José Mª Martí

5.       Democracia y malestar social

          5.1.    ¿Con la democracia tiene la persona y la sociedad todo ganado?

Comenzamos con una reflexión inquietante: «qué razón, que causa prudente hay para sentir orgullo de la grandeza y de la extensión del Imperio, cuando eso no puede demostrar que los hombres sean felices, siempre en guerra, siempre empapados en sangre humana, la de sus conciudadanos o sus enemigos, siempre en un terror tenebroso o en una pasión sanguinaria, aunque su alegría es comparable al estallido frágil del vidrio, al que vemos quebrarse bruscamente y temblamos» [147].

Que la democracia no es, por sí sola, la panacea a las desviaciones del corazón humano, ni cubre todos sus afanes [148] o, más sintéticamente, que «las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan» (Spe salvi, 25), lo demuestra el hecho de que: «también en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos [humanos]» [149]. Aparte del escándalo del aborto, se constata el alejamiento de estos sistemas del bien común. Sus decisiones están mediatizadas por el rédito electoral o la codicia de algunos. Ello genera desconfianza y apatía [150].

No obstante, la política cae en la autosuficiencia y se parapeta tras un modelo social materialista. Éste, como el Marxismo, niega autonomía a la moral y al Derecho. Tampoco se la reconoce a la cultura y a la religión [151]. «En los países desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios al provocar de manera desenfrenada los instintos y las tendencias al goce inmediato, lo cual hace difícil el reconocimiento y el respeto de la jerarquía de los verdaderos valores de la existencia humana» [152]. Ya se advertía que «las amenazas contemporáneas a la libertad son más escurridizas» [153]. El género de vida actual, superficial y vertiginoso, oculta mucho sufrimiento (aislamiento, soledad, falta de sentido o significatividad, miedo, adicciones, etc.) [154] La postura elusiva, en su inhumanidad, confirma el fracaso colectivo [155].

          5.2.    Síntomas preocupantes de insatisfacción o desarraigo

En la actual coyuntura, el poder político contempla impotente el desarraigo y el desapego, en el tejido social. Los organismos oficiales camuflan, con formalidades, la pobreza. Tratan de comprar el descontento a cambio de una renuncia a los grandes ideales. La democracia goza de prestigio teórico, mas su práctica está devaluada. No siempre se dirige al servicio público [156]. La desviación e ineficacia política crea desazón y sentimiento de orfandad. Aunque, en el fondo, este estado de ánimo refleja, más que un desengaño, una carencia vital. ¿La democracia la ha provocado, o, por el contrario, le busca remedio? En esta hipótesis, ¿dónde puede encontrar la solución?

El desarraigo tiene mucho que ver con las crisis matrimoniales y de convivencia. Uno de cada 6 hogares en España es un hogar solitario. Sin embargo, el porcentaje aún dista de países como Alemania, en el cual un tercio de los hogares (37%) son solitarios [157]. Ahora casi 3 millones de españoles (2.857.737 personas) viven solos [158]. La situación se correlaciona con el descenso drástico de la nupcialidad («pasando de ser 5,37 en el año 2000 a ser apenas el 4,23 en el 2008» [159]).

En España de 2000 a 2006 la ruptura matrimonial se ha incrementado en un 42,5%. El ritmo acelerado de divorcios en 2007 convirtió a España, junto con Bélgica, en el país de la UE27 con mayor tasa de rupturas/matrimonios. En números absolutos Alemania, Reino Unido, Francia y España eran los países con mayor número de divorcios (UE 27) [160]. En 2008 se produjeron más de 118.000 rupturas al año, con un crecimiento del 28% en los últimos 10 años. La conflictividad se redujo en 2009, año en que el número de rupturas fue de 18.500, una caída del 13,5% [161]. Ello frenó la tendencia destructiva. En España, por cada tres matrimonios que se forman, se rompen dos. Pero en la Comunidad Canaria ya se producen más rupturas que matrimonios [162].

Con la desestructuración aumentan los atentados a la propia vida. Sobre el suicidio, asunto tabú en nuestra sociedad, han alertado las instituciones europeas a sus Estados miembros. El Consejo de Europa aprobó la Resolución 1608 «El suicidio de niños y adolescentes [de 11 a 24 años] en Europa: un grave problema de salud pública» (Aprobada por la asamblea Parlamentaria el 16 de abril de 2008) [163].

La Unión Europea también reaccionó al elevado número de suicidios juveniles, en la Resolución del Consejo y de los Representantes de los Gobiernos de los Estados miembros, relativa a la salud y al bienestar de los jóvenes (2008/C 319/01) (20 noviembre 2008) [164]. En España, el suicidio ha pasado a ser, tras el descenso de las muertes por accidente de tráfico, la primera causa de muerte no natural (3.421 personas fallecidas) [165]. También la droga, la pornografía y otras formas de consumismo denotan el vacío espiritual [166]. Son conductas que generan violencia y vulnerabilidad.

La sociedad, aparentemente con muchos medios (técnicos, culturales, económicos, etc.), sin embargo, vive acongojada. Es deficitaria en respuestas ante las crisis (catástrofes, interrogantes de los jóvenes, privación, etc.). «En cierto sentido, la sociedad occidental, sólo encuentra un camino para resolver el dolor y el sufrimiento, el químico» [167]. Incluso las instituciones sanitarias, se avergüenzan de la fragilidad humana (que no cubre el estándar de calidad) [168]. Falta solidez, todo se limita al bienestar [169]. Mas «poner al bienestar y al placer como metas absolutas y decisivas de la conducta es un grave error, ya que la mejor de la trayectoria persona (sic) está surcada de problemas, luchas, fracasos de distinto signo» [170].

6.       La pista falsa del laicismo

          6.1.    En qué consiste el laicismo

Visto que la política no resuelve los problemas de satisfacción y de construcción de la comunidad, ¿lo hará el laicismo? Nos detenemos en él para comprobar que es una pista falsa que enrarece la situación. Por el contrario, la familia y las confesiones religiosas que aquél margina sí contribuyen al proyecto de cohesión social.

La secularización, en cuanto que postula la desaparición de la religión, no es más que el propósito o la quimera de algunos. Carece de base fáctica. Es la hipótesis de construcciones ideológicas decimonónicas [171]. La religión no ha disminuido. En un período del siglo XX, que culminó hacia 1967, se creyó firmemente en ello. Mas luego, a partir de 1979, se produjo una reacción de signo inverso [172]. Existen dos excepciones a la constante religiosa. «Una sociológica y la otra geográfica. La excepción sociológica es la élite cultural transnacional, que consiste fundamentalmente en gente con una educación elevada de estilo occidental, sobre todo en humanidades y ciencias sociales [...]. La excepción geográfica es Europa central y occidental» [173]. Otra cosa es la acomodación de la religión a la sociedad actual. En ella todo vínculo –incluido el religioso– pierde espesor y deviene líquido [174]. De ahí resulta la orfandad aludida. Aprovechando el clima ideológico, el laicismo busca forjar nuevos vínculos, reemplazar a la familia. A ésta la mira con recelo, como institución periclitada [175]. En el siglo XVIII algunos philosophes, partidarios del despotismo ilustrado, veían en la familia una trinchera de ideas oscurantistas las cuales, a través de la educación, se perpetuaban. Esto influye en la organización política que compite con la familia en su papel de célula primaria y vertebradora del pueblo.

Ahora se construye la sociedad, de acuerdo a las categorías de pensamiento de la Modernidad, sobre la nación y el Estado [176]. Una mal entendida laicidad intenta refundar la ciudad sobre la negociación, el diálogo, la tolerancia [177], el consenso, el pluralismo, etc. El Presidente del Gobierno español entiende la política al margen de la lógica, y como sólo vale «la discusión sobre diferentes opciones sin hilo conductor alguno que oriente las premisas y los objetivos, entonces todo es posible y aceptable, dado que carecemos de principios, de valores y de argumentos racionales que nos guíen en la resolución de los problemas» [178]. El Estado, imbuido de laicismo, vuelve la espalda a cualquier compromiso con la verdad. Expulsa del espacio público, o absorbe –a través del naturalismo ruosseauniano [179] o del sociologismo de Durkheim [180]–, a las religiones. El laicismo niega utilidad a la religión, pues, la tiene por nociva (dogmática). Con ello cierra la vía al intercambio enriquecedor [181].

Francia sintetizó la mística de la República en la fórmula: Liberté, egalité, fraternité [182]. Era un programa alternativo al del Cristianismo, situado en el mismo plano que su mensaje. «I sostenitori di questa idea di laicità fondabano l’identità di un popolo o di una nazione sulla condivisione di alcuni valori universali e astratti capaci di abbraciare tutti i cittadini a prescindere dalle loro appartenenze religiose, culturale, etniche o razziali» [183]. Lo que está en juego, en la laicidad contemporánea, es más que las relaciones Iglesia-Estado, la cuestión de la identidad [184]. A esto apunta el Anteproyecto de Ley «para una nueva ciudadanía y para la igualdad de mujeres y hombres» del Departamento de Acción Social de la Generalidad catalana [185].

El laicismo es el núcleo aglutinador de «un nuevo pacto para la convivencia» [186]. A partir del Estado laico se conforma la idea de ciudadanía o patriotismo. Es un rasgo identitario (fuerte) [187] que inserta en una comunidad, con valores y pautas de conducta establecidas por la moral pública (obligatoria) [188]. Una nueva fórmula sustituye a la que rigió en el siglo XVI, a saber, cuius regio eius non-religio [189]. El Estado, obsesionado con excluir lo religioso de su extenso campo de acción [190], se ha convertido en ideocrático [191]. Ha transformado una libertad negativa: a tener una fe u otra o a no tener ninguna, como decisión personal, sin ninguna presión externa (arts. 14 y 16.1 de la Constitución), en positiva: la de excluir en la vida pública la presencia de comportamientos de connotación religiosa [192]. «Hoy, si existe un cierto confesionalismo, me parece más laico que religioso» [193]. Por algo se ha equiparado, la «izquierda pos-marxista», presente y operativa en el Mayo francés del 68, con una «religión política» que gira alrededor de lo anti-occidental [194].

El ciudadano ya no es reflejo de su libertad y sociabilidad ontológica, sino de la adscripción a una comunidad política concreta [195]. Se le exige la comunión espiritual –«consenso asumido»– con el denominado patriotismo constitucional (Habermas). Paradójicamente, la coartada para imponer los rasgos ideológico-identitarios que lo nutren [196] es propiciar «un ámbito donde el derecho de libertad de conciencia pueda ser ejercido de la manera más plena en una sociedad pluralista» [197].

          6.2.    Las carencias del laicismo. La neutralidad y el pluralismo

El laicismo fuerza el orden democrático. Cuenta con un trabado armazón ideológico de aversión a lo religioso y de cultivo del relativismo dogmático. Su objetivo es implantarlo a costa de los usos sociales. Para ello se posesiona de los resortes del poder: legislación, burocracia, subvenciones, presión mediática, etc. Aunque las estructuras políticas sean democráticas su uso no puede ser más contrario a la libertad. El laicismo sacrifica el ejercicio de la conciencia [198] y la circulación de ideas, preconizado por la UNESCO [199] y nuestro Derecho [200]. El estilo pragmático del laicismo, receloso de la verdad y la libertad, es síntoma de totalitarismo [201]. «Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» [202]. Allí triunfa la fuerza del poder y los derechos fundamentales quedan a su arbitrio, es decir, sin contenido.

Descendiendo a los detalles el laicismo beligerante no es compatible con la neutralidad de los poderes públicos. Ésta es una característica de nuestra democracia, que no es militante, como recuerda la sentencia del Tribunal Constitucional 235/2007 [203]. A la neutralidad se refieren, entre las más destacadas, las sentencias: 5/1981, de 13 de febrero, 24/1982, de 13 de mayo y 177/1996, de 11 de noviembre. Ésta afirma que la neutralidad del Estado «en materia religiosa se convierte de este modo en presupuesto para la convivencia pacífica entre las distintas convicciones religiosas existentes en una sociedad plural y democrática» (FJ 9º in fine). También el auto 359/1985, de 29 de mayo, ofrece una rica doctrina en materia de enseñanza reglada. Cuando no se respeta la neutralidad, «la laicità diviene parte tra le parti, perdendo quel carattere di espressione sintética di valori universali» [204]. Para no desnaturalizarse, la laicidad no debería traspasar las lindes de los derechos humanos [205].

El laicismo beligerante tampoco respeta el pluralismo. Éste reclama una laicidad instrumental. De él, dice la citada sentencia del Tribunal Constitucional 235/2007 que: «El valor del pluralismo y la necesidad del libre intercambio de ideas como sustrato del sistema democrático representativo impiden cualquier actividad de los poderes públicos tendente a controlar, seleccionar, o determinar gravemente la mera circulación pública de ideas o doctrinas» (FJ 4º) [206]. El pluralismo hace posible la convivencia de una sociedad heterogénea en libertad. Cuando no se respeta el pluralismo se tergiversa la opinión pública. «Los individuos pueden empezar a perder confianza en su propia capacidad de emitir juicios, especialmente si su razón les lleva a conclusiones diferentes de las del consenso democrático» [207].

El pluralismo permite sostener posturas molestas para el poder. La sentencia de 7 de diciembre de 1976 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Handyside c. Reino Unido lo explica. «La libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de tal sociedad, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de los hombres. Al amparo del artículo 10.2 del Convenio es válido no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una “sociedad democrática”» (FJ 49º).

7.       Restablecer una democracia sana con la contribución religiosa

          7.1.    Insuficiencia de la política para hacer frente al desarraigo

La política no es suficiente para aunar voluntades. El Estado no puede ni crear ni suplir, con su regulación, las bases de la convivencia. Su sólo impulso no basta para que funcione la comunidad. El «patriotismo constitucional» es insuficiente [208]. Existe un humus (natural, cultural, histórico), en el que se asienta el Estado, por cuya subsistencia debe velar. «El Estado liberal secularizado vive de presupuestos que el mismo no puede garantizar» (Böckenförde) [209].

La Recomendación 12 (2002) del Comité de Ministros del Consejo de Europa, sobre la educación para la ciudadanía democrática, muestra preocupación y cierta impotencia, «por la creciente apatía política y civil y la falta de confianza en las instituciones democráticas, y por el aumento de casos de corrupción, racismo, xenofobia, nacionalismo violento, intolerancia ante las minorías, discriminación y exclusión social, elementos que representan todos ellos una importante amenaza a la seguridad, estabilidad y crecimiento de las sociedades democráticas». De igual modo evidencia el problema del desarraigo la práctica de los países europeos de establecer un compromiso, con quienes a ellos se incorporan, que preserve su identidad histórica. Según el modelo francés, se elaboran contratos, declaraciones o manifiestos, que condicionan la entrada, con idea de permanencia, del inmigrante [210].

El laicismo no es capaz de entusiasmar [211]. Ferrari ha profundizado en el fenómeno de la globalización. Él ve, en las confesiones religiosas, la mayor fuerza de cohesión en la coyuntura actual y el desarraigo de la inmigración.

«Dopo il declino delle grande ideologie secolari, le religioni sembrano infatti essere rimaste le sole a sapere parlare “il linguaggio pubblico delle politiche di identità” enonostante le loro fragilità e le ambigüetà interne– a sapere fornire un senso di apartenenza e una chiave interpretativa della realtà» [212]. Idea reiterada por Negro: «La religión es el vínculo social más eficaz en tanto contribuye decisivamente a la formación del êthos que da sentido a la convivencia» [213].

Freud, en su opúsculo El malestar en la cultura (1930), intuyó que: «ese ser-uno-con-el-todo [del sentimiento oceánico], implícito en su contenido ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce en el mundo exterior» [214]. El hombre, sin soportes, se resiente de inconsistencia. Es la cultura del gran vacío, representada por Milan Kundera, autor de La insoportable levedad del ser [215]. Allí el ser se difumina, se licua [216]. Analizar este contexto desborda, por su complejidad, nuestro trabajo [217]. Sugerimos simplemente que, también aquí, la relación democracia-religión puede ser fecunda.

La Declaración de la UNESCO sobre diversidad cultural (2002), destaca la importancia de incorporar a la vida social el patrimonio espiritual de los pueblos [218]. «En nuestras sociedades cada vez más diversificadas, resulta indispensable garantizar una interacción armoniosa y una voluntad de convivir de personas y grupos con identidades culturales a un tiempo plurales, variadas y dinámicas. Las políticas que favorecen la integración y la participación de todos los ciudadanos garantizan la cohesión social, la vitalidad de la sociedad civil y la paz» (art. 2).

          7.2.    La religión como aliada

Tocqueville contraponía la democracia despótica, reflejada en la Francia revolucionaria, a la liberal, vigente en EE.UU. Ésta se caracterizaba por contar con controles internos –independencia del poder judicial– y, sobre todo, una sociedad civil fuerte –libertad de prensa y de asociación política– [219], preservada por la subsidiariedad. En el espíritu de libertad, gestionar con responsabilidad los asuntos propios, residía la superioridad de los EE.UU. [220]. Ahora bien, ¿de dónde viene el aprecio a la libertad? De las costumbres o estilo de vida, muy especialmente, de la religiosidad del pueblo [221]. No por azar en los Estados Unidos de América concurren «lo spirito di religione e lo spirito di libertà» [222]. Por contraste, el laicismo agresivo, su ataque despiadado a las instituciones religiosas, verbigracia, a cuenta de la pederastia, puede comprometer la libertad colectiva al socavar uno de sus principales resortes [223].

La religión contribuye a fijar los límites del ejercicio de la autoridad. Además, ante la sociedad, desempeña un papel complementario. La religión estimula a no descuidar las aspiraciones inmateriales y es un antídoto frente a la somnolencia del despotismo dulce. Las religiones son factores de humanización. Concretamente la Iglesia católica, testigo del orden natural y la dignidad del hombre, ayuda a la sociedad y a su mejor organización. Según el Consejo de Europa: «La religión –a través de su empeño moral y ético, de los valores que propugna, de su enfoque crítico y de su expresión cultural– es una válida compañía de la sociedad democrática» [224]. La Iglesia previno proféticamente contra los peligros del racionalismo abstracto y utópico [225]. Ella fue, «pese a las muchas debilidades humanas, el polo de oposición contra la ideología destructiva de la dictadura nazi; ella había permanecido en pie en el infierno que había devorado a los poderosos, gracias a su fuerza proveniente de la eternidad» [226]. Asimismo, alentó la sed de justicia de los trabajadores polacos de Solidarnosc, frente al socialismo real [227].

Esto se realiza a través de las relaciones familiares que transmiten la raíz espiritual de la persona. Como supo descubrir el Islam cuyo Derecho de familia constituye el eje de la Sharia [228]. Por eso el artículo 8 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales (4 noviembre 1950) habla de la autonomía cultural en el ámbito privado y familiar. Asimismo, según la Convención de los Derechos del Niño (20 noviembre 1989), «los Estados Parte convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a: [...] c) el desarrollo del respeto de los padres del niño, de su propia identidad cultural, de su idioma y de sus valores [...]» (art. 29.1).

8.       Conclusiones

El primer punto abordado en estas páginas miraba a redimensionar la democracia en vistas a que fuese sana. Incluso a analizar sus presupuestos. Esto daría lugar a algunas preguntas. ¿Qué persona ha de tener en cuenta el sistema democrático para servirle (cfr. art. 10.1 CE)? Si es el bien común el que garantiza una convivencia humana, ¿se recurre a él como criterio para el buen funcionamiento de la institución democrática? Si así fuese y el bien común condicionase la democracia, ésta no podría olvidar la dimensión trascendente de la existencia, reflejada en la conciencia [229]. Contar con ella es personalizar el proyecto vital y el social. Si respeta el fuero interno la comunidad política se humaniza. La apertura al Absoluto, la respuesta a una vocación de crecimiento, es el motor del corazón humano, también en sus empresas colectivas [230].

La pretensión de Comte, que «los siervos de la humanidad» expulsen «a los siervos de Dios», «arrancándolos de raíz de cualquier control sobre los asuntos públicos, en cuanto que son incapaces de ocuparse verdaderamente de tales asuntos o de comprenderlos con propiedad» [231], es injusta y suicida. Aunque hoy siga latiendo en nuestros políticos que descalifican a quienes participan en la res publica en cuanto hombres religiosos [232]. Para el Presidente del Gobierno (6 marzo 2010), «sólo la hipocresía o el intento de convertir determinadas convicciones religiosas en normas cívicas universales», permiten negar la necesidad de la norma que amplía el aborto.

Benedicto XVI denunció este proceder, ante la Organización de las Naciones Unidas. «Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos [...]. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social [...]. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto –expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona» [233].

Una posición excluyente como ésta no es propiamente laicidad, entendida como neutralidad [234], sino cristo-fobia. Las religiones son las mejores garantes de una correcta orientación de la acción política. Ellas se dirigen a la intimidad del hombre y velan por su desarrollo integral. La democracia también puede tener a la religión por aliada, en cuanto que complementa y sostiene su labor. La religión forma parte de la rica diversidad de la sociedad civil [235] y refuerza su autonomía frente al poder. Éste es el germen de los derechos fundamentales, como espacio libre de interferencias (cfr. art. 16 de la Constitución). De otro lado, la religión suministra a la sociedad aquello sobre lo que la organización política no es competente. De ahí la importancia de que no se entorpezca su concurso oportuno en la vida de las personas. El Cristianismo, ha propiciado, desde la noción de justa autonomía del orden civil, la colaboración de ambas potestades.

Por último parecería adecuado valorar, con las premisas anteriores, un sistema democrático dado [236]. Y ello tanto para estudiar la calidad de su democracia [237] cuanto para ver sus frutos en cohesión y bienestar social. Baste ahora señalar la presión laicista [238], como un riesgo grave contra el ideal de equilibro que hemos sostenido. Democracia y religión sí, en beneficio de la persona y de un futuro mejor.

José Mª Martí en unav.edu/

Notas:

147       SAN AGUSTÍN, Ciudad de Dios, libro IV, cap. IV. 3.

148       Cfr. C. CORRAL, «El animal infinito», la paradoja del ser humano: la de su finita infinitud», en Análisis digital, 8 abril 2010.

149       Centesimus annus, 47.

150       Cfr. Centesimus annus, 47.

151       Cfr. Centesimus annus, 19 in fine.

152       Centesimus annus, 29.

153       S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 23.

154       Reflejada en canciones como A day in the life de los Beatles, cfr. «El talento de John Lennon y el absurdo de la vida», en Blog Presente y pasado-Pío Moa, en Libertad Digital, 11 mayo 2010.

155       Cfr. Spe salvi, 37-38.

156       Cfr. INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS RELIGIOSAS A DISTANCIA  «SAN AGUSTÍN», Educación Sociopolítica. Ámbito Sociopolítico, Madrid 2007, pp. 149-151.

157       Se acentúa el vaciamiento de los hogares españoles. En apenas 25 años (1981-2007), el tamaño medio ha perdido un miembro, pasando de ser 3,5 miembros por hogar en 1981 a apenas 2,74 miembros por hogar en el 2007. Disminuyen drásticamente los hogares numerosos pasando del 29% de los hogares en 1980 a tan sólo el 7,3% en el 2007. Actualmente sólo hay 1.181.498 hogares numerosos. Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 73.

158       La mitad de estos hogares solitarios (1.420.578 personas) lo componen personas mayores de 65 años. Cfr.  INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p.73, en http://www.ipfe.org/documentacion.htm (consulta: 18 septiembre 2010).

159       Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 51.

160       Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe Evolución de la Familia en España 2007, en http://www.ipfe.org/Informe_Evolucion_de_la_Familia_en_Espana_2007_def.pdf (consulta: 18 septiembre 2010). Fuente: Instituto Política Familiar a partir de datos de Eurostat y fuentes nacionales.

161       Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 59.

162       INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 62.

163       Cfr. J. CAÑELLAS GALINDO, «El suicidio en los jóvenes europeos», en http://www.xnjaumecaellas_ghb.com/El_%20Suicidio_en_%20los_%20jovenes_Europeos.html (consulta: 18 septiembre 2010); e IDEM, La necesaria crisis «estructurante» de la adolescencia, en http://www.protomedicos.com/2008/05/22/lanecesaria-crisis-estructurante-de-la-adolescencia/ (consulta: 18 septiembre 2010).

164       «Acuerdan que: 4. debería concederse una atención especial a la salud mental de los jóvenes, en particular fomentando una buena salud mental, especialmente a través de las escuelas y del trabajo de los jóvenes, y a la prevención de las autolesiones y del suicidio».

165       Según el INE: «“el suicidio se situó en 2008 como la primera causa externa de defunción, con 3.421 personas fallecidas, cifra similar a la de 2007”. Por sexo, la mortalidad por suicidio fue mayoritariamente masculina (el 22,6% fueron mujeres). En total, el año 2008 se produjeron en España 386.324 defunciones». Cfr. «Por encima de los accidentes de tráfico. El suicidio es ya la primera causa de muerte no natural en España», en Análisis Digital, 2 febrero 2010.

166       Cfr. Centesimus annus, 36.

167       J. M. LÓPEZ-IBOR ARIÑO, «Drogas», en Guía práctica de Psicología, J. A. Vallejo-Nágera (dir.), 8ª ed., Temas de hoy, Madrid 1992, p. 632.

168       Cfr. M. GONZÁLEZ BARÓN, «La dignidad del enfermo y el respeto a la debilidad», en ABC, 25 marzo 2010.

169       Cfr. J. M. LÓPEZ-IBOR ARIÑO, «Drogas», p. 633. Además, cfr. Mater et magistra, 213.

170       E. ROJAS, «En busca de la felicidad», en El Mundo, 29 enero 2010.

171       Cfr. The Secularization Debate, W. H. Sawtos, Jr. y D. A. Olson (eds.), Rowman and Littlefield Publishers, Inc., Lanham-Boulder, New York-Oxford 2000; e I. SOTELO, «La persistencia de la religión en el mundo moderno», en AA.VV., Formas modernas de religión, Madrid 1996, pp. 38-54.

172       Cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», en Algunas cuestiones controvertidas del ejercicio del derecho fundamental de libertad religiosa, I. Martín Sánchez y M. González Sánchez (coords.), Fundación Universitaria Española, Madrid 2009, pp. 55-56.

173       P. L. BERGER, «Globalización y religión», en Iglesia viva, 218, abril-junio 2004, p. 71; y R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 59-60.

174       Entre muchos, cfr. K. DOBEELAERE, «La secularización: teoría e investigación», en Religión y política en la sociedad actual, pp. 17 y ss.; A. CANTERAS MURILLO, «La muta religiosa», en El fenómeno religioso..., pp. 153 y ss.; y E. BERICAT ALASTUEY, «Presentación», en ibíd., p. 11.

175       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 290-291.

176       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 241.

177       Cfr. P.  E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, p. 182; y P.  ORTEGA RUIZ, La educación para la convivencia en una sociedad plural, pp. 11 y ss.

178       J. L. RODRÍGUEZ ZAPATERO, «Prólogo», en J. SEVILLA, De Nuevo Socialismo, Crítica, Barcelona 2002.

179       Cfr. J. J. ROUSSEAU, La profesión du foi du vicaire savoyard, GF-Flammarion, 1996, pp. 97-103; y comentario en M. FOESSEL, La religión, GF Flammarion, Paris 2000, pp. 162-168.

180       Cfr. A. ALONSO RODRÍGUEZ, «Las formas elementales de la vida religiosa en Durkheim. Una metafísica de la inmanencia», en Arbil, 115, febrero 2008; y M. FOESSEL, La religion, pp. 76-77.

181       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 320, 324. «Senza escludere che esista una verità, lo Statu laico dichiara la propria incompetenza ad acertarla e lascia questo compito di definizione e proposizione dei valori “ultimi” a una serie di “agenzie” (tra cui le religioni) che agiscono in regime di pluralismo e da cui la legislazione statale può essere influenzata ma non “confiscata”» (ibid., p. 326). Sobre la laicidad sana o positiva, cfr. Á. LÓPEZ - SIDRO LÓPEZ, «La sana laicidad en el actual discurso de la Santa Sede», en Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 18, octubre 2008 (RI § 406967).

182       Con esta inspiración, cfr. J. OTAOLA, Laicidad. Una estrategia para la libertad, Bellaterra, Barcelona 1999, pp. 9-10; 11 y ss.; 119-120; 125, y 149-151.

183       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», p. 321.

184       Cfr. S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 313 y 316. Más desarrollado en C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista».

185       Cfr. «Profesionales por la Ética denuncia que la Generalitat “quiere imponer los planteamientos de la ideología de género y del feminismo radical”», en Análisis Digital, 9 abril 2010.

186       M. LEMA TOMÉ, Integración. Identidad y ciudadanía, Marcial Pons, Madrid-Barcelona 2007, p. 197.

187       Cfr. S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 323 y 325.

188       Los «valores comunes», en una acepción determinada, cfr. M. LEMA TOMÉ, Integración. Identidad y ciudadanía, pp. 205-210; y P. ORTEGA RUIZ, La educación para la convivencia en una sociedad plural, pp. 15-18.

189       Cfr. A. OLLERO, Un Estado laico..., pp. 73-86. Sobre el laicismo, como, «concepción de la vida», cfr. ibíd., p. 16.

190       Sobre la cristianofobia, cfr. «El libro negro de la cristianofobia. Zenit.org Entrevista al autor, Renè Guitton», en Zenit.org, 17 marzo 2010.

191       Cfr. R. NAVARRO-VALLS, «Neutralidad activa y laicidad positiva», en A. RUIZ MIGUEL y R. NAVARRO-VALLS, Laicismo y Constitución, Mª I. de la Iglesia (ed.), Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid 2009, pp. 114-116.

192       Cfr. A. OLLERO, Un Estado laico..., pp. 118-124.

193        L. PRIETO SANCHÍS, «Religión y política. (A propósito del Estado laico)», p. 137. A continuación explica esta apreciación y juicio.

194       Cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, pp. 163 y ss., particularmente pp. 177-190.

195       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 282-283.

196       Cfr. Manifiesto del PSOE con motivo del XXVIII aniversario de la Constitución: Laicidad y Educación para la ciudadanía (diciembre 2006).

197       M. LEMA TOMÉ, Integración. Identidad y ciudadanía, p. 210. La sumisión a estos valores es requisito sine qua non para dejar de ser súbdito. Cfr. ibíd. Con similares planteamientos, cfr. D. LLAMAZARES FERNÁNDEZ, «Educación para la ciudadanía, laicidad y enseñanza de la religión», en Laicidad y Libertades, 6 (2006).

198       Cfr. J. MIRÓ I ARDEVOL, «Los nuevos totalitarismos», p. 1107.

199       «Que una paz fundada exclusivamente en acuerdos políticos y económicos entre gobiernos no podría obtener el apoyo unánime, sincero y perdurable de los pueblos, y que, por consiguiente, esa paz debe basarse en la solidaridad intelectual y moral de la humanidad. Por estas razones, los Estados Partes en la presente Constitución, persuadidos de la necesidad de asegurar a todos el pleno e igual acceso a la educación, la posibilidad de investigar libremente la verdad objetiva y el libre intercambio de ideas y de conocimientos...» (Preámbulo, Constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Londres, 16 noviembre 1945).

200       Cfr. sentencia Tribunal Constitucional 235/2007, de 7 de noviembre, FJ 4º.

201       Cfr. Centesimus annus, 45.

202       Centesimus annus, 46.

203       «Por circunstancias históricas ligadas a su origen, nuestro ordenamiento constitucional se sustenta en la más amplia garantía de los derechos fundamentales [...]. Como se sabe, en nuestro sistema –a diferencia de otros de nuestro entorno– no tiene cabida un modelo de “democracia militante”, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución (STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7). Esta concepción, sin duda, se manifiesta con especial intensidad en el régimen constitucional de las libertades ideológica, de participación, de expresión y de información (STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 10) pues implica la necesidad de diferenciar claramente entre las actividades contrarias a la Constitución, huérfanas de su protección, y la mera difusión de ideas e ideologías» (FJ 4º).

204       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», p. 323. Si la laicidad fuerte se apropia del Estado para hacer valer sus propios valores, éste deviene el terreno de juego de las distintas ideas, jugador y árbitro. Cfr. ibíd., pp. 325-326.

205       Cfr. S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 323-325.

206       Sorprende, pues, la doctrina de las sentencias del Tribunal Supremo de 11 de febrero de 2009, sobre educación para la ciudadanía. Concretamente, aquella referida al recurso de casación nº 905/2008, cuando afirma: «No puede hablarse de adoctrinamiento cuando la actividad educativa esté referida a esos valores morales subyacentes en las normas antes mencionadas porque, respecto a ellos, será constitucionalmente lícita su exposición en términos de promover la adhesión a los mismos» (FJ 6º). La idea ha sido rebatida. El voto particular de Peces Morate, señala que la actitud de imposición de tales valores que considera lícita, implica un «adoctrinamiento en toda regla», porque el adoctrinamiento no viene determinado por el tipo de objetivos y contenidos de la acción educativa, sino por el modo en que ésta se lleva a cabo, sin respeto de la dignidad, inteligencia y libertad del menor, al que se exige no sólo el conocimiento y respeto de ciertos valores, sino la adhesión y asunción de los mismos a su comportamiento. Coincide también el voto particular de Campos Sánchez-Bordona. Prieto Sanchís, resume: «La tesis en cuestión equivale a decir que no hay riesgo de adoctrinamiento cuando la doctrina que se adoctrina es nuestra propia doctrina» («Objeción para la ciudadanía y objeción de conciencia», en Persona y Derecho, 60 [2009], p. 218). Además, cfr. STSJA de 15 de octubre de 2010, FJ5º.

207       S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 168.

208       Cfr. M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 109.

209       Cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural».

210       S. FERRARI, «Tra manifesto e contratto: la Carta dei valori, della cittadinanza e dell’integrazione degli immigranti in Italia», en Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, XXV (2009), pp. 469-489. Se detallan los diversos sistemas aplicados en las pp. 472 y ss.

211       Cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural».

212       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 315-316.

213       Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 71. Además, cfr. ibíd., p. 190.

214       El malestar en la cultura y otros ensayos, trad. R. Rey Ardid, Alianza, Madrid 2006, p. 22.

215       Cfr. J. Mª ROVIRA I BELLOSO, Fe y cultura en nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1988, pp. 43-48.

216       Expresión que acuñó Bauman, cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad...», pp. 730-736. Describe, complacido, el ambiente P. ORTEGA RUIZ, La educación para la convivencia en una sociedad plural, Espigas, Murcia 2010, pp. 23-26.

217       Cfr. J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, El suicidio hoy, Presentado en el Instituto Universitario de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid, 1985.

218       Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural (2 noviembre 2001): Comprobando que la cultura se encuentra en el centro de los debates contemporáneos sobre la identidad, la cohesión social y el desarrollo de una economía fundada en el saber, Afirmando que el respeto de la diversidad de las culturas, la tolerancia, el diálogo y la cooperación, en un clima de confianza y de entendimiento mutuos, son uno de los mejores garantes de la paz y la seguridad internacionales...».

219       Cfr. A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, tomo I, segunda parte, cap. IX. Además, cfr. J. C. ESPADA, «O factor religioso e a paz mundial-I», en Religiões: identidade e violencia, Livraria Alcalá-Faculdade de Teología. Universidade Católica Portuguesa, Lisboa 2003, pp. 17-19.

220       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, pp. 171-173 y ss.

221       De las causas a las que se debe atribuir el mantenimiento de las instituciones políticas de los americanos, la religión «me ha parecido una de las principales. [...] Y observo que no es menos útil a cada ciudadano que a todo el Estado» (A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. XV, p. 185). Además, cfr. C. VIDAL, Los masones, Planeta, Barcelona 2005, pp. 77-80.

222       C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», p. 1.

223       Cfr. M. PERA, «Guerra al cristianismo», en NoticiasGlobales.org (27 marzo 2010), publicado originariamente en Cartas al director del Corriere della Sera (17 marzo 2010). Cfr. en Analisis Digital, 21 abril 2010; y S. MARTÍN, «La Conspiración y Hans Küng», en La Razón, 21 abril 2010.

224       Recomendación 1396 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa «Religión y Democracia» (1999), en R. NAVARRO-VALLS y R. PALOMINO, Estado y Religión. Textos para una reflexión crítica, Ariel, 2003, pp. 203-204.

225       Cfr. C. CARDÍA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», pp. 3-4.

226       J. RATZINGER, Mi vida, trad. C. d’Ors Führer, Encuentro, Madrid 2006, p. 86.

227       Cfr. Centesimus annus, 22.

228       Cfr. A. MOTILLA, «Multiculturalidad, Derecho islámico y Ordenamiento secular», en A. MOTILLA y P. LORENZO, Derecho de familia islámico, Mª J. Ciaurriz (coord.), Colex, Madrid 2003, p. 21; y A. SILVA SÁNCHEZ, «El Derecho matrimonial islámico. Breve referencia al Derecho matrimonial marroquí y su recepción en la legislación occidental», en Derechos fundamentales y Extremadura, I. Casanueva Sánchez (coord.), Dykinson, Madrid 2008, p. 16.

229       Cfr. A. OLLERO, Un Estado laico..., p. 73, donde pone en relación este bien con las religiones.

230       Cfr. Caritas in veritate, 16 y ss.

231       Cit., en D. DE MARCO y B. D. WIKER, Arquitectos de la cultura de la muerte, pp. 140-141.

232       La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, afirmó: «en este país se legisla en el Parlamento y en ningún caso desde los púlpitos», haciendo referencia a unas declaraciones del secretario general de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Mons. Martínez Camino. Cfr. http://www.intereconomia.com/noticias-/aidoen-pais-no-se-legisla-los-pulpitos.com (consulta: 14 noviembre 2009). Por su parte, Fernández de la Vega, Portavoz del Gobierno, al término del Consejo de Ministros (27 noviembre 2009), afirmó: «los poderes públicos actúan con independencia de las confesiones religiosas». «La Iglesia tiene todo el derecho de opinar en los debates sociales, pero «es al Gobierno y al Parlamento a quienes corresponde aprobar las leyes» y desarrollarlas, sin injerencias de ningún tipo».  Cfr. https://www.publico.es/actualidad/vega-da-toque-obispos.html (consulta: 18 septiembre 2010).

233       Discurso ante la Asamblea General, 18 de abril de 2008. Cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 70-72.

234       Cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 68 y ss.

235       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 161.

236       «El ejercicio de este derecho fundamental [de libertad religiosa] es una de las verificaciones fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente» (Redemptor hominis, 17 in fine).

237       Distintas valoraciones en: FUNDACIÓN ALTERNATIVAS, Informe sobre la democracia en España/2009, Madrid 2009, p. 25; y J. NEIRA, España sin democracia, Temas de hoy, Madrid 2010.

238       Cfr. R. NAVARRO-VALLS, «Los modelos de relación Estado-Iglesias y el principio de cooperación» (RI § 402266), en Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 16, enero 2008; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 114-116.

José Mª Martí

1.       Introducción

Dedicamos estas páginas a abordar un asunto que se justifica por su actualidad más que por su originalidad. Avala su interés la extensa bibliografía –multidisciplinar y en distintas lenguas– [1]. También la importante Recomendación 1396 (1996) del Consejo de Europa «Democracia y religión». Existe, en el contexto cultural cristiano, una concurrencia entre Estado, democracia y laicidad que merece ser precisada [2]. Gracias a la reivindicación de la conciencia personal, aparece en la historia el dualismo o contraste fuero interno-fuero externo. Es el criterio vertebrador, polarizado hacia el espíritu, del estilo de vida occidental. En torno a él se crea un ambiente moral fecundo. Uno de sus rasgos es el equilibrio entre lo personal y lo comunitario. El contexto religioso judeo-cristiano es quien da a los conceptos de libertad, igualdad, autonomía, emancipación, solidaridad, fraternidad «no sólo sus resonancias emotivas, sino sobre todo el significado objetivo que poseen» [3]. En este humus germinan y se desenvuelven las instituciones políticas.

Para entender la profunda conexión entre democracia y Cristianismo hay que distinguir diversas acepciones de «democracia». Por ella entendemos una forma de sociedad, un régimen institucional y una cultura [4]. Este último es el sentido más abarcante. La democracia, como cultura, designa un conjunto de principios y valores desde los que afrontar la realidad (social). Porque el Cristianismo propicia ese ambiente moral existe cierta afinidad entre Cristianismo y democracia. Así se deduce de la reflexión, sobre la sociabilidad del hombre, de Santo Tomás [5]. Afirmación no empañada por el desencuentro que se ha producido en la historia entre institución eclesial y régimen democrático [6].

Un segundo nivel de nuestro análisis se refiere al valor real de la democracia. El prestigio y la difusión de la democracia, como modelo hegemónico de organización política, ha desatendido el estudio de sus límites y peligros. No se debe hacer un absoluto de lo que es relativo y depende de su utilidad para el ejercicio racional del poder. La democracia ni puede anteponerse al contenido que ha de preservar (la dignidad y libertad de las personas), ni tampoco debe minimizar sus deficiencias situándose, como algo intocable, por encima de ellas [7]. El fundamentalismo democrático, aquejado de moralismo, subordina la legitimación de cualquier orden de la vida a sus principios políticos devaluados [8], sin «separar los valores en categorías diversas» [9].

El Cristianismo aporta a la democracia su base axiológica, derivada de una concepción original del hombre, y recursos técnicos referidos a la persona colectiva [10]. Concretamente, cómo formalizar la voluntad institucional, apoyada en el querer mayoritario, y preservar a las minorías. Éstas cumplen una función en tanto que parte sustancial de la comunidad. De ahí la importancia de crear un ambiente de libertad sobre un consenso básico, algo común [11]. Se trata de fijar un dique –cuantitativo [12] y cualitativo [13]– a lo que, por depender de una voluntad general, más o menos abstracta, puede conducir a la arbitrariedad y el atropello. El desvelo por las minorías es tan importante de cara a configurar el bien común concreto [14], como lo es el no perder de vista que hablamos de un bien, no de meros caprichos o preferencias (subjetivas). Lo último puede encerrar a la comunidad, o a parte de ella, en el egoísmo. He ahí un ejemplo de cómo la religión, directamente conectada con el hombre y su destino, se sitúa en una esfera más amplia que la del Estado. Ella sí puede aspirar legítimamente a ser una respuesta complexiva y plena a las aspiraciones del corazón humano. Con ello la religión no menosprecia las estructuras mundanas. Consciente de la sociabilidad del hombre, reafirma la autoridad civil y le facilita medios para alcanzar sus legítimos objetivos de prosperidad y justicia. Es decir, respaldo moral y personas bien dispuestas.

Estas líneas esbozan algunos problemas asociados al poder político y, en particular, a la democracia. Éstos tienen, en cada etapa, su fisonomía. En el momento presente tampoco faltan obstáculos, mas el estar inmerso en ellos, los difumina. El laicismo es uno de ellos. Éste implica dos riesgos: uno de desmesura, el poder civil se entromete en terrenos que le son ajenos, y otro de deslealtad al entrar en competencia con la justa autonomía, para la búsqueda –personal y social– de la verdad [15]. La laicidad invasiva descuida que, en una visión no totalitaria del poder, éste puede apuntar al Estado y sus instituciones, nunca a la sociedad y tampoco a la política [16].

2.       Los excesos del poder y su contrapeso institucional

          2.1.    La inclinación del poder a la incontinencia

No se puede descuidar el peligro genérico de cualquier organización política. La tendencia a la desmesura del poder [17]. Inclinación acrecentada con las ideologías surgidas del racionalismo y la Ilustración. «Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla» (Centesimus annus, 25) [18].

Stuart Mill, en su obra Sobre la libertad, consideraciones sobre un Gobierno representativo (1859), a pesar de su utilitarismo, no puede por menos que reconocer que: «La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por alguno de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contre el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar» [19].

La propensión del poder a crecer guarda relación directa con su extensión. La primera preocupación del poder es siempre a consolidarse y, por temor a ser derrocado, refuerza sus mecanismos de represión y control [20]. Frente a esto no bastan los límites intrínsecos, como la división de poderes [21], «sino que se necesitan límites extrínsecos sociales –entre ellos los que pone la Iglesia–, así como la conciencia de la libertad y la rebelión contra lo que llamaba La Boètie la servidumbre voluntaria» [22].

En este sentido es más efectiva la limitación de poder, que la presencia institucional de la Iglesia aseguró en la Edad Media, que la separación de poderes [23]. En cuanto a los límites extrínsecos hay otra observación que completa lo que queremos expresar: «Contra lo que se cree el Estado absoluto respeta instintivamente la sociedad mucho más que nuestro Estado democrático, más inteligente, pero con menos sentido de la responsabilidad histórica» [24].

En la senda de la desmesura avanzó la Segunda República española. Sus artífices trataron de renovar, desde arriba y con métodos revolucionarios, la forma de Estado, la cultura y, en general, el estilo de vida de la sociedad [25]. Incluso hablaron de impulsar, desde la inteligencia y el Estado, una «empresa de demolición» [26], contra aquélla.

Azaña, con la responsabilidad del Gobierno, preguntaba en las Cortes: «Independencia del Poder Judicial, ¿de qué?».

Gil Robles: «¡De las intromisiones del Gobierno!».

Azaña: «Pues yo no creo en la independencia del Poder Judicial». Gil Robles: «Pero lo impone la Constitución».

Aquél concluyó: «¡Que imponga lo que quiera la Constitución! [...] El régimen tiene que arrepentirse de su generosidad en sus primeros momentos» [27]. La Segunda República tampoco fue más allá en el respeto a los límites externos, con la promulgación de la Ley de Defensa de la República (21 octubre 1931) y la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas (2 junio 1933).

En la actualidad, las denominadas «democracias avanzadas» (cfr. Preámbulo de la Constitución) encierran un peligro de exceso de protagonismo. Sus abultados presupuestos y dispersos tentáculos burocráticos asfixian la autonomía de las entidades intermedias, imposibilitan su independencia. Se resienten del intervencionismo los partidos políticos y los sindicatos, pero incluso no escapan de él la familia, la escuela, o las instituciones religiosas. El control de los medios de comunicación es particularmente nocivo, por su importancia «en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma» [28]. «El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos» [29]. Esto ocurrirá, en función de su fundamento antropológico, «cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales». Mas es ésta una verdad que la sociedad debe alcanzar por sí misma [30].

Los rasgos anteriores describen el Estado asistencial [31], providencia, y más aún el Estado Minotauro (Bertrand de Jouvenel), que devora la creatividad del hombre. En último término su aspiración es la de transformar la naturaleza de éste en la de un ser gregario, sin conciencia. El Estado decide sobre el bien moral [32]. A cambio de esta expropiación ofrece la promesa –utópica– de la felicidad [33], la ilusoria pretensión de «construir el paraíso en este mundo» [34].

          2.2.    La labor compensadora de la religión

La religiones comparten la convicción de que ninguna autoridad humana tiene poder absoluto sobre el hombre [35]. El Estado «no gobierna hombres sino que administra asuntos», los negocios públicos del país [36]. Se establece así un límite al poder político, razón de ser del Derecho público y de la laicidad [37]. Un esquema en que es factible la vida privada, un espacio para la libre iniciativa.

La funcionalidad de la religión, como factor de equilibrio, está en relación directa con su independencia (universalidad) y consistencia (coherencia y estructuración) [38]. El peso de las premisas e historia de cada religión son determinantes. El Islam, como las Iglesias ortodoxas y protestantes del Pueblo o establecidas, muy dependientes de estructuras temporales, tienen una capacidad de oposición y contraste mermado. En el caso del Islam estamos ante una religión que absorbe todos los ámbitos de la vida [39]. Es difícilmente compatible con la laicidad [40], pues, de hecho, en sus orígenes, no convivió con ninguna organización política [41]. Directamente la suplió y creó sus propias estructuras mundanas. A éstas las alejan de la democracia la rigidez y el condicionante religioso [42]. También el haberse servido de la violencia para su expansión. Aun así no puede excluirse que alguna de las modulaciones del Islam, fruto de su difusión, sea porosa a la libertad [43].

La influencia del Islam desborda su ámbito geográfico originario. Su activismo, con tintes de animadversión a Occidente, ha encontrado aliados en Europa. En España alguna comunidad autónoma, como la catalana, mantiene relaciones con sus representantes. El objetivo es el apoyo mutuo en aspectos culturales y de integración social. Sin embargo, persiste la incógnita de su papel al servicio de la sociedad civil y frente al poder.

El empeño constante del Cristianismo es preservar la dignidad y dimensión trascendente de la persona [44]. La Encíclica Sollicitudo rei socialis invitaba a las Iglesias cristianas y a todas las grandes religiones del mundo «a ofrecer el testimonio unánime de las comunes convicciones acerca de la dignidad del hombre, creado por Dios» [45].

Es preciso deshacer un malentendido surgido con la Modernidad. A ésta su conexión con la secularización le aleja de la religión [46]. La Modernidad se opone al Cristianismo en tanto, más allá de una mera transformación de la herencia cristiana, establece un nuevo paradigma. Frente a la condición de criatura, afirma la absoluta libertad y autonomía del hombre [47]. En este sentido resulta comprensible y acertada la frase de Chesterton: «Pudiéramos decir que el mundo moderno está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagando a solas» [48]. Consecuencia de estos postulados y de su materialización sangrienta, durante la Revolución francesa (1789-1801) [49], hubo un divorcio Iglesia-Modernidad que tuvo un repercusión política duradera.

Sin embargo, hay que distinguir, con Ratzinger, aquella Ilustración de la que se produjo en Norteamérica. Allí la sociedad preservó sus valores religiosos y la organización política, en la primera enmienda, se comprometió a respetarlos. «De esta manera, la esfera religiosa adquiría un significativo peso público, se constituía en fuerza pre-política y supra-política, potencialmente determinante para la vida política» [50]. En España se dieron ambas interpretaciones de la Modernidad y el liberalismo. Una incompatible con un fenómeno religioso operante en la sociedad y otra conciliable con él [51].

Tocqueville fue consciente de la labor coadyuvante del Cristianismo en la construcción de una sana democracia. «El cristianismo, aun cuando exige la obediencia pasiva en materia de dogma, es, no obstante, de todas las doctrinas religiosas, la más favorable a la libertad, porque no se dirige nunca más que a la conciencia y al corazón de los que quiere someter. No hay religión que haya desdeñado tanto el empleo de la fuerza material como la religión de Jesús» [52]. «El cristianismo [...] dado el principio de la libertad –“la verdad os hará libres”– y la igualdad de todos los hombres ante Dios, favorece, si no la impulsa, la tendencia al estado democrático de la sociedad» [53]. Y, «entre las diferentes doctrinas cristianas, el catolicismo me parece una de las menos contrarias al nivelamiento de condiciones» [54].

El tronco común cristiano, por avatares de la historia, se desgaja en varias ramas. La Iglesia ortodoxa viene condicionada por el cesaro-papismo que envolvió sus orígenes [55]. En cuanto al Protestantismo se configura al tiempo que los Estados nación reivindican su soberanía y queda afectado por la vocación intervencionista de éstos. En la Paz de Augsburgo (1555) subyace el principio: cuius regio eius est religio [56]. El regalismo expresa la misma propensión respecto a la Iglesia católica. «Pero una cosa es la tendencia y otra es la total absorción de la Iglesia en la estructura del poder civil, como acaeció en los sistemas de Iglesia de Estado que nacieron en los países donde triunfó la reforma protestante» [57]. La experiencia de la Iglesia luterana de Alemania, durante el nazismo, es ilustrativo del tributo que, en pérdida de libertad para el desempeño de su misión, hubo que pagar. La corriente de los «Cristianos alemanes» se sometió a los postulados del Partido Nacional Socialista desde 1930. «Su lema era: “Una nación, una Raza, un Führer”. Su proclama: “Alemania es nuestra misión, Cristo nuestra fuerza”. El estatuto de la Iglesia se modeló según el del partido Nazi, incluido el denominado “párrafo ario” que impedía la ordenación de pastores que no fueran de “raza pura” y dictaba restricciones para el acceso al bautismo de quien no poseyera buenos antecedentes de sangre» [58]. Ratzinger explicaba cómo, la concepción luterana de un cristianismo nacional, germánico y anti-latino, ofreció a Hitler un buen punto de partida, paralelo a la tradición de una Iglesia de Estado y del fuerte énfasis puesto en la obediencia debida a la autoridad política. En la Iglesia católica, los fieles hallaron más facilidades para resistir a las doctrinas nazis [59]. Los Deutschen Christen en las elecciones eclesiásticas de julio de 1933 «obtenían el 75% de los sufragios de parte de los mismos protestantes que, a diferencia de los católicos, en las elecciones políticas habían asegurado la mayoría parlamentaria al NSDAP (el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes)» [60].

El Catolicismo conserva su consistencia merced, en buena medida, a la independencia que le otorga el Papado [61]. La encíclica Mit brennender Sorge (1937), fija la postura católica: «Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a esta» (n. 12). En conclusión, «el problema de la democracia [del poder en general] en relación con el cristianismo surge cuando de la democracia se hace una religión [...]. Pues una religión siempre hará lo posible para que se olviden los dioses antiguos» [62].

3.       La configuración del ideal democrático en la historia

          3.1.    Primeros pasos

La democracia se mantiene a lo largo del tiempo como aspiración. Existe, no obstante, una separación entre su versión clásica, centrada en la participación de los ciudadanos en la cosa pública, y la moderna, también llamada «democracia liberal» [63], en que predomina el Estado de Derecho. Esta fase del constitucionalismo se inaugura con la Constitución de los EE.UU. (1787) y sus diez primeras enmiendas (1791). La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) establece, en su artículo 16, como bases de un sistema político (democrático), la protección de los derechos y la división de poderes. En la democracia griega observamos una racionalización del poder. Confluye, de un lado, la hipótesis contrastada de un orden implícito en base al cual el hombre puede convivir [64] y, de otro, la corresponsabilidad en la administración de la cosa común. Ante la exposición de las diversas opciones se debe respaldar, con el voto de la mayoría, la mejor argumentada, dado que el hombre es un animal racional (dotado de logos) [65]. Este detalle –una aproximación, entre todos, a la mejor solución–, nos permite apreciar hasta qué punto la democracia se aleja del relativismo-permisivo [66].

Dos asuntos empañan la democracia clásica. La exclusión de los esclavos, despojados de su condición humana. Ser ciudadano es una construcción excluyente y artificial –deja fuera a esclavos, mujeres, niños y «metecos»– [67]. Falta el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos que le son propios, como algo anterior al Estado [68].

Segundo punto. A pesar de las instituciones democráticas, se condena a Sócrates a muerte. La persona, su integridad y respeto, está en función de los intereses de la polis (colectivismo). En los buenos tiempos de Grecia y de Roma «no se concedía a la persona libertad para vivir por sí y para sí. El Estado tenía derecho a la totalidad de su existencia» [69]. La idea aparece repetidamente en La Política de Aristóteles. Según su lógica, compartida por La República de Platón, es absurdo pensar que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino que todos pertenecen a la ciudad, puesto que cada uno es una parte de ella, y el cuidado de la parte debe naturalmente orientarse al cuidado del todo» [70].

«Aunque fue un patriota y un hombre de profundas convicciones religiosas, Sócrates sufrió sin embargo la desconfianza de muchos de sus contemporáneos, a los que les disgustaba su actitud hacia el Estado ateniense y la religión establecida. Fue acusado en el 399 a.C. de despreciar a los dioses del Estado y de introducir nuevas deidades, una referencia al daemonion, o voz interior mística, a la que Sócrates aludía a menudo. También fue acusado de corromper la moral de la juventud, alejándola de los principios de la democracia y se le confundió con los sofistas, tal vez a consecuencia de la caricatura que realizó de él el poeta cómico Aristófanes» [71].

          3.2.    Los nuevos horizontes de la democracia

En la historia de las ideas se distinguen dos fases en la maduración y desarrollo de la democracia. Aquella marcada por la irrupción del Cristianismo, y la caracterizada por las revoluciones burguesas. Analizamos cada una de ellas.

El Cristianismo irrumpe en la historia, ante una organización política fuerte y exitosa: el Imperio romano, y funda un nuevo equilibro. No compite con aquellas estructuras, fomenta otra ciudadanía más alta [72]. Sus principios morales no son particulares (de pars-partis) ni privados, sino personales, con una vocación universal –transcultural– de promoción humana. A esto se refieren algunas expresiones metafóricas que emplea el Evangelio: levadura, sal, luz. Otra cosa sería aislarse del mundo (des-encarnarse). La realidad social y cultural, de otro lado, tiene su legítima autonomía [73]. El ideal del Cristianismo pide de la religión que sea religión, sin contaminaciones, y que la organización política retenga su responsabilidad y actúe desde su relativa independencia [74]. Ambas confluyen, dada la condición religiosa [75] y social del hombre, en procurar su bien completo.

En contraste con el pensamiento griego, vemos que el Cristianismo se hace incompatible con una utilización de la persona, así como con la transformación del poder civil en religioso. Defiende, como básico, el valor de la vida, la dignidad de la persona (muy unida a la autodeterminación de la conciencia) y la familia, como contexto humanizador. Éstos siguen siendo los principios no negociables en política: «la tutela de la vida humana en todas sus fases [...] y la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, ensombreciendo su carácter peculiar y su insustituible papel social» [76].

El Cristianismo conquista una esfera de libertad –para adherirse a la verdad– que caracteriza la historia de Occidente [77]. «Cristianizada, a Europa tenha sido palco de uma prematura e relativa separação das ordens cósmica, cultural e social, processo atravessado, porém, por uma permanente tensão entre a transcendência e o mundo» [78]. También humaniza la democracia, la encauza hacia el bien común. Con ello le da su fundamentación teórica más acabada.

El Cristianismo no busca el poder o su alianza. Su falta de ambición política contrasta con la ideología. «Los escritores franceses que construyeron los fundamentos del socialismo moderno sabían, sin lugar a dudas, que sus ideas sólo podían llevarse a la práctica mediante un fuerte Gobierno dictatorial. Para ellos el socialismo significaba [...] la imposición de un “poder espiritual” coercitivo» [79]. Asimismo, el Cristianismo se distancia del Islam. La clave del mundo mejor que aspira a construir está en la transformación del corazón del hombre a quien ofrece un ideal [80]. El cambio de actitud construye el Reino de Dios cuya culminación trasciende los límites espacio-temporales [81]. El modelo cristiano es el mártir no el verdugo [82]. La Carta a Diogneto (siglo II) describe la implicación y el ascenso moral de la primera comunidad cristiana.

Otro momento, el definitivo, en la consolidación de la democracia es el de las revoluciones burguesas. Se trata de dar acceso, en los cargos de responsabilidad, a nuevos sectores pujantes. Para ello había que vencer un orden estático. No es sólo una revolución política. También afecta a la cultura: reivindicación de la razón y de grandes principios, promocionados por una clase intelectual –o ilustrada– exigua, mas influyente (por la imprenta, el periódico, la generalización de la enseñanza, las Academias e instituciones científicas, los discursos políticos...). Se cae en el abstractismo de la Razón, la Humanidad, la Libertad, la Igualdad, lo Público, la Beneficencia, etc.

Hay un peligro que asoma en Rousseau. Éste es uno de los pensadores más determinantes, tanto en la política cuanto en la educación, desde la Revolución francesa. La soberanía, el poder sin ninguna traba, que según la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano «reside esencialmente en la Nación» (art. 3) [83], se ejerce a través de la voluntad general, cuya expresión es la ley. Es un esquema inflexible que justifica la imperatividad –y fuerza coactiva– del Derecho [84].

Ahora bien, cuál es el contenido de la voluntad general. Ésta debe recoger lo que le conviene al pueblo aunque éste no siempre sea consciente de ello. Como se observa, en esta construcción del Contrato social, se da pie a la manipulación y a la imposición de consignas (empresas colectivas nacionalistas, sociales, raciales, religiosas, etc.), en ocasiones, de gran costo humano.

Rousseau cae en otro exceso. Al crear y patrocinar la religión civil da a entender que lo político puede cubrir todo el espectro de lo humano (al menos lo que tiene relevancia social o pública) [85]. Aquélla garantiza las virtudes y hábitos de lealtad y obediencia necesarias para mantener la paz social [86]. Tal es la coartada de una enseñanza oficial impuesta por el poder. ¿Cabe en este esquema una participación genuina de la sociedad? ¿Existiría libertad sin la protección del principio de subsidiariedad, frente a la incontinencia congénita del poder? Nos asomamos de nuevo al colectivismo.

Una fase de crisis aguda del sistema liberal-democrático se produce al final del siglo XIX y comienzos del XX. Todo se tambalea: anarquismo, revolución industrial y social, estrechez económica, Gran guerra, etc. El prestigio de los sistemas liberal-democráticos vive horas bajas. No son operativos (inestables y débiles) y la sociedad queda desatendida. De resultas de esta situación, el «Estado social» deviene más intervencionista. Para salir de la posguerra y de la crisis económica y social, acepta argumentos e iniciativas de sus enemigos.

Inicialmente la idea que late en la democracia es la de libertad, como participación, luego, a partir del siglo XVIII, se añaden los derechos individuales [87]. A lo largo del siglo XIX se superpone un objetivo igualitario que entra en tensión con los anteriores por su tinte colectivista. La igualdad transmite seguridad a costa de adormecer la iniciativa y responsabilidad personal. Se pasa de la libertad frente a la coacción, para desarrollar el propio proyecto personal, a la libertad frente a la indigencia, para garantizar un nivel de ingresos o de bienestar material [88]. De forma espontánea o inducida, por fuertes movimientos organizados, la masa se moviliza. Surgen los regímenes autoritarios o totalitarios. Hitler fue elegido, y asumió los plenos poderes, en virtud de la Constitución de Weimar de 1919.

4.       Limitaciones y riesgos de la democracia

          4.1.    Prestigio y límites de la democracia

La democracia ha tenido éxito. Decía Ortega que «jamás institución alguna ha creado en la historia Estados más formidables, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo XIX» [89]. Con el paso del tiempo, la democracia se ha erigido como la única alternativa viable tras las experiencias traumáticas de los totalitarismos del siglo XX [90]. Su prestigio se refleja en que se adopta como modelo en numerosas Constituciones. Además, se ve favorecida por las cada vez más influyentes instancias supranacionales (Consejo de Europa, UE, ONU, etc.). En el Preámbulo del frustrado Tratado constitucional de la Unión Europea (2003) se citaba a Tucídides: «nuestra Constitución... se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría» [91].

Incluso los ataques a su modo de proceder se han camuflado. Éste es el caso del denominado «centralismo democrático», mecanismo de dirigismo típico del Partido comunista, también del sintagma «democracias populares». Con ellas se quería aparentar, tras los Acuerdos de Yalta (1945), la unidad de un bloque democrático, vencedor de la guerra. Más la realidad era la sumisión de gentes y pueblos al régimen imperialista y represivo de la Unión Soviética.

Con todo y con ello la falta de contención puede malograr la democracia. Su espíritu, en beneficio de la persona, se traicionaría. En su lugar, aparecerían el dirigismo, el relativismo y la consiguiente corrosión de lo humano.

En la democracia, como ejercicio ordenado del poder, habría que distinguir lo adjetivo o formal, el procedimiento para adoptar las decisiones, de la sustancia o justicia intrínseca de lo mandado. Sobre esto la última palabra la tiene el Derecho natural, como expresión de lo acorde a la condición humana [92]. A los valores supra-normativos alude el artículo 1 de nuestra Constitución: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Concretamente, «la justicia o es algo objetivo o no es nada» [93]. Ortega y Gasset advertía, que la democracia es un mecanismo de atribución y ejercicio del poder civil. Es, añadía aquél, «pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias» [94].

La legitimidad de la democracia es limitada e instrumental, para abordar la gestión de la cosa pública, y deriva tanto del apoyo popular cuanto de la racionalidad del propio mecanismo [95]. Es decir, de la participación en el nombramiento de los cargos de gobierno y en la adopción de las decisiones, por los órganos parlamentarios, tras su discusión abierta. La idea la completa Pacem in terris. La encíclica pone el énfasis en que la autoridad siempre es de orden moral, pues, a esta categoría se atiene el comportamiento bien ordenado. También, en su ámbito competencial, las medidas democráticas deben respetar el sentido común y la naturaleza de los asuntos humanos [96]. Aunque parece que las relaciones existentes entre los individuos y entre los pueblos «no pudieran regirse más que por la fuerza. Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia (Rm 2, 15)» [97]. Es una constatación que no depende de tener una u otra fe, pertenece a la dimensión moral de toda persona. En consecuencia, «una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana» [98]. La democracia se degrada cuando se desliza por esta pendiente y renuncia a un sustrato moral.

