Pedro  Rodríguez

7.       La estructura de la Iglesia: síntesis

Pero antes de dar  este  paso  ulterior -y en  orden,  sobre  todo, a la claridad terminológica, querría yo sintetizar en tres puntos  lo hasta ahora adquirido acerca de la estructura de la Iglesia:

1.       La «estructura originaria» -de origen cristológico- de la Iglesia tiene tres grandes elementos estructurales: la conditio fidelis, que nace del Bautismo y se robustece en la Confirmación; el sacrum ministerium, que nace del Orden sagrado; y el charisma, como permanente acción configuradora del Espíritu Santo,  que  es  el  Espíritu del Hijo, que el Padre por el Hijo envía a su Iglesia. El Concilio Vaticano II apunta al núcleo de esa estructura cuando  dice  que el Espíritu «Ecclesiam diversis donis hierarchicis et charismaticis dirigit ac instruit» (LG, 4).

2.       La Iglesia, gobernada por el Espíritu, ha discernido, en esa acción configuradora de los carismas a través de la historia, dos grandes direcciones permanentes que subyacen a la variedad cambiante y puntual de sus dones, y que son la condición laica! y el estado religioso. De esta manera emerge en la Iglesia la conciencia de la  permanente forma histórica de su estructura originaria, que llamamos  «estructura fundamental» de la Iglesia y que tiene, por tanto, dos  dimensiones:

a)       la dimensión sacramental, que se expresa en el doble elemento personal «fieles» y «ministros sagrados»; y

b)       la dimensión carismática, que modaliza las posiciones sacramentales y se manifiesta en los elementos personales que llamamos «laicos» y «religiosos».

Así, sobre la base de la común condición de christifideles, la estructura fundamental de la Iglesia manifiesta tres condiciones personales: mm1stros, laicos y religiosos, cada una con su proprium  a  la hora de realizar la existencia cristiana y la misión de la Iglesia.

1.       Sobre la Iglesia así estructurada, es decir, sobre laicos, ministros y religiosos, el Espíritu continúa repartiendo prout vult la multiplicidad de sus carismas, que concretan en cada momento histórico los servicios y ministrationes de cada uno para común utilidad. De ellos, muchos son manifestaciones de la «vida» en cuanto distinta de la «estructura»; otros, representan formas nuevas,  aunque provisionales, de estructuración de los servicios in Ecclesia. De este modo, la estructura fundamental de la Iglesia adquiere nuevas modalizaciones  y formas que dan lugar a lo que podríamos llamar la concreta «estructura histórica» que la Iglesia tiene en cada  momento o época, la cual,  junto a los elementos «fundamentales», presenta, por  tanto,  otros  elementos «derivados» o «secundarios».

8.       Hacia la comprensión teológica del laico

La profundización que la experiencia de la Iglesia ha  realizado  en la estructura del sacramento universal de salvación,  ha  hecho emerger la figura del laico como un elemento de su estructura fundamental,  no ya negativamente contrapuesto al ministro  sagrado,  sino  dotado de una originalidad eclesial, que el Concilio Vaticano II se ha  esforzado por delimitar en términos teológicos. La palabra clave que usa la Const. Lumen Gentium a estos efectos es «secularidad» [26]: «Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est». Estoy convencido de que el contenido de lo afirmado por el Concilio por medio de esa expresión constituye  efectivamente  el  proprium  de los laicos en la  Iglesia [27]. Ese proprium no le es adyacente al laico, no se superpone a su condición cristiana como fruto de una situación sociológica en el saeculum, en el mundo, sino que determina su auténtica posición teológica en la estructura fundamental de la Iglesia.

Pero esta tesis, que es el punto central de mi ponencia, ha sido negada desde una doble vertiente. De una parte,  por algunos teólogos y, sobre todo, canonistas, que califican la secularidad y la relación al mundo como magnitudes extra-eclesiales y, por tanto, sin significación teológica para la comprensión de la estructura de la Iglesia [28]. De otra, por todos aquellos que afirman que la secularidad es una nota de la Iglesia en cuanto tal  y,  por  tanto, carece -ahora «por exceso»­ de específica significación para la comprensión teológica del laicado [29]. Tengo para mí que en la raíz de ambas posturas -tan opuestas entre sí-  está  una  defectuosa  captación de  las  relaciones  Iglesia­mundo  en  su  contenido  teológico. El asunto es, a la vez, importante y complejo y ha sido uno de los temas  mayores  de  la  reflexión  teo­ lógica posconciliar [30]. El I Sínodo Extraordinario (1970), con su documento sobre la justicia en el mundo; el IV Sínodo Ordinario sobre la evangelización, del que Pablo VI tomará ocasión para la Evangelii nuntiandi; y los documentos  recientes  sobre  la teología de la liberación reflejan, en el nivel propio del magisterio, distintos momentos de esa profundización. Sin embargo, a los efectos de nuestro discurso nos parecen fundamentales los textos  mismos  del  Concilio.  Trataremos, pues, de penetrar en  el  tema  contemplando  la  misión  de la  Iglesia  en su relación con el mundo al filo de los mismos textos conciliares.

9.       El mundo en su relación con la Iglesia

El pueblo mesiánico que es la Iglesia «tiene como fin -leemos en Lumen Gentium, 9- la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado  por  El mismo  al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra  vida (cf. Col 3, 4), y 'la misma criatura será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios' (Rm 8, 21)». Por eso dirá a continuación el Concilio que ese pueblo mesiánico, «es empleado por Cristo como instrumento de redención uni­ versal y enviado al mundo universo como luz del mundo y sal de la tierra».

Esta perspectiva abarcante de  la  Constitución  Lumen  Gentium, que expone el «fin» de la Iglesia en términos de Reino de Dios y de Redención, incluye dos aspectos de su «misión» que van a ser explicitados, primero en el Decreto sobre los laicos y después en la Constitución pastoral. Dice el n. 5 del Decreto: «La obra de la redención  de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso del orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo entregar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden  temporal  con el espíritu evangélico». A cada uno de estos dos  aspectos  de  la misión se dedican los dos números siguientes del Decreto. Número 6:

«La misión de la Iglesia  tiende a la santificación  de los hombres, que se consigue por la fe y la  gracia». Número 7: «Este es el plan de Dios sobre el mundo, que los  hombres  restauren de manera concorde y perfeccionen sin cesar el orden de las cosas temporales (...) La Iglesia se esfuerza en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dos por Cristo».

Gaudium et spes, en su capítulo sobre la misión de la  Iglesia  en el  mundo contemporáneo,  vuelve  sobre  estos conceptos.  Se lee en  el n. 40: «La  Iglesia  tiene  un  fin  salvífico  y escatológico,  que sólo en el siglo futuro podría alcanzar plenamente (...) Pero al buscar su pro­ pio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además de alguna manera difunde sobre el  universo mundo el reflejo de su luz, sobre todo curando  y elevando la dignidad de la persona humana, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundas». Lo que en este n. 40 se  nos enseña en términos de «fin», el n. 42 lo expresa en términos de «misión»: «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico y social, porque el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan tareas, luces y energías que pueden servir para establecer  y consolidar la comunidad humana según la Ley divina».

10.     La «secularidad general» de la Iglesia y la «secularidad propia» de los laicos

El patrimonio doctrinal contenido en estos textos ilumina directamente nuestra reflexión. Ahora, lo decisivo es subrayar que, al servicio del fin único que la  Iglesia  tiene  -que es escatológico y de salvación, cuya íntima naturaleza es religiosa y trascendente-, se constituye la misión de la Iglesia, con una doble modalidad: primero, la salvación y santificación de los hombres, «que se consigue por la fe y por la gracia» (AA, 6). Esta es la misión primaria de la Iglesia, dirigida a la evangelización y conversión del mundo, de los hombres del mundo, que apunta -por su propia naturaleza- a que esos hombres, por la conversión personal, entren en la Iglesia. Pero, con ella, inseparable de ella y derivando de ella, la Iglesia tiene la misión de contribuir «a la restauración de todo el orden temporal» (AA, 5), «de tal manera que se realice continuamente según Cristo y se desarrolle y sea para la gloria del Creador y Redentor» (LG, 31).

Esto significa que el  mundo  humano  -el  «mundus  hominum», de que  habla  Gaudium  et  spes, 2 [31]- no es  sólo  el ámbito  en  el  que la Iglesia realiza su misión evangelizadora para la salvación de los hombres, permaneciendo externo a su misión; sino que ese  mundo, en sí mismo, en su dinámica propia (y legítimamente autónoma),  entra en orgánica relación con la Iglesia: «La Iglesia se esfuerza  en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales  y de ordenarlos hacia  Dios por Cristo» (AA, 7).

La conclusión de todo ello  es  que  la  Iglesia  en  cuanto  Iglesia dice interna relación teológica al mundo en cuanto  mundo. Es decir,  que el mundo, bajo la perspectiva de la restauración cristiana del orden temporal, entra en la misión de la Iglesia. Y ello, en última  instancia, por la unidad escatológica (Reino de Dios) que tienen en Cristo  la Iglesia y el mundo. «Ambos  órdenes  -dice  Apostolicam  Actuositatem, 5-, aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en  el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir (reassumere) al universo mundo  en  la  nueva  criatura,  incoativamente aquí en la tierra,  plenamente en el último día». De  todos  es sabido cómo esta reassumptio puede ser mal entendida, incluyendo graves deformaciones acerca del fin y de la misión de la Iglesia: aquellas «teologías de la liberación» censuradas por la Sede Apostólica y los Episcopados son la manifestación más reciente de ese riesgo [32] Pero estos errores no podrían en ningún  caso  invalidar  lo  afirmado más arriba, que es patrimonio firmemente  asentado  en  la conciencia de la Iglesia.

Es  evidente,   a   partir   de  lo  dicho,  que  es  lícito  hablar  de una «secularidad» de toda la Iglesia, para dar con ello razón de la segunda modalidad de la misión  que acabamos de describir.  La  Iglesia entera, a través  de la estructurada  operatividad  del  sacramentum  salutis, debe contribuir a la restauración cristiana del mundo. Con lo cual, no hacemos sino establecer -también en la segunda modalidad de la misión­ un estricto paralelo con la corresponsabilidad que todos los miembros del Pueblo de Dios tienen en la misión religiosa  y evangelizadora de  la Iglesia.

Pero la Iglesia no es ni un monolito uniforme, ni un agregado multitudinario y anárquico de creyentes. La Ecclesia in terris, la Iglesia enviada por Cristo al mundo, es una comunidad organice exstructa -hemos dicho ya tantas veces- dotada de una determinada estructura, que expresa al sacramentum salutis. Es decir, una estructura dotada de diferentes elementos -sacramentales y carismáticos- que dan lugar a diferentes posiciones estructurales precisamente en orden a la misión: en la Iglesia hay unidad -que surge de la común condición cristiana de sus miembros-, pero también diversidad, que surge de las diferentes posiciones teológicas que se dan en la estructura. Dentro de este marco eclesiológico debemos afirmar que la posi­ción propia y peculiar del laico en la Iglesia tiene su fundamento y emerge de la consideración de la relación que la Iglesia dice al mundo en cuanto mundo; y toma su origen de un carisma  del Espíritu, por el cual el Señor otorga al fiel bautizado como tarea propia in Ecclesia la santificación ab intra de la situación y de la dinámica in mundo en la que se encuentra inserto. Este carisma es el que podríamos llamar «secularidad» en sentido estricto, a diferencia de la secularidad  general de la Iglesia  y a la que  hemos aludido  antes. Pero él, «la Iglesia se hace presente y operante en  aquellos  lugares  y  circunstancias en los que sólo a través de los laicos puede llegar a  ser  la  sal  de  la tierra» (LG, 33) [33] y es, sin  duda, el  más común de los carismas, puesto que recae, señalándoles su puesto estructural en el sacramentum salutis, sobre la inmensa mayoría de los fieles. De ahí que la intuición del pueblo cristiano designe a los laicos, en sentido teológico, con la expresión «fieles  corrientes»  «cristianos  corrientes»,  prescindiendo de la terminología «laicos», cuya ambivalencia canónica es, precisamente para los laicos, sumamente confusa. Dice la Const. Lumen Gentium, al comenzar el capítulo sobre los laicos, que «los sagrados Pastores saben bien que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia hacia el mundo, sino que  su  excelsa  función consiste en apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común» (LG, 30). Pues bien, el primero y  fundamental  carisma  que  los  Pastores  deben discernir es precisamente  el  que  hace  que  un  fiel cristiano  sea un laico, sin identificarlo  simpliciter con la condición  de  christifidelis y diferenciándolo teológica y pastoralmente  del  carisma  propio  de  los religiosos y del  carisma  ministerial  o  sagrado  ministerio  propio de los  clérigos.  Sólo  cuando  se  capta  a  fondo  el  sustrato  común  de la condición cristiana y el proprium de las condiciones  respectivas de clérigos, laicos y religiosos, se hace posible una «pastoral» que responda realmente a la  estructura  fundamental  de  la  Iglesia,  es decir, a lo que la Iglesia es mientras peregrina en el mundo.

11.     La identidad teológica del laico: el  carisma  «estructural» de la secularidad

La Const. Lumen Gentium -como dije  en  su  momento-  no  utiliza en sentido teológico-estructural el concepto de carisma, y desde luego, no lo hace aplicado a los laicos. De ahí que su utilización del término «laicos» sea fluida y que, según los contextos, utilice la acepción canónica o la acepción teológica. No obstante, su fundamental n.º 31 contiene una descripción del ser y de la misión de los laicos en la Iglesia que apunta, sin decirlo  expresamente, al discernimiento de un carisma estructural. Debemos, por tanto, releer ahora en esa perspectiva el texto conciliar que nos ocupa [34].

El n.º 31 de la Constitución tiene dos párrafos perfectamente conexos. El párrafo inicial aborda la figura del laico en dos etapas. La primera tiene por objeto excluir de la consideración conciliar en este capítulo -el «De laicis»- tanto a los miembros del orden sagrado como a los religiosos. La segunda consiste sencillamente en atribuir formalmente a los laicos la dignidad propia de todos los miembros del Pueblo de Dios, la conditio  christifidelis, de la  que  tanto hemos hablado. Es importante subrayar que esa  atribución  se hace no en términos meramente ontológicos, sino en la perspectiva  dinámica que es propia de la misión de la Iglesia. De ahí que a los fieles laicos se les califique de incorporados a Cristo por el Bautismo, de miembros del Pueblo de Dios y de partícipes del triple munus de Cristo, en orden a poder  afirmar  lo  directamente  intentado: que  «ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano pro parte sua, en la parte que les es propia».

Subrayo este punto porque pone de relieve con toda claridad la intención que el Concilio tiene de situar la figura del laico en  el contexto de la misión, contexto que es  el determinante  de la  estructura del sacramentum salutis, es decir, de la forma  propia  de la Ecclesia in terris. Si la Iglesia tiene  una determinada  estructura  sacramental y carismática, en la que se dan peculiares posiciones  estructurales  de los christifideles, ello es, ante todo, para la realización de la misión [35]. Así concebida, esa estructura y sus elementos peculiares pertenecen a «la figura de este mundo que  pasa»  (LG,  48),  tiene su sentido  aquí, en la peregrinación terrena, que es donde la Iglesia aparece como sacramento universal de salvación; no pertenece a  la  Iglesia  consumada, donde el sacramentum habrá dejado paso a la res, a la plena realidad de la communio,  acabada  finalmente  la  misión  y  alcanzado el fin. El elemento radical y fundante de la Iglesia -«congregatio fidelium» adquirirá su plenitud, como dice Tomás de Aquino, en la Iglesia- «congregatio com prehendentium».

Esta doble acotación de la figura del laico, que nos  ofrece  el párrafo primero, no contiene todavía la  nota  teológica  específica  que lo caracteriza. Nos revela, no obstante, que esa nota debe ser encontrada, cuando dice que los laicos ejercen la misión -así se lee en el texto- pro parte  sua.  ¿Cuál es, en efecto,  «su»  parte en la misión de la Iglesia, la parte que les es propia? A tratar de exponerla se consagra el fundamental párrafo segundo de nuestro texto. La Constitución capta perfectamente que esa «parte» no es el resultado de un reparto estratégico y mecánico de la misión, sino que está radicada en un «algo» que «se da» en las  personas y las «configura». A ese algo le he llamado «carisma estructural». La Constitución no se pronuncia sobre el tema: se limita a describirlo, aportando rasgos que nos permitirán identificarlo teológicamente. Precisamente por no tener ante todo -la  «parte»  de  que  hablamos-  unos  contenidos  materiales, sino ser una modalización del ser cristiano del sujeto, el Concilio comienza con esta afirmación: «La índole secular es propia y característica de los laicos». «Secularidad» es el  término  ya  clásico, del que la expresión latina «índoles saecularis» es una traducción.

La cuestión es ésta: esa  nota que  «se da» como  propia  del laico,  la «secularidad», ¿es una realidad teológica o es  un dato sociológico? El Papa Juan Pablo II, hablando formalmente del tema, ha  afirmado que «el Concilio ha ofrecido una lectura teológica de la condición secular de los laicos, interpretándola en el contexto  de  una  verdadera y propia vocación cristiana (Lumen Gentium, 31/b)» [36]. Los  Lineamenta del Sínodo  recogen  este  pasaje e  insisten, con  toda  razón  en la idea [37]. Pero, ¿cuál es esa «lectura teológica»? Mi respuesta es: a) que el Concilio entiende la secularidad como una realidad humana que por la vocación divina -de que hablará después- adquiere carácter escatológico; b) que esa «vocación» debe ser entendida como la donación de un carisma del Espíritu, que configura en consecuencia una posición estructural en la Iglesia. Veámoslo más despacio.

Entiendo que el Concilio, con todo rigor, concibe la secularidad, en una primera aproximación, como una  realidad  antropológica, que los cristianos laicos tienen en común con los demás hombres que no pertenecen al Pueblo de Dios. Esa realidad humana  aparece  descrita con exactitud y belleza  en esta  breve síntesis: «Viven en el mundo,  es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de  la vida  familiar  y social, con las que su existencia está como entretejida».

Si el Concilio sólo nos dijera esto acerca de los laicos, no habría hecho, en efecto, sino una mera constatación sociológica: los laicos viven en las situaciones ordinarias de la vida del mundo, implicados en su dinamismo y, por tanto, en mayor o menor medida -con posiciones de mayor o menor  relieve  según los  casos-, en las tareas de gestión y transformación del mundo. Pero ni la sociología, ni siquiera la mera antropología pueden determinar sin más a la teología. Por eso, si la doctrina conciliar restara aquí, la «secularidad» sería sólo una nota extrínseca a la condición cristiana del sujeto; y el saeculum, a lo sumo «ámbito» pastoral y «ocasión» para el ejercicio de las virtudes y el testimonio cristiano. Pero el Concilio no se queda aquí, sino que supera el extrinsecismo y pasa de la sociología a la eclesiología sirviéndose -como dije- del concepto de «vocación». Con una doble formula trata el Concilio de expresar su doctrina. Nos detendremos sobre todo en la primera, que es de una importancia capital para nuestro asunto. Dice así: «Pertenece a los laicos, por vocación propia, buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». En este texto encontramos en su núcleo lo propio de los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y, por tanto, en su misión. Lo propio es una vocación con la misión que lleva aparejada. Pero precisamente eso es un carisma [38].

Sin embargo, esa vocación no se identifica, sin más, con la vocación cristiana. En los primeros esquemas de la Constitución  se ponía, en efecto, esa tarea en el mundo en relación con la «vocación cristiana» de los laicos, expresión que en su contexto admitía una lectura sustancialmente semejante a la que estamos haciendo del texto definitivo, pero que podía malentenderse y de hecho fue eliminada. La «vocación cristiana», como conditio christifidelis, es, bien lo sabemos, común a los ministros sagrados, a los religiosos y a los laicos. Si la tarea asignada a los laicos fuera una consecuencia inmanente  a la vocación cristiana,  esto  podría  significar: o bien que  no  sería propia de los laicos, en contra de la letra y del espíritu del texto; o bien que a clérigos y religiosos -al no tener esa vocación como propia- les faltaría algún rasgo característico de la vocación cristiana, lo cual es inadmisible. Por eso, el texto dice «vocación propia», que es cristiana -evidentemente-, pero no «la» vocación cristiana. El Concilio  está, pues, hablando aquí de un christifidelis, cuya vocación cristiana se hace laical por una modalización de la vocación cristiana, la que es propia de los laicos.

¿En qué consiste esa manera propia de la vocación-misión? La respuesta conciliar es inequívoca: en «buscar  el reino de Dios  a través  de la gestión de las cosas temporales, ordenándolas según Dios». El Concilio explicita más la idea en las últimas palabras del párrafo:

«A los laicos, pues, peculiari modo, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales, a los que están estrechamente vinculados, de tal  manera  que se  realicen  de continuo según  Cristo, y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor».

La posición de los laicos en la dinámica inmanente al  mundo  en cuanto mundo constituye,  pues, el humus de la vocación laical.  Pero es necesario insistir: esa  posición  en  el  mundo  no determina,  sin  más, la condición de laico en  la  Iglesia.  Pretenderlo  -dije  antes-  sería  una ilegítima invasión de la sociología en la eclesiología  teológica.  Sólo la determina porque -por la vocación propia- guarda relación salvífica-escatológica con el Reino de Dios y, por tanto, con la misión trascendente de la Iglesia.

Una advertencia. Sería ridículo -se ha dicho con toda razón [39]- interpretar lo que venimos diciendo como si hubiese dos esferas separadas: la «espiritual» para sacerdotes y religiosos, la «temporal» para los laicos; o si se prefiere, el clero en la sacristía y los laicos en el mundo. Estas dicotomías contradicen la esencia de la Iglesia y de lo cristiano. Porque es la Iglesia como tal -desde los diversos elementos de su estructura, también por tanto, los pastores y los religiosos-, la que debe contribuir, como ya vimos, a la restauración del orden temporal, en cuanto que esa restauración entra  en su fin salvífica, que es «la dilatación del Reino de Dios». Lo que sucede es que  cada posición estructural contribuye a ese aspecto de la misión pro parte sua.

«Los que recibieron el orden sagrado -dice el párrafo de Lumen Gentium que comentamos- (...) están destinados de manera principal y directa al sagrado ministerio por razón de su vocación particular». Y «aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular», ésta no es su «vocación particular»  -dice  el  Concilio-, no es éste  -agregamos nosotros- su «carisma estructural» en la Iglesia. Lo propio de los ministros sagrados -en cuanto ministros- es eso, el sagrado ministerio  para  dirigir la Iglesia en representación de Cristo Cabeza. La  tarea  ministerial  de los ministros -propia por tanto- en relación con  el orden temporal está perfectamente expresada en el  Decreto  Apostolicam actuositatem, 7: «A los pastores compete manifestar claramente  los  principios  sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para restaurar en Cristo el orden de las cosas temporales».

Por su parte -seguimos leyendo en Lumen Gentium, 31-, «los religiosos, en razón de su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede  ser transfigurado  ni ofrecido a Dios sin  el espíritu de las bienaventuranzas». Su «carisma estructural» contribuye de esta manera a la restauración del mundo en Cristo. La vocación cristiana que surge de su condición bautismal (christifidelis) se concreta por su carisma-vocación en la posición estructural propia de fo vida religiosa en la Iglesia, que anticipa, a manera de status institucionalizado en el Pueblo de Dios, la escatología del Reino. Así contribuyen los religiosos a que el mundo se realice «para gloria del Creador y Redentor». Lo cual implica la renuncia, precisamente por el carisma-vocación recibido, a la posición que, antes de recibir el carisma, tenían como laicos en la dinámica inmanente al mundo [40].

Vengamos de nuevo a los laicos.  Lo característico de su  posición en la estructura de la Iglesia, en contraste con las dos señaladas, puede ser expresado en dos proposiciones:

1.       La posición sociológica y antropológica del laico en el mundo, no viene superada ni abandonada, sino que constituye el supuesto humano de su concreta y propia posición eclesial (de la condición de laico en cuanto laico).

2.       Pero no determina por sí misma esa posición in Ecclesia. Esta, por el contrario, es  el  resultado de una determinación fundamental de la vocación divina, por la que el Espíritu «asigna» a ese cristiano, con finalidad escatológica -para «buscar el Reino de Dios», dice Lumen Gentium-, el «lugar» que ya tenía en el orden de la Creación.

De esta manera, se nos hace evidente  que la  posición  propia  de  los laicos «en la Iglesia» viene cualificada teológicamente por el lugar que ocupan «en el mundo», en la «gestión» del mundo en la perspectiva de la Redención.

Esto es lo que afirma con fuerza el párrafo de Lumen Gentium que comentamos en su segunda alusión a la vocación propia de los laicos: «Ibi -es decir, en las condiciones ordinarias de la vida en el mundo- a Deo vocantur: allí son llamados por Dios para que,  ejerciendo su  propio munus a la luz del espíritu  evangélico,  a la manera   de la levadura contribuyan  desde  dentro  -ab  intra- a  la  santificación del mundo». Lo propio, pues, de los laicos consiste en que su contribución a la santificación del mundo, a diferencia de la contribución propia de los clérigos y los religiosos, opera desde dentro, es decir, desde su inserción nativa y mantenida en la dinámica del mundo; y desde ella surge -como ha  subrayado  siempre  Mons.  Escrivá de Balaguer- su peculiar posición en la Iglesia [41].

La identidad teológica del laico en cuanto laico  proviene,  pues, según  el  Concilio,  de  una  vocación propia en orden a  la misión. En el nivel de una reflexión sobre la estructura de la Iglesia, esa vocación-misión tiene su soporte en un «carisma  estructural»,  que es el que brinda la identidad  eclesiológica  del cristiano  laico en la estructura fundamental de la Iglesia [42]. Ese carisma del Espíritu recae sobre la inmensa mayoría de los fieles, otorgándoles su posición propia en la misión de la Iglesia.

Este carisma, que podemos llamar «secularidad» en sentido estricto, consiste en la donación salvífico-escatológica -es decir, con vistas al Reino de Dios- que  el  Espíritu  hace  al  sujeto  cristiano  de las mismas tareas del mundo en cuanto mundo en las que la ya se encuentra inserto, donación que crea en el sujeto su peculiar vocación-misión en la Iglesia.

12.     Tres implicaciones teológico-pastorales

Aquí concluye, de alguna manera, nuestra investigación sobre la identidad teológica y eclesial de los fieles laicos: esa identidad viene determinada por ese carisma. No podría yo, sin embargo, acabar mi ponencia, dedicada a perfilar  sistemáticamente la  figura  del laico, sin al menos glosar tres implicaciones de la definición  que  he propuesto  de la «secularidad» como carisma estructural.

a)       Autonomía de las realidades terrenas

Esa donación cristiana del mundo que hace  el  Espíritu  a  los  laicos no significa de ninguna manera una «eclesiastización» del mundo. Pertenece, por el contrario, a la esencia de esa donación  carismática que lo donado escatológicamente -con vistas  al  Reino  de Dios- no cambie de naturaleza. La «gestión y ordenación de las cosas temporales» no pertenece  a la Iglesia, ni a los cristianos en cuanto cristianos, sino a los hombres en cuanto hombres, al mundo en cuanto mundo. Esa tarea tiene su naturaleza propia -que los fieles deben conocer y respetar (LG, 36/6)-, la cual incluye una ordenación inmanente a Dios, e históricamente incluye también un elenco de desorden como fruto del pecado del hombre. Por el carisma  de los laicos  esas «cosas temporales» no cambian de naturaleza, no pasan, por tanto, a la «jurisdicción eclesiástica», sino que conservan  la  suya  propia. Esto es lo que Gaudium et spes, 36,  ha  llamado  la  «justa autonomía de las realidades terrenas». En efecto, la donación escatológica de las mismas a los laicos significa que la conciencia de estos fieles cristianos -su libertad y su responsabilidad personales, iluminadas por la doctrina de la Iglesia, pero no la Iglesia en cuanto institución oficial-; esa conciencia, digo, se erige en mediadora insustituible para que aquellas «luces y energías» que provienen del fin salvífica de la Iglesia transformen desde dentro -desde la naturaleza  íntima  de las  cosas­ las «cosas de la tierra», imprimiéndoles un dinamismo salvador en dirección al Reino. Si los términos se comprenden en el contexto que estoy exponiendo, podríamos decir que la acción santificadora de las tareas del mundo que los laicos realizan, es una actividad «eclesial» pero no «eclesiástica».

Las consecuencias pastorales de lo que acabo  de  decir  son  inmensas, sobre todo a la  hora  de comprender  la función  propia  de los  laicos y la propia de los ministros  sagrados  en  la  realización  de la  misión  de la  Iglesia  en  el  mundo.  De  manera  sintética  están  contempladas en el n.º 43 de Gaudium et spes: «A la  conciencia  bien  formada  del  seglar toca lograr que la Ley divina quede grabada en la ciudad  terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están  siempre  en  condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es  esta  su  misión. Cumplan más bien los laicos su propia función, con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la  doctrina  del  Magisterio  (...) Los obispos, que han recibido la misión  de  gobernar  a  la  Iglesia  de Dios, prediquen juntamente  con  sus  sacerdotes  el  mensaje  de  Cristo, de  tal  manera  que  toda  la  actividad  temporal  de  los  fieles  quede como inundada por la luz del Evangelio».

Por lo dicho se ve que la estructura fundamental del sacramentum salutis no coincide, sin más, con la estructura de las «asambleas eclesiásticas», sino que las posiciones estructurales determinadas por el sacramento y el carisma «organizan» la misión de todo el Pueblo de Dios en la profundidad de las personas, misión que llega en su realización práctica hasta el mismo corazón del mundo.

Esta es, sin duda, la razón por la que el moderno  Código  de Derecho Canónico -que ha hecho una recepción formal de Lumen Gentium, 31 en su can. 225- dedica tan escaso .espacio a «legislar» sobre los laicos (en el sentido teológico del término): sencillamente porque a la ley eclesiástica no le compete regular el contenido de la  vida del laico en cuanto laico. Ese contenido surge de la dinámica del mundo  y  lo regula -en     la medida en  que  le  compete,  se  entiende­ el derecho civil de las naciones, no el derecho canónico. La inmensa mayoría de las normas canónicas que afectan a los laicos les afectan en cuanto que ellos son, ante todo, fieles cristianos. Pero esta última observación nos invita a pasar a la segunda  implicación  antes anunciada.

b)       Existencia cristiana laical

En efecto, el «fiel laico» en la Iglesia, cuya identidad teológica hemos tratado tan laboriosamente de establecer, aparece en nuestros análisis de la estructura, ante todo,  como  «fiel  cristiano»  por razón de la fe y el Bautismo; en un segundo momento, como «laico», por razón del carisma de la secularidad.

Pero el común denominador y el  numerador  propio  entran  -a pesar  de  lo  obvio  debo  recordarlo-  en la identidad teológica, total y existencial, de los fieles laicos [43]. Todo  nuestro discurso en busca de la identidad peculiar partía del logro previo de su identidad cristiana radicada en el Bautismo. Una vez establecida aquélla debemos afirmar la perfecta  integración de ambas. Por su condición de fiel adviene al laico la llamada a la santidad y al  apostolado, participación en el ser y en la misión que es común a todos los miembros de la  Iglesia; el carisma peculiar, por su parte, determina su puesto característico en la estructura de la Iglesia y el modo propio de responder a aquella llamada en la misión del Pueblo de Dios.

Lo que ahora quiero subrayar es que en la Iglesia lo que es propio de cada posición  estructural -ministros, laicos, religiosos- modaliza la totalidad del ser cristiano y de la misión cristiana de los fieles que, según la respectiva vocación, se encuentran en esas respectivas posiciones. Eso quiere decir que la totalidad de la existencia cristiana del laico es laical. No sólo su concreta «gestión» de los asuntos  temporales -que lógicamente consume la mayor parte de su tarea divina y humana-, sino su manera propia de evangelización y apostolado, el estilo de su piedad y su devoción, su concreta participación en la liturgia, su posible desempeño de oficios eclesiásticos, etc.: todo ello pertenece a la condición común del christifidelis, pero ha de  tener  en los laicos la impronta del carisma de la secularidad. Sólo así podrán lograr la integración existencial del doble aspecto configurador de su vida, que es una -«unidad de vida»- tanto en la  sociedad  eclesiástica como en las tareas del mundo.

La trascendencia pastoral de lo dicho a nadie se le oculta. Para los pastores es de la máxima importancia discernir en toda su plenitud el carisma de la secularidad de los laicos. Ese discernimiento se constituye para los ministros sagrados en exigencia ministerial, desde la que reconsiderar todos los planes pastorales, pues éstos sólo tienen su razón de ser en el servicio a la comunidad cristiana -formada en su inmensa mayoría por laicos- y al mundo, en el que los laicos tienen la misión insustituible determinada por el carisma discernido. En este sentido, la predicación y la celebración de los sacramentos debe fomentar la plena identidad laical de los fieles laicos, sin la cual éstos no pueden responder a lo que la Iglesia espera de ellos.

Ya se ve por lo dicho que una «promoción de los laicos», interpretada como simple participación en las actividades de la sociedad eclesiástica, sería en realidad una simple «clericalización del laicado», es decir, la negación de la verdadera «promoción de los laicos».  Esta no consiste sino en fomentar en ellos la toma de conciencia de su carisma peculiar, como «lugar» existencial en la Iglesia y en el mundo de su responsabilidad cristiana.

Ni que decir tiene que esto es perfectamente compatible  con  que los cristianos laicos que lo deseen desempeñen los oficios y ministerios en la sociedad eclesiástica que están previstos  por  el Derecho. Pero ello ha de ser con plena conciencia -en los laicos y en  los pastores- de estas dos cosas: primera, que  de ordinario  esos  oficios son «laicales» no en el sentido teológico que hemos establecido,  sino en el sentido de laico como no-clérigo; por tanto no propiamente laicales [44]. Segunda, que si esos servicios eclesiásticos impidieran la normal actividad laical en el  mundo,  significarían  una  deformación de la identidad teológica de sus titulares.

c)       Laicos y asociaciones

Finalmente, una tercera implicación del  carisma  de  la  secularidad tal como lo hemos discernido. Es el más  común  de los  caris­ mas, hemos dicho; el Espíritu Santo lo concede a los fieles con el Bautismo (aunque no es efecto del Bautismo). Esto significa que responde a una falsa eclesiología la tendencia a reservar de hecho -o a monopolizar- el nombre de laicos para referirse a ciertos grupos de «laicos comprometidos» (comprometidos paradójicamente, las más de las veces, en actividades eclesiásticas oficiales) [45]. Esa tendencia es un elemento más de confusión dentro de la equivocidad canónica y semántica que el término tiene en la tradición doctrinal. Esta  deformación suele ir unida, por  otra  parte, a un concepto «institucional» de laico, que lo concibe como «encuadrado» en organizaciones cuyos staffs «representan» a los laicos ante la jerarquía eclesiástica y ante la comunidad misma.

Detrás de esta postura hay una perfecta incomprensión de toda la teología del laicado que hemos tratado de exponer. En realidad, recae en una caracterización «eclesiástica» -de socialidad eclesiástica, quiero decir- de la figura del laico. Responde al «ardo  laicorum»  -en el sentido de no-clérigos- de los viejos formularios litúrgicos, pero ahora con un sentido elitista, de laicos «especializados». Su analogatum sería la manera estructural de darse el ministerio sagrado y el estado religioso. Por la ordenación ministerial, en efecto, el fiel cristiano ingresa en una institución eclesiástica: el «ardo clericorum», que se concreta en los presbiterios diocesanos, etc.; el carisma de los religiosos, discernido por la Iglesia como elemento de su estructura fundamental, es reconocido y regulado  dentro de los  Institutos, a los que  el fiel que ha recibido este carisma se vincula con los sacra ligamina.

Pues bien, por su propia  naturaleza,  el carisma  de la secularidad  no es un carisma «institucionalizado»: no «sitúa» al cristiano en una «organización» eclesiástica de laicos; se recibe -dije- con el Bautismo y es, sencillamente, la tarea  en  el mundo  en  cuanto  donada por el Espíritu para buscar el reino de Dios. Y ello, sin la menor consecuencia «institucional» o societaria: el «laicado» no es una «organización», y los laicos, por razón de su carisma estructural, no tienen otra «congregación» que la congregatio fidelium.

Se comprende, por otra  parte,  que  sea  así, si  se  tiene  en cuenta q e al laicado pertenece la inmensa muchedumbre de los fieles cristianos, cuya «organización» propia es, como acabo de decir, la Iglesia misma. Esa multitudo laicorum -con los problemas reales de su vida cristiana y la imperiosa necesidad de ser atendidos- es la  que  debe tener ante la vista el Sínodo de los Obispos al tomar sus resoluciones pastorales. Ellos representan de manera capilar la realidad de la Iglesia en la entraña de la sociedad. Si esto se olvidara, caeríamos, también bajo este ángulo, en una concepción clerical y «eclesiástica» -no «eclesial»- de la misión de los laicos en la Iglesia.

Afirmar lo anterior en todo su rigor teológico, no significa  desconocer la importancia pastoral, más aún, la necesidad práctica de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia, que auspicia y regula el Código de Derecho Canónico [46]. Pertenecen al ejercicio de la libertas in Ecclesia que tienen los fieles en general y los laicos en concreto. Debe manifestarse en ellas el carisma de la secularidad,  que  las  precede  en las personas de sus miembros. Pero de ninguna manera constituyen u «otorgan» el carácter de «laicos» a los que en ellas se inscriben.

Pedro  Rodríguez, en dadun.unav.edu/

Notas:

26.   ¿Secularidad?  ¿Laicidad? La cuestión  terminológica, como ya se ha apuntado,  es  dificultosa  en  todo  nuestro  tema. La secularidad  -se nos dice- no podría ser propia de los laicos, pues también lo es del «clero  secular»...  En  toda  esta materia es preciso tener muy en cuenta que lis non est de verbis. Lo esencial es clarificar  la  teología y encontrar después un lenguaje adecuado que la exprese lo mejor posible. En  principio, me atengo a   la fórmula  que emplea  Lumen Gentium: «secularidad» para designar a los laicos en sentido teológico. De ahí que la palabra  vulgar castellana, seglares, sea adecuada para designarlos en su posición eclesiológica. De la identidad propia del clero secular -en cuanto que se distingue del regular o religioso- no me puedo ocupar ahora. Apunto sólo que la  nota propia del clero secular sería la «ministerialidad» simpliciter.

27.   Así lo reconoce la  doctrina  más  común  y  solvente.  Vid.,  por  ejemplo,  los Jalons  de Y. CONGAR,  Fieles  y  laicos  de A. del  Portillo  y el comentario de G. Philips a la Const. Lumen Gentium (La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1969). B. G H ERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identita laicale, Genova 1984, sostiene que la «secularidad», al ser  una  relación,  no  puede  brindar  el soporte para la identidad  del  laico;  el  autor  sostiene  que  esa  identidad  viene  deter­ minada  por  la  manera  peculiar  que   el  laico   tiene  de  participar   en  el   triple  munus. Los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer contienen, passim, textos de excepcional penetración en toda esta  materia.  Vid.,  entre  otros  muchos  lugares,  Conversaciones. Madrid  198514,  nn.  9,  21,  58  y  59.  He  estudiado  estos  pasajes  en  o.e.  en   nota   25   cap. V: «La economía de la salvación y la secularidad cristiana», pp. 124-218.

28.   Es ésta la concepción dominante en la canonística alemana. Lo atestiguan afirmaciones  como  las  de  W.  AYMANS  (Lex  Eeclesiae  Fundamentalis, en  «Archiv  für Kath. Kirchenrecht»  140 [1971] 437),  H. ScHMITZ (Die   Ge'setzessytematik desere, München 1963, p. 38) y M. KAISER (Die Laien, en «Handbuch des katholischen Kirchenrechts», Regensburg 1983, p. 186). Este último  autor  llega  a  decir  que  «cada intento de dar al laico un  contenido  positivo  que  vaya  más  allá  de  lo  que  es  un miembro de la Iglesia o incluso lo restrinja ( ¡carácter secular!)  está  necesariamente condenado  al  naufragio»  (ist  notwendig  zum  Seheitern  verurteilt).   Estos   canonistas tienen como punto de referencia inmediato a K. MÜRSDORF, el cual  subrayó  en  numerosos artículos que la noción  teológica de  laico se puede enuclear únicamente en  contraposición  a  la  de clérigo (Die  Stellung der Laien in der Kirehe, en «Revue de  Droit  Canonique»  11  [1961]  217).  El  empleo  del término «laico» en el sentido que defendemos en esta ponencia, se justifica, según el canonista alemán, por  su valor práctico en cuanto a la técnica  jurídica  (ibídem,  p.  217).  La  caracterización  de  los laicos propuesta por la Lumen Gentium con la «índoles saecularis» no  tiene, según Méirsdorf, ningún valor teológico (Das eine   Volk   Gottes..., o.e. supra, nota 21, p 106). A mí entender, la  incomprensión  del  valor  teológico-estructural  de  la  secularidad tiene en este autor una relación de origen con el rechazo del exclusivismo carismático de Rudolf Sohm. Vid. supra nota 21.

29.   En algunos autores esta postura es radical, pues implica la superación misma de  la  categoría  «laicado»:  «Al  superamento della categoría 'laicato'  in ecclesiologia deve  coniungersi  la  positiva  assunzione  della  'laicita'  come dimensione di tutta la Chiesa (...) laicita equivale in tal senso a 'secolarita'» (B. PORTE, Laicato e laieita, o.e. en nota 2,  p. 55). Esta  visión  de  las  cosas  se  extiende  de  manera  acrítica  fuera dt los ámbitos científicos: vid., p.  ejemplo,  el  artículo  Laicidade  de  toda  a  Igreja (sin firma) en la revista Laikos 9 (1986) 227-229.

30.  Vid.  J. L. ILLANES,  Cristianismo,  historia,  mundo,  Pamplona  1973,  especialmente la parte tercera, pp. 151-238, y la bibliografía allí indicada.

31.   Vid. sobre el tema P. RODRÍGUEZ, o.e., en  nota  25, cap.  IV, titulado  «El mundo  como  tarea  moral»,  pp.  37-58; y  P. EYT, La «théologie du  monde»  a-t-elle faít oublier la création?, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 472-478.

32.   Ese riesgo  consiste  en  «una  politización  de  la  existencia que,  desconociendo a un tiempo la especificidad  del  Reino de  Dios  y  la  trascendencia  de  la  persona, conduce a sacralizar la política y a captar la religiosidad del pueblo en  beneficio de empresas revolucionarias» (S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis nuntius, XI, 17; AAS 76 (1984) 906).

33.   La  preocupación  de  hacer  compatible   y   concorde  la  secularidad   general  de la Iglesia y la específica de los laicos se  manifiesta  en  P.  ESCARTÍN,  Cómo  definir  al laico o la necesidad de superar los territorios, en «Ecclesia» 3-1-1987, pp. 6-7.

34.  La documentación conciliar sobre  el  tema ha sido estudiada detenidamente pot N. WEis, Das prophetische Amt der Laien in der Kirche. Eine rechtstheologische Untersucbung anhand treier Dokumente des Zweiten Vatikanische  Konzils,  Roma  1981. El autor señala expresamente (p. 378)  la  intencionalidad  teológica  de  Lumen  Gentium, 31,  a  pesar  del  contexto  «tipológico»  en  que   se   presenta.  Vid.,  sobre  este   número de  Lumen  Gentium,  E.  SCHILLEBEECKX,  Definición  del  laico  cristiano, en  G. BARAUNA, La Iglesia del Vaticano II, t. II, Barcelona 1966,  pp. 977-997. Este  autor,  cuya  teología ha evolucionado hacia posiciones incompatibles con la Tradición católica (vid. Notification de la Congregation pour la Doctrine de la Poi, 15-IX-1986, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 1034-1035), había hecho en este escrito una interpretación fundamentalmente acertada del cap. IV de Lumen Gentium.

35.   La comprensión que proponemos de las posiciones estructurales en la Iglesia dimana  de  una  reflexión  sobre   la relación entre estructura y misión de la  Ecclesia in terris, que nos parece ser la teológicamente determinante en nuestro  asunto;  comprensión  que  no  concibe  esas  posiciones  como «estados»  desde el punto  de  vista de la «perfección (evangélica)». Desde  esta  perspectiva  -que  es  la  que  sigue  H.  U. VON BALTHASAR, Christlicher Stand, Einsiedeln 21977- no se llega a comprender adecuadamente, en mi opinión, lo que es teológicamente el laico.

36.   JUAN PABLO 11, A los miembros de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 19-V-1984, en AAS 76 (1984) 784.

37.   Lineamenta, 9. En el  n. 22 se  lee: «El  mismo Concilio presenta la inserción de los laicos en las realidades  temporales y terrenas, o sea, su  'secularidad', no sólo como un dato sociológico sino también y específicamente como un  dato  teológico  y eclesial, como la modalidad característica según la cual viven la vocación cristiana. La doctrina más solvente ya lo había establecido. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, p. 199,  después  de  una  larga  reflexión  sobre  el  tema,  concluía:  «la  secularidad  no  es  simplemente  una  nota  ambiental  o  circunscriptiva,  sino  una  nota  positiva y propiamente teológica». E. CORECCO, que en 1981 consideraba todavía  abierta  la cuestión (cfr. su Riflessione giuridico-istituzionale su sacerdozio commune e sacerdozio ministeriale, en Parola di Dio e Sacerdozio. Atti del IX Congresso Nazionale  dell'ATI. Cascia 14-18 septiembre  1981, Padova  1983,  80-129;  vid.  p.  92),  en  1984  consideraba ya la postura del Concilio como estrictamente teológica: «L'indole secolare propria e peculiare dei laici non puo  essere  interpretata,  come  tende  a  fare  una  parte  della dottrina, solo come una qualifica sociologica. E vero che il concilio non ha mai voluto definire,  ma  l'insistenza  insolita  del  Concilio  sulla  natura  secolare  del  laicato,  nella LG, nell'AA e nella AdG, non puo lasciar dubbi sul carattere teologico e ecclesiologico dell'indole  secolare»  (E.  CORECCO,  I  laici  nel  nouovo  Codice  di  Diritto  Canonico, en «La Scuola Cattolica» 113 (1984) 206).

38.   Cfr. P.  RODRÍGUEZ,  Carisma  e  institución  en  la  Iglesia,  en  «Studium»  6 (1966) 490.

39.   Vid. Y. CONGAR, Ministères et laicat dans la théologie catholique romaine, .en AA. VV., Ministères et laicat dans la théologie catholique romaine, Taizé 1964; p. 137.

