Héctor Domínguez

0.        Introducción

El mes de noviembre del pasado año fue pródigo en noticias que tienen que ver con el ecumenismo. El día 21 R. Williams, 104º Arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra, llegó a Roma donde se entrevistó con Benedicto XVI, el cual, en su discurso de bienvenida, quiso recordar que existían innumerables motivos para mirar con satisfacción las relaciones entre ambas Iglesias a lo largo de los últimos cuarenta años, algo que ha dado su fruto en el trabajo de la Comisión Internacional Anglicano-Católica para la Unidad y la Misión, que ha afrontado con coraje el examen de las cuestiones doctrinales que separan a ambas confesiones desde el pasado a pesar de encontrarse en el momento actual en una posición delicada, dados los debates en torno al ministerio ordenado y a ciertas cuestiones morales planteadas al interior de la comunión anglicana. La semana anterior había tenido lugar en Leeds, en el Reino Unido, un encuentro entre católicos y anglicanos preparado con tesón durante casi cuatro años, al final del cual tanto el primado anglicano R. Williams como el arzobispo de Westminster, Cardenal Murphy-O´Connor, afirmaban: «Reconocemos la importancia de trabajar juntos para presentar un testimonio cristiano compartido a nuestra sociedad, y la importancia de trabajar con otras denominaciones cristianas, y con aquellos de otros credos para hacer progresar el bien común de la sociedad».

Antes de terminar el mes tuvo lugar también una histórica visita de Benedicto XVI a Turquía donde, además de saludar a las autoridades estatales y de orar en el interior de la mezquita azul, celebró una serie de encuentros y diálogos con miembros de la Iglesia Ortodoxa. Fruto de estos encuentros es la declaración conjunta del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I y del propio Benedicto XVI en la que ambos se felicitan por la reciente reanudación del trabajo teológico conjunto en el seno de la Comisión mixta reunida en Belgrado del 19 al 25 de Septiembre de 2006 bajo la presidencia conjunta del cardenal E. Cassidy y del metropolita J. Zizioulas, obispo titular de Pérgamo, el cual, abordando un tema decisivo (“Conciliarismo y autoridad en la iglesia” a nivel local, regional y universal), ha sentado las bases para un estudio de las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia.

Para iluminar la trascendencia de estas visitas y de las palabras proferidas en las mismas, vamos a intentar una aproximación a la historia del movimiento ecuménico,  a los logros eclesiológicos del Concilio Vaticano II que favorecieron el establecimiento de diálogos con las demás confesiones cristianas, y, por último, a la historia de los diálogos con la Iglesia ortodoxa en los últimos cuarenta años.

1.        Historia del movimiento ecuménico [1]

La primera de las dos escisiones más conocidas en la historia de la Iglesia fue, en la medida en que se pueden señalar fechas, la de 1054 [2], que marca el distanciamiento entre Oriente y Roma [3]. La otra escisión se consuma a lo largo del s. XVI y ha dado lugar a tres tendencias principales, tal como hoy se las puede describir a grandes rasgos: el protestantismo clásico en sus dos versiones, evangélica (luterana) y reformada (calvinista), el anglicanismo, reforma menos revolucionaria, especie de vía media, pensaban ellos, entre protestantismo y catolicismo y las «Iglesias libres», grupos de doctrina más radical acerca de la Iglesia, que reprochaban al protestantismo haberse convertido en iglesias “establecidas”, en consorcio con las autoridades civiles y que surgieron especialmente en el área anglo-sajona: baptistas, congregacionalistas, presbiterianos, metodistas, etc.

Tras el Cisma entre Oriente y Occidente, hubo intentos de reconciliación de los que dan testimonio los dos Concilios llamados “de unión” (Lyon 1274 y Florencia 1439), pero sin éxito duradero. Lo mismo se puede decir de los intentos realizados entre protestantes y católicos, por ejemplo, en la Dieta de Augsburgo de 1530. Todos esos esfuerzos se distinguen netamente de lo que hoy llamamos “movimiento ecuménico”. Estaban influidos, en buena parte, por motivaciones políticas y no se puede afirmar que entonces se diera el respeto real “al otro” en lo específico de sus diferencias, ni que, por tanto, se estuviera en disposición de comprender a fondo los factores teológicos y espirituales, origen de tales discrepancias.

En el siglo XIX se dieron pasos hacia un ecumenismo inter-confesional. El principal motor de esta evolución fue la preocupación misionera. La expansión colonial de Occidente, especialmente en el mundo anglosajón, despertó en las grandes confesiones protestantes y en la Iglesia anglicana la conciencia de una responsabilidad común en la tarea evangelizadora: la desunión era obstáculo para la misión. La motivación no era, pues, política sino teológica. Estas primeras iniciativas, con todo, fueron fruto de gestiones individuales y congregaron también a gente que actuaba en nombre propio. Así, el proyecto de un gran misionero baptista (William Carey, 1804) de una conferencia inter-confesional de misiones a escala mundial, que se haría realidad un siglo después en la conferencia misionera de Edimburgo (1910). O, todavía en el XIX, la Federación mundial de estudiantes cristianos fundada en 1895 por otro gran pionero, el laico John Mott.

El movimiento ecuménico no había entrado aún en su fase institucional. Antes de llegar a ella hay que mencionar otro hecho importante del siglo XIX, de carácter oficial pero intra-confesional, lo que podríamos llamar un ecumenismo dentro de cada confesión cristiana. El proceso de fragmentación que había multiplicado las divisiones dentro de cada Iglesia (por ej., metodistas del Canadá, de Inglaterra, de USA...) alcanzó su punto de inflexión a mediados de aquel siglo. Comienza entonces el movimiento de vuelta, la reagrupación, que da lugar a la unión de la Comunión anglicana (en la primera Lambeth Conference de 1867), a la Alianza Mundial presbiteriana (1875) y a la Conferencia ecuménica metodista (1881). Lo mismo ocurre con los Congregacionalistas (1891) y Baptistas (1905). La Alianza luterana, por su parte, se realizaría en dos etapas, a nivel alemán (1868) y a nivel mundial (Lund 1947).

Por último se funda en Ámsterdam, en 1948 el Consejo Mundial de las Iglesias (World Council of Churches = WCC) [4]. En este momento nos encontramos ya en pleno ecumenismo institucional. Los desencadenantes de aquel encuentro fueron:

-        en Occidente: la ya mencionada Conferencia misionera de Edimburgo (1910) que, aunque de carácter no oficial, daría lugar a tres hechos prometedores: la creación del Consejo Internacional de misiones (1921), el movimiento Life and Work, (“Cristianismo práctico”), con su primer encuentro en Estocolmo (1925) y el movimiento Fe y Constitución (Faith and Order) que celebró su primer congreso en Lausanne (1927).

-        en Oriente, la encíclica del Patriarca de Constantinopla en 1920. El primer Secretario general del WCC reconocerá más tarde que la de Constantinopla fue “la primera Iglesia en proponer un órgano permanente de comunidad y cooperación entre las Iglesias” [5]. Una liga de Iglesias, decía la encíclica, evocando la «Sociedad de Naciones», nacida poco antes tras la primera Guerra mundial, a propuesta del presidente americano Wilson.

-        La encíclica que publicaron, pocos meses después de la del Patriarca de Constantinopla, los obispos anglicanos reunidos en Lambeth (Londres), en la que formulaban más claramente el fin a alcanzar: la unidad visible de todos los cristianos en una única Iglesia católica tal como Cristo la quería [6].

A la hora de valorar la transición de un ecumenismo de iniciativa carismática, de cristianos de a pie, a un ecumenismo aceptado oficialmente, en el que las Iglesias, de desconocerse y hasta hostilizarse pasan a encontrarse, es importante recordar que coincidió con la pérdida de protagonismo social y político de las Iglesias. Los cambios drásticos en el mapa del Oriente ortodoxo, ya desde 1917 y 1918, y el avance de la desacralización de Europa occidental entre las dos Guerras mundiales, invitaban a dejar atrás viejos contenciosos y mutua cerrazón, es decir, favorecían en la Cristiandad una conversión que todavía está en marcha.

1.2 La actitud de la Iglesia católica ante el movimiento ecuménico

Hasta la celebración del Concilio Vaticano II hay que distinguir, como en el seno de las demás iglesias, entre lo que fueron iniciativas de grupos e individuos, a título particular y lo que podemos llamar la “postura oficial”.

A título personal hubo grandes pioneros de la inquietud por la causa de la unidad y, así conviene recordar, por un lado, las iniciativas que fructificaron en seminarios y grupos (como las conversaciones de Malinas) y, por otro, las figuras más eminentes dentro del campo católico por sus iniciativas en pro del ecumenismo.

Las conversaciones de Malinas, celebradas entre 1921 y 1926, entre anglicanos y católicos fueron promovidas con carácter privado por LORD HALIFAX (Ch. L.Wood, anglicano) y el Abbé FERDINAND PORTAL, aunque el anfitrión fue el arzobispo de Malinas-Bruselas, cardenal D.-J. MERCIER. Demostraron al menos que un “diálogo teológico sincero y desde el respeto mutuo era posible”. En la etapa final ayudó también el benedictino LAMBERT BEAUDUIN, que redactó el famoso rapport de Mercier titulado “La Iglesia anglicana unida, no absorbida”, que se conoce como el «memorandum de Malinas». Lo que el lema sugería era «demasiado» para aquel momento [7]. Años más tarde, sin embargo, diría ANGELO RONCALLI: “el verdadero método de trabajo para la reunión de las Iglesias es el de Dom Beauduin” [8].

El «Grupo de Dombes», grupo de diálogo no oficial, fue iniciado en 1937 por otro pionero católico, PAUL COUTURIER. En la Trapa de Dombes, cerca de Lyon, se reúnen periódicamente católicos y protestantes, casi todos sacerdotes y pastores, para conocerse, orar juntos y escucharse mutuamente. De una teología comparada pasaron en sus encuentros a elaborar los elementos de una teología común. Desde 1971 publican textos importantes. Los dos más recientes son: Pour la conversion des Eglises. Identité et changement dans la dynamique de communion y la primera parte de Marie dans le dessein de Dieu et la communion des saints [9]. Señalar también que el grupo de Dombes influyó en la creación de la comunidad de Taizé.

Entre las figuras que brillan con luz propia hay que destacar, en primer lugar, a Yves Congar, dominico, que en 1937 publicó el libro Chrétiens désunis. La obra recogía las conferencias pronunciadas un año antes durante el octavario de la unidad, en Montmartre, e inauguraba la colección «Unam Sanctam» de estudios ecuménicos sobre la Iglesia, dirigida por Congar mismo [10], uno de los teólogos que más huella han dejado en la eclesiología de los últimos 50 años, y de gran influjo en el mundo ecuménico. Algunas de sus actuaciones en este campo son menos conocidas, dada la discreción con que se llevaron a cabo, por ejemplo, en los preparativos de Ámsterdam 1948 o en las reflexiones previas a la declaración de Toronto 1950 [11]. Entre los teólogos centroeuropeos conviene destacar, entre los alemanes, al menos a ROBERT GROSCHE, fundador de la revista «Catholica» y a JOSEF LORTZ, ecumenista indirecto, que desde su cátedra de Maguncia contribuyó como pocos a un conocimiento distinto de la figura de Lutero y de «la Reforma en Alemania» [12]; en Holanda JAN WILLEBRANDS fundaba en 1951 la «Conferencia católica para cuestiones ecuménicas», que celebraría reuniones en varias ciudades de Centroeuropa con participación de 70-80 teólogos. De entre ellos escogería el card. AGUSTÍN BEA a algunos de sus colaboradores para el «Secretariado para la unidad» (Willebrands sucedería a Bea en la dirección de ese organismo) [13].

La actitud de las instancias oficiales ha sido más reticente y de pasos mucho más pausados. Se suele hablar de tres estadios, que no son siempre deslindables: misión, unionismo, ecumenismo. Por eso van aquí los datos algo entremezclados [14]:

Misión. La actividad pastoral, tanto en el Este de Europa como en los Países Nórdicos, estuvo encuadrada mucho tiempo en la congregación «de Propaganda Fide»; la creación de una Congregación especial ocupada del Oriente es tardía, en tiempo de BENEDICTO XV, y la emancipación del Norte europeo del «dicasterio de la evangelización de los pueblos» no tiene lugar hasta 1977. Todavía en 1989 se le escaparía al Papa más de una vez, en su viaje por Escandinavia y Finlandia, la palabra «diáspora», que es como se venían llamando las minorías católicas en poblaciones de predominio protestante (con inevitable evocación de las vicisitudes de Israel en tierra extraña).

Unionismo. La actitud unionista aspira al «retorno» de los separados (reditus dissidentium), la ecuménica, sin embargo, tiende a la «reconciliación». En el fondo laten dos concepciones distintas de la Iglesia. Los primeros años de LEÓN XIII son alentadores (diálogo sobre las ordenaciones anglicanas, por ejemplo) pero en 1896 el Papa da marcha atrás. El retroceso se agudiza en tiempo de PÍO X. Con Benedicto XV, además de cierta apertura al Oriente, pueden iniciarse las «conversaciones de Malinas» [15], que PÍO XI detendrá. Este Papa, sin embargo, mostró interés por el Oriente y a él corresponde la fundación del Pontificio Instituto Oriental y el «Russicum». En cambio la encíclica Mortalium animos (1928) es un non possumus a los sondeos hechos de nuevo para interesar a los católicos en los trabajos de Faith and Order.

En tiempo ya de PÍO XII, que se mostró abierto en no pocos puntos vitales dentro de la Iglesia católica -piénsese en la encíclica Divino afflante sobre los estudios de la Biblia, o en la evolución litúrgica: Vigilia pascual, ayuno eucarístico, misas vespertinas...-, la sensación dada hacia fuera era de distancia. Mystici corporis ofrece una visión estrecha de los miembros de la Iglesia. En 1948 no se permite la presencia de observadores católicos en Ámsterdam (tampoco en Evanston, siete años después). La encíclica Humani generis (1950) parece ironizar sobre los que “se abrasan en irenismo imprudente” (imprudenti aestuantes irenismo) [16]. En cambio la instrucción del Santo Oficio Ecclesia catholica, pese a su enfoque «unionista», dará pie a que por fin vayan observadores a la 3ª asamblea de Faith and Order en Lund (1952).

Como se ve, en el aspecto y tiempo que estamos evocando, hay momentos esperanzadores pero prevalece el freno. Teólogo hubo que, ante la mentalidad oficial reinante en cuestiones ecuménicas, temía que el Concilio anunciado por Juan XXIII en enero de 1959, uno de cuyos fines iba a ser promover la unidad, fuera a tocar el problema y lo dejara peor.

Al ecumenismo, por tanto, no se le daría paso hasta el Concilio. Sin embargo, no es justo enfocar con severidad simplista (blanco-negro) la actitud reservada de la Santa Sede. Allí se entendía entonces que una participación en el movimiento ecuménico era renunciar a la conciencia de plenitud eclesial. Fue éste el principio dominante.

2.        El Concilio Vaticano II

2.1.    El enfoque global de la eclesiología del Concilio

La visión global que de la Iglesia tiene el Concilio puede sintetizarse en una serie de afirmaciones que vamos a ir analizando.

a)       La Iglesia de Cristo es una y única. «Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor» (UR 1:1), «que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica» (LG 8:2), «realidad compleja que está integrada de un elemento humano y de otro divino» (LG 8:1).

b)       La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica: «Esta Iglesia... subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» (LG 8:2).

La expresión subsiste en es muy importante pero también difícil de traducir. El secretario de la Comisión doctrinal, G. PHILIPS, predecía poco después del Concilio «ríos de tinta» a costa de ese verbo. Una cosa está clara: el Concilio no quiso afirmar «la Iglesia católica romana es el Cuerpo místico de Cristo», como se leía en el esquema previo; y todavía en el siguiente: «haec igitur Ecclesia [Iesu Christi]... est Ecclesia catholica, a Romano Pontífice... directa» [17]. Lo cual se habría entendido como identidad exclusiva. La voz de alerta la dio ya el cardenal LIÉNART en la primera sesión:

«No se enuncie la relación entre la Iglesia romana y el Cuerpo místico, y su identidad, como si el Cuerpo místico estuviese totalmente incluido en los límites de la Iglesia romana. La Iglesia romana es el verdadero Cuerpo de Cristo pero no lo agota. Todos los que han sido justificados pertenecen al Cuerpo místico de Cristo, ya que no es dada a los hombres gracia alguna que no sea la gracia de Cristo, y nadie es justificado sin ser incorporado a Cristo. Pero a la Iglesia romana sólo pertenecen los que han sido agregados a ella por el sacramento del bautismo debidamente recibido y no han roto los vínculos de la fe y de la comunión. (...)

«¿Qué decir de los cristianos separados que, sin embargo, por un bautismo válido han sido 'sepultados con Cristo' para resucitar en él a la vida sobrenatural, y en él permanecen insertos? Lamento que los que están fuera de la Iglesia romana no gocen con nosotros de todos los dones sobrenaturales de que ella es dispensadora. Pero no me atrevería a decir que de ningún modo se adhieren al Cuerpo místico, pese a no estar incorporados a la Iglesia católica.

«Está claro, por tanto, que nuestra Iglesia, aunque es la manifestación visible del Cuerpo místico de Jesucristo, no puede identificarse con él en el sentido absoluto de que he hablado. (...) Pido pues instantemente que se suprima el párrafo en que se equipara absolutamente a la Iglesia católica con el Cuerpo místico Cuerpo místico y que se revise enteramente este esquema...» [18].

La oposición del obispo CARLI, dos años después, ilumina también e contrario el sentido del «subsiste en»: Non placet, dice, el «subsistit in», «porque podría parecer que la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica son dos cosas distintas, y que aquélla subsiste en ésta como en un sujeto. Dígase simpliciter et verius: 'est', porque así lo dicen las fuentes» [19]. La comisión doctrinal mantuvo, sin embargo –por unanimidad–, la expresión criticada: «standum est textui admisso» [20].

También es clara la explicación que dio en el aula el relator Mons. ANDRÉ CHARUE: «en lugar de est se dice subsistit in para que la expresión concuerde mejor con la afirmación acerca de los elementos eclesiales que se dan en otra parte -quae alibi adsunt-” [21]. La afirmación a que alude Charue está en el mismo núm. 8:2 de LG: «aunque fuera de su estructura se den muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica». Y en otros textos que encontraremos enseguida.

“¿Cómo se ha de traducir entonces subsistit in? A nosotros, los de lenguas románicas, nos es muy cómodo emplear el mismo verbo, «subsiste en», con lo que no aclaramos nada. Habrá que decir «está», «se halla en», «continúa existiendo en», entendiendo estas expresiones sin el carácter excluyente del verbo «es». Es decir: la única Iglesia de Cristo, en toda su plenitud y fuerza, se halla en la Iglesia católica, pero no se agota en ella; puede existir «fuera de sus fronteras aunque sin tal plenitud» [22].Con otras palabras: «decir que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica equivale a afirmar que la Iglesia del Nuevo Testamento ha continuado existiendo siempre, con todas sus propiedades indefectibles, en la Iglesia en comunión con Roma, pero no equivale a negar la presencia y la actividad salvífica de la Iglesia de Cristo también en otras comunidades cristianas» [23].

Y así, podemos apurar este análisis, utilizando otras indicaciones que hallamos en el mismo Concilio. Para ello necesitamos de UR, texto aprobado el mismo día que LG y muy especialmente el nº 2, que describe la unidad dada por Cristo a su Iglesia, y el 4:3 que dice: «creemos que esta unidad (...) que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia subsiste, inamisible, en la Iglesia católica...». Esta es una precisión de gran valor para no desmesurar la interpretación que se ha de dar al subsistit in.

Por tanto, ateniéndonos a LG 8:2 y a UR, se puede concluir: la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica con aquella unidad descrita en UR 2. Lo mismo de otra manera: esta unidad puede aún ser encontrada en la Iglesia católica, pese al cisma de 1054 y a las divisiones del siglo XVI. Tal afirmación no excluye una cierta comunión que une a todos los bautizados, como dice UR 3:1, pero UR añade: «los hermanos separados no gozan, ni individualmente ni sus comunidades e Iglesias, de aquella unidad» que Cristo quiso tuviera su Iglesia.

Con todo, se hacen necesarias tres salvedades:

-        primera, lo que se afirma de la Iglesia católica no significa que posea ya la santidad perfecta ni, en general, la perfección escatológica (LG 48:3);

-        segunda, en el citado UR 3 se hacen declaraciones muy positivas acerca de las otras comunidades cristianas;

-        y, por último, el estado actual de división de los cristianos hace difícil a «la misma Iglesia expresar ... la plenitud de su catolicidad» (UR 4:10).

Pese a estas puntualizaciones, UR insiste: «sólo por medio de la Iglesia católica (...) se puede alcanzar la plenitud de los medios de salvación» (3:5). Esta advertencia previene, de hecho, de conclusiones precipitadas ante el cambio del est por el subsistit. Por ejemplo, acerca del valor de la infalibilidad definida en el Vaticano I: sólo un consenso de toda la Cristiandad, se ha dicho, podría disfrutar de la infalibilidad, al no identificarse plenamente la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica. La objeción pone de manifiesto que no se han examinado ulteriormente los demás textos del Concilio; [su autor] «no considera, replica SULLIVAN, las implicaciones de la declaración conciliar sobre la unidad que Cristo dio a su Iglesia, unidad que no puede perderse y que subsiste en la Iglesia católica. Si la unidad de la Iglesia es esencialmente su unidad en la fe, entonces no pueden faltar a la Iglesia los medios efectivos para promover y salvaguardar dicha unidad, y esto implica en último término su capacidad para responder a cuestiones de fe y con garantía divina de verdad en sus últimas decisiones» [24].

c)       Hay “elementos de Iglesia” en las otras confesiones cristianas. Son realidades que el Concilio llama indistintamente «elementos» o «bienes» (UR 3:2). De ellos afirma el Concilio, sucesivamente, que se hallan también «fuera de la estructura» o «del recinto visible» de la Iglesia católica (LG 8:2 y UR 3:2); que son «dones propios de la Iglesia de Cristo» (LG 8:2); que son elementos «de santidad y verdad» (ibíd.); que pueden ser «muchos», «más aún, muchísimos» y «muy valiosos» (LG y UR loc. cit.); que «impulsan a la unidad católica» y, finalmente, que estos «elementos» precisamente por darse también «en otra parte» (alibi), no llevan al texto a afirmar la perfecta adecuación entre Iglesia de Cristo e Iglesia católica.

El Concilio no da un catálogo de tales bienes o dones pero pone ejemplos importantes. Así, en LG 15:1: fe en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios y Salvador -el sello del bautismo- veneración de la S. Escritura como norma de fe y de vida -otros sacramentos (episcopado, Eucaristía...)- devoción a la Virgen, Madre de Dios -la comunión de oraciones- la fuerza santificadora del Espíritu Santo. Y en UR 3:2: la Palabra escrita de Dios -la vida de la gracia- fe, esperanza y caridad -otros dones interiores del Espíritu Santo- elementos visibles. Pueden estudiarse también UR 20-23.

d)       El Concilio llama a esas comunidades «Iglesias y comunidades eclesiales». El Vaticano II, además de incorporar la idea de los «elementos de Iglesia» que tuvo su primer germen en el debate de san Agustín con los donatistas (los vestigia ecclesiae) [25], da un paso más. Padres conciliares y observadores no católicos, pedían que se considerase en los textos la entidad misma de las comunidades eclesiales en cuanto tales [26]. El primer efecto de tales planteamientos se encuentra en el nº 15, ya citado, de LG. Es el nombre mismo, «Iglesias o comunidades eclesiales», con la justificación que de él daba la Relatio: «los elementos que aquí se enumeran no conciernen solamente a los individuos, sino también a las comunidades: en esto precisamente radica el principio del movimiento ecuménico» [27]. La misma expresión, Iglesias o comunidades eclesiales, se seguirá usando en UR 3 y passim.

Advirtamos la importancia del paso dado: al reconocer el Concilio el carácter eclesial de otras comunidades (ante todo, de las Iglesias orientales separadas), la Iglesia católica «no puede afirmar ya que se identifica pura y simplemente con la Iglesia de Cristo» [28]. Y aun a las Iglesias de la Reforma, sin equipararlas a la Iglesia ortodoxa ni a las pre-calcedónicas, el Concilio les reconoce implícitamente una cierta apostolicidad de su ministerio, por ver en ellas «comunidades eclesiales». Así lo entienden muchos teólogos católicos [29].

e)       A tales Iglesias y Comunidades separadas el Concilio les reconoce «significación y valor en el misterio de la salvación» (UR 3:4). «No pocas acciones sagradas» que se celebran en ellas «pueden realmente, según la condición de cada Iglesia o Comunidad, engendrar la vida de la gracia, y hay que considerarlas aptas para abrir el acceso a la comunión de la salvación» (3:3).

La Relatio de 23 de septiembre de 1964, al explicar la terminología usada en UR, afirma:

«No debe olvidarse que los grupos que nacieron de la división en Occidente no son meramente suma o conglomerado de individuos cristianos sino que están constituidos de elementos sociales eclesiásticos, conservados de nuestro patrimonio común y que confieren carácter verdaderamente eclesial a dichos grupos. En ellos está presente, aunque imperfectamente, la única Iglesia de Cristo, de una manera análoga a su presencia en las Iglesias particulares; en ellos está actuando de algún modo la Iglesia de Cristo mediante aquellos elementos eclesiásticos» [30].

f)       Se distingue entre comunión plena y comunión imperfecta. El Concilio remata estas enseñanzas con la distinción de comunión plena e imperfecta. Entre LG 15 y UR 3 hay un progreso de matiz en la formulación de este punto. Donde LG dice «coniunctio», pone UR decididamente «communio», término arraigado en el cristianismo desde muy antiguo. La comunión pervive: la división entre cristianos, aunque atenta gravemente al ser de la Iglesia y a su testimonio, y es, por tanto, escándalo permanente, no es ruptura completa de la comunión:

«Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión con la Iglesia católica, no sin culpa a veces de los hombres de ambas partes. (...) «Los que [en esas Comunidades] creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo están constituidos en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica» (UR 3:1).

En UR 14:4 habla el Concilio de «quienes se proponen dedicarse a restablecer la plena comunión entre las Iglesias orientales y la Iglesia católica». Y el apartado de UR que trata de las confesiones venidas de la Reforma se titula: «De las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente» (UR 19); el esquema-borrador decía secamente: «Las Comunidades surgidas a partir del siglo XVI». Obsérvese también cómo afina el título de todo el capítulo III: «Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Sede Apostólica Romana», mientras que el esquema rezaba: «De los cristianos separados de la Iglesia católica» [31].

Es decir que, si bien el Concilio afirma repetidas veces la plenitud única de la relación de la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo, no deja de subrayar igualmente con distintas formulaciones el vínculo de comunión, aunque no plena, entre la Iglesia católica y las «Iglesias y comunidades separadas».

g)       Por último, no llega a formularse un claro criterio de eclesialidad para discernir a qué comunidades se aplican los términos. Tras las afirmaciones comunes a todas las comunidades no católicas, UR 13 distingue en ellas diversos grados de situación eclesial pero conviene observar la distinción que este capítulo traza entre las «Iglesias orientales» (sección I, nn. 14-18) y las otras «Iglesias y comunidades» (sección II, nn. 19-23). A las iglesias orientales el Concilio las considera sin vacilar Iglesias particulares. Más aún: «por la celebración de la Eucaristía en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios» (UR 15:1); la frase está inspirada en san Juan Crisóstomo [32].

Acerca de la eclesialidad de las comunidades separadas en Occidente, sin embargo, el Concilio es más circunspecto. A la relatio de 23.09.1964 otra de 7 oct. 1964 añade para declarar el encabezamiento de UR 19: «(con ese título: 'Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente') queremos abarcar a todos los que se honran con el nombre cristiano. Pero de ningún modo entramos en la cuestión disputada de los requisitos para que una Comunidad cristiana pueda ser llamada teológicamente Iglesia» [33]. De nuevo once días antes de la promulgación de UR respondía la Comisión: «No toca al Concilio investigar y determinar qué Comunidades, entre las otras [las no Orientales separadas] han de ser llamadas, en sentido teológico, Iglesias» [34].

Terminamos este apartado sobre la eclesialidad de las comunidades con una cita de un luterano, ANDRÉ BIRMELÉ:

«El Vaticano II habla de las comunidades de hermanos separados en donde subsisten numerosos elementos de la verdadera Iglesia pero no la plenitud, que sólo conoce la Iglesia romana (UR 3s). Esta visión, que marcaba un progreso considerable hace veinticinco años, ¿puede ser revisada al cabo de este tiempo? Un paso importante sería la anulación de los anatemas. Para que esta etapa sea posible, es necesario un complemento de diálogo teológico, que sobre todo deberá determinar lo que constituye el fundamento común indispensable» [35].

Héctor Domínguez en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      G. THILS, Histoire doctrinale du mouvement oecuménique, Paris-Louvain 1962 (hay trad. esp., Madrid 1965); abundante material en: A History of the Ecumenical Movement, ed. por R. ROUSE Y S.C. NEILL, v. 1 (1517-1948) y en: H. E. FEY v. II (The Ecumenical Advance 1948-1970), Londres 1967 y 1970; véase también W. DE VRIES, Oriente cristiano: ayer, Sociedad de educación Atenas, Madrid 1953.

2      1054 fue el año de la ruptura con Miguel Cerulario. Se puede discutir si este episodio fue el comienzo del cisma o más bien un intento fallido de resolver la escisión producida ya con anterioridad. Porque ya a principios de ese mismo siglo se había borrado, en los dípticos de Constantinopla, el nombre del obispo de Roma (cf. W. DE VRIES, Ortodoxia y catolicismo, Barcelona 1967, 77).

3      Notemos que no se tienen en cuenta las Iglesias orientales separadas mucho antes, a raíz de las decisiones dogmáticas de los Concilios de Éfeso y Calcedonia, a las que se refiere UR 13:2.

4      Aunque los estatutos provisionales para el WCC habían sido aprobados en 1938 en Utrecht, la Segunda Guerra Mundial hizo retrasar la Asamblea fundacional hasta agosto 1948 en Ámsterdam.

5      W. A. VISSER'T HOOFT, The Genesis and Formation of the World Council of Churches, Ginebra 1982, 1. El texto de la encíclica, “Unto the Churches of Christ everywhere”, en 94-97.

6      El texto, An Appeal to all Christian People from the Bishops assembled in the Lambeth Conference  of 1920, en inglés y francés, en: W. H. VAN DE POL, La communion anglicane et l'oecuménisme d'après les documents officiels, Paris 1967, 267-270 y 271-274.

7      La frase sin embargo es recogida en la carta que JUAN PABLO II dirigió al arzobispo de Malinas-Bruselas en 1996 a los 75 años de aquellas reuniones (Istina 42 (1997) 303). Sobre las “conversaciones de Malinas” hizo un relato sincero el card. WILLEBRANDS en el cincuentenario de la muerte de Mercier y Porta, recogido en La Documentation catholique 74 (1977) 18-25.

8      DOM BEAUDUIN fundó la comunidad “los monjes de la unión”, trasladada luego a Chevetogne, y la revista Irénikon. Sobre Beauduin cf. O. ROUSSEAU, “In memoriam: Dom Lambert Beauduin (1873-1960)”: Irénikon 33 (1960) 3-28. Y de L. BEAUDUIN mismo, “Le vrai travail pour l'union ”, Irénikon 2 (1927) 5-10.

9      Paris 1991 y 1997, respectivamente. Todos los textos anteriores, en Pour la communion des Eglises. L'apport du Groupe des Dombes 1937-1987, Paris 1988.

10        W. A. VISSER'T HOOFT comenta así el libro en sus memorias: “Era el primer intento católico romano de elaborar una teoría del ecumenismo, y su influencia fue grande. Yo expresé, en una larga recensión, todo mi agradecimiento por un trabajo tan notable. El libro podía inaugurar una era nueva en la discusión entre católicos  y cristianos de otras confesiones” (W. A. VISSER'T HOOFT, Le temps du rassemblement. Mémoires, Paris 1975, 96).

11        W. A. VISSER'T HOOFT, al reconocer cuántas preguntas quedaban sin respuesta tras la asamblea de Ámsterdam (1948), añade: “Era necesario discutirlas con teólogos católicos bien informados e interesados en el movimiento ecuménico. Tuvo lugar, pues, una importante reunión, oficiosa y confidencial, en 1949 en el Centro Istina, en París.” Nombra a Congar, Daniélou y ocho más. “Las discusiones fueron de gran franqueza. (...) Muchos malentendidos se disiparon (...). Nuestros interlocutores (...), con su agudo sentido de los problemas sobre la naturaleza de la Iglesia, plantearon preguntas que nos fueron muy útiles para comprender que teníamos que esforzarnos por definir mejor lo que era el Consejo ecuménico y lo que no era. El encuentro de Istina fue así una etapa importante en la preparación [de la declaración de Toronto (1950)]”: o. c. en nota anterior, 397-398. Sobre la ausencia católica en Ámsterdam, cf. Y. CONGAR, “La question des observateurs catholiques à la conférence d'Amsterdam, 1948”, en: Die Einheit der Kirche (homenaje a Meinhold), Wiesbaden 1977, 241-254.

12        Con este título publicó en Friburgo de Brisgovia (1941) su obra más conocida.

13        Más datos en: J. WILLEBRANDS, “La contribution du cardinal Bea au mouvement oecuménique”: La documentation catholique 79 (1982) 199ss.

14        Para una exposición detallada, consultar E. FOUILLOUX, Les catholiques et l'unité chrétienne du XIXe au XXe siècle. Itinéraires européens d'expression française, Paris 1982. De él tomo la triple distinción. La obra abarca los años 1880-1950. El autor la presentó dos años antes en Irénikon 53 (1980) 314-330.

15        Que la elección de Benedicto XV inspiró confianza fuera del catolicismo se ve en la rapidez con que, tras su instalación, tomaron contacto con Roma los que preparaban la Conferencia mundial sobre “Fe y Constitución”. Pero la respuesta del papa a la comisión que le rogaba enviara una delegación fue tan personalmente cordial como oficialmente rígida, dirían ellos después. “Su Santidad ruega para que... los que participen en el Congreso vean la luz con la gracia de Dios y se unan al jefe visible de la Iglesia, que los recibirá con los brazos abiertos”, resumía el comunicado tras la audiencia (cf. Irénikon 43 (1970) 340-341).

16        DH….

17        Era el título en cursiva que resumía para los padres conciliares el número 7 del esquema previo (Acta Synodalia –AS– I/IV 15); y en el esquema siguiente se decía todavía: “haec igitur Ecclesia [Iesu Christi]... est Ecclesia catholica, a Romano Pontifice et Episcopis in eius communione directa” (AS II/I 219s). Ésta era la afirmación de Pío XII en Humani generis: “Algunos piensan que no les obliga la enseñanza expuesta en nuestra encíclica [MC], y apoyada en las fuentes 'de la revelación', que enseña que el cuerpo místico de Cristo y la Iglesia católica romana unum idemque esse” (AAS 42 [1950] 571).

