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  • La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis IV

La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis IV

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Escrito por Mª Dolores Odero
Publicado: 02 Marzo 2025

IV.   El  sufrimiento como «altavoz» de Dios

Como es sabido, el sufrimiento humano ha sido una de las armas esgrimidas por ateos y agnósticos para negar la existencia de un Dios que es Bondad infinita y que es Providente, es decir, que tiene  un especial cuidado de que todo lo que suceda se dirija  al  bien  de  los hombres.

Lewis asumió este reto planteado una y otra vez al pensamiento cristiano; por eso dedicó al tema del dolor dos de sus obras más importantes: El problema del dolor y Una pena observada. En ambos libros, el planteamiento que hace Lewis del tema del sufrimiento humano es genuinamente teológico: cita a menudo como  inspiración de su pensamiento la Sagrada Escritura y argumenta desde la fe, como luz para resolver las distintas cuestiones. Pero el modo de plantear el problema es fenomenológico; para hacer más cercana la doctrina cristiana, parte de  lo que  el  hombre  corriente  experimenta  y de lo que se pregunta al entrar en contacto con la realidad del dolor.

a) La experiencia del dolor

Vamos a ver en primer lugar a qué llamamos sufrimiento humano y cómo lo experimenta el hombre. La palabra dolor —explica Lewis— implica dos sentidos. En su sentido más obvio se llama dolor a una particular clase de sensación  transmitida  por  fibras  nerviosas especializadas y reconocible por el paciente como tal tipo de sensación (cfr. PP, 90).

La inteligencia humana percibe el dolor como algo natural a la actual situaci6n del hombre,  incluso  muchas  veces se da  cuenta de que es algo conveniente, en cuanto  señal  de alerta  y defensa  de  la misma naturaleza: el dolor nos avisa de que algo va mal en el organismo y que tenemos que poner el remedio oportuno. Lo descubre en sí mismo y en  los demás desde el principio  de su existencia: el dolor es algo universal, se da en todos los hombres de todos los tiempos y es inevitable de una forma radical.

Pero lo que propiamente llamamos sufrimiento humano es en general toda experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Todas las sensaciones dolorosas si sobrepasan un determinado bajo nivel de intensidad se vuelven sufrimiento, pero  no todos los sufrimientos son sensaciones dolorosas. El dolor en el segundo sentido es sinónimo de sufrimiento, angustia, tribulación, adversidad o dificultad; es ante estas vivencias donde al  hombre se le plantea el problema del dolor. A partir de ahora, siempre que hablemos de dolor o  de sufrimiento nos referiremos en principio a este segundo sentido.

El hombre es consciente de que sufre y, lleno de desconcierto y de inquietud, a diferencia del animal, se pregunta por la causa y la finalidad del sufrimiento. Pero a la vez el hombre percibe en su interior que en el dolor hay algo que desentona en el concierto de la creación, algo que no debería darse. En todo sufrimiento hay una experiencia del mal. Incluso en el dolor sensible, el hombre encuentra la experiencia del propio límite, de cierta hostilidad del mundo, que le hace sentirse limitado y, a la vez, llamado a superarse y realizarse como  hombre,  integrando el dolor en su propia existencia [57].

Por lo tanto, el dolor se experimenta como un mal, como algo que no es bueno en sí mismo [58], pero que al  mismo tiempo puede tener efectos buenos. En general, que esos efectos sean buenos más que de las circunstancias dependen de las actitudes que adoptan las personas ante el sufrimiento: «He visto gran belleza de espíritu en algunas personas que sufrían severamente (...) y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco prometedores» (PP, 106) [59]. Muchas veces explicamos la madurez de una persona refiriéndonos a que ha sufrido mucho. El dolor puede tener efectos negativos —agriar el carácter, acentuar el egoísmo—, pero también puede hacer madurar, adquirir virtudes y asentarlas de una manera firme en la persona que sufre.

También para quien se acerca al sufrimiento, éste puede convertirse en algo bueno «por la compasión  que despierta  y los actos de misericordia a los cuales conduce» (PP, 109) [60].

Ontológicamente el dolor es algo malo, pero no es un mal absoluto: «Todo aquello que le es dado a una criatura con libre albedrío tiene que ser un arma de doble filo, no por la  naturaleza del dador o de la dádiva, sino por la naturaleza de quien lo recibe» (PP, 106). Pero tal vez lo que puede incluso sorprendernos, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que se identifica la felicidad con el placer, el  bienestar, y se huye del dolor  como del peor de  los males que hay que eliminar a toda costa, es el comprobar que el dolor no es lo contrario a la felicidad: se puede sufrir mucho y ser feliz. Y es aquí donde está quizá la clave del problema. El dolor, que es por definición el sinsentido, sólo podemos remediarlo de una forma paradójica: dándole sentido. Como veremos más adelante la respuesta siempre es el amor. A nivel natural, los amores naturales pueden ofrecer cierto sentido a determinados padecimientos,  pero sólo podremos encontrar una respuesta definitiva en la pasión de Cristo [61].

Tendremos que intentar evitar el dolor en la medida que se pueda, pero nunca se podrá eliminar en este mundo del todo y siempre. Y cuando no podemos eliminarlo la única solución es pasar del sinsentido al sentido.

Enfrentarse con la realidad del dolor tiene la ventaja de situar el pensamiento ante un fenómeno inmediato, primario y universal. El sufrimiento saca al hombre de su tranquilidad,  exige que en torno a él se hagan preguntas de fondo y se busquen respuestas. Lewis aprovecha esto en sus obras para explicar la doctrina cristiana sobre el hombre desde la experiencia del dolor.

b)  El  dolor  como  problema teológico

Empezábamos este artículo explicando cómo la presencia del mal y del sufrimiento en el mundo lleva a muchos hombres a plantearse de una forma negativa la existencia del Dios personal del que habla el cristianismo: «Si Dios fuera  bueno,  hubiera  querido  hacer a sus criaturas perfectamente felices, y si Dios fuera todopoderoso, hubiera sido capaz de hacer lo que quería. Pero las criaturas no son felices. Por lo tanto Dios carece o bien de bondad o de ambos» (PP, 25). Este es el problema del dolor planteado en su forma  más simple. En su libro El Problema del dolor, Lewis responde a esta pregunta mostrando qué significa realmente que Dios es «Bueno» y «Todopoderoso» y qué significa que el hombre sea «feliz».

