José Miguel Cejas

San Josemaría siempre amó y veneró a los religiosos. Recogemos un autógrafo suyo dirigido a los miembros del Opus Dei, donde les decía: "Una gran misión nuestra es hacer amar a los religiosos".

Devoción a santos religiosos

San Josemaría tenía mucha devoción a fundadores de órdenes religiosas como San José de Calasanz, con quien le unían lejanos vínculos de parentesco, ya que su abuelo paterno había nacido en el mismo pueblo que el fundador de las Escuelas Pías, en Peralta de la Sal, a 20 kilómetros de Barbastro.

En su predicación y en sus escritos citaba con frecuencia a Teresa de Ávila, a Juan de la Cruz, a Teresa de Lisieux y otros santos del Carmelo. Tenía un gran afecto y devoción por san Juan Bosco.

En su familia, profundamente cristiana, además de contar con varios sacerdotes, había varias religiosas.

Como tantas personas de su tiempo, Escrivá recibió formación cristiana en dos colegios de religiosos. A los tres años comenzó a ir al Parvulario en el Colegio de las Hijas de la Caridad de Barbastro, el primer colegio de niñas que tuvo en España la Congregación fundada en 1633 por San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac. Estuvo allí de 1905 a 1908 y tuvo siempre un profundo agradecimiento hacia las Hijas de la Caridad; y sufrió profundamente —hasta llegar a las lágrimas—cuando supo que una de esas religiosas, que había sido amiga y compañera de su madre, había sido asesinada durante la persecución religiosa.

A los siete años pasó al Colegio de los PP. Escolapios de Barbastro. Curiosamente, también fue el primero que estos religiosos abrieron en España. Un religioso escolapio, el P. Manuel Laborda de la Virgen del Carmen, (Borja Zaragoza, 1848 — Barbastro, 1929), fue su profesor de Religión, Historia, Latín y Caligrafía, le preparó para la Primera Comunión, y le enseñó una oración de comunión espiritual que recitó durante toda su vida y transmitió a miles de personas:

–«Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos».

Su vocación

Dios se sirvió, para mostrarle la llamada al sacerdocio, de un piadoso carmelita. Al joven Escrivá le conmovió ver las pisadas en la nieve de un religioso, José Miguel de la Virgen del Carmen, durante las Navidades de 1917-1918 en Logroño.

Fue a conversar con él para discernir qué le estaba pidiendo Dios y determinó hacerse sacerdote. Guardó siempre gran amor hacia la Orden del Carmelo y un grato recuerdo de este religioso, con el que se encontró de nuevo en Burgos en 1938. El P. José Miguel murió el 23 de septiembre de 1942.

Ya en Madrid, tuvo relación con religiosas de vida santa, como la fundadora de las Damas Apostólicas o Mercedes Reyna O´Farril, religiosa del Patronato de Enfermos, nacida en la Habana, que murió en olor de santidad el 23 de enero de 1929. El Fundador se sintió inclinado a confiarse a su protección, a raíz de su muerte, pues la atendió en su última enfermedad.

Un agustino, Eduardo Zaragüeta, dejaba constancia de estas realidades en La Voz de España de San Sebastián (8 de julio de 1975): “Los agustinos sabemos de su carácter y de su sencillez cordial cuando dio ejercicios en el monasterio de San Lorenzo el Real, de El Escorial. Escrivá amaba a San Agustín y la rica tradición de la Orden que él fundara hace dieciséis siglos, en circunstancias muy parecidas a las actuales”.

Fray Joaquín Sanchis Alventosa, franciscano, que ocupó puestos de gobierno relevantes en su Orden, y participó activamente en el Concilio Vaticano II, no ha olvidado los primeros pasos del Opus Dei en Valencia, allá por el año 1939. La casa de la calle de Samaniego, sede de una residencia de estudiantes, estaba cerca de su convento de San Lorenzo, y el director de la residencia les encargó que celebrasen allí diariamente una Misa y oficiasen los sábados la Bendición con el Santísimo. Surgió así una relación muy amistosa, de la que Fray Joaquín elogia “el cariño y las deferencias que tenían con nosotros, religiosos franciscanos, aquellos universitarios que empezaban a vivir una espiritualidad seglar. Esta veneración era muestra del amor al estado religioso que Mons. Escrivá infundía en esos hijos suyos, que buscaban la santificación en medio de sus afanes profesionales”.

Quedaba claro –como la Iglesia universal sancionaría andando los años– que la vida en el Opus Dei es muy diversa de la vocación religiosa. Pero esta nítida diferencia, lejos de ser motivo de separación, lleva a la admiración y al cariño mutuos. Si a Fray Joaquín le encantaba que unos jóvenes universitarios le tratasen con tanto cariño, emociona también la grandeza de espíritu –magnanimidad cristiana– con que este fraile franciscano se alegra al ver la misericordia de Dios en las actividades del Opus Dei: “Muchos ex–alumnos de nuestros colegios franciscanos me han contado el papel decisivo que para ellos ha tenido el apostolado de la Obra a su llegada a la Universidad. No pocos han recibido la vocación al Opus Dei. Me viene ahora a la memoria el gozo que me produjo encontrar, en Roma, a uno de mis queridos ex–alumnos, que había recibido la ordenación como sacerdote del Opus Dei”.

Llamada universal a la santidad

El Fundador del Opus Dei difundió por todo el mundo la llamada universal a la santidad, también y sobre todo para los seglares. Pero, como reconoce el P. Aniceto Fernández, que fue Maestro General de los Dominicos, esta realidad nunca significó en él, ni en los socios de la Obra, “una minusvaloración o censura de la vida religiosa, ni disminuir en nada la excelencia de la vocación religiosa”.

Otra manifestación práctica de su amor a los religiosos aparece en la decisiva ayuda que prestó para la restauración de la Orden de los Jerónimos, en el Parral (Segovia), desde 1940. José María Aguilar Collados, monje jerónimo, testifica que debe su vocación de jerónimo a Mons. Escrivá de Balaguer, y amplía con los nombres de algunos estudiantes, a los que también el Fundador del Opus Dei confirmó en su camino de religiosos.

Se desvivió, en la medida que le dejaron sus obligaciones, por atender espiritualmente a los religiosos que se lo pedían. Recuerda el beato Álvaro del Portillo los Ejercicios que predicó en el Escorial:

“Del 3 al 11 de octubre de 1944, nuestro Fundador predicó los ejercicios a los Agustinos del Monasterio de El Escorial, con su salud muy maltrecha: tenía un antrax enorme en el cuello, y una fiebre altísima. Fue entonces cuando le diagnosticaron la diabetes; sin embargo, cumplió su compromiso de predicarles. El Provincial de los Agustinos, Padre Carlos Vicuña, me escribió el 26 de octubre: voy a darle una breve impresión de los ejercicios espirituales dados por don José María Escrivá a los religiosos agustinos del Real Monasterio de El Escorial en este mes de octubre".

Todos coinciden en que superó todas las esperanzas y satisfizo plenamente los deseos de los Superiores; ahora esperamos de Dios que el fruto sea muy abundante. Todos sin excepción (Padres, teólogos, filósofos, hermanos y aspirantes) estaban pendientes de sus labios sin respirar, como suele decirse; sus conferencias de 30 y 35 minutos les parecían de sólo diez, cautivados por aquel torrente de fervor, entusiasmo, sinceridad y efusión de corazón.

'Le sale de dentro, habla así porque tiene vida y fuego interior'; 'es un santo, un apóstol; si le sobrevivimos muchos de nosotros le hemos de ver en los altares...', son las expresiones que he escuchado de los oyentes.

Es muy de notar la rara unanimidad en los elogios, sobre todo tratándose de un auditorio de intelectuales y especialistas en gran proporción. No se ha oído una sola voz menos favorable. Es verdad que venía precedido de una aureola de santo, pero no es menos cierto que, lejos de defraudarla, la ha confirmado".

El milagro para la beatificación

Durante los últimos años de su vida, siempre que podía, visitaba algún monasterio de clausura para pedir oraciones y testimoniar su amor por los religiosos como sucedió, por ejemplo, en los viajes de catequesis que realizó por España y América.

San Josemaría predicó la llamada universal a la santidad

Una feliz coincidencia: el milagro que la Iglesia reconoció para la beatificación de este fundador, que abrió caminos nuevos de renovación eclesial, y que recordó a los laicos la llamada universal a la santidad, recayó en una religiosa anciana, Sor Concepción Bouillón Rubio. Fue como una confirmación más de la veneración y el amor a los religiosos de este santo que trajo a la iglesia un carisma genuinamente laical.

José Miguel Cejas, en opusdei.org/es-es/

Pedro Lombardía

V

Ello no implica que los laicos no deban  obediencia  jerárquica. que estén dispensados de la disciplina eclesiástica o que puedan desentenderse de la responsabilidad del orden  jurídico  de la  Iglesia [38] ;  por ello, para la comprensión  del estatuto  canónico  del laico,  junto  al principio de libertad en  la  acción  temporal, hay  que  recordar  el de la responsabilidad en la consecución del fin de la Iglesia.

La expresión "los laicos son también Iglesia" ha sido utilizada frecuentemente por los últimos Pontífices para poner de relieve la importancia de la misión que les compete en orden a la acción redentora. La pertenencia a la Iglesia da un sentido nuevo a la inserción en lo temporal y a las obligaciones que implica. El Concilio, a su vez, ha subrayado que a los laicos corresponde "buscar el reino de Dios", dando así sentido eclesial a la tarea de "tratar y ordenar según Dios los asuntos temporales".

La eclesiología tradicional ha puesto de relieve que el "reino" predicado por Cristo es, al mismo tiempo terreno y celestial, visible y espiritual, que no es de este mundo, pero que en él se edifica. Esta serie de antinomias que, en expresión de Paulo VI "fatiga el pensamiento de los estudiosos" [39], hacen referencia al misterio de la Iglesia y representan otros tantos esfuerzos parciales de comprensión de lo que la Iglesia es y al hombre sólo le es posible conocer con torpeza. Buscar el reino de Dios es buscar a la Iglesia y contribuir a edificarla en este mundo para que llegue a  su  plenitud  en el otro. El hombre encuentra a la Iglesia en el bautismo y queda incorporado a ella por un lazo indeleble; pero no por ello queda terminada la tarea de búsqueda, que de algún modo continúa a lo largo de la peregrinación de esta vida. Por ello, el Concilio Vaticano II ha insistido en la idea de que el Pueblo de Dios es un pueblo peregrinante [40].

Actitud ésta de búsqueda y peregrinación  que  se  proyecta  en  dos direcciones: hacia la otra vida donde la  tarea salvífica encuentra su consumación [41] y hacia la vida terrena, en la  que la  Iglesia  tiene que ser realizada "como un sacramento o señal e instrumento de la íntima  unión  con  Dios  y de la  unidad  de todo el  género humano" [42].

Esta tarea se comprende si tenemos una visión dinámica de la Iglesia,  que nos lleve a  verla no realizada, sino realizándose.  En   este sentido a todos los fieles competen una serie  de  responsabilidades que sustancialmente pueden reducirse a dos: el apostolado,  entendido como una  tarea  que  aliente  el  acercamiento  de los hombres  a la Iglesia y el cumplimiento por parte de los fieles de todas las exigencias de su  vocación  cristiana [43] ,  y el deber  de  contribuir  a  dar  a la Iglesia la fisonomía que por voluntad de Cristo ha  de  tener [44]  y cuya búsqueda, que nunca ha de cesar en este mundo, implica una realización y renovación del culto, un  continuo  perfeccionamiento de estructuras y un sentido cada vez más vivo de las exigencias de renovación interior de cada hombre  y de  elevación  sobrenatural  de las relaciones con los demás.

Difícilmente pueden comprenderse las consecuencias  jurídicas de la vocación cristiana, si no se parte de  este  planteamiento  radical. Sin embargo, junto a la necesidad de sentar las bases del problema en toda su generalidad, es necesario un  esfuerzo por  delimitar el aspecto jurídico del problema.

La más importante manifestación de la vocación  cristiana  es la santidad de vida y en el caso concreto de los laicos pueden considerarse definitivamente establecidos dos principios al respecto: el primero que como miembros del Pueblo de Dios que son, también a ellos va dirigida la llamada universal a la santidad [45]; el segundo que la santidad laical tiene  unos perfiles propios,  como consecuencia  de su específica misión en la Iglesia y en el mundo [46]. Esta llamada a la santidad constituye  la  base del deber genérico de los laicos a seguirla y del derecho a  que  sean  respetadas  sus peculiares  características y a que les sean facilitados los medios necesarios o útiles para alcanzarla. Este último aspecto de la cuestión enlaza con el tercero de los principios que configura el estatuto jurídico del laico, al que más adelante hemos de  referirnos: la  adecuación  de la  atención  pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Entre los medios para alcanzar la santidad de vida que tienen una clara dimensión jurídico canónica hay que recordar el derecho natural a asociarse para los fines que le son propios -derecho reconocido por el Concilio- [47], cuyo despliegue puede dar lugar a manifestaciones institucionales, que exigen una regulación jurídico-canónica para garantizar la  autonomía de las asociaciones y para regular el ejercicio del control jerárquico que tutele la pureza doctrinal de las orientaciones ascéticas personales y colectivas [48]. He aquí  un  aspecto  en  el  que la  libertad de los laicos ha de coordinarse con las exigencias de la disciplina eclesiástica.

Otra manifestación de los derechos y deberes  canónicos  del  laico que reviste particular importancia es el apostolado, que  debe  ser entendido -como ya hemos señalado- como  el  conjunto  de  actividades dirigidas a cooperar con la acción del Espíritu  Santo  en  orden a acercar a los hombres a la Iglesia  y  a  estimular  a  los fieles  a  cumplir con las exigencias de la vocación  cristiana.  El  apostolado  es también un deber de todo fiel [49]; sin  embargo,  en  el laico  presenta unos perfiles propios. En primer lugar, se trata de un apostolado no ministerial [50]; es decir, que ni supone en quien lo ejerce unos poderes sacros, ni atribuye ningún tipo de preeminencia o superioridad jerárquica. El apostolado genuinamente laical está desprovisto de toda manifestación de imperio; en esto se distingue netamente del apostolado   jerárquico.   En  segundo  lugar,  es  un   apostolado  secular [51], que no debe concretarse primordialmente en la  promoción  de  obras de piedad o de celo; sino en el testimonio de la vida y en el aliento de la palabra ofrecidos a las personas con las que está ligado como consecuencia de su natural inserción  en el mundo.  En  tercer  lugar,  es  un apostolado que. de ordinario, no puede profesionalizarse; generalmente, el laico no tiene por qué dedicarse a obras apostólicas, sino que debe encontrar la dimensión apostólica de todas  sus obras.  De aquí que un apostolado genuinamente laical no tenga por qué ser retribuido ni proporcionar ninguna ventaja material.

A la luz de estos principios se pueden señalar las bases para una regulación jurídico-canónica del apostolado laica! En primer  lugar hay que poner  de  relieve  que  el  apostolado  constituye  un  derecho y un deber de todo fiel que en el caso concreto  del laico se  tipifica  por unas peculiares características. La más saliente de ellas es  que tanto el derecho como  el deber  dimanan  directamente  del bautismo y no requieren, por tanto, ningún tipo de misión jerárquica. En consecuencia, ni la jerarquía  puede  prohibir  a los laicos  el ejercicio  de la  misión  apostólica  que  han  recibido  directamente  de  Cristo [52],  ni a los laicos es lícito arrogarse ni siquiera una apariencia de función jerárquica en su labor apostólica. Los laicos tienen  el deber  de  hablar a los demás hombres en virtud de los lazos de relación  que brotan de la naturaleza social del hombre y la correspondencia  a  la gracia  del  bautismo  debe  llevarles  a  descubrir  el sentido apostólico de las relaciones  humanas;  por  otra  parte  deben  comprender  que no tienen otro título para ser escuchados que el de los vínculos humanos que sirven de base al diálogo.

El tema del apostolado nos pone en  relación  con  dos  cuestiones a las que más adelante hemos de aludir. Los laicos, además del ejercicio de su específico apostolado que a todos ellos incumbe, pueden colaborar con el clero en el apostolado jerárquico.  Se  trata,  como es obvio, de una actividad que no es reconducible al estatuto personal, puesto que su título no es la condición de laico, sino el eventual mandato de la jerarquía. Por otra parte, los laicos pueden asociarse con fines apostólicos, tanto  para  el ejercicio  del apostolado laical como para colaborar en el jerárquico.

Pero en todo caso el laico, por el sólo hecho de su vocación bautismal al apostolado tiene el derecho y el deber de adquirir la formación  necesaria  para ello [53].  De aquí  no sólo el deber  de los laicos  a formarse. sino también el de la jerarquía a dar una formación apostólica, respetuosa con la libertad del laico en lo temporal [54]. También esta cuestión afecta a la necesidad de la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo.

El principio de la responsabilidad del laico en  la  consecución del fin de la Iglesia nos lleva también a la consideración de los derechos y deberes relacionados  con  la  tarea  de  dar  a  la  Iglesia,  en su dimensión comunitaria, la fisonomía  que  por  voluntad  de Cristo ha de tener . Tema éste de  capital  importancia  porque su  tratamiento exige conjugar esta doble exigencia: al laico no son ajenos los problemas que afectan a la comunidad  eclesiástica  y,  sin  embargo, no le compete en ella una función jerárquica. Veamos cuál es la dimensión eclesiástica de la misión eclesial del laico.

En los escritos eclesiológicos actuales es frecuente la utilización de los adjetivos "eclesiástico" y "eclesial" con una significación distinta y, muchas veces contrapuesta. Parece de utilidad para nuestro propósito aclarar el sentido de ambos términos en orden a las consecuencias técnico-jurídicas que de su utilización puedan derivarse.

Generalmente, se consideran "eclesiásticos" aquellos aspectos de la vida de la Iglesia que hacen referencia a la organización de la Jerarquía y a sus específicas funciones; en cambio, habría que calificar de "eclesiales" las tareas relacionadas con el fin de la Iglesia, desprovistas de una significación jerárquica. En este sentido, las funciones de gobierno a que está destinado el clero son eclesiásticas; la labor de tratar y ordenar según Dios las cuestiones temporales, propia de los laicos, es una misión eclesial. Sin embargo, sería ingenuo pensar que la significación de ambos adjetivos separara tan tajantemente la misión de los clérigos y los laicos, que pudiera considerarse a éstos al margen del problema del gobierno de la Iglesia. La clásica distinción entre Ecclesia regens y Ecclesia oboediens o Ecclesia docens y Ecclesia discens, siendo válida, no hace referencia a compartimientos estancos; en fin de cuentas, la  existencia en la Iglesia de unas funciones de gobierno se explica por el hecho de que constituye una comunidad de la que todos los fieles forman parte, independientemente de cual sea su estado. Comunidad jerárquica, de cuyas relaciones -sin duda eclesiásticas- participan gobernantes y gobernados. A los laicos, por su condición de fieles, competen unos derechos y deberes en el ámbito de las relaciones jurídicas cuya ordenación corresponde a la Jerarquía. Y estas situaciones activas y pasivas quedan matizadas por una peculiar tipicidad, en función del papel propio que han de jugar los sujetos en el conjunto de la comunidad.

En primer lugar, por ser la Iglesia una comunidad cultual corresponde a los laicos el derecho y el deber de tomar parte en la vida litúrgica,  en el ejercicio de la  participación  en el munus sacerdotale de  Cristo  propio del sacerdocio  común [55].  El  "ius recipiendi  a clero" los auxilios necesarios para la  salvación  de que  habla  el c. 682  no es,- evidentemente, un derecho específico de los laicos, sino propio de todos los fieles; pero sí lo es la concreta  manera  de  participación laical en la vida comunitaria litúrgico-sacramental.

En estrecha relación con ella está el tema de las relaciones jerárquicas reconducibles a la clásica noción de la potestas iurisdictionis. El poder del Romano Pontífice y del colegio episcopal a escala de la Iglesia universal y el del Obispo  en la  Iglesia particular se manifiesta en la comunidad litúrgico-sacramental, no sólo en la realización del culto, sino también ejerciendo unas funciones de gobierno; y el laico, en la medida en que está llamado a participar en la vida litúrgica como verdadero miembro de la comunidad está incluido en la ordenación normativa eclesiástica. Es, por tanto, destinatario de las normas canónicas que le contemplan de manera directa y está obligado a contribuir, mediante el respeto a los derechos que protegen las normas cuyos destinatarios son los demás fieles, a la conservación del orden jurídico de la Iglesia considerado en su conjunto: en una palabra, el laico es sujeto del ordenamiento canónico, con unos específicos derechos, deberes, legitimaciones y capacidades.

El laicado, por constituir la ecclesia oboediens, no tiene más participación en el proceso de formulación  del  sistema  normativo  de la Iglesia que el contribuir en la formación de la  costumbre [56]  y -en caso  de  que  ello  constituya  su  tarea  profesional-  de la  doctrina canónica [57]. Tampoco  está  llamado  a  participar  en  la  designación del legislador, el juez o el que desempeña funciones de administración pública. Sin embargo, su condición de oboediens lleva consigo ya un derecho fundamental: que en el ejercicio de la misión de mandar no se produzcan manifestaciones de abuso de poder. He aquí la conexión de nuestro tema con el de las  garantías de los fieles, del que  tan viva conciencia tiene la doctrina canónica contemporánea y que la revisión de la legislación, actualmente en curso, deberá necesariamente afrontar. Es cierto que, al desenvolverse la vida del laico inmersa en las cuestiones temporales  y  estar  por  tanto  regulada en su mayor parte por los ordenamientos estatales, el tema de las garantías no tiene en el aspecto que ahora nos ocupa la importancia que reviste para el clero; sin embargo, en relación con el principio de la libertad en la acc10n temporal presenta una faceta llena de interés que afecta muy directamente a los laicos.

El laico ,tiene también deberes jurídicos, en relación con la actividad  eclesiástica,  que  se  concretan  en  la  colaboración  con  la  labor de la jerarquía mediante prestaciones personales y económicas.

El Concilio Vaticano II ha indicado en varios lugares que la Jerarquía debe buscar el asesoramiento de expertos laicos para la organización  de  las  actividades  pastorales  [58];  es  obvio,  por  otra  parte, el deber que los laicos tienen  de  prestarlo.  Esta  labor,  desde  un punto  de  vista  jurídico-canónico,  tiene   una  significación   distinta  de la  eventual  colaboración  de  los  laicos  con   el  apostolado   jerárquico de  la  Iglesia,  ya  que  su  utilidad  radica  en  la  pericia  profesional  d, los laicos que la realizan y no en la capacidad de colaborar con actividades   típicamente  eclesiásticas,  ayudando  o  incluso supliendo al clero. En este sentido, la  labor  del  sociólogo  que  facilita  a  un  prelado el conocimiento del medio en que la acción pastoral ha de desenvolverse o la del especialista en técnicas de  la  información  que asesora  a  la  autoridad  eclesiástica  que  tiene  que  adoptar  una  actitud en relación con los problemas religiosos que plantean los medios de comunicación social,  realizan  una  labor  canónicamente  distinta  del laico que colabora en la tarea jerárquica de  difundir  la  doctrina  revelada o del catequista que, en tierras  de  misiones atenúa  con  sus afanes los graves problemas que  ocasiona  la  falta  de  clero.  En  el primer  caso  se  pone  al  servicio  de  la   Jerarquía  la   misma  actividad y conocimientos necesarios  para  tratar  y  ordenar  las  cosas  temporales: se trata, por  tanto,  de  una  prestación  de  servicios  profesionales. En el segundo, de sustituir, siquiera  sea  parcialmente, la actividad temporal por otra  distinta,   típicamente   espiritual.   La   primera clase de tareas  ni  exige  un  mandato  o  misión  jerárquico,  ni  puede  ser  objeto  de  él;  porque  el  laico  en  manera  alguna  necesita un mandato de la jerarquía para  ejercer  su  propia  función.  La  segunda,  en  cambio,  constituye  un  típico  ejemplo  de  colaboración  lie los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia.

Junto a estas prestaciones personales hay  que  recordar el  deber que todos los laicos tienen de contribuir, proporcionando los medios económicos necesarios, al sostenimiento del culto, de la organización eclesiástica y de las obras de apostolado de la Iglesia. La concreción de este deber tiene en Derecho Canónico manifestaciones muy variadas como consecuencia de la flexibilidad  del  sistema  fiscal eclesiástico; pero en todo caso existe, como obligación moral y jurídica.

Finalmente, en esta enumeración necesariamente  incompleta de la dimensión eclesiástica de la misión del laico, hay que recordar, como ya fue puesto de relieve por Pío XII [59], que en toda sociedad jurídicamente organizada es necesaria una opinión pública que, entre otras consecuencias, siempre constituye una colaboración a las tareas de gobierno. La Iglesia no es una excepción a este principio y la labor de contribuir al establecimiento de una  opinión  pública en la Iglesia es, en muy buena parte, tarea de los laicos, por constituir la gran mayoría de los fieles [60]. El tema es extraordinariamente delicado y  apenas si le ha  sido  prestada  atención [61].  Desde el punto de vista de los deberes es evidente que el laico tiene que seguir con interés las cuestiones que afectan a la vida de la Iglesia; de otro modo difícilmente podría tener una opinión y mucho menos darle una proyección  pública.  Por otra parte,  hace falta que tenga la necesaria sensibilidad para advertir las peculiares exigencias del carácter sobrenatural de la sociedad eclesiástica; la necesidad de una opinión pública en la Iglesia no puede confundirse con una crítica agria que transforme el deber de servir al principio Ecclesia semper reformanda en elaborar noticias apetecibles para la prensa irresponsable. Por lo que se refiere a los derechos, hay que destacar dos fundamentales: derecho a la existencia de una opinión genuinamente laical, que proceda realmente de los laicos y no de clérigos o religiosos constituidos en especialistas en cuestiones laicales, y derecho a una garantía de la expresión de la opinión, frente a eventuales desviaciones del poder que tiene la Jerarquía de someter a la disciplina canónica los escritos de los fieles sobre temas eclesiásticos. Cara a la reforma del Codex es éste un punto particularmente importante y delicado, que llevará sin duda a la revisión de las normas sobre la censura eclesiástica.

VI

El tercer principio que hay que tener en cuenta para el estudio del estatuto personal del laico es la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Como ya hemos puesto de relieve, la misión eclesial del laico consiste en buscar el reino de Dios, tratando y ordenando las cuestiones temporales. Su tarea se desenvuelve, por tanto, en relación con las realidades terrestres e inmerso en la sociedad temporal. De aquí que la ordenación de los derechos y deberes propios de su normal actividad sean regulados por los ordenamientos jurídicos estatales. Sin embargo, la  misión del laico supone un enlace entre lo espiritual y lo temporal, de tal suerte que queda constituido en un punto de conexión de ambos órdenes y, considerada la cuestión desde un punto de vista jurídico, de ambos sistemas normativos. El laico recibe de la Iglesia los adiumenta necessaria ad salutem y las enseñanzas del magisterio y es destinatario de los actos de poder de la autoridad eclesiástica que regulan su participación en la comunidad de los fieles; por otra parte, en la sociedad civil en la  que está inmerso y en la que adquiere y ejerce los derechos necesarios para la edificación de la ciudad terrena, debe prestar su testimonio cristiano, fruto de la vitalidad  de su participación en la comunidad litúrgico-sacramental, y ordenar las cuestiones temporales según Dios, o lo que es lo mismo, inspirando en la concepción cristiana que le transmite el magisterio las soluciones y decisiones, autónomamente adoptadas, en que se traduzca su respuesta a los problemas del mundo [62].  De aquí que no  sea competencia del gobierno pastoral la solución de los problemas que al laico plantea lo temporal; sin embargo, al estar llamada la acción pastoral a orientar la vida cristiana de hombres, cuya misión eclesial consiste precisamente en la santificación de unas actividades profanas, necesariamente habrán de ser tenidas en cuenta las circunstancias terrenas de los fieles, en orden a la organización pastoral.

Es éste un  punto de gran importancia  en la  vida de  la  Iglesia que necesariamente habrá de condicionar al Derecho Canónico del futuro. En primer lugar, teniendo en cuenta la exigencia de inspirar la pastoral en el respeto a la autonomía  de lo  temporal,  que no es sólo una exigencia de la soberanía del Estado,  sino también un derecho fundamental del laico. Además, dando al laico la atención pastoral adecuada para que asuma su tarea temporal con conciencia de su dimensión redentora y de las exigencias del radicalismo cristiano. Y por estar todo ello exigido por el estatuto personal del laico en la Iglesia, esta cuestión es previa a cualquier consideración de "elite" espiritual o de fenómenos asociativos con fines apostólicos. La organización de la pastoral ha de ser sensible a las necesidades que, desde este punto de vista tiene cualquier laico, por imperativo de sus derechos fundamentales en la Iglesia. Si la acción pastoral constituye la manifestación más genuina de los ministerios jerárquicos, al orientarse en función de estas exigencias, estará matizando la organización de la  Iglesia en el sentido  de servicio que  el Concilio ha señalado corno propio de los ministerios eclesiásticos [63]. De aquí que las exigencias pastorales del radicalismo cristiano del laico, que han de ser vividas en una inserción plena con lo temporal, no puedan manifestarse sólo en la acción apostólica de sacerdotes encargados de orientar a los miembros de asociaciones apostólicas, sino que ha de penetrar la pastoral de conjunto.

Las  realidades terrestres  ofrecen  situaciones  tan  variadas  que la especialización de la pastoral se presenta  como necesaria [64]; pero ello, no es sólo cuestión de "elites" espirituales, agrupadas por vínculos eclesiásticos, sino exigencia de los derechos fundamentales del laico, en virtud de su destinación al ministerio eclesial de tratar y ordenar las cuestiones temporales. De aquí que la variedad de situaciones temporales, para matizar la acción pastoral, tenga que traducirse con frecuencia en fenómenos de jurisdicción personal. No es necesario  detenernos ahora  en  la  influencia  del  factor  de  la  tarea o circunstancia temporal en la génesis de las jurisdicciones personales; baste recordar al respecto,  como  manifestaciones  tendenciales, la jurisdicción castrense, el apostolado del mar, o las soluciones adoptadas en Francia para la atención pastoral de los obreros, y se encontrará una línea cuya continuación  alienta  el  Concilio  Vaticano II [65] y las más recientes disposiciones de Paulo VI [66].

Estas exigencias de las circunstancias de la vida  en  el  mundo para la organización de la acción pastoral de la Iglesia  son,  a  mi juicio, el tema central del Derecho Canónico futuro, ya que en él incide el diálogo de la Iglesia y el mundo y la tensión entre la  autonomía de lo temporal y la disponibilidad del laico al radicalismo cristiano, en el que puede operar como elemento que concrete empresas espirituales y apostólicas, el  derecho  de  asociación que  ha sido reconocido en el Decreto  Apostolicam  actuositatem. Derecho de asociación que radica en el estatuto personal del laico, como reconocimiento por parte de la  Iglesia  de  su  dignidad  humana  y  de su llamada a  una participación  activa  en  tareas  redentoras;  pero que, por su propia naturaleza, lleva consigo una tensión hacia fenómenos institucionales  que  rebasan  la  consideración de  la  teoría de los sujetos en el ordenamiento de la Iglesia. Por ello,  antes de hacer referencia a este tema, parece oportuno fijar ordenadamente las conclusiones sobre el estatuto jurídico del laico, en su vertiente estrictamente personal:

10.    El estatuto jurídico del laico es la concreción  jurídico-canónica de la misión eclesial que tiende a buscar el reino de Dios tratando y ordenando las   cuestiones temporales.

2°.    Constituye una modalidad jurídica de  la  condición  genérica de fiel.

30.    Se adquiere por el bautismo; se  pierde  por  la  profesión  religiosa o por la asunción del estado clerical.

40.    Su  contenido  está  constituido  por  los  derechos,  deberes,  legitimaciones y capacidades tutelados por las normas canónicas divinas y humanas,  que se explican en función de la específica misión eclesial que le sirve de base.

50.   La  inserción  del laico  en lo  temporal  viene  dada  por  vínculos derivados de la destinación a la edificación de la ciudad terrena.

Surge de las relaciones sociales,  familiares  y profesionales. Al  tener la presencia del laico en el  mundo  una  autonomía  en  relación con el poder de la Iglesia, el laico es  titular en el ordenamiento  canónico de un derecho de inmunidad, frente a eventuales injerencias eclesiásticas en sus tareas temporales.

60.       La  acción  temporal  del  laico  tiene  que  estar  inspirada  en la búsqueda del Reino de Dios; por tanto, constituye un derecho fundamental de su estatuto jurídico-canónico recibir una atención pastoral adecuada a las peculiares exigencias de sus tareas y de su espiritualidad. A este derecho corresponde el deber de recibir  los  medios de formación que le ofrece la actividad pastoral de la Iglesia.

70.    El  laico  forma  parte  de  la  comunidad  litúrgico-sacramental en función del sacerdocio común. Es titular, por tanto, de los derechos y deberes derivados de su peculiar modo de participar en la vida litúrgica de la Iglesia.

80.        Esta  participación   litúrgico-sacramental  le  inserta  en  las relaciones jerárquicas de la Iglesia. Por estar  integrado  en la  Ecclesia Oboediens, el laico queda vinculado por las decisiones autoritativas de la Ecclesia Regens y asistido por el derecho a eficaces garantía frente a eventuales desviaciones de poder, por parte de los que estén constituidos en potestad.

90.    El laico  tiene el derecho  y el deber  de contribuir  al gobierno de la Iglesia en la formación de la consuetudo canónica, mediante prestaciones personales y económicas para las necesidades del culto, la organización y los apostolados eclesiásticos y participando -con las oportunas garantías jurídicas- en el establecimiento de una opinión pública en la Iglesia.

100.    Al  laico  compete  un  derecho  de  asociación  en  el  ordenamiento canónico, en virtud del cual puede fundar y regir entes colectivos que tengan como fin la colaboración para conseguir los fines propios de su misión eclesial.

VII

Una vez expuestos los principios fundamentales para una comprensión del  status laical  es  necesario  hacer  referencia  a  dos  cuestiones íntimamente relacionadas  con  nuestro  tema:  las  asociaciones y las tareas que, sin derivar directamente del estatuto personal,  pueden desarrollar los laicos como colaboradores de la Jerarquía.

Si bien es cierto que la consideración de las asociaciones  rebasa los límites del estatuto del laico, lógicamente  circunscrito  a  la  esfera de las situaciones jurídicas estrictamente personales, es imprescindible  una  referencia  a  ellas  por  dos razones.  En  primer  lugar,  no puede olvidarse que la regulación de los fenómenos asociativos está condicionada por las exigencias del reconocimiento y tutela del derecho de asociación, que el Concilio ha reconocido a los laicos con carácter estrictamente personal. Además, la doctrina canónica post­codicial y buena parte de la literatura que se ha  enfrentado  con nuestro tema en la actualidad, se ha limitado en la  mayoría  de los casos al problema de las asociaciones; por tanto, si se puede esperar alguna consecuencia clarificadora  de  este  estudio,  habrá  que  poner a prueba sus conclusiones en relación con los principales interrogantes que plantea esta cuestión particular.

Los criterios establecidos por el Decreto Conciliar Apostolicam actuositatem se pueden resumir así:

Los laicos tienen un derecho  natural  de  asociación  que  ha  de ser reconocido y tutelado por  el  ordenamiento  jurídico  de  la  Iglesia [67]. ¿Cuál es el alcance de este derecho? Evidentemente no se refiere a la asociación  para  fines temporales,  ya que esta cuestión  no se debate  en  el ámbito  del sistema  normativo  canónico.  La Iglesia, a través de su Magisterio, ha proclamado la existencia de este derecho, pero lo ha hecho en su función de intérprete del Derecho natural, saliendo al paso de eventuales abusos de poder en la sociedad civil. Por otra parte  no parece que  tenga mucho sentido que los fieles se asocien entre sí para tareas  temporales.  La línea  marcada  por  la Constitución Gaudium et Spes debe llevar a  los católicos a  cooperar con todos los hombres de  buena  voluntad,  sin  distinción  de credo religioso en virtud de la solidaridad para la edificación de la ciudad terrena que liga a todo el género humano [68]. Las agrupaciones de católicos con fines  temporales  tienen  el  peligro  de empañar el genuino sentido del diálogo de la Iglesia y el mundo y,  en todo caso, plantean un problema ajeno por completo al Derecho canónico.

El derecho de asociación en la Iglesia que asiste a los laicos tiene que referirse necesariamente a fines espirituales y concretamente  a cuestiones propias de su peculiar misión eclesial [69]. No es posible llegar a otra conclusión si se acepta el presupuesto  de que les compete como un derecho derivado de su estatuto jurídico-canónico. Por tanto. las asociaciones a que de lugar su ejercicio habrán de tener como fines el cultivo de  la espiritualidad o la acción apostólica; bien entendido que esta última ha de ser un apostolado  genuinamente laical; es decir, relacionado con la  misión  de  buscar  el reino de Dios tratando y ordenando las cosas temporales.

Los dos presupuestos señalados  delimitan  nítidamente  el  campo propio del derecho de asociación laical. No puede tender a fines temporales, porque caería fuera del ámbito del ordenamiento de la Iglesia; por otra parte, para tender a fines eclesiásticos, es decir, propios de la jerarquía, la voluntad de asociarse necesita ser  integrada por la misión o mandato que los laicos no  tienen  como  propios, sino que les tienen que ser otorgados. El derecho de asociación laical tiene como el más genuino campo para su ejercicio la dimensión espiritual y apostólica de la secularidad: la coordinación de esfuerzos para el perfeccionamiento espiritual  de  acuerdo  con  las  exigencias de la vida en el mundo; la coordinación de actividades para un apostolado en los medios profesionales, pero no para tareas  profesionales; la formación doctrinal necesaria para ordenar las cuestiones temporales de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, pero no las soluciones temporales en cuanto tales.

Este derecho ha de ser reconocido por las normas canónicas. Veamos cuál puede ser el alcance de este reconocimiento [70]:

Puede haber asociaciones sin ningún tipo de  reconocimiento, fruto de la espontánea confluencia de esfuerzos, del libre  intercambio de inquietudes y experiencias. Este modo de asociarse ha sido explícitamente reconocido por el Concilio, sin más limitaciones que la prohibición de usar, sin autorización expresa de la Jerarquía, la denominación de católicas para las  instituciones  surgidas  de  este modo. Evidentemente, en este caso la Jerarquía no asume ningún  tipo de responsabilidad con respecto a  la  asociación,  aunque  la  alabe o recomiende.

También es posible que el proyecto de asociación aspire a constituirse como institución jurídicamente reconocida por el ordena­ miento de la Iglesia. En este  caso la  Jerarquía  habrá  de  proceder  a la aprobación de la asociación,  acto que  como  es sabido no  implica el reconocimiento de una personalidad jurídico-canónica, que en muchos casos será innecesaria.

Finalmente, si la asociación prevé el empleo de bienes con la calificación de eclesiásticos, será necesaria la personalidad jurídica, que la. Jerarquía otorga mediante el decreto de erección.

Estos actos de la autoridad  suponen  una  apreciación  prudencial sobre su oportunidad o utilidad; será  necesario;  sin  embargo que la futura legislación canónica establezca unos límites a la discrecionalidad, para que se armonicen las exigencias del poder  pastoral con una verdadera  protección  del  derecho  de  asociación  que ha proclamado el Concilio.

La técnica canónica debe también distinguir  cuidadosamente entre estas tres posibles  actitudes  de  la  autoridad  eclesiástica  frente a  las  asociaciones  -no  intervención,  aprobación  y  erección- cuyo gobierno compete a los propios laicos y un fenómeno jurídico-canónico que frecuentemente se plantea de manera  paralela: cuando un grupo de laicos se asocia para fines de perfeccionamiento espiritual o de apostolado se caracteriza con unas peculiares exigencias que en muchos casos han  de ser  tenidas en  cuenta  a  efectos de  la organización de la acción pastoral. He aquí la conexión entre un problema, al que ya hemos aludido en su vertiente personal, y las asociaciones. La autoridad eclesiástica puede -y en muchos  casos debe- tener en cuenta los fenómenos de asociación a efectos de determinadas modalidades de las tareas pastorales: exigencias de unas actitudes de radicalismo cristiano de una formación adecuada a determinadas actividades apostólicas, etc. El fenómeno puede revestir alcance muy variado: desde la designación de un asistente eclesiástico para atender las peculiares necesidades espirituales de los miembros de una asociación, hasta fenómenos mucho más complejos que afecten a la regulación del  ámbito  de  ejercicio  del  poder  pastoral. Es evidente que esta consecuencia de las asociac1ones laicales  no brota del derecho de asociación; porque la regulación de la acción pastoral pertenece en exclusiva a la Jerarquía. Pero las estructuras institucionales que surjan del ejercicio del derecho de asociación pueden originar los  presupuestos  de  hecho  que  hagan  aconsejable  la decisión jerárquica, de manera análoga a como lo  originan  a  veces la lengua, el rito o la profesión  de los fieles.  Y ello se relaciona con otra manifestación del estatuto personal: el  derecho  de los  fieles a una atención pastoral adecuada a sus circunstancias.

Ya hemos expuesto los problemas fundamentales que afectan al estado laical. Es necesario, sin embargo, aludir brevemente, a las actividades que los laicos pueden  realizar  en la  Iglesia  que exceden al contenido de su peculiar misión eclesial. Los hombres que por el bautismo quedan destinados a tratar y ordenar las cuestiones temporales pueden también, excepcionalmente, desempeñar funciones estrictamente eclesiásticas en sustitución del clero, en virtud de una peculiar misión canónica o colaborar con  el  apostolado  jerárquico, con el oportuno mandato de la autoridad eclesiástica [71].

El documento más importante del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática Lumen Gentium, ha aludido expresamente a la cuestión: "...los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la Jerarquía... por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual" [72].

Los laicos pueden, por tanto, desempeñar "quaedam munera ecclesiastica"; tal  es el caso,  por ejemplo,  de esos catequistas que, incluso con una dedicación plena a su misión apostólica y con una retribución económica con cargo al patrimonio de la Iglesia, desempeñan un papel importante en tierras de misión y, en general, en aquellos lugares donde más se deja sentir la falta de clero. Su peculiar función, bien próxima a la clerical, quedó muy significativamente puesta de relieve en la viva discusión conciliar sobre el diaconado estable, en la que se aludió a ellos como ejemplo de personas entre las que podían ser reclutados los diáconos [73], dándose así una mayor base a su actividad en relación con la predicación y celebración de la palabra de Dios y con la  administración de algunos sacramentos.

En cuanto a la colaboración con el apostolado jerárquico y el tema del mandato, baste aludir a las vivas discusiones en torno a la Acción Católica y a la definición que de ella nos ofreció su gran impulsor Pío XI. Es bien sabido que la famosa definición del gran pontífice -"participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia"- llevó a  un  autor a sugerir que los dirigentes  de  Acción Católica  recibieran  las  órdenes menores [74]. Y  no parece ajena  a estas preocupaciones doctrinales la preferencia de Pío XII por sustituir la palabra "participación" por  "colaboración",  al  repetir  la definición de su antecesor [75].

No parece éste el momento de discutir si la Acción Católica debe dirigir sus esfuerzos en la actualidad a las tareas específicas de los laicos en orden a tratar y ordenar según Dios las  cosas  temporales (con tal de que no haga fin propio la solución de cuestiones estrictamente profanas) o a colaborar  con las  tareas propias de la  Jerarquía, lo cual depende en fin  de cuentas  de las  decisiones de la Santa Sede  y de los Episcopados, a  la  vista  de  las  necesidades  del  apostolado de la Iglesia, y de los impulsos que muevan a sus asociados. Pero es evidente que en caso de dirigir sus esfuerzos a la colaboración con el apostolado jerárquico, su misión rebasa las posibilidades del estatuto personal de los laicos y se explica por una peculiar llamada de la Jerarquía.

Lo que  aquí  nos interesa  es señalar los problemas  jurídico-canónicos de estas peculiares misiones que los laicos  pueden  desempeñar y que se plantean a propósito del derecho de asociación y de la misma concepción doctrinal del estado laical.

Por lo que se refiere a la primera de estas cuestiones es evidente que no existe un derecho de asociación para el ejercicio de "munera ecclesiastica", ya que la habilitación para este tipo de funciones no brota de la voluntad de asociarse, sino de la misión de la  Jerarquía. Otra cosa bien distinta es el derecho, que sin duda asiste, a los que  han recibido la "missio" para asociarse con fines relacionados con sus peculiares necesidades [76].

En cuanto al tema del mandato hay que  señalar  que el Decreto  del Vaticano II sobre el apostolado seglar prevé que lo pueden  recibir asociaciones, pero en todo caso, también procede de la  Jerarquía, no de la voluntad de asociarse. La Jerarquía puede hacerlo bien promoviendo ella misma las asociaciones, fomentando la  adhesión  de los laicos a ellas y, por supuesto, reservándose el derecho de condicionar las peticiones de incorporación, u otorgándolo a asociaciones ya constituidas [77].

Son conocidas las discusiones surgidas  entre los cultivadores  de la "laicología" sobre si pueden considerarse estrictamente laicos, los fieles que han recibido misión o mandato en relación con el apostolado jerárquico. En este sentido, se ha puesto de relieve que la Constitución Lumen Gentium no contiene una definición  del  laico,  sino una descripción tipológica [78], con lo cual quedaría  abierta  la  discusión doctrinal, pese a que el citado documento conciliar admite expresamente, como ya hemos recordado, que los laicos pueden ser llamados por la Jerarquía incluso para desempeñar cargos eclesiásticos.

No creo, sin embargo, que se pueda dudar de la condición  laical de estos fieles, ni en sentido  teológico,  puesto  que su  participación en el sacerdocio de Cristo es común y no ministerial, ni en sentido jurídico, ya que la atribución de sus peculiares tareas no modifica los derechos y deberes personales. Las facultades adquiridas por la misión canónica o por el mandato son reconducibles al  "munus",  pero no, al menos en el actual estadio de la legislación canónica, al estatuto personal.

Lo que no puede negarse es que este tipo de actividades no surgen del estatuto personal del laico; pero ello no puede llevar a una concepción rígida de la teoría del estatuto personal en el ordenamiento de la Iglesia. En la Constitución Lumen Gentium se dice: "Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio" [79]. Pues bien, del mismo modo que la destinación principal y directa al sagrado ministerio no excluye necesariamente el ejercicio de una profesión secular, la destinación principal y directa del laico a la santificación de las realidades terrenas, no excluye tampoco excepcionales intervenciones en las tareas eclesiásticas.

