Domingo Bianco Fernández

1. Hegel o la critica religiosa de la religion

Comenzar por un esquemático recordatorio de  la crítica  hegeliana  de  la religión tiene, un  interés  superior  al  meramente histórico, puesto  que  abandonar  el  cobijo  idealista le está resultando al pensamiento  actual mucho más difícil de lo que se cree.

Si los hombres aceptan someterse a Dios como a su Amo absoluto y entregan de ese modo su libertad es, enseñaba Hegel, por miedo a la  muerte  y  como  precio por el consuelo de soñar una vida en el Bien eterno. Los hombres no nos veremos libres de amos humanos o del Amo divino mientras no aceptemos resueltamente el hecho inexorable y definitivo de nuestra propia muerte.

Pero Hegel no detuvo su filosofía en el  análisis  de ésta que él llama «conciencia desgraciada»,  sino que  en su sistema dialéctico general integró «lo negativo»  como un momento esencial, como el motor que impulsa la historia humana hacia el fin  positivo  del  Espíritu  absoluto. El propio Hegel sostiene expresamente  que  la síntesis de lo particular y de lo universal que Cristo representaba en cuanto Dios (universal) hecho carne (particular) debe efectuarse, aunque no  después  de  la  muerte,  sino  ahora y por nuestra acción; no en la trascendencia fantástica de lo sobrenatural, sino en la inmanencia. del  Concepto  que se encarna en el Estado moderno,  en cuanto cónciliador que la justa organización social (lo universal) y de la libertad de los individuos y grupos particulares.

Al traducir a conceptos las representaciones imaginativas de la religión, la crítica idealista proyecta la infinidad divina sobre el  plano  de  una  estatolatría  monista. El Espíritu absoluto, la idea de la idea (Noesis noeseós), la síntesis  superadora de acción  y pensamiento, de  realidad  y concepto, de naturaleza  y  espíritu,  de  vida  y  muerte, los alcanzaría la Historia en una Razón absoluto manifestada como Razón de Estado.

La crítica idealista de la religión se convierte  así, como decía Feuerbach antes  de  Marx,  en  un  sucedáneo de la religión, en una soteriología intramundana, en la última astucia de la razón para consolar a los  hombres  de su condición indigente.

2. Marx o el idealismo subyacente a una filosofía de la praxis

Es bien sabido que Marx entiende por religión la ideología segregada por un organismo enfermo. En un mundo material que separa al hombre de sí mismo y le impide realizarse, el hombre proyecta su  realización  al cielo imaginario de la religión y crea la idea de un Dios creador de todo, incluído el hombre. Al producir  la idea  de Dios, el hombre  se  rebaja a considerarse  producto  de su producto.

Desde Fichte hasta los neohegelianos de izquierda, todo el idealismo alemán ha concebido al hombre como productor en la aceptación más radical: en la de libertad creadora, y ha rechazado apasionadamente la  heteronomía del hombre. La producción humana no podría venir determinada por ninguna  instancia  superior,  declaraban los  idealistas,  porque  cualquier  idea  de  un  orden divino o sobrenatural es, como tal idea, un  producto  humano Max Stirner, el último y más radical neohegeliano, escribió El único y su propiedad para proclamar la absoluta soberanía del yo humano y prevenir el riesgo de que el individuo paralice, al objetivarse en su creatura, el dinamismo  activo  y creador  que constituye  la verdadera vida.

¿Dice lo mismo la crítica marxiana? En absoluto.  Las ideas   de   Stirner   y  demás  familia  idealista  le   parecen «fantasías inocentes y pueriles». ¿Por qué? Porque no se libera a los hombres sólo por descargarles de sus fantasmas cerebrales. Eso sería tan ridículo, dice Marx, como suponer que para no caer en el vacío baste quitarse de la cabeza  la idea de gravedad.        .

No es sólo el pensamiento lo que está por liberar, porque no hay otro pensamiento que  el  de  los  individuos de carne y hueso y si éstos no son libres en la realidad tampoco lo será su pensamiento.

La ideología (por ejemplo, la religión o la economía política) es el mundo al revés puesto que convierte a los productos (Dios o el capital, respectivamente) en productore del productor (el hombre), pero lo que pone cabeza abaJo el mundo de la ideología no es ningún error de pensamiento, sino el vuelco histórico por el que el producto material del trabajo, convertido en capital, se expropia la producción misma, transformando al trabajo en mercancía. El fetichismo religioso es un reflejo del fetichismo de la mercancía que expresa, a su vez, la inversión de la relación productor-producto en el orden práctico­material.

La crítica marxiana del idealismo no se funda en una filosofía de la historia; lo que ya era el idealismo hegeliano, sino en una filoso/fa de la praxis que obliga a trascender incluso los planteamientos históricos y  el concepto de historia:

«La primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de  toda  historia,  es  que  los hombres se encuentren, para hacer historia, en condiciones de  poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, cobijarse bajo techo, vestirse y algunas cosas más (... ). La producción de la vida material es una condición fundamental de toda historia que lo mismo hoy que hace miles de años necesita cumplirse todos los días y a todas horas simplemente para asegurar la vida de los hombres (...). La satisfacción de esta primera necesidad (...) conduce a nuevas necesidades y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico» (1).

Nunca desarrolló Marx esta filosofía de  la  práctica que La ideología alemana y las Tesis sobre Feuerbach anuncian. Pero hasta sus escritos finales,  el  último  fundamento de la ciencia marxiana, del «materialismo histórico» entero, es la filosofía que afirma  la irreductible  prioridad de un orden práctico cuyo núcleo de  exigencias es  anterior a la historia, invariable y fijo. Todavía el escrito de 1880 contra el economista Wagner insiste en  la  primicia de esa Praxis que es  el  terreno  originario  de  la  verdad del conocimiento y del lenguaje:

«Los hombres no comienzan de ningún modo por encontrarse a sí mismos en una relación teórica con las cosas del mundo exterior sino, a ejemplo de codo animal comienzan por comer, beber, etc., es decir, comienzan por comportarse activamente y apoderarse  de  ciertas  cosas por la acción, satisfaciendo así sus necesidades. Más tarde, designarán esas cosas mediante un lenguaje según les aparece en función de su experiencia práctica» (2)

No niega Marx que la validez lógica y metodológica de cualquier construcción teórica guarde un valor autónomo, mensurable por criterios meramente  especulativos, pero sí sostiene que la verdad objetiva del conocimiento, es decir, de toda teoría que sea más que tautoló­ gica, sólo puede probarse en y por la práctica (Tesis 2 sobre Feuerbach). La teoría jamás podrá reducir la heterogeneidad de sus fundamentos  práctico-materiales  y  es en la pretensión contraria en lo que radica el carácter ilusorio del idealismo.

¿Cómo es posible que hayan caído en el vacío cien años de insistencia en lo definitivamente inconmensurable de los dos órdenes y continúe hoy generalizada la creencia de los intelectuales en un acercamiento asintótico del orden teórico al orden real? ¿Por qué el idealismo resurge una y otra vez con la misma fuerza,  como si fuese inmune a la crítica? ¿No se topa aquí con una dificultad inherente a la índole misma del pensamiento en su espontáneo ejercicio de  la  reflexión?.  En efecto, criticar al idealismo equivale a pedir a la razón que se acepte heterónoma y esto es lo mismo que exigir a la razón que sospeche de la evidencia que al reflexionar se ofrece así misma. En la fascinación de la autoconciencia, el pensamiento, «que no se ve venir, que se ve ser» (según la expresión certera del poeta), olvida o rechaza su dependencia para con lo inconsciente material de que resulta. Como decía Meyerson, «la razón  no  tiene  más  que  un  medio de explicar lo que no viene de ella y es reducirlo a la nada» (3).

Reconocer la primacía de la práctica exigía una reforma tan completa y enérgica del entendimiento filosófico-histórico que ni Marx ni nadie hubiera podido recti­ ficar de un golpe toda la carga de su formación idealista: ideas, creencias, expectativas y postulados. La consiguiente diplop fa filosófica marxista vamos a examinarla, para empezar, en posiciones idealistas de Engels y Lenin, señaladas por diversos autores marxistas, para remontar después al origen de esas inconsecuencias en el pensamiento de Marx.

(Sea dicho entre paréntesis, los marxólogos tendrían un inagotable tema de estudio en la degradación que el marxismo padece desde su fundador a los epígonos, degradación que, obviamente, no se detiene en Engels  y Lenin. Los fundadores del socialismo español, por ejemplo, aprendieron marxismo en las simplificaciones francesas -que sacaban de quicio a Marx y le llevaban a exclamar repetidamente: «yo no soy marxista»- de Guesde y Lafargue, autor este último de un libro cuyo título, «El derecho a la pereza», había de resultar premonitorio para tantos dirigentes dispuestos a casi todo menos a leer El Capital. Luis Araquistáin creía elogiar a Marx afirmando:

«El marxismo es lo más opuesto a la ciencia». Y el más grande intelectual del socialismo español, Julián Besteiro ensalzaba la posición filosófica de Marx calificándolo de idealista: «El marxismo es una posición  idealista (... ) que ve la luz de las ideas y no otra luz  cualquiera... »  (4). Como en el socialismo español, éstos que ponían a Marx cabeza abajo, Araquistáin y Besteiro eran, a su vez, los maestros, calcúlese la comprensión que discípulos y militantes rasos demostrarán  hacia el  que quiere simplemente poner a Marx de pie, sobre todo si tenemos en  cuenta que, a medida que desciende el nivel teórico,  suele aumentar la virulencia del dogmatismo).

Pues bien, Engels concibe la unidad de la naturaleza y el espíritu en un sistema monista que constituye, como  el de Hegel, un «espiritualismo de la sustancia». Es Gustavo Bueno quien establece la comparación en sus Ensayos materialistas, y de esto a compárarlo con un teólogo no hay más que un paso. En efecto, Engels interpreta la unidad teleológica del Universo como una construcción progresiva del espíritu a partir de la naturaleza, es decir, de un modo extraordinariamente similar a Teilhard de Chardin, para quien la evolución natural es un camino de convergencia hacia la concordia universal, cristocéntrica, del «punto Omega» (5).

Si Gustavo Bueno acierta y Engels fue  un precursor de Teilhard, ¿cómo negar que el cristianismo sea compatible  con  el  marxismo?  Así  lo  quieren  demostrar  en un reciente documento sobre Fe cristiana y materialista marxista  los  teólogos José  María Díez-Alegría  y Reyes Mate, junto a Carlos Jiménez de Parga y José Luis Fernández, confirmando las conocidas posiciones de García Salve Comín, Miret Magdalena y tantos otros. Con el debido respeto a las personas hay que decir que llevan al límite la confusión. Porque la compatibilidad no es la del cristianismo con el materialismo marxista, como ellos pretenden, sino con los componentes idealistas del progresismo marxista que  son  precisamente  incompatibles  con el materialismo de cualquier filosofía de la praxis. Con el anterior y con lo que  sigue creo dar cumplida  razón  de  por qué la pretensión de los cristianos marxistas es filosóficamente disparatada, pero también de por qué ese equívoco tiene una larga vida por delante.

Sobre el idealismo de Engels y Lenin ya era revelador, sin más, que ambos designaran a todo lo real  material con el término kantiano de «cosa en sí» e incluso lo declarasen absolutamente reductible a conocimiento. Proyectaban así el orden de la praxis al plano de la objetividad y dejaban de consideralo heterogéneo. Entre el fenómeno y la cosa en sí -escribía Lenin  glosando  a Engels- no hay otra diferencia que  la  de  lo  conocido frente a lo  que  aún  no lo es (6).  Cierto que, a diferencia  de Hegel, Engels y Lenin no consideran ya realizado el saber absoluto con ellos mismos, sino que remiten al infinito desarrollo de la ciencia Ia identidad de los dos ordenes, material e ideal. Pero ¿quién es el teólogo que no ha remitido al infinito la unidad suprema? Que el infinito se entienda en acto o en potencia no modifica el idealismo de la posición. Si todo lo que existe será objeto de concepto, la filosofía de Engels y Lenin es un idealismo conjugado en tiempo futuro, un especie de idealismo diferido que postula, como todo idealismo, la realización de una Razón absoluta en una teleología histórica orientada hacia un polo positivo superador de injusticias, contradicciones y conflictos y reductor del Mal. Es esta pseudo-teología lo que funciona como encubierto fundamento de la llamada ideología «progresista», la cual apoya así su declarada voluntad racionalista en representaciones imaginativas que no dan expresión más que al orden pre-racional del sentimiento. Un progresismo cuasi-religioso, es decir, pre-científico y pre-filosófico no es un progresismo, sino una nueva figura del oscurantismo y de la reacción. Desde la atalaya de 130 años transcurridos no puede resultarnos más certera la advertencia que dirigió Proudhon a Marx en carta de 17 de mayo de 1846:

«No nos hagamos los jefes de una nueva  intolerancia, no nos convirtamos en apóstoles de una nueva religión, aunque ésta fuese la religión de la razón» (7).

Hoy son los «eurocomunistas» quienes denuncian desde dentro la condición eclesial o cuasi-religiosa del movimiento marxista. Por ejemplo, Santiago Carrillo, quien declaraba el 30 de junio de  1976  en  la Conferencia de PC europeos celebrada en Berlín:

«Era como si los comunistas tuviéramos una nueva Iglesia con nuestros mártires y nuestros profetas; durante años, Moscú ha sido nuestra Roma. Nosotros  hablábamos de la gran revolución de Octubre como de nuestra Navidad. Era nuestro período de infancia» (8).

Carrillo se expresaba en  tiempo  pasado  porque  en las autocríticas es casi inevitable. Y efectivamente, entre tantos signos del pasado, cómo olvidar la insistencia machacona de Stalin en afirmar que la edificación del socialismo es, por encima de todo,  una  cuestión  de  Fe;  o aquel estigma con que se fulminaba a los militantes arrepentidos, el mismo que se  empleaba  contra  los sacerdotes que volvían al siglo: «renegados». Pero cómo ignorar además, entre tantos signos del presente, que el  PCUS sigue declarando el marxismo-leninismo «doctrina inmortal e invencible», lo que vale como una muy correcta definición de Dogma; o que los tribunales de justicia soviéticos continúan  condenando  las ofensas a Lenin  o a la Revolución como «blasfemias» y «sacrilegios» (9).

¿Este presente es únicamente el de la URSS? Si los dirigentes latinos reconocen su error anterior ¿no es innecesario insistir  desde  el  punto de vista filosófico?  No  lo creo. Supongamos que el eurocomunismo desea sinceramente la renuncia al espíritu religioso. Supongamos incluso que la renuncia a la «dictadura  del  proletariado» no quede neutralizada, anulada por la conversación del «centralismo democrático». ¿Se  habría superado  por  eso el idealísmo marxista? Porque si el  idealismo  sigue  en pie, no se podrá evitar que los militantes continúen hablando y actuando como hombres de Iglesia.

Sólo cabe una respuesta: es imposible superar  un  error que no se ha reconocido, que ni siquiera parece barruntarse, y que podría formularse así:

Cuando Marx afirma, contra todo fetichismo, la autonomía del hombre de carne y hueso, prejuzga a renglón seguido una autoidentidad humana expresable en razón científica, con lo que su  posición  materialista  bascula hacia el hombre el postulado de una autonomía  de  la Razón que contradice precisamente la primacía materialista del orden práctico. Es  verdad  que  la  no-heteronomía del orden práctico excluye  la  heteronomía  de  la Razón para con  cualquier  presunta  realidad  trascendente o sobrenatural por ella ideada, pero está implicando otra heteronomía distinta: la de la Razón con respecto a la  Praxis misma. Aquí radica, a mi juicio, la fuente de las inconsecuencias y contradicciones marxistas.

Si ésta fuese una opinión personal, poco podría contar  para  un  movimiento  como el  marxista  en  el que, justo  por        lo que tiene de cuasi-religioso, se  concede  una importancia decisiva a los argumentos de autoridad. Resulta por eso poco menos que obligada la estrategia de expresarse con palabras cargadas  de  más  autoridad  que las propias.

Por ejemplo las de G. Gottier en su libro sobre El ateísmo del joven Marx,  donde  muestra  cómo  el  término de «alienación» que Marx recibe de Hegel, lo  había  tomado éste de la Epístola paulina a los Filipenses en la traducción de Lutero. San Pablo escribía (Flp 2, 6-9):

«Cristo, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes bien, se vació de sí mismo (se anonadó) tomando la condición de esclavo (...) y una vez reconocido como hombre se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ha elevado a lo más alto y le ha gratificado con el nombre que  está  por  encima  de  todo  nombre  para que ante él doble la rodilla  cuanto  hay  en  los cielos,  en la tierra y en los abismos y toda  lengua  confiese  que Cristo es Señor...».

La palabra «Kenosis » dice en griego el acto por el que Cristo se aniquila y asume la humanidad hasta la muerte y sólo así reconquista la positividad absoluta. Este esquema de la kenosis pasa al idealismo alemán como esquema dialéctico (afirmación, negación, negación de la negación) a través de la traducción que del esquema de la kenosis propuso Lutero utilizando el término Entaüsserung: alienación (10).

Hegel esperaba que el Estado moderno efectuase la síntesis de lo particular y de lo universal representada en la figura del Dios hecho carne. Para Marx, en cambio, es el proletariado el que debe llegar como la persona de Cristo hasta el fondo del sacrificio y de la negación de sí mismo para poder así, y por eso, elevarse hasta su plena y soberana realización. Es la misma síntesis religiosa de lo particular y de lo universal la que Marx declara realizable en esa clase social que «por ser la pérdida total del hombre sólo puede ganarse así misma mediante la recuperación total de hombre» (11).

Una crítica idealista de la religión se yuxtapone a la crítica materialista en los escritos de Marx, íncluído El Capital, donde escribe:

«El reflejo religioso sólo desaparecerá para siempre cuando las condiciones de la vida diaria representen  para los hombres relaciones claras y racionales entre sí y con respecto a la naturaleza» (12).

«Bien largo me lo fiáis», podrían comentar hoy los dirigentes del Este. Si la religión no desaparecerá  hasta  que la vida diaria se vuelva  racionalmente  transparente, hay religión para rato. Esa imagen marxiana de un futuro hombre racional que, al realizarse  plenamente,  ni  siquiera necesitará soñar por las noches, no era un concepto científico, sino precisamente un sueño, el del «hombre total», a la vez cazador,  pescador,  intelectual, gobernante, obrero y campesino, individuo desarrollado en su totalidad y capaz de hacer frente a las exigencias más diversificadas del trabajo (13). Que el hombre total sea el símbolo de lo que nos falta no basta para legitimar científicamente esa expectativa ni la que lleva  aparejada  de una abolición de la división  social  del  trabajo  en  tareas de mando y tareas de ejecución, en manual e intelectual, vexata quaestio que los teóricos marxistas  hacen lo  posible por soslayar.

Excepción honrosa, Leszek Kolakowski acaba de hacer frente a ese tabú para revelar en profundidad el idealismo que subyace a la expectativa marxiana de unidad entre la sociedad política y la sociedad civil, expectativa  que   no  es  sino  otro  aspecto  de  la  creencia  en el «hombre  total» y que Kolakowski   caracteriza   como «mito de la autoidentidad humana» (14).

El ateísmo de la filosofía de la praxis coexiste en Marx con una soteriología intramundana  que  pone  toda su fe y su esperanza en una sociedad futura en la que no sólo quedará curada la escisión entre las funciones sociales y personales, políticas y privadas, sino también la división entre el sujeto y el objeto del  proceso  histórico (las relaciones sociales serán transparentes, los individuos asociados controlarán sus procesos vitales, etc.), la división entre los deseos y los deberes e incluso, concluye profundamente el ex-profesor de la Universidad de Varsovia, la división entre la esencia y la existencia.

Contra los enemigos de esa ideal  sociedad  positiva sin opresores ni oprimidos, en la que «manarán a  caño libre las fuentes de la riqueza colectiva» y se habrán superado la injusticia y el crimen, y en nombre de esa definitiva victoria sobre el Mal, Marx justificaba incondicionalmente el terrorismo revolucionario (véase el Neue Rheinische Zeitung de 7 de noviembre de 1848 y 18  de mayo de 1849) y Stalin recomendaba a su policía, desde 1937, la aplicación sistemática de la tortura. ¿No eran medidas consecuentes? ¿La Iglesia no se permitía acaso torturar y tostar herejes porque aun los tormentos más atroces no eran nada en comparación con la  salvación eterna que sólo la propia Iglesia  administraba?  Si la  voz de la Iglesia era la palabra de Dios,  el  hereje,  como  el ateo, no podía ser sólo un hombre equivocado; tenía  que ser o un loco a quien encerrar o un  pecador enemigo  de Dios al que se eliminaba  para que  no  siguiera conspirando contra los planes divinos. En estricto paralelo, si una organización política expresa el conjunto  de  intereses reales de los trabajadores, los disidentes, aún cuando subjetivamente pueden equivocarse de  buena  fe,  no pueden ser, objetivamente considerados, más que cómplices de los explotadores y enemigos del pueblo, es decir, alimañas a las que exterminar sin más argumentaciones, porque su misma inhumanidad les excluye  de  merecer trato humano. En ambos casos, tanto para  el  cristiano como para el militante progresista, ser o no  ser  hombre viene a medirse, no como unas exigencias y una actividad prácticas no por una individualidad de carne y hueso y entendimientó, no por la praxis, sino por la adecuación o inadecuación a un patrón ideal absoluto.

Con la praxis revolucionaria, eso sí, los testarudos hechos acaban trastrocando el contenido de la Idea, pero su valor absoluto persiste y esto es lo único que cuenta. En la imaginación de Marx, la libertad consistía en convertir al Estado en un órgano completamente subordinado a la sociedad. Pero cuando las previsiones de extinción del Estado no se confirman en la práctica, basta permutar sujeto y predicado para seguir aspirando a la unidad. Quiero decir que entre subordinar el Estado a la sociedad civil o someter la sociedad civil al Estado ninguna organización marxista señala otra cosa que diferencias accidentales. Esto hace concluir a Kolakowski que la expectativa marxiana del hombre unificado tenía que en­ gendrar, por fuerza, un crecimiento canceroso de la burocracia, a cuyo dictado cuasiomnipotente queda sometida cualquier posible iniciativa o espontaneidad de la sociedad civil. En el postulado de unidad entre sociedad civil y sociedad política, el profesor polaco encuentra ya prefigurados los trazos del Estado totalitario.

Ninguna formación  social se  atribuyó  en  la historia, a excepción de la Iglesia y de los ejércitos en guerra, una justificación tan absoluta de sus actos como el Estado del proletariado, porque ninguna se había  fijado  una  finalidad tan absoluta. Trotsky lo declaraba sin ambages:

«Ninguna organización social, excepto el ejército, se ha considerado nunca justificada para subordinar a los ciudadanos a ella misma en tal medida  y  a  controlarlos por su voluntad hasta tal grado (...) como el Estado de la dictadura del  proletariado  se  considera  justificado  a hacer y hace (...). Pues no tenemos otro camino hacia el socialismo que la regulación autoritaria de  las  fuerzas  y los recursos económicos del país (...) conforme al plan general del Estado» (15).

Comenta Kolakowski que en  este discurso anunciaba Trotsky un socialismo concebido como un campo de concentración permanente y justificaba  esa promesa por la necesidad de someter la sociedad civil al plan y a los intereses generales del Estado. En la estatolatría que diera plasmación histórica a la Idea absoluta de Hegel se ha cerrado así el círculo del idealismo marxista.

* * *

Los que más necesitan enterarse  de  algo suelen  ser los menos dispuestos. El viento que mueven  las palabras del profesor polaco, o las del ambicioso estudio  de  Michel Henry (16), las de  Sartre,  Gustavo  Bueno,  el  último Lukács  (17) y las de  tantos otros que han confirmado  a Kolakowski, hará vibrar muy pocos tímpanos de militantes. No resulta arriesgado pronosticar que las expectativas soteriológicas de Marx se conservarán tan intactas como hasta el presente. Las puertas de la burguesía no prevalecerán contra ellas. Y por lo mismo, muchos cristianos desilusionados en su fe seguirán viendo en  la futura sociedad pintada por Marx, y literalmente hablando, el «cielo» abierto.

Ahí está, como muestra, desde hace dieciséis años, la Crítica de la razón dialéctica y sus destinatarios se encuentran hoy tan necesitados de su enseñanza como se encontraban entonces. Todos los esfuerzos de sus Questions de méthode iban encaminados a mostrar cómo el idealismo marxista había llegado a perder el sentido  de lo que es un hombre y el interés por analizar los acontecimientos reales. No se podrá reconquistar al hombre en el interior del marxismo, advertía Sartre, sin restablecer la irreductibilidad de la praxis humana a la teoría, la primacía de la existencia sobre la esencia y la imposibilidad de su unidad. Cuando Marx escribe que «la concepción materialista del mundo significa simplemente la concepción de la naturaleza tal como es, sin ninguna adición exterior», Marx se toma a sí mismo por una mirada objetiva que contemplaría la naturaleza tal como ella es absolutamente. Ignora así que el experimentador forma parte del sistema experimental y en consecuencia, señala Sartre, recae en el postulado idealista del saber absoluto (18).

* * *

Ciertamente, no es la «autoridad» lo que merece discutirse en los autores expuestos, sino los argumentos racionales. La reflexión filosófica, que  siempre  fue  en gran medida ocupación solitaria, no debe proponerse reforzar las convicciones de nadie, ni siqtiiera las opiniones de la mayoría, sino contribuir a la educación de esa mayoría y, cada vez que haga falta, contribuir a la educación  de  los  educadores.  Resulta  que  la  palabra  alemana «Praxis»,  además  de  «práctica»,   significa   «clientela»  o « parroquia» y desgraciadamente cabe  preguntarse  si  no es en esta segunda acepción como la entiende  la mayoría  de sus cultivadores.

Conviene tener muy presente la fina advertencia de Paul Feyerabend; «los argumentos racionales van bien solamente con la gente racional y una apelación a la argumentación racional es por lo tanto discriminatoria» (19). Dirigir argumentos racionales contra alguna religión es arriesgarse a ser respondido con menos contraargumentos racionales que anatemas, descalificaciones morales y demás desahogos de  la agresividad.  Está en la fuerza de las cosas  que  los que  apoyan  sus convicciones  en el sentimiento reduzcan todo el contenido de los argumentos a la alternativa «el que no  está  conmigo  está contra mí». Pese a todo, no cabe en este punto otro modelo de conducta que el declarado en el prólogo a El Capital:

«En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino: Segui il tuo corso e lascia dir le genti!».

Añadiré una precisión final a este largo apartado. La exposición tenía que centrarse en los aspectos filosófico­materialista e ideológico-idealista del marxismo, y apenas ha quedado aludida su dimensión científica. Como la expresión «socialismo científico» induce fácilmente a confusión, conviene recordar que  el asp cto  científico  de la obra marxiana se reduce a la crítica de la Economía política, que Marx declaraba a su vez abierta, como toda ciencia, a la crítica. ¿Por qué sino  por  espíritu  científico se negó Marx a presentar un proyecto articulado de  la futura sociedad socialista que no hubiera podido ser más utópico? La expresión «socialismo científico» no significa que se posea un saber científico sobre la sociedad futura, sino la voluntad de no ser utópico.

Otra cosa es que Marx no pudiera evitar una previa representación del socialismo basada en las expectativas utópicas que hemos examinado, acerca de una ciencia absoluta, de  una  sociedad  racionalmente  transparente  y de un  mítico  «hombre  total»  presuntamente  superador  de la división del trabajo (técnica y social) y de la división de las sociedades civil y política.

Que Marx no cobrase conciencia del idealismo  de esos postulados resulta explicable porque nunca  desa­ rrolló la filosofía de la práctica, cuyo embrión sí contenía una crítica consecuente de la región. Aunque aquí no es posible ni siquiera esbozar esos desarrollos, sí puede intentarse la transposición del problema a los términos más asequibles y mejor conocidos de la filosofía  tradicional, con el propósito de plantear la cuestión de fondo del ateísmo.

3. Un existencialismo teista: el neotomismo

Comprender la heterogeneidad entre teoría y práctica encierra la misma dificultad que la filosofía cristiana encontraba en pensar la distinción real de esencia y existencia.

Para Tomás de Aquino, el esse es aliud que  el  id quod est. Entiennt Gilsoh puso de manifiesto la falta de claridad de  ese  planteamiento.  Al  no  disponer  siquiera de un lenguaje adecuado, el  Aquinate  se  vió obligado  a un doble uso de los términos «potencia» y «acto» que le llevó a sinsentidos como el de afirmar que «en  cierto modo» (quodammodo) el acto es potencia. En efecto:

y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que  induce  a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a  renglón seguido de haberla declarado inconcebible,  el que  culmi­ na en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas

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De modo que la forma, qué es acto  último  en  el orden de la ousía, resulta ser potencia en el orden de la entidad (20).

Se topa con los límites del lenguaje cuando  se intenta superar el idealismo... aunque sólo sea a escala de inmanencia mundana. Para el tomismo, el esse no  es objeto de concepto; «nunca lo repetiremos bastante» advertía Descocqs, el esse no es pensable. Porque el esse trasciende la esencia, trasciende también el concepto.

La inflexión clave del tomismo y su genial astucia estaba en bautizar a la existencia misma con el nombre de Dios-Entendimiento infinito. Como la esencia  de Dios es existir, la heterogeneidad o distinción real entre esencia y existencia resulta valer solamente a nivel de las creaturas y de su débil y parásita realidad. A nivel de realidad verdadera y última, la del infinito divino, se cancela la heterogeneidad y se identifican esencia y existencia. Todo estudiante de filosofía sabe que esta identidad de Dios de lo idéntico (la Idea) y lo no-idéntico (la Realidad existente) es el eje de la Teología cristiana, que el idealismo hegeliano secularizó.

Considero inapelable esta sentencia de Gilson: «Una ciencia del existir es una noción contradictoria», pero me pregunto por qué una teología del existir sería  una noción menos contradictoria. Era también Gilson el que escribía:

«Todo lo que posee realmente  la existencia  es  a fin de cuentas algo individual. Ahora  bien,  la ciencia  no llega directamente más que a lo universal. Es, pues, inevitable que ni aun la metafísica llegue, salvo  indirectamente, a esos actos particulares de existir  de  los que  decíamos que  son  lo que  hay de  más  real en la  realidad» (21).

De acuerdo, la existencia no se deja conceptualizar. Pero ¿acaso puede llegar a proclamarse la identidad de la existencia  con  la esencia de  un ser  personal  e infinito sin «conceptualizar?» Una teología sin conceptualización sería una teología sin logos, sin discurso, sin saber. Afirmaría la existencia como lo absoluto sin ninguna racionalización y, en  pura consecuencia,  debería renunciar  incluso a la palabra «Dios», tan inevitablemente cargada de connotaciones conceptuales. La llamada «Teología negativa» es aún demasiado positiva si se considera Teología, y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que induce a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a renglón seguido de haberla declarado inconcebible, el que culmina en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas del «hombre total», es decir, al topos uranós de un futuro imaginario.

4.           Una filosofia de la contingencia: el existencialismo ateo

Los tomistas han sabido siempre que es en el problema de la existencia donde se decide la cuestión del ateísmo. Ahora bien, es el existencialismo la corriente filosófica que ha centrado su reflexión en la primacía de una existencia irreductible a la esencia, es decir, en la primacía de una existencia sin atributos.

Su «ateísmo consecuente» lo fundaba Sartre, precísamente, en que la existencia es inconcebible, en que no cabe ciencia ni teoría alguna de la existencia:

«El mundo de las explicaciones y de  las razones  no es el de la existencia. Un  círculo  no es absurdo, se explica muy bien. Pero un círculo  no  existe.  La  existencia bruta está por debajo de cualquier explicación. La existencia no es la necesidad sino, al contrario,  es la posición de la contingencia como fundamento absoluto. Ningún ser  necesario   puede  explicar  la  existencia.  La contingencia de lo existente no es una apariencia que alguna doctrina pudiera disipar. La contingencia es lo absoluto, la gratuidad perfecta» (22).

La misma convicción impulsó de principio a fin la reflexión de Merleau-Ponty:

«La contingencia del mundo no ha de ser entendida como un ser menor o como  una  laguna en  el  tejido  del ser necesario, como una amenaza a la  racionalidad  ni como un problema que resolver lo antes posible por el descubrimiento de alguna necesidad más  profunda.  Esta es una contingencia óntica que se da en el interior del mundo. Pero la contingencia ontológica, la del mundo mismo, al ser radical es, por el contrario, la que funda de una vez por todas nuestra idea de la verdad» (23).

Si dijéramos que la contingencia es un problema, habría que precisar  que  el  problema  es  más  profundo que cualquiera de sus soluciones, porque  la  inteligibilidad de éstas está en función de la existencia y supone intacto su problema.

La filosofía marxiana de la praxis era también forzosamente atea en la medida en que sostenía igualmente la primacía de la existencia y su irreductibilidad  al  plano del conocimiento, si bien Marx no pasaba de  un  salto desde el orden de  la  autoconciencia  o  del  para-sí  al orden de la existencia bruta y absurda del en-sí,  como Sartre tiende a hacer, sino que se centra en  un  orden situado entre ambos extremos, a saber, en el orden de las necesidades naturales y en el de la acción encaminada a satisfacerlas. El hambre, el  deseo  sexual,  el  trabajo  no son significaciones de una conciencia, pero tampoco se confunden con la masa innominable de lo en-sí, porque orientan. Entre la Teoría y el Vértigo está esa orientación, más profunda que la historia, que cada individuo  encuentra ya en su propia organización corporal. Que las determinaciones, no teóricas sino normativas, de la praxis y de sus puntos fijos, transhistóricos, hayan sido lamentablemente descuidadas por la historia del marxismo desde Marx ha terminado reduciendo el criterio materialista  de  la práctica a un mero formalismo que está vaciando no sólo la estrategia política, sino la moral y aún  la  teoría  marxista de cualquier sujección a contenidos precisos y definidos (24).