Efectivamente,  el  problema  del  dolor  aparece  cuando  se nos presentan dos realidades aparentemente contradictorias. Por una parte experimentamos en nosotros mismos el dolor y comprobamos vivamente la presencia del  mal en el mundo; y por otra parte tenemos  la convicción —compartida universalmente por tantos  seres  humanos— de la Bondad  y  la Sabiduría  de su  Creador.  Por  esto  mismo, el cristianismo radicaliza el problema del dolor, «porque el dolor no sería problema si junto con nuestra cotidiana experiencia de este doloroso mundo no hubiésemos recibido aquello que consideramos ser una buena seguridad  en cuanto a que la realidad definitiva será  justa y benigna» (PP, 21). El cristiano sabe que Dios es infinitamente Bueno y sabe también el valor que tiene el hombre para Dios. Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, lo ha querido por sí mismo, de forma que el hombre tiene una dignidad en cierto modo infinita; pero, a pesar de  todo, Dios  permite  el sufrimiento humano.

La posibilidad del sufrimiento —señala Lewis—  está  implicada por el orden de la naturaleza y la existencia de voluntades libres. Si tratamos de excluirla, nos  encontraremos  con  que  hemos  excluido la vida misma: «Quizá podamos imaginar un mundo en el que Dios corrige a cada momento los resultados de ese abuso del libre  albedrío de sus criaturas. En tal caso la viga de madera se volvería blanda como la hierba al ser utilizada como un  arma, y el aire se negaría  a obedecerme si yo intentara poner en marcha ondas sonoras portadoras de mentiras o insultos. Pero tal clase de mundo sería de una naturaleza que haría imposible los actos injustos y en el cual, por consiguiente, el libre albedrío resultaría anulado» (PP, 32). Por lo tanto, quizá no sea éste «el mejor de todos los universos posibles», sino el único posible si Dios ha creado  al  hombre  libre [62].  Un  mundo en el cual se diera plena libertad sin el riesgo del mal es imposible.

Percibiendo un mundo sufriente y  estando  seguros  de  que Dios es Bueno, tenemos que enfrentarnos con la solución cristiana, si no queremos resignarnos a que tal bondad y tal sufrimiento sean contradictorios. En definitiva, como decíamos, es necesario preguntarse desde la perspectiva del dolor, quién es Dios —qué es la Bondad, el Amor, la Omnipotencia en Dios—, y quién es el hombre.

c)       La respuesta teológica al sentido del dolor

Lo primero que nos enseña la Sagrada  Escritura  al  respecto  es que el dolor, el sufrimiento y la  muerte, son consecuencias  del  pecado del hombre, de su libertad mal  empleada.  Su  origen no está en Dios, sino en el hombre; no fueron queridos por Dios en su plan creacional. El hombre del paraíso no sufría. Por eso el dolor le resulta extraño al hombre.

Dios es bueno, hizo buenas  todas las cosas y las  hizo a causa de  su bondad. Una de las cosas  buenas  que Él  hizo es el libre albedrío  de la criatura racional. El hombre, al usar mal de su libertad desobedeciendo a Dios, introdujo el mal en el mundo y dañó su naturaleza.

Ya hemos estudiado los efectos del pecado original en la naturaleza humana. Desde entonces nuestro entendimiento y nuestra voluntad necesitan una corrección. Esta corrección es ineludible y en  ella el dolor desempeña un papel importante.

El dolor es por tanto una consecuencia del pecado, un castigo por el pecado [63], pero en Dios se identifican Justicia, Amor y Misericordia, por lo tanto, este castigo tiene carácter de prueba y de corrección [64]: «Las torturas tienen lugar. Si son innecesarias, es que no existe Dios o que el que hay es malo. Si existe un Dios bien intencionado, será que estas torturas son necesarias. Porque ningún ser medianamente bueno podría infligirlas o permitirlas, si hubiera otro remedio» (GrO, 45).

El Amor de Dios  no se conforma  con el estado lamentable  en el que estamos, no se desentiende de nosotros, porque busca nuestra felicidad. El correcto  bien  de las criaturas  es rendirse a su Creador e imitar el modelo de Cristo. Dios es quien nos ha hecho y, por  lo tanto, sabe qué es lo que somos y también sabe que nuestra felicidad reside en Él. Este enderezamiento es costoso y tiene que implicar dolor: «El hombre como especie se corrompió a sí mismo, y el bien —para nosotros y en nuestro presente estado—  tiene  que significar básicamente un bien remediante o correctivo» (PP, 87).

Lewis ilustra esta idea con una parábola de George Mac Donald: «Imagínate a tí mismo como una casa en construcción. Dios viene a reconstruir esa casa. Al principio, quizá, puedes entender lo que está haciendo (...). Pero de repente empieza a golpear la casa de una forma que te hace muchísimo daño y no te parece que tenga sentido. ¿Qué está haciendo? La explicación es que Él está construyendo una casa bastante distinta de lo que tu pensabas (...). Tu pensabas ser una casita decente, pero Él está construyendo un palacio. Quiere venir a vivir allí Él mismo» (MChr, 172).