Sin embargo la excepcionalidad de estas tareas se manifiesta claramente en que la atribución a un laico  de la  "missio canonica" sólo puede hacerse por su libérrima aceptación, y cualquier  invitación de la Jerarquía debe ser respetuosa con el derecho a vivir con plenitud la vocación laical [80] Pero quizás no esté de más recordar en este momento de la historia de la Iglesia en que se ha encontrado el sentido genuino de la misión del laico, que sería muy dudosa la conducta del que por un prurito de laicidad se negara a suplir al clero cuando, por persecución o escasez  de  ministros  sagrados,  estuviera en peligro la acción redentora de la Iglesia. En fin de cuentas, toda consideración de estado cede ante las exigencias que radican en la unidad del Pueblo de Dios.

VIII

Quien trate de señalar los rasgos más característicos de la doctrina del Concilio Vaticano II no podrá menos que destacar dos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, cuya formulación puede parecer paradójica.

Por una parte, en todos los documentos conciliares late  una visión de la Jerarquía eclesiástica eminentemente religiosa; es evidente el deseo del Concilio de que el poder entregado por Cristo a la Iglesia sobrenatural por su origen  y por su fin, se ejerza exclusivamente para la salvación de las almas.

Pero, por otra parte,  jamás se ha  mostrado la  Iglesia  tan  abierta a los problemas del mundo, porque sabe que todas las realidades terrestres y todos los afanes humanos tienen una dimensión sobrenatural.

Y es que, en fin de cuentas, la Iglesia del Vaticano II se ha encontrado, como era inevitable que ocurriese, con esa tensión entre lo espiritual y lo temporal, que ha atormentado a lo largo de la historia a muchos espíritus.

La Iglesia tiene el deber de respetar la autonomía  de lo temporal; pero, al mismo tiempo, está llamada a decir al mundo que para todos los problemas tiene la ley divina una orientación.

La Constitución pastoral Gaudium et Spes, siguiendo la línea de las Encíclicas de los últimos  pontífices,  ha  proclamado el papel que al Magisterio de la Iglesia compete en relación con las cuestiones temporales y lo ha ejercido de hecho, ofreciendo una síntesis de los principios fundamentales de la doctrina de la Iglesia acerca de los grandes problemas de la sociedad, la cultura, la política  o el desarrollo económico. En cambio, ha procedido con extraordinaria sobriedad a la hora de recordar la potestas Ecclesiae in temporalibus y ha pedido a los clérigos que no pretendan ofrecer siempre soluciones concretas sobre los problemas del mundo por no ser esa su misión [81].

En cambio, ha proclamado que a la conciencia bien formada del laico "toca lograr que la ley divina quede gravada en la ciudad terrena" [82].

Precisamente porque el laico tiene su misión eclesial dirigida a "ordenar según Dios las cuestiones temporales", ha de estar desprovisto   de  poder  eclesiástico.  Y  en  esta  condición  del  laico,  testigo  de Cristo sin poderes canónicos, tienen la Iglesia y el mundo una garantía contra cualquier riesgo de hierocratismo [83].

El laico oye la voz del Magisterio de la Iglesia, cuya formulación en manera alguna le compete y debe, con plena responsabilidad y  libre de cualquier coacción, resolver a su luz los problemas humanos. Pero para cumplir bien esta misión necesita una doble garantía de libertad: que el Estado no le coaccione en su vida religiosa y que las autoridades eclesiásticas no le coaccionen en sus decisiones temporales.

El Concilio Vaticano II, que en la Declaración Dignitatis Humanae ha pedido a los Estados que tutelen la libertad religiosa de los hombres, ha recordado a los sagrados pastores en la Constitución Lumen Gentium que reconozcan cumplidamente a los laicos, "la justa libertad que les compete en la sociedad temporal" [84].

Pedro Lombardía, en dadun.unav.edu/

Notas:

38.       Cfr. Const. Lumen Gentium, n. 37; Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.

39.       Ecclesiam suam, I (A.A.S. 56, 1964, pág. 625).

40.       Vid. especialmente Const. Lumen Gentium, n. 9.

41.       «Ecclesia, ad quam in Christo lesu vocamur orones et in qua per gtatiam Dei sanctitatem acquirimus, nonnisi in gloria coelesti consummabitur, quando adveniet tempus restitutionis omnium (cf. Act. 3, 21) atque cum genere humano universus quoque mundus, qui intime cum homine coniungitur et per eum ad finem suum accedit, perfecte in Christo instaurahitur (cf. Eph. 1, 10; Col 1, 20;  2 Pet.  3, 10-13)» (Const.  Lumen gentium, n. 48).

42.       «Cum autem Ecclesia sit in Christo veluti sacramentum seu signum et instrumentum intimae cum Deo unionis totiusque generis humani unitatis... » (Const. Lumen gentium, n. 1).

43.       «Ad hoc nata est Ecclesia ut regnum Christi ubique terrarum dilatando ad gloriam Dei Patris, omnes homines salutaris redemptionis participes efficiat, et per eos mundus universus re vera ad Christum ordinetur.  Omnis navitas Corporis Mystici  hunc m finem directa apostolatus dicitur quem Ecclesia per omnia  sua membra,  variis  quidem modis, excercet; vocatio enim christiana, natura sua, vocatio quoque est ad apostolatum» (Decrt. Apostolicam Actuositatem, n. 2).

Parece evidente, por tanto, que la doctrina conciliar debe llevar a una noción de apostolado  que  refleje  la  vitalidad,  variedad  y  riqueza  de  esta  realidad  eclesial.  Como es  sabido,  la  doctrina  ha  incurrido  en  una  serie  de  imprecisiones  que  se  explican:   a) por  la  tendencia  a  fijarse  sólo  en   manifestaciones  institucionales   y   asociadas,   dejando en penumbra las derivadas de la dimensión personal  de  la  vocación  sobrenatural  del cristiano,  o  b)  por  ver  prevalentemente  el  apostolado  como  labor  de   cooperación   con  la  Jerarquía  y  no  como  algo  que  puede  derivarse  directamente  de  la  misión  que  cada fiel tiene en la Iglesia,  en  conexión  con  su  dignidad  y  libertad  de  cristiano.  El  concepto de asociación apostólica y los fenómenos de cooperación con el apostolado jerárquico no pueden desdibujar  el  carácter  primario  y  radical  de  la  vocación  al  apostolado  de  todo fiel. Que este tipo de apostolado pueda calificarse de privado, no debe oscurecer la importancia y  radicalidad  de  su  significación  eclesial.  Para el  estado  de  la  cuestión  antes del Concilio y bibliografía vid. N. JUBANY, La misión canónica y el apostolado de los seglares, en «La potestad de la Iglesia» (Barcelona... 1960), págs. 459-526.

44.       Vid. sobre esta cuestión Encl. Ecclesiam suam, II (A.A.S., 56, 1964, págs. 626-636).

45.       Vid. Const. Lumen Gentium, cap. IV y V.

46.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 4.

47.       Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 19. El fundamento de Derecho natural fue reconocido expresamente en la respuesta de la comisión al «modus» 129 de la elaboración del Decrt. Presbyterorum Ordinis aprobada en la Congregación general del 2-XII-1965: «Non potest negari Presbyteris id quod laicis, attenta dignitate humanae, Concilium declaravit congruum, utpote iuri naturali consenctaneum».

48.       Vid. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.

49.       «Omnibus igitur christifidelibus onus praeclarum imponitur ad laborandi ut divinum salutis nuntium ab universis hominibus ubique terrarum cognoscatur et accipiatur» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 3).

50.       «Est in Ecclesia diversitas ministerii, sed unitas missionis. Apostolis eorumque successoribus a Christo collatum est munus in ipsius nomine et potestate docendi, sanctificandi et regendi. At laici, muneris sacerdotalis, prophetici et regalis Christi participles effecti, suas partes in  m1ss10ne  totius  populi  Dei  explent  in  Ecclesia  et  in  mundo» (Decrt.  Apostolicam  actuositatem,  n.  2). Por su parte, la Const.  Lum1;n  ger¡tium  señala : «Sacerdotium autem commune fidelium et sacerdotium ministeriale seu hierarchicum, licet essentia et non gradu  tantum  differant, ad invicem  tamen ordinantur; unum enim et alterum suo peculiari modo de uno Christi sacerdotio participanh (n. 10).

51.       Sobre la noción de secularidad y la génesis de los textos conciliares  sobre  la cuestión vid. A. DEL PORTILLO, El laico en la Iglesia y en el mundo, en «Nuestro Tiempo», 26 (1966), págs. 297-316.

52.       «Laíci officium et ius ad apostolatum obtinent ex ipsa sua cuin Christo  Capite unione. Per baptismum enim corpori Christi mystico inserti, per Confirmationem virtute Spiritus Sancti roborati, ad apostolatum ab ipso Domino deputantur» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 3). «Apostolatus autem laicorum est participatio ipsius salvificae missionis Ecclesiae, ad quem apostolatum omnes ab ipso Domino per baptismum: et confirmatíonem deputantur» (Const. Lumen Gentium, n. 33).

53.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, nn. 28 y 29.

54.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositateni, nn. 14 y 32.

55.       Cfr. Const. Sacrosantum Concilium, especialmente n. 14.

56.       Cfr. sobre esta cuestión J. ARIAS, El «consensus communitatis» en la eficacia normativa de la costumbre (Pamplona, 1966).

57.       No parece inútil recordar este aspecto de la cuestión, dada la tendencia a confundir el destino del clero  a los sagrados ministerios  con  una  especie de monopolio  en el cultivo científico de las disciplinas sagradas. Basten dos síntomas para recordar el fenómeno: la actitud poco decidida, adoptada al respecto por un autor tan benemérito en el estudio del laicado como Congar (Jalons..., cit., págs. 428-449) y el hecho frecuentísimo de denominar «Teología para laicos a ciertos cursos o libros de divulgación, en manera alguna adecuados para los laicos especialistas en la materia, y que no serían inútiles para muchos clérigos.

58.       Vid., entre otros, Decrt. Christus Dominus, nn. 10 y 27.

59.       Alloc. 17-11-1950  (A. A.  S., 17,  1950,  pág. 256).           .

60.       «Laici sicut omnes christifideles... Pro scientia, competentia et praestantia quibus pollent, facultatem, immo aliquando et officium habent suam sententiam de iis quae bonum Ecclesiae respiciunt declarandi» (Const. Lumen Gentizlm, n. 37).

61.       Después del Decrt. Inter mirifica del Vaticano II vid. A. BENITO, La Iglesia y la información, en «Nuestro Tiempo», 20 (1964) págs. 67-73

62.       Vid. supra IV e infra VIII.

63.       Cfr. Const. Lumen Gentium, n. 28; Decrt. Christus Dominus, nn. 16 y 30; Decret. Presbyterorum  ordinis, nn. 2, 3, 4 y   9.

64.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 25.

65.       Vid. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 10.

66.       Vid.  Motu  proprio  Ecclesiae  Sanctae  de 6-VIII-1966, I, 4.

67.       Vid. supra V, especialmente nota 47.

68.       Cfr. Const. Gaudium et Spes, cap. 11. «Laicis... Libenter cum hominibus eosdem fines prosequentibus cooperabuntur» (Ibid. n. 43). Cfr. también Decr. Unitatis redintegratio, n. 12.

69.       Vid. Decrt. Apostolicam actuositatem, cap. 11.

70.       Vid. sobre este punto Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.

71.       lbid.

72.       «… laici insuper diversis modis ad cooperationem magis immediatam cum aposto latu Hierarchiae vocari possunt... Praeterea aptitudine gaudent, ut ad quaedam  munera ecclesiastica, ad finem spiritualem exercenda, ad Hierarchia adsumantur» (n. 33),

73.       Según la relatio correspondiente al esquema de 1964 de la Constitución conciliar sobre la Iglesia «fautores (del diaconado estable) fere omnes cogitant de duabus categoriis diaconorum,... aut de catechistis, cooperatoribus et huiusmodi, qui etiam nunc efformantur et ab Ecclesia sustentantur (págs. 109-110).

74.       LECLERCQ escribió en 1928, en la revista «Cité Chretienne», estas palabras: «Les dirigeants  d'Action  Catholique  devraient  recevoir  un  ordre  mineur  qui  manifesta­ rait bien qu'ils sont investis dans l'Eglise d'une fonction officielle» (Cit. por A.  ALONSO LOBO, Que es y que no es la Acción Católica, Madrid 1950, pág. 37, nota 36).

75.       Sobre el sentido  de  los  términos  «participación»  y  «colaboración»  en  los  textos pontificios sobre la Acción Católica vid., entre la abundante bibliografía, CONGAR, Jalons... cit., págs. 508-514; ALONSO LOBO, Que es y que no es la Acción Católica, cit., págs. 111-134.

76.       Vid. texto cit. en la nota 47. Aunque el Concilio sólo se ha  referido  a los laicos y a los presbíteros, la misma razón apuntada en la respuesta de  la Comisión  doctrinal es evidentemente aplicable a los clérigos no presbíteros (piénsese en el diaconado estable cuya restauración se prevé en la Const.  Lumen Gentium, n. 29). Y tampoco  puede dudarse de la posibilidad de asociarse, para sus necesidades específicas·, de los laicos que tengan en común haber recibido la «missio».

77.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositátem, nn. 20 y 24.

78.       «... Concilium non proponit definitionem ontologicam laici, se potíus  descriptionem, typologicam (Relatio correspondiente al  esquema  de  1964  de  la  Const.  de Ecclesia; pág. 127 del esquema).

79.       «Membra enim ordinis sacri, quamquam aliquando in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo, ratione suae particularis vocationis praecipue et ex professo ad sacrum ministerium ordinantur..., (n. 31).

80.       «Laici sive sponte sese offerentes, sive invitati ad actionem et directam cooperationem cum apostolatu hierarchico... (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 20). El subrayado es nuestro.

81.       Los textos fundamentales  están  recogidos en el n. 76. No es este el lugar adecuado  para analizar la doctrina del  Concilio  Vaticano  II sobre  la  potestas  Eclesie  in temporalibus, tema como es bien sabido particularmente complejo a lo largo de la historia. El estado  de la cuestión  antes del Concilio, con abundantes referencias  bibliográficas, puede encontrarse en el estudio de  A.  DE  LA  HERA,  Posibilidades actuales de la teoría de la potestad indirecta en «Iglesia y Derecho» (Salamanca 1964), págs. 775-800. Teniendo en  cuenta  los  citados  textos  de  la  Const.  Gaudlium  et  Spes,  se  ha  ocupado  de la cuestión V. DE REINA, La teoría de la  potestad  indirecta:  precisiones, en  «VII  Congreso  Internacional  de  Derecho  Comparado,  Ponencias  españolas»  (Barcelona   1966), págs. 7-17.

82.       Texto cit. en la nota 36.

83.       Esta idea ha sido apuntada por DE LA HERA, Posibilidades: cit., pág.: 799-800. Vjd. También las observaciones de DE REINA, La teoría..., cit, págs. 15-17.

84.       Texto  cit.  en  la nota  28.


Pedro Lombardía

I

La sistematización de la doctrina sobre la Iglesia, que ha llevado a cabo el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen Gentium, nos muestra de manera clara que  para  comprender la función de los fieles hay que conjugar armónicamente los criterios de unidad y de variedad [1]. Unidad de todos los fieles por la común pertenencia al Pueblo de Dios [2],  basada  en  la  participación en el único sacerdocio de Cristo [3]. Variedad,  porque la  riqueza de matices de la vida eclesial exige diversidad de ministerios [4].

Esta doctrina tiene  unas  consecuencias  jurídicas  claras.  Por una parte, todos los fieles son susceptibles de una consideración igualitaria, por lo que se refiere a los derechos  y deberes relacionados con la salvación personal. Pero, al mismo tiempo, es necesario distinguir  las  situaciones  jurídicas  que  están  en  función  de  las distintas  misiones  eclesiales [5].       La  tradicional  afirmación  de  que la Iglesia es una sociedad jerárquica, y por tanto desigual, es rigurosamente exacta, pero insuficiente para  una  visión  completa;  porque no pone de relieve de manera clara ni la responsabilidad que a todos los fieles compete en las tareas eclesiales, ni la consideración inmediata y personal (es decir, previa a  las  facultades  ratione  officii) de los que forman parte de la jerarquía [6]. A un profesor de nuestra Universidad, al Dr. Hervada Xiberta, ha  cabido  el mérito  de formular por vez primera las consecuencias de esta  matización  en la  teoría general del ordenamiento canónico, al poner de relieve las consecuencias jurídicas de la igualdad en relación con los medios de salvación y la desigualdad funcional; es decir, en relación con las diferentes misiones que a los hombres pueden corresponder en el conjunto de las tareas eclesiales [7].

Después del Concilio se hace totalmente imprescindible, para la exacta comprensión de la teoría de los sujetos del ordenamiento jurídico de la Iglesia, distinguir el significado de dos términos que frecuentemente se han utilizado como si fueran sinónimos: fiel  y  laico. El primero es genérico y designa  a  cuantos se integran  en el Pueblo de Dios; el segundo es específico y designa a los que compete una determinada función en la vida de la Iglesia [8].

Esta  distinción  no  tiene  un  alcance  exclusivamente sistemático, sino que, por el contrario, es imprescindible para la comprensión de la función eclesial del laico. Sin ella es muy fácil incurrir en alguno de estos defectos. O tener una visión puramente negativa de los laicos, viendo en ellos simplemente los que no pertenecen a la sagrada jerarquía; o considerar como derechos específicos de los laicos los que a todo fiel corresponden, sea cual fuere su estado o su función en la vida de la Iglesia. Para comprobar que estos errores no son puramente imaginarios basta repasar los escritos eclesiológicos que tanto interesan a la Teología de nuestros días. La eclesiología de corte belarminiano, de la que hemos vivido desde el siglo XVI hasta hace apenas unos decenios, al basar su análisis de la Iglesia en la consideración de la  sagrada  jerarquía  llevaba  inevitablemente a  una visión negativa  del  laicado [9]. Por otra  parte, entre  la doctrina teológica moderna, es frecuentísimo encontrar la  afirmación de  que  la  norma fundamental sobre el estado laical es el c. 682 del Código de Derecho Canónico [10], en el que se proclama el derecho a recibir los auxilios necesarios para la salvación,  como  si fuera  legítimo  privar de los sacramentos a los ministros sagrados [11]

Los laicos tienen en el Pueblo de Dios un ministerio específico, peculiar. Esta función  consiste  en  asumir  las  responsabilidades  en  el orden profesional o social; pero adviértase bien que estas responsabilidades no surgen de  la  condición  de  cristiano,  son  previamente responsabilidades propias, como consecuencia de la inserción del hombre en el conjunto del  género  humano,  en  el  que  ha  de sentirse solidario  en los quehaceres  terrenos  con los  demás hombres,  sean o no cristianos. Sin embargo, en  virtud  de  un  ministerio  que  tienen en el Pueblo de Dios, han de asumir  "sus obligaciones", las  que en todo caso tendrían, con un título  nuevo,  que les da  una  dimensión eclesial y una finalidad redentora: informar  de  espíritu  cristiano todas las realidades terrenas.

Esta concepción positiva y eminentemente  secular  de  los  laicos ha sido propuesta a todos los fieles por el Concilio Vaticano, II  con estas palabras: "Laicorum est, ex vocatione propria, res temporales gerendo et secundum Deum ordinando, regnum Dei quaerere". "Corresponde a los laicos, por su específica vocación,  buscar el reino de Dios, tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales" [12]. En  esta  breve  fórmula  se  encuentra expuesta  la  función del laico en la Iglesia y la raíz de su  propia  misión.  Misión  que tiene un sentido humano y divino, temporal y eclesial a la vez, que lo convierte en el soporte en que se apoya de manera inmediata la  relación entre la Iglesia y el mundo.

II

El género humano sale  de las  manos de Dios  creador  y  llega a la plenitud de los tiempos cuando irrumpe en la historia Dios Redentor. Estos dos momentos  de  la  continua  intervención  divina  en el peregrinar de la humanidad  nos  dan  el sentido  del  diálogo  entre la Iglesia y el mundo.

La Creación da a los hombres la misión de edificar la ciudad terrena y en ella quedan ligados a una empresa común. Esta llamada divina a las tareas temporales resuena en la naturaleza humana y es un título de solidaridad, que la corrupción puede desdibujar, pero de ninguna manera destruir. Cristo nos ganó la vida de  la gracia y abrió los cauces de la participación en la vida divina institucionalizándolos en la Iglesia, proto-sacramento de salvación.

El hombre, por ser de la estirpe de Adán, adquiere unas obligaciones en orden a la edificación de la ciudad  terrena;  por el bautismo y la confirmación queda destinado a dar a este quehacer una dimensión divina. Por el nacimiento  el  hombre  pertenece  al  mundo; por el bautismo se incorpora  a  la  Iglesia,  que  no lo  separa  de los quehaceres terrenos, sino que lo  empuja  a una empresa  -"tratar y ordenar, según Dios, los asuntos temporales" en palabras del Concilio- para la que queda vigorizado por la gracia de la confirmación.

Pero no es ésta la misión de todos los cristianos. Hay unos que por el sacramento del orden son destinados a regir y a servir a los demás guiando, enseñando y santificando. Para ellos pasan a segundo plano las cosas temporales [13], porque han de posponerlas a la alta misión de proporcionar los auxilios de salvación a  los que les ha sido señalada por peculiar vocación "tratarlas y ordenarlas según Dios". Hay otros que son llamados a apartarse del mundo para recordar con su testimonio a los que edifican la ciudad terrena que sólo puede entenderse en plenitud la grandeza de lo temporal si se tiene conciencia de su caducidad y que sólo tiene sentido la vida presente, si en ella sabemos adivinar  la  futura. Los primeros son  los clérigos, que han sido destinados a los divinos ministerios; los segundos son los religiosos que "por su estado -según una bella expresión de la Constitución Lumen Gentium-; dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas" [14].

Clérigos, religiosos y laicos tienen en común su pertenencia al Pueblo de Dios, su participación en la condición de fiel; difieren, en cambio, en el contenido de sus específicas misiones eclesiales.

Esta diversidad de misiones, como  he  tratado, de  poner  de  relieve en otra ocasión [15], lleva consigo una diferencia de estatuto personal, que afecta a su condición jurídica  en la  Iglesia  y en  el mundo.

A la Iglesia, como proto-sacramento de salvación [16] , son aplicables también aquellas palabras con las que el Concilio de Trento definía a los sacramentos particulares; "forma visible de la gracia invisible" [17. Y en cuanto "forma visible" nos aparece como una sociedad humana jurídicamente organizada, que es -en palabras de Semmelroth- la corporización de nuestra unidad sobrenatural con Dios [18]. De aquí que los derechos y deberes que el ordenamiento canónico reconoce y tutela tengan una raíz sacramental y no puedan confundirse con los propios de la ciudad terrena, regulados por el ordenamiento jurídico de la sociedad civil.

El ordenamiento canónico, que -como ha explicado Paulo VI [19]- no  es  un   Derecho  exclusivamente  sacramental,   regula   las relaciones de una comunidad sacerdotal cuya "condición sagrada y orgánicamente constituida  se  actualiza  -como  enseña  el  Vaticano  II­ tanto por los sacramentos como por las virtudes" [20]. En él encuentran una regulación los derechos y deberes de los laicos  en  cuanto  que, como los clérigos y los religiosos, son fieles y, por tanto, están incorporados al Pueblo de Dios. En cambio, en cuanto que están inmersos en los afanes temporales, sus derechos y deberes están regulados por el ordenamiento jurídico de la sociedad civil. Y es importante deslindar ambos órdenes jurídicos: "En razón  de la  misma  economía  de  la  salvación  -se lee en la Constitución Lumen Gentium- los fieles  han  de  aprender  a  distinguir  entre  los derechos y  obligaciones  que  les  corresponden   por  su  pertenencia  a  la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana" [21].

Así las cosas, es el momento de  plantearnos  el  problema  central de  esta  lección: ¿En  qué  radica  el  estatuto  jurídico  del  laico en el ordenamiento de la Iglesia? ¿En  qué  sentido  quedan  matizados los derechos y deberes en la sociedad espiritual de  los  que tienen por vocación propia "tratar y ordenar según Dios"  lo  que  afecta al  orden  temporal?  Una  vez  afrontada  esta  cuestión  nos será posible plantear otra particularmente sugestiva: ¿qué papel corresponde al laico en las relaciones entre lo temporal y lo sobrenatural?

III

El tema del estatuto jurídico del laico en el ordenamiento de la Iglesia tiene en nuestros días una extraordinaria actualidad. La revisión del Código de Derecho Canónico obligará a hacerlo objeto de una regulación sin que, por otra parte, los progresos de la ciencia canónica en este punto sean lo suficientemente positivos, para que sea posible al legislador afrontar su tarea con el mínimo de seguridad que proporciona una cierta base doctrinal. Cuando se preparaba el Código de 1917 esta falta de base doctrinal se vio por fortuna acompañada por una falta de interés por la cuestión y el laicado pudo salir incólume del trance, protegido por el silencio legislativo. Ahora el silencio no es posible. El tema  del laicado está en el primer plano de la atención y un clamor  universal  reclama una legislación eclesiástica que regule los derechos y deberes de los laicos [22]. El  riesgo de  esta  coyuntura  es  cabalmente  el  contrario: que la legislación no consiga tener la imprescindible sobriedad  para, sin dejar de regular los derechos y deberes del laico en la Iglesia, no invadir lo que no es propio del Derecho canónico: el problema de los derechos y deberes que hacen referencia a la edificación de la ciudad terrena. El Derecho canónico del futuro habrá de dejar a los seglares pertrechados para defender a  la  sociedad  civil  de  cualquier  suerte  de hierocratismo laical y, al mismo tiempo, inmersos en las  cuestiones temporales, como corresponde a su específica vocación.

¿Cuáles son los principios fundamentales que  han  de  inspirar una legislación canónica sobre los laicos?

En primer lugar es necesario tener en cuenta que una adecuada regulación de los derechos y deberes de los laicos requiere  el marco, de alcance más general que el problema que aquí nos ocupa, de una concepción del ordenamiento canónico como el Derecho  del  Pueblo de Dios. A este fin es necesario que el Derecho positivo del futuro establezca un equilibrio oportuno entre los derechos y deberes personales (a partir de la consideración de la dignidad de la persona humana y de  su  llamada  al  orden  sobrenatural, independientemente de cuál sea su específica misión eclesial) y la  de la  regulación  de los problemas que plantea el ejercicio del poder pastoral. Difícilmente podrá marcarse el acento sobre el sentido de servicio que debe matizar la titularidad de las facultades basadas en el desempeño de misiones pastorales, si al mismo tiempo  no se  tutelan  sinceramente los derechos que les corresponden como personas y como fieles a los llamados a  ejercerlos.  En  este sentido difícilmente se podrá  lograr el criterio de plena disponibilidad de los presbíteros  para  sus Obispos que postula el  Decreto  Christus  Dominus,  si  al  mismo  tiempo no se garantizan, incluso frente a la potestad episcopal, los derechos personales reconocidos a los sacerdotes en  el  Decreto  Presbyterorum Ordinis; lo mismo ocurre,  en el caso de los religiosos,  por lo que se refiere a la relación entre el Decreto Perfectae  Caritatis  y  el capítulo VI de la Constitución Lumen Gentium. Por otra parte no cabe esperar que surja vigorosamente el clima de diálogo, a cualquier nivel, entre gobernantes y gobernados, si no se establece un eficaz sistema de garantías del súbdito, frente al  riesgo  de  desviación o abuso de poder por parte de los que están constituidos en potestad. Este tipo de cuestiones que afectan a la dignidad  de la  persona humana presentan una vertiente común a todos cuantos se agrupan en el Pueblo  de  Dios  que  "tiene  por  condición  la  libertad y dignidad de los hijos de Dios" [23] y difícilmente podrán obtener las matizaciones específicas de los derechos propios del estatuto personal, si previamente no se han sentado firmemente las bases comunes en la  consideración  genérica  de los derechos del  fiel.

En nuestros días se ha popularizado la afirmación de que la eclesiología tradicional era sólo una "hierarcología" y se ha  visto  en ello un obstáculo para la comprensión del papel del laicado en la Iglesia [24]. No parece que pueda discutirse el fundamento de la afirmación, pero sí el limitado alcance que se atribuye a sus consecuencias. Esta cuestión no afecta sólo al laicado, sino a todos los fieles, que sea cual fuere su misión eclesial esperan ver atendidos los derechos que enlazan directamente con su condición de personas humanas y de  bautizados [25]. Su  rectificación  en  el  plano  teológico  y jurídico será beneficiosa para todos. Para clérigos y religiosos que verían reconocida su dignidad humana en la base de su alta misión, y sin necesidad de atrincherarse en ella, con el  riesgo  de  ser  obstáculo para la organización de la acción pastoral. Para los laicos, cuyos derechos peculiares  encontrarían  muchas  menos  dificultades   para el reconocimiento y tutela, si el Derecho canónico reflejara en su conjunto las exigencias de la totalidad del Pueblo de Dios, en vez de tener que abrirse paso en un sistema normativo caracterizado por un innegable clericalismo [26].

Pero el tema de nuestra lección no es la consideración del ordenamiento canónico como Derecho del Pueblo de Dios, ni la de los derechos y deberes comunes  a  todos  los  fieles,  sino los específicos de los laicos. Estos últimos, evidentemente, dimanan de la  misión que les compete de "tratar y ordenar, según Dios, los asuntos temporales". Y en relación con ella es necesario subrayar tres principios fundamentales: libertad en  la  acción  temporal,  responsabilidad  en la consecución del fin de la Iglesia y adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Analicémoslos separadamente.

IV

Por lo que se refiere al primero de ellos el Concilio ha establecido al respecto dos claras directrices: "Los sagrados  pastores,  por su  parte  -se   lee  en  la  Constitución  Lumen  Gentium-, reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos  en la  Iglesia" [27]. Y casi a continuación: "Y reconozcan cumplidamente los pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal" [28].

El reconocimiento de la dignidad y responsabilidad  de los laicos en la Iglesia y el de la libertad en el orden temporal son, sustancial mente, dos únicos aspectos de la cuestión. Porque,  aparte  el  deber que a los Sagrados Pastores  compete  de defender  con su  enseñanza la libertad de todos los hombres -no sólo  la  de  los  fieles-  en  el orden temporal [29] , el  reconocimiento  de  la  libertad  de  los laicos  en lo temporal que la Constitución Lumen Gentium pide a los Obispos hace indudablemente referencia al ejercicio del poder pastoral y, por tanto, afecta al orden  interno  de la  Iglesia. De  aquí  el deber  de la Jerarquía, que puede concretarse en  normas  de  derecho  positivo, de reconocer y promover el principio según el cual los laicos al  "tratar y ordenar, según  Dios,  las cuestiones  temporales"  no  realizan una labor ejecutiva de unas directrices jerárquicas, ni mucho menos algo para lo que sea necesario un "mandato", sino que a ellos compete, con plena autonomía y personal responsabilidad traducir en realizaciones temporales las exigencias de su fe, correspondiéndoles tanto la formulación de los criterios profanos que han de inspirar el obrar, como adoptar las decisiones propias de su actuación  sin  ningún tipo de mandatos, vigilancias o tutelas. Esto lleva consigo unos deberes negativos, de omisión, que pesan sobre la Jerarquía y sobre cuantos con ella cooperan -incluidos los laicos que actúen con mandato jerárquico-,  de  no  incluir  en  el ejercicio  de la  misión  de regir o enseñar a los fieles cuestiones de índole temporal; es decir, decisiones políticas, sociales, económicas o técnicas u op1mones o conclusiones que sean fruto del cultivo de saberes o de aplicación de métodos que deban considerarse profanos [30].

Todo esto, que se presenta claro en lo que afecta al reconocimiento, puede plantear mayores dificultades cuando se  trate de aplicar por la jerarquía y sus  cooperadores  en sentido más o menos lato el deber que les señala el Concilio de "promover la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia". En el  terreno  de lo temporal esta promoción no debe celar una tutela. La Jerarquía debe pro­ mover el cumplimiento por parte de los laicos de su función en el mundo, pero en manera alguna  le compete  ni  la  determinación  de  la ocupación temporal que cada laico debe escoger ni las modalidades de su ejercicio, ni procurarle  la  formación  profesional  necesaria. De aquí que cuando la Iglesia reclama la facultad de promover centros de enseñanza para la formación  en  las  disciplinas  profanas no trata de abrir paso al ejercicio de su poder pastoral, sino que exige un derecho de libertad que, además de a la Iglesia, compete a la familia y a otros grupos sociales y ofrece estos centros a quienes quieran formarse en ellos, pero nunca los impone en virtud de la disciplina eclesiástica.

Este deber de la Jerarquía -con el correlativo derecho de autonomía que compete a los laicos- está en estrecha relación con un aspecto de las relaciones clérigos-laicos, al  que  el  Concilio  Vaticano II ha dado renovada actualidad; a saber, las  surgidas en  el ejercicio de una misma profesión. Como es sabido, el Concilio prevé la posibilidad de que los que recibieron el orden sagrado puedan algunas veces tratar los asuntos temporales, incluso ejerciendo una profesión secular [31]. Desde el punto de vista de los principios básicos del estado clerical esto es perfectamente coherente y no supone una radical novedad, sino, simplemente, un estadio de la evolución de la disciplina eclesiástica en la búsqueda de una coherencia entre las normas "de vita et honestate clericorum", según una expresión de venerable  tradición  canónica,  y la  misión  a la  que los clérigos están destinados [32]  Pero hay  algo  que  debe  quedar  muy  claro  al  respecto.

Los clérigos, en el ejercicio de una profesión o de  cualquier  actividad que suponga "tratar los asuntos temporales", no gozan  de ninguna especial preeminencia derivada de su sacro ministerio,  que pueda suponer una limitación de la libertad de los laicos " [33].

El principio de la libertad de los laicos en lo temporal tiene su fundamento más profundo en una correcta concepción de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. No es la Iglesia la que edifica la ciudad terrena, ni la que coloca a los que la componen en su adecuado lugar. Son la generación natural y las relaciones sociales, las que generan los vínculos de nación, familia, amistad o profesión, los cuales conservarán siempre, esa  "legítima  laicidad"  de  que  habló Pío XII refiriéndose al Estado [34], pero de la que participan también todas las tareas humanas de las que el hombre es capaz  por su  propia naturaleza.

La Iglesia se encarna en el mundo en la  medida en que lo están los hombres a los que agrupa, "los cuales  no  nacen  (a su  condición de fieles)  de la  sangre,  ni de la  voluntad  de la  carne, ni  de querer de hombre,  sino que  nacen  de  Dios" [35].  Es cierto  que está  llamada a influir sobre las estructuras humanas; por eso es contenido de la vocación específica del laico: "ordenar las cosas temporales según Dios". Pero esta ordenación ha de ser  realizada  con  una  radical  autonomía [36].   El  hecho de que los laicos  no pertenezcan  a  la  sagrada jerarquía no quiere decir que su misión eclesial específica consista en ejecutar en la ordenación de lo temporal los proyectos  de la  "Ecclesia Regens". La razón  es mucho  más profunda: los laicos  no tienen  en la Iglesia una misión de poder, porque su tarea específica no tiene  un sentido jerárquico, ya que la Iglesia no gobierna las estructuras temporales. Los laicos tienen también una misión que cumplir de significación exclusivamente eclesial [37] ; es  más,  hay  ocasiones  -como después veremos- en  las  que  los  laicos  pueden asumir  tareas con mandato  de la  Jerarquía,  pero en este caso  no se trata  de cuestiones temporales.

Pedro Lombardía, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.       «Ecclesia  sancta,  ex  divina  institutione,   mira  varietate   ordinatur   et  regitur» (n. 32). «Sic, in varietate orones testimonium perhi:bent de mirabili unitate in Corpore ChristiB (Ibid.).

2.         «Unus est ergo Populus Dei electus: unus Dominus, una fides, unum baptisma (Eph. 4, 5); communis dignitas membrorum ex eorum in Christo regeneratione, communis filiorum gratia, communis ad perfectionem vocatio, una salus, una spes indivisaque caritas. Nulla igitur in Christo et in Ecclesia inaequalitas, spectata stirpe vel natione, condicione sociali vel sexu, quia non est ludaeus· neque Graecus, non est servus neque liber, non est masculus neque femina. Omnes enim vos «unus estis in Christo lesu (Gal. 3, 28 gr.; cf. Col. 3, 11)» (Ibid.).

3.         «Baptizati enim, per regenerationem et Spiritus Sancti unctionem consecrantur in donum spiritualem et sacerdotium sanctum... » (n.10). Refiriéndose al Pueblo de Dios, afirma la cit. Constitución del Vaticano II: «A Christo in communionem vitae, caritatis et veritatis constitutus, ab Eo etiam ut instrumentum redemptionis omnium adsumitur, et tamquam lux mundi et sal terrae (cf. Mt.  5, 13-16),  ad  universum  mundum emittitur» (n. 9).

4.         «Si igitur in Ecclesia non orones eadem via incedunt, orones tamen ad sanctitatem vocantur et coaequalem sortiti sunt fidem in iustitia Dei (cf. 2 Pet. 1, 1). Etsi quidam ex voluntate Christi ut doctores, mysteriorum dispensatores et pastores pro aliis constituuntur, vera támen inter orones viget aequalitas ... ipsa enim diversitas gratiarum ministrationum et operationum filios Dei in unum colligit..., (n. 32). El Decreto Apostolicam actuositatem dice al respecto: «Est in Ecclesia diversitas ministerii, sed unitas missionis» (n. 2).

5.         Cfr. sobre esta cuesti6n: P. LOMBARDÍA, El estatuto personal en el ordenamiento canónico,  en  «Aspectos  del  Derecho   Administrativo   Canónico»   (Salamanca   1964), págs. 54-58.

6.         Esta  distinción  aparece  insinuada  en  Bernardo  de  Pavía  y  en  la  glosa  ordinaria de las Decretales  de  Gregorio  IX,  vid.:  P.  LOMBARDÍA,  La  sistemática  del  Codex y su posible adaptación, en «Teoría general de la adaptación del Código  de  Derecho Canónico» (Bilbao 1961), págs. 218-229.

7.         Cfr.: Fin y características del ordenamiento canónico, en «Ius Canonicum» 2 (1962). págs. 100-102; y posteriormente: El ordenamiento canónico. 1 Asvectos centrales de la construcción del concepto (Pamplona 1966), págs. 271-274.

8.         Fieles son todos los que forman parte del Pueblo de Dios; es decir, los bautizados. Los no bautizados, sin embargo, según ha precisado el Vaticano II en  la Const. Lumen gentium, «variis modis pertinent vel ordinantur» a la  unidad  católica del Pueblo de Dios (n. 13). A todos los fieles, sin distinción de misiones eclesiales o estados, se refiere el cap. 11 de la citada Const.; en cambio, el cap. IV trata específicamente de los laicos. Como es sabido, la distinción de las materias tratadas en estos capítulos se hizo fundamentalmente con el propósito de señalar la diferencia entre la consideración unitaria de todos los que peregrinan en el Pueblo de Dios y la de los laicos, considerados como fieles que tienen una peculiar significación en la vida de la Iglesia.  Para  un  estudio  de  la  génesis   de  la  Constitución   Lumen   Gentium,  vid.: U. BETTI, Crónica  de la Constitución,  en  «La  Iglesia  del  Vaticano  lb,   obra dirigida por G.  Baraúna,   trad.  española   (Barcelona   1966),   vol.  1,   págs.   145-170;   CH. MoELLER, Fermentación   de  las  ideas  en  la  elaboración   de la Constitución,  ibid., págs. 171-204; B.  KLOPPENBURG,  Votaciones   y   últimas  enmiendas   de   la  Constitución,  ibid.,  espec. págs. 207-208.

9.         Cfr.: Y. M.-J. CONGAR,  Jalons  pour une théologie  du  laicat, 2. ed. (París 1954) págs. 64-79.

10.       Vid., por ejemplo: A. SUSTAR, El lai::o en la Iglesia, en «Panorama de la Teología actual>, trad. española (Madrid 1961), pág. 650.

11.       Esta imprecisión, en la que incurría la redacción del cit. c. 682, ha sido superada por la Const. Lumen gentium: «Laici, sicut omnes christifideles, ius habent ex spiritualibus Ecclesiae bonis, verbi Dei praesertim et sacramentorum adiumenta a sa:ris Pastoribus abundanter accipiendi...» (n. 37). El subrayado es nuestro. Es  de  notar  también la superación del criterio minimalista que caracteriza al c. 682 del C.l.C.: «spiritualia bona et potissimum adiumenta ad salutem necessaria.

12.       Const. Lumen Gentium, n. 31.

13.       Cfr. Const. Lumen gentium, n. 31.

14.       «... dum religiosi suo statu praeclarum  et  eximium  testimonium  reddunt,  mundum tranfigurari Deoque  offerri  non  posse  sine  spiritu  beatitudinum,  (n.  31). Cfr.  también el cap. V de la cit. Const. Conciliar y el  Decreto  Perfectae  caritatis. Sobre  los  religiosos en la doctrina  del  Vaticano  II  vid.:  O. ROUSSEAU,  La  constitución  en el  cuadro de los movimientos renovadores de técnica y pastoral de las últimas décadas, en «La Iglesia  del  Vaticano  11»,  cit.  vol.  1,  págs.  139-141;  R.  SHULTE,  La  vida  religiosa como signo, Ibid.  vol. 2, págs. 1091-1122;  J. DANIEL0U,  Puesto  de los religiosos  en la estructura de la Iglesia, Ibid., vol. 2, págs. 1123-1130;  G. HUYGHE,  Las relaciones entre obispos y religiosos, Ibid., vol. 2, págs. 1131-1139; J. L. ACEBAL, Características del capítulo «De religiosis» de la constitución «Lumen gentium», en «Salmaticensis,, 12 (1965), págs. 614-639;  A. BONI, I religiosi nella  dottrina del Concilio Ecuménico Vat. II (Roma  1966).

15.       El estatuto personal..., cit., págs. 54-66.

16.       Vid. sobre esta cuestión O. SEMMELROTH, Die Kirche  als  Ursakrament  (Frankfurt 1955); ID., Gott und Mensch in Begegnung (Frankfurt 1956); K. RAHNER, Kirche und Sakrament, en «Geit'Leben», 28 (1955), págs. 434-453.

17.       Sess. XIII, cap. 3, De Eucharistia.

18.       Cfr.: Die Kirche als «sichtbare Gestalt der unsichtbaren  Gnade», en  «Schol», 28 (1953), págs. 23-39.

19.       «Multo minus consentire quis potest cum... iis qui defendere velint  naturam Ecclesiae adversari naturae iuris, esse videlicet tantum «ius  sacramentale», quo administratio Sacramentorum regatur, Hierarchiam vero solum esse prout ad illorum administrationem sit_ necessaria» (Allocutio ad E.mos Patres Cardinales et ad Consultores Pontificii Consilii Codicis Iuris Canonici recognoscendo, 20-III-1965;  A.A.S.,  57,  1965, pág. 987).

20.       «Indolis sacra et  organice  exstructa  communitatis sacerdotalis et  per  sacramenta et per virtutes ad actum deducitur» (Const. Lumen gentium, n . 11).

21.       Propter ipsam oeconomiam salutis, fideles  discant  sedulo  distinguere  inter iura et officia quae eis incumbunt, quatenus Ecclesiae aggregantur, et ea quae eis competunt, ut  sunt  humanae  societatis  membra. Utraque inter se harmonice consociare satagent, memores se, in quavis re temporali, christiana conscientia  duci  debere, cum nulla humana activitas, ne in rebus temporalibus quidem, Dei  imperio  subtrahi  possit. Nostro autem tempere maxime oportet ut distinctio  haec  simul  et  harmonia quam clarissime in modo agendi fidelium elucescant, ut missio Ecclesiae particularibus mundi hodierni condicionibus plenius respondere valeat. Sicut enim agnoscendum est terrenam civitatem, saecularibus curis iure addictam propriis regi principiis, ita infausta doctrina, quae societatem, nulla habita religionis ratione, exstruere contendit et libertatem religiosam civium impugnat et eruit, merito reiicitur» (Const. Lumen gentium, n. 36). Vid. sobre esta cuestión: A. lBAÑEZ, J. M. SETIEN, Los laicos en la Constitución «Lumen Gentium» del Concilio Vaticano 11, en «Salmanticensis» 12 (1965), págs. 588-606.

22.       Buena prueba de ello  es  el  número  elevadísimo  de obispos  y  prelados  que,  en los votos elevados antes de la celebración del Concilio Vaticano II,  pidieron  que  se concretara la doctrina sobre el laicado, la función del laico en la Iglesia, sus derechos Y deberes, etc. Acta et documenta Concilio Oecuménico Vaticano ll apparando, series I, appendix vol. 11, pars. 1, págs. 755-794.

23.       «Populus ille messianicus habet pro... conditione dignitatem libertatemque filiorum Dei.... (Const. Lumen Gentium, n. 9).

24.       En la difusión de este punto de vista ha sido decisiva la influencia de  Y.  M. CONGAR, Jalons... cit., especialmente, págs. 64 ss.

25.       La Const. Lumen Gentium ha ofrecido en un luminoso texto las bases  teólogicas para el problema jurídico apuntado: «Laici igitur sicut ex divina  dignatione  fratrem habent Christum, qui cum sit Dominus omnium, venit tamen non ministrari sed ministrare (cfr. Matth. 20, 28), ita etiam fratres habent eos, qui in sacro ministerio positi, auctoritate Christi docendo et santificando et regendo familiam Dei ita pascunt, ut mandatum novum caritatis ab omnibus impleatur. Quocirca pulcherrime dicit S. Augustinus: «Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim sum episcopus, vobiscum su'm christianus. Illud est  nomen  officii,  hoc  gratiae; illud periculi est, hoc salutis» (n. 32).

26.       Vid. A. PRIETO, Los derechos subjetivos públicos en la Iglesia, en «Iglesia y Derecho»  (Salamanca  1965), págs. 325-361.            

27.       «Sacri vero Pastores laicorum dignitatem et responsabilitatem in Ecclesia agnoscant et promoveant... » (n. 37).

28.       «lustam autem libertatem, quae omnibus in civitate  terrestri  competit,  Pastores observanter agnoscent» (Ibid.).

