Brague (2016), puede ser censurable sin dejar de ser respetable. En cambio, el suicidio demográfico, al deslazar el problema del individuo a la especie, no presenta este inconveniente, aunque se convierta en un fenómeno de masas”, (pág. 279).
49 Que tiene una procedencia en la sacralidad artificiosa de la falsa democracia.
50 Desde otra perspectiva, para Janice Raymond, una de las funciones principales de la “profesión médica… es la de ser un instrumento de control social”. Citado en Jean-François Branstein (2019) pág. 35). El libro de J. Raymond (1981) está inspirado en Michel Foucault
51 “Las personas no son buenos jueces de sus estados de ánimo y emociones”, deduce Stuart Sutherland (2015, pág. 261).
52 Reiteramos que la eutanasia no puede ser un acto médico. La palabra médico procede el latín medicus, que a su vez procede del verbo medeor (cuidador). Se formó a partir de medeci. Cicerón decía Medeci hominis (curar o mediar a una persona)
Pedro Francisco Gago Guerrero
INTRODUCCIÓN
Conviene recordar que los principios y contenidos del derecho positivo se nutren de las ideas políticas, sociales, de la ideología dominante, etcétera, lo que significa que, para entender la Ley de Eutanasia, aprobada por las Cortes Españolas [1], conviene penetrar en el fondo ideológico en que se ha basado. Esta Ley es una continuación, sin ninguna aportación nueva, de las leyes aprobadas en otros países. La primera en los Países Bajos, “Ley de terminación de la vida a petición propia”; luego en la Ley Belga [2]; y, posteriormente, la Ley de Luxemburgo [3]; la de Canadá, Ley C-14 de “asistencia médica para morir; en Colombia [4]; en Victoria (Australia), Ley de muerte asistida voluntaria (2017); en Western (Australia), Ley de Muerte Asistida Voluntaria (2019); y en Nueva Zelanda la Ley de Elección al final de la vida (2020).
En este trabajo no se pretende hacer comentarios específicos sobre el articulado de la Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo de regulación de la eutanasia, salvo la alusión a algún contenido de la Ley que consta de un Preámbulo, cinco capítulos, diecinueve artículos, siete disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y cuatro disposiciones generales, porque no se busca un análisis de derecho comparado, dado que en la Ley no existe ninguna novedad, al ser otra expresión positiva de la ideología de lo políticamente correcto. Tampoco se quiere condenar a los trabajadores del cuerpo sanitario que cumplan con la Ley sin ningún tipo de objeciones.
Como ha ocurrido hasta ahora, las leyes que afectan a la relación directa entre la vida y la muerte se presentan de una manera benevolente y se exponen casos tan trágicos, que cualquier persona se alarmaría contra una situación indeseable. Sin embargo, esta es la propaganda jurídica-positiva del poder y de las muchas consecuencias posibles que irán surgiendo de su puesta en práctica, una vez que se produzca el inevitable relajamiento social.
No hay que confundir la eutanasia, incluida la pasiva [5], con una ley que autorice que un enfermo pueda rechazar tratamientos que prolonguen la vida con síntomas terminales o irreversibles. Sería el caso de Argentina, en la Ciudad de México en los Estados de Aguascalientes y Michoacán en que se permite rechazar tratamientos paliativos. Así como en Uruguay, la ley de “voluntariedad artificial” o del “buen morir”, en la que el paciente podrá rechazar el tratamiento de su enfermedad, incluso los cuidados paliativos.
Cuando la supervivencia esperada es de seis meses o menos, en Estados Unidos existe el derecho a un suicidio asistido en Oregón (1994); Washington (2008); Montana (por decisión judicial, 2009); Vermont (2013); California (2015): California (2015); Colorado (2016); Washington (2016) Hawái (2018); Nueva Jersey (2019); Maine (2019) y Nuevo México (2021).
Las leyes de la eutanasia, incluida la aprobada en España, son la puesta en práctica de los valores bio-ideológicos, que suelen formar parte de la cultura de la muerte, no de la ciencia y de la técnica [6], entre las que se encuentra el suicidio asistido, un término que no siempre responde a la realidad del deseo voluntario, o eutanasia. La Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo de regulación de la eutanasia, aprobada por la mayoría absoluta colectivista de las Cortes Españolas, publicándose en el BOE el 25 de marzo de 2021, se justifica, según el Preámbulo, al responder “a la necesidad”, de acabar con un “debate que se aviva periódicamente a raíz de casos personales que conmueven la opinión pública”.
La causa principal que propiciará la eutanasia no sólo será evitar una situación de agonía de la persona con dolor intenso, sino que, probablemente, subrepticiamente también rechaza una etapa de la vida que no tiene porqué alargarse, para que, previsiblemente, en años sucesivos surja una nueva ley que permita acabar con cualquier situación biológica que tenga deformaciones irreversibles. Por ahora, la intención, racionalmente benévola, es detener el dolor extremo, y, en lo sucesivo, a los sufrientes enfermos, cuando se considere que haya iniciado en el camino errático de la vida, estando obligados a desaparecer al convertirse en sujetos molestos para la sociedad.
A su vez, el suicidio asistido es entendido como un progreso moral que habrá de extenderse por todos los países, encuadrándose en lo que se denomina una conquista social: En efecto, “la legalización de la eutanasia en España, dice Mariano Gómez Jara (2021), ha sido una conquista social muy importante, fruto de una larga lucha reivindicada tanto por las asociaciones de Derecho a la Muerte Digna (DMI), como también la de otros estamentos”, (pág. 13).
La eutanasia completa otra medida legislativa anterior, la legalización del aborto [7], que cuenta con un sujeto principal: la mujer, que no desea que surja otra vida dentro de ella y que para solucionar el problema juzga al feto como un tumor [8] del que le curará un profesional abortista, sobre todo si padece alguna deformidad, encargándose el vigilante político de asegurar que cada uno cumpla su función, siempre atendiendo al plan establecido, con sensibilidad humana desinteresada.
LA JUSTIFICACIÓN EUTANÁSICA
La ley de eutanasia entre otros aspectos presenta dos ángulos de visión: el del sujeto que decide voluntariamente sobre su muerte y el de la colectividad. A) La persona. Ciertamente desde el punto de vista de la libertad podría ser difícil impedir que una persona no quiera seguir viviendo. En este caso, no sólo habría superado el miedo a la muerte, sino que habría perdido la conciencia o de lo que significa, aunque no quiere decir que haya aprendido a aceptarla (Sócrates). Bastaría que una ley respaldase su situación, ya que siempre encontrará quién la lleve a cabo. B). La colectividad que se “expresa” en el Estado. Tras una apariencia humanitaria sensible al sufrimiento, hay una conciencia de que la persona esté subordinada a los intereses públicos colectivos que, en realidad, son los de las oligarquías del Estado. Con la ley de la eutanasia se entra en la dialéctica del amo, el Estado y sus instrumentos, dispuestos a la obediencia; y el esclavo, cuando el individuo cede en sus derechos de vida. Se confirma así que el Estado, summa potestas, tiene sobre sus ciudadanos el derecho de vida y muerte –ius vitae ac necis– [9]. Se oculta que el derecho de vida de la persona es primario, no lo otorga el poder político.
Desde una ética justificadora de la solución final, la eutanasia se presenta con una perspectiva también economicista basada en la sostenibilidad humanitaria, la firmeza de la voluntad del sujeto y de la obligada generosidad que debe tener con su sociedad y el Estado, no debiendo convertirse en una carga, ni para los demás, ni para las instituciones. También es una medida higiénica: al objeto de que desaparezca la decrepitud y la dolencia, anticipando lo que se está haciendo con los cadáveres, que provocan malestar social. Así se puede eliminar a la vista del estatismo actual lo sucio, al ser la expresión macabra de la muerte. De ahí que esté relacionada con la cremación [10]. Pero, sobre todo, carece de sentido.
Para defender la eutanasia se recurre a la estadística, justificándose dar una pronta muerte para que un sujeto-objeto deje de sufrir. Según Juan Antonio Salcedo Mata (2018) de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Seguridad Pública, considera “que la eutanasia bajo las condiciones adecuadas, debe ser un acto médico y éticamente aceptable al respetar el principio de eutanasia y la OMC tendrá que reconocer que un código deontológico es de rango inferior a una ley que despenalice la eutanasia” (pág. 2). En su opinión, pues, la ética está obligada a amoldarse a la ley que, a su vez, procede de otra ética dogmática y que forma parte de los valores establecidos por un ideologismo bio-ético, o por un bio-derecho que, según Erick Valdés (2021), “debe basarse en categorías bio-jurídicas en el contexto de la gobernanza en las instituciones de salud” (pág. 386). En este caso no se admite el pluralismo ético, imponiéndose un éthos totalitario [11].
Este autor, como otros muchos colectivistas, señala que el rechazo a la eutanasia se debe a la moral de la Iglesia Católica. Entiende que el catolicismo, al parecer religión ultra-masoquista, considera que para los que tienen fe es un disfrute sublime pasar por el dolor más profundo. El progresismo partidario de la eutanasia está poseído por la creencia de que aquellos que la rechacen desean prolongar la vida artificialmente o, en otro caso, supone alentar a las grandes multinacionales para conseguir grandes beneficios económicos. En cambio, tendríamos que considerar a los defensores de la cultura de la muerte una muestra ejemplar del desinterés.
BASAMENTO TEÓRICO
La eutanasia es el resultado de la fuerza adquirida por la corriente nihilista que impregna la tecno-ciencia, dando lugar a la formación de varias bio-ideologías, que son, en parte, una adaptación de las relativamente fracasadas ideologías a las nuevas realidades. El extendido nihilismo en las sociedades occidentales presupone creer en la voluntad de la nada. Para gran parte del ideologismo nihilista, la nada genera el ser y el dejar de ser, y cuando lo crea oportuno enviará las oportunas señales para que el hombre desaparezca de la vida. El materialismo, pasajero de la nada, en el sentido que le dio Epicuro y otros pensadores posteriores, considera que la vida no consiste en aguantar un dolor más allá de lo biológico, ya que no tiene sentido arrastrarse con lastimera pena en una prolongación inútil por el tiempo.
En una época decadente, al menos en las sociedades occidentales, la vida se ha desvalorizado. Cuando el dolor se hace insoportable, la nada, mejor, la bio-nada, le reclama volver a no ser [12]. Es decir, que cuando se desestructura o se está descomponiendo el organismo, la bio-nada le exige retornar a su seno. Una vez el sujeto pierda solidez, la bio-nada dejará de encapricharse por él. En la nada se descubre con toda magnificencia la eutanasia, porque el individuo no sólo decide acogerse a su llamada, sino que tendrá consciencia que es dueño de ella, no en vano la nada es lo que le ha dado la vida. Una vez el ser, que no es en sí ni para sí, decida desaparecer, se desplazará en la infinita prolongación del no ser [13] –la lógica absurda del caos–. Para el pensamiento eutanásico nihilista, el trayecto humano consiste en pasar de la nada a la nada, del no ser –al carecer de existencia efectiva– a regresar a la inexistencia, como un proyecto en que la nada parece divertirse con el sufrimiento de los vivientes.
La legalización de la eutanasia en varios países democráticos se ha convertido en un derecho humano [14] afecto a la bondad y a la dignidad humana [15], al amor universal [16], formando parte de una conjunción de derechos que se hace difícil encauzarla sin contradicciones [17]. Cuando un ordenamiento recoge que el individuo tiene el derecho a la eutanasia, implica a la vez la obligación del médico a practicarla por un motivo humanitario.
En gran medida, el progresismo en muchas de sus funciones ha terminado por ser nihilista, siendo una corriente que se ha extendido por no pocas sociedades, del que han surgido también otras agrupaciones igualmente importantes del proceso bio-ideológico del cual forma parte la eutanasia. Sería el caso del post-humanismo [18] y el humanitarismo relativista. Las dos quieren hacer el bien para el individuo de una forma antinatural, poniéndole en disposición de afrontar cualquier decisión del poder, aunque está justificado por el consenso político [19], sustituto del consenso social. El humanitarismo eutanásico justifica la obligación de administrar la muerte con un sentimiento benévolo, por amor al otro, lo que el nazismo denominó “muerte misericordiosa” (Nadentod), también por fraternidad y naturalmente por solidaridad –arsénico por compasión–.
La ley establece el sacrificio humano sanitario como un progreso de la moral médica, que, en su adaptación a los nuevos tiempos, pone la confianza en la salud mortal para curarle definitivamente de sus dolencias. El principal motivo por el que el individuo acepta la muerte voluntaria consistirá en no querer sufrir. Si bien hay también un interés social, puesto que una persona que entra en la fase eutanásica podría ser un bien potencialmente reciclable, debido a que sus órganos podrían servir para ser utilizados. Un desahuciado en descomposición no podrá ser aprovechado.
Por tanto, toda ley eutanasia supone la anticipación de la muerte biológica, cuando la persona el dolor que padece no quiere prorrogarlo. Primordialmente, su objeto es bastante utilitario, porque “las personas suicidas normalmente no quieren morir, sino que quieren escapar de lo que perciben como un sufrimiento intolerable” (Rodríguez Rodríguez & Kheriaty, 2021, pág. 100). Utilidad reducida y justificable para el individuo, y completamente utilitaria para las instituciones, ya que cabe pensar sus gestores entenderán que así no se desperdiciarán las fuerzas y energías inútilmente.
Desde una posición utilitarista, se sostiene que mantener un alto número de gente por caridad, filantropía, o simple cumplimiento administrativo-sanitario, supone debilitar las sociedades y un desgaste innecesario de recursos. Así, la muerte se entiende como un problema técnico [20]. El progreso requiere transitar hacia el poderío y dotar de solidez a la agrupación social, al objeto de mantenerla con la energía necesaria, apoyándose en la juventud y en los otros seres humanos suficientemente resistentes. De modo que, por un lado, se llama a la muerte para entregar a quienes han cumplido el ciclo de la vida y, por otro, al individuo construido defectuosamente, al que se le hará desaparecer para alejarlo lo más posible de la coexistencia grupal.
Las leyes eutanásicas han aparecido cuando la época ha llegado a la apoteosis de la juventud eterna [21]. La juventud tiene importancia por sí misma y sería improcedente hacer una valoración negativa de una etapa de plenitud física y de crecimiento propio. Es una etapa de preparación a fin de acrecentar y aprender de las experiencias, sin posibilidad real de llegar a ser ni moral ni intelectualmente autosuficiente. Lógicamente, una sociedad que cree que cada persona se extingue definitivamente con la muerte, valorará los instantes de los años noveles, convirtiéndose en la edad más apreciada siempre que los pocos años vayan de acuerdo con la exuberancia física y el dinamismo psíquico, con un organismo completo, sin ninguna tara que impida la exposición pública de la deformidad, salvo las que se utilizan para exaltar una falsa sensibilidad humanitaria y, en algunos pocos casos, aligerar la conciencia.
Esta forma de pensar, junto a la alta valoración de la apariencia física, explica que mucha gente intente mantenerse joven. Como no siempre es posible, ni siquiera aparentarlo, y tampoco alargar la vida más de lo que permita la ciencia, la sociedad tiene dos alternativas: 1º. La vía de la eutanasia en la que se ofrecerá la inconveniencia de llegar a la vejez. Sólo basta solicitar el suicidio asistido para que el enfermo de presumible vida caducada se le acepte que verdaderamente la está prolongando en exceso, por lo que hay que evitar un transcurrir innecesario. 2º. Si el progreso de la tecno-ciencia consiguiera regresar desde la vejez y la madurez hacia la juventud. Si no se dan estas dos posibilidades, al eutanásico, de una u otra manera, sólo le espera la desaparición. Con la condición de que sea lo más escondida posible, ya que es inconveniente exhibir la presencia de la muerte, ni siquiera la de un cadáver joven [22] –el hombre divinizado descubriría su mortalidad en el panteón de las realidades–. No sólo se debe ocultar la muerte, sino convertirla en un trámite administrativo por el humanitarismo. “Oficialmente, escribe (Negro, 2009) cuando por alguna causa cesa la juventud, simplemente se muere. La muerte como un trámite biológico, y burocrático, justifica desde la eutanasia, o el aborto provocado, al terrorismo” (pág. 382).
Ante esta situación, no cabe extrañar que, desde hace más de una centuria, la juventud se haya convertido en el modelo a seguir, incluso se llegue a divinizar la eternidad del instante [23], concretándose en quien está en su etapa más visible, con los años justos, sin que se perciba su declinar hacia la madurez. Es lo que Alain Finkielkraut llama el «jeunisme», que para Robert Redeker (2017), “es el peor enemigo de la juventud ya que le saca de su lugar en el mundo” (pág. 52). De modo que tendrá más esperanza de permanecer quien sea capaz de no mostrar las grietas y surcos que sufre la erosión del cuerpo en su discurrir vivaz. Una vez el hombre logre pasar por la juventud sin taras visibles, tendrá que empezar a pensar en alcanzar la superación de la vida y adelantarse a la voluntad de la muerte [24].
Existe otro aspecto para tener en cuenta. La corriente eutanásica bio-ideológica, al menos hasta ahora, no parece tener en cuenta los avances de la bio-medicina y de la nanotecnología, que podrían llegar a rejuvenecer al ser humano y mantenerlo en esta posición. Ya desde el siglo pasado se ha iniciado un proceso contra el envejecimiento mediante la aplicación de medicamentos que posibiliten recuperar la juventud del ser humano [25]. Dicho de otra manera, el defensor eutanásico sabrá de los avances de la biología y la biomedicina, pero al construirse como un negocio lucrativo o por la percepción ecológica de la necesidad de eliminar el excedente poblacional, se afirma más en la cultura de la muerte que en la prolongación de la vida humana y en el deseo de evitar el ensañamiento terapéutico.
A medida que los seres humanos vayan cumpliendo años, se infiere que tendrán que ser cada vez menos visibles, dado que su proximidad a la vejez será percibida por los demás como una inevitable derrota humana. O, si se prefiere, conviene recordar que la vida está en un tránsito hacia su fin biológico. Motivo por el cual hay que entender que la eutanasia sea depuración y autodepuración; extinción reclamada, ansiada, no sobrevenida, responsabilidad con la colectividad; desprecio de la vida personal, sacrificio pre-mortem y desprecio a la vida no normal.
Objetivamente, la dulce muerte es la voluntad del individuo que pone a prueba la determinación de la vida para no sucumbir ante el debilitamiento extremo o de un dolor insufrible, al que se vence con un acto de voluntad consistente en no seguir permaneciendo atado orgánicamente a un existir sin ningún fundamento. Es decir, al deseo de no estar sometido al dolor provocado por la vida y de no aceptar las limitaciones del ser desgastado y cada vez más inconsistente. De este modo, la eutanasia se convierte en el resguardo apropiado para una vida que ha dejado de ser vital para sí y un seguro absoluto que adquiere el individuo para no sufrir. Y, con no menos importancia, es la máxima aportación del individuo a la colectividad, al sacrificarse para dejar de ser, al objeto de no convertirse en una molestia social –es un gasto improductivo y provoca un desgaste físico y moral para los demás–. Se llegará así a la apoteosis de la utilidad. Será volver a la nada, al no ser, cuya permanencia dejará de atestiguarse.
Con la eutanasia se abre la vía a que la sociedad apoye el suicidio en cualquiera de sus manifestaciones [26]. Lógicamente podría ser inaceptable tratar de evitar que una persona se suicide en cualquiera de sus formas, cuando decide acudir a un centro de salud. Se puede pensar, no sin cierto cinismo, que lo aconsejable es morir ocultamente en un dispensario creado por la muerte, que destrozar el organismo, reventando el cuerpo, al objeto de que quede perjudicada la estética de la desaparición [27].
La comprensión de la eutanasia requerirá ser historificada, estableciendo su relación en el tiempo, a partir de la división entre el pasado, el presente y el futuro, así como entre progreso, regresión y decadencia. ser hoy un producto espontáneo de la fe progresista, se sitúa en la época dominada por el presentismo y encuadrada en la determinista ley de progreso humano, por lo que habría que juzgarla como un formidable paso adelante de la colectividad.
En verdad parece que la eutanasia insertada en la ley de progreso consiste en volver a un estado previo a una civilización desarrollada, en la que sólo sobrevivirán los fuertes, los vitales y los estéticamente presentables y, en un futuro indeterminado, los híbridos funcionales. Se trata de que el ser humano vuelva a ingresar en su condición animal –el espíritu pasará a la inteligencia artificial–, por lo que queda justificado que pueda ser examinado desde una especial perspectiva zoológica. Es decir, que el progreso, salvo que se desarrollen las tecnologías que retrasen o eviten el envejecimiento humano, consistirá en volver a regresar al estado más primitivo del hombre.
Dado que el futuro del individuo es incierto, –hasta que la ley de progreso nos descubra la determinación absoluta– lo más importante será poseer las condiciones aceptables para estar en el ahora. Por eso una persona que forma parte de los seres con alta dependencia no debería tener futuro. Se entiende que, en potencia, todo ser humano en cualquier momento dejará de ser útil y convertirse en un estorbo social.
Desde una perspectiva utilitarista, los defensores de la eutanasia, propia tanto del instinto individual, como del colectivo, posiblemente creerá inconveniente que forme parte de una sociedad quien no esté en plenitud orgánica y psíquica para vivir. Solo deberán existir quienes estén bien compuestos [28] y, si es posible, con una aceptable estética. El tiempo será el condicionante más determinante para todo individuo que no forme parte de las oligarquías privilegiadas, ya que, en su estancia movible, como transcurso fenoménico, está obligado a asumir su desaparición. La lógica de la vida consiste en hacerse para desaparecer definitivamente en el tiempo.
Para las doctrinas evolucionistas, colectivistas e individualistas, la ley de la eutanasia supone dar un paso más para llegar a la plenitud del género humano, limitado en el número de personas que deben habitar el planeta. Por eso, cuando la eutanasia se extienda por otros muchos países, quizá habrá de servir para impedir que en el mundo haya demasiada gente mayor y ningún discapacitado. Es decir, que para preservar la especie humana se prescindirá de los que hayan dejado de estar en una aceptable condición para vivir. Este evolucionismo naturalista, adobado con el artificialismo más extremo, parece querer seguir las leyes de una naturaleza inmisericorde, donde sólo sobrevivirán los más aptos [29] y los que no sobrepasen los niveles normales establecidos de padecimiento para un ser humano.
El artificial-naturalismo evolucionista dominante [30] está preparando un futuro en el que sólo existan cuerpos sanos y vigorosos, de modo que una sociedad habrá de estar compuesta por los relativamente imprescindibles en el presente, que habrán de ser prescindibles en el futuro. Motivo por el cual cada individuo estará siempre en permanente adaptación a la situación de cada día, en su aplicación más radical el que estorbe tendrá que desaparecer.
Todo ser humano, con sus facultades, naturales o sobrevenidas, dependerá de la utilidad que aporte al conjunto social. De modo que la moral, el bien, la belleza y la verdad, serán admitidas según la voluntad del poder oligárquico, que se basará en una doctrina que se sostiene en una estructura de poder de privilegiados, a la que se adherirán un mayor o menor número de servidores directos; y los no privilegiados, la mayoría de la población, de la que extraen los recursos para formar una especie de igualitarismo de los inferiores, sin la jerarquización racista, por ejemplo, de la doctrina de Alfred Rosenberg (1935).
En cualquier caso, el individuo que no pertenezca a las oligarquías dominantes tendrá que tomar conciencia que habrá de sacrificarse en los presentes sucesivos, para que las siguientes generaciones puedan establecerse en un mundo venidero pleno de placer y felicidad. Lo que explica que la ley de eutanasia sea uno de los cúlmenes del proyecto progresista, y de los máximos logros creados por el humanismo, porque hay que admitir que el individuo nunca habrá de estirar la vida más allá de lo que exige el momento.
Probablemente la legalización de la eutanasia abre la vía a otra esperanza crucial: el derecho a la eutanasia colectiva que pasará a ser un proyecto humano de alcance extraordinario. Principalmente se manifestará en los derechos colectivos, consistente en la obligación de que muchos grupos sociales desaparezcan de la sociedad cuando ya no estén en las condiciones adecuadas. Al ser colectivos, significa que se abrirá la posibilidad a la extinción de muchedumbres de personas sin necesidad de declarar un conflicto humano. Bastará que lo de España Sánchez Pérez-C. sentenciaba lo imprescindible que es que “la eutanasia sea reconocida como un servicio por parte de la sociedad pública, un servicio fundamental” [31]. Utilizó las palabras público, servicio y fundamental, como sinónimos de moral, de verdad y de bien. Siguiendo esta lógica, si es intrínsecamente un bien, cualquiera que se oponga a ella estaría haciendo un mal a la sociedad. Se infiere que no podrá existir libertad de conciencia, ya que es inadmisible permitir la elección de hacer el mal, a la vez que se estaría impidiendo aplicar un servicio público fundamental extremadamente beneficioso y justo por inclusivo. De modo que todo aquel que no admita la eutanasia contradice el interés general. Se deduce que la ley de la eutanasia será el primer paso para su implantación efectiva, sin objeciones de conciencia.
El progresismo considera la legalización de la eutanasia ha de considerarse como un adelanto en la aplicación de la ética humana. Por tanto, en aquellos lugares donde está legalizada, se han convertido en el modelo que habrán de seguir los restantes países y en otras culturas y civilizaciones. Esta percepción ideológica sobre la vida humana entiende que la muerte no es el final al ser la humanidad progresista que se extiende y se desplaza por discurrir el tiempo vaciado.
La ley de la eutanasia lleva consigo la politización ideológica economicista de la medicina, donde se impone la relación entre el amigo, la enfermedad aceptable, y el enemigo, cualquiera que tenga una dolencia indeseable para el profesional de la salud [32]. Hay que entender entonces que en el ámbito hospitalario [33] podrán seguir en parte, en cualquier acción o departamento de las diferentes especialidades que tenga que ver con las leyes de lo que quizá forma parte de una guerra bio-ideológica. Porque un enfermo con gran sufrimiento se convierte en un enemigo social, de igual modo que el que tenga una larga enfermedad o el que haya entrado crea oportuno la voluntad del poder, regional, nacional o internacional. Sería una exigencia del evolucionismo bio-logista que busca excluir a mucha gente, dado que mantenerlos supone un altísimo coste para el planeta.
Uno de los que más han deseado que surgiera una ley de eutanasia, el presidente del gobierno en la vejez, etapa última del ser humano [34]. Todos ellos pasan a ser objetos inútiles ya que aumentan el gasto sanitario, los servicios sociales, las pensiones, etcétera. Estaríamos pues en una adaptación del sistema sanitario a una situación bélica donde no solo se combaten los padecimientos, sino a los sujetos que tienen una dolencia intratable o una incurable enfermedad. Será una decisión inobjetable del profesional, porque el sujeto condenado carece completamente de la posibilidad de defenderse con un recurso de apelación.
De este modo, la ley habrá de situarse en un campo de batalla, crean tanto para el ámbito social como institucional, habiendo logrado los legisladores un objetivo: por voluntad política o institucional declarar la guerra sanitaria a la porción de la población que rechaza el suicidio. Así se obliga a buscar las causas por las que se ha decidido una matanza a partir de la conmiseración social y la desaparición de muchas personas en manos de profesionales, una vez decidan condenar a quien creen que ya no merece seguir viviendo. Previsiblemente la lógica llevará a que la administración sanitaria formará una sección [35] que poseerá la potestad de juzgar cuándo un sujeto alcanza tal grado de dolor que no remite, o de suma desesperanza, que se convierte en algo improductivo que deba ser excluido de la sociedad. Potencialmente, todo doliente habrá de quedar en manos de un profesional de la función médica al que se le da la posibilidad de “desprenderse” de quien considere oportuno, con independencia de que la persona haga o no la petición de querer abandonar la vida.
Si fallasen los controles, el sistema garantizará que habrá otra frontera o filtro decisivo. Al post-naciturus, deforme y doliente, no quedará más remedio que aplicársele el tratamiento eutanásico, partiendo de la “beneficencia pro-creativa” [36]. Con ello la sensibilidad humanitaria habrá llegado a su máxima expresión de sublime sensibilidad. El médico y sus ayudantes habrán hecho la mejor obra por la colectividad, por los progenitores, A, B y C, al eliminar el dolor de la vida con la muerte, que pasará a ser el símbolo principal para los que en el presente estén biológicamente bien constituidos.
Los partidarios de la eutanasia sostienen que es un acto de justicia, libertad, responsabilidad, solidaridad y un bien para la persona y para la sociedad. ¿De dónde proviene la reflexión que les ha conducido a poner en la eutanasia buena parte de su fe secular? El defensor de la eutanasia expresa el deseo de quitar la vida a quien no cree que debe estar en ella. Niega la existencia para aquella persona que no esté en plenitud de vivirla y exige destruir al hombre que no merezca permanecer en la realidad, por ser un organismo defectuoso o enfermo de vejez. Al fin y al cabo, la muerte está ahí para acoger a los sobrantes.
Así, al pensamiento de (Schopenhauer, 2019) acerca de que el hombre mantiene una irracional lucha cruel y desgraciada durante su estancia de vida, se añade la del defensor de la eutanasia de que el hombre voluntariamente podrá adelantarse a su seguro fin. Para el eutanásico cuando la vida se ha convertido en una vida excesivamente sufridora sea por constitución física, por enfermedad y por edad, el bien es la muerte. La única esperanza para Schopenhauer defiende está en extinguirse, porque en realidad no hay progreso, lo que le diferencia de los defensores de la eutanasia, dado que todos los logros conseguidos no son más que ilusiones. En otro sentido, lejos del irracionalismo de Schopenhauer, la eutanasia no deja de ser una apoteosis tanto de la vida como de la muerte, porque, como cree Nietzsche, el hombre alcanza la mayor intensidad de vivir cuando está muy cerca de la muerte.
Por eso, conscientes o no, los prosélitos de la eutanasia también siguen la idea de Nietzsche de que la voluntad instintiva se impondrá sobre unos valores que, al ser relativos, han de conducir a que triunfe el deseo personal o el de quienes dirigen la sociedad. En última instancia, son estos los que deberán decidir sobre la vida de cada uno. De modo que todos quedarán sustraídos no solo del afán de vivir, sino expuestos a merced del tiempo, de la muerte y de la voluntad del poder [37]. Para ellos, según Nietzsche, para los que poseen la moral de esclavos, la muerte no debe importarles, solo para los viriles y mujeriles, los naturalmente superiores. De ahí que creamos que la doctrina de la eutanasia está relacionada con la eugenesia, otra doctrina que quiere imponer la reproducción selectiva a fin de mejorar y perfeccionar a la humanidad, librándola también, mediante la criba selectiva, de los seres más perniciosos para el conjunto social.
Así mismo, los apologéticos de la eutanasia también establecen sobre ella una relación dialéctica entre la racionalidad y la irracionalidad. Intentan aplicar la racionalidad utilitaria de la vida con la necesidad de apelar a la muerte cuando los problemas de la existencia son irremediables. Un ser con una enfermedad terminal no tiene sentido que alargue la vida dolorosamente y sin calidad, acogiéndose a la muerte como su mejor aliado, ya que, desde una perspectiva social, “difícilmente una enfermedad terminal o un dolor físico o psíquico intolerable dejarán de ser percibidos como un estigma”, dice (Petersen, 2021, pág. 131). Así mismo, será un modo de que el viviente recurra a la muerte racional de la vida, al transformarse en un ser apreciablemente lógico, consciente de su final y en tránsito efímero, por lo demás siempre esperable. Dicho de otra forma, la liberación de los sufrientes surgirá de la aplicación de la muerte de los que ya se podrá prescindir, quedando tan sólo fijar el tiempo que les quedará por vivir.
Quizá esto significa que se debe juzgar al ser humano como carente de valor por sí mismo, en tanto su desplazamiento por el ámbito artificial, o porque su inserción en el planeta no sea percibida positivamente durante un periodo de tiempo. Desde la perspectiva de la bio-ideología de la muerte, la eutanasia conduce a eliminar el derecho subjetivo a la protección, siendo el Estado el que tendrá la potestad de decidir a través de uno de sus instrumentos, sea el médico, o una sección especializada destinada a dar con la solución definitiva. Causa lógica de que el Estado Minotauro, “subvencione incluso la muerte voluntaria”, Dalmacio Negro (2010, pág. 399).
El humanitarismo eutanásico impone la sensibilidad compasiva a distancia [38], a partir de lo que Jean-Jacques Rousseau llama la compasión humana activa [39] con aquellas personas abstractas, al carecer de toda relación con ellas, que vivan en condiciones de carencia o privación, pero que, a la vez, por ejercer una fuerte presión demográfica, se obliga a las instituciones y a las sociedades a estar en una situación de alarma permanente al objeto de contener el crecimiento demográfico –sensibilidad planetaria colectivista–. Así, los hospitales habrán de estar divididos en dos partes: la de los departamentos que tratarán a los enfermos según sus dolencias, y a los otros en los que se intercalará la sección de desahuciados o enfermos de alto costo sanitario. Estos últimos son los que, por el bien social y personal, deberán formar parte del grupo que tendrá que ser extinguido lo más rápidamente posible. Una vez la maquinaria de residuos humanos se ponga en marcha, las ciudades serán mucho más habitables, ecológicas, resilientes y estéticamente admirables, porque ya no se verán los individuos deformes, incompletos, mal compuestos, exclusivos o especistas.
Pedro Francisco Gago Guerrero en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Publicada en el BOE el 25 de marzo de 2021.
2 Ley de 28 de mayo 2002 relativa a la eutanasia completado por la Ley de 10 de noviembre de 2005, que se enmarca en el artículo 78 de la Constitución.
3 La Legislación que regula los cuidados paliativos, así como la eutanasia y asistencia al suicidio, 10 de marzo de 2009.
4 Resolución número 1216 de 2015 que da cumplimiento a la orden cuarta de la Sentencia T-970 por haber efectivo el derecho a morir con dignidad.
5 Existen varias clases de eutanasia, la voluntaria, no voluntaria, involuntaria, la activa, la pasiva, la directa y la indirecta. La calificación ha de provenir fundamentalmente de la moral, aunque en la práctica se apliquen otros aspectos. Vid. J. Gafo (1993).
6 Será porque, dice Serge G. Fafalen (2009), “la ley habla mal del contenido de la ciencia”, (pág. 190).
7 Ley Orgánica 2/2010 de 3 de marzo, publicado en BOE núm. 55 de 4/03/2010 entrada en vigor 5/0772010. Reformada por la Ley Orgánica 11/2015 de 21 de septiembre de modificación del Código Penal, por la erradicación del esterilización forzada o no consentida de personas con discapacidad.
8 “El niño engendrado y concebido se considera una «cosa»…, escribe Julián Marías (1993), un tumor que se puede extirpar y desechar. Ni siquiera el cuerpo se considera personal, puesto que se puede «decidir» sobre él, suponiendo que el feto es «parte» del cuerpo de la mujer, lo cual es falso porque la mutilación del propio cuerpo no es humanamente aceptable ni es siquiera legalmente permitida” (pág. 49).
9 Situación que se ha llegado a partir del contractualismo convertido en mito. Este “mito, escribe Dalmacio Negro (2010), radicalmente a-histórico, innovador, que ontológicamente descansa en la nada, suscitó las constructivistas, mecanicistas, individualistas e igualitarias doctrinas dogmáticas de los siglos XVII y XVIII, que se desarrollaron en el siglo romántico y culminaron en el inhumano siglo XX del Gulag, el Konzentrationlager y el aborto y la eutanasia como homicidios legales”. (pág. 201).
10 La eutanasia, dice Robert Redeker (2017), es la cremación, de hecho, se inscribe en el mismo registro ideológico”, (págs. 178 y 179).
11 Ajeno al carácter objetivamente práctico de la moral. “Las normas de moralidad se toman comúnmente para definir razones prácticas concluyentes, pero sobre el sentido que son concluyentes dependen de si creemos o no, en el carácter objetivo de esas normas”, señala Kenneth Eimar Himma (2020, pág. 105).
12 Si, como dice Martin Heidegger (1994), “la esencia del nihilismo que se consuma por último en el dominio de la voluntad de la voluntad consiste en el olvido del Ser”, más bien parece que intenta la desaparición del ser, aunque sea por su voluntad, (pág. 122).
13 La pregunta de Kierkegaard, comenta Juan Antonio Martínez Muñoz (2019), es cómo evitar el miedo a la no existencia considerada no sólo como la muerte individual sino como un vacío existencial” (pág. 132).
14 Según el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina. En este convenio aparece el derecho a realizar el Testamento Vital. En estos momentos se debate considerar el aborto un derecho humano. Vid. Jean-Louis Bandomin (1995). En otro sentido, dice Vittorio Possenti (2016): «No hay un derecho a morir», que daría lugar a un absurdo deber de «matar». (pág. 202).
15 La expresión «dignidad humana», explica Dalmacio Negro (2006), se ha puesto de moda ante los hechos inhumanos que se ha vivido en el siglo XX y se siguen viviendo a comienzos del siglo XXI –aborto, eutanasia, experimentos genéticos…, (pág. 310).
16 En opinión de Jean-François Branstein (2019), teoría del género, derechos del animal, entusiasmo por la eutanasia beben de las mismas fuentes: de amor, de benevolencia universal, de esquivar el dolor y lo trágico, (pág. 263).
17 “Que las personas tengan el supuesto elevado de matarse o de dejarse morir, de ninguna manera significa que terceras personas (como el cuerpo médico) tenga la obligación de matar”, comenta Jorge Merchán-Price (2008, pág. 7).
18 En la “época post-humana o trans-humana…opera la fe inherente a la religión secularista del hombre nuevo”, Dalmacio Negro (2009, pág. 582).
19 Según la Asociación Catalana de Estudios Bio-éticos (2006), “el consenso convierte el principio legislativo en la única fuente de verdad y de bien, y deja la vida humana a merced del número de votos emitidos en un parlamento. Las legislaciones sobre el aborto, el clonaje humano, la fecundación extracorpórea y la experimentación embrionaria son consecuencia de la aplicación del principio de las mayorías”. Razones del “no” a la eutanasia. Asociación Catalana de Estudios Bio-éticos, (pág. 2).
20 Idea actualmente defendida por el exitoso divulgador Y. N. Harari (2016).
21 Exaltación que ya apareció con fuerza a principios del siglo XX, aunque la Primera Guerra Mundial causará una alta mortalidad en los jóvenes.
22 Sobre este tema es obligado acudir a los estudios de Philippe Ariès (2018).
24 Además, este planteamiento atenta o “rompe con la solidaridad entre generaciones”. José Miguel Serrano Ruíz-Calderón (1996, pág. 121).
25 Aparte de las terapias senolíticas. Los medicamentos que se están probando son la biaguvida, el clorhidrato de metformina, el suplemento dietético nicotidamina mononucletódico, del grupo vitamina B. 3.
26 Es preciso diferenciar la consideración ética de lo jurídico respecto a la eutanasia y el suicidio: “Éticamente han de tener la misma consideración ambos procedimientos de anticipación de la muerte, si bien son conceptos jurídicos distintos”, (Nebreda J. M., 2022)
27 Se requiere que en el centro de “salud” se mate con la celeridad querida. Quizá, para mayor seguridad, recurrir a la guillotina sería la mejor solución segura y definitiva. Y “cuando el cadáver el descomponerse alcanza un punto suficientemente avanzado y va más allá de lo responsable, llega a ser cualquier cosa que no tiene un nombre en ninguna lengua”. Robert Redeker (2017, pág. 198).
28 Sobre esta idea en la que gravita un dudoso pensamiento moral, su mayor defensor en la actualidad es Peter Singer (2017).
29 Aunque Carlos Castrodeza ((2013) recuerda que, “como decían ciertos contemporáneos de Darwin, la supervivencia es siempre la de los débiles, porque los fuertes se destruyen entre sí”, (pág. 222).
30 “A base de evolucionismo, dice C.K. Chesterton (1997), sólo se puede ser absurdamente inhumano o absurdamente humano; pero nunca humano a secas”, (pág. 219).
31 Diario EL País, 24 de julio de 2021.
32 Palabra que no deberá utilizarse para los centros hospitalarios, dispensarios, etc., siendo sustituidas por centros de salud y muerte voluntaria o exigida por el sistema. Aunque los publicitas ya se encargarán con el lenguaje de utilizar otros términos para disfrazar su cometido –por ejemplo, salud y muerte en almíbar–.
33 Palabra que también dejará de tener sentido en tanto sea un lugar en el que se aplique la eutanasia.
34 Se intenta por intereses económicos y por la mejora de la condición humana, por medio de la ciencia, que la vejez sea considerada una enfermedad, a fin de que se posibilite la investigación anti-envejecimiento.
35 Previa formación que acredite ser experto en la solución del punto final.
36 Defendida por el filósofo y bio-ético australiano de la Universidad Oxford, Julian Savulescu (2001).
37 Declara Friedrich Nietzsche (2009), “donde hay vida, también hay voluntad, pero no voluntad de vida, sino, ¡voluntad de poder!”, (pág. 143).
38 “Si debo ser compasivo, escribe Friedrich Nietzsche (2009), no lo quiero llamar así y si lo soy, prefiero serlo desde la distancia” (pág. 110).
39 Porque, a su juicio, el individuo tiene un instinto de auto-conservación y amour-propre
Nancy Cardinaux y María Angélica Palombo
¿Cuáles son mis fundamentos?
La ausencia de fundamentos, es decir,
la conciencia de la destrucción
de los fundamentos de la certidumbre (...)
¿En qué creo? Creo en la tentativa
de desarrollar un pensamiento
lo menos “mutilante” posible
y lo más racional posible.
Edgar Morin [1]
1. ¿Qué entendemos por pensamiento crítico?
Esta pregunta parece dejarse abordar únicamente desde nuevas preguntas: ¿Es el pensamiento crítico un “cuestionador” de nuestras certidumbres? ¿Es una reflexión de carácter epistemológico que se vuelve sobre el resto de los conocimientos para determinar su grado de legitimidad? ¿Es un pensamiento transgresor, que trata de romper las bases mismas sobre las que se asientan nuestras convicciones? ¿Es un pensamiento creador, que promueve nuevas formas y nuevos contenidos? ¿Busca afirmar la individualidad bajo el carácter de pensamiento autónomo?