No hemos sido hechos —señala  Lewis—  fundamentalmente pa­ra que pudiésemos amar a Dios —aunque fuimos hechos para eso también—, sino para que Dios pudiese amarnos a nosotros,  para que nos volviésemos objetos en los cuales el Amor de Dios pudiese complacerse. Pedir que el Amor de Dios se contente con nosotros  tal como somos ahora sería algo tan absurdo como pedir que Dios deje de ser Dios. Luego es inevitable que suframos una  transformación, que puede ser tan dolorosa como una operación quirúrgica.

Por otra parte, es  una  realidad  que el hombre  tiene tendencia  a considerar los bienes naturales como absolutos y a buscar la felicidad aquí abajo, en la tierra. Mientras todo nos va bien es difícil dirigir el pensamiento hacia Dios, la abundancia de bienes materiales puede funcionar como un anestésico a la hora de alcanzar a Dios: «Tenemos todo lo que necesitamos  es una frase  terrible  cuando  ese todo no incluye a Dios» (PP, 95).

En este tipo de entendimiento adormecido para las exigencias  de Dios, el dolor actúa como un aviso de que algo va mal: «El dolor  no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar» (PP, 92). Lewis observa que el dolor es un vehículo capaz de despertar en nosotros la presencia de Dios: «El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres y habla a nuestra conciencia, pero en cambio grita en  nuestros  dolores,  que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo» (PP, 93).

El dolor nos recuerda —igual que lo  hace  el  deseo  de  felicidad que encierra la experiencia de lo que Lewis llama ]oy, Alegría—, que nuestro fin no está aquí,  que  no  debemos  buscar  una  felicidad  estable en la tierra: «Destroza la ilusión de que todo marcha bien. (...) Despedaza la ilusión de  que aquello  que tenemos, fuere bueno  o  malo en sí mismo, es nuestro y suficiente para nosotros» (PP;  95). A través del dolor Dios nos muestra que  esa  felicidad  que  buscamos  fuera de Él es falsa. Nos ayuda a descubrir la insuficiencia  de los  bienes naturales.

La ilusión de autosuficiencia que padece la criatura tiene que  ser destruida para beneficio de la propia criatura. Cuando más centrados estamos en nuestras ocupaciones o en nosotros mismos, un dolor o incluso la simple amenaza de algún tipo de sufrimiento intenso, pueden ayudarnos a volver a centrar nuestra vida en Dios. Hay unas páginas de Lewis donde relata esta experiencia de modo magistral: «Al principio me siento abrumado y toda mi pequeña felicidad parece como un montón de juguetes rotos. Después lenta y desganadamente, poco a poco, trato de ponerme a mí mismo dentro del marco mental en el que debería haber estado en todo momento. Me obligo a recordar que todos esos juguetes nunca fueron  hechos con el propósito de que se adueñasen de mi corazón, que mi verdadero bien reside en otro mundo y que mi único y verdadero tesoro  está en Cristo. Y quizá, por la gracia de Dios, tengo éxito, y durante uno o dos días me convierto en una criatura que conscientemente depende de Dios y que obtiene su fortaleza de las fuentes correctas. Pero en el momento que aquella amenaza se desvanece, toda mi naturaleza salta nuevamente hacia los juguetes, y aún estoy ansioso —Dios me perdone— de borrar de mi mente aquello que fue lo único que me sostuvo» (PP, 105).

No se refiere Lewis sólo a situaciones límites de olvido de Dios, sino también a la experiencia del dolor que  tiene  un  cristiano corriente, que le lleva a recordar vitalmente las verdades  eternas.  Dios, que nos proporciona en esta vida  tantos placeres,  nos priva,  por  medio del dolor, de esa felicidad-seguridad estable que con tanta vehemencia tendemos  a  buscar  en  la  tierra [65]. Por eso «las tribulaciones no pueden cesar hasta que Dios o bien nos vea rehechos o bien compruebe que ahora ya no hay esperanza de rehacernos» (PP, 105).

Por otra parte, el enderezamiento de la voluntad rebelde siempre implicará dolor: «No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas, somos, como dijo Newman, rebeldes que deben deponer las armas» (PP, 91). El problema consiste en que recuperar esa entrega de uno mismo, y «someter la voluntad, por tan largo tiempo reclamada como nuestra, es siempre —no  importa dónde o cómo se haga— un atroz dolor» (PP, 91) [66].

La renuncia cristiana expresada en este sometimiento de la voluntad no significa estoica apatía, explica Lewis, sino una disposición a preferir a Dios más que a los fines inferiores, aunque estos en sí mismos puedan ser lícitos. Esta consideración ilumina cuál es el sentido de la mortificación cristiana: renovar esa disposición de entrega, fortalecer la voluntad y poner orden en las pasiones «como preparación para ofrecer la personalidad humana Íntegra  a Dios». Para poder someter la voluntad a Dios, tenemos que poseer una voluntad; pero las prácticas ascéticas son necesarias como un medio, «como un fin serían abominables» (PP, 111).

Hemos visto que Dios  no quiere el dolor  por  sí  mismo,  sólo lo quiere porque es el único medio para hacer entender al hombre hacia dónde debe mirar, porque es el despertador de la verdad acerca de nuestra vida: «El lugar que Dios asigna  a las criaturas  humanas  en su esquema de cosas es el lugar para el cual ellas han sido hechas. Cuando ellas lo alcanzan, logran su naturaleza y alcanzan su felicidad: en el universo ha sido restaurado un hueso fracturado y la angustia ha concluido» (PP, 52).

También hay que considerar la otra cara del  dolor: lo que Dios quiere para nosotros y lo que hace por nosotros. Dios nos quiere felices de verdad, por eso quiere que lleguemos  a la  unión  con Él, y nos facilita el camino hasta límites insospechados. Como prueba de su Amor infinito, envía a su Hijo: la Redención se realiza con la vida, pasión, muerte y resurrección  de Cristo, que quiso cargar sobre sí todos nuestros dolores [67]: «El cristianismo nos  enseña que la terrible tarea ha sido ya cumplida para nosotros en cierto sentido: la mano del maestro está sosteniendo la nuestra cuando tratamos de trazar las difíciles letras y que nuestro escrito sólo necesita ser una copia y no un original  (...). El sacrificio  de Cristo es repetido o halla nuevo eco entre sus seguidores en muy diversos grados, desde el más cruel de los martirios hasta el sometimiento de la intención propia» (PP, 103).

