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Aprender a amar: amor y libertad

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Escrito por Teresa Cid
Publicado: 29 Junio 2025

1.       Introducción

Para poder entender la relación entre el amor y la libertad hemos de ver cómo se vincula el amor con la personalidad humana. Es decir, como el amor es capaz de expresar a toda la persona en un acto libre. La dificultad que se encuentra para ello es la fragmentación de la misma personalidad humana en el modo actual de interpretar los propios actos. Es el motivo principal de la crisis moral actual. La no adecuada asunción de los propios actos como un modo de construir nuestra personalidad produce lo que algún autor denomina el «malestar de la modernidad». Cuyas características serían las siguientes: «Así pues, hay tres malestares sobre la modernidad que quiero destacar en este libro. El primero es sobre lo que podemos llamar un pérdida de sentido, el borrarse los horizontes morales. El segundo trata del eclipse de los fines, a favor de una imperante razón instrumental. Y el tercero es la pérdida de la libertad» [1].

Esta pérdida de libertad está en relación directa con los otros dos factores y es, en el fondo, «una consecuencia de la pérdida de la perspectiva del amor como luz de las acciones. Es una situación paradójica, la de un mundo que exalta la libertad como un absoluto, pero que luego llega a negarla en su realización práctica» [2]. No se trata de un planteamiento meramente teórico, sino que está en juego cómo el hombre se conoce a sí mismo en sus actos. Al convertirse la libertad en un absoluto el hombre ha quedado en un estado de indiferencia teórica ante los fines de su vida; el tema del sentido ha dejado entonces de ser objeto de iluminación racional para dejarlo en manos del mundo subjetivo de los sentimientos. Sin embargo, la realidad nos muestra cada día que la pretendida libertad absoluta del hombre es una libertad aparente, conflictiva y amenazada.

El amor es una experiencia originaria y se puede presentar con la radicalidad de un nuevo cogito que conforma la personalidad desde dentro: «El acto de amor es la certeza más fuerte del hombre, el cogito existencial irrefutable: Yo amo, entonces el ser existe y la vida vale la pena de ser vivida» [3].  Esta verdad inicial del amor es el modo como el hombre puede encontrar su propia personalidad y le permite dirigir la libertad desde dentro.  La libertad nace de un amor primero y tiende a un amor final que es la comunión de personas [4]. Es aquí donde podemos comprender la vocación al amor con tres elementos fundamentales: afecta a lo más íntimo de la personalidad humana, es algo en lo que Dios está presente desde un principio, y puede estar abierta a la santidad.

La luz tiene un significado especial para la persona humana ya que participa de ese valor de discernimiento por su propia racionalidad como guía interno de su existencia: «el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios» [5]. En el hombre la capacidad de discernimiento del verdadero bien es una luz que participa de la misma sabiduría de Dios. De esta forma, nace para el hombre una necesidad especial de la luz para que su vida esté ordenada y se aleje del caos en el que todo es confusión.

La luz que se encuentra en la experiencia del amor no es sino el motivo primero que permite al hombre construir sus acciones y explica el valor moral de las mismas. Es lo propio del conocimiento afectivo que se puede con­siderar como lo propio de la «luz del amor» [6]. En verdad no vemos la luz directamente, sino en el reflejo que provoca en los objetos iluminados. Aquí, en la medida en que es un principio de luz en el interior del hombre, la luz obtiene un nuevo sentido, porque esa luz conforma todo un mundo de resonancias afectivas que tiene que ver con un orden interiorizado en el hombre. La luz nos permite hablar de que en el hombre existe una intimidad que también debe ser iluminada ahora en un orden del amor que procede de ser éste siempre un acto preferencial [7].

Es aquí donde el valor de la luz propio de la experiencia humana alcanza todas sus dimensiones. No solo es un principio de armonía entre las cosas, de unidad específica en las mismas que las reviste de una belleza que atrae, ahora es, al mismo tiempo, un principio interior de luz que habita en el propio hombre y que tiene que ver con su propia vida. Es el discernimiento del bien el que nos permite ser dueños de nuestra existencia y afrontar las contrariedades sin perder el camino, permanecer en el bien en medio de nuestras carencias y la fragilidad que nos envuelve.

El amor es una luz porque no solo ilumina una realidad actual, sino que tiene el significado único de ser una promesa y, por ello mismo, una guía para el futuro, un modo de construir una vida en común, nacida de un amor de entrega que nace con la pretensión de incondicionalidad, esto es, de precedencia respecto de cualquier condición posterior: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -solo esta persona-, y en el sentido del para siempre» [8].

Una luz que ilumina en la oscuridad es siempre una invitación a acercarse a ella. Así, esa atracción interior que parece inspirarnos la luz es parte integrante de la verdad del amor de Dios. Éste se puede comparar a una luz por­ que nos indica siempre un camino, una llamada a «caminar en la luz» (1Jn 1, 7). Así aparece en el Himno de la caridad de la primera carta a los Corintios 13, nos indica como recuperar la luz, aunque sea desde un espejo peculiar (v. 12) que es la imagen de Dios en el hombre. Ahora la reflexión apunta directamente a los actos humanos.

La libertad viene a ser un camino que pide al hombre lo mejor de sí mismo. El amor ofrece a la libertad su origen y un contenido inicial: la comunicación de un bien que le trasciende. La libertad se nos presenta ahora dentro de una dinámica de intimidad y trascendencia que se desarrolla en una relación interpersonal sostenida por una comunicación en el bien. De esta manera el hombre es capaz de reconocerse en su amor: éste no es algo que «le pasa» simplemente, sino que lo vive como propio y puede decir con toda verdad que se trata de su amor. Es decir, el amor permite iluminar el primer momento de la libertad del hombre, precisamente en el momento en el que podría parecer que el hombre es arrebatado sin ella. El punto central de la libertad, entonces, pasa a ser el autodominio y no la mera capacidad de elegir entre cosas diversas.

En la experiencia del encuentro, la libertad se siente implicada en una forma original: porque es llamada a construir aquello que se la ha desvelado:

«Su subjetividad reacciona no solo asombrándose, sino implicándose: no se trata de una simple experiencia estética, sino de una experiencia directamente moral, porque mueve a la persona a actuar» [9]. El valor de esta revelación de la experiencia amorosa es decisivo, porque nos permite comprender el sentido de la libertad. Si somos es libres, es precisamente para poder amar: esto es, construir la promesa que se nos ha revelado, llegar a existir «para la otra persona». Lo que se le promete al hombre es, precisamente, la plenitud de una relación de amistad vivida en acciones que les permitan «vivir uno para el otro» en una comunión mutua.

Con ello se pone en evidencia el sentido dinámico del amor al que están llamadas las personas. Este es el momento en el que se entiende lo que significa la vida entendida en su globalidad, en su finalidad última. El amor se sitúa, así como la experiencia de una revelación, la revelación de una vocación: «Y suena así: el hombre no ha sido creado para la soledad, sino para la comunión. Es en la comunión donde alcanza la plenitud de su ser, la vida lograda, la vida feliz» [10].

Es importante entender la relación que existe entre amor y libertad porque sólo en la medida en la que el amor es libre puede entenderse como una vocación. Existe una llamada que exige responder con libertad. Responder a una llamada que unifica la vida, eso es la vocación: «La libertad de la persona es la libertad de descubrir por sí misma su vocación y de adoptar libremente los medios de realizarla. No es una libertad de abstención, sino una libertad de compromiso. Lejos de excluir toda coacción material, implica en el seno de su ejercicio las disciplinas que son la condición de su madurez» [11]. La verdad guía la libertad para que ésta construya una relación, una comunión de personas: ser amado para amar, es lo que constituye la vocación. La dinámica de la vocación se une a la dinámica del amor. Veamos, en primer lugar, qué significa entender el amor como pasión.

