1. Distintas acepciones
Así como el verdadero conocimiento humano es el conocimiento racional, pero no puro, o aislado del conocimiento sensitivo, sino mezclado con éste o mediado por él; así también el verdadero amor humano es el amor racional o que radica en la voluntad; pero no puro o incontaminado respecto del amor sensitivo, sino mezclado con éste y dependiente de él. Pero veamos esto con un cierto detenimiento.
El «amor» en el hombre es, en primer lugar, una de las pasiones del apetito sensitivo, y más concretamente del concupiscible. Es justamente la primera de dichas pasiones, y se caracteriza porque versa acerca de un bien sensible considerado en sí mismo, es decir, independientemente de que tal bien se halle ausente o se encuentre presente y sea poseído. Por eso es como la raíz común del «deseo», que versa sobre un bien sensible ausente, y del «gozo», que tiene por objeto a un bien sensible presente y poseído. En tanto que «pasión» el amor comporta siempre una cierta trasmutación corporal (y de aquí el nombre propio de pasión) y, como hemos dicho, tiene siempre por objeto algún bien sensible o material. Ahora bien, el amor humano no se limita al orden sensible, y por eso hay que admitir también en nosotros un amor racional, que ya no es pasión en sentido propio, y que radica en la voluntad. Todavía cabe aquí distinguir: el amor que se identifica con la «simple volición», que es el acto primero de la voluntad, y el amor que es objeto de una elección precedente, y que por eso se llama «dilección» o «predilección». En el primer caso se trata del acto de la voluntad que versa sobre el bien sin más (o sobre el fin absolutamente último), y por ello es necesario y no libre. Así entendido, se puede establecer un paralelismo entre el amor racional y el amor sensible, en contraste con la «intención» y el «deseo», por un lado, y la «fruición» y el «gozo», por otro. En efecto, lo que es el deseo en el orden sensible es la intención en el racional, y lo que es el gozo en el orden sensible es la fruición en el racional. Por eso, lo que es el amor en el orden sensible es la simple volición en el racional. Pero, como hemos dicho, no es ésta la única manera de entender el amor racional. Está también la dilección, y aun se puede decir que ésta es amor racional en sentido más pleno. Santo Tomás escribe: «La dilección añade sobre el amor una elección precedente, como su nombre indica; por lo cual la dilección no se encuentra en el apetito concupiscible, sino sólo en la voluntad, y únicamente en la naturaleza racional» [1].
2. Amor de persona y amor de cosa
Ahora bien, este amor propiamente racional que es la dilección puede presentar dos formas esencialmente distintas, a saber: el amor «de dominio» y el amor «de comunión». Veamos el sentido de esta división en un famoso texto de Santo Tomás, que reza así: «Dice Aristóteles que 'amar es querer el bien para alguien', y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo, ya otra persona, y ese alguien para quien se quiere el bien. Al susodicho bien se le tiene amor de concupiscencia [o de dominio], mientras que a la persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de amistad [o de comunión]. Por lo demás, esta división es análoga o con orden de prioridad y posterioridad. Pues lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. El ente propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la sustancia, mientras que el ente en sentido impropio es lo que existe en otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien, que se identifica con el ente, si se toma en sentido propio, es lo que tiene en sí mismo la bondad, y si se toma impropiamente es lo que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido pleno; pero el amor con que se ama algo que sólo es bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado» [2].
O sea, que el amor de amistad (o de comunión) va hacia su término -en todo caso una persona- estimándolo como un bien sustantivo o en sí, como algo de suyo valioso y de suyo amable; capaz, por tanto, de finalizar de un modo definitivo el impulso amoroso; mientras que el amor de concupiscencia (o de dominio) se dirige a su término -siempre una cosa- estimándolo como un bien adjetivo o relativo, como algo que sólo es amable por referencia a otro -a una persona- capaz de poseerlo o disfrutarlo. Dicho de otra manera: se ama a las personas por sí mismas, por el valor que en sí mismas tienen, y éste es el amor de comunión; pero a las cosas se les ama en orden a alguna persona -que puede ser la misma que ama u otra-, y éste es el amor de dominio. Por lo demás, resulta claro que el amor de persona es amor en sentido más pleno y perfecto que el amor de cosa. Aquél se dirige a un término más noble y elevado, que es valorado por sí mismo; éste se orienta a un término más bajo, que no es estimado por sí mismo, sino en orden a otro. Desde otro punto de vista, el amor de persona es más perfecto, porque procede de una fuente más perfecta: la inclinación a comunicar nuestros propios bienes; mientras que el amor de cosa tiene su origen en la inclinación a adquirir lo que nos falta.
