Emiliano Tiburcio Moreno,

La renovación de las instituciones cristianas, a pesar de que alguno de los procesos no haya llegado a cristalizar, es una realidad latente en todo el orbe cristiano.

Los signos de los tiempos, a los que debemos prestar atención, nos hablan de un nuevo periodo en la relación entre las Iglesias cristianas y también de una mayor apertura en el diálogo ecuménico e inter-religioso.

Un nuevo aletear del Espíritu Santo sobre la humanidad, hace que ésta despierte de la somnolencia y se reaviven la dimensión espiritual de la persona y su capacidad relacional.

Nos encontramos en un tiempo, donde terminado el segundo milenio, el tercero irrumpe cargado de problemas y de quehaceres en la Iglesia. Los movimientos religiosos y las distintas confesiones de fe se presentan con nuevos retos para todos los creyentes.

En la conciencia de las Iglesias cristianas gana espacio el convencimiento de que vivir el Evangelio exige hacer una opción por los pobres, pero esta opción no se puede realizar en plenitud, mientras los que anuncian el evangelio no lo hagan desde la unidad. Lo que exige que la ruptura histórica de Cristo sea restaurada en la misma histórica.

Jesús instituyó una Iglesia unida que el tiempo separó. El reto que ahora se presenta es volver a la unidad que en un tiempo se rompió. No podemos presentarnos ante Cristo, tan divididos como desgraciadamente nos hemos presentado en el último milenio.

Una nueva llamada a la unidad, está sembrando de inquietudes a la mayoría de las Iglesias cristianas, que germinan en nuevas actitudes y en nuevos comportamientos. Donde antes se polemizaba ahora se dialoga, donde antes había enfrentamiento ahora se aúnan esfuerzos. De la enemistad se ha pasado a la amistad, a la comprensión y a la colaboración.

La apertura eterna del misterio de Dios al hombre comienza a reflejarse en la apertura del hombre al hombre. Nada de lo que sucede en la humanidad nos puede resultar indiferente. El hombre debe mirarse en el espejo de Dios para percatarse que la historia no se puede hacer sino por caminos de paz y de amor.

Los movimientos misioneros y las actitudes de todas las Iglesias cristianas deben ser una búsqueda de la deseada unión de todas la Iglesias. Es más, la humanidad entera, en la búsqueda constante del sentido de su vivir, debe constituirse en plataforma de encuentro con la Realidad Absoluta que nos sostiene.

Todos juntos debemos construir un mundo mejor sobre los pilares de la justicia y el amor, de forma que, donde no llegue la justicia pueda llegar el amor. Una humanidad, más unida por el amor, será el reflejo eterno de la presencia entre los hombres del único Pueblo de Dios.

Los comienzos del ecumenismo.

Fue en los comienzos del siglo XVIII, cuando ciertos espíritus llenos de buenas intenciones y guiados por el Espíritu de Señor, reaccionan contra la secuela de violencia y de terror que se desató en Occidente por motivos religiosos.

Las sociedades europeas se dividieron y de estas divisiones nacieron enfrentamientos de represión y de muerte, que dieron origen a las guerras de religión. Las Iglesias cristianas que debían dar testimonio de unidad, se encuentran profundamente divididas y llenas de odio, provocando el vandalismo que hizo correr sangre cristiana a raudales.

Ante tanto dolor y tanta barbarie por la sangre derramada, se hace urgente buscar una solución.

Como una primera respuesta a la solución del problema se plantea el método de la "concordia", precedente de lo que después será el movimiento ecuménico.

El método de la "concordia" nace en 1691 a partir del intercambio epistolar entre católicos y luteranos alemanes. Por parte católica la representación la lleva Bossuet, Obispo de Meaux, y por parte luterana Molanus, abad luterano de Lockum, que será sustituido posteriormente por J. G. Leibniz, de confesión luterana también pero relacionado con muchos católicos.

La razón de este método está en que Bossuet convencido de la esterilidad de otros métodos, como el de la controversia, intenta explorar nuevos caminos que lleven a la unidad. Este nuevo método abrió nuevas e importantes esperanzas, convencidos los autores de que el movimiento originado debía estar fundamentado en el respeto recíproco.

Se hace camino partiendo de una interpretación benévola y comprensiva de las reivindicaciones protestantes, por una parte, y una explicación pedagógica de los móviles católicos, por otra, que permitiría la concordia que se había hecho imposible, entre la confesión de Angsburgo y los decretos de Trento [1].

De los diálogos epistolares entre Bossuet y Molanus, en primer lugar, y después entre Bossuet y Leibniz, se deduce la necesidad de caminar hacia una "Iglesia universal", en cuyo seno hubiese lugar para las diversas expresiones de vida y de fe cristianas. Es aquí donde se originó la dimensión religiosa del término ecumenismo, (pues el término ecumenismo tiene otras connotaciones, como son: la política, la geográfica y la cultural), y con ello se indica la universalidad del cristianismo, y por tanto de la propia fe y de la Iglesia de Cristo.

Siglos después surgirá otro método con el nombre de "convergencia" que nace en las conversaciones de Malina, celebradas en los Países Bajos, durante los años 1921-1926. Estamos en el pontificado Pío XI, aunque las con­ versaciones se iniciaron antes de morir Benedicto XV.

Estas conversaciones de tipo privado se realizan entre anglicanos y católicos. Por los anglicanos conduce el diálogo el venerable Lord Halifax, santamente obstinado en la unión del anglicanismo y el catolicismo, y cuya vocación era la de unir.

Por parte católica el conductor de los diálogos es el cardenal Mercier, a quien el mismo Lord Halifax definía:

"vida gasta en presencia de Dios... Era el ajuste del equilibrio en los actos como en las palabras. Mejor aun, yo creo que un rayo de santidad le permitía penetrar en el espíritu  de Cristo. Y era esto lo que le daba autoridad a sus gestos y a sus palabras [2].

Estos dos hombres, creyentes auténticos, acordaron reunirse, primero con un grupo de expertos de una y otra Iglesia, y así ver juntos las posibilidades de la unión y de la convergencia.

Las cuestiones fundamentales que presentaron para tratar fueron: las relacionadas con la fe, la palabrada Dios, los sacramentos y la disciplina eclesiástica, temas en los que se llegó a una convergencia muy significativa, sobre todo en la unión, como manifiesta la proclamación: "Iglesia unida no absorbida".

Con esta fórmula lo que se pretendía era la organización de la Iglesia anglicana unida, al estilo de la organización sancionada y mantenida por Roma para las Iglesias Orientales unidas [3].

Gustav Thiels en su reflexión sobre los métodos utilizados a partir del nacimiento del movimiento ecuménico, el año 191O, manifiesta que lo que se debería hacer sería:

Lo primero, la distinción entre las doctrinas fundamentales y las no fundamentales. La unidad llegaría por la adhesión a las creencias fundamentales, que constituyen los cimientos de las concordancias y de las divergencias.

Lo segundo, que los elementos en los que se difiere, se sitúen en el método dialéctico propuesto por Karl Barth en Ámsterdam. Este método procede de la dialéctica hegeliana con la tesis, antítesis y síntesis, lo cual quiere decir, que con las afirmaciones y las contra-afirmaciones se llegaría a una tesis común [4].

En la actualidad están en auge los métodos teóricos que han desembocado en el diálogo teológico, que se centran básicamente en el diálogo eclesiológico utilizado en Lausanne y en Edimburgo, en el cristológico propuesto en la asamblea de Lund y en el pneumatológico que se utilizó en Montreal [5].

Dimensión carismática del ecumenismo

Desde una perspectiva de fe, el ecumenismo se presenta como un Don del Espíritu Santo a toda la humanidad. Su nacimiento tiene índole carismática tal como se presenta en el encuentro de Edimburgo en el año de 1910.

En esta ciudad, el Espíritu Santo sorprendió a todas las Iglesias allí reunidas, mediante la voz de uno de los delegados allí presentes, quien en medio de la asamblea gritó con potente voz: "vosotros nos habéis mandado misioneros que nos han dado a conocer a Cristo, por lo que estamos agradecidos. Pero al mismo tiempo nos habéis traído vuestras distinciones y divisiones. Unos predican el metodismo, otros el luteranismo, el congregacionalismo o el episcopalismo. Nosotros os suplicamos que nos prediquéis el Evangelio y dejéis  a Cristo suscitar, en el seno de nuestros pueblos, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia conforme a sus exigencias y conforme, también, al genio de nuestra raza, que será la Iglesia de Cristo en Japón, la Iglesia de Cristo en China, la Iglesia de Cristo en India, liberadas de todos los -ismos-, con que vosotros cargáis la predicación del Evangelio entre nosotros" [6]

Grito semejante se escuchó en la asamblea del consejo de las Iglesias, celebrada en Nueva Delhi, cuando un indio lamentándose dijo las siguientes palabras: "nuestras Iglesias son jóvenes y se aman. ¡No las envenenéis con vuestras desdichas históricas occidentales de separación!".

La dimensión carismática, dirige la elección de Juan XXIII, como sucesor en el papado de Pío XII, y ese don se hace más palpable en la convocatoria de Juan XXIII del Concilio Vaticano II, donde uno de los principales objetivos que se marcó el Papa es: "Promover la restauración de la unidad de todos los cristianos" [7].

Carismático, en toda profundidad, es el objetivo al que tiende el ecumenismo. La unión en plenitud de todas las Iglesias cristianas por obra del Espíritu Santo.

Tres movimientos singulares y comprometidos, el CIM (Consejo Internacional de Misiones), VA (Vida y Acción) y FC (Fe y Constitución), ponen en marcha el movimiento ecuménico de las Iglesias en Edimburgo en el año 1910 e irá tomando cuerpo, hasta ser institucionalizado el año 1948 en Ámsterdam con el nombre de CEI (Consejo Ecuménico de las Iglesias) [8].

El CEI nace como una sorprendente aventura en el interior del cristianismo no católico. Un carisma donde se concretan los anhelos sublimes de la unidad de los creyentes sinceros, abiertos a las mociones del Espíritu Santo. Con ello las simas de la ruptura comienzan a rellenarse con la masa de los múltiples actos ecuménicos, que se van originando en el seno de las Iglesias, para hacer realidad las esperanzas de la unión entre los cristianos.

Este movimiento será levadura para todos los cristianos que buscan vivir cristianamente en la Iglesia instituida por Jesucristo, lugar de encuentro de la humanidad en el amor.

El CEI llega a su plenitud, como impulsor del movimiento ecuménico en Nueva Delhi, en la asamblea allí celebrada en el año 1961, al definirse como: " una asociación fraternal de Iglesias, que confiesa a nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las escrituras, y se esfuerza por responder en armonía, a su común vocación, para la gloria del Único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo" [9]

Este espacio se constituye en el lugar de encuentro donde se promueve el estudio común, fuente de alimentación de la conciencia ecuménica, apertura a la alianza y a las relaciones de carácter universal con todas las Iglesias cristianas, donde nace la conversión y la búsqueda de la verdad, como base de un auténtico diálogo.

El ecumenismo espiritual.

La dimensión espiritual del ecumenismo, tiene un despertar, bastante temprano, en la Iglesia católica. León XIII instituye la novena de Pentecostés para "acelerar la obra de la reconciliación de los hermanos separados". Algún tiempo después, los presbíteros anglicanos Spenser Iones y Paul J. Wattson inician un octavario para la unión de las Iglesias, que se celebra del 18 al 25 de enero. La idea es muy bien acogida inicialmente, pero al pasarse al catolicismo P. J. Wattson, esta semana toma un cariz especial, por constituirse en instrumento del apostolado para la conversión de los no católicos.

Cada día del octavario se pide por una Iglesia particular, pero para los no católicos, la insistencia de los católicos en que la unidad se hiciera en torno a la figura del Papa, se constituyo en un obstáculo para participar en el octavario.

Será en la década de 1930-1940, cuando un párroco de Lyón, Paul Couturier [10], intuya la dificultad que se planteaba para los no católicos a la ho­ ra de orar juntos. Con el apoyo del Obispo instituyó una oración con la que

pudieran orar todos juntos. Esta oración se concretó en los siguientes términos: "Que nuestro Señor dé a toda la Iglesia en la tierra aquella paz y unidad que estaba en su mente, y en su propósito cuando, en la víspera de su pasión oró para que todos san uno".

Son momentos de Kairos, con la intuición maravillosa del p. Couturier de centrar todo el encuentro en la persona de Jesucristo, punto de confluencia de toda la humanidad.

De aquí parten los movimientos ecuménicos posteriores, y su evolución en los últimos sesenta años, han originado los proyectos ecuménicos actuales.

Una experiencia de fe vivida en la vida cotidiana, se cargaba de anhelos e ilusiones, para que la comunidad de creyentes abriera nuevos caminos hacia la plenitud ecuménica. Es cierto, que no es algo totalmente nuevo en la vida de la Iglesia, sino un reencuentro con sus mejores tradiciones.

De los diálogos permanentes del p. Couturier con los exiliados rusos nace un clima de relación fraternal, que hace que aumente la confianza mutua y la comunión. Sobre esta base se va edificando la actividad ecuménica y se liman las rigideces doctrinales y las posiciones intolerantes.

Junto a este movimiento, en los años 30 del siglo pasado, aparece un movimiento nuevo de gran importancia e influencia en el movimiento ecuménico. Se trata del movimiento personalista, inspirado por Emmanuel Mounier, que sirvió para aglutinar a católicos, protestante y ortodoxos de la Europa Occidental. El medio de comunicación entre ellos es la revista Esprit, desde donde muchos teólogos tratan de impulsar el ecumenismo.

Pero el hecho más importante y decisivo para lanzar el compromiso espiritual del ecumenismo dentro del catolicismo romano fue, sin duda, la experiencia que muchos fieles tuvieron durante la segunda guerra mundial 1939-1945.

La lucha, por una parte, contra el nazismo-fascismo, y por otra, evitar que los judíos fuesen llevados a los campos de concentración, es decir, al exterminio, son los dos grandes impulsos que mueven la espiritualidad ecuménica. La década de los años 1930-1940 se había afianzado como años de encuentro, de diálogo y de lucha compartida entre todas la Iglesias cristianas. Pero, será sobre todo, los años de 1939-1945, ante el dolor y la tragedia que suponen los campos de concentración y las cámaras de gas, donde nazca la necesidad de la unidad y el descubrimiento del otro, como base de todo diálogo y punto capital del movimiento ecuménico.

El ecumenismo en la Iglesia Católica

Anteriormente hemos indicado, como Bossuet y Molanus, emprendieron un camino de diálogo ecuménico para terminar con las guerras de religión. Habían visto la necesidad de caminar hacia una Iglesia Universal que acogiera en su seno a las distintas expresiones de vida y de fe cristianas.

Desgraciadamente este movimiento muere y no se conocen otros movimientos importantes hasta el "movimiento de Oxford", donde se crea "la asociación para la promoción de la unidad de los cristianos". Era el año de 1875.

Participan en este movimiento anglicanos, católicos y ortodoxos griegos. En 1864 se prohíbe a los católicos participar en dicha asociación. Pío IX lo comunica en los siguientes términos: "Que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una intención en gran manera manchada e infectada de herejía, no puede de ningún modo tolerarse... Otra razón por la que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense, es que quien a ella se unen, favorecen el indiferentismo y causan escándalo" [11].

Al papa Benedicto XV se le informó de una conferencia mundial en la que participaban todas las confesiones que reconocían a Cristo como Dios y Salvador. Robert Gardiner, secretario de la comisión, que preparaba dicha conferencia, informó e invitó a Benedicto XV a la participación de los católicos en dicha conferencia. Benedicto XV, el 18 de noviembre de 1914 agradeció la información y la invitación, pero no la aceptó.

Charles Brent, iniciador de Fe y Constitución (FC), esperando un acercamiento mayor del Benedicto XV y la asistencia de algún delegado, visita personalmente al Papa invitándole a dicha conferencia. El Papa, después de un recibimiento amable, y prometerle sus oraciones por el éxito de la conferencia, volvió a negarse con toda rotundidad.

Las reuniones se celebraron en Lausana del 3-21 de agosto de 1927. Benedicto XV ya había muerto, y la Iglesia católica no tuvo representante alguno.

Tampoco estuvo oficialmente presente la Iglesia católica en el nacimiento del CEI (Consejo Ecuménico de las Iglesias) en Ámsterdam el año 1948. Aunque hubo algunos católicos, como periodistas o representantes de centros ecuménicos, que se hicieron presentes a título personal.

La razón de la ausencia no fue el desinterés de los católicos, pues había personas con interesadas en estar presentes, pero Roma, por dos veces, los días 5 y 18 de junio, negó toda autorización para asistir.

Las posturas católicas se presentan un tanto rígidas, aunque al parecer de algunos críticos, no es debido a problemas teológicos-eclesiológicos, sino de tipo práctico y psicológico. Un acercamiento tímido se da en los tiempos de León XIII, como vimos anteriormente, cuando se instituye la novena de Pentecostés para acelerar la reconciliación con los hermanos separados.

Será en el periodo preparatorio del Concilio Vaticano II, año 1961, cuando se abra la primera puerta para participar en la Asamblea de Nueva Delhi, donde hubo una representación católica permitida. Cinco cristianos católicos, representantes de distintas partes del mundo católico estuvieron como observadores.

El secretario General del Consejo Ecuménico de las Iglesias saludó a los cinco representantes de la Iglesia católica con las siguientes palabras: "Hoy se han establecido relaciones no oficiales, pero muy útiles, con el secretariado especial designado por el papa Juan XXIII para promover la unidad de todos los cristianos. Damos la bienvenida a los cinco católicos romanos, autorizados por este secretariado y enviados como observadores a esta asamblea" [12].

A partir de esta asamblea de Nueva Delhi, la Iglesia católica ha estado presente en todas las asambleas celebradas a nivel de observación.

El año de 1965 se crea una comisión de teólogos católicos y del CEI, para reflexionar sobre cuestiones doctrinales. El acercamiento se hace más estrecho en la asamblea de Upsala, a partir de la cual, los teólogos católicos participan de "pleno iure" en los trabajos.

La colaboración en el programa "Sodepax" (Comisión para la Sociedad, Desarrollo y Paz) hace que los vínculos adquieran mayor consistencia.

Las visitas, de los papas Pablo VI y Juan Pablo II al Consejo Ecuménico de las Iglesias, han  hecho que la vecindad  se haga más cerca­na, cargada de destellos de esperanza ilusionada, en la unión de todas las Iglesias Cristianas.

Es cierto que la apertura católica al movimiento ecuménico tarda en concretarse, pero una vez que irrumpe en este campo, lo hace con fuerza, valentía y alegría. Esto se manifiesta abiertamente en el papado de Juan XXIII y en el Concilio Vaticano II.

Juan XXIII se había marcado como uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II, "Promover la restauración de la unidad de todos los cristianos", como dijimos anteriormente.

Desde estos momentos la Iglesia Católica se vuelca con toda ilusión en la promoción del movimiento ecuménico. El concilio comienza a celebrarse en un ambiente de anhelos ecuménicos y de esperanzas en la unión de todas las Iglesias cristianas.

La respuesta a las invitaciones fraternales de muchos delegados de otras Iglesias a presenciar los debates, junto con los padres conciliares de todo el Orbe católico, hace que el concilio Vaticano II revista la condición de ecuménico, abierto a toda la cristiandad.

La importancia que toma el ecumenismo en el Vaticano II se pone de manifiesto en los distintos documentos conciliares.

La Constitución Lumen Gentium en el capítulo II, al hablar del pueblo de Dios, hace una referencia expresa a la relación de la Iglesia Católica con la Iglesias cristianas no católicas [13]  y con los no cristianos [14]. Todos son Pueblo de Dios.

La Constitución Gaudium et Spes busca la unión de la Iglesia católica con toda la familia humana, por ello, el concilio se dirige a todos los hombres, teniendo presente el mundo creado por Dios y redimido por Cristo, para que todos los humanos puedan encontrar la plenitud humana en la salvación.

Además de estas dos grandes constituciones el Concilio aporta una importante declaración sobre la Libertad Religiosa, titulada "Dignitatis Humanae", donde se proclama con todas las fuerzas la libertad religiosa. Es obligación de todo ser humano la búsqueda de la verdad y una vez conocida abrazarla con todas las fuerzas. Dicho documento condena el proselitismo y considera los derechos que tienen los otros y los deberes de cada uno con los demás.

En el decreto, dedicado totalmente al ecumenismo, titulado "Unitatis Redintegratio", se pone de manifiesto, cómo el concilio Vaticano II se tomó, muy en serio, el problema de la unidad de las Iglesias Cristianas y el de la unidad en la diversidad de todos los hombres.

Este Decreto se confecciona desde la experiencia real, vivida por las Iglesias a lo largo de muchos años de su historia, con matices claramente ecuménicos. De ahí que se insista constantemente en la búsqueda de la unidad.

"Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor, muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan como la herencia de Jesucristo ( ... ) Siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" [15].

Esta unidad es entendida en base trinitaria. El Padre envía a su Hijo Unigénito al mundo. Este ruega al Padre por los creyentes e instituye el sacramento de la unidad, dándoles el mandamiento del amor mutuo. El Espíritu de Cristo que se les había prometido es entregado como plenitud del Suceso Pascual.

Se señala el carácter apostólico de la Iglesia en su doble vertiente, en lo que tiene que ver con la tradición de la fe de los apóstoles y en lo que dice relación al orden. Pedro es la Piedra a partir de la que se debe edificar la comunidad [16].

Pero et Decreto sobre Ecumenismo presenta una característica importante, en cuanto no es un decreto cerrado, sino que presenta una serie de cuestiones importantes que merecen la pena profundizarse en los caminos de unidad.

En primer lugar, tenemos los problemas que se relacionan con la celebración de la fe cristiana y la organización eclesiástica, es decir, el bautismo, la Eucaristía y el ministerio [17].

En segundo lugar, en el Decreto se ha encontrado el camino para iniciar el diálogo en lo que se refiere a las preocupaciones de la formación ecuménica en todos los niveles [18].

En tercer lugar, cuando los padres conciliares hablan de la forma de exponer la doctrina de la fe católica piden, por una parte, que la exposición debe ser clara y transparente, sin concesiones a la galería. Sólo así puede darse el diálogo franco y honesto. Por otra parte, el camino a recorrer tiene que  estar empapado  en el amor, en la verdad y en la humildad, con el deber de que esté presente el concepto de jerarquía  de las verdades [19].

En cuarto lugar, se debe tener presente, a la hora de la reflexión, las relaciones con las Iglesias y las comunidades eclesiales separadas de la sede apostólica romana. No se pueden situar en el mismo plano las Iglesias Orientales, (Ortodoxas), y las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente (Anglicanas, Luteranas, Reformadas, etc.) [20].

En el nº 13 de U R, al mencionarse la causas que han llevado a las divisiones a la Iglesia de Cristo, se indican cuestiones de tipo doctrinal y las relativas a la estructura eclesial, que traducidas en otros términos, se trata de las relaciones entre lo universal y lo particular en la vida de la Iglesia. De aquí nace la diferencia de comprensión sobre la unidad en la Iglesia católica y en la comunidad de las Iglesias que se agrupan en el Consejo Mundial. Para la Iglesia católica, la relación se da en la comunión episcopal, en el colegio apostólico, cuyo centro es el sucesor de Pedro. La circunferencia con los radios convergiendo en el centro, sería la forma de explicar la unidad y la comunión en la Iglesia apostólica. Pedro, obispos y fieles.

Mientras que para el CMI (Consejo Mundial de las Iglesias) la unidad se expresa a nivel local. La unidad se constituye cuando todos los cristianos en cualquier parte del mundo reconocen el mismo bautismo y se reúnen en torno a la misma mesa. La unidad va de abajo hacia arriba en el CMI, mientras que en la Iglesia católica va de arriba hacia abajo.

En la línea de mantener vivo el acercamiento ecuménico, Pablo VI promulgó, durante los años conciliares (1964), la encíclica "Ecclesiam suam", como una invitación universal al diálogo. Juan Pablo II, en el año 1995 volvía a dar un nuevo impulso al ecumenismo con la encíclica "Ut Unum Sint".

El ecumenismo un camino abierto a la humanidad.

Al hablar del ecumenismo como un camino de unidad, surgen de forma inmediata las siguientes preguntas: ¿qué unidad?, ¿para qué sirve la unidad?, ¿una unidad con exclusiones o sin exclusiones?, ¿tienen todos cabida en esta unidad?, ¿se puede buscar la unidad y al mismo tiempo impedir que otro puedan formar parte de la nueva comunidad a construir?

La respuesta a estas preguntas nos llevan a adentrarnos en el corazón del concepto de ecumenismo, que hasta ahora hemos manejado, y desde ese mismo corazón preguntarnos: ¿el movimiento ecuménico trata de la unión de los cristianos o de la unidad de todo el pueblo de Dios? ¿Puede el diálogo ecuménico abrirse a toda la humanidad?

Es bueno, a la altura del movimiento unionista en que nos encontramos, hacer una indagación que nos permita comprender el término "ecumenismo" en toda su profundidad y extensión.

El calificativo ecuménico hace referencia a algo "universal", algo que se extiende por todo el mundo. Así decimos concilio ecuménico, cuando en él participan las Iglesias del mundo entero. Pero además, se debe tener en cuenta que el término ecuménico, no se reduce simplemente a una categoría religiosa, ni a las instituciones eclesiásticas, sino que el calificativo ecuménico afecta también al ámbito político, geográfico y cultural.

Al parecer de los expertos en lengua griega clásica, el término ecuménico tiene su origen en "oikos", que significa lugar habitado, por tanto, lugar donde hay personas, y en el término "oikía", que significa hogar familiar, es decir, lo que la familia ha construido para vivir [21].

El Nuevo Testamento utiliza el Verbo "oikodomeo" para significar la construcción de la Iglesia (Cf. Mt. 16, 18) y también señala el proceso de edificación (Hch 9, 31). El uso que Pablo hace del verbo "oikodomeo", adquiere un sentido muy importante, como es la constitución de nuevas comunidades cristianas que es la tarea específica de los apóstoles (2Co 10, 8) aunque en el parecer de Pablo, también es tarea de todos los cristianos: "por esto, confortaos mutuamente y "edificaos" los unos a los otros como ya lo hacéis (1Ts 5, 11).

El término "oikoumene" del que viene directamente la palabra "ecumenismo" sintetiza en sí los términos "oikos" y "oikia", pues el primero significa espacio habitado, y el segundo significa familiaridad de los que lo han construido y lo habitan [22].

Los escritores griegos clásicos, como Aristóteles, utilizan el término Oikoumene para oponer la realidad del mundo poblado por los griegos, al espacio que no se sabía si estaba poblado y quienes eran sus habitantes. Por tanto "oikoumene" tiene, en primer lugar, un significado con sentido geográfico.

Al emprender Grecia su aventura imperialista con Alejandro Magno, los griegos toman conciencia de que el mundo habitado era más amplio que lo pensado con anterioridad.

La dimensión antropológica de la apertura humana a los demás seres, se constituye en una nueva experiencia que cristaliza en la conciencia del hombre, donde se percata, que el mundo habitado es más amplio que lo pensado originalmente.

Dentro del nuevo territorio hay formas distintas de comunicarse y ex­ presarse, es decir, hay culturas distintas que entran a formar parte de la nueva "oikoumene". Lo ecuménico se universaliza en las nuevas tierras y culturas conocidas. Por tanto, Ecumenismo hace referencia en primer lugar a lo geo­ gráfico, en segundo lugar a lo cultural, y cuando Grecia comienza a declinar políticamente, con la muerte de Alejandro Magno, y el imperio se divide en cuatro partes, poco a poco comienza a surgir un nuevo imperio que va a dominar la cuenca del Mediterráneo. Es el imperio romano

Con el nuevo imperio nace una nueva dimensión del término "oikoumene", esto es, la dimensión política. Esta nueva dimensión coincide con los tiempos en que el imperio romano impone su poder a las tierras que bordean, el llamado "Mare nostrum".

Esta visión universalizada desde el campo de la política aparece frecuentemente en el nuevo Testamento, como el lugar donde se debe anunciar el Evangelio, la Buena Noticia. En Mt 24, 12-24 es el lugar donde se debe proclamar el Reino, que es el mundo entero. En Mc 13, 10, discurso escatológico, anuncia que es antes que sucedan estas cosas, es necesario que se proclamen la buena noticia a todas las naciones.

En Lucas, que es el evangelista que más utiliza el término, lo encontramos cuando Cesar Augusto mandó por decreto hacer un censo del mundo entero. (Lc 2, 1). En las tentaciones de Jesús en el desierto, le muestra los reinos de toda la tierra. (Le. 4, 5). En los Hechos de los Apóstoles Ágabo profetiza el hambre que vendrá sobre toda la tierra. (Hch 11, 28). La gran Artemis es venerada en la provincia de Asia y en el mundo entero. (Hch 19, 27).

El término "oikoumene", en la forma que se utiliza en el NT tiene casi siempre un carácter inclusivo, es decir, que abarca no sólo la dimensión religiosa, sino también lo geográfico, lo cultural y lo político.

Por tanto, hablar de ecumenismo significa tener presentes las cuatro dimensiones propias de la existencia humana: la espacial o geográfica, la cultural, la política y la religiosa.

La dimensión espacial nos habla del derecho que tiene toda persona a un espacio para realizar su vida, y en el que las personas se pueden relacionar con la naturaleza y tomar conciencia que hay otros seres con los mismos derechos que uno mismo.

La dimensión cultural tiene que ver con todas las manifestaciones y expresiones, mediante las que, todos los humanos de la tierra manifiestan sus relaciones con los otros y con la naturaleza.

La dimensión política es la forma de institucionalizar el poder en la sociedad, donde se pone de manifiesto, el grado de organización que un pueblo alcanza para sí. Está dimensión se encuentra fundamentada sobre el derecho y el poder, de forma que, cuando el derecho no es apoyado por el poder, el derecho se muestra débil, y cuando el poder no está vigilado por el derecho se cae en la dictadura.

Estas tres dimensiones que abarcan lo geográfico, lo cultural y lo político, tienen mucho que ver con el desarrollo de la dignidad persona humana y con toda su riqueza [23].

La dimensión religiosa del ecumenismo surge a raíz de las rupturas de la Iglesia occidental y la oriental y de la ruptura, en el siglo XVI, de las Iglesias cristianas occidentales.

Será en las correspondencias epistolares entre Bossuet y Molanus, y después entre Bossuet y JG Leibniz, cuando se institucionalice el término "ecumenismo", para significar, un camino universal de unión, entre todas la Iglesias cristianas, e incluso de otros movimientos religiosos no cristianos.

Desde la reflexión de estas dimensiones, nace la necesidad de que en la universalidad de la Iglesia, se abran espacios que unan las diferentes expresiones de vida de la comunidad humana [24].

Es cierto, que desde esta perspectiva, nos salimos un tanto del los límites del ecumenismo como se ha entendido tradicionalmente, movimiento de unión entre las Iglesias cristianas. Pero, si tenemos en cuenta que la humanidad constituye el "Pueblo de Dios" y la llamada a la salvación es universal, hemos de aceptar que el movimiento ecuménico afecta a toda la humanidad.

El movimiento ecuménico tiene  un especial significado  al hablar de  la unidad de los que confiesan a Jesucristo como el Señor, pero difícilmente el conjunto de los pueblos de la tierra podría aceptar al Dios de la unidad, si quienes dicen creer en él, no muestran con hechos su vivir en unión fraternal.

Emiliano Tiburcio Moreno, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Cf. JAVIERRE, A.M. Promoción conciliar del diálogo ecuménico. (Madrid 1966)

2      Cf. GUITTON, J. Diálogo con los precursores. Madrid 1963

3      Cf. GONZÁLEZ MUÑANA, M. Hacia la Pascua de la unidad. (Córdoba 1997) 100s

4      Cf. THILS, G. Historia doctrinal del movimiento ecuménico (Madrid 1968)

5      Cf. GONZÁLEZ MUÑANA, M. Hacia la Pascua     Pg100-101

6      Ibídem 103

7      U.R. 1

8      Cf. 3ª Asamblea Ecuménica  de las Iglesias. Varios. Movimiento ecuménico  Madrid 1966

9      3ª Asamblea de Nueva Delhi. Madrid 1966

10      El padre Paul Couturier nace en Lyón el 29 de julio de 1881 y muere en Lyón el 24 de marzo de 1953. Fue ordenado sacerdote en 1906. En la década de los años recibió en su casa a numerosos refugiados rusos que huían de Rusia a Occidente. En el trato con dichos emigrantes descubrió la riqueza de la espiritualidad de aquellos emigrantes ortodoxos.

11      Dz 1686-1687

12      Texto citado por GONZÁLEZ MUÑANA en Hacia la Pascua de... Pag 113.

13      Cf. Lumen Gentium nº 15.

14      Ibídem nº 16.

15      Cf. UR nº 1

16      Ibídem n°2

17      Ibídem nº 22

18      Ibídem nº 10

19      Cf. UR nº 11

20      Ibídem 13-23.

21      Cf. DE SANTA ANA, J. Ecumenismo y Liberación Madrid 1987.

22      También se debe tener en cuenta que hay otros términos, con las mismas raíces griegas, que indican la marcha de la casa y su economía. Así tenemos la palabra oikonomos, que sería el mayordomo, y el término oikonomía, que sería la función del mayordomo prever las necesidades de la casa.

23      Cf. DE SANTA ANA, J, Ecumenismo... Pg 18-20

24      Hay abundancia de textos bíblicos apoyando esta dirección. Cf. Ex 22, 20-26. Lc 4, 25-27.

Pablo Ruiz Lozano,

4.       La dificultad del hombre posmoderno para vivirse en gratuidad

4. 1. La modernidad

La crisis del ser, reflejada en nuestra introducción filosófica, asume carta de ciudadanía a comienzos de la segunda mitad del siglo XX en el campo de la reflexión filosófica, y muy pronto sus presupuestos se extienden, quizás como pocas veces había ocurrido en la filosofía, al ámbito de lo cotidiano, a la existencia en el día a día. La posmodernidad se ha introducido en toda la sociedad occidental y sus características se manifiestan en los valores y modos de vida del hombre.

Sin embargo, para comprender la posmodernidad necesitamos retomar lo que sucedió en los siglos anteriores y, muy especialmente, en las últimas décadas. Como señalamos más arriba, con la modernidad se inició un proceso en el que el hombre se constituyó en centro de la historia, en los diferentes ámbitos de la cultura y la sociedad el hombre se hizo dueño y señor de la realidad. Especialmente a partir de la Ilustración el hombre se constituyó en dador de sentido de toda la realidad. De ahí su necesidad de apresar en conceptos toda aquello que era exterior a él mismo. El sujeto moderno pronto descubrió su dificultad para trascenderse más allá de sí mismo porque reconocer un otro diferente de sí era poner en cuestión su misma pretensión de absolutez.

Para el sujeto moderno la única realidad existente era aquella que pudiera encajar en su horizonte de comprensión. En consecuencia, todo tenía explicación, todo adquiría sentido, pero a cambio de un control total sobre la realidad. Hegel fue el modelo de esta filosofía omnicomprensiva que concibe la antropología como autoconciencia que se constituye a sí misma, como sujeto capaz de abarcar todas las dimensiones de la realidad. La audacia de Hegel adquiere carta de ciudadanía a través de las ideologías impulsadas por hegelianos de izquierdas y de derechas que buscan satisfacer la nostalgia de plenitud del hombre que, pese a situarse en el centro de la historia, se descubre a sí mismo atravesado por el dolor y la muerte.

Los grandes movimientos ideológicos del siglo XIX, que dieron lugar a las luchas históricas del pasado siglo, mostraron su capacidad de interpretar el mundo, pero también su violencia sobre la realidad y sobre los individuos, cuando estos no se dejaban asimilar a su horizonte de comprensión. No es necesario recordar cómo el siglo XX ha sido un periodo marcado por las grandes utopías, por la confianza en el progreso de la ciencia y de la técnica, por la esperanza en la construcción de un mundo más libre, más justo, más igualitario. Pero frente a esto, también ha estado marcado por dos grandes guerras, por la violencia y el terror, por el enfrentamiento entre bloques y por las grandes dictaduras que se imponían a favor de un supuesto paraíso que había de venir.

Desde una perspectiva antropológica esta visión se reflejaba en muchas dimensiones de la vida. No sólo en las grandes utopías. El hombre moderno se concibe a sí mismo como hacedor de la realidad. Depende de él tanto la construcción del mundo como su propia configuración. Así se produce un desplazamiento hacia una valoración de lo que se puede hacer frente a lo que se es. No es que se rechace el ser de la persona, pero se cree que ese ser se constituye en función de su capacidad de hacer. En muchos ámbitos, en educación, en moral o, incluso, en la misma espiritualidad, el peso recae sobre valores que hay que adquirir. La raíz y las consecuencias son las mismas, el sujeto moderno es el protagonista y el que encuentra en sí mismo la fuente de la moralidad. En consecuencia ya no vive la realidad como don, sino como conquista.

Durante cierto tiempo convivieron la concepción secularizada y la religiosa en el mundo occidental, pero con el tiempo, se ha realizado una lectura predominantemente secularizada, en la que lo religioso es un complemento, que para algunos sujetos es aceptable y asumible, pero que sólo pertenece al ámbito estricto de lo personal. De hecho, poco a poco la concepción secularizada se ha impuesto en el conjunto de la sociedad, incluso en el que asume una visión religiosa. Por tanto, los parámetros desde los que se comprende el individuo religioso son los mismos que los de la modernidad.

Por eso, el sujeto religioso es un sujeto moderno, pero con una relación con el Otro, marcada en la mayoría de los casos por su visión modernista y eso le lleva a concebir una religión en la que predomina el subjetivismo, el protagonismo del creyente, lo valórico y el centro puesto en el hacer. Dios es vivido, con frecuencia, como el que está enfrente, alguien que acaba siendo útil para el hombre en la medida que resuelve sus problemas: la salvación, el conocimiento de la verdad o la moralidad.

A partir del Vaticano II se produce un intento de cambio que busca romper con una visión espiritual, de algún modo vacía, pues reflejaba el sinsentido de un hombre que pone la fuerza en su capacidad de hacer, pero un hacer centrado en su propia perfección. Frente a una espiritualidad centrada en el sacrificio, el ascetismo, la fuerza de voluntad y la superación de toda mancha e impureza, se impone una crítica a las leyes, costumbres y tradiciones del pasado. Frente a la ley y la obediencia se afirma la libertad como valor alternativo y la dignidad de la persona como principio inspirador.

Como dice Chus Villarroel, el cambio trajo un nuevo modelo que “reaccionó también contra el espiritualismo y la mística desencarnada de la época clásica. No todo lo que parecía espiritualidad o mística era experiencia de Dios. Como valores alternativos apostó por la secularización y encarnación. Frente a la huida del mundo, el compromiso con la realidad; frente al espiritualismo, la encarnación en la vida; frente a la clausura, la misión, frente a los rezos y cultos prolongados, el trabajo a destajo; frente a todos los individualismos, el compartir con los demás” [28].

Sin embargo, la sustitución de un paradigma por otro, acabó mostrando que la raíz del problema, iniciado con la modernidad seguía siendo la misma. El hombre como centro de la historia que desea conquistar el mundo, pero sólo desde él. En este contexto la gratuidad seguía siendo una experiencia casi desconocida. Y cuando aparece se sitúa en el ámbito de la iniciativa humana. Lo importante es lo que somos capaces de hacer o compartir. Pero no nos entendemos como sujetos que se constituyen desde la donación del Otro o de los otros, si acaso en donación de uno mismo, que se cree el verdadero sujeto de la historia.

Toda esta dinámica, sin embargo, culminó, pero también cansó y acabó mostrando su peor cara. El sueño de la razón moderna acabó fracasando ante su incapacidad de construir la utopía, ante su evidente eficacia en despertar violencia y, en definitiva, ante su impotencia para ocupar el centro de la historia, sustituyendo a Dios.

4.2. La posmodernidad

La reacción ante la incapacidad moderna de soportar la alteridad y la trascendencia vino con la posmodernidad. Ésta se presentaba como la reacción ante el fracaso de la razón totalizante. “De esta manera, frente a lo que antes era totalidad ahora se dibuja el fragmento, frente a la unidad y al orden está la división y la separación, frente a las certezas lo desconocido, frente a la ideología el pensamiento débil, frente al conocimiento solar de la razón el amor por las tinieblas, frente al pensamiento de la identidad un pensamiento de lo diferente y fragmentario” [29].

Lo que va a caracterizar a la posmodernidad es la pérdida de horizontes de sentido, tras comprobar el fracaso de los sueños de la razón. Frente a la ilusión prometeica de cambiar y transformar el mundo, el hombre actual está convencido de que no puede cambiar la realidad y ha decidido disfrutar el presente de una manera despreocupada.

Los rasgos que caracterizan a nuestro tiempo son variados, sus manifestaciones múltiples. Pero en ellos van a convivir, por un lado, los logros de la modernidad, con su capacidad técnica, su progreso material, industrial y comercial y, por otro, esa insatisfacción por lo logrado, por su modo de lograrlo o quizás, por sus desilusionantes resultados.

“Si el consumo y el hedonismo han permitido resolver la radicalidad de los conflictos de clases, ha sido al precio de una generalización de la crisis subjetiva. La contradicción en nuestras sociedades no procede únicamente de la distancia entre cultura y economía; procede también del proceso de personalización, de un proceso sistemático de atomización e individualización narcisista: cuanto más la sociedad se humaniza, más se extiende el sentimiento de anonimato; a mayor indulgencia y tolerancia, mayor es también la falta de confianza personal; cuanto más años se viven, mayor es el miedo a envejecer; cuanto más se trabaja menos se quiere trabajar; cuanto mayor es la libertad de costumbres, mayor es el sentimiento de vacío; cuanto más se institucionalizan la comunicación y el diálogo, más solos se siente los individuos; cuanto mayor es el bienestar, mayor es la depresión” [30].

Estas palabras de Lipovetsky apuntan a la realidad en la que nos situamos: la problemática actual es antropológica. La irrupción de la posmodernidad provoca el surgimiento de un nuevo sujeto antropológico, del que todavía no sabemos cuáles son los fundamentos que lo van a sustentar [31]. Si el hombre es un ser en busca de sentido, el problema ante el que nos enfrentamos es que aquello que le constituía como sujeto parece haberse puesto en crisis.

Adolphe Gesché, en su obra El Sentido [32], analiza fenomenológicamente aquellas situaciones personales en las que el hombre se encuentra con su propia realidad y que necesita afrontarlas para constituirse realmente como hombre. Estas situaciones personales las llama “lugares de sentido”, porque son espacios de revelación de aquello que el hombre busca. Gesché propone como lugares de sentido: la libertad, la identidad, el destino, la esperanza y lo imaginario. Nos serviremos de ellos para describir los retos antropológicos que plantea la posmodernidad al hombre de hoy. En ellos veremos cómo la posmodernidad acaba siendo una modernidad en sentido negativo, porque el sujeto sigue siendo el protagonista, aunque sea de su propia incapacidad. De ahí que resulte un sujeto des-comprometido.

La posmodernidad supone un reto para nuestro primer lugar de sentido, la libertad. Ya sea ésta entendida como conquista, como esencia o como existencia, siempre se ha considerado como aquello que constituye al hombre y le ofrece la posibilidad de ser sí mismo. La paradoja de la posmodernidad es que con probabilidad nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre se ha sentido más perdido ante ella. La pérdida de sentido de la historia en que se vive, hace que se relativicen el pasado y el futuro. Se vive tan sólo en el presente. Esta cultura presentista, donde todo es inmediato, donde el acceso a la información y a la realidad no exige ningún esfuerzo, propicia una aceleración de la vida en la que el individuo tiende a la fragmentación. El sujeto posmoderno carece de un centro unificador y estructurador que dé coherencia y sentido a la totalidad de la vida. Existe, o parece existir, una falta de sistema de valores de referencia. Por ello es posible vivir en el materialismo absoluto y, a la vez, estar abierto a una realidad que es leída en clave mágica y pseudo-religiosa. Todo puede ser una ayuda si ofrece la posibilidad de vivir de una manera “más libre”. Una de las consecuencias manifiesta es el pluralismo, el cual lleva a una relativización de todas las opciones. Todo acaba convirtiéndose en una cuestión de opciones o elecciones personales. Efectivamente, cuando múltiples visiones del mundo se enfrentan y reclaman nuestro afecto y atención, todas quedan relativizadas, y las personas ante tal avalancha de opciones empiezan a dudar y cuestionar el propio marco de referencia, su propia cosmovisión personal.

En este contexto la libertad se convierte en un simple abanico de opciones que se nos abre para poder elegir. Pero, incluso, como abanico es un sueño paradójico, porque cualquier elección supone rechazar otras posibilidades y eso paraliza al individuo de esta época. Además, la fragmentación de los individuos hace que estos actúen de modo incoherente y desarticulado. La persona se ve insegura a la hora de tomar decisiones en su vida y no tiene referentes racionales que le ayuden a tomar opciones. Eso provoca que cuando el individuo se ve acometido por presiones muy fuertes, se rompa, se fragmente.

El segundo lugar de sentido es la identidad. Gesché cree el hombre en busca de sentido quiere saber lo que es. Se pregunta quién es. Esta identidad, como ha puesto de manifiesto tanto la filosofía como la teología, no la poseemos por nosotros mismos, sino que se nos dibuja en la relación de alteridad. Es en nuestra relación con otros y con el Otro, tal como hemos visto en páginas anteriores, como nos constituimos. Precisamente esta idea de la identidad es una de las claves para la vivencia de la gratuidad. Los obstáculos a unas adecuadas relaciones de alteridad, impiden el reconocimiento del otro y el agradecimiento a su don.