18        AS I/IV 126s. LIÉNART actuó el 1.12.62, el primer día en que empezó a debatirse la constitución LG.

19        AS III/I 653.

20        AS III/VI 81.

21        AS III/I 177.

22        Cf. J. M. R. TILLARD OP, L'évêque de Rome, Paris 1982, 28.

23        FRANCIS A. SULLIVAN SJ, “Lo Spirito Santo si serve delle Chiese separate per operare la salvezza dei loro aderenti”: L'Osservatore romano, 14.10.1982.

24        F. A. SULLIVAN, en Vaticano II. Balance y perspectivas (ed. R. Latourelle), Salamanca 1987, 607-616; la objeción la pone L. M. BERMEJO SJ, en Towards Christian Reunion, Anand (India) 1984.

25        Véase el interesante art. de E. LAMIRANDE, “La signification ecclésiologique des communautés dissidentes et la doctrine des “vestigia ecclesiae”. Panorama théologique des vingtcinq dernières années”: Istina 10 (1964) 25-58, publicado durante el Concilio.

26        Dom CHRISTOPHER BUTLER, de la congregación benedictina inglesa, dijo que no se puede olvidar el hecho de que los cristianos “separados de la plena comunión católica” están congregados “en comunidades o comuniones o incluso Iglesias”, que “no son meras sociedades naturales” sino que viven “de principios evangélicos ... aunque incompletos”. Y añadía: “La naturaleza social y visible de la Iglesia se refleja de algún modo también fuera de sí en tales comunidades” (AS II/I 462).

27        AS III/I 204.

28        Cf. G. DEJAIFVE, “L'appartenance à l'Eglise du concile de Florence à Vatican II”: NRTh 99 (1977) 50.

29        Cf. J. FINKENZELLER, Reflexiones sobre el enfoque de la sucesión apostólica en la discusión teológica actual (en alemán), en: Ortskirche Weltkirche (homenaje a Döpfner), Würzburg 1973, 325-356; y el comentario de H. LEGRAND, OP en: “Bulletin d'ecclésiologie”: RScPhTh 59 (1975) 702s.

30        AS III/II 335.

31        Otro detalle: “se seiunxerunt” en el esquema de 13:3 (AS III/II 310) se convirtió en “seiunctae sunt”, para no repartir culpas unilateralmente.

32        Este texto se puede relacionar con UR 2:1; con las últimas líneas de LG 11:1 y con el comienzo de LG  26:1. La “nota praevia” a LG, por su parte, muestra falta de armonía con UR 14-17 y OE 27-28.

33        AS III/IV 14.

34        AS III/VII 35.

35        A. BIRMELE, “Les dialogues entre Eglises chrétiennes. Bilan et perspectivas”: Etudes 373 (1990) 685.

Antonio García-Moreno

1.       En los comienzos

Sobre el tema de la libertad ya estudiamos el célebre texto «veritas liberabit vos» de Jn 8, 32 [1]. Entonces nos referimos de pasada a la pasión por la libertad que siempre tuvo el fundador de esta Universidad. Pudimos recorrer muchos de sus escritos y comprobar la riqueza de su doctrina. Ahora volvemos a dicha cuestión, deseosos no sólo de conocer mejor su figura, sino sobre todo de difundir su doctrina, esas luces que el Señor puso en su corazón y en su mente, reconocidas como válidas y valiosas para la nueva y perenne evangelización. En nuestro caso, el tema de la libertad, comenta Cornelio Fabro refiriéndose al fundador del Opus Dei, era «su tema favorito —y, a nuestro juicio, el aspecto más genial y nuevo de su itinerario de la santidad... la sustancia es la santidad en la “verdad que libera para la libertad”...» [2]. En algún momento, hablando a un grupo de miembros de la Obra, dijo que en lo humano les quería dejar como herencia su amor a la libertad y su buen humor. La cita no es literal, pero el sentido de sus palabras era ese. Lo cual no extrañará a nadie que le haya tratado un poco.

Su amor a la libertad es una constante que ya aparece desde el principio de su actividad sacerdotal, allá por los años treinta. Era una época en la que el ambiente estaba enrarecido y hablar de libertad era el modo demagógico habitual de difundir las doctrinas del liberalismo radical.

Hago esta digresión porque, quizás por eso, nunca se usa en Camino ni en Santo Rosario [3] el vocablo libertad. Para entender e interpretar los hechos ocurridos es bueno, imprescindible desde una correcta diacronía, conocer el entorno histórico, existencial o vital, de un escrito, eso que en exégesis bíblica llamamos el «Sitz in Lebem». Ya hemos dicho que la versión abreviada de Camino, titulada Consideraciones espirituales, sale en Cuenca año 1934, el mismo año en que aparece Santo Rosario, es decir, en plena efervescencia revolucionaria, cuando se iniciaba el preludio dramático de la guerra civil española de 1936.

Muchos años más tarde, en 1956, Josemaría Escrivá recuerda el recelo y la sorpresa que provocaba en algunos al hablar claramente de su amor por la libertad: «Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe» [4].

Por tanto, la doctrina de Escrivá sobre el respeto y valoración de la libertad fue una constante desde los comienzos, allá por el Otoño del año 1928. Así lo han testimoniado quienes convivieron con el fundador del Opus Dei, presentes aún entre nosotros. «Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás —decía en 1970—. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante» [5].

2.       Escritos posteriores

Nos detenemos ahora en otros escritos posteriores, según su fecha de aparición al público, indicando cuando proceda el momento en que fueron predicados por san Josemaría [6]. Comenzamos por las entrevistas recogidas en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer [7], donde se usa el término «libertad» noventa y tres veces [8]. Es Cristo que pasa [9], como es sabido recoge una serie de homilías predicadas en diversas ocasiones, al hilo de la liturgia. En esta obra encontramos el término «libertad» cuarenta y una vez [10]. Amigos de Dios [11] es el otro volumen de homilías, con temas ascéticos diversos, entre los que hay que destacar el de la libertad, pues le dedica una homilía completa con el título de La libertad, don de Dios, pronunciada el 10-IV-1956. Por lo demás, el término «libertad» aparece ochenta y dos veces [12]. En el Vía Crucis [13] se habla de libertad tres veces [14]. En Surco [15] se usa el término «libertad» diecinueve veces [16]. En Forja [17] son diez veces las que se usa el término en cuestión [18]. En total hemos contabilizado doscientas treinta y nueve citas con el término «libertad». No incluimos los textos en que de forma indirecta tratan de la libertad, por ejemplo al hablar de la liberación, o referirse al hombre libre.

En cuanto a los aspectos que se pueden destacar de todos esos pasajes, nos limitamos a ciertos puntos que consideramos de especial interés. Lo primero que se deduce de lo que hemos dicho es que Escrivá apreciaba en sumo grado la libertad. En este sentido escribe que «en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad» [19].

Es un bien que uno «deberá siempre buscar especialmente» [20]. Es un don que Dios nos da de forma gratuita, una «maravillosa dádiva humana, la libertad personal» [21]. «Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos» [22]. El hecho de que el hombre tenga la tremenda capacidad de actuar con plena libertad resulta sorprendente, pero «esa realidad revela a la vez el signo de nuestra nobleza» [23], derivada de nuestra condición de hijos de Dios, realidad que fundamenta el respeto a nuestra dignidad de hombres libres [24]. Persuadidos del derecho básico a nuestra libertad personal, es preciso reconocer y defender la libertad de los demás [25].

En efecto, con el Bautismo los hombres participan de «la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios» [26]. San Josemaría recurre con frecuencia a la expresión paulina «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» [27]. Esta verdad, explica, le lleva a ponerse siempre al lado de la legítima libertad de todos los hombres como jurista, o como teólogo y creyente [28]. Por la misma razón declara su amor a la libertad de las conciencias, lo cual conlleva que nadie obstaculice al hombre dar culto a Dios [29]. Esa estima y respeto a la libertad de todos ha de ser objeto de la predicación de los sacerdotes, pues se trata de una virtud humana de primera categoría [30]. Añade que la fe nos ha de ayudar a reconocer y admirar la huella de Dios en la creación, sobre todo a «reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad...» [31].

3.       Amor a la libertad

Ese amor a la libertad le llevó siempre a respetar en grado sumo las ideas políticas de todos los laicos [32]. En su actuación en la vida pública los considera libérrimos de optar por uno u otro partido, con la única y lógica orientación vinculadora de la doctrina de la Iglesia [33]. Es la misma libertad que tienen todos los católicos para seguir la opción que mejor les parezca, dentro del amplio abanico de las cuestiones en las que la Iglesia no se ha definido [34]. «Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde» [35]. Es una característica del espíritu de la Obra desde los principios [36].

Como una derivación de estos principios está la defensa de la libertad de enseñanza, así como la autonomía en la actividad docente [37]. También estima fundamental que la educación tenga en cuenta la libertad de los hijos y aconseja a los padres que sepan, una vez dados los consejos oportunos, retirarse con delicadeza para que nada perjudique la libertad del hijo. «Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales...» [38]. El mismo criterio rige para la enseñanza y la educación en todos los centros docentes, en especial en las universidades y centros superiores de estudio e investigación [39].

En Surco, n. 389, distingue entre la libertad de conciencia y la libertad de las conciencias. Estima que la primera no es admisible pues incluye el error que «permite actuar en contra de los propios dictados íntimos». En otro momento añade que esa libertad «equivale a avalorar como buena categoría moral que el hombre rechace a Dios» [40]. En cambio, hay que defender la libertad de las conciencias «que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura dé culto a Dios» [41]. El hombre tiene por naturaleza ansias de conocer la verdad, hambre de encontrar a Dios. Y en ese sentido tiene plena libertad, incluso «el deber de seguir ese imperativo interior... ¡ah, pero después de haber recibido una seria formación».

Esta referencia a una buena formación de la conciencia es un aspecto de gran importancia: no vale seguir sin más el propio instinto, o el parecer arbitrario del momento, o lo que en un momento dado resulta más apetecible. El uso de la libertad para que sea correcto ha de ser coherente con la recta razón. De ahí la necesaria clarividencia para conocer lo que conviene hacer y hacerlo libremente, gustosamente [42]. Pero, para tener una conciencia debidamente formada, advierte Escrivá, es necesario «adquirir una buena preparación intelectual y profesional» [43], pues nunca podrá hacer recto uso de la libertad «quien carezca de suficiente formación cristiana» [44]. Así lo exige la responsabilidad [45], y también la necesaria coherencia con nuestra fe, que implica un recto criterio al actuar con libertad [46]

Junto a ese conocimiento y buena formación, hay que admitir también la conveniencia de un buen consejo, que nunca puede considerarse una coacción que disminuya la libertad. Al contrario la libertad queda potenciada en cuanto que con el consejo adquiere un elemento más de juicio que amplía sus posibilidades de elección [47]. De todas maneras, ante el problema que sea, aún después de oír la opinión o consejo de otra persona, es necesario estudiar el asunto para asumir la decisión con toda libertad y responsabilidad personal [48].

4.       Libertad y responsabilidad

Estos dos aspectos son las dos caras de la misma moneda. Es decir, si la libertad es un derecho fundamental del hombre, la responsabilidad es la lógica obligación correspondiente que, como en todo derecho, se da. Por eso libertad y responsabilidad suelen ir emparejadas en la enseñanza de J. Escrivá. Así, afirma que «somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente» [49]. Esta enseñanza la subraya con fuerza cuando habla de la educación, que ha de realizarse con un respeto máximo a la libertad, pero al mismo tiempo insistiendo en la responsabilidad que nuestra libertad comporta [50]. Hay que crear un clima de confianza mutua. Pues si se advierte que se desconfía, brota la tentación de engañar [51].

Esta doctrina tiene una especial aplicación en el comportamiento profesional, social y político de todos los cristianos que han de actuar con toda libertad y responsabilidad personal en sus comportamientos habituales, sean en el campo que sean. Rechaza la idea de que los fieles corrientes no pueden hacer otra cosa en el campo apostólico que ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. Es cierto que todos estamos llamados a ser santos y a contribuir a la santificación de los demás. Pero hay que «advertir que, para lograr este fin sobrenatural, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres, con la libertad que Jesucristo nos ganó» [52]. Ello supone asumir las consecuencias de las actuaciones personales, sin servirse nunca de la Iglesia [53].

Se refiere a la actuación de los miembros del Opus Dei y repite que, dentro de los límites que se derivan de la fe católica, cada uno actúa como estima oportuno, con toda libertad y responsabilidad. De ahí que la labor de los directores de la Obra se encamina a que todos conozcan y vivan el espíritu auténtico del Evangelio. «Después, cada uno obra con completa libertad personal y, formando autónomamente su propia conciencia, procura buscar la perfección cristiana y cristianizar su ambiente, santificando su propio trabajo, intelectual o manual, en cualquier circunstancia de su vida y en su propio hogar» [54].

Eso conlleva diversidad de opiniones y pareceres, un pluralismo que manifiesta la realidad de un respeto mutuo, la práctica de una teoría que va más allá del enunciado de unos principios. «Precisamente porque el pluralismo no es temido, sino amado como legítima consecuencia de la libertad personal, las diversas opiniones de los socios no impiden en el Opus Dei la máxima caridad en el trato, la mutua comprensión. Libertad y caridad: estamos hablando siempre de lo mismo. Y es que son condiciones esenciales: vivir con la libertad que Jesucristo nos ganó, y vivir la caridad que El nos dio como mandamiento nuevo» [55].

Estima también que la santidad en la vida ordinaria no es posible sin la libertad personal, esencial en la vida cristiana. Por si acaso alguno interpreta de forma indebida, tomando la libertad, como pretexto para obrar mal [56], insiste en la responsabilidad personal.

Refiere que siempre ha procurado enfrentar a cada uno con las exigencias de su propia vida, recordándole su propia independencia a la hora de actuar y su responsabilidad consiguiente [57]. Es con esa actuación libre y responsable como contribuimos a nuestra salvación, pues «Dios escribe con el concurso de nuestra libertad» [58]. Así se entienden muy bien aquellas palabras del Obispo de Hipona: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti [59]. Considera de tal importancia la libertad y responsabilidad personal que llega a afirmar que «son la mejor garantía de la finalidad sobrenatural de la Obra de Dios» [60].

5.       Libertad de asociación

En los años sesenta, antes y después del Concilio Vaticano I, se produjo un movimiento entre el clero secular, que trataba de solucionar el problema ya antiguo de la soledad de muchos sacerdotes diocesanos. Se daba un cierto abandono a la suerte de cada uno. Resultaba un tanto paradójico que durante la formación del Seminario se proporcionara una asistencia espiritual asidua, en un clima que hoy nos resulta quizás excesivamente cerrado. En cambio cuando el seminarista recibía la ordenación sacerdotal se producía un cierto abandono y olvido, no tanto como a veces se ha dicho, pero sí bastante frecuente.

En esas circunstancias comienzan a surgir los grupos sacerdotales para ayudarse mutuamente, así como diversas organizaciones y asociaciones. A menudo se miraban con cierto recelo. En el Concilio Vaticano I se aborda la cuestión y surgen quienes consideran poco recomendables esas iniciativas asociacionistas, llegando incluso a rechazar su posibilidad. Es decir, se negaba el derecho de asociarse a los clérigos seculares. Pronto prevaleció el sentido común que se resistía a negar dicho derecho pues lesionaba gravemente la libertad de los sacerdotes. Es una cuestión que ha sido estudiada con amplitud y profundidad, que no pretendemos abordar aquí [61]. Tratamos sencillamente de señalar la sensibilidad y preocupación del fundador del Opus Dei ante la libertad de los sacerdotes diocesanos, en orden a vivir su ministerio sacerdotal sometidos, libre y gustosamente, al propio Ordinario, pero al mismo tiempo dentro de un sano y rico pluralismo.

San Josemaría vivió muy de cerca ese problema, dada su experiencia como sacerdote secular, formado en un Seminario, e incardinado durante cierto tiempo a la archidiócesis de Zaragoza. Aparte de eso, siempre mostró una gran preocupación por los sacerdotes diocesanos a quienes en muchas ocasiones, llamado por algunos obispos, dirigió ejercicios espirituales. Damos por sabido cómo encontró el modo de que los sacerdotes diocesanos, sin dejar sus diócesis ni su vinculación jurídica con los respectivos ordinarios, pudieran formar parte del Opus Dei, a través de la Asociación Sacerdotal de la Santa Cruz. Como es natural, él consideraba legítimo «el ámbito personal de autonomía, de libertad y de responsabilidad personales, en el que el Presbítero goza de los mismos derechos y obligaciones que tienen las demás personas en la Iglesia...» [62].

6.       El riesgo de la libertad

A nadie se le escapa que la libertad tiene su riesgo. Empezando por la posibilidad de cambiar de rumbo en nuestra vida. Es una realidad que se recuerda con estas palabras: «Es verdad que nadie puede estar cierto de su perseverancia... Pero esa incertidumbre es un motivo más de humildad, y prueba evidente de nuestra libertad» [63]. De ahí que la tarea a realizar no se culmina hasta el último momento de nuestra vida. Dios dispone que seamos colaboradores suyos en la transformación del mundo, pero sabe que podemos rechazarle y, a pesar de ello, «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» [64]. El Señor condesciende con nuestra debilidad, ha puesto sus tesoros en nuestros vasos de barro, y de ese modo se pone de manifiesto el poder divino y nos ofrece la ocasión de ser colaboradores suyos [65].

Dios abomina las injusticias y condena al que las comete. «Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya» [66]. Eso implica que lo que es un bien en sí, sea un mal por su indebido uso. Es decir hay una libertad mala, o falsa libertad, la de responder que no a Dios [67]. En ese caso las consecuencias pueden ser nefastas para quien ha elegido mal, ya que es lógico que cada uno responda, para bien o para mal, de sus propios actos libremente realizados.

En ocasiones puede ocurrir que se respete la decisión tomada, pero al mismo tiempo quede latente una disconformidad con la elección hecha. Lo cual es lógico e inevitable. Lo que no es de recibo es manifestar esa disconformidad, o lo que es peor descalificar o ignorar a quien tuvo la osadía de hacer lo contrario de lo que se le proponía. No es respetar la libertad si se desprecia, o menosprecia, a quien libremente, y dentro de su derecho, no hizo lo que deseaba el que aconsejaba.

De todas maneras, es preciso contar las consecuencias derivadas de nuestra libre decisión, aun a sabiendas de que quizás sean injustas. Podemos decir que asumir las consecuencias de nuestros actos, para bien o para mal, es el precio de la libertad. Sin embargo, es preciso advertir que quien dice respetar la libertad ajena, y luego mira con prevención al que optó algo diverso a lo aconsejado, ese no es sincero, su amor y respeto a la libertad ajena es una triste farsa.

Quizás sea conveniente advertir ya la diferencia entre la libertad y el libertinaje, o dicho de otro modo, entre la libertad bien usada, y el abuso de la libertad. La primera es de por sí un bien en cuanto tal, pero si la libertad se inclina por el pecado, entonces es algo malo, no por sí, sino por el resultado.

En definitiva la libertad bien usada comporta la capacidad de decidirse por lo que es bueno, actúa de modo reflexivo y en ocasiones abnegado, sopesa el resultado último y las consecuencias que se pueden derivar para otros. En contraposición, la libertad mal usada, o libertinaje, actúa de forma espontánea y placentera, sólo mira la ventaja inmediata y personal, sin importarle las consecuencias dañinas para los demás.

Como es evidente, la libertad deseada es la que conoce lo que ha de hacer y lo hace, aunque conlleve cierto esfuerzo. La libertad consciente y esforzada logrará siempre un resultado óptimo. Por el contrario, la libertad que se ejerce de forma ciega, puede conducir a resultados nefastos.

Ante esta doble posibilidad en el uso de la libertad, san Josemaría calibra el valor del recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien, y su equivocada orientación cuando esa facultad se inclina hacia el mal [68]. Por tanto, «para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente con una plena, constante y voluntaria decisión» [69], dirigidos siempre hacia el norte de nuestra vida, es decir, hacia Cristo, cuya libertad es «inmensa —infinita— como su amor» [70], ese amor que le lleva a la entrega incondicional, al holocausto para redimir y salvar a los hombres.

En esa línea marcada por Jesús ha de moverse nuestra libertad. A este respecto cita a Orígenes cuando dice: «No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (Mt XI, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado» [71]. De ahí que haya de rechazarse el engaño de los que se conforman con el grito de ¡libertad, libertad¡. «Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo [72], ya que sólo El es el Camino, la Verdad y la Vida...» [73].

Por tanto, la libertad ha de regirse por una norma recta de conducta. De lo contrario, esa enorme riqueza se vuelve estéril o produce frutos irrisorios. El hombre que procede sin una adecuada orientación será manipulado por otros, vivirá en la indolencia, zarandeado por cualquier viento. Los que así viven «son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces» [74]. Cuando uno se decide por actuar según el querer divino, el de la verdad, «nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas» [75].

De lo contrario, nuestra libertad se malogra. Sigue siendo una realidad, pero una realidad nociva. Ya no es un don positivo, no es libertad para bien sino para mal. Se trata de una falsa libertad, esa que dice no a Dios [76]. Para vencer esa actitud de soberbia, recomienda san Josemaría acudir a la Virgen, que dijo sí con una disponibilidad absoluta, para obtener de ella la «fuerza de amor y de liberación» [77].

Esta relación entre amor y libertad la vuelve a destacar cuando estima que jamás se siente uno más libre que cuando la «libertad está tejida de amor» [78]. Por eso, dice también, Dios se hace el encontradizo con nosotros, se humilla para que podamos alcanzarlo, conocerle y amarlo, corresponderle con nuestra libertad rendida ante la maravilla no sólo de su poder, sino sobre todo por la maravilla de su condescendencia y cercanía [79]. De esa forma nuestra respuesta no será forzada, sino una decisión salida «de la intimidad del corazón» [80], como personas libres, con una actuación «del dominio y del señorío propios de los que aman al señor por encima de todas las cosas» [81].

Por eso es falso contraponer la libertad a la entrega amorosa, pues ésta es una consecuencia de la libertad. En efecto, «la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente» [82]. En la entrega amorosa la libertad se renueva, se excede con generosidad, se hace operativa y fecunda [83]. Es cierto que la entrega implica atarse, pero esa atadura no es una pesada cadena, sino un yugo suave y una carga ligera [84]. En otro momento, al hablar de que el Reino de Cristo es Reino de libertad, afirma que en él no hay más siervos que los que lo son por amor a Dios: «Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres» [85]. Por tanto, podemos admitir que al entregarnos nos hacemos esclavos, pero esclavos de Dios por amor, esto es, con toda libertad, si coacción alguna, «porque me da la gana» [86].

Y desde «ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones» [87]. ¿De dónde nos viene esa libertad?, se pregunta nuestro autor, para responder que nos viene de Cristo, según la doctrina paulina cuando afirma que «no somos hijos de la esclava, sino de la libre» [88]. Por eso nos recuerda como Jesús les dice a los judíos: «Si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres» [89].

El que Jesús nos conceda el don de la libertad no significa que anule nuestra capacidad de respuesta, la posibilidad de rechazar esa fe. No somos forzados a creer, porque, como enseña San Agustín: «Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere» [90]. Con palabras firmes describe esa opción libérrima: «libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús» [91].

Antonio García-Moreno en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1                               Cfr. Antonio GARCÍA-MORENO, Libertad del hombre en Jn 8, 32, en Antonio ARANDA (dir.) et al., Dios y el hombre. VI Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1985, pp. 641-658.

2                               Cornelio FABRO et al., Santos en el mundo, Madrid 1992, p. 42.

3                               Este importante y paradigmático libro aparece por vez primera en Valencia el año 1939, aunque más breve y con el título de Consideraciones espirituales, se publica en Cuenca el año 1934. De este año es también Santo Rosario. Edición crítico-histórica a cargo de Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid 2002.

4                               La libertad, don de Dios (Homilía del 10-IV-1956), en Amigos de Dios, Madrid 1977, n. 32.

5                               Es Cristo que pasa, n. 184.

6                               En Santo Rosario, Madrid 1934, no se usa nunca el término «libertad». Tampoco en las homilías tituladas Sacerdotes para la eternidad, Fin sobrenatural de la Iglesia y Lealtad a la Iglesia.

7                               Madrid 1968.

8                               Cfr., cit., nn. 2, 5, 8, 12, 14, 19, 22, 26, 27 (dos veces), 28 (cuatro veces), 29 (cinco veces), 30 (tres veces), 33 (dos veces), 35 (dos veces), 44 (cuatro veces), 48 (tres veces), 50, 52, 53, 56, 59 (dos veces), 60, 65 (dos veces), 66 (cuatro veces), 67 (cinco veces), 73, 76, 77 (cuatro veces), 79 (cuatro veces), 81, 84 (cuatro veces), 90 (dos veces), 92, 98 (tres veces), 99, 100 (dos veces), 104 (cinco veces), 116, 117 (tres veces), 118, 120.

9                               Madrid 1973.

10                                     Cfr. cit., nn. 17 (dos veces), 18, 27 (dos veces), 33 (dos veces), 34 (dos veces), 35 (dos veces), 99 (tres veces), 111, 113 (dos veces), 114, 124, 129, 130, 131 (dos veces), 137, 148, 167, 168, 173, 175 (dos veces), 179, 184 (diez veces), 185 (dos veces).

11                                     Madrid 1977.

12                                     Cfr. cit., nn. 10 (dos veces), 21, 24 (tres veces), 25 (dos veces), 26 (cinco veces), 27 (cuatro veces), 28 (dos veces), 29 (cinco veces), 30 (seis veces), 31 (seis veces), 32 (seis veces), 33 (dos veces), 34, 35 (cinco veces), 36 (cuatro veces), 37 (cinco veces), 38 (cuatro veces), 67, 171 (dos veces), 179, 180, 259 (dos veces), 297 (dos veces).

13                                     Madrid 1981.

14                                     Cfr. Prólogo, Segunda y Décima estación.

15                                     Madrid 1986.

16                                     16. Cfr. cit., nn. 11, 164, 219, 284, 301, 302, 313, 384 (dos veces), 389 (dos veces), 401, 423 (tres veces), 571, 787, 931, 933.

17                                     Madrid 1987.

18                                     Cfr. cit., nn. 144, 552, 712, 714, 717, 720, 819 (dos veces), 840, 946.

19                                     Amigos de Dios, n. 25. Sigue el texto: «La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad (Hebr X, 7). Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre (cfr. Lc XXII, 44), que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama: como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores(Is LIII, 7). Ya lo había anunciado a los suyos, en una de esas conversaciones en las que volcaba su Corazón, con el fin de que los que le aman conozcan que El es el Camino —no hay otro— para acercarse al Padre: por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla (Jn X, 17-18)».

20                                     Es Cristo que pasa, n. 184.

21                                     Ibídem.

22                                     Amigos de Dios, n. 33.

23                                     Ibídem.

24                                     Cfr. Conversaciones, n. 22.

25                                     Cfr. Es Cristo que pasa, 124. 26. O.c., n. 14.

26                                     Rm 8, 21. Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 129, 130; Amigos de Dios, n. 297; Vía Crucis,

27                                     Madrid 1981, p. 15.

28                                     Cfr. Amigos de Dios, n. 77.

29                                     «Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios», Amigos de Dios, n. 32.

30                                     Cfr. Conversaciones,  n. 5.

31                                     Es Cristo que pasa, n. 99.

32                                     «No he preguntado ni preguntaré jamás a ningún miembro de la Obra de qué partido es o qué doctrina política sostiene, porque me parecería un atentado a su legítima libertad. Y lo mismo hacen los directores del Opus Dei en todo el mundo... Ese pluralismo no es, para la Obra, un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno». Conversaciones, 48.

33                                     Cfr. cit., n. 12.

34                                     Cfr. Conversaciones, n. 29.

35                                     Conversaciones, 118.

36                                     En la Homilía El triunfo de Cristo en la humildad, predicada el 24-2-1963, decía: «El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal» (Es Cristo que pasa, n. 17).

37                                     «Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centro de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias... El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad... Por eso considero necesaria la autonomía docente: autonomía es otra manera de decir libertad de enseñanza. La Universidad, como corporación, ha de tener la independencia de un órgano en un cuerpo vivo: libertad, dentro de su tarea específica en favor del bien común» (Conversaciones, 79).

38                                     Conversaciones, n. 104.

39                                     «A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la enseñanza universitaria» (Conversaciones, 120).

40                                     Amigos de Dios, n. 32.

41                                     Cit., ibídem.

42                                     En este sentido se puede entender Jn 8, 32 («conoceréis la verdad, y la verdad os hará realmente libres»). Es decir, se actúa realmente con libertad, y no de forma libertina, si se ve con claridad el objetivo perseguido, la verdad, cuyo esplendor y belleza atrae de tal forma que hace posible una actuación libérrima y gozosa, por arduo que sea el esfuerzo por conseguir dicho objetivo. Sobre esta cuestión pueden verse las actas del Simposio XXVIII de la Facultad de Teología, del año 2002, en el que presenté una comunicación sobre el sentido de Jn 8, 32.

43                                     Conversaciones, n. 116.

44                                     44. Cit., n. 2.

45                                     Forja 712: «Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe».

46                                     Forja 840: «¡Siente siempre y en todo con la Iglesia! —Adquiere, por eso, la formación espiritual y doctrinal necesaria, que te haga persona de recto criterio en tus opciones temporales, pronto y humilde para rectificar, cuando adviertas que te equivocas. —La noble rectificación de los errores personales es un modo, muy humano y muy sobrenatural, de ejercitar la personal libertad».

47                                     Cfr. Conversaciones, n. 104.

48                                     Cfr. cit., p. 77.

49                                     Amigos de Dios, n. 36.

50                                     «... educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal. Con libertad y responsabilidad se trabaja a gusto, se rinde, no hay necesidad de controles ni de vigilancia: porque todos se sienten en su casa, y basta un simple horario. Luego, el espíritu de convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo. Es en la convivencia donde se forma la persona; allí aprende cada uno que, para poder exigir que respeten su libertad, debe saber respetar la libertad de los otros» (Conversaciones, n. 84).

51                                     «La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre» (Conversaciones, n. 100).

52                                     Cit., n. 35.

53                                     «No se trata de representar oficial u oficiosamente a la Iglesia en la vida pública, y menos aún de servirse de la Iglesia para la propia carrera personal o para intereses de partido. Al contrario, se trata de formar con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa» (Conversaciones, n. 90).

54                                     Conversaciones, n. 35.

55                                     Conversaciones, n. 98. Sobre la libertad de los socios del Opus Dei, en este mismo libro habla también en los nn. 19, 26, 28, 30, 44, 48, 52, 60, 67, 77.

56                                     57Cfr. Ga 5, 13.

57                                     Cfr. Es Cristo que pasa, n. 99. 58.

58                                     Cit., n. 111.

59                                     SAN AGUSTÍN, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923).

60                                     Conversaciones, n. 67.

61                                     Cfr. Julián HERRANZ, Unidad y pluralidad en la acción pastoral de los presbíteros,en AA.VV. La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. XI Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1990, pp. 429-448. En p. 440, nt. 38 dice: «Sobre el enriquecimiento doctrinal aportado por el Concilio en esta materia», cfr. entre otros trabajos, Álvaro DEL PORTILLO, Ius associationis et Associationes fidelilum iuxta Concilii Vaticani II doctrinam, en «Ius Canonicum» VIII (1968) 5-28. Alfonso DÍAZ, Derecho fundamental de asociación en la Iglesia, Pamplona 1972; Luis MARTÍNEZ SISTACH, Las asociaciones de fieles, Barcelona 1986. Con respecto al derecho de asociación de los presbíteros, cfr. Rafael RODRÍGUEZ-OCAÑA, Las asociaciones de clérigos en la Iglesia, Pamplona 1989.

62                                     Conversaciones, n. 8.

63                                     Surco, n. 284.

64                                     Es Cristo que pasa, n. 113.

65                                     Cfr. cit., ibídem.

66                                     Cit., n. 168.

67                                     Cfr. cit., n. 175.

68                                     Cfr. Amigos de Dios, n. 26.

69                                     Ibídem.

70                                     Ibídem.

71                                     ORÍGENES, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034-1035).

72                                     Cfr. Jn 8, 32. Como vemos la traducción implícita que se hace aquí opta por liberar, en lugar de hacer libres. Volveremos a esta cuestión.

73                                     Amigos de Dios, 27.

74                                     Jds 1, 12.

75                                     Cfr. Amigos de Dios, n. 38. Y sigue diciendo: «Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados —cohibidos o envidiosos— en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo —si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos—, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana».

76                                     Cfr. Surco, n. 301. Es Cristo que pasa, n. 175.

77                                     Surco, n. 33.

78                                     Surco, n. 787. En esta frase vemos relacionados dos elementos que consideramos fundamentales en la interpretación de Jn 8, 32, el amor y la liberación o libertad, aspecto que tratamos en la comunicación del Simposio del 2002 de la Facultad de Teología.

79                                     Cfr. Es Cristo que pasa, n. 18.

80                                     Cfr. cit., n. 111.

81                                     Amigos de Dios, n. 26.

82                                     Cit., n. 30.

83                                     Cit., n. 30.

84                                     Cfr. Mt 11, 29-30. «el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que El nos ganó en la Cruz». Amigos de Dios, 31.

85                                     Es Cristo que pasa, n. 184.

86                                     Esta frase la repite y suele añadir «que es una razón muy sobrenatural». Con ello se indica que esa voluntariedad no es fruto del capricho sino de un profundo amor a Dios. Cfr. cit., nn. 35, 36.

87                                     87. Cit., n. 34.

88                                     88. Ga 4, 31.

89                                     Jn 8, 36. «Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que El nos haga verdaderamente libres y de esa forma podamos servir a Dios y a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, n. 17).

90                                     SAN AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).

91                                     Amigos de Dios,

Enrique González Lorca

“La injusticia no es invencible”

Francisco

1.       Siglo XXI: el desafío de la sobrevivencia de nuestra civilización

El siglo XXI nos abre las puertas a desafíos históricos en los que la humanidad y el planeta, que es su casa común, se debaten en un drama de auténtica supervivencia. Constatamos que todos estamos conectados. Estamos conectados con el resto de la familia humana, con la naturaleza, y con los que vendrán después de nosotros en las generaciones futuras.

El desarrollo económico y social de los dos últimos siglos ha estado a espaldas de esta realidad y se ha basado en la falsa creencia de que vivíamos en un mundo de recursos inagotables. Una educación ajena a estos hechos basada en el individualismo y la competitividad ha contribuido a perpetuar patrones de consumo no sostenibles y miradas ajenas a un análisis crítico de los fenómenos globales de ámbito planetario.

El sistema productivo actual que ignora los límites biofísicos del planeta está conectado con la crisis del deterioro ambiental global. En este sistema el consumidor está al servicio de la producción ya que ésta necesita asegurar sus salidas necesitando un suministro ilimitado de energía, agua y materias primas. Sin embargo, los bienes están acotados dentro de límites naturales que no se puede transgredir. Este tipo de sociedad es insustentable en el tiempo, ya que causa destrucción de biodiversidad, cambios climáticos globales, entre otros. (Elizalde, 2000) [2].