La distinción entre persona y cosa, que es la base de la división del amor arriba apuntada, hay que entenderla como la distinción que hay entre la sustancia espiritual y todo lo demás. En este «todo lo demás» entran, por supuesto, las sustancias corpóreas, pero también los accidentes, tanto de la sustancia corpórea como de la misma sustancia espiritual. Así, por ejemplo, la «ciencia» es una cosa, y una cosa es también la «virtud», que son accidentes de la sustancia espiritual. Por descontado, también son cosas las sustancias corpóreas, tanto las inanimadas (una piedra) como las animadas (una planta, un animal), y también, según hemos dicho, los accidentes de estas sustancias (la cantidad, la cualidad, etc.).
Desde el punto de vista del bien esa distinción entre persona y cosa coincide casi exactamente con la distinción entre fin y medio. La persona es siempre un fin (y precisamente un fin objetivo), mientras que la cosa, ora es un medio en sentido estricto, ora es un fin subjetivo, es decir, aquel acto mediante el cual alguien se posesiona del fin objetivo. Por lo demás, si atendemos a esa otra división del bien en útil, deleitable y honesto, tendremos que la persona es siempre un bien honesto, mientras que la cosa, o es un bien útil, o incluso un bien deleitable.
De aquí se sigue que el amor tiene un orden o una norma objetivos: a las personas se las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma son alterados, entonces estamos ante una aberración del amor. Por lo demás, esa aberración puede adoptar tres formas: la que consiste en amar a las personas como si fueran cosas; la que resulta de amar a las cosas como si fueran personas, y la que se concreta en amar a las personas sin amar cosa alguna para ellas. Santo Tomás, en el texto citado poco ha, establece una analogía entre la relación sustancia-accidentes y la relación amor de persona-amor de cosa. Pues bien, sería falsear la relación sustancia-accidentes, ya el tomar a los accidentes por sustancias, ya el tomar a las sustancias por accidentes, ya, por último, el tomar a las sustancias en su puridad, sin el complemento necesario que los accidentes son para ellas. Y esto es lo mismo que ocurre con la relación amor de persona-amor de cosa. En efecto, si amamos a las personas como si fueran cosas, estamos instrumentalizando a aquéllas, convirtiéndolas en medios, cuando por su propia naturaleza son fines; si amamos a las cosas como si fueran personas, estamos personalizando a las cosas, es decir, las sustantivizamos y espiritualizamos, hacemos de ellas fines, siendo así que son medios; y si amamos a las personas sin amar cosa alguna para ellas, estamos separando los medios de los fines, o lo que es peor y más aberrante, es tamos separando el fin objetivo (aquello que se ama) del fin subjetivo (el acto por el que nos unimos con aquello que se ama).
Pasando a otro asunto, puede alguien preguntarse cómo el amor de persona, que es amor de un fin (porque la persona es fin) puede adoptar la forma de dilección, es decir, de amor que viene precedido de una elección. Porque el fin no se elige, sino que lo que se elige son los medios. A esto hay que responder que toda persona es fin, pero no toda persona es fin último, y sólo éste se quiere necesariamente, es decir, no puede ser objeto de elección. En realidad, la única persona que es fin último es la Persona divina, Dios mismo. Y aún en este caso habría que precisar; porque lo que el hombre quiere necesariamente es la felicidad, que es su fin último, y precisamente bajo la razón de felicidad -el bien más alto y que sacia plenamente nuestros anhelos-; por eso cualquier concreción de la felicidad en este o en aquel bien, ya no se quiere necesariamente, sino libremente, y por tanto puede ser objeto de elección. Esto ocurre, por supuesto, cuando concretamos la felicidad en Dios o en la Persona divina. Por eso, también respecto a Dios cabe la dilección humana.
3. Las causas del amor
Y ahora vamos a examinar brevemente las causas del amor. Tres son las causas que pueden asignarse al amor, a saber: el bien, el conocimiento y la semejanza. En efecto, siendo el amor una tendencia, debe tener un origen y un término, y así se le podrá buscar la causa por ambos extremos. Pues bien, la causa del amor por parte de su término es el bien, mientras que la causa por parte de su origen es la semejanza. A lo que hay que añadir la condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su causalidad propia, condición que es el conocimiento. Con lo que resultan las tres causas apuntadas.