¿O trata de encontrar las raíces intersubjetivas de la creación, bajo la forma de un pensamiento colectivo? ¿Es monopolio de los individuos?
¿O puede un grupo, una comunidad o una generación producir pensamiento crítico? ¿Hay algún verdadero pensamiento que no sea crítico?
Las ideologías ¿forman parte del pensamiento crítico? ¿Se trata de un pensamiento paranoico, fundamentado en la sospecha como actitud? Y, por último, ¿qué tendría que criticar el pensamiento crítico?
De acuerdo con su etimología, la palabra crítica proviene del griego Krisis: separación, escisión, pero también por extensión, elección, resolución, desenlace. El verbo krineîn significa discernir, separar, y también escoger, decidir. Cuando se usa en voz media quiere decir resolver para sí. Esto nos hace pensar que el pensamiento crítico implica necesariamente una toma de posición, una resolución que nos compromete ¿De qué manera?
Las diferentes concepciones que hemos señalado representan fragmentos del universo de preocupaciones de los seres humanos. No es lo mismo concebir al pensamiento crítico como gendarme de la verdad que pensarlo como un desafío a la imaginación o un sistema de reflexión sobre la acción social. Según nazca del arte, de la ciencia, de la religión o de la política, adoptará distintas características que determinarán el tipo de crítica y sus posibles alcances. El arte puede ser liberador de fuerzas críticas, como ocurrió en el caso del surrealismo, por ejemplo, o en cambio, puede ser legitimador de un movimiento político, de una religión, como puede observarse en la grandiosa y monumental arquitectura de los imperios o en las catedrales cuya construcción demandó siglos de trabajo, tributos y tribulaciones. Las ciencias pueden ser juzgadas como instrumentos al servicio de una ideología, como las ciencias naturales lo estuvieron al servicio del positivismo, o puede sostenerse en cambio que son emancipadoras de las condiciones socioeconómicas que atrapan a los individuos, como intentaron hacerlo las ciencias sociales. La religión y la política nos pueden atar firmemente a patrones tradicionales o bien pueden generar utopías. Y el mismo pensamiento que nos protege de la superchería y de las “pseudociencias” puede inhabilitarnos para pensar nuevas propuestas acerca del conocimiento. Una manifestación de esta incapacidad adiestrada es el nivel de dificultad que la determinación del grado de cientificidad de las ciencias sociales le presenta a la epistemología tradicional.
El mismo movimiento que nos presenta nuevas formas de sensibilidad y expresión puede inducirnos a aceptar cualquier propuesta como válida y creativa. Las mismas opciones que nos prometen utopías en el campo de las creencias religiosas y políticas nos compelen a menospreciar el presente, necesariamente devaluado frente a la perspectiva de futuros prodigiosos.
El pensamiento crítico puede mirar hacia el pasado o hacia el futuro, pero nunca se conjuga en tiempo presente. Radica en un horizonte de pasado cuando pone en tela de juicio la legitimidad de lo establecido. Se proyecta en cambio hacia el futuro cuando propone nuevas formas de abordar la realidad.
2. ¿Cómo se va instituyendo el pensamiento crítico?
Siempre hay momentos en nuestra infancia en que los seres que nos parecían todopoderosos muestran alguna flaqueza, una falla, un lado oscuro, una ausencia. Es un instante de dolor, de impacto. El mundo se vuelve entonces inseguro. No sabemos qué es lo que pasa, dónde debemos situarnos, a quién debemos creerle, cómo podemos saber qué es la verdad, cómo la diferenciaremos de la mentira.
Estos momentos pueden dar lugar a catástrofes psíquicas o a la progresiva construcción de un pensamiento propio. Para que se abra la posibilidad de dicho pensamiento es preciso que se rompa la primitiva unidad autocomplaciente, la burbuja narcisista en la que todo está provisto sin mayor esfuerzo. Es preciso que haya frustración. Que algo no se haya dado, que algo no haya llegado a tiempo. En ese momento el sujeto podrá tomar una cierta distancia, ya no estará fusionado con el objeto. Lo someterá a observación, se enojará con él, lo buscará y comenzará a criticarlo. Dijimos antes que el mundo en ese momento se volverá inseguro. Podríamos agregar ahora que, a partir de la falta del objeto, a partir de la decepción, se abrirá la posibilidad de constituir un mundo y un pensamiento:
El niño debe renunciar a creer que el Otro puede seguir garantizándole la verdad del dicho y deberá aceptar su soledad y el peso de la duda (...) Ejercer el derecho de pensar implica el duelo por la certeza perdida. La duda es equivalente a la castración en el registro del pensamiento. Pensar, dudar de lo pensado, tener que verificarlo: tales son las exigencias que el yo no puede soslayar [2].
A partir de la declinación del complejo de Edipo, en la teoría freudiana se irá constituyendo el superyó, instancia crítica por excelencia. Desde ese momento, las posibles imputaciones o sanciones que provenían de personajes del mundo exterior pasarán a ser ejercidas por nosotros mismos. Seremos entonces nuestros propios jueces. Dice Freud:
El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores (y educadores) que vigilaron las acciones del individuo en su primer período de vida; continúa las funciones de ellos casi sin alteración. Mantiene al yo en servidumbre, ejerce sobre él una presión permanente. Lo mismo que en la infancia, el yo se cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento [3].
Algunas personas padecerán permanentemente la fijeza y crueldad de esta instancia crítica. Y otras carecerán de esta brújula y oscilarán entre distintas formas de aparecer y de parecer. Cualquiera de los dos extremos –tanto el de las patologías que se caracterizan por una extrema rigidez del superyó, como el de los cuadros que padecen una llamativa ausencia de su función– impiden el desarrollo de un pensamiento propio. Para que el pensamiento crítico se instituya con eficacia será preciso entonces que los padres y los que educan a un niño cumplan una función protectora y que, al mismo tiempo, sepan ir apartándose y dejándolo pensar.
En todos los casos, el desarrollo de la posibilidad de pensar tendrá que ver con la salud psíquica del sujeto, con su capacidad para mirar inteligentemente al mundo y producir modificaciones cuando lo crea necesario. La relación entre la capacidad de pensar y el establecimiento de síntesis que el pensamiento requiere pone de relieve la íntima conexión entre pensamiento y pulsión de vida. Dice Hornstein al respecto: “El pensamiento se opone a la desligadura de lo temático, es un resultado sublimado de Eros (...) Los procesos de pensamiento están al servicio de la pulsión de vida, ya que su función es básicamente de ligazón...” [4].
3. ¿Cómo se despliega el pensamiento crítico?
Una y otra vez, los jóvenes protagonistas de Terciopelo Azul [5], de David Lynch, dicen: “Es un mundo extraño”, y efectivamente lo es aquél al que se están asomando, muy distante y sin embargo coexistente con ese otro de jardines bien regados, cantos matinales de pájaros, comidas servidas a la hora indicada y familias que replican aquellas de los libros con los que aprendimos a leer y escribir. En las películas de Lynch solemos encontrarnos con personajes que representan una inocencia que por definición es “acrítica”. Ellos viven en un solo plano, en una dimensión que se niega a ser puesta en duda y, si sueñan, el despuntar del día hace que el contenido de ese sueño sea reemplazado por anhelos de futuros promisorios, como el que persigue una de las protagonistas de El camino de los sueños [6]: convertirse en una estrella de cine.
Pero más tarde o más temprano, aparecerán los telones, de pesado terciopelo, y también aquellos personajes que habilitan el pasaje de un mundo al otro, el descubrimiento de lo que hay detrás de escena. En la oscuridad, en las pesadillas, en lo que se resiste, cada personaje se convierte en otro, la metamorfosis está a la vuelta de una esquina, a la espera de un telón que se abra o de un espejo que devuelva un rostro diferente, como aquel que enfrenta el padre de Laura Palmer en Twin Peaks [7]. La canción romántica que suele aparecer entonada por alguna cantante que se desangra, llora o se desvanece se revelará como playback, y es en ese instante que el director nos descubre el artificio que aniquila la posibilidad de la ilusión. Pero también nos dice que ya hemos visto, y que no podremos negarnos a seguir mirando. Desde ese momento estamos condenados a sospechar que detrás de cada rostro puede esconderse un asesino, que al final de cada día esplendoroso tal vez nos espere una noche siniestra, que en cada jardín cuidado acaso se oculte algún resto humano al que los insectos están devorando silenciosa pero irremediablemente.
El razonamiento crítico se despliega aquí a partir de una mirada extrañada. En Terciopelo Azul los jóvenes asignan la extrañeza al mundo y no a sus propias miradas. Pero no solamente el mundo es extraño en aquella película –acaso el mundo siempre lo sea– sino que ellos se están extrañando de aquel plano en el que vivieron hasta ese momento. Descubren la violencia de su entorno a la par que se descubren violentos. Ese develamiento no tiene la misma intensidad para los dos personajes; el muchacho se internará cada vez más en el otro mundo, mientras que la chica se mantendrá en un plano expectante, en la periferia entre los dos mundos, la misma que le permitió dormir en su tranquila habitación de niña mientras escuchaba los relatos macabros provenientes de la oficina de su padre policía ubicada debajo de su cuarto. Ella es alguien que porta una información que permite desplegar algunas claves, como aquellas llaves azules que en El Camino de los Sueños tienen la función de ser señales y señuelos.
Cada vez que el relato es abruptamente roto por la mano del director que nos muestra que hasta ese momento no hemos visto nada más que la apariencia o una ensoñación, vemos el extrañamiento en la mirada de un protagonista que mira el mundo como si lo estuviera viendo por primera vez, con la conciencia de estar observando lo que siempre estuvo a la vista, pero sin que antes hubiera sido capaz de advertir sus aristas, sus relieves, sus planos, sus matices.
Esa reconstrucción de la primera mirada se puede deber al descubrimiento de una evidencia hasta entonces desconocida. Así sucede con la oreja que encuentra el protagonista de Terciopelo Azul, como con aquel aro que descubre la protagonista de Sexo, mentiras y video [8] en su propia cama, y que denuncia la relación entre su hermana y su marido, cuyos indicios al parecer se había negado a reconocer hasta ese momento. Pero también puede deberse a la incorporación de algún tipo de conocimiento que permite analizar una situación desde otra perspectiva. Una teoría psicoanalítica, filosófica, sociológica, una película, una novela pueden ayudarnos a descubrir algo nuevo, a correr el telón de pesado terciopelo, pueden acaso obligarnos a criticar aquello que tan naturalizado estaba. En todos los casos pareciera que el primer paso del razonamiento crítico es el distanciamiento, el descentramiento, la epojé, la puesta en paréntesis de nuestro sentido común, de nuestros criterios de naturalización del mundo. Preguntar aquello que ya no preguntamos o que nunca nos atrevimos a preguntar, instalarnos en la duda, pero en una duda auténtica, propia, que no sea mera réplica de aquellas dudas que nos vienen dadas con opciones de respuesta prefiguradas; éstas son acaso las funciones tanto de la ciencia crítica como del arte.
En las películas de Lynch la extrañeza que viene secundada por el despliegue de la otra dimensión posible, de un nuevo atalaya que permite observar lo que antes no había sido advertido, está relacionada muchas veces con el pasaje de la vida infantil o juvenil a la vida adulta. Si bien no es un corolario que su filmografía admita fácilmente, podríamos determinar que tal vez el razonamiento crítico encuentra su terreno más fértil en las conciencias adultas. Pero esas conciencias de los adultos muchas veces utilizan la inocencia, una inocencia impostada, como recurso que les permite negar aquello que está detrás de los telones. La inocencia impostada es acaso una conciencia que se niega a la crítica, como sucede con aquella chica de El Camino de los sueños que prefiere soñar que la mujer de la que está enamorada y la rechaza de pronto se queda sin memoria, sin pasado, y depende exclusivamente de ella para ser salvada, o aquella otra de Terciopelo Azul que anhela que el canto de los pájaros marque que la pesadilla ha terminado.
En una entrevista al cineasta Luis Ortega, el periodista pregunta: “–Ese mundo ‘extraño’ de ‘Monobloc’, ¿lo considera realista?”–, a lo que el entrevistada contesta:
Sí, para mí es mucho más realista que un documental. Pero bueno, ésas son construcciones de la realidad muy de acuerdo con el chip que uno tiene en la cabeza. Para mí es mucho más realista David Lynch que Ken Loach. Sin embargo, Ken Loach plantea conflictos muy tangibles, muy concretos, muy políticos, mientras que Lynch plantea conflictos que no tienen solución porque la vida se va modificando todo el tiempo: quien era bueno, ahora es malo, y quién sabe qué va a ser después. Quien era un personaje, ahora quizás es otro. Uno tiene visiones, sueños y cosas que están incorporadas a la vida de uno, que son inconfesables. Esa cosa inconfesable, más íntima, que todos tenemos, la llamo realidad. Eso me parece más real que un documental [9].
4. ¿Cuáles son los obstáculos que encuentra el desarrollo del pensamiento crítico?
El pensamiento, como cualquier actividad humana, puede desarrollarse si se producen acciones que lo estimulen. Muchas veces en el trabajo clínico se escucha a personas que dicen que les surgen en su cabeza frases de alguno de sus padres que les prohíben algo o los incitan a alguna acción determinada. O se encuentra a personas que no se sienten capaces de pensar, que se quedan en blanco cuando tienen que tomar una decisión. En lugar de ideas, entonces, aparecen frases amenazantes, miradas terribles, o un gran desierto blanco. Se tiene la sensación de estar ante personas aniquiladas, arrasadas, despojadas de su intimidad.
Estas personas son los restos de una crianza en la que no han tenido la opción de constituir una identidad propia. No han podido hacer el duelo por los padres de la infancia porque esos padres nunca se retiraron o nunca se hicieron presentes. La omnipresencia parental puede haber promovido una relación simbiótica en la que el sujeto permanece aniñado toda la vida o puede haber originado a un adulto que se siente culpable cuando piensa por sí mismo. Hay quienes, cuando expresan su propia opinión, comienzan a hablar en voz baja, como si temieran que alguien los escuche. Y, efectivamente, alguien, metido dentro de sus cabezas, los escucha. Y los persigue. En lugar de la “internalización” de una instancia paterna, nos encontramos con la presencia cruda de una voz que evocan como recuerdo o como alucinación. Alguien refirió una vez que tenía la sensación de que su cabeza se partía en dos y se transformaba en una especie de buzón por el que podían entrar las palabras de su madre.
La ausencia parental, a su vez, puede ser la responsable de serias trabas en el proceso de simbolización. El pensamiento que se instituya será escaso, de bajo valor simbólico, repetitivo, acrítico. Existen padres que no enseñan a sus hijos a demorar la satisfacción de los impulsos, así como otros que sí imponen límites a esa satisfacción, pero lo hacen de una manera prematura o abrupta. No enseñan entonces a sus niños a generar las propias respuestas, sino que son responsables de provocar pseudo-pensamientos.
Si no hay un medio facilitador, si el entorno está excesivamente presente o excesivamente ausente, no podrá desarrollarse normalmente un pensamiento capaz de cuestionar la realidad. Y esto que decimos acerca de la familia lo podemos repetir en relación al medio sociocultural. Recordemos lo que decía Winnicott:
El desarrollo depende, en particular al principio, de una aportación del medio circundante suficientemente bueno. Se puede decir que es suficientemente bueno el medio circundante en condiciones de facilitar las diferentes tendencias heredadas del individuo, de tal manera que el desarrollo se efectúe en función de éstas (...) Forman parte del medio circundante facilitador las funciones paternas, que vienen a completar las funciones de la madre y la función de la familia, con su manera más o menos compleja de introducir el principio de realidad a medida que el niño crece, sin dejar al mismo tiempo de permitirle al niño ser un niño [10].
Si pensamos en nuestra actualidad cultural, podemos preguntarnos: la educación que se imparte en las escuelas, la información que recibimos a través de los numerosos medios de comunicación ¿estimulan nuestro pensamiento crítico? ¿O constituyen un recurso cada vez mejor elaborado para producir personas en serie, para insertar las individualidades en una maquinaria simbólica adocenada y mezquina? El hecho de que los jóvenes tengan la posibilidad maravillosa de entrar en contacto con enormes bancos de información, ¿favorece el crecimiento de su actividad pensante y crítica?
Para que haya crítica es necesario el acceso a la información, pero también la existencia de un filtro que permita situarse frente a ella. La banalización de los valores, la homogeneización de los contenidos, la repetición de slogan, la difusión de mentiras maquilladas, todo eso atenta contra el desarrollo de pensamiento crítico. Y la falta de adultos que ayuden a los jóvenes a armarse de un aparato que les permita distinguir lo valioso de lo insignificante, lo correcto de lo falso, hace que la información inunde sus mentes sin que ellos puedan poner un dique ante semejante invasión.
5. ¿Hay una patología en el pensar?
Elaboraremos aquí una serie de tipos que en sus extremos podemos considerar patológicos:
a) Los sectarios
No siempre resulta fácil desarrollar o conservar la lucidez. El dolor de pensar, la angustia de entender lo que pasa, lo que somos, lo que vendrá, puede movernos a deponer nuestra libertad de pensamiento y transferírsela a otro, el Gran Hermano, el jefe, el líder. La estructura de las sectas es enormemente facilitadora para todos aquellos que prefieren “ya no ser”. Ahora bien, debemos entender que cuando hablamos de sectas no nos referimos en forma exclusiva a las que así son llamadas por el lenguaje oficial. También puede tener estructura sectaria un partido político, una doctrina religiosa, una comunidad científica, o los famosos grupos de autoayuda que proliferan en nuestro medio.
b) Los banales
En las antípodas del pensamiento rígido y sectario encontramos formas que pretenden haber superado las etiquetas y que promueven la tendencia a pensar de cualquier manera. Toda idea aparece como válida, por el solo hecho de haber sido pensada. En nombre de una supuesta libertad se afirma con soltura cualquier tipo de tontería, porque “todos tenemos el derecho de decir lo que pensamos”. Se confunde entonces pensamiento crítico con parloteo irresponsable y banal. Se abandona la exigencia de buscar parámetros que permitan determinar si lo producido tiene algún valor de conocimiento o no. Podemos decir entonces que algo es de una determinada manera porque lo sentimos, porque se nos ocurrió. Este suicidio de la inteligencia es vivido como menos amenazante que las consecuencias de la captación por una secta. Pero si bien el jefe de una secta puede inducir a muchos de sus miembros a la autodestrucción, estimular a las personas a renunciar a su capacidad crítica también es llevarlos al exterminio, acaso no de sus cuerpos, pero sí de sus espíritus.
No sólo estamos amenazados por la obediencia debida cuando nos convertimos en replicantes fascistas. También lo estamos cuando repetimos slogan, cuando nos transformamos en prolongaciones de la tecnología. Alguien que haya abandonado su capacidad de pensar en forma crítica puede transformarse entonces en un líder autoritario o en los soldados que lo obedecen, en dócil seguidor o en vendedor de publicidad.
c) Los “hiperrealistas”
Si bien la madurez es condición del pensamiento crítico, está claro que no lo garantiza. Podemos tal vez buscar algunas características que lo permitan o lo obstaculicen. Acaso los mayores escollos que encuentre el pensamiento crítico sean los que le oponen dos tipos de personas: los que se niegan de plano a dudar de aquello que definen como “la realidad”, y aquellos otros que dudan de todo. Los primeros son los empedernidos realistas, aquellos, como el profesor Gradgrind de Tiempos Difíciles de Dickens, que sólo enseñaba realidades e indicaba a sus alumnos:
Guíate en todas las circunstancias y gobiérnate por lo real (...) Tenéis que suprimir por completo la palabra imaginación. La imaginación no sirve para nada en la vida. En los objetos de uso o de adorno, rechazaréis lo que está en oposición con lo real (...) ¿Habéis visto alguna vez venir a posarse pájaros exóticos y mariposas en vuestros cacharros de porcelana? Pues es intolerable que pintéis en ellos pájaros exóticos y mariposas... [11].
Si bien el realismo supone un juicio crítico, cuando se extrema niega cualquier posibilidad de ir más allá de la regla que obliga a los juicios a atenerse a lo que percibimos a través de los sentidos.
d) Los escépticos
En el otro extremo encontramos a las conciencias escépticas, que difícilmente duden porque no tienen certezas que poner en cuestión. En Sábado, Ian McEwan reflexiona acerca de la diferencia entre la conciencia que Perowne, el personaje central, ha tenido acerca de los acontecimientos mundiales y la que tiene su hijo adolescente, Theo:
Perowne recuerda haber llorado por Aberfan en el ’66, cuando ciento dieciséis colegiales como él, recién terminada la oración conjunta de profesores y alumnos, la víspera de las vacaciones de la mitad de trimestre, murieron sepultados por un río de barro. Fue cuando sospechó por primera vez que el Dios amante de los niños al que ensalzaba la directora del colegio quizás no existiese. Como se vio, la mayoría de los principales acontecimientos mundiales sugería lo mismo. Pero para la generación de Theo, sinceramente descreída, la cuestión aún no se ha planteado. Nadie en su escuela de cristal cilindrado, radiante y progresista, le pidió nunca que rezase o cantase un impenetrable himno de alegría. No hay una entidad de la que pueda dudar. Su iniciación delante de la tele, viendo cómo se derrumbaban las torres, fue intensa, pero se adaptó enseguida. [12]
e) Los hipercríticos
Otra de las patologías es la de aquellos que critican con ferocidad y suelen justificar su impiedad, casi siempre, diciendo que lo hacen por el bien del otro o de los otros. Los hipercríticos persiguen a sus víctimas con saña, fundada en su envidia o en su resentimiento, le niegan valor a la obra ajena, se abalanzan furiosamente contra toda debilidad que avizoren. Su intención agresiva se ve claramente cuando observamos los efectos que producen sus críticas en las personas sometidas a ellas: sentimientos de humillación, estupor, inhibición, mucha rabia. Es obvio en este caso, que más allá de los fundamentos que tengan, el fin perseguido no es colaborar en la reflexión sobre una obra, sino aniquilar a su autor.
f) Los acríticos
Del lado opuesto marchan los acríticos, complacientes, irresponsables, demagogos, los que no tienen el coraje de criticar porque no tienen la inteligencia suficiente para pensar el problema que se les plantea o porque no quieren hacerse cargo de las consecuencias del disenso. La ideología “fundante” de este tipo de actitud es algo así como “está todo bien”, convirtiendo en opinables, privadas, aun aquellas cuestiones que tienen un carácter más público.
6. ¿Es la crítica una actividad apasionada?
La tradición filosófica racionalista nos ha acostumbrado a pensar en términos peyorativos respecto de la pasión. La actividad científica recluye la pasión a un “anómico” contexto de descubrimiento; a la hora de producir la prueba y de justificar sus resultados, en cambio, impone reglas metodológicas que no dejan espacio alguno a la imaginación. En la epistemología se discute permanentemente el lugar del observador y su influencia sobre lo observado. En estas discusiones suele considerarse que lo óptimo es suprimir la existencia o la influencia del observador. Hay una aspiración ingenua a “ir a los hechos”, “mirar las cosas como son”, “dejar que los datos hablen por sí mismos”. Se nos dice que, si hacemos ciencia seriamente, deberíamos dejar nuestra subjetividad de lado.
En la actividad artística también se espera que exista una cierta objetividad en la crítica. No hay una guía objetiva sobre gustos o inclinaciones estéticas, pero se considera correcto respetar ciertos cánones tradicionales sobre el buen mirar. El buen gusto sobre el que tanto ha dicho Bourdieu marca una frontera que se constituye férreamente a través de nuestro proceso de socialización.
Desde chicos se nos inculca la idea de que la pasión debe estar circunscripta al campo amoroso, a la contemplación o producción artísticas. El pensamiento crítico, según esta concepción, es un pensamiento científico, exento de pasiones. Pero la nostalgia de pasión se hace presente, como retorno de lo reprimido, en nuestras prácticas, que se niegan a abandonar la primera persona del singular como posición de enunciación. Nos vamos moviendo entonces entre nuestro anhelo de pasión y la tendencia culturalmente legitimada de permanecer en estado de asepsia. En esta relación difícil entre pensamiento y pasión, en algunos momentos deseamos tomar contacto con nuestra pasión reprimida, y en otros momentos descubrimos que tal pasión ya no existe, que nos hemos vuelto incapaces de comprometernos, de arrojarnos. La falta de pasión nos habituó a quedarnos afuera, a ser espectadores. “Nosotros, que seguimos en la Tierra nos sentimos oprimidos entre un oscuro deseo de pasión y la incapacidad de apasionarnos en primera persona” [13].
Así como en ocasiones debemos hacer un esfuerzo para abstraernos de la pasión, a veces también tenemos que hacer un esfuerzo para provocar un apasionamiento que exceda el mero capricho. En la cultura actual, la ausencia de deseo permanece frecuentemente disimulada detrás de la emergencia de pseudo-deseos, de antojos, de preferencias “descafeinadas”. Si analizamos las respuestas que ciertos personajes del mundo de la televisión –claros representantes de la cultura light– dan a preguntas acerca de su trabajo, veremos que muchas veces designan como “desafíos” a actividades que no presentan obstáculo alguno y enuncian como deseos profundos lo que en realidad son caprichos o aspiraciones irrelevantes. Aquello que plantean como proyectos de vida no pasa de ser una simple agenda de corto plazo, un intento más por exorcizar la frustración que se esconde detrás de esa búsqueda desesperada de la gratificación.
La crítica es pues una actividad que tensiona a la objetividad con la pasión. Si la balanza se inclina hacia cualquiera de los dos platillos, la crítica será excesivamente parcial o anodina.
7. ¿Es la crítica promotora o inhibidora de las acciones?
Todo pensamiento dogmático produce críticas que, en lugar de estimular el desarrollo del pensamiento, paralizan, amedrentan, condenan al silencio, al sometimiento, distraen la acción. En el otro extremo están los militantes, quienes emprenden una crítica furibunda contra aquello que juzgan es la realidad pero, una vez que emprenden la acción, reniegan de la crítica, bajo el supuesto de que un exceso de cuestionamiento es propio de los diletantes, de los intelectuales. “La duda es la jactancia de los intelectuales” repetía una y otra vez un ex militar, reivindicando sus acciones contra el Estado de Derecho. En esa frase anida un fuerte desprecio por cualquier crítica que inhiba la acción. Hacer es lo único que cuenta, pero la acción no puede detenerse a criticarse. En todo caso el mundo se divide entre los que hacen y los que critican, y la crítica es improductiva. Dice Hoederer, un personaje de Las Manos Sucias de Sartre:
¡Cómo te importa tu pureza, chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes a nosotros? La pureza es una idea de fakir y de monje. A vosotros los intelectuales, los anarquistas burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente? [14].
La acción sin embargo puede ser crítica en sí misma. En particular la acción política es acción crítica, en tanto supone una opción entre al menos dos posibilidades. El concepto weberiano de “ética de la responsabilidad” juzga los resultados de la acción, pero esos resultados son mirados desde la perspectiva del político, que sin lugar a dudas estuvo condicionado, pero no determinado. La “revolución permanente” del pensamiento parece ser pues la única posición de enunciación posible para un crítico en la arena pública.
La crítica promueve así las acciones comprometidas, que no suelen ser acciones fáciles de emprender y mucho menos de sostener. La inhibición de la acción solamente puede ser causada por un crítico impostado que suponga que su inactividad no lo compromete. Esta actitud, acaso muy extendida en nuestros días se revela falaz, porque lo que no hacemos nos compromete tanto o más que lo que hacemos. Es mentira que seamos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios. Somos dueños de ambos, lo cual implica que somos responsables por ellos, y tanto el derecho como el psicoanálisis tienen mucho que decir acerca de esa responsabilidad y también acerca de las múltiples estrategias que ideamos para tratar de evadirla.
8. ¿Quiénes protagonizan la reflexión crítica acerca de la cultura?
Ejercer la función crítica requiere la combinación de ciertos estados de ánimo: incomodidad, indignación, perplejidad, deseo de cambio, aspiración al cumplimiento de ciertos ideales, asco, orgullo, identificación con los semejantes, sensibilidad para el reconocimiento de los diferentes como interlocutores. La rebeldía respecto de lo establecido, de lo que es mostrado como “natural” fue extraordinariamente tematizada por Camus, quien, en el comienzo de El hombre rebelde, se pregunta “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento” [15]. Como antes lo había planteado Nietzsche, tiene derecho a considerarse como una conciencia diferente aquel que sigue el camino del creador: “¿Tú te llamas libre? Yo quiero que digas tu pensamiento cardinal, y no que has escapado de un yugo (...) tu mirada debe anunciarme claramente: ¿libre, para qué?” [16].
Desprenderse de lo que nos es dado como obvio supone ir constituyendo una idea acerca de qué sería lo justo, lo que correspondería hacer. No necesariamente implica el sostenimiento de una utopía, pero sí de una idea clara acerca de qué sería lo mejor para cambiar ciertos aspectos negativos de la sociedad y la cultura en que vivimos y qué podríamos proponer para mejorarla, sin por ello transformarnos en predicadores o guerreros alucinados.
Nos preguntamos ahora, ¿será preciso disponer de algunos valores universales para analizar la realidad y tomar posición respecto de ella? Considerando lo que planteaba Freud en las primeras décadas del siglo XX, cuando afirmaba que el mayor requisito cultural es la justicia, pensamos que éste es, efectivamente, el valor más cuestionado y la aspiración más demandada por los seres humanos. La búsqueda de la justicia, desde el pensamiento freudiano, siempre está en relación conflictiva con el deseo de felicidad que reivindica el individualismo, el egoísmo, las pasiones personales.
A lo largo de la historia se imaginaron muchas ciudades ideales, se evocó con nostalgia una supuesta edad de oro, se aspiró a crear sociedades que pusieran el acento sobre algunos valores básicos: seguridad, felicidad, propiedad. Dice Cioran:
Inútil remontarse después hacia el antiguo paraíso o correr hacia el futuro: uno es inaccesible, el otro irrealizable. Lo que importa, por el contrario, es interiorizar la nostalgia o la espera, necesariamente frustradas cuando se vuelven hacia el exterior, y obligarlas a discernir o a crear en nosotros la dicha por la que, respectivamente, sentimos nostalgia o esperanza. No hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos, y como en el yo del otro; todavía falta, para encontrarlo ahí, que hayamos recorrido todos los paraísos, los acaecidos y los posibles, haberlos amado y detestado con la torpeza del fanatismo, escrutado y rechazado después con la pericia de la decepción [17].
¿Habrá que dudar una y otra vez de los principios considerados como válidos por las mayorías? Dudar de lo predicado por la mayoría no quiere decir otorgarle al intelectual el predominio de la función crítica. De hecho, sabemos que el rol del intelectual, como el de cualquier otro actor social, puede transformarse en el sostenimiento más o menos ve- lado de la sociedad que lo forma y lo mantiene. Pero sí quiere decir salir de la cultura de las encuestas, del despotismo de “la opinión pública”, de la repetición de consignas vacías. Se trata de atreverse a decir lo que nadie dice, de animarse a hablar de la importancia de la responsabilidad moral de los seres humanos en un mundo en el que se afirma cada vez más la disminución del concepto de sujeto y la debilidad de su poder.
¿Será imprescindible constituirse en la voz de aquellos que no tienen la posibilidad de ser escuchados? Ser la voz de los que no tienen voz, o de todo aquello que no tiene posibilidad de ser expresado verbalmente –como muchos de los horrores que ocurrieron y ocurren en nuestra época–, mostrar lo que se esconde a la mirada de las mayorías, romper las ilusiones de armonía, eso sería, desde nuestro punto de vista, ser el protagonista del pensamiento crítico. Situarse, siempre, en los márgenes, pero no por una pretensión elitista, sino para evitar el encandilamiento que produce funcionar dentro de un sistema.
9. ¿Puede el derecho cumplir una función crítica?
El Derecho, como la ciencia, el arte o la religión, puede cumplir una función legitimadora o crítica. Cumple una función crítica cuando devela las relaciones de poder, nada contracorriente produciendo igualdad allí donde reina la discriminación, instituye sujetos de Derecho donde había seres que esperaban beneficencia. La función de la justicia según Freud es compensar a los débiles, ponerles coto a los fuertes. Oponer una potencia a una prepotencia.
La crítica debe ser diferenciada en materia jurídica de otras formas de manifestación que tienen algún parecido de familia con ella y que reinan en nuestros días. En principio, debemos distinguirla de la simple protesta. Decía Monterroso: “De nada sirve declarar que el mundo es injusto si no se ha adquirido el derecho de lanzar ese lugar común con la fuerza de una verdad recién descubierta” [18]. Entre tanto discurso denunciador de injusticias que escuchamos a diario, Monterroso parece establecer aquello que jurídicamente es considerado un requisito de legitimación de la acción. Esto significa básicamente que no cualquiera puede criticar cualquier cosa o, en otras palabras, que hay que tener derecho para reclamar justicia. La injusticia no se declara o se declama, sino que se denuncia. Y en el acto de denunciarla, se reclama que se haga justicia. De lo contrario, quedamos atrapados en un círculo en el cual se construye un lenguaje pictórico que describe y hasta explica las razones de la injusticia, pero sin involucrar al enunciador en acción alguna. Por otra parte, un viejo principio jurídico establece que nadie puede alegar su propia torpeza. La verdad recién descubierta de la que habla Monterroso acaso exija que la torpeza no sea alegada, como también que no sean los culpables quienes clamen por justicia ante sus propios crímenes.
Las razones por las cuales la sociedad argentina fue “desmovilizada” en las décadas de los ochenta y los noventa son bien distintas, pero en ambos casos el ciclo terminó con una “movilización” que tomó cauces diversos. En los ochenta, todas las energías se canalizaron hacia un proceso de democratización naciente, y la acción política fue el camino elegido para expresarse. En los noventa, en cambio, con una democracia política ya consolidada, surgió un desprecio por la acción política y una protesta “negativa”, una protesta que sólo logra encaminar la acción colectiva y obtiene algunos logros cuando se opone a algo o alguien. Pero a la hora de emprender acciones “positivas”, en cambio, esa protesta tiende a desarticularse.
Dicha desarticulación se da por varias razones. En primer lugar, los medios de protesta rápidamente envejecen y pierden eficacia. Así, los cortes de ruta, los “escraches”, y tantos otros recursos de acción directa suelen ser efectivos durante un ciclo breve, luego del cual tienden a decaer y perder eficacia. Parecen todos ellos forjar sujetos sociales débiles que no llegan a constituir sujetos jurídicos. Pero además podemos conjeturar que se pierde aquella primera mirada del descubrimiento de la injusticia. La injusticia fresca –ya sea porque es nueva ella o los ojos que la miran– crea sus vías de crítica y reclamo, que se agotarán a medida que aquella frescura vaya desapareciendo.
El derrotero de la crítica actual oscila entre la gimnasia de la queja y la naturalización del mundo, que es como es y se juzga inmodificable. Como decía Cortázar: “Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad” [19]. En definitiva, la estrategia es individual y no permite tejer ninguna lógica de acción colectiva. Como lo establece la teoría de la acción racional aplicada a la acción colectiva, si no existen incentivos selectivos para la acción –es decir, beneficios diferenciales para aquellos que actúan– los grandes agrupamientos tienden a estar menos capacitados que los pequeños para emprender acciones que a todos beneficien.
El ciudadano ahora devenido consumidor se queja todo el tiempo y llega a banalizar el acto mismo de la crítica, ya que se ve imposibilitado de construir una estructura alternativa a aquella que juzga perniciosa. El consumidor protestón es festejado por las narraciones en las cuales se puede ver cómo un pequeño reclamo tuvo sus frutos y logró imponerse a la aparentemente invencible fuerza de los más poderosos. Juan Pérez se enfrenta a Coca Cola y logra que le den un cajón en indemnización por la que venía en mal estado. Ya ni siquiera nos permitimos la utopía americana de John Smith enfrentándose a la gran corporación y logrando una ejemplar indemnización de millones de dólares. Ahora parece que nuestro malherido orgullo consumidor se calma con un golpecito en la espalda, un imperceptible pedido de disculpas y un “siga participando”.
En el otro extremo, igual de impotente, está la crítica sarcástica, aquella que se dirige al mundo como si su enunciador no tuviera posición alguna en él, o como si fuera posible adoptar una posición externa. Es una protesta que por cierto suele venir de la mano de un humor tan inteligente cuanto devastador. Aquí el protestón no cree en nada ni en nadie; se autolimita a la función crítica socavando de esa manera cualquier función positiva a la labor crítica. Este sujeto también seguirá participando, aunque logra discursivamente tomar distancia del juego que él mismo contribuye a llevar adelante.
La crítica parece así regodearse y también agotarse en sí misma, sin llegar ni pretender llegar a constituirse en Derecho. Este narcisismo de la protesta es particularmente grave si consideramos que la construcción de ciudadanía, que es el requisito esencial de una sociedad democrática, requiere de críticas fundadas en derechos y de acciones colectivas. Las ciudades y sus protestas ciudadanas parecen hoy muy lejanas de este concepto de ciudadanía. Así lo establece Hernando Gómez Buendía para los ciudadanos colombianos:
La mayoría de los colombianos ya vivimos en grandes ciudades. Pero entendámonos: vivir en ciudades no es lo mismo que ser ciudadanos. La ciudad, como hecho físico, es apenas una multitud en el campamento. La ciudad, como hecho social, es un modo de vivir. Un modo donde lo privado se refugia en el interior de cada vivienda, pero donde la mayor parte de la vida –es decir, el trabajo, la educación, el transporte, la cultura y la recreación– transcurre en espacios públicos y bajo reglas que son –o deberían ser– colectivas. Y de aquí nace el malestar hondo de nuestras grandes ciudades: son, sí, el hecho físico –la urbe– pero no son, o apenas son, el hecho social –la polis–. Tienen la infraestructura necesaria para dar asiento y sustento a millares de familias, pero la vida colectiva no se rige por una racionalidad colectiva sino por el entrecruce aleatorio de racionalidades privadas [20].
Está claro que ser citadino no es lo mismo que ser ciudadano. Y la crítica se atomiza porque no se pueden montar estrategias de acción colectiva y porque queda encerrada en las lógicas individuales.
Hoy convivimos con viejas y nuevas injusticias. Y tal vez las nuevas no sólo lo son porque, como lo indican los datos, vivimos en un mundo cada vez más desigual sino también porque aquello que en el pasado no pareció injusto ahora comienza a parecerlo. Es un lugar común decir que un problema se define como tal en la medida en que se atisba alguna solución. Pero está claro que durante gran parte de la historia de la humanidad no pareció que fuera una injusticia, por ejemplo, que parte de la población sufriera hambre. Hoy, que sabemos que hay recursos suficientes y de sobra para alimentar a toda la población mundial, juz- gamos injusto que alguien pase hambre [21].
Quienes distinguen tres generaciones de derechos, sostienen que los primeros derechos en ser reconocidos son los civiles y políticos (consagrados entre fines del siglo XVIII y el siglo XIX). Estos derechos son exigibles en forma inmediata y requieren que el Estado se abstenga de actuar. Desde principios del siglo XX se comienza a avanzar en derechos de otra índole: los llamados derechos económicos, sociales y culturales. Éstos exigen acciones positivas del Estado, que debe abandonar su posición prescindente para comenzar a intervenir en calidad de proveedor. Más allá de su génesis histórica, parece claro que ambos tipos de Derecho tienen hoy el mismo rango. Y su exigibilidad es inmediata para unos y otros. Además de que los derechos económicos, sociales y culturales parecen encontrar su techo en los recursos de que dispone el Estado, hay que tener en cuenta que es el propio Estado el que define sus límites en la obtención de esos recursos. La crítica, la protesta, la queja, el reclamo pueden constituirse o no en Derecho. En algunas ocasiones, lo que falta es un sujeto jurídico que se perciba a sí mismo como tal y exija que se cumpla con aquel derecho que le es reconocido por el ordenamiento jurídico. Y en otras ocasiones, lo que habrá que lograr es que un nuevo derecho sea reconocido, que se constituya un derecho allí donde hay una percepción de injusticia.
Un autor clásico del Derecho, Rudolph von Ihering, decía en una conferencia pronunciada en Viena en 1872:
Todo Derecho en el mundo ha sido logrado por la lucha, todo precepto jurídico importante ha tenido primero que ser arrancado a aquellos que le resisten, y todo Derecho, tanto el Derecho de un pueblo como el de un individuo, presupone la disposición constante para su afirmación. El Derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente (...) La espada sin balanza es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del Derecho [22].
Acaso no tengamos la mirada fresca para descubrir la injusticia, pero sí para calibrar nuestra responsabilidad en este proceso, y empezar la lucha por el Derecho, que no es otra cosa que la lucha contra la injusticia.
10. ¿Tiene alguna incidencia la edad sobre la capacidad crítica?
Existe una marcada tendencia en la actualidad a darle relevancia al pensamiento de los jóvenes, con el criterio de que, en tanto producido por ellos, será un pensamiento nuevo y, por lo tanto, crítico. Esto deviene de una ideología que considera siempre de mayor valor al producto nuevo que al anterior. Lo que es de última generación parecería ser lo mejor o, por lo menos, lo deseable. Es inútil contra-ejemplificar que en el campo de los electrodomésticos ocurre que los artículos más recientes suelen adolecer de falta de calidad y resistencia. En realidad, que los objetos tengan poca duración es una exigencia del mercado que necesita renovar sus ofertas en forma permanente, de modo de mantener en vilo a una demanda cada vez más anhelante de novedades. El pensamiento de los jóvenes corre la misma suerte que los productos de la tecnología. Es usado y descartado como ellos. Y también es utilizado para vender más.
