1. Introducción
Dedicamos estas páginas a abordar un asunto que se justifica por su actualidad más que por su originalidad. Avala su interés la extensa bibliografía –multidisciplinar y en distintas lenguas– [1]. También la importante Recomendación 1396 (1996) del Consejo de Europa «Democracia y religión». Existe, en el contexto cultural cristiano, una concurrencia entre Estado, democracia y laicidad que merece ser precisada [2]. Gracias a la reivindicación de la conciencia personal, aparece en la historia el dualismo o contraste fuero interno-fuero externo. Es el criterio vertebrador, polarizado hacia el espíritu, del estilo de vida occidental. En torno a él se crea un ambiente moral fecundo. Uno de sus rasgos es el equilibrio entre lo personal y lo comunitario. El contexto religioso judeo-cristiano es quien da a los conceptos de libertad, igualdad, autonomía, emancipación, solidaridad, fraternidad «no sólo sus resonancias emotivas, sino sobre todo el significado objetivo que poseen» [3]. En este humus germinan y se desenvuelven las instituciones políticas.
Para entender la profunda conexión entre democracia y Cristianismo hay que distinguir diversas acepciones de «democracia». Por ella entendemos una forma de sociedad, un régimen institucional y una cultura [4]. Este último es el sentido más abarcante. La democracia, como cultura, designa un conjunto de principios y valores desde los que afrontar la realidad (social). Porque el Cristianismo propicia ese ambiente moral existe cierta afinidad entre Cristianismo y democracia. Así se deduce de la reflexión, sobre la sociabilidad del hombre, de Santo Tomás [5]. Afirmación no empañada por el desencuentro que se ha producido en la historia entre institución eclesial y régimen democrático [6].
Un segundo nivel de nuestro análisis se refiere al valor real de la democracia. El prestigio y la difusión de la democracia, como modelo hegemónico de organización política, ha desatendido el estudio de sus límites y peligros. No se debe hacer un absoluto de lo que es relativo y depende de su utilidad para el ejercicio racional del poder. La democracia ni puede anteponerse al contenido que ha de preservar (la dignidad y libertad de las personas), ni tampoco debe minimizar sus deficiencias situándose, como algo intocable, por encima de ellas [7]. El fundamentalismo democrático, aquejado de moralismo, subordina la legitimación de cualquier orden de la vida a sus principios políticos devaluados [8], sin «separar los valores en categorías diversas» [9].
El Cristianismo aporta a la democracia su base axiológica, derivada de una concepción original del hombre, y recursos técnicos referidos a la persona colectiva [10]. Concretamente, cómo formalizar la voluntad institucional, apoyada en el querer mayoritario, y preservar a las minorías. Éstas cumplen una función en tanto que parte sustancial de la comunidad. De ahí la importancia de crear un ambiente de libertad sobre un consenso básico, algo común [11]. Se trata de fijar un dique –cuantitativo [12] y cualitativo [13]– a lo que, por depender de una voluntad general, más o menos abstracta, puede conducir a la arbitrariedad y el atropello. El desvelo por las minorías es tan importante de cara a configurar el bien común concreto [14], como lo es el no perder de vista que hablamos de un bien, no de meros caprichos o preferencias (subjetivas). Lo último puede encerrar a la comunidad, o a parte de ella, en el egoísmo. He ahí un ejemplo de cómo la religión, directamente conectada con el hombre y su destino, se sitúa en una esfera más amplia que la del Estado. Ella sí puede aspirar legítimamente a ser una respuesta complexiva y plena a las aspiraciones del corazón humano. Con ello la religión no menosprecia las estructuras mundanas. Consciente de la sociabilidad del hombre, reafirma la autoridad civil y le facilita medios para alcanzar sus legítimos objetivos de prosperidad y justicia. Es decir, respaldo moral y personas bien dispuestas.
Estas líneas esbozan algunos problemas asociados al poder político y, en particular, a la democracia. Éstos tienen, en cada etapa, su fisonomía. En el momento presente tampoco faltan obstáculos, mas el estar inmerso en ellos, los difumina. El laicismo es uno de ellos. Éste implica dos riesgos: uno de desmesura, el poder civil se entromete en terrenos que le son ajenos, y otro de deslealtad al entrar en competencia con la justa autonomía, para la búsqueda –personal y social– de la verdad [15]. La laicidad invasiva descuida que, en una visión no totalitaria del poder, éste puede apuntar al Estado y sus instituciones, nunca a la sociedad y tampoco a la política [16].
2. Los excesos del poder y su contrapeso institucional
2.1. La inclinación del poder a la incontinencia
No se puede descuidar el peligro genérico de cualquier organización política. La tendencia a la desmesura del poder [17]. Inclinación acrecentada con las ideologías surgidas del racionalismo y la Ilustración. «Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla» (Centesimus annus, 25) [18].
Stuart Mill, en su obra Sobre la libertad, consideraciones sobre un Gobierno representativo (1859), a pesar de su utilitarismo, no puede por menos que reconocer que: «La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por alguno de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contre el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar» [19].
La propensión del poder a crecer guarda relación directa con su extensión. La primera preocupación del poder es siempre a consolidarse y, por temor a ser derrocado, refuerza sus mecanismos de represión y control [20]. Frente a esto no bastan los límites intrínsecos, como la división de poderes [21], «sino que se necesitan límites extrínsecos sociales –entre ellos los que pone la Iglesia–, así como la conciencia de la libertad y la rebelión contra lo que llamaba La Boètie la servidumbre voluntaria» [22].
En este sentido es más efectiva la limitación de poder, que la presencia institucional de la Iglesia aseguró en la Edad Media, que la separación de poderes [23]. En cuanto a los límites extrínsecos hay otra observación que completa lo que queremos expresar: «Contra lo que se cree el Estado absoluto respeta instintivamente la sociedad mucho más que nuestro Estado democrático, más inteligente, pero con menos sentido de la responsabilidad histórica» [24].
En la senda de la desmesura avanzó la Segunda República española. Sus artífices trataron de renovar, desde arriba y con métodos revolucionarios, la forma de Estado, la cultura y, en general, el estilo de vida de la sociedad [25]. Incluso hablaron de impulsar, desde la inteligencia y el Estado, una «empresa de demolición» [26], contra aquélla.
Azaña, con la responsabilidad del Gobierno, preguntaba en las Cortes: «Independencia del Poder Judicial, ¿de qué?».
Gil Robles: «¡De las intromisiones del Gobierno!».
Azaña: «Pues yo no creo en la independencia del Poder Judicial». Gil Robles: «Pero lo impone la Constitución».
Aquél concluyó: «¡Que imponga lo que quiera la Constitución! [...] El régimen tiene que arrepentirse de su generosidad en sus primeros momentos» [27]. La Segunda República tampoco fue más allá en el respeto a los límites externos, con la promulgación de la Ley de Defensa de la República (21 octubre 1931) y la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas (2 junio 1933).
En la actualidad, las denominadas «democracias avanzadas» (cfr. Preámbulo de la Constitución) encierran un peligro de exceso de protagonismo. Sus abultados presupuestos y dispersos tentáculos burocráticos asfixian la autonomía de las entidades intermedias, imposibilitan su independencia. Se resienten del intervencionismo los partidos políticos y los sindicatos, pero incluso no escapan de él la familia, la escuela, o las instituciones religiosas. El control de los medios de comunicación es particularmente nocivo, por su importancia «en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma» [28]. «El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos» [29]. Esto ocurrirá, en función de su fundamento antropológico, «cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales». Mas es ésta una verdad que la sociedad debe alcanzar por sí misma [30].