Los bienes que disponemos en el planeta son por naturaleza sociales y desde una ética del consumo esta concepción neoliberal de la economía nos aboca a una forma de consumo injusto e inmoral que no permite el igual desarrollo de las capacidades básicas de todos los seres humanos, donde el sobreconsumo de unos pocos es carencia para otros (Cortina 2003) [3].

Las personas en situación de pobreza son las que menos han contribuido al cambio climático, y sin embargo se ven desproporcionadamente impactadas por este. Como resultado del uso excesivo de los recursos naturales por los países ricos, los pobres sufren contaminación, falta de acceso al agua potable, hambre y en definitiva vulneración de sus derechos fundamentales.

El desarrollo tecnológico y económico debe estar al servicio de los seres humanos y acrecentar la dignidad humana en lugar de crear una economía de la exclusión. Todas las personas han de tener acceso a lo que se necesita para un auténtico desarrollo humano. Y éste no es entendido como crecimiento económico ilimitado en términos de renta per cápita o PIB sino como ampliación de las libertades, derechos fundamentales y las oportunidades de las personas poniendo el énfasis en valores como la sostenibilidad y la reducción de los niveles de desigualdad entre continentes en educación, sanidad, oportunidades o esperanza de vida. Este es, por ejemplo, el enfoque de crecimiento de del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) [4].

Transformación radical de nuestros sistemas educativos. Educación transformadora para la ciudadanía global.

La educación para el desarrollo sostenible es una educación para la construcción de otro mundo posible. Se debe empezar por una transformación radical de nuestros sistemas educativos que han formado tanta gente no para la sostenibilidad del planeta sino para su destrucción. Desgraciadamente nuestros sistemas educativos centrados en la competitividad sin solidaridad son instrumentos de insostenibilidad. “Los ciudadanos que están destruyendo el planeta han sido educados en nuestros sistemas educativos” (Gadotti, 2009) [5]. Debemos empezar por gestionar profundamente la forma en que enfocamos nuestra educación para que a partir de esta década podamos formar a nuestro alumnado como ciudadanos que construyan sociedades dignas en su desarrollo humano y ambiental.

El paradigma educativo que necesitamos promover se le ha denominado educación transformadora para la ciudadanía global (ETCG) y se concibe como un proceso socioeducativo continuado que promueve una ciudadanía crítica, responsable y comprometida con la construcción de un mundo más justo, equitativo y respetuoso con las personas y el medioambiente, tanto a nivel local como global (Oliveros 2018) [6].

En este escenario la categoría de Desarrollo Sostenible se convierte en un compromiso ético global que ha de trasladarse al ámbito educativo, a la investigación científica y a la agenda legislativa de los países para asegurar condiciones sociales, ambientales, económicas, políticas y culturales que permitan a las generaciones actuales y futuras disfrutar del derecho a una vida digna. Es necesaria más que nunca una firme apuesta de una educación transversal en valores que estén relacionados con la construcción de una sociedad, una economía y una cultura sustentable. La forma de realizarlo es hacer presente esta visión desde todas áreas curriculares de nuestros sistemas educativos. Los objetivos y contenidos educativos y estándares de aprendizaje en todas las etapas deben facilitar el desarrollo de una conciencia crítica en el alumnado desde edades tempranas que permita, ya desde la escuela y en el día a día de las aulas, iniciar los cambios para cimentar una sociedad sostenible que armonice sus necesidades con las de la naturaleza y los derechos de todos los seres humanos que habitan el planeta.

Los valores que habrán de presidir la acción educativa para conseguir este objetivo son, entre otros, la cooperación, la convivencia, los bienes comunes, la aceptación de la diversidad como riqueza, la igualdad, la equidad, la reciprocidad, la solidaridad, la comunicación, la responsabilidad intergeneracional, el compromiso social, el entusiasmo, la generosidad, la capacidad para asumir riesgos (Ojeda & Martínez, 1998 [7]), la vida austera, el reconocimiento del valor “del otro”, la compasión (Mínguez 2019) [8], la sobriedad ecológica ante la ebriedad tecnológica (Moratalla 2020) [9].

En este contexto la Educación para el Desarrollo (en adelante EpD), también llamada Educación Transformadora o Educación para la Ciudadanía Global, se estructura como respuesta a la urgencia de los cambios necesarios para conservar y mejorar las condiciones de vida de nuestra generación y de las generaciones venideras y del mundo donde habitarán.

La EpD es una dimensión que se va incorporando progresivamente en nuestros sistemas educativos y que facilita el conocimiento y la comprensión del mundo como una realidad globalizada e interdependiente, provoca en el alumnado una actitud crítica y comprometida con la justicia social y medioambiental, genera compromiso y corresponsabilidad en la lucha contra la pobreza y fomenta actitudes y valores de ciudadanía global.

Entendemos la EpD como un proceso educativo que aspira a generar una conciencia crítica y transformadora en toda la comunidad educativa. En este enfoque se aborda el conocimiento de los fenómenos naturales, sociales, económicos y culturales en una interconexión mutua en donde curricularmente se analiza la repercusión de cualquier acción humana local en los ecosistemas globales y que tiene en cuenta las múltiples identidades que configuran al ser humano. Desde esta orientación las personas se consideran como parte de los problemas y también de las soluciones, reconociéndose como agentes de cambio que buscan la justicia social.

La EpD entendida como Educación para la Ciudadanía Global se define como “proceso educativo (formal, no formal e informal) constante encaminado, a través de conocimientos, actitudes y valores, a promover una ciudadanía global generadora de una cultura de la solidaridad comprometida en la lucha contra la pobreza y la exclusión, así como con la promoción del desarrollo humano y sostenible” (Ortega 2007) [10]. Es por ello que hace falta avanzar en el desarrollo de esta nueva mirada que aporta la EpD en todo el sistema educativo formal y no formal. Y esto ha de incorporarse también en todos los niveles de los sistemas educativos de cada país en sus normativas y legislación de ámbito estatal y autonómico y de forma transversal en la administración, docentes, familias y alumnado y tercer sector.

Ponemos énfasis en las características de la EpD tal y como la define el enfoque de la UNESCO afirmando que la EpD debería ser holística (aborda el contenido y los resultados del aprendizaje, la pedagogía y el entorno de aprendizaje en contextos formales, no formales e informales), transformadora (que permita a los estudiantes transformarse a sí mismos y a la sociedad), promotora de valores universalmente compartidos como la no discriminación, la igualdad, el respeto y el diálogo, y partir de un mayor compromiso de apoyar la calidad y relevancia de la educación en estos logros. Desde esta conciencia la escuela apoya y promueve un modelo social basado en el disfrute pleno de los derechos humanos en cualquier parte del planeta.

Como nos recuerda la UNESCO (UNESCO, 2014b: 17) [11], la EpD tiene que ser “integrada en los marcos, planes, estrategias, programas y procesos sub-nacionales, nacionales, subregionales, regionales e internacionales relacionados con la educación y el desarrollo

El reto de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas

La intención de convertir nuestros centros en espacios educativos transformadores cuenta con el viento a favor de la Agenda 2030 y sus ODS de Naciones Unidas. La EpD asume en sus objetivos y metodología la decisión adoptada el 25 de septiembre de 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas de establecer la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (ONU, 2015) [12]. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (en adelante “ODS”) recogen los principales desafíos de desarrollo para la humanidad para este decenio. La finalidad de los 17 ODS es garantizar una vida sostenible, pacífica, próspera y justa en la tierra para todos, ahora y en el futuro.

La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible representa un ambicioso plan de trabajo para los próximos años en favor de las personas, el planeta y la prosperidad. El objetivo de esta Agenda es impulsar una sociedad cuyo modelo de desarrollo se base en la sostenibilidad y en la resiliencia: 17 objetivos y 169 metas. Estos objetivos que debemos de ser capaces de alcanzar antes del año 2030, son objetivos mundiales y afectan tanto a países desarrollados como en desarrollo; son de carácter integrado e indivisible; y conjugan las tres dimensiones del desarrollo sostenible: la económica, la social y la ecológica.

El marco internacional de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y en especial la meta 4.7 dentro del objetivo de educación de calidad, nos reta a plantear dentro de la educación el impulso de una educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía global:

“Para 2030, la meta consiste en garantizar que todos los alumnos adquieran los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para promover el desarrollo sostenible, entre otros medios con la adopción de estilos de vida sostenibles, los derechos humanos, la igualdad entre los géneros, la promoción de una cultura de paz y no violencia, la ciudadanía mundial y la valoración de la diversidad cultural y de la contribución de la cultura al desarrollo sostenible [13].”

La meta 4.7 nos propone desarrollar en los procesos de enseñanza una identificación de nuestro alumnado con una ciudadanía activa y comprometida con los desafíos globales de modo que las nuevas generaciones tengan la disposición de buscar la transformación de prácticas y actitudes que nos acerquen a una justicia en los derechos de las personas y del planeta.

Para el desarrollo de esta tarea, es importante que, desde diferentes espacios, organizaciones, instituciones y personas, tanto del sector social como del educativo, reflexionemos y debatamos con el objetivo común de construir alternativas que fomenten una educación transformadora capaz de desarrollar estilos de vida sostenibles y promover una ciudadanía activa a favor de la paz y no violencia, la valoración de las culturas y la contribución al desarrollo sostenible.

2. Las Jornadas y su publicación

En este contexto de urgentes compromisos por un cambio de dimensiones globales las I Jornadas Nacionales de Educación para el Desarrollo y Objetivos de Desarrollo Sostenible celebradas en Murcia los días 28 de febrero y 1 de marzo de 2019 surgieron con el finalidad de dar a conocer experiencias, metodologías y enfoques de la EpD y ODS a docentes, profesionales que trabajan en educación no formal, miembros de la comunidad universitaria y profesionales de las diferentes administraciones públicas implicadas en la educación de modo que puedan transferir esta mirada a la actuación educativa del día a día de los centros educativos en los ámbitos de educación obligatoria, bachillerato, formación profesional y universitaria y de las acciones educativas de los municipios, asociaciones, ONGs, así como concienciar en el papel de los medios de comunicación y su influencia en la construcción de una conciencia crítica de la ciudadanía en los ámbitos de la justicia social y medioambiental.

En el marco de interés de estas Jornadas nos preguntamos: ¿Cómo podemos contribuir desde la educación a la construcción de Ciudadanía Global? ¿Cómo abordamos la cuestión d la transversalidad -género, paz y derechos humanos, interculturalidad, sostenibilidad- en el día a día de nuestras aulas? ¿Cómo lograr que desde todos los niveles educativos el compromiso ético y solidario con la justicia social vaya indisolublemente unido al currículo en la educación?

La celebración de estas Jornadas y la publicación que la acompaña en este volumen ha tenido como objetivos:

1. La generación de un espacio compartido de reconocimiento de la educación como herramienta de transformación social y dar a conocer los fundamentos de la Educación para el Desarrollo.

2. La transmisión de experiencias de EpD en centros docentes transformadores.

3. Facilitar Información sobre los organismos estatales que promueven la Educación para el Desarrollo (Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo –AECID-, Red Nacional de Docentes para el Desarrollo – Ministerio de Educación y Formación Profesional). Visibilizar, de igual manera, el trabajo de las entidades del Tercer Sector implicadas en la cooperación y la contribución de estas a la implantación de la EpD.

4. Motivar a docentes de todas las etapas educativas de educación formal (infantil, primaria, secundaria y la comunidad universitaria), no formal e informal sobre la corresponsabilidad, junto con la de todos los actores sociales, en el cumplimiento de la Agenda 2030 en favor de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, a fin de promover el desarrollo de las competencias de sostenibilidad y de resultados específicos de aprendizaje relacionados.

5. Reflexionar y debatir sobre la necesidad de una Estrategia Regional de EpD que produzca cambios en las normativas que afectan al ámbito educativo en la dirección de propiciar una verdadera coherencia de políticas alineadas con la visión de la Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global.

3. Conclusiones: Somos actores del cambio

El trabajo que aquí se presenta nace con la voluntad firme de compartir el conocimiento sobre la Educación para la Ciudadanía Global entre la comunidad educativa de forma que pueda inspirar la movilización de todos los agentes implicados en un inexcusable cambio de mirada para “transformar el mundo transformando la educación”. Es urgente incorporar la dimensión de una Educación transformadora en el imaginarium de nuestros docentes impregnar todo el curriculum escolar de esta nueva sensibilidad.

Toda la ciudadanía sin exclusiones, los agentes educativos de asociaciones, las ONGs para el desarrollo y la sociedad en su conjunto, pero especialmente el profesorado de los centros educativos, hemos de convertirnos en agentes de una educación que estimule en alumnos y alumnas una conciencia crítica y transformadora que les permita conectar lo local con lo global para cambiar el mundo en la dirección de las sostenibilidad ambiental y el respeto a los derechos de las personas y los pueblos, haciendo que se reconozcan como parte de los problemas, pero también de las soluciones y que se vean como actores de cambio que buscan la justicia social y la sostenibilidad del planeta.

Como nos recuerda María Novo (Novo, 2017) [14], se nos olvida que los niños y adolescentes no se forman exclusivamente para el día de mañana ser buenos profesionales sino para ser felices, para ser buenas personas y desarrollar su talento y creatividad enfocado al desarrollo humano. Lo que necesitamos no son personas que corran detrás del dinero, sino personas que sepan cómo mejorar el mundo y cómo ser felices.

Nuestro sincero deseo que la publicación de este volumen contribuya a que los docentes y agentes educativos de todos los sectores evolucionemos como profesionales, seamos mejores personas y desarrollemos nuestro talento y creatividad para ser protagonistas de una educación que forme en nuestras aulas a ciudadanos que sepan cómo responder a los desafíos de sociedades más justas y un planeta habitable para futuras generaciones.

Enrique González Lorca, en carm.es/

Notas:

2   Elizalde, A. (2000, mayo). Desarrollo humano sustentable: sus exigencias éticas, económicas y políticas. Ponencia presentada en la Conferencia en el Tercer Congreso de Bioética de Latinoamérica y el Caribe, Ciudad de Panamá, Panamá

3   A. Cortina, Por una ética del consumo. La ciudadanía del consumidor en un mundo global, Taurus, Madrid, 2002

4   Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. El PNUD en acción, consultado 14 junio de 2019 https://bit.ly/382jz3z

5   Gadotti, M. (2000). Pedagogía de la Tierra y cultura de la sustentabilidad. Foro sobre nuestros retos globales Comisión Costa Rica 2000: Un Nuevo Milenio de Paz "Si vis pacem, para pacem". 6 al 10 de noviembre del 2000. Universidad Para La Paz. San José, Costa Rica

6   Documento marco Educación transformadora y para una ciudadanía global en redes. Consultado 25 abril 2019

7   Ojeda, Fernando; Martínez Villar, Alberto. La educación global y la ética ecológica como herramientas para la sustentabilidad. 1998 Consultado 4 mayo 2019 https://www.miteco.gob.es/es/ceneam/articulos-deopinion/1998-ojeda-martinezvillar_tcm30-163523.pdf

8   Mínguez, Ramón. La pedagogía de la alteridad ante el fenómeno de la exclusión: cuestiones y propuestas. 2016. Educación & Pensamiento ISSN 1692-2697

9   Moratalla, Domingo; Ecología y solidaridad: de la ebriedad tecnológica a la sobriedad ecológica. Sal Terrae, 1991. Cuadernos Fe y Secularidad, 14.

10    Ortega Carpio, Mª Luz. La Educación para el Desarrollo: dimensión estratégica de la cooperación española. 2008/06/01

11    Education for Sustainable Development Goals - Learning Objectives Publicado en 2017 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura sostenible”.

12    Consultado 15 junio 2019 https://www.un.org/sustainabledevelopment/es/2015/09/la-asamblea-generaladopta-la-agenda-2030-para-el-desarrollo-sostenible/

13    Consultado 8 de junio 2019 https://es.unesco.org/gem-report/node/1346

14    María Novo, El desarrollo sostenible. Su dimensión ambiental y educativa, UNESCO - Pearson Educación S.A., Madrid, 2006, 431 p

José Morales

9.       La urgencia de la aceptación

La llamada de Jesús de Nazaret a sus discípulos se presenta a estos con cierto carácter perentorio. Es una invitación imperativa. Quienes la reciben adquieren conciencia de que el seguimiento exigido representa un deber y es al mismo tiempo un don, un don divino que se tiene la obligación de aceptar.

«Al pasar vio Jesús a Leví...y le dice: “Sígueme”» (Mc 2, 14). Mateo ha tomado una decisión que en un recaudador de tributos era social y políticamente irrevocable [35]. En otro lugar leemos: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: “Sólo una cosa te falta: vete, vende lo que tienes...; luego, ven y sígueme”» (id. Lc 21). El sumario requerimiento del Señor tiene algo de inapelable. La persona invitada se da cuenta de algún modo que se ha encontrado con el mensajero mesiánico y que seguirle no significa sino seguir a Dios mismo. Ha entrado en acción la Palabra divina, que sitúa al hombre ante una opción decisiva, después de haber traspasado su espíritu y haber creado en él una situación de innegable autoconocimiento y de íntima claridad.

La Palabra coloca al hombre ante sí mismo, con Dios como testigo. Es un momento de verdad absoluta. «Ciertamente es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible a los ojos de Aquél a quien hemos de dar cuenta» (Hb 4, 12-13).

Esta experiencia ayuda a entender la prontitud con la que los hombres de buena voluntad y entrenados en la sinceridad consigo mismos atienden el llamamiento.

Un hombre y una mujer sinceros no pueden no escuchar, reconocer, y admitir la llamada divina, porque no están acostumbrados, como tantos, a silenciar su conciencia y negar la evidencia interior.

Las palabras de Jesús que describen en una parábola las excusas de los que no quieren asistir al banquete nupcial, que es el Banquete del Reino, traducen cierta tristeza y desilusión. Es el pesar por el destino de hombres que sin aducir razones mentirosas —«el primero dijo: he comprado un campo...; otro dijo: he comprado cinco yuntas de bueyes...; otro dijo: me he casado») (Lc 14, 15s.)— hablan, sin embargo, con mala conciencia. No han oído ni querido reconocer la voz exterior de quien les invita, porque tampoco desean oír la voz interior de Dios que les habla en lo íntimo.

La llamada de Jesús plantea a la persona un asunto urgente. Nada sería tan imprudente como diferirlo, asignarle un rango secundario de importancia, o considerarlo una cuestión simplemente interesante. Las palabras del Maestro desean ser operativas de inmediato. Quieren decir lo que dicen y el discípulo ha de actuar sin dilación. El momento único creado por la invitación se asemeja de alguna manera a la convocatoria del tránsito a la otra vida que, una vez producida, no admite ni siquiera el aplazamiento de un segundo.

El ahora del llamamiento adquiere suma transcendencia. Es como si la existencia del hombre se hubiera concentrado en el instante de la llamada de Jesús. El presente se configura como resumen de la vida de la persona y la penumbra en que siempre se hallan el pasado y el futuro se acentúa todavía más.

«Mirad, ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de salvación» (2Co 6, 2). Se encierra aquí mucho más que la filosofía humana del «carpe diem» horaciano, porque la prudente actitud pagana de aprovechar el tiempo breve del que se dispone se origina y desarrolla dentro del sujeto y está impregnada de sano aunque limitado pragmatismo.

En la invitación evangélica es el más allá escatológico lo que irrumpe en la vida de la persona, manifestando la unidad estrecha que forman el tiempo y la eternidad.

«Como dice el Espíritu Santo: “si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”» (Hb 3, 7; cfr. Sal 95, 7.11). «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).

«Yo con él y él conmigo». La situación se individualiza al máximo y la respuesta personal es ineludible. Para el hombre y la mujer llamados, el encuentro con Jesús —cuyo sentido es bien interpretado por las palabras invitadoras del Maestro— es un momento de extraordinaria lucidez espiritual. Es como un río de claridad que viene a iluminar la conciencia y a facilitar la respuesta favorable de la voluntad.

«Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas» (Jn 12, 35). Jesús parece llamar cuando las disposiciones son más propicias. Podría no haber una segunda llamada o podría venir ésta en una situación menos positiva o fácil para la escucha.

La llamada del Señor es siempre misericordiosa y nunca amenazadora, pero recuerda implícitamente el juicio venidero —donde Jesús es también protagonista— y manifiesta la tensión que existe entre la vida presente y la vida futura.

La vocación no sólo se presenta con carácter urgente sino también con un llamativo aspecto de radicalidad. El atractivo y la suavidad de Jesús se hacen compatibles con un lenguaje y unos gestos decididos y con frecuencia severos.

«Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). El entero pasaje de san Marcos encabezado por estas palabras reúne un grupo de sentencias de Jesús en las que se expresa inequívocamente la necesidad del seguimiento incondicional [36].

Lo mismo se dice en otros lugares que, en medio de una gran diversidad de circunstancias, manifiestan claramente que la existencia de quien sigue a Jesús está determinada en su conjunto por una amable exigencia.

«Se acercó un escriba y le dijo: “Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas”. Dícele Jesús: “Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”» (Mt 8, 19-20). Se trata de compartir la vida de Jesús y de remover cualquier obstáculo que pueda dificultarlo. El llamado no acepta sólo el don de Dios sino a Dios mismo que se le hace presente en Jesucristo.

Es evidente que Jesús no es un simple maestro que se presenta ante sus discípulos con una enseñanza más o menos importante y que se contenta con que ellos se limiten a aceptarla. Siempre que el Señor emplea la palabra discípulo lo hace de modo que se entienda que se refiere no a seguidores de una doctrina sino a imitadores de una vida.

Tal como Jesús lo exige, el discipulado del Evangelio no es un seguimiento para el estudio de la Ley o la expresión de simpatía personal hacia una causa. El discipulado creado por Cristo se ordena por entero al servicio y ayuda del Maestro en su misión. Constituye una institución y realidad completamente originales, que poco tienen que ver con las tradiciones y usos rabínicos.

El seguimiento de Jesús por los discípulos llamados equivale a una confesión de fe por parte de éstos, porque al ir tras Él de modo incondicional están afirmando en definitiva que Jesús de Nazaret es el Cristo de Dios, el Mesías.

El Señor y su misión invaden la vida del discípulo y puede decirse que la totalizan, haciendo relativas todas las demás misiones y dedicaciones particulares o sectoriales. La intervención de Jesús en la vida de los discípulos, que queda transformada y recomienza, por así decirlo, a partir del llamamiento, manifiesta un carácter creativo. Es decir, hace secundarias las normas y costumbres tradicionales del Judaísmo y por encima de ellas coloca al discípulo ante una situación nueva.

«Lo mesiánico es redescubrimiento de lo que es original y conforme a la creación. Implica el reconocimiento inquebrantable y radical de Dios» [37].

Que la misión recibida por los discípulos en la vocación no sea una tarea más junto a otras, hace que estos hombres no consideren su nueva condición como algo extrínseco a su vida [38].

Los discípulos de Jesús lo son desde luego ante los demás, pero lo son sobre todo ante sí mismos y para sí mismos. Perciben su misión como algo irrevocable, como núcleo de su destino personal. No es para ellos una circunstancia pasajera y anecdótica, o como un papel que deben desempeñar en la vida durante un tiempo. La vida ha adquirido para ellos absoluta unidad y si pensaran en sí mismos podrían decir que han encontrado su propia y auténtica persona.

10.     Seguimiento sin condiciones

La imperativa llamada que Jesús de Nazaret dirige a sus discípulos tiene el poder de eliminar condicionamientos y suspender obligaciones anteriores, o por lo menos de colocar a unos y a otras bajo una luz y un planteamiento nuevos.

«Otro de los discípulos le dijo: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Dícele Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”» (Mt 8, 21-22; cfr. Mt 9, 61s.). Los dos versículos de san Mateo presentan una breve escena en la que el mismo Señor desarrolla para este caso las consecuencias que se contienen en su invitación a seguirle. Cuando Jesús pedía a su seguidor sobreponerse al 4.º mandamiento y a las obras de misericordia, lo exigía de la misma manera en que solo Dios en el AT obligaba a los profetas a obedecer en lo referente al anuncio de su juicio próximo.

El sígueme de Jesús provoca en la vida del discípulo un comienzo absoluto, según el cual podría decirse que el hombre y la mujer llamados dejan de tener un pasado condicionante. El discípulo ha devenido una persona sin ataduras. Porque, de un lado, no debe permitir que viejos lazos permanezcan en su vida, y de otro la gracia de Dios le introduce ahora en una situación de auténtica libertad que le permite alejarse de todo condicionamiento terreno.

Ante la llamada del Maestro se relativizan los vínculos humanos más nobles y desaparecen los lazos perniciosos y encadenantes al mal. Nos dice, por ejemplo, san Marcos que Jesús había arrojado de María Magdalena «siete demonios» (Mc 16, 9).

Oír el llamamiento equivale a descubrir el tesoro por el que debe dejarse todo lo demás: «El Reino de los cielos es semejante a un Tesoro escondido en un campo que al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y por la alegría que recibe va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 12, 44).

Sólo el Reino y Jesús que lo trae deben representar para el discípulo un valor absoluto. El Señor lo advierte y hasta lo dramatiza con palabras que pueden parecer radicales. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi; el que ama a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi» (Mt 10, 37; cfr. Mt 10, 35).

Son términos que recuerdan inevitablemente el comportamiento de Jesús niño, que se separa de María y de José y permanece en Jerusalén para atender a los asuntos de su Padre del cielo. «Porqué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme en las cosas de mi Padre?») (Lc 2, 49). Jesús proclama deberes especiales de Hijo respecto a su Padre y una consiguiente total independencia de las criaturas para poder cumplirlos.

«Es natural suponer —escribe Hengel— que la severidad de Jesús sobre la incondicionalidad del seguimiento no se entiende bien desde la perspectiva de su actividad como maestro. Semejante radicalidad solo puede explicarse bajo el punto de vista de su poder único como heraldo del Reino próximo. En vista de esta proximidad apremiante, no hay tiempo que perder y es necesario seguirle sin dilación, renunciando a todas las consideraciones y vinculaciones humanas» [39].

Cuando Jesús exige a un discípulo que deje momentáneamente como en suspenso el cuarto mandamiento de la Ley y las obras de misericordia (cfr. Mt 8, 21-22: «deja que los muertos entierren a sus muertos»), lo pide del mismo modo en que solamente Dios obligaba a los profetas del Antiguo Testamento a anunciar el juicio inminente y vivir conforme a este anuncio (cfr. Ez 4, 9-15; Os 1, 2s.; Is 20, 1-6). En ambos casos se proclama la disolución escatológica de los vínculos familiares.

Jesús y el Evangelio parecen situarse justamente en la posición contraria al conformismo que es típico de cualquier sociedad más o menos normalizada y llena de costumbres, hábitos, rutinas, prejuicios y tradiciones. Es ésta una normalización social que asigna a cada uno una función determinada y tiende a inmovilizar en ella a las personas, de modo que cualquier comportamiento no previsto provocará necesariamente la resistencia, la incomprensión y a veces el escándalo.

El Evangelio, respetuoso en principio con el orden de este mundo, que viene también de Dios, modifica, sin embargo, profundamente muchos criterios y cometidos terrenos. «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer», escribe san Pablo a los Gálatas (Ga 3, 28). «La frase subraya fuertemente la igualdad de todos en Cristo Jesús» 40. Las estadísticas humanas y ley de los grandes números —que son determinantes cara conocer y estimular las acciones de los hombres— dejan ahora de tener importancia. El comportamiento del reducido grupo que oye la llamada de Jesús y acepta la venida del Reino es el hecho que mejor caracteriza la época histórica en la que Jesús vive. La vida cotidiana de la mayoría de hombres y mujeres contemporáneos reviste importancia secundaria.

11.     Seguridad y riesgo

El conocimiento de la llamada de Jesús por el discípulo provoca necesariamente en éste una aceptación de Jesús (cfr. Mt 9, 9) o una negativa al seguimiento (cfr. Mc 10, 21s.; Lc 14, 15s.). No hay término medio posible, porque no prestar atención a la llamada o aplazar la decisión para otro momento equivalen en el Evangelio a rechazar la vocación. La Palabra urgente de Dios en Jesucristo pide contestación inmediata. Todo aplazamiento es una negativa [41].

Aceptada la llamada del Señor, el discípulo comienza un camino que se caracteriza por la seguridad y la certeza, pero que está expuesto también a la inestabilidad y a las sorpresas de las tentaciones del mundo y de las debilidades humanas..

Una manifiesta tensión se aprecia entre el inicio de la vocación y su realización final en el Reino definitivo. La tensión se origina en los riesgos asumidos por el discípulo y que éste debe sortear a medida que se presentan durante su vida con Jesús. Mientras el discípulo está en camino cabe la triste posibilidad de que, como Judas, traicione su llamada o de que interrumpa sin más el seguimiento de Jesús (cfr. Jn 6, 66). San Pedro conoció por experiencia propia el drama de la debilidad y todos los discípulos llegaron por un tiempo a abandonar al Maestro cuando más necesidad tenía de ellos.

«Seguir a Jesús», «correr hacia la meta», «afianzar la vocación» son expresiones equivalentes usadas por el Nuevo Testamento para referirse a la vida de los que han recibido una llamada y lo saben. Estos hombres saben también que cuando Dios ha llamado una vez sigue llamando para hacer posible la fidelidad en todas las etapas del camino [42].

La vida terrena de Jesús está marcada por una impresionante solicitud hacia sus discípulos. El Señor está empeñado en la perseverancia de cada uno de ellos y lo demuestra continuamente. La mirada de Cristo alcanza y ve mucho más lejos que la de los hombres jóvenes que le acompañan, demasiado seguros a veces en sus propias fuerzas e inexpertos todavía en el gran combate entre el bien y el mal. Jesús quiere defender y de hecho defiende a los suyos para que no les afecte la misteriosa y gradual disminución o criba del número de llamados (cfr. Mt 22, 14), que ocurre silenciosa y sin detenerse hasta el final del tiempo.

La fidelidad de los discípulos es la primera preocupación del Maestro, junto al anuncio del Reino. «También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Las palabras entre afectuosas y terminantes de Jesús, dirigidas a los Doce después de que «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (id. Jn 6, 66), están cargadas de amor y celo por su perseverancia. Son en realidad una nueva y eficaz invitación para que todos continúen su camino con Él.

Jesús se ha empleado a fondo como Buen pastor para que ninguna de sus ovejas le sea arrebatada. «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 28). El Señor descubre a san Pedro, con palabras que éste no puede entender del todo, algo del misterio sobrecogedor de su destino personal y de las potencias sobrehumanas que lo amenazan o lo protegen. «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 31).

Llegada la hora triste de la pasión, Jesús sigue pendiente de Pedro, que acaba de negarle tres veces y podría volver definitivamente la espalda a su vocación. «El Señor se volvió y miró a Pedro» (Lc 22, 61). Una mirada compasiva y consoladora del Maestro ha estimulado a Pedro y remediado en un instante la difícil situación espiritual y humana del Apóstol.

Jesús llama «amigo» a Judas en el momento culminante de la traición (Mt 26, 50). Es como si quisiera hacerle reaccionar, aunque sabe que su propia suerte personal está echada y las consecuencias de la traición son ya irreversibles.

El Resucitado confirma finalmente con sus apariciones la fe vacilante de los discípulos (cfr. Jn 20, 19s.; 1Co 15, 5-8), se ocupa especialmente de fortalecer a Tomás (cfr. Jn 20, 24-29.) y envía sobre todos la «Promesa» del Padre (Lc 24, 49), es decir, el Espíritu como don absoluto que, en continuidad con la llamada primera, les capacitará para llevar a cabo su misión.

12.     La vocación como gracia

En las manifestaciones de Jesús sobre la vocación de sus discípulos se nota un cierto contraste. De un lado les invita al seguimiento, les acostumbra a perseguir metas elevadas y les anima en las inevitables dificultades. De otro lado, se esfuerza en que comprendan que las raíces de su vocación se hunden en la profundidad de un misterio divino, que tienen una idea solamente aproximada de sus pocos merecimientos y que su debilidad última para alcanzar la meta que les ha propuesto haría fracasar la empresa si no fuera por la ayuda inmensa que han recibido y reciben de Dios [43].

«Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11,12). El Reino es un objetivo previsto para los fuertes y para los que han aprendido en humildad a hacerse violencia a sí mismos. Las palabras de Jesús contienen un tono de estímulo que permite interpretarlas como un reto a la libertad y noble ambición espiritual humanas. Los discípulos han de escoger entre la vida y la muerte (cfr. Dt 30, 19) y entrar» por la puerta angosta» (Mt 7, 13) si desean seguir a Jesús.

Pero el Señor les recuerda también que la gracia de acompañarle hasta el Reino está totalmente fuera de su alcance por la misma naturaleza de las cosas.

«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10, 38). Los jóvenes apóstoles desconocen aún el costo de seguir a Jesús, y no perciben que cáliz es aquí sinónimo de sufrimiento [44], como en Mc 14, 36. No saben el riesgo que corren si el Señor tomase sus generosas palabras al pie de la letra y les hiciera recorrer el camino tal como ellos se lo imaginan en su optimismo sin experiencia. No conocen la peligrosa naturaleza de sus deseos si Jesús no los llegara a purificar e hiciera posibles. De hecho no han comprendido del todo al Señor y sólo el tiempo y la paciente ayuda del Maestro lograrán que lo consigan.

Mientras tanto se abatirán con frecuencia por su falta de poder sobre los demonios (cfr. Mc 9, 28s.), por el retraso de la parusía (cfr. id. Mc 13, 33s.), por las persecuciones (cfr. id. Mc 14, 17) y sobre todo por el aparente fracaso humano de Jesús (cfr. id. Mc 14, 50), que parece sucumbir ante las insidias de sus enemigos.

A pesar de todo, Jesús acepta el «podemos» de Santiago y de Juan (cfr. Mc 10, 39-40), que les llevará como discípulos a la meta deseada, aunque por una vía muy distinta de la que podían suponer sus ingenuas previsiones. A la vista del pasaje evangélico hay que decir, sin embargo, que «no es presunción afirmar possumus!. Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza» [45].

Es evidente que las palabras de Jesús y las discusiones que provocan no se orientan ni se mueven dentro del terreno ordinario donde podía ser usual y estar autorizado el debate religioso en el seno del Judaísmo. Jesús lleva a cabo en realidad una cierta impugnación de ideas y planteamientos religiosos, y en ocasiones no elude la confrontación abierta.

Era inevitable que así ocurriera si tenemos en cuenta que el Señor se manifiesta con suma libertad respecto a la Ley mosaica y a las costumbres de sus contemporáneos judíos. Jesús no se presenta únicamente como un intérprete de la Ley, sino que viene a disponer de ella, porque de otro modo no podría llevarla a su verdadero y pleno cumplimiento (cfr. Mt 5, 17).

No sólo permanece ajeno al espíritu y métodos de erudición rabínicos y adopta la costumbre excepcional de predicar al aire libre, sino que su mensaje se caracteriza, como hemos visto, por un rigor que sorprende incluso a los más incondicionales.