5.           El desarrollo del pensamiento ateo: Nietzsche

En la crítica del idealismo y de la teología que Marx no hizo más que esbozar fué donde concentró  Nietzsche los esfuerzos de su filosofía de la praxis. «Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo», decía, como Marx. De la diversidad, sin posible Aufhebung, de los intereses de los deseos y de las contrapuestas y parciales voluntades de poder nace el conflicto de las interpretaciones, tan irreductible como aquella diversidad.

Por eso juzga Nietzsche indecidible el conflicto de las clases y de sus respectivas morales del poder y del resentimiento. O el conflicto de  los sexos, que el Psiconálisis confirmará bien a su pesar cuando las mujeres, incluso psicoanalistas, rechazan sistemáticamente la interpretación freudiana de la  sexualidad  femenina  (la  «envidia del pene»)  como  absurdamente  falocéntrica  ¿Como sería  posible  una  verdad  en  sí  de  la  diferencia   sexual, una verdad  del  hombre o  de  la mujer  en  si que  no viniera de la  experiencia  interesada  y  parcial  de  un  hombre  o de una  mujer?  La verdad  en  sí de  la mujer  o  del  hombre no existen, subrayaba recientemente Jacques Derrida,       hablando de Nietzsche (25),  porque  toda teoría resulta de un parti-pris, de una parcelación de las experiencias sin posible síntesis superadora, como tampoco la tiene la instalación existencial que les sirve de base. Las interpretaciones de la existencia o del mundo son siempre juez y parte, irreductibles entre sí y, en su pretensión universalizadora, absolutamente indecidibles. ¿Cómo resultarían desinteresadas las interpretaciones si son los intereses los que funcionan como órganos de visión? No era otro el problema de fondo en la Genealogía de la moral:

«A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento de sí mismo»: en esos conceptos  se  nos pide siempre que pensemos un ojo que de ninguna manera puede ser pensando, un ojo carente en absoluto de roda orientación, en el cual deberían estar entorpecidas  y ausentes  las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver algo» (26).

No hace falta ser partidario de Nietzsche, ni minimizar las graves ambigüedades antidemocráticas que no escamotea el problema de  lo  «negativo»,  que  no  reduce el mal a mera privación, que  no levanta  un  nuevo altar a  la unidad suprema apenas derruídos los anteriores. En la bienpensante Historia de la Filosofía, Nietzsche es una excepción. Para él, la contradicción no es un estado pasajero, ni dice que el hombre actual esté alienado  o  enfermo. Dice que «el hombres ES el animal enfermo» y justamente «porque es el único animal que sabe decir NO» esto es, porque él mismo consiste  en  la negatividad  y  en la contradicción. La  Gran  Salud  y  el  Superhombre  no son símbolos de una superación de la  tragedia  humana, sino de una vida que asume la contradicción y la ambivalencia en una declarada voluntad de lo efímero (eterno retorno). En ese pensamiento de la no-identidad consigo mismo, según comenta hoy Bernard Pautrat (27), el instante y la cosa se dispersan infinitamente en la  suma puntual pero nunca  totalmente  enumerable  de  simulacros de identidad sin modelo asignable para siempre.

Cuando Nietzsche postula un pensamiento que vaya más allá del Bien y del Mal efectúa uno de los raros es­ fuerzos históricos por superar la oposición  maniquea  entre un Bien monolítico y un Mal unitario. «El que no es hombre de una sola virtud es  batalla  y campo de  batalla de  virtudes»,  escribe. También  el  bioo se opone  al bien  o la virtud a la virtud, incluso en el mismo individuo, en función de una pluralidad de contextos y fines que ni siquiera sería plenamente enumerable. Por eso, los dioses griegos que encamaban los diversos valores no podían por menos que disputar y oponerse. Nietzsche nos revela el fondo de su pensamiento y el del ateísmo filosófico cuando escribe que para la antigüedad griega el monoteísmo no hubiera significado sino el más absoluto ateísmo: el nihilismo.

«Los viejos dioses hace ya mucho tiempo que se acabaron. ¡Y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses!

No encontraron la muerte en un «crepúsculo» -ésa es la mentira que se cuenta. Al contrario,  ¡se murieron de risa!.

Esto ocurrió cuando  la palabra más atea de  todas fué pronunciada por un dios mismo, -la palabra: «¡Existe un único Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!» - Un viejo dios huraño, un dios celoso se excedió hasta ese punto. Y todos los dioses rieron entonces, se bambolearon en sus asientos y gritaron: «¿No consiste la divinidad precisamente en que existen dioses, pero no dios?». El que tenga oídos, que me oiga» (28).

6.           Conclusión

Una de las funciones de la filosofía, y quizá la más importante, ha sido, desde Sócrates, ayudarnos a reconocer que no sabemos.  Contra los  consuelos  de  la religión y los maniqueísmos ideológicos, la filosofía nos impide olvidar que la tragedia humana es  tan irreductible  como los enigmas del mundo y de la persona.

Quienes se tengan a sí  mismos  por  materialistas  en el sentido de la filosofía  de  la práctica,  que  ciertamente no es el sentido vulgar del materialismo, sólo por inconsecuencia pueden desconocer el policentrismo de la Verdad y de los intereses, que podrá ser destruído o repri­ mido, pero que no se dejará integrar en ninguna síntesis superadora.

Las derivaciones políticas de una filosofía de la praxis no podrían abordarse en los límites de este trabajo, pero habrán de ser en todo caso consecuentes con la pluralidad irreductible de los centros de verdad -y de poder- y con las libertades que garantizan su despliegue y su limitación mutua. Se me permitirá también aquí remitir a los pasos medidos y rigurosos por los que Gustavo Bueno alcanza esta conclusión:

«El materialismo de la Verdad es la afirmación de una pluralidad de verdá.dey (partes extra partes) contrapuestas entre sí muchas efe ellas -y, por tanto-, carentes de interés o incluso peligrosas para la propia vida del hombre en una situación determinada. El materialismo de la Verdad no es otra cosa sino la aplicación de la tesis de la inconmensurabilidad de las partes de la Realidad al universo de verdades; por tanto, la negación del Monismo de la Verdad y, en consecuencia, la evidencia práctica de la necesidad de seleccionar verdades según crite­ rios no «especulativos». (29).

La radical sospecha hacia Dios y hacia el Estado legada por Nietzsche se despierta a partir de una sospecha más profunda contra la vieja fe filosófica en la uni­ dad de los trancendeniales: Ser, Uno, Bien, Verdad, Belleza. El intento de encerrar una realidad heterogénea y sobredeterminada en la Verdad de un discurso que pretende enunciarse en nombre de un Bien absoluto, presente o futuro, tiende en pura ctmsecuencia a convertirse en dictado del Estado absoluto, «el más frío  de todos los monstruos fríos».

La alternativa filosófica no se plantea  ya  como opción entre la teleología de totalización racional o la dispersión nihilista-esquizofrénica. Ninguna grandiosa doctrina ni organización suprema conciliarán definitivamente lo universal y lo particular. Por el contrario, tanto más precaria será la fórmula del compromiso  político cuanta más realidad sepa acogér en el equilibrio sobredeterminado de contextos y centros de interés y deseo. Ninguna doctrina se  necesita  como  base  de  sustentación o tendencia conciliadora de las plurales posiciones de in­ terpretación sino, como decía el Herzog de Saul Bellw, «una buena síntesis de cuatro perr as», y que ciertamente muy poco necesitará tener de especulativa: la de las normas ético-jurídicas que proclamen imperativos incondicionales e intangibles todos los orientados a garantizar la preservación de la integridad y personal, la de cada individuo de carne y hueso, como base permanente y transhistórica sobre la que podrán después preferirse unas u otras fórmulas de convivencia en proporción decidible a nivel de consensus.

Domingo Bianco Fernández, dialnet.unirioja.es/

Notas:

(1)     Carlos Marx y Federico Eogels, La ideologiá alemana, Ed. Pueblos Uoidos-Grijalbo, Barcelona 1974, p. 28. (los sijbtayados son míos).

(2)     Karl Marx, Ot11vre1 ed. Pléiade, París, t. II.

(3)     E. Meyerson, La deducción relativista, art. 186. Cit. por E. Gilson El ser y la esencia, Desdée de Brouwer,  Buenos  Aires 1951. lema.

(4)     Cf. E. Lamo, Filosofía y política en Julián Besteiro, Ed. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1973, pp. 185, 194 y 235.

(5)     G. Buena, Ensayos materialistas, Ed. Tauros, Madrid 1972, pp. 124 a 126.·

(6)     Lénine, Oeuvres, t. 14, Matérialisme et Empiriocritic Snu, Ed. s c s. París. Ed. n langues étrangéres-Moscou, p. 104: «Il n y a,  il ne peuc y avoir aucuoe d1fference de  pnncipe entre le

Phénomene ec la hose en soi. II n'y a de  différence  qu'emre ce qui ese connu et  ce qui  ne l'esr

pas encore.

(7)     Cf. M. Rubel, Chronologie, en Marx, Oeuvres, Pléiade, I, p. LXIX

(8)     Cf. Le Monde de I de julio de 1976.

(9)     Cf. por  ejemplo L'af/aire Siniavski-Daniel, Christia? Bourgois éditeur! París 1967, J:P· 71, 72, 128: fosuJcar el nombre sagrado de Lerun -dice el Juez- es una blasfemia y un sacrilegio.

(10)      G. Cottier, L'atheisme d:, je,me Marx, Vrin, París 1950, p. 28. f. también Michel Henry, Marx, t.J, Gallimard, París 1976, pp. 120 a 161.

(11)      Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Higel, en La Sagrada Familía) y otros escritos, Grijalbo, México 1962, p. 14.

(12)      El Capital, 1, F.C.E., México, p. 44.

(13)      Ibid. p. 408.

(14)      L. Kolakowki,  El mito de la autoidentidad humana, Cuadernos Teorema, Universidad  de   Valencia 1976.

(15)      Ibid. pp. 20 y 21.

(16)      M.Henry, Marx, 2 vols., Ed. Gallimard, París 1976.

(17)      Gyorgy Lukács, Sofjenitsyne, Gallimard, col. ldées, París 1970.

(18)      Sartre, CritiqNe de la raison dialectique, Gallimard, París 1960, pp. 30-31 y 58-59.

(19)      Paul K. Feyerabend, Conía el método, Ariel, Barcelona 1974, p. 155

(20)      Cf. E. Gilson, op. cit., p. 100.

(21)      Ibid. p. 109.

(22)      Sartre, La nausée, Gallimard, Parí;, pp. 161 ss.

(23)      M. Merleau-Ponty, Fenomenr,k,gtá de la percepcÚn, F.C.E., México 1957, p. 437.

(24)      Cf. Domingo !rala, Las relaciones de producción socialistas, Ed. Fernando Torres Col. lnterdisciplinar, Valencia 1975.

(25)      Cf. Nietzscheaujourd'hui, col. 10/18, París 1973, t. 1, p. 268.

(26)      Genealogía de la moral, Alianza Ed., Madrid 1972, pp. 138 s.

(27)      Cf. Nietzsche aujourd'hui, I, p. 17.

(28)      Así habló Zaratustra, Alianza Ed., Madrid 1972, p. 256.

(29)      G. Bueno, Ensayos materialistas, p. 146.


Jorge Medina Delgadillo

La filiación en los pliegues de la carne [1]

Hay una crítica que hace Fabrice Hadjadj [2] al sujeto fraguado por la modernidad que quiero retomar y ahondar un poco más. Para él, si bajamos la mirada a nuestro vientre, observaremos, en primer lugar, que tenemos ombligo, más abajo veremos nuestro sexo. El ombligo es una ausencia, un testigo de que estuvimos ligados y atados a una alteridad previa y fundante, a una fuente alimentaria. El ombligo marca algo más acá de nuestra piel, un ‘hacia adentro’, un vórtice o remolino que se dirige hacia atrás de nuestro ser.

Tener ombligo testifica nuestro ser de ‘hijos’. La piel muestra, así, en sus pliegues, un dato ontológico fundamental: la filiación. El sujeto no es causa sui. Otras certezas distintas a las que Descartes encontró en el cogito pueden surgir de esta mirada vertida hacia el vientre bajo.

Pero si el ombligo apunta hacia adentro de mí, hacia mi pasado, hacia mi anterioridad, el sexo apunta más bien hacia la exterioridad donde la alteridad es próxima. El ombligo me señala que no surjo de mí; y el sexo me indica que no soy para mí. La positividad [3] del ombligo y del sexo consiste en ser el signo de que ni soy mi propio fundamento ni soy mi propio fin. El ‘desde’ y el ‘hacia’ de la persona humana que la relacionarían ontológicamente a la comunidad (recordemos que para el personalismo la persona es ‘en comunidad’), estarían inscritos en la propia carne, o para decirlo con más precisión, la carne (σάρξ) sería –antes que la racionalidad (λóγος)– el índice primero, constante y próximo de nuestro carácter relacional.Viendo miniaturas medievales podemos imaginar alguna disputa bizantina acerca de si Adán y Eva tendrían ombligo o no. A mí me llaman poderosamente la atención aquellas que sí lo muestran, pues eso quiere decir que reconocían el carácter filial aún en la hipótesis de la ausencia de vida intrauterina. Pero hay otras miniaturas que muestran a un Adán sin ombligo. A veces pienso que el cogito cartesiano o el Dasein  heideggeriano son ‘adámicos’ en ese sentido: lo-sin-ombligo [4]. Temporalidad que emerge desde el propio existir, y no que es traspasada por un antes y un después más allá de la propia existencia, antes y después que nos abren a la intersubjetividad intergeneracional, a la verdadera y radical temporalidad, a la gratitud, a la gramática del don. Por el contrario, lo-sin-ombligo sólo se debe a sí mismo, por eso es ‘proyecto’ al margen de una ‘vocación’ (alteridad anterior convocante) y ‘proyecto’ al margen una ‘misión’ (alteridad posterior destinataria). La desumbilicación que se vino gestando desde la modernidad no es más que una forma de secularización del carácter creatural de la persona, para afirmarla como individualidad [5] primigenia, como la tesis subyacente al sistema: como ‘yo’ originario. Y así como algunos creyeron que predicando la eternidad de la materia parece disolverse la necesidad de la existencia de Dios, así también otros creen que considerando a la persona como ‘desafiliada’ (en su sentido más etimológico, es decir, como no-hija o no-prohijada) parece disolverse la necesidad de la existencia de un vínculo comunitario previo a la conciencia y a la libertad. Es contra el “individuo” o yo aislado que se levanta Buber. El inicio de su libro Yo y tú establece que en el origen sólo hay dos pares primordiales de palabras: ‘yo-tú’ y ‘yo-ello’, por eso el yo es doble, pues el “el Yo de la palabra primordial Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra primordial Yo-Ello” [6]. Por supuesto, sabemos que las palabras primordiales no significan entes, sino relaciones, de ahí que continúe Buber afirmando: “no hay Yo en sí, sino solamente el Yo de la palabra primordial Yo-Tú y el Yo de la palabra primordial Yo-Ello”. Algunos han criticado este inicio relacional aparentemente postulativo de la metafísica buberiana, pues les parece que no hay evidencia de un inicial yo relacional. Por el contrario, encuentro que la prueba se puede aportar desde la maternidad: el yo no emerge solo; su primera experiencia de alteridad no es cabe un tú, sino en un tú. La primera proximidad o projimidad estuvo fuera de nosotros, pero en un fuera que nos contenía dentro. De ese tú original no tuvimos la primera noticia a través del ‘rostro’, sino a través del ‘útero’ que nos protegía, alimentaba y soportaba; por eso el tú es, con todo derecho, fundamento. Y esta primera relación nutricia y benevolente es amor. El amor de benevolencia y misericordia, se dice, en hebreo ‘rahamim’ ( , útero o entrañas maternas). El ombligo nos dice así otra cosa además de que fuimos dependientes: nos informa que venimos de un útero, es decir, que fuimos amados.

Los otros son diacrónicos a mí; los otros, aun coincidiendo en algún momento conmigo, no son simétricos a mi temporalidad, sino que remiten a ausencias que temporizan mi tiempo, justamente, abriéndome a un pasado previo a mi primer presente y a un futuro posterior a mi último presente. El pasado se atisba en el primer encuentro que tiene el niño pequeño con sus padres tanto, como el futuro, cuando observa a sus hijos. De ahí que afirme Rosenzweig:

el testimoniar acontece en el producir. En este engendrar de doble signo, que es un nexo de hecho y único, se realiza la vida eterna. El pasado y el futuro, ajenos, por lo demás el uno al otro, aquél siempre dejándose caer cuando éste se acerca, forman aquí una sola cosa: la producción del futuro es inmediatamente atestación del pasado. El hijo es engendrado para que dé testimonio del padre, que ya no está, de aquél que lo ha engendrado. El nieto renueva el hombre del abuelo. Los patriarcas imponen nombre al vástago más reciente, y este nombre es el de ellos. Sobre la oscuridad del futuro arde el cielo estrellado de la promesa: Así será tu descendencia (ER 355).

No se nace siendo joven –en la embriaguez del placer, la capacidad o la autonomía– sino que se comienza a existir en la dependencia umbilical a una madre [7]. Ella puede, con todo derecho, decir que el hijo es sangre de su sangre y hueso de sus huesos, pues, como decía Rosenzweig, “la mujer siempre le es al varón madre” (ER 204) [8]. Quiero seguir –tal vez infielmente– la analítica de lo erótico que sugiere Freud: [9] del comienzo oral hasta llegar a la madurez fálica, del ser hijo/hija al ser esposo/esposa; de ser creatura a procrear; sin embargo, quiero añadir que en la desnudez de mi acto procreativo descubro que sigo teniendo ombligo: mi paternidad no suprime, supera o releva mi carácter filial, como tampoco la paternidad de mi padre menguó su filiación, ni lo hará la futura paternidad de mi hijo. Más aún: mi paternidad me hace comprender, con nuevos destellos, la hondura que implica mi filiación. Por tanto, a diferencia de Freud, el eros filial ni se atenúa tras la madurez (desarrollo) ni se detiene con la inmadurez (fijación), sino que se comprende y ahonda con la experiencia vital.

Porque hay que añadir algo en mor de la verdad: del todo no comprendo que ‘filiación’ significa origen, dependencia y ser amado, porque yo mismo fui ignorante del momento de mi nacimiento, y esa ignorancia a veces se convierte en arrogancia; y tampoco del todo comprendo que filiación también significa finitud, porque yo no alimenté, curé, cubrí ni protegí mi alarmante vulnerabilidad de recién nacido. Y en ello es posible ver, justamente, que el niño nace en el seno de una intersubjetividad que lo recibe, lo cuida y lo acompaña. Los testigos, esto es, quienes pueden dar testimonio de nuestro nacimiento son los otros. Pero cuando soy testigo de la vulnerabilidad que supone otro hijo nacido, in obliquo, obtengo una serie de caracteres que acompañarán a la filiación: la finitud, la insuficiencia y, por supuesto, también ese ‘fiarse de…’ instintivo, la fe basal (Cfr. Newman: asentimiento real vs. asentimiento nocional) que es explicativa de la aceptación del don del alimento, del don de la custodia, del don del lenguaje que todos los humanos acogemos. ‘Otro’ hijo (mío o de otros) es quien me enseña lo que significa, en toda su hondura, mi propio ser de ‘hijo’.

La filiación como trascendental de la persona

Según muchos medievales, fundados en diversos textos de Aristóteles [10], el ente tiene propiedades coextensivas, aspectos que necesariamente le acompañan o se derivan de él, de tal manera que allí donde haya entidad, habrá unidad, bondad o verdad, por mencionar algunos de estos aspectos. La sistematización que los medievales hicieron de los trascendentales fue prolija. Desde los grandes maestros hasta los autores de la más pobre manualística no dejaron de referir a expresiones como la siguiente: el ente y el bien se convierten [11]. Quedémonos con una idea: una propiedad trascendental significa convertibilidad, reciprocidad lógica. Toda x es y, y toda y es x; o bien, ahí donde hay x se da y, y viceversa. La coextensividad ontológica no es, sin embargo, gnoseológica, pues los trascendentales añaden nocionalmente algo al ente. El puro participio activo ‘ente’ denota ‘lo que es’, mientras que ‘bien’ añade una connotación de conveniencia a algún potencial apetito, relación imperceptible a partir de la analítica del ente.

Hasta ahora nos hemos aproximado, a través de los pliegues de la carne, a la atribución persona-filiación en el sentido que cada ‘persona humana’ es siempre ‘hija de’ (ben,  –forma básica del nombre propio que ata a la paternidad–). Pero hay dos preguntas que falta abordar para afirmar que la filiación es un trascendental de la persona, a saber: a) ¿si la persona sin más es coextensiva a la filiación, es decir, que incluso en la divinidad [12] hay filiación?; y b) ¿si allí donde hay generación (vegetales y animales) hay también filiación y, por ende, lo generado es persona (pensemos en las tesis de Peter Singer)? [13].  Si negamos a), la filiación no es un aspecto trascendental a todo tipo de persona (pues personas son Dios, ángeles y humanos); si afirmamos b), entonces parece más bien ser un trascendental del viviente.

a)        Que toda persona es hijo: la gramática del don

El cordón umbilical se corta. El hombre está llamado a una vida autónoma, a la libertad. Sólo que la libertad no es el origen de la subjetividad, como pensaba Fichte, que se autopone al no-yo para salir airosa y recuperada. El modesto origen de nuestra independencia está más bien en una dependencia que le antecede. No es que primero seamos hijos (infantes) y luego después aprendamos a actuar libremente (adultos), sino que somos libres (capaces de actuar por el bien de otro) porque somos hijos (‘habilitados’ porque otros actuaron antes por nuestro bien). Puedo realizar actos meritorios y reconocer así mi subjetividad como capax boni, o puedo realizar actos dañinos y saberme también capax mali, pero realice unos u otros, lo que es constante es el reconocimiento de mi subjetividad en clave de filiación. Sigamos este mismo razonamiento ante mi capacidad de alcanzar la verdad o estremecerme con la belleza. Estos típicos trascendentales (bondad, verdad, belleza) tienen opuestos (maldad, falsedad, fealdad), explicados tanto metafísicamente –en las substancias y en sus actos– por su carencia, como verificados existencialmente por su patencia, pero la filiación carece de opuesto, imprime un carácter de tal suerte que, aunque la maldad, falsedad o fealdad resten entidad al ente, no restan, sin embargo, filiación al hijo [14].

Ser hijo es, pues, la habilitación a la donación, gracias a la donación previa y fundante de su padre o madre; capacidad de amar libre y activamente en respuesta al amor recibido previamente [15]. La paternidad y la filiación no son, por tanto, un modo más de la ‘causalidad’, sino que son una ‘relación’ [16] con caracteres peculiares. Desde una posible teoría de conjuntos, el gran conjunto sería la relación, la cual albergaría tanto a la filiación como a la causación, los cuales, sin equivaler, se intersectarían. Habría, por tanto, filiación sin causación (como la relación entre el Padre y el Hijo); causación sin filiación (como el de carpintero-mesa o la de un perro con sus crías) como también la intersección: filiación-causal (la persona humana). Podemos pensar también en la filiación como una relación con peculiaridades como: ser asimétrica (A es padre de B, pero B no lo es de A); ser intransitiva (A es padre de B, y B de C, pero A no lo es de C); irreflexiva (pues ningún A es padre o hijo de sí mismo), etc. La vida interna de Dios es una relación entre Personas. El Padre se dona al Hijo, y el Hijo recibe al Padre, sin que esto equivalga a una relación causa/efecto [17], entregándose a su vez a Él que lo da y envía a los hombres; y aunque el nombre les venga de su procesión (‘Padre’ en tanto que engendra, ‘Hijo’ en tanto engendrado y se llame sólo ‘Don’ al Espíritu Santo quien, procediendo de ambos, es Señor y dador de vida) en los tres opera la gramática del don [18]. Dios no se crea a sí mismo y, sin embargo, sí se dona a sí mismo y allende sí mismo. Esta apretada y seguramente pobre exposición nos arroja un dato que por ahora es relevante y no habíamos alcanzado a diferenciar: ser hijo no equivale a ser creatura, al menos, no en todos los casos, pues no todo hijo es efecto y, por tanto, más que ser la filiación una especie del género causación, es una realidad que, aun intersectando con ésta en algunos casos, tiene una especificidad propia.

Lo anterior no es menor. Aunque las opciones de distinción en el seno de las creaturas han sido múltiples, para el siguiente análisis tomaré, como caso paradigmático, el Itinerario de la mente a Dios de san Buenaventura. Allí se distingue a las creaturas en ‘vestigio’ (vestigium) –las substancias materiales– e ‘imagen’ (imago) –el alma humana–. San Buenaventura no podía dejar de ver destellos y participaciones del Dios Uno y Trino en todo ente creado, pero debía hacer ver que el ser humano no se igualaba con el resto de la creación, y buscó este diferencial en el alma: “ve por aquí cuán próxima a Dios está el alma y cómo la memoria nos lleva a la eternidad, la inteligencia a la verdad y la potencia electiva a la suma bondad, según sus respectivas operaciones” (III, 4). Las potencias del alma eran la imago más nítida de la vida intratrinitaria; a las otras creaturas no se les había dado la capacidad de saber de sí, de entender ni de amar. El problema es que con esa distinción terminó gestándose otro problema: esta totalidad que soy yo, compuesto de alma y cuerpo, no soy ni sola imagen ni solo vestigio; pertenecemos por una parte a ‘la estirpe de Dios’ (Hch 17, 28), pero por otra parte somos ‘polvo de estrellas’ (Carl Sagan); somos el nudo y el ‘en medio’ de dos mundos.

Frente a las metafísicas que nos pone entre dos reinos (materia y espíritu), el personalismo tiene una ventaja competitiva, pues segmenta en dos la realidad: lo personal y lo no personal, y nos coloca en un reino: el de las personas, por tener ‘en medio’ un nudo (el ombligo), porque nos asiste una relación primigenia, antecedente y fundante, y porque fuimos totalmente amados pasivamente por un amor que nos habilita a amar activamente del mismo modo; esta triple experiencia tiene un nombre: filiación. Es verdad, que entre la Filiación divina y la humana hay una distancia y se precisa el recurso a la analogía; pero también es verdad que, por pura voluntad suya, el Padre nos ha adoptado como hijos suyos en el Hijo. La Encarnación, misterioso trueque por el cual el Hijo increado del Padre tuvo ombligo y se volvió así también hijo del hombre [19], nos volvió realmente hijos de Dios, relación que va más allá de la condición creatural, porque en el Hijo, el Padre nos ama como a sí mismo. Y a la luz de esto, tal vez podremos estirar más la norma personalista de la acción tan querida por Wojtyla (“la persona es un bien respecto del cual sólo el amor constituye la actitud apropiada y válida” [20]) y forzarla a decir: ‘la persona ha de ser amada como Dios se ama a sí mismo’. Unos versos de fray Juan de la Cruz sugieren esa perspectiva: “Cuando tú me mirabas, / su gracia en mí tus ojos imprimían, / por eso me adamabas, / y en eso merecían / los míos adorar lo que en ti vían”.

La ‘alta gramática’ de Rosenzweig y Buber dio un peso fundamental a los pronombres personales: yo, tú, él, nosotros… y aunque al hijo se le invoque con todo derecho como ‘tú’, debemos dar un paso más en esa gramática para aproximarnos a los nombres propios. Al hijo se le da un nombre y al llamarlo por su nombre propio nos relacionamos indudablemente con él: sale del aún anónimo y genérico “tú” y emerge como persona singular. Dice Rosenzweig: “para llegar a ser individuo tiene que acreditarse como miembro de una pluralidad. Es la pluralidad la que confiere a todos sus miembros el derecho a sentirse individuos, singularidades […[ el individuum singulare [es] designado por el nombre propio” (ER 172). Los siguientes textos de la Escritura son estremecedores: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre mencionó mi nombre”; (Is 49, 1) y “Voy a proclamar el decreto del Señor: Él me ha dicho: ¿Tú eres mi hijo ( ), yo te he engendrado hoy…’ ” (Sal 2, 7).

Adán puso nombre a las bestias porque antes una voz lo había nombrado y le había dirigido la palabra a él (, dabar, palabra). En griego, lo sabemos, por λóγος no sólo se entiende ‘razón’, sino también ‘palabra’, ‘verbo’ [21]. Los padres ponen nombres a sus hijos y llamándolos por su nombre propio es como despiertan ellos al lenguaje. “Porque verdaderamente el lenguaje es el don autoral del Creador a la humanidad, al mismo tiempo que el bien común de los hijos de los hombres, en el que todos tienen su parte especial, y es, en fin, el sello de la humanidad en el hombre. Es cosa absolutamente inicial. El hombre se hizo hombre cuando habló” (ER 152). Este análisis ahora nos arroja un dato más: la paternidad no sólo es cuidado, alimento y amor, es también paternidad lingüística, primera introducción a la realidad y a su sentido.

b)        Que no todo viviente es hijo: la novedad en el ser

El nacimiento del hijo implica una genuina novedad. Una alteración de la totalidad, pues lo que no era, ha venido a ser. Aristóteles colocó el hecho de la fecundidad como un anhelo de eternidad de las especies en la naturaleza, como el afán de seguir siendo a pesar de la muerte de los individuos, una suerte de ‘especieísmo’. Los individuos nacidos constante y consecutivamente serían una posibilidad inscrita dentro de la esencia de la especie. Pero si cada alma humana –según la antropología judeocristiana– es creada directamente por Dios, entonces cada persona, dotada de propiedades únicas y diferentes del resto de personas [22], significaría una auténtica novedad en el universo.

Quiero apoyar la tesis de la novedad con en análisis de su opuesto: la mismidad. Y no me dirijo a Parménides, sino a Lavoisier, para el cual, “la materia no se crea ni se destruye: solo se transforma”. Lo constatamos al pesar, antes y después, una pequeña o grande reacción química para darnos cuenta que siempre ha habido lo mismo. Cierto, lo mismo no equivale a del mismo modo. La Biblia hebrea comienza también relatando que “en el principio, Dios creó los cielos y la tierra” (Gn 1, 1). La totalidad está ya dispuesta desde un inicio, sólo falta operar sobre eso una serie de transformaciones [23], las cuales, en cierta manera, lo hacen distinto y, en cierta manera, nuevo: “El mundo está ya hecho, sobre el fundamento de su creaturalidad, de su siempre nuevo poder-ser-creado; Dios, sobre el fundamento de su eterno poder creador, ya lo ha creado. Y sólo por eso está el mundo ahí y se hace nuevo cada mañana” (ER 176).

Pero la novedad de la transformación no es la novedad de la creación. Aproximarnos a la creación (ex nihilo) supone atisbar los “fundamentos subterráneos del ser” (ER 190). Hay una tesis en el pensamiento judío, constante en distintos autores a lo largo del tiempo, pero presente también en Rosenzweig y Buber: la “contracción” divina (tsimtsum, ) [24]. En resumen, trata de lo siguiente: para que hubiera  creación de un ser separado, era necesario que Dios –que llenaba todo el “espacio” metafísico–, se contrajera, se retirara dentro de sí para dar cabida a un ser distinto de sí. Que Dios creara en su seno hubiera significado panteísmo, es decir, no-creación. Como hace notar Scholem [25], el tsimtsum de Dios no pudo haber sido un simple replegarse de Dios en sí para crear lo distinto a sí al inicio de la creación, sino que implica un continuo y reiterado acto de contracción, una autolimitación constante de su ser para que lo ya creado no quede dentro de Él. Si cesara la contracción, cesaría la alteridad de la creación: quedaría sólo Dios. Según la liturgia judía, Dios renueva todos los días la obra inicial de la creación, por tanto, Dios renueva todos los días su contracción [26].

Pero se abre entonces la duda: ¿es toda creatura hijo y, por tanto, persona? Aquí voy a debatir con algunos animalistas. Volvamos a nuestras distinciones iniciales: el hijo puede recibir adecuadamente el don de otra persona (sus padres); el hijo comprende el lenguaje de los padres. El hijo se sabe tal en el seno de una ‘relación’. Recepción adecuada del don y lenguaje, son ahora las categorías para discernir lo que es persona de lo que no es. La aproximación relacional de Buber es fabulosa:

Tres son las esferas en que surge el mundo de la relación. La primera es la de nuestra vida con la naturaleza. La relación es allí oscuramente recíproca y está por debajo del nivel de la palabra. Las criaturas se mueven en nuestra presencia, pero no pueden llegar a nosotros, y el tú que les dirigimos llega hasta el umbral del lenguaje. La segunda esfera es la vida con los hombres. La relación es allí manifiesta y adopta la forma del lenguaje. Allí podemos dar y aceptar el tú. La tercera esfera es la comunicación con las formas inteligibles. La relación está allí envuelta en nubes, pero se devela poco a poco; es muda, pero suscita una voz. No distinguimos ningún Tú, pero nos sentimos llamados y respondemos, creando formas, pensando, actuando. Todo nuestro ser dice entonces la palabra primordial, aunque no podamos pronunciar Tú con nuestros labios.

