A pesar de haber trascurrido más de medio siglo desde la apertura del Concilio Vaticano II en donde se ratificó la doctrina de la llamada universal a la santidad que por inspiración divina predicó también San Josemaría desde los comienzos del Opus Dei [1], todavía se asiste hoy a la sorpresa que muchos cristianos manifiestan al escuchar que también ellos pueden ser santos. Y tal vez ésta raye en la incredulidad si se añade que es en el trabajo ordinario en donde han de encontrar a Cristo.
Sería interesante estudiar por qué el trabajo, a diferencia de las obras de beneficencia o el voluntariado, parece difícil de conciliar con la santidad. Quizá todavía pese en los hombres y mujeres del siglo XXI una lectura parcial del libro del Génesis que considera el trabajo como un castigo. Quizá influya también la distinción tajante entre vida activa y contemplativa, en virtud de la cual la santidad parece relacionarse con la vida humana sólo accidentalmente. O quizá sigan contando los milenios de Historia en que el trabajo se ha visto como una ocupación de esclavos o, todo lo más, como un modo para satisfacer una serie de carencias materiales. Es verdad que, por lo menos en Occidente, a partir de la modernidad el valor del trabajo ha ido impregnando la cultura hasta convertirse en una necesidad social cuando no en el ámbito fundamental en que desarrollar las propias capacidades. Sin embargo, aún quedan amplios sectores de la población mundial en que el trabajo se asocia con una obligación gravosa o un simple modo de subsistencia.
De todas formas, el objetivo de este breve ensayo no consiste en indagar sobre la causa o causas de una visión limitada del trabajo, sino más bien en mostrar desde el punto de vista antropológico por qué el trabajo puede ser el quicio de la santificación en medio del mundo. Para ello analizaré, en primer lugar, cómo el trabajo perfecciona el mundo humano; estudiaré después el influjo perfectivo que produce en la persona, para concluir que, no obstante el trabajo contenga estas virtualidades, hay en él una serie de límites e imperfecciones, en parte comunes a cualquier acción humana, que impiden poder concebirlo al modo marxista, es decir, con un valor redentor. De ahí que la santificación del trabajo, si bien se halla en continuidad con la esencia de éste, se contenga en él sólo como potencialidad o, por usar una terminología clásica, como una potentia oboedentialis [2]. A la luz de esta tesis, terminaré el ensayo apuntando algunas ideas que pueden servir para elaborar una antropología del trabajo.
1. Virtualidades perfectivas del trabajo en relación con el mundo
Desde el punto de vista antropológico, el trabajo constituye un elemento clave de la red sistémica que distingue la vida humana de la animal. En efecto, el trabajo se halla en estrecha relación con otras notas que caracterizan el proceso de humanización, como la liberación de las manos de su función locomotora y prensil, el desarrollo del cerebro (sobre todo de la neo-corteza pre-frontal, implicada en la toma de decisiones), la casi ausencia de instintos [3], la fabricación de instrumentos, la institución familiar, el arte, la religión. La presencia de estos y otros rasgos semejantes nos habla de la existencia de alguien que para vivir, en lugar de adaptarse, modifica el ambiente a sus necesidades transformándolo en mundo humano [4]. Lo que significa que la naturaleza –incluida la humana– posee una tendencia a ser informada por la inteligencia, mediante la cual es posible acceder a la realidad en toda su riqueza y complejidad [5]. Dicha formalización permite, sobre todo, mejorar el conocimiento y amor que la persona tiene de Dios. Por eso, la humanización, además de realizarse en la acción, se logra en la contemplación [6].
Si bien todas esas notas se hallan presentes en otros ámbitos de la existencia humana, es en el trabajo en donde esas logran su mayor integración, pues precisamente por medio de él la persona construye el mundo. Este ligamen con el mundo –con su creación y transformación– permite superar rígidas distinciones sobre lo que es o no es trabajo, mostrando al mismo tiempo lo que constituye su esencia. En efecto, no sólo es trabajo la actividad que exige un especial esfuerzo físico o particulares habilidades manuales o que produce bienes, sino también la que tiene como fin la ciencia, el arte, la política.