El bien es la causa objetiva del amor en su acepción más amplia. En efecto, el amor siempre se dirige a un bien, ya sea real, ya sea aparente. Si alguna vez se ama un mal esto no es sino porque se presenta como bien (bien aparente) o porque se halla ligado necesariamente a un bien. En este último caso, lo que se ama verdaderamente siempre es el bien y no el mal que lleva anejo. O, dicho de otro modo: el bien es objeto per se del amor, mientras que el mal es sólo objeto per accidens. Por lo demás, ya hemos visto antes cómo la división del bien en fin y medios sirve de fundamento para la división del amor en amor de persona y amor de cosa.
El conocimiento es la condición necesaria para que el bien ejerza sobre la tendencia consciente la causalidad que le es propia. Nada es querido si antes no es conocido, ya sea con un conocimiento perfecto, ya sea con un conocimiento imperfecto, confuso, sumario. Por ello, como dice Santo Tomás, «el conocimiento es causa del amor por la misma razón por la que lo es el bien, el cual no puede ser amado si no es conocido» [3].
Podemos detenernos un poco más en las relaciones entre el conocimiento y el amor. Mirado desde un ángulo, el amor parece preceder al conocimiento, pues toda actividad consciente (también el conocimiento) arranca del amor. Muchas veces deseamos conocer algo, y aquí es claro que el deseo (o el amor) precede a ese conocimiento que vamos buscando. Sin embargo, mirado desde otro ángulo, el conocimiento precede siempre al amor, pues éste es un impulso hacia el bien conocido; nada se ama si antes no se conoce. La verdad es que hay una mutua implicación entre el conocimiento y el amor. Si se atiende a la especificación o determinación del acto de amor, quien lleva la primacía es el conocimiento, pero si se atiende al ejercicio de dicho acto, la primacía corresponde al mismo amor, al menos en el nivel de la voluntad, que es libre. Por lo demás, cuando deseamos conocer algo partimos ya de algún conocimiento, pues, como dice Santo Tomás: «el que busca la ciencia no la ignora por completo, sino que la conoce en alguna medida, ya sea en general, ya en algún efecto de ella, o porque oye alabarla» [4].
La diferencia fundamental entre el conocimiento y el amor es la siguiente: tanto el conocimiento como el amor entrañan cierta trascendencia, cierta superación de la individualidad, y se constituyen así en sendas fuerzas unitivas por las que el sujeto que conoce o ama se une con lo conocido o amado; pero de muy diversa manera. El conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional; por el conocimiento el sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en el ser representativo que tiene en el cognoscente. En cambio, por el amor el sujeto tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real y no sólo en la representación o en la «especie impresa» o en la «expresa». Por esta razón escribe Santo Tomás que «el amor es más unitivo que el conocimiento» [5].
Insistamos todavía en esa unión real que el amor procura o mantiene. Amor y unión real son términos que se implican y se suponen mutuamente. El amor importa la unión real del amado y del amante, y a su vez esta unión real está suponiendo el amor. Y es que éste se halla precedido, constituido y seguido por aquélla. Santo Tomás lo explica así: «La unión implica una triple relación respecto al amor. Hay una primera unión que es causa del amor, y ésta es: la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es esencialmente el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto que, en el amor de persona, el amante se comporta por respecto al amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el amante busca con el amado; y esta unión es según la conveniencia del amor; y así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice que los amantes desean de dos hacerse uno, pero toda vez que sucedería que a los dos o por lo menos uno de ellos se destruiría, buscan la unión que es conveniente y adecuada, a saber e la convivencia, el coloquio y otras parecidas» [6].