Las plantas tienen retoños, los animales crías… pero ni retoños ni crías son auténticamente hijos. Por una parte, como hemos visto, los individuos de las especies no espirituales no suponen novedad, sino repetición y propagación, por eso los medievales nunca vieron difi[1]cultad en la transmisión del alma vegetal y animal del que genera al generado; por otra parte, ningún individuo de una especie vegetal o animal es un modo único de recibir el don y de pronunciar el leguaje, es decir, carecen de una afectividad espiritual. Veamos esto último con más detenimiento. “¿Dónde se descubre el misterio como milagro?” (ER 151). Esta pregunta apunta al meollo de la cuestión para distinguir entre ser vástago y ser hijo. Cada persona tiene una misteriosa profundidad, es decir, puede remitirse a un origen que, en todo caso, sería Uno y el mismo para todos –de la filiación a la fraternidad–. Pero también cada persona es una milagrosa aparición. Cada hijo, cada persona, es un valor único. Esta singularidad es un valor en sí mismo, es un bien absoluto y por ello el hijo (la persona) es un bien en sí. Su ser trascendental radica en su bien absoluto. Con otros seres, vemos que ellos pueden ser reemplazados por otros, pero la persona misma no se puede reemplazar, porque cada hijo es único en su tipo. Perspecti[1]va, libertad, historicidad, afectividad, sensibilidad hacen de cada hijo un don único en la historia del universo que ha de ser amado en su singularidad irrepetible, habilitación que despertaría a una respuesta amatoria también singular y nueva: “porque su amor no ha de ser un caso de amor, un caso en el plural de los casos, que también otros puedan conocerlo y definirlo. Ha de ser su propio amor, no suscita[1]do desde fuera, sino despertado tan sólo en su interior” (ER 251). No se acoge, por tanto, a un hijo (artículo indefinido); se acoge a este hijo que tiene nombre propio, y el acoge de manera singularí[1]sima el don. Esa especificidad de la acogida del don a partir de la totalidad que soy yo, es la afectividad y su centro más íntimo es el corazón [27], como lo han hecho notar con claridad por una parte von Hildebrand, y por otra, Edith Stein, al decir que la vida afectiva es el centro de la existencia humana y que el corazón es el verdadero centro de la persona.

Cada corazón vive la realidad y resuena a ella desde una posición excepcional, posición desde la que habla, acoge, se entrega y responde al valor que tiene ante sí.

La entrega que es esencial para cada amor –amor de padres, amor de hijos, amor de amigos, amor de esposos– presupone necesariamente que la persona amada se presente ante nosotros como valiosa y bella, como digna, como objetivamente digna de ser amada. Amor es una respuesta al valor [28].

Edith Stein lo dice con una claridad meridiana:

En el acto de amor, pues, tenemos un asir o bien un tender a la valía personal que no es un valorar a causa de otro valor; no amamos a una persona porque hace el bien, su valía no consiste en que haga el bien (aunque cuando en eso quizá sea evidente el valor), sino que ella misma es valiosa y la amamos “por ella misma” [29].

El amor es, pues, la clave para distinguir entre la filiación y la progenie. Es verdad que la acepción de ‘hijo’ de la que hablamos está tomada en un sentido maximalista. Si se le comprende sólo como lo generado –sentido minimalista–, entonces no habría problema en decir que los animales tienen hijos y son hijos. Pero en el sentido maximalista, ser hijo significa acoger el amor de otra persona o, de acuerdo con Rosenzweig, ser el otro polo de la Revelación sobre quien se derrama el amor divino. El alma humana es capaz de abrirse para escuchar la palabra y ver el resplandor del Otro. No es la mera cerrazón, el sí-mismo mudo y vuelto hacia sí, el conatus essendi, orgullo en su obstinación. Por el contrario, el hijo es orgullo, pero derivado de la humildad, “humildad que es consciente de ser lo que es por la gracia de alguien superior […]. La humildad descansa en el sentimiento de estar amparado. Sabe que no puede sucederle nada. Y sabe que ningún poder puede arrebatarle esta conciencia” (ER 213). La cría del animal nace, vive y muere bajo el sino del desamparo; el hijo del hombre lo hace bajo el amparo del amor.

De lo anterior, podemos encontrar una sugerencia en la etimología [30]. Filius, proviene de φλιος (foederatus, aliado) que a su vez vendría de φλος (amicus, amigo) y de φλον (genus, linaje, estirpe), tomado este último de ις (hijo, niño, descendiente). El término, pues, no expresa mera generación, sino que añade el ser destinatario del amor y la amistad. El hijo se sabe amado “por el amor del amante y se sabe en él amparado […]. El amor querría ofrecer sacrificios en acción de gracias, porque siente que no puede dar las gracias. Lo único que puede hacer es dejarse amar por el amante, sólo eso. Y así recibe el alma el amor de Dios” (ER 214). Pero esta recepción (que es la forma peculiar del amor del hijo) es también libre, no puede obligarse, es un tipo de alianza o de fidelidad. Por eso afirma Rosenzweig: “una cosa, por cierto, puede ser amada, y hasta cabe que le sea dedicada la fidelidad del amor siempre renovado; pero ella misma no puede ser fiel. En cambio, el alma sí que puede. Porque no es una cosa ni tiene su origen en el mundo de las cosas” (ER 215).

Apliquemos una idea metodológica de Rosenzweig –muy cercana a la noción de experiencia integral que maneja J. M. Burgos [31]– al tema que nos ocupa:

la geometría presupone subjetivamente para su comprensión no sólo los conceptos algebraicos de igualdad y desigualdad, sino, en contraste con la serie objetivamente vigente, también el conocimiento de la figura natural. Aunque fundamenta la objetividad de las figuras naturales, subjetivamente sólo es posible como abstracción a partir de ellas (ER 168).

Si sabemos que la persona es singularidad afectiva (característica de la espiritualidad) es por abstracción a partir de la experiencia afectiva con la persona singular y esta experiencia, de un modo universal (trascendental) que nos hermana a todas las personas, es la filiación. Decía Rosenzweig que “la Creación es el portillo por donde la filosofía penetra en la casa de la teología” (ER 145). Si en vez de tomar, como lo hizo Aristóteles, el punto de partida para la reflexión metafísica, no a la substancia material (que es movida y a la vez motora de otras, para remontarse –ante el absurdo de una cadena infinita de motores móviles– a un Primer Motor Inmóvil), sino a la persona humana, esta que somos cada uno de nosotros, tal vez debemos elegir la dupla ombligo-genitales, para reflexionar en dos extremos de la historia humana que pueden sugerirnos un trampolín interesantísimo que “apuntaría” hacia Dios como Padre Creador y hacia Dios como Abrazo Final: el primer hombre, con el enigma de su ombligo, y el último hombre, con la inutilidad de su órgano generativo; porque reflexionar sobre el primer hombre (acento creacionista) supone aproximarnos al misterio de la maternidad-paternidad y, hacerlo sobre el último (acento escatológico), implica entrever la belleza y sentido de la virginidad [32], pero ambos extremos de la cuerda histórica estarían marcados por la filiación.

Jorge Medina Delgadillo, academia.edu/

Notas:

1   Se citará durante este texto la extraordinaria edición castellana de Miguel García-Baró, Salamanca: Sígueme, 2006.

2   Hadjadj, Fabrice, ¿Qué es una familia?, Granada: Nuevo Inicio, 2015, pp. 52-53.

3   Recordemos que, en la tradición griega, el andrógino –en el célebre relato de Platón en el Banquete–, fue castigado por Zeus, quien ordenó a Apolo que escindiese a esa primigenia dualidad girando sus rostros en dirección al corte para dificultarles a las mitades el volver a reencontrarse, y les hizo, además, un agujero en el centro del vientre para que perpetuamente tuvieran el recuerdo de su castigo. El ombligo era el testigo de un pecado original, no de una relación fundante.

4   Como afirma Rosenzweig, en una crítica al presupuesto idealista, el sí- mismo estaría auténticamente solo: “El sí-mismo no se compara con nada y es incomparable. El sí-mismo no es parte ni caso que se subsume bajo cierto algo, ni es tampoco participación –celosamente custodiada. En el bien común y cuya ‘encomienda’ pudiera ser meritoria. Todos estos son pensamientos que sólo cabe pensar a propósito de la personalidad [persona]. El sí-mismo no se puede encomendar. ¿A quién se le iba a encomendar? Para él no existe nadie a quien pueda dar nada. Está solo. No es un hijo de los hombres: es Adán, el hombre mismo” (ER 110).

5   Sirva esta idea interesantísima que rescata Juan Pablo II sobre la concepción de la individualidad a partir de la filiación en la lengua hebrea: “El término hebreo ‘adam expresa el concepto colectivo de la especie humana, esto es, el hombre que representa a la humanidad; la Biblia define al individuo utilizando la expresión ‘hijo del hombre’, ben-‘adam” (Audiencia, 7 nov 1979).

6   Buber, Martin, Yo y tú, Buenos Aires: Nueva Visión, 1984.

7   Incluso en la hipótesis transhumanista de no necesitar un vientre en ningún momento del desarrollo, recordemos que el cigoto contiene información también de lo que será el cordón umbilical y la placenta, ese órgano que hace las veces de intermediario para alimentación, oxigenación, filtración, etc. El ombligo remitiría así a la placenta, y ésta, como órgano temporal, al cigoto; y éste, a los gametos que le dieron origen.

8   En cada uno de los tres libros de la segunda sección de la Estrella de la Redención, Rosenzweig dedicará una parte a hablar de la gramática: respecto a la Creación, la ‘Gramática del lógos’; respecto a la Revelación, la ‘Gramática del eros’; respecto a la Redención, la ‘Gramática del páthos’. No obstante, echo de menos que la Gramática del eros comience con la relación amatoria entre amante y amado, y no entre la de la madre y el hijo.

9   Freud, Sigmund, “Esquema del psicoanálisis”, en Obras Completas, vol. XXIII, Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1991, pp. 151-152: “El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma una exigencia libidinosa es, a partir del nacimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. Desde luego, ella sirve en primer término a la autoconservación por vía del alimento, pero no es lícito confundir fisiología con psicología. Muy temprano, en el chupeteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que –si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta– aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y debe ser llamada sexual”.

10    Mt IV, 1003b24: “τὸ ὂν καὶ τὸ ἓν ταὐτὸν καὶ μία φύσις” ( (el ente y lo uno son lo mismo y una sola naturaleza); Et. Nc. I, 1096a23: “τἀγαθὸν ἰσαχῶς λέγεται τῷ ὄντι”  (el bien se dice en tantos sentidos como el ente); Mt. II, 993b30-31: “ὥσθ᾽ ἕκαστον ὡς ἔχει τοῦ εἶναι, οὕτω καὶ τῆς ἀληθείας” ( (cada cosa, en la medida en que tiene ser, en esa misma medida tiene verdad).

11    Cfr. Tomás de Aquino, In I Sententiarum, d.19, q.5, a.1, ad 3: “haec quatuor convertuntur: ens, bonum, unum et verum”.

12    No trataremos el tema de los ángeles y el posible tipo de filiación que poseen, pues también sobre ellos la Escritura se refiere en estos términos: “¿Sobre qué fueron hundidos sus pilares o quién asentó su piedra angular, mientras los astros de la mañana cantaban a coro y aclamaban todos los hijos de Dios?” (Jb 38 6-7). Otro pasaje del mismo libro de Job es: “El día en que los hijos de Dios fueron a presentarse delante del Señor, también fue el Adversario en medio de ellos, para presentarse delante del Señor” (Jb 2, 1).

13    Cfr. Los distintos ensayos contenidos en: Singer, Peter, Desacralizar la vida humana, Madrid: Cátedra, 2003.

14    Edith Stein afirma: “Puedo tener ideas claras sobre el disvalor inherente a la persona amada, pero no la amo como a quien lleva en sí un disvalor, sino que el disvalor de una cualidad o de una acción particular –aunque es sentido vitalmente– queda oscurecido y absorbido por el valor que es inherente a todo el ser de la persona, y el valor por el disvalor sentido no disminuye el amor, sino que únicamente le confiere un colorido especial”. Stein, E., “Individuo y comunidad”, en Obras completas II, Madrid: Ed. El Carmen, 2005, p. 422.

15    Comprendo que se puede objetar que empíricamente no todo hijo ha sido acogido amorosamente por sus padres, no obstante, recordemos que de fondo está una relación fundante hacia Dios, quien es Padre y, como se verá enseguida, sí mantiene con nosotros, desde siempre, una relación amorosa. Recordemos una idea de Santo Tomás: el amor de Dios crea los seres, infunde bondad en la realidad (Cfr. Suma Teológica, I, q.20, a.2, co.).

16    Cfr. CEC 240: “Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre”. Esta nota es preciosa… uno puede pensar desde allí, de manera analógica y aplicada a los hombres, que cuando a un padre se le muere un hijo, no sólo pierde al hijo, sino que pierde una parte de sí, pierde también su paternidad y otro tanto sucede con el hijo al cual se le muere un padre.

17    Recordemos la advertencia de Tomás de Aquino: “Apud Latinos autem non est consuetum quod Pater dicatur causa Filii vel Spiritus Sancti, sed solum principium vel auctor” (Contra errores graecorum, pars 1 cap. 1).

18    Cfr. Tomás de Aquino, In I Sententiarum, d.18, q.1, a.2, ad 1 y ad 2.

19    Juan de la Cruz, en sus Romances sobre el Evangelio, canta así: “Entonces llamó a un arcángel / que san Gabriel se decía, / y enviólo a una doncella / que se llamaba María, / de cuyo consentimiento / el misterio se hacía; / en la cual la Trinidad / de carne al Verbo vestía; / y aunque tres hacen la obra, / en el uno se hacía; / y quedó el Verbo encarnado / en el vientre de María. / Y el que tenía sólo Padre, / ya también Madre tenía, / aunque no como cualquiera / que de varón concebía, / que de las entrañas de ella / él su carne recibía; / por lo cual Hijo de Dios / y del hombre se decía”. Juan de la Cruz, en sus Romances sobre el Evangelio, canta así: “Entonces llamó a un arcángel / que san Gabriel se decía, / y enviólo a una doncella / que se llamaba María, / de cuyo consentimiento / el misterio se hacía; / en la cual la Trinidad / de carne al Verbo vestía; / y aunque tres hacen la obra, / en el uno se hacía; / y quedó el Verbo encarnado / en el vientre de María. / Y el que tenía sólo Padre, / ya también Madre tenía, / aunque no como cualquiera / que de varón concebía, / que de las entrañas de ella / él su carne recibía; / por lo cual Hijo de Dios / y del hombre se decía”.

20    Wojtyla, Karol, Amor y responsabilidad, Palabra, 2009, p. 52. Seguimos aquí el principio personalista de la acción según Wojtyla con la hermenéutica que hacen J. M. Burgos (Introducción al personalismo, 148) y Urbano Ferrer (La conversión del imperativo categórico kantiano en norma personalista, 57-67).

21    La Palabra, en Dios, es Hijo.

22    Cfr. Pedro Lombardo, Sententias, Lib. I, dist. XXV, cap. 3.

23    Santo Tomás divide en tres la acción divina relatada por el Génesis: opus creationis (al principio creó Dios los cielos y la tierra…); opus distinctionis (cuando divide la luz de las tinieblas, las aguas de arriba de las de abajo…) y opus ornatus (haya luminarias…). Cfr. Suma Teológica, I, q.65, pr.

24    Sin ser equivalentes, la tradición cristiana también tiene nociones de profundísimo alcance y que tienen en común el ser actos de contracción: el “descendimiento” (συνκατάβασις), el “vaciamiento” o “anonadamiento” (κένωσις).

25    Scholem, G., Conceptos básicos del judaísmo. Dios, creación, revelación, tradición, salvación, Madrid: Trotta, 1998, pp. 71-74.

26    Cfr. Medina, J. “Las influencias teológicas judías en el pensamiento de Emmanuel Levinas”, en Pensamiento y cultura, 13/2 (2010), pp. 205-221.

27    Según el pensamiento hebreo, “el corazón [ֵ ] es lo que se halla en lo más interior; ahora bien, en lo íntimo del hombre se hallan, sí, los sentimientos, pero también los recuerdos y los pensamientos, los razonamientos y los proyectos. El hebreo habla, pues, con frecuencia del corazón en casos en que nosotros diríamos memoria, o espíritu, o conciencia: ‘anchura de corazón’ (1R 5, 9) evoca la extensión del saber, ‘dame tu corazón’ puede significar ‘préstame atención’ (Pr 23, 26), y ‘corazón endurecido’ comporta el sentido de espíritu cerrado. Según el contexto puede restringirse el sentido al aspecto intelectual (Mc 8, 17), o por el contrario extenderse (Hch 7, 51); el corazón del hombre designa entonces toda su personalidad consciente, inteligente y libre”. Leon-Dufour, Xavier (Dir.), Vocabulario de teología bíblica, voz: corazón.

28    Von Hildebrand, D., La esencia del amor, Pamplona: EUNSA, 1998, p. 49.

29    Stein, E., “Sobre el problema de la empatía”, en Obras completas II, Madrid: Ed. El Carmen, 2005, p. 185.

30    Cfr. Forcellini, A., Lexicon Totius Latinitatis, voz: “filus”, Bologna: Arnaldo Forni, 1977.

31    Cfr. Burgos, J. M., La experiencia integral. Un método para el personalismo, Madrid: Palabra, 2015.

32    La persona es capacidad de fecundidad, pero sin estar forzada a ello. Los animales no son capaces de abrazar libremente la virginidad pues sólo ven como valor la vida de la especie; éste sería otro índice de la presencia de espiritualidad sólo en el hombre. Estas dos categorías (maternidad y virginidad), tan sentidas y queridas por la cosmovisión cristiana de la persona, convergen, de manera misteriosa y milagrosa en Ella, la Virgen-Madre, la cual, por cierto, fue antes de todo antes, la Hija predilecta de Sión ( ).

Pedro Ortega Ruiz

“Todas las tentativas de luchar contra la frialdad que penetra por todas partes están condenadas al fracaso mientras no se dirijan a sus raíces sociales,

es decir, al sistema social que produce y reproduce la frialdad. 

Si algo puede ayudar contra la frialdad como condición de la desgracia es la comprensión de las condiciones que la hacen posible” (Th.W. Adorno).

Introducción

El carácter singular, excepcional del individuo humano es, sin duda, uno de los aspectos más olvidados en el discurso y práctica educativos, y su influencia se ha hecho sentir en una enseñanza demasiado escorada al cultivo de la inteligencia, marginando otras dimensiones del ser humano indispensables para una formación integral. Recuperar al sujeto de la educación, hacer que sobre él vertebre toda la acción educativa, es hoy una tarea inaplazable (Ortega y Romero, 2014). Ello conlleva incorporar al individuo concreto, histórico, a los procesos educativos; exige encontrarnos con él, en su cultura, en la urdimbre de su vida, desde donde se expresa, piensa y siente. Es decir, hacer que el educando sea el punto de partida y el punto de llegada de toda acción educativa.

Analizar nuestro presente y nuestro pasado educativo nos permite hacer una valoración de “lo que nos ha pasado y de lo que hemos vivido”, por emplear el lenguaje del filósofo Ortega y Gasset. Nuestra praxis educativa y nuestro discurso pedagógico no se pueden desligar de cómo entendemos al ser humano, de cómo nos relacionamos con los demás y con el mundo. Nuestras creencias (valores) atraviesan nuestra vida cotidiana dándole sentido, dirección y coherencia. No son acompañantes inocuos  que asisten indiferentes a nuestro devenir. Constituyen, por el contrario, “el estrato básico, el más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas. Pensamos en lo que nos es más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas, las somos” (Ortega y Gasset, 1973, 18).

La idea de una escuela competitiva, vinculada al éxito académico va dando paso, lentamente, a otra más preocupada por la apropiación de valores éticos, al menos a nivel de declaraciones formales. Se entiende que una persona “formada” ya no es aquella que posee unos conocimientos y habilidades o competencias adecuados para la sociedad de su tiempo, sino, además, aquella que ha interiorizado unos  valores  éticos  que le permiten situarse en el mundo y con los demás de una manera responsable y solidaria. Educar ya no se identifica con instruir o enseñar. Implica, además, apropiarse de los valores éticos que hacen del ser humano un sujeto moral, es decir, responsable; una educación que capacite al educando para leer e interpretar los acontecimientos de su tiempo; que frente    a los retos de la sociedad actual (inmigración, pobreza y marginación, degradación ambiental, corrupción y narcotráfico…) pueda decir “su” palabra y actuar desde la responsabilidad.

Levinas no aborda formalmente el tema de la “educación”, como tampoco se muestra sensible al estudio de la “cuestión social”. Su reflexión ética permanece en el ámbito de las relaciones interpersonales. Levinas entreabre la puerta a “lo social” cuando escribe sobre la relación ética con el otro, en la que contempla la presencia de un “tercero”. A pesar de esta ausencia, es fácil encontrar en la obra de esto autor el impulso y el soporte teórico para una educación que tenga en cuenta al otro en su realidad histórica, y no como pretexto para otros fines supuestamente educativos.

La ética levinasiana (soporte teórico de este trabajo) obliga a contemplar la educación como acontecimiento ético situado en el tiempo y en el espacio, como acogida responsable al otro que implica a ambos, educador y educando, y que a ambos dignifica. Pero la compasión no se da hacia un ser abstracto, ideal, sin rostro ni contexto, sino hacia alguien concreto necesitado de ayuda y de acogida. “La compasión tiene delante al individuo concreto no separado de la circunstancia en la que vive; la compasión no suple a la justicia, ni es una forma adulterada de practicar la beneficencia y tranquilizar las conciencias; la compasión establece una relación ética, es decir, de responsabilidad entre el que compadece y el compadecido, y que solo queda saldada cuando el otro recupera su dignidad, es atendido y cuidado” (Ortega, 2016, 246). La educación, desde la ética de la compasión es, por tanto, un acto de acogida a alguien concreto, situado, no a un ente ideal, sacado del  tiempo y del espacio.  Y si la educación es memoria,  lo es de aquellas personas significativas para  el educando  por  pertenecer  a  la  memoria  de su comunidad; y si es denuncia, lo es de aquellas situaciones injustas que impiden a sus conciudadanos vivir en una sociedad justa y solidaria.

La propuesta educativa que aquí se hace se configura en torno a estos contenidos básicos:

1) la ética de la compasión es acogida y responsabilidad hacia  el  otro;  2)  el  contexto o  circunstancia  es  contenido  educativo;  3) la memoria es reconocimiento del pasado y justicia con las víctimas; y 4) la denuncia de “lo que no debe ser” es integrante necesario de la acción educativa.

1.           La educación es, en su misma raíz, una acción ética

“No hay educación sin ética. Aquello que distingue  la  educación  del  adoctrinamiento es precisamente que la primera tiene ineludiblemente un componente ético” (Mèlich, 2002, 51). Sólo puede haber acción educativa si ésta tiene como finalidad la consecución de objetivos en sí mismos valiosos, éticamente asumibles por todos, y si es una acción ética en todo el proceso de su realización. Una educación que prescinda de los valores, en la pretensión de ser “neutral” u “objetiva”, además de ser imposible e indeseable, es una contradicción  en sus propios términos. La acción educativa se sostiene en función de que asume que algo éticamente  deseable  merece  ser  enseñado  y aprendido. En cada acción educativa se transmiten, inevitablemente, determinadas preferencias, actitudes  y  valores,  ligados  a  la cultura en la que aquella se realiza. La dimensión ética forma parte inevitable de nuestro equipaje humano. También la acción educativa, como conducta humana, está sometida a la “servidumbre” de la ética. “Educar es ya una tarea moral; refugiarse en la enseñanza de unos contenidos meramente instructivos, al final, se ha mostrado como una pretensión ingenua. La decisión misma de transmitir unos contenidos  u otros es ya una opción moral, en cuanto se estima valiosa para contribuir a la “mejora” de los alumnos” (Bolívar, 1998, 48).

El carácter ético de la educación no hace referencia a la deontología que obliga al profesor, como a cualquier otro profesional, al cumplimiento de las normas establecidas o contrato adquirido, ni de unas reglas o normas que han de orientar la acción educativa en las aulas o salones de clase, como cumplimiento de un deber. Tal obligación ética vendría impuesta “desde fuera”, sería externa a la misma acción educativa, vendría después.  Aquí  se  habla  de “otra cosa”, de algo distinto que es previo   al cumplimiento del deber como profesor, de aquello que se sitúa en la entraña misma de la acción educativa y por lo que ésta se define y constituye (Ortega, 2004).

Pero si la ética está en el núcleo mismo de la acción educativa, hemos de admitir también que los presupuestos éticos son muy diversos, nos llevan a metas también muy distintas, y condicionan inevitablemente las estrategias de actuación. Quizás la pregunta que nos debamos formular sea ésta: ¿qué ética debe inspirar nuestra acción educativa? La respuesta que demos a  esta  pregunta  no  es  retórica,  ni indiferente. El paradigma moral por el que optemos en nuestra acción educativa  nos lleva, necesariamente, a una determinada construcción de la persona, y también a una determinada manera de hacernos presentes en la sociedad.

Es obvio que todo discurso educativo es deudor de unos presupuestos éticos y antropológicos  y está orientado hacia unas determinadas finalidades o metas a conseguir. No hay discurso pedagógico neutro o indiferente. Pero todas las éticas no hablan el mismo lenguaje,  ni tienen el mismo contenido y tampoco los mismos propósitos. Este trabajo encuentra en el sentimiento moral de acogida al otro el núcleo básico o soporte de la acción educativa (Ortega, 2016), propio de la ética material (no formal), no en la ética idealista de raíz kantiana que pretende justificar e impulsar el comportamiento moral de los individuos desde la obligatoriedad de unos principios universales y abstractos, ajenos a todo contexto y a toda consideración subjetiva de un individuo, a toda afección o sentimiento que pueda poner en riesgo la objetividad y universalidad de esos principios. Me apoyo en la ética que tiene en la compasión su punto de partida (Ortega y Mínguez, 1999), y encuentra en los filósofos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno) y, en especial, en la obra de Levinas su soporte teòrico consistente. En estos autores he encontrado la fuente de inspiración para una propuesta educativa que tiene como contenido las experiencias reales de vida del ser humano en las circunstancias en que le ha tocado vivir.

De la lectura de estos autores se desprende que la ética es: a) compasión hacia el necesitado, el sufriente; b) resistencia al mal; c) compromiso con la justicia; y d) memoria de las víctimas. “No cabe la vida justa en la vida falsa” (Adorno, 2004, 44). Con estas palabras denuncia Adorno la hipocresía de una sociedad que pretende alcanzar un nivel de vida humana, moralmente digna,  en  complicidad  con  las   estructuras de dominación que ahogan la libertad y la posibilidad misma de vivir. La resistencia a lo que “no debe ser”, la denuncia del sufrimiento histórico de tantos inocentes, la lucha pacífica contra toda forma de explotación y humillación no ha encontrado en la moral idealista de la Ilustración la fuerza  suficiente  para  oponerse a tanta barbarie (Horkheimer y Adorno, 1994). “Que la injusticia no tenga la última palabra” (Horkheimer, 2000) no ha sido nunca el frontispicio de la moral idealista.

Este enfoque de la ética conlleva la “deconstrucción”  y  pérdida  de  significado   del sujeto moderno (Derrida, 1989) y la construcción de una subjetividad que no se defina como relación del yo consigo mismo, sino como relación con el otro, como respuesta al otro, hasta el punto del abandono del punto de vista posesivo de “mis” derechos o “nuestros” derechos y su sustitución por la perspectiva de los derechos de “los otros” (Bello, 2004, 105). Las éticas ilustradas de raíz kantiana, por el contrario, se muestran incapaces de asumir la primacía del otro, la centralidad del otro, en la constitución misma del sujeto moral.

Desde mediados del siglo XX se ha producido una revisión profunda de las éticas ilustradas,  y su programa  de  racionalización,  a  causa  de los desastres y de las víctimas que se las asociaban con aquellas. Horkheimer y Adorno (1994) criticaron duramente ese proyecto por considerarlo deshumanizador. Foucault (1999) y Derrida (1989), por  su  parte,  han  puesto  de manifiesto los límites de los discursos y planteamientos en los que se apoyaba el proyecto ilustrado supuestamente emancipador. Nada de lo que aconteció de destrucción en el pasado siglo es ajeno a este proyecto ilustrado.

Para Schopenhauer y Levinas hay ética (moral, diría Schopenhauer) cuando se da una respuesta compasiva a la  situación  de  vulnerabilidad  del otro. Habrá también educación, y no mera instrucción, cuando el educador acoja al otro, se haga cargo de él. Esta respuesta ética al otro no se fundamenta en argumentos de la razón que me “obliguen” a una determinada conducta hacia los demás, como sostiene la ética kantiana, sino en la fuerza del sentimiento de compasión hacia el otro necesitado .”La ética es, en verdad, la más fácil de todas las ciencias, tal y como es de esperar; porque cada uno tiene la obligación (obliegenheit) de construirla por sí mismo y, a partir del principio supremo que radica en su corazón, deducir por sí mismo la regla para cada caso que se presente… La compasión, como  el único móvil no egoísta, es también el único auténticamente moral, resulta, de una manera extraña y hasta casi incomprensible, paradójica” (Schopenhauer, 1993, 255). En Schopenhauer no es necesario acudir a la razón como fuente última para garantizar la moralidad de una conducta, tal recurso constituiría una ofensa hacia la persona que demanda una respuesta de ayuda y cuidado. “Para el descubrimiento de la compasión, mostrada como la única fuente de las acciones desinteresadas y, por tanto, como la verdadera base de la moralidad, no se precisa de ningún conocimiento abstracto sino sólo del intuitivo, de la mera captación del caso concreto a la que se reacciona inmediatamente sin ninguna mediación ulterior del pensamiento” (Schopenhauer, 1993, 270). En Schopenhauer, no es posible la moral sin compasión, porque no existe un ser humano que no necesite ser compadecido.

También en Levinas la ética tiene su origen en la compasión. “Para mí, el sufrimiento de la compasión, el sufrir porque otro sufre, no es más que un momento de una relación mucho más compleja, y también más completa, de responsabilidad respecto del otro” (Levinas, 1993, 133). Para Levinas el individuo sólo llega a ser sujeto moral en la medida que compadece. En esta respuesta compasiva el sujeto pierde su identidad, se rompe y se transforma, se quiebra por la presencia del otro. “En la prehistoria del Yo, puesto para sí, habla una responsabilidad. El sí mismo, en su plena profundidad, es rehén de modo más antiguo que es Yo, antes de los principios (Levinas, 1999, 187). En este acto  de abandono (desgarramiento) del propio  yo es cuando el sujeto se hace responsable del otro, es decir, sujeto moral (Ortega, 2016). Somos sujetos morales no por un ejercicio de autonomía, sino cuando respondemos del otro, cuando nos hacemos cargo de él desde la más radical heteronomía. La ética no nace de la razón del sujeto, de los mejores argumentos, sino de su dolor, o de la reacción ante el dolor ajeno. La ética no es algo originario, sino una respuesta  a la realidad degradada del otro. “El rostro del prójimo significa para mí una responsabilidad irrecusable que antecede a todo consentimiento libre, a todo pacto, a todo contrato” (Levinas, 1999, 150).

He afirmado más arriba que la educación es una respuesta ética (responsable) a la persona del otro. Es el sujeto en todo lo que es quien debe ser educado (atendido, reconocido, acogido), no una parte o dimensión de éste y en su contexto, pues la compasión siempre acontece en una circunstancia. La educación no se entiende, ni se da al margen de la ética y del contexto, sin una relación responsable con el educando. No postulo una ética que se desentiende del otro y de su situación, sino aquella ética material que interpreta al hombre no como un ser en sí y para sí, como lo hace la ética kantiana, sino aquella que lo entiende como ser abierto al otro y para el otro, cuya realización como ser moral no está en su autonomía, sino en la dependencia radical del otro (Levinas,1987). “Ya no es posible (después de esa catástrofe) seguir practicando como evidentes las típicas acciones educativas orientadas por aquella idea de autonomía del sujeto racional y emancipado que le ha venido sirviendo de justificación en el proyecto de la modernidad” (Zamora, 2009, 21). Vaciar de contenido ético a la educación significa convertir a la escuela en un instrumento de manipulación y adiestramiento  de  nuestros  jóvenes,  sin otro horizonte que ser eficaces y aptos para englobarse en la sociedad del consumo. Sin ética la escuela hace suyo un discurso “que tiende a tomar la técnica por la cosa misma, tiende a considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano” afirmaba Adorno (1998, 88) a mediados del pasado siglo.

2.           La educación siempre acontece en un contexto o circunstancia

“No podemos hacer frente a los problemas de nuestro tiempo sin tener en cuenta las culturas matriciales en las que esos problemas se manifiestan” (Mate, 1999, VIII). Esta advertencia vale también para la educación como problema de “nuestro” tiempo, pues no hay  educación sin tiempo ni espacio. No hay educación sin una cultura en la que encuentra significado. Prescindir del contexto significa desnaturalizar la acción educativa. Todo individuo lleva consigo una herencia genética de la que no se puede desprender. Del mismo modo, al nacer hereda una “gramática”, es decir, un conjunto de símbolos, ritos, signos, creencias, normas e instituciones que configuran un universo cultural (Mèlich, 2010) y le acompañan y condicionan siempre.

La tarea de educar se realiza siempre en las coordenadas espacio-temporales, dentro de las cuales todo individuo se expresa y vive. Hacer de la “circunstancia” el principio  vertebrador  de la actuación educativa constituye hoy una exigencia inaplazable. Este enfoque rompe todos los esquemas en los que se ha venido asentando nuestro discurso pedagógico y nuestra práctica educativa, desde un paradigma deudor de la filosofía idealista que ha dejado a un lado la condición histórica del ser humano, sujeto de la educación. Y nos obliga a elaborar otra filosofía del ser humano, y, por ende, también de la educación, otro modo de situarnos en el mundo y con los demás, de modo que cuanto acontece en la vida real de la calle penetre en las aulas y forme parte esencial de nuestra actuación como educadores. Conlleva cuestionar una praxis educativa que se nutre  de recursos didácticos ajenos a la realidad del contexto. Si cada individuo es único, singular, original, la utilización de unos mismos recursos en las aulas o salones de clase, la programación de unos mismos objetivos para todos, sin atender a la singularidad de cada educando y al contexto en el que vive, es un claro despropósito. Se ha implantado una educación “a distancia” que fija contenidos, objetivos y estrategias al margen de la realidad de cada educando, como si todos ellos fuesen iguales, e iguales sus necesidades e intereses.