La Redención se ha cumplido a través del sufrimiento; una importante consecuencia de  este  hecho es que todo sufrimiento humano  ha quedado redimido, es decir, todo hombre en su   sufrimiento puede unirse al sufrimiento redentor de Cristo, convirtiendo así al sufriente en corredentor [68].

El por qué del dolor es un misterio que no se puede comprender plenamente con la sola  fuerza de la razón [69]. Pero Dios responde a la pregunta del hombre a través de Cristo,  que es la manifestación del Amor del Padre que, por los hombres, entrega a su Hijo a la Cruz. Y Cristo no da explicaciones abstractas, sino que toma realmente el mal y el dolor sobre sus hombros para librarnos de él.

Si el dolor, la tribulación, es un elemento necesario en la redención, debemos deducir que no cesará hasta el final de los tiempos: «El cristiano, por lo tanto, no puede creer a ninguno de aquellos que prometen que, con sólo introducir algunas reformas en nuestro sistema económico, político o higiénico, el resultado sería un cielo en la tierra. Esto puede que aparezca como desalentador para el agente ocupado en una obra social, pero en la práctica no tiene por qué desanimarlo. Por el contrario, un vigoroso sentido de nuestras comunes miserias —simplemente como seres humanos— es, por lo menos, un buen acicate para eliminar todas las miserias que podamos, así como también todas aquellas alocadas esperanzas que tientan a los hombres a alcanzarlas mediante el quebrantamiento de la ley moral y que al final muestran ser únicamente polvo y cenizas una vez que se llega a su realización» (PP, 113).

La solución plena del dolor no está en este mundo, pero esa convicción no excusa al cristiano de combatirlo en la medida de sus posibilidades. Como afirma Juan Pablo II: «El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento» [70].

El dolor puede llevar al hombre al conocimiento de que todo no marcha bien, al reconocimiento del mal que ha realizado: «El dolor procura la única oportunidad que el hombre malo puede tener para enmendarse. Quita el velo e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde» (PP, 95). Pero —como apuntábamos anteriormente— desgraciadamente también puede llevarlo a una «definitiva e impenitente rebeldía» (PP, 117).

Si fuera posible hacer algo  más  por el  hombre  rebelde,  Dios lo hubiera hecho: «Creo que si un millón de oportunidades tuvieran probabilidad de hacer algún bien, un millón de probabilidades serían concedidas» (PP, 123), pero si el hombre tiene libertad, Dios sólo puede salvarnos con nuestro consentimiento: «el perdón necesita ser aceptado» (PP, 121). Por eso, al crear seres dotados  de libre albedrío, la Bondad y la Omnipotencia divinas  se someten  paradójicamente a  la posibilidad de ser derrotadas: «Todos los condenados, en un sentido, tienen éxito de ser rebeldes hasta el fin; las puertas del infierno están cerradas desde adentro» (PP, 126).

Podemos reflexionar acerca del sufrimiento, pero el dolor siempre será en alguna medida, un misterio para el hombre, un misterio que sólo se ilumina desde la verdad cristiana.

d)       La respuesta cristiana al problema existencial del doliente

Es distinto explicar el problema del dolor teóricamente que hablar de él a un hombre que está sufriendo en ese momento con gran intensidad. El dolor es un sentimiento  humano  que cuando es intenso afecta existencialmente a toda la persona: cambia la visión de la realidad que nos rodea y de nosotros mismos. El propósito de Lewis al escribir Una pena observada fue transmitir una experiencia, ayudar y acompañar, en cierta manera, a cualquier cristiano que llegara a encontrarse en circunstancias similares a las que debió pasar él al morir su esposa.

Un sufrimiento puede hacer que se tambaleen las convicciones más firmes. En esos momentos los argumentos cuentan poco y, para un cristiano, sólo el conocimiento profundo  del sentido que tiene su dolor y una fe sólida, que apoye ese sentido cristiano, pueden consolarle y ayudarle a aceptar incluso la racionalidad  de su dolor. En Una pena observada, Lewis llega finalmente a unas conclusiones semejantes a las de El problema del dolor. Sin embargo, el modo de alcanzar esas conclusiones es ahora muy distinto. El  planteamiento del problema del dolor es vivo, muy personal y directo.

Es importante en primer lugar, saber cómo se vive este sentimiento humano que es  el  sufrimiento para poder convertirlo, con la ayuda de la fe y de la gracia, en  un  bien. El sufrimiento, cuando es intenso, se llega a experimentar como miedo: «Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva» (GrO, 9). No es el miedo del organismo frente a la destrucción, sino «un sentimiento sofocante, la sensación  de ser un ratón atrapado en la ratonera» (GrO, 17).

También se experimenta como expectativa, como «estar colgado a la espera de algo que va a pasar». Esto confiere a la vida una sensación permanente de provisionalidad, como si no valiera la pena empezar nada: «Antes nunca llegaba a tiempo para nada. Ahora no  hay más que tiempo. Tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad» (GrO, 36).

El sufrimiento como sentimiento nos centra en nosotros mismos —ahí está uno de sus mayores peligros— y nos aísla del mundo: «Hay una especie de manta invisible entre el  mundo y yo» (GrO,  9), de forma que aunque necesitemos de los demás, perdemos el interés por ellos. La pena inyecta desidia, apatía: «Aborrezco hacer el menor esfuerzo» (GrO, 10), dirá Lewis, sorprendiéndose de sí mismo.