40.   Cuando aludo a los religiosos en esta ponencia trato de referirme siempre al «núcleo» de su posición estructural, siendo muy consciente de que el  desarrollo histórico  del  estado  religioso ha  hecho surgir una  gran riqueza de modalidades en la forma de darse el  núcleo  teológico  y  una  variedad en la terminología, de  las que no puedo ocuparme ahora. Una excelente reflexión sobre el tema, en el contexto de balance de los últimos veinte años, es la que ofrece A. BANDERA, Santidad de la Iglesia y vida religiosa, en «Confer» 25 (1986) 559-605.

41.   A raíz del  Concilio  Vaticano  II,  en  una  entrevista  que  se  publicaría  después en «Palabra»,  hice  a  Mons.  Escrivá  de  Balaguer  esta  pregunta: «La  misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de  ambos  términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?». Su respuesta es iluminante: «De ninguna  manera  pienso  que deban considerarse  como dos  tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación de laico en la misión de la Iglesia consiste  precisamente en santificar ab  intra  -de  manera inmediata y directa-  las  realidades seculares, el orden temporal, el mundo. Lo que pasa es que, además de  esta  tarea,  que  le  es propia y específica, el laico tiene también -como  los clérigos y  los religiosos- una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a  la condición  jurídica de fiel, y que tienen su  lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente  en  el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en una tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.»  (Conversaciones, Madrid 198514, n. 9).

42.   Cuando, sobre un fiel cristiano corriente, sobre un laico, recae la llamada de Dios al ministerio sagrado o a la vida  religiosa,  el  Espíritu,  que  dirige  a  la  Iglesia con sus dones jerárquicos y carismáticos, «sopla» ahora de otro modo sobre  esas personas, que adquieren así una nueva  posición  estructural  en  la  Iglesia  -determinada por el carácter del Orden o  el  carisma  religioso-,  dejando  de  ser  cristianos laicos para ser cristianos dotados de otros carismas estructurales. Su relación con la «restauración del orden temporal» cambia de signo y de contenido.

43.   En la entrevista antes citada, me decía Mons. Escrivá de Balaguer: «Fijarse sólo en la misión específica del  laico, olvidando  su simultánea  condición  de  fiel,  sería tan  absurdo  como  imaginarse  una  rama,  verde  y  florecida,  que  no  pertenezca a  ningún  árbol.  Olvidarse  de  lo  que  es  específico,  propio  y  peculiar  del  laico,  o no comprender suficientemente las  características  de  estas  tareas  apostólicas  seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol  de la  Iglesia  a la monstruosa condición de puro tronco». (Conversaciones, Madrid 198514, n. 9).

44.   Una descripción sintética de esos  oficios  según  el  Código  de  Derecho  canónico puede verse en J. MEDINA, Notas sobre los ministerios de la Iglesia confiados a fieles laicos,  en  «Teología  y  Vida»  27  (1986)  167-172.  Digo que de ordinario no son laicales, porque hay oficios eclesiásticos que pueden ser asumidos por laicos precisamente en función de su secularidad teológica. Por ejemplo, ser miembro  del Consilium de laicis, o del Consejo pastoral de una diócesis.

45.   Este punto fue vigorosamente señalado por P. LOMBARDÍA, Los laicos, en  «II Dirimo Ecclesiastico» 83 (1982) 297.

46.   Vid. cann. 225 § 1, 327 y 329.

Pedro  Rodríguez

Introducción

El Concilio Vaticano II  es, a los ojos de todos, una  piedra  miliar en la historia de la Iglesia, y ello, quizá ante todo, por  su  doctrina acerca de la posición de  los  laicos  en  la  Iglesia.  El  capítulo  IV  de su documento central, la Const. Lumen Gentium,  y  un  entero  Decreto, el Apostolicam actuositatem, están dedicados expresamente a describir la «vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo». Este es el tema en el que se concentra la reflexión que el Sínodo de los Obispos de 1987 se propone emprender. Su contenido pastoral es, pues, inequívoco, y evidente la trascendencia  para la vida de la Iglesia que ese programa está llamado a tener. Es toda una movilización del Pueblo de Dios la que está implícita en esa reflexión, por medio de la cual debe expresarse lo que el Concilio Vaticano II supone para la Iglesia de hoy.

a)       «Clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos»

Ese impulso en el terreno de la misión, que cabe esperar del Sínodo, presupone, inseparable e ineludiblemente, la tarea de «clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos». Con estas palabras los «Lineamenta» del Sínodo [1] señalaban la tarea  primera  a  desarrollar por la Asamblea episcopal. Esto equivale a decir dos cosas:

a)           que el tema de la identidad teológica del laico es la cuestión central a dilucidar, pues sólo desde una correcta teología del laicado puede plantearse un relanzamiento de la  misión  que los laicos tienen en la Iglesia.

b)          a)  que esa teología dista mucho de haber obtenido un consenso: por eso necesita una clarificación.

En los últimos veinte años hemos visto difundirse  unas  propuestas acerca del laicado que, de manera más o menos explícita, se presentan como superadoras de la «visión parcial» del Concilio; en realidad, a mi parecer, diluyen  u  oscurecen  la figura  peculiar  del  laico en la Iglesia [2]. Esto demuestra que los problemas actuales de la  teología del laicado se reconducen a los de la eclesiología en general: no hay una teología «autónoma» del laicado, y esas propuestas  a las que me refiero son los reflejos en nuestro asunto de las correspondientes concepciones eclesiológica de fondo. Se pone así de manifiesto,  a sensu contrario, que la identidad teológica del laico sólo puede lograrse en el seno de una «eclesiología total» [3].

Evidentemente no pretendo elaborarla, y menos en el breve  espacio asignado a esta ponencia, pero lo que diré sobre el laicado será dicho dentro de un marco eclesiológico de mayor alcance, que necesariamente ha de ser sintético, pero que podrá  ser  puntualizado,  si hace al caso, en la discusión subsiguiente a la ponencia.

b)       Incidencia pastoral de la cuestión

El oscurecimiento paradójico de la identidad teológica del laico, que se ha operado en estos años recientes, precisamente por darse en el marco de la eclesiología en general, ha tenido como consecuencia la paralela deformación del sentido y de la misión de la figura del sacerdote y de la figura del religioso. De manera esquemática podría decirse que la mentalidad generalizada previa al Concilio tendía a ver la «vocación cristiana» realizada plenamente  en el  religioso  o en  el sacerdote: para ellos, incluso, en la manera corriente de expresarse, se reservaba la palabra «vocación». Los laicos -los fieles corrientes- eran considerados de hecho como cristianos de  segunda fila; si aspiraban a una plenitud de vida cristiana, esa aspiración equivalía a «tener vocación», es decir, hacerse sacerdote o ingresar en un Instituto religioso; y si permanecían en el mundo, el analogatum princeps de su vida in Ecclesia les venía  propuesto  desde  la  figura del sacerdote o del religioso.

Siendo ya una realidad la existencia de potentes movimientos de espiritualidad y apostolado,  el Concilio Vaticano II propuso a toda la Iglesia un verdadero redescubrimiento de la  «vocación  cristiana» de todos los miembros del Pueblo de Dios, con la consiguiente llamada universal a la santidad y al apostolado. En este contexto, el Concilio pudo plantear, con toda su originalidad, la vocación propia de  los laicos, su posición peculiar en la estructura y en la misión de la Iglesia; es decir, no desde el analogatum del ministerio  sagrado  o  desde  el estado religioso, sino desde la común dignidad de los hijos de Dios que el Señor da a todos sus fieles por el Bautismo.

Pero la época posconciliar ha sido testigo  de  un  fenómeno  de signo inverso al de los siglos precedentes. Por una falsa inteligencia de la doctrina del Concilio, se ha  producido  un deslizamiento que ha identificado la «vocación cristiana» recibida en el Bautismo con la vocación propia de los laicos, sin más matices. El «laico» -a  los ojos  de  muchos  teólogos  y,  sobre   todo,  pastoralistas-  ha  pasado  a  ser el analogatum princeps de toda existencia cristiana. Lo cual traía como consecuencia que el sacerdote o el religioso sólo podían realizar verdaderamente  su  ser cristiano  en  la  medida  en que conservaban,  o «recobraban», las características propias de la condición laical. Muchas manifestaciones en estos veinte años de la «desacralización» del ministerio y vida de los sacerdotes, o de la «secularización» de la vida religiosa, dicen íntima relación a este deslizamiento al que me refiero. La «crisis de identidad» de muchos eclesiásticos y de tantas instituciones religiosas tienen aquí, a mi  manera  de ver, una de sus causas más determinantes.

Quiero con todo ello decir que una correcta  teología  de laicado, que identifique con rigor el proprium  teológico  de  los laicos  dentro de la común vocación cristiana del Pueblo de Dios, se nos  presenta hoy, no ya como una necesidad para la vida de los laicos mismos, sino como un verdadero servicio a la identidad propia de las otras condiciones personales que se dan en la Iglesia. Se manifiesta así, también en el quehacer teológico, que la Iglesia es una  comunión de carismas y ministerios diversos, una unidad-totalidad de elementos interrelacionados. Comprender el sentido de uno de ellos implica la comprensión de todos en su unidad.

c)       El laicado como tema teológico

Mi exposición no será histórica, sino sistemático-teológica. No voy a hacer la historia de la cuestión, ni a describir el debate contemporáneo. Parto de la base de que todo esto es conocido por Vds. y sólo haré las alusiones imprescindibles. Lo que pretendo en mi  ponencia es abordar la cuestión por sí misma, buscando captar la posición teológica de los laicos en la estructura de la Iglesia sacramento de salvación dado por  Cristo  al  mundo. El  presupuesto de esta opción es el haber llegado al convencimiento, después  de muchos  años, de que  la cuestión de la identidad teológica del cristiano laico no entra, por supuesto, en la competencia de la antropología o de la sociología; ni, radicalmente, es un tema que pertenezca a la teología espiritual, a la teología pastoral o al derecho canónico;  sino que el ámbito teológico en el que debe fraguarse es el de la eclesiología, y concretamente al estudiar la estructura fundamental de la Iglesia. La comprensión teológica de la figura  del laico en la estructura de la Iglesia, elaborada  en sede eclesiológica, se constituye, dentro de la orgánica de las ciencias sagradas, en un subsidium -no  exclusivo,  pero  sí imprescindible- para la tarea propia que, sobre el tema, corresponde respectivamente a la teología espiritual, a la teología pastoral y al derecho canónico. Estos ámbitos científicos, por su parte, brindan materiales de primer interés para la elaboración propiamente eclesiológica.

d)       Orden de la exposición

El orden que seguiré será partir de lo más claro y obvio en la estructura para avanzar desde ahí poco a poco, hasta  lograr  hacer luz  en lo más oscuro y problemático y captar así la identidad propia del laico en el seno de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y sus  documentos enmarcarán mi reflexión. La razón no es sólo el debido obsequium  al Magisterio, sino la convicción de que la cuestión de los laicos, veinte años después  del Vaticano II,  debe  entroncar  con la doctrina  fresca  y viva del Concilio, que, ahora más que nunca, hay que comprender, desarrollar y llevar a la práctica.

1.       El marco eclesiológico

El capítulo II de la Const. Lumen Gentium es el lugar  fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación.  En los  números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

«La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y  principio  de la  unidad y de la paz  -dice el n. 9-, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para ser el sacramento visible de esta unidad salvífica para todos y para cada uno». Poco  antes  el  Concilio  había  declarado  que  este  pueblo  mesiánico, «constituido por Cristo para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de redención universal y enviado al  mundo entero como luz de  mundo y sal de  la tierra». A esta Iglesia -sigue diciendo el  Concilio- Cristo «la llenó de su Espíritu y la proveyó de los medios aptos para su misión visible y social». La comunidad que tiene este origen, cristológico y pneumatológico a la vez, es una comunidad  sacerdotal -leemos en el n. 10- y su unión visible y social es calificada en el n. 11 como «organice exstructa», estructurada orgánicamente. Esa estructura orgánica viene determinada en su momento cristológico por los caracteres sacramentales, que producen los diferentes modos de participación en el sacerdocio de Cristo que el Concilio llama sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial; y en su momento  pneumatológico por los carismas  que  el Espíritu  otorga a los fieles, a los que se dedica el n. 12. De la conjunción de los caracteres sacramentales con determinados carismas proceden las tres grandes dimensiones personales de la estructura histórica y concreta  de la  Iglesia,  que el Concilio llama: sagrado ministerio, laicado y estado religioso, a los que consagrará después sendos capítulos,  pero  cuya  primera  descripción se encuentra ya de algún modo en el n. 13 de la Constitución:  «el Pueblo de Dios, en sí mismo, está  integrado  ex  diversis  ordinibus: hay, en efecto, diversidad entre sus miembros, ya según  los  oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la condición u ordenación de la vida, pues muchos, en el estado religioso, buscando la santidad por un camino más arduo, estimulan a sus hermanos con el ejemplo».

La estructura de la Iglesia y, en consecuencia, estas diferentes posiciones estructurales que en ella tienen las personas convocadas, manifiesta -ad intra y ad extra- el ser uno y  plural de la  Ecclesia  in terris y, a la vez, la dinámica salvífica del sacramentum salutis; en otras palabras: es el ser y la misión salvadora de la Iglesia lo que se manifiesta a través de la concreta y específica vocación, responsabilidad y tarea de las personas convocadas por Dios en su Pueblo santo [4].

El carácter orgánico de la estructura de la Iglesia implica que no quepa una investigación de la identidad teológica de uno de sus elementos -en nuestro caso el laicado- si no es en el seno de la comprensión teológica de la estructura en cuanto tal.

2.       Los «christifideles» en la estructura de la Iglesia [5]

La Const. Lumen Gentium se ha pronunciado  formalmente  acerca ele la condición laica! en su cap. IV, como he dicho. Pero sería  un  falso camino para alcanzar teológicamente la «figura» del laico acudir directamente a ese lugar; como sería igualmente erróneo,  para conocer la figura del Obispo o del presbítero, ir sin más a los textos del cap. III de la Constitución; o al cap. VI para identificar la «figura» de los religiosos. Pertenece, por el contrario, al núcleo mismo de la eclesiología del Concilio el que las diversas maneras  de ser  y de servir  en la Iglesia sean comprendidas desde la fundamental perspectiva que brindan los cap.  I  y II,  que describen la Iglesia como un «todo», que  es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Por lo demás, a la radical antropología del cap. II nos remite el propio cap. IV ya en sus  primeras líneas, al declarar que «cuanto se ha dicho acerca del Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos» (LG,  31). En esa perspectiva, lo que aparece en primer lugar es la «nueva criatura», es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando  su vida nueva con el Cuerpo  y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen Gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como dije antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el «común denominador» de los diversos «numeradores» que pueden darse y se  dan  de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio  Vaticano  II  con una expresión bien precisa: christifidelis, que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de  Cristo, fiel  de Cristo, etc. Todo esto es de sobra conocido, pero, por eso  mismo,  no es  menos importante recordarlo y subrayarlo. Porque sería un error -debo decirlo ya desde ahora-  ver  en  esa  figura  al  laico,  sin  más.  Laico  = miembro  del Pueblo de Dios es una interpretación equivocada del término, fruto de lo que Del Portillo llama la «falacia etimológica» [6]. La condición descrita en el cap. II de Lumen Gentium no es la propia -en sentido estricto- de los laicos sino de todos los miembros de la Iglesia, también de los clérigos y de los religiosos. Esto lo expresaba  con  toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenerme:

«Cuando me atemoriza lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros.  Porque  para  vosotros  soy el Obispo, con vosotros soy  un cristiano;  aquél  es el nombre de mi  oficio  (nomen  officii),  éste  es  el  nombre  de la gracia (nomen gratiae); aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación» [7].

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen Gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de  Dios y Cuerpo  de Cristo con la palabra  «cristianos» y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros -es  decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen Gentium- soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. S. Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, «el» Obispo: vobis Episcopus. El  Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido. Por una parte, designa la conditio o status  propio  de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal es la que San Pablo describe con estas palabras: «El  Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos  ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria  de su gracia, con  la que nos agració  en el Amado»  (Ef  1, 3-6).

Cuando Agustín dice: «con vosotros soy cristiano», el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad  propia de los creyentes  en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: lo distinto de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano -sea sacerdote, laico o religioso- es ante todo eso, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructum, la  palabra christifidelis designa «el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia» [8], su ontología radical -el  nomen  gratiae-, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice -por ejemplo, en Lumen Gentium, 11-: «christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status... ».

La teología del Concilio Vaticano II tiene en el concepto de christifidelis  uno de  sus  puntos  neurálgicos. Ese concepto -que, a su vez, protagoniza el nuevo Código de Derecho Canónico [9] está perfectamente recogido, en su doble valencia, en el canon 204 § 1 con  el  que comienza el libro De populo Dei: «Christifideles sunt qui, utpote per baptismum Christo incorporati, in populum Dei sunt constituti, atque hac ratione muneris Christi sacerdotalis, prophetici et  regalis  suo modo participes facti, secundum propriam  cuiusque  conditionem, ad missionem exercendam vocantur, quam Deus Ecclesiae m mundo adimplendam concredidit».

Si se toman en serio estas verdades tan obvias, es decir, si se comprende a fondo el sentido antropológico de la eclesiología de Lumen Gentium cap. II, dos consecuencias aparecen de manera inmediata:

Primera.  Todas  las  diversas  y   posibles   posiciones   estructurales de la Iglesia, cualquiera que sea su significación, asumen, íntegra e intocada, esa radical condición cristiana con todas sus exigencias. Más todavía, no son concebibles sino como fundamentadas  en  la  permanencia de esa excelsa condición con  todas  sus  implicaciones: no  son sino desarrollos del «estado» de cristiano.

Segunda. Siendo esto así, el proprium teológico de la figura  del laico no puede consistir en el christifidelis descrito en el cap. II de Lumen Gentium, puesto que ese  contenido  -el  ser cristiano  originado en el Bautismo- es común a clérigos, religiosos y laicos. La antropología del cap. II sustenta las diversas maneras  de  ser in  Christo  et in Ecclesia que se describen tanto en el cap. III (ministros sagrados), como en el IV (laicos) y en el VI (religiosos) de Lumen Gentium, y  desde ella deben ser comprendidas; pero cada una  de esas  posiciones estructurales en la Iglesia tiene su proprium.

Desde el punto de vista de nuestra búsqueda de  la  identidad  teológica del laico, lo hasta aquí investigado nos lleva  a  una  primera  y obvia conclusión: el laico es, ante todo, un  fiel  cristiano  y  con  ello queda afirmada de la manera más positiva  su  dignidad  cristiana,  es decir, su condición de  hijo  de Dios,  su  participación  en  el sacerdocio de  Cristo  y  su  condición  de  miembro  de  pleno  derecho  del  Pueblo de Dios. Pero con ello no hemos dicho todavía lo que hace  de  ese cristiano un «laico» en el sentido teológico de la palabra. Para lograrlo debemos seguir indagando en la estructura fundamental de la Iglesia.

3.       El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, 2:

«El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, 'en el que no todos los miembros tienen la misma función' (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale  en el  nombre de Cristo en favor de los hombres».

De «entre los fieles, pues, algunos  son  ministros». Tocamos  aquí un punto esencial de la eclesiología católica w: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, que se transmite por me­ dio de un específico sacramento -el sacramento del Orden- y recae sobre algunos fieles, que pasan de este modo a ser los «ministros sagrados» («clérigos» en la terminología canónica) [10].

Pertenece a la esencia de la congregatio  fidelium  que es la  Iglesia  el ser, desde su mismo origen cristológico histórico, una comunidad organice exstructa (LG, 11); lo  que  significa  en  concreto  que,  siendo idéntico el nomen gratiae e idéntica la dignidad de los fieles por  razón de la fe y el Bautismo, hay en esa communio una diferenciación originaria de base sacramental: de entre  los que son fieles  de Cristo  por razón del Bautismo, algunos son  ministros  por razón del  Orden. No  podemos  ni  debemos  ahora  detenernos  en  esta  decisiva afirmación eclesiológica [11]. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva  manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros  sagrados en la Iglesia,  lo característico de su posición  estructural  en  el  Pueblo  de Dios,  y,  en consecuencia, lo peculiar de su servicio: la «re-praesentatio Christi Capitis» [12]. La sagrada potestad que les adviene por el sacramento los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Esa nueva participación en el sacerdocio de Cristo difiere del sacerdocio común de los fieles essentia et non gradu tantum. Paradójica­ mente, esta afirmación de Lumen Gentium ha sido mal  entendida, como si fuera peyorativa para el sacerdocio común de los fieles, cuando en realidad es la defensa de la plena dignidad cristiana de la conditio fidelis: el sacerdote ministerial no es un «super-cristiano», sino un ministro, un servidor gracias a la presencia, en sus acciones ministeriales, de Cristo Cabeza de su cuerpo. El sacerdocio ministerial o jerárquico no es, pues, un grado que haga a  los ministros  más  «fieles»,  más «cristianos» que los demás miembros de la Iglesia; sino  que es algo esencialmente distinto, algo que se mueve en el plano del  medium salutis, no del fructus salutis [13].

De ahí que en un fiel que es ordenado presbítero u obispo, el sacerdocio común, que ya tiene por el Bautismo, no venga  «superado» o eliminado por la nueva participación del sacerdocio de Cristo que recibe en la ordenación, ni queda subsumido en ella, sino que permanece en él con su ontología y su operatividad específicas; el ordenado sigue siendo un christifidelis -ya lo hemos  dicho- con  todas las exigencias de su ser cristiano. La ordenación le otorga un proprium que, precisamente por ello, presupone la  permanencia  de  lo  común. A esto apuntaba San Agustín en su célebre texto: vobiscum christianus.

De esta manera, en nuestra reflexión sobre los elementos de la estructura de la Iglesia ha surgido, después del elemento común y fundante que es la condición de christifidelis, un primer elemento específico, también de origen sacramental, que es el ministerio sagrado. Este binomio «fieles-ministros» representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descrito en el n. 10 de la Constitución Lumen Gentium.

4.       Noción canónica y noción teológica de laico

¿Dónde aparece la «figura» del laico en esta consideración sacramental  de la estructura  originaria  de la  Iglesia?  La  respuesta  es: en ninguna parte. El nivel sacramental de la estructura, si se consideran las cosas con rigor teológico, sólo permite establecer el elemento común y radical –el christifidelis: el bautizado (y el confirmado)- y el elemento específico ministerial: los «ministros sagrados». Nada más. Parece, sin embargo, históricamente demostrado que es en el contexto de una reflexión que se sitúa en este nivel sacramental, donde va a surgir, ya a finales del siglo I, el primer uso cristiano de la palabra «laico». En efecto, desde San Clemente Romano [14] se designa con el nombre de laicos la condición en el Pueblo de Dios de aquellos fieles –en realidad, la multitud de fieles- que no son ministros sagrados [15]. Podríamos decir en consecuencia que con esta palabra se designa la nuda condición de cristiano, de christifidelis, en cuanto se contra-distingue de la posición estructural de los que recibieron el sacramento del Orden. Comporta, pues, una inflexión respecto de las dos categorías más originarias -fieles, ministros-; de ahí que su pri­ mera acotación estructural sea eminentemente  negativa -no         ser ministros sagrados- y comporta siempre, en este sentido, una ambigüedad conceptual, porque también los ministros conservan su condición pura de fieles cristianos, prolongada en su nuevo servicio. Esta primera noción estructural de laico no dice nada positivamente acerca de su condición laical, pues todo lo que de positivo hay en ella es lo que le adviene por la condición de fieles que tienen los laicos igual que los ministros. Es tan sólo una designación de los fieles no ministros.

Esta primera acepción, por razón de su origen, lo que busca en realidad no es la identidad de los laicos, sino identificar claramente quiénes son los titulares de la potestad eclesiástica y excluir en consecuencia pretensiones abusivas, carentes de soporte sacramental: a los que no tienen, por razón del Orden, la potestad  sagrada  en la  Iglesia, se los agrupa bajo la designación común de «laicos». Esta primera acepción significativa será la dominante durante siglos y perdura hasta el actual Código de Derecho Canónico, en cuyo can. 207 § 1 se lee:

«Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se llaman laicos.»

El tenor de este canon, sustancialmente idéntico al  correspondiente c. 107 del Código de 1917, nos ofrece lo que algunos han llamado «noción canónica» de laicos [16], también calificada como «noción sacramental»: laico sería el no-clérigo, es decir, el cristiano que sólo ha recibido el Bautismo (y en su caso la Confirmación), pero no el sacramento del Orden.

Esta definición, como he dicho, ha sido fuertemente  criticada  por su carácter negativo: nos dice lo que no  es el laico,  pero  no dice  lo que es. Esta crítica se comprende desde el poso histórico -indudablemente, clerical y reduccionista- de que se ha  revestido  con  los siglos y desde la parcialidad de su enfoque [17]. Pero, si hacemos de ella una consideración sistemático-teológica, es decir, si se contempla el sí mismo de las cosas en perspectiva formalmente eclesiológica, la calificación negativa no es del todo procedente. Pues el fondo real de esa noción es la condición fundante del christifidelis: no se limita  a decir que el laico es el no clérigo, sino el cristiano no-clérigo. Con lo cual asigna al laico la condición cristiana en toda su  simplicidad  y en toda su grandeza: es nada más y nada menos que la nueva criatura en Cristo [18]. El clérigo sería el que, además, ha  recibido  por  el  Orden otras determinadas funciones en la Iglesia. Sólo es, pues, negativa en apariencia la «definición canónica» de laico; por lo demás su utilidad técnica en el derecho sacramental y en la regulación canónica de la potestad eclesiástica no ha sido discutida: de ahí su recepción en el reciente Código.

Lo que en realidad ocurre es que esta noción es insuficiente en eclesiología. Esa insuficiencia se hace evidente al considerar que, en el sentido del can. 207, son igualmente «laicos» una monja clarisa, un hermano marista, una madre de familia cristiana o un cristiano ingeniero de la Volkswagen. Es decir, en este sentido,  hay  «laicos»  que son a la vez «religiosos».  Lo que significa  que la  «noción canónica» de laico no puede dar razón del proprium de los laicos en cuanto distintos no sólo de los ministros sagrados, sino de los religiosos; del proprium, quiero decir, de los religiosos y de los clérigos.

Ese proprium de los laicos en la Iglesia ha sido establecido con suficiente fuerza por la Const. Lumen Gentium en su ya célebre n. 31, que expresa la que ha sido llamada «descripción tipológica»  de  la figura del cristiano laico, pero que contiene en realidad todos los elementos que integran su identidad teológica.  Después  de  afirmar  que los laicos son todos los fieles cristianos, excluidos los ordenados in sacris y los religiosos, y que participan por su condición cristiana del triple munus de Jesucristo, el Concilio agrega:

«El carácter secular es propio y peculiar de los laicos (...) A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino  de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según Cristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor».

Este texto, que tiene una interesante historia redaccional en el Concilio -y al  que  volveremos después más a fondo-, recoge lo más logrado de la experiencia espiritual y teológica  de la Iglesia sobre el tema y afirma con toda claridad  que la relación cristiana  al mundo, en los términos que allí se establecen, constituye la nota teológica del laicado. Pero esto, afirmado aquí tipológicamente, debe ser teológicamente elaborado, si se quiere lograr una verdadera noción eclesiológica del laico. Lo cual implica que nuestra reflexión debe dar nuevos pasos, volviendo a considerar el ser mismo de la Iglesia tal como se refleja en su estructura fundamental. Pero quede  ya anotado que uno de los más serios obstáculos para una correcta teología del laicado ha sido de hecho la terminología misma, tanto por razones semánticas y etimológicas -que apuntamos al principio- como por la ambivalencia, por no decir equivocidad, que el término tiene en el uso eclesiástico, como acabamos de ver.

5.       Los carismas del Espíritu y la estructura de la Iglesia

El ser de la Iglesia, tanto in vía como in Patria, tiene origen trinitario: surge del Padre a través de la doble misión del Hijo y del Espíritu. La caracterización cristológica y pneumatológica de la Iglesia y, por tanto, de su estructura,  es  la  consecuencia  inmediata.  Cristo, de una vez por todas, ha dado a su Iglesia una determinada estructura; pero que efectivamente la tenga es obra del Espíritu. Y a  su  vez, es obra del Espíritu el que la Iglesia adquiera progresivamente conciencia de esa su estructura fundamental.

En efecto, como hemos indicado más arriba, la Iglesia nace y se mantiene, como unidad estructurada, por la «unción  del Espíritu», con la que el Padre y el Hijo «cristifican»  a  la  Iglesia  de manera  análoga a como el Padre hizo, de su Hijo hecho hombre,  el  «Cristo».  Esta acción trinitaria acontece en los sacramentos consecratorios, cauce instituido por Cristo para hacer que  la  fuerza  del Espíritu  haga  surgir ese doble elemento de la estructura de la Iglesia, que hemos llamado christifideles y ministri sacri y que son ambos esencialmente sacerdotales. Es ésta la primera y más radical acción «estructurante» del Espíritu en la Iglesia. Las posiciones estructurales que de ahí surgen, corresponden, por razón de su origen, a lo que podíamos llamar dimensión «sacramental» de la estructura de la Iglesia.

Pero no acaba aquí la donación del Espíritu ni la acción «estructurante» del mismo. Cristo, Cabeza de la Iglesia, rige, enseña y santi­ fica a  su  Pueblo  -desde  el  origen  mismo  de  la Iglesia- mediante un nuevo modo de donación del Espíritu que la Escritura llama «carismas». Junto al elemento «fieles» y  al elemento «ministros»,  pertenece, en efecto, a la estructura originaria  de  la  Iglesia  la presencia  eh ella de los carismas del Espíritu. Las posiciones estructurales que surgen de aquí podrían ser consideradas en consecuencia como la dimensión «carismática» de la estructura de la Iglesia. Es por este camino por el que aparecerá la posición propia de los laicos en la Iglesia y por el que, en consecuencia, podremos descubrir su identidad teológica.

La teología de los carismas, como es sabido, es uno de los aspectos de la eclesiología más necesitados de una correcta elaboración [19]. El Concilio Vaticano II -ya antes estaba el tema en la encíclica Mystici Corporis- hizo una recepción formal de esta doctrina en la  Const. Lumen Gentium, 12, dentro del capítulo 11, de tan decisiva  importancia para nuestra investigación. El tema se repite, en términos muy semejantes, precisamente al describir la misión de los laicos en el Decreto Apostolicam Actuositatem, 3. Ambos pasajes recogen de ma­ nera compendiosa los principales elementos de la  doctrina  paulina sobre los carismas, que da la base a toda la reflexión teológica en nuestro asunto.

Sin embargo, en los textos conciliares citados la significación  de  los carismas para la comprensión de la estructura de la  Iglesia  aparece todavía en estado embrionario. Entre otras razones  porque  el  tema, en su consideración propiamente eclesiológica, estaba casi sin abordar en la teología precedente al Concilio.

La teología posconciliar, en cambio, ha empezado a captar la importancia  estructurante  del  carisma [20]. Faltan, no  obstante,  estudios de amplio horizonte que, a partir de una buena exégesis paulina, profundicen en la teología de Lumen Gentium y se adentren en una consideración de la relación entre carisma y estructura en perspectiva sistemático-teológica [21]. Esto explica que la terminología «carisma» esté ausente por completo del Código de Derecho Canónico de 1983 y, por supuesto, falte toda utilización estructural del concepto.

La consideración de los carismas se sitúa de manera  inmediata  en el nivel propio de las realidades vitales y existenciales de la Iglesia: determinan, en efecto, la vida y la existencia  cristiana de los fieles y de la entera comunidad, y bajo esta perspectiva los contemplan los textos conciliares antes aludidos. Tan evidente es lo que decimos que algunos autores, como el P. Yves Congar en los años 50 [22], han estimado que a la «estructura» de la Iglesia sólo correspondía el elemento sacramental y jerárquico, reservando  el  estudio  de los  carismas  para la «vida» de la  Iglesia  en cuanto distinta  de su estructura. Pensamos, no obstante, que el carisma es una magnitud que afecta a la estructura originaria de la Iglesia. Una reflexión temáticamente estructural sobre los mismos es una tarea incipiente,  laboriosa  -como he dicho-, pero no por ello menos necesaria. Esa tarea obliga a proceder  con  tiento, para no confundir los planos ni invadir el sentido y la función de los demás elementos de la estructura de la Iglesia [23].

Si tomamos el término carisma en sentido amplio -es decir, no técnico  en  el  nivel  de  reflexión  estructural-,  la  entera  estructura de la Iglesia es efectivamente carismática, en cuanto que se suscita y se mantiene por la donación del Espíritu que le hace su Señor y Cabeza, Jesucristo. De la «unción del Espíritu»  -que  opera  la  caracterización de «fieles» y «ministros» a través de los sacramentos consecratorios- puede decirse con todo rigor que es el más radical de los carismas: en ella se da la abundancia del Espíritu. Es el caso de los ministros que han recibido  el sacramento  del Orden.  La declaración  de su naturaleza carismática es explícita en las epístolas pastorales:

«No trates con negligencia el carisma que hay en ti, que te fue otorgado por la palabra profética unida a la imposición de las manos por parte del presbiterio» (1Tm 4, 14). En este sentido, si hay un carisma del Espíritu para servicio de la comunidad, ése es precisamente el «ministerio sagrado».

Pero éste no es el concepto teológico-estructural de carisma. A esta noción pertenecen unas notas que distinguen al «charisma» de las respectivas nociones estructurales de conditio fidelis y  sacrum  ministerium.

1.       Sabemos que en estos dos elementos de la estructura eclesial la donación del Espíritu por parte de Cristo está vinculada, según estableció el mismo Señor, a una «colaboración» de la Iglesia misma: en concreto, a la celebración de los sacramentos consecratorios (Bautismo, Confirmación, Orden). Por el contrario, el carisma en sentido técnico, es decir, como elemento estructural diferenciado, hay que entenderlo como directa donación del Espíritu, en el sentido de no vinculada -por razón de su origen próximo- al sacramento: el Espíritu otorga los carismas a quien quiere y, sobre todo, como quiere. En este sentido, es lícito hablar -aunque la expresión puede ser malentendida- de «carismo libre» [24] en contraposición de lo que podría llamarse «carisma sacramental», y en el caso de los ordenados, «carisma ministerial».

2.       Las «posiciones» o «situaciones» originadas por los sacramentos consecratorios tienen una permanencia ontológica en los individuos (carácter) y una definitividad  estructural,  es decir,  trascienden a las personas concretas  en  el sentido  de que, para  que haya  Iglesia, es esencial que,  de  manera  permanente  (e  institucional,  por  tanto), se den las situaciones estructurales representadas por los dos elementos: sin «fieles» y sin «ministerio» no hay Iglesia. La «posición» eclesial en que la recepción del carisma sitúa al sujeto es, en cambio, teológicamente diferente. Aun en el caso de que el carisma sea una «de­ terminación mayor» de la existencia del sujeto [25] y configure de manera total y permanente su servicio en la Iglesia, su origen no está en  la ontología sacramental -aunque sí  siempre  fundamento-,  sino en lo continua donación del Espíritu, que exige la constante actitud de respuesta y compromiso personal (no se puede dejar de ser cristiano o sacerdote -por la ontología del carácter-, sí se puede  ser infiel al carisma-vocación-misión.

Desde aquí puede verse y enunciarse con propiedad  cuál  es  la razón formal bajo la cual el carisma debe ser considerado como elemento de la estructura originaria de la Iglesia. Lo que pertenece a esta estructura es que sobre los fieles  y los  ministros  el Espíritu  otorgue sus carismas: que haya carismas en la Iglesia; no, en rigor, las situaciones originadas por los dones carismáticos, que son múltiples y pueden ser cambiantes, según  los distribuye  el Señor  prout  vult. Dicho  de otra manera: lo que pertenece a la estructura  originaria  de la  Iglesia es que las «situaciones» estructurales de fieles y de ministros vengan modalizadas y desarrolladas carismáticamente; que con los carismas se configure en cada época y lugar la existencia cristiana y la vida de la comunidad; y que deban ser discernidos y respetados, para no apagar el Espíritu. Al resultado de esta acción carismática del Espíritu en la estructura originaria de la Iglesia en cada momento  histórico podría llamarse «estructura histórica» de la Iglesia.

Por aquí puede deducirse que los carismas, en su concreta facticidad y multiplicidad, apuntan a las personas (fieles y ministros), no confieren la estructura originaria de la Iglesia, aunque  pueden  dar lugar a las diferentes formas de su estructura histórica. Podemos decir que la estructura originaria de la Iglesia está integrada por los tres elementos (conditio fidelis, ministerio y carisma) a través de los cuales la gobierna el Espíritu de Cristo. O si se prefiere, que la estructura originaria de la Iglesia tiene una doble dimensión: la dimensión sacramental, de la cual surgen las condiciones estructurales que originan el binomio fieles-ministros sagrados; y la dimensión carismática que, modalizando aquellas situaciones estructurales, contribuye a configurar la estructura histórica de la Iglesia.

5.       Las grandes direcciones carismáticas y su reflejo  en la estructura de la Iglesia

Es lógico, por otra parte, que, al no ser la libertad del Espíritu arbitrariedad voluntarista, sino Amor que se entrega -«hablar de Cristo» (Jn 16, 14)-, la Iglesia discierna los modos ordinarios de manifestarse el Espíritu y pueda, por ejemplo, tener la audacia de llamar al «ministerio» -así para los  presbíteros en la Iglesia latina- sólo a aquellos fieles en los que discierne el carisma del celibato apostólico. Esto nada resta, ciertamente, a la tesis teológica que hemos mantenido acerca de la naturaleza estructural del carisma, pero nos abre a una nueva consideración de la máxima importancia en nuestra búsqueda de la identidad teológica del laicado.

En efecto, la teología posconciliar de los carismas se ha detenido casi exclusivamente en lo que podríamos llamar el «actualismo» de los carismas, en la dimensión «imprevisible» de la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere; y no ha prestado la necesaria atención al aspecto permanente y configurador que tienen las grandes direcciones carismáticas del Espíritu. Cuando se procede así, el recurso al carisma, o queda al margen de toda reflexión estructural sobre la Iglesia, o significa en realidad disolver la estructura permanente de la Iglesia: habría Espíritu, pero no, en rigor, estructura, porque el Espíritu es Dios, no Iglesia. En esta perspectiva, el elemento «ministerio sagrado» -al que antes hemos aludido- se difumina con excesiva frecuencia, pero, sobre todo -que es lo que ahora nos interesa-, la identidad propia del laicado y, por contra-golpe, la del estado religioso, desaparecen en la práctica: se es y  se actúa según  lo que el Espíritu proponga en cada momento. Decir «laico» o decir «religioso» -a  veces  incluso  decir  «ministro  sagrado»- en  realidad no es decir nada.

Como sucede con  tanta  frecuencia,  esta  visión  de  las  cosas  no es falsa por lo que afirma, sino por lo que niega o ignora. Este planteamiento de los carismas procede en el fondo de  una  lectura  selectiva y polarizada de los textos paulinos, que pone su atención casi exclusivamente en 1Co 14, con su descripción de la acción carismática en las asambleas litúrgicas. Pero, para San Pablo, los carismas no señalan sólo la actividad «puntual» de los cristianos, ni sólo su acción en las reuniones de oración y culto. Los carismas configuran también situaciones permanentes del «christifidelis» en el  modo  de vivir la totalidad de su vocación cristiana bautismal. En este sentido, el cap. 7 de la 1Co es decisivo para comprender la dimensión carismática de la estructura de la Iglesia. San Pablo está hablando concretamente del matrimonio y del celibato como determinaciones de la existencia cristiana. El pasaje es de sobra conocido. A Pablo le gustaría que todos fueran célibes, como él. Pero no se trata de opciones humanas: «Cada uno (ékastos) -dice el Apóstol-  ha  recibido  de Dios su propio carisma, quién de una manera, quién de otra» (1Co 7, 7). Es difícil exagerar la importancia de esta declaración del Apóstol en lo que a nuestro tema se refiere.

Ante todo, aparece claro que aquí el carisma no es una mera «función» externa, sino que afecta al núcleo de la existencia cristiana. Por ello mismo, San Pablo entiende que hay carismas que no son impulsos «ocasionales», «actualísticos», «transeúntes» del Espíritu, sino que envuelven de manera «habitual», incluso definitiva al sujeto, al ékastos cristiano. En el caso que San Pablo contempla, aparece incluso como carisma -don del Espíritu- algo que, en su contenido material, pertenece al orden de la Creación: el matrimonio, que es una realidad del mundo en cuanto mundo.

Pero lo que sobre todo me interesa subrayar a los efectos de nuestra investigación, es que San Pablo -que sabe muy bien que el Espíritu tiene consecuencias imprevisibles- discierne, sin embargo, en la acción del Espíritu unas «constantes», unas determinaciones carismáticas permanentes en la dinámica de la Iglesia y de la existencia cristiana. Pero permanentes en el doble sentido de que comprometen al sujeto de manera total y abarcante y de que son, a la vez, maneras recurrentes de prodigarse el Espíritu, determinaciones «constantes» -dije hace un  momento-  de la  manera  de ser  y vivir  el cristiano  en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Este principio de discernimiento paulino es el que subyace al discernimiento histórico que la Iglesia ha hecho de la dimensión carismática de su propia estructura. La Iglesia ha comprendido que el binomio de origen sacramental «fieles-ministros sagrados», sobre el que recae la múltiple variedad de los carismas, se ha expresado y prolongado, en la realidad histórica de la existencia cristiana, fundamentalmente en dos nuevas «situaciones estructurales» que responden a dos grandes y permanentes direcciones carismáticas del Espíritu. Son el laicado y el estado religioso. En ellas  la  autoconciencia  de la  Iglesia ha visto dos elementos permanentes de su estructura fundamental. Establecer la identidad teológica del laicado en su concreta realidad eclesiológica se reconduce, en consecuencia, a la identificación de su carisma propio; carisma que no sólo abarca la entera existencia de quien lo recibe -esto se da también  en  carismas  no  estructurales en sentido propio: por ejemplo, el celibato-, sino que determina en la Iglesia una posición estructural -la de los laicos- irreductible  a otra; carisma, por tanto, que configura la manera de expresar el ser y la misión de la Iglesia en el mundo que es propia de los fieles laicos.

Pedro  Rodríguez, en dadun.unav.edu/

Notas:

1. SÍNODO DE LOS OBISPOS, Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en ti mundo veinte años después del Concilio Vaticano II. Lineamenta, p. 13

2. Un ejemplo entre  muchos:  «La  continuita  col  Vaticano  II  implica  necessariamente in ecclesiologia il superamento  di  esso»  (B.  PORTE,  Laicato  e  laicita,  Genova  21986,  p.  44).  Para  el  reciente  debate  sobre  el  tema  en  Italia,  cuya  teología   ha sido   especialmente    sensible   en   los   años   recientes   a   la   cuestión   del   laicado,  vid. G. CANOBBIO, Si puo ancora parlare di laici e di laicato?, en «La Rivista del Clero italiano»   67   (1986)    215-224.   Desde   una    perspectiva   canónica    plantea   también la «superación»  del  Concilio  J.  A.  KONOCHAK,  Clergy,  Laity  and  the  Church's Mission in the World, en «The Jurist» 42 (1981) 422-447.

3. Ya lo apuntaba Y. CONGAR, en ]alons pur une théologie du la'icat, París 21954, p 13.

4.  Vid. sobre el tema P.  RODRÍGUEZ, El concepto de estructura  fundamental  de la Iglesia, en Veritati Catholicae. Festschrift für Leo Scheffczyk zum 65. Geburtstag, herausgegeben von Anton ZIEGENAUS, Franz COURT H, Philipp Se H AEFER, Aschaffenburg 1985, pp. 237-246. Sobre el concepto de estructura  de  la  Iglesia  se  había expresado antes, con enfoque distinto, Y. CONGAR en Ministerios y comunión  eclesial, Madrid 1973, pp. 48-50 (ed. francesa 1971). H. KÜNG,  Strukturen  der  Kirche,  Freiburg 1962,  a  pesar  del  título,  no  ofrece  en  realidad  un  concepto  de  estructura  fundamental: el plural es significativo.

5.  La  eclesiología  del  concepto  de  «christifidelis»,  con  su  aplicación   sistemática en el ámbito del Derecho canónico,  tiene  un  texto  ya  clásico:  A.  DEL  PORTILLO,  Fieles  y  laicos  en  la  Iglesia.  Bases  de  sus   respectivos   estatutos   jurídicos,  Pamplona. 1969, 21981. Hay traducciones en diversos idiomas.

6.  A. DEL PORTILLO, ibídem, p. 26. Vid. infra  nota  15.  La  propuesta  de  la  Conferencia episcopal alemana, en su documento El  laico, en la Iglesia y en el mundo (vid. «Ecclesia»,  3-1-1987,  p.  40),  de  «atribuir  el  nombre honorífico de laico también a todo miembro de la Jerarquía y  del  orden  religioso» me parece  reincidir  en  la confusión, dentro de  un  vocabulario  ya  en  sí  sumamente  ambiguo.  No  obstante,  hay que reconocer que la cuestión terminológica debería ser seriamente abordada.

7.  S. AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en LG, 32.

8.  A. DEL PORTILLO, o.e. en nota 5, p. 38 nota 36.

9.  Vid. E. CORECCO, Il laici ne! nuovo Codice di Diritto Canonico, en «La Scuola Cattolica» 112 (1984) 200.

10.   Vid. CONC. TRm, sess. 23, decr. De sacram.  Ordinis,  DS  1763-1778;  todo el cap. 111 de la Const. Lumen Gentium y el documento El sacerdocio ministerial, del Sínodo de los Obispos de 1971, I, 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25).

11.   Vid. el documento de la Conferencia Episcopal alemana Schreiben der  Bischof e des  deustchsprachigen  Raumes  uber  das  priesterliche   Amts,  ll-Xl-1969,   Trier  1970. Me  he expresado  sobre  el  tema  en  mi obra  Iglesia  y  ecumenismo, Madrid 1971, cap. IV: «El  ministerio  eclesiástico  en  el  seno  de la  Iglesia,  Pueblo de  Dios»,  pp.  173-220.