Los rasgos anteriores describen el Estado asistencial [31], providencia, y más aún el Estado Minotauro (Bertrand de Jouvenel), que devora la creatividad del hombre. En último término su aspiración es la de transformar la naturaleza de éste en la de un ser gregario, sin conciencia. El Estado decide sobre el bien moral [32]. A cambio de esta expropiación ofrece la promesa –utópica– de la felicidad [33], la ilusoria pretensión de «construir el paraíso en este mundo» [34].
2.2. La labor compensadora de la religión
La religiones comparten la convicción de que ninguna autoridad humana tiene poder absoluto sobre el hombre [35]. El Estado «no gobierna hombres sino que administra asuntos», los negocios públicos del país [36]. Se establece así un límite al poder político, razón de ser del Derecho público y de la laicidad [37]. Un esquema en que es factible la vida privada, un espacio para la libre iniciativa.
La funcionalidad de la religión, como factor de equilibrio, está en relación directa con su independencia (universalidad) y consistencia (coherencia y estructuración) [38]. El peso de las premisas e historia de cada religión son determinantes. El Islam, como las Iglesias ortodoxas y protestantes del Pueblo o establecidas, muy dependientes de estructuras temporales, tienen una capacidad de oposición y contraste mermado. En el caso del Islam estamos ante una religión que absorbe todos los ámbitos de la vida [39]. Es difícilmente compatible con la laicidad [40], pues, de hecho, en sus orígenes, no convivió con ninguna organización política [41]. Directamente la suplió y creó sus propias estructuras mundanas. A éstas las alejan de la democracia la rigidez y el condicionante religioso [42]. También el haberse servido de la violencia para su expansión. Aun así no puede excluirse que alguna de las modulaciones del Islam, fruto de su difusión, sea porosa a la libertad [43].
La influencia del Islam desborda su ámbito geográfico originario. Su activismo, con tintes de animadversión a Occidente, ha encontrado aliados en Europa. En España alguna comunidad autónoma, como la catalana, mantiene relaciones con sus representantes. El objetivo es el apoyo mutuo en aspectos culturales y de integración social. Sin embargo, persiste la incógnita de su papel al servicio de la sociedad civil y frente al poder.
El empeño constante del Cristianismo es preservar la dignidad y dimensión trascendente de la persona [44]. La Encíclica Sollicitudo rei socialis invitaba a las Iglesias cristianas y a todas las grandes religiones del mundo «a ofrecer el testimonio unánime de las comunes convicciones acerca de la dignidad del hombre, creado por Dios» [45].
Es preciso deshacer un malentendido surgido con la Modernidad. A ésta su conexión con la secularización le aleja de la religión [46]. La Modernidad se opone al Cristianismo en tanto, más allá de una mera transformación de la herencia cristiana, establece un nuevo paradigma. Frente a la condición de criatura, afirma la absoluta libertad y autonomía del hombre [47]. En este sentido resulta comprensible y acertada la frase de Chesterton: «Pudiéramos decir que el mundo moderno está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagando a solas» [48]. Consecuencia de estos postulados y de su materialización sangrienta, durante la Revolución francesa (1789-1801) [49], hubo un divorcio Iglesia-Modernidad que tuvo un repercusión política duradera.
Sin embargo, hay que distinguir, con Ratzinger, aquella Ilustración de la que se produjo en Norteamérica. Allí la sociedad preservó sus valores religiosos y la organización política, en la primera enmienda, se comprometió a respetarlos. «De esta manera, la esfera religiosa adquiría un significativo peso público, se constituía en fuerza pre-política y supra-política, potencialmente determinante para la vida política» [50]. En España se dieron ambas interpretaciones de la Modernidad y el liberalismo. Una incompatible con un fenómeno religioso operante en la sociedad y otra conciliable con él [51].
Tocqueville fue consciente de la labor coadyuvante del Cristianismo en la construcción de una sana democracia. «El cristianismo, aun cuando exige la obediencia pasiva en materia de dogma, es, no obstante, de todas las doctrinas religiosas, la más favorable a la libertad, porque no se dirige nunca más que a la conciencia y al corazón de los que quiere someter. No hay religión que haya desdeñado tanto el empleo de la fuerza material como la religión de Jesús» [52]. «El cristianismo [...] dado el principio de la libertad –“la verdad os hará libres”– y la igualdad de todos los hombres ante Dios, favorece, si no la impulsa, la tendencia al estado democrático de la sociedad» [53]. Y, «entre las diferentes doctrinas cristianas, el catolicismo me parece una de las menos contrarias al nivelamiento de condiciones» [54].
El tronco común cristiano, por avatares de la historia, se desgaja en varias ramas. La Iglesia ortodoxa viene condicionada por el cesaro-papismo que envolvió sus orígenes [55]. En cuanto al Protestantismo se configura al tiempo que los Estados nación reivindican su soberanía y queda afectado por la vocación intervencionista de éstos. En la Paz de Augsburgo (1555) subyace el principio: cuius regio eius est religio [56]. El regalismo expresa la misma propensión respecto a la Iglesia católica. «Pero una cosa es la tendencia y otra es la total absorción de la Iglesia en la estructura del poder civil, como acaeció en los sistemas de Iglesia de Estado que nacieron en los países donde triunfó la reforma protestante» [57]. La experiencia de la Iglesia luterana de Alemania, durante el nazismo, es ilustrativo del tributo que, en pérdida de libertad para el desempeño de su misión, hubo que pagar. La corriente de los «Cristianos alemanes» se sometió a los postulados del Partido Nacional Socialista desde 1930. «Su lema era: “Una nación, una Raza, un Führer”. Su proclama: “Alemania es nuestra misión, Cristo nuestra fuerza”. El estatuto de la Iglesia se modeló según el del partido Nazi, incluido el denominado “párrafo ario” que impedía la ordenación de pastores que no fueran de “raza pura” y dictaba restricciones para el acceso al bautismo de quien no poseyera buenos antecedentes de sangre» [58]. Ratzinger explicaba cómo, la concepción luterana de un cristianismo nacional, germánico y anti-latino, ofreció a Hitler un buen punto de partida, paralelo a la tradición de una Iglesia de Estado y del fuerte énfasis puesto en la obediencia debida a la autoridad política. En la Iglesia católica, los fieles hallaron más facilidades para resistir a las doctrinas nazis [59]. Los Deutschen Christen en las elecciones eclesiásticas de julio de 1933 «obtenían el 75% de los sufragios de parte de los mismos protestantes que, a diferencia de los católicos, en las elecciones políticas habían asegurado la mayoría parlamentaria al NSDAP (el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes)» [60].
El Catolicismo conserva su consistencia merced, en buena medida, a la independencia que le otorga el Papado [61]. La encíclica Mit brennender Sorge (1937), fija la postura católica: «Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a esta» (n. 12). En conclusión, «el problema de la democracia [del poder en general] en relación con el cristianismo surge cuando de la democracia se hace una religión [...]. Pues una religión siempre hará lo posible para que se olviden los dioses antiguos» [62].