Y, sobre todo, de la misma forma que sin buscarlo, el amor da sentido a todo, el  sufrimiento  hace que se extienda  por  encima  de  todas  las cosas  una  vaga sensación  de falsedad, de despropósito: «¿Qué pasa con el mundo para que se vuelva tan chato, tan mezquino, para que parezca tan gastado?» (GrO, 39), el mundo se convierte en una calle estrecha (cfr. GrO, 39).

El dolor, por lo tanto, oscurece la visión de las cosas, entorpece nuestro contacto con la realidad, porque impide pensar: «No somos propiamente capaces de ver nada cuando tenemos los ojos enturbiados por las lágrimas» (GrO, 47). Para mitigar el dolor, los sentimientos se intentan disfrazar de pensamiento —buscando culpables con razonadas sinrazones—, pero así no se consigue nada.

La primera reacción del hombre que sufre es, en muchas ocasiones, la rebelión contra Dios: «¿Dios dónde se ha metido?» (GrO, 11). El lector de las primeras páginas de Una pena observada queda perplejo ante el fortísimo desconcierto de Lewis. Pero nuestro autor siempre había afirmado que la realidad era la gran iconoclasta, la piedra de toque de nuestras ideas y emociones; y en estos momentos duros, tras la muerte de su mujer, tampoco deja de atender a la realidad. Así, va dando pasos progresivos hacia un  nuevo  modo  de ver la realidad, dejando que la fe ilumine sus experiencias [71].

Aunque el dolor continúa, se propone conocerlo, captar su sentido: «Vamos a ver si en vez de tanto sentir, puedo pensar un  poco» (GrO, 39). Se da cuenta de que no existe una estrategia  para que el dolor no duela. Lo que sí cabe es encontrar el sentido de ese dolor que experimenta y que ha hecho que se tambaleen sus convicciones más profundas. Lo que había escrito antes era un aullido más que un pensamiento: «Sacaba de ello la única compensación que puede esperar un hombre atormentado: el derecho al pataleo» (GrO, 42), «pero  un estado  de  ánimo  no es garantía  de  nada»  (GrO, 43).

La pasión del dolor oscurece el intelecto, que  no llega, cuando el dolor es muy intenso, a pensar rectamente sobre Dios y ni siquiera sobre el ser querido que ha fallecido. Luego sí es posible: «Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado» (GrO, 60); en otro momento, hablando de su mujer, reconoce: «La recuerdo mejor porque lo he superado (el dolor) en parte» (GrO, 47).

Por tanto hay que saber esperar. El dolor, aunque subjetivamente de la impresión de ser un  estado definitivo, es un proceso: no es una comarca que requiera hacer un mapa, sino un proceso que tiene una historia. Se dan recurrencias parciales, pero la misma secuencia no  se repite [72]. Nunca nos encontramos —dice Lewis— con el Cáncer, la Guerra o la Infelicidad, sino con cada hora o cada momento en que llegan. No abarcamos  nunca  el  impacto total de lo que llamamos la cosa en sí misma, «pero es que nos equivocamos al llamarla así. La cosa en sí misma consiste simplemente en todos estos altibajos, el resto no pasa de ser un nombre o una idea» (GrO, 16).

Cuando no podemos hacer nada  para  evitar  el  sufrimiento, hay que esperar y aprender  a sufrir [73]. Lo que  podemos  hacer  ante  el dolor es aguantarlo: «En realidad da igual agarrarse crispadamente a los brazos del sillón del dentista que dejar las manos reposando en el regazo. El taladro taladra igual» (GrO, 35). También podemos preguntarnos el por qué y el para qué.

Es entonces cuando llegamos a comprobar en  nosotros  mismos que lo único capaz de aliviar el sufrimiento es encontrarle su sentido. Lewis en el último capítulo del libro que estamos citando, Una pena observada, después de haber descrito su dolor, imagina para el mismo un sentido imposible: «Si supiera que el estar separado siempre de H. y olvidado por ella eternamente pudiera  añadir  mayor alegría y esplendor a su ser, por supuesto que diría: ¡Adelante! Igual que, aquí en la tierra, si hubiera podido curar su cáncer a costa de no volverla a ver, me las habría arreglado para no volver a verla» (GrO, 66); lo hubiera hecho con dolor, pero con un dolor lleno de alegría, porque tendría un sentido.

Pero la única solución ante el dolor es encontrarle su verdadero sentido. El dolor es un misterio, algo que «no somos capaces de entender» (GrO, 72), pero el cristiano sabe que «Dios nos hace daño solamente por nuestro bien» (GrO, 45). El dolor  prueba  nuestra fe  en Dios, porque «es muy fácil decir que confías en la solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja. Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un precipicio» (GrO, 27). El dolor viene para probarnos, pero esto «conviene entenderlo a derechas. Dios no ha estado ensayando un experimento sobre mi fe o mi amor  con  vistas a poner en claro su calidad. Esta calidad ya la conocía ÉL Era yo quien no la conocía (...). Él siempre supo que mi templo era un castillo de naipes. Su única manera de metérmelo en la cabeza era desbaratarlo» (GrO, 52). Si ha «derribado la casa de un manotazo es porque era un castillo de naipes, y yo no lo sabía» (GrO, 40). Esa nueva experiencia de su pequeñez, sólo se pudo lograr a través del sufrimiento.

La experiencia del sufrimiento es muy distinta en el momento en que el sujeto advierte que tiene ese sentido. Aunque sólo entenderemos plenamente el sentido del sufrimiento —el para qué, su finalidad— al final de  nuestra  vida,  una vez que  hayamos  alcanzado a Dios : Entonces «nos daremos cuenta de que no existió nunca ningún problema» (GrO, 68). En la tierra sólo podemos intuirlo, ayudados por la fe.