2.       Amor como pasión

El amor implica siempre una dimensión de receptividad radical, de pasividad: ninguna persona decide enamorarse. Las cosas suceden porque hemos sido hechos vulnerables ontológicamente, en una reciprocidad original, receptiva de la persona sexuada en forma diferente. Sucede, no porque lo queramos, sino porque Dios así lo ha querido al creamos con esta estructura ontológica. Por esto el amor se llama una pasión, porque se padece el influjo de algo sin que intervenga la voluntad. Es en el momento de la complacencia cuando la persona puede darse cuenta de lo que ha ocurrido y consentir a ello o, por el contrario, rechazarlo. La pasión, en cuanto reacción y respuesta al bien que seduce, escapa al control inmediato y directo de la voluntad: no es ella a causarlo, ni tampoco a impedir que se produzca.

Pero el amor no es solo una pasión, implica también una acción singular por parte del hombre:  amar. Ahora el protagonismo lo tiene el sujeto, la persona, que ama implicando su libertad, su subjetividad. Pero ¿qué quiere decir amar?, ¿cuál es la relación entre el «amor» y el «amar»? [12]. Veamos como «pasión» y «elección» están intrínsecamente interrelacionadas: todo amor, antes de ser un amor electivo, es un amor afectivo. En efecto, la dinámica afectiva (la unión afectiva) dispone para la entrega personal [13]. La entrega libre y amorosa al otro es el fin de todo el proceso afectivo, y lo supera, pues la entrega no está causada por la afectividad sino dispositivamente, solo la persona es la que puede causar la entrega de sí.

El hombre percibe en el amor una realidad que le excede, de tal fuerza que no puede pretender dominar, una dimensión que solo puede ser propia de algo divino, tal como lo recoge el mito del eros contenido en el Banquete platónico [14]. Pero al mismo tiempo, es una llamada poderosa que ha de responder y en esta respuesta está el principio de un dominio propio que parece crecer en la medida en que se ama. La presencia de otra persona es siempre percibida como una llamada a la libertad y una promoción de la misma; este hecho, en la medida en que se retrotrae al mismo amor originario divino, hace que sea el amor el que presente el espacio verdadero de libertad al que somos llamados por el amor. De otro modo, el amor pasa a ser una fuerza divina que se impondría al hombre y podría destruirlo.

Se nos muestra así la importancia de las pasiones, ¿cuál es el papel que juegan en el dinamismo humano?, ¿cuál es la verdad del amor? ¿Qué implica afirmar que el amor es una pasión? Un primer análisis del amor pone en evidencia su carácter objetivo. La pasión implica siempre algo que pone en marcha todo un proceso afectivo. No decidimos nosotros que ese algo nos afecte. El amor nunca comienza en nosotros: comienza siempre fuera de nosotros, con alguien, que, en sus valores, nos afecta, nos toca. En esta primera descripción de lo que es el amor como realidad nos damos cuenta de que en el amor se da un dinamismo singular que conlleva una cierta circularidad: termina donde empieza, fuera de nosotros, en el bien que nos atrae [15].

Son distintos los momentos o niveles de circularidad del amor. Entre estos momentos podemos apreciar la unión afectiva, el deseo y el gozo [16].

2.1.    Dinámica del enamoramiento

Ahora hemos de ver cómo el hombre se hace en efecto disponible para la entrega a través del proceso afectivo que es el enamoramiento: algo nos impacta de otra persona, algo que está fuera ejerce sobre nosotros un influjo. Es el primer momento del amor, el momento de la inmutatio. Es la aparición del objeto amado como atrayente, fascinante. Por ello, se da un cambio en el sujeto que recibe el impacto: un cambio en su interior [17]. Es el momento menos libre del amor, en el que se da una mayor pasividad afectiva. Por eso se vive como «sentirse poseído» y encuentra una relación con la magia, sentirse «encantado» [18].

Su importancia está centrada en los elementos afectivos más sensoriales, los sentidos externos, en especial la vista, también hay que contar con la memoria vinculada a imágenes y percepciones. Lo que está fuera, estos valores, entran dentro del sujeto a través del conocimiento, casi sin que se dé cuenta y, entrando, lo transforman. El bien que entra en el sujeto se adueña de su afecto y lo hace similar a sí. Este momento supera la mera impresión para pasar al conocimiento afectivo del objeto. Se produce por tanto un diálogo afectivo con el mismo que tiene dos momentos que se mueven en una circularidad:

La coaptatio, que es el descubrimiento de la armonía existente entre ambos [19]. Lo decisivo de esta transformación es que el bien que entra informa, co-adapta mi apetito, plasmando en él su forma. Nos encontramos en la dimensión objetiva del amor como pasión, esto es, el momento en que se da una transformación del sujeto que lo asimila en cierta manera al bien. Por eso esta dimensión del amor se llama coaptatio.

La complacentia, o aceptación y consentimiento del ser amado, que se puede expresar con la conocida fórmula, «¡Es bueno que tú existas, es bueno que estés en el mundo!» [20]. La importancia fundamental en este nivel la tienen los sentidos internos: la imaginación. La dinámica circular conduce a una profundización en la armonía afectiva con el objeto amado. Es un trabajo interior, desde aquí comienza a entenderse lo que es la rectitud en el amor, en la medida en que las respuestas afectivas alcanzan una mayor unidad, en dirección a su fin.

Esta transformación interior del sujeto supone una repercusión cognoscitiva que implica una alegría interior: esto es, una complacencia.  Me alegro de lo que me ha ocurrido porque supone un enriquecimiento en mi ser. Es la toma de conciencia de una armonía entre aquellos bienes que me tocan y uno mismo. Este momento, que implica una toma de conciencia de algo que ha ocurrido, corresponde a la dimensión subjetiva del amor. Es momento de la complacencia.

Inmutatio, coaptatio y complacentia, corresponden a un análisis estructural de lo que supone el amor como pasión. Lo importante es que muestra que algo ha acontecido en el hombre. Y ha acontecido sin que intervenga hasta ahora su voluntad, sin que decida todavía nada. Se trata de determinados bienes que estaban fuera de uno y que ahora pasan a formar parte del propio patrimonio. La pasión implica, por ello, un enriquecimiento, un cambio interior, pasando algo del bien amado a la persona amante. Estas tres dimensiones son dimensiones de la unión que se establece entre el bien y el sujeto: unión que recibe el nombre de unión afectiva, en cuanto que es una unión que se da en el afecto o interior del hombre, en aquella dimensión interior capaz de recibir el impacto del bien y de dirigirse hacia él.

Por ello, el deseo del bien sensible es visto en la perspectiva del bien de la persona en cuanto tal. Si la persona asume personalmente lo que ha ocurrido, puede transformar el deseo en una intención. Para ello se requiere un trabajo específico de la inteligencia y de la voluntad. El movimiento que implica el deseo -porque, indudablemente, supone un cambio en la estructura afectiva y un cambio intencional, ya que nos dirige hacia algo- tiene su origen ante la complacencia del bien. El deseo es la respuesta a la atracción que ejerce el bien.

Tenemos así los diversos elementos que implica la circularidad del amor: unión afectiva, deseo y comunión. Se trata de una dinámica que genera a su vez diversos movimientos afectivos, dirigidos todos ellos a proteger y a impulsar el don del amor que ha recibido. El amor genera un dinamismo afectivo capaz de afrontar dificultades, de no venirse abajo en su movimiento de búsqueda de la plenitud. Precisamente, porque no siempre es algo sencillo alcanzar lo que amamos. Y no es sencillo, porque en el camino hacia la unión real, la comunión con la persona, encontramos obstáculos, situaciones adversas. En ocasiones, amar es, ciertamente, arduo, difícil [21]. Y la dificultad aquí se centra no simplemente en que sea complejo amar y requiera la inteligencia para vencer las dificultades, sino en que se precisa una energía singular para mantener el amor y hacer frente a las contrariedades que conlleva. Pero esta energía no procede simplemente de la inteligencia: muchas veces no faltan buenas razones para proseguir en el camino y afrontar las adversidades, sino empuje y brío.

Acabamos de realizar una descripción estructural de la pasión del amor y del dinamismo que genera, más allá de la vivencia que cada persona pueda tener en los sentimientos que conlleva. Por ello es aplicable no solamente al amor entre el hombre y la mujer, el amor que implica un elemento sexual, sino a todo tipo de amor, en que se da una unión en el interior de la persona con un bien que la inmuta y la transforma.