12.   Vid. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, pp. 106-111, donde se comenta  la  expresión  de  PO,  2,  «in  persona  Christi  Capitis  agere».  Juan Pablo II se ha ocupado abundantemente del tema en sus cartas del Jueves Santo a los sacerdotes. Vid. especialmente el n. 4, titulado  «El  Sacerdote,  don  de Cristo para la comunidad», de su primera carta, Jueves Santo de 1979.

13.   Este punto lo ha visto bien B. FORTE, Laicato e laicita, o.e. en nota 2, p. 42.

14.   S. CLEMENTE ROMANO, Carta a los Corintios, 40,5; PG 1, 290.

15.   Ha marcado una época en la cuestión del origen  del  sustantivo laico  el estudio de I. DE LA POTTERIE, L'origine et le  sens  primitif  du  mol  «la"ic»,  en  «Nouvelle Revue Théologique» 80 (1958) 840-852. Ver también  J.  B.  BAUER,  Die Vorgeschichte van «Laicus», en «Zeitschrift für katholische Theologie» 81  (1959)  224-228;  M. JouR­ JON, Les premiers emplois  du  mot  «la"ic»  dans  la  littérature  patristique,  en  «Lumiere et Vie» 65 (nov. 1963) 37-42 y J. HERVADA, Tres estudios sobre el uso del término «laico», Pamplona 1973. El tema ha sido objeto recientemente de una relectura filológico-teológica por B. G H ERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identita laica/e, Genova 1984, pp. 1-20, subrayando el sentido cristiano del término. He aquí  su  conclusión: las fuentes paleocristianas demuestran «che  il  suo  senso  speciale  rifletta,  si, quello di laos, ma nel suo duplice contenuto concettuale di popolo eletto e di classi sottoposte» (p. 18).

16.   Vid. Y. CONGAR, ]alons ... , p.  35. El moderno  Derecho  canónico,  sobre  todo el que ha captado que la lex canonica debe reflejar una eclesiología profundizada y  ahora en concreto la eclesiología del Concilio Vaticano 11, sin abandonar esta «noción canónica» -por los evidentes servicios que presta en la legislación eclesiástica- e  ha  abierto  a  la  «noción  teológica»   de  laico,   que   trataremos   de  exponer   y   que ha sido recibida en el Código de 1983, en su  canon  225. Vid. sobre  el  tema  J. HERRANZ, Le statut juridique des lates: l'apport des documents conciliaires et du Code' de droit canonique, en «Studia Canonica» 19 (1985) 229-257.

17.   Soy muy consciente, mientras expongo estos análisis, de  la  compleja  problemática histórica -teológica, pastoral, canónica, ascética  y  debería  agregar,  social  y política- en la que ha surgido  y  se  ha  desarrollado  la  definición  compendiada  en  el canon que comento. Pero me he propuesto en esta ponencia hacer abstracción de esas complejidades,  cuya  descripción  aporta   sin  duda  gran   riqueza   de  matices,  pero  que, a la vez,  aboca  en  discusiones  sin  fin.  Por  lo  demás,  el  tema,  bajo  esta  perspectiva, ya ha sido objeto de investigaciones solventes. Mi  análisis  presupone  todo  ese  patrimonio histórico.

18.   Desde el punto de vista del origen del  término,  este  sentido  positivo  ha  sido subrayado por B. GHERARDINI, o.e. en nota 15, pp. 1-20.

19.   Una contribución sencilla  y  útil  es  la  de  D.  GRASSO, Los carismas en  la Iglesia, Madrid 1984.

20.   Ver, por ejemplo, G. HASSENHUTZ, Carisma. Principio fondamentale per l'or­ dinamento della Chiesa, Bologna 1973, con planteamientos sumamente discutibles.

21.   Esta escasez de estudios válidos sobre carisma y estructura es, en parte, consecuencia del planteamiento de Rudolph Sohm (1841-1917), que captó la importancia estructurante del carisma en la  Iglesia,  pero  poniéndolo  en  formal  oposición con su constitución jerárquica y con la existencia de Derecho en la Iglesia: «La esencia  del  Derecho  Canónico  está  en  contradicción   con   la  esencia   de  la   Iglesia» (R. SOHM, Kirchenrecht I: Die geschichtlichen Grundlagen, Berlín 19232, p. 700). La primera reacción católica excluyó sin más matices la posición  de  Sohm.  Está  representada por K. Mi:irsdorf, que  afirma  tajantemente:  «la  estructura  jerárquica  de  la Iglesia no  hace  posible  la  recepción  de  una  estructura  carismática;  estructura  jerárquica   y  carismática  son  conceptos  que  se  excluyen  recíprocamente»  (K. M6RSDORF, Das  eine  Volkgottes   und   die  Teilhabe   der   Laien  an  der  Kirche,  en  Ecclesia   et Ius (Festgabe Schenermann), München  1968,  p.  101).  Esta  posición  ha  sido  la  dominante en la escuela de Misirsdorf  hasta  nuestros  días.  En  la  teología  católica, Y. Congar, en las obras citadas, y sobre todo, K. RAHNER, Das Dynamische in der Kirche,  Freiburg 1964 contienen planteamientos interesantes, pero insuficientes. Por  desgracia,  la  uti­ lización estructural del carisma ha comenzado propiamente con las obras de H. KüNG, Strukturen der Kirche, citada  y  Die  Kirche,  Freiburg  1967,  con  unos  planteamientos  que han llevado a  los  resultados  conocidos  de  enfrentamiento  a  la  tradición  católica (vid. en AAS 72 (1980) 939-943, la Declaratio de quibusdam capitibus doctrinae theo­ logicae Professoris Johannes  Küng,  de  la  Congr.  para  la  Doctrina  de  la  Fe).  En  la llnea  de  H.  Küng  se  encuentra   L.  BoFF,   Igreia,  carisma   e   poder,  Petropolis 19812 , (vid.  de  la  misma  Congregación   en  AAS  77  (1985)  756-762  la  Noti/icatio  de scripto P. Leonardi Boff OFM, «Chiesa: carisma e potere»). Hace falta una eclesiología que reflexione  estructuralmente  sobre  los   carismas,   sin   dejarse   condicionar   por   Sohm, ni en el sentido  negativo  de  Misirsdorf,  ni  en  la  acrítica  recepción  de Küng.  Vid. Sobre el tema  P.  KRAEMER  - J. MOHR,  Charismatische  Erneurung  der  Kirche,  Trier 1980, pp. 85-90.

22.   En Vrai et fausse réforme dans l'Eglise, París 1950. Cfr. Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, pp. 48-49., 1

23. Es lo que no ha hecho H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1967, pp. 216-2.30, que viene a identificar la estructura de la Iglesia con su dimensión carismática.

24.   Vid. K. RAHNER en Handbuch der Pastoraltheologie, I (Freiburg 1964) 149 SS.

25.   Vid. sobre este punto P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, pp. 25-35.

Juan Fornés

Las prelaturas personales, como indica su mismo nombre, son un tipo de división eclesiástica presidida por un Prelado, delimitada no por un territorio (como ocurre con la mayoría de las circunscripciones eclesiásticas), sino por un criterio personal (a través de la determinación de las personas que forman parte de esa circunscripción). La razón de ser de las prelaturas personales es proporcionar una atención pastoral peculiar a fieles que pertenecen ya a sus respectivas Iglesias particulares,  y que por sus circunstancias personales necesitan de ese especial cuidado; de esta manera, al mismo tiempo, se provee a una distribución del clero más adecuada a las necesidades pastorales concretas.

Las prelaturas personales están reguladas actualmente por el Código de Derecho Canónico, en los  cánones  294-297. El Código de los Cánones de las Iglesias orientales no contempla expresamente esta figura, pero algunos exarcados personales podrían responder a las características de este tipo de circunscripción.

Fueron creadas a raíz del Concilio Vaticano II. La Prelatura del Opus Dei es la primera prelatura personal erigida por la Santa Sede.

1.           Origen de la figura canónica

Antes del Concilio Vaticano II ha habido algunos precedentes de prelados con jurisdicción personal, entre los que destacan los vicarios militares, que gozaban de una potestad vicaria del Papa. Asimismo, el ordenamiento canónico conocía la figura de las prelaturas, pero eran concebidas,  al igual que las demás circunscripciones eclesiásticas, como divisiones territoriales. En efecto, el Código de Derecho Canónico promulgado en 1917 trataba de las prelaturas nullius dioecesis, es decir, territorios que no formaban parte de una diócesis y que estaban gobernados por un Prelado, que podía no ser obispo, al que se le reconocía una potestad participada por derecho eclesiástico de la suprema potestad.

El Concilio Vaticano II, con la intención de reformar la organización del ordo clericorum en función de las concretas necesidades pastorales, dispuso que, donde lo exigiese el apostolado, se hicieran “más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares para los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar” (PO, 10).

Como hasta entonces las prelaturas que se conocían eran territoriales, resultaba necesaria una aclaración de la naturaleza de esta nueva figura de la organización eclesiástica. Pablo VI, pocos meses después del citado decreto conciliar, en el Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, de 6 de agosto de 1966, que desarrollaba algunas previsiones del Concilio, ofrecía unas normas de aplicación de las prelaturas personales.

Durante la elaboración del Código de Derecho Canónico de 1983 se planteó la cuestión de cómo y en qué lugar ocuparse de estas prelaturas. En un primer momento se pensó incluirlas en la parte dedicada a la Iglesia particular. Como hubo quien planteó alguna duda acerca de la naturaleza de esta nueva figura, el legislador evitó calificaciones legales, colocando los cánones que de ella trataban en la parte dedicada a los fieles cristianos, inmediatamente después de aquéllos relativos a los clérigos, en lugar de situarlos en la parte dedicada a las Iglesias particulares como estaba inicialmente previsto. Con esto se marcó la diferencia de las prelaturas personales con las territoriales, ya que estas últimas quedaban entre los tipos de circunscripción que se crean en el primer desarrollo organizativo de la presencia de la Iglesia en un grupo humano. Ciertamente la posición de los cánones no cambia la naturaleza de la nueva figura, que sigue siendo la de una “prelatura” delimitada por un criterio “personal”, y como tal es análoga a la prelatura territorial y, por tanto, a la diócesis, ya que posee elementos comunes con ellas (sobre todo, el ser una circunscripción eclesiástica gobernada por un Ordinario propio), bien entendido que se trata sólo de analogía, no de identidad, pues hay diferencias entre las prelaturas personales y las territoriales y las diócesis, que los estatutos de las prelaturas personales pueden acentuar más o menos, y que, desde el punto de vista sustancial, estriban principalmente en el hecho de que las prelaturas personales no sustituyen a las circunscripciones territoriales, sino que se añaden a la organización primaria de la Iglesia por razones pastorales especiales que afectan a las Iglesias locales, de manera que los fieles de las prelaturas personales son con anterioridad y contemporáneamente fieles de las respectivas circunscripciones territoriales.

La novedad de la figura jurídica y los cambios introducidos durante la elaboración del Código han llevado a que teólogos y canonistas se hayan ocupado de ella sólo algunos títulos especialmente significativos, sobre todo en lengua castellana, que contienen a su vez abundantes referencias bibliográficas). La profundización teológica y canónica y la inserción de la primera prelatura personal (la del Opus Dei) en la vida de la Iglesia han ayudado a aclarar algunos puntos y a disipar algunas dudas iniciales.

En todo caso, para comprender el sentido de las prelaturas personales es necesario partir de los presupuestos eclesiológicos contenidos en la doctrina del último Concilio ecuménico, como son: la dimensión universal del sacerdocio y, concretamente, del episcopado, que conduce al principio de colaboración entre los Pastores; la necesidad de ofrecer a los fieles todos los medios necesarios para que puedan seguir con plenitud su llamada a la santidad, sin contentarse con una pastoral minimalista; el papel activo de los laicos en la edificación de la Iglesia, y otros que están en este orden de ideas.

2.           Rasgos fundamentales de las prelaturas personales

La regulación positiva vigente de las prelaturas personales responde sustancialmente a la descripción contenida en Ecclesiae Sanctae. Se trata, en resumen, de prelaturas erigidas por la Santa Sede, después de haber oído a las Conferencias Episcopales interesadas, para una apta distribución del clero o para realizar peculiares obras pastorales o misionales (cfr. c. 294). Corresponde, en efecto, a la Santa Sede, garante de la communio ecclesiarum, la coordinación de las actividades pastorales dirigidas a la satisfacción  de las necesidades sentidas en más de una diócesis, pero al mismo tiempo resulta congruente con los principios de colegialidad y de buen gobierno la consulta a los obispos interesados. En la práctica puede suceder que sea la misma Conferencia Episcopal la que pida a la Santa Sede la erección de una prelatura para hacer frente con mayor eficacia a una necesidad pastoral peculiar presente en las diócesis de su territorio, como sería el caso de la pastoral con emigrantes o con nómadas. En todo caso, es necesario el consentimiento del obispo diocesano antes de que una prelatura personal ejerza su misión en una diócesis (cfr. c. 297).

En el acto de erección, la Santa Sede otorga unos estatutos que precisan la constitución y el modo de actuar de la prelatura: su ámbito, su misión específica, sus órganos de gobierno, sus relaciones con los Ordinarios locales y otros posibles puntos. En aquello que no esté establecido por los estatutos habría que acudir por analogía (cfr. c. 19) a la disciplina prevista para las diócesis.

Desde el punto de vista de la composición personal, las prelaturas personales constan de un Prelado, ayudado por su presbiterio, y de los fieles para los que se ha erigido la prelatura. El Prelado, aunque puede no ser obispo, gobierna la prelatura como Ordinario propio (cfr. c. 295 § 1), por lo que su oficio es análogo al de un obispo diocesano. Su potestad está limitada por  el ámbito y por la misión de la prelatura, determinados en los estatutos (por ejemplo, es posible que éstos prevean que no tenga jurisdicción en algún ámbito, como podría ser el matrimonial).

Para poder cumplir la misión pastoral que la Iglesia le confía, el Prelado necesita de la ayuda de sacerdotes que forman su presbiterio. El Prelado puede erigir un seminario para incardinar en la prelatura a los clérigos formados en él, que se ordenan a título de servicio a la prelatura (cfr. c. 295). Además de otros clérigos seculares que puedan incardinarse sucesivamente, nada impide que haya sacerdotes incardinados en otros entes (también religiosos) que, mediante los acuerdos típicos que se realizan en casos de este estilo, ejerzan su ministerio en servicio de la prelatura.

Se crea una prelatura para atender pastoralmente a un grupo de fieles  que por especiales circunstancias necesitan  un cuidado pastoral peculiar (por ejemplo, emigrantes o refugiados, marineros, etc.). De esta manera se distribuye mejor el clero, dedicándolo a las concretas necesidades espirituales de los fieles. En realidad, la distribución del clero y la ejecución de peculiares obras pastorales no son dos finalidades alternativas, sino que están intrínsecamente relacionadas. En todo caso, el hecho de que el canon 294 afirme literalmente que constan de presbíteros y diáconos del clero secular no avala una concepción de las prelaturas personales como entidades clericales, compuestas sólo por clérigos. Leyendo este canon a la luz de la tradición canónica (cfr. c. 6 § 2), concretamente de la regulación de las prelaturas nullius del anterior Código, resulta evidente que lo que quiere subrayar es que el clero de una prelatura personal es de suyo secular, pero dando por supuesto que hay también pueblo; de lo contrario, no tendría sentido el adjetivo “personal”, además de lo problemática que resultaría –desde el punto de vista eclesiológico y jurídico– la presencia de un ente en el que se pudiesen incardinar clérigos seculares sin una misión ministerial determinada.

El acto de erección ha de determinar quiénes son los fieles a los que se dirige la actividad de una prelatura personal. A estos fieles, que no dejan de pertenecer a las respectivas diócesis, se les ofrece la posibilidad de acudir también al servicio de  la prelatura. La nueva relación que les une a la prelatura está constituida por los normales vínculos de comunión que se dan en la Iglesia: jerárquica con el Prelado y su presbiterio, y de comunión fraterna con todos los fieles de la prelatura. El hecho de que sean beneficiarios de la actividad de la prelatura no significa que sean meros sujetos pasivos: los fieles mantienen en una prelatura personal su función activa en el Pueblo de Dios.

Además de la presencia de los fieles para los que se erige una prelatura personal, está prevista la posibilidad (no necesaria ni esencial) de que fieles laicos realicen convenciones con la prelatura para cooperar orgánicamente en ella (cfr. c. 296). La expresión “cooperación orgánica”  inspira la idea de una “co-operación” (“co-actividad”) de los laicos con los ministros sagrados en el cuerpo eclesial, cada uno según su función, o sea, la cooperación que se da en la Iglesia entre el sacerdocio común y el sacerdocio  ministerial.  El  contenido concreto y las consecuencias de esta cooperación dependerán de la convención que, según los estatutos, se acuerde con la prelatura.

Los fieles que colaboren en virtud de convenciones con la  prelatura  pueden  ser fieles que pertenecían ya a la prelatura o bien otros que deciden participar de su misión. También puede ocurrir (que es precisamente lo que ha sucedido en la erección de la primera prelatura personal, la del Opus Dei) que la Santa Sede, previendo con certeza que habrá un número congruente de fieles, erija la prelatura para los católicos que quieran incorporarse voluntariamente a ella mediante convenciones con el objeto de beneficiarse de su actividad y cooperar con ella (del mismo modo previsto, por ejemplo, para la erección de ordinariatos personales para fieles provenientes del anglicanismo). Evidentemente, el hecho de que en estos casos la pertenencia a la prelatura sea voluntaria no impide que la prelatura siga siendo tal, es decir, los vínculos de comunión de los que antes se hablaba siguen siendo de la misma naturaleza, ya que el Prelado ha recibido la misión y la correspondiente potestad sagrada de la Iglesia, no de los fieles.

3.           El Opus Dei, prelatura personal

Consta que desde los primeros años de existencia del Opus Dei, san Josemaría preveía la necesidad de que la Obra estuviese gobernada por una jurisdicción personal. Pero para que la jerarquía eclesiástica considerase la necesidad pastoral que ponía de manifiesto ese fenómeno de vida cristiana y decidiese encargar a un prelado su cuidado, la realidad apostólica del Opus Dei debía crecer, y la reflexión teológica y canónica que confluyó en el Vaticano II necesitaba madurar. Durante ese desarrollo, el fenómeno nacido debía entablar las necesarias relaciones intra-eclesiales, de manera que hubo de asumir diversas formas jurídicas, aunque ninguna de ellas recogía adecuadamente su realidad apostólica y pastoral.

Independientemente de la forma institucional, la vida del Opus Dei estuvo desde sus inicios regida por san Josemaría, que, como Pastor, conducía la labor formativa  y apostólica de los fieles de la Obra, ayudado más tarde por los sacerdotes que se ordenaban para colaborar con él en esta tarea. El Opus Dei, como unidad orgánica sustentada por el ejercicio del sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, era así, de hecho, una realidad necesitada de ser regida por una autoridad eclesiástica con jurisdicción personal, sin que por eso sus fieles dejasen de pertenecer a las respectivas diócesis.

Por esta razón, el fundador del Opus Dei señaló la figura de la prelatura personal como solución al problema de la configuración jurídica eclesial para la Obra. Su cumplimiento llegó después de su muerte, cuando Juan Pablo II erigió la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, con la Const. Ap. Ut sit, de 28 de noviembre de 1982, que fue ejecutada el 19 de marzo de 1983, y nombró Prelado al primer sucesor de san Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo. La erección de la Prelatura no es el resultado de la evolución de una de las formas institucionales que el Opus Dei hubo de asumir (lo que habría sido imposible), sino un desarrollo de la organización eclesiástica, para hacer frente al fenómeno de vida cristiana presente en la realidad del Opus Dei.

La Prelatura del Opus Dei no agota la figura de las prelaturas personales. En el futuro la Santa Sede podría erigir otras con características diversas: de ámbito sólo nacional o regional, para necesidades surgidas de circunstancias no ligadas a un fenómeno carismático, sino meramente humanas (étnicas, profesionales, nacidas de la movilidad humana, etc.), con una misión pastoral que comprenda también los servicios típicamente parroquiales, etc. En todo caso, la aplicación de la figura jurídica de las prelaturas personales al Opus Dei constituye un claro criterio interpretativo de la normativa canónica sobre este tipo de circunscripción.

Juan Fornés, en dialnet.unirioja.es/

María Victoria Cuartero Rubio

I.       Introducción

De conformidad con el art. 8 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, «Derecho al respeto a la vida privada y familiar»: «1. Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de su correspondencia [1]». El título que encabeza este trabajo es inmediatamente paradójico, pues, en lo atinente a la vertiente familiar del derecho garantizado por el art. 8.1 CEDH, la doctrina constitucional no reconoce un derecho fundamental sustantivo, protegible en amparo (art. 53.2 CE), que incluya ese contenido. Esta interpretación se ha planteado respecto del art. 18.1 CE, en conexión con el mandato interpretativo del art. 10.2 CE, en cuanto es garante del derecho a la intimidad personal «y familiar». Pero este entendimiento ha sido descartado y se ha establecido que el contenido del derecho a la intimidad personal y familiar del art. 18.1 CE es más limitado que el derecho a la vida privada y familiar del art. 8.1 CEDH (Cachón Villar, 2009: 1004) [2]. El argumento esencial es el siguiente: que, por mor del CEDH, exista un derecho subjetivo al respeto a la vida privada y familiar protegible por la jurisdicción, con los contenidos definidos por el TEDH, no comporta un derecho fundamental protegible en amparo, pues el art. 10.2 CE no permite la «creación» de nuevos derechos fundamentales ni la alteración de los reconocidos «ampliando artificialmente su contenido o alcance [3]». Por tanto, esta solución implica que se niega asimismo que el dere- cho a la vida familiar sea entendido no ya como un derecho fundamental, sino como una faceta o aspecto no explicitado de un derecho fundamental en virtud de la cláusula interpretativa del art. 10.2 CE [4].

La asunción de esta interpretación por la doctrina constitucional es nítida, con diferencias solo en la intensidad del discurso. Ya políticamente más correcto: «La doctrina constitucional no ha admitido que el deslinde del ámbito material de protección del derecho constitucional a la intimidad personal y familiar reconocido en el art. 18.1 CE deba verificarse mediante la mimética recepción del contenido del derecho a la vida privada y familiar reconocido en el art. 8.1 CEDH, según lo interpreta el TEDH», para concluir que no son dos derechos co-extensos [5]; ya sin sutilezas: «El “derecho a la vida familiar” derivado de los arts. 8.1 CEDH y 7 CDFUE no es una de las dimensiones comprendidas en el derecho a la intimidad familiar ex art. 18.1 CE [6]». El Pleno del TC ha sintetizado su doctrina y reiterado el distinto alcance de los derechos ex art. 18.1 CE y art. 8.1 CEDH en su vertiente familiar con ocasión del ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 3; auto que inadmite el recurso de amparo planteado por la denegación de traslado del preso recurrente a un centro penitenciario más próximo a su domicilio familiar [7]. Asumidas la idoneidad formal del caso que aborda el ATC 40/2017 y la trascendencia del tema de fondo [8], no deja de ser llamativo que esta síntesis no haya encontrado su ocasión en un recurso con un fondo de derecho de familia; ni siquiera para negar el derecho e inadmitir (el caso del ATC 40/2017).

Aceptando un derecho internacionalmente garantizado sin equivalente constitucional, lo que, aunque posible, constituye a priori una «difícil hipótesis» (Saiz Arnaiz, 2009: 196), que el art. 18.1 CE no contemple el derecho a la vida familiar ex art. 8.1 CEDH puede ser una solución impecable desde un punto de vista dogmático [9]. Pero provoca algunos resultados negativos que no pueden desconocerse. Desde la perspectiva del derecho internacional el más inmediato es la eliminación de cualquier diálogo entre el TC y el TEDH en relación con la vida familiar [10] y la consecuente imposibilidad de que el TC participe en la prevención de condenas a España por violación del derecho aunque tenga la oportunidad procesal si se interpone un recurso de amparo [11]; todo ello, en un sistema de protección que se completa con un TJUE que sí tiene un derecho a la vida privada que proteger (art. 7 CDFUE) y que entiende el alcance material de su función de garante de derechos con una significativa vis expansiva, lo que acentúa el aislacionismo del TC en la tutela multinivel del derecho [12]. Ciertamente son resultados coherentes con la inexistencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo. Pero no coadyuvan al cumplimiento de España de sus compromisos internacionales en la protección del derecho humano a la vida familiar y a su construcción; por efecto reflejo, tampoco a alimentar el principio de libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) y el principio de protección de la familia (art. 39.1 CE), con los que el derecho a la vida familiar se vincula necesariamente [13].

Desde la óptica del derecho subjetivo el resultado negativo inmediato es una protección de peor calidad del derecho ex art. 8.1 CEDH, que el sistema jurídico español está obligado a garantizar de forma efectiva, pues se pierde una instancia para su defensa. Esta vertiente del problema se agrava si consideramos las dificultades que tradicionalmente ha entrañado para el ordenamiento español la ejecución de las condenas por el TEDH, con lo que comporta en términos de reparación para el particular del daño ocasionado por la violación del derecho.

El presente trabajo parte del análisis de la conocida doctrina constitucional que niega la existencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo para, desde una aproximación iusprivatista, proponer algunos puntos para la reflexión. El primero, la constatación de disidencias y excepciones en la doctrina. El segundo, las potencialidades de la filtración del derecho a la vida familiar en la doctrina constitucional por medio del derecho fundamental a la motivación (art. 24.1 CE), cercenadas por una infrautilización que carece de fundamento. El tercero, la posible atenuación de los efectos negativos de esta doctrina por mor de factores, a priori, inconexos. Es el caso de la objetivación del amparo introducida por la LO 6/2007, de 24 de mayo, por la que se modifica la LO 2/1979, de 3 de octubre, del TC [14], y de la reforma legislativa operada para articular la reapertura de procedimientos a resultas de las condenas del TEDH mediante la LO 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial [15].

II.      Inexistencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo

1.       LA DOCTRINA CONSTITUCIONAL REITERADA

La relación entre el derecho al respeto a la vida privada y familiar (art. 8.1 CEDH) y el derecho fundamental a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE) ha sido definida por la doctrina constitucional: el ámbito del art. 18.1 CE no incluye un derecho a la vida familiar como el garantizado por el art. 8.1 CEDH. En este sentido es paradigmática la STC 236/2007, de 7 de noviembre: en negativo, en cuanto rechaza la co-extensión de los dos derechos [16], y en positivo, pues, con síntesis de la doctrina precedente, define los contenidos admitidos del derecho a la intimidad familiar protegido por el art. 18.1 CE, evidenciando su limitado alcance en lo atinente a la vertiente familiar [17]. Por el contrario, la doc- trina constitucional ha radicado los contenidos familiares en la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad. A título de ejemplo, recordemos la STC 60/2010, de 7 de octubre, que determina que el derecho constitucional afectado por la pena de alejamiento de la víctima y las evidentes consecuencias que provoca en las relaciones familiares es el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) y no el derecho a la intimidad familiar (art. 18.1 CE) [18].

Esto es ya lugar común. Lo que conviene subrayar es la vigencia y actualidad de esta doctrina. En este sentido, resulta elocuente que la doctrina se reitere tras lo ocurrido con la STC 186/2013, de 4 de noviembre [19]. Esta sentencia resuelve el recurso de amparo interpuesto con ocasión de la decisión judicial de expulsión que, sostenía la recurrente, no valoraba debidamente el arraigo familiar alegado [20]. Apelando a la doctrina constitucional, la sentencia confirma la inexistencia de una dimensión familiar como la prevista en el art. 8.1. CEDH en el derecho a la intimidad familiar del art. 18.1 CE, en consecuencia, reconduce la protección constitucional del derecho a la vida familiar a los arts. 10.1 CE (derecho al libre desarrollo de la personalidad), 39.1 CE (protección social, económica y jurídica de la familia) y 39.4 CE (protección de los niños), y excluye su protección de la vía del amparo (art. 53.3 CE); al fin, el amparo es denegado y, en concreto, en lo atinente a la denuncia de vulneración del derecho a la vida familiar residenciado por la recurrente en el art. 18.1 CE, porque dicho derecho no está protegido «por ningún precepto constitucional exigible en este cauce procesal [21]». Pues bien, el desenlace de la STC 186/2013, de 4 de noviembre, fue el siguiente: el recurrente acudió al TEDH, que decretó el archivo de la demanda por acuerdo amistoso por el que el Gobierno reconocía la violación del derecho y se comprometía a adoptar medidas individuales y generales [22]. Que con posterioridad a estos hechos, que hacen reflexionar sobre los efectos negativos de la doctrina, el ATC 40/2017, de 28 de febrero, la reitere elimina cualquier veleidad.

2.       Disidencias y excepciones

Dicho lo cual, este categórico entendimiento presenta fracturas. La más gráfica es la disidencia frontal que se manifiesta en los votos particulares. Así, el voto particular a la STC 186/2013, de 4 de noviembre, reclama al Tribunal un discurso que conecte los principios rectores contenidos en el art. 39.1, 3 y 4 con el art. 18.1 CE y permita el análisis de la vulneración de un derecho sustantivo [23]. Más incisivo, el voto particular al ATC 40/2017 reclama «reconsiderar» la doctrina porque carece de sustento argumental sólido y conduce a paradojas axiológicas sobre su contenido esencial [24].

Pero, además, hay excepciones. Porque hay sentencias que sí se refieren a un derecho a la vida familiar incluido en el art. 18.1 CE. Así, en la STC 46/2014, de 7 de abril, FJ 7, al enjuiciar la motivación de la denegación de renovación de un permiso de residencia y trabajo que no pondera las circunstancias personales y familiares, se concluye la vulneración del art. 24.1 CE por falta de motivación, particularmente apreciable, dice la sentencia, «cuando estaba en juego […] el derecho a la intimidad familiar (art. 18 CE)». Es una afirmación expresada incidentalmente, al hilo de la valoración de la motivación, pero que, de forma que no deja lugar a duda, reconoce un contenido familiar en el art. 18.1 CE. Esta excepción cobra relevancia porque se repite en otras sentencias recientes: STC 131/2016, de 18 de julio, FJ 6; STC 201/2016, de 28 de noviembre, FJ 3, y STC 29/2017, de 27 de febrero, FF. JJ. 3 y 5. Más explícita, la STC 176/2008, de 22 de diciembre, FJ 7, invoca el art. 8 CEDH, del que afirma que «reconoce el derecho al respeto de la vida privada y familiar (garantizado entre nosotros por el art. 18.1 CE)». En la misma línea, la STC 51/2011, de 14 de abril, FJ 8, se refiere al «derecho al respeto a la vida privada y familiar garantizado por el art. 8 CEDH (que se corresponde con el derecho a la intimidad personal y familiar proclamado por el art. 18.1 CE)»; y, en este caso, no de forma incidental [25].

Mención aparte merece la STC 11/2016, de 1 febrero [26]. Entre otros derechos sustantivos el recurso de amparo denunciaba la vulneración del derecho a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE) y el amparo se otorga por apreciar el Tribunal esta vulneración. Lo que resulta esencial en lo que aquí interesa es que la sentencia parte de la invocación de un piélago de sentencias del TEDH dictadas en aplicación del art. 8.1 CEDH para deducir: «A la vista de la doctrina del TEDH, que es criterio de interpretación de las normas constitucionales relativas a las libertades y derechos fundamentales (art. 10.2 CE), cabe afirmar que la pretensión de la demandante que da origen a las resoluciones impugnadas se incardina en el ámbito del derecho a la intimidad personal y familiar reconocido en el art. 18.1 CE [27]». En síntesis, la sentencia opera una traslación directa del derecho al respeto a la vida privada y familiar, protegido por el art. 8.1 CEDH, al derecho a la intimidad personal y familiar, protegido por el art. 18.1 CE.

Para evaluar esta sentencia hay que tener en cuenta varios factores: se trata de una sentencia de Sala (Primera) y no de Pleno (como exigiría un cambio de doctrina), de una sala integrada por cinco magistrados (no seis), de los cuales, dos formularon voto discrepante, y uno, el ponente, formuló voto concurrente, pero los tres (de cinco), rechazaron la invocación del art. 18.1, con cita de la doctrina reiterada en cuanto a la diferente extensión del derecho ex arts. 18.1 CE y 8.1 CEDH [28]. En estas condiciones la sentencia no puede operar un cambio de doctrina, como ha dejado claro el ATC 40/2017, de 28 de febrero [29]. Por su parte, el voto particular al ATC 40/2017, FJ I.3, considera esta sentencia como manifestación de una transición, junto con otras sentencias del TC sobre contaminación acústica [30]. Puede no compartirse esta calificación «transicional [31]», pero, en todo caso, la reflexión es llamativa. En definitiva, la STC 11/2016 acaso ha de entenderse como lo que parece: una anomalía.

III.    Derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH) y derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE)

1.       El derecho a la vida familiar como parámetro de motivación

El derecho a la vida familiar ha encontrado un cauce de penetración en la doctrina constitucional a través de los derechos procesales; en particular, del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE) en la vertiente de derecho a una resolución motivada. De esta suerte, si bien se niega un derecho fundamental autónomo, sí se reconoce que las relaciones personales y familiares integran «intereses jurídicos invocables ante la jurisdicción ordinaria según su particular configuración legal», lo que permite el enjuiciamiento desde la perspectiva de la razonabilidad y de la proscripción de la arbitrariedad [32]. Esta solución se encuentra en sentencias con un fondo de derecho de extranjería y se comprende asociada con el desarrollo que el TEDH ha dado a una faceta concreta del derecho a la vida familiar: el derecho de la vida familiar de los extranjeros como límite a la expulsión [33]. Es una lógica asumida igualmente por el TJUE en interpretación de las normas de la Unión Europea en materia de asilo e inmigración [34]. Conforme a la jurisprudencia del TEDH, el derecho al respeto a la vida familiar en este contexto pasa por la proporcionalidad de la medida (López Guerra, 2017: 12); lo que constituye, en puridad, una clave interpretativa del art. 8.1 CEDH en general: la ponderación de la «necesidad» de la medida que interfiere en la vida familiar. Pues bien, conforme con esta interpretación el TC incorpora en su juicio sobre la motivación de la resolución la comprobación de la realización por el juez de la ponderación de las circunstancias familiares.

Tomemos dos SSTC en las que el Tribunal otorga el amparo por vicio de motivación, por no tener en cuenta las circunstancias familiares alegadas frente a la medida de expulsión del territorio español. Así, en el caso resuelto por la STC 140/2009, de 15 de junio, el recurrente tenía pareja en España, que disponía de un segundo permiso de residencia y con la que tenía cuatro hijos menores escolarizados. La sentencia otorga el amparo por falta de motivación y califica como arbitraria la decisión de expulsión que entendió irrelevantes las circunstancias familiares del recurrente para ponderar la medida de expulsión «máxime teniendo en cuenta que la situación personal alegada por el recurrente está en conexión con intereses de indudable relevancia constitucional, por lo que su ponderación, si así es solicitado, resulta obligada», a lo que acompaña, previa invocación del art. 10.2 CE, entre otros, cita de jurisprudencia TEDH en aplicación del art. 8.1 CEDH, así como del art. 39.1 y 4 CE [35]. En el mismo sentido se desenvuelve la STC 131/2016, de 18 de julio. En el caso, el recurrente vivía en España con su esposa y sus dos hijos escolarizados, todos con permiso de residencia. La sentencia otorga el amparo por falta de motivación al constatar que nada de lo alegado por el recurrente fue tenido en cuenta, entre otros, sus circunstancias familiares [36].

Sobre un asunto similar versa la repetida STC 186/2013, de 4 de noviembre, pero, en este caso, a diferencia de los anteriores, no se denunció vulneración del art. 24.1 CE. Precisamente por esta razón, bien que la STC recuerda la necesidad de que el juez pondere el sacrificio que conlleva para la convivencia familiar y la necesidad de la medida, deniega el amparo. De la importancia del derecho fundamental a una resolución motivada como vía de penetración del derecho a la vida familiar da cuenta el hecho de que el voto particular a la sentencia dedica buena parte de su argumentación a negar el presupuesto y establecer que la vulneración del 24.1 sí se había denunciado [37].

También en el ámbito de la extranjería, aunque con motivo de un recurso de amparo referido a la denegación de renovación de un permiso de residencia y trabajo, la STC 46/2014, de 7 de abril, otorga el amparo por vulneración del derecho a la motivación (art. 24.1 CE) ante la falta de consideración de las circunstancias personales y familiares alegadas; en el caso, la madre del recurrente tenía autorización de residencia permanente en España y el recurrente tenía dos hijos menores en España, sujetos a custodia compartida [38].

La filtración del derecho a la vida familiar vía derecho a la motivación se consolida en resoluciones recientes. Así, la STC 201/2016, de 28 de noviembre, otorga el amparo por vulneración del derecho a la motivación, art. 24.1 CE, de las resoluciones judiciales que decretan la expulsión del extranjero sin considerar sus circunstancias personales y familiares (incapaz declarado judicialmente bajo tutela de su hermano en España); igual que la STC 29/2017, de 27 de febrero, respecto de las resoluciones que imponen la pena de expulsión del art. 89 CP (la recurrente extranjera estaba casada y residía en España con su marido e hijos menores) [39]. En la misma línea, la STC 14/2017, de 30 de enero, o la STC 113/2018, de 29 de octubre, en las que la ausencia de ponderación de las circunstancias concurrentes (en estos casos, las familiares como coadyuvantes de otras personales) conduce a la estimación del amparo. En fin, la admisión y otorgamiento de estos amparos, que ya resuelven por aplicación de doctrina, ponen en evidencia la reiteración de doctrina constitucional [40] que incluye la ponderación de las circunstancias familiares alegadas como requisito de motivación de las decisiones en el ámbito del derecho de extranjería que implican entrada o salida del territorio nacional [41].

Hasta aquí el estado de la cuestión. Lo que se plantea es que, una vez admitido que la ponderación de las circunstancias familiares son condición de suficiencia y razonabilidad de la motivación, no se justifica una acotación material. La base constitucional que sostiene esta solución es la vinculación de las circunstancias familiares con intereses jurídicos que cobran trascendencia constitucional por su conexión, primero, con el principio de protección de la familia (art. 39.1 CE), sistemáticamente invocado en las sentencias precitadas, y, segundo, con el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), en el que la doctrina constitucional ha radicado el factor familiar. Con más motivo si, además, esta solución es deudora del mandato interpretativo del art. 10.2 CE, como resulta de la también sistemática invocación de este precepto en apoyo de un canon de motivación más exigente en estos casos. Si la realización de la ponderación por el juez de las circunstancias familiares en supuestos de expulsión, como contenido del derecho a la vida familiar del CEDH según la jurisprudencia del TEDH, es reconocida como condición constitucional de la motivación por mor del art. 10.2 CE, ha de serlo la consideración por el juez de los demás contenidos esenciales del derecho tal y como se conforman por el TEDH, y sin distinción de orden jurisdiccional o materia: en relación con las medidas de protección de menores, régimen de visitas, sustracción internacional de menores, etc.; contenidos esenciales que, sin ir más lejos, como hemos indicado, comparten un denominador común: la ponderación de la necesidad de la medida que interfiere en la vida familiar [42]. Se trata, además, de la solución idónea si se quiere garantizar el estándar mínimo de protección del derecho ex art. 8.1 CEDH que la jurisdicción ordinaria está obligada a proteger.

Esta integración en el canon de razonabilidad constitucional de la motivación se ha impuesto en relación con otro elemento de juicio, con autonomía propia, pero imbricado en el derecho a la vida familiar: el interés superior del menor [43]. En presencia del interés superior del menor la doctrina constitucional ha establecido que «el canon de razonabilidad constitucional deviene más exigente por cuanto que se encuentran implicados valores y principios de indudable relevancia constitucional [44]». De esta suerte, el juicio en sede constitucional de cualquier decisión que afecte a menores, en cualquier orden, exige constatar la ponderación del interés del menor, «siendo legal y constitucionalmente inviable» que sea ajena a ese criterio [45]; y puede considerarse exigible una motivación reforzada [46].

En definitiva, si se atiende a la fundamentación que sostiene la ponderación de las circunstancias familiares como condición de suficiencia y razonabilidad de la motivación, una limitación material de esta lógica no parece justificada. En consecuencia, una decisión judicial que interfiere en la vida familiar no debería soslayar la exteriorización de la ponderación de derechos, intereses o circunstancias que mantienen la necesidad de la medida y, esto es lo que interesa destacar, el control de motivación pasaría por comprobar que dicha ponderación se haya practicado. En cualquier orden jurisdiccional y sobre cualquier materia; pero, de forma significativa, cuando la decisión judicial verse sobre derecho de familia. Generalizar la utilización del derecho fundamental a una resolución motivada (art. 24.1) como cauce de penetración del derecho a la vida familiar minimizaría los efectos negativos a que conduce la distinta extensión que la doctrina constitucional reconoce a los arts. 18.1 CE y 8.1 CEDH [47].

2.       El derecho a la vida familiar como parámetro de razonabilidad del resultado

El recurso al derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH) como parámetro de enjuiciamiento del derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE) adquiere un perfil específico en algunos casos, en los que sirve al Tribunal como argumento a mayor abundamiento para descartar la lesión mediante un test de razonabilidad del resultado, en una suerte de interpretación internacionalmente conforme mediata (por medio del derecho a la motivación) y que, como la interpretación conforme, incrementa la legitimidad de la decisión (Saiz Arnaiz, 2013: 147) [48]. Veámoslo en dos ejemplos, en esta ocasión sí, de derecho de familia, en los que el asunto de fondo era la sustracción internacional de menores. En la STC 127/2013, de 3 de junio, que des- carta la vulneración del derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE), la fundamentación culmina con un argumento en favor de la razonabilidad de la resolución impugnada, por un análisis de resultados: primero, en punto al interés superior del menor, y segundo, del derecho del padre a mantener relaciones con la menor, uno de los contenidos del derecho a la vida familiar, art. 8.1 CEDH, lo que «coadyuva a la garantía y ejercicio de los derechos del recurrente y entronca con el art. 39 CE y con el derecho al respeto a la vida privada y familiar» ex art. 8 CEDH [49].

Con la misma lógica, la STC 16/2016, de 1 de febrero, que otorga el amparo por vulneración del derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE), utiliza este juicio de compatibilidad al descartar la contradicción de la decisión judicial que ordena en apelación la restitución de la menor (en España, con la madre) con las resoluciones judiciales que establecieron medidas provisionales, que otorgaban la guarda y custodia a la madre, tras la denegación de la restitución en instancia. Así, afirma que aquellas medidas provisionales «sirvieron para estabilizar la frágil situación provisional de la menor, incursa en un procedimiento de restitución que se prolongaba, así como a preservar, en estas circunstancias complejas, su derecho a relacionarse con ambos progenitores [art. 8 CEDH] y de la misma manera, sirvieron al interés del padre que ha tenido un régimen de visitas en España durante la tramitación del procedimiento». También, al apreciar finalmente el vicio de motivación en la resolución judicial que ordena la restitución de la menor, la sentencia añade como argumento que es una conclusión acorde con las exigencias derivadas del derecho al respeto a la vida privada y familiar (art. 8 CEDH) [50].

El recurso al derecho a la vida familiar como parámetro de razonabilidad del resultado es ocasional. La generalización de un análisis de compatibilidad con el derecho a la vida familiar como parte del juicio a la motivación de las resoluciones que interfieren en la vida familiar y su exteriorización en la sentencia sería positivo; en particular, precisamente porque no se puede analizar como derecho sustantivo. Esta solución permite mantener abierto el diálogo con el TEDH, que puede constatar (desde la perspectiva del derecho subjetivo, también el recurrente) no solo que el derecho internacionalmente reconocido fue tomado en consideración, sino igualmente que, a juicio del TC español, fue debidamente protegido; lo que es relevante con vistas a un potencial recurso ante el TEDH.

En los ejemplos señalados el juicio de razonabilidad del resultado actúa como argumento a mayor abundamiento, en apoyo de la decisión del Tribunal. Por tanto, su generalización como elemento de análisis constitucional en sede de amparo no entraña dificultad práctica ni dogmática. Pero este puede ser su límite. El uso del derecho a la vida familiar como parámetro de la razonabilidad del resultado, aun de manera mediata, y con el pretexto del derecho fundamental a la motivación, implica un juicio incisivo del discurso de la resolución judicial cuestionada: no solo se constata que la resolución judicial lo tomó en consideración. La hipótesis de que el Tribunal declare la vulneración de derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE) porque los resultados de la resolución judicial cuya motivación se cuestiona se consideren incompatibles con el derecho a la vida familiar ex art. 8.1 CEDH parece difícil en el momento actual de la doctrina constitucional; porque, en esencia, es realizar un análisis en clave de derecho fundamental sustantivo.

IV.     Factores que atenúan los  efectos  negativos de la inexistencia de un derecho fundamental

1.       La objetivación del recurso de amparo

Hemos empezado señalando algunos efectos negativos de la limitada aproximación en sede de recurso de amparo al derecho a la vida familiar. Para terminar, se propone reflexionar sobre el alcance real de estos efectos a la luz de dos factores. El primero y principal: la objetivación del amparo. Como es sabido, la LO 6/2007, de 24 de mayo, incorporó la especial trascendencia constitucional como requisito de admisión del amparo al objeto de combatir la atención desproporcionada del TC a su función de garante de derechos fundamentales. Unido a lo anterior, otorgaba un mayor protagonismo a la jurisdicción ordinaria en su responsabilidad de tutela de los derechos fundamentales mediante la ampliación del ámbito del incidente de nulidad de actuaciones. La objetivación del amparo no altera la responsabilidad de la jurisdicción ordinaria respecto a la defensa de los derechos fundamentales, pues siempre fue su primera garante; pero sí supone que, como regla general, será la única. A ello coadyuva la interpretación y aplicación estricta que hace el TC de la especial trascendencia como requisito de admisión y de su articulación con las demás causas de inadmisión, en particular, la verosimilitud de la lesión denunciada [51]. En este sentido es significativo que el TC haya tenido que proceder a explicitar la causa de especial trascendencia que justifica la admisión de los recursos a impulso del TEDH [52].