La posmodernidad supone un reto a estas relaciones. El abanico de intereses, fragmentaciones, realidades, atracciones y posibilidades tan al alcance de la mano se ve complementado y fortalecido por las mismas estructuras que ahora conforman la sociedad, en particular las económicas. En una sociedad de mercado, donde todo se compra y se vende, cualquier realidad acaba siendo vista como un objeto de valor. Lo cual significa que nada puede ser gratuito y todo puede ser comprado. Desde esta perspectiva la gratuidad se convierte en un concepto, en la práctica, casi desconocido. Lo cual impide reconocerse en los mismos gestos de gratuidad que se nos ofrecen.

De ahí que una de las causas en el cambio en las relaciones sociales, que ha propiciado un nuevo sujeto y que añade incapacidad parece abrirse a la gratuidad, es el cambio determinado por la generalización de la relación mercantil. Lo que durante mucho tiempo quedaba reducido al único espacio de lo económico, ha trascendido cualquier frontera y se ha expandido hacia todas las dimensiones del ser humano. La relación mercantil, o la puesta en valor de toda alteridad con las que nos relacionamos, refuerza la misma dinámica de personalización que caracteriza el momento en que vivimos. Responde, justamente, a la necesidad que tenemos de gestionar nuestros comportamientos con el mínimo de coacciones y el máximo de elecciones, con el mínimo de austeridad y el máximo de deseo, tal como describe Lipovetsky [33].

Hoy todo es susceptible de ser adquirido, la única dificultad reside en tener los medios necesarios para compensar su valor. Esta visión cosifica la realidad, pues toda ella se convierte en objeto de consumo. Pero además, sobre el objeto se proyecta la misma relación consumista, todo se reduce a usar y tirar, en la medida que responde a nuestros deseos.

Esto podría contrastar con algunos datos como la proliferación del voluntariado en las últimas décadas. Es cierto que

“aparentemente el voluntariado se inscribe a contracorriente de los valores dominantes de nuestro tiempo: a la auto-absorción narcisista, opone la ayuda mutua y la dedicación, a la lógica mercantil, la donación y la gratuidad, al enfrentamiento competitivo, el compromiso a favor del prójimo. Con seguridad la mayoría de personas dedica tiempo a actividades voluntarias declarando actuar en nombre de los grandes ideales humanistas: el amor al prójimo, hacer la vida más humana y solidaria. Pero más allá de estos referentes, es sobre todo el placer de encontrar al otro, el deseo de valorización social, la ocupación del tiempo libre lo que constituyen las motivaciones esenciales del voluntariado” [34].

Por eso recuerda Lipovetsky que no hay incompatibilidad entre el centramiento en los deseos e intereses del yo y la preocupación por el otro. Porque el deseo de beneficencia no está tanto en la gratuidad o en la respuesta nacida del imperativo moral, sino en la búsqueda de un suplemento existencial, un modo de completar la propia vida.

El nuevo sujeto resultante es el sujeto de la sociedad del hiper-consumo, que no se conforma con participar del bienestar material, sino que reclama equilibrio y confort espiritual, los cuales habían sido relegados en décadas anteriores. El desarrollo de técnicas de autoayuda y desarrollo personal, el florecimiento de doctrinas orientales y nuevas espiritualidades responde a esta demanda. Pero el resultante es una búsqueda centrada en la propia gratificación. Por eso, al individuo posmoderno en realidad no le importa mucho saber quién es, sino qué tal se siente y cuánto placer o gozo le devuelve la realidad o las relaciones que establece.

El tercer lugar de sentido es el destino, como respuesta que todo hombre debería darse para saber qué quiere hacer con su vida. Este destino se concreta en el impulso que tenemos en dar sentido a la vida. No debemos entenderlo como la búsqueda personal del mero éxito, algo que sería un agravio para la mayoría de la humanidad, sino “como la promesa de una vida que se expresa en la búsqueda de un deseo purificado y un puro cuidado a favor de los hombres” [35]. En definitiva, el destino tiene que ver con el deseo de todo hombre de definir para su vida unos rasgos y unas fronteras que lo caractericen y que lo superen.

El destino es, con toda probabilidad, lo más opuesto al hombre de la posmodernidad. Porque el hombre de hoy se caracteriza por ser incapaz de mirar más allá de su propia realidad. Como bien se ha descrito, el mito que simboliza el tiempo actual es el de narciso, pues refleja todo el desencanto que arrastra el ser humano tras constatar ante su propio espejo el fracaso de toda la ilusión, la utopía y los sueños de la modernidad. Ya no quedan grandes cuestiones por resolver, y no porque no existan, sino porque se han abandonado. La sociedad posmoderna, el hombre concreto, acaba de renunciar a toda mirada esperanzada hacia el futuro para refugiarse en el presente.

Este narcisismo, se muestra en la constante y obsesiva preocupación del individuo en su yo y en sus cambios psicológicos. Un yo que tan sólo se deja seducir por su propio deseo. Por lo cual se está volviendo incapaz para todo lo que signifique reciprocidad, apertura al otro. Y en consecuencia olvida que uno de los polos fundamentales del proceso de maduración de toda persona pasa por el reconocimiento del otro. “El narcisista, encadenado a sus deseos y necesidades, tiene graves dificultades para abrirse gratuitamente a alguien, que no pueda controlar para ponerlo al servicio de sus intereses. El narcisista no es capaz de discernir la alteridad, no la siente como una posibilidad de maduración. Tiende a manipular la realidad del otro (y por tanto también la del Misterio de Dios) para adecuarlo a sus deseos, para convertirlo en herramienta útil de su egocentrismo. Abrirse a la auténtica experiencia de Dios supone la destrucción radical de los muros y defensas de un joven obsesionado por su yo” [36]. Esto es lo que Carlos Domínguez, en un acertado artículo, describía como la alteridad difuminada [37].

Desde una perspectiva espiritual, uno de los déficits más graves es la incapacidad para abrirse a la percepción de un plan de Dios entendido como presencia que recorre la historia, que afecta a toda la realidad, a toda persona y uno mismo a través de impulsos de eficacia y de momentos de fracaso. Esta perspectiva no favorece compromisos a largo plazo, tan sólo se está dispuesto a darse, a entregarse, supuestamente gratuitamente, mientras la satisfacción que devuelva haga sentirse bien.

Este subjetivismo amenaza incluso la misma imagen de Dios, al considerar que, para ser libre, no puede haber ningún impedimento a la libertad, ni ninguna ley superior de la conciencia. Se cree que para ser persona, con todos sus derechos, no puede haber una ley superior que proceda de un Dios trascendente. Se cae, así, en un “ateísmo humanista” que, para defender al hombre, acaba con Dios.

Desde el punto de vista religioso, la vivencia se caracteriza por una creencia genérica en Dios, que coexiste, cuando se da, en el mismo plano con otras realidades e intereses, lo que propicia una relativización general. De este modo, el compromiso cristiano se convierte en convivencia pasiva con todas las creencias e ideologías, dejando en una dimensión secundaria la confesión de Jesús como Señor o la dimensión crítica del cristianismo. Desde esta perspectiva hablarle al creyente de destino teologal o de la oferta de una esperanza de eternidad resulta más que superfluo.

Gesché propone otros dos lugares de sentido que, a diferencia de los anteriores, pueden convertirse en oportunidad para el hombre de hoy, aunque también apuntan a nuevos riesgos que habría que enfrentar.

Uno de esos lugares de sentido que Gesché propone es el imaginario. No existe posibilidad de darse sentido, piensa el teólogo belga, si el hombre no se entiende a sí mismo y a lo que lo rodea. Y para ello no basta con recurrir al estrecho ámbito de la racionalidad, sino que tiene que abrirse a ese mundo más amplio que constituye la tradición, y que está formada por mitos, hechos y leyendas, como todo aquello que cada uno aporta a su propia vida a través de la imaginación y de sus sueños desde la infancia. La reivindicación del imaginario supone un lugar de encuentro para la experiencia de la posmodernidad. Su crítica a la racionalidad moderna, ha conllevado una apertura a nuevas dimensiones del conocimiento que no se queda en lo estrictamente racional.

Gesché señala el imaginario literario como un recurso muy apropiado para que el hombre pueda aprender a conocerse a sí mismo. Cree que la “literatura puede considerarse como un verdadero locus, un auténtico lugar de epistemología del hombre” [38]. Creo que este recurso a la narratividad puede ser una ayuda en nuestra propuesta para recuperar la gratuidad. Pero esto lo veremos en el siguiente apartado.

Sin embargo, existen retos en la posmodernidad que pueden dificultar esta apertura a lo imaginario. Por un lado, está el rechazo a los grandes relatos, que se vive en la actualidad. Desengañados de las grandes utopías sociales, que prometían un mundo justo para todos, nos sentimos tentados de desestimar los “grandes relatos” sociales o religiosos como las grandes ideologías o los mismos relatos bíblicos o de otras religiones. Hay más comodidad en los pequeños relatos, en las microhistorias cerradas de sus pequeños grupos, sin conexión unas con las otras y sin referencia a las estructuras sociales o religiosas, o a los dinamismos más complejos que atraviesan la sociedad entera. El problema es que se vive el instante, lo inmediato. Si antes existían personas radicales que arrollaban personas o instituciones por alcanzar sus ideales utópicos, ahora nos estancamos en el pequeño oasis de lo puntual. Y esto se convierte en un impedimento para enlazar con el imaginario.

El otro elemento perturbador para recuperar lo imaginario es el peso de los medios de comunicación en nuestra vida. El hombre posmoderno observa la realidad cada vez más a través de los nuevos medios. Y esto le lleva a interpretar la realidad tal como estos medios se la presentan. Por decirlo de alguna manera, los medios nos dicen que la imagen de la realidad y del hombre que ellos ofrecen es la verdadera y que no hay otra. Existe el riesgo de que caigamos en esta lectura, dada la fuerza que los medios tienen para imponerse. Sin embargo, la realidad es que ellos tan sólo ofrecen una imagen de la realidad, no la realidad. En este sentido, el mundo del arte, de lo imaginario es mejor para que el hombre se entienda a sí mismo, porque no engaña al ofrecer una ficción y ofrece infinitas más posibilidades de abrir horizontes al hombre para su conocimiento [39].

El último lugar de sentido es la esperanza. La descripción realizada hasta ahora del hombre de la posmodernidad más que hablarnos de esperanza hacia lo que apunta es a su contrario. ¿Cómo es posible confiar en un horizonte, si no hay sentido del futuro? ¿Cómo esperar en algo más allá para uno mismo o para los otros, si se vive fragmentado e incapaz de abrirse a la realidad del otro? ¿Cómo esperar en lo que ha de venir, si lo único que se desea es el gozo inmediato?

El que se va encerrando en sí mismo, se convierte fácilmente en un observador lejano de los demás y de la realidad histórica. A través de los medios de comunicación tiene acceso al espectáculo de los pobres, los desplazados, la injusticia, el desempleo... ante todo lo cual se convierte en un espectador sin compromiso real. Este desafecto impide vivir en gratuidad, porque la preocupación principal de cada uno gira alrededor de sí mismo. Un signo de ese auto-centramiento es el recurso, como hemos señalado con anterioridad, a las distintas terapias que hoy se ofrecen para sentirse bien, incluidas aquellas formas de oración que no se dejan confrontar con Dios, ni con la comunidad cristiana comprometida con su mensaje de liberación y salvación. Pero esa misma búsqueda es indicio de que en el individuo posmoderno sigue encendida la llama de la pregunta por lo otro.

De ahí que podamos afirmar que el hombre necesita estar preñado de esperanza. Nunca en la historia ha soportado vivir en la soledad de lo idéntico, donde no haya alteridad que lo regenere. Siempre ha buscado abrirse más allá de sí mismo. Y el momento en que vivimos no puede ser menos. Quizás la cuestión sea plantear la pregunta necesaria para hallar la respuesta adecuada. A la nueva situación antropológica hay que responder con los instrumentos que mejor responden a las nuevas expectativas.

5.       Conclusión: abrirse a la gratuidad en tiempos posmodernos

Para algunos estudiosos la posmodernidad es la superación de la modernidad, pero en realidad se puede afirmar que lo que significa es una vuelta de tuerca a la misma. La propuesta de un pensamiento débil frente al que se presentaba como totalizante no deja de ser una paradoja, porque el nihilismo actual no es más que la otra cara de la misma moneda. El teólogo Serafín Béjar, siguiendo a Bruno Forte, señala esta paradoja de la posmodernidad:

“En su rechazo crítico de la Ilustración no es muchas veces más que su forma invertida, un pensamiento de negación y de ruptura en donde aquella era pensamiento de afirmación y de conciliación; al conocimiento solar se le opone el amor a las tinieblas; al sentido de la posesión y de la consistencia, la insoportable levedad del ser (M. Kundera). Y es precisamente en éste su ser anti-pensamiento donde reside el gran riesgo de lo posmoderno, es decir el riesgo de convertirse en una mera continuidad dentro del signo de lo contrario de lo que intenta abandonar. La sed de totalidad de la razón emancipadora puede pasar a ser una nueva totalidad la de lo negativo que abarca todas las cosas” [40].

Ambos modelos parecen ser las distintas caras de una misma moneda. Una moneda que parece agotarse y que resulta un impedimento para que el hombre pueda realizarse en plenitud. De hecho, hay voces que le acusan de “haber perdido el calor de la interioridad y de no haber dejado hueco para la gratuidad” [41]. De ahí que sea necesario ofrecer nuevos caminos para recuperar ese sentido de la gratuidad y esa apertura originaria al don, pero es obvio que lo tenemos que hacer partiendo de la realidad en la que nos situamos.

La generación anterior, si podemos llamar así a la generación marcada por la modernidad, estuvo educada y formada predominantemente en lo intelectual y racional. La generación actual parte de nuevos parámetros: “acentúa el valor de las interpretaciones, de los sentimientos, de las grandes concentraciones motivadas no por ideas, sino por la búsqueda de imágenes y sensaciones colectivas” [42]. Se valora más la experiencia y la impresión de sentirse bien. Esto significa, en el caso del creyente, que hoy para que la fe sea significativa no puede apelar de modo exclusivo a la verdad, ya que sería una verdad más en competencia con otras muchas. Si antes la argumentación y el razonamiento eran importantes a la hora de tomar compromisos; ahora, el sentimiento, la experiencia y la evidencia son determinantes. Por eso, es necesario partir de aquello que puede ser auténticamente creíble para las personas de nuestro mundo: hay que apelar a la experiencia.

Hoy hemos de recuperar el ser y ponerlo por delante del hacer. Y la única manera es volver a la fuente que constituye y da sentido real al hombre. Decíamos en los dos primeros apartados que tanto la filosofía como la espiritualidad recuerdan que el modo de apropiarse del ser propio es en apertura a una alteridad. La cuestión es cómo propiciar que el individuo fragmentado y narcisista sea capaz de recuperar ese sentido del otro que le constituye. Sugeriré algunos caminos que pueden ayudarnos a recuperar el sentido de la gratuidad.

En el Nuevo Testamento la llegada del Reino es acompañada del don de la vista a los ciegos y del oído a los sordos (Lc 7, 22). Tomaremos estos dos verbos para sugerir posibles caminos que nos ayuden a esa apertura a la gratuidad.

Recuperar la visión es la primera tarea a la que se tiene que enfrentar el individuo de hoy. Se trata de volver la mirada a la realidad y a partir de ahí reconstruir el relato de lo vivido, de la vida propia pero también de la vida en general. El hombre posmoderno no puede abrirse a la realidad tan sólo con la racionalidad, porque ésta no es dadora de un único sentido y porque no le basta con ella. Por eso, debemos proporcionarle instrumentos que sean capaces de propiciar nuevos y más ricos significados. Como vimos en el apartado anterior recurrir a lo imaginario a través de la narratividad es un ámbito al que es sensible el hombre actual. A través de los relatos se puede recuperar el verdadero sentido del ser, porque este ser no aparece violentado por un concepto ni poseído como propiedad, sino que se muestra sugerido en las entrañas de los acontecimientos. En este aparecerse se descubre que no somos dueños de nuestro yo, sino que nos constituimos a través de los otros y del Otro, por excelencia.

Se trata de mirar hacia atrás, recuperar la visión, para evocar lo acontecido. Este es el modo en el que podemos destruir las murallas del aislamiento, la falta de sensibilidad hacia los otros y el narcisismo en el que nos encontramos encerrados. De hecho podemos decir que el modo privilegiado en el que Dios se revela dándose al hombre es el narrativo. Lo hace a través del testimonio de la Biblia, paradigma de historias donde identificarse y lo hace través del libro de la propia vida, siempre cuando ésta no se encierre en lo racional, con su consiguiente enclaustramiento de toda la realidad en el concepto, sino que se abra al descubrimiento de la trascendencia que se da.

Mirar la historia y la propia historia supone recuperar el sentido del tiempo, perdido en la posmodernidad, supone descubrir que uno no es el protagonista, obliga a descentrar el narcisismo y hace que uno se descubra como donado. Porque a través de esta historia podemos reencontrarnos con el hombre concreto que fue Jesús, que fue salvación para la humanidad y que para muchos contemporáneos sigue siéndolo.

Ante la dificultad del individuo actual para abrirse a los grandes relatos, una manera de recuperar ese sentido es a través de los microrrelatos de los otros, de aquellos que dan testimonio de esa experiencia de saberse gratuitamente acogido.

Por eso necesitamos recuperar el oído, que es volver a escuchar. Y escuchar es disponerse al otro, abrirse al que está ahí. Para el hombre posmoderno, la gran dificultad es mirar más allá de sus propios intereses. De ahí que sea necesario encontrar caminos que le ayuden a descubrir al otro. Un modo concreto de propiciar la apertura a experiencias es facilitando estructuras de plausibilidad. Peter Berger, denomina estructura de plausibilidad a las bases sociales que justifican cosmovisiones que ofrecen una forma de entender y explicar la vida [43].

Ante la multitud de formas de ver la vida que vivimos hoy, todas clamando ser la verdad y pidiendo la fidelidad de la gente, las personas necesitan verlas puesta en práctica y funcionando en un grupo humano, para que puedan interesarles. Y además, necesitan observar la coherencia o no de dicha forma de vida para poder valorar la credibilidad o no de la misma.

En estos momentos, el cristianismo al empezar a ser una cosmovisión minoritaria y tener que vivir en abierta competencia con otras cosmovisiones, la estructura de plausibilidad se hace más necesaria y su papel más vital.

En esta misma línea, Serafín Béjar nos recuerda que un modo particular de provocar al posmoderno es desde la evidencia que engendra el sufrimiento y la muerte de las víctimas de la historia. “El sufrimiento del inocente es la experiencia que puede quebrar la totalidad para mostrar la infinita dignidad de lo concreto” [44]. Sólo ante el rostro concreto del otro que me interpela, puedo descubrir mi verdadera realidad. Por eso es el otro el que me constituye. “Nos reconocemos en nuestra mismidad cuando, saliendo de nosotros mismos, somos mirados y reconocidos en el rostro de los otros” [45]. De ahí que sean más necesarias que nunca comunidades que sirvan de referente para todo el que desee encontrar caminos para el seguimiento. Hoy es más difícil para un ejercitante, dejarse transformar por la experiencia de ejercicios, sino tiene ámbitos donde continuar la apertura al Otro, que ha vivido en los ejercicios y que se tiene que concretar en los otros que interpelan en medio de la cotidianeidad.

De este modo recuperamos aquello que al principio de este trabajo recordábamos, una parte de la filosofía del s. XX ante la crisis de la metafísica, recordaba la necesidad de recuperara el ser desde otro lugar. Marion hablaba del amor como acceso más genuino al verdadero ser, el de Dios, o Levinás que insistía en la apertura al rostro del otro como camino para constituirse como ser. Se trata, en definitiva, de abrir espacios que nos hagan capaces de abrirnos a la profunda carga de misterio y significatividad que tiene la existencia que vivimos.

Pablo Ruiz Lozano, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

28      C. Villarroel, Vivencias de gratuidad, Edibesa, Madrid 2002, 26.

29      J. S. Béjar, “Inquietar al posmoderno o la infinita dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 38.

30      G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 127-128.

31      Una reflexión sobre esta tesis aparece en P. Ruiz Lozano, “Libertad y verdad en tiempos de internet”: Proyección LV (2008) 397-417.

32      Cf. A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004.

33      Cf. G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 5 y ss.

34      G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona 1994, 144.

35      A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 93.

36      A. Jiménez Ortiz, “Sentido del límite y experiencia de Dios”: Proyección LI (2004) 392.

37      Cf. C. Domínguez Morano, “La alteridad difuminada”: Proyección LI (2004) 347-367.

38      A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 160.

39      Cf. ibíd., 160ss.

40      J. S. Béjar Bacas, “Inquietar al posmoderno o la infinitiva dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 39

41      C. Villarroel, Vivencias de gratuidad, Edibesa, Madrid 2002, 28.

42      W. Daros, “La religiosidad cristiana posmoderna en la interpretación de Gianni Vattimo”: Logos. revista de filosofía XXXVII (2009), 56.

43      Cf. P. L. Berger- T. Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires 19722.

44      J. S. Béjar Bacas, “Inquietar al posmoderno o la infinitiva dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 44.

45      ibíd., 48.

Pablo Ruiz Lozano,

1.       Introducción

Ignacio de Loyola acaba los ejercicios espirituales con la “Contemplación para alcanzar amor”. Al llegar a este momento espera que el ejercitante haya vivido una experiencia de gratuidad y desee responder a ella con todo lo que él es. Sin embargo, muchos acompañantes de ejercicios se preguntan qué ocurre hoy para que esta respuesta no se vea de manera tan clara, qué está cambiando en el hombre para que hoy no se responda a la gratuidad, qué dificultades hay para vivir desde la gratuidad. El presente trabajo quiere responder a estas preguntas desde una reflexión sobre la misma gratuidad, no limitada a la experiencia de los ejercicios espirituales, sino ampliada a las diversas dimensiones del hombre, comenzando por su misma condición ontológica.

Para iniciar nuestra reflexión observamos que la literatura sobre el concepto gratuidad es bastante insignificante. No aparece casi nada ni en compendios ni en diccionarios, salvo alguna excepción en enciclopedias de espiritualidad. En teología, la gratuidad ha remitido con frecuencia a los tratados de gracia. Sin embargo, hay que reseñar que en los últimos años es un tema que está comenzando a aparecer, de modo particular en obras de espiritualidad y mística, pero también en otros campos como el de la economía, las ciencias sociales, la educación, la antropología, etc.

Observando esta reciente literatura uno descubre que la presencia más constante del término “gratuidad” en los diferentes saberes conlleva cierta ambigüedad. Resulta extraño que hoy se hable más que nunca de gratuidad, cuando vivimos en un mundo tan marcado por las relaciones de interés, por las imposiciones del mercado, por la competencia, la eficacia, los beneficios y las recompensas. Lo cual lleva a preguntarnos si tiene sentido hablar de gratuidad cuando medimos y calculamos la repercusión o el fruto que pueda tener cada una de nuestras acciones.

Quizás tengamos que recordar el refranero español y recuperar aquella expresión tan sabia que decía “dime de qué presumes (hablas, en este caso) y te diré de qué careces”. La proliferación del término gratuidad en las diferentes ciencias probablemente responda a una carencia nuestra, de todos nuestros contemporáneos.

El Diccionario de Espiritualidad, sitúa de manera muy acertada la clave del problema [1]. Considera que entendemos por gratuidad la disposición generosa del que da por pura benevolencia, sin que haya ninguna necesidad, ni obligación, y sin que se imponga ninguna exigencia por parte del que recibe. Desde esta perspectiva se puede afirmar que la gratuidad perfecta procede de Dios, que es el único que es amor absoluto y originario. Sin embargo, el hombre puede participar analógicamente de esa gratuidad en la medida en que dejándose atrapar por el amor de Dios, es capaz de devolver amor por amor, amando al resto de los hombres de modo desinteresado.

Si tomamos como referencia esta definición, cabe preguntarse si hoy el hombre puede tener una dificultad antropológica para abrirse a esa experiencia de gratuidad radical y fundante.

Esto es lo que trataremos de mostrar en este trabajo. Señalaremos el fundamento óntico y antropológico de la experiencia de gratuidad. O dicho de otra manera, concebimos que el hombre ha de entenderse a partir de la vivencia de la gratuidad, de un ser que se le da y le sostiene. Esta experiencia ha sido puesta de relieve tanto en la filosofía, especialmente en los últimos años, en la concepción teológica y antropológica de la biblia como en la misma espiritualidad ignaciana. Sin embargo, la vivencia del hombre actual, el final del camino al que nosotros, hombres y mujeres de la posmodernidad, hemos llegado, nos muestra que estamos sufriendo las consecuencias de la ruptura con una estructura antropológica que nos ha sostenido durante siglos. Esta ruptura es la que nos está incapacitando para vivir en gratuidad.

2.       El ser como don

Cuando en la segunda mitad del siglo XIX, Nietzsche anunciaba a través del personaje del insensato la muerte de Dios, no podía imaginar que más que cerrar una etapa en la historia del pensamiento occidental, estaba abriendo una nueva puerta a través de la cual se iniciaba una revolución –o una recuperación– del Dios que había quedado secuestrado en las estrechas paredes del concepto. De modo análogo a lo que para muchos ocurre en la Pasión de Jesús, tuvo que ser la muerte el lugar teológico donde se revelara la verdad última sobre Dios.

Pero el anuncio estremecedor de Nietzsche tan sólo es la cúspide de un proceso que había comenzado varios siglos antes. De hecho nos podríamos remontar a los mismos fundamentos metafísicos de la filosofía griega, cuando ser y verdad se hacen coincidir, y determinan el horizonte gnoseológico de todo el pensamiento occidental. En estos inicios podemos encontrar la huella del enclaustramiento conceptual de Dios, que hace que éste se convierta en un ídolo, a disposición de los deseos y proyecciones del ser humano [2]. Si bien durante mucho tiempo, especialmente en la filosofía medieval se remarcó que Dios era mucho mayor que nuestros conceptos, y que a Dios no podíamos encerrarlo en nuestras capacidades cognoscitivas. Por eso, tiene razón Marion cuando dice que “las cinco vías trazadas por Santo Tomás no conducen absolutamente a Dios” [3], y durante ese tiempo aún había instancias externas que salvaban a Dios de los límites del concepto [4].

Sin embargo, la modernidad introdujo un cambio de paradigma que encerró aún más a Dios en el concepto. El sujeto se convierte en instancia suprema de veracidad, se pierde el referente externo, con lo cual, la idea de Dios queda atada a los estrechos límites de la misma metafísica. Señala Marion, “cuando el consensus de ‘todos’ sea sustituido por el idiotismo ‘yo entiendo por…’, ¿quién podrá garantizar el fundamento de la equivalencia del discurso probatorio con su más allá?” [5]. Las definiciones de Dios que ofrecen Descartes, Malebranche o Spinoza, no dejan de ser “formas nominales que intentan encerrar al Otro irreductible en una infinidad verbal” [6]. Este proceso, lo culminará Hegel cuando aproxime lo divino tanto a lo humano, que dejará la sospecha de que entre lo uno y lo otro no hay en realidad diferencia [7]. Sospecha que Feuerbach resaltará cuando indique que Dios no es más que el reflejo infinito del ser humano. Dios muere, piensa Feuerbach por obra del pensamiento que lo mata al hacerlo provenir de la misma finitud, al convertirlo en el fantasma infinito de la finitud. Tras Feuerbach, Nietzsche proclamará la muerte de Dios y con él la filosofía se introducirá en la senda del nihilismo.

Será Heidegger quien firmará el acta de la muerte de Dios con su proclamación de la muerte de la metafísica, pero será él mismo quien señalará que esta muerte conlleva una nueva comprensión que puede significar la superación de la misma muerte.

El alemán reconoce que el fin de la metafísica, entendida en su sentido tradicional, llega con la identificación entre ser (entendido como ente) y Dios. Heidegger propugna una vuelta a los orígenes, la reelaboración de una teoría más elemental y básica (ontología), que se preocupe por el ser mismo entendido como fundamento del ente (no como igual al ente). La diferencia ontológica consiste en establecer la distinción entre ser y ente. El ente es lo concreto, mientras que el ser es lo que hace al ente ser ente. Por consiguiente, el ser no es el ente ni el conjunto de los entes. Para poder llegar a un cierto conocimiento del ser, es necesario volver la mirada al hombre que en su propio existir es capaz, gracias a su conciencia, de tener una cierta comprensión del ser. El ser, de algún modo, se le revela al hombre en su existir.

De este modo, Heidegger intenta superar la metafísica tradicional, que, para él, se había convertido en onto-teología, limitándose a pensar el ente concreto en su relación con el ser, pero olvidando el ser mismo. Así al preguntarse por Dios, la metafísica lo había convertido en el Dios de los filósofos, pero no en el Dios de la fe. Desde esta nueva perspectiva ontológica de Heidegger, entre filosofía y teología se ha de dar una ruptura total. Tal como lo expresa el texto citado por Marion, en el que Heidegger responde a la pregunta sobre si es lícito identificar ser y Dios:

“Ser y Dios no son idénticos y yo no intentaría nunca pensar la esencia de Dios mediante el ser. Algunos de ustedes saben que yo vengo de la teología, que guardo siempre por ella un viejo amor y que sigo entendiendo algo de ella. Si aún tuviera que poner por escrito una teología –a lo que me siento a veces tentado– entonces el término ser no podría en ningún caso intervenir. La fe no tiene necesidad de pensar el ser. Cuando ella recurre a éste, ya no es fe. Esto es lo que Lutero comprendió. Hasta en el interior de su iglesia parece olvidarse. Soy contrario a toda tentativa de emplear el ser para determinar teológicamente en qué Dios es Dios. Del ser en esta cuestión no hay nada que esperar. Creo que el ser no puede ser jamás pensado como la raíz y esencia de Dios, pero con todo, la experiencia de Dios y su manifestación, en tanto que ésta puede afectar al hombre, es en la dimensión del ser que ella fulgura, lo cual no significa a ningún precio que el ser pueda ser predicado posible de Dios. Sería necesario sobre este punto establecer distinciones y limitaciones totalmente nuevas” [8].

Estas limitaciones y distinciones que propugna el filósofo alemán en este texto, las resolverá pensando el ser no en las categorías del ente sino allí donde se revela y manifiesta, un espacio que esté al margen del pensamiento conceptual y objetivador. Si bien, como le criticará Marion, Heidegger no consigue separarse de la esfera del ser, porque en realidad éste no ha liberado a Dios del ser. Heidegger indica que “ser” es un término no teológico y que la teología habla de la revelación, que es una experiencia particular del hombre que no debe corresponder a la filosofía sino a la fe. Filosofía y teología son dos ciencias distintas. La primera es la ciencia trascendental del ser. La segunda es la ciencia categorial que se ocupa de un determinado ente, el hombre en tanto que creyente. Pero con esta distinción, Heidegger subordina la teología a la ciencia fundamental que es la ontología, pues ésta se interesa por aquello más fundamental y básico, el Dasein. El ser creyente es una forma determinada de Dasein, por consiguiente, posterior al Dasein considerado por la filosofía. De esta forma cuando la teología habla de Dios, habla de un ente concreto que se manifiesta desde la constelación del ser. Sin embargo, la incoherencia de Heidegger es que no cierra la puerta a un cierto conocimiento de Dios, aunque sólo sea desde el ser:

“Sólo desde la verdad del ser deja pensarse la esencia de la gracia. Sólo desde la esencia de la gracia está por pensar la esencia de la divinidad. Sólo en la iluminación de la esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho lo que ha de nombrar la palabra Dios” [9].

Esta recuperación de Dios a partir de la diferencia ontológica, no es admisible para Marion [10], porque sigue manteniendo a Dios en la esfera del ser, es decir, en el ámbito idolátrico, pues permanece en el ámbito del logos.

Sin embargo, el pensamiento de Heidegger no ha quedado en saco roto. Tanto el mismo Marion como otros pensadores han intuido que el giro, la “Kehre”, que el alemán propugna, es una puerta abierta a una recuperación de Dios más auténtica. Heidegger señala que la apertura al Dios vivo sólo es posible en la escucha y en la doxología, en la medida que lo propio del ser es el darse [11].

Esta puerta se ha convertido en un reto para muchos pensadores que han seguido la estela del filósofo alemán. Entre esos autores que han asumido el reto de Heidegger podemos recordar al teólogo B. Forte, quien propone un concepto de revelación que va “más allá de la mera comunicación de verdades para profundizar en el mismo como comunicación de la vida divina” [12]. Dios se manifiesta al hombre según la estructura trinitaria de su ser: la revelación se expresa a través del Silencio (Padre), Palabra (Hijo) y Encuentro (Espíritu Santo). El creyente asume la fe a través de la escucha de la Palabra, una escucha que tiene que hacerse profunda, es decir, volver al Silencio del que brotó, para que remita más allá de sí y no se quede encerrada en los estrechos límites de nuestro mundo. Esta revelación se hace encuentro histórico a través del Espíritu Santo. Mediante este esquema revelatorio, Forte consigue superar la crisis a la que nos había llevado la razón de la modernidad y nos presenta un acceso a Dios, que sólo es posible en su Adviento hacia nosotros, en su darse al hombre.

Marion, partiendo de los presupuestos iniciales de Heidegger, también asume el reto propuesto por el filósofo alemán. Marion cree que el error de la filosofía ha sido pretender pensar a Dios racionalmente mediante conceptos. Al considerar a Dios como un “ens” [13], la filosofía y la teología han hecho de Dios un ídolo. Pues, el ídolo es el objeto de manipulación por excelencia, es el objeto dominado por un sujeto. Ya que cuando el logos racional busca conocer su objeto, intenta dominarlo de tal modo que es la razón la que decide si el objeto existe o no, como ocurriría con Dios.

El ateísmo es consecuencia, por tanto, de una metafísica del ser en la que se ha intentado conceptualizar a Dios. La regionalización de Dios, su conceptualización, posibilita su negación. Es cuestión de negar el concepto que lo sustenta. El ateísmo conceptual se muestra operatorio en la misma medida en que limita Dios al concepto. Así por ejemplo, el ateísmo de Marx, señala Marion [14], descansa sobre la limitación de Dios al concepto de objeto extraño que opera la alienación.

Para Marion, la negación de Dios produce una paradoja, la limitación que supone un concepto abre la posibilidad a otros conceptos. “La muerte de Dios implica directamente la muerte de la muerte de Dios” [15]. En la filosofía, el final de este proceso es la última negación de Dios, la proclamación de la “muerte de Dios”. O dicho de otro modo, cuando se descalifica un concepto referido a Dios, se abre la posibilidad a nuevos modos de nombrar a Dios, que a su vez podrán ser rechazados.

Pero puede haber una alternativa a éste círculo vicioso en el que se entraría a causa de la paradoja, que sería liberar a Dios de aquello que lo mantiene en ella, el ser.

Por eso, Marion se propone salir del logos conceptual para acercarse a Dios de otro modo, bajo la figura de lo impensable, figura que sólo corresponde al amor.

Para Marion, desde una terminología más mística, el amor hay que considerarlo como experiencia de lo impensable, que se manifiesta en la donación. El don no tiene necesidad para darse, ni necesidad de interlocutor que lo reciba, ni que una condición lo asegure o lo confirme. Como amor, Dios puede transgredir de golpe todas las limitaciones idolátricas. Porque la idolatría comienza en el momento en que se reserva a Dios un lugar para manifestarse.

Desde una perspectiva más novedosa y en diálogo constante con el mundo actual, se presenta la propuesta de A. Gesché [16]. Para este teólogo, es erróneo recurrir a Dios como al tapagujeros de nuestros vacíos existenciales. Dios no es el dador de sentido, al menos no en sentido fundamental, porque la realidad está llena de sentido y se puede vivir sin Dios. Sin embargo, hacerse la pregunta sobre Dios no es algo superfluo. Dios añade algo, el espacio de Dios es el del don, el universo de la gratuidad y la gracia. En este ámbito de la sobreabundancia es donde el cristiano encuentra su espacio para la fe. “Hablar de Dios, de la caridad, de la fe, es actuar de manera que cada cosa pueda comprenderse, aunque sólo sea por un instante, desde la perspectiva del exceso, de la inversión del orden de las cosas, de la conversión de las miradas de la transgresión de la regla de lo simplemente debido” [17].

Heidegger, Forte, Gesché o Marion nos han ayudado filosóficamente a recordar que a Dios no hay que apresarlo sino que debemos dejarnos apresar por Él. En estos tiempos de crisis conceptual, el lugar para abrirse a esta realidad es el de la experiencia de aquello que se nos ofrece como diferente de lo que ya creemos ser nosotros mismos. Como señalaba Alain Badiou, “lo que fundamenta un sujeto no puede ser aquello que se le debe” [18].

3.       Cristianismo como experiencia de gratuidad

En sentido análogo al que acabamos de indicar, Olegario González de Cardedal recuerda en obra, “La entraña del cristianismo”, que el cristianismo desde la modernidad ha ido viviendo un proceso de exasperación y olvido del cristianismo original [19]. Porque el hombre moderno ha hecho todo lo posible para olvidar los dos fundamentos del cristianismo: la creación y la encarnación. Fundamentos que remiten al hombre a lo que es su esencia en la visión de fe: es decir que “en el principio eran el amor, el sentido, la gratuidad y el don. El hombre sólo es y permanece en la medida en que se acoge, realiza y devuelve en el amor y el don” [20].

De hecho, si hacemos un recorrido por la revelación bíblica y, por supuesto, por la espiritualidad ignaciana nos encontramos que no podemos entender el hombre sin remitirnos a ese fundamento en Dios.

3. 1. Fundamento bíblico

“Toda la revelación cristiana es anuncio de la gratuidad, de lo que no nos es debido, exigido, reclamado sino dado gratuitamente por amor, por un don de amor de misericordia” [21]. Esta afirmación no nos parece extraña, pues estamos tan acostumbrados a oír hablar del amor de Dios, de su donación, que al escucharla aseveramos con plena seguridad. Sin embargo, en el mundo antiguo no todos vivían esa experiencia. En el mundo griego, donde existía una religión que no era dadora de sentido, los dioses eran “ajenos” a los hombres. Por eso, para la tradición filosófica antigua era imposible concebir un Dios, que aunque identificado con el Bien, pudiera salir de su perfección para amar lo imperfecto. Para los primeros filósofos Dios podía ser objeto de amor, pero nunca donación de sí, y menos hacia algo que era inferior a Él. Esa mera posibilidad comprometía la misma noción de Dios, ya que suponía pensarlo como ser necesitado de otro. Lo cual contradecía su propia perfección. La experiencia de Israel, como la de otros pueblos cercanos, es muy diferente, ellos conciben su relación con Dios desde la gratuidad. En el caso del pueblo de Israel, además, la revelación gratuita de Dios adquiere connotaciones singulares con la idea de alianza y de elección.

En el Antiguo Testamento, Israel se reconoce a sí mismo desde la experiencia del amor donado y entregado sin mérito alguno por parte de Dios: “Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás –porque sois el pueblo más pequeño–, sino que por puro amor vuestro” (Dt, 7, 7). La imagen que se ofrece de Yahvé es la de Dios que se dona en un acto de mera gratuidad, sin merito alguno por parte de los elegidos, que muestran su indignidad ante la elección.

Esa gratuidad de Dios es descrita y vivida de diversos modos. Los acontecimientos históricos se convierten para Israel en manifestación de esa donación de Dios, así el don de la tierra a un pueblo nómada o a un pueblo en el exilio, son espacios privilegiados de encuentro con Dios. De hecho, la donación de la tierra es signo de una realidad mayor que es la experiencia de la alianza, el desposorio entre Dios y su pueblo. Un pacto a través del cual se realiza la promesa de fidelidad de Dios a Israel.

La historia es para Israel un proceso de renovación y profundización en la imagen de Dios. Los profetas desvelarán o incidirán en algunos rasgos novedosos que nos recuerdan la gratuidad de Dios. Así, el amor de Dios permanecerá fiel a su pueblo, incluso en momentos de infidelidad y pecado. Oseas, Jeremías o Isaías lo expresarán con la imagen nupcial, recordando lo totalmente gratuito y sin descanso que es el amor de Dios: “con amor eterno te amé” (Jr 31, 3).

La experiencia de Israel, sin embargo, revela en ocasiones una teología del mérito que pone matices a esa gratuidad. La alianza exige fidelidad al pacto entre Dios y su pueblo. Y en ocasiones, Dios mostrará su ira ante el pecado de Israel. Por otra parte, en el Antiguo Testamento, la donación de Dios es en singular, el pueblo elegido es Israel, un pueblo pequeño, sin méritos, pero el pueblo que es posesión de Dios.

Estos matices de la revelación del Antiguo Testamento, resaltan la novedad que trae el Nuevo Testamento. En éste se revelará y manifestará en plenitud y de manera universal la gratuidad del amor de Dios. En continuidad con el Antiguo, en el Nuevo Testamento aparecen las mismas claves y los mismos signos que hemos descrito, sólo que ahora se presentan a partir de la novedad que supone Cristo, una novedad que rompe con cualquier signo que nos recuerde la teología del mérito, como ya Pablo recuerda en la primera teología cristiana: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí. No anulo la gracia de Dios: pues si la justicia se alcanzara por la ley, en vano habría muerto Cristo” (Ga, 2, 20-21). O también, “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; no por mérito vuestro, sino por don de Dios; no por las obras, para que nadie se jacte” (Ef 2, 8-9).

En el Nuevo Testamento, los signos apuntan a la principal novedad, que viene dada por la iniciativa de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La gratuidad de Dios se concreta en el envío de su Hijo, Jesús, para liberar al hombre del pecado. El don de Dios al mundo es el mismo Cristo, según la teología de Juan. En él se realiza plenamente el plan de Dios en la historia. Él se convierte en principio y fin de todo, lugar donde el amor de Dios se hace plenitud.

La idea de elección permanece, aunque se hace universal: “Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano, no muchos poderosos no muchos nobles; antes bien, Dios ha elegido los locos del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y a los despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a lo que son algo. Y así nadie podrá engreírse frente a Dios” (1Co 1, 26-29).

Estos signos que Israel había evidenciado como expresión de la donación de Dios son releídos en el Nuevo Testamento a partir de la redención en Cristo, que ha universalizado y ampliado las promesas a Israel. El nuevo Israel es toda la humanidad. Cristo es ahora la nueva tierra, el nuevo lugar para el encuentro con Dios, que no queda reducido a las estrechas paredes del templo o a Jerusalén. También en Él, por su muerte, se realizará la Nueva Alianza de Dios con su pueblo y nos dejará una lectura nueva de la ley: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé…Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando…que os améis unos a otros” (Jn 15, 12-14.17).

El rostro de Dios expresado por Jesús y su singular modo de relacionarse con él, hizo que la primera comunidad se diera cuenta desde el inicio que Jesús no era un profeta más, sino que él era el mismo don gratuito de Dios: “Dios nos demostró su amor, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5, 8).

En los evangelios sinópticos el don de Dios se manifiesta a través de la particular conciencia que tiene Jesús de sí mismo y de su relación con Dios, el abbá. Esta relación le lleva a mostrarnos el rostro gratuito de Dios que siempre se muestra misericordioso con los hombres. Las parábolas de la misericordia en el evangelio de Lucas son paradigma del inmenso y gratuito amor de Dios. En la parábola del Hijo pródigo, el rostro de Dios sorprende no ya porque muestre su misericordia a quien se presenta con las manos vacías, después de haber roto toda relación con el padre, sino porque es también misericordia con aquellos, que como el hermano mayor, sienten que no deben nada, porque ellos han permanecidos fieles y se creen objeto de todo mérito. La parábola apunta a que el ámbito del encuentro con Dios no es el de correspondencia sino el de la parcialidad. De ahí que Dios sea gratuito. Una narración semejante aparece en Mateo, en la parábola de los jornaleros de la viña (Mt 20, 1-16), en la que el propietario de la viña se muestra igual de generoso con los que trabajaron desde la primera hora y con los que llegaron al final del día. Ambas parábolas son la expresión clara de cómo Dios se da gratuitamente.

Jesús anuncia al Padre y apunta siempre a la inmensa distancia que hay entre el don y la realidad del hombre. En su predicación no hay espacio para el mérito, por eso en el centro de la Buena Nueva, la llegada del Reino de Dios, de lo que se trata es de la soberanía de Dios en la criatura, soberanía que depende solo de la acogida o actitud abierta ante esta oferta de entera gratuidad: “el reino de Dios es como un hombre que sembró un campo: de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce fruto: primero el tallo, después la espiga, después grana el trigo en la espiga” (Mc 4, 26-28).

3.2. La dinámica de la espiritualidad ignaciana

Ignacio acaba los Ejercicios Espirituales con la Contemplación para alcanzar Amor. A través de ella impulsa al ejercitante a vivir en la “quinta semana” el constante don de Dios en la vida de toda persona. Toda la dinámica de ejercicios ha preparado al ejercitante para vivir el don gratuito de Dios. Los ejercicios son un método que propicia el encuentro entre Dios y la criatura, y que ayuda al ejercitante a encontrarse con Dios y a buscar y hallar su voluntad. Pero la dinámica espiritual que se plantea exige abrirse a la gratuidad de Dios, al don, y eso sólo se puede conseguir si se libera de todos aquellos afectos que le impiden descentrarse y abrirse al Otro por excelencia. En las parábolas que hemos mencionado más arriba, tanto el hermano mayor como los viñadores de primera hora son incapaces de reconocer la gratuidad porque el centro de su interés está puesto sobre sí mismos. Ignacio es consciente de la dificultad que el hombre tiene para salir de su propio amor, querer e interés de ahí que la dinámica de los ejercicios busque liberar al hombre de estas dificultades.