Se arman mesas redondas de jóvenes, se erigen casas de la cultura para adolescentes, hay suplementos jóvenes en los diarios, revistas, foros de Internet. Desde ya, todas estas iniciativas se dirigen fundamentalmente a jóvenes de clase media, o media alta. A nadie parece resultarle muy rendidor darle un espacio a los jóvenes trabajadores, a las niñas que quedan embarazadas, a los chicos que son blanco de la venta de drogas.
¿Quiénes manipulan todo esto? Los adultos, que han encontrado en la juventud una presa fácil para la compra desde reproductores de MP4 hasta pasta base.
Es cierto que algunas ideas propuestas por los jóvenes son verdaderamente prometedoras, como las que defienden un grado mayor de libertad y tolerancia entre los seres humanos. Pero no debemos olvidarnos de que, en los sectores juveniles, también existen focos de racismo e intolerancia, que se expresan en acciones agresivas hacia los que perciben como diferentes e inferiores. Ejemplos de estas actitudes son las canciones racistas, la quema de hoteles ocupados por inmigrantes, las salvajes peleas entre patotas.
¿Habrá que esperar que el cambio sociocultural sea liderado por los jóvenes? Creemos que la verdadera renovación nada tiene que ver con el grupo etáreo de los que piensan la sociedad. Jóvenes o viejos pueden tener una postura crítica, defender los valores de la cultura que sean rescatables y tratar de modificar los que son mera repetición de un pasado improductivo. Esto es lo que quería decir Akira Kurosawa en su filme Rapsodia en agosto [23], cuando muestra el acercamiento progresivo de una persona de la generación que experimentó el estallido de la bomba ató- mica en Nagasaki a sus nietos, quienes, poco a poco, recuperaban la representación acerca de qué pudo haber significado ese suceso en el ámbito familiar y cultural y qué tenían que ver ellos con eso.
Es posible pensar que puedan unirse los esfuerzos de los hippies de los 60, los revolucionarios de los 70, los moderados que surgieron después, con las ideas de filósofos, sociólogos, religiosos que nuestra socie- dad supo conseguir, en un mismo reclamo: “Sean realistas, pidan lo imposible”. Desde el fondo del camino, nos acompañará el protagonista de Una historia sencilla, de David Lynch [24], quien, desafiando todo lo que se le aconseja y montado en una vieja podadora de pasto atravesará enormes distancias para que su sueño sea posible, para que su vida y la de su hermano se cierren de un modo más justo.
Nancy Cardinaux y María Angélica Palombo en dialnet.unirioja.es
Notas:
1. Morin, Edgar, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, Gedisa, 2005, p.140.
2. Hornstein, Luis, Las depresiones, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 42-43.
3. Freud, Sigmund, “Moisés y la religión monoteísta”, en Obras Completas, t. 23, Buenos Aires, Amorrortu, 1990, p. 113.
4. Hornstein, Luis, Narcisismo, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 197.
5. Lynch, David, Terciopelo Azul, Estados Unidos de América, 1996.
6. Lynch, David, El camino de los sueños, Estados Unidos, 2003.
7. Lynch, David, Twin Peaks, Estados Unidos, años 90 (serie televisiva).
8. Soderbergh, Steven, Sexo, mentiras y video, Estados Unidos, 1989.
9. Entrevista a Luis Ortega, realizada por Oscar Ranzani, Página/12, jueves 19/10/2006.
10. Winnicott, D., A. Green, O. Mannoni, et alt., D. W. Winnicott, Buenos Aires, Editorial Trieb, 1978, pp. 28-29.
11. Dickens, Charles, Tiempos difíciles, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983, pp. 15-16.
12. Mcewan, Ian, Sábado, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 45-46.
13. Vegetti Finzi, Silvia, Historia de las pasiones, Barcelona, Losada, 1988, p. 15.
14. Sartre, Jean-Paul, “Las manos sucias”, en Teatro I, Buenos Aires, Losada, 1968, p. 298.
15. Camus, Albert, El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1967, p. 121.
16. Nietzsche, Friedrich, Así hablaba Zaratustra, Buenos Aires, ADE, 1996, p. 47.
17. Cioran, Emile, Historia y utopía, México, Tusquets, 1998, p.162.
18. Monterroso, Augusto, “E. Torres. Un caso singular”, en Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Alfaguara, 1996, p. 235.
19. Cortázar, Julio, “Carta a una señorita en París”, en Bestiario, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p. 19.
20. Citado en la editorial de la Revista de Ciencia Política, Bogotá, 1994.
21. Esta “novedad” de la percepción de injusticia puede ser puesta en duda. Al respecto dice Nino: “Todavía resulta impresionante la sentencia del prólogo de la Declaración de la Asamblea francesa que dice que ‘la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de los hombres son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Nino, Carlos Santiago, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Barcelona, Ariel, 1989, p. 2.
22. Von Ihering, Rudolph, La lucha por el Derecho, México, Cajica, 1957, p. 45.
23. Kurosawa, Akira, Rapsodia en agosto, Japón, 1991.
24. Lynch, David, Una historia sencilla, Estados Unidos, 1999.
Daniel Tirapu Martínez
I. Planteamiento
Resulta interesante comprobar que tanto el Código de Derecho Canónico de 1983 como el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica tienen su puerto común en el Concilio Vaticano II.
La Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulga el Código reconoce con toda claridad que las aportaciones del Concilio Vaticano II exigían la reforma del Código de 1917, que finalizaría en la promulgación de un nuevo Código [1]. En este sentido el nuevo Código es un instrumento que pretende ajustarse a la naturaleza de la Iglesia tal y como es presentada por el Magisterio del Concilio Vaticano II, de modo especial en su doctrina eclesiológica. Por ello, las notas de novedad presentes en su doctrina eclesiológica constituyen también la novedad del Código. Entre estas aportaciones merece la pena destacar: a) la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, y a la autoridad jerárquica como un servicio; b) la doctrina que presenta a la Iglesia como communio, especialmente en las relaciones que se dan entre Iglesia universal e Iglesias particulares, entre la Colegialidad y el Primado; c) finalmente, de vital importancia para nuestro tema, la doctrina de que todos los miembros de la Iglesia, participan del triple oficio de Cristo, doctrina que enlaza con la que se refiere a los derechos y deberes de todos los fieles, especialmente de los laicos [2].
La Constitución apostólica Fidei Depositum para la publicación del Catecismo de la Iglesia católica explica cómo el Concilio Vaticano II se fijó «como principal tarea la de conservar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para esto, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino ante todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la fe» [3].
En la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada el 25 de enero de 1985, los Padres del Sínodo expresaron el deseo de «que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en los diversos países. La presentación de la doctrina debía ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» [4].
La misma Fidei Depositum pone en estrecha relación las aportaciones del Código y del Catecismo, precisamente por su vinculación con el Concilio Vaticano II: «tras la renovación de la liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de los cánones de las Iglesias orientales católicas, este Catecismo es una contribución importantísima en la obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II» [5].
Por ello puede ser de interés analizar la doctrina sobre los laicos que presenta el nuevo Catecismo y su relación con el Código de 1983 [6].
Téngase además en cuenta que prácticamente hasta el Concilio Vaticano II había primado en la doctrina canónica y teológica una definición negativa del laico: bautizado que no es clérigo, ni religioso. Con sentido del humor se ha dicho que la posición del laico, hasta hace poco, se caracterizaba por dos notas: hallarse bajo el púlpito y de rodillas ante el altar. Algunos añadían una tercera nota: echar la mano al bolsillo para la colecta.
El Vaticano II, principalmente en las Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pone las bases para un tratamiento digno y correcto del estatuto y misión de los laicos en la Iglesia, redescubriendo precisas conexiones con la dignidad y acción apostólica de los primeros cristianos.
II. Definición, vocación y misión de los laicos en el nuevo catecismo
Por laico se entiende a todo cristiano, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, por tanto, cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el Pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo [7].
Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. De modo especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza de Dios [8].
La iniciativa de los laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir los medios para que las exigencias de la doctrina y la vida cristiana impregnen las realidades sociales, políticas y económicas [9]. Es precisamente a través de las relaciones y su trabajo en el mundo donde encuentran su punto de unión las difíciles relaciones entre Iglesia-mundo. Las realidades familiares, profesionales, sociales, políticas y económicas no son tareas eclesiales, pero adquieren la nota de eclesialidad en la medida que constituyen la vocación y misión propia y genuina de los laicos.
Dos son los peligros que acechan al quehacer del laico: a) el laico dedicado a tareas exclusivamente eclesiales, abandonando sus responsabilidades profesionales, sociales, económicas, culturales y políticas; b) la separación en el laico entre Fe y vida, entender la Fe como actividad de conciencia y separarla de la vida social [10].
Como todos los fieles, los laicos están llamados por Dios al apostolado por virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen el derecho y el deber, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje cristiano sea conocido y recibido por todos los hombres. En la Comunidad eclesial su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los Pastores no puede obtener su plena eficacia [11].
Los laicos participan, según su condición, en la triple misión sacerdotal, profética y real de Cristo:
a) Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo a través de todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el espíritu, incluso las molestias de la vida, asumidas con paciencia; todo ello se convierte en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo cuando se unen a la ofrenda del Señor en la celebración de la Eucaristía, consagrando el mismo mundo a Dios [12]. De modo muy especial los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos [13]. También los laicos, con las condiciones requeridas, pueden ser admitidos a ciertos ministerios [14].
b) Los laicos también participan de la misión profética de Cristo, evangelizando con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. Esta evangelización de los laicos adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo [15].
Los fieles laicos idóneos y formados para ello pueden colaborar en la formación catequética (CIC cc. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (CIC c. 229), en los medios de comunicación social (CIC c. 823,1). Tienen también el derecho e incluso el deber de manifestar a los pastores su opinión sobre el bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, con el debido respeto y salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres (CIC c. 212,3) [16].
c) Finalmente, los laicos participan en la misión real de Cristo. Los fieles laicos han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, impregnando de valores morales la cultura y las realidades humanas [17].
Los laicos pueden ser llamados a colaborar con sus pastores en tareas propiamente eclesiales: pueden cooperar a tenor del derecho en el ejercicio de la potestad de gobierno (CIC c. 129,2), con su presencia en los Concilios particulares (CIC c. 443,4), en los Sínodos diocesanos (CIC c. 463), en los Consejos Pastorales (CIC cc. 511, 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (CIC c. 517,2), en la celebración de los Consejos de asuntos económicos (CIC c. 492, 1); la participación en tribunales eclesiásticos (CIC c. 1421,2) [18].
En cualquier caso, los fieles deben aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. Ninguna actividad humana puede sustraerse a la soberanía de Dios, así todo laico es testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma [19].
III. Derechos del fiel en el nuevo código
Los derechos del cristiano en la Iglesia han sido tema de creciente atención para los canonistas a partir de los años 50, con la inicial preocupación por la posibilidad de existencia del derecho subjetivo en la Iglesia; será con las aportaciones del Vaticano II cuando la cuestión tome carta de naturaleza entre los canonistas [20]:
a) en primer lugar estarían quienes, preferentemente preocupados por el orden eclesial, verían en los derechos del fiel el riesgo de su instrumentalización, poniendo en entredicho el principio jerárquico. Tales posturas olvidan que los derechos responden a la condición jurídica primaria del fiel en la Iglesia, y que son expresión del orden fundacional y fundamental del Pueblo de Dios.
b) otros autores llegan a considerar los derechos del fiel desde un punto de vista exclusivamente historicista, asimilando sin más la doctrina del positivismo iluminista de los derechos políticos en la comunidad eclesial.
Si hubiera que valorar la respuesta que el reciente Código ha dado al tema de los derechos del fiel, es bien clara en sentido afirmativo. La Sacrae Disciplinae Leges indica que una de las principales aportaciones del Código y de la eclesiología del Concilio, es la consideración de la igualdad radical de los miembros del Pueblo de Dios y los derechos y deberes de los mismos recogidos en los cc. 208 y siguientes.
Entre tales derechos podemos enunciar los siguientes: 1. todos los fieles cristianos son verdaderamente iguales en dignidad y acción en la edificación de la Iglesia (c. 208); 2. tienen derecho a evangelizar y extender el mensaje cristiano (c. 211); 3. tienen derecho a manifestar a los pastores de la Iglesia sus necesidades y manifestar sus opiniones para el bien de la Iglesia (c. 212); 4. derecho a recibir de los Pastores la Palabra de Dios y los sacramentos; 5. derecho a tributar culto a Dios según su propio rito, elegir y practicar su propia forma de vida espiritual (c. 214) conforme con la doctrina de la Iglesia; 6. derecho de asociación y de reunión para fines cristianos (c. 215); 7. derecho a participar, promover y sostener la acción apostólica con iniciativas propias (c. 216); 8. derecho a una educación cristiana en sus aspectos religioso y humano (c. 217); 9. libertad de investigación y difusión de sus opiniones teológicas o canónicas, con la debida sumisión al Magisterio de la Iglesia (c. 218); 10. inmunidad de coacción en la elección del estado de vida (c. 219); 11. derecho a la buena fama y a la propia intimidad (c. 220); 12. derecho a reclamar y defender sus derechos en la jurisdicción eclesiástica, a un juicio justo, a no ser sancionado con penas canónicas, si no es conforme con la norma legal (c. 221).
Entre los principales deberes de los fieles estarían: 1. obligación de mantener la comunión con la Iglesia y cumplir las leyes eclesiásticas (c. 209); 2. deber de esforzarse en llevar una vida santa, cada uno según su propia condición, así como extender el mensaje cristiano (cc. 210-211); 3. deber de observar con obediencia cristiana el Magisterio de la Iglesia (c. 212); 4. deber de ayudar con sus bienes a la Iglesia en sus necesidades, promover la justicia social y ayudar a los pobres (c. 222).
Además de los derechos y obligaciones referidos a los fieles, los laicos (cc. 224-231) están llamados de modo específico a impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del evangelio, mediante su propio trabajo y en el ejercicio de sus tareas cotidianas. Tienen un especial deber, quienes han contraído matrimonio, de dar testimonio en el mundo a través del matrimonio y la familia: son los primeros responsables en la educación cristiana de sus hijos. Los fieles laicos tienen libertad en cuestiones temporales, pero han de actuar siempre con conciencia cristiana y evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables (c. 227). Tienen, finalmente, capacidad para ser llamados a determinados oficios eclesiásticos, derecho a obtener grados académicos en las Facultades eclesiásticas, y quienes se dedican de modo permanente o temporal a un servicio especial de la Iglesia tienen derecho a una correcta retribución (c. 231).
Para finalizar quisiera exponer tres puntos de vista en la actual formalización del estatuto jurídico de los laicos:
a) Para algunos autores el carácter fundamental de los derechos del fiel se habría visto empañado al no haberse promulgado la Ley Fundamental de la Iglesia. La ausencia en la Iglesia de una constitución formal no impide discernir en el nuevo Código el especial relieve de los contenidos materiales de Derecho constitucional canónico. El problema surge de que en el nuevo Código, los contenidos constitucionales están mezclados con normas no constitucionales, y por ello, existe el peligro de una captación de los contenidos de todos los cánones en el mismo plano, prescindiendo del nivel material-formal de las normas contenidas en el mismo. Como señaló Lombardía «para la solución de este problema es necesario delimitar, ante todo, el ámbito de lo constitucional en un sentido material; es decir, cuáles son los principios del Derecho canónico que tienen la virtualidad de constituir al conjunto del Pueblo de Dios en una sociedad jurídicamente organizada. En este sentido puede afirmarse, en líneas generales, que son constitucionales aquellas normas que definan la posición jurídica del fiel en la Iglesia, en cuanto que formalizan sus derechos y deberes fundamentales. También son constitucionales las normas que fijan los principios jurídicos acerca del poder eclesiástico y de la función pastoral de la jerarquía, constituyendo así a la Comunidad de los creyentes en una sociedad ordenada jerárquicamente. Finalmente son también constitucionales las normas fundamentales que aseguran, tanto la tutela de los derechos y la exigibilidad de los deberes de los fieles, como un régimen jurídico del ejercicio del poder, para que tal función no dé ocasión a la prepotencia de los gobernantes respecto de los gobernados; sino que por el contrario, el ejercicio del poder sea una función de servicio a la comunidad» [21].
b) Una cuestión capital para comprobar la verdadera eficacia de los derechos del fiel es la de los sistemas de garantías y recursos de tales derechos; de ahí la necesidad de contrastar el cotidiano ejercicio del poder eclesiástico con el carácter fundamental y prevalente de los derechos de los fieles. Tales derechos constituyen una manifestación de la necesidad de regular ordenadamente el ejercicio del poder. Es por ello «que la mejor vía para la defensa de los derechos fundamentales son los recursos jurídicos. Al respecto debemos señalar que la situación deja mucho que desear. No hay medios rápidos y eficaces para garantizar los derechos de los fieles (…). Puede hablarse de una acusada indefensión de los derechos del fiel. Faltan recursos y falta sensibilidad en los jueces» [22].
c) Finalmente, conviene destacar la presencia de algunos derechos del fiel que son verdaderos derechos humanos, o derechos naturales en el ordenamiento canónico. En el Código actual se recogen algunos de esos derechos naturales con plena vigencia en la Iglesia; por ejemplo, los reconocidos en los cc. 220 y 221: el derecho a la buena fama, a la intimidad y el derecho a la protección judicial.
Daniel Tirapu Martínez en dadun.unav.edu
Notas:
1. Cfr. Const. Ap. Sacrae Disciplinae Leges, en «Código de Derecho Canónico», Pamplona 1983, p. 33.
3. Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo de la Iglesia Católica», Madrid 1992, p. 7.
4. Declaración final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre 1985, II, B, a, n. 4: Enchiridion Vaticanum, vol. 9, p. 1758.
5. Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo… cit.», p. 9.
6. Vid. D. TIRAPU, Los derechos del fiel como condición de dignidad y libertad del Pueblo de Dios, en «Fidelium Iura», 2 (1992), pp. 31 y ss.
7. Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 897.
8. Cfr. Catecismo… cit., n. 898.
9. Cfr. Catecismo… cit., n. 899.
10. Cfr. Christifideles laici, n. 8.
11. Cfr. Catecismo… cit., n. 900.
12. Cfr. Catecismo… cit., n. 901.
13. Cfr. Catecismo… cit., n. 902; CIC c. 835,4.
14. Cfr. Catecismo… cit., n. 903. «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la Sagrada comunión, según las prescripciones del Derecho» (CIC, c. 230,3).
15. Cfr. Catecismo… cit., n. 905.
16. Cfr. Catecismo… cit., nn. 906-907.
17. Cfr. Catecismo… cit., n. 909.
18. Cfr. Catecismo… cit., n. 911.
19. Cfr. Catecismo… cit., nn. 913-914.
20. Vid. para toda esta cuestión, Les droits fondamentaux du Chrétien et dans l'Église dans la societé, Friburgo 1981; especialmente P. LOMBARDÍA, Los derechos fundamentales del cristiano en la Iglesia y en la Sociedad, en «Les droits…» cit., pp. 15 y ss.
21. P. LOMBARDÍA, Lecciones de Derecho canónico, Madrid 1984, pp. 74-75.
22. J. HERVADA, Pensamientos de un canonista en la hora presente, Pamplona 1988, pp. 124-125.
Mª Concepción Delgado Parra
1. Personas “sin Estado”: seres sin derechos humanos
Después de Kant, será Arendt quien continúe el debate sobre las perplejidades que entraña la instrumentación de una concepción de derechos humanos basada en la membrecía política en el marco de un sistema estatal soberano [1]. En Los orígenes del totalitarismo [2] muestra que la experiencia del siglo XX constituye una crisis para los derechos humanos debido al colapso del sistema del Estado-nación en Europa, materializado en el trayecto de las dos guerras mundiales. El desprecio del totalitarismo por la vida humana y el eventual tratamiento de los seres humanos como entidades “superfluas”, que arrojó a millones de personas y pueblos a la condición de “personas sin Estado”, mostró que todo el que deja de contar como ciudadano en su país no sólo pierde sus derechos civiles, sino también sus derechos humanos.
En el diagnóstico crítico desarrollado en Los orígenes…, Arendt aborda las causas que llevaron a la crisis y decadencia del Estado-nación moderno, cuyas consecuencias derivaron en el experimento más destructivo de la condición política del hombre: el fenómeno totalitario. En este proceso muestra la incompatibilidad creada por el imperialismo del siglo XIX entre poder político y enriquecimiento económico, dirigida a legitimar las necesidades de una clase burguesa en ascenso. Mediante esta práctica se puso en marcha un imperialismo que olvidó el principio que ordena a los hombres volver la tierra un lugar habitable, introduciendo en ella un sistema de mediaciones legales que sirvieran para proteger la vida de las personas.
Arendt asume una posición extremadamente dura con el pensamiento político moderno, particularmente cuando afirma que sin Hobbes el Estado moderno europeo no habría contado con las bases suficientes para emprender la aventura imperialista: “Las políticas imperialistas, más que cualquier otro factor, han sido las responsables de la decadencia de Europa, haciendo en realidad las profecías de los políticos e historiadores” [3]. Antes de la era imperial no existía nada como una política mundial, y sin ella carecía de sentido la reivindicación totalitaria de dominación global. Durante este período, afirmará Arendt, el sistema de Estado-nación será incapaz de concebir nuevas normas para conducir los asuntos políticos, dejando al garete una masa de apátridas sin cobijo político ni legal.
El dilema que marcará esta época será la “superfluidad” de un gran número de personas devenidas en “masa”, de las que la vida económica y política podía prescindir. Esta naturaleza fue producida, en parte, por el proceso de acumulación de capital, resultado de las continuas expropiaciones, de los cambios e invasiones demográficas y del propio desempleo. Pero fue creada también por la concentración de poder dentro de las estructuras burocráticas y del ascenso de un “Estado empleador de administradores de la violencia”, cada vez más alejados del ciudadano común y de las instituciones representativas, y más próximos al funcionamiento de una política imperial exterior. En este contexto, la corrosión de las bases del Estado-nación se produce al reducirlo a la mera cobertura administrativa de una extensión colonialista del poder interpretado en términos meramente económicos.
Durante los treinta años en que persistió el imperialismo, iniciado con la Conferencia de Berlín, donde se formalizó la denominada “Lucha por África” (Scramble for Africa), así como las incursiones de las potencias coloniales europeas por parte de Asia y el Pacífico (1884) y, concluido el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914), se gestaron las condiciones ideológicas y tecnológicas que acompañarían el fenómeno totalitario del siglo xx y el anuncio de las catástrofes por venir [4]. La toma del poder por la burguesía y la desestabilización del sistema de Estados-nación acompañaron esta etapa, durante la cual la idea central giró en torno a la expansión competitiva como el “objetivo permanente y supremo de la política” [5].
La burguesía europea, ansiosa de ampliar más allá de ultramar su poder recientemente adquirido —y sin la extensión del acompañamiento de un cuerpo político—, impuso sus propios instrumentos oficiales y de conquista con los que estableció un orden supremo, alejado de instituciones legales y políticas que limitaran su acumulación de poder y la escalada de la violencia. Los anteriores colonialismos tenían motivaciones fundamentalmente políticas; sin embargo, el reciente se sustenta únicamente en el interés económico. En este contexto, un cuerpo político acotado se pone al servicio de un poder ilimitado que termina por fracturar la estructura misma del Estado-nación. La novedad de esta forma de imperialismo radica en que las prácticas que generó, y le dieron sustento, introdujeron principios completamente distintos para el ordenamiento de la política. En primer lugar, la expansión (el colonialismo) fue elevada a un principio político legítimo; en segundo, se extendió la idea de que la política ya no podía ser contenida dentro de las fronteras nacionales, dado que ningún Estado podía permanecer indiferente a los imperativos políticos y económicos mundiales [6].
Lo sorprendente de la interpretación arendtiana es que identifica un concepto que no es político en absoluto, sino que tiene su origen en la especulación económica, donde la expansión significó la ampliación permanente de la producción industrial y las transacciones económicas propias del siglo XX. Esta nueva definición de la política implicó la transfiguración de las formas de gobierno —los sistemas políticos se estructuraron a partir de este momento sobre el principio de la raza y bajo el dominio de la burocracia— y el uso de la violencia como instrumento de gestión legítima, para controlar y asimilar a los pueblos sometidos. El desarrollo de estas prácticas tejerán la urdimbre entre imperialismo y totalitarismo del “efecto boomerang”, cuyas experiencias deshumanizantes y desestabilizadoras, instrumentadas en la periferia, finalmente retornarán para infiltrarse en la política europea del siglo XX [7].
Arendt señala que la Primera Guerra Mundial desenmascaró esta fachada del sistema político europeo y puso al descubierto el sufrimiento de un vasto número de personas, para quienes las leyes del mundo que las rodeaba, de pronto habían dejado de aplicarse. Argumenta que la guerra reveló la contradicción entre el Estado-nación y los derechos humanos. En nombre del interés nacional, los líderes de Europa provocaron una catástrofe que rozó los límites del continente. La guerra dejó millones de muertes y desplazados. Mientras tanto, los acuerdos de la posguerra buscaban aliviar los daños.
Los intentos desesperados por resolver el problema, sin tomar en cuenta la causa fundamental vinculada con el principio de la soberanía nacional, sólo demostraron que ninguna paradoja política contemporánea es más irónica que la discrepancia entre los esfuerzos de los bien intencionados idealistas. Estos últimos insistían obstinadamente en considerar como “inalienables” los derechos humanos, de los cuales únicamente gozaban los ciudadanos de la mayoría de los países prósperos y civilizados. A pesar de sus buenas intenciones, los reformadores humanitarios estaban destinados a fracasar si se negaban a cuestionar el principio de soberanía nacional —sostenido sobre la triada de identidad nacional, ciudadanía y Estado— y a soslayar la idea de una autoridad global fundada sobre la responsabilidad humana.
La Primera Guerra Mundial precipitó y prefiguró los crímenes contra la humanidad cometidos por los regímenes totalitarios de la Segunda Guerra Mundial, los cuales mostraron con brutalidad su indiferencia y hostilidad hacia los derechos humanos adscritos a la lógica de la soberanía nacional.
Asimismo, exhibió el vacío y la ineficacia de los derechos naturales enarbolados por el Estado-nación moderno. El modelo de las políticas totalitarias de la discriminación, expulsión y expatriación tuvo el efecto de confrontar a las naciones del mundo a una paradójica e inevitable cuestión: “Si los derechos humanos realmente existen o no, independientemente de todo estatus político específico derivado solamente del hecho de ser seres humanos”.
La actuación que tuvieron las naciones del mundo hizo patente su respuesta a esta cuestión: los expulsados y los expatriados no tienen derechos humanos porque, en efecto, éstos no existen para quienes carecen de ciudadanía. La terrible situación de los refugiados, asilados y desplazados reveló claramente que los “derechos del hombre, supuestamente inalienables, demostraban su inaplicabilidad […] las personas que aparecieron ya no eran ciudadanas de ningún Estado”.
Despojadas de su ciudadanía, las personas “sin Estado” no solamente fueron arrojadas de su hogar sino también de su estatus político; sometidas a la privación fundamental, la pérdida de un lugar en el mundo, donde sus opiniones adquieren significado y sus acciones se concretan; quedan desprovistas de la básica dignidad humana, investida de la posibilidad de actuar como agentes políticos y morales. En este sentido, Arendt insiste en que la dignidad humana requiere de una nueva garantía debido a que la idea kantiana de un mundo cosmopolita, configurado por repúblicas específicas, y respetuoso de los derechos naturales del hombre sobre los que se sostenía, había sido destruida.
Aunque Arendt comparte la sospecha de Kant con respecto a la identificación del Estado social con el civil —propiamente estatal— y su antipatía hacia un supuesto Estado mundial, sostiene que la única forma de que los derechos humanos, a los que se otorga una validez inconmovible desde el siglo XVIII no se conviertan en letra muerta depende de la institución de una comunidad política heredera de las tareas y objetivos del fracasado Estado-nación. Desde esta perspectiva, la crítica de Arendt al listado contenido, tanto en la Declaración de 1789 como en la de 1948, enfatiza la “pérdida de realidad”, toda vez que incluye derechos que no se dirigen a los seres humanos sino únicamente a los miembros de una entidad política organizada [8].
El análisis de Arendt visibiliza el perverso proceso de transformación del Estado moderno que gira de un instrumento de derecho a un mecanismo de discrecionalidad sin ley al servicio de la nación: “La nación ha conquistado al Estado, el interés nacional tiene prioridad sobre la ley” [9]. Ciertamente, el peligro de este desarrollo es inherente a la estructura del Estado-nación desde el principio. Con el fin de establecer un Gobierno constitucional, los Estados-nación siempre estuvieron representados y basados en el Estado de derecho y en contra de la arbitrariedad administrativa y despótica. Sin embargo, en el mismo instante en que se rompió el precario equilibrio entre el interés nacional y las instituciones legales, la desintegración de esta forma de gobierno y organización de los pueblos produjo resultados aterradores. Paradójicamente, la desintegración del Estado-nación comenzó precisamente cuando el derecho a la autodeterminación nacional fue reconocido por todos los países europeos y cuando su esencial convicción, la supremacía de la voluntad de la nación sobre todas las instituciones legales y “abstractas”, fueron universalmente aceptadas [10].
En el momento en que los Estados comenzaron a practicar desnaturalizaciones masivas en contra de las minorías no deseadas, los refugiados, personas “sin Estado” y desplazados, se convirtieron en portadores de una categoría especial de seres humanos instrumentada mediante las acciones del Estado-nación, y en un sistema de Estados-nación delimitado por la territorialidad de las comunidades políticas organizadas. Es decir, se convirtieron en un orden internacional basado en la centralidad del Estado [11], donde el estatus legal depende de la protección de la más alta autoridad que controla el territorio en el que la persona reside y de quien emite los documentos a los que ésta tiene derecho. Cuando alguien pierde su pertenencia es arrojado al anonimato del ser humano, y queda desasido de todo derecho [12].
2. El “derecho a tener derechos”: un intersticio para escapar al dilema de los derechos humanos
En Los orígenes del totalitarismo, Arendt revela con aguda claridad la imposibilidad de reconocimiento y realización de los derechos humanos fuera de las estructuras del sistema de Estados-nación, así como su radical consecuencia: la anulación de la libertad de acción.
La primera derrota sufrida con la privación de los derechos fue la pérdida del hogar, lo que significó la total ruptura del tejido social del espacio donde [los seres humanos] habían nacido y construido su lugar en el mundo. Esta calamidad está lejos de todo precedente; a lo largo de la historia, las migraciones forzadas de personas o pueblos enteros, por motivos políticos o económicos, han sido vistas como sucesos cotidianos. Sin embargo, lo que carece de precedente no es la pérdida del hogar, sino la imposibilidad de encontrar uno nuevo. […] La segunda pérdida sufrida con la privación de los derechos fue la pérdida de protección del Gobierno. Esto no sólo implicó la pérdida del estatus legal en su propio país, sino también en cualquier otro […] La calamidad de la pérdida de derechos no es que ellos [los seres humanos] sean privados de la vida, de la libertad, de perseguir la felicidad o exigir la igualdad ante la ley y la libertad de opinión —fórmulas que fueron designadas para resolver problemas dentro de las comunidades dadas— sino que ya no pertenecen a ninguna comunidad en absoluto (la traducción es nuestra) [13].
Las perplejidades involucradas en la pérdida de los derechos humanos coincide con el hecho de que la persona deviene en un ser humano en general —sin profesión, sin ciudadanía, sin opinión, sin nada que lo identifique consigo mismo—, para quien su propia individualidad, absolutamente única, privada de expresión y acción al interior de un mundo común, carece de todo significado. El riesgo que esto involucra es que incrementa la amenaza de nuestra vida política y, en esta misma dirección, la emergencia de Gobiernos totalitarios surgidos al interior de nuestra civilización. En un mundo global, como explica Arendt, erigido sobre la base de una “civilización” interrelacionada universalmente, estamos expuestos constantemente a los barbarismos creados desde las propias estructuras del Estado-nación, que arrojan a millones de personas a la salvaje condición de convertirlas en “seres humanos en general” [14].
De un modo provocativo, en el capítulo nueve de Los orígenes del totalitarismo, dedicado a “La declinación del Estado nación y el fin de los derechos humanos del hombre”, Arendt escribe la frase: “El derecho a tener derechos” [15]. Con extraordinaria elocuencia, Frank Michelman asegura que esta frase presupone la existencia de personas que no cuentan con ninguno de esos derechos [16]. El reclamo de Arendt significó su objeción en contra de que nadie era reconocido en la posición de “no tener derechos”, cuando en realidad la mayoría de la población en el mundo estaba siendo objeto de desnaturalizaciones masivas que las dejaban sin derecho a tener derechos.
Esta noción surge de las nuevas condiciones del Estado moderno y es equivalente al reclamo moral de un refugiado, una persona “sin Estado” o un desplazado, a la ciudadanía, o por lo menos a una personalidad jurídica dentro de los límites sociales de alguna ley de dispensación estatal [17]. Dadas las circunstancias presentes, en algún momento una persona podría encontrarse en esta condición, expulsada de todo derecho. La exigencia contenida en el “derecho a tener derechos”, se refiere a un reclamo en nombre de aquellos cuya situación actual no satisface los requisitos de tener derechos en el enmarcamiento del sistema de Estados-nación, como sucede en la actualidad con millones de migrantes sin papeles, refugiados, asilados o desplazados.
La dureza y el escepticismo con los que Arendt estructura su diagnóstico sobre los derechos humanos corresponden a una pensadora judía-alemana que sobrevivió a la desnacionalización y persecución de los judíos en la Alemania nazi. Fue observadora y testigo participante de la diáspora mundial de la comunidad judía y conocedora coexistente de otras minorías (alemanes en Rusia; eslovacos en Checoslovaquia; musulmanes en Yugoslavia; gitanos y muchos más) en la Europa de mediados del siglo pasado, cuyo rasgo identitario fue la sistemática desnaturalización, persecución y asesinato. Esta práctica tuvo lugar dentro de las estructuras de las leyes nacionales e internacionales en el contexto de los tiempos modernos. Pero, ¿en qué radica la imposibilidad de llevar a cabo la realización de los derechos humanos, tanto en las declaraciones tradicionales formuladas a finales del siglo XVIII como en la de 1948?
Ciertamente, como afirma Agamben, responder a esta interrogante implica abandonar la manera tradicional de pensar el concepto de “hombre, ciudadano y sus derechos” [18]. Incluso, conlleva desdeñar la argumentación universal y reconstruir un principio universal de justicia [19]. Las aporías de Arendt indagan precisamente el vínculo “fracturado” entre los derechos del hombre y los derechos humanos, sintetizados en la frase: “el derecho a tener derechos”, donde la premisa no depende de la ley natural moderna, anclada al pensamiento liberal, sino que pone en duda los presupuestos básicos de la tradición [20]. Al respecto, Arendt escribe:
Tomamos conciencia de la existencia de un derecho a tener derechos (y eso significa vivir en un marco en el que uno es juzgado por sus acciones y opiniones) y un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando aparecieron millones de personas que habían perdido y no podían recuperar sus derechos debido a la nueva situación política global […] El derecho que corresponde a esta pérdida y que nunca fue mencionado entre los derechos humanos porque no pudo expresarse en las categorías del siglo XVIII, ya que éstas suponen que los derechos tienen su origen en la “naturaleza” del hombre […] es el derecho a tener derechos o el derecho de todo individuo a pertenecer a la humanidad, mismo que debería estar garantizado por la humanidad misma. Sin embargo, no es de ningún modo seguro que esto sea posible (la traducción es nuestra) [21].
En este sentido, como afirma Menke, la primera objeción que subraya Arendt contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, compete a la visible “pérdida de realidad”, derivada de la imposibilidad de llevar a cabo un deber al que no puede corresponder por su incapacidad de acción [22]. Para retomar esta pérdida de realidad, es preciso analizar la noción del “derecho a tener derechos”. Si se observa con atención, esta afirmación evoca dos ámbitos interconectados en el pensamiento de Arendt: (derecho)-a-(tener derechos). El principio de la frase, como señala Benhabib, remite a un imperativo moral a la membrecía y, por lo tanto, de una forma de relación compatible con la membrecía.
Esta primera estructura del derecho, dirigida a la identidad de los otros, a quienes se reclama el reconocimiento como una persona derechohabiente, queda abierta e indeterminada; no depende de la precondición de ser ciudadano o no, sino del derecho al reconocimiento por el simple hecho de ser un ser humano [23]. Tal reconocimiento en Arendt es, en primer lugar, el derecho a la membrecía, a la pertenencia de alguna comunidad humana organizada. De este modo, la humanidad misma se convierte en la destinataria de este reconocimiento; “sin embargo, no es de ningún modo seguro que esto sea posible”.
Así, la condición de persona es contingente a su reconocimiento en la membrecía, lo que permite introducir la noción de la segunda frase de la estructura discursiva tener derechos, cuya acción resulta del previo derecho a la membrecía, lo cual significa el derecho (y sus respectivos deberes) a vivir como miembro de una comunidad humana organizada en la que las personas son juzgadas por sus acciones y opiniones [24]. Esta doble adscripción del “derecho a tener derechos” rompe las formas a priori de la pertenencia a una comunidad humana organizada, basada en la egología trascendental kantiana. En esta última se reúnen, merced a una prodigiosa decisión, los derechos humanos a la ciudadanía, dejando sin protección a individuos y pueblos frente a las arbitrariedades de la soberanía del Estado. Por un lado, postula una comunidad jurídico-civil de socios que estén en relación con el deber de responsabilidad recíproca. Y, por otro, el deber de reconocerse mutuamente como miembros, como individuos protegidos por las autoridades político-legales, quienes deben ser tratados como personas habilitadas para disfrutar de derechos [25].
Desde el punto de vista de Arendt, la ficticia y obtusa simbiosis del derecho a la membrecía y el derecho a vivir como un miembro de una comunidad humana organizada caracterizan las declaraciones tradicionales de derechos humanos. Esta particularidad se reprodujo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 1948, principio que impide su realización. Desde un inicio, dice Arendt, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del siglo XVIII presentó a un ser humano “abstracto” que no existía en ningún sitio [26].
De manera inexplicable, la cuestión de los derechos humanos rápidamente quedó adherida a la emancipación nacional, lo que muy pronto derivó en la idea de que la soberanía de un pueblo emancipado era la única que parecía asegurar los derechos “inalienables”, limitando su acceso únicamente a quienes pertenecían a la nueva comunidad organizada. Desde la Revolución francesa, el ser humano fue concebido a través de la imagen de una familia de naciones. No obstante, en el trayecto se evidenció que el pueblo, y no el individuo, constituía la imagen de hombre [27].
El principio de que todos los derechos dependen de la ley y toda legislación política está necesariamente atada a una forma específica de “localidad”, de acuerdo con la afirmación realista de Edmund Burke [28], revela a Arendt las lindes de los derechos que ejercemos al circunscribirse a la nación, donde ninguna ley natural o divina, ni ningún concepto de humanidad, son requeridos como fuente de ley [29]. Por el contrario, remitir los derechos del hombre —al hecho de ser hombre— obliga a todo individuo o comunidad humana a respetarlos siempre. Si los supeditamos al hecho de ser ciudadano, solamente serán respetados cuando la nación que da la ciudadanía tenga la voluntad de hacerlo. Si el Estado-nación es la única autoridad jurídica que reconoce y realiza los derechos humanos, este discurso pierde su significado para quienes viven procesos de expatriación, emigración forzada o cualquier otro tipo de dimisión de pertenencia a una entidad política.
La privación primordial de los derechos humanos se manifiesta en la pérdida de un lugar en el mundo, donde las opiniones y la acción colectiva toman forma. Esta privación, como ninguna otra, despoja del derecho a la acción y sin ésta ningún derecho es realizable [30]. Este punto constituye un elemento crucial para comprender las implicaciones del “derecho a tener derechos” en términos del derecho moral a la membrecía y el tener derechos al interior de una comunidad humana organizada. La importancia de esta dimensión permanecerá ausente en las declaraciones de derechos humanos existentes. La ligereza, al hablar de los derechos humanos, conduce a la confusión y a la “pérdida de realidad” expresada en el contenido de estos instrumentos.
Como apunta Reyes Mate, asegurar que “existen” unos derechos humanos supone un doble despojo: otorgan a un hombre abstracto, que no existe, los atributos que no tiene el hombre concreto y se niega a la cruda realidad (de hombres sin derechos) capacidad de significación teórica. Finalmente, se construye una doctrina de derechos sobre el hombre que no tiene en cuenta al hombre real, sino a uno abstracto que se ha inventado la filosofía, que tiene el inconveniente de no existir [31].
La redefinición del concepto de derechos humanos requiere de una respuesta que conjugue los derechos de membrecía con el derecho a ser miembro a la luz de las experiencias de las circunstancias presentes. La obra de Arendt postula un ejercicio de la libertad de acción política que podría ser leído en clave para dar inicio al “derecho a tener derechos” y, de este modo, pensar los derechos humanos en otro registro.
3. La libertad de acción política y la realización de los derechos humanos
En su crítica a los derechos humanos, dentro del contexto de la Segunda Guerra Mundial, Arendt se pregunta por qué el concepto de derechos naturales e inalienables falló a la humanidad en el momento que más se necesitaban, a pesar de que éstos habían sido pronunciados un siglo y medio antes en Francia. A esto, responde que cuando el individuo carece de pertenencia a una comunidad política, sus derechos no son tan sagrados como el concepto de derechos individuales sugería [32]. La facultad política simplemente es incapaz de realizarse en los desposeídos, si éstos no son reconocidos como miembros iguales de la humanidad.
En Hegel también aparece la tensión entre la ley de lo singular y la de lo universal, como característica intrínseca de la unidad [33] (a la cual apela en un contiguo despliegue dialéctico), con el propósito de lograr un acercamiento distinto. De dicho acercamiento emerge la idea de que la unidad está atravesada, no sólo por la resolución de los contrarios, sino por la perplejidad que los contiene. Arendt identifica con claridad esta tensión entre las dos dimensiones propuestas en el “derecho a tener derechos”, de la cual emerge la concepción de libertad; pero también se sabe que esta última debe prefigurar un movimiento que conduzca a la acción de la vida política, si de lo que se trata es de romper la aporía de los derechos humanos. Considera que la realidad moderna fue, en muchos sentidos, resultado de la dualidad práctica y teórica de la libertad postulada por la filosofía política occidental.