3. La configuración del ideal democrático en la historia
3.1. Primeros pasos
La democracia se mantiene a lo largo del tiempo como aspiración. Existe, no obstante, una separación entre su versión clásica, centrada en la participación de los ciudadanos en la cosa pública, y la moderna, también llamada «democracia liberal» [63], en que predomina el Estado de Derecho. Esta fase del constitucionalismo se inaugura con la Constitución de los EE.UU. (1787) y sus diez primeras enmiendas (1791). La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) establece, en su artículo 16, como bases de un sistema político (democrático), la protección de los derechos y la división de poderes. En la democracia griega observamos una racionalización del poder. Confluye, de un lado, la hipótesis contrastada de un orden implícito en base al cual el hombre puede convivir [64] y, de otro, la corresponsabilidad en la administración de la cosa común. Ante la exposición de las diversas opciones se debe respaldar, con el voto de la mayoría, la mejor argumentada, dado que el hombre es un animal racional (dotado de logos) [65]. Este detalle –una aproximación, entre todos, a la mejor solución–, nos permite apreciar hasta qué punto la democracia se aleja del relativismo-permisivo [66].
Dos asuntos empañan la democracia clásica. La exclusión de los esclavos, despojados de su condición humana. Ser ciudadano es una construcción excluyente y artificial –deja fuera a esclavos, mujeres, niños y «metecos»– [67]. Falta el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos que le son propios, como algo anterior al Estado [68].
Segundo punto. A pesar de las instituciones democráticas, se condena a Sócrates a muerte. La persona, su integridad y respeto, está en función de los intereses de la polis (colectivismo). En los buenos tiempos de Grecia y de Roma «no se concedía a la persona libertad para vivir por sí y para sí. El Estado tenía derecho a la totalidad de su existencia» [69]. La idea aparece repetidamente en La Política de Aristóteles. Según su lógica, compartida por La República de Platón, es absurdo pensar que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino que todos pertenecen a la ciudad, puesto que cada uno es una parte de ella, y el cuidado de la parte debe naturalmente orientarse al cuidado del todo» [70].
«Aunque fue un patriota y un hombre de profundas convicciones religiosas, Sócrates sufrió sin embargo la desconfianza de muchos de sus contemporáneos, a los que les disgustaba su actitud hacia el Estado ateniense y la religión establecida. Fue acusado en el 399 a.C. de despreciar a los dioses del Estado y de introducir nuevas deidades, una referencia al daemonion, o voz interior mística, a la que Sócrates aludía a menudo. También fue acusado de corromper la moral de la juventud, alejándola de los principios de la democracia y se le confundió con los sofistas, tal vez a consecuencia de la caricatura que realizó de él el poeta cómico Aristófanes» [71].
3.2. Los nuevos horizontes de la democracia
En la historia de las ideas se distinguen dos fases en la maduración y desarrollo de la democracia. Aquella marcada por la irrupción del Cristianismo, y la caracterizada por las revoluciones burguesas. Analizamos cada una de ellas.
El Cristianismo irrumpe en la historia, ante una organización política fuerte y exitosa: el Imperio romano, y funda un nuevo equilibro. No compite con aquellas estructuras, fomenta otra ciudadanía más alta [72]. Sus principios morales no son particulares (de pars-partis) ni privados, sino personales, con una vocación universal –transcultural– de promoción humana. A esto se refieren algunas expresiones metafóricas que emplea el Evangelio: levadura, sal, luz. Otra cosa sería aislarse del mundo (des-encarnarse). La realidad social y cultural, de otro lado, tiene su legítima autonomía [73]. El ideal del Cristianismo pide de la religión que sea religión, sin contaminaciones, y que la organización política retenga su responsabilidad y actúe desde su relativa independencia [74]. Ambas confluyen, dada la condición religiosa [75] y social del hombre, en procurar su bien completo.
En contraste con el pensamiento griego, vemos que el Cristianismo se hace incompatible con una utilización de la persona, así como con la transformación del poder civil en religioso. Defiende, como básico, el valor de la vida, la dignidad de la persona (muy unida a la autodeterminación de la conciencia) y la familia, como contexto humanizador. Éstos siguen siendo los principios no negociables en política: «la tutela de la vida humana en todas sus fases [...] y la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, ensombreciendo su carácter peculiar y su insustituible papel social» [76].
El Cristianismo conquista una esfera de libertad –para adherirse a la verdad– que caracteriza la historia de Occidente [77]. «Cristianizada, a Europa tenha sido palco de uma prematura e relativa separação das ordens cósmica, cultural e social, processo atravessado, porém, por uma permanente tensão entre a transcendência e o mundo» [78]. También humaniza la democracia, la encauza hacia el bien común. Con ello le da su fundamentación teórica más acabada.
El Cristianismo no busca el poder o su alianza. Su falta de ambición política contrasta con la ideología. «Los escritores franceses que construyeron los fundamentos del socialismo moderno sabían, sin lugar a dudas, que sus ideas sólo podían llevarse a la práctica mediante un fuerte Gobierno dictatorial. Para ellos el socialismo significaba [...] la imposición de un “poder espiritual” coercitivo» [79]. Asimismo, el Cristianismo se distancia del Islam. La clave del mundo mejor que aspira a construir está en la transformación del corazón del hombre a quien ofrece un ideal [80]. El cambio de actitud construye el Reino de Dios cuya culminación trasciende los límites espacio-temporales [81]. El modelo cristiano es el mártir no el verdugo [82]. La Carta a Diogneto (siglo II) describe la implicación y el ascenso moral de la primera comunidad cristiana.
Otro momento, el definitivo, en la consolidación de la democracia es el de las revoluciones burguesas. Se trata de dar acceso, en los cargos de responsabilidad, a nuevos sectores pujantes. Para ello había que vencer un orden estático. No es sólo una revolución política. También afecta a la cultura: reivindicación de la razón y de grandes principios, promocionados por una clase intelectual –o ilustrada– exigua, mas influyente (por la imprenta, el periódico, la generalización de la enseñanza, las Academias e instituciones científicas, los discursos políticos...). Se cae en el abstractismo de la Razón, la Humanidad, la Libertad, la Igualdad, lo Público, la Beneficencia, etc.
Hay un peligro que asoma en Rousseau. Éste es uno de los pensadores más determinantes, tanto en la política cuanto en la educación, desde la Revolución francesa. La soberanía, el poder sin ninguna traba, que según la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano «reside esencialmente en la Nación» (art. 3) [83], se ejerce a través de la voluntad general, cuya expresión es la ley. Es un esquema inflexible que justifica la imperatividad –y fuerza coactiva– del Derecho [84].
Ahora bien, cuál es el contenido de la voluntad general. Ésta debe recoger lo que le conviene al pueblo aunque éste no siempre sea consciente de ello. Como se observa, en esta construcción del Contrato social, se da pie a la manipulación y a la imposición de consignas (empresas colectivas nacionalistas, sociales, raciales, religiosas, etc.), en ocasiones, de gran costo humano.
Rousseau cae en otro exceso. Al crear y patrocinar la religión civil da a entender que lo político puede cubrir todo el espectro de lo humano (al menos lo que tiene relevancia social o pública) [85]. Aquélla garantiza las virtudes y hábitos de lealtad y obediencia necesarias para mantener la paz social [86]. Tal es la coartada de una enseñanza oficial impuesta por el poder. ¿Cabe en este esquema una participación genuina de la sociedad? ¿Existiría libertad sin la protección del principio de subsidiariedad, frente a la incontinencia congénita del poder? Nos asomamos de nuevo al colectivismo.