Esta dinámica aparece resumida en el Principio y Fundamento. Donde el hombre se experimenta como criatura que descubre que todo le viene de Dios y a Dios le vuelve todo. Pero vivir la plenitud de la creaturidad no es posible si no se produce una liberación de todo afecto desordenado que impide acercarse y acoger el don desde la indiferencia. En este marco inicial que propone Ignacio se invita al ejercitante a tomar conciencia de que es necesario disponerse para poder asumir la oferta de plenitud que ofrece el Amor gratuito de Dios.

La primera semana de los ejercicios es la experiencia concreta de la gratuidad a través de la misericordia donada que nos redime de nuestra situación de pecadores. Ignacio había descubierto en experiencia propia que el camino hacia Dios comienza por el descubrimiento de un Dios liberador, que rescata al hombre de la cárcel de su propio pecado y su muerte. Por eso, la primera semana es la confrontación entre la realidad pecadora del ejercitante y la misericordia gratuita de Dios. El reconocimiento de ambas lleva al ejercitante a ponerse convertido ante Cristo y preguntarse cómo responder ante tanta misericordia recibida.

La vivencia de la primera semana dispone para la segunda. En ella se contempla la vida terrena del Señor, de tal modo que “el ejercitante se encuentra con el Sacramento del amor-misericordia del Padre, que asume nuestra condición humana y no se avergüenza de parecerse en todo a sus hermanos, para ser sacerdote compasivo y fidedigno” [22]. A través de las contemplaciones el ejercitante se abre a la bondad y amor de Dios, que se manifiesta en la petición repetida a lo largo de todas las oraciones en las que se recuerda que esa iniciativa gratuita de Dios, la de hacerse hombre, fue realizada “por mí”. La dinámica a la que Ignacio quiere llevar al ejercitante a lo largo de toda la semana es la identificación con Cristo para más amarle y seguirle, la respuesta de amor a tanto amor recibido, cuyo punto culminante se revela en la tercera manera de humildad, que es el modo en que Jesús elige ser pobre y humilde, para hacerse uno con todo el dolor y el sufrimiento de este mundo. Por eso sólo aceptando el amor gratuito ofrecido se puede responder con gratuidad.

La tercera manera de humildad anticipa el amor llevado hasta el extremo tal como se contempla en la tercera semana acompañando la pasión de Nuestro Señor. El ejercitante siente que la gratuidad del amor culmina en despojarse de todo para dar la vida por los amigos. El proceso de los ejercicios ha conducido al ejercitante, si se ha acogido la gratuidad del amor de Dios, revelado en Cristo, a despojarse de todas sus ataduras para vestirse tan sólo de la librea de Cristo.

Pero la muerte no es el fin, porque el amor lo vence todo. La cuarta semana manifiesta que la desnudez, el despojamiento, la libertad abren a una nueva vida que se convierte en misión y compromiso para el ejercitante. El Resucitado se convierte en compañero en el camino de la vida. Su presencia conforta, instruye y da fuerza a los que se convierten en sus testigos.

La contemplación para alcanzar amor recoge y sintetiza toda la experiencia vivida en los ejercicios e invita, como recuerda Javier Osuna, a “mirar la realidad invadida por la presencia del Amor vivificante que hace la nueva creación en medio de una historia conflictiva [23]. Es la experiencia englobante del Amor que se ha dado con todo lo que es y lo que tiene, que continúa dándose sin cesar, y que «desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina»” [24]. Como culmen de toda la dinámica de los ejercicios, se pretende que el ejercitante vuelva al mundo habiendo asumido que la clave espiritual es la de encontrar a Dios en todo para así responderle amando y sirviendo. Por eso Ignacio recuerda que la contemplación no es mera mirada al amor sino que éste “se pone más en obras que en palabras”. De este modo deja de manifiesto que todo el proceso de los ejercicios ha estado atravesado por una triada que determina toda la finalidad de la experiencia. Esta triada está constituida por tres momentos: el conocimiento interno o experimental (Dios que se da), amor y afectividad (vivencia del ejercitante) y servicio o acción en todo (respuesta del ejercitante a tanto don recibido) [25]. Los ejercicios habrán alcanzado su objetivo en la medida en que estos tres momentos se den y se alimenten mutuamente para una verdadera integración de la experiencia.

Toda la dinámica de los ejercicios constituye una experiencia religiosa en la que al hombre se le recuerda cuál es el centro de su existencia. Ignacio, a través de los ejercicios, pone al hombre ante su auténtica verdad: que es Dios quien nos elige y que somos nosotros los que mediante el discernimiento tratamos de dar respuesta a esa elección. Una respuesta que, confrontada ante Dios, es verdadera libertad para el hombre. Y que a su vez respeta la libertad de Dios frente al hombre.

Aquí debemos recordar el contexto en que aparece la espiritualidad ignaciana. En el siglo XVI, la cultura y la filosofía están empezando a romper amarras con una concepción antropológica medieval en la que el hombre no podía dejar de comprenderse si no era desde Dios. El humanismo naciente pone en discusión el paradigma existente hasta entonces. El nuevo estatuto del hombre, a través del cual éste se va a convertir en centro de la historia, abre un abismo entre él y Dios, de tal modo que se va a desfigurar la imagen de Dios y la relación que el hombre tiene con él. Primero será un proceso de objetivación o de funcionalización, en que Dios se va a comprender desde la existencia y los intereses del ser humano [26]. Y este proceso conducirá, siglos más tarde, a la negación de Dios y al ateísmo.

Sin embargo, los ejercicios de Ignacio tienen algo singular que hay que rescatar: frente a lo que acabará diciendo la filosofía, a través de Feuerbach, que piensa que Dios no puede ser más que una proyección de los deseos humanos; Ignacio es capaz de conjugar el nuevo hombre sin negar el papel primordial de Dios en la historia. En la dinámica de los ejercicios espirituales difícilmente el ejercitante puede realizarse a través de la proyección de sus propios anhelos. Ya que la mística de los ejercicios trata de subvertir los deseos más íntimos y legítimos de todo corazón humano, invitando a un éxodo, a una salida de la propia tierra, para reunirse en el lugar que “yo te mostraré” [27]. Así, el principio y fundamento recuerdan que Dios no es el que está frente al hombre y contemplándolo ajeno a lo que le ocurre; al contrario, Dios hay que buscarlo en la intimidad de la contemplación y desde ésta abrirse a la inversión de valores que éste le propone. Por eso, sólo es desde el descubrimiento de la voluntad de Dios, que el creyente se pone en marcha y se hace protagonista de su historia.

Olegario González de Cardedal piensa que si en el s. XVI, cuando en Europa se está produciendo el cambio de paradigma cultural, hubiera triunfado el humanismo español, representado por Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, posiblemente la historia de Occidente hubiera sido muy diferente.

Es precisamente este cambio de paradigma cultural el que acabó teniendo una gran influencia en la experiencia cristiana de los siglos posteriores. Por eso, cuando hoy nos preguntamos por qué hoy muchos ejercitantes no se han dejado transformar por la experiencia de ejercicios, qué ocurre en nuestros contemporáneos para que la dinámica de experiencia de gratuidad, amor y servicio no se lleve a cabo, el origen de la respuesta hay que buscarlo en este proceso que acabamos de describir y que va a desembocar en el siglo XX en una dinámica que tiene una base ontológico-antropológica y espiritual.

Pablo Ruiz Lozano, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Cfr. P. Agaesse, “Gratuité” en Marcel Viller, S.I. (dir), Dictionnaire de spiritualité: ascétique et mystique: doctrine et histoire, vol. VI, Beauchesne, Paris 1937-1995, 788-800.

2     Cf. J-L. Marion, El ídolo y la distancia. Cinco estudios, Sígueme, Salamanca 1999, 18-21. Marion piensa que el enclaustramiento de Dios en el concepto es transformarlo en un ídolo. El ídolo es la imagen de Dios que el hombre adora y que al no personificar al Dios verdadero, acaba siendo la imagen previa que de lo divino tiene el hombre. La proyección de una idea de Dios que se hace manejable en función de los intereses del hombre.

3     ibíd., 23.

4     Cf. ibíd., 22-25.

5     ibíd., 24

6     id.

7     Cf. G.W.F.Hegel, Fenomenología del Espíritu¸ F.C.E., Madrid 1982, 440.

8     M. Heidegger, aussprache mit Martin Heidegger an 06/Xi/1951.Comité de Conferencias de estudiantes de la Universidad de Zurich. Texto en francés tomado de: J-L. Marion, Dieu sans l’être, P.U.F., Paris 1982, 92-93.

9     M. Heidegger, Carta sobre el Humanismo, Taurus, Madrid 1959, 51.

10      J-L. Marion, Dieu sans l’être, PUF, Paris 1982,68-69.

11      Aquí se enuncia con total claridad una tesis de la madurez de Heidegger: hay (il y a, es gibt) ser, o, si rescatamos la presencia del verbo geben, el ser se da. El es del es gibt es el ser mismo, y el gibt es la esencia dadora (gebende) del ser. En palabras de Heidegger: “el darse en lo abierto, con esto abierto, es el ser mismo” (das Sich geben ins offene mit diesem selbst ist das Sein selber): “Brief über den Humanismus”, en Wegmarken. Gesamtausgabe vol. 9, Frankfurt a. M. 1946, 334.

12      J.S. Béjar Bacas, Donde hombre y Dios se encuentran, Edicep, Valencia 2004, 166-167.

13      Cf. J.M. Rovira Belloso, “La reflexión sobre el misterio de Dios en la teología del siglo XX” en: revista Española de Teología, 1990, 319-326. El profesor Rovira intenta mostrar que esta afirmación de Marion no es correcta. Para él, Marion no comprende el concepto de “analogía” tomista, al reducir el “ens” al “esse”.

14      Cf. J-L. Marion, “De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique”, en: Laval Théologique et Philosophique, (1985), 25-27; Dieu sans l’être, PUF, Paris 1982,45.

15      Ídem: “De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique” 27.

16      Cf. A. Gesché, El sentido. Dios para pensar Vii, Sígueme, Salamanca 2004, 19-28.

17      ibíd., 23.

18      A. Badiou, Saint Paul. La fondation de l’universalisme, PUF 1998, 81.

19      Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 108ss.

20      ibíd., 110.

21      G. Agresti, Elogio de la gratuidad, Narcea, Madrid 1983, 6.

22      J. Osuna, “Gratuidad y experiencia de Dios”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 262.

23      Sobre la Contemplación para alcanzar amor ha habido diversas interpretaciones. Joseph Gibert, entre otros, la consideraba algo análogo a un modo de orar. Nosotros tomamos la interpretación de I. Iparraguirre, quien creía que la Contemplación para alcanzar amor “condensa en una forma superior trascendente lo más vital de los ejercicios”. Cf. M. J. Buckley, “Contemplación para alcanzar amor”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 452 y ss.

24      J. Osuna, “Gratuidad y experiencia de Dios”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 263.

25      Cf. M.J. Buckley, “Contemplación para alcanzar amor” en, J. García de Castro (dir), Diccionario de espiritualidad ignaciana i, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Maliaño (Cantabria) 2007, 452-456.

26      Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 170ss. Cf. también, id., La teología española ante la nueva Europa, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1994, 37-51.

27      Una expresión muy clara de este salir de uno mismo es la petición de los coloquios de segunda semana, en los que se pide pobreza y oprobios y menosprecios. Incluso es más claro Ignacio en el número 157 de los Ejercicios. En esta nota Ignacio invita al ejercitante a seguir pidiendo pobreza, aunque sea contra la carne.

José Antonio Calvo Gracia

II.      Filosofía y cristianismo a la vez: un imposible real

La expresión «un imposible real» [75] pertenece al pensar de María Zambrano y se refiere a la unidad que puede darse entre experiencia religiosa y experiencia filosófica. Aunque ella la dirige primariamente a los planteamientos de Platón y de Plotino, encontrando en ellos su justificación, un examen detenido de la obra de Zambrano muestra que esta expresión conviene perfectamente a la esencia de su propio quehacer filosófico, es más, a su propio itinerario vital.

Tras haber encontrado y mostrado en el capítulo I el quicio de su pensamiento, identificándolo con la relación que se establece entre el hombre y la divinidad y, más concretamente, con su misión filosófica de poner el logos humano creado y creador –composición de pasividad y actividad– en el Logos divino y trascendente, increado y creador –puramente activo–; una vez revivida en los capítulos II y III la experiencia de destierro provocada por el doloroso desgarramiento inicial entre razón humana y razón divina, un itinerario muchas veces penoso a través de los grandes hitos del pensamiento occidental; y después de haber descrito en el capítulo IV su noción de racionalidad inclusiva dependiente de la realidad de lo sagrado; el último capítulo de esta investigación doctoral tiene como finalidad mostrar si, dentro de esta propuesta de razón, el desempeño filosófico de María Zambrano puede ser calificado como filosofía cristiana.

Para ello, en un primer momento, se analizará la relación que existe entre razón y salvación, recuperando un fragmento de la ya citada Carta a Dieste. En segundo lugar, tomando como base una de sus últimas obras, Los bienaventurados, intentará responderse a la pregunta sobre la razón de ser y la necesidad de la filosofía si, como ella confiesa, el Logos divino se hizo carne. La respuesta, como podrá verse, está en la esperanza como energía que alienta la búsqueda vital de la verdad. Por último, ya de modo marcadamente conclusivo, se presentará la reciprocidad que existe entre Dios y el ser humano, la fe y la razón, la filosofía y la teología, en la propuesta filosófica de María Zambrano. Una relación que justificaría plenamente la calificación de filosofía cristiana.

1.       «Lo que ha de Salvarnos»

La filosofía de María Zambrano es una filosofía de luz, como el cristianismo es una religión de luz. No en vano, en el ir y venir de las reflexiones acerca de la razón, Zambrano recurre al prólogo del Evangelio según san Juan, para mostrar cómo el pensamiento es «luz que se enciende en la oscuridad hasta que la claridad del verbo aparece como una aurora consurgens» [76]. Luz y logos son conceptos clave de ese canto que inaugura el evangelio joánico y que, en línea complementaria a la metafísica del ser, constituyen la también clásica –y, por qué no, neoplatónica y cristiana– metafísica del logos [77]. Este carácter iluminativo es el que alienta a Zambrano a soñar y a buscar una forma de racionalidad que tenga como ámbito lo universal, lo necesario y lo evidente y que, rompiendo la frecuente reducción a una racionalidad instrumental y desde un carácter frecuentemente fronterizo, se inserte en la tradición filosófica y se abra al mismo tiempo a la dimensión práctica del ser humano en su sentido más clásico.

Esta constatación tan amplia hace que la utilización indiscriminada de la locución razón poética [78] tenga el riesgo de ser reductiva, hasta el punto de poder considerarse «un icono en el que María Zambrano ha quedado prisionera» [79]. Pero si se trata de un concepto tan asentado y representativo que aparece en seguida que se menciona a Zambrano, ¿cómo salvar esta dificultad terminológica?

Una de las caracterizaciones más tempranas y más detalladas de la razón que ofrece María Zambrano es la que aparece en 1945 en la correspondencia con el poeta Rafael Dieste y, en ella, se encuentra claramente la fórmula razón poética. Podría pensarse legítimamente que, si se trata de la conversación epistolar entre un poeta y una filósofa, el adjetivo poética es una referencia inequívoca a la poesía. Sin embargo, hay que ir más allá. Nuevamente la cuestión zambraniana exige arriesgar y dar el salto al relato bíblico y teológico: razón poética es razón creadora; o, con la precisión de la síntesis teológica de los padres de la Iglesia y de los escritores eclesiásticos, Logos creador. Se trata ni más ni menos que del momento inicial en el que, según la teología joánica, «por medio de él (=el Logos) se hizo todo» (Jn 1, 3). Solo puede entenderse adecuadamente la expresión razón poética –en el sentido en el que la usa María Zambrano–, si se sitúa en el contexto creador y si se refiere a la totalidad de la creación, no solo a determinados productos literarios capaces de transmitir sentido, a los que genéricamente se denomina poesía. Del mismo modo que en el cántico se exalta al Logos que, por atribución divina, se encarna, toma carne humana, la razón poética toma carne en los saberes de sentido –filosofía, poesía y religión–, sin que ninguno de ellos pueda arrogarse en exclusividad esta presencia creadora.

En la misma clave joánica es necesario introducir otra de las llamadas atribuciones divinas, en este caso, la redención. Solo de esta manera puede justificarse y entenderse en toda su extensión la misión filosófica de Zambrano de devolver el logos al Logos. Así la razón poética se convierte en «lo que ha de salvarnos» [80]. No se trata de reformular principios ni siquiera del intento de Ortega de una reforma de la razón, sino de un logos que llegue al interior, que sea alma, incluso espíritu. Una razón que no se reduzca a logicismo, sino que sea vivificante, capaz de conjugar [81] los diferentes aspectos de la vida. Y esta razón –marcadamente espiritual– no será como «la otra», que puede caracterizarse como superficial, externa, beligerante, ácida, triste, sino que logrará conectar y cohesionar toda experiencia de lo real, incluso las que más tengan que ver con el misterio, ya que procede de él y a él tiende, en cuanto experiencia de lo sagrado. Estas sencillas acotaciones hacen que surja una pregunta que, al menos formalmente, no se ha planteado nunca: ¿Por qué la historia del logos que propone María Zambrano se parece tanto a la historia de la salvación? Parece que el itinerario es el mismo: un momento originario en el que el increado crea; el desgarramiento que sitúa a lo creado en soledad y, al mismo tiempo, en una dinámica de exilio; el tiempo de una encarnación en la que lo desprendido vuelve a reconciliarse con clara preeminencia del trascendente –activo y encarnado– que viene en ayuda del transcendido –pasivo y elevado–; un momento extático de bienaventuranza, de la que también participa lo corporal transido de espíritu. Así, la razón, en cuanto fuerza armonizadora, redime al ser humano de «una especie de imperativo de la filosofía, desde su origen mismo, el presentarse sola, prescindiendo de todo cuanto en verdad ha necesitado para ser» [82]. En efecto, esta nueva razón libera de los ínferos o de la cárcel de las sombras a todo lo que pertenece al misterio de lo sagrado y a todas aquellas disciplinas que se acercan a él con la humildad y la reverencia debidas, librando, al mismo tiempo, al sujeto del ya comentado individualismo de corazón, propio del ser que ha olvidado la unidad originaria que brota de la dependencia universal de lo sagrado y de su lugar en ella.

A este logos buscado por María Zambrano que cumple una misión salvadora, se le atribuye otra de revelación o desvelación. Así, uno de los focos de su pensamiento consistirá en la recuperación de todo lo que supone pasividad y receptividad en el conocer y vivir humanos. En este sentido juega un importante papel un determinado saber sobre el alma, que, en primer lugar, supone reconocerla y reconocerla como dada. Sirva como ilustración una de las conversaciones con su maestro ortega recreadas en su obra autobiográfica Delirio y destino, donde escribe: «el alma existe. ¿Tú sabes? Y nos la dan impresa» [83]. Esta alma dada es, además, un alma religiosa [84]. Junto al alma, cobran una importancia excepcional los sueños, no en clave freudiana –como instancia predictiva o reveladora que manifiesta los deseos reprimidos de la persona–, sino como epifanía de la propia identidad de cada alma, de cada ser humano, que se corresponde con una vida al margen del tiempo o atemporal. En su obra El sueño creador, escribe:

La situación inicial del hombre es, pues, la de pasividad; estar enclaustrado, entrañado, con el ser recibido que tiende irreprimiblemente a desentrañarse, a manifestarse. Es decir, el estado de sueño, sea dormido o despierto [85].

La lectura de este fragmento evoca la definición de lo sagrado como placenta a la que ya se ha aludido en el capítulo anterior y que conlleva el depender como fuente de la existencia; y, al mismo tiempo, la libertad como signo de un despertar que se convierte en una sucesión de despertares, pues ni la dependencia se agota ni la libertad es absoluta. Es, en definitiva, una «escala» [86] por la que el alma –y, por tanto, la persona humana– transita y asciende hasta el lugar fuera de todo lugar y el tiempo sobre todo tiempo que es la bienaventuranza.

Vista la relación que existe entre el logos buscado por María Zambrano y el dogma cristiano en lo que refiere a creación, encarnación y redención, surge una pregunta muy importante y que ella misma formula en su obra Los bienaventurados, publicada poco antes de su muerte: si la historia del Logos cristiano está cumplida universalmente, ¿qué papel puede jugar una filosofía que tenga el mismo objeto? Una virtud sobrenatural asentada sobre una experiencia humana fundamental, como es la esperanza, ofrece la respuesta.

2.       «y si el verbo se hizo carne, ¿a qué la Filosofía?»

Los bienaventurados es el último libro que María Zambrano publica en vida. Comenzó a preparar su edición en 1989, ayudada por Rosa Mascarell –su secretaria en los últimos años–, y salió a la luz en 1990. Esta obra puede considerarse como el clímax de la explanación mística de su planteamiento filosófico, que ya había iniciado en la década de 1970 con Claros de bosque. Es cierto que, como se ha visto en el capítulo IV, María Zambrano ofrece una definición de filosofía desde sus obras más tempranas y que va planteándola en su relación con los demás saberes de sentido y con la fuente misma de la racionalidad; sin embargo, es en su madurez cuando se decide a verbalizar lo que ya iba precipitándose como la quintaesencia de sus reflexiones: «Y si el verbo se hizo carne, ¿a qué la filosofía?» [87]. Esta es una pregunta radical. Radical para el filósofo y radical para el teólogo. Radical, en definitiva, para el cristiano filósofo que comprende que no puede diseccionar su vida en dos compartimentos estancos: el de la teoría y el de la vida o, por qué no, el de la razón y el de la fe.

Máximamente radical, en una cultura en que realidad y verdad se han confinado a los más o menos escasos resultados de las ciencias experimentales, que dan para ir viviendo, pero no para vivir [88]. La pregunta de Zambrano es una pregunta de creyente y de pensante, que aúna la convicción personal de la fe profesada con la de la racionalidad humanamente ejercida. Por supuesto no es una pregunta escéptica que niegue la posibilidad de uno de los términos o de los dos, como tampoco suspende el juicio. María Zambrano responde y esta respuesta es su contribución final a la misión filosófica aceptada de resituar el logos en el origen del cual nunca ha dejado de sentir nostalgia, aunque haya renegado de él.

En primer lugar, y como bien señala José Miguel Ullán [89], hay que hacer una precisión. El pensar de María Zambrano destaca el momento ‘y’ o, en latín, ‘et’. La respuesta va a ser un sí rotundo tanto a la fe, como a la filosofía, y a las dos, en su relación. La clave nuevamente está en el dogma cristiano: si la anunciación es el momento que une la actividad divina ‘y’ la pasividad humana; si la encarnación une la naturaleza divina ‘y’ la naturaleza humana –uniendo al Logos divino con un logos humano–, ¿por qué va a haber un abismo infranqueable entre ambas orillas? ¿Un abismo tan infranqueable que hasta haga dudar de la existencia de la otra orilla?

La primera respuesta es una confesión –ese género tan apreciado por Zambrano–: «No hay filosofía propiamente si en ella no se da algo que sostiene y abandona al par a la arquitectura de la razón» [90]. Y a esta respuesta sigue –paradójicamente– una pregunta: ¿en qué consiste ese algo? Parece que es un movimiento del espíritu que invita a transitar de un lado a otro, algo que es necesario para cubrir un camino y, sin embargo, al llegar a cierto punto, resulta incapaz por innecesario. Este algo tiene nombre de virtud teologal: es, y Zambrano lo plantea sin ningún tipo de prevención, la esperanza. No obstante, antes de llegar a esta respuesta definitiva, María Zambrano propone un meta-discurso acerca del ser de la filosofía, que poco a poco se va acercando a «las raíces de la esperanza» [91].

2.1.    Filosofía tras la creación y la encarnación

La encarnación representa para Zambrano el primer paso de la salvación del logos desprendido por violento desgarro de su origen sagrado. En cierto modo y parafraseando a Steiner, puede afirmarse que toda creación humana tiene como razón y condición necesaria la creación [92]. Pero ¿cómo hacerla categoría filosófica aceptable para una cultura que sospecha de lo religioso o, incluso, lo elimina en aras de una racionalidad positivista autosuficiente que solo aspira a «ceñirse a los hechos»? [93].

Para dar respuesta a este desafío, María Zambrano propone una filosofía que se ocupe de lo que está por debajo de los hechos. Así la define como «la visibilidad de segundo grado» [94]. Esta visión no solo es la propia del pensamiento filosófico, sino que además es un peldaño indispensable para que el místico o el iniciado puedan experimentar la visibilidad fundamental que es contemplación y éxtasis en la esfera de los misterios. La filosofía entonces no es que posea, sino que es poseída por lo más universal, el «Todo y el Uno» [95]. Postular la universalidad como nota esencial choca de lleno con la idea moderna de una filosofía reducida a su forma discursiva: una filosofía de coordenadas, marcada por el cartesianismo y «nacida de una respuesta evidente, concluyente, imperante, pues, en grado sumo» [96].

Así pues, es vital romper con la idea de una filosofía que tenga como finalidad principal «sujetar el pensamiento» [97], en lugar de plantear en esperanza el escatológico ya pero todavía no. Esta expresión ya clásica en la teología expresa la tensión entre la posesión en arras y la posesión completa de una vida en la gloria, la tensión entre la llegada y la consumación del reino; de ahí que María Zambrano se sirva de ella –o al menos de su sentido– para introducir en su planteamiento otra expresión netamente cristiana, llegando a afirmar que la filosofía es «la manifestación no de Dios sino de su reino», culminando inmediatamente con la segunda petición del padrenuestro: «Adveniat regnum tuum» [98]. Es el deseo místico de quien ha gustado la presencia y la figura de la realidad misteriosa y que ha comprendido su carácter de don.

La única filosofía posible tras la encarnación no renuncia a la herencia de Heráclito. María Zambrano, de modo recurrente, señala como imagen de la continuidad anhelada el «fuego incesantemente encendido» y un «torpe arroyo». No son dos metáforas aisladas, sino que en el colmo de la visión zambraniana resulta necesario que el fuego «encienda el agua». En este sentido, la filosofía, al mismo tiempo que supera las reducciones cartesiana y positivista, que explican los hechos como «inercia y obstinación», las cosas, como «hechos condensados, fijados», que subyugan «irremediablemente» tanto al sujeto, como al objeto, debe abrirse a la «posibilidad de desbordamiento» [99].

Este desbordamiento sirve a María Zambrano para introducir otras dimensiones esenciales de una filosofía adecuada a una racionalidad ensanchada. Por ejemplo, el ser expresión de libertad, el conllevar abandono y obediencia, determinada violencia y, finalmente, la felicidad y la bendición. Cualquier lector familiarizado con los itinerarios espirituales y las vías que conducen a la intimidad con el Absoluto notará que son nociones que forman parte del vocabulario de la ascética o de la teología espiritual.

En primer lugar, la libertad. No el sentimiento fingido de libertad que brota de la cosificación de lo real. María Zambrano entiende que la libertad es romper con un «universo fatalmente conformado», fruto de la cristalización de los hallazgos filosóficos en sistemas en los que, para que todo encaje y para que nada se escape, exigen del ser humano la renuncia a pensar a lo grande, «obligándolo a servir y a dejarse usar», sacrificando la experiencia del alma en favor de la experiencia de lo materialmente sensible o de lo lógicamente coherente. Zambrano entiende la libertad propia de la actitud filosófica como la sorpresa, muchas veces padecida, ante el «encuentro con la realidad prometida que al fin accede a hacerse presente» [100]. En este contexto de libertad como ausencia de prejuicios negativos es en donde lo buscado se revela. Por esta razón, la libertad supone para el filósofo entrar en la noche oscura. Esta expresión originaria de la mística española del Siglo de oro es empleada recurrentemente por Zambrano, quien entiende y explica «que la actitud filosófica es lo más parecido a un abandono» [101], a un entrar en estado de contemplación, sintiendo cómo la propia vida forma parte de un plan más amplio, en el que el azar es solo la noción de la que se sirven tanto racionalistas, como vitalistas para evitar penetrar en el ámbito del misterio y de la transcendencia, omitiendo que la pasividad es dimensión fundamental del conocimiento humano.

A partir de este momento, en menos de veinte páginas, María Zambrano va enlazando notas –siempre en sentido musical [102]– que permiten progresar en la caracterización de una filosofía adecuada a la razón que ha de salvarnos. Notas que, como ya se advirtió, forman parte del dominio de la lengua referido a la ascética, tanto la propia de la comunidad pitagórica –religiosa y pagana–, como la cristiana. El siguiente paso en esta concatenación es la obediencia, entendida en acuerdo con su etimología: la filosofía sabe escuchar y pasar a la acción. La actitud filosófica es obediente cuando no rehúye su dimensión de receptividad, cuando no deja de ser «una pasión que conduce a la muerte, a una vida, a un conocimiento» [103]. De una forma más clásica, Zambrano combinará la noción aristotélica de apetito con las platónicas de inspiración y de delirio. De hecho, se servirá del discurso de Diotima, con el mito de la concepción y el alumbramiento del amor (El Banquete, 203b-204b), para mostrar el verdadero sentido de una filosofía mediadora entre el movimiento y la quietud, «abierta a la circulación sin trabas de la luz» [104], donde el mayor enemigo es el yo cartesiano, metódico y moderno, que ha crecido a costa del logos y que «en su obstinación» tapa el horizonte y anega el camino, «ensanchándose, creciendo, representándose hasta convertirse en un verdadero personaje» [105].

La filosofía de la libertad y de la obediencia –del abandono– se presenta finalmente como una misión que compromete toda la vida, una especie de sacerdocio a mitad de camino entre lo místico y lo ritual, donde «pensar propiamente es arrancar algo de las entrañas a la realidad en cualquiera de sus aspectos y modalidades» [106]. Parece que esta expresión sirve para explicar en qué consiste la filosofía y, en particular, la metafísica. No es una ciencia fenomenológica que vea desde lejos los objetos o sus representaciones, sino que penetra hasta lo más hondo de los seres –de todos y cada uno– no para incluirlos en catálogos ontológicos, sino para poseer algo de ellos. Este trabajo metafísico se presenta como costoso, no en vano el verbo empleado es «arrancar» y el lugar en el que tiene lugar esta acción es la «entraña» de los seres, no las apariencias, sino su fondo más profundo. ¿Hasta dónde llega esta razón? Su objeto es el todo, toda la realidad, añadiendo «en cualquiera de sus aspectos y modalidades». Este objeto universal asimila a la filosofía con sus hermanas en el saber de sentido, la religión y la poesía.

Contrasta este «arrancar de las entrañas» con la recapitulación final en la que, utilizando la expresión de Hegel «lo que se busca», muestra cómo solo una filosofía de este tipo tiene sentido tras la encarnación del verbo, porque lo que aporta es «acción y saber, razón de nuevo, nuevamente quiciada, lo que desde la filosofía y la poesía se busca, la respuesta de la filosofía con la acción de la poesía» [107]. La filosofía tendrá que cuidar de quedarse en enquistar respuestas, porque lo suyo es enquiciar preguntas, sin separarse del logos originario. Esta situación de hermanamiento racional de filosofía, poesía y religión es la insinuación de un logos de la bienaventuranza, «lo cual sería ya más que la felicidad como respuesta, sería la bendición» [108].

2.2.    «Las raíces de la esperanza»

En el capítulo IV de esta investigación doctoral, se ha mostrado cómo la filosofía anhela cubrir una nostalgia: la nostalgia del ser. Zambrano entiende al filósofo verdadero como una persona que camina en pos de una unidad deseada, como un buscador del locus en el que todo es uno y no necesita de más explicaciones, sino de contemplación. Esta búsqueda tiene tanto que ver con el origen como con el porvenir, por eso es al mismo tiempo nostalgia y esperanza, y no, progreso –esperanza secularizada–. La zambraniana nostalgia del ser está muy cerca de la política platónica que muestra al ser humano siempre en comercio con lo divino, anhelando un orden primigenio [109].

En ese orden original, originario y originante, está la razón de todo. María Zambrano, en claro ejercicio sapiencial, afirma que:

es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades [110].

La esperanza es presentada no solo como una realidad esencial del ser humano, constitutiva de su ser y, por tanto, esencial, sino también como propia de las experiencias sociales que se han configurado a lo largo de la historia. Este convencimiento de Zambrano se ve refrendado por otro de sus textos esenciales y que conviene tener muy en cuenta:

Si la filosofía existe como algo propio del hombre, ha de poder franquear distancias históricas, ha de viajar a través de la historia; y aun por encima de ellas, en una suerte de supra-temporalidad, sin la cual, por lo demás, el ser humano no sería uno, ni en sí mismo... ni en la unidad de la especie [111].

Estas palabras han sido magistralmente comentadas por Joaquina Labajo, al afirmar que «a través de la defensa de la autonomía y extra-temporalidad de la filosofía, concebida como capacidad inherente al hombre, María Zambrano firmaba su adhesión a la unidad del género humano» [112]. No obstante, es necesario hacer dos precisiones respecto a la expresión unidad de la especie: la primera consiste en reafirmar la distancia que existe entre María Zambrano y el marxismo, tal y como confesó a su amiga Elena Croce [113]. La segunda  es que esta distancia que existe entre filosofía y tiempo no supone una separación absoluta entre ambas experiencias, sino más bien, y como ya se ha referido, la consideración del logos humano como una puerta al presente divino, en el que cobra sentido la pregunta por el ser humano y su actividad.

Una vez introducida la problemática en torno a la relación entre filosofía, esperanza y tiempo, puede accederse a lo que María Zambrano denomina «las raíces de la esperanza» y que se correspondería con una tercera serie de respuestas a la pregunta por ese quejido esperanzado de «¿a qué la filosofía?».

Si María Zambrano afirma en El hombre y lo divino que el fondo de lo real es lo sagrado, ahora precisa que el ser humano tiene como fondo último de la vida la esperanza, ya que «la vida del ser humano se dirige inexorablemente a una finalidad» [114]. Esta afirmación es enormemente relevante para calificar la propuesta filosófica de María Zambrano, por si no fuera suficiente con la claridad con la que reclama la existencia de un origen real común para todos los órdenes de la existencia, ahora postula inequívocamente la existencia de una finalidad. Sin ella, es inexplicable la vida humana y su fondo último que, como se ha señalado anteriormente, es la esperanza. Al polinomio filosofía/esperanza/vida, se añade ahora el convencimiento de la existencia de una finalidad necesaria para superar los prejuicios de la razón moderna que, poco a poco, se redujo a una razón que solo entiende con seguridad de procesos materiales y de causas eficientes con referencia empírica.

El lugar donde bulle la esperanza –donde llama con verdadera auctoritas– es el corazón. No el de una hermenéutica trivial de las razones del corazón de Pascal, sino más bien el de san Agustín, aquel corazón en el que tienen lugar sus confesiones, una interioridad que tiene la virtualidad de la intensión y de la intensidad. El corazón-interioridad de Agustín y Zambrano es el lugar donde la memoria va rescatando lo primero y descubriendo en ello lo último. Se trata de sucesivos niveles de profundidad, en los que acontecen no solo sucesos psicológicos –no es una interioridad meramente natural–, sino el encuentro con Dios ante quien se realiza la confesión y que posibilita la apertura a los demás seres humanos [115] en la historia. Es en el corazón, donde Agustín, rompiendo con la pretensión platónica de inmortalidad, se abre al deseo de eternidad de carácter netamente cristiano [116]. En la misma clave, María Zambrano recela de las propuestas parciales de futuro y se inclina por las onmiabarcantes de eternidad, no sin denunciar que a lo largo de su historia «la filosofía [...] ha descuidado esa intimidad del ser oscura y palpitante» [117]. El ser oscura y palpitante, en coherencia con los textos y con la lectura que se está proponiendo, puede entenderse como ser profunda y viva.

Si lo anterior tiene que ver con el tiempo y la eternidad, puede darse un paso adelante, afirmando que la esperanza, en su lugar del corazón, es de por sí «un puente entre la pasividad [...] y la acción» [118]. María Zambrano entiende que la esperanza, como posibilidad para la filosofía, constituye el nexo de unión –la razón zambraniana es razón mediadora– entre origen y fin, entre pasión y acción. La Zambrano que critica abiertamente a Aristóteles, tendrá que concederle en este momento que la esperanza como puente se asemeja casi hasta la identidad con la más alta actividad del ser humano que es el acto de la contemplación, propio de lo divino que hay en él. Este acto es de por sí el único que puede mantenerse en mayor continuidad y el que otorga la felicidad más perfecta (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177a). Para Zambrano esta esperanza conlleva la desaparición del sujeto como invento moderno y, al mismo tiempo, la actualización de la finalidad propia de la persona humana [119].

Como la esperanza tiene lugar en la intimidad-corazón y esta es siempre susceptible de mayor profundización y crecimiento, debido a su carácter esencial de apertura, al fondo podrá encontrarse «algo que la sostiene: la confianza» [120]. Si la esperanza sostiene la vida, la esperanza es sostenida por la confianza. Este necesario y fundamental cimiento –Zambrano nunca se referirá a la esperanza y a la confianza como virtudes– posibilita el crecimiento: acrecentamiento, ahondamiento, vivificación son los términos que utiliza [121].

El puente de la esperanza tiene unos arcos, que pueden ser calificados como etapas de un itinerario o pasos de un caminar. Estos arcos son fáciles de nombrar y, nuevamente, se corresponden con estados de la ascética cristiana: aceptación, llamada, don. La aceptación tiene que ver con la realidad y supone el ineludible trato del ser humano y la obligación de una mirada en verdad [122]. La llamada también tiene su lugar en el corazón y presupone el estado previo de relación verdadera con la realidad. Esta llamada-vocación es el arco central del puente y tiene que ver con la presencia del otro envuelta en el silencio y que necesita ser expresada en la voz y la palabra del ser humano en el que alienta. Esta es la caracterización más fina del logos creado y creador: la creación humana es respuesta a lo previamente dado. Sin la continua referencia del logos al Logos es imposible que exista o se ejercite algo tal como la razón poética. El tercero de los arcos es el del don: «ofrenda y, si llega el caso, sacrificio» [123]. La esperanza se dirige a ofrecer, tiende irremediablemente a lo que no es la propia persona, aunque la comprometa totalmente. María Zambrano concluye esta reflexión afirmando que:

cuando de verdad la esperanza se dirige a ofrecer, puede ir más allá de lo que la razón común presenta, mas sin crear espejismos porque o va en la oscuridad –en la noche oscura– o en la luz directa de la verdad no aparente [124].

Búsqueda y unión son los caminos sobre los que deambula la filosofía tras la encarnación del Logos, rutas verdaderas sólo cuando lo que se busca es ofrecer. Si lo que se pretende es recibir, si cae en la avidez y la impaciencia, se convierte en ilusión, «esclava de la luz refleja» [125].

3.       La reciprocidad y la «unidad superior».

La vida y la obra de María Zambrano son consciencia y conciencia del exilio. No la resignación ni la aceptación de un exilio forzado por razones ideológicas –que, indudablemente, existen–, sino el exilio que toda persona apasionadamente reflexiva puede descubrir en los itinerarios de su alma: del hogar, a la sociedad; de la intimidad, a la comunidad; del sosiego, al vértigo de la cultura contemporánea. Exilio es la realidad trágica del logos humano desprendido –desgarrado– de su origen sagrado. Dramático exilio es cumplir la voluntad paterna del Logos divino sometido a la carne y a la muerte. Y en el drama y la tragedia se experimenta la conexión creadora. Zambrano lo aprende con sacrificio y por eso puede decir que:

en mi exilio, como en todos los exilios de verdad, hay algo sacro e inefable [...]. Son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es la hora del amanecer, trágico y de aurora, en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir [126].

Congregación, sacro, inefable... son palabras que Zambrano utiliza para confesar –confesar, según el intento agustiniano– su experiencia vital, que sin duda ha marcado también su misión y propuesta filosófica. Este momento de unidad auroral es un momento de comunión. hablando de Rafael Dieste y de un artículo suyo publicado en Ínsula sobre su Galicia natal, María Zambrano da con una clave que se aplica perfectamente a la culminación de su exilio vital y a la del exilio filosófico de la razón: «Se trataba, pues de la Eucaristía, no de la comunidad, sino de la comunión, que es lo que se busca en toda peregrinación y en toda romería» [127]. En la comunión, el exilio se transforma en peregrinación y romería. Quizá sea este el verdadero sentido de cualquier existencia humana y, al mismo tiempo, el del itinerario de la razón que María Zambrano describe en toda su obra.

Los compases finales de esta investigación tienen como título reciprocidad y «unidad superior». La reciprocidad ha quedado suficientemente fundamentada en el capítulo IV, al presentar exigentemente la necesidad de que los saberes de sentido reconozcan la deuda que tienen contraída los unos con los otros. Por otra parte, la «unidad superior» que añora María Zambrano queda descrita en un artículo suyo publicado en la revista Educación, que lleva como título «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad» [128]. En estas páginas vuelve a denunciar la especialización, así como los límites insostenibles que supone, llamando a la misión acuciante de «establecer nexos entre las diversas disciplinas» [129].

La especialización que olvida y recela de la unidad conlleva para María Zambrano el riesgo de caer en una «verdadera barbarie, en un nuevo paganismo en el sentido peyorativo de la palabra» [130]. Pocas líneas después explica en qué consiste la barbarie a la que se está refiriendo:

Barbarie es vivir como extranjero a las grandes preocupaciones de la época, ignorar las leyes que están rigiendo la vida más cotidiana, usar de los productos de la técnica más refinada sin la menor idea del saber que los hace posibles; vivir, ir viviendo sin darse cuenta, como un objeto entre los objetos; seguir el camino trazado sin la menor intervención personal, propia, al modo de un autómata [131].

Barbarie es el hábitat en el que camina el exiliado. Barbarie es la situación del logos desasido de su origen. Sin embargo –todavía queda en el terreno de la denuncia fenomenológica–, es necesario que exponga la razón por la que la barbarie se impone como forma de la sociedad contemporánea. Zambrano no lo atribuye, por supuesto, a la falta de datos científicos ni a la falta de noticias, sino a la «falta de unidad superior que integra ciencia y ciencias, filosofía, historia, poesía, arte. Por falta de reflexión» [132].

«Por falta de reflexión». El último párrafo de este artículo que se viene citando explica en qué consiste esta reflexión, como elemento constitutivo e inexcusable del saber. En primer lugar, la consideración cuantitativa de los saberes, aunque sean grandes, es definitivamente infecunda. Saber sin reflexión se «disgrega, se desgrana como arena del desierto, es decir: es estéril». En segundo lugar, la reflexión es necesaria porque cumple una misión unificadora de los saberes que conlleva tres ganancias: «los hace asimilables», los hace visibles «para que aparezcan conjuntamente» y «los hace íntimos». La suma de ganancias es que el conocimiento vivido en un medio reflexivo se hace vivificante. «Y solo el conocimiento que se hace vida merece su nombre; solo él está a la altura de la condición humana» [133]. Solo en el conocimiento que pasa de ser apropiación intelectual a ser apropiación cordial, saber de experiencia, vida.

En las próximas páginas, la investigación se dirige a valorar si la propuesta de circulación-reciprocidad-perichóresis de los saberes, ensanchamiento de la consciencia por la reflexión, unidad superior lograda que busca, investiga y propone María Zambrano puede recibir el calificativo de filosofía cristiana y por qué.

3.1.    ¿O lo uno o lo otro?

Una de las preguntas que más azota la sensibilidad filosófica y humana de María Zambrano es aquella que le obliga a escoger de modo excluyente entre un saber y otro saber, escoger un determinado ejercicio de la razón que se sitúa frente a los demás, despreciándolos. Esa razón beligerante y ácida que, a fuerza de ir recortándose, ha autocensurado su capacidad de transcender y volar hasta su origen sagrado, se ha recluido en la tristeza y en el inmovilismo más recalcitrante. La razón buscada por Zambrano no obliga a elegir entre saberes, sino que permite abrirse a todos, poniéndolos en su lugar, en circulación y dependencia, es la gota de aceite que suaviza y permite abrir una cerradura deformada por la herrumbre, causada por haber estado inutilizada durante siglos de racionalismo. Como ella misma escribe, utilizando de nuevo la imagen que había presentado en la ya citada Carta a Dieste, se tenía que sentir la gota de aceite llena de sabiduría que evita, dada a tiempo, la cerrazón de las entrañas, su petrificación. Y el hombre, ser de interioridad, no puede permanecer mucho tiempo con ellas cerradas o vacías [134].