Para demostrarlo, gira su análisis a la filosofía presocrática, donde la libertad era considerada como un concepto exclusivamente político, la quintaesencia de la ciudad-estado y la ciudadanía, en contraste con la tradición filosófica del pensamiento político clásico —iniciada con Parménides y Platón— que la funda explícitamente en oposición a la polis y su ciudadanía. El modo de vida elegido por estos últimos fue entendido en oposición al modo de vida político. Sólo cuando los primeros cristianos, particularmente Pablo (Saulo de Tarso), descubrieron un tipo de libertad desvinculado de la política, el concepto entró a la historia de la filosofía. Libre albedrío y libertad se convirtieron en sinónimos y la libertad fue experimentada en términos de un ejercicio de completa soledad [34]. El concepto de libertad entró en el vocabulario de la filosofía hasta la Antigüedad tardía; cuando lo hizo, fue usado por pensadores tales como Epictetus y Agustín de Hipona para formular la condición en la que un individuo conservaría su libertad dentro de sí mismo, a pesar de ser privado de ella en el mundo físico. Arendt acentúa el hecho histórico de que la aparición del problema de la libertad en la filosofía de Agustín fue precedido del intento consciente de divorciar la noción de libertad de la política, y así llegar a la formulación de que uno puede ser esclavo en el mundo y aún conservar su libertad [35]. La tradición cristiana jugó un papel decisivo en el problema de la libertad. Convirtió en sinónimos la libertad y el libre albedrío, al mismo tiempo que arrojó la experiencia de la libertad al terreno de la completa soledad. Todavía hoy, cuando pensamos en la libertad, inmediatamente se establece la equivalencia entre estas dos nociones, la cual fue una facultad virtualmente desconocida por los presocráticos. Por su parte, el concepto de libertad de Epictetus, en el que clama que quien comienza con la afirmación de que es libre es el que lleva a cabo lo que desea, no es más que el reverso de la noción de la libertad de la antigua noción política y el trasfondo político sobre el que la filosofía popular sustentó la disminución evidente de la libertad a finales del Imperio romano, manifiesta en las nociones de poder y dominación [36].
Los presocráticos fueron inexpertos en los fenómenos de la soledad. Sabían muy bien que el hombre solitario ya no es uno, sino dos-en-uno, ya que la relación entre el yo y yo mismo comienza en el instante en el que mi relación con mis semejantes ha sido interrumpida por alguna razón. El dualismo de la filosofía clásica (desde Platón) ha insistido en la dicotomía entre el alma y el cuerpo, al asignar la moción de la facultad humana al alma. Esta dualidad, alojada dentro de la capacidad del sí mismo, es conocida como una característica del pensamiento, el diálogo que uno sostiene con uno mismo.
Sin embargo, dirá Arendt, el dos-en-uno de la soledad que genera el proceso del pensamiento tiene un efecto exactamente contrario sobre la voluntad: la paraliza y la bloquea; dispuesta en soledad, se encuentra siempre y al mismo tiempo entre querer (velle) y no querer (nolle). El efecto paralizante de la voluntad que tiene su efecto sobre el sí mismo configura la verdadera esencia del mandar y ser obedecido. Platón insistía en que solamente aquellos que supieran establecer las reglas para ellos mismos tenían derecho a instaurar reglas para los otros, quienes serían libres desde la obligación de la obediencia [37].
En el renacimiento del pensamiento político, el cual vino acompañado de la Edad moderna, Arendt distingue entre aquellos pensadores, quienes sustentan el título de “padres de la ciencia política” —Maquiavelo y Hobbes, como sus mayores representantes— y aquellos que remontaron su preocupación al pensamiento político presocrático, no por ninguna predilección por el pasado, sino porque la separación entre Iglesia y Estado había producido un ámbito secular independiente, desconocido en el entorno político desde la caída del Imperio romano.
El representante de este secularismo es Montesquieu. Aunque indiferente a los problemas estrictamente filosóficos, tenía una profunda preocupación por la inadecuada concepción de la libertad para los propósitos políticos desarrollada por los filósofos cristianos. Con el fin de zanjar esta cuestión, propuso una distinción entre libertad filosófica y libertad política. Desde su perspectiva, la filosofía no demanda más libertad que el ejercicio de la voluntad, separadamente de las circunstancias y la consecución de los objetivos que la voluntad se haya fijado. Por el contrario, la libertad política consiste en la capacidad de hacer lo que la voluntad dispone.
Tanto para Montesquieu como para los presocráticos, estaba claro que un agente deja de ser libre en el instante en que pierde su capacidad de hacer; por lo tanto, es irrelevante si esa falla es causada por circunstancias internas o externas [38]. Los antiguos griegos convirtieron la preocupación de la voluntad en una facultad separada de las otras capacidades del hombre. Históricamente, el hombre descubrió por primera vez la voluntad cuando experimentó su impotencia, no su poder. Esto tiene importancia para darse cuenta que los tempranos testimonios sobre la voluntad no fueron derrotados por la abrumadora fuerza de la naturaleza o de las circunstancias y que su aparición no planteó el conflicto del uno contra otros ni la lucha entre el cuerpo y la mente. Diferente a este planteamiento es la relación del pensamiento y el cuerpo en Agustín, la cual tiene su fuente en el enorme poder inherente a la voluntad, el pensamiento manda al cuerpo y éste obedece inmediatamente. El cuerpo representa, en este contexto, el mundo exterior y de ninguna manera es considerado en términos del sí mismo.
Epictetus estima que en el dominio interior, dentro del sí mismo, el hombre deviene en maestro absoluto y, precisamente, el conflicto entre el hombre y él mismo es derrotado por la voluntad. La fuerza de voluntad cristiana descubrió esta vía como una forma de auto-liberación, cuyo principio adoptó en seguida. De esta forma, mi voluntad (I-will) paraliza instantáneamente mi capacidad de hacer (I-can). En el mismo momento en que el hombre desea la libertad, pierde su capacidad para ser libre. Arendt permanece atenta a las consecuencias fatales que este proceso tiene para la teoría política, toda vez que en la ecuación de la libertad con la capacidad humana de la voluntad es posible encontrar la causa por la que hoy, de manera automática, establecemos la equivalencia entre el poder y la opresión [39].
Arendt afirmó que los filósofos mostraron interés en el problema de la libertad cuando descubrieron que podían desvincularla de la política, de experimentarla fuera del ámbito de la actuación y asociación con los demás y limitada a la relación de la voluntad con uno mismo, es decir, asumida como libre albedrío. Esto convirtió la cuestión de la libertad en un problema filosófico de primer orden y, como tal, en un problema referido al ámbito político. El cambio filosófico de la acción a la fuerza de voluntad y la libertad referida a un modo de ser manifiesto en la acción del libre albedrío transformó el ideal de libertad en uno de voluntad, independiente de los demás, que más tarde adoptará la forma de soberanía. Este principio prevaleció hasta el siglo XVIII. Thomas Paine sostendrá que “ser libre es suficiente [para el hombre] que lo desea”, palabras que Lafayette aplicará al Estado-nación: “Para que una nación sea libre, es suficiente que quiera serlo”.
Estas ideas tuvieron resonancia en la filosofía política de Jean-Jacques Rousseau, el representante más reconocido de la teoría de la soberanía derivada directamente de la voluntad [40]. En su teoría no escatima las consecuencias del individualismo extremo que el principio de voluntad, independientemente de los demás, supone. Incluso argumenta —en contra de Montesquieu— que el poder soberano debe ser indivisible porque una división del poder sería impensable. Adicionalmente, precisa que en un Estado ideal los ciudadanos no tendrían comunicación unos con otros y que con el propósito de evitar confrontaciones, cada ciudadano debía pensar solo sus propios pensamientos. Arendt refutará estos planteamientos. Un Estado en el que no existe comunicación entre los ciudadanos y donde cada uno piensa solo, en sus propios pensamientos, es por definición una tiranía. Por ello, la identificación política entre libertad y soberanía es la más perniciosa y peligrosa consecuencia de la ecuación filosófica de libertad y libre albedrío, debido a que conduce a una negación de la libertad humana [41].
Revisitar las tradiciones presocráticas y su política implica para Arendt recuperar la experiencia de la libertad en el proceso de actuar (juntos). Cuando afirma que el concepto de libertad no jugó un papel importante en la filosofía clásica griega, apunta específicamente al “borramiento” del origen exclusivamente político. Para nuestra autora, la libertad supone el comienzo de la realización de algo, el inicio que anima e inspira todas las actividades humanas, la acción como principio de la vida política [42]. La libertad no refiere un modo de ser, una virtud o virtuosismo, sino un don supremo que el hombre recibió entre todas las criaturas terrenales, cuya manifestación se expresa en todas las actividades que experimenta: “La libertad se realiza sólo cuando su acción crea el espacio de aparición del hombre” [43]. Las tradiciones cristianas y antifilosófico políticas, reitera Arendt, despojaron a la libertad del atributo de actuar (juntos). A su pesar, esta concepción fue la que trasminó en el pensamiento de los filósofos modernos.
Hobbes, Spinoza e incluso Kant comprendieron la libertad fuera de la política [44]. Este deslizamiento teórico llevó a la humanidad a la justificación de que los hombres tienen la capacidad de vivir legal y políticamente juntos, únicamente cuando algunos tienen el derecho de mandar y otros son forzados a obedecer [45]. Para Arendt, la experiencia moderna del totalitarismo, los apátridas y el genocidio es resultado de este deslizamiento que condujo a la pérdida de la acción como principio de la vida política, traslación que el concepto de derechos humanos —naturales e inalienables— fue incapaz de identificar y revertir. Precisamente en este intersticio vislumbra la libertad de acción política como una vía para conectar las dos dimensiones del (derecho)- a-(tener derechos) poniendo en cuestión las formas tradicionales del ejercicio de la justicia en su precaria ejecución.
La relevancia de Arendt al postular la libertad como acción política radica en desplazar el debate acerca de si los derechos humanos tienen validez universal hacia la creación de un espacio público, local y global, donde el ser humano actúe, hable y opine para demandar la realización de los mismos. Construye un puente, entre los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y su materialización, poniendo en acto la promesa de algo diferente por venir. Mediante la acción, crea la relación entre política y ley, cuya expresión se manifiesta en el momento en que los actores demandan el reconocimiento de sus derechos humanos. Esta interacción dinámica entre política y ley, como señala Robert Post, visibiliza el vínculo entre la demanda de derechos y las formas tradicionales del ejercicio de la justicia:
La política y la ley constituyen dos formas distintas de gestión para resolver el acuerdo o desacuerdo de los hechos sociales inevitables. Como prácticas sociales, la política y la ley son independientes e interdependientes. Son independientes en el sentido de que son incompatibles. Someter una controversia política a una resolución legal implica sacarla del dominio político, del mismo modo que someter una controversia legal a una resolución política implica debilitar la ley. Sin embargo, política y ley son interdependientes, en el sentido de que la ley requiere de la política para producir las normas compartidas que impone la ley, mientras que la política exige de la ley para estabilizar y consolidar los valores comunes de la política que se esfuerza por lograr (la traducción es nuestra) [46].
La acción política en este registro coloca a las instituciones westfalianas frente al problema de la representación política y la injusticia en el sentido directo de voz pública y responsabilidad democrática, al apelar a normas cosmopolitas [47] que rebasan la triada Estado-ciudadanía-derechos humanos [48]. Asimismo, involucra formas de reconocimiento que no se limitan a la participación de quienes se hallan dentro del universo de los que “cuentan” en el ámbito de una comunidad política organizada, sino que es resultado del punto de intersección entre el enmarque moral y la participación democrática. Esto es, la discusión sobre la aplicación de la justicia se desenvuelve a través de un ejercicio normativo, en el que las instituciones jurídicas son atravesadas por narrativas y prescripciones sociales [49]. En este sentido, Arendt no reduce el “aparecer” del ser humano en términos de un horizonte puramente fenomenológico, sino que lo extiende a una dimensión propiamente ontológica. No falta, como afirma Esposito, la vertiente escénica en la que los “sujetos de la política” llevan a cabo su aparición como actores en un escenario dispuesto por ellos mismos, donde el aparecer tiene el sentido de “venir a la luz” y, en esa experiencia, “existir” [50]. La lucha por los derechos humanos reemprendida durante los años sesenta constituye un importante ejemplo para el planteamiento de reclamos y la búsqueda de la justicia en este sentido [51].
Lo que sigue de esto es una nueva apreciación del papel de la libertad entendida como acción política, cuya práctica podría precipitar la realización de los derechos humanos en lo por venir [52]. Lo que pone en juego no son únicamente cuestiones de primer orden de la justicia, sino también las “metapreguntas” acerca de cómo estos problemas deben ser enmarcados. Mediante su práctica estimula una política jusgenerativa y otorga un nuevo sentido a la ley, donde “el demos enfrenta la disyunción entre el contenido universalista de sus compromisos constitucionales y las paradojas del cierre democrático” [53]. Esto da lugar a nuevas formas de pertenencia des-territorializadas, al debilitar la línea que separa los derechos humanos de los derechos ciudadanos.
Si la precondición para ser juzgado por las acciones y opiniones exige rasgar desde afuera a través del derecho a pertenecer, y de esta manera reanudar el derecho a ser miembro, este movimiento tiene lugar cada vez que un conjunto de personas abren espacios para denunciar y, en el trayecto, desafiar los imaginarios y mapas cognitivos tradicionales sobre los derechos humanos. Aunque en sus demandas no se esboza un sentido específico sobre cómo los derechos humanos tendrían que dar lugar al derecho de pertenencia a una comunidad política organizada, actúan impulsados por la convicción de que las condiciones actuales dañan la igualdad, la libertad y la justicia, y asumen que con su acción empujan hacia un mundo más justo y equitativo.
Con este acto comienzan a modificar las cosas, simplemente por el hecho de actuar juntos, en una acción performativa en la que inauguran un lugar para ser escuchados, más allá de los límites estatales. El imperativo moral de membrecía [54] y, por lo tanto, la apelación a una relación compatible con la membrecía, demandados por la gente cuando exige a las autoridades que se hagan responsables de la “humanidad”, resquebraja algo, pasa por la experiencia de que luchamos por lo que nunca hemos tenido, pero que siempre estará por venir, en el sentido de que nunca dejará de llegar y en cada acción plural comienza a suceder.
En esta experiencia, la condición de persona se vuelve contingente a su reconocimiento en la membrecía, introduciendo el derecho (y sus respectivos deberes) a vivir como miembro de una comunidad humana organizada en la que es juzgado por sus acciones y opiniones. Solamente si las personas son vistas y asumidas, no simplemente como sujetos de ley, sino como autoras de la propia ley, la contextualización e interpretación de los derechos humanos puede ser creíble, en términos de un proceso de opinión democrática. Tal contextualización logra legitimidad en la medida en que es resultado de la interacción entre instituciones legales y políticas dentro de espacios públicos libres. Cuando tales derechos son asumidos por la gente como propios, mediante el reclamo moral puesto en marcha a través de la acción colectiva, pierden su parroquialismo y, como tal, abren la posibilidad de su realización, basados en el “derecho moral a ser miembro” y “tener derechos dentro de una comunidad humana organizada”.
La lectura que propone Arendt de la libertad entendida como acción política, re-significa la idea de los derechos humanos, postulada en las declaraciones de derechos humanos, y potencia la doble adscripción del “derecho a tener derechos”. Agrieta las formas a priori de pertenencia y vislumbra una comunidad jurídico-civil de co-socios en relación con el deber de responsabilidad recíproca —protegidos por las autoridades político-legales—, quienes deben ser tratados como personas habilitadas para disfrutar de todos sus derechos. Sin embargo, es preciso señalar que si bien este planteamiento logra horadar muchas de las perplejidades contenidas en las Declaraciones, debemos estar muy atentos a los resultados de la acción política que hoy irrumpe en el ámbito local y global para demandar la realización de los derechos humanos, toda vez que la acción no se termina si no cesa ella misma. Una acción sin obra, como afirma Nancy, podría devenir en una “comunidad inoperante” [55].
Mª Concepción Delgado Parra en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Gündogdu, Ayten, “‘Perplexities of the Rights of Man’: Arendt on the Aporias of Human Rights”, European Journal of Political Theory, vol. 11, núm. 1, 2011, pp. 4-24.
2 Arendt, Hannah, The Origins of Totalitarianism, Nueva York, Harcourt, 1968, pp. 290-302.
3 Ibídem, p. XIX.
4 Ibídem, p. 123.
5 Ibídem, p. 125.
6 Ibídem, pp. 123-124.
7 Ibídem, p. 294.
8 Arendt, Hannah, “The Rights of Man: What are They?”, Modern Review, vol. 3, núm. 1, 1949, pp. 24-36.
9 Arendt, Hannah The Origins…, op. cit., p. 275.
10 Ibídem, p. 275.
11 Benhabib, Seyla, “Reason-Giving and Rights-Bearing: Constructing the Subject of Rights”, Constellations, vol. 20, núm. 1, 2013, pp. 37-50.
12 Benhabib, Seyla, The Rights of Others. Aliens, Residents and Citizens, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, p. 55.
13 Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., pp. 293-295.
14 Ibídem, p. 302.
15 Ibídem, pp. 296, 298.
16 Michelman, Frank, “Parsing ‘Right to Have Rights’”, Constellations, vol. 3, núm. 2, 1996, pp. 200-208.
17 Ibídem, p. 203
18 Agamben, Giorgio, State of Exception, Chicago - Londres, University of Chicago Press, 2000, p. 16.
19 Cohen, Joshua, “Pocedure and Substance in Deliberative Democracy” en Seyla Benhabib (ed.), Democracy and Difference: Contesting the Boundaries of Political, Princeton, Princeton University Press, 1997, p. 183.
20 Menke, Christoph, Kaiser, Birgit y Thiele, Kathrin, “‘Aporias of Human Rights’ and the ‘One Human Rights’: Regarding the Coherence of Hannah Arendt’s Argument”, Social Research, vol. 74, núm. 3, 2007, p. 741.
21 Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., pp. 296-298.
22 Menke, Christoph, Kaiser, Birgit y Thiele, Kathrin, op. cit., p. 741.
23 Benhabib, Seyla, The Rights of Others. Aliens, Residents and Citizens, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, p. 56.
24 Ibídem, p. 57.
25 Ibídem, pp. 57-58.
26 Arendt, Hannah, “The Rights of Man…”, op. cit., p. 31.
27 Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., p. 291.
28 Burke, Edmund, Reflections on the Revolution in France, Indianapolis - Cambridge, Hackett, 1987, p. 9.
29 Arendt, Hannah, “The Rights of Man…”, op. cit.
30 Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., p. 296.
31 Mate, Reyes, “Hannah Arendt y los derechos humanos”, Arbor, ciencia, pensamiento y cultura, vol. 186, núm. 742, marzo-abril, 2010, p. 243.
32 Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., p. 293.
33 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 473.
34 Arendt, Hannah, Between Past and Future, Nueva York, Penguin Classics, 2006, p. 156.
35 Ibídem, p. 146.
36 Ibídem.
37 Platón, La República, Madrid, Alianza, 2006, libros 5 y 6, pp. 349-403.
38 Arendt, Hannah, Between…, op. cit., p. 159.
39 Ibídem, pp. 160-161.
40 Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social o Principios del derecho político, Madrid, Tecnos, 2002.
41 Arendt, Hannah, Between Past…, op. cit., pp. 162-163.
42 Arendt, Hannah, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2005.
43 Arendt, Hannah, Between Past…, op. cit., p. 164.
44 Hansen, Phillip, Hannah Arendt: Politics, History and Citizenship, Standford, Stanford University Press, 1993.
45 Arendt, Hannah, Between Past…, op. cit., p. 222.
46 Post, Robert, “Theorizing Disagreement: Reconceiving the Relationship Between Law and Politics”, California Law Review, vol. 98, núm. 6, 2010, p. 1343.
47 Los siguientes tratados y convenios constituyen tan sólo un reducido ejemplo de esta nueva configuración: el Convenio sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, el Convenio Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, el Convenio sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres, el Convenio Contra la Tortura y otros Tratos o Castigos Crueles, Inhumanos o Degradantes (Naciones Unidas). La articulación de la Unión Europea se hizo acompañar por la Carta de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales en la que participan estados “no miembros de la Unión Europea”. Permite a los ciudadanos realizar demandas que son escuchadas por una Corte Europea de Derechos Humanos. Esta carta fue adoptada como recomendación y texto de referencia en el Consejo Europeo de Niza en diciembre de 2000 (Parlamento Europeo). En esta misma dirección, el continente americano estableció en 1948 el Sistema Interamericano para la Protección de Derechos Humanos (sidh), con el propósito de proteger a los habitantes de América frente a la violación de sus derechos humanos por parte del Estado. Asimismo, se creó la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya función es aplicar e interpretar la Convención Americana sobre Derechos humanos y otros tratados de derechos humanos a los que se somete el sidh (Organización de los Estados Americanos).
48 Fraser, Nancy, Escalas de justicia, Barcelona, Herder, 2008, pp. 257-258.
49 Cover, Robert, “Foreword: Nomos and Narrative, The Supreme Court 1982 Term”, Harvard Law Review, vol. 97, núm. 4, 1983-1984, p. 1.
50 Esposito, Roberto, “¿Polis o comunitas?”, en Fina Birulés (comp.), Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, 2006, p. 119.
51 Margaret L. Satterthwaite y Deena R Hurwitz proponen una selección de historias con resultados positivos sobre la defensa de los derechos humanos, donde política y ley establecen un diálogo del que surge un cambio en los modos del ejercicio tradicional de la justicia. Entre ellas destacan: Amnistía Internacional y sus esfuerzos por dar forma a la Convención de la onu contra la tortura; la Campaña de Acción Pro Tratamiento vih/sida (Tac por sus cifras en inglés) en Sudáfrica; la lucha por la legalización de las identidades sexuales: el caso de Dudgeon y Toonen; el reconocimiento legal indígena sobre los derechos de la tierra: el caso de Awas Tingni en Nicaragua; la Ley de la República vs. la Ley de los hermanos, sobre la prohibición francesa de los símbolos religiosos en la escuela pública; el caso de Akayesu antes del Tribunal Criminal Internacional sobre el genocidio en Ruanda; las paradojas de la construcción del Estado y los derechos humanos, el caso de Kabul en Afganistán. Véase Hurwitz, Deena, R. y Stterthwaite, Margaret (eds.), Human Rights Advocacy Stories, Nueva York, Thomson Reuters Foundation Press, 2010.
52 Parafraseando a Jacques Derrida, diremos que lo por venir no significa que hoy no tengamos justicia o democracia para hacer posibles los derechos humanos —pero que las tendremos a futuro—, sino que actuamos para precipitar su llegada.
53 Benhabib, Seyla, The Rights of Others…, op. cit., p. 25.
54 Griffin, James, “Human Rights: Questions of Aim and Approach”, Ethics, vol. 120, núm. 4, 2010, pp. 741-760.
55 Nancy, Jean-Luc, La comunidad des-obrada, Madrid, Arena Libros, 2001.
Tomás Baviera Puig
El pesimismo y el derrotismo son tentaciones frecuentes para personas que se ven ir contra la corriente dominante en la sociedad. En situación semejante se vio G.K. Chesterton, pero adoptó una actitud positiva que la historia ha revelado fecunda
El hombre eterno fue la respuesta decidida de Chesterton a un planteamiento de la historia difundido por H.G. Wells en el que todas las religiones aparecían como equivalentes, o incluso como prescindibles. Para ello Chesterton ofreció un esbozo de la historia de la humanidad un tanto personal. Dibujó con nitidez el perfil del paganismo para que fuera más fácil percibir la aportación singular y única de la Iglesia a la historia del hombre. Hoy el pensamiento dominante continúa abonando el relativismo en materia de religión. Quizá por ello la lectura de El hombre eterno contribuya a revitalizar intelectualmente nuestras raíces cristianas y así poder dar un fruto digno de la semilla del mensaje católico.
¿Son todas las religiones igualmente válidas? Esta pregunta surge siempre en aquellas sociedades en las que entran en contacto personas procedentes de diversas religiones. El siglo XXI está propiciando un mayor contacto cultural a nivel global, en buena medida gracias a las tecnologías de la información y a una mayor movilidad para los desplazamientos. En una coyuntura de debilitamiento de la razón como la actual, parece inevitable responder afirmativamente a esa pregunta al comprobar la variedad del fenómeno religioso.
G.K. Chesterton vivió en una época similar a la nuestra, desde este punto de vista. La Inglaterra de 1900 recogía la herencia de un siglo dominado por el positivismo. Esta actitud intelectual sólo otorgaba validez al conocimiento que fuera verificable. Al mismo tiempo, los británicos habían conocido la variedad cultural y religiosa de todo el globo, quizá como ningún pueblo de su tiempo. Ante ese panorama las fórmulas relativistas se propusieron como la solución al problema de la diversidad religiosa. Se trata, como se ve, de una explicación no muy diferente de la que se propugna hoy en día por parte de ciertas corrientes intelectuales.
El hombre eterno comienza con una nota preliminar que advierte sobre su intención de ofrecer una respuesta al interrogante de la variedad religiosa: “Intentaré demostrar que aquellos que ponen a Cristo al mismo nivel que los mitos, y su religión al mismo nivel que otras religiones, no hacen otra cosa que repetir una fórmula anticuada, contradicha por un hecho sorprendente” [1]. Con este libro, Chesterton se disponía una vez más a ir contracorriente.
Un libro profundo
Para que esta demostración fuera eficaz se requería de una visión de conjunto de la historia. Era preciso mostrar el salto que supuso para el espíritu humano el nacimiento de Jesucristo, e ilustrar hasta qué punto su legado era capaz de cambiar la vida de los hombres.
C.S. Lewis, uno de los intelectuales cristianos que más han escrito sobre la fe para el gran público en el siglo XX, y autor de Cartas del diablo a su sobrino y de las Crónicas de Narnia, captó este salto gracias a la visión de la historia de la humanidad dada por Chesterton. Lewis fue un converso. Su acercamiento a la fe estuvo marcado por reticencias fuertes al cristianismo. Así, escribió que él “distinguía claramente (o eso decía) el Dios filosófico del ‘Dios de la religión popular’. Explicaba que no cabía posibilidad de tener relación personal con Él. Creía que Él nos ideaba de la misma forma que un dramaturgo idea sus personajes y yo no tenía más posibilidades de ‘acercarme a Él’ que Hamlet a Shakespeare. Tampoco le llamaba ‘Dios’; le llamaba ‘Espíritu’. Uno siempre lucha por conservar las comodidades que le quedan. Después leí El hombre eterno de Chesterton y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido” [2].
Al poco de anunciarse la petición de inicio del proceso de beatificación de G.K. Chesterton a finales del año 2006, Juan Manuel de Prada situaba El hombre eterno junto a las grandes obras de la literatura escritas por los santos: “Me permitirán que en esta ocasión, para celebrar el inicio de la causa de beatificación de mi escritor predilecto, les lance una propuesta. Se trata de un libro que resume en apenas trescientas páginas la historia de la humanidad, que es también la Historia de la Salvación; uno de esos libros ─como Las confesiones de san Agustín o la poesía de san Juan de la Cruz─ que constituyen en sí mismo una obra maestra de la literatura, pero que al mismo tiempo es algo más, mucho más: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en palabras gozosas, de una belleza y un ardor intelectual, de una amenidad y una hondura tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. El libro en cuestión se titula El hombre eterno” [3].
Lewis y Prada tienen en común que ambos pasaron por un proceso de aproximación a la fe cristiana desde posiciones intelectuales críticas, y en cada uno de ellos jugó un papel importante la lectura de El hombre eterno.
Además, estos autores han podido apreciar el valor de esta obra gracias a que contaban con una amplia cultura literaria. Como señala Pearce, uno de los biógrafos de Chesterton, El hombre eterno no alcanzó en su día mucho éxito popular, puesto que “es un libro más esotérico, más difícil de comprender; por quedarse en aguas someras, se sumió en las profundidades. Resumen: en realidad nunca estuvo destinado a un público masivo” [4]. Nuestro artículo quiere contribuir a hacer más asequible un texto profundo y rico que contiene abundantes luces para el entendimiento y el corazón humanos.
Wells y su esquema de la Historia
Chesterton tuvo un motivo bien concreto que le impulsó a sentarse para escribir El hombre eterno. En 1919 H.G. Wells había publicado Esquema de la Historia [5]. Se trataba de una obra voluminosa de carácter divulgativo que pretendía compendiar la historia de la humanidad. El estilo narrativo facilitaba llegar a un público amplio y no especializado. Sus más de mil páginas reunieron los hechos más sobresalientes que habían ocurrido. Para lograrlo Wells contó con la ayuda generosa de amigos expertos en cada materia.
Wells publicó Esquema de la Historia un año después de finalizar la Primera Guerra Mundial. La llamada entonces Gran Guerra supuso un duro golpe para Occidente tras más de 40 años de paz. Precisamente el Esquema de la Historia de Wells quiso contribuir a evitar futuros enfrentamientos bélicos, aunque fuera desde un aspecto tan particular como es el conocimiento de la historia. Como afirma en la introducción, “nos damos cuenta de que ya no puede haber paz en el mundo, si no es una paz para todos, ni prosperidad que no sea general. Pero no puede haber paz y prosperidad comunes sin ideas históricas comunes [6]. Si no disponemos de un conocimiento común de los hechos generales de la historia humana, no será difícil vaticinar ─según Wells─ la pérdida de la paz recién lograda.
Al igual que los ilustrados anteriores y que numerosos intelectuales posteriores, Wells consideraba a las religiones equivalentes, y, por tanto, comparables entre sí. El fenómeno religioso vendría a ser como una manifestación particular de la cultura de un determinado pueblo. El valor de cada religión se veía, pues, relativizado. Es cierto que los temores de Wells sobre la precariedad de la paz global y la fragmentación de la enseñanza de la historia se confirmaron poco después. Y no es menos cierto que la visión relativista de las religiones transmitida en Esquema de la Historia ha terminado asentándose como parte del discurso ‘políticamente correcto’ de inicios del siglo XXI.
La réplica periodística de Chesterton
Deberían pasar seis años hasta que Chesterton publicara una respuesta sólida a este punto concreto de la obra de Wells. Esa réplica fue El hombre eterno.
Para asegurar una convivencia pacífica es evidente que conviene conocer lo que hay en común. Wells quiso reunir los hechos verificables por todos. Sin embargo, resulta más determinante para una convivencia auténtica entre los hombres la actitud de caminar juntamente hacia la verdad, puesto que lo verdadero ofrece un cimiento más firme que lo común a cualquier precio.
En El hombre eterno Chesterton desplegó el arte socrático con una mentalidad moderna. Como hemos visto, pretendió hacer ver que el presupuesto de la igualdad de todas las religiones es contradictorio. Si, en efecto, resulta contradictorio, dicho presupuesto no puede ser verdadero. Así es como Sócrates ayudaba a sus interlocutores a cribar lo falso de un modo razonado: si hallaba una contradicción en el planteamiento que se le hacía, sabía que aquello no podía ser verdadero.
Podríamos decir que Chesterton, como hijo de su época, introdujo en este método un componente positivista, puesto que basó la contradicción de la propuesta relativista en un hecho. Eso sí, un hecho sorprendente, que, como afirmó en la Nota introductoria a El hombre eterno, contradice la afirmación de que Cristo es un simple mito más y que la religión cristiana se encuentra al mismo nivel que las otras religiones.
Chesterton coincidió con Wells en la necesidad de hacerse entender por cualquier persona y en proporcionar una visión de conjunto de la historia. Sólo que El hombre eterno, a diferencia del Esquema de la Historia, puso de relieve el hecho inesperado y prodigioso que sobresale sobre todo lo acontecido entre los hombres. En palabras de Chesterton, “se trata de la rotunda afirmación de que el misterioso creador del mundo lo ha visitado en persona” [7].
Para lograr este objetivo, a Chesterton no se le ocultó un difícil obstáculo: la familiaridad con que hablamos de Jesucristo. Por eso el método que siguió consistió en tratar de mirar lo sucedido como si fuera la primera vez que nos lo encontramos.
La obra está dividida en dos partes, las cuales salen al paso de dos ideas del pensamiento dominante, una referente al hombre y la otra a Jesucristo. En primer lugar, se trata de dilucidar si el hombre es simplemente un animal evolucionado, y posteriormente se examina si Jesús de Nazaret es simplemente un maestro religioso más entre los hombres.
Chesterton ofreció en las páginas de El hombre eterno la perspectiva contraria a la que tomó Wells en Esquema de la Historia. Éste quiso darnos un elenco exhaustivo y sintetizado de los hechos históricos; aquél se centró en el hecho nuclear de la historia. Wells nos contó la historia que se puede apreciar desde fuera, lo verificable; Chesterton nos llevó de la mano para aprender a mirar desde dentro.
Para mirar la historia desde dentro Chesterton se nutrió principalmente de dos fuentes. Una fue el sentido común, algo que compartimos con nuestros antepasados y que, efectivamente, es común en el sentido que Wells buscaba. Y la otra fuente fue la literatura. Nuestro autor era un maestro de la crítica literaria. Ya de joven sobresalió por sus ensayos sobre autores ingleses, en los que sabía exponer con agudeza el sentir del autor expresado en el texto. Maisie Ward, una de sus primeras biógrafas, subrayó esta habilidad de ir más allá del texto como una de sus principales aportaciones: Chesterton “desarrolló una capacidad mental a la que debemos algunas de sus mejores obras: la profundidad de visión” [8].
En su peculiar bosquejo de la historia religiosa, Chesterton despliega este talento para comprender mejor los avances morales e interiores que se reflejan en las obras clásicas de cada época. Ciertamente lo que dice de Virgilio, por ejemplo, no es generalizable a todos sus contemporáneos. Pero si nos ha llegado a nuestros días la obra de Virgilio, es señal de que ha alimentado al espíritu del hombre desde su aparición. Las obras clásicas precristianas dan pistas para la búsqueda de la identidad del hombre y nos ayudan a hacernos cargo del estado interior de la humanidad antes del nacimiento de Cristo. Así, en la medida en que tratemos de ver la historia desde dentro, se apreciará mejor la aportación que supuso el Evangelio.
Chesterton no fue un especialista de la historia. Él era simplemente un periodista, y además se enorgullecía de serlo. No basó su réplica a Wells en una nueva acumulación de hechos, o en sacar a la luz datos que hubieran podido pasar desapercibidos: no cayó en el enciclopedismo erudito de Wells. Podríamos decir que Chesterton, como buen periodista, supo destacar los aspectos relevantes de una información ─en este caso, de la información de toda la historia de la humanidad─ y le dio un contexto adecuado para que pudiera ser entendida por el lector. En definitiva, cubrió la noticia más extraña que haya ocurrido nunca, y ofreció una explicación coherente de la misma.
Orígenes de la religión
La respuesta a la pregunta sobre el origen de la religión condiciona todo lo que pueda decirse posteriormente sobre las diversas manifestaciones religiosas.
Wells situó el origen de la religión en el llamado ‘temor al Anciano’. Concebía la religión como un código de conducta y de ritos dictados por este personaje de las tribus primitivas con el fin de vincular más fuertemente a los miembros del grupo entre sí. La fuerza del vínculo estaba basada en la amenaza.
Esta explicación no difiere mucho de la idea que se tiene actualmente de la religión. La religión vendría a ser como algo impuesto desde fuera, y que, en el fondo, se cumpliría por miedo al castigo. Los efectos principales sobre el individuo serían el fanatismo y el afán de consuelo.
Desde esta visión, la religión se concibe como algo irracional. En efecto, la religión podría ser un sentimiento, un miedo, o incluso algo heredado. Este planteamiento implica necesariamente la aceptación de que la religión sería un fenómeno carente de lógica, y, por ello, deslizable con mucha facilidad hacia el fanatismo.
Como hemos apuntado, Chesterton tomó la perspectiva interior para observar este fenómeno. Él no negó que pudiera haber manifestaciones de temor o de consuelo, de fanatismo o de indiferencia. Pero la fuerza de la religión no se encontraba ahí, aunque muchas veces conllevara ese tipo de experiencias. Para Chesterton, “el poder de la religión reside en la mente” [9]. La religión no es, por tanto, algo meramente sentimental, y, por supuesto, en absoluto irracional.
Una de las actividades propias de la mente es buscar respuestas. El hombre del siglo XXI se ha especializado en responder con eficacia a las preguntas de orden práctico y técnico, y quizá ha descuidado aquellos interrogantes que permiten contemplar la vida dotada de un sentido. Así, el atractivo de la virtud o la realidad de la muerte despiertan en el interior de la persona un anhelo de entenderse mejor a uno mismo. Hay interrogantes en la vida humana que, si quedan abiertos, son una fuente de perplejidad que nunca termina de agotarse. La religión ha sido y sigue siendo un intento de dar respuesta cabal a los enigmas humanos.
Chesterton identifica dos tipos de respuesta al misterio del hombre a lo largo de la historia previa a Cristo. Por un lado, una mayoría de hombres se contaron historias, y así surgieron los mitos. Las narraciones mitológicas de los dioses y sus relaciones con los hombres no pretendían ser verificables, puesto que se nutrían de la fantasía humana. Fueron, más bien, una respuesta dirigida principalmente por la imaginación para ofrecer claves de entendimiento de la realidad y satisfacción de los deseos humanos. De la misma forma que actualmente las historias que nos cuenta el cine gozan de gran atención del público, aquellas narraciones también tenían una buena difusión. Ahora bien, si los mitos eran populares, se debía, sobre todo, al interés que despertaban los temas tratados en esas narraciones.
En cambio, ante los enigmas humanos una minoría trazó teorías como fuente de reflexión sobre el comportamiento moral más digno que le correspondía al hombre. Estas respuestas se orientaban por la razón humana. Así, por ejemplo, los filósofos estoicos y los sabios orientales articularon una serie de claves, muchas de las cuales siguen teniendo validez a pesar del paso del tiempo.
Las mitologías se dirigían al corazón humano y sus narraciones trataban de colmar los anhelos del hombre; las teorías filosóficas se dirigían, más bien, a la cabeza y buscaban una coherencia racional en el comportamiento humano. Lo que Chesterton advirtió en este esbozo de la historia de las religiones era que los sacerdotes y los filósofos, los que alimentaban el sentido popular religioso con las historias politeístas y los que trazaban las teorías globales del mundo, corrían paralelos. Cada uno tenía su propio dinamismo. El politeísmo popular y la sabiduría filosófica trataban aspectos totalmente desvinculados entre sí y ─lo que es importante─ apenas trabajaron juntos.
Chesterton ilustró este punto clave de su esbozo histórico con el ejemplo del filósofo más completo de la Antigüedad: “Aristóteles, con su colosal sentido común, fue quizás el más grande de todos los filósofos y, sin duda, el más práctico, pero en ningún caso habría puesto al mismo nivel al Absoluto y al Apolo de Delfos, como una religión similar o rival” [10].
La decadencia del paganismo
El paganismo cultivó las narraciones mitológicas de carácter religioso y la sabiduría moral. Realmente se trata de dos dimensiones profundamente humanas. Sin embargo, Chesterton observó que, aun siendo buenas en sí mismas, terminaron desgastándose y se volvieron pesimistas: “el pesimismo no consiste en cansarse del mal sino del bien. La desesperanza no reside en el cansancio ante el sufrimiento, sino en el hastío de la alegría. Cuando por cualquier razón lo bueno de una sociedad deja de funcionar, la sociedad empieza a declinar: cuando su alimento no alimenta, cuando sus remedios no curan, cuando sus bendiciones dejan de bendecir” [11].
En efecto, la mitología se fue enmarañando a medida que la sociedad se fue haciendo más compleja. El crecimiento urbano propició un paulatino apagamiento de la mitología, que había crecido enraizada en el campo y en el hogar y había sido alimentada por la fantasía. Si la mitología se marchitaba fue porque sus raíces se estaban agostando. Progresivamente se había ido debilitando el sentido poético y artístico del hombre, y la inspiración se buscó entonces en otros ámbitos. Los vicios griegos y el entretenimiento de los gladiadores romanos excitaron fuertemente la imaginación popular. La poesía, y la mitología con ella, se fue haciendo cada vez más inmoral.
Unido al deterioro del elemento popular, también hubo un agotamiento entre la aristocracia intelectual. Sus explicaciones decían una y otra vez lo mismo, y generaban confusión antes que claridad. La filosofía resultaba fútil para quien la escuchaba y aburrida para quien la practicaba. La búsqueda de la verdad había dejado paso al afán de lucro. Lo que antes se decía que era bueno, podía ser calificado como malo en función de las circunstancias o del beneficio que pudiera reportar.
El ambiente intelectual decadente, al igual que también ocurría con el apagamiento de los dioses domésticos y locales, favoreció la introducción de los ocultismos orientales en la sociedad romana. Todos estos elementos espirituales apuntaban a un secreto temible: que el hombre no podía hacer más. El Imperio Romano, que había sido el logro más alto de la civilización humana, no tenía nada que pudiera mejorarlo: “lo más fuerte se estaba haciendo débil. Lo mejor se estaba volviendo peor. Es necesario insistir una y otra vez en que muchas civilizaciones se habían fundido en una única civilización mediterránea que era ya universal, pero con una universalidad caduca y estéril. Diversos pueblos habían juntado sus recursos y, sin embargo, todavía no tenían suficiente. Los imperios se habían agrupado en sociedad y, sin embargo, seguían arruinados. Todo lo que cabía esperar a cualquier filósofo auténtico era que, en aquel mar principal, la ola del mundo se había elevado hasta lo más alto, hasta casi tocar las estrellas. Pero su ascenso había tocado a su fin, porque no dejaba de ser la ola del mundo” [12].