En este contexto, aun en la hipótesis de que se reconociera un derecho a la vida familiar en el ámbito del art. 18.1 CE, y aun de generalizarse el derecho a la vida familiar como parámetro de enjuiciamiento de la motivación, conviene preguntarse sobre el papel que el TC desempeñaría como garante del derecho por la vía del amparo cuando legislador y TC promueven la limitación de su función como garante de derechos en general. Es innegable la radical trascendencia de un hipotético reconocimiento de un derecho «fundamental» a la vida familiar. Pero el desarrollo de una doctrina constitucional sobre el derecho a la vida familiar por esta vía estaría condicionado por la efectiva admisión de recursos, al fin, por la sensibilidad del TC para apreciar no solo la vulneración del derecho, sino igualmente la especial trascendencia constitucional en estos casos, con un mayor protagonismo de los asuntos con un fondo de derecho de familia [53]. Este panorama limitado se acentúa si, al rigor en la admisión del amparo, se añade la vis expansiva del TJUE en su función de garante último de los derechos reconocidos en la CDFUE, cuyo art. 7 sí reconoce un derecho a la vida familiar. En este marco legal, diálogo multinivel, prevención de condenas (perspectiva de derecho internacional) y mejor protección del derecho (perspectiva del derecho subjetivo) quedan en manos de la jurisdicción ordinaria.

En este sentido, la jurisprudencia del TS (Sala de lo Civil) ofrece un ejemplo digno de atención. La cuestión controvertida: la gestación subrogada. En el caso, los padres, cónyuges del mismo sexo y ambos españoles, solicitaron la inscripción, en el Registro Consular español en Los Ángeles, del nacimiento de dos recién nacidos mediante gestación subrogada como hijos del matrimonio. En casación se confirmó la cancelación de la inscripción por STS (Pleno de la Sala de lo Civil) de 6 de febrero de 2014. Frente a la STS se formuló incidente de nulidad de actuaciones, que fue desestimado por Auto del TS (Pleno de la Sala de lo Civil) de 2 de febrero de 2015 [54]. La gestación subrogada es una cuestión sensible, de importancia creciente y controvertida a nivel interno e internacional [55], que merecería un análisis en clave constitucional, dado que, en esencia, se reduce a la compatibilidad o no de la figura con el orden público internacional español, esto es, con los valores y principios esenciales de nuestro ordenamiento, y su alcance. Pues bien, la fundamentación de la sentencia y el auto del TS realizan dicho análisis, y también el de la violación del art. 8.1 CEDH, que descartan previo examen de la jurisprudencia del TEDH. Al margen de la valoración del resultado material alcanzado [56], lo que aquí interesa es que el TS dictó una «sentencia de amparo [57]» y, lo más sugestivo, cómo utilizó el incidente de nulidad de actuaciones: tras la STS y pendiente el incidente planteado por la parte, el TEDH dictó las relevantes SSTEDH de 26 de junio de 2014, en los asuntos Mennesson c. Francia y Labassee c. Francia, y la STEDH, de 27 de enero de 2015, en el asunto Paradiso y Campanelli c. Italia [58], y el TS recurrió el incidente como «el medio más idóneo para valorar si se ha producido una vulneración de derechos fundamentales conforme a la interpretación que de los mismos realiza dicho Tribunal»; hasta tal punto que, con este razonamiento, reabre una queja ya cerrada [59], en un radical entendimiento finalista del incidente (e implícitamente, del papel del TS) como mecanismo de tutela de los derechos fundamentales.

2.       La reparación del daño por violación del derecho tras la lo 7/2015, de 21 de julio

Entre los efectos negativos del limitado acercamiento de la doctrina constitucional al derecho a la vida familiar hemos subrayado la imposibilidad de que el TC aborte una condena a España por violación del art. 8.1 CEDH en la oportunidad procesal que brindaría la interposición de un recurso de amparo y la correlativa protección de peor calidad del derecho subjetivo. Tradicionalmente esta consecuencia se agravaba por las dificultades para la ejecución de las condenas por el TEDH en el sistema español, en particular, cuando la sentencia comportaba la reapertura de un procedimiento judicial, terminado por sentencia firme con efecto de cosa juzgada [60]. Pues bien, la LO 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, ha mejorado notablemente la situación al establecer, con carácter general, la revisión ante el TS como cauce procesal para esta pretensión; en el orden civil, art. 510.2 LEC [61]. Esta solución, además, sitúa la ejecución de las condenas por el TEDH en el ámbito del derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE) en la vertiente de derecho de acceso a la jurisdicción [62] y, en consecuencia, del principio de interpretación pro actione, el canon de análisis más incisivo. Es una derivación, acaso impensada por el legislador, que ha seguido la solución adoptada en el orden penal por el TS mediante el Acuerdo del 21 de octubre de 2014 [63]. El TC, que ya lo había apuntado en la STC 70/2007, de 16 de abril, ha subrayado esta consecuencia en la STC 65/2016, de 11 de abril, FJ 4.

Aunque al establecer este cauce procesal mejora la expectativa de ejecución de la condena, el alcance en la práctica de esta reforma legislativa es relativo cuando está en juego el derecho a la vida familiar en procedimientos en el orden civil. En primer lugar, además de los costes económicos y de inseguridad jurídica que comporta para la víctima la reapertura del procedimiento, en el ámbito civil su adecuación como medida de reparación es cuestionable principalmente por la existencia de terceros de buena fe con más frecuencia que en los procesos penales (López Guerra, 2014: 4). Esta es una de las razones por las que algunos ordenamientos optan por otros métodos para procurar la restitución en el ámbito civil y por la que hay que admitir que la reapertura del procedimiento civil a resultas de la condena por el TEDH puede ser inviable [64]. El art. 510.2 LEC es coherente con esta necesaria ponderación de los intereses en presencia, pues previene expresamente que la revisión no puede perjudicar los derechos adquiridos por los terceros de buena fe.

En segundo lugar, también su utilidad es cuestionable desde el punto de vista de la temporaneidad de la respuesta, pues en el marco del derecho a la vida familia, y de forma drástica si hay menores, el paso del tiempo convierte el daño en irreparable. De hecho, en la jurisprudencia del TEDH sobre derecho a la vida familiar, el cumplimiento o no de la obligación positiva de adopción de medidas adecuadas, que es parámetro para determinar la violación del derecho, se juzga en función de la celeridad/temporaneidad de la adopción [65]. El caso resuelto por la precitada STC 65/2016, de 11 de abril, es paradigmático. El asunto parte de la declaración de desamparo y acogimiento pre-adoptivo de una menor. La madre se opuso y, agotada la vía judicial por amparo inadmitido en 2011, acudió al TEDH, que declaró la violación del art. 8.1 CEDH [66]. Para canalizar la pretensión de ejecución de la condena (formulada antes de la reforma por la LO 7/2015), la recurrente planteó incidente de nulidad de actuaciones, que fue inadmitido. La recurrente vuelve en amparo contra la inadmisión del incidente, pretensión que es estimada por el TC [67]. En lo que ahora interesa, la STEDH ya pone de manifiesto que la situación es «difícilmente reversible» a causa de los efectos perniciosos del paso del tiempo, decisivo de «la imposibilidad de cualquier reagrupamiento familiar entre la demandante y su hija», para concluir que se «deben tomar las medidas apropiadas en el interés superior de la niña» y condenar al pago de satisfacción equitativa [68]. En definitiva, para el derecho a la vida familiar y el interés superior del menor el daño es irreversible. Hay que advertir que, simultáneamente a este iter procesal, se tramita procedimiento para la adopción de la menor, lo que abunda en lo claudicante de la situación [69].

En todo caso, con estas limitaciones en la práctica para la reapertura del procedimiento en el orden civil la reforma ha mejorado la expectativa de ejecución de la hipotética sentencia de condena del TEDH por violación del derecho, por lo que el impacto negativo de la imposibilidad de acceso al amparo del derecho a la vida familiar se atenúa.

V.       Conclusiones

1.       El título de este trabajo es paradójico, pues la doctrina constitucional niega la existencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo, coextenso al derecho al respeto a la vida familiar reconocido por el art. 8.1 CEDH. Esta solución, que puede ser impecable desde un punto de vista dogmático, provoca efectos negativos en diversos planos; en particular, consideramos los producidos en los planos del derecho internacional y de la protección del derecho subjetivo.

La negación de un derecho fundamental sustantivo a la vida familiar es doctrina reiterada y actual. Sin embargo, y además de las opiniones disiden- tes, existen pronunciamientos en la doctrina constitucional que no se compa- decen con ella; también reiterados y actuales, por lo que no se pueden ignorar. En una imagen: el ATC 40/2017, de 28 de febrero, insiste en que el art. 18.1 CE no incluye contenidos propios de la vida familiar, pero, el 27 de febrero, la STC 29/2017 vinculaba la falta de ponderación de circunstancias familiares con el derecho a la intimidad familiar, con invocación del art. 18 CE.

2.       Cuestionado como derecho fundamental sustantivo protegible en amparo, el derecho a la vida familiar ha encontrado un cauce de penetración a través del derecho fundamental a una resolución motivada (art. 24.1CE), pues el TC lo reconoce como parámetro para su enjuiciamiento. Es una línea doctrinal que se consolida, que atenúa los efectos negativos de la inexistencia de un derecho fundamental a la vida familiar y que se construye eminente- mente con sentencias con un fondo de extranjería. Pero la base jurídica que la sostiene es la vinculación de la vida familiar con intereses jurídicos de trascendencia constitucional por su conexión con el principio de protección de la familia (art. 39.1 CE), con el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) y con el principio hermenéutico del art. 10.2 CE. Si esta es la base jurídica, la ponderación de la necesidad de una medida que interfiere en la vida familiar debería constituir un requisito de razonabilidad de las resoluciones judiciales (y el control de la motivación de las resoluciones judiciales comprender la constatación de que dicha ponderación se haya practicado) sin distinción de materia u orden jurisdiccional, lo que afectaría significativa- mente a los asuntos con un fondo de derecho de familia.

3.       El derecho a la vida familiar como parámetro de enjuiciamiento de la motivación tiene una manifestación específica: como elemento de juicio de la razonabilidad del resultado. Pero es esporádica. La generalización de esta vía argumentativa en las decisiones del TC, inocua, pues su actuación solo es previsible como argumento a mayor abundamiento, serviría como canal de comunicación de las razones por las que, a juicio del TC, el derecho a la vida familiar fue debidamente protegido, lo que permitiría mantener abierto un mínimo diálogo con el TEDH y coadyuvar a la prevención de potenciales condenas del TEDH por violación del derecho.

4.       Para evaluar el alcance en la práctica del impacto negativo que pueda tener la limitada aproximación en sede de recurso de amparo al derecho a la vida familiar se propone tomar en consideración dos factores. El primero y principal: la objetivación del amparo. En el contexto del amparo objetivo, aun en la hipótesis de su reconocimiento como derecho fundamental o de la generalización de su consideración como parámetro de motivación, la importancia de la aportación de la doctrina constitucional a la garantía y conformación del derecho a la vida familiar dependería en gran medida de la sensibilidad del TC al apreciar no solo la vulneración del derecho sino, igualmente, la especial trascendencia constitucional en estos casos. Porque merced al amparo objetivo, hay que asumir que, con carácter general, el diálogo entre tribunales, la prevención de condenas y la mejor protección del derecho subjetivo se residencian en la jurisdicción ordinaria. En este punto nos limitamos a reseñar un ejemplo: la utilización del incidente de nulidad de actuaciones por el ATS (Sala Primera) de 2 de febrero de 2015, en un entendimiento óptimo del cumplimiento de estas funciones.

5.       Finalmente, revisamos el presupuesto a la luz de un segundo factor: la mejor expectativa de reparación del daño por violación del derecho declarada por el TEDH tras la reforma legislativa operada por la LO 7/2015, de 21 de julio, que canaliza procesalmente la medida de reapertura del procedimiento. La reforma legislativa ha mejorado la situación (sustancialmente, al quedar sometida la reapertura del procedimiento al principio de interpretación pro actione), pero hay que tener en cuenta que la virtualidad en la práctica de esta medida queda condicionada por la afectación de los terceros de buena fe y su necesaria temporaneidad, factores particularmente concurrentes en los procedimientos en el orden civil. Con todo, en los casos en que sea viable la reparación mediante la reapertura del procedimiento por concurrir las condiciones previstas por el art. 510.2 LEC, la expectativa razonable de ejecución de la potencial sentencia de condena del TEDH que genera la reforma legislativa atenúa el efecto negativo de la imposibilidad de acceso al amparo del derecho a la vida familiar.

María Victoria Cuartero Rubio, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Trabajo realizado en el marco de la red temática: «Justicia Civil: análisis y prospectiva» (DER 2016-81752-REDT) y el proyecto nacional I+D: «El TJUE: su incidencia en la configuración normativa del proceso civil español y en la protección de los derechos fundamentales» (DER 2016-75567-R).

Convenio del Consejo de Europa, hecho en Roma, el 4 de noviembre de 1950, en adelante CEDH. El precepto sigue: «2. No podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este derecho sino en tanto en cuanto esta injerencia esté pre- vista por la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y las libertades de los demás». En similares términos, el art. 7 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (en adelante, CDFUE), bajo el título «Respeto de la vida privada y familiar», establece: «Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de sus comunicaciones». Ambos preceptos reflejan la previsión del art. 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948: «Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques»; y del art. 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966: «1. Nadie será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra y reputación. 2. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques» (en relación con los arts. 16.3 DUDH y 23.1 PIDCP).

2      Refiere el diferente contenido del art. 18.1 CE y del 8.1 CEDH, en lo que aquí interesa, con explicación de los aspectos que exceden del derecho a la intimidad familiar, Santolaya Machetti, 2009: 545-566.

3      Voto particular concurrente del magistrado don Manuel Aragón Reyes, STC 150/2011, de 29 de septiembre, FJ 2.

4      El art. 10.2 CE admite la incorporación de aspectos no explicitados de los derechos fundamentales (Saiz Arnaiz, 2009: 196; también se reconoce la eventualidad de «la emergencia de nuevos derechos» como resultado de la «paulatina interpretación» de los existentes de conformidad con los convenios internacionales y su jurisprudencia, ibíd.: 207). Y en el entendimiento de que el art. 10.2 CE sirve a la interpretación de todos los derechos y libertades reconocidos en nuestra Constitución, incluso los que adoptan la forma de principios rectores (Queralt Jiménez, 2008: 197).

5      ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 3.

6      STC 186/2013, de 4 de noviembre, FJ 7.

7      Muy cercano en el tiempo, en el asunto Labaca Larrea el TEDH inadmite una queja similar por manifiestamente mal fundada (Labaca Larrea c. Francia [dec.], núm. 56710/13, párr. 47, TEDH 2017).

8      Se denunciaba únicamente la vulneración del derecho fundamental a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE), en conexión con el derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH), supuesto perfecto para abordar la relación entre ambos. El Pleno recabó para sí el conocimiento del recurso y fue inadmitido mediante auto y no providencia; circunstancias que subrayan la relevancia del asunto.

9      A lo dicho supra hay que sumar los argumentos contra una interpretación extensiva del art. 18.1 CE. Entre otros, sobre los problemas que plantea el uso expansivo del derecho a la vida privada por el TEDH, Gómez Montoro (2016: 617-650), de los inconvenientes de una «expansión sin límites discernibles» de derechos, como los del art. 18, vinculados al art. 10.1 CE, alerta J. Jiménez Campo (2009: 191); en general, sobre los peligros de la interpretación expansiva de los derechos fundamentales, Pérez Tremps (2005: 908-909).

10      Sobre la interrupción del diálogo TC-TEDH sobre derechos fundamentales, vid. Ripol Carulla, 2014: 11-53. Otras expresiones del mismo fenómeno: el TC queda al margen de la configuración de un ius commune en materia de derechos humanos como elemento de interpretación de los derechos fundamentales, en una alimentación recíproca (Pérez Tremps, 2005: 917-918), al margen de la «integración europea de derechos fundamentales» (García Couso, 2016: 120), etc.

11      De las últimas resoluciones del TEDH en relación con España y el derecho a la vida familiar, y conforme a los datos que constan en las mismas, el asunto M.L.R. (M.L.R. c. España [dec.], núm. 22353/14, TEDH 2016) fue inadmitido por el TEDH por falta de agotamiento e inadmitido por el TC (no consta la causa), el asunto Fernández Cabanillas (Fernández Cabanillas c. España [dec.], núm. 22731/11, TEDH 2014) fue inadmitido por manifiestamente infundado y en el TC por falta de especial trascendencia constitucional; en el asunto K.A.B. (K.A.B. c. España, núm. 59819/08, TEDH 2012) y el asunto Saleck Bardi (Saleck Bardi c. España, núm. 66167/09, TEDH 2011) se declaró la violación del derecho y el previo amparo había sido inadmitido por falta de especial trascendencia constitucional. Por el contrario, se declaró la no violación del derecho en el asunto P.V. (P.V. c. España, núm. 35159/09, TEDH 2010), que cuestionaba la STC 176/2008, de 22 de diciembre. De especial interés resultan G.V.A. c. España (dec.), núm. 35765/14, TEDH 2015, y R.M.S. c. España, núm. 28775/12, TEDH 2013, a las que nos referiremos infra. Recientemente España ha sido condenada en el asunto Saber y Boughassai (Saber y Boughassai c. España, núms. 76550/13 y 45938/14, TEDH 2018). Los recurrentes habían interpuesto recursos de amparo ante el TC, que fueron inadmitidos por falta de justificación de la especial trascendencia constitucional (cf. párr. 17 de la precitada sentencia).

12      El voto particular al ATC 40/2017 incide en esta perspectiva, que ilustra con el expresivo desenlace de la STC 186/2013, de 4 de noviembre, vid. infra.

13      Vid. infra; una construcción constitucional de la familia que descansa en el equilibrio entre los derechos fundamentales de los individuos y las políticas públicas de protección ex art. 39.1 CE (Roca i Trias, 2006: 208) y cuya inclusión en el texto constitucional responde a un interés de protección, más allá del «efecto emulación» de las normas internacionales (Aguado Renedo, 2012: 77-78).

14      BOE, núm. 125, de 25 de mayo de 2007.

15      BOE, núm. 174, de 22 de julio de 2015.

16      Al hilo del cuestionamiento constitucional de la LOEX, y, en particular, del derecho a la reagrupación familiar, la STC 236/2007, FJ 11, establece: «Nuestra Constitución no reconoce un “derecho a la vida familiar” en los mismos términos en que la jurisprudencia del TEDH ha interpretado el art. 8.1 CEDH», y niega que dicho derecho (como el más concreto derecho de reagrupación familiar) pueda incardinarse en el derecho a la intimidad familiar (art. 18.1 CE).

17      La intimidad familiar se define como una dimensión adicional de la personal que se extiende «a determinados aspectos de otras personas con las que se guarde una per- sonal y estrecha vinculación familiar, aspectos que, por esa relación o vínculo familiar, inciden en la propia esfera de la personalidad del individuo que los derechos del art. 18 CE protegen. “No cabe duda que ciertos eventos que pueden ocurrir a padres, cónyuges o hijos tienen, normalmente y dentro de las pautas culturales de nuestra sociedad, tal trascendencia para el individuo, que su indebida publicidad o difusión incide directamente en la propia esfera de su personalidad. Por lo que existe al res- pecto un derecho —propio y no ajeno— a la intimidad, constitucionalmente protegido” (STC 231/1988), «(STC 197/1991, de 17 de octubre, FJ 3). En suma, el derecho reconocido en el art. 18.1 CE atribuye a su titular el poder de resguardar ese ámbito reservado por el individuo para sí y su familia de una publicidad no querida (STC 134/1999, de 15 de julio, FJ 5; STC 115/2000, de 5 de mayo, FJ 4)» (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 11); recientemente STC 58/2018, de 4 de junio, FJ 5.

18      STC 60/2010, de 7 de octubre, FJ 8 (que resuelve la cuestión de inconstitucionalidad en relación con el art. 57.2 del Código Penal según la redacción dada por la LO 15/2003, de 25 de noviembre). La misma lógica opera en la STC 80/2010, de 26 de octubre, y resuelven por remisión las SSTC 79/2010, de 26 de octubre, 81-86/2010, de 3 de noviembre, y 115-119/2010, de 24 de noviembre.

19      Argumento en el voto particular al ATC 40/2017, de 28 de febrero, supra.

20      La recurrente era madre de una menor española, de padre español, en prisión, resultando la expulsión una medida desproporcionada por sus efectos sobre la situación de la menor (en el caso de permanecer en España sin la madre) y los derechos de la menor y el padre a relacionarse (en el caso de que la menor acompañara a la madre expulsada).

21      STC 186/2013, de 4 de noviembre, FJ 7.

22      Dejar sin efecto la decisión de expulsión y abonar satisfacción equitativa, así como asegurar la interpretación del art. 57.2 LOEX de conformidad con el art. 8 CEDH (G.V.A. c. España [dec.], núm. 35765/14, TEDH 2015 precitada); pese a lo cual, STS (Sala Tercera) de 18 de julio de 2017, FJ 3 in fine.

23      Voto particular de los magistrados doña Adela Asua Batarrita y don Fernando Valdés Dal-Ré, FJ 6.

24      Voto particular del magistrado don Juan Antonio Xiol Ríos, al que se adhieren la magistrada doña Adela Asua Batarrita y el magistrado don Fernando Valdés Dal-Ré, FJ I.1 in fine.

25      Profesora de Religión cuyo contrato temporal no se renueva por haber contraído matrimonio civil. En el amparo se denunciaba lesión del art. 18.1 CE, entre otros, y se otorga con reconocimiento de vulneraciones al art. 14 CE y al art. 16.1 CE «en conexión con el derecho a contraer matrimonio en la forma legalmente establecida (art. 32 CE) y a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE)».

26      La sentencia otorga el amparo interpuesto contra las resoluciones judiciales que denegaron la licencia solicitada por la recurrente para la incineración de los restos biológicos del aborto al que se sometió.

27      STC 11/2016, de 1 febrero, FJ 3.

28      Discrepante de los magistrados don Francisco Pérez de los Cobos Orihuel y doña Encarnación Roca Trias, y concurrente del magistrado ponente don Andrés Ollero Tassara.

29      Según explica el auto, se trata de «un supuesto singular, sin manifestar una genuina vocación revisora de la doctrina precedente, y sin aseverar en ningún momento que sea procedente reformular el contenido del derecho fundamental a la intimidad personal y familiar del art. 18.1 CE mediante la íntegra recepción de la doctrina elaborada por el TEDH al interpretar el art. 8.1 CEDH en todas sus posibles facetas» (ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 3).

30      SSTC 119/2001, de 24 de mayo, 16/2004, de 23 de febrero, y 150/2011, de 29 de septiembre.

31      Las sentencias precitadas analizan un derecho a la «intimidad domiciliaria», que anclan en el art. 18, párrs. 1 y 2, asumiendo de forma acrítica el planteamiento difuso de los recurrentes; y el análisis del art. 18.1 se refiere como «estrictamente vinculado» al art. 10.1 CE.

32      ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 5.

33      Un resumen de los contenidos del art. 8 según el TEDH, en Arzoz Santisteban (2015: 399-421). En concreto, sobre este contenido, vid., entre otros, Torres Pérez (2017: 148-167).

34      V. gr., Sentencia de 7 de diciembre de 2017, López Pastuzano, C-636/16, EU:C:2017:949.

35      STC 140/2009, de 15 de junio, FF. JJ. 5 y 6.

36      STC 131/2016, de 18 de julio, FJ 5. Hay que advertir que, a diferencia del recurso que dio lugar a la STC 140/2009, en este se denuncia vicio de motivación pero también vulneración del derecho a la intimidad familiar (art. 18.1 CE) en relación con el art. 39 CE.

37      Lo que habría conducido a la vulneración del art. 24.1 CE en aplicación de la doctrina. Se trataría, además, de una falta de motivación particularmente grave si, como se hace, se defiende igualmente la existencia de un derecho fundamental a la vida familiar ex art. 18.1 (vid. supra), pues habría requerido una motivación reforzada.

38      Un caso que se separa de nuestro objeto pero digno de comentario es el que plantea la STC 145/2011, de 26 de septiembre. El recurrente alegó vulneración del derecho a la defensa (art. 24.2 CE), motivación (art. 24.1 CE) e intimidad familiar (art. 18.1 CE), por no haberse valorado el arraigo familiar en España al decretar la expulsión. El amparo fue otorgado por vulneración del derecho a la defensa (art. 24.2 CE), pues no se notificó la propuesta de resolución del expediente, en la que se incluían hechos nuevos que resultaron trascendentes para la orden de expulsión; en lo que aquí interesa, la existencia de diligencias previas por delito de malos tratos y la de orden judicial de alejamiento de la esposa.

39      En puridad, esta sentencia no pune la falta de ponderación sino la irrazonable valoración de la prueba cuando se aportaron pruebas incontestables.

40      Y su cuestionable especial trascendencia constitucional por inexistencia de doctrina constitucional (STC 29/2017, FJ 2) o necesidad de aclaración o cambio (STC 201/2016, antecedente 5; sí, por cuestión jurídica de relevante y general repercusión social).

41      Por tanto, si el recurrente quiere un pronunciamiento del TC sobre el art. 8.1 CEDH debe invocar vulneración del art. 24.1 CE. Con la misma lógica, el TC puede ser sorteado a voluntad del recurrente mediante la sencilla estrategia procesal de alegar en el recurso de amparo vulneración del art. 18.1 CE en conexión con el art. 8.1 CEDH (planteamiento de inmediata inadmisión por aplicación de la doctrina constitucional), sin alegar vulneración del art. 24.1 CE.

42      Lo que conecta, además, con la ponderación como técnica clave en la interpretación de derechos fundamentales si median valores constitucionales expresamente reconocidos (Díez-Picazo Giménez, 2013: 61 y 114-116); en el caso, arts. 10.1 y 39.1 CE.

43      «El criterio que ha de presidir la decisión que en cada caso corresponda adoptar al Juez, a la vista de las circunstancias concretas, debe ser necesariamente el del interés prevalente del menor, ponderándolo con el de sus progenitores, que aun siendo de menor rango, no por ello resulta desdeñable (SSTC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 5; 124/2002, de 20 de mayo, FJ 4; 144/2003, de 14 de julio, FJ 2; 71/2004, de 19 de abril, FJ 8; 11/2008, de 21 de enero, FJ 7)» (STC 176/2008, de 22 de diciembre, FJ 6).

44      STC 138/2014, de 8 de septiembre, FJ 3, y doctrina allí citada.

45      STC 127/2013, de 3 de junio de 2013, FJ 6.

46      STC 217/2009, de 14 de diciembre, FJ 5.

47      Valga como ejemplo el asunto Iglesias Gil, que terminó en condena por el TEDH por violación del art. 8.1 CEDH (Iglesias Gil y A.U.I. c. España, núm. 56673/00, TEDH 2003). Con un fondo de sustracción internacional de menores, el TC desestimó los dos recursos de amparo interpuestos, por considerar que las quejas se limitaban a la discrepancia con unas resoluciones motivadas y fundadas en derecho (comentado en Cuartero Rubio, 2013: 471-499); decisiones que no habrían aguantado un juicio de motivación que comprendiera una constatación de la ponderación exigida por el derecho a la vida familiar.

48      Interpretación internacionalmente conforme, ya como ausencia de contradicción, ya como deducibilidad; en este sentido, el recurso al texto internacional sirve como ejemplo y coadyuva a la justificación de la decisión ya adoptada (Saiz Arnaiz, 2009: 202-204); y usado como argumento de autoridad ad abundantiam o complementario (Queralt Jiménez, 2008: 220-247). Un ejemplo extremo: el ATC 40/2017, que analiza la jurisprudencia del TEDH para concluir que se respeta el derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH), en interpretación internacionalmente conforme; si se reconociera un derecho (o un aspecto no explicitado de un derecho) fundamental sustantivo que interpretar ex art. 10.2 CE, que es lo que se niega.

49      STC 127/2013, de 3 de junio, FJ 6.

50      STC 16/2016, de 1 de febrero, FF. JJ. 8 y 10.

51      La crítica a este entendimiento parece arraigar vía votos particulares en los autos de inadmisión del Pleno del Tribunal. Así, en ATC 9/2012, de 13 de enero, ATC 155/2016, de 20 de septiembre, en el precitado ATC 40/2017, de 28 de febrero; de forma elocuente, en el ATC 119/2018, de 13 de noviembre.

52      Arribas Antón c. España, núm. 16563/11, TEDH 2015.

53      El derecho de familia actual presenta cuestiones necesitadas de análisis constitucional. A mi juicio, bastaría un entendimiento razonable de las causas de especial trascendencia constitucional previstas en el FJ 2 de la STC 155/2009, de 25 de junio; o considerar la participación en la construcción europea de los derechos fundamentales una causa de especial trascendencia (García Couso, 2016: 135).

54      STS y ATS con voto particular de cuatro magistrados.

55      Razones que han llevado a crear un grupo de trabajo específico en el seno de la Conferencia de La Haya de Derecho Internacional Privado (Borrás Rodríguez, 2015: 271-275). Vid. Documento Preliminar n.º 2 en las Conclusiones de la Reunión del Consejo, marzo de 2017. Disponible en: https://bit.ly/2tKxpEa.

56      Comparto la crítica de Álvarez González (2014: 273-277); vid. también Álvarez González, 2015: 218-222.

57      Sentencia de «amparo judicial» (Díez-Picazo y Ponce de León, 2013: 22).

58      Por auto de aclaración por comisión de error material, ATS (Pleno de la Sala de lo Civil) de 11 de marzo de 2015. Se trata de las SSTEDH Mennesson c. Francia, núm. 65192/11, TEDH 2014, Labassee c. Francia, núm. 65941/11, TEDH 2014 y Paradiso y Campanelli c. Italia, núm. 25358/12, TEDH 2015. En los asuntos Mennesson y Labassee, el TEDH calificó el asunto como una cuestión de derecho a la vida privada de los menores y no del derecho a la vida familiar, no así en la STEDH Paradiso (vid. Álvarez González, 2016: 1044-1048; incide en el distinto enfoque Jiménez Blanco, 2015: 238-241). El asunto Paradiso llegó a Gran Sala (Paradiso y Campanelli c. Italia [GS], núm. 25358/12, TEDH 2017), que recondujo el problema a una cuestión de derecho a la vida privada (párr. 165).

59      «En un supuesto tan excepcional, no es de aplicación la doctrina que con carácter general ha sentado esta Sala en el sentido de que el incidente de nulidad de actuaciones no permite volver a plantear las cuestiones de trascendencia constitucional que hayan constituido justamente el objeto del proceso y sobre las que la sentencia se haya pronunciado» (FJ 6, 1).

60      Inciden en la inexistencia de cauce procesal adecuado y proponen soluciones Ripol Carulla (2010: 75-112) y Garberí Llobregat (2013).

61      LO 7/2015, art. único, 3, que añade el art. 5 bis a la LOPJ y disposición final cuarta, apdos. 13, 14 y 15, que modifican los arts. 510.2, 511 y 512.1 LEC. En el orden civil, el art. 510.2 LEC previene la revisión contra resoluciones judiciales firmes tras la declaración por el TEDH de violación del derecho «siempre que la violación, por su naturaleza y gravedad, entrañe efectos que persistan y no puedan cesar de ningún otro modo que no sea mediante esta revisión, sin que la misma pueda perjudicar los derechos adquiridos de buena fe por terceras personas».

62      Por todas, STC 18/2009, de 26 de enero, FJ 3.

63      Disponible en: https://bit.ly/2VzGiwm.

64      Cf. Consejo de Europa (2016), The Longer-Term Future of the System of the European Convention on Human Rights (Informe del CDDH adoptado el 11 de diciembre de 2015), p. 80.

65      Entre otros, Ignaccolo-Zenide c. Rumanía, núm. 31679/96, párr. 102, TEDH 2000; Maire c. Portugal, núm. 48206/99, párr. 74, TEDH 2003; Pini y otros c. Rumania, núms. 78028/01 y 78030/01, párr. 175, TEDH 2004; Monory c. Rumanía y Hungría, núm. 71099/01, párr. 82, TEDH 2005, y Tapia Gasca y D. c. España, núm. 20272/06, párr. 92, TEDH 2009.

66      Precitada R.M.S. c. España, núm. 28775/12, TEDH 2013.

67      En síntesis: el órgano judicial inadmitió el incidente de conformidad con la redacción derogada del art. 241.1 LOPJ, anterior a la reforma por la LO 6/2007, lo que el TC critica particularmente por desconocer la función estructural del incidente en la protección de los derechos fundamentales (FJ 7 in fine) y por la afectación de la situación de una menor (FJ 8). Cf. los hechos reseñados en antecedentes de la STC y STEDH.

68      Madre e hija se vieron por última vez en 2005, cf. párrs. 91, 92 y 101. Recuérdese que la satisfacción equitativa ex art. 41 CEDH corresponde cuando las consecuencias de la violación del derecho solo admiten una reparación imperfecta. Por su parte, la letrada de la Junta de Andalucía, en el trámite de alegaciones en amparo, insiste en que la STEDH ya ha sido ejecutada, pues se pagó la condena y es contraria al interés de la menor la vuelta con su madre.

69      La STC reclama una solución «tan pronto como sea legalmente posible» en relación con los autos de acogimiento, que son los combatidos hasta el TEDH. A ello añade «sin perjuicio de lo que corresponda valorar» en el seno del procedimiento abierto de adopción de la menor «respecto de los efectos de la STEDH» (STC 65/2016, de 11 de abril, FJ 8 in fine).

Redacción de  uv.es

Xavier: ¿Qué vocerío es aquel que se oye allí abajo en la calle?

Pedro: Parece una manifestación de grupos católicos que se oponen a la despenalización legal del aborto.

Julián: Es un asunto serio. La aceptación social del aborto es una de las cosas más lamentables del siglo XX. Siempre ha existido en la historia antigua el infanticidio, los abortos provocados o la exposición de niños abandonados en las calles o en la puerta de cualquier hospicio. Pero la difusión del cristianismo hizo posible que estos hechos, pecados en sí mismos, fueran considerados también como delitos castigados por la ley. Las penas inhiben o frenan, ya que no todos los actos malos, una parte importante de los crímenes. Y aunque no sirvan los castigos para evitar todos los delitos, si quedan impunes se incita o favorece la comisión de ellos. ¡Salen gratis! Y ahora se nos propone una vuelta atrás hacia la barbarie, un retroceso en la civilización que no solamente es cristiana sino humana...

Pedro: Ciertamente el aborto es la comisión de una acción violenta sobre un organismo, un ser biológico que no se puede defender de la agresión. Ese ser vivo, si no se actúa en su contra, crece independientemente de la voluntad de la madre hasta el mismo alumbramiento. Y no es cierto que el embrión sea, como una uña o el cabello, meras prolongaciones de un cuerpo materno que decide sobre sí mismo con absoluta libertad; o como un tumor, una enfermedad maligna que se debe extirpar desde la raíz... El verdadero mal es el egoísmo de los hombres. Ese es el auténtico cáncer. Y entiéndase bien: el pecado no es “exclusivo” de aquella mujer que decide abortar, ya sea en solitario o acompañada por el varón y un grupo de simpatizantes abortistas. Sin duda que hay un pecado “individual” cuya responsabilidad o atenuantes es mayor o menor según cada caso concreto. Pero también hay un pecado “social”, ya sea por permitir legalmente el aborto o bien por mantener aquellas condiciones sociales que empujan a ciertas mujeres hacia el aborto. Una adolescente me decía: “Las monjas me  dicen  que  abortar  es  un  pecado  contra  Dios;  la  trabajadora  social  que  es un derecho de la mujer. Las dos tienen casa, comida, luz, gas, trabajo y ... muchos consejos o palabras para darme.”

Julián: Es cierto que existe, mezclada con la pasión política sectaria, el maniqueísmo y muchas simplificaciones intelectuales, bastante hipocresía social en este asunto complejo, que no puede analizarse con la brocha gorda de las burdas descalificaciones. Vemos que quienes se oponen a la despenalización y secundan manifestaciones al grito de ¡Asesinos! se quedan luego con los brazos en el bolsillo cuando tienen en su poder la posibilidad de derogar determinadas leyes. Yo entiendo que no siempre es posible. Una discutida intervención en un monumento arqueológico puede ser muy costosa, arriesgada o provocar males mayores si se pretende enmendar la restauración. A veces es preciso dejar las cosas así como están para no empeorarlas aún más. Pero quienes piensan que está en juego la vida del “nasciturus” ¿no se manchan las manos también con su omisión cuando tienen el BOE y el bolígrafo que firma las leyes? Y en otro lado vemos que la vida de las ballenas o de los toros de lidia suscita una acogida más calurosa que la defensa de los cachorros humanos, vista ésta posición como algo propio de carcas, curas pre­conciliares y retrógrados...

¿Qué opinas de todo esto, Xavier?

Xavier: Creo sinceramente que corremos aquí el peligro de caer en lo accesorio, en lo secundario, en los detalles o casos particulares. Debemos saltar por encima de todo ello hacia lo esencial. El debate es complejo; tiene aspectos que se fundan en la ciencia, en la ética, en la política, en el derecho, en la religión e, incluso, en la misma economía... Quizá debamos comenzar preguntándonos algo que parece banal, sobradamente conocido: ¿cuando “nace” de veras un hombre, la persona humana?

Julián: Tradicionalmente se entiende por “nacer” el alumbramiento, el momento en el que el recién nacido se desprende de la madre al cortar el cordón umbilical. Entonces hay “dos” vidas, una dependiente de la otra pero diferenciada biológicamente de ella. Sin embargo, es evidente que un “nanosegundo” antes de cortar las amarras ese ser vivo ya “es”, tiene una vida “humana”. Y si retrocedemos de un instante a otro instante, saltando como la ardilla de rama en rama, llegamos a un punto inicial de todo el proceso biológico: el momento de la concepción. Antes no había nada más que un óvulo a la espera, ahora hay una célula germinal.

Xavier: Tienes razón, pero nuestros juicios éticos deben fundarse en los hallazgos de la misma ciencia que pule en cada instante sus lentes para ver más claramente la realidad de lo que se puede ver con la mirada sencilla de un realismo ingenuo. Una mente tradicional entiende que la célula germinal es ya un “hombrecito” pequeño alojado en el cuerpo de la madre hasta el día en que se suelta de su atadura biológica. Pero ¿qué sucede si esa célula o embrión se escinde un tiempo después produciendo gemelos, dos seres individuales distintos. ¿Diremos que la sustancia del alma humana se ha partido en dos?

Pedro: Ese hecho que planteas arroja una duda razonable. Como en el caso de los electrones de un átomo no podemos determinar con precisión su estado en un momento dado. Ahora bien: o el electrón está en una posición determinada, aunque no podamos saber cuál sea, o bien se halla en varios lugares al mismo tiempo, como una onda. En cualquier caso, ya se trate de un corpúsculo o una onda, podemos hablar de una presencia; también el embrión es una forma de vida “humana” presente proyectada en el tiempo. Tal vez no sepamos bien dónde comienza la historia del embrión y dónde acaba su prehistoria. Podemos suponer aquí un proceso de “hominización”, pero en algún momento preciso debe “nacer” el hombre.

¿Cuándo un antropoide, Lucy, es ya una Eva? ¿Cuándo el óvulo fecundado se transforma en una sustantividad, en un “individuo” humano? ¿Qué criterios puede manejar la ciencia que sean seguros?

Xavier: Hablamos de la muerte cuando se produce la llamada “muerte cerebral”, pero éste es un criterio lógico de la ciencia médica basado en la experiencia de que la parada del corazón o la interrupción temporal de la respiración no son datos suficientes para declarar la muerte física, la cual determina la muerte “legal”. Todas las células del cuerpo no cesan su actividad cuando el cerebro deja de ejercer la suya. Legalmente se concede un plazo de un día para enterrar un cadáver para prevenir así las muertes “aparentes”. ¡Buen susto nos produciría un muerto resucitando como Lázaro en el cementerio! Ahora bien, los hombres primitivos, sin nuestra ciencia moderna, creerían que una persona en “coma” no está “dormida” sino muerta. ¡Nadie duerme varios años! O quizás morir y soñar son una misma cosa. Los cristianos creemos que la muerte física es un “coma” ortográfico, una pausa, nunca el punto final, un puente hacia la orilla del vacío absoluto o la nada. Y hombres nada necios como Platón o Pitágoras parecen creer en la existencia de la transmigración de las almas hacia seres inferiores y de una existencia anterior a unirse al cuerpo. ¡Qué sabemos y qué podemos saber! Toda creencia se asoma a un abismo de ignorancia. El hombre es un forjador de mitos y la ciencia misma se convierte en un mito superior barnizado de prestigio. Unos dicen Big­bang donde otros dicen Yahvé, logos o Verbo. De tejas (o Texas) abajo lo que importa al mejicano o al gachupín es saber si la Bella durmiente (como la ninfa Dafne o un paciente en coma) despertará con el beso de un príncipe. Y para ello debemos conocer el principio del cuento saltando detrás de la tapia y volviendo luego para contarlo. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato de la Parca?

Julián: Aquí se han planteado dudas razonables, pero cuando se duda lo más razonable es siempre atenernos a lo más seguro y desechar lo que tan solamente es probable. Puede que el embrión en una fase imprecisa de delimitar con certeza no sea “aún” una sustancia, un “hombre”;  pero puede también que sí lo sea. Y en ese caso, ante la duda, lo más razonable es no correr el riesgo de acabar violentamente con una vida humana en su estado inicial. Por otro lado, todo el debate sobre los plazos es una cortina de humo, un medio de ganar un tiempo para hacer posible el aborto. Sin embargo, es preciso establecer por fuerza un límite temporal, un “hasta aquí” hemos llegado. Y ese límite no puede ser nunca arbitrario, sino fundamentado en razones científicas; la ciencia no es una “mayoría democrática”. ¿Cuántas semanas hacen que “algo” sea “alguien”? ¿Qué sucederá si cada Estado tiene plazos distintos y en éste es un crimen lo que no es en aquel otro? Y cuando circunstancias sobrevenidas después del plazo legal –ruptura matrimonial, desempleo, enfermedad grave, etc.– hagan que una mujer cambie de idea y aborte clandestinamente ya pasado ese periodo “tolerado” por la ley, ¿no será forzoso que la ley castigue lo que antes se negaba a penalizar?

Pedro: De la teoría intelectual debemos pasar a la “praxis” social. La Constitución afirma que “todos” tienen derecho a la vida, pero no sabemos bien la extensión de ese “todos”. ¿Todas las formas vivientes? ¿Quién es el “sujeto” de tal derecho? ¿Tienen ese “derecho humano” los animales o las plantas? ¿El derecho a la vida se funda en una asamblea soberana o en algo que está allende de la voluntad humana? Y si esto es así ¿cómo justificar la pena de muerte en sociedades autoritarias o democráticas? ¿Y la doctrina tradicional de la “guerra justa” aunque muchos inocentes caigan injustamente como “daño colateral”. ¿No es ésta última expresión un eufemismo como decir “interrupción voluntaria del embarazo”?

¿Debemos dejar de sacrificar toros o corderos para alimentarnos todos del pan y del vino?

Xavier: Hemos sacado la teoría a la puerta y ésta se nos vuelve a introducir por la ventana abierta. En el aborto debemos siempre escribir en la arena con la mirada puesta en las estrellas. Solamente se llega a una consecuencia desde un principio. El Tribunal constitucional es, como el Papa para los católicos, quien dice siempre la última palabra en una sociedad civil. Y ha dicho que el aborto no es contrario a la Constitución, lo cual no significa que la penalización del aborto no sea también posible dentro de la Constitución. Ante la duda sobre el fondo del asunto deja a los ciudadanos la elección de penalizar o despenalizar un acto y, si lo despenaliza, la elección de ejecutar dicho acto al amparo de la ley o negarse a ejercer tal derecho legal en nombre de una determinada moral que no se funda en el consenso ético de la sociedad.

Julián: Pero la ley civil debe tener como su fuente y fundamento el derecho natural. De no ser así todo derecho humano se trasforma en una mera convención jurídica, un derecho positivo relativo según cada Estado particular. ¿No sería posible que todos los ordenamientos legales de cada país tuvieran un núcleo común que hiciera posible una justicia universal?

Xavier: El derecho “natural” ¿es el derecho de la naturaleza? ¿o el  derecho de la historia? ¿o el derecho de la Razón universal? La naturaleza no siempre hace todo a derechas y nunca hace nada contra  natura, contra  sí misma. Dios se complace en escribir a veces con algunos renglones torcidos y hace anotaciones, incomprensibles para nuestra miopía, en los márgenes estrechos de la realidad. La libertad humana no conduce “necesariamente” al pecado contra Dios, como teme con buenas razones el pesimismo antropológico; pero la libertad hace posible ese mismo pecado, cosa que no desconocen los optimistas y, por supuesto, todos los libertinos. Y, sin embargo, Dios, que está en su Derecho, permite al hombre el pecado. El mundo humano goza de autonomía plena porque, sin ella, se asemejaría a una piedra o al instinto de los animales que saben siempre lo que se debe hacer en cada instante. Para el bien y para el mal, el hombre es libre. Solamente los hombres pecan y solamente los hombres se arrepienten de hacerlo ante el único magistrado que los puede juzgar. Dios es el Supremo, no el juez de primera instancia. Ahora bien, la ley civil, según santo Tomás, no tiene como su objeto propio castigar todas las faltas cometidas contra Dios sino solamente aquellas conductas dañinas que hacen imposible mantener la convivencia entre los hombres. Hubo un tiempo en que mientras el adulterio y las deudas se castigaban con la cárcel se toleraban los duelos a pistola para salvar el honor mancillado. Y nadie puede decir que tales actos sean éticos. La ley civil se acomoda a los tiempos, a las diversas sociedades, pero en cualquier tiempo y en cualquier lugar es posible cumplir la ley moral al cristiano al que nada obliga en conciencia sino solamente Dios.

Julián: Ciertamente, aunque la ley permita practicar el aborto, no puede obligar al médico a realizarlo apelando a su condición de “funcionario” estatal. Debe contemplarse y quedar regulada también la objeción de conciencia. Ante la duda de si el embrión es o no es un “hombre”, un sujeto de derechos legales, el cristiano hace muy bien en respetar la vida desde el mismo instante de la concepción.

Xavier: Y ante la duda razonable de si la célula germinal es un “hombre” sujeto de derechos, sin pruebas “concluyentes” que no se funden en la creencia muy respetable de un grupo de la sociedad sino en una moral social “consensuada” ¿qué debe hacer la justicia de los hombres? ¿O soltar al posible criminal o castigar al posible inocente? El juez, como Pilatos, se lava las manos y remite al reo a una instancia superior: “Que el cielo la juzgue”. Y pensemos bien que sin el relativismo escéptico de Pilatos sobre qué es la verdad; sin la decisión “democrática” de la muchedumbre que prefiere liberar al reo Barrabás; sin la pena de muerte legal de la crucifixión romana, sin todo ello, no existiría el cristianismo histórico ni la redención sobrenatural.