Cuando se educa, la respuesta no se da a un individuo sin rostro y sin entorno, sin biografía. Siempre se da a un individuo concreto, histórico. Por ello, la educación se entiende como responder “del” otro singular  (Ortega,  2010).  El otro siempre es pregunta que nos interpela, que nos concierne, que irrumpe “violentamente” en nuestra vida (Levinas, 1991), alguien de quien debemos responder en una situación concreta. Esta responsabilidad  situada  hacia el otro es la pesada carga que siempre nos acompaña como equipaje de nuestra existencia, mientras decidamos vivir éticamente. La primera exigencia del educador es asumir e integrar la “circunstancia” (tiempo y espacio),   y comenzar desde aquí su tarea educadora. “No tenemos ninguna posibilidad de  escapar de nuestra herencia conceptual, lingüística o simbólica. La vida es siempre concreta como lo es también la circunstancia en la que se vive. Toda situación humana, también la educativa, está históricamente condicionada” (Ortega y Gárate, 2017, 115). Esta afirmación implica un giro profundo no sólo en cómo pensamos la educación, sino también en cómo la hacemos. Implica  abandonar  una   praxis   educativa que ha estado  muy  alejada  de  los  intereses y necesidades de nuestros alumnos, más preocupada por instruir que por educar.

Históricamente existe en nuestro discurso y nuestra  praxis   educativa   una   preocupante y extendida ausencia del  contexto-situación  en la acción educativa que lleva a ignorar las condiciones de vida del sujeto a quien se pretende educar. Y si se ignora el contexto (la “circunstancia”, diría Ortega y Gasset), si la realidad socio-cultural en la que vive el educando no cuenta para nada, entonces es imposible educar. Es indispensable integrar el contexto o situación como elemento clave en la educación. Sólo desde un mundo gramatical compartido, es decir, de tradiciones, costumbres, lengua, valores es posible la relación educativa. Sólo desde este mundo compartido se responde a  la pregunta de una persona concreta. Fuera de este contexto hay retórica, discurso, pero no educación (Ortega, 2016).

Si analizamos la producción bibliográfica pedagógica se observa que el término “educación”, y la acción misma de educar, casi siempre se han entendido desde enfoques idealistas difícilmente aplicables a contextos concretos en los que se da cualquier proceso educativo (Coll, 2009). El discurso y la praxis,  el lenguaje y la acción se han ubicado en espacios distintos, cuando no contrapuestos. Se ha construido un discurso pedagógico escasamente operativo para orientar la acción educativa; se ha ignorado que cualquier texto escrito, sin su contexto, es una página en blanco carente de significado, incapaz de interpretar y decir nada acerca de la realidad.  Y en educación, como en otro ámbito del saber práctico, no se puede entender un texto sin tener en cuenta las indispensables coordenadas espacio-temporales en las que necesariamente se inserta toda acción educativa. Entre contexto y educación hay siempre una relación dialéctica. Un contexto marca unas líneas concretas de actuación; habla y explica lo que sin él nos sería del todo ininteligible. Sin contexto, no hay posibilidad alguna para el discurso educativo, como no hay posibilidad tampoco para la acción educativa.

El discurso educativo, influenciado por la filosofía idealista, ha ignorado las condiciones socio-históricas de vida de los educandos. Y esta “circunstancia” le condiciona y le constituye esencialmente. Nuestro mismo pensamiento es un diálogo con la “circunstancia”. Nos pasamos la vida en diálogo, a veces áspero y tenso, con la circunstancia. Es la sombra de la que no nos podemos desprender. Nos acompaña siempre. Sin ella nada hay inteligible, en absoluto (Ortega y Gasset, 1973). Todo está afectado por la circunstancia-situación. El hombre mismo es  un ser situacional y vive y se entiende en y desde una situación. Todo lo que acontece, sucede siempre en una situación”. Y fuera de su situación es ininteligible.

La visión platoniana del ser humano ha echado raíces profundas en la cultura occidental. Cuerpo y alma, bien y mal, como mundos separados y opuestos; es la cosmovisión en    la que hemos sido formados, con todo lo que esto significa de  menosprecio  u  “olvido”  de  la corporeidad del ser humano,  en  definitiva de la “circunstancia”. Estar instalados en la corporeidad (circunstancia), como forma de vivir y de existir produce resistencia a aquellos que se sienten más cómodos con una imagen espiritual, desencarnada del hombre. El gozo   y el sufrimiento, el amor y el odio, la venganza y el perdón, en  una  palabra,  el  mundo  de  los sentimientos ha estado ausente en la preocupación y ocupación de los educadores. Y si “el espacio y el tiempo son tan decisivos para la configuración de una existencia individual y colectiva con rostro humano, sería necesario que todos los agentes implicados en los procesos de transmisión, que operan en una determinada sociedad, se propusieran como tarea fundamental una auténtica “pedagogía del tiempo y del espacio” (Duch, 2004, 173-74); es decir, sería necesario entender la educación como equipaje que permita al hombre habitar su mundo y construir humanamente su espacio y su tiempo.

La investigación educativa ha utilizado unas herramientas con las que ha pretendido acercarnos a la realidad del ser humano, y con ellas se ha querido “dar cuenta” de la formación integral de cada individuo. El paradigma utilizado ha seguido una tendencia que la vincula a un enfoque idealista del hombre, olvidando que éste sólo se entiende en y desde la “urdimbre de la vida” en la que se resuelve, día a día, su existencia.

El carácter histórico, situacional del ser humano conlleva  para  la  educación  varias exigencias:

a) no se puede educar si no se conoce la situación y el momento  (contexto)  en  que  vive el educando; b) no se puede educar en “tierra de nadie”, haciendo abstracción de las características singulares de cada educando, pretendiendo hacer una educación de validez universal (Ortega, 2009). Cualquier acto educativo se da necesariamente en “un aquí y en un ahora”, se da siempre en el contexto de una tradición, en una cultura. No hay un punto cero en el que nos podamos ubicar. Estamos necesariamente atrapados por “nuestro” tiempo y “nuestro” espacio. Si un hecho no es algo que ha ocurrido al margen de todo contexto, sino que necesariamente es un hecho interpretado, también el ser humano es un hecho o acontecimiento que necesita ser interpretado y leído en su contexto para que se pueda decir algo de él. Somos irremediablemente contexto, situación, y sólo cuando convertimos “nuestra” situación en contenido imprescindible de nuestra acción  educativa,  estamos  en   condiciones de educar. “Estoy convencido, escribe Duch (2004, 160), de que pedagogos y antropólogos deberían ejercer de terapeutas del tiempo y del espacio humanos”.

Si el contexto debe estar presente en la acción educativa, ésta debe asumir, en la práctica, no sólo la realidad psico-biológica del educando, sino, además, toda su realidad socio-histórica. Somos biografía, historia narrada de sucesivas experiencias que han ido configurando, en el tiempo, nuestra identidad múltiple. Somos lo que hemos “ido viviendo”. Y la vida a los humanos no es algo que les venga dado por naturaleza, sino, por el contrario, tarea permanente, un “quehacer”, en expresión feliz de Ortega y Gasset. Las  múltiples  experiencias  vividas han conformado en nosotros una determinada manera, entre otras posibles, de situarnos en el mundo, un modo particular de existir.

Desde la ética de la compasión la educación, como acontecimiento situado, se entiende como una acción que pretende:. a) ayudar a alguien concreto a construir, desde la ética, su propio proyecto de vida; b) ayudar a “leer” y juzgar los acontecimientos a la luz de los principios éticos; c) ayudar a alumbrar un nuevo nacimiento, una manera original e inédita, todavía, de realizar la existencia humana  por  la  que  el  mundo  se renueva sin cesar (Arendt, 1996). Y este recorrido educativo es único e irrepetible para cada individuo, porque para cada uno la situación en la que vive es vivida e interpretada de forma singular y única. A diferencia de la ciencia o de la filosofía sistemática que se dirige al hombre universal y abstracto, la educación se dirige a cada persona concreta en la singularidad de una vida humana. Educación”.

La filosofía idealista  ha  pervertido  el  sentido y la naturaleza de la  educación  al  entender los  valores  éticos  como  ideales  abstractos   a los que toda actuación educativa debe tender. Ha olvidado que los valores también son experiencia, y ésta necesariamente está condicionada por las formas distintas en las que cada individuo y cada cultura los expresa  y manifiesta. El carácter histórico de los valores éticos obliga a que cada acción educativa esté fijada a una determinada circunstancia sin la cual aquella sería irreconocible e insignificante.

3.           La educación es memoria (anámnesis)

“Los seres humanos no solamente nos limitamos a vivir con la memoria. Además convivimos  con ella, con la nuestra y con la de nuestros predecesores, porque las relaciones entre hombres y mujeres son relaciones de memoria” (Mèlich, 2010, 154). La memoria no es una mirada nostálgica hacia el pasado, porque no se refiere al pasado, sino al tiempo. “Son esos huecos que permiten a la ausencia hacerse presente” (Mate, 2011, 195). La memoria es traer al presente las experiencias vividas antes por otros para darles hoy un significado nuevo en un nuevo contexto. Es la pedagogía de los ausentes. “Sería un error importante fijar en la memoria la recuperación del pasado y, por lo mismo, el sentido de la vida en el vínculo a una comunidad ya dada y a una identidad ya prefijada que el individuo tiene que limitarse a reproducir” (Mèlich, 2006, 54). La experiencia es en sí misma irrepetible. Nadie “experimenta” por otro. Pero sí el contenido o significado de la experiencia, transmitido bajo el ropaje de unas formas o expresiones. Es lo que nos permite saber de dónde venimos y quiénes somos. Lo que nuestros mayores han vivido (sus experiencias) se realizó en un contexto o circunstancia que no ha tenido continuidad en el presente. Pero sí lo que esas experiencias significaban para ellos. De lo contrario sería imposible la transmisión de la cultura como herencia o legado recibido de ellos. Somos biografía, venidos a un mundo habitado por otros que nos han precedido. Lo que hoy somos nunca está libre de la contingencia del pasado. La memoria es una historia narrada de lo que “hemos sido” y ahora traemos a nuestro presente. “Narración y experiencia, experiencia y narración es el juego en el que discurre el relato de nuestra vida. Es también el espacio para una educación con “sentido” de lo humano” (Gárate y Ortega, 2013, 174-75).

En la ética, la memoria de lo acontecido no ha tenido un papel relevante.  La  reflexión  ética se ha ocupado, fundamentalmente, de las relaciones interpersonales entre coetáneos. Y la mirada al pasado se ha hecho con criterios historiográficos. Han sido los filósofos de la Escuela  de  Frankfurt  (Adorno,  Horkheimer)   y los supervivientes del Holocausto los  que  nos han “obligado” a una nueva lectura de los acontecimientos pasados, de sus experiencias sufridas. “Sería ya tiempo de liberar al fenómeno de la memoria de la nivelación dentro de la psicología de las capacidades reconociéndolo como un rasgo esencial del ser histórico y limitado del hombre” (Gadamer, 2001, 45).

Los acontecimientos, en tanto que experiencias vividas, no agotan su significado en quienes los han protagonizado. Adquieren nuevo significado (sentido) en quienes los recuerdan o rememoran.

Los acontecimientos pasados no pertenecen sólo a la historia, ni siquiera a aquellos  que   los protagonizaron. Nos pertenecen también a nosotros. Todas las experiencias narradas, al ser contadas, pertenecen también a los demás (Larrosa, 1996). La memoria  (anámnesis)  de lo ocurrido, y nunca cancelado, nos reconcilia con el pasado porque se le hace justicia. La memoria hace que la justicia recupere su verdadero sentido. Somos responsables de aquellos con quienes convivimos, de los “recién llegados”, y de los que han de venir. Pero también somos deudores de aquellos que nos han precedido, de todos aquellos que hicieron posible la experiencia de justicia y de libertad, de solidaridad y de tolerancia que hoy nos permiten ejercer de humanos. “Nuestra vida tiene algo pendiente que nos impide instalarnos de una vez por todas, algo pendiente con los que nos han precedido, y que nos demanda una constante reubicación y resituación” (Mèlich, 2010, 120). La “presencia” del otro que está y vive junto a nosotros nos debería llevar a preguntarnos por las “ausencias” de aquellos que ya no están, de los que ya no viven. En los que aún vivimos, en los que aún estamos aquí pervive la huella, la memoria de sus vidas sin la cual es imposible descifrar y entender el presente.

Una ética de la compasión, a la vez que configura espacios de cordialidad entre los vivos, hace justicia también de las “ausencias” de los que ya no están físicamente entre nosotros; recupera la memoria de los otros para que el pasado no muera en el olvido. La relación de compasión no sólo se establece con los contemporáneos, sino también con los antepasados, los ausentes. El discurso pedagógico, y nuestra praxis educativa, han vivido de espaldas, o han intentado cancelar nuestro pasado más inmediato; no han encontrado un espacio para hacer justicia a los sufrimientos y trabajos, a las ilusiones y esperanzas de tantos hombres y mujeres que construyeron nuestro presente. Se ha puesto en práctica, por el contrario, una pedagogía y una educación centradas en la mirada hacia el futuro, en la búsqueda del “equilibrio y de la armonía social”, reticente a toda mirada al pasado, a toda experiencia del mal; se ha querido borrar nuestro pasado “incómodo” echándonos en brazos de un progreso emancipador que oculta la autoridad de los que sufren (Metz, 1999 ). “Y una pedagogía que no haga memoria de “lo que nos ha pasado y hemos sido” queda reducida  a una función más del engranaje social, a una legitimación del supuesto orden social” (Ortega, 2016, 258).

La educación para la memoria se convierte en narración de las experiencias vividas por otros, y, hoy, significativas para nosotros.  El  hecho de narrar es equiparable a un rito por el que se participa de un modo inmediato en lo “sagrado” de lo narrado, que de esta manera es incorporado a la propia vida del sujeto en lo que aquél tiene de sentido en las circunstancias actuales. En la narración la experiencia trasciende al narrador, le sobrepasa, para ser, de alguna manera, “nuestra” experiencia, hoy. Y aquí radica la fuerza educativa de la memoria narrada. En la narración de las experiencias de los que nos han precedido encontramos la clave para saber quiénes somos, de dónde venimos. El hoy está presente en el pasado, y desconocerlo significa poner en riesgo nuestra propia identidad.

La educación para la memoria es, también,, una revindicación de las víctimas (memoria ética),   y se identifica con su sufrimiento injustamente padecido. Se opone a todo intento de negación, eufemización o instrumentalización  del  dolor. Y es también contraria a la visión de la historia como progreso que, “además de producir víctimas, justifica estos actos en el  avance  que logra y, por tanto, está autorizada a seguir adelante, a reproducir sus estrategias” (Almanza, 2013, 24). Es una pedagogía crítica sobre las huellas del mal acontecido con el propósito de hacer justicia con quienes lo padecieron. “Una construcción crítica de la historia no tiene que dirigir su atención sólo a la dinámica dominante, sino también, como dice Adorno, a lo que no intervino en esa dinámica, quedando, por así decirlo, al borde del camino, los materiales de desecho y los puntos ciegos que se le escapan a la dialéctica” (Zamora, 2004, 49). No es una pedagogía de la memoria passionis que ayuda a autoafirmarse y afianzar la propia identidad, sino una memoria que cuestiona la identidad firme y segura en la que nos hemos instalado. Es una pedagogía de la memoria que cuestiona la razón argumentativa por insuficiente para abordar el sufrimiento de las víctimas. Es una pedagogía que entiende la memoria no “como una categoría compensatoria (que se ocuparía de zonas a las que no llegaría la razón argumentativa), sino como una categoría constitutiva del espíritu humano en virtud de la cual puede entender    el mundo de una manera nueva” (Mate, 1999, 166).

Sólo una educación que se proponga la cancelación de la explotación y del sufrimiento de los inocentes, la cancelación del mal gratuito infligido puede instaurar la justicia para aquellos que nos han precedido en el sufrimiento. Lejos de convertirnos en estatuas de sal atrapadas por el pasado, la memoria de las víctimas constituye un revulsivo para demandar “las esperanzas incumplidas y denunciar las injusticias pendientes de resarcimiento contra todo aquello que sigue produciendo dolor y sufrimiento, aniquilando a los individuos” (Zamora, 2004, 15). En la situación actual, marcada por una crisis que afecta no solo a la economía, sino    a todo el sistema socio-político, la educación para la memoria puede ser una herramienta poderosa para la integración social desde la justicia y la verdad para todos. “Se trata de anclar el pensar en el pesar, y de proponer una estructura anamnética de la razón, conscientes de que desentenderse de la más leve huella del sufrimiento es condenar todo discurso, aunque sea ontológico, a la mentira” (Mate, 2011, 207). Volver al pasado, desde la memoria, no es un ejercicio retórico, sino la condición indispensable para entender y tener presente.

4.           La   educación  es   denuncia y resistencia

La crítica social forma parte del contenido de   la acción educativa. Juzgar, criticar  aquello  que no se ajusta al  derecho,  o  denigra  la  vida de los ciudadanos no es una actividad “añadida” a la acción de educar. Cuando se educa, se hace siempre en un contexto. Pero éste presenta contradicciones, conductas éticamente reprobables que pueden interferir u obstaculizar la apropiación de valores por los educandos. No vivimos en un mundo ideal de individuos perfectos. Al contrario, la violencia,  la injusticia, el odio y la venganza, la falta de libertad forman parte de nuestro escenario social. En este contexto también es necesario educar. Y, entonces, la propuesta de conductas éticas deseables se hace a partir de la crítica de aquellos comportamientos que se alejan de los referentes morales (modelos) que deben ser imitados por los educandos, lo que se denomina pedagogía negativa.

Desde la ética de  la  compasión,  la  crítica  a lo que no “debe ser” ocupa un papel central    en la acción educativa. Es una crítica de las estructuras socioeconómicas que impiden una vida justa, la resistencia a todas las formas del mal. Es denuncia de un sistema educativo que se ha convertido en correa de transmisión de los intereses de la clase dominante, cuyo objetivo es aumentar la productividad y los beneficios por medio de inversiones que mejoren el proceso formativo de cara a moldear funcionalmente  los cerebros de los individuos, y transformarlos en un factor productivo. Un ejemplo de este propósito es el encargo por parte de la OCDE, a finales de la última década del pasado siglo, de un estudio comparativo conocido por el nombre PISA.

Deberíamos  preguntarnos  si  los contenidos que se imparten en las aulas ayudan a los alumnos a una toma de conciencia de la realidad que les envuelve, o, por el contrario, son  indiferentes  a  la  misma;   habríamos de preguntarnos por  qué  los  procesos  de la distancia social, invisibilización de las víctimas, indiferencia colectiva, exclusión social, personas superfluas o descartadas... no han tenido presencia, o ésta ha sido muy débil, en los centros de enseñanza como contenidos necesarios para una educación ética y socio-política (Maiso, 2016).

Junto a la denuncia de las situaciones injustas se hace indispensable romper con la lógica de la frialdad que caracteriza a la sociedad actual, y extirpar su arraigo en la dinámica social. “Si algo puede ayudar al hombre contra la frialdad generadora de desdicha es el conocimiento de las condiciones que determinan su formación y el esfuerzo por oponerse anticipadamente a ellas en el ámbito individual” (Adorno, 1998, 90). Pero el solo cambio de estructuras puede llevar a la tiranía si el ser humano es puesto al servicio de las mismas. Se hace necesario, además, un cambio de actitudes y la apropiación de valores éticos que propicien el cambio de las conductas que dañan a la persona. Y esto pasa por implementar una educación que parta de una ética en la que se reconozca la primacía del ser humano como ser histórico.

Desde las éticas ilustradas, de raíz kantiana, se defiende que  sólo  desde  el  respeto  a  la dignidad del ser humano, como fin en sí mismo, se puede poner fin a la situación de explotación de tantas víctimas, producida  por un sistema socioeconómico injusto que invade todas las esferas de la vida individual y colectiva. Pero no ha sido la razón formal incontaminada, capaz de formular los mejores argumentos, la que ha resistido la barbarie de antes y de ahora. ¿”De dónde sabe la razón que el ser humano tiene una dignidad, que no puede ser vejado, humillado… si no es de la experiencia acumulada de sufrimiento… Convertir dicha dignidad en principio formal que ha de regir la conducta, al menos no    ha servidlo para evitar las catástrofes que conforma el oscuro reverso de la historia ” (Zamora, 2004, 271-72).

Hay preguntas que se echan de menos en el discurso pedagógico y en la praxis educativa.

¿Para quién o quiénes educamos? ¿A quién o quiénes sirve la escuela? Se supone, con gran ligereza, que la tarea de educar discurre en ámbitos de neutralidad, que los objetivos y fines propuestos son los adecuados, aquí  y ahora, a los intereses y necesidades de   los educandos. Se percibe una confianza ciega en el  sistema  educativo  por  parte  del profesorado. “Se simula un paraíso de educación supuestamente no directiva, porque los alumnos evalúan y critican permanentemente los procedimientos, sin poder decidir nada respecto al sentido y la finalidad del dispositivo educativo mismo” (Zamora, 2017, 30). La esperanza  puesta  en la escuela de capacitar a los individuos para su emancipación y una confrontación crítica con las relaciones impuestas por el sistema  socio-económico  dominante,  se   ve hoy cuestionada por las exigencias de adaptación del individuo al mismo sistema, promoviendo las capacidades de cada individuo, pero encaminadas al rendimiento económico. De este modo  el  conjunto  de  la educación adquiere el carácter de una “inversión” cuantificable, como  cualquier  otra inversión, por el rendimiento económico que pueda producir, es decir, en términos de coste-beneficio. La adaptación del sistema educativo a las exigencias del mercado se hace patente en la correspondencia entre  las  transformaciones  del  sistema productivo y los cambios producidos en las instituciones educativas: programas, prácticas, contenidos... El reciente discurso sobre las “competencias” es un ejemplo paradigmático de la orientación instrumental y tecnocrática del sistema educativo. Ante esto caben dos posibilidades: resistir   a la represión social, aun a costa de   la propia supervivencia, o adoptar estrategias de pacificación que impidan tener que afrontar situaciones límite difíciles de sobrellevar.

Ocupados en aplicar en su enseñanza las estrategias más innovadoras, el profesorado no encuentra tiempo para hacerse una pregunta básica: ¿para  qué  educamos?  La  escuela  no demanda tanto nuevas estrategias (cómo enseñar), cuanto qué y para qué enseñamos. La educación como denuncia se hace imposible si los educadores no asumen como tarea la vigilancia permanente de un sistema que se mueve siempre entre el servicio a la comunidad y la “obediencia” a los intereses de la clase dominante.

5.           ¿Qué hacer?

A principios del siglo pasado, el filósofo Ortega y Gasset ( 1973, 49) hacía una advertencia a los intelectuales y políticos españoles: “No se han hecho bien las cosas sino cuando de verdad han hecho falta”. También nosotros, hoy, deberíamos prestar atención a esta advertencia del pensador español y desterrar de nuestro discurso cualquier atisbo de autocomplacencia; los resultados de tantos esfuerzos y recursos invertidos en educación no invitan a ella. Deberíamos preguntarnos si junto al desarrollo tecnológico  y científico, nuestras instituciones educativas también han contribuido a construir una sociedad más justa; si han hecho posible un desarrollo y bienestar más compartido; si han promovido la tolerancia y el diálogo, haciendo del respeto y la solidaridad compasiva la única herramienta para la convivencia.

Considero que es imprescindible un cambio de rumbo en nuestro pensar y hacer la educación; que es indispensable prestar atención a las circunstancias concretas de cada sujeto que reclama ser atendido y escuchado en “su” situación, en la experiencia concreta de su vida para poder ser educado en “su” proyecto de construcción personal; que es necesaria una “reubicación” del profesor que le permita invertir sus prioridades y sus papeles como agente de la enseñanza; que lo sitúe en un escenario distinto y lo coloque en una “situación ética” en la que el alumno deje de ser objeto de “conocimiento  y de control” para convertirse en interlocutor necesario en su proceso de construcción personal.

Es indispensable una nueva filosofía de la educación que no sólo cambie nuestra manera de entender la enseñanza, sino también el modo de entender al ser humano, una filosofía de la educación que nos permita ejercer responsablemente la tarea de educar. La función del educador es acompañar, orientar y guiar, alumbrar “algo nuevo”, pero no suplantar al educando, ni imponerle un determinado modo de pensar y vivir. La educación es construcción, edificación; y construir el edificio de lo que uno proyecta ser en “su” vida es una tarea en la que la participación del propio sujeto es insustituible. La educación prepara para vivir éticamente, es decir, en  la  responsabilidad. Y esta  iniciación a una vida ética, que es la educación, viene siempre acompañada de la mano y presencia del otro, de su acompañamiento y testimonio ético.

Es necesario recuperar al sujeto de la educación, atender a la realidad de cada sujeto concreto. Ello implica incorporar un nuevo lenguaje, un nuevo pensamiento, nuevas actitudes y unos nuevos contenidos en la acción educativa. Significa tomarse en serio la inevitable condición histórica del ser humano y hacer de la educación un acontecimiento ético de acogida y reconocimiento del  otro.  Implica  incorporar a la acción educativa la vida concreta de cada educando, de tal modo, que sea ésta la que ocupe el tiempo y el espacio de toda la tarea del educador, si lo que pretendemos es educar y no hacer “otra cosa”.

Resaltar el carácter histórico de la educación,  y su inevitable eticidad; hacer que la educación sea un espacio para la reconciliación y denuncia de las situaciones injustas que nos degradan a todos, constituye hoy una urgencia para los educadores. Esta demanda no está necesariamente vinculada a implementar nuevas estrategias, sino a una nueva concepción de   la educación desde una nueva concepción del hombre situado en “su” tiempo. “Vivir es habitar en lo abierto y,  por ello, lo que caracteriza a    la vida es,  precisamente,  la  situacionalidad,  la ambigüedad, la provisionalidad”, afirma el prof. Mèlich (2010, 92). Si hay ética, si hay educación es porque nunca estamos ajustados al mundo, porque siempre seremos individuos desajustados, abocados a despegarnos de “lo dado” y establecido y comenzar algo nuevo. Es necesario abandonar un concepto determinista de la educación que ha propiciado la repetición de modelos adecuados para otros contextos, pero que ahora se ven obsoletos.  La necesidad de adaptación a la circunstancia, la incorporación de la realidad de la calle a la vida de las aulas, obliga a los educadores a una constante reinvención de su tarea educadora. “La educación no es la interpretación petrificada de la existencia humana, sino la reinterpretación, en un nuevo contexto, de las tradiciones humanas que siempre están en el ahora” (Gárate y Ortega, 2013, 86).

Ser  educador  entraña   una   actitud   abierta al cambio, ser un nómada de la educación dispuesto a transitar por caminos aún no roturados, en la confianza de no encontrar el paraíso en el que definitivamente descansar. En la tarea de educar siempre se está en camino, siempre se es peregrino porque nada está acabado; siempre nos acecha algo nuevo, nunca hay una respuesta definitiva porque nunca nos encontramos con la misma pregunta a la que debemos responder. Es el ámbito de la ética, de la respuesta provisional y de la incertidumbre. Es la condición de la existencia humana.

Pedro Ortega Ruiz, en dialnet.unirioja.es/

Rafael Corazón González

Siempre me ha llamado la atención que Polo calificara su Antropología trascendental como “una propuesta”, y que quienes no la aceptaran podían seguir, con todo derecho, el pensamiento de santo Tomás, porque es perfectamente válido. La razón principal para hacer esta propuesta es que sólo así nos situamos a la altura histórica de nuestro tiempo, es decir, sólo así la antropología –y con ella la metafísica, que se ve profundamente influida y renovada con ella–, pueden responder a la situación actual y, en concreto, al uso que hoy es preciso hacer de la libertad personal.

En concreto escribe: “la situación actual, nuestra contemporaneidad, es tal que todo se juega en el hombre como persona. No estamos a la altura de nuestro tiempo sino en la medida en que aceptamos un ejercicio intenso de nuestra libertad y de nuestra capacidad de verdad. Sin esto, estamos simplemente fuera de nuestro tiempo…” [1]. A la vez advertía que “hoy estamos en una situación en que se ve claro que el hombre no ejerce su libertad con la intensidad que la misma situación exige, simplemente para que el futuro sea posible; no ya para conseguir una mejora, sino para no caer en un tiempo histórico horizontal. Para no encapotar el futuro el hombre ha de hacer pie en su carácter personal libre […] Me atrevería a decir más: si existe una marcha de la historia, si la historia es un proceso lineal, es justamente porque se insta a una mayor libertad de modo creciente” [2].

Por otra parte, Polo no admite la existencia de una “filosofía de la historia”, porque el tiempo histórico es un “discontinuo de comienzos personales” [3]. Por eso, parece que nos encontramos ante dos tesis opuestas: el momento histórico exige un mayor uso de la libertad, por un lado; pero, por no existir una filosofía de la historia, no es posible buscarle una racionalidad intrínseca que le marque su dirección y su altura. ¿Cómo hacer compatibles ambos planteamientos?

La respuesta hay que buscarla en las novedades que han aparecido en la historia, o sea, en las personas, y que conforman nuestra situación. De ahí que debamos preguntarnos: ¿qué caracteriza, radicalmente, nuestro momento histórico y cuál es su altura?

Comparando el pensamiento clásico y medieval con la mentalidad moderna, fruto tanto de la filosofía, la antropología y el desarrollo de la cultura, Polo advierte que “la co-existencia humana como tema susceptible de ser alcanzado no aparece en la filosofía de Tomás de Aquino. Ello no obedece a una distracción de este gran metafísico y teólogo cristiano; no es tampoco una mera omisión que pueda subsanarse con sólo añadir un capítulo nuevo a su obra, porque la razón de esa omisión es más profunda: se trata de que el impulso que alimenta la filosofía tomista no llega al tema; quiero decir que se queda corto, o mejor, que está frenado por la herencia aristotélica y el influjo de Averroes […] Para investigar la co-existencia, no basta con superponerla a los temas de que se ocupa Tomás de Aquino, porque no es alineable con ellos” [4].

Que no haya habido “omisión” ni “distracción” indica que la importancia de la persona, en ese momento histórico, no era tan relevante como lo es ahora, ya que “si la filosofía primera trata de lo primero, y lo primero es el principio, y el ser principial no incluye la libertad –no equivale a ella: la libertad no es principio–, la libertad es considerada como asunto meramente categorial. Asimilada al orden categorial, la libertad se entiende como una propiedad de cierto tipo de actos: en concreto, de algunos actos voluntarios, y nada más” [5].

Si se atiende a nuestra situación, es precisa otra versión de la libertad, colocada en el plano trascendental. Ahora bien, como se ha dicho, Polo se plantea lo siguiente: “¿es imprescindible proceder a dicha ampliación? No. ¿Es oportuno desarrollarla? Sí. Más aún, esa oportunidad se corresponde con nuestra situación, es decir, con nuestra altura histórica, y esto porque una de las claves de la época moderna es el aumento del interés por los temas antropológicos […] Por más que la antropología clásica sea correcta y su metafísica válida, la ampliación temática intentada en la filosofía moderna no puede ser asimilada por un pensador que admita la filosofía tradicional o que parta de ella, si no se atreve a abrir el ámbito de la antropología trascendental; en otro caso, parece existir un divorcio entre la filosofía tradicional y la moderna […] Sin embargo, sin que sea absolutamente necesario, en la medida en que sea posible –y esto lo aconseja nuestra altura histórica–, es conveniente desarrollar una antropología trascendental. Y aquí “conveniente” significa más que “necesario” ya que señala algo así como un deber, precisamente porque la filosofía moderna ha omitido la ampliación de los trascendentales que corresponden a la persona humana. Si hubiera llevado a cabo esa tarea, bastaría complementar la filosofía tradicional con la moderna, haciendo las rectificaciones que fueran del caso para ajustarlas. Pero como la filosofía moderna ha incurrido en esa omisión, el planteamiento que propongo es pertinente” [6].

¿Qué ha ocurrido en el pensamiento moderno para que sea conveniente llevar a cabo una Antropología trascendental? ¿Qué ha fallado en el planteamiento moderno? Y no sólo eso: ¿a qué se debe que la libertad haya ocupado el primer plano, dejando en un segundo lugar a la metafísica, es decir, al estudio del ser del universo?

Si se tiene en cuenta que “el futuro es la apertura trascendental en la que el ser personal es otorgado creativamente” [7], es decir, que “la libertad humana coincide con la apertura al futuro”[8], hay que añadir que esta apertura está siempre, en esta vida, “situada” en la historia y, por eso, “la libertad humana posee históricamente el futuro en correlación estricta con el éxito de su comprensión del pasado […] La comprensión del pasado da lugar a la obtención de un cuadro de posibilidades, pero depende de una honda inspiración que es la misma capacidad de futuro del hombre” [9]. Ambas cosas –libertad y comprensión del pasado– son inseparables, ninguna de ellas, por sí sola, puede determinar la altura histórica.