La anchura de la razón humana tiene las mismas dimensiones que la vida y, en el caso de María Zambrano, también quiere manifestarse en el lugar que habita –en su habitación–, tal como lo ha descrito Ullán, refiriéndose a la casita de La Pièce, junto al monte Jura: «Sea como fuere a aquel hogar María Zambrano llegó a llamarle de todo. Cierro los ojos: convento abandonado, choza, nido, cenobio, granja, catacumba, gruta, cámara de tortura, jaula, madriguera... Cielos e infiernos; islas movedizas, con el anhelo compartido de conformar un solo espacio donde volviera a ser pensable aquello que de suyo no es: redimirse en esta vida por amor a lo uno y a lo otro, por hermanar eso que no se alcanza, con lo que no se deja de padecer. Integridad de los espíritus: penas y gozos del alma» [135]. Un solo espacio, amor a lo uno y lo otro, hermanamiento... son expresiones que denotan el deseo de unidad que bulle en la experiencia de Zambrano. Como ya se apuntó al principio de este capítulo, la conjunción –la conjunción ‘y’– requiere hacer una pausa reflexiva y valorar su alcance. Uno de los síntomas de la modernidad es el haber roto con la unidad de los saberes y, por tanto, con la realidad que la sustenta. Este síntoma es quizá más notorio en la filosofía y en la teología. En primer lugar, con la inauguración de dos itinerarios excluyentes: razón o revelación; ciencia o fe; pensamiento crítico o pensamiento dogmático; ciencias experimentales o especulativas. En segundo lugar, con la ruptura de la continuidad entre filosofía y teología, recelando de la metafísica o de una disciplina clásica como es la teología natural. En tercer lugar, con la reducción de la filosofía a determinado análisis de los enunciados que busca la referencialidad indexical y empírica como garantía de existencia y, por tanto, de significatividad. rota la conjunción, se instala la disyunción –la disyunción ‘o’–: primero como planteamiento de dos rutas inconmensurables entre sí, segundo como elección de una de ellas, tercero como negación de la otra o, en el mejor de los casos, como ficción de una posibilidad de relación, que permita dotar de sentido fingido al ser humano y su experiencia.

Este planteamiento de oposición no es ajeno a la posibilidad de una filosofía cristiana y tiene un origen fehaciente en la reforma emprendida por Lutero. La célebre afirmación del cardenal Willebrands de que el cristianismo solo tendrá futuro en la comunión [136] puede aplicarse perfectamente, en clave zambraniana, a la razón: solo en la comunión de saberes la razón es razón, la razón tiene futuro; y, por qué no, solo en la comunión de saberes la universidad tiene futuro. El envés de esta afirmación es el desencuentro, consecuencia del racionalismo esencial.

El pensamiento del encuentro y el ejercicio de la comunión –de la conjunción ‘y’– en el pensamiento cristiano católico es más o menos claro y en él se injerta la propuesta de racionalidad de María Zambrano.

Como ha señalado Blaumeiser [137], para el católico la realidad está atravesada por el sentido vertebrador de una metafísica de la creación, que se ve reforzado por el misterio de la encarnación. Estos dos misterios no solo articulan la teología, sino que permiten una contemplación armoniosa de la realidad y de los acercamientos a ella. Si Tales pudo afirmar en razón que todo está lleno de dioses, el cristiano católico puede acercarse a la realidad sabiendo en razón que todo está dotado de un logos conciliador. Sin embargo, Lutero no comenzó por la creación y el «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31), sino por el pecado como potencia dialéctica que solo tiene solución en el misterio del Crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1, 23). Desde esta perspectiva, fe y razón son ejercicios antitéticos. Es más, Dios mismo es la antítesis del ser humano. No es este el lugar para seguir ahondando en el análisis de cómo el pensamiento cristiano católico ha conservado una visión de la realidad afianzada en la conjunción et, mientras que los reformados han optado por un pensamiento desde el aut; sin embargo es preciso notar que la filosofía de María Zambrano en su pars destruens es la crítica de una razón edificada en la oposición, en la dialéctica negativa y en la condenación, mientras que en su pars construens es la afirmación de la reciprocidad, tal y como queda señalada en su obra fundamental El hombre y lo divino –nuevamente la conjunción ‘y’–, en su planteamiento de razón inclusiva, con su intento de reintegración del ser humano, que tanto tiene que ver con la creación, la anunciación-encarnación y la redención –momentos ‘y’ de la experiencia judeocristiana–, constituyentes de su saber de reconciliación.

3.2.    La razón es posible

Esta afirmación es clara para cualquier pensamiento de corte realista. Es verdad que se puede enunciar con multitud de matices, igual que María Zambrano matiza la afirmación de la filosofía, al reconocer que solo puede mantenerse desde un «voto de pobreza virginal» [138]. Esta pobreza es el sello de autenticidad del logos que no renuncia a su misión, aun viéndose hoy en una época pos-filosófica, marcada por la destrucción de la ontología invocada por Heidegger y por la deconstrucción del lenguaje propuesta por Derrida. Pero no es cualquier pobreza, es una «pobreza virginal», la propia de una virgen. Tampoco es cualquier virgen, sino aquella que en su regazo va más allá del éxtasis, va y viene de lo sagrado, concibiendo, sabiendo que lo concebido es obra no del espíritu absoluto –«fantasma que absorbe» [139]–, sino del concurso entre el Logos divino y el logos humano, que es carne y entrañas. De esta pobreza, también escriben Inciarte y Llano, contraponiendo el desasosegado interés sofístico de la conquista, a la tranquila espera/búsqueda de quienes creen en el don de la verdad [140].

María Zambrano confía en la razón que se despoja de afanes de control, que es apertura a lo divino y a lo humano, que funda, media y establece relaciones de adecuación, que cree en la intencionalidad y la justifica. Por esta razón –aquí ‘razón’ significa al mismo tiempo causa y racionalidad–, su pensamiento puede ser contemplado como una propuesta filosófica cristiana. Una al lado de otras. Si la exclusividad no es propia de la razón, tampoco puede serlo de una filosofía frente a otras. Las palabras de Schimidinger ayudan a entender la situación: «Una ‘filosofía cristiana’, por su misma identidad, debe estar al lado de los que defienden la posibilidad de la razón» [141]. Esta afirmación sería suficiente para considerar cristiana la propuesta filosófica de María Zambrano, sin embargo, teniendo en cuenta alguna de las consideraciones iniciales de la magna obra Filosofía cristiana [142], es necesario hacer alguna reflexión más, aun a sabiendas de que está escrita antes de la publicación de Fides et Ratio, a la que también será necesario acudir.

          3.2.1. El hábitat de la filosofía cristiana

En primer lugar, es necesario constatar que en un paradigma filosófico, científico o racional moderno e ilustrado es imposible hablar de filosofía cristiana: es el hierro de madera, el equívoco al que se refería Heidegger [143]. Este paradigma es para Zambrano causa de la agonía de occidente, por eso no se cansa de denunciar la piqueta –es expresión suya– que destruye a Europa. Es el devenir de este continente el que «ha tenido la virtud de producir solapados enemigos, de engendrar el rencor en las oscuras cavernas en que se cría» [144]. La siembra de la enemistad y del solipsismo proviene de una auto-comprensión cada vez más sesgada de su cristianismo: del olvido de la creación [145] como momento originario, a favor de la creación como actividad humana escindida de lo que es dado; del olvido de la resurrección como momento de recuperación de la unidad originaria, a favor de la lucha por la pervivencia; del olvido de la esperanza como anhelo de plenitud y cumplimiento, a favor del progreso entendido como proceso secularizado. Ante esta amnesia europea, visible ostensiblemente en el itinerario filosófico occidental, María Zambrano postula otra versión del cristianismo y junto a ella, otra forma de pensar y hacer filosofía.

Tal y como propone Zambrano, el principio de la resurrección de Europa está en su esencia, en «eso que por nada aceptamos» [146]. En efecto, se está refiriendo a su alma cristiana. Un alma puesta en tela de juicio por los grandes totalitarismos del siglo XX –por cierto, María Zambrano escribe esta serie de artículos titulados La agonía de Europa entre los años 1940 y 1944, en el París ocupado– y por el auge de las ideologías que permanece en pleno siglo XXI.

Como ya se ha señalado, el destino de la filosofía corre parejo al destino de Europa. Si Europa agoniza, agoniza la filosofía. Si la posibilidad de resurrección para Europa es la afirmación de su alma cristiana, la posibilidad de la filosofía occidental tendrá que aceptar una forma de razón tan ancha como para que tengan lugar la experiencia religiosa, la fe de la que brota, el lenguaje en que se expresa y su fondo cristiano.

Se trata de emprender la vuelta al Paraíso, a través de un mundo creado por el ser humano en estado de caída y soledad [147]. El a través es entendido, de acuerdo con la propuesta agustiniana, como un proceso de ahondamiento en la interioridad humana, que, según Zambrano, traspone, transciende y atormenta, es inagotable e infinita y «está en el fondo, tiene fondo. Por eso, necesita revelarse, confesarse» [148], dando así el importante paso del yo oscuro al yo uno en su transparencia: una conversión del ser humano que tiene como signo la «aceptación de la realidad en forma reveladora» [149].

Para María Zambrano, esta conversión es previa al nacimiento de «una nueva filosofía, en esta tradición europea» [150], nacida «bajo su Dios» [151]. Una nueva filosofía, que supere el desatado culto al éxito, el idealismo, el naturalismo, el liberalismo [152]; que salga del «fangoso escepticismo» que había quedado de la fe en la razón [153] –en la razón escindida y autosuficiente, indigna de ser creída, esperada, amada–, perdida «por sus dones, más que por sus defectos» [154]. Es decir, por ocultar el «saberse lo más valioso del mundo, [...] bajo la hinchazón, bajo la soberbia» [155], por olvidar que «es imagen de alguien que al mismo tiempo le ampara y le limita» [156]. Este alguien es un ser real, es el otro, el Absoluto, la Divinidad o, más concretamente, Dios mismo, el Dios de la Biblia, que se auto-revela y que hace partícipe de sus perfecciones y de sus predilecciones al ser humano. La unidad superior a la que se viene aludiendo viene dada por este origen, tiene lugar en el alma, la única dimensión del ser humano en la que cabe la reciprocidad propia de la razón ensanchada, donde cabe –inhabita– Dios.

Uno de los mayores enemigos de la filosofía, al que ya se ha hecho alusión, es esa oposición entre Dios y ser humano, entre fe y razón/filosofía, que renace con Lutero: Dios regresa a su infinitud, se desecha la razón/filosofía como instancia mediadora, el ser humano queda en soledad frente a un abismo que no podrá salvar con razón pura, sino con fe pura. Al desaparecer esta conexión, ante el Dios impenetrable solo cabe la combinación de agnosticismo y fideísmo. La razón se ve confinada en el ámbito de las ciencias naturales; la razón queda agnóstica, incapaz de proferir palabra sobre aquel que no solo es semper maior, sino semper terribilis; al ser humano le queda la sola fides, que fácilmente deriva en fideísmo. Será necesaria, afirma Zambrano, la mediación católica, de la Iglesia que confía en la creación divina, en «la hermosa realidad sacada por Dios de la nada» [157]. Realidad que no solo es afirmación de lo creado, sino del Creador, bajo una designación filosófica y más que filosófica: «Logos, principio del Universo; Logos encarnado» [158].

          3.2.2. Itinerarios de una filosofía cristiana

La filosofía no es teología y la filosofía cristiana, por ser verdadera filosofía, tampoco puede serlo. otra cosa es que la teología requiera fundamentos filosóficos, lenguajes filosóficos, razonamientos filosóficos. Esto es especialmente claro, por ejemplo, en la teología fundamental [159]. No es el caso de María Zambrano que, como la rica variedad de filósofos cristianos y más concretamente católicos, no se mueven por presupuestos teológicos, sino por un interés filosófico, de acuerdo con el método y los temas propios de este saber de sentido. Entonces, ¿qué es el filósofo cristiano o la filosofía cristiana? Aquella que vive en la revelación cristiana, teniéndola como horizonte y como medio ambiente donde desarrollarse [160]. El concepto de filosofía cristiana puede entenderse como aquella forma de pensamiento especulativo propio de un filósofo que, en su actividad, no pone entre paréntesis su concepción cristiana de la realidad.

Aunque toda la discusión en torno a la historia del concepto de filosofía cristiana es de un profundo valor, no es este el lugar para acometerla, sino para examinar el hecho de que María Zambrano es un ejemplo de filósofa cristiana que piensa de acuerdo con su propuesta de razón ensanchada: su pensamiento es verdadera filosofía en deuda con la fe –la fe cristiana y católica– y con la poesía. ¿Qué supone este acuerdo?

Para Zambrano, en primer lugar, no existe una vida humana que no esté cobijada en el misterio absoluto [161]. Este misterio es luz que aclara y luz que ciega, realidad auroral, y aquí radica el incesante padecer en las entrañas propio del ser humano. Su filosofía está también al amparo de este misterio que es lo sagrado: misterio absoluto, sagrado absoluto.

En segundo lugar, como quedó patente en el capítulo I, María Zambrano utiliza en su pensamiento el dato bíblico, no tanto como revelación en sentido teológico –dispuesta por Dios para comunicarse con el ser humano (cfr. Dei Verbum, 2)–, sino como relato revelador con una significación universal y real para la vida [162]. Y, por supuesto, para el pensamiento filosófico. El culmen de la revelación, tanto en clave teológica pura, como en clave zambraniana, está en la encarnación del Logos.

Por último, desde un punto de vista fenomenológico, en el pensamiento de María Zambrano queda suficientemente probado el convencimiento de que aunque las religiones no proceden de las metafísicas, estas últimas sí que están en indiscutible dependencia de determinadas categorías religiosas fundamentales [163]. No será necesario aludir nuevamente al uso que María Zambrano realiza de las nociones teológicas de creación, encarnación, redención para explicar su misión filosófica y su propuesta de razón inclusiva, ensanchada.

3.3.3. La fe y la razón

La discusión intra-eclesial sobre las relaciones entre la fe y la razón quedó definitivamente orientada por la encíclica Fides et ratio (1998), de san Juan Pablo II. En este documento magisterial se ofrece un marco que regula las relaciones entre revelación, teología y filosofía, salvaguardando la identidad de cada una de ellas. La teología realiza un doble movimiento: en primer lugar, recibe y acepta la revelación –explicitada por la tradición, la Sagrada Escritura y el magisterio–. A este movimiento se le denomina auditus fidei; en segundo lugar, quiere dar razón ante los requerimientos del pensar humano, ofreciendo un desarrollo especulativo. A este segundo movimiento se le denomina intellectus fidei. Es en el intellectus fidei cuando la filosofía puede aportar a la teología conceptos, argumentos que reflejen la inteligibilidad y coherencia de la revelación (Fr, 65 y 66). Sin embargo, no es este el aspecto de mayor relevancia para esta investigación doctoral, sino la determinación del estado de la filosofía de María Zambrano en relación con la fe cristiana. Fides et ratio señala tres posibilidades distintas: una «filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica» (Fr, 75); una «filosofía cristiana» (Fr, 76); y una tercera posición en que «la teología misma recurre a la filosofía» (Fr, 77).

La primera de estas posibilidades es claramente inaplicable a María Zambrano: su contexto es indudablemente cristiano, una constatación que no resta un ápice de interés filosófico a su propuesta.

respecto a la segunda, conviene comenzar resaltando que la denominación de filosofía cristiana «es en sí misma aceptable, pero [...] con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia» (Fr, 76). Por tanto, afirmar que la propuesta de María Zambrano puede calificarse como filosofía cristiana no significa darle carta de oficialidad, sino más bien que su modo de filosofar es el de una cristiana que no renuncia a la unión vital entre el pensar y el creer (cfr. Fr, 76). Fides et ratio señala en el mismo número que se viene citando dos constataciones importantes sobre el filosofar cristiano –que no es evidentemente un cambio de estado: un pasar de ser filósofo a ser teólogo–: un aspecto subjetivo, «la fe libera la razón de la presunción», y otro objetivo, «la revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesible a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola». El caso de Zambrano es paradigmático: su interés filosófico es poner a la filosofía en su sitio, buscando que renuncie a la soberbia de la razón, aceptando que toda experiencia humana y todo saber de sentido está interrelacionado y es dependiente. No es una renuncia a la razón, sino la afirmación de una razón más ancha. Al mismo tiempo, y desde el punto de vista objetivo, es evidente que María Zambrano tematiza filosóficamente contenidos revelados, sin renunciar a un método puramente racional ni a la búsqueda de la verdad.

El tercero de los estados es aquel en el que la teología acude a la filosofía para mostrarse como «obra de la razón crítica a la luz de la fe» (Fr, 77). ¿Puede la propuesta de Zambrano cumplir esta misión?

La respuesta definitiva le corresponde a la autoridad y examen del magisterio eclesiástico, sin embargo, puede afirmarse a la luz de la presente investigación doctoral que la filosofía de María Zambrano cumple al menos tres exigencias indispensables para encontrarse de un modo fecundo con la teología: posee una clara dimensión sapiencial (cfr. Fr, 81); evidencia la capacidad del conocimiento humano para llegar a la verdad, a través de una relación adecuada –adaequatio– con la realidad, aunque esta sea mayor que el pensamiento y que la expresión (cfr. Fr, 82); a pesar de su límites metodológicos y de una buscada falta de precisión, tiene un «alcance auténticamente metafísico» (Fr, 83).

Puede defenderse que el pensamiento de María Zambrano es «una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios», un «punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana», que sirve de ayuda «para que los creyentes se convenzan de que la profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él» (Fr, 79).

* * *

Siempre quedará como una esperanza en la naciente luz auroral la palabra definitiva de María Zambrano sobre filosofía y cristianismo [164]. Tan solo quedan a disposición del lector/pensador sus obras completas, que no terminadas [165]; el deseo truncado de impartir tres clases sobre filosofía y cristianismo en la Facultad de Teología de San Vicente Ferrer de valencia, durante el curso 1975-1976 [166]; y la intuición más hermosa de que es la belleza quien hace de la filosofía y el cristianismo una verdadera comunión.

José Antonio Calvo Gracia en dadun.unav.edu

Notas:

75      Zambrano, M., LB, p. 46.

76      Zambrano, M., LP, p. 37.

77      Los conceptos luz y logos no pueden considerarse privativos de una línea metafísica como la neoplatónica, aunque sea neoplatónica y cristiana. Su presencia está ligada a la categoría de creación, que para santo Tomás de Aquino se realiza por el Logos (=verbum), otorgándole la inteligibilidad luminosa necesaria para que haya conocimiento filosófico del ente y de Dios. Además, esa luz está participada en el ser humano, como ser capax Dei. Cfr. raMoS, A. (2014): «A Metaphysics of the Logos in St. Thomas Aquinas: Creation and Knowledge», en Cauriensia, vol. IX, pp. 95-111, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/sEgv5S>. Para entender el alcance de la ‘metafísica del logos’ resulta imprescindible la línea de investigación desarrollada en la Universidad de Navarra por el grupo de trabajo Hermenéutica patrística y medieval (Logos), coordinado por la profesora María Jesús Soto Bruna, editora a su vez del número IX de la revista Cauriensia al que se acaba de referir.

78      La más sintética y precisa aproximación al término razón poética –en Zambrano y en otros autores– en su sentido de facultad creadora es la que se ofrece en labrada, M. A. (1992): Sobre la razón poética, Pamplona, Eunsa.

79      Revilla, C. (2004): «Sobre el ámbito de la razón poética», en Revista de la Asociación de Hispanismo Filosófico, nº 9, p. 1, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/1cQueW>.

80      Zambrano, M. (7 de noviembre de 1944), Carta a Dieste, en Boletín Galego de Literatura, nº 6, noviembre, 1991, p. 103. En Moreno Sanz, J., LO, p. 102.

81      Zambrano, M., LP, p. 195.

82      Zambrano, M., NM, p. 65.

83      Zambrano, M. (1952): «Delirio y destino. Los veinte años de una española», en OC, vI, p. 958.

84      Cfr. Zambrano, M., OC, VI, p. 958.

85      Zambrano, M. (1970): «El sueño creador», en Obras Reunidas. Primera entrega, Madrid, Aguilar, p. 30. (En adelante OR).

86      Cfr. Zambrano, M., OR, p. 30.

87      Zambrano, M., LB, p. 56.

88      Cfr. Zambrano, M. (1971): «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», en Educación (33), p. 91.

89      Cfr. Ullán, J. M., «relato prologal», en Zambrano, M. (2010): Esencia y hermosura. Antología, Barcelona, galaxia Gutenberg, p. 36. Desde este relato «relato prologal» podría calificarse a María Zambrano de una mujer ‘y’. El propio Ullán lo ratifica al describirla como conversadora: «Era un placer, no exento de inquietud reconfortante, oír su entremezclar en armonía las rotundas y las medias palabras, la premonición y la huella, la confidencia personal y el alarido en nombre de los muertos, las toses y las risas, la plegaria y el refunfuño, el sermón y la travesura, la religión y la filosofía, la poesía y la historia, la amistad y el escarmiento».

90      Zambrano, M., LB, p. 76.

91      Ibíd., p. 100.

92      Cfr. Steiner, g. (2017): Presencias reales, Madrid, Siruela, p. 206. También Steiner se pregunta en la tercera parte de esta obra la razón de la creación estética y de la belleza, concluyendo, con una tesis fuerte de carácter metafísico y religioso a la par: la única garantía de la inteligibilidad de lo real es la Transcendencia. Al mismo tiempo que reconoce que solo desde la aceptación del origen, el ser humano puede ser considerado creador y «anfitrión de la belleza». Steiner dirige este convencimiento a la comprensión de la creación estética, Zambrano, en la misma tónica, lo traslada a todo quehacer de sentido.

93      Zambrano, M., LB, p. 77.

94      Ibídem.

95      Ibíd., p. 78.

96      Ibíd., p. 82.

97      Ibídem.

98      Ibíd., p. 78.

99      Ibíd., p. 82.

100       Ibíd., p. 83.

101       Ibíd., p. 84.

102       Zambrano, M., NM, p. 62.

103       Zambrano, M., LB, p. 87.

104       Ibídem.

105       Ibíd., p. 88.

106       Ibíd., p. 91.

107       Ibíd., p. 96.

108       Ibídem.

109       Muy interesante, relacionar el proyecto filosófico de María Zambrano de poner el logos en el Logos, con el ideal de sociedad perfecta de Platón. En ambos casos, la nostalgia funciona como motor capaz de resituar la experiencia humana en su origen divino e ideal. Esta comparación desde la clave de la nostalgia se apoya en García Gual, C. (1985): «Platón, nostalgia, historia, utopía», en Revista de Filosofía Taula, nº 3 (mayo), pp. 27-37, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/TJ7fQJ>.

110       Zambrano, M., LB, p.  112.

111       Zambrano, M., NM, p. 66.

112       Labajo, J. (2011): Sin contar la música, Madrid, Endymion, p. 29.

113       Cfr. ibíd., p. 273. Esta conversación está referida de buenas fuentes en la obra de Labajo.

114       Zambrano, M., LB, p. 100.

115       Cfr. Guardini, r. (2013): La conversión de Aurelio Agustín. El proceso interior en sus Confesiones. Bilbao: Desclée de Brouwer, pp. 23, 41 y ss. Esta obrita de Guardini ofrece algunas claves sobre el concepto de alma en san Agustín que permiten iniciar un estudio comparado con la idea de alma en María Zambrano, doctrina que le acarreó la ruptura con su maestro Ortega.

116       Cfr. Zambrano, M. (2011): Confesiones y guías, Madrid, Eutelequia, p. 59. Por otra parte, para completar esta cuestión es necesario acudir a Zambrano, M. (2016): «La Confesión: género literario y método», en OC II. En estas obras, la autora muestra como vías universales para transmitir, parafraseando su propia obra, un saber acerca del alma las confesiones, de corte agustiniano, y las guías, de corte molinista.

117       Zambrano, M., LB, p. 101.

118       Ibíd., p. 103.

119       Ibídem.

120       Ibíd., p. 101.

121       Cfr. ibídem.

122       Cfr. ibíd., p. 108.

123       Ibíd., p. 111.

124       Ibíd., p. 112.

125       Ibídem.

126       Zambrano, M. (2014): El exilio como patria, Barcelona, Anthropos, p. 59.

127       Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 588.

128       Zambrano, M. (1971): «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», en Educación (33), pp. 82-91.

129       Zambrano, M., «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», p. 84. Al describir la especialización preocupante en los saberes, presenta a los científicos como una «casta», cuya actividad «ha dejado de estar exclusivamente enderezada al conocimiento». Dos razones son las que han conducido a esta derivación: la desmesurada responsabilidad de quienes se consideran «avanzadas del conocimiento» y el «lenguaje mismo de las ciencias», «inaccesible aun para las personas más cultas», fruto de una captación de la realidad realizada «no contemplativamente, sino para operar en ella, sobre ella».

130       Zambrano, M., «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», p. 91.

131       Ibídem.

132       Ibídem.

133       Ibídem.

134       Zambrano, M., «La agonía de Europa», en OC, II, p. 374.

135       Ullán, J.-M., «relato prologal», en Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 12.

136       Cfr. Willebrands, J. Discurso del 11 de noviembre de 1983, citado en AA. vv. (2017): Lutero y la teología católica. Tender puentes entre formas de pensamiento diferentes, Madrid, Ciudad Nueva, p. 81.

137       Cfr. Blaumeiser, h. «¿o lo uno o lo otro? Martín Lutero y la perspectiva católica. Para un intercambio de dones», en AA. vv. (2017): Lutero y la teología católica. Tender puentes entre formas de pensamiento diferentes, Madrid, Ciudad Nueva, p. 71.

138       Zambrano, M., LB, p. 11.

139       Rodrigo Andreu, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 124.

140       Cfr. Inciarte, F. y Llano, A. (2007): Metafísica tras el final de la Metafísica, Madrid, Ediciones Cristiandad, p. 26.

141       Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g., FC/1, p. 42 y ss.

142       Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g. (eds.) (1997): Filosofía cristiana en el  pensamiento católico de los siglos XIX y XX (3 tomos), Madrid, Ediciones Encuentro. Esta es la obra más extensa publicada en español sobre la denominada filosofía cristiana. Cada uno de los tomos se centra en un aspecto o periodo: «Nuevos enfoques en el siglo XIX» (Tomo 1), «vuelta a la herencia escolástica» (Tomo 2) y «Corrientes modernas en el siglo XX» (Tomo 3): La obra atiende a los pensadores cristianos de las distintas lenguas, curiosamente la única mención a María Zambrano la sitúa en Cuba, como una filósofa no «expresamente católica», en la nómina de filósofos de lengua española que en Latinoamérica coincidieron en «formular teorías, adecuadas a la realidad, sobre el hombre como persona, sobre la ética, sobre el fenómeno de lo espiritual, sobre el arte y sobre la sociedad» (Tomo 3, p. 589):

143       Cfr. Heidegger, M. (1969): Introducción a la metafísica. Buenos Aires: Nova, p. 46.

144       Zambrano, M., «La agonía de Europa», en OC, II, p. 333.

145       Cfr. ibíd., p. 361.

146       Ibíd., p. 347.

147       Cfr. ibíd., p. 353.

148       Ibíd., p. 372.

149       Ibíd., p. 360.

150       Ibíd., p. 360.

151       Ibíd., p. 353.

152       Ibíd., pp. 334 y ss.

153       Ibíd., p. 338.

154       Ibíd., p. 337.

155       Ibídem.

156       Ibídem.

157       Ibíd., p. 355.

158       Ibídem.

159       Es importante señalar a este respecto una de las llamadas más acuciantes que María Zambrano realiza a la Iglesia: «Una teoría del conocimiento de la revelación se hace cada día más necesaria y no se deja de echar de menos en la ‘nueva teología’, de la que parecen existir pocas noticias de que se haya empezado esta tarea indispensable, si es que en la Iglesia se quiere salvar la existencia de la revelación, a no ser que, a imagen y semejanza de la mente occidental declarada en crisis o en bancarrota, no se haya renunciado a ella con un disimulado vado retro», en Zambrano, M., LB, p. 30.

160       Cfr. FC/ 1, pp. 24 y 25.

161       Cfr. FC/1, p. 42. En este sentido también resulta importante el acceso directo al artículo de Henri de Lubac publicado en la Revue Théologique (LXIII, 1936), con el título «Sur la philosophie chrétienne», que recientemente ha sido traducido y editado por Marcelo López Cambronero para la editorial Nuevo Inicio. En su estudio crítico, López explica cómo en la polémica sobre la filosofía cristiana hay un componente definitivo: un dualismo de origen teológico entre lo natural y lo sobrenatural, solo este dualismo, en ocasiones maniqueo, hace inaceptable un filosofar cristiano que sea verdadero filosofar e integre determinados contenidos de la revelación, como luz impulsora de la aventura del conocimiento humano. Cfr. de Lubac, h. (2017): Sobre la filosofía cristiana, granada, Nuevo Inicio, p. 105.

162       Cfr. FC/1, p. 28.

163       Cfr. FC/3, p. 55. De esta opinión es Scheler, quien afirma que «estas determinaciones dualistas de la relación entre filosofía y religión contradicen a la esencia de la religión y la filosofía», Max Scheler (2007): De lo eterno en el hombre, Madrid, Encuentro, p. 80.

164       En el archivo de María Zambrano, conservado por la fundación del mismo nombre en Vélez- Málaga, se encuentra un vestigio: la portada de un cuaderno roto en el que escribió «Filosofía y cristianismo», un mes –¿septiembre o noviembre?, no alcancé a descifrar– y unos años 1944 y 1953 (Manuscrito 550): ¿Qué escribió en este cuaderno perdido? Es posible aventurar que sus páginas forman parte de todas sus obras posteriores, como sus ideas, de su pensamiento.

165       Ya que, como recoge Ullán, Zambrano denominó en 1981 a su obra Prólogo a un libro desconocido que es un todo todavía pendiente. Cfr. Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 606.

166       Zambrano, M., LP, p. 243.

José Antonio Calvo Gracia

I.       María Zambrano, cristiana y filósofa

El título de este capítulo puede resultar horripilante para algunas cabezas [1], es decir, puede erizar el cabello de muchos o, al menos, de algunos, sobre todo, si se le añade como complemento circunstancial el sintagma ‘a la vez’: cristiana y filósofa a la vez. Todavía más disruptivo sería el calificarla de filósofa cristiana, al menos y de momento, como hipótesis. Sin embargo, la propuesta filosófica de María Zambrano no puede desligarse de una concepción teológica de la experiencia vital ni de un marcado acento cristiano con el que solfear dicha experiencia. Si esto se comprende y si esto se explica, los cabellos de los biempensantes –no solo los tradicionalistas, sino también los de la mal traducida politically correctness– volverán a su lugar y posición inicial de tranquilidad y podrán conceder que sí, que el pensamiento de María Zambrano es un intento de filosofía cristiana [2].

El concepto filosofía cristiana nace en medio de la discusión. Es discutible y, por tanto, discutido desde que aparece en la década de 1920. Dos medievalistas, Brehier y Gilson, muestran sus posturas contrarias: el primero afirma que no hay filosofía cristiana, que el pensamiento filosófico no se ha visto influido por la revelación, que Agustín y Tomás de Aquino adoptan filosofías paganas para hacer teología; Gilson, por su parte, quiere demostrar que hay filosofía cristiana y que la revelación ha influido decisivamente en el desarrollo de la filosofía. Esta discusión se lleva a un debate público, celebrado en La Sorbona, en 1931. Además de Brehier y Gilson, intervienen Maritain, Brunschvicg y Blondel. No se llega a un acuerdo, la discusión continúa y otros filósofos de altura, como Mandonnet, van Steenberghen, Pieper, Heidegger, Jaspers o el español Ramírez aportan y enriquecen el debate. ¿Cuál es el estado de la cuestión? Atendiendo a la encíclica de Juan Pablo II Fides et ratio (1998), no existe una filosofía cristiana oficial, pero sí existe una relación clara entre filosofía y revelación –o entre filosofía y cristianismo–, una relación orgánica que puede ser explicada de un modo histórico, como pretendía Gilson, y de un modo existencial, como mostraba Maritain: la revelación aporta a la filosofía nociones racionales que de otro modo no habrían sido descubiertas, como creación y persona; además aunque la razón –en el sentido de filosofía– es independiente de la revelación, existe un modo cristiano de filosofar, en el que la fe no solo no destruye la filosofía, sino que la eleva y la salvaguarda, defendiéndola de la tentación escéptica.

La filosofía cristiana es al menos un intento, aunque va a intentar mostrarse que es un intento cumplido, dentro de las posibilidades de cualquier pensamiento limitado, como es el humano: unas veces bien logrado, otras a medio camino. Y algunas pocas, bastante alejado. En torno a esta cuestión de la posibilidad de una filosofía cristiana, María Zambrano en una época de madurez, cuando cuenta con setenta años, en una carta, enmienda a aquellos filósofos –cita concretamente a Spinoza y Kant– que «creyeron –o quisieron– que la filosofía ha de ser un saber impasible. Y que por tanto una filosofía cristiana es casi imposible» [3]. El error en el que estos pensadores racionalistas o idealistas incurrieron fue pensar que la filosofía es un saber separado e inmutable, en el que la misión del filósofo consiste en legislar desde una pretendida y falsa razón omnisciente, que relega la transcendencia a determinada cualidad del sujeto. Todo lo que está fuera del sujeto está fuera de la capacidad de conocer y si no se puede conocer, molesta su existencia. Eso ha pasado con el Absoluto en gran parte del pensamiento moderno y contemporáneo y eso ha hecho que se considerara un despropósito que pudiese haber una filosofía cristiana, que la revelación proporcionara temáticas profundas a la filosofía o que existiese una relación fecunda entre la fe y la razón. María Zambrano presenta los ejemplos de san Agustín y de santo Tomás de Aquino con valor de prueba y defenderá contra viento y marea que el verdadero maestro está a medio camino entre la filosofía y la teología, porque «el Maestro [...] es un mediador» [4]. Así la razón en cuanto humana será una razón mediadora y una de sus formas será la piedad. otro de los errores que hace imposible al teólogo o al filósofo creyente comprender este paradigma dialogal entre fe y razón es el fideísmo. Pero de momento es prematuro ahondar en esta cuestión.

Para mostrar que el pensamiento de María Zambrano es un ejemplo de filosofía cristiana, este primer capítulo en ningún caso podrá ser ni más ni menos que una biografía intelectual de María Zambrano. Será un poco más, porque intentará mostrar los centros de la reflexión filosófica de Zambrano y su conexión con el hecho cristiano. Será un poco menos, porque ni debe ni puede ser una biografía detallada. En este sentido corre el peligro de ser tachado de visión sesgada de la experiencia vital de María Zambrano, sin embargo, no tiene nada de sesgo o de prejuicio, porque no intenta negar o silenciar ningún matiz, sino resaltar aquellos que son fundamentales para el propósito de esta investigación: mostrar el específico carácter cristiano –incluso católico confesional– del pensamiento zambraniano. Cristiano en el origen personal de la reflexión, cristiano en la temática, cristiano en el método, cristiano en la respuesta. Cristiano, sin restar un ápice de racionalidad ni del carácter filosófico presente en el análisis crítico de la realidad.

Desde luego, el paradigma de razón de María Zambrano no responde a esa visión abstracta –en el sentido de separada o de aparte– que hace de la filosofía una pretendida filosofía pura, sino, con palabras escuchadas al profesor Alejandro Llano en la Universidad de Navarra, una filosofía impura, no separada; al contrario, metida de lleno en todas las cosas y experiencias de los seres humanos, incluida la dimensión espiritual y de apertura a la trascendencia, dimensión, por otra parte, esencialmente constitutiva de lo humano.

María Zambrano (Vélez Málaga, 1904-Madrid, 1991), ante su muerte, no dudaba en decir a su amigo poeta panameño que «estamos en la noche de los tiempos, Edi Simons, hay que entrar en el cuerpo glorioso» [5]. Y, una vez realizada la salida del uno y la entrada en el otro, el primero pasó a dormir en la casita –así llamaba Zambrano a su sepultura– que, entre un naranjo y un limonero, había querido construir en el camposanto de su pueblo natal. Una casita, señalada e identificada con un texto del Cantar de los Cantares: Surge, amica mea et veni. Ese es su epitafio. Y si se abusa un poco del sentido de la sentencia clásica que afirma que en el principio está el fin y/o viceversa, habrá que conceder que esta inscripción sepulcral da una idea completa y aproximada de lo que es la experiencia vital de María Zambrano.

otros hechos y otros textos confirman esta afirmación y son los que van a ser presentados en las siguientes páginas, que quieren mostrar el humus en el que nace, crece, florece y fructifica la propuesta filosófica de María Zambrano.

1.       la vida de María Zambrano, un itinerario de Fe religiosa

Aunque algunos han intentado escribir la biografía más o menos definitiva de Zambrano, todavía nadie lo ha conseguido. El imponente intento de Juan Carlos Marset, que mereció el premio Antonio rodríguez ortiz de Biografías 2004, se quedó de momento en una primera parte, titulada Los años de formación [6]. Por ello, y para el propósito que guía este estudio, bastará con la «Cronología» publicada por Jesús Moreno en la edición de las Obras Completas de María Zambrano que él dirige y el esbozo biográfico escrito por Juan Fernando ortega Muñoz, que se titula, sencillamente, María Zambrano [7]. El profesor Ortega sabe y muestra que la intimidad religiosa de Zambrano es de una profundidad radical y que sobre ella se asienta su propuesta filosófica. La investigación doctoral de Carmen Villora, en concreto, su primer capítulo, es insustituible para este propósito [8]. Además, se cuenta con una colección de escritos autobiográficos que han sido publicados en el volumen VI de las Obras Completas de Zambrano y que constituyen una fuente primigenia para demostrar el carácter religioso católico de su vivir y su pensar. También, un epistolario publicado por su amigo e interlocutor Agustín Andreu, presentado por este último como Cartas de la Pièce, que resulta básico para el propósito de esta tesis.

María Zambrano siempre que se refiere por escrito a don Blas [9], su progenitor, lo hace escribiendo Padre con mayúscula inicial. ¿Qué significa? Ella misma lo dice: «Para mí mi Padre es un ser sagrado» [10]. No obstante, quien aportará la finura espiritual a Zambrano es su madre. Una finura espiritual que está unida a su profundo sentido de libertad. «Porque, aunque mi madre era una ferviente católica practicante, era también un ser libre, porque era inteligente» [11]. Inteligencia, libertad, apasionamiento, religiosidad –católica, no conviene perderlo de vista– son claves en el pensamiento filosófico de María Zambrano y, como se verá más adelante, cada una de estas características constitutivas de su experiencia conllevan la universalidad e interrelación de los tres saberes de sentido que se encuentran en el núcleo de su pensamiento: filosofía, poesía y religión.

En una de sus cartas al teólogo Agustín Andreu, fechada el domingo 13 de julio de 1975, hace un resumen de la herencia que ha recibido de su familia más cercana: de su padre, tiempo; de su hermana Araceli, tiempo; ¿y de su madre? De su madre, doña Araceli Alarcón, dice que ha recibido lo más necesario:

Mi madre me dejó lo que me hacía falta, algo de su sapientísima paciencia, las cuentas de su rosario, que aun en Madrid volví a rezar con ella algunas tardes. Sí, el rosario de la Madre salva, si uno entiende. Pues que en tan rosácea devoción hay lo suyo de intelección verdadera [12].

Como se apunta en este texto y podrá confirmarse en la segunda parte de este capítulo, María Zambrano llega a explicar la relación de conocimiento y de intelección acudiendo a un contenido de fe: la figura de la virgen María –paciente– que recibe del ángel el logos –agente–. De este modo, por la encarnación, se posibilita la vuelta de lo creado y desgajado al Creador y fuente de la unidad originaria. Todavía se puede añadir al trasfondo familiar de Zambrano la figura de su abuelo materno, con el que pasará en su infancia alguna larga temporada. De él se puede decir que, además de ex-seminarista, era un «teólogo vocacional, heterodoxo recalcitrante y conversador innato» [13] y que constituyó para María Zambrano un auténtico pedagogo y maestro en cuestiones religiosas.

Cuando en Segovia, adonde se había trasladado con su familia, decide estudiar filosofía, lo hace por «salvar» a su padre, ya que Blas Zambrano era un hombre con un horizonte interior trágico al modo de Unamuno. De algún modo, María Zambrano vislumbra que el fondo más profundo de todos y cada uno de los seres humanos es una realidad inferior –inferior en el sentido de ínferos– que necesita de una experiencia salvadora o redentora. No una eliminación de lo trágico, sino un respiro extático que permita entender la vida como un todo en el que lo chocante, lo diferente, lo incalificable o indefinible no sea expulsado o exiliado, sino incluido como parte constitutiva del misterio de la vida y del concomitante anhelo por la eternidad.

Como bien ha señalado Agustín Andreu, poniéndolo en relación con un tema eminentemente teológico como es la economía trinitaria, Zambrano entiende la salvación del hombre como «una crecida por dentro» [14] o una iluminación en sentido joánico e incluso agustiniano. Esta iluminación permite, siempre en clave zambraniana, descubrir un espacio infinito de libertad real.

Así llega a afirmar que el teresiano vivir fuera de sí supone vivir fuera de sí, por estar más allá de sí mismo.

vivir dispuesto al vuelo, presto a cualquier partida. Es el futuro inimaginable, el inalcanzable futuro de esa promesa de vida verdadera que el amor insinúa en quien lo siente. El futuro que inspira, que consuela del presente haciendo descreer de él; que recogerá todos los sueños y las esperanzas, de donde brota la creación, lo no previsto. Es la libertad sin arbitrariedades [15].

Estos pensamientos de profundo corte cristiano también tienen que ver con su experiencia de exilio [16] y con sus deseos que constituirán una luz para transcurrir su propia noche oscura de la que se hablará más adelante.

otro momento importante en el itinerario vital de María Zambrano es el de su despertar a una política activa y el de su repudio a determinadas formas violentas de corte materialista. La discípula de Ortega y Gasset en la madrileña Universidad Central no es ajena a la tesis fundamental que el profesor publica en el diario El Sol el 15 de noviembre de 1930 titulado «Delenda est Monarchia». Con este escrito, ortega rompe su compromiso con la monarquía y postula el advenimiento de la república como única forma política que puede mantener la vida y la vitalidad de la nación española [17]. Zambrano es buena hija de su padre, militante e incluso presidente durante algún tiempo de la Agrupación Socialista obrera, y eso se nota en su radicalidad; pero no hay que olvidar que también es buena hija de su madre y esto se conoce en este momento de efervescencia y violencia política en su convencimiento de que para el país no es bueno el materialismo capitalista, como tampoco lo es el marxista, sino que la misión de España está en la defensa y universalización de los valores espirituales. Estas ideas –quizá hubiese que llamarlas ideales– se encuentran expuestas y de algún modo desarrolladas en el manifiesto fundacional del Frente Español (FE) que aparecería publicado el 7 de marzo de 1932 en el periódico La Luz y que es firmado en primer lugar por María Zambrano. ¿Qué es lo que le lleva a firmar con tanto entusiasmo este manifiesto? El compromiso político de Zambrano le conduce a militar en el partido de Azaña Acción republicana, durante las elecciones municipales de 1931. Su militancia será breve, pues la quema de iglesias y conventos,  así como la persecución religiosa desatada y la pasividad de las autoridades respecto a estos hechos le llevarán a darse de baja de esta formación de izquierdas. Sin embargo, seguirá siendo profundamente republicana y radical en lo que se refiere a la preferencia por un régimen político determinado. Y seguirá siendo profundamente católica: ya se verá de qué manera, aunque puede adelantarse que en lo que se refiere a su visión metafísica y antropológica y a sus derivadas sociales.

El FE es un partido político, alentado en la sombra por ortega, al que enseguida se suman un grupo de universitarios españoles. Aunque, como señala el zambranista Jesús Moreno, María Zambrano reconocerá que su participación en este partido nacional es «su más grave error político» y que «como tenía poder para ello, lo disolvió», por «el cariz casi fascista que este movimiento adquiere» [18], no es aventurado precisar con toda razón que, si bien Zambrano repudia el FE, no es menos cierto que la crítica de los materialismos –y de las dos Españas, alentadas por programas políticos sectarios– y la defensa del patrimonio espiritual del individuo y de los pueblos permanecerán como una constante de su propuesta filosófica de racionalidad inclusiva.

En estos años de la II república Española hay dos hechos que resultan bastante significativos para señalar la experiencia de María Zambrano. El primero de ellos es la participación en la revista Cruz y Raya, de pensamiento católico más o menos liberal. Aunque su director José Bergamín intenta que forme parte de su consejo de redacción, Zambrano lo evita. Esto no significa que no participe, de hecho, lo hace con algunos artículos sobre san Basilio, Ortega y Gasset, Vossler y sus estudios sobre Lope de vega. En concreto interesa el que con el título «renacimiento litúrgico» [19] publica en junio de 1933 sobre la célebre obra El espíritu de la liturgia, de romano Guardini. Parece que la lectura de esta obra, aunque no comparta su necesidad y propósito, le lleva a tener una visión profunda, completa y bastante ilustrada de la liturgia católica y, en concreto, de lo que significa el rito romano en su forma más tradicional. Una visión que, como se verá, nunca abandonó e incluso defendió junto a otros intelectuales del momento como parte integrante del patrimonio espiritual de occidente.

El segundo de estos hechos es la participación en la revista mensual de pedagogía Escuelas de España. En el número 10, de octubre de 1934, se invita a algunos jóvenes que ya destacan en la sociedad y la cultura a realizar una reflexión sobre tres temas: Dios, el Arte y Rusia. María Zambrano ofrece la suya, en los siguientes términos:

No tener a Dios sería no tener límite; pues ¿Quién entonces habría de limitarnos? ¿Quién encajaría en este hueco que le espera? [...] Y de faltarnos «de veras» a los hombres Dios, faltaría el peso, la gravedad de las almas, de las vidas [...] Si hemos perdido a Dios, ¿qué he hecho yo de mi libertad? [...] Y sin nada a quien servir, ¿cómo voy a encontrar la libertad? [20].