El hecho sorprendente
Cuando parecía que el mundo no podía hacer más, irrumpieron en la historia unos mensajeros misteriosos. Actuaban como un ejército, sujetos a una disciplina y con un espíritu común. Llamaron la atención de la opinión pública del Imperio Romano por su negativa a adorar al Emperador. Este simple rito había sido aceptado tácitamente por todo el mundo, independientemente de la religión a la que pertenecieran. Sin embargo, este pequeño grupo no sólo se resistía a realizar este sencillo acto, sino que argumentaba su negación con la convicción de una experiencia personal.
Estos mensajeros tenían un mensaje ciertamente misterioso. Es más, tanto hoy como hace 2000 años no deja de sorprender. En síntesis, estos curiosos personajes afirmaban que el Creador del mundo había visitado en persona a este mismo mundo. Para ello, se había hecho Hombre, igual a cualquiera de los hombres, pero que había sido rechazado explícitamente por todos: autoridades, sacerdotes y pueblo. A punto de morir, perdonó a todos la injusticia sufrida. Realmente se trataba de una narración conmovedora. Pero el mensaje no terminaba aquí. Este Hombre, que había creado el mundo, venció a la muerte y manifestó un deseo inimaginable e ilógico: a pesar del rechazo recibido, quería compartir con el hombre su propio Espíritu.
No obstante, lo sorprendente del caso no es el mensaje, a pesar de que podía ser calificado como literalmente increíble. Al fin y al cabo, el mensaje resalta todavía más el hecho sorprendente que contradice la igualdad de todas las religiones: los portadores de este mensaje inaudito actuaban creyéndose este mensaje. Como señala Chesterton con la perspectiva del tiempo: “el ímpetu de aquellos mensajeros aumenta mientras corren a extender su mensaje. Siglos después todavía hablan como si algo acabara de suceder. No han perdido la frescura y el ímpetu de los mensajeros. Sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que fueron auténticos testigos” [13].
Ciertamente este mensaje podía ser consolador para el corazón y ofrecía respuestas coherentes a la inteligencia. Pero tenía algo más que no se hallaba en la mitología ni en la sabiduría paganas: una vida nueva. Como ha puesto de manifiesto Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi, la singularidad de este mensaje no es su aspecto informativo, es decir, lo que nos comunica, sino, sobre todo, su dimensión performativa [14]. De la misma forma que actúa la levadura en la masa a modo de fermento, este mensaje tenía la capacidad de transformar a quienes lo aceptaban y creían en él. La Iglesia es precisamente este cuerpo de mensajeros renovados, un fenómeno único en la historia de los hombres.
La caridad sólo es posible con el credo
Los cristianos se han presentado siempre no sólo como discípulos que habían sido instruidos por un maestro sublime, sino, sobre todo, como testigos de un acontecimiento. Pero si ese testimonio era tan extraño y sorprendente, no iba a ser difícil que un contenido así sufriera alteraciones en su transmisión. Entonces, ¿de qué modo se ha podido conservar con tanta precisión un mensaje así de extraño?
Para Chesterton la respuesta a este interrogante está relacionada íntimamente con el dogma. Y es que la pureza del mensaje fue preservada gracias a las definiciones dogmáticas. La confusión que podría provocar este insólito mensaje sólo podía superarse si se lograba enunciarlo con proposiciones precisas. Como dice Chesterton, “nada, salvo el dogma, habría podido resistir el motín de invención imaginativa con el que los pesimistas emprendían su guerra contra la naturaleza, con sus Eones y su Demiurgo, sus extraños Logos y su siniestra Sofía. Si la Iglesia no hubiera insistido en la teología, se habría disuelto en una loca mitología de místicos, aún más alejada de la razón o del racionalismo y, sobre todo, aún más alejada de la vida y del amor por la vida” [15]. Sin los dogmas, el mensaje cristiano se habría diluido en una loca mitología o se habría vuelto una rígida teoría.
Justamente el dogma suele ser rechazado por aquellas voces críticas con la Iglesia. Estas personas argumentan que los dogmas han sido añadidos al mensaje de Jesús, y reducen prácticamente toda su predicación a su núcleo auténtico: el mandamiento del amor. En definitiva, se postula una caridad sin credo.
Aquí surge una cuestión decisiva en todo este asunto: ¿es realmente posible una caridad sin credo? Al prescindir de los dogmas, de esas precisiones del mensaje, ¿resulta viable predicar sin más el amor fraterno? Es más, ¿puedo yo amar como amó Jesucristo si prescindo de quién es Jesucristo?
La caracterización interior de las religiones paganas que Chesterton ha bosquejado nos enmarca adecuadamente para responder con una visión de conjunto a estos interrogantes. Existe una profunda diferencia entre las manifestaciones religiosas del paganismo y el cristianismo: “lo que esa Fe universal y combativa trajo al mundo fue la esperanza. La mitología y la filosofía tenían, quizá, una única cosa en común: la tristeza” [16].
Las mitologías y las enseñanzas paganas dejaban el sabor de tristeza porque no alcanzaban lo que anhelaban. En cambio, los cristianos pueden saborear la alegría profunda porque esperan algo que es posible: sanar su corazón del pecado y amar con el amor misericordioso de Jesús gracias a la acción del Espíritu Santo, y de este modo corresponder dignamente al amor de Dios hacia el hombre. Una esperanza sólo es auténtica si se apoya en una verdad, y no simplemente en un deseo o en un sentimiento.
La caridad real y auténtica únicamente es posible gracias al credo. El dogma adquiere su lógica si se reconoce que Jesús es Dios. Chesterton observa que “lo que los detractores del dogma quieren decir no es que el dogma sea malo, sino que es demasiado bueno para ser verdad” [17]. Los escépticos continúan afirmando que no pueden creer estas cosas, pero no afirman que no sean dignas de ser creídas.
Además de traer la esperanza, la fe también satisface los anhelos humanos más profundos. La fe vendría a ser como la pieza que faltaba para completar el rompecabezas del hombre, ya que es capaz de armonizar la sed intelectual con la inspiración artística: “La fe católica es reconciliación porque es la realización tanto de la mitología como de la filosofía. Es una historia y, en cuanto tal, una de tantas historias, pero con la peculiaridad de que se trata de una historia verdadera. Es una filosofía y, en cuanto tal, una de tantas filosofías, pero con la particularidad de ser una filosofía como la vida. Pero es reconciliación, sobre todo, porque es algo que sólo puede ser llamado la filosofía de las historias” [18].
Jesucristo, la llave del corazón humano
La pregunta sobre la identidad de Jesucristo constituye la pieza clave de la historia. En función de su respuesta, habrá una concepción u otra sobre el hombre y de su posible relación con la divinidad. El mismo Jesús hizo que sus discípulos más íntimos abordaran de frente este decisivo interrogante. Cuando se encontraban en Cesárea de Filipo y ya llevaban un tiempo junto a él, Jesús les preguntó: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” [19]. Simón Pedro habló en nombre del grupo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” [20]. Respondió precisamente con la precisión del dogma, y no con imágenes vagas o suposiciones fantásticas como hacía la gente que no conocía de cerca a Jesús.
A continuación, Jesucristo hizo una promesa a Simón Pedro: le entregaría las llaves del Reino de los Cielos. Para Chesterton, esta imagen de las llaves constituye una lúcida clave interpretativa para ilustrar la aportación de la Iglesia a la historia de la humanidad. Una llave es un objeto que tiene una forma compleja pero definida. Lo que determina que la llave es la correcta no es quién nos la ha dado, o si posee una forma preestablecida, sino simplemente si es eficaz. Sabemos que poseemos la llave correcta si esa llave es capaz de abrir la cerradura.
¿De qué cerradura estamos hablando? En El hombre eterno Chesterton ha sabido presentarnos los rasgos psicológicos de la humanidad pagana antes del cristianismo. También nos ha presentado los actuales misticismos de Asia y su atmósfera religiosa, para ilustrar lo que quizá Europa podría haber sido sin el fermento del mensaje cristiano. En ambos casos el hombre se encuentra con sus solas fuerzas, y, por diversos caminos, se ve confinado en su propio corazón. Este proceso todavía es más agudo si se prescinde conscientemente de Dios, como es el caso de una fuerte corriente secularizadora en Occidente.
El hombre, herido en su interior y guiado únicamente por mitologías o por teorías, no logra curar su corazón ni entenderse con profundidad y coherencia. Se va cerrando sobre sí mismo, y termina ─antes o después─ endurecido y en soledad, como si se encontrara en una prisión de la que ninguna fuerza en este mundo lograría hacerle salir.
La fe es la llave que permite abrir la puerta de esta prisión, y salir a un mundo lleno de luz y de alegría. En efecto, la llave de la fe es la llave correcta “porque se ajusta a la cerradura, porque es como la vida […] Lo aceptamos, y encontramos que la tierra es sólida bajo nuestros pies y el camino expedito ante nuestros ojos. No nos aprisiona en el sueño del destino o la conciencia de un engaño universal. Nos abre a la vista no sólo cielos increíbles, sino lo que a algunos les parece una tierra igualmente increíble, haciéndola creíble. Es esa clase de verdad que resulta difícil de explicar por tratarse de un hecho; un hecho para los que podemos llamar testigos. Somos cristianos y católicos no porque adoremos a una llave, sino porque hemos atravesado una puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta de la libertad sobre la tierra de los vivos” [21].
Tomás Baviera Puig en humanitas.cl
Notas:
1. G. K. Chesterton, El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2004, p. 9. La referencia original es G.K. Chesterton, The Everlasting Man, Londres 1925. En adelante, El hombre eterno.
2. C.S. Lewis, Cautivado por la alegría. Historia de mi conversión, Encuentro, Madrid 1989, p. 227-228.
3. Juan Manuel de Prada, ABC, 9 de diciembre de 2006.
4. Joseph Pearce, G. K. Chesterton. Sabiduría e Inocencia, Encuentro, Madrid 1998, p. 388.
5. H. G. Wells, Esquema de la Historia. Historia sencilla de la vida y de la Humanidad, Atenea, Madrid 1925. La referencia original es H. G. Wells, The Outline of History: Being a Plain History of Life and Mankind, George Newness, Londres 1919, pp. 1324.
6. Ibidem, p. 16. El subrayado corresponde al original.
7. El hombre eterno, p. 338
8. Maisie Ward, Gilbert Keith Chesterton, Rowman & Littlefield Publishers, Oxford 2006, p. 53.
9. El hombre eterno, p. 197
10. El hombre eterno, p. 208
11. El hombre eterno, p. 197
12. El hombre eterno, p. 208
13. El hombre eterno, p. 341.
14. Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe Salvi, n. 2.
15. El hombre eterno, p. 286.
16. El hombre eterno, p. 305.
17. El hombre eterno, p. 308.
18. El hombre eterno, p. 312
19. Mt 16, 15.
20. Mt 16, 16.
21. El hombre eterno, pp. 315-316.
José Orlandis
1. Precisiones metodológicas
El lapso de tiempo que se ha tomado como objeto de observación en el presente trabajo comprende el último cuarto del siglo XX. Las razones que han aconsejado la elección de este período son varias. En primer lugar su proximidad cronológica, que permite considerarlo como muy cercano a la hora que vivimos y precedente inmediato del momento actual. El estudio permite formarse idea de la imagen que, desde un punto de vista sociológico, presentaba la Iglesia Católica al final del siglo XX, y ayuda a valorar la situación de la propia Iglesia en la nueva época que se ha abierto con los comienzos del siglo XXI y del tercer milenio.
Una segunda razón que se ha tenido en cuenta para la elección de este período es la relativa «estabilidad» que refleja la vida de la Iglesia durante el cuarto final del siglo XX. Otra cosa ha de decirse en el plano político, donde se han producido acontecimientos tan trascendentales como la disolución de la Unión Soviética y la consiguiente liberación de los países de la Europa oriental. Pero, por lo que hace a la vida de la Iglesia, no ha sido así. Están comprendidos en este cuarto de siglo los últimos años del pontificado de Pablo VI y los primeros 22 de Juan Pablo II. Se trata de un período en que había quedado ya atrás la crisis traumática que sufrió la Iglesia en los años siguientes al Concilio Vaticano II, que tan dolorosas heridas causó en las filas del clero secular y religioso. En 1978, último año del papado de Pablo VI, las defecciones sacerdotales en el clero secular fueron 1253, esto es, 711 menos que en 1964, que había registrado el triste «récord»; y desde el año 1980, las defecciones quedaron siempre muy por debajo del millar. Tales datos, y la lenta progresión del número de ordenaciones sacerdotales abren un horizonte moderada- mente esperanzador. Pero las perspectivas varían según los Continentes, y el pro- ceso secularizador, tan agudo en el llamado «Primer mundo» durante el último cuarto del siglo XX, obliga a realizar un examen riguroso de los datos y a poner de relieve las diferencias existentes entre las distintas regiones del planeta.
El método empleado ha sido examinar la realidad eclesial de los pueblos de antiguas raíces cristianas —en primer lugar de Europa— y la existente en los principales países de los demás continentes donde la Iglesia Católica se encuentra sustancialmente arraigada. Los datos que se han recogido son, en primer lugar, la población de cada país, el número de católicos y el porcentaje que éstos representan en relación con la cifra total de esa población, en los años 1975 y 2000, primero y último de aquel cuarto de siglo. Los otros datos que se han tomado en consideración son el número de sacerdotes diocesanos y de Ordenaciones referido a aquellas dos fechas, con el fin de evaluar el incremento o disminución que se haya producido a lo largo del período. Los datos han sido tomados del Annuarium Statisticum Ecclesiae, editado por la Secretaría de Estado.
2. La Europa Occidental
Por lo que se refiere al continente europeo, hay que advertir que faltan datos estadísticos sobre el estado de la Iglesia en varios países en 1975, fecha en que esas naciones, hoy independientes, se encontraban sometidas al dominio soviético. Otra dificultad que impide realizar sobre bases fiables la comparación entre los datos que reflejan la situación de la Iglesia en los años 1975 y 2000 han sido las variaciones territoriales experimentadas a partir de 1990: téngase en cuenta la desmembración de la antigua Yugoslavia, la partición de Checoslovaquia entre Chequia y Eslovaquia, la reunificación de Alemania y la reaparición de unos Países bálticos independientes. Tan solo Polonia y Hungría ofrecen referencias estadísticas suficientes para que pueda compararse su situación eclesiástica a comienzos y a finales del último cuarto del siglo XX.
Un fenómeno empobrecedor de la vida religiosa que marcó su huella en los países con un alto grado de bienestar pertenecientes al llamado «Primer mundo» —y en ellos ha de incluirse Europa occidental, América del Norte y Australia—, ha sido el avance experimentado por el proceso secularizador durante el último cuarto del siglo XX. El «secularismo» es un fenómeno que se hace evidente a través de una serie de manifestaciones: el abandono de la práctica religiosa, el avance del matrimonio civil y de las uniones de hecho, el contagio de la llamada por Juan Pablo II «epidemia» del divorcio, con la consiguiente crisis de la institución familiar, la aceptación del aborto en la legislación civil y en los hábitos sociales. Otro indicio de secularización que recogen las estadísticas es el crecimiento del porcentaje de la población no bautizada o que no se considera católica. En ese aumento de la población no católica en países europeos no puede en todo caso olvidarse la in- fluencia del fenómeno de la inmigración, que procede en gran medida de territorios islámicos. La reducción numérica del clero o de las ordenaciones sacerdotales constituye un dato más que también debe tenerse en cuenta.
En Europa, dos países de viejas raíces cristianas han experimentado un retroceso en un cuarto de siglo de la población que se declara católica, que cabría considerar dramático: Austria y Bélgica. En Austria, el porcentaje de católicos sobre el total de la población era del 89,50% en 1975, mientras que en el año 2000 se había reducido al 74,41%, un descenso de casi quince puntos porcentuales; en Bélgica, durante el mismo período, los católicos, de representar el 90,60% de la población pasaron al 79,07%, otra disminución porcentual de once puntos y medio. La reducción de las cifras de sacerdotes diocesanos es también muy elevada: una cuarta parte en Austria y alrededor del 45% en Bélgica.
Varios países europeos muestran también reducciones considerables, aun- que no tan llamativas, del porcentaje de católicos en el conjunto de la población. Así ocurre en Holanda, con el 6,07%, Francia, con el 5,50, España, con 4,50, Portugal, con el 4,20, Suiza, con el 4, 10, Irlanda, con el 2, 10. Llama la atención igualmente la paralela disminución del número de sacerdotes que se ha registrado en estos países. Holanda, un país que fue antes cantera de misioneros y luego «pionero» de las reformas, con su famoso «Catecismo» y su «concilio pastoral», vio reducida prácticamente a la mitad la cifra de sacerdotes del clero secular: 3.084 en el año 1975, 1.598 en el 2000. Más de 15.000 sacerdotes perdió Francia, de los 35.000 que tenía en 1975, y en España el número de sacerdotes bajó un 25%, de 24.000 a 18.000. Otros países —Suiza, Portugal, Irlanda— vieron reducirse la cifra de sus sacerdotes en torno a un 30%, en el mencionado período. Las ordenaciones sacerdotales se mantuvieron también estancadas o experimentaron sensibles descensos. Una excepción la constituyó Holanda; en este país, aún teniendo en cuenta la modestia de las cifras, se advierte una apreciable reacción, a la que no se- rían ajenos los últimos nombramientos episcopales: las ocho ordenaciones de 1975 se triplicaron, y pasaron a ser 23 en el año 2000.
Un país católico importante —Italia—, mantuvo una situación religiosa más equilibrada, a lo largo del último cuarto del siglo XX. El porcentaje de católicos en el conjunto de la población se mantuvo prácticamente inalterado: 97,50% en 1975 y 97,13% en el año 2000. Es cierto que el número de sacerdotes disminuyó en tor- no a un 12%, pero se incrementó en 102 —de 425 a 527— la cifra de nuevas orde- naciones. En fin, el único país europeo que presenta durante este período unos da- tos estadísticos abiertamente favorables es Polonia. En 1975, pese a los largos años de opresión comunista, el 94% de la población se declaraba católica; en el año 2000, tras una década de libertad religiosa, ese porcentaje había subido hasta el 95,84%; y pese al contagio materialista de la sociedad de bienestar, el número de sacerdotes había crecido de 15.066 a 21.280. La cifra de ordenaciones no sólo se mantuvo sino que aumentó de 453 a 572.
En resumen, la situación de la Iglesia Católica en Europa presenta indudables contrastes, si se compara el comienzo y el final del último cuarto del siglo XX. El porcentaje de católicos en relación con la población total se mantiene casi inalterado: 39,50% en 1975 y 39,87% en el año 2000. Las ordenaciones sacerdotales se incrementaron, pese a lo cual en la mayoría de los países son insuficientes para garantizar la renovación generacional: 1.966 en 1975 y 2.321 en el año 2000, esto es, 355 ordenaciones más.
3. Los contrastes entre las dos Américas
La situación religiosa en el Continente americano durante el último cuarto del siglo XX demanda una atenta consideración y el reconocimiento de las importantes diferencias existentes entre dos grupos de países: los más septentrionales, que constituyen la llamada América del Norte, y el resto de América —la del Centro y la del Sur—, englobadas bajo la denominación común de América latina, Hispanoamérica o Iberoamérica. En la América septentrional —de raíz mayoritariamente anglosajona y protestante—, los católicos constituyen una porción minoritaria, aunque importante, de la población; los pueblos de América central y meridional son de mayoría católica.
La problemática eclesial en los países de América del Norte —Estados Unidos y Canadá— es parecida estadísticamente a la de la Europa desarrollada del Primer mundo. El porcentaje de católicos en el conjunto de la población apenas varió en el último cuarto de siglo: medio punto más, del 22,00% al 22,51% en Estados Unidos y quince centésimas menos, del 43,75% al 43,60% en Canadá. Las huellas más visibles de la crisis aparecen en las cifras de sacerdotes y de nuevas ordenaciones. Por lo que hace al número de sacerdotes, Norteamérica ha sufrido sensibles pérdidas, como la mayor parte de los países europeos. En Estados Unidos, el número de sacerdotes había descendido en 3.762 entre 1975 y el año 2000, lo que equivale aproximadamente al 10% del clero secular; las pérdidas en Canadá superaron el 20%. Las nuevas ordenaciones en USA han descendido un 40%, de 771 en 1975 a 427 en el año 2000; en Canadá pasaron de 64 a 44 en el mismo período.
La situación se presenta con características del todo distintas en los países mayoritariamente católicos del centro y sur del continente americano. En este am- plio espacio que se extiende desde el río Grande hasta la Patagonia, hay países de tradicional mayoría católica en los que la proporción de esos católicos en relación con el total de la población ha disminuido en el último cuarto del siglo XX, aunque la reducción no haya sido en modo alguno uniforme.
En algunas naciones el impacto negativo ha sido muy limitado: así en México, donde el porcentaje de católicos pasó del 93,70% de la población en 1975 al 92,42% en el año 2000; en Argentina, la reducción ha sido del 2,40%. Otros países presentan menguas más importantes: en Venezuela, la proporción de católicos disminuyó en un 6,60%, en Colombia, la reducción fue del 7,06%; en Chile, por fin los católicos, de representar en el año 1975 el 86,25% de la población, habían pa- sado al 75,12% en el 2000, esto es 11,08 puntos porcentuales menos. La situación en Brasil aparece más confusa, pues mientras la estadística eclesiástica revela una disminución de la población católica entre los años 1975 y 2000 de sólo el 3,80%, los datos del Instituto Federal de Estadística registran, únicamente en la última década del siglo XX, una reducción del porcentaje de católicos del 83,80 al 73,80%; los protestantes habrían avanzado en este mismo período del 19,05 al 15,45%. La reducción proporcional de la población católica en esos países ha obedecido en parte al avance del contagio secularista; pero se ha debido mucho más a la acción proselitista de las sectas de denominación protestante, provenientes de los Estados Unidos de América.
En abierto contraste con esta tendencia, se advierte en toda Iberoamérica un notable aumento de las cifras de sacerdotes y de ordenaciones sacerdotales. Este resurgimiento autoriza a mirar el futuro con esperanza, pues es probable que al progreso de las sectas haya contribuido considerablemente la escasez de clero y la pobre formación doctrinal del pueblo. Así resulta que, mientras que en América septentrional han disminuido las cifras de sacerdotes diocesanos y de ordenaciones, en la América Central y del Sur han aumentado muy notablemente. En México, de 6.755 sacerdotes diocesanos en 1975, se pasó a 10.421 en el año 2000, y las ordenaciones crecieron de 228 a 385. En Argentina, el crecimiento de sacerdotes fue de 2.136 a 3.608 y el número de ordenaciones se duplicó. En Brasil, el incremento resulta particularmente llamativo: se dobló el número de sacerdotes y las ordenaciones de quintuplicaron: de 84 en 1975 pasaron a 437 en el año 2000. Crecimientos análogos, como puede comprobarse en los cuadros estadísticos, se registraron en otros importantes países sudamericanos: Chile, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela.
Todo esto se refleja en la estadística que recoge las cifras globales correspondientes al conjunto del Continente americano. En una población de 826.579 millones se cuentan 518.331 millones de católicos. El porcentaje que representan se ha incrementado incluso en un 1,44% en el último cuarto del siglo XX, pasando de 61,40 al 62,84%. Y pese a la reducción del número de sacerdotes y de ordenaciones en América septentrional, la América latina compensó holgadamente esas pérdidas: los 64.140 sacerdotes diocesanos de 1975 eran 75.210 en el año 2000, con un incremento de casi 10.000 en cifras absolutas; y de 1.371 ordenaciones se ha pasado a 2.156 al final del cuarto de siglo, esto es 785 más que al comienzo. Es evidente que América ha pasado a ser la gran reserva demográfica de la Iglesia Católica.
4. El continente africano
África fue durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX la gran tierra de las misiones. Esto vale en especial para las regiones subsaharianas del continente habitadas por pueblos de raza negra. El tercer cuarto del siglo XX estuvo marcado por el fenómeno de la descolonización, que dio lugar al nacimiento de numerosos Estados independientes. Aún cuando el proceso descolonizador diera pie a graves abusos e incluso provocara verdaderas tragedias, el mapa político africano se encuentra ya relativamente consolidado y no son de prever grandes cambios de fronteras.
Cinco países del área subsahariana —Congo, Nigeria, Kenya, Tanzania y Uganda— pueden tomarse como puntos de referencia para observar la situación religiosa africana en el último cuarto del siglo XX. En casi todos esos países los católicos son todavía minoría; pero la evolución del Catolicismo y el desarrollo de las estructuras eclesiásticas —en competencia con los cultos indígenas tradicionales y sobre todo con el expansionismo del Islam— es prueba fehaciente de la vitalidad actual de la Iglesia Católica en esas regiones.
El Congo, debido a su prolongada dependencia colonial de Bélgica —era en 1975 el país africano con mayor proporción de población católica—. Pero esa proporción no sólo se ha mantenido sino que se ha incrementado notablemente en el último cuarto del siglo XX: ha pasado de representar el 43,50% de la población al 53,12%, esto es a constituir mayoría absoluta. En los demás países citados, los católicos eran menos, pero el crecimiento con relación al conjunto de la población ha sido también considerable: del 6,70 al 14,39% pasaron en Nigeria, del 17,20% al 24,96% en Kenya, del 19,50 al 26,97% en Tanzania y del 34,90 al 45,28% en Uganda. Por lo que hace a los otros indicadores de la vida eclesiástica considerados aquí, llama la atención el espectacular aumento de las cifras de sacerdotes y de ordenaciones sacerdotales; en el Congo, el número de sacerdotes se ha cuadruplicado —de 629 a 2.685— y lo mismo las ordenaciones; en Nigeria, se ha sextuplicado, pasando de 487 a 2.995, y en proporción aún mayor aumentaron las ordenaciones; en Kenya, los sacerdotes eran 106 en 1975 y casi mil en el año 2000. Tanzania y Uganda ofrecen cifras del mismo orden.
Como resumen, y para el conjunto de África —incluidos los países islámicos del norte del Continente, en que la estadística religiosa está, como es lógico, congelada— los católicos en el año 2000 sumaban 130 millones, de los 790 a que ascendía la población continental. Este dato indica que el porcentaje de católicos en relación con el total de la población ha subido del 12,10% en 1975 al 16,47% del año 2000, es decir un 4,46%. Los 5.000 sacerdotes del último cuarto de siglo eran 20.000 al terminar la centuria; y las 284 ordenaciones del comienzo del período habían pasado a ser 1.177 al final. No es descabellado pensar que, para la Iglesia Católica, África es el Continente del futuro.
Los 16 o 17 millones de católicos de la India, aunque constituyan una cifra considerable, representan solamente una pequeña porción en un país con más de mil millones de habitantes. El crecimiento del porcentaje de esos católicos en relación con la población total entre los años 1957 y 2000 ha sido también modestísimo: del 1,50 al 1,65%. Más alentador es el aumento del número de sacerdotes diocesanos —de 6.500 a 11.000— y de las ordenaciones —de 182 a 442—. Una evolución semejante se ha dado en el mismo período en Indonesia, otro gran país de 210 millones de habitantes. Los católicos en el año 2000 eran 6.284 millones, un porcentaje pequeño, pero que había pasado del 2,10 al 2,99 en ese cuarto de siglo. El número de sacerdotes se había incrementado de modo espectacular —de 160 en 1975 a 1.114 en el 2000— y se habían triplicado las ordenaciones.
En Corea, el progreso de la Iglesia ha sido notable en el último cuarto del siglo XX. La proporción de los católicos con respecto a los 47 millones de la población total del país se había incrementado de manera muy significativa, pasando de representar el 2,90 en el año 1975 al 8,56% en el 2.000. Los 663 sacerdotes de la primera de esas fechas se habían convertido en 2.200 a final de siglo y las ordenaciones subieron de 57 a 148. Filipinas es el gran foco católico de irradiación en el Extremo Oriente. De sus 76 millones de habitantes eran católicos 63 millones en el año 2000, con un ligero aumento porcentual del 0,18% durante los 25 años finales del siglo XX. La cifra de sacerdotes se había doblado a lo largo del período, pasando de 2.493 a 5.012 y las ordenaciones sacerdotales crecieron de 124 a 197. Del Vietnam no existen datos estadísticos referentes al año 1975; en el 2000, las estadísticas dan la cifra de 5.301 millones de católicos. Los sacerdotes serían unos 2.1 y las ordenaciones 93.
Una conclusión a la que parece llegarse es que la Iglesia Católica en Asia presenta indudables signos de vitalidad en aquellos países donde existe cierto grado de libertad religiosa. Gracias a ésta, la cifra de sacerdotes diocesanos se ha duplicado en los últimos 25 años —de12.828 a 25.716— y las ordenaciones crecieron de 438 a 1.094. El logro de la libertad de Religión parece por tanto la meta que habría de alcanzarse en el inmediato futuro. En cuanto a Oceanía, la problemática religiosa en Australia y Nueva Zelanda es semejante a la de los países desarrollados de Europa y América del Norte. Estos países desarrollados y opulentos —tal puede ser la conclusión final— son los que aparecen como los más necesitados de la «nueva evangelización» que reclama el Papa Juan Pablo II, una empresa en la que los católicos del Segundo y Tercer Mundo podrán tener que asumir un obligado protagonismo.
5. La Iglesia en Asia
En Asia, el continente más poblado del mundo, los católicos suman poco más de cien millones, esto es, el 2,90% de la población. Este porcentaje, por redu- cido que sea, supone un aumento del 0,60% en el último cuarto del siglo XX, y este hecho no carece de importancia, si se considera la poderosa influencia del Islam, el peso de las religiones tradicionales de la India, y la falta de libertad religiosa en el Vietnam, y sobre todo en la China continental. Por otra parte, las venerables Iglesias cristianas del Oriente próximo tiene una modesta relevancia demográfica, si se exceptúa el caso del Líbano. Por esta razón hay que limitar a unos pocos países el examen de los indicadores de la evolución de la Iglesia en el último cuarto del siglo XX. Estos países son la India, Indonesia, Corea y Filipinas.
Los 16 o 17 millones de católicos de la India, aunque constituyan una cifra considerable, representan solamente una pequeña porción en un país con más de mil millones de habitantes. El crecimiento del porcentaje de esos católicos en relación con la población total entre los años 1957 y 2000 ha sido también modestísimo: del 1,50 al 1,65%. Más alentador es el aumento del número de sacerdotes diocesanos —de 6.500 a 11.000— y de las ordenaciones —de 182 a 442—. Una evolución semejante se ha dado en el mismo período en Indonesia, otro gran país de 210 millones de habitantes. Los católicos en el año 2000 eran 6.284 millones, un porcentaje pequeño, pero que había pasado del 2,10 al 2,99 en ese cuarto de siglo. El número de sacerdotes se había incrementado de modo espectacular —de 160 en 1975 a 1.114 en el 2000— y se habían triplicado las ordenaciones.
En Corea, el progreso de la Iglesia ha sido notable en el último cuarto del siglo XX. La proporción de los católicos con respecto a los 47 millones de la población total del país se había incrementado de manera muy significativa, pasando de representar el 2,90 en el año 1975 al 8,56% en el 2.000. Los 663 sacerdotes de la primera de esas fechas se habían convertido en 2.200 a final de siglo y las ordenaciones subieron de 57 a 148. Filipinas es el gran foco católico de irradiación en el Extremo Oriente. De sus 76 millones de habitantes eran católicos 63 millones en el año 2000, con un ligero aumento porcentual del 0,18% durante los 25 años finales del siglo XX. La cifra de sacerdotes se había doblado a lo largo del período, pasando de 2.493 a 5.012 y las ordenaciones sacerdotales crecieron de 124 a 197. Del Vietnam no existen datos estadísticos referentes al año 1975; en el 2000, las estadísticas dan la cifra de 5.301 millones de católicos. Los sacerdotes serían unos 2.000 y las ordenaciones 93.
Una conclusión a la que parece llegarse es que la Iglesia Católica en Asia presenta indudables signos de vitalidad en aquellos países donde existe cierto grado de libertad religiosa. Gracias a ésta, la cifra de sacerdotes diocesanos se ha duplicado en los últimos 25 años —de12.828 a 25.716— y las ordenaciones crecieron de 438 a 1.094. El logro de la libertad de Religión parece por tanto la meta que habría de alcanzarse en el inmediato futuro. En cuanto a Oceanía, la problemática religiosa en Australia y Nueva Zelanda es semejante a la de los países desarrollados de Europa y América del Norte. Estos países desarrollados y opulentos —tal puede ser la conclusión final— son los que aparecen como los más necesitados de la «nueva evangelización» que reclama el Papa Juan Pablo II, una empresa en la que los católicos del Segundo y Tercer Mundo podrán tener que asumir un obligado protagonismo.
José Orlandis en dadun.unav.edu
Héctor Sevilla Godínez
1. La nada como fundamento
La elección de considerar a la nada como fundamento de lo existente no ha acontecido en la filosofía occidental, la cual, como heredera de la tradición platónico-aristotélica, ha erigido al ser como una plataforma que ofrece cimiento a la realidad. Por el contrario, en algunas escuelas budistas se optó por la experiencia de sunyata (nada), considerándola crucial para la comprensión del orden del mundo. Cabe destacar que al referir a la nada conviene distinguirla de algunas de sus modalidades. Según lo observa Nishitani (2003), uno de los más distinguidos filósofos de la escuela de Kioto, el tipo de nada a la que se hace alusión en el nihilismo occidental es de orden relativo, contingente, vinculado con el ser, a manera de representación de su ausencia o falta. Sin embargo, para la mayor comprensión del ámbito trans-personal, resulta fundamental considerar a la nada de manera independiente al ser, a saber: una nada absoluta que es fundamento de lo existente, en el sentido de fungir como plataforma inicial de todo lo que logra brotar a la existencia. Esta condición supone que sean tomadas en cuenta las directrices proporcionadas por el pensamiento oriental, al menos en los casos en que la perspectiva deseada supere la estructuración que se ha hecho en la filosofía en Occidente.
Una de las más valientes consideraciones de la idea de la nada absoluta en el marco del pensamiento occidental, se encuentra en la mística de Eckhart (2011), quien comprendió que era necesario vaciarse de Dios, en el sentido de expulsar las representaciones de Él que hayan sido aprendidas en los contextos religiosos, sociales o familiares. Esta intención de vaciamiento no está antecedida por un deseo de desvinculación hacia lo absoluto, sino de una clara conciencia de la función obstaculizadora que está implícita en la conceptualización de lo divino. El místico dominico muestra en sus oraciones un claro fervor por el desprendimiento de los ropajes falsos con los que se ha vestido a Dios, al punto de rogarle directamente que le permita vaciarse de las distorsiones que ha hecho sobre Él. En tal postura, Eckhart (2011) contemplaba la vacuidad de sus configuraciones sobre la deidad, intuyendo que al deshacerse de ellas podría dejar libre el terreno para la intuición más brillante de lo trans-personal. Limpiar la vasija de nuestro receptáculo mental es el primer paso para evitar la distorsión de lo divino. Tanabe, miembro de la escuela de Kioto, reconoció la importancia de Eckhart y advirtió la urgencia de ir más allá de los planteamientos usuales de la filosofía, sin restringirse al arbitrio de una razón condicionada.
Nāgārjuna, uno de los filósofos más importantes de la India, consideró la comprensión de la nada como una hazaña del pensamiento. Según su noción de las cosas, “el nirvana no consistía en algo que pudiera alcanzarse (por estar más allá de los fenómenos), sino en el conocimiento (más acá) de la verdadera naturaleza de los fenómenos” (Arnau, 2005, p. 31). En tal sentido, incluso teniendo los pies sobre la tierra, es posible intuir lo que está detrás de los fenómenos; de hecho, lo universal se presenta desde lo particular, a la manera de manifestación fractal de una realidad superior, por ende, en función de una nada relativa que está presente en la cotidianidad de cada día, también es posible vislumbrar una nada absoluta que trasciende cualquier nominalización que se haga de ella. En su libro “La religión y la nada”, Nishitani (2003) establece que:
Eckhart entiende, por encima del teísmo y el ateísmo, la nada de la deidad en el fundamento del Dios personal en el más acá, donde la autonomía del alma está firmemente arraigada en la identidad esencial con la esencia de Dios (p. 115).
Visto así, importa poco la discusión común entre los creyentes y los no creyentes, toda vez que el planteamiento que hacen los primeros es equívoco y el argumento de los segundos, tratando de desmentir a sus contrarios, es innecesario. La nada relativa, aquella que nos constituye, es un destello de la nada de la deidad, a la manera de un fractal inverso centrado en una esencialidad no material, tan pura e imperecedera que no puede ser incluida en la dimensión de la existencia común. La consideración del misterio sublime de la deidad nos obliga a huir de las representaciones de Dios, de lo que hemos creído o querido que Él/Eso sea.
El vaciamiento es el camino para la compenetración con una nada que es ajena a cualquier denominación. Goldstein y Kornfield (2012) estipulan que “todo procede del vacío, cada instante surge de la nada y regresa nuevamente a la nada” (p. 252); en ese tenor, la nada se vuelve no solo un fundamento, sino una fuente de lo existente; por lo tanto, si existe algo mayor que lo humano, trascendente a la trivialidad de la existencia terrena y causa de lo visible aun en su invisibilidad, esto tendría que ser la deidad o algo similar. Así, la aparente aporía de una nada que es, termina resolviéndose cuando se fusionan ambas sustancialidades. Tal como lo entiende Wilber (2010), “la razón no puede captar la esencia de la realidad absoluta y, cuando lo intenta, sólo genera paradojas dualistas” (p. 33). La fricción entre el ser y la nada se encuentra situada en nuestra percepción dualista. Una vez que se rompe el dualismo, deviene la ruptura de distinciones; al diluirse las demarcaciones surge la intuición de que la Forma es el Vacío y el Vacío es la Forma, lo cual es expresado, por ejemplo, en El Sutra del Corazón. Esta aparente contradicción podría ser refutada afirmando que en el vacío no puede haber forma alguna, puesto que esta tiende a ser de tipo material. No obstante, la controversia disminuye (o aumenta) si se tiene en cuenta que la nada es la forma desde la que surge el fondo del ser.
Una vez que las cosas han accedido a la dimensión del ser, están obligadas a reunirse de nuevo en el olimpo de lo no existente cuando su presencia en el mundo haya sido extirpada. La contemplación de tal fluctuación de la existencia es recurrente en quienes eligen la consideración de la vacuidad; de tal manera, “el sabio sabe que las cosas ni surgen ni cesan, sólo aparecen y desaparecen, como si de ilusiones se tratara” (Arnau, 2005, p. 79). En la obra “Fundamentos de la vía media”, Nāgārjuna advirtió que todo aquello a lo que se puede atribuir la condición de ser, contiene también una inclinación hacia su propio vaciamiento. En sus palabras, “lo que racionalmente puede aplicarse al vacío, se aplica racionalmente a todo. A aquello a lo que no se le puede aplicar racionalmente nada, a eso no se le puede aplicar el predicado de la vacuidad” (Nāgārjuna, 2011, p. 177). En tal orden de ideas, solo puede negarse a Dios cuando se le ha asignado el predicado de ser, en vez de la sustanciación de ser nada. En otras palabras, una deidad centrada en la nada, o que es nada, no podría ser descrita con algún adjetivo relacionado con la vacuidad porque la sería en sí misma. A su vez, no habría manera de que dependiera de manera directa con lo que habita en el plano del ser. Con esto se logra, más que desaparecer la opción de una deidad, dotar a lo absoluto de presencia innegable.
En su sermón “El fruto de la nada”, Eckhart logra ejemplificar la experiencia de conocer sin conocer o de ver sin ver, mediante la narración de la conversión de Saulo y la interpretación ofrecida por Agustín de Hipona. El místico alemán explica que “por el hecho de que [Saulo] nada veía, veía la nada divina. San Agustín dice: cuando nada veía, entonces veía a Dios. San Pablo dice: quien nada ve y es ciego ve a Dios” (Eckhart, 2011, p. 125). De esto, se desprende que cuando Saulo no veía nada veía a Dios; dicho de otro modo: cuando él contemplaba la nada, comprendía a Dios.
La vacuidad no tendría que ser entendida como una gran inmensidad ajena al mundo y a las circunstancias ordinarias. La vacuidad de las cosas, su nada relativa implícita, acompaña al ser de las cosas mismas. Arnau (2005) refiere que “la vacuidad no existe fuera de la realidad convencional, es la misma realidad cuando es vista del modo adecuado” (p. 133). De tal manera, no es necesario morir para adentrarse a la vacuidad definitiva de nuestro ser; lo que somos está navegando ahora mismo en el oleaje invisible de lo vacuo.
Las ideas respecto a Dios no suelen mantenerse intactas a lo largo de la vida, son modificadas a partir de lo que se experimenta, se aprende o se niega. Si las representaciones cambian de manera agitada, nadie tendría que ser obligado a someterse a una modalidad de Dios ofrecida por la tradición, la religión o la creencia. Cada una de las explicaciones termina siendo vacua, porque está sostenida en lo perecedero de nuestras elucubraciones. Si bien algunas perspectivas sobre lo divino son mantenidas de forma menos cambiante, transmitiéndose de manera generacional a lo largo del tiempo, esto no constituye un argumento a favor de la veracidad de lo creído; en todo caso, la perpetuación de una creencia obedece más a la disposición maleable ofrecida por el entramado cultural y a la capacidad receptiva de los oyentes mediada, en ocasiones, por cierta coerción de la autoridad, que a la autenticidad y elocuencia de los parámetros y distorsiones producidas por nuestra condición cognitiva.