29.       Cfr. Const. pastoral Gaudium et spes, especialmente nn. 41, 42, 73-76; Declar. Dignitatis humanae.

30.       El  Concilio  Vaticano  II  ha  expuesto  esta  doctrina  en  diversos  lugares,  especialmente en la Constitución pastoral Gaudium et Spes. Refiriéndose concretamente a  la política el citado documento conciliar dice expresamente: «Modi vero concreti, quibus communitas politica propriam compagem et  publicae  auctoritatis  temperationem  ordinat, varii esse possunt  secundum  diversam  populorum  indolem  et  historiae  progressum»  (n. 74). Explicando el sentido de este texto, la Instrucción  del  episcopado  español  de  29  de junio de 1966 añade: Determinar esas modalidades corresponde a  la  ciencia  y  a  la prudencia  políticas,  no  a  la  autoridad  de  la  Iglesia»  (In;  Cfr.  «Ecclesia»  26   (1966), pág. 977.

31.       La Const. Lumen gentium admite que los clérigos «aliquando in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo» (n. 31); a su vez, el Decrt. Prcsbyterorum Ordinis, refiriéndose a las tareas que pueden llevar a cabo  los  presbíteros, se expresa en estos términos: «... scientiae investigandae aut tradendae operam conferant, sive etiam manibus laborent, ipsorum operariorum, ubi id probante quidem competenti Auctoritate expedire videatur, sortem participantes... » (n. 8).

32.       32 Vid. P. LOMBARDÍA, El estatuto personal en el ordenamiento canónico, en «As­ pectos del Derecho Administrativo Canónico», (Salamanca 1964), págs. 54-61.

33.       Por lo que se refiere a las relaciones entre los presbíteros  y  los  laicos  cfr. Decrt. Presbyterorum ordinis, n. 9. El Concilio, en el loe. cit., aconseja a los presbíteros: «Iustam etiam libertatem , quae omnibus in civitate terrestri competit, sedulo in honore habeant». Este respeto  a la libertad  en lo temporal  exige,  ante todo, que los ministros sagrados no utilicen el lugar de honor que les corresponde en la Iglesia para influir sobre las opiniones temporales de los laicos.

Vid. G. HERRANZ, ll sacerdote e la vocazione specifica dei laici, en «Studi cattolich n. 67 (octubre 1966), págs. 14 ss.

34.       Vid. las reflexiones de L. BENAVIDES, La legítima laicidad del Estado, en «Nuestro Tiempo,, n. 50 (1958), págs. 144 ss.

35.       Ioann. 1, 13.

36.       «Laicis proprie, etsi non exclusive, saecularia officia et navitates competunt. Cum igitur, sive singuli sive consociati, ut cives mundi agunt, non solum leges proprias uniuscuiusque disciplinae servabunt, sed veram peritiam in illis campis sibi comparare studebunt. Libenter cum hominibus ecsdem fines prosequentibus cooperabuntur. Agnoscentes exigentias fidei eiusque virtute praediti, incunctanter, ubi oportet, nova incepta excogitent atque ad effectum deducant. Ad ipsorum conscientiam iam apte formatam spectat, ut lex divina in civitatis terrenae vita inscribatur. A sacerdotibus vero laici lucem ac vim spiritualem expectent. Neque tamen ipsi censeant pastores suos semper adeo peritos esse ut, in omni quaestione exsurgénte, etiam gravi, solutionem concretam in promptu habere queant, aut illos ad hoc missos esse: ipsi potius, sapientia christiana illustrati et ad doctrinam Magisterii observanter attendentes, partes suas proprias assumant.

Pluries ipsa visio éhristiana rerum eos ad aliquam determinatam solutionem in qui­ busdam rerum adiunctis inclinabit. Alii tamen fideles, non minore sinceritate ducti, ut saepius et quidem legitime accidit, aliter de eadem re iudicabunt. Quodsi soiutiones hinc unde propositae, etiam praeter partium intentionem, a multis facile conectantur cum nuntio evangelico, meminerint oportet nemini licere in praefatis casibus pro sua sententia auctoritatem Ecclesiae sibi exclusive vindicare. Semper autem colloquio sincero se invicem illuminare satagant, mutuam caritatem servantes et boni communis imprimís sollicifü (Const. Gaudium et spes, n. 43).

La Instrucción del Episcopado español de 29 de· junio de. 1966, glosando el segundo párrafo del texto transcrito, se expresa en estos términos: «Por  intensa  y  aún  laudable que sea la adhesión de cada uno a su propia opinión, nadie le atribuya  valor  tan  absoluto que la identifique con la doctrina del Evangelio y de la Iglesia, ni pretenda excluir otras opiniones legítimas con una especie de monopolio de la verdad. Y más adelante: «La fidelidad a la doctrina de la Iglesia obliga a procurar sincera y cordialmente convertirla en realidad en la vida social estudiando fórmulas de aplicación. La misma fidelidad nos veda identificar con ella nuestras fórmulas, aunque estén constituidas con textos fragmentarios de la documentación pontificia y conciliar»  (1, 5); cfr. «Ecclesia», 26 (1966) pág. 976.

El Concilio ha señalado además que la: autonomía de lo temporal se basa en la voluntad de Dios: «Si per terrenarum rerum autonomiam intelligimus res creatas et ipsas societates propriis legibus valoribusque gaudere, ab homine gradatim dignoscendis, adhibendis et ordinandis, eamdem  exigere  omnino  fas est: quod  non solum  postulatur 2b hominibus nostrae aetatis, sed etiam cum Creatoris voluntate congruit. Ex ipsa enim creationis condicione res universae propria firmitate, veritate, bonitate propriisque  legi­ bus ac ordine instruuntur, quae horno revereri debet, propriis singularum scientiarum artiumve methodis agnitis» (Const. Gaudium et spes, n. 36).

Comentando este texto, ha escrito HERVADA: «Desde el punto de vista de  las  relaciones entre sociedad civil e Iglesia este texto tiene una  notable  importancia,  porque hasta ahora estas relaciones se situaban prevalentemente en la línea de la distinción e independencia de poderes; el Concilio en cambio va más lejos  al extender  esa  autonomía a toda la vida y a toda la realidad de la ciudad terrena. La sociedad civil, por responder a la naturaleza humana, tiene una firmeza, una verdad, una bondad, unas leyes propias y un orden otorgado por el mismo Dios. Y son una firmeza, una verdad, una bondad y unas leyes naturales (no de orden  sobrenatural), que existen  y  se  mueven  en  el plano de la naturaleza, común a todos los hombres. Pero  el  Concilio  advierte  algo más: esa autonomía responde a la voluntad de Dios, que así lo ha dispuesto en sus inescrutables designios, y el hombre está obligado a respetarlo» (Diálogo sobre España y  el Catolicismo, en  «Palabra»,  n.0     16, diciembre 1966,  pág. 4).

37.       «Laici vero, qui in tota vita Ecclesiae actuosas partes gerendas habent, non solum mundum spiritu christiano imbuere tenentur, sed etiam ad hoc vocantur ut in omnibus, in media quidem humana consortione, Christi sint testes» (Const. Gaudium et spes, n. 43).

Pedro Rodríguez

La estructura de la Iglesia

San Juan Pablo II, siendo Arzobispo de Cracovia, escribió:

"Podríamos de alguna manera decir que la doctrina del sacerdocio de Cristo y de la participación en él es el mismo corazón de las enseñanzas del último Concilio, y que en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo"[1].

Estas palabras muestran una penetración inusual en las enseñanzas del Vaticano II, dirigiéndonos, en efecto, hacia el núcleo mismo de la antropología cristiana propuesta en el Concilio y de la misión que el hombre cristiano tiene en el mundo. Pero, como dice el Papa, no es sólo la existencia cristiana la que desde aquí recibe toda su luz, sino que se ilumina a la vez, inseparablemente, el ser de la Iglesia. No cabe, en efecto, una comprensión de lo que es ser cristiano que no vaya unida a una simultánea comprensión del misterio de la Iglesia. Ser cristiano y ser in Ecclesia son dos maneras de nombrar una misma y única realidad. Quizá el más grande error de la modernidad haya consistido precisamente en tratar de construir un cristianismo sin Iglesia y, como consecuencia —en los tiempos "post-modernos"—, una Iglesia desvinculada de Cristo.

En el presente trabajo —tal como aparece formulado en el título— me propongo considerar el significado que, para la comprensión de la estructura de la Iglesia, tiene el hecho de que el único y definitivo sacerdocio de Cristo se participe en la Iglesia bajo una doble forma y modalidad, que el Vaticano II llama "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial o jerárquico".

Punto de partida, pues, de cuanto me propongo decir, es el hecho mismo —atestiguado por la Escritura y la Tradición— de la doble participación y, de alguna manera, el contenido sacerdotal de esas dos formas de participar el sacerdocio, aunque este contenido deberá ser considerado y elaborado una vez y otra en orden a la reflexión estructural pretendida.

1. Comunidad y estructura en el originen de la Iglesia [2].

La sociedad que es la Iglesia está hecha por sus miembros, se compone de los cristianos, de los hombres y mujeres concretos que son miembros del Cuerpo de Cristo, ciudadanos del Pueblo de Dios. Pero la Iglesia no es un mero agregado o conjunto de personas que, por afinidad de ideas, se congregan en un primer momento multitudinario, para auto-donarse después una organización estructural (por su propia naturaleza, cambiante con el cambio social, permaneciendo en todo caso los elementos genéricos de toda sociedad). Ni es tampoco una comunidad de lazos invisibles que, por un proceso de asimilación de formas históricas de la cultura, adquiere estructura societaria.

Tanto en un caso como en otro estaríamos ante una concepción de la Iglesia que separa la comunidad de personas de la correspondiente estructura social, siendo aquélla la "verdadera" Iglesia y viniendo la estructura a ser, en rigor, una "superestructura", por emplear el término de la sociología (marxista).

Pertenece, en cambio, al misterio de la Iglesia el que ésta, en su fase terrena, sea a la vez comunidad y estructura social o institución. Este "a la vez" no excluye sólo la prioridad cronológica —primero la comunidad, luego la sociedad—, sino la mera yuxtaposición de ambas —la institución o estructura junto a la comunidad—, siquiera radique esa yuxtaposición en la positividad de una voluntad divina fundacional que lo ha establecido así. Por el contrario, la simultaneidad de que hablamos incluye a la comunidad y a la estructura como dimensiones de una única realidad que es el sacramento de la Iglesia. La Ecclesia in terris, en efecto, es siempre comunidad de hombres y, en la misma medida que lo es, es siempre comunidad dotada de una estructura social. Nunca se da aquélla sin ésta, y ésta sólo existe en aquélla. Esto es lo mismo que decir que ambas dimensiones son de origen divino y que lo son como dimensiones o momentos de una única realidad, no como magnitudes autónomas y sustantes. Esto se explica por el origen cristológico-pneumatológico de la Iglesia.

En efecto, la Iglesia es siempre —y no sólo en su origen histórico— una convocación-congregación que realiza Dios por Cristo en el Espíritu Santo; y las personas llamadas-congregadas lo son para formar una comunión que tiene una determinada estructura de origen igualmente divino. Dios es el que llama y congrega a los hombres, y Dios es el que establece de una vez por todas la manera propia de la convocación-congregación que Él realiza. Esa manera propia, permanente y trascendente, de llamar y congregar se patentiza en la estructura de la Iglesia, encarnada siempre en personas concretas, pero que trasciende a las personas llamadas y congregadas. Ese carácter de permanencia y trascendencia que tiene la estructura de la Iglesia respecto de las personas, sin ser en concreto distinta de ellas, es el que permite hablar de la Iglesia como institución.

La actualidad permanente del Dios que llama y congrega en Cristo por la acción del Espíritu Santo se expresa precisamente en la institución sacramental de la Iglesia, que incluye el ministerio de la predicación. La realidad Iglesia es re-creada continuamente por la acción trinitaria, que se sirve del ministerium verbi et sacramentorum. La Palabra que convoca y congrega, y los Sacramentos que realizan lo así anunciado, son radicalmente acciones divinas, que tienen a Cristo mismo en cuanto hombre como sujeto, el cual, por la misión del Espíritu, asocia a la Iglesia sacramentaliter (instrumentalmente y significativamente) para que se dé en la historia la continua convocación-congregación que es la Iglesia.

Tenemos así el siguiente cuadro en orden a la comprensión de la estructura de la Iglesia: Cristo, enviando su Espíritu en la Palabra y en los Sacramentos, hace surgir la Iglesia tanto en sus miembros como en su estructura sacramental (Ecclesia fabricata a sacramentis); y esta estructura (la Iglesia-institución) es asumida por el Espíritu de Cristo para la celebración-administración de los sacramentos. Cristo, de esta manera, a la vez que incrementa los miembros del Cuerpo y les asigna funciones, mantiene a la Iglesia en su estructura. Por otra parte, la respuesta humana a la acción trinitaria y eclesial de la predicación y los sacramentos es la fe, y con ella, esos mismos sacramentos (de la fe) en cuanto que piden la colaboración del hombre. De esta manera, los hombres "viven" en la Iglesia por los sacramentos y, en el mismo momento, se "sitúan" en la estructura de la Iglesia; y, a la vez, por esas mismas acciones sacramentales, la Iglesia se constituye de continuo en su ser de Iglesia y se mantiene, por tanto, como Iglesia.

La inseparabilidad y la simultaneidad de las dos dimensiones de la Ecclesia in terris, en cuanto comunidad de hombres y estructura consagrada, son afirmadas por el Concilio Vaticano II en esta densa expresión: "indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis" [3]. La estructura no es "superestructura", sino la índole misma de la comunidad cristiana.

2. Determinación cristológica de la Iglesia.

Las reflexiones que preceden han querido poner de relieve cómo la "comunión" de vida divina —la existencia cristiana personal y comunitaria— y la "estructura" visible no son duae res, sino dos aspectos de la única realitas complexa que es la Iglesia en este mundo, como explicó el Concilio Vaticano II [4]. Trayendo esta reflexión más cerca a nuestro asunto, debemos decir:

1º) Que la "estructura" y la "comunión" se comportan y relacionan entre sí como el sacramentum y la res (sacramenti). El sacramentum que es la Iglesia está estructurado en orden a significar y producir la res, es decir, la Iglesia como comunión de los hombres con Dios y entre sí por Cristo en el Espíritu Santo.

2º) Que la "estructura", por su función sacramental significante, debe significar en sí misma esa communio; de ahí que la "estructura" al servicio de la comunión haya de ser una "estructura de comunión", como quise reflejar en otra ocasión al proponer esta definición de la estructura de la Iglesia: el conjunto de elementos y funciones interrelacionadas en unidad-totalidad por los cuales la Ecclesia in terris se constituye en su ser de Iglesia y opera como Iglesia [5].

3º) Todo ello es así porque la Iglesia, tanto en su estructura como en su ser profundo (comunión), ha de ser entendida desde el misterio del Verbo Encarnado; no sólo en cuanto que tiene respecto de él una relación de origen histórico fundacional, sino en cuanto que es en sí misma un misterio de "cristificación" en el Espíritu, por el que la Iglesia pasa a ser Cuerpo de Cristo. Pero Cristo, en el núcleo de su ser divino-humano, por la unción del Espíritu que es la misma unión hipostática, es esencialmente el Mediador único entre Dios y los hombres, el Sacerdote eterno de esta Nueva Alianza, cuyo fruto es la Iglesia.

4º) La Iglesia, a su vez, no es sólo el fruto del misterio de Cristo —de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre—, sino "que es asumida por El como instrumento de redención de todos los hombres y es enviada a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra" [6].

5º) De esta manera, tanto el "vivir redimido" de la Iglesia —existencia cristiana—, que se plenificará en el Reino consumado, como la estructura de que está dotada hic in terris para ser instrumento de redención, aparecen, en la economía histórica de la salvación, como la manifestación de esa cristificación radical, obra del Espíritu, que permite que, por Cristo, con El y en El, se dé a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.

6º) Digamos finalmente que el nivel más radical y originario de esa comunión y esa estructura viene señalado por la participación del sacerdocio de Cristo: la Iglesia, en su entraña más profunda y definitiva, participa del sacerdocio único de Cristo y de esta forma tiene in aeternum acceso al Padre; y, a la vez, la estructura —que está al servicio de la misión de la Iglesia en este mundo— está determinada sacerdotalmente. Por eso la estructura de la Iglesia es la estructura de una comunidad sacerdotal, como dice el texto antes citado de Lumen gentium.

3. Determinación sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Antes, al referirme a la originación de la Iglesia, he hablado, en general, de los sacramentos, para poder comprender así el fondo de la cuestión. Ahora es el momento de decir que los sacramentos que producen la estructura originaria de la Iglesia son en concreto aquellos que "imprimen" carácter, como reza la doctrina tradicional: el Bautismo (y la Confirmación), por una parte, y el Orden, por otra. Pero éstos son precisamente los sacramentos que dan una participación en el sacerdocio de Cristo. De ahí que la estructura nativa de la Iglesia nos presente los distintos elementos y funciones de la sociedad eclesial estructurándose como radicalmente sacerdotales.

Esos elementos originarios de la estructura sacerdotal de la Iglesia se designan tradicionalmente con los nombres de conditio fidelis —que surge del Bautismo y se potencia en la Confirmación— y sacrum ministerium, que se fundamenta en la recepción del sacramento del Orden; elementos de los que surgen las respectivas condiciones personales.

El Bautismo crea, en efecto, la cualidad de miembro del Pueblo sacerdotal de Dios, de christifidelis, y hace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: congregatio fidelium, como decían los antiguos con certera intuición. Antes de cualquier otra división de funciones y responsabilidades, de distinción en estados y condiciones, se da la igualdad radical de todos los fieles que surge de la llamada de Dios en el Bautismo. Pero, en el seno del pueblo sacerdotal, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para ser los ministros del Señor, es decir, para representarle ante sus hermanos como el único Mediador entre Dios y los hombres, Cabeza de su Cuerpo y Jefe de su Pueblo: el Orden, en este sentido, les capacita para actuar in persona Christi. A través del sacramento del Orden, Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura fundamental de la Iglesia.

Las dimensiones "fieles" y "ministerio", que surgen de la donación sacramental del Espíritu por parte de Cristo, no agotan la acción estructurante del Espíritu en la Iglesia, si bien son el punto de partida estructural de esa ulterior y permanente acción. El resultado de la misma es una tercera dimensión de la estructura de la Iglesia que se polariza en torno al concepto de carisma: Dios enriquece a su Iglesia, dice Lumen gentium, n. 4, con dones "jerárquicos y carismáticos". Es el elemento o dimensión carismática de la estructura, del que ahora no nos ocupamos [7]: consideramos sólo la dimensión sacramental-sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Una observación a este propósito me parece oportuna. El Concilio Vaticano II ha ligado la misión salvífica de Cristo a su triple potestad y función de sacerdote, profeta y rey, y ha visto la estructura de la Iglesia como una consagración de la misma en la que Cristo, por su Espíritu, le otorga una participación sacramental de su triple munus en orden a hacer actual en el mundo la misión salvífica del Señor. Pero esas tres funciones no se pueden distinguir adecuadamente entre sí, pues forman un "complejo orgánico" [8] radicado en la unidad de Cristo, Mediador único de los bienes de la Nueva Alianza. Por estar su centro ontológico en el único Mediador, su núcleo más profundo es el sacerdocio (ontológico) de Cristo, que se despliega en las dimensiones cultual, profética y regia de su actividad salvífica. De ahí que deba decirse lo mismo, analógicamente, de la Iglesia, comunidad sacerdotal por razón de la estructura consagrada, sacerdotal, que la vertebra. De ahí también que la participación en el sacerdocio de Cristo sea el rasgo más definitivo de esa estructura y que desde ella se fundamente "la relación auténticamente cristiana con Dios, con el misterio de la Creación y de la Redención visto en el modo en que la conciencia de estos misterios ha sido presentada y profundizada por el Vaticano II" [9]. En este sentido —aunque el Concilio no lo haya afirmado expresamente—, responde a la eclesiología del Vaticano II el que la distinción entre "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial" —que es esencial y no solo de grado— incluya también la doble forma de participar en la Iglesia los otros dos munera de Cristo: el regio y el profético.

4. El "christifidelis" y su condición sacerdotal.

Como es sabido, el cap. II de la Constitución Lumen gentium es el lugar fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación. En los números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

Allí, lo que aparece en primer lugar es la "nueva criatura", es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando su vida nueva con el Cuerpo y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como afirmé antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el "común denominador" de los diversos "numeradores" que pueden darse y se dan de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio Vaticano II con una expresión bien precisa: christifidelis [10], que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de Cristo, fiel de Cristo, etc. La condición descrita en el cap. II de Lumen gentium incluye no sólo a los laicos sino a todos los miembros de la Iglesia, también a los clérigos y a los religiosos. Esto lo expresaba con toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenernos:

"Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim episcopus, vobiscum christianus. Illud est nomen officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis". "Cuando me atemorizo pensando en lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros. Porque para vosotros soy el Obispo, con vosotros soy un cristiano; aquél es el nombre de mi oficio, éste es el nombre de la gracia; aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación" [11].

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo con la palabra "cristianos" y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros —es decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen gentium— soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. San Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, "el" Obispo: vobis Episcopus. El Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido:

a) Por una parte, designa la conditio o status propio de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal, es la que San Pablo describe con estas palabras: "El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado" (Ef 1, 3-6). Cuando Agustín dice: "con vosotros soy cristiano", el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad propia de los creyentes en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: los distintos de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano —sea sacerdote, laico o religioso— es, ante todo, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

b) Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructus, la palabra christifidelis designa "el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia" [12], su ontología radical —el nomen gratiae—, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice —por ejemplo, en Lumen gentium, n. 11—: "christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status..." [13].

Esa doble acepción de la palabra christifidelis corresponde a la doble dimensión de la Ecclesia in terris a la que aludíamos al principio: la Iglesia peregrinante es inseparablemente comunión (existencia cristiana) y estructura (al servicio de la comunión). En efecto, el christifidelis recibe por el Bautismo el sacerdocio común: al recibirlo, adquiere su más radical posición en la estructura de la Iglesia y, al ejercerlo, realiza su existencia cristiana.

El hecho y el contenido de ese sacerdocio común de los cristianos está descrito por el Concilio Vaticano II con estas palabras:

"Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Hb 5, 1-5), a su nuevo pueblo -lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre- (cfr. Ap 1, 6; Ap 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1P 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rm 12, 1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1P 3, 15)" [14].

Quedémonos aquí por el momento y pasemos a considerar la otra forma de participación en el sacerdocio de Cristo —el sacerdocio ministerial—, que corresponde al otro elemento de la estructura originaria de la Iglesia: el sagrado ministerio. Una vez que lo hayamos descrito volveremos a contemplar el contenido específico del sacerdocio común de los fieles, puesto en relación con el sacerdocio ministerial. Sólo en esa "relación dialéctica" aparecen ambos en su plena significación cristiana, pues es constitutivo del ser de la Iglesia militante el que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo aparezcan "articuladas" entre sí, como los elementos primarios de la unidad-totalidad que es la estructura sacerdotal de la Iglesia.

5. El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia.

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2/b:

"El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, -en el que no todos los miembros tienen la misma función- (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale en el nombre de Cristo en favor de los hombres".

De entre los fieles, pues, algunos son ministros. Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica [15]: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, conferido por Jesús a los Apóstoles, que se transmite por medio de un específico sacramento —el sacramento del Orden— y recae sobre algunos fieles que pasan de este modo a ser los "ministros sagrados" ("clérigos" en la terminología tradicional canónica).

Como ya dijimos al principio, no vamos a detenernos en esta decisiva afirmación eclesiológica [16], que presuponemos. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros sagrados en la Iglesia, lo característico de su posición estructural en el Pueblo de Dios, y, en consecuencia, lo peculiar de su servicio, que consiste en la "re-praesentatio Christi Capitis" [17]. En palabras del Concilio:

"En los obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo, nuestro Señor, Pontífice Supremo, está presente entre los fieles" [18]. "Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en la persona de Cristo, Cabeza" [19].

Esta consagración sacerdotal de los ministros arranca de la de los Apóstoles. San Pablo, en efecto, entendía el ministerio propio de los Apóstoles como una acción de naturaleza sacerdotal: "ministros de Cristo Jesús en medio de las naciones, ejerciendo el sagrado ministerio del Evangelio de Dios, para que la oblación de las gentes sea agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 3) [20].

La sagrada potestad que reciben los Apóstoles, y que les adviene a sus sucesores por el sacramento, los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Podemos concluir diciendo en síntesis que el binomio "fieles-ministros" representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descritos en el n. 10 de Lumen gentium.

La dinámica de la estructura de la iglesia

El sentido de esta dinámica es lo que finalmente nos interesa. El segundo párrafo de Lumen gentium, n. 10 es normativo en este punto:

"El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque se diferencian essentia et non gradu tantum, se ordenan sin embargo el uno al otro; porque uno y otro participan suo peculiari modo del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de la que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y con la caridad operativa".

A partir de este texto, intentaremos profundizar, primero, en la diferencia mutua y, a continuación, en la mutua ordenación de ambos sacerdocios, para, finalmente, sacar las consecuencias "estructurales" de todo ello.

6. La diferencia entre las dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo.

Pío XII primero [21] y el Concilio Vaticano II después expresaron una convicción unánime de la fe católica cuando dijeron que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo difieren essentia et non gradu tantum. Esta expresión ha dado lugar a prolijas discusiones, sobre todo en el intento de explicar metafísicamente qué sea aquí esencia y participación [22]. No debemos ir ahora por este camino, pues no es el decisivo para nuestro propósito. Entiendo que el Concilio mismo interpreta la expresión essentia non gradu tantum cuando inmediatamente dice que eso es así porque cada una de esas formas participan del único sacerdocio de Cristo suo peculiari modo. Estimo que esto quiere decir:

1º) que, en cuanto participaciones, son ambas originarias: no derivan la una de la otra y son irreductibles la una a la otra. Sólo a través de la operatividad propia de cada una de ellas el sacerdocio único de Cristo despliega toda su fuerza salvífica en la historia: lo que en Cristo es uno, en la Iglesia se da en modalidad doble.

2º) que son esencialmente complementarias; de ahí que el ad invicem ordinantur del texto conciliar no tenga sólo un contenido moral y jurídico, de buena ordenación de la vida eclesial, sino que expresa el porqué profundo de aquella diferenciación esencial: la manera teológica del ser sacerdotal de la Iglesia como un todo, como communitas sacerdotalis.

Esa diferencia esencial y esa mutua ordenación expresan el misterio de la Iglesia como cuerpo (sacerdotal) de Cristo (sacerdote). Veamos, primero, esa diferencia esencial, profundizando en el contenido propio de ambas formas. Cristo, con los actos concretos e históricos de su vida, que culminan en el misterio pascual, es el sacerdote y la víctima eternamente grata a Dios Padre. Sólo El, el Hijo de Dios hecho hombre, "el hombre Cristo Jesús", es el "único Mediador entre Dios y los hombres", como dice la primera carta a Timoteo (Tm 2, 5). El sacerdocio común de los fieles significa una participación, que Cristo da a los suyos, de ese sacerdocio. Por ella los creyentes ofrecen sus vidas —"sus cuerpos", dice San Pablo con profunda expresión (Rm 15, 1)— como hostias vivas, santas, agradables a Dios [23]. El sacerdocio común de los fieles es un sacerdocio "existencial". Con rigurosa y profunda expresión, el Fundador del Opus Dei pudo decir que el cristiano ha sido constituido por Dios "sacerdote de su propia existencia" [24]. El ejercicio del sacerdocio común consiste primariamente en la santificación cotidiana de la vida real entregada. Son, en efecto, los actos concretos del hombre cristiano los que se transforman en las "hostias espirituales" de que habla San Pedro (1P 2, 5), actos que despliegan la consagración de todo el ser del cristiano, de su "cuerpo" en el sentido paulino. Cristo, por el sacerdocio común, asocia a los cristianos a su sacrificio y a su alabanza al Padre.

A. Feuillet, tal vez el exégeta que más ha profundizado en el patrimonio bíblico sobre el tema, ha podido concluir: "los sacrificios espirituales de que habla 1P 2, 5, explicados en el contexto de los otros pasajes mencionados, deben ser interpretados, ante todo, como una imitación voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo, Siervo doliente" [25]. El sacerdocio común de los fieles aparece así como la realización misma de la existencia cristiana, y todo cristiano, según la expresión de Mons. Escrivá de Balaguer, es en lo profundo de su ser un "alma sacerdotal" [26].

Es, pues, el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual, regia y profética que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede por tanto reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales. Pertenece a la esencia del sacerdocio común el ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu Santo y, en este sentido, su ejercicio no desaparecerá nunca, sino que tendrá su consumación eterna en la Ecclesia in patria. Pero es, también ahora, una alabanza per Filium: de ahí que, aquí en la tierra, diga esencial relación al sacrificio eucarístico, como recuerda Feuillet: "los bautizados son, a semejanza de Cristo, sacerdotes y víctimas del sacrificio que ofrecen, pero este sacrificio se hace posible por el único sacrificio de Cristo" [27].

Esta última afirmación nos lleva a considerar el proprium del "sacerdocio ministerial o jerárquico", su insoslayable necesidad y su irreductibilidad al sacerdocio común. Porque siendo cierto cuanto hemos dicho acerca del sacerdocio de todos los creyentes, permanece como una verdad central de la fe que no hay más sacerdote que Cristo, ni más sacrificio grato a Dios que el de su propia existencia. La congregatio fidelium no se autodona la salvación que debe testimoniar, ni genera la Palabra y el Sacramento que salvan, sino que es Cristo el que salva. Por eso, los cristianos sólo pueden ser hostias vivas "recibiendo" de Cristo en el hoy de la historia la fuerza de su palabra y de su sacrificio. Pues bien, el sacerdocio ministerial, en la economía de la gracia, es —valga la expresión— el "invento" divino por el que Cristo, exaltado a la derecha del Padre, entrega hoy a los hombres su palabra, su perdón y su gracia. Esta es la razón de ser del ministerio eclesiástico: constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, en medio de los fieles. Como dice Mons. del Portillo, "Cristo está presente en su Iglesia no sólo en cuanto atrae a sí a todos los fieles, para que en El y con El, formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que El quiso instituir en el seno de su Iglesia" [28]. ""El sentido central del ministerio sacerdotal en la Iglesia es el ministerio de Jesucristo mismo que, en virtud de la ordenación sacramental, continúa viviendo en el sacerdocio ministerial de la Iglesia" [29].

El sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio "sacramental", en contraste con el sacerdocio "existencial" común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen —en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos—, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce "sacramental" (re-presentativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, "sacramentales" (re-presentativos), sino, como hemos visto, "reales", pertenecen a la res de la vida cristiana santificada. En efecto, el sacerdocio ministerial, que sella para siempre a los que lo reciben, pertenece, no obstante, al orden del medium salutis, característico de la fase peregrinante de la Iglesia; por el contrario, el sacerdocio regio de los bautizados pertenece al orden de los fines, del fructus salutis, pues consiste en la comunión misma con Cristo, Sacerdote y Víctima, que es el corazón mismo de la existencia cristiana, que se plenificará en la vida eterna [30].

Veamos ahora la mutua relación entre ambos, que está implícita en las consideraciones precedentes. Ambas formas del sacerdocio, con sus actos propios, se necesitan mutuamente: son la una para la otra, aunque de distinta manera.

7. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común: prioridad "sustancial" de los "christifideles".

"Nuestro sacerdocio sacramental —escribía Juan Pablo II en 1979 hablando de los ministros sagrados— constituye un ministerium particular, es servicio respecto a la comunidad de los fieles" [31]. La ordenación del ministerio a los fieles hay que verla en esta perspectiva. La primera y más radical relación entre ambas magnitudes es, en efecto, el servicio del ministerio a la congregatio fidelium. Así lo afirma solemnemente la Constitución Lumen gentium:

"Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su Pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se denomina muy significativamente diakonia, es decir, ministerium (cfr. Hch 1, 17.25; Hch 21, 19; Rm 11, 13; 1 Tm 1, 12)" [32].

La razón formal de ese servicio —según vimos en su momento— es la "re-praesentatio Christi". Para ejercerlo, los titulares del ministerio sacerdotal están dotados de la sacra potestas, como afirma el Concilio:

"Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, y lo hacen con sus consejos, sus exhortaciones, su ejemplo, pero también auctoritate et sacra potestate, la cual ciertamente ejercen sólo para santificar a la grey en la verdad y en la santidad... porque el que ocupa el primer puesto ha de ser como un servidor de los demás" [33]. "Para ejercer este ministerio, se le confiere al presbítero la potestas spiritualis, que se da ciertamente para edificación" [34].

En consecuencia, decir que la ordinatio del ministerio a los fieles es esencialmente diaconía, servicio, es lo mismo que decir que la "ontología" de la estructura de la Iglesia señala la prioridad sustancial —¡no cronológica!— de la conditio fidelis, del sacerdocio común —"vobiscum christianus, vobis episcopus"—, respecto de la cual el elemento "ministerio sacerdotal" tiene carácter relativo, teológicamente subordinado: "Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico en función del común" [35].

Esta prioridad de que hablamos es "sustancial" —decimos—, y esto nada tiene que ver, por tanto, con una concepción del ministerio eclesiástico que lo hiciera derivar del sacerdocio común, postura ésta explícitamente condenada por la Iglesia [36]. Ambas formas de sacerdocio son "originarias", como hemos visto ya suficientemente, y "esencialmente" distintas.

Pero, una vez despejado el posible equívoco, debemos afirmar con todo rigor la prioridad sustancial así establecida. Afirmarla y comprenderla con todas sus exigencias pertenece a la esencia de la concepción católica de la Iglesia, y la trascendencia ecuménica de esta doctrina no se oculta a nadie.

Lo que indica en rigor esa prioridad sustancial que reconocemos en los "fieles" y en el sacerdocio bautismal es: a) la radicalidad y la permanencia in Patria de la condición de fiel transformado en comprehensor; es la primacía de lo cristiano, simpliciter: este nivel, como decía San Agustín, es el nomen gratiae; b) el carácter de servicio a la congregatio fidelium que es propio de los ministros sagrados y la razón de ser de su "ministerio sacerdotal": de ahí su nombre, nomen officii.

Desde la prioridad del sacerdocio común aparece claro por qué la potestad de representar a Cristo, que tienen los titulares del sacerdocio ministerial, no significa que en ellos se concentre la realidad del ser cristiano, ni que acaparen la misión de la Iglesia, situando a los fieles en la condición de simples receptores de la acción de los ministros. Aquí es precisamente donde la eclesiología del Concilio Vaticano II ha operado uno de los más profundos desarrollos, que ha consistido, paradójicamente, en dejar emerger lo más antiguo y original en la estructura de la Iglesia. Desde ella se ve con claridad que es todo el Pueblo de Dios, organice exstructus, el portador ante el mundo del mensaje de la salvación, y que, en el seno de ese Pueblo, la dimensión estructural fideles representa el momento sustantivo de lo cristiano. Por eso, la dimensión ministerium es estructuralmente relativa. Relativa a Cristo y a la congregatio fidelium. Es relativa a Cristo, en cuanto que su servicio al Señor es ser signo e instrumento de su don salvífico a la comunidad. Es relativa a la congregatio, en cuanto que, a través de su ministerio sacerdotal, enriquece con los dones divinos a la congregatio fidelium, en orden a que ésta ponga en ejercicio su "alma sacerdotal", viviendo la sustancia de la fe y ejerciendo en el mundo la caridad que Cristo mismo —no los ministros— le ha otorgado en el Espíritu.

8. Relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial: prioridad "funcional" del sagrado ministerio.

Pero el misterio de la participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, tanto en la comunión, como en la estructura, hemos de verlo ahora desde el otro lado. La afirmación de la prioridad sustancial de la congregatio fidelium respecto del ministerio sólo se hace inteligible del todo al captar la prioridad funcional de este último en el seno de la estructura. Pero esa prioridad es la consecuencia de la ordinatio que a su vez tienen los fieles respecto del ministerio. Ambos ad invicem ordinantur. Todo lo cual no es difícil de captar a partir de lo ya establecido.

La sustancia cristiana, el nomen gratiae, está radicalmente, como dijimos, en los fieles: todos, en la Iglesia, están en camino de salvación y santidad por su condición de creyentes. Pero esa sustancialidad no se la da la congregatio fidelium a sí misma —decíamos—, sino que es fruto del Espíritu, que Cristo envía en la Palabra y los Sacramentos. De ahí que el servicio específico que prestan a la congregatio los ministros de la Palabra y de los Sacramentos no sea para los fieles una "posibilidad" que se ofrece entre las múltiples que se operan dentro de la congregatio, sino una radical condición de existencia: "usar" ese ministerio —en la economía de la salvación instaurada por Cristo— es esencial para que en la congregatio fidelium quede hincada la sustancia de lo cristiano. En este sentido los ministros, porque representan a Cristo Cabeza, tienen, en cuanto tales ministros, prioridad funcional en el seno de la estructura. Esta prioridad testifica que Cristo es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo.

Por aquí puede verse cuál es la peculiar ordinatio del sacerdocio común al ministerio. A diferencia de la ordenación de éste a aquél, no se trata ahora de una ordenación de servicio: la congregatio fidelium no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada en la necesidad de ser servida: los fieles, en efecto, necesitan el servicio sacramental y profético de los ministros para ser y vivir como cristianos, necesitan las acciones específicas del sacerdocio ministerial para poder ejercer las que son propias de su sacerdocio común. Sin la "ayuda" del ministerio sacerdotal no podrían ser lo que son, según expresa Juan Pablo II, apoyándose en las declaraciones del Concilio Vaticano II:

"El sacramento del Orden, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Ef 4, 11 ss): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para -ofrecer sacrificios espirituales- (cfr. 1P 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1P 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote -por la potestad sagrada de que goza..., realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece en nombre de todo el pueblo- (Const. dogm. Lumen gentium, n. 10)" [37].

Esta consideración de la prioridad funcional del sagrado ministerio es la que ha llevado a algunos teólogos a hablar de ministerio "estructurante" de la comunidad [38]. En efecto, si la estructura fundamental de la Iglesia surge de la convocación-congregación que Cristo hace por la Palabra y el Sacramento, y a través de la cual se entrega a los fieles, la función propia de los ministros es ser cauce del que Cristo Cabeza se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia, es decir, dotada de su estructura fundamental. Esta es la razón de que siendo los ministros esencialmente servidores de los demás, deban, sin embargo, ser amados y honrados por la congregatio fidelium, como San Pablo pedía a los Tesalonicenses: "Os rogamos, hermanos, reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os gobiernan ("proistaménous") en el Señor y os instruyen, y que los estiméis en el más alto grado con amor a causa de la obra que realizan" (1Ts 5, 12-13). La razón es "estructural", no "personal": la "obra" que realizan.

9. La mutua ordenación de ambas magnitudes como dinámica originaria de la estructura de la Iglesia.

La consideración conjunta del binomio "fieles-ministros", con su ordinatio ad invicem, con la prioridad sustancial de los primeros y la prioridad funcional y estructurante de los segundos, pone de relieve la unidad-totalidad de la estructura fundamental de la Iglesia, que, a través de ambos elementos, se configura en sus más primarias dimensiones. La Iglesia, aquí en la tierra organice exstructa, no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan de manera inefable para hacer de ella —la Iglesia— el Cuerpo de Cristo.

Esta estructura es originaria en cuanto los dos elementos que la componen señalan las más radicales posiciones estructurales —no las únicas— que se dan en la Iglesia. Desde ella se comprenden teológicamente las entidades históricas en las que esa estructura se expresa, tanto a nivel universal como a nivel particular; y esta articulación esencial diferencia, a su vez, a esas entidades de las otras formas de comunidad cristiana en las que sólo se pone teológicamente en juego uno de esos dos elementos.

Digamos, como síntesis de todo lo expuesto, que la razón de la estructura de la Iglesia, tal como emerge de la Revelación divina, es ésta: que los titulares del sacerdocio ministerial, con la entrega a su ministerio, sirvan a sus hermanos —los "fieles"— para que éstos, ejerciendo su sacerdocio existencial, puedan servir a Dios y al mundo. El ministerio sacerdotal existe para "la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil" [39]. La dinámica de este doble servicio escalonado es escatológica: la misión, la edificación del Cuerpo de Cristo. En este contexto adquiere toda su fuerza el título de aquél que, por institución divina, preside y aúna todo el "ministerio" eclesiástico: "Siervo de los siervos de Dios". En este título se sintetiza toda la teología del sacerdocio ministerial y, con ella, el verdadero sentido de la doble prioridad —sustancial y funcional— que hemos expuesto.

Pedro Rodríguez, en es.romana.org/

Notas:

[1]     K. Wojtyla, La renovación en sus fuentes, Madrid 1982, p. 182.

[2]     Con la expresión "estructura de la Iglesia" designamos la constitutiva manera de darse los elementos y funciones de que se compone la Iglesia en cuanto "ordenada y constituida como sociedad en este mundo" (Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 8/b).

[3]     Const. dogm. Lumen gentium, n. 11/a. "Ecclesia non exsistit nisi ut Ecclesia structura praedita" (Commissio Theologica Internationalis, Themata selecta de Ecclesiologia, Romae 1985, p. 42. Todo el capítulo 7: "De sacerdotio communi in sua relatione ad sacerdotium ministeriale", es fundamental para nuestro asunto).

[4]     Ibid., n. 8/a.

[5]     P. Rodríguez, El concepto de estructura fundamental de la Iglesia, en Veritati Catholicae, Festschrift für Leo Scheffczyk zum 65. Geburtstag, heraüsgegeben von A. Ziegenaus, F. Courth, Ph. Schaefer, Aschaffenburg 1985, p. 240.

[6]     Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 9/b.

[7]     Vid. sobre el tema P. Rodríguez, La identidad teológica del laico, ponencia presentada al VIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona, 21-24 de abril de 1987. Próxima publicación de las Actas.

[8]     K. Wojtyla, o.c. en nota 1, p. 178.

[9]     Ibid., p. 181.

[10]      La teología del Concilio Vaticano II tiene en el concepto de "christifidelis" uno de sus puntos neurálgicos. La monografía, ya clásica, sobre el tema es A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, Pamplona 1969, 2ª ed. 1981. Hay traducciones en diversos idiomas.

[11]      San Agustín, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en Lumen gentium, n. 32/d.

[12]      A. del Portillo, o.c. en nota 10, p. 38 nota 36.

[13]      El concepto está perfectamente recogido, en su doble valencia, en el canon 204 § 1 con el que comienza el libro De populo Dei: "Christifideles sunt qui, utpote per baptismum Christo incorporati, in populum Dei sunt constituti, atque hac ratione muneris Christi sacerdotalis, prophetici et regalis suo modo participes facti, secundum propriam uniuscuiusque conditionem, ad missionem exercendam vocantur, quam Deus Ecclesiae in mundo adimplendam concredidit". Ha podido decirse con razón (E. Corecco, I laici nel nuovo Codice di Diritto Canonico, en "La Scuola Cattolica" 112 [1984] 200) que el concepto de "christifidelis" protagoniza el nuevo Código de Derecho Canónico.

[14]      Lumen gentium, n. 10/a. Un comentario autorizado al texto conciliar puede verse en G. Philips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, II (Barcelona 1968) 175-200.

[15]      Vid. Conc. Tridentino, sess. 23, Decr. de Sacram. Ordinis, DS 1763-1778; todo el cap. III de la Const. dogm. Lumen gentium; y el documento El sacerdocio ministerial del Sínodo de los Obispos de 1971, parte I, n. 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25). Vid también J. Ratzinger, Das geistliche Amt und die Einheit der Kirche, en "Catholica" 17 (1963) 165-179.

[16]      Vid. el documento Schreiben der Bischöfe des deutschprachigen Raumes über das priesterliche Amts, 11-XI-1969, Trier 1970 (edición española: Conferencia Episcopal Alemana, El ministerio sacerdotal, Salamanca, 1971). Me he expresado sobre el tema en mi obra Iglesia y ecumenismo, Madrid 1971, cap. IV: "El ministerio eclesiástico en el seno de la Iglesia, Pueblo de Dios", pp. 173-220.

[17]      Vid. A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 4ª ed., 1976, pp. 96-100, donde se comenta la expresión de Presbyterorum ordinis, n. 2/c "in persona Christi Capitis agere". Juan Pablo II se ha ocupado abundantemente del tema en sus Cartas del Jueves Santo a los presbíteros. Vid. especialmente el n. 4 titulado "El sacerdote, don de Cristo para la comunidad", de su primera carta, Novo incipienti nostro, en AAS 71 (1979) 398-400.

[18]      Const. dogm. Lumen gentium, n. 21/a.

[19]      Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2/c.

[20]      Vid. H. Schlier, Grundelemente des priesterlichen Antes in Neuen Testament, en "Theologie und Philosophie", 44 (1969) 161-180. Apoyándose en este trabajo fundamental, el estudio bíblico sobre el tema que realizó la Conferencia espiscopal alemana, a propósito de San Pablo, asegura: "el apostolado es, para Pablo, un ministerio y una obra sacerdotal" (o.c. en nota 16, p. 44); y respecto al conjunto del testimonio neotestamentario concluye: "En el N.T. se hallan los elementos fundamentales que permiten atribuir a dicho ministerio el carácter sacerdotal" (Ibid., p. 53).

[21]      Pío XII, Discurso a los Cardenales, 2-XI-1954, en AAS 46 (1954) 669.

[22]      Vid. A. Fernández, Nota teológica sobre la explicación conceptual de una fórmula difícil: la diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, en "Revista Española de Teología" 36 (1976) 329-347; y A. Vanhoye, Sacerdoce commun et sacerdoce ministériel. Distinctions et rapports, en "Nouvelle Revue Théologique" 97 (1975) 193-207.

[23]      Los fundamentos bíblicos del sacerdocio común de los fieles han sido rigurosamente estudiados en A. Feuillet, Les "sacrifices spirituels" du sacerdoce royal des baptisés (1 Pet 2, 5) et leur préparation dans l'Ancien Testament, en "Nouvelle Revue Théologique" 96 (1974) 704-728; Idem, Les chrétiens prêtres et rois d'après l'Apocalypse, en "Revue Thomiste" 75 (1975) 40-66.

[24]      Vid. J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid, 1985, 22ª ed., n. 96.

[25]      A. Feuillet, Jesus et sa mère, París 1974, p. 237.

[26]      J. Escrivá de Balaguer, Carta, 28-III-1955, n. 3.

[27]      A. Feuillet, o.c. en nota 25, p. 245.

[28]      A. del Portillo, o.c., en nota 17, pp. 98-99.

[29]      Conf. Episc. Alemana, o.c. en nota 16, p. 98.

[30]      A. Feuillet, Les "sacrifices spirituels"..., o.c., en nota 23, p. 726. La diferencia esencial entre ambas formas de participación, en los términos que hemos visto, pone de relieve algo obvio, pero de la máxima importancia: que el sacerdocio común permanece con sus contenidos propios en los ministros sagrados, no queda "superado" o "subsumido" por el sacerdocio ministerial. El sacerdocio común de los fieles exige en el fielministro que su sacerdocio ministerial se haga "existencial": existencia entregada de sacerdote.