Puede parecer una idea de Dios algo kantiana, sin embargo, de lo que está hablando es de algo que pertenece a su hondón espiritual y vivencia católica: el Dios que otorga fondo a la experiencia humana, que da valor a las almas, porque las ha creado, el que habita la interioridad. No habla desde luego, de un postulado de la razón práctica. Este pensamiento sobre Dios, que se aquilatará con el paso de los años y de las experiencias que van dejando huella en su alma, no puede leerse al margen del ensayo Hacia un saber sobre el alma, publicado inicialmente en la Revista de Occidente en ese mismo año 1934, y que acarreará su ruptura intelectual con ortega y la primera puesta sobre el papel de la razón poética [21].

María Zambrano contrae matrimonio el 14 de septiembre de 1936, en plena guerra Civil, con Alfonso Rodríguez Aldave, con el que se marcha a Santiago de Chile, donde este trabaja como secretario de la Embajada Española. ¿Es el matrimonio civil un signo del alejamiento de Zambrano respecto a la religión católica? Parece que no, sino que es fruto de la circunstancia política y religiosa que viven España y los españoles en ese tiempo de agitación y persecución, que da paso de una revolución comunista, a una guerra civil. En todo caso, doce años después, se separarán. Más tarde, en la correspondencia entre María Zambrano y Agustín Andreu comparecerá la huella angustiosa que este matrimonio ha dejado en ella. Una doble angustia, la de haberse celebrado y la de si solicitar su anulación supondría un desprecio formal de la doctrina católica sobre el matrimonio indisoluble y la separación de la Iglesia. Así escribe el domingo 22 de septiembre de 1974:

Gracias por las «gestiones» que has emprendido acerca de la anulación de mi matrimonio. Sí, estoy dispuesta a declarar en la forma que me digas, que no tuve intención alguna de casarme por la Iglesia «que entonces había en España» –escribes. Mas ¿acaso no anduve en otros países? recelo que el hacerlo así erogue consecuencias en cuanto a mi voluntad de seguir perteneciendo a la Iglesia Católica, que no vaya a tener valor de abjuración, en cuyo caso no lo haría pase lo que pase [22].

La crítica del materialismo tendrá que ser acallada, al menos exteriormente, cuando en su exilio –largo exilio desde 1939 hasta 1984– María Zambrano llegue a la universidad de San Nicolás del hidalgo de Morelia (México), donde permanecerá durante un curso. Allí el rector le hace saber que en México no existe libertad de cátedra y que la constitución prescribe la educación socialista [23]. Aunque María Zambrano le hace saber que nunca ha sido comunista ni marxista, guarda silencio sobre el resto, acepta el trabajo como profesora de filosofía y se dedica a escribir sobre lo que le interesa: Nietzsche o la soledad enamorada, San Juan de la Cruz (de la noche oscura a la más clara mística), Filosofía y poesía, Poesía y filosofía y Descartes y Husserl. La habana y Puerto rico serán algunas otras de sus etapas en el exilio americano. Después, en 1946, la vuelta a Europa, y el deambular como se puede entre Francia e Italia.

El año 1945 es fundamental para María Zambrano, ya que es cuando comienza a concebir la que sin duda será su gran obra y que resultará imprescindible para describir el itinerario de la razón y su recuperación en los capítulos centrales de esta tesis. Se trata de El hombre y lo divino [24], publicada su primera edición en 1955, año de la muerte de su maestro ortega, y su segunda, con algunos añadidos, en 1973, tras un viaje a grecia, que le marcaría profundamente. Durante la década que dedica a escribir la primera edición de esta obra barajará distintos títulos: historia de la piedad, Filosofía y cristianismo, La ausencia. Al final, el nombre que se impone es el de El hombre y lo divino, un nombre que, según la misma Zambrano, puede dar título a toda su obra y a las obsesiones de su pensamiento [25]. Ella misma lo confiesa en el texto escrito en marzo de 1987, titulado A modo de autobiografía, en el que, además de reconocer que en alguno de sus capítulos comparece la razón poética, afirma:

es muy mío, muy de lo hondo, porque es un fracaso, como digo, creo que lo digo, en el prólogo de alguna de sus ediciones, no sé ahora cuál, porque ha tenido varias, quizá en la primera, que el libro son los restos de un naufragio, porque lo que yo quería escribir era «Filosofía y cristianismo», y empecé a escribir algunos ensayos en roma, no recuerdo exactamente en qué año, y lo que fui escribiendo en torno a ello me pareció que tenía sentido en sí mismo y que debía publicarlo [26].

En Roma, entre 1953 y 1959, vivirá en la Piazza del Popolo, justo encima del café Rosati. Desde allí, participará en la misa de los artistas, en la iglesia de Santa María del Pópolo, y acudirá a los conciertos de los viernes, precedidos de lecturas de Rilke, Max Jacob, Kierkegaard y de textos de algunos padres de la Iglesia [27]. En esta época conocerá y comenzará su amistad con la poetisa mística victoria Guerini –conocida en el universo literario como Cristina Campo–. Aunque ya había escrito sus Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes [28], en roma su experiencia filosófica se conformará nuevamente de acuerdo a otras formas de expresión y de sentido como son los lenguajes de las artes o lenguajes poéticos, los lenguajes de la teología y de su primera expresión sacral que se mueve entre la mística y la acción litúrgica, que conjuga humana y divinamente la actividad de Dios y la pasividad del hombre, situando al ser humano como ser de encuentro y apertura, de mezcla y enriquecimiento mutuo.

Así no resulta anecdótico que, ante la reforma litúrgica emprendida por el concilio vaticano II, viendo en peligro la sacralidad de la liturgia católica, no dude en firmar otro escrito dirigido a Pablo VI, no ya de universitarios, sino de hombres y mujeres del mundo de la cultura, de distintas opciones y creencias, llamado ‘Manifiesto de Agatha Christie’ y firmado, entre otros, por Agatha Christie, María Zambrano, Elena Croce, Cristina Campo, Graham Green, Andrés Segovia, Colin Davis, Jacques Maritain, Jorge Luis Borges, Gabriel Marcel, en el que se afirma que el rito de la misa romana tradicional pertenece a la cultura universal y que desterrarlo de la vida ordinaria de la Iglesia sería similar a la destrucción total o parcial de basílicas y catedrales.

María Zambrano también sufre una noche oscura, que coincide con la publicación de su obra Los sueños y el tiempo –parafraseando el título de Heidegger El ser y el tiempo– y sobre todo con los difíciles cuidados que requiere su hermana Araceli y con su muerte, así como con sus idas y venidas internacionales. En 1961 lo manifiesta con palabras clave a su amiga venezolana Reyna Rivas: «Mi noche oscura sigue, Reyna, o mi túnel, como más modestamente lo llamo», «la oscuridad que yo llamo sagrada» [29]. Algunos amigos de María Zambrano y otros estudiosos de su obra se empeñan en dar por definitiva esta experiencia de oscuridad, pero no es así, ya que existe otra etapa posterior –y esta sí que es definitiva en el sentido de que corona su existencia– en la que Zambrano vive con confianza su ser cristiana católica. Se pueden ofrecer testimonios muy iluminadores. Por ejemplo, su correspondencia con el teólogo valenciano Agustín Andreu y que ha sido editada y publicada por él en el año 2002, bajo el título Cartas de La Pièce [30].

En su testamento, otorgado en 1989, con toda la seriedad y solemnidad de un documento notarial, «declara que pertenece a la Iglesia Católica, Apostólica y romana, en cuya fe y doctrina fue educada y en cuyo seno desea morir. Encomienda por ello a sus herederos y legatarios que, conforme a su criterio, manden realizar los ritos que según la costumbre sean del caso» [31]. Antes, en 1964, había escrito a la poetisa Reyna Rivas: «Pienso, digo, rezo; Señor mío, ya que me mandas vivir, haz que para vivir tenga y pueda así cumplir tu voluntad» [32].

Estos rasgos biográficos culminan con su muerte, acaecida el 6 de febrero de 1991, y con su cristiana sepultura, amortajada con el hábito de la venerable orden Tercera Franciscana, con el que siempre viajaba por si acaso, en una tumba con ese epitafio que dice Surge, amica mea, et veni [33]. Unos rasgos incompletos, pero que al menos permiten hacerse cargo del trasfondo vital de María Zambrano que, como es natural, forma uno con su pensamiento y su propuesta filosófica, como pretende mostrarse en la segunda parte de este capítulo.

2.       Lo cristiano en la Filosofía de Zambrano

Aunque no sea de un estilo muy depurado, puede permitirse la licencia de comenzar una sección con la cita de alguien que tiene bien claro lo que pretende justificarse en este trabajo: «Cuantos, por lo que sea, quieren apartar a María Zambrano de la teología y negar el teológico carácter cristiano de su pensamiento, lo tienen difícil» [34]. Si como afirma Andreu, negarlo es difícil, puede intentarse lo contrario. Aunque tampoco sea tarea fácil afirmar de un modo sistemático el carácter cristiano de una filosofía de una pensadora que huyó de cualquier sistema y que, solo al final, propuso notas para un método. En todo caso, aparece como una misión posible.

El primer paso para lograr el intento es reflexionar sobre los temas fundamentales de la filosofía de Zambrano. ]Esta reflexión servirá como tránsito de la exposición de sus experiencias vitales, realizada en la primera parte de este capítulo, a la presentación de los núcleos [35] de sus reflexiones filosóficas que es el objeto de la presente.

Lo más sencillo sería enumerar los títulos de las obras de María Zambrano, tanto las publicadas, como las pendientes de publicación. El sueño creador, Filosofía y Poesía, El hombre y lo divino, Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes, Poesía y sistema, Claros de bosque, De la aurora, Los bienaventurados, Hacia un saber sobre el alma, Los intelectuales ante el drama de España, Horizontes del liberalismo... son tan solo algunos de estos títulos y cierto es que no engañan. Son temas de su pensamiento y de sus publicaciones, pero la mera enumeración no es suficiente. Un segundo nivel de profundización consistiría en extraer aquellos temas constantes y recurrentes en su producción filosófica. Según la misma María Zambrano, y como tiene que ser recordado constantemente a lo largo de esta investigación, El hombre y lo divino bien pudiera ser el nombre que más conviniera a su completa producción filosófica. Así su preocupación fundante sería la relación entre el ser humano y lo divino, o, como ella pretendía en los orígenes de esta obra fundamental, Filosofía y cristianismo [36]. Sin embargo, esta constatación tan relevante resulta todavía insuficiente.

El tercer nivel, y al que aquí se aspira, es el de sus propósitos más profundos, el de sus pasiones dominantes, sus focos y sus encuadres: helenismo y cristianismo; religión y mística; lo espiritual y lo metafísico; las preguntas y las respuestas; las esperanzas; el Logos en Dios, el Logos que es Dios y el logos en el ser humano; la creación y la creatividad; la interioridad y el exilio; la acción y la pasión; lo sagrado, el lenguaje y las artes; la presencia y la ausencia; lo recibido y lo dado; el conocimiento y lo conocido; el sueño y la aurora. ¿En una palabra? El logos, pero con todos sus matices: griego y cristiano, o mejor, griego y redimido.

2.1.    Algunas fórmulas que indican la presencia de un fondo cristiano en el pensamiento filosófico de María Zambrano

Una lectura ágil e incluso poco profunda de las obras publicadas de María Zambrano, o simplemente de alguna de ellas, bastaría para hacerse cargo de que sus pensamientos y sus expresiones están transidos de experiencia y de tradición cristiana y católica. En este epígrafe, y sin otra pretensión que ilustrar, este respigado se va a realizar sobre la correspondencia de Zambrano con Agustín Andreu.

Andreu defiende que, además de Empédocles o la tragedia griega, la encarnación, la eucaristía, la cruz, el descendimiento, los ángeles, el Espíritu Santo –María Zambrano nunca renunciará a escribir estos términos con mayúscula, como queriendo manifestar la convicción de su realidad y el respecto sacral que merecen– son «los signos y figuras de su metafísica de la vida» [37]. Sin duda, ¡un orbe religioso! Entendiendo orbe como mundo, el conjunto de lo existente, pero sin desconectarlo de todas sus connotaciones: la redondez y las esferas, las celestes y la terrestre; aquellas órbitas transparentes imaginadas en los sistemas astronómicos antiguos por las que circulaban los astros, como formas de toda posibilidad de vida. Un orbe o un horizonte vital e intelectual que, para María Zambrano, solo encuentra expresiones ajustadas en la experiencia cristiana y su tradición.

El orbe, en una primera aproximación, está entre lo material y lo espiritual y así se entiende cuando María Zambrano escribe «sentada estuve en un recodo del camino del que he hecho mi pequeño oratorio» [38], oratorio desde el que alza su razón –lo más humano que posee y que no puede ser sino divino: el alma, en un sentido muy pitagórico y platónico y, por supuesto, muy cristiano; alma que conoce y que ama, conoce el bien y ama la verdad y viceversa– para ver con «sus miopes ojos» una desdibujada forma, pero suficientemente luminosa como puede ser la religión para aquellos que viven el drama del querer creer y no poder, como Blas Zambrano, su padre, o el amigo de este y admirado por su hija, Miguel de Unamuno. Luz que siempre atrae y que, algunas veces, saltando el principio de no contradicción, atrae y retrae, muestra y oculta a la vez. Una forma elevada como es la religión que, por mucho que se le niegue, se yergue siempre delante no solo como posibilidad, sino como realidad omnipresente en el horizonte vital de los seres humanos.

Un oratorio desde el que María Zambrano habla a Dios sobre su cabeza pidiéndole que le «sea destruida, retirada antes de que no la use bien o de usarla demasiado en tanto que mía» [39]. En esta misma carta 20, Zambrano habla de la cabeza humana asimilándola, como se hace muy coloquialmente, con la capacidad de conocer y desea que alguna vez todas las cabezas fueran puestas «con una sola bastaría, bajo los pies de Cristo en la Cruz» [40]. Ella ya ha puesto la suya:

en todas las Adoraciones de la Cruz en que literalmente me he arrastrado como María Magdalena, como mujer. Mas mi cabeza en tanto que tal no es de mujer ni de hombre, es Mente. Albergue del Logos, movida por el nous poetikos [41].

No es el momento de ahondar en su doctrina del Logos, pero adelantar estas expresiones profundamente piadosas y profundamente humanas permite el acercamiento progresivo al núcleo del pensamiento de María Zambrano que, en esta carta, aparece muy unida a su hermana Araceli. De las dos, también de su hermana aclarando que «sin ser filósofa», escribe que:

nunca nos hemos arrastrado [...] a los pies de un hombre. Lo dejamos sin saberlo quizás conscientemente para hacerlo a los pies del Único y para derramarle sólo a él la gota de perfume que la feminidad secretamente hace lentísimamente para que se derrame en el instante preciso [42].

Estas palabras escritas en 1974 confirman que María Zambrano no concibe una forma de pensamiento aislada no solo del resto de la comunidad humana, sino tampoco de lo sagrado y de las formas de acercamiento a lo divino, en concreto, para ella, de su pertenencia activa y agradecida a la Iglesia católica.

¿Cómo es esta pertenencia? La experiencia católica de María Zambrano es, como ella misma dice, de «simple oveja» [43] Aunque en ningún caso esto signifique que Zambrano renuncie a pensar su fe o dar razón de ella. Simplemente significa que no parte de la teología, a la que mira con una «timidez y un respeto que no quiere perder» [44]. Quien se ha atrevido a describir el cristianismo de María Zambrano es Agustín Andreu, quien en sus «Anotaciones epilogales» a las Cartas de La Pièce señala varias notas.

En primer lugar, el cristianismo católico de María Zambrano tiene como imagen central el descendimiento: descendimiento del Logos divino al hacerse Logos creador hasta la creación; descendimiento del Logos espiritual hasta cada uno de los seres humanos bajo forma de logoi spermatikoi; descendimiento del Logos de un modo definitivo a la creación por la encarnación; descendimiento del Logos hasta los infiernos. Podría decirse que es una comprensión kenótica del Logos, muy de acuerdo con la doctrina paulina. No es una especulación de Andreu. María Zambrano, en la carta 24, tras recordar la doctrina clásica de que cada ángel agota su propia especie, establece una comparación entre determinados movimientos angélicos y humanos –el ascenso, como angustia; el descenso, como desesperación–. El único que puede descender a los ínferos es el Único. Solamente Él, dice, para luego añadir que:

a veces he «explicado», saliéndome del tiesto filosófico, el Cristianismo como la religión del Descendimiento, viendo en ello su originalidad irreductible [45].

Muy conectada con esta imagen del Descendimiento o, incluso en su origen, está lo que Andreu denomina «catolicismo andaluz, trágico pero con alegría» [46], donde cobra un lugar importante la figura de María, en especial, como Mater Dolorosa. Este carácter trágico de la filosofía cristiana de María Zambrano la vincula con otras mujeres de la historia de la Iglesia como santa Hildegarda de Bingen, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Jesús o a otras más recientes como, en la medida que permite su acercamiento al cristianismo, Simone Weil. Todas ellas, en clave mística, han reclamado reformas o ellas mismas han sido reformadoras de la disciplina eclesiástica, aunque hayan sido incomprendidas o rechazadas en algunos momentos de su existencia. Por esta razón, Andreu escribe que «María Zambrano pertenece a la galería semi-subterránea de mujeres de la sociedad cristiana occidental del siglo XX» [47]. Mostrarlo es una exigencia que debe cumplir cualquier pretendido biógrafo, pues si no, la personalidad de Zambrano, tanto la del día a día, como la de la pensadora, quedaría clavemente dañada al privarle de una de las claves centrales de su fuerza vital.

otro de los aspectos que destaca en la militancia católica de María Zambrano es la centralidad de la liturgia. Tanto ella, como sus amigos, participaban de la liturgia católica con intensidad, recuperando toda la dimensión simbólica y alegórica del rito. La llamada reforma Litúrgica emprendida a partir del concilio vaticano II preocupó profundamente a Zambrano y, muy especialmente, los experimentos que en nombre de dicha reforma se llevaban a cabo. Experimentos que menospreciaban tanto la tradición, como la religiosidad popular. María Zambrano ve en estos intentos una insistencia inútil por conceptualizar a Dios, transformándolo en una idea: prescindir de la repetición del rito es, para Zambrano, prescindir de la divinidad de Dios, despojándolo de su majestad y vulgarizándolo hasta hacer sobrante su existencia. «¡Qué desastre!», exclama, y continúa diciendo:

una servidora [...] firmé dos cartas a Su Santidad, junto con intelectuales de diversos países, todos ilustres menos yo, católicos, acatólicos y etc., suplicándole primero –hace dos años– de conservar en lo posible la liturgia, y luego suplicándole conservar la Misa. Y así te digo que ha sido para mí y para tantas personas la destrucción [48].

Esta destrucción da a María Zambrano una luz sobre la que ha de ser la forma de vivir su catolicismo: despojada del rito, «al ir a roma comprendí que soy de la religión del Desierto» [49]. Esto cuadra perfectamente con la experiencia del exilio que ya se había convertido en una categoría existencial profunda de la vida y el pensamiento de Zambrano.

En este desierto, a modo de oasis, siguen apareciendo expresiones y experiencias espirituales que provienen de fuentes litúrgicas y teológicas de la Antigüedad, tanto del oriente como del occidente cristianos. Estas expresiones marcan el ir y venir del pensamiento de María Zambrano con las dos alas de la fe y de la razón, sobrevolando mares de simbolismo, como el propio de la Semana Santa en su ceremonial. Como cuando pide a su amigo Andreu que reconsidere su posición intelectual ante el escribir y el citar. Lo hace invitándole a ver el momento de la escritura como el «instante del Fiat», pidiéndole que rememore también «el instante de la ceremonia que inicia los oficios de la resurrección, el hacer del fuego, del fuego sacro» [50]. Zambrano entiende que el momento de la creación intelectual solo puede experimentarse con la relativa plenitud del ser humano, cuando se atiende a la divinidad creante que, por el poder de las palabras, hace lo que dice: el «hágase» posee toda la sencillez del Logos inteligente y toda la pureza del fuego del Espíritu divino. De hecho, para María Zambrano, esta referencia trinitaria –que descubre presente no solo en el cristianismo o en el catolicismo canónico, sino también por muchas partes, aunque de un modo velado, como en el Islam o en «la enlaberintada Mitología griega» [51]– es la única fórmula que le permite explicar unificadamente la labor de sentido que ha de realizar el filósofo que no está dispuesto a ceder ante la tentación de hablar o escribir tan solo de lo que domina.

María Zambrano también encuentra en la liturgia algo que, junto al Descendimiento, identifica y distingue de las demás religiones al catolicismo. Así se pregunta:

¿Es el alleluia el canto del Espíritu? Cuando me importaba tanto diferenciar la religión católica, pensaba que la podría dar su diferencia última en un disco en que Mary Anderson cantaba un Alleluia de Mozart, que no decir ninguna otra palabra, sin comentario [52].

También en un contexto litúrgico, en la carta 19, de 14 de octubre de 1974, María Zambrano desvela algunos de sus pensamientos profundos a raíz de lo que ella denomina una perla con la que iba a obsequiar a sus amigos y que, finalmente, reserva para el destinatario de la misiva. Dice así, y lo hace para explicar en qué consiste tener un maestro, «te la regalo a ti: se dice en los oficios del Jueves Santo de la liturgia bizantina: ¡oh tú, Judas, que has vendido la luz a precio de oro!» [53]. Zambrano no solo ve en este tropario una expresión delicadamente perfecta, sino el reto que se presenta ante cualquier intelectual responsable: el conocimiento no es oro, es luz; el contacto con lo conocido no es oro, es luz; en definitiva, el encuentro con el Logos no es oro, es luz. Confundir ese encuentro cognoscitivo con una relación en la que se resuelve de manera práctica una transacción, que implica dominio sobre la realidad, es la corrupción de la razón que ha dejado de ser encuentro deslumbrante, para convertirse en mero racionalismo.

En la misma carta, María Zambrano expone también algunas convicciones íntimas que, por ejemplo, indican que su pensamiento no es relativista ni en el orden del ser ni en el del obrar ni en el del conocer. Zambrano se pregunta «¿cómo no saber que existe el Mal, mejor dicho que lo hay y quiere existir a costa nuestra?» [54]. Llama la atención el uso que hace de los verbos «existir» y «haber» respecto al mal que ella nombra con mayúsculas. Es como si, en una forma de pensamiento muy clásica, se resistiese a reconocer que el mal tenga una existencia real, por el contrario, dice que lo hay, como puede haber y de hecho hay privaciones de bien. Decidirse por esta interpretación es aventurado, ya que no se encuentran otros pensamientos o expresiones en la obra zambraniana que permitan justificarla. No obstante, ahí queda, como también quedan algunas otras reflexiones subsiguientes como la existencia del Bien –también con letra mayúscula– o la posibilidad de conocerlo.

En relación con este debate moral, Zambrano hace una declaración de evidente fe cristiana: el desdén por una doctrina muy helénica como es la de la transmigración de las almas. De hecho, Zambrano la da por zanjada y le resta interés a su debate. Así afirma que «en la reencarnación no me molesto en creer ni en descreer. La Ética corta de raíz ese interés» [55]. No obstante, lo más importante viene a continuación, pues María Zambrano pasa de sus convicciones a su forma cotidiana de vivir con dos formulaciones acerca de su oración. La primera aparece cuando cuenta cómo son sus noches: noches de insomnio. Un insomnio sobrellevado desde la muerte de su hermana Araceli. Si antes escribía, en este momento ya no tiene fuerzas para escribir:

tan solo delirar o pensar o entre-soñar en la noche, bajo la misericordia divina [...]. Puedo ahora rezar poco. Y la oración no busca ni procura el sueño, sino algo que vale más que sueño y vigilia juntos [56].

«La oración busca algo que vale más que sueño y vigilia juntos». ¿A qué se refiere? Una hipótesis factible sería considerar que el sueño y vigilia juntos es la vida, y que lo único que vale más que la vida es Dios. En todo caso, esta carta tiene una posdata que culmina con una oración: «Que sea tu ángel guardián uno contigo. Amén» [57].

Al concluir este epígrafe, conviene poner de relieve la posición doctrinal en la que se sitúa María Zambrano. Nuevamente encontramos la respuesta en la colección de cartas que escribe en La Pièce. Tras el por ella denominado «desastre», Zambrano afirma que

se dará o está dando ya una svolta hacia Trento [...]. Trento para mí es: doctrina y apretar las tuercas. En aquella doctrina, para mí un brillante: «que el hacer bien no se pierde ni aún en sueños»; «que el soñar bien no se pierde ni aún despierto» [58].

Agustín Andreu explica este pensamiento diciendo que «María sentía un gran respeto por la Teología Dogmática tradicional, y muy poco por las piruetas de la Teología contemporánea, desconocedora de los tesoros que maneja, y corruptible por los señuelos sociológicos del prestigio y la consideración mundana e histórica de su tema y su quehacer» [59].

2.2.    El dogma cristiano como inspiración

Aunque las fórmulas presentadas en el epígrafe anterior ya muestran el sustrato religioso católico del pensamiento zambraniano, todavía se puede dar un paso más. María Zambrano no solo se sirve de determinadas fórmulas o expresiones del orbe cultural cristiano para ilustrar sus reflexiones, sino que tematiza algunos de los contenidos del dogma, extrayendo de él argumentaciones genuinamente filosóficas. En concreto, son cuatro los temas a los que María Zambrano va y vuelve en repetidas ocasiones, porque en ellos ve una realidad universal válida incluso para quienes no tienen una fe religiosa. El Dios personal, el Espíritu Santo, la virgen-Madre y el Logos creador son estos lugares fundantes que, partiendo de la fe de la Iglesia y de las experiencias de los místicos, permiten a Zambrano pasar de la razón racionalista a la razón poética, como propuesta de racionalidad ampliada y abierta a la transcendencia [60].

          2.2.1. Un Dios con quien comunicarse

Al contrario que su maestro ortega, como se verá en el capítulo IV de esta investigación, María Zambrano tiene presente a Dios de un modo muy intenso y extenso en toda su reflexión filosófica. Un Dios personal, el Dios de los cristianos en su forma más católica, es fuente para la filosofía de Zambrano.

Su comprensión más inmediata de Dios la encuentra en la figura de su «Padre» –refiriéndose a don Blas, como ya se ha visto, siempre escribirá la palabra Padre con mayúscula– y en la experiencia de obediencia absoluta o incondicionada [61] a él, fruto de la confianza. Sin embargo, esto es tan solo un punto de partida. María Zambrano necesita que la divinidad se concrete en un Dios a quien corresponder, que inicie un diálogo concreto con el ser humano. Este Dios no es el llamado dios de los filósofos, sino el Dios objeto de su profesión de fe.

En el capítulo «Tres dioses», presente ya en la primera edición de El hombre y lo divino, Zambrano plantea tres situaciones históricas de la manifestación de lo divino en el horizonte de lo humano. La primera de ellas sería un dios de las profundidades, que aparece en las teofanías primitivas como un ser ávido de devorar, un dios demasiado humano y poco divino, que tiene más de los seres humanos que de lo que desde la irrupción del judaísmo se atribuye a la divinidad. Es un dios de la vida que, en este primer momento, se muestra como «la avidez inicial a donde todo vuelve y que de todo tiene apetencia» [62]. Un ser divino de estas características solo puede comprenderse en un contexto cultural que no tenga noticia de la creación como el de la religión tradicional griega [63].

La segunda de estas situaciones históricas, también se da en la cultura griega, pero ya no viene de la mano de los poetas, sino de la de los filósofos: «es el dios que corresponde a la necesidad de ver» [64]. Se refiere, y así lo hace  constar, al aristotélico pensamiento de pensamiento o incluso al plotiniano luz de luz. El ser humano ha descubierto en sí determinadas dotaciones esenciales que le asemejan no con el mundo que aparece como inferior a él, sino con algo superior, con unos dioses que ya no son demasiado humanos. Al contrario, son demasiado divinos y, por eso, aunque explican e iluminan, siguen estando lejos. Ya no hay que temerlos, pero tampoco por qué amarlos. Son demasiado abstractos.

hace falta un Dios mediador, no un dios que mueva como mueve el amor, sino que sea movido por el amor. Es el Dios que «entre todos se mueve» [65]. Este Dios es el que, por la creación, adelanta de algún modo la encarnación. Esta es, para María Zambrano, la prueba última de que Dios es Dios, cercano a los hombres y entre los hombres. Ya no devora, sino que se pone en manos de sus creaturas por la comunión; ya no ilumina desde fuera, sino que es la luz que viene a las tinieblas. Así, los textos sobre la creación, contenidos en el libro del Génesis, y el prólogo del Evangelio según san Juan serán en gran parte el origen de la propuesta de racionalidad de Zambrano, que explica la pertinencia de los capítulos II, III y IV de esta tesis.

          2.2.2  La presencia del Espíritu Santo en el ser humano

El profesor Andreu es quien mejor conoce la importancia que tiene para María Zambrano la doctrina teológica sobre el Espíritu Santo. Si esto es así, es porque ha sido él quien en sus encuentros con Zambrano le ha ilustrado sobre la reflexión que los padres de la Iglesia, y en especial los alejandrinos, han realizado sobre la segunda persona de la santísima Trinidad.

En la carta 47, de 1 de marzo de 1975, a la que ya se ha aludido, María Zambrano reflexiona sobre la presencia del Espíritu en el hombre, una presencia que explica del siguiente modo:

Si el Espíritu del Señor flotaba sobre las aguas, en el ser humano, está siempre, oculto y prisionero. Abre, es Él el que abre toda prisión –la suya es la nuestra–. Abre y se abre paso irrumpiendo o sin ser notado hasta que su aliento respira en nuestro ser [66].

Y lo que abre es razón. Esa es la huella del Espíritu Santo en las personas en quienes habita. Habita en el fondo del alma que María Zambrano entiende a la manera de la interioridad agustiniana, como un fondo que está siempre más allá de los actos personales, presentándose como un horizonte hacia el que se camina en una vía que no se agota nunca, porque conduce a la verdad y, una vez que esta se alcanza, el alma humana quiere siempre vivir en ella y en sus inagotables senderos [67].

La figura del Espíritu Santo, que es el actualizador del Logos, es quien sugiere a María Zambrano su misión filosófica que consiste en:

abrir la razón, uniendo razón y piedad, razón y sentir originario, filosofía y poesía. En parte, «ecco fatto» podría decir, en parte y abriéndose una Aurora... Y como hay más, más y más y sigue habiendo más y trenzándose, mientras pueda, he de seguir siguiendo. Si Dios quiere [68].

En este contexto de reflexión sobre la interioridad como lugar del Espíritu es donde se comprende el contraste entre el Espíritu Santo y Espíritu Absoluto [69]. El primero está presente «haciendo» en el ser humano. El segundo es un fantasma que absorbe.

          2.2.3. La virgen-Madre

«Los misterios de la virgen presiden el proceso del pensamiento creador» [70]. Con esta rotundidad María Zambrano afirma lo que es una clave de su pensamiento filosófico y, en concreto, de su propuesta de racionalidad. Así, continúa diciendo en la carta 4, escrita desde La Pièce el domingo 19 de mayo de 1974, que:

el pensamiento que se da a luz ha de ser concebido y eso es doloroso y algo más, algo inenarrable: desgarramiento, entrega, oscura gestación, luz que se enciende en la oscuridad hasta que la claridad del verbo aparece como una aurora «consurgens» [71].

María Zambrano toma pie de la escena de la anunciación y del misterio de la virgen que es Madre, para explicar cómo aflora o se da a luz al conocimiento verdadero. Por una parte, el Espíritu representa o explica en qué consiste el entendimiento agente: divino, activo, personal. Por otra, la virgen es la imagen o el tipo del entendimiento paciente, padecedor, pasional. El encuentro de ambos y la gratuidad de su juego son las únicas garantías para que la razón no se ensoberbezca y no arroje a los infiernos del sin-sentido a todo aquello que sobrepasa a las posibilidades del ser humano en cuanto humano.

          2.2.4. El Logos creador como redención de la razón griega

Quizá pueda parecer que este último epígrafe tendría que haber aparecido antes, justo después de presentar la doctrina zambraniana sobre la divinidad y precediendo a la referida al Espíritu Santo. Y sin duda esto es verdad. Si se ha saltado el orden es porque hablar del Logos creador y de la creación en el pensamiento de María Zambrano es la llave que permite abrir las puertas necesarias para proseguir esta investigación.

María Zambrano escribe en una de sus primeras obras, titulada Filosofía y Poesía, un breve párrafo que habitualmente pasa inadvertido a los estudiosos de su pensamiento. La excepción es, y honra merece, el profesor Agustín Andreu. Él ha sido quien ha llamado la atención sobre la importancia de estas palabras de María Zambrano [72]. Este texto dice así

«En el principio era el verbo», el «logos», la palabra creadora que mueve y legisla al par. En las palabras en que se da esta revelación, la razón cristiana viene a engarzarse con la razón griega, rescatándola, como si las dos fueran la manifestación, una, y la revelación, otra, del mismo, único «logos». La venida a la Tierra, en un momento determinado de la historia, de un ser que portaba en su naturaleza una dualidad que puede ser sentida como contradicción impensable de ser a la vez y con igual plenitud divino y humano, no detuvo, sin embargo, la marcha del «logos» platónico-aristotélico, no deshizo la fuerza de la razón en su manifestación simplemente humana: su primacía. Y a pesar de la acusación paulina «la locura de la sabiduría», la razón como raíz del universo y del conocimiento humano, siguió en pie. Más algo irreductiblemente nuevo había advenido: la razón, el «logos», era el de la creación sobre el abismo de la nada; la palabra divina Fiat Lux, descendida aquí en cuerpo y humana figura. Y así el «logos» quedaba situado más allá de la naturaleza y del hombre, aunque el hombre participara de él si lo acogía; el «logos» más allá del ser y de la nada. El Principio más allá de lo principiado [73].

En la lectura reflexiva de este texto comparece la intención filosófica primera y principal de María Zambrano: poner el logos en el Logos. Ante los sucesivos desgarramientos de la razón en la historia humana, que han supuesto hasta la desintegración de la identidad propia del ser humano, se hace necesario, y esto solo puede hacerse desde la filosofía cristiana, ofrecer un remedio para estas secesiones o recortes de la razón.

En este sentido, se puede decir que la filosofía de Zambrano, ejercida desde su profunda vivencia religiosa, cumple una misión de buen samaritano. A la filosofía cristiana e incluso a cualquier filosofía auténtica le corresponde acordar –hacer acorde armónico– el logos humano al Logos divino, devolviendo el primero al misterio de su origen y de su existencia, librándolo de su pecado. De su pecado original.

Hacer acorde entre la razón humana y el Logos divino supondrá también acordar las dos mitades del hombre, que para María Zambrano son la filosofía y la poesía. ¿Quién logra el acuerdo o el acorde? La mística, como forma de piedad, es decir de «saber tratar con lo otro. Porque tratar con lo otro es simplemente tratar con la realidad» [74].

Ahora, planteado el carácter específicamente cristiano de la vida y de la reflexión filosófica de María Zambrano –tanto en su expresión, como en sus temas–, se debe, por una parte, seguir el itinerario de la razón en sus desgarramientos (capítulos II y III); mostrar la solución que Zambrano propone, es decir, su paradigma de razón poética (capítulo IV); y, por otra, ver si de verdad este camino recorrido es una filosofía adecuada para edificar una teología respetuosa con la revelación (capítulo V).

José Antonio Calvo Gracia en dadun.unav.edu

Notas:

1     Si se permite esta expresión y este uso de la palabra ‘cabeza’ es porque, como se verá más adelante, María Zambrano lo usa en este sentido y en un contexto semejante, si no idéntico.

2      Para profundizar en el debate sobre la filosofía cristiana será necesario acudir a la obra de Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g. (2002): Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos XIX y XX, Madrid, Ediciones Encuentro, pp. 30-37. Una buena aproximación a la cuestión de la filosofía cristiana se encuentra en Mindán, M. (2002): Reflexiones sobre el hombre, la vida, el tiempo, el amor, la libertad, Zaragoza, Librería general, pp. 117-121.

3      Zambrano, M. (2002): Cartas de La Pièce. Correspondencia con Agustín Andreu, Valencia, Pre- Textos, p. 89. (En adelante LP).

4      Ibíd., p. 89.

5      Moreno Sanz, J. (2004): La razón en la sombra. Antología crítica. María Zambrano, Madrid, Siruela, p. 729.

    Marset, J. C. (2004): María Zambrano. I. Los años de formación, Sevilla, Fundación Manuel  Lara. Según ha manifestado el autor, la obra completa tendrá cinco volúmenes más y no se publicará hasta que esté finalizada por completo.

7      Ortega Muñoz, J. F. (2006): María Zambrano, Málaga, Arguval.

8      Villora Sánchez, C. (2014): El pensamiento religioso de María Zambrano. Tesis doctoral dirigida por Juana Sánchez-Gey, Madrid, Universidad Autónoma, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/ Q9h1SW>.

9      El 25 de septiembre de 1986 María Zambrano escribe una semblanza de su padre titulada Blas Zambrano y Segovia. A la versión final, anteceden dos borradores y es en el segundo de ellos en el que se encuentra una descripción religiosa y espiritual más extensa, aunque resulta bastante críptica: «Se casó católicamente como su Padre murió, y sus hijas fueron bautizadas igualmente dando toda clase de facilidades para la educación normal católica. Un cierto desengaño del protestantismo paterno, a causa de su excesivo rigor y de carecer del sentido histórico de la Iglesia católica, de la que se sintió siempre apartado a causa de su persecución de la libertad a partir de que dejó ella de estar perseguida y pactó con el poder sometiéndose a él, a partir de Constantino. La libertad, decía y profesaba, fue revelada por Cristo en su abandono en la cruz [...]. Rechazo de los dogmas concernientes a la Encarnación, heterodoxo en extremo, pues, del Cristianismo aún protestante. Tendencias gnósticas sin que del gnosticismo tuviera estudioso conocimiento». Zambrano, M. (2014): «M-274: 9 a», en OC vI, Madrid, galaxia Gutenberg, pp. 703 y 704.

10      Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 21.

11      Ibíd., p. 23.

12      Zambrano, M., LP, p. 240.

13      Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 26.

14      Andreu Rodrigo, A. (2007): María Zambrano. El Dios de su alma, granada, Comares, p. 63.

15      Zambrano, M. (2010): El hombre y lo divino, Madrid, Fondo de Cultura Económica, p. 255. (En adelante HD).

16      El exilio es para María Zambrano una categoría antropológica fundamental, ya que apunta a una meta nunca alcanzada, pero capaz de aportar sentido a la existencia: «Y el exiliado, a fuerza de pasmos y desvalimientos, de estar a punto de desfallecer al borde del camino por el que todos pasan, vislumbra, va vislumbrando la ciudad que busca y que le mantiene fuera», en Zambrano, M. (1990): Los bienaventurados, Madrid, Siruela, p. 31. (En adelante LB).

17      Cfr. Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 50.

18      Moreno Sanz, J. (2004): La razón en la sombra. Antología crítica. María Zambrano, Madrid, Siruela, p. 678. Esta obra, además de ser una selecta y muy completa antología de los escritos de Zambrano, aporta, entre las páginas 673 y 730, una valiosa cronología de la vida de la pensadora malagueña, con valoraciones y notas interesantes –y, en algún caso discutibles–.

19      Zambrano, M. (1933): «renacimiento litúrgico. Sobre El espíritu de la liturgia de r. Guardini», en Cruz y Raya: Revista de afirmación y de negación, nº 3, junio, p. 164.

20      Zambrano, M. (1934): «Tres  preguntas a la juventud... Una respuesta», en Escuelas de España. Revista pedagógica mensual, II época, nº 10, octubre, p. 11.

21      Cfr. Zambrano, M. (2014), «A modo de autobiografía», en OC, VI, p. 721.

22      Zambrano, M., LP, p. 65.

23      Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 72.

24      Albert Camus «el día de su muerte en accidente llevaba los originales del libro de María Zambrano El hombre y lo divino, que pensaba editar en Gallimard, pues lo consideraba la obra cumbre del siglo XX», en Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 88.

25      Así lo declara en el «Prólogo a la segunda edición»: «No está en mi pensamiento hacer de Él hombre y lo divino el título general de los libros por mí dados a la imprenta, ni de los que están en camino de ella. Mas no creo que haya otro mejor que les conviniera», en Zambrano, M., HD, p. [27].

26      Zambrano, M. (2014): «A modo de autobiografía», en OC, vI, p. 721. En la Fundación María Zambrano, se encuentra la tapa –nada más– del cuaderno en el que comienza a recoger sus pensamientos sobre este propósito y puede verse la fecha que ella no recuerda al confeccionar el texto autobiográfico citado: son los años 1944 y 1953 (Manuscrito 550).

27      Cfr. Moreno Sanz, J., La razón en la sombra. Antología crítica. María Zambrano, p. 708.

28      Zambrano, M. (1970): «Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes», en Obras reunidas. Primera entrega, Madrid, Aguilar, pp. 221-236. Nunca llegó a haber una ‘segunda entrega’ de estas ‘obras reunidas’, aunque si se conserva en el archivo de la Fundación María Zambrano un índice manuscrito con las obras que la compondrían y una fecha, 1962 (¿?): Zambrano preveía unas 375 páginas, entre las que se encontrarían los siguientes títulos: Hacia un saber sobre el alma; La confesión, género literario; La guía, forma de pensamiento... (Manuscrito 247).

29      En Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 100.

30      Zambrano, M., LP. En los «Preliminares a esta edición», Andreu muestra cómo a lo largo de su vida ha experimentado tres encuentros profundos con María Zambrano: el primero, entre los años 1955 y 1963, cuando era un joven sacerdote estudiante de Teología en roma y se encontraba con la «maestra» para conversar; el segundo, vía epistolar, entre los años 1973 y 1975; el tercero se corresponde con la edición del epistolario.

31      En Ortega Muñoz, J. F. María Zambrano, p. 103.

32      Ibídem.

33      Aunque sea a pie de página, conviene señalar que el epitafio elegido para la sepultura de su hermana Araceli fue Ave, Crux, spes única. El patrólogo y gran amigo de María Zambrano Agustín Andreu Rodrigo comenta que estas dos sentencias sepulcrales, aunque contrapuestas, son complementarias y que así las concibió María Zambrano, para expresar brevemente la esencia del cristianismo. Cfr. Andreu Rodrigo, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 145.

34      Ibíd., p. 174.

35      Se omiten algunos temas o intereses que, a nuestro juicio, no constituyen centros de preocupación filosófica de María Zambrano y que se corresponderían con los intereses fundamentales de la ideología de género. Si bien es cierto que Zambrano aborda en sus escritos cuestiones como la realidad de la mujer, la unidad de origen con el varón, el angelismo como imagen del origen común, no se sostiene el situar su pensamiento en la llamada perspectiva de género. Para contemplar un panorama completo sobre el estado de la cuestión zambraniana conviene acudir al capítulo I de Rodríguez Álvarez, J. C. (2011): El logos del tiempo. Introducción filosófica a la obra de María Zambrano. Tesis doctoral dirigida por Luis Andrés Marcos, Salamanca, UPSA, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/iCPcx1>.

36      Cfr. Zambrano, M. (2014), «A modo de autobiografía», en OC, VI, p. 721.

37      «Anotaciones epilogales», en Zambrano, M., LP, p. 341.

38      Zambrano, M., LP, p. 49.

39      Ibíd., p. 106.

40      Ibídem.

41      Ibídem.

42      Ibídem.

43      Ibíd., p. 81.

44      Ibídem.

45      Ibíd., p. 116.

46      «Anotaciones epilogales», en Zambrano, M., LP, p. 360.

47      Ibídem.

48      Zambrano, M., LP, p. 27.

49      Ibídem.

50      Ibíd., p. 188.

51      Ibíd., p. 116. En esta misma carta, María Zambrano reconoce sobre la huella trinitaria en la religión griega, que no se ha «atrevido a indagar sobre esto último. Ignorancia y no sólo temor».

52      Ibíd., p. 73.

53      Ibíd., p. 99.

54      Ibíd., p. 100.

55      Ibídem.

56      Ibíd., p. 102.

57      Ibídem.

58      Ibíd., p. 72.

59      Anexo I, zaMbraNo, M., LP, nota 334, p. 299.

60      Otra sistematización valiosísima de estos temas genuinamente teológicos y cristianos es la realizada por Juana Sánchez-gey. Ella se refiere a la mística, a la oración y, coincidentemente con mi propuesta, al Espíritu Santo y a la virgen. Cfr. Sánchez-Gey, J. (2017) «Algunas anotaciones al pensamiento teológico de María Zambrano», en Pensamiento, vol. 73, núm. 278 (septiembre- diciembre), pp. 1044-1047. Este artículo y esta investigación doctoral son, en lo que modestamente conozco, los únicos escritos que apuntan directamente a la impronta teológica del pensamiento de Zambrano. Los dos beben de las intuiciones e indicaciones de Agustín Andreu.

61      Cfr. Zambrano, M., LP, p. 206.

62      Zambrano, M., HD, p. 126.

63      María Zambrano cita en concreto la Teogonía de Hesíodo en la que aparece Cronos, «a quien ningún sacrificio puede aplacar». Zambrano, M., HD, p. 126.