Una fase de crisis aguda del sistema liberal-democrático se produce al final del siglo XIX y comienzos del XX. Todo se tambalea: anarquismo, revolución industrial y social, estrechez económica, Gran guerra, etc. El prestigio de los sistemas liberal-democráticos vive horas bajas. No son operativos (inestables y débiles) y la sociedad queda desatendida. De resultas de esta situación, el «Estado social» deviene más intervencionista. Para salir de la posguerra y de la crisis económica y social, acepta argumentos e iniciativas de sus enemigos.
Inicialmente la idea que late en la democracia es la de libertad, como participación, luego, a partir del siglo XVIII, se añaden los derechos individuales [87]. A lo largo del siglo XIX se superpone un objetivo igualitario que entra en tensión con los anteriores por su tinte colectivista. La igualdad transmite seguridad a costa de adormecer la iniciativa y responsabilidad personal. Se pasa de la libertad frente a la coacción, para desarrollar el propio proyecto personal, a la libertad frente a la indigencia, para garantizar un nivel de ingresos o de bienestar material [88]. De forma espontánea o inducida, por fuertes movimientos organizados, la masa se moviliza. Surgen los regímenes autoritarios o totalitarios. Hitler fue elegido, y asumió los plenos poderes, en virtud de la Constitución de Weimar de 1919.
4. Limitaciones y riesgos de la democracia
4.1. Prestigio y límites de la democracia
La democracia ha tenido éxito. Decía Ortega que «jamás institución alguna ha creado en la historia Estados más formidables, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo XIX» [89]. Con el paso del tiempo, la democracia se ha erigido como la única alternativa viable tras las experiencias traumáticas de los totalitarismos del siglo XX [90]. Su prestigio se refleja en que se adopta como modelo en numerosas Constituciones. Además, se ve favorecida por las cada vez más influyentes instancias supranacionales (Consejo de Europa, UE, ONU, etc.). En el Preámbulo del frustrado Tratado constitucional de la Unión Europea (2003) se citaba a Tucídides: «nuestra Constitución... se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría» [91].
Incluso los ataques a su modo de proceder se han camuflado. Éste es el caso del denominado «centralismo democrático», mecanismo de dirigismo típico del Partido comunista, también del sintagma «democracias populares». Con ellas se quería aparentar, tras los Acuerdos de Yalta (1945), la unidad de un bloque democrático, vencedor de la guerra. Más la realidad era la sumisión de gentes y pueblos al régimen imperialista y represivo de la Unión Soviética.
Con todo y con ello la falta de contención puede malograr la democracia. Su espíritu, en beneficio de la persona, se traicionaría. En su lugar, aparecerían el dirigismo, el relativismo y la consiguiente corrosión de lo humano.
En la democracia, como ejercicio ordenado del poder, habría que distinguir lo adjetivo o formal, el procedimiento para adoptar las decisiones, de la sustancia o justicia intrínseca de lo mandado. Sobre esto la última palabra la tiene el Derecho natural, como expresión de lo acorde a la condición humana [92]. A los valores supra-normativos alude el artículo 1 de nuestra Constitución: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Concretamente, «la justicia o es algo objetivo o no es nada» [93]. Ortega y Gasset advertía, que la democracia es un mecanismo de atribución y ejercicio del poder civil. Es, añadía aquél, «pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias» [94].
La legitimidad de la democracia es limitada e instrumental, para abordar la gestión de la cosa pública, y deriva tanto del apoyo popular cuanto de la racionalidad del propio mecanismo [95]. Es decir, de la participación en el nombramiento de los cargos de gobierno y en la adopción de las decisiones, por los órganos parlamentarios, tras su discusión abierta. La idea la completa Pacem in terris. La encíclica pone el énfasis en que la autoridad siempre es de orden moral, pues, a esta categoría se atiene el comportamiento bien ordenado. También, en su ámbito competencial, las medidas democráticas deben respetar el sentido común y la naturaleza de los asuntos humanos [96]. Aunque parece que las relaciones existentes entre los individuos y entre los pueblos «no pudieran regirse más que por la fuerza. Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia (Rm 2, 15)» [97]. Es una constatación que no depende de tener una u otra fe, pertenece a la dimensión moral de toda persona. En consecuencia, «una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana» [98]. La democracia se degrada cuando se desliza por esta pendiente y renuncia a un sustrato moral.
4.2. Las patologías propias de la democracia: el plebeyismo
La democracia mantiene su funcionalidad siempre que respete el propósito para el que se concibió y que no lo altere o vicie (extralimitación). Ortega comentaba que «la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento o el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad» [99]. ¿No se apunta aquí directamente a la pretensión de establecer una moral democrática?, es decir, a que la democracia pase a ser lo sustancial y modele, según sus criterios, la vida humana en su integridad. Sería un dislate aplicar la lógica democrática –con carácter imperativo– para que rigiese a la familia. Pero no lo sería menos, como ha pretendido John Dewey, en su obra Democracia y educación, democratizar la escuela [100], o el hospital, según una práctica seguida durante la Guerra civil española [101], o el Ejército [102]. El coste de tal actitud es empobrecer el tejido social buscando una uniformidad –que paradójicamente puede revestir la apariencia de «pluralismo» inducido– dependiente del poder [103].
La democracia no está exenta de corrupción ni es antídoto de todos los abusos o vicios del poder. Hemos visto lo que, en razón de su plebeyismo [104], Ortega llamó democracia morbosa. También denunció el hiper-democratismo [105], o irrupción de la muchedumbre en las funciones de gobierno, por materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Ésta era una de las degeneraciones de la democracia previstas por el pensamiento clásico. Platón hablaba de un gobierno del vientre y Aristóteles de la demagogia [106].
4.3. El despotismo blando, según Tocqueville
Ahora pretendemos focalizar la atención en el exceso más característico de la democracia, como forma de gobierno, y en su génesis. El poder propicia una viciosa relación con los ciudadanos, en orden a que ellos mismos consientan en renunciar a sus responsabilidades. Se crea así una dictadura bajo apariencias e instituciones democráticas. Tocqueville se refirió, en De la Democracia en América (1835/1840), al despotismo blando (le doux despotisme) [107].
«Pienso que la especie de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá a nada de lo que la ha precedido en el mundo [...]. Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma [...]. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos gocen con tal de que sólo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su felicidad, pero quiere ser su único agente y solo árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir?» [108]. El efecto del reglamentarismo no es el de destruir las voluntades, sino el de ablandarlas, doblegarlas y dirigirlas.
Una reflexión similar, tras la experiencia totalitaria, se halla en la obra de Bertrand de Jouvenel [109]. Tal despotismo acecha a cualquier democracia [110]. Consiste en tratar de anestesiar a la opinión pública, con ventajas a corto plazo y de tipo material: «cuando la afición a los goces materiales se desarrolla en uno de esos pueblos [democráticos] más rápidamente que la cultura y que los hábitos de la libertad, llega un momento en que los hombres son como arrastrados fuera de sí mismos a la vista de esos nuevos bienes que están a punto de alcanzar» [111]. Cegados por esta imagen pierden la idea de conjunto: la sensibilidad hacia los demás, la jerarquía de valores. En consecuencia, los abandonan [112].