[31]      Juan Pablo II, o.c., en nota 17, p. 399.

[32]      Const. dogm. Lumen gentium, n. 34/a.

[33]      Ibid., n. 27/a.

[34]      Presbyterorum ordinis, n. 6/a.

[35]      K. Wojtyla, o.c. en nota 1, p. 183.

[36]      Vid. Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6-VIII-1983, II, 2, en AAS 75 (1983) 1001-1009.

[37]      Juan Pablo II, o.c. en nota 17, p. 399.

[38]      Vid. J. G. Pagé, Qui est l'Èglise. III: Le Peuple de Dieu, Montreal 1979, p. 263.

[39]      A. del Portillo, o.c., en nota 17, p. 60.

Fernando Verdugo

Introducción [1]

Con ocasión de la crisis o “estallido social” que afectó a Chile con inusitada intensidad a partir de octubre del 2019, diversos análisis políticos, sociales y económicos han puesto la atención en la desigualdad como una de las principales causas del fenómeno. Las desigualdades en los ingresos, en el acceso a la salud, a la justicia y a la educación de calidad, en las pensiones de los jubilados, en términos de género, en la configuración territorial de la ciudad, etc.; desigualdades cultivadas y mantenidas por largo tiempo, parecen explicar la vehemencia e incluso violencia con que amplios sectores de la sociedad han expresado su descontento con el status quo.

La desigualdad, sobre todo aquella que hiere la convivencia humana, no es un problema que inquieta solo a la sociedad chilena. Preocupa en  el mundo entero y ha sido objeto de atención tanto desde el ámbito político, el académico y el eclesial. En este trabajo me propongo, en primer lugar, dar cuenta de algunos estudios que se han realizado en torno a la desigualdad, a nivel mundial y local, para luego detenerme, en un segundo momento más extenso, en algunos hitos bíblicos, teológicos y magisteriales y, enseguida, proponer algunas conclusiones o reflexiones finales que contribuyan al debate y al curso de la acción transformadora que demanda el presente. Obviamente, dada la complejidad de la cuestión aquí abordada, de las distintas aproximaciones disciplinares e ideológicas en juego, el esfuerzo aquí realizado no puede ser sino limitado. Por otra parte, dado el contexto en el que se ha agudizado la discusión sobre las desigualdades, el vínculo con la violencia no puede ser soslayado.

1.           Aproximaciones desde las ciencias sociales a las desigualdades

Es este apartado, de manera muy somera, recogeremos algunos análisis sobre el fenómeno de las desigualdades, consideradas sobre todo desde la economía, de la historia y las ciencias sociales, tanto en estudios globales como locales.

El historiador económico y social Walter Scheidel, en un estudio de largo aliento publicado en español hace un par de años (2018), inicia su monumental obra mostrando como la brecha entre ricos y pobres se torna cada vez mayor y más peligrosa. Como ejemplo preliminar, señala que en el año 2015 las setenta y dos familias más ricas del planeta eran propietarias de tanta riqueza personal neta como la mitad más pobre de la humanidad; es decir, 3.500 millones de seres humanos. Los desequilibrios que se dan a nivel mundial, se replican también al interior de las sociedades o países. Los datos y estadísticas que aporta son abrumadores. Pero lo más perturbador de su documentado análisis, que considera miles de años y distintas sociedades y continentes, consiste en que la violencia y algunas desgracias han sido el gran factor que ha contribuido a nivelar las desigualdades emergentes a lo largo de la historia. En efecto, la civilización no se ha prestado para nivelaciones pacíficas en sus años de existencia. Al contrario, en épocas de estabilidad, las desigualdades no han hecho más que aumentar hasta niveles que acaban siendo insostenibles, al punto de desembocar en asaltos igualitaristas abruptos. Parafraseando al libro de Apocalipsis de la Sagrada Escritura, Scheidel denomina “los cuatro jinetes de la equiparación” a las guerras con movilizaciones masivas (la Primer y Segunda guerra mundial, por ejemplo), a las revoluciones transformadoras (la francesa, la rusa, la china, etc.), a los fracasos o colapsos de los Estados (Egipto antiguo, Mesopotamia, el Imperio Romano, Somalia) y, también, a las grandes epidemias que mermaban la población, generando escasez de mano de obra y aumentado su precio. De este modo, directa o indirectamente, se aplanaban las desigualdades que solían incrementarse en tiempos de paz. De ahí que, para el autor, comprender esas “fuerzas niveladoras” que han surgido en la historia pasada parece crucial para adoptar políticas y medidas concretas que nos permitan combatir pacíficamente la desigualdad en el presente y futuro.

En todo caso, para este historiador austríaco radicado en Estados Unidos, la actual pandemia del coronavirus no se vislumbra como un “gran nivelador” al estilo de la peste negra en Europa. En una reciente entrevista (Fuentes, 2020), Scheidel señala:

La actual pandemia es diferente, porque incluso en el peor de los escenarios, la pandemia de coronavirus matará a una proporción mucho menor de la población respecto de las grandes epidemias del pasado. Como resultado, no habrá escasez de mano de obra y los salarios de los trabajadores comunes no aumentarán. Solo por esta razón, no se convertirá en un nivelador verdaderamente excelente. E incluso si la mortalidad fuera mucho mayor, como podría ser en una futura epidemia, la inteligencia artificial y la automatización podrían absorber parte de la escasez de mano de obra resultante y mantener bajo el valor del trabajo humano.

Con todo, en la línea de la tesis de su obra, considera que podrían darse condiciones para un nuevo brote de violencia, el cual podría evitarse si se adoptan medidas políticas adecuadas. En efecto,

la crisis también tiene el potencial de aumentar la presión política a favor de un cambio más progresivo. Si la flexibilización cuantitativa logra mantener a flote las economías y los avances médicos nos permiten contener el virus, podemos presenciar el regreso a alguna versión de los negocios como de costumbre, con todas las desigualdades arraigadas que esto conlleva. Pero si la crisis resulta ser más prolongada, si conduce a una depresión global o si las vacunas se retrasan mucho, la miseria popular y el descontento podrían llegar a niveles tales que las decisiones políticas más radicales se vuelvan más atractivas o incluso inevitables. Esto podría incluir intervenciones tales como nacionalizaciones de industrias privadas, esquemas de ingresos básicos universales y una tributación más alta y progresiva de los ricos. Esto, a su vez, podría reducir la concentración de ingresos y riqueza.

Cabe destacar también la obra del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (2014), donde el autor postula, apelando no solo a estudios económicos sino, también a la historia, a la política y a otras ciencias sociales, que el capitalismo tiene la tendencia a producir desigualdades y aumentarlas. La tesis del libro es la siguiente:

Cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso ―lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma en el siglo XXI―, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos (…) y –dirá más adelante– los principios de justicia social que son el cimiento de nuestras sociedades democráticas. (Piketty, 2014: 14 y 39).

Para Piketty, esta desigualdad fundamental “nada tiene que ver con una imperfección del mercado; muy por el contrario: mientras más ‘perfecto’ sea el mercado del capital, en el sentido de los economistas, más posibilidades tiene de cumplirse la desigualdad” (Piketty, 2014: 39). No es, pues, en el mercado donde hay que buscar las soluciones. Luego de documentar el gigantesco incremento de las desigualdades patrimoniales mundiales, y de estudiar los “treinta gloriosos” años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, donde las desigualdades parecieron reducirse, intenta sacar fórmulas que permitan superar el capitalismo entregado a su propia inercia. Para este economista, “sólo un impuesto progresivo sobre el capital cobrado a nivel mundial (o por lo menos en zonas económicas regionales bastante importantes, como Europa o América del Norte) permitiría contrarrestar eficazmente semejante dinámica” (Piketty, 2014: 449). Además, es necesario un control democrático, de modo que esa dinámica no se torne creciente y explosiva sino, más bien, haciendo uso de la herramienta impositiva sobre el capital (preferible, pero no excluyente del impuesto progresivo sobre el ingreso) pueda utilizarse desde un Estado Social que promueva una verdadera igualdad de oportunidades, que favorezca los proyectos comunes como educación, salud, jubilación, empleo, desarrollo sostenible, etc. (Piketty, 2014: 502).

Buscando nuevas vías para superar el capitalismo generador de crecientes desigualdades, Thomas Piketty en su nuevo libro titulado Capital e Ideología (2019) retoma y profundiza el tema desde una perspectiva histórica, económica, política y sociológica. Con nuevos antecedentes, como los que aporta el World Inequality Database, ofrece una visión menos occidental o euro-céntrica y amplía el estudio hacia más países y a todos los continentes. De este modo, radicaliza su crítica y busca superar un sistema que acrecienta las desigualdades y constituye una amenaza para el planeta. No reduce el estudio al drama de la concentración de la tenencia de la propiedad, del capital y los activos de un país, sino también a las inequidades en el ámbito de la educación, a las diferencias que existen entre países en cuanto la recaudación de fondos mediante impuestos. A partir del estudio exhaustivo y análisis, considera que “es posible construir un relato más equilibrado y esbozar el contorno de un nuevo socialismo participativo para el siglo XXI” (Piketty, 2019: 13). Frente a un determinismo económico, Piketty vuelve a darle importancia a las ideologías y a la política; éstas están al origen de las desigualdades y pueden incidir, también, en su superación histórica. Es posible, sostiene, construir sociedades justas donde todos sus miembros puedan acceder a los bienes fundamentales, como la educación, salud, empleo, participación en la vida social, cultural, política, etc. Para que sea posible, insiste nuevamente en la recaudación fiscal justa, que combine un sistema progresivo de impuestos sobre las sucesiones, la renta y el patrimonio. La principal novedad de su propuesta en esta obra, estaría en la implantación de un impuesto anual y altamente progresivo sobre la propiedad, que permita financiar la dotación de capital para cada joven adulto, y así desplegar una forma de propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios (Piketty, 2019: 689).

Además de estas obras de gran envergadura aquí muy sucintamente reseñadas, las cuales intentan explicar el origen y desarrollo de las desigualdades, sobre todo económicas, como también las fuerzas niveladoras ocurridas en el mundo y en la historia, y de proponer, además, posibles estrategias para la superación de tales males, como los impuestos progresivos al capital y la prioridad a la política por sobre la economía, conviene detenerse en el escenario más local. Para ello nos sirve el estudio del PNUD Chile, Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile [2]. Para nuestro propósito, cabe destacar que esta exhaustiva investigación multidisciplinar fue publicada un par de años antes del estallido social en Chile; es decir, las diversas formas de desigualdad que afectan a nuestro país, como a otros países de la región, estaban siendo objeto de atención desde hace un buen tiempo.

Si bien, desde la recuperación de la democracia Chile ha logrado importantes avances en términos institucionales y en la superación de la pobreza [3], a la siga de un crecimiento económico sostenido, poniéndolo en primer lugar en la región; sin embargo, el progreso alcanzado no alcanza a todos por igual. La desigualdad en términos de ingreso también lo pone en los primeros lugares del ranking latinoamericano [4].

Cabe destacar la definición de “desigualdad” con la que opera el documento: se trata de “las diferencias en dimensiones de la vida social que implican ventajas para unos y desventajas para otros, que se representan como condiciones estructurantes de la vida, y que se perciben como injustas en sus orígenes o moralmente ofensivas en sus consecuencias, o ambas” (PNUD Chile, 2017: 10). Se trata de desigualdades que van más allá de las brechas en los ingresos, aunque éstas no dejan de ser inquietantes.

En efecto, como se puede apreciar a lo largo del documento, que cuenta con los mejores datos disponibles y con evidencia cuantitativa y cualitativa generada para la investigación, si bien se focaliza en las desigualdades que tienen su origen en lo socioeconómico, estas abarcan también la educación, el acceso a la salud, al poder político [5]; el respeto y dignidad con que son tratadas las personas [6]; en la atención que se da al origen por sobre el mérito de las personas, etc. Las primeras víctimas son las mujeres [7], las regiones en relación al centro, los pueblos originarios y otras minorías [8]. El Informe presenta, pues, con claridad que la desigualdad socioeconómica es un fenómeno multidimensional y dinámico. Todo lo cual debilita al sistema democrático, constituye una amenaza a la cohesión social y a la convivencia pacífica, tal como lo ha quedado de manifiesto en octubre del 2019, y en estos momentos no sabemos qué vendrá después de la pandemia. Finalmente, digamos que el Informe se detiene y analiza ciertos “nudos” que reproducen la desigualdad socio-económica y que es necesario desatar para reducirla e impulsar cambios sostenibles en el tiempo. Entre otros, la concentración del capital y los ingresos, como tendencia creciente, y “que explica entre otros hechos la inconsistencia que hay entre el elevado ingreso per cápita del país y el bajo nivel de vida de la mayoría de la población” (PNUD Chile, 2017: 29). En fin, reducir las desigualdades en todos los ámbitos se plantea no sólo como un desafío ético, sino también una condición de posibilidad para un desarrollo sostenible e inclusivo.

2.           Aproximación teológica a las desigualdades injustas e hirientes

En este apartado, nos proponemos realizar una aproximación teológica al concepto o valor de la igualdad y, sobre todo, al drama humano que puede significar su antónimo, la desigualdad. Dadas las posibilidades que tenemos, me limitaré a algunos tópicos o hitos bíblicos, teológicos y magisteriales. Ciertamente debería ampliarse la indagación hacia otros temas o paradigmas afines, como la justicia y la injusticia, la pobreza y la riqueza, la inclusión y la exclusión, etc. que tienen largas resonancias bíblicas y magisteriales, pero obviamente implica un mayor espacio del que disponemos. Habiendo muchas opciones temáticas y metodológicas, me propuse comenzar por el concepto de “igualdad”, porque la lingüística y la semiótica nos ha enseñado a estar atentos al eje paradigmático de los mensajes que circulan en las culturas; es decir, a los esquemas de diferencias que subyacen en los discursos. Se habla o escribe más sobre la desigualdad, y menos sobre la igualdad. Me pareció interesante, entonces, partir por este último significante del eje paradigmático igualdad/desigualdad y desde allí moverme, enseguida, hacia algunas consideraciones teológicas y magisteriales. Espero que este ejercicio teológico sea una contribución en la necesaria atención que requieran las desigualdades que hoy día hieren a la humanidad y a nuestra sociedad, en particular. Por modesto que sea este ejercicio de discernimiento en medio de los turbulentos acontecimientos del presente, nos anima la esperanza formulada por el Concilio Vaticano II (1965) en la constitución Gaudium et spes, de que “la fe [...] orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas” (nº 11).

1.1.        La igualdad como valor

Para nuestra sorpresa, el sustantivo “igualdad”, como su antónimo “desigualdad”, prácticamente no aparecen en la Sagrada Escritura. Pero cuando lo hace, es elocuente. En efecto, tan sólo en una carta de San Pablo aparece la palabra igualdad, en el contexto de una colecta en favor de los cristianos de Jerusalén (2Co 8, 1-15; sobre la colecta, ver Rm 15, 25-28 y 1Co 16, 1). El apóstol motiva a los cristianos de Corinto a ser generosos para salir en ayuda de los necesitados y hacer que, de este modo, exista igualdad entre los creyentes. Pablo precisa, sin embargo: “No se trata de que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino de procurar la igualdad. Ahora, vuestra abundancia remedia su necesidad, para que, en otro momento, su abundancia pueda remediar vuestra necesidad, y así reine la igualdad” (2Co 8, 13-14).

Es interesante notar que para San Pablo no se trata solo de ayudar a los que carecen de algún bien, sino de alcanzar un objeto-valor que denomina igualdad (ἰσότης). Ese objeto-valor buscado es resultado de la transferencia generosa de bienes que, según Rm 15, 27, pueden ser “espirituales” y “temporales”, por parte de los que tienen hacia los que no tienen o tienen poco. Pablo motiva la generosidad de los corintios apelando al testimonio que han dado los cristianos de Macedonia (2Co 8, 2-3) pero, sobre todo, a Jesucristo mismo, “el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2Co 8, 9). Es decir, el fundamento de la generosidad que tiende hacia la igualdad es, en última instancia, cristológico.

Para Pablo, Jesucristo no solo es ejemplo o motivación última para la generosidad orientada a lograr la igualdad entre los cristianos o “santos”, como los llama. La muerte y resurrección de Jesucristo es también causa de que todos los seres humanos, en cuanto hijas e hijos de Dios, sean iguales en dignidad. En efecto, por la fe en el misterio pascual sellada mediante el bautismo, “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28). Así, la igualdad a la que estamos llamados no es solo cuantitativa, en términos de bienes, sino también cualitativa, en términos de dignidad: ni la raza, ni el status de ciudadano, ni el género debieran atentar contra la igualdad fundamental de las hijas e hijos de Dios, en Cristo Jesús.

Así, pues, para las cristianas y cristianos la fe en Jesucristo es el fundamento para promover la igualdad entre todos los seres humanos. El desarrollo teológico posterior, tanto del misterio de la encarnación como del misterio pascual, no han hecho sino explicitar aún más dicho fundamento. Pensemos, por ejemplo, en la teología de la divinización desarrollada por los Padres: en Cristo, Dios se hace hombre, para que el ser humano participe de su divinidad. O bien, en la teología de la justificación por la fe, sustentada en el amor reconciliador de Dios manifestado en la cruz de Cristo (ver 2Co 5, 19), que liberara al ser humano “de la obsesión constante por su propio valer. Y solo el hombre liberado de esa obsesión puede mirar a los otros como iguales” (González Faus, 2015).

1.2.        Los valores de Jesús de Nazaret

Además de los incipientes desarrollos cristológicos que hemos recogido en San Pablo para fundamentar la igualdad entre los seres humanos, es preciso poner atención en el carácter revelador de la vida misma de Jesús, de su mensaje, obras y palabras, como de hecho lo hacen muchas de las cristologías contemporáneas y algunas latinoamericanas, en particular. Allí encontramos, también, el propósito y modo de proceder Jesús para hacer que, en términos de Pablo, “reine la igualdad”. En definitiva, no se trata solo de creer en Jesucristo, sino de que continúe también en la historia la fe de Jesucristo. Es decir, que sigan marcando la historia aquellos valores por los cuales Jesús se jugó la vida. Como bien observa el teólogo uruguayo Juan Luis Segundo (1991), Jesús de Nazaret como ser humano tiene los mismos componentes que conforman nuestra existencia. Y nos habla desde ellos. Es decir, hay en su vida obvios elementos de fe, en sentido antropológico de la palabra, pues apuesta por unos valores que le dan orientación a su existencia. Hay también unas mediaciones sin las cuales sus valores habrían quedado sin plasmarse en la realidad. Y, finalmente, cuenta con datos trascendentes sobre las posibilidades últimas del ser humano y del mundo, que marcan su vida y aun su manera peculiar de morir. Segundo está convencido que atendiendo a esas dimensiones presentes en Jesús, como en todo ser humano, puede contribuir a “repensar la posible relevancia de ese personaje histórico que es Jesús de Nazaret para cualquier hombre que busque dar sentido (o un mejor sentido) a su vida”, tanto personal como social (1991: 36).

Una fe religiosa en Jesús comporta el convencimiento de que el sistema de valores adoptada por la fe de Jesús tiene relación con Dios y su revelación. En efecto, “desde que Dios no entra en nuestra experiencia sensible, cualquier presunta ‘revelación’ suya en el orden del sentido y de los valores debe ser percibida y transmitida mediante testimonios humanos” (Segundo, 1991: 94). En este caso, del testigo humano que es Jesús de Nazaret. Así, creer en el Dios revelado por Jesús, no es solo creer en la existencia de un Ser superior sino, también, estar de acuerdo con los valores de los que da testimonio el mismo Jesús. Dicho de otro modo, en la fe de Jesús desplegada en su historia, podemos hallar claves –y no cualesquiera– para responder a la realidad que reclama salvación en el presente, como son las injusticias y desigualdades que atentan contra la dignidad humana.

No es este el lugar para presentar una pormenorizada aproximación histórica a Jesús de Nazaret, pero sí para destacar algunos elementos que nos permitan dar con los principales valores que orientan su existencia [9]. Para comenzar, acudimos al evangelio de Marcos, que nos presenta lo que sería una especie de síntesis del anuncio profético de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). El centro del mensaje de Jesús, lo que da sentido a su vida y lo pone en misión se expresa con los términos Reino de Dios, o Reino de los cielos, según Mateo. Este reino o, mejor, reinado de Dios tiene una dimensión histórica y trascendente, estrechamente relacionadas: Jesús ora, enseña y espera que venga su Reino, que Dios haga su voluntad en la tierra como en el cielo, si atendemos a la versión mateana de la llamada oración del “Padrenuestro”, que nos aporta un paralelismo explicativo (Mt 6, 10). El ejercicio de la voluntad o soberanía de Dios en la tierra implica una transformación de toda la sociedad, de todas y todos los que conforman un pueblo; consistirá en que los hombres y mujeres recuperen la humanidad que han perdido de diversas maneras: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11, 2-5).

En un contexto de grandes miserias, dolores y exclusiones, es claro que el reinado de Dios anunciado por Jesús tiene un destinatario específico, tiene una prioridad: “los pobres”, aquellos “que lloran” y “tienen hambre” en Israel (Mt 5, 3-6). En efecto, de acuerdo al estudio clásico de

J. Dupont (1969), en la fuente “Q” que estaría detrás de las “bienaventuranzas” de Mateo y Lucas, son los pobres los invitados a alegrarse con el Reino que llega. Que el reinado de Dios constituya un “evangelio” para todos dependerá de un cambio de mentalidad (μετάνοια) que conlleva aceptar el cambio en la sociedad: “Y feliz aquél que no se escandalice de mí!” (Mt 11, 6); es decir, que no se oponga a Jesús porque trae una Buena Nueva a los pobres que hará a éstos felices. La prioridad del reinado de Dios anunciado por Jesús consistirá, entonces, en sacar a los pobres de la situación inhumana en que se encuentran. He ahí, pues, lo que parece ser el valor principal que moviliza a Jesús.

Jesús no solo anuncia el Reino, sino que también utiliza ciertas mediaciones (un “sistema de eficacia” o “ideología”, en términos de Juan Luis Segundo) para implantar en la realidad aquello que da sentido a su vida, para hacer presente a los pobres y pecadores el amor predilecto de Dios. Además de recorrer distintos pueblos de la región de Galilea anunciando la buena nueva del Reino (ver Mt 4, 23; Mc 1, 39; Lc 4, 14-15), se conmueve y reacciona ante el dolor de los enfermos, de los pobres y débiles (Mc 1, 41; Mc  6, 34;  Mc 9, 22); pone a disposición de ellos su capacidad de aliviar males y sanar enfermedades. Jesús expulsa demonios, libera a las personas de aquellas fuerzas que les impiden ser dueñas de sí mismas, mostrando fehacientemente la victoria sobre el maligno que comporta el Reino. Jesús acoge a pecadoras y pecadores, come y habla con ellos, lo cual no solo libera de la propia esclavitud, sino que además devuelve la dignidad a quieren eran despreciados por los demás. Jesús da importancia a las comidas con toda clase de gente, le gusta hablar de banquetes, al punto que lo acusan de “comilón y borracho” (Mt 11, 18). Estas comidas son anticipos y celebraciones gozosas del Reino. Más aún, come con los que nunca son invitados: con los pobres y marginados (Lc 14, 14-24). Llama también la atención el trato y amistad de Jesús con las mujeres, en un contexto cultural donde solo el varón era protagonista. Ellas son parte del grupo de los discípulos: María de Magdala, María la madre de Santiago y José, Salomé; sus amigas Marta y María. Es probable que haya habido algunas en la última cena, pero ciertamente estuvieron al pie de la cruz y fueron las primeras testigos de la resurrección (Pagola, 2007: 211-238). En fin, mediante todas estas acciones, podemos verificar nuevamente que restituir la vida digna de todo ser humano, partiendo por los pobres y marginados, constituye el valor supremo en la escala de valores de Jesús, a los que siguen valores como la libertad, la equidad en el trato, etc. Lejos de ser un idealista, Jesús se sirve de un sistema de eficacia para anticipar lo que el Reino generalizará con su llegada. El servicio a esos valores, que brotan desde la compasión o misericordia, es lo que mejor expresa o da cuenta del Dios del Reino (Sobrino, 1991: 125-127; ver también Kasper, 2013).

También en la línea de las mediaciones que utilizó Jesús para introducir eficazmente en la realidad la estructura de valores que constituye la manera como él concibe a Dios y lo que Dios quiere, habría que considerar su predicación. En particular, las parábolas. Mediante ellas, no solo explica mediante imágenes en qué consiste el Reino, sino que, además, enfrenta a aquellos que se oponen al Reino tal como Jesús lo entiende y práctica. Para Juan Luis Segundo, el hilo conductor de todas las discusiones críticas que encierran las parábolas es de orden político-religioso, así como era político-religiosa la autoridad que poseían los adversarios de Jesús. No podemos detenernos aquí en el sugerente análisis que hace este teólogo latinoamericano de más de 20 parábolas, en las que el carácter polémico se aprecia con mayor claridad (1991, pp. 186–232). Simplemente hay que señalar que una primera serie de parábolas están orientadas a desmantelar la falsa seguridad de aquellos que se sienten protegidos ante el Reino que viene, ya sea porque piensan que nada cambiará su situación material privilegiada (los ricos) o, bien, porque creen tener “derechos adquiridos” en cuanto autoridades delegadas por Dios. Una segunda serie, para destacar la alegría de Dios cuando logra recuperar para sí y para la sociedad de Israel, a cuantas y cuantos se hallaban perdidos, empobrecidos o marginados. Una tercera, para hacer ver que los verdaderos pecadores en Israel son aquellos que están en contradicción con el corazón de Dios, los que se oponen a la prioridad del amor de Dios por los pobres y pecadores; es decir, por los que estaban perdidos en Israel. En los fariseos y su teología verá Jesús el instrumento ideológico de que se valen las autoridades de Israel (sobre todo los sacerdotes que dominan  en el Sanedrín) para mantener oprimido al pueblo y ejercer la marginación en provecho propio y en nombre de Dios. Por último, está la cuarta serie de parábolas, que tienen en común la solidaridad u opción por el pobre como “lugar” para la auténtica lectura o interpretación de la palabra de Dios. Esto, porque en Israel, la religión, en vez de permanecer al servicio de la obra de Dios –que es también promoción de la vida y del bien del ser humano– se había pervertido al convertirse en un absoluto (es decir, había adoptados los rasgos de una ideología patológica). Había olvidado que el sábado estaba hecho para el hombre y no el hombre para el sábado (ver Mc 2, 27).

En fin, el Reino de Dios anunciado y anticipado por Jesús en un contexto conflictivo contempla distintos actores, a todos los cuales les invita a una conversión y a creer en la buena noticia: a los beneficiarios principales, los pobres y marginados, que crean que Dios los ama y desea liberarlos de sus males; a las discípulas y discípulos colaboradores, que como Jesús “busquen el Reino y su justicia” (Mt 6, 33) y estén dispuestos a asumir la carga y consecuencias que ello implica (ver Mc 8, 34-35; Mt 5, 11-12 y par.); a los adversarios, que dejen de oprimir y poner pesadas cargas económicas, morales y religiosas sobre los demás.

En un determinado momento, las mediaciones o sistema de eficacia desplegado por Jesús en Galilea parecen no conseguir los efectos esperados. Luego de lo que algunos exégetas llaman “la crisis de Galilea”, Jesús abandona su región y se pone en camino hacia Jerusalén (ver Mt 16, 21) [10]. Detrás de todo esto pareciera verse a Jesús delante de una disyuntiva: por un lado, liberar a los pobres de la urgencia de sus necesidades, y, por otro, impedir que caigan en el inmediatismo ciego a lo que el Reino traerá en plenitud. Jesús rechaza ser reducido a un Mesías proveedor de milagros: decide subir a Jerusalén precisamente para que su anuncio se cumpla cabalmente, sin ambigüedades. En efecto, para Jesús, Jerusalén constituye algo decisivo: allí se sentirá muy pronto el poder de Dios que trae el Reino, como lo trajo en el pasado a ese mismo lugar. Ahora será con más poder y de manera definitiva. Pero Jesús sabe también que ir a Jerusalén es “subir” en el conflicto con los representantes oficiales de Dios que residen en esa ciudad [11].

Finalmente, Jesús terminará su vida en Jerusalén con una sentencia política, ajusticiado por las autoridades romanas a instancias de las autoridades político-religiosas de Israel, como eran las del Sanedrín. Cabe destacar aquí que, entre las estrategias o sistema de eficacia de Jesús para implantar los valores del Reino, no contempló el uso de la violencia. Tampoco ésta fuera parte del dato trascendente que maneja Jesús de cómo ha de “venir con poder el Reino de Dios” (Mc 9, 1). Sin duda, no puede interpretarse como opción violenta el gesto profético en el templo (Mc 11, 15ss y par.), con el cual, más bien, Jesús buscaba indicar cómo quiere estar Dios presente en el mundo. Jesús no promueve sino que, más bien, padece la violencia; “es crucificado porque su actuación y su mensaje sacuden de raíz ese sistema organizado al servicio de los más poderosos del Imperio romano y de la religión del Templo” (Pagola, 2007: 389). En lugar de responder con violencia, la muerte asumida por Jesús “fue el servicio último y supremo al proyecto de Dios, su máxima contribución a la salvación de todos” (Pagola, 2007: 352).

Obviamente, la última afirmación tiene que ver ya con la fe en Jesús. En efecto, la resurrección que sigue a su muerte en cruz es el punto de partida de la fe en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor. Pero, también, la confirmación de la fe de Jesús: es decir, la certeza de que los valores por los cuales Jesús se jugó la vida no se pierden… Con el género literario que caracteriza a los relatos de la resurrección de Jesús se quiere comunicar el dato trascendente aportado por ese acontecimiento único que sobrepasa la historia: es el dato concreto sobre la forma en que Dios respondió a los valores practicados en la historia de Jesús. Estamos, pues, en el plano de lo escatológico, donde se juzga y verifica el sentido de la historia. Como dice Segundo, “la escatología a la que se asoman (las discípulas y discípulos) con esa profunda experiencia de Jesús resucitado constituye una especie de ‘verificación en promesa’ de que Dios hace suyos y, por ende, de la realidad entera, los valores que presenta la historia de Jesús” (Segundo, 1991: 330).

En definitiva, el Evangelio es una invitación a creer en el dato aportado por ese acontecimiento meta-histórico que es la resurrección: la promesa escatológica de que Dios hará suyos, como lo hizo con Jesús, todos nuestros trabajos y esfuerzos por construir un mundo más digno y humano, en la línea de lo que Jesús nos testimonia con su fe. Buscar que reine la justicia entre todos los seres humanos, responder con misericordia y de manera efectiva ante las miserias y distintas formas de marginación, poner medios que no contemplen la violencia parece ser lo espera Jesús de sus colaboradores y colaboradoras.

2.3.        La igualdad como derecho y la desigualdad como injusticia

Pareciera que la igualdad, de la que habló San Pablo, tuvo que esperar hasta los tiempos de la Revolución francesa para que, al menos en Occidente, junto con la a libertad y fraternidad, fuera destacada como uno de los valores que han de configurar a nuestras sociedades. Por su parte, la Iglesia católica, en su apertura y diálogo con los valores destacados por la Modernidad, vuelve a poner atención en el valor de la igualdad y a denunciar lo que atenta contra ella. A modo de ejemplo, cabe citar los siguientes párrafos del Concilio Vaticano II (1965):

La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.

Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional. (Gaudium et Spes, n° 29)

Vemos, pues, que la igualdad como derecho humano fundamental  ha hallado “carta de ciudadanía” y un desarrollo teológico en el discurso social de la Iglesia. No es posible presentar aquí la evolución teológica y moral que ha tenido, en la enseñanza o doctrina social de la Iglesia (DSI), la comprensión del valor de la igualdad y su contracara, la desigualdad.

En cambio, podemos señalar brevemente que, en el contexto latinoamericano, de modo sinodal y colegiado, la Iglesia de la región puso gran atención en las “desigualdades”, en particular, en aquellas que calificaba de “injustas” o “excesivas”. Más aún, podemos decir que hace más de cincuenta años dichas desigualdades fueron consideradas como el factor que más atentaba contra la paz y el desarrollo integral de América Latina. Para un desarrollo más pormenorizado este delicado asunto, me permito remitir a mi investigación teológico-cultural publicada recientemente, con ocasión del 50º aniversario de la Conferencia de Medellín (Verdugo & Arellano, 2019).

Al analizar el documento Paz de Medellín (CELAM, 1968) y describir los males destacados “en el mundo del texto”, pudimos constatar que las desigualdades al interior de cada país y entre los países, si bien aparecen mencionadas en algunas ocasiones como un mal particular, subyacen también como código o norma que regula y mide todos los elementos que conforman el drama de América Latina. Así, por ejemplo, el problema de la distribución de los bienes y de los males configura “sectores” o “clases” dentro de las naciones o países, “centro” y “periferias” en el contexto internacional. La desigualdad económica divide a los sujetos entre sectores acomodados y sectores faltos de lo necesario, entre países pobres y países ricos; la desigualdad política o de relación con el poder divide entre sectores poderosos y sectores oprimidos, entre países imperialistas y países dependientes; la desigualdad cultural divide entre sectores que tienen gran participación en la cultura y sectores que viven en la ignorancia e impedidos de participar en ella, etc. Las desigualdades regulan y dan forma a todo el escenario y drama del relato o documento, y, por ende, constituyen un componente fundamental de la matriz cultural desde donde se comprende el subdesarrollo, el mal capital, y los demás males del relato que se oponen a la paz, el objeto-valor deseado. Es comprensible, entonces, que en un enunciado o sintagma que parece recapitular y sintetizar todos los males descritos, se afirme lo siguiente: “allí… donde existen injustas desigualdades entre hombres y naciones se atenta contra la paz”. Situación que se interpreta teológicamente por los pastores, como “un rechazo del don de la paz del Señor”, como “un rechazo del Señor mismo [Cf. Mt 25, 31-46]” (CELAM, 1968: no 14).

Ofrezco, nuevamente, el cuadro semiótico elaborado con ocasión de la investigación, que nos permite visualizar los valores y antivalores “elementales” en juego en la matriz cultural presente en Medellín:

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Como se puede apreciar, la matriz opone primariamente a las desigualdades injustas con la paz, y no con la violencia en cualquiera de sus expresiones, ya sea subversiva o represiva. Éstas encuentran su explicación en las desigualdades, así como el desarrollo integral permite entender cómo se entiende la paz en este escenario. No se trata simplemente de pasar de la violencia a la paz, sino de las desigualdades injustas a la paz, la cual comporta el desarrollo integral de todos en América Latina. Por lo visto, la lectura teológico-cultural de Medellín, puesta de relieve mediante la investigación, desgraciadamente sigue siendo pertinente en América Latina y en Chile, en particular. Digo “desgraciadamente”, porque parece que hemos avanzado poco; digo, “pertinente”, porque este discurso teológico-pastoral inculturado nos muestra un camino e itinerario aún por recorrer.

Para terminar, observemos que el papa Francisco, situado en la línea del Concilio Vaticano II y de Medellín, desde el comienzo de su pontificado ha llamado la atención acerca de las inequidades en cuanto detonantes de la violencia que afectan a nuestras sociedades, tanto entre naciones como al interior de ellas. En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013), por ejemplo, advierte: “…hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia” (EG, n° 59). Más tarde, en la encíclica Laudato Sí (2015), en un tono crítico hacia el modelo económico globalizado, el Papa afirmará que “la visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se lleva todo” (LS, n° 82). Los procesos de degradación ambiental, afirma allí mismo, afectan de tal manera que profundizan las injustas desigualdades, constituyen una fuente de iniquidad, pues “el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos” (n° 48). “El desafío urgente de proteger nuestra casa común –dirá Francisco– incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar” (n° 13). En la encíclica Fratelli Tutti (2020), recién publicada, es posible reconocer los mismos valores y antivalores “elementales” en juego en la matriz cultural presente en Medellín, en continuidad con el Vaticano II y otros documentos de la DSI. A modo de ejemplo, cito uno de los siete párrafos donde aparece el significante “inequidad”:

Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten generar paz. En efecto, ‘sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad’. Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos. (FT, n° 235. Las cursivas son nuestras)

3.           Reflexiones finales

Luego del breve recorrido teológico, propongo algunas reflexiones finales que quieren ser una contribución al debate en torno a las desigualdades que hieren la convivencia humana, a nivel global y local, y que demandan una urgente respuesta que nos conduzcan a una paz basada en la justicia.

Tenemos que reconocer, primer lugar, que de los valores “revelados” por Jesús mediante sus palabras y obras, al anunciar y anticipar en su contexto el Reino de Dios, permanecen vigentes y reclaman ser implantados con urgencia en la realidad global y local. Más aún, son parte constitutiva de la misión de las discípulas y los discípulos de Jesús, de los llamados a colaboran con él en la búsqueda del Reino y su justicia, en cada tiempo y lugar. Se trata, pues, de que la fe de Jesús continúe en nuestra historia.

En segundo lugar, la igualdad (ἰσότης), comprendida germinalmente por San Pablo –desde la fe en Jesucristo– como uno de los valores que han de reinar entre todos, urge ser puesta de relieve, sobre todo cuando pareciera que lo que reina es la desigualdad en sus múltiples dimensiones que hieren a los herederos de Dios, y a la creación entera, que también gime esperando que se manifieste –por la acción del Espíritu– la gloriosa libertad de las hijas e hijos de Dios (ver Rm 8). Hacer frente a las desigualdades o inequidades que hieren la convivencia humana y destruyen nuestro planeta, requieren de la promoción de valores tan evangélicos como, la justicia, la libertad, la inclusión… y la igualdad, relevada por el apóstol.

Además de rescatar los valores de Jesús como lo hizo Pablo, es necesario, en tercer lugar, considerar una y otra vez qué sistemas de eficacia pueden contribuir a hacerlos posible. Se requiere del discernimiento de las mediaciones que hacen efectivos dichos valores. En efecto, las “ideologías” no han muerto; están vivas y son necesarias, como mediaciones para la acción (Verdugo, 1992). No es de extrañar, pues, como lo hemos visto en los análisis sociales reseñados en la primera parte de este trabajo, la prioridad que debe dársele a la discusión ideológica y política. Esta es ineludible si no queremos, por una parte, caer en un idealismo ineficaz o, por otra, en la violencia que solo trae más violencia.

Cabe preguntarse, por último, si el valor de la igualdad no podría ser mejor promovido por parte de la Iglesia católica, en su servicio al mundo, si no se abordan, por ejemplo, las inequidades en la forma de sostener roles y la distribución del poder al interior de ella (Castillo, 2017). Parece ser esa una de las preocupaciones del papa Francisco (2013), cuando al comenzar su pontificado afirmó que “todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque ‘el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral’ y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales” (EG, n° 103). Sin duda, las desigualdades internas al interior de la Iglesia mellan su credibilidad; dificultan que ella pueda tener una palabra profética más convincente en relación a las desigualdades o inequidades en la sociedad, promoviendo así un Reino de justicia y equidad.

Fernando Verdugo, https://www.scielo.cl/

Notas:

1        Este artículo se elaboró a partir de la ponencia presentada en el Seminario Interno  de Profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile, el día 6 de octubre de 2020. Luego de la crisis social desencadenada en Chile en octubre del 2019, el tema escogido para el Seminario anual fue “El despertar de Chile”: abordaje teológico de la crisis presente y de las transformaciones futuras.

2        Tanto el informe completo del PNUD Chile, de 411 páginas, como la síntesis, de 36 páginas,            están disponibles          en internet: https://www.cl.undp.org/content/chile/es/home/library/poverty/desiguales--origenes--cambios-y-desafios-de-la-brecha-social-en-.html. Para este trabajo, nos servimos de la Síntesis.

3     “Usando la medida de pobreza introducida por el Ministerio de Desarrollo  Social  en 2013, y aplicándola a los datos históricos, se tiene que desde 1990 a la fecha el porcentaje de personas viviendo en la pobreza se ha reducido de un 68% a un 11,7%. Solo en los últimos quince años, el ingreso per cápita real de los hogares en el 10% más pobre de la población creció en un 145% real. (…) Si bien el nivel absoluto de ingresos es aún bajo para una gran mayoría, el cambio relativo respecto del propio pasado es indudablemente muy significativo” (PNUD Chile, 2017: 11).

4        En Chile, si bien ha habido disminución en la desigualdad de ingreso desde el 2000 al 2015 (GINI de 54,9 a 47,6), debido a la reducción de la brecha de salarios entre los trabajadores de mayor y menor calificación y las transferencias gubernamentales a los grupos pobres y vulnerables, llama la atención la concentración de ingreso y riqueza en el 1% más rico: capta el 33% del ingreso que genera la economía chilena. La concentración en el tope contribuye a la percepción de que las distancias no se acortan (PNUD Chile, 2017: 13–14). Sobre todo, si en el 2015, la mitad de los asalariados del país, con jornada de 30 o más horas semanales, obtenía un salario bajo: es decir, insuficiente para cubrir las necesidades básicas de un hogar promedio (p. 15); o bien, si la mitad de los jubilados percibe hoy una pensión inferior al 70% del salario mínimo (p. 17).

5        En Chile se da una concentración del poder político y sobrerrepresentación de los grupos de mayores ingresos en los espacios de toma de decisiones. De ahí la importancia de cambios en la institucionalidad política que podría inducir correlaciones de fuerza relativamente más igualitarias que las actuales (PNUD Chile, 2017: 31–33).

6        Según el Informe: “en Chile se evidencia una fuerte ‘desigualdad del trato social’.    El análisis muestra que pertenecer a las clases más acomodadas facilita significativamente no tener experiencias de malos tratos, una ventaja considerable cuando lo que está en juego son las formas de reconocimiento social desde las cuales las personas pueden desplegar su subjetividad” (PNUD Chile, 2017: 19). También se constata que “la molestia frente a la desigualdad se concentra en las desigualdades de acceso a la salud y la educación, y que a algunas personas se las trate con mayor respeto y dignidad que a otras” (p. 20). Todo ello ha incrementado, en los últimos quince años, la percepción de injusticia (p. 21).

7        A nivel de salarios, por ejemplo: “Las trabajadoras tienen  una  probabilidad  10 puntos superior que los hombres de recibir una paga baja, que aumenta a 20 puntos en el segmento de trabajadores con estudios secundarios” (PNUD Chile, 2017: 23). O bien, la mayor inseguridad que experimentan las mujeres, debido a la menor cobertura y montos de las pensiones que reciben (p. 17).

8     Con una mirada histórica, constata que “la desigualdad socioeconómica en Chile ha tenido una connotación étnica y racial. Las clases altas se configuraron como predominantemente blancas, mientras que mestizos e indígenas ocuparon un grado más bajo en la jerarquía social, y negros y mulatos uno aun más bajo” (PNUD Chile, 2017: 34).

9        Aparte de la obra de Juan Luis Segundo ya mencionada, en lo que sigue tendremos en cuenta a José Antonio Pagola (2007), Armand Puig (2008) y Jon Sobrino (1991).

10        La “crisis de Galilea” ocurriría, según algunos exégetas, luego de la segunda multiplicación de los panes, estaría señalada por la confesión de Pedro, y sería seguida por la primera predicción de la pasión (ver Mc 8 y par.).

11        Ver las tres predicciones de la pasión puestas en boca de Jesús a lo largo de su caminar hacia Jerusalén: Mc 8,31ss; 9,30ss; 10,32ss y par. respectivos.

Rosario Serra Cristóbal

V.          ¿Caben los mensajes que, faltando a la verdad, violentan los valores y principios básicos de nuestro ordenamiento?

Los textos Constitucionales vienen a establecer ciertos elementos como fundamentales para la convivencia de un Estado. Estos, que reciben el nombre de principios o valores fundamentales, tienden a considerarse como condición sine qua non para el ejercicio del poder y de los derechos a los que alude la Carta magna, constituyen los elementos definitorios de un Estado.

Precisamente, en los orígenes del Constitucionalismo se recurrió al término verdades para referirse a los mismos. Así, la Declaración de independencia norteamericana (1776) recogía en sus primeros párrafos: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Esta constituyó una declaración de principios a través de la cual debía interpretarse la Constitución de los Estados Unidos. El texto inspiró muchos otros documentos similares en otros países y pocas son las Constituciones que, aún sin utilizar el término verdades, sí aluden a principios o valores esenciales del Estado constitucional que vienen a actuar no solo como reglas interpretativas del propio texto, sino también como orientación y límite al ejercicio del poder y del disfrute de los derechos fundamentales.

De hecho, todas las sociedades democráticas, pese a su compromiso general con la libertad de expresión y las libertades informativas, han reprimido reiteradamente ciertas formas de discurso, alegando que representaban un peligro para otros valores u objetivos sociales básicos. Tradicionalmente en nombre de la seguridad, o de la protección de los derechos de terceros o de la sociedad frente a la amenaza de ciertos mensajes, se ha prohibido el libelo sedicioso, la defensa de ideas políticas extremas (en el pasado el comunismo o los fascismos, hoy las provenientes de ciertos partidos de extrema derecha o izquierda), y más recientemente, las expresiones que pueden dañar la dignidad individuos o colectivos sobre la base de su raza, religión, sexo, u orientación sexual. Como se preguntaba Rodríguez Montañés, «¿En qué punto, si es que en alguno, la crítica política o social se convierte en tan extrema u ofensiva para las normas sociales básicas o es tan desgarradora de los objetivos sociales que puede ser legítimamente suprimida en una sociedad democrática?» [54]. A lo que añadiríamos, ¿y dónde se encuentra ese punto de inflexión si, además, esa crítica política pivota sobre afirmaciones factuales que de algún modo faltan a la verdad? A día de hoy, el mentir —las fakes— no son delito, como tal, aunque existen figuras penales que podrían cubrir el daño que las mismas pueden generar en determinados bienes jurídicos protegidos (delitos de odio o de discurso del odio, injurias, calumnias, desórdenes públicos, delitos contra la integridad moral, la salud pública o contra el mercado y los consumidores) [55].