Nishitani (2003) concebía que “la nada es lo que queda detrás de la persona; ninguna cosa sino la nada total ocupa el lugar que hay detrás de la persona” (p. 131). Hasta aquí, podría parecer que la vacuidad es una contraparte de la armonía de los seres, lo contrario a lo deseable. No obstante, cuando en la tradición oriental se hace mención de una nada absoluta se la considera como Aquello que todo lo incluye. Del mismo lo perciben los taoístas cuando reconocen que no hay cosa alguna que pueda estar fuera del Tao; de manera similar se observa en el libro de los Upanishads, bajo la sentencia de que Brahma es Todo; en una línea concordante se expresa Spinoza cuando atribuye a Dios un carácter de presencia constante en la naturaleza, o cuando Heschel considera que la esencia divina del tiempo está presente en todo lo que habita en este mundo.
Nishitani (2003) considera que
… decir que Dios es omnipresente implica la posibilidad de encontrar a Dios en cualquier parte del mundo, lo que no es un panteísmo en el sentido habitual del término, puesto que no significa que el mundo sea Dios o que Dios sea la vida inmanente del mismo mundo, sino que un Dios absolutamente trascendente es absolutamente inmanente. (p. 78)
Si lo absoluto es una nada mayúscula o un ser divino no se modifica que haga de lo mundano un espacio habitual de su presencia, de modo que no hay forma de estar fuera de su alcance. Por lo tanto, todos los esfuerzos por llegar a Dios, aproximarse a Él/Eso o emprender una insaciable y voluntariosa búsqueda de su presencia, tendrían que tomar en cuenta que no hay forma de que debamos ir a un sitio, puesto que está en todo sitio; tampoco se requiere esperar que sea el momento oportuno puesto que, considerando que el tiempo se transpira de sus entrañas transpersonales, cualquier ocasión es propicia. En palabras de Wilber (2010, p. 289),
para alcanzar al Absoluto es necesario moverse desde un punto en el que el Absoluto no exista hasta otro punto en el que sí exista. Sin embargo, no hay punto alguno donde el Absoluto no se halle. […] Es imposible alcanzar el Absoluto porque es imposible escapar de Él. (p. 289)
A pesar de ello, captar su presencia (ausente) requiere de una particular disposición.
Contemplar la vacuidad de los edificios teológicos es el preámbulo del despertar.
2. Dios y la nada
Asociar a Dios con la nada conlleva la encrucijada de descifrar su presencia en el mundo. De acuerdo con la visión teológica de Heschel (1973b), quien no relacionó a la vacuidad con lo divino: “Dios es un círculo que se mueve alrededor de la humanidad” (p. 334). La idea de un Dios que circunda el mundo muestra cierta semejanza con la noción que refiere Eckhart (2011) en su sermón “El anillo del ser”. El místico dominico aclara que “Dios no conoce otra cosa que el ser, no sabe de nada más que del ser, el ser es su anillo” (p. 85); ahora bien, si el anillo de Dios es el ser, se entiende que lo divino se encuentra en medio de cada sitio. Cuando se afirma que el ser es el anillo de Dios se advierte que la divinidad es como un círculo sin centro que se halla en todas partes o, dicho de otro modo, es el centro de todo lo que circula a su alrededor. Se trata de un centro que no es ubicable en un lugar físico, sino en la ausencia de todo lugar natural; de este modo, el centro de Dios es inaccesible para quien no logra hacerse uno con el centro del anillo, es decir, la vacuidad. Heschel considera que Dios circunda lo humano; por su parte, Eckhart asume que el ser es lo que, como periferia de Dios, se mantiene en relación con Él. En el anillo del ser se encuentra Dios en sí mismo. A pesar de que el ser rodea a Dios, Él se encuentra separado de lo efímero del ser, así como de los cambios y las modificaciones que sufre la materia. En ese sentido, Dios puede ser entendido como un ser separado, en cuanto que no comparte la fragilidad del resto de los seres. Para Eckhart (2011) “Dios es el mayor ser separado” (p. 180), su distancia del resto de los seres no está circunscrita a un asunto de lejanía física, sino a una distinción categorial; el hecho de su separación supone su elevación. Contrario a la idea de que el amor es la virtud principal, Eckhart lo relegó a una función secundaria, por debajo de la separación. Cuando se ama a Dios se lo percibe como un bien y como algo que está siendo definido; no obstante, en la opinión de Eckhart, la definición de Dios supone un impedimento para la unión con Él.
Si Dios está vacío no tiene limitación alguna, al humano le corresponde acercarse a semejante perfección y pureza. En el sermón “El templo vacío”, Eckhart (2011, p. 55) señala que
Dios no busca lo suyo; en todas sus obras está vacío y libre […]. De forma muy parecida actúa el hombre que está unido a Dios; también él está vacío y libre en todas sus obras y sólo actúa para agradar a Dios y no busca lo suyo, sino que Dios obra en él (p. 55).
Cada persona es un templo del que deben expulsarse las distorsiones sobre lo que es Dios, incluso aquellas que son utilizadas con la intención de sentir amor por Él. En su texto, Eckhart hace un guiño a la idea paulina de que “el cuerpo es el templo de Dios” (Reina Valera, 1960, 1 Corintios 6:19); a diferencia de la idea del autor de la carta a los Corintios, Eckhart considera que el templo humano no es solamente el cuerpo, sino todo su ser. De tal manera,
…cuando el templo se vacía de todos los impedimentos, es decir de los atributos personales y de la ignorancia, entonces brilla espléndido, tan puro y claro por encima de todo y a través de las cosas que Dios ha creado, que nadie puede resplandecer tanto, sino el mismo Dios increado. (Eckhart, 2011, p. 57)
Por tanto, no basta con reconocer que Dios está vacío, sino que habita en el vacío. Contemplar la vacuidad, como derivación del asombro ante lo absoluto, incluye la disposición a ser habitado por Aquello de lo cual no hay explicación posible.
Nishitani (2003) aporta una distinción precisa entre lo que es Dios y la deidad. Para el filósofo japonés, “la deidad es el lugar en el interior de Dios donde Dios no es Dios mismo” (p. 118). Por este motivo, no tiene sentido hablar de Dios antes de la creación; lo que sí puede mencionarse es la deidad en la que Dios era lo que era. Si la deidad es el centro de Dios, entonces su hogar más íntimo es el centro en el que se conecta todo lo existente. Así como el centro de Dios no es Dios mismo, el centro más íntimo del hombre no es el hombre; es en ese espacio atemporal donde ambos coinciden en su vacuidad. No se trata de una fusión, porque entenderlo así supondría que hay un momento previo de no fusión; la amalgama es constante, hay identificación a pesar de existir separación, tal es el sentido de la no-dualidad. Así, más allá de las representaciones, “el ser sólo es ser si es uno con la vacuidad” (Nishitani, 2003, p. 181).
Podría parecer que estas conclusiones tienen un origen exclusivo en el pensamiento budista; no obstante, en el libro místico más singular del judaísmo existe una noción muy similar. Según advierte Siegel (1964), “El Zohar expresa algo controversial de Dios, al reconocer que ‘Él es la gran nada, porque todas las cosas están en Él y Él es todas las cosas’, ‘Él es ambas cosas, lo manifiesto y lo oculto’” (p. 71). Advertir que Dios es manifiesto en lo existente coincide con la idea de que es la Fuente de todo lo que es; a la vez, uno de sus misterios consiste en que permanece oculto, por no estar ubicado en ningún sitio específico. De tal manera, aquello que es manifiesto, pero no tangible, presente en la ausencia y denotado en lo existente, permite que todo se encuentre lleno de su vacuidad. Si la realidad es un símbolo de algo más grande que solo puede intuirse a través de ella, entonces la deidad, como centro de Dios que no es Dios, puede ser contemplada cuando las representaciones son atenuadas.
3. El hombre ante la nada
La condición humana contiene, como característica central, una senda hacia la muerte. Eckhart (2011) consideraba que “debemos tener presente que toda vida es mortal” (p. 83). La finitud de nuestros días nos recuerda el vaciamiento al cual estamos llamados por el hecho de existir. Por un lado, la conciencia de nuestro inevitable fallecimiento incluye la noción de que “todo lo que se sufre en este mundo y en esta vida tiene un fin” (Eckhart, 2011, p. 83); no obstante, cuando la vacuidad es vista con temor, la muerte no logra ser comprendida con naturalidad. No resulta un buen negocio agotar la vida buscando saciarnos y terminar vacíos ante la muerte. Por otro lado, en un sentido paradójico, estar vacío de sí mismo implica disponerse a estar lleno de algo mayor; por ende, la alternativa de la vacuidad no supone la renuncia a todo, sino, de hecho, la disposición necesaria para su recepción.
Los que han tenido la suerte (o la desdicha) de llegar al mundo, deben esforzarse por permanecer vacíos mientras transcurren sus días en la Tierra. Según lo observa el Maestro Eckhart (2011), “el hombre debería permanecer tan pobre que ni él mismo fuera un lugar, ni lo tuviera, en donde Dios pudiera actuar. En la medida en que el hombre conserva un lugar en sí mismo, entonces conserva todavía diferencia” (p. 111). La exigencia del dominico resuena con cierta utopía en un mundo en el que la mayoría de los esfuerzos se orientan al logro tangible, al aumento del tener y al control a partir del poder. Incluso en los casos en los que se logre el desapego hacia las posesiones, aún persistirá el reto de deshacerse de las ideas que cosifican la realidad y la distorsionan. Tanto “el tener” como “el saber” condicionan la visión del mundo; por su parte, quienes no comparten la condición corporal, los que no han nacido, no encuentran ningún obstáculo para continuar en el plano de la incorrupción; así, en tanto que nonatos, ellos permanecen en la deidad. Los que sí nacieron tienen la opción de morir a cada día, entendiendo este ejercicio como un desapego hacia las cosas y las ideas.
El desapego de la manía por etiquetar y nominalizar las cosas conduce a una separación de la trivialidad. Para algunos, la separación conlleva sufrimiento, pero esto no es del todo cierto. En su sermón “Del ser separado”, Eckhart (2011) enuncia que “en el sufrimiento, el hombre mantiene un cierto apego a las criaturas, de quienes le llega el sufrimiento; el ser separado, en cambio, está totalmente desprendido de cualquier criatura” (p. 167). De tal modo, una vez que se ha trazado una línea de división entre los demás y uno mismo, no hay lugar para el sufrimiento. Esto podría ser cuestionado por varios detractores, partiendo de la premisa de que venimos al mundo para amar, ser amados y afectados por lo que sucede con la vida de otros. No obstante, más que para el amor, Eckhart considera que vivimos para evitar la dependencia. De hecho, la ideación del dominico resulta opuesta a la consideración del pathos divino que propuso Heschel. De acuerdo con el rabino polaco, Dios es afectado por lo que pasa a los humanos, en función de su amor hacia ellos; en cambio, desde la perspectiva eckhartiana, Dios no es afectado, porque es el mayor ser separado.
Visto así,
el puro ser separado no tiene ninguna intención de dirigirse a criatura alguna. Ya sea por encima o por debajo; no quiere estar ni por encima ni por debajo, quiere permanecer en sí mismo, no amar ni sufrir por nadie, y no quiere mantener con ninguna criatura semejanza o desemejanza, ni esto ni lo otro: no quiere otra cosa que ser. (Eckhart, 2011, p. 168)
La revelación de lo divino, al menos según la representación hebrea, consiste en su elección por amar a la humanidad. Eckhart no considera que la elección divina sea merecedora de gratitud, en función de que la ejecuta por su elección, no como un favor que hace por los humanos. Si bien es cierto que Dios rompe su separación hacia cada hombre y mujer, su amor no es un favor, sino una consecuencia natural de su compenetración elegida y voluntaria con lo humano.
La gratitud es merecida cuando alguien nos hace un favor que le costó esfuerzo o cuando realiza un acto que no hubiera elegido hacer si no fuese por nosotros. Por el contrario, en relación con el amor de Dios, Eckhart (2011) afirma: “No quiero jamás agradecer a Dios que me ame, porque no puede dejar de hacerlo: su naturaleza lo obliga a ello” (p. 192). Del mismo modo, en el caso de que Dios determine con su voluntad lo que sucederá con nuestra vida, o los sucesos que debemos de vivir, su designio no logra cambiarse por los rezos que se dirijan hacia Él. Quien ha logrado una auténtica separación, se mantiene abierto a lo que suceda, sin condicionar su vida espiritual a la dádiva divina. En tal tenor,
…la pureza separada no puede rezar, pues quien reza pide algo de Dios, para que se lo conceda, o solicita que lo libere de algo. Pero el corazón separado no pide absolutamente nada, tampoco tiene absolutamente nada de lo que quiera ser vaciado (Eckhart, 2011, p. 177).
Una vez que el hombre y la mujer se han vaciado de toda pretensión adviene su experiencia de la nada. Un corazón que se aleja de todo lo horizontal no puede centrarse en otra cosa que en la verticalidad. Así, “ya que el corazón separado se halla sobre lo más elevado, debe hacerlo sobre la nada, pues en ella consiste la mayor susceptibilidad” (Eckhart, 2011, p. 176). Sustentándose en la nada, cualquier circunstancia es recibida con sosiego, pues no hay algo que perder. No debe confundirse la contemplación de la vacuidad con la inactividad; quien contempla lo vacuo sabe que cualquier cosa que haga no lo exenta de su encuentro final con la nada, pero esto no obstaculiza su funcionamiento cotidiano ni altera las actividades que desea realizar. Las personas involucradas con el misticismo no experimentan solo quietud y pasividad; por el contrario, “el hombre exterior puede estar en actividad y sin embargo el hombre interior permanecer vacío e inmóvil” (Eckhart, 2011, p. 175). Cuando el dominico alude al hombre exterior se refiere a la conducta visible de la persona (lo que hace), de modo que el hombre interior alude a su intimidad sosegada y apacible.
La premisa de que Dios y el humano coinciden en la deidad o en el punto más esencial de cada uno, donde cada uno no es lo que es, no significa que ambos sean iguales. La principal diferencia entre el humano y Dios consiste en que el primero de ellos fue creado y el otro no. Ahora bien, la creación de cada individuo supuso su trasladado desde la no existencia hacia la existencia; por lo tanto, un aspecto de lo humano, el que corresponde al ámbito que lo contenía antes de existir, está asociado a la nada. Algo similar podría considerarse en torno a la dimensión a la que cada ser vivo se sumará tras dejar de habitar en la Tierra. Nishitani (2003) menciona que:
El cristianismo habla de una creatio ex nihilo: Dios lo creó todo desde un punto en el que no había nada. Y, puesto que todas las cosas tienen este nihilum en el fundamento de su ser, son absolutamente distintas de su Creador. (p. 76)
Sin embargo, tal postura entraña la aporía sobre el contenedor que alberga lo que surge al ser creado por Dios; es decir, si Él es puro Ser, ¿de dónde habría surgido la nada de la que brota el humano una vez que es creado? Si la nada es ajena a Dios, ¿cómo entender que coexistan para que sea posible la creación? Si la nada es contraria a Dios, ¿cómo comprender que algo en lo que Dios no está presente persista para siempre? Mediante la noción de la vacuidad es posible percibir una instancia absoluta en la que convergen el ser y la nada de manera continua; por ende, “el centro representa el lugar en el que el ser de las cosas es constituido al unísono con la vacuidad, el lugar en que las cosas mismas se posicionan, se afirman y asumen un auto-establecimiento” (Nishitani, 2003, p. 187). Si se mira desde ese horizonte, Dios no creó desde la nada, sino que la vacuidad de Dios propició el advenimiento de la creación.
Al unísono con el pensamiento de Nishitani, pero varios siglos antes, Eckhart (2011) negaba cualquier determinación o modo en Dios. Además, consideraba que el vacío supremo es el único sitio del que podría ser suscitada la acción de Dios. En este orden de ideas se mantienen interconectados los orígenes de lo existente, puesto que “sólo en el campo de esta vacuidad, Dios y el hombre, y su relación, son constituidos en forma personal” (p. 153). La opción por contemplar la vacuidad no debe ser menospreciada por considerarla una ofensa inadmisible hacia la tradición o las religiones; de hecho, en el punto del vaciamiento máximo, logrado por distintos místicos, se accede al conocimiento de que la religión ha sido el camino inicial del peregrinaje hacia lo trans-personal.
Romper el ídolo y renunciar a las pautas de la autoridad religiosa representa un paso muy complejo para la feligresía común.
4. Las religiones y la nada
La consideración de la nada en el ámbito de lo trans-personal no surte el mismo efecto en todos los credos. Mucho más común que el interés por la nada es la reserva hacia ella. En “El hombre no está solo”, Heschel (1982) refiere: “A algunos nos agobia el espanto de vivir constantemente para la nada, el terror de una muerte para la que no estamos preparados” (p. 90). Centrado en la noción de un Dios, cuyo Ser no puede ser puesto en duda, el teólogo polaco expuso que:
Pensar en Dios no significa simplemente teorizar o conjeturar acerca de algo desconocido e insubstancial. No excogitamos el significado de Dios a partir de la nada. No estamos frente a un vacío, sino frente a lo sublime, lo maravilloso, el misterio, el reto. (Heschel, 1984, p. 140)
Son comprensibles sus nociones sobre lo que es Dios, pero cada una de ellas también podría aplicarse a la nada absoluta, la cual también es misteriosa y sublime, además de ser un evidente reto de orden intelectual y espiritual.
Otros representantes del judaísmo han señalado con severidad la intención poco noble de quienes centran en la nada la aspiración de su intención religiosa; según Kaplan (1984), “el Budismo procuró distraer al hombre, en general, de los bienes terrenales, evitó todo deseo humano y considera el Nirvana, no existencia, como el último destino del hombre” (p. 51). De acuerdo con el autor referido, la religión no tendría que alejar de las cosas importantes de la Tierra, toda vez que son estas las que favorecen la disposición hacia las cuestiones espirituales. Visto así, promover el bienestar social y las condiciones materiales para que las personas logren las satisfacciones más elementales, aparenta ser una meta entorpecida por la distracción de una mística centrada en la vacuidad. Alejados de tales conclusiones, es honorable tratar de comprender la manera en que la contemplación de la nada permite deshacerse de la obsesión por cumplir la expectativa. Es aventurado asegurar que la fe en un Dios centrado en el ser o la creencia en una vacuidad absoluta constituyen el aspecto central de la práctica social.
Smith (1997) señaló que además de las maravillas de una divinidad centrada en el ser, se encuentran las concernientes a la prevalencia del judaísmo: “El éxito de los rabinos en mantener vivo el judaísmo durante los dos mil años de la diáspora es una de las maravillas de la historia” (p. 357).
¿Qué quedaría de la fe del pueblo judío, de sus convicciones más íntimas, si se desprende de la creencia de ser el pueblo elegido de Dios?, ¿qué resultaría si se aleja de toda aceptación configuradora de la existencia de Dios?, ¿será que el miedo al vacío es lo que sostiene su fe, tal como sucede con cualquier otra postura religiosa institucional? Si su persistencia no está sostenida en un declarado miedo al vacío, al menos sí tiene que ver con un desprecio a los posibles aportes de la vacuidad. En el caso de que se elija una deidad centrada en la nada, no habría forma de que la alianza persista. Promover la duda hacia la tradición podría generar una temida sensación de absurdidad, en razón de que “una filosofía que comienza en la duda radical termina en la desesperanza radical” (Heschel, 1982, p. 13). En contraparte, el problema de no considerar a la nada como un principio absoluto transpersonal tiene que ver menos con la nada misma que con la connotación que a esta se le otorgue. De tal manera, “no comprender cabalmente la vacuidad podría conducir al desaliento o a la anarquía” (Arnau, 2005, p. 140). Como sucede con la mayoría de los conflictos, la fricción reside en la manera de comprender los conceptos, más que en los conceptos mismos.
Si bien existe una clara diferencia entre la opción por considerar la vacuidad y la de abrazar el pathos divino, Heschel advierte, en su libro sobre los profetas, que la negación bíblica hacia un Dios centrado en la nada no implica la inexistencia de la nada. Aludiendo a Parménides, el antiguo maestro de Elea, Heschel (1973a) refiere la distinción entre la increencia de la nada en los griegos y la postura moderada de la Biblia; en sus palabras:
Para Parménides, el no-ser es inconcebible (‘la nada no es posible’); para la mente bíblica, la nada o el fin del ser no es imposible. Estando consciente de la contingencia del ser, nunca podría identificar a éste con la realidad última” (p. 193).
Al menos en este pasaje, se observa que el ser que comprendemos en lo humano, o el tipo de ser que podemos conocer, no es representativo del ser de Dios. De esto pueden derivarse algunas opciones: a) Dios es el Ser con mayúscula; b) Dios es la nada absoluta; c) Dios es el principio unificador del ser y la nada.
Además de la fricción sobre las nociones del ser y de la nada, Heschel enfrenta el sentido de la ley cósmica que se encuentra establecida en la cosmovisión budista. Para distinguir la idea de la ley judía y la ley de la vida percibida por muchas vertientes de la escuela oriental, el rabino de Varsovia advirtió que
lo supremo en el pensamiento bíblico no son la ley y el orden, sino el Dios viviente, Quien creó el universo y estableció su ley y su orden. Esto difiere radicalmente del concepto de ley como algo supremo, un concepto que se encuentra, por ejemplo, en el Dharma del budismo mahayana. El pacto existió antes que la Torá. (Heschel, 1973a, p. 131)
No obstante, la comparación realizada por Heschel integra diferentes categorías de leyes. Cuando alude a la Torá se está refiriendo a un conjunto de preceptos que confieren un lineamiento de vida para los judíos que lo eligen, pero no para el resto de las personas; por su parte, cuando en el budismo se hace mención del dharma se lo establece como la verdad que subyace a los fenómenos y que no ha sido establecida por ningún hombre, de modo que no es propio de ninguna colectividad y tampoco se elige de manera voluntaria, puesto que su alcance no depende de la elección humana. Así, la noción de ley en uno y otro caso es muy diferente. En el judaísmo, Dios es Alguien que está por encima de la ley, mientras que en el budismo la ley universal rige lo existente. Lo que en el primero de los casos remite a algo personal, en el segundo es ambiguo e impersonal; en uno se establece que la primacía es de un tipo magno de ser y en el otro no hay alguien, sino algo que no puede ser sometido a los conceptos ni a la palabra.
Heschel (1973b) considera preferible mediar la voluntad divina y resonar su mensaje a través de la lengua humana en vez de callar y dejar hablar a un silencio ambiguo; de esto se desprende que “la costumbre del místico es ocultar; la misión del profeta es revelar” (p. 109). No obstante, tal como cuestionó Sexto Empírico al advertir el problema de creer en lo que otros dicen, ¿cómo podríamos comprobar que un individuo tiene la razón y que es el indicado para dar un mensaje verdadero a todos los demás? Tal pregunta, matizada de escepticismo, no es elaborada por todos los que siguen de manera cabal a quienes ven como líderes. En el otro extremo, Heschel (1984) aseguró: “Como parte que somos de Israel, estamos dotados de una certeza muy rara, muy preciosa, la certeza de que no vivimos en un vacío. […] Vivimos entre dos polos históricos: Sinaí y el Reino de Dios” (p. 546). En esa óptica, la dificultad de contemplar la vacuidad reside en que implica soltar la sensación y la consigna de haber sido elegido, cayendo en cuenta de que no hay quien elija. Incluso en el caso eventual de alguna elección, esta tendría que manifestarse hacia todos los humanos. La opción por el vacío supone, de forma irrenunciable, el desapego a ciertas creencias; lejos de ello, Heschel (1984) considera que “la fe es apego y [que] ser judío es estar apegado a Dios, a la Torá y a Israel” (p. 425).
El compromiso con la noción de la nada, llevando su consideración hasta las últimas consecuencias, adviene la duda del yo, a saber: el desapego hacia la idea de lo que uno mismo es. Si no hay un yo, tampoco podría existir una alianza personal, exclusiva e intransferible. De este principio se deriva un desacuerdo mayúsculo e irreconciliable entre el judaísmo y el budismo. Contrario a la motivación de los bodhisattvas, Heschel (1984) considera que “la eliminación del yo no es en sí misma una virtud. […] Si la aniquilación del yo fuera virtuosa por sí misma, el suicidio sería el clímax de la vida moral” (p. 508). En el planteamiento budista, cabe aclarar, la negación del yo no es atribuida a la exclusión de todos los constituyentes que integran el ser del humano, tales como su corporalidad o su vida, sino de las ideas que encadenan su libre expansión, sometiendo a la persona a un conjunto de etiquetas sobre sí. La visión hescheliana, por el contrario, aboga en la primacía de un yo que aspire a volverse colectivo, mediando junto a otros para favorecer lo que es justo para los demás. En sus palabras, el rabino afirma: “Nuestro afán no está cifrado en momentos aislados de anulación del yo, sino en una sobria y constante afirmación del yo de otros seres, en la capacidad de experimentar las necesidades y los problemas de nuestro prójimo” (Heschel, 1984, p. 509).
Es loable la apertura y lealtad social que se encuentra intrínseca en el auténtico interés por la causa de los demás; el problema es cuando se encuentra fricción entre esa causa y la propia. Llegados a tal punto, resulta oportuna la noción de Nishitani (2003) que a la letra dice: “El yo mismo regresa a su propio fundamento sólo cuando mata a todo otro, y, en consecuencia se mata a sí mismo” (p. 330). Es evidente que esto no debería tomarse de manera literal, sino que la alusión del filósofo manifiesta que una vez que se excluyen las expectativas sustentadas en el egoísmo es posible el resurgimiento de una causa común en la que no prevalece la priorización del beneficio individual. Matar al yo es deshacerse de lo que uno ha creído de sí mismo; matar al otro es romper la etiqueta que le hemos conferido, logrando así la apertura para conocerlo sin prejuicios.
En lo que coinciden el judaísmo y el budismo, o al menos Heschel y Nishitani, es resumido en palabras del segundo: “Nos engañamos al suponer que la existencia real es la del yo que desea ser él mismo, sin fundamentarse en Dios, y de ahí que surja la nihilidad del fundamento de su propia existencia” (Nishitani, 2003, p. 96). Justo en el momento en que la persona cae en cuenta de que su fundamento no puede estar del todo sostenido por su propia fuerza, comienza a operar la conciencia de algo mayor que le puede aportar cierto poder. Puede discutirse si esta experiencia es una reacción de una psique que se percibe en desventaja y que crea la fantasía de algo trans-personal o si en verdad la conciencia de la limitación faculta la apertura de canales de captación extraordinarios más allá de lo sensorial.
En Heschel, el valor de la vida del hombre está enraizado en su respuesta a Dios; en Nishitani, la operatividad de la vacuidad es posible cuando se ha renunciado a la propia fuerza y a la limitada intelección narcisista. En ambos pensadores coexiste la noción de que lo humano es frágil y que cada persona puede encontrar, en el guiño con lo trans-personal, la aspiración sublime que conferirá a sus días una auténtica reverencia ante lo inefable. Heschel y Nishitani, cada uno a su manera, advierten la necesidad de romper con la forma en que el mundo opera y concluyen que la norma de vida elegida por cada persona no debe ser asumida como una ley para todos. Para Heschel, el estado de desgracia que antecede al vínculo con el pathos divino puede ser nombrado como crisis; a su vez, el logro de la conciencia de lo que Nishitani llama vacuidad, tiene el precedente de la experiencia de nihilidad, caracterizada por tocar el fondo de la insignificancia individual.
Si bien pueden establecerse algunas similitudes como las descritas, la diferencia entre los dos se reitera en lo tocante a sus ideas sobre las consecuencias de los actos. En franco contraste con la doctrina del karma, Heschel (1973a) considera que “…la retribución, según la teología del pathos, se entiende no como una operación ciega de las fuerzas impersonales sino, por sobre todo, determinada por la libertad de la Persona divina, así como también por la libertad del hombre” (p. 144); visto de tal manera, lo que sucede en el mundo es resultado de la colaboración entre el hombre y la voluntad divina. Sin embargo, de esta apreciación se desprende la objeción hacia la permisividad de Dios frente la maldad y la injusticia que acontecen en el mundo; la respuesta de los religiosos ante esta contraposición se centra en atribuir los problemas del mundo a la negligencia del hombre y de la mujer, así como a su incumplimiento del acuerdo con Dios, tal como se muestra de manera didáctica en el Génesis.
Por su parte, la consideración del samsara, como ciclo terrenal de la vida, confiere una óptica de comprensión de la injusticia, la violencia o el sufrimiento, a partir del apego, de modo que lo que sucede al humano, si bien puede ser resultado de un proceso cíclico, también se asocia con su manera de responder a este espacio saturado de ilusiones. Además, muchos de los conflictos acontecidos en la historia están asociados a cuestiones religiosas, sobre todo cuando en ellas prima el deseo de establecer la propia creencia como la más importante. Según observa Nishitani (2003),
la intolerancia […] tiene que ver esencialmente con el hecho de que la fe nace de una perspectiva personal: la perspectiva de una relación personal con un Dios personal. Esto es así porque, en definitiva, en la religión lo personal contiene alguna clase de egocentrismo. (p. 273).
Si el afán del yo es diluido, no cabría ninguna aspiración religiosa, porque la vinculación íntima con Dios, la máxima intención posible, sería nulificada al no existir un yo que la desee para sí. De tal manera, la desarticulación de semejante aspiración volvería obsoleta a cualquier religión.
El peligro de asumir la nada quedó patente con el juicio realizado a Eckhart. La mística del dominico alemán, testigo del fruto de la nada, recibió un rechazo absoluto por parte de la Iglesia de su tiempo. Sin una auténtica justificación teológica, “Eckhart fue juzgado por la lectura que hacía de la vida y por la intención que puso en comunicar su verdadero sentido a doctos e ignorantes” (Vega Esquerra, 2011, p. 19). Como era de esperarse, su proceso de excomunión estuvo lleno de controversias, falsos testimonios y exageraciones insostenibles. Eckhart murió sabiéndose juzgado y excluido. Resulta irónico que quien propuso la virtud del ser separado haya sido expulsado y asilado por las autoridades de la religión que profesó. Ese hecho es evidencia de la magnitud que alguien logra cuando es capaz de aislarse de las pretensiones comunes. En el año 1329 se pronunció la Bula In agro dominico, la cual muestra la poca receptividad que logró la teología eckhartiana y excluyó al místico del reconocimiento eclesial. Siete siglos después, Nishitani (2003) invitó a la “reconsideración seria” (p. 117) del pensamiento del Maestro Eckhart, sobre todo en una época en la que se ha vuelto urgente la comprensión de lo trans-personal.
5. Conciencia de lo absoluto
Una variante de la superación del yo es la trascendencia del ego. La idea de estar más allá del ego consiste en no estar supeditado a la influencia de la vanidad o de la soberbia en la búsqueda espiritual. Según lo entiende Wilber (2010), “el misticismo no consiste en una regresión al servicio del ego, sino en una evolución que conduce a la trascendencia del ego” (p. 204). Es en esa travesía en la que se desvanece el yo usual para encontrar al verdadero yo, el que no habita en las ideas de uno mismo, sino en el divorcio con ellas. El ser humano logra encontrarse cuando pareciera que se pierde a sí mismo; en la aceptación de su desconocimiento consigue conocer aquello a lo que antes no tenía acceso.
Dejarse fluir por la inspiración denota conciencia de que el propio ritmo no era el que suponíamos, sino aquel al que accedemos cuando soltamos el control. Mirar a lo profundo se vuelve un mirar hacia lo más alto, justo en el punto en el que ya no existe la distinción entre lo que está más alto y lo que está más bajo. Todo esto supone una lógica inversa a la convencional, la propia del que escapa de la fórmula ordinaria y se adentra en otro orden de ideas, en apariencia caótico, que favorece una construcción cuya arquitectura escapa del propio criterio. En consideración a estos aspectos tiene resonancia la conclusión de Wilber (2010): “Estoy firmemente convencido de que la paradoja será el núcleo de cualquier nuevo paradigma comprensivo” (p. 283). La paradoja existe cuando se quiebra la estructura cotidiana; solemos considerar contradictorio aquello que se expone de manera distinta a la dicción que solemos utilizar.
Penetrar una lógica inversa, notando que lo acontecido en el mundo material forma parte del conglomerado de ilusiones que se confunden con lo real, es similar a lo que se ha solido llamar despertar. Ahora bien, para lograr despertarnos requerimos de un sueño que anteceda la vigilia; no hay despertar posible sin el despido del sueño. Cuando se abren los ojos y se logra morder la luna se observa que “la característica de todas las cosas es el engaño, parecer lo que no son, como el sueño, el espejismo, la ilusión mágica y el eco” (Arnau, 2005, p. 80). Así, como debe distinguirse la demarcación entre el sueño y la vigilia, también corresponde hacerlo entre lo que puede ser sabido y lo que no. La ironía se mantiene, en todo caso, porque, tras el uso de la demarcación inicial, las fronteras se derrumban por compartir la esencia ilusoria que contamina lo existente.
El que la razón sea una especie de ilusión no debe ser juzgado en el plano de una visión hermética o simplista; por el contrario, cuando el plano de la perspectiva es abierto u holístico, se percibe que la razón es una elaboración que se sostiene a partir de aspectos que no son, en forma alguna, racionales. Desde tal enfoque puede admitirse que la razón es un modo de reacción. “La actividad [de la razón] depende de lo que uno percibe, de lo que uno ve, de lo que uno siente. Según esta forma de entender la razón, lo inteligible ya no está tan separado de lo sensible” (Arnau, 2005, p. 86). Resulta fundamental constatar los límites, tanto del ser como del saber. No suele ser bienvenida la idea de los límites, menos en los casos en los que la pretensión ha cegado la cordura; de tal modo, “la paradoja puede considerarse un obstáculo o una fuente de inspiración. Lo que para unos es la pasión del pensamiento para otros es un problema insoportable” (Arnau, 2005, p. 165).
Decir que “el saber” tiene límites, no representa una invitación para desistir del ejercicio racional; al contrario: representa un reto que impulsa a llegar hasta la frontera que sea posible. Afirmar que “el ser” tiene límites, no implica sentarse con pasividad y esperar que las circunstancias nos absorban en lo ordinario; en todo caso, los límites son ocasión ineludible para replantear lo que hemos considerado verdad y para vislumbrar el entorno desconocido que, al igual que el universo, nos absorbe en su inmensidad sin que lo notemos. Cuando vemos la frontera acontece su disolución, pero esto no excluye la importancia de poseer un pasaporte. Saber que “el ser” tiene límites, no cierra la puerta a la intuición de su unión con algo que es ajeno a nuestro ser, pero que comparte una vacuidad perenne. Considerados estos aspectos, “la ignorancia ya no es ver lo impermanente (anitya) como permanente (nitya), lo doloroso (duhkha) como dichoso (sukha) o lo que carece de esencia (anatman) como con esencia (atman). No. La ignorancia es ahora aferrarse a esas dualidades” (Arnau, 2005, p. 173). La ilusión existe en la demarcación, pero más iluso resulta no percatarse de la frontera que debe diluirse. Así como los extremos de una línea recta tienen la apariencia de contrariarse entre sí, el ser y la nada, así como la verdad y la ilusión, conforman la línea de la realidad humana.
Es cierto que “el pensamiento de Nāgārjuna es un esfuerzo por alejarse de la idea de que hay un lenguaje no humano que la realidad habla y por tanto que hay una verdad en ese lenguaje” (Arnau, 2005, p. 211), pero esto no significa que no se elaboren significados a partir de lo que representamos. Desembarazarse de la etiqueta implica comprender la vacuidad del mundo y de todo lo que podemos representar a partir de él. Aquí no se discute la posible belleza de la naturaleza o el gusto de observar el amanecer, sino que se constata que lo que representamos, a partir de esos fenómenos se asocia a lo que deseamos ver, a través de ellos o al ánimo que anteceda nuestra percepción. A pesar del estereotipo optimista que asegura un significado trascendente a nuestra estadía humana en este planeta, no somos capaces de dimensionar todas las realidades espaciales que se escapan de nuestra vista o consideración. Si lo que está fuera de nosotros nos habla, entonces hay demasiadas voces que no logramos escuchar en el cosmos. Por el contrario, si nuestro aparato representacional se evidencia en lo que figuramos, a partir de lo que vemos a nuestro alrededor, entonces, tal imaginario es el que debe ser constatado para percibir su condicionamiento y contingencia. En ese sentido, Goldstein y Kornfield (2012) aluden que “no se trata de que tengamos que desembarazarnos de los pensamientos para experimentar la vacuidad, porque los pensamientos, en sí mismos, están vacíos y carecen de entidad” (p. 251). Más que dudar de cada una de las cosas que percibimos, cabe cuestionar el filtro con el que las hemos percibido. La duda no debe ser depositada de forma exclusiva en el entretejido de la subjetividad, sino en el telón de fondo de la condición humana desde la cual elaboramos cada asociación de ideas.
Suele generar desgano la idea de integrar el ser y el no-ser, incluso su sola apreciación. En una especie de queja valiente, Cioran (2010) reprochó a las tradiciones religiosas su alarde de suprimir la individualidad. En palabras del filósofo rumano:
Desde los Vedas, pasando por Buda y por Cristo, no he descubierto más que enemigos de mi necesidad. Me ofrecieron la salvación en mi ausencia; todos me exigieron que me privara de mí mismo. Ser yo ellos, o su Dios, ser anónimo en la nada, cuando mi orgullo reclamaba mi nombre incluso en la nada. (p. 30)
A pesar de que es comprensible la lucha por la permanencia del ego en el umbral de lo trans-personal, la prueba definitiva es la disolución voluntaria que solo puede derivarse de la conciencia de que “el ser y el no ser forman una unidad inseparable” (Wilber, 2006, p. 106). Al asumir la integración del ser y la nada, “cuando se comprende que uno mismo es el Todo, no queda fuera de uno nada que pueda infligir sufrimiento, […] sólo las partes sufren, no el Todo” (Wilber, 2006, p. 78). Podría encontrarse cierta arrogancia en la indicación de que el individuo también podría ser el Todo, pero debe captarse que cuando el individuo es el Todo no hay vanidad que habite en el ego, justo porque se ha logrado diluir, al menos durante el instante en el que la noción del Todo apareció. Aludir al Todo, en su sentido absoluto, implica el reconocimiento de que jamás ha nacido y que tampoco morirá. Si el ser termina por sustraerse, la presencia de su vacuidad permite su indestructibilidad: si ya no es, no hay manera de afectarlo. Goldstein y Kornfield (2012) hacen mención de la reveladora reflexión del sabio taoísta Chuang-tzu: “Puedo comprender la ausencia de ser; pero ¿acaso hay alguien que pueda comprender la ausencia de nada? ¿Quién puede comprender que, ahora mismo, por encima de todo, el No-ser sea?” (p. 266) En esta noción queda amparada la idea de que la nada puede ser intuida y, más importante aún, que no puede ser destituida de su trono inexistente. No hay ansiedad ni necesidad de demostración alguna en esa cumbre profunda que es la nada. El culmen de todo lo existente se armoniza en la majestad de la nada; visto así, “cuando seamos nada podremos estar en paz con todo lo que es” (Goldstein y Kornfield, 2012, p. 266).
Las cosas que existen no permanecerán para siempre, su núcleo las orienta al cambio; por el contrario, aquello cuya esencia es total vacuidad no tiene la opción de cambiar. La noción de ser el Todo, no solo una fracción, sino copartícipe de tal, permite que la idea de la muerte se modifique. En un plano de semejante amplitud, la muerte es una especie de traslado o retorno. Creemos que lo que somos morirá, cuando la existencia corporal desista y nuestra materia se corrompa, pero no tenemos la certeza de que lo que somos sea lo que creemos ser. Estamos lejanos de ser el personaje que hemos representado en cada una de las escenas de esta pomposa teatralidad vital. “El problema de la muerte, el miedo a la nada, se convierten en el núcleo central del ser que se imagina que no es más que una parte” (Wilber, 2006, p. 106); pero cuando la demarcación es rota, el miedo se desvanece y deviene la contemplación de la vacuidad. La vida que nos corresponde es un tiempo que no permanecerá para siempre; por su parte, la entrada a la dimensión del no-ser, que es también atemporal, no posee ningún fin. Es posible que algo similar haya comprendido Schopenhauer (2011) cuando señaló que “es raro que un hombre, al final de su vida, si es a la vez sincero y reflexivo, desee volver a comenzar el camino y no prefiera infinitamente más la nada absoluta” (p. 128).
6. La frontera de la vacuidad
La luz se hace presente cuando la antecede una seria convivencia entre el humano y el abismo. La niebla que cunde en el abismo está enrarecida con distorsiones, incertidumbres y sinsentido, todo lo cual conforma una agobiante experiencia de nihilismo.
Estamos sujetos a la distorsión, sobre todo cuando no ofrecemos ninguna duda ante los saberes recibidos o las formas con las que nombramos las fracciones de realidad que nos interpelan. En ese sentido, “la palabra vacuidad es tan traicionera como las demás” (Arnau, 2005, p. 253), de modo que una vez que hemos renunciado a los conceptos preestablecidos aún prevalece el reto de poner en duda lo que significa avanzar. Nishitani (2003) expuso el significado central de la vacuidad cuando afirmó que “el agua no moja al agua [y] el fuego no quema al fuego” (p. 127). Del mismo modo, la vacuidad no puede vaciarse ni el ser puede hacerse ser. A su vez, el humano no puede humanizarse, ni la conciencia es conciencia de sí misma. En tal orden de ideas, el agua requiere de algo que pueda ser mojado y el fuego necesita de aquello que devorará con su naturaleza destructora; el humano requiere del otro para poder abogar por su cualificación y mejora, tal como la conciencia requiere de aquello que se nos presenta. Cada cosa es vacía en sí misma, porque requiere de algo que la complemente, incluso para constatar su propio efecto. Podemos atestiguar que una mano no es capaz de agarrarse por completo a sí misma, tal como nuestros pies necesitan una base para lograr pisar. En tal plano de contingencias, Nishitani (2003, p. 211) refiere que
…si el ojo pudiera verse a sí mismo no sería capaz de ver nada más. El ojo dejaría de ser un ojo. El ojo es ojo a causa de ese no-ver-esencial y, a través suyo, ver es posible. El no ser un ojo (no-ver) constituye la posibilidad de ser un ojo (ver). (p. 211)
En virtud de ello, si entendemos a Dios como un Ser que requiere del humano, en la suposición de que no es capaz de adorarse a sí mismo y de que necesitó crear a quienes lo adoran y buscan su gloria, lo estamos dotando de la contingencia que es propia de las cosas perecederas. Resulta poco aceptable la proposición de un Dios contingente a la acción del hombre y de la mujer, a pesar de ser notable la efectividad de tal noción para propiciar certeza sobre lo que hacemos y ofrecer valor a nuestro compromiso. La única manera concebible de que algo absoluto no sea contingente, de modo que no dependa de algo externo para ser lo que es, apunta a una especie de nada absoluta. Podrá objetarse que incluso la nada necesita al ser, que supuestamente sería su contraparte, para entonces lograr constituirse como nada; pero tal argumento es insostenible, al menos desde la premisa de que, sin la existencia del ser, la nada ya era y siempre ha sido. La contingencia de las cosas también puede ser atribuida a cualquier enseñanza recibida o al orden con el que se han establecido nuestros saberes; a esa línea se circunscribe Nāgārjuna (2003) al referir lo siguiente: “No existe ningún dharma no surgido en dependencia, luego por tanto, no existe ningún dharma que no esté vacío” (p. 160).