Pedro: No olvidemos que la penalización del aborto solamente tendría un sentido si evita un nuevo aborto, si salva una vida humana. Si se castiga el homicidio común es para que el homicida no cometa más crímenes mientras está preso en la cárcel y, luego, se lo piense mucho a la hora de reincidir una vez libre. Añadir una pena legal a posteriori, apene a quien apene, no salva por sí misma ninguna vida. Se puede restituir lo robado, incluso con intereses, pero no se puede “dar la vida” quitada hurtando el cuerpo de la circulación entre los hombres libres. Claro está que sin el castigo nada sería más fácil que afirmar: “no lo haré más”. La pena tiene una función preventiva y correctiva además de “purificadora”. La voz “castigo” significa “hacer casto”, devolver la pureza que ha sido mancillada o manchada por el pecado.

Xavier: Creo que tantas pecas no nos dejan ver con sus manchas  el pecado fundamental. Es preciso podar algunas ramas de los árboles para ver bien al desnudo la totalidad del bosque. La cuestión esencial es saber si el embrión es ya un “hombre” y no una forma biológica potencialmente humana. Todo lo que se dice sobre una célula germinal puede aplicarse igualmente a los embriones congelados en la fecundación artificial.

¿Podemos destruirlos? ¿Es lícito usar de ellos como un material orgánico para investigar o salvar otras vidas humanas? Se habla despectivamente de “bebes­medicamento” sin reparar que un hombre, tal vez,  el Hombre,  vino al mundo y se ofreció a morir – nos dio su vida ­ para sanar a todos los hombres enfermos moralmente de un mal congénito, una mancha heredada de sus primeros padres según la carne.

Julián: Las posibilidades de investigación que abre la moderna biología genética son fascinantes, pero también aterradoras. Podemos convertir al hombre en una “cosa” para el hombre, en un objeto de estudio. ¿No llevará la ciencia moderna a trasformar en una máquina o en un robot a un ser cuya naturaleza es espiritual? ¿Podemos evitar esa deshumanización o despersonalización de la técnica humana?

Xavier: Siempre ha existido una pugna “teológica” entre quienes ven el conocimiento de la ciencia como una osadía o atrevimiento del hombre que se rebela ante Dios al grito de “Queremos  saber” y aquellos otros que ven  en la ampliación del saber una forma de aproximarse a Dios, de ser sus “colaboradores” divinos en la creación. “Ser como dios” es una señal de orgullo diabólico y, al mismo tiempo, de ambiciosa humildad evangélica: “sed perfectos como el Padre”. La investigación biológica  nos  confronta frente a nuevos problemas éticos, antes insospechados, que nos obligan a reconsiderar la evidencia de nuestros postulados morales. No se trata de “cambiar de principios”, sino de hacer retroceder esos principios a su más profundo principio comprobando que no eran radicales.

Pedro: Creo que el respeto a la “vida” humana desde su primera fase, sea lo que sea el sentido en que entendamos esta expresión, es preferible desde un punto de vista ético, más que jurídico, a la violencia ejercida sobre el embrión humano, siempre que ésta acción no se justifique en un bien superior o para evitar un mal mayor. Sin embargo, también creo que los hombres no pueden suplantar a Dios. Y esto es posible en una doble dirección: desde la ley civil o penal que dictamina dogmáticamente qué es un ser vivo y desde el laboratorio que no se plantea que la verdad está al servicio del bien. Ya sé que se puede argumentar que del átomo salen la bomba H y la energía que da calor a toda una ciudad, del mismo modo que de la filosofía ilustrada brota la doble cornamenta del terror y la guillotina o la democracia liberal y los derechos del hombre. Ahora bien, si fuese “técnicamente” posible crear un monstruo “híbrido” de una mujer y un chimpancé, ¿sería lícito hacerlo sin ningún escrúpulo moral? ¿Debemos hacer todo lo que podemos hacer? ¿No existen líneas rojas que no debemos traspasar o bien cruzarlas con sumo cuidado y respeto? Chesterton decía, que antes de abrir una puerta cerrada con una tranca, debemos averiguar las razones por las que el dueño ha puesto una tranca. Creo que ésta es la lección de los griegos que nos han brindado juntos el logos racional y el mito de la caja de Pandora.

Julián: Antes se ha identificado la vida del “embrión” alojado en la matriz del cuerpo de la madre y los “embriones” congelados resultado de una fecundación artificial en la probeta de un laboratorio. Pero ¿no incurrimos aquí en un cierto “materialismo” espiritualista al hacer semejantes la materia orgánica – el medio físico ­ sin contemplar la “idea”, la intencionalidad o “finalidad” del proyecto global que es la vida humana. La misma doctrina de la Iglesia rechaza el uso del preservativo porque “la finalidad del acto sexual mismo es la procreación”, y el placer sexual se ve solamente como un anexo, un epifenómeno, el dulzor inseparable de la medicina cuyo fin no es agradar el paladar. Sin embargo, concede que los esposos puedan unirse en aquellos días en que la mujer no es fértil. Se rechaza, con criterio elástico, la goma o condón porque son “materia” interpuesta, aunque la “intención” anticonceptiva de los cónyuges sea la misma en ambos casos. La vida humana es un “hecho” material pero también es una “hacienda” ideal. Una vez “hecho” el embrión da lo mismo que haya sido concebido de facto en una probeta por deseo de los padres estériles o en el vientre como resultado de una violación o la casualidad del azar en una relación sexual.

Xavier: El control de la sexualidad o de la natalidad se inscriben dentro del control de la naturaleza física por parte del hombre. Podemos alterar o modificar los ciclos ovulatorios de la mujer con pastillas, podemos desviar el curso natural de los ríos con grandes palas excavadoras, podemos bajar las montañas, abrir en canal la tierra de un istmo para que así se comuniquen los océanos; podemos modificar todo aquello que nos ha sido “dado” tal cual por las manos divinas del Creador. Pero esa alteración o modificación de la naturaleza únicamente es posible porque en la misma naturaleza humana se da la facultad de crear la novedad con los viejos materiales originales. La cuestión que nos debemos plantear es: ¿para qué? ¿con qué fin? ¿qué beneficio o perjuicio resulta de ello? ¿qué hay detrás? Si podemos evitar la fecundación indeseada, usando medidas anticonceptivas eficaces, la cuestión del aborto resulta entonces superflua. Solamente se plantea la posibilidad de abortar cuando las medidas preventivas han fallado. ¿Y por qué fallan? ¿Cómo se puede explicar que se prefiera la amputación de los dedos estando en la mano el guantelete de hierro que hace imposible la herida gangrenada?

Pedro: En una sociedad “tradicional” el aborto es tan difícil o imposible como el uso de medios anticonceptivos. El Antiguo Testamento condena a Onan, verter el semen fuera de la mujer. Se recurre a hierbas o pócimas supuestamente abortivas, poco eficaces, o bien a prácticas quirúrgicas carniceras que suponen un grave riesgo para la vida de la madre. Por otro lado, la mortandad elevada, los abortos naturales, la pobreza misma y la necesidad de que algún hijo sobreviva para atender la vejez de los padres, son razones suficientes para que una mujer alumbre muchos hijos en su vida. Pero si la tasa de mortalidad se reduce como consecuencia de la higiene y la medicina, la prole numerosa se convierte entonces en una carga pesada. Y aquí se vuelve a plantear de nuevo el problema del infanticidio, la exposición de niños abandonados para ser cuidados en orfanatos o por familias acomodadas...

Julián: En cierto modo, el aborto es solamente un problema para las sociedades más ricas. Al reducirse la tasa de mortalidad, también se hace precisa la limitación consecuente de la tasa de natalidad, el control de la sexualidad. Los animales tienen un periodo de celo que les limita en el tiempo el apareamiento. Y, si proliferan, otros depredadores acaban con los “excedentes” tan pronto como invaden su territorio natural en competencia por unos recursos escasos. Pero el hombre puede sentir el deseo sexual y aparearse en cualquier época del año, no está condicionado biológicamente en este aspecto como el hermano lobo. Solamente las guerras o las epidemias diezman su población. En los países pobres las hambrunas y las enfermedades endémicas acaban con la vida de muchos niños antes de llegar a los tres años. ¿Cómo va a ser el aborto un problema serio en una sociedad donde la presencia de la muerte infantil es un hecho cotidiano y la dificultad se encuentra más bien en llegar el hombre a una edad madura?

Xavier: Vemos que incluso un debate “ético” y “científico”, como es el caso del aborto, no puede sustraerse totalmente de ser visto también desde una perspectiva “sociológica”: la clase social, la edad de la madre, la situación laboral, la adscripción o no a un credo religioso, etc. Si un presidiario sale libre de la cárcel y nadie le ofrece trabajo ¿dejará de sentir hambre? Y si entonces robase ¿deberá volver a la cárcel? En el ámbito sexual hemos conocido etapas en las que se prohibía la fabricación, distribución y venta pública de preservativos o de la “pildora” mientras se castigaba con la pena de prisión el embarazo no deseado. La doctrina oficial de la Iglesia en este tema no tiene en cuenta que la obligación moral de traer hijos al mundo (de la que se libera a quien se le impone el celibato) se proyecta en todo el tiempo de la vida marital, no en cada acto sexual individual. Y la Biblia nada establece sobre el número concreto, el cual depende de otro deber moral superior: la formación de personas integradas en la sociedad, no solamente cuerpos, material biológico. Y eso supone rechazar tanto el egoísmo de tener menos hijos de los que se pueden criar adecuadamente como la irresponsabilidad de dar a luz más hijos de aquellos que  se pueden mantener. Cada familia tiene una situación social distinta y ¿las normas relativas a la sexualidad deben ser siempre las mismas para un burgués acomodado que para un obrero en paro? ¿O no se pueden adaptar tal vez a las distintas fases de la vida?

Pedro: La castidad o la continencia sexual y los medios anticonceptivos artificiales no se excluyen forzosamente. O bien se dirigen a públicos distintos (creyentes unos, secularizados otros) o bien se dirigen a unas mismas personas en las circunstancias diversas de su propia vida sexual. La moral del Opus Dei y las campañas en favor del uso del preservativo  son “complementarias” y convergen ambas en un objetivo común: evitar un embarazo no deseado. ¿Por qué acudir al aborto cuando libremente se puede evitar? Unos porque no practican el sexo; otros porque practican el sexo seguro.

Julián: Creo que si el problema moral del aborto se aborda en un punto anterior a la fecundación, la prevención, podemos hallar una zona común donde todos los hombres, sean católicos o no, podamos remar juntos en una misma dirección. Pero eso exige dos cosas: una, que los católicos acepten la legitimidad de ejercer la propia sexualidad libremente usando las medidas anticonceptivas; otra, que quienes no sean católicos respeten sin burla el derecho a la virginidad o castidad anterior al matrimonio. En psicología se usa una figura que podría llamarse “gato-perro”, un animal indefinido que puede ser visto tanto como perro o como gato. Al añadir ciertos rasgos mínimos en dibujos sucesivos, a la izquierda o a la derecha del “gato-perro”, se nos muestra cada vez con más evidencia la imagen distinta de un perro o de un gato. Podemos extremar las posiciones en conflicto para ver más claramente. Si tuviésemos que optar o elegir entre dos extremos: una sociedad cuya ley nos permite el aborto pero apenas se recurre a la interrupción del embarazo y otra sociedad que lo prohíbe pero se practica abundantemente de una manera clandestina ¿qué opción sería preferible? El cristiano debe iluminar con su fe las conciencias, las leyes son secundarias. Sin embargo, tengo una duda: ¿las leyes buenas sirven para hacer mejores a los hombres? ¿O son los hombres mejores los que mejoran las leyes malas? La ley de plazos que permite el aborto libre no resuelve definitivamente el fondo del problema en todos aquellos casos que sobrepasan, sea cual sea la causa, el plazo tolerado; y, por otro lado, ¿reducirá de veras el número de los abortos ilegales o ampliará los legales al “relajar” la prevención del embarazo? ¡Qué más da usar un preservativo si todo tiene un arreglo posterior! Si podemos suspender una asignatura en junio, en septiembre y, en diciembre, y pasar de curso, y nunca hay un límite apremiante... ¿para qué estudiar? ¿De qué sirve el esfuerzo? La práctica del sexo “seguro” solamente es necesaria cuando la “inseguridad” (o sea, el riesgo probable) conlleva también la obligación de hacernos responsables de nuestra propia irresponsabilidad.

Pedro: Quede aquí la cuestión colgada en el alero para otra ocasión. Podríamos resumir toda esta discusión formulando una ética de mínimos, un programa común que lleve al plano concreto de la acción política y social los presupuestos teóricos implícitos en las distintas posturas en conflicto. Todos estamos de acuerdo en que:

a)       el aborto es un mal en sí mismo o la demostración palpable de un fracaso rotundo en la educación sexual;

b)       debemos trabajar en favor de una mentalidad contraria al aborto, ya sea desde la prevención por medios anticonceptivos o desde una moral que privilegie la castidad.

c)       A pesar de todo, si la mujer queda embarazada, podría legalmente abortar en un plazo suficientemente corto y en el cual la embriogénesis no aclare la sustantividad o individuación de la célula germinal.

d)       Los católicos no estarían en ningún caso obligados a practicar el aborto ni a participar en él quedando regulada legalmente la objeción de conciencia.

e)       Sin ejercer ninguna presión disuasoria, todos los católicos están legitimados para apoyar moral, económica y socialmente a las madres embarazadas que deseen suspender el aborto.

f)        El Estado debe proporcionar los medios precisos para realizar el aborto y también, especialmente, todas las ayudas o medidas necesarias para aquellas mujeres que deseen suspenderlo y culminar el embarazo más allá del plazo legal para abortar.

g)       El Estado no juzga ni penaliza a las mujeres que abortan según la ley ni tampoco los católicos sustituyen la Justicia y la Misericordia divinas “criminalizando” y señalando públicamente a los médicos y a las clínicas abortistas que cumplen con la ley.

Redacción de  uv.es/

Alejandro Martínez Sierra

Gabriel Vázquez no ha escrito  un  tratado  teológico  acerca  de la Virgen María. Sin embargo, su ingenio penetrante y erudito  dedica largas disquisiciones, de fina especulación teológica, a lu Madre de Dios. No es mi intento recoger  toda  la  Mariología  de este teólogo singular  y  personalísimo. Circunscribo  mi exposición al estudio de su teología sobre el culto a María.

El tema del culto o adoración  en  general  es  tratado  ampliamente por  Vázquez  en  su  monumental  obra  COMMENTARIORUM AC DISPUTATIONUM a la  Suma  teológica  de  Santo  Tomás. Su desarrollo abarca las disputas  93  a  la  113  del  tomo  primero de los comentarios a la tercera parte de la Suma. Ya anteriormente había disertado  ampliamente  y  por  separado  de  este asunto. Todo ello ha quedado incluido en las disputas indicadas [1].

Verdad de fe

El magisterio de la Iglesia. Para Gabriel Vázquez es  una  verdad católica, que María puede ser objeto de un culto sagrado por las mismas razones y  aún mayores  que  las  que  fundamen­ tan la veneración de los santos.

La definición está manifiesta en los siguientes documentos:

1)       Concilio Niceno  II,  acción  6,  tomo  6,  definición  17: «Sanctas et adorandos esse et invocandos» [2]

2)       Concilio Niceno II, acción 2, «Epistola Adriani I» a los em­ peradores Irene y Constantino [3]

3)       Concilio Niceno II, acción 3, «Epístola Theodori» [4]

4)       Concilio Niceno II, acción 4, diálogo de Leoncio, Obispo de Nápoles [5]

5)       Concilio Niceno II, acción 4, Epístola de Germán Patriarca [6]

6)       Concilio Niceno II, acción 7, en la definición de fe [7]

7)       Concilio de Trento, sesión 25, en el capítulo sobre la invocación y veneración de los santos [8]

A estos testimonios hay que añadir todos los actos magisteriales de la Iglesia, que defienden  el  culto a las imágenes y reliquias de los santos. Porque, si se les puede  dar  culto  a  ellos, mucho más a los santos a quien representan o pertenecen.

«Est enim fidei dogma, pium esse, colere et venerari culto maiori, quam civili eos, quos non dubitamus esse Sanctas; tametsi, ut publice eorum sanctitatem celebremus, opus sit auctoritate publica Ecclesiae eam nobis celebrandam proponi» [9].

La santidad de María. La razón fundamental del culto a los santos radica en  la santidad, que los eleva a hijos de Dios y herederos del reino celestial. Esto es lo que en virtud de la gracia santificante, los hace dignos de un culto mayor que el honor civil tributado a los constituidos en dignidad [10].

La santidad de María como algo relacionado, pero al mismo tiempo distinto de su dignidad de madre de Dios, era para todos los teólogos de la época un punto incontrovertible. La imagen espiritual de María es en la teología de Gabriel Vázquez verdaderamente inmaculada y plena.

María fue santificada antes de nacer, según el testimonio universal de la Iglesia. De ahí la institución de la fiesta de su nacimiento ya desde muy antiguo. Sería un  error  teológico  afirmar lo contrario [11].

Más aún. Esta santidad de María se retrotrae, en la opinión de Vázquez, al mismo momento de su concepción. En dos pasos desarrolla su argumentación. Primero prueba la posibilidad  de una concepción inmaculada,  y  luego  afirma  que  esa  posibilidad se reduce al acto en el caso  concreto de María. Pudo no contraer el pecado original, porque la excepción de María no constituye ninguna  contradicción en Dios, respecto de la ley universal de la transmisión del pecado original. María, pues, pudo ser  preservada del pecado, aun cuando contrajese en  Adán  el  «debitum peccat i origin alis».

«Pudo suceder, que en el mismo momento de la concepción recibiera la santidad por  otro camino y fuera justificada. No hay ninguna dificultad en que quien por su mismo nacimiento y a causa del primer padre debía estar privado de la justicia y en consecuencia contraer  el pecado original, por la misericordia de Dios y los méritos de Cristo reciba la justicia, que por  otra parte no recibiría del primer padre. Así justificado no contrae el pecado original quien de otra manera lo contraería del primer padre» [12].

Esta posibilidad se  hace  realidad,  según  la  opm1on  personal de Vázquez, que sigue en esto la sentencia más común entre los escolásticos. María fue santificada en el mismo momento de su concepción, y por lo tanto no contrajo pecado original [13].

Precisa nuestro autor que no  se  trata de  ningún  dogma  de fe. La Iglesia nada ha definido respecto de este particular. Pero  es más probable que defina en un futuro la Inmaculada Concepción, que no lo contrarío. Con toda firmeza se adhiere a la corriente inmaculista, aunque se abstiene deliberadamente de dar ninguna censura teológica a los que no opinan  como él [14].

La santidad inicial de María no lleva consigo únicamente la purificación del pecado original, sino también la ausencia absoluta del «fomes peccati», que en ningún momento  estuvo  presente en María. Dado que por «fomes peccati» entiende Vázquez un movimiento inmoderado del apetito, que inclina y empuja la voluntad a hacer algo contra  la  recta  razón, se deduce  que en  María no existieron esos impulsos desordenados, aun cuando tuvo siempre íntegra la inclinación natural del apetito [15].

Dos son los modos de extinguir esos movimientos desordenados. El primero es la contemplación continua y el fervor de la caridad. A Vázquez no le cabe  la  menor  duda de  que  María vivía en este clima espiritual. Se apoya para hacer esta afirmación en dos razones: su dignidad de Madre de Dios y en que tal suposición no va contra  la  fe.  Tal  vez pueda servirnos,  para entender el pensamiento de Vázquez en este argumento, su forma de exponer la  prueba de conveniencia, al fundamentar la Inmaculada Concepción. Se expresa con las siguientes palabras:

«Quidquid dignitatis et honoris tribuere possumus B. Virgini, minime pugnans cum sacra Scriptura, cum dignitate Filii, aut cum Ecclesiae traditione, absque dubio ei tribuere debemus, atqui  dignitas  praeservationis ab originali minime pugnat cum illis tribus, quae diximus, ergo B. Virgini tribuenda est» [16].

La mayor de este silogismo es indudable, según Vázquez, para todos los teólogos, que se apoyan en  este  principio  para  conceder a María otras muchas cosas. No me parece fuera de propósito suponer en este caso el  mismo  raciocinio,  cuando  afirma  que no va contra la fe suponer que  la  contemplación  continua  y el  fervor de la caridad extinguían en María el «fomes peccati».

El segundo modo para extinguir los movimientos desordenados es una especial providencia de Dios, que externamente  protegía a María [17].

La ausencia de pecado en María no se limita a la liberación del pecado original. La Iglesia cree, afirma Vázquez, que, por especial privilegio de Dios, María no tuvo ningún pecado  personal, ni en materia grave, ni en leve. De aquí llegará a concluir, en un «a fortiori», que tampoco pudo tener pecado original [18].

Al explicar la declaración tridentina en la sesión VI, canon 23, precisa nuestro autor que  la  afirmación «ningún justificado puede evitar todos los pecados veniales, si no es por  privilegio especial de Dios, como cree la Iglesia de la Santísima Virgen» (D 833), significa que los Padres conciliares no declararon la mera posibilidad en María de no pecar, fruto de la gracia suficiente, sino  el hecho de que María, ayudada de  una  gracia  eficaz,  venció  todas las tentaciones y permaneció  limpia  de  pecado  toda  la  vida.  De lo contrario no sería un verdadero  privilegio, porque la posibilidad antecedente de evitar los pecados, aun  veniales,  a  todos  les es concedida por parte de Dios [19].

Esta ausencia de pecado venial no conlleva  de  ninguna  manera una falta de libertad en  María. Es su colaboración a la gracia de Dios la que la lleva a una gran fidelidad en todos los actos de su vida.

«B. Virgo hoc etiam peculiare privilegium habuit, ut per singula opera ea gratia congrua  praeveniretur,  qua nec venialiter  peccaret;  tametsi  simpliciter  suppositione non facta de scientia Dei, libera ad peccandum manebat» [20].

Por lo que hace a la gracia de la santificación inicial de María, si se la compara con la gracia  de la primera justificación de los hombres y ángeles, la de María es superior a todos ellos. Más adelante, apoyándose en que la santificación de María es en orden a su condición de Madre de Dios y reina de los ángeles y los hombres, especifica que la gracia de María, al ser  santificada en el seno de su madre, fue más abundante que la de los ángeles y santos [21].

La excelencia de esta primera santificación de María aparece además en  que  le  fueron  infundidas en aquel primer instante no sólo las virtudes morales, que por su  naturaleza  son  infusas, sino también las adquiridas menos la prudencia. Repite como justificante el principio mariológico que más arriba dejamos consignado: todo esto no va contra la dignidad de  Cristo  y  por  otra parte lo exige la de la Virgen.

Pero no está de acuerdo Vázquez con los que defienden que María tuvo la justicia original de Adán. Poseyó, ciertamente,  todos los hábitos, que componían aquel estado paradisíaco: la santidad del alma con las virtudes morales y teológicas, una especial providencia para extinguir en ella el «fomes peccati». Pero tuvo el sentimiento de la tristeza, del hambre, el  frío, etc., y padeció la muerte. De todo esto se deduce, que a María no le fue dada la justicia original de Adán [22].

Esta santidad de María no es en su comienzo una plenitud definitiva. Vázquez no se alinea entre los teólogos que defienden que Dios, en previsión de los méritos de María a lo largo de su vida, le concedió ya en su santificación inicial la gracia, que habría de merecer posteriormente. Esta interpretación va contra la esencia misma del mérito. El mérito no depende de la voluntad libre de Dios,  sino de  la  misma  naturaleza  de  la  obra  meritoria. A las obras de  María no les faltó ninguna de las condiciones que hacen meritorias las obras de los  justos. Por eso María creció en santidad a lo largo de toda su vida. La  plenitud  de la  gracia no ha de entenderse como la del vaso lleno  hasta  rebosar, sino como la abundancia, que es capaz de aumento [23].

Tiene por sentencia probabilísima la que afirma que en María no hubo actos indiferentes, sino que todo lo hizo y quiso con  plena deliberación. Esto lleva a la conclusión de que María aumentó  su santidad no sólo con la mayoría de sus acciones,  sino con  todos y cada uno de sus actos.

Así, María queda situada en una  esfera de actuación  distinta de aquella en que se mueven  los demás justos, en los cuales hay acciones que no son ni buenas ni malas, sino  indiferentes por falta de deliberación. Con ellas no merecen aumento de santidad [24].

No es difícil formular, al llegar aquí, una conclusión que se impone por sí misma. En la mente de Vázquez el culto a María tiene unas credenciales que no posee ninguno de los santos canonizados. Discutirlo o ponerlo en duda sería un absurdo. Cómo negar a la Santísima Madre de Dios lo que la Iglesia  afirma  de tantos de sus hijos, cuya santidad es inferior.

La dignidad de Madre de Dios. La dignidad de Madre de Dios es el segundo fundamento del  culto a María. Este título establece entre María y Dios una relación especial de unión y consanguinidad en la carne que  le  hace  acreedora  a  un  culto  superior  al  de los santos. Sigue en esto a Santo Tomás y a otros autores escolásticos.

No podían faltar los testimonios de los Santos Padres, que inculcan esta adoración especial a la Madre de Dios, que por lo mismo es también reina y señora [25].

No se extiende en este desarrollo Vázquez. La excelencia de María en la historia de la salvación, por su designación para Madre de Dios, era suficientemente reconocida por todos los teólogos como título que acreditase un culto superior al de los santos, sobre todo si se tiene en cuenta el grado de santidad históricamente inherente.

Dos objeciones protestantes. La respuesta a las objeciones presentadas por los protestantes contra el culto de  María  nos  permite conocer  con  mayor exactitud la  firmeza  del  pensamiento de Vázquez  en este  punto, y nos introduce en el conocimiento de la naturaleza de este culto de que hablaremos más adelante. Melanchton aducía la condenación de S. Epifanio contra las colidirianas (Pan. 78-79). Vázquez analiza con precisión los defectos de aquel culto y el sentido de la condenación del obispo de Salamina. En la conducta de las coliridianas hay dos puntos condenables: a) ofrecer ellas mismas un sacrificio, lo cual  es  ejercer ilegítimamente un poder, que  en  la  Iglesia  ostentan  sólo los varones, porque sólo a ellos se les ha confiado el sacerdocio. b) Además, y esto es lo importante en  nuestro  tema,  el  sacrificio no puede ser ofrecido a ninguna criatura  por  muy santa  que sea. Así lo profesan uniformemente los católicos: sólo a Dios compete el sacrificio.

S. Epifanio, concluye Vázquez, rechaza el culto de latría a la Virgen, porque es exclusivo de Dios, pero reconoce que la maternidad divina de María y su santidad personal  la  sitúan  por  encima de los santos en la veneración pública de la Iglesia [26].

La segunda dificultad está centrada en la acusación  de  idolatría que Lutero echa en cara a los católicos  por  atribuir  a María títulos que son propios de Dios. En concreto, llamarla: generadora, restauradora de la generación espiritual, abogada, esperanza nuestra, alegría y salvación del mundo, destructora de las herejías.

Vázquez toma la acusación de S. Pedro Canisio, a quien sigue también en el enfoque de la respuesta. Pueden  distinguirse una serie de afirmaciones escalonadas, que son otras tantas matizaciones de este teólogo a la inteligencia del culto católico a María:

1)       Hay títulos en la Sagrada Escritura, concedidos a Dios, que no pueden atribuirse a ninguna otra criatura, v.c. omnipotente, eterno.

2)       Títulos que admiten indiscriminadamente su aplicación a Dios y a los santos, v.c. pastor, maestro, fundamento, piedra, etc.

3)       Cuando se conceden a la Virgen títulos, con los que se expresan también cualidades del Hijo, no quiere decir que se admita la misma dignidad en los dos;

4)       sino que significamos con ellos la intercesión de María ante Jesús.

5)       Concretamente: cuando la llamamos esperanza nuestra, abogada, restauradora, generadora, nuestra alegría  y destructora de las herejías, queremos expresar el gran poder de su oración ante el Hijo.

7)       Jesús es nuestra única esperanza, autor y restaurador de la vida espiritual, destructor de las herejías.

8)       Concluye Vázquez, después de todas las matizaciones que preceden, es evidente que el culto católico a María, aun teniendo en cuenta los títulos inculpados, no lleva  consigo ningún aspecto idolátrico [27].

Naturaleza de este culto

El   problema.  A  la  hora  de  determinar  la  naturaleza  del  culto a  María,  se  pregunta   Vázquez,  como  era   costumbre  entonces,  a qué virtud pertenece el acto de este culto. ¿A la virtud de la religión?

Para él la pregunta  carecería  de  consistencia si  no fuera  por las afirmaciones de algunos teólogos contemporáneos. Hay quienes sostienen que si las cosas inanimadas, como las reliquias, reciben el culto de latría, en  razón  de  su  contacto  con Dios,  ¿por qué no María, teniendo en cuenta su unión peculiar con Cristo?

Otros opinan que no sólo por su contacto, sino en razón de su  maternidad  por  la  comunión en la sangre,  es  María  acreedora al culto de latría. En dos razones fundamentan esta tesis:

a)       La dignidad de la maternidad divina es creada y consiguientemente finita, pero está ordenada intrínsecamente a la dignidad increada y la excelencia de Dios. Por eso ha de ser constituida en el mismo orden con la divinidad y con la unión personal de la humanidad. Ahora bien, si la humanidad de Cristo es adorada con culto de latría,  ¿por  qué  no ha  de ser  adorada  con el mismo culto la Madre de Dios?

b)       Segunda razón: la madre del  rey  recibe  el  mismo  trato que el hijo. Luego María ha de tener el mismo culto que la humanidad de Cristo, es decir, culto de latría [28].

La inteligencia del pensamiento de Vázquez en el tema propuesto hace necesario que presentemos: a) su concepto de adoración; b) el culto a las cosas creadas, y c) la naturaleza de la adoración tributada a los santos. Sólo con estas premisas puede comprenderse la respuesta de Vázquez.

Concepto de adoración. Comienza la exposición  del  concepto de  adoración resumiendo  en  estas  palabras la  interpretación de S. Tomás y algunos otros teólogos: «Hi ergo  doctores  videntur haec duo ita distinguere ut reverentia in affectum solum,  adoratio tamen in signis etiam externis inveniatur». El en cambio prefiere no hacer distinción alguna entre los dos términos: «idem ergo est reverentia atque adoration» [29].

Sin embargo sí admite la distinción entre «honorare» y «adorare». «Honorare» es más amplio que «adorare», porque honramos a superiores e inferiores, según las cualidades de cada uno, mientras que la adoración va dirigida a los  superiores  en  dignidad [30].

La  adoración a Dios ciertamente es un acto de la, virtud de la religión. Consiste el acto de la adoración primariamente en la voluntad y secundariamente es producido («elicitur») por otra  facultad [31]

Todo afecto de adoración tiene como objeto algún hecho exterior. Siguiendo a Santo Tomás (S. Th., 2.2, q. 84) afirma que la adoración es un acto exterior de la  virtud  de  la religión como los sacrificios, oblaciones, décimos, votos, juramentos y alabanzas. Formas todas con las cuales honramos religiosamente a Dios [32]. Es esencial al acto de adoración la sumisión por la cual honramos al que nos es superior. Características exteriores son: inclinación del cuerpo, genuflexión, postración, golpes de pecho, juntar las palmas de las manos, incensación, beso, luces encendidas y cosas por el estilo. Por lo tanto, la adoración es el afecto y la voluntad de prestar a Dios estos signos de servidumbre y sumisión. Añade que la formalidad del acto de adoración no es determinable por el gesto exterior, sino por el afecto interior [33]. Distingue luego Vázquez entre adoración de latría y adoración de dulía. Como para Santo Tomás la latría es igual a la virtud de la religión, uno de cuyos actos es la adoración. Por eso la adoración de, latría le pertenece únicamente a Dios.

La dulía no es un acto que pertenezca a la virtud de la religión, sino a la de la observancia, por la que honramos a nuestros mayores. Comprende más actos que la latría, porque el honor puede mostrarse no sólo adorando, sino con otros muchos actos. Al hablar de la adoración de dulía, Vázquez se refiere sólo a aquella oración  que se profesa a las personas mayores y precisa que  no pueden identificarse adoración y dulía.

Es interesante recoger la síntesis que él mismo hace de su pensamiento:

«His duabus notationibus [la distinción entre adoración de latría y dulía] existimo satis explicatam, et confirmatam esse nostram sententiam, videlicet adorationis actum in universum esse affectum  exhibendi  signa submissionis cuilibet in dignitate constituto, sive Deo, sive etiam homini. Eam vero esse latriae, et religionis adorationem, non quae in aliqua  peculiari  nota  consistat, sed quae ex  aprehensione  excellentiae,  et maiestatis Dei, et affectu exhibendi ei, tanquam digno, exterius signum, procedit: hic autem affectus, quatenus est circa exceUentiam eius, cui volumus exhibere notam submissionis, est servitutis cuiusdam, qua  placet  excellenti illam deferre» [34].

El culto a las cosas creadas. ¡El tema es tratado en una doble vertiente. Por un lado, el culto a la creación en general y, por  otro, el culto al hombre. Las cosas inanimadas e irracionales pueden ser adoradas, con tal que el  acto interno de  veneración no esté centrado en ellas, sino en lo que representan.

Los fundamentos de esta aserción son los siguientes: a) la representación, v.c. en la imagen respecto de la cosa en ella representada [35];  b)  el  contacto,  v.c.  la  cruz  en  relación  a  Cristo  que ha padecido en ella, o los vestidos respecto de los santos [36] ; c) la pertenencia, v.c. las reliquias [37] ; d) la presencia  operante  de  Dios en las criaturas. Pero hay que evitar en esta adoración todo peligro de quedarse en la creatura y el escándalo  que  pueda  originar el culto a determinadas creaturas por sus características especiales. Tiene en cuenta Vázquez la imposibilidad de los que tienen escasa formación religiosa para  comprender  este  sentido  de la adoración a Dios en las cosas creadas [38].

Cuando se trata del hombre hay que distinguir dos aspectos: a) el hombre en cuanto creatura; b) considerado en su dignidad personal. Como creatura no cabe duda  de que el  hombre,  imagen de Dios, puede ser adorado como las demás creaturas. En el hombre Dios está y actúa de una manera más  excelente que en las cosas inanimadas e irracionales. Y así como en el caso de que el rey se case por un representante suyo, el legado regio recibe los honores del monarca, de la misma manera el hombre puede ser considerado y estimado como representante de Dios y recibir su mismo culto, siempre y cuando se evite el pecado de escándalo [39]

b)       La dignidad del hombre es doble: 1) como a creatura racional se le debe un honor civil; 2) como santificado  por  la gracia y dirigido por ella ha de recibir un honor mayor que  el civil [40].

En  esto  se  ve  la  diferencia  entre  la  imagen viva  y  la  inanimada. El legado del rey o la creatura racional  tienen  la dignidad  del representante y la suya propia. Uno puede acatar sólo la primera o respetar  también  la  segunda.  Las  imágenes  inanimadas no tienen más dignidad que la del ejemplar, a quien necesariamente debe ir dirigido el reconocimiento y la veneración [41].

Naturaleza de la adoración de  los  santos. Se pregunta  Vázquez  a qué virtud pertenece el acto de adoración tributado a los santos. Su respuesta distingue entre latría y dulía como  dos  virtudes distintas. La latría es un acto de la virtud de la religión, exclusiva de Dios. La adoración y culto a los santos es un acto de dulía que cae bajo la virtud de la observancia [42].

Para Vázquez es importante insistir en que el culto a los santos y a Dios son verdaderamente distintos. La religión  es sólo para Dios, y por lo tanto el culto a los santos no puede quedar englobado en la virtud de la religión.

Un paso más en la determinación de la naturaleza de este  culto. ¿Pertenece a la misma virtud el honor que se tributa a las personas constituidas en dignidad civil  y  a los santos?  Responde Vázquez que como la razón de honrar a los mayores es su dignidad creada, podría hablarse de una especie  única de dulía, por la cual se honra a los mayores sean civiles, sacerdotes o santos. Pero le parece más probable asignar  una  virtud  al culto de los santos y .sacerdotes, porque su dignidad es de un género distinto de la civil. El culto a los santos no es solamente sagrado, sino que puede llamarse religioso, porque está íntimamente unido al culto de Dios y se hace con actos a veces iguales [43].

Una última pregunta se formula Vázquez. ¿El término adoración aplicado a los santos y a Dios es unívoco? Su respuesta es negativa por dos razones: a) porque pertenecen a una virtud distinta, lo cual quiere decir que no existe una nota común («ratio communis») entre los dos. La adoración de Dios se coloca juntamente con los demás actos de la religión bajo el género próximo del culto religioso, mientras que la adoración de los santos juntamente con los demás actos de dulía se coloca bajo el género próximo de culto sagrado de dulía. Consiguientemente no pueden convenir en otro género próximo.

b) El término adoración no se aplica a uno «secundum quid» y  al  otro  «simpliciter»,  sino  «simpliciter» a los dos. Porque  aunque la adoración tenga la nota  común  de  sumisión,  sin  embargo como la sumisión indica relación a una persona y en este caso no hay una nota común entre Dios y el hombre, tampoco puede asignársele a la adoración [44].

La respuesta de Vázquez es tajante: el  término  adoración  en este caso es equívoco.

El culto a María. Volvamos ahora a la pregunta que formulamos anteriormente. ¿Es el culto a María un  acto de la virtud de  la religión? La respuesta de Gabriel Vázquez abarca estos tres puntos:

a)       Si en María se considera la dignidad de Dios, es evidente que ha de ser adorada juntamente con Él y en ese caso  el  culto ha de ser de latría. Es la aplicación de  la  doctrina general  acerca de la adoración de las cosas creadas. María tiene razones  especiales para hacerse acreedora al culto de latría más  que el  resto de los hombres. Su maternidad divina la une de una forma muy peculiar con Dios, a través de la humanidad de Cristo.

b)       Pero en María hay que tener en cuenta  su  propia  dignidad, nacida de  su  santidad,  maternidad  y  consanguinidad.  En este caso el culto a María no puede ser de latría. Existe una diferencia esencial entre María y la imagen. Esta no tiene más dignidad que su referencia al ejemplar. Por eso, si la imagen es de Cristo, es objeto de la misma adoración que El, es decir, la latría. María,  en  cambio,  aunque  su  maternidad  esté  referida  a  la divinidad, tiene una dignidad propia y personal, distinta e inferior a la del Hijo. Consiguientemente ha de ser venerada con un culto inferior.

c)       El culto de María no es un acto de la virtud de la religión, porque ésta es exclusiva de Dios, en razón de su dignidad máxima, a la que competen los mayores honores. No puede decirse que a María se le puede dar el culto de latría por su Hijo, con quien la relaciona su maternidad. En ese caso también podría tributársele a los santos, en cuanto que como amigos de Dios están también relacionados con El. Más  íntima  es la  relación que establece la gracia de la santificación, que el hecho de la maternidad. Más aún, la maternidad  en  sí  misma es  inferior  a la gracia santificante. Ahora bien, si la gracia santificante  no exige el culto de latría, mucho menos la maternidad [45].

Hasta aquí la respuesta de Vázquez a la pregunta sobre la naturaleza del culto que la Iglesia católica tributa a María, por su puesto excepcional en la economía de la salvación. Su pensamiento se perfila más en las respuestas a los argumentos en que se apoyaban los que exigían para María el culto de latría, en virtud de su especial unión con la divinidad  a  través de la humanidad de Cristo.

La dignidad de la maternidad no es del mismo orden que la dignidad del Hijo. Cristo tiene una dignidad divina. María una dignidad creada. Ahora bien,  el  término  propio  de  la  adoración  es la excelencia del objeto al que se dirige  el culto. Por  ella  hay  que valorar el acto de adoración. No importa que el objeto tenga referencia a una dignidad superior.

Entre los hombres la dignidad del rey  y su  madre es del  mismo orden. No así en el caso de María y  Jesús.  La  primera  es creada y su culto de dulía. La segunda  increada  y  su  culto  de  latría [46].

El culto de hiperdulía. La dulía es en sentido propio la reverencia de los siervos a los mayores. A María se le puede aplicar con toda razón, porque, en virtud del dominio de Jesús hacia los redimidos, María, como madre suya, tiene derecho al título de Señora y Reina.

El culto que se le debe a María descansa más en su santidad personal, que en su dignidad de Madre. El mismo Jesús se lo advierte a la mujer, que aclama a María por su maternidad,  haciéndola ver que la verdadera grandeza  está  en  seguir  la  voluntad de Dios (Lc 11, 9).

El sentido del término hiperdulía lo explica Vázquez de la siguiente forma: Si comparamos  el culto debido  a  María en razón de su maternidad con  el  que  se da  a  los  santos  por su santidad, no puede llamarse al de la Virgen hiperdulía. En cambio, si se compara con  el  honor y reverencia de los siervos a sus señores y de los inferiores a los superiores, sí  puede  hablarse de  hiperdulía para el culto y reverencia de María. Como de hecho el culto que se tributa a María se apoya en su dignidad de madre y su dignidad personal con razón  se  le  da  el  nombre  de hiperdulía [47]. El término hiperdulía, acota Vázquez, no fue usado por los Padres. Lo han acuñado los escolásticos para indicar que la dignidad de María, por ser en conjunto mayor que la de los santos, reclama el culto máximo de dulía [48].

Vázquez y el Vaticano II. En el número  66 de la  Lumen  Gentium el Concilio Vaticano II aborda sucintamente el tema de la naturaleza y fundamento del culto a María. No resulta difícil establecer un paralelismo entre las ideas conciliares y las que acabamos de exponer de Gabriel Vázquez.

También para los Padres conciliares  el  culto  a  María  se apoya en la exaltación de María por encima de los ángeles y los hombres, en razón de su puesto en la historia de la salvación. Esto es lo que reclama para María un puesto especial en el culto de la Iglesia. El privilegio de su maternidad  divina evoca  en  los  fieles un sentimiento de confianza para acudir a Ella en todas sus necesidades.

La singularidad del culto a María no aparece bautizada con ninguno de los términos clásicos a los que Vázquez  acudía  con tanta maestría como precisión conceptual. Sin duda, las preocupaciones pastorales y ecuménicas  aconsejaron a  los  redactores del esquema  evitar términos  que,  aunque  tradicionales  ya,  no  son aceptados por amplios sector es de los hermanos separados.

Pero el paralelismo entre el pensamiento de Vázquez y el Concilio es manifiesto también en este punto. El esquema conciliar llama  al  culto  de  María  singular.  Lo distingue  del  culto  a  la  Trinidad y a Jesucristo, Verbo encarnado, y afirma que esa diferencia no es sólo de grado, sino esencial.  A  María  no se  le  tributa un culto de adoración.

Ya hemos visto la amplitud con que Vázquez usa el vocablo adoración. Sin embargo, la coincidencia es matemática. Si la adoración es acto de  la  virtud  de  la  religión  -y este  es  el  sentido del término en el Concilio- sólo a Dios  puede tributársele.  La  latría de Vázquez, excluida del culto a María, es la adoración del Vaticano II.

Cuando dicen los Padres conciliares  que  «las diversas  formas de la  piedad  hacia  la  Madre ( ... ) hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo (... ) sea debidamente conocido, amado y glorificado, y sean cumplidos sus mandamientos», instintivamente nos viene a la mente la solución de Vázquez a la acusación de idolatría luterana en el culto a María. «Cuando  llamamos  a  María esperanza nuestra... queremos expresar el gran poder de su oración ante el Hijo. Porque Jesús es  nuestra  única  esperanza, autor y restaurador de la vida espiritual, etc».

Otra nota peculiar del culto a María en el Concilio es su singularidad. Tampoco aquí se ha usado el término hiperdulía, pero queda suficientemente afirmado que el culto de María es superior al de los demás santos.

Un lenguaje más aséptico, teológicamente hablando, como  es nota característica del esquema mariológico, actualiza las ideas maestras del culto a Dios, María y los santos, que hemos visto desarrollado en Gabriel Vázquez.

Alejandro Martínez Sierra, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   Cf. In III, d. 95, c. 5, n. 13.

2.   Mansi 13, 378 C.

3.   lb., 12, 1056.

4.   lb., 12, 1136.

5.   Ib., 13, 43.

6.   Ib., 13, 99.

7.   lb., 13, 363.

8.   In III, d. 97, c. 2, n. 8, Denz, 984-988.

9.   In III, d. 97, c. 3, n. 27.

10.    lb., d. 97, c. 2, n. 11.

11.    lb., d. 114, c. 1, n. 5; c. 2, n. 11.

12.    lb., d. 116, c. 4, n. 46.

13.    lb., d. 117, c. 2, nos. 23, 26, 27.

14.    lb., d. 117, c. 14, nos. 143 y 149.

15.    lb., d. 118, c. 4, nos. 38, 43, 45.

16.    lb., d. 117, c. 7, n. 83. Para negar la visión de la ciencia intuitiva de Dios en esta vida acude de nuevo al mismo principio. Nadie la ha tenido, porque de haberla concedido Dios lo hubiera hecho con María y de ella no nos consta. «Quidquid pietati non repugnat, et fidei pie etiam de ipsa credi potest». In I, d. 56, n. 5.

17.    In III, d. 118, c. 4, n. 49.

18.    Ib., d. 117, c. 7, nos. 91, 92; d. 120, c. 1, n. l.

19.    Ib., d. 120, c. 1, nos. 2, 3.

20.    In I, d. 90, c. 7.

21.    In III, d. 119, c. 1, nos. 1, 5, 10.

22.    lb., d. 119, c. 2, nos. 11, 12, 15, 16.

23.    lb., d. 119, c. 5, nos. 41, 44, 45.

24.    Ib., d. 119, c. 6, n. 50.

25.    Ib., d. 99,  c. 1, nos. 2 al 4

26.    Ib., d. 99, c. 2, nos. 5 al 7.

27.    Ib., d. 99, c. 2, nos. 8 al 9.

28.    Ib., d. 100, c. 1, nos. 1 al 2.

29.    29. Ib., d. 93, c. 1, n. 2.

30.    In III, d. 93, c. 1, n. 3.

31.    Ib., d.  93, c.  2, n. 10.

32.    Ib., d. 93, d. 4, n. 35.

33.    Ib., d. 93, c. 4, n. 37.

34.    lb., d. 93, c. 4, n. 43.

