Distinguir para no confundir
Ahora bien, volviendo a la “Carta 12”, surgen más preguntas: ¿por qué son necesarias todas esas distinciones para tratar la cuestión del infinito?, ¿contra cuáles confusiones esas distinciones deben actuar? Continuemos leyendo la epístola en donde la dejamos. Si la existencia de la sustancia y la existencia de los modos diferían radicalmente (siendo explicadas, respectivamente, por la eternidad y por la duración), resultaba de esa diferencia que la duración o existencia de los modos podía ser determinada a voluntad (concebida como mayor o menor, dividida en partes, etc.) sin que su concepto resultara afectado, mientras que la existencia de la sustancia no admitía ninguna determinación similar. Por eso, continúa Spinoza,
[…] aquellos que piensan que la sustancia extensa está formada por partes o cuerpos realmente distintos entre sí, hablan por hablar, por no decir que desvarían. Es como si alguien se empeñara en formar, mediante la sola adición o conglomerado de muchos círculos, un cuadrado o un triángulo u otra cosa de esencia radicalmente diversa. De ahí que todo ese fárrago de argumentos con que los filósofos se afanan comúnmente por mostrar que la sustancia extensa es finita, caen por su base, puesto que todos ellos suponen que la sustancia corpórea está compuesta de partes. (Spinoza 1988a 131)
Los que piensan que la sustancia extensa está formada por partes no comprenden que la sustancia absolutamente infinita –uno de cuyos atributos es, precisamente, la extensión– es indivisible. Una sumatoria de cuerpos discretos, o el conjunto infinito de todos los cuerpos existentes en el universo, jamás compondrá la sustancia extensa, pues de lo que se trata –aplicando ahora las distinciones que hemos considerado– es de existencias o realidades diferentes (una cosa es la existencia de la sustancia, considerada desde cualquiera de sus atributos, en este caso, la extensión, y otra “totalmente diversa”, la existencia de los modos, en este caso, los cuerpos). Suponer que el ser de lo extenso puede consistir en una totalidad formada por un agregado de elementos, es confundir la naturaleza de lo infinito con la de lo finito, invirtiendo además el orden de la causalidad real: si la extensión se dividiera en partes, estas serían anteriores al todo extenso. Sin embargo, la “sustancia es anterior, por naturaleza, a sus afecciones” (E, I, p1), es decir, en tanto es extensa, la sustancia es la causa que explica tanto la existencia como la esencia de todos los modos singulares de la extensión, porque los produce. Si al pretender dar cuenta de la naturaleza de lo que es por su propia esencia infinito se proyecta lo que la experiencia inmediata enseña sobre los seres determinados, se confunden las esencias que deben ser distinguidas. En este punto, la extrapolación es doble: lo que percibimos de una existencia, se concluye como propio de una esencia –confusión de la existencia con la esencia–, para luego asimilar esa esencia a la de otra cosa diferente. La distinción entra las esencias que se pierde en ese movimiento es la siguiente: la esencia de la extensión no constituye la esencia de los modos extensos finitos que, sin embargo, explica. Frente a tales esencias singulares, es una “esencia radicalmente diversa”, pues, precisamente, sí constituye el ser de la sustancia divina. En este caso, si se considerara que lo que constituye el ser de lo absolutamente infinito pertenece también a la esencia de lo que es finito y determinado, no sería posible distinguirlos, generándose los absurdos que Spinoza a menudo evoca a propósito de las confusiones entre diversas naturalezas –“árboles que hablan como los hombres”, “hombres generándose tanto a partir de piedras como de semen”, dioses que parecen hombres y hombres que parecen dioses y, en general, todo tipo de formas transformándose en otras cualesquiera. Para el caso, intentar comprender el ser de lo extenso suponiéndolo una suma infinita de cuerpos es igual a si alguien quisiera formar, mediante la adición de muchos círculos, un cuadrado o un triángulo u otra cosa de esencia radicalmente diversa.