A partir de estos presupuestos se puede advertir que la preocupación por el hombre en el pensamiento moderno, suponiendo un avance notable sobre el planteamiento metafísico de la antropología, no se ha desarrollado de un modo coherente, sino más bien desconcertado; y si por una parte ha dado lugar a un impulso decisivo al ejercicio de la libertad, por otra, como ya se ha dicho, nos encontramos “en una situación en que se ve claro que el hombre no ejerce su libertad con la intensidad que la misma situación exige, simplemente para que el futuro sea posible” [10]. O dicho de otro modo: la libertad se está ejerciendo de un modo erróneo.

Polo atribuye este error a lo que llama “simetrización” del pensamiento moderno respecto del clásico y medieval. Para los clásicos el fundamento se sitúa en la naturaleza, en la physis, y para los modernos, en la libertad. Pero si la libertad se entiende como principio, deja de ser libertad y se acaba en la fatalidad, que “consiste en el constreñimiento de la libertad a las virtualidades de la presencia mental y se debe a un mal uso de aquélla. No es, pues, una verdadera determinación de la libertad, sino, más bien, su descarrío, el vano intento de realizar el futuro, de llegar hasta él, a través de los procesos culturales” [11].

De acuerdo con santo Tomás, Polo señaló con frecuencia que el tema de la voluntad es oscuro, poco o mal tratado a lo largo de la historia del pensamiento; esto ha influido negativamente en la comprensión de la libertad. En concreto, “la metafísica se enfrenta con la insuficiencia del pensamiento objetivo. Tal insuficiencia mira tanto a la libertad humana como al ser fundamental; por eso el interés por superarla es doble. Sin embargo, el conocimiento del ser no es incompatible con la omisión del estudio de la libertad: así es como la metafísica se ocupa del tema del fundamento exclusivamente. En cambio, el esclarecimiento de la libertad es incompatible con su confusión con el fundamento […] La confusión de libertad y fundamento es una consecuencia de la interpretación del fundamento como trascendental único. La asociación de la libertad al fundamento es susceptible de varias versiones. Puede ocurrir que la libertad se reduzca a la índole de una propiedad psicológica, que incluso desaparecería si el conocimiento del ser llegase a culminar. Pero puede ocurrir también que la discusión acerca de la suficiencia de la metafísica se zanje de modo negativo. Así sucede en la confusión neoplatónica de libertad y fundamento más allá del logos; o, en otro sentido, en el voluntarismo de Ockham, o en la crítica de la teoría de la participación llevada a cabo por Nicolás de Cusa, o en la distinción kantiana entre razón práctica y razón pura” [12].

Hay que tener en cuenta, además, que “la metafísica tiene un cierto carácter condicional para la antropología. Esta circunstancia pertenece a la historia de la filosofía. Si el valor trascendental del ser se pretende entender en la línea de la universalidad la investigación acerca de la co-existencia humana permanece inédita. Pero el valor trascendental del ser se interpreta de esa manera si el límite mental no se abandona, es decir, mientras se supone. Si el ser se supone, el hombre se subordina a él –por ejemplo, como un ente particular–. En cambio, cuando se advierte el valor no supositivo del ser […] deja de tener sentido la subordinación del hombre al ser que se advierte: quien abandona el límite, y así advierte los primeros principios, no puede confundirse con ninguno de ellos” [13].

Siguiendo a Ockham, de quien se declaró discípulo, Lutero pensó que el libre arbitrio “designa un mero y arbitrario poder de elegir, capacidad que sería más bien una imperfección: la de estar indeterminado, la de estar en potencia para elegir cualquier cosa, que nos perfeccione o destroce […] En una palabra, uno tendría más libertad en la medida en que hubiese tomado menos decisiones que le comprometiesen, en la medida en que estuviese sujeto a menos leyes, en la medida en que no estuviese sometido a nadie” [14].

La importancia del luteranismo ha sido capital en la cultura moderna, y en la filosofía; si, como dice Lutero, “respecto a Dios, o en las cosas que atañen a la salvación o condenación, [el hombre] no tiene libre arbitrio, sino que está cautivo, sometido y esclavo o de la voluntad de Dios o de la voluntad de Satanás” [15], al hombre no le cabe otra posibilidad, en esta vida, que, o bien ver a Dios como a un enemigo de su libertad, o, en el mejor de los casos, olvidarse del destino –que depende de la predestinación– y centrarse en el proyecto de ser autosuficiente, autónomo, controlando también el curso histórico mediante el dominio de la naturaleza y con sistemas políticos que, al querer dirigir el progreso histórico hacia una culminación inmanente, terminan en el totalitarismo o, como mal menor, en la fatalidad y el nihilismo.

Y así vemos cómo Kant, cuando desciende del Reino de los fines, en el que la razón práctica es santa y su ley moral es perfecta, acude a la mecánica –a la física–, para ordenar la convivencia y lograr la paz y el progreso de la humanidad: “el problema del establecimiento del Estado, por duro que suene, aun para un pueblo de demonios (con tal de que tengan entendimiento), es dirimible y reza así: ‘ordenar una multitud de seres racionales que, para su conservación, exigen conjuntamente leyes universales, aun cuando cada uno en su interior tienda a excluirse de ellas, y organizar su constitución, de modo que, aunque sus opiniones privadas sean opuestas, los contenga mutuamente y el resultado de su conducta pública sea el mismo que si no tuvieran tales malas opiniones’. Este problema debe ser dirimible. Pues no se trata de la mejora moral del hombre, sino del mecanismo de la naturaleza, y la tarea consiste en saber cómo puede utilizarse éste en el hombre para ajustar el conflicto de sus opiniones discordes dentro de un pueblo, de manera que se obliguen mutuamente a exponerse a leyes coactivas y deban producir así el estado de paz en que las leyes tienen vigor” [16]. También, como método de la filosofía, proponía el usado por Newton en la mecánica [17], llegando a la conclusión de que no era posible, o sea, al agnosticismo.

Ya antes, al inicio de la filosofía moderna, Descartes proponía, “en lugar de la filosofía especulativa enseñada en las escuelas […], encontrar una práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, […] podríamos aprovecharlas del mismo modo en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida” [18].

Y volviendo a la ciencia experimental y la matemática como modelo para ordenar y guiar la convivencia política, Rousseau, al tratar sobre el contrato social y la organización del poder, escribe: “calculadores, ahora es asunto vuestro; contad, medid, comparad” [19]. Hobbes, por su parte, entiende el Estado como una máquina fabricada por el hombre para evitar los conflictos sociales.

La necesidad –el fatalismo– y la libertad entendida como espontaneidad, como autoconciencia o autodeterminación y emancipación, o sea, su uso sólo para fines intrahistóricos, se concretaron, en la práctica, en el espíritu revolucionario que se extendió por toda Europa durante la Ilustración: “la Revolución en su esencia (el espíritu revolucionario) ha sido el intento de hacerse cargo de la Historia llevándola por el rumbo que el hombre planea y que se entiende que termina en una situación final felicitaria, o bien garantiza el progreso indefinido. Ya no se trata, simplemente, de gestionar técnicamente la situación del hombre en el mundo, sino de imprimir una nueva dirección a la Historia, es decir, de crear el mismo sentido histórico, jugar en la línea de la Providencia, o sustituirla” [20].

No se trata de un hecho pasado, sino de un modo de entender la libertad y, en concreto, la persona, presente hoy día, que pretende refundarla, recrearla no aceptando su condición de don recibido, para, como consecuencia, no tener que corresponder. Refiriéndose a este modo de entender al hombre y, en concreto a la llamada “ideología de género”, dijo Benedicto XVI dos meses antes de renunciar al pontificado: “la manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, existe sólo el hombre en abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente […] Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la esencia de su ser. En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre” [21].

Por eso, la antropología trascendental de Leonardo Polo responde plenamente a la altura histórica, a la situación actual de la libertad, pues no sólo libra del fatalismo, al que acompaña normalmente el totalitarismo, sino que permite que “el futuro sea posible” y que no caigamos “en un tiempo histórico horizontal”.

El diagnóstico es acertado y, por eso, permite aplicar un tratamiento adecuado: “por lo común, o la metafísica sacrifica la libertad, o la libertad relativiza la teoría. Sin embargo, cualquiera que sea su matiz, en la incompatibilidad aludida late siempre la pretensión de entender la libertad en términos de fundamento. La razón de esta pretensión ya ha quedado indicada: situada en la historia, la libertad está debilitada; vertida la historia en la cultura, la libertad no encuentra cauce suficiente. Esto lleva a una polarización del interés sapiencial en el fundamento que, por ello mismo, tiende a la unicidad” [22].

Polo advirtió con claridad la altura histórica en que nos encontramos; por eso, entre otras razones, emprendió la tarea de elevar la antropología al nivel de lo trascendental. O, con sus propias palabras: “la crítica de la filosofía moderna en sus propios términos, sin acudir a instancias anteriores a ella, es la antropología trascendental, siempre que la noción de antropología trascendental no sea un desvarío. Pero el hecho de que los modernos se hayan equivocado no debe hacernos sospechar que su intento sea un delirio, porque del error no debe seguirse una paralización… Por eso se ha de procurar ver en qué se han equivocado y por qué, para sustituir sus enfoques por otros más acertados” [23].

Por desgracia ha hecho falta una crisis profunda de la cultura –en la que la libertad no puede encontrar su último sentido–, para llegar a ser plenamente conscientes de que “el futuro como novedad histórica se abre desde las personas y en la medida en que cada hombre se haga cargo de su ser persona y se ponga de acuerdo con él” [24], o sea, en la medida en que reconozca y acepte su condición de don, y se decida a corresponder, haciendo de sí mismo un don [25].

Rafael Corazón González, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   L. Polo, El hombre en la historia, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria n.  207, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2008, p. 114.

2   L. Polo, El hombre en la historia, p. 115.

3   L. Polo, El hombre en la historia, p. 112.

4   L. Polo, Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 22003, p. 14.

5   L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 22-23.

6   L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 26.

7   L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 231.

8   L. Polo, El hombre en la historia, p. 61.

9   L. Polo, El hombre en la historia, p. 68.

10    L. Polo, El hombre en la historia, p. 68.

11    L. Polo, El hombre en la historia, p. 71.

12    L. Polo, El hombre en la historia, pp. 48-49.

13    L. Polo, El hombre en la historia, p. 152.

14    L. F. Mateo Seco, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, Editorial Magisterio español, Madrid, 1978, pp. 60-61.

15    M. Lutero, De servo arbitrio, en Werke. Auswahl, [s.n.], Hamburg, 1826, t. XVIII, 638, p. 4-16.

16   I. Kant, Para la paz perpetua, en defensa de la Ilustración, Alba editorial, Barcelona,   1999, pp. 333-334.

17  “Este método, tomado del que usa el físico, consiste, pues, en buscar los elementos de la    razón pura en los que puede confirmarse o refutarse mediante un experimento. Ahora bien, para examinar las proposiciones de la razón pura, especialmente las que se aventuran más allá de todos los límites de la experiencia posible, no puede efectuarse ningún experimento con sus ‘objetos’   (al modo de la física). Por consiguiente, tal experimento con conceptos y principios supuestos a priori sólo será factible si podemos adoptar dos puntos de vista diferentes: por una parte, organizándolos de forma que tales objetos puedan ser considerados como objetos de los sentidos y de la razón, como objetos relativos a la experiencia; por otra, como objetos meramente pensados, como objetos de una razón aislada y que intenta sobrepasar todos los límites de la experiencia. Si descubrimos que, adoptando este doble punto de vista, se produce el acuerdo con el principio de   la razón pura y que, en cambio, surge un inevitable conflicto de la razón consigo misma cuando adoptamos un solo punto de vista, entonces es el experimento el que decide si es correcta tal distinción”; I. Kant, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 131997, B XVIII-XIX, nota de  Kant.

18    R. Descartes, Discurso del método, Espasa-Calpe, Madrid, 321997, pp. 92-93.

19    J. J. Rousseau, Del contrato social, III, cap. IX.

20    L. Polo, Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 1996, p. 146.

21    Benedicto XVI, Discurso a la curia romana con motivo de las felicitaciones de navidad, 21  de diciembre de 2012.

22    L. Polo, El hombre en la historia, p. 50.

23    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 27.

24    L. Polo, El hombre en la historia, p. 114.

25    “Si ser creado es un don gratuito, a la criatura le corresponde, ante todo, aceptarlo –es decir, aceptar ser–. Es inadmisible que el ser donal no sea aceptar, pues en otro caso, el don divino quedaría paralizado: no sería entregado. Ahora bien, la aceptación del propio ser se traduce inmediatamente en dar, pues si entregar el ser –cuya aceptación somos– no fuese inmediatamente dar como ser, la paralización de la donación divina tendría lugar en la criatura, lo que es un absurdo. Se ha de añadir que, a su vez, el dar creado se remite, buscándola, a la aceptación divina”; L.   Polo, Antropología trascendental, I, p. 210.


 


Juan Luis Lorda

En los dos artículos anteriores, hemos visto ya tres de las cuatro etapas teológicas de la vida de Benedicto XVI como profesor y obispo (I), y como prefecto para la Doctrina de la Fe (II). Nos queda la cuarta, como Papa (III), que veremos en este artículo

Ana Azurmendi

1.    Introducción

Una de las primeras cuestiones que se plantean al hablar de Ética y medios de comunicación es la dificultad de determinar de qué se quiere tratar exactamente. Cuál va a ser el objeto de reflexión o de debate. Porque, a partir de tan amplia expresión, cabe hablar tanto del sufrimiento que provocan los medios, como de los problemas más específicos de especialidades como el fotoperiodismo, o de la utilización de los medios de comunicación para fines ajenos a su utilidad cutural-social, e incluso del fenómeno de la aparente incompatibilidad entre ética y periodismo.

La experiencia en las aulas confirma que no es tan sólo un problema de enfoque de una conferencia o de un artículo determinados, sino que ciertamente existe un desconcierto generalizado sobre la cuestión de la ética periodística. Si se realiza una encuesta a alumnos de últimos cursos de las facultades de comunicación –que en principio estarán más sensibilizados hacia estas cuestiones y menos presionados por la carga de escepticismo que suele afectar a los profesionales– sobre qué piensan acerca de la ética en la Comunicación, con toda seguridad se obtendrán respuestas del tipo [1]:

la teórica ética del comunicador se contiene en los códigos éticos profesionales; son criterios de sentido común basados la proporcionalidad, el respeto a la verdad y a las personas

la existencia de los códigos por sí misma no garantiza la ética profesional; la experiencia histórica parece demostrar que estas declaraciones de principios institucionalizadas sirven sobre todo para mantener un “sello”, una identidad empresarial en la forma de hacer la comunicación

–    a la vez, en la práctica profesional son muy frecuentes las situaciones en las que lo que se llama eticidad o no eticidad de una conducta depende de las circunstancias y consecuencias de dicha acción; algo que de alguna forma queda fuera del alcance de los códigos deontológicos

–la dinámica laboral parece excluir de su ámbito de preocupaciones el de la ética

2.    ¿De qué hablamos cuando hablamos de ética de los medios de comunicación?

¿De qué hablamos cuando hablamos de ética de los medios de comunicación? Analizando la multitud de artículos y libros publicados sobre el tema se observa una variedad enorme de aspectos que más o menos suelen identificarse con la deontología comunicacional: humanidad, condiciones laborales, situarse en el lugar del otro, conciencia, bien y mal, sentido común, criterios que aparecen en cuanto nos paramos a pensar, servicio a la sociedad, interés informativo... Son tantas las cuestiones tratadas que al final queda la duda de si la ética de la comunicación tiene que ver básicamente con la capacitación profesional, o si por el contrario es pura y simplemente una herramienta moral. Ya desde otro ángulo de perplejidades, siempre permanece el clásico dilema de si la ética es una cuestión de límites o, por el contrario, de garantías de excelencia profesional.

Todos nos damos cuenta del enorme poder que tienen los medios de comunicación. Forman parte de nuestra vida cotidiana y nos determinan en unos niveles de los que no siempre somos conscientes: en las películas de cine o los espectáculos a los que se asiste, por ejemplo, hay un alto componente de decisión promovida por la información-publicidad-marketing realizado por los medios; y en un plano aparentemente trivial –pero de clara incidencia en la propia personalidad– ¿en el lenguaje, en los argumentos y en la forma individual de afrontar las cosas diarias no hay algo que es reflejo de lo que presentan el cine y la televisión?

La información, la comunicación pública es un elemento básico de la vida económica, política y social –siempre se ha comprendido así– pero lo es también de la vida personal. No en vano ha sido reconocido como objeto de un derecho humano que tiene una particular posición, dentro del catálogo de derechos humanos de la Declaración Universal de Naciones Unidas [2]: es un derecho bisagra entre los derechos humanos de una especial incidencia en el individuo y de aquellos otros que están referidos más directamente a la vida social [3].

Que ¿de qué hablamos cuando hablamos de ética y medios de comunicación?: de la responsabilidad social de todos los agentes que intervienen en las diversísimas actividades que constituyen la comunicación pública: cine, radio, publicidad, televisión, periódicos, ficción, entretenimiento, relaciones públicas, agencias, programación, producción, gabinetes, comunicación comercial. Es una responsabilidad del buen hacer, que como en todas las profesiones, sirve para marcar los estándares de calidad de los servicios y productos comunicativos; aunque, en momentos puntuales, tal requerimiento de diligencia profesional se traduzca en una demanda ante los tribunales o en una queja expresa de las asociaciones de consumidores y usuarios.

La misión de los periodistas –y cabe extenderla a todos los que trabajan en comunicación–, tal y como la definió Paul Ricoeur, Decano de la Facultad de Periodismo de Nanterre, durante la revolución del 68, es “interpretar la realidad, porque sin interpretación no hay realidad, ni mundo, ni otro. Ni información, ni comunicación. Y una información auténtica debe ser cultura para la libertad”.

3.    Entre la interpretación de la realidad y los porcentajes de audiencia

Lo que ocurre es que la realidad parece desmentir tan buenas intenciones. Un repaso al tratamiento de la actualidad en televisión, radio y prensa de los últimos meses es suficiente para quebrar toda confianza en cualquier alta pretensión de la comunicación social. Las estadísticas no hacen más que confirmar esta percepción: en el verano de 1999, los programas de televisión de mayor éxito han sido los siguientes [4]:

  la película Jumanji (TVE 1)

  “El informal” (Tele 5)

  el tiempo del Telediario 1 (TVE 1)

  Gran Prix del verano” (TVE 1)

La pregunta es ineludible: ¿esto es cultura para la libertad? ¿esto también forma parte del derecho a la información?

Hablar de éxito de programas es hablar de audiencias; y lógicamente también de la responsabilidad del público, porque parece tenerla: ¿quién pone en peligro el honor, la intimidad, la imagen de las personas, o los derechos a la información y a la cultura?: ¿los periodistas y profesionales de la comunicación?; ¿cuántos programas desaparecen por falta de audiencia?; ¿cuántos permanecen –a pesar de que se reconoce su falta de calidad– porque están abarrotados de audiencia?

No se trata de restar protagonismo a las empresas de comunicación y a sus profesionales. Ellos son los comunicadores públicos, y en el orden de lo fáctico, ellos son lo que deciden los contenidos de los medios de comunicación. Pero en cómo se desea satisfacer el propio derecho a la información y a la cultura todos los ciudadanos tienen algo que decir, eso está claro.

En una tertulia televisiva de hace ya unos cuantos años [5], justo en el momento en el que las cadenas privadas habían comenzado su andadura, se discutía sobre qué cambios se estaban dando en la televisión precisamente por su comercialización. Uno de los participantes, a propósito de la carrera que día a día protagonizan los medios para obtener mayor porcentaje de audiencia, decía:

“Imaginemos un programa que fuera la ruleta rusa, es decir, voluntarios para dispararse con un revolver que tiene una sola bala y no se sabe... y si gana, le dan muchos millones de pesetas... todo en directo. Tendrán el 100% de la audiencia, seguro. Habría cola para dirigir ese programa, seguro. Y habría cola también para participar porque, si se gana, se aparecería inmediatamente en portada de todas las revistas, se le harían entrevistas para la radio, tv., etc. Pues bien, nos da la impresión de que nos estamos acercando a esa hipotética situación”.

Siguiendo con este ejemplo, a pesar de la expectación que levantaría el programa ¿sería legítimo difundirlo?

Es un ejemplo extremo pero válido para mostrar que el hecho de que un numeroso porcentaje de audiencia reciba bien un tipo de contenidos no puede ser el único argumento que justifique su difusión.

O, desde otro punto de vista, es mayor la responsabilidad del periodista y de la empresa de comunicación al ofrecer un programa, espacios publicitarios, películas, informativos, etc. que la del público al recibir y aceptarlos. Pero el público tiene también aquí su responsabilidad.

4.    ¿Necesidad de cambio en el estilo de la gestión de los medios?

En definitiva: el profesional no tiene por qué dar a la audiencia todo lo que ésta le pide, cuando su demanda apunta hacia lo que habitualmente se llama morbo, escabrosidad, pornografía y frivolidad. Y si esos contenidos se dan ¿no tendrá que hacer algo el público?

Aunque de entrada parezca un ámbito algo lejano, los estudios de estrategia empresarial ofrecen algunas perspectivas útiles para esta reflexión acerca de los medios. Cuenta Kotter [6], en un estudio realizado hace más de 15 años pero que todavía mantiene su actualidad, que básicamente hay dos tipos de directivos y a ellos se corresponden dos tipos de resultados característicos:

a)   uno de ellos, el directivo tradicional, que aboca a la mediocridad en la empresa;

b)   el otro, el caótico, no tradicional, o como se quiera llamar, quien mal que bien consigue coordinar intereses, mantener la buena salud mental de todos, y alcanzar una mejora de resultados.

Lo curioso es que el tipo de directivo a) es:

–    un gran estudioso de informes;

–    un gran estudioso de estadísticas;

–    un gran estudioso del mercado;

–    un gran controlador de personal.

Consecuentemente las decisiones que adopta son las correctas, pero se descubre que a medio y largo plazo quizá no fueron las adecuadas.

El tipo de directivo b), de entrada –si lo viera un inversor– suscitaría desconfianza. Kotter describió así el modo de trabajar de estos directivos exitosos:

–    pasan más del 75% de su tiempo conversando con otros;

–    sus interlocutores son de una gama muy variada; en cuanto a la organización no se atienen con frecuencia a la línea jerárquica;

–    no hablan de planificación, coordinación, organización o control, sino de todo tipo de temas;

–    hacen muchas preguntas en las conversaciones;

–    las conversaciones contienen numerosas bromas y referencias a asuntos extra-trabajo;

–    con frecuencia reaccionan a iniciativas de otros. Gran parte de su día típico no está planificado, o a la gran planificación inicial se suma la dedicación de gran cantidad de tiempo a temas no incluidos en la agenda oficial;

–    trabajan largas jornadas.

En resumen, lo que hacen tiene poco que ver con el modelo tradicional. Más bien parece un comportamiento “atolondrado”. Sin embargo ¿por qué son eficaces?

La investigación evidenció que, con su particular estilo, estos ejecutivos hacen bien dos series de labores cruciales para el éxito gerencial. En primer lugar, consiguen armar adecuadamente la agenda de decisiones. En el maremágnum de problemas y de información, logran llevar a cabo un buen trabajo de identificación tanto de las cuestiones realmente estratégicas para la organización, como la de los dilemas reales. Su fuente principal son estos contactos “cara a cara”, con un público amplio, donde hacen numerosas preguntas en un clima no burocrático.

En segundo lugar, parten de la idea de que deben lograr que se hagan las cosas mediante un grupo grande y diverso de personas en cada caso, sobre las que en definitiva ejercen escaso control. Gracias a los contactos personales crean una red de relaciones sobre las que se apoya su capacidad real de ejecución. Luego, dedican considerable tiempo a hacer uso de “su red” para lograr que las cosas se hagan.

Es decir su fórmula de gestión consiste en:

–apertura a la realidad y a sus cambios, flexibilidad para hacerse con los intereses, deseos, expectativas, motivaciones de una variadísima gama de personas; en definitiva, se trata de un directivo dotado de una gran dosis de respeto hacia los demás;

–    y profesionalidad, llegar al producto de calidad, a poder ser con el contento de todos.

Lógicamente la aplicación de estos esquemas a los medios de comunicación tiene sus limitaciones, pero aún con ellas ¿será que los equipos directivos de las empresas de comunicación son ejecutivos del corto plazo?, ¿ejecutivos del tipo a)?, ¿gestores que se mueven exclusivamente en las coordenadas de los ratings de audiencia propios y los de los demás?

5.    Las audiencias se activan: los consumidores y usuarios de comunicación

Nuestra sociedad está muy sensibilizada ante los problemas de la publicidad engañosa de servicios y productos de consumo; se exigen unos controles de calidad que garanticen los derechos de consumidor y pongan el mercado un poco más al servicio del ciudadano. Cuando los controles de calidad no estaban generalizados, e incluso cuando no existían ¿el mercado estaba al servicio del consumidor? Sí lo estaba, es evidente. Pero ¿no es cierto que hoy el consumidor se encuentra mejor servido? ¿Por qué no generalizar entonces los controles de calidad y exigirlos también en los demás ámbitos de la comunicación?

Hoy existen fórmulas –muchas, además– en las que éxito y calidad van de la mano (algunos ejemplos de la televisión española: la serie Médico de familia /Tele 5/ desde 1993; el programa de actualidad Informe Semanal /TVE 1/desde hace 26 años, entre otros). ¿Cuántos periodistas, programadores, guionistas, presentan, dirigen y crean productos populares y, al mismo tiempo, con una carga implícita de respeto al público a quien llegan?, ¿dónde está la clave para conseguirlo? Probablemente en un punto: en su competencia profesional. Sólo con profesionalidad, sólo con los resortes intelectuales, morales y prácticos de las profesiones de la comunicación, un periodista, un guionista, un productor, etc., es capaz de despejar de su trabajo las salidas falsas; falsas porque no tienen el mínimo de calidad exigible o falsas porque no tienen garra, que los dos elementos son imprescindibles en un buen producto comunicativo.

Por lo tanto las soluciones para los desequilibrios del mercado de la comunicación pasan por:

–    apoyar la profesionalización de los informadores y comunicadores, defender su formación y su reconocimiento social;

–    considerar que el público tiene unas responsabilidades que hoy y ahora aún no ha estrenado: al público le corresponde ejercer la presión jurídica y social para que los medios de comunicación satisfagan adecuadamente sus derechos informativos;

–    presionar a las empresas de comunicación para que se autorregulen con eficacia, y conforme a unos mínimos de calidad.

Estos días se ha suscitado cierto debate –sobre todo en la prensa escrita– a partir de dos anuncios de televisión. En uno de ellos, dos energúmenos tiran a un tipo por la ventana para quedarse con sus pantalones; y en el otro, un joven se ensaña a correazos con la tumba de su padre para demostrar que los pantalones en litigio se llevan sin cinturón. Ha comentado Andrés Aberasturi [7] que es “pura publicidad basura, que ni siquiera resulta polémica”.

Es de justicia reconocer que quienes primero hicieron una llamada de atención sobre esta historia mediática han sido algunas asociaciones de telespectadores.

El ubi del público en estas tareas de ejercitar presión sobre los medios ha solido situarse en los espacios llamados de “tribuna libre”, cartas al director, etc. que suelen suponer una cierta ruptura en la configuración de las identidades institucionales. Si se analiza lo que los mismos medios de comunicación opinan sobre este tipo de espacios se observa cómo hay una mayoría de profesionales que los consideran exclusivamente desde su significado informativo (transcribo las respuestas a una encuesta realizada en 1998 a profesionales españoles).

–    “No son constructivos ya que se suelen utilizar como forma crítica exclusivamente”.

–    “Las cartas al director presenta la dificultad de que a veces resulta problemático decidir qué se publica y cuándo se publica”.

–    “Muchas personas sin cultura de lector tienen como sección preferida las cartas al director ya que casi siempre tienen cierto morbo”.

–    “En nuestro periódico, se le da una enorme importancia, tanto a las cartas al director como a cualquier otra fórmula en la que el lector exprese su opinión”.

–    “Son un instrumento para que las empresas puedan llegar a evaluar la calidad y aceptación que tienen”.

–    “Es una válvula de escape para el periódico, aún sabiendo que se puede correr el riesgo de dar una información errónea, estos espacios enriquecen, ofrecen variedad y dan una imagen mucho más real”.

–    “Contribuyen a la ‘libre expresión’ y a la libertad de los ciudadanos de expresar sus idas de manera que puedan ser conocidas por muchas más personas”.

Otros profesionales solamente se fijan en los riesgos de la apertura de este tipo de páginas:

–    “En los medios impresos el riesgo no es muy grande ya que la persona que escribe la carta tiene nombre y apellidos y por lo general no son tan críticas. El riesgo se presenta cuando el anonimato está presente”.

–    “Son muy manipulables, peligrosas, son interesantes pero muy difíciles de controlar”.

–    “Lo habitual es que no generen problemas, en general se detectan las irregularidades y los casos no son tan extremos”.

–    “En los medios audiovisuales, en ocasiones el dañado es el propio medio ya que al ser en directo pueden atacar directamente al presentador”.

–    “Podrían ser utilizados (los espacios abiertos) con una finalidad poco ética como, por ejemplo, para desacreditar a una empresa (poniéndose de acuerdo varios) o como medio de promoción de su propia empresa, aunque no son usuales estas prácticas.”

–    “Pueden constituir una trampa, pues, muchas veces, quien lo emite emplea el seudónimo”.

–    “Hay que tener mucho cuidado con las llamadas en directo a las emisoras de radio pues pueden perjudicar mucho a una empresa o persona” [8].

Estas valoraciones de los profesionales hacia el papel que puede desempeñar el público en los medios confirman la necesidad de que, junto con las vías individuales –que no hay por qué abandonar–, se busquen formas de organización que canalicen las respuestas de los ciudadanos y que las doten de una mayor fuerza y eficacia (a pesar de las posibles susceptibilidades que tales iniciativas de organización civil provoquen en empresas y partidos políticos –¿por qué los comunicadores llevan tan mal que alguna vez se les critique?; ¿por qué un partido político va a constituir la única representación válida de los ciudadanos?). En prácticamente todos los países occidentales han surgido una variedad de movimientos incipientes, apolíticos y aconfesionales que manifiestan una cierta concienciación de las audiencias y que tiene unos objetivos prioritarios sobre los que actúa con determinación (Televisión y Menores).

Pero, mirándolo desde la otra orilla del río: ¿cómo se encajan las pretensiones de estos representantes de los usuarios con los derechos de los medios, de sus editores, de sus propietarios?

Quizás la sociedad está habituada a que las vías de presencia del ciudadano o consumidor –lector, radioyente, telespectador– consistan en unas intervenciones esporádicas y casi ineficaces, manifestando queja y protesta. Algo, que si es tenido en cuenta por parte de los responsables del medio, se interpreta como una especie de condescendencia con el público y como una buena manera de elevar las cotas de imagen de la propia empresa de comunicación.

Pero no es éste el carácter de las actuales exigencias de las asociaciones de usuarios. Se trata de reivindicaciones de derechos propios, derechos reconocidos por las instituciones internacionales y las constituciones de la mayoría de países democráticos.

Es una evidencia que se ha pasado de la idea de comunicación como libertad de expresión, idea en la que el papel que restaba a los ciudadanos era el de autoprotegerse frente a los contenidos inexactos, de mal gusto, o –en general– de mala calidad que las empresas de televisión o de prensa pudieran difundir; a la de comunicación como derecho a la información, idea que confiere al público un papel protagonista.

Y claro, entre protestar por las manifestaciones del ejercicio de la libertad de expresión de otros –porque a su destinatario le molestan o, simplemente, no le agradan– y exigir lo que legítimamente corresponde como un derecho, va una gran distancia. Sin duda supone un cambio radical en la percepción de las actividades de comunicación.

6.    El poder de los media critic

Una de las secciones habituales de la revista U. S. News abre así su cabecera News you can use, noticias útiles, noticias que a usted le pueden servir, noticias de las que usted puede sacar algún provecho. Y con cierta frecuencia suele dedicar esas páginas –dos o tres a lo sumo– para hablar de algunos programas audiovisuales, de las comedias dirigidas a jóvenes y a niños, y de otras cuestiones referidas a los espacios que esa semana ofrece la televisión.

Noticias que a usted le pueden ser útiles ¡todo un hallazgo de cabecera!, y más cuando lo que ahí se contiene es una información sobre los contenidos de los medios. Porque, al pensar en los derechos informativo–comunicativos del público se suele tener la sensación de que son prerrogativas universalmente reconocidas pero también universalmente vacías de contenido, o, al menos, con demasiado contenido etéreo.

¿Quién no comparte, por ejemplo, la idea de que los padres deben seleccionar los programas de televisión que se ven en casa, o de que deben transmitir capacidad crítica a los menores y jóvenes de la familia, o que deben velar para que los mensajes informativos y de ficción no atenten contra los valores que están intentando inculcarles? Pero esto ¿cómo se hace? Los padres, situados en el lugar más alto del ranking de responsabilidad mediática, suelen optar por las soluciones de limitar los tiempos, los programas, o colocar el televisor en determinadas zonas de la casa. Normalmente intensifican estos recursos ante situaciones de emergencia como el bajo rendimiento escolar o las noticias alarmantes sobre conductas violentas de menores adictos a la televisión, a los videojuegos y a páginas no demasiado recomendables de Internet. Quizá la pregunta que uno se hace es si todo esto es eficaz. Si estas medidas contribuyen a transmitir capacidad crítica o si enseñan a seleccionar la información, si se puede hacer algo para hacer menos vulnerables a los menores y jóvenes.