Pero esto nos lleva como de la mano a hablar de la tercera causa del amor: la semejanza. La semejanza es causa del amor atendiendo a su origen. Pero hay que advertir que la semejanza puede ser doble: una perfecta o en acto (que se da cuando dos sujetos convienen en la misma forma), y otra imperfecta o en potencia (que se da cuando un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a tenerla y está capacitado para recibirla). La primera semejanza es causa del amor de comunión (o de amistad), y la segunda, del amor de dominio (o de concupiscencia). Santo Tomás lo expresa así: «La semejanza, propiamente hablando, es causa del amor. Pero conviene advertir que la semejanza puede entenderse de dos maneras: una cuando los dos semejantes poseen en acto una misma cualidad (...); otra, teniendo uno en potencia y con cierta inclinación a ello lo que el otro posee en acto (...); o también en cuanto que la potencia tiene semejanza con el acto, puesto que en la misma potencia está en cierto modo el acto. El primer modo de semejanza produce el amor de amistad o de benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos seres son semejantes, al tener en cierto modo la misma forma, son como uno solo en aquella forma (...); y por ello el afecto de uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo, y quiere el bien para el otro como para sí mismo. El segundo modo de semejanza produce el amor de concupiscencia (...); porque cada ser existente en potencia, en cuanto tal, tiene naturalmente el apetito de su acto, y si posee sensibilidad y conocimiento, se deleita en su consecución» [7]. Por lo demás, hay que aclarar que la semejanza de que aquí se habla como causa del amor de amistad, no es ningún parecido externo, sino una afinidad profunda, que lleva a una sintonía de pensamientos y de afectos.
4. Los efectos del amor
Y ahora pasemos a tratar de los principales efectos del amor y que se pueden reducir a cuatro: la unión, la mutua inhesión, el éxtasis y el celo.
Poco vamos a decir del primero de ellos. Como señalamos más atrás, la unión entre el amante y el amado precede, constituye y sigue al amor. Lo precede porque el amor se funda en la unión, ya sustancial (en el amor de sí mismo), ya de semejanza (en el amor de otro). Lo constituye, porque el amor es precisamente una unión afectiva, una sintonía de afectos. Y finalmente, lo sigue, porque el amor lleva a la unión real del amante y el amado; pide de dos hacerse uno, aunque siempre según la conveniencia del amor.
La mutua inhesión es una resultancia de la unión que el amor implica; es la forma característica en que se concreta la unión amorosa. En virtud de la inhesión mutua el que ama está en lo amado y, a su vez, lo amado está en el que ama. Y esto se realiza tanto en la dimensión cognoscitiva del hombre, como en su dimensión afectiva; y además toma diferentes inflexiones si se trata del amor de cosa y si se trata del amor de persona.
Consideremos, en primer lugar, la mutua inhesión en el plano cognoscitivo. En este plano puede decirse que lo amado (sea una cosa, sea una persona) está en el que ama, porque está presente en el conocimiento de este último; presente de una manera estable, porque el amante está siempre, o casi siempre, pensando en aquello que ama. Si es una cosa, examinando todo lo que puede hacer con ella, para lo que la puede utilizar, incluso viendo los servicios que esa cosa puede rendir a otras personas amigas; y si se trata de una persona, considerando simplemente las excelencias de la misma, sus valores, sus buenas cualidades. Pero también puede decirse que el amante está en lo amado, es decir, que se traslada al interior de lo amado, por el conocimiento, en cuanto que no se contenta con una aprehensión superficial.
Si lo amado es una cosa, quiere el amante conocer todos sus entresijos, su íntima constitución, sus cualidades más recónditas, todas las posibilidades de utilización (en el propio servicio o en servicio de los demás) de dicha cosa; y si lo amado es una persona, quiere asimismo el amante conocer lo más propio y más íntimo de esa persona, sus preferencias, su historia, su formación, sus aptitudes, sus secretos: penetrar, en una palabra, lo más posible en la intimidad de la persona amada. Consideremos ahora la mutua inhesión en el plano afectivo. En esta otra dimensión se dice que lo amado (cosa o persona) está en el amante cuando hay entre ellos una unión afectiva, de suerte que, si lo amado está presente, el amante se deleita en él y si está ausente, tiende a él con ardiente deseo. Y esto de manera distinta si se trata del amor de cosa que si se trata del amor de persona; porque en el primer caso, se busca el bien que esa cosa pueda proporcionar a uno mismo o a otra persona; pero en el segundo caso, se tiende a la persona amada, no por alguna razón extrínseca o por alguna utilidad que puede reportar, sino por la misma complacencia que produce dicha persona, complacencia que está radicada en lo más íntimo del amante. Por eso el amor es algo que arraiga muy hondo, y se habla de «entrañas de amor». Pero también se puede decir, en este orden afectivo, que el amante está en lo amado, y de manera también diferente si se trata de una cosa o si se trata de una persona. Tratándose de una cosa, el amante está en lo amado, porque no se contenta con una posesión superficial o con un disfrute ligero de la cosa amada, sino que quiere tenerla o dominarla perfectamente, como calando hasta lo más íntimo de ella; este amor tiende a que la unión con la cosa amada sea lo más estrecha, lo más posesiva, lo más duradera posible. Y si lo amado es una persona, el amante está realmente en la persona amada, porque reputa los bienes y los males de esa persona como si fueran suyos propios, y la voluntad de ella, como si fuera la de él, de modo que se goza o se entristece al par que la persona amada, y se identifica con sus quereres. En una palabra, el amante se hace una misma cosa con el amado, se pone en lugar de él, y así se puede decir que está en él o vive en él.