Esta severidad de las condiciones y exigencias del Señor con los que ha llamado para su seguimiento solamente se explica desde la misión al servicio del Reino que esos hombres reciben. Aunque lo realicen en otro plano, los discípulos deben ofrecerse y entregarse a su tarea con la misma intensidad que Jesús. Deben anunciar también el Reino próximo de Dios y el acontecimiento salvador que contiene.

Los discípulos adquieren de este modo, sin haberlo pedido y ni siquiera imaginado, una participación directa en la misma obra de Jesús y se convierten no solo en sus mensajeros sino en íntimos colaboradores a los que el Señor llama amigos, porque les ha dado a conocer todo lo que ha oído a su Padre (cfr. Jn 15, 15).

Existe entonces una estrecha relación entre la llamada al seguimiento, el apoderamiento para predicar el Reino, y el envío. La elección de los discípulos por Jesús se orienta al servicio, lo cual no excluye, sin embargo, que se trate de un singular privilegio.

13.     Elegidos en el hijo

Los discípulos de Jesús, y todos los que después de ellos son llamados a seguirle en el curso de la historia, reciben de Dios la elección y la vocación no solo a través del Hijo sino en el Hijo. Es decir, llegamos a ser hijos de Dios en el Hijo único, que es «primogénito entre muchos hermanos».

Es ésta una verdad de enorme alcance que declara solemnemente san Pablo al comienzo de la Carta a los cristianos de Éfeso: «Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, escogiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5).

El hombre y la mujer, en cuanto personas elegidas y, llamadas y salvadas por Dios, se encuentran básicamente referidos a Jesús a partir de su mismo ser de criaturas. Porque Jesús es el primer llamado por el Padre, es el primogénito de la Creación (Hb 1, 6) y el primogénito de la Redención (Rm 8, 29; Ap 1, 5). Es Dios quien habla en la Sagrada Escritura cuando leemos: «De Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1; cfr. Mt 2, 15). En el anuncio a María dice el arcángel: «Lo que nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Jesucristo es en realidad el único que merece el nombre de Elegido. «La elección de Jesús antecede y preside a toda otra elección» [46]. Él tiene también una vocación, la vocación por excelencia, en cuya naturaleza está el ser extendida a todos los elegidos por Dios desde la eternidad. «Desde toda la eternidad Dios ha pronunciado su Verbo, en el que estaba dicho que los santos tendrían en Él la vida eterna» [47].

San Pablo formula el misterio de la elección de los hombres en Jesucristo como parte esencial de la historia la salvación, que describe con las siguientes palabras: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó; a los que justificó, a esos también los glorificó» (Rm 8, 28-30).

Según la Sagrada Escritura, Dios es nuestro Padre no en base a la común naturaleza humana, sino precisamente en base a la elección (cfr. Os 11, 1; Jr 31, 20), que tiene lugar en y a través de Jesucristo.

Jesucristo, Elegido de Dios, es un tema central del Nuevo Testamento. «Se dejó oír una voz de la nube, que decía: Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9, 35). Es ésta misma la revelación que ha recibido Juan el Bautista y que no cesa de anunciar: «Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios» (Jn 1, 34).

Se trata de una noticia gozosa que supone, sin embargo, un juicio para los que habiendo percibido de algún modo la personalidad singular de Jesús, no se deciden a aceptarle. Son los mismos que dirán injuriosamente delante del crucificado: «a otros salvó; sálvese a sí mismo, si es el Cristo, el elegido de Dios» (Lc 23, 35).

La elección y vocación de Jesús no sólo hacen posibles las nuestras sino que nos capacitan en la práctica para seguirle como Maestro incomparable, que es arquetipo, no ideal sino concreto y tangible, de nuestras acciones y de nuestros sentimientos como cristianos.

La elección del Señor hace para él una feliz tarea en su vida terrena el ir por delante de los discípulos hacia su fin. Les ha precedido en la elección eterna y les precede también en los episodios, decisiones y esfuerzos temporales donde se manifiesta esa elección para el servicio de Dios y de los hombres.

«Algunos harán la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores, y Rey de Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17, 14).

Jesús quiere ejercitarse desde el mismo comienzo de su vida pública en resistir y vencer las tentaciones que pretenden apartarle de su misión. Tiene prisa por ir al desierto, morada de los demonios para los antiguos judíos [48], para medirse con Satanás en una batalla que será decisiva para su camino terreno y para el destino de los que van a seguirle [49].

«El Espíritu le impulsa al desierto» (Mc 1, 12) para que venza la tentación del maligno precisamente en el lugar donde había sucumbido antes el pueblo elegido. El desierto deja ya de ser un marco de oprobio y de vergüenza y se convierte de este modo en un lugar de elección y de victoria de Dios. La escena de las tentaciones de Jesús, tal como es recogida por san Mateo (Mt 4, 1-11) y san Lucas (Lc 4, 1-13) tiene probablemente a la vista las pruebas sufridas por los Israelitas durante su larga marcha hacia la tierra prometida a través de la península del Sinaí (cfr. Dt 6, 13s.; Dt 8, 3; 34; Ex 17, 1s.).

La imaginación de los cristianos experimenta cierto vértigo ante el hecho misterioso de que Jesús fuese «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15). Jesús conoció la tentación, y podernos afirmar que la conoció con mucha más hondura e intensidad que cualquier otro hombre. Porque los hombres cedemos ante ella con frecuencia y dejamos por tanto de experimentarla en toda su fuerza desatada y acumulada. La tentación no necesita muchas veces desplegar y hacer sentir toda su energía sobre nosotros, porque antes de que lo haya hecho hemos claudicado ya ante ella.

Pero no ocurrió así con Jesús. El Señor le plantó cara a la tentación, la probó en toda su intensidad una y otra vez y la venció siempre. Por eso quiere y puede «compadecerse de nuestras flaquezas». Jesús no sólo fue tentado igual que nosotros sino que fue tentado por nosotros, es decir, en favor nuestro y para nuestro beneficio definitivo.

La energía espiritual incomparable que fluye de la vida de Jesús capacita al discípulo para seguir sus huellas (cfr. 1P 2, 21) y llegar hasta donde las solas fuerzas humanas no alcanzan.

El cristiano comparte en vida, de modo místico pero real, el destino de su Señor. Muere al pecado, en imitación de la muerte de Jesús, y resucita con Él en el Bautismo a una vida nueva.

Todo prefigura y anticipa la realidad futura en la que Jesús, que ha resucitado «de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1Co 15, 20) hará posible nuestra propia resurrección. «Si nos hemos hecho una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante» (Rm 6, 5).

¡Elegidos en el Elegido, nuestro destino temporal y eterno se cumple en el mismo destino de Cristo, Unigénito y Primogénito de Dios Padre. La Iglesia expresa en su Liturgia sentimientos que equivalen a una verdadera confesión de fe en la suerte final de sus hijos. Lo indica muy bien una oración entre muchas incluida en la Liturgia de las Horas: «Te damos gracias, Señor, porque nos has elegido como primicias para la salvación, y nos has llamado a participar en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo (Preces de Vísperas, Feria IV, Semana III).

José Morales en unav.edu/

Notas:

35.      Cfr. C.S. MANN, Mark, «The Anchor bible», vol. 27, New York 1988, 229; B.M. Van IERSEL, La vocation de Levi (Mc 2, 13-17 pas). Tradition et rèdaction, De Jesús aux Évangiles, II, 1967, 212-232.

36.      Cfr. T. AERTS, Suivre Jésus, EThLov 42, (1966), 476-512; J.G. GRIFFITHS, The Disciple´s Cross, NTS 16, (1970), 358-64; E. BEST, Discipleship in Mark: Mark 8, 22-10, 52, «Scottish Journal of Theology» 23, (1970), 323-337.

37.      Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 104.

38.      Cfr. D. RHOADS, Mission in the Gospel of Mark, «Curr. Theol. Miss.» 22, (1995), 340-355.

39.      Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, o.c., 29.

40.      H. SCHLIER, Lettera ai Galati, Brescia 1965, 180.

41.      Cfr. R. BUSEMANN, Die Jüngergemeinde nach Markus 10, Bonn 1983.

42.      Cfr. J. BUTTS, The Voyage of Discipleship, «Early Jewish and Christian Exegesis», New York, (1987), 199-219.

43.      Cfr. J.P. BURCHILL, Discipleship is Perfection: Discipleship in Matthew, RR 39, (1980), 36-42.

44.      C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible», vol. 27, 412; Cfr. S. LÉGASSE, Approche de l’Episode prévangelique des Fils de Zébédée (Mc 10, 35-40 pas), «New Testament Studies» 19, (1972-73), 161-176.

45.      JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 15, Madrid 331997.

46.      J.L. ILLANES, Mundo y Santidad, n. 102, Madrid 1984.

47.      TOMÁS DE AQUINO, Comentario al Evangelio de San Juan, n. 1384; (ed. Marietti).

48.      C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible», vol. 27, 203.

49.      Cfr. B. GERHARDSSON, The Testing of God’s Son, London, 1966.

José Morales

5.       La eficacia de la llamada

El lector del Evangelio se sentirá necesariamente admirado por la eficacia de la llamada de Jesús. El Señor llama a los discípulos y estos  le siguen sin dilación ni aplazamiento alguno. Le siguen de inmediato. «Les dice: “venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4, 1.9-20; cfr. Mt 4, 22) [19].

Las palabras mismas de Jesús que mueven al seguimiento son como una invitación imperativa que parece contar con una respuesta pronta y casi la dan por supuesta. Jesús espera la reacción afirmativa de los que llama, y la obtiene.

Escribe Tomas de Aquino que «la voz de Cristo poseía una fuerza por la que no solamente movía el corazón exteriormente sino también por dentro. La de Jesús se llamaba voz no sólo por su sonido sino porque inflamaba con su amor las entrañas de sus fieles» (In Ioann. 19 lect. 16, n. 1).

La palabra del Maestro no se asemeja a la de ningún otro. Los discípulos lo habían experimentado, como todos los demás oyentes de Jesús, desde el momento que le conocieron. «Entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Y quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22; cfr. Mt 7, 28). «La postura de Jesús es única y sin ejemplos ni precedentes dentro del Judaísmo» [20].

Jesús no se limita a apoyar sus palabras en la tradición, sino que habla por sí mismo. «Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados... Pero yo os digo...» (Mt 5, 21) [21].

Está claro para los que van a seguir a Jesús que su Maestro no es un rabino corriente. Han entendido gradualmente que entre él y los rabinos y escribas no existe solamente una diferencia de grado, como la que puede haber entre un intérprete de la Ley y otro de mayor o menor personalidad y ciencia. Jesús enseña como quien posee un especial poder para hacerlo y un título único y excepcional para ser escuchado por cualquier persona a la que se dirija.

Su palabra guarda una relación inconfundible y directa con la palabra de Dios y no resulta posible —al menos no resulta fácil— sustraerse a su influjo. Los discípulos y la muchedumbre no barruntan que no tienen delante a un Rabí, aunque inicialmente se dirijan a él con ese término a falta de otro mejor (cfr. Jn 1, 39; Mt 26, 25).

El estilo de la enseñanza general que Jesús imparte a todos los oyentes con el atractivo y el poder de su singular autoridad forma el marco de la llamada personal que dirige a unos pocos.

El Maestro de la doctrina interesante y lúcida ofrecida a la multitud ha convertido ahora su palabra en un mensaje particular destinado solamente a una persona. La impresionante autoridad de Jesús se ha concentrado sobre una vida. Gravita entera sobre la existencia de un hombre a través del mandato-invitación que le dice: «Sígueme».

Se ha producido una nueva situación. Conocimiento y voluntad actúan juntos para identificar y acoger la llamada. La disposición y el deseo de querer oír facilitan la comprensión de la invitación de Jesús y ayudan a aceptarla en total disponibilidad.

Aunque la llamada de Jesús es suave y fuerte al mismo tiempo, no puede decirse que sea arrolladora hasta el extremo de eliminar o suspender la libertad del hombre llamado. La palabra de Jesús arrastra la voluntad de la persona no porque la ignore sino porque la gana.

Los llamamientos divinos del Nuevo Testamento solicitan la obediencia libre del sujeto interpelado por Dios. Los futuros Apóstoles obedecen la llamada del Señor. San Pablo explica apasionadamente al rey Agripa: «No fui desobediente a la visión celestial» (Hch 26, 19). El mismo libro de los Hechos nos dice que, al oír la predicación apostólica, muchos «obedecían la llamada de la fe» (Hch 6, 7).

Jesús quiere como don y regalo voluntarios del discípulo lo que sin duda podría haber tomado por la fuerza. Los hombres y mujeres llamados aceptan a Dios con la obediencia de la fe y gracias a la persuasión íntima que la gracia divina opera en sus corazones. La voz exterior y la voz interior han coincidido, se han hecho una sola palabra en el fondo del alma, y el discípulo se da cuenta de que debe seguir sin dilaciones la llamada de Jesús.

El hombre no se siente simplemente urgido en este caso por la atracción poderosa de un precepto abstracto que solicite su adhesión intelectual. La llamada evangélica no es un seco e inapelable mandato imperativo entendido como principio o ley que venga a gobernar la vida.

Al seguir la llamada, la persona no se limita a obedecer una norma estática de validez absoluta. Hace mucho más. El hombre y la mujer que aceptan el llamamiento de Jesús han percibido el valor de la vida de Cristo y se sienten invitados no sólo a la obediencia sino también y sobre todo al reconocimiento y a la participación.

«Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él» (Jn 1, 38-39). El mandato de seguir a Jesús no es sólo un requerimiento solemne y poderoso. Es también una exhortación y una invitación a entrar en la existencia de Cristo, que es la verdadera existencia humana, la única que merece en realidad tal nombre.

Una vez conocido el Señor de cerca, todos los valores que se concentran en su vida se hacen sencillamente evidentes e irrefutables para los futuros discípulos. Perciben éstos que la llamada que reciben contiene y lleva en sí misma su propio fundamento, que es un dato último más allá del cual no se puede ir. Porque un valor de estas características no se puede demostrar. Puede solamente encontrarse. Sin olvidar que el Señor ha dicho a través del profeta Isaías: «Me he dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban» (Is 65, 1).

La decisión de seguir a Jesús y permanecer con él es asunto de toda la persona. Tiene que ver con sus convicciones, sus deseos íntimos y sus sentimientos más vivos. No es un impulso irracional pero tampoco deriva únicamente de la razón. Es una decisión sensata, apasionada y prudente en grado sumo. La persona actúa en base a una convicción y seguridad que son diferentes y se encuentran más allá y por encima de los argumentos y razones que las han producido.

El discípulo advierte que su decisión de seguir a Jesús ha sido una decisión afortunada. Está seguro de haber acertado y de que su vida discurre por el camino justo. La libertad ha dejado opciones menores y ha sabido retener la importante, «lo único necesario» (cfr. Lc 10, 42) [22].

Y sin embargo hay que decir que aunque el seguimiento de la llamada de Jesús tiene carácter de decisión se puede describir mejor aún como abandono en las manos de Dios. Decisión y abandono indican que la actitud del discípulo que marcha tras el Maestro es a la vez activa y pasiva.

El discípulo barrunta que no tiene en realidad que elegir porque más bien ha sido elegido. Ha sido en efecto Jesús quien ha dicho: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y sea un fruto que permanezca» (Jn 15, 16).

La doctrina de la elección divina es fundamental tanto en el Antiguo como en el nuevo Testamento. «La elección de Israel se renueva en la elección de la Iglesia, en la de los hombres llamados por Jesús» [23]. Lo vemos en los llamamientos de San Pedro, San Mateo y San Pablo, que nos sirven admirablemente como muestra de lo que sucede en todos los demás.

San Pedro sigue a Cristo para ser «pescador de hombres» (Mt 4, 19) pero en realidad no sabe con exactitud lo que le ocurre. Experimenta ya de algún modo en su juventud lo mismo que Jesús le predecirá, para el final de su vida: «cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21, 18).

Cuando deja su mesa de recaudador tampoco Leví logra entender del todo el sentido último de lo que le acontece. Y Saulo, tan seguro poco antes de sí mismo y de su ciencia religiosa, tiene que preguntar tembloroso: «¿Quién eres, Señor? ¿Qué quieres que haga? (Hch 9, 5; Hch 22, 10). Pablo es el prototipo del pecador salvado casi a pesar de él mismo por expreso deseo de Dios [24].

Todos han vivido el abandono de la obediencia, entendida en su significado más radical, y de la fe que la mueve.

La llamada de Dios revela y al mismo tiempo oculta su destino al hombre. Se le dice únicamente lo necesario para comenzar a andar detrás de Jesús. «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11, 8). Son palabras de un autor cristiano inspirado, que señalan la fe y la confianza de Abraham como precedente bíblico capital de las disposiciones más necesarias para el seguimiento de Cristo.

La prontitud en seguir la llamada de Jesús, resaltada muy deliberadamente por los autores sagrados en las escenas de vocación del Nuevo Testamento, indica que se trata de una iniciativa que la persona debe secundar sin dilación.

Indica asimismo que Dios elige gratuitamente, es decir, sin condiciones y que espera también un seguimiento sin condiciones por parte del hombre y la mujer elegidos.

Expresa finalmente la conversión que se ha operado en el llamado, sin lo cual no le habría sido posible escuchar el llamamiento de Jesús.

La voz del Señor ha hecho que la persona termine un silencioso proceso de transformación espiritual. El hombre ha «entrado en sí mismo» (Lc 15, 17) finalmente y ha podido así dejar entrar al Señor, después de oír sus palabras. «Sé ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con y él conmigo» (Ap 3, 19b-20). Ha sido invitado a la gran Cena y ha aceptado la invitación (cfr. Lc 14, 16s.). Se ha producido un giro interior y le ha sido posible cruzar una frontera del espíritu. Ha repudiado un pasado pecador y nacido a una vida nueva [25].

6.       El núcleo de los discípulos: los doce

Los grupos. de personas que son llamadas al Evangelio y lo acogen en sus vidas se congregan en torno a Jesús como en círculos concéntricos.

El núcleo de discípulos está formado por los Doce. Estos hombres son el centro de la comunidad que acepta el mensaje de Jesús y que al hacerlo suyo pertenece ya desde ese momento al Reino de Dios [26].

«La expresión los doce procede sin duda de la época primera después de la Resurrección, como designación corriente de los discípulos, elegidos por el mismo Jesús real e histórico» [27].

Jesús distingue claramente entre los Doce y el resto de los discípulos. «Por aquellos días —escribe san Lucas— se fue al monte a orar y pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que denominó también apóstoles» (Lc 6, 12-13).

No se puede, sin embargo, restringir a los doce el número de discípulos llamados por Jesús para servir al anuncio del Reino. Los Doce han sido entresacados de un grupo más numeroso de discípulos. Y más tarde se nos dice en efecto que «designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él, a todas las ciudades y lugares por donde había de pasar» (Lc 10, 1).

Diferentes de este segundo grupo son a su vez los demás múltiples seguidores del Maestro de Nazaret.

Los Doce son en cualquier caso la porción decisiva de entre los discípulos. «Aparecen ya en la antigua confesión de fe de 1Co 15, 5» [28]. Los componentes del grupo se mencionan nominalmente cuatro veces en el Nuevo Testamento: aparecen en los tres Evangelios sinópticos (cfr. Mc 3, 16-19; Mt 10, 2-4; Lc 6, 14-16) y (Hch 1, 13) cuando san Lucas habla de la reconstitución numérica del grupo con la elección de Matías como sustituto de Judas Iscariote.

La expresión los Doce deriva del tiempo inmediato a la Resurrección del Señor y es la designación usual de los primeros apóstoles, elegidos por el mismo Jesús histórico. Esta expresión constituye una prueba fehaciente y sencilla de la historicidad de la elección de los doce discípulos por Jesús.

Lo señala también poderosamente la inclusión sorprendente de Judas en su número (Mc 14, 10.20.43: «uno de los Doce»), que sería difícilmente explicable si el hecho de la elección del grupo hubiera sido una construcción y un añadido tardíos.

«Instituyó a los Doce —escribe san Marcos— y paso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que le entregó» (Mc 3, 13-19).

La lista de Apóstoles recogida por Marcos, que es la más antigua del Nuevo Testamento, no solamente transmite los nombres de los Doce sino que señala también los cambios de apelación efectuados por Jesús. Los Doce son presentados de este modo como creación espiritual del Señor con vistas a la predicación e instauración del Reino que viene con Él y que se anticipará en la Iglesia.

San Mateo consigna de manera algo diferente la misma relación de Apóstoles. «Los nombres de los doce Apóstoles —dice— son: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago, el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo (Judas de Santiago: Lc y Hch 1, 13); Simón el Cananeo y Judas el Iscariote» (Mt 10, 2-4).

La particularidad de esta lista (cfr. Hch 1, 13) estriba en que los nombres de los Doce se disponen en pares. La mención y distribución de apóstoles y discípulos en pares desempeña un papel importante en el Nuevo Testamento. «Llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos dándoles poder sobre los espíritus inmundos» (Mc 6, 7). San Lucas relata que «designó el Señor a otros setenta y dos y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios por donde él había de pasar» [29].

En otras ocasiones Jesús envía también a dos discípulos para llevar a cabo determinados cometidos o encargos (cfr. Mc 11, 1; Mc 14, 13). Es una costumbre que sobrepasa el marco del discipulado evangélico. La encontramos ya en Juan el Bautista (cfr. Lc 7, 8) y más tarde en los episodios relacionados con la conversión del romano Cornelio (cfr. Hch 10, 7). También los cristianos de Joppe envían a dos discípulos a Lida para llamar a Pedro con motivo de la muerte de Tabita (cfr. id. Hch 9, 38).

La disposición en pares de los nombres de los Doce alude especialmente a su vocación de enviados y a su misión inmediata de anunciadores del Reino llegado con Jesús. Los dos enviados de cada grupo se refuerzan mutuamente en su testimonio. Porque en realidad únicamente Cristo puede actuar y de hecho actúa solo como enviado singular del Padre. Solamente Cristo es sencillamente el Apóstol (Hb 3, 1) que puede usar este título con toda la plenitud de su sentido. Los discípulos lo adquieren de Jesús y lo llevan por derivación.

Los Doce son el círculo de discípulos más próximo a Jesús. Son los íntimos del Maestro, los hombres a quienes éste ha llamado y considera «amigos» (cfr. Jn 15, 15). «Instituyó a Doce para que estuvieran con Él». Es un hecho notorio y todos saben en efecto que estos hombres «habían estado con Jesús» (Hch 4, 13).

A ellos corresponderá la responsabilidad de ser testigos cualificados de la Resurrección de Cristo (cfr. Hch 1, 22) [30] y «de realizar este testimonio mediante el «ministerio de la Palabra» (Hch 6, 4). La elección de que han sido objeto y el papel determinante que van a desempeñar en la Iglesia naciente se traducirá en una posición especial dentro del reino futuro, una vez llegada la renovación mesiánica. «Jesús les dijo: Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentareis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 28).

7.       La llamada para el servicio del reino

El resto de los discípulos llamados por Jesús durante su ministerio público forman un grupo relativamente amplio de hombres y mujeres estrechamente vinculados a la vida del Maestro. No solamente son allegados y «conocidos» del Señor (cfr. Lc 22, 49). El mismo Jesús no vacila en considerarlos y llamarlos públicamente sus verdaderos familiares.

«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en círculo a su alrededor dice: “estos son mi madre y mis hermanos”» (Mc 3, 33-34) [31]. «La familia escatológica debe sustituir a la familia terrena» [32].

Estos discípulos reciben una predicación y una instrucción especiales y más intensas por parte de Jesús, y sólo a ellos desvela el Maestro el significado escondido de sus parábolas (cfr. Mt 13, 36; Mt 18, 1s.). Tendrán junto con los Doce la gozosa obligación de anunciar el evangelio del Reino y el privilegio de ver a Cristo Resucitado (cfr. 1Co 15, 6). Constituida la comunidad cristiana de Jerusalén, serán considerados, en palabras de San Pedro, como «los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado» (Hch 1, 21-22).

Cuando Pedro habla a Cornelio de la Resurrección de Jesús y afirma que su aparición fue «no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos, y nos mandó que predicásemos al pueblo» (Hch 10, 40-42) no se refiere solamente a los Doce sino a todos los discípulos que conocieron como ellos al Maestro.

El llamamiento de Jesús parece revestir a veces la forma de una invitación general a su seguimiento. Un ejemplo de esta clase de exhortación se encuentra en el Evangelio de san Mateo: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados» (Mt 11, 28).

Semejante sentencia del Señor no es indicativa de su modo normal de proceder en la cuestión del discipulado, porque, a diferencia de otros líderes de su tiempo con mensajes de renovación o de carácter escatológico, Jesús no llamó nunca al pueblo como conjunto a seguirle. Pero aunque Jesús sólo llamaba a individuos, no fundó, como el Maestro de Justicia de los Esenios, una comunidad del resto santo, aislada hacia afuera. Jesús siguió abierto a todo Israel.

La frase de Jesús citada por san Mateo nos aproxima en su verdadero sentido a la noción de pobre que tiene el Señor. Expresiones como

«todo el mundo se va detrás de él» (Jn 12, 19) aluden simplemente a la gran popularidad del Maestro de Nazaret.

Hay que afirmar que, sin lugar a dudas, Jesús llamó siempre a personas concretas una a una, y que nunca llamó a muchedumbre o grupos en cuanto tales. Lo indican claramente las llamadas “sentencias de seguimiento” de los Evangelios sinópticos. Dice Jesús «El que ama a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi. El que no tome su cruz y me siga no es digno de mi. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 37-39; cfr. Lc 14, 25s.)

En otro lugar leemos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame;... ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mc 8, 34.26). Jesús llama a gente determinada. Se dirige sólo a individuos.

Este llamamiento hecho exclusivamente a individuos no significa, sin embargo, que Jesús haya querido formar un grupo separado del conjunto del pueblo y cerrado al resto de la comunidad judía. Jesús y sus discípulos permanecen en todo momento abiertos al entero Israel.

Los discípulos de Jesús no tienen que romper los vínculos con su familia, como hacían, por ejemplo, los esenios de Qumran, ni constituyen un círculo esotérico de hombres ritualmente puros e iniciados en misterios arcanos.

La personalización del llamamiento se armoniza perfectamente en Jesús con una extraordinaria universalidad, de modo que el Evangelio viene a colmar la separación abismal existente en el judaísmo entre los eruditos y los ignorantes, entre los sabios y la masa despreciada (cfr. Jn 9, 24s.).

Es el mismo Jesús quien lo expresa no sólo con su comportamiento sino también con sus palabras cuando exclama: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Lc 10, 21; cfr. Mt 11, 25). «Los últimos serán primeros y los primeros, últimos», dice en otra ocasión. (Mt 20, 16) y desconcierta especialmente a los oyentes confiados y seguros en su propia justicia cuando les advierte: «Los publicanos y las rameras se os adelantan en el Reino de los cielos» (Mt 21, 31). «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 13; cfr. Lc 5, 32).

A diferencia de la denominada conversión filosófica del paganismo, donde el impulso o carisma se consideran cualidades divinas que habitan naturalmente dentro del hombre, todos los hombres y mujeres llamados por Jesús están convencidos de que es Dios y únicamente Dios quien regala la gracia, opera la conversión y concede las energías para entregarse a la causa de Jesús y del Reino [33].

8.       Llamada de Jesús y elección divina

La llamada de Jesús logra transmitir a todos los interpelados por Él la conciencia de una elección divina cierta. La aceptación de la llamada engendra, por tanto, sentimientos de gozo. Para quienes la declinan es, sin embargo, ocasión motivo de tristeza. «El que oye la Palabra. y al punto la recibe» lo hace «con alegría», escribe san Mateo (Mt 13, 20), que ha hecho personalmente la experiencia. San Lucas nos dice de Zaqueo el publicano que, llamado por el Señor, «se apresuró a bajar y le recibió con alegría» (Lc 19, 6). Pero el joven rico, invitado directamente por Jesús a una vida más perfecta, «se marchó triste porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22), que no estaba dispuesto a dejar.

La gran satisfacción íntima y más duradera de los discípulos es la seguridad moral de haber sido elegidos por Dios. «No os alegréis de que los espíritus malignos se os someten; alegraos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc 10, 20).

San Pablo ha esbozado en sus escritos una vigorosa teología de la elección en la que se entrecruzan misteriosamente los designios eternos de Dios y la libertad humana situada y operante en el tiempo.

La elección divina es en cualquier caso para el Apóstol el punto de partida y el dato básico que debe ser tenido en cuenta a la hora de plantear adecuadamente el tema del destino del hombre. «Nos ha elegido en Él —escribe Pablo a los Efesios— antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su Voluntad» (Ef 1, 4-5).

Para san Pablo, la vocación o llamada divina es siempre eficaz e inmutable. «Los dones y la vocación de Dios son irrevocables», dice a los Romanos (Rm 11, 29). San Pedro recoge la misma idea cuando en el día de Pentecostés dirige a los judíos las siguientes palabras: «La promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2, 39).

Los elegidos se hallan seguros en Dios aunque la elección es también fuente de compromisos y de riesgos [34]. Los elegidos son hombres y mujeres de quienes habla Jesús cuando afirma: «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 28).

No es posible que sucumban (Jn 24, 12) y Dios se demuestra dispuesto a abreviar incluso en su favor los días difíciles en la historia del mundo (cfr. Mc 13, 20) para evitar que puedan perecer por fracasar en su vocación. El curso de la historia está sometido a los designios providentes de Dios y se ordena en último término a asegurar la incolumidad de los elegidos.

Pero la ejecución de los planes divinos para cada persona se realiza temporalmente y pasa necesariamente por la libertad humana. Los elegidos y llamados no dejan en ningún momento de ser criaturas libres que deben no resistir, que deben aceptar activamente el llamamiento de Jesús, que podrían en definitiva no colaborar, y que no tienen desde luego una certeza física o absoluta de su perseverancia.

Observa el Señor que María, la hermana de Lázaro y Marta, «ha elegido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10, 42). Es una afirmación que contiene varias dimensiones y planos de realidad, porque contempla el caso de María desde Dios y desde ella misma. La suerte y el destino que nunca le serán arrebatados se encuentran en las manos del Señor y tienen garantizados una permanencia y una dirección salvadora. Al mismo tiempo se nos dice que la joven mujer ha elegido, es decir, ha decidido con libertad el curso de su vida junto a Jesús. «Creyeron cuantos estaban destinados a la vida eterna» (Hch 13, 48).

La predicación de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia consigue sus frutos y muchos gentiles aceptan la Palabra de Dios. La frase que resume el efecto benéfico y final de la acción de los dos predicadores cristianos viene a decirnos que aquellos gentiles de buena voluntad creyeron porque estaban destinados por Dios a la vida eterna; pero podemos también entenderla legítimamente con el sentido de que estaban destinados a la vida eterna porque creyeron el mensaje de los Apóstoles. Es el mismo hecho misterioso escrutado desde dos observatorios distintos. Es la vocación contemplada desde Dios o desde la persona humana libre.

Es muy probablemente en este contexto donde han de interpretarse las oscuras palabras «muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mt 22, 14), que permiten atisbar algo del enigma sobrecogedor que forman en bloque la elección divina, la respuesta humana y el destino definitivo de la persona.

Sólo Dios conoce lo que se contiene en el libro de la vida (cfr. Flp 4, 3; Ap 20, 12). Corresponde al hombre en buena ley no inquirir ni preguntarse más de lo debido y prudente por misterios que escapan a su capacidad y a su mirada, y esforzarse en cambio «con temor y temblor» (Flp 2, 12) por alcanzar su salvación última. Porque «no se trata de querer o de correr», sino sobre todo se trata «de que Dios tenga misericordia» (Rm 9, 16).

San Pedro invita a los cristianos a acercarse a Cristo «piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios», y les dice a continuación: «también vosotros, como piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual» (1P 2, 4-5).

El texto habla de la participación de los cristianos en el destino de Cristo, elegido de Dios por excelencia (vide infra) y piedra angular del templo definitivo de Dios. Habla también de los cristianos como piedras contadas y dispuestas de antemano para la construcción de ese mismo edificio espiritual, pero piedras vivas y por lo tanto libres. Se está afirmando de algún modo la conjunción de elección divina y libertad humana.

José Morales en unav.edu/

Notas:

19.      W. CARTER, Mat. 4, 18-22 and Matthean Discipleship, «Catholic Bibl. Quarterly», 59, (1997), 58-75.

20.      20  J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca 1974, 247; J.S. UK-PONG, Jesus and the exercise of Authority, «African Christian Studies» 12, (1966), 1-16.

21.      Cfr. id. El paralelismo antitético, 27s.

22.      Cfr. M. BOVER, «Porro unum est necessarium», XIV Semana bíblica española, Madrid 1954, 383-390; J. SCHMID, El Evangelio según San Lucas, Barcelona 1968, 283.

23.      Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 15.

24.      Escribe San Agustín: «Las elegidas son las voluntades de los hombres. Mas la voluntad no puede ser movida de ningún modo si no se le brinda algo que la gane y atraiga el ánimo, lo cual no está en el poder del hombre. ¿Qué pretendía Saulo sino apoderarse, arrastrar, maniatar y matar cristianos? ¡Qué rabia y furia y ceguera se acumulaban en su voluntad! Y sin embargo, derribado con una sola palabra que oyó del cielo, sobrevínole también una visión para que, amansada su ferocidad, su mente y su corazón se doblegasen y sometiesen a la fe; y en un instante, de admirable perseguidor del Evangelio se hizo más admirable aún predicador del cristianismo» A. Simpliciano I, II 22.

25.      Cfr. P.J. ACHTEMEIER, «And he followed him»: Miracles and Discipleship in Mark 10, 46-52, «Semeia» 11, (1978), 115-145.

26.      Cfr. J.P. MEIER, The Circle of the Twelve, «Journal Bibl. Literature», 116, (1997), 635-672.

27.      J. SCHMID, El Evangelio según San Marcos, Barcelona 1967, 114; Cfr. R. PESCH, Das Markus Evangelium 1, Freiburg 1976, 203-204.

28.      J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca 1974, 272.

29.      Cfr. S. JELLICOE, St. Luke and the Seventy-Two, «New Test. Studies» 6, (1959-6), 319-321.

30.      Cfr. J. MUNCK, Paul, The Apostles and the Twelve, «Studia Theologica» (Lund), 3, (1949), 96-110; J. CAMBIER, Le critère paulinien de l’apostolat en 2 Cor 12, 6 s. «Bíblica» 43, (1962), 481-518.

31.      Cfr. V. BENASSI, «Chi è mia madre, chi sono i mei fratelli?», «Marianum» 18, (1956), 347-354; J. LAMBRECHT, The relatives of Jesus in Mark, «Novum Testamentum» 16, (1974), 241-258.

32.      Cfr. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Vol. I, Salamanca 1974, 201.

33.      Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 54; F. TAEGER, Charisma, Stuttgart 1957, 60.

34.      Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 95s.