Noticias que usted puede usar: un avance en este terreno son precisamente los Media critics (páginas, secciones sobre los medios de comunicación y sus ofertas). La información y valoración que ofrecen los periódicos y revistas en secciones especializadas sobre películas, programas y documentales es uno de los contenidos a los que cada vez se le dedica más espacio; la información sobre comunicación interesa ¿no es acaso frecuente que de la portada del periódico se pase directamente a las páginas de crítica y de noticias de televisión?, ¿no constituye este campo un punto clave para facilitar al público el conocimiento de las características de lo que le ofrecen los medios?, ¿no lo es también para ayudarle a adquirir capacidad crítica?

El periodista tiene que vencer la tentación de convertir la crítica de cine y de televisión en publicidad, debe actuar conforme al papel de analista especializado, consciente de que su interés –y el del público– va más allá de lo anecdótico –de si ha habido más o menos audiencia, o de los chismes de entre bastidores– y de que el público y los mismos medios son los beneficiarios de su crítica.

Llega el momento de las conclusiones. Existe una responsabilidad esencial de los medios de comunicación sobre los contenidos que ofertan, es verdad, pero las audiencias tienen también la suya: exigir, seleccionar, funcionar con la capacidad crítica correspondiente a la cultura personal, educar en esta responsabilidad a menores y jóvenes.

Es probable que haya ciudadanos que al percibir siquiera un poco el esfuerzo que le pueden suponer estas líneas de acción, piensen: “es excesivo”, “culturalmente no estamos mentalizados para esto”. Quizás sea cuestión de conciencia ciudadana. Y llegar a esa conciencia puede que tenga mucho que ver con la adquisición de una mayor capacidad de indignarse, de poseer y expresar el sentimiento de la propia dignidad como espectador, lector, audiencia. Es, sin duda, una tarea que va mucho más allá del poder de los medios.

Ana Azurmendi, unav.edu/

1   Resultado de encuesta –en la modalidad “caso práctico”– realizada en el curso 98-99 a 200 alumnos de la facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra (licenciaturas de Periodismo y de Comunicación Audiovisual)

2    Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 19: “Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito, o por cualquier procedimiento de su elección”.

3   En el texto de la Declaración de Derechos Humanos, el reconocimiento de la dignidad personal y del derecho a la vida constituyen el arranque de los derechos de sesgo individual, siendo el derecho al establecimiento de un orden social respetuoso con las libertades (artículo 28) uno de los últimos reconocidos en la Declaración.

4   Ranking Sofres de programas de Televisión. Semana del 12 al 18 de julio de 1999, en “Anuncios” 844, 26 julio-5 setiembre 1999, 30.

5   Magazin La noche de Hermida, de la Cadena Antena 3, emitido en la segunda semana del mes de abril de 1993.

6   Recogido en Estrategia empresarial ante el caos, Empresa y humanismo, Rialp, Madrid, 1993.

7   “El Semanal TV” 21-27 de agosto, 1999, Columna “El ojo vago”, 7.

8   Encuesta a profesionales de los medios recogida en “¿Qué opina sobre los denominados espacios abiertos. Cartas al director, llamada del oyente, etc?”, en Relaciones entre la Empresa y los Medios de Comunicación. Actas de las II Jornadas. Valladolid, Ed. Iberdrola y Junta de Castilla y León, Valladolid, 1998, 57-59.



Juan Luis Lorda

Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger realizó un trabajo inmenso y oculto, pero también se dio a conocer por la lucidez de sus conferencias, cursos y entrevistas, que desarrollaron su aportación teológica y le situaron en la vida y reflexión de la Iglesia

Hans-J. Niederehe

1.        Presentación de los hechos

Empecemos presentando sencillamente los hechos. En el año 1481, el humanista español Antonio de Nebrija (1441/1444?-1522) publicó, después de algunos años de estancia en Italia, consagrados al estudio del latín clásico, las Introductiones latinæ, es decir, su Grammatica latina.

Siguen, hacia 1488 [no se conoce la fecha exacta], las Introduciones latinas contrapuesto el romance al latín, esto es, una nueva edición de la Grammatica latina, compuesta a instancias de la reina Isabel [1] y acompañada, esta vez, de una traducción al castellano.

En 1492 aparece, finalmente, la Gramática de la lengua castellana, sin parte latina en esta ocasión, la "primera gramática de un idioma europeo moderno", como de modo poco acertado se la suele llamar, pues le antecede, por ejemplo, la Grammatica italiana de Leon Battista Alberti, de hacia 1450, una gramática de otro idioma vulgar que, no obstante, no puede en nada compararse con la de Nebrija.

Efectivamente, la lingüística actual no ha cesado de reiterar los singulares méritos de la Grámática castellana nebrisense. Tres importantes congresos [2] celebraron el V Centenario de su publicación. Unos años antes, Lope Blanch había ponderado la agudeza del autor con las siguientes palabras:

De la penetración de Nebrija como gramático de la lengua vulgar no será necesario ofrecer muchos ejemplos. Basta recordar sus mismos criterios metodológicos: su determinación de  las categorías está basada en razonamientos íntegramente gramaticales, y no en supuestos de índole semántica [nota a pie de página]. Todo el capítulo 7 del libro I puede considerarse como el primer intento de gramática histórica hecho en nuestra lengua, y con aciertos en verdad sorprendentes [nota]. Es notable su reconocimiento certero de las perífrasis verbales castellanas, inclusive las de futuro, cantaré y cantaría [nota]. Muy acertado es también su concepto fonético de la ortografía, justamente elogiado por Cuervo […]. «assi tenemos de escrivir como pronunciamos i pronunciar como escrivimos por que en otra manera en vano fueron halladas las letras» (I, 5 […]). Aquilata en todo su valor – como buen humanista – la lengua popular y la poesía tradicional, que utiliza con frecuencia en su libro a título de ejemplo; «su temperamento lírico le lleva a comprender el auténtico valor de la poesía popular que, muchas veces, recogida de la propia fuente, halla amplio eco en sus páginas gramaticales» [según Pascual Galindo]. (Lope Blanch 1990, 55)

Independientemente de estos méritos atestiguados por la lingüística actual, [3] la Gramática castellana es, en su tiempo, una empresa malograda, un fracaso casi total [4].

Esta valoración se desprende fácilmente de otra serie de hechos. La Grammatica latina de 1481 tuvo una tirada de 1000 ejemplares y debió de ser vendida en pocas semanas. Se imponía una reedición. Ésta tuvo lugar el año siguiente y, del mismo modo que la primera, fue vendida rápidamente. Por eso, en 1483, vuelve a reeditarse. Así se inicia una imparable cadena de reediciones y reimpresiones que, hacia finales del siglo XVIII, rondará la cifra de doscientas, porque la obra era necesaria para la enseñanza universitaria del latín. Muy al contrario, la Gramática de la lengua castellana de 1492 se publicará sólo una vez en vida de su autor y una segunda en 1744-1747?, fecha por la que se le ha otorgado, incluso, el calificativo de "falsificación" [5].

El fracaso editorial de la Gramática castellana en vida de su autor contrasta de un modo muy llamativo con la gloria que, por el contario, se le atribuye en nuestros días. — ¿Cómo explicar esta desproporción de los juicios?

2.    La Gramática castellana

2.1 Estructuración de la Gramática castellana

El título exacto de la Gramática castellana reza de la siguiente manera:

1492. Nebrija, Antonio de

<.a.ii.:> Ala mui alta & assi esclarecida princesa doña Isabel la | tercera deste nombre Reina i señora natural de espa=|ña & las islas de nuestro mar. Comiença la gramatica | que nueva mente hizo el maestro Antonio de lebrix=a | sobre la lengua castellana. & pone primero el prologo | Lee lo en buena ora. <.i.3 verso, expl.:> Acabose este tratado de grammatica que nueva mente | hizo el maestro Antonio de lebrix=a sobre la lengua cas=|tellana Enel año del salvador de mil & ccccxcij. a xviij | de Agosto. Empreso en la muy noble ciudad de Sa|lamanca. Salamanca: s.n. 68 hh., primera y última en blanco, sign. .a.-.h.8, .i.4; letra gótica.

Comprende 68 folios o, aproximadamente, 160 páginas impresas. Los cuatro primeros libros tratan en orden ascendente de la lengua, es decir, empiezan por los elementos más pequeños, los sonidos y la manera de escribirlos, "la ortographia" [110-159]; [6] sigue el "libro segundo" "que trata dela prosodia silaba" [160-204] y el libro tercero "que es dela etimologia τ dicion" [204-270] y termina con el "libro cuarto que es de sintaxi τ orden delas partes dela oracion" [270-310]. A este procedimiento ascendente lo llama Nebrija el "orden natural de la grammatica". Se dirige exclusivamente a los "estudiantes nativos", [7] es decir, a los que han aprendido el castellano desde su niñez, como lengua materna.

Los cuatro libros se orientan de acuerdo con la estructuración de la materia tratada y presentada en las Introductiones latinae (véanse ibid., libro 3 y Esparza Torres 1995, 120).

A estos cuatro libros sigue otro cuyo título – redactado poco tiempo antes de la vuelta de Cristóbal Colón de su viaje al Nuevo Mundo – deja entrever que, un día, habrá algo como una "LE2", una lengua española para extranjeros; reza así: "Delas introduciones de la lengua castellana para los que de estraña lengua querrán deprender" [310].

Esta parte de la Gramática castellana presenta una orientación metodológica bastante diferente de los cuatro libros primeros. Nebrija la denomina, para diferenciarla del "orden natural de la gramática", el "orden de la doctrina". Y, a diferencia de la primera parte, no se dirije a los "estudiantes nativos" sino a los que "de alguna lengua peregrina querran venir al conocimiento de la nuestra"[8]  es decir a estudiantes que hablan otra lengua materna distinta de la española.

La Gramática castellana no se dirige, pues, a un público homogéneo, sino que distingue claramente entre "españoles" y "extranjeros", o sea, entre "native speakers" y "non native speakers". Dicho con otras palabras, la Gramática castellana obedece a una visión pedagógica y didáctica clara.

2.2 La descripción del español como lengua extranjera

El libro quinto, la 'gramática castellana para extranjeros', se puede caracterizar a grandes rasgos como un sumario fonético y morfológico de la lengua castellana[9]. Así se desprende de los títulos de los capítulos en que se subdivide la 'gramática para extranjeros'. Estos tratan de "las letras, sílabas, diciones", "la declinación del nombre", "la declinación del pronombre", "la conjugación del verbo", "la formación del verbo: reglas generales", "la formación del indicativo", y, luego, el "imperativo", el "optativo", el "subjuntivo", el "infinitivo" y, finalmente, el "gerundio, participio, τ nombre participial infinito". – El párrafo donde habla de la declinación, reza así:

Las declinaciones del nombre son tres. La primera delos que acaban el numero de uno ["singular"] en .a. τ embian el numero de muchos ["plural"] en .as. como la tierra, las tierras. La segunda delos que acaban en numero de uno en .o. τ embian el numero de muchos en .os. como el cielo. los cielos. La tercera delos que acaban el numero de uno en. d. i. l. n. r. s. x.z. τ embian el numero de muchos en .[e]s. como la ciudad. las ciudades. el ombre. los ombres. el rei. los reies. el animal. los animales. el pan. los panes. el señor. los señores. el compas. los compases. el relox. los relojes. la paz. las pazes. Ninguna delas otras letras puede ser final en palabra castellana. (Gramática castellana, ed. Esparza Torres & Sarmiento 1992, 315.)

Se trata, como se ve, de una exposición sobria, sucinta y acertada que aún hoy en día apenas se puede mejorar. Todo el libro quinto muestra las mismas características.

2.3 La descripción del español como lengua materna

La descripción de la primera gramática del español para españoles, es decir el conjunto de los libros 1 a 4, se presenta – en comparación con lo dicho respecto del libro quinto – mucho más detallado. El pasaje en que trata del nombre [10] empieza con unas lineas definitorias que podrían hasta encontrarse en las gramáticas latinas de un Donato o de un Prisciano. "Nombre es una delas diez [!] partes dela oracion: que se declina por casos sin tiempos: τ significa cuerpo o cosa" [207].

Se añaden, después, lo que podríamos llamar 'conocimientos básicos gramaticales': "[…] llamase nombre, por que por el se nombran las cosas. τ assi como de onoma en griego los latinos hizieron nomen: assi de nomen nos otros hezimos nombre." [207]. Siguen comentarios bastante detallados sobre el empleo del "nombre proprio" [209] en latín, también de los "prenombres" y otras variedades de nombres [ibid.], resaltando al mismo tiempo las diferencias de su empleo en latín y en castellano.

Nuestra lengua no tiene tales pr[e]nombres: mas en lugar dellos pone esta partezilla don cortada deste nombre latino .dominus. como los italianos ser τ misér por mi señor. Los franceses mosier. los aragoneses mosen. los moros abi. cid. mulei. Assi que sera don en nuestro lenguaje en lugar de prenombre: τ aun devesse escrivir por breviatura como los prenombres latinos. [209]

Doce páginas más adelante viene a tratar de la declinación y eso, otra vez, de modo más detallado que en el libro quinto.

Numero en el nombre es aquello por que se distingue uno de muchos. El numero que significa muchos llamase plural. como los ombres. las mugeres. Declinacion del nombre no tiene la lengua castellana salvo del numero de uno al numero de mucho. pero la significacion delos casos distingue por preposiciones. Assi que pueden se reduzir todos los nombres a tres formas de declinacion. La primera delos que acaban el singular en .a. añadiendo .s. embian el plural en .as. como la tierra las tierras. sacanse los que tienen accento agudo enla ultima silaba: por que sobre el singular reciben esta terminacion .es. como alvala alvalaes. alcala alcalaes. τ assi diremos una .a. dos .aes. una .ca. dos .caes. La segunda delos que acaban el numero de uno en .o. τ añadiendo .s. embian el numero de muchos en .os. como cielo. los cielos. La tercera delos que acaban en numero de uno en .d. e. i. l. n. r. s. x. z. por que enlas  otras letras ningun nombre acaba salvo si es barbaro. como jacob, isaac. τ embian todos el numero de muchos en .es. […] [231]

Podría añadir otros ejemplos parecidos, también de los otros capítulos de la 'gramática para españoles'. Pero lo mencionado hasta ahora baste para caracterizar someramente la Gramática castellana. Trata, de modo tradicional y a la manera de un Donato o de un Prisciano, 'todas' las categorías gramaticales del castellano, presentándolas al mismo tiempo en contraste y en comparación con las categorías de otros idiomas, tales como el latín, el griego, el hebreo, el francés… para resaltar, sobre todo, las peculiaridades del castellano (véase, entre otros lugares, el Libro Primero, capítulo IIII: "De las letras i pronunciaciones de la Lengua latina", capítulo V: "De las letras i pronunciaciones de la Lengua castellana" o, los ya mencionados: 'diez partes de la oración castellana'.)

2.4 El público de lengua materna

Como tuve la oportunidad de mencionar más arriba, el público de la gramática desempeña una función muy importante, ya que diferencia Nebrija sistemáticamente entre lectores 'de habla extranjera' y lectores 'de habla materna castellana'. Para los primeros escribió, según declara, el 'Libro V' mientras que, para los últimos, la parte más voluminosa de la gramática, los libros 1-4.

Esta bipartición resalta aún más por el hecho de que hace preceder al libro quinto de su Gramática castellana de otro prólogo, diferenciado claramente del principal. En este segundo prólogo declara expresamente que la gramática no está sólo redactada para dos grupos de usuarios, sino para tres.

para tres generos de ombres se compuso el arte del castellano. 1) Primera mente para los que quieren red[u]zir en artificio τ razon la lengua que por luengo uso desde niños deprendieron. 2) Despues para aquellos que por la lengua castellana querran venir al conocimiento dela latina: lo cual pueden mas ligera mente hazer: si una vez supieren el artificio sobre la lengua que ellos sienten. I para estos tales se escriviero[n] los cuatro libros passados. en los cuales siguiendo la orden natural dela grammatica: tratamos primero dela letra τ silaba: despues de las diciones: τ orden delas partes dela oracion. 3) Agora eneste libro quinto siguiendo la orden dela doctrina daremos introduciones dela lengua castellana para el tercero genero de ombres: los cuales de alguna lengua peregrina querran venir al conocimiento de la nuestra. [311 sq.]

Está prevista, pues, su gramática 1) para gentes de lengua materna castellana que quieren describir con reglas su propio idioma; 2) debería servir, además, a estos hablantes castellanos, para llegar a un conocimiento más profundo de la lengua latina, gracias a las reglas que se aplican al idioma propio; 3) finalmente, debería ayudar, como antes ya había explicado, a los extranjeros que quieren aprender el castellano.

Mientras que están reservados los libros 1-4 para los que de lengua materna [castellana] quieren venir al conocimiento del latín y el libro V para los que de 'una lengua peregrina' quieren venir al conocimiento del castellano, no queda –tomando las declaraciones de Nebrija con el rigor que merecen– ningún libro para los que quieren estudiar su propio idioma. Es decir paradójicamente, una gramática castellana propiamente dicha no está prevista en la Gramática de la lengua castellana que hizo el maestro Antonio de Lebrija, o, en otras palabras, los libros 1-4 se presentan al mismo tiempo como preparación del estudio del latín y del idioma materno.

2.5 Las gramáticas de lengua materna después de Nebrija

Calvo Fernández y Esparza Torres (1993, 149) han señalado el hecho de que no era del todo habitual en 1492 abrigar la idea de una gramática del castellano para nativos, lo que explica que, unos cincuenta años después de la Gramática castellana, entre 1535-1540, Juan de Valdés declara, en su Diálogo de la lengua:

ya sabéis que las lenguas vulgares de ninguna manera se pueden reduzir a reglas [36v] de tal suerte que por ellas se pueden aprender; y siendo la castellana mezclada de tantas otras, podéis pensar si puede ninguno ser bastante a reduzirla a reglas. (Valdés, ed. Quilis 1984; cf. Esparza Torres 1996, 69).

Y aún cien años después de la Gramática castellana, el autor de la primera historia de la lengua española, Bernardo José de Aldrete, declara:

Bien cierto es, que para saber la lengua vulgar no es menester arte, ni escuela para aprenderla en la tierra donde se vsa […] En Castilla oi para hablar Romance no es menester acudir a maestros, que lo enseñen, que con el hablar mismo se sabe. Assi fue la Latina en Roma  siendo vulgar, i niños i mugeres sin saber leer la hablauan i sabian, como consta de Ciceron, en los lugares referidos […] (Aldrete 1972 [1606], 47)

No obstante, el siglo XVII se abre algo más a la idea de una gramática del español para nativos de lo que podría parecer. Pocos años después de Aldrete, Jiménez Patón publica una pequeña gramática, de sólo 29 folios, que podría denominarse una 'gramática española para nativos', [11] una gramática que está dedicada al autor del primer diccionario monolingüe del castellano, Sebastián de Covarrubias:

1614. Jiménez Patón, Bartolomé

Institvciones | de la grama|tica espanola. | Dirigidas al Licencia|do don Sebastian de Cobarrubias Oroz-|co, Capellan de su Magestad, Maestre | escuela, y Canonigo de la Santa Iglesia | de Cuencia, y consultor del santo ofi | cio dela Inquisicion, y Au | tor del Tesoro de  la | lengua Espa | ñola. | <Adorno> | Por el Maestro Bartolo | me Ximenez Paton. <Sin lugar  ni año>. Baeza: Pedro de la Cuesta. (cf. BICRES II)

Unos pocos años más tarde, Gonzalo Correas "Catedrático de Griego y Hebreo en la Universidad de Salamanca" [portada] redacta una gramática castellana bastante más voluminosa, pero sin publicar hasta ahora:

1626. Correas, Gonzalo

Arte <grande> de la lengua | española castellana | compuesto | Por el maestro Gonzalo Correa <sic> | Catedrático de Griego y Hebreo en la Univer-|sidad de Salamanca. | Año M DC XXV.| <Adorno> . S.l.: ms.

Hacia mediados del siglo XVII, aparece otra gramática castellana que, con cierto derecho, podría mencionarse en este contexto, [12] si –repito el "si"– el título no llevara a pensar de nuevo en la enseñanza del latín, lo que vale también para las gramáticas de Jiménez Patón y de Gonzalo Correas, ambos profesores de idiomas clásicos:

1651. Villar, Juan

Arte De La | Lengva | Española. | Redvcida a reglas, y pre | ceptos de rigurosa gramatica, | Con notas, y apuntamientos utilissimos | para el perfeto conocimiento de esta, | y de la lengua latina. Por el P. Ivan Villar de | la Compañía de Iesvs. | <Adorno> | Con Licencia | En Valencia por Francisco Veren | gel, Año de 1651

Dicho con otras palabras: todavía en el siglo XVII, más de 150 años después de la Gramática castellana de Nebrija, la idea de escribir una gramática castellana para nativos no parece establecida definitivamente.

3.    Nebrija y la tradición gramaticográfica de la Edad Media

Como ha demostrado Miguel Ángel Esparza Torres (1995), la solución del "«enigma» de la Gramática Castellana", es decir, el hecho de que, después de la primera edición de 1492, no apareciera otra segunda, ni haya dejado huellas claras en la historia de la gramaticografía española, no se deriva de la historia de la recepción de la obra nebrisense, sino de la prehistoria de la Gramática Castellana. Es decir, las tradiciones gramaticales anteriores a Nebrija y las teorías lingüísticas vigentes en aquel tiempo han ofrecido las pautas para la redacción de la Gramática castellana. En este contexto, la enseñanza del latín y sus métodos desempeñan un papel central [13].

En la Edad Media había cuatro métodos principales o 'libros de texto' como se suele decir hoy en día, "las gramáticas versificadas, los comentarios, la gramática erotemática y la síntesis del método ad proverbiandum" (Esparza Torres 1995, 162). Sobre todo los dos últimos son de importancia para la Gramática castellana, la grammatica erotematica, un tipo de gramática en forma de preguntas y respuestas, y la grammatica proverbiandi, caracterizada por un empleo sistemático del idioma vernáculo en la enseñanza del latín.

3.1     La "Grammatica erotematica"

La grammatica erotematica y con ella la enseñanza medieval del latín, ha dejado –como lo ha demostrado también  Esparza  Torres– huellas muy claras  en  las Introductiones latinae, la gramática latina de Nebrija.

La fortuna de este método no se restringe tampoco a la Edad Media: el Libro III de las Introductiones latinae de Nebrija, en cualquiera de sus redacciones, sigue las pautas de una gramática erotemática. (Esparza Torres 1996, 52)

Dicho con otras palabras: en lo que se refiere a la enseñanza del latín, Nebrija sigue orientándose en los métodos probados de la Edad Media. Eso se desprende con toda claridad de otro tipo de 'libros de texto', que ha pasado en buena medida inadvertido hasta hace pocos años, la grammatica proverbiandi. Apenas se encuentra en Francia, pero sí, y con bastante frecuencia, en Italia y España (véase Calvo&Esparza Torres 1993, 164).

3.2     La "Grammatica proverbiandi"

El rasgo más característico de la grammatica proverbiandi lo constituye el empleo sistemático del idioma vernáculo al explicar las construcciones sintácticas del latín. El mismo término proverbiare se emplea, en estas gramáticas, para la traducción del latín, especialmente para una traducción muy exacta, 'palabra por palabra', de las construcciones latinas (Esparza Torres 1993, 169). De acuerdo con este procedimiento, la gramática ofrece ejemplos para el ejercicio sistemático de traducir 'en ambas direcciones', del latín al vernáculo y viceversa (ejemplos en Esparza Torres 1993, 166-169).

En España, se han descubierto grammaticæ proverbiandi con pasajes en los vernáculos de Castilla, de Cataluña, de Aragón y de Valencia. Por el acopio de recursos que hacen los autores de los textos proverbiandi, puede afirmarse que ofrecen un síntesis de las fórmulas y métodos medievales de enseñanza (Esparza Torres 1996, 53; cfr. Calvo & Esparza Torres 1993).

El apartado más importante que se halla en las grammaticae proverbiandi es el conocido con el nombre de supletio, donde se trata de la manera correcta y rigurosa de interpretar en latín aquellas construcciones que son típicas del vernáculo, pero no del latín. Un ejemplo:

Nota quod quando participium deficit, si venerit per modum ablativi absoluti non est suplendum per quis vel qui, sed est suplendum per ipsa adverbia, scilicet: cum vel dum vel postquam, resolvendo substantivum in nominativo et participium in verbo eiusdem  temporis cuius est participium deficiens, verbi gracia: el rey venido, fuira[n] los ladrones, fit sic: postquam rex venit, fugient latrones. (Madrid BN, ms. 10073, fol. 11v; cit. por Calvo Fernández & Esparza Torres 1999, 148)

El estudio de la supletio se adivina, por consiguiente, como presupuesto importante de la enseñanza del latín para los que tienen el castellano como idioma materno.

3.3     La enseñanza del latín y la grammatica proverbiandi en tiempos de Nebrija

Hacia el año 1492, es decir, hacia la fecha de la Gramática castellana, aparecen en España unas gramáticas del latín en que el esfuerzo para aclarar problemas gramaticales con ejemplos en vernáculo aumenta considerablemente. Se puede mencionar aquí la versión manuscrita del Compendium grammatice de Juan de Pastrana:

1462. Pastrana, Juan de

<Incipit:> Declinatio in genitiuo singulari. <Fol. 92:> Explicit compendium  grammatice breue et utile siue tractatus In|titulatus thesaurus pauperum siue expeculum <sic> puerorum edi|tum a deuoto Johanne de pastrana. | Laus tibi xriste liber explicit iste. Qui fuit perfectus anno | domini millesimo ccccº lxº ijº fernandus perfecit inmaculata xristi | virgo maria oret semper pro eo. Amen. S.l.: ms. Fernandus.

Cabe mencionar también a los considerados "alumnos de Nebrija", Gutiérrez de Cerezo y Daniel Sisón:

1485. Gutiérrez de Cerezo, Andrés

Andreas guterrius cerasianus humanissimo | domino ludouico acunña: reuerendissimoque | patri in christo episcopo burgensi benae meri|to: et uiro grauissimo salutem plurimam dicit [.] | <Hoja 2:> Andreae guterrij cerasiani breuis grammatica | in laudem reuerendissimi episcopi burgensis | domini ludouici acunña et rectae et optimae | dedicata. | <...> <H. [86]:> Donatvs de Barbarismo <Contiene, además:> Totius opusculi significationes uocabulorum secundum ordinem alphabeti digestæ hæ fere sunt. <h. [104]vº:> Mense marcio duodecimo die anno salutis | domini millesimo quadrigentesimo octo|gesimo quinto quo tempore clarissimi reges | ferdinandus&helisabella infideles ingenti|bus copijs desolare caeperunt: superstite illus|trissimo principe ioanne: atque integerrimo | viro petro a mendoza cardinali hispano: | viceque regum gubernante nobilissimo et | grauissimo primipilo petro a velasco, in | salmanticensi quoque gymnasio scholasticis praefecto guterrio a toleto tunc praesidente | hoc breue compendium maxima cum dili|gentia per ingeniosum virum magistrum | fredericum burgis impressum est. | Valete. Foeliciter. <H. [105]:> Haec sunt significata: quae modis temporibus et personis per totam coniugationis declinationem nostro idiomate hispano debent imponi. <fol. [106]v:> Los capitulos que en este compendio | de grammatica se contienen son estos. Las partes para los principiantes del nombre pronombre | verbo. las quatro coniugationes formationes verbos iregu|lares las reglitas con sus versos. | Del doctrinal el genero las declinationes ansi griegas como | latinas. las formationes delos preteritos y  supinos. los ete|roclitos. | La metrificatura dela fuerça delas letras el cremento las pri|meras medias y vltimas syllabas el accento con sus imped[i]|mentos. los versos dela escancion. el regimen las materias. | las quatro partes indeclinables dela oration. la construction | con sus impedimentos. las species del nombre. | La orthographia vnas elegantias breues el modo de puntar. | Las figuras del donato. | El vocabulista por la orden del a.b.c. delos vocablos dudo|sos de todo el libro. | El modo de principiar en grammatica puesto en romançe. | Estan las quatro partes dela grammatica y das ocho dela orati|on en manera que no es menester otro libro para toda el arte |. Burgos: Fadrique de Basilea. (Cf. Ridruejo 1979)

1490. Siso, Daniel

<En un grabado:> Initium sapientie est timor domini. | Veni sancte spiritus reple tuorum | corda fidelim: & tui amoris in eis | ignem accende. <"normal":> Perutile danielis sisonis grammaticale compendium ad genaerosum Franciscum de luna dicatum incipit feliciter ... <Al fin:> Danielis sisonis Fragensis Mon|tissoni gymnasij magistri maioris: | perutile grammatices compendium: ad | humanissimum virum Franciscum de | luna delectum. | Anno christiane salutis. M.cccc. | xc, Tertio kalendas octobrias <sic> fœliciter explicitum. | Deo gratias. Zaragoza: Pablo Hurus.

Ambas gramáticas ofrecen ejemplos claros que atestiguan el aumento del recurso al vernáculo. No se trata sólo de una mera ayuda para la comprensión, sino también de la introducción de nuevos términos gramaticales en el español. Todo ello se encamina, como ha demostrado ya Esparza Torres (1995), a superar la necesidad de aclarar lo más posible aquellos procedimientos que se deben utilizar al traducir del vernáculo al latín, procedimientos preparados, en buena parte, por la grammatica proverbiandi.

Persiste esta necesidad también después de Nebrija. Juan Luis Vives (1492- 1540), gran admirador de Nebrija, declara explícitamente que hay que estudiar el latín basándose en el idioma materno del estudiante. Sigue en esto el programa nebrisense.

4.    Conclusión

Pero este programa era demasiado ambicioso. Intentaba abarcar todos los métodos didácticos existentes para la enseñanza del latín. Y aún más: anticipaba radicalmente las consecuencias de todos estos métodos, al excluir, de una introducción al latín, al latín mismo. Este paso excesivamente audaz, ni lo buscaban, ni lo entendieron, aquellos lectores de su Gramática castellana, que compartían con él la opinión de que el estudio del latín había de basarse en unos conocimientos sólidos del idioma materno.

Hans-J. Niederehe, en academia.edu/

Notas:

1   Véase la edición de las Introduciones latinas contrapuesto  el  romance  al  latín,  por Miguel Ángel Esparza & Vicente Calvo (Münster: Nodus, 1996), p. 5.

Se han  celebrado los congresos en Murcia (véase Escavy et. al. 1994), en Salamanca  (véase Codoñer & González Iglesias 1994) y en México D.F. (véase Guzmán Betancourt, Ignacio & Nansen Díaz, Eréndira, eds. 1997. Memoria del coloquio: La obra de Antonio de Nebrija y su Recepción en la Nueva España. Quince estudios nebrisenses (1492-1992). México D.F.: Instituto Nacional de Antropología e Historia).

3   Cf. también Esparza Torres 1995, 21-22.

4   Ha sido Fontán (1986) el primero en hablar del fracaso profesional que supuso la Gramática castellana.

5   Para la bibliografía completa de las obras de Nebrija, véase Esparza Torres & Niederehe 1999.

6   Cito por la edición de Esparza&Sarmiento 1992 (Madrid: Fundación Antonio de Nebrija).

7   Véase Gramática castellana, ed. Esparza Torres & Sarmiento, 1992, 64 sq.

8   "Agora en este libro quinto siguiendo la orden de la doctrina, daremos introduciones de la lengua castellana para el tercero genero de ombres, los cuales de alguna lengua peregrina  querran venir al conocimiento de la nuestra." Gramática castellana, ed. Esparza Torres & Sarmiento, 1992, 65 y 313; en lo que se refiere a paralelos de contenido entre los primeros  capítulos de las Introductiones latinae y de la Gramática castellana, véase ibid., 86.

9   Se podría hablar también de una presentación 'paradigmática', opuesta a la presentación ''sintagmática' de la 1ª parte.

10    Gramática castellana, ed. Esparza Torres & Sarmiento 1992, 207-237.

11    Hacia 1555 aparecen, especialmente en Lovaina, pero también en Amberes, algunos tratados gramaticales que, sin embargo, son manuales para extranjeros. cfr. Esparza Torres 1993, 150 & 1996, 67 sq.

12    Esparza Torres 1996, 70, que hace referencia a este título de modo abreviado, lo menciona bajo "gramáticas del español" . Véase también Balbín & Roldán, en Anónimo 1966, XXIII.

13    Esparza Torres (1993) separa claramente –y con justicia– entre la 'grammatica speculativa' medieval y la 'gramática pedagógica', ibid. 159.

Jaime Nubiola

1.        Introducción [1]

Aunque la tradición filosófica general –y la corriente analítica en particular– ha insistido en el nulo valor cognitivo de la metáfora, en su valor meramente decorativo o retórico, es ya un lugar común entre los estudiosos de esta área de investigación el destacar que la bibliografía de las últimas décadas sobre la metáfora resulta realmente oceánica. En la bibliografía anotada de Warren Shibles publicada en 1971 se listaban ya unas 4000 referencias de publicaciones sobre la metáfora, y en los dos volúmenes posteriores de Van Noppen y Hols correspondientes a los años 1970-85 y 1985-90 se compilan otras 7000 referencias bibliográficas más. Como señaló Ignacio Bosque con acierto, una de las causas de esta explosión bibliográfica es el carácter interdisciplinar que tiene el estudio de la metáfora.

La expresión que acabo de emplear, “explosión bibliográfica”, o mejor, la anterior de “una bibliografía oceánica” son, sin duda, ejemplos típicos de metáforas. Esta última refleja bien la posibilidad real que el investigador tiene de perderse con su barquichuela en la inmensidad del mar abierto ante la multiplicidad de enfoques y la enorme cantidad de valiosas referencias acerca de la metáfora. Pero me parece que quizá puede ayudar más a entender lo que en esta exposición quiero decir, el hacer notar la otra metáfora acuática que he empleado y que fácilmente podría pasar inadvertida.