El tiempo, la medida y el número
El desvarío de los filósofos que pretenden que la extensión se compone de partes se explica por la tendencia natural de los hombres a dividir la sustancia extensa. Existe la disposición espontánea a considerar la cantidad de un modo abstracto: separándola de su causa y prestando atención solamente a los efectos producidos por las cosas extensas en una sensibilidad –humana– determinada. De esta manera, la imaginación concibe la extensión como si fuera divisible, finita y compuesta, cuando en verdad, si se hiciera un uso apropiado del entendimiento (lo que implica concebir todas las cosas por su causa próxima o por su esencia), se comprendería que la extensión, siendo una de las formas de realidad constitutivas de la naturaleza divina, solo puede ser pensada adecuadamente al considerarla en sí, es decir, en tanto sustancia, por lo tanto, indivisible, infinita y única. Es este comportamiento corriente de la disposición imaginativa el que explica la existencia de las nociones de tiempo, medida y número, las cuales simplemente auxilian a la imaginación en la organización de percepciones, que son fragmentarias originariamente y no expresan la realidad de las cosas, para los fines de la vida práctica:
El tiempo y la medida surgen del hecho de que nosotros podemos determinar a nuestro arbitrio la duración y la cantidad, en cuanto que a ésta la concebimos aislada de la sustancia y a aquélla la separamos del modo como se deriva de las cosas eternas. El tiempo nos sirve para medir la duración, y la medida para determinar la cantidad, de suerte que podamos imaginar a ambas lo más fácilmente posible. Además, del hecho de que separamos las afecciones de la sustancia de la sustancia misma y de que las reducimos a clases, con el fin de imaginarlas lo más fácilmente posible, surge el número. Por todo lo cual se ve con claridad que la medida, el tiempo y el número no son otra cosa que simples modos de pensar o más bien de imaginar. (Spinoza 1988a 132)
La suposición de que el tiempo, la medida o el número se encuentran realmente en la naturaleza es un error que cometen aquellos que no están habituados a distinguir los entes de razón de los seres reales. He aquí, entonces, otra distinción exigida por el examen spinoziano del infinito. Los entes de razón no son nada fuera del entendimiento, no son ideas que se correspondan con una cosa real, por lo que no puede decirse de ellos que sean verdaderos o falsos; estos son modos de imaginar, y, solo en este sentido, son seres reales. Por eso, si se trata de saber qué es el tiempo, por ejemplo, es preciso indagar “la naturaleza de este modo de pensar, que se distingue de otro modo de pensar” (Spinoza 1988b 232). Sin embargo, este criterio no es respetado habitualmente, pues los entes de razón “surgen de las ideas de los seres reales de manera tan inmediata que son fácilmente confundidos con ellas [por lo que se les impusieron nombres como si se tratara de seres que existen fuera de nuestra mente]” (Spinoza 1988b 232). Así, cuando los filósofos pretenden investigar los seres reales y adhieren, no obstante, al sentido común que los reemplaza con entes imaginarios, resulta que, debido a esta confusión, no surge un entendimiento adecuado ni de la verdadera naturaleza de las cosas ni de los modos como las percibimos. Por un lado, si se confunden
[…] los modos de la sustancia [ ] con los entes de razón o auxiliares de la imaginación, nunca serán correctamente entendidos. Ya que, cuando lo hacemos así, los separamos de la sustancia y del modo como fluyen de la eternidad, sin los cuales, sin embargo, no pueden ser bien entendidos. (Spinoza 1988a 132-133).
Por otro lado, si se confunden el tiempo, la medida y el número con cosas reales, se da consistencia positiva a no-entes, considerándolos infinitos de manera errada, cuando en verdad “ni el número ni la medida ni el tiempo pueden ser infinitos, puesto que no son sino auxiliares de la imaginación; de lo contrario, el número no sería número, ni la medida, medida, ni el tiempo, tiempo” (Spinoza 1988a 133). Al superponer ambas confusiones resulta la negación del verdadero infinito: “Muchos, que confundían estos tres [entes] con las cosas mismas, por ignorar la verdadera naturaleza de las cosas, negaron el infinito en acto” (Spinoza 1988a 133).
Suponiendo que las cosas son correctamente individualizadas mediante la distinción numérica, lo que en verdad se hace es reducir lo que es irreductiblemente singular a una clase genérica, bajo el supuesto de que existe una esencia común –por ejemplo, la de “hombre”– a un cierto tipo de cosas, para luego considerar las diferencias entre tales cosas a partir de la evidencia inmediata de que un hombre es uno, que está separado de otro hombre, y un tercer hombre es asimismo otro distinto, y así sucesivamente. Esas clases, compuestas por individuos agrupados bajo la égida de una “noción universal”, se justifican en virtud del uso, pero nada explican acerca de la naturaleza de los seres así reunidos, en tanto la elección del rasgo unificador característico responde a la contingencia de las afecciones a las que respondía el sujeto “nominador”. Como lo dice Spinoza en E, II, p 40, esc.1:
Quienes, por ejemplo, hayan reparado con admiración, más que nada, en la bipedestación humana, entenderán por la palabra “hombre” un animal de posición erecta; pero quienes están habituados a considerar otra cosa, formarán de los hombres otra imagen común, a saber: que el hombre es un animal que ríe, un bípedo sin plumas, un animal racional, y, de esta suerte, formará cada cual, según la disposición de su cuerpo, imágenes universales acerca de las demás cosas. Por ello no es de extrañar que hayan surgido tantas controversias entre los filósofos que han querido explicar las cosas naturales por medio de las solas imágenes de éstas.