2.2.    Una dirección para la afectividad: la purificación

Ahora hemos de entender de qué manera entra el logos en los afectos, lo cual permite al hombre discernir la verdad que le comunican y tiene que ver con la construcción de una vida lo grada [22]. Esta razón afectiva, que es portadora de un "conocimiento por connaturalidad", es el principio de purificación del amor, y podemos descubrir en él un guía real en la vida del hombre que permanece por encima del fluir de afectos pasajeros [23]. El amor necesita de esa purificación para poder madurar y llegar a ser plenamente humano [24].

Es importante advertir que la purificación no es una racionalización exterior al afecto, una especie de sujeción a unos límites que la razón le marcara desde fuera [25]; por el contrario, es una madurez que proviene del interior del afecto y que necesita de la razón, en cuanto potencia humana, para desarrollarse completamente. Esto conlleva, en cuanto purificación, un primer aviso de gran importancia: el camino moral no es «dejarse llevar» por el afecto, porque no es ésta la verdad propia del amor. La verdad no está en el impulso, sino en el hecho de contener una promesa de plenitud que el hombre ha de ir descubriendo. Así lo expresa Benedicto XVI: «Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser» (DCE, 4).

Se trata de encontrar entre una multitud de afectos la verdad que los unifica en una plenitud, esto es, la auténtica integridad humana. Por eso mismo, se ha de aprender a dirigir los afectos, a renunciar a veces a lo inmediato, a lo aparente, para poder llegar a lo verdaderamente bueno. Solo así se llega a percibir y realizar su auténtica grandeza: «se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni "envenenarlo", sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza» (DCE, 5).

Hay que llamar la atención sobre un aspecto muy importante relativo a la purificación. Purificación es un término que tiene que ver con la conciencia y el corazón. Se refiere a un modo de amar con integridad en el que confluyan todas las capacidades humanas. Como observa el profesor J.J. Pérez­ Soba, hay que evitar el vincularlo al tema del amor desinteresado que, a partir del siglo XVII, dio lugar al debate acerca del amor puro [26]. La pureza o purificación del corazón no se refiere a un amor desinteresado, sino a la integración de los afectos en la verdad de un amor singular.

Por eso, Benedicto XVI para referirse al proceso de purificación, habla de la unidad entre el cuerpo y el alma y no de una elección puramente espiritual, que no tendría sentido. Esa unidad profunda que se da en la persona humana es el fundamento antropológico de la unidad intencional que puede dar lugar a la integración afectiva [27]. Ésta requiere, en cuanto integración, algún principio mayor que el afecto, es precisamente el papel que juega la razón. Éste es el papel de la virtud, el que nos permite comprender el objeto de la ascesis.

La purificación requiere por su propio dinamismo un proceso de conversión que incluye la vuelta intencional al amor originario. Es decir, saber reconocer que el principio del amor es anterior y mayor que nosotros mismos y que, por eso, el amor como motor de nuestros actos nos une a un dinamismo que nos excede y al cual el hombre, por medio de sus virtudes, permanece abierto. Este proceso de purificación que está vinculado a las virtudes tiene su inicio y su protagonismo en Dios, que actúa en el interior del hombre asumiéndolo en su intención salvadora: «También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contra­ puesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones» [28].

El principio de unidad último es de sentido personal, una auténtica vocación, porque está vinculado a la misma identidad de la persona amante, se trata de ese amor por el cual una persona llega a «conocerse a sí misma», es decir, al amor singular del don de sí. Como veremos, esta donación actúa como fin de todo el proceso del amor en la medida que éste unifica y hace crecer al amante.

3.       Amar como elección

Amar quiere decir querer. Se trata de un acto de la voluntad que está precedido de un don, de un enriquecimiento, y que está configurado por la misma inteligencia. Este acto de amor se basa siempre en un movimiento afectivo, referido al amor como pasión: no arranca de la nada, sino del don recibido. Por ello, amar antes de ser un acto electivo, como acto de la voluntad que quiere un bien, es primeramente un amor afectivo: esto es, receptividad ante ese bien, capacidad de ser movido por él. ¿Pero qué es lo que queremos cuando amamos?, ¿a qué nos dirigimos?

3.1.    Dos formas de amor: de concupiscencia y de benevolencia

«Amar es querer para alguien un bien» [29]. Se trata de un único acto, querer, pero que se dirige a dos objetos: el amado y el bien para el amado. Dos objetos, pero unidos en un solo acto de la voluntad, querer, que es puesto por un sujeto con libertad, no movido por constricción alguna, aunque sí precedido de un amor. El hecho de que el amor tenga dos objetos implica que ha surgido en el hombre una tendencia doble que tiende de modo distinto ya sea a la persona amada ya sea al bien que se desea para ella. La tendencia que se dirige a la persona amada lo hace de un modo radical, esto es, tiende hacia ella por sí misma. Se quiere a la otra persona por sí misma, por lo que ella es y como ella es. Esta tendencia a un bien amado por sí mismo se denomina amor de amistad o de benevolencia [30]. Amor de amistad no es lo mismo que la amistad: la amistad implica una relación de reciprocidad. Aquí se habla del amor de amistad, un amor que queda calificado por el genitivo «de amistad» [31]. Con ello se quiere explicar que es un amor que se dirige a una persona, por sí misma. La aceptación de la originalidad e identidad de la persona amada es decisiva en el amor, so pena de no llegar a amarla por sí misma, sino por las cualidades que a uno le interesan.

Este querer a la persona por sí misma implica necesariamente que se elija la persona como fin del propio actuar: que la propia intencionalidad se determine en tal persona. Pero ¿qué significa querer a la persona por sí misma? [32]. Quererla quiere decir que se quiere a un ser dinámico, en tensión hacia una plenitud. Se quiere a la persona, se la quiere por lo que ella es, pero también, y sobre todo, en la plenitud a la que está llamada, porque esta plenitud es la verdad más profunda de la persona. Por esta razón, querer a la persona por sí misma quiere decir querer su plenitud, querer su felicidad, querer el bien de la persona [33]: un bien, en singular, de la persona, en genitivo explicativo, por cuanto significa su dinamización última. Querer la plenitud de la persona equivale a querer que logre su vocación personal.

Pero para que la persona sea ella misma, alcance su plenitud, logre su vocación personal, precisa una serie de bienes gracias a los cuales podrá lograr su vida. Se trata ahora de bienes para la persona [34], en plural y con un complemento indirecto, la persona a la que hacen referencia: bienes como la posibilidad de gestionar económicamente una vida, tener un hogar, formar una familia. Son bienes diversos y muy variados porque perfeccionan a la persona amada, le permiten alcanzar la plenitud que anhela, ser ella misma. Por ello, querer determinados bienes para la persona es un elemento intrínsecamente ligado a «querer a la persona». Esta tendencia al bien querido para la persona amada se dirige hacia el bien en cuanto tal bien es un bien para la persona [35].

La relación entre la persona y los bienes que quiero para ella es establecida por la razón práctica: la inteligencia, movida por el amor, es capaz de establecer la relación entre este bien y la persona en unas circunstancias concretas. Esta tendencia a un bien amado para otro es denominada por los clásicos amor de concupiscencia [36]. Concupiscencia no tiene aquí ningún sentido negativo, quiere decir deseo -cupio- relativo a un bien concreto: en cuanto en el acto de amor se quiere un bien concreto y parcial dirigido a una persona. tal amor a un bien parcial se llama amor de concupiscencia.

En definitiva, el camino del yo al otro pasa necesariamente por la mediación de los bienes concretos que promueven a la persona. Sin la mediación de estos bienes, el amor a la persona se convierte en un sentimiento vacío. De ahí que el amor de concupiscencia no agote la esencia del amor entre las personas, es un amor incompleto: no es suficiente desear a la persona como un bien para sí mismo; es necesario, además, y sobre todo, querer el bien para ella (amor de benevolencia) para que sea verdadero. El amor del hombre y de la mujer no puede dejar de ser un amor de concupiscencia, pero ha de tender a convertirse en una profunda benevolencia o amistad. Por ello, el amor-necesidad (amor de concupiscencia) y el amor-don (amor de amistad) deben ser considerados según la única categoría del amor [37].