La vida humana no es en este mundo algo totalmente inteligible para el mismo  hombre. No  hay una  unión  facticidad-sentido ni a nivel cósmico ni en la vida personal de cada  hombre. En su ensayo The Worldi Last Night, Lewis habla de la historia como  una obra de teatro en la que nosotros no sabemos si estamos  en el primer acto o en el quinto, ni quién es el  actor principal. Sólo el Autor de la obra lo sabe: «Nosotros nunca vemos la obra desde fuera,  nunca nos encontramos con más personajes que la pequeña minoría que está en la misma escena que nosotros. Totalmente ignorantes del futuro, e imperfectamente informados sobre el pasado, no  podemos  decir en qué momento llegará el final» (World, 76). Y, aunque se hayan planteado algunos problemas, no sabemos qué sucederá, ni cómo se resolverá el drama al final. Sólo sabemos por la fe que todo acabará bien y que al final todo se entenderá. El cristiano que sufre sabe que Dios es su Padre y que todas las circunstancias, también  las adversas, son queridas o permitidas por la Providencia  de Dios en orden a su santificación [74]. La sabiduría consiste en creer y entender que todo es para bien (cfr. Rm 8, 28) [75].

Algunos de los dilemas que, en medio del sufrimiento, nos acosan y suscitan interrogantes que planteamos a Dios no son contestados porque se trata de preguntas disparatadas, que carecen de respuesta. El silencio de Dios «es una forma especial de decir No hay contestación. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza no a manera de rechazo, sino esquivando la cuestión. Como diciendo: Cállate, hijo, que no entiendes»  (GrO, 66).  De  ahí la importancia de aceptar nuestras limitaciones: «No somos  capaces de entender» (GrO, 72). Hay que seguir confiando en Dios y saber que «todo va a salir bien, muy bien y cualquier problema  imaginable se va a arreglar» (GrO, 63).

El dolor es un misterio. Ahora, en la tierra, sólo podemos comprender su sentido ayudados por la fe. Se podría resumir lo que Lewis quiere transmitir en esta obra con una experiencia que él mismo relata: «Imaginad un hombre sumido en la total oscuridad. Le parece estar en un sótano o en un calabozo. De pronto se oye  un ruido. Le parece que es sonido venido de lejos, olas o árboles meneados por el viento, o un rebaño a media milla de distancia. Y si  fuera así, eso probaría que no está en  un calabozo, sino libre, a pleno aire. O podría ser un sonido mucho más pequeño, al alcance de la mano, una risa sofocada. Y si fuera así,  habría  un  amigo junto a él en la oscuridad. De una manera o de otra un sonido bueno, muy bueno» (GrO, 62). Es decir, en los momentos de mayor sufrimiento y soledad, hemos de darnos cuenta de que no estamos solos [76]. La risa de Dios a la que  Lewis  alude,  no  es  una  burla cruel, es un  rayo de luz y de esperanza, porque Dios  nos advierte de que no dramaticemos tan desmesuradamente en lo que luego veremos que no tenía tanta importancia: «Yo o cualquier  mortal, en cualquier momento, puede estar rematadamente equivocado con respecto a la situación por la  que  realmente  está  pasando» (GrO, 62).

Al encontrarnos en un aparente callejón sin  salida,  tenemos que poner en práctica algo que en una situación normal siempre estamos dispuestos a admitir: que Dios es infinitamente Bueno y que nos ama, que si permite ese dolor debe ser para nuestro bien: «Cuanto más acendradas sean su bondad  y esmero,  más inexorable se mostrará en manejar el bisturí» (GrO, 45).

En Una pena observada explica Lewis que fue al experimentar el dolor por la muerte de su mujer, cuando se dio cuenta de la dificultad de transferir un sufrimiento a otro: «No puedes compartir realmente la debilidad de una persona, ni su miedo, ni su dolor» (GrO, 17), es diferente cuando una  cosa así  le pasa a  uno y no a los demás, cuando pasa en realidad  y  no a través de la imaginación. Y Lewis concluye que esto le ha pasado de una forma tan radical porque su fe era «de pacotilla», y no le debían importar de verdad —como  pensaba  que  le importaban— los sufrimientos ajenos. Una fe cristiana vivida con plenitud de entrega a los demás lo puede conseguir, aunque sólo Cristo se identifica plenamente con el dolor de cada hombre.

Conclusión

Pensamos que estos cuatro temas —la existencia del orden moral, la dialéctica de la Alegría, la vía del amor  y la del dolor— son las principales claves de la antropología cristiana de Lewis.

Una observación se impone en este momento. Obviamente nuestro Autor no pretendió hacer investigación teológica académica, por eso ni entra en diálogo con la teología  contemporánea  ni  se siente en la obligación de realizar un estudio sistemático de los temas teológicos que toca. Sin embargo, el talante teológico de  su mente aparece constantemente en sus obras. Intentó entender  mejor  su fe y exponer la doctrina cristiana de una forma asequible y atractiva para el hombre de hoy, incorporando lo más apropiado del lenguaje y de la mentalidad de la época, y ese esfuerzo es evidentemente fides quarens intellectum, es la reflexión que ha de hacer un teólogo sobre el sentido de los misterios de la fe.

Tal vez se pueda comparar su intento al de Pascal. En efecto, Lewis también busca principalmente preocupar al ateo describiéndole la condición del hombre sin Dios como  algo  incomprensible para la razón; para después mostrarle la doctrina cristiana, que le dará la clave para descifrar el misterio del hombre y le ofrecerá la ayuda que necesita para ser lo que Dios espera de él.