Algo semejante cabe decir de otro de los efectos del amor, que es el éxtasis, la salida de sí. El éxtasis se da también en el orden cognoscitivo y en el afectivo. En el orden cognoscitivo puede hablarse de éxtasis en sentido lato siempre que conocemos algo distinto de nosotros, y puede conducir a una elevación de nuestro ser, en cuanto la mirada del espíritu se dirige a objetos superiores, o a un rebajamiento, en la medida en que dirigimos nuestra capacidad cognoscitiva a objetos inferiores. Pero en sentido propio el éxtasis comporta una cierta superación de las fronteras connaturales de nuestro conocimiento, tanto sensible como racional, bien porque seamos llevados a conocer o vislumbrar realidades que exceden la capacidad de nuestra razón (así tenemos los arrobamientos y las inspiraciones), bien porque caigamos en el furor o en la locura, que deprimen y trastornan nuestra razón, motivo por el cual de una persona loca o furiosa se dice que «está fuera de sí». Con todo, el éxtasis en el orden cognoscitivo sólo tiene una relación indirecta con el amor: concretamente cuando nuestra capacidad cognoscitiva se concentra de tal modo en lo amado que apenas se puede ya pensar en otra cosa. Donde verdaderamente tiene que ver el éxtasis con· el amor es en el orden afectivo, y especialmente en el amor de persona. Porque en el amor de cosa no se da tanto una salida de sí por el afecto, ya que lo que dicho amor busca es unir la cosa con nosotros mismos (o con otros), ponerla bajo nuestro dominio (o bajo el dominio de otros). Se dice aquí que el amante sale de sí mismo porque, no contento con gozar del bien que tiene, quiere alcanzar algún otro bien fuera de sí; pero, en último término, lo que busca es unir ese bien extrínseco a sí mismo, hacerlo suyo (o de otra persona), y así no sale el amante plenamente de sí, sino que retorna a sí. En cambio, en el amor de persona, la salida, el éxtasis, es completa (dentro de lo posible), porque en este amor el afecto del amante sale simplemente fuera de él, ya que busca sólo el bien de la persona amada, y obra con la mira puesta en ella, cuidando de la misma como si de sí propio se tratase, poniéndose en lugar de ella por el puro amor que le tiene.
Por último, digamos algo del celo, que también es efecto del amor. «Él celo -escribe Santo Tomás- dice propiamente cierta intensidad del amor, por la cual el que ama intensamente nada soporta que repugne a su amor» [8]. El celo es distinto cuando se trata del amor de cosa que cuando se trata del amor de persona. En el primer caso, «el que ama intensamente alguna cosa se mueve contra todo aquello que impida la consecución o disfrute pacífico de esa cosa; y en este sentido se dice que los maridos celan a sus mujeres, a fin de que por la compañía de otros no quede impedida la exclusividad que buscan en ellas; y asimismo los que buscan destacar se vuelven contra aquellos que parecen aventajarles, como impidiendo su preeminencia» [9]. Mas en el caso del amor de persona, dicho amor «busca el bien del amigo; por lo cual, cuando es intenso, impulsa al hombre contra todo lo que es opuesto al bien del amigo; y en este sentido se dice que uno tiene celo por su amigo cuando se esfuerza por rechazar todo lo que se hace o dice contra el bien del mismo; e igualmente se dice que uno tiene celo por Dios cuando procura en lo posible rechazar todo lo contrario al honor o voluntad de Dios» [10]. Y es natural que así sea, porque si, por la mutua inhesión y el éxtasis, el amante vive en el amado y para el amado, cualquier cosa que lesione al amado lesiona en realidad al propio amante.