Frente a esa generalidad, la imaginación supone un progreso cuando pasa de la determinación genérica de “hombre” a la cuantificación precisa, la cual permite decir de un conjunto X de hombres que se trata, en realidad, de “cien” hombres. De tal manera, es posible contarlos asociando a cada uno con un número determinado de la serie. También supone estar refiriéndose a algo real quien dice de un conjunto incontable de seres humanos que se trata de un número infinito de hombres. Sin embargo, la única realidad aludida con tal denominación es el modo en que la imaginación procede y los límites inherentes a su perspectiva. Ella no puede realizar la cuenta de todos los hombres de ese conjunto, no puede determinarlos con un número preciso, no porque esa determinación sea en sí misma imposible, sino porque con el medio que le es propio, la imagen, no alcanza a abarcarlos. De ahí que el infinito, en este caso, sea el infinito indeterminado que la imaginación concibe cuando traspasa su propio umbral perceptivo, es decir, un “infinito genérico” o el infinito de una clase o género (los hombres, los perros, los caballos) construido gracias a una operación de abstracción. Así, si el número no es apto para determinar los modos de la sustancia, tampoco lo será para determinar sus atributos, que no son dos, sino una infinidad. Por otro lado, tampoco es adecuado suponer que la sustancia es única en el sentido de una, por más de que sea preciso a veces valerse de tales denominaciones para los fines de la comunicación. Como lo dice Spinoza en la “Carta 50” a Jarig Jelles:
Sólo muy impropiamente se puede decir que Dios es uno y único [porque] una cosa sólo se puede llamar una o única respecto a la existencia y no a la esencia. Pues nosotros sólo concebimos las cosas bajo la idea de número después de haberlas reducido a un género común. [ ] De donde resulta claramente que ninguna cosa se dice una o única, sino después de que ha sido concebida otra cosa que conviene con ella. En cambio, como la existencia de Dios es su esencia y de su esencia no podemos formar una idea universal, es cierto que aquel que llama a Dios uno y único no posee ninguna idea verdadera de Dios o que habla impropiamente de él. (Spinoza 1988a 309)
Una vez realizada esa individualización abstracta mediante el número, se supone que las cosas así separadas e identificadas son mensurables, es decir, constituidas por una cantidad determinable, teniendo una duración también medible. Tanto la medida (utilizada para determinar la cantidad) como el tiempo (que sirve para medir la duración) presuponen, en consecuencia, al número como operador de la distinción ontológica de los seres y como medio fundamental gracias al cual realizan sus operaciones específicas. Debido a esto, los problemas que hemos referido se reiteran. Tanto a la cantidad como a la duración se las supone divisibles en partes discretas (fracciones de medidas, instantes de tiempo), siendo entonces consideradas como si fueran finitas, de suerte que resultan incomprendidas tanto la naturaleza de la extensión (atributo constitutivo de una sustancia infinita) como la naturaleza de la duración (“una continuación indefinida de la existencia”, cf. E, II, def. 5): a la primera, dice Spinoza, se la concibe aislada de la sustancia; a la segunda, separada del modo como se deriva de las cosas eternas.