          4.2.    Las patologías propias de la democracia: el plebeyismo

La democracia mantiene su funcionalidad siempre que respete el propósito para el que se concibió y que no lo altere o vicie (extralimitación). Ortega comentaba que «la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento o el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad» [99]. ¿No se apunta aquí directamente a la pretensión de establecer una moral democrática?, es decir, a que la democracia pase a ser lo sustancial y modele, según sus criterios, la vida humana en su integridad. Sería un dislate aplicar la lógica democrática –con carácter imperativo– para que rigiese a la familia. Pero no lo sería menos, como ha pretendido John Dewey, en su obra Democracia y educación, democratizar la escuela [100], o el hospital, según una práctica seguida durante la Guerra civil española [101], o el Ejército [102]. El coste de tal actitud es empobrecer el tejido social buscando una uniformidad –que paradójicamente puede revestir la apariencia de «pluralismo» inducido– dependiente del poder [103].

La democracia no está exenta de corrupción ni es antídoto de todos los abusos o vicios del poder. Hemos visto lo que, en razón de su plebeyismo [104], Ortega llamó democracia morbosa. También denunció el hiper-democratismo [105], o irrupción de la muchedumbre en las funciones de gobierno, por materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Ésta era una de las degeneraciones de la democracia previstas por el pensamiento clásico. Platón hablaba de un gobierno del vientre y Aristóteles de la demagogia [106].

          4.3.    El despotismo blando, según Tocqueville

Ahora pretendemos focalizar la atención en el exceso más característico de la democracia, como forma de gobierno, y en su génesis. El poder propicia una viciosa relación con los ciudadanos, en orden a que ellos mismos consientan en renunciar a sus responsabilidades. Se crea así una dictadura bajo apariencias e instituciones democráticas. Tocqueville se refirió, en De la Democracia en América (1835/1840), al despotismo blando (le doux despotisme) [107].

«Pienso que la especie de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá a nada de lo que la ha precedido en el mundo [...]. Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma [...]. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos gocen con tal de que sólo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su felicidad, pero quiere ser su único agente y solo árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir?» [108]. El efecto del reglamentarismo no es el de destruir las voluntades, sino el de ablandarlas, doblegarlas y dirigirlas.

Una reflexión similar, tras la experiencia totalitaria, se halla en la obra de Bertrand de Jouvenel [109]. Tal despotismo acecha a cualquier democracia [110]. Consiste en tratar de anestesiar a la opinión pública, con ventajas a corto plazo y de tipo material: «cuando la afición a los goces materiales se desarrolla en uno de esos pueblos [democráticos] más rápidamente que la cultura y que los hábitos de la libertad, llega un momento en que los hombres son como arrastrados fuera de sí mismos a la vista de esos nuevos bienes que están a punto de alcanzar» [111]. Cegados por esta imagen pierden la idea de conjunto: la sensibilidad hacia los demás, la jerarquía de valores. En consecuencia, los abandonan [112].

A falta de tensión espiritual, de compromiso con la libertad, y sin una vida virtuosa, cómo puede ir bien lo público [113]. Esto se cumple allí donde, institucionalmente, se da la espalda a la verdad y la justicia. Fijémonos en el socialismo real y su colapso. El nivel de odio y rencor (en los verdugos y sus víctimas) provocó el desfondamiento espiritual. Incluso sus artífices y directos responsables perdieron la fe en sí mismos [114]. La reconstrucción de los países sometidos al socialismo real tiene, pues, la prioridad de colmar el déficit de confianza. Mas el rearme no es sólo allí necesario. Si disminuye «la tensión moral y la firmeza consciente en dar testimonio de la verdad» [115], se mantiene el peligro de que afloren las peores pasiones. «En el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones» [116]. La fachada democrática –elecciones, órganos y mecanismos de discusión y control– puede subsistir, pero es ineficaz de cara a promocionar la justicia. Incluso podría servir de coartada para su mayor escarnecimiento. Es lo que sucede con la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento, cuando «se trata de un exterminio decidido incluso por parlamentos elegidos democráticamente, en los cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera» [117].

En esto no convence la tesis de Kant, en su opúsculo Sobre la paz perpetua (1795). Él argumentaba que también un pueblo de demonios –de gentes carentes de cualquier escrúpulo– [118], con tal de que fuese inteligente, estaría interesado en el Estado de Derecho, como construcción estable. Aquí lo relevante es el interés iluminado [119]. Mas las utopías ideológicas de la modernidad (siglo XVIII-XX) pecaron de ingenuidad o simplismo. El materialismo, fruto de la seducción por una abundancia de confort y bienes de consumo, ha lastrado su visión de las cosas.

          4.4.    El fundamentalismo democrático. Sus raíces

Un primer riesgo de la democracia es el abstractismo, típico de la ideología [120]. Lo vimos despuntar en Rousseau. Con el prima el uniformismo que no la unidad [121]. ¿Dónde está la legitimidad de tantas instancias oscuras y etéreas, nacionales, europeas o internacionales, qué apoyo o respaldo social las sostiene? [122] La política es una ciencia de lo práctico y concreto. Por eso, Solón, el sabio griego, no pudo responder a la pregunta por la mejor Constitución [123]. ¿Pueden las mismas fórmulas ser de utilidad para todos los países y en cualquier momento? La sentencia de la supresión de los crucifijos, en las escuelas italianas, prueba lo difícil de acertar desde axiomas ideológicos no matizados [124].

Peor es la tendencia de las democracias occidentales al fundamentalismo. Se ha equiparado éste con el totalitarismo, en su denominador común de creerse «en el derecho e incluso en el deber sagrado de imponer sus convicciones, de imponer su verdad a los demás» [125]), de apoderarse íntegramente de la persona y asfixiar a la sociedad. Incurren en totalitarismo los políticos que «quieren ahormar coactivamente los sentimientos, los intereses, las posiciones individuales y familiares de sus conciudadanos» [126]. Es una actitud, la de exigir una «cultura», que se repite en la historia y dentro de diversas estructuras políticas [127]. Lo peculiar es que ahora la intervención se reviste de ampliación de «derechos» [128]. Más ocurre que se contraviene su espíritu.

La democracia, aupada en su superioridad, usurpa la categoría de bien absoluto sin que someta a nada sus pretensiones. Tampoco a las exigencias de la persona, siendo así que «los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inalienables del hombre» [129] (cfr. art. 10.1 de la Constitución). Cuando la democracia se infla olvida la enseñanza de San Agustín: «Sin la justicia, pues, ¿qué son los reinos, sino inmensas cuevas de bandidos?» [130].

En los albores del pensamiento político moderno se fueron incubando los gérmenes del totalitarismo, una aversión a respetar las cosas en su objetividad. Para Hobbes: «El DERECHO NATURAL, que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad de cada hombre tiene de usar su propio poder» [131]. Spinoza [132], en su Tratado Teológico-Político, entiende «por derecho e institución de la naturaleza [...] las reglas de la naturaleza de cada individuo, según las cuales concebimos que cada ser está naturalmente determinado a existir y a obrar de una forma precisa [...]» [133]. El derecho de la naturaleza ampara todo aquello que puede cada ser: «hasta donde llega su poder» [134]. En esto no hay diferencia entre los hombres –dotados o no de razón o conocimiento– y los demás individuos de la naturaleza [135]. La tendencia es a utilizar los propios recursos para imponerse y obtener ventajas, sin respetar los derechos de los demás. Un planteamiento de este género –se tiene derecho a aquello que se cree útil o apetece [136]– propicia la prepotencia política y un hombre preso de su egoísmo [137].

Inserto en esta línea de pensamiento [138], la política en España aspira a establece el modelo de nuevo ciudadano [139]. En consecuencia, regula la cultura o «imaginario colectivo»: «memoria histórica», tipo de familia (o su supresión) [140], escuela, medios de comunicación («normalización lingüística»), etc. La Fundación pública Pluralismo y Convivencia se ha comprometido a «“implementar una estrategia de inclusión de la pluralidad religiosa realmente existente que hay en el Estado español”, y al tiempo romper con la dinámica que asocia lo español con lo católico» [141]. No se escapa a la autoridad civil ninguna vertiente de la vida, pública o privada: sexualidad, ocio, ciencia, economía, «moral común» [142]. Incluso se define la misma vida, se determina cuándo es humana (excluyendo al no nacido, mas incorporando al «Gran simio») y su «calidad».

El comienzo de tal estado de cosas tiene su fecha simbólica en 1968. Entonces «se radicalizan los movimientos radicales» y pasan al primer plano de la política [143]. Ésta interviene intensamente en la cultural. La inconsistente revolución de 1968 pesa hoy en Europa más que la caída del muro de Berlín [144]. Con ella triunfó, frente a un orden social en jaque permanente, la reafirmación individualista, la discriminación positiva y la política de cuotas. El marco de convivencia se cuartea entre el despotismo y la anomia [145]. Los principios de la revolución arrancan de la teoría marxista de alienación. Marcuse sitúa su foco en la juventud, como clase oprimida y reprimida, en sentido freudiano. Se moviliza a los universitarios a la rebeldía o no dominación [146] contra la hipocresía de una sociedad que no garantiza sus aspiraciones.

José Mª Martí en unav.edu/

Notas:

1     Destacamos: Democracia liberal e religião, J. C. Espada (coor.), Universidade Católica Editora, Lisboa 2007; AA.VV., Chiese cristiane, pluralismo religioso e democrazia liberale in Europa, Il Mulino, Bologna 2006; y el número monográfico «L’Eglise Dans la démocratie», en Revue de Droit canonique, 41/1 (1999).

2     Sobre la interconexión de los tres conceptos, cfr. O. VARA CRESPO, «Totalitarismo y democracia», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo II, CEU Ediciones, Madrid 2008, p. 1110; y C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», en Stato, chiese e pluralismo confessionale. Revista telemática. www.statoechiese.it, novembre 2009, p. 1.

3     F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural», en XI Congreso Católicos y Vida Pública, pendiente de publicación.

4     Se toma esta clasificación de Valadier, cfr. M. METZGER, «Les leçons de la tradition», en Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), p. 9.

5     Cfr. R. MINNERATH, «La démocratie dans la vision de l’Église catholique», en Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), pp. 44-45.

6     En general, cfr. G. WEIGEL, «O Catolicismo, a Democracia e a Época de João Paulo II», en Democracia liberal e religião, pp. 208 y ss. Sobre los desencuentros institucionales, también cfr. M. BRAGA DA CRUZ, «A igreja e o Estado Democrático», en ibíd., pp. 148 y ss.

7     Cfr. G. BUENO, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen, Temas de Hoy, Madrid 2010, pp. 14 y 159-160.

8     Según Baubérot, este fenómeno aparece hoy, cuando la democracia adopta el populismo y, enlugar de abrirse a los valores del hombre, se repliega hacia lo superficial y convierte la política en mercancía. Cfr. R. HEYER, «Éditorial», Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), p. 6.

9     G. BUENO, El fundamentalismo democrático, p. 11.

10      Cfr. S. PANIZO ORALLO, «Raíces cristianas de la democracia moderna», en Iustel.com, Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 11, mayo 2006; y R. RÉMOND, Religion et société en Europe. Essai sur la sécularisation des sociétés européennes aux XIXe XXe siècles (1789-1998), Seuil, Paris 1998, p. 40.

11      Cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad: en torno a los fundamentos pre-políticos de nuestros regímenes democráticos», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo I, CEU Ediciones, Madrid 2008, pp. 721 y ss., y 736-754.

12      Según el intervencionismo estatal es mayor el consenso es más difícil. Cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, trad. J. Vergara, Alianza, Madrid 2007, pp. 92 y ss.

13      Que haga la convivencia humana, cfr. A. OLLERO, Un Estado laico. La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Aranzadi-Thomson Reuters, Madrid 2009, p. 73.

14      Cfr. Caritas in veritate, 7.

15      Cfr. Centesimus annus, 29.1 y 25.

16      S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», en Lo Stato secularizzato nell’età post-secolare, G. E. Rusconi (a cura di), Il Molino, Bologna 2008, p. 323.

17      Más acuciante cuando los recursos técnicos hacen más eficaz el poder, en términos de extensión e intensidad. Recuérdese en España el caso del Sistema SITEL para el control de las líneas de comunicación privada. En general, cfr. J. MIRÓ I ARDEVOL, «Los nuevos totalitarismos», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1105-1106.

18      Además, cfr. LIBERTAD DIGITAL Y ESRADIO, 10 cosas que no se pueden decir en España, Ciudadela, Madrid 2010, pp. 69 y ss.

19      Citado en J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, El País, Madrid 2002, p. 29.

20      Sobre la naturaleza expansiva del poder, puesto que va acompañado del temor, cfr. F. J. SHEED, Society and sanity, Image Books, Garden City, New York 1965, pp. 169-170.

21      Dice el artículo 16 de la Declaración sobre derechos del hombre y del ciudadano de 1789 que «toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de los poderes establecida no tiene Constitución».

22      D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, 2ª ed., Unión Editorial, Madrid 2006, p. 322. Era lo previsto por Tocqueville sobre el espíritu de libertad.

23      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 251.

24      J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, p. 162, nota al pie. Además, cfr. R. MINNERATH, «La démocratie dans la vision de l’Église catholique», p. 44; A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, tomo II, cuarta parte, cap. VI, pp. 368-369; y T. E. WOODS, Por qué el Estado sí es el problema, trad. I. Azurmendi Muñoa, Ciudadela, Madrid 2008, pp. 342-346.

25      Azaña, Jefe del Gobierno, en la legislatura constituyente y segundo Presidente de la República, se inspirará en la III República francesa para culminar el proyecto liberal doceañista literario-político, conectando con los «gruesos batallones populares» (M. AZAÑA, «Tres generaciones en el Ateneo» [20 noviembre 1930], en J. C. GIRAUTA, La República de Azaña, Ciudadela Libros, Madrid 2006). Asimismo, cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, Libroslibres, Madrid 2007, pp. 95-100.

26      «La obligación de la inteligencia, constituida, digámoslo así, en vasta empresa de demoliciones, consiste en buscar brazos donde los hay: brazos del hombre natural, en la bárbara robustez de su instinto, elevado a la tercera potencia a fuerza de injusticias. A este hombre debe ir el celo caluroso de la inteligencia, aplicada a crear un nuevo tipo social» (M. AZAÑA, «Tres generaciones en el Ateneo», p. 257). Además, cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, pp. 136-142.

27      Cit., J. C. GIRAUTA, La República de Azaña, p. 74.

28      Caritas in veritate, 73.

29      Caritas in veritate, 73.

30      Centesimus annus, 29.1.

31      Cfr. Centesimus annus, 48.3.

32      Su intervención en este campo le lleva al monopolio moral. Cfr. M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, trad. M. M. Leonetti, Encuentro, Madrid 2010, pp. 159-168.

33      Cfr. A. ZEROLO DURÁN, «El Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1133-1146, particularmente, p. 1141.

34      Centesimus annus, 25.

35      Cfr. Encuentro sobre dignidad humana y libertad religiosa, A. de la Hera y R. Mª Martínez de Codes (coords.), Ministerio de Justicia, 2000.

36       INSTITUTO  SUPERIOR  DE  CIENCIAS  RELIGIOSAS  A  DISTANCIA  «SAN  AGUSTÍN»,  Doctrina  social  de   la Iglesia: Economía y Política, Madrid 1999, p. 189.

37      Cfr. P. PULIDO ADRAGÃO, A liberdade religiosa e o Estado, Almedina, Coimbra 2002, p. 39; y A. OLLERO, El Estado laico..., p. 72.

38      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 250.

39      Cfr. C. GUTIÉRREZ ESPADA, El Yihad: concepto, evolución y actualidad, Espigas, Murcia 2009, pp. 7 y ss.

40      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 241.

41      Cfr. A. RODRÍGUEZ DE LA PEÑA, «La laicidad ante el reto del Islam», en «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1524-1525; y F. CATROGA, Entre deuses e césares. Secularização, laicidade e religião civil, Almedina, Coimbra 2006, p. 22.

42      Cfr. L. SÁNCHEZ MOVELLÁN DE LA RIVA, «El divorcio jurídico político entre el Islam y las democracias occidentales», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1579-1587; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 149-153.

43      Cfr. S. CATALÁ RUBIO, El derecho de libertad religiosa en el Gran Magreb, Comares, Granada 2010, pp. 6 y ss.

44      Cfr. Gaudium et spes, 76; y Centesimus annus, 46-47 y 55 in fine.

45      Centesimus annus, 61.

46      Cfr. Y. RUANO DE LA FUENTE, «Modernidad y secularización. El nuevo rostro de lo religioso», en Religión y política en la sociedad actual, A. Pérez-Agote y J. Santiago (eds.), Editorial Complutense-Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid 2008, pp. 35 y ss. Además, cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 30; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 59.

47      Cfr. P. FLORES D’ARCAIS, «La cruzada de Benedicto XVI», en El País, 17 diciembre 2007.

48      G. K. CHESTERTON, Ortodoxia, F.C.E., México D.F. 1997, p. 54, cit. J. DAGNINO JIMÉNEZ, «G. K. Chesterton y la Europa de su tiempo», Revista Arbil, 61.

49      La Guerra de la Vandea (1793) costó la vida, principalmente por la represión posterior, a unas 120.000 personas. Cfr. «Los claroscuros de la Revolución Francesa: matanza de católicos y realistas», en ForumLibertas.com/La Vanguardia, 27 mayo 2009; y J. VILCHES, «Muerto arriba, muerto abajo», en Libertad Digital. Suplementos. Historia, 17 marzo 2010. Asimismo, cfr. J. GARCÍA INZA, «Todas las religiones no son iguales», en Religión en Libertad, 19 enero 2010.

50      M. PERA y J. RATZINGER, Sin raíces, trad. B. Moreno Carrillo y P. Largo, Península, Barcelona 2006, p. 68. Además, cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente: Reflexões sobre a Desinstitucionalizaçaõ da Religião», en Democracia liberal e religião, pp. 126 y ss.; J. Mª GONZÁLEZ DEL VALLE, «Evolución de la libertad religiosa en USA», en Estudios en homenaje al profesor Martínez Valls, Universidad de Alicante, 2000, pp. 277-284, principalmente pp. 279-280. Asimismo, cfr. A. FERNÁNDEZ-MIRANDA CAMPOAMOR, «Estado laico y libertad religiosa», en Revista de Estudios Políticos, Nueva época, 6 (1978), pp. 67-68.

51      Cfr. P. MOA, «Liberalismo y catolicismo», en Libertad Digital. Suplementos. Historia, 21 abril 2010.

52      A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. IX, p. 280.

53      D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 280. Asimismo, cfr. ibíd., p. 194.

54      Democracia en América, tomo II, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, segunda parte, cap. IX, p. 280.

55      Cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., pp. 23-24; y R. RÉMOND, Religion et société en Europe..., p. 38.

56      Cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 70.

57      A. MOTILLA, La Administración española en materia religiosa (1808-1977), Comares, Granada 2010, p. 6. En general, cfr. ibid., pp. 2 y ss.

58      V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, trad. S. Mª Ciminelli, C. Filipetto y J. Mª Furió, Planeta, Barcelona 1996, cap. V, n. 34 Cristianos y nazis/2.

59      Cfr. V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, cap. V, n. 34 Cristianos y nazis/2.

60      V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, n. 34 Cristianos y nazis/2.

61      Cfr. R. RÉMOND, Religion et société en Europe..., pp. 43-44.

62      D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 283.

63      Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia», en XI Congreso católicos y vida pública; y J. C. ESPADA, «Introdução», en Democracia liberal e religião, p. 9.

64      La idea también es compartida por la tradición cristiana, cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural», 8.

65      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 312.

66      Cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad...», pp. 726-730.

67      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 203-204.

68      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 309 y ss.

69      J. ORTEGA Y GASSET, «Socialización del hombre», en IDEM, El Espectador, selección G. Gómez  de la Serna, Biblioteca Básica Salvat de libros RTV, Madrid 1969, p. 187.

70      (1337 a), trad. J. Marías y Mª Araujo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1983, p. 149. Éste es un presupuesto de toda la obra. En su inicio se afirma: «la ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte» (1253 a) (ibíd., p. 4).

71      http://www.filosofia.net/materiales/rec/griega.htm(consulta: 17 septiembre 2010).

72      Cfr. Jornada de Familia y Vida 2007: «Sin embargo, nuestra ciudadanía está en el cielo (Flp 3, 20)». Nota de los Obispos de la Subcomisión para la Familia y la Defensa de la Vida. San Maximiliano de Tebesa (+295), compareció ante el Procónsul Dion, que quería reclutarlo para el Ejército. Entonces éste exigía la obediencia incondicional, también en el culto idolátrico. Por ello Maximiliano se negó alegando que sólo podía ser soldado de Cristo.

73      Cfr. Gaudium et spes, 36 y 39.

74      R. NAVARRO-VALLS, «Introducción», en Estado y Religión. Textos para una reflexión crítica, 2ª ed., Ariel, Barcelona 2003, pp. 10-11; y E. GOMES XAVIER, «A liberdade de religião e o cristianismo», en Forum Canonicum, IV,1.2 (2009), pp. 237-239.

75      Cfr. J. MARÍAS, Sobre el cristianismo, 2ª ed., Planeta, Barcelona 1998, pp. 17-18; y T. LUCKMANN, «Reflexiones sobre Religión y Moralidad», en El fenómeno religioso. Presencia de la religión y de la religiosidad en las sociedades avanzadas, E. Bericat Alastuey (coord.), Centro de Estudios Andaluces. Consejería de Presidencia, Sevilla 2008, p. 15.

76      «Hace falta que el personal político tenga esto presente siempre, abandonando a su vez una política demasiado politizada, para restituir a la misma profundidad ética» («Los valores no negociables, base del discernimiento político. El cardenal Bagnasco inaugura el Consejo Permanente de los obispos italianos», en Zenit.org, 11 marzo 2008 [http://www.zenit.org/article-26630?l=spanish]); y CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 4 (2002). Además, cfr. C. CORRAL, «En pro de Europa: los principios innegociables de Benedicto XVI» [Post 14º], en Periodista Digital, 21 julio 2006. En general, cfr. J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, «Concepción cristiana de la vida y derecho», pendiente de publicación en el volumen homenaje a Rafael Navarro-Valls; IDEM, «Dignidad de la mujer y matrimonio», en Análisis Digital, 11 mayo 2010.

77      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 264.

78      F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 25. Para el autor sólo en las áreas influidas por la civilización cristiana se han formado sociedades secularizadas (cfr. ibíd., pp. 21-22).

79      F. A. HAYEK, Camino de Servidumbre, p. 53. Cfr. Centesimus annus, 25; y J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, «Tribuna. A propósito del caso Garzón y la perversión ideológica», en Análisis Digital, 18 abril 2010.

80      Cfr. Centesimus annus, 51.

81      Cfr. Centesimus annus, 25.

82      «La lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia, sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respetan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto idolátrico, en la adoración del emperador, no aceptaban doblegarse a la falsedad, a adorar personas humanas y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas sus consecuencias han realzado el poder del derecho y la verdad» (BENEDICTO XVI, Homilía Santa misa crismal, 1 abril 2010).

83      Por Ley de 14 de junio de 1791, se prohibieron las asociaciones y organizaciones intermedias. Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, trad. Mª A. Barros Cabalar, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 172-173. En general, cfr. F. PRIETO, Historia de las ideas y de las formas políticas, III. Edad Moderna (2. La Ilustración), Unión Editorial, pp. 218-228.

84      «La ley es la expresión de la voluntad general [...]. Debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga» (art. 6 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano).

85      Cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente: Reflexões sobre a Desinstitucionalizaçaõ da Religião», pp. 128-130.

86      Cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente...», pp. 128 y ss.

87      Recuérdese la construcción de Constant contraponiendo la libertad de los antiguos a la de los modernos.

88       Cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 54.

89      J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, p. 193. Poco antes había defendido que «la forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de “acción directa”» (ibíd., p. 117).

90      Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia», en XI Congreso católicos y vida pública, pendiente de publicación.

91      Cfr. http://europa.eu/scadplus/european_convention/objectives_es.htm (consulta: 19 febrero 2010).

92      Cfr. J. FORNÉS, «Pluralismo y fundamentación ontológica del Derecho», en Persona y Derecho, 9 (1982), pp. 104-105. Allí se cita a J. HERVADA, «Derecho natural, democracia y cultura», en ibíd., 6 (1979), p. 199.

93      J. Mª VÁZQUEZ GARCÍA-PEÑUELA, «Constitución, pluralismo y dignidad humana: en torno a las cuestiones fundamentales del Derecho Eclesiástico español», en Il diritto ecclesiastico, II/1998, p. 440; asimismo, cfr. ibíd., pp. 439 y 444.

94      J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», en IDEM, El Espectador, p. 68.

95      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 246; y cfr. S. PANIZO ORALLO, «Raíces cristianas de la democracia moderna».

96      Cfr. Centesimus annus, 37.1.

97      Pacem in terris, 4-5.

98      Pacem in terris, 34. La convivencia civil solamente es «congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad» (ibíd., 35).

99      J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», p. 67. Asimismo, cfr. M. RAMÍREZ, «Sobre obispos y política», en ABC, 16 abril 2008, p. 3.

100       El autor entiende por democracia no un régimen de libertad, sino un medio para tener acceso a más posibilidades, a mayor poder. cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 55, nota 2. Una crítica en: J. SÁNCHEZ TORTOSA, «El mito de la escuela democrática», en Libertad Digital. Suplementos. Ideas, 6 octubre 2009.

101       AZAÑA relató en La velada de Benicarló (1937) que, en la zona republicana o roja, se produjo la colectivización de hospitales con asambleas de enfermos y enfermeros. Cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, p. 293.

102       El procedimiento democrático no es apto para planificar con éxito «una campaña militar» (F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 97).

103       La libertad garantiza el pluralismo, «a pluralidade não se pode impor» (P. PULIDO ADRAGÃO, A liberdade religiosa e o Estado, p. 15).

104       «Toda interpretación soi-dissant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es totalmente plebeyismo» (J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», p. 69).

105       Cfr. J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, pp. 54-55.

106       Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

107       Esta situación ha sido reconocida en la España actual. Cfr. Blog Pío MOA «Presente y Pasado», «¿Qué queda de la democracia en España?», en Libertad digital, 23 marzo 2010; y en todo Occidente, cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

108       A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, cuarta parte, cap. VI, pp. 370-371.

109       Cfr. A. ZEROLO DURÁN, «El Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel», p. 1139.

110       Cfr. O. VARA CRESPO, «Totalitarismo y democracia», pp. 1111-1113.

111       A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. XVI, p. 180.

112       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 169. Asimismo, cfr. ibíd., p. 20. Además, cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, trad. D. Lerner, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 163-164; y A. R. RUBIO PLO, «Tocqueville y los ciudadanos individualistas», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo II, CEU Ediciones, Madrid 2008, pp. 1147-1151.

113       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, pp. 169-170.

114       Cfr. M. MARYNOVYCH, «Los límites del poder en la democracia», en IX Católicos y Vida Pública, tomo I, pp. 666-667.

115        Centesimus annus, 27.1.

116       Spe salvi, 24.

117       JUAN PABLO II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, trad. B. Piotrowski, La esfera de los libros, Madrid 2005, p. 25.

118       Encarnado en el laicismo beligerante. Cfr. F. HADJADJ, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio, 2010.

119       Con un sentido corrector, cfr. A. CORTINA, Un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid 1998, cap. 4; e IDEM, Alianza y contrato. Política, ética y religión, Trotta, Madrid 2001, p. 31.

120       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 280. Por contraposición al Cristianismo, que, según Redemptor hominis (13.3) y Centesimus annus (53), mira al hombre, a cada hombre.

121       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 138. Se subraya aquí cómo el bien común está abierto a cierta pluralidad de opciones y medios.

122        M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 166-167.

123       S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 148.

124       Sentencia del Tribunal europeo de derechos humanos, caso Lautsi c. Italia de 3 de noviembre de 2009. Cfr. entrevista a F. J. Borreguero, «Somos políticamente cobardes», en Alfa y Omega, 25 marzo 2010, p. 27; y, en general, M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 176.

125       M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, p. 1097.

126       M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», p. 1097.

127       M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», p. 1097.

128       Cfr. J. Mª MARCO, La nueva revolución americana, pp. 55 y ss. Por ejemplo, «Aborto e ideología de género: dos resoluciones en el consejo de Europa. “La sexualidad humana es una actividad, no una identidad”», en Zenit.org, 25 enero 2010. La ampliación de derechos es el eje de la política de J. L. Rodríguez Zapatero. Cfr. «Diálogo sobre la laicidad. Entrevista de P. Flores d’Arcais a J. L. Rodríguez Zapatero», en MicroMega. Periodico settimanale, 2 marzo 2006, reproducido en www.psoe.es (consulta: 18 septiembre 2010).

129       Redemptor hominis, 17.7.

130       Ciudad de Dios, libro IV, cap. IV.4.

131       T. HOBBES, Leviatán, edición preparada por C. Moya y A. Escotado, Editora Nacional, 1980, cap. XIV, pp. 227-228. La potencia de una cosa es lo que nos da idea de su derecho natural. No existe otra pauta de comportamiento, una esencia previa. Cfr. http://www.uam.es/ra/sin/pensamiento/deleuze/espinoza.htm (consulta: 18 septiembre 2010).

132       Origen de los libertinos eruditos, «un movimiento decisivo para entender no ya el tránsito de la modernidad a la Ilustración, sino los entresijos y aporías de las sociedades actuales» (J. SÁNCHEZ TORTOSA, «Libertinismo erudito del s. XVII. El Pueblo o la voz de Dios», en Libertad Digital. Suplementos. Libros, 13 mayo 2010). También, en su aversión a la religión revelada, los libertinos son precursores del laicismo.

133       SPINOZA, Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid 1986, cap. XVI. p. 331.

134       SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI. p. 332.

135       SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 332.

136       «El derecho natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana razón, sino por el deseo y el poder» (SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 331).

137       Cfr. Centesimus annus, 44. Mas la libertad no puede confundirse con el instinto del interés. Cfr. Redemptor hominis, 16.7.

138       En la Entrevista de Flores d’Arcais, Rodríguez Zapatero afirma: «La democracia exige un estado aconfesional y una cultura política basada en valores seculares [...] la idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución».

139       Dice el Preámbulo de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación: «En lo que se refiere al currículo, una de las novedades de la Ley consiste en situar la preocupación por la educación para la ciudadanía en un lugar muy destacado del conjunto de las actividades educativas [...]. La nueva materia permitirá profundizar en algunos aspectos relativos a nuestra vida en común, contribuyendo a formar a los nuevos ciudadanos».

140       Cfr. Ley 25/2010, de 29 de julio, del libro segundo del Código civil de Cataluña, relativo a la persona y la familia, cuyo Preámbulo afirma: «Hoy predomina una mayor tolerancia hacia formas de vida y realización personal diferentes a las tradicionales. En una sociedad abierta, la configuración de los proyectos de vida de las personas y de las propias biografías vitales no puede venir condicionada por la prevalencia de un modelo de vida sobre otro, siempre y cuando la opción libremente escogida no entrañe daños a terceros. Éste es el principio del que parte el libro segundo en cuanto al reconocimiento de las modalidades de familia. Por ello, a diferencia del Código de familia, el presente libro acoge las relaciones familiares basadas en formas de convivencia diferentes a la matrimonial, como las familias formadas por un progenitor sólo con sus descendientes, la convivencia en pareja estable y las relaciones convivenciales de ayuda mutua. La nueva regulación acoge también la familia homoparental, salvando las diferencias impuestas por la naturaleza de las cosas».

141       Informe La presencia de las minorías religiosas en las series de ficción nacional (2010), redactado por Fernández Casadevante y Ramos Pérez. Además, la Fundación «está trabajando con varias productoras y equipos de guionistas para conseguir que haya más personajes de otras religiones en los productos televisivos. También persigue que algunas escenas –bodas, presentaciones de niños, entierros...– no tengan como única referencia la de una parroquia católica» («Minorías religiosas en las series de TV», en Público, 10 mayo 2010, p. 54).

142       Sobre su alcance legítimo, reflejo del sentir común, y abusivo, marco de valores impuesto, cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 72-75.

143       Cfr. J. Mª MARCO, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 15-17; 55-61; 318-319; A. GÓMEZ CORONA, «Partitocracia. Derechos 2.0», en Libertad Digital, 24 marzo 2010; y D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo,pp. 137-138. Sobre el 68, cfr. Persona y Derecho.

144       Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

145       Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

146       Cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, pp. 81-111 y 115-116.

Krzysztof  Gryz

3.       La libertad humana en el desarrollo de la vida de gracia

a)       La cooperación con la gracia

Es obvio que, por razones del específico planteamiento de la vida espiritual que hace san Juan de la Cruz en su obra, en ningún momento se dirige a analizar la  cooperación del hombre con la gracia en el acto de justificación. El objeto de su interés es el hombre ya santificado, en el cual Dios está presente  de  una  manera nueva «por la gracia y amor». Debemos  por  lo  tanto  prescindir de este momento tan misterioso de la conversión y de lo  que se esconde detrás de ella cuando el hombre cambia radicalmente su status: de ser enemigo de Dios pasa a ser  «agraciado en sus  ojos». Sin embargo, a base de esta relación de amor el  hombre   puede, o no,  cooperar  en  cada  de  sus  actos  con  las  gracias  actuales  con el fin de alcanzar la unión perfecta con  Dios.  Esto  constituirá  el objeto de nuestro análisis, al mismo  tiempo que esperamos descubrir algunas leyes universales de esta cooperación válidas en cada estado del desarrollo espiritual.

Para san Juan de la Cruz, la cooperación humana significa siempre el ser dócil a la iniciativa de Dios que  le llama  a su  unión  con ÉL. El grado de esta unión depende en última instancia de la voluntad de Dios pero también de la capacidad receptiva  del  hombre, es decir, de la medida en que se abre al amor divino. Esta  apertura, a su vez, está determinada por la actividad del Espíritu Santo y la disposición del hombre. La  cooperación se realiza cada vez mejor cuando el  hombre  pasa  de  su  modo natural de obrar hacia el modo espiritual porque entonces puede comunicarse con la gracia que tiene carácter puramente espiritual. Este proceso el santo lo presenta en su doctrina de total purgación, cuando el alma saliendo de su vida sensual alcanza el fondo de su ser, donde mora sustancialmente Dios.

Es conveniente primero explicar una distinción que el santo doctor hace entre «lo sobrenatural» y «lo espiritual» [98]. «Lo sobrenatural» tiene en san Juan de la Cruz tres sentidos diferentes. En primer lugar, significa algo que el hombre mismo no se puede dar, es decir, que no es resultado del desarrollo natural de sus propias facultades o potencias, sino que supera su  capacidad  por  más  infinita que esta sea. Es algo que es dado por Dios aunque la forma en que sea percibido por el  alma puede ser muy distinta. Luego, «lo sobrenatural» expresa una realidad  que  se  presenta  al  hombre por medio de cualquiera de sus sentidos  o  potencias.  Tal  es el  caso de visiones, locuciones o profecías. Es lo sobrenatural extraordinario que no constituye la materia  esencial  para  la  salvación  del hombre y que incluso no es deseable, porque lleva el peligro de equivocación o puede ser  el  motivo  de  enorgullecerse [99]. Finalmente, «lo sobrenatural» significa aquello que el alma siente directamente en su sustancia sin la mediación de los sentidos ni de las facultades. Es recibido pasivamente en desnudez y pobreza espirituales. En este  sentido se une a veces a lo  espiritual. En  general, «lo sobrenatural» se inclina a indicar la fuente de donde provienen todos los dones, habla de Dios como  origen  de la acción en el alma y hace hincapié en su divina gratitud. Pero la palabra  preferida  para  hablar de  las intervenciones  de  Dios  en  el  alma  es  la palabra «espiritual». «La palabra sobrenatural subraya mejor la gratuidad divina: Dios actúa solo y hace todo; la  palabra  espiritual  subraya mejor la participación  del  hombre:  Dios actúa  solo  y  hace  todo en el hombre con el hombre» [100].

Con «lo espiritual» designa el santo fundamentalmente dos realidades. Primero, es una parte del alma, la más profunda que constituye su centro o sustancia [101]. Es una parte del alma que comunica con Dios [102]. En relación con esto, habla de la «vía del espíritu» en cuanto toda la actitud de interiorización, es decir, el conseguir la pobreza y desnudez del alma equivale a alcanzar su centro espiritual. En segundo lugar, «lo espiritual» significa un don gratuito de Dios recibido en la sustancia misma del alma pasivamente de una manera oscura y general, es decir, sin mediación alguna de los sentidos. Como, por ejemplo, lo afirma en la Subida: «la comunicación de Dios en el espíritu se hace ordinariamente en gran tiniebla  del alma» (1S 2, 4). Es lo que los teólogos califican  de sobrenatural esencial, en oposición a lo sobrenatural modal, es decir, las gracias carismáticas, gracias gratis datae, de las que hemos hablado más arriba. Pero la distinción espiritual-sobrenatural referido a la gracia tiene en san Juan de la Cruz un significado más amplio. Para él cada gracia actual está compuesta de dos estratos, «de una corteza, que es la manera clara y distinta que tiene de presentarse al alma, y de un núcleo, que es la gracia espiritual que Dios destina al alma por medio de esta comunicación» [103]. El núcleo espiritual es la esencia misma de la gracia que opera en el centro del alma y es el efecto directo de la presencia de Dios en ella. Desde allí, la gracia irradia en las potencias del alma, y entonces su actuar se asemeja al modo de obrar de las potencias. Pero la forma es sustancialmente distinta ya que el carácter y el objeto de tal actuación son sobrenaturales, lo que las potencias por sí solas no podrían engendrar. Como ejemplo, el santo acude a la imagen de la luz que atraviesa el aire, y a continuación dice: «de la misma manera acaece acerca de la luz espiritual en la vista del alma, que es entendimiento, en el cual esta general noticia y luz que vamos diciendo sobrenaturalmente embiste tan pura y sencillamente y tan desnuda ella y ajena de todas las formas inteligibles, que son objetos del entendimiento, que  él no la sienta ni  echa de ver; antes a veces, le hace tiniebla, porque le enajena de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías» (3S 14, 10).

Después de estas precisiones podemos afirmar que para san Juan de la Cruz la cooperación con la  gracia significa en primer lugar una preparación interior, de tal manera que la gracia recibida pueda actuar según su propio dinamismo y su carácter puramente espiritual. Cooperación, por lo tanto, no es solamente un cese del natural modo  de  obrar  de  sus  potencias,  que  no  pueden  responder al don de la gracia, sino que es pasar de lo sobrenatural al nivel espiritual, dejando que la gracia obre en la sustancia del alma según su propia naturaleza, es decir, pasivamente [104]. El estado correspondiente a la pasividad es por parte del  hombre la desnudez y pobreza espiritual. «La purgación, contemplación, o desnudez o pobreza de espíritu, todo aquí es  una  misma  cosa»  (2N  4,  1).  En esta dirección apunta por entero el programa  de  las  purificaciones  que propone el santo carmelita durante las noches. La cooperación significa, pues, el recogimiento en el centro del alma, donde mora Dios y donde opera lo sobrenatural esencial. Solamente entonces puede el  hombre  responder  plenamente,  es  decir,  de  acuerdo  con el fin previsto por Dios, de los influjos que provienen de la gracia esencial. Tenemos por  lo  tanto  como  dos  movimientos  del  alma que,  primero,  tiene que llegar a  su  centro  y  allí  encontrarse   con la fuente de su santificación, y  para  conseguir  esto  ha  de  desconfiar de las operaciones de sus potencias,  para poder luego desarrollar su vida espiritual con sus potencias pero ya  transformadas en las potencias divinas por las comunicaciones que ha recibido de Dios en el centro del alma. Así el alma llega a la unión y luego vive  esta unión.

Es preciso añadir que este proceso de recogimiento  tampoco el hombre lo obra con sus solas fuerzas. Pasar al centro del alma requiere la ayuda de la gracia, que estando infundida en  el centro del alma, en «lo espiritual», desde allí obra sobre las potencias del alma generando en ellas la fe y el amor sobrenaturales. El hombre siguiendo sus impulsos  puede superar  todo  lo sensible  y externo  y descubrir lo esencial que es la presencia de Dios en el centro del alma y en consecuencia entrar en la unión con Él. Por eso, solamente las virtudes teologales sirven como medio para la unión.

«Las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que tienen, respecto a las dichas tres potencias, como propios objetos sobrenaturales, y mediante las cuales el alma se une con Dios según sus potencias» (2S 6, 1).

Al mismo tiempo, es el proceso de liberalización de todas las imperfecciones que pueden ofrecer los sentidos y facultades del alma todavía no transformadas en las operaciones divinas. Como hemos señalado en el capítulo segundo [105], el  hombre, al entrar en el centro de su alma, llega al fundamento mismo de su ser y, en consecuencia, se posee a sí mismo en plena libertad. «Su  centro  más profundo es también el centro de su libertad: el centro, donde, por decirlo así puede concentrar todo ser y señalarle una de, terminada orientación. Ciertas decisiones de  menor importancia podrán en cierto modo ser tomadas desde un punto situado  mucho más al exterior; pero serán decisiones superficiales; (...) y,  después  de  todo,  tampoco  será  una  decisión  libre,  porque  el  que  no es dueño absoluto de sí mismo no puede obrar  sino  inducido, no puede disponer de nada con verdadera libertad» [106]. La libertad humana de actuar, la libertad externa que  siempre  ha  poseído, al llegar al centro del alma consigue su plenitud, su  perfección,  al  mismo tiempo que adquiere una nueva dimensión  teologal. «Alcanza la libertad preciosa y deseada de todos, del espíritu salió de lo bajo a lo alto, de terrestre se hizo celestial y de humana  se  hizo divina» (2N 22, 1). Todo esto  por  haberse  encontrado  con  la  gracia que precisamente posibilita y funda la nueva dimensión de la libertad.

Surge, sin embargo, una pregunta. ¿Es posible que solamente aquel  hombre  sea  capaz de una decisión perfectamente  libre  que ha alcanzado el centro de su ser, o sea, la perfección? E. Stein modifica todavía esta pregunta diciendo que, al parecer, la libre  actuación del hombre en su  centro  es  aún  más  disminuida  porque  es  Dios quien hace todo en  ella de  manera  pasiva.  Pero luego  responde así. «Sin embargo, en esta  actitud receptiva  es donde  cabalmente se pone de manifiesto la participación de su libertad, participación que se hace  mucho más decisiva, por  cuanto, si Dios hace aquí todo, es porque primero el alma se le ha entregado  más  por entero. Y esta entrega constituye el ejercicio  supremo  de  su  libertad» [107]. En consecuencia, la autora parece inclinarse a la respuesta afirmativa de dicha  pregunta. A continuación desarrolla  -a   base de  textos  sanjuanísticos-  su  propio  análisis  del  hombre sensual, que todavía vive lejos del centro de su alma. Sus  decisiones son más o menos superficiales, porque movidas únicamente por el sentido no quieren adentrarse en la búsqueda de otros motivos que, lógicamente, les llevarían hasta el fondo de su ser. En conclusión dice: «sí; podemos afirmar sin  titubeos: una decisión real y auténtica  no  es  posible,  en  definitiva,  sino  desde  el  hondón   del   alma».

Esta profundidad de la decisión se basa precisamente en la unión con Dios que habita en el alma. «Nadie está por sí en situación de abarcar con su  mirada  todos  los  motivos  y contra-motivos que hacen oír su voz en una decisión. Cada cual sólo es capaz de decidirse como mejor puede, conforme a su  saber y conciencia, dentro de lo que se le alcanza. Pero el  hombre  creyente  sabe  también que hay Uno, cuya mirada no  está  limitada  a  ningún  horizonte, sino que abarca en realidad todo y todo  lo  penetra» [108].  Entonces, para poder  ser  perfectamente  libre,  es  decir,  poder  tomar cada decisión con plena visión de la verdad en todas sus profundidades,  hay  que  dejarse  guiar  y  llevar  por  el  Espíritu  de Dios.

Esto lleva a la suprema obediencia a Dios y precisamente en este momento el hombre ha conseguido ser libre. Este es, en consecuencia, el sentido que da san Juan de la Cruz a la cooperación humana con la gracia.  «El que verdaderamente no quiere sino lo  que Dios quiere, así con una fe ciega  y absoluta,  ha conquistado  la más alta cima que al hombre es dado alcanzar con la gracia divina: su voluntad está enteramente purificada y libre de toda atadura a estímulos terrenos; está en razón de su libre entrega, unido con la voluntad  de Dios» [109]. Su libertad en la unión con Dios es de tal grado que el alma es dueña no sólo de sí misma sino también de Dios. «Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con  propiedad  de derecho, como hijo  de Dios  adoptivo,  por  la  gracia  que Dios le hizo de dársele a sí mismo» (LB 3, 78).

b)       La gracia y el libre albedrío [110]

Como hemos podido observar en diversos momentos de nuestra tesis, san Juan de la Cruz, a pesar de haber recibido la formación teológica en la escuela tomista, no siempre sigue exactamente sus proposiciones. Pero en un punto es muy fiel a ella, a saber, al hecho de que Dios es Dios y la criatura  es  criatura,  y en consecuencia, en dar tanta importancia a la omnipotencia y omniactividad de Dios. Dios causa no solamente el hecho, la santificación del hombre, sino también el modo de su acción. La libertad, para san Juan de la Cruz, no es un absoluto que existe independiente de la voluntad del Creador y que es algo superior al hombre mismo. En virtud de la unidad esencial del hombre, la libertad, en cuanto expresión de su personalidad, es una realidad creada en dependencia de Dios. Por la presencia natural de Dios en las criaturas Dios funda el ser y la acción  misma  de la libertad, la mueve para que sea libre. Por la presencia sobrenatural en el centro del alma Dios mueve la libertad para que sea expresión  de  su acción gratuita de amor. Esta convicción  se ha visto confirmada y todavía aumentada por la experiencia de la unión mística. Al verse regalado con tanta gracia, el santo se olvida de sí y todos sus trabajos le parecen hasta tal punto desproporcionados que no les concede mucha importancia [111]. Sabemos que en realidad no es así; pero teniendo en cuenta esta específica perspectiva mística, debemos analizar con cuidado sobre  todo  aquellos  textos  que  hablan de la libertad humana.

Para el santo de Fontiveros Dios es el principal agente de la vida sobrenatural del hombre. Sin la intervención previa de Dios el hombre es incapaz de hacer cualquier acto sobrenaturalmente bueno, así como tampoco podría permanecer en el estado de gracia. En la canción 30 del Cántico -que es especialmente  interesante para nuestro tema- el santo afirma: «el movimiento para el bien de Dios ha de venir solamente» (30, 6) [112]. San Juan de la Cruz está pensando en el primer movimiento  de Dios que  genera  en el alma la gracia sobrenatural. Dios ha mirado gratuitamente al hombre y con esta mirada ha suscitado en él el deseo de  amor. Al mismo tiempo suscita la decisión de buscar la satisfacción  de este deseo no en las criaturas sino en Dios. En este sentido es una conversión, es decir, una inversión del orden heredado de Adán, cuya lógica consistía en dar primacía a las criaturas sobre Dios. Pero gracias a la mirada de Dios el hombre «determinadamente se convierte a servir a Dios» (1N 1, 2), devuelve la primacía a Dios. Ese es el acto de la libertad que cambia la opción de las actitudes humanas. La libertad obra según su naturaleza, se mueve en el campo que es propio de ella. Se desprende de las criaturas y, movida por Dios, se abre a una realidad nueva y transcendente que supera su propio modo de obrar. Pero no va en contra de su naturaleza, al contrario, con esto da testimonio de su perfecta libertad, es decir, tener el poder de elegir en contra de las determinaciones de las criaturas. Descubre su dimensión espiritual, abre un nuevo espacio de su existencia. A partir de entonces «la va Dios criando en el espíritu y regalando» (1N 1, 2). En este sentido la mirada de Dios es eficaz porque permite a la libertad hacer la elección ya no solamente entre una criatura u otra, sino la elección entre la criatura y Dios.

Este impulso a la vida sobrenatural es continuo y el santo doctor lo define con la noción de pasividad y lo coloca en el centro del alma. En el caso de las aprehensiones sobrenaturales, dice que «pasivamente se obran en el alma en  aquel  mismo  instante que se representan al sentido, sin que las potencias de suyo hagan alguna operación» (3S 13, 3); más aún, las potencias no deben intervenir, porque «a lo sobrenatural no se mueve el alma ni se puede mover, sino muévela Dios y pónela en ella» (3S 13, 3). En este caso el santo se refiere al modo natural de obrar de las potencias que no tienen ninguna compatibilidad con la acción divina, y esto por dos razones. Primero, porque las potencias operan sobre los sentidos, en cambio, esta comunicación divina es de carácter puramente espiritual; segundo, porque es el don propiamente sobrenatural. «Por cuanto el alma no puede obrar de suyo nada si  no es  por sentido corporal, ayudada de él su negocio  es ya sólo  recibir de Dios, el cual solo puede en  el fondo  del  alma (sin  ayuda  de  los sentidos) hacer obra y  mover  al alma  en  ella» (LB 1, 9). Por lo tanto, la comunicación sobrenatural puede ser recibida  sólo en el centro del alma que reúne estas dos condiciones, es una parte espiritual del alma y es lugar donde habita Dios por  la  gracia. Desde el centro la gracia penetra las potencias que tienen allí su principio operativo y les infunde tanto el conocimiento sobrenatural de fe como el amor para que hagan las acciones sobrenaturalmente buenas. Las potencias pueden seguir este impulso, pero pueden oponerse volviendo a su natural modo de  actuar.  En  el segundo caso el hombre no coopera con la gracia divina.

Podemos observar también que, para san Juan  de  la  Cruz, esta actuación pasiva de la gracia en el centro del alma es siempre eficaz, es decir, obra su fin querido por Dios. Hablando de las mismas aprehensiones afirma que «Dios hace en el alma su efecto sin que ella sea parte para impedirlo  (...)  aquel  efecto  que  había  de causar en el alma mucho más se le comunica en sustancia (...), porque como también dijimos, el alma no puede impedir los bienes que Dios le quiere comunicar ni  es  parte  para  ello»  (2S  17, 7). Esta gracia penetra eficazmente la sustancia del alma y dispone suficientemente la voluntad para la elección, sin embargo no la de­ termina para tal acción. Como hemos afirmado en el párrafo anterior la gracia actual tiene en la visión del santo como  dos sustratos, un núcleo espiritual que opera en el centro del alma y que es siempre eficaz y una corteza que ejerce su influjo sobre las potencias y en este caso sería la gracia suficiente. En cuanto las potencias se retiran cada vez más por el proceso de interiorización al centro de su ser, al fondo del alma, cada vez más la influencia suficiente de gracia se convierte en la eficaz.

El problema que se plantea es la cuestión de la naturaleza teológica de estas aprehensiones  de  que  está  hablando san  Juan de la Cruz. ¿Son ellas las gracias extraordinarias (gratis datae), o son gracias actuales que causan una obra buena, o son gracias místicas que llevan a la unión? El santo doctor no hace ninguna  calificación estrictamente teológica. Consideramos que no se trata de las gracias gratis datae ya que a éstas el santo las coloca en las potencias del alma y no en su centro. Por lo que se refiere a la segunda posibilidad, no hay ninguna objeción, puesto que san Juan de la Cruz trata las gracias místicas como gracias actuales, salvo que éstas tienen un fin determinado que es llevar al alma a la unión. La tesis se confirma cuando el santo, al hablar de las aprehensiones, acude a su imagen  del rayo que penetra la vidriera. Esta imagen le sirve frecuentemente para expresar la  transformación del alma en Dios. «Las que son de Dios penetran el alma y mueven la voluntad a amar, y dejan su efecto, al cual no puede el alma resistir aunque quisiera más que la vidriera al rayo del sol cuando da en  ella» (2S 11, 6). Otra vez está hablando de una moción que inclina fuertemente la voluntad. El hombre no puede resistir a esta inclinación, pero puede obstaculizar su acción con «alguna imperfección o propiedad» (2S 17, 7). Pero si esto no sucede el alma puede ser movida por Dios de modo cada vez más fuerte hasta que sus operaciones sean divinas. Esto, sin embargo, se da  sólo  en  la  unión mística. «Es verdad  que apenas se hallará alma que en todo y por todo tiempo sea movida de Dios, teniendo tan continua unión con Dios que sin miedo de alguna forma sean sus potencias siempre movidas divinamente, todavía hay almas que muy ordinariamente son movidas de Dios en  sus operaciones,  y ellas  no son las que se mueven, según aquello de san Pablo: que los hijos de Dios, que son estos, transformados y unidos en Dios, son movidos del espíritu de Dios (Rm 8, 14), esto es, a divinas obras en sus potencias» (3S 2, 16). La primera tesis responde al don especial  de la confirmación en la gracia; la parte segunda habla de la presencia de la gracia en la vida de cada cristiano.

Es cierto que el hombre no puede resistir a la moción de la gracia en el centro de su alma si está en estado de justificación, porque, como en este centro habita Dios, sería una contradicción. Pero el alma puede oponerse, o mejor dicho, no responder adecuadamente a la moción que  ejerce la gracia en las  potencias. Su objeto es iluminar el entendimiento con la luz de la fe e inflamar la voluntad con el amor  sobrenatural.  Pero si las  potencias  vuelven a su natural modo de obrar, es decir, si se inclinan hacia las criaturas, entonces no obran sobrenaturalmente y pueden caer en la imperfección o en el pecado, porque  Dios  «aparta  su  gracia  y  favor de aquel hombre. De donde necesariamente se sigue el ser engañado por causa del  desamparo de  Dios» (2S 21, 13). En cambio, si el hombre  responde  a  la  moción  de  Dios, la gracia obra en él a través de  sus  propias  obras.  Entonces  el  hombre  no  solamente está en la gracia sino que, además, vive la vida de la gracia.

Es Dios quien mueve al alma por la gracia,  pero  lo  hace  a través de las propias operaciones del alma. San Juan de la  Cruz nunca desprecia la libertad,  porque  el  hombre no es sujeto pasivo de la unión. La unión de amor no es tan sólo una entrega extraordinaria que hace Dios al alma. El santo carmelita muchas veces subraya el carácter recíproco de la  unión. Resulta, pues, que  cuanto más alta es la cumbre de la vida espiritual que alcanza el hombre, tanto más libre se hace, hasta  hacerse capaz de  ser  consorte  de Dios. No se puede pensar en un grado más alto de la libertad.

«Cuando Dios como un águila vuela sobre el alma y con su gracia en un rapto la eleva en las sublimes éxtasis, no lo hace sin su consentimiento, o al menos, sin que ella no lo ha confirmado con habitual y libre tendencia de sus aspiraciones y peticiones. Lo mismo sucede en el caso cuando Dios da los dones sobrenaturales, en los cuales el alma nunca había pensado, o  incluso si quisiera oponerse  a ellos. Aun en estos casos no se da ninguna violencia de su libre voluntad. Porque según los textos, en el  primer  caso se trata sólo de una postura de indiferencia del alma, el segundo es una situación irreal, la que solamente  indica, porque la acción  de la gracia  se tiene lugar antes de que alma tomase una postura y por eso no pueden tener lugar contra la voluntad del alma» [113].

Ya en la mencionada canción 30 del Cántico dice el  místico  que, aunque es Dios el principio absoluto de la acción buena del hombre, esto no se hace sin la cooperación del hombre. «El movimiento para el bien, de Dios ha de venir  solamente,  mas el correr, no dice que El solo ni ella sola, sino corremos  entrambos, que es el obrar Dios y el alma juntamente» (CB 30, 6). En  este pasaje  habla de las obras de los santos  que  resultan ser  como  unas  guirnaldas para la cabeza del  Esposo Cristo. Estas guirnaldas son fruto de la gracia y la respuesta amorosa  del  alma. «No dice (el  Esposo): haré yo las guirnaldas solamente,  ni  haráslas tú tampoco a solas, sino harémoslas entrambos juntos; porque las  virtudes  no  las  puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas  en  el alma sin ella» (CB 30, 6). El  texto se refiere a los efectos de la colaboración con la gracia, cuando el alma responde en sus potencias a la moción de la gracia que proviene del centro del alma. Entonces las potencias obran virtualmente, es decir, el entendimiento vive de fe, la  voluntad  de  amor  y la memoria de esperanza.

Esta perfecta armonía entre la vida divina y las operaciones del alma hechas divinas puede ser experimentada por el santo en su grado más perfecto y -con la ayuda de la gracia mística- de manera directa. La expresión de esta experiencia la encontramos en Llama, cuando compara el alma transformada por el amor en la llama.  El  aire de la llama son  las operaciones del alma, el fuego que mueve el aire y lo inflama es el Espíritu Santo presente en el alma por la gracia. El fuego no pue­  de arder sin el aire y de la misma manera el aire no tiene otros movimientos que los de fuego. «Diremos que es como el aire que está dentro de la llama, encendido y transformado en la llama, porque la llama no es otra cosa que aire inflamado, y los movimientos y resplandores que hace aquella llama ni son sólo del aire, ni sólo del fuego de que está compuesta, sino junto del aire y del fuego, y el fuego los hace hacer al aire que en sí tiene inflamado» (LB 3, 9). En otro lugar precisa todavía más: «todos los movimientos de tal alma son divinos, y, aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento» (LB 1, 9).

Una vez más, como fue el caso del rayo que penetra  la  vidriera, el santo encierra el misterio en una imagen. Entonces quiso expresar el misterio de la  transformación  del  hombre  en  Dios  por la gracia, ahora intenta expresar  otro  aspecto de ese  mismo  y  único misterio: el encuentro de la gracia  con  la  libertad  humana. En vano buscaríamos una fórmula filosófica, o un sistema teológico de explicación compuesto por palabras unívocas y con un sentido determinado. En cambio, tenemos una metáfora, que por sí sola es misteriosa. Pero ¿acaso esta metáfora no vale más? ¿Acaso lo misterioso se puede explicar con lo unívoco?  ¿Qué es más revelador? El santo de Fontiveros ha optado por las metáforas adaptándolas magistralmente al misterio. Tal  vez  sea  esa,  precisamente,  una  de sus grandes aportaciones al desarrollo de la teología.

4.       Los méritos del amor

a)       Las obras naturalmente buenas

En una lectura  superficial  de  las  obras  de  san  Juan  de  la Cruz podría parecer que el santo atribuye la importancia exclusivamente a la actitud interior y  espiritual del  alma,  despreciando sus obras externas.  Aun  cuando  hace  hincapié  en  el  desarrollo de  la vida espiritual, lo hace como fundamento y fuente  de  su  vida activa. La fe da valor a las obras, pero las obras hacen viva la fe [114]. Para el  santo doctor el hombre presenta una unidad esencial y no se puede separar su vida interior de la exterior, las obras son la expresión externa del mismo espíritu. Por lo  tanto  en  el  trato con Dios  no  bastan  las  meditaciones,  hay  que  buscarle  con  las obras [115].

En el capítulo 27 del tercer libro de Subida analiza el valor que pueden tener en la vida espiritual los bienes morales. Con este nombre denomina «las virtudes y los hábitos de ellas en cuanto morales, y el exercicio de cualquiera virtud y el exercicio de las obras de misericordia, la guarda de la ley de Dios, y la política, y todo exercicio de buena índole e inclinación» (3S 27, 1). Trata aquí de toda actitud moral naturalmente buena que merece su valor y estimación por dos causas.  Primero,  por  lo que  ella  es  en  sí, en cuanto reflejo de la bondad divina,  porque  Dios «ama  todo lo bueno aún en el bárbaro y gentil» (Ibídem, 27, 3). En segundo lugar, por el bien que produce que, sin embargo, para un cristiano debe ser como «medio e instrumento», del cual  puede servirse  en su camino hacia Dios. A los que realizaban estas obras Dios «pagaba temporalmente». Como ejemplo pone los personajes del Antiguo Testamento que gozaban de la larga vida, honra  y señoría, o los romanos que por gobernar en paz y  orden  con  leyes  justas Dios «les sujetó así todo el  mundo» [116].  Pero  con  todo  esto  no eran capaces del premio eterno porque no estaban en gracia. El cristiano, en cambio, debe gozarse de estos bienes solamente en cuanto «haciendo las obras por amor de Dios le adquieren vida eterna» (Ibídem, 27, 4). Al final, expone su opinión de que el valor de las  obras  humanas  sólo se  funda  en  el  amor sobrenatural.

«El  cristiano ha de advertir que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas,   penitencias,  oraciones,   etc.,  que   no  se  funda tanto en la cuantidad y cualidad  de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas» (Ibídem, 27, 5). El santo distingue claramente estos dos niveles: natural y sobrenatural. Como  el  hombre  no puede, con sus propias fuerzas, levantarse al orden sobrenatural no pueden valer sus obras. Incluso un acto que tiene por objeto o motivo una realidad sobrenatural no puede ser meritorio. Pero el santo mismo pone una objeción  a la que luego va a responder. Es el caso de un deseo natural de Dios que naturalmente dispone al hombre a recibir la gracia. En cuanto es puramente natural  no tiene valor meritorio, pero san Juan de la Cruz dice que no es un apetito natural el hecho de que un alma desee a Dios. «No es aquel apetito, cuando el alma apetece a Dios, siempre sobrenatural, sino cuando Dios le infunde, dando El la fuerza del tal  apetito, y éste es muy diferente del natural, y, hasta que Dios le infunde, muy poco o nada se merece» (LB 3, 75).

b)       El amor, único motivo del mérito

Al final de Subida, después de haber analizado  el valor  de los diversos bienes, tanto morales como sobrenaturales, afirma que solamente las obras hechas en la caridad producen el fruto de la  vida eterna, porque «¿qué  aprovecha  y qué  vale  delante  de Dios lo que no es amor de Dios?» (3S 30, 5). Esta pregunta encierra  en  sí la idea principal que tiene san Juan de la Cruz acerca del  mérito.

Tres canciones del Cántico, desde la 30 hasta la 32, tienen una importancia fundamental en este tema. Se complementan mutuamente hasta tal punto que podríamos  pensar  que  la  32  fue  escrita para rectificar posibles malentendidos surgidos  de  las  anteriores. Hemos hecho referencia a la canción 30 al  tratar  de  la cooperación del hombre con la gracia. La canción habla del alma enamorada  de  Dios que con las  virtudes  y  buenas  obras  encanta de esta manera a Dios,  quien  se enamora de ella. Para conseguir esto el alma lleva una guirnalda de flores hecha en «frescas mañanas». Esta metáfora expresa las obras y  trabajos  hechos  por  el  alma cuando todavía no alcanzó la perfecta unión  con  Dios.  A  menudo  fueron  realizados  en  el  período  de  continuas  luchas interiores contra los vicios y con el  sentimiento  de  abandono  de  Dios, en sequedad y dificultad del espíritu. En este caso, para subrayar la actitud del hombre, utiliza el verbo «adquirir»,  que  por cierto, no se encuentra con frecuencia en la totalidad de su obra. Sabemos que no es solamente el  fruto de la acción  humana,  sino  que  es  resultado  de  la  gracia [117].  Pero el santo expone el valor que tiene el alma respondiendo con sus obras al  impulso  de la  gracia. Todas estas obras están  vinculadas  entre  sí  y  atadas  en  forma de la guirnalda por un cabello  que es el  amor,  «el  vínculo  y  atadura de la perfección», según san Pablo, cuyas palabras cita expresamente el santo (cfr. CB 30, 9). El alma que obra en  la  gracia  no resiste al amor divino y se une con él.  Las  buenas  obras, por lo tanto, no son más que la expresión  externa  y  signo  de  este amor. El hombre no es un ser puramente espiritual, sus obras deben encarnarse de alguna manera. En cuanto estas obras reflejan la transformación sobrenatural del  alma, el santo dice que  a través  de ellas el  Amado contempla  la  hermosura del alma, y lo que le atrae más es aquel cabello de manera que,  a  pesar de ser  tan  frágil  y  pequeño, es capaz de «dejar preso a Dios» (CB 31, 8).

La  expresión  fuerte  de  tener  preso  a  Dios  indica  que  Dios se  ve  en  cierto  sentido  obligado  a  amar  al  alma  cada  vez  más  y a entregársele en unión . Esto supone que san Juan de la Cruz está pensando en los méritos sensu stricto, es  decir,  en  méritos  condignos, que pueden subsistir ante la justicia divina y en cierto sentido reclamar de ella una recompensa por  sus  obras.  En  Llama  declara que el alma estando en la unión con Dios posee a Dios «con propiedad de derecho» (LB 3, 78), que incluso puede aplicar  «a  quien ella quisiere de voluntad» (Ibídem). El mérito de amor tiene capacidad de borrar  las  culpas  y  merecer  más  gracias.  Dado  que  el amor que posee el alma es el mismo amor divino que Dios le  infundió, entonces, cuando el alma ofrece a Dios su  amor,  es  como darle a El mismo. Por este motivo la acción humana  tiene  realmente el valor sobrenatural, al mismo tiempo que es el  mérito del alma, porque lo  hace  con  el  consentimiento  de  su  voluntad. «Dale a su querido, que  es  el  mismo  Dios  que  se  le  dio  a  ella;  en  lo cual paga ella  a Dios  todo  lo  que  le debe,  por  cuanto  de voluntad  le da otro tanto como dél recibe» (Ibídem).