A falta de tensión espiritual, de compromiso con la libertad, y sin una vida virtuosa, cómo puede ir bien lo público [113]. Esto se cumple allí donde, institucionalmente, se da la espalda a la verdad y la justicia. Fijémonos en el socialismo real y su colapso. El nivel de odio y rencor (en los verdugos y sus víctimas) provocó el desfondamiento espiritual. Incluso sus artífices y directos responsables perdieron la fe en sí mismos [114]. La reconstrucción de los países sometidos al socialismo real tiene, pues, la prioridad de colmar el déficit de confianza. Mas el rearme no es sólo allí necesario. Si disminuye «la tensión moral y la firmeza consciente en dar testimonio de la verdad» [115], se mantiene el peligro de que afloren las peores pasiones. «En el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones» [116]. La fachada democrática –elecciones, órganos y mecanismos de discusión y control– puede subsistir, pero es ineficaz de cara a promocionar la justicia. Incluso podría servir de coartada para su mayor escarnecimiento. Es lo que sucede con la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento, cuando «se trata de un exterminio decidido incluso por parlamentos elegidos democráticamente, en los cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera» [117].
En esto no convence la tesis de Kant, en su opúsculo Sobre la paz perpetua (1795). Él argumentaba que también un pueblo de demonios –de gentes carentes de cualquier escrúpulo– [118], con tal de que fuese inteligente, estaría interesado en el Estado de Derecho, como construcción estable. Aquí lo relevante es el interés iluminado [119]. Mas las utopías ideológicas de la modernidad (siglo XVIII-XX) pecaron de ingenuidad o simplismo. El materialismo, fruto de la seducción por una abundancia de confort y bienes de consumo, ha lastrado su visión de las cosas.
4.4. El fundamentalismo democrático. Sus raíces
Un primer riesgo de la democracia es el abstractismo, típico de la ideología [120]. Lo vimos despuntar en Rousseau. Con el prima el uniformismo que no la unidad [121]. ¿Dónde está la legitimidad de tantas instancias oscuras y etéreas, nacionales, europeas o internacionales, qué apoyo o respaldo social las sostiene? [122] La política es una ciencia de lo práctico y concreto. Por eso, Solón, el sabio griego, no pudo responder a la pregunta por la mejor Constitución [123]. ¿Pueden las mismas fórmulas ser de utilidad para todos los países y en cualquier momento? La sentencia de la supresión de los crucifijos, en las escuelas italianas, prueba lo difícil de acertar desde axiomas ideológicos no matizados [124].
Peor es la tendencia de las democracias occidentales al fundamentalismo. Se ha equiparado éste con el totalitarismo, en su denominador común de creerse «en el derecho e incluso en el deber sagrado de imponer sus convicciones, de imponer su verdad a los demás» [125]), de apoderarse íntegramente de la persona y asfixiar a la sociedad. Incurren en totalitarismo los políticos que «quieren ahormar coactivamente los sentimientos, los intereses, las posiciones individuales y familiares de sus conciudadanos» [126]. Es una actitud, la de exigir una «cultura», que se repite en la historia y dentro de diversas estructuras políticas [127]. Lo peculiar es que ahora la intervención se reviste de ampliación de «derechos» [128]. Más ocurre que se contraviene su espíritu.
La democracia, aupada en su superioridad, usurpa la categoría de bien absoluto sin que someta a nada sus pretensiones. Tampoco a las exigencias de la persona, siendo así que «los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inalienables del hombre» [129] (cfr. art. 10.1 de la Constitución). Cuando la democracia se infla olvida la enseñanza de San Agustín: «Sin la justicia, pues, ¿qué son los reinos, sino inmensas cuevas de bandidos?» [130].
En los albores del pensamiento político moderno se fueron incubando los gérmenes del totalitarismo, una aversión a respetar las cosas en su objetividad. Para Hobbes: «El DERECHO NATURAL, que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad de cada hombre tiene de usar su propio poder» [131]. Spinoza [132], en su Tratado Teológico-Político, entiende «por derecho e institución de la naturaleza [...] las reglas de la naturaleza de cada individuo, según las cuales concebimos que cada ser está naturalmente determinado a existir y a obrar de una forma precisa [...]» [133]. El derecho de la naturaleza ampara todo aquello que puede cada ser: «hasta donde llega su poder» [134]. En esto no hay diferencia entre los hombres –dotados o no de razón o conocimiento– y los demás individuos de la naturaleza [135]. La tendencia es a utilizar los propios recursos para imponerse y obtener ventajas, sin respetar los derechos de los demás. Un planteamiento de este género –se tiene derecho a aquello que se cree útil o apetece [136]– propicia la prepotencia política y un hombre preso de su egoísmo [137].
Inserto en esta línea de pensamiento [138], la política en España aspira a establece el modelo de nuevo ciudadano [139]. En consecuencia, regula la cultura o «imaginario colectivo»: «memoria histórica», tipo de familia (o su supresión) [140], escuela, medios de comunicación («normalización lingüística»), etc. La Fundación pública Pluralismo y Convivencia se ha comprometido a «“implementar una estrategia de inclusión de la pluralidad religiosa realmente existente que hay en el Estado español”, y al tiempo romper con la dinámica que asocia lo español con lo católico» [141]. No se escapa a la autoridad civil ninguna vertiente de la vida, pública o privada: sexualidad, ocio, ciencia, economía, «moral común» [142]. Incluso se define la misma vida, se determina cuándo es humana (excluyendo al no nacido, mas incorporando al «Gran simio») y su «calidad».
El comienzo de tal estado de cosas tiene su fecha simbólica en 1968. Entonces «se radicalizan los movimientos radicales» y pasan al primer plano de la política [143]. Ésta interviene intensamente en la cultural. La inconsistente revolución de 1968 pesa hoy en Europa más que la caída del muro de Berlín [144]. Con ella triunfó, frente a un orden social en jaque permanente, la reafirmación individualista, la discriminación positiva y la política de cuotas. El marco de convivencia se cuartea entre el despotismo y la anomia [145]. Los principios de la revolución arrancan de la teoría marxista de alienación. Marcuse sitúa su foco en la juventud, como clase oprimida y reprimida, en sentido freudiano. Se moviliza a los universitarios a la rebeldía o no dominación [146] contra la hipocresía de una sociedad que no garantiza sus aspiraciones.
José Mª Martí en unav.edu/
Notas:
1 Destacamos: Democracia liberal e religião, J. C. Espada (coor.), Universidade Católica Editora, Lisboa 2007; AA.VV., Chiese cristiane, pluralismo religioso e democrazia liberale in Europa, Il Mulino, Bologna 2006; y el número monográfico «L’Eglise Dans la démocratie», en Revue de Droit canonique, 41/1 (1999).
2 Sobre la interconexión de los tres conceptos, cfr. O. VARA CRESPO, «Totalitarismo y democracia», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo II, CEU Ediciones, Madrid 2008, p. 1110; y C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», en Stato, chiese e pluralismo confessionale. Revista telemática. www.statoechiese.it, novembre 2009, p. 1.
3 F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural», en XI Congreso Católicos y Vida Pública, pendiente de publicación.
4 Se toma esta clasificación de Valadier, cfr. M. METZGER, «Les leçons de la tradition», en Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), p. 9.
5 Cfr. R. MINNERATH, «La démocratie dans la vision de l’Église catholique», en Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), pp. 44-45.
6 En general, cfr. G. WEIGEL, «O Catolicismo, a Democracia e a Época de João Paulo II», en Democracia liberal e religião, pp. 208 y ss. Sobre los desencuentros institucionales, también cfr. M. BRAGA DA CRUZ, «A igreja e o Estado Democrático», en ibíd., pp. 148 y ss.
7 Cfr. G. BUENO, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen, Temas de Hoy, Madrid 2010, pp. 14 y 159-160.
8 Según Baubérot, este fenómeno aparece hoy, cuando la democracia adopta el populismo y, enlugar de abrirse a los valores del hombre, se repliega hacia lo superficial y convierte la política en mercancía. Cfr. R. HEYER, «Éditorial», Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), p. 6.