A la abstracción le sigue la suma de unidades discretas para componer grupos mayores o menores, hasta que, nuevamente, la superación del umbral perceptivo de la imaginación habilita el sinsentido de considerar al tiempo o a la medida (meros entes de razón) como infinitos. Spinoza se refiere a ese umbral de la manera siguiente: “Así como no podemos imaginar distintamente una distancia espacial más allá de cierto límite, tampoco podemos imaginar distintamente, más allá de cierto límite, una distancia temporal” (E, VI, def. 6, nota). La imaginación resuelve esa imposibilidad homogeneizando el campo de lo percibido, de tal forma que
[ ] a todos los objetos que distan de nosotros más de doscientos pies, o sea, cuya distancia del lugar en que estamos supera la que imaginamos distintamente, los imaginamos a igual distancia de nosotros, como si estuvieran en el mismo plano […]. (E, VI, def. 6, nota)
y
[…] a todos los objetos cuyo tiempo de existencia imaginamos separado del presente por un intervalo más largo que el que solemos imaginar distintamente, los imaginamos a igual distancia del presente, y los referimos, de algún modo, a un solo y mismo momento del tiempo. (E, VI, def. 6, nota)
De nuevo, es aquí donde interviene el sentido común filosófico para dar una determinación mayor a la fe perceptiva ordinaria. Así, lo que la imaginación espontáneamente aproxima, es apartado por los filósofos, que reenvían al lejano infinito lo que era una real imposibilidad de determinación (que se mantiene como tal). La distancia imprecisa y el tiempo vago que, superando la barrera de lo claramente imaginable, eran reabsorbidos por la percepción en el espacio-tiempo de su límite (perdiéndose así las diferencias reales de extensión y duración en la homogeneidad de un plano visual o de un tiempo presente), se mantienen en su imprecisión, aunque arrojados ahora a la distancia de un tiempo y una medida infinitos (perdiéndose, igualmente, las diferencias reales en la suposición de una progresión acumulativa, continua y homogénea a partir de una unidad abstracta). Lo que se verifica en ambos casos es la misma confusión entre lo finito y lo infinito, una “mezcla” de perspectivas resultante de los mecanismos proyectivos de la imaginación, que echa por tierra la posibilidad de entender tanto lo uno como lo otro.
Esa confusión es la que explica que
[…] todos aquellos que se han esforzado por comprender el orden de la naturaleza por medio de semejantes nociones [el tiempo, la medida y el número], y además, mal entendidas, por cierto, se hayan enredado tan asombrosamente, que por último no han sabido desenredarse sino destruyéndolo todo y admitiendo los absurdos más absurdos [10]. (Spinoza 1988a 132)
Las verdaderas distinciones
Para no confundir, entonces, hay que distinguir, lo cual implica reconocer que hay diversas formas de ser infinito que solo el entendimiento (y ya no la imaginación) puede concebir. Estos infinitos articulados conforman eso que Spinoza llama infinito en acto (que tantos negaron por ignorar la verdadera naturaleza de las cosas).
Por lo anterior, hay que saber distinguir, en primer lugar, la cosa que es infinita en virtud de su propia esencia: la sustancia única absolutamente infinita y la infinidad de atributos infinitos en su género que la constituyen. En este sentido, el infinito es una de las propiedades (junto con la eternidad, la simplicidad y la indivisibilidad) del ser cuya esencia envuelve la existencia necesaria, la cual explica que la sustancia y los atributos sean infinitos por su naturaleza y que no puedan, de ninguna forma, ser concebidos como finitos. Entonces, como la sustancia y sus atributos son la misma cosa [11], surge la exigencia de que el pensamiento sea capaz de concebir un único infinito –absoluto– constituido por una infinidad de infinitos en su género realmente distintos entre sí, esto es, que sea capaz de pensar la infinita infinidad real en su unidad absoluta. Cuando predomina una consideración abstracta o genérica de las cosas, se dan dos tendencias opuestas pero íntimamente articuladas: la de imaginar lo que es realmente diferente como perteneciente a distintas sustancias (de donde resulta la separación y la indiferencia recíproca que caracteriza lo que se supone separado), y la de imaginar la existencia de atributos comunes que vuelven comparables esas cosas distintas (de donde resulta la homogeneización y otro tipo de indiferencia, aquella justamente que pasa por alto las verdaderas diferencias). Frente a ello, Spinoza reclama el esfuerzo intelectual de concebir lo absolutamente diverso –sin comunidad atributiva alguna– al interior de lo absolutamente uno –que ninguna realidad separada (sea trascendente o sea insignificante) deja fuera de sí.