Aunque esta idea amplia de trabajo es profundamente cristiana, se desarrolla sobre todo a partir de la modernidad. De hecho, en la edad clásica y medieval algunas actividades, como la ciencia o la política, no eran consideradas como trabajo, sino como artes liberales o de gobierno. Ya que, en opinión de Aristóteles, el trabajo, por tener el fin fuera de sí, pertenece a la poiêsis o producción. Según el Estagirita, los siervos y los artesanos son los únicos que trabajan, porque el fin de sus actividades no perfecciona ni la acción ni al que la realiza, sino únicamente a los dueños que se sirven de ella o las obras producidas. En cambio, la ética y la política son praxis o acción, ya que perfeccionan al ciudadano de la polis mediante el ejercicio de las virtudes, la amistad virtuosa y la promulgación de constituciones promotoras de una vida buena. La ciencia, por último, tampoco es trabajo, sino theoresis, pues tiene como fin la contemplación de la verdad y las virtudes diano-éticas (ciencia y sabiduría) [7]. El mundo aristotélico y, en parte también el medieval, consideran el trabajo como un medio para satisfacer las necesidades del ciudadano, del noble y del estudioso, que así puede gozar del ocio necesario para la contemplación y la virtud. En definitiva, el trabajo del esclavo y del artesano sirve para construir un mundo del que ellos mismos no participan o solo en grado mínimo, pues el servicio que prestan es medio pero no fin.
Con la llegada de la modernidad se produce un cambio de paradigma por el cual el trabajo se valora más y más hasta convertirse en el modo casi exclusivo de autorrealización. ¿Por qué?
En apariencia porque se necesita para satisfacer las necesidades humanas y aumentar la riqueza de los individuos y de las naciones [8]. Es verdad que existe una relación entre necesidades biológicas y trabajo, pero hay algo más. El trabajo se relaciona también con deseos típicamente humanos, como la posesión, el poder y la estima. Precisamente en uno de ellos, el poder de transformar el mundo, es posible descubrir la causa de la apreciación positiva del trabajo por parte del judaísmo y cristianismo.]En efecto, el hombre, en tanto que imagen y semejanza de Dios, cuenta con un poder casi infinito –si no en el orden del ser, sí en el del obrar [9]–, que lo convierten, con palabras de Descartes, en maître et possesseur de la nature (“dueño y señor de la naturaleza”) [10].
El punto débil del nuevo paradigma estriba en el modo de interpretar este dominio: no ya como cuidado y perfeccionamiento de la naturaleza, sino más bien como arbitrio. En efecto, en la medida en que en la modernidad la omnipotencia de Dios se concibe como desligada del amor, o por lo menos, como superior a este, el hombre, en tanto que imagen suya, pierde paulatinamente el sentido de cómo debe ser la trasformación del mundo, para terminar en una pura expresión de su voluntad de potencia [11]. El resultado de ese proceso, que alcanza su auge con la revolución tecnológica y el capitalismo salvaje, es la creación de un mundo inhumano, en el que cada vez resulta más difícil encontrar la armonía con la naturaleza, con los demás y consigo mismo. La crisis ecológica, la injusta distribución de las riquezas del planeta junto con los riesgos que entraña una tecnología despojada de referencias éticas manifiestan con claridad la deriva nihilista escondida en dicha separación.
Si bien San Josemaría no tiene como intención corregir el paradigma moderno de la acción, me parece que en su doctrina de la santificación del trabajo se encuentran los elementos necesarios para lograrlo. En mi opinión, la clave se encuentra en el modo de entender la santidad en medio del mundo. A este respecto es iluminante el enlace que el Fundador del Opus Dei establece entre la siguiente triada: santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, y santificar a los demás con el trabajo [12]. Como en el paradigma moderno, San Josemaría atribuye un papel destacado al trabajo. Tan es así que lo concibe como el quicio de la santidad para los que vivimos en el mundo. Sin embargo, a diferencia de ese paradigma, el valor del trabajo no radica fundamentalmente en el perfeccionamiento del mundo, sino de las personas, que de simples trabajadores pueden convertirse en trabajadores santos [13]. Al poner el centro en la santidad del agente, se indica que las relaciones entre mundo, trabajo y trabajador deben valorarse a partir de la persona o, mejor aún, de las personas que se santifican. Ahora bien, hablar de agente que se santifica significa que el sujeto que se santifica es inseparable del trabajo santificado. De ahí que la doctrina de San Josemaría contenga de forma implícita una antropología del trabajo y, como consecuencia, de un ser–en el mundo–con los otros [14].