9 G. BUENO, El fundamentalismo democrático, p. 11.
10 Cfr. S. PANIZO ORALLO, «Raíces cristianas de la democracia moderna», en Iustel.com, Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 11, mayo 2006; y R. RÉMOND, Religion et société en Europe. Essai sur la sécularisation des sociétés européennes aux XIXe XXe siècles (1789-1998), Seuil, Paris 1998, p. 40.
11 Cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad: en torno a los fundamentos pre-políticos de nuestros regímenes democráticos», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo I, CEU Ediciones, Madrid 2008, pp. 721 y ss., y 736-754.
12 Según el intervencionismo estatal es mayor el consenso es más difícil. Cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, trad. J. Vergara, Alianza, Madrid 2007, pp. 92 y ss.
13 Que haga la convivencia humana, cfr. A. OLLERO, Un Estado laico. La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Aranzadi-Thomson Reuters, Madrid 2009, p. 73.
14 Cfr. Caritas in veritate, 7.
15 Cfr. Centesimus annus, 29.1 y 25.
16 S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», en Lo Stato secularizzato nell’età post-secolare, G. E. Rusconi (a cura di), Il Molino, Bologna 2008, p. 323.
17 Más acuciante cuando los recursos técnicos hacen más eficaz el poder, en términos de extensión e intensidad. Recuérdese en España el caso del Sistema SITEL para el control de las líneas de comunicación privada. En general, cfr. J. MIRÓ I ARDEVOL, «Los nuevos totalitarismos», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1105-1106.
18 Además, cfr. LIBERTAD DIGITAL Y ESRADIO, 10 cosas que no se pueden decir en España, Ciudadela, Madrid 2010, pp. 69 y ss.
19 Citado en J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, El País, Madrid 2002, p. 29.
20 Sobre la naturaleza expansiva del poder, puesto que va acompañado del temor, cfr. F. J. SHEED, Society and sanity, Image Books, Garden City, New York 1965, pp. 169-170.
21 Dice el artículo 16 de la Declaración sobre derechos del hombre y del ciudadano de 1789 que «toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de los poderes establecida no tiene Constitución».
22 D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, 2ª ed., Unión Editorial, Madrid 2006, p. 322. Era lo previsto por Tocqueville sobre el espíritu de libertad.
23 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 251.
24 J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, p. 162, nota al pie. Además, cfr. R. MINNERATH, «La démocratie dans la vision de l’Église catholique», p. 44; A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, tomo II, cuarta parte, cap. VI, pp. 368-369; y T. E. WOODS, Por qué el Estado sí es el problema, trad. I. Azurmendi Muñoa, Ciudadela, Madrid 2008, pp. 342-346.
25 Azaña, Jefe del Gobierno, en la legislatura constituyente y segundo Presidente de la República, se inspirará en la III República francesa para culminar el proyecto liberal doceañista literario-político, conectando con los «gruesos batallones populares» (M. AZAÑA, «Tres generaciones en el Ateneo» [20 noviembre 1930], en J. C. GIRAUTA, La República de Azaña, Ciudadela Libros, Madrid 2006). Asimismo, cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, Libroslibres, Madrid 2007, pp. 95-100.
26 «La obligación de la inteligencia, constituida, digámoslo así, en vasta empresa de demoliciones, consiste en buscar brazos donde los hay: brazos del hombre natural, en la bárbara robustez de su instinto, elevado a la tercera potencia a fuerza de injusticias. A este hombre debe ir el celo caluroso de la inteligencia, aplicada a crear un nuevo tipo social» (M. AZAÑA, «Tres generaciones en el Ateneo», p. 257). Además, cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, pp. 136-142.
27 Cit., J. C. GIRAUTA, La República de Azaña, p. 74.
28 Caritas in veritate, 73.
29 Caritas in veritate, 73.
30 Centesimus annus, 29.1.
31 Cfr. Centesimus annus, 48.3.
32 Su intervención en este campo le lleva al monopolio moral. Cfr. M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, trad. M. M. Leonetti, Encuentro, Madrid 2010, pp. 159-168.
33 Cfr. A. ZEROLO DURÁN, «El Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1133-1146, particularmente, p. 1141.
34 Centesimus annus, 25.
35 Cfr. Encuentro sobre dignidad humana y libertad religiosa, A. de la Hera y R. Mª Martínez de Codes (coords.), Ministerio de Justicia, 2000.
36 INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS RELIGIOSAS A DISTANCIA «SAN AGUSTÍN», Doctrina social de la Iglesia: Economía y Política, Madrid 1999, p. 189.
37 Cfr. P. PULIDO ADRAGÃO, A liberdade religiosa e o Estado, Almedina, Coimbra 2002, p. 39; y A. OLLERO, El Estado laico..., p. 72.
38 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 250.
39 Cfr. C. GUTIÉRREZ ESPADA, El Yihad: concepto, evolución y actualidad, Espigas, Murcia 2009, pp. 7 y ss.
40 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 241.
41 Cfr. A. RODRÍGUEZ DE LA PEÑA, «La laicidad ante el reto del Islam», en «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1524-1525; y F. CATROGA, Entre deuses e césares. Secularização, laicidade e religião civil, Almedina, Coimbra 2006, p. 22.
42 Cfr. L. SÁNCHEZ MOVELLÁN DE LA RIVA, «El divorcio jurídico político entre el Islam y las democracias occidentales», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1579-1587; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 149-153.
43 Cfr. S. CATALÁ RUBIO, El derecho de libertad religiosa en el Gran Magreb, Comares, Granada 2010, pp. 6 y ss.
44 Cfr. Gaudium et spes, 76; y Centesimus annus, 46-47 y 55 in fine.
45 Centesimus annus, 61.
46 Cfr. Y. RUANO DE LA FUENTE, «Modernidad y secularización. El nuevo rostro de lo religioso», en Religión y política en la sociedad actual, A. Pérez-Agote y J. Santiago (eds.), Editorial Complutense-Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid 2008, pp. 35 y ss. Además, cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 30; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 59.
47 Cfr. P. FLORES D’ARCAIS, «La cruzada de Benedicto XVI», en El País, 17 diciembre 2007.
48 G. K. CHESTERTON, Ortodoxia, F.C.E., México D.F. 1997, p. 54, cit. J. DAGNINO JIMÉNEZ, «G. K. Chesterton y la Europa de su tiempo», Revista Arbil, 61.
49 La Guerra de la Vandea (1793) costó la vida, principalmente por la represión posterior, a unas 120.000 personas. Cfr. «Los claroscuros de la Revolución Francesa: matanza de católicos y realistas», en ForumLibertas.com/La Vanguardia, 27 mayo 2009; y J. VILCHES, «Muerto arriba, muerto abajo», en Libertad Digital. Suplementos. Historia, 17 marzo 2010. Asimismo, cfr. J. GARCÍA INZA, «Todas las religiones no son iguales», en Religión en Libertad, 19 enero 2010.
50 M. PERA y J. RATZINGER, Sin raíces, trad. B. Moreno Carrillo y P. Largo, Península, Barcelona 2006, p. 68. Además, cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente: Reflexões sobre a Desinstitucionalizaçaõ da Religião», en Democracia liberal e religião, pp. 126 y ss.; J. Mª GONZÁLEZ DEL VALLE, «Evolución de la libertad religiosa en USA», en Estudios en homenaje al profesor Martínez Valls, Universidad de Alicante, 2000, pp. 277-284, principalmente pp. 279-280. Asimismo, cfr. A. FERNÁNDEZ-MIRANDA CAMPOAMOR, «Estado laico y libertad religiosa», en Revista de Estudios Políticos, Nueva época, 6 (1978), pp. 67-68.