Me refiero a la expresión “corriente analítica”. Ninguna de las acepciones que refiere el Diccionario de la Real Academia: “Movimiento de traslación continuado de una masa de materia fluida, como el agua o el aire, en una dirección determinada” da cuenta de ese uso relativamente común en filosofía, en arte, en las humanidades en general, para referirnos a las diversas tradiciones de pensamiento. Puede decirse que se trata de una “metáfora fósil” (a lo que los lingüistas llaman “catacresis”) como lo son ya “corriente eléctrica” o “luna de miel” o muchas frases hechas, pero puede considerarse también que “corriente” es una manera conceptualmente significativa de entender una tradición de pensamiento, es decir, que hablar de una tradición como una corriente confiere un sentido al flujo, las aceleraciones, los meandros, ofrece todo un mapa imaginativo para entender qué sea una tradición de pensamiento.

Frente al tradicional desprecio filosófico hacia la metáfora, estos ejemplos sugieren más bien su carácter ubicuo, su carácter pervasivo, dicho en castellano sencillo, la metáfora está por todos lados. Esto ha llevado a algunos a afirmar la primacía de la metáfora –por encima o por debajo, tanto da– de todos los significados literales. Esto se encuentra rotundamente afirmado en Nietzsche con su famosa declaración en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral: “¿Qué es entonces la verdad? Un tropel de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas (...) las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han gastado y han quedado sin fuerza, monedas que han perdido su troquel y no se las considera ya como monedas sino simplemente como metal” [2].

La primacía de la metáfora sobre la literalidad se encuentra también en cierto sentido en Gadamer o en Ricoeur. En esa dirección, he querido centrar mi atención en la propuesta del lingüista norteamericano George Lakoff que revolucionó este campo de investigación con su libro Metaphors We Live By de 1980, escrito en colaboración con el filósofo Mark Johnson. Este libro no ha dejado de suscitar entusiasmo, aprecio y discusión desde su aparición hace ya 19 años. Hace unos pocos meses acaban de publicar un libro mucho más grueso, Philosophy in the Flesh, que tiene unas pretensiones filosóficas todavía de mayor alcance.

2.           Metáforas de la vida cotidiana de Lakoff y Johnson

En el ámbito de la filosofía analítica la reflexión acerca de la metáfora fue siempre algo más bien marginal, pues se consideraba una materia propia de críticos literarios. La tajante dicotomía positivista entre lenguaje cognitivo, el lenguaje de la ciencia, y lenguaje emotivo, el de la poesía, el arte, excluía la metáfora como tema “políticamente correcto” de investigación filosófica. Las principales excepciones a esta tendencia general fueron Max Black (1966) y Nelson Goodman (1968), y en tiempos más recientes Donald Davidson (1978). Black propuso una versión modificada de la “teoría de la interacción” desarrollada por I. Richards en 1936, que tendría gran influencia. Se basaba en la idea de que cuando usamos una metáfora tenemos en una sola expresión dos pensamientos de cosas distintas en actividad simultánea. El significado de la expresión metafórica sería el resultante de la interacción de los dos elementos. En “Juan es una roca” los dos pensamientos activos a las vez serían el de la fortaleza de Juan y el de la de solidez de la roca.

Para Black los dos elementos vendrían a ser uno, el foco de la metáfora –el enunciado efectivo– y otro, el marco que lo rodea. Este segundo elemento ha de ser considerado como un sistema más que como una cosa individual. Cuando decimos que “la sociedad es un mar”, estamos poniendo delante de nuestros ojos, proyectando sobre la sociedad, todo un sistema conceptual en el que hay tempestades, puertos seguros, piratas, tiburones, naufragios y muchas cosas más.

Quizá la idea más importante de Black desde el punto de vista del análisis cultural y textual es la de que muchas metáforas pueden agruparse en un alto nivel de abstracción en familias o temas, y los diferentes actos lingüísticos específicos o las expresiones concretas pueden ser considerados como variaciones de ese mismo tema metafórico [3]. Para mí resulta todavía más importante advertir que el enfoque interactivo de la metáfora supone un cambio importante de la atención: en lugar de atender a las metáforas como productos de la actividad artística (o “desviaciones” del sentido literal) han pasado a ser estudiadas como procesos de construcción de significados. Este cambio –que corresponde en lingüística a un giro de la atención desde la semántica a la pragmática– se debe en buena parte a la moderna revolución cognitiva que traspasa los límites tradicionales de las disciplinas en su búsqueda de una cabal comprensión de la inteligencia humana.

En este contexto puede entenderse bien el éxito inmediato del lingüista George Lakoff y el filósofo Mark Johnson con su libro Metaphors We Live By de 1980, del que presentaron ese mismo año un amplio resumen en The Journal of Philosophy. En castellano fue publicado en 1986 como Metáforas de la vida cotidiana. Me parece que el título en inglés de aquel libro, Metaphors We Live By, resulta incluso más expresivo que el castellano. Viene a ser algo así como “Metáforas en las que vivimos” o “mediante las que vivimos” y alude al corazón de su propuesta que –parafraseando a Mark Johnson [4]– podría expresarse de la siguiente manera:

Los filósofos y los lingüistas han tendido a tratar la metáfora como un asunto de interés periférico. Sin embargo, nuestro lenguaje común es mucho más metafórico de lo que a menudo advertimos. Muchas metáforas de nuestro lenguaje consideradas “convencionales” son generadas por estructuras básicas de nuestra experiencia y de nuestra manera de pensar. Buena parte de la coherencia y el orden de nuestra actividad conceptualizadora se basa en el modo en que nuestros sistemas de metáforas estructuran nuestra experiencia.

Pero no hace justicia a Lakoff y Johnson una presentación “teórica” como ésta. Lo más atractivo de Metáforas de la vida cotidiana son quizá sus ejemplos, capaces de persuadir al lector de que hasta ahora no había prestado suficiente atención a las metáforas que impregnan por completo su vida cotidiana. Por eso, el mejor eco de mis palabras sería que algunos de quienes me escuchan se decidieran a leer ese librito, que tiene la extraña capacidad de cambiar nuestra vidas pues nos persuade de que hasta ahora no habíamos caído en la cuenta de la naturaleza básicamente metafórica de todo nuestro lenguaje.

Frente a la tradición literaria que privilegiaba las metáforas poéticas, aquellas más sorprendentes o inesperadas, lo que sobre todo interesa a Lakoff y Johnson, son expresiones tan comunes como “perder el tiempo”, “ir por caminos diferentes” o las que mencionaba al principio “bibliografía oceánica” o “corriente filosófica”. Expresiones como ésas son reflejo de conceptos metafóricos sistemáticos que estructuran nuestras acciones y nuestros pensamientos. Están «vivos» en un sentido más fundamental: son metáforas en las que vivimos. El hecho de que estén fijadas convencionalmente al léxico de nuestra lengua no las hace menos vivas [5].

En Metáforas de la vida cotidiana Lakoff y Johnson presentan tres tipos distintos de estructuras conceptuales metafóricas:

1)        metáforas orientacionales: organizan un sistema global de conceptos con relación a otro sistema. La mayoría de ellas tienen que ver con la orientación espacial y nacen de nuestra constitución física. Las principales son arriba/abajo, dentro/fuera, delante /detrás, profundo/ superficial, central/periférico.

Por ejemplo, lo bueno es arriba, lo malo es abajo: estatus alto, estatus bajo; las cosas van hacia arriba, vamos cuesta abajo; alta calidad, baja calidad; Su Alteza Real; bajeza de nacimiento; la virtud es arriba, el vicio es abajo: alguien tiene pensamientos elevados o rastreros, si se deja arrastrar por las más bajas pasiones, cae muy bajo o en el abismo del vicio; los bajos fondos; alteza de miras, bajeza moral; feliz es arriba, triste es abajo: me levantó el ánimo; tuve un bajón, estoy hundido, sentirse bajo; caer en una depresión, etc., etc.

2)        metáforas ontológicas: por las que se categoriza un fenómeno de forma peculiar mediante su consideración como una entidad, una sustancia, un recipiente, una persona, etc.

Por ejemplo, la mente humana es un recipiente: No me cabe en la cabeza; no me entra la lección; tener algo en mente; o tener la mente vacía; métete esto en la cabeza; tener una melodía en la cabeza; estoy saturado; ser un cabeza hueca; etc., por no recordar las expresiones coloquiales ‘tarro’, ‘perola’, ‘olla’ y las diversas formas en que suelen ser usadas: se le ha ido la olla, etc.

3)        metáforas estructurales: en las que una actividad o una experiencia se estructura en términos de otra. Así, comprender es ver, una discusión es una guerra, o el ejemplo que sugieren José Antonio Millán y Susana Narotzky, los traductores de Lakoff y Johnson, que tiene una gran riqueza de recursos en castellano:

P. ej. un discurso (¡o una clase!) es un tejido: se puede perder el hilo; las ideas pueden estar mal hilvanadas o deshilvanadas, al hilo de lo que iba diciendo; puede faltar un hilo argumental o conductor; un argumento puede ser retorcido, el discurso tiene un nudo y un desenlace; se atan cabos, se pega la hebra; se hila muy fino, etc., etc.

En castellano empleamos realmente todo un mapa textil para la actividad discursiva oral o escrita: se puede urdir una excusa, tramar un buen argumento o incluso bordar un discurso o una clase.

Uno de los rasgos que –al menos para mí– resulta muy persuasivo de la brillante exposición de Lakoff y Johnson es la modestia con que en algunos pasajes de aquel libro de 1980 presentaban sus resultados más polémicos: No sabemos mucho sobre los fundamentos experienciales de las metáforas. Debido a nuestra ignorancia sobre esta materia hemos descrito las metáforas separadamente, y sólo después hemos añadido unas notas especulativas sobre sus posibles fundamentos experienciales. Adoptamos este modo de proceder no por principio, sino por ignorancia. En realidad, pensamos que ninguna metáfora puede entenderse o siquiera representarse adecuadamente de modo independiente de su base experiencial [6].

Esa modestia ha desaparecido en sus últimas publicaciones, pero lo que importa ahora es que lo que con una afirmación así están diciendo es que las metáforas no son un fenómeno meramente lingüístico como se consideraba en las teorías clásicas, sino que concierne a la categorización conceptual de nuestra experiencia vital, concierne al conocimiento, pues la función primaria de las metáforas es cognitiva y ocupan un lugar central en nuestro sistema ordinario de pensamiento y lenguaje.

En este sentido, la asignación de una importancia central a las metáforas y la detección de su ubicuidad en nuestro lenguaje lleva aparejada consigo la denuncia –de ahí el carácter revolucionario de esta teoría– de la insuficiencia de la aproximación al lenguaje exclusivamente lógica o semántica típica de los filósofos analíticos o la aproximación sintáctica típica de los lingüistas chomskyanos y generativistas en general.

3.           Las metáforas conceptuales y su conexión con la experiencia y la imaginación

Si la mayor parte de nuestro sistema conceptual normal está estructurado metafóricamente, esto es, si la mayor parte de los conceptos se entienden al menos parcialmente en términos de otros conceptos, la cuestión que surge de inmediato es la de cuáles son las bases de ese sistema conceptual.

Los  principales  candidatos  a  conceptos  entendidos directamente –esto es, a conceptos no metafóricos– son las orientaciones  espaciales simples como arriba o abajo, dentro-fuera, etc. Esos conceptos emergen de nuestra experiencia espacial efectiva. De hecho tenemos cuerpos, nos mantenemos erguidos, estamos en un campo gravitatorio constantemente. La interacción con nuestro medio físico conforma todo nuestro vivir y eso confiere a esa orientación una prioridad para nosotros sobre otras posibles estructuraciones espaciales. Sin embargo, de nuestro funcionamiento emocional –algo igualmente básico– no emerge una estructura conceptual de las emociones claramente definida. Como hay un cierto correlato sistemático entre nuestras emociones (abatimiento, agobio) y nuestras experiencias sensoriales y motoras (estar encogido o giboso), las unas constituyen las bases metafóricas de las otras. Las metáforas espaciales nos permiten conceptualizar nuestras emociones en términos mejor definidos que las emociones mismas.

Me parece que esta explicación resulta vitalmente muy persuasiva, y algo similar vienen a afirmar Lakoff y Johnson de las metáforas ontológicas. Los conceptos de objeto, sustancia, recipiente surgen directamente de nuestra experiencia: nos experimentamos a nosotros mismos como entidades separadas del resto, como recipientes con una parte exterior y otra interior; nos experimentamos como hechos de cierta sustancia – carne, huesos– y experimentamos las demás cosas como hechas de diferentes sustancias: madera, plástico, metal, etc. En términos de esos conceptos básicos objeto, sustancia, recipiente forjamos las metáforas ontológicas, pues se basan en esos correlatos sistemáticos de nuestra experiencia.

Tanto las metáforas orientacionales como las ontológicas no son muy ricas en sí mismas, pero tenemos la capacidad de forjar metáforas estructurales (un discurso es un tejido) que nos permiten estructurar un concepto como el de discurso en términos de otro mejor delineado o más conocido como podría ser el de tejido. Por supuesto, los conceptos no emergen directamente sólo de la experiencia sino que están estructurados a partir de las metáforas culturales dominantes, y por supuesto una metáfora estructural como la de un discurso es un tejido se construye dentro del sistema cultural en que se vive. Cuando se tejía en las casas o en regiones donde hay una gran cultura textil –como en mi caso es Cataluña– la trama, urdimbre, lanzadera, etc. son realidades físicas tan bien conocidas como el punto de cruz o el ganchillo.

Para mi exposición lo que resulta más relevante ahora es destacar que para Lakoff y Johnson es nuestro afán por estructurar coherentemente nuestra experiencia lo que nos lleva a proyectar un dominio conceptual sobre otro, a entender una realidad en términos de otra: las metáforas nos permiten entender sistemáticamente un dominio de nuestra experiencia en términos de otro. Con el ejemplo de antes, entendemos los sentimientos (como el de “agobio”) organizándolo espacialmente como una carga sobre nuestras espaldas. No se trata de una desviación, sino que es lo que hacemos ordinariamente para conocer nuevos fenómenos. Nos hallamos pues ante una teoría constructivista del lenguaje y del pensamiento, pero se trata de una construcción a partir de la experiencia más común y cotidiana.

Lo que Lakoff y Johnson están diciendo es que el mundo de la vida está estructurado metafóricamente. Los sub-elementos de la estructura obtienen su significado de una Gestalt experiencial compleja que organiza nuestra experiencia. Se apoyan para esto en los trabajos de Fillmore, Rosch, Minsky, Rumelhart y de muchos otros que desde la lingüística, la psicología, y la ciencia cognitiva han trabajado en este campo.

No tengo tiempo tampoco de entrar ahora en cuestiones de detalle –como las que llenan el libro (unos cincuenta esquemas metafóricos con muchos ejemplos de cada uno) y lo hacen realmente fascinante– pero sí me gustaría atender al menos a la cuestión de las metáforas creativas, la de la creación de nuevos significados, pues hasta ahora he centrado la atención en las metáforas convencionales, que estructuran el sistema conceptual ordinario de nuestra cultura, es decir, el lenguaje cotidiano.

Para Lakoff y Johnson las metáforas nuevas pueden llegar a proporcionarnos una nueva comprensión de nuestra experiencia, pueden dar un nuevo significado a nuestras actividades, y a lo que sabemos y creemos. El amor es una obra de arte en colaboración es la que utilizan ellos en su libro. Resulta el único ejemplo que aportan [7], pero quizá habéis visto cómo lo aprovecha Marina en el capítulo VII de El laberinto sentimental [8].

La producción de nuevas metáforas es el ámbito de los poetas o de los publicistas a los que en este libro prestan ellos menos atención. Podríamos pensar nosotros en las metáforas con valor heurístico en la investigación científica o en aquellas metáforas estructurales que acuñan los historiadores y políticos (Europa, mosaico de pueblos) para que crezca la comprensión de una tradición, o la de los virus acuñada por los informáticos para que entendamos cómo debemos actuar en esos casos.

Las metáforas creativas confieren sentido a nuestra experiencia de la misma manera que las convencionales: proporcionan una estructura coherente, destacan unos aspectos y ocultan otros. Son capaces de crear una nueva realidad, pues contra lo que comúnmente se cree no son simplemente una cuestión de lenguaje, sino un medio de estructurar nuestro sistema conceptual, y por tanto, nuestras actitudes y nuestras acciones. Las palabras por sí solas no cambian la realidad, pero los cambios en nuestro sistema conceptual cambian lo que es real para nosotros y afectan a la forma en que percibimos el mundo y al modo en que actuamos en él, pues actuamos sobre la base de esas percepciones. Para Lakoff y para Johnson –y para mí– muchos cambios denominados culturales para bien o para mal nacen de la introducción de nuevos conceptos metafóricos. En este sentido puede decirse tanto que las metáforas desempeñan un papel decisivo en la conformación de nuestra realidad como que los filósofos somos creadores de metáforas.

Frente a lo que denominan “objetivismo absoluto” (el realismo cientista de la cultura norteamericana) y al “subjetivismo radical” (el escepticismo literario) Lakoff y Johnson proponen una vía intermedia, a la que llaman precisamente una síntesis experiencialista, que aspira a unir razón e imaginación. En consecuencia, Lakoff y Johnson concluyen que así como las categorías de nuestro pensamiento son en gran medida metafóricas y nuestro razonamiento cotidiano conlleva implicaciones e inferencias metafóricas, la racionalidad ordinaria es por su propia naturaleza esencialmente imaginativa.

Las secciones finales de Metáforas de la vida cotidiana están dedicadas a extraer algunas conclusiones más generales para la teoría de la verdad y la noción de comprensión. Sólo diré que para Lakoff y Johnson la comprensión emerge de la interacción, de la negociación constante con el ambiente y con los demás, y en este sentido la verdad depende de la comprensión que emerge de nuestro desenvolvimiento en el mundo. De esta manera, la síntesis experiencialista aspira a satisfacer la necesidad objetivista de una explicación de la verdad mediante nuestra estructuración coherente de la experiencia, al mismo tiempo que cumple las expectativas del subjetivismo sobre el significado y sentido personal del conocimiento.

4.           La recepción de las propuestas de Lakoff y Johnson: valoración final

La recepción del libro de Lakoff y Johnson fue espectacular. En el primer año se vendieron 9.000 ejemplares del libro y comenzó enseguida su traducción a las principales lenguas. Sus lectores advirtieron de inmediato que los autores de aquel libro, a pesar de las limitaciones evidentes de su empeño, habían hecho diana, habían acertado a expresar todo un conjunto de intuiciones que circulaban de modo bastante difuso entre lingüistas, filósofos, antropólogos y psicólogos.

Algunas de sus tesis resultaban controvertidas y además estaban expresadas de forma polémica, pero todavía llamaba más la atención tanto la presentación masiva de ejemplos, muchos de ellos terriblemente sugestivos, como la casi total ausencia de la jerga común entre los lingüistas que a los filósofos o al simple lector de a pie echa casi siempre para atrás. Se trataba de un libro dirigido a una audiencia general, sin impedimenta técnica, pero resultaba a la vez con claridad un hito singular en el intrincado mundo de la investigación de la metáfora [9]. En particular el estudio detenido de tan gran número de ejemplos superaba con creces muchos estudios de filósofos que habían atendido –casi obsesivamente– a dos o tres ejemplos seleccionados. Se trataba además un modelo admirable de trabajo interdisciplinar, por ser sus autores un lingüista y un filósofo [10] (Nuessel, 1982). Además el que una aproximación experiencialista como ésta hubiera sido desarrollada por un lingüista como Lakoff, educado en la gramática generativista chomskyana, le confería un interés añadido particular, pues tanto la interacción con el ambiente como el papel de la imaginación en la razón tienen para Chomsky una importancia muy secundaria.

Como muestra Lakoff con claridad en su libro de 1987 Mujeres, fuego y otras cosas peligrosas, su posición, a la que denomina realismo experiencial, es deudora de manera obvia del trabajo de Hillary Putnam, y yendo más hacia atrás del segundo Wittgenstein y del filósofo de Oxford John L. Austin. En el libro de 1999 Philosophy in the Flesh los grandes autores de quienes se reconocen en deuda son Dewey y Merleau-Ponty y pretenden hacer tabula rasa de la mayor parte de los filósofos que en la historia les han precedido. Sin embargo, la teoría de la metáfora que presentan en Metáforas de la vida cotidiana se inserta en una tradición minoritaria de pensamiento que encuentra su origen en algunos textos de Aristóteles sobre la naturaleza cognitiva de la metáfora y tiene sus hitos relevantes en Giambattista Vico y en Charles Peirce, y contemporáneamente en la teoría de la interacción de Ivor Richards y Max Black.

La creciente convicción acerca de la indispensabilidad de la metáfora en la ciencia –de que las teorías son elaboraciones de metáforas básicas o sistemas de metáforas– y los estudios con amplia evidencia empírica sobre el aprendizaje de los niños mediante metáforas han sido un buen aliado de la posición de Lakoff y Johnson.

En este sentido, puede afirmarse también que el éxito de Lakoff y Johnson en el ámbito angloamericano es otra de las señales del resurgimiento del pragmatismo. De hecho en la última década asistimos a la consolidación de una nueva área de investigación, que ha venido en denominarse Lingüística Cognitiva o Semántica Cognitiva, en la que George Lakoff es una de las figuras más prominentes.

Entre los principales logros del libro de Lakoff y Johnson uno de los más destacados –a mi juicio– es el de mostrar que el estudio de la metáfora es una vía particularmente fructífera para abordar las cuestiones lógicas, epistemológicas y ontológicas que resultan centrales para ofrecer una adecuada comprensión de lo que es la experiencia humana. Frente a la teoría clásica que venía a decir que la metáfora era simplemente una cuestión de denominación, de asignar con un propósito retórico palabras a conceptos con los que no aparecían ordinariamente, la concepción de Lakoff y Johnson es más bien la de que las metáforas son la expresión de una actividad cognitiva conceptualizadora, categorizadora, mediante la cual comprendemos un ámbito de nuestra experiencia en términos de la estructura de otro ámbito de experiencia. Más aún, el foco y el resultado principal de su investigación viene a ser que “Metáfora” es el nombre que damos a nuestra capacidad de usar los mecanismos motores y perceptivos corporales como base para construcciones inferenciales abstractas, de forma que la metáfora es la estructura cognitiva esencial para nuestra comprensión de la realidad. El lenguaje metafórico sería entonces una consecuencia, un reflejo, de la capacidad de pensar metafóricamente, que es nuestra manera más común de pensar.

Jaime Nubiola, en dadun.unav.edu/

Notas:

1     Esta ponencia es fruto del trabajo  cooperativo con Marga Vega, de la  Universidad de Valladolid, y con Carmen Llamas, del Departamento de Lingüística de la Universidad de Navarra. Debo también gratitud a Sara F. Barrena por sus correcciones.

2     Nietzsche, F., Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Cuadernos Teorema nº 361, Valencia, 1980, 11.

3     Cfr. Bustos, Eduardo de, “Pramática y metáfora”, Signa, 3, (1994), 96.

4     Cfr. Johnson, M. (ed.), Philosophical Perspectives on Metaphor, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1981, 341-342.

5     Lakoff, M., Johnson, G., Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, Madrid, 1986, 95

6     Idem, 56.

7     Cfr. Violi, P., “Review of Lakoff and Johnson´s Metaphors We live By”, Journal of Pragmatics, 6, (1982).

8     Cfr. Marina, J. A., El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona, 1996.

9     Cfr. Lawler, J. M., “Review of Lakoff and Johnson´s Metaphors We live By”, Language, 59, (1983).

10      Cfr. Nuessel, F. H., “Review of Lakoff and Johnson´s Metaphors We live By”, Lingua, 56, (1982).

Fernando Haya

1.   Planteamiento: el problema metódico del saber práctico

Es una gran satisfacción para mí contribuir junto con tan eminentes conocedores de la filosofía de Polo a esta Jornada in memoriam del maestro.

Entiendo por “aporética de la voluntad” la dificultad aparentemente insoluble en que se envuelve el método filosófico en su enfrentamiento con la índole de la volición. La dificultad en cuestión coincide con la suscitada por la duplicidad en las dimensiones del conocimiento –teórica y práctica–, en la medida en que corresponde al método de la filosofía la descripción de su compatibilidad.

Considero aporética de principio la exposición del método filosófico prime- ro que en lugar de propiciar su impulso lo detiene con la intromisión de una doctrina incongruente. A mi modo de ver, cabe distinguir una terna de direcciones metódicas de principio. Entiendo por tales las modalidades ejecutivas del pensar con que a priori se distribuye la diferencia del acto contenida en la forma del pensamiento. La aporética de principio procede de la confusión entre estas modalidades ejecutivas del pensamiento. La des-obturación de la aporética de principio equivale pues, metódicamente, al mantenimiento de la tensión diferencial entre ellas, y temáticamente, a la distribución retrospectiva de las dificultades de principio en su serie o dirección metódica correspondiente [1].

Considero que las tres direcciones principales del método son 1ª) La que da cuenta de la conexión entre el comienzo del saber y su principio, en cuanto eleva aquel comienzo: es decir, lo expone en sus justos términos, como articulación del tiempo entero. 2ª) La que recorre la vía prosecutiva del pensamiento en su regreso reflexivo hasta aquel comienzo en orden a precisarlo o determinarlo modal o negativamente. 3ª) La que desciende desde la instancia antropológica más excelente y expone el comienzo intelectual en su relación de dependencia respecto del ser personal que es el núcleo del saber. En función de su excelencia, la libertad trascendental –que es el ser personal o núcleo del saber– puede ser denominada instancia exponente del método. No obstante, con ser ésta última la dirección excelsa del método, no prescinde de las otras ni se funde con ellas, pues como se ha dicho, des-obturar la aporética de principio requiere su distribución retrospectiva o seriada en la mencionada terna; esto es, el ejercicio del pensamiento en la tensión diferencial de sus principales modalidades ejecutivas.

La problemática del saber es el conflicto que deriva de su adelantamiento con referencia al tiempo. La exposición inconveniente de la índole de semejante adelantamiento vuelve inviable al método, es decir, provoca su colapso en la aporética de principio. Por el contrario, la suscitación retrospectiva de la aporética de principio de acuerdo con su adecuada distribución propicia la apertura del comienzo, que equivale a la dimensión ascendente del método. La aporética de principio se distribuye en la medida de la exposición adecuada de las confusiones que la provocan, que son, como se ha dicho, confusiones en el ejercicio de las principales modalidades ejecutivas del pensamiento.

Ahora bien, resulta que la problemática del saber se agudiza porque su adelantarse al tiempo introduce una modalidad de conocimiento de índole diversa a la teoría. Con relación al dominio práctico, el saber se adelanta al tiempo, pero en un sentido distinto del considerado en la teoría. Eso significa que las posibles confusiones entre las modalidades ejecutivas del pensamiento se complican: hay que dar razón de nuevos respectos del pensar concernientes al tiempo, y con ellos establecer un nuevo significado para los sentidos direccionales del método: el descenso y el ascenso.

Una aproximación sencilla a la nueva problemática, enfocada desde la triple dirección metódica, sería la siguiente:

Desde la perspectiva del pensar que expone la articulación del tiempo: el saber en su comienzo articula lo entendido en presente, concierne a lo que hay; de modo que la detención metódica en el contenido inteligible presente y en el modo de su articulación inteligible parece coincidir en principio con el dominio de la teoría. Ahora bien, aparte de lo que hay y de su haberlo, puede haber más; aparte del acontecer entendido como ser consistente de lo acontecido y por acontecer, cabe que acontezca lo que el ser humano introduce con su acción.

Juega entonces una nueva dimensión de la futuridad, diversa en principio de aquélla que quedaba concernida o incluida en la articulación del tiempo en presente. Simplemente dicho: la teoría parece referirse inicialmente al presente o en todo caso al pasado pero, ¿y el futuro? No el futuro de lo que ha de repetirse porque su razón de ser se contiene ya en la urdimbre de lo entendido en presencia. Me refiero al futuro en sentido propio, la novedad susceptible de aparición a partir de la acción humana. La acción humana involucra en efecto la dimensión de la futuridad comprendida como aquello que cabe esperar al hombre. Sin entrar en consideraciones teológicas, la filosofía puede estudiar la cuestión escatológica, poner en relación el uso de la libertad con el futuro que la acción libre abre, tanto en el orden personal como en colectivo. ¿Qué conexión mantiene, pues, el método del saber filosófico con la dimensión futura de la temporalidad habida cuenta de que el porvenir no es susceptible de anticipación teórica, sino que se mantiene en dependencia de la acción práctica?

a)   Desde la perspectiva del pensar que precisa lo entendido expresándolo negativamente a modo de esfera modal: parece inicialmente que la teoría se refiere a lo eterno y necesario –así lo considera expresamente Aristóteles–, a aquello que no puede ser de otro modo. El problema que se plantea es que en tal caso el futuro del que acabamos de hablar cae fuera de este ámbito porque que- da determinado bajo la esfera de lo contingente. De esta suerte lo decisivo, aquello que está por venir y que para el ser humano podría significar la salvación, quedaría fuera de la esfera del pensamiento metafísico. Este problema no es planteado en su radical crudeza hasta los pensadores tardo-medievales, paradigmáticamente hasta Escoto.

Adviértase que la aporética que de ahí emerge es gravísima porque en función de ella la más excelente de las ciencias pasaría también a ser no sólo la más inútil sino crasa pérdida de tiempo. El método de la filosofía precisa en consecuencia elevarse a una cota en que acierte a deshacer la nefasta dicotomía que acopla unilateralmente los términos de los pares nocionales aludidos (saber con necesidad y libertad con contingencia). De otro modo no cabe que la libertad sea la instancia metódica más excelente: es preciso, pues, vincular la libertad con el saber de forma que se evite la escisión que la distinción modal introduce [2].

Del otro lado, parece también claro que la libertad no sería instancia exponente del método si se recluyera en sí misma o de hecho diera la espalda al ámbito de lo contingente. En la antropología trascendental de Polo, la libertad trascendental es instancia exponente del método porque, lejos de recluirse, actúa su salir de sí en el modo de cierta dualización (metódico-temática) con un tema distinto de ella misma. La cuestión es: ¿incluye ese éxodo de la libertad un desbordamiento del saber hacia el orden de lo posible en cuanto realizable?

b)   Desde la perspectiva de la instancia antropológica más alta, la libertad exponente del método: emerge en definitiva el problema del horizonte de la libertad, de su temática congruente, donde ha de buscarse también la razón última de que ella sea la instancia antropológica más excelente. El método expone el descenso desde la instancia más excelente hasta el comienzo del saber con vistas a propiciar el ascenso. La cuestión es: ¿cabe este doble movimiento del método sin dar cabida a, sin albergar en él, la modalidad activa que excede de la teoría, no por razón de rango sino en el sentido de extender su dominio a una esfera a la que la pura teoría no alcanza? Si se responde que el enunciado mismo del método filosófico, su doctrina, queda pendiente de la tesitura práctica en que desenvuelve la acción humana, entonces resulta obvio que tal enunciado nunca será posible. Tanto da en suma que el método resbale indefinidamente en un círculo hacia el pasado –así, en la aporía hermenéutica– como que se posponga indefinidamente a la expectativa de lo porvenir; en uno y otro caso el método de la filosofía primera queda subsidiario, preso del tiempo, y no cobra impulso para su incoación.

El lado contrario de la dificultad da la espalda, como se ha dicho, al dominio práctico de la acción. Debe procederse, pues, a mantener la excelencia de la teoría sin exclusión de la importancia de la acción práctica. Al contrario: el método ha de trazar las lindes de la nueva esfera sin inmiscuirse en su contenido específico. Doy a la expresión crítica del método ese significado específico: explanación teórica de la forma cognoscible del tiempo como raíz de la doble dimensión del conocimiento humano –teoría y praxis–, de tal modo que la segunda quede en relación de dependencia respecto de la primera sin anulación de su contenido específico.

La cuestión es, pues, ¿por qué y de qué modo ha de enfrentar el método la problemática de la acción práctica? ¿Cuál es radicalmente esa problemática desde la perspectiva del método?

La crítica del método, en el sentido que aquí se otorga a esta expresión, expone la problemática que deriva del adelantamiento del saber desde la perspectiva que ofrece su aporética tal como históricamente se suscita. Procederemos, pues, en discusión crítica con algunas de las modalidades más sobresalientes de esa aporética.

2.    La fórmula aristotélica de la aporía de la voluntad

Aristóteles comienza su tratado de filosofía práctica como suele hacer, con el planteamiento previo de las dificultades. Repárese en que éstas últimas inciden precisamente en las que aquí hemos clasificado sumariamente con arreglo a las direcciones del método.

De entrada, la mayor dificultad teórica relativa al saber práctico concierne al tratado de la acción cuyo principio es la voluntad electiva precedida de deliberación. El contexto específico de la problemática la refiere a la acción moral. Aristóteles hace notar expresamente que “deliberamos sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable” [3]. En este sentido es obvio que la acción práctica se adelanta al tiempo, pero no del mismo modo que la teoría, que el Estagirita vincula con lo eterno, porque “sobre lo eterno nadie delibera, por ejemplo sobre el cosmos, o sobre la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado” [4]. El saber práctico, en cambio, tiene que ver con la acción posible, de suerte además que como tal saber depende de la acción misma de que es principio. Aristóteles insiste mucho en este punto, en este contexto de su tratado de la voluntad y las virtudes morales.