Como hemos podido observar, el  derecho  que  posee  el  alma no  es  un  derecho  en  el  sentido  de  una  ambición de recompensa, o una exigencia hecha a Dios. El santo doctor precisa que  este derecho es válido únicamente en virtud de la posesión hereditaria que es fruto de ser  hijo  de  Dios  por  adopción [118].  En  esta adopción hecha por Dios gratuitamente se funda en última instancia la realidad del mérito. El amor del alma está conformado y  lleno  de fuego del  amor  que  llega  al  Padre  desde  el  corazón  de  su  Hijo.  El Padre tampoco quiere a  alguien  que no sea imagen  de  su  Hijo; las criaturas son queridas por  Dios  sólo  a  través  del  Primogénito. San Juan de la Cruz testimonia muchas veces esta verdad. Basta recordar las primeras intuiciones teológicas de su poesía «In Principum»: «nada  me  contenta,  Hijo,  /  fuera  de  tu  compañía.  /  y  si algo me contenta / en ti  mismo  lo quería»  (P 7, 57-60).  La esposa  que ha recibido el Hijo sólo «por tu valor merezca/ tener nuestra compañía» (vv. 79-80). La meritoriedad de las  buenas  obras significa, en definitiva, que Dios acepta su propio  amor  que  recibe  en  forma del amor humano por  medio  de  Cristo.  Inmediatamente después de haber afirmado en  la  canción  31  del  Cántico  que  el amor del alma es capaz de hacer preso a Dios, viene  como  una cierta aclaración, la canción 32, donde declara esta verdad, es decir,  que el alma tiene posibilitad de merecer sólo en razón  de  la  voluntad misericordiosa de Dios, que la amó primero y la hizo  agradable a sus ojos, o sea, conforme por la gracia a su Hijo. «Atribuyéndolo todo a Él y  regraciándoselo  juntamente,  le  dice  que  la  causa de prenderse Él del  cabello  de  su  amor  y llagarse  del ojo de su  fe  fue  por  haberle  hecho  la  merced  de  mirarla  con  amor, en lo cual la hizo graciosa y agradable a  sí mesmo, y que, por  esa gracia y valor que de Él  recibió, mereció su amor y  tener  valor  ella en sí para adorar agradablemente a su Amado y hacer  obras dignas de su gracia y amor» (CB 32, 2). Así pues, el derecho del hombre se funda en la anterior acción misericordiosa de Dios, los méritos condignos remiten a los  méritos  congruentes  del  alma  que ha sido creada a la  imagen  de  Dios  y  llamada  a  la  felicidad  y unión con Dios.

El concepto de los méritos  que  tiene  san  Juan  de  la  Cruz  pone de relieve una vez más la importancia, o  tal  vez  habría  que decir, la omnipotencia del amor.  Primero, es el amor misericordioso de Dios que no solamente supera la condición  pecaminosa del alma y la eleva al estado sobrenatural, sino que, además, le da  derecho de recibir más gracias. En segundo lugar, el amor del alma, que por su fuerza y perseverancia consigue llegar a la unión con Dios, que por sí solo ya es  una  gracia  especial. Por lo tanto, el santo exclama sin ninguna exageración: «grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. Dichosa  el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero rendido a todo lo que ella quisiere (...)» (CB 32, 1).

III.    Conclusión

El problema de la relación entre la libertad humana y la gracia tal como se plantea en los escritos de san Juan de la Cruz trasciende el marco puramente teorético de la llamada discusión de auxiliis. La peculiaridad  de  su  obra,  sus  fines,  su  propio  método y el lenguaje, coloca el problema en un espacio mucho más amplio. El  doctor místico pretende describir el proceso espiritual por el cual ha de pasar el  alma para llegar a la perfecta unión con Dios. En este proceso, la gracia y la libertad juegan los papeles fundamentales en cuanto que constituyen  los  componentes  decisivos de su dinamismo. La unión no sería posible sin la  gracia  que eleva al hombre al  nivel  sobrenatural; por otra parte, la concurrencia de la libertad provoca que la unión se realice a modo de un proceso, con sus continuas subidas y bajadas.

Partiendo de esta afirmación básica el santo deja de lado el problema que  supone  la  cooperación  del  hombre  con  la  gracia  en el acto de justificación. El objeto de su interés es el hombre ya justificado en quien  Dios  está  presente   por  la  gracia  santificante. A partir de ahí construye su sistema  que  se  basa  fundamentalmente en dos pilares: la moción divina y la docilidad del hombre que se deja llevar por el impulso de la  gracia. Hemos podido  observar, que el pensamiento de san Juan de la Cruz gira alrededor de dos conceptos teológicos que constituyen un verdadero armazón de su doctrina sobre la unión. Por una parte está Dios trascendente, que infinitamente  dista y es absolutamente diferente de toda criatura, y por otra, el hombre que por ser criatura se encuentra a una distancia infinita de Dios agravada aún más por su condición de pecador. A pesar de esto la unión es posible, en  primer  lugar  porque hay ciertas predisposiciones para ella: por parte de Dios, su  presencia por inmensidad en el mundo; y por parte del hombre,  su  apertura hacia el infinito en el deseo de felicidad; en un segundo momento, porque Dios es infinito en su amor y otorga el máximo bien a quien quiere. No obstante, la unión se puede realizar únicamente a nivel divino y por eso exige, del hombre la elevación por encima de su naturaleza. En este sentido la unión se presenta como don, es decir, como el efecto de la iniciativa de Dios que llama para la unión y determina su  grado -por eso el santo le llama  el agente principal de la unión-, pero que no se efectúa sin la colaboración del hombre.

En esta perspectiva general hemos analizado dos aspectos de la relación que se da entre  la gracia y la libertad. Primero: ¿cómo la gracia determina el acto del libre albedrío y la decisión del hombre?; y segundo: ¿cuál es el estado de la libertad cuando el hombre vive la vida de la gracia? Por los motivos que hemos señalado arriba, san Juan de la Cruz acentúa más la segunda  cuestión. Al no ser movido por la preocupación de elaborar una exposición teológica sistemática se basa fundamentalmente en los principios tomistas que adquirió durante su formación en la Universidad de Salamanca. Sin embargo, añade unos matices propios, que hacen continuamente referencia a dos realidades: el fondo del alma y el amor, que al erigirse en claves de la hermenéutica de sus obras, ordenan también la relación entre la gracia y la libertad.

El fondo del  alma es el lugar más íntimo, más profundo de la personalidad humana, y de naturaleza espiritual, donde hunden sus raíces todas las potencias y operaciones del alma; en  consecuencia, es el lugar donde nacen las decisiones fundamentales que orientan su ser en cuanto hombre, es decir, la criatura libre y  espiritual. Por lo tanto, el hombre se hace más libre en  cuanto  es más espiritual, y viceversa, el ejercicio de la libertad le lleva a  la esfera espiritual de su ser. Por otra parte, el fondo del alma es el lugar privilegiado donde habita Dios. El segundo  concepto, el amor, expresa en primer lugar una capacidad natural  del  hombre  como el don de la creación, que después del pecado original se estructura en dos vertientes: el deseo de la felicidad y el sentimiento del desorden que provoca la concupiscencia. En segundo lugar, el amor es la expresión de la sustancia divina y  la  característica de toda su actitud con que se dirige hacia el hombre. Por lo tanto  es el origen de la gracia.

Cada uno  de  estos  conceptos  posee  como  una  doble  cara. Son las realidades que mejor definen la persona humana, tanto en su condición ontológica, como en su dimensión existencial. En  el fondo del alma el hombre concentra todo su ser y le impone una determinada orientación; el amor constituye el fin y la razón de su actuación como persona. Pero, al mismo  tiempo,  hay que añadir que ni uno ni el otro tiene un carácter puramente natural en cuanto independiente de Dios. El fondo del alma evoca la dimensión teológica del hombre. El amor, con su condición de apertura hacia el Bien absoluto, y a la vez la capacidad de entrega, testimonia que el hombre es imagen y semejanza de Dios. De esta manera el doctor místico puede hablar de la unión entre Dios y el  hombre. Los dos extremos: la nada humana y el Todo divino se juntan en el centro del alma por el amor. De manera semejante encuentran reconciliación otras realidades aparentemente contrarias, como cuerpo y espíritu, aniquilamiento y vida, y -mutatis mutandis- la gracia y la libertad. Pero ¿como se traducen estas afirmaciones a las respuestas de las preguntas que hemos planteado anteriormente?

La comunicación sobrenatural de Dios en la gracia posee -según san Juan de la Cruz- una doble estructura: está compuesta de un núcleo espiritual que opera en el centro del alma y una corteza que ejerce su influjo sobre las potencias. En virtud de esta naturaleza la gracia produce en el alma un doble impacto. Primero se coloca en el fondo del alma y en cuanto tal es siempre eficaz y mueve el alma sin que ella pueda impedir su actuación. Desde ahí se infunde en las potencias del alma iluminando el entendimiento con la luz de la fe e inflamando la voluntad con el amor sobrenatural, sin que determine completamente la decisión de la voluntad. Con lo cual, el hombre puede o bien seguir estas inspiraciones y responder con su actividad a la iniciativa divina, o bien poner obstáculos e impedir que sea movido por Dios. En este sentido, la gracia se revela como el don suficiente para animar la vida sobrenatural y llevar el alma hacia la unión. En la medida que las potencias se retiran cada vez más en el proceso de interiorización, estimulado por la gracia, al centro de su ser, al fondo del alma, cada vez más la influencia suficiente de la gracia se convierte en eficaz. Al mismo tiempo el hombre alcanza una libertad mayor, puesto que llega a la raíz misma de la facultad de elegir.

Por lo que se refiere a la segunda cuestión, como quiera que esta unión se realiza  en el fondo del alma, el  hombre  movido  por la gracia hacia el centro de su alma, alcanza la unidad interior de todas sus facultades y no se siente determinado por el movimiento de la parte inferior del alma y, a través de ella, de la concupiscencia. Es lo que el santo llama la libertad de espíritu. En consecuencia, el hombre puede amar a Dios con todas sus fuerzas, es decir, perfectamente. Pero esta perfección no es solamente resultado de los esfuerzos humanos, sino que es efecto de la elevación por la gracia al nivel sobrenatural. El hombre ama a Dios con el amor sobrenatural que es participación en el amor intra-trinitario que une las Personas de la Trinidad. Al llegar al fondo de su alma, el hombre encuentra a Dios y puede unirse con ÉL. En definitiva, la voluntad del hombre se transforma en la voluntad de Dios y el hombre ama a Dios con el mismo amor con que es amado. La libertad que ha posibilitado este amor se ve ahora reforzada por el mismo amor de manera que el hombre se mueve en su actuación sin necesidad de la ley, porque el amor perfecto le obliga interiormente a hacer aún más de lo que exige la ley. En virtud  de  esta pasión el alma desea incluso morir para verse conformada en su amor por el amor divino.

Nos parece oportuno  aludir  en  este  momento  a  las  palabras de Juan Pablo II, cuya formación teológica  -como  es  sabido-  ha sido marcada en su tiempo por el pensamiento de  san  Juan  de  la Cruz. El  Papa  escribe  en su encíclica  Veritatis  Splendor, dedicada a  la libertad: «quien «vive  según  la  carne»  siente  la  ley  de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el  amor y «vive según  el  Espíritu»  (Ga  5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario  para practicar el amor libremente  elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia «necesidad»,  y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su «plenitud». Es un camino todavía  incierto y frágil  mientras estemos en  la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de  Dios»  (cfr. Rm  8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo»» [119].

Para conseguir este grado de amor y de libertad san Juan  de la Cruz propone su doctrina de las noches por las cuales ha de pa­sar el alma. Antes de tener esta  experiencia dolorosa -e incluso, en cierta manera, en medio de su duración- el alma siente la mano de Dios «grave y contraria», a pesar de que El siempre actúa misericordiosamente «a fin de hacer mercedes al alma y no de castigarla» (2N 5, 7). Este período de purificación tiene por objeto que el hombre llegue al fondo de su alma y allí descubra la plena verdad de sí mismo que se funda en Dios, su Esposo. El alma descubre que todo su ser está orientado  hacia Dios, que  ha salido  de la mano divina y está destinado para volver a Dios y entrar en  la unión amorosa con Él -esa es la  verdad  central  de  su existencia-. Al mismo tiempo experimenta en sí todo tipo de dificultades, como consecuencia del pecado original, que a veces impiden realizar este destino. Pero precisamente a través de esta experiencia descubre otra verdad -no menos importante- acerca de sí mismo: que él es un ser contingente que necesita de Dios y de su ayuda sobrenatural. En consecuencia, la gracia que recibe el hombre no constituye para él una amenaza de su propia libertad, así como alguien que está en peligro no considera la ayuda que se le ofrece como una invasión contra sus derechos.

El proceso de purgación no es un puro esfuerzo ascético del hombre. Requiere  la estrecha  cooperación y la apertura por la fe a la acción divina, cuyos métodos y fines el hombre no llega a entender. Para que la purgación sea eficaz, el hombre  ha de suspender su modo natural de obrar, cambiar las operaciones de las potencias por el ejercicio de las virtudes teologales. El entendimiento ha de buscar  la verdad  en la fe, la voluntad  debe ser  movida  por  la caridad, y el deseo de la posesión por el cual se rige la memoria tiene que descansar en la esperanza. Las virtudes constituyen el fin de las noches, pero al mismo tiempo son el medio adecuado para realizar la obra de la purgación. A medida que el hombre se libera del dominio de su parte sensitiva (la noche del sentido) y se recoge más en su parte superior, espiritual del alma (la noche del espíritu), siente más las comunicaciones sobrenaturales que le ofrece Dios en la contemplación. La contemplación  es el  medio  perfecto  para llevar al alma hacia la unión, pues es de naturaleza puramente espiritual, y al infundir el perfecto conocimiento de Dios y el perfecto amor, capacita al hombre a cooperar cada vez mejor con la gracia. En la contemplación, el hombre  descubre  la presencia  de Dios en su alma y le reconoce como su Amado. En la contemplación también crece el deseo de la unión,  engrandeciendo el espíritu  humano para recibir el amor divino. Finalmente, por su pasividad, la contemplación constituye como un ámbito propio para que la gracia santificante desarrolle su dinamismo transformador. Por eso el santo la llama la secreta escala que sube hasta Dios.

Las cosas han cambiado desde los tiempos de san Juan de la Cruz, cuando el  problema de la perfección, de la contemplación y de los grados de amor preocupaban no solamente a los teólogos, sino a un amplio público. El mundo de hoy parece tener  otros santos: el dinero, el poder, la fama... Sin embargo, hay algo en el hombre que ha quedado intacto. ¿Qué cosa es la que ha resistido tanto tiempo y tanto cambio? Es esta profunda sed y deseo de la felicidad, que el hombre lleva dentro de su corazón sin saciarlo todavía. El hombre siente en su interior la misma ansia de amor que fue el motivo para san Juan de la Cruz de escribir las primeras palabras de su Cántico: «¿adónde te escondiste, Amado, y  me dejaste con gemido?» La respuesta se encuentra en el mismo lugar de donde brotan estas inquietudes, en el centro de nuestra alma donde mora a escondidas el Esposo. Otra vez quisiéramos hacer  referencia a la encíclica del Papa. Comentando la pregunta que hizo el joven a Cristo dice: «la pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien  ofrece la respuesta  plena y definitiva. El Maestro que enseña  los  mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)» (25). Desde allí, a través de la gracia, llama al hombre que salga a su búsqueda.

Si quiere responder a su voz y, de esta manera recuperar la libertad en el perfecto amor, el  hombre debe de nuevo descubrir el valor de la contemplación, porque ella constituye el camino  para llegar a su más profundo centro y con esto lleva a la  unión con su Amado. Fuera de la contemplación el hombre no tiene posibilidad de descubrir a Dios en cuanto Amado -a quien no se puede ver pese a su íntima presencia en el alma-; se conformará con lo que le ofrece el mundo de los sentidos.  La inquietud seguirá dividiendo su corazón. En cambio, a través de la  contemplación, que exige la misteriosa negación de todo, el hombre encuentra la unión con Cristo-Esposo, quien siendo plena expresión del Todo  divino, es capaz de  hacer superar  al hombre su  nada humana  y devolverle su armonía  interior,  su  libertad,  por  este  amor  que es propiedad del ser hijo de Dios por participación.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

98.   Cfr. H. SANSON, El espíritu humano..., op. cit., pp. 174-190.

99.   «Por bienes sobrenaturales entendemos aquí todos los dones y gracias dados de Dios que exceden la facultad y virtud natural, que se llaman gratis datae (3S 30, 1); «Estas obras y gracias sobrenaturales, sin estar en gracia y cari­ dad se pueden ejercitar, ahora dando Dios los dones y gracias verdaderamente (...) ahora obrándolas falsamente por vía del demonio» (3S 30; 4).

100.    H . SANSON, El espíritu humano..., op. cit., p. 179.

101.    Cfr. capítulo  II,  pp.  188-195.  Comenta  E.  STEIN:  «el  alma  se  encuentra  en cuanto espíritu  en  un  reino del espíritu y de los  espíritus. Está  formada  con su  propia  peculiaridad  individual:  no  es  solamente  forma  viviente  de  un  cuerpo,  elemento  interior   de  algo  externo,  sino  que  en  sí  misma  lleva la oposición entre algo interno y externo», La ciencia..., op. cit., p. 207.

102.    «(...)  el  espíritu  que  es  la  porción  superior  del  alma  que  tiene  su  respecto y comunicación con Dios» (3S 26, 4); es «la parte razonable, que tiene ca­ pacidad para comunicar con Dios» (2S 4, 2).

103.    H. SANSON, El espíritu humano..., op. cit., p. 176.

104.    «En tanto que el alma se sujeta  al espíritu  sensual,  no puede entrar  en ella el espíritu puro espiritual. Que, por eso, dijo nuestro Salvador por san Ma­ teo: Non est bonum sumere panem filiorum et mittere canibus. (...) En las cuales autoridades compara nuestro Señor a los que negando los apetitos de las criaturas se disponen para recibir el espíritu de Dios puramente,  a  los hijos de Dios (...)» (lS 6, 2); «Dios da aquellas cosas sobrenaturales sin diligencia y habilidad del alma (...) porque es cosa que se hace y obra pasiva­ mente en el espíritu» (2S 11, 6).

105.    Cfr. capítulo II, pp. 188-195.

106.    E. STEIN, la ciencia..., op. cit., p. 217.

107.    Ibídem,  p.  221.

108.    Ibídem,  p.  225.

109.    Ibídem,  p.  226.

110.    Utilizamos aquí la palabra  albedrío  en  el sentido  teológico  común,  no en el sentido que le parece dar el santo. A parte de que emplea esta palabra  pocas veces, se refiere a la facultad natural del hombre manchado por el pecado que no tiene ninguna relación con la gracia sobrenatural  y que, an­ tes al contrario, se opone a ella. Por ejemplo, dice en la Subida: «se pueden transformar en Dios, solamente aquellos que no de las sangres son nacidos (...) ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la habilidad y capacidad natural» (2S 5, 5).

111.    «Conociendo el alma, que muy fuera  de  sus  méritos  la  ha  hecho  tan  grandes mercedes de  levantarla  a  tan  alto  amor  con  tan  ricas  prendas  de  dones y virtudes, se lo atribuye todo a El» (CB 32, 1). Podemos en esta  postura observar una cierta analogía con san Agustín, que al pasar por la dolorosa experiencia de su propia conversión,  comprendió  que  ella  no  fue  el  resultado de sus propios esfuerzos, sino obra gratuita de Dios. Esta experiencia influyó notablemente en su lucha contra el pelagianismo. Cfr. C. BAUM­ GARTNER, La gracia... , op. cit., p. 85; E. GILSON, Introductíon a l'étude de saínt Agustín, Vrin 1943.

112.    Cfr. «(...) todo bien del  hombre  venga  de Dios  y el  hombre  de suyo  ningu­  na cosa pueda que sea buena (...)» (LB 4, 9).

113.    A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre ... , op. cit., p. 48.

114.    Al justificar la necesidad de la purificación de la voluntad por el amor dice: «(...) las obras hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y sin  ella  (la  cari­ dad) no valen  nada,  pues,  como  dice  Santiago,  sin  obras  de  caridad,  la  fe es muerta (2, 20)» (3S 16, 1).

115.    «Da a entender aquí el alma que para  hallar  a Dios de  veras  no  basta  sólo  orar con el  corazón  y  la  lengua  (...)  es  menester  obrar  de  su  parte  lo  que en sí es» (CB 3, 2).

116.    En este punto es clara la referencia que hace el santo a SAN AGUSTIN, De Civítate Dei, I, 5, c. 12-15.

117.    «La flor que tienen  las obras  y  virtudes  es  la  gracia  y  virtud  que del  amor de Dios tienen,  sin  el  cual  no  solamente  no  estarían  floridas,. pero  todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios, aunque humanamente fuesen perfectas» (CB 30, 8).

118.    «Ella le posee con posesión hereditaria,  con  propiedad  de derecho,  como  hijo de Dios adoptivo, por la gracia que  Dios  le  hizo  de  dársele  a sí  mismo» (LB 3, 78).

119.    JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, n. 17.

Krzysztof  Gryz

c)       Las imágenes propias

Una de las más preciosas aportaciones de san Juan de la Cruz a la cultura teológica universal es su modo de hablar sobre las realidades sobrenaturales. No son simplemente unas metáforas literarias o poéticas creadas con absoluta libertad cuyo único criterio sea un puramente subjetivo canon artístico. Todas ellas, aunque a primera vista no parezca así, tienen un fundamento bien determinado en las afirmaciones y hasta en las definiciones teológicas. No las rechaza como si fueran pasmadas e inexpresivas en su estructura estática. Todo lo contrario, las afirma al mismo tiempo que añade un nuevo matiz y frescura que las hace revivir y brillar de nuevo. Tal método ofrece, sin embargo, para un investigador ciertas dificultades a la hora de precisar su contenido. Pese a estas inconveniencias debemos ahora analizar algunas de sus expresiones que se refieren al misterio de la gracia.

«La hermosura del alma»

La más característica de ellas, que  aparece  a  lo largo  de  toda  la obra hasta convertirse en su hilo principal es la hermosura del alma. Ya hemos hablado de esta expresión en el  capítulo  antecedente, en el contexto de la Íntima relación que tiene  con  la  hermosura de Dios. Concluimos entonces  que  en  el  lenguaje  del  santo la hermosura y la gracia llegan a ser sinónimos [65]. Esta identificación tiene un fundamento bíblico. En el Nuevo Testamento, y especialmente en los escritos paulinos se emplea, para designar  la realidad que transforma, eleva y diviniza el ser del hombre y su actividad, la palabra griega cavril. En su sentido primitivo,  derivado de la raíz car-brillar, designa el hechizo de la  belleza,  algo  que  luce con su hermosura e impresiona tanto al observador que origina en él el sentimiento de favor, benevolencia, beneficio y agradecimiento [66]. Sin embargo, el término cavril en  el  Nuevo  Testamento, no está tomado del significado griego profano o religioso.  Viene de los Setenta como traducción ordinaria  del  hebreo  han.  La raíz hanan significa «mirar inclinándose», o «inclinar la mirada» y expresa el favor y la gratitud de  Dios  que  actúa  amorosamente frente a la miseria humana.

San Juan de la  Cruz une estas dos tradiciones y las incorpora en su propia visión  de  la  gracia.  Dios  mira  primero  al  alma,  sin que ella tenga todavía algo que  le  puede atraer y  agradecer. Todo lo contrario, el alma está manchada por el  pecado  original y posee el color «moreno». «Antes que me miraras graciosamente hallaste en mí fealdad y negrura de culpas  e imperfecciones y  bajeza de condición natural» (CB 33, 5). En este sentido difiere del significado griego de cavril que implica poseer a priori unas cualidades propias atractivas capaces de atraer la  mirada.  Es  más  bien el significado del hebreo  han, un acto absolutamente gratuito y con esto creador que supera en su amor la fealdad del alma, no para olvidarse de ella  sino  para poder crearla como de nuevo por su intervención. Es el rasgo típico de un Dios del Antiguo Testamento. «Dios por su gran misericordia nos  miró  y  amó  primero, como dice san Juan (1Jn 4, 10)» (CB 31, 8).

La razón de que el alma  recibe la gracia  de Dios estriba  en  la mirada divina. Dios creó el mundo y al hombre con su palabra, pero una vez hecho esto «hermosea» la creación con su  mirada. Para entender bien esta relación hemos de profundizar en el misterio trinitario. Dios pronunció eternamente la única Palabra que era su Hijo a quien solamente puede mirar. Dice el santo en el Romance: «En ti solo me he agradado,  / ¡oh vida de vida mía! / Eres lumbre de mi lumbre. / Eres mi sabiduría; / figura de mi substancia, en quien bien me complacía» (P 7, vv. 65-70). Este mirar al Hijo expresa la mutua relación de amor que se da entre las Tres Personas. Por lo  tanto -concluye el santo- la mirada  de Dios es el amor: «el mirar de  Dios es  amar  y hacer mercedes» (CB 19, 6) [67]. Dios mirando al hombre lo reconoce  como  amigo suyo y le incorpora en su íntima vida. En la canción 33 del Cántico dedica un espacio para explicar el sentido de la mirada. Primero es absolutamente gratuita ya que el alma no tuvo en sí nada que atrajese a Dios, al contrario estaba en pecado. Precisamente esta mirada hace olvidar el pecado del alma para siempre. A continuación enumera cuatro efectos que produce en el alma: «es a saber: limpiarla, agraciarla, enriquecerla y alumbrarla, así como el sol cuando envía sus rayos, que enjuga y calienta y hermosea y resplandece» (CB 33, 1). Esto significa para san Juan de la Cruz «hermosear al alma». Pero esta mirada no se produce  sino solamente a través de Cristo ya que Dios no puede amar  lo  que  no es  bueno [68]. Ya hablando de la creación  del  hombre  declara  que  recibió la gracia de la mirada de Dios  en  el  Hijo:  «con  sola  esta  figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre ensalzándole en hermosura de Dios» (CB 4, 4). Después del pecado original Dios miró otra vez al hombre y lo ha hecho en el Verbo Encarnado. Cuando el hombre se identifica con Cristo por incorporarse en el bautismo a su historia de la salvación  se  hace  otra  vez  capaz  de la  mirada  de Dios, es decir, de  nuevo  se encuentra  en  el estado  de la gracia y es digno de amor divino. Por lo tanto, cuando  san Juan de la Cruz dice «mira a  mi Hijo sujeto a mí y sujetado por mi amor y afligido (...), pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de Dios que están encerrados en él» (2S 22, 6). Esto no significa solamente seguir el ejemplo de Jesús, sino indica mucho más, quiere subrayar que es menester vivir la plena comunión con Cristo en su Espíritu.

Después de lo dicho podemos afirmar que  en  el  pensamiento  del santo doctor la hermosura del alma describe el estado de la  gracia santificante. Aunque tener la  hermosura  indica  poseer  un don, una cualidad interior del  alma,  sin  embargo  el  acento  está  puesto  en otro aspecto. La gracia santificante significa  una  nueva  relación con Dios que ha ofrecido al hombre  su  amor y con esto le ha  hecho digno y capaz de responderle con el mismo amor sobrenatural o divino [69]. El alma es hermosa porque Dios quiso considerarla bella. Esto es posible por la incorporación en Cristo que supone poseer su Espíritu. Precisamente el Espíritu Santo es la nueva «cualidad» -si podemos expresarnos así- que posee a partir de ahora el alma.

«Llagas de amor»

En la misma perspectiva de la gracia en cuanto una nueva relación de amor con Dios establecida en Cristo el santo habla de  las llagas de amor. Con esta expresión define una intervención directa de Dios en el alma que sucede pasivamente, sin el querer del alma, y que provoca el aumento de amor. Esta intervención divina  se basa en la gracia santificante que posee el alma. Incluso esta gracia la llama la primera llaga producida por la mirada de Dios [70]. Sin embargo el que actúa  ahora en el alma no es Dios Padre sino el Amado-Cristo por medio del Espíritu Santo. «Dice que él (el Amado) llagó su corazón con el amor de su noticia» (CB 9, 2) y más adelante confirma: «pues eres tú la causa de la llaga en dolencia de amor» (9, 3). ¿Pero en qué tipo de causalidad piensa el santo? La pregunta es tanto más justificada en cuanto en la Llama habla del Espíritu  Santo como  autor  de estas  llagas. En la canción 2 le llama «cauterio» porque por su acción  consume  y transforma el alma en el amor. Este cauterio del Espíritu Santo produce las llagas de amor: «y eso tiene este cauterio de amor, que en el alma que toca, ahora esté llagada de otras llagas de miserias y pecados, ahora esté sana, luego la deja llagada de amor» (2, 7). Así parece que es el Espíritu Santo quien interviene en el alma y en este sentido podríamos llamarle la causa eficiente, pero su actuación está provocada por el enamoramiento en Cristo que sería la causa ejemplar.

De hecho tenemos dos  realidades  que  intervienen  juntamente en el proceso de llagar. Una es la inspiración externa que opera sobre las potencias del alma  y  otra la intervención del Espíritu Santo ad intra, es decir, directamente en el fondo  del  alma. Al hablar en el Cántico de la búsqueda del Amado que emprende el alma enamorada hace referencia a los «mensajeros» que son portadores de las noticias de Él. Podemos distinguir tres tipos de ellos. En primer lugar está pensando  en  las  criaturas  que,  con  su  bondad  y su belleza, dan testimonio de Dios, su Creador. El hombre al contemplar las criaturas puede enamorarse más de Dios [71]. Otro,  distinto tipo de mensajero, es  la meditación de  los  misterios  divinos de donde  se  puede sacar las ideas de cómo Dios ama al hombre y qué ha hecho por él [72]. Finalmente hace referencia a la palabra de Dios escuchada en la Iglesia [73]. Todas estas cosas  acercan  a Dios y crean posibilidad de animar la vida espiritual. Pero no lo pueden hacer por sí solas, en este sentido son siempre unas posibilidades, unos  medios,  aunque  en  última  instancia  ofrecidos  por Dios que llama al hombre  a la  fe  y  al amor.  Por  eso los llamamos  las gracias externas. Pero san Juan de la Cruz sabe que la  gracia externa no aprovecha sin la interna. Por  eso  habla de la intervención interior del Espíritu Santo, quien desde dentro  abre el corazón del hombre al amor de Dios y hace «inclinar la voluntad  a buscar y gozar a su  Amado» (CB 10, 2) [74]. Su modo de actuar define el santo como «tierno y blando, sin saber de quién, ni de dónde, ni cómo» (LB 3, 38). Las  potencias  del alma, tanto interiores como exteriores, no pueden percibir y notar  esta  acción  divina. Es el estado de la pasividad. San Juan de la Cruz utiliza este concepto para describir la directa intervención de Dios en el alma que transforma previamente las potencias para el acto sobrenatural de amor. En el estricto lenguaje teológico equivale a la gracia  actual [75].

El objeto que tienen las llagas es «levantar el alma  en  amor» (CB 1, 17). Si el hombre responde y aprovecha las gracias  ofrecidas por Dios cada vez  ama  más.  Aquí se encuentra la explicación de por qué el santo carmelita a este tipo de  gracias  las llama  «llagas». El amor, por una parte satisface  los  deseos  del  alma,  pero  por otra, hace descubrir la inmensidad del amor divino, y en consecuencia, genera un deseo mayor de amar, que el hombre experimenta como un nuevo  dolor  del  alma de no poder responder con la misma intensidad. Entonces interviene  el  Amado que con su gracia «cura» el dolor del alma, pero al mismo tiempo la llaga de nuevo. De esta manera sucede la interesante dialéctica de «curar­llagar». Así lo explica  el santo: «el  amante cuando más llagado, está más  sano,  y  la  cura  que  hace  el  amor  es  llagar y herir sobre lo llagado, hasta tanto que la llaga sea tan grande que toda el alma venga  a resolverse  en  llaga  de  amor»  (LB  2,  7).  Este proceso  sólo tiene un fin que es la «transformación en amor» (Ibídem), es decir el  alma  entra en la  unión  con  Dios tan  perfecta que se transforma en Dios por el amor. A partir de entonces «ama a  Dios  con  el mismo amor con que está amada» (CB 38, 4).

Como podemos observar, este modo de hablar es  propio para describir el estado  místico  del  matrimonio  espiritual. Sólo con una  advertencia: el santo prefiere  entonces hablar ya no tanto de la llaga de amor, porque ya no hay nada que  curar,  sino  utiliza  la imagen de la  llama. El alma está inflamada en amor [76]. Para llegar a este estado el santo doctor no distingue ningún salto cualificativo. Dios ofrece su gracia para impulsar su amor en cada momento y a cada hombre, lo mismo a uno que está entre los principiantes y empieza su camino hacia la perfección, que al que se  acerca a sus cumbres. Esto no excluye, por supuesto,  que haya una gracia especial que permita al hombre experimentar de manera excepcional este amor.

«El toque del Verbo»

El concepto que ahora vamos a analizar tiene una cierta relación con el anterior. A veces llama a las heridas que producen el amor los toques que siente el alma  (cfr.  CB 1, 17;  LB  1, 8). Pero no son unas heridas de amor cualquiera: se refiere al  último grado de amor que se da en la unión, cuando este amor ya está  transformado en el amor divino. Por lo tanto, más bien podríamos hablar de las mismas operaciones divinas que siente el alma como toques. Sin embargo, esta relación nos pone de relieve la idea fundamental que tiene san Juan de la Cruz de la continuidad de  la  vida  de  la gracia.

Los «toques del Verbo» los define el santo como las comunicaciones de Dios que se dan en la unión con El que «fecundan el alma y el corazón de inteligencia y amor a Dios» (CB 8, 4). El  hecho de que se dan sólo en la unión no parece ser un hecho sin importancia, ya que afirma que los toques son sustanciales, porque se producen directamente en la sustancia del alma. No las pueden recibir los sentidos inferiores (cfr. 3S 24, 2), ni tampoco se refieren directamente a las potencias, porque suceden en la pasividad del alma, «cuando ella menos piensa y menos lo pretende» (2S 32, 4). Sin embargo, el toque repercute luego en las potencias produciendo inflamación de amor en la voluntad y la iluminación del entendimiento (cfr. 2N 13, 2). El lugar propio de su actuación es la sustancia misma del alma y la explicación que pone el santo es porque entonces «Dios mora sustancialmente en el alma» (2N 23, 11). Los toques se distinguen de la gracia santificante. La suponen, más aún, la llevan a su máximo perfeccionamiento. En el Cántico el santo explica esta distinción. Compara al alma a un huerto floreciente en el cual Dios respira con el gusto. Pero en seguida precisa que otra cosa es «aspirar en el alma» y otra es «aspirar por el alma». El primero significa «infundir en ella gracia (del contexto se entiende que habla de la gracia santificante), dones y virtudes», lo segundo se fundamenta necesariamente en lo anterior: «es hacer Dios toque y moción en las virtudes y perfecciones que ya le son dadas renovándolas y moviéndolas» (CB 17, 5). Esta descripción puede responder a las gracias actuales que ofrece Dios al hombre para animarle en la vida espiritual y a hacer el bien.

No obstante, este tipo de gracias no son dadas en cualquier momento de la vida espiritual. San Juan de la Cruz precisa claramente que los toques no se puede sentir «sino habiendo pasado mucho trabajo y gran parte  de la  purgación» (2N 12, 6), o  lo que es lo mismo, pero dicho en otras palabras, cuando el alma no está  en «la libertad del espíritu» (2N 23, 12). Esta  expresión  supone que el alma después de haber purificado  sus potencias ha llegado al centro, fondo o la sustancia del alma. Allí es donde puede gozar plenamente la unión con Dios. De hecho, al hablar  de los toques, los ubica precisamente el la sustancia del alma, que es su receptor habitual. Esta gracia «es toque de sustancias desnudas, es a saber, del alma y Divinidad» (CB 19, 4), que se siente «en la sustancia del alma con suavísimos toques y juntas» (2S 24, 4). Por ser tan elevadas e inmediatas el santo afirma que «el alma estima y codicia un toque desta Divinidad más que todas las demás mercedes que Dios le hace» (Ibídem). Todo esto indica que el santo doctor hace pensar en una gracia especial aunque del mismo género de las gracias actuales. Su modo de actuación  es distinto, porque es distinto el objeto en el que actúa, que es el alma unida sustancialmente con Dios. Esta tesis se ve confirmada  también  por  el  hecho  de que la terminología al que pertenece la palabra «toque» está utilizada por el santo para expresar una experiencia peculiar de participar en la comunicación divina de manera extraordinaria. Cuando se refiere al gusto y al tacto quiere expresar no tanto un estado ordinario de la vida divina en nosotros, cuanto  un elevado estado de esta vida que se hace sentir y experimentar. Por este  motivo habla de la sustancia del alma como receptor del tacto.

F. Ruiz al comentar la Llama hace esta observación: «el recurso continuo a la sustancia del alma como principio de  actividad se debe a un elemento que resalta en la obra: el sentimiento, que ocupa un lugar preeminente. Lo normal es  asignarlo a una  potencia oscura y amplia, y el Autor escoge la sustancia  del  alma.  Es mucho más propio, y quizás más exacto que atribuirlo a cada una de las diversas potencias» [77]. Y más adelante  añade: «cuando  el  doctor místico dice que el alma siente, parece que vemos al hombre entero participar en la  comunicación divina. Es por otra parte, el sentimiento  la  actividad  más  apropiada  que se podía asignar a la sustancia del alma» [78]. Todo esto es propio de los  efectos que produce una gracia mística. El ser tocado por la  divinidad  produce una nueva experiencia de la presencia de Dios que, sin embargo, es mucho más inefable. «Quien toca  obtiene  del  objeto una  idea clara, muy semejante  a la que  puede  obtenerse por medio del oído o de la vista, y veamos que  estos  quedan  excluidos precisamente por su claridad. El ser tocado, en cambio, es mucho más  impreciso, destaca la sensación general, la oscuridad del  objeto, la pasividad del alma, la inmediatez» [79].

El toque, en general, lo atribuye al Verbo, o incluso  dice que «el toque es el Verbo, Hijo de Dios» (LB 2, 16).  En la segunda canción de la Llama compara la actuación de la Santísima Trinidad en el alma a una serie de realidades sensibles  conforme  con la sensibilidad de su experiencia mística. La «mano» es el Padre; el «cauterio», el Espíritu Santo; y el «toque», el Hijo. La comparación está ordenada no tanto según las propiedades de cada Persona sino que está hecha con la vista a los efectos que hacen en  el alma, es decir, la unión por transformación en el amor. Cuando habla del toque del Hijo dice que produce «el gusto de la vida  eterna» (LB 2, 1), es decir, la participación, aunque todavía no perfecta, de la gloria de Dios que se dará en  la visión beatífica en el cielo. Esta gloria la posee por naturaleza el Hijo y por eso le atribuye la imagen del toque en cuando Él comunica al alma la gloria del Padre. El alma recibe todos los dones de Dios en un sólo instante que ordinariamente no dura mucho tiempo (cfr.  CB 7, 4). Se le comunica «fortaleza, sabiduría y amor, hermosura, gracia y bondad, etc., que, como Dios sea todas estas cosas, gústalas  el alma en un solo toque de Dios» (LB 2, 21).

La aplicación del toque al Verbo responde también a su manera continua de llamarle el Amado. Explorando la imagen del amor humano entre el esposo y la  esposa, el santo carmelita habla del sentimiento de la cercanía del otro y  el  toque  es  precisamente la expresión de este particular amor que se da solamente entre los esposos a nivel corporal. Según el santo, el matrimonio espiritual es el estado más elevado de la unión de amor entre el alma y Dios. Esta relación amorosa se fundó en la gracia santificante que, como hemos dicho, posibilita una nueva relación de amor sobrenatural. Este amor está aumentando por cada gracia  actual  pero  alcanza su estado máximo en la gracia mística. En las relaciones humanas hay diversos géneros de amor, hay amor paternal, el amor de amistad entre amigos y el amor conyugal. Todos se distinguen entre sí, pero al mismo tiempo siempre hay algo común que nos permite hablar de amor, la mutua entrega entre las personas, el intercambio de bienes, etc. Evidentemente el amor conyugal   tiene un carácter especial en cuanto la unión entre personas se produce en todos los niveles de su ser, tanto en el nivel espiritual como corporal. En este sentido es una unión más plena, lo que por otra parte no implica que todas las relaciones de amor sean verdaderas solamente en el caso cuando alcanzan esta manera de unión.

2.       La vida de la gracia

La gracia, en cuanto una nueva relación vital establecida con  Dios en Cristo, asume las mismas propiedades de la vida  intra-trinitaria de las Tres Personas. Es la  vida  de amor a la cual es  elevado el hombre a base de su natural capacidad de amar,  donada por  Dios  en  el  acto  de  la  creación y no destruida  por completo por el pecado original. Pero si en Dios por ser un  ser simple la vida de amor se realiza plenamente en un solo acto, en el hombre  por ser una criatura compuesta exige un proceso de maduración y desarrollo. Para san Juan de la Cruz este proceso no es algo  accidental que se añade al concepto de la  gracia, es algo que  pertenece  a su misma estructura esencial. Por lo tanto la libertad del hombre no es solamente un puro receptor de  la  actuación  divina, el  hombre realmente participa en esta vida de gracia. En este punto intentaremos descubrir sus «mecanismos» y el  papel  que  responde  tanto a Dios, como al hombre.

a)       Exégesis de dos metáforas del crecimiento

Como ya hemos podido observar, el lenguaje que  utiliza  el  santo de Fontiveros refiriéndose a la gracia tiene un carácter netamente dinámico; refleja una realidad que se realiza. Aun cuando habla de los dones divinos los presenta como realidades que tienen detrás una cierta «historia» en la Sabiduría divina, y además son realidades que provocan una nueva historia en la vida del hombre. Abundan las imágenes que confirman esta tendencia. Vamos a  es­ coger las dos que parecen exponer  la  idea  del desarrollo  progresivo de manera más directa. Otro motivo de nuestra elección es que se complementan mutuamente: la primera sirve en  común  para  expresar el desarrollo de la vida espiritual  en  el  alma  de cada cristiano; la segunda generalmente es aplicada para mostrar la vida mística. Nos servirán como  punto  de  referencia  para  el  análisis posterior.

Dios como madre alimentando a su hijo

Esta imagen se enraíza en el hecho fundamental de la vida cristiana, que es la conversión y el bautismo. La base de comparación y el punto de referencia la constituye  aquí la gracia santificante. Hemos de advertir que la imagen de ser alimentado  por  el  pecho de la madre la utiliza el santo en doble sentido. Primero -según la interpretación de la palabra «madre» en cuanto  la  naturaleza humana manchada por el pecado original- significa vivir vida de los sentidos aumentando las imperfecciones  y  corriendo  el riesgo de caer en  el  pecado [80].  Es  la  vida  del  «hombre viejo». Pero ese no es¡ nuestro caso. El santo trata en su obra del  hombre que ha renacido en Cristo  y,  por  lo  tanto,  su  «madre»  es  ahora  Dios quien le alimenta de sus gracias. Veamos el texto.

«Es, pues, de saber que el alma, después  que  determinadamente se convierte a servir a Dios, ordinariamente  la  va  Dios criando en espíritu y regalando,  al  modo  que  la  amorosa  madre  hace al niño tierno,  al  cual  al  calor  de  sus  pechos  le  calienta,  y con leche sabrosa y  manjar  blando  y  dulce  le cría,  y en sus  brazos le trae y le regala; pero, a la medida que  va  creciendo,  le  va  la  madre quitando el regalo y, escondiendo el tierno amor, pónele amargo acíbar en el dulce pecho y, ahajándole de los brazos, le hace andar por su pie, porque, perdiendo las  propiedades   de  niño, se dé a cosas más grandes y sustanciales» (1N 1, 2).

La vida espiritual es comparada con el crecimiento del  niño. El papel de madre lo juega Dios, que primero engendra al hombre para la vida sobrenatural y luego mantiene  y aumenta  esta  vida  con la continua comunicación de las gracias [81]. Mientras el niño crece se cambia el alimento. Primero es un trato cuidadoso y suave para pasar poco a poco a las relaciones de igualdad. ¿Qué significa esto? Paradójicamente algo contrario a la vida  natural,  donde  al principio el niño es  un  receptor  pasivo del alimento, para  pasar a tomar  cada vez  más la iniciativa.  En cambio, en el ámbito de la vida sobrenatural el hombre actúa al principio activamente con sus potencias para dejarse llevar poco a poco solamente por  Dios  en la pasividad. La «actuación suave» de Dios indica que el hombre puede cooperar con la gracia según la naturaleza de sus potencias. El hombre puede meditar, recordar, emocionarse, por lo cual podríamos denominar esta actitud como cooperación externa. Pero luego el hombre recibe las comunicaciones divinas directamente en la sustancia, o fondo del alma, con lo cual las potencias se quedan como en un vacío, en una «noche oscura». Es un «manjar duro», con cuya expresión el santo doctor designa las gracias místicas, pero es un manjar que, al contrario de la alimentación  suave,  produce mejores resultados en el crecimiento espiritual del alma.

El fin del cuidado materno es uno: llevar a la madurez. La madurez para san Juan de la Cruz significa la perfecta identificación con Cristo en la unión de amor que es la anticipación de la gloria divina, y por lo tanto, constituye el mejor camino hacia el cielo. Este es el fin principal de todas las gracias «mayores y menores» -como las llama el santo-; «siempre se los  hace con  motivo de llevar al alma a vida eterna» (LB 3, 10). Lo vemos en el contexto de toda su obra. Simultáneamente con esa maduración sucesiva se da un tránsito significativo, de los símbolos  maternos de Dios hacia los símbolos esponsales que abundan en el Cántico y Llama. Así se revela el carácter pedagógico de la gracia. La imagen presenta el proceso desde el punto de vista divino. Es Dios quien toma la iniciativa, tanto al principio, como luego  eligiendo los mejores medios, que no son uniformes para todos, pero que responden al estado actual del crecimiento interior del alma.

El fuego transformando la madera

En cambio, en  la segunda  imagen,  que  vamos  a  tratar  ahora, el santo se fija más en las variaciones del sujeto humano  como efecto de la acción transformadora de Dios. «La razón de esta preferencia es porque la  historicidad  está  de parte  del  hombre, y éste es el que se transforma; y también porque el desarrollo  espiritual del hombre hace visible la obra creciente de la gracia, en sí misma imperceptible» [82]. El dinamismo transformador aparece como fuego que quema la madera [83]. Bajo su efecto la madera  sufre  los  cambios.

«El fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y, yéndole secando  poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y  oscuros que  tiene  contrarios  al  fuego,  y,  finalmente,  comenzándole a  inflamar  por de fuera y calentarle, viene  a  transformarle  en  sí y ponerle hermoso como el mismo fuego (...)» (2N 10, 1).

Aquí el carácter progresivo viene a ser marcado por exigencia de la purgación. Sin embargo, no lo trata sólo como la etapa preparatoria que tiende a cesar para que luego pueda empezar el desarrollo y crecimiento en la gracia propiamente dichos. El santo subraya que el alma necesita la purgación no porque fuera indigna de la mirada divina, ya que está en gracia, sino porque todavía no  está dispuesta para la unión con Dios. El alma en gracia tiene capacidad de amar sobrenaturalmente a Dios, pero no lo  ama  todavía «tal como Dios la ama».  Ocurre  pues, que el fin  de la actitud de gracia ya está presente, pero al mismo tiempo se realiza  a través de todo este período, aunque de manera escondida y poco relevante.

Como todo símbolo éste tiene también sus inconvenientes y desventajas que hacen limitar la percepción completa. Por eso el santo mismo hace su propia exégesis. Su contenido se encierra en siete puntos. Resumiendo todos ellos podemos destacar dos elementos comunes. Primero, que el amor y sabiduría divina (el fuego) que provocan la purgación, son los mismos que constituyen la unión perfecta. Con esto pone de relieve la unidad del proceso. Segundo, subraya la actitud del hombre que hasta ahora quedaba encubierta en la imagen impersonal de la madera. La causa de los sufrimientos es el hombre mismo, es decir, sus imperfecciones y pecados por una parte, y por otra, la conciencia de su malicia. Todavía hay una razón  más.  Ciertamente el proceso no  es  regular, lleva momentos de mucha tensión, períodos en  que  el  alma  piensa que no adelanta nada, sino más bien  retrocede.  El  alma  sufre  porque se ve perdida. Eso  significa  que  el  alma  no  siempre  es  capaz de tomar conciencia de la progresividad de sus experiencias. Experimenta varios cambios, pero puede ser  que en  el  mismo  momento  no adivine con claridad sus fines [84].

b)       Las leyes del crecimiento El modo del obrar divino

La dimensión dinámica de la vida espiritual está siempre presente en la mente del santo carmelita. A veces lo expresa directamente, en otras ocasiones lo oculta en el fondo de la cuestión deliberada como un punto de referencia o una condición previa. Así ocurre en el párrafo que ahora vamos a examinar, donde el autor adivina tres leyes que determinan y estimulan cada proceso y desarrollo en la vida sobrenatural.

El texto trata de  las  llamadas  visiones  imaginarias,  es  decir, de todas las  formas,  imágenes  y  figuras  que  se  pueden  representar a la imaginación por vía sobrenatural o preternatural.  Pueden  proceder tanto de Dios como del demonio que tiene acceso a la imaginación. Por eso los capítulos siguientes  los dedica  a explicar  por  qué no sirven para la unión con Dios. Y finalmente aconseja  no hacer caso de ellas  y,  mejor,  procurar  desasirse  de  ellas.  Ahora bien, es cierto que a algunas almas Dios concede estos dones enseñándolas de esa manera con mucha sabiduría.  De ahí surge  la duda  que el mismo autor formula literalmente: «¿por qué Dios, que es sapientísimo y amigo de apartar de las  almas  tropiezos  y  lazos,  se  las ofrece y comunica?» (2S 17, 1). El misterio se explica por el procedimiento pedagógico que emplea Dios y que consiste en el actuar sucesivamente. Para aclararlo  más,  establece  tres  fundamentos básicos, que son de  carácter  general  y  sirven  para  entender  toda la actitud divina frente  al  hombre.  «El  primero  es de  san  Pablo ad Romanos, donde dice: Quae autem  sunt,  a  Deo  ordinata  sunt; que quiere decir: Las obras que son  hechas,  de Dios son  ordenadas (Rm 13, 1). El segundo es del Espíritu Santo en el libro de la Sabiduría, diciendo: Disponit omnia suaviter (Sb 8, 1);  y  es como  si  dijera;  La Sabiduría de  Dios,  aunque  toca  desde  un  fin  hasta  otro  fin,  es a saber, desde un extremo hasta otro  extremo,  dispone  todas  las  cosas con suavidad. El tercero es de los teólogos, que  dicen  que  omnia movet secundum modum eorum. Esto es, Dios  mueve  todas las cosas al modo de ellas» (2S 17, 2).

Primero viene el principio de gradualidad. Por causa de la fragilidad de la naturaleza humana Dios obra llevando al alma hasta lo más interior y perfecto, empezando por acostumbrar los sentidos a las cosas religiosas, aprovechando las gracias externas (oír sermones, misas, ver cosas santas, mortificar el gusto en la comida), para poder luego pasar a las comunicaciones estrictamente espirituales por encima de los sentidos. La aceptación de esta verdad salva de dos posibles equivocaciones: primera, que las pequeñas gracias no tienen nada que ver con Dios, y segunda, que existe posibilidad de que toda potestad divina quepa en un  acto  creado. Dios, por su decisión libre, se revela y obra progresivamente.

En segundo lugar hay que advertir la suavidad  del  obrar  divino. La acción de Dios se desenvuelve en el marco de dos extremos separados entre sí  por una distancia  abismal. Por un lado  Dios, que es Todo y por otro el hombre  que es Nada. Hay  que  advertir que en el pensamiento sanjuanístico esta  divergencia  entre  lo divino y lo humano se refleja también al  nivel  personal y se  traduce en la tensión  entre  los  sentidos  y  el  espíritu.  De esta  manera la distancia de Dios no es sólo una cosa extrínseca, objetiva (Dios, suma Perfección, y el hombre, criatura contingente), sino que está grabada en la misma estructura personal. En consecuencia la superación del precipicio entre Dios y el hombre se logra por la reconstrucción de la armonía infra-personal.  No  obstante,  esta  distancia no se la puede superar de un golpe, o mejor dicho,  esto  sería posible por parte de Dios, pero no por parte del  hombre. Precisamente por esta dimensión interior de la desemejanza con Dios que tiene. Y Dios respeta esa limitación. Así razona el santo: «no  porque no quisiera Dios darle luego en el primer acto la sabiduría del espíritu,  si  los  dos  extremos  cuales  son  humano  y  divino,  sentido y espíritu, de  vía  ordinaria  pudieran  convenir  y  juntarse  con  un solo acto sin que intervengan primero otros muchos actos de disposiciones que ordenada y suavemente convengan entre sí,  siendo unas fundamento y disposición para las otras» (Ibídem, 4).

Finalmente hay otro principio, tomado esta vez de santo Tomás [85], que en cierta  manera resume y explica  los dos  anteriores. Y es, a saber, que Dios toma todas estas medidas para acomodarse a la naturaleza humana. Dios perfecciona «al hombre al modo del hombre, por lo más bajo y exterior hasta lo más alto e interior» (Ibídem, 4). Esta tesis responde al otro principio filosófico que maneja frecuentemente el santo: «cualquiera cosa que se recibe está en el recipiente al modo del mismo recipiente» (1N 4, 2). Es un principio aristotélico incorporado por santo Tomás [86]. San Juan de la Cruz lo interpreta de esta manera que «como está la sensualidad imperfecta, recibe el espíritu de Dios con la misma imperfección» (1N 4, 2). Por lo tanto, el hombre se  presenta  como  -según  lo llama A. Winklhofer- otro principio de la gracia sobrenatural.

«En virtud de la potentia obedientialis el hombre se constituye como un principio y portador de una cooperación con Dios llena de gracia. En ella el hombre permanece perfectamente libre; él es un principio activo libre, bajo la dirección de Dios. Con una verdadera ternura guarda el santo la verdad del libre albedrío humano, incluso en las más altas cimas de la unión con Dios. En cuanto más deja la dirección del alma en los manos divinas, tanto más será el movimiento del alma misma por el cual ella se entrega a Dios, al mismo tiempo que cariñosa y profundamente  acentúa el misterio de la libertas filiorum Dei. La dirección de Dios nunca es una obligación. Sin la libre cooperación del hombre no se da ningún progreso. El alma puede siempre  desbaratar  el efecto de una gracia.  Lo primero que ha de hacer es aprender  a armonizar  su  libertad con la acción de gracia» [87]. A la vez, la misma gracia no sólo se adapta y llena el alma según la medida de su apertura interior hacia Dios, sino que también se acomoda a su humano modo de actuar y de sentir. «De manera maravillosa analiza el amor  pasivo más como una pasión de amor que como un acto libre de su voluntad. En cuanto que es pasivo, no conmueve directamente la voluntad, en caso contrario sería contra su libertad. La pasión divina que vence al alma, la toma en posesión, pero  no le quita la libertad sustancial, ni debe quitar nunca. En consideración a la libertad del cooperador,  el  hombre -según  san  Juan de la Cruz- recibe la gracia solamente según sus posibilidades: quidquid recipitur per modum recipientis recipitur. Dios guía a los hombres según las limitaciones de su naturaleza y de la razón» [88].

La ley de los contrarios

Las observaciones anteriores nos dejan claro uno de los puntos importantes del pensamiento sanjuanístico que es la experiencia de los contrarios, que dan origen a las intensas tensiones y conflictos interiores. Es una experiencia humana común [89], mas para los cristianos tiene una dimensión teológica, ya que introduce en los binomios Creador-criatura y pecado-gracia [90]. En el caso de los místicos, la experiencia de las realidades extremas llega a ser más dramática, profunda y provocadora, y por eso más influyente en la vida. Veamos qué contenido  tiene  esta  noción  en san Juan  de  la Cruz [91].

En primer lugar hay que advertir que san Juan de la Cruz admite la existencia de un abismo profundo entre Dios y la criatura, por lo tanto, todo lo que es de Dios por definición supera infinitamente las propiedades del hombre. Dios reúne en sí todas las perfecciones posibles -además en su infinito grado- y en esta perspectiva el bien que posee el hombre por naturaleza no puede  ser comparable con la suma bondad de Dios, aunque provenga de Él. Contemplando esta distancia ontológica el santo doctor concluye que «lo que no es no puede convenir con lo que es» (1S 4, 3). Pero no es esto lo que constituye la verdadera contrariedad. San Juan de la Cruz reconoce la distancia natural entre Dios y el hombre, pero nunca la considera como  un enfrentamiento entre dos contrarios. De los contrarios habla solamente en el plano  moral dándose cuenta de lo que ya había dicho san Agustín en Soliloquios, cuyas palabras hace suyas: «tú verdaderamente eres  bueno, yo malo; tú piadoso, yo impío;  tú  santo, yo miserable; tú  justo, yo injusto; tú luz, yo ciego; tú vida, yo muerte; tú medicina, yo enfermo; tú suma verdad, yo universa vanidad» (1S 5, 1). Pero, precisamente por ser tan infinitamente bueno, Dios decidió reconciliar estos dos contrarios y lo hace por la obra de su gracia. El santo doctor intenta ahora describir este proceso de reconciliación. Como punto de partida toma la afirmación fundamental de la filosofía que dos contrarios no pueden caber en el mismo sujeto. Por eso, si se quiere introducir en el sujeto una realidad determinada, primero hay  que quitar  y arrancar  de él  todo lo  que le es opuesto [92]. En seguida tal regla la va a aplicar a la vida espiritual. Como primer paso define qué realidades entiende aquí por contrarias: «el alma da aquí a entender que padece en dos contrarios,  que son: vida natural en cuerpo y vida espiritual en Dios, que son  contrarios en sí por cuanto repugna el uno al otro» (CB 8, 3) [93].

Tal situación causa en el  alma penas y sufrimientos. Primero, porque le parece que está tan lejos de Dios que ni siquiera sospecha que haya alguna posibilidad de  acercamiento. Al mismo tiempo, siendo ya inflamada por el amor divino, desea y busca ardientemente el encuentro con El. Luego, porque padece una purificación interior cuyas consecuencias experimenta fuertemente, pero cuyo procedimiento  todavía le es oculto, o sea, no sabe que esto es realmente la purificación que la lleva a la unión con Dios. «Levántanse en el alma  a  esta  sazón  contrarios  contra  contrarios: los del alma contra los de Dios, que embisten el alma, (...) las virtudes   y propiedades de Dios en extremo perfectas contra los hábitos y propiedades del sujeto del alma  en  extremo  imperfectos,  padeciendo ella dos contrarios en sí» (LB 1, 22).

Resumiendo, podemos decir que en la mente  del  doctor místico se entremezclan dos realidades experimentadas de manera distinta. Por una parte la relación  ontológica del hombre con Dios, que además de engendrar la conciencia de la nada, causa al mismo tiempo, la atracción y el amor. «No son, pues, dos contrarios  que se aniquilan, sino que se atraen mutuamente. El Creador es atraído por la criatura (...) y la criatura es atraída, fascinada, por el Creador: rapiebar decore tuo, diría  san Agustín. La atracción de Dios es una inclinación radical y una exigencia metafísica de la criatura, sedienta de verdad, de belleza, de perfección absoluta.  Esta, pues, atracción de contrarios es la gravitación más Íntima del espíritu, porque en ella se cifra toda su vida» [94]. El hombre ve la posibilidad de realizarse  plenamente  en  Dios y  tiende  hacia  tal fin.

Por otra parte, el alma siente y ve clara la diferencia moral que le separa de Dios, y que no le  permite realizar de una vez para siempre dicha inclinación a Dios. Más aún, ocurre que las malas tendencias vencen y el alma se aleja otra vez de lo que  había elegido. En efecto, surgen incesantes tensiones espirituales que marcan los pasos del alma y provocan que la atracción a Dios se convierta en un proceso que precisamente consiste en el continuo alejarse del primer extremo y el consiguiente aproximarse al segundo. «Está claro que para mover Dios al alma y levantarla  del fin y extremo de su bajeza al otro fin y extremo de su alteza en su divina unión,  halo de hacer ordenadamente y al modo de la misma alma (...) para hacerlo  suavemente, ha de comenzar y tocar desde el abajo y fin extremo de los sentidos del alma, para así irla llevando al modo de ella  hasta  el  otro  fin  de  su  sabiduría  espiritual que no cae en sentido» (2S 17, 3).

En este procedimiento los momentos decisivos de la transición son los de mayor tensión e intensidad porque es entonces cuando Dios actúa más fuertemente, de tal manera que al alma le parece transcender su modo de obrar. Por eso las noches nunca se deberían interpretar como un supuesto  abandono  por  parte  de Dios ni solamente como la expresión de un duro trabajo de purificación, sino como un momento de una -cada vez más fuerte­ presencia de Dios en el alma que le levanta de un bajo estado natural hasta la unión de amor.

c)       El crecimiento de la gracia

La realidad de los contrarios presenta la situación de un hombre ya justificado,  pero que aún experimenta en sí la actitud de la concupiscencia que le empuja hacia el mal. Por una parte es aniquilado su estado de lejanía de Dios, porque por la gracia santificante vive en la comunión con Cristo y es heredero de sus  bienes, pero por otra, sigue la inclinación hacia los bienes opuestos con un espíritu de propiedad. Es un estado del cual  habla la liturgia en la imagen del hombre simul peccator et justus, que expresa la tensión entre la dignidad de ser hijo de Dios y la debilidad de ser hijo de la naturaleza caída, entre -según la propia imagen del santo- la participación en el Todo divino y la nada humana.

En esta perspectiva san Juan de la Cruz habla del crecimiento de la gracia confirmando al mismo tiempo las afirmaciones del concilio de Trento al respeto [95]. La teología suele designar este  aumento  de  la  vida  divina  con  el  nombre  «segunda justificación» [96]. En la terminología del santo la misma realidad queda descrita por la expresión de «segundo desposorio». Al hablar de la redención hecha en la Cruz dice lo siguiente: «aquél es desposorio que se hizo de una vez dando  Dios al alma la primera  gracia, la cual se hace en el bautismo con cada alma; mas  éste  es  por vía de perfección, que no se hace sino muy poco a poco por sus  términos» (CB 23, 6). A continuación explica que esencialmente la justificación es igual a todos: «es todo uno», pero hay diferencia gradual  ya  que  «se  hace  al  paso  del  alma, y así va poco a poco» [97].

La razón principal del crecimiento de la gracia es la voluntad de Dios cuyo amor se realiza en la creación de distintas maneras. Dice que Dios al haber predestinado al alma a la gloria «en eso determinó la gloria que le había de dar» (CB 38, 6). Esta determinación no significa de ninguna manera una cierta limitación porque no es algo que se reparte, sino un grado de amor  que  permite  al máximo la unión con Dios. Desde este punto de vista el crecimiento de la gracia depende mucho de la actitud que toma el hombre como respuesta a la iniciativa amorosa de Dios. Para san Juan de la Cruz, Dios no puede limitarse a conceder gracias, porque, por un lado, se limitaría a sí  mismo, y por otro, el aumento de la gracia no es motivado sólo por la petición del hombre, sino también por la acción de la gracia  misma  en el alma. «La  luz de la gracia que Dios había dado antes a esta alma (...) llamó otro abismo de gracia que es esta transformación divina del alma en Dios» (LB 3, 71).