En segundo lugar, hay que saber distinguir las cosas que son infinitas en virtud de la causa de la que dependen: los modos infinitos, inmediatos y mediatos, en los cuales los atributos se expresan necesariamente. Estos modos infinitos se presentan en la Ética en la siguiente secuencia argumentativa: “Todo lo que se sigue de la naturaleza, tomada en términos absolutos, de algún atributo de Dios, ha debido existir siempre y ser infinito, o sea, es eterno e infinito en virtud de ese atributo” (E, I, p21). Asimismo, “todo lo que se sigue a partir de un atributo de Dios, en cuanto afectado de una modificación tal que en virtud de dicho atributo existe necesariamente y es infinita, debe también existir necesariamente y ser infinito” (E, I, p22). De tal manera que “todo modo que existe necesariamente y es infinito, ha debido seguirse necesariamente, o bien de la naturaleza de algún atributo de Dios considerada en absoluto, o bien a partir de algún atributo afectado de una modificación que existe necesariamente y es infinita” (E, I, p23). Si lo que se sigue de los atributos de la sustancia como sus efectos necesarios son modos, y modo es lo que es en otra cosa, por la cual debe ser concebido, entonces
[…] si se concibe que un modo existe necesariamente y es infinito, ambas cosas deben necesariamente concluirse, o percibirse, en virtud de algún atributo de Dios, en cuanto se concibe que dicho atributo expresa la infinitud y necesidad de la existencia, o lo que es lo mismo, la eternidad, esto es, en cuanto se lo considera en términos absolutos […] y ello, o bien inmediatamente, o bien a través de alguna modificación que se sigue de su naturaleza absolutamente considerada, esto es, que existe necesariamente y es infinita. (E, I, p23, dem.)
De esta manera, se dice que “Dios es causa absolutamente ‘próxima’ de las cosas inmediatamente producidas por él”, o que se siguen de su naturaleza considerada en términos absolutos, y, dado que la constitución esencial de las cosas debe comprenderse (como dijimos más arriba) o por su esencia o por su causa próxima, es en virtud de su causa, en este caso, que los llamados modos infinitos tienen la propiedad de ser infinitos y eternos. Sin embargo, como no es por su propia esencia que son infinitos, se explica también que puedan ser concebidos de forma abstracta, separados de su causa, suponiéndolos divisibles en partes y limitados.
En tercer lugar, deben ser distinguidas aquellas cosas que se llaman infinitas o indefinidas porque, aunque tienen límites, no pueden igualarse con número alguno. En este punto Spinoza presenta una respuesta matemática para aquellos que, como vimos, al confundir los modos de imaginar con las cosas reales, suponían al número capaz de determinar toda y cualquier realidad –lo cual se asociaba directamente con la incapacidad de discernir tanto la naturaleza de lo infinito como la de lo finito. Spinoza presenta el famoso ejemplo de los dos círculos no concéntricos para ilustrar la noción de algo limitado que, sin embargo, comprende una infinidad, la cual no puede ser numéricamente determinada:
Los matemáticos […] aparte de que han descubierto muchas cosas que no se pueden explicar con número alguno, lo cual pone en evidencia la incapacidad de los números para determinarlo todo, también conocen otras que no se pueden equiparar a número alguno, sino que superan cualquier número que se pueda asignar. Y, no obstante, no concluyen de ahí que dichas cosas superen todo número por la multitud de sus partes, sino porque la misma naturaleza de la cosa no permite, sin manifiesta contradicción, ser numerada [12]. (Spinoza, 1988a: 133-134)
Es por su naturaleza propia que el espacio interpuesto entre dos círculos no concéntricos, incluso siendo un espacio limitado (esto es, teniendo un máximo y un mínimo), no es numéricamente determinable, pues las desigualdades entre las distancias contenidas en ese espacio, junto con las variaciones del movimiento que debería sufrir la materia que se moviese en dicho espacio superan todo número. Entonces, ya que lo que “se llama infinito, o mejor, indefinido” debe ser diferenciado tanto de aquello que es infinito por su esencia como de lo que es infinito por su causa, es decir, debe distinguirse de lo que es en sí mismo infinito o ilimitado, podemos ver que lo que Spinoza pretende ilustrar con este ejemplo ha de referirse al ser de lo que es finito o limitado. La existencia de los modos, como hemos dicho antes, puede ser determinada a voluntad, siendo considerada como mayor o menor o dividida en partes, sin contradecir su concepto: en este caso, la existencia es concebida “abstractamente y como si fuese una especie de cantidad”. En cambio, si se considera esa existencia según su naturaleza propia –es decir, “la naturaleza misma de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares porque de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos” (E, II, p45, esc.)–, ella debe ser concebida como infinita o indefinida (en el sentido de una continuación indefinida de la existencia). Se trata, en este caso, de
[…] la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto son en Dios, pues, aunque cada una sea determinada por otra cosa singular a existir de cierta manera, sin embargo, la fuerza en cuya virtud cada una de ellas persevera en la existencia se sigue de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios. (E, II, p45, esc.)