Cuando una persona dice a otra «te amo», no quiere expresar solamente «siento algo por ti». Si solo expresara eso, no sería un verdadero acto de libertad, no implicaría ninguna elección, estaría simplemente diciendo un hecho, lo que siente. Para saber lo que quiere decir, es preciso preguntar qué bienes se quieren para la persona amada. Es en este momento en el que el amor puede verificarse y promover, verdaderamente, a la persona. El amor se convierte en un principio de conducta, desarrollando la creatividad de las personas.

3.2.    La construcción de la acción de amar

Todo acto de amor implica una construcción, una composición, que realiza la persona gracias a su razón práctica. Nuestras acciones no son un todo acabado que quedara en manos de la pura elección o decisión del hombre. Actuar moralmente no es elegir entre distintas opciones ya constituidas en razón de su capacidad de satisfacer las propias necesidades. Esto ocurre solo cuando uno va de compras [38]. La acción entendida así, como una decisión sobre algo ya constituido, sería independiente de mi intencionalidad y su valor se encontraría en su capacidad de satisfacer mis expectativas o en su concordancia con determinadas reglas.

Ahora bien, las acciones no solo se eligen, ni se deciden principalmente, sino que se construyen desde un mismo inventándolas [39]. Pero ¿cómo se construye la acción? La construcción de una acción parte siempre del fin personal al que se dirige toda acción: esto es, la persona amada, en cuanto que es ella el fin de la acción, como anteriormente hemos visto. La acción se dirige a la persona en sí misma, en cuanto que con la acción se entra en una comunión singular con ella. Se dirige, por tanto, a un modo de comunión con la persona que se actualiza en la mediación de la acción.

Surgen así los dos elementos decisivos de toda acción: la intención de un fin y la elección de unos medios, que son, por ello, la primera etapa en orden a un fin. Se trata de dos elementos intrínsecos del obrar mutuamente relacionados entre sí: porque, pretendiendo promover a una persona y entrar en comunión con ella, uno percibe que tal intención solo puede llevarse a cabo a través de la elección de unos bienes que le permitan promover a la persona y entrar en comunión con ella.

La originalidad de estos bienes que se quieren para la persona estriba en que se trata de bienes prácticos, esto es, de acciones. No son, por lo tanto, simples bienes ontológicos, corno la sexualidad, la vida o el dinero; sino que estos bienes ontológicos están incluidos en los bienes prácticos. Estos bienes prácticos se configuran como verdaderos bienes para la persona, por cuanto se aprecia su relación con la persona misma y su bien último: la vida lograda en una comunión [40].

¿Cómo podemos establecer el contenido de estas acciones, esto es, su objeto moral? La acción moral queda determinada no por la materialidad de lo que se ejecuta o el bien ontológico de que se trate. Nuestras acciones quedan especificadas no por lo que ejecutamos simplemente, sino por lo que buscamos inmediatamente cuando ejecutamos algo. ¿Para qué lo hago? Este «para qué» no hace referencia a fines ulteriores o principales. Los fines últimos, por sí solos, no definen ni especifican lo que hacemos.

El «para qué» que define nuestras acciones y las especifica se refiere al fin próximo e inmediato de la acción deliberada. Este «para qué» indica el contenido intencional básico de nuestras acciones, que es el contenido de lo que elegimos voluntariamente. Cuando la voluntad se dirige a este fin próximo, este acto de la voluntad se llama elección. Tal elección está animada por un fin más importante en el cual el fin próximo halla su sentido.  Este fin más importante, el fin principal o intermedio, es un fin pretendido por el sujeto, y por ello se da un acto de la voluntad propio, que se llama intención. Entre ambas dimensiones, intención-elección, existe una mutua inter-penetrabilidad, de tal manera que es imposible entender una sin la otra, y que los fines próximos que se eligen, se eligen para alcanzar el fin superior de la comunión y que es objeto de la intención. Con ello se aprecia cómo los fines próximos (objeto de la elección) son englobados siempre en los fines superiores y principales (objeto de la intención) [41].

Lo que constituye el sentido humano de nuestras acciones es precisamente la unidad intencional que existe entre todos los fines pretendidos según un orden concreto. Con el término «unidad intencional» se quiere expresar la proporción que se da entre los diversos niveles de la acción. Esta unidad y proporción es una unidad creada por la razón práctica y, por lo tanto, «ordenada» por ella. Esta unidad intencional adquiere su sentido último cuando se relaciona con una dimensión natural básica de todo el dinamismo intencional, como ya vimos en el análisis del deseo: se trata del deseo natural de felicidad. De esta forma, entre la ejecución, el fin próximo que especifica la acción, el fin principal o intermedio, que concreta los modos de comunión con las personas, y el fin último, que es la vida lograda vivida en comunión con Dios, se da una cierta unidad.

Aparece así que existe una verdad de nuestras acciones que hace referencia a la ordenabilidad o no de nuestros fines próximos [42] (que prácticamente son el contenido de las elecciones) a intenciones más profundas. Cuando existe esta unión intencional, entonces podemos afirmar que la acción es buena. Cuando no existe esta unión porque tal fin próximo no se puede ordenar a un fin bueno, entonces la acción es mala. La bondad moral de las acciones que hacen referencia a la relación hombre-mujer puede apreciarse en la unidad intencional que existe en sus diversos fines en modo que permita actualizar el ideal de la comunión con la persona y, así vivir una vida lograda, plena y en comunión.

4.       Amor y dinámica del don

En el encuentro entre el hombre y la mujer, el sentimiento ha permitido reconocer al otro como alguien valioso, que ofrecía una complementariedad al sujeto; la amistad pide, además, la vinculación de la voluntad. Este acto de la voluntad, por el que se quiere a la persona con una voluntad buena, y se quiere para la persona determinados bienes, es un momento intrínseco de la amistad, y sin él no hay tal.

Porque el amor no funde, sino que une en la diferencia, por tanto, abre un espacio a la justicia: considerado el bien de la otra persona en cuanto «suyo» y no solamente en cuanto «mío», ya que se trata de un bien «para ella» con un claro sentido intencional. Así, la amistad implica dos dimensiones intrínsecas: por un lado, la mutua unión, gracias a la cual es posible una mutua transformación; por otro, la alteridad y distinción, necesaria en toda amistad, que abre un espacio a la justicia, por lo que nos permite dirigir el bien descubierto hacía la otra persona.

De ahí que el contexto que nos permite entender lo que es un bien para la persona amada es el contexto de la amistad. No se trata de deducir qué le conviene a la persona en razón de su naturaleza o qué le podría ayudar sin más. Las acciones de los enamorados no nacen de una racionalidad calculadora, sino de su propia interioridad: están profundamente radicadas en su deseo interior y, por ello, tiene una huella personal precisa. Sin esa unión transformante que supone la amistad es muy difícil entender qué es un bien para la persona amada y transmitírselo de una forma personal y significativa.

4.1.    Amistad y reciprocidad

El amor de benevolencia propio de la amistad, y especialmente entre un hombre y una mujer, radica no en algo extrínseco, sino en su propio interior. Más aún, es una complacencia interiormente radicada en el sujeto, esto es, en su intimidad. Una presencia interior que no es solamente sentida, sino que también transforma al sujeto. La amistad precisa. entonces, la benevolencia, la intimidad, pero también la comunicación de un bien. Este bien, en la relación hombre-mujer, es el bien de la conyugalidad, que implica en ambos un modo de amarse participando la propia intimidad: esto es, un modo de presencia interior entre ambos que pone en juego la complementariedad de sus personas y abre un espacio mutuo de reciprocidad.