En el Cántico afirma directamente: «Dios da gracia por gracia» (CB 33, 7). Con la gracia santificante Dios hizo al alma «digna y capaz de su amor» (CB 32 5). Ya solamente en virtud de esta dignidad se encuentra el motivo de dar otra gracia, pero no es solamente esto. Dios no necesita ningún motivo para dar gracias, como lo ha hecho cuando el hombre todavía ha estado en el pecado. Dios interviene con otra gracia para saciar el mayor deseo de amor que ha suscitado en el ama la primera gracia. El hombre cooperando con el Espíritu Santo adquiere las virtudes y perfecciones y con ellas conoce mejor quién es su Amado y desea más unión con El, lo cual proporciona una nueva intervención sobrenatural. «Si antes que estuviese en su gracia por sí solo la amaba, ahora que ya está en su gracia no sólo la ama por sí, sino también por ella, y así, enamorando  de su  hermosura  mediante  los efectos y obras de ella, ahora sin ellos siempre le va El comunicando más amor y gracias» (CB 33, 7). Este crecimiento  de la gracia  el santo lo expresa también en los llamados «diez grados de amor» (cfr. 2N 19-20), que empiezan por el «desfallecer al pecado y a todas las cosas que no son de Dios» y luego suben  hasta el último grado que  es «asimilarse totalmente a Dios». A cada paso responde la gracia particular de Dios. En definitiva, Dios ama más al alma porque ella se asemeja más a Cristo, que es el único objeto de  amor por parte de Dios.

Dada esta relación intrínseca entre la gracia poseída y una nueva gracia, la limitación de la gloria no puede ser consecuencia de la voluntad divina, sino que es resultado de la disposición del hombre. El es la razón accesoria del crecimiento  de  la gracia. Por lo tanto, ahora tenemos que dedicar nuestra reflexión al papel que juega el hombre en la vida de gracia.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

65.   Cfr. capítulo III, p. 272; «La palabra gracia encierra, pues, dos ideas principales: por un lado, la de belleza con la que Dios adorna el alma a fin de volverla agradable y prepararla a la unión -en este sentido, favor, merced, don, virtud son sinónimos de gracia- por otra, la de amor con que Dios gratifica el alma para asegurar su conformidad  de voluntad  con  la suya  y  así conducir a la unión», H. SANSON, El espíritu..., op. cit., p. 154.

66.   Cfr. F. BAUDRAS, Grace, en Vocabulaire biblique de  Van  Allmen,  Delachaux et Niestlé, 1954, pp. 113-114.

67.   «Cuando Dios mira a  un  hombre  con  amor,  altera  la  mismísima  estructura del ser del hombre, produciendo en él, a  través  del don  objetivo  que  llamamos gracia, un reflejo de su propia actitud interior de  generosidad,  misericordia y solicitud amorosa», R. W., GLEASON,  La  gracia,  Herder,  Barcelona 1964, p. 61.

68.   Cfr.: «Dios así como no ama cosa fuera de sí, así ninguna cosa ama más bajamente que por sí, porque todo lo  ama  por  sí,  y  así  el  amor  tiene  la  razón del fin; de donde no  ama  las  cosas  por  lo  que  ellas  son  en  sí»  (CB 32, 6).

69.   «El alma se define concretamente por su relación filial a Dios, que es una relación misteriosa, ontológica y no solamente moral», H. SANSON, El espíritu..., op. cit., p. 165 .

70.   «En solo  el mirar  de  un  ojo  le  (al  alma)  llagó  el  corazón»  (2N  21,  8).  Es el texto citado del Cantar de los Cantares 4, 9.

71.   «En la viva contemplación y conocimiento de las criaturas, echa de ver el alma haber en ellas tanta abundancia de gracias y virtudes y hermosura  de que Dios las dotó, que le parece estar todas vestidas de admirable hermosura y virtud natural (...). Y, por tanto, llagada el alma en amor  por este  rastro que ha conocido de las criaturas de la hermosura de  su  Amado,  con ansias de ver aquella invisible hermosura que esta visible hermosura causó» (CB 6, 1).

72.   «Y esta llaga se hace en el alma mediante la noticia de las obras de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe» (CB 7, 3).

73.   «Porque en cuanto los ángeles me inspiran y los hombres de  ti  me  enseñan, de ti más  me enamoran,  y así todos de amor  más me llagan»  (CB 7,  8).

74.   «La  gracia   divina   que   hiere   en   el   centro   del   alma,   no   es   un grande espectáculo,  que  la  persona  interesada  presencie   y   goce,  sino  que es una puesta en movimiento de todas sus energías, desde la raíz,  aun  de aquellas actividades no  actuadas  por  moventes  naturales.  Las  infusiones  que el alma recibe son, por lo  general,  no  objetos,  sino  fuerzas.  Y  aun  pudiera ser  que la  infusión  divina  no  fuera  objeto  de  experiencia  al  recibirla,  sino al ejercitarla, es decir, que lo que siente el alma es su propia operación divinizada», F. RUÍZ, Cimas de contemplación. Exégesis de la Llama de amor vivo, en EphCarm 13(1962), pp. 278-279.

75.   Cfr. A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre. . , op. cit., pp. 64-67.

76.   «Estando esta alma tan cerca de Dios, que está  transformada  en  llama  de  amor, en que  se  le  comunica  el  Padre  y  el  Hijo  y  el  Espíritu  Santo»  (LB 1, 6).

77.   F. RUÍZ, Cimas de contemplación..., op. cit. , p. 280.

78.   Ibídem, p. 281.

79.   Ibídem, p. 281. Cfr. también: J. ACKERMAN, El ensanchamiento del alma: la doctrina de San Juan de la  Cruz  y  Santa  Teresa  de Jesús  sobre  el efecto de la gracia en el alma, en «San Juan de la Cruz», 7(1991)  9-21;  especial­  mente las páginas que dedica a esta metáfora del toque: 14-15.

80.   Al interpretar el  texto  de  Cantar  de  los  Cantares  8,  1  dice  así:  «mame  él  los pechos de su madre, que es consumirle  todas las imperfecciones y apetitos  de su naturaleza que tiene de su madre Eva» (CB 24, 5).

81.   Aunque  Dios es  madre,  lo que  de verdad  opera  en  el alma es la gracia;  por  lo tanto, en algunas ocasiones hace  una  extrapolación  y  habla  de «la  amorosa madre de Dios»  (cfr.  lS,  Pról.  3; LB 3,  57;  1N  12,  1).  «Cuando  san Juan de la Cruz habla  de  la  gracia  en  tal  pasaje  de  sus  obras,  se  nota  que  es para él, por desconcertante que esta afirmación parezca, más que una realidad viviente: se transforma bajo su pluma  en  una  persona,  y  ha encontrado para mostrarnos lo que es nuestra participación en  la  vida  divina,  participación que Dios desea aun más que nosotros, y que El hace nacer en nosotros, ha encontrado esta expresión cuyo  sabor  vital  es imposible no gustarlo», LUCIANO-MARIA DE SAN JOSE, Las obras espirituales del bienaventurado Padre Juan de la Cruz, Desclée, París 1945, p. 53.

82.   F. Rurz SALVADOR, Juan de la Cruz, en Diccionario de espiritualidad..., o.  c., v. II, p. 417.

83.   La comparación  de  la  gracia  al  fuego  que  penetra  hasta  lo  más  íntimo  y sin destruir la naturaleza humana, tiene  su larga  tradición  en  los Padres, sobre todo del oriente. Se aprovecharon de ella para describir la totalidad y profundidad de la transformación sobrenatural  que  causa  el  don  de  la  gracia. Cfr. CIRILIO DE JERUSALEN, Catechesis 17; BASILIO, Contra Eunomio, 1, 5; cfr. P. GALTIER, Le Saint Esprit en nous, d'apres les Peres grecs, Universitatis Gregorianae, Roma 1946.

84.   « Y también habrá quien le diga que vuelve atrás, pues no halla  gusto  ni consuelo como antes en las cosas de Dios (...); porque hay  también  muchas almas que piensan no tienen oración, y tienen  muy  mucha;  y  otras  que  tienen mucha y es  poco  más  que nada» (S  Pról.). Esta  observación  fue  uno de los motivos por los que el santo se decidió a escribir su obra. Era con la intención de ayudar a los que experimentan  la  acción  divina  «para  que sepan entender o a lo menos dejarse llevar de Dios» (Ibidem).

85.   De veritate, q. 12, a. 6.

86.   Summa Theologiae, I q. 79, a. 6.

87.   A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre ... , op. cit., pp. 47-48.

88.   Ibídem, p. 48.

89.   En la psicología es conocido el efecto de los contrarios  que  hace  experimentar una cosa mejor  y  con  más  fuerza  en  comparación  con  su  opuesta, que si fuera experimentada de manera suelta. Tales efectos pertenecen  a  las leyes de percepción. Por ejemplo: sentimos más el frío cuando  salimos  de una habitación caliente; la luz tiene para nosotros  mayor brillo cuando  salimos de una oscuridad profunda, etc.; cfr. L. ANCONA, Cuestiones de Psicología, Herder, Barcelona 1966, pp. 112-120. Sin embargo nosotros prescindimos  de  la  psicología  y  nos  ocuparemos  de  la  realidad  misma  que  subyace a la experiencia psicológica.

90.   SAN AGUSTIN en De Civitate Dei la resumió con estas palabras: «Deus ordinem saeculorum, tanquam pulcherrimum carmen ex quibusdam antithetis honestavit», XI, 18.

91.   Las expresiones de tipo antitético  las  encontramos  por  todas  partes  en  su obra. Recojemos algunas: Criador-criatura (lS 6, 1); espíritu-sentidos  (lS  6, 2); eterno-temporal (lS 6, 1);  semejanza  de  Dios-disímil  y  disconforme  a Dios (2S 5, 4); hombre  nuevo-hombre  viejo  (lS  5,  7);  hombre  animal­ hombre racional (3S 26, 3).

92.   «Por tanto, así como en la generación natural no se puede introducir una forma sin que primero se expela del sujeto  la forma contraria  que  precede, la cual estando en impedimento de la otra  por  la contrariedad  que  tienen las dos entre sí, así, en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual  no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual» (lS 6, 2).

93.   Hay que subrayar que el santo no considera como contraria la diferencia ontológica que existe entre Dios y el hombre. De ella habla muchas  veces dejando claro la diferencia abismal que existe entre ambos (incluso emplea vocabulario especial: el de nada y Todo), pero nunca admite la más mínima oposición o  enemistad.  Dios  es  totalmente  distinto  del  hombre  en  cuanto  éste absolutamente depende de  El,  primero  en  el  ser  natural  y  luego  en  el ser sobrenatural. Si hay una contrariedad entre  Dios  y  el  hombre  ésta  se refiere al nivel moral, es decir, a la  lucha  entre  el  pecado  que  mora  en  el alma y la gracia divina. Cfr. capítulo II, pp. 166-167.

94.   V. CAPANAGA, San Juan de la Cruz..., op. cit., p. 329.

95.   «La justificación es igual en todos los justos en esencia, pero distinta en el grado  de  su  realización.  Puede  también  crecer  en  uno  y  el  mismo  justo», Sesión VI, cap. 7.

96.   Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, op. cit., v. V, La gracia  divina,  p. 240.

97.   «La vida cristiana es dinamismo bautismal llevado hasta sus últimas consecuencias. Identidad y diferencia  de  realización;  el  desposorio  espiritual,  del que  habla  el  Santo,  aun  teniendo  las  mismas  raíces  y  siendo  «todo  uno»,  se presenta como una meta lejana  que requiere  todo  un  camino;  es  una gracia que supone una antropología concreta, con una naturaleza todavía herida por el pecado», J. CASTELLANO CERVERA, Mística bautismal..., op. cit., p. 476.

Krzysztof  Gryz

3.       Cristo, plenitud del Padre

Este punto de nuestra presentación, a lo mejor,  debería  aparecer después de haber hablado del misterio de la Encarnación.  Pero consideramos que, colocando el tema en este momento, subrayamos mejor lo que vamos a tratar, puesto que  Cristo es  la imagen perfecta del Padre no solamente en cuanto  segunda  Persona de la Trinidad, sino también por la obra redentora que ha realizado. Así descubrimos en Cristo,  al  mismo  tiempo, la  fuente  de  la verdad, el fundamento de la  fe, y la fuente de la  gracia, es decir, el origen de la nueva vida que se nos ha dado.

Es bien conocido el precioso capítulo 22 de la Subida, en el cual el santo de Fontiveros intenta responder a una  cuestión  teológica: ¿por qué ahora, «en la Ley Nueva y de gracia», no es lícito preguntar a Dios y pedir de  El  nuevas visiones  y  revelaciones  como lo había sido en  el Antiguo Testamento? Su respuesta se centra en Cristo, que es la revelación plena y perfecta de Dios. El hombre no necesita ninguna nueva noticia, porque todo ya está dicho en la única Palabra que es Cristo. Es más, no hay nada que sea nuevo y suplementario a Él. Y para que la respuesta adquiera más solemnidad la pone directamente en la boca del Padre. «Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que  pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte y, si pones en él los ojos, la hallarás en todo, porque él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda  mi revelación;  lo  cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por Hermano, Compañero y Maestro, Precio y Premio» (nº  5).  De  esta  manera  Dios  se  ha  quedado  «mudo»,  por  lo  que se refiere a las locuciones y escondido, en lo concerniente a las visitas por las que se hacía  presente a su pueblo. «El Hijo de Dios se encarna para hacer humanamente perceptible el rostro y la palabra de Dios. Mirada, gestos, palabras son  manifestaciones  personales y directas de Dios. De este modo, en  Cristo-hombre  se  manifiesta, no  solamente  el  Verbo,  sino  la  Trinidad  por  entero  y  toda la economía de salvación» [40]. El camino a Dios, en  todos  los  sentidos, viene ahora por Cristo.

Como se observa, el párrafo se refiere en primer lugar a las noticias sobrenaturales, a lo que podemos  saber acerca de Dios. Pero la plenitud de Cristo tiene también otra dimensión. En el siguiente punto san Juan de la Cruz menciona la  obra  salvífica  de Cristo,  sobre  todo  su  muerte  en  la  cruz.  Cristo  es  por   lo  tanto no sólo fuente perfecta  de la sabiduría  de  Dios,  sino también  fuente de todas las gracias. A este aspecto apunta otro texto, esta vez del Cántico, que compara a Cristo con  una  «mina»,  o  «cueva»  en la cual se esconden los tesoros  de Dios. «Hay mucho que ahondar en Cristo; porque es como una abundante  mina  con muchos senos de tesoros» (CB 37, 4). A estas profundidades lleva al alma la gracia de la  unión  mística. Por lo tanto, podemos  afirmar  que  el santo piensa también en la plenitud de los dones vitales que hay en Cristo, es decir, en las gracias que fundamentan la nueva vida en Dios [41].

Hemos de notar que el santo doctor habla de Cristo en cuanto el Todo del Padre pensando en la persona total de Jesucristo. No sólo el Verbo expresa al Padre, lo hace Cristo-Hombre. En este sentido Jesucristo es al mismo tiempo el Todo de Dios, como revelación plena del Padre, y el Todo, de los hombres y de la creación, en cuanto principio de la gracia que nos eleva al estado sobrenatural y de esta manera perfecciona lo más posible al hombre mismo [42]. Cristo poseyó la plenitud de  gracia en virtud de su unión personal con el Verbo. Por eso le llama el «Verbo lleno de gracias» [43]. Pero en cuanto fue el verdadero Hombre era la cabeza de toda la humanidad y tuvo la gracia extensiva, o sea, la capacitad  de  comunicar  su  gracia  a  los  demás [44].  Así  lo  expresa  san Juan  de  la  Cruz: «El  era  la  cabeza /  de  la  esposa que  tenía, /  a la cual todos los miembros / de los  justos  juntaría,  / que son cuerpo de la esposa» (P 7, 4, vv. 149-153). En el  Romance  la  palabra esposa una vez está atribuida a Cristo, otra vez a la humanidad. Lo que podría parecer una incoherencia se explica ahora con el concepto de la «cabeza». El Verbo encarnado es la única esposa de Dios, pero en cuanto El es al mismo tiempo la cabeza de la humanidad, ella puede ser llamada también la esposa. En la medida en que el hombre participa en el cuerpo de Cristo participa en su plenitud de gracia, es decir tiene la condición necesaria para la unión con Dios. El hombre es  miembro  de este cuerpo de la esposa precisamente por su condición de  ser  justo,  es  decir,  justificado por la gracia. En Cristo el hombre merece la participación en la santidad única de Dios. «Por tu valor merezca tener nuestra  compañía» (Ibídem, v. 80).

4.       Cristo, vida del hombre

La verdad que acabamos de describir es el presupuesto de la obra del santo y punto de partida en el camino que emprende el  alma hacia la unión. Y eso  por  la simple  razón  de que es posible la unión con Dios en  Cristo  Hombre,  en  el  cual  -como afirma san Pablo- «reside corporalmente toda la plenitud de  la  divinidad» (Col 2, 9) [45]. «Todo lo que el Verbo es en sí, lo es para las almas. El Verbo es Hijo de Dios, Sabiduría del  Padre,  resplandor de su gloria y figura de su sustancia, Creador y lleno de gracias, pues, eso mismo es para las almas. En una palabra, el Verbo tan bellamente concebido por san Juan de la Cruz es el objeto de las aspiraciones, de los deseos y peticiones del alma que marcha hacia la perfección» [46]. Así, al principio del Cántico, describe el objeto que pretende conseguir el alma, que le sea mostrada «la esencia del Verbo divino, su  Hijo,  porque  el  Padre  no  se  apacienta  en  otra cosa que en su único Hijo» (CB 1,  5).  Esta  unión  con  Dios,  que  aquí  llama  por  esta  razón  «pasto»,  consiste  en  descubrir  a  Cristo  y entrar con El en la relación  de  Amado-amante.  Este  pasto,  pues, del  Verbo  Esposo,  donde  el  Padre  se  apacienta  en  infinita  gloria, y este pecho florido, donde con el infinito deleite de amor  se  recuesta escondido profundamente de todo ojo  mortal y de  toda criatura, pide aquí el alma esposa cuando dice: ¿Adónde te escondiste? (Ibídem).

a)       Relación de Amado-amante

Dios en la gracia comunica al  hombre  todos  los  bienes  que  por naturaleza posee Cristo. Esta  comunicación,  como  una  donación  perfecta,  sólo  se  puede  realizar en el marco del amor. Por eso san Juan de la Cruz la describe en términos de la relación Amado-amante. Cristo entrega los bienes que posee  en  plenitud cuando el alma se convierte en amante de ÉL La regla fundamental de este proceso es la  siguiente: «el verdadero  amante  entonces está contento cuando todo lo que él es en sí y vale y recibe lo emplea en el amado, y cuanto más ello es,  tanto  más  gusto  recibe en darlo» (LB 3, 1).

En la medida en que el alma se entrega más a su Amante recibe más dones y  más  gracias que culminan en la consumación del amor durante el matrimonio espiritual.  Sin embargo, Cristo está presente en todo este proceso, desde el principio, y  además  es quien lo estimula. El inicio tiene lugar a causa del enamoramiento de Jesucristo, luego pasa por la búsqueda del Amado en el mundo, para que al final el alma  le encuentre  escondido  en su  más  profundo  fondo.  En  cada  momento  la  presencia  del  Amado se muestra a través de lo que denomina el santo «llagas de  amor»  que  alcanzan diversos grados, según responde el alma. «La  Trinidad llaga  a la persona en el toque o encuentro  profundo con  Cristo. La llaga de amor de que ahora hablamos viene produciéndose desde  el principio, cuando el alma salió «con ansias en amores inflamada»; más adelante las realidades creadas, al trasparentar a su Hacedor, llagan a la esposa: «y todas más me llagan» (CB 7, 8). Y en este momento, que ahora comentamos (de matrimonio espiritual) el alma está plenamente llagada por ese toque de Cristo. Una vez más Juan de la Cruz hace una interpretación erística de estas gracias, entendiéndolas como el premio prometido por Jesús; se cumple «la promesa del Esposo en el Evangelio que daría ciento por uno»» [47].

El inicio de este camino está determinado por la inflamación del amor. Cristo está presente en el alma no sólo por la presencia de inmensidad sino está presente en virtud de la gracia santificante del bautismo. Esta gracia provoca a través de las virtudes teologales la inflamación del amor, el cual, si el alma responde, termina en una determinada conversión al servicio de Dios [48]. El santo carmelita utiliza la palabra «inflamación» para subrayar la pasividad del alma, el amor de Dios lo recibe como un don absolutamente gratuito, al cual puede luego responder. Pero el primer paso pertenece a Dios, el hombre no es capaz de amar sobrenaturalmente a Dios sin que El primero no lo habilite para esto. Dar la gracia santificante significa incorporar al hombre en Cristo y desde ese mismo momento el alma se convierte en la esposa de Dios, según lo que es el Verbo en relación al Padre. «Dice, pues, el alma que con ansias, en amores inflamada, pasó y salió en esta Noche oscura del sentido a la unión del Amado, porque, para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas -con cuyo amor se suele inflamar la voluntad para gozar de ellos- era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo» (1S 14, 2). A partir de este momento empieza a percibir y mirar a Cristo como a su Amado. E inmediatamente viene  la experiencia de la ausencia.

Parece que en los escritos de san Juan de la Cruz, el concepto del Amado está  estrechamente vinculado con la experiencia de su ausencia. Podemos notar, en primer lugar, que no habla de la ausencia de Dios en el mundo. Todo lo contrario, destaca  su  presencia en todas las cosas, incluso allí donde difícilmente el hombre piadoso lo esperaría, como es el caso de un pecador. Pero al mismo tiempo habla de la ausencia, casi insuperable, incluso en la unión del matrimonio. ¿Cómo se explica esta ambigüedad? Precisamente por el concepto de Amado. Dios puede  ser  experimentado como ausente en cuanto se ha convertido para el alma en el  Amado. Sólo a alguien a quien se ama se echa de menos, se desea un contacto con él, se busca la unión mayor posible y aún al conseguirla no se está satisfecho. Hablar, pues, de la ausencia del Amado sólo es posible a aquél que ama y se siente  amado, y que, además es consciente de su deficiencia en el amor. Con lo cual la ausencia no es el alejamiento y abandono de Dios; es más bien encerramiento del hombre en sí mismo y en sus apetitos y aficiones que oscurecen el descubrimiento total del Amado. En cuanto el hombre supera los obstáculos y se abre a este «amor  mejor», descubre a Dios que se le  presenta como Amado. «Entonces le puede  el alma de verdad llamar Amado, cuando ella está entera con Él, no teniendo su corazón a alguna cosa fuera de Él, y así, de ordinario, trae su pensamiento en Él (...). Algunos llaman al  Esposo Amado, y no es amado de veras» (CB  1,  13).  En  definitiva, el hombre sólo siente el abandono de Dios, cuando no le ama, y no cuando Dios ha dejado de amar al hombre, porque esto no sucede nunca. En cambio, cuando responde  positivamente a la «inflamación del amor», el aparente abandono se convierte en la ausencia que es más bien la expresión de un deseo  cada  vez  mayor de amar y de buscar el encuentro con el amado.

La relación Amado-amante expresa, en el  pensamiento  del santo, la realidad de gracia  santificante, la presencia real de Cristo en el alma y la consiguiente  confirmación con ÉL. El estado ideal de esta relación lo define en el  Cántico  con   una  fórmula  clave: «cuando hay unión de amor  (...) es  verdad  decir  que  el  Amado  vive en el amante y el amante en el Amado» (CB 12, 7). Estas  palabras hacen clara referencia -sin que el santo lo anotara expresamente-  a  la  definición  que  da  santo Tomás de la presencia de Dios en el alma por la gracia [49]. Sin embargo, notamos algunas diferencias. Primero, el místico no se refiere al  conocimiento, por lo cual podríamos justificar que en este mismo momento está  hablando del amor entre  Dios  y  el  alma,  y  por  eso  sólo  aprovecha  la segunda parte de  la  frase. Esto, por supuesto, no quiere decir que desconoce el valor del  conocimiento y su relación con el amor, del que trata ampliamente en otros  lugares. La diferencia más importante estriba en que parece completar de alguna  manera la expresión de santo Tomás. Ya no es solamente el  amado  el  que vive  en  el  amante,  sino también, en virtud del mismo  amor  que les une, el amante el que habita en el amado. ¿Qué  pensar de esto? A nuestro parecer caben dos  posibilidades. Primero, que el santo pone de relieve que no solamente el alma posee a Dios, sino también -y esto tal vez es la expresión más  correcta-  se  halla  poseída  por  Dios, de  manera que, como él mismo dice, todas las operaciones del alma son las de  Dios [50]. La segunda posibilidad es que el santo está pensando en la gracia mística de la unión, que alcanza ya tal  perfección que tiene lugar el  intercambio del  amor, es decir, el alma ama con la misma  intensidad  con  que  es  amada. Esta reciprocidad del amor la llama el santo carmelita la consumación del amor. En virtud, pues, de esta reciprocidad se puede hablar de que también el amante vive en el amado. Ambas interpretaciones no se excluyen, más bien  apuntan  a  una  unidad  del proceso que empieza por la donación del Amado en la gracia santificante y termina en la unión perfecta en el estado místico. Ahora dejamos el problema de la relación que puede existir entre ambas gracias. En  cambio nos detenemos en las consecuencias que saca el santo de esta expresión. El santo determina tres características o niveles de la unión amorosa.

— El amor iguala los amantes. La relación del amor entre dos sujetos es de tal clase que provoca la igualdad y semejanza: «la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada» (CB 28, 1). Es uno de los presupuestos filosóficos alrededor del cual se construye la visión del santo, tanto de la mortificación como  de la unión entre Dios y el hombre [51]. Esta regla vale en todo tipo de relaciones que surgen no solamente entre los hombres, sino también entre el hombre y las  cosas o con Dios. De todos modos en el caso de la relación con las cosas materiales, el santo doctor prefiere hablar de la «afición» y «asimiento» más que de amor. El fundamento de esta tesis estriba  en  que  san Juan  de  la  Cruz  percibe el amor sobre todo como donación de sí mismo. De ahí brota la igualdad que es de tipo moral. El hombre, al ofrecerse al otro, deja que éste domine su voluntad y pensamiento y dirija  las acciones según sus valores y su  modo  de  ser.  Por  tanto,  el  santo  precisa todavía más esta relación.

— El amor sujeta el amante al amado. «El  amor  no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que  ama» (1S 4,3). Es un paso más adelante, y en cierto sentido consecuencia de la igualdad. Esta observación la aprovecha el santo para  argumentar que si el hombre pone su afición en las  cosas se degrada,  porque  se  sujeta  a  ellas, que son  criaturas  inferiores  a  él.  En  cambio,  si  ama  a  Dios se engrandece, hasta trascender su humano modo de ser. Por eso introduce otra conclusión.

— El amor lleva a  transformación. Si  en  los  casos  anteriores las reglas valían para todo tipo de relaciones, en éste, san Juan de la Cruz sólo piensa en la relación hombre-Dios. Ya no  es  una simple dominación o subordinación moral que ejerce el objeto amado en el amante. Aquí se trata de una transformación real, física, aunque sin confundir la naturaleza humana con la divina. «Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entre ambos son uno. La razón es porque en la unión  y transformación de amor el uno  da posesión  de sí al otro,  y cada  uno se deja  y da y trueca por el otro y el uno es el otro y entre ambos son uno por transformación de amor» (CB 12, 7). Esta presencia real la expresa el santo carmelita con una imagen del dibujo de Amado que posee dentro de sí el alma. El dibujo supone la presencia del Amado condicionada por las virtudes teologales,  por .eso todavía no perfecta tal como se dará en la visión beatífica [52].  «Porque aquí el alma se siente con cierto dibujo de amor, deseando que se acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo,  que es su  Esposo  el Verbo Hijo de Dios (...), porque esta figura es la que aquí entiende el alma en que se desea transfigurar por amor» (CB 11, 12).

De su unión con el Amado el alma recibe dos propiedades, es decir, la plena posesión de los dones vitales y la sabiduría sobrenatural.

b)       Incorporación en Cristo

En el contexto de la transformación del amante en el  Amado aparece la frase de san Pablo Vivo yo, ya no yo, sino que vive en mi  Cristo (Ga 2, 20). Según una  interpretación común, dada a lo largo de los siglos por teólogos y santos, el texto  habla  de una situación de incorporación en la vida de Cristo por la gracia [53]. Esto significa la participación en la condición de hijo de Dios y por consiguiente en la naturaleza divina.

Constatamos que el santo de Fontiveros se inserta plenamente en esta corriente de reflexión teológica. Presenta a Cristo como plenitud vital del Padre, El es la vida que desciende a los hombres. En Romance lo declara como «Vida que de arriba descendía» (vv. 215) y para que «dentro de Dios absorta, / vida de Dios viviría» (vv. 165-166). Este movimiento descendente-ascendente responde a la unidad del misterio de Cristo expresado en el doble momento de la Encarnación-Redención. El Hijo de Dios nace en la carne para luego morir en ella, y en  consecuencia  «nacer»  de  nuevo por la  resurrección. De esta manera, la vid  de Dios se implantó en la humanidad, porque, gracias a la muerte de Cristo, la muerte dejó de ser un obstáculo, y quedó integrada en la vida.

«Esta causalidad de Cristo se debe entender como una redención histórica y personal de cada hombre hasta su plena  «absorción» por la Vida, es decir, hasta la plena «victoria» del alma sobre sus enemigos y su correspondiente «conformidad» con Cristo. De tal forma, la expresión «que dentro de Dios absorta, vida de Dios viviría» viene a realizarse en esta vida cuando el alma puede cantar con el Apóstol el himno de triunfo: «Yo que soy la Vida, siendo muerte de la muerte, la muerte quedará  absorta en vida» (LB 2, 33). La «absorción» de vida en Dios equivale, según esto, a la perfecta liberación de los enemigos espirituales, que Cristo lleva a cabo rescatando a su esposa hasta poderla llamar «reina» suya» [54].

Para san Juan de la Cruz está claro que la frase de san Pablo sólo es válida en cuanto el hombre se identifica con el misterio de Cristo, no solamente de manera moral, o espiritual, sino que sacramentalmente participa en su misterio de muerte-vida. Pero tal situación exige algo más, es decir, es preciso que el hombre haga que sus operaciones del alma sean conformes con las operaciones de Dios. Por eso, cuando alega esta  frase de san Pablo, habla de la conformidad del pensamiento con Cristo en la fe y la voluntad en el amor. Con esto, creemos, añade un matiz nuevo a las interpretaciones que se han dado. Y es que -según él-  esto  sucede cuando el hombre se une perfectamente con Cristo en el matrimonio espiritual, porque entonces quedan asumidas todas sus fuerzas y potencias en Él. «¿Qué  increíble cosa es que  obre  ella  también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma  alma» (CB 39, 4). Esto, por otra parte, equivale  a decir que el hombre es «Dios por participación» (Ibídem). Vivir en Cristo, significa, pues, vivir la vida de Dios, más aún,  participar en su misma naturaleza.

En los tres  lugares  en  que cita la frase  (CB 12,  7; CB 22,  6;  LB  2, 34) siempre lo hace en el contexto  de  la unión mística,  no  porque la vida en Cristo fuese una propiedad exclusiva de la gracia mística, sino porque es entonces cuando la expresión de san Pablo se hace plenamente realidad. Siendo  transformadas  las  operaciones del alma ya no queda nada  que  obstaculice  la  perfecta  identificación con la voluntad y sabiduría de Cristo, lo que no siempre sucede cuando el hombre pasa todavía por los caminos de purificación. Este camino se realiza también  en  la  unión  con  Cristo que es la Puerta de la  perfección, y Cristo  presta  en  virtud  de  esta  unión su ayuda  para poder vencer  a  los  enemigos  del  alma  (cfr.  2S 7, 2-3). En este estado, el alma más bien saca fuerzas y provecho de la vida de Cristo, sin embargo todavía no es capaz de responder con lo mismo. Pero, para  san  Juan  de  la  Cruz, la vida, y más todavía la vida divina, es continuo intercambio de  amor  y  de los dones que hay para ofrecer. Por  lo  tanto,  la  vida  de  Cristo  en el alma se hace plena realidad  cuando  ella  es  capaz  de  responder  con el mismo amor con que es amada.

c)       El hombre nuevo

La configuración con  Cristo  constituye  la  base  para  hablar  del  «hombre  nuevo»,  otra  expresión  literaria  genuina  y  exclusiva de san Pablo que incorporó en su obra san Juan de la  Cruz. El concepto estaba muy presente en la literatura  espiritual  de  todo género, pero más todavía en el ámbito de la  vida  religiosa.  La  pro­ pia  liturgia  carmelitana  la  recoge  en  la  toma  del   hábito  religioso [55]. El santo, siendo varios años superior de sus  frailes,  comentaba su rico contenido teológico. Sin duda, las influencias de estos hechos marcaron su visión, y podemos encontrar en sus escritos huellas de aquellas reflexiones, cuando habla de «desnudarse del hombre viejo y vestirse del nuevo».

Podemos  encontrar  varios  lugares,  dispersos  por  toda   la obra, donde hace referencia a esta  expresión,  pero  sobre  todo  hay tres párrafos donde habla de la realidad  subyacente  en  ella,  es  decir: 2N; CB 20-21; LB 2, 33 [56].

En  2N  3, 3 advierte  que el  objeto  de todas las purificaciones  y noches que está pasando el alma son los sentidos,  tanto  exteriores como interiores, y las potencias del  alma, que han de cesar  en sus operaciones. Por supuesto que no  se  trata  de  una  suspensión total, lo que equivaldría a una muerte física del hombre. El santo habla siempre en referencia a Dios, y desde este punto de vista, los sentidos y potencias no pueden con su natural modo de obrar unirse con Dios. El hombre nuevo aparece como condición de esta unión. «Queriendo Dios desnudarlos de hecho de este viejo hombre y vestirlos del nuevo, que según Dios es criado en la novedad del sentido, que dice el Apóstol (Col 3, 10), desnúdales las potencias y afecciones y sentidos, así espirituales como sensitivos, así exteriores como interiores,  dejando  a oscuras  el entendimiento  y la voluntad a secas, y vacía la memoria y  las afecciones  del alma en suma aflicción, amargura y aprieto». Esta obra de «desnudación» se realiza por medio -según el santo- de la «pura y oscura contemplación» (Ibídem). La Subida y las Noches tratan de como alcanzar en la práctica esta purificación, que podríamos calificar como un estado preparatorio de claro aspecto negativo para el nacimiento del hombre nuevo. En este estado, adquieren especial importancia tres actitudes del hombre: la pobreza, en cuanto conciencia de la propia nada; el sacrificio como actitud que lleva  al dominio  sobre  la carne; y la humildad como reconocimiento de la necesidad de la ayuda divina [57]. El término ya  está  marcado, las operaciones del alma han de convertirse  en  las operaciones  divinas. El problema que queda es el modo de hacerlo.

Hasta ahora todo nos hace pensar en las más estrictas exigencias ascéticas y en los métodos de mortificación y sacrificio. ¿Acaso el ser «hombre nuevo» tiene rasgos de construcción, que pone de relieve la actitud propia o tiene aspecto de nacimiento que naturalmente ha de pensar en otro y ver en la novedad el trasfondo de gracia? Es interesante notar que el santo doctor habla poco en términos de nuevo nacimiento. Toda su visión se centra en el concepto de transformación, donde el hombre participa con todas sus fuerzas, aunque es cierto que en buena parte del  proceso su  actitud es pasiva. Algo semejante notamos en este caso. El cambio de hombre viejo en hombre nuevo lo describe en términos de cambio de vestido. Eso sí, no es una ropa cualquiera, es un hábito que, dada su conexión con el significado teológico de esta palabra, hace pensar en el más profundo y definitivo cambio. El problema se explica, a nuestro entender, porque san Juan de la Cruz habla para los que ya han nacido de nuevo por la gracia. No ve necesario, por lo tanto, destacar todo lo que se refiere al cambio de  principio en la vida cristiana, que efectivamente tiene mucho que ver con el concepto de nacimiento. Ahora se trata de cómo  responder al acontecimiento del bautismo en el cual  hemos sido  incorporados en Cristo [58]. Hay que conformarse con El, es decir, recibir de El todo  lo  que  El  es.  Por  lo  tanto  el  concepto  de  «revestirse» le parece al santo más adecuado.  Eso,  por otra parte, no quiere decir que la iniciativa sea exclusivamente de parte del  hombre. Todo lo contrario, tanto la vestidura como la actitud de vestir son de  Dios.

En un texto, posterior del segundo libro de la Noche, lo subraya más detalladamente. Destaca el papel principal de Dios, al mismo tiempo que explica en qué consiste el cambio. «Dios hace merced aquí al alma de limpiarla y curarla con fuerte lejía  y amarga purga (...), oscureciéndole las potencias interiores y vaciándoselas acerca de todo eso, y apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo ello (lo cual  nunca  el alma  por sí misma pudiera conseguir}, (...) y así se la renueve, como el águila su juventud (Sal 102, 5), quedando vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol, según Dios. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la  lumbre  sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de  manera  que ya no sea  voluntad  menos que divina (...);  y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones  y apetitos todos mundanos y vueltos según Dios divinamente» (2N  13,  11).

Estas expresiones obligan a acudir al otro texto donde el santo habla del nuevo vestido que se ha  puesto  el alma, primero para salir de su casa inadvertida  por  los amigos, y segundo, para ser grata delante de los ojos del Amado. «Sale  disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las aficiones de su  espíritu  y con que más segura vaya de los adversarios suyos y enemigos, que son demonio, mundo y carne. Así, la librea que lleva  es  de  tres colores, que son blanco, verde y colorado, por los cuales son denotados las tres virtudes teologales, que son fe,  esperanza y caridad, con  las  cuales no solamente ganará la gracia y voluntad  de  su Amado, pero irá muy amparada y segura de sus tres enemigos» (2N 21, 3). El  cambio que tiene lugar  en  el  hombre  que  pasa  de su condición vieja a la nueva, se realiza a través de las virtudes teologales que Dios infunde en el alma por la gracia. Ellas operan sobre las potencias del alma y las habilitan para las operaciones sobrenaturales, es decir, posibilitan el encuentro y la unión con Dios. El nuevo modo de entender es desde ahora la fe, el nuevo modo de obrar la caridad y la esperanza. Es el mismo hombre el que piensa y ama, pero el objeto de su pensamiento y amor, el motivo y carácter es sobrenatural, es decir concordante con la voluntad divina.

En Llama, al aludir otra vez al tema del «hombre  nuevo», subraya precisamente este aspecto vital. La muerte significa los im­ perfectos hábitos y natural «uso de  las  potencias».  En  cambio,  la  vida significa  no  tanto  una  mejoría  notable  de  lo  que  el  hombre  es capaz, sino un cambio radical. Es la vida de Dios. «Y, como  quiera que cada viviente viva por su operación, como dicen los filósofos, teniendo  el  alma  sus  operaciones  en  Dios  por  la  unión  que tiene con Dios, vive vida de  Dios, y así se ha trocado  su  muerte en vida, que es vida animal en vida espiritual» (LB 2, 33).

Este trueque muerte-vida es posible sólo en la participación de Cristo, de su muerte y de la resurrección que se realiza en nosotros por la gracia. Aunque el santo no parte del hecho del  bautismo, y así la figura de Cristo queda un poco en la sombra  en  el tema del «hombre nuevo», sin embargo, es consciente de que el cambio sólo es posible gracias a Él y su gracia. En definitiva, Cristo  es  el  modelo  del  hombre  nuevo, porque Él es  nuevo Adán y la Cabeza de la nueva humanidad. «Jesucristo ha venido a convertirse para el hombre en figura y modelo. El nos ha conseguido el despojarnos del hombre viejo, para ser en El hombres nuevos. Al habernos otorgado la filiación divina, nos ha posibilitado un modo nuevo de conocer en  Cristo, quedando transformado y renovado todo nuestro ser personal. El es por eso, la medida de  ese  hombre nuevo en quien hemos sido recreados y renovados» [59].

II.      La gracia de Cristo, medio de nuestra filiación

Cristo, al ser la plenitud del Padre, revela el misterio eterno  del divino amor que constituye el principio de nuestra salvación. Desde el momento de la Encarnación este misterio de Dios es misterio de Cristo y de esta manera el misterio de  nuestra  salvación se realiza en Cristo por ser El Hijo de Dios  encarnado, es decir, por ser «instrumento», o realización del plan salvífico de Dios. Participar en la redención significa tener parte en Cristo, estar estrechamente unido con Él por la gracia en el Espíritu Santo. Ya hemos visto en el párrafo anterior que al hablar de Cristo en la visión de san Juan de la Cruz fue imposible prescindir de la gracia vinculada, o con el misterio de la  Encarnación,  o  con  la  muerte en la Cruz. Podemos decir  que el Cristo  desvelado,  «humanado» es la gracia poderosa de Dios entre los hombres y sus dones son inseparables de Él. En Cristo, pues, que es Mediador de nuestra unión con Dios, encontramos al mismo tiempo el medio de esta unión que es la gracia. «Según el místico doctor, medio es todo aquello en que deben convenir dos cosas para unirse. Para que Jesucristo sea verdaderamente Mediador entre el alma y Dios, necesariamente ha de convenir el alma en Cristo, es decir, unirse con Cristo; y como quiera que en Cristo habita la plenitud de la Divinidad, en Cristo  se  une el alma  con  Dios» [60], según las  palabras  de san Juan (Jn 14, 6), que cita el místico en la Subida: «ninguno viene al Padre sino por él» (2S 7, 8). La unión con Cristo se realiza entonces a través de la gracia que es el don más grande de su amor, porque hace compartir con el hombre todo lo que El es, es la perfecta entrega de sí mismo.

Por lo tanto después de haber hablado de la mediación de Cristo pasamos  directamente a tratar de la realidad de la gracia que realiza en el hombre la semejanza con Dios.

1.       Las nociones de la gracia

Como era de esperar en los escritos de san Juan de la Cruz, que tienen principalmente un objetivo pastoral, el instrumento semántico no es homogéneo. El santo doctor emplea unas palabras que no siempre tienen el mismo preciso  significado  teológico. Otras veces para describir la misma realidad utiliza diferentes palabras, que aparentemente no tienen mucho que ver con lo que describe. En este caso se nota una fuerte influencia de su modo poético de mirar las cosas y de expresar lo que siente y piensa. Por último, hemos de añadir que en sus obras  muy a menudo  tienen  un valor más fuerte las imágenes que las palabras. Todo esto debemos tenerlo en cuenta a la hora de hablar sobre el concepto  de gracia. Por lo tanto hacemos primero unas observaciones lingüísticas.

a)       La diversidad de términos

La palabra «gracia» tiene en sus escritos diverso y amplio significado. Funciona como expresión de encanto, amabilidad, amorosidad, algo que aparece atractivo, que contiene en sí algunas cualidades buenas. Lo mismo puede  expresar  cualquier  don, regalo, dádiva o favor que recibe el hombre. Es más bien el significado  natural, que no siempre se  refiere  a las  relaciones  espirituales  entre el hombre  y  Dios.  Igual  está  hablando  de  las  gracias  que  tienen las cosas y por lo tanto las llama «graciosas» [61]. Pero, al mismo tiempo hay que subrayar, que con esta manera de hablar pone  de relieve la dependencia de todo  el  mundo  de  Dios;  todo  lo  que  existe está hecho por Dios y ha recibido diversos dones de Él [62].

Pero el uso  más frecuente de la palabra responde, sin duda, a su significado propiamente teológico en cuanto describe la realidad salvífica y el principio de  nuestra  transformación  en  Dios, cuya causa eficiente y ejemplar es Cristo. En este sentido utiliza  la palabra tanto para designar el sentido  objetivo  de  la  gracia  como una propiedad del hombre  justo  que  tiene  el  principio  objetivo  de la vida divina,  como  para  describir  su  sentido subjetivo  en  cuanto la acción amorosa y gratuita de Dios que eleva al alma al nuevo, sobrenatural modo de vivir, su favor que hace al hombre, o incluso habla de Dios mismo que está presente en el alma o que hace visitas a ella. En el primer caso se apoya en palabras  como: «merced», «favor», «virtud», «maravilla», o simplemente «don». En el segundo caso emplea sinónimos: «bondad», «misericordia», «caridad», «comunicación de Dios» [63]. Sin embargo, no encontramos lugares donde distinga claramente entre, por ejemplo, la gracia actual y habitual, la gracia creada o increada, etc. Esta  terminología, típica de la teología sistemática, es ajena a su estilo,  a pesar  de que  en determinados momentos estas realidades constituyen el objeto de la reflexión del santo. Para captar un contenido correcto necesitamos recurrir en estas ocasiones al contexto, o hacer un análisis comparativo con otros lugares.

b)       Las categorías bíblicas

Más que de los conceptos elaborados  por  la tradición  teológica san Juan de la Cruz se sirve del lenguaje bíblico que habla de la relación especial de amistad y caridad del hombre con Dios establecida en y por Cristo.  Especialmente  aprovecha  las  expresiones de san Pablo y las imágenes de san Juan.

La fórmula de san Pablo, de que ya hemos hablado en este capítulo, es decir, in Cristo Iesu, pone de relieve dos aspectos. En primer lugar está la muerte,  o  desprendimiento del  hombre  viejo, y en segundo, el revestimiento en Cristo, que supone un nuevo vestido que viste el hombre redimido por la gracia. El santo doctor utiliza esta expresión no solamente para describir la realidad de la gracia santificante sino también para referirse al estado de gracia, es decir, a la gracia habitual. En este caso el vestido o hábitus significa para el santo fundamentalmente el don de Dios, pero al mismo tiempo significa las virtudes y buenas obras que hace el hombre en la unión con Dios y con la ayuda de su  amor.  Para entrar en la unión con Dios es necesario «disfrazarse», o sea, vivir plenamente de la gracia que le ofreció el Amado. Como dice en texto ya citado «el alma, pues, tocada del amor del Esposo Cristo, pretendiendo a caerle en gracia y ganarle la voluntad, aquí sale disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las aficiones  de su espíritu  y con que más segura vaya de los adversarios suyos y enemigos, que son demonio, mundo y carne. Así la librea que lleva es de tres colores principales, que son blanco, verde y colorado, por los cuales son denotados las tres virtudes teologales,  que son fe, esperanza y caridad, con los cuales no solamente ganará la gracia y voluntad de su Amado, pero  irá  muy amparada  y segura de sus tres enemigos» (2N 21, 3).

En la canción 30 del Cántico habla de  las  «flores  y esmeraldas» por  las  cuales  entiende  respectivamente  las  virtudes  del  alma y los dones que tiene de Dios. De ellas hará «guirnaldas»  para agradecer a su Amado. «Para cuya inteligencia  es  de saber  que  todas las virtudes y dones  que  el  alma  y Dios  adquieren  en  ella  son en ella como una guirnalda de varias flores con que está admirablemente hermoseada, así como de una vestidura de preciosa variedad» (CB 30, 6). Evidentemente lo que agradece a Dios es sólo la gracia, es decir la  semejanza  y  la identificación  con  Cristo.  Pero esta unión con Cristo  el  santo  no  la  considera  solamente  en  cuanto don de Dios,  sino  también  es  en  cierto  sentido  como  resultado de la actitud del alma. No es, sin  embargo,  una  actitud  cualquiera, son las obras hechas en la unión con Cristo cuando todo lo que hace el alma es divinizado y transformado en las  operaciones  divinas. Este modo de hablar sobre la  gracia  pone de relieve  no  tanto una cualidad estática, una propiedad del alma,  sino  una  vida  del alma, una vida de  amor  en  perfecta  conformidad  con  Cristo,  don­ de no obstante, puede realizarse toda la persona con sus propias peculiaridades y su libertad. Precisamente en esta situación  la  libertad humana puede realizarse plenamente porque ha entrado en comunión con la fuente misma  de la vida, Cristo que es la plenitud del Padre, y también  por  eso  puede  liberarse  de sus  tres enemigos.

Otro concepto paulino, con respecto a la gracia, que ha incorporado san Juan de la Cruz es la filiación divina. Nuestra filiación es una semejanza a la del Hijo por naturaleza, reproduce la imagen del Hijo y hace de nosotros herederos de Dios y coherede­ ros de Cristo, sobre  todo  en  el  amor.  Para  san Juan  de  la  Cruz el amor es el rasgo característico de esta adopción. Fue hecha gratuitamente por Dios ya en el  momento  de la creación, confirmada y de una manera nueva dada en la cruz y que se cumple plenamente en la unión mística. Entonces es cuando el hombre  goza de todas sus propiedades y derechos. «Allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que  ella  le  posee  con  posesión  hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo  de  Dios  adoptivo,  por  la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo» (LB 3, 78).

Una de las más frecuentes y queridas  imágenes  de  la  gracia que maneja el santo carmelita está inspirada en la teología de san Juan de la vida y de la comunión con  Dios. Ambas realidades  están estrechamente vinculadas tanto  en  san  Juan  como  en  san  Juan de la Cruz, salvo que este último prefiere hablar en vez de «comunión» de la «unión con Dios». La historia del  alma  enamorada  es la historia de una realidad interior del alma que tiene su punto de nacimiento que crece continuamente, que sufre esperando y  que  padece sus faltas e imperfecciones que en sí descubre. Es la descripción de una vida  sobrenatural  que  está  estimulada  por  el  amor de Dios. Ya lo  hemos  visto  en  la  relación  con  el  mundo;  la  vida en la tierra es reflejo de  la vida  de  Dios. La  comunicación  de  la vida se da en el grado mucho más alto en caso del hombre justificado, porque es de orden sobrenatural donde  intervienen  activamente todas las  personas de la Trinidad.  «Dijo Jesús  que en  el  que le amase vendrían el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, y harían morada en él (...) haciéndole vivir y morar en el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo en vida de Dios» (LB, Pról.). La realidad de la gracia como vida de Dios expresa la anticipación de la gloria celestial que es la participación plena en la vida de Dios. «Según esta transformación, podemos decir que su vida y la vida de  Cristo era una vida por unión de amor, lo cual  se  hará  perfectamente  en  el  cielo en divina vida (...) porque transformados en Dios, vivirán vida de Dios y no vida suya, aunque sí vida suya, porque  la vida  de Dios  será vida suya» (CB 12,  8).  El santo llega a afirmar que existir sin la unión con Dios no es la vida [64] y por eso para alcanzar la más perfecta cumbre de esta unión fácilmente prescindiría de la vida terrena. Por lo tanto, el alma enamorada desea la muerte para vivir plenamente en Dios. Al contrario, estar en pecado significa la muerte del  alma.  La  gracia  en  cuanto la vida es reflejo y don de la relación intra-trinitaria de las Tres  Personas.  «Como  el  Padre  y el Hijo / y el  que dellos  procedía /  el  uno  vive en  el  otro,  /  así la esposa  sería,  /  que,  dentro  de Dios absorta,  /  vida  de  Dios viviría» (P7, vv. 161-166). Por lo tanto  la  vida  que  representa  la  gracia  no  puede ser de otra índole sino la comunicación del amor.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

40.   F. Rurz, Jesucristo: rostro humano..., op. cit., p. 77.

41.   X. PIKAZA, al comentar esta canción observa, que  las  «cavernas»  hacen  pensar en el viejo mito de la madre tierra (las cuevas son escondidas en  la  tierra) de donde nació el hombre  y que  vuelve  a nacer  otra  vez,  pero  ahora  en  el  amor  de  Cristo.  «El  nacimiento   primero   lo  hizo  cada  uno  a  solas; de la cueva de la  madre  tierra  vinimos  a  un  mundo  de  dolores  y  fatigas.  Para este nuevo y segundo nacimiento ya no  vamos  solos;  entramos  en  pareja, es decir, en comunión dual», El cántico espiritual..., op. cit., p. 384.

42.   «Jesucristo es Todo.  No  solamente  el  centro,  sino  el  Todo .  El  Todo  de Dios, en primer lugar: su mismo ser y vida, su imagen y su  palabra,  su hermosura y su amor. Y es, igualmente, el Todo del hombre:  su  origen  y destino, es sentido de su vivir y su morir y servir;  el  alma  de  toda  la  creación, personas y cosas, cielo y  tierra»,  F.  Ruíz, Jesucristo:  rostro  humano..., op. cit., p. 93.

43.   «El rostro del Verbo lleno de gracias, que embisten y  visten  a  la  reina  del alma, de manera que, transformada ella  en  estas  virtudes  del  Rey  del  cielo, sea hecha reina» (LB 4, 13).

44.   «De igual manera que en la cabeza están todos los sentidos, así en Cristo estuvieron todas las gracias», SAN AGUSTIN,  Epist. ad  Dardanum,  13, PL  33, 847; cfr. SANTO TOMAS: «El  alma  de  Cristo  poseyó  la gracia  en  toda su plenitud . Esta eminencia de su gracia  es  la  que  le  capacita  para comunicar su gracia a los demás;  en  lo cual consiste  precisamente  la gracia capital.  Por tanto, es  esencialmente  la  misma  gracia  personal  que  justifica  el  alma de Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás: entre ambas sólo hay una distinción  de  razón», Summa Theologiae, III, q. 8, a. 5.

45.   El texto citado por san Juan de la Cruz en el segundo libro de la Subida, párrafo 6.

46.   ANTOLIN DE LA V. DEL CARMEN, Jesucristo..., op. cit., p. 137.

47.   S. C ASTRO, Cristo, vida del hombre..., op. cit., p. 154.

48.   «El alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios, ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre hace al niño tierno» (lN 1, 2).

49.   «Sobre este modo común (por esencia, presencia  y potencia)  hay  otro especial que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla  Dios  como lo conocido en el que  conoce  y  lo  amado  en  el  que  ama.  Y  puesto que la criatura racional, conociendo  y  amando,  alcanza  por  su  operación  hasta al mismo Dios, según este  modo  especial  no  solamente  se  dice  que Dios está en la  criatura  racional,  sino  también  que  habita  en  ella  como  en su templo», Summa Theologiae, I, q. 43, a. 3. En consecuencia la semejante presencia de Dios, que no es simplemente de naturaleza moral, lleva a la verdadera participación en la naturaleza divina. Así comenta el texto M. SANCHEZ SORONDO: «Por la semejanza de la recreación (gracia), a diferencia de la semejanza de  la creación  (imagen),  participamos  no sólo  en el ser,  los trascendentales  y  las  perfecciones  absolutas  divinas,  sino  también  y  en el límite, de la misma naturaleza  divina  por  esencia  de  modo  formal:  Dios nos comunica en su esencia (formaliter), aunque por participación, de su mismísima naturaleza y del modo interior de vivir, pensar y amar de su naturaleza», La gracia como participación de la naturaleza divina según Santo Tomás de Aquino, Universidad de Salamanca, Salamanca 1979, p. 151; cfr. R. W. GLEASON, La gracia, Herder, Barcelona 1964, pp. 168-169.

50.   «Cuando ha llegado a esta perfección de unión con  Dios (...)  todos  los  apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones,  que de  suyo eran  operaciones  de  muerte  y  privación  de  vida  espiritual  se  truecan en divinas» (LB 2, 33).

51.   CRISOGONO DE JESUS en su Edición crítica hace esta observación a pie de página: «el axioma: amor pares aut invenit aut facit, posiblemente  se  incorporó a la literatura mística cristianana gracias a Plotino (Enneades  V,  1, 1), quien lo adoptó de Minucio Félix», Vida y obras..., op. cit., p. 371.

52.   «Dice que los tiene en sus entrañas dibujados, es a saber, en su  alma según el entendimiento y la voluntad. Porque, según el entendimiento, tiene estas verdades infundidas por fe es su alma. Y, porque la noticia de ellas no es perfecta, dice que están dibujadas, porque, así como dibujo no es perfecta pintura, así la noticia de la fe no es perfecto conocimiento; (...) y cuando  estén en clara visión estarán en el alma como perfecta y acabada  pintura» (CB 12, 6).

53.   Escribe }OSEMARIA ESCRIVA DE BALAGUER, el Beato que recientemente puso tan de relieve la fundamental exigencia del Evangelio sobre la vocación universal de la santidad: «El cristiano debe vivir según la vida de Cristo,  haciendo suyos los sentimientos de  Cristo,  de  manera  que  pueda  exclamar  con San Pablo, non vivo ego, vivit  vero  in  me  Christus,  no  soy  yo  el  que vive sino que Cristo  vive  en  mí. (...) Hay  que  unirse  a  El  por  la fe,  dejan­ do que su vida se manifieste en nosotros, de manera que  pueda  decirse  que  cada cristiano es no ya alter Christus,  sino  ipse Christus, ¡el  mismo  Cristo!», Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 26 1989, n. 103-104.  Dejamos  por  lo tanto del lado la discusión sobre si esta frase expresa la experiencia  mística  particular de san Pablo, o es una definición del estado en que se  encuentra  el cristiano absorbido por la gracia de  Cristo,  cfr.  L  CERFAUX,  Le  chrétien dans la théologie de Saint Paul, París 1962, pp.  335  ss.  Si  san  Juan  de  la Cruz hace referencia a ella quiere decir que la entiende  en  su  sentido  uni­ versal en cuanto estado de vida cristiana perfecta.

54.   M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo..., op. cit., p. 302.

55.   «Exuat te Dominus veterem hominem cum actibus  suis,  qui  secundum  carnem natus est: et renovare  spiritu  mentis  tuae,  et  induere  novum  hominem, qui secundum Deum ceratus est» Missale Ordinis, Lugduni 1559, p. 268, cfr. Regla primitiva y Constituciones de la Provincia de los Frayles Descalzos de nuestra Señora de la Virgen María del Monte Carmelo, Salamanca 1582, en BMC, v. VI, pp 514-515.

56.   A estos lugares hay que añadir otros más que empleando otra terminología, también paulina, expresan la  misma  realidad,  aunque con  diverso  matiz.  Tal es el caso  de  la  antítesis  «hombre  carnal-hombre  espiritual»:  3S  26,  4;  CB 3, 10; LB 3, 74-75),  o  semejante  a  ella:  «sabio  del  mundo-sabio  de  Dios» (2S 17, 4; CB 26, 13-26).

57.   Cfr. F. LOPEZ HERNANDEZ, El «hombre nuevo cristiano» en San Juan de la Cruz, en «La Vida Sobrenatural» 555(1991), pp. 189-198.

58.   «No deduce el santo la  idea  de  los  textos  paulinos  que  predican  el  cambio de «hombre-viejo-nuevo» como obrado ya mediante el bautismo. Acude explícitamente a los lugares paulinos que insisten claramente en la renovación necesaria después del bautismo, al estado permanente de reforma, que debe caracterizar a todo cristiano». Y más adelante  dice:  «Lo  «viejo»,  para  san  Juan de la Cruz, no equivale al comportamiento habitual que precedió  al bautismo regenerador, sino a los malos hábitos  contraídos  personalmente después de ser cristianos», M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo... , op. cit., p. 185-187.

59.   F. GARCIA MUÑOZ, Cristología..., op. cit., p. 129.

60.   ANTOLINO DE LA V. DEL CARMEN, Jesucristo en los escritos..., op. cit., p. 175.

61.   «Dice que derramando mil gracias pasaba, porque de todas las criaturas los adornaba, que son graciosas» (CB 5, 1).

62.   «Dios miró todas las cosas, que fue darles el ser  natural,  comunicándoles muchas gracias y dones naturales,  haciéndolas  acabadas  y  perfectas»  (CB 5, 4).

63.   Cfr. SIMEON DE LA SAGRADA FAMILIA, la doctrina de la gracia..., op. cit., pp. 522-523.

64.   Declara casi al principio de su obra: «Tú, Señor, eres vida, yo muerte» (lS 5, 1).

Krzysztof  Gryz

Presentación

«Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre» [1]. Estas palabras de la reciente encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor señalan el horizonte cultural en el cual el hombre desarrolla su reflexión acerca de su identidad y acerca del sentido ético de su existencia en el  mundo.  El  hombre,  al  adquirir una conciencia mayor de su dignidad en cuanto persona, pretende actuar según su propio criterio y no quiere ser movido por determinaciones ajenas a sí mismo. La experiencia enseña que esta justa aspiración corre, sin embargo, el riesgo de ser abusiva, especialmente en aquellos ámbitos de la cultura cuya visión  del  mundo se ha deformando llegando a una concepción del mundo como algo totalmente independiente de Dios y que  tiende  a absolutizar  todo lo humano. En consecuencia, se considera la libertad como una realidad absoluta, capaz por sí sola de crear los valores y decidir sobre el bien y el mal, algo que es  dominio único de Dios, el Bien Absoluto. De esta manera la exaltación de la libertad lleva el hombre al conflicto con el mismo Dios y puede ser origen de la ruptura con El, porque entonces se percibe la acción de Dios, que interviene con su gracia, como una forma de invasión que suprime  la libertad.

Si se considera que la acción del hombre es una realidad completamente autónoma, toda determinación  ulterior  constituye un atentado a su libertad. Pero la Revelación nos enseña que el hombre en cuanto criatura divina tiene en Dios no solamente el origen  de su ser, sino  también  del  modo  de su  obrar. «La libertad -escriben  los Padres del Concilio Vaticano  II-  es signo eminente  de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al  hom­bre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador» (GS 17). La  libertad  es  algo  propio  del ser humano para que éste pueda  conocer  a Dios  y adherirse  a Él en el acto de amor. Pero en el estado actual de nuestra naturaleza manchada por el pecado original, la gracia se presenta como un elemento intrínseco e indispensable para la libertad. «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia  de Dios» (Ibídem). Es preciso, por tanto, considerar  la  acción  del hombre en continuidad con  la  acción de  Dios. En la gracia,  nuestra  libertad  natural  no  queda  suprimida,  más   bien  se  transfigura, ya  que  el  hombre,  en  lugar  de  obrar  libremente  bajo  la  moción del Creador, obra más libremente  todavía  bajo  la  moción  amorosa del Padre. Y  puesto  que  la  naturaleza  nos  ha  sido  dada  por  Dios en vista de nuestro  destino,  en  definitiva,  el  hombre  fue  creado  para esta libertad.

Pero ¿cómo se traduce esta verdad teológica en la vida espiritual de un cristiano?  Precisamente  en la respuesta  a esa pregunta  se centra el interés de nuestro trabajo: ver cómo se realiza el proceso de la transformación del espíritu humano dirigido hacia su destino eterno a través de la cooperación de la libertad con la gracia. El tema encierra en sí dos problemas concretos. Primero ¿cómo se inserta la gracia en el acto mismo de la voluntad?, y segundo: ¿cuál es el estado de libertad  del hombre elevado por la gracia   a la dignidad de ser hijo de Dios?

Para analizar estas cuestiones hemos optado por tomar como fuente el pensamiento de san Juan de la Cruz expresado en sus escritos, en los que hallamos una profunda reflexión teológica acompañada  de  una  viva  experiencia  de Dios; esas dos cualidades le confieren una especial autoridad [2]. Concretando más,  diremos que fueron varios los motivos que nos movieron para tal elección. En primer lugar, precisamente por ser san Juan de la Cruz  un  místico, es decir, un hombre que  ha experimentado  de manera especial la unión amorosa con Dios. Por ser esta experiencia  tan  misteriosa e inefable, a  unos aleja  y hace distanciar  de sus textos, en cambio, a otros -entre los cuales nos debemos contar  nosotros  mismos­ atrae porque facilita entender al  hombre que siente ansia de Dios.  El santo de Fontiveros ha penetrado -guiado por una gracia especial de Dios- en el mismo misterio divino,  al mismo  tiempo  que en su experiencia ha escudriñado las más profundas esferas del ser humano. En la unión mística llegó a conocer a Dios en el  grado  más alto posible en la vida  mortal,  y en la  misma  unión  alcanzó  a activar  plenamente  las  enormes  potencias  del  espíritu humano.

En segundo lugar, su vida testimonia una eficacia de la gracia con la que siempre supo cooperar. Junto con esto hay que confirmar que san Juan de la Cruz ha sido especialmente sensible a la libertad, puesto que ha experimentado en su vida una serie de acontecimientos que podrían afectar su libre actuación. Primero, una incomprensión por parte  de  los  demás,  -particularmente  de sus superiores que le llevó hasta una oscura  prisión-,  pero  también por parte de sí mismo, pues experimentó una cierta incomprensión interior de los misteriosos  caminos  por  donde le conducía la gracia en la noche oscura del sentido y del espíritu. Esa oscuridad es la expresión de un estado de ignorancia intelectual frente al misterio -«un no  sé  qué»-;  pero  más  aún,  es  resultado de una suspensión de la propia actitud frente a las intervenciones divinas -«un no sé cómo»-. Sin embargo,  la aparente  incapacidad  de la libertad desembocó  en la paz de la unión amorosa con Dios.  Su propia vida  refleja,  por  tanto,  un  paso de la  miseria  humana  a la gracia, de la esclavitud a la libertad del espíritu, o -en sus propios términos- de la nada humana al Todo divino. En  este sentido es un modelo de toda la historia, real o posible, del ser humano en su crecimiento espiritual. En definitiva, san Juan de la Cruz, está hondamente autorizado  para  hablar  de la  relación  que se establece entre el hombre y Dios en la gracia. Este valor universal de su obra lo reconoció públicamente la Iglesia en la  perso­ na del Papa Pío XI quien, en el Breve pontificio del año 1926, declaró al santo Doctor de la Iglesia universal,  porque su  enseñanza  es «la pura fuente del sentido cristiano  y del  espíritu  de la Iglesia, al tratar de las cosas espirituales» [3].