El desconocimiento de la contingencia y vacuidad de las cosas y nuestra pretensión de dotarlas de un sentido que no tienen, provoca una distorsión que resulta palpable cuando surge la incertidumbre. No obstante, nuestra idea de certidumbre también puede ser sometida a revisión; contrario a lo usualmente pensado, Nishitani (2003) considera que “la verdadera libertad es […] una autonomía absoluta en el campo de la vacuidad, donde no hay nada en qué confiar” (p. 353). La libertad no consiste en tener protecciones o sostenes, sino en independizarse de los mismos. No contar con certidumbre alguna, lejos de ser una prisión asfixiante, genera una libertad vital. En función de que no hay certezas, tenemos derecho a equivocarnos; si no hay alguien que vigile nuestra conducta desde el Cielo, entonces somos responsables ante aquellos a quienes dirigimos nuestros actos; si no existen lineamientos unívocos sobre cómo debe ser vivido el poco tiempo que nos corresponde, nuestro panorama de opciones es tan abarcador como lo sea nuestra creatividad.
Si “la esencia de todas las cosas es su falta de esencia” (Arnau, 2005, p. 71), entonces se entenderá que “en las profundidades de nuestro propio ser no existe absolutamente nada permanente a lo que podamos aferrarnos” (Goldstein y Kornfield, 2012, p. 112). Esto no nos pone a la deriva, solo nos ofrece la evidencia de que ya lo estamos. De esto derivan un par de acepciones de lo que es el nihilismo, “en la acepción positiva, la destrucción filosófica de todo presupuesto y todo dato inmediato; en la negativa, por el contrario, la destrucción de las evidencias y certezas del sentido común por parte de la especulación idealista” (Volpi, 2005, p. 25). Vivida a profundidad, la experiencia nihilista conduce a la pérdida de sentido, lo cual podría tener la facultad de detonar una elaboración más precisa para el proyecto que deseamos forjar durante la existencia.
El vacío no es algo a lo que debemos enfrentar en cada caso que se presenta, sino que es posible realizar su apología, considerando el efecto que produce en las elecciones de las personas que lo experimentan. Para salir airoso de la vivencia nihilista, primero debe acogerse el nihilismo con intensidad. Aludiendo la propuesta de Nishitani, Heisig (2003), concluye que
el primer paso a la duda radical es permitir que uno mismo esté tan lleno de ansiedad que aun la frustración más simple y más privada pueda revelarse como síntoma de la carencia radical de sentido que aflige a toda la existencia humana. (p. 17).
A través de tal experiencia de nulidad, si logran evadirse una serie de obstáculos impertinentes, se consigue centrar la atención en construir un proyecto propio. Siendo testigos de la implicación de la vacuidad podemos reconocer que “en el caso de la muerte no nos encaramos a algo que nos espera en un futuro, sino a algo que viene al mundo con nosotros desde nuestro nacimiento” (Nishitani, 2003, p. 40).
El camino hacia la conciencia de la vacuidad es precedido por la vivencia de la nihilidad. De hecho, “el núcleo mismo de la enseñanza budista consiste en comprender la naturaleza insubstancial, vacía y carente de identidad de todos los fenómenos” (Goldstein y Kornfield, 2012, p. 209); esto no es vivido con sosiego y ternura en un primer momento, toda vez que de ello se desprende la sensación de absurdidad nihilista. Tras el desvelamiento de la condición vacía de todas las cosas ya no hay disputa ni decepción, sino comprensión de la situación finita y perecedera que nos corresponde. Es por ello que “para el que tiene sentido la vacuidad, todo tiene sentido, para el que no tiene sentido el vacío, nada tiene sentido” (Nāgārjuna, 2003, p. 159). El asombro ante lo absoluto también se vuelve comprobación de la vacuidad. Es difícil trascender la experiencia de nihilidad cuando esta no es permitida. Una laudable recomendación al respecto es ofrecida por Volpi (2005):
Si de veras se pretende superar el nihilismo, no tiene sentido producir resistencias y reacciones, ni erigir las frágiles barreras de nuevos valores improbables. Más bien, es preferible dejar que el enorme poder de la nada se libere y que todas las posibilidades del nihilismo se agoten hasta su cumplimiento esencial. (p. 116)
La nihilidad debe ser asumida como preámbulo de la conciencia de la vacuidad. Solo en el reconocimiento del abismo se logra la ascendencia a una condición extática de la que se destila una concepción alterna de la realidad.
En la idea de Nietzsche (2004), “cuando un hombre se auto-suprime, hace lo más estimable del mundo; con ello, casi se merece vivir” (p. 118). Sin duda, la evolución del pensamiento del filósofo de la tragedia es una fehaciente prueba de nuevas significaciones. La elección por la contemplación de la vacuidad no arroja satisfacciones inmediatas, pero sí extiende la alternativa de liberaciones manifiestas. Como toda pieza de arte, la persona debe trabajarse a sí misma con el fin de pulirse o rescatar de sí la mejor expresión posible. Nishitani (2003) testifica que “el pensamiento de Nietzsche maduró tras pasar por los fuegos purgativos de la visión del mundo mecanicista y fue capaz de enfrentarla al modo de ser humano nuevo” (p. 107).
Quizá la vacuidad no nos conduzca a la plena comprensión de lo sublime, pero sí a la novedosa resolución de sabernos constitutivos del Todo, a través de una nada que está presente en la deidad de lo absoluto. Aquellos que contemplan la vacuidad, que reconocen la presencia envolvente de la nada, son tildados de pesimistas por contrariar la dulce armonía de un mundo irreverente. La desaprobación social no constituye ningún obstáculo para la militancia del que despertó a un nuevo orden de la cosas; ser destituido o rechazado representa parte de su propio camino de vaciamiento y renuncia.
Héctor Sevilla Godínez en dianet.unav.edu/
José Ignacio Peláez Albendea
5. Una conversación sobre Dios: Lilí Álvarez y Elena Fortún
A partir de la carta n. 20 del epistolario, comienza a aparecer con frecuencia Dios:
He conocido estos días a una persona que ha influido en mi vida de manera muy extraña y muy buena. Me ha hecho pensar en Dios, ¿sabes? Yo siempre he sentido una fe muy ingenua que no solo no iba acompañada al razonamiento, sino que se separaba de él por completo… Y sigo teniéndola. Pero no me había preocupado nunca de esta parte espiritual de la vida y de la salvación y la alegría que hay en ella (LAFORET y FORTÚN: 2017, 75).
Este es un texto fundamental para entender la fe de Carmen Laforet antes de su encuentro con Elia María González-Álvarez y López-Chicheri, más conocida como Lilí Álvarez. La fe de Laforet era una fe sentimental, nada razonada, y me atrevería a decir, muy poco formada: un sentimiento, más que una convicción, que una vez asumida libremente, compromete a toda la persona: cabeza, voluntad y corazón. Y continúa:
… no es ningún espíritu seráfico ni mucho menos, sino alguien que ha vivido y ha sufrido y que vive plenamente aún, y que ha podido encontrar la alegría y la paz en el sentimiento de amor de Dios… Y lo que me parece más extraño, en su sujeción a las reglas de la Iglesia, de una manera absoluta. Tanto me ha impresionado, que me he dedicado estos días a leer libros religiosos. […] [entre otros ha leído]: La destinación del hombre, de Berdiaev. Hay dos capítulos, ‘La moral evangélica y la moral farisaica de la ley’ y ‘La actitud cristiana con respecto a los pecadores y malos’, que me impresionaron mucho (LAFORET y FORTÚN: 2017, 75).
Y concluye con esta reflexión sobre su vida anterior:
Yo no sé por qué he pensado tan poco hasta ahora en el cristianismo y en la alegría que puede dar y en el amor que cabe dentro de él, sublimando las pasiones que uno tiene por fuerza. Quizá te aburro con estos temas que ni siquiera desarrollo; a ti que estás en paz de Dios sobre tus pinos con sol y nieblas, con tu soledad tan llena de ternura para todas las cosas que alcanzan tus ojos… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 76).
Elena Fortún le contesta a esta carta y otra posterior de Carmen Laforet el 19.9.51, y después de informar a su amiga de lo mal que va su salud, le dice:
Me alegra mucho que hayas encontrado una persona que te haya hecho pensar en Dios y en la salvación. En realidad, tu fe sencilla y sin razonamiento es la verdadera. La razón no tiene casi nada que hacer en lo eterno. Yo leo ahora muchos libros de religión que me prestan las monjitas. Algunos son insoportables, melíferos, llenos de superlativos a que a mí me producen un efecto nauseabundo, pero hay otros verdaderamente interesantes. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 79).
Es interesante esta reflexión de Elena Fortún, con la que ya nos hemos encontrado en otras ocasiones, y que corresponde, si he interpretado bien sus sentimientos, un rechazo a determinadas palabras y actitudes poco seculares, melosas, ñoñas, cursis, que abundaban en esa época –y en otras– y que a no pocos santos les producía igual rechazo, sin que esto significara un desprecio a la fe; es, para entendernos, más bien una actitud que dicta el sentido común y la sensibilidad humana bien formada. Un ejemplo de esa reacción es este texto de San Josemaría Escrivá, referida al culto litúrgico:
… lo han hecho dulzón y suave. (…) Bambalinas y teloncillos de teatro provinciano. Floripondios de papel y trapo. Imágenes relamidas, de pastaflora. (…) Cacharros feísimos (…) Apenas se ve la cruz entre la baraúnda de nubes de algodón y docenas de velas de procedencia química. Cánticos de opereta. (…) No quiero hablar –no debo: faltaría a la caridad– del ambiente piadoso ordinario en esas funciones (no, cultos). Hijos, volvamos a la sencillez de los primeros cristianos… (…). Arte serio, lleno de grave majestad (ESCRIVÁ DE BALAGUER, San Josemaría:1935, nn, 251-255,citado por RODRÍGUEZ 2002, 671).
La importancia de la formación teológica
Elena Fortún no rechaza la razón como modo de llegar a Dios, pues le ayudan libros que dan razón de la fe, sólidos y escritos con talento teológico y literario:
…pero hay otros verdaderamente interesantes. San Agustín, San Francisco de Sales, con su Introducción a la vida devota, Santa Teresa, a la que yo adoro porque sabía más psicoanálisis que Freud. He leído un libro que se titula San Pablo escrito por un profesor de Religión alemán, que me ha gustado mucho. Son los primeros años de la Iglesia, desde tres años después de la muerte de Cristo hasta treinta o cuarenta años después. Las primeras predicaciones, las luchas con el pueblo judío, los primeros mártires. He leído también la historia de Santa Mónica, la madre de San Agustín (años del 300 y pico al 400), y ahora acabo de leer uno completamente americano escrito por un jesuita que está en América y que se llama Una fuente de energía, que me ha interesado grandemente (LAFORET y FORTÚN: 2017, 79-80).
Y después de unas reflexiones sobre los libros, comenta lo que le decía Carmen en su carta, y resalta la importancia de unas convicciones firmes para la conciencia: “Sí, querida mía, aunque te parezca extraño es preciso pertenecer a una religión y sujetarse a sus dogmas. De otra manera, no hay nada estable en la conciencia” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 80). Y concluye con un consejo sobre la formación religiosa de sus hijas:
Enseña a rezar a tus hijitas. Diles que hay un Dios que es su padre y se ocupa de ellas, y que un ángel se queda a la cabecera de su cama mientras duermen, y las cubre con sus alas. Ello es bonito como un cuento, y es además el símbolo de una gran verdad. ¿Tienes mi libro El cuaderno de Celia? Es la primera comunión de Celia (LAFORET y FORTÚN: 2017, 80).
La confianza en la oración de petición
Y concluye la carta ofreciendo su oración por lo que necesite su amiga; es hermoso constatar la confianza que tenía Elena Fortún en ese momento de su enfermedad en los frutos de la oración de petición. Para entender lo que dice, conviene saber que en las cartas de Laforet aparecían con frecuencia los apuros económicos:
Yo te ofrezco una ayuda auténtica. Es preciso que me digas lo que económicamente deseas y lo que esperas, y yo se lo pediré a Dios. Te aseguro que lo tendrás. Nunca me niega nada, y creo que a nadie, pero yo tengo muchas horas para rezar (LAFORET y FORTÚN: 2017, 80).
Carmen Laforet le escribe en seguida, subrayando la centralidad de Jesucristo y el Evangelio:
He leído muchos libros místicos estos días y no me convencen nada. Solo me convence el Evangelio y la palabra de Jesús. Ahí hay una hermosura sublime. Todo lo demás me parece falso y hasta desviado (LAFORET y FORTÚN: 2017, 81).
Y en otra carta posterior, le responde a la oferta de ayuda en oraciones con una declaración significativa, que va precedida de una frase: “lo he pensado mucho”, para dar cuenta de su relevancia: le pide que rece para que tenga la alegría interior; la iba a gozar de un modo inesperado poco tiempo después, como veremos:
Lo que me dices de pedir por mí me conmueve mucho porque creo en ello de todo corazón. Pero no quiero que pidas cosas materiales. Mira, las angustias de dinero que he tenido algunas veces me han importado, en realidad, tan poco que ni vale la pena pensar en ellas. He reflexionado mucho, seriamente, de verdad en lo que más deseo, y te pido que le pidas a Dios para mí solo una cosa: que yo tenga por dentro esa euforia de vivir, esa alegría interior que yo conozco bien, y que a veces pierdo desastrosamente. Cuando estoy sin ella, me parece imposible vivir. Los medios de tenerla son muy diversos… Yo no me atrevo nunca a pedir a Dios que me conceda los que me parecen más seguros… Esos desembocan en lo contrario. Tú pídele solo, para mí, el resultado […]. Es necesario que te cures. Pídeselo tú también a Dios. Quiérelo tú… A mí me haces muchísima falta (LAFORET y FORTÚN: 2017, 83).
En cartas posteriores de Carmen Laforet hablan de amigas comunes: Fernanda Monasterio, de una niña que le ha pedido a Elena Fortún la dirección de Laforet –Esther Tusquets–, y de Lilí Álvarez:
He leído tu carta (en la que me hablabas de religión) a esta amiga mía a quien quiero y que ha encontrado en Dios la felicidad de su vida. Es Lilí Álvarez […] Ha escrito un libro sobre espiritualidad y deporte. […] Desde que yo te escribí diciéndote que rezaras por mi alegría, yo estoy alegre ¿Es influencia tuya? […] ¿Conoces los libros de Leon Bloy? (LAFORET y FORTÚN: 2017, 88).
Elena Fortún le contesta el 13.10.51. Le cuenta a su amiga las pruebas médicas a las que le someten para buscar un remedio para su enfermedad y lo agotada que se encuentra; y a continuación, comenta su carta sobre la lectura del Evangelio:
En una de tus cartas me dices: ‘Solo en el Evangelio hay una hermosura sublime. Todo lo demás me parece falso y hasta desviado’. Es exacto. Desviado. Es la palabra justa. Lo ha desviado la humanidad para ponerlo en su camino. Lo ha achicado para poderlo entender. [Y le relata una historia que cuenta Hesse sobre un abad que había impuesto a un amigo una penitencia: que oyera Misa al alba y rezara por la noche tres padrenuestros y un himno mariano; a su amigo le pareció pueril y el abad le contestó]: ‘En comparación con Aquel a quien dirigimos nuestras preces, todo lo que hacemos es pueril’. Yo sé que Aquel me oye, que tal vez existo en Él y que todo cuanto deseo me lo da. Me parece que las cosas materiales con más facilidad que las espirituales… no sé por qué. Pido por ti (LAFORET y FORTÚN: 2017, 90).
Carmen Laforet le contesta en seguida y, después de manifestarle el gran afecto que le tiene, abre de nuevo su corazón a su amiga y le manifiesta una preocupación –casi una declaración de lo que más le importa en la vida– y le pide que rece por esa intención:
Reza tú para que yo tenga mi equilibrio y mi trabajo. Nada más necesito. Reza también para que yo no haga daño a nadie. Tú sabes qué difícil es esto y cómo muchas veces no depende de nuestra voluntad en absoluto. Me gustaría dar siempre serenidad y alegría a mi alrededor… Esto lo estimo más que lo que pueda hacer en literatura más adelante, y que todo […] Reza también para curarte. Yo creo que lo debes hacer. Haces mucha falta aquí. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 94).
La búsqueda de la alegría interior en las dificultades de la vida y en el dolor
Otra carta de Carmen Laforet, de 19.10.1951. Se refiere a una actitud ante la vida:
Dices que encuentras que ella [Fernanda Regidor] coge valientemente la vida… ¿qué es el valor?
¡Cualquiera sabe! Yo dentro de mí tengo algo, una especie de aparato regulador que me hace ir a la alegría como al fuego. Sé que al fin el dejarse ir, el coger la vida, lleva a la destrucción. Sé también que la renuncia, muchas veces, lleva a otro estado de alma más sereno, más puro. Toda esta sabiduría no me sirve de nada, eso es cierto, en un momento decisivo; yo soy de las que se juegan la cabeza con los ojos abiertos. Pero sí me sirve para no irme a todo. Yo no me desparramo. Eso es lo que le dije a Fernanda que debía procurar hacer. No porque yo crea que esté mejor o peor, sino porque creo que un cierto podarse interiormente es algo muy bueno para uno (LAFORET y FORTÚN: 2017, 95).
Y después de esta reflexión sobre “un cierto podarse interiormente”, una cierta prudencia en la conducta y en la vida, que da serenidad de ánimo y paz al alma, señala el papel del dolor en la mejora de la persona, del dolor con sentido. Carmen Laforet ha ido cambiando y madurando con su amistad con Elena Fortún; lo cuenta así Carmen:
Las relaciones humanas son un misterio. Los caminos de Dios, un misterio, poniéndonos a nuestro paso seres que de pronto despiertan lo peor o lo mejor de nosotros o simplemente nos tienden una mano en un momento que lo necesitamos. […] tú a mí, no sabes cuánto me has hecho pensar y cuánto me has beneficiado.
¿Cómo no voy a quererte?
(LAFORET y FORTÚN: 2017, 96).
También, como hemos visto, las conversaciones con Lilí Álvarez, las lecturas que ha frecuentado estos años, especialmente el Evangelio, y la gracia de Dios:
Además, yo, como Dostoievski, creo en el dolor como fuerza de vida interior y de creación. Te voy a decir mi teoría –seguramente herética–sobre el infierno y el cielo. Creo que si uno purifica su espíritu lo suficiente alcanza el cielo ya aquí en la tierra. Si uno llega a sentir ese éxtasis de subir por encima de los pequeños o grandes deseos inmediatos, lo alcanza, y eso ya puede proyectarse a la eternidad. Esto puede sucederle a uno de muchas maneras. Yo creo que casi siempre a fuerza de haber sufrido; pero sabiendo sufrir…, sabiendo encauzar el sufrimiento hacia algo. ¿No crees? (LAFORET y FORTÚN: 2017, 96).
En carta del 30.X.51 vuelve Carmen sobre la alegría:
Lo importante es la alegría de dentro que tengo. Una alegría de maravilla… ¡Tú has rezado para que yo la tenga! Pide para que me siga, porque Dios te hace caso siempre, también en las cosas espirituales (LAFORET y FORTÚN: 2017, 99).
Le contesta Elena Fortún el 30.10.51. Le cuenta las curas que le hacen y cómo sufre. Y refiriéndose a las conversaciones con Fernanda Regidor y Carmen Conde, dice:
Tú, Carmen mía, tienes un espíritu maduro que me asombra. […] Tienes razón, el dejarse ir, lo que llaman ‘vivir la vida’, las lleva a la destrucción. Ese saber renunciar, ese podar los pequeños y grandes deseos es ir hacia un estado de pureza que es el camino del reino de Dios. Eso que me dices de encontrar el cielo ya en esta vida no es herético, es lo que todos los santos hicieron… y ha sido mi obsesión muchos años. Nunca encontré a nadie que me siguiera en esta esperanza hasta llegar a ti. ¿No crees que los niños viven casi siempre en ese Reino? [y después de contar de un modo bellísimo su experiencia en la infancia, concluye]: Luego solo el sufrir nos puede tornar a ello, pero creo que el sufrir material sirve menos (LAFORET y FORTÚN: 2017, 102).
Elena Fortún cuenta sus sufrimientos físicos, que casi la ahogan y presiente su muerte cercana. No le habían contado el detalle de su diagnóstico: un cáncer de pulmón con metástasis, que avanzaba inexorablemente. Pero, en medio de este sufrimiento sabe comunicar con muchas amigas, y particularmente con Carmen Laforet, y hacer el bien. Y también sabe descubrir la belleza de lo que tiene al lado, como en este párrafo de la carta:
Algunas mañanas, cuando entra un rayo de sol muy tempranito y da en la pared, un sol pálido de otoño… o cuando oigo a los pajaritos que ya no pían porque tienen mucho frío (ya ha nevado una vez) y suenan como crótalos, con mucha suavidad, cuando vienen a comer las migas que les echa la camarera… Entonces siento como una reminiscencia de una paz y dulzura que antes de esta enfermedad empezaba a sentir (LAFORET y FORTÚN: 2017, 102).
El 1.11.51. le contesta Carmen Laforet muy apenado por los sufrimientos de su amiga y continúa con el argumento de la purificación y el crecimiento por el dolor:
En mi vida siempre encontré motivos para renunciar a algo. [Y después de contarle su experiencia, continúa contándole una teoría que ha oído y le convence]: Los seres, en algunos momentos de nuestra vida podemos encontrarnos copados, encerrados, angustiados…, entonces, si uno tiene vitalidad, necesita escapar. Solo hay dos escapes. Uno por abajo… y otro, por arriba… Es más fácil en apariencia el primero, pero lleva siempre, después del éxtasis, a la muerte del alma, poco a poco… El otro es tan difícil que uno a veces cree que no puede seguirlo, pero una vez que lo consigue, o al menos cuando lo intenta, siente por dentro lo que tú llamas la Gracia, la alegría de vivir…, no la alegría de un momento, sino la de siempre. Yo creo que el valor es quizá el intentar esa superación y luchar por ella… ¿no te parece? Porque vale la pena. Eso intento hacer ahora. Pero en verdad tengo mucha suerte de encontrar quién me ayuda. Tú y otra persona (LAFORET y FORTÚN: 2017, 104).
“¡Qué difícil es aprender a vivir! Dios se ocupa de mí, como un Padre”
Elena Fortún le contesta el 20.11.51. Las cartas son cada vez más densas y profundas, más personales, a medida que la amistad entre las dos se hace más honda. Elena reflexiona sobre su vida, hace examen de conciencia y ve las luces y las sombras:
Tus cartas me hacen mucho bien. ¡Qué difícil es aprender a vivir! Algunas personas nacen sabiendo, otras no aprenden nunca, […] vamos aprendiendo a través de la vida. Tú, muy pronto, yo cuando se me iba acabando. ¡Qué bien eso de que hay que podarnos! Yo no lo he sabido y he dejado crecer ese árbol de deseos como ha querido. Algunas de sus ramas han dado frutos venenosos. ¡Bien lo he pagado! Ir descubriendo que el mundo espiritual tiene sus leyes como el material fue para mí obra muy lenta. Además, hay también leyes personales, porque Dios no nos trata a todos lo mismo. Un día vi que mi vida era como una pieza musical con tres o cuatro melodías que se repetían siempre. […] Dios se ocupa de mí, como un padre, en algunas cosas, en otras me deja sola días y días, como si fuera preciso que hiciera yo el esfuerzo… y lo hago, pero como soy una pobre criatura débil y ya agotada, cuando estoy a punto de fenecer viene en mi ayuda… Aquí he de callar porque esto es ya la entrada de lo misterioso (LAFORET y FORTÚN: 2017, 110).
Y continúa concretando esta emocionante reflexión sobre la paternidad de Dios en su vida: cómo le ha ayudado en lo económico, cuando le ha hecho falta; cómo ha estado junto a ella en el dolor y la enfermedad, levantándola; y en la amistad, enviándole a Carmen Laforet. Y concluye:
…me gustaría contarte toda mi vida, ¡tan larga, tan azarosa y tan inútil! […]porque hemos podido vivir mejor, hemos podido emplearla mejor para nosotros y para los demás, y sobre todo porque a veces hemos hecho llorar a los que queríamos, y eso se convierte en espinas que para siempre nos pincharán el corazón, y nos parecerá nuestra vida, peor que inútil, mala. El cura viejecito que viene a confesarme me asegura que Dios me ha perdonado y que estos remordimientos me los da el diablo que no quiere mi paz… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 111).
El 14.12.1951 le escribe Elena Fortún a Carmen Laforet una carta con un presentimiento: su amiga está sufriendo, ella reza y le escribe para consolarla:
Hace unos días que estoy inquieta por ti, no sé por qué pero lo estoy. Sospecho que lo estás pasando muy mal. […] Yo rezo, rezo mucho, pero tú sabes que hay un elemento con el que los humanos no contamos en las cosas del cielo y sin embargo allí es fundamental. Es el Tiempo o el Espacio, da igual. Para los que viven en la Eternidad. Nosotros pedimos esto para ahora, justamente para este momento, y allí debe caer como en algo acolchado que ahoga el ruido. Todo llegará, llegará un día cualquiera cuando más descuidada se esté y menos se espere. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 115).
“Me ha sucedido algo maravilloso. y no sé por qué a mí. ¡a mí!”
Efectivamente, Carmen Laforet le contesta en seguida, ya repuesta de unas serias dificultades, que no especifica en su carta. Y poco después, en otra carta no fechada, pero de esa segunda quincena de diciembre, le cuenta una experiencia sobrenatural:
Me ha sucedido algo milagroso, inexplicable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que sin embargo tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero… Y a todos, a todo el que quiera oírlo. Sé que no se puede comprender porque yo no lo comprendo. Y no sé por qué a mí, a mí me ha sucedido. ¡A mí! Ha sido debido a lo que habéis rezado por mí los que me queréis y al gran sufrimiento de alguien… Pero ha sido tan extraordinario, tan maravilloso que nunca sabré encontrar palabra para expresarlo (LAFORET y FORTÚN: 2017,119).
Después de esta introducción, llena de gozo, cuenta su interés desde hace meses por la religión y por el Evangelio, que leía con encanto, pero que no podía ahondar en él con la inteligencia hasta el 16 de diciembre, en el que fue a buscar a Lilí Álvarez a una iglesia en la que Lilí estaba rezando por Carmen, hablaron y se despidieron:
…pero aquella tarde entendí sus puntos de vista con gran facilidad. Me despedí, y al volver a mi casa, andando, sin saber cómo, Elena, sin que pueda explicártelo nunca, me di cuenta de que mi visión del mundo estaba cambiada totalmente. Elena, cuando no se tiene esto puede uno ver un milagro con los ojos del cuerpo y no creer en él; pero cuando uno siente dentro, dentro de uno, el milagro más maravilloso, la transformación radical del ser, el mundo del misterio es solo lo verdadero. Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer, para entender lo inexpresable… Es que no se puede no creer en ello. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).
Y continúa relatando las consecuencias de esta iluminación interior:
rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz. Elena, la Gracia tal como la he recibido es la felicidad más completa que existe. Jamás, jamás se puede sospechar una cosa así. […] No existe ni una tentación…, solo un temor desesperado de perder esta sensación de Dios que sabes que te ha venido así, que se te ha dado por un misterio, por una elección indescifrable a la que tu mérito es ajeno por completo. Mientras tengas esto estás salvada…, perderlo debe ser el mayor horror. Toda mi vida tiende a conservarlo. Todos los sufrimientos, todo lo que pueda sucederme no es nada si tengo esto, […]. No se puede comprender. No se puede imaginar nunca lo que esto es… La Virgen y los santos y los dogmas todos de la Iglesia se acercan a uno, están dentro de uno. No puedo desear otra cosa en la vida que el que los que yo quiero tengan esta sensación infinita… y todos, todos los hombres, Elena. ¡Si la pudieran tener! (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).
Continúa con una reflexión sobre la libre elección de Dios a algunas personas:
Pero no se sabe por qué este milagro inexpresable viene y nos penetra y por qué precisamente algunos son elegidos. […] hay personas piadosas y buenas y temerosas de Dios que jamás han sentido esto. Es una llamada, una hoguera, un deslumbramiento, una claridad de maravilla. Es como si abrieran dentro de nosotros las puertas de la Eternidad. Nunca lo podré decir, pero lo tengo que decir. Es VERDAD, todo es verdad, todo es verdad. La verdad me ha traspasado, me ha cambiado en una hora, en unos minutos de mi vida. Es verdad, Elena… ¡Y esa verdad ha venido a mí!”. [Y en la parte final de la carta vuelve sobre esto]: “¿Por qué Él me ha cogido?...
Una hora antes ni lo sospechaba. Todo lo que creía entender… ¡qué absolutamente velado estaba para mí, hasta que Dios quiso, hasta el momento fijado desde toda la Eternidad en que Dios quiso! Ahora sé que en Sus Manos soy algo…, no sé qué. Él me dirá (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).
Y concluye con las consecuencias inmediatas de esta iluminación en su oración, en frecuentar los sacramentos, en su trabajo de escribir, en su amor a su marido, a sus hijos y a todas las personas:
Estoy en las manos de Dios. Nada le puedo pedir; nada más que no me abandone otra vez, y sí, que dé su Gracia a todos, que dé su Gracia…, otra cosa no sé decir ni pedir. Naturalmente he confesado y comulgado. Mi literatura ya no me importa. Sé que tengo que hacerla. Que tendré que trabajar más que nunca, pero mi nombre ya no me importa. Quiero a mi marido, a mis hijas con un amor nuevo y maravilloso, y a todos los hombres solo porque pueden ser salvados […] Mi vida ha cambiado mucho. […]Ahora sé lo que tengo que hacer. Sé también que muchas veces me parecerá duro, pero que en el fondo esa alegría de haber sentido esta llamada de Dios me sostiene… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).
Y para acabar confirma que está sicológicamente bien y no es una invención:
No estoy trastornada en absoluto, ni nerviosa, ni deprimida, solo maravillada, arrodillada delante de Dios, asombrada de que me haya dado esto. Temblando de no saber conservarlo […] Estoy embobada de esta maravilla que me pasa. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 121).
“Yo he pedido mucho su gracia y ¡te la ha dado!”
Elena Fortún le contesta en seguida el 29.12.1951, llena de gozo por la gracia que ha recibido su amiga, y cargada con grandes dolores por la enfermedad:
El milagro es divino. Yo he pedido mucho su Gracia y te la ha dado. No te importe si alguna vez parece que te falta. Cuando la ha dado una vez vuelve siempre.
Lee si puedes a Santa Teresa (las Vida, Fundaciones y el epistolario). […] [Le cuenta cómo la enfermedad está en la última fase] Nada de esto tiene importancia. Hay que morir de lo que sea…, de la enfermedad de la muerte que decía Santa Teresa. [Y concluye]: Que Dios no consienta que estés sola el último día (LAFORET y FORTÚN: 2017, 123).
“¡Que Dios no consienta que estés sola el último día!”
Impresiona leer las cartas de Elena Fortún en las que cuenta el transcurso de su enfermedad, que no he transcrito aquí para no alargar este trabajo y centrarme en los aspectos literarios, y sobre todo, en la conversación sobre Dios. En una nota, las editoras del epistolario comentan:
A Elena Fortún se le ocultó su enfermedad. Tenía cáncer de pulmón, y había sufrido algún brote tuberculoso en su juventud. El proceso tumoral se hallaba cerca del corazón y la sometieron a radioterapia en los últimos meses de su vida. Los cuidados paliativos en aquella época estaban en mantillas, por lo que la fase terminal de su enfermedad fue dura y prolongada. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 132).
Recibió este gran consuelo de la compañía de algunas amigas y de la correspondencia con Carmen Laforet que concluyó en esta luz sobrenatural que obtuvo para ella esta buena mujer, Elena Fortún, con su sufrimiento, que no podía evitarse, ofrecido a Dios con espíritu de redención, por la salvación de otros.
Una vida nueva: “escribiré la mujer nueva”.
El 1.I.1952 Carmen Laforet le escribe a su amiga refiriéndose de nuevo a la llamada de Dios, “que no puedo desoír”, asegurando que leerá a Santa Teresa, como le aconsejaba, y a San Juan de la Cruz:
Una vida nueva, extraordinaria, infinita me ha abierto sus puertas sin más mérito de mi parte que tener seres extraordinarios y santos a mi alrededor que han rezado por mí. Yo estoy aún conmovida. He visto claro estos días lo que tenía que hacer… He visto tan claro que, aunque ahora sé que muchas veces será difícil, no quiero dejar ese camino que me ha sido señalado, por nada del mundo (LAFORET y FORTÚN: 2017, 125).
Y le cuenta a su amiga su decisión de escribir una novela nueva, que acabó siendo La mujer nueva, y también de retomar su quehacer literario de otro modo, pues esa luz que ha recibido lo cambia todo:
Pienso hacer una novela nueva con más cosas de las que he dicho nunca. Quizá me salga bien… Ahora la literatura mía solo me parece un medio, un instrumento al servicio de Dios… si él quiere. Si fracaso en eso será que es otra cosa lo que espera de mí. Éxito y fracaso por tanto me son ya absolutamente indiferentes, ¿sabes? (LAFORET y FORTÚN: 2017, 126).
Insiste en que ya ha encontrado lo que tanto buscaba: la alegría, pero sabe, con sabiduría, que ese gozo será en las dificultades de la vida, que seguirán existiendo:
Tengo, al fin, aquella alegría que yo deseaba y te pedía…, por la que te pedía que rezases. Tengo la alegría de esa seguridad de saber que nada es inútil., que todo tiene un sentido en lo Eterno. Yo no sabía que era esto lo que estaba deseando. Pasados aquellos días maravillosos la vida sigue siendo bastante dura, pero ahora sé que no importa nada (LAFORET y FORTÚN: 2017, 126).
El 16.I. 52 Elena Fortún escribe su última carta incluida en este epistolario, ya desde Barcelona, a donde había sido trasladada. Poco después fue llevada a Madrid, donde falleció al cabo de unos meses. Le cuenta los progresos de su enfermedad. El epistolario incluye tres cartas más de Carmen Laforet. Le agradece las oraciones:
Sí, yo siento que rezas por mí. La alegría no me abandona… Más que alegría, esa euforia interior que aunque sucedan cosas malas me mantiene sonriente por dentro y por fuera. Estoy convencida de que la tengo por ti. Eso es algo estupendo, algo que vale más incluso que la felicidad, algo que no quisiera perder nunca; porque me hace hasta aceptar que caigan sobre mi cabeza cuantas desgracias me tenga el destino preparadas. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 133).
Y concluye con esta afirmación relevante: “Has rezado por mí. Dios te oye a ti siempre. Estoy segura de que hay en ti algo de santa” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 135).
En la última carta, fechada el 25 de enero de 1952 Carmen Laforet le desea a su amiga alivio en su enfermedad, ante el próximo traslado a Madrid y le cuenta que va a realizar unos ejercicios espirituales de una semana en silencio: “Estos días voy a rezar mucho por ti, que tanto lo has hecho por mí, y con tanto y tan asombroso resultado”. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 137).
6. Conclusiones del epistolario
a. Es un testimonio del bien que hace al ser humano la belleza de la amistad: Como hemos podido comprobar con la lectura del epistolario entre Carmen Laforet y Elena Fortún, estas cartas son en primer lugar un testimonio de la belleza de la amistad y el bien que hace al ser humano. Asistimos a un crescendo de intimidad espiritual en el que cada una cuenta a la otra sus problemas, sus penas y dolores, sus alegrías e ilusiones, sus afanes y sus búsquedas… crescendo que alcanza su cénit cuando comienzan a rezar una por la otra y empiezan una conversación sobre Dios. Las dos amigas por medio de sus cartas han crecido en su amistad: de una admiración literaria a una amistad espiritual. Esa amistad que les llevó a una profunda conversación sobre Dios, cambió para siempre a la joven madre que era Carmen Laforet, que perseveró en su fe cristiana, entre los humanos vericuetos de toda biografía; y consoló en sus últimos años de vida y en su dura enfermedad a Encarnación Aragoneses.
b. Es un testimonio para la historia de la intimidad espiritual: es una historia de cómo el intercambio epistolar ayuda a reflejar el estado de los espíritus, los sentimientos y convicciones de las dos amigas, de modo que su evolución y crecimiento interior habrían quedado ocultos a la historia y a nosotros, si no hubieran mantenido esta relación epistolar durante cinco años.
c. Desde el punto de vista formal, estas cartas alcanzan cumbres bellísimas en expresión literaria, particularmente algunas cartas de Elena Fortún que reflejan su soledad y dolor y, a la vez, la belleza de la naturaleza; y la carta de Carmen Laforet que narra la súbita luz espiritual que recibió y que más tarde trasladó de modo literario a su novela La mujer nueva.
d. Sobre los contenidos: estas cartas reflejan una profunda reflexión sobre los grandes temas del hombre: el sentido de la vida, la alegría, el dolor, la enfermedad, la muerte, el encuentro con Dios… Y un modo de afrontar la fe católica con algunos acentos especiales:
- En primer lugar, la centralidad de la figura de Jesucristo y del Evangelio, con los que se sienten identificadas las autoras.
- Ven a Dios como un Padre que cuida de ellas y las acompaña y protege en los duros vericuetos de sus biografías.
- Rezan y piden oraciones por distintas necesidades y confían en la eficacia de la oración de petición a Dios.
- La lectura de los más sólidos autores clásicos de espiritualidad, les reconforta y les hace crecer, particularmente: San Agustín entre los padres de la Iglesia; Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz entre los clásicos castellanos; y Dostoievski y Berdiaev, entre autores más recientes.
- Las autoras aprecian los dogmas de fe de la Iglesia, los respetan y asienten a ellos con fe, pues “de otra forma no hay nada estable en la conciencia”.
- Reconocen la importancia de ser consecuentes con su fe cristiana y vivir según la moral de Jesucristo, que lleva a veces a renuncias y a “un cierto podarse” y a “no dejarse llevar de los impulsos”, pero ese camino de secundar la gracia de Dios da una gran alegría interior.
- Las autoras reaccionan con rechazo ante unos modos de vivir la fe cristiana que en esos años estaban más o menos extendidos y que, en mi opinión, tenían como base una falta de profundización en esta conocida afirmación teológica “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”. En el epistolario salen dos ejemplos de esta actitud: uno, ante el dolor físico, que “si se puede evitar, se evita; y si no, se ofrece”: el dolor físico no es un bien, sino un mal que hay que evitar, si es posible, aunque como toda realidad humana, se le puede dar un sentido cuando no se puede eliminar. El segundo ejemplo es la belleza: la reacción de las autoras ante imágenes y escritos ñoños, cursis o relamidos, que les producen rechazo por esta razón, no por la realidad que representan.
José Ignacio Peláez Albendea en dialnet.unirioja.es/
José Ignacio Peláez Albendea
De la admiración literaria a la amistad espiritual: una conversación sobre Dios
Este trabajo tiene como objeto estudiar la correspondencia entre las escritoras Elena Fortún (Encarnación Aragoneses) y Carmen Laforet, que tuvo lugar entre 1947 y 1952 y mostrar cómo a través de las cartas que se dirigieron por admiración literaria, alcanzaron una profunda amistad espiritual, en la que se comunicaron sus preocupaciones y búsquedas, particularmente la búsqueda de Dios y del sentido de sus vidas. En las cartas también se narra con detalle el proceso de conversión interior de Carmen Laforet, que influyó en su obra, especialmente en su novela La mujer nueva.
Abordamos este estudio en seis apartados:
1. Una visión general del epistolario.
2. Breve reseña vital y literaria de Encarnación Aragoneses (Elena Fortún).
3. Breve apunte sobre la vida, obra y religiosidad de Carmen Laforet como contexto.
4. Un resumen de las primeras veinte cartas del epistolario.
5.Una conversación sobre Dios, que son las veintiséis cartas restantes del epistolario.
6. Las conclusiones del trabajo.
1. Una visión general del epistolario
La Fundación Banco de Santander en su colección Cuadernos de obra fundamental acaba de publicar el epistolario de estas dos grandes escritoras que fueron Carmen Laforet y Elena Fortún, seudónimo literario de Encarnación Aragoneses. Lo ha titulado Carmen Laforet & Elena Fortún. De corazón y alma (1947-1952). Va precedido de unos breves prólogos de dos de las hijas de Laforet, Cristina y Silvia Cerezales Laforet, y de Nuria Capdevilla-Argüelles; de la selección de la correspondencia se ha ocupado Cristina Cerezales Laforet.
Este epistolario ilumina de un modo muy elocuente algunos aspectos de los últimos cinco años de vida de Elena Fortún, la última parte ingresada en el sanatorio Puig de Olena, de Centellas (Barcelona) por el cáncer de pulmón y tuberculosis que padeció. Y también esos cruciales años de la vida de Carmen Laforet, en los que experimentó una conversión religiosa, que más tarde trasladaría a su novela La mujer nueva.