5. El amor humano
Y ahora digamos algo del amor propiamente humano, que es el amor entre el hombre y la mujer.
No deja de parecer sorprendente que dicho amor sea considerado por Santo Tomás, en un texto citado poco ha, como un ejemplo de amor de cosa. El texto en cuestión trata del celo como efecto del amor de cosa (amor de concupiscencia) y dice que de esa manera «los maridos celan a sus mujeres». Ahora bien, no hay que dejarse llevar de un solo texto, por muy rotundo que pueda parecer. Para el mismo Santo Tomás el amor entre el hombre y la mujer, como amor esencialmente humano que es, constituye una especie de amor de persona o amor de amistad. Lo que ocurre es que se trata de una especie muy peculiar dentro de ese género que es el amor personal, de una persona a otra, y precisamente porque la persona humana es esencialmente distinta de las demás personas creadas (los ángeles) y, por supuesto, de la Persona increada (Dios). Aquello en lo que es distinta de las demás personas creadas es su naturaleza corporal o reiforme. La persona humana es una persona tal que al mismo tiempo es cosa. No es que sea una mezcla de persona sin más y cosa sin más; sino una persona que lo es de tal manera que al mismo tiempo es cosa, y una cosa que lo es de tal modo que a la vez es persona. O, dicho de otra forma: la persona humana es a la par corpórea y espiritual; espiritual de tal manera que puede ser y es al mismo tiempo corpórea, y corpórea de tal modo que puede ser y es a la vez espiritual. Lo corpóreo o cósico, pues, no está en nosotros separado de lo espiritual o personal; sino que lo primero matiza y penetra íntimamente a lo segundo, así como lo segundo modula y cala íntimamente a lo primero. Por ejemplo, la diferencia entre los sexos es en primer término una diferencia corporal, pero en nosotros no es solamente corporal, sino que penetra o invade todo lo personal o espiritual. De aquí que el amor humano propiamente dicho no sea sólo genéricamente amor entre personas (en todo semejante al amor que existe entre las demás personas creadas), sino que es específicamente un amor propio de las personas humanas, las cuales, al mismo tiempo que son cosas, son personas. Por eso el amor humano resume en sí lo que pertenece al amor de persona y lo que corresponde al amor de cosa. Y no se diga que estos dos amores son incompatibles entre sí; por el contrario, son compatibles en el mismo sujeto y respecto al mismo objeto en igual medida en que son compatibles en una misma realidad la naturaleza de cosa y la naturaleza de persona, que es lo que sucede con la persona humana.
Pues bien, es característico de los bienes materiales (y en general, de las cosas) que no pueden ser disfrutados por varios sujetos a la vez, sino que piden una pertenencia en exclusiva. En realidad, cuando varios disfrutan de un mismo bien material, no disfrutan del mismo bien, sino de partes distintas de dicho bien. Por el contrario, es característico de los bienes espirituales (y especialmente, de las personas en cuanto tales) que pueden ser disfrutados por muchos a un tiempo, sin que disminuyan o tengan que distribuirse. Por eso, como el amor humano, aunque es amor entre personas, es también amor de una persona a una cosa, nada tiene de extraño que reclame la exclusividad que es propia del amor de cosa, y así el amor entre el hombre y la mujer reclama esa exclusividad, y la reclama precisamente por lo que ambos (hombre y mujer) tienen de cosa, es decir, de corpóreo. El hombre ama en la mujer, no sólo su espíritu, sino también su cuerpo, y lo mismo, la mujer en el hombre. Pero el amor del cuerpo del otro tiene que ser exclusivo, como lo es el amor de cualquier cosa, de cualquier cuerpo. Por lo demás, como en nosotros la dimensión de cosa no está separada de la dimensión de persona, esa nota de exclusividad que se da en el amor propiamente humano por el hecho de que el hombre y la mujer tienen un cuerpo, afecta también a la dimensión personal de los dos, como vimos que la afectaba el sexo; y así todo ese amor queda transido de una cierta condición cósica. En este sentido, y sólo en este sentido, Santo Tomás cataloga al amor entre el hombre y la mujer dentro del amor de cosa. Por otra parte, así como en nosotros la dimensión espiritual queda afectada por la corporal, así también la dimensión corporal queda afectada por la espiritual; y de esta suerte el amor del hombre y la mujer no es sólo el de una persona por una cosa, sino precisa y fundamentalmente el amor de una persona por otra persona, y por eso tiene todas las notas de éste, a saber, es amor de amistad, de comunión, de entrega. Por lo demás, la manera precisa como aquí se enlazan el amor de persona y el amor de cosa no es la expuesta más atrás donde considerábamos a la persona y a la cosa como objetos distintos de amores distintos. En este supuesto el amor de cosa se subordina al amor de persona, como distinto de él, pues las cosas se quieren para las personas; pero en el caso del amor humano el mismo es el objeto del amor de persona que el del amor de cosa: son dos amores fundidos que versan sobre un único objeto que es a la vez cosa y persona; por eso no hay aquí subordinación de un amor al otro como si fueran distintos, sino una cierta compenetración de los dos, con mutuas influencias del primero sobre el segundo y del segundo sobre el primero; y supuesta esa compenetración, una cierta ordenación del amor de cosa al de persona, en todo semejante a la ordenación de nuestro cuerpo respecto de nuestro espíritu.