Su modo de reflexionar sobre la fe es tremendamente actual desde el punto de vista teológico. Su método para exponer la fe al hombre de la calle coincide en parte con el que proponen teólogos contemporáneos tan diversos como De Lubac, Danielou, Guardini, Latourelle, Kasper, etc. Por ejemplo, Lewis sin negar la vía cosmológica hacia Dios, descubre y acentúa la línea antropológica, es decir, argumenta sobre la existencia de Dios partiendo de algunas experiencias fundamentales del hombre. Las experiencias que Lewis propone al hombre para encaminarse hacia Dios son, como hemos visto, la experiencia moral, el deseo de felicidad —la  Alegría—  y la  experiencia de los amores naturales y del sufrimiento. Es peculiar de este método que no lleva a una  representación  abstracta  de  Dios, sino que ayuda al hombre a llegar al Dios vivo como realidad, a encontrarse con Dios en su propia vida.

Sus explicaciones  giran  principalmente alrededor  de tres realidades:  la  existencia  de  un  Dios  personal,  la  centralidad  de Cristo —Cristo como clave para  entender  al  hombre  y a toda  la  creación—, y algunos puntos fundamentales de la historia  de la salvación  que  dan razón del estado actual del hombre y del futuro al que se dirige: la vocación sobrenatural del hombre, la caída original, la redención, etc. Entre los temas teológicos tratados por Lewis hay algunos cuyas representaciones son especialmente sugestivas: la vida de los bienaventurados en el cielo, las consecuencias para la vida del hombre del pecado original, la conexión entre el pecado y el dolor y la  visión  del pecado como algo que aparta al hombre de su realización como persona y, por lo tanto, de la felicidad. Se esfuerza  por  mostrar  que la revelación cristiana  es creíble,  haciendo  ver  que en ella se  halla la clave de la inteligibilidad del misterio del hombre, la única que puede responder adecuadamente a la pregunta que se  hace el  hombre sobre el sentido de su existencia y de toda la realidad.

Como apologista, tenía una especial habilidad para explicar la doctrina de la fe, mostrando a la vez su carácter razonable y ayudando al lector, por medio de metáforas e imágenes muy expresivas, a seguir el hilo intelectual de su pensamiento. Lewis es un ejemplo de la necesidad que tiene el laico con vocación de apologista de profundizar en la fe, de reflexionar sobre ella, empleando la inteligencia del mismo modo que lo hace en su trabajo profesional y con los recursos —el dominio de un lenguaje secular, sobre todo— que este trabajo profesional pone a su disposición.

Comprendió muy bien el papel del elemento afectivo en la percepción de la verdad y, por lo  tanto,  en  la  preparación  para  la fe. Por este motivo su argumentación no se limita a razonamientos abstractos, sino que se dirige al hombre entero. Para preparar al hombre a recibir el don de la fe hay que mejorar sus disposiciones fomentando el conocimiento propio de modo que le  lleve  a  una cierta humildad  intelectual —a  descubrir las limitaciones de su razón  y la necesidad de apertura a lo trascendente—. Es decir, es preciso ayudar al hombre a bajarse del pedestal ficticio al que está subido desde el pecado original con la pretensión de saberlo todo y actuar siempre bien.

En  las  obras de Lewis se revela su  visión de  la  fe como  luz que ayuda a ver lo profundo de la realidad, que de otra manera el hombre no podría alcanzar. Esta convicción le permite  no  tener miedo a la razón en ningún momento, pues la razón  es un don divino —como la fe— que nos permite alcanzar algunas verdades, aunque la razón es limitada y sólo con la fe sobrenatural podemos vislumbrar la verdad salvadora de Cristo. Por el contrario expuso con mucha claridad cómo desde un pensamiento  ateo o agnóstico  no cabe una fundamentación sólida de los valores éticos. Un materialista puede tener valores, pero no los podrá fundamentar.

En sus escritos hay intuiciones, en ocasiones muy profundas, expuestas de una forma clara y atractiva. Va sembrando ideas, encendiendo luces, abriendo horizontes, planteando preguntas y orientando hacia las posibles respuestas,  para que el lector  con  la ayuda de esos elementos pueda llegar libremente a la solución.

En definitiva, se puede concluir  que la teología  antropológica de Lewis está centrada en un concepto de hombre que permite el diálogo con el mundo contemporáneo. Su conocimiento de la naturaleza humana sigue, de alguna forma, a las experiencias trascendentales de su propia vida  y a la doctrina  cristiana, cuyo descubrimiento dio respuesta a sus inquietudes afectivas e intelectuales.

Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu

Notas:

57.       Cfr. L. F. MATEO-SECO, Consideraciones en torno al  sentido  cristiano  del dolor y de la muerte, en  AA.  VV.,  «Symposium  Internacional  de  Ética  en  Enfermería», Pamplona 1990, p. 262.

58.       El concepto de mal es distinto en el cristianismo que en otras religiones: «En el concepto cristiano la realidad  del  sufrimiento se explica por medio del mal  que esta siempre referido , de algún modo, a un bien» JUAN PABLO II,  Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 7).

59.       En el apéndice final que se recoge en El problema del dolor, el Dr. Havard -el médico de Lewis, que era católico y participaba habitualment en las reuniones de The lnklings- concluye, desde su experiencia  clínica, que el dolor provee una oportunidad para el heroísmo, y «tal oportunidad es aprovechada con llamativa frecuencia» (pp, 153).

60.       Como enseña Juan Pablo II, el sufrimiento, al despertar compasión, provoca el amor. La clave de la antropología cristiana es el anuncio de que «el hombre no puede encontrar la plenitud si no es en  la entrega de sí mismo a los demás»; por lo tanto, otro sentido del sufrimiento es éste: «Transformar toda la civilización humana en la civilización de amor» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 30).

61.       Para muchas personas el sufrimiento ha sido el principio de su conversión. Son muy significativas en este sentido las palabras de Juan Pablo II en el mensaje transmitido a raíz del atentado  que  sufrió,  en  el  que habla del sufrimiento como canal de la gracia: «Ahora  sé  mejor  que  antes  que  el  sufrimiento  es  una dimensión tal de la vida que a través de él penetra en  el  corazón  humano,  como  de  ninguna otra forma, la gracia de la Redención» Juan Pablo II, Mensaje, 14-VIII-81).