José Morales

1.       Los primeros discípulos de Jesús

La llamada de los discípulos ocurre, según el Evangelio, en el mismo inicio del ministerio público de Jesús de Nazareth. Apenas ha comenzado su predicación del reino de Dios cuando Jesús se dispone a llamar y llama a los primeros seguidores.

San Marcos, el más antiguo de los evangelistas, describe con lacónica sencillez, después de un breve prólogo (Mc 1, 14-15), la vocación de los cuatro primeros discípulos.

«Bordeando el mar de Galilea vio a Simón y Andrés, hermano de Simón, que extendían las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Venid conmigo, y haré de vosotros pescadores de hombres”. La expresión “pescadores de hombres” no es un juego de palabras, se refiere principalmente a la tarea de salvar a los hombres apresados por la tempestad del mundo [1]. Al instante, dejando las redes, le siguieron.

«Poco adelante, vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca arreglando las redes; y los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él» (Mt 1, 16-20; cfr. Mt 4, 18-22).

Con estilo y tono semejantes narra San Marcos en el capítulo siguiente la vocación de Mateo. «Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado en la mesa de los impuestos, y le dice: «Sígueme. Él se levantó y le siguió: (Mc 2, 14; cfr. Mt 9, 9 y Lc 5, 27-28). Las tres historias de vocación son semejantes y participan del mismo género literario [2].

Las escenas evangélicas de vocación recuerdan los relatos del Antiguo Testamento que nos describen el llamamiento de los profetas de Israel. «Los pasajes de seguimiento en Marcos están fuertemente influenciados por la vocación de Eliseo, realizada por mediación de Elías, en 1R 19, 19-21» [3]. Las coincidencias literarias sirven admirablemente para indicar la semejanza de las situaciones espirituales. Profetas y discípulos son destinatarios de una llamada rápida —«al pasar»—, poderosa e inesperada que va a cambiar el rumbo y el sentido de sus vidas.

Los sencillos elementos del relato evangélico consiguen formar sin aparato alguno una escena de gran intensidad. Se ordenan todos en último término a destacar el extraordinario poder de la llamada de Jesús, que es lo determinante en cada una de las situaciones descritas.

Puede sorprender tal vez la facilidad y soltura con que se produce un hecho tan importante para la existencia de los futuros discípulos y Apóstoles. Se diría que por unos momentos se ha suspendido la vigencia de las formas y convencionalismos que suelen proteger en el trato humano el mundo personal, y también el egoísmo de los individuos. Se observa en la conducta de Jesús y de los que acogen su llamamiento una superación de modos y actitudes meramente sociales. Caen por tierra los resortes y mecanismos que los hombres emplean frecuentemente para defenderse de lo importante cuando llega a sus vidas y se han propuesto esquivarlo.

Jesús requiere de los llamados una atención a sus palabras que no es denegada y ni siquiera aplazada para otro momento más oportuno. Los discípulos no sugieren condiciones y mucho menos las establecen. Tampoco piden una modificación de circunstancias. El tiempo y el lugar son decididos por Jesús y aceptados por ellos sin cualificación alguna.

Las cosas se desenvuelven con tanta suavidad exterior que parecen preparadas e incluso ensayadas de antemano. Es muy posible que la escena haya sido estilizada por el Evangelista al ser incluida en su relato, pero no hay ningún motivo para dudar de su fidelidad respecto a los hechos en lo fundamental.

La llamada que se narra en estos episodios puede haber sido muy probablemente la coronación de encuentros anteriores con Jesús, el momento crítico que ha sido precedido de significativas invitaciones preparatorias, la hora de la verdad provocada finalmente por Jesús y entendida como desenlace por los interesados. Pero esta llamada tiene un carácter único y marca en cualquier caso un punto culminante en la relación del Maestro con los discípulos [4].

El hecho de este Jesús, que dice a cada uno «sígueme», se reviste de sentido vocacional. Lo que parece un suceso igual que otros a los ojos de espectadores corrientes que no pueden percibir su sentido, es un acontecimiento del todo singular e irrepetible para los discípulos. La llamada es experimentada por ellos como llamada de Dios.

Lo expresa vivamente el texto de la vocación de Pedro que leemos en San Lucas. Los detalles añadidos por el tercer Evangelista al relato de San Marcos citado más arriba sitúan la llamada del Apóstol en el marco de la pesca milagrosa.

Jesús se encuentra en la barca y, confiados en su palabra que les anima a continuar, Simón y sus compañeros han capturado una gran cantidad de peces. «Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pues el estupor se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado... Jesús dijo entonces a Simón: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. Llevaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5, 8-11).

Como quien se deslumbra de noche ante un paisaje iluminado súbitamente por la luz cegadora de un relámpago, Simón se da cuenta en un segundo de que ha sido testigo de una acción de Dios, imprevista y formidable. Ha visto un milagro. Siente que la tierra, el fondo de la barca en este caso, le falla debajo de los pies. La presencia de Dios en Jesús se le hace inequívoca y la percibe con todas las energías y todos los aspectos de su ser [5].

En el mismo instante de ver a Dios en Jesús advierte Simón con claridad única su propia condición pecadora, así como lo indigno que es de estar junto al Maestro oyendo su palabra y recibiendo sus dones. La de Simón Pedro es la misma experiencia religiosa de Isaías ante la majestad divina. «Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz del que clamaba, y la Casa se llenó de humo —escribe el profeta—. Y dije: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros...”. Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano... y tocó mi boca y dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa y tu pecado ha sido expiado”. Entonces oí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré?” Dije: “Heme aquí: envíame”. Dijo: “Ve y habla a ese pueblo...”» (Is 6, 4-9). «La llamada del profeta implica una consagración y una preparación para la palabra profética que llega» [6].

Precisamente en el momento de la pesca milagrosa, cuando Simón ha descubierto quién es Jesús y sabe también mucho mejor que antes quién es él, oye la llamada del Maestro y se decide a seguirle.

El llamamiento de Saulo en el camino de Damasco es igualmente una llamada de Jesús. Las circunstancias son muy diferentes de las que acompañan la vocación de los primeros discípulos. Pero los elementos fundamentales del episodio y sus signos son los mismos.

Lo que se desarrolla con normalidad cotidiana en los Evangelios sinópticos adquiere rasgos dramáticos en el caso de Pablo. El perseguidor de cristianos tiene que ser alcanzado por Cristo en su desgraciada carrera, y dirigido con energía divina por un nuevo camino.

La escena descrita en Hch 9, 3-5, es interpretada más tarde por el mismo Pablo en la Carta a los Gálatas, donde habla de «Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia» (Ga 1, 15). San Pablo ve aquí su llamada en analogía a la de algunos profetas, como Jeremías (Jr 1, 5) e Isaías (Is 49, 1), suscitados también por Dios para anunciar entre otras cosas su plan de salvación para las naciones gentiles [7]. También en el camino de Damasco tiene lugar un hecho incomprensible para los acompañantes de Saulo, pero inequívoco para el futuro Apóstol de las gentes. Los compañeros «oían voces, pero no veían a nadie» (Hch  9, 7) o, según otra versión, «Veían la luz pero no entendían las palabras» (Hch  22, 9).

Lo importante es que la visión y la voz de Jesús glorioso, obedecidas por Saulo, han hecho confluir los hilos dispersos de su vida en la unidad coherente de la nueva situación querida por Dios. Como Simón se cambió en Pedro, Saulo de Tarso ha devenido Pablo.

2.       Llamada directa

La iniciativa del llamamiento en los relatos evangélicos de vocación no sólo proviene de Jesús sino que es Él mismo quien llama directamente a los que van a ser sus discípulos.

Los interesados sienten su llamada como una acción definitiva de Dios a través de Jesús. Es principalmente en el momento de su vocación cuando ellos han sido capaces de identificar el carácter y condición divinos del Maestro. Tanto el origen de la vocación como su declaración histórica al hombre que la recibe son en los Evangelios acciones divinas en el sentido más propio de la palabra.

En el Antiguo Testamento Dios confía con frecuencia solemnemente a un intermediario distinguido —por ejemplo, a un profeta— el encargo de llamar a otro hombre para el servicio de los fines divinos. Ocurre así con Samuel, que por mandato expreso de Dios llama a Saúl (1S 9, 14 s.) y a David (1S 16, 1 s.); y con el profeta Ajías, que llama a Jeroboam (1R 11, 31,5). Ocurre también con Elías, que llama y apodera como profeta a su discípulo Eliseo (1R 19, 15-18), etc.

La llamada de Jesús, en cambio, no es encargada a una tercera persona. La realiza personalmente el mismo Jesús en virtud de su poder mesiánico.

Lo vemos en los relatos que narran la vocación de Pedro y Andrés, Juan y Santiago, Leví, etc. En ocasiones alguien es invitado por un discípulo a conocer a Jesús y llevado hasta Él, pero esa invitación no es llamamiento. Será el Señor quien llame directamente al nuevo candidato después de haberle conocido.

«Fijándose en Jesús que pasaba», Juan el Bautista dice a dos discípulos: «“He ahí el Cordero de Dios” [8]. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se vuelve y al ver que le seguían les dice: “¿Qué queréis?”. Ellos le respondieron: “Rabbí” —que quiere decir “Maestro”— ¿dónde vives? Les responde: “Venid y lo veréis”. Fueron, vieron donde habitaba y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 36-39).

No se trata de una llamada hecha por Juan, que transfiera a continuación sus discípulos a Jesús de Nazaret. Se trata de una llamada original de Jesús, que inaugura de ese modo una nueva y definitiva etapa en la vida de los dos jóvenes. En el discipulado de estos hombres —primero respecto al Bautista y luego con Jesús— hay una clara solución de continuidad.

Lo mismo viene a suceder, según el relato de San Juan con Andrés y Pedro. «Andrés se encuentra al amanecer con su hermano Simón y le dice: hemos encontrado al Mesías»... y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás “Cefas” —que quiere decir piedra». «Jesús le habla como revelador» [9].

En un momento que debió ser anterior a la escena descrita por San Marcos en el capítulo primero de su Evangelio, Andrés invita a su hermano a comprobar por sí mismo lo que le dice y a hacer la experiencia directa de Jesús. Pero Simón no será llamado hasta encontrarse con Cristo y recibir de éste la invitación a seguirle.

La situación se repite con Felipe, que lleva a Natanael a la presencia del Maestro después de decirle: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y también los profetas: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1, 45). El diálogo que sigue entre Natanael y Jesús (Jn 1, 47-51) equivale a la llamada del Apóstol.

El modo directo de llamar Jesús se indica simbólica pero claramente en las palabras sencillas de Marta a su hermana después de la muerte de Lázaro. «Fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: “El Maestro está aquí y te llama”. Al oírlo, ella se levantó rápidamente, y se fue donde Él» (Jn 11, 28-29). Es siempre Jesús el sujeto de la acción, aunque en este caso la llamada no significa como es lógico el llamamiento mismo de la vocación.

El hecho de la iniciativa y llamada personal de Jesús se hace patente cuando alguien que no ha sido llamado intenta alcanzar por sí mismo la condición de discípulo. «El que había estado endemoniado le pedía quedarse con él. Pero no se lo concedió, sino que le dijo: “Vete a tu casa...”» (Mc 5, 18-19), que era como decirle: «Vuelve con tu familia» [10].

No es extraño que sea el mismo Jesús quien llame. Porque la llamada es primeramente en el Nuevo Testamento una llamada de infinita misericordia a participar en los bienes de la salvación eterna, que son el mayor don divino del «que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2, 9). No se trata de una simple invitación a superar una situación personal difícil, a conocerse mejor, a dar testimonio de la verdad o a demostrar la excelencia de unos determinados principios. Está sencillamente en juego el destino último y definitivo de la persona.

La llamada de Jesús coloca al hombre directamente ante Dios; es una llamada de la que el hombre no puede disponer por su cuenta en el sentido de que no puede originarla ni ignorarla. Indica que la vocación no es tanto camino del hombre hacia Dios como un amoroso y compasivo inclinarse de Dios hacia el hombre.

3.       Llamada personal

Jesús no llama a multitudes ni a grupos en cuanto tales. Su llamada se dirige siempre a personas concretas y éstas perfectamente localizadas en el espacio y en el tiempo. Los Doce han sido llamados primero como discípulos uno a uno. De ahí deriva sin duda el visible interés de los Evangelios sinópticos por transmitir cuidadosamente la relación completa y los nombres de estos seguidores más próximos de Jesús (cfr. Mc 3, 16,5; Mt 10, 2,5).

Los que forman al grupo amplio de discípulos llegarían también individualmente a establecer su relación con el Señor, que se mueve sin cesar entre la gente.

Algunas de las mujeres que siguen al Maestro (cfr. Lc 8, 1s.) habían sido curadas, cada una de ellas y por separado, «de espíritus malignos y enfermedades» [11].

«La llamada de Jesús a seguirle es intransferible. Según los Sinópticos acontece en virtud del propio poder mesiánico» [12].

Jesús se muestra en todo momento atento a las personas y conoce mejor que nadie el carácter irrepetible de cada una. Puede adivinarse que ha penetrado los rasgos íntimos y los aspectos misteriosos de la individualidad. Incluso cuando tiene delante a una muchedumbre, Jesús está viendo y considerando personas individuales, que son —como si se tratara de un conjunto de encuentros independientes unos de otros— objeto de su palabra, su solicitud, su perdón y su poder de curar. «Poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba» (Lc 4, 40).

«Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 10, 36). No es una compasión genérica. Esta muchedumbre no es una masa anónima sino un grupo numeroso de personas, cada una de ellas conocida, tenida en cuenta y amada por Jesús.

La curación del hombre de la mano paralizada, un hombre salido de una multitud que se acrecienta y disminuye alternativamente es un testimonio elocuente y conmovedor de la compasión de Cristo por el individuo y de su justa ira hacia quienes no quieren comprender el valor de una persona (cfr. Mc 3, 3-5).

Jesús condena el falso celo de los que recorren «mar y tierra para hacer un prosélito» y cuando por fin lo han conseguido le olvidan con un abandono que compromete su destino eterno (cfr. Mt 23, 15). El Señor recuerda igualmente a quienes le escuchan que en determinadas ocasiones un hombre puede significar más que el Sábado, porque el Sábado ha sido hecho para él y no viceversa (cfr. Mc 2, 27).

A lo largo del ministerio público y en base al conocimiento que posee de cada persona, Jesús llama y trata de modo distinto a gentes distintas. El estilo diverso, el tono del lenguaje y la gradualidad de los llamamientos y relaciones con Jesús que encontramos en el Evangelio, indican que el Señor considera con agudeza, tacto y respeto las peculiaridades de los hombres y mujeres que pueblan el relato y mantienen algún contacto con él [13].

Jesús contempla con mirada de eternidad a estos hombres y mujeres concretos, y precisamente por esta razón su comportamiento con cada uno de ellos desborda de humanidad y de tierna diferenciación. Se diría que Jesús discrimina en el mejor y más noble sentido de la palabra. El Señor ve siempre unidos la vocación a un destino último y las circunstancias temporales más triviales e ínfimas.

Entre Jesús y cada persona existe en el Evangelio una relación con características propias. El Jesús que habla y trata con su madre parece diferente al Maestro que se relaciona con discípulos, seguidores y conocidos. En realidad la diferencia no está en el Señor sino en los otros, que tienen una personalidad y un camino distinto hacia Jesús y con él.

La relación de Jesús con Pedro es diferente a la que mantiene, por ejemplo, con Juan, a quien se llama «el discípulo amado». El Señor no se repite en ningún caso. Lo que dice a cada persona no ha sido dicho antes a nadie. Es algo completamente nuevo, creado en el momento de decirlo.

Jesús identifica y define a Natanael como «un verdadero Israelita» (Jn 1, 47) [14] y después de la Resurrección se preocupa de fortalecer la fe vacilante de Tomás (cfr. Jn 20, 24s.).

Conoce bien a Judas, ve venir su traición y procura hacerle reaccionar incluso cuando las cosas ya no tienen remedio humano (cfr. Lc 22, 48). Idéntica actitud personalizada al máximo advertimos en el Señor respecto a María Magdalena (cfr. Lc 8, 2; Jn 20, 11s.) y al buen ladrón. «La respuesta que le da Jesús, que se revela aquí de nuevo como el redentor de los pecadores, sobrepasa el ruego del malhechor arrepentido» [15] (cfr. Lc 23, 39s.). No puede olvidarse tampoco la estrecha amistad que le une con Lázaro y sus hermanas. «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro», escribe San Juan (Jn 11, 5),

La presencia de Jesús en estas vidas y la comunicación que los interesados han establecido con él supone para cada uno un encuentro ineludible con su vocación. Lo hacen a través de un conocimiento más hondo de Dios y también de un conocimiento verdadero de sí mismos, provocados por el Maestro.

Estos hombres y mujeres han descubierto en el momento de la llamada los rasgos importantes de su ser, han conocido la verdad sobre su propia vida, han comprendido su destino y saben ya de una vez para siempre quiénes son. Es como si su existencia se hubiera resumido o concentrado en un solo instante: el instante en el que se deciden a escuchar el llamamiento de Jesús sin dilación alguna. Es un segundo de tiempo en el que el mundo, las cosas y las personas no importan o por lo menos pasan transitoriamente a ocupar un segundo plano.

La mención del momento y de las circunstancias de la llamada indican bien a las claras su carácter individual. El encuentro decisivo con Jesús ha dejado una huella. Permanece firme un recuerdo que sobresale en la secuencia de sucesos que forman la vida externa de la persona.

Los detalles de la ocasión son retenidos sin esfuerzo alguno y perviven en la conciencia con singular relieve. Algunos de los primeros recuerdan la hora del día en la que conocieron a Jesús y hablaron con él (cfr. Jn 1, 39) y no han olvidado tampoco que arreglaban las redes y se hallaban con el padre cuando fueron llamados (cfr. Mc 1, 16.19) [16].

La memoria tenía que registrar para siempre los pormenores de un hecho que desvela la unidad radical de la existencia y la divide al mismo tiempo en dos mitades.

4.       Una invitación imprevisible

La llamada de Jesús no es simplemente el resultado final o la consecuencia prevista de una búsqueda religiosa por parte de los hombres que la reciben.

Cualquiera puede y debe ciertamente buscar a Dios y preguntarse sobre el modo de hacer la voluntad divina y de encontrar el sentido último de la propia existencia. Pero nadie es capaz de anticipar el llamamiento divino o de saber con certeza que su trayectoria espiritual se dirige al encuentro de una vocación.

Dios se hace presente a la persona llamada de manera imprevisible y, con frecuencia, sorprendente. La voz divina se deja oír en Jesús de modo inesperado. Es el mismo estilo de actuación que hemos observado ya en el Antiguo Testamento. La voz de Dios sobreviene. Dios establece soberanamente cuando lo desea y en libertad creadora absoluta su relación con el hombre [17].

Puede decirse que, en el caso de la llamada vocacional, Dios no avisa. Este carácter misterioso, súbito e indisponible de la voz que llama es un signo más de la transcendencia de Dios. La voz de lo alto puede sonar en cualquier momento.

Bajo cierto aspecto, la vocación es desde luego el desenlace de un desarrollo espiritual en la persona llamada. Puede hablarse de un periodo formativo de la vocación durante el cual Dios ha preparado la mente, el corazón y los sentimientos del futuro discípulo. La vocación tiene en este sentido una historia previa.

Vemos así que las personas que se encuentran con el Mesías niño y le reconocen eran las primicias espirituales del pueblo judío, hombres y mujeres como Zacarías e Isabel, José el esposo de la Virgen María, Simeón y Ana, que esperaban la redención de Israel, acostumbrados de por vida, con ayuda de la gracia, a buscar la verdad y a obedecer sus conciencias.

Los llamados por Dios a conocer la llegada del Reino y recibirlo con prontitud y alegría se habían preparado asimismo, tal vez sin saberlo, para la venida de Cristo a sus vidas. Lo sugieren con suficiente claridad las palabras y acciones de la familia de Betania, de José de Arimatea y Nicodemo, de Cornelio, etc.

Lo mismo se observa en la vida de la mayoría de los discípulos inmediatos de Cristo y futuros Apóstoles, que eran cuanto menos hombres imbuidos de una religiosidad normal según el espíritu y los preceptos de la Ley de Moisés. Ellos han sido iluminados también acerca de la verdad por la vida y las palabras de Jesús desde el momento en que le han conocido y tratado.

San Pablo ha sido llamado y se ha convertido en el camino de Damasco, pero no deben descartarse en su vida anterior experiencias sobre los cristianos mismos que perseguía y su comportamiento, que habrían preparado de lejos su conversión. Saulo pudo muy bien estar entre los que fijaron su mirada en el protomártir Esteban y «vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch 6, 15) y haber sido testigo involuntario del amor, paciencia y alegría de los cristianos objeto de su persecución fanática.

Y sin embargo hay que decir que la vocación llega de modo absoluto, sin condicionamientos ni preparación obligada de ninguna clase. Lo expresa muy bien el mismo Pablo cuando tiene en nada sus méritos religiosos y títulos legales según las prescripciones mosaicas. «Circuncidado al octavo día..., hebreo, hijo de hebreos, en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto a la justicia, irreprensible. Pero lo que era para mí ganancia lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo» (Flp 3, 5-7).

Pablo simboliza y encarna en sí misma una magnífica y hasta envidiable situación religiosa. Pero este patrimonio ha dejado de interesarle. No lo estima causa de su vocación y lo considera del todo irrelevante una vez recibida su llamada como cristiano.

La historia previa de la vocación no hace prever necesariamente que Dios llamará ni resta originalidad al momento preciso en que Dios llama y el hombre llamado oye su voz.

La vocación es en último término independiente y separable de su preparación histórica. Dios nunca actúa condicionado.

La llamada en cuanto tal no cuenta con precedentes. Se produce ante el asombro de uno mismo y de los demás, que creían tal vez haber entendido la regularidad y penetrado las leyes de los caminos divinos. La aparente uniformidad y normalidad de la Providencia de Dios no deja nunca de reservar y de producir sorpresas.

El Señor ha sugerido la enseñanza de que Dios actúa sin tener en cuenta criterios y pautas humanos. «Cuando des un banquete —dice— llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos...» (Lc 14, 13). No vemos venir la voluntad divina ni podemos imaginarnos sus decisiones respecto al destino de las personas [18].

San Pablo se hace eco de esta gran verdad cuando escribe a los Corintios: «¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha elegido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha elegido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1Co 1, 26-29).

San Josemaría Escrivá de Balaguer llama la atención sobre este hecho en tono de diálogo personal cuando escribe: «Te reconoces miserable. Y lo eres. —A pesar de todo— más aún: por eso te buscó Dios. Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la “obra” es suya. A ti sólo te pide docilidad» (Camino 475).

Dios no juzga según apariencias ni hace acepción de personas (cfr. Hch 10, 34; 1P 1, 17).

Lo cierto es en cualquier caso que la vida de todo hombre y de toda mujer supone un conflicto interior y un avance hacia una confrontación crítica que tarde o temprano se producirá. En esa crisis, la persona encontrará su camino y abrazará la verdad o comenzará a separarse de ella.

José Morales en unav.edu/

Notas:

1.      Ch.W. SMITH, Fishers of Man, HThR, Sl, (1959), 188; J. MANEK, Fishers of Man, «Novum Testamentum» 2, (1950), 138-141; W. WUELLNER, The Meaning of «Fishers of men», Philadelphia 1967.

2.      Cfr. W. STENGER, New Testament Exegesis, Grand Rapids, Michigan 1993, 66-67.

3.      M. HENGEL, Seguimiento y carisma, Santander 1981, 31; J.P. MEIER, The Disciples of Jesus: Who were they?, «Mid-Stream» 38, (1999), 129-135.

4.      Cfr. R. SCHNACKENBURG, Das vierte Evangelium und die Johannesjünger, «Historisches Jahrbuch» 77, (1958), 21-38; D.G. Van der MERWE, Towards a theological understanding of Johannine discipleship, «Neo-testamentica» 31, (1997), 339-359.

5.      Cfr. R. MICHIELS, La conception lucanielnne de la conversion, ETh 41, (1965), 42-78.

6.      J. LINDBLOM, Prophecy in Ancient Israel, Oxford 1965, 192.

7.      Cfr. A.M. DENIS, L’election et la vocation de Paul, faveurs cèlestes. Étude thèmatique de Gal 1, 15, «Revue Thomiste» 57, (1957), 405-428.

8.      Cfr. A. GEORGE, Le paralléle entre Jean-Baptiste et Jesus en Luc, Mélanges Rigoux, Gembloux 1970, 147-172.

9.      R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según San Juan, vol. I, Barcelona 1980, 348.

10.       Cfr. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible» vol. 27, New York 1986, 280.

11.       Cfr. E. STAGG, Woman in the world of Jesus, Philadelphia 1978; R. RYAN, The Women from Galilee and Discipleship in Luke, BTB 15, (1985), 56-59; J. DEWEY, Women in the Synoptic Gospels, «Bib. Theol. Bulletin» 27, (1997), 53-60.

12.       M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 32; M.A. CONNOLLY, The Leadership of Jesus, «Bible Today» 34, (1996), 74-82.

13.       Cfr. J.K. RICHES, The Social World of Jesus, «Interpretation» 50, (1996), 383-93.

14.       Cfr. G. QUISPEL, Nathanael under Menschensohn, «Zeits f.d. Neut.wis.» 47, (1956), 281-284.

15.       J. SCHMID, El Evangelio según S. Lucas, Barcelona 1968, 501.

16.       Cfr. J. HANSON, The Disciples in Mark’s Gospel, «Hor. Bib. Theol.» 20, (1998), 128-155.

17.       Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 95-120; A.J. DROGE, Call Stories in Greek Biography and the Gospels, SBLSP, 22, (1983), 245-257; P.S. MINEAR, The Salt of the Earth, «Interpretation» 51, (1997), 31-41.

18.       Cfr. K.S. KRIEGER, Die Zöllner: Jesu Umgang mit einem verachteten Beruf, «Bib. Kirch» 52, (1997),

Enrique González Fernández

6.       Estructura analítica y vida humana singular

Me he referido antes a que Julián Marías utiliza la expresión “punto de inflexión” para denominar el descubrimiento de la nueva metafísica de Ortega. Ese “punto de inflexión” lo formuló Ortega en Meditaciones del Quijote, en 1914, con su tesis “Yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega, 1990: 77), concepto equivalente a vida personal, es decir: en la persona que soy yo (el primero de la frase orteguiana), el segundo yo –quién o alma– es inseparable de mi cuerpo.

Ortega pensaba que, por una parte, se da la teoría general o analítica de la vida personal, los requisitos indispensables, necesarios y, por tanto universales, para que haya esa vida personal; las estructuras previas a cada vida concreta; las condiciones sine quibus non, sin las cuales no es posible; su máxima condensación es esa tesis “yo soy yo y mi circunstancia” (circunstancia como escenario y mundo; yo como proyecto o pretensión; toda vida personal es circunstancial); la teoría abstracta de la vida, a priori, con su necesidad de hacer algo para vivir, de decidir o elegir mediante la razón; con su temporalidad; con su anticipación imaginativa del futuro; con su sociabilidad, etc. Esta estructura analítica puede darse en cualquier planeta del universo: acaso en otros planetas haya vida personal, pero no humana. Descubro esa estructura por análisis de mi vida; el resultado de ese análisis es una teoría que por eso llamamos analítica [7].

Desde esa teoría se pasa, por otra parte, al conocimiento real, circunstancial, de cada vida individual, la estructura concreta de mi vida, la realidad radical, que es biográfica (me encuentro hic et nunc, aquí y ahora, en una circunstancia determinada, y tengo que hacer algo con ella para vivir). Mi vida no es el yo, ni la conciencia, ni la existencia, ni la subjetividad, ni la naturaleza, ni el animal racional, ni el modo de ser de ese ente que somos nosotros, ni cosa alguna, sino el área donde todo ello –realidades radicadas– puede aparecer.

Marías ha visto que es menester algo más: un eslabón entre la estructura analítica y cada vida humana singular. Para que haya vida humana es menester que haya “yo” (alma, si se quiere) y esta determinada circunstancia que es el cuerpo humano: este alguien corporal que se encuentra en la Tierra. A este eslabón lo llama “la estructura empírica”: la zona de realidad que llamamos “el hombre”, asunto de la antropología, que es el conjunto de las estructuras psicofísicas que no constituyen requisitos a priori de la vida personal (este cuerpo humano, sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo; que tiene un tamaño habitual, carácter sexuado –mujer o varón–, determinado aparato sensorial) con que se nos presenta la vida humana en este mundo en que nos encontramos; la forma concreta de la circunstancialidad; la realidad radicada (estructuras a las que no pertenece la necesidad, que podrían ser de otra forma, y acaso lo sean en otro mundo). Recibe el nombre de empírica porque la conocemos por la experiencia de que es efectivamente así.

Los “esquemas que componen la teoría general o analítica de la vida humana no tienen verdadero valor de realidad más que cuando se llenan de contenido; por lo pronto, el que corresponde a la antropología, a lo que llamo ‘la estructura empírica’; pero sobre todo lo que corresponde a cada vida singular y única”. Se preguntará si es posible alcanzar un conocimiento de cada vida, “pues desde Aristóteles se ha dicho que la ciencia lo es de lo universal, y nos encontramos con la necesidad de saber qué es algo absolutamente singular”. Con la modestia acostumbrada, Marías dice lo siguiente: “Tal vez no sea posible alcanzar ese conocimiento. O acaso el gran Aristóteles no tenía enteramente razón y sea posible otra ciencia de lo singular, de lo concreto, de lo único” (Marías, 1989: 21). Esta es una de las preguntas que Julián Marías hace a Aristóteles en la vida perdurable, como le dijo una vez a Menéndez Pidal (Marías, 1998, II: 171).

Y no olvidemos lo que escribió cuando murió Ortega, en 1955: “Como creo en la vida perdurable, cuento con esa conversación infinita. Y como también creo en la resurrección de la carne, espero oír otra vez su voz entrañable y sentir en mi mano su mano eternamente amiga” (Marías, 1991: 104).

En la muerte de Azorín escribió:

Creo que ahora tendrá Azorín, junto, ante sus ojos nuevamente abiertos, todo lo que fue mirando con amor durante casi un siglo [...] Siento ahora la necesidad de tender la mano a Azorín, en despedida, y darle las gracias. Y de darle gracias a Dios por él (Marías, 1975: 132) [8].

Ortega y Marías han visto “claramente lo que es vida humana, cuál es la forma de realidad que le pertenece. Ello ha permitido comprender hasta cierto punto lo que significa ser persona –y asombra la resistencia de que esto penetre en las mentes–”. La moral se refiere a la vida humana. Y “esta aparece como personal, sin que esto agote todas las posibilidades de este concepto. La moral tiene que ver con la convergencia de las nociones de vida y persona en esa realidad que llamamos humana” (Marías, 1995: 19). Marías define al hombre como “el animal que tiene una vida humana” “para indicar que lo decisivo es esta, antes que el soporte orgánico” (Marías, 1996: 32). Porque el hombre no es una realidad “dada” como las cosas, con un ser fijo que llamamos naturaleza. Lo que el hombre hace no le viene dado por una naturaleza, sino que lo tiene que elegir, ha de imaginarlo y después intentar realizarlo. Por tanto, la vida humana es “intrínsecamente moral, en un sentido más radical y profundo de lo que ha solido pensarse” (Marías, 1995: 28). Todo “lo que se puede llamar real aparece de alguna manera en mi vida, incluso si eso que es real trasciende de mi vida y hasta es su causa” (Marías, 1991: 121-130). Se es

lo que se hace; la vida es el repertorio de nuestros haceres. Por eso el hombre tiene que elegir qué va a ser, elige su “sí mismo” entre muchos posibles. Si no se elige el más auténtico, esto es una inautenticidad, un suicidio. Entre lo que se puede hacer hay que elegir lo que hay que hacer, lo que expresa la profunda palabra española quehacer (Marías, 1983: 272).

Como Julián Marías enseña, ese verbo es la más correcta traducción de la voz griega ousía, esencia, que no significa sustancia (como erróneamente Guillermo de Moerbeke vertió para Aquino, el cual no sabía griego), sino haber, hacienda, agenda o quehacer. Porque la auténtica ousía del hombre no es su naturaleza biológica, sino su quehacer biográfico, su misma vida histórica, única, insustituible y, desde este punto de vista, necesaria.

Esta nueva metafísica obliga a

una renovación de muchos conceptos filosóficos –anquilosados, arcaicos– usados hasta ahora, que cosifican la persona porque están pensados para entender las cosas, y que no siempre tienen en cuenta la entera realidad del hombre. Se trata de liberarnos de la cosificación en la visión de casi todo, porque hay la propensión a deshumanizar la realidad personal, a deslizar en las disciplinas humanísticas el modo de ser de las cosas. Es preciso renacer a un punto de vista más humano. Esta humanización de la Filosofía permitirá iluminar las demás disciplinas, incluyendo la Teología, y dentro de ella la Liturgia (González Fernández, 2002: XIII).

Y si la categoría de sustancia es un concepto apropiado para entender las cosas, pero no las personas, entonces habrá que revisar el término de transustanciación, porque tras la consagración eucarística el pan deja de ser pan para convertirse en el Cuerpo de Cristo, que no es una cosa, algo muerto, sino la misma Vida: alguien corporal que es la segunda persona divina, mostrada y presente en ese su cuerpo. Por eso prefiero hablar de “conversión esencial” (González Fernández, 2013b). Fíjense ustedes en la fecundidad teológica de esta filosofía nueva de Marías, que permite una nueva y mejor comprensión tanto de Dios como del hombre.

Marías ha señalado las dificultades,

sobre todo, si la teología se aferra a conceptos inadecuados, de origen ajeno al cristianismo, y se enreda en ellos. No se puede pensar a Dios como un “Ser Supremo” escasamente personal, en el fondo deísta; es necesario intentar pensar personalmente a Dios, con todos los recursos de que disponemos; si se mira bien, algunos son muy recientes, y ello no es motivo suficiente para renunciar a ellos. Es menester la incorporación de lo personal a la perspectiva cristiana (Marías, 1999: 47).

En este sentido, “lo personal no tiene que ver con el sustancialismo o la cosificación, sino con el divino quehacer de la razón y del amor en la circunstancia de este mundo y, sobre todo, del otro” (González Fernández, 2009: 304).

Una vez Marías (que fue investido Doctor honoris causa en  Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca en 1996) le preguntó a Ortega: “‘¿Qué le parecería una Suma Teológica según la razón vital?’. Se quedó un momento en silencio y me dijo: ‘No estaría mal: sería posible’. Creí ver una chispa de ilusión en sus ojos, pero ciertamente aquella empresa no era suya” (Marías, 1983: 503).

A este respecto escribe Harold Raley en su tratado de teología según la razón vital:

La antigua descripción de Dios como motor inmóvil e impasible es sin duda  pobre, mezquina, poco inspiradora para que ese motor “arranque”. En cambio, Dios se mueve primariamente amando, y tanto las cosas como las criaturas se mueven en correspondiente armonía con él. No es de extrañar, por tanto, que la posible felicidad humana en este mundo surge cuando amamos y actuamos creativamente respondiendo al móvil y creciente amor de Dios (Raley, 2011: 103).