Aludimos ahora a ello porque, en el marco general de la desinformación, la retórica de algunos movimientos o partidos políticos ha hecho uso de afirmaciones falsas que no solo rompen con las reglas de honestidad que debieran regir toda contienda democrática, sino que, además, violentan esos valores y principios fundamentales. Una muestra de esto lo constituyeron los fascismos en el pasado y hoy lo son algunos populismos y partidos de ideología extrema. No son pocos autores los que alertan del peligro que supone para la propia existencia de la democracia el resurgir de movimientos y actitudes que se consideran y se muestran abiertamente beligerantes contra las propias democracias y las sociedades abiertas que éstas han venido desarrollando en los últimos tiempos [56]. Lo que ha caracterizado a muchos de estos movimientos es el buscar el menoscabo de la confianza en las instituciones democráticas, el recurso a las mentiras disfrazadas de verdades en relación a los extranjeros o a los pertenecientes a determinada raza, grupo étnico o religión, la glorificación de la lucha como grupo, o incluso el empeño por revestir de un significado tergiversado los mismos bienes o valores que podemos encontrar en los textos constitucionales como los de justicia, libertad, familia, o nación. Algunos han hecho de determinados discursos de rechazo hacia ciertos colectivos su eslogan, lo cual puede ir más allá de la propaganda negativa y la denigración política que muchas veces forma parte de la política-espectáculo y cabe dentro de la libertad ideológica [57]. Así, a modo de ejemplo, el gobierno húngaro participó en campañas de noticias falsas contra los inmigrantes desde 2015 [58]. En los prolegómenos de las elecciones generales italianas de 2018, el Movimento Cique Stelle y la Lega Nord fueron acusados de estar detrás de páginas webs pretendidamente independientes que fabricaron contenidos y noticias falsas para favorecer sus campañas electorales y muchas de esos mensajes o informaciones concernían a los inmigrantes [59]. Cabe recordar también el caso de Lisa, una niña de 13 años ruso-alemana que desapareció en Alemania y, con un consabido interés, se publicó que había sido violada por inmigrantes musulmanes. El hecho fue desmentido posteriormente por la policía alemana, pero la difusión de la noticia en medios y redes sociales había sido tal que el daño perseguido sobre la comunidad islámica ya se había producido. En Suiza, el EDC/SVP (Unión démocratique du centre/Schwizerische Volkspartei) es conocido por sus programas, campañas y propaganda racistas y xenófobas en ocasiones haciendo uso de la desinformación [60]. En otras áreas del planeta, también han proliferado las noticias falsas sobre determinados colectivos que acaban generando un rechazo masivo sobre los mismos. Por poner solo algunos ejemplos, en marzo de 2017 se produjo en Sri Lanka una oleada de ataques contra la minoría musulmana del país después de que se difundieran falsas noticias sobre ataques inventados de los musulmanes contra la población cingalesa, de mayoría budista. Asimismo, las campañas de desinformación contra la comunidad minoritaria de los Rohingya en Myanmar, fueron consideradas parte de lo que Naciones Unidas consideró como un genocidio [61].

La cuestión es que estas campañas, que han hecho uso de bots y trolls [62] en las redes sociales para difundir mensajes falsos sobre determinados colectivos, han conseguido captar la atención, incluso el voto, de porcentajes no desdeñables de la población sobre la base de un discurso contrario a sacrosantos principios constitucionales como la igualdad, el pluralismo, o la libertad religiosa. El problema no es nuevo, pero el mundo en red en el que vivimos ha conseguido redimensionarlo.

En España, el discurso de Vox contra la inmigración irregular o los musulmanes también ha sido sonado con recurso a afirmaciones no veraces [63]. En 2019 Vox, a raíz de una publicación en El País sobre la violación de una mujer por cinco individuos, lanzaba un tuit en Vox Noticias en el que acusaba a cinco magrebíes de tal agresión. El Tuit rezaba lo siguiente: «Lo País, se os ha olvidado un detalle, son cinco magrebíes. Imprescindible puntualizar el origen extranjero de la mayoría de los violadores para que los españoles tomen conciencia del tipo de delincuentes a los que estáis abriendo las puertas y subsidiando con el dinero de todos» [64]. ]Lo lamentable del caso es que, a pesar de que se demostró que todos los detenidos eran españoles, incluso la prensa ya había indicado que eran de esta nacionalidad con anterioridad, la Audiencia Provincial de Valencia acabó desestimando el recurso interpuesto por la Sección de delitos de odio de la Fiscalía de Valencia al enmarcarlo en el ejercicio de la libertad de expresión de un partido político [65]. Para la Sala el mensaje se libró en el ámbito de la libre formación de la opinión pública sobre la regulación de las políticas migratorias.

Los mensajes en las páginas web y en las cuentas de Twitter constituyen una vía más de la expresión de los programas, ideario y opiniones de un partido político en nuestros días, es un canal a través del cual forman (e intentan influir) a la opinión pública y, por lo tanto, cabe enmarcarlos en la libertad de expresión. Ciertamente, el ejercicio de la libertad de expresión o los mensajes de carácter ideológico no vienen limitados por la veracidad, pero, sí por los consabidos límites que dicha libertad presenta (honor, intimidad, propia imagen y derechos de terceros, entre otros, lo que supone que no cabe el derecho al insulto, que no son admisibles manifestaciones que inciten al odio o la discriminación [66], etc.) [67]. De hecho, la propia Sala de la Audiencia señalaba en su decisión que «la demagogia y los populismos no son censurables desde este punto de vista, con el límite del discurso del odio». A pesar de ello, se decidió sobreseer la causa, lo cual es de lamentar siendo una de las primeras decisiones judiciales sobre fakes.

Discrepo de la decisión adoptada por el tribunal por varias razones. En primer lugar, porque que el ejercicio de la libertad de expresión deba gozar del mayor desarrollo posible, más aún en el marco de un debate político y fundamentalmente cuando es un partido político o un parlamentario el que la ejerce, no significa que todo valga. Es cierto que la trasmisión de hechos falsos no constituye delito en si misma, pero el daño que produce, sea en el ejercicio de la libertad de expresión o de información, si fuera el caso, sí está prohibido en nuestro ordenamiento en determinados supuestos. No todo cabe bajo el manto de protección de la libertad de expresión, ni siquiera en el ámbito del debate político. La transmisión de hechos intencionadamente falsos que causan un daño no puede quedar amparado abiertamente en la libertad de expresión. Así lo ha indicado el TEDH, que excluye de la libertad de expresión la propagación de ideas que inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio basadas en la intolerancia que se manifiesten a través del nacionalismo agresivo y la discriminación y hostilidad contra las minorías inmigrantes (Entre otros, Asunto Feret c. Bélgica, de 16 de julio de 2009) [68].

Como hemos visto más arriba, el Tribunal Constitucional español recordó que ni el ejercicio de la libertad ideológica ni la de expresión pueden amparar manifestaciones o expresiones destinadas a menospreciar o a generar sentimientos de hostilidad contra determinados grupos étnicos, de extranjeros o inmigrantes, religiosos o sociales, pues en un Estado como el español, social, democrático y de Derecho, los integrantes de aquellas colectividades tienen el derecho a convivir pacíficamente y a ser plenamente respetados por los demás miembros de la comunidad social. Ello no solo puede ser contrario al derecho al honor de las personas directamente afectadas, sino a otros bienes constitucionales como el de la dignidad humana (art. 10 CE) [69]. Asimismo, el Tribunal Europeo, aún siendo generoso en el reconocimiento de la extensión de la libertad de expresión en el debate político, incluida «una determinada dosis de exageración, o de incluso de provocación, es decir, a ser un tanto inmoderado en sus observaciones», también ha recordado que no se pueden superar determinados límites, en particular, el respeto de la reputación y los derechos de los otros [70].

El delito de incitación al odio o de discurso del odio [71], por el que se investigó el  tuit de VOX, se enmarca dentro de los delitos contra la Constitución. Es un delito que se comete en el ejercicio de los derechos fundamentales, —en este caso de la libertad de expresión—, y castiga a quienes «públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad» (art. 510 CP.1.a) [72]. Además, se prevé un tipo agravado para el supuesto de que los hechos se realicen a través de internet u otras redes sociales, de modo que se hiciera accesible a un elevado número de personas (art. 510.3 CP), por el incremento del riesgo para el bien jurídico que ello supone. Por otro lado, el apartado segundo del mismo artículo 510 castiga a «quienes lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos a que refiere el apartado anterior, o de una parte…» (delito de odio) [73]. Con independencia de que, efectivamente, las manifestaciones puedan causar daño a la dignidad de un grupo, las afirmaciones de Vox en el tuit en el caso que nos ocupa encajan más en el primer apartado del 510, el de la incitación al odio, pues, poca duda cabe de que buscaban públicamente fomentar la hostilidad hacia un colectivo, en este caso los inmigrantes, como puede derivarse de la lectura completa del tuit: «Imprescindible puntualizar el origen extranjero de la mayoría de los violadores para que los españoles tomen conciencia del tipo de delincuentes a los que estáis abriendo las puertas y subsidiando con el dinero de todos». En el delito de discurso del odio no se pena porque ello se considere una ideología reprochable, sino porque expresiones como estas fomentan en terceros una situación de hostilidad, discriminación o violencia hacia determinados colectivos. Se prevé un castigo porque su mensaje puede dar lugar a la aparición en quienes lo reciben de unas ideas de rechazo, de hostilidad (las de odio), que se consideran tan peligrosas y se valoran tan negativamente que se trata de impedir que puedan propagarse [74]. Es cierto que las palabras expresadas por VOX no generan una situación de violencia, pero sí pueden producir entre la ciudadanía actitudes de discriminación u odio hacia ese colectivo, lo que puede poner en peligro la dignidad, libertad o seguridad del mismo. El TEDH ha reconocido como delito de odio o como delito de discurso del odio supuestos en los que no se producía una incitación a la violencia contra un grupo, pero sí un ataque general a un grupo étnico y, a su vez, a la tolerancia, la paz social y la no discriminación (Asunto Kühnen c. Alemania, de 12 de mayo de 1988; asunto Norwood c. Reino Unido, de 16 de noviembre de 2004; asunto Belkacem c. Bélgica, de 27 de junio de 2017; asunto Féret c. Bélgica, de 16 de julio de 2019) [75]

En segundo lugar, no puedo estar más en desacuerdo con la decisión judicial cuando argumenta que el daño se diluye por cuanto las acusaciones no iban dirigidas a personas concretas —identificadas o identificables— sino contra todo un grupo étnico. Una manifestación de esta naturaleza constituye una falsedad deliberada, con la que se quiere reforzar un programa ideológico, que resulta del todo ilegítima por atacar deliberadamente la dignidad y/o honor de un colectivo e intentar crear un sentimiento de rechazo hacia el mismo, no importa que no fuera dirigida a individuos concretos con nombre y apellidos; esto que digo encajaría perfectamente con la doctrina establecida por el Tribunal Constitucional en el asunto de Violeta Friedman (STC 214/1991, de 5 de diciembre) [76] y con el hecho de que, tratándose de un presunto delito de incitación al odio (art. 510 CP), el desvalor de la actuación es el mismo si los mensajes van dirigidos a un individuo, como si van contra un colectivo. Y, en tercer lugar, considero que la sentencia yerra al considerar que el ejercicio de la libertad de expresión/opinión no encuentra también un límite en la veracidad de la base factual sobre la que se asienta. En el asunto Jerusalén c. Austria, el TEDH recuerda que, incluso cuando una declaración constituya el ejercicio de la libertad de expresión, al estar emitiéndose un juicio de valor en un debate político, la proporcionalidad de una injerencia en otros derechos y, por lo tanto, su no amparo en tal libertad, puede depender de si existe una base fáctica suficiente para la declaración impugnada, ya que incluso un juicio de valor sin ninguna base fáctica que lo sustente puede ser excesivo [77]. El tuit de VOX, que nos sirve de ejemplo para lo que pretendo defender, venía a completar una información que había sido publicada por un periódico en el que este informaba de la violación de una mujer por cinco individuos. Estaba aportando una información fáctica, aunque obviamente con una marcada carga ideológica e intencionalidad política, lo que, en aplicación de la regla de ponderación  entre libertad de expresión y libertad informativa, hace situar la actuación en   el marco de la libertad de expresión. Pero, ello no es óbice para que, respecto de la parte del mensaje donde se transmite un hecho (la nacionalidad de los autores del delito), no recaiga, aunque sea mínimamente, la exigencia de la debida diligencia, de un ápice de la veracidad a la que se ha hecho referencia más arriba en este trabajo; y en este caso, no es ya que se fuera poco diligente a la hora de transmitir los hechos, sino que el «error» en el dato derivó de la mala fe de su autor/es, hubo una intención de transmitir unos hechos que dañan a un colectivo, a sabiendas de que son falsos, lo cual guarda similitud con el límite que la libertad tiene en la prohibición de la calumnia, que prohíbe «la imputación de un hecho delictivo hecha con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio por la verdad». De hecho, lo que se pretende con el delito de calumnia es proteger el honor o dignidad de la persona y pivota sobre la actitud que tiene el autor frente a la verdad. A esta cuestión de la intención de mentir quisiera referirme ahora con más detenimiento.

VI.         De la ideología personal a la falsedad deliberada o la intención de mentir

Decíamos que ninguna opinión es evidente por sí misma, pues en cuestiones de opinión ni hay verdades ni opera el límite de la veracidad, como sí sucede con el ejercicio de las libertades informativas y la transmisión de hechos. Desde el punto de vista de la libertad ideológica, sobre una cuestión pueden surgir todo tipo de puntos de vista antagónicos y los mensajes que contienen una opinión tienen un margen de actuación muy amplio.

Pero, ¿cualquier mensaje, expresado pretendidamente como opinión, es posible dentro del ejercicio de la libertad ideológica o la libertad de expresión?

¿O, además de los límites que el ordenamiento les establece, a los que nos hemos referido, hay unas reglas del juego que hay que respetar? Esto es importante en el ámbito de la política donde la difusión de los programas de partido o de idearios puede buscar afianzarse públicamente mediante un pretendido ejercicio de la libertad ideológica, cuando en realidad no esconden más que afirmaciones falsas, o el uso de datos parcialmente ciertos, con la exclusiva intención de generar daño o rechazo hacia determinadas personas o colectivos o desacreditar a quien está en el poder, entre otros objetivos.

La cuestión es que a veces se ha utilizado la estrategia de anular ciertas verdades incómodas extendiendo opiniones que las contradicen, o la de trasmitir datos falsos, y se ha hecho convenciendo de que, en el plano de las ideas, las opiniones valen igual que las verdades [78].

Esa intención de hacer valer una mentira o unos datos o hechos falsos como si de una nueva opinión se tratase ha sido usada no solo por gobiernos, sino también por poderes sociales o económicos, grupos de interés, o movimientos o partidos políticos que desean influir en la opinión pública. La diseminación permanente y reiterada en el tiempo de determinados mensajes, —medio ciertos, o incluso falsos—, puede llevarse a cabo vistiéndolos de un pretendido ejercicio de la libertad ideológica. El peligro es que, efectivamente, ello puede acabar convirtiendo dichos mensajes en una opinión más tan válida como otras; y convencer de que son amparables en un Estado ideológicamente plural mensajes que son radicalmente contrarios a las reglas más básicas de un Estado democrático, sus valores y derechos. Se ha perdido el decoro hasta tal punto que, como veíamos más arriba, algunos mensajes políticos acaban vistiendo de idea política u opinión alternativa lo que no son más que ataques a determinados colectivos como los inmigrantes o los pertenecientes a una determinada religión o los no heterosexuales, o los movimientos feministas, o se presentan como una opinión afirmaciones que seriamente pueden conducir a un elevado riesgo frente a enfermedades como la provocada por el Covid-19, por poner algunos ejemplos. Y lo peor es cuando ello se hace empleando hechos o datos que manifiestamente faltan a la verdad.

Hay personas que sustentando determinadas opiniones pueden desacreditar fácilmente a la verdad factual, convirtiendo la transmisión de un hecho falso en otra opinión más. Incluso la reiteración mayoritaria de determinadas opiniones puede convertir una realidad en una mentira o viceversa. La facultad de persuasión de determinados líderes puede auspiciar ciertas opiniones que acaban generando un relato público que se asume como verdad. Se produce así una mezcla entre opinión e información, entre las ideas y los hechos, entre la información factual y las intenciones, de innegable peligro.

En este punto sería interesante recalar en el Informe del Consejo de Europa sobre el desorden informativo de 2017 [79], donde, apoyándose en la intencionalidad, distinguía entre lo que es: (a) Desinformación (Dis-information), que englobaría todo ese conjunto de mentiras y falsedades intencionadas a las que nos hemos venido refiriendo y que son creadas deliberadamente para herir a una persona, a un grupo social, a un gobierno o a un país. (b) Información errónea (Mis-information), aquella información que, aun no siendo verdadera, no ha sido creada con la intención de causar daño. Y (c) la información nociva (Mal-information), información que puede ser cierta, pero que se ha utilizado intencionadamente para causar daño a una persona, grupo social, organización o país. No solo la información falsa, sino también la veraz puede ser usada con fines desinformativos y dañar derechos fundamentales. Así, son conocidos los casos en los que se ha recurrido al uso de una especie de juego de acoso público a una persona o partido mediante la publicación online de información personal en momentos clave, o de fotos íntimas u otros datos que puedan generar el descrédito público, dañando derechos de la personalidad [80]. Igualmente, en el ejercicio de la libertad informativa se han ofrecido en ocasiones datos parciales sobre extranjeros encarcelados en un país, o cifras engañosas sobre inmigrantes autores de violencia de género [81], que, aún siendo relativamente ciertos, por estar sacados intencionadamente de contexto, ser parciales y usarse con un fin determinado (lo cual les resta esa inicial certeza), podríamos pensar que faltan a la veracidad, (1) por la inexactitud o incomplitud del relato fáctico, y (2) por la intencionalidad maliciosa de faltar a la verdad.

Decimos esto último porque, volviendo al caso Jerusalén c. Austria, hemos de volver a recordar que, incluso moviéndonos en el exclusivo ámbito de la libertad de opinión, el TEDH ha señalado que «a las opiniones ha de exigírseles que se realicen con criterio o, al menos con sinceridad. Asimismo, incluso cuando una declaración equivale a un juicio de valor (…) debe tener suficiente base factual —coincidencia con el referente externo—, sin lo cual sería excesiva» (STEDH de 27 de febrero de 2001, caso Jerusalén c. Austria, par. 43).

La conclusión es que, en el panorama de la desinformación, a veces, no solo cabe atender al contenido de los mensajes y al daño que puedan generar, sino también a las motivaciones de los actores que los crean y los distribuyen, a la intencionalidad. Aún así, reconozco que esto tiene al menos dos problemas: a) Las intenciones, como todo lo que se halla en el interior de los individuos o se pergeña en los despachos de un gobierno, de un partido político o de un movimiento ciudadano, son simples potencialidades. Ha de admitirse que es difícil demostrarlas. b) La intencionalidad (maliciosa) en la expresión de ciertos mensajes es algo que cabe entrar a controlar solo cuando estamos ante un mensaje que se basa en una mentira y daña ilegítimamente intereses de terceros o del Estado.

VII.       Controles en la red de los mensajes falsos

Un instrumento fundamental para conformar la opinión pública y auspiciar cualquier tipo de sentimiento colectivo, sea de responsabilidad (generalmente auspiciada por los poderes públicos) o de miedo (por cualquier fuente), son los medios de comunicación y, más aún, las redes sociales. Como decíamos al comienzo de este trabajo, la era digital ha conseguido que cualquier tipo de idea o información tenga una capacidad de difusión como nunca hubiésemos imaginado. Y las redes son también el lugar donde las noticias falsas (al igual que los mensajes xenófobos o discriminadores) han encontrado un campo abonado para hacerlos crecer [82].

Los Gobiernos de los Estados miembros e instituciones de la UE, lejos de buscar una posible responsabilidad de estos medios digitales por la circulación de contenidos ilegales y/o falsos en sus plataformas [83], han lanzado una llamada de colaboración a los mismos, y especialmente a las grandes empresas tecnológicas, para frenar la propagación de informaciones fraudulentas que inundan la Red [84], y se ha reclamado un compromiso común similar al seguido en la lucha contra la propagación de determinados mensajes como los xenófobos o los de contenido terrorista sobre la que se lleva más tiempo trabajando.

La desinformación y la radicalización de discursos que incitan al odio son dos fenómenos distintos que guardan similitud en cuanto al ámbito donde proliferan —la red—, y porque la misma desinformación —las falsedades o mentiras— puede propiciar discursos de odio o discriminación. Por ello, las soluciones que ya se han avanzado para la lucha contra esa radicalización de determinados discursos supremacistas, xenófobos o excluyentes, tal vez, podrían ser usadas para el control de las fakes en internet.

Ambos fenómenos vienen siendo considerados como una amenaza de magnitudes insospechadas desde hace ya unos años. De ahí que tanto Gobiernos como instituciones supranacionales (entre ellas la Unión Europea) estén en alerta y hayan adoptado medidas para luchar contra uno [85] y el otro [86], o incluso contra ambos conjuntamente [87]. Se trata de una batalla que ha de librarse no solo en cada Estado, sino también en la esfera supranacional, pues dichos fenómenos utilizan principalmente internet y las redes sociales como vía de difusión, y estas operan ajenas a las fronteras nacionales. De hecho, la UE se encuentra ahora en proceso de elaboración de un paquete legislativo, que se englobará en la Ley de Servicios Digitales que profundizará, entre otras cosas, en la cuestión de las responsabilidades de los servicios digitales y la protección de los derechos fundamentales de los usuarios en línea, entre otras cosas frente a contenidos o servicios ilegales. La normativa se encuentra en fase de consulta pública hasta finales de 2020 y podría constituir una oportunidad abierta para introducir algún tipo de garantías frente a la desinformación en red.

La primera pregunta es ¿cómo se pueden realizar controles frente a ese tipo de mensajes que circulan por la red?

Tal vez, en el caso de los mensajes de carácter xenófobo o discursos radicales, sea más fácil aplicar técnicas de cribado algorítmico que buscan palabras o perfiles determinados entre la infinidad de mensajes que pueden corren cada segundo en internet y, aún así, no es descartable que se produzcan errores; pero la detección de posibles bulos (por no hablar de las falsedades) es materialmente más dificultoso. Resulta infinitamente más arduo por la complejidad técnica de encontrar cómo realizar ese filtrado, que no puede ser tan automático como cuando se buscan términos xenófobos concretos, por poner un ejemplo. Los expertos se inclinan por defender que el juicio humano, y el establecimiento de paneles de expertos (fact-checkers) que realicen las comprobaciones pertinentes, es una herramienta mucho más fiable que el recurso a los algoritmos. Pero, en segundo lugar, lo más difícil es cómo hacerlo diferenciando lo que son solo medias verdades de las indiscutibles falsedades o mentiras. Es muy complicado realizarlo de una manera neutra y sin caer en el error de eliminar mensajes que son manifestación de la libertad ideológica o de la libertad informativa, que pueden estar erradas, pero no entrarían dentro del concepto de bulo. La verdad no siempre es fácil reconocerla y, a veces, hasta algunas barbaridades son aceptables en democracia. Como veíamos más arriba, se admiten posiciones negacionistas sobre la existencia del Holocausto cuando encontraríamos infinidad de pruebas acerca de su existencia.

La cuestión está en encontrar, entre los mensajes publicados en red, aquellos contenidos excesivos o ilegítimos que, faltando a la veracidad, ponen en riesgo el pluralismo informativo, el derecho a una información veraz y la sana competencia  política por contravenir o dañar derechos, valores o principios esenciales en nuestra democracia. E, insistimos, eso técnicamente es complejo por las razones que se han esgrimido, siendo los paneles de expertos independientes la fórmula que más consenso suscita.

La segunda pregunta es quién debe realizar ese control. Los cuerpos de seguridad e inteligencia de la gran mayoría de los Estados, al considerar la desinformación como una amenaza para la seguridad nacional, llevan tiempo desarrollando programas de prevención, concienciación y control de este tipo de mensajes. En el caso de España, la Orden ministerial de octubre de 2020, que citaba más arriba, refiere a la realización de actuaciones de monitorización y vigilancia (detección, alerta temprana, notificación y análisis) con el objetivo de detectar campañas de desinformación y su análisis ante su posible impacto en la seguridad nacional, así como para el apoyo en la gestión de situaciones de crisis (como el caso de la Covid-19) donde pudiera haber una afectación derivada de dichas campañas. Sin embargo, se trata de una orden meramente enunciativa, que hace un esbozo de la estructura orgánica de actuación frente a la desinformación, sin aludir a una regulación más precisa y sin hacer ninguna referencia a las garantías que, respecto de los derechos a la libertad de expresión, de información, de privacidad o de autodeterminación informativa, deberán adoptarse. No hace falta recordar que lo relativo a esa posible limitación de derechos fundamentales y las garantías que, en su caso, hayan de adoptarse deberá recogerse en una norma con rango de ley y de carácter orgánico y tendrá que atender a las previsiones constitucionales.

Pero, además de las fuerzas de seguridad del Estado o quien determine cada Estado, hemos de preguntarnos qué responsabilidad tienen los servidores de comunicaciones electrónicas en la lucha contra la difusión por las redes de ese tipo de mensajes falsos.

Obviamente, esa lucha contra la desinformación no puede llevarse a cabo sin la concurrencia de las empresas de distribución de contenidos y proveedoras de servicios de internet, porque es principalmente en esas plataformas donde se ubican muchos de los mensajes a los que hemos venido refiriéndonos en este trabajo. Se ha considerado que dichas empresas tienen responsabilidades a efectos de contribuir a la lucha contra los contenidos ilícitos o falsos difundidos a través del uso de sus servicios. Esto se incluye en lo que se denomina Corporate Social Responsability (CSR) o responsabilidad social corporativa de las empresas, un concepto que emergió en los años cincuenta. Se trata de una forma de dirigir las empresas basado en la gestión de los impactos que su actividad genera sobre sus clientes, empleados, accionistas, comunidades locales, medioambiente y sobre la sociedad en general.

Respecto de los contenidos ilícitos, muchas de estas grandes compañías inicialmente quisieron mantener una actitud neutral en lo que refiere al ejercicio de la libertad de expresión por los usuarios de sus plataformas. Su argumento era que la libertad de expresión es de crucial importancia en las sociedades democráticas y cualquier tipo de censura iría en contra de la libre circulación de información y opiniones. Además, arguyeron que no se les puede hacer responsables de controlar la ingente cantidad de información que circula por sus plataformas, ya que no disponen ni del personal ni de las herramientas necesarias para luchar contra las opiniones y para identificar los mensajes falsos.

Sin embargo, con el tiempo, las propias empresas, de forma voluntaria, han ido adoptando mecanismos para hacer un filtrado de noticias falsas a través de equipos de evaluadores o fact-checkers independientes [88] y eliminar o establecer una etiqueta de «posible fake» para aquellos mensajes que manifiestamente falten a la verdad. Este nuevo camino se emprendió desde que, en 2018, Facebook, Google, Microsoft, Mozilla, Twitter y siete asociaciones comerciales europeas firmaran el Código de buenas prácticas contra la desinformación [89]. Igualmente, se han abierto sitios web que buscan detectar y hacer públicos bulos que circulan por las redes (Maldita.es, Newtral, EFE Verifica, #StopBulos, Snopes, la Buloteca, Hoaxy, CazaHoax, FactCheck.org,…)

Así, por poner algunos ejemplos de la nueva actitud de las plataformas que ofrecen servicios de datos y comunicaciones electrónicas, Twitter a finales de mayo de 2020 subrayó que un tweet de Donald Trump no era verdadero, aunque no lo eliminó, simplemente advertía de ello [90]. Facebook retiraba también, un mes después, un anuncio de campaña de Trump por contener simbología nazi [91] y Twitter cerraba su cuenta por incitación a la violencia en enero de 2021 tras el asalto al Capitolio. Igualmente, tanto Twitter como Facebook le advirtieron por dar «información engañosa» sobre el Covid [92]. La misma compañía Facebook a finales de enero de 2020 había bloqueado alguna de las funciones de la cuenta oficial de Vox por incitación al odio y el partido presentó una querella contra Twitter. A mediados de abril del mismo año, se abrió una nueva disputa con Vox como protagonista, esta vez contra Whatsapp por limitar los reenvíos de mensajes, acusándole de que la aplicación censuraba los mensajes críticos con el Gobierno, falsedad que el propio servicio de mensajería se vio obligado a desmentir. La plataforma aclaró que simplemente se trataba de una medida aplicada globalmente que limitaba los reenvíos en un intento de frenar la difusión de bulos (fundamentalmente sobre el Covid-19) a través de su canal. Igualmente, Facebook ha reaccionado contra el Presidente brasileño, Jair Bolsonaro, suspendiendo dos cuentas de su entorno que se usaban para difundir mensajes políticos de desinformación [93].

Además de esa colaboración voluntaria, la normativa ya lleva unos años estableciendo la obligación de borrado en las plataformas de contenidos que resulten ilegales a petición de la autoridad correspondiente, generalmente un juez o cuando reciban una denuncia de cualquier persona al respecto [94], aunque tales previsiones están pensadas para cuando los contenidos constituyen discurso del odio o la discriminación, cuando pueden violentar algún derecho fundamental de los ciudadanos o cuando atenta a los derechos de autor o de propiedad intelectual, y menos para la eliminación de noticias falsas, salvo que estas incurran en alguna de estas actuaciones. Lo que genera más dudas es si se podría obligar (forzar) a las grandes empresas suministradoras de información telemática a llevar a cabo una labor prospectiva, a tener que realizar un barrido de lo que se publica para que detecten posibles bulos, como se ha hecho respecto de otro tipo de mensajes como los xenófobos o terroristas. De hecho, como acabo de indicar, en cierta medida, parece que ya lo están haciendo de una forma voluntaria.

Desde mi punto de vista, las medidas que las empresas proveedoras de servicios de red están implementando en su lucha contra las fakes en las redes o aquellas que pudiesen derivarse de normas que impongan el deber de hacerlo, si van exentas de la participación de un juez o de una comisión independiente de control, me parecen muy peligrosas. Por mucho que queramos luchar contra los mensajes falsos vulneradores de derechos o que emponzoñan el libre debate político, el cribado del que hablamos constituye una tarea compleja que puede conducir a limitaciones erróneas (o buscadas) del ejercicio de las libertades ideológicas e informativas. Por eso se hace muy necesario el establecimiento de protocolos y sistemas de control que se rijan por la transparencia y la independencia. Soy consciente de que esta cuestión requeriría de un estudio más detenido, entre otras cosas, sobre la prohibición de la censura previa (art. 20.2 CE) y las medidas de autorregulación interna, y que ahora, por limitaciones de espacio, no es posible abordar [95]. Requeriría también reflexionar, como se ha hecho en la jurisprudencia norteamericana [96], sobre la consideración de dichas plataformas como foros públicos, foros privados o con una naturaleza intermedia y las consecuencias que ello puede conllevar para las limitaciones a los contenidos en ellas recogidos.

VIII.     A modo de conclusión: «fiat veritas ne pereat mundus»

En el ámbito de la discusión pública y el intercambio de información, la verdad absoluta no existe. En democracia todo puede ser puesto en entredicho o puede ser criticado hasta tal extremo que haga dudar sobre la certeza de casi cualquier cuestión que inicialmente se asumía como verdadera. Caben pocas verdades absolutas.

Pero, el que no exista la verdad absoluta no significa que podamos vivir en la incertidumbre constante sobre todo aquello que nos rodea o sobre lo que se nos informa. El desorden informativo no beneficia ni a los derechos fundamentales ni a la propia democracia, más bien al contrario, erosiona sus cimientos. Vivir inmersos en un marco informativo infinito en el que los hechos noticiables veraces conviven en paridad con medias verdades, falsedades o fakes genera en los ciudadanos inseguridad en el mejor de los casos, —en el supuesto de aquellos que aún se interrogan sobre la certeza de lo que leen o escuchan—, y, en el peor de los casos, esclavitud ideológica o intelectual, —cuando de una forma acrítica los ciudadanos acaban arrastrados (manipulados) por el mensaje que más se repite—.

La Constitución reconoce el derecho a recibir información veraz [97], que constituye uno de los principales fundamentos de la realidad democrática, supone la condición sine qua non para consolidar una opinión pública plural y libremente formada [98], pero no podemos hablar del derecho fundamental a recibir información verdadera ni el derecho fundamental a no recibir información falsa. No existe la libertad negativa a no recibir información manipulada o tendenciosa, a no ser víctima de la desinformación. Lo que se trata es de garantizar la libertad en el proceso comunicativo, de tal forma que se pueda recibir todo tipo de mensaje y quede en manos del receptor la libertad de elegir la información o las opiniones que decida leer o escuchar, sean estas provenientes de fuentes sólidas o lo sean de fuentes o informaciones que vulgarmente calificamos como «basura» [99]. Lógicamente, ello tiene muchos peligros: nos encontramos con la dificultad del ciudadano medio de ser capaz no solo de recibir y procesar la avalancha de información que recibe, más aún en la era digital, sino también la de poder discernir cuál tiene visos de veracidad de la que simplemente constituye un bulo.

Estamos saturados de información y, entre toda esa información, unos mensajes acaban calando más que otros. Conforme a ellos actuamos, formamos nuestros juicios, establecemos creencias, nos manifestamos, escribimos opiniones y votamos para elegir a nuestros representantes. Por lo tanto, la desinformación puede hacer que acabemos ejerciendo nuestras opciones sobre hechos o realidades que no son ciertos y/o influidos por la reiteración de eslóganes falsos que discriminan o generan odio sobre determinados colectivos o pueden poner en riesgo valores y derechos de la ciudadanía, como la salud o la seguridad.

Hemos visto múltiples ejemplos del uso de técnicas persuasivas frente a la opinión pública, como las medio verdades o falsedades y las mentiras. También hemos comprobado como no es un comportamiento exclusivo de partidos supremacistas, populistas o de extrema derecha o izquierda, sino que, como han defendido diversos pensadores, parece que el campo de la política se encuentra más en relación y más cerca de servirse de la mentira que de cultivar la verdad o de alentarla.

En internet se ha observado una tendencia al alza en el uso de las técnicas de la mentira o la ficción por determinados líderes, partidos o movimientos políticos que libran una batalla por controlar la percepción de la opinión pública sobre el poder, los hechos o las necesidades del pueblo; buscan adueñarse del relato público: hoy puede ser el relato sobre el origen o la gestión de la pandemia [100] como en el pasado lo ha sido sobre otras cuestiones. Para conseguir ese seguidismo acrítico de las masas que ellos persiguen, las redes sociales constituyen una plataforma de difusión sin precedentes, pues la reiteración a gran escala de determinados hechos falsos puede acabar convirtiendo una mentira en una opinión más. Y lo peor es cuando ese mensaje que trata de imponerse a la opinión pública, haciendo uso de las técnicas de la desinformación, es el del odio, de la discriminación o trata de minar la legitimidad de las instituciones democráticas.

Desde luego, ha de reconocerse la dificultad de la verificación de la ilegalidad o falsedad de ciertos mensajes sin quebrantar el sacrosanto principio del pluralismo ideológico y el derecho a las libertades de pensamiento e informativas. De hecho, señalaba Urías Martínez que la lucha contra las noticias inventadas puede hacer más daño a la democracia que su propia difusión, pues genera un riesgo elevado de que las medidas legislativas contra las noticias falsas se usen para silenciar los discursos disidentes con el poder [101]. Ello nos plantea tres cuestiones.

La primera de las mismas consiste en determinar qué mensajes que faltan a la verdad son amparables en un Estado democrático de derecho y cuáles no son admisibles y, por lo tanto, son susceptibles de generar una responsabilidad civil o penal o de cualquier otro tipo en sus autores. ¿Podemos permanecer impertérritos ante discursos y mensajes falsos que emponzoñan el discurso público y ante partidos o movimientos que, para convencer a ese público y alcanzar el poder, usan de las artimañas de la mentira? ¿Acaso cabe permitir la libre expresión de ideas cuando estas se sustentan sobre mentiras y persiguen atentar contra principios o valores de nuestra Constitución como el pluralismo o la igualdad, por mucho que digamos que en democracia el pluralismo ideológico es su máxima y todo es opinable? Pues, ya se ha visto arriba que no siempre. Como hemos defendido, la veracidad de los elementos fácticos sobre los que se apoya una opinión cobra relevancia en muchas ocasiones, al igual que la intencionalidad (la mala fe o la voluntad de mentir) en la transmisión de hechos o de ideas sustentadas en hechos falsos.

En segundo lugar, y puesto que estos mensajes se difunden masivamente en las redes, tal vez, tengamos que plantearnos si hay que asumir que la revolución digital trae consigo también una suerte de disrupción jurídica en el sistema de la libertad de expresión y de información, debiéndose, por lo tanto, repensar los presupuestos desde los cuáles hemos venido juzgando los límites al ejercicio de estos derechos. Y todo ello teniendo en cuenta que esas posibles limitaciones pueden traer como consecuencia: (a) simplemente la cesión del ejercicio de las libertades de expresión y las informativas en favor del ejercicio de derechos de otros o la protección de bienes constitucionalmente protegidos (la seguridad nacional, la seguridad pública, la salud, la no discriminación…), pudiendo ser bloqueado su acceso o eliminados determinados contenidos; recordemos que los mensajes no veraces no disfrutan de la tutela constitucional del art. 20; (b) o pueden conllevar la exigencia de responsabilidad civil por mensajes falsos que puedan dañar derechos de la personalidad; o (c) incluso pueden suponer el que los mensajes falsos acaben sometidos a control y persecución, con la posibilidad adicional de exigir responsabilidades administrativas o penales a sus autores en ciertos supuestos.

Y la tercera cuestión es quién puede luchar contra ello, esto es, contra el fenómeno de la desinformación en sus diferentes manifestaciones, pero especialmente cuando hablamos de bulos. Si es el gobierno, se corre el riesgo de dejar en sus manos la determinación de cuál es la verdad oficial y qué se consideran mentiras. Si son las empresas que ofrecen servicios de datos e internet, también detrás de ellas existen intereses políticos y económicos que podrían hacer un uso interesado de ese control de los mensajes que se publican en sus plataformas. Esta es una cuestión aún abierta que requiere del establecimiento de mecanismos que, en todo caso, han de regirse por las reglas de la transparencia y de la independencia. Como advertíamos en este trabajo, en demasiadas ocasiones algunos discursos políticos se vuelven homogéneos y emocionales, y pueden incluso apoyarse en mentiras, lo que acaba mermando la libertad individual de opinar, de criticar, de expresar las propias ideas, invisibiliza las voces disidentes y adormece la capacidad de reacción. Y, como decía Ferrajoli, «una democracia puede quebrar, aún sin golpes de estado en sentido propio, si sus principios son de hecho violados o contestados sin que sus violaciones susciten rebelión o, al menos, disenso» [102]. Se hace pues necesario desenmascarar las mentiras para asegurar un debate público debidamente informado y no envenenado por las falsedades. Porque solo en ese caso será libre, o al menos más libre. Emulando el adagio latino «fiat iustitia et pereat mundus», cabría pensar en un «fiat veritas et pereat mundus» (Que se haga la verdad, aunque perezca el mundo), que vendría a entenderse como que la verdad ha de buscarse siempre sin reparar en el precio que puede costar o las consecuencias que puede acarrear. Si nos acogemos a esta interpretación deberíamos entrar en el difícil tema de si siempre es legítimo decir la verdad, cuestión que no podemos abordar ahora en un trabajo que tiene un objeto mucho más modesto. Pero, cabe optar por una segunda interpretación que se acerca al uso que Hegel dio al adagio latino:

«Fiat iustitia ne pereat mundus» (que se haga la justicia para que no perezca el mundo), que trasladándolo a nuestro ámbito sería, «Fiat veritas ne pereat mundus», y significaría que la verdad ha de buscarse siempre, si no se quiere que el mundo se hunda en el caos. Ciertamente, la recurrente falta a la verdad en los últimos tiempos está conduciendo a un desorden informativo que puede arrastrarnos al caos; y han saltado las alarmas.

Siempre con el máximo respeto a las libertades de expresión y de información, procede pues tratar de desterrar la mentira, restablecer el orden propio de la opinión libre e informada y recuperar ese escenario donde intercambiar ideas sin juegos sucios. Solo en ese escenario de transparencia y de honestidad democrática es donde se puede contrargumentar y disentir en condiciones de los discursos que tratan de socavar los fundamentos y principios básicos de nuestro Estado.

Rosario Serra Cristóbal, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

54    RODRÍGUEZ MONTAÑÉS, T., Libertad de expresión, discurso extremo y delito. Una aproximación desde la Constitución a las fronteras del derecho penal, Valencia, Tirant lo Blanch, 2012, p. 115.

55    Hay conductas que merecen un reproche social, que queda materializado en la previsión de una sanción penal, por dañar o poner en riesgo derechos o bienes de terceros o de la colectividad (la honorabilidad, la dignidad, el respeto a la igualdad, la seguridad…)

56    GALÁN MUÑOZ, A., «Delitos de odio, Discurso del odio y Derecho penal: ¿Hacia la construcción de injustos penales por peligrosidad estructural?», GALÁN MUÑOZ, Alfonso y MENDOZA CALDERÓN, S., Derecho penal y política criminal en tiempos convulsos, Valencia, Tirant lo Blanch, 2020, p. 62.

57    Sobre la denigración política (concepto legal que no existe en España, pero sí en otros países como México) y la propaganda negativa en política puede verse: PÉREZ DE LA FUENTE, O., Libertad de expresión y discurso político. Propaganda negativa y neutralidad de los medios en campañas electorales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2014.

58    BAYER, J. (Coord., ed.), Disinformation and propaganda…, op. cit., p. 46.

59    Ibídem, p. 47.

60    El partido EDC/SVP es considerado por algunos como de extrema derecho, por otros como de populismo de derecha. Sobre el discurso del odio de este partido puede verse el trabajo de MARTÍN HERRERA, D., «Hate speech y tolerancia religiosa en el sistema helvético de democracia participativa», RDP, n.º 90, 2014, pp. 249-284.

61    MOZUR, P., «A Genocide Incited on Facebook, With Posts From Myanmar’s Military», The New York Times, 18/10/2018.

62    Aunque es una cuestión que escapa ahora a este trabajo, por limitación de espacio, resulta interesante la lectura de: PÉREZ COLOMÉ, J., «Yo fui un bot: las confesiones de un agente dedicado al engaño en Twitter», El País, 21/05/2020.

63    La Unión Europea puso a este partido como ejemplo de grupo de extrema derecha que utiliza habitualmente la desinformación y propagación de bulos en redes sociales en campaña electoral. «Descubrimos una red coordinada en Twitter, mezcla de bots y cuentas falsas, con el objetivo de impulsar hashtags anti-islam y amplificar apoyo al partido populista de derechas Vox». Así lo aseguró el ex-comisario europeo de Seguridad, Julián King, durante la presentación en 2019 de la Comunicación de la Comisión Europea sobre los progresos en la lucha contra la desinformación en la UE. ANTQUERA, J., «Los informes de la UE alertan de que Vox propaga bulos en redes sociales para desestabilizar la democracia», Diario 16, 16/04/2020.

64    Numerosos extractos de la decisión judicial ser recogen en BONO, F., «La Audiencia de Valencia enmarca en la libertad de expresión un tuit falso de Vox sobre un abuso sexual», El País, 9/06/2020. Al igual que en Levante-EMV, «La Audiencia ve ‘libertad de expresión’ en una noticia falsa difundida por Vox», Levante. El Mercantil Valenciano, 10/06/2020. EFE, «La Audiencia de Valencia considera ‘libertad de expresión que Vox tuitee que la mayoría de violadores son magrebíes», El Mundo, 10/06/2020.

65    Auto de 9/06/2020.

66    Señalaba el TC, «esos discursos quedan extramuros del ámbito de protección de la libertad de expresión…, que no puede servir de cobertura porque suponen una incitación directa o indirecta a la violencia contra ciudadanos en general, o contra concretos ciudadanos que se hayan situados en determinadas situaciones» (STC 235/2007) Sobre jurisprudencia del TEDH acerca del discurso del odio puede consultarse: TERUEL LOZANO, G., «El discurso del odio como límite a la libertad de expresión en el marco del Convenio europeo», RDCE, n.º 27, 2017. ROLLNERT, G., «El discurso del odio y sus límites de libertad de expresión: de la zona intermedia a los estándares internacionales», MIRÓ LLINARES, F., (Dir.), Cometer delitos en 140 caracteres. El Derecho penal ante el odio y la radicalización en Internet, Madrid, Marcial Pons, 2017, pp. 255-274.

67    No hace falta más que recordar ahora el apartado 4 del art. 20 CE: «Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia».

68    ROIG TORRES, M., «Los delitos de racismo y discriminación (arts. 510, 510bis, 511y 512)», GONZÁLEZ CUSSAC (Dir.), Comentarios a la reforma del Código Penal de 2015, Valencia, Tirant lo Blanch, 2015, p. 1210.

69    De nuevo recordemos la STC 214/1991, de 5 de diciembre.

70    STEDH de 15/03/2011, caso Otegui Mondragón c. España. Ídem en la sentencia de 13/03/2018, en el caso Stern Taulats y Roura Capellera c. España. Aunque de nuevo el TEDH vuelve a entender que el Tribunal Constitucional español había interpretado demasiado extensivamente las excepciones a la libertad de expresión en el caso concreto, volvió a reconocer esa posibilidad de limitar la libertad de expresión en el debate político en supuesto de discurso de odio o de incitación a la violencia.

71    CUERDA ARNAU, M. L., «La libertad de expresión y crítica política a la luz de la jurisprudencia del TEDH», Teoría y Derecho: Revista de Pensamiento Jurídico, n. º 13, 2013, pp. 221 y ss.

72    Presupuesto esencial de la nueva regulación que se dio con la Reforma del Código Penal en 2015, fue la Decisión Marco 2008/913/JAI, del Consejo de 28/11/2008, relativa a la lucha contra determinadas formas y manifestaciones de racismo y xenofobia mediante el Derecho Penal. A esa corriente marcada por el Tribunal Europeo de conceder un amplio margen a la libertad de expresión se ha venido acogiendo más recientemente nuestro Tribunal Constitucional, aún refiriéndose más a ofensas a la Jefatura del Estado o una Institución que al discurso del odio hacia colectivos, que es de lo que se trata en el caso que venimos analizando del tuit de VOX. (Véase STC 111/2019, de 2 de octubre y STC 6/2020, de 27 de enero).

73    Se incluye una agravante «cuando de ese modo se promueva o favorezca un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra los mencionados grupos».

74    GALÁN MUÑOZ, A., «Delitos de odio, discurso del odio y Derecho penal», op. cit., pp. 68 y 69.

75    Puede verse también el trabajo de MENDOZA CALDERÓN, S., «Discurso del odio e inmigración. La criminalización de la intolerancia en el Derecho penal español», GALÁN MUÑOZ, A. y MENDOZA CALDERÓN, S., Globalización y lucha contra las nuevas formas de criminalidad transnacional, Valencia, Tirant lo Blanch, 2019,  pp. 265-308.