2. Virtualidades positivas del trabajo en relación a las personas
A diferencia de la acción del animal, el trabajo no se refiere a una actualización de potencias necesarias e instintivas, como las nutritivas, reproductivas, migratorias. . ., sino de posibilidades para perfeccionar a las personas y el mundo, que son de tipo ético. Ahora bien, el trabajo no debe prescindir de otros aspectos, como la perfección técnica, productiva, comunicativa, pues son constitutivos.
En efecto, para que sea perfectivo, el trabajo debe estar técnicamente bien hecho de modo que las obras producidas contribuyan al desarrollo de las personas que viven en el mundo, a las que se comunica así cierto grado de perfección. Pero eso sólo no basta. Como tampoco es suficiente, por ejemplo, ser un buen arquitecto para perfeccionarse como persona. Para que la actividad del arquitecto sea personalmente perfectiva –además de ser causa de una buena obra: una hermosa casa, acogedora y sólida (dimensión objetiva del trabajo)– debe producir un efecto bueno en el agente (dimensión subjetiva del trabajo). Lo que depende, sobre todo, de la intención con que se trabaja. La intención es tan importante que, si no concuerda con lo que debería ser, puede disminuir o, incluso, anular el carácter perfectivo del trabajo.
¿De qué intención se trata? De una que configura el trabajo desde dentro porque nace de la presencia amorosa del otro [15]. Por ejemplo, el profesor, cuando prepara las clases, debe tener presente a sus alumnos para plantear las preguntas, explicaciones y ejemplos de modo que puedan entender bien la materia, ayudándoles así a pensar por su cuenta. La presencia amorosa del otro en el propio trabajo puede denominarse contemplación, pues se lo considera el destinatario privilegiado de aquella actividad. Entendido de este modo, el trabajo nos hace participar en la transformación del mundo y en la mejora de las condiciones de vida, desarrollando en nosotros el sentido de responsabilidad en la construcción de estructuras sociales justas y solidarias. Cuando en el trabajo se da esta intencionalidad se hace posible un mundo mejor, es decir, más adecuado a la dignidad de la persona. Para conseguirlo, la persona necesita del trabajo de los demás pues no es autosuficiente [16]. Esta dependencia no es, sin embargo, un obstáculo al perfeccionamiento personal, sino más bien su raíz, pues debido a ella la persona se ve obligada a colaborar con los demás en la humanización del mundo.
Además de la intención amorosa, en el trabajo puede haber otras intenciones. Algunas de ellas, por ser radicalmente contrarias a la esencia del amor, impiden la perfección del trabajo ya que convierten al trabajador en éticamente malo, como sucede con la producción de una novela o película que incita al odio racial o al terrorismo. Otras intenciones, si bien son en sí mismas buenas, se trasforman en malas cuando se absolutizan, como la búsqueda exclusiva de riqueza, poder, fama [17]. Se puede incluso absolutizar la misma actividad, como en el ‘activismo’; la intención consiste entonces en la expresión de la propia capacidad, eficacia, etc. [18]. Cuando se examinan estas intenciones en busca del factor común, se descubre que todas ellas se refieren al “yo” como sentido último de la acción. Para el que tiene la intención de hacerse rico, el deseo de riquezas no es algo que se añade al trabajo, sino algo que lo configura por dentro y, por consiguiente, se halla en cualquier dimensión suya (técnica, productiva, científica, etc.).
Se observa así que cuando la intención del trabajo es el “yo”, en forma de búsqueda de riqueza, poder, fama, etc., la persona no puede perfeccionarse. Me parece que ello se debe al hecho de que la persona trasciende esencialmente lo que es puramente individual y finito. Por un lado, porque la perfección de la persona va más allá del puro vivir del individuo, ya que está llamada a colaborar en el perfeccionamiento del mundo y de los demás. Esta capacidad no es una opción, sino una potencialidad tan especial que obliga a su poseedor a ejercitarla: si no se usa, el trabajo se desnaturaliza y, como consecuencia, la persona del trabajador y sus relaciones laborales y sociales se deterioran. El trabajo es bueno no sólo según sea el resultado o la obra, sino sobre todo según el servicio que se presta a los demás. De hecho, el trabajo, en el que se da la presencia del otro, puede perfeccionar no sólo al agente sino también al destinatario.