El objetivo de los escritos sanjuanistas se halla en la clarificación del proceso que se sigue en la realización de la  unión  con Dios. Es una unión  transformante  cuyo  medio próximo se  sitúa en las virtudes teologales, que bajo la ilustración del Espíritu Santo y del amor divino llevan a cabo ese proyecto. La unión no tiene lugar solamente al final, sino que se da también en distintos grados, tanto al principio del camino -que se funda en la inhabitación de Dios en el alma por la gracia santificante-, como en sus distintas etapas gracias a las visitas amorosas del Verbo-Esposo. Mediante ellas, las facultades humanas son elevadas a un nuevo estado; la unión alcanza lo más recóndito del yo humano y, desde allí, regenera toda la superficie de  la  estructura  del  ser  humano. En efecto, el hombre se siente lleno de Dios, y vive una experiencia peculiar, mística, de la presencia divina. El santo contempla la persona humana en  el  devenir  más  que  en  el  ser.  No  le interesa su esencia, -aunque dedica mucho espacio a estudiar la  constitución  antropológica del  ser humano-; lo que le atrae la atención es su ethos, su conducta, que está ordenada a alcanzar la máxima realización. Desde esta perspectiva dinámica, el santo ofrece la interpretación del hombre en clave  de  amor,  que  es  el  nervio  de  toda actitud humana, algo que, en cierta manera, define al  hombre mismo.

Con esta finalidad, eminentemente pedagógica, el santo de Fontiveros reflexiona sobre distintos problemas teológicos. Sin embargo, éstos nunca constituyen el objeto principal de sus obras, y por esta razón, no son estudiados de manera sistemática, ni se estructuran en un conjunto de tesis. Sus afirmaciones han de ser vis­ tas sobre todo dentro de la categoría del hecho vivencial, como una descripción interpretativa de una experiencia difícil de transmitir. Pero en el trasfondo de esta historia del  enamoramiento  del alma se encuentran dos factores sustanciales: la gracia en la cual Dios ofrece su amor al hombre, y la libertad  por  la cual  decide éste responder a esta llamada en el acto de amor. Esta situación requería de nosotros un estudio amplio, primero, para no  perder de vista la idea general y, por consiguiente, no colocar  el tema  en un espacio artificial fuera de su contexto. Por otra parte el trabajo reclamaba un análisis previo de diversas cuestiones, a primera vista no relacionadas directamente con el tema, pero tras de las cuales  se ocultaba el pensamiento  del santo en  lo  referente  a la gracia  o a la libertad. A esto se añade, dada la peculiaridad del lenguaje metafórico, la necesidad de hacer un estudio lingüístico de los términos y las expresiones para extraer los conceptos teológicos que manejaba el autor. Con lo cual el método que seguimos en el pre­ sente trabajo es fundamentalmente positivo-inductivo basado en el análisis de los escritos sanjuanistas. Esta opción corre el riesgo de que, al intentar ser fiel a san Juan de la Cruz, se quede en la superficie de las expresiones e imágenes, sin profundizar su contenido teológico. Conscientes de esto, hemos incorporado en nuestro trabajo algunas comparaciones con ciertas doctrinas teológicas, sobre la base de los diversos estudios y comentarios que se han realizado hasta ahora; en algunas ocasiones, hemos ensayado nuestra propia interpretación teológica. Debemos señalar también, que a causa de la amplitud de estudios generales hemos optado por centramos sobre todo en el período que va de 1942  a 1991,  es decir,  los años transcurridos entre el cuarto centenario  del nacimiento y  de la muerte del santo, puesto que a causa  de estos  aniversarios  ha sido el tiempo más floreciente en los estudios dedicados a sus obras.

Dentro de la amplísima bibliografía dedicada al pensamiento sanjuanístico hay relativamente pocos estudios que se refieran directamente tanto a la gracia como a la libertad. Es una opinión unánime entre los comentaristas que el santo «se interesa más  por  la gracia santificante o habitual que por la gracia actual y sus problemas, estudiados con tanta fruición y detalle en la teología occidental pos-tridentina» [4]. Por consiguiente los estudios de la gracia giran en torno a esta orientación y la consideran en dos aspectos: por una parte tratan de la inhabitación  trinitaria  de Dios en el  alma transformando la vida del hombre en  la  vida  divina,  y  por otra, de las virtudes teologales, que siendo la vertiente operativa de la gracia, al mismo tiempo constituyen la respuesta humana al don divino [5]. En cambio, el tema de la libertad se centra  en su  aspecto negativo, es decir, como liberación de los vicios e imperfecciones que frenan la decisión de seguir a Dios [6]. Desde esta perspectiva se ha tratado la libertad como una propiedad del hombre espiritual, una condición previa para obrar  bien; en cambio  no se  ha tratado sobre la libertad como ejercicio mismo del libre  albedrío humano que al elegir algo construye al mismo tiempo su propio destino. Con lo cual no se ha dedicado ningún estudio a la relación de la gracia con la libertad como dos fuerzas creadoras que constituyen el proceso espiritual hacia la santidad.

J. Maritain, en su estudio sobre san Juan de la Cruz, observa que su obra parece estar penetrada  por una  intuición  fundamental. «Es el sentimiento de la doble paradoja casi insostenible, de la condición del hombre y de las obras de Dios, el sentido de la desproporción resuelta, de la unión de los extremos, de la aniquilación como condición de la superabundancia, de la muerte como condición de la acción  suprema» [7].  No  obstante, el santo carmelita supo conciliar perfectamente estos extremos. El medio que ha elegido era el único posible, el amor de Dios que puede encontrar resonancia en la capacidad de amar que por naturaleza posee el hombre. Se le podría nombrar, por esta razón, el Maestro de la Unión  entre los extremos.  A veces se tiende a considerar  la  gracia y la libertad, no sólo como dos extremos inconciliables, sino, incluso, como realidades opuestas. Por tanto, hemos optado por colocar el problema de la relación entre la gracia y la libertad en el marco del proceso de la unión que se realiza entre lo que llamamos -en pos de san Juan de la Cruz- la nada humana y el Todo divino. Esta es la idea general que estructura la exposición de nuestro tema.

El presente trabajo completo, aunque se divide en cinco capítulos, comprende fundamentalmente dos partes  temáticas.  La  primera  (capítulo  primero)  tiene  un  carácter introductorio,  puesto que pretende ubicar el problema de la  gracia  y  la  libertad  en  el marco  específico  que  tiene  un  tratado  de  espiritualidad,  distinto, por su peculiaridad, de otros tipos de literatura teológica. En esta perspectiva  analizamos  el  tema  en  su  dimensión  dinámica,  como un proceso de perfección en el cual intervienen como factores constitutivos  la  gracia  y  la  voluntad del  hombre que  responde a  la llamada divina. El proceso mismo, como realidad temporal, es resultado de este encuentro, porque supone, por una parte, la purificación  del  hombre  y,  por  otra,  siempre   nuevas  comunicaciones de Dios. Analizamos los momentos decisivos de este proceso haciendo hincapié en el  carácter libertador de las purificaciones y en el papel que juegan durante las  noches las tres virtudes  teologales: la fe, la caridad y la esperanza.  Vemos  que el  problema  no  presenta para san Juan  de la  Cruz  los aspectos  de  una  cuestión  puramente académica, sino que oculta detrás la  relación  vivencial  entre  el alma y Dios. A  continuación,  seguimos  esta  perspectiva  del  camino espiritual que lleva hacia la unión.

En la parte segunda (capítulos segundo a quinto)  analizamos el tema en referencia a estos dos sujetos: el hombre y las  tres Personas de la Trinidad. De ahí que el capítulo segundo se centra alrededor de la antropología teológica. El santo  desarrolla una visión del hombre como imagen de Dios, libre en su obrar, pero cuya naturaleza fue afectada por el pecado original que dejó sus consecuencias en la concupiscencia. En definitiva, el  hombre  se  encierra en el egoísmo y no encuentra  la posibilidad de su plena realización en Dios que constituye su fin último.  Necesita,  por tanto, una intervención de Dios que le libere de este estado de esclavitud. En el capítulo siguiente (el tercero) tratamos  de  Dios  Padre,  como principio y fuente del destino salvífico que tiene acerca del hombre, su criatura. Primero  analizamos  las relaciones  que unen  al hombre con  su  Creador,  que  le da  el ser,  luego le sostiene  en la existencia y concurre en su actuar. Finalmente, Dios decide establecer un nuevo modo de relación con  el hombre, con  lo  cual, por medio de la gracia le eleva a nivel sobrenatural. De este último punto nos ocupamos  en  el capítulo cuarto que trata de Cristo en cuanto mediador de nuestra filiación, y de la gracia santificante como principio operativo de esta filiación. Al mismo tiempo, analizamos cómo el hombre coopera con las gracias actuales en su crecimiento espiritual hacia la perfecta unión con Dios. El quinto  y último capítulo lo dedicamos al Espíritu Santo, que desarrolla en el alma del justo la obra de la transformación de todas sus potencias, siendo en ella el origen del amor divino que asemeja al hombre con Dios en la unión mística. Asimismo analizamos  el papel del amor que, siendo la expresión máxima del espíritu humano, juega el papel principal en la unión con Dios.

Al concluir esta introducción quiero dejar constancia de mi agradecimiento a la Universidad de Navarra, donde he podido realizar mis estudios de licenciatura y doctorado. Particularmente agradezco a los profesores del Departamento de Teología Moral y Espiritual, y de modo especial, al Prof.  Dr.  D. José  Luis  Illanes por la acertada orientación y estímulo que ha hecho posible la culminación de esta Tesis, y al Prof.  Dr. D. Javier Sesé  que, a lo largo de todo el trabajo, me ha ayudado  con  observaciones  de fondo  y de detalle que me han sido muy útiles. Mi gratitud se dirige también a los compañeros de estudios que con su laboriosa revisión del texto han contribuido notablemente en mi intento de superar, al menos en parte, la deficiencia lingüística de estas páginas. Por todos ellos quisiera rogar a Dios que les pague con su gracia, porque -como decía santo Tomás- Bonum gratiae unius majus est quod bonum naturae totius universi.

Introducción

Sin comprender el lenguaje lleno de imágenes, símbolos y comparaciones, difícilmente puede uno acercarse al contenido de sus es­ critos, y más aún entender el  profundo  sentido  con  que  habla  de Dios y de nuestras relaciones con El.

Queremos hacer aquí una observación estética acerca de una imagen. Se trata de un dibujo de Cristo crucificado hecho en una inspiración  mística  que  tuvo  lugar  en  Ávila alrededor del año 1574 [8]. Está pintado simplemente con la pluma  sobre  un  trozo  de  papel y evidentemente es  resultado  de  un  momento  espontáneo  de su estado anímico pero también testimonia la rica formación renacentista que había adquirido el  santo  de  Fontiveros  en  su  juventud. Nunca lo modificó, como sus obras literarias, pero incluso así suscitaba la admiración no solamente de  sus  contemporáneos [9].  Como cada pintura del Crucificado expresa en primer lugar el fuerte sufrimiento y entrega del Señor. «La cabeza carga  pesadamente  sobre el pecho; el rostro, oculto por la cabellera y la corona; los  brazos, estirados por el peso del busto, que se aparta del madero. Del  rostro y de  los  manos  caen  algunas  gotas  de  sangre» [10]. Pero lo más novedoso y poco corriente es la perspectiva en la que el autor coloca su obra. Normalmente miramos a la cruz desde abajo, levantando los  ojos  hacia arriba, hacia Cristo colgado  entre  el  cielo y la tierra. Jesús aparece así como la víctima en nombre de toda la humanidad para ganar el perdón por los pecados y obtener la misericordia de Dios. Aquí es al revés. Se mira  a la cruz desde  arriba, como si Dios Padre  mirase  a  través  de  su  Hijo  crucificado  a  los hombres. Cristo se presenta en  esta  visión  como  un  mediador  que desciende de lo alto llevando todo el amor divino y la plenitud de  las  gracias  para  levantar la humanidad hacia la unión con la Trinidad. Las palabras de la Subida pueden servir como buen comentario a este dibujo. Dice allí Dios al alma que espera de Él alguna revelación: «si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo sujeto a mí y sujetado por  mi amor y afligido (...), pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de Dios que están encerrados en él» (2S 22, 6). Consecuentemente, podemos concluir, en lo referente a nuestro tema, que toda la gracia procede de Dios por Cristo. Es más, Dios la ha dado antes en su Hijo y la cruz se presenta como confirmación del anterior desposorio de amor.

Esta gran intuición teológica que encierra en sí el  pequeño  dibujo justifica el por qué hemos decidido construir nuestra exposición de la doctrina de la gracia partiendo de él. Como  hemos visto  en el  capítulo  anterior,  Dios  constituye  para  san  Juan  de  la  Cruz  la fuente inexhausta de todos los dones y gracias, que sin embargo transmitió a su Unigénito Hijo. De ahí, que toda la gracia  que  llega hasta nosotros pasa exactamente por El, que en  su  infinita  santidad posee plenitud de gracia. En definitiva, no hay otra gracia fuera de Cristo, según lo  afirma  san  Juan «la gracia y la verdad se han hecho realidad por Jesucristo» (Jn  1, 17),  porque  no  hay otro amor con que Dios  pudiese  amar  a  algo, sino  éste  con  que  ama a su Hijo. Podemos entrar en este amor en la medida  en  que somos adoptados por Dios. Para esto se requiere nuestra  conformidad con Cristo, que es exactamente obra de la gracia. Por lo tanto dedicaremos la primera parte del  presente  apartado  a este aspecto de la cristología sanjuanistica, es decir, a Cristo en cuanto  Mediador de nuestra Redención y Portador de la gracia [11].

l.        Cristo como mediador de la filiación divina

Sería difícil afirmar que esta era la intención del santo, pero  tal visión del Cristo crucificado que hemos puesto de relieve arriba, responde bien al concepto que tuvo acerca de Cristo y su obra salvífica. «Se trata de la «cristología descendente», y en la que el punto de partida evidente es Dios  y de ahí se deduce todo» [12].  Para san Juan de la Cruz Cristo es sobre todo Hijo de Dios, revelación plena del Padre que por eso es capaz de transformarnos en hijos adoptivos por la gracia e introducirnos en la vida íntima de Dios. Pero es al mismo tiempo Hijo de Dios «humanado» -como él  mismo  le llama  (cfr.  2S 22, 6)-  y  por  lo  tanto siempre  le mira a través de la cruz, el signo más relevante de su condición humana. En su vida dio  diversas pruebas de su pasión por el Crucificado y de su profunda sabiduría de la cruz [13].

Lógicamente no pretendemos entrar en detalles sobre  cuestiones discutidas acerca  del  problema  del  papel  que  juega Cristo en su visón mística [14]. Respetando las diversas opiniones, que más bien difieren en matices, sostenemos junto con S. Castro que «la entera obra sanjuanista, con sus diversas tonalidades, es un  admirable  canto a Cristo, esposo del alma, amor del hombre y único  medio  para encontrar a Dios; porque el camino para venir a todo bien  espiritual es la imitación  del  Hijo de Dios en su  vida  y mortificaciones y no muchos discursos interiores» [15]. En su visión cristológica podemos distinguir tres aspectos fundamentales que responden a tres misterios de Jesucristo, es decir, Cristo en cuanto  Verbo,  Hijo  de Dios, luego su Encarnación, y finalmente su pasión en la cruz por nuestra Redención [16]. No  obstante,  consideramos  necesario  introducir  también  el  cuarto  elemento, muy presente en  el  pensamiento del santo, que, aunque supone los anteriores en los que se funda, presenta un rasgo propio  y  peculiar  en  su  visión  espiritual.  Se  trata de la relación amorosa entre el alma y Cristo expresada en  el lenguaje nupcial como amante-Amado.  Este  trato  vivencia! posibilita en el plano personal la gracia infundida en el alma, la cual estimula al mismo tiempo el crecimiento del amor siendo éste el medio adecuado de la unión  con Dios. Cristo, siendo Amante del alma, le regala todos los dones esponsales y especialmente el don de la sabiduría y del amor, de manera que el alma en la unión con El «todo lo sabe» y «todo lo posee» (cfr. 2N 8, 5).

Estos puntos ordenan por lo tanto nuestra  presentación,  siempre  teniendo  en  cuenta  el  aspecto  que nos interesa, es decir, ver a Cristo como Mediador  que  inserta  al  hombre en  la  vida  divina por la gracia.

1.       Cristo, el Verbo Encarnado

a)       Hijo Unigénito del Padre

Una  vez  más tenemos  que acudir  a su  poesía  de Romance «In Principio  Erat  Verbum»  puesto  que  es  el  lugar  exacto  donde   más habla de la preexistencia  del  Verbo  y  de  su  eterna  generación  por el Padre. Aquí es donde intenta penetrar  el  misterio  mismo  de  la  vida divina y expresar con palabras  lo  que es  en  realidad  inefable. Tal vez por eso algunos  opinan  que  es  el  mejor  tratado  de  teología que escribió el santo [17].

Las primeras palabras parecen copiadas exactamente del prólogo del evangelio de san Juan, donde se afirma la divinidad de Cristo. El Verbo existía desde el principio y vivía en  Dios, más aún, el Verbo era Dios [18]. Primero, porque no tiene ningún principio, luego posee la misma sustancia divina, y finalmente tiene la gloria que habita en el Padre [19]. Más exactamente, la gloria  que posee el Padre es su  Hijo. Todo esto hace deducir que el Verbo es Hijo natural del Padre, Hijo «por esencia» (CB 36, 5). Por lo tanto se puede hablar de un único amor que  vincula  a ambos.  Y es lo que a continuación desarrolla con más cuidado y detalles, interpretando de esta manera la expresión  de san Juan: «en  él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» Jn 1, 4). Para  san  Juan de la Cruz la vida del hombre tiene su  raíz en  la  vida  de  Dios y ésta se  identifica  con el amor. Si la vida  es el  movimiento y relación entre las realidades, en Dios no puede tener  otro carácter que el amor, es decir, la eterna entrega y la  perfecta  donación al mismo tiempo de las Personas de la Trinidad.

A continuación, introduce una fórmula que, en términos nupciales,  describe  la  relación  amorosa  entre el Padre y  el  Hijo: «como amado en el amante/ uno en otro residía» (vv. 21-22). Esta misma fórmula la irá repitiendo a lo largo de toda su obra aplicándola a la descripción de la unión del  amor  que  se  da  entre Dios y el alma. Esta unión aquí tiene su  más profundo  fundamento y prototipo. Al mismo tiempo  no es sólo  un  puro  modelo,  sino que es la Tercera Persona de la Trinidad que se oculta en la  unión del amor. «Aquese amor que los une, / en lo mismo convenía / con el uno y con  el otro / en  igualdad  y valía» (vv. 23-26).  La Persona del Espíritu Santo es fruto -por decirlo así- de la relación amorosa entre el Padre y el Hijo. Esta verdad parece adquirir para el santo doctor una importancia particular, puesto que subraya, la unión del amor que no es solamente de  naturaleza no ética sino que repercute en el nivel ontológico. Guardando la peculiaridad del misterio divino podemos concluir que el amor engendra un nuevo  modo  de ser.  «Y  un  amor  en  todas ellas /  y un amante las hacía, / y el amante  es el amado/  en  que  cada  cual  vivía; / que el  ser  que  los  tres  poseen,  /  cada  cual  le  poseía,  /  y cada cual de ellos ama/ a la que este ser tenía» (vv. 29-36). En definitiva, el amor está en el origen de cada gracia. En la gracia se refleja Dios mismo que se revela plenamente en el amor.

Otro aspecto importante que aparece con respecto a este amor es que él es principio de toda unidad. Dios es uno en tres Personas precisamente por el amor que crea entre ellos un «inefable nudo» (v. 38). La relación es recíproca: el amor incrementa la unidad y la unidad garantiza el perfecto amor: «cuanto más uno, tanto más amor hacía» (vv. 45-46). Esto precisamente significa, cuando el santo dice que la Palabra está pronunciada por el Padre en el eterno silencio, que es la condición adecuada para abarcar la totalidad de la existencia divina. «Eterno silencio significa exclusividad; no hay nadie más, sólo está Dios que habla y de esta  manera se comunica consigo. Esto supone el perfecto amor, que sólo es posible en la perfecta unidad» [20]. Recordando, pues, lo que hemos dicho antes acerca de la relación amor-gracia, podemos concluir con san Juan de la Cruz, que la gracia, como fruto del amor divino, requiere la unidad personal del hombre y al mismo tiempo posibilita encontrar esta unidad, primero  la unidad  interior  y luego la unidad con Dios. Y como en el caso de la Trinidad es el Espíritu Santo quien es el artífice de esta unidad, de semejante manera en el caso del hombre la unidad  pasará  por la subordinación de toda la persona en el espíritu, al que atribuye la fuerza unificatoria en todo el proceso de perfección. En este nivel de su ser el hombre es capaz de abrirse al amor y, en consecuencia, recibir la gracia de Dios. En este sentido habría que interpretar la continua llamada por parte del santo al recogimiento interior al «sosiego y silencio» [21] de búsqueda del Amado en el fondo de su alma. Es la respuesta al eterno silencio de Dios que contiene el amor del hombre, un amor perfecto, porque centrado en un sólo objeto.

A partir  de  esta  unidad del amor intra-trinitario san Juan de la Cruz explica  todos  los  misterios relacionados  con  la  historia  de la salvación. Primero la creación  del  mundo, luego la encarnación del Verbo y por fin el misterio de la Cruz. Todos  ellos  los  presentará en la perspectiva nupcial, como obra del Amado que busca a su amante-alma, para desposarla consigo y de esta manera introducirla en la vida divina. Pero como el Hijo es el único Amado de Dios, todos estos misterios se realizan  por la incorporación  de  la creación, y de manera especial del hombre, en el Cristo que es Unigénito Hijo de Dios. En la parte segunda del poema, Dios proclama esta lógica que rige los misterios de nuestra salvación: «nada me contenta, Hijo, / fuera de tu compañía. / Y si algo me contenta, / en ti mismo lo quería» (vv. 57-60).

b)       La Encamación del Verbo

El primero de estos misterios, del cual ya hemos  hablado  en otros  lugares  del  presente  trabajo [22], es  la  creación de los ángeles y del hombre  presentados  como  esposa  de  Cristo [23]. Todo fue creado en vista del Hijo, que por eso podríamos llamar la pre-encamación del Verbo, en cuanto que es la revelación parcial e imperfecta de la gloria de Dios [24]. Ya  hemos  visto  cómo  el  santo  explora en el tema y saca las ricas observaciones acerca del mundo como reflejo de la grandeza de Dios. Pero sin duda, mucho más atención presta al misterio de la Encarnación que se realizó en Jesucristo.

Es muy interesante la motivación de la Encarnación que propone el santo doctor. Los autores están de acuerdo en que no pensaba que la Encarnación fuera solamente la respuesta de Dios al pecado original del hombre. Ni siquiera lo  menciona  en  el  Romance que hubiera sido el lugar exacto para esto si lo  hubiera  querido hacer. El razonamiento  del  santo  es  otro.  Lo  expone  ante  todo en la parte séptima de dicho Romance.

La fundamental contingencia del hombre creado fue que se diferenciaba de su Creador por la carne que poseía. «Difiere (la esposa) en la carne, / que en tu simple ser  no  había» (vv.  233-234). Dios es puro espíritu, en  cambio  el  hombre  posee  el  cuerpo,  que le impide la unión con Dios,  su  Amado  ya  que  no  puede  igualar  con Él Y si esto no se consigue no se puede hablar de la unión entre amante y Amado. Es uno de los principios básicos que continuamente están  presentes en la mente del  santo.  Así  lo  expresa en el Romance:  «el los  amores  perfectos/  esta  ley  se  requería,  / que se haga semejante/ el amante a quien quería»  (vv. 235-238). Y esto es la razón motivo fundamental  de  la  Encarnación,  puesto que el hombre no pudo convertirse en el espíritu puro, Dios decidió tomar el cuerpo. De esta manera desaparece  el  obstáculo  para que se produzca la perfecta semejanza entre los amantes.

En este  contexto,  el  santo  interpreta  la  expresión  clásica  de la teología «unión  hipostática»  de  las  dos  naturalezas en  Cristo [25]. En la canción 37 del  Cántico,  que  está  especialmente marcada por su carácter cristológico, trata de  la  relación y coincidencia que existe entre la unión hipostática del Verbo y la unión  del hombre con Dios. El párrafo trata de la contemplación de los misterios de Cristo (la  «piedra»).  En este momento el alma descubre también su propio misterio, su destino. «Las subidas cavernas de esta piedra son los subidos y altos y profundos  misterios  de sabiduría  de  Dios que hay en Cristo sobre la unión hipostática  de  la  naturaleza  humana  con  el  Verbo  divino, y  en la  respondencia  que  hay  a  ésta de la unión de los hombres en Dios, y  en  las  conveniencias  de  justicia y misericordia  de  Dios  sobre  la  salud  del  género  humano en manifestación de sus juicios» (nº 3). Lo primero que destaca  en  este texto es que yuxtapone varias realidades extremas, como: divinidad-humanidad de Jesús, hombre-Dios, misericordia-justicia, y que en Cristo se encuentra la clave de armonizar y unir lo que aparentemente parece ser inconciliable. Desde luego, el santo no piensa identificar ambas realidades. Siempre guarda la fundamental diferencia. La unión hipostática se realizó entre dos naturalezas  en una persona  en  Cristo;  en  cambio  la  unión  entre  el  hombre  y  Dios [26] se hace no tanto entre dos  naturalezas,  sino  entre  dos personas.  Pero  la  semejanza  estriba  en  que  tanto  una,  como   la otra se hace en un  sólo espíritu, y  es  espíritu  de  Cristo.  Por  lo tanto la persona de Cristo es un Mediador, no solamente en  el sentido moral, como intercesor  del  hombre  delante  del  Padre,  sino en el sentido físico,  como  quien  es  capaz  de  unirse  realmente  con el espíritu humano y así finalizar la unión con Dios. Esto  precisamente es posible gracias a su condición  divina [27]. El  hombre  participa de esta manera en la única y especial gracia de la unión hipostática  que  es  origen y fuente de  todas  las  gracias,  puesto  que la unión con el Verbo asume y santifica sustancialmente toda la Humanidad de Jesús. Asimismo la santidad del  hombre viene de la unión en el Espíritu con Cristo, que no es llamado  por  el  santo en este caso el Verbo, sino el Amado.

Teniendo todo  esto  en  cuenta,  san  Juan  de  la  Cruz  llama  a la Encarnación la obra mayor de Dios, que no necesariamente debe significar la obra más grande de la historia de la salvación. La obra mayor hay que entenderla en comparación con  la obra  anterior, es decir con la creación. «Las criaturas son  las  obras  menores  de  Dios (...), porque las mayores en que más se mostró, y en que más él reparaba, era las de la Encarnación del Verbo» (CB 5, 3). De esta manera la Encarnación se presenta como una perfección, o cumplimiento de la creación, porque ha quedado como nivelada la diferencia corporal que existía entre Dios y  el  hombre. Si en la creación Dios engrandeció a las cosas con la hermosura natural, en la Encarnación las dotó de la hermosura sobrenatural que se esconde en Cristo. El hombre tiene a  partir de ahora una nueva dignidad que le permite superar la bajeza de su condición corporal e incorporarse,  gracias  a la Humanidad  de Cristo,  a la vida misma de Dios.

«La posibilidad de la elevación del hombre a participar en la divina naturaleza está enraizada en la Encarnación. El hombre por su naturaleza de «menor valía» no puede merecer tal gloria. Es un don necesario para la esposa y gratuito por parte  de Dios en el Esposo. La participación de Este en la vida de la esposa será total» [28].

Tenemos que añadir todavía una última observación. Como hemos podido  examinar,  san  Juan de la Cruz a veces representa la unión del Verbo con la naturaleza humana bajo el símbolo del matrimonio. En la última estrofa, hablando  ya del nacimiento hace referencia varias veces a este tema. «Era llegado el  tiempo /  en que de nacer había, / así como desposado / de su tálamo salía /  abrazado con su esposa» (vv. 287-291). Sería por lo tanto el primer desposorio hecho entre  Dios y toda la humanidad. Pero en otro lugar el santo carmelita declara que el  primer desposorio es el que se da en la cruz (cfr.  CB 23, 6). Puede ser una simple  incoherencia de lenguaje, ya que se trata de dos obras diferentes, pero también es  posible otra interpretación que nos viene como conclusión de la estrecha unión que según san Juan de la Cruz hay entre el misterio de la Encarnación y el de la  Redención. Ambos forman parte del único misterio de Cristo, misterio de  reconciliación y unión del hombre con Dios que se separan  sólo en  el  tiempo.  Por  lo tanto, el  desposorio  que se  da  en  la  Encarnación, se  cumplirá  en  la cruz.

c)       La Redención en la cruz

Como hemos podido observar, san Juan de la Cruz  nos  muestra el misterio de la Encarnación más como la elevación del hombre de su estado imperfecto hasta una condición sobrenatural que permite la unión con Dios, que como la humillación de Dios. Ya desde este punto de vista encontramos una compatibilidad con el misterio de la cruz. En el pensamiento del santo aparecen «dos nervios que caracterizan la visión cristológica de nuestro autor: la Encarnación y la Cruz en referencia mutua. Siempre veremos ambos misterios en conexión. La Encarnación es algo sucesivo, un proceso de obediencia, amor y sacrificio que culmina  en la Cruz. La Cruz es la suma y resumen de toda la vida del Señor porque  es la manifestación más clara de la actitud básica que ha guiado toda su existencia tanto divina como humana: el amor oblativo redentor» [29].

San Juan de la Cruz subraya tanto esta estrecha relación entre la Encarnación y la  Redención para que la primera adquiera su verdadero y pleno significado y no solamente un papel simplemente instrumental, o funcional para la obra salvífica, como han opinado algunos protestantes [30]. La Encarnación aparece como un misterio co-redentor en cuanto anuncio y modelo de la recuperación de la armonía interior que el hombre ha perdido en el  pecado original. La cruz rescata del poder del demonio y de la muerte, pero la Encarnación funda y orienta  esta  nueva  vida, ya liberada del maligno, hacia la unión con Dios. De manera que la Encarnación no sería ya como un paso previo para la salvación, sino  al revés, la salvación es como el primer paso para que se realice un nuevo misterio de la encarnación: que el hombre se haga Dios por participación. Hablando de la recta intención en la oración, que se  ha de regir según la voluntad de Dios y no según su propio  gusto,  el santo concluye: «entonces Dios no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aún lo que El ve que  nos conviene  y  nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (3S 44, 2). De ahí que para entender correctamente su visión acerca de la Redención hay que tener siempre presente su referencia constante a la  Encarnación. En los pocos lugares en los que habla explícitamente de la Redención, o salvación, aparece siempre este doble aspecto del misterio total de Cristo. En la canción 23 del Cántico que recuerda la Redención en la cruz como reparación de la naturaleza violada «debajo del manzano», dice: «en este alto estado del matrimonio espiritual (...) comunícale (al alma) principalmente dulces misterios de su Encarnación y los modos y maneras de la  redención  humana, que es una de las más altas obras de Dios» (nº 1).

San Juan de la Cruz subraya el doble  aspecto  de la  muerte  de Cristo en la cruz: primero, Cristo redimió a los hombres y luego desposó consigo la naturaleza humana. «Debajo del favor del árbol de la Cruz,  que  aquí  es entendido  por  el  manzano, donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana y consiguientemente a cada alma, dándola El gracia y prendas para ello en la Cruz» (CB 23, 3). «Redimir» significa para el santo doctor recuperar el estado de la perfección primitiva de la naturaleza humana perdida por Adán y la relación de amor con Dios: «alzando las treguas que del pecado original había entre el hombre y Dios» (CB 23, 2). «El pecado original  es para el santo una degradación y privación de los bienes anteriormente poseídos: la «inocencia», «atención a Dios» y «armonía» espiritual se truecan en «rudeza  natural»  (2N 2, 2) e «ignorancia»  (CB 23, 2). El «estrago» afectó a toda la naturaleza humana (CB 23, 2) e indirectamente a toda la naturaleza que el hombre hará gemir con  sus abusos (cfr. Rm 8, 19-20)» [31]. La reparación de la naturaleza humana gira alrededor del binomio muerte-vida y consiste en la devolución de la vida, que ya no es la misma vida del estado original, sino la vida de Dios, porque la ofrece el mismo Cristo. La  vida que rescata de nuevo Cristo para  el alma  es El mismo,  por  eso el santo le llama en la Subida al mismo tiempo «Precio y Premio» (cfr. 2S 22, 5). Ya en el Romance «In Principio» lo había anunciado, indicando al mismo tiempo qué propiedades tendrá esta vida [32]. Será la vida en la Íntima comunión con Dios, de quien recibirá constantemente los dones vitales. El santo lo expresa bajo varias imágenes: «ser compañero de Dios», «comer pan a la mesa  de Dios», «gozar el mismo deleite de Cristo», «poseer el mismo Amor que une al Padre y al Hijo».

El segundo aspecto aparece bajo el concepto de «desposorio». Por una parte, la palabra pone de relieve el elemento formal del misterio redentor, es decir, el amor misericordioso, pero por otra, indica el término  y fin de la obra  redentora  que es unir  al alma  con Dios. La redención aparece  de esta  manera  no solamente  en su aspecto negativo, que es vencer el pecado y la muerte, «pagar el rescate», sino también en su aspecto positivo, como «levantamiento» al alma para la vida de Dios. Para subrayar este aspecto hace continuas referencias al misterio de la Encarnación. «La teoría de la Redención en san Juan de la Cruz está,  pues,  muy  alejada  de un juridicismo anselmiano. Dios no es la divinidad terrible que exige justicia, sino el Padre que quiere dar a conocer a su hijo; un Hijo que quiere dar a conocer al Padre, una creación en marcha cuyo ápice, el hombre, necesita  una transformación y capacitación a fin de ser un interlocutor válido con Dios. Al ser persona, y persona con una historia de pecado detrás, esa transformación no será un proceso físico, mecánico, sino una unión por amor» [33].

Todas estas propiedades de la salvación son comunicadas al hombre por la gracia. Concretamente por la «primera gracia» de incorporación al estado redentivo  que  nos  proporciona  el  bautismo. «Aquel desposorio que se  hizo  de  una  vez  dando  Dios  al  alma la primera gracia, la cual se hace en  el bautismo  con  cada  alma» (CB 23, 6). Pero, para el santo doctor esto no es  el  término de la  obra  de  Cristo.  Como ya hemos señalado arriba, la cruz abre el camino de la unión. Sucede  pues,  que en la historia concreta de cada alma, se invierte el orden de los misterios de  Cristo. El se encarnó para pasar por la pasión y la muerte en la cruz hasta la gloria de la resurrección. El hombre parte de esta gloria, para luego pasar por muchas mortificaciones y llegar a  la  gloria  de  la unión con Dios. En este marco aparece el tema de  la  imitación  a Cristo y seguimiento con su cruz.

— la imitación de Cristo. El tema clásico de la teología espiritual también se manifiesta en la obra del santo y además en muchos lugares. Aconseja a sus discípulos y a  todos los lectores  que sigan en su  vida  el ejemplo  de  Cristo  que es camino verdadero de la vida. Pero a esta enseñanza añade  su  propio matiz.  Y  es  que la imitación de Cristo no estriba tanto en meditar su vida  terrena, (y crearse unas imágenes y formas mentales de las cuales el santo se declara más bien enemigo), aunque esto también, sobre todo  para los principiantes, sino que el verdadero seguimiento se  fundamenta en vivir la muerte de Cristo en su propia  carne.  En el capítulo 7 del segundo libro de la Subida, que es uno de los párrafos netamente cristológicos, dice que los provechos  espirituales  no  salen de muchas  consideraciones,  sino  que  consisten  en  negación  de sí mismo e imitación  de  la  pasión  de  Cristo.  «Querría  yo  persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni  gustos (...), sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose a padecer por Cristo y  aniquilarse en todo (...). Porque el aprovechar no se halla sino imitando a Cristo, que es el camino y la verdad y la vida, y ninguno viene al Padre sino por él, según él mismo dice por san Juan (Jn 14, 6)» (nº 8). La imitación adquiere de esta manera el carácter netamente interior que es  colaborar  con  la  gracia  conferida  por  Cristo en la cruz.

—  Seguir a Cristo crucificado. Es la conclusión que necesariamente nos llega de lo anteriormente dicho. Es para el santo carmelita el consejo preferido, que por ejemplo, encontramos en abundancia en sus Dichos de luz y amor. Son unos pequeños avisos dados para gente muy  diversa. En ellos, sintiéndose obligado a resumir toda su obra en breves palabras escoge las que hablan de Cristo  crucificado. «Bástele Cristo crucificado, y con él pene y descanse, y por esto aniquilarse en todas las cosas exteriores y interiores» (D 91) [34]. A primera  vista  parece  una  exigencia muy dura que a muchos ha asustado y en consecuencia han creado a san Juan de la Cruz la fama de ser el santo de la aniquilación [35]. Vivir la cruz significa para él mortificar su cuerpo, como lo ha  hecho  Cristo,  para  que  llegue a dominar el espíritu y de esta manera el hombre pueda prepararse para la unión  con Dios. El obstáculo de la  unión consistía en la condición corporal del hombre. Cristo en la cruz aniquiló su cuerpo y con su resurrección venció la debilidad y deficiencia de la naturaleza corporal del hombre, siendo su cuerpo  transformado por el Espíritu en el cuerpo glorioso [36]. El mismo camino ha de seguir  el  hombre. Así lo justifica en la Noche, diciendo que ella es la muerte de Cristo vivida por un cristiano. Ya no es la muerte corporal sensu stricto, porque no se trata de la vida corporal, sino es  la muerte espiritual para el cuerpo, para que venza la nueva vida espiritual, la de Cristo. «En este sepulcro de oscura muerte le conviene estar para la espiritual resurrección que espera» (2N 6, 1).  No se trata,  por  lo  tanto, de reducir la ejemplaridad  de  la  cruz a sólo el aspecto imitativo. Se trata de una configuración real con la muerte y resurrección del Señor [37].  «Llevar  durante  la  noche del espíritu la cruz personal (muerte del propio «hombre viejo») solamente por Cristo es algo más que puro recuerdo del crucificado. Tal matiz se incluye en el argumento del seguimiento de Cristo. La dimensión más exacta de la conformación espiritual a Cristo crucificado nos la da la «compasión»: crucificada interior y exteriormente con Cristo» [38].

En definitiva, Cristo con su resurrección levantó nuestra naturaleza, preparándola para la unión con la naturaleza divina, es decir, nos llevó a revivir su  misterio  de la Encarnación. En uno de los escasos lugares donde el santo habla de la resurrección pone de relieve precisamente esta verdad. «Si yo fuere ensalzado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas (Jn 12, 32). Y así, en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó  el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad» (CB 5, 4) [39]. En el fondo, pues, la cruz es verdadero levantamiento de la naturaleza humana, porque queda destruido el cuerpo en su sentido espiritual, es decir, como origen del pecado. La gracia santificante de la cruz significa, en definitiva, la posibilidad de que se realice la gracia de la unión que implantó Cristo a la humanidad al hacerse hombre. Por eso, como recordamos en la canción 23 del Cántico, inmediatamente después de hablar de desposorio de la cruz habla del desposorio  místico,  que es  la cumbre de la unión con Dios.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

1.     JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, n. 31.

2.     H. BERGSON confiesa que al leer las  obras  de San Juan  de  la Cruz  descubría en ellas «una nota de realidad que no engaña», cfr. J. CHEVALIER, Conversaciones con Bergson, Madrid 1960, p. 143. H. U. von BALTHASAR recomienda la lectura del místico a  todos  los cristianos  como  una  «estrella» que guía en  la  vida  espiritual.  «En  cuanto  esta  doctrina  da  testimonio  de una vida  contemplativa  muy  elevada  y  cabalmente  lograda,  puede  ser  para la Iglesia estrella orientadora en sentido estricto para las diversas vías contemplativas, en las que se presume siempre reservada a Dios la libertad de conducir a otras almas por otras vías y otros ritmos», Gloria, una estética teológica, v. III, Edit. Encuentro, Madrid 1986, p. 177.

3.     AAS 18(1926) 379-381.

4.     F. Rurz SALVADOR, Introducción a San Juan de la Cruz. El escritor, los escritos, el sistema, BAC, Madrid 1968, p. 445.

5.     Los estudios principales son de: A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre in der Mystik des hl. Johannes vom Kreuz, Herder, Freiburg  1936,  que  divide  el  tema en dos partes, una analiza la acción divina bajo la  noción  de  la  gracia actual, otra se centra en la inhabitación de Dios en el  alma  por  la  gracia habitual y analiza las operaciones del alma bajo su inspiración . El autor  subraya en  cada  momento  la  coincidencia  entre  el  pensamiento  de  san  Juan  de la Cruz y la doctrina tomista. El segundo: SIMEON DE LA SAGRADA FAMILIA, La doctrina de la gracia como fundamento teológico en la doctrina sanjuanista, MC 43(1942) 521-541 hace un estudio positivo de los textos  del santo sacando los lugares que explícitamente se refieren a la  gracia.  Cfr. también: VENANOO D. CARRO, La naturaleza de la gracia y el realismo místico, CTOM 25(1922) 362-375; H.  SANSON,  l'esprit humain  selon St. Jean de la Croix, Presses Universitaires de France, Paris 1952, trad. castellana: H. SANSON, El espíritu humano según San Juan de la Cruz, Rialp, Madrid 19, especialmente la parte II: Espíritu y gracia, pp. 140-191; PIERRE-JEAN DE L'ENFANT-JESUS, L'accueil de la Gráce,  en  «Carmel»  62(1991)  26-34; EFREN DE LA MADRE DE DIOS, San Juan de la Cruz y el misterio de la Santísima Trinidad en la vida espiritual, Talleres Editoriales «El Noticiero», Zaragoza 1947; G. LEBLOND, Fils de lumiere. L'inhabitation personnelle et spéciale du S. Esprit en notre áme selon S. 1homas d'Aquin et  S. Jean de la Croix, Paris 1961.

6.     P. BLANCHARD, La doctrine de la méthode de libération spirituelle chez saint Jean de la Croix, en «Carmel» 41(1969)  97-118;  G.  VALLEJO, ¿Santa  Teresa y San Juan de la Cruz para Latino-América?,  en  VE  42(1973)  311-313, 328-331; E. PACHO, La espiritualidad teresiano-sanjuanista y la liberación, en VE 49(1975) 200-234; S. GALILEA, San Juan de la Cruz y la espiritualidad liberadora, en «Medellín» 1(1975) 216-222; A. BORD, Libération spirituelle selon S. Jean de la Croix, en «Vives Flammes» 93(1975) 57-62; M. BRUNDELL, The «Liberation Theology» of John of   the  Cross en «Nubecula» 29 (1978) 41-44; J. V. RODRIGUEZ, Dos temas sanjuanistas candentes: promoción de la persona  humana  llamada  a  la libertad,  en  MC  88(1980) 411-430; D.   CENTNER,  Christian  Freedom  and  the  Nights  of  John  of  the  Cros, en «Carmelite Studies» 2(1982) 3-80; J. V. RODRIGUEZ, la liberación  en San Juan de la Cruz, en «Teresianum» 36(1985) 421-454; J. M. ITURBIDE, La libertad en el «Cántico Espiritual» de San Juan de la Cruz, en «Revista Teológica Limense»  25(1991)  250-263;  A. MORENO GONZALEZ,  San Juan de la Cruz o el canto de la libertad, en  «Escapulario  del  Carmen»  87(1991)  163-165.

7.     J. MARITAIN,  Distinguir  para unir.  Los grados del  saber, Club de Lectores, Buenos Aires 1968, p. 557.

8.     El dibujo lo  regaló  posteriormente  el  santo  a  una  de  sus  hijas  espirituales, la hermana Ana María de Jesús del convento de  la  Encarnación  en  Ávila, donde se conserva hasta ahora.

9.     Escribe en su testimonio el Padre Jerónimo de  San  José:  «Porque  dibujar objeto ausente en aquella forma, pide tan singular destreza, que los mayores maestros de este arte que  le  han  visto,  tienen  a  particular  milagro  haber hecho este dibujo quien no  fuese  muy  ejercitado  y  diestro  pintor»,  Historia de la vida y virtudes..., op. cit. v.  III,  p.  381.  En  este  cuadro  se  inspiraron dos pintores españoles: Salvador Dalí para pintar en el año 1951  su  cuadro Cristo de San Juan de  la  Cruz  (Glasgow  Art  Gallery)  y  José  María  Sert (tres dibujos guardados en Barcelona en la Colección A. Puigvert).

10.     F. Rurz, Introducción..., op. cit., p. 359.

11.     Hemos de subrayar que el título de Mediador atribuido a Cristo no aparece  en las obras del santo. Habla de la mediación  que  realizó  Cristo  (2S 26, 12), pero sin llamarle Mediador. Esto sucede  tal  vez  porque  para el  santo la palabra estaba cargada con demasiado sentido instrumental. Emplea la palabra «medio» a la hora de tratar de las cosas que ayudan a acercarnos  a Dios (la fe, las visiones etc.). Medio es una realidad pasajera, porque «llegando al término, cesan las operaciones de los medios» (CB 16, 11). Pero Cristo es Mediador no  en  cuanto  instrumento,  sino  en cuanto El  mismo es la expresión y la realización de la unión con Dios. Es por lo tanto al  mismo tiempo camino y término de la unión con Dios. Por eso nunca dice p. ej. «por medio de Cristo", sino más bien utiliza la fórmula paulina: «en Cristo». Nosotros,  sin embargo, vamos a usar esta palabra, que hoy en día no crea peligros de mala interpretación y que no está lejos del pensamiento del santo, pero teniendo siempre en cuenta la observación que acabamos de hacer.

12.     F. RODRIGUEZ FASSIO, la cristología de San Juan de la Cruz, en «Communio» 13(1980), p. 293.

13.     SANTA TERESA DE JESUS describe así sus impresiones de la visita al convento de Duruelo en el año 1568: «como entré en la Iglesia quedéme  espantada de ver el espíritu que el Señor  había  puesto  allí  (...).  Tenía  tantas  cruces, tantas calaveras. Nunca  se  me  olvida  una  cruz  pequeña  de  palo  que tenía para el agua bendita, que tenía pegada una imagen de papel con un Cristo, y que  parecía  que  ponía  una  devoción  que  si  fuera  de  cosa  muy bien labrada», Libro de Fundaciones, cap. XIV, n. 7, Edit. P. SILVERIO DE SANTA TERESA, Burgos, 1954, p. 856. Los biógrafos del santo han transmitido  las  palabras  del  santo  que  había  contado  a  su   hermano  Francisco  en la primavera de 1591 de la visión que  tuvo  en  Segovia  con  un  cuadro  de Jesús con la  cruz  a  cuestas:  «Tenía  un  crucifijo  en  el  convento,  y  estando yo un  día  delante  de  él,  parecióme  estaría  más  decentemente  en  la  iglesia, y  con  deseo  de  que  no  sólo  los  religiosos  le  reverenciaren,  sino  también los de fuera, hícelo como me  había  parecido.  Después  de tenerle  en  la Igle­sia puesto lo más decentemente que yo pude,  estando  un  día  en  oración  delante de él, me dijo: «Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este  servicio  que  me  has  hecho».  Y  yo  le  dije: «Señor,  lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos y que sea yo menospreciado y  tenido  en  poco».  Esto  pedí  a  Nuestro  señor,  y  Su  Majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo  pena  de  la  mucha  honra  que  me hacen tan sin merecerla», CRISOGONO DE JESUS, Vida...,  op.  cit., p.  292. Con la misma piedad hacia  la  cruz  vivía  la  Semana  Santa.  Testimonia  P. José de María: «De aquí le venía la gran ternura  con  que  hablaba  destos  efectos de nuestra Redención  y  el  extraordinario  sentimiento  con  que  anda­ ba cuando la Iglesia nos lo representa. El cual fue más notable en la última Semana Santa que estuvo en Segovia que andaba tan transportado en la compasión destos dolores del Señor (...) que no podía atender a otra cosa», Historia de la vida y virtudes..., op. cit. v. III, p. 761.

14.     Entre los temas  polémicos  hemos  de  señalar  sobre  todo:  1.  el  problema  de la llamada «mística desde  Dios»  o  «mística  desde  Cristo»,  aunque  hoy  en  día la mayoría de los autores  se  abstiene  de  imputar  esta  distinción  a  san Juan de la Cruz, cfr. ANATOLIN DE LA VIRGEN DEL CARMEN, Jesucristo en los escritos de San Juan de la Cruz, en MC (1938) 41-46; (1939) 137-144; GERARDO DE LOS SAGRADOS CORAZONES, Puntos de propedéutica al tema: Jesús Cristo en la vida espiritual según San Juan de la Cruz, en MC 68(1960) 241-265; F. Rurz, Introducción..., op. cit., p. 382; F. RODRIGUEZ FASSIO, La cristología de San Juan de la Cruz, en «Communio»  13(1980)  197-227; 291-330. 2. el problema del papel que juega la Humanidad de Jesús en su mística, sobre todo en comparación con la  visión  de  Santa  Teresa  de Jesús, cfr.  S.  CASTRO,  Jesucristo  en  la  mística  de  Teresa  y Juan  de  la Cruz, en «Teresianum» 41(1990) 349-380; GERARDO DE LOS SAGRADOS CORAZONES, Puntos de propedéutica..., op. cit., p. 257-259. 3. La  aparente  ausencia  de Cristo en los libros de la Noche, cfr. J. BARUZI, El problema de la experiencia mística..., op. cit., p.; P. VARGA, Christus dei Johannes vom Kreuz, en EphCarm  18(1967)  197-225;  S.  CASTRO,  «Cristo  vivo»  en  San  Juan  de la Cruz,  en  REspir  49(1990)  439-474;  F.  Rurz,  Introducción...,  op.  cit.,  p. 362 SS.

15.     S. CASTRO, Cristo, vida del hombre. El camino cristológico de Teresa confrontado con el  de  Juan  de  la  Cruz,  Edit.  de  Espiritualidad,  Madrid  1991, p. 157.

16.     Así lo presentan todos los estudios de la  cristología  de  san Juan  de la  Cruz, cfr. ANATOLIN DE LA VIRGEN DEL CARMEN, Jesucristo..., op. cit. que, analizando la bibliografía antecedente de él, nota la poca atención que se prestó al tema. Intentando explicar este hecho dice que ha sucedido  así  tal  vez porque «la hermosa y dulce  figura  de  Jesús  aparezca  velada  en  los  escritos del Santo», p. 44.  Sin  duda  en  los  últimos  años  se  ha  escrito  mucho  más, cfr. GIOVANNA DELLA CROCE, Christus in der Mystik des hl. Johannes vom Kreuz, en «Jahrbuch für Mystische Theologie» 10(1964) 1-123; F.  RODRI­ GUEZ FASSIO, la cristología..., op. cit.; F. GARCIA MUÑOZ, Cristología de San Juan de la Cruz. Sistemática y mística, Fundación Universitaria Española-Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid 1982; F. LOPEZ HERNANDEZ, El Cristo de San Juan de la  Cruz,  Colección  Tau,  Ávila 1991; A. ALVAREZ-SUAREZ, El «encuentro» con Cristo desde San Juan de la Cruz, en «Burgense» 32(1991) 41-78; B. PUTHUR, Christology of St. John of the Cross, en AA. VV., Saint John of the Cross. Studies on bis life, doctrine and times, lyothir Dhara Publications 1991, pp. 53-64;

17.     LUCINO DEL STMO. SACRAMENTO, Doctrina del Cuerpo Místico en S. Juan de la Cruz, en Respir 3(1944), p. 190.

18.     Cfr. P, 7, 1, vv. 1-5. La única diferencia poco significativa consiste en el cambio de verbos que describen  esta  preexistencia. En  lugar  de «existía»  es «moraba», y la palabra «estaba»  cambia  por  «vivía».  Este cambio  igual  puede ser ocasional para evitar la repetición  de  las  mismas  expresiones,  pero  puede introducir un matiz nuevo a las palabras del evangelio. Estas palabras indicarían  desde  el  principio  la  relación  amorosa  y  personal  entre  el  Padre  y el Verbo, en vez de expresiones no personales como «existir» y «estar» . Podemos apoyar tal opinión en la  frase  que  el  santo  añade  al  texto  original del evangelio. Dice que en esta preexistencia el Verbo «poseía  infinita felicidad» (vv. 3-4).

19.     Todos estos conceptos fundamentales los maneja luego  en  sus  grandes obras: Hijo único y gloria del Padre: «el Padre no se apacienta en otra cosa que en su único Hijo, pues es la gloria  del Padre» (CB 1, 5); Hijo  Unigénito (cfr. LB 2, 16); el Verbo tiene el mismo simple e infinito  ser del  Padre  (cfr. LB 2, 20).

20.     P. VARGA, Christus bei Johannes vom Kreuz..., op. cit., p. 207.

21.     Cfr. el comentario que hace al verso «la  música callada»  de la canción 14-15  del Cántico.

22.     Cfr. capítulo II, pp. 172-176 donde hemos hablado de  la  creación  del hombre.

23.     Cfr. S. CASTRO, «Cristo vivo»..., op. cit., p. 445; F. RUIZ,  Introducción...,  op. cit., p. 368.

24.     «A  la  esposa  que  me  dieres,  /  yo  mi  claridad  daría,  /  para  que  por  ella vea/ cuánto mi padre valía» (P 7, 3, vv.  89-92);  « Ya  ves,  Hijo,  que  a  tu esposa/  a  tu  imagen  hecho  había,  /  y  en  lo  que  a  ti  se  parece/  contigo  bien convenía» (vv. 229-232).

25.     San Juan de la Cruz no emplea esta expresión muchas veces; sólo  aparece, además de este lugar, en el Cántico A 36, 2. F. RUIZ explica este  hecho  diciendo que el santo la «cambia por otras expresiones más dinámicas y vivenciales: la convivencia, el desposorio. Tienen la ventaja de indicar la vida, comunión de amor, reciprocidad», Jesucristo; rostro humano de Dios, rostro divino del hombre, en AA. VV. Antropología..., op. cit. , p. 76.

26.     Evidentemente el santo  piensa  aquí  en  la  unión  de  mayor  grado  posible aquí, en la tierra, es decir,  de  la  unión  mística  en  el  matrimonio  espiritual. No  entramos  ahora  en  las  posibles  diferencias  entre  la  unión  con  Dios  en el  estado  de  gracia  santificante  y  la  unión  mística.  Pero  consideramos  que la relación que se da  entre  la  unión  hipostática  y  cada  unión  con  Dios  tiene las mismas características generales y el mismo fundamento. Y a esto se refiere ahora el santo, no al grado de esta unión.

27.     «La  divinidad  de Cristo, en  vez de alejarle,  le da la posibilidad  de injertarse   en la vida personal de cada uno de nosotros, cosa que  no  podría  hacer  un simple hombre; consuela eficazmente, se mantiene siempre unido. Su personalidad divina acoge a su humanidad, la enriquece, la hace  penetrar  en  el  íntimo ser de la historia humana y de cada  hombre;  y  desde  las  raíces  tira hacia arriba, divinizando al hombre y la historia», F. GARCIA MUÑOZ, Cristología..., op. cit., p. 108.

28.     F. GARCIA MUÑOZ, Cristología..., op. cit., p. 49; cfr. también  F. Rurz: «En el gesto encarnatorio resalta, más que la humanización  de  Dios, la divinización del hombre. Jesucristo hace su entrada en la humanidad con  aires  de triunfo, irradiando divinidad  y  hermosura.  Para  poder  hacerlo  desde  dentro  se adhiere estrechamente al ser y a los destinos del hombre y del mundo, Introducción..., op. cit., p. 370.

29.     F. RODRIGUEZ FASSIO, La cristología..., op. cit., p. 302.

30.     Cfr. J. MOLTMANN, Le Dieu crucifié, Cerf-Mame, París 1974, p. 298 ss.

31.     M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo..., op. cit. p. 98-99.

32.     «Y por qué ella vida tenga, / yo por ella moriría; / y, sacándola del lago, / a ti te la volvería» (P 7, 7, vv. 263-266).

33.     F. RODRIGUEZ FASSIO, La cristología..., op. cit., p. 322.

34.     Cfr. C. GARCIA, La cruz del seguimiento, S. Juan de la Cruz: Subida 2, 7, en MC 100(1992) 125-137.

35.     Cfr. F. Rurz, Ruptura y comunión, en «Teresianum» 41(1990), p. 327.

36.     El santo, elevado a la unión mística, «pudo ver con la claridad que a pocos  les es dado  ver, la relación  íntima entre  la gloria de Cristo y la ignominia   de la Cruz, la identidad de Cristo glorioso y de Cristo crucificado, y comprender que los resplandores de la gloria de Cristo no son más que los dolores transformados en luz, y que el hombre no podrá  transformarse  en Cristo glorioso sin haberse antes transformado en Cristo crucificado», ANTOLIN DE LA v. DEL CARMEN, Jesucristo..., op. cit., p. 17.

37.     Alrededor del misterio de la muerte  y  la resurrección  está ordenado  el estudio de la doctrina del santo hecho por  E. STEIN.  Las  Noches son  la  expresión  de  la  muerte  espiritual  del  alma  para  resucitar en el amor divino  de la Llama. Esta transformación es posible sólo en Cristo. «Nuestros pecados quedaron destruidos a fuego en la Pasión y muerte de Cristo. Cuando esto creemos y nos unimos al  Cristo  total,  guiados  por  la  fe,  lo  cual  quiere  decir que hemos entrado también decididos por el camino del seguimiento  de Cristo, ya entonces, Cristo nos va llevando «a través de  su  Pasión  y  de  su Cruz, a la gloria de la Resurrección». Esto mismo, exactamente, es lo que experimenta el alma en la contemplación: el paso, a través del  fuego  expiatorio,  a  la  dichosa  ventura  de  la  unión  de  amor.   Es  lo  que  da  razón   de su doble carácter. Es muerte y resurrección. Tras la Noche Oscura brillan los resplandores de la Llama de amor viva», La ciencia de la Cruz..., op. cit., p. 252. Cfr. F. J. SESE,  La  «ciencia  de la  Cruz».  La enseñanza  de San Juan de la Cruz, a la luz del pensamiento de la  Beata  Edith  Stein,  en  ScrTh 23(1991) 643-665.

38.     M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo..., op. cit., p. 276.

39.     J. CATRET comenta así este párrafo: «Cristo atrae a todos hacia sí desde su cruz, desde el momento de la encarnación que el autor contempla como movimiento de «kénosis», o aniquilamiento, realizando con ello la función clave de Mediador único para la vida  espiritual  del  hombre  y la vocación de éste a participar de Dios «a su imagen y semejanza», pues todas las criaturas y más aún, la cumbre de la creación  que es el  hombre, están  vestidas de Cristo y por Cristo de la hermosura divina», La persona de Cristo y la fe. Pensamiento de san Juan de la Cruz, en REspir 34(1975), p. 77. Aquí habría que recordar lo que hemos dicho acerca  del  sentido  que  tiene  para  el santo la «hermosura divina», cfr. capítulo III, pp. 265-281.

Esteban Pinilla de las Heras

La reescritura de la microhistoria y el determinismo

En el siglo XIX continental no parece haber inquietado mucho a los historiadores la reescritura de la microhistoria. Era tan visible y manifiesto el proceso  de la macro-historia, que unas pinceladas erróneas no podían alterar la amplitud, consistencia, contenido y verdad del cuadro entero. La creencia en alguna clase de determinismo histórico formaba parte de las ideologías de la época y se halla en una pluralidad de autores continentales (en particular franceses) tanto racionalistas modernizadores y cuasi-revolucionarios, como Saint-Simon, o bien en deterministas reaccionarios, como Gobineau. Supuestas, o asumidas de modo apriorístico, ciertas causas o factores, éstas debían operar intrínseca y necesariamente en una dirección dada y con unas consecuencias y no otras.

Véanse estos párrafos que cito a continuación, como ejemplos aducibles entre otros de su estilo, párrafos que hoy nos dejan más que perplejos, asombrados. Dice Saint-Simon:

«La ley superior del progreso del espíritu humano conduce y domina todo; para ella, los hombres no son sino instrumentos. Aunque esta fuerza deriva de nosotros, no está en nuestro poder sustraernos a su influjo o controlar su acción, como tampoco podemos cambiar a voluntad el impulso primigenio que hace circular a nuestro planeta alrededor del sol. Todo cuanto podemos es obedecer esta ley dándonos cuenta del camino que nos prescribe en vez de ser ciegamente empujados por ella» [8].

«El porvenir está compuesto de los últimos términos de una serie cuyos términos primeros constituyen el pasado. Cuando se estudia a fondo los primeros términos de una serie, es fácil deducir los siguientes; así, del pasado bien observado, es posible deducir fácilmente el porvenir» [9].

Si esto decía el fundador del positivismo, decenios más tarde el ultranacionalista Gobineau no era menos categórico:

«Me considero ahora provisto de todo lo necesario para resolver el problema de la vida y la muerte de las naciones.»

«La Historia no es una ciencia constituida de distinto modo que las demás. [...] Se trata de hacer entrar a la Historia en la familia de las ciencias naturales, de darle [...] toda la precisión de esta clase de conocimientos a fin de sustraerla a la jurisdicción [...] de facciones políticas.»

«La jerarquía de las lenguas (nacionales) corresponde rigurosamente a la jerarquía de las razas» [10].

Poniendo en  términos generales el  abordaje de  la  Historia como ciencia «natural» (sic), puede decirse esto: aquella gente, fuesen de derecha reaccionaria o fuesen modernizadores revolucionarios, estimaban que el proceso histórico está rigurosamente determinado; por tanto, el conocimiento del objeto científico debía ser determinista; esto requería a su vez que el proceso científico emplease métodos e ideas heurísticas deterministas. Dadas tales premisas, la cientificidad del producto era asimismo algo asegurado, objetivamente necesario. Este tipo de fe lo abrazaron acríticamente, en el siglo XX, muchos soi-disant marxistas, desde Stalin hasta la señora Marta Harnecker.

Ahora el clima de ideas heurísticas prevalecientes nos ha llevado al extremo opuesto [11]. De modo coherente con la concepción del mundo empirista propia de una mayoría de intelectuales y profesores anglosajones, y en particular norteamericanos, se rehúsa la idea simple de causación para enfatizar la ilimitada pluri-funcionalidad de cada evento, y la aleatoriedad de las cadenas de eventos. Generalizaciones a partir de verdades locales. Así, en esa obra el autor norteamericano considera, a veces con excesiva humildad, que la faena científica del historiador debe limitarse a proponer, razonar, y probar, paradigmas de interpretación. Y que no es una mera conveniencia que empiece su capítulo citado con un enunciado de Ludwig Wittgenstein que dice «Der Glaube an den Kau- salnexus ist der Aberglaube» (la creencia en el vínculo causal es superstición).

La idea de que la escritura de la Historia es un diálogo con el pasado, influido por los intereses políticos del presente, es común a muchos autores, aunque no todos con el énfasis con que se halla, sea en Benedetto Croce, sea en los marxistas. E. H. Carr, en What is History?, expresa la misma idea. Y Collingwood está en idéntico campo cuando pretende que el historiador reproduce, en su pensamiento, el pensamiento de los actores históricos que cumplieron determinados actos.

Cuando un espacio social se halla muy fragmentado por diferentes sub-culturas puede acontecer lo siguiente: una pequeña minoría está obsesionada por un problema, el cual es «su» problema; y cuando alguien de esa minoría se pone a escribir la Historia de la entidad social, política o geográfico-política más englobante y general, entonces escribe esa Historia imputando a toda la sociedad, o generalizando a toda la población, lo que era nada más el problema de la minoría de su adscripción o pertenencia. Tal procedimiento conduce a anacronismos gigantescos, por decir lo menos grave. La cosa deviene delirante cuando los actores históricos del pasado son definidos, juzgados, etc., por su conciencia o su inconsciencia del problema de aquella minoría, y no por los intereses y motivaciones que les eran propios y que marcaban el cauce de los acontecimientos. Este tipo de falacia lo oímos ahora casi cada semana por algunos medios de comunicación en Barcelona.