62.       Esta noción de Leibniz es, por otra parte, imposible de realizar, pues siendo Dios es infinitamente bueno, siempre cabe pensar un mundo mejor que cualquier otro dado.

63.       Ya hemos visto en el punto anterior que el hombre, al perder los dones preternaturales que Dios le había dado para que hubiera un orden entre su alma inmortal y su cuerpo, quedó a merced de su naturaleza. Es por esa razón que experimenta el dolor y la muerte como algo que, aunque natural a su  materialidad, está mal. También así se explica que unos hombres sufran más que otros: prescindiendo de la Providencia de Dios, que encauza todo al bien de cada criatura particular, la naturaleza de cada hombre es distinta, más o menos resistente, según la herencia genética y las condiciones naturales a las que está sometida.

64.       La Sagrada Escritura habla en muchas ocasiones del dolor como medio que utiliza Dios para la corrección (cfr. Dt 8, 5 y 2 M6, 12).  Juan  Pablo II explica  que es una llamada a «reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 12).

65.       Ante la realidad del sufrimiento sólo caben dos posturas: la primera, muy frecuente en la sociedad actual, es la del hombre que decide renunciar a su interpretación y sólo ve en el sufrimiento algo que hay que eliminar por todos los medios -por eso cuando, a pesar de todo no se puede eliminar, se  practica  la eutanasia-. En segundo lugar, la del hombre que, ante su fracaso  para explicar  lo inexplicable, se da cuenta de que el  verdadero sentido se encuentra más allá de él  mismo. Así el hombre llega a una gran verdad, experimenta lo absurdo de considerarse el centro del mundo. Como sugiere Esquilo: «Sufrir instruye al hombre» (Agamenón, 176), en el sentido de que recuerda a los hombres, siempre inclinados  a olvidarlo, su condición de mortales (citado por Ch. MOELLER en Sabiduría griega y paradoja cristiana, Madrid 1989, p. 143). En este fracaso el sufrimiento también revela que la libertad y dignidad humana no pueden consistir en el dominio de la propia naturaleza.

66.       Como hemos visto al referirnos a los efectos buenos del sufrimiento, en el dolor, en las dificultades, se encuentra  el  hombre  con  un  reto que  le puede  llevar a conseguir virtudes y, en definitiva, a madurar como persona. A esto alude Juan Pablo II cuando afirma que el sufrimiento «es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido destinado a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 2).

67.       El amor nos lleva a los hombres a desear sufrir en  lugar de la persona amada; pero eso, que no podemos nosotros hacer, es lo que hizo Cristo (cfr. GrO, 46).

68.       Esta idea, que Lewis esboza en varios de sus escritos, Juan  Pablo II la expone de una forma acabada. La victoria de Cristo en la Cruz sobre el pecado y la muerte no suprime los sufrimientos temporales, pero proyecta sobre cada sufrimiento una luz nueva, la luz de la salvación. Da sentido a todo sufrimiento uniéndolo con el amor (cfr. Col 1, 24). La respuesta de Cristo le llega al hombre por una llamada, por una vocación: Sígueme (cfr. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici dolori.s, 11-II-1984, n. 15). Y  en  otro  lugar: «La  fe en  Cristo  no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima,  lo vuelve válido para la eternidad» QUAN PABLO II, Alocución (24-III-1979) en «Insegnamenti di Giovanni Paolo 11», Roma 1979, p. 703).

69.       «Desde el punto de vista antropológico no hay respuesta para el problema del sufrimiento humano» (M. A. LABRADA, El sufrimiento como fuerza creadora de plenitud personal, en AA. VV., «Symposium Internacional de Ética en Enfermería», Pamplona 1990, p. 276).

70.       JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 30.

71.       El proceso de Lewis en esta obra tal vez se podría comparar con el de Job. Job se esfuerza por encontrar a Dios que se le oculta en su dolor y a quien sigue creyendo bueno; pero en su confusión moral tiene alternativamente momentos de rebeldía y de sumisión. Yavé interviene al final del libro para  revelar que el hombre no tiene derecho a juzgar a Dios que es infinitamente sabio y omnipotente. Job reconoce con humildad que en medio de su dolor ha hablado neciamente.

72.       El  3-XII-61, en una carta a su amigo Griffiths Lewis escribe: «La pena no es, como pensaba, un estado, sino un proceso: como un paseo en un valle salvaje que te proporciona un nuevo paisaje cada pocas millas» (Letters, 500).

73.       Cfr. Si 2, 1-13.

74.       Nuestra santificación, como hemos visto, se identifica con nuestra felicidad. La Voluntad de Dios es que seamos felices. Afirma Mouroux siguiendo a Santo Tomás de Aquino: «En el ser divino están incluidas todas las cosas que creemos que existen eternamente en Dios, y en las cuales consiste nuestra  felicidad; mientras que la fe en la Providencia incluye todas aquellas cosas que Dios dispensa  temporalmente a los hombres y que son el camino hacia la felicidad» Q. MOUROUX, Creo en Tí, Barcelona 1964, p. 6). En ese camino está incluido el dolor.

75.       Explica Juan Pablo II que la misericordia de Dios «se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve  y extrae el  bien  de todas las  formas de mal existentes en el  mundo  y  en  el  hombre» (JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 6).

76.       Tal vez se podría decir que la respuesta al problema del dolor la da Lewis en boca de su personaje Orual, casi al final de Mientras  no tengamos rostro: «Concluí mi primer libro con  las  palabras  nada  que  alegar. Ahora sé, Señor, por qué no te pronuncias. Tú mismo eres la respuesta. Ante tu rostro los interrogantes se desvanecen. ¿Qué otra respuesta nos iba a colmar? Tan sólo palabras, palabras, palabras; palabras que luchan con otras palabras» (TWHF, 295).

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