Por otro lado, el descubrimiento metafísico de vida como realidad radical concuerda admirablemente con la preferencia que por este concepto tiene el Nuevo Testamento, en que Jesús narra tantas parábolas de vidas biográficas para enseñarnos que seremos juzgados atendiendo a nuestro haber u obras, auténtica esencia, no atendiendo a nuestra naturaleza, de la que se encontraban tan orgullosos los fariseos. Además, yo mismo he mostrado que el concepto de “vida” (biográfica, cuya esencia es quehacer de alguien o quién perdurable; no vida biológica, cuya esencia es estar ya hecha, algo o qué mortal) es el preferido por la liturgia (González Fernández, 2014, 2014b).

El llamado principio de individuación –lo que hace que cada uno sea quien es– ha concebido al hombre con resabios materialistas y cosificadores. Dicho principio de individuación es aquello por lo cual se constituye un individuo:    la esencia del hombre se individualiza en cada miembro de la especie, en cada persona. Sócrates, por ejemplo, es distinto de Platón porque tiene una materia concreta, la materia determinada por la cantidad (materia signata quantitate), que es el principio de individuación. Se reduce así la explicación del hombre al modo de ser de las cosas.

Pero la vida humana es siempre “mi vida”, la de cada cual, el quién proyectivo que es cada uno de nosotros. Piénsese en el carácter único de cada vida humana, a pesar de que atravesemos una época en que se hacen esfuerzos constantes por despersonalizar al hombre y reducirlo a cosa.

Según Aristóteles, de la sustancia segunda, de lo universal, vamos a la primera, a lo singular, por la materia concreta, principio de individuación. La vieja metafísica ha solido considerar la realidad desde el punto de vista de las especies y los individuos. Dada una especie, por ejemplo, la humana, puede acontecer que se individualice en una pluralidad de individuos intercambiables; la individualización aparecía como algo accidental a la especie, resultado de una operación del entendimiento. De ahí la artificiosa discusión de los universales. Pero la vida, en la medida en que es humana, es mía, irreductible a ninguna otra y menos aún a la materia (González Fernández, 2013: 80).

Por eso Julián Marías propone un nuevo principio de individuación:

cuando se trata del hombre, el verdadero principio de individuación reside en las experiencias radicales. Las experiencias radicales –constitutivas unas, eventuales otras– determinan quiénes somos. No proceden de ninguna “naturaleza”, de los ingredientes de nuestro mundo o de nuestros recursos psicofísicos, sino de lo que hacemos y nos pasa, es decir, de nuestra vida personal, que ciertamente está condicionada –pero no determinada– por los factores naturales de nuestra circunstancia. De esta manera el principio de individuación, que nos hace ser quienes realmente somos, procede de nuestra vida, y no de ninguno de sus elementos integrantes (Marías, 1996: 64).

La estructura empírica (o naturaleza humana) es “cerrada”, tiene un círculo biológico que termina, pero mi vida es “abierta”. El hombre, según Marías, es “el animal que tiene una vida humana”. Lo humano no ha de buscarse en sus caracteres orgánicos, biológicos, ni siquiera psíquicos, sino en su persona como alguien corporal, en su vida biográfica, la cual consiste en proyectar, imaginar, anticipar, en seguir proyectando, imaginando y anticipando; soy futurizo, orientado o proyectado hacia el futuro. Porque yo estoy “proyectado, es decir, lanzado hacia adelante” (Marías, 1976: 277). Con la muerte no hay razón alguna para que se agote la proyección argumental de mi vida. Lo que se agota es el argumento de mi vida biológica y psicofísica, pero no de mi vida biográfica. La muerte corporal no es mi muerte. Esto explica esa “descalificación” de la muerte, como algo irreal, que hacemos frente a la muerte ajena. Esa descalificación se ejecuta desde mi vida.

Más todavía, la muerte de la persona amada

resulta ininteligible y, en cierto sentido, increíble. Cuando Gabriel Marcel dice: “Toi que j’aime, tu ne mourras pas”, tú a quien amo no morirás, está expresando en forma ejecutiva, convivencial, esta misma intuición. La muerte personal es enteramente ininteligible desde la biología, porque yo soy absolutamente irreductible a mi cuerpo –tan absolutamente como soy corpóreo (Marías, 1987: 216).

Si esa estructura empírica es “cerrada” y remite a su mortalidad, “la estructura proyectiva y futuriza de la vida biográfica como tal es ‘abierta’ y argumental, y en ese sentido postula su permanencia, su indefinida e ilimitada persistencia”.

Al carácter de

“criatura” que tiene esencialmente la persona como irreductible realidad corresponde ahora, frente a la muerte, su carácter absolutamente personal, también irreductible a toda cosa o a todo lo que pueda pasarles a las cosas. Por ejemplo, a mi cuerpo. La conexión que un proceso somático –la enfermedad, la destrucción mecánica, la muerte biológica, en suma– pueda tener conmigo, con la persona que soy yo, es literalmente problemática, exactamente lo mismo que los procesos biológicos de mis padres tienen una relación problemática y extrínseca con esa posición personal que soy yo como un tercero absolutamente irreductible. Descriptivamente me descubro, a la vez, como criatura y como vocado a la perduración, cuando no me miro como cosa, sino como persona proyectiva, viniente, como un quién que tiene que articularse con un qué haciendo su vida (Marías, 1987: 221-222).

El hombre

como conjunto de las estructuras empíricas de la vida es necesariamente mortal, moriturus, con un sistema de edades de las cuales hay una última, tras la cual no hay otra; es, pues, una estructura cerrada que desemboca en la muerte. Pero si se ensaya la otra perspectiva, que por cierto es la primaria, la del yo viniente, la de la vida como tal, lo que se encuentra es, por el contrario, una estructura abierta, proyectiva, que no tiene por qué cesar, porque no hay motivo para que deje de proyectar. Es decir, que, lejos de estar vocada a la muerte, postula la perduración (Marías, 1993: 274-275).

Si el nacimiento, “la llegada a la existencia de una persona humana, es una innovación radical, la muerte de esa misma persona tendrá que ser entendida como aniquilación. Si se trata de una realidad irreductible y que no se puede derivar de otras, su destrucción tampoco puede meramente derivarse de procesos somáticos”. Ahora bien, “la aniquilación no se admite para realidades físicas, transformadas en otras o en consecuencias energéticas; es decir, no parece aceptable para realidades inferiores; paradójicamente se reserva y acepta con facilidad para la suprema realidad conocida. Lo primero que salta a la vista es la extremada inverosimilitud de esta suposición”. La aceptación “de esta suposición, la creencia difundida de que el onus probandi corresponde al que afirma la posibilidad de una supervivencia de la persona y no al que la niega, es una muestra de la falta de rigor con que suele procederse”. Y “adviértase que si la muerte fuese la aniquilación, es decir, la supresión total del futuro, como este es la condición misma de la vida, el ámbito más propio en que se realiza, ello significaría la negación del modo de realidad que pertenece a la vida humana en sus trayectorias temporales” (Marías, 1993: 275-276).

La persona humana

aparece como criatura, de realidad recibida pero nueva e irreductible, menesterosa e indigente, consignada a una estructura empírica cerrada y vocada a la mortalidad, pero consistente en espera incesante: un proyecto perdurable que lucha con la muerte. “Lo que” yo soy es mortal, pero “quien” yo soy consiste en pretender ser inmortal y no puede imaginarse como no siéndolo, porque mi vida es la realidad radical (Marías, 1987: 222).

7.       Marías y la vida perdurable

Marías considera que es menester imaginar la vida perdurable para poder desearla, y emprendió tal tarea, que requiere un ejercicio intenso de esa imaginación, pero escribe que la mayor parte de la literatura religiosa y de la teología no incita a ello. A esto ha dedicado Marías una parte considerable de su pensamiento, especialmente el penúltimo capítulo de su libro La felicidad humana, titulado La imaginación de la vida perdurable, que considero un texto importantísimo, que habría que leer una y otra vez para mantener viva esa esperanza en la “vida del mundo futuro”, como recitamos en el Credo.

Afirma que “es menester imaginar la vida perdurable para poder desearla; en hueco y de un modo abstracto no se la puede desear” (Marías, 1989: 359). Para “sentir ilusión por la otra vida es menester entenderla dándole el significado que para nosotros tiene, sumando y restando lo que sea, subrayando cuanto sea menester que se trata de otra, pero de manera que nos siga pareciendo vida”. Sin “un elemento de proyecto, no hay tal vida en el sentido humano, biográfico; sin circunstancialidad (la Jerusalén celeste), esa vida es inconcebible; sin conexión con nuestra vida terrenal, esa vida no es nuestra”. Hace falta imaginar esa vida ultra-terrena “para poder auténticamente desearla, para que se pueda encender la ilusión por ella” (Marías, 1990: 131-132). En su libro Persona escribe que la imaginación de la vida perdurable, condición para desearla, puede ser más o menos adecuada:

Hay cierta tendencia a olvidar la evidencia de lo que es la vida personal cuando se trata de la otra, ultraterrena. ¿Es forzosa esa renuncia? ¿No se desliza la noción de “cosa” cuando se piensa en plenitud, reposo, satisfacción, y se pierde de vista lo que entendemos por persona, lo que conocemos sin lugar a duda como nuestra condición personal? (Marías, 1996).

En la misma liturgia por los muertos [9]

hay una dosis de vacilación o ambigüedad. Se reza: “Requiem aeternam dona ei, Domine”, pero se añade: “et lux perpetua luceat ei”. Se pide el descanso eterno, el reposo, el haber llegado, tal vez el sueño; pero a la vez se pide que una luz perpetua luzca para el que ha muerto; es decir, se lo imagina despierto, alerta, abierto a la realidad” (Marías, 1996: 93-94).

Hay el peligro de concebir una vida después de la muerte “residual” o espectral. Dentro del cristianismo se dan no pocas veces tendencias a lo espectral o espiritado. Pero en el centro mismo de la esperanza cristiana de la inmortalidad está la resurrección de la carne. El Credo habla de esa resurrección “de la carne”. “En la concepción cristiana no hay lugar para esa imagen residual o espectral de la inmortalidad”.

Se debe imaginar la vida perdurable con otra estructura empírica, más perfecta de la que tenemos aquí. Es decir, ya no será este cuerpo humano sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo, sino liberado de ellos. Precisamente ese concepto filosófico de estructura empírica que ha descubierto Marías resulta de suma utilidad a la hora de comprender la vida perdurable.

Se trata, pues, de una vida corporal y mundana. Se habla del otro mundo –todo lo otro que se quiera, pero mundo–, de la “nueva Jerusalén”. “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”, dice San Juan. Se trataría, y es lo que habría que intentar comprender, de una vida humana con otra estructura empírica; pero no lo que pudiera ser otra especie, otro tipo de realidad, porque es mi vida, la de cada cual, la que habría de existir con esa nueva estructura. En lugar de buscar un resto o residuo, algo que simplemente quede o se salve, hay que intentar metódicamente suprimir las limitaciones y así imaginar la otra vida como una dilatación de esta, como una plenitud sin deficiencias.

Termino con un párrafo muy significativo de ese capítulo titulado La imaginación de la vida perdurable:

Lo que sucede es que el pensamiento arrastra, desde Grecia, un inveterado sustancialismo que a última hora es también materialismo, y esto ha impedido trasladar a otra forma de realidad los caracteres de la vida como tal. Hasta hace poco tiempo no se ha pensado la vida con conceptos adecuados, y es en ellos donde podemos hacer pie; el único punto de apoyo para la empresa imposible que estoy intentando es precisamente la posesión, por primera vez en la historia, de los recursos para entender qué es vida en el sentido de vida humana, personal, biográfica, eso que entendemos cuando decimos “mi vida” (Marías, 1989: 362)

Enrique González Fernández, dialnet.unirioja.es/

Notas:

7     Mientras esa estructura analítica orteguiana ocupa el mismo estrato o nivel que la analítica existencial de Heidegger, y ambas usan la descripción fenomenológica, sin embargo, el Dasein (el existir, como lo traduce Marías) no es “vida humana” (yo y mi circunstancia), sino el modo de ser de ese ente que somos nosotros. Además, la Daseinsanalytik es propedéutica de la metafísica, mientras que la teoría de la vida humana como realidad radical es ya la metafísica. Sobre mi vida como realidad radical construyo una teoría (metafísica) que la analiza e interpreta. Gracias a esta teoría la comprendo y me oriento. A esto Marías lo llama “teoría intrínseca” porque al ir viviendo, interpreto mi vida. Mi vida es la realidad sin más; en cambio, “vida humana” es una interpretación metafísica a la cual tengo que llegar.

8     Cfr. asimismo González Fernández (2014c: 29).

9     Cfr. el capítulo “Una Liturgia más cristiana” de mi libro El Renacimiento del Humanismo (González Fernández, 2003: 127-143). Y el capítulo “La Religión del Cuerpo” de mi libro La belleza de Cristo. Una comprensión filosófica del Evangelio (González Fernández, 2002: 267-278).

Enrique González Fernández

1.       Introducción

Cierto pensador francés calificó a Julián Marías –en el año 1982 en un texto prácticamente desconocido– como una inteligencia soberana, un espíritu libre, indiferente para las modas y los uniformes del pensamiento contemporáneo, animado por la sola pasión de la verdad; un hombre de diálogo, dispuesto tanto a escuchar como a decir; un pensamiento noble y generoso, que hace pensar al mismo tiempo que piensa. Discípulo y amigo de Ortega y Gasset, comparte con él el mismo cuidado de la expresión perfecta y del pensamiento preciso, y si hoy es una de las glorias, por no decir la gloria de la filosofía española, sin embargo no ha sido nunca profesor de universidad en España, sino en varias universidades de los Estados Unidos, como Yale, Harvard e Indiana. Falta que los franceses descubran su considerable obra, todavía poco traducida, pero que les reserva hallazgos tan excepcionales que llegará a ser imposible, a continuación, volver a esos insignificantes libros que tanto estorban los debates filosóficos de hoy día (Chabanis, 1982: 291-292) [1].

Tras esas palabras de Christian Chabanis en que invita a los franceses a descubrir al pensador español, ocurre que también falta que los españoles sigan abriéndose a conocer a quien el escritor francés llama la “gloria de la filosofía española”. Es una empresa cuya puerta ha quedado abierta de par en par gracias, sobre todo, a la admirable labor de D. José Luis Sánchez, Vicerrector de Extensión Universitaria y Cultural de la Universidad Católica de Valencia.

Todavía falta, en efecto, que los españoles dejen de considerar a Julián Marías como un mero discípulo de Ortega. En su Historia de la filosofía, Marías (1999: 430) escribió que Ortega es “el máximo filósofo español”. Pero reconoce que Ortega es “esencialmente incompleto” (Marías, 1989: 99). La filosofía de Ortega es una invitación a proseguirla; él empezó a hacer aquello que debía continuar Julián Marías, que comienza a hacer filosofía desde Ortega –porque considera que en él “se llegó a plena claridad” (Marías, 1993: 94)–, pero no para quedarse en él, sino para seguir. Piensa Marías (1993: 94-95) que la filosofía de Ortega, “lejos de estar acabada y conclusa, fue una incitación a seguir adelante; no hizo más que empezar, pero empezar a hacer lo que había que hacer”.

Yo me atrevo a decir que lo que Aristóteles fue para Tomás de Aquino es en nuestro tiempo comparable a lo que Ortega ha sido para Julián Marías, con la ventaja de que estos últimos fueron amigos y contemporáneos, algo que no sucedió con los primeros, tan separados no solo en el tiempo y en el espacio, sino también porque procedían de ámbitos culturales enormemente distintos.

2.       Julián Marías, con humildad, siempre hacía constar que él partía de Ortega

Para hacer filosofía en nuestro tiempo es necesario partir de Ortega, sin el cual todo intento constituye un arcaísmo. Con el fin de darse importancia, incluso para evitar muchos problemas, Julián Marías hubiera podido partir solamente de sí mismo –sin tener en cuenta a Ortega– movido por un esterilizador afán de originalidad, por la pretensión de hacer algo distinto. Esto último es lo que hizo, por ejemplo, Zubiri, que quería evitar a su maestro Ortega, a quien no solía citar, y en sus libros hace grandes rodeos, enormes digresiones con neologismos difíciles de entender que podía haberse ahorrado porque al final de ellas siempre desembocaba en ideas con las que Ortega comenzaba sus obras. Sin embargo, Julián Marías, con humildad, siempre hacía constar que él partía de Ortega, al que admiraba profundamente, del que decía era el filósofo más importante de nuestro tiempo.

El artículo titulado “El joven Zubiri” –cada uno de cuyos párrafos fue comentado por Julián Marías conmigo detenidamente, como era su costumbre antes de enviar su colaboración al periódico– es bien significativo. Allí escribió: “A lo largo de los años he tenido discrepancias filosóficas con Zubiri y algunas decepciones personales” (Marías, 2002: 521). Ortega, además, dejó escrito que respecto a él mismo, a Zubiri y a Marías “el único lío que nos hemos hecho los tres es no saber ya si somos cada cuál de los otros dos discípulos o maestros” (Marías, 2002: 524). En un estudio titulado En torno a la importancia pan-ibérica de la obra de Julián Marías, el gran sociólogo brasileño Gilberto Freyre se refiere al “lúcido continuador de Ortega que es Julián Marías” [2] porque, sin este Ortega, es incompleto e insuficiente.

Otro importante sociólogo, el norteamericano Robert K. Merton, escribió: “En todo momento, Julián Marías sabe lo que se trae entre manos”. Con “la facilidad del experto”, Marías “tiene un profundo conocimiento”. Y “hace a sus lectores los beneficiarios de su agudo conocimiento”. Como “consecuencia de su propio conocimiento, la validez de la obra de Marías abarca hasta sus partes ocultas”. Esto “queda plasmado de diversas maneras en la modestia del auténtico erudito”. La “modestia discreta de Marías encuentra también su forma de expresión en el homenaje que rinde a los eruditos que prepararon el camino para que él pudiese llevar a cabo su propio trabajo, y sobre todo, a José Ortega y Gasset, su maestro, su amigo y su colaborador a lo largo de muchos años”. Marías “ha heredado, y orgullosamente ostenta, el cetro de Ortega”. Y “a medida que avanza Marías en su obra, Ortega retrocede”. Aunque hay mucho en la extensa obra de Julián Marías “que tiene su origen en el pensamiento de su maestro, hay mucho más en ella que nunca se ha vislumbrado en la filosofía de Ortega” (Merton, 1993: 408, 409, 412, 413 y 414). Como escribe Raley (1977: 116), la

filosofía orteguiana nació en parte de la conciencia de los defectos del pensamiento contemporáneo, y fueron los errores de sus predecesores los que impulsaron a Ortega, y más tarde a Marías, a buscar una doctrina de mayor precisión y entidad.

3.       El punto de inflexión

Ortega se dio cuenta enseguida de que la fenomenología, con su énfasis en la conciencia pura, “supone un retroceso al idealismo” (Raley, 1977: 145). Entre 1911 y 1912 la fenomenología de Husserl pareció ofrecerle a Ortega una superación del neokantismo alemán y del neopositivismo predominante; pero, apenas recibida, la descarta por insuficiente, ya que se dio cuenta de que culmina en una recaída en el viejo cogito cartesiano. Ortega, sin embargo, considera que lo que yo descubro primero no es mi conciencia de las cosas, sino yo con las cosas mismas: yo me encuentro circunstancialmente con las cosas, siempre haciendo algo con ellas, a lo cual se llama vivir. Esto es calificado por Julián Marías el “punto de inflexión” en la historia de la filosofía. La vida es el ámbito donde encuentro todas las realidades.

Se trata –escribe Marías en Razón de la filosofía– “de la vida real, ejecutiva, algo que no puede coincidir con el idealismo refinado de Husserl”. Tampoco coincide con “el Dasein de Heidegger, que es ‘el modo de ser de ese ente que somos nosotros’, cuyo análisis es necesario para comprender el sentido del ser”. Lo que “Ortega llama teoría analítica de la vida humana no se puede confundir con la ‘analítica existencial del existir’, porque esta es solo una propedéutica para plantear el problema del sentido del ser, mientras que en Ortega es la teoría de la realidad radical, no una preparación para la metafísica, sino ya la metafísica”. Desde mi vida “como realidad radical hay que descubrir y comprender las realidades ‘radicadas’, con una distinción que es operante, y que falta en todas las demás filosofías de nuestro tiempo. Esto va a obligar a buscar categorías y conceptos adecuados para la intelección de lo descubierto, cuya posesión no puede lograrse con los elaborados para entender lo que son las ‘cosas’”. Porque la vida humana “no es cosa, ni material ni espiritual, consiste en hacer o quehacer” (Marías, 1993: 103).

Pero –como escribe Marías en un texto poco considerado– la “vida humana es una realidad de tal modo inexplorada que, contra lo que pudiera esperarse, está llena de tierras incógnitas, por las que muy pocos o nadie se han aventurado hasta ahora” (Marías, 1963: 747).

Hoy parece haberse olvidado que por inspiración de Ortega se tradujeron al español (la primera traducción del alemán) las Investigaciones lógicas de Husserl, publicadas el año 1929 en la editorial que él mismo fundó en Madrid, la Revista de Occidente (versión de Manuel García Morente y José Gaos), sin traducir desde esa fecha a ninguna otra lengua hasta que veinte años más tarde, en 1949, aparecieron en francés. Además, a Ortega, entonces, le parecía que el término que él mismo acuñaba para traducir la palabra alemana Erlebnis, utilizada por Husserl, “vivencia”, era un neologismo malsonante, pero a nosotros ya nos resulta clásico. La palabra en francés que sigue empleándose para traducir Erlebnis es el masculino vécu, que significa “vivido”. Decir hoy en francés vivence resultaría tan malsonante como lo fue en España en el año 1913.

Esa realidad radical que es nuestra vida supone además una enorme modificación de la vieja ontología según la cual lo que hay se reduce a lo que es: mi vida no “es” del mismo modo que “son” las cosas, porque estas desconocen la intimidad, la amistad y el amor. Por ello Ortega también discrepa de Heidegger, el cual reduce la persona a ser un Dasein, término que Julián Marías traduce con el infinitivo sustantivado “el existir”, mucho mejor que el que utiliza José Gaos: “ser ahí”.

4.       La persona: mismidad y unicidad

Pero la persona es mucho más; no es un mero ente, algo o qué, sino principalmente alguien que solo es inteligible narrando su historia, una realidad biográfica, mi vida, la de cada cual, que es una articulación entre quién y qué. Me parece a mí que la nota más distintiva de la filosofía de Marías es la descosificación que hace al pensar la persona. Él mismo escribe en su Antropología metafísica: “Creo que por primera vez se presentaba la realidad humana como algo estrictamente biográfico, y por consiguiente dramático, sin residuo de la interpretación del hombre como ‘cosa’” (Marías, 1987: 14).

Y en La felicidad humana emplea de nuevo la expresión “por primera vez en la historia” Marías (1989: 362). Por otro lado, él afirma que su libro Persona

tiene muy poco que ver con lo que el pensamiento filosófico ha acumulado desde sus orígenes para intentar comprender qué es persona. Su punto de partida es esencialmente distinto, y ha consistido precisamente en la presencia de lo que entendemos por persona, de lo que vivimos como tal, sin intentar “derivarla” de otras cosas, de ninguna cosa. Esto ha obligado a lo más dificultoso: una torsión de los hábitos milenarios del pensamiento, para instalarse en una perspectiva alcanzada recientemente por la filosofía (Marías, 1996: 116).

Incluso manifiesta su “discrepancia de toda la tradición filosófica”, aunque parte de su totalidad aprovechando sus hallazgos

que permiten una perspectiva nueva, adecuada al planteamiento fiel del problema de la persona: en lugar de partir de la noción de “cosa” –en una forma o en otra–, ver la persona allí donde aparece: en la vida humana, cuyo modo de realidad se ha comprendido por primera vez (Marías, 1996: 116)

en el siglo XX. Vuelve a confesar que algunas perspectivas ensayadas por él lo son “por primera vez en la historia del pensamiento”. Otras han sido aplicadas en otras ocasiones, “pero desde puntos de vista muy diferentes, en otros contextos y con distinto propósito” (Marías, 1996: 118). Marías parte de Ortega, pero para ir más allá dice que “la palabra persona aparece muy pocas veces, y solo alusivamente, en su obra. Ahora reclama nuestra plena, directa atención” (Marías, 1996: 136). Y escribe en otra obra:

Creo que la filosofía de nuestro siglo, que ha indagado con tal acierto, aunque a veces con nombres inadecuados, la realidad de la vida humana, ha dejado relativamente en sombra, relegada a una posición marginal, la significación de la persona –sin que sea una excepción lo que se ha llamado “personalismo” (Marías, 1993b: 11-12).

En los últimos años de su vida en este mundo lo que más quería y le importaba era estar con personas, hablar con ellas, asistir a sus vidas, interesarse por ellas, que le contaran sus proyectos e ilusiones. Me pidió que, al hacer la recopilación de Entre dos siglos, su segunda parte se titulara “Personas”, y que incluyera ahí los artículos que se refirieran estrictamente a ellas (Marías, 2002: 483-635).

Ortega abrió un camino que había que continuar.

Todo intento de dar a Ortega por terminado y concluso es la absoluta impiedad. Todo intento de repetirlo de manera inerte es la forma más refinada de infidelidad, de deslealtad. Hay que seguir pensando, como Ortega pedía cuando se le decía algo que no estaba del todo mal. En ese “seguir pensando” consiste la filosofía, y también la historia, porque es la condición irrenunciable de la vida humana (Marías, 1983: 506).

En todo caso, ante nosotros, según Marías,

se extiende un fabuloso continente, cuya exploración, ya muy avanzada, por    lo demás, es capaz de encender de entusiasmo a cualquier mente con vocación teórica. Hay algunos mapas, hay instrumentos precisos, se han recolectado frutos incitantes y promisores –ante los cuales pasan, distraídos, los que no tienen esperanza de encontrar más–. Para los que hablamos español se abre, por primera vez en la historia, la posibilidad de hacer una filosofía rigurosa que brote de nuestras propias raíces. Y para los que hablan otras lenguas, esta filosofía significa una exploración por mares antes nunca navegados, el enriquecimiento con un nuevo “modo de pensar” que no les es ajeno, porque ha brotado precisamente del conjunto del pensamiento occidental (Marías, 1983: 506).

Julián Marías escribe que, de todos modos, algunos dicen que Ortega murió hace bastantes años

y solo hizo lo que pudo hacer. Es cierto. Pero Magallanes dobló el continente americano, cruzó, sesgándolo, todo el Océano Pacífico, llegó a las Filipinas y allí murió y terminó su historia. Y, si no recuerdo mal, Elcano siguió adelante, con el único barco que le quedaba y un puñado de supervivientes, y dio la vuelta al mundo (Marías, 1983: 506-507).

Con esas palabras parece que Julián Marías se olvidaba de su habitual modestia porque, si bien compara a Ortega con Magallanes, a nosotros no nos queda más remedio que compararlo a él con Elcano. Y esto es completamente cierto. No olvidemos que la humildad es la verdad.

El propio Julián Marías declaró una vez algo que, a propósito de ese barco, nos emociona hoy:

Yo he sentido una necesidad personal de la filosofía, que para mí ha sido irrenunciable, fuesen las que fuesen las presiones sociales y las vigencias académicas. Este es el sentido más riguroso de lo que suelo llamar fidelidad al futuro, no al pasado sino a los proyectos no realizados, identificados con esa vida que es la propia, con esa forma concreta en que se realiza la vida de cada cual –y sigue diciendo que– aun con tantas dificultades como encontró, socialmente tenía que vivir en el destierro: literalmente en mi circunstancia española, pero también dentro del panorama que, de modo creciente, iba siendo el de la filosofía dominante en toda Europa. No había más remedio que intentar construirse una pequeña isla personal, en  la que pudiera uno sentirse en casa; o, si se prefiere, una mínima barquilla que permitiera salir a alta mar, con riesgo de naufragar y perderse (Marías, 1993: 26  y 29).

La decadencia intelectual lleva consigo una decadencia de la vida misma, la cual llega a ser menos de lo que puede ser, de lo que tiene que ser. La “única razón válida para hacer filosofía es no tener más remedio que hacerla. Pero si esa razón existe, es inexorable”, bajo pena de no ser “quien se tiene que ser” (Marías, 1993: 29).

Nos acaba de referir Julián Marías que él se construyó “una pequeña isla personal”. Frecuentemente, con su habitual buen humor, él se comparaba con Robinson Crusoe, porque trabajaba solo, sin secretaria [3]: sin fichas, únicamente rodeado por los miles y miles de libros que invadían cada vez más su hogar, incluso colocados sobre el sofá y las butacas, a pesar de que hasta algunos historiadores distinguidos le ponderaban el archivo del que carecía. Por eso, al hablar sobre la creación personal filosófica, dice: “Solamente es posible desde la soledad radical que constituye la condición de la vida humana. El filósofo piensa desde sí mismo, por una necesidad de ver con claridad, de saber a qué atenerse respecto a su vida, rigurosamente individual y única”. Pero el que filosofa se encuentra “a una determinada altura, es decir, acompañado por los demás que han filosofado antes que él, unidos por sus relaciones de filiación y alteridad. Si intenta escapar a esto, recae en una abstracción y, paradójicamente, deja de ser él mismo” (Marías, 1993: 142-143).

De esas palabras de Julián Marías no olvidemos dos conceptos, que ha señalado, de su nueva metafísica: mismidad y unicidad. Sobre el primero retengamos lo que dice en su libro Persona: frente “al concepto de ‘impenetrabilidad’ de los cuerpos, encontramos la situación “interpenetración” de personas, de convivencia que no rompe la soledad, que puede incluso reforzar e intensificar la mismidad” (Marías, 1996: 42).

Y le dijo hablando en francés a Chabanis que esta “es una palabra que empleo en español, pero que encontré en Voltaire: se la puede entonces utilizar en francés (mêmeté)” (Chabanis, 1982: 296) [4].

La “vida humana es una totalidad unitaria determinada por la mismidad de la persona” (Marías, 1993: 101). Según Marías, Cervantes no tenía nada de filósofo; pero cuando presenta la vida humana en sus personajes de ficción o cuando nos dice algo de la suya propia, parece que conoce su estructura. Y en todo caso se remite a la otra vida con la cual cuenta. Sabe quién es, quién ha querido ser, y lo sigue queriendo. No se olvide esta frase: “llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”; en este mundo o en el otro (Marías, 2003: 147).

Conmueven las últimas frases que escribió Cervantes el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de morir: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!” (Cervantes, 2001: 49). Cervantes sigue

proyectando, sigue esperando contra toda esperanza, porque ya no la tiene en este mundo pero la prolonga, la traslada al otro, a ese otro que seguirá siendo el suyo, con los regocijados amigos a quienes espera ver contentos. Sabe quién es, quién ha querido ser y, repito, lo sigue queriendo; y quiere ser ese, ese mismo… [Cervantes] dice: yo sé quién soy y quién voy a ser siempre. Esta es la palabra decisiva, la que nos da la clave de la actitud de Cervantes –a Julián Marías no se le ocurría– otro ejemplo de posesión más modesta y al mismo tiempo más intensa de una vida. Imagínese el grado de posesión de una vida modesta, marginal, no muy afortunada ni muy lograda, traída y llevada, pero con un asombroso grado de conexión con esa mismidad, con ese proyecto articulado en trayectorias distintas, divergentes, frustradas muchas, realizadas muy pocas, que convergen en un anhelo final (Marías, 2003: 147-148).

Porque “como siempre se narra desde el futuro, aunque el contenido de lo narrado sea pretérito, en él se puede hallar la fuerza para superar las heridas y continuar, con ellas, el proyecto en que se consiste” (Marías, 1995: 112) [5].

Sobre el segundo concepto, unicidad, él considera que cada persona es única, es decir: que como yo no ha habido ni nunca habrá otro, desde mi concepción, tanto respecto de ese quién que soy como de mi qué; no soy un mero individuo de una especie, sino una innovación radical de realidad, y en esto Marías coincide sorprendentemente con lo que describe el padre de la genética moderna, Jérôme Lejeune, el cual exclama que la unicidad está demostrada científicamente, como he señalado en mi libro Dejar vivir. Marías y Lejeune en defensa de la vida. Pocas veces ha habido mayor afinidad entre un científico y un filósofo (la causa de beatificación del primero está abierta; esperemos algo parecido respecto del segundo, cuya vida en este mundo ha sido asimismo heroica) (González Fernández, 2006). También Julián Marías nos ha hablado, en el texto que he citado más arriba, sobre esa “mínima barquilla”, que le permitió salir a alta mar, con riesgo de naufragar y perderse. Imaginemos la escena. Navegando en esa frágil embarcación, pasando tantas calamidades, él nunca cayó en la tentación de incumplir la promesa que, siendo niño, hizo de no mentir nunca. Tampoco, durante las tormentas, perdió la calma ni se desanimó.

Él mismo escribe que “el filósofo debe ser el que hace la calma, se sosiega a sí mismo y procede serenamente en medio de la tormenta” (Marías, 1989: 392). No se altera o desasosiega. “El desasosiego es la pérdida del sosiego, del asiento y la calma que el hombre había conseguido, que se había procurado al sosegarse” (Marías, 1968: 36). Se trata de la angustia, que es una privación, porque “lo propio del hombre no es ella, sino el sosiego” (Marías, 1968: 36). Pero “éste, a su vez, no le es dado de balde, sino que el hombre tiene que conquistarlo y ganarlo” (Marías, 1968: 36). Para “tener sosiego tiene primero que sosegarse” (Marías, 1968: 36). El hombre,

aun en las situaciones más apretadas, es capaz de retraerse a sí mismo y sosegarse, acaso mediante un enérgico esfuerzo. Es siempre algo que el hombre hace, que tiene que lograr, pero cuando lo consigue no ha llegado a otra cosa, sino a sí mismo. El sosiego es la autenticidad conquistada desde la alteración o el enajenamiento (Marías, 1968: 36-37).

No es en la angustia, sino en la calma “donde el hombre puede verdaderamente tomar posesión de su vida y, en efecto, existir; en ella propiamente se humaniza” (Marías, 1968: 40).

Las ideas que los contemporáneos usan para entenderse a sí mismos le parecen a Marías de inaudita tosquedad. “¿Es posible volver a la personalización?”. Responde diciendo: “Creo que basta con abrir los ojos y ver lo que cada uno de nosotros somos y esperamos ser” (Marías, 2005: 182).