76    El Tribunal Constitucional indicaba que «el odio y el desprecio a todo un pueblo o a una etnia son incompatibles con el respeto a la dignidad humana, que sólo se cumple si se atribuye por igual a todo hombre, a toda etnia, a todos los pueblos. Por lo mismo, el derecho al honor de los miembros de un pueblo, etnia, en cuanto protege y expresa el sentimiento de la propia dignidad, resulta, sin duda, lesionado cuando se ofende y desprecia genéricamente a todo un pueblo o raza, cualesquiera que sean» (STC 214/1991, de 17 de diciembre, F.J. 8).

77    STEDH de 27/02/2001, par. 53. Ídem en De Haes and Gijsels c. Bélgica, 24/02/1997, par. 47, y Oberschlick c. Austria (no. 2), de 1/07/1997, par. 33.

78    SAHUÍ MALDONADO, A., «Verdad y política…», op. cit., p. 92.

79    WARDLE, C. y DERAKHSHAN, H., Council of Europe Report [DGI (2017)09] on Information disorder: Toward an interdisciplinary framework for research and policy making, Council of Europe publications, 2017.

80    MARWICK, A. y LEWIS, R., Media manipulation and disinformation online, Data & Society, 2017,  pp. 11-12.

81    MARTÍN PLAZA, A., «Los bulos y desinformaciones de Vox sobre la violencia machista y su mezcla con la violencia doméstica», RTVE Noticias, 9/01/2019.

82    PAUNER CHULVI relata cómo gran parte de las noticias falsas son creadas por spammers, como se viralizan a través de redes sociales como Facebook o Twitter, como se usan los conocidos como trolls y otros instrumentos de creación y difusión de bulos, PAUNER CHULVI, C., «Noticias falsas y…», op. cit., pp. 301 y 302. Véase también el interesante trabajo: ABA CATOIRA, A.: «Desórdenes informativos en un sistema de comunicación democrático», RDP, n. º 109, 2020, pp. 119-151.

83    La lógica exclusión de responsabilidad de los prestadores de servicios o de la red social es la regla general asentada en nuestro ordenamiento y en la de nuestros países vecinos. Sobre ello véase: BOIX PALOP, A., «La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales», REP, n. º 173, pp. 55-112.

84    TERUEL LOZANO, G., «Libertad de expresión en Internet, control de contenidos de las páginas web y sus garantías constitucionales», Revista Aranzadi de Derecho y Nuevas Tecnologías, n. º 25, 2011, pp. 81-103. 

85    La ONU expresó en 2017 su preocupación por el tema en la Declaración conjunta sobre Libertad de Expresión y Noticias Falsas, Desinformación y Propaganda (3 de maro de 2017). La UE en 2018 aprobó un Plan de Acción contra la desinformación y recientemente la Comisión Europea, en la nueva Estrategia de Seguridad de la Unión para el periodo 2020-2025 (24 /06/2020) hacía hincapié en la lucha contra «las campañas de desinformación y la radicalización de la narrativa política». M. Arenas analiza también diversas medidas legislativas que los Estados han ido adoptando para proteger el debate político y la formación de la opinión pública frente a las campañas de desinformación en la red, especialmente durante las campañas electorales. Así, en noviembre de 2018, se aprobó en Francia una Ley para combatir la manipulación de la información durante los períodos electorales (Loi n° 2018-1202 relative à la lutte contre la manipulation de l’information). También en 2018, en junio, en el Reino Unido, la Comisión Electoral Británica pidió una mayor transparencia para los votantes con respecto a la práctica de las campañas electorales digitales, haciendo recomendaciones sobre la responsabilidad, el gasto y la trasparencia Digital campaigning. Increasing transparency for voters). ARENAS RAMIRO, M., «Partidos políticos, opiniones políticas e internet: la lesión del derecho a la protección de datos», TRC, n. º 44, 2019, p. 344.

86    Entre las medidas adoptadas para luchas contra el discurso del odio en el ámbito de la UE, cabe aludir al Código de conducta contra el discurso ilegal del odio a través de Internet, aprobado en 2016, adoptado en el marco de la Estrategia para el mercado único digital de la Comisión Europea; o la Recomendación (UE) 2018/334 de la Comisión Europea, de 1 de marzo, sobre medidas para combatir eficazmente los contenidos ilícitos en línea. En Francia, en mayo de 2020 se aprobaba la Loi visant à lutter contre les contenus haineux sur internet (Ley contra el discurso del odio en internet)

87    Alemania adoptó recientemente la Ley sobre la mejora de la aplicación de la ley en las redes sociales (Netzdurchsetzunggesetz, NetzDG), que contempla multas elevadísimas para las redes sociales si se oponen a borrar de sus plataformas mensajes fake o que inciten al odio.

88    PAUNER CHULVI, C., «Noticias falsas y libertad de expresión…», op. cit., p. 305.

89    Auspiciado por la Comisión Europea, el Code of Practice on Disinformation, se puso en marcha en octubre de 2018 dentro del Plan de acción contra la desinformación de la UE.

90    También Trump afirmaba en un tweet a raíz de los altercados y protestas en Minneapolis, a finales/05/2020, como consecuencia de la terrible muerte de un detenido negro por un policía blanco, que «Cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos. ¡Gracias!». Este mensaje fue calificado por Twitter de incitador a la violencia, no borrándolo, pero sí advirtiendo de ello antes de poder entrar a su lectura. Sin duda, afirmaciones de este tipo son peligrosísimas, además de deplorables, por lo que pueden incitar a aquellos que son sus seguidores ciegos.

91    PRIETO, M., «Facebook retira anuncios de la campaña de Donald Trump, Expansión, 20/06/2020.

92    LABORDE, A., «Trump equipara la covid con la gripe y Twitter y Facebook le advierten por dar información engañosa», El País, 6/10/2020.

93    VEGA, G., «Facebook suspende dos cuentas de noticias falsas asociadas a Jair Bolsonaro», El País, 9/07/2020.

94    Véase, por ejemplo, las previsiones de la Directiva 2000/31/CE de comercio electrónico, o la Recomendación (UE) 2018/334 de la Comisión Europea, de 1 de marzo, sobre medidas para combatir eficazmente los contenidos ilícitos en línea.

95    Véase: TERUEL LOZANO, G., «Libertad de expresión y censura en internet», Estudios de Deusto, Vol. 62/2, 2014, pp. 41-72.

96    Un estudio a este respecto puede verse en VÁZQUEZ ALONSO, V. J., «Twitter no es un foro público per el perfil de Trump sí lo es. Sobre la censura privada de y en las plataformas digitales en los EE UU», Estudios Deusto, vol. 68/1, 2020, pp. 475-508.

97    AUSÍN DÍEZ, T., «Contar y no mentir: sobre el derecho positivo a recibir información veraz», PEÑA, L. y AUSÍN DÍEZ, T., Los derechos positivos: las demandas justas de acciones y prestaciones, Plaza y Valdés-CSIC, 2006.

98    Así, «el art. 20 de la Norma fundamental, además de consagrar el derecho a la libertad de expresión y a comunicar o recibir libremente información veraz, garantiza un interés constitucional: la formación y existencia de una opinión pública libre, garantía que reviste una especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática. Para que el ciudadano pueda formar libremente sus opiniones y participar de modo responsable en los asuntos públicos, ha de ser también informado ampliamente de modo que pueda ponderar opiniones diversas e incluso contrapuestas» (STC 159/1986, de 16 de diciembre, FJ 6). Sobre la dimensión institucional de los derechos de expresión y de comunicación puede verse también el trabajo: SOLOZABAL ECHAVARRIA, J. J., «Aspectos constitucionales de la libertad de expresión y el derecho a la información», REDC, n. º 23, 1988, p. 142.

99    VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Los derechos del público…», op. cit., p. 131. De una forma más extensa puede consultarse la monografía del mismo autor: Los derechos del público: el derecho a recibir información del artículo 20.1.d) de la Constitución española de 1978, Madrid, Tecnos, 1995.

100    ABAD SOTO, J., «La guerra de percepción en la crisis de la COVID-19», Documento de Opinión IEEE n. º 66, 21/05/2020.

101    URÍAS MARTÍNEZ, J., «La verdad os hará libres (si es obligatoria)», Contexto y Acción, 13/05/2020.

102    FERRAJOLI, L. Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, Barcelona, Paidós, 2011, p. 22

Rosario Serra Cristóbal

I.           El disenso en democracia vs. la proliferación de determinados mensajes no amparables en el ordenamiento [1]

En un Estado que se considera democrático, cualquier afirmación o cualquier información tiene que poder ser discutida. Lo cual significa, por un lado, que no cabe establecer una verdad única ni conformar una opinión pública de tal modo que de facto se imponga aquella de forma general, y, por otro lado, que es necesario garantizar la capacidad libre e informada de disentir sobre cualquier asunto, incluso admitiendo opiniones que puedan molestar al Estado o a un conjunto de la población [2]. Como señalaba Revenga Sánchez, «la fortaleza del sistema democrático radica en admitir, más aún, en propiciar, el cuestionamiento permanente de las decisiones que adoptan y ejecutan quienes tienen legitimidad para hacerlo. En democracia no hay verdades oficiales de naturaleza trascendente, ni ámbitos de decisión vedados a la confrontación pública» [3]. De hecho, como defiende Villaverde Menéndez, hallar la verdad no es el objeto del debate de ideas, en el cual ningún mensaje puede arrogarse privilegio alguno apelando a su condición de verdadero [4]. Ahora bien, en el debate público, junto al intercambio de ideas, se produce en numerosas ocasiones una transmisión de información o se expresan ideas que se sustentan en hechos que —estos sí— pueden ser veraces o no.

También es cierto que, en ese debate público, aun admitiendo que el disenso e incluso la crítica feroz son admisibles, en ocasiones cabe poner coto a la transmisión pública de ciertas expresiones e informaciones cuando dañan derechos o valores fundamentales recogidos en el ordenamiento jurídico. En este trabajo, nos interesa especialmente plantear la cuestión cuando ese daño se genera porque lo que se transmite falta a la veracidad [5], lo cual puede suceder cuando se ejerce la libertad de información, pero también cuando se transmiten opiniones acompañadas de una base fáctica deliberadamente falsa; o simplemente podríamos preguntarnos si la libertad de expresión (política [6]) permite mentir y en qué ocasiones, me refiero a intervenir en el debate público para expresar criticas, defender y propagar las propias ideas o con cualquier otra finalidad, transmitiendo hechos que faltan a la veracidad, incluso a veces, son radicalmente falsos.

Cabe incluso plantearse si existe un derecho a mentir, cuestión que abrió un intenso debate entre Kant y Constant. El tema sobre el que polemizaron fue sobre la existencia de un deber incondicionado de decir siempre la verdad. Para Kant, situándose en el plano de la moral, defendía que «ser verdadero/verídico (honesto) en todas nuestras declaraciones» es un sagrado mandato de la razón [7], es un deber incondicionado [8]. Constant discrepaba al defender que: «el principio moral que declara ser un deber decir la verdad, si alguien lo tomase incondicional y aisladamente, tornaría imposible cualquier sociedad (…) Este principio, aislado, resulta inaplicable. Destruiría la sociedad» [9]. En definitiva, este segundo autor defendió que hay supuestos en los que ese deber queda desplazado, aportando ejemplos concretos de situaciones en las que decir la verdad podría equivaler a hacer mal, situándose en una posición que no se articula bien con la idea de que no es conveniente mentir al pueblo en ningún caso, que había defendido Condorcet [10].

La pregunta es cuándo podemos decir que se ha cruzado esa línea roja que separa lo que aún cabe considerar crítica, o defensa de puntos de vista discrepantes u opiniones políticas sustentadas en hechos veraces, de las opiniones o informaciones que manipulan los hechos que transmiten e incluso incurren en la falsedad o en la mentira, más incardinable en lo que ha venido a denominarse fake news o desinformación. El problema es que, cuando esto sucede, ello repercute negativamente en la conformación de esa deseable opinión pública libre, y crea una sociedad que no es capaz de ponerse de acuerdo sobre hechos básicos, lo que impide construir una democracia funcional [11]. Porque la democracia se asienta sobre un debate público, plural e informado; no solo la libre opinión, sino igualmente la información es esencial. Sánchez Ferriz advertía que se precisa de una información completa y verídica, que cree un clima de confianza. «El público preferirá que se le diga lo peor —al menos así podrá reaccionar tomando una postura basada en la realidad— a saberse engañado» [12].

En definitiva, lo que interesa es determinar si hay afirmaciones, —bien provenientes del gobierno o de ciudadanos o de asociaciones o partidos políticos, no importa—, que, por su absoluto desprecio al rigor informativo o por su manifiesta intención de engañar, no son admisibles. La democracia exige libertad informativa y de expresión, exige participación y debate, pero en esa interacción hay unas mínimas reglas de juego que deben respetarse cuando ciertas expresiones o la comunicación de determinados hechos falaces confrontan con bienes jurídicos constitucionalmente protegidos. Posiblemente debamos determinar cuáles son esos mínimos exigibles para una pacífica convivencia, si queremos hablar de una garantía democrática básica.

II.         El fácil influjo de determinados mensajes falsos en la opinión pública en la era de internet

El poder que otorga el manejo de información, —no solo la veraz sino también la falsa—, para la conformación de la opinión de la ciudadanía es una realidad de la que se es consciente ya hace muchos años [13]. Tal vez lo que ha cambiado es la ingente cantidad de información de la que se dispone hoy y los efectos que ello genera. La sociedad de la información en la que vivimos ofrece tantas fuentes informativas por vía tradicional o telemática que hace difícil al ciudadano hacerse con la imagen completa de todos los datos como para tener una opinión verdaderamente contrastada y, por lo tanto, fundada. Innenarity advertía de que la creciente complejidad de lo político en nuestras democracias dificulta que haya una opinión pública competente a la hora de entender y juzgar lo que está pasando, algo que entra en plena contradicción con uno de los presupuestos normativos básicos de la democracia. Cuando los ciudadanos o electores no consiguen comprender lo que está en juego, entonces la libertad de opinión y decisión pueden ser consideradas un reconocimiento formal irrealizable [14].

En este campo de la super-información es donde determinados mensajes pueden acabar calando en la opinión pública frente a otros, cosa que puede suceder de manera fortuita o, en la mayor parte de las ocasiones, de una forma pretendida. De hecho, se habla del empleo de las emociones en las democracias actuales, de lo que ha venido a denominarse «emocracia» [15]. Consiste en propiciar la comunicación o trasmisión de emociones que acaban predominando sobre la razón. Son lo que la filósofa Nussbaum denomina emociones públicas o políticas [16]. Ello conduce a la formación de una voluntad colectiva, basada en las emociones mayoritariamente aceptadas de forma colectiva y exacerbadas por quien tiene la capacidad de hacerlo (los medios, los gobiernos, movimientos políticos, líderes…) Ya hablaba Aristóteles, en su Retórica, de las emociones [17] y explicaba cómo el buen orador conoce el arte de utilizarlas y provocarlas en el público para conseguir de él que haga lo que debe, en el mejor de los casos, o, en el peor de los casos, que haga lo que al orador o al político le interesa. Explicaba de qué forma el discurso público puede cambiar el estado de ánimo de quienes lo escuchan, gracias al uso de los tópicos, las figuras del lenguaje, y el poder de la elocuencia. Eso mismo es lo George Orwell parecía querer decir con aquello de que «El lenguaje político…está diseñado para hacer que las mentiras suenen confiables y el asesinato respetable; y para darle la  apariencia de  solidez al mero viento» [18].

En ocasiones, todo ello conduce al final a lo que se ha denominado posverdad. Como se ha indicado, este término [19] ha venido reflejando que aquello que las personas sienten ante un estímulo, sus emociones respecto de una idea o de un líder o sus sensaciones subjetivas influyen de una forma más efectiva en la toma de decisiones que los datos y estadísticas objetivas o los hechos comprobados, siendo más importantes para ellos que la verdad. Se señalaba a Donald Trump como el máximo exponente de la política posverdad, una confianza en afirmaciones que se «sienten verdad», pero no se apoyan en la realidad. «La posverdad, por tanto, puede ser una mentira asumida como verdad o incluso una mentira asumida como mentira, pero reforzada como creencia o como un hecho compartido en una sociedad» [20]. La cuestión es que la posverdad no constituye un arma solo a disposición de la clase política dominante, sino que el uso de la misma supone un recurso poderosísimo para aquellos recientes movimientos que quieren alcanzar el poder o afianzar en la opinión pública determinados mensajes extremos, populistas o excluyentes.

En el debate político, junto a ese predominio de los argumentos emocionales sobre los racionales, no es extraño encontrar mensajes que recurren a la simplificación dicotómica del discurso, a la promesa de medidas políticas o sociales o la utilización de afirmaciones destinadas todas ellas a ganarse la adhesión de la población, y a discursos demagógicos, populistas o extremos. El problema es cuando todas esas herramientas, que son legítimas en democracia, empiezan a ser sustituidas por verdades a medias, informaciones tergiversadas e incluso falsedades que causan —todas ellas— un impacto notable en la opinión pública. La inquietud aparece cuando la mentira y el engaño se convierten en un instrumento con el que influir en el proceso democrático.

Y la preocupación mayor surge cuando las falsedades o mentiras generan daño a los valores constitucionales básicos o a derechos de terceros o buscan infundir en la opinión pública el odio o rechazo hacia determinados colectivos. De hecho, entre los mensajes utilizados por determinados movimientos o líderes políticos no faltan aquellos que podríamos encuadrar dentro de lo que se conoce genéricamente como discurso del odio o de la discriminación [21]. El recurso a mensajes que atribuyen falsamente a determinados colectivos la culpa de alguno de los «males» del país es más que habitual [22]. Numerosas veces se trata de campañas de difusión del miedo que ayudan a extender entre sectores de la población ese pensamiento acrítico e irracional del que hablábamos anteriormente y el rechazo a determinados colectivos [23]. En un epígrafe posterior nos referiremos más a estas cuestiones. El caso es que, no pocas veces, se consigue que los ciudadanos dejen de opinar conforme a parámetros de valores colectivos, de los valores y principios que nos hemos dado en democracia, y pasen a construir su pensamiento desde un seguidismo acrítico que repite eslóganes que faltan a la verdad y discriminan.

En una línea parecida, hemos de plantearnos qué sucede con los mensajes que se sustentan en datos falsos que incitan a la población a actuar de un determinado modo, poniendo con ello en riesgo otros valores importantes como la seguridad o la salud. El ejemplo paradigmático lo encontramos en la proliferación de discursos negacionistas (y proselitistas) sobre la gravedad de la Covid-19 que invitan a no hacer uso de mascarillas, la distribución masiva de mensajes falsos sobre remedios a la enfermedad o las falsedades difundidas sobre las vacunas contra el virus. Son todo muestras de la trascendencia de analizar si cabe establecer límites a la libertad de expresión cuando esta va acompañada o sustentada en datos que se saben falsos y, además, ello puede generar un perjuicio para determinados individuos o para la colectividad.

Está demostrado el enorme poder político que la desinformación y los bulos pueden tener en ciertos momentos en la opinión pública y cómo los canales electrónicos de comunicación pueden potenciar su influencia [24]. Así se ha comprobado durante la pandemia del Covid-19, pero ya se había hecho con anterioridad. No hay más que recordar cómo la circulación de noticias falsas y la manipulación de la opinión de los ciudadanos a través de las redes sociales estuvo detrás de acontecimientos como el resultado del referéndum del Brexit o la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016, donde no pocas voces apuntaron hacia el gobierno ruso como el artífice de las webs y redes sociales que estuvieron detrás de aquellas noticias falsas. Se han obtenido pruebas concluyentes de que los hackers soviéticos, al igual que chinos, se han convertido en expertos de la manipulación pública en numerosas contiendas políticas alrededor del mundo [25], y la reacción por parte de muchos gobiernos y organizaciones internacionales no se ha hecho esperar [26].

Efectivamente, esos discursos e informaciones manipuladas que faltan a la veracidad de los flujos informativos pueden tener tal repercusión en la opinión pública, desestabilizar gobiernos, influir en unas elecciones o poner en riesgo la seguridad, que tanto en el ámbito nacional como supranacional se han propuesto diversas medidas para lucha contra el fenómeno. La ONU expresó en 2017 su preocupación por el tema en la Declaración conjunta sobre Libertad de Expresión y Noticias Falsas, Desinformación y Propaganda (3 de mayo de 2017). La Unión Europea en 2018 aprobó un Plan de Acción contra la desinformación [27] y recientemente la Comisión Europea, en la nueva Estrategia de Seguridad de la Unión (24 de junio de 2020) hacía hincapié en la lucha contra «las campañas de desinformación y la radicalización de la narrativa política» [28]. En la misma línea han actuado diferentes Estados. Por concretar en España, ha de recordarse que en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 ya se citaba la desinformación como una de las amenazas para la seguridad, y la Directiva de Defensa Nacional (DSN), adoptada el 11 de junio de 2020, fijaba también entre los grandes objetivos de defensa el uso de instrumentos para luchar contra esas técnicas manipulativas que utilizan las mentiras con un propósito determinado causando un perjuicio colectivo. Recientemente, con el objetivo de responder a dicho fenómeno se daba a conocer la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional. Se trata de una disposición que busca dar cumplimiento a las previsiones supranacionales y parte precisamente de señalar que «el acceso a información veraz y diversa es uno de los pilares que sustentan a las sociedades democráticas y que deben asegurar las instituciones y administraciones públicas, porque se conforma como el instrumento que permite a los ciudadanos formarse una opinión sobre los distintos asuntos políticos y sociales». Con posterioridad nos referiremos a estas disposiciones.

III.        La complicada determinación de lo que es verdad y lo que es mentira

Se venía hablado más arriba de verdades a medias, de manipulación de la verdad, de mentiras o de hechos/noticias falsas, que vienen a referir todos ellos a algo que hace mella en la verdad. Por lo tanto, conviene detenernos mínimamente en este concepto, el de verdad.

Este no encuentra un significado en el diccionario de la Real Academia Española (RAE) que pueda ofrecer mucha luz a los efectos descubrir fácilmente qué es eso de verdad. Una de sus acepciones habla de «juicio o proposición que no se puede negar racionalmente». Desde esta vertiente, podría entenderse que verdad es algo que siempre va referido a las afirmaciones o juicios de hecho, pues se ha entendido que solo estos pueden juzgarse verdaderos o falsos [29], en contraposición a los juicios de valor donde no es fácil demostrar que están equivocados. Sin embargo, la RAE también dene verdad como «conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente» o «conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa» o «cualidad de veraz». Lo cual parece conducirnos a algo que no es unívoco y, por lo tanto, a la existencia de verdades que no son iguales y que pueden depender de cada persona o colectivo. Ello por no entrar ahora en algo en lo que nos detendremos posteriormente, que es el consabido tema de que la veracidad no significa verdad absoluta [30].

Frente a la verdad se han encontrado posiciones de lo más diversas, desde el escepticismo, al relativismo, o a esa convicción muy extendida que considera que sí existe una verdad (o si se quiere, veracidad) común —con independencia de diferencias culturales, religiosas o políticas— sobre un elenco amplio de hechos que son incontrovertibles. Esa pluralidad de posiciones sobre la verdad es descrita por Vives Antón, haciendo un recorrido desde Descartes a la actualidad, poniendo de relieve, además, que la «verdad» no tiene un signicado invariable en todos y cada uno de sus diferentes usos. Se puede aludir a la verdad sobre los hechos, pero también a la verdad del Derecho, esto es, a la certeza objetiva de que se está siguiendo la regla pautada en la ley —aquí la verdad equivaldría a seguridad, a certeza, y se predicaría sólo de aquellos enunciados de los que no se puede normalmente dudar, porque están más allá de toda duda razonable— [31]. Igualmente, la verdad es predicable en otros ámbitos. Tomás Vives recuerda, por ejemplo, cómo hay quienes aluden a la verdad de ciertas creencias, cuando en realidad lo que se quiere decir es que estas están «racionalmente» justificadas [32] .  

En el ámbito del Derecho, encontramos diversas normas que sí aluden expresamente al término «verdad» (o a su antónimo, la falsedad). La verdad parece convertirse en no pocas ocasiones en algo necesario para la aplicación del Derecho, porque resulta importante la jación de unos hechos o elementos procesalmente incontrovertibles. Así sucede en el Código civil cuando reere a la expresión de causas falsas de la institución de heredero (art. 767 CCiv) o en los contratos (art. 1276 CCiv), al verdadero dueño (art. 1771 Cciv) o el verdadero deudor (art. 1899 Cciv), por poner algunos ejemplos. También el Código Penal exige la declaración de la verdad en el ámbito de un proceso, castigándose el falso testimonio (art. 458 CP) o habla de la falta a la verdad maliciosa de los peritos o intérpretes (art. 459 y 460 CP). Asimismo, se castigan las falsedades en documento público, a los funcionarios que faltaren a la verdad en la narración de los hechos (art. 390 CP), se recoge el delito de denuncias falsas (art. 456 CP), se impone una sanción al que estando convocado ante una comisión parlamentaria de investigación faltare a la verdad en su testimonio (art. 502 CP), se castiga la imputación de un delito «hecha con el conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad» (art. 205 CP), y una referencia similar se utiliza en el art. 208 respecto de las injurias.

Por lo tanto, parece que sí hay hechos que, conforme a determinados parámetros, cabe entenderlos como verdaderos y, como consecuencia, las afirmaciones contrarias a tales verdades, en determinados contextos, pueden ser merecedoras de una sanción. Hay un marco definido legalmente en el que ciertas afirmaciones no caben. Esto es, algunas mentiras no son permisibles. Pero, en el debate abierto (de carácter político) ¿ello también es así? ¿También hay mentiras inadmisibles?

¿O todo es más laxo en el debate público, abierto y plural que se pretende en democracia? A ello quisiera referirme más adelante en este trabajo.

Pero, antes de ello, y como contrapunto a la verdad y de cara a fijar los términos empleados en este ensayo, debemos distinguir entre (a) la ocultación explícita de hechos o datos, (b) la falsedad y (c) la mentira o destrucción sistemática de la verdad, siendo esta última la que más daño puede producir, elementos todos ellos que podríamos incluir en lo que comúnmente conocemos como desinformación.

a)        El primero de los comportamientos haría referencia precisamente a eso, a la voluntad de evitar el conocimiento de determinados hechos con el interés de crear un relato público distinto o evitar responsabilidades negativas, o incluso con propósitos amparables en el ordenamiento. Esta ha constituido la más tradicional de las mentiras políticas (en sentido amplio del término mentira). Esa ocultación de la verdad ha venido tradicionalmente muy ligada a las políticas gubernamentales relacionadas con la diplomacia, la seguridad o los secretos de Estado, o al menos se han servido de estos ámbitos para la ocultación intencionada de hechos.

La historia nos ha dado sobrados ejemplos. Esta forma de proceder parece haber sido más marcada en los regímenes de tendencia autoritaria, donde la ausencia de mecanismos de control parlamentario, o de cualquier otro tipo, ha facilitado que ello sea así y que este tipo de actuaciones queden indemnes [33]. Pero, también gobiernos democráticos han optado por el uso de medio-verdades o la ocultación de la verdad. Podemos recordar ahora desde las «mentiras» desveladas por los Papeles del Pentágono sobre la actuación de EEUU en Vietnam, hasta el recurso de este mismo país (y algunos otros) a la idea de que Irak escondía armas de destrucción masiva para justificar una guerra, cuando el tiempo demostró que Irak no poseía tal arsenal. O bien, las informaciones que se dieron los primeros días por parte del Gobierno español sobre la autoridad de los atentados terroristas yihadistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, insinuando que los autores parecían pertenecer a la banda terrorista ETA. Por supuesto, podríamos citar innumerables muestras más y todas muy diversas. No son pocas las «mentiras» o las verdades ocultas por los gobiernos que, con el paso del tiempo, la historia ha sacado a la luz pública.

Hannah Arendt señalaba que «El secretismo —denominado diplomáticamente discreción, así como arcana imperii, los misterios del gobierno— y el engaño, es decir, la deliberada falsedad y la pura mentira como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos han acompañado desde el comienzo de la historia escrita» [34]. En definitiva, los gobernantes siempre han conseguido, con mayor o menor éxito, obrar sobre sus verdades mediante la destrucción o sustitución de datos. Eso es algo que sigue sucediendo hoy. E insistimos, no solo lo hacen los gobiernos, sino también cualquier grupo de interés, partido, o movimiento político que trata de influir en el debate político.

a)        La falsedad es el recurso a instrumentos que crean una apariencia pretendida de algo que no es cierto, se acerca un poco más a la estrategia, al simulacro, puede incluso encajar con medias verdades. Maquiavelo en su obra El Príncipe describe bien el recurso a las falsedades, —a las apariencias—, como una necesidad política y el saber mentir —la simulación— como una virtud de quien gobierna. Recordemos ahora las palabras:

«Todos ven lo que pareces, pero pocos comprenden lo que eres (…) Procure, pues un príncipe conservar y mantener el Estado: los medios que emplee serán siempre considerados honrosos y alabados por todos; porque el vulgo se deja siempre coger por las apariencias (…) Un príncipe de nuestros tiempos jamás predica otra cosa que paz y lealtad, y en cambio es enemigo acérrimo de una y otra» [35].

Se trata de crear un relato que favorezca a quien trata de transmitir una idea o una información con la intención de influir en la opinión pública.

b)        Por último, la mentira opera una destrucción radical de la verdad a sabiendas de ello. La mentira falta intencional y conscientemente a la verdad afirmando como verdaderos hechos que no son de ningún modo ciertos, creando una «realidad» ficticia con el propósito de engañar [36]. Las mentiras serían aquí sinónimo del concepto muy extendido en nuestros días de bulos, o fake news en su expresión inglesa.

Todas estas figuras pueden perseguir intereses de lo más dispar: la voluntad de no inculpar a alguien de unos hechos, eximirse de la propia culpa, la obtención de un rédito económico, el puro propósito de hacer daño a un tercero, la voluntad de generar descrédito sobre una persona, un colectivo, un partido político o el gobierno, el deseo de convencer a la opinión pública sobre un ideario religioso o ideológico, la aspiración a obtener un apoyo político del electorado, la pretensión de mantenerse en el poder, o el intento de crearse una imagen pública, entre otras razones.

Centrémonos en la verdad y la falsedad/mentira en el debate público hoy, en aquellas afirmaciones no veraces que tienen una intencionalidad política. Me gustaría ocuparme de la transmisión pública de hechos no veraces o de ideas con una base fáctica falaz, que buscan influir en la opinión pública.

IV.         La compleja disociación entre hechos y opiniones. la veracidad sobre los hechos y los límites a las opiniones

La doctrina ha destacado que la «verdad única» no existe. Desde luego, no existe sobre las opiniones, ya que el pluralismo implica la aceptación de una diferente visión de análisis de la realidad social. Las opiniones, los juicios de valor, las ideas, los pareceres personales, los pensamientos, las creencias y su libre expresión constituyen la base de ese pluralismo que nuestra Constitución toma como valor principal del Estado. De hecho, cuando se alardea de una única verdad oficial, de lo indiscutible de determinadas afirmaciones, flaco favor se está haciendo a la democracia y, por tanto, al pluralismo. Recordaba Villaverde Menéndez que la Constitución, en hipótesis, está para que nadie tenga el poder de decidir qué es verdad y qué no lo es, ni siquiera ella misma [37].

Cuando se transmiten opiniones, cuando se ejerce la libertad de expresión, la componente valorativa de quien la ejerce tiene un alcance muy significativo [38]. La expresión de las ideas constituye una materialización de la propia libertad, que es subjetiva, la libertad de pensamiento. Ahora bien, como ha señalado el Tribunal Constitucional, esa libertad de expresión no es absoluta. Así, el Tribunal recordó desde los inicios que la libertad para expresar opiniones no comprende la posibilidad de ejercer sobre terceros una violencia moral, porque ello es contrario a bienes jurídicos constitucionalmente protegidos, como son la dignidad de la persona y su derecho a la integridad moral, recogidos en los arts. 10 y 15 de la CE (STC 2/1982, de 29 de enero, FJ 5), o los derechos de la personalidad (art. 18 CE). Ello implica que la exteriorización de ideas puede encontrar un límite en el daño que puedan generar en derechos de otros individuos.

La otra cuestión que cabe preguntarse es si cabe también la limitación de expresiones (de opiniones) que violentan los valores y principios más básicos de nuestro ordenamiento de un modo más abstracto. A este respecto, es cierto que el Tribunal Constitucional ha reconocido que, al resguardo de la libertad de opinión, cabe cualquier idea, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático. Pero, al mismo tiempo, ha señalado que la libertad de expresión no puede amparar manifestaciones o expresiones destinadas a menospreciar o a generar sentimientos de hostilidad contra determinados grupos étnicos, de extranjeros o inmigrantes, religiosos o sociales en un Estado como el español, social, democrático y de Derecho. Ha indicado que no puede amparar una actitud racista por contrariar al conjunto de valores protegidos constitucionalmente (STC 176/1995, de 12 de enero).

Precisamente en un contexto de manifestaciones contrarias a la verdad histórica incontrovertible como es la del Holocausto del pueblo judío, el Tribunal ya había señalado que esto no quiere decir que uno no pueda entender la Historia como desee; o construir una verdad histórica propia y creer lo que más le plazca, contarlo y defenderlo públicamente, e incluso hacerlo maliciosamente, lo que no puede hacerse es usar esa «verdad singular» para atentar contra la dignidad de otros (STS 214/1991, de 11 de noviembre). El Tribunal vino a decir que ello «sería tanto como admitir que, por el mero hecho de efectuarse al hilo de un discurso más o menos histórico, la Constitución permite la violación de uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, como es la igualdad (art. 1.1 CE) y uno de los fundamentos del orden político y de la paz social: la dignidad de la persona (art. 10.1 CE)» (STC 214/1991, FJ 8).

En un caso posterior, en la cuestión de inconstitucionalidad que se resolvió por STC 235/2007, sobre la sanción penal de la negación de cualquiera de las distintas formas de genocidio recogidas en el art. 607.2 CP [39], el Alto Tribunal afrontaría la cuestión claramente desde la perspectiva de si caben opiniones contrarias al propio sistema constitucional. El Tribunal se decantó mayoritariamente por un modelo en el que no cabe la «democracia militante», como sí ocurre en Alemania, pero el fallo suscitó un confrontado debate en su seno. De hecho, el mismo se aprobó con cuatro votos discrepantes, lo cual es muy significativo.

Nuevamente advirtió que la libertad de expresión no puede verse restringida por el hecho de que se utilice para la difusión de ideas contrarias a la propia Constitución, pero añadió: a no ser que con ellas se lesionen efectivamente derechos o bienes de relevancia constitucional. Los votos discrepantes, que incidieron en las decisiones adoptadas en el marco de la UE y del Consejo de Europa sobre la necesidad de no dar cobijo en los ordenamientos a ideas xenófobas que puedan hacer crecer en la opinión pública el rechazo hacia determinados colectivos, entendieron que las actitudes negacionistas van encaminadas a hacer surgir estados de opinión tergiversados (en aquella ocasión sobre el hecho histórico del Holocausto). Prohibiendo tal tipo de afirmaciones se trata de proteger a la sociedad de aquellos comportamientos contrarios a una realidad que existió. Los magistrados discrepantes entendieron que son afirmaciones que, de reiterarse, a través de medios propagandísticos, pueden generar un clima de violencia y hostilidad hacia determinadas minorías, un peligro que la sociedad democrática no puede permitirse correr. Decía el magistrado Rodríguez Arribas en su voto discrepante: «No se trata de favorecer la fórmula de una democracia militante, pero sí de impedir la conversión de las instituciones que garantizan la libertad en una democracia ingenua que llevara aquel supremo valor de la convivencia hasta el extremo de permitir la actuación impune de quienes pretenden secuestrarla o destruirla».

Los votos particulares señalan también la dignidad de la persona, como fundamento del sistema de derechos, como razón para limitar ciertas expresiones negacionistas. Incluso uno de los magistrados (de nuevo Ramón Rodríguez Arribas) entendió que la misma negación de una realidad incontestable como la del Holocausto ya constituye un claro menosprecio hacia las víctimas que lo sufrieron. En una línea similar, el TEDH al enfrentarse a los casos de sanción del negacionismo no ha acudido al cano de la libertad de expresión, sino al del abuso del Derecho donde las opiniones negacionistas se confrontan con verdades incontrovertibles [40].

Cosa distinta de las ideas u opiniones sobre los hechos son los hechos mismos. Así, mientras las ideas, pensamientos y opiniones constituyen el objeto de la libertad de expresión, los hechos lo son principalmente de la libertad informativa. Cuando hablamos de hechos nos referimos a elementos fácticos. Decíamos que la verdad única no existe sobre las opiniones, pero, incluso sobre los hechos también se ha señalado que un mismo hecho no pocas veces puede ser explicado de diversas y plurales maneras, en un ejercicio de la libertad informativa, dejando patente que todas esas formas son veraces [41]. Ante un mismo hecho pueden existir diversos criterios de interpretación y de explicación. De todos modos, aunque la «verdad» puede ser interpretable en muchas ocasiones, también es cierto que el término verdad siempre alude a una cierta certeza.

Por todo ello, tal vez sea más importante incidir en el concepto de veracidad más que en el de verdad única o verdad absoluta. Recordemos que la Constitución española, no alude al término «verdad», sino que reconoce en el art. 20 el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz.

Así, la verdad (o veracidad) ha venido referida fundamentalmente a la transmisión de hechos y, por lo tanto, al ejercicio del derecho a la información como fundamento básico de cualquier democracia. Esa trascendencia constitucional del derecho de información exige a la persona que haya divulgado los hechos noticiables una actitud positiva hacia la verdad, de manera que se pueda probar que ha tratado de encontrarla agotando los medios disponibles [42]; hablamos del requisito de buena fe, de la convicción de que se está proporcionando una información veraz (STEDH Gasior vs. Polonia, de 21 de febrero de 2012). Si esta actitud de diligencia se da, aunque la información no sea totalmente exacta, quedaría protegida por la Constitución [43]. Esta idea fue introducida por el Tribunal Supremo norteamericano en el caso New York Times c. Sullivan [44], al que me referiré posteriormente con más detenimiento, y acogida por nuestro Tribunal Constitucional [45]. Este último ha declarado reiteradamente que la veracidad no va dirigida a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que transmiten como hechos verdaderos bien simples rumores, carentes de toda constatación, bien meras invenciones o insinuaciones, sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente; así, una información se considerará veraz aunque su total exactitud pueda ser controvertida, o se incurra en errores circunstanciales o resulte una información incompleta que, en un caso u otro, no afecten a la esencia de lo informado. Por lo tanto, en el marco de la transmisión de información, esa veracidad exigirá una actuación diligente que lleve al que transmite el hecho noticiable a realizar una labor de verificación, de comprobación/contrastación de los datos, y para ello se tendrá en cuenta no solo esa diligencia, sino también otros elementos como el carácter del hecho noticioso, la fuente que proporciona la información, o el posible daño que esa información pueda generar en los derechos de terceros [46]. Lo cual significa que donde hay libertad informativa cabe el error. En todo caso, lo que queda claro, a los efectos de lo que venimos analizando en este trabajo, es que lo que no protege el art. 20.1.d) de la Constitución es la insidia, el engaño por negligencia o la mala intención.

En todo caso, las cosas son aún más complejas. Al igual que decíamos que no existe una verdad única en democracia, también es cierto que la trasmisión de hechos noticiables exenta de todo posicionamiento ideológico es difícil. Recordemos la dificultad de separar el ejercicio de la libertad informativa del de la libertad de expresión y opinión [47]. Hay hechos que transmitidos desde una cierta perspectiva ideológica dan lugar a una verdad determinada y asumida colectivamente como cierta. Pero, esos mismos hechos, contados de otro modo, pueden conducir a una verdad opuesta. Incluso la historia se escribe con verdades que resultan de una forma de asumir unos hechos desde una perspectiva. Aún así, decía Hannah Arendt que «cuando admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, solo estamos reconociendo el derecho a ordenar los acontecimientos según la perspectiva de dicha generación, no el derecho a alterar el propio asunto objetivo» [48]. A este respecto, contaba que cuando Clemenceau mantuvo una conversación amistosa con un representante de la República de Weimar sobre la cuestión de la culpa del estallido de la Primera Guerra Mundial, se le preguntó qué pensarían los futuros historiadores acerca de ese asunto tan controvertido y el respondió: «no lo sé, pero estoy seguro de que no dirán que Bélgica invadió Alemania» [49].

Pero, que unas creencias o unos pensamientos puedan estar racionalmente justificados no los convierte en verdaderos, como no podemos decir que hay ideas falsas. Lo que sí es más fácil es la determinación de la verdad o falsedad de los hechos que sustentan determinadas ideas o afirmaciones.

Y es que a veces nos movemos en ese ámbito que queda a medio camino entre la libertad de información y la libertad de expresión, porque los hechos (propios del ejercicio de la libertad informativa) se cuentan o se transmiten con una marcada visión ideológica (lo que es propio del ejercicio de la libertad de opinión y expresión). Esto es importante porque, aunque la veracidad no constituye un límite a las libertades ideológicas o de expresión, como se recordaba más arriba, estas no son libertades absolutas. En esta confluencia entre libertad de expresión y libertad de información, entre opiniones y hechos, conviene volver de nuevo la doctrina del Tribunal Supremo norteamericano sobre los límites a la libertad de expresión y su test de la «real malice (actual malice)», que empezó a aplicarse a partir del caso New York Times c. Sullivan. La cuestión que se planteó es si las opiniones expresadas en un periódico perdían protección debido a la falsedad de alguna de las afirmaciones sobre hechos y la pretendida voluntad de difamar. El tribunal concluyó que las manifestaciones inexactas e incluso intencionadas quedan amparadas en la libertad de expresión, a no ser que se compruebe que las afirmaciones son realizadas con «real malicia», es decir, con conocimiento de que los hechos transmitidos son falsos o con una temeraria despreocupación acerca de su verdad o falsedad. Esta postura doctrinal resulta fundamental para lo que pretendemos defender en este trabajo. Ello significa que la libertad de expresión no debería poder amparar aquellas posturas u opiniones que se transmiten sustentándose en hechos intencionadamente falsos. El test que introducía el Supremo norteamericano no lo superarían los casos en los que se vierten opiniones sustentadas en hechos falaces, esto es, con el conocimiento de que estos no son ciertos —son mentira—, o con conocimiento de su posible falsedad o sin base probatoria o indagatoria previa alguna sobre los mismos. Insisto, no se está diciendo que puedan existir ideas falsas, sino que no hay protección constitucional para expresiones falsas sobre los hechos.

Por supuesto, de nuevo la dificultad se encuentra en determinar si estamos ante una afirmación de hechos o tan solo frente a una expresión de opiniones [50]. Para discernirlo, pueden tenerse en cuenta varios factores: los términos utilizados, que puedan hacer entender al lector medio que se trata de la transmisión de unos hechos y no de una manifestación de opinión; la verificabilidad; o el contexto en el que la manifestación se produce. Aún así no siempre resulta fácil.

Lo principal es establecer, por un lado, qué se está protegido constitucionalmente en la transmisión de hechos y de opiniones y, por otro lado, qué mensajes pueden caer en el lado de lo prohibido, en el de las manifestaciones que incluso pueden ser perseguibles penalmente porque, realizándose con un temerario desprecio a la verdad, causan un daño. Ello puede producirse cuando esa transmisión de hechos, —sea en el ejercicio de la libertad de información o acompañando a una expresión del pensamiento—, entra en colisión otros derechos o intereses constitucionalmente protegidos. Porque, como recordaba Vives Antón, sólo se puede castigar (y solo se puede exigir responsabilidad civil) allí donde haya una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico [51]. No toda afirmación o discurso que repugne al colectivo mayoritario de la población o parezca poner en peligro los principios básicos de nuestro ordenamiento ha de ser censurado, por supuesto. No se trata de que las ideas no sean inocuas, sino de que el ejercicio de algunas libertades —como las de expresión o información—, aunque parezca que generan un peligro abstracto, no pueden combatirse siempre por medio de la restricción de tales libertades, habrá que analizar, caso por caso, si pueden producir un daño concreto a algún valor del Estado o bien colectivo. En esto, Rawls criticaba la aplicación al discurso político de la conocida regla del Tribunal Supremo norteamericano sobre el «peligro claro y presente» como limitativo de la libertad de expresión. Rawls lo estima «una base insatisfactoria para la protección constitucional del discurso político, pues lleva a centrarse en la peligrosidad del discurso en cuestión, como si por el hecho de ser peligroso el discurso se convirtiese en un delito» [52]. Tal vez en algunos ámbitos la libertad haya de defenderse por sí misma, esto es, sin ayuda de la coacción estatal [53]. Pero, en otras ocasiones, sí es necesario adoptar medidas contra expresiones o discursos políticos porque efectivamente dañan o ponen en peligro bienes protegidos en el ordenamiento, y más aún cuando realmente en el fondo no constituyen un ejercicio de la libertad ideológica, sino más bien la transmisión de una información falsa (disfrazada de idea), y esto no tiene cobertura constitucional.

Rosario Serra Cristóbal, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1 Este trabajo se inserta en el marco del Proyecto de Investigación Seguridad Pública, Seguridad Privada y Derechos Fundamentales, RTI2018-098405-B-100, del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.

2   De ese modo lo indicaba ya hace años el TEDH con palabras que siguen teniendo vigencia hoy en día. Decía en el asunto Hadyside, de 7 de diciembre de 1976, que «Al amparo el art. 10.2 son válidas no sólo las informaciones o ideas recibidas favorablemente, o contempladas como inofensivas o indiferentes, sino también aquellas otras capaces de ofender, sacudir o molestar al Estado o a un sector de la población. Así lo reclama el pluralismo, la tolerancia y la amplitud de miras, sin las cuales no hay sociedad democrática» (par. 49). Ídem en STEDH asunto Otegui Mondragón c. España, de 15/03/2011, Asunto Eon c. Francia, de 14/03/2013, Asunto Toranzo Gómez c. España, de 20/11/2018 y Asunto Terentyev c. Rusia, de 28/08/2018. Sobre la jurisprudencia del TEDH en materia de libertad de expresión puede verse, asimismo: PRESNO LLIERNA, M. Á., «La libertad de expresión según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos», Revista de la Facultad de Derecho de México, n. º 276, 2020. REVENGA SÁNCHEZ, M. et. al., Tendencias jurisprudenciales de la Corte Interamericana y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Derecho a la vida. Libertad personal. Libertad de expresión. Participación política, Valencia, Tirant lo Blanch, 2008. CATALA I BAS, A., Libertad de expresión e información: la jurisprudencia del TEDH y su recepción por el Tribunal Constitucional: hacia un derecho europeo de los derechos humanos, Valencia, Ediciones Revista General de Derecho, 2001. También el TC español ha indicado que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica, incluyendo los supuestos en que se «pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» (STC 176/2006, de 5 de junio).