Son cuarenta y seis las cartas seleccionadas y el arco de tiempo que abarcan es desde el 1 de febrero de 1947 al 25 de enero de 1952, cinco años. Catorce de ellas proceden de la pluma de Elena Fortún y treinta y dos de Carmen Laforet. Algunas son muy breves, de apenas unos pocos párrafos, y otras son más largas.
Su contenido refleja la amistad que unió a estas dos escritoras, que se vieron muy pocas veces personalmente, pero que llegaron a una gran admiración y afecto humano y espiritual. En sus cartas, Carmen Laforet manifiesta cómo creció leyendo los inolvidables relatos de Celia y los demás personajes creados por Elena Fortún, y cómo le ayudaron a comprenderse a sí misma y al mundo que le rodeaba. Su amor por estos relatos lo trasmitió a sus hijos:
Solía mi madre leernos capítulos sueltos de Celia […]. Recuerdo lo mucho que ella disfrutaba –hasta llegar a atragantarse con la risa que le producían algunos episodios– leyéndonos las ocurrencias de aquellos niños, que ya considerábamos de ‘la familia’ […] Trasportaban a mi madre a ese lugar del interior de cada uno donde la infancia permanece para siempre. Y era entonces, y por ellos, cuando se producía el más profundo y verdadero encuentro con nosotros, sus hijos (CEREZALES LAFORET, Silvia: 2017, 15).
En la introducción de Cristina Cerezales Laforet cuenta el hallazgo, primero de las cartas que Elena Fortún dirigió a su madre y luego, de las vicisitudes –verdadera investigación que se sigue como un relato de búsqueda del tesoro– hasta que consiguieron las cartas de su madre:
Las leí con embeleso, y puedo asegurar que la segunda parte del tesoro superó mis expectativas y me enriqueció como persona y como hija. En ellas volvía a hallar, igual que en la correspondencia con Ramón J. Sender, una amistad elevadísima, nacida y alimentada por ambas partes de lo que destila la literatura del otro. En ambos casos el encuentro personal entre los autores había sido escaso. Sin embargo, habían podido captar a través de la lectura la esencia que el autor había dejado en ella, creando en este intercambio un amor puro y libre de confusiones (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2017, 14).
Esta correspondencia comienza cuando Encarnación Aragoneses tenía cincuenta y nueve años y Carmen Laforet veintiséis y se prolonga hasta los sesenta y cuatro de la primera y treinta y uno de la segunda. Las dos escritoras pertenecían a dos épocas distintas, pero manifiestan una especial comunión de espíritus entre ellas. Salen en el epistolario:
Julia Manguillón, Josefina Carabias, Paquita Mesa, María Martos de Baeza, Lilí Álvarez, Carolina Regidor, Fernanda Monasterio, Carmen Conde, Matilde Ras… […]. Carmen Laforet vio en Elena Fortún una reconfortante figura maternal a la que querer y con la que vincularse, el origen de su voz, una madre literaria (CAPDEVILLA-ARGÜELLES: 2017, 23 y 24).
Vamos a tratar de modo resumido de su recorrido personal y luego volveremos al epistolario.
2. Breve reseña vital y literaria sobre Encarnación Aragoneses
Encarnación Aragoneses de Urquijo, conocida por su seudónimo literario, Elena Fortún, nació en Madrid el 17 de noviembre de 1886 y falleció el 8 de mayo de 1952 en Madrid. Hija de Manuela de Urquijo, de nobleza vasca, y de Leocadio Aragoneses, alabardero de la Guardia Real, de origen segoviano. Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Se casó con Eusebio de Gorbea, su primo, militar y escritor, que llegó a ganar el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua por su obra Los que no perdonan; participó en la vida literaria y teatral y tuvo cierto trato con Valle-Inclán, Ricardo Baroja y Cipriano Rivas Cherif. Después de la guerra civil, se exilió a Argentina; con tendencias depresivas, se suicidó en Buenos Aires a finales de 1948, cuando su mujer, Encarnación, se encontraba en España ocupada en realizar gestiones para que pudiera regresar, pues había sido militar republicano. El matrimonio tuvo dos hijos, de los que murió el menor, Bolín, en 1920, hecho que produjo, lógicamente, un gran dolor a sus padres. Vivieron en Madrid, pero también en otras ciudades.
Encarnación Aragoneses participó en actividades literarias y culturales para mujeres en el Lyceum Club Femenino, fundado por María de Maeztu, y mantuvo trato y amistad con muchas de ellas: María Lejarra de Martínez Sierra, Pura Maortua Ucelay, Zenobia Camprubí, Matilde Ras y otras muchas que aparecen citadas directa o indirectamente en el epistolario.
Su amiga María Lejarra de Martínez Sierra, le habló de Encarnación Aragoneses a Torcuato Luca de Tena, director de ABC. Y a partir de 1928 comenzó a publicar en las páginas de Gente menuda, del ABC, los relatos de una niña, llamada Celia, y de sus hermanos –dirigidos al público infantil y juvenil–, que contribuyeron a la educación de varias generaciones. Junto a Celia, creó otros populares personajes: Cuchifritín, Matonkiki, Mila, Lita y Lito, La Madrina… Estos relatos llamaron la atención de Aguilar, que comenzó a editarlos en forma de libro. La mayor parte de las narraciones iban acompañadas de excelentes dibujos a cargo de Regidor. Luego se encargaron de ellos Molina Gallent y, más tarde, Serry. En su escritura se advierte una profunda comprensión del modo de pensar y sentir de las niñas y niños. Son personajes reales, que se encuentran en las calles, parques y casas de nuestras ciudades, que juegan y se divierten, a los que les suceden los avatares que suelen acontecer a los niños y que reaccionan como ellos. Suscitan una profunda corriente de simpatía y enseñan a crecer, sin dejar de ser niños y de hacer trastadas y chiquilladas, divertidas o no tanto para sus padres, como corresponde a la edad que tienen.
Mujer de convicciones republicanas, en la mayor parte de sus relatos no aparecen sus ideas políticas, y busca más hacer literatura, y con frecuencia, gran literatura, en la que está presente la vida con todas sus manifestaciones de humanidad, belleza, amistad, familia, trato entre padres e hijos, estudios, ideales… más que transmitir una ideología concreta. Su fondo es un sentido común natural, y también está presente una visión cristiana de la vida, no manifestada explícitamente, salvo en algunos relatos como El cuaderno de Celia, con las oraciones para la Primera Comunión, que es citado en el epistolario que analizaremos más tarde y en Celia y la revolución, en el que Celia, adolescente con quince años, ante tanto dolor y desastre de la guerra civil, se abre explícitamente a un horizonte esperanzado en las manos de Dios:
Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles, aún desnudos de hojas… ¡Sola! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera…
- ¡No, no estoy sola! –me repito para darme ánimos–.
¡Estoy en las manos de Dios! (FORTÚN: 2016, 344).
Sus principales obras son: la colección de Celia: Celia, lo que dice (1929), el primer libro de la serie, en el que nos la presenta como una niña de siete años, con los ojos claros, la boca grande y el cabello rubio. Celia tiene la edad de la razón: así lo dicen las personas mayores. La autora va introduciendo a su Celia en el mundo de las personas mayores, ‘mundo con unas reglas absurdas e ilógicas que los niños se resisten a cumplir’ y va evolucionando, entre asombro y asombro y la vemos adaptarse poco a poco a ese mundo extraño, y a veces hostil, hasta convertirse ella misma en una persona mayor (DORAO: 2016, 21-22).
Después vienen Celia en el colegio (1932), Celia novelista (1934), Celia en el mundo (1934), Celia y sus amigos (1935), Celia madrecita (1939), Celia institutriz en América (1944), El cuaderno de Celia (1947), Celia se casa (1950), Los cuentos que Celia cuenta a las niñas (1951), Los cuentos que Celia cuenta a los niños (1952).
“Celia y la revolución”
Su novela Celia y la revolución, inédita hasta hace unos pocos años (1987 y reeditado en 2016), es un relato de gran calidad literaria sobre la guerra civil en Madrid, Albacete, Valencia y Barcelona, vista con los ojos de una adolescente de quince años. Incorpora su experiencia personal en la dura y fratricida guerra civil, pero el sufrimiento, el miedo, los asesinatos y represalias, los bombardeos, el hambre, aparecen matizados por la mirada juvenil. Este libro, en opinión de Andrés Trapiello es una de las grandes novelas de la guerra civil española, junto a Sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales, La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor, España sufre, diarios de guerra de Morla Lynch. Todos ellos constituyen lo que hemos venido en llamar la tercera España, en los que habría que incluir también Democracias destronadas, de José Castillejo […]. La característica común de estos cinco libros es que fueron escritos durante la guerra civil o al poco de ella […]. A la novela de Elena Fortún le sucede lo mismo que a la de Chaves: puede considerarse una crónica autobiográfica […]. En ningún otro libro están mejor contadas las sacas, checas y paseos en el Madrid revolucionario sin el tremebundismo de unos […] y el escamoteo de otros, con la inocencia, podríamos decir, de una muchacha, Celia, que aquí se presta a encarnar a su autora. No quiere hacer propaganda ni tampoco victimarse. Le ha tocado vivir esa circunstancia, y ella es una escritora de circunstancias, y desde luego, realista. Deja, pues que la mirada de Celia se pasee por todas partes […] Todo será relatado con sobriedad y precisión de relojero (TRAPIELLO: 2016, 7-21).
En esta gran novela, Celia –y su autora, Encarnación Aragoneses–, que vivió los hechos dramáticos de la guerra civil, narra como pocos los terribles asesinatos de las checas de las noches de Madrid en manos anarquistas y comunistas, los bombardeos del otro bando y el efecto de terror que producían en la población civil y el hambre y las colas de racionamiento de la ciudad sitiada:
no juzga: trata de relatarlo todo de la manera más objetiva, sin omitir detalles y sin dejar de preguntarse quién tiene la razón. Ella se limita a contar lo que vivió, a poner en los labios de una niña de quince años un dolorido asombro ante aquella sangrienta y absurda lucha fratricida que fue nuestra guerra civil (DORAO: 2016, 27).
Otros libros de Elena fortún son los que pertenecen a la colección de Cuchifritín: Cuchifritín, el hermano de Celia (1935), Cuchifritín y sus primos (1935), Cuchifritín y Paquito (1936), Cuchifritín en casa de su abuelo (1936), abuelo materno que vive en Segovia,
que aporta el contraste, literariamente interesantísimo, del mundo provinciano frente al de la capital en los albores de la guerra civil. Encarnación Aragoneses conservó toda la vida una encendida nostalgia por la tierra de sus abuelos paternos –dedicados a la agricultura–, y habría querido ser enterrada en Ortigosa del Monte, pueblo cercano a Segovia donde veraneaba de niña (MARTÍN GAITE: 1995, 9).
Otras obras de Elena Fortún son los de la colección de Matonkikí, prima de Celia: Las travesuras de Matonkikí (1936), Matonkikí y sus hermanas (1936).
Por último, también hay que citar la colección de libros sobre Mila, hermana de Celia: La hermana de Celia (Mila y Piolín) (1949), Mila, Piolín y el burro (1949), Patita y Mila, estudiantes (1951).
Escribió, además, otras obras infantiles: Canciones, libro de manualidades, teatro para niños, cuentos, ensayos sobre cómo contar cuentos a los niños, y una novela que dejó sin publicar, Oculto sendero, y un libro de textos conjuntos de Elena Fortún y Matilde Ras, El camino es nuestro; ambos han sido editados recientemente por la Fundación Banco de Santander y Renacimiento.
3. Breve apunte sobre la vida y religiosidad de Carmen Laforet Díaz, como contexto
Nace el 6 de septiembre de 1921 en Barcelona, y fallece el 28 de febrero de 2004 en Majadahonda (Madrid). Hija de un arquitecto de Barcelona y una profesora de Toledo. Vive en Gran Canaria desde los dos años hasta los dieciocho; tuvo otros dos hermanos. Pronto falleció su madre, y su padre se volvió a casar.
Viaja con dieciocho años a Barcelona para estudiar la carrera de Filosofía, y más tarde a Madrid para estudiar Derecho. En 1944 gana el prestigioso Premio Nadal de Novela, que se otorgaba por primera vez, con la novela Nada.
Se casó con el periodista y escritor Manuel Cerezales en 1946, con el que tuvo cinco hijos. Posteriormente publica en 1950 la novela La isla y los demonios, ambientada en Canarias. En el epistolario que vamos a analizar sale con frecuencia el proceso de escritura de esta novela. En 1954 es editado un libro de relatos titulado La llamada.
La publicación de “La mujer nueva”
En 1955 publica La mujer nueva, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. En ella refleja la conversión de la protagonista, Paulina y aparecen manifestaciones autobiográficas de su propia experiencia religiosa. La recepción de esta novela en la crítica, en general, ha tenido diversas fases.
Gerarld Brenan le escribe a Carmen Laforet en una carta fechada el 6.2.1956:
Yo me acordaré siempre de esa noche de lluvia que llena la primera parte de su libro y del viaje de Antonio en su coche y de Paulina en el tren. Usted me dice que escribió esta parte con facilidad. Le aseguro que, como literatura, es magnífica. Luego viene la conversión, la sensación del descubrimiento de Dios, en el tren. Ésta es la cosa mejor del libro. Dudo que haya en castellano unas páginas más maravillosamente poéticas que estas del primer capítulo de la segunda parte (BRENAN. Citado por CEREZALES, Agustín: 1982, 147-148).
En 1962, Santos escribe: “Carmen Laforet volvía a la novela con mejor pulso para la delimitación de sus personajes, de sus protagonistas femeninos, con […] la consagración definitiva, por la altura de su empeño, con La mujer nueva” (SANTOS, Dámaso: 1962, 171).
En opinión de Eugenio de Nora, esta novela es “la más ambiciosa y la menos lograda de sus obras”, pues Carmen Laforet, que en sus novelas acierta a contarnos, con un arte excepcional (perfecto dentro de sus límites) lo que les pasa a sus personajes; consigue incluso que veamos cómo les pasa (exceptuando una parte de La mujer nueva); y que tengamos un vislumbre más o menos intuitivo y fugaz, pero auténtico de quiénes son; pero no parece nunca plantearse el porqué de sus vidas truncadas (DE NORA:1973,106,108)
Precisamente, en La mujer nueva intenta plantearse el porqué de la vida de la protagonista y en mi opinión, lo consigue, logrando escribir una gran novela. Veremos en el epistolario cómo Carmen Laforet decide después de su conversión escribir una novela de estas características y se lo cuenta a Elena Fortún en una carta. Si he entendido bien la crítica de Eugenio de Nora, le parece que no es creíble la evolución de la protagonista, Paulina, hasta abrazar la fe cristiana. Sin embargo, en mi opinión, precisamente es tan creíble la evolución de la protagonista, y está tan magistralmente y bellísimamente expresada su conversión, porque está basada en un suceso experimental de la autora, que vivió en primera persona y con gran hondura y consecuencias en su vida posterior, y sabe convertir esa experiencia vital en literatura: las decisiones posteriores de Paulina son consecuencia natural de su conversión. En resumen: coincido con la primera parte de la opinión de Eugenio de Nora: La mujer nueva es la más ambiciosa de las obras de nuestra escritora, y no coincido con la segunda: al contrario que él me parece una novela muy lograda.
Jordi Gracia y Domingo Ródenas resumen: Laforet volvía a bombear en su literatura sus propios jugos vitales, pero el resultado, no siendo ni estilísticamente ni técnicamente deficiente, fue una novela de contenido retardatario, de una espiritualidad enfermiza y subyugada, del todo acorde con la educación moral represiva que el nacionalcatolicismo reservaba a la mujer. (GRACIA y RÓDENAS: 2011, 165).
Jordi Gracia y Domingo Ródenas resumen:
Laforet volvía a bombear en su literatura sus propios jugos vitales, pero el resultado, no siendo ni estilísticamente ni técnicamente deficiente, fue una novela de contenido retardatario, de una espiritualidad enfermiza y subyugada, del todo acorde con la educación moral represiva que el nacionalcatolicismo reservaba a la mujer. (GRACIA y RÓDENAS: 2011, 165).
Una opinión cercana tienen Pedraza y Rodríguez Cáceres:
se trata aquí de la lucha de una mujer cultivada e independiente por romper con un pasado en el que dominan las pulsiones eróticas, para avanzar por la senda de la purificación y el cumplimiento del deber. La autora se basa en una experiencia propia. La obra cosechó reacciones muy dispares. Están fuera de lugar los elogios y los ataques desmedidos. Coincidimos con JL Alborg y Martínez Cachero en que la primera parte de la novela, la dedicada a las pasiones humanas de Paulina, es un acierto; pero decae considerablemente en el momento en que recibe la llamada de la gracia divina. El proceso es demasiado rápido y resulta poco convincente (PEDRAZA JIMÉNEZ y RODRÍGUEZ CÁCERES: 2012,339).
De acuerdo con Valbuena Prat:
es humanísima en su relativa sencillez, supremamente adivinadora en la conversión en el tren, rica en los casos y personajes que se entrecruzan en el problema de la protagonista. Su sentido católico no es ingenuo ni rutinario, plantea con hondura la situación de Paulina y sus luchas íntimas, desde la llamada de la gracia hasta la única lógica y humana solución. Ni contemporiza ni juega a la extrañeza de un Mauriac. La obra y el caso son profundamente españoles y arrastra vendavales, sangre y muerte de la guerra y la posguerra, Cada personaje está estudiado con verdadero cuidado […]. El pueblo inventado en el paisaje de León, es un acierto, como la voz de la tierra y de la serenidad popular, frente a la prisa desorbitada de la mujer de ciudad, Paulina […] Y allí, al adivinarse, su vida nueva, alcanzará la paz y ceñirá su pequeño hogar (VALBUENA PRAT:1968, 845-846).
Recientemente, Rolón Baradaha señalado que el acierto de esta novela no es tanto la conversión de Paulina, la protagonista, y el aspecto religioso, sino que es
una muestra bien lograda, no sólo en su estructura novelística, sino también en el trasfondo sicológico de sus personajes, en los temas y en la variedad de historias y relatos que le presenta al lector, de un tema de actualidad: el eterno problema de la falta de comunicación, de la búsqueda de equilibrio en las relaciones entre el hombre y la mujer (ROLÓN BARADA: 2003,16).
Obras posteriores: tres pasos fuera del tiempo, artículos y ensayos, colecciones de relatos
En 1963 sale a la luz La insolación, que forma parte de una trilogía en el propósito de la autora, Tres pasos fuera del tiempo, del que se ha llegado a publicar un segundo volumen póstumamente, Al volver la esquina, que ha salido a la luz en 2004. La tercera novela, sobre la que trabajó la escritora y de la que habla en su correspondencia, Jaque Mate, no se ha publicado y al parecer, tampoco se ha encontrado el manuscrito.
En 1970 publica otra colección de relatos titulado La niña y otros relatos. En 1981 aparece Mi primer viaje a USA, ensayo sobre un viaje a Estados Unidos que realizó en 1965. De las amistades que hizo en ese viaje, mantuvo una correspondencia con el escritor Ramón J. Sender, que ha sido publicada en 2003, bajo la guía de su hija Cristina Cerezales Laforet, con el título Puedo contar contigo, que incluye setenta y seis cartas. En esta correspondencia, además de muchos otros temas, aparece la religión como interés de los dos escritores, pues ambos tenían fe en Dios.
Ha publicado también numerosos artículos, recopilados en Artículos literarios (1977), un libro de viajes, Paralelo 35 (1967) y numerosos cuentos y relatos. Sufrió los últimos años de su vida Alzheimer, que le fue inhabilitando para la escritura y para la vida social. Falleció en 2004.
En 2007, ha sido publicada a cargo de Agustín Cerezales Laforet, bajo el título Carta a don Juan. Cuentos completos, la totalidad de sus relatos cortos, incluidos algunos inéditos. Los cuentos de Laforet,
a menudo protagonizados por personas de su misma condición social, las sufridas clases medias, nos transmiten de manera vivida el ambiente de precariedad que éstas también padecieron en los años cuarenta y cincuenta. La autora siente predilección por los personajes desvalidos y de entre éstos, por los femeninos, quizá porque le resulten más fáciles de crear. Le basta con mirarse a sí misma. Tal vez por eso aparecen con frecuencia las mujeres casadas, madres de familia, preocupadas por el bienestar de los suyos, pendientes de la economía doméstica (RIERA: 2007, 13).
Y en 2010 se ha publicado el volumen Siete novelas cortas, también a cargo de Agustín Cerezales.
Estas siete novelas cortas son relatos de la vida dañada. Tanto el tono neorrealista, como lo relatado en ellos, muestran […] lo borroso, confuso y fragmentario. La posguerra es el lugar de estas siete novelas cortas […]. Es interesante ver cómo Laforet trata en estos relatos de hacer salir el bien, la acción luminosa y recta, del núcleo de lo más cotidiano, trivial y ramplón. Es, entre otros, el tema de la bondad verdadera de algunas beatas. La bondad que resplandece débilmente, gradualmente en estas siete novelas, con distinta modulación en cada una de ellas (POMBO: 2010,8-9).
Las escribió entre 1952-1954, en pleno efecto de su conversión religiosa, pues
Carmen Laforet, ingresó por esos años, ‘en la fila de las beatas de aquel tiempo’, en una Iglesia Católica que hasta entonces le había parecido ‘un enorme caparazón vacío, un tinglado cultural y moral sin sentido’. Y en 1970 seguía creyendo que ‘era muy lógico que a un espíritu libre en aquella época la Iglesia que se podía ver desde fuera de la fe le resultara algo anacrónico e inútil’, y al releer sus obras de aquellos días, ve sobre todo, en aquellos esbozos, ‘la admiración por los seres que bien o mal, trataban de ser mejores en momentos de nuestro país muy difíciles. Tiempos de posguerra y de hambre, tiempos de egoísmo y de preocupación de cada cual por la subsistencia de cada día’ […]. Con estos relatos, Carmen Laforet hizo gala una vez más de su valentía y falta de egoísmo, al ‘ingresar en esa fila de beatas’ (CEREZALES, Agustín: 2010, 16-17).
La evolución religiosa de Carmen Laforet desde la mujer nueva
Carmen Laforet era una joven escritora y madre con algo más de treinta años cuando escribió La mujer nueva y falleció casi cincuenta años después: en 2004.
Su hija Cristina Cerezales Laforet ha escrito un bellísimo libro titulado Música Blanca (2009, Barcelona, Destino) en el que recoge recuerdos de su madre y testimonios escritos y orales. Nos limitamos a entresacar algunas referencias a su vida y a la cuestión religiosa, tema de este trabajo.
En 1971 se separa de su marido, pero continúa tratándole a él y por supuesto, a sus hijos. Explica así lo que le sucedía: una angustia insuperable por ellos:
Esperé a que se hicieran grandes (mis hijos) y me fui de casa, pero siempre estuve a su lado con la mano tendida. Yo no era responsable de que un círculo de angustia me rodeara; un círculo de angustia que tiraba de mí, que me arrastraba. Vuelvo a sentirlo. Quiero salir de él y no puedo… […] Rezo por mis hijos, ¿es rezar esto? Si sirviera mi vida por la suya recuperada y plena, ¿la daría? Creo que absolutamente sí. Lo que no quiero es dejarme vencer por este dolor horrible que no es salvador para nadie. Hago entrega de mi vida por su salvación, por la salvación de todos los que quiero y quiero a todos los que me hicieron feliz en algún momento, aunque después tuviera que sufrir por ello. Qué dolor lacerante el de aquel tiempo. […] Estaba a su lado y quería intervenir en sus vidas, evitarles todos los escollos. Pero no era posible, no era posible (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 262-263).
El 11.9.1971 se trasladó para vivir a una casa cercana a la familiar de la Calle O’Donnell; en esa casa-estudio desea que cada uno de sus cinco hijos tuviera un estudio y llaves para ir y verles con frecuencia:
Yo quería proporcionar a mis hijos un rincón de encuentro y libertad, brindarles casa y protección, refugio y amor. [Años después escribe]: Tengo que seguir avanzando con la ayuda del Espíritu Santo hasta que mi cuerpo consiga mantenerse de forma continua en ese estado que vislumbro en los mejores momentos, en una entrega total, un espacio de no-deseo, de sometimiento absoluto a la voluntad suprema. Sigo rogando al Espíritu Santo con una oración constante para que me ayude a soltar todos los lazos hasta alcanzar Su libertad. Y ahora que todos los que se cruzan conmigo me miran con lástima y conmiseración, ahora, en que los que no saben, me juzgan acabada y muda, anclada en una silla de ruedas […] ahora ya siento al fin, libre de los temores que entonces me cercaban, libre de aquel dolor lacerante que me aguijoneaba sin cesar, libre del terror de lo que podía acontecer con las vidas de mis hijos, ahora siento con plenitud de parte de todos ellos el mar de su cariño (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 96).
En carta a Ramón J. Sender le describe los efectos en su vida de aquella iluminación interior en la que se encontró con Dios y describe así su vida:
Para mí la cosa de Dios ha sido tremenda. Primero como algo que vino desde fuera. Luego una búsqueda de siete años en que hice las mayores idioteces y las dejé y me metí por los vericuetos de nuestro catolicismo español en lo que tiene de venero religioso y en lo que tiene de absurdo y enmohecido y todo. Luego una enfermedad física de todas estas contradicciones entre lo que hacía y mi manera de ser. Y luego otros siete años en los que estoy de casi huida, de volver a mi ser, de encauzar mi razón. Pero siempre encuentro a Dios en todas partes. A veces es como una locura tranquila. Si me voy a París, Dios está en París. Si voy a USA, Dios está en USA. Si creo que lo he olvidado, me doy de narices contra Él (LAFORET y SENDER: 2003, 57).
Carmen Laforet, mujer apasionada, muy madre de sus hijos, fue marcada para bien por ese encuentro que dio un giro a su vida y que describe tan bien en el epistolario con Elena Fortún que hemos transcrito, y que trasladó a la literatura con tanta belleza en la conversión de Paulina, la protagonista de La mujer nueva. Pero el encuentro con Dios, no cambia la personalidad y no ahorra dolores y enfermedades: ayuda a encontrarles sentido en el plan de salvación de Dios para cada uno de sus hijos. Mujer de temperamento artístico, emprende frecuentes y largos viajes, a Estados Unidos, a Polonia, a París, Alicante, Gijón, pasa varios años en Roma… Publica frecuentes colaboraciones en revistas y periódicos, pero no encuentra el modo de avanzar en su proyectada trilogía de novelas, de las que sólo publica la primera, y escribe la segunda. Con una insatisfacción permanente sobre su obra literaria, que considera de una calidad inferior a la que realmente tiene, parece “una mujer en fuga”, en expresión de una de sus biógrafas, aunque en realidad, me parece más bien “una mujer en búsqueda” de una paz y alegría interior, que señalaba como su gran anhelo en las cartas a Elena Fortún, y que alcanza al fin de sus días. Esta insatisfacción permanente, con contados remansos de paz, que le hace cambiar a menudo de domicilio y de planes, se vio “agravada por los síntomas depresivos derivados de una enfermedad neurovegetativa que había hecho su aparición tiempo atrás (a principios de los sesenta)” (CABALLÉ y ROLÓN: 2010, 341).
Esto es lo que traslucen algunos de estos textos más recientes. Como este de 1984, cuando visita a su sobrino y ahijado Eduardo, enfermo de leucemia:
Contacto con el muchacho: inteligente, alegre, lleno de vida. He rezado por él y por mí al mismo tiempo, por todos. He seguido rezando para que si tiene que morir, muera dulcemente y sin horror ni dolor. Pero que si vive, lo haga también con esa fe, pureza y alegría contagiosa que posee. Me vuelve la cercanía de este sobrino al saber sus circunstancias y darme cuenta de su ‘fe, esperanza y juventud’, y se produce con él una unión –quizá producida por mi ansiedad dolorosa– pero experimento esa unión (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 274).
Cristina Cerezales Laforet narra también las últimas semanas de su madre. Cómo se reconcilia con su marido:
Aprovechas su mejoría para llevarla a tu casa y reunir en torno a ella a unas cuantas personas queridas, entre ellas, a tu padre. Tienes la impresión de haber sido conducida por ella en esta convocatoria. Le queda algo importante que no quiere demorar […]. Ella hace una parada y recorre con una mirada uno a uno a todos los asistentes para detenerla, finalmente, en tu padre. Le contempla larga y profundamente y se dirige a él. Los demás presenciáis la escena en silencio y veis cómo ella le coge la mano y se la lleva a los labios arropándole en una mirada de amor, de amor completo que recoge lo bueno y lo malo. Le perdona y se perdona en su relación con él. Por fin ha podido cumplir lo que ella tanto deseaba. Después, con paso lento, se dirige hacia el sillón que la está esperando y desconecta de todos vosotros, sus seres queridos, porque ya está muy ligera y ha aumentado su facilidad para elevarse (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009,260).
Le administra la Unción de los Enfermos y el Sacramento de la Confesión un monje carmelita de Duruelo, pues un nieto de Carmen Laforet recuerda a Cristina que su abuela desearía con seguridad recibir esos sacramentos, como así fue:
Ha llegado el padre Alfonso. Ella inclina la cabeza cuando él hace la señal de la cruz. […] Alfonso le cuenta que él ha vivido una experiencia espiritual similar a la que vivió ella. Le dice que le parece muy bien que ella haya hecho el esfuerzo de contarla en un libro. Él, que había vivido esa experiencia, la reconoció al leerla, y quien no la haya vivido puede acercarse un poco a ella con la imaginación y anhelarla. Él sabe muy bien que es algo inenarrable, pero le parece bueno el intento de describirlo. Le pregunta si quiere confesarse y ella asiente. Sales de la habitación para respetar esa confesión que no puedes imaginar desde su silencio. El sacerdote pasa un rato encerrado con ella, un tiempo que se te antoja muy largo. Él nada explica cuando se reúne contigo y tú nada preguntas (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 275).
Fallece rodeada del cariño de los suyos, hijos y nietos, en 2004.
4. Las primeras veinte cartas del epistolario
La primera carta del epistolario seleccionado es de Elena Fortún y está fechada en Buenos Aires el 1.2.1947, en la que Encarnación Aragoneses agradece a Carmen que le diga que aprendió a escribir en los libros de Celia. Y le anima ante su próxima maternidad:
¡Cómo que va a estar usted arrepentida de lo hecho! No. Será usted feliz muchos años y acepte con alegría la responsabilidad de vivir una vida que no estaba destinada a usted. Además, un hijo… Es como si las entrañas manaran miel durante el tiempo que son un rollito de carne…, y luego cuando ya andan, y los primeros sonidos que aún no son palabras…, y la risa que resuena dentro de nosotras haciendo eco… Querida Carmen, tiene usted unos maravillosos años de felicidad por delante. Luego, Dios dirá. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 30).
Le recomienda algunos libros, le cuenta cómo llegaron a Buenos Aires su marido y ella y le describe el proceso de escritura de El cuaderno que olvidó Celia, que me parece relevante para el tema de este artículo, reflejado en el subtítulo: De la amistad literaria a la amistad espiritual: una conversación sobre Dios:
Ahora estoy escribiendo un librito, El cuaderno que olvidó Celia, que son treinta días en el convento, cuando tenía nueve años, para hacer la primera comunión. Parece que una de las cosas que indignan a las monjitas de España es la falta de religiosidad que parecen revelar mis libros. Bueno, ahora verán. Quiero hacer algo místico, pero no ñoño, y hasta con un poquito de gracia conventual, sin asomo de burla. Necesitaré las licencias eclesiásticas. No sé si estos señores encontrarán algo que no esté completamente en el dogma. Es posible… A veces me pongo a escribir, a escribir, y se me va el pensamiento en un arrobo que tal vez está fuera de la Iglesia… ¡Qué difícil! (LAFORET y FORTÚN: 2017, 31).
Dos años más tarde, el 5.6.1949 Elena Fortún le escribe contándole la tragedia del suicidio de su marido y las duras vicisitudes que pasó por la casa y los papeles de la testamentaría. En las cartas aparecen las pequeñas historias y también tratan de literatura, en qué está trabajando cada una en ese momento. Valga como ejemplo esta carta de Carmen Laforet en la que se muestra muy exigente consigo misma y cómo la escritura le sirve de terapia para liberarse de “mis malos fondos revueltos”:
Dentro de unos días volveré a coger la novela, ya para darle los arreglos finales. ¿Por qué escribirá uno? Todas las disculpas que se inventa uno para escribir son falsas. Falta de dinero, afán de hacer algo que esté bien… Todo eso es falso, o por lo menos incompleto. Yo escribo artículos –que no me gusta hacer– para ganar dinero, es exacto. Escribo una novela procurando que dentro de su modesta categoría quede todo lo bien que pueda hacerla…, pero absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me entrego a ella, a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina talla, me meto en ella con cansancio, con rabia, con todo, y este trabajo, mientras lo hago, para mi es importante porque me libera de otras muchas cosas. Me sirve de huida de mis malos fondos revueltos…, y ya está; por eso escribo, aunque me angustie escribir también (LAFORET y FORTÚN: 2017, 39).
En las siguientes cartas Carmen Laforet continúa hablando a su amiga Elena de cómo va la novela La Isla y los demonios y de pequeñas historias con sus hijas. Elena Fortún le contesta en la Nochebuena de 1950, hablándole de su alegría por la Navidad:
… es Nochebuena y estoy contenta… porque hay miles de niños y de almas ingenuas en el mundo que, vivan en el medio en que vivan, hoy tienen el alma dilatada de felicidad, y yo siento sus vibraciones. Me imagino que es por eso por lo que estoy contenta siempre en estos días (LAFORET y FORTÚN: 2017, 41).
Cita a varias amigas: Carmen Conde, Julia Minguillón, Josefina Carabias… y, como en esa temporada escribía un nuevo libro de Celia, le pregunta cómo cría y educa a sus hijos. Y es la primera carta en la que se despide de un modo elocuente para el objeto de este artículo: “Rezo por ti y por los tuyos todos los días” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 47).
En esta conversación epistolar se ve cómo, poco a poco, comienza a arraigar una amistad entre las dos amigas, cada vez más afectuosa y profunda. Carmen escribe a Elena:
… Querida Elena, ¡qué pena me da que no estés en Madrid para hablar contigo algunos ratos! Me gustaría muchísimo que un día cogieras el avión y te pasaras aquí unas vacaciones, aunque fueran cortas… Pero tú odias Madrid tal como es ahora… Quizá nos podríamos encontrar en otra parte… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 49).
En carta del 10.2.1951. Elena Fortún, después de hablar de que se ha matriculado en un curso de Filosofía en la Balmesiana, porque “andaba yo un poco descentrada y creí que necesitaba un baño de transcendentalismo”, pero no le había gustado, le cuenta también los libros que está escribiendo y concluye: “¿Sabes? Rezo por ti todos los días. Ya me he acostumbrado a hacerlo y tengo la seguridad del resultado” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 53).
En cartas posteriores, Carmen Laforet le cuenta a su amiga Elena los avances en la novela La Isla y los demonios, ambientada en las Islas Canarias:
Ahora siento cierto placer al ver que la novela va saliendo. En ella van muchas cosas que yo miré en mi adolescencia. Piedras y luces y mares… Los seres humanos que intento dibujar son inventados, y las circunstancias, todas. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 57).
Manifiesta su preocupación porque Elena Fortún ha sido hospitalizada. Y expresa cómo su amistad ha ido ahondándose y cómo ve a su amiga, como una madre:
En cierta manera, yo, querida, me siento hija tuya. He pasado muchos años de mi vida hablándote. Quisiera hacer algo por ti […] No pienses nunca que estás sola. Piensa alguna vez en mí, como yo hacía de chiquilla, cuando te hablaba sin haberte visto nunca y te contaba mis pequeñas cosas (LAFORET y FORTÚN: 2017, 58).
En una carta posterior, sin fecha, pero por el contenido, de estos días, insiste:
Me gustaría que de cuando en cuando pensaras: ‘Conozco a una mujer, más joven que yo, que hace una vida casi monástica, trabaja, lee, se ocupa de sus hijos, no frecuenta la sociedad en absoluto y quiere con mucha ternura a su marido…, pero a esta mujer le hace mucha falta hablar conmigo de cuando en cuando. Le hace una falta enorme; hay muchas cosas que me quiere preguntar, otras que quiere explicarme, y solo a mi’. Esta persona, ya lo sabes, soy yo. […] Hazme el favor de curarte (LAFORET y FORTÚN: 2017, 59).
En carta de 24.6.1952 Carmen Laforet le habla a Elena Fortún, como en todas, de sus hijos (también porque su amiga se lo había pedido: le ayudaba a rezar por su familia y a escribir), y del sufrimiento al escribir su novela, como a todo artista:
Yo estoy sumergida en cuartillas, desesperada porque todo va despacio, y más desesperada todavía porque todo esto me parece inútil. ¿A quién la van a importar las aventuras de Marta Camino? Yo creo que a nadie. Y a mí, al fin, me está aburriendo. Sin embargo, no puedo dejar de hacer el libro lo mejor que yo sepa, y por eso, lo cuido contra toda mi impaciencia, y contra todo mi desaliento. […]. [Y después de hablar de sus hijas, concluye]: Yo no quisiera de ninguna manera que salieran artistas; que no tengan esa terrible carga de crear, aunque sepan que no vale nada lo que hacen… Esta manía espantosa que a mí me amarga la vida (LAFORET y FORTÚN: 2017, 61).
La siguiente carta de Elena Fortún a Carmen Laforet es ya desde el Sanatorio Puig de Olena, en Centellas (Barcelona), y está fechada el 4.7.1951. Cuenta que estuvo a punto de morir y cómo la sacó adelante Carolina Regidor, una amiga, enfermera, que fue novia de su hijo, y a la que había confiado sus últimas voluntades y qué hacer con sus pertenencias y papeles. Relata una mala experiencia con el buen sacerdote que le fue a administrar los últimos sacramentos; desde luego, si fue así, el consejo que le da refleja poca empatía y misericordia, a la que llama la Iglesia Católica, y ahora el Papa Francisco a todos los sacerdotes, en especial en el trato con los enfermos y con los que se acercan al sacramento de la confesión: que expresen lo que significa: un encuentro lleno de ternura con Jesucristo, un abrazo misericordioso de Dios Padre. Y respecto al consejo médico que le da, es completamente inoportuno: a un enfermo se le ha de aliviar el dolor con todos los remedios médicos adecuados: viene a cuento aquí el cristiano consejo de san Josemaría Escrivá de Balaguer: “El dolor físico, cuando se puede quitar, se quita; ¡bastantes sufrimientos hay en la vida; y cuando no se puede quitar, se ofrece” (Cita en HERRANZ,1976: 153). Se ha criticado la visión cristiana del dolor y el sufrimiento, como si fuera querido y buscado en sí mismo, cuando no es cierto: la visión cristiana defiende la lucha del hombre de todas las épocas por avanzar en las terapias para curar, y si no se puede, aliviar el dolor en todas sus formas. La Iglesia Católica goza de una larga experiencia en la creación de hospitales, de santos que fundaron instituciones dedicadas a la salud, esfuerzo sostenido hasta la actualidad. A la vez, con realismo y sabiduría, sabe que el hombre nunca podrá erradicar del todo el dolor y el sufrimiento y busca darle un sentido al que no puede evitarse (Una síntesis muy elocuente y significativa sobre esta materia en San JUAN PABLO II. Carta Salvifici doloris: 1984).La carta dice:
El día 11 del pasado creí morirme. Las señoras de la casa donde vivía en Barcelona se asustaron mucho y llamaron a un sacerdote de la parroquia. […] El primero que llegó fue el sacerdote. Le pregunté si creía que me iba a morir enseguida y me dijo que sí. Luego le pedí que rezara para que Dios me diera una muerte fácil porque estaba sufriendo mucho, y a eso me dijo que no lo haría porque los sufrimientos de la muerte me evitarían algunos en el Purgatorio. Si es verdad, me parece horrible, y si no es verdad me parece horrible también. Luego me dio la comunión, a la que asistieron todos los de la casa y las señoras con velas encendidas (LAFORET y FORTÚN: 2017, 63).
Le contesta en seguida Carmen Laforet manifestando su pena y afirmando:
No, querida, no te vas a morir, por fortuna, cuando uno sufre tanto y se da cuenta de ello como tú, eso no es la muerte. Yo creo que Dios es más piadoso que los hombres y que la mayoría de los curas (LAFORET y FORTÚN: 2017, 65).
En esta y en cartas anteriores, Carmen Laforet habla de los avances y retrocesos en la escritura de la novela y en sus estados de ánimo sobre ella:
Ahora escribo muy deprisa. Dentro de unos días todo habrá terminado (este maldito trabajo). No creas que tengo miedo a la crítica, sino a la mía propia. Me salía todo horrible, no sé por qué… Ahora ya parece que va mejor, pero el libro apenas será pasable. Yo lo he hecho todo lo bien que he podido, y nada más… Tampoco creo que mi literatura tenga nada de particular para las gentes. Solo que para mí misma es un trabajo que me arrastra, me desespera, y me causa alegrías. Es como un enamoramiento, ¿sabes?...Esto no es malo (LAFORET y FORTÚN: 2017, 71-72).
En la contestación a esta carta, Elena Fortún manifiesta el 1.11.1951 lo mal que está de salud y la gran escritora que es. Véase el párrafo con el que se despide:
Hoy está nublado. Aquí las nubes no vienen de arriba, sino que brotan del bosque y van separándose de los pinos con esfuerzo, como si se arrancaran. De pronto, todo el bosque se exalta, como si brotara de él su alma, y una masa blanca se adelanta hacia mi ventana, dejándome dentro de una nube. Ocurre casi todos los días y a veces, varias veces. Al fin, sale el sol, y todo se hace oro (LAFORET y FORTÚN: 2017, 74).
José Ignacio Peláez Albendea en dialnet.unirioja.es/
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