La existencia así concebida coincide, precisamente, con el modo en que debe entenderse el ser mismo de la esencia, que en tanto que existe, no es otra cosa que una perseverancia indefinida en la existencia. Como leemos en la Ética:
Todas las cosas singulares son modos, por los cuales los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera, esto es, cosas que expresan de cierta y determinada manera la potencia de Dios, por la cual Dios es obra, y ninguna cosa tiene en sí algo en cuya virtud pueda ser destruida, o sea, nada que le prive de su existencia, sino que, por el contrario, se opone a todo aquello que pueda privarle de su existencia, y, de esta suerte, se esfuerza cuanto puede y está a su alcance por perseverar en su ser. (E, III, p6, dem.)
De manera que “el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma” (E, III, p7). Así, y puesto que el esfuerzo de las cosas consiste en continuar en la existencia y, por ello, en resistir en la medida de lo posible frente a todo lo que pueda destruirlas, cualquier ser que se considere –a menos que sea destruido por alguna causa exterior–, continuará existiendo en virtud de la misma potencia por la que existe ahora. Por lo tanto, “el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no implica tiempo alguno finito, sino indefinido” (E, III, p8).
Esto quiere decir que la existencia de los modos finitos, cuando es adecuadamente concebida, coincide con la propia duración de la esencia, con el esfuerzo variable, aunque continuo, por el cual una cosa persevera en la existencia (perseverancia gracias a la cual la cosa efectivamente dura). La variación (infinita) y la continuidad (indefinida) aparecen en el ejemplo de los círculos de la “Carta 12” como el resultado necesario del modo preciso en que el caso es definido, siendo los dos círculos no concéntricos. Es en tanto que los círculos son no concéntricos, justamente, que la suma de las desigualdades de las distancias que el espacio interpuesto contiene y las variaciones del movimiento de la materia en su interior deben superar todo número. En otras palabras, existen desigualdades (relaciones entre distancias) y existe movimiento en el espacio interpuesto, gracias a la suposición de que los círculos no coinciden en su centro. Asimismo, si bien existen “partes” que componen el espacio interpuesto entre los círculos, estas no son partes discretas, pues Spinoza no propone una sumatoria de segmentos de distancia desigual, sino de “desigualdades de distancia”, con lo cual, cada “parte” es una relación entre distancias diferentes: una diferencia de distancias. Es por esto que no existe discontinuidad alguna entre tales partes. Por último, la variación continua se da entre un máximo y un mínimo, pues por ser los círculos no concéntricos, existe un lugar del espacio interpuesto donde la distancia entre ellos es menor, y otro donde la distancia es mayor. Por lo que puede afirmarse que el ejemplo pretende ilustrar la forma en la que es posible concebir –escapando de la abstracción– el ser de los entes finitos, en la inseparabilidad de su esencia y su existencia; o, lo que es lo mismo, el modo en que lo infinito es efectivamente inmanente a lo finito. Así, la recomendación spinoziana, en relación al conocimiento verdadero de las cosas, sería que, si se trata de conocerlas adecuadamente, en cuanto efectos de una sustancia infinita, no debe concebírselas solamente a partir de su limitación recíproca, sino a partir de la infinitud en la que son y de la que dependen y que, por lo mismo, debe estar comprendida en su concepto.
Mariana de Gainza en dialnet.unirioja.es/
Notas:
10 Entre esos absurdos, por ejemplo, el que Spinoza menciona a propósito del tiempo: “Mientras uno conciba la duración en abstracto y, confundiéndola con el tiempo, comience a dividirla en partes, jamás llegará a comprender cómo una hora, por ejemplo, puede pasar. Pues, para que pase una hora, es necesario que pase antes su mitad y, después, la mitad del resto y después la mitad que queda de este resto; y si prosigue así sin fin, quitando la mitad de lo que queda, nunca podrá llegar al final de la hora. De ahí que muchos que no están acostumbrados a distinguir los entes de razón de los seres reales se han atrevido a asegurar que la duración consta de momentos, con lo cual, queriendo evitar Caribdis, han caído en Escila; ya que es lo mismo formar la duración de momentos que el número de la simple adición de ceros” (Spinoza 1988a 133).
11 Leemos en “Carta 9”, dirigida a Simon de Vries: “Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto no incluye el concepto de otra cosa. Por atributo entiendo lo mismo, excepto que se dice atributo respecto al entendimiento que atribuye a la sustancia tal naturaleza determinada” (Spinoza 1988a 121).
12 Para un análisis del ejemplo de los círculos no concéntricos, en el contexto del debate con la lectura que Hegel hace del mismo, remito a mi artículo “El tiempo de las partes. Temporalidad y perspectiva en Spinoza” (cf. De Gainza).
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