La perfección técnica, la formación y actualización profesional aparecen así como la condición necesaria para que pueda haber una intención amorosa. Sin la perfección de la actividad y de la obra y sin el ejercicio de las virtudes, no es posible construir una relación perfectiva: se puede ser diligente y avaro, pero no se puede servir a los demás sin vivir la diligencia, la generosidad, la fortaleza y la justicia en el trabajo. La conexión entre las virtudes depende esencialmente de la intención amorosa. Tal vez la virtud más importante para trabajar bien sea la humildad, mediante la cual aprendemos de las cualidades y virtudes de los demás, a la vez que somos capaces de corregir sus errores. Esta misma virtud nos lleva también a cuidar las cosas pequeñas y terminar los trabajos con la máxima perfección posible pues son expresión verdadera de espíritu de servicio [19].
En conclusión, en el trabajo se realiza una circularidad perfectiva: la realidad se humaniza dando lugar al mundo en la diversidad y complejidad de sus estructuras, el cual a su vez sirve a la humanización de las personas. Este proceso carece de término, pues, por una parte, el mundo no se adaptará completamente a la persona; por otra, la persona non encontrará jamás la perfección en el mundo por más humano que sea.
3. Perfección y límites del trabajo
Por tanto, a pesar de todas sus virtualidades, el trabajo humano no es infinito. Por un lado, tanto la persona como la transformación del mundo son finitos. Por otro lado, en relación al sujeto agente, el trabajo –como cualquier acción humana– es limitado, pues la persona trasciende siempre el propio obrar. Por último, el trabajo también es imperfecto respecto del que recibe sus beneficios. En efecto, si bien con el trabajo se puede ayudar al otro y crear las condiciones para que se perfeccione, no se puede mejorarlo directamente, pues el perfeccionamiento del otro no depende de una intención ajena, sino sólo de la propia. En otras palabras: al tener presente al otro en mi trabajo me perfecciono a mí mismo, pero no al que tengo presente. Junto a los límites de cualquier actividad humana, el trabajo cuenta además con los que derivan de las circunstancias y personas con que se trabaja.
De aquí la sorpresa cuando profundizamos en la afirmación de San Josemaría de que el trabajo es instrumento de santificación, pues equivale a sostener el carácter de infinita perfección que éste puede alcanzar. A través de esta doctrina descubrimos que en la concepción marxista del trabajo, a pesar del error de fondo, hay un núcleo de verdad: el trabajo es infinitamente perfectivo. Por supuesto, el poder infinito del trabajo no es de orden natural, sino sobrenatural. Sólo Dios, por ser Infinito, es capaz de actuar de forma infinita. La praxis marxista seculariza así la infinitud de la acción divina.
Es evidente que la concepción de San Josemaría del trabajo va más allá de la antropología filosófica, ya que conocemos la existencia de una acción infinita sólo mediante la fe. De hecho, la creación ex nihilo, la redención del pecado, es decir, de una nada relativa, y la santificación manifiestan con claridad la omnipotencia divina. Por eso, si bien desde el punto de vista filosófico se llega como máximo a concebir el trabajo como un “perfeccionamiento perfectivo”, en la perspectiva de la fe se puede ir más allá y sostener que esta acción puede alcanzar un “perfeccionamiento perfectivo infinito”.
La pregunta que ahora surge es cómo una acción limitada puede llegar a ser infinitamente perfectiva. Me parece que, para San Josemaría, la respuesta se halla en el misterio de la Encarnación, pues allí aparece con total claridad cómo la omnipotencia es inseparable del amor. Dios se abaja infinitamente para asumir nuestra naturaleza, para que el hombre pueda elevarse hasta Él. De este modo, el amor del Hijo encarnado, que es a la vez divino y humano, transforma la naturaleza y el obrar del hombre, sanándolo del pecado y haciéndolo capaz de participar de la misma vida divina [20]. A través de esta divinización, las acciones y pasiones humanas son, en primer lugar, redimidas (los límites que no son inherentes a la acción humana, como la oposición entre técnica y ética, son anulados [21]), y, en segundo lugar, transformadas en instrumento de santidad y santificación, es decir, elevadas a una perfección absoluta que supera los límites de la naturaleza humana [22].