Solo cuando la benevolencia es recíproca es posible la amistad. El otro deja de ser, simplemente, alguien que aprueba y acoge para pasar a ser verdadero coprotagonista de una vida común. Así, la reciprocidad a la que se refiere la amistad adquiere su sentido pleno en la actuación: es en ella donde se aprecia la reciprocidad al querer ambos, respectivamente, para la otra persona los mismos bienes. Se trata de un actuar común entre dos personas. En efecto, con nuestras acciones nos dirigimos a la persona amada, que es libre en sí misma, por lo que, dirigiéndonos a ella, nos dirigimos también a su libertad, para que reaccione, a su vez, acogiendo nuestra acción. Cuando construimos nuestra acción, indudablemente pretendemos que sea acogida por la otra persona, que genere una respuesta. Podemos así entender que la acción del hombre no es nunca solo «su» acción, sino una «co-implicación» de acciones. La otra persona no es un mero receptor de actividades, sino parte intrínseca de una comunicación, que aporta de su propia genialidad. Se nos descubre así una intencionalidad oculta en nuestras acciones, ya que la voluntad se propone, necesariamente, en toda intención de un fin también una comunidad de acción [43].

El amor, cuando es unilateral, carece de esa plenitud objetiva que le confiere la reciprocidad: «El amor sin reciprocidad está condenado a vegetar y más tarde a morir y, muchas veces, al desaparecer, hace que se extinga la misma facultad de amor» [44]. El amor, por su misma naturaleza, no es unilateral, sino que, al contrario, es interpersonal, se da recíprocamente entre personas, es social: «Su ser, en su plenitud, es interpersonal y no individual. Es una fuerza que liga y que une, su naturaleza es contraria a la división y al aislamiento» [45]. Un amor recíproco crea la base más inmediata a partir de la cual un único nosotros nacemos de dos yo. La reciprocidad es la que decide el nacimiento del nosotros. Y ella demuestra que el amor ha madurado, que ha llegado a ser algo entre las personas, que ha creado una comunidad. Así es como se realiza plenamente.

Hemos constatado más arriba que la benevolencia pertenecía a la naturaleza del amor, así como el atractivo y la concupiscencia. Y que el amor de concupiscencia y el de benevolencia. aunque difieren entre sí, no se excluyen, sino que se complementan. La verdad acerca de la reciprocidad da de ello una nueva explicación: cuando se desea a alguien, en cuanto es un bien para sí mismo, se desea también. en retorno, el amor de la otra persona; se desea, por consiguiente, a la otra persona, en cuanto concreadora del amor, y no como mero objeto de concupiscencia.

La reciprocidad depende esencialmente de aquello que las personas ponen en ella. Ello explica la confianza que se tiene en la otra persona cuando la reciprocidad se funda en el verdadero bien. Poder creer en el otro y poder pensar en él como en un amigo que no puede decepcionar es para el que arna una fuente de paz y de gozo. Si por el contrario, lo que las personas aportan al amor es únicamente, o, sobre todo, la concupiscencia que busca el placer, entonces la misma reciprocidad estará desprovista de las características que acabarnos de señalar [46].

La reciprocidad verdadera no puede nacer de dos egoísmos: no puede resultar más que una ilusión de reciprocidad, ilusión momentánea, o todo lo más de corta duración. Es indispensable que el amor sea verdadero, es decir, que se dirija hacia un bien auténtico y de una manera conforme a la naturaleza de ese bien: «el amor es verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás» [47]. El amor falso, por el contrario, se dirige hacia un bien aparente o -caso más frecuente- hacia un bien verdadero, pero de una manera no conforme a la naturaleza de ese bien. Por eso un amor falso es también un amor malo [48].

Por tanto, es preciso verificar el amor antes de declararlo a la persona amada, y sobre todo antes de reconocer ese amor como la propia vocación y de comenzar a construir la vida sobre él. Es preciso saber sobre qué descansa la reciprocidad y si ella no es tan solo apariencia [49].

4.2.    El don de sí como acto de amor

Llegarnos así al vértice de todo el proceso seguido hasta aquí, se puede comprender todo él como una auténtica revelación del amor. La verdad última del amor se revela a sí misma en cuanto actúa como fin del entero dinamismo amoroso es, por tanto, un amor de entrega [50]. Cuando se habla de este amor, se entiende que aquello que se entrega no es una cosa, sino la propia intimidad, en donde el amor surge porque solo así se puede constituir ese valor único del amor recíproco que enriquece doblemente a los que lo viven.

En la estructura del don es posible destacar tres características esenciales. Primera, el don es libre: implica siempre un ejercicio de la libertad. Segunda, la razón del don no puede ser sino el amor; otro motivo convertiría el don en un comercio. Tercera, el destinatario del don sólo puede ser una persona, capaz de recibirlo [51]. Esta estructura interpersonal está relacionada directamente con el amor y nos obliga a analizar la estructura de la donación en referencia a la del amor que ya hemos estudiado.

La dinámica del don se integra en la dinámica del amor porque tiene su misma estructura de dos objetos: el amante (dador) quiere (da) el bien (el don) al amado (receptor) [52]. El hablar de «don» explicita algunas características que no aparecen de por sí en la estructura del amor. La primera es la alteridad: el que da y el que recibe deben ser distintos. En cambio, no es necesario que sean distintos el amante y el amado ya que uno puede amarse a sí mismo. La estructura de la donación es estrictamente interpersonal. La segunda es la gratuidad: la gratuidad no puede olvidar ni la naturaleza ni la justicia [53] pero las ha de superar. Por eso en la tradición medieval no se contrapone gratuito a interesado sino a «lo debido».

Aunque nuestro amor sea respuesta a un amor primero, esconde una razón de gratuidad por el hecho de que es una donación libre. Así, se puede decir: «Tenemos pues aquí como una definición: la entrega es la respuesta al amor de una persona» [54]. En efecto, al hablar de gratuidad se está pensando en la actuación del donante, pero en la donación hay que contar también con la actuación del receptor. Por eso la inter-personalidad de la donación es total (incluye la alteridad) y es dialógica (implica una respuesta).  Esta dialogicidad se expresa no sólo en el concepto de dar sino en su relación con el concepto de recibir, según el conocido axioma medieval: «todo lo que se recibe en alguna cosa, se recibe al modo del recipiente» (cf. STh., l, q. 75, a. 5). El modo huma­ no de recibir el don determina el don mismo. La recepción de una persona no es meramente pasiva, sino que debe incluir la libertad.

Quien da algo gratuitamente lo da esperando que el otro lo reciba, lo da para que lo reciba. He aquí la grandeza del amor: llegar a amar primero, antes de que la otra persona nos haya dado algo. En la coacción, ambos, amante y amado, se comunican un bien, en una reciprocidad de intenciones que colma de gozo. Pero ¿qué es lo que últimamente se comunican? Lo que se comparte y el otro está llamado a participar, a su vez, es, principalmente, este modo de presencia interior: esto es, se comunica el propio amor a la otra persona en la medida en que el bien que se le ofrece es capaz de encarnarlo: una conversación, un trabajo común, la entrega del propio cuerpo... El amor es, por ello, el primer don y el alma de la acción.

Por tanto, todo acto de donación incluye no sólo la gratuidad sino la idea de reciprocidad: «a pesar de la gratuidad absoluta inherente al don como ofrecimiento, la reciprocidad es apropiada al don. Un don pide ser correspondido. Sin embargo, la reciprocidad fundamental que pide no es la de que se le devuelva otro don. Sino más bien llevar a plenitud el don que se da. Así, para la plenitud del don no sólo se debe ofrecer; sino también ser recibido. Por eso tal recepción es la reciprocidad original que se intenta desde el verdadero significado y realidad del don» [55].

La reflexión anterior nos permite afrontar una de las grandes dificultades que han oscurecido la originalidad del amor conyugal. Se trata de la pretensión, a la que ya nos hemos referido anteriormente al tratar el tema de la purificación, de un amor desinteresado, de un amor puro. Tal pretensión buscaría un amor tan centrado y volcado en la otra persona, que todo interés propio sería visto como una mancha. Así, el ideal del amor sería buscar el bien del amado hasta el punto de no interesarse por la reciprocidad, de no buscarla siquiera, ya que ello supondría contaminar el amor con el propio egoísmo, buscándose a sí mismo, en último término. Amar hasta el punto de llegar a no esperar nada a cambio: he ahí la pretendida pureza del amor.