3   REVENGA SÁNCHEZ, M., Seguridad Nacional y Derechos Humanos. Estudios sobre la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, Cizur Menor, Aranzadi, 2002, p. 127.

4   VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Verdad y Constitución. Una incipiente dogmática de las ficciones constitucionales», REDC, n. º 106, 2016, pp. 149-201.

5   AZURMENDI ADARRAGA, A., «De la verdad informativa a la «información veraz» de la Constitución española de 1978. Una reflexión sobre la verdad exigible desde el derecho de la información», Comunicación y Sociedad, Vol. XVIII, n. º 2, 2005, pp. 9-48.

6   La libertad de expresión política tiene como objetivo principal estimular la toma de decisiones del individuo, la convergencia de una pluralidad de opiniones y la libre circulación de la información pública. ESQUIVEL ALONSO, Y., Libertad de expresión política y propaganda negativa, Valencia, Tirant lo Blanch, 2018.

7   KANT, I., «Acerca de la ilegitimidad de la mentira» (1796) y «Acerca de un pretendido derecho a mentir por filantropía» (1797), KANT, I. y CONSTANT, B., ¿Hay derecho a mentir? (La polémica Immanuel Kant y Benjamin Constant) (Estudio preliminar de Gabriel Albiac), Madrid, Tecnos, 2012, p. 30.

8   Ibídem, p. 33.

9   CONSTANT, B., «Decir la verdad no es un principio general al que tengan derecho todos los hombres» (1796), KANT, I. y CONSTANT, B., ¿Hay derecho a mentir?…, op. cit., pp. 18-19.

10    El Marqués de Condorcet disertó sobre los errores o mentiras en las que el pueblo podía caer, y sobre la necesidad o la inconveniencia de decir al pueblo toda la verdad. Condorcet concluía rechazando el derecho del gobernante a mentir al pueblo incluso por el bien de este, pues, ¿cómo puede nadie asegurar que el poderoso no utilizará la mentira para hacer el mal una vez se le haya permitido emplearla para hacer el bien. MARQUÉS DE CONDORCET, «Disertación filosófica y política o reflexión sobre esta cuestión: ¿Es útil para los hombres ser engañados?», DE LUCAS, J., ¿Es conveniente engañar al pueblo? (Castillón-Becker-Condorcet. Política  y filosofía en la ilustración: el concurso de 1778 de la Real Academia de Ciencias de Berlín), Madrid, CEC, 1991.

11    PAUNER CHULVI, C., «Noticias falsas y libertad de expresión e información. El control de los contenidos informativos en la red», TRC, n. º 41, 2018, p. 299.

12    SÁNCHEZ FERRIZ, R., El derecho a la información, Valencia, Cosmos, 1974, p. 63.

13    En este sentido indicaba Ignacio Villaverde que «la realidad es que la libertad de expresión relevante socio-políticamente ya no es la que ejerce el individuo aislado, sino la que ejercen los medios de comunicación. Ellos son los que trazan las grandes líneas informativas, los que crean corrientes de opinión… Sencillamente, la mayoría escucha y lee lo que los medios dicen, no lo que divulga el orador en la esquina de la calle», VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Los derechos del público: la revisión de los modelos clásicos de “proceso de comunicación pública”», REDC, n. º 68, 2003, p. 126.

14    INNERARITY, D., Comprender la democracia, Barcelona, Gedisa Editorial, 2018, p. 32.

15    ARIAS MALDONADO, M., La democracia sentimental: política y emociones en el s. XXI, Barcelona, Página indómita, 2016. CAMPS, V., El Gobierno de las emociones, Herder Editorial, 2012. FAJARDO FAJARDO, C., La emocracia global y otros escritos, Bogotá, ediciones Desde abajo, 2018. Término también empleado por E. GÓRRIZ ROYO para referirse a las respuestas al terrorismo en «Contraterrorismo a raíz de la Directiva (UE) 2017/541 y europeización del derecho penal al enemigo: ¿necesidad de reformas en la legislación penal española?», GONZÁLEZ CUSSAC, J.L. y FLORES GIMÉNEZ, F., (Coords.) Seguridad y Derechos. Análisis de las amenazas, evaluación de las respuestas y valoración del impacto en los derechos fundamentales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2018, pp. 553 y ss.

16    Las emociones políticas o públicas son para Nussbaum aquellas que «tienen como objeto la nación, los objetivos de la nación, las instituciones y los dirigentes de esta, su geografía, y la percepción de los conciudadanos como habitantes con los que se comparte un espacio público común». Ello supone que, dado cualquier proyecto socio-político, debamos preguntarnos cuáles son las emociones que queremos activar en la ciudadanía con el fin de que nos ayuden en su logro. NUSSBAUM, M., Emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?, Barcelona, Paidós, 2014, p. 14.

17    ARISTÓTELES, Retórica, (Introducción y traducción de Alberto Bernabé) Ed. 2014, Madrid, Alianza editorial, 2014.

18    ORWELL, G., 1984, Barcelona, Edicions 62, 2005.

19    El término fue acuñado por el sociólogo norteamericano R. Keyes en su trabajo Post-truth, publicado en 2004.

20    AMÓN, R., «Posverdad, palabra clave del año», El País, 17/11/2016.

21    Incluimos aquí los delitos de odio y los delitos de discurso del odio, en todas sus manifestaciones.

22    AUSÍN, T., «Cuéntame un cuento. Sobre mentiras y silencios en el ámbito de la información», Cuadernos del Ateneo, 2008, n. º 25, p. 20.

23    Tenemos sobrados ejemplos de mensajes muy comunes en las narrativas de algunos partidos políticos o líderes que utilizan el discurso del miedo (infundado) para potenciar su ideología: el miedo a que los extranjeros hurten posibilidades de trabajo a los nacionales, a los islamistas que se presumen todos terroristas, a ser víctima de un delito por parte de los inmigrantes que entran en nuestras fronteras sin recursos económicos, a que determinados discursos feministas o los colectivos LGTBI acaben con el tradicional concepto de familia, etc… Como muestra, en junio de 2020, el recién reelegido como Presidente de Polonia, el populista Andrzej Duda, del partido Ley y Justicia, declaraba: «Los LGTB no son el pueblo; son una ideología más destructiva que el comunismo», y atacó a su adversario político en la campaña electoral, que defendía los intereses del colectivo, acusándolo de querer la «sexualización de los niños» y «la destrucción de la familia». EFE, «Presidente polaco carga contra la ‘ideología LGTB’ durante campaña electoral», La Vanguardia, 13/06/2020.

24    SUSTEIN, Cass R., «How Facebook makes us dumber», Bloomberg, 8/01/2016.

25    Así, también se ha acusado a Rusia de hacer circular una falsa narrativa para justificar sus acciones ilegales en Ucrania. Esta, entre muchos ámbitos más. Una breve descripción de ello puede verse en BONET, Pilar, «La fábrica rusa de las mentiras», El País, 25/02/2018.

26    Además, de las reacciones frente a la intrusión de las noticias rusas en procesos electorales en marcha a lo largo de estos últimos años, en la UE se creó la plataforma EU vs disinfo, que es un proyecto del Servicio Europeo de Acción Exterior que desde 2015 trabaja para dar respuesta a las campañas de desinformación que llegan desde Rusia y afectan a la Unión Europea en su conjunto, a los estados que la forman o a otros países europeos. En las Conclusiones del Consejo de la UE de 10 de diciembre de 2019 sobre «Acciones complementarias para aumentar la resiliencia y luchar contra las amenazas híbridas» (14972/19) hacía de nuevo hincapié en la necesidad de trabajar en contrarrestar la desinformación, detectar las actividades de desinformación de los agentes estatales extranjeros y de los agentes externos no estatales y garantizar unas elecciones libres y justas, que no se vean influenciadas por esas injerencias manipuladoras.

27    Más recientemente, un informe del Servicio Exterior de la UE destacaba como China y Rusia están difundiendo masivamente información falsa y datos tergiversados en Internet, en esta ocasión sobre el Covid-19, con el objetivo de debilitar a la Unión Europea. Así se recoge en el EEAS special report update: short assessment of narratives and disinformation around the covid-19 pandemic, 20-27/03/2020. De hecho, la Comisión Europea abrió una página web para mitigar la desinformación que sufren los ciudadanos respecto al coronavirus con información falsa o «fake news» proveniente de Rusia, China y la derecha de Estados Unidos. Lo mismo ha hecho Naciones Unidas con la iniciativa Verified.

28    EU Security Union Strategy, adoptada por la Comisión Europea para el periodo de 2020-2025.

29    GLADIO, G., «Derecho Constitucional y tutela de la verdad», AFDUC, n. º 16, 2012, p. 394.

30    Recuérdese ahora una de las primeras sentencias del Tribunal Constitucional español a este respecto, la STC 6/1988, de 21 de enero, reiterada con el tiempo en otras tantas sentencias posteriores (las SSTC 190/1996, de 25 de noviembre; 51/1997, de 11 de marzo; 134/1999, de15 de julio; 52/2002, de 25 de febrero; 226/2005, de 24 de octubre; 216/2006, de 3 de julio; 51/2008, de 14 de abril …) Puede verse también PAUNER CHULVI, C., Derecho de la información, Valencia, Tirant lo Blanch, 2014, particularmente   pp. 67-78. CARRILLO, M., «Derecho a la información y veracidad informativa (Comentario a las SSTC 168/86 y 6/88)», REDC, n.º 23, 1988, pp. 187-206.

31    VIVES ANTÓN, T., «Proceso y verdad: más allá de toda duda razonable», Fundamentos del Sistema Penal, Valencia, Tirant lo Blanch, 2011, p. 960.

32    Ibídem, p. 938.

33    De igual modo, una de las principales batallas políticas de los regímenes en transición a la democracia, tiene que ver con el descubrimiento de la verdad. Con una lucha contra la falsificación del pasado, que haría imposible en la vida práctica la reconciliación entre los ciudadanos

34    ARENDT, H., «La mentira en política», Verdad y mentira en la política, op. cit, p. 87.

35    MAQUIAVELO, El Príncipe, Barcelona, Bruguera, 1981, pp. 152-153.

36    Dice la RAE que mentir es «Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa».

37    VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Verdad y Constitución…», op. cit., p. 153.

38    CARRILLO, M., «Expresión e información: dos derechos entre la sociedad y el Estado», Autonomías, n. º 21, 1996, p. 179.

39    Cuestión de inconstitucionalidad número 5152-2000, promovida por la Audiencia Provincial de Barcelona en relación con el artículo 607.2 del Código penal, por presunta violación del artículo 20.1 de la Constitución.

40    Sobre ello puede verse el trabajo de BILBAO UBILLOS, J.M., «La negación del Holocausto en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: la endeble justificación de tipos penales contrarios a la libertad de expresión», RDP, n. º 71-72, 2008, pp. 19-56.

41    DE CARRERAS SERRA, L., Régimen jurídico de la información. Periodistas y medios de comunicación, Ariel Derecho, Barcelona, 1996, p. 47.

42    VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «La libertad de expresión. Comentario al art. 20.1 CE», Casas/Rodríguez-Piñero (dirs.), Comentarios a la Constitución española (XXX Aniversario), Madrid: Kluwer, Tribunal Constitucional, 2008, pp. 471 y ss.

43    MUÑOZ MACHADO, S., Libertad de prensa y procesos por difamación, Editorial Ariel, Barcelona, 1988, pp. 154-155. Véase también RALLO LOMBARTE, A., Pluralismo informativo y Constitución, Valencia, Tirant lo Blanch, 2000.

44    Caso New York Times c. Sullivan (376 U.S. 254 1964).

45    SSTC 6/1988, 107/1988, 105/1990, 171/1990 y 172/1990, 40/1992, 192/1999.

46    Esa idea de veracidad ampliamente desarrollada por nuestro Tribunal Constitucional. Entre muchas otras, SSTC 41/1994, de 15 de febrero, o 158/2003, de 15 de septiembre.

47    La libertad de expresión, en sentido estricto, y el derecho a comunicar y recibir información veraz se diferencian fundamentalmente, por su objeto. GARCÍA GUERRERO, J.L, «Una visión de la libertad de comunicación desde la perspectiva de las diferencias entre la libertad de expresión, en sentido estricto, y la libertad de información», TRC, n. º 20, 2007, pp. 359-399. El Tribunal Constitucional, en la STC 47/2000, establecía la diferencia: mientras la primera «tienen por objeto pensamientos, ideas y opiniones, en un concepto amplio, el derecho de información versa, en cambio, sobre hechos» (STC 61/1988).

48    ARENDT, H., «Verdad y política», op. cit., p. 36.

49    Ibídem.

50    El TC ha insistido en la necesidad de ello al recordar que mientras los hechos son susceptibles de prueba, las opiniones o juicios de valor, por su misma naturaleza, no se prestan a una demostración de exactitud. (STC 79/2014, de 28 de mayo).

51    VIVES ANTÓN, T., Fundamentos del Sistema Penal, op. cit., p. 667.

52    RAWLS, J., Sobre las libertades, Paidós, Barcelona, 1996, p. 98.

53    VIVES ANTÓN, T., Fundamentos…, op. cit., p. 822.

Miguel  A. Tabet

Entre las diversas expresiones  con  que  la  Sagrada  Escritura revela la situación del todo particular que el hombre ocupa en el universo creado resalta la de «imagen de Dios», o, en  una  formulación más completa, «imagen y semejanza de Dios». Su uso poco frecuente, como reservado, parece darle más realce a esta fórmula. En cualquier caso, nos la encontramos en textos claves en que se precisa el alto  grado de participación de la perfección divina que el hombre goza y la especial dignidad que Dios le confirió al colocarle  sobre  el  resto de  los seres creados. Esto justifica el que la tradición patrística lo haya considerado un dato bíblico central en la exposición teológica del misterio del hombre.

En el Antiguo Testamento, aparte de los pasajes del Génesis (Gn 1, 26.27; Gn 5, 1.3; y Gn 9, 6), únicamente se encuentra en otros dos lugares, ambos de los libros sapienciales: Sb 2,23 y Si 17, 3. A estos se pueden añadir por cierta analogía Sb 7, 26 que, al personificar la sabiduría de Dios, la describe como «imagen de su Bondad». En el Nuevo Testamento aparece casi exclusivamente en textos paulinos. Se aplica primordialmente a Cristo, perfecto Hombre (2Co 4, 4; Col 1, 15), como ya lo insinuaba Sb 7, 26. En relación a los demás hombres se halla en tres textos del epistolario de San Pablo (1Co 11, 7; 2Co 3, 18 y Col 3, 10) y en St 3, 9. A este elenco se deben sumar dos textos paulinos que tratan de la imagen del hombre con respecto a Cristo (Rm 8, 29; 1Co 15, 47-49).

En esta comunicación intentamos precisar el contenido  que adquiere la fórmula «imagen de Dios» en los lugares bíblicos mencionados, donde se encuentra de modo explícito. Haremos un breve análisis de cada uno de ellos, extendiéndonos algo más en el  Gn  1, 26- 27, para recoger al final algunas consideraciones de conjunto.

l.                        El texto de Gn 1, 26.27

«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza para que domine a los peces del mar (...). Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, los creó varón y hembra».

Desde el punto de vista meramente literario siempre ha llamado la atención en este texto, primero, el plural que expresa  la  determinación de Dios de formar al hombre; segundo, las tres veces que se repiten las palabras  «imagen»  y  «creó». Los dos términos  «hagamos» y «creó»   destacan   en   su   contexto   el   contenido   de   la  palabra «imagen».

Dejando de lado las diversas explicaciones que han surgido a propósito del empleo del plural «hagamos» -por ejemplo, una revelación todavía velada del misterio de la Santísima Trinidad, un plural mayestático, el diálogo de Dios con el complejo  de  la  corte  celestial- nos parece útil fijar la atención en lo que ya en una primera lectura afirma claramente  el  texto  sagrado.  El  plural  «hagamos»  expresa la manifestación de una voluntad de Dios del todo particular. Hasta ahora, en ningún momento del relato de la creación, Dios había pronunciado este «hagamos». El mundo y cada cosa habían sido creados con una sola palabra suya. Ahora, en cambio, en el momento de crear al hombre, Dios actúa de un modo diferente, entrando en deliberación consigo mismo. Esto da ciertamente realce a su nueva acción.

«Se  dice  'hagamos'  -comenta  San  Juan  Crisóstomo-  para   mostrar la grandeza y la dignidad de la obra de la creación del hombre, pues Dios, para hacerlo, tomó deliberación y examinó el asunto diligentemente. Así  mostraba  que el hombre  es lo más  preeminente del mundo visible» [1]. Era  tal  su  dignidad  que,  al  formarlo,  la  plenitud  de Dios tomó consejo consigo misma. La índole de esta  dignidad  es lo que va a especificar la fórmula «a su imagen y semejanza».

Pero Dios no sólo delibera para «hacer» al hombre: «crea» al hombre a su imagen y semejanza. El término «bara», como sabemos, tiene unas características muy determinadas. En la Escritura aparece siempre teniendo a Dios como sujeto de la acción, concretamente el Dios de Israel, nunca una divinidad extranjera.  Por otra  parte, se omite en su empleo cualquier referencia a una materia a partir de la cual Dios ejerza la acción expresada por el verbo. En definitiva, «bara» indica que la acción corresponde únicamente  a  Dios  y, por ella, Dios se hace agente de algo radicalmente nuevo, algo que antes no existía o no existía de ese modo. Se trata por tanto de una acción extraordinaria, que únicamente compete al poder soberano de Dios. «Bara» se aplica a la creación de la nada  en Gn  1, 1. Y el autor sagrado  no tuvo reparo en emplearla tres veces en la narración de la formación del hombre: sin duda, para indicar que se trataba del hacerse de un ser único, singular, un ser que requería necesariamente  de  la  intervención soberana de Dios, sin la cual no hubiera podido surgir. La originalidad de esta nueva criatura, que requería de una acción específicamente divina, se debe encontrar de nuevo en la frase que constituye  la  aclaración   de  lo  que  es  el  hombre  en  Gn   1, 26: -imagen y semejanza- de Dios. Sólo por la acción creadora de Dios podía devenir -parece decimos el pasaje bíblico- una criatura «a imagen» Suya.

El texto del Gn 1, 26 postula, por tanto, que en la formación del hombre intervino una especial deliberación  divina  y se puso en juego de un modo altamente manifiesto el poder de Dios, similar al que actuó en el momento de hacer surgir las cosas de la nada. El  objeto de esta  deliberación  y este  poder  se denomina,  en  un  primer momento, «hombre»,  «'adam»  (sin artículo) [2]   Pero su  especificidad  la declara la fórmula «a imagen y semejanza». Esta expresión viene a establecer lo peculiar de la más perfecta criatura puesta por Dios sobre  la  tierra según el relato del Génesis. Ella se presenta como una definición del hombre,  según  palabra  de  Juan  Pablo  II [3].  Sintetiza  ciertamente  el contenido peculiar de la decisión divina en relación al hombre, el motivo por el que Dios se detuvo un momento a deliberar antes de realizar su nueva obra, la necesidad que hubo de desplegar todo su poder. Esto nos parece central en nuestro texto.

Dos problemas se ha planteado la exégesis a propósito de esta expresión: la relación entre los vocablos «imagen»  y «semejanza»,  y en qué consiste formalmente esa «imagen». En relación  al  primer tema, las diferentes posturas oscilan entre considerar los dos términos esencialmente  sinónimos [4],   utilizados de modo paralelo  para dar énfasis a la frase, o bien subrayar un cierto matiz diferenciador [5]. La exégesis moderna, en una línea de pensamiento que encuentra antecedentes en la antigüedad, tiende a señalar que las ligeras diferen­ cias que se puedan descubrir no se deben subrayar, pues, con frecuencia, esos términos parecen usados cono sinónimos. Así, en Gn 1, 27 y Gn 9, 26 aparece sólo «imagen» (s. elem), en Gn 5, 1, «semejanza» (demut), en Gn 5, 3 los dos términos se encuentran en orden inverso a Gn 1, 26. Además, el TM de Gn 1, 26 y Gn 5, 3 no trae la conjunción copulativa que introducen las versiones. Allí se lee: «a nuestra imagen, a  nuestra semejanza».  En Sb 2, 23 se encuentra,  por su  parte, según algunos manuscritos: «lo hizo a imagen de su semejanza» [6]. Si se quisiera señalar algún matiz diferenciador podría ser este: el término «imagen» tiene un sentido concreto, el de la imagen-estatua, una copia que representa a otra con los matices del original, uso que aparece en algunos lugares bíblicos. Así, Am 5, 6 ironiza contra los israelitas que transportaban estatuas (s. elem) de dioses extranjeros [7]. «Demut» es más bien una palabra abstracta («similitud»), y parece precisar que la «imagen» es sólo analógica, pues se suele reservar el término «tabnit» cuando se quiere indicar el plano particularizado y perfecto del prototipo [8]. Quizá la sabiduría divina se sirvió de dos términos altamente sinónimos para realzar, por una parte, la importancia de lo que estaba por realizar, pues se trataba de una cierta «copia» de Dios sobre la tierra; a la vez, con un término precisaba el otro: con «demut» indicaba que el hombre como Dios no venía a ser Dios, sino que siempre quedaría una distancia incolmable entre Él y la más excelente de sus criaturas.

Vengamos ahora a la segunda cuestión. ¿En qué consiste esa imagen? Desde la perspectiva de un estudio exegético haría falta, para dar una respuesta lo más lograda posible a esta pregunta, el examen conjunto de todos los textos en que aparece la fórmula «imagen de Dios». Es lo que podremos hacer en nuestras conclusiones. Aquí nos limitaremos a lo que nos ofrece el pasaje del Génesis en una pausada lectura. El sintagma que sigue inmediatamente a la definición del hombre como «imagen y semejanza» de Dios parece ofrecernos la respuesta. Dios en efecto, dice Gn 1, 26-27, creó al hombre a su imagen y semejanza para que dominara «sobre los peces del mar, las aves del cielo, las bestias, las fieras del campo y sobre todo reptil que se mueve sobre la tierra»: la «imagen» por tanto se ha de entender como dominio. Refuerza esta suposición el hecho de que la fórmula que precisa la finalidad está colocada a modo de paréntesis aclaratorio en la unidad Gn 1, 26-27; unidad que comienza con «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» y se cierra de manera similar con la frase «Y creó Dios al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios le creó, y los creó macho y hembra». Así, pues, del texto del Gn se puede afirmar que la imagen divina hace al hombre semejante a Dios porque el hombre ha sido constituido como representante suyo en la tierra para el dominio de la creación: obra en lugar de Dios sobre las criaturas y éstas están ordenadas a él. Esta afirmación no excluye sino que por el contrario supone necesariamente como fundante la idea de que la «imagen» radica en la posibilidad que el hombre tiene de poder dominar la creación, es decir, en el hecho de poseer una naturaleza capaz de gobernar, dirigir y ordenar a otros seres, de dominarlos. Es tal vez a esto a lo que en último término remite radicalmente el texto bíblico, aunque exprese explícitamente más bien la consecuencia directa, que es lo que se presentaba de un  modo concreto y más fácil de  entender  a  los  directos  destinatarios  del Génesis.

El hombre, por tanto, según Gn 1, 26-27 ha sido creado a «imagen y semejanza» de Dios porque Dios le proveyó de una naturaleza dotada de unas cualidades adecuadas para que le asemejase en el dominio de la creación. El análisis del texto, y el concepto profundamente transcendente de Dios que encontramos en el primer  capítulo  del Génesis, no permiten «pensar que sean las cualidades físicas y corpóreas de la naturaleza humana las que dan razón absoluta de esta semejanza. Esta habrá que buscarla en la esfera espiritual del hombre creado, concretamente en su inteligencia, de la que como consecuencia se derivan  el dominio  sobre  los demás  animales  y el orden moral que rige la sociedad  humana» [9]. Sin embargo, de ningún modo excluye el cuerpo, ya que el hombre constituye una  unidad,  no debilitada  por el hecho de la división del ser humano en «polvo»  y  «aliento  de vida». En el Gn 1, 26-27 se habla del «hombre» en su unidad, como queriéndose indicar que la semejanza de Dios en él hay que descubrirla en la realidad total, formada de cuerpo y alma, si bien se halle principalmente en  aquello  por  lo  que  ejerce  básicamente  el  dominio [10].

2.           El tema de la imagen en Gn 5, 13 y Gn 9, 6

En el desenvolvimiento general de la revelación del Antiguo Testamento se va exponiendo  con más detalle  el sentido  y el alcance de  la fórmula «imagen y semejanza». Un primer matiz puede encontrarse en el Gn 5. Este texto expone  con  un estilo esquemático  y reflexivo el catálogo de los descendientes de Adán hasta Noé, fijándose particularmente en la línea de Set, para dar luego paso a la narración del diluvio. El hagiógrafo tuvo un especial interés en remontar toda esta historia, hecha a base de nombres, al mismo Dios, y empalmarla con el primer capítulo del Génesis. El texto comienza  así:  «Este  es  el  libro de la descendencia de Adán. Cuando Dios  creó al hombre,  le  hizo a semejanza (demut) de Dios. Los hizo macho y hembra, y los bendijo, y les dio al crearlos nombre de hombres».

Se encuentran aquí calcadas las ideas de. Gn 1, 26-27. El texto insiste en que el hombre fue «creado» por Dios, a su «semejanza», y en la distinción de sexos. Aparece también el tema de la bendición ya presente en Gn 1, 28. Pero lo que para nuestro tema llama la atención es el hecho de que la generación de Set se conceptúe como prolongación o propagación de la «imagen y semejanza». Así leemos en el v. 3: «Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza, y le llamó Set». En la repetición de la fórmula «imagen y semejanza», el autor sagrado parece haber querido señalar que la «imagen» en que fue constituido Adán se trasmite, que es un bien permanente de la humanidad, que subsiste también después de la introducción del pecado en el mundo, que la naturaleza humana de ningún modo se debilitó hasta el punto de perder para siempre la «imagen» de Dios.

Queda así establecida la idea de que aquello que hizo al primer hombre una criatura del todo excepcional, por lo que se asemejaba a su Hacedor y se distanciaba de todas las demás criaturas, se trasmitió a todos sus descendientes. Gn 5 ya no vuelve a emplear esa fórmula: utilizará el verbo «engendrar» para designar .el enlace entre los demás descendientes de Set. Pero fue precisamente al «engendrar» como Adán trasmitió a Set su imagen y semejanza. Notemos, sin embargo, el salto analógico, pues en Adán la «imagen y semejanza» no indica identidad de naturaleza con Dios; en Set, sí hay esa identidad con Adán. Pero la idea doctrinal de fondo posee toda la profundidad de la afirmación de que cada hombre es «a imagen y semejanza» de Dios.

Génesis 9, 6

En este capítulo se nos narra la alianza entre Dios y Noé al terminar el diluvio. El diluvio fue un castigo purificador de la humanidad, y con él se dio comienzo a una nueva etapa, de la  que  Noé  será  el nuevo padre. En la bendición de Dios a Noé se contiene  la  renovación de las promesas antiguas: Dios bendice a la familia de Noé para que llene de nuevo la tierra  despoblada,  y les anuncia  el dominio sobre los demás animales. Aparece un nuevo precepto: el de no comer carne con su sangre;  precepto que tiene  por finalidad  impulsar a vivir las exigencias de una norma moral de mayor envergadura: no derramar la sangre del hombre impunemente. La razón básica  que se  da de este precepto toca los fundamentos del orden moral: «porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios».

Aquí se halla presente el tema de la «imagen» en una perspectiva nueva y de grandes consecuencias. Dios la propone como fundamento de la actuación moral del hombre, que ha de ver en sí y en los demás la impronta de su Hacedor. Porque lleva en sí esa imagen, que esencialmente lo distingue de otras criaturas, es por lo que nadie puede hacer uso indiscriminado de la vida. Atentar contra la vida del hombre es atentar contra Dios, pues el hombre es una cierta reproducción suya. La muerte es castigada y estigmatizada a causa de que él es «imagen» de Dios. En Gn 9, 6 la doctrina de la «imagen» ha dado así un paso adelante. No se trata ya de que el hombre ha recibido la «imagen» de Dios para dominar las criaturas, sino que en cuanto «imagen» está urgido a actuar en conformidad con el modelo según el cual fue constituido.

3.           La «imagen» de dios en otros textos veterotestamentarios

El concepto de «imagen y semejanza» no tuvo un desenvolvimiento en la literatura profética, pero sí en la tradición sapiencial, que  lo situó en una nueva perspectiva. Tres textos se nos  ofrecen: Sb 2, 23; Sb 7, 26 y Si 17, 1-3.

Sb  2, 23:  la  «imagen»  de  Dios  en  el  hombre  y  la inmortalidad

El autor sagrado muestra en el contexto de este versículo los sentimientos de los impíos respecto a la vida presente, su actitud frente a los  placeres de la vida  y su conducta  frente  a  los justos. Hace además un juicio señalando el grave error en que se encuentran: están cegados por su maldad y desconocen los designios misteriosos de Dios. Es, en efecto, parte del plan divino, señala el autor sagrado, que Dios permita en esta vida los sufrimientos a los justos para concederles, mediante esa prueba, la recompensa eterna. Como fundamento de la doctrina expuesta hace esta breve reflexión:  «Dios  creó  al  hombre para  la  inmortalidad;  le  hizo  a  imagen  de  su  propia naturaleza [11]. La fe en la inmortalidad, uno de los temas centrales de este libro, se presenta íntimamente vinculada al hecho de que Dios creó al hombre a su imagen. Claramente afirma el hagiógrafo que no todo acaba con la muerte, como opinan los impíos, sino que hay una vida inmortal y una bienaventuranza eterna para la que Dios ha creado al hombre. En un peculiar paralelismo con esta idea, el autor sagrado señala que Dios hizo al hombre a «imagen» suya. El hombre, creado a «imagen» de Dios, está por lo mismo llamado a la felicidad eterna. No ciertamente por una exigencia de la naturaleza humana, pero si por la capacidad que tiene de poseer bienes imperecederos. En este texto de Sabiduría parece concebirse ligeramente el tema de la «imagen» en su plano ya sobrenatural.

Sb 7, 26: la sabiduría, imagen de la bondad de Dios

El segundo pasaje del libro de la Sabiduría tiene un interés particular por acercarnos a la revelación neo-testamentaria sobre Cristo en lo que se refiere al tema de la «imagen». El autor sagrado habla de las propiedades de la sabiduría, y después de enumerar sus atributos se remonta a su origen, mostrando mediante varias imágenes su naturaleza íntima: «es un hálito del poder divino, y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad» (vv. 25-26).

El texto establece una relación singular entre Dios y la sabiduría, fuertemente personalizada. A ésta se le denomina «imagen de su bondad». La sabiduría, en efecto, como bien difundido por Dios en la creación, especialmente en el hombre, pregona esa bondad infinita de Dios, que le impulsó a darle la existencia. Como sabiduría encarnada, que el Nuevo Testamento denomina «impronta de la sustancia de Dios» (Hb 1, 3), constituye la «imagen» más palpable de la bondad de Dios con los hombres.

Si 17, 1: relectura del Gn 1, 26

Eclesiástico 17 nos habla del papel de la sabiduría en la creación del hombre en estrecho paralelismo con los primeros capítulos del Génesis. Sus primeros versículos dicen: «De la tierra creó el Señor al hombre, y de nuevo la hará volver a ella // Días contados le dio y tiempo fijo, y dióles también poder sobre las cosas de la tierra // De una fuerza como la suya los revistió, a su imagen los hizo».

El pasaje parece presentar una doctrina ya largamente conocida. De hecho, se ha considerado el Sirácide como un resumen, escrito en un período de calma política, de la doctrina sapiencial y profética antigua. Aparece claramente la correspondencia que establece Gn 1, 26 entre la «imagen» y la posición de dominio del hombre. Pero, en los versículos siguientes, se encuentran una serie de relaciones que hasta entonces no se habían expresado. La «imagen» queda asociada a la entrega de una «fuerza» divina al hombre; sobre todo, a la donación hecha por Dios al hombre de «un corazón inteligente»  (v.  5)  y  de otros dones espirituales: «le llenó de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras» (vv. 5-8). Quedan así declaradas las energías naturales y las componentes  éticas  y  morales  que  implica  la  «imagen»   de  Dios  en el hombre.

4.           El tema de la «imagen» en el nuevo testamento

El Nuevo Testamento va a presentar el tema de la «imagen» en una perspectiva radicalmente nueva. Prácticamente se da por supuesta la doctrina veterotestamentaria que sitúa la «imagen» en el plano natural, como capacidad recibida por el hombre para dominar la creación, para mostrar ampliamente la dimensión sobrenatural que llena el concepto de «imagen».

Quizá el lugar bíblico neo-testamentario que ofrece un primer desarrollo conceptual sea 1Co 11, 7: «El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; más la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón» (vv. 7-8). El pasaje extrae una consecuencia práctica de la enseñanza del Gn 1, 26. Es una aplicación al comportamiento de los cristianos en las reuniones litúrgicas. La alusión al texto vetero-testamentario es evidente; pero el apóstol lo precisa en una dirección: señala que en el hombre hay una cierta preeminencia sobre la mujer por razón de la inmediatez con que recibió la «imagen»: él fue creado por Dios de un modo inmediato, la mujer sólo mediatamente, a través del hombre. Se puede notar que San Pablo no plantea una cuestión de mayor o menor dignidad del hombre o de la mujer delante de Dios debido a la «imagen», pues bien conocería el apóstol que en este aspecto la mujer está en paridad con el hombre, como lo sugiere el mismo contexto inmediato del relato de la creación. La frase conclusiva «varón y hembra los creó» (Gn 1, 27) sugiere, sin lugar a duda, que la «imagen y semejanza»  fue  donada  a  uno  y  a  otro,  al  hombre  y  a  la  mujer.

Cristo, imagen perfecta de Dios

Una doctrina que por el contrario  presenta  una  total  novedad  en el Nuevo Testamento a propósito de la «imagen»,  aunque  ya  vimos que se descubren vestigios en el Antiguo Testamento, es la  declaración formal que encontramos en dos textos paulinos que anuncian a Cristo como la «imagen perfecta de Dios». En el primer texto, 2Co  4, 4, San Pablo, en polémica con los que adulteraban su predicación, afirma: «y si todavía nuestro evangelio  está  velado lo es para  los que se pierden, para los incrédulos, cuya inteligencia cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios». La frase entraña una cierta complejidad por la acumulación de genitivos. Cristo es aquí designado como «imagen de Dios» en cuanto que al reflejar la gloria de Dios permite su conocimiento, es decir, en cuanto es la revelación de Dios. En otras palabras, es imagen de Dios porque como hombre toda la riqueza del misterio de la salvación se concentró en él, convirtiéndose en la «gloria» visible de Dios, de modo que el evangelio o plan divino de la salvación, mantenido oculto desde el principio del mundo, se manifestó a través de Cristo. En el contexto anterior San Pablo había establecido de forma explícita una oposición antitética entre  Moisés, que reflejaba de forma  transitoria  la gloria de Dios sobre su  rostro, a  la que no podían mirar los israelitas para no morir, y Cristo,  que irradia de modo permanente en su semblante la gloria de Dios,  haciéndola accesible: nosotros podemos ver en Cristo, en su persona y doctrina, la realidad de Dios.

El himno cristológico de Col 1, 15 completa la doctrina de 2Co 4, 4. San Pablo, con palabras que son eco de Sb 7, 26, habla de Cristo como «la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura». La perspectiva teológica es aquí algo diferente a la del texto anterior. Ya no se trata de las cualidades de Cristo en cuanto Verbo encarnado, sino su persona preexistente la que le constituye  en  imagen perfecta del Padre: en virtud de la generación eterna, Cristo es imagen perfecta del Padre. La expresión «primogénito de toda criatura» hace resaltar la perfección de la «imagen» que hay en Cristo en dos aspectos. Indica su primacía sobre todas las criaturas en el orden temporal (su persona es preexistente) y en el orden de la perfección (pues como hombre posee con mayor perfección la gracia de Dios). Sintetizando los dos textos paulinos podemos decir que, «como Dios, Cristo es imagen adecuada; como hombre, su imagen  visible;  y esas dos propiedades, adecuación y visibilidad, hacen que Jesucristo sea la única imagen perfecta de Dios» [12].

El hombre, llamado a ser imagen de Dios en Cristo

En relación al hombre, la originalidad de la revelación neo­testamentaria radica fundamentalmente en el hecho de que la «imagen de Dios se considera en su dimensión más trascendente, sobrenatural. La razón de esta imagen ya no estriba exclusivamente en las cualidades naturales del hombre, sino en la participación real de Dios por medio del don increado de la gracia. Dos notas se ponen especialmente de relieve: por una parte, la circunstancia de que es por medio de Jesucristo como se realiza la «imagen» en el hombre, pues el creyente, en efecto, está llamado a «ser conforme con la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). Esta es la finalidad del plan divino de salvación. Dios ha querido llamar y disponer a los creyentes no solamente a ser discípulos de Cristo, sino a ser otros Cristos, a participar de la «forma» misma de su Hijo, de manera que el hombre reproduzca y manifieste su imagen. Es lo que sugiere con fuerza el aparente pleonasmo. La «morfe» no es el aspecto exterior perceptible por los sentidos, sino que indica un modo de ser algo propio de una naturaleza. Se podría traducir por «naturaleza». El término «eikónos» en su uso bíblico, por su parte,  no  permite  pensar en una semejanza superficial, sino en una semejanza profunda, el modelo  expresivo,   el  ejemplar  que  reproduce   todos  los  rasgos.  El hombre ha de ser realmente asimilado o configurado con Cristo, «connaturalizado» si se permite el término, en lo que la fe reconoce en él como lo más específico: su ser de Hijo de Dios [13].

Interesa precisar que esta configuración con la imagen de Cristo alcanza todo el hombre, también el cuerpo, que se transformará, de un modo que nos permanece oculto,  en  un cuerpo glorioso a  semejanza de Cristo (Flp  3, 21).  En este sentido San Pablo compara a Cristo con Adán: «el primer  hom­bre fue de la tierra, terreno; el segundo fue del cielo. Cual  es  el  terreno, tales son los terrenos; cual el celestial, tales son los  celestiales. Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos  también  la imagen celestial» (1Co 15, 47-49). El apóstol señala en un paralelismo antitético el contraste entre la humanidad salida de Adán y la que renace en Cristo. A imagen de Adán recibimos el cuerpo natural, sujeto a las leyes de crecimiento y corrupción, de manera  que  somos del todo semejantes al primer padre por el cuerpo. Por la virtud de Cristo llevaremos, cuando llegue el día de la resurección, la imagen del «celestial», Jesucristo, entrando  a  participar de su resurrección gloriosa, que pide  la  conformidad  entre  la cabeza y sus miembros. Algunos buenos manuscritos griegos en lugar del futuro «llevaremos» traen el aoristo subjuntivo «llevemos». En el primer caso San Pablo estaría anunciando a los cristianos su futura condición gloriosa en la resurrección; la segunda lectura supondría además una cierta posesión actual y  una  exhortación a ganarla plenamente, procurando conformamos cada día más y más a la imagen de Cristo.

El segundo aspecto que se pone de relieve en el Nuevo Testamento a propósito de la «imagen» de Dios en el hombre es precisa­ mente el hecho de que la «imagen» que recibimos de Cristo por la gracia está llamada a crecer. Cristo es imagen perfecta de Dios; el hombre debe renovarse de día en día según la imagen del que nos creó: «todos nosotros -dice San Pablo- que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos trasformándonos en esa misma imagen de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2Co 3, 18). De nuevo tenemos aquí como marco contextual la relación entre la antigua y la nueva ley. Los cristianos, a cara descubierta -va explicando el  apóstol-,  sin  velo, como Moisés al hablar con Dios, estamos reflejando en nuestras almas el resplandor de Cristo, que es a su vez imagen de Dios. Pero es necesario un crecimiento, una transformación, hasta asemejarnos más y más a la imagen reflejada, crecimiento que tiene lugar según va operando en nosotros el Espíritu de Jesús.

Una idea paralela la encontramos en Col 3, 10: «despojaos del hombre viejo con sus obras -recomienda San Pablo- y revestíos del nuevo, que sin cesar se renueva hasta alcanzar un perfecto conocimiento, según la imagen de su Creador». Aquí plantea San Pablo el tema de la «imagen» dentro de un contexto claramente moral, de lucha espiritual. El cristiano ha de despojarse «del hombre viejo con todas sus obras» (Col 3, 9), es decir, desterrar el pecado de su vida en todas sus manifestaciones, y «revestirse del hombre  nuevo», que  es «revestirse  de  Cristo»   (Ga  3, 27),  renovándose   así  conforme  a   la «imagen de su Creador». Esta conformidad es bien real,  sin  duda, desde el momento en que el cristiano se incorpora a Cristo por medio del bautismo, pero no es total ni visible desde el primer momento. El cristiano ha de renovarse «sin cesar», siendo fiel a la gracia inicial y haciéndola fructificar, de modo que la semejanza  progrese  y  se renueve hacia un fin bien preciso: ser «la imagen de su Creador». Dentro de la teología paulina esta última frase ha de entenderse en el sentido de «imagen de Dios por Cristo». El «perfecto conocimiento» hacia el que hemos de tender, y que da una connotación particular en este texto a la idea de «imagen», no es un conocimiento meramente abstracto, sino que afecta íntegramente al hombre, inteligencia y corazón, porque se alcanza a través de una renovación interior  que equivale a nuestra completa asimilación a Cristo, cuyos rasgos más finos hemos de reproducir.

La renovación del cristiano en cuanto imagen de Dios se ha de concebir por tanto en una perspectiva moral. Con su actuación el hombre ha de perfeccionar la imagen de Dios que lleva impresa en su ser, imagen que la recibe sacramentalmente en el bautismo y que es fundamento de su conducta. En este sentido podemos traer aquí el último texto del Nuevo Testamento que utiliza el concepto de imagen: St 3, 19. El apóstol extrae una consecuencia práctica del hecho de haber sido constituido el hombre a imagen de Dios: «mas la lengua -dice- ningún hombre puede domarla: ella es un mal que no puede atajarse, y está llena de mortal veneno; con ella bendecimos a Dios Padre, y con la misma maldecimos a los hombres, los cuales son formados a semejanza de Dios». Como en Gn 9, 6, es también la presencia de la imagen  de Dios en el hombre,  pero ahora en  una perspectiva sobrenatural,  la  que  se  señala  como  norma  de  conducta  moral.

5.           Conclusiones

Después de este breve recorrido hecho sobre los lugares bíblicos  que hablan de la «imagen» de Dios de modo explícito, podemos sacar algunas conclusiones fundamentales.

En primer lugar, se descubre una diferencia y una complementariedad entre la doctrina del Antiguo y del Nuevo Testamento a propósito de la imagen. En el Nuevo el tema alcanza su plenitud. Se revela que Cristo es la imagen perfecta de Dios y que el hombre  está llamado a poseer la imagen de Dios  también  en  un  plano  sobrenatural.

La imagen en el hombre se presenta, por tanto, en una doble perspectiva. En una dimensión natural, como dádiva que recibió ya el primer hombre desde el momento de su creación; y en una dimensión sobrenatural, que es la que revela principalmente el Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento, la fórmula «imagen y semejanza» adquiere toda la fuerza de una definición del hombre, y su riqueza de contenido queda declarada en Gn 1, 25-26 por el hecho de que en su realización se puso en juego de modo especialísimo la sabiduría y el poder creador de Dios.

Esta «imagen» de Dios significa, en un primer momento (Gn 1, 25-26), que el hombre fue dotado  de  unas  cualidades  adecuadas para que colaborase con Dios como lugarteniente  suyo en el dominio de la creación. Se precisa que esa imagen se trasmite de Adán a sus descendientes (Gn 5, 1-3).

Pero ya en el Génesis mismo el tema de la «imagen» adquiere otras connotaciones. En Gen 9,6 se muestra su aspecto moral, en cuanto que la «imagen» es propuesta por Dios como fundamento radical de las relaciones del hombre con su prójimo.

Los libros sapienciales destacan sobre todo  tres ideas: se detallan las cualidades que Dios donó al hombre al constituirlo en imagen suya (Si 17, 1-3); que la «imagen» da un cierto derecho a la inmortalidad (Sb 2, 23); y se anuncia a la «sabiduría» como «imagen de la bondad de Dios» (Sb 7, 26).

En su dimensión sobrenatural, tema que pone de relieve el Nuevo Testamento, la «imagen» ya no se considera en función de las cualidades naturales del hombre, sino en su participación de Dios por medio de Jesucristo, al que el hombre ha de conformarse según el designio divino de salvación (Rm 8, 29; 1Co 15, 47-49). Esta imagen, al contrario de la natural, no es algo ya plenamente poseído aunque necesitado de actualización; sino que está llamada a crecer (2Co 3, 18; Col 3, 10). El hombre debe renovarse de día en día según la imagen del que le creó, crecimiento que tiene lugar según va operando en nosotros el Espíritu de Jesús.

Se subraya además que esta «imagen» de Dios es al  mismo tiempo dádiva y exigencia, pues sugiere un deber moral respecto a sí mismo y a los demás hombres: en cada hombre hay una «reproducción» de Dios.

Miguel  A. Tabet, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.  In Gn 1, hom. 8, 2: MG 53, 71.

2.  El término «adam» designa en este versículo la especie humana, como lo atestigua el verbo en plural «dominem» que sigue a continuación.  Es un singular colectivo. El texto nos habla de la intención divina de crear a los hombres.  Será el Gen  2 donde se especifique que originariamente Dios creó un primer hombre del que hizo provenir la primera mujer constituyéndose así la primera especie humana. Según la Biblia, la palabra «'adam» viene de «'adamah» (Gen 2,7), la tierra arcillosa de la que fue formado el hombre. «'Adam» significaría por tanto, en esta etimología,  «terreno»  o  «terroso». Dios parece haber querido decir en su diálogo «hagamos algo terreno que sin embargo sea la imagen y semejanza nuestra». Dios iba a hacer algo de la tierra, sí, pero era algo singular en la creación. El texto del Gn 1, 26-27 sugiere innegablemente que el hombre no puede ser explicado en su  más  íntima  esencia  sin  una  clara  dependencia  de  Dios.