En el contexto de la divinización de la acción humana, el trabajo desempeña un papel especial. En él se unen la infinita Caridad divina, origen de la creación y Encarnación, y la respuesta de amor perfecto de la naturaleza humana de Cristo al querer del Padre. Y, si bien la Caridad y el amor humano son realidades distintas, en virtud de la unión hipostática se convierten en el principio del que surge el trabajo redentor del Hijo [23]. Cuando Jesús trabajaba, contemplaba amorosamente al Padre y al fruto del amor mutuo, o sea al Espíritu Santo, y a todas las criaturas. Y glorificaba a Dios, haciendo bien todas las cosas para redimir a los hombres. La perfección del trabajo de Jesús, que dependía de la contemplación amorosa de la Trinidad y de todo lo que Ella ama, era a la vez divina y humana. En tanto que divina, era fuente de santidad; en tanto que humana, perfecta en todo lo que se refiere a las características propias de la operatividad del hombre [24].
Por consiguiente, en la estructura de la operatividad de Jesucristo se mantiene todo lo que es humanamente perfecto: la mejora de la propia condición humana que –por ser finita– era perfectible, come aparece en las misteriosas palabras de San Lucas [25]; la perfección del mundo a través de las obras realizadas por Él; la mejora de los demás mediante la creación de las condiciones necesarias para que fueran perfectos. La Caridad divina, con la que Jesucristo trabajó, eleva los elementos de la estructura humana a un plano divino y santificante: su naturaleza humana crece en gracia; las personas son santificadas y las realidades del mundo, al ser redimidas, se transforman en caminos de santidad.
4. La santificación del trabajo
La estructura divino-humana del trabajo de Jesucristo, que en Él es hipostática, se trasmite a los cristianos por medio de la gracia santificante. A través del bautismo, el cristiano queda elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios. En virtud de esa participación en la vida divina, las acciones y pasiones del bautizado son análogas a las de Cristo, es decir, humanas, en virtud de su naturaleza, y divinas en virtud de la gracia [26].
Junto a la gracia, el trabajo del cristiano tiene como principio la libertad, ya que el crecimiento en sabiduría y gracia depende también de su intención amorosa [27].
Debido al entrelazamiento de naturaleza, gracia y libertad, la estructura del trabajo es sumamente compleja. En efecto, si bien por su naturaleza humana el cristiano puede realizar sólo acciones finitas, la gracia introduce en él un principio operativo que, sin ser contrario a lo humano, lo trasciende [28]. El trabajo del cristiano posee así un origen que es a la vez divino y humano, pero sin confusión: los elementos de la estructura humana de la acción no son sustituidos por el obrar divino ni viceversa. Dicha insustituibilidad no implica una igualdad entitativa entre naturaleza y gracia, ya que esta última puede sanar y perfeccionar lo que es natural mientras que la naturaleza humana no puede obrar sobrenaturalmente.
Por otro lado, el trabajo del cristiano conserva la misma estructura y relaciones entre los diversos ámbitos de la acción, como la distinción sin oposición entre el ámbito técnico y ético. Además, la acción humana, que naturalmente puede perfeccionar perfeccionando, mediante la gracia se transforma en santificante del trabajador, del mundo y de las personas que se encuentran en él. El trabajo aparece así una realidad santificable y santificadora. Pero para que esa potencialidad se actualice, no basta que se trate de un trabajo bien hecho ni que se respeten las diversas dimensiones estructurales, sino que también es necesario unirlo al sacrificio redentor de Cristo. En efecto, el trabajo humano debe ofrecerse en unión con él, como el agua con el vino del ofertorio de la misa, para que se convierta en sacrificio eucarístico [29]. De este modo, el cristiano, con Cristo, en Cristo y por Cristo, logra elevar al Padre todas las realidades humanas [30]. Esta es la razón por la que, para santificar el trabajo, es necesaria una auténtica unión vital con Cristo. Como aconseja San Josemaría, «es necesario que Jesús y, con Él, el Padre y el Espíritu Santo, habiten realmente en nosotros. Por eso, santificaremos el trabajo, si somos santos, si nos esforzamos verdaderamente por ser santos» [31].
La distinción entre santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo, expresa en el plano sobrenatural el triple significado que esta acción humana posee en el natural: la perfección de la obra, del agente y la de los demás y el mundo. En efecto, si ya en el ámbito natural, la técnica, la producción, la praxis y la contemplación amorosa aparecían como diferentes dimensiones de un solo acto personal cuya intención propia era el servicio de los demás, en el ámbito sobrenatural la unión amorosa con Cristo se descubre como la única intención capaz de enlazar los diferentes elementos de la estructura del trabajo con el sacrificio del altar [32]. De ahí que la contemplación amorosa no sea en primer lugar del mundo o de las personas humanas, sino de Dios, mediante Dios mismo por medio de la Caridad.