51 Cfr. P. MOA, «Liberalismo y catolicismo», en Libertad Digital. Suplementos. Historia, 21 abril 2010.
52 A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. IX, p. 280.
53 D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 280. Asimismo, cfr. ibíd., p. 194.
54 Democracia en América, tomo II, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, segunda parte, cap. IX, p. 280.
55 Cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., pp. 23-24; y R. RÉMOND, Religion et société en Europe..., p. 38.
56 Cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 70.
57 A. MOTILLA, La Administración española en materia religiosa (1808-1977), Comares, Granada 2010, p. 6. En general, cfr. ibid., pp. 2 y ss.
58 V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, trad. S. Mª Ciminelli, C. Filipetto y J. Mª Furió, Planeta, Barcelona 1996, cap. V, n. 34 Cristianos y nazis/2.
59 Cfr. V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, cap. V, n. 34 Cristianos y nazis/2.
60 V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, n. 34 Cristianos y nazis/2.
61 Cfr. R. RÉMOND, Religion et société en Europe..., pp. 43-44.
62 D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 283.
63 Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia», en XI Congreso católicos y vida pública; y J. C. ESPADA, «Introdução», en Democracia liberal e religião, p. 9.
64 La idea también es compartida por la tradición cristiana, cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural», 8.
65 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 312.
66 Cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad...», pp. 726-730.
67 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 203-204.
68 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 309 y ss.
69 J. ORTEGA Y GASSET, «Socialización del hombre», en IDEM, El Espectador, selección G. Gómez de la Serna, Biblioteca Básica Salvat de libros RTV, Madrid 1969, p. 187.
70 (1337 a), trad. J. Marías y Mª Araujo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1983, p. 149. Éste es un presupuesto de toda la obra. En su inicio se afirma: «la ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte» (1253 a) (ibíd., p. 4).
71 http://www.filosofia.net/materiales/rec/griega.htm(consulta: 17 septiembre 2010).
72 Cfr. Jornada de Familia y Vida 2007: «Sin embargo, nuestra ciudadanía está en el cielo (Flp 3, 20)». Nota de los Obispos de la Subcomisión para la Familia y la Defensa de la Vida. San Maximiliano de Tebesa (+295), compareció ante el Procónsul Dion, que quería reclutarlo para el Ejército. Entonces éste exigía la obediencia incondicional, también en el culto idolátrico. Por ello Maximiliano se negó alegando que sólo podía ser soldado de Cristo.
73 Cfr. Gaudium et spes, 36 y 39.
74 R. NAVARRO-VALLS, «Introducción», en Estado y Religión. Textos para una reflexión crítica, 2ª ed., Ariel, Barcelona 2003, pp. 10-11; y E. GOMES XAVIER, «A liberdade de religião e o cristianismo», en Forum Canonicum, IV,1.2 (2009), pp. 237-239.
75 Cfr. J. MARÍAS, Sobre el cristianismo, 2ª ed., Planeta, Barcelona 1998, pp. 17-18; y T. LUCKMANN, «Reflexiones sobre Religión y Moralidad», en El fenómeno religioso. Presencia de la religión y de la religiosidad en las sociedades avanzadas, E. Bericat Alastuey (coord.), Centro de Estudios Andaluces. Consejería de Presidencia, Sevilla 2008, p. 15.
76 «Hace falta que el personal político tenga esto presente siempre, abandonando a su vez una política demasiado politizada, para restituir a la misma profundidad ética» («Los valores no negociables, base del discernimiento político. El cardenal Bagnasco inaugura el Consejo Permanente de los obispos italianos», en Zenit.org, 11 marzo 2008 [http://www.zenit.org/article-26630?l=spanish]); y CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 4 (2002). Además, cfr. C. CORRAL, «En pro de Europa: los principios innegociables de Benedicto XVI» [Post 14º], en Periodista Digital, 21 julio 2006. En general, cfr. J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, «Concepción cristiana de la vida y derecho», pendiente de publicación en el volumen homenaje a Rafael Navarro-Valls; IDEM, «Dignidad de la mujer y matrimonio», en Análisis Digital, 11 mayo 2010.
77 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 264.
78 F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 25. Para el autor sólo en las áreas influidas por la civilización cristiana se han formado sociedades secularizadas (cfr. ibíd., pp. 21-22).
79 F. A. HAYEK, Camino de Servidumbre, p. 53. Cfr. Centesimus annus, 25; y J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, «Tribuna. A propósito del caso Garzón y la perversión ideológica», en Análisis Digital, 18 abril 2010.
80 Cfr. Centesimus annus, 51.
81 Cfr. Centesimus annus, 25.
82 «La lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia, sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respetan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto idolátrico, en la adoración del emperador, no aceptaban doblegarse a la falsedad, a adorar personas humanas y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas sus consecuencias han realzado el poder del derecho y la verdad» (BENEDICTO XVI, Homilía Santa misa crismal, 1 abril 2010).
83 Por Ley de 14 de junio de 1791, se prohibieron las asociaciones y organizaciones intermedias. Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, trad. Mª A. Barros Cabalar, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 172-173. En general, cfr. F. PRIETO, Historia de las ideas y de las formas políticas, III. Edad Moderna (2. La Ilustración), Unión Editorial, pp. 218-228.
84 «La ley es la expresión de la voluntad general [...]. Debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga» (art. 6 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano).
85 Cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente: Reflexões sobre a Desinstitucionalizaçaõ da Religião», pp. 128-130.
86 Cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente...», pp. 128 y ss.
87 Recuérdese la construcción de Constant contraponiendo la libertad de los antiguos a la de los modernos.
88 Cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 54.
89 J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, p. 193. Poco antes había defendido que «la forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de “acción directa”» (ibíd., p. 117).
90 Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia», en XI Congreso católicos y vida pública, pendiente de publicación.
91 Cfr. http://europa.eu/scadplus/european_convention/objectives_es.htm (consulta: 19 febrero 2010).
92 Cfr. J. FORNÉS, «Pluralismo y fundamentación ontológica del Derecho», en Persona y Derecho, 9 (1982), pp. 104-105. Allí se cita a J. HERVADA, «Derecho natural, democracia y cultura», en ibíd., 6 (1979), p. 199.
93 J. Mª VÁZQUEZ GARCÍA-PEÑUELA, «Constitución, pluralismo y dignidad humana: en torno a las cuestiones fundamentales del Derecho Eclesiástico español», en Il diritto ecclesiastico, II/1998, p. 440; asimismo, cfr. ibíd., pp. 439 y 444.
94 J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», en IDEM, El Espectador, p. 68.
95 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 246; y cfr. S. PANIZO ORALLO, «Raíces cristianas de la democracia moderna».
96 Cfr. Centesimus annus, 37.1.
97 Pacem in terris, 4-5.
98 Pacem in terris, 34. La convivencia civil solamente es «congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad» (ibíd., 35).
99 J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», p. 67. Asimismo, cfr. M. RAMÍREZ, «Sobre obispos y política», en ABC, 16 abril 2008, p. 3.