35.    lb., d. 111, c. 4, n. 12; c.  5,  n.  18: las cruces; ib., d.  106,  c.  2,  n.  10: culto a las imágenes; ib., 108, c. 3, n. 15: en la imagen se venera  al representado; ib., d. 108, c. 9, n. 86: expone la razón  por  la cual  no  puede  ser venerada un a ímagen, si no es en relación  con el sujeto en ella  representado: «Nulla res inanima aut irrationalis capax est secundum se honoris, cultus, et  reverentiae,  sed  adorationis:  sed  imago  est  res  irrationalis et  inanima,  quantumvis  ut  imago,  sine  exemplari   tamen,   consideretur ergo secundum se, sine exemplari, non est  capax  adorationis  et reverentiae». Cf. ib., n. 86.

36.    lb., d. 111, c. 2, n. 4: la cruz de Cristo.

37.    lb., d. 112, c. 2, n. 2: las reliquias o cosas tocadas por los santos; d. 113, c. 2, nos. 4 y  5:  las  reliquias  han  de  ser  veneradas  en  unión  del  sujeto, a quien pertenecen.

38.    lb., d. 110, c. 2, nos. 8 y 11.

39.    lb., d. 110, c. 3, nos. 17, 18 y 21.

40.    lb., d. 110, c. 4, n. 24.

41.    lb., d. 110, c. 4, nos. 24 y 25.

42.    lb., d. 98, c. 1, n. l.

43.    lb., d. 98, c. 1, nos. 4 y 6; c. 4, n. 14.

44.    lb., d. 93, c. 4, nos. 19 y 20.

45.    lb., d. 100, c. 2, nos. 3 al 5.

46.    lb., d. 100, c. 2, n. 7.

47.    lb., d. 100, c. 2, nos. 3 al 11.

48.    lb., d. 99, c. 1, n. 2.

Juan José Silvestre Valor

"Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias […]. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo"

Cita del editor de “El fundador” A. Vázquez de Prada. El paso de los Pirineos:

(Antonio Dalmases Esteva, que es la persona de quien se trata, llevaba consigo un diario, que tituló: "Diario de mi huida de la zona roja, noviembre-diciembre de 1937"; el original, en RHF, T-08246; cfr. Apéndice XVIII. Este joven estudiante, como casi todos los que iban en la expedición, salvo el grupo del Padre, que no llevaba más que una bota de vino azucarado y una botella de coñac, iban provistos de vituallas. (La botella, por cierto, se rompió en la Ribalera después de la misa, cuando el Padre quería invitar a un trago a los asistentes). Del joven catalán se cuenta la anécdota de que llevaba una fiambrera repleta de patas de pollo. Chico inteligente, comentaba el Padre. Había descubierto el cruce

del pollo con el ciempiés. Por "el chico del ciempiés" le conocían)

«La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26) lo ha redimido del pecado del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno y desea vivamente morar en el alma nuestra: “El que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23)» [1]. Estas palabras de una homilía de san Josemaría, fechada el Jueves Santo de 1960, reflejan su profunda compresión del misterio eucarístico como un derroche de amor de la Trinidad, que desea acercarse a los hombres.

Cada uno de nosotros está llamado a ser morada de Dios. Este sueño puede hacerse realidad, si nos transformamos en Cristo, si vivimos su vida [2] y nos hacemos una cosa con él. Esta identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía [3]. En la vida y enseñanzas de san Josemaría notamos una percepción de la fuerza transformadora de la Eucaristía, de la trascendencia de la Santa Misa para la existencia cristiana, como se refleja más adelante en la misma homilía: «Quizá, a veces nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros» [4].

«Aprender en la Misa a tratar a Dios». Se expresa así el convencimiento de que los ritos litúrgicos en los que se desenvuelve la celebración eucarística tienen un valor pedagógico para los creyentes [5]. Resulta lógico verlo así, porque «es en la Misa donde se pone de manifiesto de modo diáfano que la respuesta a la entrega de Dios ha de ser la de un amor total, con todo el corazón, con todas las fuerzas, hasta dar la vida» [6]. En este artículo nos proponemos poner de relieve la aguda conciencia que tuvo san Josemaría acerca de la fuerza transformadora de la liturgia de la Santa Misa para los fieles corrientes. Son vastas sus enseñanzas al respecto, y aparecen con frecuencia en sus escritos. Por eso, en este trabajo hemos elegido centrar nuestra atención especialmente en la homilía «La Eucaristía, misterio de fe y de amor» [7] donde, al hilo de las distintas partes de la celebración eucarística, san Josemaría propone consecuencias para la vida espiritual de los cristianos.

1. El valor mistagógico del rito

El fundador del Opus Dei sugiere un modo concreto de asistir a las lecciones de la escuela de vida que es la Eucaristía: «Permitidme que os recuerde lo que en tantas ocasiones habéis observado: el desarrollo de las ceremonias litúrgicas. Siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres» [8].

En cierto sentido se puede afirmar que san Josemaría se dispone a hablar a los fieles sobre la Misa, no de un modo discursivo, sino mistagógico, desde los ritos [9]. Es lógico que sea así pues la extensa y profunda realidad de los efectos espirituales de la Santa Misa no debe discurrir de modo autónomo e independiente de los textos y ritos que jalonan la celebración [10].

La atención al sentido de los ritos se ha hecho presente con frecuencia en el Magisterio de la Iglesia durante el siglo XX. Pío XII dice al respecto: «La liturgia no es una parte solo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos» [11]. Por el contrario, como recuerda la doctrina conciliar de la Constitución Sacrosanctum Concilium, en la liturgia, «obra por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En este ejercicio, los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» [12]. En esta misma línea, san Josemaría resaltó, desde los comienzos de su predicación, el potencial santificador del misterio del culto cristiano [13].

La liturgia es, por consiguiente, «el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien él envió, Jesucristo» [14]. Un encuentro que «se expresa como un diálogo, a través de acciones y palabras» [15], bajo los signos visibles que usa la sagrada liturgia, escogidos por Cristo o por la Iglesia, significando realidades divinas invisibles [16].

Así pues, las palabras y los gestos de la liturgia tienen una importancia particular que reclama la participación interior de los fieles, como se desprende del número 543 de Camino: «Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo mesa y ara, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta. Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» [17]. Y comenta Arocena: «El texto refleja la sensibilidad mistagógica del autor: los signos del misterio de Cristo conducen a él. Vivida con autenticidad, la celebración constituye la mediación y, a la vez, la catequesis más elocuente de su misterio [18].

2. La Misa, encuentro filial de amor

Este epígrafe presupone dos consideraciones fundamentales. De una parte, que la Santa Misa, como todo encuentro, es cosa de dos: Cristo realmente presente y los participantes en la celebración que, cristificados por la efusión del Espíritu Santo, nos reconocemos hijos de Dios, hijos en el Hijo con el derecho y el deber de presentarnos y ofrecernos con Cristo al Padre. Se trata de un encuentro especial: un encuentro de enamorados. Por eso, san Josemaría describía la Santa Misa como una «corriente trinitaria de amor» [19], a la que el cristiano procura sumarse con «un amor filial empapado de espíritu sacerdotal» [20].

En efecto, en la Eucaristía «se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero» [21]. Por eso “la fe nos pide que estemos ante la Eucaristía con la conciencia de estar ante el propio Cristo. Precisamente su presencia da a las demás dimensiones de la Eucaristía convivial, de memorial de la Pascua, de anticipación escatológica un significado que trasciende, con mucho, el de un mero simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, por medio del cual se realiza de forma suprema la promesa de Jesús de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo” [22].

Toda esta maravilla nos manifiesta la cercanía, la preocupación, el amor de Dios por los hombres. San Josemaría, recuerda el prelado del Opus Dei, «nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y le contemplemos con los ojos de la fe como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa» [23].

Verdaderamente, en la Eucaristía el Señor nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida [24]. Por eso, el santo de lo ordinario la comprendía como una locura de amor, y aplicaba incluso una comparación audaz: «Ningún enamorado dice que no tiene tiempo para estar junto al ser querido, o que tiene prisa. Nuestros padres no tenían problemas de tiempo para estar siempre juntos, porque estaban enamorados» [25]. Y continuaba aconsejando: «No os importe llevar los ejemplos del amor humano, noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne no poseemos otro, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con él» [26].

3. Acercarnos al encuentro de amor

Si la Eucaristía es un encuentro de amor, entonces la preparación interior es un aspecto importante. Incluso también la exterior, como señala el fundador del Opus Dei rememorando escenas de la infancia: «Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor» [27]. En Forja, esta preparación externa se convierte en una imagen de lo que sucede en el ámbito espiritual: «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma» [28].

Al iniciar la Santa Misa, la conciencia de encontrarse en presencia de la Trinidad suscitaba en san Josemaría un amor y admiración que le llevaban a adentrarse con intensidad en la liturgia. Cada detalle cobraba un significado particular para él. Se dirigía al altar con alegría, «porque Dios está aquí. Es la alegría que, junto con el recogimiento y el amor, se manifiesta en el beso a la mesa del altar, símbolo de Cristo y recuerdo de los santos: un espacio pequeño, santificado, porque en esta ara se confecciona el Sacramento de la infinita eficacia» [29]. Por eso confesaba: «Yo beso apasionadamente el altar. Pienso que allí se renueva el Sacrificio del Calvario; y allí, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se vuelcan con la humanidad... Llenaos de deseos de amor, de reparación y de sacrificio. Él nos ha dado su Amor y amor con amor se paga. Que no me digan que Dios está lejos: está bien metido dentro de cada uno de nosotros» [30].

Ante ese encuentro con la grandeza y la bondad infinita de Dios, que tiene lugar en la liturgia, señalaba san Juan Pablo II, «la actitud apropiada no puede ser otra que una actitud impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios» [31]. Estamos ante Dios, llamados a ser sus hijos, convocados a su presencia mientras esperamos ser transformados en el Hijo por obra del Espíritu Santo. ¿No es lógico experimentar el deseo de examinar la propia vida, pedir el don de la conversión continua?

El rezo del Confiteor, prosigue el fundador del Opus Dei, «nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos ¡Gloria!, porque tú solo eres santo, tú solo Señor, tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre» [32].

4. Entablar un diálogo de amor

Acaba la oración colecta, con las palabras que tanto le gustaba repetir a san Josemaría pues le recordaban que la Trinidad entera actúa en el santo Sacrificio del Altar: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo nos dirigimos al Padreque vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Da comienzo a continuación la Liturgia de la Palabra en la que nos encontramos ante un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Este momento de la celebración posee, en efecto, un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor [33].

«Impresionaba mucho recuerda el prelado del Opus Dei, testigo de tantas celebraciones eucarísticas del fundador el tono con que leía los textos litúrgicos, con la nitidez propia de quien los pronuncia a la vez con la boca y con el corazón. Se metía tanto en estos textos, y concretamente en las lecturas, que si asistían otras personas no podía contenerse y, al término del Evangelio, exteriorizaba su sentimiento en una homilía» [34]. Vivía realmente, pues, las consideraciones que hacía sobre esta parte de la Santa Misa: «Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla» [35]. Este cumplirse la acción no es otra cosa que «la dimensión performativa de la Palabra celebrada: la liturgia realiza la actualización perfecta de los textos bíblicos, y lo que la Palabra anuncia lo realiza el sacramento» [36].

«La primera exigencia para una buena celebración enseña Benedicto XVI es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la Santa Misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios» [37].

Cabe afirmar que esta ruminatio es connatural a la compresión que san Josemaría tiene de los textos litúrgicos, y en especial de la Palabra de Dios proclamada en la Liturgia de la Palabra, que se convierte en oración y se proyecta sobre la vida. «Nada extraño, pues, que sus homilías y escritos recojan abundantes comentarios a la lex orandi, cuya vivacidad responde a la hondura bíblica y litúrgica de su experiencia celebrativa. En algunos pasajes, su estilo evoca la mistagogía de los Padres de la Iglesia» [38].

5. Encuentro de amor entre Cristo y su Iglesia

«Somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [39]. Estas palabras nos conducen a dar un paso más. La identificación con los sentimientos de Cristo supone una progresiva transformación en él por medio de la oración, pero ¿cómo aprender a rezar? La respuesta es clara: rezando con otros. En realidad no cabe separar a Dios Padre de su Pueblo: «Cada vez que clamamos y decimos: ¡Abba, Padre! es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia» [40]. Solo Jesús puede decir «Padre mío». Todos los demás nos dirigimos a Dios como Padre, siempre en comunión con aquel nosotros que Jesús ha inaugurado, haciendo posible por el Bautismo que seamos hijos en el Hijo.

La liturgia misma nos muestra de modo palpable esta realidad. Cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar centro de la liturgia eucarística [41], todos se preparan de un modo más inmediato para la oración común, que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo [42]. En esta parte de la celebración, el sacerdote habla al pueblo únicamente en los diálogos desde el altar [43], pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote como representante de la Iglesia entera y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: «Conversi ad Dominum» [44].

Concretamente, la posición de la cruz en el centro del altar indica la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística y la orientación precisa que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros, sino que miramos a aquél que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. En este marco se sitúa la disposición que san Josemaría escribía ya a inicios de 1935: «La Santa Cruz y el ara completamente aislada la mesa del altar ocupen el lugar sobresaliente» [45]. Es a Cristo, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia [46]. Como señala con sencillez el Papa Francisco: «Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino» [47].

En la medida en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, entraremos en consonancia interior y estaremos con la Iglesia en coloquio con Dios. En la celebración de los sacramentos el sacerdote habla con Cristo y a través de él con el Dios trino, y reza así con y por los demás. Como señala san Josemaría: «Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario [48].

Si se puede afirmar sin temor a equivocarse que el cristiano, por la comunión de los santos, nunca está solo, en la liturgia esto se palpa continuamente. «Orate, fratres, reza el sacerdote porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque solo se halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones (Cfr. Ap V, 9)» [49].

Ya en la Plegaria eucarística, esta universalidad adquiere su verdadera amplitud: «La tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre» [50].

Se entiende así que el cristiano no puede rezar a Dios de modo auténtico si vive espiritualmente aislado de los demás, sin abrirse a los otros. «La fe cristiana nunca es mera relación subjetiva o personalprivada con Cristo y su palabra, sino que es totalmente concreta y eclesial» [51]. De ahí que ningún cristiano ora solo: le acompaña siempre el Espíritu Santo. Su oración es siempre a dúo y a coro: resuena siempre en ella la invocación de la Iglesia en la epíclesis continua a su Señor. Por eso «vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos» [52].

Este sentido de la unidad informa toda la vida de cada fiel: «Nos hemos de esforzar, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia» [53]. La plegaria eucarística es un ejemplo elocuente de esta apertura del corazón hacia las intenciones de la Esposa de Cristo presente en toda la tierra: «Así se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios clementísimo. Le pedimos por la Iglesia y por todos en la Iglesia: por el Papa, por nuestra familia, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo entusiasta» [54].

A lo largo de la plegaria eucarística se vuelve en diversos momentos a la petición, y a veces se acude a los santos, pidiendo su intercesión. «Para que la petición sea acogida, hacemos presente nuestro recuerdo y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María y con un puñado de hombres, que siguieron los primeros a Cristo y murieron por él» [55]. Y con la intercesión, la petición: «Más peticiones: porque los hombres estamos casi siempre inclinados a pedir: por nuestros hermanos difuntos, por nosotros mismos. Aquí caben también todas nuestras infidelidades, nuestras miserias. La carga es mucha, pero él quiere llevarla por nosotros y con nosotros» [56].

Se acerca el instante de la Consagración. Se reitera aquí «la infinita locura divina dictada por el Amor» [57]. Estamos en el vértice de la plegaria eucarística, como señala la Instrucción General del Misal Romano: «Con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la Última Cena, cuando, bajo las especies de pan y vino, ofreció su Cuerpo y su Sangre, y se los dio a los apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio» [58].

El sacerdote junta las manos y pronuncia con claridad las palabras del Señor, tal y como lo requiere la naturaleza de las mismas [59]. Especialmente en este momento de la celebración, el sacerdote actúa in persona Christi, lo cual «quiere decir más que en nombre, o también, en vez de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie» [60]. Se trata para san Josemaría de una realidad diáfana: «Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el Altar! Renuevo incruentamente el divino sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que él purifique» [61].

«Termina el canon con otra invocación a la Trinidad Santísima: per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso..., por Cristo, con Cristo y en Cristo, Amor nuestro, a ti, Padre Todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, te sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos» [62]. Recordamos de nuevo que estamos metidos en la corriente trinitaria de amor de Dios por los hombres que es la Eucaristía. El canon concluye dirigiendo a la Trinidad una oración de alabanza, «la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» [63]. Si bien es cierto que toda la celebración eucarística es una magna acción de gracias dirigida a la Santísima Trinidad, sin embargo la doxología final de la plegaria eucarística resume y concentra la totalidad de esta alabanza.

A su vez, el gesto de elevar la patena y el cáliz pretende presentar al Padre, para ofrecérsela, la gran Víctima inmolada: Cristo, la expresión suprema del honor y de la gloria debidos a Dios. De hecho, la fórmula de la doxología final muestra que toda oración de alabanza «solo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él» [64].

En esta misma línea afirmaba san Josemaría: «En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: “Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso” ¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor! Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida» [65]. Las últimas palabras «incorpora esa realidad a tu vida», nos animan a hacer efectivo este gesto a lo largo de la jornada [66], porque «corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y el alma» [67].

6. La comunión: cuando el encuentro se hace adoración y unión

Parte esencial de la Misa es la Comunión. San Josemaría la recomendó frecuentemente en su predicación [68]. Ya en 1931, al señalar la praxis que deberían seguir los que se incorporasen al Opus Dei, escribió que «ordinariamente recibirán la Sagrada Comunión dentro de la Misa, porque ése es el sentir de la liturgia» [69]. De la misma época son también estas palabras: «La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Sacrificio unido al Sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa razonable?» [70].

El rito de comunión tiene como finalidad que los fieles, debidamente dispuestos, reciban el Pan del cielo y el Cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo [71]. Facilitar este cometido es el objetivo de los tres momentos de preparación inmediata: el Padrenuestro, el gesto de paz y la acción simbólica de la fracción del pan.

San Josemaría se refiere al Padrenuestro diciéndonos: «Jesús es el Camino, el Mediador; en él todo; fuera de él, nada. En Cristo, enseñados por él, nos atrevemos a llamar Padre nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo» [72]. Estas palabras nos introducen directamente en la realidad de la Comunión, que acrecienta nuestra unión con Cristo, nos une a él separándonos del pecado, y construye la Iglesia [73]. Unirnos a Cristo y por él a todos los hermanos; filiación en Cristo y fraternidad: son sentimientos que encontramos a lo largo de toda la celebración eucarística.

Señor no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme, esta oración que precede a la comunión son señal de contrición, de un dolor de amor adorante que arroja luz sobre lo que sucede en ese momento: «No es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación solo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a aquel a quien recibimos. Precisamente así, y solo así, nos hacemos uno con él» [74]. Por eso, el fundador del Opus Dei propone un contraste gráfico: «Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?» [75].

Concluye la Santa Misa: «Con Cristo en el alma [...] la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas» [76]. Aranda glosa así esta consideración: «De una manera natural y espontánea, viene una y otra vez a la mente y a la pluma del autor la formulación de su doctrina fundamental, fruto de los dones fundacionales impresos por Dios en su alma: la llamada de todos los fieles cristianos a la santidad en su propio estado y circunstancias de vida, y en particular la vocaciónmisión de los fieles laicos de santificar todas las nobles actividades humanas. La califica de tarea sencilla y normal, puesto que no desborda los cauces de la vida profesional y social ordinaria, sino que ha de desenvolverse en el interior de los deberes y obligaciones de cada uno» [77].

La Santa Misa se proyecta, de algún modo, en la vida entera de los fieles. «Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas» [78]. Esta coherencia cristiana que reclaman las celebraciones litúrgicas ha sido recordada por el Papa Francisco: «Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr. Rm 12, 1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura» [79].

Este breve recorrido que hemos hecho de la liturgia de la Santa Misa de la mano de san Josemaría nos ayuda a comprender por qué afirmaba que: «Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas» [80]. En la celebración, los fieles se pueden dirigir al Padre, en Cristo por la acción del Espíritu Santo: en este entrar en diálogo con las personas divinas, crece su vida cristiana. Un diálogo al que invita cada gesto y palabra propia del rito, que cobran así un significado especial. Nos vemos impulsados a cuidarlos con atención, con afán de seguir este camino de amor: «No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos pero que son siempre expresión de un corazón apasionado» [81].

Juan José Silvestre Valor, en romana.org

Notas:

[1]   San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica (por Antonio Aranda), Rialp, Madrid, 2013, n. 84d.

[2]   Cfr. Gal 2,20.

[3]   Acerca del modo en que san Josemaría comprendía esta identificación a través de la Eucaristía, cfr. Ángel García Ibáñez, “Eucaristía” en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2013, p. 463.

[4]   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88b.

[5]   En este aspecto se percibe una sintonía de fondo entre el pensamiento de san Josemaría y la enseñanza de Benedicto XVI: «¿Qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado? Es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que Él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida». Benedicto XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 7-V-2006.

[6]   Ernst Burkhart Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid, 2010, vol. I, p. 555.

[7]   Como ya se ha dicho anteriormente, esta homilía se publicó en el libro Es Cristo que pasa; comprende los nn. 83-94. Sobre la historia de su redacción se pueden consultar las pp. 485-490 de la Edición crítico-histórica preparada por Antonio Aranda (vid. nota 1).

[8]   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88c.

[9]   Cfr. San Josemaría, Camino. Edición crítico-histórica (por Pedro Rodríguez), Rialp, Madrid, 20043, n. 529, nota 11, p. 678.

[10]    Cfr. José Antonio Abad, “Liturgia y vida espiritual”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 757.

[11]    Pío XII, Carta encíclica Mediator Dei, en Heinrich Joseph Dominicus Denzinger Peter Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona, 20002, n. 3843.

[12]    Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 7. La misma idea ha sido recogida en Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1070, 1089. Parece interesante notar que el texto latino dice: «Merito igitur Liturgia habetur veluti Iesu Christi sacerdotalis muneris exercitatio, in qua per signa sensibilia significatur et modo singulis proprio efficitur...» El antecedente de qua entendemos que es exercitatio y de este modo resulta claro que las acciones litúrgicas son ejercicio del sacerdocio de Cristo por medio de signos sensibles.

[13]    Cfr. Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 747.

[14]    San Juan Pablo II, Carta Apost. Vicesimus quintus annus, 4-XII-1988, n. 7.

[15]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1153.

[16]    Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 33.

[17]    San Josemaría, Camino, n. 543.

[18]    Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 749.

[19]    Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 85a.

[20]    Ernst Burkhart Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, p. 556.

[21]    Concilio de Trento, Decr. De SS. Eucharistia, can. 1: DH, 1651; Cfr. cap. 3: DH, 1641.

[22]    San Juan Pablo II, Carta Apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 18.

[23]    Javier Echevarría, Carta 6-X-2004, n. 5.

[24]    Cfr. San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-IX-2003, n. 11.

[25]    San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 6-I-1972.

[26]    San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid, 1986, p. 75.

[27]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91c.

[28]    San Josemaría, Forja, Rialp, Madrid, 1987, n. 834.

[29]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88d.

[30]    Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Rialp, Madrid, 2000, p. 226.

[31]    San Juan Pablo II, Discurso a la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los sacramentos, 21-IX-2001.

[32]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88d.

[33]    Cfr. Misal Romano, “Instrucción General del Misal Romano”, n. 55. A partir de ahora IGMR.

[34]    Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, p. 226.

[35]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89a.

[36]    Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 753.

[37]    Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con sacerdotes de la diócesis de Albano, 31-VIII-2006.

[38]    Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 748.

[39]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89a.

[40]    Benedicto XVI, Audiencia general, 23-V-2012.

[41]    Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 73.

[42]    Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 78.

[43]    Cfr. “Pregare ad Orientem versus”, Notitiae 322, vol. 29/5 (1993) 249.

[44]    Efectivamente, «en la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: Conversi ad Dominum volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera». Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia pascual, 22-III-2008.

[45]    San Josemaría, Instrucción 9-I-1935, n. 254, en AGP, serie A.3, 90-1-1; citado en Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 750.

[46]    Benedicto XVI ha insistido en este punto. En 2002, el entonces cardenal Joseph Ratzinger señalaba que «la representación del sacerdote se realiza en el acto sacramental, en el que con respeto y estremecimiento se puede hablar y actuar en nombre de Cristo, pero esto no quiere decir que haya que mirar al sacerdote, como si él fuera en su figura física un icono de Cristo. Él debe intentar llegar a serlo por su vida, pero pertenece precisamente a ello que él, junto con los fieles, mire a Cristo para poder imitarlo. El traslado de la representación de Cristo a la forma física del sacerdote, que P. Farnés y otros nos ofrecen, lleva a la falsa divinización del sacerdote, de la que deberíamos liberarnos cuanto antes. No, cada vez me resulta más insoportable ver cómo la cruz se deja a un lado para que se pueda ver al sacerdote. El carácter esencial de la Iglesia como una procesión, como un caminar orante hacia el Señor, se oscurece así de una manera inadecuada». Joseph Ratzinger, “Respuesta del cardenal Joseph Ratzinger a Pere Farnés”, Phase 252 (2002) 511-512.

[47]    Francisco, Audiencia general, 5-II-2014.

[48]    San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, 80.

[49]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89d.

[50]    Ibíd. En otro momento, realiza una consideración similar, involucrando incluso a toda la creación en este movimiento de alabanza: «Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas, dando gloria al Señor la Creación entera. Y especialmente, diré con palabras del Concilio Vaticano II, nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial, comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, de San José, de los santos Apóstoles y Mártires y de todos los santos”. San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, p. 75.

[51]    Joseph Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid, 2004, p. 172.

[52]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88a.

[53]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145b.

[54]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90a. Es la oración de intercesión que, en palabras del Papa Francisco, «nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás [...] Interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño». FRANCISCO, Exh. apost. post. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 281.

[55]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90a.

[56]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90c.

[57]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90b.

[58]    Misal Romano, IGMR, n. 79 d).

[59]    El Papa Pablo VI sugirió, el 22 de enero de 1968, esta rúbrica sobre el modo de pronunciar las palabras del Señor (Cfr. Annibale Bugnini, La reforma de la liturgia (1948-1975), 408, nota 15). De este modo se «subraya la trascendencia del momento de la consagración, la expresividad y la diferencia de estas palabras sobre las restantes, como vértice que son de toda la plegaria eucarística e, incluso, de toda la celebración». Félix María Arocena, En el corazón de la liturgia. La celebración eucarística, Palabra, Madrid, 1999, p. 178.

[60]    San Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 24-II-1980, n. 8.

[61]    San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, p. 74.

[62]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90c.

[63]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2639.

[64]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1361.

[65]    San Josemaría, Forja, n. 541.

[66]    Ernst Burkhart Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, p. 557.

[67]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87c.

[68]    Cfr. José Antonio Abad, “Liturgia y vida espiritual”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pp. 758-759.

[69]    San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno V, n. 496, 23-XII-1931; citado en Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 536, p. 687.

[70]    Ibíd.

[71]    Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 80.

[72]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91a.

[73]    «Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia», Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1396.

[74]    Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 22-XII-2005.

[75]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91b.

[76]    Ibíd., n. 91d.

[77]    San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica, comentario al n. 91d, p. 512.

[78]    San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 11, citada en Ernst Burkhart Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, pp. 565-566.

[79]    Francisco, Mensaje a los participantes en el Simposio “Sacrosanctum Concilium, Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial”, 18-II-2014.

[80]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91e.

[81]    Ibíd., n. 92a.

Nathalie Augier de Moussac

La pintura del Tepeyac

Cuando el Provincial de la orden de los frailes menores, Francisco de Bustamante, denunció públicamente el día de la fiesta de la Natividad de la Virgen el uso de las virtudes taumatúrgicas de una imagen pintada por un Indio, atacaba la política de la imagen practicada por el nuevo arzobispo de México, el dominico Alonso de Montufar, recientemente llegado a la Nueva España.

La Tota Pulchra de Huejtozingo es muy parecida al la pintura taumaturga del Tepeyac (fig. 15).

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Fig. 15: El ayate de la Virgen de Guadalupe, 167 x 103 cm, Basílica del Tepeyac, México. Foto de la autora.

El hecho de que la imagen haya sido el fruto del trabajo de un Indio o de un artista europeo no es realmente importante en cuanto a lo que nos interesa aquí [26]. El lienzo ha sido retocado varias veces, en varios lugares con supresión o adiciones de elementos gráficos como el velo que parece haber sido añadido sobre la cabeza de la Virgen de una manera poco realista, o el color de sus cabellos cambiados de rubios a negros (fig. 16 y 17). O más probablemente la desaparición de putti o atributos como una corona, escondidos por las nubes o la mandorla.

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Fig. 16: Detalle de la Tota Pulchra de Huejotzingo con dibujo para transformarlo en Virgen de la Guadalupe. Foto de la autora.

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Fig. 17: Detalle del lienzo de la Virgen de Guadalupe. Foto de la autora.

Es imposible saber cuales fueron los elementos originales del lienzo ya que no tenemos ninguna prueba visual o ninguna descripción precisa de la pintura “origínale” [27] (fig. 18).

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Fig. 18: Asunción, fresco anónimo de la capilla abierta del convento franciscano de San Martin de Huaquechula, Puebla, circa1560. Foto de la autora.

Además ya sabemos que en el dominio del arte “religioso” la noción de original y de copia es muy relativa. Lo que importa realmente es entender cómo, en un momento dado, una imagen sagrada como el lienzo se “reactiva” periódicamente con la complicidad fortuita de textos y /o varios procesos de reproducción.

La primera copia oficial, Baltazar de Echave Orio, 1606

Cincuenta años después del sermón de Bustamante, en la primera decena del siglo XVII, una interpretación del lienzo firmada por el vasco Baltazar de Echave Orio (fig. 19) llegado unos veinte años antes a México, aparece en la iglesia capitalina de San Francisco.

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Fig. 19: Baltasar de Echave Orio, 1606, oleo sobre tabla, colección privada. Foto de la autora.

No se trata de una réplica exacta del lienzo así como lo conocemos hoy, sino más bien de una interpretación del artista según un modo de funcionamiento propio de las copias de las pinturas religiosas vigente en Europa desde el final del siglo XIV. Echave Orio, aunque respeta escrupulosamente las dimensiones del lienzo y la postura de la Virgen, añade una corona a sus atributos. Pero la gran innovación del cuadro es la representación de la imagen de la Virgen sobre un tejido blanco colgado en dos puntos a la manera de las numerosas pinturas que representan el velo de la Verónica –Vera Icona– , o sea la huella dejada por el rostro de Cristo sobre la tela que le habrá tendido Verónica camino al Gólgota. Procede también a una última modificación de suma importancia cuando transforma el oval cerrado de la mandorla en una gota claramente abierta en la parte superior del cuadro, como si estuviera suspendida en cielo. La manera con la cual la tela blanca que sirve de soporte a la imagen de la Virgen aparece “suspendida” en dos puntos es idéntica a las representaciones convencionales del velo de la Verónica (fig. 20 y 21) [28].      

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Fig. 20: Martin Schongauer, 1491, grabado de Breisach, Colmar, Metropolitan        Fig. 21: Dürer, grabado sobre madera, 1510. Fletcher Fund, 1918.

Museum of Art, N.Y. Harris Brisbane Dick Fund, 1932.

Más bien el cuadro de Echave Orio podría relacionarse con la pintura del Greco (fig. 22) que hace abstracción de la representación de la santa para concentrarse únicamente sobre el retrato de Cristo, o sobre su huella.

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Fig. 22: El Greco, el velo de la Véronica, dos interpretaciones. A la izquiera, óleo sobre tela, 84 x 91 cm, 1576-79, Museo de la Santa Cruz, Toledo. A la derecha, óleo sobre tela, circa 1580-1582, colección privada, véase <http://www.wga.hu> (12/09/2012).

Cuando el artista decide representar el lienzo de la Virgen de Guadalupe de forma idéntica a las imágenes acheiropoieta convierte la imagen de la Virgen (el lienzo de la Guadalupe), es decir la reproducción de la figura de la Virgen, en el tema central del cuadro. Esta opción iconográfica podría indicar, en primer lugar, que existía en 1604 una leyenda alrededor de la imagen taumaturga del Tepeyac y un vidente que todavía no había salido de la sombra, y, en segundo lugar, que si el velo de la Verónica es una reliquia que demuestra la existencia de Cristo, entonces el lienzo es la prueba de que la Virgen “estuvo” en México.

Imagen de la Virgen María de Miguel Sánchez

Más de cuarenta años después, el sacerdote criollo Miguel Sánchez (c. 1596-1674) publica en 1648 su Imagen de la Virgen María. Madre de Dios de Guadalupe. Milagrosamente aparecida en la ciudad de México. Celebrada en su historia, con la profecía del capítulo doce del Apocalipsis.

En 1640, en el prólogo a la versión impresa de un sermón sobre San Felipe [29], un franciscano martirizado en Nagasaki en 1597 y beatificado en Roma en 1627, el predicador había advertido que se quedaba “con esperanzas de otro mayor escrito: le segunda Eva en nuestro santuario de Guadalupe (…)” (Brading 2002 : 98). En su apología del primer santo mexicano, Sánchez mezclaba religión y patriotismo, pero fue la publicación de la Imagen De La Virgen María la que iba a entusiasmar a los criollos y a activar una serie de apologías, tanto literarias como pictográficas, alrededor de la imagen sagrada de la Guadalupe. Era pues el primer texto publicado que relataba las apariciones de la Virgen así como el origen milagroso de la Imagen. Abunda en citas sabias y en referencias a los Padres de la Iglesia, en particular a San Agustín y a San Juan Damasceno. Señala Sánchez que por falta de documentos escritos tuvo que apoyarse sobre la tradición oral, exactamente como lo había hecho Cisneros en su apología de la Virgen de Remedios cuando observaba que los cultos principales de España –Pilar de Zaragoza, Montserrat, Guadalupe, Atocha hasta la Peña de Francia– dependían todos de tradiciones orales más que de documentos contemporáneos a los acontecimientos. Pero es la Biblia, y particularmente el Antiguo Testamento, la que le proporciona la materia irrefutable que necesita. Sin embargo, a diferencia de Cisneros, Sánchez se focaliza en la Imagen, siendo el culto nada más que la consecuencia de la natura excepcional de esta, y se adelanta a buscar el “original” para saber "de dónde se había copiado la milagrosa imagen" (Sánchez 1648: 21-23).

Por revelar la naturaleza divina del prototipo, igual que lo sugiere la pintura de Echave Orio, Sánchez coloca la copia en centro de las preocupaciones de la Iglesia novohispana y abre el paso al culto exponencial de las imágenes. A pesar de que el texto del capellán se inserte en un contexto propicio a las imágenes –la iglesia post-tridentina– su propia interpretación del origen del lienzo le da un nuevo impulso. Gracias a una operación exegética inédita, Sánchez cambia la natura, es decir la esencia misma del lienzo: de imagen milagrosa (porque hace milagros) en imagen acheiropoieta (no hecha por manos humanas), inaugurando así el ciclo de las imágenes barrocas.

El subtítulo es elocuente: Original profético de la Santa Imagen piadosamente previsto del evangelista San Juan, en el Capitulo doce de su Apocalipsis. Para Sánchez en el lienzo figura la aparición de la mujer águila tal como la vio San Juan en Patmos. Agradece a San Agustín por darle “noticias evidentes de su divino Original” con su propia exégesis del Apocalipsis de Juan. Menciona el capitulo Ad Catecúmenos de la Ciudad de Dios donde el obispo de Hipona identifica la mujer Apocalíptica con la “Virgen madre de Dios”, es decir la encarnación de la Iglesia, ambas vírgenes, puras y fecundas: María Virgen dando a luz al Cristo.

El libro de Sánchez está construido en el modo narrativo. El autor “sale en busca” de la imagen original, guidado por San Agustín, hasta encontrar al apóstol Juan en la isla de Patmos. El relato es a la vez realista, maravilloso, y onírico. Agustín el exégeta, y Juan, el visionario están presentes:

(…) tenía San Juan pendientes de las plumas con que le avia remotado en sus revelaciones imágenes diversas, y Originales mysteriosos para repartir a la Yglesia por lo futuro, estavan por su orden y capítulos”. Fue entonces que « llegando al duodécimo me detuvieron las señas que llevaba, y vide aquella Imagen. Signum magnum apparuit in coelo. (Sánchez 1648: 24-25)

La revelación de Juan se convierte en la visión de Sánchez:

Apareció estampado en el Cielo un gran milagro, se descubrió esculpido un prodigioso portento, se desplego en su lienzo retocada una imagen, era Mujer vestida a rodas luces, del Sol toda envestida sin deslumbrarse, calçada de la Luna sin divertirse, coronada de doce estrellas sin desvanecerse, estaba ya en aprietos del parto, que demostravan sur clamores. (Sánchez 1648: 25)

Surge entonces el Dragón, que amenaza al niño así que este es inmediatamente llevado a su Padre en el cielo, “quedando gloriosa la mujer que al punto baxo a la soledad a un lugar que Dios le tenía señalado“. Le sigue una batalla entre San Miguel, asistido por su escuadrilla celestial, y el Dragón hasta que éste es derribado. Furioso intenta atacar a la mujer que “sin desnudarse del ropaje lucido, recibió por singular misterio dos alas de águila grande con que bolo al desierto, a un sitio señalado” (Sánchez 1648: 25-26).

Esta es la Imagen que con las señas de Agustino mi Santo hallé en la Isla de Patmos en poder del Apóstol y Evangelista San Juan a quien arrodillándome se la pedí, le declaré el motivo y le propuse la pretensión de celebrar con ella a María Virgen Madre suya en una Imagen milagrosa que gozaba la Ciudad de México, con titulo de Guadalupe (…). (Sánchez 1648: 27)

Inspirándose en los arquetipos de las Escrituras, Sánchez establece un vínculo entre la historia de México y la del Mundo bíblico. Paso a paso “revela” que el prototipo de la milagrosa imagen del Tepeyac no es otra que la Mujer del Apocalipsis de Juan. Justifica la Conquista a través de la profecía del apóstol. En otros términos, es la “revelación” de la imagen del Tepeyac la que permitió a la Virgen fundar la Nueva Iglesia en México. Establece una serie de paralelos entre los episodios del Antiguo Testamento y el Apocalipsis de Juan y usando sus referencias tipológicas, ancla el paisaje mexicano en el proyecto milenarista. Las comparaciones son numerosas y la exégesis de Sánchez muy atrevida.

Sobretodo Sánchez innova en el dominio de las imágenes acheiropoieta: su publicación se convierte en la primera exegesis de una imagen a partir de su materialización. A semejanza de Cristo, María elige para su encarnación material “una manta que toda es criolla de esta tierra, en la planta de su maguey, en sus hilos sencillos y en su tejido humilde(…)” (Sánchez 1648: 123). Los cien rayos en torno a la Virgen bendicen la tierra que gobernaba “la monarquía católica de España, de los Felipes de gloriosas memorias que ha tenido, de Felipe el Grande, señor nuestro (…)” (Sánchez 1648: 140) reyes que había sido comparados al sol. La luna representa a México, por ser un territorio tanto sometido a las aguas, mientras las estrellas de su manto hacen referencia a los conquistadores, esta milicia de ángeles que habían vencido a Lucifer-Huitzilopochtli. Finalmente, identifica el ángel que sostiene la Virgen con el arcángel Miguel, cuyas alas recuerdan al águila azteca (Sánchez 1648: 143, 154, 163-164, 168-169). Con la pluma de Sánchez, el lienzo se convierte en la prueba concreta de la imagen virtual de la Revelación de Juan. Siguiendo un razonamiento neo-platónico, parte de la proyección de la imagen sobre el supuesto “ayate” de Juan Diego (el lienzo) para llegar al prototipo divino, o sea a su idea.

Esta idea, o mejor dicho, concepto, apela a otras exégesis, literarias esta vez, por parte de los Padres de la Iglesia. Como en un juego de espejos, la imagen materializada por el lienzo, refleja la visión de Juan en Patmos; esa revelación ha sido descrita en un texto del Apocalipsis de Juan, cuyas palabras se articulan en una constelación de símbolos que a su vez ha sido interpretado por los Doctores de la Fe para pronosticar el fin del Mundo Antiguo y la llegada del Nuevo.

A través del mismo razonamiento tipológico, y siguiendo los pasos de San Juan Damascenos y San Jerónimo, Sánchez afirma la supremacía incontestable de la Imagen del Tepeyac sobre todas las otras imágenes marianas subrayando el carácter excepcional de esta por ser la única imagen conocida de María que había “nacido” entre las flores, igual que el báculo milagroso de Aarón solamente floreció cuando Moisés convocó a las doce tribus de Israel, signo de que la tribu de Leví estaba destinada al sacerdocio y de que él mismo sería el primer sacerdote supremo (Brading 2002: 112). El relato de Sánchez, con su amplia combinación de silogismos tipológicos, logra unificar alrededor del mismo proyecto –la imagen milagrosa de la Virgen de Guadalupe–: la España de los Conquistadores, los órdenes regulares y su misión evangelizadora, la Iglesia secular y la Nueva España. Pero va más allá de la reunión improbable de estos elementos heterogéneos. Con su encarnación en la imagen del Tepeyac, la Iglesia Mexicana se puede enorgullecer de su creación por intervención divina, mientras que España tuvo que contentarse con la intervención de un santo, Santiago. Non fecit taliter omni nation: Sánchez aplica el Salmo (147: 20) al pueblo de Nueva España, elegido entre todos para recibir la protección de María, exactamente como los Hebreos habían sido elegidos por Dios entre todos los pueblos de la tierra.

Con el texto de Sánchez todas las figuras bíblicas que hasta entonces se aplicaban a la Virgen María se trasladan hacia la Guadalupe mexicana. La tipología apostólica y católica se reúnen para definir el carácter y la significación de la imagen del Tepeyac. El capítulo doce del Apocalipsis de Juan es particularmente apropiado para este juego de referencias cuando proyecta las figuras del Antiguo Testamento dentro del futuro de la Iglesia. Mientras otros habían utilizado la metodología tipológica para legitimar sus aspiraciones milenaristas, Sánchez describe la aparición de la imagen del Tepeyac como la encarnación de la Nueva Iglesia. Es decir que la aparición de la imagen del Tepeyac es el signo de que la profecía del último reino del mundo se ha cumplido y de que su reina permanecería en su tierra de elección: la Nueva España.

Nathalie Augier de Moussac, en  dialnet.unirioja.es/

Notas:

26    Sobre la atribución de la Imagen del Tepeyac, véase Favrot Peterson 2005.

27    En la Asunción de San Martin Huaquechula figura un putto muy parecido a la imagen de la Virgen de Guadalupe (el lienzo). Sin embargo, observamos que a diferencia del lienzo, la virgen de Huaquechula no tiene velo, ni mandorla, y no hay tampoco rayos solares que la rodean.

28    Aunque a la diferencia del Vultus Christi , la Virgen no mira al espectador o al vidente, y la composición no se parece para nada a las primeras imágenes “acheiropoieta “del Cristo traídas de Oriente después de la toma de Constantinopla y mucho menos a las adaptaciones del final del siglo XIV o principios del siglo XV. Para la fig. 20, véase <http://www.metmuseum.org/Collections/search-the-collections/90039567>; para la fig. 21, véase <http://www.metmuseum.org/Collections/search-the-collections/90071312> (12/09/2012).

29    Se trata del Elogio de San Felipe de Jesús, hijo y patrón de México. Seguirán un Triunfo de San Elías, patriarca del Carmelo, publicado en 1646, y Las Novenas para el culto de las Imágenes milagrosas de Guadalupe y Remedios que se veneran en sus santuarios de México.

Nathalie Augier de Moussac

Los doce franciscanos que salieron del puerto de Sanlúcar de Barrameda a final de enero de 1524 con destino al Nuevo Mundo trajeron con ellos el culto de la Inmaculada Concepción de María. Tenían autoridad, tanto por parte del emperador Carlos V como por la Santa Sede [1], para evangelizar a los Indios. Simultáneamente a la destrucción de los ídolos ya iniciada por Hernán Cortés, los predicadores empezaron a catequizar a los nativos con el recurso de imágenes. Con un propósito pedagógico se realizaron varias obras pictográficas como los catecismos Testerianos y también pinturas sobre telas que se podían transportar de pueblo en pueblo y que representaban los artículos de la Fe.

Cuando se consideró acabada la tarea de conversión se realizaron imágenes, fruto de la colaboración entre los franciscanos y los indios, que celebraban la nueva civilización americana: objetos litúrgicos y obras de arte plumaria fabricadas en su mayoría para enviar a las cortes europeas. Al mismo tiempo, a partir de estampas o xilografías marianas de origen flamenco o francés aparecidas a final del siglo XV en Europa septentrional, los frailes menores imprimieron a fresco sobre las paredes de sus conventos unas de las primeras imágenes marianas novohispanas. Aquellos frescos realizados por artistas indígenas bajo la dirección de los mendicantes presentan dos tipos de iconografías inmaculistas conocidas en Europa bajo el nombre de Tota Pulchra y la Asunción de María. Su realización es casi contemporánea a la imagen canónica del Tepeyac, el Lienzo de la Guadalupe, aparecido en México alrededor de 1555 [2].

Nuestro propósito es mostrar que las imágenes novohispanas de natura inmaculista creadas bajo la supervisión de los franciscanos, fueron alteradas por el contexto de evangelización del Nuevo Mundo. Los “doce” apóstoles eran guiados por Martin de Valencia y sus ideas milenaristas influenciadas por las reflexiones de Joaquín de Fiore. Estaban convencidos de que el fin de los Tiempos estaba cercano y que faltaba convertir a los pueblos de las Indias occidentales para llegar a la Edad del Espíritu Santo, etapa preliminar al reino de Cristo sobre la tierra. Para analizar con más precisión la producción iconográfica de estos conventos y ofrecer nuevos enfoques sobre la mariofanía del Tepeyac, es necesario colocar la fabricación de estas imágenes en su contexto histórico, junto a los textos franciscanos que ilustran la conquista espiritual.