5.       Marías y su amistad con otros filósofos

Julián Marías ha sido tanto y esperó ser tanto que, incluso durante el periodo en que navegaba al timón de esa “barquilla”, importantes pensadores del mundo llegaban a Madrid con el deseo de conocerlo. Un ejemplo: el del filósofo y dramaturgo francés Gabriel Marcel. El propio Marías escribe así su encuentro con él:

El primer autor europeo con quien tuve amistad próxima fue Gabriel Marcel. En 1947 había llegado a Madrid, invitado a dar conferencias en el Instituto Francés y en algunas instituciones españolas. Dijo que quería ver a tres personas: Ortega, Zubiri y Marías. Me invitaron a un almuerzo en el Instituto de Cultura Hispánica. No quería asistir, pero no quería tampoco ser desatento con Marcel, a quien conocía como lector y estimaba. Decidí mandar una tarjeta excusándome, y con ella un ejemplar de mi reciente Introducción a la Filosofía. A media tarde, llamaron a la puerta; me pasaron una tarjeta: “Gabriel Marcel”. Después del almuerzo había vuelto al hotel; se había puesto a leer el libro; al llegar a la página 80, se había puesto el sombrero y había ido a verme a mi casa, sin estar siquiera seguro de encontrarme –y sigue diciendo Marías– Tuvimos una larga conversación; al despedirnos éramos amigos (Marías, 1989: 65-66).

Precisamente esa era una característica destacada de nuestro filósofo: la capacidad de hacer amigos, a todas las edades de su vida en este mundo, y ¡cuánto disfrutaba con ellos! Y nosotros con él. Tanto que, por ejemplo, en cualquier restaurante a los demás comensales y hasta a los camareros les llamaba la atención el que un octogenario como él disfrutara enormemente almorzando o cenando con grupos de jóvenes, a los que hacía reír y por cuyas vidas se interesaba tanto [6]. Volvamos a Gabriel Marcel, el cual (después de conocer a Marías) escribió en Le Mystère de l’être que el

joven filósofo español Julián Marías, en su notable Introducción a la Filosofía, presenta una observación que se revela aquí muy preciosa. Nota que el verbo “vivir” presenta un sentido preciso y claramente formulable cuando se trata de un tiburón o una oveja. En ese caso significa respirar gracias a tal órgano y no tal otro, alimentarse de cierta manera, etc. Pero en el hombre cesa de presentar una significación tan bien limitada; lo que quiere decir que para el hombre vivir no es algo que pueda reducirse al conjunto de sus funciones, aunque las presuponga (Marcel, 1971: 75).

Hasta aquí esa cita de Marcel, que seguramente quedaría impresionado, al entrar en casa de Julián Marías, al ver algo que también ha impresionado a todos los que entrábamos a su hogar: una excelente copia de la Anunciación de Fra Angélico, del Prado, que fue pintada para él y su mujer recién casados. Era su primer “mueble”, el centro de su hogar, símbolo de muchas cosas; este cuadro lo acompañó siempre (Marías, 1989a: 315).

Añado que yo me emocioné cuando, entrando al salón de esa casa, por primera vez, el año 1990, vi sobre la chimenea el cuadro, al lado del cual pidió que me sentara. No puedo contar aquí lo que desde muchos años antes ese mismo cuadro significaba para mí y cómo yo lo tenía presente sobre todo a partir de la fiesta de la Anunciación de 1985. Me di cuenta entonces de que el propietario de aquel cuadro, que él mismo consideraba el centro de su hogar, tenía que ser, por lo menos, una persona en quien se podía confiar plenamente. Durante muchos años, conversando los dos bajo esa pintura en el sofá azul de su luminoso salón, invadidos por los libros (depositados hasta en los brazos del mismo sofá), me decía tantas veces que de lo que más satisfecho se encontraba, en su vejez, era de que había cumplido siempre esa solemne promesa que de niño hizo de no mentir nunca, y que, según él, la verdad es el Espíritu Santo (principal protagonista, como sabemos, de ese cuadro).

Otro filósofo europeo a quien trató fue Heidegger, que propuso que Julián Marías, Gabriel Marcel, Paul Ricoeur y Lucien Goldmann expusieran sus diferentes puntos de vista o sus discrepancias respecto de él durante diez días, entre agosto y septiembre de 1955, en el Château de Cerisy, en Normandía (Francia). El filósofo español describió a Heidegger como “un hombre de bosque”, “con algo de campesino o guardabosques alemán” (Marías, 1989b: 94). Cuando el filósofo alemán llegó a ese castillo

iba vestido normalmente, con un traje de ciudad, pero en seguida lo abandonó para vestir una chaqueta de gris verdoso con hojas verdes en las solapas. “Va vestido de Dasein”, comentó Julián Marías en broma. Como Zubiri había estado largo tiempo con él, en Friburgo, antes de que Marías lo conociera y fuera alumno suyo, le propuso Don Julián a Heidegger que le escribieran ambos una postal. Heidegger contestó: “Sí, y otra a Ortega”. Y allá fueron sus “postales hacia Madrid” (Marías, 1989b: 94 y 96).

Parece que Heidegger no se enteró muy bien de lo que Julián Marías le dijo en su conferencia ante él, aunque le habló primero en perfecto francés y, como el filósofo alemán no acababa de comprender, también en su perfecto alemán con el que había leído, muchos años antes, Ser y tiempo.

Lo que hace Heidegger es la “analítica existencial del Dasein”; es decir, permanece en el plano de la teoría “analítica”, “desde la cual no se puede pasar inmediatamente a la realidad concreta de la vida individual, de ‘cada’ vida” (Marías, 1998: 389).

Marías escribió en 1989 que ha sido

menester descubrir y elaborar el sistema de categorías y conceptos propios de la vida humana, no solo en cuanto “vida personal” sino en su concreción empírica que la hace ser humana. Esto, por supuesto, está ausente del pensamiento de Heidegger –no solo de él, ciertamente– y es uno de los motivos por los que, si lo repensamos en español, vemos que no podemos olvidarlo ni contentarnos con él (Marías, 1998: 389).

El año 2001, en uno de los (alrededor de) 250 artículos que Julián Marías me dictó, recordaba que

llegué un día, como todos, a la Revista de Occidente; estaban solos y en conversación Ortega y Zubiri; me dijo el primero: “Estábamos hablando de usted, de la suerte que había sido para usted el no ir a estudiar a Alemania” (ambos lo habían hecho largamente). Me quedé pensando que había sentido muchas veces lo deseable que hubiera sido esa experiencia, pero me había hecho esta reflexión: un curso en Heidelberg o en Friburgo es algo muy tentador, pero significa un curso lejos de Madrid; un año en la proximidad de Heidegger puede ser algo precioso; pero quiere decir un año lejos de Ortega. Rara vez se hacen estas cuentas; pensé una vez y otra que no valía la pena, que era un precio demasiado alto (Marías, 2002: 603).

En 2002 Marías me dictaba que el año “1927 publicó Heidegger, a sus 38 años, el libro filosófico que es probablemente el más importante del siglo XX: Sein und Zeit”. Es “un espléndido libro, de algo más de cuatrocientas páginas, escrito en un excelente alemán, fuertemente matizado por el estilo de su autor”. Heidegger “era un hombre muy concentrado en su pensamiento, en sus fuentes principales, limitadas pero enérgicamente poseídas, bastante ajeno a los asuntos públicos y al mundo en general. Los reproches de índole política que mucho tiempo después se le hicieron me parecieron enteramente desenfocados”. Ese libro capital de Heidegger lo leyó Marías, en su original alemán a sus veinte años de edad, según él “‘desde Ortega’, después de absorber y repensar la filosofía de éste, y esto me permitió escapar a la fascinación de Heidegger, al deslumbramiento justificado que provocó en muchas mentes, y al mismo tiempo a entenderlo mejor y descubrir sus deficiencias”. La más “importante es la casi total ausencia de la idea de razón”. Cuando “se relee el genial libro de Heidegger, se advierte lo que a pesar de su penetración le falta”. Si al sustantivo “razón” “se añade el adjetivo ‘vital’, aparece claro que se trata de la vida humana misma, que ésta es el verdadero instrumento de comprensión de toda realidad como tal” (Marías, 2005: 175-178).

Enrique González Fernández, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     La traducción es mía (EGF).

2     Cfr. Freyre (1993: 391).

3     A partir de la primavera del año 2000, dictó Julián Marías sus escritos al autor de este trabajo: su correspondencia y unos 250 artículos.

4     La traducción es mía (EGF).

5     En cuanto publicó este libro, Julián Marías me pidió con mucha ilusión hacer una recensión para Cuenta y Razón, la revista que fundó y que dirigía Leticia Escardó; así lo hice, y le entregué mi trabajo (González Fernández, 1995) para que lo leyera y corrigiera lo que le pareciera.

6     La imagen equivocada que suele tenerse de Julián Marías es la de un pensador muy serio, cuando en realidad era divertidísimo, siempre de buen humor, y contaba chistes como nadie (de eso somos testigos sus amigos más jóvenes, como Alejandro Abad o Lourdes Durán). Incluso en el estado de abatimiento en que amanecía cada día después de morir su mujer, se esforzaba por alegrar la vida de los demás (recuerdo que cuando, tras una larga enfermedad, falleció el marido de Mari-ángeles Durán, nos invitó a ella y a mí a ver una divertidísima obra de teatro, en primera fila, y pueden ustedes figurarse la risa de los tres).

José Ramón Villar

San Josemaría Escrivá, fundador de la Universidad de Navarra, pronunció su homilía https://opusdei.org/es-es/article/amar-al-mundo-apasionadamente-4-2/durante la misa celebrada en Pamplona el 8 de octubre de 1967, con ocasión de la II Asamblea de Amigos de la Universidad. La secularidad cristiana y la misión de los laicos configuran dos de los temas de la conocida, con familiaridad, como la «homilía del campus».

A la vuelta del tiempo transcurrido desde 1967, año en el que san Josemaría pronunció la homilía «Amar al mundo apasionadamente» —como apareció luego titulada en España en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer—, sería pretencioso añadir nuevos comentarios realmente originales sobre la homilía. Basta asomarse a la no pequeña bibliografía histórico-teológica y espiritual que ha analizado con detalle el contexto y significado de las palabras pronunciadas por san Josemaría en aquella inolvidable ocasión. Entre ella, también se encuentra Nuestro Tiempo, con dos artículos publicados por los profesores Pedro Rodríguez y Domingo Ramos-Lissón en 2003.

Para no volver a exponer lo ya sabido por un lector conocedor de la homilía e interesado en ella, quizá sea más útil prolongar alguna cuestión tratada en aquellos textos publicados en la revista. Quien leyera entonces el análisis pormenorizado de la «homilía del campus» llevado a cabo por el profesor Pedro Rodríguez con el objeto de desentrañar «el sentido de un mensaje», ese lector, digo, encontró en la segunda parte de su escrito unas tesis sobre la secularidad. Además de otros temas, el autor abordaba el planteamiento que ofrecía san Josemaría acerca de la relación cristiana con el mundo, y su distancia con otras ideas sobre la secularidad que estuvieron en boga a finales de los sesenta del siglo pasado en ciertos ámbitos eclesiales del momento. Se podrá ilustrar esa diferencia acudiendo a un acontecimiento —entre muchos otros que cabría evocar— de aquellos años de agitación social, cultural y eclesiástica.

Un proyecto de secularización

Me refiero al llamado «concilio pastoral holandés», celebrado en varias sesiones entre 1966 y 1970, que aspiraba a ser una deliberación de la provincia eclesiástica de Holanda para la aplicación del Concilio Vaticano II. Al lector que viviera de cerca esa época le vendrá a la memoria que el estado ambiental de aquella asamblea venía dominado por un determinado proyecto de secularidad, o más bien de secularización.

Vaya por delante que el término secularización posee sentidos muy diferentes. Puede designar el proceso histórico de separación entre los ámbitos eclesiásticos y civiles, como sucedió en el Occidente cristiano a partir del siglo XVIII; o bien, por el contrario, puede referirse a una posición ideológica sobre la relación entre religión y vida, entre sagrado y profano, entre fe y razón, entre Iglesia y mundo. En esta segunda acepción se situaba la llamada «teología de la secularización» que mencionaba el profesor Rodríguez, y que podemos ilustrar brevemente a partir de los documentos provisionales de trabajo de aquella asamblea —por fortuna, no todos ellos encontraron aceptación—.

En esos textos el mundo se presentaba «como lo profano frente a lo segregado, a lo sagrado. El término mundo remitía a una realidad proyectada por el hombre, referida al hombre, a la naturaleza como hecha por el hombre. […] Además del hombre (y de la naturaleza a su disposición) ninguna causa extra-empírica influye en la historia» [1]. El mundo, lo profano, se entendía como la entera realidad dotada de dinámica propia y de finalidad inmanente a sí misma ajena a Dios. La mentalidad del hombre moderno, configurada por los avances científicos y por el análisis marxista de la historia, no dejaría espacio para la dimensión religiosa y vertical del ser humano. En esta concepción secular de la realidad no habría presencia, intervención y salvación de Dios, puesto que no habría «ninguna causa extra-empírica» que afectara a este mundo. El mundo ya no habla de Dios, porque nada habría en él superior al contenido deducido por la experiencia humana directa, ni ofrecería espacio alguno para una salvación trascendente que fuera más allá de la que es posible alcanzar en este mundo con los medios humanos.

Las consecuencias de esta visión secular para la comprensión de la fe cristiana eran necesariamente radicales. La experiencia secular del mundo ya no permitía un espiritualismo ingenuo. Para hacer significativa la fe cristiana en este nuevo contexto, el lenguaje de la fe debería sustituir sus contenidos trascendentes por otros inmanentes al mundo y así aceptables para la mentalidad secular. Por ejemplo, se proponía a la asamblea holandesa que «el reino de Dios no se puede buscar en el cielo, sino que hay que construirlo aquí en este mundo. No hay posibilidad de evasión a otra realidad». Era esta una percepción extendida en ciertos círculos eclesiásticos del momento. Como confesaba inocentemente una religiosa al teólogo francés Luis Bouyeren el agitado año de 1968: «Para mí, mi religión solo conoce la dimensión horizontal» [2]. [Así las cosas, el culto y reconocimiento de Dios, su alabanza y glorificación quedaban sin fundamento. La secularidad —según el llamado «ateísmo cristiano»— sugería que había llegado el momento en que la lectura matinal del periódico debía sustituir la oración de la Iglesia [3]; y en línea similar se proponía en la asamblea holandesa «convertir en auténtica oración el plan esmerado del programa del día, la lectura seria del periódico, la reflexión común sobre nuestra tarea en el acontecer mundano» [4]. El lenguaje cristiano cambiaba enteramente de significado cuando, por ejemplo, el teólogo holandés W. J. Veldhuis sostenía en aquellos años la necesidad de «no mirar hacia arriba» para «encontrar a Dios en el mundo» [5].

En esta comprensión del mundo, Dios sería a lo más una pura expectativa que se encuentra al final de la historia, y que los creyentes acreditan cuando se comprometen en la transformación de la realidad terrena. Un compromiso que podía calificarse como cristiano, se decía, «si tiene su norma y modelo de actuación en Jesús de Nazareth», a saber, en «su actitud revolucionaria frente al orden reinante» [6]. Jesús sería un símbolo de los cambios época que se anunciaban inminentes, y donde la fe sería «una inspiración para el servicio de la vida», «una música vital», «una posibilidad de encontrarse en la vida con más libertad y confianza» y así transformar la realidad del mundo en «historia de salvación» [7].

Naturalmente, tal identificación de la existencia con el mundo y sus tareas volatilizaba lo específico de la fe cristiana. ¿Qué Dios podría encontrarse en un mundo clausurado en sus propios límites, que no debería «mirar hacia arriba»? Ese mundo resultaría incapaz de ofrecerse como lugar del encuentro con el Dios Creador y Salvador, a quien reconocer y adorar, de la fe cristiana.

Santidad cristiana y realidad secular

En la «homilía del campus» la aproximación de san Josemaría a la relación cristiana con el mundo tiene un contexto radicalmente diferente del que proponía aquel proyecto de secularización. Esto es así porque san Josemaría, obviamente, habla a partir de la nueva criatura regenerada en Cristo mediante la fe y el bautismo, es decir, desde el don que procede de Dios, y no del mundo. Recordemos algunos datos básicos de la fe cristiana al respecto.

La fe es acogida de la palabra de Dios en la revelación y sus testimonios, que se transmite en la comunidad convocada por Dios en Cristo, que es la Iglesia. La fe es un conocimiento sobre Dios, y el cristiano tiene algo que decir en la medida en que comunica algo sobre Dios. Si solo dijese algo sobre el hombre y el mundo, sin hablar de Dios, nada aportaría a la humanidad. Por lo mismo, el creyente no puede configurar desde la fe el mundo si antes Dios mismo no lo dota de ese conocimiento —la fe— y de esa capacidad —la gracia—. No es posible amar según Dios al prójimo y al mundo si antes el hombre no sabe cómo Dios ama al mundo y al hombre mismo. El mundo no es portador de sentido al margen de Dios, pues son justamente el mundo y la existencia humana los que están indigentes de sentido. Por eso, no pueden identificarse —como proponía el proyecto de secularización antes evocado— la relación con Dios y la relación con el mundo: el hombre no llega a Dios ocupándose solo del mundo. El mundo adquiere sentido desde el encuentro con Dios en la fe de la Iglesia. Cuando se piensa que ya no se puede pedir al hombre moderno este encuentro con Dios y con su palabra, y en su lugar se remite solo a la tarea en el mundo, precisamente entonces no se descubre el significado salvador de la presencia de Dios en el mundo.

El fenómeno originario de la fe es, pues, la relación personal con el Dios de la creación y de la gracia. San Josemaría no siente necesidad de explicitar en su «homilía del campus» este contenido elemental de la fe, dándolo por conocido cuando se dirige a un auditorio sabedor de que la salvación procede de Cristo y de que no es posible «encontrar a Dios en el mundo» sin a la vez «mirar hacia arriba», por decirlo con la citada tesis de Veldhuis. San Josemaría, porque presupone todo ello, puede ofrecer entonces con tranquila confianza formulaciones incisivas con un significado radicalmente diferente de una mentalidad secularizadora. Sin riesgo de equívocos afirma la vida ordinaria como «verdadero lugar» de la existencia cristiana [8], o propone nítidamente: «No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»; o bien asegura que hay «un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» [9].

Esta afirmación de la vida ordinaria como espacio de encuentro con el Señor nada tiene que ver con postergar el templo o la vida eclesial. San Josemaría quiere subrayar más bien el valor del mundo a la luz de la fe, y lo hace con toda intencionalidad teniendo en cuenta la escasa relevancia que durante siglos la praxis eclesiástica atribuyó a la vida ordinaria en la santificación cristiana. Justamente por eso quiere afirmar en un lenguaje comprensible el valor del mundo para la santidad cristiana. «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...» [10]. Aquí se encuentra, como señalaba el profesor Rodríguez, el «eje doctrinal» de la homilía, a saber, exponer el modo de llevar a cabo «una vida santa en medio de la realidad secular» [11]. Bien sabe san Josemaría, además, que no se está dirigiendo a un grupo de religiosas de clausura o de monjes, sino a un auditorio constituido masivamente —como sucede en la Iglesia misma— por cristianos laicos, a los que expone el modo de vivir santamente su relación constitutiva con el mundo. San Josemaría, en efecto, habla de la «realidad secular», que es el ámbito propio de los laicos, y lo hace en continuidad implícita con el Concilio Vaticano II, que caracteriza a los laicos en virtud de lo que llamó «índole secular» de su condición laical [12]. Esta perspectiva de las palabras de san Josemaría nos invita a indagar en el significado de la secularidad cristiana en general, y en el modo propio de vivirla de la mayoría de los cristianos, es decir, la «índole secular» de los fieles laicos.

La secularidad cristiana

Secularidad designa la pertenencia del ser humano al saeculum (mundo en latín), esto es, al mundo creado por Dios. La secularidad es una nota antropológica común a toda persona en virtud de su condición creatural. En este sentido, todo ser humano es secular. La fe y el bautismo no anulan esta condición sino que transforman a la persona en «nueva criatura» llamada a «caminar en novedad de vida» (cf. Rm 6, 4). Esta novedad —ya lo hemos apuntado— no procede del mundo, sino del don de Dios mediante la fe y los sacramentos. San Josemaría presupone en sus oyentes este conocimiento básico de la condición cristiana: la vida nueva de hijos de Dios en Cristo, sostenida y acrecentada por los sacramentos y la oración, que comporta una nueva forma de vivir en el mundo.

Esta vida nueva no anula, decíamos, la secularidad o relación del hombre con el mundo —la misma que el cristiano comparte con los no cristianos—, que sigue siendo elemento de su condición cristiana. Con el bautismo, el mundo y su dinámica no se tornan en un simple escenario donde el bautizado desarrolla su existencia, sino que permanecen como dimensión intrínseca de su vida humana, ahora cristiana. No desaparece la secularidad. Ahora bien, la regeneración bautismal reconfigura decisivamente la relación connatural al mundo —«sana y eleva» la naturaleza, dirá la teología clásica— desde la redención de Cristoy a la espera de la consumación final. En virtud de esta nueva secularidad cristiana, todo bautizado ha de contribuir, dice el Concilio Vaticano II, «a la restauración de todo el orden temporal [13]», a «restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Cristo» [14]. Con ello no hay que temer que se confundan entre sí Dios y mundo, sagrado y profano, Iglesia y mundo; pero tampoco están en simple yuxtaposición, sino que constituyen una unidad que implica a la vez relación y diferencia, pues el orden de la gracia y el orden de la creación «aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir al universo mundo en la nueva criatura, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día» [15].

El magisterio pontificio ha designado esta nueva relación cristiana con el mundo con la expresión «dimensión secular» de la Iglesia. «La Iglesia —decía san Pablo VI— tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión». «Todos los miembros de la Iglesia —reiteraba san Juan Pablo II— son partícipes de su dimensión secular». Así pues, la secularidad es cualidad común a todos los bautizados. Precisamente porque es una nota común a todos, se ha discutido en la teología reciente qué es la «índole secular» que el Concilio atribuye como propia de los laicos. Clarificar esta cuestión es asunto capital para comprender el alcance teológico de la homilía de san Josemaría.

La «índole secular» de los laicos

Si la secularidad es común a todos los bautizados, no se ve entonces cómo pueda ser una cualidad que identifique y diferencie en la Iglesia a los laicos en cuanto tales. En realidad,  la condición cristiana sin más, al cristiano sin otra cualificación. Según esto, no existen en rigor cristianos laicos, sino cristianos. El término laico podría tener un uso práctico, pero no añadiría una cualidad propia a la condición bautismal. En cambio, quienes se caracterizan en la Iglesia por algo serían los ministros ordenados —el sacramento del orden— y los religiosos —un carisma especial—.

Nótese que la raíz de esta objeción es la identificación de la secularidad común a todos, que deriva del bautismo, con la «índole secular» de los laicos. Se olvida que la secularidad o «dimensión secular de la Iglesia» no se realiza de modo unívoco. Pablo VI y Juan Pablo II, tras afirmar que la relación con el mundo es una cualidad común a todo bautizado, precisan que «se realiza de formas diversas en todos sus miembros» (Pablo VI); si todos son partícipes de ella, no obstante «lo son de formas diversas» (Juan Pablo II). Existen modos diferentes de realizar la secularidad cristiana, según la diferente condición de los bautizados, como ministros, o religiosos o laicos. Si todos los laicos son cristianos, no todos los cristianos son laicos. Esto significa que existe algo propio en la condición laical que puede cambiar en otra. Esa cualidad caracterizadora de su vocación cristiana es la «índole secular», que el Concilio atribuye a los laicos, que constituye su forma propia de vivir la secularidad, diferente de otras —la de los religiosos, por ejemplo—, y que se caracteriza porque se lleva a cabo «desde dentro» del mundo mismo. En esa línea se mueve la segunda precisión que debemos anotar.

En efecto, cuando el Concilio Vaticano II dice que «a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales», se remite a las circunstancias que configuran la existencia de los laicos: «Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida» [16]. Esta «realidad secular» que describe el Concilio, y que san Josemaría presenta en su homilía como lugar de santidad, no es una simple circunstancia sociológica irrelevante. Si ese fuera el caso, el mundo sería simple escenario pastoral y ocasión externa para la vida y el testimonio cristiano, pero el mundo y sus tareas quedarían intocadas por la gracia y ajenas a la fe cristiana. Por el contrario, según el Concilio, esa realidad secular se transforma para los laicos en verdadera vocación divina: «Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo» [17]. Dios asigna a ese cristiano como vocación y misión, para buscar el Reino de Dios, el lugar que ya tenía en el orden de la creación —y que comparte con los no cristianos—. Por eso, san Juan Pablo II, al tratar de la identidad eclesial de los laicos, hacía notar que «la “índole secular” del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico», y concluía: «La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular» [18]. La condición bautismal es, pues, lo sustantivo que define al laico; laico es el adjetivo que cualifica su existencia. Para los laicos, su posición humana en el interior de la dinámica secular cualifica su vocación cristiana y eclesial como laicos.

Si retornamos a la «homilía del campus», las consideraciones anteriores ofrecen el marco teológico adecuado para captar el alcance del eje de la homilía desan Josemaría: la «vida santa en medio de la realidad secular» como el «verdadero lugar» de la existencia cristiana para los fieles laicos donde «encontrar al Señor».

Para concluir, conviene notar que la santificación o restauración del mundo según el designio de Dios no es tarea que ataña de modo exclusivo a los laicos. La misión de toda la Iglesia «no es solo entregar —dice el Concilio Vaticano II— el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» porque «la obra de la redención de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso del orden temporal» [19]. Este doble momento de la misión, la salvación de los hombres y la restauración del orden terreno según el designio de Dios, es tarea de todos en la Iglesia, cualquiera que sea su posición en ella. Lo exclusivo y propio de los laicos no es, pues, santificar el mundo —también lo hace el monje de otra forma desde su retiro orante—, sino el modo propio de llevarlo a cabo, es decir, desde su situación humana asumida como vocación cristiana. De esta forma los laicos hacen presente a la Iglesia en el mundo en virtud de su existencia cristiana vivida con autenticidad y, por eso, realizadora del Reino de Dios en la medida en que la Iglesia peregrina puede anticipar.

José Ramón Villar en nuestrotiempo.unav.edu/es

Notas:

[1]     Pastoral Concilie van de Nederlandse Kerkprovince (PC), Amersfoort: Katholiek Archief, 1966-1970, 5, 84.

2       L. Bouyer, La descomposición del catolicismo, Barcelona: Herder, 1969, 51

3       Cf. D. Sölle, Ateistisch an Gott glauben, 1968.

4       PC 5, 24.

5       Zerbrochene Gottesbilder, Freiburg: Herder, 109-149.

6       PC 5, 23.

7       Ídem 6, 80ss.

8       Conversaciones, n. 113e.

9       Ídem n. 114e.

10       Ídem n. 116b.

11       Ídem 123a.

12       Cf. Const. dogm. Lumen gentium n. 31.

13       Decr. Apostolicam actuositatem, n. 5.

14       Ídem n. 7.

15       Ídem n. 5.

16       Const. dogm. Lumen Gentium n. 31.

17       Ídem n. 31

18       Exh. apost. Christifideles laici, n. 15.

19       Decr. Apostolicam actuositatem, n. 5.

Antonio Jiménez Ortiz

La palabra "agnóstico" fue acuñada por Th. H. Huxley alrededor de 1869 en las discusiones de la "Metaphysical  Society" [1],  y  más  tarde (1889)  desarrolló su pensamiento agnóstico en confrontación con el cristianismo en una línea positivista [2], presentándolo como una actitud honesta y contraria a todos aquellos (gnósticos) que pretenden ir más allá de los límites que impone el conocimiento científico. Huxley creó el neologismo con consciente ironía para expresar una "abierta y cautelosa actitud intelectual  frente  a todos los  sistemas" [3]  que se  halla en completa oposición  a todo  dogmatismo,  y que  rechaza  tanto  el espiritualismo o el idealismo como el materialismo en tanto que  son  inverificables  como doctrinas metafísicas [4].

De todo esto se deduce que Huxley no defiende un escepticismo total [5]: el agnosticismo propugna una postura de abstención, más que una negación del conocimiento. Si bien algunos autores lo consideran como una forma atenuada de escepticismo [6]. E. Tierno Galván (en 1975) es claro en este punto distinguiendo netamente entre las actitudes del escéptico y del agnóstico:

"Nada hay más anti-vital que la actitud del escéptico; nada más vital que la actitud del agnóstico, que se acoge a la finitud como a su propio hogar sin intentar explicarlo desde fuera de sus límites, entendiendo que los límites de la finitud serían los límites del ser, para decirlo con el lenguaje del poema de Pannénides" [7].

Más adelante expondremos detenidamente la posición agnóstica de Tierno Galván. Lo que nos interesa ahora es mostrar cómo el agnosticismo, con diversas matizaciones y con argumentaciones racionales y vitales diferenciadas, se ha ido convirtiendo en una especie de moda intelectual en determinados círculos sociales muy influyentes. Aunque en las encuestas de opinión no aparezca un gran interés por el agnosticismo como tal, quizá por la dificultad que existe para distinguirlo exactamente del ateísmo en los ambientes normales, determinados indicios señalan una cierta difusión del agnosticismo en los países occidentales, y que, abandonando el puro nivel teórico, se ha extendido en estratos sociales más amplios [8]. Da la impresión de que el agnosticismo, en realidad, define el espíritu de nuestra época [9]:

"De hecho, todo el mundo funciona en una aetas weberiana: todo el mundo, como mentalidad de época, es agnóstico". [10]

Victoria Camps escribe que la figura de nuestra época es la del agnóstico que cuenta con una virtud, ausente en el ateo o en el creyente: la virtud de no renunciar a nada, de no admitir ningún juicio como definitivo, de conformarse, más o menos sabiamente, con la duda, la incertidumbre y la perplejidad [11].

Se trata de un agnosticismo que permea la cultura occidental y, en este caso, también estratos influyentes de la sociedad española, y que consiste primordialmente en una especie de suspensión de juicio frente a lo trascendente, oscilando entre el rechazo total del lenguaje religioso como un discurso incoherente e injustificable racionalmente y la aceptación benévola y curiosa de este discurso como algo oscuro, pero con cierta significatividad humana [12].

En los últimos años es posible comprobar un cierto proceso o tendencia que está conduciendo del ateísmo al agnosticismo, y que ha de ser tomado muy en serio [13]. Sería sin duda incorrecto e ingenuo afirmar que se puede considerar hoy al ateísmo como una cuestión obsoleta, ya sea desde el punto de vista lingüístico o desde el punto de vista objetivo. En el Vaticano II el problema del ateísmo ocupa muchas páginas, mientras que el agnosticismo es nombrado expresamente sólo una vez (Gaudium et Spes, n. 57). Sin embargo, hay multitud de indicios, observaciones y testimonios que permiten delinear desde hace tiempo un camino que conduce  del  ateísmo  al agnosticismo  y que  va siendo  recorrido por muchos [14].

El año 1989 supone para Europa y el mundo el inicio de un complejo proceso histórico, que aún no sabemos  adónde nos llevará. El fin sorprendente y humillante de los regímenes comunistas nos ha colocado ante una situación radicalmente nueva en todos los aspectos. El ateísmo militante, promovido por los estados del Este, ha desaparecido. Y en los ambientes culturales de las otras sociedades europeas se puede observar que en general el ateísmo no suele ser sostenido con la misma seguridad que en décadas pasadas. El tema "ateísmo" ha ido perdiendo interés en los círculos intelectuales, abriéndose paso más bien una actitud de cautela o incluso de inseguridad frente a las cuestiones metafísicas y religiosas, con la convicción de que sobre esos temas no se puede saber nada. Y al mismo tiempo se va imponiendo la opinión de que lo decisivo hoy es propugnar un humanismo que, más allá de las tradicionales polémicas entre ateos y creyentes, favorezca el entendimiento y la colaboración social, desterrando de una vez el fanatismo, la intolerancia, el dogmatismo... Y este humanismo se entiende a sí mismo como un humanismo agnóstico [15] que se presenta en la cultura occidental en diversas orientaciones y sostenido por distintas actitudes existenciales.

Clases de agnosticismo

La complejidad del fenómeno agnóstico es patente cuando intentamos clasificar sus diversas corrientes, ya que dentro de un mismo  tipo  de  agnosticismo se comprueban  matizaciones  importantes,  a pesar de la  base común  sobre la que se apoyan.

1.       El agnosticismo analítico

Este agnosticismo [16] es el resultado de un pensamiento que quiere ser estrictamente lógico y que reconoce y acepta sus propias limitaciones, que sólo posibilitan afirmaciones  de  carácter  racionalista.  Condena  como  algo  irracional o ideológico toda argumentación que no pueda ser fundamentada de forma puramente racional. Dejando a un lado la mutilación de la realidad y del mismo concepto de razón, que sostiene las diversas orientaciones de este agnosticismo analítico, se puede hablar de una determinada mentalidad que acepta con total naturalidad el confinamiento del conocimiento humano en los límites estrictos e insuperables de la realidad empírica: la cultura analítico-científica lleva dentro de sí la tendencia al agnosticismo [17]. Sin embargo la actitud vital consciente de los "agnósticos analistas" frente a las afirmaciones y pretensiones de los creyentes puede ser muy diversa: arrogante, indiferente, tolerante, cínica o irónica. Pero también es posible encontrar agnósticos resignados que vacilan  entre  la dimensión religiosa o el paso definitivo al ateísmo [18].

2.       El agnosticismo aporético-enigmático

De forma más sencilla podríamos denominarlo como un agnosticismo humanista: De hecho se presenta como una actitud más cercana a la vida, más concreta y diferenciada, más honesta y digna de crédito que el  agnosticismo analítico que aparece como más frío, más abstracto y más racionalista [19].

Pedro Laín Entralgo lo define escuetamente:

"El agnosticismo angustiado: el modo de vivir sin ironía, al contrario, con grave desazón íntima, esa incapacidad para moverse más allá de los límites de la pura razón" [20].

Pero se trata de un auténtico agnosticismo, que se considera como el resultado de una argumentación racional, pero, a diferencia del agnosticismo analítico, anclada en la historia. Incluso se sienten solidarios con todos aquellos que se han afanado a lo largo del tiempo por la cuestión de la trascendencia ante las experiencias del dolor, de la muerte, del mal, clamando por una respuesta, buscando una luz, renunciando a la solución religiosa o enfrentándose a ella. Se trata de un agnosticismo sostenido por la búsqueda incesante de esperanza, de reconciliación, de ansias humanas satisfechas, pero que, al mismo tiempo, es consciente de encontrarse en un callejón sin salida (aporía) y que contempla la realidad como un enigma sin solución y la condición humana como un absurdo.

3.       El agnosticismo religioso

Para el agnosticismo religioso llamado también por algunos agnosticismo dogmático) [21], no hay pruebas racionales y objetivas de la existencia de Dios, pero ésta es aceptada por la fe, como una exigencia religiosa subjetiva [22]. Esta argumentación se encuentra hoy con cierta frecuencia como consecuencia del influjo del agnosticismo filosófico y por el convencimiento de la imposibilidad de una metafísica  como saber  racional. Se cree en Dios no sólo contra la razón, sino incluso cuando la razón parece que demuestra la no existencia de la trascendencia [23].

"Fideísmo desesperado, fe a cualquier precio del escéptico; creo en la existencia de Dios, aunque la razón sea atea" [24].