3.  Audiencia general del 12-JX-79 n. 4, en «Insegnamenti di Giovanni Paolo» 11, 11, 2, Libreria Editrice Vaticana, 1980, p. 288.

4.  Es una interpretación frecuente entre los escritores eclesiásticos antiguos. Entre ellos se encuentra S. Gregorio de Nisa, cfr. H. Merld, 'OMOIO I 0EO von der platonischen Angleichung an Gott zur Gottiinhlichkeit bei Gregor von Nyssa, Friburgo 1952.

5.  Cfr., por ejemplo, S. Ireneo, Adv. Haer. 5,6; clem. Alex. Strom., 2, 22, 131; Orígenes, De princip. 3, 6, 1. Estos autores, siguiendo el texto griego «xm;' dxóva ijµnéQUV xaí xa0' óµoíwmv» interpretan el término «dxwv» (imagen) como la imagen divina presente en la naturaleza de los hombres, y «óµoíoxnp> (semejanza) como el proceso de asimilación a Dios que, para algunos, es el que se efectúa por obra de la gracia sobrenatural (cf. Manuel Guerra, Antropologías y Teología, Ed. EUNSA, 12, Pamplona 1976, p. 48, nota [57]).

6.  Así se lee, por ejemplo, en las versiones coptas, etiópicas y la Vulgata. A, B, K traen, por su parte, «imagen de su propia naturaleza». En la versión siríaca hexaplar, y en algunos padres más recientes como San Atanasio y San Epifanio, se encuentra «imagen  de  su  propia  eternidad».          .

7.  Cfr. Num 33,52; 1 Sam 6,11; 2 Re 11,18. Los XII traducen el término hebreo «selem» principalmente por «lxwv», que es el que se emplea en el  Nuevo  Testamento.

8.  Cfr. E. Testa, Genesi en la Sacra Bibbia, Marietti, Torino-Roma, 2. ed. 1977, p. 264. Demüt se traduce en la Biblia griega prevalentemente por «óµolµa» y raramente por «óµoloou;». Una sola vez por «Eixwv» (Gn 5, 1), «oµoti;» (Is 13,4) y «lota» (Gn 5, 3).

9.  E. OLAVARRI, Enciclopedia de la Biblia, Ed. Garriga, Barcelona, 1964, vol. IV, p. 107.

10.   Se ha hecho notar la afinidad que Gn 1, 26 guarda con el Sal 8, 4 en lo que se refiere a este aspecto de la «imagen y «semejanza», pero hay una idea afín: «Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos; la luna y las estrellas, que tí has establecido// ¿qué   es   el   hombre   para   que   te   acuerdes   de   él,   y   el   hijo   del   hombre   para que de él cuides?/!Y  lo has hecho poco menor que Dios, le han coronado de gloria y honor// Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies». Aunque no aparece el término «imagen» el salmo la menciona de modo equivalente, pues por una parte se afirma que el hombre es «inferior»  a Dios y, por  otra, es sólo «un poco inferior». Esta grandeza del hombre se define diciendo que fue llenado «de gloria» (kabod) y de «honor» (hadar). A renglón seguido se une la idea de semejanza con la de dominio: «le diste el señorío sobre las obras de tus manos». Aquí, como en el Génesis, parece afirmarse que la «imagen y semejanza» del hombre con el Creador alcanza una vertiente de significado en el hecho de haber sido asociado el hombre al dominio divino de las cosas creadas como vicario suyo. Como lugarteniente del mismo Dios en la creación, el hombre tiene el «señorío» sobre todo lo creado, habiendo puesto todo «debajo de sus pies».

11. Hemos traducido el término «uq:>8aQ<l(a» por «inmortalidad», según una interpretación entre los exégetas. Otros autores traducen por «incorruptibilidad», como hace también la Neovulgata. En uno y otro caso permanece el contenido esencial de nuestro texto: Dios creó al hombre para la vida imperecedera y, por tanto, eterna y gloriosa, como exige la lectura dentro del contexto inmediato.

12.   L. Turrado, Hechos de los apóstoles, en Biblia  comentada,  BAC,  Madrid, 1975.

13    Cf. Spicq, Dieu et l'homme selon le Nouveau Testament, Paris, 1961, pp. 199-200.

Paula Renés-Arellano, Cleofé Genoveva Alvites-Huamaní y Mari-Carmen Caldeiro-Pedreira

1.         Introducción

En la sociedad digital resulta incuestionable la presencia de Internet, una presencia que se agudiza, de forma notable entre la población juvenil y adulta, pero, sobre todo, entre los estudiantes universitarios. Tanto los millennials, como la Generación Z (Atrevia, 2016), también denominada Generación Google (Parodi, Moreno de León, Julio y Burdiles, 2019) han nacido al lado de la tecnología, un hecho que favorece su uso, en ocasiones indiscriminado y hasta cierto punto inconsciente. La población más joven de forma habitual emplea los recursos digitales, las redes sociales o las plataformas virtuales para comunicarse, relacionarse, formarse o informarse, pero, sobre todo, para interpretar el mundo que les rodea (Lévi, 1999; Smith & Kollock, 2003; Bauman, 2014; Fombona, Goulao y García, 2014). De forma general, puede afirmarse que buscan hacer de éste, un lugar en el que entender quiénes son y qué función tienen como personas y ciudadanos.

El ecosistema actual permite a los estudiantes convivir en espacios naturales, urbanos y virtuales (Echeverría, 2000), por lo que las formas de comunicarse varían. Esta nueva cultura mediática, digital o tecnologizada, propia de la Sociedad Red, está generando entre los jóvenes nuevos modelos comunicativos, de interacción y de comprensión de las realidades (Colom y Melich, 1993, Garrido-Cabezas, 2011). En este contexto, resulta compleja la transmisión de unos valores que respondan adecuadamente a las demandas, necesidades e interpretaciones personales y sociales, en especial entre los colectivos más jóvenes.

Concretamente, en el ámbito universitario, estos estudiantes denominados, como hemos indicado anteriormente, millennians o generación on-off, demandan nuevas destrezas, competencias y objetivos curriculares que requieren metodologías activas, participativas y enmarcados en los ecosistemas digitales en los que viven. En esta línea, las universidades españolas, europeas o iberoamericanas ya incorporan nuevos modelos educativos adaptados a este contexto, como describen Silva y Maturana (2017) en relación con el empleo de nuevas metodologías activas en educación superior. Formas de enseñar adecuadas a las necesidades del S.XXI, tales como las que pretende el planteamiento docente del programa educativo de la Fundación Universidad de La Rioja que busca, según refleja en la Web, “Incorporar, de forma gradual, el uso de las nuevas tecnologías de la información y    la comunicación en el desarrollo de la docencia”. En esta línea, en Colombia se ha hecho uso del vídeo educativo en Educación Superior (Ricardo e Iriarte, 2017). Asimismo, también destaca   el Informe publicado por Adams-Becker, et al., (2017) sobre las tendencias tecnológicas en educación superior empleando metodologías mixtas y colaborativas en las aulas, y destacando el proyecto piloto realizado por la Universidad de Sydney para que estudiantes universitarios trabajen de forma conjunta en ideas y financiaciones para las mismas. Posteriormente, se destaca el informe Horizon 2019 (Alexander, et al, 2019), en el que se apuesta por el desarrollo e implementación de formaciones e-learning, un aspecto cultural hacia el que se dirigen las tendencias en educación superior para 2023. Sin embargo, en este nuevo panorama no solo es importante atender las metodologías innovadoras sino que también es fundamental realizar investigaciones con los jóvenes (Palfrey & Gasser, 2008), que miren desde dentro, que ayuden a conocer las verdaderas percepciones de los estudiantes universitarios sobre cómo conciben ellos el entorno de Internet, así como los valores sociales que se producen y nacen de estos usos, porque los contenidos mediáticos promueven nuevos hábitos comunicativos cargados de valores e ideologías (Figueras, Ferrés y Mateus, 2018). Autores como Carmen y Agarwal (2002) o Reig (2018) señalan aspectos positivos sobre el uso de Internet y la construcción de valores, defendiendo que el control y comprensión de los diferentes canales comunicativos en las redes, exige el desarrollo de determinadas habilidades y destrezas. A ello, se suma la relevancia, no solo de dichas competencias técnicas, operativas o procedimentales, sino también actitudinales, porque en ese mundo de interrelaciones virtuales emergen los valores propios que permiten relacionarnos y actuar en consonancia a estos. Porque todas las relaciones humanas están “mediadas por valores, comportamientos y actitudes sobre los que no se opera de la misma manera como con los conceptos o los procedimientos, sino como reguladores de las operaciones” (Álvarez-Arregui, 2019). Es, en este contexto, donde resulta complejo conocer realmente qué valores sociales son los que se promueven en Internet (Orantes, 2011). En esta línea, autores como Tornero (2017) o Anaya (2019) se cuestionan qué tipo de modelos éticos existen en el mundo digital, en el que conviven millones de personas, pero en el que también, algunas de ellas, encuentran su espacio para desarrollar sus competencias sociales cuando no son capaces de hacerlo en el contacto cotidiano, los denominados “solitarios electrónicos” (Gubern, 2000). Desde esta perspectiva, parece necesario abordar cómo y de qué manera desde el campo educativo universitario se puede promover el desarrollo de ciertas competencias socioemocionales y comunicativas que permitan a los estudiantes desenvolver sus propias capacidades, destrezas y valores individuales y sociales. Asimismo, resulta clave que la población y en especial el colectivo joven, sea capaz de analizar de forma crítica y reflexiva la ingente cantidad de información que recibe (Caldeiro-Pedreira, 2014). Para ello, es fundamental el desarrollo de la competencia crítica (Caldeiro y Aguaded-Gómez, 2015) que favorece el análisis y la reflexión por parte del usuario que debe abandonar el papel pasivo para convertirse en un receptor activo y crítico con los valores que reflejan los contenidos digitales que se emiten a través de los diferentes dispositivos y medios tecnológicos. En este sentido, es necesario que la población usuaria de Internet y de los diferentes medios actúe como prosumidora y sea capaz de interactuar (Berlanga, Gozálvez, Renés-Arellano y Aguaded, 2018).

Indudablemente, en el marco descrito, Internet se ha convertido en un espacio de construcción de valores sociales compartidos y eso exige una reflexión responsable (Aparici, 2010). Si se desea favorecer una adecuada formación entre el alumnado universitario es relevante plantearse un nuevo reto de adaptación a las nuevas exigencias contextuales, personales y sociales (Boyer, 2003). Lo cierto es que a pesar de los riesgos que puede suponer el uso de Internet entre los jóvenes, tal y como afirman Asher, Stark & Fireman (2017) sobre el acoso electrónico entre poblaciones universitarias, o Guerra et al., (2019), sobre un estudio preliminar acerca del riesgo indirecto de victimización en el espacio virtual, también existen investigaciones que demuestran los beneficios de la utilización de Internet entre jóvenes en el plano académico, tales como las de Acuña Caicedo, Caicedo-Plúa, Rodríguez y Figueroa Morán (2017), quienes afirman que favorece la formación y relaciones a través de herramientas como pueden ser los MOOC. Por su parte, DiMaggio et al., (2004) comparten la idea de que el uso de Internet permite mejorar los espacios recreativos y con ello, el desarrollo de competencias personales y sociales y la mejora de la percepción personal; y, Hassani (2006) defiende que, a mayor grado de utilización de Internet en diversas actividades, se observaba una mejor autonomía, y esto a su vez, exige el desarrollo y potencialización de habilidades sociales (Wilson, 2000).

De forma general puede aseverarse que, Internet está presente y además influye positiva o negativamente en las relaciones entre los estudiantes universitarios y en la adquisición de sus propios valores, por lo que resulta fundamental promover modelos comunicativos y educativos que hagan que los jóvenes sean conscientes y responsables del uso del mismo, porque si bien Internet puede permitir el acercamiento a interacciones sociales nuevas o ya existentes, de una u otra manera, nos expone al resto de personas (Ibarra, Ballester y Marín, 2018). Es por ello, que desde el contexto universitario se requiere reflexionar críticamente sobre cómo los estudiantes universitarios están desarrollando y forjando su propio juicio moral, sus valores personales y sociales sustentados en principios éticos, democráticos y participativos (Gozálvez, 2013). En este sentido, resulta clave señalar que, los valores de una sociedad se convierten en pautas de acción individual que son aceptadas por todos y que contribuyen activamente al sentimiento de pertenencia a un grupo, de aceptación y respeto a los demás (Hernández y Eyeang, 2017). Además de ello, los valores sociales son asumidos por cada persona, no solo por ser característicos de un grupo social o contexto, sino porque realmente se aceptan como válidos y relevantes en el momento en el que son observados y estimados como tal (Martínez, Esteban y Buxarrais, 2011).

En el contexto actual, la complejidad derivada de esta nueva cultura exige modelos educativos en los que se propicie la construcción de valores individuales y sociales que contribuyan al desarrollo de una ciudadanía con principios dialógicos, participativos, democráticos y responsables (UNESCO, 2015). Ante esta situación, el profesorado universitario puede plantearse interrogantes sobre cómo el alumnado universitario percibe Internet en su día a día, con el fin de adecuarse a los patrones personales y sociales en los que conviven, para responder a las demandas académicas, individuales y sociales, y para promover procesos de enseñanza y aprendizaje adaptados a los nuevos modelos comunicativos, académicos y laborales.

Por todo ello, es el momento de conocer cómo perciben los valores los estudiantes universitarios, cómo los consumen y son asimilados a través de Internet (Colina, 2012). En esta línea, Martínez-Otero Pérez (2019), estudia la relación entre valores e ideologías políticas, categorizando la presencia o ausencia de valores de la siguiente manera: cognitivos e intelectuales, artísticos/estéticos, morales/éticos, trascendentales, espirituales y religiosos; afectivo emocionales, socioculturales, físicos, económicos y ecológicos, destacando los valores sociales y éticos como aquellos que fueron más compartidos entre la muestra seleccionada de diferentes países, y destacando la amplia pluralidad axiológica vinculada a la educación y la política.

Contextualizada la importancia de los valores en la Sociedad Red, se plantea el siguiente estudio, con la finalidad de profundizar en las diversas relaciones existentes entre el empleo de Internet por parte del alumnado universitario y la presencia de valores, concretamente, sociales.

2.         Materiales y métodos

2.1.          Tipo y Diseño

El tipo de estudio es descriptivo, con diseño no experimental debido a que no se manipulan las variables observando como ocurre de manera natural sin intervenir de manera alguna por lo que solo es posible investigar asociaciones, además es transeccional ya que se realiza en un momento determinado o tiempo único y correlacional porque se busca analizar relaciones entre variables (Beaumont, 2009).

Teniendo en cuenta lo señalado hasta el momento, el estudio plantea un objetivo general y objetivos específicos. Siendo el general: Analizar las múltiples relaciones entre la presencia de valores sociales y la utilización de Internet en estudiantes universitarios.

Por su parte, se proponen los siguientes objetivos específicos: i. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y la relevancia de uso de Internet en estudiantes universitarios; ii. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y los años de uso de Internet en estudiantes universitarios; iii. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y las horas a la semana de uso de Internet en estudiantes universitarios; y, iv. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y la finalidad de uso de Internet en estudiantes universitarios.

Por lo que, en este estudio se planteó como hipótesis general: Los estudiantes que utilizan Internet presentan más valores sociales. Y como Hipótesis específicas: (H1) La presencia de valores sociales se relaciona con la relevancia del uso de Internet en los estudiantes; (H2) Los años de uso de Internet cimenta los valores sociales en los estudiantes; (H3) La presencia de valores en Internet se relaciona con las horas a la semana de uso de Internet en los estudiantes; y (H4) Los estudiantes que usan Internet con la finalidad de obtener información, comunicarse y entretenimiento presentan más valores sociales.

2.2.          Participantes

La muestra de estudio estuvo compuesta por 305 estudiantes provenientes de tres universidades públicas españolas  y una universidad chilena, todas adscritas a las facultades de educación y ciencias humanas y sociales (véase tabla 1). Los estudiantes participantes estaban cursando el primer y segundo ciclo de estudios, siendo la edad con mayor porcentaje menores a 20 años (59%) seguida de 20 a 30 años (39%) y un pequeño porcentaje mayores de 35 años (2%), en su mayoría de género femenino (85%).

Tabla 1

Muestra de estudio en porcentajes

Tabla 1.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

2.3.          Instrumento

Para la recolección de la información se aplicaron dos instrumentos vía web.

Para la variable presencia de valores sociales (véase Tabla 2) se elaboró el cuestionario de Valores sociales, conformado por ítems, en escala de Likert, y dividido en dimensiones.

Tabla 2

Descripción del instrumento de la variable presencia de valores sociales

Tabla 2.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

La confiabilidad del cuestionario se realizó mediante el análisis estadístico Alfa de Cronbach, obteniendo en cada una de las dimensiones una fiabilidad de valor entre 0.8 y 0.9, lo que indica que el instrumento es aceptable a muy aceptable, siendo la dimensión Identificación de valores con familiares en la comunicación por Internet la que obtuvo un puntaje más alto de fiabilidad (0,9) (Véase tabla 3).

Tabla 3

Análisis de fiabilidad de las dimensiones de la variable presencia de valores sociales

Tabla 3.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

Para la variable utilización de Internet (véase tabla 4) se elaboró el cuestionario “Uso de Internet”, con un total de 6 ítems, de escala ordinal, al ser estas dimensiones cualitativas no se requirió contrastar la fiabilidad de la prueba.

Tabla 4

Descripción del instrumento de la variable utilización de Internet

Tabla 4.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

2.4.          Procedimiento

Antes de la obtención de los resultados, se informó a las instituciones universitarias de la realización de este estudio, contando así mismo, con la aprobación de los estudiantes universitarios, quienes de forma voluntaria, informada y confidencial participaron en el desarrollo de la investigación. Una vez obtenidos los resultados de los cuestionarios completados por los estudiantes en Excel, fueron ordenados y categorizados por una baremación para el test de la presencia de valores en Internet.

Posteriormente, se analizaron las relaciones entre variables por medio de la prueba chi-cuadrado, t-Student y ANOVA en SPSS v20. Se rechazó la hipótesis nula para cada hipótesis planteada cuando se observó un valor p <0.05.

Las dimensiones relevancia de uso de Internet, finalidad de uso de Internet para obtener información, finalidad de uso de Internet para comunicar y finalidad de uso de Internet para entretenimiento fueron estudiadas como variables categóricas; de igual manera que con todas las dimensiones de la variable presencia de valores por lo que se analizó con la prueba chi-cuadrado. Mientras que las dimensiones años de uso de Internet y horas a la semana fueron considerada como variables cuantitativas por lo que se realizó el análisis de t de student (estadístico t) para comparar a los 2 grupos y ANOVA (estadístico F) cuando se comparan entre más de 2 grupos.

Para la prueba de fiabilidad para el cuestionario de presencia de valores sociales, se realizó la prueba alfa de Cronbach para cada una de las dimensiones.

3.         Resultados

En relación con los resultados del estudio, se inició la descripción y análisis de estos a partir de las hipótesis planteadas y el tratamiento de los datos obtenidos, destacando en primer lugar, la evaluación realizada en la tabla 5, en la que se observó que la identificación de valores en general se relaciona significativamente con la dimensión finalidad de uso de Internet para comunicarse (p=0.011). Es por ello, que se desestima la hipótesis nula (H0) y se acepta la hipótesis general: la presencia de valores sociales se relaciona con la utilización de Internet, y en concreto, con fines comunicativos.

Tabla 5

Análisis presencia de valores sociales y la utilización de Internet

Tabla 5.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Atendiendo a la evaluación de la siguiente tabla en la que se analiza la presencia de valores sociales y la dimensión utilización de Internet (véase tabla 6), se observó que la dimensión “relevancia de uso de Internet” se relaciona significativamente con la afirmación de que el Internet transmite valores (p=0.037<0.05). No habiendo encontrado relaciones entre las demás dimensiones de presencia de valores sociales, se desestima la hipótesis nula  y se acepta la hipótesis específica, es decir, que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con la dimensión relevancia del uso de Internet en los estudiantes (H1).

Tabla 6

Análisis de la presencia de valores sociales y la dimensión de relevancia de uso de Internet

Tabla 6.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

En relación con la evaluación realizada en la tabla 7, en la cual se analizó la presencia de valores sociales y la dimensión años de uso de Internet, se observa que existe relación altamente significativa en la dimensión “Internet transmite valores” (p=0.001<0.05) y la utilización de Internet en la dimensión años de uso de Internet. No habiendo encontrado relaciones entre las demás dimensiones de presencia de valores sociales. Por lo que, se desestima la hipótesis nula (H0) y se acepta la hipótesis específica de que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con los años de uso de Internet en los estudiantes (H2).

Tabla 7

Análisis presencia de valores sociales y la dimensión años de uso de Internet

Tabla 7.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Así mismo, observando la evaluación realizada en la tabla 8, en la cual se analizó la presencia de valores sociales y horas de uso de Internet, se observó que existe relación con que Internet transmite valores (p=0.048<0.05) y la utilización de Internet en la dimensión horas a la semana de uso de Internet. No habiendo encontrado relaciones entre las demás dimensiones de presencia de valores sociales. Por lo que, se desestima la hipótesis nula (H) y se acepta la hipótesis específica de que la presencia de valores en Internet se relaciona significativamente con las horas a la semana de uso de Internet en los estudiantes (H3).

Tabla 8

Análisis de valores sociales y las horas a la semana de uso de Internet

Tabla 8a.jpg

Tabla 8b.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Tomando en consideración la evaluación realizada en la tabla 9, en la cual se analizó la presencia de valores sociales y las dimensiones finalidad de uso de Internet para obtener información, para comunicarse y para entretenimiento de los estudiantes, se observó que la utilización de Internet de la dimensión finalidad de uso de Internet para obtener información se relaciona con que Internet transmite valores sociales (p=0.03). Por lo que, se desestima la hipótesis nula (H) y se acepta la hipótesis específica de que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con la finalidad de uso de Internet para obtener información, comunicarse y entretenimiento de los estudiantes (H4).

Tabla 9

Análisis presencia de valores sociales y la dimensión finalidad de uso de Internet para obtener información, comunicarse y entretenimiento de los estudiantes

Tabla 9.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Otro aspecto importante de resaltar al realizar el análisis de estas dos dimensiones es la utilización de Internet por parte de los estudiantes en relación con la dimensión de finalidad de uso de Internet para comunicarse, observándose que ha tenido una alta incidencia de correlaciones con un total de 4. Siendo su primera relación significativamente con el Internet promueve valores (p=0.012). La segunda correlación positiva y muy alta con la dimensión identificación de valores con compañeros en la comunicación por Internet (p=0.000). La tercera correlación significativa con la dimensión identificación de valores con amigos en la comunicación por Internet (p=0.028) y la cuarta correlación bastante significativa es la dimensión identificación de valores con familiares en la comunicación por Internet (p=0.003).

4.         Discusión y Conclusiones

Las conclusiones derivadas del estudio planteado y los análisis realizados permiten señalar que se han cumplido la totalidad de las hipótesis propuestas. La presencia de valores sociales se da con fines comunicativos en los estudiantes universitarios, (p=0.011) contrastando así la hipótesis general, lo cual coincide con los aportes de Parra (2010, p. 206), quien defiende que los jóvenes encuentran en Internet un espacio “que los conducen a la producción de ideas, al sostenimiento de diálogos de todo tipo, al encuentro de mensajes que coinciden con sus intereses”, es decir a comunicarse, a poner en práctica sus propios valores personales y sociales porque este proceso comunicativo se traduce en beneficios satisfactorios para ellos mismos.

La importancia que los jóvenes le dan a Internet al formar parte de su vida diaria y de lo cotidiano en todos los ámbitos donde se desenvuelven ha caracterizado a que este tenga una alta relevancia, según Bonilla-del-Río, Diego-Mantecón y Lena-Acebo, (2018) en su investigación describen al factor usuario responsable, que incide en valores sociales, como el tener un comportamiento adecuado y respetuoso en las redes, el utilizar los mismos valores de respeto de la vida real en Internet, aspectos que han sido contrastados en nuestra hipótesis (H1) al referir que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con la dimensión relevancia del uso de Internet (p=0.037 <0.05).

La utilización de Internet por parte de los usuarios ha ido decreciendo en cuanto a la edad, ya que ahora la utilizan desde el maternal, lo cual está conllevando a que se incremente el uso en años, como lo mencionan Gamito, Aristizabal, Olasolo y Vizcarra, (2017) que la edad de inicio para el uso de Internet es entre 8 y 10 años, lo cual también se ha verificado en la hipótesis (H2) de esta investigación que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con los años de uso de Internet en los estudiantes (p=0.001 <0.05).

El que se tenga a disposición Internet todo el tiempo, ha conllevado a que muchos de los usuarios utilicen este recurso en cualquier momento del día o noche indistintamente en el lugar que se encuentren al disponer de libre acceso, en su investigación uso de Internet y redes sociales en estudiantes universitarios Molero et al., (2014) refieren que en promedio se conectan tres horas diarias los estudiantes fundamentalmente a la redes sociales, mientras que Fernández, Casal, Fernández-Morante y Cebreiro, (2019) mencionan que la totalidad del alumnado en su investigación se conecta a Internet diariamente, resultados que en este estudio se ha contrastado en la hipótesis (H3), que el uso de Internet en horas a la semana se relaciona con que Internet transmite valores (p=0.048 <0.05).

La incursión de las tecnologías de información y comunicación y con ella la llegada de Internet ha dado un giro de más de 360 grados a la educación en general, ya que ha permitido romper fronteras de todo tipo, así como repensar el modo de aprender y enseñar por la ingente cantidad de información que se tiene al alcance en milésimas de segundos, aunado a ello la transmisión de valores sociales que se encuentran implícitos dentro de la interacción que se pueda dar en la búsqueda de información o al interactuar de manera sincrónica o asincrónica en la red, para Fernández, Casal, Fernández-Morante y Cebreiro, (2019) mencionan que los estudiantes universitarios de Galicia se conectan a Internet en un 89,4% para buscar información relaciona con sus estudios, Alvites-Huamaní, (2019) que las tecnológicas son un medio de comunicación, de formación y de interacciones amicales y en la que comparten normas, valores y sentido de pertenencia, lo que se corrobora en la hipótesis (H4) de este estudio que la dimensión finalidad de uso de Internet para obtener información, comunicarse y entretenimiento de los estudiantes se relaciona con que Internet transmite valores sociales (p=0.03).

Este estudio invita a reflexionar sobre cómo Internet se ha convertido en un espacio en el que se transmiten valores sociales, y que precisa de investigaciones y acciones pedagógicas y educativas para abordarlo desde las aulas universitarias. Los estudiantes universitarios hacen un uso indiscutible de esta Red y la formación universitaria debe pensar no solo en términos metodológicos o didácticos, sino también axiológicos, porque el eje vertebral de las sociedades democráticas, justas y responsables se sustenta en valores socialmente compartidos, defendibles y equitativos, por lo que debe impregnar las prácticas docentes de estas cualidades. En este sentido, la práctica docente además de atender a nuevas metodologías y formas de enseñar más atractivas debe centrarse en la transmisión de contenidos de forma axiológicamente adecuada, una necesidad que se hace imprescindible en un momento en el cual la información y los contenidos audiovisuales llegan al usuario sin depurar. Por tanto, y para paliar tal carencia se propone el desarrollo de la ya mencionada competencia crítica que permite al usuario, en este caso al estudiante universitario de diferentes contextos, desarrollar la habilidad que le capacita para diferenciar entre valores, contravalores e información falsa o no verídica, aspectos que ya se están trabajando a través de diversos contextos como los mostrados en el marco teórico en Colombia (Ricardo e Iriarte, 2017) y destaca el Informe publicado por Adams-Becker, Cummins, Davis, et al (2017) y posteriormente, el de 2019 por Alexander, Ashford-Rowe, Barajas-Murphy, et al (2019), en el que se apuesta por el desarrollo e implementación de nuevas metodologías colaborativas y formaciones e-learning.

Además, cabe reseñar que una de las principales limitaciones del estudio se centra en la complejidad por obtener una mayor muestra de los participantes, un elemento que se debe intentar mejorar en futuras investigaciones. Asimismo, indagar si existe alguna diferencia de presencia de valores sociales y el uso de Internet según el género, edad y aspectos socio-demográficos.

Paula Renés-Arellano, Cleofé Genoveva Alvites-Huamaní y Mari-Carmen Caldeiro-Pedreira, en dialnet.unirioja.es/

Benigno Blanco

El siglo XXI es una época de pensamiento débil. Se rechaza cualquier pretensión de verdad objetiva, más allá de las aseveraciones basadas en el método científico experimental, que reduce el campo de observación a lo cuantitativo y matematizable. Las grandes certezas sobre Dios, el hombre y el mundo que han definido a todas las civilizaciones, han sido sustituidas por convicciones subjetivas, suaves y adaptables, como escribe Russell Ronald Reno en El retorno de los dioses fuertes.

Reno ha defendido, no sin fundamento, que esta situación no es casual sino el fruto de un miedo colectivo y consciente a las verdades fuertes, como si estas implicasen necesariamente violencia e imposición. El siglo XX ha sido testigo de modas ideológicas que han destruido la fe en la razón y su capacidad de generar convicciones compartidas mediante un diálogo racional sobre el hombre y el bien y el mal. Pero el fruto de este ataque a la razón no ha sido un paraíso de tolerancia, como algunos soñaron, sino un mundo de inseguridades personales y colectivas generador de nuevas violencias y crisis.

El reto de nuestra época es reconstruir la confianza en nuestra capacidad de llegar racionalmente a seguridades intelectuales sobre la dignidad humana, el valor de la libertad, la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, nuestra capacidad de identificar lo valioso.

El reto de nuestra época es reconstruir la confianza en nuestra capacidad de llegar racionalmente a seguridades intelectuales sobre la dignidad humana, el valor de la libertad, la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, nuestra capacidad de identificar lo valioso; y de compartir, con razones fundadas, estas seguridades con nuestros conciudadanos para construir así sociedades humanistas por convicción y no solo sistemas de coexistencia precaria.

La calidad humanista de nuestras sociedades –la democracia, el estado de derecho, el compromiso colectivo con la libertad y los derechos humanos– es herencia de lo mejor de la tradición occidental, basada en el aprecio a la razón de nuestros ancestros griegos, el compromiso romano con la justicia como medio de respetar lo suyo de cada cual, y la convicción cristiana de que todo lo que existe es bueno y digno, y que el mundo y el tiempo son tareas y oportunidades para construir el mejor mundo posible.

No hay que abandonar estas raíces de nuestra identidad colectiva para construir un futuro ilusionante. Al revés: el abandono de estas raíces es el gran peligro de nuestros días. Toca hoy aprender de los riesgos de los totalitarismos ideológicos y políticos del siglo XX para no recaer en los mismos errores; pero no al precio de rechazar las claves humanistas de nuestra civilización, pues el riesgo es sumergirse en un escepticismo general que impida compartir valores y construir comunidades.

Diagnóstico intelectual de nuestra época

Nuestra época vive de los restos de los grandes sistemas filosóficos de los siglos XVII, XVIII y XIX; es decir, los restos del racionalismo cartesiano, el idealismo, el liberalismo, el marxismo, el nihilismo de Nietzsche; y también de los intentos bienintencionados pero fallidos de superar las experiencias totalitarias del siglo XX mediante el rechazo a la posibilidad de verdades fuertes y sólidas: vive condicionada por la destrucción del concepto de naturaleza humana realizada por el estructuralismo, el existencialismo, el deconstruccionismo y tantos otros ismos que han marcado el tono intelectual de las universidades francesas y americanas (y de forma refleja, de otras muchas de todo Occidente) en la segunda mitad del siglo XX.

En ese humus cultural han surgido algunas de las tendencias o modas de pensamiento dominantes hoy, como la ideología de género, la doctrina o cultura woke, el animalismo y el trans-humanismo. Todas ellas tienen en común la renuncia apriorística a observar e intentar comprender la singularidad del ser humano y la renuncia –también apriorística– al esfuerzo racional de entender la naturaleza humana y su valor como fuente de seguridades éticas, algo que había sido admitido desde Sócrates y Aristóteles como evidente, y ratificado por el cristianismo como coherente con la visión de un mundo preñado de sentido.

Es un reto de nuestra época repensar Occidente para intentar entender cómo hemos construido una civilización humanista, cómo la llevamos casi al colapso en el siglo XX y cómo hoy podríamos reiniciar un camino ascendente en vez de enfangarnos en la autodestrucción de lo mejor de que hemos sido capaces.

Los antecedentes

La cultura occidental se ha caracterizado desde el siglo V a.C. por una clara apuesta por fiarse de la razón. Occidente se funda en la idea de que el hombre, razonando, se puede aclarar; de que mirando la realidad, puede discernir, con razonable certeza, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Este fue el planteamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles. Cuando Roma se deja conquistar por la cultura griega, la razón se aplica también al uso del poder y así surge el sentido romano de la justicia: dar a cada uno lo suyo, reconociendo que hay algo suyo de cada cual que nos hace justos si lo respetamos. El cristianismo reforzó y justificó esas intuiciones: podemos fiarnos de la razón porque el mundo es razonable dado que fue pensado por Alguien muy inteligente; lo existente es bueno y digno de respeto porque fue querido por el Amor creador; nosotros podemos conocer el bien porque somos racionales y todo lo que existe es razonable.

Estos presupuestos le han permitido a Occidente descubrir la dignidad de la persona humana y la radical igualdad entre hombre y mujer; teorizar los derechos humanos; construir el Estado de derecho, precisamente para defender la libertad; y someter los últimos poderes del Estado a criterios éticos, aboliendo la pena de muerte, regulando con detalle la posibilidad de hacer la guerra, etc. Por eso en Occidente ha surgido el humanismo y la ciencia. La ciencia moderna presupone la creencia en que el mundo es razonable, y por eso puede ser racionalizado. Solo en el seno de la cultura occidental nos hemos planteado que podíamos conocer con certeza cómo es el mundo y cómo funciona la realidad física.

«Cuando todos se ríen de quienes afirman “eso es cierto” o “eso es bueno”, solo queda quien dice “yo quiero”», señaló C. S. Lewis en su ensayo de 1943 titulado ‘La abolición del hombre’

Pero entramos en crisis. La característica más importante de los últimos siglos es la paulatina desconfianza en la razón. Descartes nos hizo dudar de que con ella pudiésemos conocer con certeza la realidad de las cosas; y Kant nos convenció de que con la razón no podemos conocer la realidad de las cosas, tan solo su apariencia fenoménica –pero no el ser en sí–.

Consecuencias del voluntarismo

En los siglos XX y XXI, al quedar la razón bajo sospecha, han ocupado su lugar bien las emociones y los sentimientos, bien la voluntad. ¿Qué nos queda, si no hay capacidad de hacer juicios ciertos sobre la realidad o sobre las personas? Solo queda el «yo quiero». C.S. Lewis escribía en su ensayo La abolición del hombre (1943): «Cuando todos se ríen de quienes afirman «eso es cierto» o «eso es bueno», solo queda quien dice «yo quiero»». Si nos reímos de la capacidad de definir lo bueno y lo malo, objetivamente, con seguridad y con carácter universal, solo queda una voluntad subjetiva que no se puede medir con ningún criterio objetivo o racional, trátese de la voluntad personal en las relaciones privadas; la del que encarna el poder en cada caso o la del grupo identitario en las relaciones sociales.

Ese voluntarismo se traduce, en la vida colectiva, en el positivismo de las leyes: lo bueno es lo que decide el Parlamento o el gobernante de turno; lo justo es lo que dicen las leyes, y lo injusto lo que prohíben. Y en la vida privada, en el deseo individual, como fuente última de la moral: es bueno lo que yo quiero; es malo lo que yo no quiero. Y si no hay un criterio objetivo y universal de lo bueno y lo malo, el diálogo deviene imposible.

Esto último representa una amenaza para la democracia, que se basa en el diálogo. Si solo queda el voluntarismo del poder y falta la capacidad de crear el sustrato dialogado y compartido, las democracias se vuelven más débiles. De ahí vienen las pulsiones totalitarias que se perciben ya en nuestra época en forma de populismos, políticas de identidad, pretensiones de exclusión de la libertad de pensamiento o de creencias en materia de sexualidad, ataques a la objeción de conciencia, etc.

Distinguir entre ciencia y cientificismo

Otra consecuencia de la desconfianza en la razón es el cientificismo, una corriente ideológica que no es de ahora pero que tiene gran vigencia como tendencia de pensamiento actual. Es importante distinguir entre ciencia y cientificismo. La ciencia es un conocimiento sobre la base de la experimentación y la matematización del estudio de la realidad; en tanto que el cientifismo es una ideología que presupone que solo lo que se conoce por el sistema del método experimental y matematizado es cierto y seguro; y que todo lo que no es susceptible de cuantificación es subjetivo y arbitrario. Fuera de las certezas que son cuantificables el cientificismo no reconoce ninguna verdad. De manera que todo lo que se refiere al mundo del espíritu, del alma, de la inteligencia, de Dios, de la filosofía, de los valores, carecería de objetividad y certeza.

Fuera de las certezas cuantificables, el cientificismo no reconoce ninguna verdad. De manera que todo lo que se refiere al mundo del espíritu, de la inteligencia, de Dios, de la filosofía, de los valores, carecería de objetividad y certeza

La dignidad humana, los derechos humanos, el valor de la libertad…, por ejemplo, no son cognoscibles por los métodos propios de las ciencias experimentales, como no lo son el bien y el mal, la justicia y la injusticia. Así el cientificismo, casi sin querer, degrada lo más valioso de nuestra civilización. La cultura en general y los medios de comunicación están profundamente imbuidos de cientificismo, de manera que, frecuentemente, se nos transmite como ciencia lo que no deja de ser una postura ideológica reduccionista.

Ideología evolucionista

La ideología evolucionista (que es algo distinto del hecho de la evolución y añadido a este dato de hecho) ha introducido en nuestras mentes una minusvaloración del hombre: si todo procede de una evolución material, desde la química a la vida, hasta llegar a la especie humana, el ser humano no tiene más valor que el resto de las formas de vida que existen en el planeta, ni hay en él nada singular digno de aprecio particular. Esa fue la interpretación popular de la obra de Darwin El origen de las especies (1859). Conviene precisar que Darwin no fue un ideólogo evolucionista, sino un científico que teorizó la evolución, que no es lo mismo. Fue después de Darwin, y sobre todo con Herbert Spencer y Julian Huxley cuando, sobre la base de esa teoría, surge la ideología evolucionista como intento de explicación de la vida y del hombre como mera consecuencia de fuerzas materiales comunes a todo el ecosistema, algo ni evidente ni demostrado.

El cientificismo y la ideología evolucionista han dado una apariencia de solvencia científica al ateísmo contemporáneo, cuando lo cierto es que la cosmología que se deriva de las ciencias empíricas actuales es absolutamente compatible con un mundo en que la hipótesis de Dios es más que plausible. Los mitos ateístas de una deficiente ciencia decimonónica siguen pesando mucho hoy en la conciencia colectiva, aunque han sido arrumbados ya por la ciencia contemporánea, que nos da una imagen del mundo y la vida claramente abierta a la hipótesis teísta.

Consecuencia de todo ello es lo que el mencionado C.S. Lewis llamó la abolición del hombre. Durante el siglo XX muchas corrientes de pensamiento han pretendido suprimir a Dios y abolir la singularidad humana; numerosas teorías científicas y filosóficas han querido presentar al ser humano como un conjunto de estructuras, fruto del devenir de la evolución, que no tienen más contenido ni más valor que el resto de cosas materiales de la Tierra. Con el evolucionismo materialista se da por supuesto que no hay nada específico, espiritual en la persona –una evidencia para toda la civilización antes del siglo XX–.

Como no hay un sexo que defina a la persona, la sexualidad se convierte en algo fluido: todos podemos tener hoy una identidad y mañana otra distinta… construyendo continuamente la identidad sexual y la forma de expresarla en la sociedad

Esto lo llegan a teorizar filosóficamente los estructuralismos y los posmodernismos de los años 60, 70 y 80, con autores como Foucault, Derrida, Lacan, Vattimo, etc. Cuestionan la consistencia de todo lo real y también al hombre. Como apunta García Gibert en su ensayo Sobre el viejo humanismo: «El deconstruccionismo busca socavar todo cimiento y toda metafísica que permitan sostener, por abajo o por arriba, cualquier relato legitimador de sentido». El resultado es que el hombre no existe… es una palabra que decimos pero no expresa nada cierto ni consistente, es un significante sin significado.

Los anti-humanismos actuales

Así se explican los anti-humanismos actuales, como la teoría o ideología de género surgida en las décadas finales del siglo XX, a partir del momento en que el sexo se separa de la reproducción gracias a la píldora anticonceptiva y el aborto, y pasa a ser sin más un hecho cultural manipulable y moldeable ideológicamente.

El siguiente paso, relacionado con el anterior, es la teoría queer, muy presente en la cultura actual. Como no hay un sexo que defina a la persona, la sexualidad se convierte en algo fluido: todos podemos tener hoy una identidad y mañana otra distinta… construyendo continuamente la identidad sexual y la forma de expresarla en la sociedad. Esta teoría inspira hoy las leyes de los llamados derechos LGTBI, tan contestados desde el humanismo tradicional y desde el feminismo reivindicativo de los derechos de la mujer, pues la ideología queer niega al hombre… y a la mujer, dejando así al feminismo sin objeto.

La cultura Woke

Algunas de estas corrientes anti-humanistas han cristalizado en un movimiento social, la llamada cultura woke, de fuerte implantación en Estados Unidos, pero cuya influencia se deja notar en todo Occidente. Se trata de una amalgama de planteamientos ideológicos modernos convertidos en activismo político. El detonante fueron el #MeToo de las feministas y el Black Lives Matter de los negros ante agresiones sexuales contra mujeres y de la policía contra personas de color, respectivamente, en EE.UU. Pero no se trata solo de una reacción puntual –y no sin justificación– ante hechos luctuosos, sino que ha llegado a englobar un movimiento más amplio y de más calado: el de los discriminados por razón de sexo (mujeres), género (LGTBI), raza (negros, latinos) que despiertan (de ahí viene el término inglés woke, del verbo to wake) y exigen a la sociedad que se reconozca su carácter identitario particular y su condición de víctimas, que los culpables sean castigados y que se reparen injusticias estructurales e históricas.

El instrumento de su guerra política es la llamada cultura de la cancelación. Hay que cancelar –sostienen– y suprimir del lenguaje, de las redes sociales, de la escenografía de las ciudades –calles, estatuas, etc.– todas aquellas circunstancias, personas, expresiones que identifican como agresivas para su identidad. Eso explica la censura a autores, el castigo a docentes, el derribo de estatuas, o las campañas en las redes sociales contra quienes no consideran políticamente correctos. Y todo ello con carácter retroactivo, revisando la historia. En esto se demuestra cómo no solo estamos ante movimientos que reivindican una causa política o social, sino también ante una revolución cultural que no se para ante el ataque a derechos fundamentales como la libertad de pensamiento y expresión.

Animalismo

Otra expresión ideológica del antihumanismo actual es el animalismo, reflejado en la obra de autores como Peter Singer y en iniciativas legislativas como el Proyecto Gran Simio y con tentáculos políticos cada vez más presentes aunque aún minoritarios. Sus defensores señalan que como el ser humano es solo una especie más de la escala evolutiva, hay que reconocer a los animales parte de los derechos hasta ahora considerados como humanos. Es una ideología de moda en el mundo anglosajón, pero ya con ecos legislativos en Francia e incluso en España. Es significativo de lo absurdo de estos planteamientos que a los que quieren otorgar derechos a los animales no se les ocurre exigirles a los animales obligaciones como las que se exigen al ser humano, porque son conscientes de que al hombre podemos exigirle obligaciones porque es libre y responsable mientras que al resto de los animales no podemos exigirles lo mismo.

El reto trans-humanista

Y finalmente, el trans-humanismo. Es una propuesta ideológica basada en los avances de las ciencias y la nanotecnología en los campos de la genética, la cibernética, la inteligencia artificial y las neurociencias, que propugna una «mejora» del ser humano. Llega a proponer la promoción programada de un nuevo salto en la evolución del hombre que nos llevaría a crear una nueva especie, los post-humanos, que incluso podrían liberarse –dicen algunos autores– del soporte biológico de nuestra personalidad para integrarse en una red cibernética que, supuestamente, nos daría la inmortalidad. No se trata de curar –como hacía la medicina–, sino de transformar la naturaleza humana para mejorar la especie. Según el pensamiento transhumanista, nuestra especie es fruto de una evolución ciega guiada por el azar –postulado propio de la ideología evolucionista, como hemos visto antes–; pero los humanos estamos ya en condiciones de hacernos cargo de nuestra propia evolución como especie; y programar y diseñar el siguiente paso evolutivo.

Ya existen programas de investigación, con cuantiosos recursos económicos, que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer

Las nuevas tecnologías permitirían este programa de mejora del hombre y de creación del nuevo post-humano. Las técnicas de reprogramación genética, la producción de órganos de sustitución en un medio animal o totalmente artificial y las posibilidades de hibridación entre hombre y máquina abren horizontes deseables, según esta ideología, para mejorar o sustituir a la actual especie humana por una nueva especie post-humana.

Algunas de estas propuestas pueden parecer de ciencia ficción y otras pueden ser razonables avances en la lucha noble contra la enfermedad y el dolor, pero lo cierto es que ya existen programas de investigación, con cuantiosos recursos económicos, que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer. Estamos, por tanto, ante una ideología al servicio de un negocio; o quizá de un negocio que se viste de ideología presuntamente humanitaria.

Nihilismo, apuesta por nada

El fruto final de todos estos ismos es el nihilismo. La desconfianza en la razón ha supuesto un retorno al viejo nihilismo. Es la afirmación de que nada tiene sentido y de que las verdades no son objetivables, la idea de que el hombre es un ser abocado a un mundo caótico y sin propósito. Fue teorizado en el siglo XIX por Nietzsche, al que se puede considerar el pensador decimonónico más moderno hoy en día; de hecho, se sigue editando y leyendo. Su literatura es metafórica, apela al corazón y a los sentimientos, lo cual encandila a muchos. Esta apuesta por la nada como sentido y objetivo de la vida, este quitar valor a todo lo que existe, este rechazo a la razón clásica, a la ética, a las raíces cristianas de Occidente, va convirtiéndose en el humus cultural que impregna las tendencias de pensamiento del siglo XXI.

Lo que está en juego es lo mejor de la civilización humanista. Por ello conviene pensar en todo esto y no dejarse arrastrar sin más por la moda intelectual.

Benigno Blanco, en nuevarevista.net/