La primera gran crónica franciscana, obra de fray Toribio de Benavente, mejor conocido bajo el nombre de Motolonía —el “pobrecito” en náhuatl—, fue redactada entre 1539 y 1541 a instancia de la orden seráfica. La Historia de los Indios está atravesada por alusiones providenciales, y a la luz de éstas, hemos podido adelantar nuevas hipótesis iconográficas acerca de la producción de la Imagen de la Virgen de Guadalupe. No obstante, la realización por el vasco Juan de Echave Orio, a principios del siglo XVII, de una copia “idéntica” de la imagen taumatúrgica del Tepeyac que representa el lienzo guadalupano según el modelo de la Verónica, no sería hasta la publicación del libro de Miguel Sánchez (1648), Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe(…), cuyo texto inspirado por la pluma exegética de San Agustín identifica claramente la Guadalupana novohispana con la Mujer Águila del Evangelista de Patmos, la imagen del Tepeyac no adquirirá su dimensión acheiropoieta para transformarse en el símbolo patrístico de la Nueva Iglesia.

Imágenes inmaculistas

Para entender lo que sucedió en América, primero tenemos que descubrir el panorama europeo. Durante el siglo XV, la devoción a la Inmaculada fue la prerrogativa de los franciscanos que sostenían el dogma frente a los dominicanos que lo rechazaban. Una de las primeras interpretaciones de la Inmaculada se encuentra hoy en la National Gallery de Londres. Se trata de una obra italiana del veneciano Carlo Crivelli (c. 1430/5-c. 1494) realizada en 1492 para la iglesia de San Francisco en Pergola. (Fig. 1)

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Fig. 1: Carlo Crivelli, 1492, firmado y fechado por el artista. Tempera sobre madera, 194,3 x 93,3  cm. National Gallery, Londres, en <http://www.nationalgallery.org.uk/artists/carlo-crivelli> (12/09/2012).

La pintura revela una influencia gótica tardía. Dios y la paloma del Espíritu Santo aparecen encima de una filacteria en forma de arca, sostenida por dos serafines, con la frase latina “ut in mente dei ab initio concepta fuita et facta sum” que indica que la Virgen fue concebida y creada, desde el principio, en la mente de Dios. (Fig. 1 bis)

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Fig. 1bis: Crivelli, etalle, en http://www.nationalgallery.org.uk/artists/carlo-crivelli detalle, en (12/09/2012).

La encarnación de la Virgen sería entonces el fruto de una idea divina, literalmente un concepto divino. Al mismo tiempo los ángeles coronan a la Virgen cuyos ojos parecen mirar hasta su creador. A cada lado de su cabeza, se encuentran el sol y la luna. Más abajo (Fig. 1ter), varias frutas están colgadas/suspendidas sobre una vara que alude probablemente al pasaje del Antiguo Testamento sobre Aarón y su báculo (Nb17, 16-26) [3]. Las frutas también evocan el “huerto concluso” del pasaje del Cántico de los canticos, uno de los atributos de María, así como el lirio blanco, el vaso de cristal y las rosas sin espinas. María está embarazada; los pliegues de su manto, que lleva motivos de piñas de oro, simbólicos del sacrificio en porvenir de su hijo (fig. 2) [4], se abren sobre su vestido rojo, el color que ilustra la fecundidad.

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Fig. 1ter: Crivelli detalle del manto de la Virgen con las piñas                                     Fig. 2: Pila bautismal procedente del Hospital de san Lázaro.

y el vestido con los cardos estilizados, en                                                               Siglos XIV-XV. Foto de la autora

Carlo Crivelli (about 1430/5 - about 1494) | National Gallery, London

(12/09/2012).

                                                                                                                       

El artista escogió representar a María de pie sobre une tela de seda en tonos rosados con impresiones de cardos estilizados [5], probablemente para enfocar su naturaleza inmaculada. Para que se quede “sin macula”, ella no debe pisar el suelo. Su figura está sobrealzada, como protegida por dos altares que forman una especie de nicho en lo que parece ser una iglesia. El cuadro de Crivelli es la materialización del dogma de la Inmaculada, la manera con la cual el artista veneciano ha transpuesto en términos picturales las ideas inmaculistas vigentes a finales del Quattrocento.

Una década después, se imprime en París, en el taller de Thielman Kerver, (14...- 1522) un libro de oraciones, Heures à l’usage de Rome [6], con un grabado [7] donde figura la Virgen en el Paraíso (fig. 3), rodeada de dieciséis atributos inmaculistas, los cuales provienen en su mayoría del Cántico de los Canticos [8].

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Fig. 3: «La Vierge aux litanies». Heures à l’usage de Rome, Paris, Thielman Kerver para Gilles Remacle, 1502, 96f°. Grabado de madera sobre metal. 19,6 x13 cm, BN, Paris, Bibliothèque Nationale de France.

Dios Creador aparece igual que en el cuadro italiano, encima de la divisa de la Inmaculada «Tota pulchra es amica mea et macula non es tinte». El texto latino que aparece bajo la imagen es parte de la oración Sequitur officium de conceptione beate marie virginis. Ad matutinas, y reza:

Domine labia mea aperies et os meum annunciabit laudem tuam. Deus in adiutorium [meum intende]. Domine ad [adiuvandum me festina]. Gloria patri [et filio: et spiritui sancto]. Hymnus. Fletus longevi rex regum misertus angelum mittit gaudium pro luctu ut dicat anne tempore senili prolem habebis Eterni verbi concipies matrem anna tu gaude quoniam nec talem esse [...]. (del grabado Heures à l’usage de Rome, Paris, Thielman Kerver para Gilles Remacle,1502, BNF)

Más tarde, Kerver imprimió otra versión en un breviario de 1519 en el que una inscripción “de conceptione virgínea” vincula la imagen al dogma [9]. De la imagen mariana de Kerver se sacaron xilografías que se difundieron hasta Sevilla a partir de 1530 para ilustrar frontispicios de libros de oraciones sobre las prensas de Cromberger. Del puerto del Guadalquivir, se repartieron al resto del dominio de la Corona española hasta América [10].

Pulchra ut luna, una interpretación valenciana

Las primeras pinturas que se realizaron a partir del modelo kerviano aparecen en Valencia en torno al1531, cuando Vicente Macip (1475-1545) pinta una imagen muy semejante a la de Kerver (fig. 4), inaugurando un ciclo de producción valenciano que culminará con la pintura del colegio jesuita de san Pablo realizada en 1568 por su hijo, Juan de Juanes (fig 5) [11].

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Fig. 4: Vicente Macip, Valencia, 1531, óleo sobre tabla;

colección del banco Hispano Americano.                                                                              Fig. 5: Juan de Juanes, 1568, óleo sobre tabla iglesia

del Colegio Jesuita de San Pablo, Valencia.

Debido a la ausencia de una doctrina inmaculista oficial, los artistas españoles (al igual que más tarde los americanos) tuvieron que improvisar con la combinación de varias iconografías marianas para expresar el carácter específico de la pureza de María, exenta del pecado original desde su concepción. A diferencia de la herencia inmaculista de sus antepasados los Reyes Católicos Fernando y Isabel o Maximiliano de Augsburgo, parece ser que ni Carlos V ni Felipe II alentaron a los partidarios de la Inmaculada Concepción durante sus reinados. El contexto europeo no lo permitía [12]. Sin embargo, la proliferación del arte inmaculista en la península durante el siglo XVI sugiere un apoya tácito por parte de la Corona.

La crítica al culto mariano iniciada por los reformistas provoca que tanto maculistas como inmaculistas se reúnan en defensa de la Virgen. Los argumentos escolásticos de teólogos medievales como Duns Scotus son remplazados por un renovado estudio de las Escrituras. La sustitución de los textos apócrifos como el proto-evangelio por la Biblia y sobre todo por el Antiguo Testamento, queda reflejada en el arte. Cuando los defensores de la pureza de María dejan de considerar sagrada la concepción y sostienen que su pureza proviene del mismo momento en que su alma cobró vida, las imágenes medievales tales como el Abrazo en la Puerta Dorada se abandonan progresivamente y son remplazadas por la Virgen Tota Pulchra, rodeada de los símbolos de su prefiguración tomados de pasajes veterotestamentarios.

El tema de la Tota Pulchra es prevalente en Valencia en la segunda parte del siglo XVI (fig. 6 y 7) [13] especialmente en la obra Juan de Juanes (1523-1579) que sigue el modelo iconográfico de Kerver.

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Fig. 6: Juan de Juanes, 1550, Valencia.                                                     Fig. 7: Nicolas Borras, 1580.

La última pintura inmaculista de Juan de Juanes, y la más famosa (fig. 5), fue realizada para el colegio jesuita de San Pablo en Valencia, después de la aparición de la Virgen al padre Martín Alberro (muerto circa 1576-77). Muestra a la Virgen rodeada de nubes y de pie sobre la luna creciente en una actitud no semejante al cuadro de su padre sino que, a diferencia de éste, la Virgen mira al espectador. Los atributos son iguales, y su repartición parece seguir argumentos estéticos relativos a la composición del cuadro. La técnica utilizada por Juan de Juanes es la del sfumato, que revela la influencia que recibió cuando estudio en Italia, más probablemente en Venecia [14].

Sin embargo en el primer cuadro que pintó Juan de Juanes sobre el tema (fig. 8), figuran San Joaquín y Santa Ana, ambos arrodillados a cada lado de María, rezando y mirando hacia ella que está de pie sobre la luna creciente.

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Fig. 8: Juan de Juanes, 1550-1560, San Joaquín y santa Ana con María y el Padre Eterno, 180 x140 cm, Iglesia Parroquial. Castellón de la Plana, Valencia, en <http://photospein.blogspot.com.es/2011/08/los-macip-joan-de-joanes-y-la-pintura.html> (12/09/2012)

Consideramos que este tipo de “escenografía”, cuando el atributo “luna” sirve de pedestal a la Virgen, responda al problema de la natura excepcional de María que se encuentra literalmente entre el cielo y la tierra. En suma, el papel desarrollado por la luna creciente es igual al de la tela de seda del cuadro de Crivelli (fig. 1) [15]. Sin embargo, la inscripción “Pulchra ut luna” no proviene de la Apocalipsis de Juan sino del Cantar de los Cantares. De modo que los cuadros de los pintores valencianos no identifican la Virgen de la Inmaculada con la mujer apocalíptica. Tenemos que observar que tampoco, en ninguno de sus cuadros, la Virgen tiene la cabeza rodeada por las doce estrellas del Apocalipsis.

Aunque Stratton ([1988] 1994: 26) insista en buscar un modelo pictográfico para la xilografía de Kerver, pensamos que éste no existió [16]. Más bien fueron las oraciones o letanías inmaculistas las que sirvieron como fuente de la interpretación gráfica kerviana. Cuando los símbolos de las letanías en las artes visuales permanecen prácticamente constantes en número y carácter, los autores de las letanías continuaron desarrollando la panoplia de las alabanzas de la Virgen. La presencia de Dios Padre (o de la Trinidad) encima de la cartela ‘Tota Pulchra es…” refleja la tradición medieval de la glorificación de la Virgen en los cielos y hace hincapié en la concepción de la Virgen en el pensamiento divino. La iconografía de la Virgen Tota Pulchra se adoptó de forma casi simultánea en España como en Francia [17].

Otra imagen de la Inmaculada: la Asunción de María en Europa

La gran cantidad de pinturas producidas en Europa del Norte a partir del último cuarto del siglo XIV y más tarde en Sevilla y Toledo [18] alrededor de 1500, representan la translatio del cuerpo y del alma de María después de su muerte. La doctrina de la Asunción concluía que si María era liberada de la corrupción, entonces su cuerpo era también liberado de la descomposición después de su muerte (Favrot-Peterson 2010: 595). Se figuró durante la Edad Media casi siempre de la misma manera: María rezando, transportada por ángeles hacia los cielos, donde Dios Padre e hijo la están esperando para coronarla (fig. 9 y 10). A veces solo aparece la virgen con los serafines. En el siglo XVI se añade otro elemento visual, otro vehículo ascensional con la figuración de la luna.           

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Fig. 9: Obra originale: tercero cuarto del siglo XV, Origen Brujes,

Flandes, iluminación sobre piel, 34 x 30 cm. Foto de la autora.                                         Fig. 10: Adrian Isenbrant (1480 - Brujes 1551), Asunción de la Virgen. Oleo sobre madera, 115 x 160 cm, final del siglo XIV, Musée de Cluny, Parte central del tríptico. Foto de la autora.

                                                                                             

Existen variaciones como la Asunción (fig. 11) de Michel Sittow (1468/9-1525/6) que presenta María en medio de su sudario, de pie sobre una luna invertida sostenida por dos serafines con tres ángeles que la coronan, o la obra más tardía de un anónimo español (1580) que mezcla los atributos de la Tota Pulchra con la Asunción de María esta vez sostenida por Dios el padre, Cristo y el Espíritu Santo.

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Fig. 11: Michel Sittow, 1500, pintura para el políptico para el pequeño altar de Isabela la Católica, 21x16 cm, National Gallery of Art, Washington, en <http://www.wga.hu/frames-e.html?/ html/s/sittow/index.html> (12/09/2012).

Sin embargo, a diferencia de las Tota Pulchra ibéricas, la figuración de la luna creciente bajo los pies de la Virgen en las representaciones españolas de la Asunción está relacionada con el pasaje (Ap 12, 1) del Apocalipsis.

Fue San Bernardo de Claraval, un monje cisteriano, quien vio a la Virgen en la mujer apocalíptica. A partir del siglo XII –siguiendo en esto a San Bernardo– la Virgen se representó frecuentemente como la mujer descrita por Juan en Patmos con los atributos apocalípticos de la luna creciente, los rayos del sol y las doce estrellas. Parece ser que muchas de estas representaciones fueron encargadas por dominicos Stratton ([1988] 1994: 31). A finales del siglo XV aparecieron muchos grabados en Europa septentrional que representaban a la Virgen como la Mujer del Apocalipsis con su niño en sus brazos tal como lo ilustra el grabado de Dürer (fig. 12).

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Fig. 12: Dürer, grabado sobre madera, 1499, en <http://www.britishmuseum.org/> (12/09/2012).

En España, a finales del siglo XV y durante el siglo XVI, el uso más común de la imagen apocalíptica se encuentra en las representaciones de la Asunción. El culto se propagó hasta América con una abundancia de santuarios [19].

La tota pulchra de huejotzingo, una imagen americana

Las imágenes marianas que aparecen en el Nuevo Mundo a partir de la tercera parte del siglo XVI vienen alteradas por el contexto histórico de la conquista espiritual de los Indios.

En Huejotzingo [20] los franciscanos desarrollaron un programa visual sobre las paredes del monasterio, que por su ubicación, era destinado a los frailes y a sus alumnos más que a los Indios. Consagraron los mendicantes el convento al arcángel San Miguel por ser una divinidad que se aproximaba a la deidad tutelar prehispánica de Camaxtle, cuyo culto se veneraba en Tlaxcala y sus alrededores [21].

Entre las pinturas figuran una Anunciación, con los arcángeles San Gabriel y San Miguel; un panel dedicado al arcángel Miguel que aparece con otros dos ángeles; varias representaciones de los santos sacramentos como la Santa Cruz y la Eucaristía; y en la sala de profundis, imágenes de santos relacionados con la historia de la Iglesia o de la Orden [22].

En el claustro, la Virgen María viene representada bajo su advocación de Tota Pulchra (fig. 13) flanqueada del dominico san Tomas de Aquino (1224/5-1274) y del doctor franciscano Juan Duns Escoto (1266-1308), dos fervientes defensores de su “pureza” [23].

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Fig. 13: Tota Pulchra, fresco del convento franciscano de san Miguel, Huejotzingo, Estado de Puebla. Anónimo. Circa1558. Foto de la autora.

Dios tiene la cruz en su mano izquierda y levanta la mano derecha en signo de bendición. Igual que en el modelo parisino, Dios domina la divisa de la Inmaculada y los atributos de la Virgen aparecen acompañados por sus filacterias. Pero a diferencia del modelo de Kerver, la Virgen está de pie sobre una luna creciente, flotando entre las nubes (en el primero, la Virgen pisa el suelo del Paraíso) igual que en el modelo ibérico de la Pulchra ut luna, aunque esta vez la media luna no viene acompañada de una filacteria. Eso significa que no es una letanía, sino otro atributo así como las estrellas que aparecen alrededor de su cabeza tal como la describe San Juan en su Apocalipsis (Ap 12, 1). La Virgen tiene las manos juntas en signo de oración (igual que en el modelo francés), pero su rostro está inclinado a su derecha mientras un velo (elemento gráfico nuevo) apenas esconde su cabellera y el derribado de su túnica se despliega sabiamente hasta disimular sus pies. La aureola aparece discretamente detrás de su cabeza. Como casi todas las otras vírgenes pintadas a fresco en la misma época, la Virgen es rubia, de cabellos largos y de piel clara como las vírgenes flamencas o italianas.

En la Ciudad de Dios, san Agustín utiliza el Apocalipsis, los escritos de San Pablo y los libros proféticos del Antiguo Testamento para formular una doble visión de la Historia. Aparece el fundamento tipológico de su teología de la historia cuando escribe que el Nuevo Testamento está presente de manera oculta en el Antiguo, y que el sentido del Antiguo testamento se da a conocer a través del Nuevo (Brading 2002: 49). Lo cual le autoriza a convertir las profecías oscuras y escatológicas del Apocalipsis en explicaciones mesiánicas que ilustran el conflicto cósmico que opone Jerusalén a Babilona, la ciudad celestial a la terrenal. Los doce franciscanos recién desembarcados eran guiados por la doctrina de San Agustín pero aún más por la de Joachim de Flore y su visión milenarista de la historia. Para ellos, la Nueva España era la tierra predestinada para que se cumpliera el ideal monástico.

En la Tota Pulchra de Huejotzingo atribuida al Indio Marco de Aquino –el artista que habría pintado el retablo de la capilla de San José en México, hoy desaparecida, y también la de la Virgen de Huaquechula– la Virgen aparece según un esquema iconográfico común a la Inmaculada o al de la Virgen Apocalíptica. Hay que enfocar el lugar privilegiado del atributo de la Civitas Dei, es decir la Jerusalén celestial, que al contrario de las imágenes tradicionales de la Tota Pulchra no figura en la parte derecha del dibujo sino en la parte izquierda de tal manera que la representación de la Civitas Dei se encuentra en el axis de la mirada de la Virgen así como el “espejo sin macula”. Alude tanto al texto de San Agustín como a las profecías mesiánicas de los frailes.

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Fig. 14: Tota Pulchra in situ. Foto de la autora.

El fresco se encuentra encima de un pasaje (fig. 14), lo cual obliga a levantar la cabeza para observar la pintura. La Civitas Dei es uno de los primeros elementos que atraen la mirada y también unos de los atributos primordiales de la Virgen.

Eso significa que cualquier persona que penetra dentro del convento de San Miguel de Huejotzingo se coloca de manera simbólica bajo la protección de María, la cual encarna la Iglesia, e indirectamente que la Virgen queda bajo la protección de San Miguel, exactamente como en el Apocalipsis de Juan.

Parece que los frailes encargados del programa pedagógico hubieran querido poner la Jerusalén celestial en el primer plano para que la identificación de María con la Nueva Iglesia sea inevitable y para situar la problemática en el centro de la evangelización del Nuevo Mundo, desde los principios de la Conquista por Cortés y luego por parte de los primeros franciscanos.

Mientras que en la Vieja Europa se insistía en la recuperación de la Jerusalén terrestre cuya reconquista anunciaba según las tesis Joaquinitas el fin de los Tiempos, la obsesión de la Ciudad Santa se sobreponía también sobre el paisaje americano [24].

Los escritos de Toribio de Benavente, llamado Motolinía –quien fue también guardián del convento de Huejotzingo– vuelven a introducir la exégesis bíblica de Joaquín de Flore (1130-1202) y su visión milenarista, y nos dan a entender el carácter divino de la misión de evangelización franciscana en el Nuevo Mundo. Los compañeros de Motolinía estaban convencidos de que les tocaba enseñar el último evangelio antes del fin de los Tiempos y que el Nuevo Mundo iba a ser el teatro de la revelación de la última edad de la historia, la edad del Espíritu Santo.

La Historia de los Indios de la Nueva España fue redactada cuando el poder de los franciscanos empezaba a fragilizarse frente a la iglesia secular [25]. Siguiendo el plan de la obra de Joaquín de Flore está compuesta por tres partes: a la edad del Antiguo Testamento (el tiempo de las tinieblas israelitas), Motolinía sobrepone el tiempo de los Mexica, con su rituales sacrificiales. A la del Nuevo Testamento (la salvación del mundo con la llegada de Cristo) corresponde la evangelización del Nuevo Mundo. Por fin, la parte consagrada a la edad del Espíritu Santo, es decir el reino milenario de los santos, describe la hermosura de los paisajes mexicanos poblados por Indios cristianizados y castos, que viven reclusos en monasterios.

Para Motolinía, los Indios eran los candidatos perfectos para la edad del Espíritu santo, al contrario que los Españoles quienes solamente pensaban en enriquecerse. La conversión de los Indios justificaba la Conquista. Era Dios Padre quien había guidado a los Conquistadores hacia estas nuevas tierras para que se cumpla su propósito divino. Las plagas que los Indios tuvieron que sufrir desde la llegada de los Españoles (guerras, epidemias, etc...) eran como las plagas de Egipto, así como las prácticas idólatras de los Mexica, asimiladas a las prácticas de los paganos antes del nacimiento de Cristo. Tenochtitlan era comparada a Babilonia después de la derrota del Anticristo y de las fuerzas del Mal: «!Oh México. (…). Era entonces una Babilonia, llena de confusiones y maldades; ahora eres otra Jerusalén. » (Kauffman 2010: 131-132).

La obra de Motolinía expresa el deseo supremo de los franciscanos: recuperar los poderes de la Iglesia institucional para fundar con la ayuda de sus pares la Edad del Espíritu Santo, en Nueva España, una nueva sociedad que mantuviera a los Indios separados del mundo de los Españoles con la República de Indios.

México se vuelve el lugar de la realización de la profecía Joaquinita : una provincia de penitentes monásticos y contemplativos, convencidos de que el mundo se acabaría cuando todas las regiones del globo hubieran sido evangelizadas.

La Tota Pulchra, en su identificación inmaculista como figura de la Nueva Iglesia, encarna el símbolo de la esperanza milenarista que dominaba a los frailes menores en su misión de evangelización de la Nueva España.

Nathalie Augier de Moussac, en  dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Bula Omnimoda de Adriano VI, 1522.

2   El sermón de Bustamante (1555) atesta por primera vez de la existencia de una pintura en el Tepeyac. La fecha de 1531 que se da comúnmente releva de la tradición oficial guadalupana, el Nican Mopohua publicado en el siglo XVII –1649– por Luis Lasso de la Vega.

3   A la hora de nombrar el nuevo sacerdote, Dios mandó a Moisés que cada tribu recogiera una vara seca de almendro y la pusiera, con su nombre grabado, en el tabernáculo. Solo la de Aarón floreció, cargándose luego de una almendra, por lo cual fue depositada y guardada en el Arca de la Alianza.

4   En la simbólica cristiana medieval la pina representa el fruto del árbol de la vida, la glorificación de la fecundidad, el eterno retorno de la vida, la inmortalidad. Véase la pila bautismal del Hospital de san Lázaro de Sevilla, siglos XIV-XV.

5   Símbolo del dolor del Cristo y de la Virgen. Pero también una metáfora de la virtud protegida por los picantes del cardo.

6   El impresor alemán fue activo en Paris entre 1497 y 1522. Officium Beatae Mariae Virginis ha sido realizada en1502 ca., Thielman Kerver para Gillet Remacle.

7   Es posible que el artista fuera Jean d’Ypres maestro de Très petites heures d’Anne de Bretagne.

8   El sol, la torre de David, la palma, el espejo sin macula, la fuente, el ciprés y la cuidad de Dios, el huerto, el lila,el pozo sin fondo, el cedro la puerta del cielo, el lirio, la estrella del mar y la luna.

9   Johannes Molanus (1533-1585) en su tratado sobre las imágenes sagradas De Picturis et Imaginibus Sacris, (Louvain 1570) estableciera la “biblia” iconográfica de las representaciones sagradas con instrucciones muy precisas para los pintores. Según el contra-reformista teólogo flamenco, la pureza con la que el alma de María cobro vida parece encontrarse en la imagen de la Virgen "Tota Pulchra".

10    Además de Valencia, la imagen llego hasta Zaragoza 1534 y 1537 (El Hortus passionis de Juan Millan) y Toledo en 1615, Relación de san Juan de los Reyes. Véase Peterson (2005: 599).

11    Para las figuras 4 y 5, véase Fototeca Hispánica: Los Macip, Joan de Joanes y la pintura del Renacimieto Valenciano (photospein.blogspot.com) (12/09/2012).

12    En junio de 1546, cuando el Concilio de Trente estaba a punto de pronunciarse sobre la doctrina acerca del Pecado Original, el emperador escribió a sus embajadores para que se trate de evitar argumentos divisorios porque “será dar ocasión de más disputa y scriptura, y no tener la autoridad del Concilio en tanto como es razón.” (Stratton [1988] 1994: 25).

13    Para la figura 6, véase Fototeca Hispánica: Los Macip, Joan de Joanes y la pintura del Renacimieto Valenciano (photospein.blogspot.com) (12/09/2012), mientras que para la figura 7, véase Palmeras y jardines (12/09/2012).

14    Además de la influencia de los italianos Rafael y Leonardo da Vinci se nota también la del Flamenco Quentin Massys.

15    También su padre, Vicente Macip, utilizó la luna para interpretar la natura divina de María.

16    Varias obras francesas como el cuadro de la catedral de Cahors, o la escultura del retablo de Bayeux (con mucho más atributos) así como la silla del coro de la catedral de Amiens, fechado de 1508, ilustran el tema.

17    Xilografías similares adornan las portadas de muchos libros de poesías del siglo XVI, panegíricos y tratados dedicados a la Virgen (Stratton [1988] 1994: 29).

18    Igual que México, cuya catedral fue dedicada a la Asunción de María, Tlaxcala escogió la Asunción de María como patrona, así como aparece en el codex pictográfico Lienzo de Tlaxcala (c. 1550).

19    Tlaxcala escogió la Asunción como patrona tal como aparece en el Lienzo de Tlaxcala (c. 1550).

20    Un primer convento se edifico entre 1524 y 1529 bajo la dirección de fray Juan Juárez. El monasterio tal como se ve hoy entre 1544 et 1560 bajo la supervisión de fray Juan de Alameda que participo también a la concepción arquitectural del convento de Huaquechula. En una tercera etapa (1564-1571) se acabo la iglesia donde se puede admirar el retablo pintado por Simón Pereins en 1586.

21    Tlaxcala, Huejotzingo y Cholula tenían a Camaxtle como «demonio principal», Motolonía ([1542] 1969: 286-293).

22    San Pedro y San Pablo, San Francesco de Asís junto con san Buenaventura y san Antonio de Padua, seguidor de Francesco; Santa Clara y Santa Elena, y Santa Caterina de Alexandria con Santa Bárbara.

23    Fue Joannes Menesius da Silva conocido bajo en nombre de Amadeo de Portugal (1431-1482), visionario franciscano y fundador de una congregación reformada de su orden en Italia, quien formuló la justificación teológica del culto de las imágenes inmaculadas. En su Apocalipsis Nova relata que fue el Arcángel Gabriel quien le confió la doctrina de la Inmaculada Concepción de María dándole así la aprobación celeste al dogma ya defendido por Duns Escoto. En Nueva España, como en Extremadura de donde provinieron los doce la protección de la Pureza de María es parte integrante de la misión franciscana.

24    En 1539 los franciscanos organizaron un grandioso espectáculo con la participación de los Indios de la Conquista de Jerusalén en el mismo Tlaxcala quien se había reunida con los Conquistadores en su lucha contra los Mexica, algunos años antes.

25    Véase Historia de los Indios de la Nueva España 1542.

Gonzalo Redondo

II.       El espíritu del Opus Dei

El objetivo del hacer humano

De manera evidentemente sintética, éstas son algunas de las reflexiones —de las ideaciones— sobre la situación cultural de la Iglesia y del mundo en torno a 1928 [20], cuando Josemaría Escrivá de Balaguer «vio» lo que Dios quiso mostrarle, a la vez que reclamaba de él la precisa cooperación para que todo aquello se llevara a la práctica. Es posible que, en esta perspectiva, se perciba algo más la transcendencia que tuvo la aparición de lo que, no mucho después, comenzaría a ser conocido como Opus Dei.

En primer término, la «llamada universal a la santidad». La persona humana, individuo social, actuando en nombre propio y sin perder de vista el entorno en el que ha de hacerse presente, es convocada por Dios a que se comprometa con libertad para lograr la santidad, o la perfección, o la felicidad —conceptos todos ellos, de alguna manera, equivalentes. Una afirmación que, al menos, implica dos cosas. En primer término, que la convocatoria es divina, esto es, no derivada de una autonomía radical de la conciencia, uno de los elementos en crisis profunda en cuanto constitutivo de la cultura de la Modernidad. Las decisiones humanas no pueden tener su único origen en la conciencia autónoma, pues el hombre es criatura de Dios: creada por Él, a Él debe tender para conseguir lo máximo a que pueda aspirar —aquí y después. Y esto no como consecuencia de un vago y etéreo sentimentalismo religioso, sino como consecuencia de un conocimiento racional, radical y cierto [21]. En el mundo, en la vida, hay cosas que el hombre debe conocer, porque puede conocerlas.

Pero hay un segundo aspecto que igualmente se ha de procurar retener. Como acaba de indicarse, y frente al pesimismo profundo de parte considerable del pensamiento actual, al margen —muy al margen— de lo que pueda sentirse o dejarse de sentir —cuestión, habitualmente, de importancia escasa—, el hombre es capaz de aspirar no a cualquier cosa, sino a lo más alto. No significa esto, en modo alguno, desconocer la no pequeña capacidad que el hombre tiene de hacer francamente mal buena parte de las cosas excelentes que se propone. Dicho sea de paso, no hay que olvidar que el pasado siglo XX, que tantas asombrosas aportaciones ha deparado en el conocimiento científico y en sus aplicaciones técnicas, ha sido posiblemente uno de los siglos más crueles y sanguinarios —incluso, desde un punto de vista fríamente cuantitativo— entre los que la memoria humana alcanza a recordar. A ese hombre, precisamente a ese hombre es al que Dios convoca a que sea santo, en la misma medida en que se esfuerce por percibir que su destino no es meramente material o terreno. Si, como más arriba ya se ha dicho, Dios es y sabe más, el mismo Dios hace presente al hombre que él —criatura redimida y elevada a la condición de hijo de Dios— también es considerablemente más de lo que se empeña en asegurar a partir de los dictados de una pretendida conciencia radicalmente autónoma [22].

Una llamada a la santidad que —sin salir del plano de la cultura— no implica sólo la mera perfección individual; se trata de una llamada a la santidad que el hombre recibe, a la vez que se le recuerda la obligación —y, por supuesto, la posibilidad— de llevar a cabo una acción o actividad social. El fin del hombre, el objetivo del hacer o de la vida humanos no es el mismo hombre, sino Dios y los demás hombres por Dios. Ningún hombre puede prescindir de ser él mismo, un individuo irreductible e indestructible. Pero la condición de persona —innata igualmente en cada hombre— precisa de un desarrollo consciente, deliberado. Llevando las cosas a su límite, podría decirse que nadie puede dejar de conducirse como individuo. Pero que la realización de la personalidad puede —en principio— quedar impedida u olvidada; no llevarse a cabo en plenitud: ésta es la tragedia del egoísmo. La vocación o sentido social que permite que el individuo culmine en persona, alcance la dignidad personal, es la misión apostólica a la que se convoca a todo cristiano mediante el Bautismo, que le proporciona la correspondiente ayuda de la Gracia.

Nada de lo apuntado —y algo parecido sucederá con lo que sigue— es fácil de conseguir; ni de logro inmediato. Si la cultura religiosa, la vida-de-fe, fuera tan sólo saber teórico, abstracto, bastaría una cierta atención para tener de ella un conocimiento, al menos, de tipo general. Pero la cultura es praxis, es eminentemente práctica. Y sólo puede decirse que se conocen verdaderamente los principios, en la medida en que se intenta ponerlos denodadamente en práctica. Lo demás es literatura, ensoñación o fantaseo. Pero —resulta evidente— una práctica sólo cabe aspirar a realizarla medio bien después de... mucha práctica. La experiencia, por lo demás, confirma que, con alguna frecuencia, cuando se comienza a tener algún dominio sobre la práctica cultural, el hombre que lo ha medio conseguido suele morirse. Con lo cual hay que estar empezando siempre. Es, a la vez, una buena muestra de la habitual inanidad de las soluciones estructurales; de la ingenuidad de pretender que un problema humano pueda considerarse resuelto en la medida en que se haya podido dictar, por ejemplo, una reglamentación u otra ordenación teórica de tipo similar. La formación del hombre en lo que significa la vida-de-fe no termina nunca. Analógicamente podría igualmente decirse que nunca termina la formación de una sociedad, integrada precisamente por hombres; que es ilusorio pensar que, por haber resuelto —o pensar que se han resuelto— determinadas cuestiones, los problemas de fondo, reales, hayan dejado de existir. Las nuevas generaciones se encargarán rápidamente de hacer patente la ingenuidad que sustenta una actitud de este tipo.

El escenario de la acción humana: un mundo único

Dibujado, de manera evidentemente muy general, el objetivo del hacer humano —la santidad, la perfección, la felicidad—, llega el momento de determinar dónde ha de tener lugar, cuál es el sitio en que se deberá procurar ponerlo en práctica. La respuesta es tan sencilla, que casi da rubor formularla. La realización, por parte del hombre, del objetivo que su Padre Dios le ha asignado para que sea feliz no puede tener lugar más que en el escenario único de que el hombre dispone durante su vida terrena: el mundo, la sociedad civil. ¿Dónde, si no, va a vivir el hombre? Por supuesto, apenas escritas estas palabras vuelve a aparecer la realidad, o, más exactamente, la ocasión grande que ha supuesto la crisis cultural. Pues antes de que se desencadenara con toda su crudeza, la respuesta —no del todo exacta, aunque estuviera formulada desde la mejor buena voluntad— bien hubiera podido ser: el cristiano donde tienen que vivir es en el mundo cristiano, es decir, en el ghetto de alguna manera imprescindible que le permita mantenerse puro y limpio, incontaminado de las maldades que integran el mundo no-cristiano. Mucho habría que decir sobre esas pretendidas maldades. Más aún, quizá, de las igualmente pretendidas pureza y limpieza atribuidas al ghetto. Por fortuna, hoy es innecesario afrontar esa penosa dialéctica. Lo apuntado por el espíritu del Opus Dei es precisamente que el escenario de la acción humana no es sino el mundo único en el que nos encontramos.

Es ese mundo único el que hay que intentar llevar a Dios. Y no por afán de realizar ninguna empresa arriesgada o asombrosa, generadora de fama inmarcesible, sino como servicio deliberado y consciente a todos los hombres que en él viven. No resulta difícil recordar —de manera similar a como arriba ya se ha hecho— la actividad de los primeros cristianos, que hicieron lo que pudieron —y no hicieron poco— precisamente en el ámbito no del todo cómodo del Imperio romano. Pero, quizá, ni sea necesario en este caso evocarlos. Pues el mismo Evangelio está lleno de indicaciones expresas y claras: el cristiano ha de ser sal, luz, levadura [23]. Y mal podría cumplir estos entrañables encargos si se empeñara en mantenerse apartado de la masa —en el recto sentido evangélico, y no en el peyorativo sociológico— que precisamente se le pide que vivifique.

Que esto puede entrañar todo tipo de peligros, queda fuera de duda. Es evidente que surgirán multitud de conflictos, riesgos de desviaciones y confusiones, desfallecimientos, etc. Pero pensar que todo esto quedaría evitado permaneciendo en el ghetto es ingenuidad que sólo puede descansar en el desconocimiento de la naturaleza humana: en todas partes cuecen habas. Por lo demás, para eso está la gracia de Dios: para santificarse en el mundo y santificar el mismo mundo —contribuir a su perfección y recto progreso—, salido bueno de las manos de Dios, aunque luego quede manchado con frecuencia excesiva por las miserias humanas.

Sin embargo, es posible que la dificultad mayor sea otra: hacerse deliberadamente presentes en todas las actividades honestas —que son muchas— que en el mundo pueden darse, ¿no supondrá un peligro, al introducir un desorden profundo en el vivir de los hombres cristianos? Hay que reconocer que así es, aunque de inmediato se deba afirmar que será un bendito desorden. Porque lo que importa no es la estructura, el organigrama, la planificación, sino la acción personal que es la que se convierte en conducto o canal por donde la gracia de Dios llegará a las entrañas del mundo de los hombres. San Josemaría gustaba hablar —con el humor que nunca le faltó— de que el Opus Dei era una «organización desorganizada». Organización, es claro, pues debía asegurar la precisa y debida ayuda espiritual a cada uno de sus fieles, se encontrara donde se encontrase. Y desorganizada por lo mismo que el Opus Dei no buscaba la planificación de la actividad de los hombres y mujeres que, a partir de la llamada divina, habían decidido integrarse en él o formarse cristianamente según su espíritu. Si lo que Dios le hubiera hecho «ver» el 2 de octubre de 1928 hubiera sido —dicho de forma deliberadamente errónea— la necesidad o conveniencia de conquistar humanamente una determinada sociedad o el mundo entero, es claro que hubiera sido precisa una férrea organización de todos los efectivos para lograr los objetivos propuestos. Cosa distinta es que esto hubiera podido conseguirse, dada la fragilidad de la condición humana y las considerables posibilidades de confundir casi todo. Parece, sin embargo, que la finalidad de lo que Dios le hizo «ver» fue algo distinto. Y la «desorganización» no supuso ningún inconveniente; antes bien, fue garantía de que el mensaje había sido interpretado y aplicado de forma correcta.

El significado del trabajo del hombre

Visto lo que hay que hacer y dónde hay que hacerlo, se ha de dar un paso tercero: entender de qué modo podrá ser llevado a la práctica, cuál será el procedimiento del que se deberá echar mano para realizar lo previsto. Ésta es la misión o utilidad del trabajo ordinario que cada uno ha de llevar a cabo. Pero no un activismo, sin más; será preciso un trabajo, una acción o actividad, con sentido y significado bien precisos.

Como en otras ocasiones, también ahora puede ser conveniente fijar con claridad algunas cuestiones básicas sobre las que descanse lo que a continuación se va a exponer. En primer lugar, que en la vida del hombre todo es trabajo. Más aún: que la vida humana es, ella misma, trabajo. Tal fue la misión que Dios le confió al crear al hombre: Dios le hizo ut operaretur [24], para que trabajara. El hombre no ha recibido una vida, parte de la cual se ha de emplear en el trabajo; sino que la vida entera del hombre es trabajo [25]. Lo es la actividad profesional —la que sea—; pero también la vida familiar, el sueño o las distracciones correctas de las que el hombre eche mano para aliviar las tensiones de su existir. En todo ello, realizado en medio del mundo, el hombre ha de procurar la perfección; es haciendo todo esto como el hombre alcanzará la felicidad.

Quizá tenga igualmente interés subrayar un segundo aspecto. Y es la relación —estrecha relación— del trabajo que se pide al hombre y el orden de la propia vida humana y de la entera vida social. Mediante el trabajo, mediante la vida entera entendida como trabajo, cabe la posibilidad de recolocar en su sitio las muchas cosas que ha desordenado el pecado. Un orden que va algo más allá del que se impone a los libros de una biblioteca, o al que se logra en el interior de un frigorífico. Se trata de lo que cabría denominar orden esencial de la acción humana, que permite distinguir la diversa calidad de las cosas realizadas o por realizar, y hacerlas, en consecuencia, en el orden debido. Este aspecto —muy importante, aunque sin olvidar que puede, como tantas otras cosas buenas, degenerar en manía si se le convierte en fin— es virtud esencialmente racional, intelectual: sólo cabe una ordenación adecuada de las cosas que se hacen, sólo es posible un trabajo bien ordenado en la medida en que se entiendan bien, se valoren de forma adecuada las distintas cosas que hay que hacer. San Josemaría recogió esto en una fórmula escueta:

«¿Virtud sin orden? ¡Rara virtud!» [26].

No resulta difícil entender en este contexto que el trabajo no distrae —no puede distraer nunca si se lleva a cabo de manera ordenada— del trato con Dios, de la búsqueda de la perfección. Es igualmente de Escrivá de Balaguer un comentario —también breve— con el que indica la actitud de fondo que deberá tener el verdadero trabajador. Al margen de la vieja polémica entre Marta y María, entre vida de acción y vida de contemplación, solía decir que había que ser «contemplativos en medio del mundo», en la actividad constante que debe llenar las horas de cada día.

Si se permite un cierto juego de palabras —por lo demás, rigurosamente exacto—, podría decirse que «opus Dei» es tanto el trabajo que Dios hace siempre [27], como el trabajo que el hombre hace por Dios: por amor de Dios y gracias a la ayuda que de Él recibe. Si —como ya se ha visto— el hombre ha de mantener con Dios una relación individual, en primera persona, en la que nadie le puede sustituir, la relación social del hombre con los demás hombres —de acuerdo con lo que Dios le pide— es precisamente el trabajo: el hombre coopera así al desarrollo y culminación de la Creación divina, una tarea a la que es llamado por el mismo Dios [28]. Puede por eso decirse que el trabajo humano es la cooperación del hombre a la obra, al trabajo, hecho por Dios, pues —por más que pueda, una vez y otra, resultarnos sorprendente— Dios quiere contar con el hombre: ha puesto en sus manos la construcción de la sociedad humana, mediante el trabajo que el hombre lleva a cabo. Y, dentro de tal labor, es aspecto a destacar el esfuerzo que el hombre debe y puede realizar —con la ayuda, por supuesto, de Dios— para impulsar a los demás hombres a que participen en esa misma tarea. Pues si el hombre ha recibido de Dios la encomienda de llevar a su término todo lo creado, lo más importante que ha salido de las manos de Dios son precisamente los hombres

La santidad se consigue en la medida en que el hombre procura la unión con Dios en todo lo que realiza ordenada y libremente. Un esfuerzo que se convierte en garantía de que tal unión será para siempre en el cielo. No ha de extrañar que así suceda, porque el trabajo, desvinculado de Dios, por intenso, enérgico, etc., que pudiera ser, ningún valor tendría. Tiene valor cuando se une a la acción constante de Dios en los tiempos; de forma muy particular a lo realizado por el Verbo Encarnado, por Jesucristo.

Jesucristo, durante los años de su vida oculta cooperó, en cuanto Hombre verdadero, con la Creación llevada a cabo por la Trinidad —por tanto, también por Él mismo, en cuanto Dios verdadero. Pero Jesucristo, junto a esto —o, para ser más exactos, tomando precisamente como precedente su trabajo en cuanto Hombre— realizó la obra por excelencia, la Redención, liberadora del hombre; es decir, el acto mediante el cual la vida del hombre volvió a tener pleno sentido, al ser rescatado del cautiverio del demonio, consecuencia de la caída primera: una actividad evidentemente social, en cuanto pensada y realizada en bien de todos. Sale una vez más al encuentro la enseñanza de san Josemaría, que habla de que la Santa Misa, el Sacrificio del Calvario, ha de ser para el hombre «centro y raíz de su vida interior». En otros lugares hablará de que el día del hombre, el ámbito de su trabajo, ha de resultar conformado por la Santa Misa; una manera exacta de expresar la vinculación del trabajo del hombre con el trabajo de Dios.

Un texto expresivo sobre este hecho bien puede ser el siguiente:

«Después de tantos años, aquel sacerdote [Josemaría Escrivá de Balaguer vela con delicadeza su protagonismo] hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina.

A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz» [29].

        La bondad del trabajo

Como ya se ha indicado, el trabajo no consiste únicamente en que el hombre tenga que trabajar. En este sentido, es claro que tanto mejor será el trabajo humano cuanto, mediante él, más se tome posesión de lo creado —gracias al conocimiento científico— o mejor se realice, más útil se logre que sea —merced a la técnica— [30]. Pero esto es sólo parte —y no la parte más importante— del trabajo. Todo esto, por ejemplo, puede hacerse sin tener en cuenta para nada la libre decisión del hombre de cooperar, mediante el trabajo, con lo que Dios le pide. Puede llevarse a cabo, sin ir más lejos, porque no se tiene más remedio, para vivir, sacar adelante la familia, por simple vanidad, etc.

De aquí que pueda haber gente que no trabaje o que —por el contrario— convierta el trabajo en un fin en sí mismo. Y es que el sentido del trabajo no está en el mero trabajo realizado, sino en el hombre que lo realiza: en que sepa que el trabajo vale y le vale; tiene un valor, a través de la unión del hombre con Dios, y sirve —en primerísimo lugar— al mismo hombre que lo lleva a cabo. La dificultad de entender el sentido del trabajo —mucho más allá de la errada visión ramplona que lo interpreta como castigo— deriva de no percibir que todo lo creado por Dios es bueno; y que, además, todo ha sido recreado por la Redención realizada por Cristo en la Cruz. Si no hay un esfuerzo deliberado por entender las cosas rectamente, será muy difícil captar el verdadero sentido o significado del trabajo. Y, en consecuencia, quedará íntimamente dañada la percepción del valor que el entero mundo tiene.

Si no se sabe —y se vive— que el mundo ha sido redimido —todas las cosas del mundo y, entre ellas, la cosa mayor, el hombre mismo—, ese mundo se verá como malo y, en consecuencia, se intentará mantenerse lo más alejado posible de él. Puede también entenderse —por el mismo hecho del desconocimiento de la Redención— que el mundo es sencillamente así, sin posibilidad de mejora: tanto dará entonces hacer una cosa como otra. Es la bondad inherente del trabajo lo que ayuda a captar que el hombre no es hecho por el trabajo, aunque el hombre se haga al trabajar. Dos formulaciones parecidas, pero que expresan realidades por completo diversas.

Esta enseñanza se desprende del trabajo que llevó a cabo Jesucristo, a partir del hecho evidente de que quiso trabajar; de que, en cuanto Hombre verdadero, llevó a cabo, durante años, un actividad profesional, en el ámbito de una familia: el trabajo sirve; trabajar está bien. Jesucristo no dejó dicho que se debiera trabajar en una cosa determinada: fue un artesano de aldea, algo evidentemente muy general. Tampoco se ocupó de enseñar los principios científicos en que hizo descansar su trabajo; o la técnica que aplicó a él. Una muestra más de la acabada libertad que Dios ha puesto en el hombre y que Dios respeta, que Dios se toma plenamente en serio. A la vez, una invitación clara a seguirle también por este camino.