Tierno Galván afirma que en el ámbito de las religiones cristianas siempre ha habido cierto fondo remoto de agnosticismo, en cuanto lo divino resulta incognoscible por ser "otra" sustancia. La solución a esta dificultad, según él,  se   logra  mediante la  fe, más  allá   de  la  comprensión [25]. Pero hay que reconocer que este agnosticismo fideístico es peligroso, racionalmente infundado y contradictorio. Corre el riesgo de desembocar en el ateísmo, porque resulta muy difícil mantener la fe sin la razón o en contra de ella. Este agnosticismo religioso se debate en una contradicción no sólo teórica sino también vital: es ateísmo teórico y teísmo práctico [26].

Y esta especie de esquizofrenia existencial conduce a la situación que B. Malinowski describió como "agnosticismo trágico", cuando se  da  la  tensión interior entre las supuestas limitaciones de la razón y el ansia  profunda  y doliente de Dios [27].

4.       El agnosticismo "popular"

Se trataría en este caso de un agnosticismo poco articulado intelectualmente, pero extendido en sectores sociales más amplios, debido sobre todo a la mentalidad positivista difundida en nuestra cultura actual. En este sentido yo lo denominaría "agnosticismo popular inducido": la visión empirista de la vida puede inducir a posturas que oscilan entre el agnosticismo metodológico (compatible con ciertas actitudes  creyentes), el  agnosticismo  existencial, entendido como abstención vital y racional frente al problema de Dios, y cierto ateísmo práctico [28]. Lo decisivo en este agnosticismo es su difusión popular en muy diversos grados y su escasa clarificación intelectual:

"No estamos ante sutilezas académicas sino todo lo contrario. La disputa de filósofos es aquí una plasmación muy directa de la que viven interiormente muchos humanos. Muchos... o casi todos" [29].

También para Tierno Galván el agnosticismo se está convirtiendo en una actitud corriente que comparte cada día más el hombre medio sin pretensiones científicas, aunque con confianza en la ciencia. Pero, a diferencia de lo dicho más arriba, es la vida y no la ciencia:, según él, la fuente principal del agnosticismo en nuestro tiempo, pues la vida, como realidad compleja, ha perdido la connotación de trascendencia y se ha hecho finitud. Así concluye que la mayoría de los hombres modernos, incluyendo muchos religiosos, son agnósticos [30].

"El agnosticismo es, así, la forma mentis por la que debe definirse la conciencia del presente. (...). En el mercado de opinión reinante todo lo llena el agnosticismo. Así es que la disposición agnóstica en materia religiosa es hoy la generalizada (...)" [31].

La posición agnóstica de E. Tierno Galván

En nuestra sociedad española E. Tierno Galván ha representado un testimonio privilegiado de esta actitud agnóstica, que ha penetrado profundamente en determinados e influyentes grupos de nuestro entorno político y social [32].

A pesar de ser bastante conocido el libro de Tierno Galván sobre su agnosticismo, pensamos que es conveniente en nuestro caso ofrecer un resumen articulado de su contenido [33].

Llama la atención la rotundidad  de la primera frase (p. 9) del libro: "Ser agnóstico  no  es ser  ateo" [34]. Afirmación  que  es corroborada  en la entrevista  a Alandar de 1985 (p. 3). Dejando a un lado la argumentación que sostiene dicha frase queremos exponer lo que positivamente significa para él ser agnóstico: la proposición "yo soy agnóstico" equivale a esta otra "yo vivo  perfectamente  en la finitud y no necesito más" (p. 15), porque el agnóstico no echa de menos a Dios y no entiende la necesidad de una realidad trascendente (p. 16), que no es posible conocer porque sus posibilidades de conocer se agotan en lo finito [35] (p. 18).

Y es en la finitud, como una situación en sí misma satisfactoria o que se satisface a sí misma (p. 16), aunque  no sea de suyo  "placedera"  (p. 50), donde el agnóstico encuentra su propio hogar [36] (p. 42). Pero el punto decisivo de su postura reside en la cuestión de la trascendencia (p. 19), cuyo contenido no puede ser verificado desde la finitud (p. 45). Por eso el agnóstico afirma que la carga  de la prueba corresponde a los creyentes en cuanto que son ellos los que se salen de lo que permite verificar la finitud (p. 77). Esto no supone la negación de la presencia de lo inefable en el mundo finito, pero el agnóstico no lo vincula a la fe. Puede vivir lo inefable, pero continúa siendo agnóstico, es decir, continúa instalado perfectamente en la finitud (pp. 24-26).

¿Cuál es la clave, por tanto, del ser agnóstico? Admitir que Dios es una hipótesis sin admitir la existencia del contenido de la hipótesis por la imposibilidad de una verificación convincente (pp. 29-30). El agnóstico no se plantea cuestiones cuya verificación no es posible (p. 31), entendiendo la palabra "verificación" como una prueba científica indubitable que no admite márgenes de incertidumbre (p. 93). De aquí su esfuerzo por  devolver  a la especie lo que  se le ha sustraído: la condición de ser fuente de lo inefable, el sentido específico del mundo y la unidad de lo material y de lo que no aparece como material, el espíritu y la naturaleza (pp. 48 ss).

A lo largo del libro Tierno Galván va exponiendo las consecuencias positivas de la actitud agnóstica:

+ La serenidad ante las contradicciones y provocaciones del mundo, y ante la muerte, sin resignación ni rencor (pp. 31-32; 85).

+ El sentido de la responsabilidad frente a lo finito [37] (p. 69), que lleva  al cuidado del mundo (p. 73), y a restituir a la vida la racionalidad (p. 97), sin caer en el desconsuelo y la zozobra ante la vida, porque nadie puede cansarse de vivir si está educado en el amor a lo finito (p. 82).

+ Fe en la utopía del mundo: la perfección de los hombres. Pero en nuestro tiempo no es la ciencia, sino la vida la que sostiene este impulso utópico del agnosticismo (pp. 78-79). Y aparecerá un nuevo hombre, al que nada de lo finito le será extraño, que estará libre de escisiones capitales, al que se le habrá restituido la justa relación con la especie (p. 65).

Para E. Tierno Galván las condiciones objetivas de nuestro mundo favorecen el aumento del número de agnósticos (p. 66), que están surgiendo como superación del conflicto entre ateos y creyentes  (p.  35).  Y  acaba  su  libro haciendo una verdadera "llamada a la conversión":

"En estos momentos el agnosticismo parece  el  único  camino  para devolver al hombre la seguridad y el entusiasmo frente a tantos millones de cristianos decepcionados para los que Dios es, aunque muchos no lo admitan, tan sólo un juguete roto." (p. 97) [38].

Sin embargo en 1985 sus palabras adquieren un tono muy diverso:

"Quizá los agnósticos como yo seamos, según se dice, "una raza a extinguir". Posiblemente. Puede que los agnósticos acaben disolviéndose en un escepticismo radical, puede ser. Es más: puede que el mundo vaya hacia ese escepticismo radical en términos generales, salvo las minorías que conservan la levadura, para emplear una expresión evangélica, expresión muy grata a San Pablo, por otra parte. Es posible. No puedo decir ni que sí ni que no. Todo es posible" [39].

La dimensión agnóstica de la posmodernidad

En 1978 Jesús Mosterín proponía la necesidad de desarrollar una nueva actitud ante la vida, a la vez racional y sensual, escéptica y comprometida, haciendo un esfuerzo por racionalizar completamente nuestra cultura [40]. Y cerraba la reflexión del capítulo con estas palabras:

"Algún día lejano nuestro sol, convertido en gigante rojo, calcinará sus propios planetas. Y en definitiva, ¿qué? -En definitiva, nada. Todo provisionalmente-. Y después de todo, ¿qué? -Después de todo, nada. Antes de morir, digamos: -Hemos lanzado una mirada lúcida sobre el universo ingente. Nos hemos encarado con nuestros problemas y no hemos buscado consuelos ilusorios. Hemos gozado de la vida en la medida en que de nosotros dependía y sólo el destino implacable ha marcado los límites de nuestra felicidad. Hemos aceptado el destino y la muerte, pero no nos hemos doblegado ante los ídolos. Hemos templado la cultura de nuestros padres en el fuego de la razón y hemos fraguado un instrumento dúctil para la  consecución  de  nuestros  fines,  fines  que son más anchos que nuestra vida  y se desparraman  en el tiempo.  Este es  el sentido que hemos dado a nuestras vidas sin sentido" [41].

En el momento actual no creo que sea aceptado vitalmente y de forma numéricamente significativa este "pathos"  de talante heroico. Hoy casi todo en el entorno social tiene más bien un carácter "light": nos movemos entre fragmentos, bajo los destellos artificiosos de lo falso, con la nostalgia acariciada de las utopías perdidas, en la cultura del VACIO. En otras palabras, no tenemos más remedio que enfrentamos, como creyentes, al desafío de la posmodernidad.

Al entrar en este punto debemos reconocer que no existe una definición clara y unánime del fenómeno posmoderno [42]. Creemos que se trata de una tendencia cada vez más influyente desde el punto de vista cultural, vivida como una especie de talante, como un estado de ánimo en el que, pensamos, se prolonga y se extiende un agnosticismo menos pedilado que el agnosticismo "clásico", menos trágico, menos idealista, más difuso, pero también más totalizante.

Para J. M. Mardones la posmodernidad, con su interpelación a la despedida  de todo fundamento  y con su  desmitificación  radical  de toda  realidad global, es  una forma  de ateísmo nihilista [43] no es un  ateísmo  de reapropiación,  como en el pensamiento de Feuerbach, según el cual el hombre se re-apropia de una esencia suya alienada en el ídolo de lo divino, ni es un ateísmo humanista en sentido prometeico [44]. El ateísmo posmoderno es un nihilismo positivo, como gran oportunidad  de creatividad  y libertad,  que quiere evitar la  imposición   de nuevos valores absolutos. En este sentido interpreta Mardones el pensamiento de G. Vattimo [45]. Pero cuando Mardones afirma  que el pensamiento  posmoderno  es un escepticismo racional que tiene gran confianza en las raíces de la  vida  y de la realidad, un escepticismo radical frente a las pretensiones de la razón por nombrar lo indecible, que no posee un discurso sobre lo último y primero, sobre el Absoluto, sino un silencio como interrogante, ya que el Absoluto es aquello sobre lo que no se puede hablar y que hay que gozar en el  manantial  de  la vida [46] ¿no está en realidad describiendo una especie de agnosticismo vital, más totalizante que el agnosticismo "clásico", un agnosticismo incluso de la utopía en el seno de la cultura del Gran Vacío, como expresivamente lo describe Rovira Belloso?:

"De momento, Kundera y Eco nos introducen en la cultura del Gran Vacío: ni propiamente atea ni propiamente antirreligiosa, ya que quizá permanece la nostalgia; tal vez la nostalgia olvidada como un vacío más en el campo de la conciencia. Pero ese vacío no deja de señalar la espera -o la esperanza- de que pudiera haber un contenido (por cierto, sin trampa ni cartón) que lo llenara. De momento, es el Gran Vacío que ha perdido la confianza de que pueda ser real aquel Amor "che muove il sale e le altre stelle [47]".

El mismo Rovira Belloso afirma que, una década después del "manifiesto agnóstico" de Tierno Galván, hay que reconocer la existencia de  un  nuevo agnóstico que  ni  siquiera  se  pregunta  ya  por  la  utopía [48].  Según  J.  Baudrillard la verdad es un señuelo que nos seduce pero imposible de alcanzar jamás:

"La obsesión por desnudar la verdad, por llegar a la verdad desnuda, que impregna todos los discursos de interpretación, la obsesión obscena por alzar el secreto es exactamente proporcional a la imposibilidad de conseguirlo jamás. Cuanto más nos acercamos a la verdad, más retrocede ésta hacia el punto omega, y más se refuerza la obsesión por alcanzarla. Pero esta obsesión no hace  más que hablar en favor de la eternidad  de  la seducción y de la impotencia para acabar con ella" [49].

Para Carlos Díaz el agnosticismo es el denominador común de la mayor parte de los pensadores de la joven filosofía española, a los que considera posmodernos [50]. El caso de Javier Sádaba resulta sintomático. Expresa  su simpatía por el "posmodernismo de resistencia" [51] y mantiene una postura agnóstica:

"Decía Heidegger, en uno de sus últimos pensamientos más citados, "Sólo un Dios puede salvarnos". Yo tanto no diría; ya que mantengo una actitud agnóstica respecto a la religión aunque me interesa mucho, pues el elemento religioso es como la sombra del hombre: no entiendo mucho una sociedad que no tenga planteamientos religiosos y pienso  que uno de los males de nuestro siglo es la mala secularización, es decir, la creación de una especie de teología ante la pérdida del sentido del misterio que estaría representada en la divinización del futuro, la tecnología o el poder" [52].

Y al mismo tiempo que se declara muy interesado por la religión, despoja de relevancia cultural al "viejo debate sobre Dios", ya que lo normal en nuestros días es que un hombre adulto y razonablemente instruido no se presente ni como creyente ni como incrédulo,  sino  que se despreocupe  de tales cuestiones [53].  Y  el precio que hay que pagar le vale la pena:

"Al agnóstico, las cosas, por el contrario, le rezuman inestabilidad. Pero esto no le lleva a lanzarse y apresar algo estable (…), sino que permanece insatisfecho, irreconciliado con un mal mundo. Siempre le cabe imaginar uno mejor" [54].

Por tanto hay que  defender la vida cotidiana. Es la  única  que tenemos: el barrio, la salud, la cultura, nuestros goces y nuestros dramas son los  lugares desde los que proyectar nuestro buen vivir. Y ellos tendrían, por sí mismos, la sustancia suficiente como para  otorgar  eso  que  llama  "el  sentido  de  la  vida" [55]. Y acaba así su reflexión:

"Llegamos al final. ¿Nos ha conducido nuestro análisis a algún sitio? Probablemente no. De cualquier forma nos ha  alejado  de  otros  lugares. Nos aleja de los dogmatismos explícitos o tácitos. ( ). Nuestra modestia, por el contrario, está en relación con nuestra oscuridad. Por eso nuestro escepticismo es radical. En la esquina está la esperanza. En la esquina, con los mismos derechos, está la desesperación" [56].

Conclusión

No resulta fácil definir los  perfiles  de la actual  experiencia  del  hombre en Occidente. ¿Cuáles son las líneas dominantes de la situación cultural? ¿Modernidad o posmodernidad? ¿O una modernidad que intenta  superarse  críticamente a sí misma en medio de la confusión reinante? ¿Y desde el punto de vista religioso: ateísmo, agnosticismo, indiferencia, retomo de lo sagrado?

Sin embargo pienso que podemos sacar algunas conclusiones sobre el mundo de la increencia, que se pueden considerar provisionales, pero suficientemente indicativas para estos momentos:

a)       Parece ser que el ateísmo militante, de corte humanista, está perdiendo vigencia.

b)       El agnosticismo tiene un influjo importante en  círculos muy influyentes de la sociedad europea y española. Se trata del agnosticismo "clásico", producto natural de la modernidad, por tanto guiado por los ideales del progreso,  del  poder de la razón, de la libertad, de la emancipación del hombre, un agnosticismo que confía en el proyecto ilustrado de una sociedad más justa  y solidaria.

c)       Pero en los últimos años, sobre el fondo de la indiferencia y del nihilismo, ha ido creciendo, como fruto de la crítica de la modernidad, la sensibilidad posmoderna, sostenida por un agnosticismo  difuso, pero más totalizante y radical, que se va expandiendo no por la fuerza del humanismo comprometido, sino por los cauces tortuosos de la fragmentación existencial y ética, de la ironía, del desencanto... [57].

En el próximo artículo queremos exponer la posibilidad de un diálogo crítico con el "agnosticismo clásico", representado de forma prioritaria en nuestro ámbito social por la obra de E. Tierno Galván [58]. La fe cristiana no tiene la pretensión ideológica de un conocimiento total y definitivo  de la  realidad. Pero vive de la convicción singular de que en Jesucristo se nos ofrece la salvación de Dios, Misterio de Amor que sostiene y da sentido a toda la realidad. Desde la coherencia con esa convicción, la fe debe estar abierta, con actitud tolerante, al encuentro con cualquier interlocutor  que le pregunte por la razón de su esperanza  (1P 3, 15-16).

Antonio Jiménez Ortiz en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Cf T.H. HUXLEY, Collected Essays V, London 1893-1894, 237- 239. Acerca del origen  y la historia del agnosticismo, sobre la figura de Huxley, cf. B. Y. LIGHTMAN, The origins of agnosticism: Victoria unbelief  and  the  limits of Knowledge,  Baltimore 1987.

2      Se trata del ensayo Agnosticism and Christianity, publicado más tarde en Collect. ed Essays V, London 1893-1894. Para matizar adecuadamente debemos señalar que Huxley atacó duramente a los seguidores ingleses del positivismo de A Comte y su "religión de la humanídad". Cf. sobre esto  el comentario  curioso de C. CAMPBELL,  Hacia una  sociología  de la irreligión, Madrid  1 977, 71: "Este último (Huxley) era bien conocido por "perseguir a los positivistas con mayor encono que un obispo".

3      G. PATZIG, Agnostizismus. Philosophisch, en Di Religion in Geschichte und Gegenwart 1, Tübingen  1957,  175.

4      Cf Collected  Essays  V, 210 ss. 230.  233.  248.  309.  3l7 ss.  Y en  este sentid o lo interpretan J. FERRATER  MORA,  Huxley,    Thomas  Henry, en  Diccionario de Filosofía 2, Madrid  19813, 1 585; B.  GUSTAFSSON,  Agnostizismus, III.  Ethisch  en  111eologische  Realenzyklopädie 2,  Berlin-New York 1978, 96-97.

5      Cf. M. F. SCIACCA, Agnosticismo, en Enciclopedia Filosófica l Firenze 1967,99.

6      M. F. Sciacca comenta en l. c.: "(...) en realidad es tan antiguo como Protágoras, que en un fragmento (DIO. LA.E., l X, 51) afirma: "En relación a los Dioses ignoro si existen o si no existen, y qué aspecto tienen"."

De la misma opinión es J. SPlEIT, Agnosticismo, en Sacramentum Mundi 1, Barcelona 1972, 66; y otros autores como señala K. NIELSBN en Agnositicism, en Dictionary of the History of Ideas I, New York 1973, 17; G. Patzig, sin embargo, diferencia claramente entre agnosticismo y escepticismo (cf l. c.).

7      E. TIERNO GALVÁN, ¿Qué es ser agnóstico?, Madrid 1976 2 64. La primera ed. es de 1975. Sin embargo en la entrevista concedida al periódico mensual "Alandar" (8. 7.  1985)  para  ser publicada como folleto, Yo no soy ateo (Folletos Alandar 1) 7, afirma: "Puede que los  agnósticos acaben disolviéndose en un escepticismo radical, puede ser."

8      Cf. B. GUSTAFSS0N, o.e . 96; C. Díaz, Preguntarse por Dios es razonable. Ensayo  de Teodicea, Madrid 1989, 57.

9      Cf. S. ALVAREZ TURIENZO, Cara y cruz del agnosticismo. Fe e increencia a debate, en "Biblia y Fe" 13 (1987) 373.

10      Ibid. 388. En Modelos de racionalidad en el agnosticismo español actual, en "Revista Española de Teología" 49 (1989) p. 426, J. L Ruiz de  la  Peña  afirma,  sin  embargo,  que  "la increencia española actual se decanta, más que por el agnosticismo,  por  un  ateísmo  que,  en  algún caso (Savater, Trías) cobra  ribetes  de  anti-teísmo  agresivo.  Los  que  se  auto-titulan  agnósticos (Tierno, Sádaba) lo hacen  por  motivos  que  más  tienen  de pose  intelectual  que  de  rigor  discursivo (    );  de la  mesura  -más  de  forma  que  de fondo,  todo  hay  que  decirlo-  exhibida  por  Tierno  se va pasando a una intolerancia doctrinaria (…)".

11      Cf. V. CAMPS, La imaginación ética, Barcelona 1983, 78.

12      J. MARTÍNEZ CORTÉS en La increencia hoy en España. Aproximación Sociológica, en "Sal Terrae" 74 (1986) 168 afirma: "Lo que ciertos ambientes sociales, diríamos, agnósticos, transmiten es la impresión de una benévola y cortés indiferencia, suavemente matizada de interés (el que se puede manifestar por una corporación a la que no se pertenece). La religión es hoy culturalmente aceptable -mientras no sea públicamente nociva- y su manifestación social, cuando no está guiada por conflictos de intereses, enriquece la vida comunitaria con costumbrismos pintorescos. ¿Estaría esto muy lejos de lo que pudiéramos llamar "discurso del agnóstico español moderno"?."

13      Sobre esto cf. H. R. SCHLETIB, Vom Atheismus zum Agnostizismus, en H. R. SCHLEITE (Hrsg.) Der modeme Agnostizismus, Düsseldorf 1979, 207-223. Sostiene la  misma  opinión  de Schlette desde otra perspectiva distinta G. HOTIOIS, De la science athée a la technique agnostique, en J. MARX (Ed.), Athéisme et Agnosticisme. Colloque de Bruxelles - Mai 1986, Bruxelles 1987, 133-142.

14      Cf. H. R. SCHLETTE, ibid. 209-210. Como ejemplo de esta sensibilidad propone a Jean Améry, sobre el que ha escrito el artículo Améry, en K.-H. WEGER (&l.), La critica religiosa en los tres últimos siglos, Barcelona 1986, 27-29.

15      Cf. H. R. SCHIEITE, o.e. 213-215; 223. Me parece interesante la afirmación  de H. Günther de que el marxismo considera al agnosticismo como un rival, pues quien arroja a Dios de la metafísica, puede arrojar también a la Materia de las ciencias (Cf. Agnostizismus Il. Philosophisch, en theologische Realenzyklopiidie 2, Berlin - New York 1978, 94. Cf. sobre esto mismo la cita original de Huxley reproducida por este autor en pp. 96-97). Teniendo esto en cuenta resulta sorprendente la afirmación de J. Splett en Agnosticismo, 66: "Agnósticos en sentido absoluto son los partidarios de toda forma de positivismo, pragmatismo y materialismo."

16      Cf. H. R. SCHLETTE, ibid. 216-217. Hans Waldenfels  sigue a este autor  en su clasificación del agnosticismo en agnosticismo analítico y agnosticismo aporético-enigmático en su obra Kontextuelle Fundamentaltheologie, Padcrborn - München - Wien - Zürich  1985,  120-123. Resulta interesante la división y descripción que hace J. Sommet de los agnósticos negativos y de los agnósticos positivos, en La indiferencia religiosa,  hoy. Esbozo  de diagnóstico,  en  "Conciliurn" 19 (1983) 158-159.

17      Cf. S. ALVAREZ TURIENZO, o.e. 379.

18      Cf. H. R. SCHLETTE, o.e. 217.

19      Cf. ibid. 218.

20      P.  LAÍN ENTRALGO ,  El creyente  ¿rey o necio?. Modos y grados  de creer, en "El Ciervo" n. 444 (1988) 5.

21      Cf. B. GUSTAFSSON, o.e. 97; 98, que atribuye a teólogos católicos la distinción entre agnosticismo puro y agnosticismo dogmático.

22      Esto es propio de ciertos ámbitos protestantes, como afirma J. SPLETT, o.e. 67- 68, pero distingue entre la motivación teológica del agnosticismo de la Teología Dialéctica y la dimensión agnóstica de gran parte de las modernas teología y filosofía protestantes de  la: religión que dependen, en este caso, del influjo de Kant. Igualmente J. de Vries (Cf. Agnostizismus. l. Philosaphisch, en Lexikon  für Theologie und Kirche 1, Freiburg  i. Breisgau  1957, 200) y K. Rahner (Cf. Agnostizismus. Il. theologisch del mismo diccionario p. 202) subrayan  también  el influjo  de Kan t en la admisión, expresa o implícita, de un presupuesto agnóstico en las modernas teología y filosofía de la religión en el campo protestante. Sobre esto cf.  las afirmaciones  de  B. Gustafsson, autor protestante, que corrobora lo dicho en esta nota (Cf. Agnostizismus, 97).

23      M. F. SCIACCA, o.e. 101; B. GUSTAFSSON, o.e. 98-99, donde además dice que, según el análisis del pensamiento católico, habría tres clases de agnosticismo dogmático: el fideísmo, el agnosticismo romántico y el agnosticismo ético - formal.

24      M. F. SCIACCA, l. c. Y pone como ejemplos a S. Kierkegaard y a M. de Unamuno.

25      Cf. E. TIERNO GALVÁN, ¿Qué es ser agnóstico?, 19-20.

26      M. F.  SCIACCA,  o.e.  102.  Sobre  la  existencia  de  "agnosticismo  religioso"  en otras religiones,  cf. H. R. SCHLETIE, o.e. 219-220 (sobre todo n. 30); A V. STROM, Agnostizismus. l. Religionsgeschichtlich, en Theologische Realenzyklopadie 2, 91-92.

27      Este ejemplo es ofrecido por B. GUSTAFSSON, o.e. 99.

28      J. GÓMEZ CAFFARENA, Rafees culturales de la increencia. La mentalidad empirista, en "Razón y Fe" 210 (1984) 277-281; ID., Rafees culturales de la increencia,  Madrid  -  Santander 1988, 9-14; J. MARTÍN VEI.ASCO, increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Santander 1988, 51.

29      J. GÓMEZ CAFFARENA, o.e. 13. El autor intenta describir en este punto la situación personal que produce la mentalidad empirista ante las opciones atea o agnóstica.

30      Cf. E. TIERNO GALVÁN, o.e. 79.

31      S. ALVAREZ TURIENZO, o.e. 379-380.

32      Cf. J. MARTÍN, o.e. 47.

33      Citamos por la segunda  edición: E. TIERNO GALVÁN, ¿Qué es ser agnóstico?, Madrid 19762. En Yo no soy ateo (Folletos Alandar 1), (entrevista realizada el 8.7.1985) hace afirmaciones que, en cierta manera según nuestra opinión, matizan la seguridad de los planteamientos del libro publicado  diez  años  antes,  y que  tendremos  en  cuenta.  J. Gómez  Caffarena  piensa  que en  esta entrevista, pocos meses antes de su muerte, Tierno Galván  no rectifica las posiciones  básicas  de su libro, pero sí percibe un cambio de acento, y el tono es más perplejo, cf. J. GÓMEZ CAFFARENA, La lección de un agnóstico: Enrique Tierno Galván, en "Sal Terrae" 74 (1986) 195.

34      "'Resulta interesante comprobar que Leslie Stephen, en su obra An Agnostic's Apology and Other Essays, London 1893, afirma ya en los primeros párrafos que ser agnóstico es rechazar el "ateísmo dogmático" (Citado por K. NIELSEN, o.e. 19).

35      Me parece conveniente transcribir en este momento afirmaciones del folleto de 1985 que resultan algo sorprendentes: "Es más, en los agnósticos, en bastantes agnósticos, con frecuencia se da la dualidad de una conciencia inquieta que tiene tendencia a conectarse oracionalmente con el Fundamento y una razón que no comprende la escatología eclesiástica de cualquier Iglesia que sea, y que no entiende cómo puede haber un Dios personal trascendente. Es decir, que el agnóstico está finalmente convencido de que la religión  es necesaria  y el agnóstico  tiene sus compromisos  con el Fundamento. Lo que no ve es personalizado ese Fundamento." (p. 3).

"El Fundamento que para los cristianos es un Dios trascendente, para los agnósticos es un fundamento que está dado en la vida, en la vida en términos muy generales, incluso en la vida cósmica y en la vida teológica." (p. 5).

Y a esto añadimos: "Así que el agnóstico es, sobre todo, una inteligencia problemática que no acaba de entender la posibilidad de la trascendencia del mundo." (p. 4).

36      Confrontamos esto con afirmaciones del Yo no soy ateo de 1985: "Y nos encontramos también con la nada. En el fondo, está el telón, la nada, y realmente no nos satisface tener como fundamento y telón de fondo la nada; porque la nada, aquí, adquiere cierta sustantividad y había que preguntarse qué es esa nada que tiene una cierta sustantividad, que no es sólo la contradicción lógica del ser. Pero no pasamos de ahí porque la investigación y la razón no pueden pasar y admitimos que es el Fundamento, pero, como decía antes, no lo admitimos ni trascendente ni personalizado." (p. 7).

37      Sobre el compromiso político de E. Tierno Galván pueden consultarse los artículos del monográfico dedicado a su persona "Sistema" n. 71-72 (1986), y el libro de su discípulo RAÚL MORODO, Tierno Galván y otros precursores políticos, Madrid 1987.

38      Resulta interesante comparar esta conclusión de Tierno Galván con la frase, citada por K. NIELSEN, o.e. 20, de Leslie Stephen en 1893: "El agnosticismo, concluye Stephen, es la única alternativa razonable y viable." Sobre la afirmación de Tierno de que "el agnosticismo parece el único camino para devolver... el entusiasmo ", cf. esta cita de 1962: "El proceso de secularización ha concluido y no caben entusiasmos secularizados. Por otra parte, el bienestar repugna al entusiasmo. Faltan los millones de entusiastas impelidos por la conquista del pan o de un puesto mejor. Aún hay ambiente, pero la mentalidad de lucha que produce el hambre está desapareciendo. Midiendo con unidades de alguna extensión, no cabe confiar en la reaparición del entusiasmo." (Tradición y Modernismo, Madrid 1962, 189).

39      E. TIERNO  GALVÁN,  Yo no soy ateo, 7.

40      Cf. J. MOSIBRÍN, Racionalidad y acción humana, Madrid 1978, 70.

41      Ibid. 71.

42      Cf. sobre el tema de la posmodernidad los artículos que he publicado anteriormente: A vueltas con la posmodernidad (/): los rasgos de la sensibilidad posmoderna, en "Proyección" 36 (1989) 295-311; y A vueltas con la posmodernidad (y //): UJ teología ante los desafíos de la sensibilidad posmoderna, en "Proyección" 37 (1990) 49-59.

43      Cf. J. M. MAROONES, Posmodernidad y cristianismo, 81-84. En "Babelia" (Revista de Cultura en "El País"), n. 3, 2.11.1991, p. 3, en la entrevista que le hace Juan Arias "Los dioses posmodernos son peligrosos", respondiendo a la pregunta: "¿Pero no es la religión privada o esteticista la que predomina en la cultura posmoderna?", ha afirmado: "Ciertamente el posmodernismo no es ateo y en él coexisten varias tendencias, desde la casi mística de  Vattimo  de la "mirada inaugural a la realidad", a la neoconservadora del Papa Woytila, pasando por la fundamentalista y la renovadora. Pero lo cierto es que puede existir un peligro mayor en cierta religiosidad posmoderna, difusa, emocional y estetizante que en el ateísmo de ayer.

44      Cf. G. VATTIMO, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, Barcelona 1986, 33-34. Lyotard  por su parte propone, frente  a la religión  e incluso al ateísmo, un "paganismo" desenfadado y festivo (Cf. Dispositivos pulsionales, Madrid 1981, 279- 280; 292).

45      Cf. J. M. MARDONES, Postmodernidad y cristianismo, 84-86.

46      Cf. ibíd. 100-11O.

47      J. M. ROVIRA BELLOSO, Fe y cultura en nuestro tiempo, Santander 1988, 48. En relación con la metáfora AMOR-LUZ con que acaba la cita de Rovira  Belloso,  quiero  proponer  a reflexión  un texto de Fernando Savater, publicado  en  "El  País Semanal",  n. 570, 13-111-1988,  p. 8, y que cierra la página de su "Historia  natural":  "Cuando  llega  la noche  y  todo se hace  oscuro,  no resulta  fácil  dar con la jaculatoria adecuada. El viejo Kant, presa de pesadillas  arterioscleróticas  en sus últimos  años, anotó como propósito en su  agenda:  "No  entregarse  a  los  pánicos  de  las  tinieblas."  Con menos coraje, pero quizá con más realismo, los indios de la costa  californiana  que  habitaban  allá donde los españoles fundaron San Francisco solfan rezar al acostarse: "Cuando llega la  noche,  por favor, por favor, que me corresponda la pequeña tiniebla y no la grande"."

48      Cf. ibíd. n. 168, 87-88. Pensamos que de forma parecida se ha de entender la frase de A GÓNZÁLEZ MONTES, en La increencia en España, reto a la fe y al testimonio común de los cristianos, en "Diálogo Ecuménico" 21 (1986)  170: "La actitud  que mejor cuadra  con el mundo de hoy, con sus coordenadas histórico - espirituales es la del agnosticismo indiferentista." Battista Mondin, describiendo a los enemigos de la teología natural ("los ontologistas, los nihilistas, los agnósticos y los fideistas") afirma que el "pensamiento débil" desciende del agnosticismo ·de Kant (Cf. su trabajo Teologia naturale e dialogo con l/'ateo, en "Archivio di Filosofia" 56 (1988) 532).

49      J. BAUDRILLARD, El otro por si mismo, Barcelona 1988, 63.

50      Cf. C. DÍAZ, La última filoso/fa española: una crisis críticamente expuesta, Madrid 1985, 79;  85; 89; 94; 173.

51      J.SÁDABA, La serpiente de la posmodernidad, en "El País" 27-VIII-1985, p. 9.

52      JAVIER SADABA, ilusionado buscador de causas perdidas (Entrevista realizada por l. Marina Grimau), en "Punto y Coma" n. 10 (1988) 61. En esta misma entrevista, p. 63, afirma en línea con el pensamiento posmoderno: "Hay que aprender a vivir no fundamentado, porque la libertad, en último término, no se fundamenta más que en ella misma. Lo que hay que hacer es denunciar, ser muy crítico con las malas fundamentaciones, contra los simulacros de fundamentación que hay y darse cuenta de que cuando uno se sabe sin ninguna fundamentación se es consciente de que realmente es hombre, y eso es mucho más importante que las malas fundamentaciones."

53      J. SÁDABA, Saber vivir, 80. Cf. además pp. 79; 91; 93.

54      ibíd. 94.

55      Cf. ibíd. 37; 76-77; 154; 161.

56      ibíd. 177-178.

57      Cf. J. L RUIZ DE LA PEÑA, o. c. 428: "La alternativa nietzscheana "o Dios o la nada" parece superada al día de la fecha; ésta sería la aportación  más nueva  de la  actual increencia.  Entre  los dos cuernos del dilema emerge ahora un tertium quid: un quid precarizado, pero real, más real que la nada  y,  por  supuesto,  que Dios. Equidistante  tanto del nihilismo  como  del holismo  teológico, el tertium quid reza: soportable levedad del ser. Se reconoce de buen grado la naturaleza infundada de ese quid, pero de ella no se deduce ya -como hicieran  el  existencialismo  y  el nihilismo cioranesco- su nulidad ontológica, sino una obstinada voluntad de  asentamiento  en  y sobre él. Así pues, que la levedad del ser sea insoportable es un invento de  Kundera.  Por  estos pagos lo insoportable es la densidad, no la levedad.  El sí a lo light y el no  a lo heavy (salvo  acaso si se nos propi na en forma de rock) son la apuesta ganadora."

58      Sobre el diálogo con la posmodernidad ya reflexionamos en el artículo de A vueltas con la posmodernidad (y ll), cf. n. 46.