64      Ibíd., p. 130.

65      Ibíd., p. 133.

66      Zambrano, M., LP, p. 193.

67      Cfr. Zambrano, M. (2004): La agonía de Europa, valencia, Universidad Politécnica, p. 113.

68      Zambrano, M., LP, p. 193.

69      Cfr. Andreu Rodrigo, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 124.

70      Zambrano, M., LP, p. 37.

71      Ibídem.

72      Cfr. Andreu Rodrigo, A. (2010): «Fundamentación teológica de la razón poética», en Aurora nº 11, pp. 6-17.

73      Zambrano, M. (2010): Filosofía y poesía, Madrid, Fondo de Cultura Económica, pp. 14-15. (En adelante FP).

74      Zambrano, M., HD, p. 197.

Laura Llevadot

3.       Por qué Abraham no puede hablar

Kierkegaard dedica el tercer Problemata: «¿Se puede justificar moralmente el silencio de Abraham frente a Sara, Elezier e Isaac?» a tratar de explicar la especificidad del silencio de Abraham. La respuesta a la pregunta que plantea el título es «no». No se puede justificar moralmente el silencio de Abraham, porque es justo el silencio, sea estético o religioso, en tanto que expresión de un «estado de ocultamiento interior» lo que traiciona la ética y la moral. Lo ético, nos dice Kierkegaard siguiendo explícitamente a Hegel, es lenguaje, comunicación, manifestación. La fórmula de la ética es: «Debes reconocer lo general,  y lo haces cabalmente si hablas; por tanto, habla y no sientas ninguna compasión por lo general» (TT, 148/SKS, 199). Frente a la exigencia de hablar, de dar razones de la decisión y de la acción al resto de los congéneres, existe la posibilidad de que el individuo se ponga por encima de lo general a través del silencio. Ahora bien, a Kierkegaard le interesa sobremanera distinguir el silencio estético, demoniaco, que responde a un cálculo meramente estratégico, del silencio religioso que encarna Abraham. A diferencia del silencio estético, que puede pero no quiere hablar, puesto que el silencio es aquí un arma para alcanzar un objetivo —tal y como se pone de manifiesto en el arte de la seducción—, Abraham «no puede hablar» [Kan ikke tale] (TT, 151/SKS, 201). Pero,

¿por qué Abraham no puede hablar? Porque su decisión es absoluta, singular, infinita. Porque su decisión exige un concepto de responsabilidad para con el otro, una relación de respuesta al otro, que excluye la intervención de todo tercero, que convierte la justificación discursiva en una traición a la decisión [25]. Derrida lo explica del siguiente modo:

«Para el sentido común, también para la razón filosófica, la evidencia más compartida es la que vincula la responsabilidad con la publicidad y con el no-secreto, con la posibilidad, es decir, con la necesidad de dar cuenta, justificar o asumir el gesto y la palabra ante los otros. Aquí por el contrario parece de modo igualmente necesario que la responsabilidad absoluta de mis actos, en tanto que debe ser la mía, absolutamente singular, puesto que nadie puede obrar en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que no hablándole a los otros, no dé cuenta, no responda de nada, y no responda nada a los otros o ante los otros. (…) ¿qué nos enseñaría Abraham en esta aproximación al sacrificio? Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad ética nos empuja a la irresponsabilidad. Incita a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto» [26].

Derrida lee de este modo un concepto de responsabilidad en la acción paradigmática de Abraham que vincula necesariamente la decisión al silencio. Si Abraham hablase, no traicionaría sólo su relación con el Otro absoluto, con ese Dios que según Derrida podría ser «cualquier radicalmente otro», sino que traicionaría además, suspendería en cierto modo, su propia singularidad, la singularidad no del «yo» en tanto identidad, sino de la decisión que lo caracteriza. En realidad, lo que Derrida descubre en su lectura de Temor y temblor es que lo que Kierkegaard reserva para el ámbito de lo religioso, «es sólo la expresión de la situación general del agente» [27]. Una ética más allá de la ética como la que Derrida propone, una «hiper-ética» o una «ética segunda» [28] —tal y como la llamará Kierkegaard— debería empezar por reconocer lo que las éticas generales no reconocen: que el silencio y la creencia moran en el centro del concepto mismo de decisión. Este es uno de los elementos esenciales que diferencia la «ética segunda» de Kierkegaard o la «hiper-ética» de Derrida, de las éticas universalistas como las de Hegel o Kant, pero también de la ética religiosa —tal y como es posible concebirla— de Lévinas. Para comprender por qué esta ética abrahámica implica una valoración inusual del silencio y el secreto implícitos en los conceptos de responsabilidad y decisión, debemos remitirnos, no sólo a Dar la muerte, texto donde Derrida realiza su lectura ética de Temor y temblor, sino también a algunos pasajes decisivos de Fuerza de ley, donde la cuestión de la decisión, y su origen kierkegaardiano, es explícitamente tematizada.

¿Qué nos dice Derrida acerca de la decisión? Que toda decisión que me vincule de algún modo con el otro, que funde algún tipo de nexo, que permita iniciar y sostener una cadena nueva de razonamientos tiene, lo pretenda o no, un «fundamento místico» [29]. Por ello Abraham encarna la figura de la decisión responsable, infinitamente responsable, en la medida en que, como se ha mostrado, el fundamento de su decisión no es el saber (eso le acercaría a la ética trágica), sino el creer en virtud del absurdo. Abraham decide contra el saber, más allá del saber, siempre sin saber, y «lo místico» radica, tal y como Derrida lo concibe, precisamente en esta suspensión del saber. Lo que señala Derrida en este texto es que en realidad siempre que decidimos lo hacemos del mismo modo en que lo hace Abraham, rompiendo la cadena de razones y saberes que justificarían la acción, pues de otro modo no habría decisión:

«El momento de la decisión, en cuanto tal, lo que debe ser justo, debe ser siempre un momento finito, de urgencia y precipitación; no debe ser la consecuencia o el efecto de ese saber teórico o histórico, de esa reflexión o deliberación, dado que la decisión marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico, ético, o político-cognitiva que la precede y que debe precederla. El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard» [30].

Por más que se delibere antes de actuar, por más que se pretenda saberlo todo acerca de las condiciones y consecuencias de la acción, el «momento de la decisión», el «instante» en que se decide es un momento loco, un momento que implica la ruptura y la suspensión de la deliberación. Sólo por ello, porque el instante de la decisión no se puede justificar con razones ya que envuelve un acto de creencia fundador como el de Abraham, es posible mantener un concepto de responsabilidad basado en la acción abrahámica que supone el silencio y el secreto. Este concepto de responsabilidad, que sobreviviría a la deconstrucción del concepto clásico de responsabilidad ligado a la identidad y a la tradición egológica de la decisión, debe distinguirse precisamente de todo recurso al saber. Responder al otro con un «heme aquí», tal y como lo hace Abraham con Dios, tal y como Lévinas exige, sólo es posible cuando se «suspende la ética», es decir, cuando se suspende el razonamiento y el deber, cuando se decide actuar, no ya por deber, sino por creencia y amor, o por lo que Kierkegaard llamaba «deber absoluto». Es en este sentido en el que la responsabilidad a la que aquí apela Derrida, la decisión por la que me vinculo al otro dándole respuesta, no puede ser reducida a la aplicación de una regla. Cuando actúo por deber y sólo por deber, puedo dar razones de mi acción, en la medida en que no hago más que emitir un «juicio determinante», tal y como Kant mismo reconoce. Que la acción moral caiga del lado de los juicios determinantes supone que el imperativo categórico funciona en tanto que, en cuanto regla, se aplica a un caso particular del mismo modo que las categorías del entendimiento subsumen los fenómenos que se presentan a la sensibilidad. Pero justamente, subsumir casos bajo reglas no es ser responsable en el sentido abrahámico. La decisión responsable no puede consistir nunca en el sometimiento a un programa, en la reducción a la aplicación de una regla, en la acción instituida en el deber. La moralidad kantiana, por la misma estructura que la aplicación del imperativo categórico implica, pertenece para Derrida al orden del cálculo, al orden del saber, y en sentido abrahámico, al orden de la manifestación universalizante que irresponsabiliza [31]. En Fuerza de ley, donde de lo que se trata es de distinguir la justicia del derecho, del mismo modo que aquí se trata de diferenciar la responsabilidad abrahámica del concepto clásico de responsabilidad en función del silencio que el primero implica, Derrida lo formula del siguiente modo: «Cada vez que las cosas suceden, o suceden como deben, cada vez que aplicamos tranquilamente una buena regla a un caso particular, a un ejemplo correctamente subsumido, según un juicio determinante, el derecho obtiene quizás —y en ocasiones— su ganancia, pero podemos estar seguros de que la justicia no obtiene la suya» [32]. Lo que aquí Derrida llama justicia es precisamente la decisión responsable, la decisión justa, en tanto trata de «dar respuesta», en tanto lejos de calcular las ventajas e inconvenientes de la acción, lejos incluso de aplicar un regla supuestamente desinteresada, se presenta como una apertura a la otredad, apertura al acontecimiento, decisión como acto de justicia nunca suficientemente justificado, porque escapa a toda legitimación discursiva. Del mismo modo, pues, que la aplicación de la regla, el actuar por deber, se vincula con el lenguaje y la manifestación dentro del orden del saber, la decisión infundada de la responsabilidad infinita que aquí Derrida propone pensar, exige el silencio en la medida en que la creencia que permite la decisión, tal y como la encarna Abraham, no tiene justificación alguna, es, como afirma Kierkegaard, «loca» o «absurda».

Es posible, por tanto, oponer a la responsabilidad clásica entendida como aplicación de la regla y vinculada de este modo a la publicidad —puesto que

«dar razón» discursiva de la acción forma parte de su mismo concepto— una responsabilidad que, lejos de diluir irresponsablemente la decisión en un programa, lejos de justificarse con razones, responde al otro contra toda razón en virtud de un acto de decisión por definición absurdo. Esta decisión, por tanto, suspende el saber y en esta medida vincula la responsabilidad absoluta al silencio como índice del compromiso con uno mismo y con el otro.

Volvamos entonces de nuevo a la pregunta inicial: ¿Por qué Abraham no puede hablar? Kierkegaard responderá: porque hablar sería traducirse a lo general, reincorporarse al ámbito de la ética y la moral, y por tanto desingularizar la relación absoluta de Abraham con el otro absoluto (Derrida o Levinas podrían decir «con el absolutamente otro»). Si hablase Abraham traicionaría su relación absoluta con Dios y perdería la singularidad de su decisión y su «deber absoluto», el deber de creer. Sería como no creer suficientemente, supondría buscar en el otro, en la comunidad, la familia, los amigos, razones suficientes para no tener que creer, para no tener que asumir el riesgo de creer gracias a alguna que otra razón. Por su parte, Derrida responderá: además de lo que Kierkegaard afirma acerca de la necesidad del secreto y el silencio, Abraham no puede hablar porque ni él ni nadie puede nunca dar razones, justificar de modo completo, la decisión. De hecho Abraham encarna la paradoja que encierra el concepto  de decisión. Si bien se debe tener razones para actuar, si bien es necesario saber, la decisión empieza justo ahí donde acaban las razones y el saber. En realidad la decisión no es otra cosa que la interrupción de la cadena de razones que pretendería justificarla. De ahí que no haya discurso alguno para argumentar la decisión, puesto que ésta es la interrupción de todo discurso: «Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo realizativo» [33]. Pero lo más interesante de la propuesta de Derrida es que además esta decisión infundada, este acto mudo irreductible al saber, se plantea en realidad como el realizativo «místico» sobre el que descansa cualquier juicio constatativo:

«Al reposar todo enunciado constatativo sobre una estructura realizativa al menos implícita («te digo que yo te hablo, me dirijo a ti para decirte que esto es verdad, que es así, te prometo y te renuevo mi promesa de hacer una frase (…)»), la dimensión de lo ajustado o de verdad de los enunciados teórico-constatativos (en todos los dominios, en particular en el dominio de la teoría del derecho) presupone siempre, por tanto, la dimensión de justicia de los enunciados realizativos, es decir, su precipitación esencial. Dicha precipitación nunca tiene lugar sin una cierta disimetría y una cierta forma de violencia. Es así como me atrevería a entender la proposición de Levinas que —utilizando otro lenguaje, y según procedimientos discursivos diferentes— declara que la verdad supone la justicia» [34].

Veamos. Lo que señala aquí Derrida en primer lugar es que cualquier juicio constatativo, es decir, cualquier enunciado susceptible de ser considerado verdadero o falso, reposa en realidad en la prioridad de un realizativo, un per-formativo, que es el que establece, de entrada, una relación fiduciaria, de creencia, entre aquel que emite el enunciado y el receptor del mismo. Sea verdadero o falso el juicio que se emita, especialmente «si miento o perjuro» dirá Derrida en otro lugar [35], al juicio constatativo le precede la «promesa» de decir la verdad. Es sobre el fondo de esta promesa, sobre la base de la creencia de que el otro nos escucha, de que seremos creídos o que al menos se creerá en la buena fe de quien pronuncia un enunciado pretendidamente verdadero, sobre lo que es posible emitir juicios descriptivos o constatativos. Esta relación «mística», este acto de lenguaje que no es posible justificar, precede siempre cualquier justificación. Esta «precipitación» propia del realizativo es la misma precipitación y violencia injustificable que hallábamos en el concepto de decisión. De ahí que, en segundo lugar, y gracias a la interpretación que Derrida lleva a cabo de la sentencia levinasiana según la cual «la verdad supone la justicia» [36], es posible afirmar la prioridad de lo ético —pero de esta ética que implica la suspensión de la ética, de esta ética que envuelve en sí el silencio abrahámico— sobre los enunciados del saber. Para comprender esta afirmación basta remitirse a un cierto Wittgenstein, en especial el de la Conferencia sobre ética. De hecho Derrida lo hace explícitamente cuando afirma: «Tomaría por ello el uso de la palabra «místico» en un sentido que me atrevería a denominar más bien wittgensteniano» [37]. Es justamente en la Conferencia sobre ética donde Wittgenstein trata de distinguir lo que él denomina «juicios de valor relativos» de los «juicios de valor absoluto» [38]. A diferencia de éstos últimos, los juicios de valor relativo, a pesar de incluir en ellos valores aparentemente éticos como «bueno» o «malo», son susceptibles de ser traducidos a juicios constatativos o descriptivos. Por ejemplo, «esta carretera es buena» puede traducirse por «esta carretera es la más corta para llegar al destino». Por el contrario, los juicios de valor absoluto, tipo «este hombre es bueno», que utilizan valores de manera absoluta, no podrían ser traducidos nunca a una descripción susceptible de ser verdadera o falsa. Pues bien, lo que Derrida nos dice, en un intento inaudito de conciliar a Kierkegaard y Lévinas, es que en realidad cualquier juicio de valor relativo, es decir traducible a enunciado descriptivo, y susceptible, por tanto, de ser verdadero o falso, reposa en realidad en un juicio de valor absoluto, en un juicio ético, que toma la forma paradójica de un «heme aquí», «aquí estoy para escucharte y para hablarte», «para responder a tu llamada sin poder contarlo jamás a nadie», «me comprometo a guardar el secreto de la creencia que me vincula a ti, antes de cualquiera de tus razones». Este vínculo ético, del que como decía Wittgenstein no se  puede  hablar, del mismo modo que Abraham tampoco puede, es el que funda  y precede cualquier cadena de razones y cualquier saber.

Este es, pues, el primer giro que Derrida imprime a la cuestión del silencio abrahámico como condición de posibilidad de su concepto de responsabilidad. Derrida no se limita, como hace Kierkegaard, a suspender el saber y la razón en virtud de la afirmación del «deber absoluto» de Abraham que exige no hablar. En lugar de limitarse a suspender «la generalidad», Derrida además hace depender la posibilidad de su existencia de la decisión responsable, del acto realizativo y místico que hace posible cualquier enunciado verdadero o falso. La «suspensión de la ética» y el silencio que ésta entraña, presentada por el Abraham de Kierkegaard, es ahora la condición de posibilidad de toda generalidad, de todo saber, y de toda racionalidad. En los términos en que esta cuestión es pensada en Fuerza de ley, el derecho depende, en su origen, de un acto de justicia del que no se puede hablar. Habrá otros modos de decirlo: «los enunciados constatativos dependen de lo místico»; «lo ético es lo que permite que haya saber»; o bien «Abraham no puede hablar para que hablar sea posible».

4.       La justicia por-venir

¿Qué tiene que ver Abraham con la justicia? Para responder esta cuestión se debe atender a los giros que Derrida opera en Fuerza de ley. Hemos mostrado  ya el primer giro que permite a Derrida, no sólo «suspender» el saber, el deber, la universalidad de la razón y el lenguaje en virtud de la decisión, sino además hacer depender todo ello de la existencia previa de este acto mudo de suspensión. De este modo lo ético, en el sentido de la hiper-ética, aquello de lo que como ya sabía Wittgenstein no se puede hablar, no queda simplemente separado del ámbito del decir «con sentido», sino que se convierte en el «fundamento místico» de todo decir verdadero o falso. Es así como Derrida reinterpreta la sentencia levinasiana según la cual «la verdad supone la justicia», es decir, cualquier juicio verdadero o falso, requiere de un realizativo ético previo. Ahora bien, Derrida va todavía más allá en la interpretación de esta sentencia al hacer depender dicho «realizativo» de un «acto de creencia» en sentido abrahámico, al que Derrida denominará también un «acto de justicia». La decisión, infundada e injustificable, es inseparable para Derrida de un acto de creencia contra todo saber como el que personifica Abraham. Frente al cálculo de posibilidades que implica la decisión sabia, la que aplica reglas a casos, la que calcula las consecuencias posibles de la acción, habría un género de decisión híper-responsable cuyo fundamento sería, como en el caso de Abraham, la creencia en virtud del absurdo.

Ya hemos mostrado que el corazón de la fábula abrahámica reside en la creencia en lo imposible. Es decir, Abraham hace lo que hace, según Kierkegaard, porque cree que Isaac le será devuelto. Es esta creencia en lo imposible la que hace suspender lo ético como sistema de prescripciones reguladas, como dispositivo estabilizante y regulador de la relación con el otro. Pues bien, la afirmación de la justicia es presentada en Fuerza de ley en los mismos términos en que Kierkegaard presenta la fe en Temor y temblor, en tanto que imposibilidad:

«La justicia es una experiencia de lo imposible» [39]; «el derecho es el elemento del cálculo (…), la justicia es incalculable» [40], alega Derrida. La afirmación kierkegaardiana de la fe que suspende la ética es análoga, en Derrida, a la afirmación de la justicia que precede y suspende el derecho [41]. Cuando Derrida nos advertía de que la simple aplicación de la regla sobre el caso (juicio determinante) no suponía ninguna ganancia para la justicia, aunque tal vez sí para el derecho, apuntaba ya a esta diferencia entre lo infinito, incondicionado, incalculable e imposible de la justicia, y lo finito, condicionado, calculable y posible del derecho [42]. Todos estos apelativos que caracterizan la justicia la vinculan al ámbito de la creencia frente al ámbito del saber según el cual se rige el derecho. De hecho para Derrida, la justicia no es nunca algo presente que se pueda predicar de una acción o una situación. No es posible decir «esto es justo». Si la justicia es una experiencia de lo imposible es porque nunca se da en presente sino que siempre está por-venir. Pero es precisamente la creencia en la venida de la justicia la que para Derrida hace posible la existencia del derecho. La justicia, más que una idea reguladora en sentido kantiano [43] que guiaría la aplicación y la teleología interna del derecho, se presenta en Derrida como perteneciente al ámbito de la creencia, e incluso a la de una «mesianicidad sin mesianismo» [44], al horizonte de una esperanza que sólo espera lo imposible, puesto que creer lo posible no sería creer. De este modo se hace depender el derecho, lo más reglado del mundo, lo más juicioso y racional a la hora de regular la acción, de un concepto de justicia imposible que siempre está por-venir. Que nunca esté presente, que sea siempre por-venir, esta inclinación hacia la apertura de lo venidero, es lo que vincula la justicia derridiana a la creencia. Para que la aplicación del derecho sea justa o para que el derecho sea algo abierto, susceptible de cambios inexcusables, es necesario que no se limite a aplicar reglas sino que haga intervenir en cada caso este poder instituyente de la justicia siempre por-venir que no se deja apresar en el poder instituido y presente del derecho.

Pero es obvio que el interés de Derrida por la justicia no se circunscribe a su relación aporética con el derecho. En realidad, el término justicia señala la apertura al acontecimiento no calculable, a la venida del otro, a lo por-venir nunca posible. La afirmación de la justicia frente al derecho es también la afirmación de una hiper-ética basada en el concepto kierkegaardiano de creencia que Abraham personifica. Si Deleuze cifraba el desafío ético contemporáneo en «estar a la altura del acontecimiento» [45], en Derrida se trata «simplemente» de «creer en el acontecimiento». Pero creer en el acontecimiento es todo lo contrario de esperarlo, predecirlo, neutralizarlo, o preformarlo. De ahí que Derrida intempestivamente se atreva todavía a hablar de fe, de «fe en la posibilidad de lo imposible»: «continúo creyendo en esta fe en la posibilidad de lo imposible y, en realidad, indecidible desde el punto de vista del saber, la ciencia y la conciencia que deben gobernar todas nuestra decisiones» [46]. Esta fe en la posibilidad de lo imposible es creencia en el por-venir de la justicia que excede el ámbito de lo predecible y de lo regulable. Vemos de este modo cómo Derrida, a través de una cierta relectura del Abraham de Kierkegaard, puede vehicular una hiper-ética o una hiper-política basada en un concepto de fe que se plantea como origen impensado, no sólo de toda decisión responsable, sino también de toda racionalidad ética y de todo derecho. Cuando Derrida afirma en «El mundo de las luces por venir» que: «esta exposición al acontecimiento incalculable, sería también el espaciamiento irreductible de la fe, del crédito, de la creencia sin la cual no hay vínculo social, interpelación al otro…» [47], está apuntando a que el «fundamento místico» que instituía el contenido mudo de toda decisión está ya siempre basado en una estructura de creencia. De creencia en lo imposible, dirá Kierkegaard; de creencia en la justicia, dirá Derrida. Este es el segundo giro que Derrida opera en Fuerza de ley: no sólo «la verdad supone la justicia», como afirma Levinas, es decir no sólo lo ético precede a los enunciados del saber, sino que la justicia supone la creencia en lo imposible, es decir, que la fe silenciosa como la que encarna Abraham precede y hace posible lo ético.

Cabe ahora retomar el hilo de la pregunta que iniciaba este recorrido: ¿es la historia de Abraham, tal y como tratan de pensarla Kierkegaard y Derrida, una justificación de la violencia irracional, sea religiosa o hiper-ética, frente a las normas éticas fundamentales que deben regular la acción? La respuesta es, tal y como se ha tratado de mostrar, voluntariamente compleja. De una parte es obvio que sí, no se trata de otra cosa, tanto en Kierkegaard como en Derrida, sino de «suspender lo ético», pero lo ético concebido, kantiana o hegelianamente, como el ámbito del deber, de la manifestación, del saber y del cálculo. El silencio de Abraham se justifica no por solipsismo irracional y obediencia beata, sino por encarnar otro concepto de lo ético que tiene la fe y el silencio en su centro y que en esta medida entiende la justificación discursiva como una irresponsabilidad. Lo irresponsable, lo tal vez moral pero no ético en sentido fuerte, consiste precisamente en decidir aplicando reglas, en calcular estratégicamente las consecuencias de la acción, en actuar por deber en lugar de por creencia. Lo que aporta la relectura de Derrida es que, en primer lugar, generaliza la situación de Abraham a la de cualquier agente. Derrida nos viene a decir que en realidad siempre hay un fondo irracional tras cualquier decisión razonable, siempre hay un «fundamento místico», incluso «la decisión de calcular no es del orden de lo calculable y no debe serlo» [48]. Por tanto, es vano acusar de irracional la propuesta kierkegaardiana, cuando, se admita o no, detrás de todo argumento aparentemente razonable hay un realizativo que es del orden de lo místico, es decir, como quería Wittgenstein, de lo ético. Pero en segundo lugar, no basta con reconocer la existencia de este realizativo previo a todo enunciado de saber, es necesario afirmarlo para cargarlo de consistencia, es necesario convertirlo en objeto de creencia —de creencia en la justicia, dirá Derrida— para que el cálculo y el saber, para que el derecho y la moral que se toma por ética, no desplieguen completamente su velo hasta hacer irreconocible su origen «místico». Que esto que Derrida llama «místico» o «justicia» y que Kierkegaard llama «fe» o «creencia en lo imposible» no sea interpretado de modo violento, que no acabe por justificar los actos más mezquinos, depende menos de la propuesta ética que aquí se ha tratado de exponer que de la mirada que se la quiera apropiar. Ciertamente, que en el corazón de esta propuesta more el silencio no facilita la defensa de esta posición frente a éticas «más inequívocas» u «objetivas». Pero hay que recordar en primer lugar que estas éticas también tienen un fundamento que no es del orden de lo calculable y que, en segundo lugar, es necesario mantener la apertura que supone esta idea de creencia o de justicia frente a la posibilidad de cerrarla «calculadamente». Derrida lo expresa del siguiente modo:

«Abandonada a ella misma, la idea incalculable y donadora de justicia está siempre lo más cerca del mal, por no decir de lo peor puesto que siempre puede ser re-apropiada por el cálculo más perverso. Siempre es posible y esto forma parte de la locura de la que hablábamos. Una garantía absoluta contra este riesgo sólo puede saturar o suturar la apertura de la apelación a la justicia, una apelación siempre herida» [49].

Esta proximidad del mal a la que aquí Derrida hace alusión es aquello mismo por lo que Kierkegaard trataba de distinguir la conducta silenciosa de Abraham del silencio de lo demoniaco estético, arguyendo precisamente el carácter estratégico y, por tanto, calculador de esta posición frente a la acción encarnada por Abraham. Tanto Kierkegaard como Derrida deben reconocer que la «suspensión de lo ético» acerca peligrosamente la propuesta ética que ambos tratan de formular a «aquello mismo contra lo que habría que actuar y pensar», como dice Derrida del texto de Benjamín aludido al inicio. Sin embargo esta proximidad y este riesgo son necesarios cuando de lo que se trata es de afirmar la justicia y la creencia. Sin este riesgo retornaríamos al ámbito clausurado del saber que lejos de ahuyentar lo irracional se funda en ello sin quererlo pensar. Lo que «garantiza» la interpretación «inequívoca», tal y como se querría para combatir los totalitarismos y los fundamentalismos más peligrosos, es también lo que sutura, clausura y calcula la apelación a la justicia y a la creencia, a la creencia en la justicia. Por tanto, para evitar los totalitarismos no es posible recurrir a lo que cierra en una totalidad aparentemente «objetiva» y sin fisuras. Tal vez demasiado «subjetivas», las éticas que Kierkegaard y Derrida tratan de pensar, al poner en el centro de la decisión responsable el silencio y la creencia, asumen el riesgo de esta apertura. Podría decirse entonces, desde esta perspectiva, que Abraham no puede hablar para que sea posible hablar, pero también, que Abraham no puede hablar para que sea posible la creencia en lo imposible. Sólo esta creencia muda puede prevenir a la ética de su conversión en moralidad, normatividad o saber calculable.

Laura Llevadot en dialnet.unirioja.es/

Notas:

25 Hay que hacer constar aquí que en el ámbito académico anglosajón se han argüido otras razones para explicar el silencio de Abraham. Así por ejemplo Kosch entiende el silencio de Abraham como un símbolo del mensaje oculto de la obra, el cual sería que la fe no puede ser enseñada; por su parte Mulhall arguye que el silencio de Abraham es una parábola del silencio inherente al lenguaje religioso y Lippitt que Abraham no es un paradigma de la fe. En la medida en que este debate no nos atañe aquí por su carácter marcadamente teológico que evita cualquier interpretación ética del silencio de Abraham remitimos a los textos donde se aborda esta discusión: KOSCH, M., «What Abraham Couldn’t Say», en Proceedings of the Aristotelian Society Supplementary Volume, n.º 82, 2008, pp. 59-78; LIPPITT, J., «What Neither Abraham nor Johannes de Silentio Could Say», en Proceedings of the Aristotelian Society Supplementary Volume, n.º 82, 2008, pp. 79-99; MULHALL, S., Inheritance and Originality: Wittgenstein, Heidegger, Kierkegaard, Oxford, Oxford University Press, 2001.

26    DERRIDA, J., Dar la muerte, p. 63.

27   LOTZ, C., «The Events of Morality and Forgiveness: From Kant to Derrida», en Research in Phenomenology 36 (2006), p. 264 (pp. 255-273).

28   La referencia a una «ética segunda» en la obra de Kierkegaard aparece ya insinuada en Temor y temblor (TT, 96/SKS, 162), pero es tematizada explícitamente en la introducción a El concepto de angustia (trad. Demetrio Gutiérrez, Guadarrama: Madrid, 1965, p. 56/SKS, 328 y ss.) y será desarrollada en Las obras del amor (trad. Demetrio Gutiérrez, Guadarrama, Madrid, 1965). No es el lugar aquí para desarrollar un estudio pormenorizado de esta ética segunda que «suspende la ética», puesto que el objeto de este texto es únicamente el lugar que el silencio ocupa en ella. Remitimos para una aproximación más detallada a: GRØN, A., «Anden etik», en Studier i Stadier. Søren Kierkegaard Selskabets 50-års Jubilæum, Editors: Joakim Garff, Tonny Aagaard Olesen, Pia Søltoft, CA. Reitzels Forlag, Compenhaguen, 1998, p. 86 (75-87).

29    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 34.

30    DERRIDA, J., Fuerza de ley, pp. 60-61.

31    C. Lotz ensaya una interpretación diferente que trata de acercar la moral kantiana a la propuesta ética de Derrida. Así afirma en su artículo: «The categorical imperative, seen from this point of view, is not a principle that has explanatory and legitimizing power; rather, it is beyond expression and explanation. The act of morality, similar to Kierkegaard`s leap of faith, cannot be expressed, since every act of expression is necessarily dependent upon the universal structure of language. Since the moral act constitutes ourselves as a singular, as a solus ipse, it cannot be described in and through language. (…) It is as if the categorical imperative remains “hidden”, and, as Kant remind us, “incomprehensible”. In this way, the moral agent’s self remains, as Derrida puts it, a “secret” (GD, 59)», en «The Events of Morality and Forgiveness: From Kant to Derrida», op. cit., pp. 261-262. Sin embargo, no es seguro que Derrida estuviera de acuerdo con esta interpretación, y cabría al menos matizarla. De un lado es cierto que Derrida admira el concepto kantiano de «dignidad incalculable» que aparece en La metafísica de las  costumbres  (ver DERRIDA, J., «El mundo de las luces por venir», en Canallas.  Dos ensayos sobre la razón, Trotta, Madrid, 2005, pp. 161 y ss.), pero por otro, Derrida no dejará de argüir contra Kant que su moral, la de La crítica de la razón práctica, está basada en un modelo de deber y de cálculo (ver DERRIDA, J., Dar la muerte, p. 66), y le recrimina la imposibilidad de guardar secreto alguno en su defensa de la hospitalidad, pues Kant, según Derrida, «introduce a la policía en todos lados», en DERRIDA, J., La hospitalidad, Ed. La Flor, Buenos Aires, 2006, p. 71. La relación entre Kant y Derrida en lo que respecta a la ética merecería sin duda un análisis más detallado que aquí no es posible exponer.

32    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 39.

33    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 33.

34    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 62.

35    DERRIDA, J., «Fe y saber», en El siglo y el perdón seguido de Fe y saber, p. 121.

36    Derrida se refiere a un texto de Levinas en el que éste supedita el lenguaje y la verdad de los enunciados a la relación primordial entre el yo y el otro, pero Levinas concibe dialógicamente dicha relación de modo que el lenguaje, o el «Decir» acaba por constituir la relación misma. Ver LEVINAS, E., Totalité et infini. Essai sur l’exteriorité, Kluwer Academic, Paris, 2003, pp. 90-104.

37    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 34.

38    WITTGENSTEIN, J. L., Conferencia sobre ética, traducción de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 1989, pp. 35 y ss.

39    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 39.

40    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 39.

41    Algunos intérpretes han señalado también esta coincidencia de planteamientos entre ambos autores. Así, por ejemplo, DOOLEY, M., The politics of Exodus. Søren  Kierkegaard’s  Ethics of Responsibility, Fordham University Press, New York, 2001, pp. 219 y ss.

42    Para un análisis de este concepto de justicia, ver BALCARCE, G., «Modalidades espectrales: vínculos entre la justicia y el derecho en la filosofía derridiana», en Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XIV (1-2, 2009), pp. 23-42.

43    Derrida rechaza explícitamente esta interpretación en Fuerza de ley, p. 59.

44    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 59

45    DELEUZE, G., Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 1989, p. 158.

46    BORRADORI, G., Philosophy in a Time of Terror, p. 115.

47    DERRIDA, J., Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Trotta, Madrid, 2005, p. 183.

48    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 55.

49    DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 64.

Laura Llevadot

1.       Abraham en una época de terror

La historia es conocida. Abraham ha escuchado la llamada de Dios que le pide el sacrificio de su hijo Isaac, el hijo de la promesa. A pesar de ser lo que más ama en el mundo, porque fue lo más esperado y lo más deseado, Abraham se dirige obediente hacia el monte Moria dispuesto a sacrificar a su hijo. En el momento de levantar el cuchillo, justo cuando se dispone a matar a Isaac, Dios interrumpe la escena y le brinda un carnero que será la ofrenda en sacrificio que sustituya a Isaac. Abraham ha tenido fe y Dios le ha recompensado. Todo no fue más que una prueba, ¿una prueba?

Kierkegaard dedica uno de sus textos más bellos y complejos [1] a tratar de explicar por qué esta historia bíblica no escenifica simplemente una prueba. Temor y temblor [Frygt og Bæven, 1843] trata de desentrañar la verdad que encierra la terrible historia de Abraham, la fábula de un padre dispuesto a ofrecer su propio hijo en sacrificio, una verdad que implica la prioridad de lo religioso sobre lo ético. La «suspensión de la ética» [Suspension af det Ethiske] (SKS 4, 148/TT, 77) es la noción que permitirá revelar el verdadero conflicto ante el que se encuentra Abraham y su necesidad de ir más allá de lo normativo. Abraham pone la fe por encima de la convención moral, prioriza su fe en Dios ante la exigencia ética del «no matarás». Por ello Abraham recibe el nombre de «padre de la fe», o como dice Kierkegaard, Abraham encarna al «caballero», el «caballero de la fe» (TT, 109/SKS 4, 171) capaz de superar, a través de un gesto inaudito, la posición ética.

No sorprenderá entonces que esta obra de Kierkegaard haya sido objeto de las más severas críticas. Acusado de irracionalismo, de filosofar con el martillo, de poner en peligro la relación ética que debe siempre mediar entre hombre y hombre, Kierkegaard será objeto de un cierto rechazo generalizado, y de un tratamiento específico aunque no menos crítico por parte de autores de prestigio tales como Buber o Levinas. Ya en un texto de 1963 titulado «Éthique et Existence» Levinas ensayaba una lectura crítica de Temor y temblor donde advertía de los peligros de este privilegio de lo religioso sobre lo ético:

«La violencia nace en Kierkegaard en el preciso instante en que la existencia, al rebasar el estadio estético, no puede quedarse en lo que toma por estadio ético cuando entra en el estado religioso, dominio de la creencia. Ésta ya no se justifica hacia fuera, e, incluso dentro, es a la vez comunicación y soledad y, por ello, violencia y pasión. Así comienza el desprecio por el fundamento ético del ser» [2].

El argumento de Levinas en este artículo es el siguiente: si bien Kierkegaard tiene el mérito de haber opuesto a la falsedad totalitaria del sistema hegeliano la afirmación de la singularidad irreductible, en este caso encarnada por la figura de Abraham, Kierkegaard yerra ahí donde dicha singularidad se atrinchera y se encierra en sí misma separándose de toda relación ética con la comunidad. El hecho de que Kierkegaard insista en que «Abraham no puede hablar» (TT, 151/SKS 4, 201) muestra cómo la afirmación de la singularidad en su relación individual con lo absoluto cierra al sujeto toda posibilidad de restablecer una comunicación ética con sus semejantes: «La verdad que sufre no abre al hombre a los otros hombres, sino a Dios en la soledad» [3]. La fe religiosa que Kierkegaard defiende, al parecer de Levinas, aísla al sujeto en su silencio y lo separa de aquellos a quienes debería amar, aquellos que son, para Levinas, el Otro a quien se le debe prioridad sobre la libertad espontánea del yo.

Unos años antes Buber argüía una crítica semejante. La acción de Abraham, tal y como es presentada en Temor y temblor «suprime la inmoralidad de lo inmoral» [4]. Buber puede aceptar que Abraham, con su acción, suspenda el ámbito de lo ético, pero lo que no puede admitir es que, justamente por ello, Abraham se presente como un modelo a seguir. Abraham es una excepción y debe permanecer como tal. No puede presentarse a Abraham, tal y como hace Kierkegaard, como un ejemplo a imitar, sino que bien al contrario, lo que Dios, según Buber, pide al hombre normal, y no excepcional, es «lo ético básico» [5].

No se tratará aquí de refutar la crítica que Buber y Levinas dirigen a Kierkegaard, no vale la pena dedicarse a medir sus posibles errores de lectura en la interpretación de un texto tan complejo como el que aquí nos atañe [6]. Bastará por el momento señalar que este tipo de lectura es siempre posible, que un texto como Temor y temblor sigue permitiendo esta suerte de interpretaciones. El nombre de Kierkegaard, como el de Nietzsche, sobrevive al «querer-decir» del autor, y el «querer-decir» no es nunca, como señala Derrida [7], el criterio de verdad que permite interpretar correctamente un texto. Por tanto, tan vano resulta defender el texto de Kierkegaard a partir de un supuesto querer-decir extra-textual que contradiría estas interpretaciones, como reprocharles un error de lectura atendiendo a una supuesta objetividad del texto, a una lectura modélica y fidedigna que pondría en cuestión estos juicios demasiado apresurados. Lo que nos interesa aquí, por el contrario, es atender a esta problemática que Buber y Levinas han sabido ver. Prueba de que esta problemática sigue abierta, de que Kierkegaard sigue planteándonos un enigma a resolver, son las advertencias que nos dirigen algunos autores contemporáneos [8] sobre la peligrosidad de Temor y temblor, las cuales todavía importunan nuestra sosegada lectura de este texto. Incluso la brutalidad de lo fáctico parece mostrar a través de los últimos acontecimientos mediático-mundiales que esta historia bíblica que fascinó a Kierkegaard encierra un regalo envenenado en su seno que habría que saber tratar. Así por ejemplo cuando uno de los terroristas suicidas que atentaron contra las Torres Gemelas reivindica en una carta abierta la herencia abrahánica que le inspira [9]. Por ello ni siquiera se escapan de esta inclemente prudencia los académicos más postmodernos que han tratado de llevar a cabo una lectura conjunta de la filosofía kierkegaardiana y la postrera ética de Derrida, algo que también aquí quisiéramos intentar. Incluso en este contexto favorable a una interpretación menos inquisidora de la relectura kierkegaardiana de la historia de Abraham podemos leer: «este es claramente uno de los puntos débiles de la ética de Kierkegaard y Derrida, que son demasiado subjetivas, y no suficientemente inequívocas para resistir la presión de las religiones e ideologías autoritarias (sean fundamentalistas o totalitarias)» [10]. Y el autor de estas líneas —en una obra, cabe insistir, dedicada al pensamiento de Kierkegaard y Derrida— se decanta seguidamente por la ética comunicativa de Habermas.

¿Qué quiere decir «demasiado subjetiva» cuando se trata de caracterizar una ética? ¿Por qué el autoritarismo, el fundamentalismo y el totalitarismo deberían ser combatidos desde posiciones «más objetivas», más «inequívocas»? No es el propósito de este trabajo el dar rienda suelta a las lecturas más o menos fáciles que se pueden hacer de una obra como Temor y temblor, pero tampoco se trata de rechazar en bloque este tipo de críticas por pereza o temor a pensar algo que no quisiera ser pensado. Se trata más bien de ver en el estatuto conflictivo de este texto algo que probablemente está también en la discusión entre Habermas y Derrida tras los acontecimientos del 11-S [11], a saber: la oposición entre una ética basada en las posibilidades conciliadoras del lenguaje y el diálogo, y la posibilidad de una «ética más allá de la ética», una ética que requiere el silencio vinculado a la «suspensión teleológica de la ética», y que Kierkegaard y Derrida han tratado de pensar.

Si se ha optado aquí por empezar recordando los peligros y malentendidos en los que pueden derivar ciertas lecturas de la historia de Abraham y de su reinterpretación por parte de Kierkegaard, no es ni para concederles legitimidad ni para iniciar una defensa aferrada de lo que Kierkegaard «realmente» quiso decir, sino para tener en cuenta la posibilidad de algo que, por ejemplo, Derrida reconoce en su lectura de un texto de W. Benjamin a propósito del cual afirma:

«Es en ese punto cuando este texto, a pesar de toda su movilidad polisémica y todos sus recursos de inversión, me parece finalmente que se asemeja demasiado, hasta la fascinación y el vértigo, a aquello mismo contra lo que hay que actuar y pensar, contra lo que hay que hacer y hablar» [12].

Aquí Derrida se está refiriendo a un texto de Benjamín sobre la violencia [Para una crítica de la violencia, 1921] en el que el joven Benjamín trata de distinguir entre una violencia divina fundadora y una violencia mítica de origen griego que sería meramente conservadora, entre una violencia judía legítima y una violencia griega ilegítima. Sin tratar de forzar demasiado la analogía, el texto de Kierkegaard que aquí nos atañe es también un texto sobre la violencia, el cual puede ser leído, ciertamente, como una justificación de la violencia religiosa, pero que al menos exige otro tipo de lectura. Podría decirse que Temor y temblor es, como el texto de Benjamín, un texto ambiguo, complejo, pero que trata de distinguir también entre una violencia judeo-cristiana, la violencia que Abraham encarna y que funda una nueva ética más allá de la ética, y la violencia inherente aunque inconfesada de la ética al uso, de una ética de origen griego que todavía resuena en las apelaciones al diálogo del discurso de Habermas. Lo que aquí se tratará de argumentar es pues la viabilidad de una interpretación de la historia abrahánica que abra la posibilidad de una ética más allá de la violencia que la ética encierra, una ética en cuyo centro el silencio juega un papel esencial. La lectura conjunta de Temor y temblor de Kierkegaard y de Fuerza de ley de Derrida ha de ayudarnos en esta tarea. Tal vez la historia de Abraham levantando el cuchillo ante la mirada aterrada de su hijo Isaac tenga todavía, aún en una época de terror, algo que enseñar. Pero cabe asumir también que quizás Temor y temblor, así como nuestra propia lectura de Kierkegaard y Derrida, se asemeje todavía demasiado, como el texto de Benjamín, a aquello mismo contra lo que habría que actuar y pensar. Trataremos de movernos en el filo de esta apertura.

2.       La suspensión de la ética

¿Qué es la «ética» en Temor y temblor? ¿Cuál es la ética que la acción de Abraham suspende? ¿Qué entiende Kierkegaard-Johannes de silentio por ética cuando hace que el ámbito de lo religioso la exceda y la sobrepase legítimamente? La parte dialéctica de la obra está estructurada en tres problemas [Problemata] fundamentales que tratan de dar respuesta a esta cuestión. El primer problema: «¿Se da una suspensión teleológica de la ética?» se plantea en los siguientes términos: «la ética es, en cuanto tal, lo general [det Almene]» (TT, 77/SKS, 148) y o bien se da «la paradoja según la cual el individuo está por encima de lo general» (TT, 79/SKS, 149), o bien Abraham es un asesino. El segundo problema: «¿Se da un deber absoluto para con Dios?» plantea la cuestión bajo nuevos términos: o bien se da una situación en la que «la interioridad es superior a lo externo» (TT, 95/SKS, 161), y existe un deber absoluto en el que «el individuo en cuanto tal se relaciona absolutamente con lo absoluto» (TT, 96/SKS, 162) de modo tal que el deber absoluto es previo y prioritario respecto al deber para con lo general o bien «Abraham está perdido» (TT, 97/SKS, 162).

En ambos problemata (dejaremos el análisis del tercero para más adelante) la ética se vincula a «lo general», «lo externo», y al «deber relativo», esto es, al deber para con «lo general externo». En su primera acepción, la ética definida como lo general, puede entenderse en sentido kantiano. La ética es, kantianamente, lo que vale para todos, el imperativo que aún siendo formal no permite ni excepciones ni intereses particulares. No dejarse determinar por objeto empírico alguno, no sucumbir a la inclinación o el interés particular, actuar según la universalidad de la razón, es para Kant, el requisito indispensable de toda acción moral.