¿Podemos llamar al saber práctico saber realizativo? Habríamos de discernir en todo caso un significado doble en esta última expresión, en uno de los cuales se han de tenerse en cuenta ciertas disposiciones que atañen a la voluntad del agente La acción práctica, vinculada con cierto saber, se adelanta al tiempo; pero el problema de la acción moral no radica exclusivamente en tal adelanta- miento sino que añade un ingrediente que afecta a la razón misma de saber. Veamos con más detalle el asunto…

El adelantamiento del saber práctico al tiempo plantea un problema común a los hábitos morales y a los técnicos: “Se podría preguntar cómo decimos que los hombres tienen que hacerse justos practicando la justicia y moderados practicando la templanza, puesto que si practican la justicia y la templanza son ya justos, lo mismo que si practican la gramática y la música son gramáticos y músicos” [5]. Tal es el problema que en general plantea el adelantarse al tiempo del saber práctico. Porque la acción práctica misma no se adelanta sino que se distiende en el tiempo disponible para su ejecución; pero si se considera su principio entonces parece que a la par que se adelanta no se adelanta, sino que sigue al tiempo en que se realiza. En tal sentido ha contrapuesto anteriormente el Filósofo los hábitos a la naturaleza, porque en ésta la capacidad precede a la operación, “en cambio adquirimos las virtudes mediante el ejercicio previo, como en el caso de las demás artes: pues lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo” [6].

Polo se refiere a esta última afirmación de Aristóteles cuando dice: “De un modo drástico, esto se podría expresar del siguiente modo: para saber lo que queremos hacer, hemos de hacer lo que pretendemos saber” [7]. Y añade: “Esta observación aristotélica es afín con lo que pretendo indicar: las acciones prácticas son iluminadas y constituidas por la sindéresis en estrecha vinculación con los otros modos de disponer” [8]. Dejemos pasar por ahora la glosa de esta última frase de Polo y regresemos a Aristóteles.

El problema de los hábitos relativos a la acción práctica es común a las virtudes morales y a las destrezas técnicas, porque en uno y otro caso resulta difícil exponer cómo procede una acción de un principio que depende de ella: ¿cómo hará una acción justa aquél que no es justo y cómo será justo quien no hace acciones justas? Pero también: ¿cómo compondrá o tocará música quien no es músico y cómo será músico quien jamás ha compuesto o tocado música? Puesto que “es posible, en efecto, hacer algo gramatical o por casualidad o por indicación de otro” [9], pero “uno será gramático si hace algo gramatical y gramaticalmente, es decir, de acuerdo con la gramática que él mismo posee” [10].

Cabe identificar este problema con el de la prioridad jerárquica en el sentido orientativo de la exposición metódica referida al saber práctico: ¿ha de considerarse aquí que el método filosófico desciende o que asciende? Bien mirados, tales sentidos orientativos refieren a la posición relativa al tiempo, de una manera análoga a cómo ocurre en el caso del saber teórico. El comienzo del saber no coincide con su principio sino que se interpone a raíz de la consumación de un descenso. El comienzo del saber en el orden natural consuma un descenso de la instancia más alta, el intelecto agente, cuya actuosidad queda prendida en una función digamos inferior a la de su propio rango: hacer los inteligibles en acto; articular el tiempo en presencia; en suma: descender al plano del tiempo. Aquí se suscita la misma dificultad.

Si se dice que la acción desciende del hábito parece desatenderse el correspondiente ascenso que a partir de la acción conforma la posesión del hábito. Si se dice en cambio que el hábito es conformado según el ascenso de la acción que en él se remansa, no se ve cómo la acción misma ha podido descender desde el hábito. Obviamente, la conjunción problemática radica en la interposición del tiempo, pero parece que de una manera más intensa que en la teoría. Pues todavía aquí se prescinde del tiempo en cuanto se lo articula en presente, o al menos en cuanto que el objeto de la teoría es, como dice Aristóteles, lo eterno. Se mantiene desde luego la dificultad concerniente al vínculo entre la intelección y su antecedente sensible y en tal sentido temporal. El propio Filósofo aporta la solución más lúcida a este problema [11]. Pero en el caso de la acción práctica, el tiempo –el tiempo humano– juega un papel más importante, hasta el punto de que la acción distendida en el tiempo toma, por así decir, de él su sustancia.

Notemos que la teoría se adelanta al tiempo en cuanto explana en presencia el contenido de realidad que realmente discurre en el tiempo, o bien, aquel contenido que por eterno queda necesariamente supuesto como fundamento de lo real que discurre en el tiempo. En cambio, la acción práctica se adelanta al tiempo en cuanto sigue a la proyección –al proyecto– de un contenido no dado ya en presencia, sino, en rigor, posible. La acción práctica es en este sentido la acción realizable o posible.

Notemos a continuación que el saber práctico no llega a fraguar como tal saber al margen de su realización, por más que responda a un proyecto que se adelanta al tiempo en la forma recién expuesta: “Lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo” [12], dice Aristóteles; “Para saber lo que queremos hacer, hemos de hacer lo que pretendemos saber” [13], glosa Polo. Eso significa que mientras la teoría prescinde del tiempo, justamente en cuanto que lo articula en presencia, el saber práctico no prescinde del tiempo, sino que es, al contrario, conocimiento expreso del tiempo. Tal es pues la característica distintiva del saber práctico y la razón por la que la prudencia es la virtud –a la par intelectual y moral– rectora del comportamiento práctico. La prudencia es el conocimiento antepuesto al tiempo en la forma de proyectar la medida en que ha de encajarse en el tiempo la acción posible. Eso quiere decir tanto que la acción práctica es conocimiento expreso del tiempo como que es la acción que entra en el interior de la esfera temporal en el modo de implementar su contenido posible. Significa también que la acción práctica no sería posible si el ámbito modal fuera clausurado, ni tampoco si a la intelección humana no le cupiera saltar sobre el tiempo en el modo de iluminarlo justamente como el ámbito de la acción posible. Así se muestra que la explanación metódica del saber práctico exige establecer la tensión diferencial entre las tres direcciones metódicas de principio.

De manera que el estudio metódico de la acción –y eso es la filosofía práctica– no puede prescindir de su realización de hecho en el tiempo. Ahora bien, ¿cómo cabe un protocolo cognoscitivo, un método concerniente a un tema que necesariamente queda establecido a posteriori? Adviértase que el carácter de lo apriórico está en cierto modo incluido en la misma definición de método, puesto que “método” significa el orden o procedimiento regular que disciplina la investigación científica en dirección a su objeto propio. La dificultad es aún mayor si se tiene en cuenta que la filosofía práctica, aunque no sea primera, ha de mantener un vínculo con la filosofía primera, y por lo tanto participar del método de ésta última. En suma: si la filosofía práctica carece de método no es ciencia y si su método se desvincula del que corresponde a la filosofía primera, no es filosofía, con la consiguiente escisión del saber filosófico.

Y, no obstante, la problemática se acusa en el caso de la acción moral, porque los hábitos morales añaden a los técnicos una dificultad adicional. Al igual que los técnicos, los hábitos morales plantean el problema de la duplicidad de su respecto al tiempo: adelantamiento-retraso. Pero las virtudes, además, introducen en el agente una nueva instancia que no se reduce simplemente al saber, de modo que su conexión con el método –que sin duda es saber– se vuelve más problemática. Cabría dudar incluso si es acertada la inclusión de la acción moral como modalidad del saber realizativo: ¿son al cabo las virtudes saber? ¿Y si no lo son tiene que ver algo con ellas el método?

Consciente del problema, justo a continuación del fragmento anteriormente citado, Aristóteles se apresura a deshacer la equivalencia inicial entre hábitos morales y las destrezas técnicas. Parece subrayar de este modo la aporética peculiar del tratado sobre la voluntad. Dice: “Además tampoco son semejantes el caso de las artes y de las virtudes; en efecto, los productos de las artes tienen en sí mismos su bien; basta, pues, que reúnan ciertas condiciones; en cambio, las acciones de acuerdo con las virtudes no están hechas justa o moderadamente sólo si ellas mismas son de cierta manera, sino también si el que las hace reúne ciertas condiciones: en primer lugar, si las hace con conocimiento; después, eligiéndolas y eligiéndolas por ellas mismas; y en tercer lugar, si las hace en una actitud fija e inconmovible” [14].

De modo que el problema metódico de la acción práctica es más agudo cuando trata de la acción cuyo principio incluye la disposición de la voluntad. Entonces la posición del bien, emplazada en el propio sujeto, abre una nueva dificultad. Examinémosla desde la perspectiva de su adelantarse al tiempo:

La acción moral no se adelanta en efecto al tiempo del mismo modo que la acción técnica. Al cabo ésta última proyecta la acción, plasma en ella la idea que luego se transfiere al objeto exterior en que llega a descansar el bien realizado, digamos exento. Por lo tanto, aunque la precedencia de los hábitos técnicos sobre sus respectivas acciones sea difícil de explicar, pueden al menos comprenderse este tipo de acciones bajo la guía del conocimiento. No ocurre lo mismo con la acción moral. Aristóteles carga incluso la mano: “Estas condiciones (relativas a la disposición del sujeto) no cuentan para la posesión de las demás artes, excepto el conocimiento mismo; en cambio, para la de las virtudes el conocimiento tiene poca o ninguna importancia, mientras que las demás no la tienen pequeña sino total, ya que son precisamente las que resultan de realizar muchas veces actos justos o moderados […] y es justo y moderado no el que los hace sino el que las hace como las hace el justo y morigerado” [15]. Y añade: “Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen que por filosofar llegarán a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía” [16].

Naturalmente no recusa aquí Aristóteles a la filosofía sino a aquélla tan pretenciosa que cree poder sustituir la práctica efectiva de la virtud. Resulta curio- so que el famoso prefacio a la Filosofía del Derecho de Hegel reproche una actitud semejante en los teóricos que pretendieron deducir a priori normas para las nodrizas o el formato del carnet de identidad. Habría de examinarse desde luego si el propio Hegel hace caso de sus propias advertencias. Aristóteles parece preferir el peligro de escisión de la filosofía al de su ridícula infatuación.

Cuando tratamos filosóficamente de la acción técnica puede echarse mano, de manera relativamente simple, del esquema de la realización: de la idea a la acción configurada desde ella, y de ésta al objeto externo que plasma la idea. En cambio, con la acción moral entra en escena una instancia que parece resistirse a la simple denominación de saber. El emplazamiento del bien en el propio agente pone en juego una nueva potencia, una facultad peculiar; peculiar, especialmente desde la perspectiva aristotélica: la voluntad, cuyo objeto es el fin; pero no el fin poseído como telos de la praxis cognoscitiva, sino el fin como objeto de tendencia.

En tal caso no basta exponer la acción práctica moral en términos de realización. Se ha introducido en el sujeto una disposición que no equivale simplemente a conocimiento. Sin que, de otra parte, pueda prescindirse de la realización, como en cambio parece ocurrir en Kant, que carga todo el acento en la intención subjetiva. Kant acentúa sobremanera el adelantarse de la acción moral al tiempo, como en compensación al corto adelantamiento que asigna a al conocimiento teórico. Aristóteles no, como hemos visto. Aristóteles tiene en cuenta todas las estrías de la cuestión: de una parte no será justo o moderado aquél que no haya realizado (de hecho) muchas acciones justas o moderadas. De otra parte, no habrá bastado con que realice acciones justas o moderadas como el músico toca el instrumento musical, sino que deberá haberlas realizado con la disposición interior de quien verdaderamente es justo o moderado.

No se despacha fácilmente, pues, el problema metódico de la acción cuyo principio incluye la disposición de la voluntad. Así se echa de ver en especial a continuación, cuando Aristóteles se pregunta si el objeto de la voluntad es el bien o sólo el bien que le parece a cada uno. La aporía de la voluntad parece condensar su dificultad en esta última fórmula, bajo la expresa forma lógica de un dilema: “Que la voluntad tiene por objeto el fin, ya lo hemos dicho; pero unos piensan que aquél es el bien y otros que es el bien aparente. Si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, se sigue que no es objeto de la voluntad lo que quiere el que no elige bien (ya que si es objeto de la voluntad será asimismo un bien; pero en el caso considerado sería también un mal); por otra parte, si se dice que es el bien aparente el que es objeto de la voluntad, se sigue que no hay nada deseable por naturaleza, sino para cada uno lo que así le parece” [17].

Tal como es formulada por el propio Aristóteles, esta eminente aporía de la voluntad replantea en toda su fuerza el problema del método, porque en efecto el segundo disyunto es, por así decir, más peligroso que el primero. El primero arroja en el intelectualismo moral, expresamente rechazado por Aristóteles en los pasajes inmediatamente posteriores de la Ethica Nicomaquea. Pero el segundo disyunto conduce al relativismo, que es el enemigo inveterado del Filósofo. Si el bien es lo que parece a cada uno, entonces tienen razón los sofistas y el saber moral se reduce al silencio. Por lo tanto, debe darse entrada a una peculiar modalidad de conocimiento, en conexión con una modalidad específica de verdad. Dice en efecto Aristóteles: “Si estas consecuencias no nos contentan, acaso deberíamos decir que de un modo absoluto y en verdad es objeto de la voluntad el bien, pero para cada uno lo que le aparece como tal” [18].

Resultaría superficial estimar que el Filósofo ha tomado aquí por la calle de en medio o que ha realizado el juicio de Salomón. De ninguna manera, sino que más bien la solución ha acertado a navegar entre Escila y Caribdis –el intelectualismo moral y el relativismo–, justo en la medida en que la aporía ha queda- do iluminada desde arriba, desde la perspectiva del método. Repárese en lo que añade Aristóteles justo a continuación: “Así para el hombre bueno [el bien será] lo que en verdad lo es; para el malo cualquier cosa […] El bueno, efectivamente, juzga bien en todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad” [19].

Hay pues una verdad específica de la voluntad con arreglo a la que puede decirse que ésta es la potencia que de manera absoluta tiene por objeto el bien.

Pero entonces con la voluntad tiene que ver también el método sin que por ello se desatienda la disposición interna del sujeto o se reduzca la virtud a mero conocimiento. No obstante, eso significa que en último término, también el sentido prevalente de la acción moral es el descenso. Intentaré explicar esta última tesis, especialmente porque su posición no llega a ser en último término nítida en el propio Aristóteles.

La acción moral vista en sentido ascendente sería aquélla que hace bueno al hombre. En sentido descendente, en cambio, sería la realizada por el hombre bueno. Reparemos en que la duplicidad reproduce la que corresponde al adelantamiento de la acción práctica al tiempo sólo que ahora la dualidad queda emplazada en el interior del sujeto. Pero, emplazada dentro, la propia dualidad se dobla, porque no sólo afecta al doble sentido direccional aludido –descenso y ascenso– sino que junto con él invoca una instancia antropológica nueva: la voluntad. La relación trascendental con la voluntad añade al ser un significado nuevo: el bien. El bien añade al ser una diferencia cuya consideración interna al sujeto exige asimismo una consideración diferencial del acto que a él se refiere. El método exige descender desde esta nueva diferencia de acto hasta su potencia –la voluntad–, y no a la inversa.

También el conocimiento teórico plantea el problema de la prioridad de su sentido orientativo: descenso o ascenso. En el plano del querer, el ascenso del acto de la voluntad es patente si se enfoca como tensión interna del sujeto hacia el bien otro. Si este bien otro es el verdadero –no sólo el aparente–, su elección libre redunda en la virtud moral, que es por lo tanto elevación, ascenso de la potencia volitiva. Así se hace bueno el hombre, realizando buenas acciones.

Si a continuación se dice que es bueno el hombre que realiza la acción como lo hace el hombre bueno, o, de manera equivalente, como hemos leído en Aristóteles, que elige lo bueno aquél que percibe el verdadero bien porque él mismo es bueno, entonces el acto de querer se toma en descenso. Esta segunda perspectiva es más elevada que la anterior, puesto que toma como referencia la prioridad del acto en lugar de fijarse en la anterioridad (temporal) de la potencia. De una manera análoga el método expone el conocimiento en descenso desde el intelecto agente, que es la instancia más excelente. La coherencia aristotélica de Polo va más allá del propio Estagirita al destacar que los hábitos son actos en sentido más eminente que las operaciones. En el orden del querer la prioridad del acto ha de significar también la prioridad de la vía metódica que desciende.

Ahora bien, ocurre también aquí como en la doctrina metódica sobre el conocimiento teórico. Si la raíz última de la acción moral es la voluntad, entonces no cabe la prioridad de la vía metódica que desciende, porque ésta última se trunca. El truncarse en cuestión se manifiesta en que aflora una específica aporía de principio justo en el entorno de la noción sobre la que recae el foco de la atención metódica. La noción es la voluntad y su aporética específica –de acuerdo con la formulación aristotélica– ha quedado expuesta.

Porque, según se ha dicho, la voluntad es potencia, más aún, neta potencia, puramente destinada al ascenso. Esa condición de la voluntad es solidaria con su constitutiva fragilidad, propia de la potencia por antonomasia en el orden espiritual. No sólo la voluntad es constitutivamente frágil sino que su inclusión en la estructura antropológica significa precisamente eso: la debilidad de la criatura espiritual, cuya constitución metafísica no es autosuficiente. A la criatura espiritual no le basta con la diferencia de su propia realidad personal, de manera que no basta con advertir la apertura de aquella diferencia a la que cabe albergar todas las formas. Además de esto, el acto personal insta la apertura transcendental en el modo de ponerse como diferencia relativa a lo otro. Eso quiere decir exigencia de éxodo, de salida de sí, por parte de la instancia exponente del método [20].

Puesto que la voluntad es potencia pura ha de ser constituida en acto, esto es, iluminada según su verdad propia. No es así en el caso del entendimiento, cuyo carácter potencial no es puro sino estrictamente condicionado a la carencia de especie inteligible. Así, el entendimiento no es constituido en su verdad propia, sino por así decir indirectamente iluminado a través de la recepción de la especie inteligible. Esta condición del intelecto explica que su acto resulte acotado, esto es, que se ejerza en estricta correlación con su objeto sin arrastre de su potencia, que en cambio –en el caso de la voluntad– queda prendida – constituida– en su acto.

Polo tematiza la debilidad de la potencia volitiva a través de la curvatura de su acto [21]. La curvatura del acto volitivo es congruente con la condición propia de la nuda potencia pasiva. La prioridad de la dimensión metódica que desciende es expresada por Polo como precedencia de la instancia antropológico-trascendental denominada sindéresis. La sindéresis es el hábito innato dual cuya iluminación en descenso constituye en acto a la nuda potencia pasiva, la voluntad [22]. Como potencia pasiva pura, el respecto de la voluntad al bien no incluye ni su presencia ni su ausencia, de modo que la voluntad misma es descrita en los términos de relación trascendental al bien (ni poseído, ni ausente) [23]. Puesto que la voluntad es potencia pasiva pura ha de ser constituida en acto, esto es, iluminada según su verdad propia.

La curvatura del querer se significa la imposibilidad del ejercicio unívocamente rectilíneo del acto volitivo, de la dirección unilateral a lo otro. Precisa- mente este remitir del querer a lo otro, constitutivamente impuro, por llamarlo así, pone en evidencia la exigencia del éxodo en el orden volitivo, equivalente a su vez a la exigencia de un ascenso peculiar. Parecería lo contrario: parecería que si la voluntad es la instancia antropológica que refiere a la alteridad, su acto hubiera de constituirse en impecable rectitud. Pero en verdad esta perfecta rectitud pertenece a la intencionalidad cognoscitiva y no a la volición; hasta tal punto que la propia diferencia del acto cognoscitivo se oculta, es el límite mental. El querer, en cambio, involucra al sujeto, su instar es a la vez instancia a su sujeto, del que exige compromiso, posición de la diferencia propia, personal.

En función de su curvatura, el querer involucra al sujeto, lo saca de sí, por lo mismo que lanza hacia la realidad de lo querido. Como tal acto, el querer transciende la presencia intencional de lo conocido en el cognoscente, que en cambio consuma la razón de lo verdadero. Análogamente, del lado del sujeto, el querer rebasa la escueta dimensión ejecutiva del acto de modo que su desbordar arrastra al núcleo personal ejecutivo. La curvatura del querer exige de suyo refuerzo a modo de posición de la diferencia personal.

Antes de seguir advirtamos ya que la libertad es en esencia esta posición de la diferencia personal que se comunica al acto volitivo. Adviértase asimismo que el comunicarse en cuestión es el descenso con que la instancia más excelente –la libertad trascendental– acompaña al acto de la voluntad, la potencia menesterosa. Tal es a mi parecer el meollo de la solución poliana a la aporía de la voluntad. No se trata desde luego de una solución simple porque intenta hacer justicia a la multiplicidad de dimensiones significativas del asunto; como a su modo Aristóteles, pero con el añadido de un matiz destinado a elevar la voluntad hasta su vínculo en el orden trascendental.

2.    Conclusión: la dimensión heurística del método en el orden de la volición

La aporía de la voluntad colapsa el método porque: o bien escinde el saber o bien amalgama la duplicidad de sus modalidades. El colapso metódico se manifiesta como dificultad para mantener la excelencia del ser personal sin anulación de la exigencia de su respecto a lo otro, al bien otro. El control de la aporética de la voluntad exige su emergencia retrospectiva. Eso quiere decir mostrar las confusiones e interferencias entre las direcciones ejecutivas del pensamiento concurrentes en desorden. Des-obturar la aporética de principio es establecer su seriación retrospectiva en la dirección metódica correspondiente, lo cual exige mantener la tensión diferencial entre las modalidades ejecutivas del pensar. Como se ha dicho, las aporías de principio conforman cúmulos inapropiadamente abigarrados cuya des-obturación metódica es distributiva.

Así, según acabamos de ver, no hay que confundir el problema de la relación del saber práctico con el tiempo, con éste otro, más profundo, planteado por la relación de la libertad con la alteridad. No obstante, aquél ha de encontrar su raíz trascendental en éste, puesto que el método recorre en descenso el camino que asciende desde la acción temporal a su remansarse en los hábitos.

Los hábitos adquiridos pueden describirse como este remansarse de la acción que se distiende en el tiempo humano: en definitiva, los hábitos adquiridos, tanto morales como técnicos, pueden considerarse articulación práctica del tiempo. Articulación, puesto que a través de ellos se tiende una nueva forma unitiva de las diferencias reales recíprocamente excluidas. En este caso las diferencias excluidas son las acciones humanas, que quedarían dispersas sin la reunión que impone la forma del hábito. La descripción heideggeriana del éxtasis temporal puede valer en este contexto: Ser y tiempo ilustra bien la reciprocidad entre el adelantamiento al tiempo del proyecto existencial y el deslizamiento hacia el pasado en que arraiga la condición de la facticidad. No obstante, la descripción heideggeriana parece miope para la esfera específica de los hábitos morales, cuyo principal negocio se juega tangencialmente al tiempo, en el ámbito de la intimidad personal.

Con relación a éste último, la condición de la facticidad ha de considerarse situación de partida, esto es, comienzo en el orden de la acción práctica. La conexión entre libertad y alteridad aporta en cambio el problema de fondo en el interior de aquella esfera con relación a la que la situación del existente se toma como comienzo. Adviértase la analogía con el problema metódico del saber teórico, donde el principio del saber se enmascara en función del interponerse del comienzo.

En el orden práctico el comienzo es la situación: entre el existente libre y el horizonte de su acción se interpone la condición de facticidad. La situación fáctica de partida introduce manifiestamente el tiempo en el inicio de la acción libre, pero no de tal suerte que la interposición temporal se vuelva metódicamente insalvable. Lo sería si no cupiera también aquí una guía heurística que el tiempo no proporciona sino en la medida de su reducción metódica. Pero el tiempo es susceptible de ser considerado ámbito de la acción humana libre. A título tal el tiempo queda iluminado según la nueva formalidad que introduce el enraizamiento temporal del existente. Llamo instante al lugar desde el que se opera la mencionada iluminación del tiempo. El lugar en cuestión es la situación misma de partida, la condición temporal del existente en la misma medida de su apertura metódica.

El existente libre tiene que ver con el tiempo en la medida en que ha de habérselas con lo otro: alcanzar su propia altura en pugna con la mediación que se interpone de parte de la alteridad. En suma: también en el orden práctico el interponerse del comienzo señala la consumación de un descenso. La dinámica de la acción práctica es creciente por lo mismo que se considera en ascenso: el ascenso toma como referencia la situación de partida, el comienzo, cuyo rango es inferior al del principio hacia el que se asciende y que es también aquél cuyo descenso señala la vía metódica de ascenso.

El método desciende –y asiste así el ascenso– en cuanto propicia la apertura del comienzo. La apertura del comienzo es, también en el orden práctico, una iluminación del tiempo como el ámbito al que ha de volcarse el dinamismo de la libertad. Desde esta perspectiva el tiempo humano es el orden susceptible de implementación [24]. El instante es el punto de contacto, el comienzo iluminado y abierto en orden a la implementación práctica del tiempo.

Hegel confunde la mencionada duplicidad de planos en su tratamiento de la voluntad como potencia realizativa pura. Insisto: uno es el plano de la realización temporal de la libertad –propiamente, sólo de su obra mundana– y otro aquél en que la libertad tiene que ver con la alteridad. La confusión hegeliana procede del solapamiento de la terna de direcciones metódicas de principio. Sólo así cabe estimar que la libertad se realiza como articulación modal culminante en el presente [25]. Por su parte, Kant no discierne suficientemente la articulación del tiempo en presente de modo que pierde la tensión que aporta el vínculo del saber moral con el teórico.

El planteamiento de Polo enraíza la voluntad en la esfera trascendental con expresa evitación de los riesgos aludidos. Frente a Hegel mantiene el orden de vigencia de la libertad que excede al de su realización temporal, y frente a Kant no separa esa vigencia del vínculo presente que conforma su situación fáctica. Con relación a la filosofía escolástica, Polo invierte la jerarquía entre las nociones de voluntad y libertad. Si se hace de la libertad una mera propiedad del acto volitivo, la instancia más excelente queda deprimida. Al cabo la conexión natural –en tal sentido, necesaria– de la voluntad con el fin desplaza a la libertad al exclusivo plano de la elección de los medios. Pero esta doctrina no termina de hacer justicia ni a la prioridad del acto, ni en realidad a la noción cristiana de la persona. Ha de invertirse por tanto el orden jerárquico entre el par de nociones y comprender la libertad trascendental como raíz del acto volitivo.

Concluyamos. La introducción de la consideración de la voluntad vuelve especialmente problemática la doctrina del método. Debe ahondarse hasta la raíz de cada una de las instancias cuya relación radical se indaga.

A mi modo de ver, la raíz de la problemática del método –cuya razón es la anticipación del saber– se cifra en la cuestión que podemos llamar heurística. El verdadero problema filosófico del método es explicar cómo pueda compaginar- se un protocolo cognoscitivo (un método) con la novedad de su tema. De hecho, la necesidad de establecer esa conexión nos ha conducido a la distinción entre las dimensiones descendente y ascendente del método de la filosofía primera. Que el método haya de conformar un ejercicio cognoscitivo regular –sometido a regla, protocolario– parece fuera de duda, pues esa condición se contiene simplemente en la idea más corriente que se tenga de lo que es un método.

Resulta en cambio más difícil ver por qué haya de exigirse al método de la filosofía primera la condición heurística, o correlativamente, la condición de la novedad como requisito indispensable de su tema propio. Y, sin embargo, si no se cala ese punto, no se percibe de entrada la característica más neta que cara a su advertencia tienen los principios trascendentales. Los principios trascendentales son nuevos o no son tales, decaen de su prioridad trascendental: al envejecer, valga la metáfora, dejan de ser principios. Como, precisamente, carece de sentido que los principios trascendentales envejezcan o decaigan de su rango, lo que en verdad decae es el método que los persigue como a su tema propio. De manera que el método ha de mantenerse en su dimensión heurística, ha de vertebrar su propio protocolo metódico en sentido negativo –o más propiamente, reductivo– ha de apartar, reducir el carácter de la vetustez que aparentemente introducido en su tema se ha colado en verdad en el propio método.

Tal es a mi modo de ver, la novedad heurística propuesta con el abandono del límite. Ahora puede entenderse por qué la razón del problema del saber –su anticipación– deriva de una raíz más profunda y que concierne a la cuestión heurística: porque en efecto la anticipación del saber sobre el tiempo, la presencia mental –el límite– es la constancia, de acuerdo con la cual la novedad de lo entendido se oculta; y de acuerdo con la cual se oculta también la novedad de la libertad trascendental de la que depende el saber. La libertad trascendental es instancia exponente del método en la medida de su correlación con la novedad de los principios trascendentales. En este sentido el método desciende siempre desde lo nuevo, o, dicho de otro modo, si se limitara a la repetición de lo vetusto habría perdido su índole trascendental.

Vayamos ahora a la raíz del problema de la voluntad, con vistas a ponerlo en relación con la cuestión heurística del método. La raíz de la voluntad es la razón de alteridad. La voluntad es la potencia cuya razón formal es la necesidad por parte del ser personal de contar con lo otro; en tal sentido la voluntad es la potencia espiritual por excelencia. Lo otro, la alteridad en tensión respecto de la cual la voluntad misma es nuda potencia pasiva, se llama bien trascendental. El bien es la diferencia extrínseca que establece el polo sin cuya tensión la estructura de la persona creada no se constituye. Como, de otra parte, lo que la voluntad introduce en semejante estructura es una tensión hacia la diferencia ajena, es obvio que la conformación personal es desde esta perspectiva tensa, no admite, por decirlo así, aislamiento.

Fernando Haya,  dadun.unav.edu/

Notas:

Obviamente ningún emplazamiento de las dificultades de principio en alguna de las direcciones metódicas, ninguna de las distribuciones temáticas que des-obturan la aporética, pierde la tensión entre las mencionadas modalidades ejecutivas.

2   Repárese en la solución poliana a este problema: la libertad trascendental es el núcleo del saber.

3 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 3, 1112a30-31. Sigo con alguna modificación la traducción castellana de M. Araujo y J. Marías, en la edición de Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, p. 36.

4   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 3, 1112a21-23.

5   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a17-21.

6   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, I, 1003a31-33.

7   L. Polo, Antropología trascendental, II: La esencia de la persona humana, Eunsa, Pamplona, 2003, p. 168, n. 137. Remito a toda la segunda parte de este tomo como fuente bibliográfica principal del desarrollo que aquí presento. Cfr. también J. F. Sellés, Los hábitos intelectuales según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 2008.

8   L. Polo, Antropología trascendental, II, pp. 168-169.

9   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a22-23.

10   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a23-25.

11    Equivalente a la respuesta afirmativa de Santo Tomás a la cuestión de si son precisos hábitos para cualquier acto intelectual.

12    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, I, 1003a32-33.

13    L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 168, n. 137

14    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a25-1105b1.

15    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105b12-18.

16    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105b1-9.

17   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a14-20.

18   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a21-23.

19   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a23-29.

20    Dígase de paso que todo el énfasis de la filosofía de Nietzsche se dirige contra esa dimensión, digamos, extática, del querer, con la consiguiente crispación de un planteamiento centrado precisamente en la voluntad: cfr. A. L. González, Persona, Libertad, Don, Lección Inaugural del curso académico 2013-14, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2013,   pp. 31-33.

21    Cfr. L. Polo Antropología trascendental, II, pp. 127; 201 y ss.

22    Cfr. L. Polo Antropología trascendental, II, pp. 132; 142 y ss.; 209 y ss.

23    El carácter metafísico de la relación trascendental indica precisamente la condición de una   pura relacionalidad que no supone consistencia en el término relativo (esto es, consistencia aparte de su misma relacionalidad). Propiamente hablando el absoluto con relación al que la voluntad es relación trascendental es el ser: el ser significado precisamente como lo otro. El bien designa por lo tanto la pura relación del acto personal creado con respecto al ser –incluido el ser propio–  (de otro modo el ser propio no sería bueno ni amable, lo cual es aberrante).

24    Adviértase pues que la tercera dirección metódica se conjuga doblemente con la primera,  puesto que la libertad trascendental exime del tiempo en el plano teórico mientras que procede a  su implementación en el práctico. De otra parte, la modalidad ejecutiva del pensar que desde la libertad trascendental se toma en descenso mantiene la tensión diferencial respecto de la segunda (el pensamiento negativo) en la medida en que el descenso en cuestión ha de ser expresado. No cabe expresión sin articulación negativa de lo pensado. Pero además, el lenguaje, la expresión, es el medio, el elemento mismo de la comunicación personal humana. Desde esta perspectiva comunicar es más que expresar porque la comunicación es el juego mismo de las diferencias persona- les, es decir, la tensión diferencial establecida entre núcleos personales o libertades trascendentales distintas. La comunicación personal trasciende la disposición del método, en el sentido de que su heurística se vuelca en puro hallazgo. Si no se mantiene tal trascendencia se corre el riesgo de subsumir la alteridad personal en la doctrina del método, como hace Hegel, lo cual es una enormidad. Subsumir la alteridad en la doctrina del método equivale a la eliminación del valor de la persona. Pero el riesgo contrario al que Hegel representa es el que resulta frecuente en la llamada filosofía personalista: a mi modo de ver, buena parte de la filosofía que corre bajo esta denominación salta sobre el método en favor del destacamiento del valor de la intersubjetividad. Ese salto constituye a mi juicio un gravísimo error que va en absoluto perjuicio de la filosofía. Metódica- mente incurre en aporética de principio porque conculca la primera de las direcciones del método, es decir, obvia la articulación presente del tiempo que es el valor primario del acto cognoscitivo.

25    Precisamente el hecho de que la letra de Hegel parezca señalar esa culminación mientras el espíritu que anima especialmente el Prefacio de la Filosofía del Derecho sugiera lo contrario, esta contradicción, digo, manifiesta la aporía de principio que envuelve la filosofía práctica hegeliana: la filosofía tiñe con tonos grises el final de una época ya consumada; ¿vienen pues otras que la filosofía dialéctica del presente no ha concebido? La ambigüedad hegeliana en este punto constituye precisamente el origen teórico de la subsiguiente escisión entre los hegelianos.