Como observa el profesor J. Noriega [56], pretender el bien de la persona amada, necesariamente, implica pretender el propio bien, ya que el bien que se pretende es el bien de una comunidad de acción en la que uno mismo está involucrado. Quien ama está, verdaderamente, interesado en esta comunidad de acción. Y es que, el desinterés del amor confunde dos palabras difíciles de aquilatar: desinterés con gratuidad. Todo amor es siempre enormemente interesado, y especialmente el amor entre el hombre y la mujer: entraña un deseo de despertar el interés por uno mismo en el otro. Suprimir el deseo de interesar a la otra persona sería suprimir la posibilidad del amor conyugal. Ahora bien, desinterés no es lo mismo que gratuidad.

Toda acción nace de la libertad y expresa, en cierto modo, la interioridad del sujeto: es un auténtico acto de la persona. Por ello, en toda acción se da una cierta dimensión de donación, ya que la donación del amor entre el hombre y la mujer conlleva una cierta gratuidad. Son acciones en las que sus protagonistas dan mucho más del mero bien en juego: se dan a sí mismos en la medida en que lo consiente el bien que comunican. Y en el darse a sí mismo en el bien, la otra persona es llamada a acogerlo en la mediación del bien en una reciprocidad de donación. El bien que se comunica será siempre un signo, y una mediación, del amor que se quiere donar.

Pero la plenitud de la acción no es todavía el don de sí que realiza el sujeto. Porque el don de sí está dirigido a una reciprocidad de donación. Se aprecia la paradoja que encierra el amor humano: se ofrece a una persona para generar la reciprocidad, pero no puede causarla por sí mismo, ni pretende siquiera forzarla, será siempre fruto de la libertad de la otra persona. Al donarse espera la reciprocidad del otro como un verdadero don. Surge así una distancia entre el don que se realiza y la reciprocidad que se genera. La plenitud de la acción es, precisamente, la reciprocidad del don de sí.

Vemos como la lógica del don de sí va a requerir la reciprocidad como uno de sus elementos clave. El querer la correspondencia del amado hace al amor mayor y permite comprender como la comunión no es un elemento añadido a la vocación originaria del amor, sino el que lo ilumina por dentro. Esto es así hasta el punto que Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitae, habla de la «ley de la reciprocidad» en el sentido de que todo dar pide un recibir: «El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro» (Evangelium vitae 76).

Hemos de recordar que la racionalidad de cualquier don está en la intención del donante y que, en este caso, está envuelta en el misterio de Dios: «En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encamándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre (EV 76 §2).

Se puede comprender esta dinámica a partir de una asimilación divina, en la medida en que el hombre se asemeja más a Dios en cuanto es capaz de darse a sí mismo. En este dinamismo que nace del don de la vida, se integra este don inicial en un sentido mucho mayor que el hombre solo descubre por medio del don de sí. Así se puede decir: «Se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse» (EV 49 §2) [57].

Amar es una actividad compleja, sin embargo, implica un acto sintético, parte siempre de una intuición: el amante compone sus acciones desde una intuición, el amor a la persona que ha recibido como un don. Un don que le ha enriquecido, que le ha transformado. Un don que es una presencia, una unión afectiva. La construcción parte siempre de este amor recibido. Porque todo acto electivo es antes un amor afectivo.

Construir partiendo de una intuición, usando diferentes elementos. Poniendo en armonía elementos que de otro modo no se reconocerían. La armonía fundamental que el acto de amor establece puede apreciarse en dos aspectos de la experiencia de amor: por un lado, la relación que establece entre la dimensión intersubjetiva, esto es, el amor a la persona, y la dimensión objetiva, esto es, el amor al bien para la persona. La armonía de ambas dimensiones constituye el acto de amor. No todo en el amor es subjetivo. Podemos entender qué significa decir o que una persona nos diga: «te amo». No se trata de reflejar simplemente un sentimiento, sino un camino de construcción, la construcción de una comunión mediante la realización de acciones que son un bien para la persona. Se trata de una construcción recíproca. Un co-actuar mutuo, en el que el elemento intencional que se dirige al fin y el elemento de elección de aquello que es para el fin son vistos por ambos co-autores en una mutua concordia.

Aprender a amar tiene como primer paso caer en la cuenta de que construir una comunión de personas es un acto complejo, pero que parte de un principio sintético para ambos protagonistas: su amor. Éste deja de ser un mero sentimiento que recluye a las personas en su propia vivencia emotiva para pasar a ser un elemento dinámico que permite construir una vida. Así pues, amar no es una actividad simple, implica una composición, una construcción: la construcción del amor. Hablar de «construcción» trae a la mente una intuición, un proyecto, un proceso, materiales diversos...

El primer paso consiste en damos cuenta del amor como cimiento de nuestra vida [58]. Esto es, el amor «edifica» (cf. 1Co 8, 2), edificar «significa construir algo desde los fundamentos [...] el amor es el origen de todo y, en sentido espiritual, el amor es el fundamento más profundo de la vida del espíritu» [59]. No son los resultados los que edifican el amor, sino, una luz interior. Ningún acto exterior es de por sí amor; el amor, en cambio, va a ser fuente de muchísimas acciones.

La revelación del amor no consiste en alcanzar una «idea» del amor, sino en introducimos en una historia de amor de la que somos invitados a ser protagonistas: «Porque, ¿qué significa amar en serio? La seriedad del amor aparece solo cuando [...] el amor se hace destino del que ama. [...] Cuando el hombre y la mujer están unidos en auténtico amor, cada cual toma al otro consigo. Lo que le ocurre al otro se convierte en destino propio para el que ama [...] Y entonces dice san Juan, expresando así lo más hondo de la Revelación: Eso ha ocurrido en Dios. Con divina seriedad Él ama al mundo, al hombre y cada cual diga a mí» [60].

Dios nos introduce en una historia de amor, de amor en serio, que se ha de realizar de modo personal, es decir, libre. El amor no es entonces un mero impulso cósmico o una actitud hacia otro, sino una luz que nos permite interpretar nuestra vida en las circunstancias más diversas. Esto es, el amor cuenta con su propia revelación a modo de luz que ilumina un camino para el hombre. De esta manera, el amor no es el riesgo de una iniciativa -Dios nos ha amado primero-, sino la respuesta a una llamada que configura una vocación (VS 24). Se da así el ámbito donde reconocer una original vocación persona/, que se manifiesta a través de las circunstancias y particularidades de la vida. La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad [61].

La vocación, antes de ser una característica de la experiencia cristiana, se ha de reconocer corno una estructura de la existencia humana en cuanto tal [62]. La libertad del hombre de hecho está siempre provocada por la realidad que le impacta y le empuja a la acción. La realidad, sobre todo, la que cuenta con el rostro personal de encuentros, vínculos, relaciones, tiene el carácter de un evento que sucede e interpela, pues llama a una decisión. En la raíz de nuestra vida hay un don que es también una llamada. Por ello, la vida no es, en primer lugar, un proyecto mío, sino mi respuesta a la llamada de Otro [63]. El significado de la humanidad del hombre más que una propiedad es una vocación [64]. La llamada exige una respuesta, la vocación nos revela, además, una intención de amor. Una intención de amor que solo descubrimos a través de un acontecimiento: el encuentro personal.

La vocación al amor no es algo externo al amor humano, es el mismo amor el que revela al hombre la grandiosidad de su vocación. De esta manera, la vocación al amor permite superar el extrinsecismo entre fe y razón, pues siendo humana es vocación a la caridad. Supera también la separación entre individuo y comunidad en cuanto es llamada a formar una comunión de personas en base al don de una primera comunión con Dios Trino en la lglesia [65]

La vocación al amor implica a toda la persona en la construcción de su historia, y tiene como fin el don sincero de sí por el que el hombre encuentra su propia identidad. Se trata de la libre entrega a otra persona para formar con ella una auténtica comunión de personas. La comunión que nos aparece como la plenitud de la vida humana obliga a interpretar la inter-personalidad también como una tarea a construir: «Los esfuerzos de los hombres en su proceso de personalización solo son verdaderos en la media en que sepan dirigirse de modo efectivo hacia tal comunión de vida» [66].