Sólo desde esta perspectiva puede llegar a entenderse la convocatoria a santificarse en medio del mundo, a través del trabajo, de la vida ordinaria: un trabajo que hay que santificar, hacer bien; un trabajo mediante el cual se ayuda eficazmente a los demás; un trabajo —una vida entera, en definitiva—, que así realizado se convierte en camino de santidad. Con entera independencia de los éxitos o fracasos que mediante el trabajo —es decir, a lo largo de la compleja vida humana— puedan cosecharse, el esfuerzo por hacer bien ese trabajo, por vivir con plena conciencia la vocación cristiana, permite que todo lo que el hombre realiza pueda convertirse en instrumento, canal, conducto de la constante actualización de la obra creadora y redentora de Dios, mediante la gracia.

Como consecuencias evidentes se imponen —entre otras posibles— al menos, dos. El trabajo humano ha de ser libre, el hombre ha de tener posibilidad de trabajar, porque necesita hacerlo. Se entiende en este sentido, por ejemplo, la llamada constante de Juan Pablo II a luchar contra el paro: si el hombre no tiene posibilidad de trabajar —no es libre de hacerlo—, lo de menos es que se pueda resentir el producto interior bruto o la elevación del nivel de vida. Es que se estará impidiendo al hombre cooperar con Dios. Pero la afirmación de que el trabajo ha de ser libre, tiene también otro posible sentido: el de que ha de ser realizado con libertad; o, más precisamente, de manera plural. Tanto en las distintas materias o contenidos del trabajo, como por los diversos enfoques o maneras de trabajar. Una forma de entender las cosas que, posiblemente, se encuentra en relación estrecha con la inabarcabilidad por parte del hombre de la entera creación divina: si es preciso que el hombre trabaje, preciso es igualmente que, en el trabajo, se respete su libertad, la libertad que el mismo Dios le ha entregado.

       El progreso personal y el progreso social

Pero hay un aspecto más que depende también muy estrechamente del trabajo: puesto que el trabajo supone compromiso, el hombre progresa cuando lo procura hacer bien. Entre la multitud de opciones que ante el hombre se presentan, la elección adecuada trae consigo —de forma inevitable, cabría decir— el incremento o desarrollo, el despliegue de la personalidad del hombre que la pone en práctica. A sensu contrario podría decirse igualmente que tal progreso no se produce, si lo único que se intenta es un pretendido enriquecimiento individual —en el sentido que sea, no tan sólo económico. No parece que resulte difícil entender esto, pues —incluso si el hombre se equivoca en su elección— será también progreso la decisión posterior de enmendar su conducta y volver a empezar. Hay que añadir que —como ya es sabido— el progreso de la sociedad, tomada en su conjunto, se encuentra en dependencia íntima con el progreso personal de los hombres que la integran.

En este sentido no resulta extraña la prevención que, en los momentos actuales, muchos sienten ante la posibilidad del progreso: donde unos aseguran que sencillamente no parece que pueda volver a ser posible —si es que alguna vez se dio, si se puede hablar realmente de que se ha progresado...—, otros temen precisamente que se produzca, por las disfunciones a las que —así piensan— inevitablemente daría lugar. A unos tiempos —los siglos precedentes— en los que todos los problemas parecían desvanecerse ante la afirmación de que, a pesar de los pesares, el progreso habría de proseguir imparable, han sucedido actitudes de enorme recelo ante lo que el progreso pueda deparar. No es extraño que así haya sucedido. Es una muestra más de que el progreso no puede hacerse descansar en la mera consecución de objetivos materiales, pues el único que realmente puede progresar es el hombre: sólo a la mejora de la calidad humana puede llamarse de verdad progreso. Lo demás, son meras consecuencias de interés relativo. Si es el concepto de hombre —en sus versiones racionalista o tradicionalista— el que ha entrado en crisis, al ser este concepto factor decisivo de la cultura de la Modernidad, esa misma crisis se ha abatido de forma inevitable sobre la ensoñación del progreso imparable.

Como las ideas tardan bastante en llegar a integrarse en la opinión común, no sorprende que, a la vez que este negro pesimismo respecto al progreso, sigan flotando en el ambiente formas viejas de entenderlo. El progreso es concepto equívoco que hay que intentar precisar de forma adecuada, si no se quiere que acabe por destrozar al hombre que tan ingenuamente lo considera todopoderoso. Un primer significado elemental es el simple progreso cronológico: el siglo XIX está más adelante que el XII; hoy estamos más allá de ese mismo siglo XIX, por el hecho sencillo de que acabamos de iniciar el siglo XXI. Una forma segunda de entender el progreso es en su exclusiva dimensión científica o técnica: hemos avanzado porque tenemos conocimientos más amplios y mejor fundados sobre lo que es la materia; o se ha logrado manejarla, utilizarla con resultados de mayor calidad. Dos modos correctos de entender el progreso, que no presentan dificultad alguna. Pero que, sin embargo, pueden generar algún problema no pequeño cuando se mezclan, y de su fusión —y de un cambio de plano— se pretende sacar consecuencias no del todo exactas. Como el progreso científico y técnico —el conocimiento y utilización de la materia— han ido creciendo al compás del avance del tiempo, el hombre —que se asegura que no es más que materia [31]— podrá plantearse un crecimiento igualmente sin límites, gracias al simple paso del tiempo. Y, de forma similar a lo ocurrido con la materia, este progreso supondrá también nuevas normas, sin relación con las hasta el momento vigentes, de la misma manera que hoy a nadie se le ocurre utilizar un carromato, pudiendo viajar en avión. Este modo ingenuo de entender el progreso es precisamente el que ha entrado en crisis estrepitosa: las cosas no han salido como se pensaba. Y si se ha llegado, gracias a los avances de la física, a conocer con detalle considerablemente mayor que antes la energía nuclear, también se han producido y utilizado la bomba atómica o la de hidrógeno. El conocimiento acabado, o relativamente acabado, de la materia no supone garantía alguna de un progreso auténtico. Se comprende, aunque en modo alguno se compartan sus criterios, a los que defienden la vuelta a la sociedad pre-industrial.

Para entender, sin embargo, todo lo que supone esta quiebra de la fe en el progreso hay que saber cómo entró en juego este concepto. Porque, aunque pueda hablarse razonablemente de que el hombre, desde sus orígenes, algo ha logrado avanzar, no siempre en la Historia tuvo el ideal del progreso la fuerza con que ha sido vivido en los siglos últimos. Esta idea o concepto del progreso, lo mismo que la realidad del Estado, es creación de la cultura de la Modernidad. Y puede decirse —por paradoja— que tiene un origen cristiano, aunque posiblemente se trate de una perversión, de una forma errada de entender una de las grandes aportaciones culturales del Cristianismo.

Durante siglos, en los tiempos anteriores a Jesucristo, la cuestión de un posible progreso del hombre no se planteó sino de forma extremadamente colateral y débil: el hombre era como era y así parecía que habría de seguir siendo siempre. Fue una de las consecuencias culturales mayores de la Redención —el hombre era libre y podía vivir y conducirse como ser libre— lo que induciría a que el panorama cambiase de forma notable. Si el hombre, mediante la Redención, había recuperado su libertad, era pensable que, gracias a ella, alcanzara a conocer la verdad y a ponerla en práctica. Tal fue —algo de esto ha quedado dicho más arriba— una de las grandes empresas de los tiempos medievales. Una gran empresa que acabaría por entenderse fallida, a pesar de los esfuerzos de Emperadores y Papas a lo largo de la Edad Media. Aunque es posible que, precisamente, bien pudiera deberse su fracaso a los esfuerzos de Emperadores y Papas por sofocar la vida libre del hombre y, en consecuencia, la vida libre de la sociedad.

La idea de imponer velis nolis el progreso —ya que los hombres libremente no parecían dispuestos a hacerlo— constituyó uno de los impulsos más decididos del Estado moderno [32]. La autoridad social legítima desembocó en actividad social ilegítima cuando el Estado se propuso conseguir lo hasta el momento —y en apariencia— no logrado. Para ello no vaciló en interferir con energía en la libre vida de la sociedad, asumiendo el papel de Providencia. Y las distintas formulaciones que recibió el progreso fueron modos distintos de entender, de manera secularizada, la acción de esa misma Providencia. Posiblemente no se alcanzó a percibir la perversión que —quizá con una buena voluntad que no hay por qué descartar— se introdujo en la vida personal y social. Porque la acción de la Providencia nunca prescinde de la colaboración humana, mientras que el Estado es siempre constitutivamente autoritario: la autoridad clásica, potenciada muy considerablemente por cuantos recursos sean necesarios para imponer sin matices precisamente dicha autoridad; para eliminar todo peligro de resistencia social [33]. La cuestión es, sin duda, larga y merecería un análisis más detallado, para el que, sin embargo, falta tiempo ahora y es más que dudoso que éste sea el lugar conveniente. Baste en este sentido recordar que sólo puede darse un compromiso personal auténtico en la medida en que se rechaza la conciencia enteramente autónoma y el hombre se vuelca decidido en la acción social. Es el compromiso el que permite el progreso personal y se convierte así en motor del progreso de la sociedad entera.

III.    La actuación de la fe cristiana

     El Opus Dei, una «gran catequesis»

San Josemaría se ha referido a la empresa a la que se sintió urgido por Dios, a partir del 2 de octubre de 1928, como una «gran catequesis»: una definición somera, exacta, repetida con frecuencia. Si habla de ella como de algo «grande», es posible que no se deba interpretar tal adjetivo en su equivalencia de grandiosa, asombrosa o algo similar, y sí como constante, prolongada, mantenida en el tiempo y en el espacio, incansable. De acuerdo con el significado de catequesis, se propuso —de acuerdo con lo que le había sido pedido— la exposición rigurosa de la plenitud de los contenidos de la fe en Dios, y la enseñanza de su vivencia gozosa, desde la libertad radical de las conciencias cristianas [34]. Algo —esto último— que sólo puede confundirse con la libertad de conciencia, a resultas del simple sonido mal identificado de las palabras, pues se trata, como de hecho se trata, de cuestión por entero distinta.

Con esta catequesis se trataría de ofrecer a todos la «razón de su esperanza» [35] —de san Josemaría y de las mujeres y los hombres que, tras él, se fueron integrando en el Opus Dei o participaron de sus apostolados—, y habría de descansar en la ayuda esencial de la gracia divina, la ejemplaridad personal y la doctrina, junto con las consecuencias culturales indispensables, esto es, la determinación de los elementos constitutivos de una vida-de-fe. A partir de aquel 2 de octubre, la tarea que se presentó ante Josemaría Escrivá de Balaguer fue poner en práctica, con la mayor precisión, lo que le había hecho «ver» Dios.

San Josemaría era hombre de su tiempo y en su tiempo: difícilmente hubiera podido ser de otra manera. Las dificultades primeras se habrían de derivar, lógicamente, de las dos siguientes cuestiones: por un lado, las circunstancias precisas del momento histórico que vivía la Iglesia y agitaba al mundo, en España y fuera de España, aunque —es comprensible— la situación española, en todos los posibles órdenes, pesara de manera considerable en los momentos iniciales. Junto a ello, la novedad radical y, por paradoja, la extremada sencillez del encargo divino —una novedad no buscada deliberadamente por Escrivá de Balaguer, en virtud de su inteligencia o sensibilidad, sino querida directamente por Dios—, que —no puede extrañar— complicaron de forma considerable el desarrollo o puesta en práctica de lo que se le había dado a «ver» el 2 de octubre. Hay un tercer factor que, posiblemente, deba ser también tenido en cuenta: la absoluta falta de interés de san Josemaría por convertirse en Fundador de nada. Se explican, en este sentido, que al tiempo en que comenzaba a dar los primeros pasos para la realización de su tarea, buscara en los más diversos lugares la existencia de alguna institución que, quizá, pudiera servir a la puesta en práctica de lo que Dios le acababa de encomendar. Convencido de que nada existía que permitiera de forma íntegra la realización del encargo recibido, tuvo —por así decir— que resignarse a abrir un camino nuevo; a determinar las formas culturales, prácticas —una vida-de-fe—, que ayudaran a que todos los hombres tuvieran la percepción clara de la «llamada universal a la santidad». La concreción de esta llamada en los distintos hombres de todos los tiempos y circunstancias, por su mismo origen divino, sería lógicamente plural. El Opus Dei —en los primeros momentos ni siquiera se planteó que la empresa que Dios le había encomendado tuviera nombre específico— sería sencillamente un instrumento que hiciera presente a todos la divina convocatoria; una de las maneras religiosas —culturales, por tanto— en las que el hombre puede vivir su fe y, desde ella y a causa de ella, contribuir de manera decidida y consciente a la labor de la «gran catequesis».

Casi de inmediato comenzó a hacerse presente en la actividad de Josemaría Escrivá de Balaguer un doble fenómeno contradictorio: no tenía al alcance de su mano otras formulaciones que las tradicionalistas —las soluciones predominantes por aquellos años en la Iglesia, y desde mucho tiempo antes; pero esas formulaciones chocaban en su esencia con lo que el Opus Dei tenía que ser: una empresa de este tipo, dirigida a todos los hombres de todos los tiempos, no cabía en los márgenes estrechos —incluso, comprensiblemente estrechos— de las posturas culturales vigentes, por aquellas fechas, en la Iglesia de España —por supuesto— o de cualquier otra parte del mundo. A la vez, la misma entraña de lo «visto» el 2 de octubre parecía empujarle a hacer todo con la mayor normalidad, evitando en lo posible una conformación externa peculiar.

Es posible que, más que entrar en una descripción detallada de lo que fueron los primeros pasos del Opus Dei —y aunque más adelante pueda resultar obligada una leve alusión a ello—, sea más ilustrativo, para comprender las dificultades no pequeñas de aquellos años y el modo que san Josemaría tuvo de resolverlas, atender a dos premisas esenciales a las que siempre ajustó, de manera invariable, su actividad. Ambas son de fácil exposición, por más que, con seguridad, a nadie pasará inadvertido que su puesta en práctica no debió resultar en ningún momento sencilla. La primera puede formularse así: el Opus Dei era para la Iglesia. De otra forma: el fin del Opus Dei no era el Opus Dei en sí mismo, sino la Iglesia universal. Y una tercera versión de la misma postura básica: no se quería ningún tipo de privilegios. No se deseaba que el Opus Dei fuera visto como algo especial, pues era sencillamente impulso general para el común de los fieles hasta el fin de los tiempos; no —como ya ha quedado dicho más arriba— para renovar o innovar en la Iglesia, sino para brindar a todos los hijos de la Iglesia —tendencialmente, a todos los hombres— la plenitud evangélica. La radicalidad de esta primera vivencia pudo percibirse en las dos ocasiones en que, por unos instantes, Dios permitió que se obscureciera su visión. En ambos casos, la reacción de Escrivá de Balaguer fue la misma: si el Opus Dei no era para servir a la Iglesia, que Dios lo destruyera [36].

Similar sencillez tiene la formulación de la segunda premisa. San Josemaría se mantuvo siempre con enorme firmeza en que la misión o razón de ser del Opus Dei era la que era: no lo que hubiera podido ocurrírsele a él, atento —por ejemplo— a las necesidades de la Iglesia o del mundo, sino lo que Dios le había querido hacer «ver». La renovación en la raíz a la que el Opus Dei venía a servir fue compatible con la dificultad real de diseñar, de una vez, por todas y para siempre, los pasos distintos que hicieran posible el impulso de tal renovación.

La difícil elaboración de las normas culturales y una metáfora

En un libro reciente y ya citado, Andrés Vázquez de Prada ha descrito con bastante detalle —a partir de la documentación personal inédita de san Josemaría— cómo fueron aquellos primeros años de la historia del Opus Dei [37], el juego de luces y sombras al que Dios quiso someter al instrumento por Él elegido. Pues no todo fueron iluminaciones. Junto al trabajo perseverante, concreto, de Escrivá de Balaguer por sacar adelante lo que Dios le había hecho «ver», no dejó en ningún momento de poner cuantos medios humanos —y sobrenaturales, por supuesto, la oración y el sacrificio— alcanzó a discurrir para encauzar de manera adecuada lo que se había convertido en su razón de ser y objetivo único de su vida. Es conocida la identificación profunda que alcanzó a lo largo de su existencia terrena con la empresa sobrenatural —el Opus Dei— que se le había encomendado, hasta el punto de poder repetir verazmente que «no tengo otro fin que el corporativo». Años más tarde, su estrecho colaborador durante años y sucesor al frente del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo, describiría de esta manera el empeño de san Josemaría:

«Nos equivocaríamos si pensásemos que, en la vida de nuestro Fundador, todo fueron luces extraordinarias, y olvidáramos el papel importantísimo que desempeñó —junto con la oración— el esfuerzo por adquirir y mejorar constantemente su formación doctrinal, su piedad ilustrada» [38].

Sin necesidad de entrar en la descripción pormenorizada de aquellos esfuerzos —ya la han llevado a cabo otros con mayor autoridad y conocimientos—, es posible que resulte conveniente subrayar algunos rasgos, tales como los siguientes: en primer lugar, la extremada fidelidad de san Josemaría a lo «visto» el 2 de octubre de 1928. Un segundo rasgo bien puede ser que su labor de Fundador se prolongó hasta el último momento de su vida en la tierra; hasta que Dios, Padre misericordioso, le llamó a su presencia el 26 de junio de 1975. Tercer rasgo: Josemaría Escrivá de Balaguer tuvo —en el legítimo uso de su libertad y consecuente con el espíritu mismo, plural, de la Obra— preferencias culturales determinadas, no relacionadas directamente con el espíritu del Opus Dei y que, por lo mismo, cuidó siempre de mantener al margen, de forma absoluta, de su labor de dirección y gobierno. Todo este juego delicado, cuyo escenario fue su vida entera, es posible que fuera lo que le llevara a referirse a sí mismo, en diversos momentos, con humildad y buen humor, como «Fundador sin fundamento». O a hablar de que, a lo largo de su vida entera, había siempre ido «a contrapelo». O a afirmar, en otras ocasiones y también en relación a su labor en el Opus Dei, que Dios «escribe con la pata de la mesa».

Como resumen de lo últimamente dicho, quizá podamos acogernos a una metáfora. La labor que san Josemaría vio que Dios reclamaba de él —con todas las concreciones precisas que el mismo Dios estimara conveniente hacerle a lo largo de su vida—, puede compararse a lo que se exige a un esquiador que participe en una prueba de slalom gigante. Ha de recorrer una larga pista, a gran velocidad, para llegar a la meta. Es obvio que, en el caso que nos ocupa, la meta era el cumplimiento pleno de lo que Dios le había pedido y le seguía reclamando: la insistencia en pregonar sin descanso la «llamada universal a la santidad». La velocidad resultaba obligada dada la brevedad de la vida humana y la urgencia con que Dios le reclamaba que pusiera en práctica la misión a la que le había convocado, al servicio de la Iglesia y del mundo. Pero, al tratarse de un slalom, no podía cubrir la pista en línea recta, sino que era inevitable pasar por distintas puertas, marcadas por las banderas. Había que hacer lo que Dios quería: no lo que se le pudiera ocurrir —con toda su inteligencia, con toda su innegable buena voluntad y sensibilidad, etc.— a san Josemaría Escrivá de Balaguer. Y la vida de san Josemaría fue un fidelísimo seguir el camino que Dios —mediante las banderas— le fue marcando. La metáfora quedaría incompleta si no se añadiera que la nieve, que suele facilitar el descenso, fue en su caso roca dura; y que —por paradójico que parezca— se le pidió, además, que bajase a toda velocidad cuesta arriba.

Lo inmediatamente expuesto sugiere, posiblemente, centrarse en la fidelidad plena vivida en todo momento por san Josemaría, en relación con lo «visto» el 2 de octubre de 1928. Con palabras breves —pronunciadas años más tarde, en circunstancias tan sólo diferentes en apariencia—, sintetizó esas dos dimensiones esenciales de su trabajo. Al preguntársele cuál era, a su entender, el sentido de la palabra aggiornamento, tan utilizada por los años del Vaticano II, respondió así:

«Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad» [39].

Si san Josemaría Escrivá aludió entonces a la situación de la Iglesia por los años sesenta, es cierto que su respuesta se ajustó —no podía ser menos— a lo que venía siendo su vida desde 1928. Quizá no esté de más un breve comentario a este respecto. Los tiempos históricos, en abstracto, no son ni nuevos ni viejos: son, en sí mismos, tiempos pasados. El tiempo radicalmente nuevo es mi tiempo, mi vida, en la que he de poner en práctica lo que, quizá, ya otros muchos han realizado, pero que es ahora cuando a mí se me reclama. En relación a Dios, vivir el tiempo presente, realizar adecuadamente mi vida supone la decisión firme de ser fiel a un Dios que —al ser eterno, es decir, al no haber en Él ni antes ni después— lo que pide, lo pide siempre de manera actual, absoluta. Estar al día, hacer lo que se debe hacer, es mostrarse dispuesto a vivir de manera radical la fidelidad a los designios divinos [40].

     La libertad de las conciencias y las «iniciativas»

Llegados a este punto, quizá sea oportuno volver a lo expuesto en las líneas iniciales de estas páginas. Si esto —los hechos, la realidad— fue lo que pasó en los momentos primeros en que san Josemaría comenzó a intentar poner en práctica lo que Dios le había hecho «ver» el 2 de octubre, ¿cómo se puede interpretar esta actividad? ¿Es posible formular alguna idea que permita valorar, en su conjunto, un tan decidido esfuerzo? No parece difícil —aunque sea de por sí cuestión compleja— dar una respuesta. La decisión de radical fidelidad de Escrivá de Balaguer, lo mismo que los tanteos inevitables de todo orden para encontrar la forma adecuada de llevar a la práctica lo que se le reclamaba —ambas cosas, tanto la una como la otra—, puede ser englobado bajo el concepto de que lo que hizo fue vivir la «libertad de las conciencias». La respuesta es lo suficientemente sencilla como para requerir una exposición relativamente pormenorizada de todo lo que entraña, para —en la medida de lo posible— facilitar su recta intelección y descartar las siempre amenazantes confusiones.

La libertad de las conciencias es cuestión evidentemente antigua, de raíz evangélica. Más aún: sin ningún tipo de duda es lo que, a lo largo de los siglos, procuraron vivir las mujeres y hombres que, con decisión, se propusieron en sus vidas ser fieles a lo que Dios les pedía. Desde este punto de vista general y conceptual, la libertad de las conciencias no supone, en modo alguno, novedad. Dentro del mundo contemporáneo ha sido, sin embargo, donde por vez primera se ha intentado su exposición, detallando de manera precisa sus distintos componentes. Posiblemente, el primero en emplear este concepto fue Pío XI, en las dos encíclicas —Non abbiamo bisogno y Dobbiamo intrattenerla—, ambas de 1931, con las que se enfrentó a las pretensiones abusivas del régimen fascista italiano, en relación con la formación de la juventud. De forma sucinta, es posible afirmar que el Papa se decidió por este concepto en función —al menos— de tres factores: su rechazo radical de la libertad de conciencia; la percepción de la insuficiencia de los planteamientos tradicionalistas al uso; y la obligada redefinición del concepto de libertad de las conciencias, en función de los problemas culturales de la época —en su caso, del totalitarismo fascista. Por todo ello, si el concepto es, en sí mismo, antiguo —pues se halla presente en los orígenes mismos del Cristianismo—, hay que procurar analizar lo que supone la libertad de las conciencias hoy, en plena crisis de la cultura de la Modernidad, ante la quiebra manifiesta de la libertad de conciencia o la quiebra similar de la oposición tradicionalista a que el hombre actúe con libertad personal responsable, comprometida en el ámbito social.

La conciencia es inevitable o gozosamente libre —como se prefiera, aunque no fuera malo optar por lo segundo—, porque es la conciencia de un ser —el hombre— cuya naturaleza posiblemente pueda decirse que no es otra cosa que libertad. Si nos fijamos —es preciso hacerlo— en lo que es la libertad, hay que decir —negativamente— que no es predeterminación forzada, como en el caso del instinto; sino que —en sentido positivo— es la posibilidad de autodeterminación: en su virtud, puedo llamar mío lo que hago con su ayuda, gracias a ella. Pero se ha de añadir de inmediato que la libertad no tiene calidad moral; es decir, la libertad es una potencialidad neutra de la que dispone el hombre, junto con el ángel: es decir, las criaturas en las que se hace presente lo espiritual. Si con la libertad se puede hacer lo peor o lo mejor —robar o dar limosna—, claro es que la actualización de dicha potencia no determina, por sí misma, en sentido bueno o malo. En consecuencia, la afirmación de que la conciencia del hombre es libre obliga a plantearse —aunque sea con brevedad— dos cuestiones previas: ¿qué es la conciencia? Y ¿qué es el ser —el hombre— cuya conciencia se dice que es libre?

La conciencia es una función de la razón humana. En este sentido —y sin llegar, por el momento, a todo lo que entraña—, es posible que el concepto de «libertad de las conciencias» pudiera ser sustituido por el de «correcta utilización de la razón humana». Yo uso adecuadamente la razón cuando me esfuerzo, entre otras cosas, por conocer lo que soy en verdad. Y el hombre es criatura, ser creado, y —por eso mismo— dotado de una determinada estructura —lo que le hace ser hombre— con la que se encuentra en el momento de comenzar a ser. Soy de una manera determinada: comienzo a ser cuando tal estructura entra en acción; se pone, por así decir, en funcionamiento. El hombre es hombre —y no perro, árbol o mineral— porque dispone de una constitución determinada, ha sido hecho de una precisa manera.

La razón humana —el hombre es animal racional, y no animal irracional o sentimental, o cualquier otra especificación arbitraria— permite conocer la constitución esencial o determinada del hombre. Una constitución que puedo aceptar. Una constitución ante la que puedo rebelarme e incluso rechazarla —por lo mismo que mi naturaleza es libre o, más aún, es libertad—. Pero —al margen de la decisión que el hombre tome, en función de mil condicionantes que no son del caso— el hombre es como es, pues dispone de —o ha sido creado con— una naturaleza esencialmente invariable. Esto permite entender el fracaso reiterado a lo largo de la Historia de la pretensión de articular un hombre distinto al original. Las cuestiones a las que el hombre ha de hacer frente son siempre las mismas. Y también —en líneas generales— son las mismas las potencialidades de que puede echar mano para solventarlas.

La libertad me permite volcarme en la multiplicidad de opciones que ante mí se presentan, para elegir entre ellas la potencialidad cuya actualización juzgo adecuada, en la medida —por supuesto— que me facilite responder en nombre propio al requerimiento mayor que se me formula, que es volver libremente a una unión para siempre con Dios. No hay a este respecto una respuesta única; las respuestas culturales —de comportamiento, de conducta— son plurales. Acertaré en la medida en que sean acordes con lo que soy. Serán mis respuestas culturales mejores, de más calidad, si con ellas logro contestar con mayor precisión a lo que Dios me propone. Es precisamente en este ámbito —en el de la libertad de ejercicio o especificación de las soluciones culturales que me permitirán acertar— donde actúa la libertad de las conciencias cristianas.

La cuestión tiene —parece innecesario subrayarlo— una complejidad objetiva. Dios —que se toma completamente en serio lo creado por Él— parece empeñado en que, dado que el hombre es animal racional, utilice su razón. El hombre, por su parte, parece con alguna frecuencia empeñado igualmente en evitar la fatigosa y comprometida tarea de pensar. De ahí, algunas de las actitudes habituales —felizmente condenadas todas ellas por la Iglesia, en cuanto erróneas y, por tanto, contrarias a la dignidad del hombre—, como son el fideísmo y el tradicionalismo. Una y otra son respuestas culturales. Ambas, compatibles —de manera general— con la aceptación de que el hombre posee una constitución determinada, en función de la creación divina. La primera insiste en la inutilidad de la razón humana: la razón no sirve, es insuficiente; lo mejor es reducirse a creer [41]. El tradicionalismo elude el ejercicio de la razón humana y busca acogerse a lo que se ha hecho siempre. Al marginar la razón se muestra incapaz —entre otras muchas cosas— de precisar desde cuándo las cosas exigen esa abandonada adhesión y por qué la exigen [42]. Hay que añadir que si habitualmente se alude al fideísmo o al tradicionalismo de raíz religiosa, pueden — por analogía— darse fideístas o tradicionalistas plenamente secularizados. Y es que ambas posturas son, por a-racionales, profundamente sentimentales. Y el sentimiento, cuando no se encuentra bajo el dominio de la razón, es extremadamente lábil.

La libertad de conciencia tiene un origen distinto. Se levanta, en definitiva, sobre la no plena comprensión del acto creador, o de su rechazo deliberado; en cualquier caso, sobre la negación de la acción providente divina. Para este modo de comportarse, un acto es válido si es libre. No hay más. Al rechazar la capacidad humana de conocer, y habida cuenta de que la libertad es capacidad a-moral, neutra, se pasa a actuar —libremente, por supuesto: el hombre no puede prescindir de la libertad— desde el sentimiento, la emotividad o el instinto. Sin olvidar que cabe un esfuerzo de racionalización del sentimiento, esto es, de aplicar a lo que son entitativamente decisiones sentimentales la capacidad ordenadora de la razón humana. A pesar de los pesares, los actos así producidos siguen siendo radicalmente sentimentales [43]. Todo lo cual podrá seguir siendo compatible con el mejor buen deseo de acertar; con el logro, incluso, de resultados parciales válidos; etc. A la vez, el hombre se torna —para sí mismo— en misterio; en algo por entero incomprensible.

Esta situación ha llevado —y, posiblemente, seguirá llevando— a intercambios notablemente penosos. Por ejemplo: cuando la insoportable tosquedad del fideísmo o del tradicionalismo impulsa a alguien a abandonarlos, no es obligado caer en la libertad de conciencia, como si ésta fuera la única solución posible. O bien, cuando hay hombres que, ante la imposibilidad de llegar a conocer nada con certeza, se convierten a la fe desde la libertad de conciencia, no parece necesario que se hundan en un fundamentalismo a-racional, como el fideísmo o el tradicionalismo.

Es, posiblemente, exacto decir que tanto el fideísmo y el tradicionalismo como la libertad de conciencia, no son sino meras soluciones humanas, tremendamente tergiversadoras, por lo mismo que intentan simplificar al máximo la cuestión, siempre difícil, del obrar del hombre. Muy al contrario de todas estas posturas —por desgracia, tan habituales— la libertad de las conciencias guarda relación íntima con lo que el hombre de verdad es. El ejercicio de la libertad de las conciencias permite la búsqueda de la respuesta más adecuada a lo que le reclama la fe objetiva; a lo que Dios espera y quiere que haga el hombre. Dentro de una realidad —en ningún caso hay que olvidarlo— que es, en sí misma, plural e inabarcable [44]. No ha de extrañar que sea preciso dar vueltas y más vueltas hasta alcanzar a formular la respuesta conveniente. Que resulte preciso conocer muchas cosas y pensar con algún detenimiento sobre ellas. Y, siempre, correr el riesgo de tener que volver a empezar.

Si para fideístas y tradicionalistas, la práctica de la libertad de las conciencias aparece inicialmente aceptable pues admiten con ella una determinada constitución del hombre, el desconcierto se presenta de forma inevitable: ¿por qué dan tantas vueltas a las cosas y no se limitan a hacer, junto con nosotros, estrechamente fundidos con nosotros, lo que nosotros ya hacemos? Juntos y unificados seríamos más eficaces... En el caso de la libertad de conciencia sucede, comprensiblemente, lo contrario: no se niega —incluso, inicialmente, puede hasta producir admiración y elogio— la novedad que es posible elaborar a partir de la libertad de las conciencias. La sorpresa, cuando no el asombro y hasta el escándalo, se produce al advertir que los que viven la libertad de las conciencias siguen siendo profundamente creyentes.

La libertad de las conciencias implica, de manera necesaria, el «ejercicio de tanteo y de aproximación» que se hizo patente en la vida de san Josemaría [45], unido a la fidelidad más plena al encargo recibido. Lo cual supone el rechazo inevitable, no de ningún tipo de hombres, pero sí de los planteamientos doctrinales derivados del fideísmo, del tradicionalismo o de la libertad de conciencia, junto al respeto radical por las diversas soluciones que puedan darse a la decisión de vivir sin atenuantes la «llamada universal a la santidad» en medio del mundo [46].

Por esta razón, resultó consustancial para el Opus Dei la búsqueda de las soluciones culturales necesarias y el compromiso personal con dichas determinaciones [47], como medio único de llevarlas adelante, no en el puro orden de la teoría, sino en la praxis diaria. Esto implicaba obviamente riesgo. Pero la decisión de tomar «iniciativas» —que tan audazmente supo desplegar san Josemaría Escrivá—, de buscar una vez y otra las concreciones más precisas posibles de la vida-de-fe, ha quedado como estilo y patrimonio del Opus Dei, como uno de los elementos más preciados de la herencia recibida.

¿Puede hablarse de triunfo en la vida de los hombres?

A la vista de lo expuesto, es posible que pueda afirmarse que la libertad de las conciencias a lo que tiende es al más pleno desarrollo posible de cada persona, de todas las personas, a través del compromiso a que se invita a todos para que lo vuelquen en la acción social, en la vigorización de la sociedad, en servir a cuantos les rodean en todos los ámbitos en que esto sea posible. Si la persona es el individuo que se comporta socialmente, desarrollará su personalidad, podrá decir que aspira a la perfección a la que Dios le llama, en la medida en que asuma de manera individual su relación con Dios —haga más plenamente suya, de forma decididamente libre, la norma que es común a todos los hombres— y proyecte socialmente esa vinculación, esto es, ayude mediante el apostolado a que los demás acepten voluntariamente, hagan suya, esa misma norma, que no es sino la «llamada universal a la santidad». Tal es la labor a realizar a lo largo de la vida, el tiempo histórico de que cada uno dispone. Quizá no extrañe si se añade que, esta actitud supone —de alguna manera— una cierta enmienda a la totalidad a las formas predominantes de conducta, orientadas a conseguir la grandeza, o sencillamente a sacar adelante, una determinada nación, sociedad o empresa.

¿Y qué garantías hay de acertar? O de otra manera y como acaba de indicarse: ¿puede hablarse de triunfo en la vida de los hombres? Por supuesto que sí; aunque —igualmente, por supuesto— de forma quizá algo distinta a lo que habitualmente se suele entender por triunfo. El triunfo en la vida de los hombres no son las Cruzadas, ni la conquista de América, ni la elevación del nivel de vida, ni que los hijos salgan bien, ni el logro de una cátedra universitaria. El triunfo reside en el esforzarse a diario, comenzando y recomenzando cuantas veces sean precisas, en hacer lo que el hombre —cada uno, pues en esto nadie puede sustituirnos— tiene que hacer. Buscando, sin duda, unos resultados. Pero al margen de que dichos resultados se consigan o no. Quizá no resulte errado decir que el triunfo, por antonomasia, son las Bienaventuranzas [48]. De estos objetivos es de lo que hay que procurar estar siempre pendiente en esta vida, mediante el esfuerzo de ser —como dice san Josemaría— «contemplativos en medio del mundo».

Es posiblemente experiencia de todos que en cuanto descuidamos esta contemplación tendemos a quedar atrapados, no por lo inmediato —pues eso es lo que estamos haciendo siempre y no podemos hacer otra cosa [49]—, sino por la visión no transcendente, no sobrenatural, meramente material de lo inmediato. Lo que supone la libertad de las conciencias fue expresado de manera acabada por Jesucristo en el Evangelio:

«Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» [50].

Es posible que lo dicho en estas páginas tenga algo que ver con el sentido y significado del 2 de octubre de 1928. A partir de esa fecha, Mons. Escrivá de Balaguer se volcó en la empresa, evidentemente no fácil, de poner en práctica cuanto Dios quiso hacerle «ver». Y ese trabajo denodado fue el que le habría de permitir escuchar del mismo Dios lo que san Josemaría entendió siempre como el elogio mayor: «Muy bien, siervo bueno y fiel» [51].

Gonzalo Redondo, en https://multimedia.opusdei.org/dm/

Notas:

20.    De estas cuestiones me he ocupado, con alguna extensión, en otros lugares: cfr. Gonzalo REDONDO, Historia Universal, t. XIII..., op. cit., pp. 15-84; e Historia de la Iglesia en España (1931-1939), t. I, La II República (1931-1936), Madrid 1993, pp. 15-127.

21.    Por la lentitud ya tan aludida de la Historia y la similitud de las cuestiones que se presentan a todos los hombres y que han de ser resueltas en los momentos críticos de sus vidas, no extrañará que se evoque una enseñanza de San Gregorio Nacianceno, un hombre que tuvo que hacer frente desde su fe cristiana a la crisis del mundo de la Antigüedad, buscando salvar lo salvable de la cultura clásica. En una frase escueta, San Gregorio dice así: «[...] la fe es la plenitud de nuestra razón» (Discurso teológico, 29, 3, 21).

22.    «Se repite la escena, como con los convidados de la parábola. Unos, miedo; otros, ocupaciones; bastantes..., cuentos, excusas tontas.

«Se resisten. Así les va: hastiados, hechos un lío, sin ganas de nada, aburridos, amargados. ¡Con lo fácil que es aceptar la divina invitación de cada momento, y vivir alegre y feliz!» (Surco, 67).

23.    Cfr. Mt 5, 13-16; Mt 13, 33.

24.    Gn 2, 15.

25.    En el libro de Job (Jb 7, 1) puede leerse: «Militia est vita hominis super terram». Unas palabras que san Josemaría glosaría así: «Que la vida del hombre sobre la tierra es milicia, lo dijo Job hace muchos siglos.

«—Todavía hay comodones que no se han enterado» (Camino, 306).

26.    Camino, 79.

27.    «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5, 17).

28.    «[...] los bendijo Dios [a Adán y Eva], diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”» (Gn 1, 28).

29.    Vía Crucis XI, 4.

30.    «Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea» (Camino, 332).

31.    El carácter sintético de estas líneas obliga a fastidiosas simplificaciones. No se desconoce en modo alguno que, durante buena parte de los siglos de la Modernidad, pudo entenderse el progreso como consecuencia del desarrollo o despliegue del espíritu humano. En este sentido, el estricto progreso material, en la misma medida en que se fue dando, se comprendió como punto de apoyo, muy conveniente, que garantizaba —y, de algún modo, incluso probaba— tal desarrollo y despliegue.  Pero —quizá sea innecesario insistir en ello— se trató de la intelección de un espíritu humano como radicalmente inmanente, cerrado a toda transcendencia, salvo por la vía caliginosa del sentimentalismo. Y no se tardaría en admitir, en la práctica, que el hombre no era más que materia, una vez que la pretendida espiritualidad quedó reducida a simple epifenómeno material. Tal es, en amplios círculos, la situación actual. A pesar de que, de una u otra forma, puedan persistir confusos ramalazos sentimentales.

32.    No hay que olvidar que, durante los últimos siglos, ha predominado —al menos en la Europa continental y en los países culturalmente dependientes de ella— una historiografía predominantemente estatista, incluso convencida con sinceridad de que la aparición del Estado moderno había supuesto un avance decisivo, al permitir la superación del tan pregonado caos medieval. Unas afirmaciones tajantes que cada día se expresan de forma más y más matizada.

33.    Aunque sea caer una vez más en un cierto juego de palabras, quizá no resulte inexacto afirmar que el Estado moderno es siempre Estado confesional. Y no meramente en sentido religioso, sino porque lo que se propone es imponer una determinada manera —una confesión— de orientar al hombre y a su actividad. No quiere decir esto que entre los incontables y fervorosos servidores del Estado moderno, no puedan darse hombres y mujeres llenos del mejor deseo de contribuir a mejorar todo tipo de situaciones.

34.    Consecuente con este modo de entender las cosas, el actual prelado del Opus Dei lo expresa así: «La Prelatura es una institución que pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia. Su misión es, de una parte, la atención pastoral específica de sus miembros; es decir, de todas aquellas personas que —por una particular vocación divina— se han propuesto empeñar su vida en la búsqueda de la santidad en el trabajo ordinario, según el espíritu del Opus Dei, sin cambiar de ocupación ni de estado. De otra parte, es misión de la Prelatura del Opus Dei difundir en todos los ambientes de la sociedad la llamada universal a la santidad y al apostolado, principalmente en el trabajo profesional y en las demás circunstancias ordinarias del cristiano» (Javier ECHEVARRÍA, Qué es la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, «Palabra» 337 [III-1993] 174).

35.    Cfr. 1P 3, 15.

36.    Cfr. el testimonio personal de san Josemaría, sobre estos dos momentos, en Álvaro DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei. Realizada por Cesare CAVALLERI, Madrid 1992, pp. 190-191.

37.    Cfr. Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador..., op. cit.

38.    Beato Álvaro DEL PORTILLO, Carta, 1-VII-1991, p. 3.

39.    Conversaciones, 1.

40.    Esta misma llamada a la fidelidad se presenta en las palabras del beato del Portillo, buen conocedor del pensar y sentir de Josemaría Escrivá: «Respecto al porvenir, le repetiré que lo verdaderamente importante es mantener la fidelidad al espíritu fundacional del Opus Dei, la vibración apostólica, el afán de tratar a Dios y su Madre Santísima, la generosa dedicación personal —con sacrificio— al servicio de los demás; y, ¿por qué no?, la audacia en el planear y ejecutar las obras de apostolado, sin detenerse ante las dificultades, que nunca faltarán, y sin atribuir mucha importancia a las habladurías. Del resto —de enviarnos las personas dispuestas a poner el hombro, para servir a la Iglesia y a las almas— se encargará, como hasta ahora, el Señor» (Álvaro DEL PORTILLO, El Opus Dei, Prelatura Personal, Madrid 1983, pp. 46-47).

41.    El fideísmo intenta eludir el uso de la razón porque es arriesgado, difícil, exigente y —en última instancia— no elimina de forma absoluta la posibilidad de error. El fideísta quiere tener seguridad plena de lo que ha de hacer. Por eso, a la vez que rechaza ocuparse de las cuestiones decisivas —las cuestiones que el mismo Dios exige del hombre, pues le sabe capaz de resolverlas y le quiere libre para hacerlo—, se aboca a conseguir evidencias en el mero orden científico práctico. A nadie se le ocurre negar que las cosas son difíciles: ahí está la experiencia propia o, en cualquier caso, siempre se puede escuchar al Qohelet (Qo 1, 8: cunctae res difficiles). Aunque un fideísta admita —crea, a su modo de ver— el fondo de lo que la fe le muestra, en la práctica se conduce como si existieran —tentación viejísima— dos órdenes distintos de verdad: las verdades de fe —que se limita a aceptar, sin utilizar la razón para penetrar en su sentido, para captar las exigencias que comportan, pero que, muy especialmente, sugieren todas las posibilidades que se abren ante el hombre— y las de razón, abordadas con aparente seguridad a través de la experimentación científica positiva.

42.    El tradicionalismo implica una curiosa alergia al empleo de la razón humana, cuyo uso personal se busca sustituir por algo así como «a mí lo que me digan». Es grave postura. Por un lado, las cosas —bastantes más de las que se piensa— se pueden entender, aunque sin duda suponga esfuerzo y tiempo. Por otro, el tradicionalismo supone una considerable carga sentimental. En la práctica, resulta inevitable observar que el «a mí lo que me digan...» se prolonga con cierta frecuencia con un «...en la medida en que parezca bien, me agrade o permita mi triunfo particular».

43.    Un ejemplo entre mil: por más que se haya logrado evitar, mediante métodos rigurosamente científicos, la brutalidad de los abortos, el aborto sigue siendo el asesinato de un inocente. Otro ejemplo: aunque la guerra se presente como algo también rigurosamente científico o programado, sigue siendo una barbaridad innegable. Un ejemplo más: por sofisticados que sean los métodos utilizados para saquear un banco, seguimos estando ante un robo. Etc.

44.    La pintoresca convicción de tantos progresistas decimonónicos —y también de algunos actuales, por supuesto— de que bastarían no más de dos o tres generaciones de estudiosos para que el hombre conociera todo y pudiera tomar tranquila posesión de ello, no merece ni siquiera la molestia de una leve crítica.

45.    «En aquella primera hora, a poco de nacer el Opus Dei, el Fundador se hallaba todavía sin experiencia de los pasos concretos que convenía dar. Estaba al frente de una gran empresa divina, que, aunque bien definida en cuanto a su origen, medios y fines sobrenaturales, carecía del soporte material de sus apostolados. Tenía aún por fijar sus modos característicos de actuación y tenía pendiente la labor de formación de sus miembros. Esa tarea de desarrollo inicial consistía, por parte del Fundador, en un ejercicio de tanteo y de aproximación, igual que hace una criatura al dar sus primeros pasos: [...]» (Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador..., op. cit., p. 582; la negrita es mía).

46.    Los escritos de san Josemaría son en este punto de claridad deslumbrante. Sin intento de exhaustividad, basta fijarse en palabras como las siguientes: «Grande y hermosa es la misión de servir que nos confió el Divino Maestro. —Por eso, este buen espíritu —¡gran señorío!— se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» (Forja, 144). El profundo aprecio de la libertad personal le llevaba a hacer suya la defensa de la libertad de todos: «Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe» (Forja, 712). Era, en definitiva, en la Sagrada Escritura donde encontraba la raíz última del pluralismo de la acción cultural: «La maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de otros.

»Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta» (Surco, 226).

Al percibir, sin embargo, los equívocos que en la práctica suscita la utilización de la palabra adecuada —libertad—, matizó atento su modo de entender las cosas: «Libertad de conciencia: ¡no! —Cuántos males ha traído a los pueblos y a las personas este lamentable error, que permite actuar en contra de los propios dictados íntimos.

»Libertad “de las conciencias”, sí: que significa el deber de seguir ese imperativo interior..., ¡ah, pero después de haber recibido una seria formación!» (Surco, 389).

47.    Unas palabras de san Josemaría expresan de forma muy precisa esta reclamación: «¡Comprometido! ¡Cómo me gusta esta palabra! —Los hijos de Dios nos obligamos —libremente— a vivir dedicados al Señor, con el empeño de que Él domine, de modo soberano y completo, en nuestras vidas» (Forja, 855).

48.    Cfr. Mt 5, 1-12.

49.    «¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos; que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontraremos en las cosas más visibles y materiales. «No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo. «El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (Conversaciones, 114-115).

50.    Mt 6, 33.

51.    Mt 25, 21.