Como sucede ya con la intención de servicio, la contemplación amorosa de Dios no se añade desde fuera al trabajo y a las virtudes adquiridas en el desempeño del mismo, sino que constituye más bien el motor de arranque, la ejecución y el término de una actividad profesional que alcanza la máxima perfección de que cada persona es capaz [33]. Aquí se encuentra el valor esencial del trabajo para el cristiano, que va más allá de cualquier tipo de éxito individual y social. Por eso, «incluso en el caso de que una persona no tuviera éxito al hacer una cosa (trabajo u otra actividad), siempre que lo haga con amor (tensión relacional entre lo humano y lo divino) es de este modus, y no de otro (en particular no por el resultado) que realiza el sentido y el valor de la vida cotidiana. Pero si hay amor, este parece ser el “secreto”, habrá también “éxito”, no necesariamente mundano, sino interior y sobrenatural» [34].
5. Conclusiones
Desde el punto de vista antropológico, el Fundador del Opus Dei concibe el trabajo como una transformación de las personas y del mundo que debe estar impregnada por el amor, pues busca perfeccionar todas las realidades y no sólo usar o gozar de ellas. Se entiende así porque el valor último no debe buscarse en la satisfacción de necesidades ni en el crecimiento de la riqueza y el poder humanos, pues en estos ámbitos, además de no encontrarse el sentido último del trabajo, no se tienen en cuenta dos aspectos esenciales del mismo: perfeccionar el mundo y favorecer el crecimiento humano de las personas. Por lo demás, son dos aspectos que se retroalimentan: la perfección del mundo redunda en la persona y la de ésta, en aquel. Es decir, la perfección del mundo consiste en mejorar las condiciones de vida para que todos los seres humanos puedan existir según su dignidad de personas. Por consiguiente, en el trabajo no hay neutralidad o indiferencia ante el mundo, como piensa una ética centrada en el individuo, que no tiene en cuenta el futuro de las nuevas generaciones. Y menos aún, arbitrio, como defiende una visión de la técnica como puro poder. Pues la perfección de la persona implica la del mundo y viceversa. El trabajo aparece así con una doble función: transformar el mundo (dimensión técnica, productiva y científica) y perfeccionar las personas (dimensión ética y contemplativa). Lo que implica tres verdades antropológicas esenciales:
a) El trabajo puede perfeccionar a la persona, pues mientras esta se halle en la tierra es susceptible de mejora y, por consiguiente, también de empeoramiento; más aún, si la persona no mejora, empeora. Para que la posibilidad de mejora sea real, se necesita que el trabajo sea perfecto, dentro –claro está– de los límites humanos y personales. Un trabajo puede considerarse bien hecho cuando en las distintas dimensiones que constituyen su estructura (técnica, producción, ética y contemplación) no se aprecian fallas o cuando entre ellas no se dan oposiciones. No hay que olvidar, sin embargo, que tanto la perfección técnica como las virtudes morales deben ser manifestaciones de una intención amorosa. Por eso, es impensable que haya amor en un trabajo en el que no se cuidan los detalles o en el que no se practica la justicia.
b) La perfección del trabajo no debe entenderse de modo solipsista, pues la persona es un ser en relación. Es decir, no existe un perfeccionarse que no sea a la vez un perfeccionar a los demás y el mundo. Esto se debe a la paradójica estructura ontológica de la persona, en concreto a su falta de autosuficiencia y a la capacidad de ser “más” de lo que actualmente es. En efecto, la persona no se perfecciona cuando se encierra en sí misma pues no es auto-suficiente. En cambio, cuando se da a los demás en el trabajo, se perfecciona–perfeccionando.
c) El mundo y los demás pueden ser perfeccionados porque tampoco son autosuficientes. El perfeccionamiento del mundo hace relación a la persona, pues consiste fundamentalmente en hacerse más digno de ésta. El mundo tiene algo de natural (la naturaleza de la realidad y de la operatividad humana) y algo de adquirido: las acciones humanas y los productos del trabajo. Con el trabajo se crea y se perfecciona el mundo, que carece sin embargo de la duración de la naturaleza y de la vitalidad de la acción humana. Por eso, el mundo requiere continuamente un esfuerzo inteligente y amoroso que lo mantenga en el ser mejorándolo.