Teresa Cid en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      CH. TAYLOR, 1ñe Ethics of Authenticity, Harvard University Press (Cambrigde, Massachusetts 1992) 10.

2      J.J. PÉREZ-SOBA, «Amor conyugal y vocación a la santidad», Rev. electrónica www.e-aquinas.net, Juan Pablo II, Veritatis splendor 33: «Paralelamente a la exaltación de la Libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad».

3      E. MOUNIER, le personnalisme, Presses Universitaires de France (París 1952) 41.

4      Así lo expresa Juan Pablo ll: «La libertad, pues, tiene sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión» (Veritatis splendor 86).

5      Ibidem. n. 42.

6      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La caridad: luz que ilumina a todo hombre», en Cuadernos de pensamiento 18, Fundación Universitaria Española (Madrid 2007) 16.

7      Cf. J. NORIEGA, «Ordo amoris e ordo rationis». en L. MELINA- D. GRANADA (eds.), limitialía responsabilita? Amore e giustizia, Lateran University Press (Roma 2005) 187-205.

8      BENEDICTO XVI, Deus caritas est 6.

9      J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual, Ed. Palabra (Madrid 2005) 60.

10      ibidem, 89.

11      E. MOUNIER, «Manifiesto al servicio del personalismo», en M. GARCÍA-BARÓ (Dir.), El personalismo. Antología esencial, o.c., 419.

12      Cf. Ibidem. 109-113.

13      Cf. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre y mujer, Ed. Encuentro (Madrid 1989).

14      Diálogo citado en Deus caritas est 11.

15      Cf. P. WADELL, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Ed. Palabra (Madrid 2002) 145-166.

16      Cf. L. MELINA, «Amor, deseo y acción», en L. Melina – J. Noriega - J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Ed. Palabra, (Madrid 2001) 319-344.

17      Véase la descripción de la pasión de amor que hace A. SCOLA en: Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 91-102; 395-414.

18      Cf. J. PIEPER, «El amor», en ID., La virtudes fundamentales, Rialp (Madrid 1980) 520: «Es una especie de arrebato o encantamiento, esta última palabra significa literalmente "ser arrastrado con violencia" fuera del estado en que normalmente uno se encuentra. Y la frase corriente con que suele designarse el fenómeno: "está fuera de sí", no es mala para expresar el mismo contenido».

19      Ibidem, 436; cf. A. SCOLA, Hombre-mujer.  El misterio nupcial, Ed. Encuentro (Madrid 2001) 99: «El segundo estadio del que habla el Aquinate es la coaptatio. Consiste en el reconocimiento de la existencia de una especie de armonía entre el sujeto que sufre la passio afectiva y el objeto apetecible. No se trata de una correspondencia casual sino de una verdadera y propia armonía preestablecida, por robarle la expresión a Leibniz, una afinidad y una correspondencia de sentidos amorosos entre el amante y el amado».

20      Cf.   A. SCOLA, o.c., 99: «El tercer estado de la respuesta afectiva, que es el principal, es la complacentia. Este término deberla traducirse con la palabra española, lamentablemente tan manida, deseo, que indica, sin ninguna duda, la característica emergente del afecto, hasta tal punto que Tomás se servirá de ella para definir el tipo más sencillo y elemental de respuesta afectiva, lo que él llama amor naturalis»; cf. (SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., 1-11, q. 26, a. 2.

21      Cf. BENEDICTO XVI, Cana a los lectores de Famiglia Cristiano, núm. 6 (5-2-2006), en ID., Deus caritas est, Ed. San Pablo (Madrid 2006) 5-10

22      Cf. A. PRIETO LUCENA, «Eros y ápage: la dinámica única del amor», en L. MELINA-C.A. ANDERSON (eds.), la vía del amor. Reflexiones sobre la Encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI, Ed. Monte Carmelo-Pontificio Instituto Juan Pablo 11 (Burgos 2006) 193-206.

23      Cf. J.J. PEREZ-SOBA, «La esencia del amor: un análisis ético», en Cuadernos de pensamiento 20, Fundación Universitaria Española (Madrid 2008) 20.

24      Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est 17: «Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra.  Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad».

25      Para una descripción de esta dinámica: cf. J. NORIEGA, «La chispa sentimiento y la totalidad del amor», en L. MELINA-C.A. ANDERSON (eds.), la vía del amor, o.c., 193-206.

26      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La esencia del amor: un análisis ético», o.c., 25: «La afirmación clave de esta corriente es que el amor seria puro cuando careciera de cualquier contacto con el interés, llegando al extremo de no desear el cielo. Como es obvio, nos hallamos ante una forma espiritualista de considerar el amor, en la cual, sin consideración alguna de su fundamento afectivo anterior, se pretende apartar por un acto de voluntad (a modo de elección interna) el hecho de fijar la intención (como si el momento de la intención del acto humano fuera producto de la elección) solo en el puro acto de amar, sin ninguna referencia a un contenido distinto. Se convierte así el amor en una construcción intelectual, separada de la dinámica afectiva, precisamente del deseo del cual se pretende purificar al amor. Con ello, la pureza se convierte en una simple cuestión de elección de contenidos, y no en lo que es de verdad una integración de afectos en la verdad de un amor singular». lo., «Introducción», en P. ROUSSELOT, El problema del amor en la Edad Media, Ediciones Cristiandad (Madrid 2004) 11-39.

27      Cf. Deus caritas est 5: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad intima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. [...] Ciertamente, el eros quiere remontamos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación».

28      BENEDICTO XVI, Deus caritas est 8.

29      Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentiles. l. 3, c. 90, (n. 2657); ID., STh., 1-H, q. 26, a. 4. Citada en: CCE, n. 1766. Esta definición de origen aristotélico (cf. ARISTÓTELES, Rethorica, l. 2, c. 4 (1380 b 35-36), encuentra en santo Tomás de Aquino un desarrollo excepcional a la luz de la nueva perspectiva ofrecida por el Pseudo-Dionisio; cf. L. MELINA, «Amor, deseo, y acción», en o.c., 329; J.J. PÉREZ-SOBA, «La irreductibilidad de la relación interpersonal: su estudio en santo Tomás», en Anthropotes 13 (1997) 175-200; ID., «Presencia, encuentro, y comunión», o.c., 357.

30      Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., 1-11, q. 26, a. 4. Cf. L. MELINA, «Actuar por el bien de la comunión», en L. MELINA- J. NORJEGA- J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 385; ID., «Amor, deseo, y acción», en o.c., 330; J. NORIEGA, «La racionalidad de la teología moral», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉRF.Z-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 87-90. El amor de amistad tiene como término otra persona, es amor en sentido propio y principal (simpliciter), mientras que el amor de concupiscencia tiene un carácter secundario y derivado (secundum quid): el objeto que se ama es deseado en relación a otro.

31      En el amor de amistad se ve lo que el deseo busca verdaderamente: no busca solo el sentirse satisfecho, sino que busca la persona del otro, a la cual unirse y darse en la memoria del don originario, totalmente tendente a la reali7..ación de una comunión perfecta. Por tanto, no busca solo el placer sino el gaudium en el encuentro con el amado. Cf. K. W0JTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 83-88; A. SCÜLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 171; L. MELINA. «Amor, deseo y acción», o.c., 331.

32      Cf. F. GUERRERO, El misterio del amor según las enseñanza de Karol Wojtyla, Ed. Ciudad Nueva (Madrid 20012) 44; J. NORIEGA. El destino del eros, o.c., 110.

33      Cf. JUAN PABLO II. Veritatis splendor 78: «El acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella». Otros textos: nn. 13, 48-50, 72, 73, 79, 81; cf. J.J. PÉREZ-SOBA, («La persona y el bien», en L. MELINA· J. NORIIJGA- J.J. PÉREZ-SOBA. La plenitud del obrar cristiano, o.c., 303-304. El bien de la persona, en sentido propiamente moral es, de hecho, el bien que es la persona misma al realizarse en su acción. Véase: L. MELINA- J. N0RIEGA· J.J. PÉREZ SOBA, Caminar a la luz del amor, o.c., 301-309; L. MELINA-U. PÉREZ-S0BA (eds.), JI bene e la persona nell'agire, LUP (Roma 2002).