El oficio de historiador no ha podido liberarse todavía del estigma original que lleva en sí desde su nacimiento, cuando era función reservada a un cronista en el entorno cortesano de algún autócrata. Se escribe Historia para servir al poder constituido, se escribe Historia como biografía apologética, hagiografía ejemplarizante o como biografía condenatoria y estigmatizadora. Se escribe Historia-ficción, como ya denunciaba un antiguo diálogo platónico, el Menexeno. Se escribe sobre todo Historia con el objetivo de reforzar la cohesión de un grupo social, una etnia, una nacionalidad; de crear, mantener o incrementar la conciencia política, para lo cual se recurre a veces a la fabricación de mitos, en el sentido que Georges Sorel dio al término «mito», el sentido de instrumento político. Y esto seguirá probablemente siendo así porque, como decía el gran maestro Enrique Gómez Arboleya (1957), «toda sociedad es una organización discutible, que vive justificándose». En fin, se escribe Historia para que el historiador acceda con éxito al mercado por la originalidad o el escándalo, y se convierta episódicamente en personaje público, con una cotización de su papel.

No es suficiente, por tanto, la existencia de un instrumental técnico historiográfico y de un repertorio de conceptos con estatus científico. Hacen falta unas condiciones organizativas e institucionales que creo pueden enunciarse así:

a)       Que exista una comunidad científica de la que formen parte los historiadores.

b)       Que los miembros de la comunidad científica que se dedican a la producción de Historia estén motivados por normas de ética profesional y de autocrítica.

c)       Que el esclarecimiento del pasado sea valorado públicamente, bien por la belleza de su reconstrucción (criterio estético), bien por la comprensión de cómo eran, cómo trabajaban, pensaban y vivían otros hombres (criterio humanístico comparativo), bien por la trascendencia que el conocimiento de los problemas del pasado puede tener para la gestión del presente (criterio pragmático).

d)       Que haya otros profesionales de la ciencia social interesados en aprender de los errores del pasado, y por tanto interesados en los servicios desinteresados de los historiadores (criterio interdisciplinario).

Violencia pública y violencia privada

El problema que se insinúa en el presente texto es de una extrema complejidad y admite diferentes tratamientos. Hay que responder a preguntas del orden de las siguientes:

—       ¿Por qué causas en los primeros meses de la Guerra Civil se formaron espontáneamente, tanto en el lado nacionalista como en el republicano, bandas compuestas por tres o cuatro individuos, aleatorias, no sujetas a organización jerárquica alguna, las cuales se dedicaron a asesinar oponentes políticos o religiosos?

—       ¿Se trataba de individuos ya predispuestos a aquel comportamiento?

—       ¿Hubo una especie de droga-adicción en el asesinato de modo que cada banda se profesionalizó, por así decir, en las ejecuciones?

—       ¿Eran siempre, verdaderamente, individuos jóvenes, grosso modo entre 18 y 25 años?

—       ¿De qué clases o grupos sociales procedían?

—       ¿Tenían alguna noción del mal, o algún criterio moral?

—       ¿Cómo había sido su socialización, para que ésta se transformase en ese comportamiento individual?

—       ¿Qué factores contextuales podrían explicar, o contribuir a explicar, la adopción de la violencia asesina en aquella magnitud?

Es fácil ver que estas preguntas remiten a análisis pluridisciplinarios, no exhaustivos: histórico-sociales, económicos, antropológicos, psicológicos, etc. Es difícil transmitir ahora al lector el sentimiento de estupor, primero, y de horror, seguidamente, que invadió a no pocos ciudadanos de Barcelona (y desde luego a mi padre, a mi gobernanta, la viuda Herbst, y a mí mismo) cuando los anarquistas y las llamadas Patrullas de Control, o individuos sueltos sin fe ni ley emergiendo de esos colectivos, se pusieron a asesinar a docenas de religiosos y religiosas, médicos, abogados, arquitectos, burgueses, empresarios, etcétera, cuyos cadáveres aparecían de madrugada en las estribaciones de Vall- vidriera o de la carretera de la Rabassada (grafía de entonces). Algunas de estas bandas, erráticas e impredictibles en sus territorios y en sus modos de acción, incursionaron en zonas rurales, bien porque alguno de los componentes de la banda era inmigrado suburbial de origen rural y tenía cuentas antiguas que liquidar, bien porque eran llamados por algún revolucionario marginal en la localidad, o en otros casos porque el comité anarco que ocupaba el poder local tenía alguna relación, no jerárquica ni organizada, con una banda de la gran urbe. El lenguaje popular designó durante meses a estas bandas como «los incontrolados». Y si, como bien decía Leibniz, conocemos diferenciando, aquella apelación señala precisamente el rasgo diferencial entre un conjunto de rasgos comunes con otros tipos de terrorismo. Lo característico de aquel fenómeno es que se trataba de individuos aleatoriamente coaligados, portadores de una voluntad de matar, sin recepción de órdenes superiores, sin jefes aparentes, sin una organización común a todas, o la mayoría, de las bandas y sin conocimiento público de su existencia ni por las autoridades estatales republicanas ni por las autonómicas, los partidos políticos ni los sindicatos. Por tanto, fue algo distinto de los componentes de las Strafexpeditionen nazis, de las razzias del partido fascista italiano, de los «escuadrones de la muerte» centro y sudamericanos o, en fin, de la Triple A argentina, formas de terrorismo privado a veces paga- das con dinero público o con dinero de terratenientes, y organizadas por algún individuo dirigente, más o menos conocido, con graduación militar.

Al fin, el silencio se rompió en Cataluña porque un valiente sindicalista de la CNT dijo que aquella forma de terrorismo individual ensuciaba el movimiento obrero (opinión que le costó la vida), y el Presidente Companys dijo, a finales de octubre de 1936, que si aquello continuaba, él no podría seguir donde estaba; i.e., como jefe —nominal— del gobierno autonómico. Más tarde, ya en 1938, el gobierno de la República (el estatal) hizo constituir tribunales ad hoc y fusiló media docena de terroristas que pudieron ser localizados o que fueron denunciados por la población. Pero, entre tanto, reinó la más lamentable cobardía.

En la inmediata posguerra, los vencedores en la Guerra Civil hicieron uso instrumental del terrorismo precedente, como una de las justificaciones del alzamiento militar. Ahora bien, en la entonces llamada Zona Nacional hubo asimismo un fenómeno de terrorismo individual e incontrolado. Y que este hecho era moralmente shocking para mentalidades distintas de las aquí predominantes, tiene su prueba en que el gobierno italiano encargó, a principios de 1937, a su primer embajador cerca de la Junta Militar en Salamanca, Roberto Cantalupo, que hiciese ante el general Franco las gestiones necesarias para que el poder que se estaba institucionalizando (i.e., militar) terminase con ejecuciones sumarias en Andalucía, en las que no estaba claro qué parte procedía de terrorismo individual y cuál era por sentencias de tribunales militares.

El problema del mal, y más exactamente de la voluntad humana deliberada para el mal, empezó a preocuparme cuando todavía estábamos, en 1935, en Soria, y mi padre fue objeto de amenazas por parte de un familiar y vecino nuestro. Después de la Guerra Civil quise saber qué clase de explicaciones, racionalizaciones o argumentos afines a estas últimas se tenían por más pertinentes en el juicio de lo acontecido en el país. No obtuve otra idea más brillante que la siguiente: que hay épocas en que Dios abandona el mundo y los hombres quedan entregados a la acción del demonio. Es superfluo añadir que se trataba de respuestas de sacerdotes. Y no parecían ser conscientes de que esa clase de palabras lo que hacía era plantear inmediatamente una serie de preguntas más difíciles y apremiantes: ¿Por qué Dios abandona el mundo? ¿Cómo lo podemos saber los hombres? ¿Qué signos nos lo indican? ¿Qué hay que hacer para resistir al imperio del demonio? El lector actual se sonreirá ante el carácter medieval de estas preguntas, pero así eran las cosas hacia 1939, 1943, en los años de gran crisis moral y espiritual. Finalmente, la conversación que- daba cortada en seco de modo autoritario: Doctores tiene la Iglesia. Y uno salía del trance aureolado peyorativamente con la imagen de muchacho impertinente, preguntón, dado a pensar demasiado (lo que siempre fue, según Cervantes y su eximio exégeta don Américo Castro, una inclinación muy peligrosa en este país) [12].

Muchos años después constaté que el Terror plebeyo en la Revolución francesa había despertado, como reacción, una cantidad de reflexiones y análisis sobre libertad y necesidad en el ser humano, conciencia e inconciencia del mal, determinismo y voluntad, la diferencia entre la acción humana no racional y la acción en el animal. En estas reflexiones, mezcladas con argumentos religiosos, hubo considerables tonterías, y lo genuina, realmente importante, es muy minoritario. Cuando el pensador había sido un entusiasta de la Revolución francesa (como lo fueron casi todos los Ilustrados en Occidente y los participantes en el movimiento de la Aufklärung en el mundo germánico) y frente a la realidad del Terror, se encontró obligado a subrayar sus distancias públicas y su más cauta visión del hombre y de la historia, entonces se produjeron algunos escritos de calidad y que conservan su fuerza. Obviamente, esta creatividad tenía que ser mayor, o más madura, allí donde existía viva una cultura filosófica y ética, hábitos de examen racional de conciencia, autonomía sistemática en filosofía, i.e., las ciudades y universidades de tradición protestante. La tradición filosófica idealista alemana estaba llegando a su máxima madurez. Sus cantos a la libertad del espíritu no tenían otro límite que el cuidado del filósofo para que alguna autoridad no le declarase públicamente ateo. (Y de aquí, quizá, ciertas espectaculares denuncias de difamación y reivindicaciones de no- ateísmo.) Y, dado que en esta parte occidental del Rhin había materialistas audaces y convincentes que pretendían ser científicos, y filántropos ciegos para la realidad del mal, aquellos idealistas alemanes se esforzaron al mismo tiempo en ser, y aparecer, como realistas, y esto en dos dimensiones: no sólo en sus fundamentos epistemológicos, sino también en sus escritos que hoy clasificamos como antropológicos.

Fue el caso del joven Schelling. Cuando estaba en la Academia de Munich terminó un ensayo titulado Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana (Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, para una edición de sus Philosophische Schriften, Landhust, 1809). Soberbiamente escrito, este trabajo más bien breve contiene destellos de gran penetración sobre libertad y necesidad, libre albedrío y determinismo, conciencia e inconciencia del mal, abordajes que están en las antípodas de los lugares comunes que siguen oyéndose ahora sobre esos problemas. (Digo abordajes, no soluciones; criba del trigo; distanciamiento crítico de los lenguajes de los filósofos y de los eclesiásticos, lo que no es poco.) El lector puede prescindir de las últimas veinte páginas, irritante anticipo de lo que sería el idealismo teosófico, romántico, místico, y delirante, del Schelling ulterior, y en algunas frases de penosa reescritura de la misma sopa, en el Schelling anterior (lo que le había valido, más tarde, algún sarcasmo del joven Marx en un apéndice a su disertación doctoral). Después de lo que allí quedaba dicho sobre el ser humano y su lugar en la creación, los vínculos primigenios entre necesidad y libertad, el hombre como acción y voluntad en devenir, y la actualización de la posibilidad del mal en el individuo, uno comprende que hubiese filósofos ateos, educadores fichteanos y neokantianos. Lo que uno no comprende es que se siguieran diciendo ingenuidades sobre el mal como una especie de eclipse de la razón, o como el mal que le llega al individuo heterónomamente, desde la sociedad.

Este error trágico, tardía lectura populista de lo que en Rousseau era un a priori metódico, estuvo muy extendido en la España de los krausistas y sus epígonos, los neokantianos y los educadores de la Segunda República. Elite con pretensión de super-civilizada, y víctimas de sí mismos y de la población que tenían debajo.

Ahora bien, todos mamamos de jóvenes en ese equívoco. En 1969, la Universidad Autónoma de Madrid me invitó a participar en un seminario sobre  el tema general de las ideologías en la España de hoy. Envié desde París, y luego defendí en Madrid, una ponencia sobre la relación entre violencia pública e ideologías en la sociedad española inmediatamente  anterior  a  la  Guerra  Civil. No hay en aquel texto ni una leve insinuación sobre causas intrínsecas a los individuos; todos los factores eran contextuales. Tampoco se explicaba en qué modo los individuos interiorizaban la violencia pública para aplicarla a causas privadas y transformarla en violencia privada. Esta autocrítica no implica que  los factores contextuales estuvieran mal seleccionados o mal definidos. Al contrario; los sigo pensando como realmente actuantes. Lo que  creo  ahora es  que esa selección era radicalmente insuficiente. Es más: creo algo grave, ya razonado por mí en En Menos de la Libertad (pp. 222-234: La racionalización de la violencia y el des-aprendizaje colectivo), a saber: tendencialmente esta población se halla en situación de inconciencia ante el mal, y por tanto es vulnerable, indefensa, ante el terrorismo. País de mucha moral tribal, pero de poca ética personal.

Para una explicación rigurosa, siguiendo cánones de razonamiento (ya que la prueba de las hipótesis es imposible), el problema no consiste en ir acumulando variables contextuales. El método admite todo cuanto sea plausible y validado por la experiencia, biográfica o documental, o ambas. La cuestión está en explicar con universalidad y coherencia un grupo de relaciones entre propiedades del entorno y atributos de los individuos. Y como fruto del examen, presentar esquemas de explicación que sean válidos para otros hechos semejantes de violencia que es a la vez privada y colectiva.

El caso es un buen ejemplo de la dificultad del método científico en ciencias sociales. No resuelve la dificultad explicar que, por disolución del orden legal y de los vínculos sociales, todo individuo estaba entonces en situación de anomia, y además que (como dijo un ex capitán médico del Ejército republicano) los asesinos eran, en su mayoría, bien excarcelados, bien psicópatas fugados del hospital, y el resto «vagos y maleantes» (expresión jurídico-penal de la época) a quienes alguien había distribuido armas, sin determinar su acción posterior. Estas explicaciones son descriptivas, ad hoc, y valen en el nivel conversacional. La amplitud y duración de los hechos requieren otros planteamientos. El concepto mismo de anomia exige una especificación. ¿En qué medida reenvía a la disolución del orden institucional —en el sentido más extenso de este último término, i.e., incluyendo instituciones sociales y culturales que pautan los comportamientos de la vida cotidiana— y en qué medida reenvía al naufragio de toda clase de valores y de normas en el propio individuo? Un concepto aislado no constituye una explicación.

En el escrito que antes cité, ya en  la  primera página del  ensayo  y  todavía con profundo acento kantiano, dice Schelling que «ningún concepto puede determinarse aisladamente: es la demostración  de  su  relación  con  el  todo  lo que le da su perfección científica». Aserción verdadera en sí misma, apodícticamente, y trascendente a la práctica científica. Lo que nos  está diciendo es  que las relaciones entre el todo y la parte son recíprocas, no sólo en el ámbito conceptual sino también en su sustrato empírico. En términos más próximos al problema: el entorno (determinadas propiedades suyas) actúa sobre el individuo (portador de determinados atributos) y, a su vez, el individuo  tiende  con  su acción a reforzar aquella parte del entorno que conviene para su propia acción, su comportamiento, su justificación. Por tanto, el individuo no es un nihilista indiferente a valores y que permanece aislado, solitario como tal individuo, disponible para coaligarse temporal y aleatoriamente con otros individuos semejantes a él. El asesino potencial se  transforma en  actual en  cuanto siente que satisface una necesidad. Ha asumido el Mal en la definición misma de Schelling: una  voluntad individual que  impone su  particularismo. La  voluntad  de este particularismo se estima a sí misma como libertad y como necesaria. Y con ella suprime un universalismo. La actualización del Mal empieza con la  voluntad de un particularismo. Obviamente, el universalismo implica también una trabazón entre necesidad y libertad. Pero aquí el concepto y sus referentes empíricos se sitúan en otro nivel, que es supra-individual.

Ignoro si Durkheim, durante su época de estudio en Alemania, tuvo ocasión de leer el breve trabajo de Schelling u otros análogos de pensadores alemanes de los primeros decenios del siglo XIX, indirectamente provocados por la reacción antirrevolucionaria o por la consternación ante el Terror plebeyo durante la Revolución francesa. Probablemente, Durkheim no leyó nada de aquello, porque en 1886 Schelling había sido ya archivado entre los clásicos del romanticismo y había otros filósofos que atraían la atención del público (Hartmann, Wundt, Schäffle, Nietzsche, etc.). En aquel decenio, Durkheim   no había elaborado todavía su teoría moral de bases sociológicas. Ahora bien, la distinción durkheimiana entre individualidad y personalidad, aunque sea puramente analítica, es aquí de suma pertinencia heurística. Tanto el individuo como la persona, emergente sobre aquél, interiorizan materiales (representaciones colectivas, hábitos, comportamientos, etc.) que son sociales. Pero la construcción de la persona implica una jerarquía. La persona es portadora de otro nivel de conciencia. La conciencia del individuo expresa el cuerpo y sus esta- dos. La conciencia de la persona reelabora e interioriza valores y vínculos sociales. En su nivel más cualitativo percibe que en la sociedad, y en otras personas, hay algo que es sagrado. A principios de siglo, Unamuno enunció (simplemente enunció, no elaboró) una distinción análoga a la de Durkheim entre individualidad y personalidad. Y el entonces joven Unamuno decía que la educación católica tradicional que se daba a los adolescentes en España (o en su Vizcaya natal) creaba seres con máxima individualidad y mínima personalidad.

Con lo que queda dicho hasta aquí, basta para advertir que argumentos como el que recurre al concepto de anomia y explicaciones que reenvían al vacío de poder, la debilidad del Estado, la incompetencia de los gobernantes (más bien cobardía), son insuficientes para comprender (en el sentido weberiano) la acción de una cantidad de individuos que necesitaban matar, repetitivamente. En un análisis con rigor científico sería incluso pertinente reducir la extensión de la noción de contexto (cuyos referentes son institucionales) y sustituirla por la de entorno del individuo (construida con referentes más próximos, culturales, educativos, sociales, territoriales: el barrio, el suburbio, o en el caso de los asesinos de la Zona nacionalista, jóvenes carlistas, miembros de las Juventudes de la CEDA, etcétera, determinados colegios religiosos, o poblaciones de terratenientes a la defensiva rodeados de un proletariado que ya no reconocía jerarquías sociales, etcétera). Ahora se ha puesto de moda el término clusters, que es ciertamente más apto para cubrir la interacción recíproca entre el individuo y su entorno. El contexto resulta demasiado extenso para los individuos sin poder alguno.

Puestas las cosas en estos términos, es factible establecer órdenes de pertinencia, desde los más externos (la crisis económica, la violencia mundial generalizada, las guerras en Asia, en África, en América del Sur, contemporáneas con la formación de una cultura de la violencia en Europa, y concretamente en Cataluña) hasta otros que implican necesariamente la interacción del individuo con, o contra, su entorno. Pensemos que la crisis fue precedida por un período de plenitud, lujo, expectativas al alza, maravillas técnicas súbitamente introducidas en la vida cotidiana aportando horizontes inimaginables para el habitante rural, como la radio y el cine, espejismos permanentes, urbanos, que hacían explotar los cerebros de los adolescentes. Barcelona pasa en siete años de 730.000 a un millón de habitantes. Como todo desarrollo económico capitalista, éste fue fuertemente desigual, en la dimensión territorial horizontal y en la vertical o social.

Era un tiempo de ubicua, generalizada, difusión de utopías, pero sin formación de una cultura política. O, en otras palabras (aspecto central en mi comunicación al seminario de la  Universidad  Autónoma  de  Madrid  en  1969), las ideologías eran débiles relativamente a unas utopías que eran muy fuertes. La ideología desempeña en determinados contextos y coyunturas una función positiva en la medida en que  codifica aspectos de  la  realidad.  La  utopía imagina un futuro ideal o trata de restaurar un pasado mítico. Estas particulares especies de representaciones colectivas se insertaron en una situación de frustración, tanto para las  clases altas como para la  baja clase media y  los lumpen (no sólo los proletarios, fuesen campesinos o industriales). Las clases económicamente dominantes habían dejado de ser políticamente dominantes, en muchas provincias y en el vértice del Estado ya no eran tampoco políticamente  dirigentes. No había políticos al timón ni empresarios dispuestos a reformar para conservar. El concepto mismo de «sociedad española» era  en  1936 problemático: había un mosaico de sociedades disjuntas (y en  rigor,  en  el  concepto y  en  los hechos, la sociedad en  el  sentido durkheimiano  había  desaparecido; nada era ya sagrado; ni el hombre).

En fin, las clases altas habían fracasado en una capacidad que es fundamental en las formaciones sociales: la violencia latente ha de mantenerse oculta, enmascarada, disimulada detrás de un bosque de legalidades y legitimidades parciales. Que las formaciones sociales (fuese en el campo andaluz o en la fábrica en Cataluña) descansan en última instancia sobre la fuerza y que en ese nivel el Derecho es el lenguaje del Poder, son conocimientos que deben reservarse a unos pocos, precisamente porque el recurso a ellos no puede (ni debe) ser permanente. La paz civil implica que las clases subordinadas siguen, sin resistencia visible, la lógica de las clases dominantes. Esta no era la situación.

Los jóvenes hijos de terratenientes o de fabricantes burgueses iban armados con una pequeña pistola en el bolsillo. La «cultura» de la pistola determinó incluso la fabricación de auténticas maravillas de artesanía, como la Astra con incrustaciones de nácar. Y si un joven burgués tenía un incidente en, digamos, las Ramblas, en una noche de farra, al día siguiente los lenguajes populares o  los semanarios satíricos habían construido su particular adaptación de algún viejo Quatrain plébéien de las revoluciones transpirenaicas del siglo XIX, generalizando para toda una burguesía barcelonesa lo que era, a lo sumo, descripción de la cadena generacional en una familia [13]:

Abuelo negrero,

Padre banquero,

Hijo caballero,

Nieto pistolero.

El odio a las clases altas era más impactante en la clase media, y en particular la media-baja, que en las clases trabajadoras industriales urbanas. Entre los trabajadores de la tierra en Cataluña debió existir una situación de clusters, unos más pacíficos, con vigencia residual de la vieja jerarquía social, y otros rebosantes de violencia latente. No sé si correspondían a una realidad extensa o no, pero años después de la guerra me contaron, en pueblos donde los trabajadores alternaban trabajo agrícola con trabajo en fábricas textiles, casos increíbles del acoso sexual a las muchachas de la fábrica textil por parte de contramaestres, encargados, jefes de personal de la empresa, etc.

Esta situación de clusters, unos estallando de violencia latente, otros más pacíficos, siempre en esperanza del milenio final y feliz, se daba asimismo en Andalucía. Extraigo del olvido histórico el texto siguiente, que describe a maravilla lo que era la situación en ciertas áreas del campo andaluz:

«Yo he vivido largos años en Andalucía, he administrado allí justicia, he estado en contacto con las necesidades del campo en aquellos pueblos. Voy a relatar a la Cámara [el Congreso de Diputados, Segunda República] un caso impresionante que ha quedado en mi memoria y que quiero que todos conozcáis. Se trata de un cortijo en un pueblo del partido judicial de Carmona y propiedad de un gran señor. [...] Este gran señor vive en Madrid, y aquí venían de Sevilla, como las moscas a la miel, aspirantes al arriendo del cortijo. Por amistad o por influencia con el administrador se conseguía el arriendo, por ejemplo en 50.000 ptas., y el arrendatario que obtenía en Madrid el arrendamiento en 50.000 ptas. marchaba a Sevilla y allí lo subarrendaba a otro caballero de Carmona que daba por él 80.000 ptas., y ya el  sevillano constituía una renta o  base de capital de 30 mil anuales que le permitían pasar las tardes detrás de las vidrieras del Círculo de Labradores. El de Carmona subarrendaba aquello por lo cual pagaba 80, a 100 a otro individuo de El Viso, quien   se constituía otro buen pasar con la diferencia; y el de El Viso parcelaba las tierras y las entregaba directamente a los cultivadores para obtener 130. De manera que aquello que a los cultivadores les costaba 130.000 de sudores y esfuerzos, cuando llegaba al dueño había quedado reducido a 50 y la diferencia se había distribuido entre los señoritos de Sevilla, Carmona y El Viso, para gastarlo en chatos de manzanilla» [14].

Es obvio que la peste parásita era la burguesía intermediaria. El «gran señor» era un ocioso incompetente y absentista. Esta red de relaciones sociales forman una genuina variable contextual. Los individuos tienen comportamientos sociales que están determinados de modo heterónomo por la estructura de clases sociales. Y acciones que se les aparecen, a ellos mismos, como autónomas, reproducen propiedades de la identidad de cada clase. Eventualmente practican una reacción, sea directa, o bien indirecta, o bien parasitaria, frente a otra (u otras) clases presentes en la singularidad de cada contexto económico-social, dentro de una dimensión de dominación a subordinación. Puede así explicarse, en parte, que años más tarde las víctimas del terrorismo anarco fuesen proporcionalmente más en la burguesía media que en la clase alta o aristocracia (o sus equivalentes territoriales). Cabe añadir que aquella burguesía parásita e intermediaria contribuía a una coyuntura de inestabilidad económica y laboral, inseguridad en la cadena de situaciones personales e impotencia de los proletarios, eslabón final. Y, en fin, reactivamente, la utopía de los de abajo se focalizaba de modo patéticamente absoluto en la abolición de cualquier rasgo de jerarquía social: «naide es más que naide», «todos hemos nacido iguales», etc.

Sobre los nexos entre inseguridad y agresividad se hicieron una cantidad de estudios en la Alemania de Weimar, motivados por la gran crisis mundial de los años treinta y el ascenso político de los nacionalsocialistas, en un clima de violencia pública que, con todo, no se transformó en violencia privada, y a la vez colectiva, de la forma que asumió en España. Con lo dicho queda claro (o eso espero) por qué es preciso distinguir esta violencia, tipificándola como de naturaleza diferente a otras violencias, las de Estado, las paraestatales, las de milicias de partidos políticos con fracciones militarizadas, la violencia discontinua de policías locales, la de milicias privadas, etc. Es de otra cosa de lo que he venido hablando: una interacción recíproca entre determinadas propiedades de un contexto y los atributos de determinados individuos sin fe ni ley. Es así como de una violencia pública nace una violencia privada, la cual luego deviene colectiva no por organización sino por acumulación [15].

Esteban Pinilla de las Heras, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

8      L’Organisateur, 1819, en Oeuvres, IV, p. 119.

9      Mémoire sur la science de l’homme, 1813, en Oeuvres, XI, p. 288.

10      Conde DE GOBINEAU, Essai  sur  l’inégalité...; traducción  española, Ensayo  sobre  la  desigualdad de las razas humanas, Barcelona,  editorial  Apolo,  1937,  respectivamente  pp.  44,  623,  629  y 149.

11      Véase en el útil libro de David HACKETT FISCHER, Historians’ Fallacies: Towards a Logic of Historical Thought (Londres, Routledge & Kegan Paul, 1971), el capítulo titulado «Fallacies of Causation» (pp. 164-186).

12      Por lo demás, ¿qué podía exigirse de los cerebros eclesiásticos en una época en que los obispos, e incluso el Cardenal Primado con sede en Toledo, Monseñor Enrique Pla y Deniel, multiplicaban los textos sobre la urgencia de alargar hasta el tobillo las faldas de todos los ejemplares, de cualquier edad, del sexo femenino, y la necesidad imperiosa de prohibir el baile agarrado?

13      Esta estrofa, no sé si de 1935 o ya más antigua y reelaborada, perdió en tierras del Caribe y del Río de La Plata su carácter político y se convirtió en una mera descripción del fracaso de familias de Cantabria o Galicia, emigradas: Abuelo negrero, Padre caballero, Nieto pordiosero. En Barcelona, o en la costa catalana, Hijo caballero significaba, probablemente, ennoblecido por el rey Alfonso XIII.

14      «La Reforma Agraria: debate sobre la totalidad», en Arturo MORI, Crónica de las Cortes Constituyentes de la Segunda República Española, Madrid, editorial Aguilar, 1932, tomo VII, p. 475. Del discurso del diputado, por Madrid-provincia, Luis Fernández Clérigo

15      Mi comunicación al seminario antes citado en la Universidad Autónoma de Madrid, diciembre 1969, se halla en el volumen colectivo (con J. Solé Tura, J. Prados Arrarte, Carlos     Moya, Antoni Jutglar, J. Jiménez Blanco, etc.) Las ideologías en la España de  hoy,  Madrid, Ed. Seminarios y Ediciones, 1972. Hay algunas erratas de cierta importancia. El final de la comunicación está alterado por la censura

Esteban Pinilla de las Heras

Reescribiendo la historia

En 1960, el filósofo polaco Adam Schaff publicó en la revista internacional Diógenes (edición francesa: Diogène, núm. 30, París, Gallimard) un ensayo bajo el título «Pourquoi récrit-on sans cesse l’Histoire?». Era un trabajo erudito en el cual se compactaban en reducido número de páginas una cantidad de problemas. Adam Schaff se proponía la refutación de dos tesis que él juzgaba erróneas, a saber, las codificables bajo los conceptos de «presentismo» y de «perspectivismo». Digo codificables, pues la simple lectura del ensayo de Schaff y de los autores que él citaba muestra una pluralidad de dimensiones (no solamente historiográficas sino asimismo filosóficas y epistemológicas) subyacentes a cada concepto. A causa de esta pluralidad debo proceder aquí a una simplificación. Si ésta no se hiciese nos perderíamos en un bosque de problemas de diverso orden, naturaleza y jerarquía, y no podríamos atenernos a lo que debe ser claro, distinto y fundamental.

La primera tesis está sobre todo vinculada al nombre de Croce y dice, en lo sustantivo, lo siguiente: la Historia constituye una proyección, sobre el pasado, de la política del presente [1]. Por esta causa no existen verdades históricas objetivas: la producción de Historia está subordinada a la política del período en que se produce. Se reescribe sin cesar la Historia a causa de que se transforman las condiciones (a veces coactivas) sociales, ideológicas, corporativas y políticas, desde las que se hace descripción, interpretación o análisis histórico. El historiador pertenece a una estructura social dada, está adherido por ascription o por achievement a unos grupos, a los que se debe, y respecto a los cuales refleja o asume los intereses políticos y sociales, tal como éstos actúan en el presente.

La segunda tesis está vinculada sobre todo al primer historicismo alemán [2], y dice en lo sustantivo lo siguiente:

a)       El objeto histórico carece de existencia intrínseca: es una construcción intelectual del historiador. Esta construcción es discrecional e incluso, a veces, arbitraria: él selecciona períodos, datos, fechas, documentos, ideas, procesos, y los nombra, clasifica y adjetiva con categorías que forman su instrumental profesional.

b)       Esas categorías que él emplea para la construcción del objeto no son puros instrumentos lógicos o científicos; ellas mismas son históricas, y además de su función cognitiva conllevan ideas que traducen o reflejan, directa o indirectamente, la cultura del tiempo y del contexto, son una manifestación de la constante creatividad humana, y con ella una novación, total o parcial, en horizontes y en perspectiva.

Como es obvio, ambas tesis tienen ciertas dimensiones comunes que se refuerzan recíprocamente. Su resultado conjunto es la negación de las condiciones requeribles para producir proposiciones o tesis que sean generalmente aceptadas como verdaderas y de modo conclusivo y cumulativo. Todo producto historiográfico estaría sesgado desde sus orígenes, tanto los motivacionales del sujeto como los cognitivos que delimitan el objeto.

Hasta aquí mi resumen de las tesis combatidas por Schaff. No entraré en la exposición de las soluciones que daba el filósofo polaco, algunas brillantes y otras muy endebles (ingenuas). Ello exigiría varias docenas de páginas, y éstas que ahora escribo tienen por meta una justificación de mi estudio y de la técnica empleada. El lector deseará además, sin duda, que se le hable lo más pronto posible de Barcelona (y por extensión de Cataluña y de España) durante un período de algo más de tres decenios; primero bajo la Guerra Civil, que yo viví siendo apenas un adolescente, y luego bajo el Régimen que en tiempos más cercanos quedó archivado con el término de «franquista». Ahora bien, mi justificación exige que hablemos todavía de estas cosas que, en apariencia, son sola- mente querellas del mundo académico.

Las tesis negadoras de la probabilidad de objetivación de verdad histórica generalmente aceptable de modo conclusivo y cumulativo son re-pensables en dos versiones, una que llamaré débil, embellecedora o estética, y que concierne sobre todo al perspectivismo; y la otra que llamaré fuerte, escéptica o política, y que concierne al presentismo.

Por el estímulo de sus necesidades y capacidades culturales, que trascienden el sustrato biológico, el hombre ha devenido actor que se redescubre y se reinterpreta discontinua y sucesivamente. Desde cada lugar y tiempo piensa las acciones de otros hombres (que fueron protagonistas individuales y colectivos), y al hacerlo enriquece no sólo sus motivaciones (las de aquéllos), sino también sus cogniciones: cómo ellos percibían las otras gentes y las cosas, y sus propios problemas, y valoraban sus medios en relación a sus fines, etc. Este enriquecimiento a posteriori en motivación y en cognición añade una realidad virtual a la realidad fragmentaria y mal conocida de los actores desaparecidos. En qué medida esta realidad virtual es (fue) verdadera, no podemos ni saberlo ni demostrarlo. Y, con todo, tiene una parte cada vez más importante en la reescritura de la Historia.

Si la vida cultural de una formación social es sierva de sucesivos dogmatismos políticos, no actúa como valor vigente el amor a la verdad, una especie de lucidus ordo interiorizado. Lo que se produce es la alternancia de vencidos humillados y vencedores arrogantes. En la radicalización de esta situación lo que hay no es ya creatividad, reinterpretación, enriquecimiento, etc., sino una forma burda y miserable del presentismo que puede incluir la fabricación tanto de la Historia remota, más abstracta, como de la Historiografía más reciente y concreta.

En el último decenio asistimos, en el contexto cultural en el que escribo, a una gigantesca empresa de reescritura de la Historia. Casi cada semana uno puede constatar, y más particularmente oír por alguno de los medios locales de comunicación de masas, a historiadores (o a gentes que usurpan la  dignidad del historiador) para decir cosas que le dejan a uno atónito, sea porque se hallan en oposición con hechos de los que uno ha sido coetáneo pasivo, sea porque uno los ha vivido comprometidamente.

Esta percepción no es efecto de un solipsismo. En un libro de notable valor literario, biográfico e histórico, el primer volumen de las memorias del arquitecto Oriol Bohigas (que lleva el significativo e inteligente, título de Combat d’incertesses), puede leerse el siguiente párrafo:

«Ja ho he dit moltes vegades: les falsedats imposades pels historiadors franquistes han quedat —desgraciadament— compensades pels favoritismes documentals i per les memóries voluntáriament i esporuguidament vindicadores dels que abans o ara han fet militáncia de l’anti-franquisme» [3].

Estas frases de Oriol Bohigas no hacen sino confirmarnos que todo el problema sigue en pie, y que no era una constatación gremial, eventual y efímera aquel famoso juicio de uno de los fundadores de los Annales, Marc Bloch (autor no citado por Schaff en su ensayo), juicio que dice que desde 1830 no   se hace Historia, sino que se hace política.

Las dimensiones del problema no respetan tampoco a los historiadores que pretenden no estar atados por el principio de solidaridad (o, en otras palabras, que aspiran a no ser etiquetados en una facción política). Pondré un ejemplo que viene de la circunstancia misma que alberga los materiales de mi objeto de estudio. En 1945, recién terminada (en Europa, no en el Océano Pacífico) la Segunda Guerra Mundial, empezó a publicarse en Barcelona una revista cultural titulada Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas. Esta revista, inicialmente muy ceñida (como sugiere la inspiración d’orsiana de su título) a materias de arte y de estética, fue introduciendo cada vez más contenidos políticos, algo que era coherente con la preocupación de muchas gentes del país que, en aquellos momentos, se preguntaban cómo le sería posible al Régimen subsistir frente a la presión internacional, en el aislamiento político y con una situación interna de degradación económica.

En el volumen X de Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas, aparecido en enero de 1946, hay un artículo del escritor catalán Joan Estelrich, una de las figuras intelectuales más conocidas por su colaboración en la «Lliga Regionalista» y por su amistad con Cambó. En este artículo, titulado «Un diálogo político», Estelrich planteaba con toda transparencia el problema del observador, o del político, que se mantiene fiel a sí mismo en tiempos de continuo cambio de ortodoxias:

«Cuando los tiempos se muestran tan rápidamente mudables, el hombre que no cambia se pone en trance de resultar el más inconsecuente. [...] Imaginad un político idealista que, en España, entre 1920 y 1940, haya tenido por norte y guía de sus actos un programa concreto de reformas económicas, sociales o culturales. Durante dicho período España ha tenido monarquía constitucional, dictadura militar, república democrática, guerra civil, régimen falangista. Cada cambio ha producido una verdadera revolución de programas y de personal político; después de cada cambio las ideologías y las fuerzas políticas ofrecían un panorama absolutamente nuevo. El hombre que durante este período no haya hecho ningún cambio de posición o de táctica, se ha eliminado sin más ni más. Y para quienes han cambiado de fines, incluso sin darse cuenta, llevados de los acontecimientos cuando no de las pasiones, aquel que, por no cambiar de objetivos, haya cambiado sus amistades, colaboraciones y alianzas, aparecerá como un inconsecuente» [4].

En otros números de la misma revista aparecen reiterativamente reflexiones sobre el problema de la Historia como ciencia (en su mayoría debidas al historiador, profesor en la Universidad de Barcelona, Rafael Ballester Escalas). En estas reflexiones se hallan, súbita y aisladamente, relámpagos geniales que quedan sin desarrollar ni sistematizar, perdidos en medio de un mar de frases circunstanciales sobre Hegel, Nietzsche, Spengler, etc. El autor no se pregunta por qué se reescribe continuamente la Historia, pero dice cosas que contribuyen a pensar otras respuestas que las vulgares sobre la subordinación de la Historia a la política del presente. Tengamos en cuenta que aquellos ensayos estaban escritos cuando acababan de derrumbarse todas las utopías fascistas, desde la del Reich de los Mil Años hasta los fascismos caseros y folklóricos de otros países menores (no solamente en el Sur de Europa). En uno de aquellos ensayos, Rafael Ballester Escalas hacía un lúcido examen de la relación entre utopía y ucronía. Y escribe que en Historia, como en teoría de la relatividad, tiempo y espacio son una misma cosa, y por tanto que la utopía exige la ucronía:

«A la utopía le estorba el tiempo, que no constituye para ella nada esencial. La característica de lo utópico es la perfección, y el tiempo es algo demasiado delator. [...] En cambio, la tragedia sin el tiempo no se concibe, porque la tragedia es historia» [5].

Lo que el autor está sugiriendo (aunque no lo diga literalmente con estas palabras, o más bien lo diga únicamente con referencia a Inglaterra) es que cada espacio territorial (y social y político) tiene su tiempo, un tiempo que le es propio y que está ligado a su constitución como entidad histórica. Al contrario de la ilusión racionalista y positivista, no hay una historia lineal de la humanidad, en constante progreso:

«El siglo positivista arrastraba una especie de mística  cultural,  y  no  se daba cuenta de ello. Acostumbrado a  considerar  la  Humanidad  como una Idea platónica, como una  entidad homogénea destinada a  evolucionar siempre hacia adelante, sin que se estancase ninguna de sus  partes,  había acabado por sacrificar el factor espacio en aras del factor tiempo» [6].

Esta reflexión es aplicable asimismo dentro de un Estado y dentro de una nación, e incluso dentro de una metrópoli. Y no solamente por las distintas pertenencias, o adscripciones, de cada historiador a una clase social o a un bando político, sino por algo más esencial y que solicita un análisis más profundo: la pluralidad de espacios sociales, sea en el interior de un Estado, sea en el ámbito de una misma gran ciudad, conlleva potencialmente (y a veces necesariamente) una pluralidad de tiempos. Cada actor —universitario, político, financiero, empresario, sindicalista, etc.— y cada aspirante a actor es portador en alguna medida de un tiempo que es propio a su colectivo. Y, con éste, es portador de una cierta manera de percibir la duración histórica, su permanencia y su decadencia.

Este criterio hermenéutico podría trivializarse hasta el ridículo de nuestros empiristas universitarios si se dice, ex. gr., que la temporalidad que vive el especulador en Bolsa (que debe pagar o liquidar en la tercera semana del mes) es de alcance diferente a la temporalidad del cultivador de viñedos (que calcula no solamente cosechas sino también esperanza de vida de sus viñas). Lo que aquí importa es algo de otra naturaleza menos subjetiva y más trans-personal. Cuanto menos homogéneo, social y culturalmente, sea un contexto, cuanto más dividido esté por marcadas diferencias económicas, sociales, culturales, étnicas o lingüísticas, tanta mayor probabilidad hay de que cada sujeto se focalice sobre objetos que le son estrictamente propios, portadores de su temporalidad particular. La pluralidad de objetos (cogniciones, motivaciones, acciones) queda incrementada en los casos en que operan fracturas generacionales intensas, lo cual es a su vez inevitable cuando no hay un sistema educativo público bien institucionalizado, unificado, centralmente orientado y dirigido, y transmisor de valores generalmente aceptados, de los que se hace cargo, transitivamente, una generación tras otra. Si este sistema existe (o existió), como en Francia, entonces resulta que desde el pequeño espacio-tiempo local hasta el gran espacio-tiempo estatal, la comprensión de las acciones humanas viene en última instancia determinada por el espacio-tiempo estatal; éste es determinante nada remoto de las expectativas y carreras de los actores. En el bien entendido siguiente: lo es siempre y cuando exista y esté actuante una auténtica clase dirigente, portadora de un proyecto, dueña de un nivel de gestión pública observable y compartible. Si lo que hay es, en vez de eso, una ficción institucional, como aconteció bajo el Régimen del general Franco, o bien no hay en absoluto clase dirigente, como acontece ahora, entonces no hay tampoco unificación de los micro-tiempos en la serie gobernada del macro-tiempo, y aquéllos se imponen con su desorden, su caos, y sus mediocridades con figura de protagonistas.

A veces, el historiador se ve conducido por las características propias de su objeto y recorre el camino en sentido inverso: de lo estatal a lo local. Este es un rasgo en la carrera de Pierre Vilar. Su primer trabajo importante fue hecho en Barcelona, en 1934, y versaba sobre «Le rail et la route: Leur rôle dans le problème général des transports en Espagne» (publicado en Annales d’Histoire Economique et Sociale, París, Librairie Armand Colin, pp. 571-580). Aunque en aquel estudio Vilar analizaba la política general de transportes en la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, es ya obvio que su atención queda atraída por particularidades catalanas y, más estrictamente, barcelonesas. El objeto histórico no es, pues, una construcción tan arbitraria como suponen algunas de las tesis criticadas justamente por Schaff. En el análisis de la acción colectiva pueden construirse modelos portadores de una capacidad heurística. Para que ésta se produzca, no sólo han de ser operativas y verdaderas las relaciones entre conceptos y contextos; además de ello, los referentes de los conceptos han de estar ligados de un modo necesario, con coherencia sincrónica y con consistencia serial y diacrónica. La acción colectiva se inscribe en, y forma, sistemas. Tal como he dicho y escrito otras veces, si queremos poner el análisis de la acción humana al nivel científico comparable a análisis en las ciencias «duras», hay que satisfacer no solamente normas lógicas, sino también tres procesos indispensables: conceptualización, contextualización, matematización. Conceptualización: selección y uso de conceptos pertinentes para el sujeto colectivo y para el objeto a explicar. Contextualización: situación social del sujeto y sus relaciones. Matematización: algo más que la mera cuantificación: correlacionar las condiciones mayores de cada estructura con la magnitud y orientaciones de la acción. Se pierde todo rigor científico cuando resulta que, como decía Marx, abstraigo el abstracto de su concreto: entonces no me queda nada más que el abstracto. (Ejemplo actual, la palabrería sobre la contractualidad en la postmodernidad y otras preciosidades de algunos soi disant sociólogos.)

Dicho en otros términos: aunque el  objeto es  una  construcción discrecional, ésta es sui generis porque incluye una realidad que presenta resistencia a la deformación. El investigador motivado por la verdad  sabe ponerlo de  manifiesto y revelar la pertinencia de la cognición de  Renan: «ces choses complexes où tout se tient, où les quelités sortent des défauts, et où l’on ne peut rien changer sans faire crouler l’ensemble».

Por esto es tan esencial, si queremos comprender y explicar, que el historiador permita hablar a los propios actores dentro del contexto de problemas que eran decisivos para ellos y desde la escena donde ellos se agitaban. Esta gentileza científica del historiador incrementa la parte de no manipulación del objeto histórico. Y por esto es también tan esencial que, cuando el historiador ha sido testigo contemporáneo a los hechos, él mismo se convierta en documento: actor frustrado que aporta su testimonio verdadero.

Claro es que esas acciones humanas, individuales y colectivas, que requieren ser comprendidas y explicadas, se inscriben dentro de procesos cuya consistencia y cuya duración y dirección escapan a la conciencia de la inmensa mayoría de los actores. Estos procesos de longue durée son como el cauce de un río respecto a cada gota anónima del agua. Pero de esto no debemos deducir,  ni como teoría ni como técnica historiográfica, que los hombres son como sonámbulos dando golpes en la oscuridad, excepto unos pocos que descubren una criatura mística que se pasea por las calles, visible solamente para ellos. La criatura mística puede ser la raza, la nación, la nacionalidad, el Volksgeist, una dinastía real, el sujeto histórico proletario, la vanguardia política del sujeto histórico, la clase social portadora de la Civilización y que es la clase final de la historia, alguna confesión religiosa o las instancias supremas de alguna orden que  domina una  iglesia universal. El  delirio en  la  materia está bien nutrido.  Y claro es que la búsqueda auto-confirmada de la criatura mística no es científicamente admisible como sustitutivo, ni teórico ni técnico, de los datos contextuales de la longue durée producto de acciones colectivas. La comprensión y explicación de la acción humana requiere la síntesis del micro-tiempo y del macro-tiempo.

Diez años después de que Schaff publicase su ensayo, apareció en París un pequeño libro de un gran historiador francés, Maurice Bouvier-Ajam. Era el resultado de la reelaboración de ideas ofrecidas a los estudiantes y profesores de Poznan, con ocasión de haberle sido concedido a Maurice Bouvier-Ajam un doctorado honoris causa por la Universidad Adam Mickiewicz de esa ciudad polaca. El librito (Essai de Méthodologie Historique, París, 1970, ed. Le Pavillon) lleva un prefacio de Gaston Wiet, y tanto éste como el texto son, re-leídos ahora, una pequeña maravilla de humildad, de concisión, lucidez y amor a la ciencia y a la razón racional.

La estrategia del autor del ensayo emerge en las últimas cuarenta páginas, de mucha mayor densidad de lo que deja traslucir un estilo sencillo y en apariencia conductor de obviedades. Después de haber postulado, bien alta, la función de la teoría en el trabajo del historiador (lo cual es algo distinto de la fabricación de una teoría de la Historia), y después de haber dicho que le theóricien a donc des droits, et même des devoirs, Maurice Bouvier-Ajam escribía:

«En Histoire, les faits n’ont jamais tort. [...] Celui qui part d’un  postulat, celui qui veut plier les faits aux caprices de sa pensée, celui qui entend prouver le bien-fondé d’une thèse préconçue, celui qui ne cherche qu’à faire triompher ses conceptions [...] aucun d’eux n’est historien et tous sont des doctrinaires.»

«Qu’est-ce donc que la doctrine, si souvent confondue par le grand public avec la théorie?»

El análisis de las formas de doctrina lleva al autor a distinguir seis tipos de doctrina enlazados lógicamente en tres parejas: doctrine-postulat/doctrine-conclusion, doctrine-précepte/doctrine-système y doctrine-préjugé/doctrine-prévision.

Obviamente, no puedo entrar aquí en el detalle sustantivo ni en los ejemplos. Lo importante para lo que estoy diciendo es observar que, después de este ataque fundamental a los doctrinarios, Maurice Bouvier-Ajam recupera la función necesaria del conocimiento de las doctrinas como integrantes de la realidad histórica, e incluso como función supletiva de la teoría:

«La doctrine est, parmi d’autres, un témoin de temps et de mouvements de l’Histoire; elle est, parmi d’autres, une cause d’actions, de réactions, d’impulsions, de réticences, de sobresauts; à un autre titre, elle joue, normalement d’une façon temporaire, un rôle supplétif par rapport à la théorie; elle offre a la recherche scientifique des moyens d’investigation par les suppositions qu’elle soumet aux éventuels contrôles ultérieurs. Encore faut-il que, considérée sous ce dernier aspect, elle reste aussi réaliste que les données concrètes parallèlement acquises le permettent. Ses expressions les plus subjectives, ses utopies, ses normes morales ne rentrent pas dans la discipline historique, sauf, éventuelle- ment, en tant que sources de tendances susceptibles d’engendrer des phénomènes ou d’infléchir des orientations positivement exprimées. Les “doctrines pures” [...] requièrent évidemment l’attention, comme toutes les manifestations de l’intelligence humaine; si passionantes qu’elles puissent être de ce fait, elles ne sont pas des instruments de la recherche scientifique» [7].

Pienso que, de una lectura meditada de estos párrafos, quedan algunas cosas claras:

a)       Las doctrinas son constructs intelectuales poseídos por los actores. Corresponde al historiador examinar cuándo esos objetos son asumidos de modo acrítico y apriorístico por un actor, y cuándo resulta que son (al  menos  en parte) reelaboraciones de la experiencia del actor. En este último caso existe alguna clase de relación o correspondencia positiva entre una vida, un contexto y una ideología. En el primer caso pueden darse correspondencias irracionales o ilógicas, asociaciones sorprendentes. Las cuales se traducen en hechos erráticos, inesperados o irresponsables.

b)       El historiador no ha de intentar probar sus propias doctrinas, en el sentido fuerte de probar, el que tiene en las ciencias «duras». La Historia no es una ciencia «dura» (si bien existen, ciertamente, técnicas «duras» para demostrar hipótesis y decidir sobre ellas; por ejemplo, la autenticidad de un documento, la existencia de un problema político, jurídico, etc.).

c)       A estas alturas de la historia, escribir racionalmente la Historia es, más que nunca, una cuestión de civilización, esto es, de matices.

d)       Cuestión de civilización, en su sentido más exigente: porque la imprenta es demasiado fácil de manipular y reinventar.

Esteban Pinilla de las Heras, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      En lo sucesivo, Historia (mayúscula) designa el resultado de un trabajo normado por una disciplina universitaria, e historia (minúscula) designa el flujo de eventos. Algún autor anglosajón ha dicho que este último es el input de aquél (que sería el output).

2      Los matices de diferenciación interna en las corrientes de pensamiento y de metodología designadas por el término de historicismo alemán están accesibles a profesores, estudiantes y público, gracias a la edición póstuma de lecciones de Raymond Aron en el Collège de France.   Véase Raymond ARON, Leçons sur l’Histoire: Cours du Collège de France, París, Editions de Fallois, 1989, pp. 13 y ss.

3      Op. cit., p. 85, edición de octubre 1989, Barcelona, Edicions 62.

4      Loc. cit., p. 19.

5      R.  BALLESTER  ESCALAS,  «Utopía  y  tragedia:  Ensayo  sobre  dos  modos  de  concebir  la  Historia», en Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas, Barcelona, vol. 5, agosto 1945, p. 152.

6      Loc. cit., p. 149 (cursiva en el original).

7      Maurice BOUVIER-AJAM, op. cit., pp. 81-82.

Jerónimo Molina Cano

III.        La tercera vía como política social.

El pensamiento röpkeano constituye ciertamente una «denuncia de la expulsión del hombre de la economía» [165]. Así pues, su crítica del economicismo no debe entenderse únicamente como una diatriba teórica contra de la matematización de la economía, sino como una pieza más de la economía general de su pensamiento, dependiente en último análisis de ciertos supuestos filosóficos. Entre otros, un acentuado realismo y una apasionada defensa de la persona, con todas sus consecuencias [166].

El realismo filosófico de Röpke, inspirado en la tradición aristotélica, se ha forjado en la convicción de que se vive en una época insegura, en la que parece haberse volatilizado cualquier criterio para discernir lo propio de la naturaleza humana. La secularización y sus epifenómenos han trastornado la relación del hombre con la realidad —ideologización, relativismo y agnosticismo científico, juvenilismo y sexualización de la vida—. En este sentido, uno de sus tópicos más queridos fue precisamente el de la medida de lo humano, puesta en peligro por un mundo dominado por el colosalismo. La «escala humana», tema recurrente en su pensamiento y objeto específico de su libro Maß und Mitte [167], representa en el plano de la inteligencia un «ánimo inclinado a lo simple» [168] y un modo de pensar radical y libre de prejuicios [169]. Postúlase su realismo como un método sintético-integrador, superador del pensamiento dicotómico. Hay siempre, viene a decir el autor, un tercer género, lo cual exige un análisis más sutil que la cómoda alternativa entre dos términos (por ejemplo, entre socialismo y capitalismo) [170].

Por otro lado, el realismo de Röpke se presenta también como una actitud beligerante ante los acontecimientos. No se trata del engagement, sino de la constatación de que no se puede estar «acariciando el arpa mientras Roma arde por los cuatro costados». De esta manera entendió Röpke el papel del clerc, distanciándose por tanto del abstencionismo preconizado por un Benda [171]. Su ideal de intelectual está representado por la nobilitas naturalis, en el sentido de la aristarquía de Ortega, cuya autoridad constituye un elemento imprescindible para una sociedad bien ordenada. El intelectual que sólo es «crítico» y que cultiva el despego personal de todo lo que le rodea tiene sin duda algo de monstruoso. El pensamiento de Röpke, teñido de lo que él mismo llamó «pesimismo constructivo» [172] o «activo» [173], no se dejó paralizar por el fatalismo. Antes al contrario, la indignación, el respeto y el sentido común le sirvieron como resortes para la acción. Aún en el invierno de 1942 confiaba en ser lo suficientemente pesimista como para conocer el peligro y contribuir a su conjura [174]. Cada siglo, escribía entonces, sale a su abuelo, lo que hacía albergar alguna esperanza sobre el siglo XX: «El viento ha cambiado y está empezando a formarse un nuevo clima espiritual que presentimos no será muy distinto del siglo XVIII» [175].

Puede decirse, finalmente, que su actitud filosófica ante la realidad se ajustó a lo que se ha llamado el pensamiento en órdenes concretos, que él entendió como una alternativa al seco racionalismo abstracto, que no conoce límites y resulta extremadamente propenso a extraviarse. De su pensamiento ordinalista arrancaba su crítica a los abusos de la razón del «sempiterno saint-simonismo», del que supo acuñar una definición que sintetiza toda una actitud ante la vida: «La actitud espiritual cuantitativa-mecánica, producto de la mixtura de la hybris científico-natural y de la mentalidad ingenieril de aquellos que unen al culto de lo colosal el afán, que satisface su propia necesidad de autoridad, de construir y organizar con el compás y la regla la economía, el Estado y la sociedad con arreglo a supuestas leyes científicas, reservándose para ellos, además, mentalmente, la función directora» [176].

Ante todo, Röpke veía en el hombre su ser espiritual y moral. No existe, pues, el homo oeconomicus, a cuyos supuestos motivos racionales pretende recurrir el economicismo para explicar el acontecer social [177]. Tampoco tiene mayor consistencia el hombre ideológico de ciertas doctrinas. Este tipo de visiones unidimensionales, en las que tanta responsabilidad tiene el racionalismo, adolecen de una concepción sesgada del hombre. Son producto también de un falso humanismo que, a veces sin pretenderlo, impulsa la crisis de la modernidad. Por su parte, Röpke llamó la atención sobre los excesos del individualismo metodológico, que se arriesga a no tomar en consideración los distintos planos de la vida humana, que por estar vertida hacia el «otro» tiene una vertiente «colectiva». Lo que puede considerarse, hasta cierto punto, como una forma de personalismo filosófico tiene en el economista alemán una impronta casi católica. Las convicciones religiosas del economista, que en el fondo respondían al cristianismo histórico o sociológico que ha fraguado el mundo europeo [178] más que a una determinada confesión, impregnaban su pensamiento; sin embargo, sus interlocutores le tomaban frecuentemente por católico.

En todo caso, hay que insistir ahora en la importancia que la dimensión religiosa del ser humano tiene para Röpke. El vacío generado por la secularización, estrechamente relacionado con el endiosamiento del hombre, le hacían lamentarse de la degradación de la herencia cristiana que ve en el hombre la imagen de Dios. El hombre moderno que ha perdido la fe se aferra después a las falsas religiones, que constituyen expresiones de lo que el autor denominó sarcásticamente «animalismo» [179].

Este breve examen de algunos de los supuestos filosóficos del pensamiento röpkeano debe bastar para introducir la exposición temática de la idea de la tercera vía, objeto específico de la última parte de este estudio. Entendemos que la vía media que se postula constituye, en cierto modo, una consecuencia directa de la interpretación que hace Röpke del siglo XIX en clave de «decadencia de la cultura». Aquella época inauguró en su opinión el que llamó «interregno espiritual» en Europa, cuyas manifestaciones prototípicas son el paleo-liberalismo y el colectivismo. La tercera vía röpkeana, en consonancia con las exigencias de la situación histórica, propone una reconstrucción social y moral del modo de vida europeo, lo cual lleva implícito, al menos en el momento de su desarrollo, una alternativa a la política social clásica, sobre todo a las variaciones introducidas por la generalización de las políticas económicas keynesianas: provisión de seguridad estatal, socialismo fiscal, inflación reprimida y empleo total, lo que él llamaba la «mentalidad Maginot» social [180]. La des-proletarización y la desmasificación de la existencia humana constituyen, según Röpke, las metas e imperativos del humanismo económico o tercera vía. A su adecuada comprensión han de servir algunas precisiones sobre el Estado total y el llamado intervencionismo liberal.

3.1. Tercera vía e intervencionismo liberal

Durante el siglo XX se ha reavivado cada cierto tiempo, sobre todo en Europa, una singular discusión ideológica y científica sobre el contenido de lo que se llamó «tercera vía». Lo curioso es que las sucesivas reediciones de la polémica han hecho tabla rasa con las aportaciones precedentes. Puede aventurarse no obstante una primera periodización ordenadora de este episodio de la historia de las ideas del siglo XX, que comprende en dos fases el desenvolvimiento de la mentalidad ideológico-social [181].

El primer momento intelectual de la tercera vía se corresponde con el ciclo de la última guerra civil europea, si bien una de las primeras manifestaciones al respecto puede fecharse ya en 1912, año de la primera edición de The Servil State, del católico vagamente tradicionalista Hilaire Belloc [182]. Las últimas aportaciones de interés están encabalgadas en el final de la II guerra mundial, correspondiendo el mérito principal a Wilhelm Röpke. El segundo momento gravita en torno al colapso oficial del socialismo real en 1989. Los libros más representativos de este último periodo abarcan un cuarto de siglo y en ellos se describen perfectamente los avatares de los dos socialismos, el real (comunismo) y el democrático (socialdemocracia). Una de las obras de referencia fue el hoy olvidado libro de Ota Sik, Argumentos para una tercera vía: ni comunismo ni capitalismo (1972) [183]. Mucho más recientes son los pamphlets de Anthony Blair y Anthony Giddens aparecidos en 1998 y 1999 [184].

El balance de las dos fases resulta claramente desigual, tanto por la cantidad de bibliografía como por la calidad intelectual del debate. En nuestra opinión, la polémica de la tercería vía, según se desenvolvió desde 1989, no ha aportado nada realmente interesante al asunto, pues se impuso la óptica utilitaria de los partidos del consenso europeos, los cuales, viendo amenazada su supervivencia política, recurrieron a nuevas fórmulas electorales, apelando a una tercera política. Con apenas unas pocas excepciones en la socialdemocracia francesa —más bien retóricas—, en Europa se han generalizado las pautas del neolaborismo inglés. Salvando algunas incursiones hacia el problema de las ideologías derecha e izquierda, incluso al centrismo [185], las discusiones han constituido una pérdida de tiempo, pues no se ha rozado lo esencial: ni el cambio histórico que acontece en lo político, representado por la clausura de la revolución social dirigida por el Estado, ni la emergencia de un nuevo modo de pensar político, el anti-ideológico.

En los años 1920 y 1930 la literatura de la tercera vía no alcanzó las cotas cuantitativas contemporáneas, pero en cambio el arqueo intelectual fue mucho más positivo, pues los dilemas de fondo fueron planteados correctamente. En nuestra opinión, la tercera vía consistió entonces en algo así como la respuesta de la inteligencia económica a la mutación del mundo de representaciones sociales heredado del siglo XIX. No fue, naturalmente, la única alternativa, pues también la inteligencia política se esforzó, a su modo, por dejar atrás la época del pluralismo social destructivo a través de lo que se llamó Estado total (Totaler Staat). La confusión sobre este último concepto, equiparado en la opinión vulgar con el Estado totalitario y con el Estado autoritario, así como el evidente paralelismo existente entre los teóricos alemanes de la tercera vía y del Estado total, hacen aconsejable un examen de las dos nociones para apreciar justamente el significado de la tercera vía en Röpke.

a)        Totaler Staat y Dritter Weg

El Estado total y la tercera vía fueron una de las más arriesgadas respuestas del «liberalismo esencial» de la tradición europea, sobre todo del alemán, a la situación política generada por lo que von Stein alcanzó a definir como la dialéctica entre la Sociedad y el Estado. En un párrafo decisivo escribió aquel que «la paz absoluta entre ambos queda excluida por el concepto mismo de vida. E igualmente es cierto que la plena disolución de lo personal en lo impersonal, el hundimiento de la idea autónoma de Estado en la sociedad y su orden significan la muerte de la comunidad. La tierra conoce la muerte. No hay pueblos perfectos, pero hay, sí, pueblos muertos. Son aquellos en los que el poder supremo se encuentra absolutamente en manos de la sociedad. Pero el carácter de la vida de un pueblo es precisamente la lucha entre Estado y Sociedad» [186]. No podemos extendernos ahora en la articulación de la ley del movimiento histórico en el pensamiento de von Stein, pues nos apartaríamos de nuestro tema. Debemos insistir empero en su importancia para una representación cabal de la época de lo social, caracterizada precisamente por el triunfo de la sociedad auto-organizada en Estado.

La sociedad auto-organizada en Estado, según la terminología de Carl Schmitt [187], o la «sociedad absoluta», según von Stein [188], representan la irrefrenable tendencia contemporánea del pluralismo social, puesta de manifiesto en fórmulas como la Democracia Social o el Estado corporativo y, más tarde, llevada al límite degenerativo por la expansión de los poderes indirectos económicos. Característicamente, el Estado tiende entonces a despolitizarse, mereciendo la consideración de un subsistema social más, para decirlo con la terminología sociologista de Talcott Parsons. El pluralismo social, que llegó a extremos dramáticos en la República de Weimar, amenazó, vistas las cosas políticamente, con la disolución del Estado, incapaz de ganarle la partida a los poderes indirectos, jugadores á deux mains. Precisamente para evitar una crisis política general de dimensiones incalculables, escritores como Schmitt lanzaron la idea del Estado total, que consiste básicamente en el reforzamiento de las prerrogativas del Estado para evitar su descomposición [189]. Tratábase, con otras palabras, de impedir o cuando menos retrasar la despolitización de lo político.