A diferencia del mundo, la perfección de los demás no depende intrínsecamente del trabajo. En efecto, como hemos visto, la perfección en el trabajo depende de la intención amorosa, que es siempre personal. Sólo cuando la persona trabaja con amor aceptando con agradecimiento el trabajo del otro, es capaz de perfeccionarse. Por tanto, la relación entre las personas (por ejemplo, mediante el trabajo) a pesar de pertenecer a la estructura de la persona (en concreto, a la de dependencia y donación), no se identifica con ella: los demás no pueden perfeccionarme con su trabajo; sólo pueden ayudarme. En la medida en que la persona no es autosuficiente, para su perfección depende necesariamente de un Ser absoluto, que según la revelación cristiana es una Trinidad de personas, amorosa y omnipotente.
A la luz de dicha dependencia comienza a vislumbrarse por qué la Encarnación del Verbo consiente a la persona humana a través del trabajo no sólo una perfección humana más plena, sino ante todo una completa identificación con la voluntad divina. En efecto, la obediencia filial a Dios es la causa de que el trabajo, a pesar de su finitud, se convierta en algo infinito. Esta posibilidad o potentia oboedientialis sólo se actualiza mediante la gracia y la respuesta amorosa de la libertad personal. Así el trabajo, sin cesar de ser humano, se hace divino.
Antonio Malo en cedejbiblioteca.unav.edu
Notas:
1 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31-36.
2 Santo Tomás es uno de los primeros que utiliza este sintagma “potentia oboedientiae” o “potentia oboedientialis” (De Ver. 3, 3, 3) para indicar una potencia pasiva del alma humana que le permite recibir la gracia. «En el alma humana, como en toda criatura, está presente una doble potencia pasiva: una que puede atribuirse a los agentes naturales, la otra que se hace presente por el primer agente, el cual puede llevar (potest reducere) a cualquier cristiano a acciones superiores a las que es llevado por los agentes naturales. Y esta potencia suele llamarse en la criatura potencia obediencial (potentia oboedientialis)» (S. Th., III, q. 11, a. 1). Es verdad que el término ha recibido las críticas de una parte de la teología contemporánea por no distinguir de forma adecuada entre la gracia y los milagros. Sin entrar en esta polémica, en este artículo se emplea para referirlo sólo a la gracia. Me parece, por otra parte, que es en este sentido en que lo usa el Aquinate. El mismo tema aparece, por ejemplo, en la Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 10, cuando hablando de la elevación del espíritu creado al orden sobrenatural, el Aquinate afirma: «anima naturaliter gratiae capax (capace di grazia)»; cfr. II-II, q. 18, a. 1 s.c.; De Potentia, q. 1, a. 3 ad 1; q. 3; a. 8 ad 3. Sobre el significado teológico de esta expresión puede verse F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000, p. 87
3 Cfr. A. Gehlen, L’uomo. La sua natura e il suo posto nel mondo, Feltrinelli, Milano 1990, pp. 115 ss.
4 «El hombre no solo puede elevar el “medio” a la dimensión “del mundo” y hacer de las “resistencias” “objetos”, sino que puede también –y esto es lo más admirable– convertir en objetiva su propia constitución fisiológica y psíquica y cada una de sus vivencias psíquicas. Solo por esto puede también modelar libremente su vida. El animal oye y ve, pero sin saber qué oye y qué ve […]. El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten de las cosas mismas del medio» (M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires 1964, p. 59).
5 «Omnes creaturae corporales ad naturam intellectualem ordinentur quodammodo sicut in finem» (Santo Tomás de Aquino, Summa Contra Gentiles, III, cap. 99, n. 10).
6 «Ipsius autem intellectualis naturae finis est divina cognitio» (ibid.).
7 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 6, 1176b.
8 Como es sabido, este es el punto de vista que adopta Adam Smith en su célebre obra An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, publicada en Londres en 1776.
9 «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y guardara» (Gn. II, 15). Como predicó San Josemaría, el trabajo es una participación en el poder creador de Dios (vid. Amigos de Dios, n. 57).
10 R. Descartes, Discurso del método, A.T., VI, cap. 6.
11 Nietzsche descubre que bajo las máscaras usadas por el yo moderno se oculta la voluntad de potencia (cfr. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, ed. de Colli y Montanari, Walter de Gruyter, Berlín 1967-77, apostilla 20).
12 «Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo» (Conversaciones, n. 55).
13 «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! –Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas» (Surco, n. 498).