«Lo general» señala aquí, por tanto, la universalidad de la razón que debe guiar la acción. Desde este punto de vista la acción de Abraham es no sólo inmoral sino que lo es por ser irracional. Irracionalmente, de manera inmoral pues, Abraham parece privilegiar su punto de vista individual sobre la razón general [13]. La crítica hegeliana a esta comprensión de la moralidad no modifica el punto de vista que Kierkegaard quiere someter a prueba en este texto. Si para Hegel la moral kantiana no sólo es meramente formal, sino que además aísla la subjetividad haciéndola creerse separada de la realidad efectiva, para Kierkegaard dicha subjetividad, por el contrario, no está suficientemente aislada. Hegel critica el imperativo categórico kantiano por permitir que la subjetividad se mantenga libre de todo vínculo con la realidad, que le baste con la intención, para determinar su acción como «moral» al margen de todo resultado. De ahí que Hegel considere necesario pasar de la moralidad [Moralität] a la eticidad [Sittlichkeit], siendo la eticidad la realización efectiva de la libertad moral en las instituciones, en la realidad social. La familia, la sociedad, el estado, devienen en Hegel, como es sabido, el marco efectivo para la realización positiva de la moralidad. Desde el punto de vista hegeliano no sólo es necesario liberarse de los impulsos naturales y la inclinación, cosa que ya proporcionaba el formalismo de la moralidad kantiana, sino también de la «subjetividad abstracta» condenada a vivir en el abismo que separa al «ser» del «deber ser» [14]. Por tanto, la determinación de «lo general» que en Kant señalaba la universalidad de la razón, se amplía aquí al ámbito de las instituciones, de la sociedad, de la realidad efectiva como marco de realización de toda acción, como ámbito del ser en el que el deber debe concretarse. Pero sin duda también desde este punto de vista Abraham «suspende la ética» en la medida en que no se somete a las leyes e instituciones que según Hegel deben regir la vida de los individuos para poder ser libres y morales. De ahí que Kierkegaard cite explícitamente a Hegel en este texto: «Si todo lo anterior es verdadero, entonces Hegel (…) tiene razón al considerar esta determinación como una forma moral del mal» (TT, 78/SKS, 148-149). La determinación a la que aquí Kierkegaard se refiere es precisamente a aquella que pone al individuo por encima de lo general [15], esto es aquella que según Kierkegaard define la fe como paradoja. Tanto desde el punto de vista de la moralidad kantiana como desde el punto de vista de la ética hegeliana, Abraham es un asesino, puesto que no actúa según los dictados universales de la razón y rompe con al ámbito institucional que debería permitir la realización de su libertad. «Levantar el cuchillo contra Isaac» es algo que ninguna concepción ética parece permitir.

Kierkegaard trata de mostrar la posibilidad, al mismo tiempo imposible, de comprender la acción de Abraham, toda vez que se ha asumido que el ámbito de inteligibilidad de dicha acción no lo proporciona la ética sino la fe. Ahora bien, ¿qué es la fe? Si desde el punto de vista religioso Abraham no es un asesino sino el «padre de la fe», no es sólo porque ponga al individuo por encima de lo general, porque privilegie irracionalmente el punto de vista subjetivo por encima del de la comunidad. La afirmación de la individualidad por encima de la generalidad viene acompañada, tal y como trata de expresarlo el segundo problemata, de un deber absoluto que suspende los deberes relativos para con la comunidad. Para mostrarlo Kierkegaard analiza otros casos en los que también la individualidad se afirmó por encima de la generalidad de modo tal que se suspendió el deber (el deber de no matar, y el de no matar al propio hijo especialmente). Son casos como el de Agamenón, capaz de sacrificar a su hija Ifigenia, con el fin de invocar al viento que ha de llevar sus naves a puerto. Ciertamente aquí Agamenón suspende el deber, el deber de amar a su hija, el deber de no matar. Pero no lo hace por fe, sino por otro deber superior al deber que sacrifica: su deber para con la ciudad, el estado, lo que Kierkegaard llama «la generalidad». La acción de Agamenón no sale así del ámbito de la ética. «La ética incluye dentro de su propio campo diversos grados» (TT, 81/SKS, 151). Se trata aquí de una ética trágica que se diferencia de la kantiana y de la hegeliana en la medida en que sí admite la subordinación de la subjetividad ética a un deber superior, la oposición del individuo a las normas generales. Sin embargo, como afirma Kierkegaard-Johannes de silentio, la acción trágica no tiene nada que ver con la acción de Abraham ya que:

«Quien reniega de sí mismo y se sacrifica al deber renuncia a lo finito para alcanzar lo infinito y no le falta seguridad. El héroe trágico renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto, y la mirada del que contempla sus hazañas reposa confiada y tranquila en las mismas. Pero, por contraste, ¿qué hace quien renuncia a lo general por una cosa superior que no es lo general?» (TT, 85/SKS, 153-154).

A diferencia de Agamenón, Abraham no levanta el cuchillo sobre Isaac para salvar a su pueblo, «exaltar la idea del Estado o colmar la cólera de los dioses irritados» (TT, 84/SKS, 153). No renuncia al deber por otro deber superior, sino por lo que Kierkegaard llama aquí el «deber absoluto», que no es otro que «el deber de creer», un deber superior a lo general. En la acción trágica hay una subordinación del acto transgresor a una suerte de saber. Como dice Johannes de silentio, el héroe trágico «renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto». Agamenón, a diferencia de Abraham, sabe cuáles serán las consecuencias de su acción. Sabe que si sacrifica a Ifigenia los dioses, a cambio, le serán favorables. Sabe que a pesar de lo terrible de su acción, sus motivaciones serán comprendidas por sus conciudadanos e incluso se le agradecerá el sacrificio, su hazaña podrá ser «contemplada». Sabe que sacrificando su amor finito por Ifigenia ganará lo infinito, gloria y reconocimiento por parte de lo general. Por el contrario Abraham no sabe nada, y en eso consiste la fe. Abraham no sólo no sabe qué sucederá cuando sacrifique a Isaac, sino que tampoco sabe por qué debe sacrificarlo. No entiende el qué ni el porqué de su acción, puesto que Dios no informa de sus razones. En la historia de Abraham nadie sabe nada, ni Abraham cuando se dirige al monte Moria ni Isaac, a quien su padre no puede hablar. Y, sin embargo, Abraham cree, tiene fe. Pero, de nuevo, ¿qué es la fe?, ¿qué es lo que cree Abraham? Kierkegaard es clarísimo al respecto: Abraham cree lo imposible, que es el único modo de creer:

«Durante todo el tiempo del viaje tuvo fe; creyó que Dios no le exigiría a Isaac, aunque estaba dispuesto a ofrecérselo en sacrificio si ese era el designio divino. Creyó en virtud del absurdo, porque todo aquello no tenía nada que ver con los cálculos humanos. Y el absurdo consistía en que Dios, que le reclamaba el sacrificio de Isaac, revocaría después esta exigencia. (…) Abraham creyó, creyó que Dios no le exigiría a Isaac. Sin duda que quedó sorprendido con el desenlace, pero en un santiamén había ya recobrado su estado primitivo mediante un doble movimiento y, por ese mismo motivo, recibió a Isaac con mayor alegría que la primera vez» (TT, 53/SKS, 131).

Si Abraham es capaz de andar el camino hacia el monte Moria, poner a Isaac sobre la pila y levantar el cuchillo no es por obediencia irracional al mandato divino ni por obtener un beneficio que compensaría lo sacrificado, sino por creer en todo momento y hasta el final que Isaac le será devuelto, que Dios finalmente no le exigirá a Isaac en sacrificio. Abraham hace el «doble movimiento»: renunciar a lo que más ama en el mundo —sacrifica a Isaac— y creer «en virtud del absurdo» que, a pesar de todo, lo sacrificado le será devuelto. Es precisamente este deber absurdo y absoluto, el deber de creer contra toda expectativa razonable, contra todo cálculo humano, lo que hace a Abraham heterogéneo a la ética. ¿Por qué Abraham hace lo que hace si no sabe ni entiende el porqué? Porque cree, sólo porque cree. Porque cree contra el saber, que es la única manera en que es posible creer. La historia de Abraham escenifica «la experiencia de la fe, del creer o de un crédito irreductible al saber» [16], dirá Derrida. Es esta creencia en virtud del absurdo, este deber absoluto que es el deber de creer contra toda expectativa razonable, la que implica la suspensión de la racionalidad y el saber, la suspensión, por tanto, de lo que tanto los griegos, como Kant y Hegel entendieron bajo el nombre de «ética».

Desde esta perspectiva pueden contestarse algunas de las objeciones que se dirigen contra la enseñanza abrahámica tal y como Kierkegaard la presenta. En primer lugar, la crítica que Buber esgrimía contra esta manera de leer el texto bíblico era que la suspensión de lo ético que Abraham encarna podía alentar a los peores fanatismos e idolatrías. Es en realidad la misma crítica que todavía hoy, desde posiciones diversas [17], se sigue dirigiendo a esta lectura kierkegaar, diana de la acción de Abraham. Sin embargo, Buber se interna en los vericuetos más espinosos de esta historia para complicar su interpretación: ¿Y si no es la voz de Dios la que se dirige a Abraham? ¿Y si no fuera Dios quien le pidiera a Abraham a su hijo Isaac en sacrificio sino solamente uno de sus imitadores, un Moloch que «imita la voz de Dios»? ¿Cómo puede estar seguro Abraham de que es divino y no satánico el mandato al cual obedece?:

«Pero Kierkegaard presupone aquí algo que no se puede presuponer en el mundo de Abrahán y mucho menos en nuestro mundo, pues no se da cuenta de que la problemática de la decisión de fe presupone la problemática del oír mismo: ¿De quién es esa voz que se oye? Para Kierkegaard, debido a la tradición cristiana en la que ha crecido, es evidente que quien exige el sacrificio no es sino Dios. Pero para la Biblia, al menos para el Antiguo Testamento, esto no es evidente sin más. En realidad, una cierta «instigación» para cometer una acción prohibida se atribuye a Dios en un pasaje (2S 24, 1) y a Satán en otro (1Cro 21, 1). (…) Por consiguiente, cuando se trata de la «suspensión» de lo ético se plantea, pues, la cuestión de las cuestiones, que es la antesala de cualquier otra, a saber: si se es realmente interpelado por el Absoluto o por alguno de sus imitadores» [18].

Cuando Buber sitúa la problemática de la acción de Abraham en el momento de la escucha, en el mandato divino, está centrando todo el problema en la cuestión de la obediencia [19]. Desde este punto de vista, la problemática de los dobles, del simulacro, de lo demoniaco, debe aparecer, puesto que nunca se estará seguro de haber entendido bien, de haber sido interpelado legítimamente, de haber oído realmente las palabras de Dios y no las de un imitador —hoy se diría las de la propia mente enferma, Dios como alucinación—. Sin embargo la lectura kierkegaardiana nos aparta de este falso problema, puesto que no plantea en ningún caso que Abraham actúe por obediencia sino por fe. Hay una diferencia radical entre la obediencia y la fe. Abraham no obedece a una autoridad por ser autoridad, sino porque cree en virtud del absurdo que aquello que se le manda hacer será de algún modo revocado, cree que la autoridad se desautorizará, que Dios se retractará. Este es el objeto de la creencia que supera con creces la obediencia. De hecho, a pesar de que Buber reprocha a Kierkegaard que su lectura cristiana no le haya permitido ver la problemática de la autenticidad de la voz divina, en realidad Kierkegaard sí contempló esta posibilidad. En los Papirer Kierkegaard anota una variación de la historia de Abraham que no incluyó en el capítulo introductorio de Temor y temblor, donde ensaya distintas versiones de esta historia. La variación a la que nos referimos plantea precisamente la posibilidad de que Dios haya gritado a Abraham que se detenga, justo en el momento de levantar el cuchillo. Abraham, sin embargo, no lo oye, cree que se trata de la voz de la tentación, y mata a Isaac. Dios, sin embargo, le perdona y le devuelve a Isaac, pero «Abraham no le mira ya con alegría: este no es Isaac» [20]. Esta versión, que cabe insistir, no es la que Kierkegaard defiende en Temor y temblor, centra ciertamente la cuestión en la obediencia: en esta variación Abraham «no oye» bien, en el último momento confunde la voz de Dios con la «voz de la tentación», que es la voz de la ética según Kierkegaard. Piensa que la orden de detenerse corresponde a la ética y no a Dios, y por tanto la desoye, no la escucha, porque ante todo quiere obedecer. Esta versión plantea pues la posibilidad de que Abraham pierda la fe precisamente por querer ser demasiado obediente. Pero que fe y obediencia no son lo mismo, que de hecho parecen contradecirse la una a la otra, se deja apreciar especialmente en una de las variaciones que sí aparecen en la introducción de Temor y temblor. Se trata de la segunda variación en la que Abraham hace lo que debe, no le dice nada a Isaac durante el viaje, Dios le ofrece el carnero en sacrificio y salva de este modo a Isaac. Es decir, todo ocurre como ocurre en realidad en la historia bíblica, y sin embargo Abraham pierde la fe:

«Sin despegar para nada los labios, preparó el altar del holocausto, ató a Isaac, lo puso encima de la leña y, callado como siempre, cogió el cuchillo. Entonces vio el carnero que Dios había proveído, lo sacrificó y regresó a su casa. Desde ese mismo día en adelante Abraham fue sólo un viejo y nunca pudo olvidar lo que Dios había exigido de él» (TT, 29/SKS, 109).

En esta variación del tema todo ocurre como es debido y, sin embargo, Abraham pierde la fe, no puede perdonar a Dios lo que le ha exigido, no puede perdonarse a sí mismo haber tratado de sacrificar a Isaac. ¿Por qué? Porque en esta versión Abraham actúa por deber, sólo por deber, por obediencia. Hace lo que Dios le pide, pero no tiene fe, no cree en virtud del absurdo que Isaac le será devuelto. Por eso cuando Dios le devuelve a Isaac no puede alegrarse, como tampoco lo hacía en la versión en que Dios le perdonaba no haberle escuchado en el momento en que le mandó detenerse. Es la obediencia la que debe plantearse a quién obedecer, la que debe asegurarse la legitimidad de la autoridad a la que se decide obedecer. Pero a la fe no debe preocuparle «quién» habla, porque cree en virtud del absurdo que es Dios quien habla, y también cree en virtud del absurdo en la revocación de lo que se le manda hacer. Así pues, la peligrosidad que Buber atribuye a la historia de Abraham en la medida en que podría inducir a fanatismo, se debe a que vincula la acción de Abraham a la problemática de la obediencia, y el fanatismo ciertamente tiene que ver con la cuestión de un obedecer «más allá de la ética». Pero no es ésta la suspensión de lo ético que se plantea en Temor y temblor. La creencia que Kierkegaard aquí defiende contra la ética es la creencia en esta vida, la creencia en lo imposible más allá de todo obedecer.

La segunda de las objeciones, relacionada también con la cuestión que Buber plantea tan claramente, es la que vincula la acción de Abraham con las acciones terroristas del 11-S, o con las acciones de los mártires musulmanes en general. ¿Puede considerarse la lectura kierkegaardiana de la historia de Abraham como una legitimación de las acciones terroristas que se comprenden a sí mismas como actos de fe más allá de las constricciones de la ética? La triple herencia abrahámica que comparten las religiones del libro puede inducir a pensar en una justificación kierkegaardiana de las acciones sacrificiales en su vertiente político-religiosa. Sin embargo, si algo enseña la narración de la historia de Abraham que nos ofrece Temor y temblor es precisamente a distinguir la acción fiduciaria de la acción ética. Las acciones terroristas, se revistan o no de un discurso religioso que las legitime, se inscriben en el seno de la ética trágica que Kierkegaard ejemplifica con el caso de Agamenón. Indudablemente, el mártir pone por encima del «deber general», del deber de no matar, un deber superior, más alto. Puede incluso dar la propia vida y dar la muerte a los otros en virtud de un alto deber, pero no se trata en caso alguno del deber absoluto, del deber de creer. El mártir, da y se da la muerte a sí mismo, para «exaltar a su pueblo», para «exaltar el estado» que probablemente no tiene todavía, o para asegurarse el cielo. El mártir «renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto», diría Kierkegaard, sabe por qué actúa, sabe las consecuencias de su acción, y sobre todo sabe que será comprendido por los suyos. Pero no es eso lo que enseña Abraham, bien al contrario. Dar la propia vida, aunque sea matando, no es en absoluto un acto de fe, sino precisamente la tentación ética en la que Abraham no cae. De hecho esta posibilidad es contemplada por Kierkegaard en Temor y temblor:

«Si Abraham hubiese dudado, habría obrado de manera diferente y realizado, a los ojos del mundo, algo grande y glorioso (…) Se habría dirigido al monte Moria, partido leña, encendido la pira y sacado el cuchillo. Y en ese mismo instante le habría gritado a Dios: ¡No desprecies este sacrificio, Señor! (…) Se habría clavado el cuchillo en su pecho. En este caso Abraham sería la admiración del mundo entero y su nombre tampoco sería olvidado. Mas una cosa es ser admirado y otra muy distinta ser la estrella que guía y salva al angustiado» (TT, 38/SKS, 117).

Lo que nos enseña la historia de Abraham es que la fe no consiste nunca en un auto-sacrificio, en darse muerte o «morir matando». Si Abraham hubiera escogido esta opción, darse a sí mismo en sacrificio, se hubiera convertido en un héroe trágico, hubiera sido comprendido por sus conciudadanos y hubiese alcanzado lo infinito, pero de este modo sólo habría demostrado que no tenía fe, fe en lo finito, fe en Isaac, en esta vida. La fe consiste, como dirá Derrida, en «dar la muerte», dar la muerte a lo que más se ama —y no a uno mismo—, pero sólo porque se cree en virtud del absurdo que lo amado no será nunca sacrificado. Esta es la distancia insalvable que separa la enseñanza de Abraham, tal y como Kierkegaard la presenta, de cualquier acción terrorista, por definición ético-política, por más que se revista con los ropajes de la religiosidad. En este sentido la postura de Kierkegaard se muestra suficientemente inequívoca como para «resistir la presión de las religiones e ideologías autoritarias (sean fundamentalistas o totalitarias)», tal y como parece exigir el pensamiento actual [21].

La tercera objeción a la suspensión de lo ético que la decisión de Abraham entraña, la que Levinas dirige a Kierkegaard cuando le reprocha confundir lo ético con el ámbito de la generalidad, requiere una mirada más atenta a la cuestión del silencio de Abraham. Levinas replica lo siguiente: «Pero no es cierto en modo alguno que lo ético esté donde él lo ve. Lo ético como conciencia de una responsabilidad para con el otro […] lejos de extraviarnos en la generalidad, nos singulariza, nos planta como individuo único, como Yo» [22]. De hecho, el lugar donde Levinas sitúa el ámbito de lo ético —en la relación singular en la que el yo es apertura al otro, respuesta a la demanda del otro que Levinas simbolizará con el «heme aquí», con el que el yo responde a la llamada— es en realidad el mismo lugar donde Kierkegaard está situando lo religioso en Temor y temblor. Abraham, como el yo al que Levinas aspira, responde a la llamada del otro —sea Dios o un imitador— con el «heme aquí» de la fe. Es decir, Abraham responde a través de una acción fiduciaria que Levinas entendería como relación ética [23]. Así mismo lo ha captado Derrida cuando explicita dicha relación asimétrica entre Kierkegaard y Levinas del siguiente modo:

«Ni uno ni otro pueden asegurarse un concepto consecuente de lo ético ni de lo religioso ni, sobre todo y por consiguiente, del límite entre ambos órdenes. Kierkegaard debería admitir, como recuerda Levinas, que lo ético es también el orden y el respeto de la singularidad absoluta, y no solamente el orden de la generalidad o de la repetición de lo mismo. No puede por tanto distinguir tan fácilmente entre lo ético y lo religioso. Pero, por su parte, tomando en cuenta la singularidad absoluta, es decir, la alteridad absoluta en su relación con el otro hombre, Lévinas ya no puede distinguir entre la alteridad infinita de Dios y la de cada hombre: su ética es ya religión» [24].

Si como afirma Derrida, la ética de Levinas es ya religión y el ámbito de lo religioso es ético, cabe entonces preguntarse acerca de la especificidad de lo ético que caracterizaría esta experiencia de la fe que Abraham encarna. De hecho, la apuesta de Derrida en Dar la muerte será precisamente la de leer la excepcionalidad religiosa de Abraham como la estructura cotidiana de la acción ética, pero de una ética que, a pesar de todo, «suspende la ética». Es decir, que Derrida al leer a Kierkegaard para contestar a Levinas, invoca una «ética más allá de la ética», una ética que suspendería tanto el ámbito de la moral kantiana, como el de la eticidad hegeliana, o la ética trágica. Pero precisamente, para poder distinguir la ética de Kierkegaard-Derrida, esta ética abrahámica, de la de Levinas, es necesario atender a la cuestión del silencio, es necesario tratar de comprender por qué Abraham no puede hablar.

Laura Llevadot en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      El propio Kierkegaard anotaba en su diario que ésta sola obra bastaría para hacerle inmortal. Ver Søren Kierkegaards Papirer, X 2 A 15, a cargo de A. Heiberg y V. Kuhr, Gyldendalske Boghandel Nordisk Forlag, MDCCCCXII (en adelante, Pap.). En lo que se refiere a la obra de Kierkegaard señalamos en el cuerpo del texto: en primer lugar la traducción española de Temor y Temblor de Demetrio Gutiérrez, Ed. Labor, Barcelona, 1992; seguidamente, damos la referencia de la nueva edición danesa de las obras de Kierkegaard, Søren Kierkegaard Skrifter, editado por Niels Jørgen Cappelørn, Joakim Garff et al., vol. 4, en el que se encuentra el texto original Frygt og Bæven, Gads Forlag, 1997, pp. 99-210 (en delante, SKS).

2      LEVINAS, E., «Existence et Éthique», en Noms Propres, Montpellier, Fata Morgana, 1976, p. 106 (pp. 99-109). Cito aquí la traducción de Jesús María Ayuso en Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Ediciones Encuentro, Madrid, 2005, p. 75 (pp. 69-80).

3      LEVINAS, E., «Existence et Éthique», p. 104.

4      BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético» (1951), en Eclipse de Dios, Ed. Sígueme, Salamanca, 2003, p. 139.

5      BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético», p. 143.

6      Para una crítica de este tipo remitimos a DOOLEY, M., «The Politics of Statehood vs. A Politics of Exodus: A Critique of Levina’s Reading of Kierkegaard», en Søren Kierkegaard Newsletter, 40, August 2000, pp. 11-17, así mismo ver también, VV.AA., Despite Oneself. Subjectivity and its Secret in Kierkegaard and Levinas, Claudia Weltz & Karl Verstrynge eds., London, Trurnshare Ltd., 2008.

7      DERRIDA, J., Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre, Galilée, Paris, 1984, pp. 49 y ss.

8      Así, por ejemplo, ZIZEC, S., The Ticklish Subject: The Absent Centre of Political Ontology, London, Verso, 2000, pp. 223, 321, 377-378; así como ROCCA, E., «If Abraham is not a Human Being», en Kierkegaard Studies Yearbook 2002, ed. Niels Jørgen Cappelørn et al., pp. 247-258.

9      Dicha carta fue publicada en Der Spiegel el 1 de octubre de 2001. Una traducción al inglés de esta «Carta a la posteridad» de Mohamed Atta puede hallarse en http://www.pbs.org/wgbh/pages/forntline/shows/network/personal/attawill.html, allí se puede leer: «Así quiero hacer lo que Abraham (el profeta) le dijo a su hijo que hiciera, morir como un buen musulmán».

10    MJAALAND, M. T., Autopsia. Self, Death and God after Kierkegaard and Derrida, Kierkegaard Studies. Monograph Series, 17, Ed. by Niels Jørgen Cappelørn, Berlin-New York, Walter de Gryter, 2008, p. 117.

11    BORRADORI, G., Philosophy in a Time of Terror. Dialogues with Jürgen Habermas and Jacques Derrida, Chicago and London, The University of Chicago Press, 2003.

12    DERRIDA, J., «Force of Law», en Cardozo Law Review, New York, v. 11, 1989-1990, p.1045 (pp. 920-1045) Seguimos aquí la traducción de Patricio Peñalver en DERRIDA, J., «Post-scriptum a Nombre de pila de Benjamín», en Fuerza de ley, trad. Patricio Peñalver, Madrid, Tecnos, 2008, p. 150.

13    Sobre la relación entre la ética kantiana y la ética que es suspendida en Temor y temblor, ver KNAPPE, U., «Kant’s and Kierkegaard’s Conception of Ethics», en Kierkegaard Studies Yearbook 2002, Berlin-New York, pp. 188-202.

14    HEGEL, F.G., Filosofía del derecho, &149, trad. A. Mendoza, México D.F., Juan Pablos Editor, 1998, pp. 151-152.

15    HEGEL, F. G., Filosofía del derecho, &140, pp. 145 y ss.

16    DERRIDA, J. «Fe y saber», en El siglo y el perdón seguido de Fe y saber, Ed. La Flor, Buenos Aires, 2006, p. 61.

17    Ver nota 7.

18    BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético», pp. 141-143.

19    Para una aproximación histórica y más detallada de las críticas que Buber dirige a Kierkegaard a lo largo de su obra remitimos a: AMOROSO, L., «Buber, Kierkegaard e la prova di Abramo», en Kierkegaard contemporáneo, Umberto Regina y Ettore Rocca (eds.), Morcellania, Brescia, 2007, pp. 247-263.

20    KIERKEGAARD, S., Pap. X4 A 338 (1851).

21    Este es el reproche que le dirigía M. Mjaaland. Ver nota 9.

22    LEVINAS, E., «Existence et Éthique», p.78.

23   Algunos intérpretes, de hecho, no ven diferencia alguna entre lo religioso tal y como  es presentado en Temor y temblor y la ética de Levinas; así, por ejemplo, M. Mjaaland cuando afirma: «When Kierkegaard’s text is read in this other way, it actually expresses the same responsibility that Levinas proposes and I believe that this is not an unreasonable or inadequate reading Fear and Trembling, since it locates the religious responsibility within the ethical horizon», en Autopsia, p. 111.

24    DERRIDA, J., Dar la muerte, traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Paidós, Barcelona, 2000, p. 38.

Francisco Suárez y Javier Yániz

Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. Por eso, es maestra de fe.

Tras meditar sobre diversos aspectos de la fe a través de la contemplación de la vida de algunas de las grandes figuras del Antiguo Testamento —Abraham, Moisés, David y Elías—, seguimos recorriendo esta historia de nuestra fe también de la mano de los personajes del Nuevo Testamento, donde, con Cristo, la Revelación llega a su plenitud y cumplimiento: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo» [1].

Icono perfecto de la fe

«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» [2]. En la actitud de fe de la Santísima Virgen se ha concentrado toda la esperanza del Antiguo Testamento en la llegada del Salvador: «en María (…) se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva» [3]. Al igual que Abraham —«nuestro padre en la fe» [4]—, que dejó su tierra confiado en la promesa de Dios, María se abandona con total confianza en la palabra que le anuncia el Ángel, convirtiéndose así en modelo y madre de los creyentes. La Virgen, «icono perfecto de la fe» [5], creyó que nada es imposible para Dios, e hizo posible que el Verbo habitase entre los hombres.

Nuestra Madre es modelo de fe. «Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cfr. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cfr. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cfr. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cfr. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cfr. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14; Hch 2, 1-4)» [6].

La Virgen Santísima vivió la fe en una existencia plenamente humana, la de una mujer corriente. «Durante su vida terrena no le fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: "bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron", el Señor responde: "bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 27-28). Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada» [7].

La Santísima Virgen «vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia» [8].

Maestra de fe

Por la fe, María penetró en el Misterio de Dios Uno y Trino como no le ha sido dado a ninguna criatura, y, como «madre de nuestra fe» [9], nos ha hecho partícipes de ese conocimiento. «Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima» [10].

La Virgen es maestra de fe. Todo el despliegue de la fe en la existencia tiene su prototipo en Santa María: el compromiso con Dios y el conformar las circunstancias de la vida ordinaria a la luz de la fe, también en los momentos de oscuridad. Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino «incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cfr. Lc 2, 35)» [11]. Su plena confianza en el Dios fiel y en sus promesas no disminuye, aunque las palabras del Señor sean difíciles o aparentemente imposibles de acoger.

Por eso, «si nuestra fe es débil, acudamos a María» [12]. En la oscuridad de la Cruz, la fe y la docilidad de la Virgen dan un fruto inesperado. «En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él» [13]. Su maternidad se extiende a todo el Cuerpo Místico del Señor. Jesús nos da como madre a su Madre, nos pone bajo su cuidado, nos ofrece su intercesión. Por ese motivo la Iglesia invita constantemente a los fieles a dirigirse con particular devoción a María.

Nuestra fragilidad no es obstáculo para la gracia. Dios cuenta con ella, y por eso nos ha dado una madre. «En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener —todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha—, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros (...), nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal» [14].

De la escuela de la fe, la Virgen es la mejor maestra, pues siempre se mantuvo en una actitud de confianza, de apertura, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor. Así nos la presenta el Evangelio: «"María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" [15]. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios» [16]. Su camino de fe, aunque en modo diverso, es parecido al de cada uno de nosotros: hay momentos de luz, pero también momentos de cierta oscuridad respecto a la Voluntad divina: cuando encontraron a Jesús en el Templo, María y José «no comprendieron lo que les dijo» [17]. Si, como la Virgen, acogemos el don de la fe y ponemos en el Señor toda nuestra confianza, viviremos cada situación cum gaudio et pace —con el gozo y la paz de los hijos de Dios—.

Imitar la fe de María

«Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado» [18]. En la Anunciación, la respuesta de la Virgen resume su fe como compromiso, como entrega, como vocación: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» [19]. Como Santa María, los cristianos debemos vivir «de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (...) del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero» [20].

Pero, ¿cómo responder siempre con una fe tan firme como María, sin perder la confianza en Dios? Imitándola, tratando de que en nuestra vida esté presente esa actitud suya de fondo ante la cercanía de Dios: no experimenta miedo o desconfianza, sino que «entra en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio» [21]. Al igual que la Virgen, procuremos reunir en nuestro corazón todos los acontecimientos que nos suceden, reconociendo que todo proviene de la Voluntad de Dios. María mira en profundidad, reflexiona, pondera, y así entiende los diferentes acontecimientos desde la comprensión que solo la fe puede dar. Ojalá fuera esa —con la ayuda de nuestra Madre— nuestra respuesta.

Imitar a María, dejar que nos lleve de la mano, contemplar su vida nos conduce también a suscitar en quienes tenemos alrededor —familiares y amigos— esa mayor apertura a la luz de la fe: con el ejemplo de una vida coherente, con conversaciones personales, de amistad y confidencia, con la necesaria doctrina, para facilitarles el encuentro personal con Cristo a través de los sacramentos y las prácticas de piedad, en el trabajo y en el descanso. «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios» [22].

***

Mirando a María, pidámosle que nos ayude a vivir de fe y reconocer a Jesús presente en nuestras vidas: fe en que nada es comparable con el Amor de Dios que nos ha sido donado; fe en que no hay imposibles para el que trabaja por Cristo y con Él en su Iglesia; fe en que todos los hombres pueden convertirse a Dios; fe en que pese a las propias miserias y derrotas podemos rehacernos totalmente con su ayuda y la de los demás; fe en los medios de santidad que Dios ha puesto en su Obra, en el valor sobrenatural del trabajo y de las cosas pequeñas; fe en que podemos reconducir este mundo a Dios si vamos siempre de su mano. En definitiva, fe en que Dios pone a cada uno en las mejores circunstancias —de salud o de enfermedad, de situación personal, de ámbito laboral, etc.— para que lleguemos a ser santos, si correspondemos con nuestra lucha diaria.

«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis(Mt 21, 22)» [23]. Impulsados por la fuerza de la fe, decimos a Jesús: «¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc1, 45)» [24]. «¡Madre, ayuda nuestra fe!» [25].

Francisco Suárez y Javier Yániz en opusdei.org

Notas:

[1]   Hb 1, 1-2.

[2]   Ga 4, 4.

[3]   Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 58.

[4]   Misal Romano, Plegaria eucarística I.

[5]   Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 58.

[6]   Benedicto XVI, Motu proprio Porta fidei, 11-X-2011, n. 13.

[7]   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 172.

[8]   Benedicto XVI, Audiencia general, 19-XII-2012.

[9]   Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 60.

[10]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 276.

[11]    Benedicto XVI, Audiencia general, 19-XII-2012.

[12]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 285.

[13]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 288.

[14]    Francisco, Homilía, 15-VIII-2013.

[15]    Lc 2, 19.

[16]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 285.

[17]    Lc 2, 50.

[18]    Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 58.

[19]    Lc 1, 38.

[20]    San Josemaría, Conversaciones, n. 112.

[21]    Benedicto XVI, Audiencia general, 19-XII-2012.

[22]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 281.

[23]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 203.

[24]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 204.

[25]    Francisco, Carta enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 60.

Amadeo de Fuenmayor

1.       La fundación del Opus Dei: el don y la tarea

El Fundador del Opus Dei fue el hombre elegido por Dios para transmitir un mensaje a los hombres y hacer realidad en el mundo una empresa divina. El mensaje: la llamada universal a la santidad en el trabajo y en las circunstancias de la vida ordinaria de cada hombre o mujer. La empresa: el Opus Dei, como fenómeno pastoral, que situaba el mensaje en un plano operativo.

Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica «Ut sit» de 28 de noviembre de 1982, por la que erige el Opus Dei en Prelatura personal, dice que el Siervo de Dios Josemaría Escrivá fundó el Opus Dei, «por inspiración divina». Y añade que «esta institución se ha esforzado, no sólo en iluminar con luces nuevas la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana, sino también en ponerla por obra» [1].

El mensaje y el fenómeno pastoral han nacido por inspiración divina; es decir, por un don del Señor, una gracia divina, un carisma, en beneficio de toda la Iglesia.

Ese don, esa inspiración divina, esa gracia, ese carisma, exigía en el Fundador una correspondencia, una actividad de ejecución; en una palabra: una tarea fundacional.

Según el testimonio de su más estrecho e inmediato colaborador, «las dificultades que Mons. Escrivá encontró a lo largo de toda su vida fueron gigantescas; sin embargo, la eficacia de la gracia de Dios en esa vida suya -a veces con gran dolor-, gastada gustosamente en correspondencia al don de Dios, fue asombrosa» [2].   Pero hoy, sin olvidar este heroísmo, lo que quiero comentar es la prudentia iuris que demostró en esa correspondencia, es decir, la prudentia iuris en su «tarea» de Fundador.

Esta tarea tiene diversas facetas: predicación, formación de los miembros del Opus Dei, etc. Y entre esas facetas, hay una de particular importancia y de gran dificultad, en la que me voy a detener: la consecución de un ropaje jurídico que fuera adecuado en todo al carisma recibido. Tarea difícil, por la novedad del fenómeno pastoral; y en la que Mons. Escrivá puso de manifiesto su talla de jurista, dotado de una prudentia iuris extraordinaria.

El fenómeno pastoral tenía por fin hacer operativo el mensaje, la doctrina de la llamada universal a la santidad. Pero de ese mensaje se dijo por muchos que era un despropósito. De ahí la dificultad de la tarea fundacional.

2. El itinerario jurídico del Opus Dei: un ejemplo de interacción entre carisma y derecho

«La seguridad que tenía Mons. Escrivá de que Dios mismo le había pedido la fundación del Opus Dei -escribe Pedro Lombardía-, nunca le llevó a sentirse dispensado de obtener el refrendo jerárquico. En su eclesiología vivida, aunque tuvo que soportar por ello sufrimientos muy grandes, no se planteó el conflicto entre carisma y derecho».

«Era llamativo ver cómo un hombre, que sabía de manera tan clara que su tarea le había sido confiada por Dios, se preocupaba con singular delicadeza de los sucesivos actos de la autoridad eclesiástica que jalonan la historia jurídico canónica del Opus Dei. ¡Cuánta oración y cuánto trabajo antes! ¡Qué alegre acción de gracias después de cada uno de ellos!» [3].

Existen textos sumamente expresivos de la función que el Fundador reconocía al derecho en relación con el carisma que el Señor le había confiado para que lo implantara con fidelidad en el seno de la Iglesia.

Los textos que voy a leer y otros muchos que podrían también traerse a colación son ya una elocuente expresión de la prudentia iuris del Fundador: «Primero es la vida, el fenómeno pastoral vivido. Después, la norma, que suele nacer de la costumbre. Finalmente, la teoría teológica, que se desarrolla con el fenómeno vivido. Y, desde el primer momento, siempre la vigilancia de la doctrina y de las costumbres: para que ni la vida, ni la norma, ni la teoría se aparten de la fe y de la moral de Jesucristo» [4].

Y, en el mismo sentido, este otro texto posterior: «... primero viene la vida; luego la norma. Yo no me encerré en un rincón a pensar a priori qué ropaje había que dar al Opus Dei. Cuando nació la criatura, entonces la hemos vestido; como Jesucristo, que coepit facere et docere (Act. I, 1), primero hacía y después enseñaba. Nosotros tuvimos el agua, y enseguida trazamos el canal. Ni por un momento pensé abrir una acequia antes de contar con el agua. La vida, en el Opus Dei, ha ido siempre por delante de la forma jurídica. Por eso, la forma jurídica tiene que ser como un traje a la medida; y si no fuera así sería porque nos habrían violentado, cambiando las medidas o cortándolas según un patrón ajeno» [5].

Las últimas palabras expresan la tensión que existe entre carisma y derecho, entre carisma e institución, en un supuesto como el que examinamos, en el que el ordenamiento eclesiástico no ofrecía un ropaje que se ajustase a las características fundacionales del Opus Dei, es decir, no disponía de un traje a la medida.

El itinerario jurídico del Opus Dei, en sus etapas sucesivas, es un ejemplo de interacción entre carisma y derecho, como vamos a ver seguidamente [6].

3.       Características del carisma fundacional del Opus Dei con relevancia jurídica: el concepto de «derecho peculiar»

¿Cuáles eran las características del carisma fundacional del Opus Dei, que necesitaban ser acogidas por el ordenamiento de la Iglesia, para conseguir una perfecta adecuación entre carisma y derecho?

Volvamos a la C.A. de 1982, por la que se erige el Opus Dei en Prelatura personal: «Habiendo crecido el Opus Dei, con la ayuda de la gracia divina, hasta el punto que se ha difundido y trabaja en gran número de diócesis de todo el mundo, como un organismo apostólico compuesto de sacerdotes y de laicos, tanto hombres como mujeres, que es al mismo tiempo orgánico e indiviso -es decir, dotado de una unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación espiritual-, se ha hecho necesario conferirle una configuración jurídica adecuada a sus características peculiares. Fue el mismo Fundador del Opus Dei, en el año 1962, quien pidió a la Santa Sede, con humilde y confiada súplica, que teniendo presente la naturaleza teológica y genuina de la Institución, y con vistas a su mayor eficacia apostólica, le fuese concedida una configuración eclesial apropiada».

El Opus Dei es descrito en el texto pontificio como «un organismo apostólico compuesto de sacerdotes y de laicos, tanto hombres como mujeres, que es al mismo tiempo orgánico e indiviso, es decir, dotado de una unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación espiritual». Este organismo apostólico tiene como finalidad la promoción de la plenitud de la vida cristiana en el mundo, con una espiritualidad radicalmente secular, vivida en unidad de vocación por clérigos y laicos.

La novedad del carisma del Opus Dei reside en el conjunto armónico que surge de la confluencia de estas tres características que acabo de indicar.

Por su finalidad, el Opus Dei no es una asociación de clérigos que llama a colaborar en sus tareas a unos cuantos laicos; ni tampoco una asociación laical que necesita de algunos clérigos como consejeros o capellanes. Es una labor que entraña la mutua cooperación de clérigos y laicos. El Espíritu Santo ha suscitado el Opus Dei en la Iglesia para hacer operativo el mensaje confiado a Mons. Escrivá el 2 de octubre de 1928: para difundir en todos los ambientes de la sociedad una viva y penetrante toma de conciencia de la vocación universal a la santidad y al apostolado en el trabajo ordinario y en el cumplimiento de los deberes ordinarios propios de cada uno.

Otro rasgo característico es la «secularidad radical». Este fenómeno -dice Mons. Escrivá en 1968- no es un desarrollo en la línea de evolución del estado religioso o estado de perfección, a través de un progresivo acercamiento al siglo; «sino que se sitúa en el proceso teológico y vital que está llevando al laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de la Iglesia» [7].

Una tercera característica singular es la profunda unidad del fenómeno vocacional que existe en el Opus Dei, dentro de la gran variedad de situaciones personales de sus miembros: clérigos y laicos, hombres y mujeres, célibes y casados. Todos tienen la misma vocación: viven el mismo espíritu, la misma intensidad de entrega, iguales son los medios y único el fin que persiguen.

Desde sus comienzos el Opus Dei aparece como un fenómeno pastoral unitario y universal, congregado en tomo al Fundador -depositario del carisma- que constituye el centro, el origen y la garantía de unidad y que es, por lo tanto, portador de un oficio destinado a perdurar en sus sucesores. La importancia de este oficio y su función decisiva en el régimen del Opus Dei se puso muy de manifiesto en el iter de la aprobación pontificia de 1950, y determinó que fuera objeto de cuida­ doso examen por parte de la Santa Sede.

La legislación y la práctica canónica de los años 1930 y siguientes no reconocían ninguna figura jurídica que se adecuase al carisma propio del Opus Dei. El ordenamiento canónico no ofrecía un traje a la medida.

Para tener sacerdotes propios y para disponer de un régimen inter-diocesano y universal (dos exigencias ineludibles en el desarrollo del Opus Dei) era necesaria -antes del Vaticano II- la referencia al «estado de perfección», que hoy se denomina «de vida consagrada». Pero esto podría dar lugar a que los miembros del Opus Dei fueran considerados de algún modo como religiosos: esta equiparación era a todas luces inoportuna por su contraste con el carisma fundacional. Para superar esa dificultad hubo que esperar a la nueva figura de las Prelaturas personales introducida por el último Concilio Ecuménico.

¿Cómo logró Mons. Escrivá sortear las dificultades que presentaba la legislación vigente, de modo que -sin desfigurar el carisma- pudiera extenderse el apostolado del Opus Dei y aumentar de modo muy considerable el número de sus miembros?

Mediante sucesivas configuraciones que constituyen la historia de las relaciones entre el ordenamiento canónico general y el llamado por el Fundador derecho peculiar del Opus Dei.

Dos palabras sobre este importantísimo concepto, que es una muestra más de la prudentia iuris de Mons. Escrivá. Pero antes debo indicar las manifestaciones que -en términos generales- puede presentar la interacción entre carisma y derecho, entre carisma e institución.

El derecho (me refiero al derecho establecido, al derecho vigente en un momento dado) sirve al carisma para comprobar su autenticidad; sirve para ofrecerle cauces que permitan su implantación en la vida de la Iglesia y sirve también para garantizar y custodiar a lo largo del tiempo la pureza originaria del carisma.

Por su parte, el carisma, cuando es auténtico, por ser un don hecho no sólo a la persona que lo recibe, sino a la Iglesia -un don hecho en la Iglesia y para ella- postula por sí mismo la dimensión de la juridicidad. En ocasiones, puede exigir la estructuración del adecuado cauce institucional, con unas reglas configuradoras ajustadas al carisma, que deberán ser establecidas por el competente legislador eclesiástico. Es decir, el carisma puede contener un «deber ser» que no encuentre, durante algún tiempo, las condiciones necesarias para ser acogido en el ordenamiento de manera adecuada. En este caso, el carisma puede llegar a ser un factor estimulante para la evolución del ordenamiento canónico.

A ese «deber ser» radicado en el carisma se refería Mons. Escrivá cuando hablaba -durante las etapas intermedias del iter jurídico- de un «derecho peculiar del Opus Dei». «La Obra crecía -escribió en una Carta de 1961, al repensar en su vida y en la del Opus Dei- por la virtud de Dios, y el fenómeno ascético promovido por el Señor en 1928 se con­ vertía también de hecho en universal. Con la gracia de Dios, iba yo elaborando poco a poco, tomando medidas a la Obra que crecía, las normas de nuestro derecho  peculiar» [8]. El derecho peculiar es, pues, expresión del carisma o, quizá más exactamente, determinación o concreción de las exigencias del carisma, alcanzada gracias a la experiencia, es decir, a esa realización viva del don divino fundante, que ha permitido discernir en la práctica lo que se ajusta al carisma y lo que se le opone. Ese derecho peculiar es, según lo define el Fundador en la Carta citada, «un derecho acomodado a nuestro espíritu, a nuestra ascética y a las necesidades de nuestros apostolados específicos» [9].

4.       Las etapas intermedias del iter jurídico: sus logros y deficiencias

El 12 de septiembre de 1970, en la Sesión Plenaria del Congreso General Especial del Opus Dei, del que luego hablaré con más amplitud, Mons. Escrivá se refirió a las etapas intermedias del iter jurídico con estas palabras: «Hijos míos, el Señor nos ha ayudado siempre a ir, en las diversas circunstancias de la vida de la Iglesia y de la Obra, por aquel concreto camino jurídico que reunía en cada momento histórico -en 1941, en 1943, en 1947-  tres características fundamentales: ser un camino posible, responder a las necesidades de crecimiento de la Obra, y ser -entre las varias posibilidades jurídicas- la solución más adecuada, es decir, la menos inadecuada a la realidad de nuestra vida».

Las sucesivas configuraciones jurídicas, en estas etapas intermedias, se vieron estimuladas -más bien, se vieron prácticamente impuestas- por el influjo de dos factores de muy diversa índole: por la existencia de un ambiente de incomprensión respecto de la Obra, que aconsejaba su defensa mediante las aprobaciones in scriptis de la autoridad eclesiástica, comenzando por la aprobación de 1941, como Pía Unión; y el gran desarrollo de la labor apostólica, que exigió primero resolver el problema de que la Obra contara con sacerdotes propios, procedentes de sus laicos (se erige, así, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en 1943, como sociedad de vida común sin votos), y obtener más tarde (lo que se consigue en 1947 y 1950, con la fórmula del Instituto Secular) un régimen jurídico de carácter universal y centralizado, que garantizase la unidad de gobierno, de espíritu y de apostolado.