6. La permanencia del amor
Una propiedad del amor de persona (y consiguientemente, del amor humano en cuanto es también un amor personal) es la permanencia o estabilidad. Es una permanencia que se funda en la firmeza y estabilidad de los sujetos entre los que dicho amor se da, es decir, de las personas. Las personas en efecto son mucho más estables que las cosas. Como dijimos más atrás, las cosas son, por una parte, las sustancias corpóreas, y por otra, los accidentes, tanto corpóreos como espirituales. Pues bien, las sustancias corpóreas son perecederas, corruptibles; es decir, tienen un grado de firmeza bien pequeño; y los accidentes, tanto si corresponden a la sustancia corpórea, como si pertenecen a la espiritual, son también muy perecederos y de poca estabilidad. En cambio, las personas, es decir, las sustancias espirituales, son por su propia naturaleza indestructibles.
Por otro lado, el amor, tanto si es de persona como si es de cosa, no se queda nunca en la superficie, sino que, por el efecto que acarrea de la mutua inhesión, penetra hasta lo más íntimo del objeto amado. Y es en esa intimidad en la que arraiga. Por consiguiente, aunque varíen los accidentes más o menos externos, mientras permanezca invariable la intimidad de lo amado, también permanecerá invariable el amor.
Como dijimos más atrás, el amor propiamente humano es como una síntesis del amor de persona y del amor de cosa. Pues bien, por lo que tiene de amor de persona es indestructible por naturaleza, pues indestructibles son tanto el sujeto como el objeto; y por lo que tiene de amor de cosa, es permanente por todo el tiempo que dura el cuerpo, es decir, es permanente hasta la muerte. Y no puede menoscabarse este amor porque se menoscaben el vigor, la hermosura o la salud corporales de la persona amada; pues la elección que precede a este amor no se ha hecho atendiendo a lo que hay de caduco en cada uno de nosotros, sino a lo que hay de permanente; no teniendo en cuenta lo superficial y periférico, sino lo hondo y lo íntimo. Por eso, el amor entre el hombre y la mujer debe durar al menos todo lo que dura la vida humana o la unión del alma y el cuerpo.
Que la elección que precede al amor es irrevocable, y por consiguiente también el amor mismo, se echa de ver en que no es una elección caprichosa o arbitraria, sino fundada en el valor mismo de la persona amada, que es inmutable. Cuando el amor es verdadero no está fundado en las cualidades corporales de una persona ni tampoco en sus cualidades espirituales; está fundado en la persona misma, en su sustancia, que es a la par espiritual y corporal. Por eso, mientras no cambie el fundamento del amor no tiene por qué cambiar el amor. De donde el amor entre personas debe durar todo lo que duren dichas personas. Por su propia naturaleza es un amor permanente hasta la muerte.
Jesús García López en dianet.unav.edu
Notas:
1. S. Th., 1-2, 26, 3.
2. S. Th., 1-2, 26, 4.
3. S. Th., 1-2, 27. 2.
4. S. Th., 1-2, 27, 2, ad-1.
5. S. Th., 1-2, 28, 1, ad-3.
6. S. Th., 1-2, 28, 1, ad-2.
7. S. Th., 1-2, 27, 3.
8. In loannem, cap. 2, lect. 2, n. 8.
9. S. Th., 1-2, 28, 4.
10. S. Th., 1-2, 28, 4.
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