14 Una introducción a esta antropología puede encontrarse en mi ensayo Il senso antropologico dell’azione: paradigmi e prospettive, Roma, Armando 2004.
15 Para San Josemaría, el otro que se halla presente en el trabajo es ante todo Dios; de ahí que la intención más adecuada al realizarlo sea el amor a Dios y, por Él, a las demás personas: «El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» (Es Cristo que pasa, n. 48). Un buen análisis del sentido de esta frase se halla en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 171-209.
16 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 21, a. 3 c.
17 «Algunos ven en el trabajo un medio para conquistar honores, o para adquirir poder o riqueza que satisfaga su ambición personal, o para sentir el orgullo de la propia capacidad de obrar» (San Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948, n. 18, cit. en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 194).
18 El activismo, «en nuestra situación cultural, marcada por la tecnología, con su capacidad de aceleración laboral y sus exigencias de automatismo, constituye tal vez el riesgo mayor» (J. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997, p. 223). En relación a la distinción entre activismo y laboriosidad puede verse el capítulo X.
19 Cfr. Camino, nn. 429, 813, 814, 427.
20 Redención y elevación, a pesar de ser diferentes desde el punto de vista ontológico, se dan simultáneamente. En efecto, puesto que la naturaleza no puede ser elevada si no es redimida (nada que no sea perfecto en el orden natural puede participar de la santidad de Dios), la elevación implica la redención.
21 La presencia de límites no naturales en la acción humana es señal del influjo de un principio negativo, que no es original. La liberación del mismo se realiza al asumir el Verbo nuestra naturaleza. La restauración o recapitulación de todas las cosas en Cristo será plena y definitiva sólo al final de la Historia (I Cor 15,24-28). Sobre el tema de la liberación de la creación puede consultarse J.M. Casciaro, Estudios sobre cristología del Nuevo Testamento, Eunsa, Pamplona 1982, pp. 308-334.
22 «Il lavoro è un compito imposto da Dio, partecipazione alla sua opera creatrice, e nel contempo inserto nel mistero di salvezza, perché con l’uomo è redento anche il suo lavoro» (J. Höffner, La dottrina sociale cristiana, Paoline, Roma 1987, p. 124).
23 La conciencia de la Filiación divina movió a San Josemaría a la meditación frecuente de la vida oculta del Señor, aquellos «años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente [. . .]; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano» (Amigos de Dios, n. 56).
24 Sobre el trabajo en la perspectiva de la relación revelación véase J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, o.c., pp. 196-200.
25 «Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52).
26 La santificación del trabajo nace de la gracia, por lo que solo es posible para el cristiano (cfr. P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona 1986, p. 191).
27 En el trabajo, el hombre se asimila a Dios, que crea libremente (cfr. Santo Tomás de Aquino, In Matt., IV, 7).
28 «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (Conversaciones, n. 116).
29 «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar. . .» (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 69).
30 «Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32)» (San Josemaría Escrivá, Instrucción, 1-IV-1934, n. 116 cit. en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 198). Sobre el significado de esta perícopa véase P. Rodríguez, «La “exaltación” de Cristo en la Cruz. Juan 12, 32 en la experiencia espiritual del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer», en G. Aranda y otros (editores), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. José María Casciaro, Eunsa, Pamplona 1994, pp. 573-601. Un estudio más reciente se encuentra en G. Derville, La liturgia del trabajo. “Levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32) en la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «Scripta Theologica», 38/2 (2006), pp. 821-854.
31 San Josemaría Escrivá, Carta, 15-X-1948, n. 20, cit. en E. Burkhart – J. López,
32 Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 210.
33 Como explica Santo Tomás, «cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la atención del alma hacia una no impide ni reduce la atención de la otra» (S. Th., suppl., q. 82, a. 3, ad 4). Para Santo Tomás, «il lavoro è “informato” dalla carità, virtù teologale, e può essere “trasformato”: il principio è intrinseco, senza però togliere nulla di ciò che è umano e terreno; la carità, in altre parole, dà al lavoro un “destino” nuovo e diverso, non per una semplice addizione moralistica, ma per un principio nell’ordine della causa, com’è la virtù della carità soprannaturale» (C. Genacchi, Il lavoro nel pensiero di Tommaso d’Aquino, Coletti, Roma 1972, p. 128).
34 P. Donati, Senso e valore della vita quotidiana, in Aa.Vv., La grandezza della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Eusc, Roma 2012, p. 241.
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