También el pensamiento económico buscó soluciones para una de las consecuencias más relevantes del pluralismo social: la expresión como poder político indirecto del gran capitalismo y de las grandes concentraciones de poder económico, responsables a su vez del bloqueo del mercado. La planificación económica, la idea de una constitución económica e, incluso, el desarrollo de la legislación social son hitos de ese proceso. En perspectiva sociológica, la cuestión se vio como un conflicto muy áspero entre el socialismo y el capitalismo. En la amalgama de uno y otro advirtió Belloc un serio problema, dominado por el avance del mundo totalitario del trabajo y el desprecio por la idea de propiedad, lo que poco después se conoció como proletarización. Mas el punto de referencia obligado, sobre todo por su influencia en los economistas liberales alemanes, es el pensamiento de Franz Oppenheimer, quien expresamente se refirió en 1933 a la tercera vía (Dritter Weg), retomando su tesis de 1919 sobre la superación de los modelos de sociedad capitalista y comunista [190]. Por las mismas fechas, el historiador de la economía sueco Eli F. Heckscher también se había referido a la posibilidad de una tercera vía en su famoso estudio sobre el sistema mercantilista. A propósito del arraigo en Inglaterra de lo que el autor llama política económica liberal escribió lo siguiente: «La vieja política económica (mercantilismo) no habría podido rendir un gran servicio en este sentido, pues no había sido capaz de descubrir, esencialmente, otro modo de afrontar los cambios económicos producidos que el de negarles todo título de legitimidad. A su vez, la nueva política económica (liberal) negaba toda idea de intervención del Estado. El método antiguo había intentado poner un dique a las transformaciones que se operaban; el método nuevo y victorioso les dejaba curso libre. De este modo, pudieron abrirse paso con una fuerza que no tiene paralelo en la historia económica anterior de la humanidad. Habría cabido una tercera posibilidad: no contener el curso de los acontecimientos ni dejarlo desarrollarse a su libre albedrío, sino encauzarlo por derroteros determinados; pero esta posibilidad jamás llegó a intentarse» [191]. Dejando a un lado algún artículo de Alexander Rüstow [192], quien realmente se hallaba en la frontera entre los teóricos del Estado total y la tercera vía, el pensamiento económico ofreció sus mejores frutos ya iniciada la II guerra mundial [193]. Entre todas las aportaciones merece una atención especial el concepto röpkeano de la tercera vía, desarrollado entre 1942 y 1944.

b)        La tercera vía como síntesis de libertad y orden

En alguna ocasión Röpke llegó a atribuirse la paternidad terminológica de la tercera vía, entendiendo que había sido el primer escritor en proponerla en la primera edición de su Die Lehre von der Wirtschaft en 1937. En realidad, hasta donde hemos podido saber, el mérito le correspondió al maestro de la sociología Franz Oppenheimer, que intituló así un libro suyo de 1933 al que ya se ha hecho referencia. La pretensión de Röpke causa sorpresa, pues precisamente él conocía bien el pensamiento de Oppenheimer. Röpke, en cualquier caso, prefirió por algún motivo filiar su pensamiento con Proudhon, Le Play o Sismondi, en quienes creyó adivinar elementos aislados de su programa [194].

Esencialmente, el economista alemán entendía por tercera vía un programa capaz de implantar una nueva política económica [195]. Orientada hacia una «constitución económica de hombres libres», Röpke pretendía con ella apartarse de los esquemas habituales. No se trata, por tanto, ni de una simple negación de liberalismo económico, ni del rechazo automático de cualquier manifestación del colectivismo. La exigencia de superación de la disyuntiva entre laissezfaire y socialismo no es utópica, pues en última instancia el pensamiento siempre puede habilitar un tercer género. Su propuesta se define al mismo tiempo como conservadora y radical: «Conservadora en tanto que cifra su máximo e inconmovible objetivo en conservar a todo trance la continuidad en la evolución cultural y económica, y en la defensa de los últimos valores y principios de una cultura basada en la personalidad libre; radical en el diagnóstico de la descomposición de nuestro sistema social y económico liberal, en la crítica de los falsos caminos de la filosofía y la práctica liberales» [196]. Sus máximos rivales se reclutaron en los dos campos sometidos a tan implacable crítica. El riesgo de un pensamiento de estas características es que, finalmente, unos y otros arriben a él como a una cantera en la que obtener materiales que debiliten la posición del rival. Además, «se produce una situación bélica sumamente complicada, en la que uno de los adversarios contempla con satisfacción más de un ataque contra el otro» [197].

A pesar de su advertencia preliminar sobre el sentido económico del programa, en realidad su finalidad trasciende el horizonte de la economía, subordinando esta actividad a imperativos superiores: políticos y jurídicos, pero sobre todo culturales y morales. Estamos, por tanto, ante un verdadero proyecto de reforma social que no es ni una negación universal del socialismo, ni una variante del liberalismo histórico. Las opiniones vulgares, sin embargo, tropezaban aquí. Pero el autor era consciente de las dificultades para hacer inteligibles y aceptables sus ideas, pues por las esferas implicadas resultan bastante difíciles de precisar. Así, etiquetas como la de tercera vía, siendo útiles, no tenían en último análisis sino un valor instrumental o provisional. Algo tan sutil como la garantía de las libertades personales en un orden social sano, había recibido ya otras denominaciones: liberalismo revisionista, liberalismo constructivo, etc. El propio Röpke se refirió también a un humanismo económico, a la ciudad humana o el eucosmos [198]. Pero la tercera vía, terminología que no era ni demasiado amplia ni demasiado estrecha, le parecía superior a las demás [199]. Al menos antes del final de la II guerra mundial, pues es cierto que después su actitud ante la tercera vía parece un tanto ambigua, desapareciendo las referencias a ella en su obra [200]. Esto dio pie a que se propagase la especie de que Röpke nunca había sido favorable a ese programa. La confusión tiene quizá una doble raíz y a ella contribuyó el propio Röpke.

Por un lado, hay que mencionar la negativa actitud de Mises hacia cualquier género de intervención en la economía, noción que equipara tanto con planificación como con socialismo. Como un simple corolario de esta tesis general venía dado, por tanto, el consabido rechazo de la «Middle-of-the-Road Policy». No es posible, venía a decir, destronar al Moloch capitalista y no entronizar al Moloch del socialismo totalitario [201]. Mas ésta, en el fondo, no dejaba de ser una de las ideas recurrentes en los escritores de esa escuela. La intervención del propio Röpke en el equívoco tiene que ver con su escrito anti-colectivista de 1947, en donde volvió a exponer sus tesis ya conocidas sobre el socialismo. En esta ocasión insistió especialmente en la ambigua actitud del socialismo democrático ante la marea totalitaria: «Que se intente justificar un 50% de colectivismo como dique contra un 100% de él es señal de que el colectivismo democrático se encuentra hoy en una situación que bien podemos calificar, quedándonos cortos, de inusitada» [202]. Igual que ya había hecho Hayek en 1944, Röpke pretendía forzar a los «colectivistas no totalitarios» [203] a elegir entre la economía de mercado libre y la «economía de mando», pues, concluía, «no hay ninguna tercera posibilidad para regular el mecanismo de una economía moderna» [204]. Pero en realidad, el objeto de su diatriba era denunciar las contradicciones de lo que llamó «Ersatzsozialismus» o sucedáneo ideológico «en el que se refugian aquellos socialistas suficientemente inteligentes para reconocer adónde nos conduce el verdadero socialismo, pero carentes de la decisión y del valor necesario para extraer de ello las consecuencias lógicas inevitables» [205].

Lo que disgustaba a Röpke fue, acaso, el éxito que la terminología de la tercera vía tuvo, por ejemplo, entre los teóricos del corporativismo, del sindicalismo, incluso de la nacionalización de algunas empresas. Le molestaban especialmente, por falaces, los intentos de sacar conclusiones ideológicamente abusivas en favor de la planificación del experimento de la Autoridad del Valle del Tennessee (T. V. A.), pues lejos de constituir la avanzadilla de un nuevo orden económico, no dejaba de ser una parcela muy reducida del orden económico global norteamericano, regulado en todo caso por un mercado con precios libres. Lo mismo sucedía en el comercio internacional con respecto a las economías de tipo soviético. Sin la referencia de los precios internacionales, que introducían un mínimo de racionalidad en el cálculo económico del organismo planificador, la radical inviabilidad de esos regímenes hubiese sido palmaria aún para sus procuradores. «De esta suerte, escribía en el mismo lugar, el famoso tercer camino del socialismo democrático se revela como muy resbalosa senda que lanza al abismo» [206].

c)         El intervencionismo liberal o la dignidad del orden político

Tanto la tercera vía como el Estado total apuntan, para decirlo de una vez, al problema del poder, sobre todo al poder político. Siendo Röpke un pensador liberal, su aportación a la comprensión de lo político en sus relaciones con la economía tiene un interés superior. Según es sabido, durante mucho tiempo, el liberalismo, reducido a liberalismo económico («liberismo»), se ha caracterizado por el abandono de lo político [207]. El principio de tolerancia aplicado a los enemigos del Estado, una de las «muertes» del Leviatán, supone aceptar como principio configurador de la unidad política el agnosticismo con respecto a los fines que debe perseguir el gobierno. Este indiferentismo, criticado duramente por Röpke [208], ha propiciado históricamente la generalización del pluralismo. Ahora bien, no se trata de rechazar en bloque lo que en realidad expresa la diversidad de opiniones sobre lo público [209]. Como el autor sugería en Más allá de la oferta y la demanda, debería aceptarse que hay un pluralismo sano lo mismo que un pluralismo enfermo. Este último es ofensivo; presupone la utilización del Estado por los grupos para explotar al resto de la ciudadanía; resulta tanto más pernicioso cuanto mayor es el Estado; profesionaliza el asedio permanente del Estado (lobbying) en beneficio de una casta que, finalmente, limítase a justificar las transferencias de rentas o beneficios en general que reclama. Contrariamente, el pluralismo sano es netamente defensivo y se institucionaliza precisamente para impedir que otros grupos representados por el Estado ataquen sus derechos [210].

Contra la degradación de la vida pública, en un pulso de influencias que aplasta la idea misma de derecho [211], Röpke defendió la existencia de un «Estado fuerte» [212]. Pero no se trata de un Estado intervencionista y omnipresente, sino de un «gobierno que tenga el valor de gobernar». «Lo que caracteriza al Estado verdaderamente fuerte no es la actividad proteica, sino su independencia de los grupos de interés y hacer valer inflexiblemente su autoridad y su dignidad como representante de la comunidad» [213].

Röpke apelaba ciertamente a la tradición europea de la política de la libertad. En ella, el Estado se configura históricamente como un poder neutral (Constant), más no «agnóstico», una de cuyas misiones primordiales ha consistido en garantizar la separación entre imperio y dominio [214]. Aflora así una disyuntiva imperiosa que el liberalismo no siempre resolvió adecuadamente: ¿es la política una actividad digna o innoble? ¿Tenía acaso razón Oppenheimer al definir los «medios políticos» como una expropiación del trabajo de los otros para satisfacer las propias necesidades, y los «medios económicos» como el recurso, con el mismo fin, al intercambio de los frutos respectivos del trabajo de cada uno? [215]. El autor no dudaba de la insuperabilidad del orden político, pues dota a las comunidades humanas de un sentido de la continuidad. Lo político, en efecto, decía Ortega, es la piel de todo lo demás. Tanto es así, que la polémica sobre el maquiavelismo tiene en Röpke una solución digna de los escritores realistas.

Por un lado, el autor de Organización e integración económica internacional, guiado por su pesimismo constructivo, rechazó la concepción de las relaciones internacionales como un torneo de amigos y enemigos [216]. El cinismo que atribuye a sus adeptos se vuelve necedad, pues «no se reconoce qué feroz humorismo encierra el que esta política realista no revele su irrealismo por sus terribles resultados, sino por ignorar la decisiva realidad de las fuerzas morales» [217]. Estas palabras dejan entrever las requisitorias de Maritain contra el maquiavelismo o «arte de procurar la desgracia de los hombres» [218]. Llevando hasta el final el anti-maquiavelismo del filósofo francés, la política deviene una moral de resistencia que fía ciegamente en la promesa de que «el mal no triunfa», porque «destruir no es triunfar» [219]. Sin embargo, Röpke distinguía entre el maquiavelismo y una actitud política templada —Surtout, pas trop de zèle, solía decir evocando a Tayllerand—. El autor, probablemente, paró mientes en los estragos que el ilusionismo moralista a la Maritain había causado en occidente, debilitando su posición frente al maquiavelismo comunista [220]. Puede decirse que «existe una clase moralizante de enjuiciamiento de la política de los Estados, que ni es moral ni es inteligente y que se agota en el siniestro efecto del consciente fomento del maquiavelismo y de sus golpes amenazadores de la paz». Son palabras de Röpke, pero las podría haber escrito también Raymond Aron, defensor de un maquiavelismo moderado, visto que «no siempre se tiene la libre elección de medios» [221].

Del Estado fuerte o sano predícanse la «sobriedad, honradez, concisión, realismo», pero sobre todo «la comprensión por lo político» [222]. Esta última liberó a Röpke de cualquier prejuicio anti-político, lo que le facilitó una adecuada inteligencia de los problemas de la democracia moderna. En clave aristocrática, el economista alemán señaló, en la mejor tradición de Montesquieu, la necesidad de los contrapesos del poder, entre los cuales se cuenta la recuperación de una ejemplarizante nobleza del espíritu (Nobilitas naturalis) [223].

La contemplación röpkeana de lo político como un dato importantísimo de la realidad que no cabe despreciar, marcó, contemporáneamente a Eucken y otros, la reconciliación plena entre el liberalismo político y la economía política neoliberal. Acontecimiento cuyo valor hay que doblar tratándose de pensadores alemanes [224]. En el terreno práctico se produjo la reivindicación de un liberalismo verdaderamente político y sin complejos anti-intervencionistas. Röpke esbozó incluso una teoría de las relaciones entre lo político y lo económico, sintetizada en el «intervencionismo conforme». Un examen de este concepto nos conduce al marco general de la acción gubernativa.

c.1.      Intervenciones conforme y no conforme

En virtud de su propio examen del capitalismo histórico y del colectivismo, Röpke consideraba erróneo el análisis al uso de los sistemas económicos. Generalmente se tiende a representar un continuo en el que el papel desempeñado por lo político aparece gradualmente desde el polo del laissezfaire al de la planificación centralizada. Semejante criterio cuantitativo necesita, en su opinión, verse al menos complementado por un criterio cualitativo, basado en la distinción entre «intervención conforme» e «intervención no conforme». En último análisis, Röpke rechaza el cómodo esquema cuantitativo pues padece un severo error de perspectiva; en él se procede como si la existencia o no de un plan bastara para encuadrar teórica y empíricamente los distintos sistemas económicos. Se hace patente su advertencia contra la equívoca terminología «economía planificada», pues en rigor toda economía lo es. De hecho, es el «modo de planear» lo que diferencia a la economía liberal de la que no lo es. Mientras que la economía de mercado consagra el principio de la libre elección de fines y medios (Entrepreneurship y demás conceptos afines), la economía burocrática o autoritaria planea coactivamente [225]. El criterio postulado por Röpke se refiere más bien a la esencia de la propia actividad económica. El punto de partida podría ser este interrogante: ¿pueden las decisiones políticas intervenir legítimamente en la actividad económica, sin que ello destruya per se las específicas determinaciones de un orden económico sano?

Son intervenciones (políticas) conformes aquellas que respetan la configuración específicamente económica del orden económico [226]. Existe también otro tipo de intervenciones, aquellas no conformes, que subvierten el proceso económico, identificado por comodidad semántica con el mercado. «El carácter disconforme de una intervención se manifiesta por el hecho de que al paralizar la mecánica de los precios acarrea una situación que exige en el acto otra nueva y más profunda intervención, que acaba por poner en manos de la autoridad la función reguladora que había venido ejerciendo el mercado» [227]. Según Röpke, la senda del intervencionismo disconforme «hace perder la estabilidad a todas las cosas», propiciándose de este modo la justificación para ulteriores y más disconformes intervenciones. Una cuestión de especial interés es la utilización instrumental de la denominada intervención «re-adaptadora», que sólo relativamente cabe equiparar con las intervenciones conformes, pues introduce un matiz singular: la restauración de un orden económico enfermo. Trátase de reconducir la situación antieconómica padecida en una rama de la producción, propiciando su transformación al modelo de mercado libre. Nuevamente, la readaptación se postula como «lo tercero». Ni pretende actuar contra la tendencia espontánea hacia el equilibrio, típica de la intervención «conservadora», ni dejar que aquella «se precipite tumultuosa por el cauce del laissez-faire» [228]. Media en esto una distancia enorme con respecto al abstencionismo preconizado por Hayek en Camino de servidumbre. En su presentación de la traducción española de La crisis social de nuestro tiempo glosó Valentín A. Álvarez estos pensamientos röpkeanos: «Hay una intervención que libera, la cual puede actuar tanto en pro como en contra de la competencia, es decir, que aun intervenciones disconformes pueden ser liberadoras» [229].

c.2.      Política económica positiva y política social

A la vista de la crítica röpkeana del paleo-liberalismo, puede entenderse sin gran dificultad que el autor definiera motu propio el programa de la tercera vía como anti-capitalista y antimonopolista [230]. No obstante, la apología del mercado bajo la especie del intervencionismo llamado conforme puede resultar contradictoria con su también declarada actitud «anti-laissez-faire». Cualquier duda al respecto se disipa inmediatamente atendiendo a quien escribe que «con la misma decisión con que nos apartamos del capitalismo de monopolio y del capitalismo colosal, lo hacemos del laissez-faire (...). Una economía de mercado viable y satisfactoria no se produce precisamente porque de una manera deliberada nos concretemos a no hacer nada. Tal economía es más bien un producto artificial y un artefacto de la civilización, (...) particularmente difícil de construir» [231]. El carácter artificioso del mercado reclama, según Röpke, el auxilio de los órdenes jurídico, político y moral. Todos ellos iluminan la «política económica positiva», que debe articularse en cuatro niveles [232].

En el primer escalón se sitúa la «política de encuadramiento» o regulación general de las instituciones económicas y de la competencia: desde las fórmulas societarias de las empresas al derecho de patentes; desde la legislación de quiebra y concurso de acreedores a las determinaciones legales de los coeficientes de caja bancarios. Seguidamente encontramos la «política de mercado», que opera según dos principios ya conocidos: el de las intervenciones de readaptación o acomodación y el de las injerencias conformes. En tercer lugar aparece la «política de estructura», que no admite como datos incuestionables hic et nunc los supuestos sociológicos de los procesos del mercado. La cuestión deviene ahora verdaderamente política, pues se trata de elegir el tipo de empresa preferida —grande o pequeña y mediana—, las relaciones estructurales entre la economía y la industria, el estatuto jurídico de la propiedad y el trabajo o la distribución más adecuada de las cargas fiscales. En este sentido, si se concede a esta política un «puesto importante e incluso sobresaliente en nuestro programa, se debiera reconocer que la expresión humanismo económico no sería un mal nombre para nuestros afanes» [233]. A partir de aquí o, incluso antes, el economista típico rechaza continuar con la definición de otro tipo de intervenciones. Hic sunt leones. No basta empero con pensar como economistas. Estima Röpke, en efecto, que «hasta ahora nos hemos ocupado predominantemente de política económica; ahora se trata de ocuparnos de política social. Este es un paso tan desacostumbrado y, al parecer, tan atrevido, que encuentro natural que para algunos de nuestros colegas resulte todavía algo difícil seguirnos» [234].

La apelación de Röpke a la política social merece una atención especial, pues nada más llega a escribir que la «economía de mercado se sostiene únicamente con una política social que le sirva de contrafuerte» [235]. Objetivo último de aquélla debe ser la fijación de un marco general a la medida del hombre, nuevamente equidistante de los liberales incurables de la vieja escuela y los colectivistas antiliberales [236]. La política social o política vital (Rustow dixit) sintetiza los objetivos últimos del humanismo económico.

3.2. Metas e imperativos del humanismo económico

Una de las notas características del humanismo económico postulado por Röpke, en su vertiente específicamente económica, es la concepción del mercado como una institución artificiosa. Por desgracia, aun a pesar de su instrumentalidad, el mercado no puede utilizarse según convenga a los efectos de hacer viable una economía centralizada y militarizada. En sí mismo, repetía el escritor una y otra vez, el mercado corre siempre el riesgo de caer en los abusos del racionalismo social, como cualquier técnica. No puede haber una economía socialista de mercado —tesis ad hoc de Oskar Lange—, pues la dificultad de generalizar en todas las sociedades el «maravilloso mecanismo de la oferta y la demanda», depende de algo que se decide como «parte de una ordenación general más elevada y más amplia, en donde se hallan la moral, el derecho, las condiciones naturales de la existencia y de la felicidad, el Estado, la política y el poder» [237]. En última instancia, la economía de mercado simboliza una singular concepción de la vida que no puede improvisarse: la burguesa, basada en el esfuerzo personal, la previsión, la responsabilidad y demás virtudes propias del «espíritu burgués» [238]. Entre todas estas destacó Röpke la moral profesional, en el sentido casi vocacional del Beruf protestante. Pues es urgente «captar el sentido y la dignidad de la profesión y el puesto del trabajo en la sociedad» [239].

Pero el humanismo económico trasciende la pura economicidad ligada a los procesos de transferencia de información del mercado, al desempeño de una profesión, etcétera. He aquí la medida de la bondad del programa postulado por Röpke. Más allá del mercado como institucionalización de la competencia, la política social debe perfeccionar su misión. Podemos pues apuntar en Röpke una concepción de la política social que, resultando equiparable en ciertos aspectos a la postulada por el catolicismo social, comprende dos grandes líneas de desenvolvimiento, a saber: el imperativo de la des-proletarización y el de la des-masificación.

a)        Des-proletarización

Una de las más graves consecuencias que tuvo el giro europeo del siglo XIX (colosalismo) ha sido la proletarización de la existencia humana, que Röpke definió como «situación sociológica y antropológica caracterizada por la dependencia económico-social, la falta de arraigo, la vida al estilo del cuartel, el alejamiento de la naturaleza y la falta de atractivo del trabajo» [240]. La proletarización ha convertido al hombre en un receptor de sueldos, por cierto fácilmente gravables, poniendo en peligro, más que la propiedad en sí misma, considerada en términos jurídicos o de riqueza, la actitud psicológica o espiritual del hombre para ser propietario. El avance del Estado de servidumbre, antítesis según Belloc del Estado de propietarios, depende directamente de la enfermedad moral de una gran masa de individuos que han perdido toda aptitud para poseer. No es una casualidad que Belloc, sugestionado por una legislación que llamó servil, pues tendía al «restablecimiento del status en lugar del contrato y a la división universal de los ciudadanos en dos categorías: empleados y empleadores» [241], fuese uno de los primeros escritores contemporáneos en oponerse a una vía media entre el socialismo y el capitalismo. Como se sabe, con ese origen escribió Belloc The Servil State y años más tarde su opúsculo sobre la restauración de la propiedad, muy apreciado por Röpke [242].

La proletarización del hombre ha llegado a constituir uno de los grandes problemas actuales, pues se diría que todo conspira para agravar su pronóstico. Hace décadas, escribía el economista alemán en La crisis social de nuestro tiempo, que la proletarización ha dejado de ser un asunto de salarios bajos y jornadas extenuantes. La solución, consecuentemente, no puede consistir en la salarización radical de todos los trabajadores, incluso, cabe añadir, de quienes no lo son en absoluto [243]. Según Röpke, la proletarización constituye una enfermedad del espíritu en cuyo desencadenamiento ha desempeñado un papel determinante una división del trabajo que ha llegado a extremos incompatibles con la moral humana [244].

a.1.      Crítica del trabajismo

Aunque no resulta conveniente abusar de los neologismos, pues contribuyen a embrollar extraordinariamente el discurso científico, tal vez podría hacerse ahora una gracia y aceptar la terminología «trabajismo», aplicada a la mórbida irrupción del mundo de trabajo (y su mentalidad utilitarista prototípica) en ámbitos de la vida humana alejados del tráfago económico. Como se sabe, fue Ernst Jünger uno de los primeros en ofrecer una visión de la cultura europea bajo la óptica del trabajador, a quien «la posición decisiva le está adjudicada» en los nuevos órdenes elementales [245]. Tanto es así, que el trabajo representa un «nuevo modo de vivir, que tiene como objeto la superficie entera de la tierra y que sólo en contacto con la multiplicidad de ella cobra valor y adquiere diferencias» [246]. Uno de los aspectos más aterradores de ese modo de vida es, precisamente, la «desaparición (del) sentido de duración que se encarna en la propiedad inmobiliaria» [247]. No podemos ahora agotar la glosa del pensamiento de Jünger, incluso si hay en él incitaciones tan importantes como la de la movilización total o el Estado de trabajo. A todos los efectos basta con establecer su papel de preceptor espiritual y estético de un mundo nuevo, antagónico del mundo del liberal burgués.

Con independencia de la actitud personal del centenario escritor alemán ante las que él llamaba «construcciones orgánicas» y de la valoración moral que la misma merezca, resulta indudable que Jünger se limitó a exponer con gran estilo la trama de una realidad emergente. Con un talante mucho más conservador, también Johan Huizinga intervino, años más tarde, en la angustiosa tarea de epitomar la época. En su libro Homo ludens encontramos, en cierta manera, una contrafigura posible del trabajador. El objeto de ese libro delicioso es mostrar la raíz lúdica de la cultura humana y la función creadora y humanizadora del juego [248]. Hay juego en el derecho, en la ciencia, en la filosofía, en el arte; hay juego incluso en la guerra. Sin embargo, a partir de finales del siglo XVIII la cultura se ha venido haciendo cada más grave. Evidentemente, el trabajador, siempre elidido en las páginas de Huizinga, no juega, pues representa hasta sus consecuencias últimas la seriedad de la vida [249].

Sobre la actitud ante el trabajo, que en otras épocas ha tenido también su ingrediente lúdico, pesa sin duda la sombría profesión de fe puritana: el trabajo es un fin en sí mismo. Como bien apunta Röpke, precisamente «al final de esta extraña evolución se encuentra el trabajador de Ernst Jünger, así como la idea de que el descanso ha de justificarse por servir para reponer las fuerzas para el trabajo» [250]. Una sociedad de trabajadores constituye según Röpke una sociedad de hombres dependientes, probablemente sometidos a los ritmos vitales impuestos por las grandes corporaciones. Recientemente se ha llegado a señalar incluso la transformación del vínculo laboral en el cemento de la sociedad. Las consecuencias de un mundo orientado al trabajo, que considera que únicamente tiene realidad su suprema objetividad, no se ocultan: gigantismo social, individualismo autista que aísla al individuo, etcétera. Sin duda, una premisa de la masificación de la vida es la proletarización. No obstante, antes de abordar aquélla, debemos señalar, siquiera esquemáticamente, la única alternativa que, según Röpke, cabe contraponer al mundo totalitario del trabajo: la propiedad. «Estamos convencidos, escribe Röpke, que el jardín tras la casa obrará milagros» [251].

a.2.      Restablecimiento de la propiedad

La coincidencia de Röpke con el pensamiento social católico es plena en el diagnóstico de la proletarización como una gravísima enfermedad de la cultura [252]. La solución preferida por Röpke es sin duda el restablecimiento de la propiedad, cuya condición previa es que los hombres todavía quieran seguir poseyendo. En este punto se abre una primera línea de acción pedagógica, pues grandes masas de individuos se han habituado a la seguridad meramente declarativa originada ex legem. Promotores de esta última serían los derechos sociales, culminación del subjetivismo jurídico [253]. En este punto merece la pena recordar la advertencia de Röpke al exégeta de los derechos sociales, pues «si existe en el mundo un derecho social, este es el derecho a la propiedad, y nada más típico de la confusión de nuestro tiempo que la circunstancia de que, hasta ahora, ningún gobierno y ningún partido hayan inscrito este lema en su bandera» [254].

Mas la propiedad requiere también la prevención permanente contra su concentración, pues esta posibilidad constituye en sí misma la «negación de la propiedad en su sentido antropológico y sociológico» [255]. La propiedad reunida en grandes conglomerados de riqueza acaso no sea ya propiedad, sino otro tipo de institución —propiedad cartelizada, propiedad fiscal—. Tenía razón Hayek al encarecer la sustitución de la equívoca terminología «propiedad privada» por «propiedad plural» [256]. En el fondo, también las posesiones de un Estado omnipotente resultan privativas. Ahora bien, una de las condiciones de una sociedad constituida por auténticos propietarios es la moderación de la imposición de la herencia, pues sobrepasado cierto límite se convierte en una seria amenaza para el «patrimonio familiar», institución en crisis actualmente a causa de la generalización de la fiscalidad progresiva [257]. No obstante, la actitud del economista ante la política fiscal reguladora de las transmisiones hereditarias resulta ambigua, pues acepta como principio general la progresividad impositiva, si bien advierte de un doble peligro: por un lado, el hostigamiento que supone en sí misma; por el otro, el riesgo de que bajo la presión de los desposeídos se anule todo estímulo posesivo. ¿Qué criterio debe guiar la política fiscal? Según Röpke, ésta debe siempre aspirar a transformar la mala propiedad en buena, evitando, al mismo tiempo, que la propiedad se convierta en renta [258].

Junto a la pedagogía de la propiedad, la imposición de la sucesión y la lucha contra las fuerzas monopolísticas que impelen la concentración de propiedades colosales, la rehabilitación de la propiedad ha de tener una plasmación concreta jurídica, pero sobre todo espiritual. La fórmula preferida por Röpke es la propiedad de la tierra y de la vivienda, tanto por las extraordinarias posibilidades que ofrece a la descentralización, como por su carácter vital para las familias. La generalización de la tierra podría incluso suplir las deficiencias en cuanto a la difusión de la propiedad de los medios de producción, la cual, dado el gigantismo de las sociedades anónimas, se limitaría a la democratización de sus títulos jurídicos o acciones.

b)        Desmasificación

Röpke, admirador de Ortega, solía mentar encomiásticamente su libro La rebelión de las masas. Se explica así la centralidad que en el pensamiento social del primero ocupa el concepto de masificación de la vida. La masificación, en la que han concurrido numerosas causas [259], constituye, como proceso general, una suerte de «desnutrición social» del hombre, abocado a una convivencia anónima en el seno de grupos sin verdadera substancia comunitaria. La masificación desplaza siempre el centro de gravedad del individuo hacia lo colectivo; no obstante, puede distinguirse con Röpke la «masa en estado agudo», o estado transitorio causado por determinadas contingencias y la propia constitución de la psicología de las muchedumbres, de la «masa en estado crónico», la cual presupone una forma continuada de existencia caracterizada por el aborregamiento y la falta de independencia (masificación en sentido moral), así como la disolución de la estructura social y la desagregación de los lazos institucionales (masificación en sentido sociológico) [260].

b.1.      Homo insipiens gregarius

El hombre masificado es para Röpke un engendro espiritual que en algún lugar denomina irónicamente homo insipiens gregarius [261]. Para su disección el autor echó mano de Ortega, pero también de la vasta literatura que después de la II guerra mundial se desarrolló acerca de los males de la sociedad de consumo. En esta última viene operándose la destrucción de la familia tradicional, expropiadas por el Estado algunas de sus prerrogativas naturales, entre las que destaca la educación [262].

En las sociedades modernas, que «se disuelven en individuos sin conexión y se coagulan en masa» el verdadero problema no está en el aumento del nivel de vida, pues de alguna manera, también el nivel de vida ha tenido que ver con la agregación informe de los hombres en un mundo desarraigado. Por eso decía Röpke que las políticas sociales tradicionales, obsesionadas sobre todo por la renta, suelen acentuar el mal que pretenden combatir. «Esta concepción explica simplemente la ceguera con que algunos círculos toman lo material como lo esencial y pasan por alto el problema más hondo de la naturaleza humana universal» [263].

Uno de los peligros de la masificación está cifrado en la facilidad con que el Estado puede erigirse en tutor de un rebaño de hombres que no saben apreciar las burkeanas unbought graces of life, encarecidas una y otras vez por el economista alemán como símbolo de una vida verdaderamente humana. Por desgracia, todo lo que recuerda a la naturaleza o a la belleza tiende a ser proscrito en un mundo en el que la patente de realidad la da la publicidad, y la especie, por primera vez, se aburre [264].

b.2.      Filosofía social de la descentralización

Uno de los corolarios del pensamiento social de Röpke se halla en lo que bien podríamos denominar la filosofía social de la descentralización, negación muy meditada del colosalismo social. Ante este último, Röpke mantuvo una actitud inflexible, pues veía en él uno de los males de la civilización europea, en cuya labor de zapa laboraron durante más de un siglo tanto el individualismo desbocado del liberalismo como el colectivismo reactivo que le sucedió. Estéticamente, el autor siempre fue partidario de un regreso a lo pequeño, representado por la vindicación de la vida rural, de la agricultura intensiva, de la artesanía y demás modos de vida alternativos a la concepción artificialista propia de las sociedades industriales capitalistas. Ahora bien, Röpke no se ajusta al patrón del escritor conservador tradicionalista, espiritualmente polarizado por un mundo que, promediado el siglo XIX, empezó a ser sustituido por las grandes estructuras industriales; las mismas que, finalmente, han dado carácter a nuestra centuria. Su perfil es más bien el del pensador agónico, consciente de que la historia no regresa jamás.

Pero lo que realmente ha desconcertado a quienes le catalogaron erróneamente entre los partidarios del individualismo, fue su crítica a los vicios del monopolismo capitalista o corporate capitalism [265], pues por un lado, Röpke es un escritor anti-colectivista, pero por el otro se manifiesta contrario a los excesos del individualismo decimonónico, paradójica causa de un gigantismo social radicalmente anti-individualista.

¿Cómo es esto posible? ¿Cómo el exacerbado individualismo liberal pudo promover las condiciones que determinaron la aparición de las grandes posiciones de poder económico? La solución a estos interrogantes nos aclara el sentido último del humanismo económico röpkeano como una filosofía social de la descentralización y la desconcentración.

Lo primero que debemos atender ahora es la idea del interregno espiritual de Europa, época de suma indigencia espiritual —«época terrible y acéfala» [266]— en la que se abandonaron las saneadas fórmulas filosóficas, políticas y demás, incoadas en el siglo XVIII. A ello contribuyeron las dos grandes revoluciones que han configurado el mundo contemporáneo, la revolución política y la revolución económica. Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Industrial contribuyeron, si bien por vías distintas, a la constitución de unas estructuras con las que el hombre actual se ha familiarizado: los Estados omnipotentes (jacobinismo político) y las poderosas corporaciones económicas. Aquéllos y éstas serán responsables, en última instancia, de la laminación de la tradición y los valores europeos.

Primeramente conspiró en contra del espíritu europeo lo que Röpke llamó «ceguera sociológica del capitalismo», o incapacidad casi general del pensamiento liberal para comprender que el mercado no es un producto natural, sino, antes bien, un artificio de la civilización [267]. El error dejó inermes a las fuerzas liberales ante los defectos del capitalismo histórico. No se tuvo en cuenta que toda aglomeración de poder económico tiende también a configurarse como poder político, directa o indirectamente. Así, flagrantes abusos jurídicos se postularon como consecuencias de la libre competencia en un mercado libre. Ahora bien, en rigor, aquel «capitalismo histórico» llegó a ser la antítesis del mercado libre pues, so capa de individualismo, negábase la autonomía personal. Con intención paradójica, Röpke acuñó una expresión que define muy bien la esencia de aquella filosofía: «colectivismo privado» [268].

El viejo capitalismo, cada vez más alejado del verdadero liberalismo, propició la crítica de escritores como Sismonde de Sismondi, un suizo afincado en el norte de Italia y, como Röpke, amante de la agricultura. Mas no imperó el sentido común y pasóse al extremo opuesto, es decir, a un colectivismo socializante. Resultado de todo ello fueron la masificación de la vida y, asimismo, la proletarización, males que hacen aconsejable una sociedad en la que se refuercen los lazos de solidaridad entre los pequeños grupos y se establezca como uno de los principios rectores de la vida política el principio de subsidiariedad.

Jerónimo Molina Cano, en https://unav.edu

Notas:

165    Véase Quinn, Dermot (1998), ob. cit., p. XII.

166    El personalismo filosófico de Röpke determinó su convicción en la indivisibilidad de la libertad, idea que animó su interesante polémica con Croce, nada más aparecer La crisis social de nuestro tiempo. Según el economista, una cosa es la separación de las esferas de la acción (política —imperio— y economía —dominio—) y otra cosa bien distinta la descomposición de la libertad personal en varios planos que pueden coexistir autónomamente. Escribe Röpke: «La libertad económica es, sin duda, una forma esencial de la libertad personal y premisa indispensable de todo orden social diametralmente opuesto al colectivismo». Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 135. Croce sostuvo, en cambio, que la coordinación entre libertad política y económica no era condición necesaria del sistema general de la libertad. Cabe en su opinión la combinación de liberalismo en lo político y de colectivismo en lo económico; pues el principio de la libertad económica no es sino «liberismo». Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 147-9. No obstante, la opinión de Croce es más política de lo que a primera vista parece.

167    Véase Röpke, Wilhelm (1979), Maß und Mitte, Velag Paul Haupt, Berna.

168    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 126.

169    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 148.

170    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 194.

171    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 147-58.

172    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 31.

173    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 2.

174    Actitud, por lo demás, profundamente política y que recuerda al famoso lema de Raymond Aron: «Sin ilusiones pero sin pesimismo». Véase Campi, Alessandro (1999), “Raymond Aron e la tradizione del realismo politico”, Studi Perugini, nº 8, p. 218.

175    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 88.

176    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 81.

177    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 61. El economicismo, como variante de la mentalidad sociologista, no deja de dar vueltas incansablemente al «molino de las causas, leyes o influencias», ajeno a aquello en que realmente consiste lo económico. Véase Manent, Pierre (1994), La cité de l’homme, Fayard, París, p. 97.

178    Véase Dawson, Christopher (1995), La religión y el origen de la cultura occidental, Encuentro, Madrid.

179    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 26.

180    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 179 y 242.

181    Sobre la mentalidad ideológico-social, Negro Pavón, Dalmacio (1996), “Modos del pensamiento político”, loc. cit.

182    Véase Belloc, Hilaire (1945), El Estado servil, La espiga de oro, Buenos Aires.

183    (1975), Dopesa, Barcelona.

184    Véase Blair, Anthony (1998), La tercera vía, El País, Madrid. Giddens, Anthony (1999), La tercera vía: la renovación de la socialdemocracia, Taurus, Madrid.

185    En la literatura foránea tiene interés Campi, Alessandro y Santambrogio, Ambrogio (1997), Destra / Sinistra. Storia e fenomenología di una dicotomía política, Antonio Pellicani, Roma. Fernández de la Mora, Gonzalo (1999), “Derecha e izquierda hoy”, Razón Española, nº 96. Negro Pavón, Dalmacio (1999), “Ontología de la derecha y la izquierda. Un posible capítulo de teología política”, Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, año LI, nº 76.

186    Véase Stein, Lorenz von (1981), ob. cit., p. 28.

187    Véase Schmitt, Carl (1931), “Hacia el Estado total”, Revista de Occidente, mayo.

188    Véase Stein, Lorenz von (1981), ob. cit., p. 61.

189    Una buena exposición de este asunto, probablemente una de las últimas antes de que el problema de la totalización de lo político fuese sustituido por el del totalitarismo, en Conde, Javier (1942), Introducción al derecho político actual, Escorial, Madrid, pp. 255-282. Constituye un buen ejercicio intelectual confrontar esas páginas con las de escritores como Hannah Arendt y Jacob Leib Talmon, que tanto han influido en la interpretación político-lógica de los regímenes totalitarios; respectivamente: (1998), Los orígenes del totalitarismo, Alianza Editorial, Madrid, vol. III, y (1956), Los orígenes de la democracia totalitaria, Aguilar, México.

190    Nos referimos a Weder Kapitalismus noch Kommunismus (1919) y a Weder so noch so: Der Dritte Weg (1933).

191    Apurando la cita, prosigue Heckscher: «Esto ha valido innumerables reproches a los estadistas de Inglaterra de comienzos del siglo XIX. Y es innegable que su conducta, mejor dicho, su pasividad, influyó en el modo y en el sentido como se desarrollaron las cosas». Véase Heckscher, Eli F. (1983), ob. cit., p. 455. Aunque tardíamente, un libro de 1938 de H. MacMillan (The Middle Way) marcó la ruptura de los estadistas ingleses con los hábitos mentales anteriores.

192    Véase Rüstow, Alexander (1933), “Die Staatspolitischen Voraussetzungen des wirtschaftlichen Liberalismus”, Schriften des Vereins für Sozialpolitik, vol. CLXXXVII. Ese texto se reeditó más tarde como «Liberaler Interventionismus».

193    También aportaron algo al debate Luigi Einaudi (1942), “Economia di concorrenza e capitalismo storico. La terza via fra i secoli XVIII e XIX”, Rivista di Storia Economica, junio se trata de una extensa recensión del libro de Röpke La crisis social de nuestro tiempo; Salin, Edgar (1942), “Ein Dritter Weg?”, Zeitschrift für schweizerische Statistik und Volkswirtschaft; y, finalmente, Mötteli, Carlo (1943), “Gibt es einen dritten Weg?”, Neue Schweizer Rundschau, marzo, y Mötteli, Carlo (1943), “Die Schweiz und der dritte Weg”, Neue Schweizer Rundschau, abril.

194    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 249, nota 1.

195    Véase Röpke Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 29.

196    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), idem.

197    Véase Röpke, W. (1956), ob. cit., p. xiv.

198    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 55.

199    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 31.

200    Su programa de reforma seguía siendo, empero, el mismo.

201    Véase Mises, Ludwig von (1996), “The Middle-of-the-Road Policy leads to Socialism”, en ob. cit.

202    Véase Röpke, Wilhelm (1949), La crisis del colectivismo, Emecé, Buenos Aires, p. 21.

203    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. xvi.

204    Véase Röpke, Wilhelm (1949), ob. cit., p. 27.

205    Véase Röpke, Wilhelm (1949), idem.

206    Véase Röpke, Wilhelm (1949), ob. cit., p. 30.

207    Véase Molina, Jerónimo (2001), “¿Merecería el liberalismo económico tener futuro político?”, Veintiuno, n° 48.

208    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit. p. 318, nota 13.

209    Para esto tiene interés Molina, Jerónimo (1999), Julien Freund, lo político y la política, Sequitur, Madrid, pp. 192-202.

210    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 192-3.

211    La generalización de las leyes-medida y la mitificación de la constitución- pacto constituye el fenómeno jurídico típico de las sociedades pluralistas en las que se ha agotado el ciclo político del mando. Véase Schmitt, Carl (1992), Teoría de la Constitución, Alianza Editorial, Madrid. Para la noción de ciclo político Miglio, Gianfranco (1988), “Pluralismo”, en op. cit., vol. II. También Miglio, Gianfranco (2000), “La monocracia”, Hespérides, nº 20.

212    El Estado fuerte de Röpke coincide con la idea del Estado total de Carl Schmitt. Sin embargo, dada la temprana confusión que se impuso en torno a este último, el economista se manifestaba contrario al Estado total. La cuestión era en realidad semántica, pues lo que Röpke no aprueba es el experimento del colectivismo totalitario, sea bruno o rojo. Sobre esta temática resultan clarificadoras algunas páginas de Maschke, Günter, “Zum Leviathan von Carl Schmitt”, en Schmitt, Carl (1982), Der Leviathan, Hohenheim, Colonia, pp. 227-242. También las de Julien Freund sobre la doble conceptualización del «totalen Staat» en el pensamiento schmittiano. Véase Freund, J. (1978), “Vue d’ensemble sur l’oeuvre de Carl Schmitt”, Revue Européenne des Sciences Sociales, tomo XVI, nº 44, pp. 30-31. Galli, Carlo (1996), Genealogía della politica. Carl Schmitt e la crisi del pensiero politico moderno, Il Mulino, Bolonia, cap. XIII.

213    Véase Röpke, Wilhelm, La crisis social de nuestro tiempo, p. 246. Cfr. Schmitt, Carl (1932), “Gesunde Wirtschaft im starken Staat”, Mitteilungen des Vereins zur Wahrung der gemeinsamen wirtschaftlichen Interessen in Rheinland und Westfalen, nº 1.

214    Esta distinción, expresión mayor del Jus Publicum Europaeum, esencializa la «neutralización de la política» y, asimismo, el principio liberal de separación de lo político y lo económico. A todo ello atribuía Röpke el éxito de la política y la economía liberales sobre el «cesaro-economismo», reinventado en el colectivismo contemporáneo. Véase, por ejemplo, Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., pp. 133 sq.

215    Véase Oppenheimer, Franz (1997), The State, Fox & Wilkes, San Francisco. En esto consiste la teoría oppenheimeriana de la superposición de lo político y lo económico, muy influyente sobre la tradición austriaca. En todo caso, es muy anterior la famosa definición del Estado de Bastiat: «Grande fiction à travers laquelle tout le monde s’efforce de vivre aux dépens de tout le monde». Véase Bastiat, Frédéric (1873), Sophismes économiques, Guillaumin et cie, París, tomo I, p.332. Mucho más accesible es la antología Bastiat, Frédéric (1983), Ouvres économiques, P. U. F., París. En aquel pensamiento de Bastiat, más que en la teoría de Oppenheimer, se inspira la acerba crítica de Röpke al Welfare State. Véase por ejemplo: Röpke, Wilhelm (1969), “Robbing Peter to Pay Paul: On the Nature of the Welfare State”, en Against the Tide. Röpke sostiene que, en última instancia, la redistribución es una especie de sofisma económico. Cfr. Rothbard, Murray N. (1996), For a New Liberty. The Libertarian Manifesto, Fox & Wilkes, San Francisco. El economista norteamericano, quien por cierto lleva al límite la distinción entre medios económicos y políticos postulando el «nonaggression axiom» (ob. cit., p. 23), entiende que la redistribución de la riqueza operada por Estado de Bienestar ni siquiera admite la comparación tópica con Robin Hood, el bandido benefactor, pues estima que el efecto redistribuidor opera preferentemente por tramos de renta («the redistribution is within income categories; some poor are forced to pay for other poor», ob. cit., p. 162).

216    «¿De qué valen, en realidad, todos los tratados internacionales y los llamamientos a los pueblos para que renuncien a una parte de su soberanía en aras del superior interés del orden internacional, si prevalece la convicción (...) de que la política sólo ha de moverse en torno a la idea de que no hay más que amigos y enemigos?». Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 51.

217    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 53.

218    Véase Maritain, Jacques (1945), Principios de una política humanista, José Mª Cajica, Puebla, p. 239.

219    Véase Maritain, Jacques (1945), ob. cit., p. 246. El propio Röpke escribió que «ser maquiavelista equivale a apostar contra el tiempo». Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 54.

220    La misma denuncia en un clásico incomprendido fechado en 1943: Burnham, James (1953), Los maquiavelistas. Defensores de la libertad, Emecé, Buenos Aires.

221    Véase Aron, Raymond (1995), “La querelle du Machiavélisme”, en Machiavel et les tyrannies modernes, Fallois, París, p. 393. También Molina, Jerónimo (1997), “La supuesta apoliticidad del liberalismo”, en Sanabria, Francisco y Diego, Enrique de (ed.), ob. cit., pp. 118-9.

222    Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 58.

223    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 147-52. Especialmente Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 176 sq.

224    La tragedia del liberalismo alemán, aunque se perfila ya en 1815 y 1830, se inició oficialmente con el fracaso de la constitución de un Estado nacional entre marzo de 1848 y marzo de 1849. La obsesión por la fundación del Estado-nación provocó el abandono de los principios más genuinamente liberales. Vióse así desplazado de la arena política e intelectual por el prusianismo socialista (de Estado, socialdemócrata, nacionalsocialista), hundiéndose profundamente en el periodo de entreguerras. Su rearme intelectual después de la II guerra mundial, si bien se vio truncado finalmente por el auge del keynesianismo, rozó lo extraordinario. En el ambiente propicio de la época influyó el desprestigio que sobre sí había atraído el ideal nacional. Aunque se abusó más tarde de la estigmatización del concepto, lo cierto es que finalmente se dieron las condiciones para que el liberalismo alemán se desprendiese de su lastre histórico. Los avatares del liberalismo alemán hasta 1849 se exponen con claridad y concisión en Abellán, Joaquín (1987), Estudio preliminar a Rotteck, K. Von, Welcker, C. T., Pfizer, P. A. y Mohl, R. Von, Liberalismo alemán en el siglo XIX. 1815-1848, C. E. C., Madrid.

225    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 207-8. El problema del plan económico pone principio precisamente a Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., pp. 15-8.

226    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), p. 204. Viene muy bien aquí la distinción freundeana entre lo económico (l’économique) y la economía (l’économie). Véase Freund, Julien (1993), ob. cit. También Huarte, Juan (1980), La realidad primaria de lo económico y el sentido de la economía, Unión Editorial, Madrid.

227    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 205.

228    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 240.

229    Así concluye el maestro de economistas: «La legislación antitrust americana fue intervención conforme, pues intentaba anular fuertes poderes monopolísticos; la Ley de Arrendamientos Urbanos es un ejemplo de intervención disconforme porque regula los precios en el mercado libre de alquileres; pero no se puede dudar de que esta ley es liberadora en gran medida, pues cuando hay gran escasez de viviendas, limitar los derechos del propietario urbano es liberar a miles de individuos de una sumisión a veces muy tiránica». Álvarez, Valentín, A., Presentación de Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. XI.

230    En Röpke encontramos la convicción, ya que no la teoría, de que el monopolio tiene su causa en el intervencionismo estatal. Así, como parte de la política de mercado, señálase la necesidad de una política antimonopolios pasiva, caracterizada por el rescate de las concesiones y prebendas en manos privadas; la política antimonopolios activa pretende luchar contra las causas favorecedoras del monopolio del lado de la oferta. Cabe también una política antimonopolios activa del lado de la demanda, consistente en la educación del consumidor. Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 292-300. Ha sido Murray N. Rothbard quien ha demostrado que el llamado «monopolio natural», concepto en el que siempre tropieza la economía neoclásica, constituye un sofisma económico. El monopolio, en su opinión, siempre es político. Véase Rothbard, Murray N. (1977), Power and Market. Government and Economy, Sheed Andrews & Mc Meel, Kansas City. Especialmente Rothbard, Murray N. (1964), Man, Economy, State. A Treatise on Economic Principles, Van Nostrand, Princeton, cap. X. Según Rothbard, la manía antimonopolista proviene de la confusión entre libertad y abundancia (ob. cit., p. 580). Según Mises, el monopolio puede producirse por motivos netamente económicos en el caso de demandas inelásticas; Rothbard, sin embargo, expresaba su perplejidad ante dicha teoría, pues no encuentra de recibo culpar al productor de la inelasticidad de una curva de demanda concreta. En suma, el monopolio constituye un simple problema de libertad económica; donde ésta no existe o se violenta aparece aquél como una «concesión o privilegio especial otorgado por el Estado, determinando el cierre de un área de la producción en beneficio de un individuo o un grupo». Véase Rothbard, Murray N. (1964), ob. cit., p. 591.

231    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 33.

232    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 33-41.

233    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 36.

234    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 37.

235    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 40.

236    Véase Röpke, Wilhelm (1956), idem.

237    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 132.

238    Véase Sombart, Werner (1993), ob. cit., pp. 115 sq. Röpke, por ejemplo, rechaza frontalmente la alegría con que el público se lanza a las compras a plazos, expresión de una «forma anti-burguesa de entender la vida». Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 142.

239    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 158.

240    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 19.

241    Véase Belloc, Hilaire (1945), ob. cit., p. 167.

242    Véase Belloc, Hilaire (1936), An Essay on the Restauration of Property, The Distributist League, Londres. Mas en el prólogo a la tercera edición de The Servil State ya refiere que «de no restaurar la institución de la propiedad nos veremos abocados a restaurar la institución de la esclavitud; no hay tercera vía». Véase Belloc, Hilaire (1927), The Servil State, Constable, Londres.

243    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 20. También Molina, Jerónimo (1999), “El Estado servil”, Razón Española, nº 96.

244    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 166.

245    Véase Jünger, Ernst (1993), El trabajador. Dominio y figura, Tusquets, Barcelona, p. 61.

246    Véase Jünger, Ernst (1993), ob. cit., p. 89.

247    Véase Jünger, Ernst (1993), ob. cit., p. 172.

248    La cultura, afirma categórico el escritor holandés, «se desarrolla en el juego y como juego». Véase Huizinga, Johan (1972), Homo ludens, Alianza Editorial, Madrid, p. 205.

249    Tal vez por ello escribe Huizinga que en la «cultura moderna apenas si se juega y, cuando parece que juega, su juego es falso». Véase Huizinga, Johan (1972), ob. cit., p. 244.

250    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 95-6, nota 18.

251    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 167.

252    Por ejemplo: Messner, Johannes (1976), La cuestión social, Rialp, Madrid. También Pieper, Josef (1979), El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid. Para Messner, uno de los grandes problemas contemporáneos ha sido la transformación operada en la mentalidad del trabajador, quien ha sustituido la seguridad basada en la propiedad por la seguridad social de provisión estatal. Véase Messner, Johannes (1976), ob. cit., pp. 463-4. El profesor Pieper, con mayor sofisticación filosófica, se interrogaba sobre «si el mundo del hombre se agota con ser un mundo de trabajo, si el hombre consiste simplemente en ser funcionario, trabajador, si la existencia humana adquiere su plenitud siendo exclusivamente existencia que trabaja cotidianamente». Véase Pieper, Josef (1979), ob. cit., p. 37. Pieper tiene páginas especialmente luminosas sobre la proletarización, que define como una vinculación general al proceso productivo, hasta el punto que «agota el espacio vital del hombre que trabaja». Véase Pieper, Josef (1979), ob. cit., p. 58.

253    Messner habla, en este sentido, de la generalización de una «histeria pensionista», reivindicativa de ingresos sin contrapartida. Messner, Johannes (1976), ob. cit., p. 146.

254    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 193.

255    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 191.

256    La propiedad plural o varia, que Hayek tomó de Henry Maine, implica una valoración positiva de su difusión en la sociedad. Véase Hayek, Friedrich A. von (1991), Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, Madrid, p. 169, nota 8.

257    Según Röpke, la familia ha sido reducida poco a poco a una mera unidad de consumo, expediente a la medida de quienes persisten en razonar como macroeconomistas.

258    Véase Röpke, Wilhelm, (1956), ídem.

259    Espirituales y morales, pero también demográficas, tecnológicas y político sociales e institucionales. Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 18.

260    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 80-1.

261    Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 207.

262    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 165.

263    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 168.

264    Decía Röpke que el tedio constituye una enfermedad del espíritu típicamente actual. Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 102 sq.

265    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 146.

266    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 9.

267    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 66.

268    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 141.

Jerónimo Molina Cano

II.         Wilhelm Röpke, economista a contracorriente

El economista Wilhelm Röpke nació frisando el siglo XX (10.10.1899) en una aldea al sur de Lüneburger Heide (Schwarmstedt), en las proximidades de Hannover. Sus primeros años estuvieron marcados, sin duda, por la vida en el entorno rural propio del norte de Alemania. Los años de mocedad de quien fue hijo y nieto de médicos rurales dejaron en él una profunda impronta, puesta de manifiesto en el elogio de la vida sencilla en las pequeñas comunidades que de cuando en cuando aflora en sus escritos filosóficos, sociológicos e, incluso, económicos. Estos últimos constituyen, precisamente por ello, una excepción en el gremio intelectual de los economistas, mucho más preocupados desde finales de la I guerra mundial, según resulta notorio, por las abstracciones economicistas y los conceptos generales que por la dimensión humana de la actividad económica. A continuación nos ocupamos de la personalidad científica de Röpke, desplegada en cuatro grandes etapas, desde su socialismo internacionalista ingenuo de excombatiente hasta el reconocimiento internacional de las décadas de 1950 y 1960.

2.1.      Semblanza personal e intelectual

Todavía no contamos con un buen estudio bibibliográfico de quien, en nuestra opinión, debiera figurar entre los economistas europeos más importantes del segundo tercio del siglo XX [67]. Ahora bien, esto tiene su explicación, pues tampoco ha sido mucha la atención que los especialistas le han dispensado después de su muerte, acaecida en Coligny, cerca de Ginebra, el 12 de febrero de 1966. Enciérrase una ardua paradoja en el hecho de que quien fuese uno de los economistas más leídos durante las dos décadas que siguieron a la II guerra mundial se haya visto eclipsado desde entonces por un silencio denso, sobre todo fuera de los círculos ordo-liberales de lengua alemana. Apenas si se le cita en los trabajos sobre la evolución del pensamiento económico contemporáneo, lo que tácitamente le relega al desempeño de un papel secundario en las corrientes actuales de la ciencia económica. Por regla general, su nombre resulta desconocido para las jóvenes promociones de economistas, cuyo paso por las facultades europeas, con muy pocas excepciones, se limita al adiestramiento matemático y estadístico. He aquí, una vez más, la enorme potencia desfiguradora de la realidad que tiene el «bibliografismo» [68]. El olvido, que aun siendo grave tendría explicación en el caso de los economistas de profesión neo-keynesiana, resulta imperdonable en el caso de quienes se alinean en el «Nuevo Liberalismo» [69].

a)        Configuración de su pensamiento (1919-1933)

Wilhelm Röpke, como millares de jóvenes coetáneos suyos, formó parte de una de las generaciones europeas de más triste destino, pues en la I guerra mundial hubo de enfrentarse a un enemigo sin rostro humano transfigurado en una verdadera «máquina de guerra», animada por el élan de la movilización total [70] y de cuyo gravísimo alcance tardaron muchos meses en hacerse conscientes los pueblos europeos. Aquellas generaciones, como escribió Erich María Remarque en su libro inolvidable Sin novedad en el frente, «fue(ron) destruida(s) por la guerra, aunque escapar(an) a las granadas» [71]. Mas la gran guerra, la contienda que se creyó la última de las últimas, la «der des der», vino sobre todo a poner fin a una forma de vida, a todo un mundo de representaciones políticas, económicas, técnicas y demás. Se ha repetido infinitas veces: la declaración de guerra de Austria a Serbia marcó, en efecto, la clausura formal del siglo XIX, que conoció muy pocas guerras después de la caída de Napoleón, siendo estas, en todo caso, limitadas. El militarismo se convirtió entonces en la expresión más clara de la nueva dimensión del Estado, forma política profundamente revolucionaria que se enseñoreó de casi toda Europa a medida que se iba resolviendo la contienda en los frentes ruso y franco-alemán y que, finalmente, sancionó universalmente la liquidación de la monarquía de los Hohenzollern, con la participación necesaria del iluminado presidente Woodrow Wilson [72].

La guerra y la peculiar organización económica a la que obligó a los Estados, la famosa «economía planificada» del «preußischer Europäer» Walther Rathenau (1867-1922) [73], puso al descubierto las amenazas que para las libertades personales suponía aquello que Joseph A. Schumpeter denominó, precursoramente, el Estado fiscal («Steursstaat») [74]. Sin embargo, la guerra no fue la causa última de la gran mutación. Acaso, como tantas veces se ha sugerido, limitóse a oficiar de «partera de la historia» [75]. Los problemas de la civilización europea venían de atrás, gestándose ya en las largas consecuencias de la Revolución de 1848, la primera revolución socialista [76].

Era lógico empero, al menos en un primer momento, que la guerra se viese como el origen de todos los males. Mas muy pronto se miró más allá de las atroces experiencias de los campos de batalla. Ante todo, era preciso no acomodarse en la añoranza securitaria de un tiempo consumado. Así, lo más granado de la inteligencia europea se determinó a perseverar en el estudio de las causas de aquella terrible crisis de dimensiones internacionales. Los resultados fueron desiguales, y su espectro registraba todas las gradaciones posibles entre el atroz optimismo de algunos y el pesimismo irresponsable de otros.

En el caso de Röpke, los campos de batalla de la Picardía en que se batió le determinaron, según escribió años después, a que «si algún día llegaba a salir de aquel infierno, se dedicaría de por vida —para que esta no careciese de sentido— a prestar su ayuda para impedir que se repitiese la catástrofe, y, por encima de las reducidas fronteras de su propio país, tendería la mano a cuantos cooperasen al mismo fin» [77]. Volvió entonces a la vida civil determinado a convertirse en «economista y sociólogo, para poder así comprender las causas de esta crisis y contribuir a evitarla» [78]. Tiene no poco interés recordar aquí la evolución intelectual del autor, que le llevaría desde el socialismo pacifista inicial al liberalismo renovado que muy lentamente se va configurando en Europa gracias al magisterio de Ludwig von Mises, uno de los pocos economistas en activo que no sucumbió ni sentimental ni teóricamente a los intentos de institucionalizar la Kriegswirtschaft [79].

En un primer momento, Röpke estaba convencido de que la raíz del mal se cifraba en una sociedad y unas elites corrompidas. Ahora bien, la sociedad susceptible de tales degeneraciones (la guerra criminal cuya figura representa el soldado provisto de la granada de mano y la máscara antigás [80]; la organización industrial asentada en el salario de máquina; la miseria cíclica masiva; etc.) se asimilaba convencionalmente con el «capitalismo», con lo que la salida lógica para él y para miles de universitarios sólo podía ser el «socialismo». «Si se quería dar una forma radical a la protesta contra tal sistema, protesta a la que nosotros, en nuestro juvenil ardor, nos sentíamos alentados, era casi lógico hacerse socialista» [81].

Mas quiso ser Röpke, antes que socialista, un economista serio y realista, esforzándose por descubrir en el voluntarismo (meramente reactivo) de la afirmación general del socialismo la verdadera justificación ético-científica de este último [82]. Así pues, a poco que se tuviese intención de profundizar en la reflexión sobre estos asuntos, descubríanse los lugares comunes sobre el socialismo que no se compadecían ni con sus determinaciones empíricas ni con sus realizaciones concretas. Una buena muestra de esta suerte de incoherencia intelectual, en la que ha sido pródigo desde entonces el siglo XX, era la equívoca actitud de quienes siendo, por socialistas, antimilitaristas y pacifistas convencidos, no se decantaban, como por otro lado parecería lógico, a favor del librecambismo como medio cooperativo y no violento de ordenación de las relaciones internacionales. El socialismo, que termina configurándose siempre, necesariamente, como un socialismo nacional, presupone que las «fronteras nacionales tomarían un nuevo y preeminente sentido económico» [83]... Sin embargo, la opinión común tendía a identificar con el capitalismo y, asimismo, con el liberalismo toda forma de nacionalismo económico belígeno. Naturalmente, las contradicciones de su generación se extendían también a la concepción de la política interior, pues partiendo del precepto de imponer cuantas más restricciones mejor al poder del Estado, a pocas lecturas que se tuviesen, fácilmente se imponía como una evidencia la genealogía liberal del principio de la limitación de todo poder humano, particularmente del estatal. Sin embargo, algunos socialistas, según Röpke, se habían habituado a apelar a ese principio mientras se hallaban expulsados del poder, dilatando el radio de acción del mando cuando eran capaces de usufructuarlo. Como decía un polemólogo francés, se conoce que el poder es malo cuando lo detenta el enemigo y bueno cuando son los conmilitones o uno mismo sus beneficiarios.

A medida que el socialismo internacionalista iba haciendo camino, propiciándose en el trayecto episodios tan increíbles como las famosas visitas a la Rusia soviética de los intelectuales socialistas europeos, particularmente de los franceses [84], las dudas sobre la rectitud de las utopías colectivistas afloraban públicamente. Ni siquiera el sentimentalismo pudo reprimir que obrara sus efectos la experiencia de la libertad personal recobrada por los excombatientes al reincorporarse a la vida civil. Antes o después, la libertad y la independencia de espíritu habían de volver por sus fueros. En cuanto a Röpke, su rigor científico y su honestidad de temperamento le condujeron en muy poco tiempo a culminar sus estudios de Derecho, Ciencias Políticas y Economía. En este punto, puede afirmarse que uno de los grandes acontecimientos de su vida intelectual fue la lectura del libro de von Mises traducido al español como Socialismo y que probablemente constituye uno de los tratados más importantes sobre la economía socialista: Die Gemeinwirtschaft: Untersuchen über den Sozialismus, originalmente publicado en 1922 [85]. En esta obra se examinaron en profundidad las condiciones y consecuencias del orden político, económico y moral postulado por la ideología socialista, uno de cuyos corolarios sería lo que el economista austríaco denominó «destructionism» [86]. Mises ampliaba así su incursión, hoy clásica, en la controversia sobre la posibilidad del cálculo económico socialista [87], elevándola a la categoría de una teoría general de lo que denominó «Valuation without Calculation» [88].

Una vez conseguida la habilitación como «Privatdozent» en la Universidad de Marburgo con su Habilitationsschrift sobre la coyuntura como concepto científico-económico [89], Röpke impartió en el año 1922 su primer curso de economía política, dedicación que interrumpió al año siguiente para incorporarse como experto a la Comisión del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, encargada de estudiar al problema de las reparaciones de guerra. Esta experiencia resultó determinante para él, pues está en el origen de su monografía de 1923 Die internationale Handelspolitik nach dem Krieg. El conocimiento profundo de la realidad económica internacional que alcanzó entonces fue lo que hizo de Röpke uno de los grandes defensores contemporáneos de un comercio internacional sin trabas. Su concepción de un orden económico internacional basado en la libertad y cuyo referente inmediato se halla en la ordenación del comercio mundial anterior a la I guerra mundial —solidez del patrón oro, desarme arancelario, etc. —, unido a otras consideraciones de índole política le hicieron romper definitivamente con su ingenua profesión filo-socialista. En este sentido, el mencionado texto sobre la política comercial internacional de la I postguerra puede considerarse la divisoria de sus años juveniles.