100 El autor entiende por democracia no un régimen de libertad, sino un medio para tener acceso a más posibilidades, a mayor poder. cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 55, nota 2. Una crítica en: J. SÁNCHEZ TORTOSA, «El mito de la escuela democrática», en Libertad Digital. Suplementos. Ideas, 6 octubre 2009.
101 AZAÑA relató en La velada de Benicarló (1937) que, en la zona republicana o roja, se produjo la colectivización de hospitales con asambleas de enfermos y enfermeros. Cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, p. 293.
102 El procedimiento democrático no es apto para planificar con éxito «una campaña militar» (F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 97).
103 La libertad garantiza el pluralismo, «a pluralidade não se pode impor» (P. PULIDO ADRAGÃO, A liberdade religiosa e o Estado, p. 15).
104 «Toda interpretación soi-dissant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es totalmente plebeyismo» (J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», p. 69).
105 Cfr. J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, pp. 54-55.
106 Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».
107 Esta situación ha sido reconocida en la España actual. Cfr. Blog Pío MOA «Presente y Pasado», «¿Qué queda de la democracia en España?», en Libertad digital, 23 marzo 2010; y en todo Occidente, cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».
108 A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, cuarta parte, cap. VI, pp. 370-371.
109 Cfr. A. ZEROLO DURÁN, «El Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel», p. 1139.
110 Cfr. O. VARA CRESPO, «Totalitarismo y democracia», pp. 1111-1113.
111 A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. XVI, p. 180.
112 Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 169. Asimismo, cfr. ibíd., p. 20. Además, cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, trad. D. Lerner, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 163-164; y A. R. RUBIO PLO, «Tocqueville y los ciudadanos individualistas», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo II, CEU Ediciones, Madrid 2008, pp. 1147-1151.
113 Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, pp. 169-170.
114 Cfr. M. MARYNOVYCH, «Los límites del poder en la democracia», en IX Católicos y Vida Pública, tomo I, pp. 666-667.
115 Centesimus annus, 27.1.
116 Spe salvi, 24.
117 JUAN PABLO II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, trad. B. Piotrowski, La esfera de los libros, Madrid 2005, p. 25.
118 Encarnado en el laicismo beligerante. Cfr. F. HADJADJ, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio, 2010.
119 Con un sentido corrector, cfr. A. CORTINA, Un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid 1998, cap. 4; e IDEM, Alianza y contrato. Política, ética y religión, Trotta, Madrid 2001, p. 31.
120 Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 280. Por contraposición al Cristianismo, que, según Redemptor hominis (13.3) y Centesimus annus (53), mira al hombre, a cada hombre.
121 Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 138. Se subraya aquí cómo el bien común está abierto a cierta pluralidad de opciones y medios.
122 M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 166-167.
123 S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 148.
124 Sentencia del Tribunal europeo de derechos humanos, caso Lautsi c. Italia de 3 de noviembre de 2009. Cfr. entrevista a F. J. Borreguero, «Somos políticamente cobardes», en Alfa y Omega, 25 marzo 2010, p. 27; y, en general, M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 176.
125 M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, p. 1097.
126 M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», p. 1097.
127 M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», p. 1097.
128 Cfr. J. Mª MARCO, La nueva revolución americana, pp. 55 y ss. Por ejemplo, «Aborto e ideología de género: dos resoluciones en el consejo de Europa. “La sexualidad humana es una actividad, no una identidad”», en Zenit.org, 25 enero 2010. La ampliación de derechos es el eje de la política de J. L. Rodríguez Zapatero. Cfr. «Diálogo sobre la laicidad. Entrevista de P. Flores d’Arcais a J. L. Rodríguez Zapatero», en MicroMega. Periodico settimanale, 2 marzo 2006, reproducido en www.psoe.es (consulta: 18 septiembre 2010).
129 Redemptor hominis, 17.7.
130 Ciudad de Dios, libro IV, cap. IV.4.
131 T. HOBBES, Leviatán, edición preparada por C. Moya y A. Escotado, Editora Nacional, 1980, cap. XIV, pp. 227-228. La potencia de una cosa es lo que nos da idea de su derecho natural. No existe otra pauta de comportamiento, una esencia previa. Cfr. http://www.uam.es/ra/sin/pensamiento/deleuze/espinoza.htm (consulta: 18 septiembre 2010).
132 Origen de los libertinos eruditos, «un movimiento decisivo para entender no ya el tránsito de la modernidad a la Ilustración, sino los entresijos y aporías de las sociedades actuales» (J. SÁNCHEZ TORTOSA, «Libertinismo erudito del s. XVII. El Pueblo o la voz de Dios», en Libertad Digital. Suplementos. Libros, 13 mayo 2010). También, en su aversión a la religión revelada, los libertinos son precursores del laicismo.
133 SPINOZA, Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid 1986, cap. XVI. p. 331.
134 SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI. p. 332.
135 SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 332.
136 «El derecho natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana razón, sino por el deseo y el poder» (SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 331).
137 Cfr. Centesimus annus, 44. Mas la libertad no puede confundirse con el instinto del interés. Cfr. Redemptor hominis, 16.7.
138 En la Entrevista de Flores d’Arcais, Rodríguez Zapatero afirma: «La democracia exige un estado aconfesional y una cultura política basada en valores seculares [...] la idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución».
139 Dice el Preámbulo de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación: «En lo que se refiere al currículo, una de las novedades de la Ley consiste en situar la preocupación por la educación para la ciudadanía en un lugar muy destacado del conjunto de las actividades educativas [...]. La nueva materia permitirá profundizar en algunos aspectos relativos a nuestra vida en común, contribuyendo a formar a los nuevos ciudadanos».
140 Cfr. Ley 25/2010, de 29 de julio, del libro segundo del Código civil de Cataluña, relativo a la persona y la familia, cuyo Preámbulo afirma: «Hoy predomina una mayor tolerancia hacia formas de vida y realización personal diferentes a las tradicionales. En una sociedad abierta, la configuración de los proyectos de vida de las personas y de las propias biografías vitales no puede venir condicionada por la prevalencia de un modelo de vida sobre otro, siempre y cuando la opción libremente escogida no entrañe daños a terceros. Éste es el principio del que parte el libro segundo en cuanto al reconocimiento de las modalidades de familia. Por ello, a diferencia del Código de familia, el presente libro acoge las relaciones familiares basadas en formas de convivencia diferentes a la matrimonial, como las familias formadas por un progenitor sólo con sus descendientes, la convivencia en pareja estable y las relaciones convivenciales de ayuda mutua. La nueva regulación acoge también la familia homoparental, salvando las diferencias impuestas por la naturaleza de las cosas».
141 Informe La presencia de las minorías religiosas en las series de ficción nacional (2010), redactado por Fernández Casadevante y Ramos Pérez. Además, la Fundación «está trabajando con varias productoras y equipos de guionistas para conseguir que haya más personajes de otras religiones en los productos televisivos. También persigue que algunas escenas –bodas, presentaciones de niños, entierros...– no tengan como única referencia la de una parroquia católica» («Minorías religiosas en las series de TV», en Público, 10 mayo 2010, p. 54).
142 Sobre su alcance legítimo, reflejo del sentir común, y abusivo, marco de valores impuesto, cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 72-75.
143 Cfr. J. Mª MARCO, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 15-17; 55-61; 318-319; A. GÓMEZ CORONA, «Partitocracia. Derechos 2.0», en Libertad Digital, 24 marzo 2010; y D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo,pp. 137-138. Sobre el 68, cfr. Persona y Derecho.
144 Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».
145 Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».
146 Cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, pp. 81-111 y 115-116.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
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¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
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