Estas etapas intermedias, de carácter provisional, exigen una especialísima solicitud por parte del Fundador, que -a pesar del encasillamiento a que tiene que someterse la Obra- consigue la superación de las dificultades a través de caminos inadecuados (los únicos existentes entonces en el derecho de la Iglesia) que, paradójicamente, permiten un prodigioso desarrollo de la labor apostólica.

La aprobación diocesana como Pía Unión significó el reconocimiento por el derecho general de la Iglesia de la legítima existencia del Opus Dei, pero sólo una tímida acogida de su derecho peculiar; en 1943, se consiguen los sacerdotes, con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, pero quedan sombras sobre la unidad y la secularidad de la Obra.

La fórmula de Instituto Secular tiene positivamente gran importancia: la Obra queda aprobada por la Santa Sede de modo definitivo, con la admisión de miembros clérigos y laicos, hombres y mujeres, célibes y casados; y se consigue también un régimen inter-diocesano de carácter universal. Pero con un condicionamiento, que significa un serio obstáculo y que necesita ser superado. En el momento de la aprobación de la Obra como Instituto Secular, para poder establecer las estructuras y facultades que constituyen un régimen de carácter universal, se consideraba condición indispensable la profesión de los consejos evangélicos por parte de los miembros de la persona moral que se pretende erigir. Y, además, los Institutos Seculares estaban bajo la dependencia de la Sagrada Congregación de Religiosos. Esto llevaba, en la práctica, al peligro de identificar a los miembros del Opus Dei con los religiosos o con las personas a ellos equiparadas.

5.       Las cautelas de la «prudentia iuris»

¿Cómo consiguió Mons. Escrivá superar los efectos negativos de las normas del ordenamiento canónico vigentes durante las etapas intermedias del iter jurídico del Opus Dei?

Fundamentalmente acudió a un único remedio con varias aplicaciones prácticas. El remedio consistía en introducir en el derecho peculiar del Opus Dei, aprobado por la Santa Sede, normas, prescripciones, perfiles y distinciones que suponían una auténtica defensa y que neutralizaban, en muchos casos, las prescripciones de las normas del derecho general que no eran adecuadas al genuino modo de ser del Opus Dei.

Al aceptar normas del derecho general que no se acomodaban plenamente al carisma del Opus Dei, procuraba que en los documentos de aprobación o en los textos que esos documentos sancionaban, quedara constancia clara de la substantividad del Opus Dei, de su derecho peculiar, de tal manera que estas normas del derecho peculiar fueran criterios de interpretación de aquellas otras del derecho general. A este modo de actuar, Mons. Escrivá lo describirá, en ocasiones como «conceder, sin ceder, con ánimo de recuperar».

En Carta del 1961 ya citada se refiere a la configuración del Opus Dei como Instituto Secular y dice: « tal como había quedado definida y aprobada la Obra, su derecho peculiar estaba en perfecta  consonancia con la esencia de nuestro camino, salvo en aquellas cosas que hube de admitir, propias del estado de perfección, para quitarlas cuando Dios nos depare el momento» [10].

En esta Carta de 1961 añade: al mismo tiempo que aceptaba determinadas soluciones, «me sentía urgido a precisar nuestro derecho peculiar, para que lo que en sede de derecho general pudiera un día interpretarse de un modo ajeno a las características de nuestra vocación, en sede de derecho particular quedara claramente sancionado y de acuerdo con los rasgos esenciales de nuestro camino».

Es decir, el derecho peculiar del Opus Dei, tal como lo concebía Mons. Escrivá, se componía cie1tamente de normas jurídicas, pero a la vez comprendía inseparablemente realidades meta-jurídicas: comprendía también los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei, de manera que constituyeran una realidad que, desde el interior de la figura jurídica adoptada, contribuyera a su interpretación y a su desarrollo, a la promoción de formulaciones cada vez más adaptadas al carisma fundacional.

Y al seguir esta línea de conducta supo, además, proceder con un ritmo prudente, para evitar los riesgos propios de la impaciencia.

Bastará citar dos textos suyos de 1952 y de 1961. En el primero de ellos se refiere a las dos aprobaciones como Instituto Secular (en 1947 y 1950), en que tuvo que hacer algunas concesiones y, entre ellas, la aceptación del término «estado de perfección»: «Hijos míos, en aquel instante, no era posible conseguir más. Para coger agua de un chorro impetuoso y fresco, hay que tener la humildad, la sabiduría y la templanza de tomarla poco a poco, acercando al manantial solamente el borde del vaso; de lo contrario, se pierde el agua por la misma violencia de su caída y por el ansia de beber. Así nos enseñó Dios Nuestro Señor a obrar, guiándonos durante estos primeros años romanos, desde 1946 hasta que obtuvimos en 1950 la plena aprobación. El Señor nos ha llevado después a seguir acercando el vaso, para que -por medio de las declaraciones de la Santa Sede, que hemos procurado obtener- vayan quedando claros, para la Obra, puntos o disposiciones generales que otros interpretan menos rectamente, y casi siempre al margen de una auténtica condición secular» [11].

En el texto de 1961 explica la razón de haber tenido que seguir en el iter jurídico Un sendero no rectilíneo. El «sendero sinuoso» de las etapas intermedias es, para el Fundador, providencia de Dios: «Pero veréis qué bien hace el Señor las cosas. En los asuntos de gobierno, y especialmente cuando el gobierno es misión pastoral de almas, el camino más derecho no es siempre la línea recta. A veces hay que hacer un rodeo, andar en zigzag, retroceder un paso, para después dar un buen salto; ceder en algo accidental -con ánimo de recuperarlo en su momento-, para salvar valores más sustanciales. Este modo de obrar, hijos míos, no es hipocresía, porque no se aparenta lo que no se es, sino prudencia, claridad e, incluso muchas veces, deber de justicia» [12].

6.       El Vaticano II y el Congreso General Especial del Opus Dei

En el itinerario jurídico del Opus Dei, el Concilio Vaticano II representa el factor decisivo que permite encontrar el traje a la medida que resuelva las tensiones entre carisma y derecho.

El 10 de octubre de 1964 el Papa Pablo VI concedió al Fundador una audiencia en la que le manifestó que «aún no era posible encontrar, en base al derecho común entonces vigente, la deseada solución jurídica, pero dio a entender que los Decretos del Vaticano II -ya en pleno desarrollo- podrían quizá proporcionar, en el futuro, elementos válidos para resolver el problema institucional del Opus Dei» [13].

Muy poco después, el 21 de noviembre de ese mismo año, el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, acogió de modo solemne el mensaje de Mons. Escrivá -lo que había constituido el eje de su predicación desde los comienzos-, la proclamación de la llamada universal a la santidad, por cuya afirmación algunos lo consideraban ingenuo, loco o, incluso, sospechoso de herejía. Quedaba así -con esta solemne declaración del Concilio Ecuménico- despejado el camino en el plano de la doctrina teológica y ascética [14].

Un año después, será también el Concilio el que proporcione el traje jurídico adecuado, el traje a la medida, al sancionar en el n. 10 del Decreto Presbyterorum Ordinis (7.XII.65) la posibilidad de establecer Prelaturas personales para la realización de «obras pastorales peculiares».

Menos de un año después de la terminación del Concilio, el 6 de agosto de 1966, Pablo VI, para dar ejecución a los Decretos conciliares, promulgó el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, donde estableció las normas para la erección de las Prelaturas personales, propiciadas por el Concilio.

Acogiéndose a otra de las disposiciones del Motu proprio Ecclesiae Sanctae, Mons. Escrivá obtuvo de la Santa Sede la venia para la convocatoria de un Congreso General Especial con el fin de proceder a la revisión del derecho particular del Opus Dei, de acuerdo con los principios vividos desde la fundación y con la experiencia de los cuarenta años transcurridos desde el 2 de octubre de 1928. El Congreso habría de diseñar con trazo seguro los rasgos propios del Opus Dei, que necesitaban encontrar en la futura configuración jurídica un cauce adecuado que los acogiera, indicando a la vez aquellos elementos ajenos o contrarios a su naturaleza, que había sido necesario aceptar en etapas anteriores, por exigencias de la legislación entonces vigente, a fin de intentar eliminarlos por entero en el futuro.

El Congreso tuvo lugar en Roma, durante los años 1969 y 1970. De particular importancia es la comunicación dirigida por Mons. Escrivá, el 22 de octubre de 1969, al Cardenal Antoniutti, Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos: el Congreso General Especial «ha tomado en consideración, con vivo sentimiento de gratitud y de esperanza, que a raíz del Concilio Ecuménico Vaticano II puedan existir en el ordenamiento de la Iglesia, otras formas canónicas, con régimen de carácter universal, que no requieren la profesión de los consejos evangélicos, por parte de los componentes de la persona moral». Y se citan seguidamente los documentos sobre las nuevas Prelaturas personales: el n. 10  del Decr. Presbyterorum Ordinis y el n. 4 del M.pr. Ecclesiae Sanctae [15].

Esta comunicación es particularmente importante porque deja constancia del criterio del Fundador, respaldado por el Congreso General Especial, de que se acuda a la nueva figura de la Prelatura personal para la definitiva configuración jurídica del Opus Dei.

Llegamos así a la etapa final, que se lleva a cabo después del fallecimiento del Fundador y de acuerdo en todo con su criterio.

7.       La Constitución Apostólica « Ut sit»: la Prelatura personal

El 28 de noviembre de 1982, Juan Pablo II erige el Opus Dei en Prelatura personal mediante la C.A. Ut sit.

En su proemio leemos: «Desde que el Concilio Ecuménico Vaticano II introdujo en el ordenamiento de la Iglesia, por medio del Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 10 -hecho ejecutivo mediante el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, I, n. 4- la figura de las Prelaturas personales para la realización de peculiares tareas pastorales, se vio con claridad que tal figura jurídica se adaptaba perfectamente al Opus Dei. Por eso, en el año 1969, Nuestro Predecesor Pablo VI, de gratísima memoria, acogiendo benignamente la petición del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, le autorizó para convocar un Congreso General especial que, bajo su dirección, se ocupase de iniciar el estudio para una transformación del Opus Dei, de acuerdo con su naturaleza y con las normas del Concilio Vaticano II».

«Nos mismo ordenamos expresamente que se prosiguiera tal estudio, y en el año 1979 dimos mandato a la Sagrada Congregación para los Obispos, a la que por su naturaleza competía el asunto, para que, después de haber considerado atentamente todos los datos, tanto de derecho como de hecho, sometiera a examen la petición formal que había sido presentada por el Opus Dei».

«Cumpliendo el encargo recibido, la Sagrada Congregación para los Obispos examinó cuidadosamente la cuestión que le había sido encomendada, y lo hizo tomando en consideración tanto el aspecto histórico, como el jurídico y el pastoral. De tal modo, quedando plenamente excluida cualquier duda acerca del fundamento, la posibilidad y el modo concreto de acceder a la petición, se puso plenamente de manifiesto la oportunidad y la utilidad de la deseada transformación del Opus Dei en Prelatura personal».

Ha terminado la tensión entre carisma y derecho, al no tener que mantenerse el Opus Dei en el campo de las instituciones relativas a los estados de perfección. El carisma fundacional ha recibido su exacta institucionalidad fuera del marco asociativo y dentro del marco jurisdiccional de la estructura jerárquica de la Iglesia.

El Opus Dei ha encontrado el traje a la medida. Una declaración oficial de la Congregación para los Obispos, de la que ahora depende, de 23.VII.82, al exponer las características de la Prelatura personal, dice: «el acto pontificio mediante el cual el Opus Dei ha sido erigido como prelatura personal -con el nombre de Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei- mira directamente a favorecer la actividad apostólica de la Iglesia, pues hace que se traduzca en realidad práctica y operativa un nuevo instrumento pastoral, hasta ahora sólo previsto  y deseado en el derecho, y lo realiza mediante una institución que ofrece probadas garantías doctrinales, disciplinares y de vigor apostólico».

Podemos afirmar que el carisma del Opus Dei ha venido, finalmente, a enriquecer el ordenamiento canónico al haber contribuido de modo positivo al nacimiento de las Prelaturas personales, que constituyen una nueva figura del Derecho constitucional eclesiástico.

8.       El amor a la Iglesia de Mons. Escrivá: fortaleza y docilidad

Se ha dicho con acierto que una garantía de que un carisma es auténtico está en el hecho de que «el investido de tal misión soporta paciente y humildemente el inevitable sufrimiento que lleva consigo tal investidura carismática y no trata, para soslayar las dificultades, de edificar una Iglesia clandestina dentro de la lglesia» [16].

Para defender el carisma, Mons. Escrivá ha tenido que insistir -con tesón, con paciencia y con fortaleza heroica, una y otra vez- en la naturaleza de la vocación al Opus Dei. Fue una larga lucha para subrayar los peligros y confusiones que conllevaba el encajonamiento forzado de la Obra en un marco jurídico inadecuado.

En 1951 (refiriéndose a las aprobaciones de la Obra como Instituto Secular) escribe: «En medio de las incomprensiones, de las reticencias, de las calumnias, hemos debido luchar constantemente, siempre confiados en la gracia divina, para que nos otorgasen esas aprobaciones» [17].

El Fundador, después de esas aprobaciones, recurrió con fortaleza ante los diversos Dicasterios de la Curia Romana para salvaguardar la naturaleza y el espíritu propios del Opus Dei, en espera del camino nuevo que fuera acomodado al carisma fundacional. A lo largo de todo el itinerario jurídico, puso de manifiesto  una extremada docilidad para dejarse llevar por la luz de Dios recibida en su alma, con una certeza profundísima del querer divino. Mantuvo una actitud de acabada entrega a la Iglesia, confiando plenamente en el juicio de sus pastores, a los cuales compete la función de discernir los carismas; y supo esperar serenamente, con la seguridad de que la Iglesia, guiada por Dios, encontraría caminos para otorgar al Opus Dei una definitiva solución a su problema institucional.

Mons. Álvaro del Portillo, refiriéndose a Mons. Josemaría Escrivá, nos dice: »aun habiendo 'visto' la Voluntad de Dios sobre el Opus Dei -misión confiada exclusivamente a él-, buscó desde el inicio estar muy unido a la Jerarquía de la Iglesia; no quiso dar paso alguno sin su aprobación y bendición (... ). Afirmaba con desarman te sencillez que amaba el Opus Dei en la medida en que sirviera a la Iglesia. ¡Cuántas veces le hemos oído exclamar: 'Si el Opus Dei no sirve a la Iglesia, no me interesa'! Llegó a pedir al Señor que, si la Obra no era para servir a la Iglesia, la destruyera inmediatamente» [18].

El derecho particular que hoy configura el Opus Dei aparece como fruto del esfuerzo de su Fundador para explicitar y plasmar canónicamente las exigencias del carisma recibido, armonizando su empeño en defenderlo con una extremada delicadeza en vivir la comunión jerárquica.

Con esta luz se entiende todo el itinerario jurídico y con esta luz hay que examinar las concretas manifestaciones de la prudentia iuris de Mons. Escrivá.

Amadeo De Fuenmayor en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Cfr. AAS, 75 (1983), pp. 423-425.

2.      A. DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en «La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, XI Simposio Internacional de Teología», Pamplona 1990, p. 986.

3.      P. LOMBARDÍA, Amor a la Iglesia, en el volumen «Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer», Pamplona 1986, pp. 116 y 117.

4.      Carta, 19.IIl.1954, n. 9.

5.      Palabras de Mons. Escrivá, de 24.X.1966, citadas por A. DEL PORTILLO, Carta, 28.Xl.1982, n. 27.

6.      Cfr. A. DE FUENMAYOR-V. GÓMEZ-IGLESIAS-J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, 4ª ed., Pamplona 1990.

7.      Cfr. Conversaciones con Monseñor Escrivá  de  Balaguer,  17" ed.,  Madrid  1989, n . 20.

8.      Carta, 25.1.1961, n. 5.

9.      Carta, 25.1.1961, n. 20.

10.       Carta, 25.1.1961, n. 42.

11.       Carta, l 2.XII.1952, n. 5.

12.       Carta, 25.1.1961, n. 20.

13.       Cfr. A. DEL PORTILLO, Carta, 28.Xl.1982, n. 37.

14.       Al proclamar solemnemente la doctrina de la llamada universal a la santidad, la Iglesia ha querido hacer de ella, al decir de Pablo VI, «la característica más peculiar y la finalidad última de todo el magisterio conciliar. (Motu proprio Sanctitas clarior, 19.IIl.1969; AAS 61 (1969), p. 150).

15.       Carta de Mons. Escrivá al Cardenal Antoniutti, de 22.X.1969, informándole de la marcha del Congreso General Especial del Opus Dei.

16.       Cfr. P. LOMBARDÍA, Relevancia de los carismas personales en el ordenamiento canónico, en «lus Canonicum», IX (1969), p. 107.

17.       Carta, 24.XII.1951, u. 2.

18.       Cfr. A. DEL PORTILLO, Una vida para Dios: Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1992, pp. 105 y s.

Ignacio Martín-Baró

Olivier Maillard, o.f.m.

Para Maillard (1968), la primera evidencia es de orden práctico, ya que:

tomamos conciencia de la necesidad, de la urgencia, de la envergadura y de la radicalidad de la revolución a partir de conocimientos humanos y no sólo a partir de una ideología. Precisamente porque me encuentro ante problemas de orden económico, político y social (…) busco una solución y llego a la consecuencia de la necesidad, urgencia, envergadura y radicalidad de la revolución (Maillard, 1968).

Por revolución entiende Maillard (1968) lo mismo que nosotros, es decir, una situación provisional que “produce de manera deliberada, rápida y radical un cambio que alcanza a todas las estructuras de base jurídica, política, económica, social y cultural, y que corresponde a una ideología y a una planificación”. Existe, sí, un elemento de ruptura, pero la violencia no constituye un elemento esencial de la revolución.

Esta toma de conciencia en el plano del conocimiento humano acerca de la necesidad de una revolución, representa un proceso que para nosotros es idéntico, evidentemente, al proceso de nuestra fe (…) puesto que son la justicia, la paz y, en definitiva, la ciudad fraternal lo que están en juego (Maillard, 1968).

¿Cuáles son los móviles y límites de la revolución? Para poder conocerlos, dice Maillard, hay que entender primero el sentido con que se emplean ciertos términos. Porque, ¿qué significa hoy día amar realmente al hermano?

Yo entiendo, no solamente amar al pobre que se encuentra en la miseria, sino también al rico que nada en la opulencia (…) Y precisamente el mor más grande que yo puedo tener hacia el rico es el de oponerme a su riqueza (Maillard, 1968)

Esa riqueza que supone una injusticia social. No puede haber, pues, amor sin justicia. Mas la justicia implica a su vez algo más que dar pan al hambriento. La justicia es “el derecho a ser un hombre, a ser responsable” (Maillard, 1968), con todo lo que esto lleva consigo. Sólo donde reina la justicia, sólo donde todo ser humano puede realizarse como persona es posible una verdadera paz. Así “para nosotros la paz se encuentra al término de la justicia” (Maillard, 1968), y no antes. Para llegar a este punto nos queda todavía un largo camino por recorrer. Es el camino que pretende realizar la revolución. Estos tres términos, amor, justicia y paz, definen, pues, cuáles son y deben ser los móviles y los límites de una auténtica revolución.

Una vez comprobada la necesidad de na revolución, hay que pasar a la acción. “No existe un paso a la acción sin una elección política” (Maillard, 1968). Por lo tanto, el cristiano que quiera luchar por la justicia debe realizar una opción política. “Sólo a través de una realidad variada y compleja debemos intentar plantear las elecciones políticas, no porque sean un fin en sí mismas, sino porque son un medio de progreso hacia la justicia” (Maillard, 1968). Esta elección, hoy día, parece que tiene que ser de signo socialista (lo que no quiere decir necesariamente que haya que integrarse a un determinado partido socialista ya constituido).

En cuanto a la elección de medio para llevar a cabo la revolución, no se puede hacer de una vez por todas. Dice Maillard (1968): “Para mí esta elección de medios constituye una toma de conciencia en cada instante de la acción de la manera como se la está desarrollando”. En este sentido, el cristiano no se confronta con la violencia en general, sino con determinadas situaciones de violencia. Y, si se profundiza un poco el análisis, se encuentra con que no hay situación humana que esté totalmente libre de violencia. El problema no es pues la violencia como tal; el problema es cómo asumirla desde el interior mismo de la situación violenta. Por ello hay que rechazar las reflexiones puramente teóricas, como la de que “la violencia engendra la violencia”. Si esto fuera cierto, el mundo ya no existiría (como consecuencia de la prolongación creciente de las guerras mundiales).

“La no-violencia es para mí un camino fundamental, pero es posible que, en casos extremos, no sea el único” (Maillard, 1968). El cristiano, que debe optar por la revolución, ha de escoger personalmente el camino que considere más adecuado para llevarla a cabo. Pero, en todo caso, sin olvidar que “la vocación del cristiano consiste esencialmente en ser la fuerza de oposición” (Maillard, 1968).

Comentario: Más o menos semejante a Blaise, ya que percibe el conflicto entre justicia y amor. Concede na importancia primordial a la acción misma, y procura despejar las incógnitas que tradicionalmente han paralizado al cristiano. Es importante la afirmación sobre el juicio de moralidad que se hace sobre la elección de medios, siempre condicionada, ya que se hace desde el interior mismo de una situación violenta.

Richard Shaull

Para Shaull (1966), la historia de Occidente ha sido la historia de la revolución. “La mayoría de los movimientos más importantes hacia una sociedad más humana han sido resultado de estas revoluciones” (Shaull, 1968a, p. 1). Por desgracia, la Iglesia ha desempeñado por lo general un papel retrógrado. Se pregunta Shaull (1968a, p. 2): “¿Es que la misma naturaleza de la fe cristiana nos obliga a situarnos en favor del orden? ¿O tal vez nos ofrece elementos para la comprensión de una situación revolucionaria y la participación en una lucha por la reconstrucción social?” De hecho, es un axioma que:

nuestra herencia judeo-cristiana superó la concepción dominante de la historia como un proceso cíclico. En su lugar, introdujo la idea de que la existencia histórica del hombre se movía paulatinamente hacia un fin, y este fin era nada menos que la creación de una humanidad nueva, una nueva posibilidad de plenitud humana dentro de un orden social nuevo (Shaull, 1968a, p. 2).

Mas esta afirmación esperanzadora no nos da la clave del proceso histórico. Teológicamente se pueden afirmar dos cosas:

1.       “En la perspectiva de la fe cristiana, la historia humana es la historia de un proceso dinámico de liberación” (Shaull, 1968a, p. 4). Por una parte, las instituciones humanas pierden su carácter sagrado ante las palabras de Jesús: “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”. Por otra parte, el cristianismo revolucionó la concepción según la cual la sociedad humana era una mezcla de humano y divino (concepción ontogrática). Es decir, el cristianismo aportó una desacralización de la concepción social. “Es este contexto, la acción redentora de Dios en el mundo se entiende como un proceso continuo de liberación humana” (Shaull, 1968a, p. 4). De ahí que el hombre esté obligado a tomar el destino en sus manos. Esta voluntad de configuración del futuro la encuentra Shaull en el corazón de los nuevos movimientos revolucionarios del Tercer Mundo. “Y si en el núcleo de la acción de Dios se encuentra el transformar y enriquecer la vida humana y el llenarla de sentido, deberíamos sentirnos íntimamente identificados con esta lucha; la consecución de este objetivo debería ser nuestra preocupación central como cristianos de nuestro tiempo… Nosotros creemos en la acción redentora de Dios en el mundo. Vemos esta acción manifestada en estas luchas nuevas, y no tenemos más remedio, como cristianos, que apoyarlas y colaborar con ellas” (Shaull, 1968a, p. 4).

2.       “La narración bíblica introduce un segundo elemento en nuestra compresión del proceso histórico: la historia progresa hacia adelante, pero no hacia arriba, debido a que continuamente la acción de Dios por la liberación del hombre encuentra dificultades y obstáculos. (…) En este contexto, la historia progresa a saltos, cada vez que el poder de un orden antiguo es derribado, a fin de que pueda surgir uno nuevo” (Shaull, 1968a, p. 5). Desdichadamente, los que están en el poder se aferran al orden antiguo, incapaces de responder a las nuevas demandas. El cristiano debe ser consciente de esta realidad antes de definir sus responsabilidades en el trabajo por una reconstrucción social.

Frente a la realidad actual, ¿será la violencia la única alternativa posible, capaz de hacer progresas la acción de Dios en el mundo? Shaull sólo ve una posibilidad diferente, y ésta es que “los cristianos y la Iglesia se conviertan en la fuerza catalizadora en el desarrollo de un nuevo tipo de oposición al movimiento actual y a las estructuras del poder” (Shaull 1968a, p. 11).

Comentario: Shaull concede una gran importancia al aspecto histórico de la fe cristiana. Su concepción de la historia como camino hacia la realización del Reino de Dios se basa en una teología actual de la creación. Es muy interesante ver que esta realización se concretiza, para Shaull, en una progresiva humanización. Ahora bien, ¿es esta visión específicamente cristiana? O ¿puede ser compartida con cualquier sano humanismo? El papel del cristiano y de la Iglesia como catalizadoras de las fuerzas dinámicas en la sociedad es un punto muy valioso en la teoría de Shaull.

Camilo Torres

La figura de Camilo Torres es demasiado conocida como para insistir aquí sobre su personalidad y vida. Anotemos, sin embargo, cómo, de una manera semejante a Martin L. King, en Camilo Torres la teoría va inseparablemente ligada a la acción y cómo, también él, cayó víctima de su generosa lucha contra el desorden establecido.

Es muy importante subrayar la unión total que hay en Camilo Torres entre su cualidad de sacerdote católico y de sociólogo. La ciencia y la religión no son en él dos campos discordantes, sino dos facetas complementarias de su realidad humana. Un hombre para quien la idea no sirve sino en función de su realización vital. La ciencia le lleva a la comprobación del desorden establecido; la religión le exige un amor efectivo para con los hombres, amor que no se puede realizar sino en una sociedad más justa. A ciencia le añade que esa sociedad más justa, donde el amor fraterno exigido por el cristianismo pueda ser una realidad, sólo podrá alcanzarse mediante la revolución. He ahí, brevemente expuesta, la vida revolucionaria de Camilo. Una selección de algunos de sus principales escritos nos mostrará, mejor que nada, este proceso (Torres, 1968).

En un estudio sobre el problema de la violencia [2] en Colombia, del 10 de marzo de 1963, escribe Camilo:

En los países no industrializados, la pequeña minoría que detenta el poder constituye un grupo bastante cerrado y que tiene el grado más elevado de seguridad en el seno de la sociedad. El único medio de perder esta seguridad sería el cambio de estructuras, que originaría la pérdida del control social (Torres, 1968, p. 151).

Son muy importantes, para su futura evolución, las dos comprobaciones de tipo social que hace Camilo en el mismo estudio:

1.       Se puede decir que la violencia ha constituido el cambio socio-cultural más importante en los campos colombianos desde la conquista española. Por su mediación, las comunidades rurales se han integrado en un proceso de urbanización, en sentido sociológico, con todo lo que eso implica: división del trabajo, socialización, mentalidad de cambio, despertar de la curiosidad social y utilización de los métodos de acción para obtener una movilidad social a través de caminos previstos por las estructuras existentes, contactos socio-culturales. La violencia ha establecido igualmente los sistemas necesarios para la estructuración de una subcultura rural, de una clase campesina y de un grupo de presión constituido por esta clase, de tipo revolucionario.

2.       Aunque es muy difícil hacer predicciones, es muy poco probable que los cambios de estructuras puedan ser realizados por la iniciativa única de la clase dirigente actual (Torres, 1968, p. 156).

El 5 de mayo de 1964, Camilo ve ya como un imperativo urgente en la realidad política de Colombia la creación de un grupo de presión. En septiembre de 1964, en un trabajo titulado “La revolución, imperativo cristiano”, escribe Camilo:

En el mundo actual, es imposible ser cristiano sin tener conciencia del problema de la miseria material. Y si el problema de la miseria material exige el concurso de todos los hombres, resulta que, fuera del caso de una vocación especial o de circunstancias personales excepcionales, los cristianos no pueden sustraerse a las obras exteriores y materiales. Como política de conjunto, el apostolado debe orientarse por prioridad hacia las obras materiales en favor del prójimo, para situarse en una perspectiva de caridad efectiva y actual (Torres, 1968, p. 79).

En el mismo escrito realiza ya una fuerte crítica de la Iglesia institucional colombiana:

A través del poder económico, los poderes cultural, político y militar, la clase dirigente controla los otros poderes. En este país en que la Iglesia y el Estado están unidos, la Iglesia es un instrumento de la clase dirigente. Cuando, por otra parte, la Iglesia posee un vasto poder económico y un poder en el dominio de la educación, participa en el poder de la minoría dirigente (Torres, 1968, p. 189).

¿Qué es la revolución para Camilo?

La presión que se ejerce a fin de obtener un cambio revolucionario es aquella que tiende a cambiar las estructuras. Se trata sobre todo de un cambio en la estructura de la propiedad, del ingreso, de las inversiones, del consumo, de la educación y de la organización política y administrativa. Pretende, igualmente, un cambio en las relaciones internacionales de naturaleza política, económica y cultural (Torres, 1968, p. 196).

Así, Camilo llega a las siguientes conclusiones:

•        Los cambios de estructura en los países subdesarrollados no podrán producirse sin una presión de la clase popular.

•        Las oportunidades de revolución pacífica están ligadas a la previsión de la clase dirigente, pues su voluntad de cambios es difícil de obtener.

•        La revolución violenta es una alternativa que se presenta como bastante probable, vista la dificultad de la clase dirigente para prever (Torres, 1968, p. 199).

Ante la realidad social y las exigencias de su fe:

el cristiano debe adoptar una actitud que no traicione la práctica de la caridad (…) Como Cristo, debe encarnarse en la humanidad, en su historia y en su cultura. Por eso debe buscar la aplicación de su vida sobrenatural en las estructuras económicas y sociales, sobre las que debe actuar (Torres, 1968, p. 201).

¿Y los medios? Se presenta un problema moral:

Cuando hay fines malos como consecuencia del fin esencial, o cuando se utilizan prácticamente medios malos. En esta hipótesis, el rechazo o la abstención no son siempre necesarios, mientras no se haya probado el género de mal que se evita y cuál es la relación de causalidad entre los fines malos y los buenos - causalidad eficiente, total, esencial, etc. En la realidad histórica de los países subdesarrollados, estas circunstancias son difíciles de comprobar. La revolución es una empresa tan compleja que sería artificial situarla en un sistema de causalidades y finalidades tan uniformemente malo. Los medios pueden ser diferentes y, en el curso de la acción, es fácil realizar modificaciones (Torres, 1968, p. 206).

Al fin, en 22 de mayo de 1965, Camilo lanza su famosa plataforma:

Motivos:

1.       Las decisiones necesarias para que la política colombiana se oriente en beneficio de la mayoría y no de las minorías, tendrían que partir de los que detentan el poder.

2.       Los que poseen actualmente el poder real constituyen una minoría de carácter económico que produce todas las decisiones fundamentales de la política nacional.

3.       Esta minoría nunca producirá decisiones que afecten sus propios intereses ni los intereses extranjeros a los cuales está ligada.

4.       Las decisiones requeridas para un desarrollo socio-económico del país en función de las mayorías y por la vía de la independencia nacional afectan necesariamente los intereses de la minoría económica.

5.       Estas circunstancias hacen indispensable un cambio de la estructura del poder político para que las mayorías produzcan las decisiones.

6.       Actualmente las mayorías rechazan os partidos políticos y rechazan el sistema vigente, pero no tienen un aparato político apto para tomar el poder.

7.       El aparato político que debe organizarse debe aprovechar al máximo el apoyo delas masas, debe tener una planeación técnica y debe constituirse alrededor de los principios de acción más que alrededor de un líder para que se evite e peligro de las camarillas, de la demagogia y del personalismo (Torres, 1968, pp. 227-228).

A final de la plataforma, se encuentra el siguiente anexo:

El Padre Camilo Torres ha declarado que es revolucionario en tanto que colombiano, sociólogo, cristiano y sacerdote:

•        Como colombiano porque no puede permanecer ajeno a las luchas de su Pueblo.

•        Como sociólogo, porque, gracias al conocimiento científico que tiene de la realidad, ha llegado al convencimiento de que no puede haber soluciones técnicas y eficaces sin una revolución.

•        Como cristiano, porque la esencia del cristianismo es el amor al prójimo, y el bien de la mayoría no puede obtenerse más que por la revolución.

•        Como sacerdote, porque el don de sí mismo al prójimo que exige la revolución es una condición de caridad fraterna, indispensable para la realización digna de su misión (Torres, 1968, p. 231).

En su declaración sobre la carta escrita al Cardenal Concha, del 25 de junio de 1965, dice:

Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia combatir esas circunstancias, aun a costa de su posibilidad de celebrar el rito eucarístico que no se entiende sin la entrega de los cristianos.

En la estructura actual de la Iglesia se me ha hecho imposible continuar el ejercicio de mi sacerdocio en los aspectos del culto externo. Sin embargo, e sacerdocio cristiano no consiste únicamente en la celebración de los ritos externos. La Misa, que es el objetivo final de la acción sacerdotal, es una acción fundamentalmente comunitaria. Pero la comunidad cristiana no puede ofrecer en forma auténtica el sacrificio si antes no ha realizado en forma efectiva el precepto del amor al prójimo.

Yo opté por el cristianismo por considerar que en él encontraba la forma más pura de servir a mi prójimo. Fui elegido por Cristo para ser sacerdote eternamente, motivado por el deseo de entregarme de tiempo completo al amor de mis semejantes. Como sociólogo he querido que ese amor se vuelva eficaz, mediante la técnica y la ciencia; al analizar la sociedad colombiana me he dado cuenta de la necesidad de una revolución para poder dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo y realizar el bienestar de las mayorías de nuestro pueblo. Estimo que la lucha revolucionaria es una lucha cristiana y sacerdotal. Solamente por ella, en las circunstancias concretas de nuestra patria podemos realizar el amor que los hombres deben tener a su prójimo (Torres, 1968, pp. 248-249).

¿E justificable la intervención activa y revolucionaria de un  sacerdote en la política, más aún, en la revolución incluso violenta? Veamos la respuesta de Camilo en un trabajo sin fecha, cuyo título es La Iglesia de América Latina en la encrucijada:

Ver a un sacerdote mezclado en las luchas políticas y abandonando el ejercicio exterior de su sacerdocio es algo que repugna nuestra mentalidad tradicional. A pesar de todos, pensamos verdaderamente que pueden existir razones de amor para con el prójimo y de testimonio, auténticamente sacerdotales, y que fuerzan a este compromiso, si se quiere estar en paz con la propia conciencia y, por lo tanto, con Dios.

Cuando los cristianos vivan fundamentalmente para el amor y para permitir a los demás amar, cuando la fe sea una fe inspirada en la vida y, más concretamente, en la vida de Dios, de Jesús y de la Iglesia, cuando el rito externo coincida con la verdadera expresión del amor en la comunidad humana, entonces podremos decir que la Iglesia es fuerte, no por el poder económico o político, sino por la caridad.

Si el compromiso temporal de un sacerdote en las luchas políticas puede contribuir a ello, su sacrificio es justificable. (Torres, 1968, pp. 276-277).

Finalmente, copiemos su mensaje a los cristianos, del 26 de agosto de 1965, ya con ciertos tonos demagógicos, y que resume mejor que nada su opción revolucionaria:

Las convulsiones causadas por los acontecimientos políticos, religiosos y sociales de estos últimos tiempos han sumido probablemente a los cristianos de Colombia en la más grande confusión. Es preciso que en este momento decisivo de nuestra historia, los cristianos nos mantengamos firmes en las bases esenciales de nuestra religión. La principal, en el catolicismo, es el amor al prójimo. “Quien ama a su prójimo ha cumplido la ley” (Ro 13, 8).

Para que este amor sea verdadero, hay que buscar la eficacia. Si la beneficencia, la limosna, las pocas escuelas gratuitas, el pequeño número de planes de urbanismo, todo eso que se ha llamado “la caridad” no basta para dar de comer a todos los hambrientos, ni vestir a la mayoría de los que están desnudos, ni para enseñar a los que no saben, debemos buscar medios eficaces para el bienestar de las masas.

Las minorías privilegiadas que detentan el poder no van a buscar esos medios, pues por lo general los medios eficaces obligan a las minorías a sacrificar sus privilegios… Por lo tanto, es preciso quitar el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres. Que esto se realice rápidamente es lo esencial de una revolución. La revolución puede ser pacífica si las minorías no oponen una resistencia violenta.

Así, la revolución es la manera de obtener un gobierno que dé de comer al hambriento, que vista al desnudo, que enseñe al que no sabe, que cumpla con su deber caritativo,

con su deber de amor al prójimo, no sólo de una manera ocasional y transitoria, no sólo para algunos, sino para la mayoría de nuestros semejantes. Por eso la revolución no es algo solamente permitido, sino obligatorio para los cristianos, quienes ven en ella la única manera eficaz de realizar el amor a todos. Es cierto que “no hay autoridad que no venga de Dios” (Rm 1, 1). Pero Santo Tomás  explica que la atribución de la autoridad procede concretamente del pueblo.

Cuando se instaura una autoridad contra el pueblo, esta autoridad no es legítima y se llama tiranía. Los cristianos podemos y debemos luchar contra la tiranía. El gobierno actual es tiránico, pues se apoya, no en el pueblo, sino en un 20% de los electores, y porque sus decisiones provienen de las minorías privilegiadas.

Las faltas temporales de la Iglesia no deben escandalizarnos. La Iglesia es humana. Lo importante es creer igualmente que es divina y que si los cristianos cumplimos nuestro deber reforzamos la Iglesia.

Yo he dejado los deberes y los privilegios del clero, pero no he dejado de ser sacerdote. Creo que me he entregado a la revolución por amor al prójimo. He dejado de decir la misa para realizar ese amor al prójimo en el terreno temporal, económico y social. Cuando mi prójimo no tenga nada contra mí, cuando la revolución se haya realizado, volveré a ofrecer la Misa, si Dios me lo permito. Creo seguir así el mandato de Cristo: “Si vas, pues, a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda, ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Después de la revolución, los cristianos seremos conscientes de haber establecido un sistema fundado sobre el amor al prójimo (Torres, 1968).

Comentario: Como en el caso de Martin L. King (y de una forma más acusada, si cabe) es muy difícil juzgar la postura de Camilo Torres, ya que su doctrina va indisolublemente ligada a su vida y a la situación concreta que le tocó vivir. Valgan dos rasgos que nos parecen fundamentales: 1) Camilo cree poder realizar una revolución violenta, no sólo con amor al contrario, sino incluso por amor. 2) Aun suponiendo que no eligiera los medios más convenientes desde el punto de vista de la eficacia, la vida y pensamiento de Camilo quedan indudablemente como un auténtico testimonio profético. En esto, suscribimos el juicio de F. Houtart (1968, p. 151):

Se puede pensar lo que se quiera sobre su eficacia política;

se puede estar o no de acuerdo con su plataforma política;

se pueden hacer objeciones sobre la forma de hacer

evolucionar su movimiento, pero jamás se podrá negar el

carácter profético del papel sacerdotal de Camilo Torres.

Conclusiones

A manera de resumen final, podemos sacar de esta rápida revisión de teorías sobre una posible teología y praxis cristiana de la revolución algunas conclusiones que parecen imponerse como evidencia común.

El cristiano debe comprometerse con el mundo histórico

Es una exigencia fundamental de su misma fe. Dios “abandona” el mundo en manos de los hombres, para que estos lo sigan creando. Desde el punto de vista cristiano, para que vayan dando forma al Reino de Dios, cuya culminación supondrá el fin de los tiempos. Por lo tanto, la fe tiene exigencias concretas y determinadas, según las circunstancias sociales y humanas en que toque vivir a cada cristiano. Por otra parte, la utopía escatológica y la radicalidad absoluta y única de Dios impiden cualquier idolatría de un determinado orden mundano ya establecido. En este sentido, la actitud del cristiano ha de ser necesariamente profética y revolucionaria.

La conciencia de que se trabaja por una utopía (una escatología) no permite en ninguna manera la evasión espiritualista del cristiano. Tampoco el saber que trabaja “a largo plazo” le exime de la necesidad de una opción “a corto plazo”. Porque este tiempo “corto” es históricamente capital (Cousso, 1966). Es el tiempo político, el de las guerras y revoluciones, donde se juega la supervivencia concreta de un estado. El cristiano no puede ignorar este tiempo corto, pues está en el origen del tiempo largo.

El mundo actual exige una revolución urgente

La injusticia institucionalizada, el desorden legalizado, en el que sólo una minoría ínfima pueden ser verdaderamente hombres, mientras la gran masa de seres humanos se debate en la miseria más infamante, no admiten dudas ni demoras. Existen en nuestra sociedad una violencia permanente, amparada por una legislación que nada justifica. La revolución es, pues, una exigencia inaplazable, y tal vez la primera cosa que exija esta revolución sea la toma de conciencia por parte de todos (pobres y ricos) de su necesidad absoluta.

El espíritu cristiano en la revolución

Tanto por su realidad de hombre como por exigencias de su fe, el cristiano está obligado a tomar parte activa en esta revolución. En sus manos está el desempeñar un papel personal y dar a la revolución el espíritu del que tal vez otros hombres carecen (o que, por lo menos, a él se le presenta como más evidente, puesto que tiene el módulo de la Palabra de Dios revelada). En este sentido, si del Antiguo Testamento el cristiano puede sacer el espíritu profético, por el que se ha de oponer a todo tipo de idolatría (e idolatría es la absolutización de cualquier sistema establecido), el Nuevo Testamento le enseña la fuerza revolucionaria del verdadero amor. Tal vez la síntesis de este espíritu se encuentra en la violencia pacífica: la llamada no-violencia.

El cristiano debe buscar una acción revolucionaria eficaz

Admitida la necesidad de la revolución, el problema se cifra en la elección de los medios más adecuados para conseguir el fin. No se puede condenar a priori la violencia (entendida como presión o fuerza incluso física), ya que la violencia se encuentra ya en la sociedad establecida. Ni tampoco hay necesidad de acudir al concepto tradicional de legítima defensa como justificación, que supondría un enfrentamiento del amor propio al amor del prójimo y, por lo tanto, una concesión a cierto egoísmo. La violencia puede estar justificada desde el momento en que hay un estado de injusticia y, por consiguiente, el valor justicia se encuentra en colisión con el valor amor al prójimo. Es verdad que la violencia debe quedar siempre como una opción última y provisional. Pero es precisamente la eficacia la que, en las circunstancias actuales nos hace optar por la no-violencia, ya que la fuerza del poder establecido tiene capacidad más que suficiente para aplastar cualquier brote revolucionario directamente violento. En este sentido, usar la violencia armada puede ser la disculpa que el poder establecido espera para proceder a la represión más salvaje (y estas circunstancias las estamos viviendo ya por doquier).

El cristiano no puede absolutizar la revolución

La revolución no es un fin en sí misma, sino un medio para conseguir una sociedad más justa, una sociedad más próxima al Reino de Dios escatológico. Por ello, el cristiano no puede absolutizar el valor de la revolución. Si su postura ante el orden establecido ha de ser crítica, crítica ha de ser también su postura ante su propia opción revolucionaria. Olvidar esta realidad, sería incurrir en una nueva idolatría. Esto ha de tenerse muy principalmente en cuenta si en un momento determinado se opta por el empleo de la violencia armada.

La Iglesia debe comprometerse como Institución

No sólo al cristiano como tal compete el adoptar una postura revolucionaria. La misma Iglesia como Institución debe tomar partido en la lucha histórica contra todo tipo de idolatría. Y esto por dos razones: 1) Por su función esencialmente escatológica –de donde su testimonio profético y su oposición a todo tipo de absolutización. 2) Por justicia histórica. La Iglesia debe necesariamente reparar el inmenso pecado de omisión que ha cometido a lo largo de la historia con los pobres, olvidándose de ellos, dándoles de lado, predicándoles una fe conformista e inhumana, aliándose con el poder político y económico. Esta reparación es de una gran urgencia, y cualquier tipo de disculpa o reticencia no haría sino agravarlo todavía más.

Pasar a la acción

Todo lo dicho hasta acá no servirá de nada si se queda en palabras. Porque la “teología de la revolución” sólo tiene valor en función directa de una acción. En este sentido, el testimonio de Camilo Torres, de Martin L. King o de Monseñor Helder Câmara debe servirnos de ejemplo. La Iglesia ha hablado ya demasiado. El mundo –aunque aparentemente pregunte de una manera teórica– sólo espera de nosotros una respuesta, la única que necesita: que la Iglesia actúe, que se ponga en movimiento. Que ame realmente.

¿Y yo?

Esta es la pregunta que necesariamente debemos formularnos cada uno de nosotros. La peor de las conclusiones sería una aprobación teórica, en el plano intelectual, pero una dimisión práctica a la hora de ponerse en movimiento. No podemos eludir nuestra responsabilidad personal. Nuestra situación concreta no es ninguna excepción. Y no lo es, porque también cada uno de nosotros necesita convertirse personalmente (revolución personal, interior), y transformar el ambiente que nos rodea, la estructura social en que vivimos (revolución social). Hay que ponerse en marcha inmediatamente, hoy mismo, en este momento…

Ignacio Martín-Baró, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

2      La violencia en Colombia es un fenómeno peculiar, originado por las luchas entre los grandes partidos políticos (Liberal y Conservador), a raíz del asesinato del líder popular Gaitán. No se trata, pues, propiamente de la guerrilla como tal, aunque actualmente haya evolucionado hacia ella (Nota de IMB).