34      Cf. Veritatis splendor 79. En la encíclica Veritatis splendor se propone una interpretación personalista de la doctrina clásica de la ley natural, basada en la distinción entre el «bien de la persona» y los «bienes para la persona». La distinción se encuentra en: K. W0JTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 36-41. Véase: L. MELINA, Paticipar en las virtudes de Cristo. Por una renovación de la teología moral a la luz de la Veritatis splendor, Ed. Cristiandad (Madrid 2004) 102-114; J.J. PÉREZ-SOBA, «La persona y el bien en el acto moral», en C.A. SCARPONI (ed.), La verdad os hará libres. Congreso Internacional sobre la encíclica 'Veritatis splendor ', Pontificia Universidad Católica Argentina. Cátedra Juan Pablo U, Ed. Paulinas, Buenos Aires (Argentina 2005) 165-178.

35      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La persona y el bien», o.e., 306: «El hombre no se encuentra con un bien puramente dado, sino ante una serie de dinamismos en los que el bien es siempre relevante. Por eso no le sirve al hombre un bien cualquiera, la misma calificación de bien tiene que ver con la percepción de una vida en plenitud. El bien humano y la plenitud de la vida humana son términos recíprocamente implicados.  La relación entre los bienes para la persona y esa vida en plenitud nos revela que existe un modo moral de integrarlos y de que se conviertan en principios directores de las propias actuaciones».

36      Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, 1, q. 4, a. 3: «El amor de concupiscencia es aquel por el que se dice que amarnos lo que queremos usar o gozar[...] el amor de amistad es aquel por el que se dice que amamos al amigo, al cual queremos el bien»; ID., In de divinis Nominibus, IV, lec. 10: n. 430. cf. J.J. PÉREZ-SOBA. «Amor es nombre de persona» (I, q. 37, a. 1). Estudio sobre la inter-personalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Mursia (Roma 2001) 197: «para poder entender el pensamiento del Aquinate no podemos nunca calificar el amor de concupiscencia como un amor no moral, y el amor de amistad como el único verdadero. En esta división no se ponen los dos amores en paralelo, solo se oponen a modo de elecciones distintas, pero no necesariamente excluyentes»; lo., «Presencia. encuentro y comunión», o.c., 355.

37      Cf A. SCOLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 170: «En efecto, el deseo, como amor naturalis, responde a la llamada fascinante de la realidad, eligiendo (libre albedrío) entregarse y realizando de esta forma el amor concupiscentiae en el amor amiciliae».

38      La imagen la utiliza l. MUROOCH, The sovereignty of Good, Routledge (London-New York 1989) 8.

39      Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, o.c., 116.

40      Cf. L. MEUNA, «Actuar por el bien de la comunión», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ­ A. SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 379-401.

41      Cf. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral: fundamentos de la ética filosófica, Ed. Rialp (Madrid 2000) 50-53, 104-109; J. NORIEGA, «El camino al Padre», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 171-172.

42      «El objeto moral de una acción queda así constituido por la intención primera o próxima del sujeto que actúa» (JUAN PABLO II, Veritatis splendor 78).

43      Cf. M. BWNDEL, La acción (1893). Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de Ja práctica, BAC (Madrid 1996) 260.

44      K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 89. Se refiere al amor en el plano humano, no a la caridad que ama que siempre es correspondida por Dios.

45      Cf. Ibidem, 89.

46      Cf. Ibidem, 91.

47      JUAN PABLO 11, Carta a las familias 14.

48      Cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad. Estudio de moral sexual. Ed. Razón Y fe (Madrid 1978) 86.

49      Cf. ibidem, 93.

50      Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est 7: «Si bien el eros inicialmente es, sobre todo, vehemente, ascendente -fascinación por la gran promesa de felicidad-, al aproximarse al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará "ser para" el otro».

51      Cf. R.T. CALDERA, «El don de si», en A. ARANDA (ed.), Trinidad y Salvación. Estudios sobre la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, EUNSA (Pamplona 1990) 278: «señalar a la libertad y, con la libertad, a la conciencia, como primero de los presupuestos del don. [...] Auto-determinación extrema de la persona. el don de si sólo se comprende -en segundo lugar- como acto de amor. Es el amor lo que en definitiva puede mover a la libertad: quiero porque amo. Sobre todo, lo que se cumple en la entrega es precisamente una donación, un don gratuito, la efusión de la persona., que se vierte -digamos así- en el otro para el otro. Para que el otro alcance lo que solamente mediante este don puede tener: en sentido radical, el ser amado. Y, con ello, el pleno valor de su existir[...] En tercer lugar, la estructura misma del don como realidad exige un destinatario personal, alguien a quien pueda hacerse el don. Es decir, de la misma manera que el don como acto, como donación, exige un sujeto personal, capaz -en sentido estricto- de tener y de dar, sobre todo, de ser dueño de sí y de darse en la efusión de amor; asimismo requiere un sujeto personal que lo reciba, esto es, que sea capaz de recibirlo y que de hecho lo acepte».

52      Cf. K.L. SCHMITZ, The Gift: Creation, Marquette University Press (Milwaukee 1982) 57: «En su acepción más sencilla la simple situación en la que un don es dado y recibido contiene tres elementos ontológicos, -el dador, el don y el receptor: d-ad-r. Algo es dado (ad) por alguien (d) a algún otro (r). El don suele entenderse meramente como algo que pasa de la propiedad de una persona a la posesión de otra»; L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ­ SOSA, Caminar a la luz del amor, o.c., 658-660.

53      Nuestra naturaleza es fuente de deseos e intereses que son morales, el buscar realizarlo para nosotros mismos es una acción moralmente buena, aunque no entre en la categoría del don. Si la satisfacción de las necesidades naturales obliga a acciones que repercutan en beneficio propio, la primacía del don nos señala que el beneficio no puede ser el elemento más fundamental de la moral. La justicia está fundada en el «do ut des» y su respeto es un elemento fundamental de la moral que no se puede olvidar nunca; cf. L. MELINA-J.  NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor, o.c., 660.

54      R.T. CALDERA, «EI don de si», o.c., 280.

55      K.L. SCHMITZ., The Gift: Creation, o.c., 47.

56      Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, o.c., 127.

57      Es expresión de la más genuina dinámica amorosa: JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem 29 §7: «Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos solo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres».

58      Cf. S. KlERKEGAARD, Gliatti del'amore. Rusconi (Milano 1983) 157: «Non vi e alcun atto, neppure uno, neppure il migliore, di cui possiamo dire absolutamente: colui che fa questo, dimostra absolutamente con ció l'amore. Ció dipende dal come l'atto si compie».

59      Cf. ibidem, 393.

60      R. GUARDINI, «Amor y luz sobre las parábolas de la primera epístola de San Juan», en Verdad y orden m, Ed. Guadarrama (Madrid 1960) 84.

61      Cf. K. WOITYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 292-293.

62      Es una idea desarrollada por A. SCOLA: La experiencia humana elemental. La veta profunda del magisterio de Juan Pablo II, Ed. Encuentro (Madrid 2005).

63      Toda la historia sagrada nos propone una y otra vez la misma dinámica: desde Abraham hasta María, desde David a Mateo, de Moisés a Pablo; cf. A. SCOLA, «La cuestión decisiva del amor»: hombre-mujer, Ed. Encuentro (Madrid 2002) 38.

64      Cf. J. LAFFIITE- L. MELINA, Amor conyugal y vocación a la santidad, Ediciones Universidad Católica de Chile (Chile 1996) 15.

65      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, El corazón de la familia, Publicaciones Facultad de Teología «San Dámaso» (Madrid 2006) 315-316.

66      Cf. lb., La pregunta por la persona. La respuesta de la inter-personalidad, Ediciones de la Facultad de «San Dámaso» (Madrid 2004) 252.

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