Reincorporado a la carrera universitaria, profesó en Jena hasta 1928, fecha en la que su horizonte personal e intelectual se vio ampliado por un importante viaje a los Estados Unidos, invitado por la Fundación Rockefeller para impartir unas lecciones sobre la cuestión agraria. Hasta ese momento, Röpke ya se había hecho notar en las reuniones bianuales del Verein für Sozialpolitik, institución que todavía era considerada como el punto de referencia de la ciencia económica para los escritores de cultura germánica [90]. De vuelta a Alemania y tras una breve estancia en Graz, fue llamado finalmente a desempeñar la cátedra de economía política de Marburgo, en donde ejerció hasta su exilio turco «por convicción propia» en 1933.

En cualquier caso, la salida de Alemania clausuró la época en la que su pensamiento fue poco a poco cobrando forma, evolucionando desde el vago socialismo bienintencionado, pero ayuno de teoría, de no pocos colegas suyos, a la defensa teleológica de la libertad económica.

Ahora bien, la especulación teórica röpkeana, en parte asentada en la tradición de la economía de mercado renovada por von Mises, no siguió la derrota trazada por el discípulo de este último, Friedrich A. von Hayek, quien en última instancia prescindiría de la consideración de las determinaciones de lo político sobre lo económico [91]. Encuéntrase aquí un aspecto sumamente interesante del pensamiento röpkeano, pues su actitud ante la política nos descubre las claves de su esfuerzo por trascender la economía política, que el autor urgía a transformar en un verdadero humanismo económico. En efecto, según Röpke, constituía un grave error ignorar la estrecha relación existente entre los diversos órdenes humanos, particularmente la propia del orden político y el económico. Aquí debe radicarse, a todos los efectos, aquello que diferencia al liberalismo alemán de la II postguerra del neoliberalismo de los profesores austriacos de economía y sus seguidores, particularmente los economistas norteamericanos [92].

A sus variadísimas lecturas [93] y a sus trabajos científicos habría ahora que añadir, como factores que también determinaron su biografía, dos acontecimientos muy concretos. El primero de ellos fue la experiencia de su fugaz participación en la llamada comisión Braun, constituida en 1930 para luchar contra la crisis económica. Esos trabajos le dejaron como impronta una prevención intelectual permanente contra toda forma de inflación, en su opinión uno de los grandes males de la economía del siglo XX y también una seria amenaza para la libertad. El segundo acontecimiento pertenece, sin duda, al orden menor de los escritos de circunstancias, pero no careció en absoluto de trascendencia. Nos referimos a sus manifestaciones públicas en contra del nacionalsocialismo de Hitler y sus adeptos.

En una alocución pública de 1930 que, bajo el título «Ein Sohn niedersachsens an das Landvolk», dirigió a su paisanos de Baja Sajonia, advertía que quienes pensaran votar al Partido Nacionalsocialista debían ser conscientes de las consecuencias de sus actos, pues se trataba de un voto al caos contra el orden [94]. Más tarde, ya con los nazis en el poder, pronunció un discurso en Frankfurt (8.2.1933) en el que se atacaba duramente a los partidarios del gobierno, ridiculizando su pretensión de regresar a las «forestas vírgenes de Germania» cuando lo que realmente se necesita, dada la complejidad del entramado social, es una mayor dosis de inteligencia y disciplina [95].

Todo ello le costó la separación de la cátedra y, finalmente, la jubilación forzosa anticipada por «motivos políticos» [96]. Röpke, sumamente elegante e irónico en el estilo, resumía el caso para sus oyentes de una conferencia pronunciada en la Escuela Superior de Guerra de Buenos Aires en el otoño austral de 1960: «Combatí a Hitler. Era yo profesor en Alemania en 1933, y entonces encontré que uno de los dos tenía que irse. Como él no se quiso marchar, yo tuve que irme» [97].

b)        La etapa turca (1933-1937)

Respondiendo a una llamada de la Universidad de Estambul, donde el reformador Kemal Ataturk tuvo gran interés, según es sabido, en reunir a lo mejor del primer exilio académico alemán, se trasladó con su familia a Turquía [98]. En Estambul recibió concretamente el encargo de fundar y dirigir un Instituto de Ciencias Sociales, que constituyó su contribución científica a la modernización de la sociedad turca. Ahora bien, al margen de la actividad institucional ¿qué representó para su pensamiento lo que podríamos denominar el «periodo turco» de su biografía? La lejanía geográfica no supuso en ningún caso un apartamiento de las cuestiones de máximo interés que se discutían en Europa; en este sentido, Röpke seguía en contacto con las corrientes más vivas del pensamiento. Prueba de ello es su profundización en la teoría del ciclo económico, asunto en el que ya incursionó en la década anterior.

Continuando la línea trazada por la teoría del capital de Eugen von Böhm-Bawerk y su discípulo Mises, el economista alemán reelaboró y amplió su trabajo Krisis und Konjuntur (1932), para publicarlo en inglés como Crises and Cycles [99]. En esencia, la teoría röpkeana del ciclo económico, anclada en sus estudios sobre la formación del capital [100], refiere el origen de las crisis económicas a la expansión de crédito del banco central, responsable del exceso de inversiones en bienes de capital. Tal vez lo más original de este estudio es la afirmación de que también es posible, si no más probable, que se produzca la sobreinversión en las economías socialistas, con lo que tampoco estas últimas estarían exentas de los efectos del ciclo. Röpke se ufanaba en el detalle de que en este trabajo suyo y en otros similares ya se habían lanzado las primeras advertencias contra los efectos distorsionadores de lo que luego constituyó la cómoda política keynesiana del ciclo económico, polarizada por un terror generalizado e irracional a la deflación post-bélica.

En cualquier caso, su obra económica más importante de este periodo es probablemente su singular manual de economía política, redactado en 1936 a requerimiento de una editorial vienesa y publicado en la primavera de 1937, titulado originalmente Die Lehre von der Wirtschaft [101]. En ella pretendía el autor fijar el status quaestionis del saber económico, poniendo «unos quince años de experiencia pedagógica universitaria al servicio de una obra que justificadamente se consideraba necesidad imperiosa» [102]. De una manera clara y elegante, alejada por tanto de la pedantería académica, Röpke desarrolló en aquellas páginas su concepción de la economía, apoyando sus investigaciones en lo que consideraba piedra angular de la ciencia económica: la consideración del problema esencial de la economía como actividad humana, es decir, el problema del orden o la «anarquía ordenada» [103]. Para el autor, según sugiere en los dos primeros capítulos de la obra, el orden económico tendría al menos cuatro premisas esenciales: una fenomenológica, el proceso de la formación de los precios; otra epistemológica, la utilidad marginal. Sobre esta última decía que se había levantado «todo el edificio de la moderna teoría económica» [104]. Cabría además atender a una premisa sociológica, según la cual existen tres medios para combatir socialmente la escasez, a saber: una forma éticamente positiva (altruismo), una forma éticamente negativa (violencia) y, por último, una forma éticamente neutral (intercambio económico). Finalmente, puede considerarse también en su obra una premisa praxeológica, según la cual existen diversas formas de armonizar las necesidades con las preferencias: desde el sistema de economía colectiva hasta el sistema de precios de mercado, pasando por las colas, los racionamientos o los sistemas mixtos de precios máximos, precios públicos y demás.

Cuando un economista se interroga con seriedad sobre el problema del orden económico, difícilmente puede esquivar la dependencia que este último manifiesta en relación al orden general de la convivencia humana y, particularmente, al orden político. Röpke, que ya conocía las implicaciones económicas de unos órdenes tan politizados como el soviético y el nacionalsocialista, no podía soslayar las determinaciones recíprocas de lo político y lo económico. El ya mencionado Socialismo de Mises había examinado certeramente las consecuencias de una economía sin mercado. Su rigor y exhaustividad admitían pocos apéndices [105]. Tal vez por eso, adoptando un método de análisis similar, Röpke abordó el estudio de la economía fascista en un artículo muy importante de 1935: «Fascist Economics» [106]. En aquellas páginas, escritas como acostumbraba, a contracorriente, el autor hacía aflorar las falacias de una supuesta «nueva economía» que, según su parecer, nada nuevo tenía que aportar a lo ya experimentado. El artículo tiene el interés añadido de que ayuda a perfilar su actitud ante el intervencionismo económico y el «Estado fuerte», pues no cabe esperar de Röpke una justificación general de la politización de la economía. En Lehre von der Wirtschaft se había expresado con suficiente claridad al respecto: «Se necesita un Estado fuerte que, de un modo imparcial y firme, esté por encima de la lucha de los intereses económicos» y defienda al capitalismo de las prácticas restrictivas de los capitalistas [107]. Mas la «economía fascista» representó realmente lo contrario a sus tesis. Ni siquiera la interesada utilización de la denominación “corporativismo”, ideario que Röpke tenía en buen concepto [108], podía ocultar la realidad del así llamado «Stato Corporativo»; este último, decía, no era otra cosa que la institucionalización del «privilegio para poder arruinar la economía nacional que se han reservado unos cuantos diletantes» [109].

Los años de la Universidad de Estambul no quedarían completos en esta sumaria exposición si no tuviésemos en cuenta que en ellos se fraguó su «Trilogie», especialmente su primer volumen, Die Gesellschaftskrisis der Gegenwart, publicada ya en Suiza en el invierno de 1942.

c)         Plenitud intelectual (1938-1945)

Precedido por la fama de su libro sobre la teoría de la economía política, que le hizo despuntar definitivamente como uno de los críticos más relevantes del intervencionismo económico en todas sus formas y, asimismo, como un teórico liberal de primer orden, Röpke dio por terminada su misión en la Universidad de Estambul al recibir en 1937 un llamamiento del Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra. Allí, en donde pudo tratar fugazmente con von Mises, impartió clases de economía internacional el resto de su vida. A pesar de haber tenido algunos ofrecimientos para trasladarse a los Estados Unidos, prefirió establecerse definitivamente en Suiza, nación que devino muy pronto su segunda patria.

La neutralidad suiza le mantuvo relativamente aislado de los terribles acontecimientos europeos, desencadenados inexorablemente por la invasión de Polonia el primero de septiembre de 1939. En medio de la catástrofe vinieron a reforzarse sus profundas convicciones europeístas, acentuándose al mismo tiempo su preocupación por el destino de un continente que por segunda vez veíase abocado a una guerra de aniquilación. Su contribución a la causa de la civilización europea no podía limitarse en esas circunstancias a la apología de una concepción más o menos ingenua de las relaciones económicas internacionales, adaptada al patrón del viejo liberalismo. Tampoco cabía una reconstrucción social utilizando materiales provenientes del colectivismo, mentalidad en buena medida responsable de la transformación de las naciones europeas en agresivos colosos bélicos. En su opinión, las guerras europeas imponían un punto de vista hasta cierto punto inédito, pues los cambios que habían provocado en las estructuras políticas, económicas y sociales, obligaban al pensamiento a buscar con radicalidad el origen del mal. Ello excluía, pues, el recurso a los más que agotados remedios ideológicos del siglo XIX. Ni el viejo liberalismo, lastrado por su «ceguera sociológica», ni el pugnaz «colectivismo», responsable de la masificación de la vida, eran la solución, antes bien constituían el problema. Con este bagaje abordó Röpke la elaboración de sus grandes libros sobre la situación histórica de la civilización europea.

En el decisivo invierno de 1942, mientras se combatía durísimamente en Stalingrado, apareció en suiza La crisis social de nuestro tiempo, un libro que es el «resultado de las ideas que se ha ido formando un economista acerca de la enfermedad de nuestra civilización y del procedimiento para llegar a vencerla» [110]. En sus páginas ofrecía Röpke un lúcido análisis de la situación del espíritu europeo, proponiendo como remedio lo que algunos otros antes que él ya habían llamado «Dritten Weg». El autor se refería, en efecto, a la tercera vía o tercer camino como a una suerte de mediación intelectual y empírica que debía operarse entre el liberalismo individualista y el socialismo colectivista, corolario de la cual sería lo que enseguida llamó humanismo económico, es decir, una nueva concepción de la economía sometida a imperativos éticos y jurídicos e integrada en una vasta acción política configuradora de una ordenación social sana [111]. De alguna manera, lo que Röpke estaba proponiendo en el fondo era una concepción renovada de la Sozialpolitik que varias generaciones de economistas y juristas alemanes habían cultivado desde el Congreso de Eisenach (1872). En este sentido, el caso de Röpke es único, pues al contrario que a Mises y a la mayor parte de sus discípulos no le parecía que la política social pudiese despacharse tan expeditivamente como estos últimos acostumbraban, viendo en ella únicamente una interferencia de las operaciones de mercado [112]. La escasa comprensión de los neo-liberales austriacos no ya únicamente de la política social, sino de la visión humanista del ordo-liberalismo se puso de manifiesto, antes incluso del cisma de la Sociedad Mont Pèlerin, en la condena miseana de las «Middle-of-the-Road Policies», en las que no se ve sino una variedad suavizada de socialismo («intervencionism») que, a medio plazo, conduce igualmente a una sociedad estatizada [113].

Ciertamente, la Sozialpolitik constituye un repertorio de medidas que directa o indirectamente pueden ser susceptibles de alterar las condiciones de partida, los procesos o los resultados del mercado; no tiene sentido, por tanto, negar su carácter intervencionista. Ahora bien, para Röpke, la política social clásica podía tener una explicación satisfactoria si se la abordaba realistamente desde el punto de vista del orden de la convivencia humana. La conocida preocupación röpkeana por las relaciones entre los distintos órdenes (político, económico, moral, artístico, científico, etc.) alineó su pensamiento con el de los escritores más realistas. En este sentido no pueden perderse de vista las diferencias entre La crisis social de nuestro tiempo y el famoso pamphlet de 1944 Camino de servidumbre, de F. A. Hayek [114]. En cierto modo, la obra del escritor austriaco parecía ya entonces anterior a su tiempo [115].

Como buen lector de Ortega y Gasset, Röpke se esforzó por mantenerse en el nivel del tiempo, de modo que nuevamente en 1944 entregó a las prensas otro libro, el segundo volumen de la trilogía, que tituló Civitas humana. Cuestiones fundamentales en la reforma de la sociedad y de la economía. En él, de una manera mucho más sistemática, retomaba los grandes asuntos del invierno del 42, depurando su pensamiento y dando forma a lo que poco después se conocería en Alemania como la Gesellschaftspolitik, o política configuradora de una sociedad bien ordenada [116].

El último volumen de la trilogía, publicado en 1945 (Internationale Ordnungheute) y sometido, como los otros dos, a una importante revisión en ediciones posteriores, constituye la culminación de sus reflexiones desde el punto de vista del orden internacional, que le parecía el verdaderamente decisivo; no obstante había quedado para el final pues, por otro lado, Röpke entendía que los males que arrasaron el orden internacional se habían originado en el interior de los estados, cuyo insensato nacionalismo propaló graves deformaciones de la realidad. «Este orden de aparición de los libros, contradictorio en apariencia, refleja una determinada interpretación de la verdadera naturaleza de la crisis internacional. Contiene en sí una teoría determinada acerca de los orígenes y de las rutas que conducen a un nuevo orden internacional» [117]. Se equivocaban, por tanto, quienes se obstinaban en eliminar unas supuestas causas internacionales de los conflictos recurriendo a lo que irónicamente denominaba Röpke el «conferencismo» internacional, que no es sino la manifestación burocrática del normativismo internacionalista [118]. La obra en cuestión retomaba en última instancia una de las constantes de su pensamiento: la decadencia de la economía mundial y sus efectos sobre el orden social, tratada ya en su libro International Economic Disintegration, de 1942 [119].

d)        Reconocimiento internacional (1946-1966)

La publicación de su trilogía consagró a Wilhelm Röpke como uno de los más importantes críticos de la cultura; lo cual vino a sumarse a una competencia económica fuera ya de toda discusión. Pocos como él habían logrado una exposición tan realista y equilibrada de los desórdenes políticos, económicos y espirituales, así como de su alternativa, una economía humanizada al servicio de una civitas humana.

Llegó entonces el momento del reconocimiento internacional, pues un escritor como Röpke representaba a la perfección el ideal de la resistencia intelectual frente a la ideología y la propaganda, en definitiva frente a la falsificación de la vida humana, sometida a duras pruebas por los totalitarismos rojo y negro [120]. Así, refiriéndose Hayek a la aportación röpkeana a la causa contemporánea de la libertad, pudo resaltar «un don especial suyo por el que nosotros, sus colegas, le admiramos especialmente, quizá por ser tan poco frecuente entre intelectuales: su valor, su valor moral. Pienso no tanto en su consciente exposición al peligro, aunque tampoco se escondía de él, sino en su valor para oponerse a los prejuicios populares compartidos en un momento dado por personas bien intencionadas, progresistas,  patrióticas o idealistas. Hay pocas tareas más desagradables —continuaba el austriaco— que tomar partido contra movimientos que son seguidos de forma entusiasta, y aparecer como un alarmista señalando peligros donde los entusiastas no ven más que buenas perspectivas» [121].

Pero Röpke constituye también un ejemplo de la renovación del pensamiento liberal, pues contribuyó a que este último abandonase los tópicos del siglo XIX (paleo-liberalismo), poniéndolo en condiciones de afrontar los nuevos desafíos históricos, caracterizados por la necesidad imperiosa de hallar un nuevo principio ordenador de la realidad. En un trabajo de estas características al menos debería mencionarse su participación en la edición de revistas como Ordo y Kyklos; la fundación de la Sociedad Mont Pèlerin en 1947 y, por supuesto, el liderazgo intelectual del grupo de la economía social de mercado («Aktionsgemeinschaft Soziale Marktwirtschaft»), compartido con economistas como Walter Eucken o Alfred Müller-Armack [122]. Con respecto a esto último, es notoria la influencia del consejo de Röpke y sus colegas [123] sobre la inteligente política económica de Ludwig Erhard, responsable directo de lo que se llamó en los años 1950 el «milagro alemán» [124]. Para un escritor económico una de sus máximas aspiraciones bien puede ser contarse entre los modernos «consejeros áulicos». Röpke, de una u otra forma, siempre estuvo instalado en los aledaños del poder político, al servicio de una causa.

Mas en este periodo tiene un interés singular su contribución a la fundación de la mentada Mont Pèlerin Society, que muy pronto se convirtió en la sede por excelencia de los mejores impulsos del pensamiento liberal. Aunque algunos detalles de la constitución de la sociedad todavía no se han hecho públicos, es conocida la polémica entre Hayek y Röpke, acompañado este último por el mecenas Albert Hunold, a propósito de la filiación inicial y dirección del instituto con sede en Suiza [125]. Por diversas razones, uno y otro consideraban la sociedad como algo propio [126]. Más allá de un cierto prurito personalista, la cuestión de fondo afectaba sin duda a una divergente concepción del liberalismo y el papel que estaba llamado a desempeñar en las sociedades de la postguerra. Para la mayoría de los miembros, abanderados por von Mises, no cabía concesión alguna al intervencionismo, ni siquiera bajo la sugestiva formulación liberal acuñada por Rüstow («Liberaler Interventionismus»), y así lo hicieron ver ya desde la reunión anual de 1949, propiciándose una agria polémica entre el autor de La acción humana y Walter Eucken [127]. Dos líneas aparecieron pues claramente delimitadas en el interior de la que, al menos durante algún tiempo, pudo considerarse vicariamente una Internacional Liberal. Los ordo-liberales, para quienes los neoliberales de inspiración austríaca no representaban sino una reedición del denostado paleo-liberalismo, viéronse pronto desplazados e incapacitados para trazar una orientación distinta. Todo lo cual condujo a la ruptura entre unos y otros en la Asamblea de Turín de 1961 [128].

Los años 1950 y 1960 fueron, según es notorio, los de la generalización de las políticas keynesianas; tuvo lugar empero el éxito editorial de los libros de Röpke. Nos encontramos pues ante un escritor llano y capaz de hacerse entender por un público amplio y no versado en economía. Este detalle le abrió probablemente las puertas de muchas naciones en las que su magisterio solía ser reclamado. Viajero incansable, protagonizó una importante gira de conferencias en 1957, que le llevó a México y Venezuela, y otra en 1960, invitado por distintas instituciones académicas y empresariales de Argentina, Venezuela y Perú. Curiosamente, los años en que el despegue económico de aquellas naciones hispánicas parecía nuevamente posible, después de verse frustradas las expectativas de los años veinte, coincidieron con el interés de las elites por la economía social de mercado. Sin embargo, la colonización de las ideologías economicistas del «estructuralismo latinoamericano» [129] de Raúl Prébisch, apóstol del keynesianismo [130], y sus patrocinadores de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) alteró demasiado pronto las perspectivas iniciales de un proceso que, a grandes rasgos, fue analizado por Röpke en un texto muy sugestivo de 1953: Unentwickelte Länder. Precisamente, coincidiendo con su viaje a Argentina, se imprimió en Buenos Aires en traducción española. En un breve prólogo para la ocasión se interrogaba el autor sobre la situación económica del país que le acogía en estos términos:

«¿Se trata realmente de un país subdesarrollado, o estamos ante una nación que contó con un nivel relativamente alto de desarrollo y que fue arrojada por una política económica errónea hasta el nivel de un país subdesarrollado?» [131].

La obra de Röpke ha sido traducida a diversos idiomas y tratados como su Die Lehre von der Wirtschaft a más de catorce. El relativamente débil interés editorial y científico que se registra actualmente por su obra contrasta vivamente, según se indicó más arriba, con la situación de los años del desarrollo económico. No quiere decirse que su obra haya dejado de editarse [132], pero, ciertamente, fuera de los círculos suizos y alemanes en los que tanto se le respeta, su pensamiento parece despertar más entusiasmo allende el Atlántico [133].

2.2.      Recepción de su pensamiento en España

En nuestro país, probablemente, Röpke no fue conocido entre los especialistas hasta poco después de la guerra civil. En contrapartida, puede afirmarse que uno de los primeros ensayos publicados en Europa sobre la crítica de la cultura de Röpke apareció en España. En efecto, en 1945 se publicó en el Suplemento de política social de la Revista de Estudios Políticos un elegante texto de Luis Díez del Corral titulado «El hombre y lo colosal». En él se recogía una primera aproximación al pensamiento del economista alemán, según aparece en La crisis social de nuestro tiempo, acusándose también recibo de sus otros dos grandes libros hasta ese momento: el clásico Die Lehre von der Wirtschaft de 1937, que se cita por la segunda edición suiza, y el aún reciente en ese momento Civitas humana [134]. El autor de aquel artículo [135] formaba parte de dos instituciones decisivas para el futuro de la inteligencia hispánica después de la guerra, a saber: la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas y el cronológicamente anterior Instituto de Estudios Políticos. Precisamente fueron también economistas adscritos a las mismas quienes posibilitaron la publicación de las traducciones españolas de algunas de las obras de Röpke. Concretamente, la editorial Revista de Occidente, a través de su benemérita colección «Biblioteca de la Ciencia Económica» [136], llegó a ofrecer hasta tres de sus grandes títulos: La crisis social de nuestro tiempo, en 1947 [137]; Introducción a la economía política, en 1955 [138]; y Civitas humana, en 1956 [139].

La empresa del importante grupo de profesores y economistas de Madrid, sobre la que ha aportado luz Velarde Fuertes [140], vióse complementada casi simultáneamente por la labor meritoria de la Fundación Ignacio Villalonga, con sede en Valencia. Esta fundación cultural, que se distinguió por el estudio y la difusión de la economía de mercado, puso a disposición del público español las obras Organización e integración económica internacional (1959) y Más allá de la oferta y la demanda (1960) [141]. En cierto modo, el testigo de aquella Fundación lo recogieron en los años 1970 la madrileña Unión Editorial y, asimismo, los seminarios privados sobre economía austriaca de los hermanos Joaquín y Luis Reig Albiol, en el domicilio de este último [142]. Ahí se encuentra el germen de la llamada Escuela Austriaca de Madrid.

En cuanto a los estudios sobre el pensamiento del economista alemán afincado en Suiza, constituye una referencia obligada en lengua española, el importante trabajo de Andreas A. Böhmler sobre la filosofía política y social del ordo-liberalismo, en el que se hace particular hincapié en la obra de Röpke [143]. Sin embargo, no deja de representar un caso aislado [144].

2.3.      Crítica del «economicismo»

El pensamiento de Röpke tiene como referente ineludible el cuestionamiento de una cierta forma de entender la economía que se ha impuesto a lo largo del siglo XX, sobre todo como consecuencia de su matematización. Por debajo de la manía econométrica, estimulada por la sustitución de la economía como actividad humana por el Economic Analysis, el autor creyó descubrir males profundamente arraigados. Uno de ellos es lo que se conoce como «economicismo» o «economismo».

a)        Planteamiento histórico del problema, o cómo se vino en expulsar al hombre de la economía

La crítica de Röpke al economicismo tiene una doble raíz, teórico-económica y filosófico-cultural. No resulta admisible, según él veía las cosas, la reducción de la economía a una disciplina reguladora de la mera productividad técnica. Bien es cierto que durante la época moderna ha fluctuado continuamente la opinión común acerca de lo constitutivamente económico de la economía. Un estudio somero haría aflorar una sucesión de criterios que, arrancando de la «riqueza» —imputada a las monarquías, al Estado, a la nación, a las clases o a los individuos—arribarían, en décadas recientes, hasta la generalización de las ideas sobre el «bienestar» como meta última de la economía. El espíritu europeo ha conocido entretanto la equiparación de la actividad económica con el lado oscuro, bajo o incluso fúnebre del ser humano. Sobre todo cuando, de un lado Thomas Carlyle y de otro John Ruskin, haciendo de precursores de los «intelectuales anticapitalistas» [145], pregonaron que la economía política, identificada erróneamente con los vicios del sistema industrial, era, entre todas las ciencias, la Dismal Science, y el economista un ser de alma desquiciada. En suma, al mismo tiempo que se hacía evidente en otros contextos intelectuales la dimensión humana de la economía, pues, a fin de cuentas, quién negaría que también la riqueza promueve el bien económico del hombre [146], la mentalidad imperante tendía a exagerar las consecuencias de ciertas pasiones humanas en el campo de la economía. Werner Sombart, en su libro El burgués, describió con mucha elegancia el viejo lucri rabies [147], pero por doquiera la opinión se expresaba en la terminología darwinista del «egoísmo», de la «lucha por la existencia». A su manera, también estas ideas contribuyeron a la difusión y general aceptación de una visión distorsionada de la actividad económica, concentrada exclusivamente en la vida utilitaria.

Liberales y antiliberales, mediado el siglo XIX, mostrábanse de acuerdo en las premisas de la acción económica, aunque discrepasen de las consecuencias éticas imputables a las mismas. Para unos el egoísmo individualista generaba felices consecuencias desde el punto de vista del bien común, cuyo medro bien valía la pena de unos cuantos individuos expulsados del mercado por su ineficiencia o la mala suerte. Para otros, en cambio, el solipsismo de los capitanes de empresa únicamente podría generar una sociedad desestructurada, gravemente amenazada por la ruptura de los lazos de solidaridad... En cualquier caso, aunque suene a paradoja, también los antiliberales razonaron en sus críticas al liberalismo como una especie de individualistas à rebours, cuya obsesión por la emancipación de cada hombre concreto les abocó, empero, a un colectivismo tutelar de la humanidad.

Pero aún se dio un paso más en esa dirección, engendrando el pensamiento económico una figura espectral, el homo oeconomicus, colección psicologista de lugares comunes sobre el comportamiento humano. Ahora bien, el homo oeconomicus, que únicamente resulta inteligible como noción epistemológica, fue aceptado por muchos como el elemento constitutivo de la realidad económica. Sus detractores, en vez de reprobar racionalmente la abusiva generalización de los patrones de conducta atribuidos a esa entelequia, se arrogaron la responsabilidad de redimir al homúnculo a través de la solidaridad (fin) y la redistribución (medio), incluso coactivamente si ello fuese necesario. En el contexto de la revolución positivista y social-racionalista, puede decirse que aquellas operaciones mentales fueron a la vez causa y efecto del agrandamiento de la brecha existente entre el objetivismo y el subjetivismo económicos, tendencias inmanentes al pensamiento «en valores» [148].

Para el objetivismo económico, el valor constituye una magnitud teóricamente determinable y, consecuentemente, predecible en función del precio de las horas de trabajo o de los costes de producción (pain cost). Según esta perspectiva y simplificando mucho, la economía política aspiró a perfeccionar su status científico recurriendo, a medida que se desarrollaba la estadística y la matemática, a la modelización de la actividad económica, verdadero azote de las ciencias humanas. Los modelos, adecuados a una concepción mecanicista del mundo, arrojan su red sobre la realidad traducida a ecuaciones matemáticas. Ahora bien, su resolución únicamente es posible en los famosos modelos de equilibrio neoclásicos —Walras, Pareto y tantos otros hasta llegar a la macroeconomía keynesiana—, cuyo parecido con la realidad suele ser fortuito, pues no hay lugar para la acción humana sino para el determinismo. Venía a decir Raymond Boudon en su crítica al sociologismo que, no pocas veces, acéptase un determinismo epistemológico de partida pero se termina considerando imbéciles a los  individuos [149]. Mas tampoco los subjetivistas, a quienes se debe el descubrimiento del axioma de la utilidad marginal (Gossen) y la reconsideración de la actividad económica desde los imperativos dictados por la necesidad [150] y los anhelos personales, se libraron eventualmente de caer en la tentación de matematizar las escalas de la utilidad, como si los movimientos de la voluntad, orientada provisionalmente por los precios, fuesen susceptibles sin más de medida. La elección en economía no es un problema de leyes estadísticas, sino de ponderación individual.

Una concepción de la economía dependiente del utilitarismo; una generalización del modelo del homo oeconomicus, al que se recurre en ocasiones para dar por supuestos principios psicológicos, éticos o praxiológicos que merecerían alguna explicación; o, por último, una matematización de la economía teórica, han contribuido sin duda a la expulsión del hombre de la economía. En una visión de conjunto, este proceso constituye una radical epistemologización del saber económico, que ha abandonado el campo pragmático de la acción económica como objeto de conocimiento, sustituyéndolo por un saber acerca de las representaciones intelectuales y conceptos de la teoría económica. Quizá, como recordaba hace años Dermot Quinn en su introducción a la traducción en lengua inglesa de Más allá de la oferta y la demanda, la economía ha devenido una ciencia triste en su afán de erigirse en ciencia [151].

b)        ¿Producir cosas o producir valor?

La oposición röpkeana al economicismo expresa su incomodidad ante lo que alguna vez llamó despectivamente la «física de la economía» [152], una disciplina alejada de la realidad humana y obsesionada por la cantidad. La actitud del alemán no era nueva, pues ya Mises había hecho cabeza, años antes, contra de la matematización de la economía. Sin embargo, Röpke aportó a la cuestión de la economía matemática un interés especial por la respuesta de la economía a las necesidades del hombre. Es evidente que su satisfacción no puede resultar ajena o indiferente al éxito o fracaso de la productividad técnica. Sin embargo, hacer de la «producción de cosas» el fin último de la economía desmerece de la condición humana de lo económico. Para Röpke, el problema de fondo ha sido el encumbramiento de una concepción materialista o utilitaria de la vida, a lo que no fue ajeno el viejo liberalismo. El economicismo, precisamente, no es sino una ideología económica que «enjuicia todo desde el punto de vista de la productividad material y de lo económico, haciendo lo económico-material la base de todos sus cálculos, al derivar de él todo lo demás y supeditárselo como simple medio para un fin» [153].

El economicismo, empeñado en ofrecer una falsa seguridad, ha llegado incluso a promover la sustitución de la felicidad humana por nociones aparentemente menos problemáticas y al alcance de la mano como el bienestar social o la procura existencial, siquiera con otros nombres menos altisonantes. Así, no resulta extraño que haya gentes, especialmente entre los economistas profesionales, que crean que la finalidad de la actividad económica es cuadrar los balances de la economía nacional o lograr que se incrementen los índices estadísticos, representados uno y otros por una colección de siglas en las que se debe profesar una fe ciega. Mas todo ello no es sino una «economía terminológica» [154], lo cual hace pensar que la ciencia económica moderna, al menos en parte, se ha convertido en una jerga de especialistas. Beneficiarios y responsables de su extensión son precisamente los «economistas matematizantes» [155], a quienes se refería Röpke para denunciar del racionalismo social. En su opinión, el cálculo auspiciado por estos profesionales, vinculados normalmente al intervencionismo estatal [156], del que han sido, junto a los intelectuales profesionales, sus máximos beneficiarios, excede por completo de las capacidades humanas.

El presuntuoso «cálculo sin contar con los hombres» [157], fruto del reino de la cantidad, ha deshumanizado la economía que, sin embargo, constituye una moral science. Por ello, a pesar de los efectos perniciosos de la macroeconomía keynesiana, el economista debe esforzarse por contemplar al hombre como un ser moral y espiritual, atento especialmente a la «productividad de valor», lo que los hombres verdaderamente valoran y desean [158]. En este punto tiene especial importancia la figura del «empresario» y la destrucción creadora que lleva a cabo. Esta es la terminología de Schumpeter [159], pero a la misma idea han apuntado Kirzner —Entrepreneurship, descubrimiento de nuevos fines— y aún antes el propio Röpke, al definir la misión empresarial como una lucha permanente contra la incertidumbre social. Mas la sociedad no sólo remunera con el beneficio el esfuerzo de cálculo del empresario, comparado con un navegante; de ser así, la «empresarialidad» [160] se agotaría en la maximización del beneficio —en la «santa economicidad» puritana y en la mentalidad calculadora [161]—. En realidad, el empresario es creador y no acepta el papel de «simple autómata» que le reserva la teoría económica, pretendiendo que «para el bien general, cumpla con las funciones que le corresponden dentro de la competencia, calculando severamente su beneficio y sin existir una finalidad moral más elevada» [162].

El economicismo, desde el ángulo de las utilidades creadas por la acción empresarial, reduce el tráfago económico a un asunto macroeconómico, induciendo a «considerar el problema de la estabilidad económica sólo bajo el aspecto del pleno empleo, asegurado con auxilio de medidas crediticias y mecánico-fiscales, olvidando que tan importante como pueda ser el equilibrio de las magnitudes totales de la economía, es la estabilidad de la existencia del individuo» [163]. El economicismo de los especialistas tiene su extrapolación sociológica en el culto enfermizo al nivel de vida y a la obsesión por el desarrollo y el crecimiento, terminología que hace referencia a conceptos colectivos ideológicos y que, en rigor, muy poco tienen que ver con la economía humana. La manía economicista, cuyas causas se relacionan con la hybris de la razón, alimenta a su vez otros males de la civilización occidental (masificación de la vida).

No parece posible restañar los daños ocasionados por este vicio del pensamiento si no es desde premisas extraeconómicas: políticas, pero sobre todo morales. Así lo entendió Röpke al redactar su trilogía. Ahora bien, la moralización de la economía resulta incompatible con el moralismo económico. Este último, bastante confundido acerca de la quididad de la moral y la economía o sus relaciones recíprocas, se caracteriza por una crítica vulgar de la sociedad de consumo, siguiendo a grandes rasgos el patrón de La sociedad opulenta de J. K. Galbraith [164]. Pero ¿por qué la superación del economicismo tiene que acarrear el rechazo de los beneficios materiales de la civilización? Es evidente que sólo puede pensar así un intelectual.

La prosaica preocupación por el pan no tiene remedio, al menos en esta vida. En última instancia, como decía Julien Freund, la condición económica del ser humano está fundada sobre su misma menesterosidad orgánica. La economía verdaderamente humana, la economía económica es precisamente la que va «más allá de la oferta y la demanda», pues el hombre no sólo vive de la ratio de electrodomésticos por familia; ni siquiera de que su nivel de vida se ajuste a determinada previsión numérica del gobierno. Claro es que las consecuencias de esta manera de razonar no se circunscriben al mundo occidental, pues también afectan a los países «subdesarrollados», cuyas formas de vida incontaminadas admiran a las instruidas generaciones europeas de jóvenes cool. Del mismo modo, también afectaron en su día al imperio soviético, cuyos gobernantes creyeron jugar con ventaja la baza del dirigismo para aumentar la producción en los sectores estratégicos. Desconfiado, Röpke aseguraba que para contrarrestar la propaganda del economicismo comunista no sería suficiente la lucha por el nivel de vida o por la producción de hierro, carreras inicuas desde un punto de vista espiritual. Hacía falta algo más: una economía verdaderamente humana.

Jerónimo Molina Cano, en https://unav.edu

Notas:

67    Puede verse Neumark, F. (1980), “Erinnungen an Wilhelm Röpke”, en Ludwig-Erhard-Stiftung (ed.), Wilhelm Röpke. Beiträge zu seinen Leben und Werk, Fischer Verlag, Stuttgart-Nueva York. También las notas de Röpke, Eva y Böhm, Franz (1997), “Wilhelm Röpke”, en Schmack, I. (ed.), Marburger Gelehrte in der 1. Hälfte des 20. Jahrhunderts, Marburgo. También son de interés las informaciones recogidas en Dietze, Gottfried (1969), Prólogo a Röpke, W., Against the Tide, Henry Regnery Company, Chicago. Asímismo: Baader, Roland (1999), “Denker der Civitas humana”, Schweizerzeit, nº 20, 8 de octubre. Ritenour, Shawn (1999), “Wilhelm Röpke: A Humane Economist”, en Holcombe, Randall G. (ed.), 15 Great Austrian Economists, Ludwig von Mises Institut, Auburn, pp. 205 sq. Aporta algunos datos muy interesantes Hahn, Roland (1997), Wilhelm Röpke, Academia Verlag, Sankt Agustín, pp. 13-6.

68    El bibliografismo o manía de las citas de autoridad ha generado la curiosa metodología de los «índices de impacto científico», que recuerda más bien, a pesar de sus ínfulas futuristas, a los estudios de ciertos gramáticos hebreos del siglo X sobre la Masorah, dedicados exclusivamente al recuento de ciertas palabras y al estudio de su posición en los Libros Sagrados.

69    La pluralidad de corrientes en que cabe descomponer intelectualmente el pensamiento liberal contemporáneo hace aconsejable trazar una clara distinción entre el «Neoliberalismo» en sentido estricto, correspondiente a las generaciones tercera y cuarta de la Escuela Austriaca de Economía (Hans Mayer y Ludwig von Mises; Friedrich A. von Hayek) y un «Nuevo liberalismo», de tendencia anarquizante, encabezado por los discípulos norteamericanos de von Mises, en particular Murray N. Rothbard e Israel M. Kirzner, y abanderado en Europa por economistas y escritores políticos como Jesús Huerta de Soto, François Guillaumat o Raimondo Cubeddu. Para los «nuevos liberales», lo mismo que para los neoliberales en la II postguerra, los ordo-liberales (Escuela de Friburgo-Walter Eucken-, Economía Social de Mercado -Alfred Müller-Armack-, Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow, etc.) han sido siempre liberales in partibus infidelibus, debido a su «contaminación» intelectual por los problemas del orden político.

70    Véase Jünger, Ernst (1995), “La movilización total”, Sobre el dolor. La movilización total. Fuego y movimiento, Tusquets, Barcelona.

71    Remarque, Erich Mª (1999), Sin novedad en el frente, Edhasa, Barcelona, p. 7.

72    No vamos a insistir aquí en el desastre político que supuso para el orden político europeo la liquidación de la singular Monarquía. Por su parte, Röpke, desde un punto de vista económico, se refirió en alguna ocasión al terrible «retroceso en la racionalidad de la economía mundial» que supuso la sustitución del imperio multinacional austro-húngaro por una cohorte de pequeños Estados nacionalistas, políticamente inviables. Véase Röpke, Wilhelm (1959), Organización e integración económica internacional, Fomento de Cultura, Valencia, p. 236.

73    Tal vez no se le ha prestado la suficiente atención a este industrial y político alemán, publicista visionario y teórico de las novedades históricas: Von kommenden Dingen (1917), Die neue Wirtschaft (1918), Der neue Staat (1919), Die neue Gesellschaft (1919). Véase el breve artículo de Röpke, Wilhelm (1922b), “Die Wirtschaft- sideen Walther Rathenaus”, Der Herold, año III, septiembre.

74    Schumpeter, Joseph A. (1970), “La crisis del Estado fiscal”, Hacienda Pública Española, nº 2.

75    Decía Röpke que «sin tener en cuenta las mutaciones de la estructura bélica, desde la época feudal hasta la actualidad, difícilmente puede entenderse la historia económica y social; tanto es así que incluso habría argumentos suficientes para elaborar una filosofía de la historia desde el punto de vista militar». Véase Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, Económica, febrero, p. 92.

76    La «Desdichada», como llama Röpke a la Revolución de 1848, arruinó las fuerzas liberales y democráticas en Alemania. El prusianismo dominó entonces la política de aquella nación, bien en la versión bismarckiana, bien, llegado el momento, en la versión socialista. Las dos formas genéricas de prusianismo contaron, según es notorio, con el muy apreciable apoyo de los economistas neo-historicistas alemanes. Sobre la divisoria de 1848, a los efectos aquí reseñados, véase Molina, Jerónimo (2000), ob. cit., pp. 9 sq.

77    Véase Röpke, Wilhelm (1959), Organización e integración económica internacional, p. 12.

78    Idem.

79    Véanse su estudio clásico de 1919 Nation, Staat und Wirtschaft (trad. inglesa: (1983) Nation, State and Economy, New York University Press, Nueva York.)

80    Y una paz asimismo criminal, cabría añadir, que inventó para justificarse el mito del «soldado desconocido».

81    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 13.

82    La misma opinión expresa Hayek: «La generación que empezó a estudiar la economía y la sociedad al final de la I guerra mundial buscaba, antes que nada, conocimientos reales de economía». Véase Hayek, F. A. Von (1996), “El redescubrimiento de la libertad: recuerdos personales”, en ob. cit., p. 210.

83    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 14. Véase también del mismo: (1963) “Sistema económico y orden internacional”, en VV. AA., La economía de mercado.

84    Véase Jelen, Christian (1984), L’aveuglement. Les socialistes et la naissance du mythe soviétique, Flammarion, París.

85    De este libro escribe Hayek que les enseñó a jóvenes economistas como Röpke, Lionel Robbins y él mismo que se habían equivocado en sus planteamientos iniciales. Véase Hayek, Friedrich A. Von (1981), Introducción a la edición norteamericana de Mises, Ludwig von, Socialism. An Economic and Sociological Analysis, Liberty Fund, Indianapolis, p. xix. En otro orden de cosas, tal vez no haya que considerar afortunada la generalización de la traducción de «Gemeinwirtschaft» a todos los idiomas como «socialismo». Para un escritor como von Mises que había vivido todavía de cerca los últimos coletazos del «Methodenstreit», no carece de importancia la elección de «Gemeinwir- tschaft» para referirse a las consecuencias socioeconómicas del socialismo (doctrina social). En este sentido, Huerta de Soto se ha referido al socialismo, en una definición deudora en última instancia de la teoría de la superposición de F. Oppenheimer, como un «sistema de agresión institucional al libre ejercicio de la función empresarial». Véase Huerta de Soto, Jesús (1992), ob. cit., p. 87. En nuestra opinión, lo que von Mises pretendía realmente era trascender las consecuencias de un problema teórico concreto (imposibilidad del cálculo económico) y elaborar un «tipo real», tal vez en la línea del más modesto estudio de Gustav Schmoller sobre el «sistema mercantil» (1884) -trad. ingl.: (1989) The Mercantil System and its Historical Significance, Augustus M. Kelley, Fairfield- y de la influyente Der moderner Kapitalismus (1902) de Werner Sombart, uno de los estudios cimeros del historicismo económico -trad. esp. del vol. III: (1984) El apogeo del capitalismo, F. C. E., México-. Mas la dimensión epistemológica e histórico-estructural del concepto miseano de «Gemeinwirtschaft» no siempre ha sido atendida; al menos, no ha sido tratada temáticamente. Sí lo ha sido, en cambio, el tipo real antagonista, el liberalismo, que es preciso referir a su libro, menos brillante en nuestra opinión, Liberalismus de 1927; significativamente, la 1ª edición inglesa de 1962 fue titulada The Free and Prosperous Commonwealth -trad. esp.: (1975) Liberalismo, Unión Editorial, Madrid-.

86    Véase Mises, Ludwig von (1981), ob. cit., pp. 413 sq.

87    Véase Mises, Ludwig von (1920), “Die Wirtschaftsrechnung im Sozialistischen Gemeinwesen”, Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, vol. XLVII.

88    Véase Mises, Ludwig von (1986), ob. cit., cap. XI.

89    Röpke, Wilhelm (1922a), Die Konjunktur: Ein systematischer Versuch als Beitrag zu Morphologie der Verkehrswirtschaft, Fischer, Jena.

90    Röpke y Hayek se conocieron en la reunión de Viena de 1926. Desde entonces se repitieron los intentos por parte del primero de abrir el pensamiento del segundo al sentido de lo político, redescubierto por quienes, más tarde, integrarían el grupo de los ordo-liberales alemanes. Como se verá después, aquí se encuentra la raíz de su ulterior ruptura intelectual.

91    Esta afirmación debe empero matizarse por dos motivos, uno intrínseco al propio pensamiento hayekiano y el otro extrínseco. La primera razón es la beligerante vocación «política» de algunas de las obras más conocidas del autor (entre otras: Camino de servidumbre; Los fundamentos de la libertad y los tres tomos de Derecho, legislación y libertad). El motivo que llamamos extrínseco se refiere al contraste que supone la comparación del pensamiento «político» de von Hayek con el de Murray N. Rothbard, que este último se encargó de resaltar en (1995), La ética de la libertad, Unión Editorial, Madrid, cap. XX-VII. Sobre el pensamiento político de von Hayek véase Nuez, Paloma de la (1994), La política de la libertad, Unión Editorial, Madrid. Acerca de Rothbard puede verse Modugno, R. A. (1998), Murray N. Rothbard e l’anarco-capitalismo americano, Rubbettino, Roma. Consideraciones sumamente interesantes en Iannello, Nicola (1996), “L’utopia dello stato minimo. Nozick e la sfida anarco-capitalista”, Studi Perugini, vol. 2, julio-diciembre, pp. 11-30. Por nuestra parte, hemos querido contribuir al esclarecimiento de la filosofía política anti-estatista del economista norteamericano en nuestra monografía inédita Política y Estado en el pensamiento de Murray N. Rothbard.

92    La ruptura con la concepción utilitarista y hasta cierto punto irenista de la nueva economía política neoliberal, que empieza a hacer su camino en los años 1920, se alinea en Röpke con el abandono de toda simpatía por el colectivismo económico. Con esta delicada posición se corresponden sus esfuerzos por hallar una vía o camino del medio, equidistante entre la economía apolítica y la politización de la economía. Puede señalarse el artículo de 1923 “Wirtschaftlicher Liberalismus und Staatsgedanke” como aquel en el que aparece en su pensamiento una constante preocupación por lo político y sus determinaciones. No en vano, la Comisión para las reparaciones de guerra le acercó a los hombres políticos del momento, en particular a aquellos que intentaban estabilizar la República en todos los órdenes. Arranca de esta época la conexión intelectual entre los economistas liberales alemanes de la generación de Röpke y quienes Dieter Haselbach calificó hace unos años, siguiendo el consenso científico, como «liberales autoritarios», entre los que cabe destacar al jurista político Carl Schmitt. Véase Haselbach, Dieter (1991), Autoritärer Liberalismus und Soziale Marktwirtschaft. Gesellschaft  und Politik im Ordoliberalismus, Nomos Verlag, Baden-Baden. Especial interés tiene el contraste entre el denso artículo de Röpke para el Handwörterbuch der Staatswissenschaften (1929b), titulado “Staatsinterventionismus”, y el archicitado Kritik des Interventionismus. Untersuchen zur Wirtschaftspolitik und Wirtschaftsideologie der Gegenwart (1929) de L. von Mises- trad. ingl.: (1996) Critique of Interventionism: Inquiries into Present Day Economic Policy and Ideology, Foundation for Economic Education, Irvington-on-Hudson-. Frente a la negativa miseana de aceptar cualquier tipo de interferencia estatal sobre la economía, Röpke, haciendo no obstante profesión de fe en el libre mercado, sostenía la necesidad de un Estado fuerte, capaz de contener el pluralismo disolvente que, a la larga, hundió a la República de Weimar. Como se verá más adelante, este es uno de los asuntos recurrentes en su trilogía de los años 1940.

93    Lector incansable, Röpke frecuentó los libros de algunos de los grandes escritores europeos lo mismo que los de filósofos, historiadores o sociólogos de la talla de Guglielmo Ferrero, Benedetto Croce, Johan Huizinga, Paul Hazard, José Ortega y Gasset o Hans Freyer.

94    Se refiere al mismo Hanhn, Roland (1997), ob. cit. p. 14.

95    Véase Röpke, Wilhelm (1969), “End of an Era?”, op. cit., pp. 80-1.

96    A mediados de los años 1950 sería rehabilitado en su cátedra de Marburgo, pero Röpke no quiso ya volver a tomar posesión de la misma.

97    Véase Röpke, Wilhelm (1960c), Economía y libertad, Foro de la Libre Empresa, Buenos Aires, p. 80.

98    Röpke había contraído matrimonio en 1923 con Eva Fincke y tuvo tres hijos, un varón y dos gemelas. Lo que personalmente le determinó a aceptar el ofrecimiento de la Universidad de Estambul fue la mediación de su amigo Alexander Rüstow, que había salido de Alemania unos meses antes para establecerse también en Turquía.

99    (1936), William Hodge, Londres.

100    Véase el opúsculo menor Röpke, Wilhelm (1929a), Die Theorie der Kapitalbildung, Mohr, Tubinga.

101    Después del Anschluß la circulación del libro fue prohibida en Austria. No obstante, hasta 1939 el libro tuvo gran difusión en los círculos de la Escuela Austriaca, constituyendo una referencia básica. La primera de las sucesivas reimpresiones y reediciones es del año 1943 (Rentsch, Zürich).

102    Röpke, Wilhelm (1966), Introducción a la economía política, Alianza Editorial, Madrid, p. 11.

103    Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., p. 15.

104    Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., p. 25.

105    Desde un punto de vista teórico-económico el famoso debate había quedado liquidado. En este sentido, un conspicuo socialista como Oskar Lange se distinguió por reconocer la categoría de las críticas de von Mises, de quien decía que una estatua suya debía ser erigida en los Ministerios de economía de los países socialistas, en agradecimiento por los servicios prestados indirectamente a la teoría de una economía planificada bien fundada. No obstante, desde una óptica política la disputa estaba todavía lejos de cancelarse, como se puso de manifiesto al reactivarse la polémica después de la II guerra mundial. El problema de fondo es insoluble y probablemente se ha enquistado académicamente como consecuencia de la manía  intelectual -preferentemente liberal- que postula que la economía no se pronuncia sobre los fines. Ni siquiera M. N. Rothbard ha conseguido despertar el interés del liberalismo por las determinaciones de la política y la posibilidad «insuperable históricamente» de una evaluación política de la actividad económica.

106    En Económica, Febrero.

107    Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., p. 223.

108    Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, loc. cit., pp. 96 y 98.

109    Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, loc. cit., p. 95.

110    Röpke, Wilhelm (1947a), La crisis social de nuestro tiempo, Revista de Occidente, Madrid, p. 1.

111    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 287 sq. También Röpke, Wilhelm (1956), Civitas humana, Revista de Occidente, Madrid, pp. 28-41.

112    Véase Mises, Ludwig von (1986), ob. cit., p. 1205.

113    Véase Mises, Ludwig von (1996), “Middle-of-the-Road Policy leads to Socialism”, en Planning for Freedom and Sixteen other Essays and Address, Libertarian Press, Grove City.

114    (1985), Alianza Editorial, Madrid. La edición en lengua alemana de 1945, traducida por la esposa de Röpke, fue editada e introducida por el propio Röpke: Der Weg zur Knechtschaft, Rentsch, Erlenbach-Zürich.

115    El tercio central del siglo XX ha marcado probablemente una divisoria en la mentalidad moderna, gracias a la emergencia del «pensamiento en órdenes concretos». Este ha conferido una suerte de clarividencia a las ideas de los grandes escritores políticos (Carl Schmitt) y económicos (Walter Eucken, Alfred Müller-Armack, el propio Röpke) de la época. En nuestra opinión, la idea de orden de la Escuela Austriaca (el orden espontáneo hayekiano) parece en exceso deudora de paradigmas filosóficos sup rados, no escapando a una cierta manera ideológica e ingenua de pensar. En este sentido, bien puede decirse que la peculiar forma de realismo del «konkreten Ordnungsdenken» ha acelerado la descomposición del modo de pensar ideológico que, sin embargo, parece contenida en los últimos años por el «consensualismo», grave vicio del entendimiento y la voluntad. Véanse Fernández de la Mora, Gonzalo (1986), El crepúsculo de las ideologías, Espasa-Calpe, Madrid. Negro Pavón, Dalmacio (1996), “Los modos del pensamiento político”, en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, año XLVIII, nº 73. Además, de este último (1997), “El liberalismo, la izquierda el siglo XXI”, en Sanabria, Francisco y Diego, Enrique de (ed.), El pensamiento liberal en el fin de siglo, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid.

116    La idea de la «Gesellschaftspolitik» como una política social dirigida a la estabilización de la sociedad, trascendiendo los fines clasistas de la «Sozialpolitik», es probablemente anterior a la II guerra mundial. No obstante adquirió curso legal con un importante libro del jurista Achinger, Hans (1958), Sozialpolitik als Gesellschaftspolitik, Rowohlt, Hamburgo.

117    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 20.

118    Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., pp. 20-23.

119    Nueva edición (1978), Porcupine, Filadelfia.

120    Imprescindible para comprender la época, Nolte, Ernst (1997), Nazionalsocialismo e bolscevismo. La Guerra civile europea (1917-1945), Biblioteca Universale Rizzoli, Milán. También Furet, François (1996), Le passé d’une illusion. L’idée communiste au XXème siècle, L. G. F., París. Furet, François y Nolte, Ernst (2000), Fascisme et communisme, Hachette, París.

121    Véase Hayek, Friedrich A. von (1996), “Homenaje a Röpke”, en ob. cit., p. 211.

122    Véase Erhard, Ludwig et al. (1994), Economía social de mercado: su valor permanente, Rialp, Madrid. Existen, no obstante, importantes diferencias entre los ordo-liberales de la Escuela de Friburgo (Walter Eucken, Franz Böhm) y la línea más heterogénea de Röpke, Alexander Rüstow o, incluso, Alfred Müller-Armack. Sobre la aportación de todos ellos a la filosofía política y social contemporánea se estudiará con mucho provecho la documentada obra de Böhmler, Andreas A. (1998), El ideal cultural del liberalismo. La filosofía política del ordo-liberalismo, Unión Editorial, Madrid. Una exposición que a veces se hace demasiado prolija no debe empañar el extraordinario mérito de este libro, en el cual, desgraciadamente, apenas si han reparado los politicólogos hispánicos y otros estudiosos de la política social.

123    Su ejemplo también cundió, aunque sin prender duraderamente, en la Italia de Luigi Einaudi y en Francia, concretamente en el ministerio económico de Jacques Rueff.

124    Muy interesante Erhard, Ludwig (1989), Bienestar para todos, Unión Editorial, Madrid.

125    Hay alguna vaga alusión al asunto en Hayek, Friedrich A. von (1996), “El redescubrimiento de la libertad: recuerdos personales”, en ob. cit., pp. 205-6. Más información en Hartwell, Ronald Max (1995), A History of the Mont Pèlerin Society, Liberty Fund, Indianapolis, esp. cap. 5 y 6.

126    Hayek, Friedrich A. von (1996), ibídem. Cfr. Böhmler, Andreas A. (1998), ob. cit., p. 163.

127    Sobre los antecedentes de este enfrentamiento véase Böhmler, Andreas A. (1998), ob. cit., p. 164.

128    Röpke, que desempeñaba el cargo de presidente de la Mont Pèlerin, sufrió en el transcurso de las sesiones de 1961 su primer infarto. Por lo demás, tendría cierto interés, en la perspectiva de la historia de las ideas, determinar hasta qué punto aquellos acontecimientos determinaron el aislamiento del pensamiento liberal alemán de la II postguerra, situación agravada al no existir continuidad en los estudios y ediciones sobre estos escritores fuera del área germánica.

129    Inspiradas en la teoría leninista del imperialismo. Véase Prébisch, Raúl (1984), Capitalismo periférico. Crisis y transformación, F. C. E., México.

130    Véase Prébisch, Raúl (1960), Introducción a Keynes, F. C. E., México.

131    Röpke, Wilhelm (1960b), Los países subdesarrollados, Ediciones del Atlántico, Buenos Aires, p. 1. Merece la pena confrontar el espíritu de este librito con el otrora famoso informe de Raúl Prébisch para la Conferencia de la ONU sobre comercio y desarrollo, celebrada en Ginebra en marzo de 1964, y publicado el mismo año con el título Nueva política comercial para el desarrollo, F. C. E., México.

132    En 1979 se imprimieron en Berna los seis tomos de unos Ausgewählte Werke de W. Röpke, editados por Hayek, Hugo Sieber, Egon Tuchtfeld y Hans Willgerodt.

133    Una de las ediciones röpkeanas más recientes es el texto inglés de su gran libro Jenseits von Angebot und Nachfrage, titulada (1998), A Humane Economy. The Social Framework of the Free Market, Intercollegiate Studies Institute, Willmington. Merece la pena destacar la reedición de la clásica traducción al idioma húngaro de (1996), Civitas humana, Kráter, Budapest. Una nueva edición en inglés de esta última está fechada en el mismo año: The Moral Foundations of Civil Society, Transactions Publ., Londres. Hace poco más de un año, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, se editó en suiza un precioso breviario de su pensamiento: Röpke, Wilhelm (1999), Das Maß des Menschlichen. Ein Wilhelm-Röpke-Brevier, Ott Verlag, Thun. Los estudios sobre Röpke no son demasiado abundantes, si bien no son infrecuentes las referencias a su obra en un reducido número de economistas neoliberales. En la literatura germánica reciente destaca una sucinta introducción a su pensamiento social y político de Hahn, Roland (1997), ob.cit. Pero sobre todo el más ambicioso trabajo de Helge Peukert (1992), Das sozialökonomische Werk Wilhelm Röpkes, Lang, Frankfurt. Debe contarse también con el libro, basado en una tesis doctoral, de Skwiercz, S. H. (1988), Der dritte Weg in Denken von Wilhelm Röpke, Creator, Würzburg. En breve plazo estará disponible Zmirak, John (2001), Wilhelm Röpke, Intercollegiate Studies Institute, Wilmington. Desde una perspectiva institucional, en Alemania se ocupan del pensamiento röpkeano, si bien no exclusivamente, la Sociedad para la Economía de Mercado, de Tubinga, la Fundación Ludwig Erhard y la Sociedad Friedrich August von Hayek, ambas con sede en Bonn. En Suiza, concretamente en Zürich, existe una Fundación para el pensamiento occidental que también patrocina los estudios sobre Röpke. Tan sólo en los Estados Unidos de América existe un Instituto Wilhelm Röpke, en Steubenville (Ohio), editor de la Röpke Review, de circulación muy restringida.

134    Véase Díez del Corral (1945), “El hombre y lo colosal. En torno a un libro de Guillermo Röpke”, Suplemento de Política social. Revista de Estudios Políticos, nº 1.

135    Una bella semblanza de Díez del Corral en Negro Pavón, Dalmacio (1999), “Despedida universitaria”, Veintiuno, nº 42.

136    Al consejo de redacción de la misma pertenecían profesores del máximo nivel como Valentín Andrés Álvarez, que participó en la revisión de la traducción de La crisis social de nuestro tiempo, José Castañeda o el mismo José Vergara, traductor para la Editorial de la Revista de Derecho Privado del Camino de servidumbre de F. A. von Hayek.

137    Se trata del volumen III de la colección. La segunda edición apareció en 1956.

138    Volumen XI. Alianza Editorial publicó en 1966 la 2ª edición. Manteniendo el mismo título apareció la 3ª (1974) en Unión Editorial. Esta misma casa presentó una 4ª edición con nuevo título en 1988: La teoría de la economía.

139    Volumen XII.

140    Véase Velarde Fuertes, Juan (1990), Economistas españoles contemporáneos. Primeros maestros, Espasa-Calpe, Madrid, pp. 30-57.

141    Una nueva edición se publicó en Unión Editorial en 1979. La última edición, también de Unión Editorial, es de 1996.

142    Sobre la trascendencia de estos seminarios hay alguna alusión en Huerta de Soto, Jesús (1992), ob. cit., p. 11.

143    Véanse las reseñas de Martínez Rodríguez, Marina (1999), en Revista Empresa y Humanismo, nº 1, y de Aranzadi del Cerro, Javier (1999), en Veintiuno, nº 40.

144    Al que habría que sumar la labor del Instituto Empresa y Humanismo de la Universidad de Navarra, en el marco de la investigación sobre la ética empresarial y la economía social de mercado - véase por ejemplo Böhmler, Andreas A. (1990), “La filosofía política de la economía social de mercado”, en Seminario permanente Empresa y Humanismo, nº 26, junio-, o el interés a título personal de profesores de economía política como J. Huerta de Soto, de la Universidad Rey Juan Carlos, o S. García Echevarría.

145    Véase Mises, Ludwig von (1983), La mentalidad anticapitalista, Unión Editorial, Madrid. Además, Jouvenel, Bertrand de (1997), “Los intelectuales europeos y el capitalismo”, en Hayek, Friedrich A. von et al., El capitalismo y los historiadores, Unión Editorial, Madrid.

146    Apreciaciones muy oportunas en Kirzner, Israel M. (1976), ob. cit., pp. 43-8.

147    Véase Sombart, Werner (1993), El burgués, Alianza Editorial, Madrid, p. 38.

148    Los economistas, incluso quienes lo fueron ante literam, pensaron siempre en valores. Es casi seguro que ello fue posible gracias a la idea de «precio». La generalización de esta manera de pensar a partir del siglo XVIII, llegando a constituirse incluso en sistema filosófico a principios del XX (Estimativa), o a influir profundamente en el modo de desenvolverse el pensamiento jurídico (interpretación jurídica con arreglo a valores) o político (pluralismo de valores como principio de configuración de la unidad política de un pueblo), no apunta otra cosa que el inmenso prestigio del que se ha beneficiado la economía, a pesar de las críticas, desde el siglo XIX. El pensamiento político no puede, clarísimamente, pensar en valores, pues entre la decisión y la no decisión no hay una escala de voluntades graduadas capaz de ser articulada por el «compromiso» -falacia del consensualismo-. En política no existen «soluciones» porque, para desgracia de los exégetas de la mecánica del Political System, no hay nada parecido a la intersección de la curva de la oferta y la demanda económicas. Incitador Schmitt, Carl (1992), “La época de las neutralizaciones y de las despolitizaciones”, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid, pp. 107-22. También, del mismo, (1961), «La tiranía de los valores», Revista

de Estudios Políticos, nº 115. Sobre la dimensión mítica de las soluciones políticas: Jouvenel, Bertrand (1977), De la politique pure, Calmann-Lévy, París, pp. 284-94.

149    Boudon, Raymond (1994), La logique du social, Hachette, París.

150    Muy interesante Freund, Julien (1987), “Besoin et économie”, en Politique et impolitique, Sirey, París. También Freund, Julien (1993), ob. cit., pp. 31-49.

151    Quinn, Dermot (1998), Introducción a Röpke, Wilhelm, A Humane Economy. The Social Framework of the Free Market, p. XII.

152    Decía Röpke que «a la física de la economía hay que oponer su psicología, su moral, su espíritu; en una palabra, su carácter humano». Röpke, Wilhelm (1960a), Más allá de la oferta y la demanda, Fomento de Cultura, Valencia, p. 340.

153    Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 67-8. En otro lugar se refiere al economicismo como una «incorregible manía de convertir los medios en fines». Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 150.

154    Véase Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, ob. cit., p. 91.

155    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 20.

156    El papel desempeñado por los publicistas en la consolidación de la soberanía estatal en el siglo XVI acaso resulte comparable únicamente con el que se han apropiado los economistas, con idéntica finalidad, desde 1914. No es casualidad que el economista prototípico del siglo XX haya pensado siempre en conceptos de la economía estatal.

157    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 326

158    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 22.

159    Véase Schumpeter, Joseph A. (1984), Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelona.

160    Véase Kirzner, Israel M. (1975), Competencia y función empresarial, Unión Editorial, Madrid.

161    Véase Sombart, Werner (1993), ob. cit., p. 117-32, 137-41.

162    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 339.

163    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 151.

164    Véase Galbraith, John K. (1969), La sociedad opulenta, Ariel, Barcelona. Este libro, en el que lo mejor es una cierta visión cínica de la economía a la Thorstein Veblen, se entiende hoy mucho mejor en la perspectiva de una obra más reciente, Galbraith, John K. (1993), La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona.